Un Hombre Ajeno -Alejandro Ricaño

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    Un hombre ajeno

     Alejandro Ricaño

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    1.

    Querida Belén:

    Esto es bastante estúpido. El asunto es éste: yo sembré un árbol hace, no sé, 25 años. Quizá

    entonces yo tenía 10. Hoy cumplí 39. Y lo sembré ahí, donde tú vives ahora. A muchos,

    muchos kilómetros de donde te escribo. Y hace un par de años regresé y mi árbol no estaba.

    ¿Me entiendes? Lo sembré en el patio de mi casa. Pero no estaba. Ni el patio, ni la casa. Estaba

    una avenida. Sólo eso. Una gran avenida. Y era difícil imaginar que hubiera habido ahí una

    casa. O un árbol. Y todo eso me resultó muy ajeno. Mi infancia, quiero decir. Es como si no

    estuviera ahí ya, como el árbol. El asunto es éste -esto es muy estúpido- El asunto es éste:

    quisiera preguntarte si estuviste en la primaria Niños Héroes, entre 1972 y 1977. Porque de ser

    así, fuiste mi primer amor, entre esos seis años. Tú no tenías por qué saberlo, mi amor

    consistió en contemplarte los calzones entre las 9 y las 9:30 de la mañana de esos seis años,

    mientras desayunabas en una banca, descuidada. El amor de los niños es extraño. No busco

    nada. Ni espero nada. Es sólo que acá, de este lado del mundo, son las cuatro de la mañana, y a

    uno, cuando no puede conciliar el sueño a esa hora, le da por buscar en internet a gente de su

    pasado, porque ahora uno puede hacer eso. Quisiera que fueras tú, porque me gustaría

    encontrar algún vestigio de mi infancia. Recuperar otro pedacito de memoria. Ojalá seas tú. Si

    no, simplemente ignora este mensaje.

     Tomás.

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    2.

     Tomás:

    Queens. Aeropuerto JFK. Mi amigo Malik me trajo en su peaugot desde Manhattan. La aguja

    del velocímetro baila entre las 75 y las 80 millas.

    Malik : ¿Te dijo que quería verte?

     Tomás: Supuso que sería bueno verme. Su me mensaje decía: “Tomás, qué alegría me daría

     verte”. Es sólo una suposición.

    El puente Williamsburg. Al fondo el Hudson, detrás del montón de cables tensados que

    sostiene el puente Brooklyn.

    Malik : ¿Se parece?

     Tomás: No quites la vista del camino. ¿A quién?

    Malik : A sí misma.

     Tomás: ¿Por qué no iba a parecerse a sí misma?

    Malik : Por el tiempo.

     Tomás: No parece una niña de diez años, pero sí, es como la recuerdo.

    Malik : ¿Se puso buena?

     Tomás: ¡El camino, Malik! ¡La puta madre! Se me va a salir el corazón.

    Malik : ¿Se puso buena?

    ( Pausa  )

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     Tomás: No sé, Malik.

    Malik : ¿No viste sus fotografías?

     Tomás: No quise.

    Malik : ¿Por qué no ibas a querer ver sus fotografías?

    El rechinido de las llantas. El peugeot tiembla. No había querido ver sus fotografías. Si

    descubría que era un esperpento, no habría tenido el impulso de comprar un boleto a México

    cinco minutos después de leer su mensaje; si el tiempo la había favorecido habría arruinado la

    sorpresa de descubrirlo en persona.

    3.

    Las gotas en la ventanilla del avión, alargándose con el despegue.

    Había aterrizado en ese mismo aeropuerto, cinco años atrás, para dirigirme al Bronx.

    Entonces no conocía a Malik.

     Tuve que tomar el tren aéreo, el ligero y finalmente el subterráneo.

     Allí crucé los brazos sobre mi mochila y recargué la cabeza para dormir un poco.

    Escuchaba el crujir de las tazas rotas. De los vasos rotos. Y de todos los objetos arrojados

    contra la pared. Contra el suelo. Contra todo.

    Supe, cuando se detuvo el subterráneo, que esa ciudad a miles de kilómetros de distancia de

    todos los gritos, de todos los nudillos destrozados contra la pared, contra el volante del carro,

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    contra mi propio rostro, serían el final de un pozo oscuro donde esperaría que la vida pasara lo

    más rápido posible.

    Cuando los azulejos del muro en la estación indicaron la calle 183, mi parada, y las puertas del

     vagón se abrieron para que saliera una multitud y entrara otra, sólo pude escuchar su voz en

    medio de ese bullicio ingente. Quebrada y clara, repitiéndose en mi memoria:

    “Si me buscas te prometo que voy a hallar la manera más dolorosa de matarme. Creo que no

    soportaría oír una palabra más de tu maldita boca. Una sola. Una sílaba resquebrajaría la

    poquita cordura que me ha dejado todo esto. Ya no hay más que romper, Tomás, sólo queda

    eso, un poco de cordura. Te pido que me dejes eso.” 

    Subí las escaleras y me perdí entre el ruido, mientras el sol desaparecía entre los edificios,

    lentamente.

    4.

    Conocí a Guiedana alguna noche durante el invierno de 1998. No hay nada de extraordinario

    en el evento.

    Mi padre era un actor venido a menos y había organizado una fiesta en el café mugriento de

    otro actor venido a menos.

    Su mejor amigo.

    Porque necesitaban reunir un poco de dinero.

    Porque, más allá, en el fondo, necesitaban seguir haciendo teatro.

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    Mal teatro. El único que sabían hacer.

    Lo único, de un tiempo acá, que le daba un poco de sentido a sus vidas.

    Guiedana estaba recargada en una pared descarapelada. Su vestido combinaba con el tono

    pálido de la pintura que se caía a pedazos del muro.

    Combinaba con el tono ámbar de la cerveza que se bebía con la displicencia de una niña

    malcriada.

     Y me miraba con esa misma displicencia. Me sostenía la mirada desde el otro extremo del café

    sin sonreír, sin apenarse, sin nada.

    Sólo se interrumpía para agacharse a tomar otra cerveza de un six pack que tenía resguardado

    entre sus botas.

     Al principio no me pareció guapa. Tampoco fea. Pero desde hacía mucho había aprendido a

    identificar a las mujeres con las que tenía posibilidades de acostarme.

     Y yo quería acostarme con alguien.

     Al principio fue sólo eso.

     Así es que hice la rutina de arrojar el cigarro contra el suelo, aplastarlo con el zapato y caminar

    hasta ella sin quitarle la mirada.

     Tomás.- ¿Quieres un trago?

    Guiedana: ¿Otro? Llevo una maldita hora tomando tragos, esperando a que me hables.

    Llévame a mi casa antes de que los vomite todos.

    Estas son las llaves de mi carro, dijo cuando salimos a la calle.

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     Tomás: ¿Cuál es tu carro?

    Guiedana: El que tenga más abolladuras.

     Veía el camino entre los limpiaparabrisas que arrojaban la lluvia de un lado a otro, mientras ella

    dormía contra la ventanilla de la puerta dejando su aliento en el cristal.

    Una luz roja me detuvo en medio de un crucero.

    El asfalto mojado.

    El tic tic intermitente de la direccional izquierda.

    Los limpiaparabrisas, rechinando contra el cristal estrellado.

    Supe en ese momento que quería cuidarla por el resto de mi vida.

    5.

     Aeropuerto de la ciudad de México.

    Recojo mi maleta de la banda, cruzo la aduana, telefoneo a mi madre.

     Tomás: ¿Mamá?

    Mamá: ¿Tomás?

     Tomás: Estoy aquí.

    Entonces escucho un rechinido de llantas. Un claxon. Otro rechinido de llantas.

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    Mi madre va en el interior de un taxi, rumbo al hospital, con mi padre entre brazos a punto de

    morir. Un derrame cerebral. El tipo era hipertenso.

    No había hablado con mi madre en cinco años.

    No había hablado con nadie en esos cinco años, porque no quería que nada me hiciera

    recordar nada.

     Y ahora estoy aquí, llamo a mi madre y lo primero que me dice es que lleva a mi padre entre

    brazos, con la mitad del rostro inflamado, a punto de entrar en coma.

     Tomo un taxi.

    6.

    Belén se había casado tres veces. Una vez por la iglesia, otra por el civil y una tercera ocasión

    por medio de una ceremonia ecopoyética.

     Algo había fallado en sus tres matrimonios.

     Algo en general, me dijo más tarde, había fallado en su vida.

    Solté los hilos, dijo.

     Aquella noche, después de hacer el amor en su caribe, se alzó la blusa para limpiarse la nariz,

    descubriendo los pliegues pálidos de su abdomen, y murmuró:

    Me siento ajena.

    Había vivido un poco en todas partes.

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    Había sido mesera en San Francisco, en catorce restaurantes.

    Se había unido a una compañía de teatro en París.

    Había trabajado sirviendo el té en un tren que iba de Ollantaytambo a Machupicchu.

    Había trabajado en un circo a lo largo de la cuenca del Ecuador.

     Y sabía hacer catorce tipos de masajes.

    Un día despertó, envuelta en sábanas de la India, a punto de cumplir cuarenta años, con las

    estrías en el abdomen de tres hijos, sintiéndose ajena en su propia habitación.

    Pero ahora no sé nada de esto.

     Ahora sólo pienso en mi padre a bordo de un taxi que rechina y se desbarata a cada bache.

    Se estaciona delante del hospital.

    Camino hasta emergencias.

    Mi madre está sentada en una banca. Sus pies no alcanzan a rozar el suelo. Le falta un zapato.

    Madre: Tomás… 

     Tomás: ¿Cómo está?

    Madre: No sé. El doctor vino con sus palabras. Vino y dijo sus palabras. Como si uno

    entendiera de eso. De palabras de doctores. Pero con el tono lo dijo todo. Decía hipotálamo, y

    ya sabía que el viejo se había jodido. Con el tono. Que se había jodido para siempre. Con

    suerte, me dijo, va a poder respirar por sí solo. Si despierta. Y eso para qué. Si no se trata de

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    estar aquí por estar. Yo no quiero a un maldito Stephen Hawking en la casa, yo quiero a mi

     viejo, que me diga que soy una pendeja para esto y para lo otro… 

    ¿Mi madre sabe quién es Stephen Hawking?

    Mientras tanto llora y se limpia los mocos que le escurren por todos lados con lo que le queda

    de una servilleta.

    Éste es el encuentro con mi madre, después de cinco años.

    Madre: Voy a pasar a verlo. Aquí espérame.

    6.

    Emergencias.

    Uno está ahí.

    Con el cuello torcido hacia atrás en una banca.

     Y de pronto te llaman.

     Tu apellido.

    Sólo escuchas tu apellido.

    Familiares de… 

     Y luego vuelves a escuchar tu apellido.

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     Yo. Soy su hijo.

     Vamos a subir a su papá a terapia intensiva.

    ¿Por qué?

    Entras al elevador.

     Y el tironcito hacia arriba te revuelve toda la adrenalina que traes en el estómago.

     Y la mujer a tu lado.

    La mujer que apenas se sostiene.

    Llorando, con la cabeza pegada contra los botones del elevador.

     Te advierte que todo, a partir de este momento, estará jodido.

    Hasta que descubres su ropa interior.

    Hasta que descubres un cordón deshilachado de su tanga, escapándose de su pantalón.

     Y sabes que estás siendo testigo del momento más penoso de su vida.

    Porque un descuido así.

    En una situación así.

    Se dimensiona hacia el ridículo.

     Y no puedes evitar reírte.

    Hasta que la mujer voltea.

     Y tú tienes que fingir que estás llorando.

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     Y ella se compadece.

    Ella, de alguna manera, cree que eres su compañero de dolor.

    Entre esas cuatro paredes que ascienden.

    Pero tú te estás meando de risa por dentro

    Por sus calzoncitos rotos.

    Hasta que la puerta del elevador se abre, y el piso de terapia intensiva convierte esa risa en un

    fluido que sube hasta tu garganta, ácido y amargo.

    Había venido a presenciar la muerte de mi padre.

     Y entonces, antes de dar un paso afuera del elevador, pienso que si mi papá se muere esta tarde

    tendré tiempo para ver a Belén en la noche. Porque uno no puede evitar ese tipo de

    pensamientos. Uno sabe que está mal tener ese tipo de pensamientos, pero pasan por tu

    cabeza.

    Encuentro a mi madre encorvada delante de la máquina de café, contando monedas en la

    palma de su mano. Entrecierra los ojos, tratando de adivinar los precios.

     Tomás: ¿No trajiste tus lentes?

    Madre: Ni siquiera traigo mis zapatos completos.

     Tomás: Me di cuenta cuando llegué.

    Madre: Me estaba rascando un pie cuando tu papá pegó el grito. (Pausa) Entra a verlo.

     Tomás: ¿Para qué?

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    Madre: Para verlo. No lo has visto en seis años. ¿En dónde estuviste todo este tiempo?

    ( Pausa  )

     Tomás: ¿Le duele?

    Madre: ¿Qué cosa?

     Tomás: El coma.

    Madre: ¿El coma? ¿Por qué iba a dolerle el coma?

     Tomás: Algo debe de sentir.

    Madre: No sé. El doctor dice que no. Pero a lo mejor lo dice para calmarme. ¿Por qué viniste?

    Mañana le iban a hacer un homenaje a tu papá. 50 años de insistir en la misma tontería.

    Supongo que no viniste por eso.

     Tomás: Claro que vine por eso.

    Madre: Estaba haciéndole de desayunar. -¡Chela! -Escuché desde la recámara. -¡Qué!  – Le

    contesté desde la cocina.

    Padre: ¡Mi diente!

    Madre: ¿Qué tiene?

    Padre: ¿Lo has visto?

    Madre: ¿Se te cayó un diente?

    Padre: Hace veinte años, pendeja. Lo puse en el tocador.

    Madre: ¡Ahí debe de estar entonces!

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    Padre: No está. Seguramente lo tiraste.

    Madre: ¿Por qué iba a tirar tu diente? Y así se fue, todo encabronado y chimuelo. Más tarde

    subí a barrer. Trataba de recordar si había tirado algo, pero lo único que había tirado ese día era

    un saco viejo que había olvidado tu tío, nada más. Entonces sentí que pisé algo. Me hinqué

    para ver qué era, porque no traía mis lentes, y ahí estaba el jodido diente, partido por la mitad.

    En eso escuché que tu padre abrió la puerta. Hija de aquí y de más allá, gritó subiendo las

    escaleras. -¡Qué! – respondí alcanzando a apretar el puño con los dos trozos de diente. ¡Tiraste

    mi saco! – dijo entrando al cuarto. -¡Qué!

    Padre: ¡Mi saco, lo tiraste; pasé por el basurero y vi mi saco!

    Madre: ¿Cuál saco?

    Padre: El de mi hermano.

    Madre: Se estaba desbaratando, ¿qué querías hiciera con él?

    Padre: Me lo iba a poner en el homenaje. ¿Qué haces ahí tirada?

    Madre: Nada -dije apretando el puño.

    Padre: ¿Qué tienes en la mano?

    Madre: Nada.

    Padre: ¿Es mi diente? ¿Encontraste mi diente?

    Madre: Así es que abrí mi puño, con su dientito roto. Me lo quitó de la mano y se sentó en la

    cama a verlo, tristísimo. Yo mejor me salí de la casa antes de que empezara a gritarme. Por eso

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    cuando regresé no le hablé, ni nada. Seguirá encabronado, pensé. Hasta que escuché el grito.

    ¿Qué voy a hacer si mi viejo se muere?

     Tomás: No se va a morir, mamá.

    La puerta del quirófano se abrió, el doctor vino hasta nosotros y nos dijo que mi padre había

    muerto.

    7. 

    Me mudé con Guiedana el 27 de enero de 1999, el día del cumpleaños de mi padre.

    Él mismo me ayudó a cambiar las cosas de mi departamento en su camioneta, una nissan 86

    que había traído desde Estados Unidos para transportar escenografías.

    Padre: Los japoneses son cabrones, Tomás, con este modelo se chingaron a la ford; con este

    modelo, para acabar pronto, se chingaron a la industria automotriz gringa. Estas camionetas no

    te dejan tirado nunca.

    La camioneta se descompuso a tres cuadras de mi departamento.

    Padre: Es una pinche bujía. Esta madre la ensamblaron en Estados Unidos. A huevo que tenía

    que fallar. Esos cabrones hacen todo mal. Esa bujía está hecha del otro lado.

    La mamá de Guiedana le había dejado una casa de interés social y nos dejó vivir allí a cambio

    de que termináramos de pagarla.

    Llegamos poco antes de que anocheciera.

    Mi padre se fue maldiciendo su camioneta.

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    Guiedana: El maldito nombre de tu madre y tu fecha de nacimiento. ¿Sabes que vi?

    (Pausa)

     Tomás: ¿Qué viste?

    Guiedana: Tú sabes qué vi.

    (Pausa)

     Tomás: ¿Por qué no me dijiste nada?

    Guiedana: Te lo estoy diciendo.

     Tomás: ¿Por qué no me despertaste en la madrugada?

    Guiedana: No quería hacer un escándalo. ¿Tú estás enamorado?

     Tomás: ¿De quién?

    Guiedana: ¿De quién ?

     Tomás: No revisaste mis correos.

    Guiedana: Estoy tratando de que seamos honestos. ¿Quieres seguir haciendo al idiota?

    (Pausa)

     Tomás: No estoy enamorado.

    Guiedana: ¿Te vas a seguir acostando con ella?

     Tomás: Ahora sí.

    Guiedana: ¿Ahora que sabes que me acuesto con alguien?

     Tomás: Sí.

    Guiedana: No me acuesto con nadie.

     Tomás: … 

    Guiedana: Tampoco revisé tus correos. No puedo creer que seas tan imbécil.

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     Tomás: Yo sé que no revisaste mis correos.

    Guiedana: ¿Ahora lo sabes?

     Tomás: Me hubieras despertado en la madrugada.

    Guiedana:… 

     Tomás: Hubieras cerrado tu puño y lo hubieras estrellado contra mi cara para despertarme en

    la madrugada. Hubieras hecho algo violento. (Pausa) Uno puede acostarse dos veces con

    alguien, Guieda. No más. Puedes acostarte con alguien a quien realmente tienes ganas de

    tirarte. Un amigo. Un extraño. Es igual. Te lo puedes tirar una vez. Y si te gustó mucho,

    puedes tirártelo otra vez, para no quedarte con las ganas. Y eso es suficiente para salir de ahí,

    sentirte culpable, y llegar a tu casa a ser la pareja más encabronadamente dócil y solícita paracompensar las cosas. Pero si cruzas esa línea, si te acuestas tres veces con alguien, entonces hay

    algo ahí. Eso es ser desleal. ( Pausa  ) Me he acostado con muchas mujeres, Guieda. Una sola vez,

    con cada una. En ocasiones, en ocasiones putísimamente aisladas, dos. Pero nunca tres. Nunca.

    Eso hubieras descubierto en mis correos. Y entonces hubieras cerrado tu puño y lo hubieras

    estrellado en mi cara para despertarme. Pero no lo hiciste. ( Pausa  ) Cuando me preguntaste si

    estaba enamorado de ella  – así, de ella- supe que no habías revisado mis correos. No estoy

    enamorado de nadie. ( Pausa  ) Tú sí te has acostado más de dos veces con alguien. Por eso

    despertaste y me lo dijiste, porque ya no podías guardártelo. ¿Estás enamorada?

    Guiedana: ¿Crees que eres leal?

     Tomás: Sí.

    Guieda: ¿Crees que eres leal?

     Tomás: Creo que soy leal.

    Guiedana: Yo creo que eres un cínico.

     Tomás: ¿Eso crees?

    Guiedana: Creo que eres un hijo de puta.

     Tomás: Revisé tu teléfono la semana pasada.

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    Guiedana: No revisaste mi teléfono.

     Tomás: Querías hacer esto. No me trates como un idiota. Sabes que revisé tu teléfono.

    Mírame.

    Guiedana: … 

     Tomás: Sabes que revisé tu teléfono.

    Guiedana: … 

     Tomás: Sabes que revisé tu teléfono. Sabes lo que vi.

    (Pausa)

    Guiedana: ¿Por qué no me dijiste nada?

     Tomás: … 

    Guiedana: No revisaste mi teléfono.

     Tomás: No.

    Guiedana: No puedo creer que sea tan imbécil.

     Tomás: ....

    ( Pausa  )

    Guiedana: ¿Te acuestas con otras mujeres?

     Tomás: Me he acostado con otras mujeres.

    Guiedana: ¿Por qué me lo dices? Sabías que no había revisado tus correos, podías seguir

    escondiéndolo.

     Tomás: Quiero lastimarte.

    Guiedana: ¿Porque me acuesto con alguien?

     Tomás: Sí.

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    Guiedana: ¿Estás molesto?

     Tomás: Estoy decepcionado.

    Guiedana: Tú te tiras a medio mundo.

     Tomás: Sí.

    Guiedana: ¿Y cómo debo de sentirme yo?

     Tomás: Como te dé la maldita gana.

    ( Silencio )

    Eres igual que noventa mil millones de habitantes, le dije, en esta maldita cosa. Quizá lo mismo

    da estar con cualquiera.

    Eres ordinaria.

    Ordinaria, repetí con rabia. Pero no estaba enojado. Estaba asustado, caminando de una pared

    a otra porque sabía que acababa de joder a la única persona que consideraba diferente.

    8.

    Mi madre llora y hace remedos de su servilleta delante de la trabajadora social.

    Le explican cómo debe sacar a mi papá del hospital.

    En un rincón, yo telefoneo a Belén.

     Tomás: ¿Belén? Belén, soy yo, Tomás. Muy bien. ¿Cómo estás tú? Al medio día.Escucha, Belén, quizá no pueda verte esta noche, murió mi padre. Que murió mi… Pensé

    que no me habías escuchado. Estoy bien, sólo me mortifica no poder verte. No tienes que

    decirme nada, nunca hay palabras para esto. Escucha, sólo hablo para saber si podemos

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     vernos otro día. Que si podemos…. Pensé que no me habías escuchado. Carajo, no tienes

    que decirme nada. Sólo quiero saber si podemos vernos otro día. ¿Podemos?

    Mi madre se acerca a mí, arrastrando su pie descalzo.

    Madre: Necesitamos ropa.

     Tomás: El miércoles está perfecto. Sí, adiós. ¿Qué?

    Madre: Que necesitamos ropa.

     Tomás: ¿Para qué?

    Madre: ¿Quieres llevarte a tu padre desnudo? Para sacarlo del hospital.

     Tomás: ¿No llegó con ropa?

    Madre: Se la cortaron, tenía fiebre. Le pusieron bolsas de hielo debajo de las piernas. Hay un

    centro comercial. Saliendo del hospital, a la derecha.

    Saliendo del hospital doblo a la derecha.

    ¿El centro comercial? Pregunto al cabo de ocho cuadras.

    Nueve cuadras, en dirección opuesta. Pasando el hospital.

    Entonces recuerdo que mi madre es disléxica.

    Nueve cuadras de regreso, bajo un puto sol ingente, abrasivo.

    ¿Cómo debía vestir a mi padre? ¿Al cuerpo muerto de mi padre? ¿Tenía alguna importancia el

    tipo de calcetines que usara para trasladarse a la funeraria?

     Al final compro lo que hay.

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    ¿Encontró todo lo que buscaba?

    ¿Perdón?

    Que si encontró todo lo que buscaba, repite la cajera pasando los calcetines de mi padre por el

    lector de código de barras.

    ¿Lucila?

    La cajera se interrumpe.

    Su cabello cae sobre su rostro, lleno de cicatrices, agrietado, separado, divido por líneas

    rosadas: un maldito rompecabezas.

    Un párpado caído, estirado hacia abajo.

    Un labio partido por la mitad, sin un pedazo.

    La oreja desfigurada.

    Un Picasso tenía más forma que su cara.

    Mi cabeza retrocede vertiginosamente treinta años.

    9.

     Teníamos un perro. El doberman más obeso que haya visto el mundo.

     Teníamos un doberman obeso, con cola.

     A mi padre le parecía estúpido cortarle la cola a un animal. Estúpido y frívolo.

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    Mi mamá estaba embarazada de mi hermano. La panza a reventar.

     Y teníamos una vecina. Siete años.

    Su padre, el Tano, tenía una escopeta.

    Esos son los hechos.

    El perro se sale una mañana.

    Está bien, pienso. El animal está obeso y nunca sale. Sacaba la lengua y meneaba la cola,

    levantando el polvo de un lado a otro de la calle.

    Daba ternura.

     A mi vecina también debió darle ternura.

    Corrió y se abrazó a él.

    El animal le lamió las mejillas.

    Hasta que mi vecina se colgó de su cuello y el perro dejó de lamerla.

    Dejó de mover su cola. Su espantosa cola que no tenía cabida en el mundo.

    En un parpadeo, se lanzó a morderle el rostro.

    Corrí desde el otro extremo de la calle.

    Escuchaba los gruñidos y los gritos de la niña y veía cómo la hacía como un trapo contra el

    suelo, levantando una polvareda.

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    Cuando llegué le di un tirón muy fuerte de la cola y se lanzó a morderme, pero apenas me

    reconoció se puso a caminar en círculos, orinándose, con las patas abiertas como si fuera un

    cachorro.

    Cuando la niña se paró también se estaba orinando.

    Esa fue la primera vez que vi que alguien se orinara de miedo.

     Y para mi puta suerte, no la última.

    Le veía las piernas y le escurrían orines y sangre, haciendo un charco en la tierra seca.

    La sangre corría desde su rostro, cubierto de lágrimas, de mocos, de mechones arrancados de

    cabello.

    El perro se escondía entre mis piernas, mientras yo veía la cara privada de la niña, tratando de

    soltar un grito.

    En la esquina, el auto de mi padre, doblando hacia la calle.

    La niña grita y sale corriendo hacia a su casa, como una muñeca dislocada.

    Mi madre se asoma por la ventana y luego corre a llamar a una ambulancia.

    Nadie le contesta.

    Mi padre detiene el auto delante de mí. Me mira. Mira al perro. Permanece serio. Volteo a ver a

    la casa de la niña y mi padre sigue mi mirada.

    Sin apagar el motor, mi padre baja del auto y corre hacia la casa de la niña.

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     Así permanecí inmóvil 2 minutos con 43 segundos en medio de la calle, con un doberman

    obeso escondido entre mis piernas.

    Mi padre salió cargando a la niña envuelta en una toalla, con su madre, que lloraba y se

    maquillaba al mismo tiempo mientras se subían al carro.

    Papá: Mete al perro, mijo, no pasa nada.

     Y metió el acelerador levantando otra polvareda con la tracción delantera de las llantas.

    Mi madre y yo amarramos al perro en el patio.

    Luego nos sentamos en la mesa y esperamos.

     Al cabo de un rato empezaron a patear la puerta.

    ¡Dónde está ese pinche perro! Gritaban. ¡Voy a volar a ese perro hijo de toda su puta madre!

    Mi madre abrió.

    El Tano sujetaba una escopeta.

     Tano: ¡Vine a matar al perro, Chela, hazte a un lado!

    Madre: ¡Estás loco, Tano!

     Tano: ¡Voy a matar al perro, hazte a un lado!

    Madre: ¡Es sólo un animal, Tano!

     Tano: ¡Me chingó a mi hija!

    Madre: ¡Mira cómo me estás poniendo, Tano!

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    Mi madre se echó a llorar y entonces yo me puse a llorar también.

    Madre: ¡Mira… mira cómo nos estás poniendo, Tano… deja al animal en paz…! ¿No ves que

    estoy embarazada?

     Tano: ¡Pero es que ese puto perro…. Ese puto perro…..! 

    El Tano se echó a llorar también y abrazó a mi madre dejando la escopeta entre ellos,

    pudiéndoles volar la cabeza en medio de ese abrazo tan confuso.

    Sólo queríamos que se fuera.

     Ya no llorábamos. Sólo escuchábamos la historia de su madre. De la pierna que le habían

    cortado a su madre, esa misma mañana, por la diabetes.

    De cómo estaba acompañando a su madre cuando vio entrar al hospital a su hija con el rostro

    empapado en sangre.

     Terminó de llorar, pidió perdón y salió.

    De espaldas, arrastrando su escopeta, parecía un niño retirándose después de no encontrar con

    quién jugar.

    Más tarde regresó mi padre. No me dejaron bajar. Sólo hablaban de puntos. De más de 50

    puntos. Y mi madre sólo repetía “válgame Dios”. Después se subieron a dormir. 

     A la mañana siguiente mi papá se llevó al perro a un rancho.

    Se lo voy a dar a un amigo. Aquí ya no puede estar.

    Dijo.

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     Y lo subió al carro.

     También esa fue la primera vez que me despedí de alguien que sabía que no volvería a ver.

    Papá, le dije al cabo de unos días, quiero ir a ver a mi perro.

    Hubo un silencio.

    Hay algo que tengo que contarte, dijo mirando la pared.

     Y me soltó una historia de una pipa de agua. De un perro que lo estaba atropellando una pipa

    de agua.

    Papá: Tu perro se metió debajo de la pipa, no sé si porque quería salvarlo, o quizá porque se

    estaba peleando con él. Pero lo aplastó la pipa. También lo aplastó la pipa.

    Pero el día que mi padre se llevó al perro, en la noche, estuvo paseándose por el patio durante

    horas. Después recuerdo que sacó una silla y se fumó una cajetilla de cigarros delante de la casa

    del perro.

    No había ninguna pipa. Mi padre le había dado un tiro, lo había metido en una bolsa y lo había

    enterrado en un terreno baldío a tres cuadras de nuestra casa.

    Nunca juzgué a mi padre.

    Hacía todo por una razón.

    Por alguna razón.

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    sentir culpables cada que disfrutamos algo, cada que sentimos placer por algo, pero todo es

    mentira, Tomás. Un cuento montado para mantenernos alineados. Ya estoy divagando. Lo que

    intento decirte, Tomás, es que tu padre no está en un lugar mejor.

     Te mando un beso. Belén.

    12.

     Tomás, queridísimo:

    Estaba leyendo el correo que acabo de enviarte y no es muy alentador. Lo que intentaba

    decirte, Tomás… Lo que intentaba decirte, es que la vida es ésta y que no hay que esperar que

    haya algo mejor después. Porque no es así. Tu padre, ahora mismo, está volviendo a la tierra,

    de donde vino. Es decir, técnicamente vino de la matriz de tu abuela, pero… Tomás, las

    palabras no son lo mío. Lo que intento decirte es que, si no creemos en algo mejor después de

    la muerte, uno, no sé, aprende a valorar todo esto, a penetrar en el corazón de cada cosa. Y es

    más fácil soltar. Ojalá esto te sirva de algo.

     Te mando luz.

     Tomás: Luz… Yo lo que quiero son unas malditas cortinas.

    Cierro la laptop. Vuelvo a recostarme.

    8 de la mañana.

    El sol incide en toda la maldita habitación.

    En mis párpados cerrados.

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    Entre abro los ojos.

    Contemplo la cama de mi hermano en el otro extremo de la habitación, intacta desde hace

    quince años.

    Escucho a mi madre llorando en su habitación.

    Debemos enterrar a mi padre al medio día.

    Quiero ir a su habitación y decirle algo que la consuele; que estoy aquí con ella y que no pienso

    abandonarla nunca.

    Pero no quiero mentirle.

     Aprieto mis párpados.

    Desde hace cinco años no puedo conciliar el sueño. Paso la noche obligándome a dormir,

    hasta que amanece y la idea de levantarme finalmente logra hacerme dormir un poco entre las

    siete y las diez de la mañana.

    Pero mi madre tuvo a bien quitar las cortinas de mi cuarto.

    No puedo dormir solo desde que Guiedana me echó de la casa.

    Conservé mi llave más tiempo del que era sano conservarla. Cuando sabía que Guieda no

    estaba en la ciudad me iba a dormir a allí.

    De mi lado.

    Si me concentraba lo suficiente podía hacerme a la idea de que ella estaba ahí, en el otro

    extremo, repitiéndome lo mucho que me quería a pesar de que no me abrazara en toda la

    noche.

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    Sólo en esas ocasiones podía dormir profundamente.

    Despertaba y merodeaba por la casa, buscando restos de que hubiera entrado ahí ya otro

    hombre. Un sweater olvidado. La envoltura de un condón en el bote de basura.

    Era una escena patética que repetía cada vez que me quedaba ahí.

    Hasta que Guiedana cambió la cerradura.

    Suena el despertador.

    Contemplo la cama de mi hermano.

     También me costó dormir solo después de que mataran a mi hermano.

    Compartimos cuarto durante quince años.

     Y durante esos quince años, lo que más anhelábamos, cada uno, era tener su propio cuarto.

    Cuando mi padre finalmente pudo construir otro cuarto, nos buscábamos en medio de la

    noche y usábamos un solo cuarto porque no podíamos dormir solos.

    Suenan las duelas viejas del pasillo.

    Mi madre empuja la puerta de la habitación.

    Madre: Tenemos que enterrar a tu papá.

     Tomás: Sí.

    De camino al panteón pasamos por la banqueta donde alguien tuvo que lavar parte de los

    sesos de mi hermano.

    Quince años atrás caminaba con mi hermano de regreso a la casa.

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    De pronto pasa una camioneta. Y luego una patrulla. Los flashazos rojos y azules. El motor de

    seis cilindros.

     Y yo no sé si mi hermano, que venía atrás de mí, me sigue escuchado por el chillido tan

    estridente de las sirenas.

     Así es que volteo y… (Comienza a reírse.) …y mi hermano no está ahí (se ríe)… Estaba…

    (Revienta de risa) ¡Estaba en el suelo! (Se ríe.) ¡Estaba ahí, de bruces! ¡Y tenía…! (Revienta de

    risa) ¡Tenía un agujero en la cabeza! ¡Así, de éste grueso! (Simula un agujero con sus manos)

    ¡Detrás de la cabeza! ¡Y…! (Se ríe) ¡Le salía un chorrito de sangre! ¡Como… como una de estas

    fuentecitas de chocolate! (Se ríe) ¡Shhhhhh! Salía. ¡Shhhhhh! (Revienta de risa.) ¡Y yo….! (No

    logra contener la risa durante un buen rato.) Yo no sabía si estaba bien. Así es que lo volteo

    para ver su rostro. Y tiene los labios reventados. Tiene… los dientes llenos de tierra. La nariz

    fracturada. Porque…. (La risa lo interrumpe) ¡El muy imbécil... (Se ríe) no metió las manos!

    (Estalla en una carcajada) Pero cómo iba a meterlas, si esa bala debió apagarle la luz de golpe,

    como a un boxeador cuando le dan un buen derechazo! (Se ríe) Y cuando la sirena está muy

    lejos, escucho ahora muy cerca los balazos. El tintineo de los casquillos cayendo. Las paredes

    tronando. ¡Crack, crack, crack! (Silencio) Atrás de nosotros, está la gente tirada en el suelo,

    cubriéndose la cabeza; metida debajo de los autos. Pero lo que más llama mi atención… (Se

    ríe) …es una niña de pie, petrificada… (Contiene la risa.) …haciéndose pipí. (Pausa.  Suelta una

    carcajada) ¡Estaba meada del susto! (Se ríe.) Y ahí, delante de ella, otro tipo tirado como mi

    hermano, convulsionándose sobre un charcototote de sangre. Quizá… quizá haya sido su

    papá. Y ella orinándose a su lado… asustada. (Silencio. Se ríe.) Esa fue la segunda vez que vi

    que alguien se orinara por el miedo.

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    Porque esas cosas pasan y no hay mucho que decir al respecto. Una bala que no era para ti, de

    pronto va dar a tu cabeza. Esas cosas pasan. Qué le vamos a hacer. Enterramos a mi hermano.

    Lo lloramos. Y la vida siguió, como debe de ser. (Se ríe.)

    Mi padre desciende en una caja, al lado suyo, tres metros bajo tierra, mientras la gente llora, se

    despide, arroja flores, y yo contemplo la hora para ver si voy a llegar a tiempo a ver a Belén.

    13.

     Acordamos vernos en la entrada de la primaria a la que fuimos juntos.

    En lo que quedaba de ella.

    Un terreno baldío a punto de convertirse en un Sams´club.

    Belén no era fea, ni guapa, simplemente lucía como lo que era: una mujer de treinta y nueve

    años, divorciada, con tres hijos. Pero sus ojos seguían siendo los mismos. Es decir, su mirada -

    sus ojos tenían bolsas, rímel y una espantosa sombra morada en los parpados. Su mirada

    permanecía intacta. Su mirada era el único puente entre ese momento y la infancia; el único

    escombro de ese amor constante entre 1972 y 1977. Fijé toda mi atención en ese punto para

    no tener que prestar atención al resto, que estaba bastante acabado, y que podía arruinar el

    hecho de que finalmente cumplía el sueño de estar con esa niña, fuera lo que fuera que quedara

    de ella.

    Belén: ¡Tomás! ¡Estás igual! Es decir, hecho un señor, pero igual.

     Tomás: Tú no.

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    Belén: ¿…No? 

     Tomás: Estás más guapa.

    ¡¿ Estás más guapa ?! Parecía que le había robado la ropa a un volador de Papantla. Era una de

    esas hippies contemporáneas. Podía imaginarla haciendo yoga y desayunando alpiste. Podía

    imaginar la composta en su patio trasero. Su amor por las danzas africanas. Y su devoción a

    las políticas de izquierda. Es sólo que le mentía a las mujeres por inercia.

    Belén: ¿Cómo estás? Qué pregunta estúpida, discúlpame.

    Se llevó las manos a la boca y luego las puso sobre mi pecho, y empezó a hacer círculos, como

    si me estuviera frotando vaporrub.

    Belén: ¿Cómo te sientes?

     Tomás: … 

    Belén: Otra pregunta estúpida. ¿Ya comiste? ¿Quieres hacer algo? ¿Quieres conocer mi casa?

     Tomás: Tu casa estaría bien. Estoy bastante cansado.

    Belén: Ok. Ok. Traigo el coche hecho un desmadre, perdón. Quería pasar a lavarlo, pero

    también me da no sé qué gastar tanta agua.

    Caminamos hasta una caribe que alguna vez había sido naranja, alguna vez había sido

    convertible y alguna vez había estado limpia.

    Belén: Trata de encontrar lugar.

    ¿Lugar? Había una silla para bebé en el asiento del copiloto.

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     Tomás: ¿Tienes hijos?

    Belén: Tres. Ahorita los vas a conocer. ¿Tú tienes hijos?

     Tomás: No. No que yo sepa.

    Mi chiste no le causa gracia. O tal vez no entiende que es un chiste. Después de todo quizá no

    sea ningún chiste. Podía contar por lo menos cuarenta mujeres con las que me había acostado

    y a las que no había vuelto a ver en mi vida.

    Principalmente porque no les daba ninguna oportunidad de seguirme el rastro.

    Cuarenta mujeres de las cuales no recordaba siquiera sus nombres.

    O su olor.

    O sus dientes.

    O el color de sus ojos.

    O cómo había logrado salir de sus casas.

     Y de las que me preguntaba si de alguna manera las había jodido.

    En el camino Belén me habló de su ex pareja, “mi ex compañero” decía, como si hubieran

    jugado juntos en un equipo de futbol.

    Un percusionista cubano que terminó partiéndole la nariz en tres partes en un arranque de

    celos.

     Y del que se había separado hacía casi dos años.

    Luego me contó una anécdota en la India a la que no le pude prestar atención.

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    Uno se rodea de cosas que lo definen.

    La casa de Belén parecía un bazar de antigüedades.

    Estaba hacinada de artesanías de todo el mundo, impregnadas de un desquiciante olor a

    incienso.

    Cuando los niños salieron del cuarto sentí una revuelta de gases en los intestinos.

     Tomás: ¿Puedo usar tu baño?

    Belén: Claro. Es la puertecita del fondo.

    No me extrañó encontrar un libro de Jodorowsky sobre la caja de agua.

    Lo tomé y abrí una página al azar.

    “Hoy mismo deja de criticar tu cuerpo. Acéptalo tal cual es sin preocuparte de la mirada ajena.

    No te aman porque seas bella. Eres bella porque te aman.”

    Sí, cómo no.

     Arranqué la hoja y me limpié el culo con ella, porque no encontré algo mejor que hacer con esa

    estúpida literatura de superación personal para hippies.

    Me lavé las manos y salí del baño.

    Belén: Se me olvidó que no había puesto papel. ¿No tuviste problemas?

     Tomás: Sólo entré a echarme agua en la nuca.

    Belén: Mi hermana va a venir a cuidar a los niños, pensé que podríamos salir en la noche.

    ¿Conoces el bar del Josh?

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    14.

    Siempre he sido un hombre de costumbres.

    Durante los seis años que viví en Nueva York, todas las noches, sin faltar, me senté en el

    mismo banco al final de la barra de un bar en East Village, muy cerca del hotel Chelsea.

    Me gustaba pasar por ahí y decir, aquí pasaron temporadas Bob Dylan, Leonard Cohen y Keith

    Richards.

    Como si eso fuera importante.

    Después cruzaba hasta el este de la 32, para sentarme en mi banco y beberme nueve cervezas

    oscuras.

    Dos Guiness . Tres Samuel Adams . Cuatro doble chocolate stout .

    En ese orden.

    Malik tocaba la trompeta los martes y los jueves con un cuarteto de jazz. Los jueves estaban

    dedicados a Davis y a Coltrane, de modo que procuraba llegar hasta el final.

    No es que tuviera algo contra ellos, es sólo que aborrecía que le gustaran a todo el mundo.

    Prefería las composiciones originales de Malik que, por el contrario, no le gustaban a nadie.

     También en México visitaba el mismo bar siempre.

    El bar del Josh.

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    Una noche salí de ahí tambaleante, tomé el coche y conduje hasta la casa de Guiedana sin

    recordar que hacía seis meses que no vivía ahí.

    Subí las escaleras hasta el cuarto.

    La luz estaba apagada. A tientas, busqué mi lugar de la cama: el izquierdo. Pero mi cuerpo ya

    estaba ahí. Sentí mi cadera y después mi pecho y tuve una sensación muy extraña. ¿Estaba

    soñando? ¿Había sido mi alma, en un viaje astral, la que había ido a emborracharse al bar del

     Josh?

    Lo que tocaba era el cuerpo del nuevo amante de Guieda, que por cierto era más atlético que el

    mío.

    Pegó un salto asustado en la oscuridad.

    ¡Qué mierdas! Gritó buscando el interruptor.

     Y cuando prendió la luz, nos advertimos los tres, confundidos en puntos equidistantes de la

    cama.

    Guieda: ¿Qué haces aquí?

    (Silencio)

     Tomás: ¿Qué hace él aquí?

    Guieda: Durmiendo conmigo.

     Tomás: ¿En mi cama?

    Guiedana: ¿Qué carajos haces aquí, Tomás?

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    Permanecí en silencio durante varios segundos.

     Tomás: Sólo me subí al carro y conduje hasta acá sin darme cuenta.

    Guieda: ¿Metiste el carro a la cochera?

     Tomás: ¿Qué quieres que te diga?

     Juan: Pero ahí estaba mi motocicleta.

     Tomás: Ah. Sí, sentí que le pegué a algo… 

     Juan: ¿Chocaste mi motocicleta?

     Tomás: ¿Por qué tienes una motocicleta? ¿No tienes dinero para compararte un carro?

    Había recreado en mi imaginación la escena posterior a ese diálogo cientos de veces. Él se

    acercaba a mí, intentaba golpearme, pero antes, con una velocidad inusitada, esquivaba el golpe

    y lo sometía contra la pared. Después, con una retórica que no he logrado construir en mi

    mejor momento de sobriedad, le explicaba lo encabronadamente inferior que era a mí en

    cualquier aspecto, y el sinsentido de su relación con mi mujer, la cual, presumiblemente, seguía

    enamorada de mí. Al final me quedaba con Guiedana y él se retiraba humillado.

     Tomás: ¿Por qué tienes una motocicleta? ¿No tienes dinero para comprarte un carro?

    Cuando él se acercó tiré un golpe que no asestó a nada y balbuceé algo que ni siquiera yo

    entendí. Después intentó sacarme amablemente, sosteniéndome para que no me cayera por mí

    mismo. Bajé las escaleras abrazado del tipo que dormía con mi mujer.

    No te da vergüenza, vago, dormir en la cama que yo compré; le dije mirándolo hacia arriba,

    goteando baba por las comisuras.

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    Siento mucho todo esto, dijo colocándome en la banqueta de enfrente. Yo simplemente quiero

    estar con Guiedana.

     Tomás: Pero ella no quiere estar contigo, vago. Ella quiere estar conmigo.

    Me desprendió de sus hombros y regresó a la casa.

     A mi casa, porque las cosas que había ahí dentro eran mías. No porque hubiera pagado por

    ellas, sino porque estaban impregnadas de mí. Estaban amoldadas a mí. Y más que nada,

    porque las extrañaba.

     Al cabo de un rato vino un taxi por mí.

     Taxista: ¿A dónde lo llevo?

     Tomás: ¿Qué?

     Taxista: ¿En dónde vive?

    Suspiré débilmente y volteé a ver la puerta metálica de la casa.

     Tomás: Ahí.

    15.

    El pecho empapado de Belén se expandía con su respiración agitada, mientras mi pene flácido

    se escurría por su vagina y caía sobre el asiento roto de tela azul marino.

    El freno de mano me empujaba una costilla.

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    Fuimos al bar del Josh.

    En el camino, veía a Belén conducir y me imaginaba con ella por el resto de mi vida.

    Haría las cosas bien por primera vez.

    No me acostaría con nadie más.

    No pensaría más en Guiedana.

    No volvería a sentir ansiedad.

    No volvería a sentir miedo de morir.

     Tendría una casa y me haría cargo de tres niños.

    No haría más estupideces.

     Veía a Belén y sentía por primera vez en muchos años que podía amar a alguien.

    Sólo tenía que hacer las cosas bien.

    Por primera vez debía hacer las cosas bien.

    Belén: ¿Estás bien?

     Tomás: ¿Perdón?

    Belén: Llevas un rato viendo el mismo punto.

    (Pausa)

     Tomás: Estaba pensando en mi padre.

    (Pausa)

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    Belén: ¿Quieres que te pida algo?

     Tomás: ¿Vas a la barra?

    Belén: El mesero está más drogado que mis alumnos de yoga.

     Tomás: Una cerveza oscura.

    Belén: ¿Se te antoja un mezcal?

     Tomás: No me va muy bien con el mezcal.

    Belén: Uno.

     Tomás: No quiero beber mucho.

    Belén: Sólo uno.

     Tomás: … 

    Belén: Estamos celebrando. ¿Quieres que ponga mi cara de perrito olvidado?

    Sólo debía hacer las cosas bien.

    Uno, contesté.

     Veía a Belén al final de la barra y sabía que era la mujer con la que podía pasar el resto de mi

     vida. No sé por qué.

    Hay cosas que no necesitan una explicación.

    Su manera de sujetarse el cabello era la explicación.

    La manera en que se reía.

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     Todo había terminado en cinco minutos de intentar hacer el amor con la media erección que

    había logrado con catorce mezcales encima.

    Había terminado de joder todo.

    Cuando acabé de eyacular dentro de ella sólo quería largarme de ahí y no tener que verla

    nunca.

    Con los pantalones en los tobillos en el interior polviento de aquella caribe 82, pensé en

    Guiedana más que en ningún otro momento.

    No se iría nunca.

    Me subí los pantalones y le dije a Belén que debía ver a mi madre.

     Tomás: Está triste por lo del viejo, ¿sabes?

    Belén se acomodó la falda y me llevó hasta la puerta de mi casa.

    Belén: Todo esto es muy extraño, Tomás. Íbamos juntos en la primaria. En la primaria. Uno

    no espera volver a ver a sus compañeros de la primaria. Y nosotros acabamos de hacer el

    amor. Tenemos cuarenta años, Tomás. Tuvieron que pasar treinta años para que pudiéramos

    estar juntos. El amor se toma su tiempo. Siento que existe una conexión muy poderosa entre

    nosotros. ¿No crees?

     Tomás: Sí, sí. Muy fuerte.

    Belén: Estoy muy contenta de haberte reencontrado.

     Tomás: Yo también, Belén.

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    Belén: Los niños no tienen que ir a la escuela el viernes, estaba pensado que podíamos ir al

    jardín botánico. No te sientas comprometido, ni nada. Es sólo una idea. O podemos ir a ver

    una película. El caso es vernos.

     Tomás: Lo del jardín suena increíble.

    Belén: Ok. Ok.

    16.

    Mi madre estaba llorando en la cocina.

    Hice lo posible porque no me escuchara subir a mi recámara.

    Me recosté en la cama de mi hermano y me envolví en las cobijas.

    Me sentía triste. Más triste que nunca en mi vida.

    Intenté llorar pero no pude.

    Quién se cree toda esta mierda, después de todo, pensé. La idea de una estúpida explosión a

    partir de la cual comenzó a expandirse el universo hasta este punto. Hasta este momento.

    Hasta todo este… orden. Hasta mí. Hasta este dolor. Son demasiados accidentes fortuitos para

    llegar a algo tan jodido.

    Qué pasaría si un día me detengo por completo. Si un día pierdo toda voluntad. Pierdo el

    sentido. Si un día, de buenas a primeras, dejo de pensar. De regirme por toda ley natural. De

    asirme a todo esto. Y me decido a soltar. Eso sería, finalmente, dejar de pertenecer a este sitio.

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    Bastaría con detenernos. Con detener el engaño. Con dejar de creer en explosiones. En dioses

    indescifrables. Bastaría con aceptar que uno… no está aquí. Y entonces  uno simplemente

    dejaría de… estar aquí.

    Uno… no tendría que platicar por las noches con su hermano muerto para poder dormir.

    Uno no tendría que decirle a su padre, a su padre en coma, en pañales: “No, nunca me creí tus

    historias de juventud, pero siempre fuiste mi héroe”  ¡Ahí, tirado, con todos esos tubos en la

    boca, sigues siendo mi maldito héroe!

    Uno no tendría que sentir afecto por una estúpida puerta metálica que se aleja a través de la

     ventana trasera de un taxi.

    Uno no tendría que encogerse en medio de la cama, y morder las almohadas, conteniendo las

    ganas de marcar el mismo puto número todas las madrugadas.

    Pasé la noche pensando que algo descifraría en las manchas de humedad del techo de mi

    cuarto.

    Pero no fue así.

    No fue así.

    17.

    Madre: Me encontré a Guiedana.

    Me dijo mi madre en la mañana.

     Tomás: ¿Cuándo?

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    Madre: Ahorita.

     Tomás: ¿Le dijiste que estaba aquí?

    Madre: Le di tu número.

     Tomás: ¿Cuál número?

    Madre: Le di el de tu papá. Pensé que podrías usar su teléfono.

    Las cosas que queremos ocurren cuando las dejamos de desear.

    El celular de mi padre vibró sobre la mesa, arrastrándose hasta el borde. Se hubiera estrelladocontra el suelo de no ser porque estiré mi brazo en un impulso involuntario.

    Debí dejarlo caer.

    “¿Cenamos?” decía el mensaje de Guiedana. Después de cinco años de silencio.

    “¿Cenamos?” 

    Por supuesto que no, hija de puta. Estoy arrastrándome para intentar salir del hoyo en el que

    me tienes hundido.

    “En dónde” Le respondí.

    Pasé la tarde arreglándome como una adolescente.

    Estirándome la cara frente al espejo.

    Cubriéndome las entradas.

    Llegué a hacer un poco de ejercicio.

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     Al final me veía más acabado que nunca.

    Le propuse vernos en el café del amigo de mi padre, donde nos habíamos conocido.

    Llegó veinte minutos tarde, vestida como si hubiera estado arreglando la casa.

    Cuando me vio corrió y se abrazó a mí y me despeinó el cabello que había pasado la tarde

    acomodándome.

    Me sentía feliz.

    Pasamos la comida hablando de tonterías, cosas de su trabajo, cosas de la tele, cosas del

    maldito clima.

    Hubo un largo silencio cuando el mesero recogió la cuenta.

     Tomás: ¿Por qué nunca me buscaste, Guieda?

     Y luego hubo otro silencio, que se extendió como un océano, después de mi pregunta.

    Sin quitarme la mirada, se puso de pie delante de mí, se quitó los tacones y colocó sus

    pequeños pies en las lozas frías de aquel lugar.

    Guiedana: Te debo un baile y no una explicación.

    Dijo sonriendo.

    Me llevó de la mano hasta el rincón de aquel café mugriento y comenzó a tararear una canción

    que no reconocí.

    Luego me echó los brazos al cuello y recargó su oreja en mi pecho, como si hubiera querido

    cerciorarse de que mi corazón estuviera completamente roto.

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     Y comenzamos a girar, como un planeta solitario.

    Hasta que se detuvo de golpe.

     Y volteó a verme frunciendo el ceño.

    Guiedana: ¿Aquí fue donde nos conocimos, Tomás?

     Tomás: … 

    Guiedana: ¿Qué tiene de eso, diez años?

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    (Silencio)

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    18.

    Guieda:

    Siempre has querido saber con cuántas mujeres te engañé. Ciento setenta y dos. Cuando no

    puedo dormir, paso la noche repasando la lista para no aburrirme. Por eso sé la cifra exacta.

    Las he reunido en mi memoria a lo largo de muchas noches. Ciento setenta y dos. Ciento

    setenta y dos, Guiedana. Es algo que no debes decirle a alguien que amas. Pero es lo que

    hacemos. A veces se jode a quien más se quiere. Cada vez que lo hacía me prometía que no iba

    a volver a hacerlo. Lo hice ciento setenta y dos veces. No hay nada que hacer después de la

    primera vez, es como romper algo que ya está hecho polvo. Después de un tiempo dejas de

    sentir culpa. Después de un tiempo dejas de sentir cualquier cosa. Ya no hay nada que hacer.

     Ya no perteneces a ningún sitio. Nada es verdad. Y te sientes cada vez más alejado de todo. Yo

    quería repararte de algún modo, pero ya no sabía por dónde comenzar. Sólo te estaba

     volviendo loca. Lo único que supe hacer, al final, Guiedana, fue esconderme. Ni siquiera soy

    capaz de pedirte perdón. Eres lo único que me importa en este mundo. Y ya no hay manera de

    hacer que me creas.

    Poco antes del amanecer, había encontrado finalmente las palabras que quería decirle a

    Guiedana.

    Era la razón por la cual no podía dormir.

    Oprimí el botón de enviar, pero la red se había ido.

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    La página marcó error y cuando quise volver a la página anterior el correo se había borrado.

     Y ya no pude reescribirlo.

    Pasé la noche sentado en la orilla de la cama.

    En la mañana salí del cuarto sin otra cosa que mi pasaporte.

    Hubiera preferido no tener que despedirme de mi madre, pero justo iba entrando a la casa

    cuando yo bajaba las escaleras.

    Madre: ¿A dónde vas?

     Tomás: A ninguna parte.

    Supo que no volvería a verme y trazó una cruz sobre mi frente.

    Dios te ayude, mijo.

    Quise decirle que no creía en Dios.

    Pero no le vi el sentido

    Sí, má, creo haberle dicho.

    Después me abrazó.

     Y yo no pude rodearla con mis brazos.

    Mis brazos se quedaron colgando como si se me hubieran dislocado.

    Cuando me soltó, mi madre estaba llorando.

    Me suplicaba un poco de consuelo.

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    Pero algo me impidió dárselo.

     Algo me impidió hacer nada.

    Sólo caminé hasta la calle y tomé un taxi al aeropuerto.

    19.

    East Village.

    Quería escuchar la trompeta de Malik por última vez. Yo no sé por qué.

     Tomé un taxi al llegar al aeropuerto.

    En la barra me dijeron que Malik no regresaría.

    Lo deportaron, dijo el barman mirando la pared.

     Tomás: ¿Qué quieres decir?

    Barman: Quiero decir eso: que lo deportaron.

     Tomó un tarro y lo sirvió hasta el borde de cerveza oscura.

     Volteé a ver el escenario.

    Estaba vacío.

    El barmán puso la cervza frente a mí.

     Tomás: ¿A dónde fue?

    Barman: Algún lugar de África. Qué sé yo.

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     Y se fue al otro extremo de la barra.

    Pensé en mi doberman.

    Imaginé a Malik, envuelto en una bolsa, tirado en un terreno baldío con un tiro en la cabeza.

    Nadie lo había deportado.

    Estaba ahí, a unas cuadras.

    Me bebí la cerveza pero no me supo a nada.

    Puse el tarro sobre un billete de diez dólares.

    Salí del bar.

     Y caminé hasta que amaneció.

    20.

    El elevador del hotel del Bronx.

    El rechinido de las poleas.

    La lucecita pálida pasando de un número a otro.

    Me detengo en el cuarto piso.

    Las puertas se separan, trabajosamente.

    Recorro el pasillo.

    La luz de los ventanales ilumina las motas de polvo flotando en el aire.

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    Entro a mi habitación.

    Las marcas de cigarro sobre la alfombra.

    Me siento en la orilla de la cama, delante de la ventana.

    Corre el viento apaciblemente.

    Los pájaros batiendo sus alas.

    El azul pálido del cielo.

    Las nubes disipándose.

    No quiero estar aquí.

    Mi corazón se colapsa y estalla dentro de mí.

    Silenciosamente.

    En medio de esta habitación.

    En medio de la densa oscuridad del universo.

    El sol no está ahí.

    Ni los destellos rojos sobre la bahía.

    El viento no corre a través de mi ventana, agitando las cortinas raídas.

    Sólo los pequeños recuerdos.

    Guiedana recargada contra la pared descarapelada.

    El pie descalzo de mi madre, rozando las lozas viejas del piso de terapia intensiva.

  • 8/9/2019 Un Hombre Ajeno -Alejandro Ricaño

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    La tierra tragándose el féretro de mi padre.

    La respiración de mi hermano en la cama de al lado.

     Algo se rompe.

    El edificio se desmorona, silenciosamente, como un montoncito de tierra.

    Una punzada en la nuca.

    Un zumbido.

    La pequeña voz, al final de mi cabeza, se extingue.

    El último pensamiento.

     Todo terminó.

    Finalmente.

     Yo no estoy aquí.

    No estoy aquí.