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Un triste y loco amor

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Ocho cuentos, donde las protagonistas son mujeres que aman, odian, asesinan, rompen el dogma tradicional. Con excelente prólogo de Pierre Herrera.

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Un triste y loco amor

Gerardo de la Rosa

México 2014

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Un triste y loco amor

© Primera Edición, Mayo de 2014Gobierno del Estado de TlaxcalaConsejo Nacional para la Cultura y las ArtesInstituto Tlaxcalteca de la Cultura

Mariano González Zarur Rafael Tovar y de TeresaGobernador Constitucional Presidente del Consejo Nacional del Estado de Tlaxcala. para la Cultura y las Artes.

Willebaldo Herrera Téllez Antonio CrestaniDirector General del Director General de Instituto Tlaxcalteca de la Cultura. Vinculación Cultural (CONACULTA).

Luz Estela Hernández TéllezJefa de Patrimonio Culturaly Programas del ITC.

Instituto Tlaxcalteca de la CulturaAv. Juárez No. 62, Centro, 90000, Tlaxcala, Tlax. México

Tania Cisneros GarcíaCorrección del original

Sergio Rojas HerreraIlustración de portada

Efraín Rojas HerreraIlustración de interiores

Misael Hernández VázquezDiseño editorial y portada

Impreso y hecho en México.

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1*

A F. Daniel C. Portillo,

Francisco J. Serrano Vázquez

Por supuesto aMaría Rojas Guzmán

1 *Estos cuentos obtuvieron el Premio de Cuento “Beatriz Espejo” en el Estado de Tlaxcala, en su emisión 2012. Los jurados fueron Ignacio Trejo Fuentes, Eduardo Langagne y Mauricio Carrera.

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Presentación

Con el claro objetivo de apoyar e incentivar la creación literaria pro-ducto del talento de los tlaxcaltecas, el Gobierno del Estado y el Con-sejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), a través del Instituto Tlaxcalteca de la Cultura, ha establecido como una de sus prioridades la publicación de obras de diferentes temáticas entor-no a la cultura y el arte.

Así, en el caso de las obras ganadoras de los Premios Estatales de Literatura, se realiza un esfuerzo adicional para publicarlas, hasta lo-grar ir a la par de la emisión de estos estímulos. Por tercer año conse-cutivo, se edita la antología de cuentos ganadora del Premio “Beatriz Espejo” 2012, que se otorgó al escritor Gerardo de la Rosa, quien ya tiene una amplia trayectoria dentro de la literatura contemporánea de Tlaxcala, con varias publicaciones e importantes galardones a su fructífera labor creativa.

Sobre esta obra, compartimos la apreciación del jurado califi-cador en cuanto a que, a través de historias violentas se dan la mano la soledad, la locura y la muerte, y se desnuda a los protagonistas y a su entorno con notable eficacia. Pero habrá que sumar otros atributos a la narrativa de Gerardo de la Rosa: en medio de sucesos tristes y desga-rradores, emerge la frescura y naturalidad con la que nos conduce por

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la vida de sus personajes, cuya problemática no es ajena al mundo real y, sin embargo, nos resulta fantástica, inverosímil. Pareciera que son historias que transcurren en un universo paralelo, que observamos tras el cristal, del otro lado de una frontera, porque siempre somos espectadores. Agotado el último relato, queda la sensación de que todo fue un sueño.

Por lo anterior, le reiteramos nuestra más sincera felicitación. Esperando que esta publicación sea de aliento para que nuestro autor transite por caminos nuevos, que reditúen en una mejor producción poética o narrativa, para el bien de la literatura tlaxcalteca.

Willebaldo Herrera TéllezDirector General

Instituto Tlaxcalteca de la Cultura

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Dos caprichos [Prólogo a Un triste y loco amor]

El más célebre grabado de Francisco de Goya, parte de su serie Los Caprichos, muestra a un hombre recostado sobre un escritorio lleno de papeles. El hombre que escribe, digamos que se llama Gerardo, está acongojado por todos los seres que se posan sobre él. Esos mons-truos fueron producidos por su sueño de la razón con el único fin de tenerlo así: afligido, tal vez hasta convaleciente y sufriendo, en definitiva deseando que el sueño termine ya o que termine con él definitivamente.

¿Cómo nombrar a esos monstruos, a esos fantasmas que ase-dian, no sólo a Gerardo, sino a todas las personas? porque todos soñamos, todos tenemos esa clase de sueños despiertos, todos nos inventamos fantasmas para que nos acechen. ¿Y qué nos quita más el sueño y nos roba la vida, sino el amor?

¿Pero realmente es el amor, o esos monstruos son nuestro deseo de estar siempre en-amorados?

El amor es una amenaza. La amenaza que nos hace hacer lo impensable (unos lo llamarán locura), y otra veces nos paraliza (otros lo llamarán muerte), pero nunca nos deja indiferentes; nos moverá a buscar. A seguir buscando. O a dejar de buscar y comenzar a ser

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valiente, verdaderamente bravos como para levantarnos de ese escri-torio que es la vida y encarar a las criaturas sin miedo a sucumbir estrepitosamente.

El amor es aquello para lo que no estamos preparados, para lo que todos desearíamos ser impermeables: tener ese añorado don de ser aprueba de balas para las balas del amor, como toca Radiohead en alguna canción. Pero ser impermeable al amor, sería ser indiferente al propio movimiento de la vida. Y la literatura trata sobre la vida, así que cuando leemos somos conscientes de que ese don no existe y hay que recibir esas balas a quemarropa, para darnos cuenta, como escribe Gerardo, que la vida nos puede matar.

Jorge Luis Borges escribió en su poema “El amenazado” que el amor es “la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo,” es a lo que nadie puede ocultarse detrás de sus talismanes: el amor, es lo inevitable. Y escribe Gerardo escuchando a Borges en su sueño: “la vida siempre está llena de sor-presas”. Y yo entonces pienso que la vida está llena de amor, de esa maravilla que es el amor.

Antes había escrito F. Scott Fitzgerald que “no existe fuego ni lozanía capaz de competir con lo que un hombre atesora en el fantasmagórico mundo de su corazón.” Y estaba en lo cierto: cuan-do nos enamoramos de alguien nos enamoramos de un fantasma. Cuando se comienza a amar a alguien, es porque ese fantasma se ha difuminado y ha aparecido en toda su imperfección ese alguien de-lante de uno. Estamos continuamente siendo lo que quisieran que fuésemos o defraudando por ese equívoco; o en todo caso estamos a punto de desaparecer.

Nadie puede con sus propios fantasmas.Gerardo escribe sobre serle fiel a la memoria que crea fantas-

mas. Escribe sobre morir de amor. Sobre padecer cuando se sigue a ese amor hasta el final, aunque el final no sea un lugar donde se está con la persona amada, sino con los fantasmas que uno mismo se ha creado. Que los rodean, que los asfixian, pero al mismo tiempo son el impulso de los amantes.

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Se le es fiel a los fantasmas.El sueño del amor produce monstruos.Lo que escribe Gerardo parece nacer de ese sueño, entre la

congoja y el delirio, de verse invadido por la memoria del amor que ya no está. Y es que del amor sólo se escapa dando una vuelta de tuerca a la vida, aceptando que los fantasmas que nos acosan, son los mismos que nos han hecho lo que somos, y que somos personas destinadas a no estar solas, a compartir la vida con otro, platicando, escribiendo, amando.

Otro capricho: el número 72, el que tiene el título “No te esca-parás”. En él una mujer baila asediada por los mismos monstruos que al hombre, llamado Gerardo, tienen postrado en su escritorio. Goya lo sabía: las mujeres son las únicas que pueden levantarse y hacer frente a sus propios fantasmas con locura. Ella, la danzante del capri-cho, la que no escapa al amor, no permanece imposibilitada de hacer algo en contra de ellos; al contrario, sale a bailar sin importarles si al final del baile, (cuando termine la canción de Radiohead) salga lasti-mada. Bailando para exorcizar a los demonios, bailando una tarantela que alejará los demonios y con ella a la vida, porque la tarantela se baila hasta morir, hasta que los sueños se confunden con la razón y uno es verdaderamente libre.

Tal vez por eso, me aventuro a pensar, todos los protagonistas de estos textos de Gerardo, son mujeres. Mujeres bravas, que resisten, que actúan, que se enamoran (¡cuánta osadía!), que sacan a bailar a sus fantasmas, y que en definitiva son valientes ante el monstruoso amor, ante la encaprichada vida.

Gerardo es un escritor que cree en el amor (“A fin de cuentas el amor es la única cosa que verdaderamente vale la pena y al hallarlo qué más puedo pedir”), en ese monstruo que creamos de nuestros anhelos, nuestros deseos, de todo aquello que nos hace ser las perso-nas que somos. Amar, y ser feliz, y al mismo tiempo sufrir. Dar toda la vida y entristecernos porque la vida se nos va sin esa locura, sin ese motor que es el amor.

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Nadie puede con sus propios fantasmas. Fracasaremos una y otra vez. Pero siempre nos pararemos para intentarlo una vez más. Se intentará ir más allá de lo que piensa el otro, más allá de lo que es, o creemos que es; aunque ese sea un viaje imposible.

Ahí viene de nuevo, es el triste y loco amor.

[Pierre Herrera]

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-Amamos aquello que nos quita el sueño, y que nos roba la vida, inexorablemente.

¿Pero qué es el vivir sino morir de amor, de un loco y triste amor?

Alimentación. Dibujo: Efraín Rojas Herrera

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La casa de doña ChugaPor y para mis padres.

A los de San Juan Atzacualoya.

Por órdenes de mi mamá vine a la cama antes de la hora en que siem-pre me acuesto. Pero es que se enojó conmigo, nomás por decirle que yo tenía dos mamás. Nunca creí que eso le molestara. Con su voz enojada y dando un golpe sobre la mesita de madera que nos regaló el tío Pedro dijo: “escúchame bien, yo soy quien te parió; sólo yo y nadie más es tu madre”. Y mandó a que me acostara sobre el colchón que también nos dio el tío Pedro. Como somos tan pobres, casi toda la familia andaba dándonos algunas cosas, que ellos no ocupaban. La tía Delmira vino hace unos meses, venía con ella una camioneta roja, sucia y vieja, y sobre ella traía el colchón, la mesita, tres sillas, algunos platos de metal un poco descuidados; vino a mi madre diciéndole que mi tiíto lindo había dejado dicho que estos muebles los dejaba a mi familia. Mi madre no sabía qué decir y lo primero que soltó fue un grito devastador que mi tía salió corriendo dando algunos consejos a los que venían en la camioneta que rápido como pudieron bajaron las cosas y se fueron. Llamé corriendo a Chucho para que metiera las co-sas y no alguien más pasara y se las llevara. Como pudimos metimos todo al pequeño cuarto donde nos cobijábamos de las noches tan frías y de los días que no paraban de llover. Desde entonces los sueños se fueron suavizando, una podía dormir con mayor tranquilidad y rapidez. Fue por esos días que conocí a doña Chuga, una señora de piel clara y cuerpo delgado; se parecía tanto a una muñeca grandota. Su casa era muy grande: tenía una sala de estar en la entrada princi-pal; una cocinita que se parecía tanto a la que armábamos Chucho y yo cuando aceptaba jugar a la comidita, era muy bonita; habían tres cuartos, uno para ella, otro para su hijo y uno más de reserva por si

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algún día se presentaba algún familiar o invitado. En la parte de atrás tenía terreno sin construcción, pero con muchos árboles y plantas, era como el dibujo que una vez hice en la pared de la casa de Mariana; había rosas de tantos colores y árboles de manzanas, guayabas, peras, granadas, y un montón de pájaros dormían en ellos. Era como un paraíso pequeñito. Y allí sentí un amor tan grande, una paz y dulzu-ra que no sentí antes. Todos los días vivía con las ansias de volver a aquella casa, para sorber un poco de paz.

El otro día cuando vino Chucho todo golpeado y llorando porque unos hombres le quitaron las cosas que traía para comer, mi mamá en vez de curarlo poniéndole alcohol sobre las heridas, le dio un golpe tan fuerte sobre su cara que me dio tanto miedo y solté a llorar. Ojalá no me hubieran salido lágrimas. Ella, al verme, se acercó mis muñecas, las mismas que mi vecina Chona me dejó cuando ellos decidieron irse de este lugar, según ella porque aquí nada bueno pue-de haber y porque permanecer aquí le dolía tanto por los recuerdos de su hijita que había muerto hacía unos meses; corrió hasta la esquina del cuarto y las tomó con fuerza diciéndome que si no dejaba de llorar iba a quemar mis juguetes. Mientras más gritaba y amenazaba a mis pobres muñecas, más fuerte era mi llanto; quería desaparecer, irme a casa de doña Chuga, esconderme para siempre en su pequeño jardín y no volver más. Al final de media noche, mi mamá hizo lo que debió hacer con las muñecas. Me pasé días enteros llorando, llorando en mis adentros por miedo a que me viera y me golpeara sólo por llorar. Por las noches mis sueños volvieron a endurecerse, volvieron a ser el suelo frío y duro, con esos hoyos que quedan doliendo en el cuerpo. Ya no tuve tiempo de visitar la casa verde de mis sueños. Los días eran más pesados, cada vez más. Con Chucho postrado en el colchón, para que no hiciera esfuerzo y volviera a lastimarse el pie, que aquellos hombres le fracturaron y que mi madre terminó por hacerle la herida más grande, nomás para que a la vuelta no se dejara, las cosas para la comida fueron haciéndose menos. El aspecto de los

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tres iba convirtiéndose lejano, viejo, como si un montón de años de pronto hubieran hecho su nido en nuestras caras y manos, pies y cuerpo. Mi madre pasa todas las noches llorando, maldiciendo haber nacido pobre y haber tenido dos hijos. Sólo de escucharla mi pecho latía con fuerza, con tristeza, con coraje, con odio, con ternura, y también me ponía a llorar. Quería que fueran conmigo a casa de doña Chuga donde había tanto de comer, donde el aire olía sabroso, donde los pájaros dormían y cantaban sobre los árboles llenos de fruta. Pero recordé que nomás con decirle que doña Chuga también era como una mamá porque me cuidaba y me daba de comer; porque a veces me vestía con ropa de muchos colores y me peinaba, y jugaba conmi-go, nomás por eso se enojó muchísimo. Prefería el silencio mil veces a las tundas inmerecidas.

Anoche dormí tanto. Creo que por el cansancio y la falta de comida mi cuerpo estaba triste y sólo al dormir encontraba una sa-lida a la vida que llevábamos. Eran como las nueve de la mañana cuando oí el grito feroz de mi madre, eso fue lo que me despertó. No alcancé a preguntar por qué gritaba, cuando vi sobre la viga del techo a Chucho, colgado del cuello, sin movimiento. Me levanté rápido y le moví los pies, quise abrazarlo fuerte para jalarlo y que dejara de estar allí; le grité con tanta fuerza para que me escuchara y preguntarle qué hacía allí, pero no se movía, no hablaba, estaba muy quieto, como durmiendo así colgado. Y entonces empecé a llorar, mucho más que cuando quemaron mis muñecas, no importaba que mi madre me viera y me tundiera con el cable. Comprendí que mi hermano había muerto, que la vida lo mató, que la noche lo en-gañó con algún juego y lo ató sobre la viga y ya no lo soltó jamás. Sentí que en el pecho se desmoronaba algo, como si mil ciempiés caminaran dentro y mordieran todos al mismo tiempo mi carne; el aire se iba haciendo chiquito y mi cabeza explotaba con tal fuerza que sentí caer al suelo. Fue como una eternidad la que estuve sin sentido, por lo menos eso percibí. De pronto el olor penetrante y

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agrio del alcohol me devolvió a la escena en que vi a mi madre llorar profundamente, a mi hermano acostado sobre el petate donde antes dormíamos. Me levanté rápidamente y corrí a su lado. Le tomé sus manitas y le comencé a hablar despacio al oído, me cuidé que nues-tra madre no nos viera. En un afán de querer sacarme todo eso que dentro de mí remolineaba como un aire que no deja respirar, le decía que pronto habría de alcanzarlo. Le contaba cómo era doña Chuga, de aquella vez cuando nos conocimos y de cómo parecía que estába-mos hechos para encontrarnos en algún momento. Ella me peinaba, me leía cuentos, me arropaba como yo a mis muñecas. Su hijo era muy bien portadito. También era bello como ella y también parecía un muñequito. Yo casi no lo veía porque, según ella, casi todo el día estaba en la escuela, y nomás que yo cumpliera la edad, también me mandaría a la escuela. Era algo que me hacía tan feliz. Pero ahora to-das esas ideas se iban borrando de mi mente. La casa de doña Chuga cada vez estaba más lejos de la mía. Así pasaron días: mi madre cada vez más flaca y yo ni se diga. Parecíamos las dos una vieja fotografía de una vida pasada y sin suerte. Y los días nos volvían como aquella gente que nunca ha existido. Estábamos muriendo. Así que ayer se abrazó en mi mente una sola idea, y una sola ilusión: la muerte, la cual me llevaría otra vez a la casa de doña Chuga.

Esperé a que mi madre durmiera. No me movía para no hacer ruido y que ella fuese a despertar. Me deshice de la manta de re-miendos que me servía de cobija. Caminé a la esquina, la misma que Chucho dejó marcada como la esquina maldita. Saqué el cable de luz que antes hubiera escondido en un rincón del cuarto y lo coloqué en la misma posición que vi. Até mi cuello frágil y de niña, tan delgado que su grosor cabía en una mano de mi madre, en el grueso cable de luz. Y de un brinco salté de la mesa. Mis ojos derramaron lágrimas sin mi consentimiento y quise gritar, soltar un “ayúdame mamita” pero la respiración se cortaba tan rápido que sólo alcancé a soltar unas últimas palabras: “doña Chuga, doña-Chuuugaa”. El cuerpo dejó de

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hacer fuerzas hasta que quedó inmóvil. Pero seguía oyendo a lo lejos la voz de mi madre con su acento tan claro y fuerte como de cos-tumbre: “Levántate floja. ¿Qué no ves la hora que es y tú sigues allí durmiendo?”. Abrí los ojos y vi a Chucho acostado a un lado mío, con sus recién trece años cumplidos; su mismo cabello largo y sucio y sus mismas manos con sus dedos largos y huesudos.

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Un amor a ciegasA mi hermano Arturo

La tarde en que don Simeón debía llevar el dinero para la comida ocu-rrió algo que nunca pensó que pasaría. Encontró cien billetes de mil, tirados sobre el camino, en plena tarde, como si alguien quisiera que él mismo los hallara. Primero creyó que alguien le estaba jugando una broma o una trampa, así que volteó a todos lados para cerciorarse de que nadie más estuviera por aquel camino. Como no advirtió a nadie tomó los billetes y comenzó el recorrido a su casa. Su esposa lo estaría esperando para ir a comprar los ingredientes para la comida; en reali-dad sólo iría por unos tomates y chiles para la salsa; guisaría un par de huevos que tomaría de las gallinas que muy generosamente le había obsequiado su madre para que se ayudara, aunque sea un poquito. Sin embargo, don Sim −como era llamado casi por todos los que conocía, a excepción del cantinero que de vez en cuando le gritaba “a ver, tú, ‘meón’, cuándo ya me vas pagando todo lo que has consumido, si sigo así me voy a la friega, y no más por estar manteniéndote a ti”− ya iba imaginando en qué podía gastar todo ese dineral.

Con dos mil pesos se libraría de la deuda que tenía con Gil, el cantinero, pensaba; hasta habría de invitarlo más amistosamente a su cantina “a ver don Sim, mi mejor y tan distinguido cliente, véngase pa’ca; fíjese nomás: en la compra de una botella, que no sea menor de mil pesos, yo le invito a una de las muchachas de la casa. ¿A poco no está re-buena la oferta?”. La cosa era estupenda, de un sólo girón gozaría de lo que tanto había querido desde años. Tendría al mismo tiempo una botella de gran valor, el respeto del cantinero, que a fin de cuentas no le caía tan bien y la compañía de Rosita, la muchacha que deseaba desde que era un mozo apenas. Tres cosas a la vez, y lo mejor es que seguiría teniendo dinero para darse otros lujos. Podría comprar la casa de don Chepe que sólo costaba cuarenta mil pesitos, pondría una tiendita con otros treinta mil y le sobrarían aún unos

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veinte mil pesos. Con tanto dinero hasta Rosita se iría a vivir con él. Era genial lo que le había sucedió aquella tarde a don Simeón, que casi todo el trayecto de la casa estuvo alegre. Una vez que llegara a su casa, donde apenas había un cuarto hecho de adobe y techado de láminas de cartón, su esposa correría hacia él y le diría:

−Sim, qué bueno que ya llegaste. Ya no hay dinero para ir a comprar para la comida. Fíjate nomás que la Chucha no me quiso fiar unos tomatitos ni unos chilitos para la salsa; que no porque luego no pago. Le dije que nomás que llegaras de ir a cobrar los atados de leña iría corriendo a pagarle. Pero no quiso la muy desconfiada. Y pu’s ni modo, ora no hay que comas.

Don Simeón la miraba con cierta incredulidad de que por tan-tos años hubiera aguantado vivir con ella. Es cierto, ella no era joven ni bella como Rosita, no tenía las mismas manos suaves, ni el olor a frutas dulces de su cabello, y hacía tanto tiempo que su piel era muy dura y rasposa que le provocaba disgusto a la hora de irse a dormir.

−Ni modo Chabe, ora si estamos fregados. Fui a cobrar el últi-mo atado a don Chepe, primero no me quería pagar y como sé que nos hace mucha falta el dinero le estuve ruega y ruega; que ora si an-daba necesitado de dinero; que no tenía ni pa’ la comida de mi señora esposa. A tanto le saqué lo de dos atados, me quedó a deber otros dos, pero dijo que para la otra semana fuera; que porque estaba de buenas y porque la leña que le llevé estaba muy buena, nomás por eso me pagaba lo de dos atados orita. Yo quise mentársela, y decirle que se metiera la leña por “allí”… tú sabes; pero no lo hice porque recordé que el trabajo honrado cuesta mucho y no debe regalarse a nadie, ni por muy patrón que sea. ¡Faltaba más! Bueno, ya en camino, ¿qué crees?, que me salen unos rateros al camino y que me atracan con sus machetotes. Pensé en poner resistencia, pero mejor opté por supli-carles que no me quitaran el dinero. Eran cuatro hombres, pero se ve que no son de por acá; eran más altos, un poco güeros aunque algo requemados por el sol, tenían la barba muy crecida, los brazos bien fuertes, y, sobre todo, la voz era muy ronca. Los hubieras visto, uno de ello les dijo a los otros “ora sí ya se lo llevó la chingada, de esta no

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se escapa”. Los otros que me toman del cabello y que me ponen el filo en mi garganta. Quise decirles que con mucho gusto les daría todo lo que traía, pero cuando vieron apenas un mínimo de movimiento que me golpean en la cabeza y caí desmayado. Al recobrarme noté mis bolsos vacíos y una mancha de sangre en el piso, seguramente creyeron que me habían matado. Por eso me tardé, por eso traigo este chichón en la cabeza y por eso no hay dinero para la comida.

Doña Chabe no sabía si llorar o simplemente tragarse sus lá-grimas. Acostumbrada a tantos años de esa vida no dijo más y salió al patio a ver si la gallina ya tenía por lo menos un huevo, de cual-quier manera no se quedarían sin comer y ella debía ver la manera de cómo hacerle. Después pensó en que tal vez la Chucha sí le fiaría a su esposo, pues sabía de sobra que la tiendera hace tiempo que andaba de coscolina con su marido. A esa altura de su vida, doña Chabe comprendía muy bien que ya nada la importaba; que si su Sim quería andar de arriba para abajo con cualquier mujer era cosa suya, mientras ella fuera la señora del hogar. Qué más podía importarle que entonces anduviera revolcándose con esa tal Chucha. Por lo menos debería sacarle provecho en esta ocasión.

−Oye Sim, ¿por qué no vas tú a fiarte con la Chucha? A lo me-jor a ti sí te cree o, hasta lo mejor, te obsequia el mandado.

Él volvió a mirarla ahora con más lástima, sus tripas se retor-cían por dentro. No podía tolerar ese tonito y esa pedrada. Quiso cerrarle la boca con un golpe certero y brutal como en los días en que ella se la pasaba llorando porque él no le cumplía con la entrada del dinero para los gastos básicos. Pero tuvo que soportarla, se tragó el coraje y salió a la tienda. Ya de regreso don Simeón llevaba consigo no sólo los tomates y los chiles, sino también unos refrescos, unas galletas, pan, un poco de carne seca y tortilla recién hecha. Y se las entregó a su esposa.

−Ya te hecho sufrir mucho tiempo con esto de andar apretán-donos el cinturón, según para ahorrar, y siempre estamos en las mis-mas: pidiendo prestado, trabajando como burros y nunca nos damos un gustito. Mira, ya te traje algo para que comas, pero no te acos-

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tumbres porque quizá sea la única vez –claro que va a ser la única vez, ya verás, contigo ya no vuelvo. Mejor la Rosita que tú. Ella sí que es una mujerona−. Sobre cómo lo pagaré no debes preocuparte, yo me encargo de eso como siempre: los hombres trabajan, consiguen el dinero para la comida y la mujer debe quedarse en la casa a hacer la comida. No importa si debo salir lejos para buscar otro empleo más pagado. Así, yo podré enviarte cada mes un dinero para que puedas mantenerte, no creas que te voy a tener en el olvido. Por eso no te preocupes, yo me encargo. Y nada de llorar porque ya sabes que a mí no me cuadran las viejas que por todo chillan. Si dejaran de ser viejas.

Doña Chabe creyó por escasos minutos que el esposo preocupa-do que ahora viene no es el mismo. Quizá en el camino se lo cambiaron o tal vez, después de tanto tiempo de sufrimiento, se dio cuenta de lo importante que es ella para él, pues ¿no es ella quien le aguanta todo? Luego recordó cómo en los primeros días él era un poco más fácil en su carácter. De vez en cuando hacía trabajos extras para obtener más dine-ro y así lograr aunque sea un pequeño lujo. Además él era más humano, más cariñoso. Con tanta fuerza traía a su mente la imagen del ramo de margaritas que le regaló el día de su aniversario. Tal vez esa era el único momento que le gustaría guardar para el resto de su vida. Pero no, este hombre tiene todos los rasgos cambiados.

− ¡Apúrale! ¿No que ya tenías tanta hambre? ¡Pos ora come!Ya todo lo había planeado: el abandono y dónde ocultaría su

dinero. Los cien billetes los escondería a un lado de la tumba de su padre, a fin de cuentas él nunca iba por esos lugares, así que nadie sospecharía dónde pudiera guardar el dinero. Sí compraría la casa y se iría a vivir con Rosita. Al cantinero sólo lo visitaría aquella ocasión en que fuera por Rosita, después compraría algunas botellas de licor y se las llevaría a su casa, para que no volviera al pueblo y tuviera que ver otra vez a doña Chabe, a ella la abandonaría sin el menor indicio de que se iba a vivir con Rosita. A ella le diría que se va a otro lugar para trabajar más duro y ganar más dinero para el bien de los dos. El plan funcionaria perfectamente. Todos creerían que de verdad tuvo que salir del pueblo para trabajar en algo más digno y así poder darle

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una mejor vida a su esposa, quien tanto lo había aguantado, quien siempre estuvo en las buenas y en las malas, quien nunca lo abandonó por borracho y mujeriego. Esa tarde era la más feliz que tenía desde el día en que su padre murió, con su muerte ya no había quien lo golpeara a cada rato. Los cien billetes de mil pesos eran lo que él siempre había soñado. Sin embargo, casi llegando a su casa, a veinte o treinta metros, le salieron al encuentro dos sujetos bien vestidos y le ordenaron que entregara el dinero que había encontrado, y que ellos habían tirado. Él los miró con enorme desilusión y coraje y les dijo “miren imbéciles, este dinero es mío, yo lo encontré, además no vol-veré a vivir como pobre. Estos billetes servirán para comprarme una vida más cómoda. No crean que se los voy a dar así nomás”. Estaba seguro que podría darles una paliza. Ellos no eran hombres de cam-po, no tenían las misma fuerza ni mucho menos la misma resistencia para soportar los golpes de alguien que toda su vida había trabajado en el campo y que tenía el cuerpo curtido. Los hombres se miraron el uno al otro y uno de ellos echó mano a la bolsa de su chaqueta y sacó un revólver. Miró a don Simeón y le dio un certero tiro en la frente. Don Sim quiso gritar, llorar, rogar piedad, pero sólo le dio tiempo de sentir cómo todas sus ilusiones desaparecían al instante, mientras una espesa lágrima de sangre lo corría por la cara.

Esta noche doña Chabe llorará con un dolor dulce. Con un llanto como de cocodrilos que se han amado apenas mirándose a los ojos. “Después de todo, es mejor así”, se dirá incansablemente.

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Eleuteria

Sucede que por aquellos días llovió tanto que todas tuvimos que que-darnos en casa. Pasada una semana agotamos toda nuestra creatividad para mantenernos cuerdas ante las nubes que no cesaban su impla-cable agua sobre nuestro pueblo. Éramos cinco mujeres, cada una de diferente madre; vivíamos en un albergue para niñas abandonadas. Con el tiempo nadie nos adoptó y juntas hacíamos el trabajo para ayudar a Eleuteria, la encargada del lugar. Por las mañanas preparába-mos el desayuno a las otras diez niñas que recién habían llegado. Nos sentábamos en una mesa larga y vieja, repartíamos el pan y alguien daba gracias por los alimentos. Éramos tan unidas a no ser desde el momento en que él llegó a nuestras vidas. Llovía ligeramente cuando lo hallaron solo y desamparado en las afueras del pueblo. Eleuteria y la, entonces, hermana Rosa se dirigían a la ciudad a comprar los ense-res para la semana cuando en el camino vieron a un perro intentando abrir una bolsa; la curiosidad las alarmó. Se acercaron y con una pie-dra corrieron al animal y notaron que dentro de la bolsa se encontraba un bebé, apenas recién nacido. Eleuteria no dudó en traerlo; en cam-bio, la hermana Rosa interpuso todo tipo de alegatos contra el niño. Decía que el lugar siempre ha estado destinado para mujeres y que de ninguna manera se permitiría a un hombre. Nos pareció tan extraño el hallazgo, pues coincidía con la llegada de la hermana Rosa. Ella se ausentó por más de un año sin decir nada a nadie y de pronto volvía así como se fue, sin explicación alguna. Esa falta fue lo que permitió a Eleuteria mantener un grado de superioridad ante ella. El niño nos causaba gran ternura y sorpresa. Era como un muñequito pero vivo, que reía y lloraba, que comía y dormía como una persona normal. Lo nombramos Inés como el abuelo de todas, padre de la encargada del lugar. Cuando él creció las disputas por pasar mayor tiempo a su lado crecieron. Queríamos acompañarlo por leña, estar al pendiente de su ropa para lavarla, a todo lugar. Se convirtió en la figura masculina

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que irradiaba fuerza y finura, agresividad y delicadeza; era el hombre que hacia todos los trabajos pesados que en otro tiempo lo hiciéramos nosotras y eso ya era un gran alivio. Confieso que yo siempre sentí celos de que él se sintiera más atraído por las jovencitas. Yo pasaba de los treinta y cinco años cuando junto con las demás rebozaban en los diez y siete años. Mi piel era menos lozana y mis manos tenían lo ras-poso de las piedras y del trabajo de muchos años. Aprendí a quererlo tal vez, sólo tal vez, como un hijo. Siempre estuve al pendiente de sus cuidados y deseos. Cuando alguna de las niñas le tiraba tierra sobre la cabeza o le jalaba el cabello para hacérselo crecer o cuando una de ellas descubrió que él tenía pene y se lo llenó de lodo para ver si las hormigas que le había colocado allí se morían ahogadas, yo corría a consolarlo. Lo tomaba entre los brazos y con voz de madre le decía al oído que ellas aún no entendían ciertas cosas, pero que con el tiempo los momentos de tortura terminarían y entonces sólo habría amor y cuidados hacía él; con toda la ternura le quitaba armoniosamente y con mucho cuidado el lodo de su miembro. Él me miraba con sus ojos grandes y llorosos; nunca supe sus pensamientos porque nunca me dijo nada, sólo me veía y de pronto soltaba una mueca de alegría y yo lo dejaba en los columpios meciéndose lentamente.

Una noche llegó don Doroteo, el cuidador de la casa de los vecinos más próximos. Llegó cansado y mojado debido al trayecto que hizo de su casa al albergue con la súplica de que lo dejaran pasar a refugiarse de la lluvia recia ya que debía ir a la ciudad por algunos objetos de labranza. Eleuteria le abrió posada y a todas no dio miedo ver a aquel hombre que en nada se parecía a Inés. Su cuerpo era gordo y su cabello, quizá por la lluvia, parecía tan seboso. Sus manos supera-ban en aspereza las mías y su cara chisporreaba maldad. La hermana Rosa lo hizo pasar a la mesa e indicó que se le sirviera té de ruda con una cucharadita de azúcar. Así se hizo y pidió que los dejaran a solas para platicar asuntos del temporal. Eleuteria y yo salimos. Era tal mi curiosidad que le pregunté como de qué cosas podrían hablar ellos. Ella me contó que hubo un tiempo cuando la hermana Rosa acudía a Doroteo para solicitar consejos sobre la siembra y cosecha de hortali-

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zas en el albergue; ambos eran buenos amigos, hasta que un accidente dejó a Doroteo postrado en cama durante meses. Se escucharon ru-mores sobre alguna mala mujer que estaba haciéndole brujería. Ella se volvió hosca e irritante. Todas suponíamos que el accidente de Doroteo le afectó demasiado, tal vez un amor secreto, de esos que hacen perder a una la cabeza. Y un día ella salió como de costumbre a visitarlo; nunca más volvió hasta esa vez. La buscamos donde creímos que podía estar pero la desesperanza y la falta de resultados menguan toda buena intención. Creímos incluso que había muerto. Yo estaba atenta en los labios, en la boca, en las palabras que profería Eleuteria porque esa parte no la conocía. Yo que fui ascendida a su máxima confianza. Quería preguntar otras cosas pero su “ve a ver si no se les ofrece algo” me detuvo. Me acerqué a la puerta de la sala lentamente sin hacer ruido y quedé en silencio tratando de oír la conversación. Ojalá no hubiera escuchado nada pero es imposible mantener tal se-creto. Corrí con Eleuteria a contarle que ellos hablaron de una rela-ción que tuvieron hace tiempo; del embarazo que ella tuvo y por el cual se fue del albergue; del niño que abandonó en el camino y de cómo lo habían encontrado Eleuteria y ella; de que ese niño era Inés y estaba con nosotras. Le reclamó el que no la haya aceptado en su casa como había prometido. Después de todo ella dejó atrás su vida dedicada a ayudar al prójimo, tal y como le encomendó el padre de la iglesia. Abandonó el cuidado de las niñas para seguirlo, para formar una familia. Cuando se enteró de que esperaba un hijo de él se sintió la mujer más dichosa del pueblo y hasta pensó en adoptar una de las niñas del albergue para que su hija creciera en la compañía de una hermana y no sola. Pero cuando supo que él tenía otra familia en la ciudad, que allá él tenía esposa e hijos, quiso morirse. Deseó desde el fondo de su corazón que él hubiera muerto en aquel accidente. Así ese amor mal pagado no sería de nadie más. Imploraba al cielo que su hija no naciera viva, que alguien se apiadara de su dolor y le causara la muerte porque ella no tendría el valor de suicidarse. Se prometió a sí misma que aquella hija si crecía sería tratada como todas las demás. Sin embargo, cuando vio que era niño quiso matarlo pero no pudo,

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sólo lo dejó a orilla del camino para que algún viajero lo hallara y se compadeciera de él. Le reprochó que su vida perdiera todo sentido y que luego de mendigar por pueblos y casas vacías de afecto, su único refugio fuera otra vez el albergue. Por eso le exigió que nunca más se atreviera a volver. Ahora sí tendría las suficientes fuerzas para matarlo. Él le habló de su hijo pero ella le contestó diciéndole que nunca ha te-nido un hijo, que aquel bastardo sólo era un punto en la memoria del que prefería no darle respiración, mantenerlo muerto en el recuerdo de su vida. Inés era sólo un hombre que halló Eleuteria en la mitad de camino y a quien ahora todas las mujeres del albergue lo admiraban por ser condescendiente con ellas.

Se oyó a lo lejos el llamado casi iracundo: “Eleuteria, por fa-vor despide al hombre que tiene prisa de llegar a la ciudad”. Ambas entendimos la situación y no reparamos en ningún comentario. Los días posteriores fueron tormentosos para la hermana Rosa. Pasaba las horas sentada frente a la ventana que da a la montaña y con los ojos casi apagados. Con el correr de los días perdió la vista. Su cuerpo empequeñeció como si los años se le soltarán aniquilando la fortaleza de su semblante. Se llenó de una tristeza sobrenatural. Y a todas nos dolía en el fondo del corazón verla así, era como si nuestra madre estuviera perdiéndonos. Fue entonces que el cielo comenzó a vaciar-se de arriba hacia abajo y no paró por mucho tiempo. Tratamos de soportar el clima inventando actividades que nos mantuvieran ocu-padas y cuerdas, pero una semana fue suficiente para darnos cuenta que no podríamos vivir más sin hacer nada. Limpiábamos las habita-ciones dos veces al día; ensuciábamos con lodo los trastes y enseguida los lavábamos. Inés nos dibujó a todas en diferentes posiciones por las paredes del albergue, incluso a más de una nos untó el cuerpo con aceite de aromas para que él se distrajera adivinando aquellos olores. La locura estaba iniciándose en todas con fuerza implacable. Eleute-ria pidió consejos a la hermana Rosa para tranquilizarnos mientras pasaba la lluvia. Fue cuando pidió que nos acercáramos a su lado para contarnos la historia de la monja que abandonó todo, absolutamente todo por el amor loco que una vez tuvo.

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LeonoraA mi hermano Fernando

La tía Hortencia fue quien mató a mi madre. Sí, fue ella. Entonces yo tenía unos ocho años. Pero lo recuerdo tan bien como si hubiera sido apenas hace unas horas. Casi siempre vivimos en la casa de mi abuela Reina, la suegra, hasta que ella nos dejó al martirio de las tías. Mi padre casi nunca estuvo con nosotras; a él le debemos haber crecido en un ambiente de completa dictadura; y sin embargo, a él también le agradecemos el que hayamos aprendido a valernos por nosotras mismas. Los primeros días de la ausencia paterna corrieron como un viento cuando está armando un remolino de tierra: pareciera lento al ojo, pero la rapidez con que fluye toda su destrucción es increíble. Así, íbamos y veníamos a las labores del campo, de la casa, del trabajo doméstico, de los cuidados de mis hermanitos. Y no había día en que no escucháramos los reclamos y reproches de los demás: “Ya ves, por ser una mala mujer mi hermano los abandonó”, “Ay mujer, en qué manos viniste a quedar; si tan sólo hubieras escuchado mi consejo cuando te dije que mi hijo merecía otra mujer y no tú… ahora no estarías sufriendo estas cosas. Sí. Tú sufres porque se te mira en la cara el color del coraje y de la tristeza mientras los demás gozamos con hacértela difícil. Ay mujer, si tan sólo no te hubieras quedado esa noche…”. Yo nunca entendí la causa motivante del odio hacia no-sotras; es verdad, no nos parecemos a ellas: tenemos el cabello rubio y los ojos verdes, la piel blanca como nieve y la gracia en el cuerpo de toda bondad. Es cierto que mi padre no se parecía a nadie de mis hermanas ni a mí; él era alto y moreno con el cuerpo atlético y las manos grotescas por el trabajo; su cabello desarreglado, negro y pro-fundo como sus ojos; parecía ser de otro tiempo. Pero mi madre sí era como nosotras. Y ellas no eran guapas ni simpáticas. Mis tías eran enanas y morenas. Su acento al hablar tenía un aire de ridiculez que nos provocaba una risa oculta. A diario mi madre debía hacer todo lo

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de la casa que, aunque pequeña, era más el fastidio de las miradas ful-minantes y de la mala voluntad de la familia. Yo la compadecí tanto en sus últimos días de vida; lloraba con ella, yo recostada en su regazo y ella acariciando mi cabello me decía que la vida siempre está llena de sorpresas, que una nunca debe odiar a nadie, que lo que se pudre en el corazón también envenena todo en nuestro rededor y hace que los días sean más desgraciados e infelices. Por eso me hablaba con su tono infantil como contándome un secreto, nunca debes odiar a tus tías ni a tu abuela; ellas nunca han conocido otra cosa que no sea la mala voluntad, y eso hace que vivan como ahora. Prométeme que tú no serás así hija. Tú no puedes sino amar y ser tolerante con todos. El perdón es la única respuesta que Dios ofrece a los malos.

No transcurrió una semana cuando ella agravó por la fatiga del trabajo, una mala alimentación y una enfermedad que traía arrastran-do desde que mi padre nos dejó. Todo se hizo difícil. Primero, las no-ches eran densas y terribles, no sabíamos en qué momento el odio de las primas y tías y abuela nos tumbarían la cordura y sucumbiéramos ante su brillo helado; vivimos dos años con el temor de que la muer-te también nos llegara pronto y muriéramos odiándolas. Ese fue el motivo esclarecedor que me llevó a tomar la decisión de abandonar la casa. Pero no sabía cómo, sino hasta que Pedro, el hijo del boticario compadecido de mi situación me habló aquella vez que su padre vino a visitar a mi abuela para recomendarle que no nos tratara así; a lo cual mi abuela soltándose la lengua y con palabras viperinas contestó diciéndole que nadie le iba a decir cómo criar a sus nietas. Esa noche Pedro me hizo la propuesta de darles veneno en la comida, así nadie dudaría de quien las pudiera haber matado, para eso primero debía ir a comprar, como todos los sábados, el mandado al otro pueblo, acompañado de mi prima; luego de ir con el carnicero regresaríamos a casa y en el trayecto sin que se diera cuenta la prima le inyectaría el veneno a la carne con una jeringa y como yo nunca he tenido acceso a la carne, nadie sospecharía. Estuve tentada a hacerlo, a sucumbir a ese pequeño rayo de esperanza pero pudo más el recuerdo de mi madre moribunda suplicándome que no debía odiar porque el odio

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hace infelices hasta los más ricos. Le dije que no y salí de la cocina cuando con su voz de capataz gritó “a qué hora sales de allí y me traes el café, ¿no ves que el señor boticario está nervioso? Maldita sea contigo, no sirves para nada. Te pareces a tu madre”. Quise llorar de coraje al tiempo en que deseaba tomar el cuchillo y cortarle el pescuezo; luego sentí cómo algo se atoraba en mi garganta y com-prendí que me costaba un trabajo enorme pasar mi propia saliva. Me contuve, llevé el café. Y justo cuando se disponía a servir al papá de Pedro, éste la increpó de tal manera que ni hubo café y ni nada. Desde entonces se me metió en la cabeza la idea de la muerte como la única salida a nuestros males. También en ese momento combatí aquella errónea tentativa con la firme convicción de que alejándonos de allá podríamos salvarnos de toda esa maldad. Fue como tomé de la mano a Lucinda y le dije que nos iríamos para siempre adonde nadie nos maltratara más. Mis hermanitos, los más pequeños, se quedaron en casa de una amiga de mi madre, a ellos sí los rescataron antes de tiempo, pero mi hermana y yo no tuvimos la misma suerte.

Pasamos unos cuantos años vagando por la ciudad. Dormía-mos en las aceras y comíamos cuando hallábamos algo en las sobras de basura. Muchas veces fuimos a la cárcel por robar comida; otras por estar en lugares en el momento menos indicado. Por defender a mi hermana de unos sujetos que querían violarla, recibí la golpiza de mi vida que terminé en el hospital; nunca supe ni he tenido el valor de preguntar a mi hermana si la violaron o no. Después vivimos mu-cho tiempo en una casona abandonada donde sólo vivía una señora antigua, vestida siempre con alhajas y vestidos de diversos colores. Se llamaba Leonora y nos contó que provino de una lejana familia de acaudalados que llegaron a la ciudad en la última embarcación de un buque enorme que hizo descanso en las costas del pacífico por una semana. Ella se enamoró de un comerciante de la Calle San Miguel y dejó partir el buque con toda su familia diciéndoles que ella ya no regresaría a España, que aquí había encontrado su razón de vivir. Su esposo, Alonso, murió por una terrible enfermedad pasado el año de haberse casado. Él era muy guapo según fotografías que vimos en su

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recámara. Ella ya no hizo intento de regresar a su tierra natal por todo el amor que siempre tuvo a Alonso. Con el tiempo fue perdiendo la cordura, los ánimos de vida. Todos por el rumbo la conocían como la Viuda Blanca por el vestido blanco que nunca dejaba, el mismo que uso el día de su boda. Sin embargo, con nosotras fue como una madre. Nos daba hospitalidad y alimentos a pesar de que la casa tenía una fachada de estar abandonada, con sus paredes llenas de agujeros y descarapeladas, sus sillones y algunas recámaras estaban en el comple-to abandono. La casa constaba de diez y ocho recámaras espaciosas; tres cocinas muy bien equipadas con decorados raros; cuatro salas principales donde bien podían caber hasta cincuenta personas al mis-mo tiempo; dos salones de bailes con candiles muy preciosos y gran-des; la casa era tan grande y mayor1. Pero de todo eso Leonora sólo ocupaba una recámara para sus menesteres: allí mismo tenía su baño de paredes blancas con terminaciones doradas; acondicionó para su servicio una modesta y frágil cocina como la que usábamos con mi madre; su cama era un colchón roído; donde nosotras dormíamos eran dos sillones que parecían camas también. Lucinda fue quien se ganó más pronto su confianza, tal vez porque ella también confió más rápidamente en Leonora. Yo, en cambio, tenía dudas respecto a cómo vivir con ella en su soledad.

Cuando nuestra protectora comenzó a enfermar del corazón más de la cuenta, Lucinda trabajaba como secretaria particular de un profesor que le enseñaba en sus ratos libres el estudio de las ciencias; yo me ocupaba, por órdenes de Leonora, de la indagación y búsque-da de dónde estaban los documentos de la casa. Me encargó buscar al notario Zambrano para que viniera lo antes posible a verla. Tuve que buscar la familia de su esposo en todos los lugares donde ella me indicó, dando por fin con los últimos rastros de ellos en la ciudad de Tlaxcala, adonde me dijeron las personas que los conocían que par-tieron a España a establecerse después de la muerte de Alonso. Ella

1 Aquí el autor parece tener un lapsus lingüístico, pues no es coherente usar “mayor” después de la combinación de “casa” y “grande”. Lo más conveniente es que hubiera usado el término “antigua”.

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estaba sola en esta gran ciudad y se estaba muriendo. Lo sé porque a menudo me contaba que veía a Alonso caminando entre los pasi-llos de la casa, con su traje inglés de color gris y sus cabellos recién bañados. Decía que lo miraba sentarse en el ala izquierda de la casa y cuando se disponía a alcanzarlo él desaparecía. Una noche me dijo que le habló, le preguntó dónde había estado todo ese tiempo que no anduvo en casa y él le respondió que ya nunca más se iría. Yo supe entonces que la muerte estaba cerca. Mi madre siempre nos decía que cuando uno ve a alguien que ya murió es porque ese alguien viene a llevarse a otra persona. Al día siguiente ella estaba muerta. Tenía los ojos cerrados como si durmiera y una sonrisa como de felicidad. Ese día mi hermana y yo lloramos porque moría nuestra segunda madre. Buscamos al notario para informarle la trágica noticia y para avisarle que buscaríamos otro refugio para vivir. Le dimos sepultura en el panteón de Dolores junto con toda la familia del profesor y amigos del notario. Y fue una sorpresa increíble cuando el señor Zambrano nos comunicó que no debíamos ir a ningún lugar porque antes desea-ba hablar con nosotras. Por la tarde llegó a casa de Leonora y traía en sus delgadas manos un sobre de carta y un sobre más grande. Nos dio la carta y leímos un mensaje que nos dejó Leonora, el texto decía que gracias a nuestra llegada a su casa ella volvió a recuperar las esperanzas y la alegría de convivir con gente. Nosotras representábamos las hijas que ella siempre deseo y nunca tuvo, incluso el nombre de Lucinda ya lo había ansiado para alguna de sus hijas. Y que como madre, se sentía agradecida con nosotras por lo cual dejaba en su testamento la orden de que todos sus bienes serían puesto a disposición de nosotras, así como una cantidad considerable de joyas y dinero que disponía en su caja fuerte en el banco de la ciudad, con la única condición de que vinieran a vivir a la casa también mis dos hermanos menores. Lucin-da rompió en llanto y recordó los días amargos de la niñez, cuando la tía Hortencia nos contó que ella envenenó a mi madre para no verla más. Yo lloraba porque no sabía la suerte de mis hermanos, porque tenía que regresar a la casa de los tíos que sí aprendí a odiar. Y vine, abuela, a buscar a mis hermanos. Los he hallado. Uno está en prisión

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por haber robado comida de una tienda. ¿Sabes? Dice el notario que no es grave su problema, que con fianza puede salir. Mi otro hermano trabaja en un taller de mecánica y vive con su esposa en las afueras del pueblo; él fue quien me dijo que te encontrabas grave y que nos buscabas con ansias para morir en paz. Yo le dije a Lucinda que se quedará en casa de él. No quise que la vieras, no quiero que mueras en paz. Si buscas el perdón de nosotras, de una vez te digo que me da gusto verte así. Que siempre viví odiándote a ti a y a tus hijas y que el rencor que venía guardando desde que me fui ahora te lo escupiré aquí para liberarme. Pero yo no te deseo tanto mal. No. Por el contra-rio, lo único que quiero es que mueras lenta y dolorosamente.

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Dolores RemediosA mi hermano Luis

Sobre el lado derecho de la entrada principal se apostaban dos po-licías, era la guardia personal de Francisco. Dos hombres le cubren la espalda, dos más la entrada principal adonde quiera que entrara y otros dos sobre la camioneta que a diario lo transportaban de acá para allá. Una mujer que quiso entrar para tramitar el acta de nacimiento de su recién hijo tuvo que hacer fila primero tras la noticia de que el señor presidente se encontraba en el lugar, sin importar que hace un par de días sufriera un atentado, del cual salió completamente librado, sin pérdida alguna. Aquella mujer, Dolores Remedios, tenía los ojos rasgados y la piel dura, como si el sol permanentemente le haya obligado a tal color. Llevaba en la cara la urgencia de querer ver personalmente al presidente porque en repetidas ocasiones alzo la cabeza por encima de los hombros de la persona que estaba delante de ella. Y es verdad. Hace apenas unas cuantas horas Francisco reci-bió una llamada con la invitación urgente de acudir a la comida que presentaba el gobernador del estado; esto con motivo de inaugurar la ampliación de la nueva carretera. Él ya tenía planes para ese día. Pero lo pensó. Se tomó el tiempo suficiente para mirar por la ventana el ar-monioso conjunto de cosas que sucedían allá afuera. Rescató del cielo medio nublado la imagen de un pájaro que dudo en ponerle la forma concreta de alguno conocido y terminó por nombrarlo cuervo. Vio a través de la cortina, a lo lejos, la desbanda de estudiantes que a esa hora cruzaban por la plaza, y de la cual comenzaba a formarse un cír-culo alrededor de otros dos jóvenes, a lo cual gritó veloz al policía de la comandancia adjunta: «¡Hey! ¡Vaya rápido para la plaza! Parece que un par de chamacos quieren lucir sus nudillos a los otros. ¡Vaya. Pero ya!» Observó cómo el policía con su monumental estómago, capaz de dar a luz a una docena de niños, o lo que fuera, sufría para llegar. Puso la mano derecha sobre la frente y se la llevó al teléfono. «Marta,

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comuníquese con el secretario y dígale que salimos a una comida en diez minutos, con calidad de urgente. Óigalo bien: UR-GEN-TE»

Ya en camino, Rodolfo el secretario, miró su reloj y pensó para sí: «lo que uno tiene que aguantar para recibir una paga. Primero a este cabrón presidente que nomás se la pasa en fiesta y fiesta; segun-do, la mierda de amigos que se carga y por último este fregón calor que no hace más que decirnos que ya mero nos toca.» Es verdad que Rodolfo no sobresalía por su decisión firme en cualquier caso, tam-poco era el hombre más honesto de la comunidad; sino que una vez obtenida su confianza y amistad no se doblaba ante nada ni nadie. Era un hombre moreno, con el cuerpo atlético y el humor enfadado. Su cabello más negro aún y sus ojos profundos como de animal que piensa le daban un aire casi de asesino. Cuando el presidente lo invitó a formar parte de su honorabilísimo cuerpo de trabajo, él contestó de inmediato que sí. Francisco era una buena persona que conocía de tiempo atrás y que tenía la fama de ser prudente. Ahora no com-prendía cómo es que en poco tiempo había sufrido un cambio tan radical. «Oiga compadre, ya déjese de pendejadas. Esto no terminará bien. Mejor párele.» Era el discurso oficial que siempre le repetía y del cual nunca tuvo respuesta favorable. A mitad de camino el chofer iba atento del automóvil que los iba siguiendo, sin darse cuenta que del lado izquierdo un camión grande venía a toda velocidad dispues-to a chocarse contra la camioneta. Cuando el chofer lo advirtió sólo tuvo tiempo de virar a la derecha para frenar con brusquedad. De inmediato un hombre bajó del camión y comenzó a disparar sobre la camioneta del presidente. La camioneta era blindada, hecha para resistir este tipo de calibre. Después de unos minutos, la seguridad bajó ventanas y devolvieron el ataque, logrando mermar al sujeto que respondía al nombre de Rubén. No pudieron sacarle más informa-ción porque la muerte vino primero.

Las noticias del día siguiente fueron: “Don Francisco sale ileso de ataque brutal.” “Presidente vivo después de balacera.” “Escolta del presidente mata a delincuente.” Muchos no tomaron la noticia como algo serio sino como una mera propaganda para recuperar la

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dignidad de su imagen. Todos sabían que él había planeado el robó al cajero de la presidencia, junto con un policía que fue quien relató todo al comandante que lo detuvo. Cuando se dio cuenta el presi-dente del error, mandó a asesinar a su cómplice junto con el policía que lo detuvo para que no diera los datos oficiales a la procuraduría. Él siempre declaró que nunca y que por ningún motivo haría algo en contra del «bienestar común de mi gente, de este lugar donde conocí el amor, la mano amiga, la incondicional confianza de la persona cálida y hospitalaria…»

Después de una hora de estar en la fila para elaborar el docu-mento, Dolores Remedios se retiró del lugar sin la menor notoriedad que significaba su ausencia. La gente entraba y salía a cuenta go-tas. Todos pasaban por la incansable revisión total de los guardias de seguridad. Unos revisaban identificación, comparando la fotografía con el rostro actual; otros vaciaban las bolsas para cerciorarse de que no introdujeran algún tipo de arma; y por último, se hacía examen palpable del cuerpo completo, fueran las personas que fueran sin im-portar edad ni sexo. Era la primera vez que ocurría algo semejante. La comunidad corría con un prestigio utópico; su población era gente muy tranquila, sus costumbres eran variadas, la higiene siempre cons-tante y su gobierno unificador y servil. No cabía en la mente de los habitantes que por culpa de un presidente que vino a terminar con toda la grandiosidad de su pueblo debían pasar por tales atropellos. Más de uno, sino es que todos, deseaban la destitución del presidente en cargo, cuando no la muerte. En el interior de su oficina, espaciosa y fresca, nada comparada con el sopor de afuera, colgaba la imagen fiel del gobernador con el lema: “Mejores oportunidades” y que de vez en cuando la miraba de reojo y pensaba «Me cae que ya ni la mue-la esta cabrón. Las mejores oportunidades serán para él porque para el pueblo ni un carajo. Si no me pongo abusado y hago lo que pide tal y como lo manda, nomás me quedo igual, como la gente de este pueblucho.» «Perdón que lo interrumpa señor presidente, pero tiene una llamada. ¿Se la paso o digo que no se encuentra? Es del secretario del gobernador.»

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Eran casi las cuatro de la tarde cuando la secretaria volvió a su oficina y halló un paquete, del tamaño de una caja de zapatos, envuel-ta en lámina de plata y con la leyenda Con especial afecto para Don Francisco. Mi mejor presidente. Enseguida lo llevó con sumo cuidado y se lo dio personalmente. «Martita, por favor, dígale al comandante y al secretario que suban, que les tengo un notición.» Así lo hizo y se tomó unos minutos para salir a comprar una botella de licor, segura de que el presidente le solicitaría algo parecido. «¿Nos llamaba jefazo? Aquí estamos. ¿Para qué somos buenos?» «Eso habría que preguntarle a tu esposa.» Respondió con una carcajada y ordenó enseguida a Marta que no se le interrumpiera por ningún motivo, pero ella no contestó. La gente con menos ánimo y con menos urgencia fue abandonando el lugar. Todos vencidos por el tedio y cansancio de una respuesta que no veían placentera. «¡Ya ven! Les dije que la vieja del “señor” gober-nador me las iba a dar. Al final de cuentas yo sé cómo la dejé de satisfe-cha y contenta la condenada zorra. Este presente es el claro ejemplo de que quiere seguir viéndome. ¿Quién más sino ella para enviarme un regalo cubierto en plata genuina? ¡Detallazo señores! Todavía la oigo decir cuando me dijo que esperara un presente suyo. »

Aquellos que ya se iban con la cara colgada, la gente que estaba cerca del lugar y alguno que otro al pasar por allí, fueron sorpren-didos por el estruendo potente de una explosión. No tardaron en ubicar de dónde provenía el sonido, cuando un remolino de personas se reunía en la plaza para ver que la explosión había dañado seriamen-te el edificio de la presidencia. Ninguno se atrevió a acercarse más. Dolores Remedios estaba parada en una esquina, viéndolo todo, con una sonrisa feliz y esperanzadora, después de todo, pensaba en sus adentros, “el que me la hace me la paga, si mi hijo ha de crecer sin padre, así será”.

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QuinceañeraA Ana Laura Rojas Guzmán

Fui a los quince años de una clienta de mi mamá. Doña Rubicelia nos invitó por la mañana con una cordialidad y amistad sincera para asistir al festejo de su hija Lina. Era la primera vez que veía a la se-ñora; desde que me fui a la capital no había vuelto desde hace cinco años, cuando por un desacuerdo entre familia no hicimos fiesta por el cumpleaños de mi hermana. Hace cuatro años y algunos meses ella cumplió también quince años, pero quiso el destino que murie-ra. Por eso y otros motivos decidí abandonar el hogar y el fantasma de Nadia. Esa noche lloré tanto, pensando en ella, desde pequeñas siempre éramos unidas; íbamos juntas a la escuela, comíamos a la mismas hora, compartíamos amigas, nos ayudábamos en las tareas del hogar como en las de la escuela; incluso llegamos a tener el mismo gusto e inquietud por Osvaldo, el capitán del equipo de futbol del colegio. Yo supe días antes que Osvaldo trataba de pretenderme. Sí me gustaba, pero no al grado para mantener una relación. Tuve que decirle que por ningún motivo me hablara y le sugerí acercarse mejor a mi hermana, quien había empezado a desarrollar un sentimiento genuino hacia él. Al día siguiente ambos comenzaron su noviazgo. Mi hermana eran tan feliz, lo mismo que yo. Esa época escolar vino a desencadenar una serie de eventos que me tenían impresionada. De lo unidas que siempre habíamos sido sólo quedaban los recuerdos y alguna que otra instantánea para no olvidar por completo los mo-mentos juntas; a veces Nadia me veía tan solitaria, tan lejana de las cosas del hogar, tan distraída en los objetos que llegaba hallar en el cobertizo de la casa, tan en mí misma, que por caridad me invitaba al cine con su novio para que los tres viéramos la misma película; aunque en ello de vez en vez se robaban un beso cuando yo fingía que miraba a otro lado. Lo que ella nunca sospechó, o sí lo hizo por lo menos no me di cuenta, es que yo era tan, sino es que más, feliz como lo podría ser ella. Recuerdo la vez en casa de Osvaldo, en la cena

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de acción de gracias: llegamos juntas las dos, vestidas con el mismo vestido que días antes le habíamos rogado a nuestro padre que nos comprara; era un vestido de seda negra con costuras azul turquesa y un moño discreto en la parte de la cintura; llevábamos unas zapatillas negras forradas de terciopelo negro con un ligero moño azul turquesa en la parte de atrás justo donde comienza la división entre la suela y el terciopelo. Yo fui quien llamó a la puerta mientras Nadia se ocul-taba detrás de un arbusto. Fue la hermana de él quien me atendió y cortésmente me dijo: “adelante Nadia, te estábamos esperando”. No pude evitar esbozar una sonrisa y respondí: “No, señorita. Mi nom-bre es Nubia. Nadia es mi hermana” y casi cae de la impresión. La cena pasó sin mayores contratiempos. Su madre nos llenó de elogios por lo bellas que éramos y toda la noche fue de pláticas sobre los días de infancia de Osvaldo.

Traigo en la memoria ese recuerdo muy fresco porque sucedió un día antes de que Nadia muriera. Ella siempre quiso festejar sus quince años; a mí eso me tenía sin importancia, pero nunca dejé de apoyar su entusiasmo. La noche en que mi padre nos comunicó que era imposible llevar a cabo el festejo porque mi madre, celosa por las atenciones que nos tenían a mí y a mi hermana toda la familia, dijo que estaba indispuesta, que los postergaría a una semana después, que ella ya había planeado un viaje al Caribe y por ningún moti-vo lo cancelaría. Mi hermana lloró tanto esa noche; ella ya se había comprometido para que la familia de Osvaldo cancelara la visita que harían a Perú ese mismo día del cumpleaños. De por sí mi hermana era muy sensible, tenía la sensibilidad que yo casi nunca tuve a excep-ción de ella, claro. Yo le prometí que la fiesta se llevaría de cualquier modo con el apoyo de mis tíos y primos. Traté de consolarla y mi-marla hasta donde mis ánimos lo permitieron. Al otro día salí muy temprano de casa, a escondidas de mis padres, junto con mi prima a la floristería del señor Cándido; elegimos margaritas, alhelíes y rosas rojas para adornar el salón; visitamos la casa de vinos “One” que se encuentra en la Avenida Juárez y adonde siempre que habíamos de celebrar algo acudíamos para que la señora Yolanda nos orientara

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sobre qué vino degustar (de acuerdo a versiones de la señora Yolanda, decía que para cada ocasión existía un vino que era preparado expre-samente para tal). Después llegamos al conservatorio de la Capital para ponernos de acuerdo con un amigo de papá para que nos su-giriera algunos colegas de él para que amenizaran el vals y la música de salón. El día estuvo por completo ocupado en ires y venires de un lugar a otro en la preparación de lo que serían los inolvidables quince años de Nadia. Todo el camino de regreso a casa pensaba en la enorme dicha de mi hermana. Sería, todo ello, una gran sorpresa. Sin embargo, al entrar a la sala principal estaba reunida casi toda la familia y enseguida pensé en que mi prima ya les había contado de nuestros planes y que la sorpresa se convirtió en una noticia bien conocida, incluso por Nadia. Pero al no verla pregunté: “¿Y mi her-mana, dónde está?”. Fue entonces que me percaté del rostro de todos ellos; era como si sus ojos se hicieran pequeños y como si la piel se agrietara de tan vieja que me pareció estar en una casa con personas en todo desconocidas. Sentí en el pecho un agujero interminable como nunca había sentido y unas ganas de llorar que no me expli-caba. Con la voz más débil y haciendo pausas inabarcables volví a preguntar: “¿dónde está mi hermana?” Y como un aguacero lleno de hambre oí a lo lejos, cada vez más cerca, las palabras que oscurecen todo en rededor, como si una tormenta hiciera del cuerpo nada en lo absoluto y dijera: “ella ha muerto”. Con la noticia, algo dentro de mí también estaba muriendo. Me vi tan pequeñita en un mundo lleno de gigantes, que no quise saber más y me fui a mi habitación a llorar hasta quedarme en el sueño. Al otro día hice mis cosas en maletas y les avisé a mis padres que mi iba a vivir a la Capital con mi tía Isabel. Estar fuera de casa me haría bien. Y a modo de reproche le dije a mi madre que ahora sí podría con toda la libertad que ello le exigía hacer su viaje a donde fuera. En la despedida no hubo llanto ni pesar. Pero las noches en casa de mi tía fueron devastadoras. Siempre soñaba con Nadia bailando un vals sin fin. Y despertaba toda triste, con la respiración apresurada, con ganas de morirme. Con el tiempo todo esto lo fui superando gracias a mi afición por los libros; fueron el

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bálsamo ideal a mis penas. Por eso ayer regresé a casa de mis padres, con la intención de olvidarlo todo y recomenzar. Nunca pregunté en qué circunstancias murió y cuando alguien trataba de describir su muerte, me apresuraba a cortarles las palabras siempre diciendo que nada que oyera podría volverla a mí. Ella había muerto y eso es lo único que sé y, muy a mi pesar, quiero saber

Estábamos en la colonia Victoria, mis padres y mis primas con-viviendo con la agasajada de esa noche. Debo admitir que era bella, que era radiante y que su vestido le sentaba tan maravillosamente. Me imaginé a Nadia en ese lugar y quise llorar pero me contuve, logrando que el corazón añicado se erigiera victorioso ante la más cruel de las imágenes no presentidas: Nadia bailando y mirándome a los ojos, invitándome. La quinceañera se llamaba Dalia y hasta su nombre era una llaga en mí. Cuando se acercó para saludarme y de-cirme que no me había visto por estos lugares, le dije que yo también ignoraba quién era. Con un desdén dijo que si yo hubiera tenido fiesta de quince años, seguramente no me vería tan hermosa como ella. Que ni la muerta, refiriendo a mi hermana, de hace años le hu-biera hecho competencia. Fue lo último que no soporté. Sentí que la sangré de pronto bullía como queriendo reventar las venas. Era una explosión de calor que me incitaba destrozarle la boca y todo lo que se pudiera. Por fin tomé el cuchillo que estaba dispuesto para rebanar el pastel (un cuchillo de plata con incrustaciones doradas, muy bello, justo para la ocasión. Su brillo resplandecía) y sin mayor detenimien-to lo encajé en su cuerpo a la altura del abdomen gelatinoso una, dos, tres… quince veces, hasta que dejó de hacer movimientos y sólo cuando el brazo comenzó a dolerme. Entonces su vestido rosa pastel se tornó en rojo escarlata y la celebración se fue al demonio. Yo me sentí realizada, plena, satisfecha. Creo que disfruté mucho apuñalarla en nombre de mi hermana. Es por eso, Leonora, que ahora estoy aquí. Mi prima me confirmó que no murió, pero que está al borde; que si bien me va, me darán unos cinco años de prisión.

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Mantis ReligiosaA Sergio Rojas Herrera

y Pierre Herrera

“− ¡Qué tal, eres bellísima! Te invito a salir por un café.− Por su puesto. Con mucho gusto…− Espera. A ver. Piensa ¿Por qué sin dudarlo aceptó tan

rápido? Esto no es normal. Es verdad que la conozco desde que íbamos en tercero de primaria y que siempre he procurado cur-sar todos los grados en la misma escuela que ella. He frecuenta-do todos los lugares adonde ella va para entender un poco cómo vive. Sí, ella ha notado que me atrae de una manera loca y poco usual. Pero de ahí a que no ponga ningún recelo en aceptar mi invitación, es cosa muy distinta. Por ejemplo. La vez que me ins-cribí en el equipo de soccer sólo para verla de cerca, ya que ella estaba eligiendo el camino de animadora. Pudo haber adivinado mi insistente necesidad de estar cerca de ella. Todos los años que he pasado en su mismo colegio, en algunas asignaturas, no todas para no ser tan obvio; las cafeterías, neverías, tiendas de ropa, parques, incluso ciudades, y todo para que no supiera más que mi nombre. Mi nombre, por si no lo ha notado, es común que casi medio pueblo se llama como yo. ¡Bah! A veces pienso que ellas no son de este planeta y que por eso a nosotros nos cuesta com-prender que no se percaten de todas nuestras atenciones e indicios hacia ellas. Pero no, ella es tan diferente y lista. Ser estudiantes de letras no es cualquier cosa; se necesita pasión, paciencia y una infinita comprensión de la mente; esto último se logra al cien por ciento porque el individuo ya viene predestinado con una psique arriba por encima de los índices de la media. Ella no puede ser ajena a este planeta, no. Tal vez, y casi puedo jurarlo, es la única mujer sobreviviente a la invasión de los marcianos cuando llega-ron a la tierra a poblarla, adoptando el cuerpo femenino, puesto

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que se adecua más a sus fines de procrear y mantener su raza. Pienso en la idea, también, de que hay seres marcianos entre no-sotros y que por eso se debe que la población aumentó de una for-ma tan acelerada. Esto ya da miedo. Es sólo una conjetura, pero si resulta cierto y en un futuro no lejano perecemos finalmente y los extraterrestres conquistan en su totalidad esta hermosa tierra, ¿qué sucederá? Lo cierto es que ya no podré verlo y eso me da la tranquilidad para no vivir en un mundo de caos. Ahora mismo tengo la incertidumbre de saber si soy natural por completo, o de si mi madre es marciana y mi padre no, así sería un híbrido y quizá me gustaría; pero si mis padres, ambos, son marcianos y yo no soy su hijo natural sino alguien que fue adoptado con la firme decisión de exterminarnos lentamente; qué tal si por eso ella no ha dudado en aceptar mi propuesta. Digo, uno no sabe. Ella es tan hermosa y lista; tan noble y tan fuerte en su carácter; tan delicada y tan ruda. ¿Yo? Nunca he pasado de ser un pobre diablo más que está tras ella. Qué tal si ella acepta y en vez de ir a la Tlaxcalteca, la cafetería a donde siempre va con sus amigas y adonde siem-pre voy yo minutos después para verla de lejitos y preguntarle al mesero qué tipo de café bebe, cuáles pasteles son sus preferidos, o cosas que me den señales de qué puedo hacer o invitarle para hacerla sentir bien; qué tal si en vez de ir a ese interesante lugar me dice que vayamos a su casa porque ella prepara un café exqui-sito. Sin dudarlo tantito yo iré; movido primero por la cortesía y estar con ella; segundo porque al fin sabría dónde vive. Entonces llegaremos a una mansión lujosa y apartada de la ciudad en su porche color malta con el que la he visto pasear por la alameda. Sentiremos la brisa de la tarde noche golpear el parabrisas y pen-saremos en el fondo de cada uno “¿Qué le digo. Qué haré para terminar con este silencio abrumador?” Me atrevería yo primero. “¿Sabes? Esta noche casi tarde aún se parece tanto a la que des-cribe tal escritor en su novela, donde dice que el sol se ha puesto como en pausa porque no quiere ver oscuridad ennegrecida sin antes ver a su amada Selene (Sólo por si te preguntas quién es, te

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digo que así le llamaban los griegos a la luna). Segismundo con-tinua diciéndole a Ariadna que el camino a casa es largo todavía pero para hacerlo tan fructífero, en cambio, tendría a su lado del camino el mar para deleitarse con estampas dignas de Velasco. Ariadna, tu nombre me suena a un río quebrado pero lleno de música. Me hace recordar a Teseo cuando enfrentando al Mino-tauro no tiene más en la cabeza que el hilo que le diera la bella Ariadna para poder burlar el laberinto y salir vivo. Si yo hubiera sido Teseo estoy seguro que al verme enamorado de Ariadna hui-ría con ella lejos para casarnos y que otro asesinara a la bestia. A fin de cuentas el amor es la única cosa que verdaderamente vale la pena y al hallarlo qué más puedo pedir. ‘Ariadna, si supieras cómo he estado de afectado por ti; si supieras cómo los días son infinitos cuando te miro por las calles del colegio, o cuando andas en tu porche con tus amigas y desde lejos me miras con una ter-nura y entonces adivino qué pensarás; ay, si tú supieras que vivo sólo para ti’. ‘Claro que siempre lo he sabido mi “Teseo”. Desde antes de que tú te dieras cuenta ya estabas destinado para mí. Así lo dicen las estrellas en el firmamento de Venus y en las lejanías de Orión. Tú eres esa parte complementaria que desde pequeña me fue prometida; sólo tú permitirás desarrollar todo mi potencial…’ El miedo anidará en mí porque ha podido responder mis pensa-mientos, pero no le diré nada por temor a que me crea loco. Pero y si sí es una alienígena; qué más da, es hermosa; además no creo que me haga daño si es como piensa que yo soy para ella.

− Oye Ariadna, ¿has escuchado algo?− No. ¿Qué oíste?− Nada. Olvídalo. Creo que sólo es mi imaginación. Estoy de

acuerdo, vayamos por un café a la Tlaxcalteca. Sé que es el único lugar donde preparan un increíble café turco, por demás exquisito.

− Sí, sí. Ah, la Tlaxcalteca es mi lugar preferido. Allí es don-de voy cuando quiero saborear un café delicioso. ¿Tú también vas allí con frecuencia? Digo, porque pensarás qué descortés, nunca te he visto en tal lugar. Si ella supiera que la vigilo días y noches

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enteros. Que es su presencia lo que me vitaliza y que no concibo nada sin su presencia. Si lo supiera ¿pensaría que soy un acosa-dor? Espera, voy por mi auto y déjame que sea yo quien te invite y lleve. Serás el único macho, perdona, quise decir Hombre que he permitido subir al “Samsa”. Así le puse a mi auto en alusión al Gregorio Samsa de Kafka, puesto que así imagino al escaraba-jo descrito en la novela. Me han dicho que mejor un beetle para ese nombre, pero mi porche tiene más estilo que un beetle y no veo como un escarabajo ideado por Kafka no sería uno con estilo, alejado del prototipo estándar de los escarabajos. Permíteme, no tardo.

Este es un momento idóneo para irme, para perderme entre la mul-titud de este lugar y desaparecer por completo de su vida. Estoy casi seguro que cuando regrese ella dirá que es mejor idea ir a su casa. Pondrá algu-nos de los miles de pretextos que los humanos han inventado para evadir ciertos compromisos, con tal de ir a su guarida. Y me gusta la idea, lo confieso. Llegaremos a su lujosa mansión. Beberemos un rico pero altera-do café turco. Ella insistirá en que debo pasar la noche en su habitación. Yo no pondré objeción alguna y con beneplácito iremos a su alcoba. Nos acariciaremos por unos minutos y casi perdido el sentido por el efecto de alguna droga diré tantas cosas que parecerán palabras pero no serán sino sólo sonidos guturales. Ella me dirá al oído todos los pensamientos que previamente me había respondido. Poco a poco la vista se me irá nublan-do. Oiré otras voces diferentes a la de ella que dirán: “Bien hecho hija. Este es un híbrido en nuestra raza, hijo de un padre marciano casado con una de las terrenales que escaparon al Sur. Ahora es tu turno de conver-tirte en toda una buena reproductora. Procura no manchar la habitación con el horrible color verde de su sangre. Recuerda, ese color de los insectos es tan penetrante y profundo que necesitaríamos cinco años para que se borre. Es por eso que a la mayoría de los que hemos asesinado los hemos confundido en el color de los bosques. No te demores. No permitas man-tenernos en ascuas. Ya queremos ver las hermosas especies que brotarán de ti.” Yo querré mirarle la cara, los ojos, para saber qué azul anidaba en su mirada. Pero el coito previo y la excitación provocada invalidarán mis

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sentidos para darme cuenta que mientras procreamos ella me devorará de unos cuantos tajos. Primero cercenará mi cabeza, sólo cuando sepa que ya no soy más de utilidad; y por último el cuerpo completo lo masticará lentamente hasta no quedar nada más de mí.

− Listo. Vamos. Sube. ¿Qué te parece si en vez de ir a la Tlax-calteca mejor te invitó un riquísimo café Turco que yo misma te pre-pararé. No es la gran cosa, pero te aseguro que será una experiencia inolvidable. Y ya después de todo, mejor aún, pasas la noche en mi alcoba; solos, tú y yo. Será maravillosa la noche. Yo sé que te mueres por mí. Ya necesitaba desde siempre alguien como tú para sentirme realizada.

− Serás una especie bella y rara. Pero prefiero seguir viviendo solo.

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Un viejo amorA mi hermano Santiago

Nos mudamos hace un par de años a la ciudad de la pequeña mura-lla, al sur de la capital. Por aquellos días se oían los rumores de que los tiempos estaban cambiando de manera vertiginosa. La violencia acrecentaba en la parte norte del país y mucha gente migraba al sur; las manifestaciones sexuales eran masivas y el racismo, cuyo mal se creía que había sido erradicado, estaba cobrando una fuerza inusita-da. Quizá por ello mi madre decidió que vivir lejos del bullicio de la gente aumentaría nuestra paz interior que tanto nos hacía falta y que de algún modo alimentábamos con las visitas a la iglesia todos los jue-ves santos. Desde que mi padre nos abandonó ella era dos personas a la vez, aunque nos gustaba más cuando tomaba el papel de madre; era completamente cariñosa y tierna. Le gustaba unirse a nosotras cuando jugábamos a hacer recetas de cocina, o cuando íbamos por la calle a la escuela tenía la afición de responder a todo quien preguntara si era nuestra madre que nosotras tres éramos hermanas y que ella era la mayor. Claro que soltábamos una imperceptible risa dentro de nosotras, pensando en lo gracioso de su respuesta. Ojalá siempre hubiera sido así. Pero no. Cuando andaba enfadada, ya sea porque le fue mal en el trabajo o porque alguna de nosotras obtuviera mala nota, siempre decía: “ahora no soy su madre; ahora soy su padre” y con voz enérgica gritaba todas cuantas palabras reprimía en su estado de madre. Tomaba la extensión de un cable viejo y nos tundía hasta que nos veía llorar desconsoladamente. Después de golpearnos hasta satisfacer sus deseos reprimidos de maldad, iba con una de nosotras y nos abrazaba como si apenas nos hubiera parido, alegremente. Re-petía cada ocasión, como un bálsamo a sus heridas, que amaba tanto a mi padre: “estoy segura que a él le hicieron algo, nos amábamos demasiado que su abandono fue cosa de no creerse. Pensé primero que se trataba de una confusión; por eso esperé más de una año a que

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regresara pidiendo perdón. Yo con todo el amor que le tuve hubiera sido capaz de besarlo al primer momento de verlo otra vez en la casa. Estoy segura que eso que le hicieron fue brujería porque cambiar de la noche a la mañana no es de Dios. Ahora pienso todo lo contrario: si él regresará hoy sólo hallaría algo parecido al infierno; lo aceptaría para vengarme cada día que pasé llorando; le envenenaría la comida todos los días hasta que lentamente perdiera el habla y la voluntad misma; le iría haciendo débil el cuerpo hasta dejarlo sin movimiento y lo echaría a la calle como el perro que es. Los hombres a fin de cuen-tas no son más que unos animales que siempre regresan a su estado primitivo y tratan a las mujeres como objetos, aun cuando ellos no se detienen a pensar que por nosotras es como ellos están caminando sobre la tierra. ¿Por qué se fue? ¿A caso yo no era mujer suficiente para darle el amor, las atenciones y el placer que todo hombre necesita…?” Y terminaba encerrándose en su habitación a desgarrarse por dentro con todo tipo de culpas que no eran necesarias. Nosotras la oíamos llorar todas las noches. A veces también escuchábamos que platicaba con alguien y abríamos la puerta de un movimiento y no había nadie más que ella y el retrato de mi padre sobre la cama. Los días cambia-ron su modo de ser terriblemente. Casi a diario ella era nuestro padre. La cara se le fue endureciendo. Los golpes se hicieron frecuentes, tanto que hubo días en que nos quedamos en casa de alguna conocida para descansar del maltrato de ella. El temor a Dios hacia que regresá-ramos una y otra vez, pues de cualquier modo ella era nuestra madre.

También por esos tiempos mi hermana conoció a Fausto, un compañero de la clase de economía. Él era alto, moreno y con ojos como de ave, penetrantes y confusos. Me caía bien. Fue el único hombre que conocimos de cerca. Nos sorprendió en mucho su com-plexión robusta y la agilidad que ostentaba fuera y dentro del ring de lucha grecorromana. Tenía el modo de andar noble y altanero; era como una mezcla de maldad y bondad. En el patio trasero de la casa había un árbol enorme y frondoso, calculamos su edad en unos trecientos años; en ese lugar íbamos las dos cuando el padre aparecía, nos ocultábamos entre sus ramas. Allí, como si fuera costumbre ya, a

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las 3:15 de la madrugada cuando todo el pueblo dormía, mi hermana y él se veían a escondidas y más de una vez los vi besarse en la boca; él le apretaba las nalgas con gran fuerza y ella suspiraba; ella le metía la mano en el interior del pantalón y él se estremecía; él le besaba los pechos pequeños y ella desfallecía. Fue cuando experimenté una sen-sación de desahogó e incertidumbre; deseaba ese momento y odiaba a mi hermana por estar ella con él en ese instante. Nunca se los dije por temor a causarles una confusión. Por la tarde el cielo se había des-compuesto; pasó de ser un azul claro a un gris ennegrecido. Mi abuela nos contaba cuando vivió con nosotras que el tiempo nos cambia; si es azul es porque significa que tendremos tranquilidad y calma en nuestro espíritu; si hay muchas nubes es probable que surjan cambios importantes en nuestra vida; y si el cielo de pronto se nos revela oscu-ro, triste, y nos llena repentinamente el alma de temor, significa una cosa: la muerte. Y recordándolo mejor, es cierto. El día que nuestro padre no regresó fue cuando el cielo estaba atiborrado de nubes me-dio grises. Ahora este cielo se torna violento y lo malo es que intuyo el por qué. Mi madre ha agravado desde la vez que se enteró que mi her-mana salía con Fausto. Le rezó que así fuera lo último que ella hiciera no pararía hasta verlo muerto: “los hombres sólo nos causan malestar, él no debe estar aquí. Es urgente que las dos vayan a confesarse ahora mismo”. Tuvo todo el ánimo de perforarle el corazón con la fina daga que compró en España, pero Fausto no volvió hasta que ella murió. Antes de morir nos dijo que nunca tendríamos paz, que ya nos ha-bíamos vuelto unas pecadoras. Que su fantasma nos perseguiría por el resto de nuestras vidas y seriamos completamente infelices. Con su muerte dejamos de ir a la iglesia. Lejos de sentir pesar y dolor por su pérdida hizo cavidad en nosotras una indescifrable paz y tranqui-lidad. Los días eran más amables y nobles. Sin ella, no había quien nos golpeara ni quien nos reprochara el abandono de nuestro padre. Creo que lo que nos hacía sentir con vitalidad era no deshacernos de ella sino saber que por fin hallaba un descanso a su sufrimiento. Quedarían atrás los días en que ella lloraba hasta el cansancio, donde sus ojos terminaban hinchados y rojos como la grana. Yo nunca supe

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más de mi padre y tampoco nos dimos a la tarea de buscarlo el día que mi madre murió, cuando uno se marcha de la familia también muere un poco, en este caso creo que él murió más de la cuenta. Ella nos hizo prometer que a nadie le dijéramos que su último deseo era ser enterrada junto a mi abuela en la parte trasera de su casa de campo donde creció y vivió hasta que conoció al amor de su vida. Hicimos un entierro con todas las leyes de la iglesia al que acudieron algunos amigos del colegio, mi tía y una que otra vecina. Desde entonces nos dedicamos a vivir la vida de otra manera. Nos nació el deseo de experimentar con drogas y bebidas, de conocer otras sensaciones que solucionamos con el robo a casas, comercios y joyerías. El gusto duró no mucho, sólo cuando dejó de parecernos divertido.

Mi hermana visitaba la casa de Fausto tres días por semana y los otros cuatro él venía a la casa. Él quiso presentarme a Julián, su pri-mo, para que juntos saliéramos de viaje o fuéramos al cine o hiciéra-mos algo en equipo. Yo nunca acepté. No me gustaban los hombres, eran como un mal en mi vida. Un poco porque tenía la idea que mi madre sembró en nosotras y en mí hizo fruto; y otro poco porque lo único que ansiaba mi mente era el recuerdo vívido de aquella noche cuando vi por primera vez a Fausto con mi hermana acariciándose de tal modo. Llegué a soñar en mis desvaríos aquel cuerpo robusto y terco de él y la delicada piel de ella en mi cama. Tuve noches hincha-das de placer oculto que de vez en cuando le confesaba al cura para redimirme aunque sea un poco. El sacerdote siempre me sermoneaba con que eso era pecado: “no desearás lo de tu prójimo. Pero dime ¿con qué mano le sujeta las tetas?”. Yo volví a abandonar las visitas al confesionario. Me dediqué por un tiempo a viajar sola, yendo de acá para allá buscando no sé qué. Dormía donde me cayera la noche o donde alguna colega me diera posada. En esas caminatas conocí a Laura a quien le entregué el corazón por completo; tenía los ojos delicados de mi hermana y la piel olorosa a jazmines que tanto me gustaba. Aprendimos juntas a amarnos de una manera fina pero gro-tesca. A ella le gustaba el dolor y a mí me gustaba dárselo. Desde que la conocí ambas salíamos de viaje y corríamos parrandas con

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los amigos de ella. Fuimos muchas veces a las marchas de liberación sexual y me sentía comprendida; entre ellos no había prejuicios, no les causaba extrañez que Laura y yo nos besáramos y nos acararíamos. Eran como una gran familia. Pero una noche llegando a la casa de uno de ellos encontramos que la mayoría estaba drogándose y ella me dijo que hiciéramos lo mismo, cuando de una esquina salió una mujer enorme y robusta, como hombre. Tenía la espalda ancha y los brazos masculinos y con su voz viril dijo: “Laura. Maldita. ¿Por qué me abandonaste?” y de su bolso rojo saco un pequeño revólver y le disparó tres tiros. Un vuelco hizo nido en mi pecho, sentí rabia y miedo, coraje y odio; me volví hacia donde estaba aquella mujer y con el cenicero que hallé en la mesa le di en la cabeza un golpe que rápidamente cayó al suelo. No paré hasta verla morir y gritándole “eres una perra” comencé a llorar como cuando mi padre nos golpea-ba. Tomé en mis brazos a Laura. Su cuerpo de niña me pareció tan lejano y solitario. Yo la amé como nunca más lo volví a hacer. Incluso pasaron mujeres infinitas por mi vida sin que alguna se pareciera a ella, sin que nadie me doliera como ella. Adopté el nombre de Laura como mío, para hacerle honor a la mujer que me enseñó todo lo que debía saber sobre el amor. Nunca me establecí en un lugar fijo. Co-nocí tanta gente maravillosa. Fíjate Sara, anoche tenía una reunión en casa del ministro, pero claro, no iré porque preferí venir a la casa, a la boda de mi hermana consentida. Sé que apenas nos conocemos tú y yo pero me caes tan bien. Te cuento esto no para que me juzgues sino para pasar un momento agradable mientras llegan los novios.2

2 Fausto y mi hermana se casaron en el patio trasero de la casa, frente al árbol. Los invitados eran amigos de ella y él. Me dolió tanto que a Laura no le alcanzara el tiempo y que no estuviera compartiendo esa alegría conmigo. Las cosas siempre son tristes y la vida es una complicación de nuestro entendimiento. Primero perdí al amor de mi vida. Semanas después de la boda Fausto murió en secuestro exprés y nunca se lo dije a mi hermana para no hacerla sufrir más de lo necesario. Le tuve que mentir que Fausto se fue con otra mujer, que me lo dijo a mí para no enfrentarla directamente. Ella quiso buscarlo pero yo se lo impedí, le dije que mejor tuviera el recuerdo del hombre que lo amó hasta los últimos momentos de su cordura. De nada le serviría buscarlo si él había preferido dejarla. Con el paso de los días ella fue asintiendo y comprendiendo que la felicidad que le dio Fausto fue maravillosa. Nos volvimos a hacer grandes hermanas, salíamos juntas a la Plaza Ignacio Guzmán, sorbíamos, como cuando niñas, un helado en la nevería de Samuel. Íbamos al cine, cenábamos en casa

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Biblioteca “Octavio Paz”.Tenancingo, Tlaxcala. 2012.

casi nunca porque lo hacíamos en el restaurante de doña Josefa. Pero todas las noches ella lloraba amargamente por su esposo y entre llanto y sueño ella lo nombraba, le decía que nunca sería feliz otra vez, que ella quería morirse, porque la vida sin él no valía nada. Yo la oía y el corazón se me apachurraba y Laura aparecía entre mis brazos allá en la ciudad y me decía que siempre me amó. Y me unía al llanto y a la desgracia. Estábamos solas en una casa que siempre había sido triste y fatídica. Un día en la mañana le comenté que vendiéramos la casa y nos mudáramos a la ciudad. Ella aceptó y adquirimos unos departamentos céntricos que con el paso de los años se convirtió en vecindad. El cambio le sentó bien, dejó atrás las lamentaciones y comenzó a brillar su imagen otra vez con ese brillo que da la alegría. Laura también se fue desvaneciendo lentamente. Salimos como siempre a cenar a fuera y acordamos llevar una botella para pasar la noche con unas amigas que recién habíamos conocido; seriamos las anfitrionas, ellas eran nuestras invitadas. Pero no llegaron. Abrimos la botella y comenzamos a beber, sólo mientras seguíamos la espera. Mi hermana sacó el recuerdo de Fausto, el mismo que yo recordaba desde esa madruga. Me dijo que siempre supo que yo los observaba y que por eso ellos animaban más el deseo que intuían nacía en mí. Yo le confesé que siempre deseé ese momento con ellos; le conté de mis fantasías nocturnas; le dije que aquella madrugada descubrí que me gustaban las mujeres y que por eso salí de la casa para buscar quien me amara y a quien yo le entregaría el corazón. Le hablé de Laura, de sus ojos que eran como los de ella; de su olor a jazmines que era idéntico al suyo. Y sin más comenzó a acercarse suavemente hasta donde estaba yo. Me quedé inmóvil cuando sentí sus labios en los míos. Se quitó la blusa y me tomó las manos para colocárselas en sus pechos. El cuerpo se me estremeció profundamente. Esa noche ambas nos sentimos más vivas que nunca, cada vez más lejanas del recuerdo de la madre.

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Índice

Presentación. . . . . . . . . . . 7

Dos caprichos[Prólogo a Un triste y loco amor] . . 9

La casa de doña Chuga . . . . . 15

Un amor a ciegas . . . . . . . . 20

Eleuteria. . . . . . . . . . . . . 25

Leonora . . . . . . . . . . . . . 29

Dolores Remedios . . . . . . . . 35

Quinceañera . . . . . . . . . . 39

Mantis Religiosa. . . . . . . . . 43

Un viejo amor. . . . . . . . . . 49

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Se terminó de imprimir el mes de mayo de 2014

en Impretlax, S.A. de C.V. Tlahuicole 1”B”, Centro,

C.P. 90000, Tlaxcala, Tlax. [email protected]

Se imprimieron 500 ejemplares más sobrantes para reposición.

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