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Una chica que le escribía cartas a un locutor de radio / Cartas / Se acercó despacio. Había pensado en dejarle la carta dentro del bolsillo del saco y salir corriendo. Huir, eso era lo que iba a hacer. La carta estaba firmada por El pavo real. Contaba la historia de un chiquito que corría desnudo en el patio de una casa de vacaciones en las sierras de Córdoba. El chiquito llevaba en la mano un control remoto que manejaba un autito de carreras. Iba de aquí para allá. El autito era todo terreno. Como es esperable en una casa de verano de una familia aristocrática, había una pileta inmensa, y aún más inmensa para el chiquito, y el auto fue a parar allí inesperadamente. El chiquito se acercó al borde y poniendo la cabeza por delante de la línea recta de sus pies observó al automóvil que acostado en el fondo, se movía como una ilusión de desierto. Él, por supuesto, no conocía la historia de Narciso. El final es evidente. El pavo real escribía aceptablemente, esos cuentos lúdicos que al locutor de radio tanto le gustaban. Las manos le sudaban, y también tenía transpiración en la frente. El flequillo de su pelo corto se le pegaba a los párpados y le caía sobre sus ojos verdes. El locutor de radio estaba rodeado por dos o tres personas, y una muchacha delgada de pelo rubio platinado que suponía era, la productora. Se acercó haciéndose lugar entre las butacas del anfiteatro en el que el programa de radio se emitía en vivo. Subió las escalinatas del escenario. Desde arriba todo se veía hermoso. Se sentía semidesnuda. Por debajo de la pollera la entrepierna comenzó a picarle. Pequeñas gotitas de sudor le corrían por los muslos y le hacían cosquillas. Iba a mojar la carta si seguía así de nerviosa. Juntó fuerzas y se abalanzó hacia el locutor de radio. Estuvo un rato parada sin saber muy bien que hacer, con la cartita entre las manos, apretada. Le temblaban los labios. Nadie reparaba en ella. Ni siquiera ella misma que estaba perdida en la nariz cuasiforme del locutor. Sus labios chatos, los ojos hundidos, la frente en ángulo y profunda. Era el hombre más feo que había visto en su vida. No entendía por que no podía dejar de verlo. En algún momento hubo un silencio incómodo. Era claro, que alguno la había visto.

Una chica que le escribía cartas a un locutor de radio

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Una chica que le escribía cartas a un locutor de radio / Cartas /

Se acercó despacio. Había pensado en dejarle la carta dentro del bolsillo del saco y salir corriendo. Huir, eso era lo que iba a hacer. La carta estaba firmada por El pavo real. Contaba la historia de un chiquito que corría desnudo en el patio de una casa de vacaciones en las sierras de Córdoba. El chiquito llevaba en la mano un control remoto que manejaba un autito de carreras. Iba de aquí para allá. El autito era todo terreno. Como es esperable en una casa de verano de una familia aristocrática, había una pileta inmensa, y aún más inmensa para el chiquito, y el auto fue a parar allí inesperadamente. El chiquito se acercó al borde y poniendo la cabeza por delante de la línea recta de sus pies observó al automóvil que acostado en el fondo, se movía como una ilusión de desierto. Él, por supuesto, no conocía la historia de Narciso. El final es evidente. El pavo real escribía aceptablemente, esos cuentos lúdicos que al locutor de radio tanto le gustaban.

Las manos le sudaban, y también tenía transpiración en la frente. El flequillo de su pelo corto se le pegaba a los párpados y le caía sobre sus ojos verdes. El locutor de radio estaba rodeado por dos o tres personas, y una muchacha delgada de pelo rubio platinado que suponía era, la productora. Se acercó haciéndose lugar entre las butacas del anfiteatro en el que el programa de radio se emitía en vivo. Subió las escalinatas del escenario. Desde arriba todo se veía hermoso. Se sentía semidesnuda. Por debajo de la pollera la entrepierna comenzó a picarle. Pequeñas gotitas de sudor le corrían por los muslos y le hacían cosquillas. Iba a mojar la carta si seguía así de nerviosa. Juntó fuerzas y se abalanzó hacia el locutor de radio. Estuvo un rato parada sin saber muy bien que hacer, con la cartita entre las manos, apretada. Le temblaban los labios. Nadie reparaba en ella. Ni siquiera ella misma que estaba perdida en la nariz cuasiforme del locutor. Sus labios chatos, los ojos hundidos, la frente en ángulo y profunda. Era el hombre más feo que había visto en su vida. No entendía por que no podía dejar de verlo. En algún momento hubo un silencio incómodo. Era claro, que alguno la había visto.