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UNA ESPIRITUALIDAD APOCRIFA Juan .Cueto . ,\ M i primera idea, cuando me propusieron participar en este seminario sobre Prisciliano, fue tratar del contexto mágico y mitológico en el que se mo- vían el asceta y sus discípulos. Es decir, de los mitos y ritos mágicos de la Gallaecia; entendida esta denominación según la división administra- tiva que regía en el Bajo Imperio, que comprendía no sólo la Galicia actual, sino la mitad del territo- rio asturiano (hasta una línea imaginaria que lle- gaba a la ría de Villaviciosa) y gran parte de León. Cuando recibí el programa del curso, comprobé que a otros tres participantes se les había ocurrido la misma idea, más o menos. Entonces decidí mo- dificar sobre la marcha mi intervención. Y en lu- gar del contexto en el que surgió y se difundió el priscilianismo, decidí utilizar a Prisciliano para como pretexto para hablar de otro asunto: de la llamada Nueva Espiritualidad española. O sea: Prisciliano como padre, hijo y espíritu santo de esa nueva actitud mágico-disidente que ahora mismo desempeña un papel nada desdeñable en la .cultura viva y joven del país, al cabo del descala- bro de las grandes utopías revolucionarias, del hundimiento de las enormes síntesis derivadas de las fiebres del 68 , del empacho de las ideologías totalizantes derivadas de la era de la resistencia. Con tal intención me puse a releer las fuentes priscilianistas y a rebuscar por entre erudiciones, con el fin de documentar mi intervención. Enton- ces ocurrió el tercer cambio de rumbo: lo que me empezó a seducir fue otra cosa. Ni el contexto ni el pretexto, sino el texto de esta confusa historia herética que se desarrolla en las postrimerías del siglo IV e inaugura en nuestro país un género literario, nada menos que el de la heterodoxia. Defiende aquí mismo Fernando Sánchez Dragó - amigo con el que cada día me unen más discre- pancias- la teoría de Prisciliano como opera aperta. Su título me viene como .anillo al dedo Juan Cueto 17 porque la intención de este comentario es preci- samente la contraria: entender a Prisciliano como opera chiusa. Intentar -sólo intentar, que desde el principio quede claro- encerrar a Prisciliano en sus textos y 'sólo en ellos. Mostrar con obscenidad -me refiero aquí a la obscenidad académica- los entresijos de la textualidad priscilianista, de su particular espiritualidad, al margen de las simpa- tías o las antipatías que la figura del hereje pueda suscitar actualmente. Limitarme por unos folios a los textos, orillando los pretextos y al margen de los contextos mágicos o folklóricos. Y no sólo por el placer de llevarle la alegre contraria a Sánchez Dragó -y a Menéndez y Pe- layo, cuyas tesis resultan altamente simétricas, como ahora veremos- sino, también, porque es- timo que lo verdaderamente herético en estos momentos de agobiante reviva/ heterodoxo, de- bido en gran parte al auge de esa llamada Nueva Espiritualidad que contagia progresivamente la in- dustria cultural española con sus entusiasmos - gicos y su espíritu abiertamente milenarista, con- siste en incurrir a pecho descubierto en actitud racionalista, analítica, textual ... N o hay mucho de original en el método, lo admito. Se trata de practicar aquí la conocida fi- gura retórica del ninismo a costa de las dos gran- des actitudes dominantes respecto a Prisciliano y su hipotética espiritualidad. Ni fervorosa identifi- cación literaria con el hereje ni apasionada refuta- ción doctrinal del heresiarca. O si se quiere: ni Sánchez Dragó ni Menéndez y Pelayo. Ni opera aperta politeista ni opera aperta monoteista. Por- que en ambos casos, el método utilizado para acercarse al caso confuso de Prisciliano es sospe- chosamente similar. En las dos posiciones que dominan el mercado de las interpretaciones se uti- liza el pensamiento espiritual de Prisciliano par a expresar otra cosa; mejor dicho, para expresarse por identificación o negación a través de Prisci-

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UNA ESPIRITUALIDAD APOCRIFA

Juan .Cueto

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M i primera idea, cuando me propusieron participar en este seminario sobre Prisciliano, fue tratar del contexto mágico y mitológico en el que se mo­

vían el asceta y sus discípulos. Es decir, de los mitos y ritos mágicos de la Gallaecia; entendida esta denominación según la división administra­tiva que regía en el Bajo Imperio, que comprendía no sólo la Galicia actual, sino la mitad del territo­rio asturiano (hasta una línea imaginaria que lle­gaba a la ría de Villaviciosa) y gran parte de León. Cuando recibí el programa del curso, comprobé que a otros tres participantes se les había ocurrido la misma idea, más o menos. Entonces decidí mo­dificar sobre la marcha mi intervención. Y en lu­gar del contexto en el que surgió y se difundió el priscilianismo, decidí utilizar a Prisciliano para como pretexto para hablar de otro asunto: de la llamada Nueva Espiritualidad española. O sea: Prisciliano como padre, hijo y espíritu santo de esa nueva actitud mágico-disidente que ahora mismo desempeña un papel nada desdeñable en la

. cultura viva y joven del país, al cabo del descala­bro de las grandes utopías revolucionarias, del hundimiento de las enormes síntesis derivadas de las fiebres del 68, del empacho de las ideologías totalizantes derivadas de la era de la resistencia.

Con tal intención me puse a releer las fuentes priscilianistas y a rebuscar por entre erudiciones, con el fin de documentar mi intervención. Enton­ces ocurrió el tercer cambio de rumbo: lo que me empezó a seducir fue otra cosa. Ni el contexto ni el pretexto, sino el texto de esta confusa historia herética que se desarrolla en las postrimerías del siglo IV e inaugura en nuestro país un género literario, nada menos que el de la heterodoxia.

Defiende aquí mismo Fernando Sánchez Dragó - amigo con el que cada día me unen más discre­pancias- la teoría de Prisciliano como opera aperta. Su título me viene como .anillo al dedo

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porque la intención de este comentario es preci­samente la contraria: entender a Prisciliano como opera chiusa. Intentar -sólo intentar, que desde el principio quede claro- encerrar a Prisciliano en sus textos y 'sólo en ellos. Mostrar con obscenidad -me refiero aquí a la obscenidad académica- los entresijos de la textualidad priscilianista, de su particular espiritualidad, al margen de las simpa­tías o las antipatías que la figura del hereje pueda suscitar actualmente. Limitarme por unos folios a los textos, orillando los pretextos y al margen de los contextos mágicos o folklóricos.

Y no sólo por el placer de llevarle la alegre contraria a Sánchez Dragó -y a Menéndez y Pe­layo, cuyas tesis resultan altamente simétricas, como ahora veremos- sino, también, porque es­timo que lo verdaderamente herético en estos momentos de agobiante reviva/ heterodoxo, de­bido en gran parte al auge de esa llamada Nueva Espiritualidad que contagia progresivamente la in­dustria cultural española con sus entusiasmos má­gicos y su espíritu abiertamente milenarista, con­siste en incurrir a pecho descubierto en actitud racionalista, analítica, textual ...

N o hay mucho de original en el método, lo admito. Se trata de practicar aquí la conocida fi­gura retórica del ninismo a costa de las dos gran­des actitudes dominantes respecto a Prisciliano y su hipotética espiritualidad. Ni fervorosa identifi­cación literaria con el hereje ni apasionada refuta­ción doctrinal del heresiarca. O si se quiere: ni Sánchez Dragó ni Menéndez y Pelayo. Ni opera aperta politeista ni opera aperta monoteista. Por­que en ambos casos, el método utilizado para acercarse al caso confuso de Prisciliano es sospe­chosamente similar. En las dos posiciones que dominan el mercado de las interpretaciones se uti­liza el pensamiento espiritual de Prisciliano para expresar otra cosa; mejor dicho, para expresarse por identificación o negación a través de Prisci-

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liano. En un caso, ya digo, confundiéndose litera­ria, poéticamente, con la víctima, con el disidente; en el otro, simpatizando abierta, prosaicamente, con los verdugos.

Tal parece ser el dilema estúpido en el que anda atrapado el asunto de la heterodoxia en este país . O censurando de la historia a los herejes, desvia­dos, marginales o sospechosos desde una ideolo­gía catolica, apostólica, romana y toledana; o eri­giendo en protagonistas, en héroes épicos, de esa misma historia a los disidentes, a los censurados, a los condenados, a los reos de cualquier sambe­nito inquisitorial. En cualquier caso, la heterodo­xia española manipulada como un todo -como un Todo-, como un atroz relato totalizante provisto de sentido -de Sentido-, como una historia - una Historia- que se inicia en Prisciliano y progresa hasta nuestros días en línea recta, inexorable, fa­talmente, sin el menof accidente en el trayecto de siglos. Línea recta que en un casi atraviesa maz­morras, hogueras, juicios del Santo Oficio, destie­rros , persecuciones, torturas y opresiones. O línea recta, en el otro, formada por los fastos oficiales, los linajes preclaros, los decretos inquisitoriales , las bodas reales, los palacios, los tronos, las po­testades y las sedes eclesiales.

Pero dejemos la palabra a Menéndez y Pelayo para que explique modélicamente ese carácter to­talizante, lineal, plagado de sentido, que posee la heterodoxia cuando es interpretada como opera aperta: «Si de alguna manera ha de explicarse el fenómeno del priscilianismo, forzoso será recurrir a las leyes de la heterodoxia ibérica, que leyes providenciales tiene como todo hecho, aunque pa­rezca aberración y accidente. La raza ibérica es unitaria, y por eso ha encontrado su natural re­poso en el catolicismo. Pero los raros individuos que en ciertas épocas han tenido la desgracia de apartarse de él, del catolicismo, o los que nacieron en otra religión o creencia, buscaban siempre la unidad ontológica, siquiera sea vacua y ficticia. Por eso, en todo español no católico, si ha seguido las tendencias de la raza y no se ha limitado a importar forasteras enseñanzas, hay siempre un germen panteísta más o menos desarrollado y enérgico. En el siglo V Prisciliano; en el siglo VIII, Hostogesis; en el siglo XI, Avicebron; en el siglo XII, Aben Tofail, Averroes y Maimónides. Y después el arcediano Doming.o de Gundisalvo, el español Mauricio , los alumbrados, Juan de Val­dés, el quietista Molinos , los krausistas ... »

La metodología de la opera aperta pronunciada desde el lado de la ortodoxia y a costa de Prisci­liano como origen, siempre el mito de los oríge­nes , alcanza en don Marcelino cotas difícilmente superables, relacionando de un_ plumazo toda la heterodoxia que ha sido o será, que se inicia en nuestro hereje y llega hasta la mismísima Institu­ción Libre de Enseñanza, luego de atravesar si­glos, filosofías, revoluciones, accidentes, modos

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de producción, giros copernicanos , ciencias , cam­bios de paradigma, anécdotas y lo que a la teoría se le ponga por delante. U na historia de la hetero­doxia provista de sentido ortodoxo, de la misma manera que, como reacción, ahora se interprete esa misma historia desde el sentido opuesto, na­rrada desde el punto de vista gramatical de las víctimas. Lo que me escandaliza y divierte a la vez, en ambos casos , no son las diversas ideolo­gías, creencias o actitudes vitales, sino el protago­nismo de un sentido único, lineal, totalizante, sin­gular, mayúsculo , genesíaco , racial. La existencia de esa atroz línea continua que es capaz de rela­cionar lo heteróclito, ordenar el caos, unir lo dis­perso, nacionalizar la extravagancia, significar lo inefable, totalizar lo plural, contar lo inexpresable como si fuera una novela de las de planteamiento, nudo y desenlace, censurar el accidente, o legali­zar narrativamente aquello que precisamente sur­gió como negación a la narrativa dominante de las respectivas épocas y situaciones.

Por eso creo, insisto, en que no es posible ha­blar de Heterodoxia, con mayúscula espantosa y en obsceno singular, sino de heterodoxias, en minús­cula, plural y bastardilla. La única manera de no traicionar el espíritu herético consiste en huir como gatos escaldados del sentido -del sentido gene­síaco o del sentido final- y más particularmente, para referirnos a nuestro particular caso español, del sentido histórico racial, del mito del carácter nacional y otras tontologías que Julio Caro Baroja achaca a gentes concejiles.

Acaso la historia de la ortodoxia pueda y deba contarse así, como narración más o menos fantás­tica que se inicia un buen día, se desarrolla de acuerdo con un argumento preestablecido y algún día puede terminar , como las novelerías tradicio­nales . Estoy convencido de que tal metodología totalizante y cargada de sentido, del mayor de los sentidos, del sentido nacional, es la menos ade­cuada para referir las diversas y divertidas histo­rias de las heterodoxias habidas y por haber. No en vano, los más importantes movimientos heréti­cos surgidos por estos pagos, los misticismos de los alumbrados, de los dexados, de los quietistas o de los iluministas, irrumpieron en la escena espa­ñola como reacciones al sentido del discurso orto­doxo, a la oralidad católica imperante , al lenguaje oficíal de la Iglesia: eran aquellas, todas y a su diversa manera, místicas y liturgias del silencio; eran místicos o recogidos que optaron por cerrar la boca en tiempos tan recios; gentes que, mucho antes de Witgenstein, entendieron que «de lo que no se puede hablar , lo mejor es callar». Porque el lenguaje, todo lenguaje, hasta el de la oración litúrgica vocal, está lleno de sentido por los cuatro costados. Y no de un sentido cualquiera, sino del sentido dominante.

Así pues, intentaré hablar aquí de Prisciliano como obra cerrada, como texto que sólo se refleja

Prisciliano

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a sí mismo y a las espiritualidades que lo influen­ciaron, como espiritualidad concreta, fragmenta­ria, como un simple y regional proyecto ascético: como discurso heterodoxo intransitivo. Ni Prisci­liano, por tanto, como principio inaugurador de la raza disidente española, ni Prisciliano como géne­sis racial de todos los males espirituales de la patria. Mi Prisciliano será, por tanto, un Prisci­liano insignificante, que sólo se significa a sí mismo. Algo poco espectacular, casi cotidiano, nada mágico, desprovisto de la enorme carga de sentido al que últimamente está sometido el per­sonaje por culpa, justamente, de las alegres inter­pretaciones abiertas de que es objeto. Y es que el de la opera aperta es método que viene de la literatura y conduce fatalmente a ella: reproduce en su itinerario de ida y vuelta las leyes del sen­tido narrativo dominante. Naturalmente, todo texto -y los de Prisciliano no son precisamente excepción- provoca aperturas . El destinatario del mismo, todo destinatario, desarrolla una actividad cooperadora, «llena espacios vacíos, como dice Umberto Eco, conecta lo que aparece en el texto con el tejido de la intertextualidad, de donde ese texto ha surgido y donde habrá de volcarse». Pero lo que háce que una obra sea tal, y no otra, «no es, como dice Lévi-Strauss, el hecho de ser abierta, sino el hecho de ser cerrada». Porque «Una obra es un objeto dotado de determinadas propiedades que el análisis debe especificar; un objeto que puede definirse completamente a partir de dichas propiedades». Otra cosa muy diferente es que la actividad cooperadora del destinatario, del lector, modifique las propiedades diferenciales del texto, según el antojo , las modas, los intereses ideológicos o simplemente el placer: según el sen­tido que al lector le convenga. Pero eso no es una cualidad específica de los textos espirituales de Prisciliano. Esa capacidad de apertura está en to­dos los textos y no, como Umberto Eco creía cuando escribió su famosa Opera aperta, en algu­nos. El lector de ortodoxias o heterodoxias forma parte activa de esos textos ortodoxos o heterodo­xos, incluso nadie negará que forma parte del «marco generativo» de los mismos. Es más. Hasta en la investigación científica -me refiero aquí a las ciencias duras, no a las blandas- es un hecho comprobado que los prejuicios del investigador ejercen una influencia en el resultado de las expe­riencias de laboratorio. Las hipótesis del experi­mentador de ciencia respecto a lo que se quiere encontrar, acaban reproduciendo esas mismas hi­pótesis en los resultados científicos. (Es lo que suele llamarse «Efecto Rosenthal» ). Pero si bien es cierto que no existen textos puros, ideológica­mente neutros, obras sin aperturas casi infinitas , no es menos cierto que lo que distingue un texto de otro son sus propiedades específicas, su perso­nal e intransferible estructura objetiva, sus leyes internas al margen de la cooperación del lector, en

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este caso del «lector» de Prisciliano, al margen de lo que quince siglos después , aquí y ahora, se nos ocurra divagar , interpretar o retozar a costa de las cabezas cortadas en Treveris.

Quiero decir que me parece muy bien que Pris­ciliano sea usado y abusado desde las actitudes mágicas, irracionalistas y teosóficas que hoy lu­chan por estar en candelero en este país. Si toda obra tiene la facultad de la apertura, de la coope­ración del destinatario, los textos espirituales de Prisciliano, por su lejanía, ambigüedad, su capaci­dad para provocar toda clase de interpretaciones, y mejor cuanto más alocadas ; y su confusio­nismo parecen los más aptos para toda clase de incursiones fantásticas , sean para justificar las hi­pótesis de Menéndez y Pelayo o las de Sánchez Dragó. Sin embargo , si consideramos que Prisci­liano existió y produjo un tipo de espiritualidad determinada que le costó la vida y desencadenó un movimiento herético que arraigó en la penín­sula ibérica, si partimos de la base de que hay unos textos debidos directa o indirectamente a Prisciliano; o si se quiere: si admitimos que existe un discurso priscilianista -y lo admitimos de al­guna manera,' puesto que aquí estamos- entonces la fórmula de acercamiento a esa clase de espiri­tualidad herética no puede ser la de la opera aperta, sino precisamente la contraria. Es decir, determinar por qué el discurso espiritual priscilia­nista surge y se diferencia de todos los demás, qué propiedades específicas posee (si las hubiere o hubiese) y sobre todo, qué lo hace ser herético en su tiempo y espacio, en el siglo IV y por la Ga­llaecia. Y es que al margen de que la alegre opera­ción de apertura priscilianista, como vimos, le confiere al discurso de Prisciliano un sentido (na­rrativo) que desvirtúa su posible carácter herético, el método de la opera aperta, cuando no va acompañado del análisis de la textualidad, cuando olvida interesadamente las diferencias internas que hacen que una obra sea esa obra y no otra cualquiera, se convierte en una aburrida excursión por los cerros de Ubeda en la que lo mismo da ocho que ochenta. Si todo es apertura y sólo aper­tura, entonces Prisciliano es la nada. Pero sobre todo, si se eliminan las diferencias del discurso espiritual priscilianista, o se hace significar su es­piritualidad al buen antojo, entonces desaparece el placer del texto del que tanto habló Barthes. No hay placer sin diferencias, y no hay diferencias si la obra sólo es abierta, como ayer defendió aquí Sánchez Dragó con vehemencia cerrada.

No creo, por tanto , que sobre Prisciliano se pueda decir lo que a cada uno le venga en gana. Intentaré demostrar, entre otras cosas, que ni por los textos priscilianistas ni por la historia del mo­vimiento es posible sostener, como sostiene Sán­chez Dragó, que Prisciliano es un místico. En todo caso, la suya sería una espiritualidad ascética, y la mayor parte de esas acusaciones posteriores (acu-

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saciones o ejemplaridades, según su figura sea utilizada como excepción a la regla de la ortodoxia española o provoque identificaciones) que hablan del carácter lujurioso que tenía el movimiento, carecen de fundamento.

Parto en esta exposición, naturalmente, de las fuentes, glosas y exégesis de la historia del prisci­lianismo. Del corpus textual existente: la Crónica de Sulpicio Severo, las Regulae fidei del Primer Concilio Toledano, el Commonitorium de Orosio, las epístolas y los libelos de Santo Toribio de Astúrica, el Cronicón de San Próspero de Aquita­nia, las noticias de San Agustín, San Jerónimo, San Isidoro y San Ambrosio. A esas ocho fuentes, junto con los textos atribuidos a Prisciliano y de los que luego hablaré, se reducen todas las infor­maciones y las descripciones hechas sobre el caso Prisciliano: desde lo que cuenta Menéndez y Pe­layo hasta la última' incursión en el género prisci­lianista, es decir , el importante libro de Henry Chadwick recientemente traducido , pasando por Babut, Ramos y Loscertales, Vollmann, Puech, Davids, Sáinz Rodríguez, López Ferreiro, Morin, D'Alés, López Caneda y Domínguez del Val, para citar de un golpe a los grandes especialistas en el asunto. Y cito de antemano esta serie de nombres para dar por sentado que en esta charla manejo exclusivamente esas fuentes y erudiciones, dado que los límites de ésta me impiden el fárrago de las citas, que harían la exposición interminable y todavía más aburrida.

Una cosa me ha llamado la atención desde el primer día que empezó a interesarme la figura de Prisciliano, hará cosa de ocho años: la íntima rela­ción del ascetismo de los priscilianistas con el concreto tipo de espiritualidad que se deriva de . los llamados Libros apócrifos del Nuevo Testa­mento, en particular con los Hechos apócrifos de los Apóstoles. Tanto los acusadores de Prisciliano y sus parciales cronistas como los eruditos inves­tigadores están de acuerdo en señalar la importan­cia enorme que tenía la lectura de los Apócrifos para Prisciliano y sus amigos del · alma. Hasta el extremo de que ésa es -junto con la de practicar las artes mágicas- la acusación que se repite con más insistencia en los Cánones de los Concilios que trataron el priscilianismo -el de Zaragoza del 380 y el Concilio Primero de Toledo, del 400-, en las cartas de sus detractor)S, en las acusaciones de sus enemigos íntimos, especialmente ltacio, en el Commonitorium de Orosio, en el libelo de Tori­bio de Astúrica, etcétera.

Unas veces los detractores de Prisciliano insis­ten en la acusación del maniqueísmo; otras , ha­blan de gnoticismo, en ocasiones del asunto del celibato y el abandono de los deberes seglares; o que andaba con los pies descalzos, rezaba des­nudo , practicaba el vegetarianismo, permitía la presencia de mujeres en sus reuniones espiritua­les , practicaba un tipo de ayuno no canónico, no

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comulgaba con vino o que practicaba el retiro en montañas durante Cuaresma o la Epifanía. En fin, también ha sido mencionado por sus perseguido­res su antitrinitarismo, ciertas prácticas orgiásti­cas, su concepción docetista, su monarquianismo o modalismo.

Las acusaciones son numerosísimas y varían notablemente según la época en la que fueron aducidas, los detractores, la situación política y religiosa de la época o el contexto en que fueron formuladas. Pero, ya digo, la única acusación que se mantiene, y se repite una y otra vez en todos los documentos que nos han llegado, es la que hace referencia explícita a la pasión de Prisciliano y los suyos' por los libros apócrifos del Nuevo Testamento. Leyendo las exculpaciones del pro­pio Prisciliano en sus Tratados, en los famosos tratados de Würzburg, vemos que rechaza firme­mente todas y cada una de las inculpaciones que le hacen sus enemigos, desde la magia, la concep­ción docetista de la encarnación, el maniqueísmo, las enseñanzas inmorales o el sostener doctrinas patripasianas, hasta el culto al sol y la luna, su fervor astrológico y otras extravagancias por el estilo, las que precisamente encantan hoy a la tropa mágica española. Pero resulta que Prisci­liano no sólo admite la acusación de la lectura de los libros apócrifos, sino que dedica todo un tra­tado -el 111 de Würzburg, precisamente titulado De fidei de Apocryfis- a defender con enorme habilidad y elegancia dialéctica el derecho de los cristianos instruidos a la lectura de esos textos no canónicos y a comentarlos al pueblo no instruido.

Una mera recapitulación analítica del conjunto de acusaciones que ha soportado la figura de Pris­ciliano puede dejarnos seriamente consternados. De la misma manera de que no hay posibilidad de rastrear en sus Tratados, Cánones paulinos, los cuatro prólogos monarquianos a los Evangelios y el tratado sobre la Trinidad -es decir: en sus «Obras completas»- una teoría, o doctrina, o teo­logía coherente de la espiritualidad priscilianista, más allá de lo tantas veces repetido: su profundo ascetismo, su obsesión por el tema de la virgini­dad, su apología del ayuno y sus retiros espiritua­les en determinadas fechas sagradas . General­mente, los estudiosos de Prisciliano han intentado rastrear su espiritualidad a partir de un gran tema concreto de rango herético, sea el maniqueísmo, el gnosticismo dualista, el ocultismo o el empleo de artes mágicas. El rompecabezas no se soluciona. La mayor parte de las piezas no encajan en una doctrina o teología conocida, ni siquiera se ade­cuan a una teoría lógica de carácter mágico-lite­rario.

Evidentemente, hay rastros en los textos prisci­lianistas de un vago cripta-maniqueísmo, alguna huella gnóstica, cierto interés por el misticismo numerológico, acaso ecos orientales .. . Nada serio.

No es mi intención hoy sostener que Prisciliano,

Prisciliano

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en realidad, no ha sido más que un mártir calum­niado, que practicaba la más estricta ortodoxia evangélica: sugerente tesis que defiende Babut con argumentos bastante contundentes. Pero de lo que no es posible hablar en el caso de Prisciliano, y bien que lo siento, es de una de esas herejías hechas y derechas, capaz de justificar por su cate­goría teológica la sangrienta sentencia de Treve­ris. No hay doctrina agazapada tras las numerosas y contradictorias acusaciones y refutaciones. Ni siquiera hay doctrina digna de tal nombre en los textos atribuidos a Prisciliano. Sabemos, además, que su persecución implacable por parte del obispo Itacio, a raíz de su pleito particular con Hydacio de Mérida, se originó por motivos mun­danos, extrateológicos. El movimiento ascético de Prisciliano, aconsejando el celibato de los cléricos y conminando a los hombres de la Iglesia a apar­tarse de los cargos públicos y a vivir en la pobreza más absoluta, irritó profundamente, lógicamente, a una parte de aquel salvaje y corrupto clero es­pañol de la época, que veía en el austero movi­miento priscilianista una seria amenaza a sus nu­merosos privilegios terrenales , a su vida sexual, a su status social.

La disputa se agravó cuando Prisciliano fue nombrado obispo de A vila, e Itacio desterrado a Treveris por culpa de las intrigas de su enemigo, desde donde acusó formalmente y con desespera­ción a Prisciliano del peor de los delitos que entonces podían cometerse: practicar las artes mágicas . Es decir, acusarle de incurrir en traición, según el derecho de la época. Por lo que, al cabo de numerosos avatares más civiles que religiosos, y en medio de una coyuntura política delicada que supongo explicará aquí mismo con detalle el pro­fesor Blázquez, Prisciliano y sus acompañantes fueron juzgados, sentenciados y ejecutados por el poder civil, sin que admitieran ninguna de las acu­saciones e, insisto, por razones ajenas a la teolo­gía o a la espiritualidad: por razones de palacio.

Otra cosa muy distinta es que a raíz de la sen­tencia de Treveris y del martirio de los ascetas, la herejía empezará a tomar forma, la doctrina sur­giera y cristalizara y los discípulos comenzaran a actuar como secta, como grupo herético opuesto a la ortodoxia. De la noche a la mañana, aquellos seguidores de Prisciliano se vieron dotados de nombre y de doctrina herética y obligados a pro­tegerse mutuamente ante el clima de histeria pro­ducido por las ejecuciones. La historia no es pre­cisamente nueva. De esta curiosa manera se han formado la mayor parte de nuestras herejías. Por ejemplo. así se fraguó la heterodoxia española más celebrada y «original», la de los alumbrados, de­xados o perfectos, tantas veces relacionada con el priscilianismo por causa de la célebre manía tota­lizante y racial de don Marcelino, cuando es jus­tamente lo contrario. Quiero decir, que con el juicio y sentencia de Treveris contra Prisciliano

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sucedió lo mismo que con los Edictos de Toledo de 1522 contra los alumbrados, o lo que es lo mismo, contra una serie de gentes piadosas , y muy con­cretas, que se limitaban a practicar en grupo la oración mental y un método de contemplación eminentemente casero que llamaban «dexa­miento». También el caso de los alumbrados , como en el de los priscilianistas, la máquina re­presora se pone en marcha por delaciones particu­lares, rumores , enemistades personales e intrans­feribles. Y lo que en un principio fue -sigo con los alumbrados y el Santo Oficio- una simple denun­cia sin más trascendencia espiritual, se convierte después en Carta Edicto; y más tarde, en refinado instrumento jurídico para encartar a figuras tan destacadas como Juan de Valdés , el impresor E guía, el catedrático V ergara, el obispo Ca­rranza ... Tanto en el caso de Prisciliano como en el de los Edictos contra aquellos que practicaban en grupo la oración mental, los alumbrados de Toledo o el mismísimo Molinos, la doctrina heré­tica surge a posteriori. Surge como resultado de los procesos y de las sentencias. El texto de los inquisidores no sólo sirve para condenar, sino para crear la' herejía y difundirla a los cuatro vien­tos. Una herejía ya dotada de nombre, de corpus doctrinal, de escritura legal, de lógica espiritual, de precedentes históricos, de influencias, de escritura legal, de un estricto código de comportamientos cotidianos sospechosos ... Como si todo obedeciera a un premeditado y alevoso proyecto heterodoxo tramado fríamente por Prisciliano, Juan de Valdés o Molinos.

Quiero insistir. No hay una doctrina espiri­tual coherente y acabada en el priscilianismo antes de las sentencias de Treveris . Lo que común­mente entendemos ahora, tantos siglos después, por «herejía priscilianista» es, sencillamente, el conjunto de Cánones y Regulae fidei del Primer Concilio de Toledo del 400, junto con la condena del Papa León en el año 447 de aquellas dieciséis «Cuestiones priscilianistas» que le envió Santo Toribio, las proposiciones del primer Concilio Bracarense del 567 y ese etcétera que sabemos de memoria. Una doctrina herética, por lo demás, que casi dos siglos después de la sentencia de Treveris , en el referido Concilio del año 567, ni siquiera resulta verosímil desde el punto de vista teológico .o doctrinal, limitándose a reproducir la conocida retahíla de tópicos denigratorios de ca­rácter personal y sexual anteriormente expuestos, eludiendo en todo momento el fondo de la cues­tión civil, la que le costó la cabeza a Prisciliano, y embarullando alegremente el gnosticismo con el maniqueísmo, el paganismo con el docetismo, el erotismo con el ocultismo, el modalismo con la magia ...

Incluso la lectura de los textos condenatorios vuelve a reproducir esa inquietante sensación de caos espiritual y teológico que emana de los textos

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priscilianistas . Es evidente que la herejía de Prisci­liano carece de base doctrinal, de un proyecto espiritual digno de tal nombre y que fue por razón de su juicio, condena y ejecución en Treveris por lo que más tarde llegó a cobrar cierta carta de naturaleza heterodoxa. Pero también es evidente que esa misma zumbante y floreciente confusión se observa desde el lado de la ortodoxia. Es decir , desde el lado de los inquisidores y de la jerarquía católica de la época. Hasta el caso de que no es del todo descabellado sostener que la teología dogmática de la Iglesia católica se fue edificando víctima a víctima, caso a caso, juicio a juicio, a partir de las sucesivas herejías. No como sesuda y progresiva interpretación de las escrituras, ni mu­cho menos como revelación, sino como reacción coyuntural a los distintos problemas espirituales que iban surgiendo, por acumulación de refutacio­nes. Me refiero a que la relación de la ortodoxia con la heterodoxia es espléndidamente dialéctica. Los inquisidores creaban y difundían las herejías. Pero esas mismas herejías iban perfilando poco a poco la ortodoxia.

El problema principal, por tanto, no se resuelve en el caso de Prisciliano manejando sus escritos teológicamente ingenuos , ni interpretando las re­futaciones doctrinalmente inconsistentes , como es común hacer. Me refiero al problema de su espiri­tualidad conCreta, de su textualidad, de las fuentes doctrinales en las que se inspiró ese movimiento ascético que durante varios siglos conmovió los cimientos de la iglesia primitiva española, y hoy día aún es aducido como principio, como génesis, como primer enunciado de una historia maravi­llosa o como primer error de una historia orto­doxa.

Mi hipótesis es la siguiente. La ascesis priscilia­nista en sus primeros tiempos, antes de la senten­cia de Treveris, no es más que una burda trasla­ción a la vida religiosa y cotidiana de finales del siglo IV, en una parte de la península ibérica, del concreto tipo de espiritualidad que emana de los libros apócrifos . Basta leer detenidamente estos Apócrifos, especialmente los restos que nos han quedado de los hechos de San Juan, San Pedro, San Andrés, Santo Tomás o San Pablo para que el formidable puzzle espiritual de Prisciliano empiece a encajar. No sostengo que toda la esencia de los Apócrifos esté en Prisciliano, sino algo más bru­tal: que todos los temas priscilianistas , absoluta­mente todos, están en los Apócrifos. O para de­cirlo sin contemplaciones, que lo que se ha dado en llamar doctrina priscilianista no es más que el plagio ingenuo de ciertos asuntos centrales que se repiten en la literatura apócrifa. Y a veces , un plagio bastante descarado. Lo cual explica, por otra parte, el carácter caótico, disperso, contra­dictorio y fabuloso de la espiritualidad priscilia­nista, que precisamente ésas eran las característi­cas de los textos Apócrifos, como ahora veremos.

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No es nueva ni original, repito , la relación entre el movimiento priscilianista y la literatura de los Apócrifos. La han señalado la mayor parte de los investigadores del caso Prisciliano, desde los obispos del Concilio Primero de Toledo hasta Me­néndez y Pelayo. A fin de cuentas, vuelvo a insis­tir, fue la única acusación que el propio Prisciliano no sólo no refutó, sino que en un tratado -el tercero- defendió con delatora vehemencia. Lo que a mi entender sí resulta novedoso, o, al me­nos, lo que yo no he logrado encontrar por entre la espesa bibliografía prisciliana, es la confronta­ción directa, literal, textual, temática, doctrinal , punto por punto entre la espiritualidad de los Li­bros Apócrifos y la literatura priscilianista.

Como se sabe, paralelamente a la literatura ca­nónica y martiriológica se desarrollan en los pri­meros siglos del cristianismo los Apócrifos del Nuevo Testamento. Lo que caracteriza a estos libros es su pretensión de igualarse con los escri­tos neotestamentarios oficiales, digámoslo así. Se trataba, en definitiva, de una literatura a la par novelesca y legendaria, llena de elementos maravi­llosos y hasta mágicos, cuyo origen todos los autores sitúan en el Oriente, indiscutiblemente en Si­ria. El fin primordial de los Apócrifos era alimen­tar la piedad popular, instruir, ejemplificar a los fieles, pero sobre todo, era el satisfacer la curiosi­dad de los cristianos primitivos, dado que los es­critos canónicos del Nuevo Testamento ofrecían muy pobres informaciones sobre los temas fun­damentales del dogma; especialmente, escasas no­ticias de los grandes protagonistas del drama de la cruz o sobre cuestiones litúrgicas. Los Apócrifos nacieron como necesario complemento de los grandes textos sagrados. Si se quiere, como tra­ducción a la vida cotidiana de los grandes miste­rios teológicos. Por eso se trataba, siempre, de una literatura edificante, con un decidido carácter moralista y doctrinal. De ahí, la importancia que en estos textos tenían los temas concretos de la piedad, de la oración, de la liturgia, de las reglas de convivencia cristianas, de las prácticas espiri­tuales. Como dice Hamman en su importante libro sobre la oración primitiva, en el siglo IV el culto cristiano ocupa el centro de la comunidad y la liturgia es el meollo de la espiritualidad y de la teología de la época: «Todo arranca de la liturgia y todo conduce a ella. » Y es evidente que los Apócrifos ofrecían una espiritualidad empírica, cotidiana, nacida de los problemas concretos de la época; cosa que los textos canónicos no ofrecían, ni la Iglesia de entonces estaba en condiciones de regular o imponer; ni siquiera en condiciones te­diosas de sistematizar.

Lógicamente, esta atractiva literatura novelada datada de instrucciones litúrgicas resultaba alta­mente popular y al alcance de todas las mentes . Era, en definitiva, la literatura favorita de las co­munidades primitivas cristianas por su atractivo

Prisciliano

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narrativo, su sencillez expositiva, la ausencia de abstracciones o disquisiciones teológicas enreve­sadas, por su condición de libros de aventuras , tan fantásticos como los de caballerías de la época de don Quijote. Los Hechos de los apóstoles, sobre todo, estaban animados por un carácter maravi­lloso , fabulador, en la mejor línea de las novele­rías fantásticas y mágicas . Los apóstoles viajaban a los países más lejanos y exóticos que la imagina­ción de entonces soñar pudiera. Convertían a los reyes infieles, hacían milagros insólitos; con una sola palabra destruían los templos paganos, dialo­gaban con los animales , luchaban contra los dio­ses falsos con el mismo heroísmo que en las gran­des fábulas mitológicas de la antigüedad -era en­tonces la antigüedad-, tenían tratos íntimos con todas las magias populares , obraban toda clase de prodigios terrenales, y al final del relato la aven­tura siempre culminaba en el martirio, en un mar­tirio voluntariamente aceptado, glorioso, santifi­cante, ejemplar ... Algo que suena a priscilianismo por los cuatro costados.

Los Apócrifos eran, en definitiva, la literatura popular de la época, los grandes best sellers de aquellas comunidades cristianas de los siglos III y IV, el gran espectáculo literario de «masas» de aquella confusa espiritualidad, los grandes relatos que seducían la imaginación de los oyentes cuando eran leídos en público por los líderes espi­rituales, es decir, por los cristianos que poseían el don mágico de la lectura y poseían tales joyas bibliográficas. Pero también los Apócrifos, como señalan todos los estudiosos en el asunto, eran la fuente principal en la que bebían aquellos clérigos u obispos poco impuestos en las complejas artes teológicas, y que tenían contacto directo con los fieles. Como fue el caso de Prisciliano, un autodi­dacta que se aficionó tardíamente a los problemas de la espiritualidad cristiana y cuyos conocimientos religiosos y filosóficos, por lo que se deduce inme­diatamente de sus escritos, no eran precisamente excepcionales. Aunque es verdad, en comparación con el resto de los obispos españoles resultara casi un genio.

En resumidas cuentas , los Apócrifos servían de catequesis , de modelos de formación espiritual popular a falta de otras posibilidades mejores o más comprensibles para el espíritu de la época, por defecto de los libros canónicos y de normativa eclesial. Ese carácter popular de los Apócrifos explica, por otra parte, ciertos aspectos de su teología. Por ejemplo, el docetismo. Es decir, la creencia que el cuerpo de Jesucristo no tenía una realidad material, sino que era una simple apa­riencia. Lo que explica, a su vez, el sentido mar­cadamente encratista de esos textos, o sea, la exigencia de una continencia absoluta, el despre­cio por todas las manifestaciones de la carne, la apología de la pobreza, la mortificación del cuerpo, la importancia de la oración, del ayuno,

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del monaquismo estricto . En definitiva, lo primero que se deduce de la lectura detenida de los He­chos Apócrifos de los Apóstoles, es la siguiente premisa: el asceta es el tipo de cristiano perfecto.

No es momento éste para hacer un detallado análisis de los Apócrifos , sino para intentar una recapitulación de los grandes temas que les son comunes. Como ahora veremos, el simple enun­ciado de los grandes trazos de la espiritualidad propia de los mismos (tal y como Hamman, Flammion, y Bardy los estudiaron) reproduce lite­ralmente, a veces exageradamente, todos y cada uno de los grandes temas priscilianistas.

Estos Apócrifos, repito, procedían de los me­dios monásticos primitivos , cuya espiritualidad y concepciones rigurosamente ascéticas reflejaban. Las semejanzas de los Hechos de Juan y Tomás , por ejemplo, con las Odas de Salomón, saltan a la vista hasta para el más profano. Lo cual, quiere decir, lisa y llanamente, que el orientalismo está presente en ellos porque ésas eran, precisamente, las características de la teología siriaca. Los en­cratitas de Siria, por lo que sabemos, eran grupos de fieles que practicaban una rígida ascesis mo­nástica, de •origen judeocristiano. Eran grupos de piedad más apasionados que ilustrados, poco du­chos en cuestiones teológicas, e inclinados a todas las exaltaciones del espíritu; herederos del profe­tismo de la primitiva Iglesia; grupos proclives al gusto por lo maravilloso y al desarrollo de las más descabelladas liturgias. Esta doble condición de ascéticos y de fabuladores hace a los Apócrifos aptos para recibir, como luego veremos, las in­fluencias o las interpolaciones maniqueas y gnós­ticas. Pero, como dice Michaelis, otro gran estu­dioso de la cuestión, no hay que exagerar este lado heterodoxo de los Apócrifos. Aunque tam­poco haya que descartar la posibilidad de interfe­rencias, al ser, ya digo, una literatura de tradición popular, fácil de interpolar. Podemos decir que en los Apócrifos, como en aquellas comunidades monásticas orientales, no está la Iglesia universal, pero tampoco está la heterodoxia. Es el de los Apócrifos un tipo de espiritualidad marginal, pro­pia de las comunidades de fieles alejadas de los centros oficiales canónicos. Como fue también el caso de Prisciliano y sus amigos. Sirvieron, pues , estos libros de catequesis, especialmente para los grupos ascéticos periféricos, marginados geográfi­camente. De ahí, la abundancia de oraciones y el gran número de sermones que en estos libros se encuentra.

En el espíritu de los Apócrifos , el cristiano se hace asceta por el bautismo. Tema central del priscilianismo. Y la vida ascética, como antes veíamos , implica la castidad absoluta, el celibato riguroso. En los Hechos de Tomás se dice que «la virginidad es el estado normal del cristiano para alcanzar la vida eterna». No se encuentra en los Apócrifos ni un solo argumento o rasgo a favor de

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la vida matrimonial. Incluso se exhorta a las per­sonas casadas a renunciar a toda vida sexual. Los Hechos de Pablo comienzan por una predicación apasionada de la continencia, estrechamente rela­cionada con la Resurrección Gloriosa. Dice el Apóstol a un grupo de mujeres, entre las que se encuentra Tecla, la famosa santa Tecla de la que luego algo diremos: «N o puede haber para voso­tras Resurrección que si permanecéis castas, vír­genes, y abandonáis todos los placeres de la carne.»

También en los Hechos de Pedro, se predica la continencia, hasta el punto de que los discursos del apóstol consiguen convencer a las cuatro con­cubinas de Agripa, que deciden resistir a los de­seos de su dueño heroicamente, ejemplarmente. En los Hechos de Juan, Drusiana, para honrar a Dios, rechaza hacer, el acto conyugal con su ma­rido, a pesar de las amenazas de muerte. «Ella prefiere morir, dice el texto, que cometer ese ho­rror». Y San Juan mismo es presentado como el favorito de Jesucristo porque era virgen cuando fue escogido como discípulo. Y otro tanto sucede en los Hechos de Tomás, que en el reino fabuloso del rey Gondafor, en la India, no sólo el héroe del relato les saca el demonio del cuerpo a la esposa y a la hija del monarca, sino que las convence para la causa de la continencia sexual y con ellas a toda la corte. En fin, es la misma historia que se narra en las Actas de Andrés, en los restos que nos han llegado, convirtiendo al cristianismo, esto es, a la castidad, a la mujer del procónsul Egeates, lo que originará el martirio del apóstol.

Lógicamente, para estos ascetas, el modelo de vida cristiana era el de María, vale decir, la virgi­nidad. Y de ahí, también, la importancia que en los Apócrifos (y en el priscilianismo) tiene el papel de la mujer, pero de la mujer casta. Dada la rele­vancia que tiene la continencia absoluta, lograda la victoria final cristiana por la derrota de la carne, por la virginidad -«en el momento que los hom­bres ya no procrean», según el Evangelio de los Egipcios-, la muerte del mundo según los Apócri­fos está en manos de la mujer. No la mujer-madre, sino la mujer-virgen. Su condición deriva de la economía pascual: victoria sobre el pecado y la muerte. El signo de salud espiritual para los gru­pos ascéticos primitivos es la mujer virgen, o la que después de casada, o 'viuda, practica la más absoluta castidad. Lo cual quiere decir que no había nada de extraño ni inmoral en la presencia de mujeres en las reuniones espirituales de estas comunidades. Al contrario, eran el ejemplo, un estímulo, una «necesidad teológica», digámoslo así.

Inmediatamente surge un nombre, el de Tecla, el de santa Tecla, cuyos ecos priscilianistas y gallegos aquí huelga comentar. Pues bien, en los Apó­crifos, especialmente, en los Hechos de Pablo el caso de Tecla es presentado una y otra vez como

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una figura ideal que el autor del texto presenta como la más admirable de las posibles y cuyo ejemplo es necesario seguir. Aunque asegura que es figura «tan perfecta que es vano exigir la igual­dad completa con ella». Vemos a Tecla escu­chando día y noche las predicaciones de San Pa­blo y abandonando a su novio, que, celoso, la delata al gobernador; el cual la condena a ser quemada. Pero Tecla se salva por milagro y se junta con Pablo, con el que ayuna y ora de rodi­llas descalza. La vemos también bautizándose ella misma, arrojándose a una piscina en donde nada­ban focas que debían devorarla, diciendo: «En nombre de Jesucristo, yo me bautizo en mi último día». En resumen, una mujer que abandona la carne, que acompaña a San Pablo, que predica y obra milagros, reza descalza, y lo que es más significativo, que bautiza. Vuelven a sonar por todas las partes del relato los ecos priscilianistas; al menos, los ecos de las acusaciones principales. En su tratado sobre el bautismo, Tertuliano es­cribe a propósito de las mujeres que se arrogan el derecho a predicar, bautizar y participar en reu­niones litúrgicas con hombres, lo siguiente: «Si algunas de estas mujeres temerarias, autorizán­dose con el ejemplo de Tecla (según los Hechos falsamente atribuidos a Pablo) quiere defender para la mujer el derecho de enseñar y bautizar, sepan que el presbítero de Asia que redactó este escrito cubriéndose con el nombre de Pablo, fue depuesto de su oficio. »

Pero sigamos rastreando los grandes temas de los Apócrifos por orden lógico, es decir, por orden teológico. Después de la castidad, la virginidad y el papel trascendente de la mujer -el celibato por tanto-, aparece insistentemente en los Apócrifos el tema de la pobreza (especialmente en los He­chos de Tomás). La necesidad imperiosa de los cristianos de apartarse de los bienes, los patrimo­nios y los cargos públicos para alcanzar el Señor (lo que justamente Prisciliano reprochaba a los obispos españoles como se recordará) y el asunto del ayuno, otra de las acusaciones insistentes con­tra los priscilianistas. En los Apócrifos, el ayuno desempeña un papel importantísimo. Pedro, Pablo y Tomás ayunan a lo largo de su actividad misio­nal. El ayuno acompaña siempre, y sostiene, la oración, toda acción apostólica. Es presentado como la verdadera liturgia de la vida ascética. Juan sorprende a los soldados por un ayuno abso­luto, lo cual maravilla a los guardias, que lo pre­sentan al Emperador como un Dios. Domiciano abraza a Juan pero le exige un signo. Juan bebe una copa envenenada y luego resucita a dos muer­tos, y el Emperador, fascinado por el taumaturgo, no se atreve a darle muerte. Vimos también cómo Tecla y Pablo ayunaban. Pedro, ante su encuentro con Simón el Mago, para discutir acerca de «la denominación de dios», se prepara por ayuno pro­longado. En fin, el ayuno largo y extemporal, el

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ayuno no canónico, permite en los Apócrifos ex­pulsar a los demonios, conjurar la adversidad te­rrenal en cualesquiera de sus manifestaciones, in­cluso es útil para las calamidades climatológicas.

Otras dos comunes acusaciones de los concilios contra los priscilianistas aparecen en los Apócri­fos. En primer lugar, el tema de la desnudez y de andar con los pies descalzos. La más importante oración de Juan es la que pronuncia en el interior de su propia tumba, que es cavada por sus herma­nos. Juan se quita los vestidos y desnudo baja a la tumba donde pronuncia una larga y farragosa ora­ción, insistente, dirigida a «Cristo, llamado tam­bién Dios y padre de lo que está por encima de los cielos». Y así, desnudo, en su tumba y con los brazos alzados con el gesto de los orantes y vuelto hacia Oriente, insiste en su continencia absoluta, alaba la virginidad, rechaza toda forma de vida sexual, hace la apología del ayuno y por vez pri­mera en su historia hace mención a la necesidad de la pobreza. Es decir, hace un completo inven­tario de lo que debe ser la vida ascética, o si se quiere, hace un perfecto resumen del priscilia­nismo para un buen cristiano. Se repiten aquí te­mas muy queridos del culto antiguo: la desnudez , la virginidad y el ayuno como poderes espiritua­Les, mágicos, populares. En segundo lugar, el tan traído y llevado vegetarianismo de Prisciliano, así como su rechazo del vino en la eucaristía. Tam­bién encontramos esas obsesiones en los libros Apócrifos . Es el rechazo total de la carne, la creencia que el espíritu puede quedar contami­nado con los alimentos de otros animales. Contin­gencia no sólo de lo sexual, sino de todo lo rela­cionado con la carne.

Incluso prohibición del vino, que también era otra de las acusaciones graves contra nuestro he­reje; pues desde las sentencias de Zaragoza, a los priscilianistas se les acusaba de que «aunque aceptaban consumir el pan, se abstenían del cá­liz». Viendo en esto los jueces un resabio mani­queo, porque estos habían dicho que el vino era· «el veneno del príncipe de las tinieblas». La cosa seguramente es más sencilla, también en los Apó­crifos el tema del rechazo del vino es constante, como era normal en los círculos monásticos primi­tivos especialmente en los orientales. En los He­chos de Juan no se menciona jamás el vino en las celebraciones eucarísticas, y cuando, como veía­mos, le someten a la gran prueba, le dan a beber una copa envenenada, que supera por estar en ayunas.

Si existe algo claro en este embrollo priscilia­nista es lo que Hamann señalaba para la cristian­dad primitiva: que son los temas litúrgicos, y casi exclusivamente ellos, los que articulan el mundo espiritual de la época. La liturgia como eje alrede­dor de la cual se desarrolla la vida espiritual de aquellos tiempos, centro de todas las discordias, interpretaciones, polémicas, exégesis y beligeran-

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cias de la fe. La liturgia como teología. Basta repasar de nuevo las acusaciones contra Prisci­liano y los priscilianistas para comprender que de esas liturgias no canónicas, desviadas , es de lo que verdaderamente se trata, y no de profundas filosofías o complejos galimatías teológicos. O para decirlo de otra manera: la historia del prisci­lianismo viene a ser una versión ibérica, regional, de aquellas historias sencillas que narraban los Apócrifos. Una traslación literal al ambiente de Prisciliano de la vida y milagros de los Apócrifos; de la liturgia y comportamiento ejemplar de aque­llos apóstoles fantásticos , que eran presentados como verdaderos héroes populares, al margen de peliagudas teologías de salvación. Es decir: unos héroes castos hasta extremos delirantes, obsesio­nados por la virginidad de la mujer y et celibato de los clérigos, vegetarianos, que se mortificaban y purificaban por medio del ayuno y la desnudez, en donde el papel del bautismo -la primera liturgia­era determinante. Unos apóstoles que aparecían como viajeros empedernidos, fanatizados por su actividad misional, milagreros, y que cumplían el mandato de Cristo de predicar la buena nueva por el mundo «Sih llevar sandalias» (Mateo, 10, 10).

Se podrá interpretar a Prisciliano al modo abierto de todas las maneras que se quiera. Se le podrá nombrar patrón de los disidentes españoles o hacer con su figura toda clase de diabluras lite­rarias. Pero si de saber algo acerca de la espiritua­lidad que nuestro hombre vivió y practicó se trata, y personalmente es lo único que me interesa del asunto, no queda más remedio que seguirle la pista como plagiario inocente de estos libros Apó­crifos que leía, divulgaba a los cuatro vientos de la Gallaecia y defendía con cierta erudición y ex­traña elegancia literaria ante sus jueces.

Pero al margen de las cuestiones litúrgicas, tan centrales en este exagerado embrollo heterodoxo de Prisciliano y los suyos, todavía hay más in­fluencias directas y obvias en los textos apócrifos. Por ejemplo, Prisciliano, como sabemos, escribe en sus Tratados acerca del Cristo-Padre, y de que el nombre del Padre es Hijo y el de Hijo es Padre. Y en la acusación de Orosio a San Agustín se dice que Prisciliano «habló de la Trinidad sólo de nombre y afirmaba la unidad sin existencia aut propietate, y omitiendo «Y» enseñó que Padre, Hijo, Espíritu Santo eran uno, Cristo». En resu­midas cuentas, el mismo lenguaje de ecos moda­Listas que encontramos literalmente en los Hechos de Juan, en el momento de su oración en la tumba; o en un himno de Cristo a su Padre, tam­bién en esos mismos Hechos, en el que el autor presenta a Cristo como el mistagogo. Precisa­mente en este mismo himno asistimos a una ini­ciación en regla y a la danza ritual que debe llevar a los iniciados al éxtasis. Y cuenta San Agustín que, en su tiempo, los priscilianistas se servían de este mismo himno para la iniciación de los «pe-

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numáticos». En fin, tanto en los Libros Apócrifos como en los textos priscilianistas encontramos esa tendencia a la identificación de Cristo y Dios; hasta el caso de que en la defensa que Prisciliano hace de los Apócrifos llega a afirmar que la fe cristiana en el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, es la fe en un Dios-Cristo; con idéntico lenguaje que en los citados Hechos de Juan.

Esta presencia central del Cristo en la escena espiritual, esta irrupción del Kyrios en el espacio y tiempo de los Apócrifos y después en el priscilia­nismo, es la razón de predicar la continencia abso­luta. Los últimos tiempos, las postrimerías glorio­sas, la escatología será realizada por la victoria sobre la carne, a través de la virginidad.

El filón de los Apócrifos en relación con el priscilianismo es inagotable. Desgraciadamente, mi tiempo está a punto de agotarse. Pero antes de terminar esta primera aproximación al tema, no resisto a señalar, aunque sea superficialmente, otra serie de conexiones íntimas entre la espiritua­lidad priscilianista y los Apócrifos. Por ejemplo, la importancia del martirio. En los libros Apócrifos el martirio viene a ser una especie de happy end de la historia. El destino fatal, natural del líder carismático. Los héroes, los apóstoles, mueren imitando la actitud de Cristo. Buscan el martirio con afán a lo largo de la narración, convencidos de que es el único final posible a su aventura ascética. Como dice Hamman, en estos libros Cristo está más especialmente presente en el már­tir. «No se trata de la idea del cuerpo místico, extrañamente ausente en los Apócrifos, sino de la identificación del mártir con el Cristo glorioso». Pues bien, esta función primordial del martirio, este deseo constante de imitación del martirio, es un hecho central en la historia de Prisciliano y sus discípulos. Prisciliano busca el martirio en Treve­ris y será el martirio de Prisciliano, la prueba de su santidad, el elemento que origine el gran auge del movimiento ascético priscilianista. El martirio de Treveris como imitación suprema, definitiva, del martirio de la cruz. El signo definitivo del triunfo de Prisciliano sobre sus enemigos. El prin­cipio de la gran leyenda.

También sería necesario rastrear y comparar la fascinación de los priscilianistas por los milagros extravagantes, del simbolismo animal, del carácter pascual y escatológico áe la era cristiana que inaugura el Kyrios y otros temas que es suma­mente sencillo encontrar en todos los Apócrifos. Pero me interesa más detenerme unos instantes, a riesgo de agotar la paciencia del auditorio, en el problema del gnosticismo y del maniqueísmo, del que tantas cosas absurdas se dicen en relación con el priscilianismo. Los Apócrifos, como han seña­lado repetidas veces _los especialistas, han sido profusamente interpolados en su aventura por las distintas geografías espirituales. Y no es difícil rastrear influencias gnósticas y maníqueas, espe-

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cialmente en los himnos y oraciones populares. Por otra parte, la influencia directa de aquellas comunidades de ascetas primitivas en la redacción de los Apócrifos, especialmente los llamados en­cratitas de Siria, les hace especialmente procliveas a toda clase de exaltaciones de la imaginación: «el gusto por lo maravilloso se une al gusto por la gnosis», sigue diciendo Hamman. Teniendo en cuenta, además, «que resulta difícil trazar en el siglo III una línea de demarcación precisa entre la Iglesia y la gnosis: hubo de haber infiltración más o menos consciente de ideas gnósticas en la Igle­sia universal», y los Apócrifos fueron, segura­mente, el mejor vehículo por su carácter marginal, de literatura popular expuesta a toda clase de in­terpolaciones. Esa y no otra es la fuente del su­puesto gnosticismo y maniqueísmo que le inculpa­ban a Prisciliano y sus seguidores; gentes de gran fervor religioso, pero poco dotadas para habérse­las con esa clase de complejas filosofías.

En todo caso, las influencias gnósticas del pris­cilianismo siempre han sido denunciadas en rela­ción con los himnos y oraciones. Según San Agus­tín, en la liturgia priscilianista era común la recita­ción del llamado himno de Argirio:

Quiero desatar y ser desatado Quiero salvar y ser salvado Quiero ser engendrado: danzad todos. Quiero llorar: golpead todos vuestro pecho. Etc.

Pues bien, en un texto de los Apócrifos, concre­tamente en las llamadas Homilías, dos escritos atribuidos a Clemente y que cuentan los viajes fantásticos de San Pedro, hallamos un canto para la ordenación de un obispo en el que, hacia la mitad, se lee:

Concede al que preside el poder de desatar lo que debe ser desatado, de atar lo que debe ser atado. Etc.

Y en los Hechos de Juan, en el citado himno cantado por Cristo, encontramos los siguientes versos:

Quiero tocar la flauta: danzad todos. Quiero lamentarme: llorad todos. Etc.

(Himno éste , por cierto, que es un claro ejemplo de interpolaciones gnósticas posteriores: «La única ogdóada canta alabanzas con nosotros 1 La duodécada danza por encima de la ronda 1 El todo tomará parte en la danza 1 Quien no dance desco­noce lo que ocurre».)

Tampoco insistiré más. No es cuestión de de­mostrar con aburridos pormenores que, en pri­mera y última instancia, la tan traída y llevada espiritualidad herética -y racial y no sé cuántas

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cosas más- de Prisciliano no es más que un plagio burdo del tipo de espiritualidad que es propia de los Libros Apócrifos del Nuevo Testamento , a veces con pelos y señales. No le estoy exigiendo a Prisciliano derechos de autor con carácter retroac­tivo en nombre de los anónimos redactores de los Apócrifos. Unicamente estoy advirtiendo a los ac­tuales discípulos apócrifos de esta simpática espi­ritualidad apócrifa -doblemente apócrifa- que he­mos dado en llamar priscilianismo, de los riesgos de su identificación con el personaje. Que se em­pieza situando a Prisciliano como génesis y patrón de la disidencia alegre y parrandera y, cuando se profundiza más allá de lo obvio y del tópico, se encuentra uno adorando a un simple intermediario de rango ascético y monacal, cuya única herejía

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real consistió en creerse a pies juntillas -y a pies descalzos, como exigía San Mateo- que no había diferencias entre la literatura fantástica y la reali­dad prosaica. A fin de cuentas, la misma confu­sión en la que siglos después incurrió otro compa­triota suyo llamado don Quijote con los libros de caballería. Prisciliano creyó que aquellas andanzas de los apóstoles apócrifos eran reales y trató de imitarlas hasta las últimas consecuencias. Don Quijote hizo lo mismo con otro género literario. Uno acabó degollado y el otro, loco. La literatura fantástica tiene sus riesgos y los actuales vindica­dores e imitadores de Prisciliano, ese ~ gran personaje imaginario de nuestra he- ._ ~""'"-- · terodoxia, deberían andar con mucho ' • cuidado para no perder la cabeza. ·