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Una hilera de besos•
BEATRIZ ESPEJO
Para Albmo Dallal
iTanto se mzpre1llÚ en ttrmino rk un dia!
Pedro Calderón de la Barca
Vio la rosa más bella que había florecido ese año en su jardín,
púrpura intenso, pesada, con los pétalos que emulaban la
perfección. No pudo resistirse y mandó cortarla. La puso
encima de su tocador dentro de un esbelto florero ámbar; sin
embargo, después de unos días, el tallo empezaba a doblegarse
y las hojas a perder su brillo aterciopelado. Pensó que la belleza
era muy efímera y, por una de esas inexplicables volteretas de
la imaginación, pensó también que sólo en México convivían
tan naturalmente durante todas las estaciones del año los verdes
primaverales con nochebuenas y pinos navideños. Atendiósu reloj y se dio prisa para llegar al club.
No vivía uno de sus momentos más afortunados. Mientras
se maquillaba frente al espejo compartido por otras señoras, que
hablaban sin parar sobre la forma en que pasarían el domingo
y los preparativos para el fin de semana, admiraba casi mor
bosamente e! cuerpo de una muchacha que se peinaba con
secadora e inclinada hacia el suelo movía la cabeza a manera de
péndulo para que su larga melena castaña con mechas clarasse acomodara de un lado a otro simulando una modelo de
algún anuncio televisivo. Los pequeños senos y el vientre plano
dentro del biquini blanco eran un dorado portento juvenil.
y ella se acordó de sí misma, pequeña, delgadita, nacarada, con
el cabello negro hasta la espalda. Volvió los ojos al espejo y
su imagen la desmoralizó, aunque en honor a la verdad había
luchado contra la vejez como gato boca arriba y después de todo
no estaba tan mal. No. No tan mal considerando la situación;
un poco ojerosa, con los pómulos algo marcados; pero las cremas
caras y los buenos peluqueros le daban estilo, una seguridad de
mujer que jamás había sufrido estrecheces, acostumbrada amandar, con éxito en su matrimonio actual yen su carrera de
arquitecta que le había permitido proyectar varios aeropuertos.
Recordó que tenía demasiadas cosas por delante y terminó su
arreglo personal.
Las manos le temblaron al despedirse de su ginecólogo luego
de oír d dictamen clínico. Pagó con tarjeta bancaria; sin embar
go, cuando le preguntaron si le daban recibo de: h norarios, con
tra su costumbre dijo que no lo necesitaba. Tomó el amplio sobre
que contenía radiografías y análisi y entre brumas siguió un
pasillo antes de sumir el botón del elevador. .n su automóvil,
ordenó al chofer que la llevara al Parque: México. Mientras elvehículo se deslizaba sin hacer ruido, recosrada contra el asien
to trasero miraba hacia afuera por I ventanilla cerrada. Dejó de
sentir el disgusto que senda al ver bolsas de: basura tiradas en
las esquinas o apoyadas contra un árbol como los primeros sín
tomas de un apocalipsis próximo. negación completa dd orden,
la limpieza, los valores establecidos.Por alguna razón inexplicable las calles estaban cambiadas,
se extendían en un tiempo dilatado. El tramo entre el Hospi
tal ABe y la colonia Hipódromo se iluminaba por luces diferen
tes, ¿más asoleadas o más grises? Simplemente distintas, como
si los rayos de la tarde cayeran en forma menos vertical y se
difuminaran en un letargo que alargara las palmeras. sobrevi
vientes de la furia devastadora que padecemos los mexicanos;
una vigilia sonambúlica que estrechara los edificios de la avenidaTamaulipas, los camellones de Amsterdan con su pasto mal cor
tado. También eran distintas las fachadas de las casas construi
das en los treintas, familiares aunque jamás hubiera franqueado
sus puertas ni se asomara por sus ventanas de rejas geométricas
ligadas a la memoria de manera insoslayable.
Arriba, una golondrina revolotc:ante a corta altura reflejó
su perfil furtivo en el cofre pulido del coche. El cielo azul sin
nubes evocaba tardes infantiles, las horas despreocupadas de
su adolescencia, el día de su primera boda en una casa de ese
rumbo, participaciones grabadas. numerosos concurrentes,
paste! adornado con campanas gozosas, su vestido de novia
que nadie había alabado. Ni siquiera ella se movía contenta
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entre gasas blancas que le colgaban de la cintura porque con el
nerviosismo prenupcial adelgazó. Se acordaba aún algo nostál
gica de aquella pureza e ingenuidad virginales, de aquel proyecto
de vida que no cuajó. Al casarse, nadie pierde el sueño con la
idea del divorcio. Simplemente entra dentro de lo posible o lo
probable, aunque lógicamente los contrayentes crean que a ellos,
precisamente a ellos. nunca se les presentará; pero ahora, con el
sobre a su lado en el asiento trasero del auto, se dirigía al res
tarán para cumplir una cita que ella misma había concertado.
Se preguntó por qué marcó el telérono para decirle a su ex maridoque necesitaba verlo. ¿Sabía de antemano el resultado de los aná
lisis? Sí. Lo sabía. Iba a despedirse del esposo y del amante que le
descubrió el deseo, el latido del sexo. Después había expugnado la fortaleza de otro amor más firme y había sustituido unas
ilusiones por otras; pero nunca olvidó los besos, el sudor de una
piel agradecida, el sueño profundo de quien está satisfecho.
Quizás habría la posibilidad de sentir ese éxtasis una vez más.
Resucitar el ardor una última vez en la suite de algún hotelcercano. Volver a la caricia eléctrica que empieza en la frente,
desde el nacimiento del pelo, y baja por la nariz y la barba, el
cuello. el pecho, en una hilera de besos continuados hasta la punta de los pies, una hilera de besos que recomenzarían cuantasveces precisaran para quedar ahítos.
Sin hacerse del rogar, él fijó fecha, hora, restarán. Y ella
llegó como siempre puntualmente. Casi puntualmente, cuatro
minutos antes. El tránsito se hallaba fluido y el chofer encon
tró la manera de acortar rutas. Le pidió estacionarse mediacuadra adelante para no importunar a los encargados del valetparkingo para evitar que como todos los choferes fuera un testigo incómodo.
Antes de entrar se empolvó la nariz, retocó el rubor de las
mejillas y el rojo intenso que usaba en los labios. Al salir delauto estiró su pierna forrada con una delgada media color ala de
mosca haciendo juego son su traje y apoyó su zapato de tacón
alto sobre la acera. Luego caminó erguida. C~nsultó su reloj y
dio pasos hacia dentro; pero se detuvo unos segundos cuando
descubrió a unas mesas de distancia las caras de su ex cuñada
y de una amiga que la llamaban moviendo los brazos. ¿Las habíainvitado él o era una coincidencia? Parecía increíble que en
una ciudad de veinte millones de habitantes las encontrara ese
día, precisamente ese día y en ese lugar que no estaba de moda
ni era demasiado frecuentado. El caso es que ya no tuvo tiempo para recular, cruzaron saludos y le preguntaron si esperaba
a alguien o quería sentarse junto. Turbada como niña pescada
en una travesura confesó que esperaba a su ex marido. Las dostuvieron una fugaz mirada de malicioso asombro extinguida
cuando exactamente a las tres llegó él, metido en una camisade seda negra; él que al pronto tampoco entendió la presen
cia de su hermana y de la amiga. ¿Las había invitado ella o era
una casualidad? ¿Cambiarían de mesa o buscarían mejor otraparte? A una cuadra de distancia habían convertido una casa
antigua en un establecimiento que servía comida internacio
nal. Pero la cita se daba de modo imprevisto y ella, ni siquieraahora ante la inminencia del sobre en el asiento del automóvil,
desafiaba chismes o suspicacias. No quiso moverse de lugar. Per
manecieron la comida entera fingiendo interesarse en pláticas
banales. Los labios se movían sin parar, mostraban los dientes,
la punta de la lengua. Recibían el suave roce de la servilleta
después de tragar algún bocado, apenas daban tiempo a leves
asentimientos, a comentarios pertinentes, y retomaban su tarea
parlanchina. Los rumores cercanos, el chocar de vasos y cubier
tos, la risa que provocaba algún chiste afortunado eran una mú
sica de fondo, y ella se preguntó por qué asumía esa actitud
de niña obediente que calla mientras conversan los mayores y des
perdiciaba el encuentro que había predispuesto. A pesar de
sus logros profesionales y de haberse adelantado un poco a su
generación, nunca fue demasiado audaz al desafiar convencio
nalismos femeninos que le enseñaron las normas maternales o
las monjas del Colegio Francés. Por eso se vestía con un buen
gusto sobrio y sus proyectos tenían una cualidad de pulcra
amplitud. Por eso la autocrítica que le sirvió al trazar una línea
José Antonio Hernández Vargos
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le impedía olvidar que durante e! tiempo transcurrido su silueta
se iba desfigurando lenta e imperceptible e implacablemente.
Las dos se despidieron cuando él había perdido la actitud
espectante y entusiasta que mantenía al llegar y a ella se le había
borrado e! pequeño discurso que pretendía endilgarle. Un ángel
cruzó volando, dijeron casi al unísono apoyándose en la frase
trillada para romper e! silencio y de inmediato se dieron cuenta
de que se comportaban con una falta de naturalidad alarmante
en dos adultos que llevaban veinte años divorciados, viéndose en
fiestas de amigos mutuos o llamándose cada muerte de un judío
con pretextos bobos.
A él parecía no importarle las razones que ella tuvo para
citarlo. Jamás se las preguntó, como si para verse no necesitaran
todavía ningún motivo especial. Habló de todo y de nada.
Germán Venegas
Habló de cómo en ellos e! amor había engendrado una amistad
a toda prueba, ya no podían lastimarse por mucho que lo in
tentaran. Ya no podían herirse aunque se lo propusieran sabien
do como ninguna otra persona en este mundo mover los resortes
que a uno y a otro sacaban de quicio, las sutilezas o los arreba
tos que los enfurecían. Descubrió la mano de ella jugueteando
con e! tenedor y la cucharilla de! postre que no había probado,
un brillante de tres quilates engarzado en montadura antigua
suscitaba fulgores. Le acarició e! dorso con una ternura salida
por la yema de los dedos, la recorrió, se detuvo un instante en
el anillo, siguió hasta la punta de las uñas, la volteó hacia la
palma y en un impulso se agachó a besarla larga y dulcemente.
¿Cambiaste de perfume?, ¿ya no usas Aires de! tiempo que yo te
regalaba?, inquirió. Déjame adivinar, Escada. Sí, hueles a Escada.
Está bien, es agradable. Y al aceptarlo se quedó con la vista un
poco perdida sobre e! mantel como si no alcanzara a com-
prender muchos enigmas pasados ni presentes. ¿Verdad que
ahora nos comprendemos mejor? Éramos jóvenes. Incapaces
para defender la felicidad. El orgullo y la inexperiencia son malos
consejeros, dijo. Ella corroboraba lo dicho con su silencio y
cuando él intentó separarse lo detuvo como pidiéndole que
no la soltara. Buscaba la manera de llegar al punto en que no
sonara ridícula su propuesta, la propuesta imaginada, ir al Hotel
Presidente, registrarse como matrimonio, fingir que el equipaje
llegaría más tarde, titubear, pedir al cuarto unos martinissecosque ahora estaban de moda nuevamente. Prender la luz, apagar
la luz, susurrarse cosas al oído, estremecerse como antes y que
cada gesto y movimiento sucediera con naturalidad. Buscaba
la forma de que sus pretensiones no parecieran descaradas y
torpes; pero las frases jamás sallan y él, como la mayorla de los
hombres, no era adivino y los minutos se esfumaban en una
especie de silencio inútil. Ella reparó en las pecas que habían
brotado sobre esas manos que la hablan hecho compartir las
ebulliciones de una pasión que terminaba en la espuma de una
playa donde dormlan abrazados. Y esas fantasras la llevaron
a reconstruir un momento real de su viaje de bodas, en que se
habla sentido absolutamente dichosa y tranquila contemplan
do desde lo alto de un risco el mar a la distancia. De pronto,
como si emergiera de graves reAaiones, él dijo qUt debla contarle
algo. Ella lo miró ansiosa e interrogante. Élle confió seleccio
nando las palabras que estaba a punto de tener una hija según
auguraba el ultrasonido que cababan de hacerle a la mujer
con quien vivla.
El silencio cayó como un capote pesado que ella se quitó de
encima con un manotazo. Le cambió la dulz.ura del rostro, eltono de la voz. Sintió una rabia negra que le subía desde adentro
igual a un pozo petrolero antes de reventar. Sin embargo lo
felicitó pronunciando cuidadosamente silaba por silaba. Es
una maravilla que ustedes sigan engendrando cuando nosotros
tenemos fecha de caducidad, dijo. Me alegro; pero déjame
darte un consejo. Sólo John Travolta puede usar camisas de seda
negra porque gracias a Tarantino ha consolidado la persona
lidad de un gángster simpático. En ti son de un vulgar espanto
so, regálale la que traes puesta a tu jardinero o a tu cuñado...
Él no esperaba la agresión, ¿o sI? Los ojos le brillaron como
si estuvieran a punto de anegarse y un rubor le cubrió la cara. Seenrojecía con esa ira a la que era tan proclive. Sorbió unos tra
gos de café y casi sin interrupciones preguntó: ¿Por qué no me
regresas e! anillo? Me parece injusto que después de tantos años
sigas usando algo de mi abuela que deberla ser para mi hija. Por
supuesto ni se me ocurre que me lo devuelvas así, sin más. Vén
demelo en su justo precio. Ella pensó en el sobre ominoso que
horas antes le habían entregado, por un instante estuvo a pun
to de zafarse la joya, dejarla sobre el plato manchado con la
rueda oscura goteada de la taza, y salir corriendo; pero algo si
niestramente egoísta y tardíamente vital la contuvo. Mañana
la llevaré a valuar, prometió con altivez. Acompáñame a mi
coche. Él firmó la cuenta y caminaron juntos media cuadra
observando las cuarteaduras de! concreto hasta la portezuela
que e! chofer abrió comedidamente.•
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