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Una rosa para Emilia William Faulkner I Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez. La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson. Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia. Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el

Una Rosa Para Emilia

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Una rosa para EmiliaWilliam Faulkner

ICuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los

hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera

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estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

Su voz fue seca y fría.-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes

dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un

comunicado del alguacil, firmado por él?-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no

pago contribuciones en Jefferson.-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros

debemos...-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.-Pero, señorita Emilia...-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no

pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.

IIAsí pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo

que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay

una ley?-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna

culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó

cortésmente:-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita

Emilia; pero hay que hacer algo.Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más

joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle

algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que

huele mal?Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la

finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos,

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husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

IIILa señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el

cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...

Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...

Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban

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que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:

“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.

Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”

Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.

-Necesito un veneno -dijo.-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.El droguero le enumeró varios.-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?-Quiero arsénico. ¿Es bueno?-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?-Quiero arsénico.El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la

faz tensa.-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para

qué se va a emplear.La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos

en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IVAl día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo

mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....

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Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....

De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....

Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....

Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....

Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....

Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de

pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.

Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra

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presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

VEl negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las

dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.

Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

El hombre yacía en la cama...Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia

misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

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El pirata de la costaAutor: F. Scott Fitzgerald

I.

Esta historia inverosímil empieza en un mar que era como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul, y bajo un cielo tan azul como el iris de los ojos de los niños. Desde la mitad oeste del cielo el sol lanzaba pequeños discos dorados sobre el mar: si mirabas con suficiente atención, podías ver cómo saltaban de ola en ola para unirse en un largo collar de monedas de oro que confluían a un kilómetro de distancia antes de convertirse en un crepúsculo deslumbrante. Entre la costa de Florida y el collar de oro, fondeaba un flamante y airoso yate blanco, y bajo la toldilla de popa azul y blanca, tendida en una tumbona de mimbre, una joven rubia leía La rebelión de los ángeles de Anatole France.

Tendría unos diecinueve años, y era delgada y flexible, con seductores labios de niña mimada y vivaces ojos grises llenos de radiante curiosidad. Sin calcetines, con un par de zapatillas de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos, apoyaba los pies en el brazo del sillón vacío que tenía más cerca. Mientras leía, se deleitaba de vez en cuando pasándose por la lengua medio limón que tenía en la mano. El otro medio, chupado y seco, yacía en cubierta, a sus pies, meciéndose suavemente de acá para allá al ritmo casi imperceptible de la marea.

La segunda mitad del limón estaba casi exprimida y el collar de oro se había dilatado asombrosamente, cuando, de pronto, un rumor de pesadas pisadas rompió el silencio soñoliento que envolvía al yate, y un hombre maduro, coronado por una cabellera gris y bien cortada, que vestía un traje de franela blanca, apareció por la escalera que llevaba a los camarotes. Se detuvo un momento, hasta que sus ojos se acostumbraron al sol, y, cuando vio a la chica bajo la toldilla, lanzó un largo gruñido recriminatorio.

Si había querido producir algún tipo de sobresalto, estaba condenado a la decepción. La chica, sin inmutarse, pasó dos páginas, retrocedió una, levantó el limón mecánicamente a la distancia requerida para saborearlo, y luego, muy débilmente pero de modo inconfundible, bostezó.—¡Ardita! —dijo enfadado el hombre del pelo gris.

Ardita emitió un ruidito que no significaba nada.

—¡Ardita! —repitió—. ¡Ardita!Ardita levantó lánguidamente el limón y dejó que dos palabras se le escaparan antes de lamerlo.—Ay, cállate.—¡Ardita!—¿Qué?—¿Quieres escucharme, o tengo que llamar a un criado para que te sujete mientras hablo contigo?El limón descendió lenta y desdeñosamente.—Dímelo por escrito.—¿Puedes tener la amabilidad de cerrar ese libro abominable y dejar ese repugnante limón un par de minutos?—¿Puedes dejarme en paz un segundo?—Ardita, acabo de recibir una llamada de la costa…—¿Una llamada? —por primera vez mostraba un leve interés.—Sí, era…—¿Quieres decir —lo interrumpió, sorprendida— que han llamado desde la costa?

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—Sí, y precisamente ahora…—¿Y los otros barcos también han captado la llamada?—No. Es una línea submarina. Hace cinco minutos…—¡Qué barbaridad! La ciencia es oro, o algo por el estilo, ¿no?—¿Quieres dejar que termine?—¡Suéltalo!—Bien, parece… He subido porque… —hizo una pausa y tragó saliva varias veces, como un loco—. Ah, sí. Jovencita, el coronel Moreland ha llamado otra vez para preguntarme si era seguro que te llevaría a cenar. Su hijo Toby ha venido desde Nueva York para conocerte y ha invitado a otros jóvenes. Por última vez, ¿quieres…?—No —cortó Ardita—. No quiero. He venido a esta maldita travesía con la única idea de ir a Palm Beach, y tú lo sabes, y me niego terminantemente a ver a ningún maldito coronel ni a ningún maldito muchacho, se llame Toby o como se llame, y a poner el pie en alguna otra maldita ciudad de este Estado de locos. Así que, o me llevas a Palm Beach, o te callas y te vas.—Muy bien. ¡Es el colmo! Encaprichándote de ese hombre, un hombre famoso por sus excesos, un hombre al que tu padre ni siquiera le hubiera permitido pronunciar tu nombre, te has dejado llevar por la mundanería de medio pelo más que por los ambientes en los que cabe presumir que has crecido. Desde ahora…—Ya lo sé —lo interrumpió Ardita con ironía—. Desde ahora tú seguirás tu camino y yo el mío. Ya he oído ese cuento. Y sabes que es lo que más me gustaría.—De ahora en adelante —anunció solemnemente— no eres mi sobrina. Yo…—¡Ahhhh! —el grito surgió de Ardita con la agonía de un alma en pena—. ¿Por qué no dejas de darme la lata? ¿Por qué no te vas? ¡Salta por la borda y ahógate! ¿Quieres que te tire el libro a la cabeza?—¡Si te atreves a…!¡Zas! La rebelión de los ángeles surcó los aires, erró el blanco por un pelo y se estrelló alegremente en cubierta.El hombre del pelo blanco dio instintivamente un paso atrás y luego dos pasos adelante con cautela. Ardita se irguió sobre su metro setenta de estatura y lo miró desafiante, echando chispas por sus ojos grises.—¡Lárgate!—¿Cómo te atreves?—¡Porque me da la gana!—¡Te has vuelto insoportable! Tienes un carácter…—¡Vosotros me habéis hecho así! Ningún niño tiene mal carácter si no es por culpa de su familia. Si soy así, es culpa vuestra.Murmurando algo entre dientes, su tío dio media vuelta, avanzó unos pasos y ordenó a voces que sirvieran el almuerzo. Luego volvió a la toldilla, donde Ardita se había sentado de nuevo para concentrarse en su limón.—Voy a desembarcar —dijo el tío lentamente—. Volveré esta noche, a las nueve, y regresaremos a Nueva York. Te devolveré a tu tía para que sigas tu vida normal, o más bien anormal.Calló un instante y la miró, y de repente algo en el puro infantilismo de su belleza pareció atravesar su rabia como se pincha un neumático, y lo dejó sin defensa, dubitativo, completamente atontado.—Ardita —dijo no sin amabilidad—, no estoy loco. Sé lo que digo. Conozco a los hombres, y, chiquilla, los libertinos recalcitrantes no se reforman hasta que se cansan, y entonces ya no son ellos mismos, sino una sombra de lo que fueron.La miró como si esperara un signo de asentimiento, pero, al no recibir ni una mirada ni una palabra, prosiguió:—Puede que ese hombre te quiera, es posible. Ha querido a muchas mujeres y querrá a muchas más. Hace menos de un mes, un mes, Ardita, mantenía una escandalosa relación con esa pelirroja, Mimi Merril; le prometió que le iba a regalar la pulsera que el zar de Rusia le regaló a su madre. Ya sabes… lees los periódicos.

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—«Espeluznantes escándalos de un tío angustiado» —bostezó Ardita—. Haz una película. Depravado hombre de mundo intenta seducir a una virtuosa chica moderna. Chica moderna y virtuosa engatusada completamente por el terrible pasado de un hombre de mundo. Cita en Palm Beach. El tío angustiado frustra los planes.—¿Puedes decirme por qué demonios quieres casarte con él?—Estoy segura de que no sabría decírtelo —atajó Ardita—. Quizá porque es el único hombre que conozco, bueno o malo, que tiene imaginación y el valor de mantener sus convicciones. Quizá sea para escapar de esos niñatos idiotas que malgastan su tiempo libre en perseguirme por todo el país. En cuanto a la famosa pulsera rusa, puedes estar tranquilo: me la regalará a mí en Palm Beach, si demuestras un poco de inteligencia.—¿Y la pelirroja?—Hace seis meses que no la ve —dijo con rabia—. ¿Crees que no tengo el orgullo suficiente como para preocuparme de esas cosas? ¿No te has dado cuenta de que puedo hacer lo que me dé la gana con el hombre que me dé la gana?Alzó la barbilla al aire como la estatua de la libertad y estropeó un poco la pose cuando volvió a levantar el limón.—¿Es la pulsera rusa lo que te fascina?—No, sólo estoy intentando darte el tipo de explicaciones que convienen a tu inteligencia. Y quiero que te largues —dijo otra vez de mal humor—. Sabes que nunca cambio de opinión. Llevas fastidiándome tres días y me vas a volver loca. ¡No quiero desembarcar! ¡No quiero! ¿Me has oído? ¡No quiero!—Muy bien —dijo él—, tampoco irás a Palm Beach. De todas las chicas egoístas, mimadas, caprichosas, imposibles y desagradables que he…¡Paf! La mitad del limón le dio en el cuello. Al mismo tiempo se oyó una voz:—La mesa está servida, señor Farnam.Muy enfadado y con tantas cosas que decir que no podía articular palabra, el señor Farnam fulminó con la mirada a su sobrina y, dando media vuelta, desapareció rápidamente por la escala.

II.

Las cinco de la tarde cayeron desde el sol y se hundieron silenciosamente en el mar. El collar dorado creció hasta ser una isla resplandeciente, y de repente una canción llenó la débil brisa que había estado jugueteando con los bordes de la toldilla y balanceando una de las zapatillas azules que colgaban de la punta de los pies. Era un coro de hombres en completa armonía y perfectamente acompasados con el sonido de los remos que surcaban las aguas azules. Ardita levantó la cabeza y escuchó:

Zanahorias y guisantes,judías en las rodillas,cerdos en los mares,¡camaradas felices!Moved la brisa,moved la brisa,moved la brisacon vuestro rugido.

Las cejas de Ardita se fruncieron de asombro. Se sentó y, muy quieta, escuchó atentamente cuando el coro empezó la segunda estrofa.

Cebollas y judías,Mariscales y DeanesGoldbergs y Greens

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y Costellos.Moved la brisa,moved la brisa,moved la brisacon vuestro rugido.

Con una exclamación tiró el libro en cubierta, donde rodó y se quedó abierto, y corriendo se asomó por la borda. A veinte metros de distancia se acercaba un gran bote de remos con siete hombres: seis remaban y uno, de pie en la popa, marcaba el compás de la canción con una batuta de director de orquesta.

Ostras y rocas,serrín y puñetazos,¿quién puede hacer relojescon violonchelos?

Los ojos del jefe se clavaron de repente en Ardita, que se inclinaba sobre la borda hechizada por la curiosidad. El jefe hizo un rápido movimiento con la batuta y la canción cesó instantáneamente. Era el único blanco en la barca: los seis remeros eran negros.—¡Ah del barco! ¡Ah del Narciso! —llamó según las normas.—¿A qué se debe toda esta barahúnda? —preguntó Ardita alegremente—. ¿Sois el equipo de remo del manicomio local?La barca rozaba ya el costado de yate y un hombretón negro en la proa se agarró a la escala de cuerda. Inmediatamente, el jefe abandonó su posición en la popa y, antes de que Ardita se diera cuenta de sus intenciones, había subido por la escala y se había plantado, jadeante, en cubierta.—¡Perdonaremos a las mujeres y a los niños! —dijo enérgicamente—. ¡Ahogad sin contemplaciones a los niños que lloren y echad dobles cadenas a los hombres!Hundiendo las manos en los bolsillos de su vestido, Ardita lo miraba fijamente. El asombro la había dejado sin habla.Era un joven con un gesto de desdén en los labios y, en el rostro atezado y atractivo, los ojos azules y vivos de un niño saludable. Tenía el pelo negro como la pez, mojado y ensortijado: el pelo de una estatua griega que se hubiera bronceado al sol. Tenía una constitución armoniosa, iba armoniosamente vestido y era garboso y ágil como un futbolista.—¡Seré pasada por las armas! —dijo atónita.Se miraban fríamente.—¿Rindes el barco?—¿Es un golpe de ingenio? —preguntó Ardita—. ¿Eres idiota o estás haciendo las pruebas de ingreso en alguna hermandad de estudiantes?—Te he preguntado si rindes el barco.—Creía que la bebida estaba prohibida por la ley —dijo Ardita con desdén—. ¿Has estado bebiendo esmalte de uñas? Será mejor que te largues del yate.—¿Cómo? —la voz del joven mostraba incredulidad.—¡Fuera del yate! ¡Ya me has oído!La miró un instante como si estuviera meditando lo que había dicho.—No —dijo lentamente con aquella expresión de desdén—; no, no me iré del yate. Vete tú, si quieres.Desde la barandilla dio una orden seca e inmediatamente la tripulación de la barca subió por la escalerilla y se alineó frente a él; un negro negro como el carbón y corpulento en un extremo, y en el otro un mulato minúsculo de metro y medio de estatura. Parecían llevar uniforme, una especie de traje azul adornado con polvo y barro, hecho jirones; llevaban al hombro una pequeña bolsa blanca que parecía pesada y bajo el brazo grandes estuches negros con aspecto de contener instrumentos musicales.

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—¡Firmes! —ordenó el joven, entrechocando secamente los talones—. ¡Un paso al frente, Babe!El negro más pequeño dio un paso al frente y saludó.—¡Sí, señor!—Toma el mando, baja a la cabina, haz prisionera a la tripulación y átalos a todos menos al maquinista. Tráemelo. Ah, y amontona las bolsas junto a la borda.—¡Sí, señor!Babe volvió a saludar y dio media vuelta empujado por los otros cinco que se apiñaban a su alrededor. Luego, después de un breve murmullo de consulta, enfilaron ruidosamente el camino de los camarotes.—Ahora —dijo el joven alegremente a Ardita, que había presenciado esta última escena en un silencio desdeñoso—, si juras por tu honor de flapper o chica a la moda (lo que seguramente no vale mucho) que mantendrás cerrada esa boquita de niña mimada durante las próximas cuarenta y ocho horas, te dejaremos que remes hasta la costa en nuestro bote.—¿Y si no?—Si no, tendrás que navegar.Con un pequeño suspiro, como si acabara de superar un mal momento, el joven se acomodó en la silla que Ardita acababa de dejar vacía y estiró los brazos perezosamente. Las comisuras de sus labios se aflojaron de manera visible cuando miró a su alrededor y vio la rica toldilla a rayas, el bruñido bronce y el lujoso equipamiento de cubierta. Entonces vio el libro y el limón exprimido.—Humm —dijo—, Stonewall Jackson asegura que el zumo de limón le aclara las ideas. ¿Tienes tus preciosas ideas claras?Ardita no se dignó contestar.—Porque dentro de cinco minutos tendrás que decidir si te vas o te quedas.Cogió el libro y lo abrió con curiosidad.—La rebelión de los ángeles. Suena de maravilla. Francés, ¿no? —ahora la miraba con un nuevo interés—. ¿Eres francesa?—No.—¿Cómo te llamas?—Farnam.—¿Farnam qué?—Ardita Farnam.—Muy bien, Ardita, no tienes por qué quedarte ahí de pie, mordiéndote los carrillos. Deberías terminar con esas costumbres nerviosas ahora que todavía eres joven. Ven aquí y siéntate.Ardita sacó del bolsillo una pitillera de jade tallado, extrajo un cigarrillo y lo encendió con estudiada frialdad, aunque sabía que le temblaba un poco la mano; luego se acercó con sus andares flexibles, contoneándose, y se sentó en la otra tumbona lanzando una bocanada de humo hacia la toldilla.—Tú no puedes echarme de este yate —dijo con serenidad—; y no debes de ser muy inteligente si piensas que vas a llegar lejos con él. Mi tío lleva enviando mensajes radiofónicos desde las seis y media a todos los puntos del océano.—Hum.Ardita lo miró rápidamente a la cara y captó un signo de ansiedad en la curva de los labios, claramente más pronunciada.—Me da lo mismo —dijo, encogiéndose de hombros—. El yate no es mío. No me importa hacer una travesía de dos horas. Incluso puedo prestarte el libro para que tengas algo que leer en el barco que te lleve a Sing Sing. Se rió, desdeñoso.—Te podías haber ahorrado el consejo. Ni siquiera sabía que existía este yate cuando preparé este plan. Si no hubiera sido éste, hubiera sido el siguiente que encontráramos anclado cerca de la costa.—¿Quién eres? —preguntó Ardita de repente—. ¿A qué te dedicas?—¿Has decidido no desembarcar?—Ni siquiera se me ha ocurrido.—Se nos conoce habitualmente —dijo—, a los siete, como Curtis Carlyle y sus Seis Compadres

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Negros, hasta hace poco en el Winter Garden y el Midnight Frolic.—¿Sois cantantes?—Lo éramos hasta hoy. En este momento, por esas bolsas blancas que ves ahí, somos fugitivos de la justicia, y si la recompensa que ofrecen por nuestra captura no ha alcanzado ya los veinte mil dólares es que he perdido la intuición.—¿Qué hay en las bolsas? —preguntó Ardita con curiosidad.—Bueno, por el momento diremos que… arena…, arena de Florida.

III.

Diez minutos después, tras la conversación de Curtis Carlyle con un aterrorizado maquinista, el yate Narciso navegaba hacia el sur, en un atardecer tropical y balsámico. El pequeño mulato, Babe, que parecía gozar de la absoluta confianza de Carlyle, había tomado el mando. El criado y el cocinero del señor Farnam, los únicos miembros de la tripulación que, además del maquinista, se encontraban a bordo, después de haber opuesto resistencia meditaban ahora, bien amarrados en sus literas. Trombón Mose, el negro más grande, se dedicaba con una lata de pintura a borrar del casco el nombre Narciso, sustituyéndolo por el nombre Hula Hula, y los demás, reunidos en la popa, jugaban a los dados con un interés cada vez mayor.Tras ordenar que prepararan y sirvieran la cena en cubierta a las siete y media, Carlyle se reunió con Ardita y, repantingándose en la tumbona, entrecerró los ojos y cayó en un estado de profundo ensimismamiento.Ardita lo observó con atención y lo clasificó inmediatamente como personaje romántico. Aparentaba una imponente confianza en sí mismo, cimentada sobre una base endeble: bajo la superficie de cada una de sus decisiones, Ardita descubría una vacilación que estaba en acusado contraste con el arrogante frunce de sus labios.«No es como yo», pensaba. «Hay alguna diferencia.»Al ser una completa egoísta, Ardita pensaba con frecuencia en sí misma; como nadie le había recriminado su egoísmo, lo consideraba algo completamente natural, que no disminuía su indiscutible encanto. Aunque tenía ya diecinueve años, daba la impresión de ser una niña precoz y animosa, y en el presente esplendor de su juventud y belleza todos los hombres y mujeres que había conocido no eran sino maderas a la deriva en la corriente de su carácter. Había conocido a otros egoístas —y de hecho consideraba a los egoístas mucho menos aburridos que a quienes no lo eran—, pero hasta entonces no había habido ninguno que con el tiempo no hubiera caído rendido a sus pies.Pero, aunque reconocía a un egoísta en la tumbona de al lado, no sentía en la cabeza el acostumbrado cierre de compuertas que significaba zafarrancho de combate; por el contrario, su instinto le decía que aquel hombre era absolutamente vulnerable e inofensivo. Si Ardita desafiaba las convenciones —y últimamente éste había sido su principal entretenimiento— era porque deseaba intensamente ser ella misma, y tenía la sensación de que a aquel hombre, por el contrario, sólo le preocupaba el desafío consigo mismo.Estaba mucho más interesada por él que por su propia situación, que la afectaba de la manera que afecta a una niña de diez años la perspectiva de ir al cine. Tenía una confianza absoluta en su capacidad para cuidar de sí misma en cualquier circunstancia.La noche se hizo más cerrada. Una pálida luna nueva sonreía sobre el mar con los ojos húmedos, y, mientras la costa se desvanecía y nubes negras volaban como hojarasca en el lejano horizonte, una gran neblina de luz lunar inundó de repente el yate y, a su paso veloz, desplegó una avenida de malla fulgurante. De vez en cuando brillaba la llamarada de un fósforo cuando uno de los dos encendía un cigarrillo, pero, salvo el ruido de fondo de las máquinas vibrantes y el chapoteo imperturbable de las olas en la popa, el yate estaba en silencio, como un barco que navegara en un sueño a través de los cielos, rumbo a una estrella. En torno a ellos fluía el olor del mar nocturno, que traía consigo una languidez infinita.Carlyle rompió el silencio por fin.

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—Eres una chica con suerte —suspiró—; siempre he querido ser rico para comprar toda esta belleza.Ardita bostezó.—Yo preferiría ser tú —dijo con franqueza.—Te gustaría… un día. Aunque parece que tienes demasiado temperamento para ser una flapper, una chica a la moda.—No me gusta que me llames así.—Perdona.—En cuanto a temperamento —continuó despacio—, es la única cualidad que tengo. No le temo a nada, ni en el cielo ni en la tierra.—Hum, yo sí.—Para tener miedo —dijo Ardita—, tienes que ser o muy grande y fuerte, o un cobarde. Yo no soy ninguna de esas cosas —se detuvo un momento, y la impaciencia se insinuó en el tono de su voz—. Pero me gustaría hablar de ti. ¿Qué diablos has hecho? ¿Y cómo lo hiciste?—¿Por qué? —preguntó cínicamente—. ¿Vas a escribir un guión de cine sobre mí?—Adelante —lo animó Ardita—. Cuéntame mentiras a la luz de la luna. Invéntate una historia fabulosa.Apareció un negro, encendió algunas luces tenues bajo la toldilla y empezó a poner la mesa para la cena. Y, mientras cenaban pollo frío, ensalada, alcachofas y mermelada de fresas de la nutrida despensa del yate, Carlyle empezó a hablar, vacilante al principio, pero con ilusión cuando se dio cuenta de que Ardita lo seguía con interés. Ardita apenas probó la comida mirando aquella cara joven y morena, hermosa, irónica, sin afectación. Había sido un niño pobre en un pueblo de Tennessee, le contó, tan pobre que su familia era la única familia blanca de su calle. No recordaba a ningún niño blanco, pero había habido una pandilla de niños negros que inevitablemente seguían su estela, admiradores apasionados que él llevaba a remolque por la viveza de su imaginación y la cantidad de líos en los que siempre estaba metiéndolos y de los que siempre los sacaba. Y parece que estas amistades encauzaron por un camino inusual unas dotes musicales fuera de lo común.Había habido una mujer negra, llamada Belle Pope Calhoun, que tocaba el piano en las fiestas de los niños blancos, simpáticos niños blancos que hubieran acuchillado a Curtis Carlyle. Pero el harapiento «pobretón blanco» solía sentarse junto al piano de Belle una hora y se empeñaba en introducir un solo de saxo con uno de esos kazoos con los que los chicos tararean las canciones. Antes de los trece años se ganaba la vida extrayendo ragtimes de un astroso violín en los cafetuchos de los alrededores de Nashville. Ocho años después la locura del ragtime se apoderó del país, y Carlyle contrató a seis negros para hacer una gira por salas de fiestas. Cinco de aquellos negros eran chicos con los que había crecido; el sexto era el pequeño mulato, Babe Divine, que trabajaba en los muelles de Nueva York, y mucho tiempo antes había sido bracero en una plantación de las Bermudas, hasta que clavó un cuchillo de veinte centímetros en la espalda de su amo. Casi antes de darse cuenta de su buena suerte, Carlyle estaba en Broadway con contratos de todas clases y más dinero del que había soñado nunca.Y entonces se empezó a operar un cambio radical en su actitud, un cambio más bien curioso, amargo. Fue cuando se dio cuenta de que estaba dilapidando los mejores años de su vida farfullando en los escenarios con un puñado de negros. Su espectáculo era bueno dentro del género —tres trombones, tres saxofones y la flauta de Carlyle—, y su propio y peculiar sentido del ritmo marcaba la diferencia; pero empezó a volverse extremadamente susceptible respecto a su trabajo, empezó a aborrecer la idea de tener que aparecer en el escenario y a temerlo cada día más.Estaban ganando dinero —y cada contrato que firmaba era más alto—, pero, cuando les dijo a los empresarios que quería separarse del sexteto y continuar su carrera como pianista, se rieron en su cara y le dijeron que estaba loco: aquello supondría un suicidio artístico. Algún tiempo después se reiría de aquella expresión: suicidio artístico. Todos los empresarios la usaban.Tocaron unas cuantas veces en bailes, a tres mil dólares la noche, y parecía como si en aquellas actuaciones cristalizara toda su aversión por aquel modo de vida. Tocaban en clubes y casas en los que no lo hubieran dejado entrar de día. Después de todo, sólo representaba el papel del eterno

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mono de la fiesta, una especie de cabaretero sublimado. Lo ponía enfermo el olor de los teatros, el olor a colorete y lápiz de labios, el chismorreo de lús camerinos y el aplauso condescendiente de los palcos. Ya no tenía fe en lo que estaba haciendo. La idea de una lenta aproximación al lujo del ocio lo volvía loco. Se iba acercando a eso, desde luego, pero, como un niño, se comía el helado tan despacio que no podía cogerle el gusto.Quería tener montones de dinero y mucho tiempo libre, la oportunidad de leer y divertirse, y vivir como los hombres y mujeres que lo rodeaban, esos que, si hubieran pensado en él, lo hubieran considerado despreciable; en una palabra, deseaba todas aquellas cosas que había empezado a agrupar bajo el genérico rótulo de aristocracia, una aristocracia que, según parecía, no podía comprarse con dinero, a no ser que fuera con dinero ganado como él lo ganaba. Tenía entonces veinticinco años, y no tenía familia, ni estudios, ni posibilidad de abrirse camino en el mundo de los negocios. Empezó a invertir en especulaciones disparatadas, y en tres semanas había perdido todo el dinero que había ahorrado.Entonces estalló la guerra. Se fue a Plattsburg, pero incluso hasta allí lo persiguió su profesión. Un teniente coronel lo llamó a su despacho y le dijo que podría servir mejor a su país como director de una orquesta de baile. Así que se pasó la guerra entreteniendo a celebridades tras la línea de combate con una orquesta del cuartel general. No era tan malo, pero cuando la infantería volvía sin fuerzas de las trincheras, quería ser uno de aquellos soldados. El sudor y el barro que los envolvía parecían uno de aquellos inefables símbolos de aristocracia que siempre estaban escapándosele.—Pero fueron los bailes en casas particulares los que lo consiguieron. Cuando volví de la guerra, otra vez empezó la rutina de siempre. Teníamos una oferta de una cadena de hoteles en Florida. Sólo era cuestión de tiempo.Se interrumpió y Ardita lo miró expectante, pero entonces hizo un gesto de negación con la cabeza.—No —dijo—, no voy a seguir contándotelo. Me lo estoy pasando demasiado bien, y temo perder un poco de esta alegría si la comparto con alguien más. Quiero conservar estos instantes heroicos, emocionantes, en que he llegado a estar por encima de todos ellos, y les he hecho saber que era más que un maldito payaso que graznaba y bailaba.Desde proa les llegó de pronto el runruneo de un canto. Los negros se habían agrupado en cubierta y sus voces se elevaban al unísono en una melodía embrujada que ascendía hacia la luna, armónica y conmovedora. Y Ardita escuchaba, como bajo el influjo de un encantamiento.

Al Sur…al Sur.Mami me quiere llevar al Sur, por la Vía Láctea.Al Sur…al Sur.Papi dice: mañana;pero mami dice: hoy.Sí, mami dice: hoy.

Carlyle suspiró, y durante un momento se quedó en silencio, mirando la multitud de estrellas que titilaban como arcos voltaicos en el cielo templado. El canto de los negros se había apagado hasta ser un quejumbroso tarareo y parecía como si minuto a minuto el fulgor y el silencio inmenso fueran aumentando, hasta que casi llegó a oír cómo se arreglaban a medianoche las sirenas, cuando se peinan los chorreantes cabellos de plata a la luz de la luna y cuchichean sobre los restos de los naufragios que habitan en las verdes y opalescentes avenidas de las profundidades.—Sí —dijo Carlyle en un susurro—, ésta es la belleza que deseo. La belleza debe ser asombrosa, sorprendente. Debe arder dentro de ti como un sueño, como los ojos preciosos de una chica.Se volvió hacia Ardita, que callaba.—Lo entiendes, ¿verdad, Ardita? ¿Verdad, Ardita?No le contestó. Se había quedado dormida.

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IV.

En la tarde espesa e inundada de sol del día siguiente, una lejana mancha en el mar fue convirtiéndose en un islote verde y gris, aparentemente formado por un gran acantilado de granito en su extremo norte, que declinaba hacia el sur a través de poco más de un kilómetro de vivido bosquecillo y prado hasta una playa arenosa que se perdía perezosamente entre las olas. Cuando Ardita, que leía en su tumbona preferida, llegó a la última página de La rebelión de los ángeles, cerró el libro ruidosamente, alzó la vista y vio el paisaje, lanzó un grito de placer y llamó a Carlyle, que estaba apoyado melancólicamente en la baranda.—¿Es ahí? ¿Es ahí adonde vamos?Carlyle se encogió de hombros con indiferencia.—Me coges en blanco —dijo, y alzando la voz llamó al capitán en funciones—: Eh, Babe, ¿es ésa tu isla?La minúscula cabeza del mulato apareció en cubierta.—Sí, señor; ésa es.Carlyle se acercó a Ardita.—Parece una buena playa, ¿no?—Sí —asintió ella—; pero no parece lo bastante grande para ser un buen escondite.—¿Sigues confiando en esos mensajes por radio que tu tío se dedicó a mandar?—No —dijo Ardita con franqueza—. Estoy de tu parte. Me gustaría mucho ver cómo te escapas.Carlyle se echó a reír.—Tú eres nuestra Señora de la Suerte. Me temo que, por el momento, tendrás que quedarte con nosotros, así que serás nuestra mascota.—No te atreverías a pedirme que volviera a nado —dijo Ardita con frialdad—. Si lo hicieras, empezaría a escribir novelas baratas basadas en la interminable historia de tu vida que me contaste anoche.Carlyle se sonrojó: se había puesto serio.—Siento mucho que te aburrieras.—No, no me aburrí… Hasta que, al final, empezaste a contarme la rabia que te daba no poder bailar con las señoras para las que tocabas.Se levantó, enfadado.—Menuda lengüecita.—Perdona —dijo, muerta de risa—, pero no estoy acostumbrada a que los hombres me entretengan contándome las ambiciones de su vida: especialmente si es una vida tan mortalmente platónica.—¿Por qué? ¿Qué te cuentan los hombres?—Ah, me hablan de mí —bostezó—. Me dicen que soy la quintaesencia de la juventud y la belleza.—¿Y tú qué les dices?—Les doy la razón.—¿Todos los hombres que has conocido se te han declarado?Ardita asintió.—¿Y por qué no iban a declararse? Toda la vida consiste en acercarse y alejarse de una sola frase: Te quiero.Carlyle se echó a reír y se sentó.—Es verdad. No está mal, no. ¿Se te ha ocurrido a ti?—Sí… O a lo mejor lo leí en algún sitio. No significa nada en especial. Sólo es una frase inteligente.—Es el tipo de comentario —dijo muy serio— propio de tu clase.—Ah —lo interrumpió, impaciente—, no empieces otra vez con esa perorata sobre la aristocracia. No me fío de la gente que puede ser profunda a esta hora de la mañana. Es una variedad benigna de la locura, una especie de resaca. La mañana es para dormir, nadar y no preocuparse de nada.Diez minutos más tarde habían cambiado de rumbo, trazando un amplio círculo, como si se acercaran a la isla por el norte.

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«Aquí hay gato encerrado», observó Ardita, pensativamente; «no puede pretender fondear al pie del acantilado».Ahora se dirigían directamente a las rocas, que debían de alcanzar más de treinta metros de altura, y, hasta que no estuvieron a unos cincuenta metros, Ardita no descubrió el lugar hacia donde se dirigían. Entonces aplaudió, alegre. Había una abertura en el acantilado completamente oculta por un extraño pliegue de la roca, y a través de esta abertura penetró el yate, y muy lentamente atravesó un estrecho canal de aguas critalinas entre altas paredes grises. Y luego echaron el ancla en un mundo diminuto de oro y vegetación, una bahía dorada, lisa como cristal y rodeada de palmeras enanas. Parecía uno de esos mundos que los niños construyen con montones de arena, espejos que son lagos y ramitas que son árboles.—¡No está mal, maldita sea! —exclamó Carlyle, entusiasmado—. Creo que ese negro sabe por dónde se anda en esta zona del Atlántico.Su euforia era contagiosa, y Ardita también estaba exultante.—¡Es un escondite absolutamente seguro!—¡Sí, por Dios! Es una isla de las que salen en los cuentos.Echaron el bote al lago dorado y remaron hasta la costa.—Adelante —dijo Carlyle cuando desembarcaron en la arena blanda—, vamos a explorar.La franja de palmeras estaba rodeada por un kilómetro y medio de territorio plano y arenoso. La siguieron hacia el sur y, dejando atrás una zona de vegetación tropical, llegaron a una playa virgen, gris perla, donde Ardita se quitó las zapatillas de golf marrones —parecía haber abandonado los calcetines para siempre— y se mojó los pies. Luego volvieron paseando hasta el yate, donde el infatigable Babe ya les tenía preparada la comida. Había apostado un vigía en lo alto del acantilado, hacia el norte, para que oteara el mar en todas las direcciones, aunque dudaba que la entrada a través del acantilado fuera conocida: nunca había visto un mapa en el que la isla estuviera señalada.—¿Cómo se llama? —preguntó Ardita—. La isla, ¿cómo se llama?—No tiene nombre —masculló Babe con una risilla—. A lo mejor se llama simplemente isla, ¿no?A la caída de la tarde se sentaron en la parte más alta del acantilado, con la espalda apoyada en grandes peñascos, y Carlyle resumió sus confusos planes. Estaba seguro de que en aquellos instantes lo estaban buscando. El producto total del golpe que había dado, y sobre el que se negaba a informar a Ardita, lo estimaba en algo menos de un millón de dólares. Pensaba quedarse en la isla varias semanas y después partir hacia el sur, evitando las rutas habituales, bordeando el cabo de Hornos, rumbo al Callao, en Perú. Los detalles del aprovisionamiento de víveres y combustible quedaban enteramente en manos de Babe, que, según parecía, había navegado por aquellos mares desempeñando los más diversos menesteres, desde grumete en un barco cafetero hasta primer oficial sin serlo de un barco pirata brasileño, a cuyo capitán habían ahorcado hacía mucho tiempo.—Si Babe hubiera sido blanco, sería hace mucho rey del sur de América —dijo Carlyle categóricamente—. En lo que se refiere a inteligencia, a su lado Booker T. Washington es un imbécil. Posee la astucia de todas las razas y nacionalidades de las que lleva sangre en las venas, y, o yo soy un embustero, o llegan a media docena. Me adora porque soy el único que toca el ragtime mejor que él. Nos sentábamos juntos en la dársena del puerto de Nueva York, él con un fagot y yo con un oboe, y mezclábamos en tono menor milenarias melodías africanas hasta que las ratas escalaban los postes y se reunían a nuestro alrededor gimiendo y chillando como perros frente a un gramófono.Ardita rugió.—¿Cómo puedes contar esas cosas?Carlyle sonrió.—Te juro que…—¿Qué vas a hacer cuando llegues al Callao? —lo interrumpió.—Me embarcaré rumbo a la India. Quiero ser un raja. Lo digo en serio. Mi plan es llegar a Afganistán, comprar un palacio y una reputación, y dentro de cinco años aparecer en Inglaterra con acento extranjero y un misterioso pasado. Pero primero iré a la India. Ya sabes lo que dicen: que todo el oro del mundo va a parar poco a poco a la India. Es una historia fascinante. Y quiero tener

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tiempo para leer, mucho, mucho.—¿Y después?—Después —respondió, desafiante— viene la aristocracia. Ríete si quieres, pero, por lo menos, tendrás que admitir que sé lo que quiero, así que, me imagino, ya sé más que tú.—Al contrario —lo contradijo Ardita, mientras buscaba en el bolsillo la pitillera—. Cuando nos conocimos, tenía absolutamente escandalizados a mis amigos y parientes porque sabía muy bien lo que quería.—¿Qué era?—Un hombre.Carlyle se sobresaltó.—¿Es que tienes novio?—En cierto modo. Si no hubieras subido a bordo, me habría escapado ayer por la tarde…, parece que ha pasado tanto tiempo…, y me habría encontrado con él en Palm Beach. Me está esperando con una pulsera que perteneció a Catalina de Rusia. Y no vayas ahora a refunfuñar cualquier cosa sobre la aristocracia —añadió rápidamente—. Simplemente me gustaba porque tenía imaginación y un coraje total para mantener sus convicciones.—Pero tu familia no está de acuerdo, ¿no?—Mi familia son un tío tonto y una tía aún más tonta. Parece que tuvo un lío escandaloso con una pelirroja que se llama Mimi no sé qué. Pero me ha dicho que han exagerado espantosamente el asunto, y a mí los hombres no me mienten: y, además, no me importaría que fuera verdad. Lo único que cuenta es el futuro. Y del futuro me encargo yo. Cuando un hombre se enamora de mí, se olvida de otros entretenimientos. Le dije que la soltara, como si fuera una patata caliente, y lo hizo.—Estoy un poco celoso —dijo Carlyle, frunciendo el ceño, y se echó a reír—. Creo que te quedarás con nosotros hasta que lleguemos a Callao. Entonces te daré el dinero necesario para que vuelvas a Estados Unidos. Así tendrás tiempo para pensarte un poco más lo de ese hombre.—¡No me hables así! —se enfureció Ardita—. ¡No le tolero a nadie que se ponga paternalista! ¿Entendido?Se le escapó una risilla, pero se contuvo, avergonzado: la cortante irritación de Ardita parecía haberle caído como un jarro de agua fría.—Lo siento —dijo, indeciso.—¡No pidas perdón! No soporto a los hombres que piden perdón con ese tono viril y reservado. ¡Cállate de una vez!Se produjo un instante de silencio, un silencio que a Carlyle le resultó bastante violento, pero que Ardita parecía no advertir mientras disfrutaba alegremente de su cigarrillo y miraba el mar resplandeciente. Y entonces avanzó a gatas por la roca, se tendió y, con la cara en el filo, se asomó al fondo del acantilado. Carlyle, observándola, pensó que parecía imposible que Ardita adoptara una postura que no fuera airosa.—¡Mira! —gritó—. ¡Hay arrecifes! ¡Grandes! ¡De todos los tamaños!Carlyle se acercó, y juntos se asomaron a la vertiginosa altura. —¡Podemos ir a nadar esta noche! —dijo Ardita, entusiasmada—. ¡A la luz de la luna!—¿No prefieres ir a la otra playa?—No, no. Me gusta bucear. Puedes usar el bañador de mi tío, aunque te sentará como un saco, porque mi tío es un hombre muy gordo. Mi bañador es todo un acontecimiento, tiene conmocionados a los nativos de la costa del Atlántico desde Biddeford Pool hasta San Agustín.—Imagino que nadarás como un tiburón. —Sí, soy una maravilla. Y estoy estupenda. Un escultor de Rye me dijo el verano pasado que mis pantorrillas valían quinientos dólares.No había nada que alegar, así que Carlyle guardó silencio y sólo se permitió una discreta sonrisa interior.

V.

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Cuando la noche se insinuaba azul y plata, se abrieron paso por el espejeante canal en el bote, ataron el bote a una roca y comenzaron a escalar el acantilado. El primer saliente estaba a unos tres metros de altura, era ancho y servía de trampolín natural. Y allí, a la brillante luz de la luna, se sentaron a mirar el movimiento incesante y suave de las olas casi inmóviles en la marea baja.—¿Eres feliz? —preguntó Carlyle de repente.Ardita asintió.—Siempre soy feliz junto al mar. ¿Sabes? —continuó—, he estado pensando todo el día que somos un poco diferentes. Los dos somos rebeldes, pero por diferentes razones. Hace dos años, cuando yo tenía dieciocho y tú…—Veinticinco.—Sí… Hace dos años los dos éramos dos triunfadores convencionales. Yo era una chica absolutamente irresistible que acababa de presentarse en sociedad y tú eras un músico de éxito al servicio del ejército…—Caballero por decisión del Congreso —añadió con ironía.—Bueno, en cualquier caso, los dos encajábamos. Si nuestros polos no estaban desgastados por el uso, al menos se atraían. Pero, muy dentro de nosotros, había algo que nos obligaba a pedir más felicidad. Yo no sabía lo que quería. Iba de hombre en hombre, incansable, impaciente, y pasaban los meses y cada día me sentía menos conforme y más insatisfecha. Me pasaba las horas mordiéndome los carrillos: creía que me estaba volviendo loca. Tenía una espantosa sensación de que el tiempo se me escapaba. Quería las cosas ya, al momento, lo más rápido posible. Yo era… preciosa. Lo soy, ¿no?—Sí—asintió Carlyle, sin mucha seguridad.Ardita se levantó de repente.—Espera un segundo. Quiero probar el agua: parece que está estupenda.Caminó hasta el filo del saliente y saltó al mar, doblándose en el aire para enderezarse luego y penetrar en el agua como la hoja de un cuchillo en un perfecto salto de carpa.Y un minuto después Carlyle oía su voz.—¿Sabes? Me pasaba los días leyendo, y las noches, casi. Empezó a molestarme la vida en sociedad.—Sube —la interrumpió—. ¿Qué haces ahí?—Estoy haciendo el muerto. Tardo un minuto. Te voy a decir una cosa. Lo único que me divertía era escandalizar a la gente: ponerme el traje más imposible y elegante para una fiesta de disfraces, salir con los hombres más atrevidos de Nueva York y meterme en los líos más terribles que te puedas imaginar.El chapoteo se mezclaba con sus palabras, y luego Carlyle oyó su respiración agitada mientras escalaba la roca.—¡Tírate! —gritó.Se levantó y saltó, obediente. Cuando volvió a la superficie, chorreando, y empezó a subir, descubrió que Ardita no estaba ya en el saliente, pero, después de un instante de preocupación, oyó su risa luminosa en otra roca, tres metros más arriba. Se reunió con ella y se sentaron juntos, con los brazos alrededor de las rodillas, jadeando un poco después de la escalada.—Mi familia estaba como loca —dijo de pronto—. Intentaron casarme. Y, cuando empezaba a pensar que la vida no valía la pena, descubrí algo —elevó los ojos al cielo jubilosamente—: ¡Descubrí algo!Carlyle esperó y las palabras de Ardita cayeron como un torrente.—Coraje: eso es; coraje como regla de vida, algo a lo que hay que mantenerse fiel siempre. Empecé a construir esta enorme fe en mí misma. Empecé a darme cuenta de que, en todos mis ídolos del pasado, lo que inconscientemente me había atraído era alguna prueba de coraje. Empecé a separar el coraje de las otras cosas de la vida. Todos los tipos de coraje: el boxeador golpeado, ensangrentado, que se levanta para seguir recibiendo golpes… Solía pedirles a los hombres que me llevaran al boxeo; la mujer en desgracia que se pasea entre una carnada de gatos y los mira como si fueran el barro que pisa; disfrutar de lo que siempre te ha gustado; el desprecio absoluto de las opiniones

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ajenas: vivir como quiero y morir a mi manera… ¿Has traído tabaco?Le dio un cigarrillo y encendió un fósforo sin decir una palabra. —Pero los hombres —continuó Ardita— seguían persiguiéndome, viejos y jóvenes, y la mayoría eran menos inteligentes y menos fuertes que yo, y todos se volvían locos por conquistarme, por robarme la fama de orgullo imponente que me había labrado. ¿Me entiendes?—Más o menos. ¿Nunca te han hecho daño ni has tenido que pedir perdón?—¡Nunca!Se acercó al borde de la roca, extendió los brazos y, durante un instante, pareció un crucificado contra el cielo; luego, describiendo una inesperada parábola, se hundió sin salpicar entre dos ondas plateadas siete metros más abajo.Carlyle volvió a oír la voz de Ardita.—Y coraje significa sumergirme en esa niebla gris y sucia que cubre la vida, desdeñando no sólo a la gente y a las circunstancias, sino también a la desolación de vivir: una especie de insistencia en el valor de la vida y en el precio de las cosas transitorias.Otra vez escalaba las rocas, y, mientras pronuciaba la última frase, su cabeza apareció a la altura de Carlyle, el pelo rubio y mojado, perfectamente liso, hacia atrás.—Todo eso está muy bien —objetó Carlyle—. Le puedes llamar coraje, pero tu coraje sólo es orgullo de familia. Te han educado para que tengas esa actitud desafiante. En mi vida gris incluso el coraje es una de las cosas que son grises y sin fuerza.Ardita se había sentado muy cerca del borde, con los brazos alrededor de las rodillas, y miraba ensimismada la luna blanca; Carlyle estaba detrás, lejos, cobijado como un dios ridículo en un nicho de rocas.—No quiero parecerte Pollyanna —empezó—, pero todavía no me has entendido. Mi coraje es fe, fe en mi inagotable capacidad de adaptación: fe en que la alegría volverá, y la esperanza y la espontaneidad. Y creo que, mientras me dure, tengo que mantener la boca cerrada y la cabeza bien alta y los ojos bien abiertos, y las sonrisas tontas sobran. Sí, también he bajado al infierno sin una lágrima muchas veces. Y el infierno de las mujeres es mucho más terrible que el de los hombres.—¿Y si todo se acaba —sugirió Carlyle— antes de que vuelvan la alegría, la esperanza y la espontaneidad?Ardita se levantó y escaló con alguna dificultad la roca, hasta alcanzar otro saliente, tres o cuatro metros más arriba.—Pues entonces —exclamó— habré ganado.Carlyle se asomó a la roca, hasta que pudo ver a Ardita.—¡No saltes desde ahí! Te vas a matar —se apresuró a decir.Ardita se rió.—¡Yo, no!Abrió los brazos con lentitud, y se quedó quieta: parecía un cisne, y su juventud perfecta irradiaba un orgullo que encendió un cálido resplandor en el corazón de Carlyle.—Atravesaremos el aire tenebroso con los brazos abiertos —gritó— y los pies extendidos como colas de delfines, y creeremos que nunca llegaremos al agua hasta que de repente nos rodee la tibieza y las olas nos besen y acaricien.Entonces saltó, y Carlyle, en un acto reflejo, contuvo la respiración. No se había dado cuenta de que era un salto de más de quince metros. Pareció transcurrir una eternidad antes de que oyera el ruido breve y brusco que se produjo cuando Ardita llegó al agua.Y con un alegre suspiro de alivio cuando su risa luminosa y húmeda llegó por el acantilado a sus oídos angustiados, se dio cuenta de que la quería.

VI.

El tiempo, perdido el eje sobre el que gira rutinariamente, derramó sobre ellos tres días de atardeceres. Cuando el sol iluminaba la portilla del camarote de Ardita, una hora después del alba, se levantaba feliz, se ponía el bañador y subía a cubierta. Los negros dejaban el trabajo cuando la

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veían y, riendo entre dientes y murmurando, se apelotonaban en la baranda mientras Ardita nadaba y buceaba en el agua clara como un ágil pececillo de estanque. Y por la tarde, cuando refrescara, volvería a nadar, a tumbarse y a fumar con Carlyle en el acantilado; o se tumbarían en la arena de la playa del sur, casi sin hablar, mirando sólo cómo el día, multicolor y trágico, se disolvía en la infinita languidez de una noche tropical.Y, a medida que pasaban las largas horas de sol, Ardita dejó poco a poco de concebirlas como un episodio accidental, atolondrado, un brote de amor en un desierto de realidad. Le daba miedo el instante en que reemprendieran camino hacia el sur; le daban miedo todas las posibilidades que tenía ante sí; pensar era una molestia y tomar decisiones resultaba odioso. Si rezar hubiera ocupado algún espacio en los rituales paganos de su alma, sólo le hubiera pedido a la vida que la dejaran tranquila un tiempo, entregada perezosamente a las ingenuas e ingeniosas ocurrencias de Carlyle, a la viveza de su imaginación adolescente, y a la veta de monomanía que parecía recorrer todo su carácter y dar color a cada uno de sus actos.Pero ésta no es la historia de una pareja en una isla, ni tiene como tema principal el amor que nace de la soledad. Sólo es la presentación de dos temperamentos, y su idílica localización entre las palmeras de la Corriente del Golfo es puramente accidental. Casi todos nos contentamos con existir y reproducirnos, y luchar por el derecho a hacer ambas cosas, pero la idea esencial, el intento condenado al fracaso de controlar el propio destino, está reservada a unos pocos afortunados o desgraciados. Lo que más me interesa de Ardita es el coraje, el coraje que se empañará a la par que su juventud y su belleza.—Llévame contigo —dijo una noche, echados perezosamente en la hierba bajo las palmeras abiertas como abanicos oscuros. Los negros habían desembarcado sus instrumentos, y la música del ragtime se propagaba suavemente con la brisa templada de la noche—. Me gustaría volver a aparecer dentro de diez años transformada en una fabulosa y riquísima princesa india.Carlyle se apresuró a contestar.—Ya sabes que puedes.Ella se rió.—¿Es una proposición de matrimonio? ¡Edición especial! Ardita Farnam se casa con un pirata. Chica de la alta sociedad raptada por un jazzista atracador de bancos.—No fue un banco.—¿Qué fue? ¿Por qué no me lo cuentas?—No quiero desilusionarte.—Querido amigo, yo no me hago ninguna ilusión contigo.—Me refiero a las ilusiones que te haces sobre ti misma.Lo miró sorprendida.—¡Sobre mí! ¿Qué diablos tengo yo que ver con tus crímenes?—Eso habría que verlo. Ardita se le acercó y le acarició la mano. —Querido señor Curtis Carlyle —murmuró—, ¿estás enamorado de mí?—Como si eso te importara.—Claro que me importa: creo que me he enamorado de ti. La miró con ironía.—Así la cuenta total de enero asciende a media docena —sugirió—. ¿Te imaginas que me tomara en serio el farol y te pidiera que te vinieras conmigo a la India? —¿Y si me fuera? Carlyle se encogió de hombros. —Nos casaríamos en Callao.—¿Qué vida puedes ofrecerme? No quiero molestarte, pero te lo pregunto en serio: ¿Qué será de mí si te coge esa gente que quiere la recompensa de veinte mil dólares? —Creía que no tenías miedo.—Nunca tengo miedo. Pero no voy a arruinar mi vida sólo por demostrarle a un hombre que no tengo miedo.—Ojalá hubieras sido pobre: sólo una chica pobre que sueña sentada en una cerca en una calurosa tierra de vacas. —¿Te hubiera gustado?—He sido feliz asombrándote, viendo cómo se te abrían los ojos ante las cosas. ¡Si pudieras desear las cosas! ¿Te das cuenta?—Sí, te endiendo. Como las chicas que miran embobadas los escaparates de las joyerías.

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—Sí… Y quieren el reloj ovalado de platino ribeteado de diamantes. Entonces tú decidirías que es demasiado caro y elegirías uno de oro blanco que vale cien dólares. Y yo diría: ¿Caro? No me lo parece, Y entraríamos en la joyería, e inmediatamente el reloj de platino estaría brillando en tu muñeca.—Suena muy agradable y muy vulgar, y divertido, ¿no?, murmuró Ardita.—¿A que sí? ¿Nos imaginas viajando por el mundo, gastando dinero a manos llenas, venerados por porteros y camareros? Ah, bienaventurados sean los ricos puros, porque ellos poseerán la tierra.—Sinceramente: me gustaría que las cosas fueran así.—Te quiero, Ardita —dijo Carlyle con ternura.La cara de Ardita perdió su expresión infantil un instante y se puso extraordinariamente seria.—Me gusta estar contigo —dijo—, más que con ningún otro hombre de los que he conocido. Y me gusta cómo me miras y tu pelo negro, y cómo te asomas por la borda cuando vamos a la playa. La verdad es, Curtis Carlyle, que me gusta todo lo que haces cuando te comportas con absoluta naturalidad. Creo que tienes temperamento, y ya conoces mis ideas sobre el asunto. Algunas veces, cuando te tengo cerca, me dan ganas de besarte de pronto y decirte que sólo eres un chico idealista con un montón de tonterías inocentes en la cabeza. A lo mejor, si yo fuera un poco mayor y estuviera más aburrida, me iría contigo. Tal como son las cosas, creo que volveré y me casaré… con el otro.En el lago plateado las siluetas de los negros se retorcían y contorsionaban a la luz de la luna, como acróbatas que, después de pasar un largo periodo de inactividad, necesitaran derrochar en sus volatinerías un exceso de energías. Avanzaban en fila india, en círculos concéntricos, echando la cabeza hacia atrás o inclinándose sobre sus instrumentos como faunos sobre sus caramillos. Y del trombón y el saxofón se derramaba sin cesar una melodía armoniosa, a ratos alegre y desenfrenada, y a ratos lastimera y obsesionante como una danza de la muerte en el corazón del Congo.—¡Bailemos! —gritó Ardita—. No me puedo estar quieta mientras suena este jazz tan estupendo.La cogió de la mano y la llevó hasta una amplia extensión de arena endurecida que la luna inundaba de esplendor. Flotaban como mariposas que se dejaran llevar por la intensa nube de luz, y, mientras la sinfonía fantástica gemía y ascendía y se debilitaba y desaparecía, Ardita perdió el poco sentido de la realidad que le quedaba y abandono su imaginación al perfume de ensueño de las flores tropicales y a los aéreos e infinitos espacios estrellados, y tenía la impresión de que si abría los ojos se encontraría bailando con un fantasma en un país creado por su fantasía.—Esto es lo que yo llamaría una fiesta selecta y privada —murmuró Carlyle.—Creo que me he vuelto loca… deliciosamente loca.—Nos han hechizado. Las sombras de innumerables generaciones de caníbales nos vigilan desde la cima de ese acantilado.—Y apuesto lo que quieras a que las caníbales están diciendo que bailamos demasiado pegados, y que es una vergüenza que no me haya puesto el anillo en la nariz.Se reían suavemente, y de pronto las risas se apagaron porque, en la otra orilla del lago, habían callado los trombones en mitad de un compás, y los saxofones emitían un gemido asustado y dejaban poco a poco de oírse.—¿Qué pasa? —gritó Carlyle.Después de un instante de silencio distinguieron la silueta oscura de un hombre que rodeaba el lago corriendo. Cuando estuvo más cerca, vieron que era Babe en un estado de nerviosismo insólito. Se acercó y les contó las nuevas noticias, sofocado, comiéndose las palabras.—Un barco, un barco a menos de un kilómetro, señor. Dios bendito, nos vigila y ha echado el ancla.—¿Un barco? ¿Qué tipo de barco? —preguntó Carlyle angustiado.Su voz denotaba inquietud, y a Ardita se le encogió el corazón de repente cuando le vio la cara desencajada.—No lo sé, señor.—¿Han mandado un bote?—No, señor.—Vamos —dijo Carlyle.

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Subieron la colina en silencio, la mano de Ardita aún en la de Carlyle, como cuando dejaron de bailar. Sentía cómo él cerraba la mano de vez en cuando, nervioso, como si no fuera consciente del contacto, pero, aunque le hacía daño, no intentó soltarse. Pareció transcurrir una hora antes de que alcanzaran la cima y reptaran sigilosamente hasta el borde del acantilado. Tras una breve ojeada, Carlyle sofocó un grito involuntario. Se trataba de un guardacostas con cañones de seis pulgadas colocados de popa a proa.—¡Nos han descubierto! —dijo con un suspiro—. ¡Nos han descubierto! Han debido encontrar nuestro rastro en algún sitio.—¿Estás seguro de que han descubierto el canal? Quizá sólo esperan para echar un vistazo a la isla por la mañana. Desde donde están no pueden ver la abertura en el acantilado.—Pueden verlo con los prismáticos —dijo, sin esperanza. Miro el reloj—. Ya casi son las dos. No podrán hacer nada hasta que amanezca, eso está claro. Y siempre existe la remota posibilidad de que sólo estén esperando a otro barco, o combustible.—Creo que nosotros podemos también quedarnos aquí.Las horas pasaban. Estaban tumbados, en silencio, juntos, las manos en la mejilla, como niños que durmieran. Detrás de ellos, encogidos, los negros, pacientes, resignados, conformes, proclamaban con sus sonoros ronquidos que ni siquiera la presencia del peligro podía domeñar su invencible ansia africana de sueño.Poco antes de las cinco de la mañana Babe se acercó a Carlyle y le dijo que había media docena de fusiles en el Narciso. ¿Había decidido no ofrecer resistencia? Babe creía que podían montar una buena batalla si lo planeaban bien.Carlyle se echó a reír y negó con la cabeza.—Esto no es una película, Babe. Es un guardacostas lo que nos espera. Sería como enfrentarse con arco y flechas a una ametralladora. Si quieres enterrar las bolsas en alguna parte, para poder recuperarlas más tarde, hazlo. Pero será inútil: excavarán la isla de punta a punta. Es una batalla perdida, Babe.Babe agachó la cabeza en silencio y se fue, y la voz de Carlyle era más ronca cuando le dijo a Ardita:—Es el mejor amigo que he tenido. Daría la vida por mí, y estaría orgulloso de poder hacerlo, si yo se lo pidiera.—¿Te das por vencido?—No tengo otra posibilidad. Es verdad que siempre hay una salida, la más segura, pero puede esperar. No pienso perder la cabeza. No me perdería mi propio juicio por nada del mundo: así viviré la interesante experiencia de ser famoso. «La señorita Farnam declara que el comportamiento del pirata fue en todo momento propio de un caballero.»—¡Cállate! Me da una pena horrible.Cuando el color se diluyó en el cielo y el azul apagado se convirtió en un gris de plomo, percibieron un gran tumulto en la cubierta del barco y divisaron a un grupo de oficiales en uniforme blanco reunidos junto a la borda. Tenían prismáticos y examinaban el islote con atención.—Se acabó —sentenció Carlyle, inexorable.—¡Maldita sea! —dijo Ardita entre dientes. Sentía cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.—Volveremos al yate —dijo Carlyle—. Prefiero que me encuentren allí a ser cazado como una alimaña.Abandonaron la cima y descendieron por la colina, y, cuando llegaron al lago, los remeros negros, silenciosos, los llevaron al yate. Entonces, pálidos y abatidos, se echaron en las tumbonas, a esperar.Media hora después, bajo la débil luz gris, la proa del guardacostas apareció en el canal y se detuvo: era evidente que temían que la bahía fuera demasiado poco profunda. Por la apacible apariencia del yate, el hombre y la chica en las tumbonas, y los negros apoyados con curiosidad en la barandilla, habían deducido que no encontrarían resistencia, y lanzaron dos botes: en uno iban un oficial y seis policías, y en el otro cuatro remeros y, a popa, dos hombres canosos con ropa deportiva. Ardita y Carlyle se levantaron y, casi sin pensarlo, se miraron a los ojos. Entonces Carlyle se metió la mano en el bolsillo y sacó un objeto circular, fulgurante, y se lo dio.

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—¿Qué es esto? —pregunto, maravillada.—No estoy muy seguro, pero, por las palabras rusas que lleva grabadas en el interior, creo que es la célebre pulsera que te habían prometido.—Pero… Pero… ¿De dónde diablos…?—Estaba en una de las bolsas. Ya sabes: Curtís Carlyle y sus Seis Compadres Negros, en plena actuación en el salón de té de un hotel de Palm Beach, cambiaron sus instrumentos por pistolas automáticas y atracaron al público. Yo le quité esta pulsera a una preciosa pelirroja con demasiado maquillaje encima.Ardita frunció las cejas y sonrió.—¡Así que eso fue lo que hiciste! Sí, tienes temperamento.Carlyle hizo una reverencia.—Una conocida cualidad burguesa.Entonces el amanecer avanzó intrépidamente por la cubierta y obligó a las sombras a retroceder hasta sus esquinas grises. El rocío se evaporaba, volviéndose niebla dorada, sutil como un sueño, y los envolvía, y parecían de gasa, vestigios de la noche, infinitamente fugaces, a punto de disolverse. Durante un instante mar y cielo dejaron de respirar, y la aurora de dedos rosados tocó los jóvenes labios de la vida… Luego, de más allá del lago, llegó el quejido de un bote y el crujir de los remos.De pronto, recortándose contra el horno de oro que nacía en el este, dos gráciles siluetas se fundieron en una y él besó sus labios de niña mimada.—Es como estar en la gloria —murmuró Carlyle.Ardita le sonrió.—¿Eres feliz?Suspiró, y aquel suspiro era una bendición: la seguridad encantada de que en aquel momento era más joven y bella que nunca. Y la vida volvió a ser radiante, y el tiempo era un fantasma, y sus fuerzas eran eternas. Entonces hubo una sacudida y un crujido al rozar el bote el casco del yate.Por la escalerilla subieron los dos hombres de pelo gris, el oficial y dos marineros que empuñaban revólveres. El señor Farnam cruzó los brazos y miró a su sobrina.—Muy bien —dijo, asintiendo con la cabeza lentamente. Ardita suspiró, dejó de abrazar a Carlyle, y sus ojos, transfigurados y ausentes, se posaron en el pelotón de abordaje. Su tío observaba cómo su labio superior poco a poco se alzaba, en ese orgulloso puchero que él conocía tan bien.—Muy bien —repitió, furioso—. Así que ésta es la idea que tienes del amor: fugarte con un pirata.Ardita lo miró con indiferencia.—¡Qué tonto eres! —dijo, muy tranquila.—¿Eso es lo mejor que se te ocurre decir?—No —dijo, como si estuviera reflexionando—. No, hay algo más: esa frase que conoces tan bien, con la que he terminado la mayoría de nuestras conversaciones de los últimos años. ¡Cállate!Y, dicho esto, les dedicó a los dos vejestorios, al oficial y a los dos marineros una breve mirada de desprecio, dio media vuelta y desapareció orgullosamente por la escotilla que llevaba a los camarotes.Pero, si hubiera esperado un poco, hubiera oído algo bastante infrecuente en las conversaciones con su tío: su tío había estallado en carcajadas incontrolables, a las que se había unido el otro vejestorio.Este último se dirigió con energía a Carlyle, que había estado observando la escena con un aire de misterioso regocijo.—Bien, Toby —dijo afablemente—, caradura incurable, romántico perseguidor de arcoiris, ¿has encontrado por fin la mujer que buscabas?Carlyle sonrió, muy seguro.—Por supuesto —dijo—. Sabía que sería así desde la primera vez que oí hablar de sus correrías disparatadas. Por eso le ordené a Babe que lanzara el cohete de señales anoche.—Me alegro —dijo el coronel Moreland, serio—. Os seguíamos de cerca por si teníais algún problema con estos seis negros tan raros, pero no esperábamos encontraros a los dos en una situación tan comprometida —suspiró—. Bueno, ¡manda a un loco a cazar a un loco!—Tu padre y yo —dijo el señor Farnam— pasamos la noche en vela esperando lo mejor, que quizá

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sea lo peor. Bien sabe Dios que le has gustado a Ardita, hijo mío. Me estaba volviendo loco. ¿Le diste lapulsera rusa que el detective que contraté consiguió de esa tal Mimi?Carlyle asintió.—¡Shhh! —dijo—. Viene Ardita.Ardita apareció en la escalerilla de los camarotes, y los ojos se le fueron involuntariamente a las muñecas de Carlyle. Una expresión de perplejidad se dibujó en su cara. Los negros empezaron a cantar en la popa, y el lago, frío con el fresco del amanecer, devolvía serenamente el eco de sus voces profundas.—Ardita —dijo Carlyle, tímidamente.Ardita se acercó más.—Ardita —repitió, con la respiración entrecortada—. Tengo que decirte… la verdad. Todo ha sido una trampa, Ardita. No me llamo Carlyle. Me llamo Moreland, Toby Moreland. Toda la historia ha sido un invento, Ardita, fruto del clima de Florida.Lo miró fijamente: el asombro, la perplejidad, la incredulidad y la rabia se reflejaban sucesivamente en su cara. Ninguno de los tres hombres se atrevía a respirar. El señor Moreland dio un paso hacia Ardita. La boca del señor Farnam empezó a curvarse tristemente, a la espera, presa del pánico, del previsible estallido.Pero no llegó. La cara de Ardita se iluminó de repente, y con una risilla se acercó de un salto al joven Moreland y lo miró sin rastro de rabia en los ojos grises.—¿Me juras —dijo dulcemente— que todo ha sido sólo producto de tu imaginación?—Lo juro —dijo el joven Moreland, anhelante.Ella atrajo su rostro y lo besó suavemente.—¡Qué imaginación! —dijo con ternura y casi con envidia—. Quiero que me mientas toda mi vida, con toda la dulzura de que eres capaz.Las voces de los negros llegaban soñolientas desde la popa, mezcladas con una melodía que Ardita ya les había oído cantar:

El tiempo es un ladrón;alegrías y penasse van con las hojasen otoño…

—¿Qué había en las bolsas? —preguntó en voz baja.—Arena de Florida. Es una de las dos verdades que te he dicho.—Tal vez yo pueda adivinar la otra —dijo Ardita. Y, poniéndose de puntillas, lo besó dulcemente… en la ilustración.

Las nieves del KilimanjaroErnest HemingwayEl Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5895 metros de altura, y dicen que es

la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

-Lo maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza.

-¿De veras?

-Absolutamente. Aunque siento mucho lo del olor. Supongo que debe molestarte.

-¡No! No digas eso, por favor.

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-Míralos -dijo él-. ¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el olfato?

El catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al pasar.

-No se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión -dijo-. Hoy por primera vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución, como temiendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá todo lo contrario.

-Quisiera que no fuese así.

-Es un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes creer que no quiero molestarte, por supuesto.

-Bien sabes que no me molesta -contestó ella-. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.

-O hasta que no venga...

-Dime qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.

-Puedes irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a tirar, ¿no?

-No me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?

-¿Leerme qué?

-Cualquier libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.

-No puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser un buen pasatiempo.

-Para mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro camión. Tal vez venga el avión...

-No quiero moverme -manifestó el hombre-. No vale la pena ahora; lo haría únicamente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.

-Eso es hablar con cobardía.

-¿No puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?

-Es que no vas a morir.

-No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos -y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las abultadas plumas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud hacia el grupo.

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-Siempre están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no puedes morir si no te abandonas...

-¿Dónde has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!

-Podrías pensar en otra cosa.

-¡Por el amor de Dios! -exclamó-. Eso es lo que he estado haciendo.

Luego se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por momentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el verdor de la maleza. Era un hermoso campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.

-¿No quieres que lea, entonces? -preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla de lona, junto al catre-. Se está levantando la brisa.

-No, gracias.

-Quizá venga el camión.

-Al diablo con él. No me importa un comino.

-A mí, sí.

-A ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor.

-No tantas, Harry.

-¿Qué te parece si bebemos algo?

-Creo que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En todo caso, no te conviene beber.

-¡Molo! -gritó él.

-Sí, bwana.

-Trae whisky con soda.

-Sí, bwana.

-¿Por qué bebes? No deberías hacerlo -le reprochó la mujer-. Eso es lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.

-No. Me sienta bien.

«Al fin y al cabo, ya ha terminado todo -pensó-. Ahora no tendré oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las discusiones acerca de si la bebida es buena o mala.»

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Desde que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años lo había obsesionado, sí, pero ahora no representaba esencialmente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.

Ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no podría saberlo, en realidad.

-Quisiera no haber venido a este lugar -dijo la mujer. Lo estaba mirando mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios-. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte. Dije, por supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.

-¡Tu maldito dinero!

-No es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.

-Dijiste que te gustaba mucho.

-Sí, pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos ocurra?

-Creo que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no le di importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. -Mirándola, agregó-: ¿Qué otra cosa, pues?

-No me refiero a eso.

-Si hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese cojinete...

-No me refiero a eso.

-Si no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme...

-¡Caramba! Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?

-No -respondió el hombre-. No lo creo. Nunca te he querido.

-¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?

-No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.

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-No bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que podamos para zafarnos de esta situación.

-Hazlo tú, pues. Yo estoy cansado.

En su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las otras muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron...

Y era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.

En Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.

La ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir. Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.

Pero nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú, maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»

Y con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.

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¿Cuántos inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»

Así recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.

-¿Dónde nos hospedamos en París? -preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado en una silla de lona, en África.

-En el «Crillon», ya lo sabes.

-¿Por qué he de saberlo?

-Porque allí paramos siempre.

-No. No siempre.

-Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con locura.

-Ese cariño es una porquería -dijo Harry-, y yo soy el animal que se nutre y engorda con eso.

-Si tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura?

-Sí. Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.

-No digas eso...

-Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte.

-Ya es un poco tarde.

-De acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado hacer contigo.

-No, eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?

-Escucha -dijo-. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien cuando empezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.

Y deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.

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-¡Qué amable eres conmigo!

-Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida...

-Cállate, Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?

-No me gusta dejar nada -contestó el hombre-. No me gusta dejar nada detrás de mí.

Cuando despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se extendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca del campamento, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado particular estaba sentado al lado del catre.

-La memsahib fue a cazar -le dijo-. ¿Quiere algo bwana?

-Nada.

Ella había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba observar a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.

«Siempre está pensativa -meditó Harry-. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»

Desde que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más dinero, en los mejores sitios que conocía y en otros que constituyeron la novedad.

«Uno deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que podría escribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodidades y siendo lo que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasaban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para quemar la grasa de su cuerpo.

La mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las

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cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilusión de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.

«Y ahora que se acerca el fin -pensó-, ya que estoy seguro de que esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo.»

En aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.

«Tiene muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático "lo que podría hacer". Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior... Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mujer; con ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisficieron, y que me ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la vida. Durante toda mi existencia he regalado vitalidad en una u otra forma, y he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»

Entonces apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva -pensó Harry-, y tiene un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus caballos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como para dormirse.

Esto ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir... Pero los amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente pesados.

Después, uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder corresponder.

Empezó del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamorarse de ese hombre formaban parte de una constante

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progresión que se desarrollaba mientras ella construía su nueva vida y se desprendía de los residuos de su anterior existencia.

Él sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era una mujer muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la mujer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una espina le hirió la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar la fotografía.

Y ella ahora estaba aquí. Harry volvió la cabeza para mirarla.

-¡Hola! -le dijo.

-Cacé un buen carnero -manifestó la mujer-. Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de papas. ¿Cómo te encuentras?

-Mucho mejor.

-¡Maravilloso! Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.

-Dormí muy bien. ¿Anduviste mucho?

-No. Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.

-Te aseguro que tiras de un modo extraordinario.

-Es que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.

-A mí también.

-Querido, no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prometes?

-No. No recuerdo lo que dije.

-No tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces. No quieres destrozarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.

-¿Cómo lo sabes?

-Estoy segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vistazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tenemos las hogueras preparadas en los dos extremos.

-¿Y por qué piensas que vendrá mañana?

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-Estoy segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.

-Vayamos a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.

-¿Crees que no te hará daño?

-Voy a beber.

-Beberemos juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! -gritó la mujer.

-Sería mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.

-Lo haré después de bañarme...

Bebieron mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente como para tirar, una hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la colina.

-Esa porquería cruza por allí todas las noches -dijo el hombre-. Ha hecho lo mismo durante dos semanas.

-Es la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales asquerosos.

Y mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor, excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo advertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le ocurrió pensar que iba a morir.

Llegó esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el borde...

-¿Qué te pasa, Harry?

-Nada. Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.

-¿Te cambió la venda Molo?

-Sí. Ahora llevo la que tiene ácido bórico.

-¿Cómo te encuentras?

-Un poco mareado.

-Voy a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré entrar el catre.

«Me parece -se dijo Harry- que hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había peleado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo

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que, finalmente, lo corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión. Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.

Pensó ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla, después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que nunca había podido acostumbrarse a estar solo... Le contó cómo, cuando una vez le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siempre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París. Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim's» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. Entonces lo golpeó en pleno rostro con la derecha, echándolo hacia delante. Al caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer porque oyeron que se acercaba la policía. Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor agradable. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.

Aquella misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban para hacer opio, y las distancias parecían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas, y el observador británico gritó como un niño.

Aquella fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel. Entonces vio que los hombres de faldón huían, perseguidos por los oficiales que hacían fuego sobre ellos, y él y el observador británico también tuvieron que escapar. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca. Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta norteamericano delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su departamento con su esposa, a la que amaba otra vez. Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la administración del hotel empezó a mandarle la correspondencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: «¿De quién es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello, pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al final lo escribiría también. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el

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mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con detención gran cantidad de ellos y de gente; también sabía apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo...

-¿Cómo te encuentras? -preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.

-Muy bien.

-¿Podrías comer algo, ahora?

Vio a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente llevaba los platos.

-Quiero escribir.

-Sería mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.

-Si voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?

-No seas melodramático, Harry; te lo ruego.

-¿Por qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.

-Toma el caldo, por favor -dijo ella suavemente.

-Bueno.

El caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último lo tragó sin sentir náuseas.

-Eres una excelente mujer -dijo él-. No me hagas caso.

Ella lo miró con el rostro tan conocido y querido por los lectores de Spur y Town and Country. Pero Town and Country nunca mostraba esos senos deliciosos ni los muslos útiles ni esas manos echas para acariciar espaldas. Al mirarla y observar su famosa y agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo.

Esta vez no fue con ímpetu. Fue un ligero soplo, como las que hacen vacilar la luz de la vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.

-Después pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego. No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No lloverá.

«Conque así es como uno muere, entre susurros que no se escuchan. Pues bien, no habrá más peleas.» Hasta podía prometerlo. No iba a echar a perder la única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría. «Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.

-No puedes tomar dictados, ¿verdad?

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-Nunca supe -contestó ella.

-Está bien.

No había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.

Encima del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se incendió y todos los fusiles que había en las perchas encima del hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no había fusiles. Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.

En la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos todo ese trayecto.

La otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Había abedules a lo largo del río, que no era grande, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; entonces, se ahorcó.

Aquello era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pintura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños con las narices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras del «Bal Musette», encima del cual vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guardia Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo marido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al abrir L'Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que disputaba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía que tomar un avión a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina, antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin excepción, eran pobres.

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Frecuentaban la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran descendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca encontró una parte de París que le gustase tanto como aquélla, con sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino declive pronunciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquilaban sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.

Desde el departamento sólo se veían los grandes árboles y la casa del carbonero, donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los dorados trozos de res muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. «¿Dónde está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita. Debe de estar acostado con alguna portera. Que venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener inteligencia!» Y entonces se cerraban todas las ventanas.

Marie, su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo: «Mi marido trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre la reducción del horario.»

-¿Quieres un poco más de caldo? -le preguntaba su mujer.

-No, muchísimas gracias, aunque está muy bueno.

-Toma un poquito más, ¿no?

-Prefiero un whisky con soda.

-No te sentará bien.

-Ya lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de eso: te estás volviendo loca por mí.

-Bien sabes que me gusta que bebas, pero...

-¡Oh! Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.

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«Cuando se vaya -pensó-, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranquilo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado...

No, nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?

¿Y lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región, el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos estrepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de las montañas se dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada... Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado escribir.

¿Y el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca del asesino. El peón no pensaba que se lo llevarían preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba recompensar sus servicios. Por eso, cuando el alguacil le colocó las esposas se quedó mudo de sorpresa y luego se echó a llorar. Ésta era una de las anécdotas que dejó para escribir más adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?

-Tú les dirás por qué -dijo.

-¿Por qué qué, querido?

-Nada.

Desde que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo -pensó Harry-, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o jugaban demasiado al backgammon. Eran perezosos; por eso siempre repetían lo mismo. Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien lo interrumpió para manifestar: «Ya lo creo. Tienen más dinero que nosotros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva.

Harry despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle daño, ya que nada le importaba.

Muy bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo como cualquier mortal, mientras no fuese

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demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había algo que lo hería espantosamente, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.

Recordaba aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un patrullero alemán, cuando él atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valiente y buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco lo iluminó aquella noche entre las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez sostuvieron una discusión acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo. Después, matarlo fue la única solución.

Lo que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez estuviera mejor acompañado.

Entonces pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.

«No -reflexionó-, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has quedado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas.»

-Es un fastidio -dijo en voz alta.

-¿Qué, queridito?

-Todo lo que dura mucho.

Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.

-He estado escribiendo -dijo él-, pero me cansé.

-¿Crees que podrás dormir?

-Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?

-Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.

-¿Te encuentras mal? -le preguntó a la mujer.

-No. Tengo un poco de sueño.

-Yo también.

En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.

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-Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad -le dijo más tarde.

-Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.

-¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?

Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.

-Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.

Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.

-Dile que se marche.

No se fue, sino que se acercó aún más.

-¡Qué aliento del demonio tienes! -le dijo a la muerte-. ¡Tú, asquerosa bastarda!

Se acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:

-Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.

No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.

Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

Ya era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando kerosene y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.

-¿Qué te pasa, amigo? -preguntó el aviador.

-La pierna -le respondió Harry-. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?

-Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.

Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.

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-Te llevaré en seguida -dijo-. Después volveré a buscar a la mem. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.

-¿Y el té?

-No importa; no te preocupes.

Los peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era grisamarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.

Por último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compie volvió la cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.

En aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.

-¡Molo! -llamó-. ¡Molo! ¡Molo!

Y después dijo:

-¡Harry! ¡Harry! -Y levantando la voz-: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!

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No hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar.

Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.

Fragmento El Viejo y el Mar de Ernest Hemingway 

…………Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero…………..

…………Estaba rígido y adolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. «Ojalá no tenga que volver a pelear —pensó—. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear.»

Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.

Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, tomándola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.

Por último vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que todo había terminado.  Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos golpes más. Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar, y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue, de la manada, el último tiburón que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer……..

………….Quitó el mástil de la carlinga y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al hombro y empezó a subir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y al reflejo de la luz de la calle vio la gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente pico y toda la desnudez entre los extremos……..

………..—¿Qué es eso? —preguntó la mujer al camarero, y señaló al largo espinazo del gran pez, que ahora no era más que basura esperando a que se la llevara la marea.

—Tiburón —dijo el camarero—. Un tiburón.Quería explicarle lo que había sucedido.—No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente formadas.—Ni yo tampoco —dijo el hombre que la acompañaba.Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de

bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.

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Los crisantemos

Por: John Steinbeck

Una niebla invernal, gris y espesa separaba al Valle de Salinas del cielo y del resto del mundo. Era una densa bruma que se apoyaba por sus bordes en las crestas de las montañas, convirtiendo el valle en una olla tapada. En el fondo, donde el suelo era llano, los arados abrían surcos profundos por los que asomaba la tierra rica y rojiza. En las laderas de los montes, al otro lado del río Salinas, los campos de espigas amarilleaban como si estuvieran bañados en una pálida luz solar, pero esta no llegaba hasta allí. Los álamos y sauces que crecían apretados al borde del río, parecían gigantescas antorchas cuyas llamas eran sus hojas amarillas o pardas.

Era una hora tranquila, como de espera. El aire era frío, pero carecía de asperezas. Un viento flojo soplaba del sudoeste y los granjeros esperaban confiados la lluvia inminente; pero antes debía levantarse la niebla, porque la lluvia y niebla nunca van juntas.

En el rancho de Henry Allen, al pie de la montaña, entre esta y el río, había poco que hacer, porque todo el heno había sido segado y los campos estaban arados, en espera de la lluvia que los fecundase. Las reses que se encaramaban por los ribazos tenían un aspecto marchito y reseco como la misma tierra.

Elisa Allen, que trabajaba en su jardín, levantó los ojos un momento para mirar al otro lado del patio, donde Henry, su marido, hablaba con dos hombres que parecían agentes comerciales. Los tres estaban de pie, junto al cobertizo del tractor, los tres fumaban cigarrillos y los tres miraban el pequeño "Fordson" mientras hablaban. Elisa los contempló un momento y luego reanudó su trabajo. Tenía treinta y cinco años. Su cara era delgada y de expresión enérgica, y sus ojos claros y transparentes como el agua. Vestida de jardinera, con un sombrero masculino encasquetado hasta los ojos y un delantal de pana muy grande, en cuyos cuatro bolsillos guardaba las tijeras de podar, un rollo de alambre y otras herramientas de jardinería, su silueta aparecía pesada y torpe, carente de gracia femenina. Tenía puestos unos guantes de cuero para protegerse las manos mientras trabajaba.

Con unas tijeras cortas y fuertes estaba cortando los tallos de los crisantemos del año anterior, mientras de vez en cuando echaba otra ojeada a los tres hombres junto al tractor. Todo en ella revelaba energía y fuerza, hasta el modo de manejar las tijeras. Los frágiles tallos de los crisantemos parecían indefensos bajo sus implacables manos.

Apartó de los ojos un mechón rebelde, ensuciándose de tierra la frente con el dorso de la mano enguantada. A su espalda se alzaba la casita blanca, enteramente rodeada de geranios rojos. Era un edificio pequeño y limpio, cuyas ventanas brillaban como espejos. Ante su puerta podía verse una estera de cáñamo para limpiarse los zapatos antes de entrar.

Elisa volvió a mirar hacia el cobertizo. Los forasteros subían a su "Ford" coupé. Se quitó un guante e introdujo sus fuertes dedos en la masa de crisantemos que crecían en torno a los viejos tallos. Apartando hojas y pétalos examinó cuidadosamente los tallos nuevos en busca de orugas, insectos o escarabajos.

Se sobresaltó al oír la voz de su marido. Se le había acercado sin hacer ruido y se apoyaba en la cerca de espino que protegía el jardín de las incursiones de reses, perros o aves.

-¿Otra vez lo mismo? – preguntó él-. Veo que vas a tener una abundante cosecha este año.

Elisa se enderezó y volvió a ponerse el guante que se había quitado.

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-Sí. Este año crecen con fuerza.

Tanto en el tono de su voz como en su expresión había cierta aspereza.

-Eres muy mañosa – observó Henry -. Algunos de los crisantemos que tenías el año pasado medían por lo menos un palmo de diámetro. Me gustaría que trabajases en la huerta y consiguieras manzanas de este tamaño.

A ella se le iluminaron los ojos.

-Tal vez podría. Es cierto que soy mañosa. Mi madre también lo era. Cualquier cosa que plantase, crecía. Solía decir que todo era cuestión de tener manos de plantador. Manos que saben trabajar solas.

-Desde luego, con las flores parece que te da resultado – dijo él.

-Henry: ¿Quiénes eran esos con quienes hablabas?

-¡Ah, sí! Es lo que venía a decirte. Eran de la Compañía Carnicera del Oeste, le he vendido las treinta reses de tres años. A un precio muy bueno, además.

-Me alegro – dijo ella -. Me alegro por ti.

-He pensado –continuó él – que, como es sábado por la tarde, podríamos ir a Salinas a cenar en un restaurante y después al cine… a celebrarlo.

-Me parece muy bien – dijo ella-. ¡Oh, sí! Muy bien.

Henry sonrió.

-Esta noche hay lucha. ¿Te gustaría ir a la lucha?

-¡Oh, no! – se apresuró ella a contestar-. No, no me gustaría nada.

-Era broma, mujer. Iremos al cine. Vamos a ver. Ahora son las dos. Voy a buscar a Scotty y entre los dos bajaremos las reses del monte. Eso nos entretendrá un par de horas. Podemos estar en la ciudad a eso de las cinco y cenar en el "Hotel Cominos". ¿Qué te parece?

-Estupendo. Me encanta comer fuera de casa.

-Entonces, decidido. Voy a buscar dos caballos.

Ella contestó:

- Creo que me queda tiempo para trasplantar algunos esquejes entretanto.

Oyó como su marido llamaba a Scotty, junto al granero. Poco después vio a los dos hombres cabalgando por la ladera amarillenta, en busca de las reses.

Tenía un pequeño parterre para cultivar los crisantemos más jóvenes. Con una pala removió concienzudamente la tierra, la alisó y la oprimió con fuerza. Luego practicó en ella unos surcos paralelos. Tomó unos esquejes nuevos, les cortó las hojas con las tijeras y los dejó en un ordenado montón.

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Un chirridos de ruedas y resonar de cascos llegaba a sus oídos desde el camino. Levantó la vista. La carretera seguía los bordes de unos campos de algodón que se extendían junto al río y por ella se aproximaba un curioso vehículo, de extraña traza. Era un viejo carromato de ballestas, cubierto con una lona, que recordaba vagamente los carros de las expediciones de pioneros del Oeste. Tiraban de él un viejo bayo y un burro diminuto de color gris, con manchas blancas en el pelaje. Lo conducía un hombre gigantesco, sentado entre las lonas de la abertura delantera. Debajo del carromato, entre las ruedas posteriores, caminaba un perro escuálido y sucio. La lona estaba pintada con grandes letras que decían: "Se arreglan potes, sartenes, cuchillos, tijeras, segadoras." El "se arregla" estaba escrito en letras más grandes. La pintura negra se había corrido dejando unos puntitos debajo de cada letra.

Elisa, todavía agachada sobre su parterre contempló con interés el paso del extravagante vehículo. El perro perdió de improviso su pasividad y echó a correr, adelantando al carro. Inmediatamente corrieron hacia él dos perros pastores del rancho, que no tardaron en darle alcance, luego, se detuvieron los tres y con gran solemnidad se olisquearon detenidamente. La caravana fue a detenerse con gran estrépito, junto a la cerca que separaba a Elisa de la carretera. Entonces el perro, como comprendiendo que estaba en minoría se retiró de nuevo bajo el carro con el rabo entre las piernas y los dientes al descubierto.

El conductor del carromato exclamó:

-Mi perro puede ser muy malo en una pelea, cuando quiere.

Elisa se echó a reír.

-Ya lo veo. ¿Y cuándo quiere?

El hombre coreó su risa con simpatía.

-A veces tarda semanas y hasta meses en decidirse – contestó. Apoyándose en la rueda, saltó al suelo. El caballo y el asno, al detenerse, parecían haberse marchitado como las flores sin agua.

Elisa pudo comprobar que era un hombre verdaderamente gigantesco. Aunque tenía muchas canas en la cabeza y en la barba no parecía muy viejo. Su traje negro, y muy gastado, estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa. En cuanto dejó de hablar, la risa huyó de sus labios y de sus ojos. Eran unos ojos negros, llenos de toda la reflexión silenciosa que se encuentra en los ojos de los arrieros y de los marino. Sus callosas manos, apoyadas en la cerca de espino estaban llenas de grietas, y cada grieta era una línea negrísima. Se quitó el sucio sombrero.

-Me he apartado de la carretera principal, señora –explicó-. ¿Conduce este camino, atravesando el río hasta la carretera de Los Ángeles?

Elisa se incorporó del todo y guardó las tijeras en uno de los bolsillos de su delantal.

-Pues, sí, pero primero da muchas vueltas hasta que finalmente atraviesa el río por un vado. No creo que sus animales sean capaces de vadearlo.

-Se sorprendería viendo lo que estos animales pueden llegar a hacer – contestó él con cierta aspereza.

-¿Cuándo quieren? – preguntó ella.

Él sonrió por un segundo.

Page 46: Una Rosa Para Emilia

-Sí. Cuando quieren.

-Está bien – dijo Elisa-. Pero creo que ganará tiempo retrocediendo hasta Salinas y tomando allí la carretera.

El hombre tiró con el dedo del alambre de púas, haciéndolo vibrar como cuerda de guitarra.

-No tengo ninguna prisa, señora. Cada año voy de Seattle a San Diego para regresar por el mismo camino. Dedico mucho tiempo a ese viaje. Unos seis meses en el camino de ida y otros tantos en el camino de vuelta. Procuro seguir el buen tiempo.

Elisa se quitó los guantes y los guardó en el mismo bolsillo que las tijeras. Se llevó la mano al borde del sombrero masculino con que se tocaba, intentando arreglar unos rizos rebeldes que asomaban.

-Esa forma de vivir parece que ha de ser muy agradable –observó.

El hombre se inclinó sobre la cerca con aire confidencial.

-Ya se habrá fijado en los letreros que hay en mi carro. Arreglo cazuelas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Tiene algo de eso para mí?

-¡Oh, no! – se apresuró ella a contestar -. Nada de eso.

Sus ojos se habían endurecido súbitamente.

-Las tijeras son lo más delicado – explicó el hombre-. La mayoría de la gente las echa a perder sin remedio intentando afilarlas, pero yo tengo el secreto infalible. Patentado, incluso. Puede estar segura de que no hay sistema igual.

-No, gracias. Todas mis tijeras están afiladas.

-Está bien. Un cacharro, entonces – insistió el hombre, con tenacidad-. Un cacharro abollado o que tenga un agujero. Yo puedo dejárselo como nuevo y usted se ahorrará comprar otro. Siempre vale la pena.

-No – repitió ella -. Ya le he dicho que no tengo nada de eso.

El rostro de él adoptó una expresión de exagerada tristeza. Su voz se convirtió en un gemido lastimero.

-Hoy no he podido encontrar trabajo en todo el día. Como le dicho, me he apartado de mi ruta acostumbrada. Mucha gente me conoce a todo lo largo del camino de Seattle a San Diego. Me guardan cosas para que las arregle o afile porque saben que lo hago muy bien y les permito ahorrar dinero.

-Lo siento –dijo Elisa con irritación-. No tengo nada para usted.

Él dejó de mirarla y contempló el suelo unos instantes. Su mirada vagó sin rumbo hasta detenerse en el parterre de crisantemos en que ella había estado trabajando.

-¿Qué plantas son esas, señora?

La irritación y el mal humor desaparecieron de la expresión de Elisa.

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-Oh, son crisantemos, gigantes, blancos y amarillos. Los cultivo todos los años… los más grandes del contorno.

-¿Es una flor de tallo muy largo? ¿Con aspecto de nubecilla coloreado? –preguntó el buhonero.

-Exacto. ¡Y qué modo tan bonito de describirla!

-Huelen bastante mal hasta que uno se acostumbra –añadió él.

-Es un olor acre, pero agradable – protestó ella-. No diría yo que huelen mal.

El hombre se apresuró a cambiar de tono.

-También a mí me gusta.

-El año pasado conseguí flores de más de un palmo – siguió diciendo ella con orgullo.

El forastero se inclinó más sobre la cerca.

-Oiga. Conozco a una señora, junto a la carretera, que tiene el jardín más bonito que se ha visto nunca. Tiene toda clase de flores menos crisantemos. La última vez que le arreglé un cacharro me dijo: "Si alguna vez encuentra algunos crisantemos que valgan la pena, me gustaría que me trajera algunas semillas." Eso fue lo que me dijo.

Los ojos de Elisa se iluminaron con súbito interés.

-Sin duda sabía muy poco de crisantemos. Pueden sembrarse, desde luego, pero es mucho más cómodo plantar esquejes pequeños, como éstos.

-¡Ah! –exclamó él-. Entonces supongo que no puedo llevarle ninguno.

-Claro que puede – contestó Elisa-. Le pondré unos cuantos en arena húmeda y usted se los lleva. Echarán raíces en el tiesto si procura mantenerlos siempre húmedos. Luego ella puede trasplantarlos.

-Estoy seguro de que la entusiasmarán, señora. ¿Dice usted que son bonitos?

-Preciosos –dijo ella-. ¡Oh, sí, magníficos! – Le brillaban los ojos. Se quitó el sucio sombrero y agitó sus cabellos rubios-. Los pondré en esta maceta vieja para que usted se los lleve. Entre en el patio, por favor.

Mientras el hombre atravesaba la verja, Elisa corrió excitada hasta la parte posterior de la casa. De allí volvió con un tiesto vacío, pintado de rojo. Se había olvidado de los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al parterre y con las uñas escarbó en la tierra arenosa, llenando con ella la maceta vacía. Luego tomó un manojo de pequeños esquejes y los plantó en la arena húmeda, oprimiendo bien con los nudillos la tierra en torno a las raíces. El hombre estaba inclinado sobre su espalda.

-Le diré lo que debe que hacer –dijo ella, sin volverse -. Deberá recordarlo para poder decírselo a la señora.

-Sí; intentaré acordarme.

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-Verá, echarán raíces dentro de un mes. Entonces atiene que sacarlos de aquí y plantarlos en tierra abonada, dejando un palmo de distancia entre uno y otro. –Tomó un puñado de tierra del parterre para que él viera bien-. Así podrán crecer aprisa y mucho. Y recuerde lo siguiente: en julio deberá cortarlos, a una altura de palmo y medio del suelo aproximadamente.

-¿Antes de que florezcan? – preguntó él.

-Sí; antes de que florezcan. –Su rostro estaba tenso y sus palabras indicaban gran entusiasmo por el tema-. Crecerán otra vez enseguida. Hacia finales de septiembre volverán a aparecer capullos.

-El cuidado de los capullos es lo más difícil –añadió vacilante-. No sé cómo explicárselo. – Lo miró a los ojos, como intentando averiguar si era capaz de comprenderla. Su boca estaba entreabierta, y parecía escuchar una voz interior-. Intentaré aclarárselo –dijo por fin-. ¿Ha oído decir alguna vez que hay gente que tiene "manos de jardinero"?

-No podría asegurárselo señora.

-Verá: sólo puedo darle una idea. Se comprende mejor cuando hay que arrancar los capullos sobrantes. Los cinco sentidos se concentran en las yemas de los dedos. Son los dedos los que trabajan… solos. Es una sensación muy particular. Se mira una las manos y comprende que actúan por su cuenta. Arrancan capullo tras capullo y no se equivocan nunca, ¿comprende? Los dedos del jardinero se compenetran con la planta. Es algo que se siente, como una sensación física, como un cosquilleo especial que sube por el brazo hasta el codo. Los dedos saben lo que tienen que hacer. Cuando se siente eso, es imposible cometer un error. ¿Comprende lo que le digo? ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?

Estaba arrodillada en el suelo, mirándolo. Su pecho subía y bajaba agitadamente.

El hombre encogió los ojos hasta reducirlos a dos rayitas minúsculas. Luego miró hacia otro sitio, meditabundo.

-Tal vez sí –murmuró-. Algunas veces por la noche, estando en mi carro…

La voz de Elisa se hizo más opaca. Lo interrumpió.

-Nunca he vivido como usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es oscura… cuando las estrellas parecen diamantes… y todo está en silencio. Entonces parece que se flota sobre las nubes y que las estrellas se claven en el cuerpo. Eso es. Algo agradable, maravilloso… que se quisiera hacer durar eternamente.

Todavía arrodillada, sus dedos se aproximaron al negro pantalón del forastero, sin llegar a rozarlo. Luego su mano descendió al suelo y ella se agachó más, como si quisiera esconderse en la tierra.

-Lo explica de un modo muy bonito –murmuró él-. Sólo que cuando no se tiene nada para cenar no es tan bonito.

Ella se irguió entonces, con expresión avergonzada. Le ofreció el tiesto con las flores, depositándolo cuidadosamente en sus brazos.

-Tenga. Póngalo en el pescante de su carro, en un sitio donde pueda vigilarlo bien. Tal vez encuentra algún trabajo para usted.

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Volviendo a la parte posterior de la casa, revolvió una pila de cacharros viejos, de los que escogió dos ollas de aluminio, muy estropeadas. A su regreso, se las entregó.

-¿Podría arreglarlas?

La actitud de él cambió, volviendo a ser profesional.

-Sí, señora; se las dejaré como nuevas.

Fue hacia su carromato de donde sacó unas herramientas, poniéndose a trabajar bajo la mirada atenta de Elisa. La expresión de su boca era firme y tranquila. En los momentos más delicados de su trabajo se mordía el labio inferior.

-¿Duerme usted en el carro? –le preguntó Elisa.

-En el carro, sí, señora. Llueva o haga sol, el carro es mi casa.

-Debe ser muy agradable –dijo ella-. Muy agradable. Me gustaría que las mujeres pudiéramos hacer esas cosas.

-No es una vida adecuada para una mujer.

Ella levantó ligeramente el labio superior, mostrando los dientes.

-¿Cómo lo sabe? ¿Por qué está tan seguro? – preguntó.

-No lo sé, señora –protestó él-. Claro que no lo sé. Aquí tiene sus ollas, igual que cuando las compró. No tendrá que adquirir otras nuevas.

-¿Qué le debo?

-Oh, con cincuenta centavos será suficiente. Procuro mantener precios baratos y trabajar bien. Así es como tengo muchos clientes a todo lo largo del camino.

Elisa fue a buscar la moneda de cincuenta centavos, que depositó en su palma extendida.

-Le sorprendería saber que yo podrá ser una rival para usted. Yo podría demostrarle lo que una mujer es capaz de hacer.

Él guardó el martillo y las demás herramientas en una caja de madera, con gran parsimonia.

-Sería una vida demasiado solitaria para una mujer, señora, y pasaría mucho miedo cuando se colasen animales de todas clases, por la noche, dentro del carro. –Se encaramó en el pescante, apoyándose en la grupa del burro para subir. Una vez sentado tomó las largas riendas en una mano-. Muchísimas gracias, señora –dijo-. Haré lo que me aconsejó: retrocederé en busca de la carretera de Salinas.

-No se olvide –le recordó ella-. Si el viaje es largo procure conservar húmeda la arena.

-¿La arena, señora?... ¿La arena? Ah, sí, claro. Se refiere a los crisantemos. Desde luego, no se me olvidará.

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Chasqueó la lengua y los dos animales levantaron las cabezas, haciendo sonar las campanillas de sus collares. El perro fue a situarse entre las ruedas. El carro describió una curva y empezó a moverse en la misma dirección por donde había venido, a lo largo del río.

Elisa permaneció en pie junto a la cerca, viendo alejarse el vehículo. Estaba inmóvil, con la cabeza y los ojos entornados. Sus labios se movían en silencio, formando las palabras: "Adiós, adiós." Luego añadió más alto:

-¡Quién pudiera ir en la misma dirección… hacia la libertad!

El sonido de su propia voz la sobresaltó. Inquita, miró en torno para asegurarse de que nadie la había oído. Los únicos testigos eran los perros. Levantaron sus cabezas, que yacían soñolientas en el polvo, la miraron un momento con indiferencia y volvieron a dormirse. Elisa se volvió del todo y se dirigió rápidamente hacia la casa.

En la cocina palpó las paredes del termosifón para asegurarse que tenía agua caliente disponible. Al ver que era así, se dirigió al cuarto de baño y se despojó de sus sucias ropas que arrojó a un rincón. Luego se frotó concienzudamente el cuerpo con un fragmento de piedra pómez, hasta que tuvo enrojecida la piel de sus brazos, muslos, vientre y pecho. Una vez seca se situó frente al espejo del dormitorio y estudió su cuerpo, levantado la cabeza y los brazos. Dando media vuelta, se miró la espalda por encima del hombro.

Al cabo de un rato empezó a vestirse, muy despacio. Se puso la ropa interior más nueva que tenía, sus mejores medias y el vestido de las grandes ocasiones. Se peinó cuidadosamente, se perfiló las cejas y se pintó los labios.

Antes de terminar su tocado oyó el rumor de cascos y las voces de Henry y su ayudante, que metían las reses en el corral. Oyó luego el portazo de la verja y se preparó para recibir a Henry.

Sus pasos sonaban ya en la casa. Desde el vestíbulo gritó:

-Elisa, ¿dónde estás?

-En el dormitorio, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente si quieres bañarte. Data prisa que se hace tarde.

Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa extendió el traje oscuro de su marido sobre la cama, colocando a su lado una camisa limpia y unos calcetines. En el suelo dejó el par de zapatos que había limpiado. Luego salió al porche y se sentó a esperar. Miró hacia el río bordeado de álamos amarillentos, semiocultos en la niebla baja, que gracias al color de las hojas parecía estar bañada de sol o llena de fuego interior. Era la única nota de color en la tarde decembrina y grisácea. Elisa siguió inmóvil mucho tiempo, casi sin parpadear.

Henry salió, dando un portazo, y se acercó metiendo bajo el chaleco el extremo de su corbata. Elisa se irguió aún más y su expresión se endureció. Henry se detuvo bruscamente, mirándola.

-¡Caramba, Elisa! ¡Estás muy elegante!

-¿Elegante? ¿Crees que estoy elegante? ¿Y por qué lo dices?

Henry vaciló, algo sorprendido.

-No lo sé. Quiero decir que estás distinta, más guapa, más fuerte… más feliz.

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-¿Fuerte? Sí, claro que soy fuerte. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Él estaba perplejo.

-¿Qué juego te traes entre manos? Porque es un juego, ¿verdad? Pues insisto en que estás fuerte y guapa.

Momentáneamente Elisa perdió su rigidez.

-¡Henry, no te burles! Es muy cierto que soy fuerte –se jactó-. Nunca hasta hoy había comprendido lo fuerte que soy.

Henry miró hacia el cobertizo del tractor, diciendo:

-Voy a sacar el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras se calienta el motor.

Elisa entró en la casa. Le oyó poner en marcha el coche y conducirlo hasta la verja. Con mucha cala, se colocó el sombrero, dándole tironcitos por un lado y por el otro hasta que estuvo a su gusto. Cuando oyó que Henry cansado, paraba el motor, se puso rápidamente el abrigo y salió.

El pequeño automóvil descapotable inició su macha por la carretera polvorienta, siguiendo el curso del río, obligando a los pájaros a levantar el vuelo y a los conejos a huir a refugiarse en sus madrigueras.

Dos cigüeñas pasaron volando lentamente sobre las copas de los árboles y fueron a zambullirse en el río.

En mitad del camino, a lo lejos, Elisa divisó un punto oscuro. Sabía lo que era.

Procuró no mirar al pasar, pero sus ojos no la obedecieron. Pensó, llena de tristeza: "Podía haberlos arrojado fuera del camino. No le habría costado mucho. Pero ha querido conservar el tiesto –se explicó a sí misma-, porque le será útil. Por eso no los tiró fuera del camino."

El coche dobló un recodo de la carretera y Elisa descubrió el carromato a lo lejos. Se volvió hacia su marido para no tener que mirar el lento vehículo tirado por dos casinos animales.

Pronto lo alcanzaron, dejándolo atrás al instante. Ella no quiso volverse.

Entonces dijo en voz alta, para ser oída sobre el estrépito del motor:

-Será agradable cenar fuera esta noche.

-Ya has vuelto a cambiar –exclamó Henry, separando una mano del volante para darle un cariñoso golpecito en la rodilla-. Tendría que llevarte a cenar fuera de casa con más frecuencia. Será mucho mejor para los dos. La vida en el rancho se hace pesada.

-Henry –preguntó ella, casi con timidez-. ¿Podríamos beber vino con la cena?

-¡Claro que sí!¡Vaya, es una idea estupenda!

Ella guardó silencio unos minutos. Luego dijo:

-Henry, en la lucha, ¿se hacen mucho daño?

-A veces sí, pero no siempre. ¿Por qué lo preguntas?

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-Es que he leído que se rompen las narices y les corre sangre por el pecho. He oído decir que es un deporte salvaje.

Él se volvió a mirarla.

-¿Qué te pesa, Elisa? No sabía que leyeses esas cosas.

Detuvo el coche para maniobrar mejor al entrar a la carretera de Salinas, pasando el puente.

-¿Van algunas mujeres a la lucha? –siguió preguntando Elisa.

-Sí, desde luego. Dime de una vez qué te pasa Elisa. ¿Es que quieres ir? Nunca hubiese creído que te gustaría, pero si de veras te hace ilusión…

Ella se echó para atrás en el asiento.

-Oh, no. No, no quiero ir. Seguro que no. –Apartó el rostro de él-. Ya es bastante si tomamos vino con la cena. No hace falta más.

Se subió el cuello del abrigo para que él no se diera cuenta que estaba llorando… como una mujer débil y vieja.