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Una sirvienta se escapa Pablo Valle

Una Sirvienta Se Escapa

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Capítulo 1

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Una sirvienta se escapa

Pablo Valle

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Capítulo 1

La primera vez que vi a Fabiana, Dios me perdone, creí que era una

mendiga.

Me paró a la salida del canal. Bueno, me paró es un decir. En cierto

sentido, estaba ahí, simplemente. A lo sumo me tocó un brazo cuando

pasaba cerca. ¿Casi meto la mano en un bolsillo? Prefiero no especular con

falsos recuerdos, y mucho menos con verdaderos. De todas maneras, soy

periodista y entiendo perfectamente que se dude de cada una de mis

palabras. Yo también dudo.

En todo caso, me miró con sus ojos oscuros, con su mirada clara, y

eso, sí, seguramente fue eso, me hizo detener.

—Usted es Diego Figueroa —dijo, no preguntó.

Balbuceé una afirmación. Si ya había dejado de parecerme una

limosnera, tampoco me cuadraba en el modelo de una admiradora. No es

que tuviera muchas, pero de vez en cuando firmaba autógrafos, ahí mismo,

posiblemente porque me confundían con otro, o porque esa gente le pide

autógrafos a cualquiera que salga de un canal más o menos bien vestido y

con algún resto de maquillaje. Además, últimamente, también debo

admitirlo, mi cara salía más seguido en la pantalla.

—Me llamo Fabiana —así, sin apellido—. ¿Podría hablar un minuto

con usted?

¿Tenía cuántos, dieciocho, veinticinco años? Después iría aprendiendo

(además de la cifra exacta, más cercana de la primera que la segunda) que

hasta podía parecer de treinta.

—La verdad es que estoy un poco apurado —dije, sin mucha

convicción—. Me esperan en el diario.

—Entiendo.

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Todavía tenía una mano apoyada suavemente en mi brazo. En ese

momento la sacó. Tuve que agregar:

—No quiero ser descortés…, Fabiana. ¿Podrías decirme de qué querés

hablar?

También mentiría si arriesgo que la curiosidad, o algún hipotético

“olfato de periodista”, me llevaron a detenerme, o me impidieron seguir mi

camino (era verdad que tenía que ir al diario, pero no que me “esperaran”).

Lo que me detuvo fue esa mirada; fue Fabiana, ella sola. Su actitud a la vez

desesperada y resignada, como si esperara todo y a la vez nada de mí, de la

vida, del mundo. Y tenía tanta razón.

—Es un poco difícil… —miró, por primera y no última vez, a nuestro

alrededor. Ahí comprendí, o creí comprender, algunas cosas—. Quisiera

contarle algo… A ver si usted me puede ayudar. Como es periodista…

Bueno, aunque no pueda creerse, teníamos casi la misma edad. Pero

ella iba a tardar mucho en tutearme.

—¿Algo sobre qué? —le pregunté, tratando de no sonar demasiado

cortante—. ¿Grave?

Asintió con gestos rápidos, infantiles.

—¿Y no sería mejor ir a la policía?

Su cara morena se manchó de pánico. Eso también me decidió.

—Bueno, está bien. Vayamos a tomar un café.

El miedo no se le pasaba del todo, supongo que por varias capas de

desconfianza superpuestas, todas razonables.

—Es un lugar seguro —le dije, tomándola yo de uno de sus brazos—.

Si querés hablar conmigo, dejame que te guíe, teneme un mínimo de

confianza.

Me pareció notar en Fabiana un pequeño amague de relajación,

aunque no dejó de mirar para todos lados hasta que llegamos al bar que está

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a dos cuadras de allí. Ese que usaba para los casos en que yo suponía

necesaria una mayor dosis de discreción que la que podían aportar el bar

del canal o los que están enfrente.

Toda su actitud corporal en el boliche me indicaba que no estaba

acostumbrada a frecuentar esos lugares. “Esos lugares”. Como si se tratara

de algo exótico. Era un bar cualquiera. Pero ella parecía incómoda,

totalmente fuera de lugar. Y lo estaba.

—¿Tomás un café? —negó con la cabeza—. ¿Qué querés?

—No sé…

Pedí un café cargado para mí y un agua mineral para ella.

—¿Está bien?

Asintió, como aliviada. Iba a tomarse el agua a sorbitos intensos,

concentrada exageradamente en el vaso. O quizás desconfiada: su rasgo de

carácter, ocasional, más marcado.

—Bueno —dije—, contame.

—Sí, perdón, no quiero hacerle perder tiempo.

—Ya no es cuestión de tiempo, sino de claridad. Decime.

Tomó aire, impulso.

—Me escapé de una Casa de la Obra.

Lo dijo como si hubiera confesado el peor de los crímenes. Lo era

para ella, incluso para otros, pero para mí no significaba nada.

—No entiendo qué querés decir. Explicate mejor.

Me miró fijo, supongo que para tratar de evaluar si me estaba

burlando de ella. Habrá concluido que no, porque buscó esforzadamente

otra forma de decirlo.

—Yo era interna en una Casa de la Obra… Ahí donde se aprenden

cosas. Para trabajar. Para la gente. Y me escapé porque…

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—Pará, pará, sigo sin entender. Tratá de expresarlo mejor, de otra

manera. ¿Qué es esa… Obra?

Me miró desconcertada. No sabía cómo explicarlo, de tan natural que

era para ella.

—Bueno, empecemos más atrás. ¿De dónde sos? ¿Tenés familia?

—Soy de Tucumán. No tengo familia.

—¿Nada nada de familia? ¿Vivías sola?

—Con mi abuela. Pero ya se murió. Hace tres años.

—Bueno. ¿Y ella te mandó a estudiar acá o viniste sola?

—No, no. Me trajeron. Me trajo la Obra. Ellos enseñan…

—Sí, está bien, eso ya me lo dijiste. Pero ¿cómo es eso de que te

escapaste? ¿Es un colegio pupilo o una cárcel?

No entendió, ahí sí creyó que le estaba haciendo una broma. O, por lo

menos, empezó a pensar que se había equivocado de persona (yo era la

primera con la que intentaba hablar, evidentemente no la entendía y era,

otra vez Dios me perdone, demasiado brusco). Parecía con ganas de

levantarse e irse.

—Es culpa mía si no entiendo —le dije, como para retenerla—. No

tuya. Estoy seguro de que podés explicarte mejor. No sos ninguna nena

para andar escapándote, así que ese lugar debe ser medio… raro. Yo no

sabía que existían cosas así. A ver…

—No nos dan permiso para salir —articuló. Ya se estaba dando cuenta

de que lo obvio para ella no tenía por qué serlo para los demás. Había

salido al mundo, y el mundo tenía reglas que ella no conocía. Gustos,

olores que no conocía, como el café o el agua mineral en un bar roñoso.

—Ajá.

—Yo tenía una amiga… Una compañera. La Clarita. Era de mi mismo

pueblo, vivía muy cerca de mi casa. De la casa de mi abuela.

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—De Tucumán.

—Eso.

—¿Y?... ¿Le pasó algo a Clarita?

Su cara se demudó. Otra vez. Curioso, porque eso era exactamente lo

que venía a contarme, pero ahora, cuando estaba a punto de hacerlo, de

ponerlo en palabras, parecía adquirir otra dimensión para ella, quizás la

verdadera, la insoportable.

—Sí.

—Ah —me quedé callado un rato. Empecé a entender, o más bien a

contagiarme de las sensaciones que Fabiana dejaba escapar en cada

palabra, en cada gesto, en cada postura del cuerpo. Más que entender,

entonces, ya intuía todo lo que iba a decirme. No sé, no quiero exagerar,

pero me parece que comenzaba a asomarme al mismo abismo que ella.

—Ella desapareció.

Asentí, pero súbitamente helado.

—Desapareció —corroboré—. ¿Cómo fue eso?

—Hubo un… problema. Ella tuvo un problema. Y al otro día ya no

estaba más en la Casa.

—¿Qué clase de problema?

—Bueno, no sé bien… Ella había ido a trabajar a una casa, y volvió…

Se había portado mal, nos dijeron. Tenía que ser castigada…

—¿Castigada? ¿Qué clase de castigo?

Bajó los ojos. Pensé que estaba llorando.

—Nada, una paliza —murmuró. Apenas se la oía.

—¡¿Cómo?!

Levantó la mirada hacia mí. No estaba llorando. Se me ocurrió que ya

había llorado todo lo necesario, o lo posible. Por eso, aun con dificultades y

reticencias, podía contarlo.

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—En la Casa, cuando alguien se porta mal, hay castigos. A ella le tocó

la paliza.

—¿Y quién da esa… paliza?

—Las compañeras —siempre mirándome a los ojos—. Un grupo. Las

eligen.

—Ah, qué lindo. ¿Y vos lo viste, estabas ahí?

Negó con la cabeza, muy rápido, bajando nuevamente la mirada.

—No, supe.

—¿Y entonces?

—Ya le dije. Al otro día, la Clarita no estaba más en la Casa.

Desapareció.

—Está bien, no digas más esa palabra, por favor. Escuchame.

¿Alguien dijo algo, se dio una explicación? ¿Tus compañeras saben?

Me miró desconcertada, siempre tratando de adaptarse a una lógica

que no podía ser la suya.

—No, no. Nadie dijo nada. Seguro que saben, pero está prohibido

hablar.

—¿Cómo prohibido? ¿No pueden hablar entre ustedes?

—Sí, sí, a veces sí…En los recreos. Pero no se puede hablar de esos

temas.

Suspiré. Yo también estaba tratando de adaptarme a esa lógica, la

lógica de Fabiana, que era la de lo que ella llamaba “la Casa”.

—Y esto cuándo fue.

—No sé, no me acuerdo bien. Hará diez días, más o menos.

Estábamos a fines de octubre.

—¿Y por qué decidiste escapar? Me imagino que no tenías dónde ir.

—No, claro. Pero me asusté. No sé… La Clarita era como mi amiga

del pueblo. Hablábamos a veces, no mucho… Era buena conmigo.

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—¿Y no habrá vuelto al pueblo, justamente?

Pareció dudar, como si no se le hubiera ocurrido antes. Pero no era

eso.

—Noooo. Nadie vuelve.

Otro escalofrío.

—Eh, pará, ¿cómo sabés eso?

—Se sabe. Nadie vuelve.

Respiré hondo. Me sentía ahogado, y no podía engañarme

atribuyéndoselo a la atmósfera, algo recargada, sí, del bar. Era hora de

terminar con eso.

—Bueno, voy entendiendo. Un poco, no todo, eh. ¿Por qué, cómo se

te ocurrió hablar conmigo, de dónde me conocés?

—De la tele.

—Obvio. ¿Así que las dejaban mirar televisión, por lo menos?

—En los recreos… Pero muy pocas cosas. El aparato siempre estaba

en un mismo canal, no se podía tocar. Y aparecía usted.

—¿Y?

—Y… usted habla de… casos…, cómo se dice…

—Policiales. Casos policiales.

—Eso. Es entretenido.

—Gracias.

—No sé, se me ocurrió venir a verlo, contarle. Que a lo mejor me

podía ayudar.

—Pero ¿cómo? —tomé nota del verbo en pasado.

Se encogió de hombros, resignada.

—No sé… Se me ocurrió. Me costó mucho encontrar el canal. Pero

sabía que en algún momento lo iba a ver, cuando saliera. Me lo dijo el

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señor del quiosco de la esquina. Yo no quiero molestarlo, pero tampoco

quiero volver a la Casa. Ya no puedo.

—Te entiendo. Creeme que te entiendo. Pero la verdad es que no sé

qué puedo hacer yo, qué esperás qué haga. Lo mejor sería ir a la policía —

Volvió a sobresaltarse—. Ellos están en condiciones de averiguar algo. Por

ejemplo, si Clarita tuvo un accidente o si se volvió al pueblo, aunque vos

digas que no se puede. A mí me costaría mucho más… ¿Por qué no la

policía?

Volvió a encogerse de hombros, pero con un ligero temblor.

—Allá muchas veces iba la policía. No me gusta. A veces se llevaban

chicas.

—¿Cómo que se las llevaban?

—No sé… Para trabajar en las casas de ellos, creo yo. Pero no me

gusta.

—Está bien, no te preocupes. A nadie le gusta la policía. A mí

tampoco.

Bueno, ahí empezó, ¿no? Como empieza casi todo. Con una suerte de

decisión, o de cuasi decisión, que es más bien un impulso irreflexivo

disfrazado con excusas, con justificaciones apenas articulables. A esta

altura de las cosas, hablar de arrepentimiento es banal. Ahí empezó,

entonces, cuando me levanté, pagué el café y el agua, volví a tomar del

brazo a Fabiana y le dije:

—Está bien. Te voy a ayudar. No sé cómo todavía, pero algo voy a

hacer. Vení conmigo. Confiá en mí.