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Si quieres conocer a una protagonista única, Verónica Lago; si quieres rastrear a los más importante; si quieres divertirte. Esta es tu novela.
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Dicen que en la vida hay trenes que no hay que dejar pasar. La
diferencia, a veces, entre coger uno de estos o no cogerlo es de vital
importancia.
Sandra Olivé había pasado cada día de su vida esperando esa
oportunidad o alguna parecida. Estaba contenta, porque parecía que
el vagón para el que tenía billete era el indicado. Y el camino era el
correcto. Solo le faltaba saber si el destino final era aquel lugar que
había querido que fuese. Pero eso, nadie puede saberlo hasta que la
locomotora se para.
Como cada noche, fue allí en busca de un poco de felicidad.
No podía imaginar que acabaría muerta.
Capítulo 1
Verónica Lago
Nombre, Verónica Lago. Edad, sesenta y tres años. Rasgos
físicos: talla cuarenta y ocho, pelo negro y rizado, ojos verdes, un
metro sesenta aproximadamente. Hobbies: lectora compulsiva de
novela negra; series de detectives, sobre todo de mujeres detectives;
la cerveza. Estado civil: divorciada de Ramón Andrade, ingeniero
industrial.
Madre de tres hijos.
Mercedes, de cuarenta y dos años. Estudió Ingeniería
Industrial, siguiendo los pasos de su padre, al que idolatraba y al que
quería parecerse por aquello de haberse hecho a sí mismo, a pesar
de las adversidades.
Saúl, de cuarenta años. Estudió Ingeniería Industrial porque
tenía trabajo asegurado en la empresa para la que trabajaba el padre.
Le hubiese dado igual estudiar Filosofía o Zoología, porque su única
vocación era el dinero.
María Jesús, treinta y ocho años. Quería estudiar Arte
Dramático, pero a sus padres les pareció mejor que cursara
Ingeniería Industrial, porque la crisis había dejado sin expectativas de
futuro a los jóvenes en España y, al menos, junto a su padre y sus
hermanos tenía un puesto asegurado en la compañía petrolífera para
la que trabajaban.
Verónica considera que lo mejor que ha hecho en su vida es
parir a esos angelitos patudos que, ahora, viven lejos y se relacionan
con ella a través del ciberespacio. Los hijos decidieron viajar a
Argentina con su padre, oriundo de aquel país, aprovechando que era
el director de una de las compañías petroleras más importantes del
mundo y que presume de ser española. Ramón puso a trabajar a los
mayores cuando aún se podía encontrar trabajo en este país.
Cuando nacionalizaron la petrolera en Argentina, Ramón
recibió una oferta de su país natal que no pudo rechazar. Tampoco
sus hijos pudieron, así que se marcharon con él para continuar
trabajando a las órdenes del padre y bajo la protección del jefe. Txus
decidió seguir los pasos de sus hermanos, aunque poco le importaba
cuál era el destino final. Lo que no quería, bajo ningún concepto, era
quedarse descolgada de la estela familiar de éxito y fortuna.
No es que, después del divorcio, Verónica y su marido se
hubieran distanciado más que físicamente. Cada día recibía un pitido
en su teléfono que la avisaba de que, en un par de horas, tendría una
intensa sesión por Skype. Aun después de separados, su marido le
seguía haciendo las mismas preguntas fútiles con las que la
bombardeaba durante el matrimonio: qué corbata iba mejor con tal
camisa, ¿se podían mezclar en la lavadora prendas de seda con las
sintéticas?, ¿se podían meter en la lavadora las prendas de seda?; el
dolor que va y viene en el pecho, ¿podría tratarse de una angina o, tal
vez, no fuera sino un ataque de gases?
Verónica se divorció no porque se llevara mal con su marido,
sino porque estaba aburrida. Después de cuarenta y cinco años junto
al mismo hombre, había decidido probar algo nuevo: estar sola. No
quería novios, no necesitaba a los hombres. Se bastaba ella sola para
hacerse feliz y necesitaba conocer a aquella Verónica que había
envejecido como había envejecido, ni bien ni mal, sino con
resignación.
Un día llegó de su trabajo, su marido estaba sentado en la
cocina leyendo el periódico, cogió una cerveza de la nevera, se quitó
los zapatos de medio tacón, liberando sus hinchados pies de la
presión de la piel sobre la carne, y se sentó a su lado.
⎯Ramón, tenemos que hablar ⎯fue el anuncio del fin.
Ramón no se lo tomó a mal. En el fondo, si lo pensaba con
tranquilidad, era algo que ya esperaba. Hacía mucho que su
matrimonio se había convertido en una especie de convivencia bien
llevada entre él y Verónica. Estaba seguro de que ninguno de los dos
era feliz, pero era mayor la costumbre de sentirse acompañado que
el deseo de cambiar una vida que se mantenía en aguas de nadie.
⎯Supongo que ya era hora de tener esta conversación ⎯dijo
él, soltando el periódico en la mesa y subiéndose las gafas con el
dedo índice.
Hacer el reparto de los bienes fue fácil. Verónica se quedaría
la casa familiar, un piso en un barrio céntrico de la ciudad, una de
esas nuevas edificaciones que rompían con aquello que estaba tan de
moda ahora, la estética urbana, pero que en los años setenta parecía
importar más bien poco a los arquitectos que diseñaron las nuevas
moles feas pero funcionales. Ramón se llevaba los ahorros familiares,
ochenta mil euros del ala, y a los tres hijos. Era lo mejor porque la
crisis ya había llamado a la puerta de España y los bancos habían
gritado aquello de «tonto el último». De hecho, el trabajo de
Verónica pendía de un hilo.
Desde aquel divorcio, tres años la contemplaban. Tres años en
los que había perdido, como ya esperaba ella, su trabajo como
secretaria de dirección, que se diferenciaba de una secretaria sin
galones en que obedecía al más cruel de los que se hacinan en
aquellas oficinas, y se había tenido que meter a limpiar en El Corte
Inglés. Un trabajo que le consiguió una amiga del director del centro
comercial de Goya. Verónica siempre creyó que le había metido a
friegasuelos para mantenerla un peldaño por debajo de ella en la
escala social.
No es que el trabajo le entusiasmara, pero sabía que solo
debía aguantar dos años para conseguir una jubilación digna. No, no
le volvía loca; ella, hija de un empleado del Banco de España, que
había comenzado a estudiar Historia del Arte, que había dado clases
con pintores y fotógrafos de la talla de Antonio Rodríguez o García‒
Alix, que había realizado su primera exposición fotográfica con tan
solo diecinueve años… Pero si algo había aprendido Verónica, es que
la vida hace planes sin contar contigo. Menuda hija de puta era la
vida.
Estaba llamada a ser una nueva artista, una figura señera
dentro de su generación. Ella, que lo sabía todo de las tendencias
vanguardistas, que podía diferenciar un Monet de un Manet tan solo
viendo un centímetro del cuadro. Ella, que fue la primera de su
promoción y se sacó la reválida como quien pasea por el Retiro un día
de primavera. Ella, una mujer inteligente, liberal, moderna… Ella se
quedó embarazada con tan solo veinte años y todos sus planes se
deslizaron rápida y sinuosamente por el desagüe del retrete.
Su prometedor futuro se iba evaporando con cada centímetro
que dilataba. Los primero seis meses de gestación los pasó rezando
⎯agnóstica como había sido hasta el momento en el que el
ginecólogo le dijo: «Está de tres meses»⎯ para que aquello no fuera
sino un embarazo psicológico. Los dos siguientes, rezó para que
aquella criatura que llevaba en el vientre muriera de manera natural.
El último, lo hizo para que naciera con dieciocho años y la capacidad
de valerse por sí misma.
Sus rezos cayeron en saco roto. A los nueve meses y tras dos
horas de parto, nació Mercedes, una niña rolliza de cuatro kilos y
medio, con el pelo ensortijado como su madre y los ojos negros como
su padre. Verónica recordaba de aquel parto el dolor intenso, el
agotamiento y una presión de cuatro kilos y medio sobre su vientre
nada más parir. Allí, abierta de piernas, la matrona se asomó por
encima de la sábana, que le tapaba la visión de su cuerpo expulsando
otro cuerpo, y le anunció llena de júbilo que era una niña. Acto
seguido, le depositó un fardo de cuatro kilos y medio que, según le
dijeron, era su hija, pero que podía ser perfectamente el hijo de Alien
manchado de sangre y otras sustancias viscosas que Verónica no
quería averiguar.
No quiso saber nada de Mercedes durante unos días. Le daba
el pecho, claro, pero solo la cogía para eso. El resto del tiempo,
permanecía en la cama, dándole la espalda a la cuna donde
descansaba la niña. Al fin y al cabo, aquel ser significaba el fin de sus
sueños. Mercedes era sinónimo de madurez. Una madurez que le
había llegado en nueve meses y que pesaba casi lo mismo que un
saco de patatas. Y así la sentía ella, un saco que le habían puesto
sobre los hombros. Aquel sentimiento cambió una noche. Ramón
había tenido que ausentarse para preparar una reunión importante.
Verónica permanecía de espaldas a la cuna. Seguía hospitalizada
porque había perdido mucha sangre en el parto.
El hospital, sumergido en un silencio digno de cualquier
novela de Stephen King antes de que el espíritu maligno engulla a un
niño regordete y lo arrastre por los pies hasta el mundo de los
muertos, se había convertido en su hogar durante aquellos días de
alcohol de noventa y seis grados y olor a lejía. Verónica leía Los
crímenes de la calle Morgue, una tontería muy grande que no sabía
cómo había pasado a la historia de la literatura. De pronto, oyó un
gorgoteo que provenía de la cuna. Sabía que solo estaba ella en
aquella habitación, así que dejó el libro sobre la cama y se acercó a la
cuna. Se asomó a comprobar que la niña estaba bien y, entonces, la
vio con sus manitas alzadas al cielo, los piececitos dando patadas al
aire y sonriendo como si quisiera pedirle perdón por haberle
arrebatado de pronto todos los planes. Verónica la señaló, acercando
el dedo a su cuerpecito de albóndiga.
⎯No sé si eres consciente de que me has jodido, monada
⎯le reprochó como si la niña pudiera entenderla.
Fue entonces. La vida se paró. El mundo comenzó a girar en
sentido contrario. El tiempo adquirió una dimensión desconocida
hasta ese momento. Mercedes se asió al dedo de su madre. Verónica
sintió cómo le flaqueaban las fuerzas y se echó a llorar. Cogió al bebé
en brazos y le prometió que jamás le faltaría de nada.
Seis meses después de dar a luz, Verónica comenzó las clases
de secretariado y, un año más tarde, estaba trabajando para el
bufete de abogados Ortiz y Ortiz en el que estuvo hasta que, ese
Godzilla a los que algunos llamaron crisis mundial, consiguió que
diera con sus huesos en la cola del paro.
Jamás dejó de salir con las amigas a presentaciones de
novelas de autores que se conocían entre ellos, a museos que
abarataban las entradas para gente de renta baja, a saraos
intelectuales en los que se repartía vino gratis y una cantidad de
conversaciones entorno al «yo» como motivo central de cualquier
mundo conocido. Alguna vez, Alberto García‒Alix, se había acordado
de ella y la había invitado a alguna de sus exposiciones.
Compaginaba a la perfección aquella faceta pseudointelectual
con la de maruja que vive con mil doscientos cincuenta euros ⎯tras
muchas horas extras⎯ y se pelea por el último pollo de un amarillo
sospechoso que reposa en el inmundo frigorífico del DIA. Seiscientos
cincuenta euros en Madrid eran como la paga de un niño en una
capital de provincia. No daba más que para chucherías.
Su madre siempre le dijo que le esperaba algo grande. Y lo
cierto es que la segunda planta de El Corte Inglés de Goya era lo
suficientemente grande como para partirle la espalda en dos por el
dolor. Vaciar papeleras, recoger vómitos, limpiar pisadas, váteres en
los que la gente parecía que se colgaba del techo y daba saltos
mortales para mear o algo aún peor, porque si no, era imposible que
mancharan el inodoro de aquella manera. Todo para ella. Doscientos
metros cuadrados enteritos para ella. Su madre tenía razón: le
esperaba algo bien grande.
O, tal vez, se refería a aquello otro. Aquello que ocurrió y que
había puesto a Verónica ante un nuevo reto.
DISPONIBLE EN LIBRERÍAS.