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Usurpación , Beatriz Guido (De Todos los cuentos el cuento, Buenos Aires, 1979, Planeta Argentina.) Mi padre los domingos, arnesaba su caballo blanco con las mejores monturas y aderezos de plata, la levantaba de su silla de ruedas y, apretándola junto a su pecho, atravesaba la ciudad de Mercedes hasta la Catedral. Mi madre y yo los seguíamos detrás, en un coche de capota baja para no molestar, pienso ahora, su alta cabellera que batían las criadas durante horas para aumentar su estatura. No me abandona todavía el perfume a laca barata que defendía sus cabellos del viento, más bien la brisa, que a veces nos regalaban los calurosos días de verano. El tabacal quedaba a pocas leguas de nuestra casa, y digo "nuestra" porque allí dormíamos, aunque a veces pernoctábamos en los pisos altos de los almacenes de Ramos Generales que mi padre poseía todo a lo largo del noroeste de la provincia. Cuando llegábamos a la Catedral, los mendigos y algunos empleados suyos corrían a ayudar a bajar a mi hermana Victoria y fabricaban con lienzos de terciopelo una silla especial hasta el primer banco de la iglesia. Creo que también en la sacristía había una silla ortopédica especial para ella y en las grandes festividades la sentaban con un bolso de raso y, atravesando el patio principal, pasaba la limosna que gustosos todos le respondían. “Un ángel, es un ángel", "Cada vez más bella", "Una santa", "La otra en nada se le parece... y se le parece en todo". No se equivocaban. Mi hermana gemela Victoria y yo poseíamos un parecido tal que maravillaba a la peonada. Y no sabían ellos tampoco que rompíamos el más revolucionario de los inventos argentinos: nuestras huellas digitales eran idénticas. Sobre todo, la del pulgar derecho, y la del izquierdo era discutible, porque sólo un poderosísimo lente de aumento podía identificar una sombra en la línea media, decía mi padre cuando tenía que ir a buscarme a Bella Vista, adonde solía escaparme en las épocas de peonada, con algunos misioneros que me calentaban la sangre. Porque en eso sí; en nada nos parecíamos. Creo que ni siquiera el primer año de nuestra vida. Contaba mi madre cómo yo clavaba los dientes en sus pechos y mis primeros dientes destrozaban cuanto juguete y sonajero nos obsequiaban. Hasta la granada madura o el carozo de aguacate me sabían a ambrosía. Pero después del infortunado accidente, que dejó a mi hermana paralítica para siempre en una silla — ante nuestros ojos mi padre estacó crucificado al bastardo tordillo, que la había arrojado entre la lianas y las hojas de tabaco, y lo dejó morir devorado por los buitres— y nadie pudo explicarse la fatalidad incuestionable de la caída. Desde entonces hasta hoy Victoria, cuya risa, cuya ternura no desaparecieron nunca y el llanto, pienso, fue ofrenda silenciosa, se convirtió en la más feliz de las mortales y en el único objeto adorado de mi padre. El no disimulaba ante mí la obligación que tenían en el pueblo de elegirla reina de los Juegos Florales, y el premio consistía en un viaje a Buenos Aires para la coronación del poeta provincial, a quien ella ceñía las sienes con hojas de tabaco. Cuando mi padre volvía borracho a las tres de la mañana de Empedrado o de Goya, Victoria lo esperaba con candial y leche tibia y él le besaba los pies y las manos, mientras mi madre dormía sentada por temor de aplastar su enlacada cabellera. A veces, para los días de Semana Santa, su fecha de casamiento, vestía a Victoria con su traje de novia y, para no ofenderme, me disfrazaba de novio y jugábamos a una falsa ceremonia, donde Victoria era ella y yo mi padre, con un chaplinesco jaquet y una camisa almidonada, con botones de perlas y brillantes. Quizá era la única vez que durante el año, veía a mi madre reír sin temor a que sus arrugas quedaran impresas en su traslúcida piel de muñeca. Nosotras también vivíamos sorprendidas de nuestro parecido que yo no lograba ocultar con cremas, afeites y pinturas de labios. Muchas veces, jugábamos a la prueba del espejo y, en la sala principal, colocábamos un marco veneciano vacío y, vestidas iguales, 1

Usurpación, Guido

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Cuento de Beatriz Guido

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SEMITICA II 2013 / Segundo parcial

Usurpacin, Beatriz Guido(De Todos los cuentos el cuento, Buenos Aires, 1979, Planeta Argentina.)Mi padre los domingos, arnesaba su caballo blanco con las mejores monturas y aderezos de plata, la levantaba de su silla de ruedas y, apretndola junto a su pecho, atravesaba la ciudad de Mercedes hasta la Catedral. Mi madre y yo los seguamos detrs, en un coche de capota baja para no molestar, pienso ahora, su alta cabellera que batan las criadas durante horas para aumentar su estatura. No me abandona todava el perfume a laca barata que defenda sus cabellos del viento, ms bien la brisa, que a veces nos regalaban los calurosos das de verano.

El tabacal quedaba a pocas leguas de nuestra casa, y digo "nuestra" porque all dormamos, aunque a veces pernoctbamos en los pisos altos de los almacenes de Ramos Generales que mi padre posea todo a lo largo del noroeste de la provincia. Cuando llegbamos a la Catedral, los mendigos y algunos empleados suyos corran a ayudar a bajar a mi hermana Victoria y fabricaban con lienzos de terciopelo una silla especial hasta el primer banco de la iglesia. Creo que tambin en la sacrista haba una silla ortopdica especial para ella y en las grandes festividades la sentaban con un bolso de raso y, atravesando el patio principal, pasaba la limosna que gustosos todos le respondan.

Un ngel, es un ngel", "Cada vez ms bella", "Una santa", "La otra en nada se le parece... y se le parece en todo".

No se equivocaban. Mi hermana gemela Victoria y yo poseamos un parecido tal que maravillaba a la peonada. Y no saban ellos tampoco que rompamos el ms revolucionario de los inventos argentinos: nuestras huellas digitales eran idnticas. Sobre todo, la del pulgar derecho, y la del izquierdo era discutible, porque slo un poderossimo lente de aumento poda identificar una sombra en la lnea media, deca mi padre cuando tena que ir a buscarme a Bella Vista, adonde sola escaparme en las pocas de peonada, con algunos misioneros que me calentaban la sangre. Porque en eso s; en nada nos parecamos. Creo que ni siquiera el primer ao de nuestra vida. Contaba mi madre cmo yo clavaba los dientes en sus pechos y mis primeros dientes destrozaban cuanto juguete y sonajero nos obsequiaban. Hasta la granada madura o el carozo de aguacate me saban a ambrosa.

Pero despus del infortunado accidente, que dej a mi hermana paraltica para siempre en una silla ante nuestros ojos mi padre estac crucificado al bastardo tordillo, que la haba arrojado entre la lianas y las hojas de tabaco, y lo dej morir devorado por los buitres y nadie pudo explicarse la fatalidad incuestionable de la cada. Desde entonces hasta hoy Victoria, cuya risa, cuya ternura no desaparecieron nunca y el llanto, pienso, fue ofrenda silenciosa, se convirti en la ms feliz de las mortales y en el nico objeto adorado de mi padre. El no disimulaba ante m la obligacin que tenan en el pueblo de elegirla reina de los Juegos Florales, y el premio consista en un viaje a Buenos Aires para la coronacin del poeta provincial, a quien ella cea las sienes con hojas de tabaco.

Cuando mi padre volva borracho a las tres de la maana de Empedrado o de Goya, Victoria lo esperaba con candial y leche tibia y l le besaba los pies y las manos, mientras mi madre dorma sentada por temor de aplastar su enlacada cabellera. A veces, para los das de Semana Santa, su fecha de casamiento, vesta a Victoria con su traje de novia y, para no ofenderme, me disfrazaba de novio y jugbamos a una falsa ceremonia, donde Victoria era ella y yo mi padre, con un chaplinesco jaquet y una camisa almidonada, con botones de perlas y brillantes. Quiz era la nica vez que durante el ao, vea a mi madre rer sin temor a que sus arrugas quedaran impresas en su traslcida piel de mueca.

Nosotras tambin vivamos sorprendidas de nuestro parecido que yo no lograba ocultar con cremas, afeites y pinturas de labios. Muchas veces, jugbamos a la prueba del espejo y, en la sala principal, colocbamos un marco veneciano vaco y, vestidas iguales, ella en un silln colonial de terciopelo y caoba y yo en el parejo, frente a las azoradas visitas, durante horas imitbamos los gestos hasta que Eulalia, la nica amiga de mi madre, nos reprenda. No te mires tanto al espejo, Marina.

Dormamos en el mismo cuarto, temamos las estancias vacas, acechadas siempre por forasteros, chaqueos, misioneros, paraguayos, a los que el vino, la grapa y la ginebra volvan locos en las barracas como el sol en el desierto.

Nuestra casa era el blanco de agresividades: antorchas encendidas, botellas y piedras de barro que arrojaban. La respuesta era un balazo en la frente disparado por el guardin que velaba nuestro sueo, entre balaustradas de mrmol o desde el torren que todava se conserva.

Cuntas veces Victoria y yo veamos recoger el cadver y encontrar al da siguiente en cualquier lugar de la selva, la tierra removida y las dos callbamos porque sabamos que debajo de ella yaca el cuerpo de un bracero enloquecido por el vino chinche de nuestros almacenes de Ramos Generales. Pero yo no les tema.

Desde los catorce aos, cuando un hermano de mi padre me desvirg debajo del piano de cola de la sala y despus seguimos tomando el t con huevos kimbos, mojados en ans, y sospech que la divisin de nuestro cuerpo en el feto materno me haba dado una absoluta impunidad para el embarazo comenc a sentir que poda y curiosamente necesitaba, para no aburrirme del todo, satisfacer como un hombre, s, como ellos mismos, la necesidad de conocerlos en sus gritos, en sus aullidos, en las formas indiscriminadas de sus cuerpos. Jams pude eliminar el asco que me produca el olor a alcohol caracterstico de todos ellos, pero las pastillas Sen-Sen y los extractos de Myrurgia importados que se vendan en los almacenes, me ayudaron a sobrellevar esa diversin sin remordimientos, que me haca atravesar, bajo el sol caliente, las largas siestas hasta el extremo del ro, para encontrarme con aquel que solamente me haba mirado, o me haba ayudado a bajar del caballo, o los trashumantes de algn circo fortuito, equilibristas de shows, que su efmero paso por el pueblo me los haca inmunes a la calumnia.

Recuerdo a un acrbata hngaro que se encerraba en su cuarto de pensin, mientras yo me excitaba con sus contorsiones, y su silenciosa acompaante filipina limpiaba los cordones de la muerte, las vboras amaestradas.

Sin mediar la ms mnima palabra, me revolcaba entre las antiguas sbanas de encaje de la pensin Hermana Fratellini, en una clida siesta de febrero y los ventiladores del techo refrescaban mi sudada cabellera y sus envejecidos msculos, tentadores de la muerte.

Sin dilogo, desapareca embrujada por la pasin y el xtasis, siempre alcanzable, y no me importaba sostener la mirada de un pen o de un capataz los domingos en Misa o en los grandes asados con que mi padre festejaba su fortuna, su impiedad y sus dividendos.

Yo hua con algn ocasional acompaante hacia las caballerizas o el torren, y agudizaba en su ignorancia los terrores con leyendas que corran por el pueblo. No saban, acaso, que el acertijo de tiro al blanco era algn indio boleado que mi abuelo elega como blanco y trofeo? Sus almas en pena vagaban por los corredores y sus lamentos se escapaban de los armarios si alguien los abra abruptamente y, durante las tormentas, las brujas del pueblo interpretaban sus maldiciones.

Yo notaba en Victoria el terror que le producan mis acompaantes cuando, en las siestas de los largos almuerzos, llevaba a descansar, como le deca pdica y procazmente a mi hermana Vicky, a mi afortunado y temeroso acompaante. Ellos huan mientras su hombra disimulaba su terror, porque decan escuchar en las paredes de la trampa de las caballerizas o de las bodegas, los gemidos de las almas de los innecesarios habitantes e ignorantes indios matacos y mientras mi xtasis se avivaba ante el terror y el desprecio, imaginaba el relato que, poticamente desvirtuara, ante los ojos deslumbrados de Victoria.

Te gustara que nos sirvieran esta noche lomo de indio achicharrado?

Ya no hay indios repeta Victoria. Son todos mestizos

Te hablo de indios reencarnados, tonta! Como si viviramos el Juicio Final y cada uno de ellos se encontrara con su cuerpo y tu Tatita volviera a asesinarles, porque es el nico manjar de su querida Vicky.

Victoria me acariciaba los labios y bendeca mi frente y luego aada:

No hay que repetir los malos pensamientos, si no los repets, desaparecen por la corriente sangunea.

Se van por las cloacas responde Marina.

Victoria apoya su cabeza en mi falda y repite:

Se los llevan los ngeles.

Victoria y yo asistamos a las mismas clases con profesores que venan desde Goya y que mi padre mandaba traer y llevar en su Land Rover,

No faltaron los viajes a Buenos Aires y a Suiza en busca de algn remedio para un caminar que, pienso yo, Victoria tampoco deseaba.

Un mundo de criados giraba alrededor de ella. El bao en una piscina cerrada de mrmol de Carrara y espejos, reflejaba mi cuerpo junto al de ella, que nada haba perdido de sus encantos. Las sirvientas festejaban su inmersin con gritos de Aleluya y secaban piadosamente su frente, y la gentileza con que peda las uvas frescas, los duraznos y las ciruelas, dado que la inmersin deba durar dos o tres horas, siempre con la esperanza de la imposible mejora.

Vicky, como la llambamos, se haca arrastrar en su silla de ruedas por las barracas y arrabales, llevando el piadoso consuelo de la limosna a los necesitados que vean en ella a la Santa Virgen de Itat en una lujosa silla de ruedas. Nunca un gesto de protesta; jams una maldicin ni una indigna profeca. Slo aquella vez en que no pens que yo ya la espiaba.

Victoria arrastr su silla por los pasillos. Nuevamente le haba parecido or un lejano quejido, un llanto de indios que creca con el andar de su silla de ruedas, sin imaginar que yo haba atrapado un gato en una trampera de zorrinos. Se acerc hasta la ventana, desde donde provenan los lastimosos gritos y, de repente, rompi el vidrio en un rapto de violencia. Afuera, una tormenta muy fuerte se haba abatido sobre la casa y el viento y la lluvia comenzaron a soplar dentro de la habitacin. Me met en su cama y la cobij en mis brazos.

Si te dedicaras a la poltica seras gobernadora le dije un da, y ella contest, mientras peinaba mis cabellos:

Sera el nico caso de dos gobernadoras... o una; podramos gobernar las dos.

Dnde vas, por las noches? interrumpi, de pronto. Tengo miedo por vos. Eso es lo nico que lamento, no poder acompaarte.

Me divierto, si no, tendra que abandonar "La Alborada" a la que odio en lo ms profundo de mi ser.

El pen que manejaba nuestro jeep baj rpidamente y ayud a preparar la silla de ruedas de Victoria. En el medio del campo se vea un bosquecillo junto a un ro y, ms all, un montculo de tierra de unos treinta por cuarenta metros.

Fijate all le dije. All estn los cadveres de los matacos enterrados. Ha crecido el pasto y la tierra se ha resecado pero es lo mismo. Ven nos acercamos y llegamos hasta el montculo. Debe haber cien, doscientos cuerpos. Nios, hombres, viejos. Cualquiera que molestara vena a parar ac y son los que ahora rondan borrachos por las noches. Y aunque nadie hable en el pueblo, todo el mundo se acuerda de esto.

Ambas permanecimos en silencio, envueltas por el viento que soplaba desde el ro.

Pero mi curiosidad tal vez comenz en ese instante. Cul era la vida de Vicky cuando las sbanas cubran su cuerpo desnudo; cuando las Nanas untaban con aceites su cuerpo...?

Su nica amistad viril era la de Pablo Fuentes, un muchacho que viva a la entrada de la ciudad de Mercedes con su madre, cuyo padre fue muerto en una refriega en una de las barracas. Pablo creci con nosotros en bondad y sabidura porque todos los das viajaba a la ciudad de Corrientes para terminar sus estudios de medicina, que penosamente solventaba con el oficio de enfermero, aplicando inyecciones en la farmacia de Santa Luca y conduciendo una ambulancia, tal vez la nica del pueblo, que mi padre haba regalado al Municipio y, como no haba quin la manejara, pas a ser propiedad exclusiva de l, entonces apenas un adolescente.

Y debo decir que su nico placer era hacer sonar la sirena como si viviramos en una gran ciudad, y cuando llegaba a la puerta de la estancia, sabamos de su presencia. El rostro de Victoria se transfiguraba y me obligaba a arrastrar su silla hasta su encuentro. Las dos subamos a la ambulancia y repetamos casi siempre el mismo juego. Yo era la accidentada:

Me muero! Me muero! Me asesinaron por el corazn! Y obligaba a Pablo a auscultarme. El, pudorosamente, entreabra mi blusa, me colocaba una mscara que simulaba ser de oxgeno y corramos a campo traviesa, haciendo sonar la sirena como si fuera un potro desbocado.

Pablo era alto, robusto, con una pequea desviacin en los ojos. Haba sido monaguillo de nio hasta que mis primos, los de Resistencia y yo, le pusimos un petardo debajo de la sotana un domingo de Ramos. Adems, no soport ni pudo soportar el escarnio y las risas en las procesiones hasta que nos confes que llevaba el palio y ayudaba a dar Misa por un simple plato de feixoada o de arroz o una planta de tabaco.

Entonces, a mi madre se le ocurri que poda ser un buen carretero para arrastrar la silla de Victoria.

Pero Vicky y l tenan un mundo muy particular. Un oficio de bondad que creca con el tiempo, una ayuda al prjimo que me repugnaba: no haba incendio en el que l no se pusiera un casco de bombero para ayudar a evacuar gente en las quemas provocadas en los campos cuando la temperatura pasaba de los 40 C a la sombra.

Y yo, para provocarlos tal vez, ejercitaba mi crueldad dejando morir de sed a los perros domsticos de la casa o a alguna gata que acababa de parir. Pensaba que as sus aullidos en la noche, justificaban las leyendas despiadadas que corran por el pueblo.

Pablo se convirti en uno ms de nosotros, y mi padre agradecido, lo favoreci con una humilde casita a la entrada del feudo. Al morir su madre, se apret ms a nosotros, se hizo taciturno y slo sonrea cuando arrastraba la silla de Victoria y corran por los patios y los parques, se internaban en la selva, merendaban entre las plantaciones de tabaco y volvan muy cada la noche.

Mi intencin no fue ser cruel, pero le dije:

Y vos, qu hacs con Pablo? Me vas a decir que ni siquiera te ha besado? Comprend que haba abierto las compuertas y sus ojos respondieron buscando, no s an, mi piedad o mi silencio.

Entonces decid espiarles.

Una tarde, haca varios das que no paraba de llover, como vena de Corrientes, me detuve en su casa, a la entrada del atajo de Alma Muerta.

A travs de los postigos, comprend, pude ver y aprend cmo hacen el amor los reyes. Mi hermana, tal vez yo misma, estaba encima de una tarima cubierta por una cortina roja de raso de la estancia.

Vicky no estaba sentada en silla de ruedas; Pablo la haba colocado sobre la tarima imperial.

Entonces, comenz a besar todo su cuerpo durante ms de una hora mientras ella acariciaba su desnudez. Con un oficio de cirujano separaba sus cabellos, entreabra sus labios y dibujaba con sus dedos sus facciones y, mientras una msica de Vivaldi se escuchaba desde un destartalado fongrafo, realizaban el ritual del amor como si fuera el ritual de la consagracin de la Eucarista entre las manos de un santo.

La palidez de Victoria sobre la cortina de raso carmes, reflejaba el xtasis y el placer; casi el canto o el trino de la despiadada belleza.

El ritual y posesin se prolongaron hasta muy entrado el crepsculo, y para castigarme, asist a sus postres, mientras mis rodillas se negaban a sostenerme. Sent que la cara me arda y me vi en el espejo de la sala, no pudiendo imitar jams los movimientos y el ritual del amor.

Tal vez desde ese da, me sent impotente y quebrada, y tan sola en el mundo como ese rincn de la provincia que slo me haba dado violencia y hasto, y ya no fui la misma.

Victoria fue mi enemiga. No disimulaba mi agresividad, y mis largas ausencias fueron an ms frecuentes. Intentaba en todo momento demostrarle a mi padre, ante la presencia de Victoria, mi vida promiscua, sin encontrar mayor eco en sus reproches, obsesionado solamente en su ambicin y en su vida prostibularia, ante el silencio y la continua preocupacin de mi madre por su melena enlacada.

Fue un mircoles de Ceniza, con mscaras y cabezotas. Ped a Victoria que me acompaara a una fiesta en la barraca, ya que mi padre haba conseguido hacerla elegir reina de la belleza en la ciudad de Corrientes. Los braceros volvan a su provincia y la nia Vicky deba estar entre ellos. Arrastr su silla bajo la luz de la luna, vestidas las dos con trajes de gasas y encajes, y nos dirigimos al entierro de Carnaval.

El remedo de la comparsa Copacabana en el triste e improvisado Carnaval, que todas las barracas de braceros festejaban como pretexto para emborracharse, nos sali al encuentro. Cabezotas hechas con vainas, encapuchados con lonas y arpilleras, donde los dibujos de las caras parecan ms bien penitentes en su procesin de Semana Santa. Otros cubran sus cabezas con medias elsticas de color blanco, fantasmas delirantes con disfraces improvisados, donde las ollas que servan para hervir las hojas de tabaco, eran tambores infernales.

Yo haba bebido desde temprano y llev en el bolso que colgaba de su silla, una botella de brandy. No la obligu a beber, fue ella que me pidi, como si fuera un brebaje para enfrentar a los braceros chaqueos y paraguayos. Llegamos avanzada la noche y no poda decir que estaban todos borrachos. Yo busqu mi eleccin y abandon a Victoria entre ellos.

Mi conciencia adujo que tambin haba mujeres y nios pero ellos estaban borrachos.

Entre los fardos de tabaco, me desnud varias veces y digo varias veces, porque me vesta para volver a la barraca, pero era ms fuerte el deseo y la necesidad que el tiempo cumpliera su vaticinio.

Cuando el silencio fue total, cruc la cara de mi poseedor con un latigazo y lo dej dormido entre las hojas de tabaco.

Entr a la barraca.

Me cost descubrirla porque todos la haban abandonado en el suelo, dejando las mscaras y cabezotas de vainas de tabaco. Junto a su silla yaca, muerta y violada varias veces, mi hermana Victoria. No dud un instante. Disimul sus ropas; pint los labios y los ojos yacentes, me sent en su silla y comenc a gimotear hasta que a la maana siguiente nos encontr la peonada, mi padre que no deja de besarme, Pablo Fuentes, quien arrastra desde hoy mi silla, consuela mi llanto, me acompaa al cementerio y, me pasea en su ambulancia, y yo, Victoria, he aprendido que un cuerpo puede, a veces, pertenecer solo a otro cuerpo.

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