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1 Miedo a los barrancos -Siempre le he tenido miedo a las alturas. Esa sensación de calambres en la panza y en las piernas, de vértigo en la nuca y detrás de las orejas, no sé, simplemente no puedo lidiar con ella, pero de cierta forma me agrada y creo que por eso persigo inconscientemente esa sensación en todo lo que hago. - Ni es tan raro como crees. El vértigo es nuestra defensa natural contra la atracción que ejerce la Tierra, lo sentimos por instinto. Es una fuerza en nuestro interior que se opone a la fuerza de gravedad, a la atracción natural de la Tierra sobre nuestros cuerpos. Sin ese freno nos dejaríamos morir de golpe contra el suelo como moscas atraídas por la trampa de luz, como autómatas, sin resistencia, sin emoción, sin dignidad, sin el placer que nos causa superar el miedo.

Varios cuentos

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Cuentos cortos de Romeo Valentín Arellanes

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Miedo a los barrancos

-Siempre le he tenido miedo a las alturas. Esa

sensación de calambres en la panza y en las

piernas, de vértigo en la nuca y detrás de las

orejas, no sé, simplemente no puedo lidiar con

ella, pero de cierta forma me agrada y creo que

por eso persigo inconscientemente esa

sensación en todo lo que hago.

- Ni es tan raro como crees. El vértigo es

nuestra defensa natural contra la atracción que

ejerce la Tierra, lo sentimos por instinto. Es una

fuerza en nuestro interior que se opone a la

fuerza de gravedad, a la atracción natural de la

Tierra sobre nuestros cuerpos. Sin ese freno nos

dejaríamos morir de golpe contra el suelo como

moscas atraídas por la trampa de luz, como

autómatas, sin resistencia, sin emoción, sin

dignidad, sin el placer que nos causa superar el

miedo.

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- Me gusta cómo hablas, tienes una teoría para

todo ¿verdad? Una explicación para todo,

palabras para todo, pero ¿sabes?, eres un

cobarde para vivir.

Se hizo un breve silencio y por un momento

sólo escucharon sus mutuas respiraciones por el

teléfono. Y nuevamente ella tomó la iniciativa.

-Si estuviéramos, ella y yo, colgadas de un

barranco, a punto de caer y sólo pudieras salvar

a una, ¿qué harías? ¿A quién salvarías?

-...A ti. Creo que a te salvaría a ti

definitivamente.

-Mentiroso. Lo dices porque estás hablando

conmigo, porque en este momento sólo yo

existo para ti, porque quieres que perdone tu

ingratitud y tu cobardía, o tal vez sólo quieras

otra oportunidad para demostrarte a ti mismo

que ahora sí te atreverás. No me mientas, no es

necesario. Desconfío de los hombres desde

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antes de conocerte, todos me han demostrado

ser unos cobardes. No te guardo rencor.

- Ya te expliqué lo que pasó. Además no miento,

preferiría salvarte a ti, porque te amo.

- ¿Si? Entonces dime ¿qué le responderías a ella

si te hiciera la misma pregunta que yo? Dime.

- Celos, mejor tú responde, ¿a quién salvarías

del precipicio, a tu esposo o a mí?

- A mi marido, por supuesto.

- Lo dices sólo para molestarme.

- No. En el fondo es buena persona y no lo odio

tanto, ni le guardo tanto rencor como parece,

acepto la parte que me toca de nuestro fracaso,

la mayor parte, de hecho. Salvarlo sería una

forma de redimirme, de lavar mis culpas.

- Así que me dejarías morir para expiar tu

remordimiento, no suena congruente, no suena

como algo que haría alguien con una persona

que dice amar.

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- No te atormentes ni te confundas. Es verdad

que preferiría salvarlo a él, pero eso no cambia

mis sentimientos. Imagina esta situación más

parecida a nuestra vida: Estamos los cuatro, -tú

mi marido ella y yo- colgando del acantilado, a

unos metros de la muerte sin esperanzas de

salvarnos ¿sabes lo qué haría? No me

importaría lo que le pase a él. Me aferraría a tu

cuerpo con mis brazos, con mis uñas, con mis

piernas, con mi boca, con mis dientes, para

apresurar la caída, para arrastrarte conmigo al

abismo y morir juntos, con nuestros cuerpos

atravesados por la misma piedra filosa,

compartiendo el último aliento en el fondo del

barranco. Me olvidaría de mi miedo a las

alturas y de la discreción. ¿Estarías dispuesto a

hacer lo mismo?

Él no supo qué contestar y creyó que lo más

prudente era cambiar el tema e ir al grano.

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-Entonces ¿tenemos una cita? ¿Cuándo puedes

escaparte?

- Dímelo tú. Ya sabes que nunca te he negado

nada y que siempre me las arreglo. Además,

fuiste tú quien faltó a la última cita. Eres tú el

que juega conmigo, el que titubea para cruzar el

límite, el que tiene miedo de soltarse…

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El Método Al sentir la respiración de la cándida paloma

quieta entre sus manos, Fernando se llenó de

orgullo y alegría. Era la primera vez en 10 años

de vida que su ego se alimentaba con esa

satisfacción que surge cuando se cumple con

una misión por iniciativa y méritos propios.

Hacía casi una semana que Fernando intentaba

ganarse la confianza del arisco animal que

ahora reposaba despreocupado entre las

pequeñas manos humanas, plácido, mirándolo

fijamente a los ojos con un halo de confianza y

sumisión que Fernando sólo había detectado

anteriormente en la mirada de los perros.

En una de sus cotidianas fugas a la azotea del

edificio, Fernando se había interesado en la

pandilla de palomas, al intentar tocarlas

escaparon por los aires. Fue entonces que se le

ocurrió la idea.

Page 7: Varios cuentos

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En otras ocasiones había llevado a cabo

experimentos similares, pero sin duda lo que se

le ocurrió al contemplar el vuelo de las palomas

representaba un reto mayor por ser más

complejo.

El niño acostumbraba refugiarse en la azotea,

pasaba ahí tardes enteras, a veces mirando

durante horas el precipicio de 10 pisos que se

abría entre sus ojos y el suelo, a veces tramando

planes ociosos, a veces escondido detrás de los

tinacos hasta que una mano violenta lo devolvía

al departamento lleno de monstruos, demonios,

fantasmas y un aire azufrado que cada vez era

más difícil de respirar.

Para iniciar su plan robó un pan duro y lo

pulverizó. Subió a la azotea, se recostó boca

arriba a la vista de las palomas y se regó las

moronas de pan sobre el pecho con la infantil

intención de capturar a la primera que se

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posara sobre él. Esperó y esperó, quieto,

conteniendo la respiración, observando la lenta

trayectoria del sol menguante, pero las palomas

desconfiaban de su camuflaje y de sus

intenciones; algunas más atrevidas bajaban y

caminaban cerca de él pero escapaban al menor

movimiento sospechoso. Entonces Fernando

cayó en cuenta de que la naturaleza maliciosa y

engañosa de su plan era evidente hasta para las

palomas, que si bien no son tan cándidas y

fáciles de agarrar como los perros y algunos

gatos, sí están bastante acostumbradas a los

humanos. Se sintió avergonzado de su método

fantasioso y se reprochó con dureza su

actuación infantil. No comprendía que la

tendencia hacia la fantasía es natural en los

niños -por muy cercanos a la adolescencia que

estén- pero es que Fernando había dejado de

considerarse como tal desde muy pequeño.

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A veces la técnica más sencilla y obvia es

también la más eficaz, por eso cuando Fernando

regó las moronas en el suelo alrededor suyo y se

sentó tranquilo a esperar, las palomas -casi de

inmediato- bajaron a comer de la forma más

natural, sin juzgar al dador de alimento. Creyó

conveniente esperar más antes de seleccionar e

intentar capturar al ejemplar idóneo para el

experimento, así que repitió la operación los

subsecuentes días tratando de ganarse la

absoluta confianza de las aves. En Términos

generales su plan iba avanzando y arrojando

resultados visibles. Más rápido de lo que pensó

las palomas estaban comiendo de la palma de

su mano, excepto una de color blanco con

manchas cafés que contrastaba con las otras por

su apariencia esmirriada y por sus hábitos

alimenticios –el curioso animal, luego de comer

algunos trozos de pan en el piso, buscaba

pedazos de piedra un poco más grandes que el

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polvo y se los tragaba-. Fernando supo que ella

era el individuo ideal para su experimento y

trató de doblegar su actitud arisca ofreciéndole

migajas de pan dulce y trocitos de papas

Sabritas, que a pesar de resultar agradables

para el paladar de la paloma, no la impulsaban

a comer de la mano humana, aunque cada vez

era menos desconfiada.

Tal como muchos descubrimientos científicos a

lo largo de la historia de la humanidad, la

captura de la paloma se dio más por azar que

por la efectividad del método, pero ello no le

restó mérito al esfuerzo puesto por el pequeño

científico.

Fernando había llorado mucho esa tarde, estaba

furioso y su frustración y dolor eran tan grandes

que se quedó sin fuerza y se durmió

profundamente detrás del tinaco que siempre le

servía de escondite durante “esos momentos”.

Entre su sueño amargo sintió un leve roce en

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sus manos que lo despertó y al abrir los ojos, la

paloma arisca hurgaba sola entre sus dedos en

busca de comida. Sus miradas se encontraron

frente a frente por unos segundos que

parecieron minutos, hasta que el ave en vez de

volar asustada siguió hurgando con confianza.

Fernando aprovechó la oportunidad para

acariciar al ave y está se dejó. Entonces

simplemente estiró las manos y tomó a la

paloma que lo miraba piadosa sin oponer la

mínima resistencia…

Fernando sujetó con firmeza los extremos de

ambas alas de la paloma y las estiró como los

brazos de Cristo en la cruz de un movimiento

rápido y macizo; repitió el movimiento varias

veces, cada una con más fuerza hasta que

escuchó un tronido, mientras, la paloma se

convulsionaba tratando de zafarse. La puso en

el suelo para cerciorase de que no pudiera volar,

el ave trató de escapar pero el daño fue efectivo

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y la desafortunada no pudo siquiera caminar,

mucho menos mover las alas. Fernando la

capturó de nuevo y la lanzó con todas sus

fuerzas hacia el precipicio, de la misma forma

en que se lanza un balón de futbol americano.

El niño miraba con fascinación los intentos de

la paloma errática para detener su caída libre

de10 pisos con las alas dislocadas, y se

preguntaba si el animal volador sentiría la

misma sensación de vértigo y adrenalina que

sentía él; el mismo vértigo que sintió el

cachorro maltés que uno de los vecinos

acostumbraba dejar amarrado en la azotea

cuando se ausentaba de casa; el mismo vértigo

que sintió aquel gato -al que primero sujetó de

la cola e hizo girar como boleadora para

azotarlo contra las paredes antes de arrojarlo

desde la azotea y refutar de un sólo golpe las

estúpidas creencias infundadas de que los gatos

tienen 7 vidas y que siempre caen de pie-. La

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primera vez que se fijó en las palomas de la

azotea, Fernando también se había preguntado

si un animal volador sería más resistente que

uno terrestre ante una eventual caída libre. Él

creía que no, y para demostrarlo el primer paso

lógico era conseguir al animal correcto y

después inhabilitar sus alas.

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Una oportunidad

No sé si hubiera funcionado de todas formas,

eres muy bonita y yo tengo baja autoestima. Ya

puedo predecir mi acidez estomacal y la

desesperación cuando llegues tarde a la casa;

mi odio contra tus amigos bien parecidos; los

interrogatorios interminables y mis llamadas

constantes a tu celular truncando tus

momentos de diversión, “¿dónde estás, con

quién, a qué hora vuelves?” Ya puedo ver el

ciclo de interminables reproches, incluso peleas

violentas, cosas que se rompen, tú rompiendo

en llanto, yo con lágrimas en los ojos pidiéndote

perdón, o en peor de los casos, tú confesándolo

todo y yo con lágrimas en los ojos comprobando

una vez más mi precisión como adivino,

alejándome para siempre de ti, pues no perdono

la traición. Está claro que no hubiera

funcionado. Cuando veo en la calle a un hombre

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feo tomado del brazo de una mujer hermosa

como tú, tengo la certeza de que ella le es infiel

o lo será en algún momento y siento una especie

de compasión y envidia por él. Después me

avergüenzo de mi facilidad para generalizar y

prejuzgar a la gente. “No tiene por que ser así –

me digo- las más grandes injusticias y crímenes

contra la humanidad se cometen por prejuicios

que parecen simples e inofensivos como el mío,

él puede tener miles de atributos además del

dinero que a ella le atraigan de verdad, puede

quererlo sinceramente, ¿por qué no?”, me

convenzo. Entonces me miro, lo miro a él y

pienso que si ella puede querer a un sujeto

como ese, también podría quererme a mí, que él

no tiene nada que no tenga yo, incluso creo que

yo cuento con más cualidades y mejores

aptitudes. “Si ella me conociera seguramente

me preferiría.”, imagino. Luego de ese

razonamiento, invariablemente me lleno de

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optimismo, y la seguridad en mi mismo sale de

su escondite para embriagarme la cabeza;

camino con paso firme hacia la pareja en

cuestión y miro fijamente a la bella mujer; si

nuestros ojos hacen contacto le sonrío, pero la

mayoría de las veces ella no se fija en mi o

cambia la mirada o hace un gesto de repulsión o

cuchichea algo en el oído de su acompañante y

ambos ríen. Hasta ahora, tú has sido la única

que me devolvió la sonrisa y no conforme con

eso, me guiñaste el ojo sin que tu horrible

acompañante lo notara, nació así un lazo entre

nosotros, una complicidad, una imagen que se

ha estancando en mi mente por varios días.

Aún recuerdo con precisión tus labios, tus

dientes perfectos, tu rostro simétrico y…

perfecto no hay otra palabra. Tus ojos

maliciosos me cegaron, me petrificaron en ese

instante y no supe cómo reaccionar, no supe

cual era el siguiente paso que debía dar; con

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impotencia miré como seguías tu camino bien

sujetada de su brazo y me di cuenta de lo difícil,

casi imposible, que sería volver a verte, volver a

coincidir y volver a encontrarte por casualidad

en alguna de tantas calles de la ciudad. La

resignación es el siguiente paso que intento dar,

y me convenzo. De cualquier manera no

hubiera funcionado.

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La noche coronada

A la siguiente noche soñé que departía con la

pandilla de vagabundos. Estábamos en un lote

baldío sentados alrededor de una fogata y

compartíamos una botella de thinner rebajado

con coca-cola -era un líquido amargo en

extremo, pero se sentía tan reconfortante al

estómago y al alma como una buena taza de

atole de coco-. Margarita era la única mujer del

grupo. En mi sueño ella era una vagabunda loca

que se creía diva del cine; su cuerpo entero,

sobre todo las manos, estaban llenas de costras

de mugre y cicatrices de quemaduras; su cuello,

su pelo ralo y su rostro estaban unidos por una

fina película de cebo, y como si fuera día de

fiesta sus pestañas estaban embadurnadas de

espeso rimel negro, sus párpados se cerraban

por las plastas de sombras moradas y sus

cachetes brillaban por la gruesa capa de rubor

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rojo intenso. Margarita era el entretenimiento

de los vagabundos y yo. Actuaba partes célebres

de películas clásicas del cine nacional que

nosotros intentábamos adivinar; interpretaba

canciones de Cuco Sánchez que hacían llorar a

más de un vagabundo; también nos entretenía

bailando y contando de manera espontánea

chistes colorados. Pero sin duda lo más gracioso

para nosotros era cuando involuntariamente los

demonios de la demencia y sus recuerdos

traumáticos se le metían por las venas del

cerebro tomando el control de las pulsiones. De

repente a mitad de un chiste, una canción o una

interpretación histriónica, Margarita hacía una

pausa anacrónica y su mirada se perdía en una

especie de limbo, sus ojos se quedaban fijos en

un punto del pasado o de su imaginación, y

lágrimas mezcladas con maquillaje caían al

piso, espesas como gotas de petróleo. Esta

pausa era el punto de quiebre, el preámbulo

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para sus variados ataques demenciales. A veces

se ponía a gemir con profunda nostalgia el

nombre de distintos sujetos -no se si los

nombres correspondían a su padre, hijos, viejos

amantes o personas imaginarias- que

intercalaba al azar con frases como “no te

vayas”, “no me pegues”, “suéltame” , “no te

mueras” o “vuelve”; en otras ocasiones gritaba

con desesperación “auxilio me quemo” y se

revolcaba graciosamente por el piso, ni siquiera

nuestras estruendosas carcajadas podían

sacarla de su trance; también era común que su

mirada simplemente regresara de aquel limbo y

se enfocara malignamente en alguno de

nosotros, a quien llamaba por su nombre y

apellido como si en vez de un ataque de

demencia Margarita sufriera un ataque de

lucidez. El elegido era empapado con una lluvia

de escupitajos e ingeniosos insultos cargados de

odio y elocuencia con los que Margarita

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demostraba conocer, a pesar de su locura,

nuestras debilidades a la perfección,

exponiéndonos a la burla de los otros. Lo único

malo de las evasiones mentales de Margarita

era que se prolongaban demasiado, más tiempo

del necesario para satisfacer nuestra necesidad

de reír, así que una vez que el episodio

empezaba a perder su gracia y la situación

comenzaba a tornarse incómoda, el Piraña –jefe

de los vagabundos y yo- se levantaba de su lugar

y con un certero golpe en la cara derribaba a la

loca, la pateaba en el piso, le escupía y la violaba

por un buen rato. De la misma manera uno por

uno nos íbamos turnando entre las piernas de la

demente, aullando, escupiéndole, golpeándola,

mordiéndola, sacudiendo nuestra pelvis contra

la suya con un repentino odio. Después de

algunas rondas ella dejaba de gritar y su mirada

viajaba de regreso al limbo de la demencia.

Nosotros seguíamos gozando de ella hasta que

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el thinner y la coca-cola se agotaban y nuestros

testículos reposaban con alivio, completamente

vacíos, satisfechos como el corazón y los

pulmones después de un prolongado suspiro de

amor y nostalgia.

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La simetría de Laura

-¿Se ven del mismo tamaño? – preguntó Laura

mientras se veía en el espejo y simulaba un

brasier con sus pequeñas manos. Miraba

minuciosamente su reflejo desnudo de frente,

perfil, tres cuartos y varios ángulos posibles,

sopesándose los senos con las palmas curveadas

a modo de balanza- es más grande el izquierdo,

¿no te parece? Ligeramente más grande, pero se

nota.

-Es normal- contesté mientras volvía a ponerme

el reloj y mis anillos. Me paré de la cama para

buscar mi pantalón y mi cartera, y tanteándome

los huevos con las yemas de los dedos me

percaté que también eran ligeramente

irregulares como los senos de Laura.

-Todos estamos disparejos, nadie es

completamente simétrico- argumenté, pero ella

insistía ilusionada que quería ser perfecta. Para

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mí ya era perfecta, calculo que en unos dos o

tres años dejaría de serlo, pero preferí guardar

mi comentario y le besé el cuello.

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Pasado de verga

Wendy siempre se ha jactado de su peculiar

sentido del humor, incluso sobre sus muchos

otros atributos. Aunque algunas personas

consideran sus bromas escatológicas, vulgares,

impertinentes y de mal gusto, otros admiramos

su capacidad de hacer chistes de cualquier tema

y cualquier situación. Es capaz de reírse de la

desventura y del dolor propio o ajeno. Un

velorio reciente, una enfermedad del estómago,

la impotencia sexual de alguno de sus amantes

ocasionales o una simple noticia trágica que ve

en la tele le proporcionan materia prima para

improvisar una broma que estalla en la cara de

los deudos, los amigos o el humillado amante

en cuestión. Estoy casi seguro que disfruta más

las caras de espanto y repulsión que sus bromas

provocan que las sinceras carcajadas de su

séquito de amigos cercanos siempre dispuestos

a escuchar y celebrar sus ocurrencias. También

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está orgullosa de su minuciosa belleza, que

bastante trabajo le ha costado esculpir, y que le

sigue costando un enorme esfuerzo mantener.

Su cara no es perfecta, pero sabe cubrir de

forma magistral con maquillaje sus “detallitos”,

como ella llama a las imperfecciones y rasgos

que no le gustan, resultando un rostro

agradable, aceptable a la distancia que corona

con un cabello largo y brillante como de

comercial de shampoo; su cara tiene “buen

lejos” como se dice vulgarmente. Además, te

aseguro que si la ves por la calle, su rostro será

lo último en que te fijes. Nadie puede negar que

tiene un cuerpo no sólo atractivo sino suculento

que sabe lucir con ropa ajustada, sabe moverlo

con cadencia enseñando mucha carnita al

caminar, no importa que las malas lenguas de

mujeres y hombres puritanos murmuren que

Wendy se ve vulgar. Lo importante, dice

Wendy, es que ellas se mueren de envidia y ellos

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no dejan de babear. Más que la envidia, los

murmullos y el puritanismo de las mujeres, le

molesta la hipocresía y la doble moral de los

hombres que se la comen con la mirada y se

excitan al verla pasar, pero que en la vida

cotidiana la humillarían y la rechazarían si

fuera parte de sus familias. Le tiene

resentimiento a los hombres porque se han

portado ojetes con ella, esa es la verdad. Dice

que cuando camina por un lugar público, como

un centro comercial, puede sentir las miradas

de todos sobre ella, puede sentir los ojos de

todos los hombres que la envuelven como un

cardume de peces sin cerebro, que la siguen por

el pasillo, por las escaleras eléctricas, por los

aparadores. Cuando siente la atención de todos,

le dan ganas de ponerse en el punto más

estratégico del mall a la vista de sus morbosos

fans y bajarse los pantalones de licra o alzarse la

falda para mostrar su enorme verga -el único

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vestigio de su pasado que aún le queda- para

desilusionarlos, bajarles la moral y burlarse de

ellos “no que no bola de pendejos, atásquense,

en el fondo todos los hombres son putos”. Sólo

de imaginar las caras se muere de risa, aunque

no estoy seguro si se atrevería a hacerlo, no por

lo atrevido de la broma sino porque a ella

tampoco le gusta recordar esa parte colgante de

su pasado, pero quien sabe, Wendy es de esas

personas con una enorme capacidad para reírse

de sí mismas.

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Prioridades

Un escalofrío doloroso recorrió su espina

dorsal, helando desde los tímpanos hasta el

periné. Su estómago estaba lleno de burbujas

efervescentes y sentía que alguien enterraba un

puñado de agujas en su vientre. Apretaba el

esfínter para no derramar la mierda, mierda

necia que golpeaba como ariete en un intento

desesperado por doblegar el ano y escapar hacia

la superficie. Sudaba y sus oídos captaban como

un eco lejano, como un sueño, lo que la mujer

sentada a su lado le reclamaba con furia. Pero él

no prestaba atención; se limitaba a contestar en

un lenguaje casi monosilábico: “sí”, “no”, “ya”,

“perdón”, “ajá”.

-¡¿Estás sordo?, ponme atención, es lo único

que te pido, que me escuches una vez en la

maldita vida! - gritó ella sin importarle la

mirada, los mormullos ni las risitas apagadas de

todos los pasajeros del microbús.

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- Es que me siento un poco mal de la panza- dijo

él, discreto apretando los dientes.

-Sí claro- respondió con sarcasmo

sobreactuado - cuando se trata de escucharme

pones pretextos, además, eso y más te mereces

por no hacerme caso, siempre te digo que no

andes tragando tanta porquería.

Ella prosiguió en su perorata y el en su

pedorreo involuntario, que cada vez era más

difícil de contener. De repente comenzó a sudar

frío y los gritos de la mujer inspirada en el

regaño subieron unos cuantos decibeles; los

esfuerzos de la mierda necia y perseverante

empezaron a tener éxito y él sintió una grieta en

su cerebro y otra en el esfínter, una fuga de

porquería líquida ya tocaba su ropa interior y se

le expandía entre las nalgas. En un esfuerzo

sobrehumano apretó el culo y pudo cortar el

derrame pero ¿por cuánto tiempo?, no podía

esperar más. Sin mediar palabra se paró del

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asiento dejando el regaño trunco y apenas pudo

indicarle al chofer que abriera la puerta. No

esperó a que el conductor hiciera alto total,

saltó del camión aún en marcha. Ella estaba con

la guardia baja, la huida de su acompañante la

había tomado por sorpresa, sólo pudo maldecir

por la ventana.

-¡En tu puta vida vuelvas a buscarme hijo de la

chingada!- El viento y el rugido del forzado

microbús se llevaron el resto de sus palabras.

Él tenía ganas de gritarle “qué no ves que me

siento mal, que me estoy cagando, maldita

perra”, pero era un esfuerzo innecesario; se

sentía con un peso menos encima pero le

quedaba un gravísimo problema por resolver

¿Dónde lo había dejado el microbús? ¿Dónde en

todo ese páramo de cemento y avenidas podría

encontrar rápido un maldito baño o un

rinconcito oculto de la vista de los demás?

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La Conspiración de las tehuanas.

Tal vez el calor y la humedad del aire influían,

pero lo cierto es que yo sudaba cada vez que la

novia de mi primo se quedaba en algún

momento de pie enfrente de mí luciendo sus

hermosas piernas compactas, firmes y

bronceadas; también sudé a la hora de la

comida, cuando se levantó de la mesa para ir a

la cocina respondiendo al llamado de mi abuela

y nos dio la espalda mostrando sus redondas

nalgas pegadas al vestido delgadito de algodón,

cortito, semitransparente, como suelen usarlo

las mujeres de climas tropicales, y cuando

volvió de la cocina cargando platos y cubiertos,

y los puso sobre la mesa inclinándose

ligeramente, pude ver que tenía un lunar en la

línea donde se juntan los dos senos y pude ver

en la comisura de sus pezones oscuros una

gotita de sudor: imaginé que encajaba mi rostro

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en su escote y le alzaba la falda, entonces

empecé a sudar de a de veras como un puerco y

me costó trabajo respirar. No reparé en que

estaba siendo demasiado indiscreto al mirar a

Nallely, hasta que Mónica –mi novia en ese

entonces, que estaba sentada a mi lado- me dio

una patada en la espinilla y me reprochó con

una mirada de profundo odio. Mónica también

era sexy, espigada y altiva. Era muy delgada y a

mí me gustaba mucho su cuerpo altivo y su

andar altanero. Mónica tenía mucho pegue en

su propio ambiente, el de la ciudad, pero por

alguna razón desmerecía ante el clima istmeño

con tanto calor, humedad y mosquitos, además

se sentía incómoda por los murmullos de mi

familia y por descubrir mi verdadera identidad

y mis gustos rupestres, eso agriaba mucho su

carácter. Ese viaje abrió la primera grieta en

nuestra relación que se desquebrajaría

completamente algunos meses después. En esa

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35

época preparatoriana yo amaba a Mónica, por

eso la llevé hasta Oaxaca a conocer a mi familia,

quería que conociera el pueblo donde pasé las

vacaciones más divertidas de mi infancia, que

conviviera con mis tías, que hiciera buenas

migas con mis primas, pero sobre todo quería

que conociera a mi abuela y se riera de sus

ocurrencias y chistes subidos de tono, que la

respetara y la llegara a querer y admirar tanto

como yo. Pero eso no ocurrió porque ni a mi

abuela, ni a mis primas ni a mis tías les gustó

mi novia y ella no supo cómo hacerse querer. Al

principio no vi una mala cara de ningún bando

pero las mujeres intuyen esas cosas y tienen

códigos de lenguaje específicos para chingarse

entre sí sin abandonar la cortesía y sin que los

hombres lo notemos. Tal parece que tanto las

chilangas como las tecas entienden ese código

por igual. A los pocos días de nuestra llegada al

pueblo, sin quererlo, escuchamos a mis tías

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diciendo que Mónica no era nada acomedida,

que era caprichosa y que seguramente no sabía

lavar ni sus calzones. Mi abuela también la

criticó.

-Esa muchacha, está muy flaca, se va a morir

cuando tenga al primer hijo.

La compararon Nallely, la novia de Mariano,

que era oriunda de Pinotepa Nacional, un

pueblo de la costa oaxaqueña.

-Esa muchacha va a ser buena para parir- dijo la

abuela muy contenta y orgullosa del buen gusto

de mi primo, mientras Mónica y yo entrábamos

a la recámara donde mis parientes platicaban.

Todas cambiaron el tema disimuladamente.

Mónica fingió no escuchar, igual que yo.

Mi abuela creía que todas las cualidades de una

mujer se supeditaban a la capacidad de tener

hijos y atenderlos. Su concepto de la estética

femenina estaba ligado estrechamente a la

fertilidad y a la capacidad de resolver las

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necesidades prácticas y primordiales de una

madre: un cuerpo robusto, no necesariamente

obeso, garantizaba que durante el embarazo, la

mujer proporcionaría suficientes nutrientes al

futuro bisnieto; unas caderas grandes eran

señal de que el parto sería “natural” y que se

realizaría con relativa facilidad con pocos

riesgos para la salud la madre y el bebé; unos

senos grandes significaban una abundante

producción de leche y en consecuencia un

bisnieto bien alimentado. Es curioso que uno

simplemente busque caderas y nalgas grandes

para montarse a gusto sobre ellas y senos

grandes para reposar un rato. Supongo que al

criticar a las novias de los hombres de la

familia, mi abuela simplemente asumía su rol

de matriarca suprema del clan de Los Matías de

Matías Romero, preocupada por perpetuar su

especie con la mayor eficacia posible. Contrario

a mis tías que sí criticaban sólo por mala leche.

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En fin, después de que escuchamos a mis tías

criticar a Mónica, nuestra estancia en el pueblo

se tornó más tensa, y tronó definitivamente con

ese pequeño incidente en que fui indiscreto al

mirar a Nallely. Todos en la mesa, excepto

Mariano, se percataron de la mirada

inquisidora de Mónica hacia mí. Ya en la

sobremesa una de mis tías comenzó a hablar de

las mujeres celosas, dijo que fulanita la esposa

del vecino estaba loca y armaba escenitas de

celos a cada rato y que por eso la habían

“dejado”. Otra tía puso como ejemplo a las

villanas de las telenovelas, que “son celosas

pero no aman sino que están obsesionadas con

el galán y por eso siempre les va mal”. Mi

abuela comenzó a criticar con saña a las actrices

de telenovela que “están muy flacas”, y de ahí se

soltó a criticar a las flacas en general. Se

lamentaba que “las jovencitas de hoy”, se

dejaran guiar por la televisión y aseguró que en

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estos tiempos una chica con el cuerpo perfecto

de la Venus de Milo o Tongolele no podría ser

modelo ni protagonista de una telenovela

porque la considerarían gorda.

- Pero tampoco es bueno subir tanto de peso, de

hecho es muy malo para la salud, yo por eso

trato de cuidarme, no quiero estar toda gorda-

espetó Mónica, y los ojos de todas las mujeres

de mi familia, que sin excepción son bastante

rollizas, por un momento se congelaron. En ese

momento supe que la relación entre Mónica y

Las Matías, no era posible.

- Haces bien mija – respondió mi abuela- tu que

puedes, debes cuidarte. Cuando una tiene 7

hijos, y está todo el día en chinga, cocinando,

lavando, haciendo el quehacer, pues no tienes

tiempo para ti misma. Ya verás si no cuando

tengas tu primer chamaco, no es tan fácil. Yo

cuando era de tu edad estaba así de chula como

la Nallely – al escuchar esta frase todas mis tías

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asintieron con la cabeza y Nallely se sonrojó-

pero mírame ahora pasé de ser la Venus de Milo

a ser como esa Venus de los cavernícolas ¿cómo

se llama mijo?

-La Venus de Willendorf- contestó Mariano

visiblemente fastidiado.

-Esa mera- dijo mi abuela muy divertida y

orgullosa de compararse con esa escultura

rupestre, que según algunos arqueólogos está

dedicada a la madre tierra o a una antigua diosa

de la fertilidad.

- Como dice el dicho: “Así como te ves, yo me vi,

como me ves te verás”- agregó otra de mis tías

dándose aires de sabia.

-A mí sí me gustaría bajar un poquito la panza-

terció Nallely

-¡Ay no!- dijeron todas a coro excepto Mónica-

así estás bien.

Mi primo se paró de la mesa aburrido por la

“conversación trivial” de las mujeres -que en

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realidad era un linchamiento verbal contra la

pobre Mónica- y me hizo señas para que lo

acompañara. Dejé a Mónica a su suerte, a

merced de las tehuanas –lo que nunca me

perdonó- y salí con Mariano al patio para tomar

una cerveza. Yo también estaba algo fastidiado.

-¿Qué pues, primo, ya te tiraste a la Mónica?-

Me preguntó a rajatabla para romper el hielo y

yo, orgulloso, emití un silbido y una sonrisa en

señal de aprobación- Pinche primo suertudo,

está bien buena tu vieja. Lo digo, con todo

respeto.

-A huevo, así soy yo de cabrón.-contesté- ¿Y tú

qué, ya te despachaste a Nallelita?

- ¡Qué va a ser!, se aprieta su calzón, no quiere,

dice que le da miedo.

-Pinche Mariano güey, no se te quita lo pendejo.