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Cuentos cortos de Romeo Valentín Arellanes
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Miedo a los barrancos
-Siempre le he tenido miedo a las alturas. Esa
sensación de calambres en la panza y en las
piernas, de vértigo en la nuca y detrás de las
orejas, no sé, simplemente no puedo lidiar con
ella, pero de cierta forma me agrada y creo que
por eso persigo inconscientemente esa
sensación en todo lo que hago.
- Ni es tan raro como crees. El vértigo es
nuestra defensa natural contra la atracción que
ejerce la Tierra, lo sentimos por instinto. Es una
fuerza en nuestro interior que se opone a la
fuerza de gravedad, a la atracción natural de la
Tierra sobre nuestros cuerpos. Sin ese freno nos
dejaríamos morir de golpe contra el suelo como
moscas atraídas por la trampa de luz, como
autómatas, sin resistencia, sin emoción, sin
dignidad, sin el placer que nos causa superar el
miedo.
2
- Me gusta cómo hablas, tienes una teoría para
todo ¿verdad? Una explicación para todo,
palabras para todo, pero ¿sabes?, eres un
cobarde para vivir.
Se hizo un breve silencio y por un momento
sólo escucharon sus mutuas respiraciones por el
teléfono. Y nuevamente ella tomó la iniciativa.
-Si estuviéramos, ella y yo, colgadas de un
barranco, a punto de caer y sólo pudieras salvar
a una, ¿qué harías? ¿A quién salvarías?
-...A ti. Creo que a te salvaría a ti
definitivamente.
-Mentiroso. Lo dices porque estás hablando
conmigo, porque en este momento sólo yo
existo para ti, porque quieres que perdone tu
ingratitud y tu cobardía, o tal vez sólo quieras
otra oportunidad para demostrarte a ti mismo
que ahora sí te atreverás. No me mientas, no es
necesario. Desconfío de los hombres desde
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antes de conocerte, todos me han demostrado
ser unos cobardes. No te guardo rencor.
- Ya te expliqué lo que pasó. Además no miento,
preferiría salvarte a ti, porque te amo.
- ¿Si? Entonces dime ¿qué le responderías a ella
si te hiciera la misma pregunta que yo? Dime.
- Celos, mejor tú responde, ¿a quién salvarías
del precipicio, a tu esposo o a mí?
- A mi marido, por supuesto.
- Lo dices sólo para molestarme.
- No. En el fondo es buena persona y no lo odio
tanto, ni le guardo tanto rencor como parece,
acepto la parte que me toca de nuestro fracaso,
la mayor parte, de hecho. Salvarlo sería una
forma de redimirme, de lavar mis culpas.
- Así que me dejarías morir para expiar tu
remordimiento, no suena congruente, no suena
como algo que haría alguien con una persona
que dice amar.
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- No te atormentes ni te confundas. Es verdad
que preferiría salvarlo a él, pero eso no cambia
mis sentimientos. Imagina esta situación más
parecida a nuestra vida: Estamos los cuatro, -tú
mi marido ella y yo- colgando del acantilado, a
unos metros de la muerte sin esperanzas de
salvarnos ¿sabes lo qué haría? No me
importaría lo que le pase a él. Me aferraría a tu
cuerpo con mis brazos, con mis uñas, con mis
piernas, con mi boca, con mis dientes, para
apresurar la caída, para arrastrarte conmigo al
abismo y morir juntos, con nuestros cuerpos
atravesados por la misma piedra filosa,
compartiendo el último aliento en el fondo del
barranco. Me olvidaría de mi miedo a las
alturas y de la discreción. ¿Estarías dispuesto a
hacer lo mismo?
Él no supo qué contestar y creyó que lo más
prudente era cambiar el tema e ir al grano.
5
-Entonces ¿tenemos una cita? ¿Cuándo puedes
escaparte?
- Dímelo tú. Ya sabes que nunca te he negado
nada y que siempre me las arreglo. Además,
fuiste tú quien faltó a la última cita. Eres tú el
que juega conmigo, el que titubea para cruzar el
límite, el que tiene miedo de soltarse…
6
El Método Al sentir la respiración de la cándida paloma
quieta entre sus manos, Fernando se llenó de
orgullo y alegría. Era la primera vez en 10 años
de vida que su ego se alimentaba con esa
satisfacción que surge cuando se cumple con
una misión por iniciativa y méritos propios.
Hacía casi una semana que Fernando intentaba
ganarse la confianza del arisco animal que
ahora reposaba despreocupado entre las
pequeñas manos humanas, plácido, mirándolo
fijamente a los ojos con un halo de confianza y
sumisión que Fernando sólo había detectado
anteriormente en la mirada de los perros.
En una de sus cotidianas fugas a la azotea del
edificio, Fernando se había interesado en la
pandilla de palomas, al intentar tocarlas
escaparon por los aires. Fue entonces que se le
ocurrió la idea.
7
En otras ocasiones había llevado a cabo
experimentos similares, pero sin duda lo que se
le ocurrió al contemplar el vuelo de las palomas
representaba un reto mayor por ser más
complejo.
El niño acostumbraba refugiarse en la azotea,
pasaba ahí tardes enteras, a veces mirando
durante horas el precipicio de 10 pisos que se
abría entre sus ojos y el suelo, a veces tramando
planes ociosos, a veces escondido detrás de los
tinacos hasta que una mano violenta lo devolvía
al departamento lleno de monstruos, demonios,
fantasmas y un aire azufrado que cada vez era
más difícil de respirar.
Para iniciar su plan robó un pan duro y lo
pulverizó. Subió a la azotea, se recostó boca
arriba a la vista de las palomas y se regó las
moronas de pan sobre el pecho con la infantil
intención de capturar a la primera que se
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posara sobre él. Esperó y esperó, quieto,
conteniendo la respiración, observando la lenta
trayectoria del sol menguante, pero las palomas
desconfiaban de su camuflaje y de sus
intenciones; algunas más atrevidas bajaban y
caminaban cerca de él pero escapaban al menor
movimiento sospechoso. Entonces Fernando
cayó en cuenta de que la naturaleza maliciosa y
engañosa de su plan era evidente hasta para las
palomas, que si bien no son tan cándidas y
fáciles de agarrar como los perros y algunos
gatos, sí están bastante acostumbradas a los
humanos. Se sintió avergonzado de su método
fantasioso y se reprochó con dureza su
actuación infantil. No comprendía que la
tendencia hacia la fantasía es natural en los
niños -por muy cercanos a la adolescencia que
estén- pero es que Fernando había dejado de
considerarse como tal desde muy pequeño.
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A veces la técnica más sencilla y obvia es
también la más eficaz, por eso cuando Fernando
regó las moronas en el suelo alrededor suyo y se
sentó tranquilo a esperar, las palomas -casi de
inmediato- bajaron a comer de la forma más
natural, sin juzgar al dador de alimento. Creyó
conveniente esperar más antes de seleccionar e
intentar capturar al ejemplar idóneo para el
experimento, así que repitió la operación los
subsecuentes días tratando de ganarse la
absoluta confianza de las aves. En Términos
generales su plan iba avanzando y arrojando
resultados visibles. Más rápido de lo que pensó
las palomas estaban comiendo de la palma de
su mano, excepto una de color blanco con
manchas cafés que contrastaba con las otras por
su apariencia esmirriada y por sus hábitos
alimenticios –el curioso animal, luego de comer
algunos trozos de pan en el piso, buscaba
pedazos de piedra un poco más grandes que el
10
polvo y se los tragaba-. Fernando supo que ella
era el individuo ideal para su experimento y
trató de doblegar su actitud arisca ofreciéndole
migajas de pan dulce y trocitos de papas
Sabritas, que a pesar de resultar agradables
para el paladar de la paloma, no la impulsaban
a comer de la mano humana, aunque cada vez
era menos desconfiada.
Tal como muchos descubrimientos científicos a
lo largo de la historia de la humanidad, la
captura de la paloma se dio más por azar que
por la efectividad del método, pero ello no le
restó mérito al esfuerzo puesto por el pequeño
científico.
Fernando había llorado mucho esa tarde, estaba
furioso y su frustración y dolor eran tan grandes
que se quedó sin fuerza y se durmió
profundamente detrás del tinaco que siempre le
servía de escondite durante “esos momentos”.
Entre su sueño amargo sintió un leve roce en
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sus manos que lo despertó y al abrir los ojos, la
paloma arisca hurgaba sola entre sus dedos en
busca de comida. Sus miradas se encontraron
frente a frente por unos segundos que
parecieron minutos, hasta que el ave en vez de
volar asustada siguió hurgando con confianza.
Fernando aprovechó la oportunidad para
acariciar al ave y está se dejó. Entonces
simplemente estiró las manos y tomó a la
paloma que lo miraba piadosa sin oponer la
mínima resistencia…
Fernando sujetó con firmeza los extremos de
ambas alas de la paloma y las estiró como los
brazos de Cristo en la cruz de un movimiento
rápido y macizo; repitió el movimiento varias
veces, cada una con más fuerza hasta que
escuchó un tronido, mientras, la paloma se
convulsionaba tratando de zafarse. La puso en
el suelo para cerciorase de que no pudiera volar,
el ave trató de escapar pero el daño fue efectivo
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y la desafortunada no pudo siquiera caminar,
mucho menos mover las alas. Fernando la
capturó de nuevo y la lanzó con todas sus
fuerzas hacia el precipicio, de la misma forma
en que se lanza un balón de futbol americano.
El niño miraba con fascinación los intentos de
la paloma errática para detener su caída libre
de10 pisos con las alas dislocadas, y se
preguntaba si el animal volador sentiría la
misma sensación de vértigo y adrenalina que
sentía él; el mismo vértigo que sintió el
cachorro maltés que uno de los vecinos
acostumbraba dejar amarrado en la azotea
cuando se ausentaba de casa; el mismo vértigo
que sintió aquel gato -al que primero sujetó de
la cola e hizo girar como boleadora para
azotarlo contra las paredes antes de arrojarlo
desde la azotea y refutar de un sólo golpe las
estúpidas creencias infundadas de que los gatos
tienen 7 vidas y que siempre caen de pie-. La
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primera vez que se fijó en las palomas de la
azotea, Fernando también se había preguntado
si un animal volador sería más resistente que
uno terrestre ante una eventual caída libre. Él
creía que no, y para demostrarlo el primer paso
lógico era conseguir al animal correcto y
después inhabilitar sus alas.
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Una oportunidad
No sé si hubiera funcionado de todas formas,
eres muy bonita y yo tengo baja autoestima. Ya
puedo predecir mi acidez estomacal y la
desesperación cuando llegues tarde a la casa;
mi odio contra tus amigos bien parecidos; los
interrogatorios interminables y mis llamadas
constantes a tu celular truncando tus
momentos de diversión, “¿dónde estás, con
quién, a qué hora vuelves?” Ya puedo ver el
ciclo de interminables reproches, incluso peleas
violentas, cosas que se rompen, tú rompiendo
en llanto, yo con lágrimas en los ojos pidiéndote
perdón, o en peor de los casos, tú confesándolo
todo y yo con lágrimas en los ojos comprobando
una vez más mi precisión como adivino,
alejándome para siempre de ti, pues no perdono
la traición. Está claro que no hubiera
funcionado. Cuando veo en la calle a un hombre
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feo tomado del brazo de una mujer hermosa
como tú, tengo la certeza de que ella le es infiel
o lo será en algún momento y siento una especie
de compasión y envidia por él. Después me
avergüenzo de mi facilidad para generalizar y
prejuzgar a la gente. “No tiene por que ser así –
me digo- las más grandes injusticias y crímenes
contra la humanidad se cometen por prejuicios
que parecen simples e inofensivos como el mío,
él puede tener miles de atributos además del
dinero que a ella le atraigan de verdad, puede
quererlo sinceramente, ¿por qué no?”, me
convenzo. Entonces me miro, lo miro a él y
pienso que si ella puede querer a un sujeto
como ese, también podría quererme a mí, que él
no tiene nada que no tenga yo, incluso creo que
yo cuento con más cualidades y mejores
aptitudes. “Si ella me conociera seguramente
me preferiría.”, imagino. Luego de ese
razonamiento, invariablemente me lleno de
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optimismo, y la seguridad en mi mismo sale de
su escondite para embriagarme la cabeza;
camino con paso firme hacia la pareja en
cuestión y miro fijamente a la bella mujer; si
nuestros ojos hacen contacto le sonrío, pero la
mayoría de las veces ella no se fija en mi o
cambia la mirada o hace un gesto de repulsión o
cuchichea algo en el oído de su acompañante y
ambos ríen. Hasta ahora, tú has sido la única
que me devolvió la sonrisa y no conforme con
eso, me guiñaste el ojo sin que tu horrible
acompañante lo notara, nació así un lazo entre
nosotros, una complicidad, una imagen que se
ha estancando en mi mente por varios días.
Aún recuerdo con precisión tus labios, tus
dientes perfectos, tu rostro simétrico y…
perfecto no hay otra palabra. Tus ojos
maliciosos me cegaron, me petrificaron en ese
instante y no supe cómo reaccionar, no supe
cual era el siguiente paso que debía dar; con
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impotencia miré como seguías tu camino bien
sujetada de su brazo y me di cuenta de lo difícil,
casi imposible, que sería volver a verte, volver a
coincidir y volver a encontrarte por casualidad
en alguna de tantas calles de la ciudad. La
resignación es el siguiente paso que intento dar,
y me convenzo. De cualquier manera no
hubiera funcionado.
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La noche coronada
A la siguiente noche soñé que departía con la
pandilla de vagabundos. Estábamos en un lote
baldío sentados alrededor de una fogata y
compartíamos una botella de thinner rebajado
con coca-cola -era un líquido amargo en
extremo, pero se sentía tan reconfortante al
estómago y al alma como una buena taza de
atole de coco-. Margarita era la única mujer del
grupo. En mi sueño ella era una vagabunda loca
que se creía diva del cine; su cuerpo entero,
sobre todo las manos, estaban llenas de costras
de mugre y cicatrices de quemaduras; su cuello,
su pelo ralo y su rostro estaban unidos por una
fina película de cebo, y como si fuera día de
fiesta sus pestañas estaban embadurnadas de
espeso rimel negro, sus párpados se cerraban
por las plastas de sombras moradas y sus
cachetes brillaban por la gruesa capa de rubor
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rojo intenso. Margarita era el entretenimiento
de los vagabundos y yo. Actuaba partes célebres
de películas clásicas del cine nacional que
nosotros intentábamos adivinar; interpretaba
canciones de Cuco Sánchez que hacían llorar a
más de un vagabundo; también nos entretenía
bailando y contando de manera espontánea
chistes colorados. Pero sin duda lo más gracioso
para nosotros era cuando involuntariamente los
demonios de la demencia y sus recuerdos
traumáticos se le metían por las venas del
cerebro tomando el control de las pulsiones. De
repente a mitad de un chiste, una canción o una
interpretación histriónica, Margarita hacía una
pausa anacrónica y su mirada se perdía en una
especie de limbo, sus ojos se quedaban fijos en
un punto del pasado o de su imaginación, y
lágrimas mezcladas con maquillaje caían al
piso, espesas como gotas de petróleo. Esta
pausa era el punto de quiebre, el preámbulo
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para sus variados ataques demenciales. A veces
se ponía a gemir con profunda nostalgia el
nombre de distintos sujetos -no se si los
nombres correspondían a su padre, hijos, viejos
amantes o personas imaginarias- que
intercalaba al azar con frases como “no te
vayas”, “no me pegues”, “suéltame” , “no te
mueras” o “vuelve”; en otras ocasiones gritaba
con desesperación “auxilio me quemo” y se
revolcaba graciosamente por el piso, ni siquiera
nuestras estruendosas carcajadas podían
sacarla de su trance; también era común que su
mirada simplemente regresara de aquel limbo y
se enfocara malignamente en alguno de
nosotros, a quien llamaba por su nombre y
apellido como si en vez de un ataque de
demencia Margarita sufriera un ataque de
lucidez. El elegido era empapado con una lluvia
de escupitajos e ingeniosos insultos cargados de
odio y elocuencia con los que Margarita
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demostraba conocer, a pesar de su locura,
nuestras debilidades a la perfección,
exponiéndonos a la burla de los otros. Lo único
malo de las evasiones mentales de Margarita
era que se prolongaban demasiado, más tiempo
del necesario para satisfacer nuestra necesidad
de reír, así que una vez que el episodio
empezaba a perder su gracia y la situación
comenzaba a tornarse incómoda, el Piraña –jefe
de los vagabundos y yo- se levantaba de su lugar
y con un certero golpe en la cara derribaba a la
loca, la pateaba en el piso, le escupía y la violaba
por un buen rato. De la misma manera uno por
uno nos íbamos turnando entre las piernas de la
demente, aullando, escupiéndole, golpeándola,
mordiéndola, sacudiendo nuestra pelvis contra
la suya con un repentino odio. Después de
algunas rondas ella dejaba de gritar y su mirada
viajaba de regreso al limbo de la demencia.
Nosotros seguíamos gozando de ella hasta que
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el thinner y la coca-cola se agotaban y nuestros
testículos reposaban con alivio, completamente
vacíos, satisfechos como el corazón y los
pulmones después de un prolongado suspiro de
amor y nostalgia.
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La simetría de Laura
-¿Se ven del mismo tamaño? – preguntó Laura
mientras se veía en el espejo y simulaba un
brasier con sus pequeñas manos. Miraba
minuciosamente su reflejo desnudo de frente,
perfil, tres cuartos y varios ángulos posibles,
sopesándose los senos con las palmas curveadas
a modo de balanza- es más grande el izquierdo,
¿no te parece? Ligeramente más grande, pero se
nota.
-Es normal- contesté mientras volvía a ponerme
el reloj y mis anillos. Me paré de la cama para
buscar mi pantalón y mi cartera, y tanteándome
los huevos con las yemas de los dedos me
percaté que también eran ligeramente
irregulares como los senos de Laura.
-Todos estamos disparejos, nadie es
completamente simétrico- argumenté, pero ella
insistía ilusionada que quería ser perfecta. Para
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mí ya era perfecta, calculo que en unos dos o
tres años dejaría de serlo, pero preferí guardar
mi comentario y le besé el cuello.
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Pasado de verga
Wendy siempre se ha jactado de su peculiar
sentido del humor, incluso sobre sus muchos
otros atributos. Aunque algunas personas
consideran sus bromas escatológicas, vulgares,
impertinentes y de mal gusto, otros admiramos
su capacidad de hacer chistes de cualquier tema
y cualquier situación. Es capaz de reírse de la
desventura y del dolor propio o ajeno. Un
velorio reciente, una enfermedad del estómago,
la impotencia sexual de alguno de sus amantes
ocasionales o una simple noticia trágica que ve
en la tele le proporcionan materia prima para
improvisar una broma que estalla en la cara de
los deudos, los amigos o el humillado amante
en cuestión. Estoy casi seguro que disfruta más
las caras de espanto y repulsión que sus bromas
provocan que las sinceras carcajadas de su
séquito de amigos cercanos siempre dispuestos
a escuchar y celebrar sus ocurrencias. También
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está orgullosa de su minuciosa belleza, que
bastante trabajo le ha costado esculpir, y que le
sigue costando un enorme esfuerzo mantener.
Su cara no es perfecta, pero sabe cubrir de
forma magistral con maquillaje sus “detallitos”,
como ella llama a las imperfecciones y rasgos
que no le gustan, resultando un rostro
agradable, aceptable a la distancia que corona
con un cabello largo y brillante como de
comercial de shampoo; su cara tiene “buen
lejos” como se dice vulgarmente. Además, te
aseguro que si la ves por la calle, su rostro será
lo último en que te fijes. Nadie puede negar que
tiene un cuerpo no sólo atractivo sino suculento
que sabe lucir con ropa ajustada, sabe moverlo
con cadencia enseñando mucha carnita al
caminar, no importa que las malas lenguas de
mujeres y hombres puritanos murmuren que
Wendy se ve vulgar. Lo importante, dice
Wendy, es que ellas se mueren de envidia y ellos
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no dejan de babear. Más que la envidia, los
murmullos y el puritanismo de las mujeres, le
molesta la hipocresía y la doble moral de los
hombres que se la comen con la mirada y se
excitan al verla pasar, pero que en la vida
cotidiana la humillarían y la rechazarían si
fuera parte de sus familias. Le tiene
resentimiento a los hombres porque se han
portado ojetes con ella, esa es la verdad. Dice
que cuando camina por un lugar público, como
un centro comercial, puede sentir las miradas
de todos sobre ella, puede sentir los ojos de
todos los hombres que la envuelven como un
cardume de peces sin cerebro, que la siguen por
el pasillo, por las escaleras eléctricas, por los
aparadores. Cuando siente la atención de todos,
le dan ganas de ponerse en el punto más
estratégico del mall a la vista de sus morbosos
fans y bajarse los pantalones de licra o alzarse la
falda para mostrar su enorme verga -el único
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vestigio de su pasado que aún le queda- para
desilusionarlos, bajarles la moral y burlarse de
ellos “no que no bola de pendejos, atásquense,
en el fondo todos los hombres son putos”. Sólo
de imaginar las caras se muere de risa, aunque
no estoy seguro si se atrevería a hacerlo, no por
lo atrevido de la broma sino porque a ella
tampoco le gusta recordar esa parte colgante de
su pasado, pero quien sabe, Wendy es de esas
personas con una enorme capacidad para reírse
de sí mismas.
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Prioridades
Un escalofrío doloroso recorrió su espina
dorsal, helando desde los tímpanos hasta el
periné. Su estómago estaba lleno de burbujas
efervescentes y sentía que alguien enterraba un
puñado de agujas en su vientre. Apretaba el
esfínter para no derramar la mierda, mierda
necia que golpeaba como ariete en un intento
desesperado por doblegar el ano y escapar hacia
la superficie. Sudaba y sus oídos captaban como
un eco lejano, como un sueño, lo que la mujer
sentada a su lado le reclamaba con furia. Pero él
no prestaba atención; se limitaba a contestar en
un lenguaje casi monosilábico: “sí”, “no”, “ya”,
“perdón”, “ajá”.
-¡¿Estás sordo?, ponme atención, es lo único
que te pido, que me escuches una vez en la
maldita vida! - gritó ella sin importarle la
mirada, los mormullos ni las risitas apagadas de
todos los pasajeros del microbús.
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- Es que me siento un poco mal de la panza- dijo
él, discreto apretando los dientes.
-Sí claro- respondió con sarcasmo
sobreactuado - cuando se trata de escucharme
pones pretextos, además, eso y más te mereces
por no hacerme caso, siempre te digo que no
andes tragando tanta porquería.
Ella prosiguió en su perorata y el en su
pedorreo involuntario, que cada vez era más
difícil de contener. De repente comenzó a sudar
frío y los gritos de la mujer inspirada en el
regaño subieron unos cuantos decibeles; los
esfuerzos de la mierda necia y perseverante
empezaron a tener éxito y él sintió una grieta en
su cerebro y otra en el esfínter, una fuga de
porquería líquida ya tocaba su ropa interior y se
le expandía entre las nalgas. En un esfuerzo
sobrehumano apretó el culo y pudo cortar el
derrame pero ¿por cuánto tiempo?, no podía
esperar más. Sin mediar palabra se paró del
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asiento dejando el regaño trunco y apenas pudo
indicarle al chofer que abriera la puerta. No
esperó a que el conductor hiciera alto total,
saltó del camión aún en marcha. Ella estaba con
la guardia baja, la huida de su acompañante la
había tomado por sorpresa, sólo pudo maldecir
por la ventana.
-¡En tu puta vida vuelvas a buscarme hijo de la
chingada!- El viento y el rugido del forzado
microbús se llevaron el resto de sus palabras.
Él tenía ganas de gritarle “qué no ves que me
siento mal, que me estoy cagando, maldita
perra”, pero era un esfuerzo innecesario; se
sentía con un peso menos encima pero le
quedaba un gravísimo problema por resolver
¿Dónde lo había dejado el microbús? ¿Dónde en
todo ese páramo de cemento y avenidas podría
encontrar rápido un maldito baño o un
rinconcito oculto de la vista de los demás?
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33
La Conspiración de las tehuanas.
Tal vez el calor y la humedad del aire influían,
pero lo cierto es que yo sudaba cada vez que la
novia de mi primo se quedaba en algún
momento de pie enfrente de mí luciendo sus
hermosas piernas compactas, firmes y
bronceadas; también sudé a la hora de la
comida, cuando se levantó de la mesa para ir a
la cocina respondiendo al llamado de mi abuela
y nos dio la espalda mostrando sus redondas
nalgas pegadas al vestido delgadito de algodón,
cortito, semitransparente, como suelen usarlo
las mujeres de climas tropicales, y cuando
volvió de la cocina cargando platos y cubiertos,
y los puso sobre la mesa inclinándose
ligeramente, pude ver que tenía un lunar en la
línea donde se juntan los dos senos y pude ver
en la comisura de sus pezones oscuros una
gotita de sudor: imaginé que encajaba mi rostro
34
en su escote y le alzaba la falda, entonces
empecé a sudar de a de veras como un puerco y
me costó trabajo respirar. No reparé en que
estaba siendo demasiado indiscreto al mirar a
Nallely, hasta que Mónica –mi novia en ese
entonces, que estaba sentada a mi lado- me dio
una patada en la espinilla y me reprochó con
una mirada de profundo odio. Mónica también
era sexy, espigada y altiva. Era muy delgada y a
mí me gustaba mucho su cuerpo altivo y su
andar altanero. Mónica tenía mucho pegue en
su propio ambiente, el de la ciudad, pero por
alguna razón desmerecía ante el clima istmeño
con tanto calor, humedad y mosquitos, además
se sentía incómoda por los murmullos de mi
familia y por descubrir mi verdadera identidad
y mis gustos rupestres, eso agriaba mucho su
carácter. Ese viaje abrió la primera grieta en
nuestra relación que se desquebrajaría
completamente algunos meses después. En esa
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época preparatoriana yo amaba a Mónica, por
eso la llevé hasta Oaxaca a conocer a mi familia,
quería que conociera el pueblo donde pasé las
vacaciones más divertidas de mi infancia, que
conviviera con mis tías, que hiciera buenas
migas con mis primas, pero sobre todo quería
que conociera a mi abuela y se riera de sus
ocurrencias y chistes subidos de tono, que la
respetara y la llegara a querer y admirar tanto
como yo. Pero eso no ocurrió porque ni a mi
abuela, ni a mis primas ni a mis tías les gustó
mi novia y ella no supo cómo hacerse querer. Al
principio no vi una mala cara de ningún bando
pero las mujeres intuyen esas cosas y tienen
códigos de lenguaje específicos para chingarse
entre sí sin abandonar la cortesía y sin que los
hombres lo notemos. Tal parece que tanto las
chilangas como las tecas entienden ese código
por igual. A los pocos días de nuestra llegada al
pueblo, sin quererlo, escuchamos a mis tías
36
diciendo que Mónica no era nada acomedida,
que era caprichosa y que seguramente no sabía
lavar ni sus calzones. Mi abuela también la
criticó.
-Esa muchacha, está muy flaca, se va a morir
cuando tenga al primer hijo.
La compararon Nallely, la novia de Mariano,
que era oriunda de Pinotepa Nacional, un
pueblo de la costa oaxaqueña.
-Esa muchacha va a ser buena para parir- dijo la
abuela muy contenta y orgullosa del buen gusto
de mi primo, mientras Mónica y yo entrábamos
a la recámara donde mis parientes platicaban.
Todas cambiaron el tema disimuladamente.
Mónica fingió no escuchar, igual que yo.
Mi abuela creía que todas las cualidades de una
mujer se supeditaban a la capacidad de tener
hijos y atenderlos. Su concepto de la estética
femenina estaba ligado estrechamente a la
fertilidad y a la capacidad de resolver las
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necesidades prácticas y primordiales de una
madre: un cuerpo robusto, no necesariamente
obeso, garantizaba que durante el embarazo, la
mujer proporcionaría suficientes nutrientes al
futuro bisnieto; unas caderas grandes eran
señal de que el parto sería “natural” y que se
realizaría con relativa facilidad con pocos
riesgos para la salud la madre y el bebé; unos
senos grandes significaban una abundante
producción de leche y en consecuencia un
bisnieto bien alimentado. Es curioso que uno
simplemente busque caderas y nalgas grandes
para montarse a gusto sobre ellas y senos
grandes para reposar un rato. Supongo que al
criticar a las novias de los hombres de la
familia, mi abuela simplemente asumía su rol
de matriarca suprema del clan de Los Matías de
Matías Romero, preocupada por perpetuar su
especie con la mayor eficacia posible. Contrario
a mis tías que sí criticaban sólo por mala leche.
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En fin, después de que escuchamos a mis tías
criticar a Mónica, nuestra estancia en el pueblo
se tornó más tensa, y tronó definitivamente con
ese pequeño incidente en que fui indiscreto al
mirar a Nallely. Todos en la mesa, excepto
Mariano, se percataron de la mirada
inquisidora de Mónica hacia mí. Ya en la
sobremesa una de mis tías comenzó a hablar de
las mujeres celosas, dijo que fulanita la esposa
del vecino estaba loca y armaba escenitas de
celos a cada rato y que por eso la habían
“dejado”. Otra tía puso como ejemplo a las
villanas de las telenovelas, que “son celosas
pero no aman sino que están obsesionadas con
el galán y por eso siempre les va mal”. Mi
abuela comenzó a criticar con saña a las actrices
de telenovela que “están muy flacas”, y de ahí se
soltó a criticar a las flacas en general. Se
lamentaba que “las jovencitas de hoy”, se
dejaran guiar por la televisión y aseguró que en
39
estos tiempos una chica con el cuerpo perfecto
de la Venus de Milo o Tongolele no podría ser
modelo ni protagonista de una telenovela
porque la considerarían gorda.
- Pero tampoco es bueno subir tanto de peso, de
hecho es muy malo para la salud, yo por eso
trato de cuidarme, no quiero estar toda gorda-
espetó Mónica, y los ojos de todas las mujeres
de mi familia, que sin excepción son bastante
rollizas, por un momento se congelaron. En ese
momento supe que la relación entre Mónica y
Las Matías, no era posible.
- Haces bien mija – respondió mi abuela- tu que
puedes, debes cuidarte. Cuando una tiene 7
hijos, y está todo el día en chinga, cocinando,
lavando, haciendo el quehacer, pues no tienes
tiempo para ti misma. Ya verás si no cuando
tengas tu primer chamaco, no es tan fácil. Yo
cuando era de tu edad estaba así de chula como
la Nallely – al escuchar esta frase todas mis tías
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asintieron con la cabeza y Nallely se sonrojó-
pero mírame ahora pasé de ser la Venus de Milo
a ser como esa Venus de los cavernícolas ¿cómo
se llama mijo?
-La Venus de Willendorf- contestó Mariano
visiblemente fastidiado.
-Esa mera- dijo mi abuela muy divertida y
orgullosa de compararse con esa escultura
rupestre, que según algunos arqueólogos está
dedicada a la madre tierra o a una antigua diosa
de la fertilidad.
- Como dice el dicho: “Así como te ves, yo me vi,
como me ves te verás”- agregó otra de mis tías
dándose aires de sabia.
-A mí sí me gustaría bajar un poquito la panza-
terció Nallely
-¡Ay no!- dijeron todas a coro excepto Mónica-
así estás bien.
Mi primo se paró de la mesa aburrido por la
“conversación trivial” de las mujeres -que en
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realidad era un linchamiento verbal contra la
pobre Mónica- y me hizo señas para que lo
acompañara. Dejé a Mónica a su suerte, a
merced de las tehuanas –lo que nunca me
perdonó- y salí con Mariano al patio para tomar
una cerveza. Yo también estaba algo fastidiado.
-¿Qué pues, primo, ya te tiraste a la Mónica?-
Me preguntó a rajatabla para romper el hielo y
yo, orgulloso, emití un silbido y una sonrisa en
señal de aprobación- Pinche primo suertudo,
está bien buena tu vieja. Lo digo, con todo
respeto.
-A huevo, así soy yo de cabrón.-contesté- ¿Y tú
qué, ya te despachaste a Nallelita?
- ¡Qué va a ser!, se aprieta su calzón, no quiere,
dice que le da miedo.
-Pinche Mariano güey, no se te quita lo pendejo.