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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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VEINTE OLIMPÍADAS

EN LA VIDA DE PLATÓN

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DE L F O S y Olimpia: dos polos espirituales de Grecia, dos

inagotables fuentes de pura helenidad, dos cálidos ho­

gares para las horas comunes de un pueblo empeñado sin

desmayo en la mera supervivencia.

Delfos es soberbio, masculino, vertical : de las gargantas

rojas de las Fedríades, en los días de tormenta, llueven rocas

colosales mientras ruge, espantable, el trueno; allá arriba,

muy arriba, las águilas reales cruzan su vuelo al t ivo; abajo,

en la escarpada ladera, entre las doradas piedras del santuario

o tras los espesos muros defensivos, atisbamos tal vez el

perfil rapaz, la tonsurada cabeza de algún miembro de la

ambiciosa casta sacerdotal de Apolo o escuchamos el recio

entrechocar de las broncíneas armas de la turba focea, los

hijos esforzados y suicidas de Filomelo y Onomarco.

Olimpia, en cambio, es llana, dulce, femenina: a la sombra

del Cronión, suavemente túrgido y cubierto de verde espe­

sura, Alfeo y Cladeo arrastran desde siglos el silencioso fluir

de sus aguas mansas; en las mañanas otoñales, el gris y el

pardo de las nobles columnas derribadas se tiñen con la

alegre invasión del amarillo jaramago, del azul crisantemo,

de la anaranjada caléndula; y es entonces cuando, desapa-

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FERNANDEZ'GALIANO

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recida ya la ruidosa barabúnda del turismo veraniego, re­

sulta más grato sentarse al tibio sol para gozar de la in­

creíble serenidad del recinto. La imaginación hace lo demás.

La ilustre explanada está llena, como cada verano olímpico,

de una abigarrada multitud en que figura lo mejor y lo más

selecto de Grecia: los más fuertes, los más jóvenes, los más

poderosos. El santuario vibra todo entero con el raudo ga­

lope de los caballos, el agudo chirrido de la cuadriga que

se ciñe a la meta, la ronca aclamación del público, el quejido

de las flautas rituales, el sonoro canto del victorioso cortejo.

Aquí y allá, grupos bulliciosos e inquietos van y vienen, se

saludan, riñen, intrigan, llegan tal vez a las manos; unos

rodean a Milón de Crotona, el celebérrimo atleta, que ex­

hibe, entre risotadas, bárbaras muestras de su legendaria fuer­

z a ; otros comentan la hazaña de la yegua Aura, que obtuvo

la victoria en la carrera para su jinete desmontado; los

aplausos celebran al feliz Diágoras, el gigante rodio que, lle­

vado en hombros por sus hijos también vencedores, tuvo en

vida el delicioso anticipo de una ascensión a los cielos;

óyense los agudos gritos del niño que, jugando con sus tabas

o sus muñecos de barro, acaba de abrirse la cabeza contra

el toro de bronce ofrendado por los corcireos; sube a los

dioses el grasiento olor de las víctimas quemadas en el altar

de los Yámidas; el gran Fidias, con sus manos todavía man­

chadas de polvillo de oro, cierra con llave el taller en que

van ajustándose las piezas del ingente Zeus; Tucídides vaga

entre las gentes impresionado por unos capítulos a que ha

dado lectura Heródoto; y el flujo y reflujo de las masas

curiosas corre de pronto ante la noticia de que un pertur­

bado, cuyo raro nombre es Peregrino Proteo, se ha lanzado

a una hoguera para llamar la atención sobre sus doctrinas

cínicas.

Y por encima de todo, paz, paz, paz. . . Los vocablos

olímpicos son benéfica retahila de sedantes y tónicas drogas

para una Hélade cansada ella misma de luchas fratricidas;

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VEINTE OLIMPIADAS EN LA VIDA DE PLATON

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concordia, armonía, unión panhelénica, tregua sagrada, fra­

ternidad espiritual...

Pero la llamada cuatrienal no sólo significa invitación al

sentimiento de unidad nacional y armisticio, siquiera sea

pasajero, en las discordias intestinas de las ciudades constan­

temente enzarzadas unas con otras, sino también señal cro­

nológica, como una especie de potente faro que lanza su

isócrona pulsación de luz sobre los hombres todos para in­

dicarles que han transcurrido cuatro años y que se está ya

algo más lejos de la cuna y más cerca del sepulcro y que

no debe ser menospreciada la amable ocasión para fiestas

y regocijos disfrutados en común. Por eso la cuenta por

olimpíadas no perdió nunca su vigor como mudo testimonio

del pasar del tiempo sobre los humanos.

Quizá este sistema cronológico pueda ser método fértil

para el estudio de figuras y períodos de la Historia de la

Literatura. Generalmente los manuales de esta materia, sea

cual sea el país o época a que se refieran, hacen perder un

tanto la perspectiva histórica al lector a fuerza de pasearle

vertiginosamente hacia arriba y hacia abajo de la escala de

los siglos en la usual ordenación por géneros y, dentro de

ellos, por personajes enfocados de una vez desde el naci­

miento hasta la muerte. Esto conviene, evidentemente, des­

de el punto de vista de la evolución literaria de un autor

o de las influencias ejercidas sobre sus imitadores o rivales;

pero probablemente es desventajoso si se quiere atender al

estudio de actividades reflejadas en un mismo plano sincró­

nico. Parece, pues, que las veinte olimpíadas a través de las

que discurre la larga y bella existencia de Platón pueden

ser otros tantos cortes horizontales dados en la realidad de

sus tiempos, palpitantes escenas de la vida cultural y literaria

griega encuadradas, como debe ser, en el marco del acon­

tecer de la Historia solemnemente ritmado por el augusto

péndulo olímpico.

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FERNANDEZ-GALIANO

Siete años tiene Platón. Comprende, pues, las conversa­

ciones que a su alrededor mantienen los mayores; pero de

muchas de ellas no es capaz todavía de enterarse del todo.

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Olimpíada 89. A ñ o 424 antes de Jesucristo. Mientras, en

la acomodada casa de Aristón, rodean nodrizas y fieles es­

clavos la cuna del futuro filósofo, la Hélade anda embarcada

en la gran aventura de la guerra del Peloponeso. Lo peor

para Atenas parece haber pasado y a : el asedio asfixiante de

Arquidamo; los horrores de la peste; el sentimiento de

desamparo ante la muerte de Feríeles. Nicias, Demóstenes y

Cleón, sacando fuerzas de flaqueza, han restablecido en parte

la situación con una serie de golpes afortunados en Acama-

nia, en Pilos, en Citerà. Ahora es ya Esparta la que, humi­

llada, teme incursiones enemigas en todo el contomo pelo-

ponésico y respira cuando, a duras penas y gracias al genio

de Brásidas, se consigue evitar la captura de Mégara.

En Atenas, sin embargo, las cosas políticas no marchan

bien. Cleón, el demagogo, halaga los instintos del pueblo,

elevando, por ejemplo, a tres óbolos el sueldo de los jurados,

lo cual ha provocado los ataques del incisivo Aristófanes

en Los caballeros y del también comediógrafo Éupolis en

La raza dorada. En la primera de estas obras, Nicias y De­

móstenes, criados del demo, conspiran contra el paflagón que

embauca a su omnipotente señor y se atribuye, como en

Esfacteria, los méritos que en realidad no le pertenecen.

Pero, además, tampoco este éxito, casual en parte, debe en­

orgullecer a los atenienses : por ese camino del belicoso im­

perialismo no se va a ningún lado.

Y , entre tanto, la sensación de Olimpia ha sido el espar­

tano León, vencedor con la cuadriga, que, por primera vez

en la historia de los juegos, ha triunfado unciendo a su carro

un hermoso grupo de caballos importados, pertenecientes a

la raza venética que ya doscientos años antes había ensal­

zado Alemán como la más veloz en la carrera.

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Se hablará en el androceo, por ejemplo, con cierto calor de

los incidentes de Olimpia. Los eleos, enconados contra Es­

parta por la ocupación injusta de la ciudad de Lépreo, han

resuelto excluir de la fiesta a los lacedemonios con el pre­

texto de una auténtica o no violación de la tregua sagrada.

El viejo y opulento Licas, no obstante, decidió presentar al

concurso su cuadriga con el tenue subterfugio de una ins­

cripción del carruaje como perteneciente al común de los

beocios; pero cuando, conseguido el triunfo, proclamó el

heraldo la victoria en consonancia con lo escrito, Licas, no

pudicndo contener su orgullo y su júbilo, saltó del asiento

para coronar al auriga en calidad de propietario ganador.

Los jueces eleos, sin tener en cuenta su edad ni sus circuns­

tancias, le sometieron a los rabdóforos para la correspon­

diente tanda de azotes reglamentarios; y esto fue comidilla

de Olimpia y ocasión de rencor y disgusto entre los espar­

tanos,

Pero éstos no tuvieron más remedio que tolerar el bo­

chorno a que un pequeño pueblo vecino les sometía. Los

cieos estaban envalentonados. La guerra, en aquellos cuatro

años, había dado un número vertiginoso de vueltas impre­

visibles. Primero los atenienses, tan animados por los últimos

éxitos militares, pagaron caro en Delión el error de haber

olvidado el consejo de Pericles presentando batalla en cam­

po abierto a los espartanos: y allí, en la triste retirada del

ejército vencido, fue donde el joven Alcibíades, que esca­

paba a caballo, presenció aquella escena inolvidable en que,

junto al abatido general Laques, marchaba estoicamente Só­

crates, pesadamente cargado con el equipo del hoplita, pero

Heno de dignidad, confortando a todos con su porte gallardo

y el fuego inextinguible de su mirar de toro bravo.

El desastre se llama ahora Brásidas para los atenienses:

y más concretamente, para el pobre Tucídides, peor general

que historiador, al que la caída de Anfípolis costará veinte

años de fecundo destierro literario. T o d o esto llena de des-

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ilusión al pueblo; y la coincidencia de dos gobernantes pa-

cifistas, Nicias en Atenas y el rey Plistoanacte en Esparta,

trae como secuela un armisticio a modo de tanteo y prepa-

ración de futuras negociaciones.

Algo más de un año dura la tregua, prolongada por el

reglamentario período de paz pitica del verano del 422. Con

ello, los ánimos se relajan un poco y los comediógrafos pue-

den atender a temas menos relacionados con la guerra. Aris­

tófanes comete entonces un terrible error, que un inocente,

y no él, habría de expiar. La comedia Las nubes acierta en

cuanto a los males que en Atenas está produciendo la ex­

tensión de las doctrinas sofísticas, con su exaltación del ra­

cionalismo frente a la tradición y de la ley del más fuerte

en oposición con la justicia y la piedad; pero yerra terri­

blemente al escoger a Sócrates como blanco de sus aguzadas

ironías. La mayor parte del público, con rara sagacidad, así

lo entendió; y fue una gran decepción para el celebrado

autor el tercer puesto obtenido por su obra. Además, la fina

caballerosidad del pueblo ático quiso al mismo tiempo tri­

butar merecido homenaje a un viejo poeta que había sido

genial maestro de la comedia antigua — " c o m o un torrente

impetuoso—dice el propio Aristófanes—que recorría las lla­

nuras llevándose los árboles con la fuerza prodigiosa de su

palabra"— y que, abatido por la edad y la bebida, no era

ya más que una sombra de sí mismo. Pero Cratino, que iba

a morir al año siguiente, encontró fuerzas para reírse de su

propia persona, conmovedor y patético payaso, fingiendo, en

su obra La botella, que su esposa de tantos años, la Comedia

hecha mujer, le reprochaba su connubio adulterino y reite­

rado con la seductora Embriaguez, estorbo crónico para un

trabajo literario serio. Y el público premió con la victoria

aquella alegre farsa casi postuma de quien tanto les había

divertido en mejores tiempos.

Doce meses después, las cosas continúan poco más o me­

nos en el mismo estado. El armisticio sigue en vigor, pero la

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paz no termina de concertarse, en parte porque Cleón y

Brásidas, cada uno desde su ciudad, se emplean hasta el

máximo en mantener latente el fuego de las hostilidades.

Aristófanes, muy disgustado ante su fracaso, vuelve al tema

político y dirige sus tiros, en Las avispas, contra la manía de

litigar de los atenienses, fomentada por la generosidad del

Estado para con los heliastas; y Eurípides, en Las suplú

cantes, se indigna —"Esparta es cruel y tiene el espíritu

rico en perfidias"— contra la mala fe lacedemonia que se

opone al sincero deseo de paz de todos los atenienses no

demagogos.

En octubre del 422, recién expirado el armisticio, Cleón

y Brásidas, redivivos hijos de Edipo, mueren el mismo día

en la batalla de Anfípolis, en que también interviene Só­

crates como buen ciudadano ; y esta doble desaparición re­

fuerza en las dos ciudades el partido pacifista.

Ya nadie piensa más que en la paz como rosado ideal.

Queda un menos que mediocre demagogo, Hipérbolo, que

aspiraría a recoger la herencia belicista de Cleón; pero tam­

poco faltará un comediógrafo que le desacredite con atroces

burlas. Esta vez es Éupolis, amigo y coetáneo de Aristófanes,

afín también a él en ideas conservadoras. En aquel año 421,

este autor se halla en plena actividad: una sola comedia,

cuyo título significa algo así como El joven libertino, basta

para poner en la picota a Hipérbolo y reducirle a silencio

temporal. El mal, sin embargo, está más hondo. También

Éupolis se da cuenta de que el rumbo amenazador que to­

man los asuntos de Atenas tiene su origen, al menos parcial,

en la actitud de ciertos círculos burgueses que, atraídos por

el brillo de la sofística, se convierten en difusores de las

nuevas doctrinas desorientadoras del pueblo y, por otra

parte, constituyen un mal ejemplo con su conducta des­

enfadada. La comedia Los aduladores nos ofrecería, si la

conociéramos entera, un panorama similar al escenario del

delicioso Protágoras platónico: la casa de Calías, hijo de

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Hiponico, el riquísimo ateniense en cuyos salones pululan las

extravagantes figuras sofísticas —Protágoras, Hipias, Polo,

Predico —veneradas poco menos que como infalibles oráculos

por una juventud que les sigue. Allí vemos, sobre todo, a

dos personajes que desempeñarán papel importantísimo en

los años que van a venir.

Alcibíades, cuñado de Calias, es un joven por quien re­

sulta muy difícil no sentirse atraído: su gran talento, su

simpatía arroUadora, su belleza física extraordinaria, la ele­

gancia innata de cada uno de sus gestos y actitudes son

otros tantos salvoconductos para andar tranquila y alegre­

mente por entre la mejor sociedad de Atenas. Procedente

de una de las principales familias y emparentado con todas

las de la misma clase, habría estado llamado a ser el jefe

nato del partido aristocrático y convertirse en otro Cimón

más genial. Pero allí estaba el piadoso Nicias, con sus rancios

escrúpulos y su sempiterna indecisión, como una especie de

vistoso y pomposo cofre de buenas cualidades patrióticas del

que se tardó bastante en saber que estaba vacío. Alcibíades

no podía o no quería luchar contra é l ; y ésta fue su tra­

gedia. La amplitud de su espíritu inquieto, y tal vez las

consecuencias del trato de hombres del pueblo como Sócra­

tes, le llevan a sentirse tentado por la aureola demagógica;

con lo cual se encuentra en la falsa posición de tener que

erigirse en guía y caudillo de gentes entusiastas e inspiradas

por un ideario en que él no cree. Porque aquel hombre

brillante, pero tremendamente egoísta y escéptico que fue

Alcibíades se reía por dentro de la democracia y de sus posi­

bilidades de aplicación práctica en Atenas. Y así, a los trein­

ta años mal contados, el político mejor dotado de la ciudad,

incapaz de encontrar objetivo concreto alguno a sus habi­

lidades y , por otra parte, morbosamente ambicioso y deseoso

de hacerlas valer, empieza la serie de piruetas maravillosas,

lamentables o trágicas que traerán la ruina a sus concluda-

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danos y a él la melancolía indecible de la muerte en el des-

tierro.

Otro miembro interesante de la tertulia de Calias (y es

lástima que no quede espacio para hablar, por ejemplo, de

Autólico, el joven pancraciasta, favorito del dueño de la

casa, cuyo nombre da título también a otra mordaz comedia

de Éupolis) es Critias, primo de la madre de Platón, amigo

igualmente de Sócrates y causante involuntario de persecu­

ción para su maestro. Éste sí que, por lo menos, sabe lo que

quiere: él sí que ve clara la falta de aptitud del pueblo

para gobernarse a sí mismo y la necesidad de un régimen

duro y oligárquico. Dos veces veremos iniciarse este intento

de renovación política y dos veces fracasará con escándalo:

tampoco Critias sobrevivirá al desastre de su ideario, pero

al menos habrá salvado ante los venideros el tesoro intacto

de la coherencia e integridad de una actitud, si equivocada,

no por ello llevada con menos valor personal hasta las últi­

mas consecuencias.

Los aduladores obtuvo el primer premio en el concurso

de las Grandes Dionisias del 421 ; Aristófanes, autor de La

paz, hubo de contentarse una vez más con el segundo. Sin

embargo, esta vez merecía mejor suerte. Su comedia es

una maravillosa y entusiástica fábula, llena de optimismo,

en que el vendimiador Trigeo, ayudado por gentes del pue­

blo, libera a la Paz personificada de las cadenas que la opri­

men y la introduce triunfalmente en Atenas. Quizá el tono

vibrante de la pieza influyó sobre el éxito final de las

negociaciones, coronadas el 8 de abril con la firma del

tratado. Y al poco tiempo, digna celebración de tan impor­

tante suceso, debió de producirse en la Acrópolis la consa­

gración solemne del templo de la Victoria áptera.

La paz llegó finalmente; y con ella, la hora meridiana

de Alcibíades. Elegido estratego en el 420, consigue muy

pronto, en un golpe certero y lleno de visión política, la

constitución de una cuádruple alianza en que Argos, la Elide

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y Mantinea serán como el dogal incómodo que va a obligar

a Esparta a medir mejor el alcance de sus actos en lo su­

cesivo.

Por eso, porque el horno político y diplomático no estaba

para peligrosos bollos, el anciano Licas hubo de soportar los

golpes del rabdóforo con el magnífico estoicismo de un hom­

bre formado en el duro molde de la educación espartana.

* » *

Cuando comienzan las pruebas de la olimpíada 91 , son

ya once los años que tiene el niño Platón. Nos lo imagina­

mos, pues, plenamente inmerso en el ambiente escolar ade­

cuado a un vastago de casa culta y aristocrática. Maestros

de primeras letras, de música, de gimnástica; cuidadores y

aliptas especializados en formación deportiva; lectores, ayos,

pedagogos. Rollos de papiro, tablillas enceradas, punzones y

estiletes; horas y horas de ejercicio mnemotécnico, recita­

ciones, improvisaciones dialécticas; y tal vez, por la noche,

la infantil pesadilla en que un severo filólogo, lUada en

mano, pregunta el sentido de raras glosas homéricas : " ¿ Q u é

significa K Ó p u ^ i p a ? ¿Qué significa à j i e v T i v à K Ó p r i v a ? "

Eran afíos de paciente siembra en una mente receptiva

y despierta ; y años también en que el ritmo de la historia

se remansó algo entre los males pretéritos y los que habían

de venir.

Hoy, sin duda, habríamos llamado "guerra fría" a aquel

período en que, teóricamente en paz Atenas y Esparta, no

desperdician ocasión para hostilizarse en pequeñas campañas

tácticamente acotadas. El nuevo aliado. Argos, resulta incó­

modo y belicoso. Está empeñado en un litigio con Epidau-

ro, apoyado por la también dórica Lacedemonia. A Alci­

bíades le tienta la empresa. Hay argumentos para todos: a

los militares les impresionarán las ventajas de una posible

dominación ateniense del santuario, estratégicamente situado

a las puertas del Peloponeso; a los viejos conservadores, la

circunstancia de que Asclepio, el dios de Epidauro, acaba de

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ser solemnemente entronizado en Atenas con destacada in­

tervención del devoto Sófocles.

Todo aquello termina calamitosamente con la derrota de

Mantinea (esta vez ya nada puede salvar de la muerte al

honrado y desdichado Laques) y con la traición de Argos,

unido súbitamente a Esparta en un típico "renversement des

alliances"; y los atenienses no saben contra quién reaccionar.

¿Contra Alcibíades, el imprudente consejero de la infeliz

iniciativa? ¿ O tal vez contra Nicias, que, lleno de recelos

y escrúpulos, nunca está a la altura de las circunstancias?

De momento, el demagogo Hipérbolo intenta resucitar el

caduco ostracismo sin lograr más que ser la última vícti­

ma de él. Queda el camino despejado para la rara pareja

de políticos dispares e incompatibles entre sí. Nicias parte

para Délos, donde nunca olvidarán su grandiosa entrada

desde Renea por el puente de madera y las ceremonias que

culminan en la consagración de la palmera broncínea dedi­

cada a Apolo. Alcibíades, por su parte, está en un gran

momento. Con motivo del triunfo literario del trágico Aga-

tón, se celebra aquel célebre simposio en que el político, más

ameno que nunca en su jovial semiembriaguez, hace las

delicias de los asistentes con un elogio de Sócrates entre­

verado de cariñosas burlas e inteligentes verdades. Era una

fría y larga noche de invierno, según el propio Platón nos

cuenta. Unos meses después, luce la luna llena en la suave

tibieza estival de Olimpia. Esta vez el festín conmemora una

hazaña increíble: Alcibíades ha mandado a los juegos nada

menos que siete cuadrigas, más que nunca ningún competi­

dor, y ha obtenido los tres primeros puestos del certamen.

El banquete ha sido fabuloso; los atenienses le han nom­

brado héroe nacional con derecho a manutención vitalicia

en el pritaneo; el artista Aristofonte trabaja ya en monu­

mentales pinturas votivas; y el poeta Eurípides, en la cum­

bre de su carrera, ha condescendido a componer personal­

mente el grandioso epinicio; " T e admiro, hijo de Clinias,

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Bella es la victoria; pero lo más hermoso es lo que ningún

otro de los helenos ha logrado: conseguir con el carro el

primer puesto, y el segundo, y el tercero.. ."

» * * En la olimpíada 92, el año 412, el panorama se nos

muestra totalmente distinto. El acragantino Exéneto ha ob­

tenido su segunda victoria consecutiva en la carrera pedestre

del estadio. Es ya, pues, Sicilia, esa América de la Antigüe­

dad donde brillan riqueza y poderío en las grandes ciuda­

des y en las vastas llanuras cargadas de trigo, la que ha

atraído hacia sí el centro de gravedad de la vida deportiva,

cultural y política. El Viejo Mundo ha cometido el error de

ir imprudentemente a provocar al Nuevo ; y Atenas ha caído

y ya no se oye junto al Alfeo el piafar soberbio de los

corceles de Alcibíades.

Y no faltaban, ciertamente, augurios seguros de decaden­

cia enviados por los dioses: el pío Nicias lo supo siempre

muy bien. La ciudad había ido deslizándose insensiblemente

desde la antigua sobriedad y moderación, desde la santidad

y dignidad arcaicas, hacia un tipo de ideas nuevas inspirado

por las únicas deidades en que empieza ya a creer el pueblo:

Pasión y Fuerza.

Primero fue lo de Melos, la matanza salvaje que puso

fin a la resistencia encarnizada de un pequeño pueblo er­

guido frente al imperialismo ateniense. Los isleños no aspi­

raban sino a ser neutrales en la guerra fratricida panhelé­

nica; pero para Atenas esto resultaba intolerable. N o había

más opción que el sometimiento; porque, como dice bru­

talmente el embajador ático en el diálogo de Tucídides, "la

justicia prevalece en la raza humana, mas solamente en con­

diciones de igualdad, pues los poderosos hacen lo que les

permiten sus fuerzas y los débiles han de ceder ante ellos".

" Y los atenienses —añade Tucídides un poco más aba­

j o — ejecutaron a todos los mellos de edad viril que cayeron

en sus manos y redujeron a la esclavitud a los niños y a

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VEINTE OLIMPIADAS EN LA VIDA DE PLATON

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las mujeres". Así como suena. Doce años antes, la condena

total dictada contra los mitileneos había sido anulada por el

pueblo en un arrebato algo tardío de generosidad, y los

remeros portadores de la orden de indulgencia no comían ni

bebían en su afán de llegar a t iempo; pero los atenienses

del 415 no eran ya los mismos. Y así, los delegados enviados

a Segesta, que ha pedido ayuda contra Selinunte y Siracusa,

vuelven deslumhrados de lo que por allá han visto, del di­

nero y la magnificencia y el brillo de las armas y la forta­

leza de las naves. D e nada sirven los torpes intentos de

Nicias, sensato pero nunca demasiado hábil, Alcibíades está

dispuesto a embarcar a su ciudad en uru empresa tras de la

que asoman el dominio de Italia, las delicias ibéricas del

jardín de las Hespérides y la tentación de aquellas puertas

gaditanas que abren el paso, según Pindaro, a un mar de

tiniebla infranqueable.

El viejo Eurípides está apenado. También él, como Só­

crates, ve alejarse por los caminos peligrosos de la irrespon­

sabilidad y la ambición desorientada a aquel Alcibíades a

quien no se podía, a pesar de todo, dejar de querer. Mas

poco puede conseguir un cansado e inerme poeta trágico:

apenas sino dar testimonio. Y eso es lo que hace en sus

Troyanas: "Menester es que el hombre prudente huya de la

guerra; pero, si a ello l lega.. . , es innoble el morir por una

causa no hermosa.. ."

Inútil todo; inútil también que, en una noche aciaga

de mayo, todas las estatuas de Hermes que llenan las calles

de Atenas aparezcan mutiladas por mano anónima. Eviden­

temente, la divinidad ha querido decir a lgo; pero los ate­

nienses no lo entienden. Lo único que se produce es un am­

biente opresivo, medroso, lleno de rumores, en que todos

temen a todos y nadie sabe de dónde va a venir el go lpe:

si de los amigos de Alcibíades, que se ha atrevido a profanar

obscenamente los sagrados misterios, o de las pandillas oli­

gárquicas que van a mostrarse pronto tan activas, o del

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revoltijo de esclavos, libertos, delatores y politicastros que

vive en aquella atmósfera ominosa como el pez en el agua.

El 414 se presenta año triste también. Alcibíades anda

ya por Esparta haciendo a su ciudad todo el daño que pue­

de. Es muy difícil que el pundonoroso Nicias y el nada más

que pasable estratego Lámaco lleven a buen fin la campaña

que tal vez su compañero de mando habría podido salvar

con su talento inmenso. La paz está ya rota, y Atenas se

encuentra frente a todos sus antiguos enemigos más la fuer­

za enorme de Siracusa y sus aliados.

N o es extraño que los literatos busquen refugio en las

nubes o en los desiertos. El tercer premio del concurso có­

mico de aquel año lo obtiene Frínico, que en su obra El

solitario había explotado, como años atrás Los salvajes de

Ferécrates, el tema del misántropo retirado para siempre de

un mundo loco. Aristófanes, que en Los caballeros se había

burlado de Hipérbolo por un supuesto proyecto de conquista

de Cartago, comprende ahora, sin duda, que los tiempos no

están para amargas bromas con la ilusión entera de Atenas.

N o , es mejor caminar, con Evélpides y Pistetero, hacia esa

ideal Villacuco de las Nubes que nos enseñan desde lejos el

grajo y la corneja. Allí todo es perfecto: sicofantas y sacer­

dotes embaucadores, demagogos y sofistas reciben al fin el

trato merecido, y Pistetero sube al colmo de la mayor for­

tuna.

Porque Aristófanes ya prevé que al 414 superará con

mucho en males para Atenas el 4 1 3 : el año de la ocupa­

ción espartana de Decelia, que va a ser clave táctica para

todo el resto de la guerra; de la marcha hacia la muerte

de los jóvenes a quienes como refuerzos condujo Demóste­

nes a Sicilia (y aún Eurípides tiene ánimos para presentar

esperanzadoramente, en los versos finales de Electra, a los

Dioscuros "corriendo hacia el ponto siculo para proteger

las proas marinas de las naves"); el año, en fin, del desastre

total y definitivo, con los tristes cadáveres de Demóstenes

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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y Nicias tirades en el suelo junto a las puertas de Siracusa

y los soldados y marineros muriendo en las canteras de ham­

bre, de sed y de disentería. Y , como único elemento reno­

vador en la política ateniense, una comisión de probulos (el

poeta Sófocles, con sus ochenta y cinco años, y otros ciuda­

danos de la misma o parecida edad) que no representa ni la

democracia pura ni la revolución totalitaria que las cama­

rillas oligárquicas pretendían: un término medio, un sim­

ple ir tirando y esperar lo que venga. . .

Lo que vendrá, naturalmente, con la despiadada lógica

de la historia a lo largo del tremendo año 4 1 2 : la rebelión

de Jonia, que ve abierto el cielo para la emancipación des­

pués de tantos años de dominio ático, y el tratado vergon­

zoso por el que los espartiatas, hijos de los héroes de las

Termopilas, se unen a los persas, en amistad nacida del odio

común, para rematar al enemigo caído.

En aquella primavera siniestra, mientras Alcibíades va y

viene por el Egeo tejiendo la red de su despecho contra

Atenas, estrena Eurípides su tragedia Helena, famosa desde

su misma aparición per las ingeniosas novedades de su tra­

ma. El poeta no tiene ya fuerzas más que para maldecir al

hijo de Clinias, que, superficial y egoísta como la propia es­

posa de Menelao, profanó los misterios amparado en la pre­

potencia que le daban su hermosura y simpatía juveniles ;

a los falsos adivinos, creadores en el pueblo de vanas espe­

ranzas cuando se preparaba el viaje a Sicilia ; y en general

a todos los elementos belicistas que tan nocivos han resultado

para la ciudad : " ¡ Necios cuantos buscáis el mérito en la

guerra y en la punta de la lanza militar, creyendo insensa­

tamente que aliviáis con ello los trabajos de los hombres!"

Eurípides es una sombra del pasado: y más todavía

Éupolis, relativamente joven, pero que no ignora quizá que

le restan pocos meses de vida. En todo caso, su comedia

Los demos es una nostálgica farsa en que, ante un coro de

luchadores de Maratón, los viejos políticos de la edad áurea

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FERNANDEZ-GALIANO

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—Solón, Milcíades, P e n d e s — vuelven del otro mundo a

poner orden en Atenas.

Entre tanto. Platón es un adolescente de quince años

más bien propenso a la hipocondría y la introspección. L a

muerte de su padre y las segundas nupcias de su madre

debieron de contribuir a sumirle aún más en sus pcnsamien'

tos, siempre vueltos al mundo antiguo que los libros le han

hecho entrever. D e momento, no le queda otra cosa que

escuchar, observar y meditar mucho. La guerra, que tantos

hogares atenienses enluta o perturba, le está vedada por su

edad; en las conversaciones a que asiste, tal vez en casa

del rico meteco Cefalo o en la palestra de Táureas, ha de

limitarse a atender, con los ojos y los oídos muy abiertos,

y grabar en su espíritu las figuras inolvidables que por aquC'

lias tertulias van desfilando: el viejo Sófocles, sus parientes

matemos Critias y Cármides, el comediógrafo Aristófanes...

Todos coinciden en que los asuntos marchan muy mal. La

Atenas de Cimón y Aristides ha perecido, y estos terribles

lodos en que hoy se ensucia Alcibíades son la inevitable se^

cuela del polvo demagógico que empezó a levantar su tío

Péneles. El pueblo ha adquirido poder, pero sin salir de su

primitiva ignorancia; y los mejores, aquellos magníficos aris­

tócratas de la elegía y el libelo del Pseudo-Jenofonte, no

han sabido evitar la degradación cayendo al menos elegan­

temente. Y a no hay quien crea en la democracia. Los amigos

de la casa de Platón, sus parientes de más edad, su propio

hermano mayor Adimanto, abrigan todavía esperanzas en

un régimen honrado, fuerte, lleno de la altiva dignidad que

hoy falta a la república. Y el muchacho, en su candorosa

inexperiencia, asiente silenciosamente. Los otros no saben

que de noche, a la luz macilenta del candil de aceite, el

futuro filósofo se ensaya en componer tragedias que hablan

de tiempos pasados para siempre en que el ciudadano vivía

feliz bajo la égida de un rey piadoso y justo.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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Pero el rumbo de la política no es ése precisamente. El

año 411 es el de la representación de Lisístrata, la vivaz

heroína aristofánica que, enamorada de la paz panhelénica

("¿Por qué no os reconciliáis? Veamos, ¿qué os lo impide?"),

encuentra un método infalible para apartar a los maridos de

la guerra; el del nuevo acercamiento a Atenas del inestable

Alcibíades, que, aburrido ya de la escasa amenidad de los

espartanos, comprende también tardíamente que el birlarle

la mujer al rey Agis no era el mejor camino para estrechar

lazos interestatales; el de la breve revolución oligárquica

de los Cuatrocientos, que hace aflorar a la superficie una

rara fauna de audaces aventureros —Ant i fonte , Pisandro,

Frínico— y proporciona al de Clinias el pretexto para levan­

tar en Samos la bandera de la resistencia democrática al

frente de una armada fiel al pueblo. Parece verdaderamente

como si los dioses hubieran decidido, en sus supremas asam­

bleas, tocar con la vara mágica de la victoria al hijo pródigo

que quiere volver a Atenas cargado con los laureles navales

de Cinosema, de Abidos, de Cícico. Platón, movilizado como

efebo a los dieciocho años y quizá combatiente ya con sas

hermanos en una escaramuza librada junto a Mégara, tiene

probablemente ocasión de reflexionar a la salida del teatro

en que el viejísimo Sófocles acaba de estrenar su Füoctetes:

sí, todo eso está muy bien, pero ¿no prefiere ya el público

al noble y sincero Neoptólemo, espejo de pureza juvenil,

frente a las astucias del trapacero Ulises, falaz como un

sofista, violento como un demagogo?

Henos ya en el 408, año de la olimpíada 93. Eurípides,

antes de marchar a la corte de Arquelao de Macedonia, ha

presentado un Orestes en que la Paz es "la más bella de las

diosas" y en que " u n argivo no argivo, introducido en el

censo por la fuerza, confiando en su poder revolucionario

y en su grosera franqueza", inflama a la asamblea con las

suficientes dotes de persuasión para inducir a los ciudadanos

a su propio m a l : es el hombre de moda en Atenas, Cleo-

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FERNANDEZ-GALIANO

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fonte el tracio, otro Cleón, otro Hipérbolo, que entusiasma

a las masas con subsidios monetarios y con la reanudación

de las obras del Erecteo.

Y en Olimpia, ¿qué ha ocurrido este año? Narran unos

viajeros, recién llegados de allí, que el cireneo Éubates causó

el regocijo popular sacándose como de la manga la estatua

propia que, previsoramente y aleccionado por un sueño pro­

fético, traía desde Libia para un eventual triunfo en el es­

tadio, y que nadie habla en el Altis más que del pancracias-

ta Polidamante, un tesalio capaz de retener a los cuatro

caballos de una cuadriga con la increíble potencia de su

enorme mano.

* * «

Decididamente, los dioses abandonan Atenas, su antigua

morada, la bella ciudad divina coronada de violetas. Dejó

para siempre Alcibíades, tras breve estancia que no le apor­

tó ni gozo ni sosiego, aquella patria de la que dice Aristó­

fanes que, como la amante apasionada al amante infiel, "a

un tiempo le añora y le aborrece y le quiere poseer"; mu­

rieron ya los viejos trágicos, Eurípides y Agatón, y el sereno

Sófocles, "bondadoso aquí en el Hades como allá en la

tierra", según nos lo presenta el Dioniso de Las ranas; y la

propia Atenea ha ascendido a los cielos entre el humo y las

llamas de su templo incendiado.

La guerra está terminando. Atenas comete ya torpeza

tras torpeza, crimen tras crimen. En Egospótamos, los mari­

neros se dispersan todas las mañanas para ir a acopiar víveres

dejando las naves indefensas y varadas en la costa. Alci­

bíades está viendo, desde el castillo tracio en que habita

desterrado, aquella monstruosidad táctica y, después de du­

darlo mucho, al fin se decide a visitar a los generales para

llamarles la atención sobre la deficiencia : el amor al oficio

de las armas ha podido en él más que el rencor. Pero Tideo

y Menandro le despiden con cajas destempladas : "Lárgate

de aquí : los estrategos somos nosotros, no tú" . Alcibíades

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VEINTE OLIMPIADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

Cuando, en el año 404, se produjo en Olimpia la sensa­

cional derrota de Polidamante ante el paleneo Prómaco y el

curioso episodio de Ferenice, que se vistió de varón para

presenciar llena de orgullo, burlando la prohibición general

para las mujeres, la victoria en el pugilato infantil de su

hijo Pisírrodo, la guerra estaba a punto de acabar con fin

calamitoso para Atenas. La siguiente olimpíada no ofreció

al público, siempre ansioso de novedades, ninguna anécdota

emotiva o picante; pero, en cambio, los temas de triste con­

versación debieron de ser infinitos para los atenienses acu­

didos a Olimpia. La ciudad, definitivamente vencida; el

espartano triunfador, orguUosamente inmortalizado en el mo-

se encoge de hombros y desaparece. A los pocos días, los

expedicionarios son cazados como conejos en la playa y por

los caminos.

Platón vive por entonces en un mundo nuevo y prome­

tedor: ha conocido a Sócrates. Feo, desgarbado, mal vestido,

grotesco en su aspecto de viejo sátiro; pero predicador in­

cansable del bien y la virtud. Aristófanes y Éupolis no le

entendieron; pero Platón se ha dejado captar para siempre

por su verbo de oro. Le ha oído en las calles, y en las

plazas, y en los simposios en que conversa, bebe y ama la

juventud ateniense; y también en la asamblea. Allí se ha

desahogado el furor impotente del pueblo que se siente ven­

cido contra los generales que habían mandado en la batalla

de las Arginusas; todos los políticos se doblegaban ante

la ira de la plebe; pero hubo un prítanis, uno solo, que se

opuso sin pestañear a la ilegalidad pretendida. Sócrates, na­

turalmente. "Preferí la ley y la justicia, con peligro de cárcel

o de muerte, a la injusticia con vosotros". Éste es un len­

guaje no nuevo, pero sí insólito desde hace muchos años.

Los jóvenes siguen al maestro; y entre ellos, claro está, el

hijo de Aristón.

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numento colosal de Delfos; Cleofonte, el ùltimo partidario

de la resistencia a ultranza, eliminado por pacifistas y oligar­

cas; " y después de esto —concluye lacónicamente Jenofon­

t e — Lisandro entró navegando en el Pireo y regresaron los

desterrados y se empezó a demoler los muros con mucho

entusiasmo, al son de las flautas, y todos creían que aquél

era el día del comienzo de la libertad para Grecia".

Y luego, los Treinta erigidos en comisión suprema de la

ciudad derrotada. Entre ellos, Critias y Cármides. Escu­

chemos la confesión de Platón en su famosa carta séptima:

"Se daba la circunstancia de que algunos de éstos eran alle­

gados o conocidos míos, y en consecuencia requirieron al

punto mi colaboración, por entender que eran actividades

que podrían interesarme. La reacción mía no es de extrañar,

dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la

ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola

a un orden mejor, de modo que les dediqué mi más apa­

sionada atención, a ver lo que conseguían".

Oigamos ahora a Aristóteles hablar de los Treinta: " A l

principio eran moderados con los ciudadanos y fingían go­

bernar con la constitución tradicional... y a los sicofantas y

a los malvados aduladores del pueblo los hacían desaparecer,

con lo cual se alegraba la ciudad, pensando que obraban así

con buena intención.. ."

Pero las ilusiones no duraron nada: "después que tuvie­

ron más sujeta a la ciudad, no respetaron a ningún ciuda­

dano, sino que mataban a los que sobresalían por sus rique­

zas, estirpe o dignidad, para evitar peligros o por deseo de

rapiña.. ." Así continúa el estagirita, y Platón anota melan­

cólicamente que "en poco tiempo hicieron parecer bueno

como una edad de oro el anterior régimen", " y yo , lleno de

indignación, me inhibí de las torpezas de aquel período. . ."

Porque aquellos que habían prometido dignificar y limpiar

una Atenas corrupta no consiguen sino robar, encarcelar y

matar a mansalva; arrancar a las mujeres los pendientes de

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VEINTE OLIMPIADAS EN LA VIDA DE PLATON

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ks orejas, como a la cuñada de Lisias; hacer cómplices de

sus iniquidades a conciudadanos inocentes, salvo aquellos

que, como Sócrates, supieron defenderse con alt ivez; y ha­

cer subir las sagradas escaleras de la acrópolis a un brutal

espartano al mando de setecientos de los suyos.

La revolución devora siempre a sus propios hijos: el

mundo político ateniense era demasiado mezquino para con­

tener a dos oligarcas ambiciosos e inteligentes. Surgió, por

tanto, la disensión interna y murió dulcemente Terámenes

bebiendo la cicuta, con una sonrisa, a la salud del bello Cri­

tias. Estaba, pues, en la lógica de las cosas y en los designios

divinos que cayeran los Treinta: murió su inspirador, aquel

nuevo Alcibíades sin talento ni gracia, expiando su vida con

un fin heroico, y junto a él Cármides, quizá no ya tan her­

moso, en sus despojos sangrientos, como cuando, entre risas

y guiños picaros, los contertulios de la palestra se empu­

jaban unos a otros por sentarse a su lado.

El momento parecía ser entonces de los energúmenos del

otro bando: Trasibulo, el conductor del ejército resistente,

y resentidos como el orador Lisias, menos estimado por la

familia de Platón que su padre, el noble anciano Cèfalo.

Pero los emigrados nunca tienen razón con sus lamentos y

sus reivindicaciones: el pueblo está gozoso de vivir, de

haber sobrenadado en la terrible matanza; los espíritus, ahi­

tos de sangre, necesitan olvido y tranquilidad; y el antiguo

perseguido, ese residuo de épocas pretéritas que suspira por

la total vuelta al pasado, se convierte en figura antipática

y en fea sombra de un cuadro luminoso.

N o son, pues, Trasibulo ni Lisias los que gobiernan, sino

los moderados de ambas facciones, como Anito, Arquino y

Formisio: liberales transigentes, generosos con la victoria,

y antiguos partidarios de Terámenes, considerado ahora como

un mártir y un héroe.

Y Platón, a quien los años y los sucesos no han enti­

biado todavía un optimismo limato, vuelve a ilusionarse con

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"Matasteis, Dáñaos, matasteis al sabio ruiseñor de las

Musas, que a nadie hacía daño, al mejor de los helenos. . ."

La profecía de Eurípides se ha cumplido. Sócrates, nuevo

Palamedes calumniado, ha muerto. Platón marchó a Méga-

ra, triste, abatido, enfermo del cuerpo y del alma en segunda

orfandad.

" Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la ver­

dadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión

perfecta y total de lo que es justo.. . y que no cesará en

sus males el género humano hasta que los filósofos ocupen

los cargos públicos o bien los que ejercen el poder en las

ciudades lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos

en el auténtico sentido de la palabra".

N o hay, pues, otra solución: fracasada la política en

todos sus matices, en todas sus facciones, toca ahora gober­

nar a la filosofía. Ella sin duda acertará a infundir en las

leyes y en las conductas justicia y virtud como las que Só­

crates preconizó siempre. Dos caminos se ofrecen para llegar

a esta meta lejana, pero posible. Que los filósofos, gentes

aisladas y dadas a la meditación, sean llamadas al poder es

cosa poco probable; mas lo que sí cabe es buscar gobernan­

tes jóvenes y enérgicos y, emprendiendo su educación desde

muy pronto, moldear sus almas y sus conciencias en un idea­

rio verdaderamente filosófico.

Y Platón se pone a la obra. El instante parece cierta­

mente propicio. U n aire nuevo de universalismo está purifi-

la nueva coalición : "de nuevo, aunque ya menos impetuo­

samente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos

públicos"; porque, como dice Aristóteles, "en verdad se ve

que obraron muy bien y de modo más político que nadie con

relación a las desgracias anteriores". Amnistía, reconciliación,

deseos generales de paz y trabajo en común: veremos en

qué para todo esto.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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cando la enrarecida atmósfera en que empezaban a moverse

las ciudades, sumidas perpetuamente en su miope política

de campanario de aldea. Los helenos empiezan a fijar su

atención en los bárbaros; los atenienses, en los espartanos;

cada polis, cada pequeña comunidad, en el vecino de la

puerta de al lado. Tal vez no sea preciso encerrarse en sue­

ños de hegemonía unilateral; tal vez el prójimo no sea tan

malo, tan salvaje y tan rudo como parece.

Jenofonte, un escritor hábil, pero poco profundo, que

trató también a Sócrates sin llegar a penetrar mucho en el

meollo de sus doctrinas, acaba de regresar de una azarosa

expedición en que Ciro pereció heroicamente con su empe­

ño de arrebatar el trono persa a su hermano Artajerjes. Vuel­

ve con los ojos y la memoria cargados de recuerdos asiáticos.

En Ciro el Joven, como años más tarde en el primero y más

glorioso de los Aqueménidas, va a presentar a los helenos

el tipo idealizado del monarca valeroso, discreto, honesto,

lleno de prudencia y de justicia. Porque todo está en la

educación, en la recta educación que los sofistas preconiza­

ban desde hacía un siglo, y los dos Ciros han tenido la

suerte de ser perfectamente educados en el aspecto físico y

en el moral. Lo mismo que ocurre con Agesilao. A Jenofonte

le encandilan las costumbres, los métodos, la constitución de

Lacedemonia; algo más tarde, no dudará en enfrentarse con

su propia patria en las filas de los guerreros espartanos de

Coronea. Su modelo ideal ahora es el rey perfecto que con

tanta desenvoltura se mueve por los campos de batalla de

Europa y Asia.

Un optimista incurable este Jenofonte cuyos libros se

tiñen tan frecuentemente con el rosa de los cuentos mara­

villosos. Pero no es el único. Precisamente en Olimpia va a

surgir una vez más la ilusión, quizá no tan utópica, de la

unidad y el buen gobierno. Allí Cinisca, la hermana de A g e ­

silao, ha redondeado las glorias militares de éste inscribiendo

por primera y segunda vez un nombre femenino en la lista

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FERNANDEZ-GALIANO

Platón se pone a la obra; pero con una visión de las

cosas más aguda y realista que los sofistas y sus discípulos.

Son años de trabajo intenso y retiro melancólico. La estan­

cia en Mégara dura poco. La hospitalidad de Euclides es

muy grata, pero un culto ateniense de pura cepa no puede

resignarse a vivir desterrado en aquel ambiente dórico de

escasísima densidad espiritual. Por otra parte, el peligro de

una persecución general contra los discípulos de Sócrates pa­

rece haber pasado. En realidad, las gentes de Atenas están

un poco arrepentidas de su propia acción. Bien es verdad

—podrían alegar para justificarse a sí mismas— que el pro­

cesado hizo poco por allanar el camino a la clemencia. Puede

ser; pero esto no les exculpa.

El filósofo siguió siendo un buen ciudadano, que par­

ticipó como caballero en las expediciones militares de Tana-

gra y Corinto; mas sin ilusión alguna. Empezaba ya a sen­

tirse muy apartado de todo y de todos salvo sus recuerdos.

De él ha dicho con razón Tovar que "con sus barbas rau­

dales, solitario y descentrado, a primera vista debía pare-

cerles a los atenienses un aristócrata fuera de su época".

Y , en efecto, lo era y lo estaba. Su época nada tenía que

ver con los años monótonos y azarosos de la guerra corintia.

Aquel hombre de treinta y tres precozmente madurado vivía

ya con los fantasmas de antaño. Es el período de los pri­

meros diálogos, cortos, pero llenos de vida. Los ecos del

proceso y sus incidencias, como Eutifrón, la Defensa, Critón;

de los vencedores con la cuadriga; allí también se ha pre­

sentado el anciano Gorgias, maestro de sofistas, rico en años

y en glorias, para incitar a los griegos a la concordia y a la

unión en una defensa común contra la amenaza del Este.

Esparta busca ya descaradamente la amistad y la protección

persa: sólo una política conjunta de noble independencia y

honradez podría salvar a Grecia de una gran vergüenza.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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la fijación de conceptos previos de orden ético en Cármides,

Lisis, Laques; y ya un enfrentamiento total ante la vida en

Trasimaco, incorporado luego a La república como libro I,

y en Gorgias y Protágoras.

En este último, el cálamo nostálgico de Platón ofrece

el más logrado de los cuadros literarios con su reconstruc­

ción del ambiente sofístico en la casa de Calias : en los

otros dos, por el contrario, su prosa se hace más incisiva

y apremiante. En ellos sopla ya el mal viento de la crisis

moral traída por aquel círculo de aficionados inconscientes.

Trasimaco es un retor iracundo y grosero, que pretende

definir la justicia únicamente como el interés del más fuer­

te ; pero en el fondo no es tan fiero como nos lo pintan.

Como ocurrirá con Polo en Gorgias, siente secreta e instin­

tiva admiración hacia la justicia, lo cual sitúa a priori su

actitud como falsa e inconsistente. N o así la de Cálleles. Éste

resulta impresionante en su defensa del hombre fuerte e

inmoral como un león a quien la sociedad intenta en vano

esclavizar con halagos y engaños; en su desprecio de la ley

como contrato social con que los débiles se aseguran contra

los poderosos; en su negativa a contener las pasiones que

engrandecerán y consumarán al héroe. Dodds ha mostrado

muy bien cuánto ha influido el ideario de Cálleles en el

de Federico Nietzsche, con su moral de señores frente a la

moral de esclavos y su exhortación a desentenderse del bien

y del mal en la conquista del poder; con lo cual tendríamos

la paradoja de que Platón haya contribuido precisamente

a hacer recaer sobre nosotros, los hombres del X X , lo que

él fustigaba en la Atenas del v antes de J. C. Porque en el

colapso moral y material de la Europa de los años cuarentas

no puede dejarse de oir el estampido de la dinamita que el

propio Nietzsche reconocía en su ideario. Pero tampoco es

ilógico que haya sucedido así. En el alma de Platón, muy

dentro, muy en el fondo, hay una clara y rotunda semilla

ealielea ; Cálleles, se ha dicho, es lo que Platón tenía que

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La olimpíada del 388 sorprende a Platón entre nuevos

cuidados y preocupaciones. L o de menos es que haya sur­

gido un tenaz competidor, Isócrates, hombre al parecer in­

significante, de poca voz y peor salud, rata de biblioteca y

pedante componedor de discursos pulidos. El alegato contra

los sofistas, especie de manifiesto de su recién abierta escuela

retórica, no era más que una serie de tópicos banales sobre

educación y moral. Es lógico que entre él y Platón haya

surgido desde muy pronto una total desavenencia. A l hijo

de Aristón le molesta Isócrates hasta cuando intenta ser

grato: hasta en sus elogios desmesurados de Alcibíades, a

quien muchos en Atenas empiezan ahora a glorificar; hasta

en su tímida defensa de Sócrates frente a la acusación del

sofista Polícrates. A l principio. Platón no juzga necesario

responder a las punzadas de un enemigo al que cree peque­

ñ o ; finalmente, un poco harto ya, lanza él también alguna

que otra indirecta; pero, en fin, todo eso no le inquieta

demasiado.

Tampoco que el ya anciano Aristófanes, al que han lle­

gado noticias del plan ideal de vida y gobierno que prepara

Platón en su composición de La república, comience ya,

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haber sido en su mundo y su ambiente y lo que tal vez

habría sido sin la influencia de Sócrates. De ahí el programa

de vida y actividades que, desnudando aquí su alma más

que en ningún otro lugar, nos ofrece: Sócrates va a perecer,

como él mismo prevé en inolvidable párrafo; pero a Platón

("yo con la multitud ni siquiera discuto") no le cogerá el

vulgo despreciable y peligroso en el mismo cepo. Escarmen­

tará en el ejemplo del maestro. Se apartará de la sociedad

y de los hombres ; renunciará al amor y al matrimonio con

una Jantipa cualquiera, porque filosofía y familia son difí­

cilmente compatibles; y buscará, solo o muy poco acom­

pañado, el oscuro camino de la felicidad para los humanos.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

Cuatro años más. Olimpíada 99. Una novedad: las cua­

drigas tiradas por potros. Gana, como casi siempre, un es­

partano. Por fuera, la situación sigue siendo delicada. La

paz de Antálcidas : un verdadero reparto de influencias. Per­

sia, Esparta, la Siracusa de Dionisio, cada una marchando

a su rincón para digerir recelosamente el bocado suculento.

" Y sin embargo —dirá Platón en Menéxeno— nos quedamos

solos otra vez por no querer cometer ninguna acción vergon­

zosa e impía abandonando a los helenos frente a los bár­

baros". El filósofo tiene por entonces otras cosas en que

preocuparse: ha fundado la Academia y está escribiendo

sus mejores diálogos. Fedón, el canto de cisne de un Só­

crates firmemente persuadido de que vale la pena correr el

riesgo de que el alma sea inmortal; El banquete, supremo

tratado del amor; la parte central de La república; Menón,

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como siempre, a aprovechar en Las asambleístas el fácil tema

cómico de la comunidad de mujeres. Después de todo, es

su oficio. A Platón le cargan un poco lo que él llama "las

chanzas de los graciosos", sobre todo cuando el gracioso de

ahora es el que hace ya años contribuyó a llevar a Sócrates

ante los tribunales.

Pero lo más grave es que el filósofo vuelve derrotado y

desilusionado de su primer viaje a Sicilia. Dionisio el Viejo

no ha sido el gobernante ideal que las palabras demasiado

optimistas de su cuñado Dión pudieron hacer suponer. Quizá

tenga razón el inquieto Lisias cuando, aprovechando el am­

biente exaltado de una tórrida Olimpia, ha exhortado con

éxito a los desocupados para que apedreen las tiendas del

tiranuelo exótico que viene a dar lecciones nada menos que

a la vieja Hélade. Platón ha sufrido disgustos, peligros, trai­

ciones. N o , decididamente el mundo no es hermoso visto

de cerca, cuando desciende uno de su filosófica torre de

marfil.

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FERNANDEZ-GALIANO

Cuarenta y siete años. U n buen momento para levantar

la pluma y meditar sobre la propia existencia. Los amigos,

los coetáneos, empiezan ya a desaparecer de la escena. En

este 380, en que el niño Dinóloco triunfó en el estadio cum­

pliendo el sueño profético de su madre, ha muerto Eudides,

el antiguo amigo y generoso huésped megareo. Y a la vida

no dejará de irle deparando noticias igualmente tristes cada

cuatro o cinco años. Antes que Euclides fue el comedió­

grafo Aristófanes, aquel chispeante interlocutor del banque­

te de Agatón a cuyas chocarrerías tanto temía el médico

Erixímaco; luego se irá el longevo Gorgias; y en seguida,

Democrito, el jonio, cuyos escritos estaban en la biblioteca

académica; y detrás de él Antístenes, el cínico, caricatura

desgarrada e impúdica del Sócrates menos platónico y más

populachero; y cinco años después Lisias, y al cabo de otros

cinco Jenofonte... La torre de marfil se va quedando cada

vez más lejana y sumergida en el abstruso mar de la teoría.

En cambio, Isócrates no sabe sustraerse a la tentación de

la política práctica. ¿Por qué no dar él también, como su

maestro Gorgias, como su amigo Lisias, el do de pecho olím­

pico con un cuidado discurso epidíctico? Dicho y hecho.

Ya está en la calle su Panegírico, escrito polémico en favor

de la hegemonía ateniense y de la liberación de los griegos

unidos frente a la deshonrosa hipoteca que recae sobre ellos

con la paz de Antálcidas. Esta vez, la vocecilla del retor,

amplificada por su escuela y captada por un cierto senti-

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con SU "la virtud no es enseñable" y el ignorante siervo

("nadie entre sin saber geometría") resolviendo un compli­

cado problema con la simple reminiscencia de lo aprendido

por la psique en vidas anteriores. A q u í está ya el místico

que ha traído de tierras itálicas y siciliotas ese interés por

las doctrinas orficopitagóricas, tan consoladoras, de que nun­

ca se desprenderá.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

El tiempo pasa velozmente. Olimpíadas l o i , 102, 103. . .

Desfilan por el Altis los héroes: el pancraciasta Estomio de

Elide; otro eleo, el auriga Troilo, cuyo triunfo quedó em­

pañado por sospecha de ilegalidad; una nueva espartana,

Eurileónide, vencedora con la higa.. .

Isócrates sigue escribiendo incansable. Da consejos, por

ejemplo, a Nicocles, reyezuelo chipriota que puede ser mo­

delo vivo de las prácticas pedagógicas de la escuela; pone

en guardia a los helenos, en su Plataico, contra el peligro

tebano. Dos años más tarde, los hechos le han dado la razón.

Beocia ha triunfado en Leuctra. Esparta ha pasado a la his­

toria. Tebas y Atenas están frente a frente; y a su alrede­

dor, los bárbaros o semibárbaros, tan despreciados siempre,

pero que hoy tienen de su parte la riqueza mejor explotada

y la savia joven de sus nuevas generaciones : Siracusa, los

tiranos de Peras y Macedonia que se despereza ya de una

siesta secular.

Nuestro filósofo tiene cincuenta y uno, cincuenta y cin­

co, cincuenta y nueve años... Atrás quedaron Fedro, TeetC'

to, Parménides, La república ya terminada. En la renovada

lucha de los dos Platones, el que ya no cree en los hombres

como son hoy y el que sufre ante la nostalgia de una vida

miento general de que algo había que hacer, no clamó en

el desierto. Dos años después, Atenas era de nuevo, como

en los buenos tiempos, cabeza de una confederación ende­

rezada contra Esparta, si no de momento contra Persia. V a n

a surgir, en luminosa sucesión de personalidades militares y

políticas, tres grandes hombres que habrían podido destacar

mejor en épocas más propicias que ésta ya demasiado tardía:

Ifícrates, Cabrias, Timoteo. El último, hijo del insigne Co-

nón, es amigo de Platón, pero también discípulo predilecto

de Isócrates. Éste puede, por tanto, pensar que su influencia

ha pesado en tal ocasión.

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FERNANDEZ-GALIANO

Y así, mientras se preparaban El sofista, El político y

Filebo, Timeo y Critias, pasó el año anolímpico, el de los

política activa que las circunstancias le negaron, ha vuelto

otra vez este último a levantar la cabeza en quijotesca em­

presa.

El segundo viaje a Sicilia ha sido un segundo fracaso.

Dión, el gran amigo de los académicos, creyó que, al morir

el viejo Dionisio, su hijo, bien dotado y animoso, se dejaría

captar e influir hasta convertirse en el soñado monarca filo­

sófico. Platón, un poco a regañadientes, accedió a realizar

el largo viaje por que no se le acusara de rehuir dificulta­

des ni trabajos. Los principios fueron prometedores: el filó­

sofo redactaba leyes y los cortesanos, encantados ante la nue­

va moda, se dedicaban a llenar de figuras geométricas los

suelos enarenados de Palacio. Pero luego sobrevinieron el

destierro de Dión, la reclusión forzosa de Platón en la acró­

polis y, finalmente, la vuelta a Grecia con la promesa, por

parte del tirano, de que, en momentos más oportunos, tanto

el maestro como su discípulo serían llamados para rematar

la obra empezada.

A él no se le ocultó jamás que esto era un mediocre ex­

pediente para disimular el resultado negativo del viaje ini­

ciado con tanta ilusión. Afortunadamente, queda la Acade­

mia y el trabajo sosegado y eficaz en ella. Acaban de llegar

dos discípulos de inteligencia excepcional: Aristóteles y

Eudoxo. El primero se interesa especialmente por la Medi­

cina y las Ciencias naturales; el segundo, por las Matemá­

ticas. Ambos vienen de países exóticos, de Macedonia el uno

y de Caria el otro. Es signo de los tiempos. Es inútil que

Isócrates se desgañite llamando a Arquidamo hijo de A g e ­

silao, a Nicocles el chipriota, a los hijos de Jasón de Peras,

al propio Dionisio con el que pensó, el pobre, triunfar don­

de Platón había tropezado. La historia ya no apunta a Atenas.

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VEINTE OLIMPIADAS EN LA VIDA DE PLATON

Siete años más, sólo siete años, y ya tenemos a Filipo

dueño de Anfípolis. Meses más tarde, una orguUosa tetra-

dracma de plata conmemora la victoria del ambicioso sobe­

rano en las carreras de caballos de Olimpia. Tenía que ser

así.

Mientras tanto, desaparecen en poco tiempo Cabrias, T i ­

moteo, Ifícrates. Los dos últimos son procesados por el pue­

blo. Ifícrates logra difícilmente la absolución; pero Timoteo

resulta condenado y tiene que abandonar Atenas. Para Isó­

crates éste es golpe g r a v e : en un discurso posterior inten­

tará justificarse. Pero la verdad es que se ha demostrado

que con sus enseñanzas retóricas no se llega ni a conseguir

convencer al menos predispuesto de los tribunales.

Isócrates, pues, fracasó; pero no es precisamente el úni­

co. T o d o en Grecia es derrumbamiento y desilusión. El

juegos organizados ilegalmente por los de Pisa y no reco­

nocidos por los eleos, y luego hubo otro tercer viaje a Si­

cilia tan infructuoso como los anteriores. Dión, contra lo

prometido, no había sido llamado, lo cual auguraba muy

poco sobre las disposiciones positivas de Dionisio. Creyó,

sin embargo. Platón que su deber le obligaba a cruzar otra

vez "el paso entre Escila y la funesta Caribdis"; y volvió

a Atenas convencido finalmente de que el gobierno ideal

no era cosa de este mundo.

Pocos meses antes, Epaminondas, el último tebano, había

muerto valerosamente en la batalla de Mantinea. Esparta y

Atenas, unidas al fin, consiguieron poner término a la fulgu­

rante, pero breve hegemonía de Tebas. ¿Quién va a suceder

a Beocia? Nadie al parecer. El escudo del héroe caído no

habrá ya quien lo recoja. Y Jenofonte termina sus Helénicas

apuntando con tristeza que "después de esta batalla hubo

todavía más incertidumbre y confusión que antes en la

Hélade".

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FERNANDEZ'GALIANO

Dos olimpíadas más. El sobrino y los amigos se han

empeñado en que Platón, con sus ochenta y un años a

cuestas, acuda a la boda de algún conocido. El filósofo se

encuentra particularmente bien. Le han servido, con las de­

bidas proporciones en la mezcla, un poquito de vino, ese

"eficaz remedio de la sequedad de la vejez" de que habló

en su último diálogo. El anciano está medio dormido, con

un dulce calor que sube del estómago a sus mejillas. En el

tridinio vecino — ¿ o lo está s o ñ a n d o ? — habla alguien mu­

cho de un tal Filipo de Macedonia. Debe de ser un error.

Platón no conoce a más Filipo que el fiel opuntio a quien

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viejo Agesilao, víctima de una absurda aventura egipcia,

vuelve por el mar a Esparta, embalsamado en miel su ca­

dáver según la costumbre patria. De nada ha servido su

actividad infatigable de tantos años. N o podrá alegar, cier­

tamente, en el Hades que dejó a Lacedemonia más próspera

y fuerte que cuando la tomó en sus manos.

Agesilao no fue, no pudo ser el tirano ideal. Dionisio no

llegó a recibir una verdadera educación antes de su subida

al trono. Quedaba, pues, un último experimento que hacer.

Ya que no filosofan los gobernantes, que gobiernen los fi­

lósofos.

Ésta fue la última amargura que a Platón le restaba. Su

amigo Dión, el compañero de tantas meditaciones académi­

cas, logra al fin expulsar de Siracusa al joven Dionisio, cada

vez más arrogante y duro con sus subditos. Parece, por tan­

to, que llegó el momento esperado por los platónicos. Pero

el optimismo, si es que esta vez lo hubo, debió de ser muy

fugaz. A los tres años, Dión, víctima de la conjuración de

Calipo, apenas puede jactarse sino de haber tenido que go­

bernar poco más o menos como Dionisio, entre recelos y

temores y viéndose obligado a suprimir a sus propios amigos

sublevados contra él.

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VEINTE OLIMPÍADAS EN LA VIDA DE PLATÓN

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ha encargado que dé la última mano a Las leyes. N o ha

habido más remedio que hacerlo así. En estos meses se le

han empezado a embarullar terriblemente las ideas. El libro

está saliendo seco, deshilvanado, lleno de frases sueltas y de

razonamientos incompletos. A veces, el propio escritor no

lo reconoce al releerlo. Y no sólo la forma; también el fondo

mismo resulta extraño. ¡ Cuánto han endurecido a su autor

los años y la soledad! ¡Qué raro, qué siniestro ese consejo

de ciudadanos que debe legislar en la tiniebla! ¡ Qué seve­

ros, los castigos contra los ateos! Habrá que comentar todo

esto con el hombre de Opunte. . . " ¿ C ó m o se llama? ¿Quizá

Pedro? N o , ése murió hace años. Una vez le vi con Só­

crates: andaban los dos con los pies descalzos por el lecho

del Iliso... ¿ O será Lisis? N o , no, Lisis era aquel niño mi»

mado, tan hermoso, a quien su madre pegaba en los nudi­

llos cuando él enredaba con la rueca... Como la nuestra a

Glaucón, siempre molestando con sus pájaros y sus perros,

trastornándolo todo.. . Aquello sí que era vivir, y divertir­

se... Luego vino lo peor... Muertos, muchos muertos...

A Sófocles hubo que enterrarle con permiso de Lisandro,

porque no se podía pasar por el camino de Decelia... Y o

he visto a Lisandro por las calles de Atenas, con su perfil

de águila, y a Terámenes volviendo de Esparta, y todo el

mundo diciendo que nos había engañado... ¡ Qué mal re­

sultó aquello! ¡ Y las comidas horribles de Siracusa, tan

pesadas, y uno teniendo que fingir que todo le gustaba!

¿ Y para qué? ¿Dónde quedó la ciudad perfecta? ¡ A h , sí,

arriba, en la calle, a la luz del sol! ¡ Si es que no hemos

salido de la caverna! ¡ Y a veréis, ya veréis todos! ¡ Dión,

Eudoxo, Aristóteles, Espeusipo! ¡ Arriba sin miedo! ¡ Gim­

nástica, música, dialéctica! ¡ Hacia arriba siempre!. . . N o

importa que algunos se nos queden en el camino... Alci­

bíades se ha entretenido cortando el rabo a su perro, y

Aristófanes ha tenido que pararse: no puede más de hipo.. .

Es que entonces se bebía mucho, y se amaba mucho tam-

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FERNANDEZ'GALIANO

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bien.. . 1 Engendrar, engendrar en el bien y en la belleza!

¡Tenía razón la vieja Diotima! Ahora ya todo es gris, todo

es igual. Soldados, soldados, soldados; calamidades y cala­

midades. N o hemos arreglado nada; todo está peor que

nunca. Pero ya estamos en la pradera. La reconozco: Er el

panfilio hablaba mucho de ella. Y ésta es la virgen Láque-

sis, subida en su alta tribuna. Hay que elegir un nuevo lote.

Y o no sé si me equivoqué o no en mi elección anterior.

En todo caso, ya lo dice ella bien claro: 'la responsabilidad

es del que elige : no hay culpa alguna en la divinidad*. La

responsabilidad, evidentemente, era mía. Quise ser político

y no lo fui : soñé con el gobierno de mi ciudad y me quedé

en el reino confuso de la utopía. Y , sin embargo, no me

arrepiento de ello; no me arrepiento de e l lo . . . "