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VERSIÓN ELECTRÓNICA

CoLiPuCiFa

2018-2019

(Convocatoria literaria puntana de ciencia

ficción y fantasía)

Autores seleccionados:

Carlos Alberto Audisio Raquel Barrionuevo

Diego Furbatto JBParadox

Juan Laborda Claverie María Susana Laciar

Ricardo Daniel López Ana Claudia Machado

Eugenia Paone

Héctor José Peñaloza Evo Peróvich Maximiliano Ponce Roberto E. Sabbatini Jorge Sallenave Francisco Scalise Unrein Daniela Silvera Joaquín Tejeda Gerardo Van Junker

Coordinación general de la iniciativa:

Mariano Pennisi.

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CoLiPuCiFa (convocatoria puntana de ciencia ficción y fantasía) / Jorge Sallenave... [et al.]; coordinación general de Mariano Pennisi; prólogo de Maximiliano Ponce; contribuciones de Matías Adrián Gómez. - 1a ed. - San Luis: Mariano Pennisi (editorial Caminos de Tinta), 2019. 292 p.; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-86-1603-2 1. Ciencia Ficción. 2. Cuentos Fantásticos. 3. Narrativa Argentina. I. Sallenave, Jorge... [et al.]. II. Pennisi, Mariano, coord. III. Ponce, Maximiliano, prolog. IV. Gómez, Matías Adrián, colab. CDD A863 - Múltiples autores.

«CoLiPuCiFa (convocatoria literaria puntana de ciencia

ficción y fantasía)» es la obra de 18 autores, debidamente registrados ante la CAL (Cámara Argentina del Libro). Diseño y edición: Caminos de Tinta - Mariano Pennisi. http://caminosdetinta.com - [email protected]. ISBN: 978-987-86-1603-2 Tirada en papel: 280 ejemplares, 200 de los cuales fueron gentilmente abonados por La Imprenta Digital S.R.L. en el marco de un convenio con Caminos de Tinta. Impreso por: La Imprenta Digital S.R.L., Talcahuano 940, 1603BMB Florida, Buenos Aires, Argentina.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723. Prohibida su reproducción total o parcial, incluyendo fotocopias sin la autorización expresa de la editorial

Caminos de Tinta.

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«La ciencia ficción te balancea en el acantilado;

la fantasía, te empuja».

RAY BRADBURY

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Dedicatorias y agradecimientos

A quienes aún creemos que tanto la ciencia ficción como la fantasía están más vivas que nunca... y aquí lo demostramos. A La Imprenta Digital S.R.L., por el auspicio e impresión. A don Vicente L. Di Lernia, mentor a inicios del siglo. A la profe Vivi Bonfiglioli. La mayoría fuimos/somos “Silenciosos incurables”. A Philip K. Dick, por tanta letra. A nuestro gran San Luis.

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Prólogo

La idea inicial de esta antología surgió a mediados del 2017, cuando por sencilla curiosidad o aburrimiento empezamos a preguntarnos si existía una literatura de ciencia ficción en San Luis, como quien se pregunta si existe vida extraterrestre. Queríamos que así fuera, teníamos esperanzas, pero, a decir verdad, no estábamos seguros.

Una rápida búsqueda en Internet nos condujo a un resultado prometedor: «Mineros de la Galaxia», una novela de Marcelo Rivero, escritor nacido en Córdoba, pero radicado desde siempre en San Luis, que un sitio web la proclamaba como la primera obra de ciencia ficción ambientada en tierra puntana.

Nos propusimos conseguir algún ejemplar de aquella novela publicada diez años atrás, el libro que acaso inauguraba una corriente de ficción especulativa en la provincia. Enviamos mails, llamamos por teléfono y dejamos mensajes en contestadoras, pero nuestros intentos resultaron infructuosos. Nunca logramos establecer contacto directo con ese libro, como si realmente fuera un ente que habitaba en otra galaxia.

Pero la posibilidad de una literatura de ciencia ficción y fantasía que tuviera a San Luis como escenario y protagonista todavía aguijoneaba nuestra imaginación y nos ilusionaba. Decidimos que, si no podíamos dar con las obras, esas obras debían venir a nosotros de alguna manera. Ideamos una trampa de cuentos temáticos, es decir, una convocatoria literaria de estos dos géneros hermanos. Así surgió CoLiPuCiFa1.

Nuestra duda, sin embargo, persistía. ¿Acaso existían las obras que buscábamos? La ciencia ficción y la fantasía parecían discurrir libremente durante las partidas de juegos de rol y en las viñetas de cómics de publicación 1 COnvocatoria LIteraria PUntana de CIencia ficción y FAntasía.

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independiente pero definitivamente no se encontraban en los estantes de literatura puntana de bibliotecas y librerías. Ni siquiera existían revistas locales consagradas a estos géneros. Y pese a ello, nosotros intuíamos que esas obras sí existían. Imaginábamos manuscritos apolillándose en cajones oscuros, mapas de ciudades imaginarias bosquejados en servilletas, archivos con tramas de imperios intergalácticos olvidados en viejas computadoras. Nos pareció de pronto que esas ideas estaban vivas: sobrevolaban las mesas de talleres literarios, rondaban los pasillos de bares y universidades, burbujeaban dentro de la cabeza de autores de todas las edades y palpitaban con una potencia cósmica detrás de los tranquilos paisajes de la provincia. Al fin de cuentas, todos hemos leído durante nuestra juventud relatos de ciencia ficción y fantasía. Todos hemos fantaseado con la posibilidad de que la realidad sea de otro modo. Todos hemos caído alguna vez en el fértil juego del «¿qué pasaría si…?».

Ciertamente no deja de resultar curioso que, en San Luis, una provincia cuyas oficinas administrativas tienen el aspecto de arcologías sacadas de una novela de William Gibson, y cuyas políticas públicas rebosan del optimismo eficiente que caracterizaba a la revista Amazing Stories, la ciencia ficción no sea más popular. Es como si el germen de aquellas ideas de avanzada hubiera esquivado el terreno literario para saltar a la arena política.

San Luis goza de una saludable reputación literaria, en buena medida gracias a sus poetas líricos, narradores de tradición, cronistas e historiadores. Gran parte de ese reconocimiento es fruto de San Luis Libro, el Museo de La Poesía, el Centro Cultural La Vía y otras entidades culturales. Por su naturaleza minoritaria, sin embargo, la «literatura de género» no suele contar con el favor de las políticas oficiales. En ese momento entendimos que éramos nosotros, como sello editorial independiente, quienes debíamos llevar adelante este proyecto.

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Y he aquí CoLiPuCiFa. Nació desde Caminos de Tinta, que ya transita su cuarto año de vida. Presentamos, entonces, con orgullo esta convocatoria e invitamos a todos los lectores amantes de estos géneros a zambullirse en las casi trescientas páginas de la obra y descubrir una refrescante mirada sobre nuestro terruño puntano.

El libro que ahora tienen en sus manos es el resultado de esa intuición. Dieciocho autores respondieron al llamado y ofrecieron sus creaciones inéditas. Dieciocho cuentos ideados para la obra, en dos géneros muy poco transitados de la literatura vernácula. Dieciocho visiones diferentes de la provincia de San Luis, de sus paisajes, de sus mitos, de sus habitantes. En este volumen conviven tanto plumas consagradas y de larga trayectoria, tal es el caso del abanderado de la obra, Jorge Sallenave, como otros autores muy jóvenes que recién ingresan al mundo de las letras. Del mismo modo también coexisten temas y personajes variopintos: estatuas que cobran vida y gusanos que vuelven de la muerte, monstruos milagrosos y humanoides impostores, ajedrecistas intergalácticos, guardianas del bosque, mujeres de papel y hielo; hay obras sobre invasiones y revoluciones, y dentro del muestrario tenemos incluso una pieza que podría encuadrarse en la corriente steampunk, y otra de corte netamente ciberpunk.

Sin más que agregar por el momento, los dejamos a solas con los autores y sus invenciones. Estamos seguros de que, cuando hayan cerrado las tapas de este libro y levanten la mirada, descubrirán a su alrededor la realidad de siempre, pero con ojos nuevos, como si llevaran puestos unos poderosos lentes de irrealidad aumentada. Definitivamente no garantizamos que estos efectos sean reversibles, pero al menos habrán pasado un buen rato.

Maximiliano Ponce & Mariano Pennisi Buenos Aires & San Luis - Agosto de 2019.

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Las obras Por orden alfabético

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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Bruno por Jorge Sallenave

Nos conocimos cuando elegimos el Colegio Nacional para cursar el bachillerato. Veníamos de diferentes escuelas. Nos tocó ubicarnos en pupitres colindantes. Este hecho nos llevó a sentir un cierto compañerismo. De esa relación yo obtenía una ventaja: él me ayudaba en los exámenes escritos y con las preguntas de los profesores. Supuse que era un «tragón» de libros. Debo decir que intervenía poco en clase y las notas obtenidas le eran indiferentes. En los recreos se mantenía alejado de los grupos, y en gimnasia, se excusaba de realizar deportes, aduciendo que tenía dificultad para respirar. De allí me surgió la idea de que Bruno era súper tímido.

Al cursar segundo año nuestra relación mejoró, no mucho, pero lo consideraba un amigo y supongo que él sentía lo mismo. Solíamos salir a caminar, tomar un café en el centro, a veces un espectáculo. Por ese entonces me dediqué a construir radios a válvula y me enamoré de la ciencia ficción. En una oportunidad le pregunté si tenía algún interés en un tema que no dependiera de la escuela.

—Nada —respondió—, sólo necesito terminar el bachillerato. Después veré qué hago.

—Te debés aburrir como una ostra.

—No lo creás, tengo muy claro lo que debo hacer.

Yo agregué: «Hasta que Dios te dé vida».

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—No se trata de Dios. Los que deciden por mí no se encuentran cerca.

No te entiendo.

Tal vez lo comprendás con un ejemplo. Supongamos que vivís en otro mundo y te ordenan visitar la Tierra. Al llegar aquí te encontrás con una civilización atrasada, violenta. Muy lejos de lo que conocés.

—Me estás narrando un guión de historietas.

—Como te guste. Si eso sucediera, ¿no desearías volver con tu gente?

En tercer año la ciudad se conmocionó, me refiero a los habitantes de nuestra capital que es pequeña. En fin, un asesinato nos puso la piel de gallina.

La madre de Bruno esperó que el padre se durmiera. A la una de la mañana, cuando los ronquidos de su marido fueron rítmicos, tranquilos, buscó una carabina calibre 22 que sólo era usada por él cuando iba al campo de Los Ramblones, campo que adquirió por su gusto y a disgusto de la mujer, que prometió no ir nunca. La madre de Bruno se acercó al hombre que dormía y le disparó en el centro de la frente, sin que le temblara el pulso. Llamó a la policía, donde fue atendida por un agente adormilado. Lo anotició que había asesinado a su esposo y repitió dos veces la dirección de su casa.

—Los espero —dijo.

La policía se tomó su tiempo. En primer lugar porque tenían un solo móvil y era martes, el día de la

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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semana que el jefe utilizaba en exclusividad para ir a jugar al póker con los amigos. Otra razón de la demora fue que estaban acostumbrados a gracias de las más diversas índoles, inclusive borrachos solían hacer bromas con robos o delitos menores. En este caso se les presentaba por primera vez un bromista que aseguraba un homicidio. Total que al llegar a la dirección recibida se encontraron con una disyuntiva ya que la casa estaba con las luces apagadas, sin ningún tipo de ruidos, lo que les hizo pensar que estaban frente a una broma más grande, pero broma al fin.

La luz del zaguán se encendió, la puerta de entrada se abrió. Una mujer de cincuenta años se asomó.

—Está en la cama matrimonial. Llamen a alguien para que lo trasladen. Sólo les pido un favor: mientras se ocupan de él dejen que termine mi comida, después los acompaño.

Bruno faltó al colegio. Me enteré de lo sucedido por otros compañeros y decidí pedirle autorización al profesor de Historia para ir a acompañarlo.

—Andá, pero antes avisale al celador.

En la casa de Bruno había mucha gente, tanto en la vereda como en el interior donde velaban al padre.

Por ese entonces a los muertos se los velaba en las casas, y el traslado final lo hacía una carroza tirada por caballos de pelo negro.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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Pasé poniendo distancia con el cajón que estaba en el centro de la sala. Los muertos me ponían nervioso y consideraba mejor no verlos. Al final me encontré con una tía de mi amigo. Le pregunté por Bruno y me contestó que debía estar en el patio. Allí estaba. Sentado en un sillón de madera, como si quisiera pasar inadvertido porque un tronco de granada lo cubría casi totalmente.

—Mala leche —le dije e intenté abrazarlo. No pude hacerlo porque se corrió.

Me senté a su lado preguntándome si el golpe emocional sufrido lo hacía esquivo. Más me confundió la frase que dijo.

—No son mis padres.

—¿Cómo decís eso? Las tragedias pasan sin dar aviso. ¡A vos te llevó un tren por delante!

Para completar la situación, él comentó:

—Tenés demasiados prejuicios enquistados.

—¿Sos adoptado?

—Insisto: hay sociedades primitivas. Te será imposible entender.

—Dejo de lado esta última afirmación. Sólo te aconsejo que no negués la paternidad de tus padres ante personas extrañas.

—Lo acepto. Acompañame a la sala porque el velatorio debe estar por concluir.

—¿Te ayudo a cargar el féretro?

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—Ni falta. Muchos vecinos ofrecerán su lomo.

Los dependientes de la funeraria colocaron sobre una camilla el ataúd. Un cura rezaba. Como lo he dicho, los muertos no me caen y hasta era posible me dieran pesadillas. Miré alrededor para distraerme. En una de las paredes había un cuadro con una pintura de gran tamaño pintada al óleo. Cartas del tipo españolas y francesas ocupaban el primer plano. En segundo plano un hombre de varios brazos parecía jugar con ellas. A medida que me acercaba los brazos tomaban otra ubicación.

—¿Te gusta? —era Bruno quien me lo preguntaba.

—Maravilloso —respondí—. ¿Quién es el autor?

—Me pertenece. Su nombre: «El Ladrón de Naipes».

—No te creo.

—Después hablamos, debo cargar el maldito cajón.

En los meses siguientes, Bruno no se quejó por la muerte de su padre, ni por el encarcelamiento de su madre. La tía que yo conocía se hizo cargo de la casa y de la educación de mi compañero. Logró un relativo éxito con la casa, ninguno con Bruno. Se movía sin permiso de nadie y la relación entre ambos era nula.

Bruno tomó posesión de la habitación de sus padres, donde tenía un taller de pintura. Fue en esa época que admiré dos obras suyas: «Caballos Desbocados» y «La Mentira del Tiempo».

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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No era un conocedor, pero un día me animé a decirle que «La Mentira del Tiempo» tenía influencia de Dalí. En especial los relojes que se doblaban por la mitad sobre los cubos que los sostenían.

—¿Dalí? —dijo—, no lo conozco, pero me gustaría conversar con él.

—Dudo... Vive en Europa, en España o Francia. Se trata de uno de los pintores más conocidos del mundo y para un adolescente no será fácil llegar hasta él.

—¿Cuál es tu idea del tiempo? —cambió el tema dejando atrás a Dalí.

—El Universo se mueve al compás de él, la naturaleza se le somete y los seres humanos también.

—Por lo tanto, estás seguro de su existencia.

—Como dos más dos son cuatro.

—¿Cuál sería tu opinión si te dijera que es pura imaginación?

—Si el tiempo dejara de existir nadie moriría.

—No es necesario morir.

—Con tus preguntas anularías todas las religiones y hasta al mismísimo Dios.

—Dios estaría dentro nuestro, lo copiaríamos y seríamos inmortales.

Bromeé, aduciendo que le convendría ser brujo, curandero o manosanta no bien termináramos la escuela.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—No haré nada de eso. Me dedicaré al arte o a la arquitectura.

Llegamos al último año del bachillerato. Bruno había despedido de mala forma a su tía y vivía solo. Una tarde, mientras tomábamos un café en el bar del centro, sin tener relación con lo que hablábamos, se largó la frase: «La mente es tan poderosa. Para tener su poder necesitás domesticarla».

—Reconozco que hay personas de mayor capacidad.

—No me refería a eso. Una sociedad que suba la escalera sin parar tendrá la mente en un puño.

—¡Tenés cada salida! ¿Por qué no lo demostrás?

—Un ejemplo menor. Dentro de cinco minutos, por la vereda de enfrente, pasarán el panadero y su mujer discutiendo.

Así fue.

—¿Qué te parece?

—No me sorprende. Estamos en pleno centro por donde todo el mundo pasa y el pueblo sabe que se trata de un matrimonio que discute el día entero.

—Bien... En los próximos minutos un automóvil chocará a una bicicleta. No habrá víctimas, pero sí una pelea entre ambos conductores.

Acertó.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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Para no reconocer el acierto le pedí que algún día me explicara cómo lo hacía, para que yo entretuviese a la gente.

El padre de Bruno había comprado en Los Ramblones un campo, como ya dije. Se trata de una zona desértica, de árboles escasos y de hojas pequeñas. Allí construyó su rancho. Cerca del río de agua salada.

Bruno comenzó a visitar el lugar y no demoró en invitarme.

El rancho, con techo de paja apisonada, parecía tener cien años. Al ingresar al mismo advertí que el baño y la cocina habían sido realizados con materiales modernos. El agua les llegaba desde el río por un canal con la potencia de dos bombas importantes. En paralelo, había otro canal que servía como una cloaca para arrojar todo tipo de desperdicio al mismo río.

Bruno encendió el grupo electrógeno y desde la cocina me llegó el sonido de un motor. Me asomé. Se trataba de la heladera.

—¿Bajo los víveres?

—Buena idea y si te animás a ordenarlos, mejor.

Cuando terminé, Bruno me indicó el dormitorio que ocuparía y aclaró que el grupo electrógeno funcionaba hasta medianoche.

—Te daré una linterna por si necesitás ir al baño después de esa hora.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—Tu viejo debía querer mucho este lugar...

—No lo sé. Supongo que sí. A mí me gusta.

Levanté los platos, los lavé y limpié la mesa. Los desperdicios fueron llevados por un canal que daba al río.

Bruno dijo que se iba a dormir y que estaba alegre por mi compañía.

Cuando llegué al dormitorio me estiré en la cama sin desvestirme. El equipo electrógeno dejó de funcionar y las luces se apagaron.

Noche sin luna que lograba una oscuridad aún mayor. Me recosté de nuevo. Intranquilo. Tenía necesidad de caminar, de respirar el aire de esa noche negra. Pensaba que salir al exterior me ponía al alcance de una mordedura de víbora. Llegué hasta mi maleta y con ingenuidad supuse que con dos pantalones encimados me cubría del peligro.

Al salir de la casa, la luz de la linterna iluminaba menos que una vela, a lo sumo veía mis manos. Estaba dispuesto a regresar cuando vi el automóvil de Bruno. Llegué al vehículo y encendí las luces.

A unos cincuenta metros estaba sentado mi amigo, rodeado de chanchos, que supuse jabalíes. Lo olfateaban y frotaban con cuidado el cuerpo de Bruno con sus poderosos colmillos.

—¡Apagá! —gritó él.

La segunda orden se sobrepuso a la primera.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—¡Volvé a la casa ya mismo!

Apagué las luces y regresé tropezando al rancho. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, le pregunté qué hacía con esos animales salvajes.

—Salvajes para algunos. ¡Todo está en la mente! Para mí son cariñosos.

—Dejá de joder... Ahora amaestrás bichos.

—La lista es mucho más grande.

Terminamos la secundaria. Elegí una carrera y Bruno se trasladó a una provincia limítrofe con la idea de cursar Arquitectura.

Dejé de verlo por dos años. Al reencontrarnos, después de tanto tiempo, le pregunté cómo iba en la carrera.

—Me inscribí en Arquitectura, sólo me inscribí, porque al día siguiente la dejé de lado. Me dediqué a restaurar viviendas y negocios, en especial bares. Total que sin haber cursado una materia, los que contratan me llaman arquitecto y en algunos casos ingeniero. Me va bien y aprendo..., ¿qué más puedo pedir?

Volvieron a pasar nuevos años. Por compañeros de la secundaria me enteré de que se había casado pero también supuse que el matrimonio no duró.

Recién cerca de los cuarenta años nos volvimos a ver. Había regresado a la ciudad y vivía en una casa alejada del centro. Lo visité. En la sala

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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principal tenía armado un taller donde colgaba sus cuadros. Las pinturas que tanto me gustaban. Me dijo que no pintaba más, que ahora se dedicaba a la cerámica. Sobre la mesa de trabajo tenía varios tipos de escaleras. Algunas anchas, otras estrechas. Algunas en cerámica y otras en materiales más nobles como el mármol. Una de ellas llegaba hasta el techo. No les presté más atención. Mi interés eran los cuadros.

—Quisiera comprar tus cuadros —oferté.

—Querido amigo, no está en mi mente venderlos, si te los vendiera debería volver a pintar y para mí se trata de una etapa terminada. Se irán conmigo cuando llegue el momento. Para decirlo con tus palabras: cuando me muera.

—Más tarde o más temprano nos sucederá a todos.

—A mí me vendrán a buscar.

A los pocos días de esa reunión, recibí un sobre azul, sin ninguna identificación. Lo abrí. Se trataba de una hoja de papel doblada. La desplegué. Una pintura hecha en témpera mostraba infinitos rayos de sol. Era tal su fuerza que me enceguecían y no era fácil de mirar.

Sonó el timbre.

Era Bruno.

—¿Recibiste mi regalo?

Asentí.

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—Amás mis pinturas y quise dejarte algo para que me recordés cuando me vaya. Regresaré a mi mundo. Tratá de luchar contra el tiempo. No será fácil, pero es el consejo que puedo darte. Tratá también de guardar a Dios dentro tuyo. Al principio lo copiarás, pero con el tiempo lograrás superarlo.

Tres días después Bruno falleció. Como me enteré después de que lo habían sepultado, decidí darle la última despedida. Recorrí los cementerios y cuando llegué al tercero, Benavídez, un compañero del colegio me saludó.

—¿Cómo van tus cosas?

—Rodeado de muertos y aquí me he de jubilar.

—Una pregunta..., ¿enterraron a Bruno aquí?

Antes de responder noté que se ponía nervioso y los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Es el nicho quince —dijo.

Cuando llegué al lugar indicado, el nicho estaba cerrado con cemento. No había ninguna referencia a Bruno. Regresé a la oficina que ocupaba Benavídez.

—Me mandaste mal... Fijate bien el número de nicho.

—Mi información fue correcta, pero algo sucedió.

—Dale, que no tengo todo el día, ¿qué pasó?

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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—Te contaré. ¿Lo mantendrás en secreto? Jamás diré que yo te lo dije. Sigo sintiendo miedo y no quiero perder el trabajo.

—Mi atención es toda tuya.

—Bruno fue sepultado allí. Al atardecer, cuando cerré el cementerio, el cielo se cubrió con rapidez y llovió. Llegaron los rayos y algo de granizo, por lo que decidí cubrirme en la oficina. Fue entonces que sentí un potente ruido que, según mi opinión, se había producido en la hilera de nichos donde se encontraba Bruno. Llovía demasiado y me propuse ir a investigar al día siguiente. Me levanté dos horas antes de la apertura del cementerio. Era un día precioso, de no ser por los charcos que dejó el agua. El nicho estaba abierto y el cajón en el suelo. Me dispuse a levantarlo con una pala para colocarlo de nuevo en su lugar. Antes de hacerlo me acerqué. El cajón estaba vacío, ni rastros de Bruno.

—¿No me estarás contando una película de terror?

—No se trata de una película. Acompañame hasta el depósito que te mostraré algo.

Ingresamos a un galpón. Sobre la pared del fondo estaba el féretro de Bruno.

—¿Vos lo trajiste?

—Con la ayuda de la pala.

—Te han hecho una broma.

—Si eso fuera así, habría pasos marcados en el barro. La puerta de chapa no existía más. Cuido mi

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CoLiPuCiFa Bruno, por J. Sallenave

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trabajo, puse una capa de cemento, taché el ingreso de la funeraria y agregué al número quince la palabra «libre».

Al día siguiente fui a visitar a la ex esposa de Bruno y le pregunté por las pinturas y las esculturas de cerámica.

—En la casa no hay nada. Una de las tantas locas con las que él vivía se llevó todo. Mejor así, que no queden rastros de él. Desde que nos divorciamos me sentí libre y así pienso seguir. Las pinturas no me interesan y nada de lo que le pertenezca. Le ruego que no vuelva a hablarme de Bruno.

Cuando regresé a mi casa desplegué la hoja que me había pintado. En este caso la miré sin parpadear. Me pareció que Bruno estaba en el centro de la luz de esos rayos que alguna vez me enceguecieron. Fueron segundos, porque los rayos lo cubrieron.

Me pregunté si lo imaginaba. No tuve respuestas.

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Cándido, o el pesimismo puntano

por Francisco Scalise

[La mirada del primitivo aborigen (habitante del noreste provincial) era temerosa y huidiza ante la sombra nunca antes vista de lo que se suponía no debía estar allí...].

***

Soy Francisco, y quiero contarles una historia. Nací hace demasiadas décadas en el sitio de paso más conocido del centro de la Nación Argentina, donde estaría por ocurrir una «sucesión de acontecimientos» por demás trágicos de los que un gran amigo fue protagonista y de cuyos hechos no se tendría reminiscencias hasta un siglo más tarde. Para entonces, sería condecorado como el suceso más escatológico del crimen en el siglo XX.

Cándido Emilio padeció el agraciado inconveniente de atestiguar la única cara visible, el único cabo suelto de un crimen de asesinato que, con mayores razones, se había llevado a ejecutar en una playa del dique de La Florida el gélido sábado 19 de junio de 1982, bajo una de las más implacables lluvias torrenciales que habría en todo ese año. Es imposible pensar en un hombre trabajador de veintisiete años, como era Emilio, de una vida tan humilde como tranquila, y de una cuestionable «potestad intelectual», que se encontrara escondido en el lugar perfecto y en el mejor momento, para presenciar el segundo mayor horror que vería en su vida, en esas últimas sesenta horas...

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El jueves 17 de junio nada había pasado, todavía, y Emilio estaba a salvo en su rutina diaria donde el mayor inconveniente era regular las materias en la facultad sin dejar caer la calidad de su empleo, respecto al cual tendría una fiesta ese mismo domingo en celebración de un ascenso muy codiciado que empezaría a ostentar a partir de julio. Claro está que jamás llegaría él a esa fiesta.

La mañana de ese jueves no había hecho tiempo de desayunar bien y, más tarde, antes de entrar en la facultad, discutió con su novia y tampoco pudo almorzar por lo que, a la salida de clases, entre las 18:00 y 18:15, tuvo suficiente hambre para sobrellevar que lo secuestraran. «Convenientemente» para sus captores, Cándido dejó dicho a su familia que no les visitaría, no estaría en su casa en todo el fin de semana, ni los vería sino hasta el domingo. No estoy en condiciones de afirmar si lo habían premeditado, pero así fue como pasó...

Él, asfixiado, con la cara cubierta, con el sonido del motor de la camioneta donde lo habían subido (como un constante ruido blanco que entorpecía aún más sus sentidos), creía escuchar varias voces delicadas parloteando frases sueltas y sin sentido. Esta situación siguió por una hora y media, en la cual Emilio intentó concatenar las oraciones que llegaba a percibir. Esto es una aproximación de lo que creyó entender:

—¿Estamos seguras de que es él?

—Por supuesto, es idéntico.

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—¿Podríamos dejar que lo viera?

—Es imperativo que lo haga, pero no hasta llegar.

Cándido notó que quienes le secuestraron eran mujeres, y que no había ningún otro varón entre ellas. Tampoco dejó pasar por alto, con cierta habilidad para la orientación, que lo llevaban al Potrero, por la sinuosa Quebrada de los Cóndores, de donde sabía muy bien como regresar. Tal destreza de nada le serviría pues estaba amordazado, atado de pies y manos, sin zapatos ni cinturón, por lo que creía que pronto lo matarían.

El vehículo se detuvo por fuera de la Ruta 18, a unos kilómetros dentro de una zona silvestre, algo de lo que Emilio también se percató. Ya sin el motor encendido oyó claramente la orden de quien parecía ser la mujer al mando, por lo autoritario de su voz:

—¡Lleven a Cándido a la bodega, y al otro denle de comer!

Al instante se escucharon varios golpes y arrastres en la camioneta, como si cargaran con un bulto, un peso muerto, un cadáver... (aunque no de gran antigüedad puesto que no se percibía ningún olor). Fue entonces que a Emilio, resignado a que lo llevaran, le dieron de comer…

Al quitarle la mordaza, él no intentó gritar o pedir auxilio, sabía que no habría nadie. Continuó con los ojos vendados mientras que comía lo único que le brindaron las secuestradoras: gelatina de frambuesa. Estuvo más de una hora comiendo, sin detenerse, nada más que esa curiosa gelatina de frambuesa.

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Durante ese tiempo, sin contener su gula a pesar del miedo, intentó preguntar a las dos mujeres que se quedaron qué querían, por qué lo llevaron o qué harían con él, pero ellas sólo hablaron al terminar de alimentarlo:

—No podemos responder ninguna de tus preguntas. No sabemos ninguna de sus respuestas. No sabemos si te piensan matar, ocultar, torturar, usar, contratar o soltar, y creo que tampoco lo sabrás hasta después de que ocurra. Sólo sabemos que tenemos que hacerte ver algo y nada más...

Emilio no se pudo callar.

—¿Por qué quieren que vea un cadáver y por qué lo llaman por mi nombre?

—Hasta donde sabemos, Cándido Emilio no es tu nombre sino el de ese «cadáver» aunque realmente no lo es, es un títere, y nosotras quienes lo usan.

—¡¿Qué mierda significa eso!?

—Significa que si no sucede todo como está planeado, serás vos nuestro nuevo títere, por fin, Cándido Emilio.

—¡Yo soy Cándido Emilio!, ¡yo soy Cándido Emilio!

Entonces, la venda se cayó de sus ojos y la camioneta estaba vacía. No había nada, estaba solo, solo con una venda en su regazo.

El domingo 20 de junio, tres días después, «Emilio» estaría brindando en la fiesta por ser promovido en el trabajo…

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***

—¿Dónde estaba el sábado 19 del corriente? —preguntó un policía a Cándido.

—Estuve en mi casa todo el día, al fin y al cabo el clima que imperó en esas horas fue catastrófico, ¿dónde más estaría?

—Hay quien afirma que pudo ser testigo del asesinato que tuvo lugar en La Florida en la noche de esta fecha.

—No sé quién pudo haber sido, pero le reafirmo que estuve en mi casa.

—¿Cómo se enteró de lo ocurrido?

—La radio, y además leí el diario.

—¿Compra el diario?

—Por los crucigramas.

El policía hizo una pausa y arremetió con lo importante.

—¿Conoció alguna vez a la víctima? ¿Por qué lleva una banda de luto?

—¿Emilio Maseras? No lo frecuentaba, a tal punto de no poder reconocerlo, y aunque lo apreciaba no es por él mi luto. Recomiendo que no preste atención a mi brazo izquierdo.

—¿Dónde estuvo el día veintiocho?

Cándido suspiró fuertemente, en lo que pareció una muestra de hartazgo.

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—¿Hoy no es veintiséis?

—Me refiero al mes pasado.

—¿Quién murió el mes pasado? —respondió sonriendo.

—Cándido Irurtia.

—¡Cierto!, por él es que estoy de luto —ironizó, sonriendo aún más.

—Cándido, me desagrada mucho...

—¿No es ese su trabajo?, llevamos tres horas aquí dentro. El sentimiento es mutuo.

El policía giró sobre su cintura, tomó una gran pila de documentación de una mesa cercana y la arrojó frente a él, señalándola.

—Debe saber que tiene un rostro muy común… Necesito que certifique que ése es usted.

Cándido ojeó los papeles.

«Cándido Emilio, nacido en la ciudad de San Luis, con domicilio en Illia 1232, el 12 de enero de 1955, hijo de Cándido Irurtia (fallecido) y Judith Maseras de Irurtia (viuda). Documento 12.328.415…», leyó en silencio mientras el policía lo miraba fijamente.

—¿Sabe que me mudé?

—No.

—Es la casa de enfrente, la 1233. A excepción de eso, todo está bien.

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—¿Entonces confirma que es usted Cándido Emilio?

—Sí.

—Puede irse...

Cándido se retiró con prisa de la jefatura. El oficial comenzó a fumar ni bien cerró las puertas de su despacho. Un cabo que, escondido, había atestiguado todo, lo interrumpió antes de que pudiera darle la segunda bocanada al puro:

—¿No debería haberle hecho más preguntas, señor?

El jefe suspiró largo y tendido, soltando el humo del habano.

—Es la séptima persona a la que le hago estas preguntas, la séptima que me dice que es Cándido Emilio, la séptima que me da prácticamente las mismas respuestas, todas a excepción de una... y es que ninguna me ha dicho la misma dirección. Los domicilios corresponden a almacenes abandonados. Siete sujetos han afirmado ser la misma persona, pero de diferente manera. Aun a información falsa, como la muerte de Irurtia, ellos han respondido, siempre de luto, de la misma forma salvo por pequeños detalles. No tiene caso, no tiene sentido; nadie ha visto nada… Tome dictado:

«Hoy, lunes, a 26 días del mes de julio de 1982, finaliza sin resultados la investigación por el asesinato de Emilio Maseras, perpetrado el sábado 19 de junio, suspendiendo hasta la aparición de nueva evidencia

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todo accionar policial sobre la causa, dando por nulos de valor a los testigos interrogados por quien suscribe, lo cual será oportunamente ratificado en el juzgado de instrucción de la causa».

Cándido Irurtia.

***

Sé que no es claro qué le pasara a Cándido Emilio. ¿Por qué miente? ¿Por qué siempre ha pasado desapercibido, incluso pese a su éxito laboral? ¿Por qué sólo vivió sesenta y un años, y luego nadie lo volvió a ver? ¿Por qué nadie ha preguntado por él o por Emilio Maseras? ¿O por Cándido Irurtia, que desapareció el martes 27 de julio del 82 (y por quien nadie, ni familiares, amigos o compañeros, quisieron saber qué fue de él)? ¿Por qué siete personas, sólo después del viernes 18 de junio de ese mismo año, decían ser Cándido Emilio? ¿Por qué ya nadie quiere ser Cándido Emilio a dos años de su desaparición en el 2016? ¿Dónde está su cadáver y quien pudiera reconocerlo?...

Son muchos interrogantes, pero lo cierto es que todos los que conocieron a Cándido Emilio murieron. Todos menos yo, quien antes de junio del 82 sabía todo sobre él, pero después de esa fecha no volvería a reconocerlo… Yo sé perfectamente que Cándido Emilio Maseras, mi amigo, murió ese 19 de junio…

La camioneta en la que habían secuestrado a Emilio no existió jamás. Jamás fue registrada, ni su compra, ni su robo, ni su matrícula. Ni un solo

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nombre. Nunca volvió a ocurrir un rapto semejante. No había pasado que alguien quedara con vida después de un secuestro. Cándido sólo pudo contarme lo sucedido hasta el momento en que yo les he relatado, momento en el que dejó de ser él y empezó a ser un nombre con muchos rostros. Apenas me queda lo que a él le dijeron, y especular sobre qué fue lo que le hicieron…

Tras mucho rumiar el asunto, hoy, promediando el 2018, una de las teorías más sólidas que he podido elucubrar es la siguiente:

Hay dos Emilios o muchos más... Dos verdaderos, que en realidad son uno, el fallecido y el incorpóreo que tomó la posta, en una sutil continuidad, y otros seis que son falsos. Un puñado de secuestradoras que dicen manipular a quien realmente sea Cándido Emilio, y poseen enésimos envases, pseudo Emilios; quizás sólo hayan sido esos seis interrogados, tal vez seiscientos más, pero en definitiva todos a quienes veían como el único real, a quienes controlaban, y por eso el secuestro al Emilio original (prácticas habituales de la época, todavía militar, a pesar de la reciente derrota bélica), para convertirlo a él en esos muñecos, o para volver a encender al viejo, devenido en esa continuidad del auténtico, y creo que esta última opción tuvo que haber ocurrido, pues hace dos años desapareció, y su cadáver jamás fue encontrado, lo cual se explica si no hay un cuerpo humano que encontrar. Es decir, que a partir del 20 de junio de 1982 y hasta el 25 de mayo de 2016, cuando se lo vio por última vez, el cuerpo de «Emilio» no fue un cuerpo humano, pero se vería

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exactamente como uno, y envejecería como cualquier otro. La muerte de Emilio Maseras (padre de mi amigo), tan sádica, perversa y dantesca, habría sido nada más que un medio para distraer a las autoridades, para desviar la atención sobre su «hijo», quien entonces aún estaría aprendiendo a suplantar a Cándido Emilio. Para ello también los seis farsantes, distractivos, quienes debieron ser manipulados, sea por las mismas que hicieron el secuestro o por una especie de ente monstruoso, capaz de desquiciarles como verdaderos títeres de carne y hueso. Pero, ¿qué o quién sería capaz de suplantar a Cándido durante el resto de su vida? ¿Y para qué?

Como dije, son demasiados interrogantes, y yo también he de morir...

***

[Esa réplica que después fue Cándido Emilio Maseras durante 34 años (entre el 82 y el 16) estaba hecha de carbón, agua y cromo, y fue encontrada muerta en las montañas a un kilómetro y medio de Villa de Merlo, al pie del Filo de los Comechingones. A pesar de llevar centurias en el lugar, el hallazgo fue en el año 79, en estado clasificado, y se archivó como «Esilacs», objeto de estudio e interés humano por la hermética Secretaría de Ufología del Gobierno de la provincia de San Luis. Dos años después desapareció. Se presupone que huyó dejando sólo un tragaluz roto, a veinte metros de altura, por el cual se habría escapado… Su búsqueda fue nula debido a que se había descubierto, horas antes, que «Esilacs» tenía la capacidad de cambiar de forma.

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Al cabo de 37 años, el misterioso ente regresaría exactamente al mismo lugar, y se colocaría en la misma posición en la que fue visto antes de su fuga, y sería descubierto un día más tarde…

La reparación de ese tragaluz costaría 320 pesos].

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El Coso

por Juan Laborda Claverie

Allá, donde termina la ciudad, en los peñones que dejó la circulación del Río Seco, y hoy crecen montañas infinitas de basura, vive «El Coso», como lo apodó alguien que a la pasada y a lo lejos alcanzó a divisarlo. El Coso no tiene memoria, simplemente apareció allí, desconoce su origen —aunque lo intuye—, pero sabe en cambio que no se ve como los demás —tan variopintos en sus pieles rosadas—, y sabe también que cuando la gente lo ve siente miedo, como si su simple presencia significara el ataque inminente de un predador. Él no tiene interés en atacar a las pocas personas que ha visto, una única vez lo hizo y, aunque eso no se sintió bien, no tiene culpa. No tiene casi pensamientos. Se sabe único, y que su cuerpo ocupa espacio, sabe que necesita alimento, sustento infinito que obtiene de las bolsas que se reproducen a su alrededor, agua que toma del arroyo que atraviesa el basural, y calor del sol que todos los días se posa en medio del cielo. Sí se ha preguntado cómo ha llegado al mundo, y ha supuesto que, al igual que otras especies de seres tuvieron su origen en una azarosa combinación de partículas de materia, él se ha originado también por una todavía más azarosa mezcla de partículas sintéticas creadas por el hombre.

La primera vez que El Coso vio a una persona fue un hombre que cayó desde lo alto. Otros como él lo habían arrojado malherido desde el baúl de un auto. Ese ser misterioso y antropomórfico tomó al sujeto inconsciente al cual se le escapaba la vida, le cubrió las heridas con musgos que crecían en las

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orillas y pasó la noche abrazado a él. Un grito de terror lo despertó con los primeros rayos del sol. El hombre había recuperado toda su vitalidad, y ahora trataba de huir de un ser abominable que parecía salido de sus pesadillas. Así fue como El Coso supo que tenía el poder de curar.

Pocas veces salió del pozo. Fue para saciar su curiosidad con las casas cercanas. Hubo una primera vez que, mientras espiaba por una ventana, fue descubierto por un cachorro de persona que al verlo sufrió una crisis nerviosa. Ese día decidió explorar únicamente bajo la protección de la noche más espesa para no ser visto por los hombres.

Accidentalmente golpeó un cacharro que había en una de las bolsas y notó que producía sonido. Pronto también descubrió que otros objetos al ser golpeados emitían tonos distintos, y que su duración en el aire permanecía unos segundos, y que éstos, combinados, producían hermosas melodías. Esa música le generaba una sensación extraña, pero placentera. Cuando El Coso ejecutaba sus melodías, distintas alimañas asomaban del basural para oírlo. Había estudiado a las personas, tan interesantes, tan ingeniosos, tan víctimas de su genio, que cuando necesitaron viajar inventaron máquinas para hacerlo por tierra y por aire, que cuando al igual que él descubrieron la música inventaron aparatos para encerrarla y que suene cuando ellos lo desean, pero que cuando necesitaron comunicarse, pese a tener un conjunto de sonidos combinados que ellos llaman lenguaje, han inventado todo tipo de máquinas que si bien llevan el mensaje de una forma efectiva, no sirven para mirarse a los ojos y comulgar. Cuando él

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miraba a los ojos a esos bichitos podía percibir una gratitud que expresaban de esa única forma que podían.

Un hombre se adentró exhausto en el basural. Tenía un corte profundo en un brazo del que asomaba el blanco del hueso, y empuñaba una faca filosa. El sujeto lo vio, pero en vez de gritar o huir, lo desafió blandiendo el arma. El Coso por instinto intentó acercarse para curarlo, pero cuando lo hizo notó que el hombre metía y sacaba el metal de su cuerpo sin provocarle daño. ¡Las personas eran tan estúpidas cuando sentían miedo! Le tomó el brazo sangrante y entonces llegaron a su mente imágenes de ese que tenía parado frente a él. Vio a un niño, vio cómo lo sometía con sus genitales, vio rejas, vio que daba muerte a un hombre de ropas grises y que saltaba los barrotes, y que en su huida se adentraba en los peñones. No sabía que podía hacer eso, que al igual que sanar también podía lastimar, ni tampoco por qué lo hizo, pero tuvo la certeza de que haberlo hecho convertía al mundo en lugar menos hostil: lo desmembró. Fue tan rápido que esa bestia con piel humana no sufrió.

Una vez llovió durante varias semanas. El río que atravesaba su basural creció tanto que pensó que el agua se llevaría su refugio. Y esa vez, en la más absoluta oscuridad de la noche, recorrió varios kilómetros río arriba siguiendo el sendero de lo que los hombres llamaban Ruta 146 y más adelante avenida Santos Ortiz. Allí la ciudad se ensanchaba. Se

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animó a dejar el barro y pisar el asfalto, se animó incluso a caminar las cuadras empapadas y vacías de gente. Pensó que las personas eran capaces de una gran belleza cuando dormían, cuando no estaban arriba de sus ruidosos carros. Se encontró con una enorme estructura blanca, muy distinta de los demás refugios, pequeños, chatos y mezquinos. Nadie lo vio entrar. Atravesó los pasillos y se dirigió hasta un ala donde la gente convalecía en sus lechos. Esa vez lamentó no haber llevado consigo suficientes musgos y no haber dispuesto de más tiempo, el sol empezaba a asomar y sabía que no debían verlo.

El diario no dijo nada, las cosas importantes eran otras. Los médicos del Policlínico bautizaron a lo que ocurrió esa noche en Terapia Intensiva como «El milagro de la lluvia de julio».

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El habitante del laberinto

por Daniela Silvera

Los pollos reiniciaron la marcha en su gallinero laberíntico. Terinto se los había construido así, a los animales no les gustaba, pero él les dejaba el alimento en el centro por lo que no tenían más remedio que atravesarlo.

Terinto era un reflejo de la vasta aridez puntana donde crecía. En un terreno seco en las afueras de San Francisco del Monte de Oro, el joven de ojos negros y piel insolada daba vueltas por su rincón del mundo como quien existe en soledad. Se perfilaba alto como el caranday y curioso como el tero. Su ropa de polvo y viento había aprendido a respirar por sí misma cada vez que el chico exploraba, su único juego aparte de la creación de laberintos, en aquel mundo de piedras grandes, mate amargo, y espacio abierto.

El muchacho esperaba tener con las gallinas el mismo resultado que había obtenido con los cerdos. Algo peculiar había ocurrido en ellos después de recorrer el laberinto-chiquero que les había armado. Ahora los cerdos se sentaban siempre según la dirección del sol y, durante las noches de luna llena, chillaban hasta que Terinto los dejaba salir.

Una de esas noches el chico siguió a la tropa porcina, que avanzaba en fila india entre la maleza. La procesión había tomado una hora de viaje, a paso de pata corta, adentrándose de lleno en el monte, siempre guiada por la luz de la luna, serpenteando las sombras. El joven caminó con paciencia junto al grupo

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de animales hasta que llegaron a destino: una gran piedra con forma de índice, un monolito con altura de marco de puerta, que reflejaba un brillo blanco, imitando a la luna. Los cerdos la rodearon en un círculo perfecto, con una distancia igual entre todos ellos, y empezaron a hacer lo más inesperado: cantar. Terinto nunca había escuchado a los cerdos cantar antes, fue una melodía armónica y aguda que lo hipnotizó por completo, le dijo una verdad que su mente no pudo atrapar. La música retumbaba sobre la piedra, como la luz, haciéndola vibrar veloz e imperceptiblemente. Terinto regresó a casa con sus cerdos tres horas después, con una inquietud inflamada de dudas. Los porcinos querían decirle algo, pero no había logrado captarlo. Tal vez con las gallinas tuviera más suerte...

Las gallinas iban y venían por el laberinto, pero quizás por ser criaturas ya cantarinas o porque tenían una alianza milenaria con el alba, nunca pidieron abandonar su recinto en mitad de la noche, ni se sintieron atraídas por contornear rocas en círculo.

Terinto estaba tan decepcionado que no advirtió que las gallinas recreaban su laberinto en espacio abierto, siguiendo los designios imaginarios de aquellos pasillos previamente transitados, y cuando llegaban al centro allí permanecían en trance, hasta que otra gallina las suplantaba.

En las afueras de San Francisco del Monte de Oro, en el campo de su abuelo, Terinto construyó todos los laberintos que su voluntad le permitió. Estaba obsesionado con replicar la peculiar situación de los cerdos, pero nunca lo logró. Los cerdos seguían

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cantándole a la piedra durante la luna llena, y el joven los acompañaba, buscando respuestas que su cabeza se negaba a alojar.

El «incidente» ocurrió el día en que su abuelo ingresó en el laberinto de girasoles que su nieto había plantado.

El señor Domingo Díaz de Molina había sido un hombre serio, crecido en anciano austero. No le gustaba el ruido, no le gustaban los jóvenes y por supuesto no le gustaban los laberintos. Su deporte favorito era la predicción climatológica. Era un señor de silencios tensos y palabras bruscas, por lo que criar a su nieto representaba un desafío que decidió cederle al monte.

En aquellos últimos años de vejez, donde las horas no tienen número y los días se pierden dentro de la semana, Don Domingo sólo salía de su casa para visitar la tumba de su esposa, aquel gran amor al que nunca había tratado bien.

Cuando Don Domingo puso un pie fuera del marco de la puerta, el panorama le resulto inconcebible e insultante: gallinas haciendo formaciones extrañas, cerdos enfilados mirando al oeste, intrincadas construcciones de madera y alambre frente a la casa, una nueva plantación de girasoles. Su vieja granja había sido deformada de aquel terreno casi estéril a una abominación sin sentido.

Los ojos de Don Domingo barrieron su granja hasta dar con el culpable. Envuelto con el polvo del erial, las agujas de los espinillos, y el aroma del algarrobo, su nieto se había sentado sobre la tierra,

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construyendo lo único que sabía construir. Terinto estaba tan absorto con su martillo que no escuchó los pies acercarse, ni la mano dispuesta con el cinto.

Don Domingo resentía su deber de cuidador, no sólo porque la tragedia era su predecesora, sino también porque no tenía esposa que lo suplantara. Los hombres no crían niños, las mujeres crían niños, los hombres sólo los corrigen, y Don Domingo estaba por hacer eso.

Levantó el brazo, cinturón en mano, y asestó un golpe tan fuerte que hizo que los huesos de su nieto vibrasen como una hoja de metal bajo un martillo, asustando a los pollos. Terinto huyó calzado sobre una correntada de viento, consciente de que los golpes del viejo nacían como las crías de perros, siempre eran más de uno.

El chico se escondió entre los girasoles, porque los laberintos son buenos para vestirse de desencuentro. Don Domingo lo persiguió al interior de la plantación, su vida en el campo le había regalado músculos perennes, así que sabía que podía alcanzar al muchacho.

Don Domingo, puma viejo, recorrió los pasillos y las encrucijadas, a veces incluso travesando la pared de plantas, sin saber que mientras él perseguía a su nieto la desorientación lo perseguía a él.

Los girasoles lo vieron todo, ellos giraban sus cabezas a los visitantes, conociendo de antemano el resultado. No les era difícil adivinarlo, al ser residentes perpetuos del laberinto, que no era más que ellos mismos en una posición permanente. No

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tenían voz ni voto acerca de lo que pasaría, porque el centro del laberinto es un espacio vacío que decide por sí mismo, pero se hacían una idea. Las flores amarillas bajaron su cabeza tanto como pudieron, para cortarle el paso al anciano, pero este se asustó de aquel intento y apresuró la marcha, buscando salir del laberinto por donde no era.

El centro del laberinto susurraba en un sonido agudo que los humanos no pueden oír, pero lo perciben como una intuición misteriosa. Don Domingo siguió aquella intuición en los últimos trechos que la vida otorga, amargado en sus movimientos crujientes, en las respuestas que nunca encontró, en los sueños que su horizonte ni siquiera imaginó. Enfermo crónico de un silencio transmitido generacionalmente, el anciano ingresó en el centro del laberinto. El centro lo rodeó con su abrazo de fuego, cuyo calor deforma todas las cosas.

Terinto, escondido, sintió el apuro del viento por escapar de los pasillos girasoleados, y un calor punzante se arrastró como el aliento de un moribundo entre la base de las plantas. Por fuera, el laberinto no parecía cubrir más que unos metros de tierra, pero dentro resultaba infinito. Terinto se asustó por la oleada cálida y corrió en busca de su abuelo, los girasoles susurrantes contaban una historia macabra entre jadeos. En algunos pasillos, las plantas habían sido corridas, atravesadas, y aunque empezaban a cerrarse, daban un indicio de la dirección que el viejo había tomado. El nieto corrió en aquella dirección hasta dar con el centro del laberinto, y con la Criatura que ahora habitaba en él.

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El joven no tuvo la seguridad de que aquel fuese su abuelo. Los brazos de Don Domingo se habían alargado, derretido, su vejez se había pronunciado, sus arrugas multiplicado, y su mirada mutado en ausencia. Aquel ser arrastró los pies, habito que no le era familiar a Don Domingo, en dirección a su nieto, llamándolo con un aullido quebradizo.

Una desesperación hueca sirvió de nido a la inmovilidad de Terinto. Su abuelo le hablaba en gemidos, con las encías supurando remordimientos secos. En los ojos idos permanecía un anhelo de encuentro. Lo reconocía, su nieto sabía que lo reconocía, era el único que podía ayudarlo.

El chico quiso decirle cuánto lo lamentaba, pedirle perdón por aquel mal. El centro del laberinto no podía herir a su creador, no podía modificarlo. El joven, muy joven, trató de que las palabras pasaran, pero ni el sollozo pudo atravesar una angustia tan estrecha como la de ver lo que tenía en frente.

Don Domingo se empujó hacia adelante con sus largas manos extendidas, el muchacho cerró los ojos, pero permitió que lo envolviera en ellas. Los cerdos empezaron a chillar en la distancia, asustados, y el abrazo se convirtió en encierro. Terinto trató de soltarse, pero los brazos del viejo no lo querían dejar ir, apretándolo más y más, ansiosos de evitar su partida. Don Domingo lanzó chillidos incoherentes mientras lo mecía con brusquedad, el chico lloraba de dolor, tratando de escapar. Su abuelo iba a hacer con él lo mismo que hizo en su vida con todo, sin darse cuenta, ponerlo en una caja.

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Cuando los esfuerzos de Terinto cesaron, la muerte se sentó entre un respiro y el otro, el cuerpo quedó inerte y el anciano lo arrastró dentro de la casa. Don Domingo miró al chico, le costó mucho hilar un pensamiento, su mente era una mezcla de grandes nubes que colisionaban unas con otras. Brisa del monte en el cabello, callos en los dedos, labios blancos, los ojos de su esposa, aquel era su nieto.

El anciano se arrastró hasta la puerta del baño y, con balbuceos roncos, fue sacándole los goznes. Recolectó cuatro de las cinco puertas de la casa, incluyendo la de entrada, y dos de la alacena. Tras de sí dejó hilos plateados de baba, que al secarse recordaban los de un caracol. Lo que antes había sido Don Domingo, relamió los contornos de las puertas con ahínco hasta que cada superficie quedara cubierta de aquella viscosidad, y después las unió para que se pegaran, haciendo una especie de caja.

El abuelo levantó el cuerpo muerto de su nieto, suavemente, lo meció en sus brazos, y acarició sus mejillas frías con los largos dedos. Quiso arrullarlo con alguna canción de cuna, pero lo únicos sonidos que salían de su garganta eran disonantes y renunció. Caminó balanceándose con el cadáver y lo metió en la caja, donde debía estar. Cerró la puerta con una puerta, y se fue a ver el atardecer.

Le había tomado todo el día encerrar a su nieto en una caja. Ahora que eso había terminado sabía lo próximo que debía hacer, un trabajo más arduo aún. No lo sabía del mismo modo en que todos sabemos las cosas, más bien lo sentía, era una intuición casi sin pensamiento, porque pensar era lo que más le costaba. Los conceptos le atormentaban la

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cabeza: nieto, atardecer, puerta. No los entendía, pero los sentía, no podría describir nunca qué eran, pero dentro suyo algo rotundo y certero se formaba, como un cubo. Todo para él era claro si lo podía poner en un cofre, y en aquella claridad comprendió su deber: encerraría al sol en una caja.

La Criatura que antes era Don Domingo empezó a encerrar cosas para practicar: el primero había sido su nieto, después la ropa, los focos de las lámparas, las hormigas de la cocina. Encerró los ruidos de su vieja habitación, y desde entonces nada volvió a producir sonido allí, encarceló los recuerdos de la casa, creando un tropiezo de tiempo en toda la estancia, incluso guardó a las gallinas y a todos los laberintos.

Hizo todo tipo de cajas, de mimbre, de cristal, de madera, de cuanto material encontró. Para él, las cosas o debían convertirse en caja o debía estar dentro de una. Estuvo una semana construyendo su caja para el sol, la hizo con varias cabezas de la plantación de girasoles, pintadas de negro para que absorbieran la luz. Para cuando terminó el lugar donde pondría al sol, éste ya lo estaba esperando.

El sol fue leyendo las acciones de la Criatura mientras la Tierra iba girando. Con cada rotación terrestre su atención recaía en las afueras de San Francisco del Monte de Oro, en la jaula que allí se gestaba, apremiante. El astro mayor, presintiendo el peligro, hizo lo único que podía hacer, se dejó escudar por la luna.

El cielo se empezó a ensombrecer con el encuentro de las esferas. La luna y el sol, cara a cara,

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fueron viejos amantes que se sonríen en el vacío una vez más. Debajo de ellos la Criatura aullaba embravecida. No podía encerrar luz donde había oscuridad. Corrió de un lado a otro como tratando de encontrar un ángulo que le permitiera la captura, adentrándose al monte en busca de terrenos más altos.

La propiedad quedó vacía, encapsulada en un eclipse violáceo. Su imagen era penosa, había mutado de granja familiar a almacén de cajas desvencijado, con cuartos silentes y espacios desmemoriados, soportaba una extraña vejez en la que intentaba recordar qué había ocurrido entre sus paredes. Allí, sentada en el límite del monte, escuchó a sus hijos pródigos regresar.

De toda la granja, lo único que Don Domingo no pudo encerrar fueron los cerdos. La tropa porcina había huido con la llegada de la Criatura, y habían elegido el día en sombra para hacer su peregrinaje de regreso. Muchas cosas los hubieran detenido, pero ni las cercas ni las puertas estaban allí porque las habían hecho cajas, el destino les favorecía en aquella hora.

La fila india rosada atravesó el umbral principal de la casa haciendo sonar el piso con sus pezuñas. El interior de la vivienda había abandonado sus antiguas costumbres para volverse un mero depósito. Donde antes había un sillón de madera, y el recuerdo de una mujer embarazada, ahora el viento pasaba frío y sin memoria. Antes los telares, la mesa y las sillas, los niños que corrían, las discusiones entre casados, la vieja lámpara de aceite, el jarrón roto, la severidad de los padres, los cojines de la abuela, el olor a sopa, las plumas en la cocina, el llanto de un

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bebe, el humo de la chimenea, todo convivía entre las capas de barniz de generaciones, ahora sólo había cajas cerradas y aire.

En medio de aquel páramo encerrado entre paredes, una turbia caja de puertas reposaba inquieta. Los cerdos se reunieron alrededor de la construcción rectangular, como en una hoguera y, levantando sus hocicos comenzaron a cantar. La vieja casa tembló con la melodía que salía de sus ventanas, una niebla de voces que se extendía y vibraba cada vez más lejos. En algún lado del monte, el anciano se detuvo en seco, presintiendo el robo que estaba a punto de ocurrir.

Las puertas zumbaron siete veces, una por cada vuelta del laberinto de girasoles, cuyas caras en ese instante sonreían con todos los dientes. Fuera de la casa se sentía el bailoteo de almas viejas que nunca podrían entrar porque, claro, allí nadie era recordado. Los cuatro picaportes se sacudieron con violencia, y el olor a madera quemada llenó el recinto. El coro de voces porcinas se hizo tan agudo que traspasó el oído humano, y luego todo enmudeció.

El olor a leña contuvo la respiración, la puerta que antes pertenecía a la entrada de casa se abrió, y de la oscuridad tibia surgió la figura de Terinto. El chico, respirando con un silbido extraño, miró alrededor, tratando de ubicarse. No reconoció su casa, pues ningún recuerdo existía allí, pero sí a los cerdos porque a los seres vivos les crecen memorias entre las capas de piel.

El creador de laberintos salió de su caja y se encaminó al exterior, seguido por los cerdos. Afuera, sólo su laberinto de girasoles permanecía en pie, el

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resto del terreno estaba vacío. Terinto se dio vuelta para mirar a los únicos seres vivos allí, además de las plantas. El tropel porcino lo rodeó en círculo una vez más, Terinto se corrió de lugar, pero el tropel se reacomodó a su alrededor. «El índice», pensó el joven. Las caras girasoles se empezaron a mecer con violencia, sintiendo la cercanía de la Criatura.

Terinto, que también la presintió, salió corriendo por el sendero en el que emigraban los cerdos durante las lunas llenas. A la distancia podían oírse los aullidos ásperos de Don Domingo, acercándose.

El eclipse no se podía sostener mucho tiempo más, la luna sentía cómo su órbita quería alejarla de Inti, del día, de la luz. El hacedor de laberintos apuró el paso tanto como pudo, saltando piedras polvorosas, arañándose con las ramas serranas de los arbustos; sus flancos fueron adornados con espinas secas y el monte lo perfumó con el olor de la jarilla. Cada tanto se dio vuelta para ayudar a los cerdos a atravesar el recorrido, a sabiendas de que los gritos de su abuelo presagiaban cada vez menores distancias.

El cielo amoratado ya estaba perdiendo sus sombras cuando divisaron la gran piedra con forma de índice. Terinto apuró a la tropa, pero de entre las sombras Don Domingo se lanzó al ataque. Su nieto escudó a los cerdos para evitar que la Criatura los dañara. La fuerza del abuelo era tal que sin mucho esfuerzo logró levantar al chico y arrastrarse camino abajo.

Terinto pataleó y se sacudió sin lograr demasiada resistencia. A la distancia, los cerdos

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empezaron a cantar y el muchacho supo que el círculo estaba formado, lo entendía, por primera vez comprendía el canto de los cerdos.

Cuando pasaron junto a un chañar, el chico se aferró al tronco para detener el avance. Don Domingo tiró tanto como pudo del torso del muchacho, clavándole las uñas en las costillas, pero éste no dejaba que sus manos cedieran. Cuando Terinto sintió que el tironeo había llegado a su máxima potencia soltó el chañar y ambos salieron despedidos hacia atrás. Fue su momento de actuar, se puso de pie a pesar de los dolores y corrió hacia los cánticos. Oía a su abuelo seguirlo detrás, pero el tramo era corto y él llegaría primero.

El tejedor de laberintos entró en el círculo cantante y trepó la roca, que vibraba violentamente. Estaba en un centro, allí lo podía ver perfectamente, la piedra era el corazón del centro de un laberinto, uno sin paredes, ni esquinas, uno en cuyo centro él siempre había vivido. Él era el habitante del centro de aquel laberinto, era la Criatura. Don Domingo saltó sobre la roca. Mientras escalaba, la vibración en los huesos le hizo proferir alaridos de dolor. Su nieto lo ayudó a subir y sentarse a su lado, el anciano se rodeó con los brazos para aliviar el achaque. Terinto lo sujetó con fuerza para calmarlo, los ojos de su abuelo habían vuelto, pero los del joven se estaban yendo. La memoria se recicló entre ellos. Un silencio viejo y uno nuevo conversaron sobre la roca, al fin reencontrados.

El sol se descubrió de la luna, y el cielo volvió a escribirse en celeste cuando sus rayos desordenados se expandieron por la tierra. La luna se

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zambulló en el espacio con las últimas notas del coro porcino, las voces y la luz se trenzaron alrededor del monolito, limpiando a sus habitantes.

Los rayos solares los dejaron níveos. Dos laberintos sobre una roca quieta, rodeados por una tropa de cerdos que comienza a alejarse, a paso de pata corta, esperan al próximo eclipse para volver a empezar.

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El Imperio puntano

por Diego Furbatto

Saltaba los charcos del empedrado, no debía resbalar ni ensuciarse pero menos aún, retrasarse. En la última cuadra redujo su andar al paso y se esforzó por controlar su respiración. Tampoco debía llegar como un desesperado. Verificó sus bolsillos y respiró profundo antes de entrar.

Llegó a la esquina. El bar estaba en penumbras, unas pocas lámparas de gas iluminaban la entrada. Se acomodó el traje de tres piezas antes de ingresar, mirando su reflejo en el vidrio. Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, lo abrió y verificó. Tres minutos antes. Impecable, ni muy temprano ni tarde. Ingresó, se quitó el sombrero y el abrigo, que entregó al portero.

—Lo esperan. En el privado, al fondo —señaló.

—¡19 de Julio de 1907! ¡El Imperio puntano descubre un nuevo combustible! —gritó el canillita.

Ambos se volvieron a la calle.

—La noticia corrió demasiado rápido; parece que ya perdió la exclusiva, señor —lamentó el hombre, que aún sostenía la ropa entregada.

—No es tan grave perder la primicia, el problema es que se haya hecho público antes de que estuviera bien probado. Si falla, será una catástrofe para el emperador.

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—¡Los toneles de la Caverna de Intihuasi garantizan décadas de combustible! —el pregonero continuaba y las personas se le acercaban, pidiendo el matutino.

—Apure señor, el ministro tiene otra reunión programada.

Agradeció con la cabeza, sonrió y aceleró el paso. Una última mirada hizo que acomodara el pelo engominado y los anteojos en el puente de la nariz. Dio dos golpes a la puerta. Era la hora exacta, sonaron las primeras campanadas del templo. Sonrió por la sincronización, aunque su rostro era de piedra.

—Adelante —la voz de mujer lo descolocó.

Titubeó, se repuso en un parpadeo y empujó la puerta. El humo del tabaco velaba la luz de los fanales y flotaba suave hacia su derecha. El ministro estaba en su sillón favorito, a su lado había una mujer y un desconocido enfrente. Dos hombres de seguridad en la pared del fondo, buscando camuflarse con el decorado. Debían ser ciegos, sordos y mudos a lo que pasara. Por experiencia, sabía que todos tenían su precio. Ninguno se puso de pie, y él no se molestó en ofrecer su mano.

—Señor Ministro…

—¿Vio los periódicos?

—No, señor, pero escuché al pibe anunciándolos. Tengo una clara idea de todo lo que dicen.

—No pudimos contener la información… —la voz del otro hombre llegaba desde atrás de su barba

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tupida, como si lo hiciera de una caverna. Pelirrojo, de más de cincuenta años, parecía fuerte. Ropa a la moda y costosa.

—Mantuve silencio y mi periódico perdió la primicia. Permítanme recordarles…

—No. No le permitimos recordarnos nada —interrumpió ella, mientras se quitaba un mechón de pelo del rostro.

El contraste del azabache con el cutis era estremecedor, pero sus ojos grises… ¡sus ojos! Las botas de montar acentuaban la estrechez de su pantalón. Él apartó los pensamientos de ese derrotero.

—¿Saben al menos dónde fue la fuga?

—¿Dónde? Nada de eufemismos. Quién. —Ella seguía marcando el ritmo.

Cansado de que le digiten el día, se prometió mantener el control. No habló y esperó de pie. La estancia era pequeña, sin ventanas; había unos libros, una licorera y una mesita con un gramófono en el que sonaba una conocida pieza de Johann Sebastian Mastropiero. El humo se perdía entre los paneles. No había ni silla ni vaso para él. Disimuló la incomodidad. Antes, el trato había sido siempre cordial.

—Su tarea será encontrarlo —el ministro rompió el silencio, luego de apoyar su copa de licor.

—Acompañará a la profesora en calidad de custodio, ya sabe… ser invisible —con una mueca señaló atrás—, cuando dejen de verlo, hará lo suyo.

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El barbudo, con toda su elegancia, tenía medias de distinto color.

—¿Profesora?

—Profesora de Ciencia Aeronáutica de la Universidad de Cuyo. Entre otras habilidades —se publicitó ella misma.

—¿A quién debo reportar? —omitió las implicaciones del último comentario.

—Por los canales habituales… Y a ella —agregó el ministro, luego de una breve pausa.

Silencio. Torció la cabeza, sólo sus ojos se movían de uno a otro de los interlocutores.

—¿Eso es un problema? —desafió ella, con movimientos estudiados, sensuales, provocativos. Y un tono viperino.

—Ya vi cómo manejan la información —no se dejó intimidar—. Lo bueno de que no sepan aprovechar mis consejos es que me genera una fuente de ingresos permanente.

—¡Cuidado! —amenazó el barba, con voz grave, envarando sus hombros.

—¿Buscará a otro? —desafió con ironía Cabral, mientras en un rapto de osadía, abría el saco, tomaba su reloj del chaleco y lo abría para verificar la hora.

—¿Tiene apuro? —el tono del ministro era una advertencia en sí mismo.

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Los hombres a su espalda hicieron leves movimientos, cambiaron el peso de un pie al otro. Relajaron las manos. Estaban listos y alertas. Cabral desistió.

—Sí señor, lo tengo. Tenemos, en realidad —acotó mirando a la mujer—. El tren sale en menos de dos horas para llevarnos a Potrero de los Funes.

—¿Y qué le hace creer que iremos ahí? —desafió ella, aunque él pudo percibir sorpresa y curiosidad en el tono.

—En el hotel pasaremos desapercibidos. La Convención de Vapor, Lubricantes y Engranajes será una excelente pantalla y, de ahí, podremos ingresar a la base que está bajo el lago. Y claro, estaremos a sólo media hora de la estación de dirigibles, para viajar a donde sea necesario.

El silenció que siguió confirmó su intuición.

—Iré a preparar mi valija. Gracias por la copa. —Se dio vuelta y abrió la puerta—. La veré en la estación. Por cierto, no sé su nombre…

—Rosario. Rosario Chivi. Y no iremos en tren. —Se puso de pie, el pantalón era tan ajustado como parecía y marcaba sus curvas a la perfección. Jugó con los cordones del corset, como si no estuviera segura de que él fuera a mirar sus pechos—. Espéreme afuera de la estación. Y que su maleta sea pequeña.

Él apenas se había cambiado: sus zapatos por unas botas, una bufanda y nada más que pudiera apreciarse. La maleta era pequeña, pero no le faltaba

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nada. A pesar del sordo rumor del tren a vapor y sus pitidos anunciando la partida, se impuso un ronroneo potente que se acercaba. La motocicleta avanzaba hacia él. La bufanda que tapaba su rostro y lo protegía del viento, también mantuvo oculta su emoción. Esperaba, deseaba que fuera su transporte.

La poderosa Puma negra, con un ribete dorado y el rostro del animal destacando en el sidecar, se detuvo a su lado. Ella levantó las antiparras de protección y le sonrió.

—Bien, cumplió la consigna —señaló su valija pequeña.

Él no respondió; dio una vuelta a la bestia, sin ocultar su admiración. Ella sintió un pellizco de celos. Cabral, sin esperar la indicación, aseguró su equipaje, afirmándolo con la pequeña red. Levantó unas antiparras del asiento, se introdujo en el habitáculo, se quitó el sombrero y se las colocó.

—Estoy listo —su voz temblaba de emoción. Se aferró al pasamanos, tratando de que su gesto pareciera casual.

Rosario embragó, puso el cambio y la nave vibró. Aceleró y soltó. Rugió y saltaron hacia adelante, devorando el camino. En la ciudad, mantuvo la velocidad controlada. A pesar de ser la capital imperial, en San Luis aún había carros tirados por caballos: la vieja generación de nostálgicos que se aferraban a la tradición, que desconfiaban de la tecnología y detestaban a los conductores de autos a vapor. Una vez que llegó a la ruta, soltó todos los caballos contenidos en el motor y la dejó volar.

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Entraron por la Quebrada de los Cóndores, enormes paredones con las bellas aves planeando en las alturas, cuidando sus nidos de los niños que se arriesgaban a subir por los acantilados para demostrar su valor.

El lago estaba calmo, no había viento. Torcieron a la izquierda, hacia el hotel. La máquina anunció su llegada y ella no permitió que nadie la tocara. Eligió hacer a pie la distancia desde donde la guardó, bajo techo, previo cubrirla con una manta. Cabral cargó ambas maletas y caminó unos pasos tras ella. Rosario, altiva, mostró credenciales en la recepción. Los guiaron hasta una de las habitaciones flotantes, las más codiciadas.

Rosario se sirvió un trago y salió al balcón mientras él, cuidando su lugar, vigilaba desde la puerta. Después de un rato, cubiertas las apariencias, ella ingresó, corrió un panel, accionó unos comandos y se abrió una escalera a las profundidades. Descendieron. Cuando la puerta se cerró tras ellos, una débil luz iluminó el camino. No hablaron, el lugar imponía una incomodidad que se traducía en silencio. Atravesaron una pared, que se corrió luego de que Chivi hablara frente a un enrejado minúsculo.

—Profesora, la esperábamos —la voz del hombre denotaba ansiedad, pedía permiso para seguir hablando.

—Escucho.

—Nigel Thatcher se fue. No regresó de su franco. Sus pertenencias no están en el hotel. ¡Desapareció!

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—¿Cuándo?

—Ayer debió presentarse.

Rosario se volvió.

—Ya tenemos a quien filtró la información. ¿Motivos? —preguntó Cabral.

—Es inglés —ella zanjó con simpleza.

—¿Y qué hacía acá?

—Política. Y era buen científico. Hizo importantes aportes.

—Posibilidades de que no se haya ido, sino que lo hayan ido…

—Podría…

—Parecía un buen tipo —agregó el mismo hombre de guardapolvo blanco, canoso y de pelo desordenado.

Ambos lo miraron a la vez. Él se amilanó.

—Hable, hombre —invitó Cabral—, necesito saberlo todo de él. Tengo que encontrarlo.

Después de un par de horas, conocía algunos de los hábitos del desaparecido, sus gustos y la mujer con la que coqueteaba, a quien costó sacarle información. No porque lo encubriera, sino por el temor que manifestaba frente a los interrogadores.

—Analicemos —propuso Cabral—. ¿Qué sentido tiene filtrar la información a la prensa?

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—Obligarnos a actuar. A tomar medidas y descuidarnos. Esa información vale fortunas en el mundo.

—Nuestro paso lógico sería ir a la caverna, reforzar la vigilancia, inventariar y, eventualmente, trasladar los toneles —especuló él.

—Y moviéndolos, somos vulnerables —acotó ella.

—¿Y este laboratorio?

—¿Qué pasa? —dudó ella.

—¿Y qué pasa si la idea es centrar la atención en otro lado y atacar acá?

—¿Por qué lo harían? —preguntó el viejo.

—Tal vez la investigación vale tanto como los toneles —propuso Cabral.

—Tendremos que reforzar la vigilancia y coordinar el traslado con el Ejército —afirmó Rosario.

—Estamos pensando como ellos, seguro lo analizaron al detalle. ¿Y si los sorprendemos dándoles el gusto?

—No creo entender —Chivi no tenía humor para acertijos.

Cabral disfrutó un poco más la situación.

—Los toneles, ¿tienen alguna característica particular?

—No. Son comunes y corrientes.

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—Sugiero que, desde ahora, tengamos la conversación entre nosotros dos. Nada personal —acotó mirando a los otros—, pero es un caso de seguridad nacional.

Miraron a Chivi, ella afirmó con la cabeza y los demás se retiraron, cuchicheando.

—¿Qué se trae entre manos? —indagó.

—¿Vamos a seguir tratándonos de usted?

Rosario sonrió, hizo un mohín con su boca y movió los pies. Un movimiento involuntario. A él le gustó.

—¿Cuál es tu plan, entonces?

—No sabemos si el gringo trabaja solo. Es más, podría no estar involucrado y ser una víctima más. O sólo un peón de un plan mayor.

—Estamos de acuerdo. Pregunto de nuevo: ¿entonces?

—No podemos asumir nada. No podemos cubrir todos los flancos. Y no podemos arriesgarnos por uno y descuidar los otros.

—Seguís dando vueltas.

—Estoy yendo al grano. Enumero: tenemos que encontrar al inglés, tenemos que investigar quién o quiénes están detrás de esto, tenemos que proteger la investigación de este laboratorio, tenemos que proteger los barriles o trasladarlos con militares, y tenemos que informar a nuestros superiores.

Hizo una pausa teatral.

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—Está claro que no podemos hacer todo eso a la vez, ¿verdad?

—Como el cristal. Me cansé de preguntar «¿entonces?». ¿Y si largás el rollo completo?

Cabral comenzó a hablar, y cuando terminó, discutieron hasta haber pulido todas las aristas que pudieron prever.

—Volvamos a la habitación, redactaré las cartas allí. Hagámonos ver en la cena.

—¿Y mi fachada de custodio?

—Ya no tiene sentido.

Mientras él fumaba su pipa en el balcón, viendo el reflejo de las luces en el agua, ella escribió la carta para el ministro. Además, dos más para subalternos suyos. Todas las esquelas, ya fueran técnicas, cordiales o de rendición de gestión, estaban cifradas según el destinatario.

—A la hora de tomar precauciones, no voy a escatimar —explicó.

El mensajero portador de dos misivas abordaría el tren de la medianoche, para entregarlas a primera hora de la mañana. El otro, lo haría en dirigible y partiría al día siguiente.

—Cenemos —propuso él—, la partida ha comenzado.

—Veamos entonces si nos vigilan.

—Veamos quién nos vigila. No tengas duda de que lo hacen —remató el hombre.

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—Mañana entregaré una crónica en la oficina local del periódico, es bueno mantener la fachada.

—¿Una crónica sobre qué?

Cabral levantó sus hombros e hizo una mueca con la boca. Ambos sonrieron mientras ordenaban la cena.

Al otro día, temprano, fueron al laboratorio bajo el lago. Rosario reunió a los principales directores de cada área.

—Hubo una filtración —lanzó sin preámbulos y acallando todas las dudas—, y un desaparecido. La seguridad está comprometida.

A su lado, Cabral leía rostros en busca de alguna fisura, de algún indicio.

—En un rato iré a la bóveda y me llevaré los resultados de las investigaciones a un lugar seguro. Les reitero el compromiso de confidencialidad que firmaron. Redoblen su esfuerzo: tenemos que obtener resultados mucho antes de los plazos que nos dieron. Es prioridad.

Cabral no vio ningún indicio de nervios o culpa, aunque sí de preocupación.

—¿Y ahora? —le preguntó cuando ella salió de la bóveda con un abultado dosier, que introdujo en una maleta con cerraduras codificadas.

—Iremos a La Carolina.

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—¿El pueblo del oro? —era el nombre con el que se conocía a la ciudad.

—Ahí llegan el tren y los dirigibles, todos los convocados convergerán ahí. Y el ministerio tiene una brigada a su disposición.

—¿Será prudente juntar la investigación con el material?

—Tomaremos medidas.

Armaron tres maletines iguales, eligieron a un director, uno de los más antiguos y de probada confianza, y le entregaron uno. Esposado a su muñeca y custodiado por dos guardias, lo enviaron a viajar por tren. Repitieron la operación, enviando en dirigible a una de las directoras de confianza. Ellos mismos llevarían el último.

—Refuercen la vigilancia, pero sin que sea evidente. Se supone que este lugar es secreto. Nosotros iremos al Banco Imperial de Merlo a guardarlo en la bóveda.

—El lugar más seguro del Imperio —convino uno de los asistentes.

Cabral insinuó manejar la moto, a ella le costó más de dos minutos dejar de reír. Lagrimeaba y se tomaba el estómago. Al principio él creyó que se burlaba. Luego, se dio cuenta que era de verdad. Se sintió un tonto, se sentó en el sidecar y guardó silencio. Partieron en la Puma.

Se detuvieron en el telégrafo y Chivi envió algunos mensajes más.

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El ministro dialogaba con el barbudo y varias personas más. Los semblantes serios reflejaban sus pensamientos.

—No entiendo a los ingleses. Hasta donde sabía, estaban en buena relación con nosotros.

—Que sean ingleses, no significa que la corona esté apoyándolos.

—O, al menos, no abiertamente —acotó otro. Todos coincidieron.

—¿Quiénes, entonces?

—Los Restauradores.

—¿Quiénes?

—Los seguidores del Restaurador de las Leyes.

—¿De Rosas?

—Sí.

—Pero si lleva más de treinta años muerto. Luego de la escisión, no lo recuerdan ni los pampeanos ni los porteños.

—En Londres se instalaron unas cuantas familias con él. Sus descendientes son fanáticos que sueñan con volver al poder del virreinato. Si consiguen el combustible, tendrían los recursos para invadir y hacerse con el poder.

—Siempre encontrarán aliados, corruptos o bien dispuestos.

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—Ya los han encontrado, sean ellos u otros. Y de eso se trata esta reunión —intervino el ministro, que estaba expectante a ver dónde los llevaba la conversación.

Durante tres horas hablaron, cuestionando, discutiendo, acusándose, cediendo. Los guardias, silenciosos, se entretenían con el humo que inundaba el ambiente, imaginando dragones, paisajes o dirigibles, viajando siempre hacia la misma pared. En el gramófono, sonaba la misma pieza musical de Mastropiero.

—Enviaremos, entonces, los vagones a esperar la carga.

—Señor, ¿qué dirigible va a destinar?

—El Intihuasi.

—¡Pero, señor…! Es la nave insignia. Necesitamos la autorización del Emperador.

—No esta vez. Si fracasamos, no será por pijotear recursos.

—Sí, señor.

—En el tren, envíen dos brigadas, y que todos los camiones de La Carolina estén en el ferrocarril —agregó, para cerrar el tema.

La poderosa motocicleta brillaba en el camino; habían intentado hablar, pero los gritos se perdían en el viento y debían repetir lo mismo varias veces. Desistieron. Al llegar a La Toma hicieron un

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alto en la oficina del correo. Ella tenía respuestas esperándola, que la conformaron.

—Al banco, pues —dijo ella al salir.

Él sacó su reloj del chaleco, lo abrió y miró la foto un instante, antes de consultar la hora.

—El malevo del farol está con los de la estanciera negra.

—La mujer del sombrero de plumas, con los del Torino. Ese es mucho más veloz —respondió ella.

—Y esta preciosura, ¿corre lo suficiente?

—Sube.

Sonriendo, acomodaron sus bufandas y antiparras. Despacio, comenzó a rodar. Cada uno miró a quienes habían descubierto, sin disimulo. En la esquina, cuando el resto estaba expectante, ella liberó la potencia y la Puma saltó al frente. Sacaron ventaja en el tráfico citadino, aunque sabían que en la ruta no serían rival para el Torino fabricado en Córdoba.

Una vez que dejaron la ciudad atrás, ella no tuvo miramientos: inclinó su cuerpo para ofrecer menos resistencia al aire y exigió el máximo poder. En las curvas, utilizaba el cuerpo y él pronto aprendió a balancear el contrapeso, para sacarle segundos de ventaja al tiempo que les estaban descontando. Al principio, Cabral se volvía a cada instante; más tarde, sólo en las curvas. Al final, se relajó y confió en lo que Rosario veía en los retrovisores.

El camión que venía de frente, de improviso se tiró a la banquina, en una maniobra tan arriesgada y

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desconcertante que los alertó. Cuando pasaron a su lado, aún daba tumbos. Ella soltó el acelerador mientras miraba en los retrovisores, él se volvió a ver si había heridos. Entonces vio el avión. El camionero, asustado por el vuelo rasante, se corrió y con esa maniobra les salvó la vida. Cuando la ráfaga de balas dio en el asfalto, el piloto no contaba con la desaceleración.

—Allá, tras esa loma —señaló Cabral, mientras abría su maleta y buscaba adentro.

El biplano plateado, con una serpiente negra en el fuselaje y un círculo rojo cruzado por dos espadas en la cola, se alejaba para dar el giro. Tenían sólo unos instantes.

Cuando Chivi detuvo la motocicleta, él ya terminaba de montar su arma. Era un rifle de largo alcance, hecho a medida cuando era francotirador en el Ejército. Se asomó y señaló un punto en lo alto; deberían saltar del otro lado de las piedras, para protegerse del ataque. Apoyó el cañón y lo balanceó. Esperó con la paciencia del cazador. No sentía frío, ni calor. Dijo no al hambre y a la sed. Su instinto se hizo cargo de la situación. Prescindió de la mira telescópica, apuntando al cielo era inútil. Rosario señaló abajo, vio el Torino. Lamentó no haber puesto la lente de aumento. Hizo cálculos rápidos. Corrió el cerrojo, apuntó y disparó. Antes que la bala diera en el blanco comenzó el movimiento de nuevo. Su vista fija en el objetivo.

El capot del auto voló por el aire y el conductor, afectado por el desbalanceo, volanteaba para controlarlo. El segundo impacto dio en su pecho.

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Los ojos del tirador ya estaban en el firmamento, el nuevo blanco se acercaba. Las balas de la potente Thompson del biplano sacaban chispas a medida que se acercaba, Cabral no se inmutó. Ella se cubrió.

Cabral disparó y recargó.

La lluvia de metal estaba a instantes de dar en su protección, era difícil que le acertaran tras el parapeto, pero las esquirlas encontrarían, primero que nada, sus ojos. Tomó aire, lo contuvo, ajustó el arma y con suavidad, como si acariciara el cuerpo de su amante, deslizó el dedo por el gatillo. Cuando sintió el culatazo, se relajó y dejó que su cuerpo se hundiera. La nave pasó rasante sobre sus cabezas y recién en ese momento, se permitió escuchar, sentir.

El motor del avión rateaba y un leve hilo de humo se escapaba del motor.

—Vámonos, antes de que llegue la estanciera —ordenó ella.

Cuando la Puma llegó al asfalto, el arma estaba de vuelta en su lugar. No tuvieron inconvenientes hasta Merlo, ni allí. Salieron del banco, hicieron tiempo en un café y no vieron nada sospechoso. Decidieron hacer noche allí y no arriesgarse a viajar en la oscuridad. Ella tardó en dormirse. Por primera vez había visto a su compañero como hombre, y los pensamientos saltaban alocados en su cabeza.

Tomaron precauciones para llegar a La Carolina, yendo por Quines y bajando desde el oeste. El viaje discurrió sin inconvenientes y ambos hubieran querido ampliar la charla casual que debieron abandonar la noche anterior. El rugido de la

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Puma, que otrora les sonara magnífico, ahora lo hubieran borrado de un plumazo.

El pueblo del oro estaba despierto y activo. Camiones alrededor del ferrocarril, más camiones en la terminal de dirigibles. Habían decidido ignorar la gran torre de anclaje, una estructura de unos treinta metros de alto, de grandes columnas de hierro remachado y cruzado, que servía de amarre a los zeppelines para evitar la riesgosa maniobra de hacer tierra. En el ascensor central cabían cincuenta personas y hasta una tonelada de carga; la enorme caldera del hangar generaba energía de sobra para sus engranajes. A los lados, las plataformas móviles que permitían volver a encastrar a los aviones, compleja maniobra que sólo podía realizarse con amarre en tierra y por personal especializado.

Justo cuando ellos llegaban, el Intihuasi, de casi cien metros de largo y con doble blindaje, liberó al escuadrón de los Comechingones; media docena de biplanos que colgaban de su vientre como rémoras. Mientras la nave nodriza descendía con pericia, sus polluelos vigilaban el aire.

Una vez asegurada, un hombre alto y corpulento, que portaba unos cuantos kilos de más, descendió y verificó la sujeción. Era el piloto más experimentado al sur del Ecuador y varias veces había rechazado el Ministerio de Defensa, para continuar volando. El capitán Manal ajustó el monóculo telescópico del ojo izquierdo, con el que no veía, pero gracias a la ciencia podía percibir el calor en una gama de infrarrojos; cada mañana, al salir al sol, debía hacer pequeños ajustes. Con la otra mano rascó su barba y

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ajustó el chaleco, para dejarla caer de manera casual, en su inseparable arma, que colgaba del cinturón.

Desplegaron una lona que cubría toda la base y los camiones fueron acercándose. Entraban de culata y sólo la tripulación de la aeronave sabía que sucedía dentro. El personal militar no permitía que nadie se acercara y así fueron desfilando los vehículos pesados, que luego se alinearon, esperando. En caravana, partieron unas horas después hasta el ferrocarril. El único que pudo alejarse del Intihuasi fue su capitán, que esperó en una carpa militar, tal como le ordenaron.

En breve llegó un vehículo oficial, blindado y de vidrios oscuros. Varias motocicletas y dos autos velaban por su seguridad. Dos globos aerostáticos, fijados a tierra por largos cabos, montaban guardia, mientras la escuadrilla aérea de los Comechingones hacía su parte.

El ministro descendió, junto a un asistente, y entró en la carpa. El vehículo se alejó. Se saludaron mientras el asistente les servía una copa. Comenzaron a ponerse al día con la información. Los camiones partieron hacia la gruta en una hilera custodiada; para que la atacaran deberían disponer de un ejército, sería un acto de guerra. Y no esperaban que eso sucediera.

—Llegó la mujer de la motocicleta —anunció un guardia, asomándose.

—¿Está acompañada? —preguntó el ministro.

—Sí, señor.

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—Que ingresen ambos.

Rosario y Cabral se detuvieron en la entrada unos instantes, acostumbrándose a la penumbra.

—Señora, sargento —saludó el capitán. El ministro movió la cabeza y se lanzó directo al grano.

—¿Seguiremos la farsa?

—Sí, señor —respondió ella—, moveremos los toneles. Mordieron el cebo, confirmamos que nos espían. Ahora, debemos proteger el Activo más que nunca. ¿Qué novedades del despliegue?

—Los dos correos que envió desde Potrero fueron asesinados. En Merlo rechazaron un ataque al banco.

—Bien por eso —acotó ella—. Conocía a los mensajeros, eran buena gente —se lamentó—. Sus familias…

—No se preocupe, tienen su futuro asegurado, tal como me lo pidió.

El capitán no tenía idea de qué hablaban, pero como militar, estaba acostumbrado. Esperaba que le dieran sus órdenes.

—Me estoy perdiendo algo, mucho. Fui usado, fui parte del juego. ¿No es hora de que me pongan al tanto? —exigió ofendido el sargento.

—Cabral —ella se dio cuenta qué no sabía su nombre, sólo su apellido y ahora, su grado militar—, ahora te pondré al tanto de todo. No existe tal combustible, es todo una charada.

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—¿Murió gente por una charada? —se sorprendió él.

—No.

—¿Murió gente sólo para descubrir una red de espías?

—No.

—Fuimos atacados…

—Silencio —ladró el ministro—. No sea infantil, escuche y deje de interrumpir.

Él gruñó para sus adentros, pero se cuadró y su semblante se volvió de piedra. El capitán Manal sonrió, había visto y vivido esa situación muchas veces.

—El material combustible, los toneles encontrados en la gruta, nada existe. Sólo existe una persona, que debíamos encubrir.

—¿Una persona vale tal inversión, en recursos y vidas?

—Vale eso y más —intervino el ministro—: puede darnos una fuente de energía inagotable, renovable.

—¿Y cómo nunca escuchamos hablar de él?

—No aquí —explicó ella—. Estuve en New York, infiltrada más de un año ganándome su confianza. Cuando J.P. Morgan dejó de financiarlo, le ofrecí los recursos del Imperio. No podíamos irnos así como así, debíamos escapar. Y si bien el banquero ya

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no lo iba a financiar, estaba muy lejos de aceptar que se fuera. Quería recuperar su inversión.

—Por eso el viaje del Intihuasi al norte… —dijo Manal en voz alta, pero hablando para sí mismo—. El pasajero de bigotes… —recordó.

—El mismo —confirmó el ministro—. Los mercenarios que enviaron han dado el primer paso. Ahora debemos identificar a quien está con ellos en nuestras filas. Esta charada fue para eso. Esta parte de la misión está cumplida, buen trabajo.

—Gracias señor. Me ocuparé… Nos ocuparemos de eso —Rosario se corrigió enseguida.

—Llegó el auto, señor —interrumpió el mismo soldado.

—Que venga hasta aquí, hagan descender al pasajero y que luego se retire.

—Los camiones seguirán la operación, y los tambores viajarán en tren y en un dirigible que llegará en breve. Sólo cinco personas están al tanto del operativo, aparte de los que estamos acá. De acuerdo a dónde ataquen, identificaremos la fuga.

—¿Y el Intihuasi?

—Es el lugar más seguro para transportar a nuestro invitado.

—¿A dónde lo llevaremos?

—Se lo dirán cuando estén en el aire —sonrió el ministro.

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Ingresó un hombre cincuentón, delgado y alto, muy elegante, con raya al medio y bigote a la moda. Miraba nervioso a los lados. Rosario se adelantó, los ojos del extranjero brillaron al verla y su boca se amplió en una cálida sonrisa.

—Mr. Tesla, this place isn´t safe. We will transfer you to another location.

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El tiempo de Intempia

por Héctor José Peñaloza

A Rosario Velez, mi abuela,

por darle VIDA a mi vida.

Intempia era muy bonita, como esa espiral de humo que no crece. Miraba la vida con sus ojos sin dogma, e incrédula de su finitud, pregonaba su inmortalidad.

De espíritu libre era la voz que irrumpía ante la imposición de mandatos denigrantes que desencadenaban en la desvalorización del ser y su cultura.

Sus palabras retumbaban como truenos en los más encumbrados claustros, que lograba apaciguar con la profundidad de su mirada y la fineza de su sonrisa.

Lejos de escandalizarse, aseguró ante su pueblo que escribiría la historia de los próximos tres siglos, tiempo en el cual fundaría una ciudad que revindicaría las raíces cuyanas, aunque ninguno de los presentes viviera para certificarlo. Era desafiante y contestataria ante cada manifestación en tono de burla de quienes la oían hablar de sus aspiraciones futuristas.

Creció bajo la utópica concepción de creerse inmortal. Nunca nadie encontró la manera de hacerle entender que la muerte es inevitable para todo ser

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humano, quizás por ser la menor de los integrantes de la familia y no querer mortificar su infancia.

Intempia Lucero vivía en el centro de la ciudad de San Luis junto a sus padres, Nicanor y Argentina, su abuela materna Eva y un primo oriundo de Las Aguadas, departamento San Martín, llamado Susperticio.

Su infancia estuvo marcada por la fuerte presencia de su abuela, quien cuidaba de ella los días de semana, ya que sus padres ejercían la docencia en el paraje Las Barrancas y regresaban al hogar para compartir el descanso dominical. Junto a Eva aprendió a llevar adelante los quehaceres del hogar, lo cual le permitió gozar de cierta independencia a pesar de su corta edad.

Intempia no era de dormir mucho. Apenas aclaraba, salía al jardín y cortaba menta y poleo para darle otro sabor al mate cocido, acarreaba leña que luego se utilizaría en la cocina y regaba el patio para que el viento no dejara sus huellas por la casa.

Enérgica e inquieta, no había forma de que estuviera sentada, mucho menos si el clima no acompañaba para hacer algo al aire libre. Entonces, era su abuela quien improvisaba alguna actividad para que las inclemencias climáticas pasaran con total disimulo y mantener entretenida a la niña.

Lluvioso Viernes Santo. El cielo está encapotado y el Chorrillero dice presente como anticipo del invierno que vendrá. En la cocina, Intempia dibuja sobre un amplio papel de almacén un

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frondoso paisaje de prolongadas sierras y ríos cristalinos, que contrastaban con el negro de las mantas que cubrían a los crucifijos y a las imágenes de los santos. Dejó los lápices a un lado y se dirigió a la habitación de su abuela. Trepó de un salto a la cama y con un grito preguntó:

—Abuela Eva, ¿qué es la muerte?

La anciana permaneció en silencio, mientras buscaba la manera de responder a la pregunta de Intempia. Sabía que la niña no dejaría de tocar el tema hasta encontrar una respuesta convincente. Dejó su libro de rezos, tomó una llave que estaba dentro del cajón de la mesa de luz y con ella abrió un cofre que se encontraba sobre una antigua cómoda.

—Mira estas fotos, Intempia, y dime qué ves en el rostro de las personas.

Intempia observó cada una de las fotografías, deteniéndose en aquellas donde las personas no sonreían.

—Y bien, ¿qué te ha llamado la atención? —pregunto la abuela.

—Veo que en la mayoría de las fotos la gente no sonríe ni por casualidad, que tienen una amargura inmensa.

—Ahí tienes la respuesta, hija mía. La muerte es aquello que habita en nosotros cuando no sabemos apreciar y expresar la vida a través de la sonrisa. Así como desaparece el sonreír de nuestros labios, así desaparecen las personas convirtiéndose en un vago recuerdo, como el de las fotos o en un eterno olvido.

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Intempia saltó de la cama y sonriendo exclamó:

—¿Eso quiere decir que yo seré eterna, abuelita? ¿Acaso no te has dado cuenta que siempre estoy sonriendo? Nunca estaré triste —sentenció— y haré que los demás sonrían como yo.

Esa noche no pudo pegar los ojos, esperaba ansiosa que sus padres llegaran con su primo para contarles que había encontrado la forma de ser eterna. Ya imaginaba la cara de sus amigos cuando les contara esta noticia. Sábado de gloria. Nunca nadie hubiese podido imaginar que estas dos palabras describirían el estado de ánimo de Intempia. Desayunó casi en el aire, pendiente del tic-tac del reloj y de los movimientos en la puerta de la casa. Al oír el timbre corrió por el pasillo, esquivando sillas, macetas y algunas botellas que dormían por allí. Abrió la puerta, abrazó a sus padres y a su primo mientras les decía: «Soy eterna… Soy eterna».

Intempia siempre se mostró sociable y comunicativa, aunque con una intensidad desmedida, el equilibrio y el sosiego no eran sus virtudes. Era la voz cantante a la hora de organizar todo tipo de actividades, mucho más si coincidían unas con otras.

Por las tardes compartía las horas con sus amigos, Cruzpasia, sonámbula pitonisa del pasado y Triplánico, erudito amante de la filosofía y el cosmos. A ellos se sumó Susperticio, que era hijo de un matrimonio amigo de los padres de Intempia, al cual ella consideraba como un primo, cuya cualidad era la de conocer al dedillo todas y cada una de las

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supersticiones de la región, las cuales recopilaba en un cuaderno cuidadosamente.

A la hora de la siesta solían caminar por el murallón del Dique Chico. Intempia y Triplánico corrían hasta la casa de Doña Nora Villegas, a quienes conocían como «La Novia del Dique». A ella le compraban tortitas con chicharrón, quesillo y pan casero, mientras Cruzpasia y Susperticio descansaban recostados sobre una piedra.

Daban la vuelta, recorriendo por completo las márgenes del Río Seco. Hacían un alto bajo la sombra de un aguaribay para merendar y charlar. Los tópicos de conversación eran tan variados como las personalidades de cada uno de ellos. Partían de un punto en común, el respeto por las raíces, su terruño, sus costumbres, promover la cultura heredada de sus antepasados y, cimentados en estos preceptos, establecer los principios del futuro de la sociedad.

Las diferencias estaban enmarcadas en la visión que cada uno aportaba en torno a la forma de aplicar esta filosofía de vida.

Intempia buscaba orientar su fuerza de convencimiento en mostrarles la importancia de vivir lejos de los mandatos familiares y las estructuras rígidas de pensamiento. Cruzpasia justificaba su exhaustivo análisis anclado en el pasado, como un modo de entender lo que nos ha sucedido con miras a poder corregir nuestros errores. Triplánico concebía la eternidad del ser humano en el respeto a seres superiores y en el resguardo de la naturaleza y el espacio temporal. Finalmente, Susperticio aportaba sus conocimientos de aquellas creencias

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sobrenaturales y de las reacciones de las personas ante ellas, exponiendo cada hecho como la consecuencia inmediata del daño causado por la raza humana a todo lo creado.

En una de esas tardes, la charla se centró en lo que cada uno pensaba hacer en un futuro cercano. Fue entonces cuando Intempia cedió su rol de oradora principal y se dispuso a escuchar atentamente a los demás.

Triplánico les manifestó que al cumplir la mayoría de edad abandonaría la ciudad para comenzar un período de discernimiento, recluido en cercanías del cerro El Morro. Debía cumplir así con este proceso para contribuir a la evolución del universo. Ni bien terminó de hablar, el silencio se apoderó del lugar, mientras los rostros buscaban una explicación.

Susperticio tomó una rama del suelo y comenzó a dibujar en la tierra un triángulo delimitado por rectas y algunas coordenadas. Al terminar, los invitó a acercarse y observar el dibujo.

—Este es el límite tripartito entre las actuales provincias de San Luis, San Juan y Mendoza, conocido como el paraje La Represita —dijo, indicando a la recta que cortaba al triángulo.

—Es uno de los tantos lugares sagrados de nuestra región —prosiguió— donde antes de la colonización habitaron los pueblos huarpes y rankúl. Al llegar el solsticio de invierno allí celebraban el Inti Raymi, Fiesta del Sol. Según el relato de los lugareños, consistía en una ceremonia donde miembros de los pueblos originarios se reunían en el inicio de la noche

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más larga del año, que acontece el veinte de junio, para esperar el amanecer. Así, bajo el abrigo de una fogata, se preparaban para que el Sol los bendijera con un nuevo período de buenas cosechas, trabajo y dignidad en el reclamo legítimo por sus tierras. Todo esto era matizado con comidas y bebidas típicas. Cuenta la leyenda que de esta tradición se desprende la ideología que profesan los «Intiarios», logia que surgió a comienzos del siglo XIX y cuyo campo de acción era el estudio del mundo concebido a través de la evolución temporal. Este proceso tiene ciclos de trescientos años al cabo del cual un grupo de estos seguidores se retiran a estudiar y meditar hasta que llegue el día preestablecido.

Triplánico asentía con la mirada en signo de aprobación, sin emitir palabra alguna, mientras Intempia y Cruzpasia no lograban salir de su asombro. El sol se alejaba hacia el poniente, marcando el final de la charla.

Los meses pasaron con la abrasiva velocidad del viento norte y agosto dijo presente en el almanaque. La salud de Eva preocupaba a la familia, pues en los últimos meses estuvo bajo estricto reposo a consecuencia de una afección pulmonar. Intempia le hacía compañía por las tardes mientras bordaban servilletas y pañuelos.

Transcurría el 17 de agosto de 1950, fecha cara a los sentimientos de la familia Lucero, de estirpe patriótica y sanmartiniana. Ese día, Eva se sentía cansada y algo agitada. Decidió quedarse en la cama. Llamó a Intempia y le pidió que se encargara de

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realizar las compras, actividad que le demandaría un par horas. Debía pasar por lo del boticario Cortez y retirar unas ventosas, cruzar hasta el negocio de Don Palmiotto y comprar todo lo necesario para el almuerzo. El periplo incluía la panadería de Borsotto y la confitería Mayo en busca de las masitas para la merienda.

Intempia se tomó su tiempo, se vio obligada a volver al oír las campanas de la Iglesia Catedral que anunciaban las doce del día. Al llegar a la puerta de su casa se cruzó con el médico de la familia, que omitió saludarla. Al entrar, el panorama era de total desconsuelo, su abuela Eva había muerto. Susperticio la encontró boca abajo en el piso del dormitorio.

Durante las exequias todos se mostraban sorprendidos por la manera en la cual Intempia afrontaba la situación. Estaba sonriente, no había signo de tristeza en su rostro. Luego del responso, se dirigió a los presentes diciendo:

—Hoy nos toca la penosa tarea de despedir a nuestra abuela Eva. Ella me reveló el secreto de la inmortalidad: sonreír siempre. Lástima que en estos últimos meses optó por estar triste.

A Intempia no le importó el murmullo que escuchó ni bien terminó de hablar. Sentía una gran contradicción, su dolor no residía en la congoja por la pérdida física, su sentimiento era la desilusión de saber que la mujer a la cual admiraba había claudicado ante la muerte y que el tiempo por venir lo debería afrontar sin su tutela.

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La niñez fue quedando atrás, como también lo hizo el luto y la vestimenta negra que lució durante el primer año desde la muerte de su abuela. Intempia se había convertido en una bella mujer, que cautivaba con su sonrisa y el coquetear de sus ojos.

Continuó con la única tradición familiar que respetaba: el ejercicio de la docencia. Sus padres habían decidido residir de manera permanente en el norte de la provincia. Gustaba de pasear por las tardes y marcaba asistencia perfecta en cada reunión con amigos y compañeros de trabajo.

6 de enero de 1960. Niños jugaban en la vereda, algunos estrenando los juguetes que habían dejado al pasar los Reyes Magos, otros improvisando con latas y maderas la forma de mitigar la tristeza del deseo no satisfecho. Intempia y Cruzpasia habían decidido ir al cine. La película las aburrió por completo, les parecía un gran desperdicio, hubiesen preferido otro tipo de plan. Caminaron con desgano hasta la plaza, el calor se hacía sentir en cada paso. Las melodías de un par de guitarras las cautivaron, a punto tal que presenciaron una serenata donde a una joven muchacha le solicitaban matrimonio.

Intempia aguardó a que los músicos concluyeran su labor artística. Se acercó a ellos con intención de felicitarlos, pero el tropiezo de Cruzpasia con un escalón la obligó a desistir. Los guitarristas al ver lo sucedido se ofrecieron a ayudarlas, pero el hecho no había pasado a mayores. Allí estaban los cuatro sin que mediara presentación alguna en el

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medio de la plaza central y con un tobillo que evidenciaba algo de dolor.

—Buenas noches, señoritas —dijo uno de ellos—. Permítannos presentarnos, mi nombre es Calixto Baigorria y mi compañero Ramón Vélez, somos obreros por obligación y serenateros por pasión.

Intempia se perdió en la mirada de Calixto, en su galantería y en el tono de su voz. Había dejado de pensar en el tobillo de Cruzpasia y en lo que sucedía a su alrededor. Ya nada más importaba.

Como agradecimiento, los invitó a su casa. El emparejamiento fue inmediato: Cruzpasia y Ramón caminaban un par de pasos delante de Intempia y Calixto. Degustaron una picada criolla y un buen vino, que complementaron con canciones del repertorio popular cuyano.

Desde aquella noche los encuentros se suscitaron a diario; los cuatro compartían momentos de esparcimiento, paseos, cenas y largas noches de peñas folclóricas. Intempia disfrutaba cada uno de estos momentos, sin importarle las escasas horas de descanso. Solían aparecer los primeros destellos de sol y su voz se acoplaba a la de cantores y guitarreros, que se veían sorprendidos al verla bailar cuecas, cantar tonadas y hasta dedicar sentidos cogollos a los presentes.

El verano transcurrió como un suspiro. La noche del Miércoles de Ceniza dio paso a los tradicionales corsos de Carnaval, colmando de

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colorido la avenida Quintana, que por sus cuadras albergó a carruajes festivos, graciosos disfraces y melodías contagiosas. Allí estaba ella, la mujer que decía haberse adueñado del tiempo, luciendo un vestido floreado y en el pelo una rosa, que iluminaba el parpadear de sus ojos azabaches. Calixto fue el encargado de bajarle el telón a la fiesta. Al terminar le pidió a Intempia que lo acompañara a caminar. Se dirigieron al oeste y al llegar a la estación de trenes se sentaron en el andén. Se lo notaba nervioso y esquivo, como queriendo encontrar las palabras para argumentar un parlamento.

Intempia preguntó:

—¿Que le sucede, hombre?, no ha pronunciado palabra alguna desde que dejamos el corso.

—Usted sabe bien, Intempia, que la amo y que tengo la dicha de que este sentimiento sea correspondido. Los días que hemos compartido me han hecho ver la bondad de su alma y por respeto a todo ello no quiero mentirle.

Calixto apoyó sobre la base de la banqueta el estuche que contenía su guitarra y, tomando de las manos a Intempia, prosiguió:

—Nos ha surgido la posibilidad de acompañar al ballet folclórico nacional en su gira por Europa, lo cual nos abre la puerta a grabar un disco en uno de los estudios de mayor prestigio en Buenos Aires. Estoy en esa encrucijada de quedarme a vivir este amor o cumplir el tan anhelado sueño de vivir de la música.

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Intempia soltó sus manos, se puso de pie, caminó unos pasos y alejándose unos metros dijo:

—No hay nada que pensar, Calixto, usted debe emprender ese viaje y convertir sus sueños en realidad. Me considero una mujer libre e incapaz de amarrar a alguien a mi lado a cambio de abandonar sus proyectos. Nadie es propietario de las personas y lo único que nos debemos es respeto mutuo.

Se quitó la rosa que llevaba en el pelo y la colocó en las manos de él. Dio media vuelta, dejando que el tacón de sus zapatos amortiguara a cada paso el dolor que la inundaba por dentro. Recorrió una a una las cuadras que la separaban de su hogar, con la vista al frente, pero sin registrar lo que sucedía en derredor.

Cruzpasia y Triplánico la vieron pasar por la vereda de la Catedral y aunque la llamaron ella no detuvo su caminar. Pudieron alcanzarla media cuadra antes de llegar a su casa. No tuvieron tiempo de preguntarle qué le sucedía, ya que una cortina de humo proveniente desde el interior del hogar de los Lucero llamó su atención.

Al entrar, el humo formaba una neblina que se esparcía por cada rincón, mientras en la última habitación se escuchaba una voz que de manera reiterada decía:

—¡Recuerda que eres polvo y al polvo volverás!, ¡recuerda que eres polvo y al polvo volverás!

Susperticio estaba tirado en el piso, en sus manos sostenía una Biblia y un rosario. A un costado,

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una vieja sartén ahumaba el sitio entre carbonillas, ramas de romero y hojas de laurel.

La jaculatoria se repetía una y otra vez, como el golpe de un martillo sobre la cabeza de un clavo. Ante tal situación, Triplánico se arrodilló frente a Susperticio, y dijo a las dos mujeres:

—No tengan miedo, el encierro y el excesivo apego a las costumbres paganas le han jugado una mala pasada a nuestro amigo. Sus palabras hacen referencia al rito que forma parte de la celebración del Miércoles de Ceniza, que marca para la grey católica el inicio del tiempo penitencial de Cuaresma, en preparación para la Pascua. Allí, el sacerdote coloca cenizas en forma de cruz sobre la frente de los feligreses, al tiempo que repite en latín las palabras que ustedes están escuchando.

Triplánico untó su dedo índice derecho en las cenizas que yacían en el destartalado utensilio, y haciendo la señal de la cruz sobre la frente de Susperticio repitió al unísono «¡Recuerda que eres polvo y al polvo volverás!». Al instante, el joven quedo profundamente dormido.

Triplánico fue a despedirse. Su tiempo en la ciudad se había cumplido. Era la hora de contemplar lo creado y discernir sobre el advenimiento de una nueva era en pos de la evolución social. Su nuevo destino estaría delimitado entre los cerros Tomolasta y El Morro. Ante lo sucedido les pidió a sus amigas que acomodaran las pertenencias de Susperticio, para enviarlo de regreso con sus familiares en el norte de la provincia, ya que su estado emocional requería de

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mayores cuidados. Él lo acompañaría hasta allí y luego se dirigiría a cumplir el mandato recibido.

El humo empezó a disiparse, al igual que la vida de Intempia. La noche se despedía con la promesa de volver en un racimo de horas, no así la presencia de sus amigos y mucho menos la de su amado.

Desde entonces Intempia comenzó a experimentar un profundo sentimiento de orfandad, la soledad habitaba cada espacio de su vida. Afirmaba vivir un exilio en su propia tierra, ya nada era igual a lo que había conocido. Los poetas se repetían en sus argumentos y los trovadores habían traicionado sus raíces, dando lugar a melodías extranjeras de poco contenido social.

Había caído en la trampa que siempre eludió: la rutina. Sólo salía de su casa para ir a trabajar, luego volvía a ocuparse de los quehaceres y a contemplar el horizonte desde el ventanal que daba hacia el patio. Por las noches no recibía más visitas que las del insomnio y la melancolía, que la acompañaban hasta el amanecer. Su aspecto había mutado por completo, los colores vivos habían dado paso al pálido gris que se mezclaba entre el negro de su cabellera. Sus vecinos la observaban hablando sola en lugares públicos e incluso, cuando intentaban preguntarle qué le sucedía, los evitaba o huía del lugar.

Pasaba las tardes al lado del baúl donde Susperticio guardaba sus libros y anotaciones, minuciosamente clasificadas en pequeños cuadernillos, escritos con pluma y tinta. Leyó

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puntillosamente cada línea, estudió cada mapa al dedillo y alimentaba la esperanza de ser la protectora del acervo cultural de Cuyo.

24 de agosto de 1965. Vísperas del aniversario de la fundación de la ciudad, Intempia consideró que era el momento en que debía abandonar aquel lugar que ya no le era propio.

Dejó una nota sobre la mesa del comedor, dirigida a Cruzpasia, donde le pedía que residiera allí y cuidara de los bienes de sus padres.

Tomó un morral, una manta tejida y un cuadernillo. Se dirigió hasta el murallón del dique, como cuando era niña y se sentó a esperar a que llegara la noche. Encendió una fogata para apaciguar el frío. Abrió el cuadernillo y comenzó a escribir:

«Yo, Intempia Lucero, puntana, hija de esta porción de tierra de Cuyo, manifiesto en estas líneas mi voluntad de fundar la Comunidad Cultural CUYUMNIA, destinada a proteger, valorizar y propagar la tradición cuyana, en un ámbito donde confluyan los pueblos originarios huarpes-rankúl y los descendientes de las provincias de San Juan, San Luis y Mendoza.

Es mi deseo que, en el límite tripartito de estas provincias, en el paraje conocido como La Represita, se establezcan las dependencias comunitarias, donde se dé vital importancia a la transmisión de cada uno de los aspectos inherentes a la esencia de nuestra región, tales como dialectos, idiomas, poesía, música,

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gastronomía y demás expresiones culturales, respetando cada una de las celebraciones y creencias autóctonas y al cuidado y preservación de la flora y fauna del lugar.

A disposición de las autoridades dejo mis bienes como garantía de este proyecto, autorizando a la señorita Cruzpasia Jofré a actuar en mi nombre y delegar en ella la tarea de acercar a las partes involucradas para tal fin».

Guardó en un pequeño cofre la hoja escrita de su puño y letra. Se dirigió hasta el sector de las compuertas y en un hueco tallado en el pedregal lo dejó, junto al anhelo de toda su vida.

A la salida del sol, se marchó sin que nadie supiera su rumbo, convencida de que su perdurar en este mundo, no sería en vano mientras se respeten las raíces que forjaron nuestro ser.

***

San Luis fue creciendo con el paso de los siglos, las autopistas que otrora circundaban cada rincón de la provincia mutaron en extensas vías donde el bus magnético, ese espécimen de tren de alta velocidad que levita y comunica a la población con su trabajo, con los lugares de esparcimiento y, por supuesto, el hogar.

Las casas bajas dieron lugar a edificios de arquitectura vanguardista, alimentados por fuentes de energía obtenidas desde recursos naturales,

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aprovechando las bondades brindadas por el sol y los habituales vientos que abrazan a la región.

El casco histórico de la ciudad capital fue cubierto por un domo láser que lo preserva de la erosión producida por las inclemencias climáticas, devenido en una especie de pequeño pueblo peatonal, que aún mantiene la nostalgia de aquella puntanidad colonial.

La política, la economía y la adictiva tecnología han marcado el alejamiento de los habitantes con sus raíces y cultura, que se mantiene viva por el sentir de unos pocos.

24 de agosto del año 2265, en la sala de reuniones del rectorado de la Universidad Nacional de San Luis se encuentran las jóvenes Arosena Alcaraz y Victoria de Alzaga y López; antropólogas a cargo del programa de investigación socio-cultural «Huellas del Gen», cuyo objetivo radica en determinar el origen y evolución de la cultura de San Luis, atravesando los pueblos nativos que habitaban el territorio y su mixtura con la llegada de la expedición española, su inserción en lo que conocemos como región de Cuyo hasta estos días.

Arosena y Victoria habían investigado en profundidad la bibliografía del erudito Triplánico Páez, que a fines del siglo XX y principios del XXI, ejerció el rol de «Maestro Superior» de la logia de los «Intiarios» en esta parte del mundo. Se apasionaron con su libro «Memorias del Dique Chico», en donde relata las vivencias de su infancia juntos a sus amigos y se resalta la figura de Intempia Lucero, personaje con quien se identificarían y sería el puntapié inicial

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para esta investigación que se apresta a cumplir once años.

Mañana será el día clave para las antropólogas, la fase final verá la luz, atrás quedarán los años en los cuales se abocaron a la búsqueda del «Tratado de Supersticiones y Creencias Sobrenaturales de Cuyo», recopilado por Susperticio Chávez y que fuera citado por Páez en sus libros. Junto a ese manuscrito encontraron una moneda de oro, fragmentada en dos mitades, cuya unión formaba un sol que en su reverso guardaba un triángulo equilátero en su interior.

A mitad del proceso investigativo, analizaron las cartas de Cruzpasia Jofré, quien custodió hasta su muerte el legado de Intempia. Allí pudieron unir las piezas de este rompecabezas que se esparcieron hace trescientos años dentro de un cofre incrustado en el murallón del dique.

La trama definitiva se desarrollaría en el paraje «La Represita», siguiendo lo expresado en las páginas de «El renacer del Sol», el último libro que evoca desde la pluma del sabio Triplánico Páez la era por venir, exponiendo en cada trazo los ciclos que transitaría la humanidad hasta su nuevo despertar, donde sería necesaria la conjunción de varios factores, entre los cuales se destacaban alineaciones astronómicas y el encuentro de la sangre nativa con la proveniente del reino de España.

Partieron en la madrugada del 25 de agosto. Debían esperar a que el astro rey se hiciera presente sobre aquellas tierras sagradas, el mismo día donde

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setecientos años atrás el encuentro de dos culturas se entrelazaron dando origen a quienes somos.

Victoria y Arosena abandonaron el vehículo que las trasladó para hacer de a pie los cinco kilómetros que las separaban del punto señalado. Al llegar, se encontraron con un territorio agreste, abandonado y donde la sequía habitaba en soledad. Según el escrito, cuando el sol se posara sobre la piedra más grande ubicada en el centro de aquel sitio, quienes tuvieran en su poder las fracciones de la moneda, tendrían que colocarlas en el interior del hueco central de dicho elemento pedregoso.

El tiempo había llegado y los corazones de las mujeres palpitaban más de lo normal, con la aceleración lógica, dada la ansiedad y la incertidumbre. Se ubicaron frente a frente, a cada costado de la añeja piedra, mientras el sol se aproximaba a la cavidad. Tomaron los fragmentos y los colocaron dentro, mientras sus miradas se perdían en el firmamento.

Cuando el rayo de sol se introdujo, tocando aquella pieza, emanó un poderoso rayo lumínico que se replicó en todo el lugar y formó un inmenso triángulo cubierto de fuego ardiente, de sus aristas nació un remolino de viento candente que envolvió la resequedad del suelo, dejando grandes anillos incendiarios a su paso, pero sin tocar a las jóvenes. La tierra empezó a temblar y cada vibración iba en aumento, las rocas se despedazaban y todo se derrumbaba mientras aquella piedra seguía en pie. Un fuerte estruendo sacudió a La Represita y el silencio se apoderó del lugar.

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El triángulo giró sobre su eje, cambiando la temperatura del aire, que ahora desde su frialdad arrastraba todo lo desmoronado. La tierra crujió ferozmente, emergiendo grandes construcciones en rocas, con detalles en arcilla que formaban una pequeña villa. El rayo detuvo su incandescencia en un último estallido. Sus centellas se convirtieron en gotas de lluvia que se propagaron, milímetro a milímetro, consumiendo cada llamarada, formando acequias que abrazaban al suelo y del cual surgían enormes parrales y cultivos.

Cuando el agua se aquietó, el sol siguió su periplo. Ya nada era igual. Todo había emergido hacia la luz, dejando atrás una larga pesadilla.

Arosena y Victoria contemplaron aquel renacer. Sus ojos las convertían en testigos principales de un ciclo nuevo, que esperó tres siglos para hacerse presente y atravesó la desgarradora herida de traiciones, destierro, humillaciones y olvido.

Convencidas de que se había cumplido la utopía que por largos once años habían perseguido, y de la cual muchos se burlaron, dieron el nombre de CUYUMNIA a lugar emergido, en honor al deseo de la mujer que las guio hasta allí, hacia el advenimiento de un nuevo tiempo, de la hermandad de Cuyo con sus orígenes, de un nuevo espíritu conciliador y de unidad, representado por la estirpe nativa de Arosena y la sangre de Medina de Río Seco, cuyas raíces yacen en Victoria.

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CoLiPuCiFa El tiempo de Intempia, por H. J. Peñaloza

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Nos queda recorrer un largo sendero en pos de abandonar las prerrogativas separatistas y apropiarnos del camino que nos lleve a transitar este tiempo… El tiempo de INTEMPIA.

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CoLiPuCiFa El último asalto..., por G. Van Junker

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El último asalto de la naturaleza

por Gerardo Van Junker

«Y la mano del hombre

con pulgar oponible,

dibuje en la materia

el rostro de los sueños

y ensueños increíbles.»2

—Che, esto está bueno –dijo al terminar de leer aquellos versos.

El doctor Makigeller guardó el libro viejo que había encontrado entre los escombros de la villa. Desde que puso su primer pie en aquel paisaje inhóspito, que antes fue la provincia de San Luis, se prometió a sí mismo que tenía que recorrer los rincones en ruinas.

Había empezado por Renacentía. O lo que quedaba de ella. La ciudad que fue fundada por el poeta Juan Crisóstomo Lafinur diez años después de haber servido a las órdenes de Manuel Belgrano en el Ejército del Norte. «Renacentía será la cuna del Renacimiento en este país que recién está dando sus primeros pasos», dijo el «Boca de oro» antes de firmar el acta fundacional.

2 Agüero, Antonio Esteban (1973). Canción del para qué de las máquinas. Canciones para la voz humana.

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CoLiPuCiFa El último asalto..., por G. Van Junker

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La ciudad creció. Durante mucho tiempo fue la tercera ciudad más grande de la provincia, por detrás de San Luis capital y Villa Mercedes. Para el tercer milenio (o 731 p.A., según el calendario que se consulte) no sólo era la más importante de la provincia, sino que desplazó a Córdoba del segundo lugar. Sin embargo, no tardó en implosionar como las demás megaciudades erigidas durante las sangrientas décadas de la dictadura de la Bruja, la Revolución de los Antihéroes y la era del Proyecto Fundidos.

El doctor Makigeller recorrió con fascinación las ruinas de Renacentía y después siguió viajando con su mochila al hombro hasta que llegó a las ruinas de Merlo.

La naturaleza del Valle del Sol había iniciado una guerra silenciosa y lenta contra la sombra del hombre. El verde del pasto y yuyos se abría paso entre el concreto. Las paredes perdieron los tonos sintéticos y brillantes, el sol de los días y el moho contribuyeron como aliados del tiempo.

Una alarma emitió leves bips que mutaron en sonidos saturados. Makigeller tomó el aparato y pulsó el holograma que le indicaba una conversación pendiente.

—María.

—Doctor, el transporte aéreo está listo para recogerlo.

Makigeller suspiró, no podía evitar aquellos compromisos laborales, que lo habían llevado a esos pagos.

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—Que pasen, entonces…

Segundos después, un transporte comparable en tamaño a un helicóptero propulsado con el sistema de flotación contralada, lo último en tecnología de transporte, se posicionó encima de él y activó el transporte a materia.

El doctor Makigeller sintió la desintegración molecular y al siguiente instante de conciencia vio el interior del aerotransporte. A pesar de que él mismo había inventado el transporte molecular, y de hecho ese era el motivo por el que se encontraba en la zona, no terminaba de acostumbrarse a esa sensación cercana a morir, que el alma se evapore, formar por un instante la materia elemental del universo y luego regresar con un escalofrío a la conciencia. No se había acostumbrado hasta el momento ni iba a hacerlo nunca. De eso tenía certeza.

El paisaje, naturalmente verde, mutaba en un desierto y en su centro la ciudad de San Luis. Pasaron a través de un túnel y la nave estacionó. Al abrirse la puerta vio a María, el nexus durante su estancia, parada y sosteniendo la carpeta digital, dentro de la cual estaba su itinerario que no era muy ajustado: dos conferencias, una sobre la disolución de la materia y otra una clase abierta con los alumnos.

—Doctor.

—María.

—¿Cómo le fue en su paseo?

—Enriquecedor, salvo por la parte de volver.

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María sonrió. A veces, parecía más androide que humana; sobre todo por su capacidad de ignorar las indirectas.

—¿Qué nos toca en la proximidad?

—Tiene un par de horas antes de la conferencia, doctor.

—¿Suficiente como para pasar por el hotel?

La luz del crepúsculo bañaba a María que, bajo ese sol, parecía aún más artificial. «Tranquilamente podría ser una androide», pensó.

—Por supuesto.

Y lo acompañó hasta el hotel.

Una vez que cerró la puerta de su habitación, sacó su pequeño botín. Lo ojeó. La poesía de esos versos se le antojó enorme. Siguió pasando las páginas hasta que la «inmiscusión» de un detalle se le presentó: entre dos hojas teñidas por el tiempo se hallaba un pelo.

—Fascinante… —dijo, y lo extrajo con su pulgar e índice. Lo observó un breve lapso de tiempo.

De un impulso que tienen los genios, mismo impulso que tienen los locos, abrió su maletín forrado en plástico. Simulaba ser un bártulo más de viaje. Presionó el interruptor que se encontraba junto a la manija y el circuito interno fosforeció; el brillo verde iluminaba la cara del doctor Makigeller y su expresión se asemejaba más a la de un científico loco que a la de

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un genio, aunque nunca se sabe cuánto depende el loco del genio y viceversa. Colocó el cabello en el scanner y su reloj de muñeca empezó a recibir la información que transmitía la computadora del maletín.

«Es posible reconstruir el código genético entero. ¿Desea simular?» Sí / No.

Presionó Sí.

«La operación demorará unos minutos. Espere, por favor.»

Se sacó el reloj y lo dejó sobre la mesita del velador. Aprovechó esos minutos para ducharse.

Al abrir la puerta del baño se encontró con que el reloj reproducía un holograma. Se acercó despacio, para admirar los detalles con detenimiento.

—Fascinante.

Tres golpes a la puerta.

—Doctor… Si sale ahora llegamos a tiempo, si se demora, tarde.

Se apresuró en vestirse. «Daré esa conferencia, pero ni loco me quedo al brindis. Tengo trabajo», pensó.

—Doctor…

—Sí, María, ya salgo.

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La conferencia transcurrió sin incidentes organizativos y el público respondió en gran medida. Inclusive al propio doctor se lo notaba animado. Pero, una vez acabada, evitó toda clase de encuentro social. María y su rostro andróidico denotaban fastidio sincero. Mientras volvía en el transporte, entendió que el abandono de María camino al hotel representaba alguna especie de mensaje implícito. Si era así no se daría por enterado.

Ya en el hotel, cerró la puerta no sin antes colocar el cartel «No molestar» y se sentó frente a su maletín fosforescente.

—¿Mercedían?

—Sí, doctor —respondió.

—Le voy a enviar una secuencia para que replique. Luego mande el clon por transporte molecular. Necesito conocerlo.

Los ojos de Mercedían brillaban a la luz del código genético que leía.

—Va a demorar una hora, como mucho.

—Perfecto. Estaré esperando.

El profesor Leonard Mercedían, estaba en el laboratorio hogareño del doctor. Era ayudante, además de casero.

***

Mercedían abrió la puerta del replicador y vio al clon. Éste respiraba con los ojos abiertos: un Prometeo moderno. La vieja frase «Del polvo venimos

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y hacia el polvo vamos» encontraba asidero científico en la máquina, que funcionaba bajo el principio de absorción de partículas, como instrumento fundamental para recrear la vida. La muerte es solamente la dispersión de las partículas que nos componen, así lo entendió Makigeller al idear el replicador. Se lo había dicho a Mercedían.

—Hola… No te asustés por lo que voy a hacer. —Y lo despidió con un saludo de la mano.

Cerró la puerta y accionó los comandos para enviar al replicado a través del transporte molecular.

***

Cuando el doctor recibió al clon, lo hizo con la intención de dar una conferencia para exponer al gran poeta que había recuperado.

María estaba ultimando los detalles logísticos.

Makigeller, mientras, dialogaba con el clon:

—¿Sabe quién es? ¿Recuerda su obra? ¿Puede recitarla de memoria? —Cada pregunta tenía como respuesta un asentimiento de cabeza.

—¿Podría darme una pequeña demostración?

—«No tenemos bandera que nos cubra/ tremolando en el aire de la plaza,

ni canción que nos diga entre los pueblos/ cuando suene el clarín, y la proclama

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desanude las últimas cadenas/ y destruya el alambre y la muralla»3.

—Magnánimo, ilustre. Será fantástico.

El anfiteatro griego brillaba bajo la translúcida luz que atravesaba la cúpula de cristal. Adentro estaba la ciudad y el agradable clima. Afuera estaba el desierto y las ráfagas de naturaleza hambrienta. Los más importantes investigadores y científicos del país, muchos ligados a descubrimientos abominables, otros culpables de las sucesivas destrucciones, esperaban expectantes. Hasta que salió el doctor Makigeller.

—Estimados colegas —inició—, es menester contarles que durante mi viaje por este territorio —llevaba las manos agarrando cada una de las solapas de su saco—, cuando visitaba unas ruinas, encontré un pequeño libro y el hallazgo fue fascinante… Considero que, quien voy a pedir que pase, en unos momentos, les resultará majestuoso. Por favor, pasa.

El doctor acompañó sus palabras con un ademán y al instante un hombre se acercó al estrado.

—Por favor, preséntate.

—«Yo, Antonio Esteban Agüero,/ capitán de pájaros,/ general de livianas mariposas,/ estoy en Buenos Aires,/ la capital del Plata,/ para ser presidente/ y organizar la Patria»4.

3 Agüero, Antonio Esteban (1973). Digo la tonada. Un hombre dice su pequeño país. 4 Agüero, Antonio Esteban. Capitán de Pájaros.

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Primero un murmullo, después un tornado de risas provenientes de las bocas de los científicos, demostraban que los presentes no tomaban en serio al clon de Antonio Esteban Agüero.

Él compartía parte de la memoria astral del poeta original, por lo que recordó que debido a ese poema lo habían encarcelado. Por eso arremetió. Su voz se sobrepuso de manera sobrenatural a los amplificadores artificiales, poseída por las mutaciones del tiempo:

—«Detrás he dejado/ los pueblos que me siguen,/ ejército de alondras,/ la división blindada de los cóndores/ las águilas que saben del sabor de la piedra»5.

Proseguían, en el auditorio, desternillados.

—«Tengo un millón de caballos/ ¿Escucháis su relincho?»6.

El tornado apaciguó. Algo de su pregunta resultó verdaderamente inquietante. En el exterior, otro murmullo se inmiscuía a través de la cúpula.

—«…sus jinetes son muertos de Facundo,/ son muertos de Ramírez,/ montoneros del Chacho/ sableadores de Pringles… / …espectrales jinetes que cabalgan mi millón de caballos»7.

Verdaderamente, el sonido de un millón de caballos esperaba tomar por asalto la capital.

5 Agüero, Antonio Esteban. Capitán de Pájaros. 6 Agüero, Antonio Esteban. Capitán de Pájaros. 7 Agüero, Antonio Esteban. Capitán de Pájaros.

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—Ruego, por favor, que se rindan —dijo el clon del poeta.

Al Empresaurius, dueño de la ciudad, no le resultó gracioso. Por lo que pidió que lo retirarán. De hecho, estaba enfurecido y por más que quisiera evitarlo, la piel de su cara lo delataba.

Al verse aprehendido por la seguridad de La Capital, Antonio Esteban dio la orden de ataque. Segundos después, muchas sombras negras se interpusieron en el cielo, eclipsando el sol. La división blindada de cóndores se lanzó en picada y atravesaron el cristal; detrás les seguía el ejército de alondras y en la retaguardia el escuadrón de águilas.

Las puertas de la ciudad se vencieron. Los caballos montados por los jinetes muertos resucitados por la voz del poeta, asediaron todo a su paso ante la mirada atónita del doctor, desencajado, de postura de hombre de ciencia. Ni siquiera notó la sospechosa desaparición de María.

Juntas, la división aérea y la terrestre, eran el corazón de la naturaleza que venía a librar la última batalla. El caos, la sangre y la destrucción de la tecnología en la hora final. El poeta observaba, al mismo tiempo, la caída del hombre bajo la caída del sol. Un cóndor descendió y el renacido Antonio Esteban Agüero se subió a su lomo, para surcar los versos agónicos del crepúsculo.

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En Riocito jugué P4TR y gané

por Evo Peróvich

[Domingo 4 de febrero de 2018].

Hola, mi nombre es Miguel. Miguel Ángel Penn***, LE6.816.***, para ser algo más preciso.

Hoy estoy físicamente muerto, pero no se turben por ello, pues como verán no resulta ningún serio impedimento para que me acerque a dar una vuelta por San Luis y, por ejemplo, chequee la organización en el depósito comercial donde trabajé mis últimos 30 años; merodee (algún domingo de asado) por ese solaz encantado donde recaíamos con «los pibes» cuando ya los más de cincuenta pirulos por pera empezaron a requerir la mansedumbre propia de un tranquilo recreo a la vida cotidiana; o sencillamente cuente una historia, sin pretensiones, como cualquier otra, para quien quiera conocerla.

Es M******, mi vástago primogénito, el medio necesario para llevar este material al mundo de los terrícolas vivos.

Sepan que, extrañamente, M****** nunca sueña al dormir, situación que bien podría estar relacionada con el excesivo consumo de psicofármacos durante su adolescencia (algunos obtenidos por prescripción médica, otros mediante triquiñuelas poco claras...). Me explico: no es que no recuerda sus sueños, como la mayoría. No sueña, directamente. Lo sé no sólo porque siempre lo repite, sino porque ahora tengo comprobación empírica.

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De cualquier modo, mi estrategia consiste en infiltrarme en el cerebro de M****** durante su expedición subconsciente y plantar allí el germen de mi vivencia, alentándolo a regarla y verla crecer hasta convertirse en el relato que más adelante llegará hasta vuestras manos. Supongo que después de «la experiencia del 78» debería haber aprendido alguno que otro truco de la mente. Luego, ya será cuestión de su destreza para llevarlo a formato literario.

Como ya saben, por los corchetes de apertura, hoy es 4 de febrero, lo cual quizás dispare en vosotros el recordatorio de cumpleaños de tal o cual contacto, o algún hecho relevante en la historia ecuménica (Colón emprende el retorno a España tras adjudicarse el descubrimiento del nuevo mundo; los Aliados se reparten en Yalta influencias de la Europa posguerra, como corolario de una maquinaria propagandística; Disney estrena la película de una cándida joven que interactúa con un puñado de enanos, todos de dudosas intenciones; comienza a dar sus primeros pasos en línea la red social que revolucionaría todo con su «libro de caras»), nada espectacular en las efemérides que a diario dosifican en breves hitos una historia humana demasiado obsesiva con su historia.

Pero, amén del divague al estilo «Un día como hoy…», sepan que el 4 de febrero constituye uno de los tres días más importantes de mi vida, por motivos que pronto comprenderán. Sucede que un 4 de febrero, hace exactamente 40 años, tuvo lugar a orillas del dique La Florida un hecho ufológico que rápidamente sería difundido por los medios de la especialidad como «Caso Dique La Florida. Encuentro cercano de tercer tipo», la experiencia vivida por seis

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pescadores (todos los cuales eran amigos míos, en mayor o menor medida) y cuya resonancia despertó el interés de curiosos y amantes de los misterios cósmicos. Manuel Álvarez, Regino Perroni, Jacinto Lucero y los hermanos Sosa, Pedro, Ramón y Genaro, declararon el hecho y establecieron un claro precedente que se mantiene hasta estos días como uno de los más estudiados contactos interplanetarios.

Sin embargo, de forma paralela a este hecho documentado se esconde una realidad que no ha sido contada, y es la que traigo a ustedes en primera... (bueno, más bien «tercera») persona.

Volviendo al tema sueños, desde el punto de vista freudiano es sabido que los onirismos constituyen formas de «cumplimiento de deseo». Así, pues, tras inyectar con suficiente pericia la idea en la mente de M******, lo despertaré en pleno apogeo de la fase REM (para evitar que la historia se disipe), y entonces comience la mentada producción escrita.

Por cierto, supongo que no es extraño que mi hijo se encuentre ahora mismo acampando con un grupo de amigos en el complejo universitario de La Florida. Repasemos juntos: febrero, vacaciones, fin de semana, clima ideal, indudablemente un hermoso paisaje alrededor... Casi que podría ser una mera coincidencia, ¿no?

[Consideración preliminar del progenitor intruso, oculto tras el hipocampo de su amanuense]:

Aun en este momento, M****** piensa que está escribiendo el presente relato fruto de su propia

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creatividad, en lo que sería una especie de ciencia ficción sobre el hecho ufológico mencionado y que surgió a partir de un sueño. Intenta participar en una convocatoria literaria, colifusapa, colapifusa, licasifupa, algo así... Dejaremos que así lo piense por el bien de su ya de por sí quebradiza salud mental.

***

[Lunes 30 de enero de 1978].

Desde octubre venía yo acechando con pretensiones amorosas a Gioconda, la hija de Paolo Godini, un comerciante quinense de raíces italianas que negoció durante muchos años con mi padre por golosinas, cigarros, yerbas y otras hierbas. La muchacha era un espécimen pulposo, en su justa medida y acorde a mi predilección. Tenía los ojos muy verdes y una sonrisa acidulada que parecía acumular sólo para aquellas ocasiones en cruzábamos miradas, generalmente en nuestro depósito familiar, hecho de adobe y chapa, al costado de casa, sobre la 9 de Julio al mil doscientos, cerquita de la plaza Independencia.

Este lunes, el último de enero, a primera hora me había instalado en Quines, pagos de mi Gioconda. Estaba determinado a obtener su merced.

Dicen que todo tano de la vieja escuela goza de gran experticia para evadir los embistes románticos de cuanto envalentonado mocoso ronde suelto en torno a su femenil descendencia, y, aunque cada vez fuera más difícil justificar la desempolvadura de la escopeta, el viejo Godini no era la excepción. Sabía quién era yo, hijo de su colega durante la última década, sabía que me había hecho cargo de los asuntos familiares tras la muerte de papá, el año

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anterior, y también sabía que era materialmente solvente. Sin embargo, el viejo no me la haría fácil y me puso a trabajarle hasta sanear el despelotado almacén que tenía en la capital provincial del mate...

***

[Viernes 3 de febrero de 1978].

¡Pude terminar! Después de cinco días de labor casi ininterrumpida. Durante toda esa semana me la pasé organizando cuadernos y boletas, distribuyendo mejor los pallets, contabilizando cajas y más cajas de mercadería (en cierto porcentaje ya vencida), preparando raticida para echar en los rincones y hasta, alguna que otra vez, atendiendo en el salón de venta. De Gioconda, poco y nada.

Eso sí, el tano era jodido como jefe, pero inobjetable como anfitrión. Para dormir me habían preparado un lindo cuarto, sin lujos pero cómodo, que olía a lavanda en las sábanas y pino en las cortinas. Todo era obra de la señora Godini, desde la sombra de su esposo, donde mucho laboraba y poco opinaba.

Había caído el sol ese viernes de febrero cuando entregué al italiano la llave de su negocio. «¡Misión cumplida!», festejaba. Me sentía Hércules, tras las misiones de Euristeo. Esperaba mi recompensa. En cambio, no hubo mucha pompa de parte del viejo itálico, sólo estrechó mi mano, agradeció secamente por la ayuda y me dijo que volviera la semana siguiente porque «abbiamo questioni importanti di cui parlare, bambino».

«No sé si tan bambino», pensé, sin exteriorizar. Tenía casi 32 años, aunque podía fingir

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con descaro unos 25. Gioconda, 18. ¡Mejor entonces que la distancia fuera de esos ficticios siete, en lugar de los casi quince reales!

Al parecer no iba a obtener nada más. Accedí, decepcionado, a volver la semana entrante. Me invitaron a cenar, pero preferí partir. Saludé con una inclinación de cabeza a mi pretendida, tocándome a dos dedos el sombrero ficticio, como era costumbre en las películas de época. Tenía que irme pronto, los chicos se juntarían a pescar esa noche en La Florida y, aunque no me esperaban, aún podía sorprenderlos y llegar para ligar algún chorizo a la criolla. Imaginé que Álvarez, el paraguayo, estaría a cargo de la parrilla.

Busqué mi vehículo, estacionado bajo el resguardo de un viejo algarrobo a pocos pasos de la «casa de la esquina de la Plaza Vieja», frontispicio de vivienda centenaria, en una esquina del centro, y cuya fachada es no sólo una gran muestra arquitectónica sino también una ratificación a eso de que «ya no hacen las cosas como antes», según la máxima popular de los detractores a la endeble modernidad.

Todavía manejaba el R4, mi renoleta, o sencillamente «Cloti». Ese autito blanco, de 800 cilindradas y 30 caballos, fue algo así como un amor de juventud. Recorrimos miles de kilómetros juntos. En aquel momento no podía saber que, años después, uno igual a Cloti sería tributo entregado al mismísimo Papa católico, aunque, claro, tampoco imaginaba que algún día vería un Santo Padre argentino...

Encendí el motor, luego las luces. A punto de partir, ya con la radio encendida, me alborotó un golpecito sobre la ventanilla del acompañante. Era

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Mauro, hermano menor de Gioconda. Llevaba un bulto en sus manos.

—Dice el papá que si podés arrimarme a lo del Zoilo Espuela. Tengo que darle esto y ya me quedo ahí.

—Dale, vamos —respondí de mal talante.

Zoilo Espuela vivía en Villa de Praga, lo cual significaba un desvío para mí, pero lo haría. Todo valía el amor de la jugosa Gioconda. Mauro subió a mi lado y emprendimos viaje. Apagué la radio, de pura descortesía, casi como señal de protesta, pero como el muchacho hablaba sin parar la volví a encender.

—¿Vos creés en la vida más allá? —preguntó en un momento del viaje, con el ceño fruncido y la mirada fija sobre el firmamento, como buscando la respuesta compleja y milenaria. Ante el silencio, me miró y señaló hacia el cielo, por si hiciera falta reforzar el sentido orientativo de su pregunta.

—¿Después de la muerte?

—No, ahora, digo ahí en las estrellas.

Me sorprendió el planteo de aquel joven, tosco por naturaleza, que apenas sabía armar sus oraciones.

Nunca me lo había planteado seriamente. Nacido bajo los caprichos zodiacales de Tauro, con ascendente también taurino, me costaba evaluar cuestiones tan intangibles. Demasiado lidiaba con la existencia visible, y en el 78 ya había unos 20 mil motivos para estar más preocupado en otros temas...

—No sé, ¿por qué preguntás? —evadí.

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—Sos necio si no creés —respondió secamente—. No podemos ser los únicos habitantes del universo.

Desestimé el comentario. No me interesaba un tema tan incomprobable. En la radio había empezado a sonar «Close to you», bajo el hechizo melifluo Karen Carpenter. Aprecié que mi compañero se sumiera en sus pensamientos. Miré la hora: más de la medianoche del sábado que cambiaría mi vida para siempre.

***

[Sábado 4 de febrero de 1978].

Un 4 de febrero. Un sábado. 1978. Llegamos a Villa de Praga. Paré el motor unos minutos y esperé en el auto a que Mauro me trajera un pedido que le encargué. Nos despedimos hasta la semana entrante.

—No te preocupés, aunque no se note el papá te adora... —dijo sobre Gioconda y guiñó un ojo antes de alejarse para entrar al boliche de Espuela.

Partí. Cloti no levantaba más de 80 u 85 kilómetros por hora, con suerte. Las rutas no ayudaban. Hoy hay asfalto en las acicaladas autopistas puntanas, orgullo local, pero en los setenta casi todo eran caminos pedregosos, finas arterias que serpenteaban entre miles de jarillas y algún que otro algarrobo de la zona norte. Zorritos y vizcachas se alternaban de un lado al otro del camino. Parecían competir entre sí a ver quién cruzaba más cerca del bólido de turno. Alguno que otro terminaba aplastado en el suelo, víctima de su osada travesura.

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En cuanto pude tomé por la Ruta 41, franqueé Las Chacras y luego La Totora, ni un alma a la vista. Empalmé con la 10, como yendo para La Carolina, pero antes de arribar a la tierra de Lafinur doblé a la izquierda, en la 39, la que lleva a Inti Huasi. El mítico baluarte de nuestro terruño, donde hace más de ocho mil años ya había protopuntanos haciendo historia, se abría a un flanco, silencioso. Había estado varias veces, siempre de día. Divagué por un instante con una fiesta nocturna en el templo milenario, pero el hambre le ganó a la curiosidad cavernícola y seguí mi camino. Ya era cuestión de avanzar por la 39, pasar por Paso del Rey y bordear la margen oriental del dique La Florida hasta dar con la Ruta 9, antes que tope con El Trapiche.

Sobre el asiento del acompañante llevaba un suculento trozo de jamón crudo casero que mi futura suegra había empaquetado para mí. A su lado, una oronda damajuana de vino tinto, la que Mauro me había comprado en lo de Espuela. Los muchachos estarían felices de ayudarme a despachar el magro botín. Lamentaba la hora, cada minuto que pasaba era uno más que me alejaba de las tiernas costillitas que preparaba el paraguayo y, si seguía demorando, sólo vería huesos. Por lo menos quedaba el consuelo de la pesca: aunque era frecuente mi mala mano al tirar la caña, disfrutaba mucho del campo y los amigos. «¡Éste no agarra ni un pato de hule en la bañera!», bromeaba el Jacinto, siempre amistoso. Imposible ofenderse.

Con respecto a la juntada de esa noche, me enteré un par de días antes, mientras estaba en plena ejecución de las tareas de Godini. El miércoles a

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última hora, tras la tercera jornada de trabajo, llamé a casa de mamá para saber cómo estaba de ánimo.

Papá había muerto ocho meses antes, no era prudente abandonar el monitoreo sobre mamá. Para colmo, las últimas semanas había comenzado a beber en dosis socialmente poco convenientes.

Atendió Pitilla, mi hermana.

—Sí, todo está bien, Miguel. Quedate tranquilo. ¡Ah!, —recordó a la pasada—, esta mañana vino el Pedrín a avisarte que se juntan el viernes por la noche en La Florida.

Y aquí estábamos, ya llegando a Riocito. Faltaban pocos kilómetros, unas curvas más y ya se vería el extremo noreste del dique.

El cielo estaba estrellado. Tres luces más intensas que el resto aparecían en línea recta, sobre el norte. Formaban una leve diagonal. A ojo distraído parecía las «Tres Marías», coloquial cinturón tripartito de Orión, pero no era el caso. Se trataba (me enteré un poco después, investigando) de tres planetas temporalmente alineados en sus órbitas: Júpiter, Marte y Saturno. La Luna, en tanto, apenas asomaba por el este. Había poca luz natural, calculé que daba su fase de cuarto menguante, o «luna vieja» como la llamaban en el campo.

[Hago un paréntesis para contar que muchos años tras aquella noche, ya entrado el siglo XXI, volví a reencontrarme con ese cielo, recreando las condiciones exactas que se veían en el firmamento del 78. Resulta que M******, algo aficionado a la astronomía, consiguió un software que simulaba la

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situación aparente del cielo desde cualquier lugar de nuestro planeta y en cualquier momento (actual, pasado, futuro) en base a los cálculos precisos de movimientos estelares. «Questa è una cosa di Mandingo!», hubiera dicho mi tata Bastiano.

Le pedí configurar la fecha en cuestión y, afortunadamente, no me preguntó el porqué de la elección. Tras unos segundos en los que mi hijo marcó los parámetros deseados, apareció el escenario, como si el tiempo y la distancia no fueran obstáculos sino meros títeres respondiendo más a una tonta ley sobrevaluada que a una realidad inalterable. Ahí estaban de nuevo Júpiter, Marte y Saturno, jugueteando, alineados en el horizonte, tal y como los viera aquella noche del 4 de febrero en el camino de Quines a La Florida. Me sobrecogí.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó al descubrirme con los ojos húmedos—, ¿por qué llorás?

La expresión, al borde del abismo. Por un momento pensé en contarle todo, relatarle con detalle los sucesos de aquella noche de verano y transmitirle el legado de conocimiento para que él pudiera vivir en la sabiduría. Pero no lo hice. «Todavía no es momento», dijo con firmeza una voz en mi interior.

—Nada —mentí—. Tontos recuerdos.

Fin del paréntesis].

Mientras conducía por la carretera nocturna, noté que las luces de Cloti disminuyeron su luminosidad, como si la batería estuviera a punto de acabarse. Raro, porque mantenía al día su mecánica, casi con celo paternal. Al cabo de unos segundos, una

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serie de intermitencias me alteró levemente, los faroles subían y bajaban de intensidad. Para sumar perplejidad, los Beatles se enmudecieron en la radio; sonaba un zumbido molesto, el típico ruido sucio que copa los espacios entre las emisoras, persistente a lo largo de todo el dial.

Actualmente se podría asociar a la interferencia de cualquier aparato electrónico, alguna antena o hasta (acudiendo a las tramas cinematográficas modernas) al famoso PEM, o pulso electromagnético, pero en 1978 nada de ello era muy probable. Madrugada, campo abierto, mi auto volviéndose loco. No me gustaba para nada.

Ya abandonaba el paraje conocido como Riocito, cuyo nombre debe al río homónimo (con desembocadura en el río Quinto) que cruza en diagonal con cauce leve a esa altura. Faltaba sólo un puñado de kilómetros para el destino; sabía que, tras bordearlo por su costa oriental, llegaría donde los muchachos.

El Club Náutico era el sitio preferencial para ir a pescar. Allí tenía Perroni su embarcación y en ella podíamos conjugar la realización de una de las actividades humanas más antiguas para la supervivencia humana, pero con ciertas licencias que permite la comodidad burguesa del siglo XX.

Sentí la leve tentación de seguir viaje, pese a la contrariedad eléctrica, pero Cloti tenía sus años y no quería ignorar su sufrimiento. Quizás se había calentado la transmisión. Decidí parar un momento.

Me llamó la atención, a la izquierda del camino, la presencia de una elevada alameda. No la

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recordaba, pero esos árboles crecen muy rápido porque su esperanza de vida no es larga. Cinco o seis álamos se erguían, bien arraigados, uno allende el otro por espacio de unos pocos pasos. De lejos parecía una barrera de contención o un cortaviento. Y así como el poeta Agüero habla del «abuelo de barbas vegetales», sin duda estos eran sus nietos, soberbios y joviales en su verdor vertical. Lo cierto es que, además de no haber amenaza que contener, tales soldados naturales estaban fuera de tono con el llano que se apreciaba en lontananza.

Me arrimé hasta el lugar. Como tuve que parar a revisar a Cloti, aprovecharía para refrescarme en el río. Bajé, levanté el capó, miré el motor. Nada. Ni olor a quemado ni demasiado caliente. No había mucho más por diagnosticar. Ubiqué un buen lugar para orinar y procedí a desagotar la postergada próstata.

Justo al terminar la micción, aconteció...

Miraba hacia el sur, en dirección al río. Unos cien metros delante apareció, de la nada, una tira de luces brillantes, muy potente, danzando sobre el agua.

Después de unos segundos, tal como vinieron, en completo sigilo se retiraron, esfumándose del firmamento. Más tarde, esa semana, leí en algún periódico local el parte policial con la declaración de Perroni: aseguraba que en su avistamiento se daba el efecto de introducir una moneda en una alcancía, viendo desaparecer el cuerpo metálico tras la ranura. Así se había comportado el objeto luminoso que apareció y desapareció ante mí, a unos pocos metros.

Transcurrieron instantes de completa inmovilidad y silencio. Hasta el viento se detuvo.

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Experimenté una profunda sensación de soledad. No era miedo. Reconocía con claridad el miedo y la brújula de mi intuición no marcaba en esa dirección. Trataba de asimilar lo que había visto. Me resistía a la posibilidad de una alucinación. Había visto, flotando varios metros sobre la carpeta acuosa, a decenas de luces verdes, blancas y rojas, lo cual por algún motivo se me antojaba familiar. Mucho después caí en la cuenta de que eran los colores de la bandera italiana, pero finalizó lo asombroso del descubrimiento cuando recordé que también lo eran para México, Bulgaria, Hungría..., hasta Argelia, Irán, Líbano.

La surrealista escena me llevó a la inevitable referencia de «Encuentros cercanos del tercer tipo», la película de Spielberg que había visto el año anterior en el cine Roma y de cuya función varios espectadores salían entusiasmados, mirando el cielo y comentando alguna que otra situación vivida con misteriosas luces celestiales. ¿Sugestión colectiva o sinceridad espontánea? No seré yo quien lo juzgue, menos tras mi experiencia. De cualquier modo, aquel filme catapultó miles de avistamientos en todo el mundo.

«¡Vaya si tendré de qué hablar esta noche!», pensé segundos antes de la nueva aparición.

Resultó que el Objeto Volador que, a esa altura, ya tenía Bien Identificado («OVBI», podríamos bromear) reapareció mientras me subía la cremallera, camino al auto, para enfilar hacia el Club Náutico.

La ubicación de la nave fue muy cercana a mí, a unos cuatro o cinco metros, ya sobre tierra firme. Su consistencia, adivinando, era algo esponjosa, tenía forma ovalada y distribución apaisada. Sus luces

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tricolores no dejaban de brillar, alternadas, y flotaba imperceptible a unos tres metros del suelo.

De similar modo al descripto por los muchachos en su avistamiento, ocurrido unos minutos después durante la pesca en el dique La Florida, se abrió una especie de compuerta de la parte inferior de la nave, surgió un haz tubular de luz que impactó en el pasto del lugar. En menos de lo que pude procesar la información, la luz se ubicó sobre mí y me absorbió, como una gran aspiradora de fuerza antigravitatoria.

Todo negro. Como instintivo reflejo cerré los ojos, con fuerza, y se tensó cada músculo de mi atemorizada humanidad. Cuando se detuvo la levitación forzada, pude mirar alrededor. Estaba en un habitáculo blanco, muy brillante, y exageradamente más grande de lo que debería ser, según mis cálculos, por cómo lucía desde afuera el objeto espacial. Mensuré a ojo, en base a mi recuerdo anterior, y resolví que la nave debía tener una longitud de quince, veinte metros, pero jamás el tamaño que apreciaba desde adentro. Parecía tener uno o dos kilómetros a la redonda.

Nunca perdí la conciencia. Recordaba el momento de transición entre el follaje de Riocito y aquel misterioso lugar. Por ende, al mantener el estado de vigilia, evadía cualquier teoría sobre viaje interdimensional. Me moví sólo unos metros entre el suelo terrícola y el interior del vehículo volante.

Cuando pude recobrar la racionalidad para documentar mentalmente la experiencia, y manipular

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la motricidad interactiva con el entorno, emprendí el recorrido por la gigantesca habitación.

Apelando a mi sentido de la perspectiva, definí que se trataba de una forma rectangular (distinta del óvalo externo), en cuyas paredes opuestas había unos pequeños cuadrados, ubicados de forma aleatoria, con un tamaño que iba desde un arco de fútbol hasta una baldosa, algunos rectos en sus vértices, otros romboidales. No era para nada prolijo. Y todos emitían una luz gris contrastante en la blancura.

En algunos sectores del suelo surgían números y letras (de hecho, más números que letras) agrupados de a pares, color gris. La mayoría iniciaba con 6 o 7, pero algunos también con 2. No tenía sentido ver 65 6c 20 61 6d 6f 72 20 75 6e 69 76 65 72 73 61 6c, etc… Pronto dejé de prestarle atención, aunque lo había memorizado.

No corría viento alguno allí. No se percibía sensación táctil. Nada se movía alrededor. Tampoco sentía olores. Era un ambiente totalmente aséptico.

El sonido tampoco estaba allí. Parecía ser una de esas cámaras anecoicas, capaces de conducir a la locura en cuestión de horas. Tras unos minutos, con los oídos adaptados, pude escucharme la respiración, los impulsos eléctricos del cerebro, el torrente sanguíneo en mi cabeza, y hasta la labor incesante de los intestinos.

Caminaba sin rumbo fijo, presa de la monotonía. No me sentía angustiado, ni ansioso. El aire respirado insuflaba serenidad a los pulmones.

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Al principio no me di cuenta, pero conforme se adaptaba mi vista al monocromático espacio pude notar, en lo que sería el centro mismo del albo rectángulo, una mesa y una silla, ambas tan blancas como lo demás, pero delineadas por una sutil sombra.

Sobre la mesa descansaba una caja, también blanca, en cuya tapa se leía una secuencia ininteligible de letras y números. Grabado en caracteres con un gris similar al de los números del suelo, se leía:

ZWwgYW1vciB1bml2ZXJzYWwgZXMgdmVyZGFkIHkgbGliZXJ0YWQ=

Me sentía como quien encuentra una billetera ajena en la calle y se pregunta si alzarla o no, mira a los costados en busca del despistado propietario. Nadie alrededor. Igual, no era precisamente el caso. Abrí la caja.

En su interior había una esfera negra, lisa, de aspecto gelatinoso y empetrolado. Tenía unos quince centímetros de diámetro, por lo que era algo más pequeña que una bola de boliche, aunque sin los tradicionales orificios. Contrastaba con todo el ambiente luminoso. Era, acaso, lo único ausente de luz en el lugar. Pensé en los «brgoo»8, misteriosos personajes de un cuento que leí hace mucho tiempo.

Tomé la esfera entre las palmas de mis manos.

Entonces, una poderosa electricidad cruzó mi mente, centelleando sin precedentes. Casi que podía sentir el movimiento en mi corteza cerebral, fluyendo con velocidad inusitada. Se aceleró mi corazón.

8 Véase «La invasión de los brgoo”, de M. Ponce. Revista Axxon. Junio de 2016.

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Hasta ese día no me había percatado de algo esencial en la mente: tanto la construcción de nuevos pensamientos a catalogar y archivar, como los recuerdos que son desempolvados y puestos a disposición de la razón (y hasta las reflexiones de la conciencia que intentan marcar tendencia a cada paso), son procesos que conservan siempre el mismo tono de voz. Lo pude diferenciar porque apareció en mi cabeza una voz nueva, con identidad propia. Sonaba femenina, aunque bien podía ser andrógina.

Teoricé que el objeto en mis manos funcionaba como catalizador para la percepción de esa sintonía. Un medio, una radio a través de la cual se expresaba la voz que, hasta el momento, sólo había emitido unos vocablos incoherentes. Expresaba de manera repetitiva algo que sonaba como «datrevili dadreb zelasrebin huromale».

Sin embargo, tal vez consciente de la malograda estrategia, la voz consiguió dirigirse en español. El mensaje emergió desde el núcleo de mi cabeza, con tono inconfundible:

«Gracias por estar aquí, Miguel».

—¿Eh?, ¿quién sos? —pregunté en voz alta, casi sin pensar, como en un recurso mecánico.

«Mi nombre puede traducirse en los fonemas humanos como “Axiala”. Vengo de un planeta del cúmulo estelar que conocen como Pléyades, en la constelación del gran Toro. Intentamos ayudar en vuestra evolución. Lleva miles de años desde su inicio y tomará muchos más. Es gradual, pero el cambio es inminente», explicó la voz.

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Entre asombrado y desconfiado, reparé en el objeto esférico. Había cambiado de forma: ahora era como una plastilina con vida propia que se revolvía a sí misma entre mis manos, se derretía y contorsionaba, cobraba impulso y buscaba su formato original, pero permanecía desinflada, latiendo como una pasa de uva gigante. Esa deformación me asustó. Lo arrojé a un lado de la caja y retrocedí, alerta.

Permanecí unos segundos paralizado, pensando qué hacer. Quise correr. Fue en vano.

El cuerpo viscoso había recobrado su aspecto radial, tornándose macizo como al principio. Comenzó a moverse, cayó de la mesita y rodó lentamente hasta chocar, suave, con uno de mis pies.

Volví a agarrarlo. Otra vez el vértigo corriendo por mi cuerpo. Me estremeció una piloerección.

«No temas. Somos parte de lo mismo», indicó la voz de Axiala, siempre a modo de pensamiento.

—¿Podés leer mi mente?

«No puedo leer tu mente. Ningún ser en el universo puede hacerlo. Sólo interactúo con pensamientos y sentimientos que tú decides compartir, a un mismo nivel. Como cuando hablan los humanos entre sí: primero seleccionan su mensaje y luego lo exteriorizan. La diferencia aquí es que el escenario es tu propia alma».

—Quisiera verte personalmente. ¿Sos como una... mujer?

«Podría devenir en forma humana, si quisieras. Ahora mismo, en las cercanías, mi

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compañero explora formateado como humano. Pero tú no necesitas eso, puedes comprender la esencia».

¿Debía sentirme halagado? Tenía curiosidad por ponerle un rostro a esa voz femenil. No pude insistir.

—¿Por qué a mí? —pregunté desconcertado.

La respuesta retumbó en mi cabeza:

«Desde muy pequeño estás buscando, Miguel. Indagas sobre las grandes respuestas que guarda el universo, sólo que no lo recuerdas…», dijo, e hizo una pausa. Aparecieron imágenes de mi infancia.

No puedo explicar el recurso, pero cada fotografía expresaba un momento de cierta lucidez, de entendimiento natural. Me veía desde afuera, como en un viaje astral: podía comprender la escena y apreciar la satisfacción del pequeño bebé, inmóvil, en posición de gateo, a escasos centímetros de «Capitán» (el can familiar de la época) cruzando miradas intensas; o el infante con la oreja pegada a la ventana para oír la lluvia tras el cristal; o el adolescente ensimismado ante la inmensidad de las estrellas.

«…Con el tiempo —continuó— has apagado esa búsqueda. Sea por la demanda del núcleo predominante de tu especie, en constante exploración material, sea por la dificultad natural para comprender y procesar las respuestas obtenidas…».

—Pero…, ¿qué querés de mí?

«Nada más que la manifestación. Ya descubrirás tú mismo qué quieres de ti».

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Así fue que materializó ante mí un cuadrado cuadriculado, de ocho por ocho, bicolor. Era un típico tablero de ajedrez, en formato y disposición. Lo que no tenía eran trebejos.

«¿Jugamos?», dijo en tono simpático.

—¿Conocen el ajedrez? —pregunté. Mi extrañeza crecía a cada minuto.

«¡Oh, es verdad! Claro que aquí creen que este es un invento humano», respondió divertida.

Callé, un poco avergonzado por la estafa del sobrevaluado Sissa y su leyenda oriental.

Me cedió el turno inicial. Sin soltar la esfera mediática, intuí que el tablero simbólico permanecería vacío. Había que «cantar» la jugada. Ajedrez mental, basado en la memoria y concentración para efectuar los cálculos.

«¿Qué movimiento hago?, ¿qué apertura elijo?», reflexionaba, intentando sorprender.

Conocía algo de teoría de ajedrez, desarrollo coherente de las fuerzas, desplegar, socavar la posición enemiga, mantener la ventaja. Sin embargo, intuía que un camino convencional me llevaría a la derrota, se impondría el ser superior.

Tenía que apelar a otra cosa.

Realicé un movimiento.

«¿Jugaste… P4TR?», preguntó la voz, extrañada, luego de que yo moviera dos pasos el

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imaginario Peón ubicado a la vanguardia de la Torre próxima al Rey, en la banda derecha del tablero.

«¡Bingo!», pensé.

—Venís de otro planeta, supongo que sabés de estrategias teóricas recomendadas, —respondí—. «Y por eso jugaré lo que no esperes», —completé, ahora para mis adentros.

«Rápida adaptación e interesante intuición», dijo. Y ya no volvió a hablar durante varios minutos.

Nos concentramos en el juego. Yo pensaba variantes y al principio me molestaba que ella pudiera «escuchar» esas ideas en mi cabeza (sería una brutal desventaja), pero luego recordé que sólo escuchaba los pensamientos que yo elegía compartir, así que diseñé un pequeño cubo de cristal en el contenedor de mi mente, allí entré y cerré por dentro para estar solo y calcular las jugadas sin delatar mi árbol de análisis.

Así fue toda la partida. Yo realizaba una jugada ilógica tras otra. Algunas con pérdida material, otras con desventaja posicional. Mi pobre Rey blanco estaba desprotegido, casi sin presencia del bando en el centro, con desarrollo defectuoso en los flancos. Una oda a la incorrección en ajedrez. Mis trebejos no tenían patria común, eran mercenarios sucumbiendo al «sálvese quien pueda», en clave torre de Babel.

La inicial paridad que el juego ciencia ofrece a ambos jugadores, ya se había visto desbalanceada en casi todos los sectores del escenario bicolor. Pero, pese a la evidente desventaja, una sensación en mi interior confiaba. Algo estaba por pasar, aunque no debía, aunque no fuera estadísticamente esperable.

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Y aconteció.

Realizadas unas 40 jugadas por bando, durante uno de mis turnos pude encontrar una combinación milagrosa, un movimiento letal que me permitiría dar jaque mate en pocas jugadas. No podía creerlo. Mi corazón se aceleró más que al agarrar la esfera entre mis manos. Tres veces analicé la variante, tres veces en busca de algún error de cálculo. ¡Estaba limpia! Veía el futuro, ganaría el juego. Sólo era mera burocracia realizar la secuencia de jaques y respuestas únicas de mi rival estelar. El inevitable sofocamiento del monarca negro era un hecho.

Sin embargo, algo mutó. Desde el cubo de cristal miraba la posición de las piezas imaginarias. El ejército negro imponiéndose lentamente, durante todo el juego, con sólida parsimonia. El antagonista blanco asestando un zarpazo decisivo, coyuntural, infalible. Pensé en la dualidad que representa, que imponemos en nuestro tiempo como humanos: la victoria y la derrota, el yang y el ying, el día y la noche, la mujer y el hombre, la muerte y la vida…

Tuve entonces una epifanía. No podría detenerme a explicarlo, aunque lo intentara durante años. Es un descubrimiento íntimo, primigenio, eudamónico, visceral. Había comprendido algo sobre aquello que se entiende como Unidad.

Antes de realizar el primer movimiento del análisis, salí del cubo hermético en mi mente.

—¿Tablas?, —pregunté, extendiendo una mano hacia el aire—. Este juego ya lo ha dado todo.

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En ese instante, una materia hasta entonces invisible se corporizó delante de mí, tras el tablero de ajedrez. Era Axiala en lo que, supongo, sería su forma original. Tomó mi mano y sentí una profunda paz.

—Eso es todo. Ganaste al empatar, Miguel. Ya puedo seguir mi viaje —sentenció la pleyadiana.

Por primera vez había hablado «fuera» de mi mente. La voz entraba en mis oídos con igual dulzura.

—Pero…, ¿y ahora?, —pregunté con más desarraigo del que jamás volví a tener en mi vida—, ¿qué hago cuando vuelva?, ¿cómo sigue mi camino?

—Cuando descubras la esencia en el mensaje, lo sabrás. Hasta entonces, continúa tu vida. Sigue la senda que el flujo sustancial de tu instinto indique. Es lo que todo ser viviente debería hacer para ser feliz».

Sentí el abrupto colapso del entorno. Todo se volvió difuso. Axiala había desaparecido. Alcancé a verme la mano donde reposaba la esfera de plastilina. Ya no estaba. Un zumbido ensordecedor atontó mis oídos, complicando aún más la percepción. Una luz brillante como la inicial me cegó temporalmente.

Flotaba.

Permanecí catárquico. Los pocos recuerdos de los últimos segundos en aquellas peculiares horas (o al menos es la percepción que recuerdo, de unas cuatro o cinco horas transcurridas) son imágenes confusas, igual que al cambiar en el TV y renegar por la señal, borrosa, nevada, decente, borrosa…

Me viene a la mente, rememorando la flotación, la sensación vertiginosa de montaña rusa y

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el manso vaivén de cuna infante. También avizoro un punto de luz brillante, intermitente y juguetón, que reaparecía segundos después en otra coordenada de mi visual, alejándose. Finalmente, un sonido, silbido agudo, que acompañaba cada nueva aparición del punto de luz, siempre con una nota distinta. No recuerdo si establecía alguna melodía en su conjunto.

Cuando pude asociar los pensamientos al entorno circundante, reconocí el puñado de álamos emergentes bajo los cuales había pernoctado con la visitante cósmica que practicaba juegos de mesa.

Un objeto detuvo su trayectoria al chocar con mi muslo. Era una pelota de fútbol. Tras ella corría un mocoso de siete u ocho años. Frenó a dos pasos de mí. Desde más atrás, otros muchachos me miraban.

—Señor, ¿está usted bien? —preguntó el más avanzado de los pequeños.

No pude contestar. Empezaba a salir el sol. Le entregué el balón y los muchachos se alejaron para seguir su contienda futbolera, olvidándome para siempre. Camino al auto, levanté una caja blanca que reposaba a mi lado, sobre el césped, bajo la alameda. En la tapa, que originalmente tenía el mensaje ininteligible, se leían tres bloques, diferenciados:

ZWwgYW1vciB1bml2ZXJzYWwgZXMgdmVyZGFkIHkgbGliZXJ0YWQ=

65 6c 20 61 6d 6f 72 20 75 6e 69 76 65 72 73 61 6c 20 65 73 20 76 65 72 64 61

64 20 79 20 6c 69 62 65 72 74 61 64

Da/tre/bil\y\dad/rev\se\las/re/vi/nu\rom/a\le.

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Reconocí en este último párrafo la versión escrita de aquellas palabras iniciales que en mi cabeza habían aparecido y que aglutiné incorrectamente. Todo era demasiado explícito, aunque confieso que demoré unos días en entender el verdadero significado de aquel mensaje.

[Abro nuevo paréntesis para contar que, años después (probablemente a fines de los 90) me topé con un manuscrito inédito de Martín Grillo, poeta tan luminoso como ignoto, que dedicó miles de horas a producir ediciones caseras de sus poemarios y cultivar las letras entre quienes cruzaban su camino, especialmente en El Trapiche, región que adoptó para asumir el tramo final de su vida. El manuscrito en cuestión tenía como título el sentido literal del mensaje que yo había encontrado en la nave espacial. Por algún motivo, perdí ese papel, y aunque leí reiteradas veces la quincena de libros de Grillo, nunca lo encontré. Queda entonces el dato anecdótico…].

Puse la caja blanca como acompañante en el asiento (damajuana y jamón aledaños), y me dirigí a La Florida. Ya no habría rastros del asado nocturno. Lo más probable es que los muchachos no estuvieran, pero intentaría ir, aunque no les podría contar mi historia. Me sentía como quien vuelve a su patria luego de mucho tiempo y penurias, y agradece por cada nuevo acento coterráneo que cruza camino a casa.

Encendí la radio de Cloti. Sonaba «Wish you were here», a cargo de Pink Floyd. Parecía una endemoniada casualidad, una coreografía montada con banda sonora y todo, dispuesta para dramatizar

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el momento y hacerme sentir protagonista ante la mirada de miles de personas detrás de la pantalla.

Bajé por la Ruta 39, como tenía previsto. Pasé por el «campamento viejo», pueblo fantasma con una veintena de construcciones, que había quedado deshabitado a mediados de los cincuenta, y cuyo repentino abandono todavía resultaba un misterio. Años después oí perturbadoras versiones, pero sería materia para otro relato.

Me acerqué esa mañana del 4 de febrero de 1978 al Club Náutico. Sospeché, al ver un movimiento inusual de personas y vehículos. Algunos policías vallaban la zona del camping, otros (libreta en mano) tomaban testimonio a lugareños, un tercer grupo se encontraba arrodillado sobre el suelo, recolectando muestras y analizando espacios. No imaginaba que aquella congregación se debía a la experiencia vivida ni más ni menos que por mis propios amigos.

Continué mi recorrido. Mamá estaría contenta de verme y saber sobre esa pulposa joven quinense...

***

[Domingo 4 de febrero de 2018 (otra vez)].

La vida, después. Durante años, en reiteradas situaciones y en diversos lugares, como bares, filas del banco o del súper, y hasta en los almacenes donde vendía las mercancías de mi pequeña distribuidora, estuvo latente el tema en la opinión pública. Escuché todo tipo de teorías sobre el popular encuentro cercano del dique La Florida. Desde la más osada, que insinuaba abducción y posterior amnesia de los damnificados, hasta la más malintencionada, que

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atribuía el hecho a una apoteótica cogorza colectiva. La más ingeniosa, acaso, fue la que sugería la sobreestimulación del sistema nervioso central de los pescadores a base de «solupe», un exótico compuesto vegetal que, ciertamente, crece al norte del dique La Florida (muy cerca de donde después funcionaría la actual reserva florofaunística) y que tiene un efecto alucinógeno debido a la presencia de alcaloides como la efedrina. Pero, dicha plantación estaba lejos del Club Náutico (o de Riocito, según el avistador) y además debe ser preparada en infusión, producto del que ninguno de nosotros tenía conocimiento...

Por desgracia, hay quienes fuerzan la verdad a cualquier precio, incluso a costa de la misma verdad.

La cuestión es que pasaron cuarenta años desde entonces. M****** ya está muy avanzado en la historia, escribiendo lo necesario para dejar este relato documentado tras horas de plena actividad.

Hasta mi muerte, en el año 2011, volví con frecuencia a Riocito. Solo o acompañado. Aunque fuera por unas horas. Sentía la renovación espiritual y la remembranza de un pasaje especial en mi vida.

Con las décadas quedamos menos, pero con quienes logramos ingresar al flamante siglo XXI, como el Coco, el Rolo, el Profe y el Turco, entre otros, muchos días compartimos en Riocito. Con testaruda insistencia lograba convencer al grupo de turno para arrojar la parrilla y prender un fuego, donde fuera, y aunque los muchachos jamás entendían el porqué de mis repentinas sonrisas con la mirada perdida en el vacío de un recuerdo atesorado en lo más profundo

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de mi corazón, nunca nos impidió disfrutar de bellas tardes en aquel sitio mágico, tras la alameda, donde muchos años antes había conocido a una pleyadiana ajedrecista.

Para quienes se pregunten si volví a ver a Axiala, no puedo explayarme. Sepan que hay mucho más de lo que se vislumbra en vuestro plano actual. La distancia está ahí, a sólo un clic sensorial.

Aunque tal vez la joven alienígena, oculta tras la esfera empetrolada, esperara que yo estuviera vivo para esta jornada conmemorativa, cuadragésimo aniversario, me las he arreglado para cumplir, y aquí estoy, ofreciendo este relato para quien quiera leer. ¿Realidad o ficción?, eso ya lo aportan ustedes...

Adiós.

***

[Lunes 5 de febrero de 2018 (epílogo)].

Curiosamente, papá me enseñó más cosas tras su muerte, de las que me transmitió en 28 años juntos.

Se fue en julio del 2011, cuando yo me recuperaba de una cirugía bariátrica que concreté con su ayuda, en una época en la que todavía era preciso escudo, yelmo y espada para tratar con las mutuales. Desde algún lugar seguro vio su obra cumplida, porque dos años después había bajado casi 100 kilos.

Tras su repentina partida, por un fulminante infarto, pude entender muchas cosas, como aquello de que «el hombre no acepta los consejos paternos hasta que tiene un hijo que piensa que él está equivocado».

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Michelangelo, mi primogénito, todavía no cumple tres años de vida, pero crecerá y tal vez un día se encuentre con el mismo problema que tuve yo; espero que entonces sea más sensato que su padre en el pasado. Creo en la evolución de la especie. Vincenzo, su hermanito, está a punto de emerger del vientre de su madre, quizás le guste el ajedrez...

Si bien la trama es acompañada por un hecho documentado, como es el avistamiento de La Florida en 1978, este cuento no es real (a pesar de lo que opina mi padre en su «Consideración preliminar del progenitor intruso, oculto tras el hipocampo de su amanuense»), pero sirva como homenaje a aquellos que partieron y escapan a nuestros sentidos terrenales elementales, pero existen en el corazón de quienes todavía estamos y con su esencia presente seguimos escribiendo la historia de la humanidad.

—¿Que si creo en extraterrestres, hijo? ¡Claro! Sería muy necio si pensara que en la inmensidad del universo somos los únicos habitantes…

¡Salud, papá!

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La crisálida

por Carlos Audisio

«Aquello que para la oruga se llama fin del mundo,

para el resto del mundo se llama mariposa».

I

La fría y oscura noche del universo daba paso a la creación, permitiendo a incontables espíritus de las montañas y de los mares a estallar en caos, creando eras y estirpes a su antojo en el joven planeta que se enfriaba. Todos ellos creían ser todo, pero eran uno sin saberlo. En el origen de los inviernos el velo entre los mundos celestiales y las cosas creadas era tenue. Dioses y hombres se necesitaban mutuamente. Ambos, ambiguos y bizarros, regresaban una y otra vez a la creación y a la destrucción. Alimentando, sin saber que lo hacían, a la única morada que era real y eterna: la Nada. Un reino construido con los seres creados y luego muertos en los juegos caprichosos de dioses poderosos y otros no tanto. Que morían sin el sentido del bien o del mal, sin conciencia de la existencia, en el más puro desorden. Fue el origen de los antepasados, difuntos que por aquellas eras hablaban con los vivos y traían presagios y advertencias. Hasta que la reina de la nada, con gran maestría, cerró el portal de su reino. Y todos los dioses en pánico entendieron que no eran dueños de toda fortuna, sino tan sólo de lo creado por ellos y no más. La nada sería el único lugar que se nutriría inevitablemente de todos ellos y de sus dos creaciones dilectas: el hombre y la mujer. Silenciosa,

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observadora, los devoraría uno a uno llevándoles hacia donde van a parar todos los finales de todos los comienzos, con su monarca la muerte atenta en su trono, siempre atenta.

Mientras tanto, cada rincón de la Tierra se poblaba con el hombre y la mujer caminando sobre ella. Ambos creyeron también que su llegada era el comienzo de algo que parecía serlo todo. Pura ignorancia más que arrogancia. Jamás imaginaron haber sido primero orugas y luego crisálidas. Que, en la metamorfosis, una nueva era que desestima el pasado, un nacimiento sin recuerdos los llenaría de esa extraña energía que algún día llamarían amor. Pero el dios que los creó podía destruirlos y por ser el dueño absoluto de la ambigüedad, podía ser certero y errado a la vez. Esto le sucedió a Hunuc, el primer ser poblador de los territorios de la actual región argentina de Cuyo, hijo de la montaña y de Xumuc, el sol, cuando experimentó un fuerte sentimiento que le estremeció el corazón; esa energía extraña que le hizo sentir la necesidad de amar y ser amado.

Así que Hunuc, espíritu feliz y soñador en su paraíso terrenal de montañas y ríos, escaló en un viaje épico la cordillera de los cerros andinos para hablar con su madre la montaña y rogarle por una amada. Ésta intermedió ante Xumuc el sol y Chuma la luna para que crearan una compañera a Hunuc. Y de este modo nació Huar, la primera mujer. Hunuc, al conocerla, quedó absolutamente enamorado y ella también se enamoró de él y caminaron juntos. Algún tiempo después Huar quedó embarazada de Hunuc. Pero Xumuc el sol, al enterarse, montó su ira contra ellos por haber gestado sin su permiso. Por ello obligó

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a Hunuc y a Huar a decidir entre la vida de ellos o la de su hijo. La pareja decidió que su hijo viviese y ellos morir. Fue así que Huar dio a luz a su primer hijo huarpe y le enseñaron a adorar a la montaña y al sol. Luego se despidieron del niño y se entregaron a la muerte, unidos en una sola alma, para cumplir con los designios de Xumuc.

El pequeño huarpe creció, y la luna Chuma y el sol Xumuc se apiadaron de él, enviándole una mujer. De este modo nació la primera mujer huarpe y con esta pareja nació la etnia que habitó el Cuyo desde la cordillera andina hasta los ríos del este. Más tarde, la montaña convenció al sol Xumuc para que convierta a Hunuc y a Huar en el dios de sus hijos. Xumuc accedió y, arrepentido de su anterior decisión de hacerlos morir, lloró y sus lágrimas originaron las lagunas de Guanacache que fueron para los huarpes un lugar sagrado. Hunuc y Huar, en lo alto de la cordillera, hicieron su metamorfosis uniendo sus almas en la de un solo dios llamado Hunuc Huar, protector de sus amados hijos: los huarpes.

Aquí la leyenda se cierra. Pero hay detalles hilados en una trama extraña. Palabras y conocimientos sólo sabidos por antepasados y chamanes antiguos. Entre la leyenda y la historia real, queda un espacio intransitable, una estela invisible a los ojos de casi todos los mortales. De esto se trata la historia de Walter Dinatale, coleccionista de crisálidas, que osó, por accidente, caminar en esa brecha peligrosa, que ni los fantasmas quieren cruzar, pues allí sólo transitan mariposas nocturnas, mensajeras en la noche, con la cara de la muerte cabalgando en sus alas.

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II

El Museo Argentino de Ciencias Naturales demora en abrir sus puertas esta mañana. La ciudad de Buenos Aires amanece complicada después que una tormenta huracanada dejara múltiples secuelas de árboles rotos y calles inundadas por doquier. El parque Centenario, en las inmediaciones del museo, no es excepción, con algunos de sus árboles descabezados y varias luminarias caídas sobre los bancos de madera, semejan a ebrios reposando después de una mala noche. Ahora, la mañana se muestra particularmente tormentosa y gris, con un pronóstico inestable de borrascosa jornada. Cuando el museo al fin abre las puertas al público, no hay más visitantes que un pequeño contingente de alumnos de una escuela del interior del país junto a un par de maestras de ciencias naturales que dan sus explicaciones. Apenas terminadas de abrir las puertas, los guardias se sorprenden de que Walter Dinatale entre corriendo hacia el interior del museo, sin dar la más mínima explicación de su visita al edificio. Walter es un asiduo concurrente al lugar, por su cercana amistad con el Dr. Omar Zabaleta, afamado biólogo e investigador del museo y de la UBA, lo cual parece acreditar a Walter a comportarse como un profesional en estas ciencias, aunque en realidad es un aficionado con dedicación apasionada a la colección de mariposas y crisálidas, como a la búsqueda de nuevas especies de lepidópteros argentinos aún no registrados.

A pesar de ser habitualmente atento y proclive al saludo fácil y amistoso, hoy Walter pasa corriendo sin mirar a nadie. Emitiendo un tímido

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buen día se dirige al pasillo central del museo y, doblando hacia el corredor derecho, sube la escalera a dos peldaños por vez, llegando al despacho del Dr. Zabaleta.

Entra displicente y sin mediar saludo pregunta:

—¿Dónde la encontraron?

—¿Dónde la encontró?, querrás decir —comenta Zabaleta.

—¡Ah! ¿Fue una sola persona?, ¿un biólogo?

—No, un aficionado.

—¿De dónde es?

—De Córdoba.

—¡Qué! ¿En Córdoba? ¿Son pocos los registros en esa zona?

—No, pará. El tipo es cordobés, pero el hallazgo fue en San Luis —aclara Zabaleta.

—¿Estás seguro?

—Así me dijeron.

—¿Cómo llegó tan al sur? Qué raro —agrega Walter.

—No sé. La foto me la mandó por wasap. El espécimen es real, es una Citheronia Brissotti Meridionalis.

—Dejame verla por favor —pide Walter.

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—Sí, no hay dudas es una mariposa de la calavera, pero se ve muy deteriorada —afirma Walter mientras la observa en la imagen de la pantalla.

—Eso mismo le dije yo —comenta Zabaleta.

—¿Qué? ¿Hablaste con él? —se sorprende Walter.

—Claro. Vos te demorabas y me adelanté...

—¿Y?

—Parece que el hombre también está medio maltrecho —precisa Zabaleta—. Sufrió una caída o algo así. No sé. Me pareció confundido, impreciso. Dice que caminó como tres o cuatro días desde una localidad al pie de las sierras de San Luis, llamada Villa de la Quebrada y anduvo por los cerros medio perdido hasta llegar a un pueblo vecino de nombre… Creo que lo tengo escrito por aquí… Espérame un poco a ver si lo encuentro.

Suena el móvil de Zabaleta. Le llaman de la cátedra de artrópodos de la Universidad.

—Me tengo que ir, Walter. Aquí están los datos del muchacho.

—Antes de irte, Omar, decime que más te dijo.

—Me contó que antes de salir hacia las montañas había hablado con una mujer que vende yuyos medicinales y era descendiente de huarpes, llamada Obilia, que vive en Villa de la Quebrada. El hombre me dijo que le mostró a la mujer una imagen del espécimen que andaba buscando y ésta le dijo que había vistos varios de esos bichos, hacía muchos años,

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entre las sierras de Nogolí, ¡ahora me acordé!, así se llama el otro pueblo y la misma Villa de la Quebrada; cuando vivía entre los cerros en un puesto rural. Me tengo que ir, Walter.

Diciendo esto el Dr. Zabaleta sale con saco en mano hacia el pasillo.

Walter le grita una pregunta mientras lo ve alejarse.

—¿Cuánto mide?

—Algo de 20 cm —responde Zabaleta también gritando.

—No puede ser —refuta Walter.

—Sí, puede… Chau, chau. Te veo el miércoles.

—No, no nos veremos el miércoles.

Zabaleta frena el paso y gira su cuerpo y su mirada a la puerta donde Walter proyecta su imagen congelada y pregunta con cierto fastidio en la voz y en el rostro:

—¿Y por qué no nos vamos a ver el miércoles?

—Porque me voy a San Luis —respondió Walter.

III

Casi una semana le lleva a Walter Dinatale contactar a la mentada doña Obilia. Mujer anciana y amable, que recoge yuyos medicinales en los cerros de Villa de la Quebrada. Humilde y bien dispuesta a responder preguntas, se muestra sorprendida de que

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en menos de un mes dos personas de la ciudad se interesen por esa mariposa del monte. Walter escucha historias de doña Obilia, acerca de su abuelo huarpe lagunero, de la entonces gran laguna de Guanacache, y la leyenda de que esa mariposa había sido la encargada del llevar un mensaje secreto de la muerte al dios sol de los huarpes. Walter poco se conmueve por la leyenda y, más motivado por su particular obsesión, pone en movimiento su unipersonal empresa de búsqueda y hallazgo del lepidóptero y su crisálida. Antes de partir, escucha a Obilia decir que según cuentan, esos animalitos, por alguna razón, habían sido traídos de las lagunas de Guanacache, hacia unas cavernas que existirían en la cima de ciertos cerros cercanos al río de Nogolí y a otras más lejanas en la región de los Pantanos Negros, en el faldeo de las sierras. Cavernas donde, según relataban los antiguos laguneros, habían sabido existir tumbas de ancestrales huarpes, echados boca arriba y con sus cabezas orientadas hacia el oeste, que dormían el infinito sueño de la muerte, con la fe puesta en que el dios sol los despertaría en una era donde su trono en las cimas de la cordillera andina, muy cerca del Aconcagua, brillaría para siempre.

Es grande para Walter la sorpresa, una mezcla de asombro y frustración, cuando una vez en el pueblo de Nogolí, buscando los cerros aledaños al río, encuentra un lago que forma un dique de dimensión y hermosura sorprendente.

Luego, en un camping lejano al pueblo, pero cercano al lago donde acamparía, un baqueano le comenta que muchas cavernas, otrora en las cimas de

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los cerros, ahora son pequeñas islas que sobresalen de las profundas quebradas hundidas, donde el río habría quedado devorado por la obra humana del dique. También asegura el hombre que otras cavernas están cercanas a la ribera norte de lago, por cierto con un monte cerrado y agreste, y orillas tupidas de juncales y pantanos, pero accesibles, si se lo proponía, con una navegación en bote a remos.

Walter alquila un bote en el camping con dos remos viejos reparados con alambres y un ancla improvisada con hierros oxidados.

El baqueano, antes de internarse con su caballo entre el crepúsculo y las cumbres ocres del otoño, sorprendido con este individuo raro, buscando una mariposa en el monte, le pregunta curioso:

—¿Y cómo se llama este bicho que busca?

—Mariposa de la calavera —respondió Walter.

—¡Qué fiero nombre! —dijo el hombre.

Walter, ignorando la observación, con visible indiferencia carga la carpa y la bolsa de dormir en el bote.

El baqueano balbucea algo incomprensible. Se le borra la sonrisa amable del rostro. Da media vuelta y se va en silencio. Walter se olvidaría del hombre. El baqueano no se olvidaría de Walter.

Navega. Sabe remar un bote. Lo ha hecho antes, en otras expediciones, en los lagos de Neuquén

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y en ríos afluentes del Amazonas. Sabe que esto no será fácil a pesar del agua calma y la brisa sutil, brindando el paisaje soñado de un otoño piadoso.

De pronto puede sentirla como tantas otras veces. Son breves segundos donde le parece visualizar una sensación. Las siente a menudo en calles solitarias, en andenes nocturnos, en esquinas y rincones. Tampoco quiere darle mayor importancia. Nunca se la da. Y en este momento el crepúsculo de la tarde cae como un manto, adormeciendo al monte de duendes y misterios que rodea al lago y tiñe de púrpura al horizonte en los cuatro puntos cardinales. Ha llegado hace un día a Nogolí y ya está navegando entre estas islas pequeñas con un inmenso cerco de cerrada naturaleza, tal vez hostil, acunado en ese lago dormido de sueños, sus sueños, sus crisálidas atravesadas por alfileres en cajas atestadas de rótulos, mientras allí, en su aquí y ahora, la noche y el aire frío del lago le recuerdan su vulnerabilidad.

Ahora está en ese punto sin retorno. La oportunidad es única. Más temprano había capturado algunos ejemplares interesantes, pero ni rastros de la mariposa de la calavera. Esta noche la pasará en el bote. Se alejará algunos metros de la ribera y dormirá apaciblemente con la danza del oleaje calmo del agua. Le han advertido de serpientes yarará, de jabalíes y de pumas que merodean la ribera norte del lago por las noches. Mañana al clarear el día intensificará la búsqueda de su atesorada mariposa.

La noche está avanzada. Estira las piernas en toda su extensión sobre el bote. Se siente fatigado. El chirrido de los insectos es majestuoso y dulce a la vez, sumados a uno que otro sonido indescifrable, a la

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sinfonía nocturna del otoño, cuya ya helada brisa acaricia la piel del rostro de Walter con idílicos destellos de luna y misterio.

Echa una última mirada a la ribera, que se ve imponente, llena de los fantasmas que inventan los oscuros nocturnos con los blancos de la luna llena. Con el ancla del bote clavada en el fondo y el viento tironeando las aguas, se acuna su cuerpo y su mente con una distraída sensación de que el bote es atraído por alguna criatura que, invisiblemente, le observa desde la orilla. Luego el cansancio y los ensueños se confunden en su cuerpo y en la noche que lo tragó.

Una sacudida en todo el cuerpo le despierta. Abre los ojos extrañado, tarda tres segundos en reaccionar. Luego su piel y sus ojos se llenan de terror. No está en el bote. Mira alrededor. Nota que la noche ha cambiado. Es casi como un atardecer o un amanecer, para el caso es lo mismo, pues ahora no hay luna y la claridad viene de todo el circular horizonte.

«¿Qué horizonte?», se pregunta, sumando más horror a sus sentidos cuando descubre que se encuentra acostado en lo profundo de un barranco. Desde allí, con los ojos hacia el cielo opalino, puede ver la cima del barranco con algunas raíces desnudas colgando. El miedo le invade cada fibra de su pecho, su sangre y sus pensamientos. Y entiende que nunca antes ha sentidos ese miedo en las entrañas.

Pasan las horas en forma inmensurable. No sabe dónde está. Walter no se mueve, pero tampoco nada se mueve a su alrededor. Lo que parece ser una noche carece de sonidos. En todo ese tiempo sin

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tiempo su mente ha logrado tranquilizarse. Entiende lo que le sucede, pero no comprende ni cuándo, ni cómo sucede. «¿Quién me trajo hasta aquí?», piensa.

La opaca claridad deja ver ahora algunas entradas de cuevas en las paredes del barranco. El miedo de pronto se despeja y lo reemplaza una calma absurda. Puede moverse, de a poco, y cada vez más. Se sienta con dificultad sobre una roca. Se mueve despacio, como si así pasara desapercibida su presencia al entorno. Comprende cuán ridícula es esa actitud. De seguro estará siendo observado. Y es entonces que volvió a temer.

No hay rastros ni huellas. «¿Cómo puede pasarme esto?», inquiere. Sabe que siempre su sueño es frágil y atento. No es sonámbulo, pero definitivamente esto no es un sueño. Se aterra nuevamente.

Decide esperar al día y a la luna. «¿Qué pasa con la luna?». Entonces, repentinamente su incertidumbre se proyecta al espacio, al infinito.

Ahora que su visión se acostumbra a esta noche extraña, puede percibir una y otra vez que algo está sucediendo. Relámpagos de sombras, oscuros movimientos, tímidos y veloces van de un lugar a otro, sin posibilidad de identificarlos con certeza. Permanece atento e inmóvil. Ahí están, se mueven con asombrosa velocidad, pero ahora ya puede verlas con claridad: son sombras repetidas y predecibles. Cruzan de un arbusto a otro, de una grieta a un pozo, o sencillamente se dejan absorber por la oscuridad de las cavernas. En el ambiente los relieves y contornos

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se tiñen de gris, mientras las sombras misteriosas juegan a no ser vistas.

Pasan las horas y el amanecer no llega. Se ha familiarizado con los etéreos seres y ellos también con él. Se acercan lo suficiente como para casi tocarlos o tocarlas, pero prefiere la inmovilidad, sentado en la roca. Dos de ellas intentan acercarse por uno de sus lados y el ademán de Walter para evitar el contacto es tal que todas las sombras estallan en una huida general. Elongan sus figuras, y desaparecen fusionándose con las sombras de hojas y rincones. Comprende que son entes reales e independientes. Sus formas casi humanas se distorsionan en los movimientos y relieves, con elasticidad y soltura desconcertantes.

Instantes después, de a poco y tímidamente salen de sus guaridas y de nuevo allí las tiene a su lado, observándole. Él, con asombro y temor, también las contempla. Ante cada movimiento de Walter el vecindario de seres oscuros sale en fuga. Se alivia, parecen inofensivas. Y continúa su espera.

Algo se mueve en la entrada de la cueva más cercana. No son sombras. Es un bulto amorfo, acaso como la silueta de un perro, pero más ancho, no delineado.

No, definitivamente no es un perro.

Se acerca, es corpóreo. Walter no sabe qué es ni qué actitud tendrá con él. Las sombras se mantienen expectantes y el amorfo sigue acercándose. Walter piensa en huir, se mueve hacia un costado y, estirando el brazo derecho, toma un grueso trozo de rama seca que yace en el suelo. Pero

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el extraño ser ya está a un metro y medio de él, sin que Walter pueda moverse con fluidez. Puede ver claramente que es algo no comparable a nada que conozca, amorfo, inestable en sus movimientos, cambiante. Como una gran bolsa negra con alguien en su interior intentando romperla para salir. Emite un sonido sutil y gutural. Extraño. Con impavidez, Walter comprende que es un diálogo incomprensible, que muta en sonidos y formas, cuyos vocablos toman morfologías desconocidas y los contornos muestran una figura más identificable, pero no menos terrorífica. Walter ve entonces (o cree ver en realidad) que la amorfa criatura semeja a una gigante oruga negra, de un metro de largo, con nítidas y claras figuras dibujadas a cada lado del cuerpo simulando los rostros de dos calaveras, con sus órbitas y bocas mostrando muecas de disgusto. Tal vez el mismo disgusto de una existencia eterna o simplemente por la presencia de Walter en ese lugar.

El ser amorfo comienza a moverse, retrocede en la misma dirección desde donde vino. Por momentos parece caminar, en otros arrastrarse, reptar o derramarse como un líquido viscoso. Se dirige hacia la cueva. Walter decide seguirlo manteniendo distancia prudencial. Sus sonidos no cesan y, por momentos, suenan a cánticos primitivos.

El ser entra en la cueva y su oscura forma se diluye en la penumbra total del recinto. Las lánguidas e insustanciales sombras sin cuerpos que las proyecten, entran también.

Walter vacila en entrar. Pisa algo blando, sin lograr precisar qué es. En el interior, reina una completa oscuridad. Avanza sólo dos prudentes y

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sigilosos pasos. Desde la profundidad de la cueva los sonidos emergen intensos y variados. «Debe de haber una multitud de esas cosas», piensa y con inconsciente e instintivo impulso grita:

—¿Quiénes están aquí?, ¿quiénes son?

Los sonidos se interrumpen inmediatamente. El silencio es absoluto. Sus palabras reverberan en ecos ocultos absorbidos por la caverna. Una pausa que se hace insoportable. Algo se mueve bajo sus pies, Walter salta instintivamente y retrocede hasta la entrada de la cueva.

Sorpresivamente una voz habla:

—¡Vete! ¡Ya vete y déjame aquí!

Reconoce algo en aquellas palabras, algo distintivo que suena en ecos también.

Rápidamente comprende que es su propia voz. Alguien le habla usando su voz. Claramente se escucha a sí mismo. Confundido, sale hacia el descubierto del barranco y con él van algunas sombras. Desde el interior de la cueva algo clama nuevamente. Su propia voz clama:

—¡Ya vete!

Inmediatamente, miles de llantos, gemidos, aullidos y sonidos penosos, como venidos del mismo infierno, agrietan la noche. Noche agria de fantasmas.

Se aleja de la escena, girando hacia el lado más descubierto del barranco. Aún tiene la rama seca en

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su mano, como improvisado garrote. Aparta con ella algunos arbustos, como para iniciar una huida. La noche sigue siendo pálida. Desde este punto puede ver a una de las sombras que se mueve delante de él, e instintivamente decide seguirla. Como si la sombra hubiese entendido la estrategia, comienza a correr y Walter también corre, tras ella, sin pretender entender nada, sin cuestionarse nada, sin mirar atrás.

Cuando el miedo embriaga, los momentos son imprecisos. Así de impreciso fue el momento en que la luna se presenta en el cielo con su cortejo de estrellas y su halo de luz. El himno nocturno de insectos reaparece. La silueta viaja delante de Walter como una guía hacia lo desconocido, hacia el infierno o hacia el despertar. Va descubriendo senderos en la fuga que de otra manera no hubiese sido posible. Y ambos son prófugos, dos espectros, uno corpóreo y otra una ilusión, pero ambos reales. Y como todos los fantasmas, no saben dónde están, no saben dónde van en su huida hacia ningún lado.

La orientación es confusa, Walter se siente abatido y sin aire en los pulmones. Cae de rodillas en el suelo. Repentinamente comienza a reconocer algunos detalles del paisaje. La tímida claridad de un próximo amanecer brilla en el ambiente. De pronto la sombra ya no está. No sabe en qué momento dejó de estar, cuándo le abandonó, desde qué instante ya no le guía. Inevitablemente se siente solo, no con la soledad del descanso, sino con esa soledad que asusta, como la soledad de un rey sin vasallos. Piensa que ya lejos deben haber quedado los personajes de esta pesadilla nocturna. Al poco de caminar, escucha con atención los sonidos del oleaje del lago rompiendo en

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la orilla. Baja hasta la ribera y a lo lejos ve la silueta de su bote anclado y bailoteando sobre el agua a varios metros de la costa. Siente un tibio alivio y camina hacia la embarcación. «¿Cómo me sacaron de ahí?», se pregunta nuevamente mientras se acerca.

Sin dudarlo, se interna en las oscuras y frías aguas. Camina y nada la distancia hacia el bote. Siente el peso del cansancio, como si desde su espalda, piernas y brazos se aferraran los amorfos intentándole hundir. Pero sólo es la sutil corriente del agua.

Se toma con fuerza de la popa del bote y cree ver sombras observándole desde la orilla. Nada es certero, únicamente el frío en su piel es un sentimiento real.

Con las últimas fuerzas sube a la embarcación y por un instante todo se paraliza, incluso cualquier posibilidad de sorpresa, cualquier terror, cualquier significado. Puede ver que allí está, tirado en el piso de madera, su propio cuerpo. Con la boca abierta hacia las estrellas y su rostro blanco de luna, con la cabeza meciéndose a los vaivenes del suave oleaje.

No sabe si el cuerpo respira, pues por lenta o por ausente, no ve respiración. Pero sí observa que en la mano derecha sostiene algo. Cuando pudo distinguir, reconoce la crisálida de una mariposa de la calavera. Se agacha y, al tomarla con su mano, la siente blanda y sin vitalidad. Sufre un vahído repentino, un temblor extraño en su cuerpo, una estocada a su existencia. Miles de susurros que se internan en su sien. La visión de un alarido de enojo ancestral,

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imprimiendo su cadavérico rostro en las alas de una gran mariposa infernal, que ahora se hace carne en sus ojos. Ya no es mensajera de un misterio guardado por los dioses, sino de un rencor profundo que sólo puede nacer de la misma muerte. Muerte reina de la nada, que nunca aceptará su reino usurpado, aunque el poder atrevido de un dios creador lo hiciera. Se cobrará eternamente con el tributo de inocentes, el precio de haber hecho que un hombre y una mujer nacieran de nuevo, robados de los recintos de la propia muerte para crear el dios de una estirpe humana. Walter ya no es Walter, es sólo un hombre sin identidad, que parado apenas logra entender que la muerte siempre insatisfecha hoy zarpará con él, por la efímera petulancia de los mortales, por la soberbia impertinencia de los dioses y la ingenua amenaza al delicado equilibrio entre lo que es y lo que deja de ser en sus sepulcros sin fe. Mientras, el hombre siente como sus piernas trastabillan. Su cuerpo, bañado aún por la luna, no proyecta sombra. Comprende que todo él es sólido pero ausente, vivo pero sin presencia. Y vencido por su propia realidad cae en las oscuras y frías aguas del lago con la crisálida apretada en su mano. Y en el último segundo de su comprensión siente que el abrazo del agua a su cuerpo ya no es hostil, es una suave seda que lo envuelve, una mortaja piadosa, un vientre en forma de cuna, un rincón en el universo donde los recuerdos ya no existirán.

Las burbujas son pocas. En sus pulmones sólo hay un único y lánguido suspiro, que la profundidad devuelve al exquisito aire del amanecer.

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La invasión

por Roberto Enrique Sabbatini

Agosto de 2019. En el destacamento policial 17 de La Botija, lindero a la prisión de máxima seguridad, entró el puestero Teófilo Funes, quien muy alterado presentó una denuncia.

Según Funes, que vive en un lugar apartado en la campaña, a unos diez kilómetros de allí y hacia el norte, cerca del límite con La Rioja, había salido a buscar unos vacunos y cuando estaba próximo al sitio en donde deberían estar, vio un enorme disco oscuro con algunas luces de colores que levantaba vuelo detrás de una loma, alejándose, volando bajo y a poca velocidad, hacia el oeste.

Al cruzar la loma, lugar donde estaban los vacunos, encontró que todos estaban muertos y sus huesos blanqueaban al sol.

Según sus declaraciones, dichos animales sólo habían estado un par de días allí y no era posible que sus huesos ya estuvieran totalmente pelados.

En el destacamento policial no lo tomaron muy en serio y pensaron que estaría alcoholizado cuando hizo la recorrida. El hombre se puso furioso, tuvieron que calmarlo y le tomaron la denuncia, pero fue archivada por poco creíble.

Hace pocos días, abril de 2021, en la dependencia policial de Luján se presentó un vecino llamado Belisario Ochoa, quien vive en un puesto de una estancia en Pampa de las Salinas, próximo a

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Lomas Blancas, a denunciar que, en un lugar próximo a su vivienda, por el que pasa todos los días, encontró dos esqueletos: uno de un perro y otro, cuyos huesos estaban desparramados, de una persona. El vecino estaba muy impresionado y afirmó que cerca del muerto había un arma de fuego, algunas ropas desgarradas y efectos personales que le hicieron pensar que estaría cazando por el lugar.

Extrañados por la denuncia, los policías llamaron a un oficial superior, quien ordenó de inmediato que hicieran volver al móvil policial, desde donde se encontrara, y fueran a ver de qué se trataba aquello.

Les llevó más de una hora llegar al sitio en donde hallaron todo tal como lo había descripto Ochoa. El oficial pidió instrucciones y le ordenaron tomar fotos del sitio, sin tocar nada y esperar, dejando una guardia, a que llegara el juez interviniente. Así se hizo, debiendo dejar dos agentes solos en aquel apartado lugar.

Mientras esto ocurría, en la comisaría de San Francisco del Monte de Oro, otro vecino se presentó a exponer lo que le había sucedido la noche anterior. El hombre vive de sus chivas un poco al norte del paraje llamado Árbol Solo, con su mujer y una hija, y al ir en la mañana al corral a soltar sus animales los encontró a todos muertos y con los huesos pelados, como si hubieran muerto hace años.

Los policías de San Francisco ya estaban enterados de lo ocurrido en Lomas Blancas, así que se armó un gran revuelo, porque entendieron que algo grave estaba ocurriendo en la zona.

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El comisario dio el alerta para todas las dependencias cercanas y pidió la concurrencia de peritos para consultarlos.

Como de costumbre, la burocracia judicial, demoró un tiempo en tomar medidas, no obstante la Policía estaba en los lugares, labrando ya las correspondientes actuaciones.

Enterado por el alerta de San Francisco, un oficial que estuvo en el Destacamento 17, tiempo atrás, recordó la absurda denuncia del vecino del lugar de apellido Funes y fue hasta allí. Explicó el motivo de su presencia y se puso a buscar entre todos los papeles. Encontró el documento finalmente y comprobó con sorpresa, que coincidía casi totalmente con los casos actuales. Sólo faltaba que mencionaran un disco volador.

El funcionario judicial interviniente llegó hasta el sitio donde estaba el esqueleto humano y, luego de ver la zona, ordenó que llevaran el cadáver a la morgue judicial de San Luis, junto con el perro y también alguno de los caprinos del otro hecho, para que los estudiaran juntos, porque era evidente que el caso era el mismo, que el causante no era humano, ni tampoco un animal conocido.

De regreso a San Luis, el funcionario mandó a sus colaboradores a buscar tanto en la Universidad Nacional como en la casa de estudios de La Punta, gente experta para consultarla sobre el misterioso caso, al que nadie le encontraba una respuesta lógica.

También se les tomaron declaraciones a los testigos, incluido Funes, ya que enterado de la vieja denuncia, la sumó a los casos recientes.

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El resultado de las autopsias al supuesto cazador dio como resultado que el fallecido era un hombre de unos 70 años, que había tenido una muerte violenta muy pocos días antes y que sus huesos, los del perro y los de las cabras, estaban roídos en su totalidad como si un animal pequeño hubiera comido toda la carne de los cadáveres.

Se pensó en ratas, aunque no había antecedentes de semejantes ataques. Mientras tanto, la Policía científica y algunos técnicos de Zoonosis, que seguían revisando los lugares denunciados buscando alguna pista, comprobaron que en los alrededores también había esqueletos de animales silvestres y que no había quedado nada comestible cerca, ni animal, ni vegetal.

En horas de la noche del segundo día, posterior al del hallazgo del cazador muerto, desde el paraje San Ignacio, llegó un pedido de auxilio de los vecinos, que solicitaban ayuda y una ambulancia para sacar algunos heridos.

Hacia allí se dirigieron policías y bomberos de Quines, así como también una ambulancia.

En la zona vieron un gran incendio de campos y al llegar a las casas encontraron a los vecinos a los gritos, golpeando frenéticamente con palos y herramientas algo que andaba por el suelo y los estaban atacando. El caos era total. A la luz de las llamas no se veía mucho y el humo era bastante espeso.

Cuando los policías iluminaron el lugar con las luces de las camionetas, vieron un verdadero campo de batalla, en el que los vecinos mataban unos bichos,

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del tamaño de una rata mediana, que andaban por el suelo a toda velocidad. Los socorristas sorprendidos también fueron atacados al bajar de sus vehículos. La situación era muy confusa. Por todos lados había de esos bichos, mientras algunos yacían muertos, otros se subían a los vehículos caminándoles por encima, siempre veloces. Los policías pidieron refuerzos, pero en realidad no sabían qué tipo de refuerzos necesitaban. A uno de los conductores de los móviles policiales, se le ocurrió dar vueltas por el lugar con su vehículo, pisando a los bichos. Así mató a muchos más, que los que intentaban con las palas. Los demás socorristas hicieron lo mismo, al igual que la ambulancia, con eso y el fuego lograron poner bajo control la situación para saber contra qué estaban combatiendo.

El ataque había comenzado en el gallinero de una casa, después siguieron hacia las otras viviendas comiéndose perros, gatos, gallinas, lechones, zapallos y otras hortalizas, las frutas de una higuera y dejando muy mal herida a una vaca y algunas cabras que quedaron espantosamente mutiladas.

A alguien se le ocurrió rociar a los invasores con un líquido inflamable y meterles fuego, por lo que debido a la sequía se produjo un incendio de grandes proporciones, que cortó la columna principal de los atacantes, unas hormigas enormes de entre quince y veinte centímetros de largo.

Los vecinos fueron trasladados a Quines, muchos de ellos heridos por mordeduras, sobre todo en los miembros inferiores. Algunos presentaban enormes faltantes de tejido muscular y hemorragias

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importantes. El ataque fue muy grave. No se tenía antecedentes de algo así.

Esa terrible noche marcó el comienzo de una complicada situación para todo el noroeste provincial y el sur de la provincia vecina de La Rioja.

Ahora, sabiendo quien era el responsable de las matanzas, las autoridades centraron su atención en las hormigas. Se estudiaron los insectos muertos durante la feroz batalla y se mandaron, con urgencia, muestras de ellas a distintos institutos especializados para que alguien encuentre una explicación al asunto.

Mientras tanto, la noticia había corrido rápidamente y los pobladores de esas zonas, que no son muchos y están aislados entre sí, empezaron a autoevacuarse.

El Gobierno Provincial destino dos helicópteros policiales a recorrer la amplia zona afectada, pero eran muy pequeños para el caso de tener que evacuar gente, por lo que se pidió la colaboración del Ejército que, en cuanto pudo, facilitó otros dos, mucho más grandes.

Entonces, se comenzó a hacer patrullajes desde el aire para tratar de localizar los hormigueros, pero lo que no estaba claro era cómo se los atacaría para destruirlos. Muchos pobladores prendieron fuego a los campos, algunos para defenderse, otros para prevenir un ataque, lo que sumó un inconveniente serio al complicado panorama.

Camiones del Ejército comenzaron a llegar a la zona para evacuar a los pobladores y en muchos casos

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debieron pelear para socorrer a quienes ya estaban siendo atacados por las voraces hormigas.

Desde Buenos Aires llegó el informe de uno de los laboratorios consultados, en el que decía que habían encontrado restos de un herbicida muy usado en los cultivos de soja y maíz transgénico, en las células de los ejemplares de las gigantescas hormigas que habían sido enviadas a analizar.

Pocas horas después, desde otro laboratorio de Mendoza, confirmaron el hallazgo.

Al parecer eran hormigas de la especie Linepithema humile, pero mundialmente llamada «hormiga argentina» o «negra», que es altamente invasora, y cuya colectividad se habría alimentado con insectos afectados por las indiscriminadas fumigaciones en los campos de la zona, lo que derivó en una alteración de su ADN, provocando una mutación, quizás ayudada por la alta radiación UV proveniente de la luz solar, ya que los últimos veranos ésta había sido muy elevada por el adelgazamiento de la capa de ozono.

Estas hormigas son las mismas que caminan en hilera por la alacena y mesada de las cocinas, dormitorios, jardines y todos los rincones de las casas, y normalmente no constituían ningún riesgo para el humano, ya que el trabajo que realizan es de limpieza y, aunque se desparramen insecticidas o veneno, continúan apareciendo todos los días y no desde un hormiguero en la tierra, sino desde las aberturas, huecos que puedan existir en las paredes o el piso, ya que se alojan en los cimientos, además de plantas y

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troncos de los árboles o debajo de piedras grandes, u objetos abandonados en el suelo.

Con los primeros días del verano, dentro de las ciudades o en las zonas rurales, esas hormiguitas comienzan a aparecer, al igual que en el resto de la Argentina…, y también de Europa, porque fueron exportadas por accidente.

Se le considera una plaga o especie invasora porque ataca y destruye colonias de especies nativas de los sectores que habita, además de que se dedica a la crianza de áfidos, de los cuales extrae una sustancia azucarada como alimento. Los áfidos se alimentan de plantas, por lo tanto son perjudiciales para la agricultura. Esta hormiga se encuentra incluida en la lista de «las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo» de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.

Una de las principales características de L. humile es ser poligínicas, es decir que pueden tener varias reinas (a veces cientos) dentro de un mismo hormiguero, por consiguiente, los niveles de crecimiento poblacional son muy elevados. Las reinas ponen entre 20 y 30 huevos diarios en condiciones ideales. Además, no realizan vuelos nupciales y la cópula entre machos y hembras (alados) es dentro del mismo nido, por lo que evitan el riesgo de que predadores diezmen a las indefensas reinas recién fecundadas. Una vez que la cópula está completada, los machos mueren y las hembras permanecen vivas poniendo huevos por el resto de sus vidas, llegando a vivir hasta cinco años.

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En una entrevista, hace algunos años una experta en el tema decía: «Lo que me llamó la atención es que vi muchas hormigas «negras» en los campos de soja porque, luego de la fumigación, se comen a los bichos muertos». Y aclaró: «No comen en las plantas, sino que van directamente a la basura. Son carnívoras y comen lo que sea de los restos de comestibles que desecha el humano».

Este, era el enemigo con que se encontraba la población del Norte provincial, por lo que desde los centros científicos locales se habían comunicado con especialistas sobre estas hormigas, referentes de España, ya que en ese país, en Italia y también en Portugal se habían instalado enormes colonias, exportadas por accidente, y se habían destinado muchos recursos para investigar cómo combatirlas.

Por supuesto que todo lo dicho hasta ahora sobre estas hormigas se refiere a ellas en condiciones normales, con dos milímetros de largo y no de ciento cincuenta o doscientos milímetros, como las mutadas. Por supuesto, su voracidad había aumentado en forma proporcional a su tamaño y en una zona árida como ésta y poco poblada por especies silvestres, no alcanzaban los medios para sustentarlas, por lo que salían de cacería, arrasando todo a su paso.

El pánico ya se había apoderado de la población, a pesar de que se retaceaba la información al periodismo, pero la noticia corría de boca en boca y las redes sociales se ocuparon de difundirla y agrandarla. El razonamiento que todos los vecinos hacían era lógico, ya que era conocido popularmente

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lo difícil que era combatir esas hormiguitas, y llevadas al tamaño de una rata las convertía en un enemigo temible.

La preocupación se extendió también a las provincias limítrofes y luego al resto del país y países vecinos, porque en toda América se hacía uso y abuso del herbicida asesino, que estaba prohibido en gran parte del mundo, pero en los corruptos países de Latinoamérica se guardaba silencio sobre los peligros de su utilización.

Estaba comprobado hasta el cansancio que el producto era altamente cancerígeno, que producía terribles malformaciones a los niños en gestación cuyas madres se expusieran al químico y ahora se había comprobado que producía la mutación de insectos.

Las hormigas gigantes eran un súper enemigo. No había forma rápida de combatirlas, eran grandes pero no tanto como para poder matarlas con armas convencionales, no se las podía bombardear, no se sabía qué pesticida usar con ellas y los expertos recomendaron no usar más químicos en su contra, porque se temía que pudiesen potenciar la extraña mutación.

Cuando trascendió la primera denuncia, hecha por el tal Funes, en la que se hablaba de una extraña nave en proximidades del primer ataque, no faltaron los que dijeran que estábamos en presencia de una invasión extraterrestre, lo que aprovecharon los «sojeros» para sacarse la responsabilidad de encima y pagaron a algunos medios informativos para difundir y agrandar el chisme.

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Como de costumbre, en medio de una desgraciada catástrofe, salieron los pescadores de aguas revueltas para tirar sus redes y aprovecharse de la situación. Lo primero que ocurrió fue que los frigoríficos aumentaron el precio de las carnes, alegando que las hormigas habían matado mucha hacienda y así sucesivamente los distintos sectores de la economía empezaron a sacar tajadas para su beneficio.

Mientras tanto, la gente común de toda esa zona seguía padeciendo. Los casos de mordeduras se multiplicaron y la atención a los heridos era muy complicada y penosa, ya que las hormigas al morder arrancaban un pedazo de tejido muscular, cortando a veces tendones y dejando una sustancia irritante que provocaba un sufrimiento adicional a la víctima.

La orden que se dio fue evacuar toda la zona, a lo que muchos se resistían. Otros huían despavoridos en sus vehículos, a buscar refugio en los pueblos más grandes, provocando a veces accidentes de tránsito.

En los pueblos debieron disponer de las escuelas y complejos deportivos para alojar a los evacuados, pero en ningún pueblo tenían recursos para alimentar a tanta gente y atender a los heridos. Además, no había ninguna garantía de que las hormigas no llegaran a las poblaciones mismas, o de que las hormigas locales no estuviesen mutando también.

La única arma que mostró ser eficaz contra las hormigas, hasta ese momento, era el fuego, pero tenía muchos riesgos y en los pocos días desde que habían

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comenzado los ataques masivos, los incendios ya habían hecho más daño que las hormigas mismas, además de distraer personal y recursos para controlarlos.

El Ejército trajo de otras provincias tropas armadas con lanzallamas y formaron patrullas de acción rápida para salir de urgencia a los lugares donde se denunciasen ataques.

Una tarde, millares de hormigas atacaron la prisión de La Botija y los guardias debieron atrincherarse dentro de los edificios y junto a los presos resistir a los bichos que pugnaban por entrar.

En su auxilio, aunque demorados, por la distancia que debieron recorrer, llegaron dos pelotones de militares con lanzallamas. Arribaron cuando la situación era ya insostenible. Hubo muchos heridos, dos de los cuales fallecieron posteriormente.

Como resultado, también la prisión debió ser evacuada.

La situación estaba descontrolada, los militares, policías y bomberos, más cientos de voluntarios, eran impotentes ante este enemigo feroz y tan poco convencional. A eso se sumaba la falta de previsiones para situaciones de emergencia por parte de las autoridades de todos los niveles, lo que hizo que todo el operativo fuera precario, improvisado y caótico.

Como una ayuda del cielo, uno de esos días llovió por lo que no había llovido en varios meses y eso hizo que las hormigas no salieran y se apagaran

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los incendios, lo que dio un corto respiro a todos en la castigada zona.

Pasada la lluvia recomenzaron las salidas de las hormigas, pero ahora la zona era mucho más amplia, se detectaron hormigas gigantes cerca de Villa Dolores y Ulapes. La población aterrada huía de la región.

Expertos de todo el mundo centraron su atención en esta nueva plaga y algunos países mandaron técnicos para ensayar formas de exterminar a las hormigas mutantes, aunque nadie tenía la más vaga idea de qué podría hacerse contra ellas.

Después del ataque a la prisión, los pocos que se atrevían a andar por la zona en la noche observaron con sorpresa y preocupación unas luces que, a baja altura y poca velocidad, circulaban por todo el campo, recorriéndolo. En la mañana siguiente las patrullas del Ejército y la Policía, que recorrían la enorme zona afectada, encontraron por todos lados, montañas de hormigas muertas y nadie sabía el por qué. Así fue que, de la noche a la mañana, el ataque finalizó.

***

Los Vimanas de la Unión Intergaláctica, seis en total, estuvieron recorriendo una noche todo el Norte de San Luis, Sur de La Rioja y Oeste de Córdoba, aplicando la micro-onda AZ 646, la única que mostró ser eficaz en las pruebas de laboratorio para destruir a las hormigas, haciéndolas estallar internamente, al igual que a sus larvas.

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CoLiPuCiFa La invasión, por R. E. Sabbatini

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Cuando ya estaba terminando el operativo, el comandante anunció a sus consternados subordinados que volvería a casa y pediría el retiro. El lugarteniente del comandante preguntó apenado a su superior:

—Maestro, ¿cuál es la razón de que nos abandone?

—¡Ay!, mi querido... Llevo ya dos mil ochocientos años terrestres arreglando los líos que arman estos brutos, y nunca aprenden. Estoy cansado, quiero hacer otra cosa. Lo siento, los voy a extrañar.

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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La última gota

por Joaquín Tejeda

«Maldita sea», dije al ver que dos gotas de medicina no habían entrado en la jeringa. El antídoto se está acabando y todo desperdicio es un paso más hacia la muerte. Sin embargo, puedo decir que aún ese momento no ha llegado. Cuando mi padre empiece a agonizar, ahí sí estará todo perdido. Mientras tanto sólo debo estar atento.

Le destapo apenas la sábana que cubre su cuerpo para dejar al descubierto un poco de esa piel arrugada y grisácea de su brazo. Sin pensarlo dos veces, le clavo la jeringa y empiezo a presionar con suavidad. Hace cinco meses que vengo haciendo el mismo trabajo, cada semana, y todavía no me acostumbro. Veo cómo el tubo se vacía y eso me llena de esperanza, porque puedo decir que gano unos días más en esta carrera contra el tiempo. El ambiente se ha tornado tóxico y ya comienzo a sentirlo.

Se escucha que afuera está todo tranquilo, sin embargo, no me puedo confiar. Necesito ir a buscar algo de comida, si es que la ciudad no ha terminado de ser saqueada o si las criaturas no han terminado de devastarla. San Luis ya no es lo mismo.

«Las criaturas». Malditas sean ellas y toda su existencia. Han obligado a todos los ciudadanos a refugiarse entre lugares más recónditos de los pocos edificios que aún conservan cierta esencia lo que eran antes de la invasión. Para mi suerte, pude encontrar algo de techo en lo que una vez fue la Escuela Normal

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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«Juan Pascual Pringles». Aunque no sé por cuánto tiempo más podré quedarme acá. La situación de mi padre empeora todas las circunstancias, pero tampoco puedo darle la posibilidad de que pare de sufrir. No. Ahora menos que nunca, ya que hace unas semanas pude comunicarme con un campamento de refugiados asentados en las cercanías de las antiguas minas de oro de La Carolina. En estos días debo ir hacia allá, si es que aún conservan la resistencia, porque desde anteayer que no he podido establecer contacto. A este cuerpo flaco lo mantiene vivo esa pequeña oportunidad.

¿Cómo voy a llegar hasta allá? Ese es el gran dilema. Con mucha cautela he podido salir y explorar cómo están las cosas en los alrededores, pero nunca he podido ir más allá de la plaza Pringles, donde sé que hay un asentamiento de las criaturas, así que no sé hacia qué dirección apuntar. Saber que puede haber una cura para mi padre me invade todos los pensamientos y no puedo ignorar tal objetivo. Según los refugiados, debo ir hasta el Palacio de Justicia, donde lo más probable es que encuentre algo útil. ¿Qué será? Lo único que necesito ahora es un coche.

Es hora de comer. El estómago ha comenzado a quejarse y cada vez exige con más intensidad. Me calzo el chaleco, la mochila y un arma que pude conseguir luego de ver cómo otra persona había sido atacada por una de «ellas». Dios sabe lo que me espera si me topo con alguna. Nunca vi más que sus pies de pinza, pero el estado en el que dejaron a aquel pobre infeliz fue bastante deplorable. Dudé varias veces si se trataba de otra persona o de un animal, víctima de un atropello. El arma estaba a unos pocos metros del

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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cadáver y encontrarla fue como tomar esa bocanada de aire luego de permanecer largo tiempo debajo del agua. Recuerdo que cuando la tomé, me persigné en forma de agradecimiento hacia la persona. Dicha situación me causó cierta gracia, oscura, cuando la pensé con más detenimiento porque, en otras palabras, tengo con qué defenderme gracias a que aquel tipo murió. Pero como dice el dicho: «todo pasa por algo».

Salgo de la habitación de las ya apagadas calderas que alguna vez mantuvieron calefaccionada a la escuela. Abro la puerta con mucho cuidado, rezando una y otra vez para que no haya un chillido delator. Una vez afuera, vuelvo a cerrarla con la misma cautela rígida con que la abrí. Atravieso el patio e ingreso al edificio. Todo está hecho un desastre. Percibo que ese mismo desastre sigue tan ordenado como la última vez que salí. Es buena señal. Pese a que llevo cinco meses refugiado en este edificio, mis exploraciones no han sido muy fructíferas. No he encontrado nada más que escombros, más cadáveres y algunas provisiones de alimento que desafiaron la fecha de caducidad. Y yo, desafiando la muerte al consumirlas.

Sé que algunas casas no han sido conmemoradas con mi visita, así que son potenciales destinos. Tengo que salir por la puerta trasera, y para ello debo atravesar en cuclillas la larga galería de la escuela, ya que sus puertas y ventanas dan directo a la calle. Llego a la salida que desemboca en la calle Mitre con la presión contaminando cada uno de mis músculos. Una de las puertas me permite ver hacia el exterior. Hay sol y el cielo está totalmente despejado.

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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Parece lo que era una tarde normal de domingo, sin actividad humana que invada los espacios. Sin embargo, basta con girar la cabeza unos grados más, hacia cualquier dirección, para dar cuenta de la devastación que ahora decora la ciudad. Agarro el picaporte, inspiro profundo y salgo. Con la otra mano tanteo el arma guardada en mi bolsillo derecho. Estoy seguro. O eso creo...

Miro hacia ambos lados de la calle. No hay moros en la costa, pero eso no me confirma nada. Debo ser cuidadoso hasta con el pestañeo, para evitar cualquier sorpresa. Doblo la esquina por Lavalle y sigo hacia Caseros. Esa zona aún está fuera de mi mapa. Antes de llegar a la esquina, escucho unos sonidos metálicos que provienen detrás de mí. Salto, atravesando las rejas deterioradas de una de las casas, y me escondo detrás del cubo que contiene la bomba de gas. Saco el arma del bolsillo y la pongo sobre mi pecho. El corazón me late a gran velocidad y las manos me sudan. No puedo ver lo que está pasando por encima de mí y eso me genera más desesperación. ¿Y si me atrapan desde arriba?

Escucho unos pasos apurados que vienen hacia mi dirección. Pongo un dedo en el gatillo. «Pase lo que pase, debo hacerlo». «Tengo que disparar, sin pensarlo dos veces». Los pasos aumentan. «¡Dios mío, son varios!». El sonido metálico vuelve a aparecer y esta vez lo siento más fuerte. «¿Por qué me habré venido para esta zona?». «¿Por qué no caminé más rápido?». Estoy temblando e intento tranquilizarme, pero es imposible. El sabor a muerte me cancela todos los sentidos. A la cuenta de tres me pondré de pie y que sea lo que Dios quiera. Cuento mentalmente:

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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uno… dos y… ¡tres! Me pongo de pie y apunto hacia ningún lado, con el corazón ya en la garganta. Lentamente baja de nuevo a su lugar. La calle sigue despejada. Giro la cabeza hacia la izquierda y veo correr a tres perros. Malditos sean. Falsa alarma. Guardo de nuevo el arma y me sacudo la ropa.

Ya que me encuentro en la fachada de esta casa, intento ingresar empujando la puerta, pero es en vano. Algo del otro lado la está trabando. Me alejo unos centímetros hacia la vereda y desde ahí corro en carrera para chocarla. Para mi sorpresa, se abre sin que deba repetir la operación. Sólo la trababa un par de sillas rotas. A diferencia de muchas otras viviendas que vi, ésta se mantiene bastante ordenada. Seguramente la gente que vivió acá pudo escapar a tiempo, en aquel verano cuando todo comenzó. Eso significa que quizás haya algo de comida o lo que sea. Exploro un poco más la sala, el comedor y finalmente llego a la cocina. Abro la heladera y apenas me encuentro con un par de alimentos en descomposición y otros materiales (quizá frutas) que ya perdieron su forma. Abro las alacenas y lo primero que veo son unas latas de salsa de tomate. No sé si me servirán, de todos modos, las guardo en la mochila. En las alacenas contiguas me encuentro con dos latas de arvejas y un paquete de arroz. Todo está saliendo bien. Reviso más los muebles de la cocina, pero no hay nada útil, salvo un par de cuchillos, que también me los guardo para tener más armamento. Aunque las armas blancas funcionan más en contra que a favor.

Al salir de la casa voy hacia la siguiente. Vuelvo a abrir la puerta de un empujón y paso directo a la cocina. Sigue sin haber nada al alcance. Aunque

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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unos pasos más me permiten encontrarme con dos botellas vacías. Las tomo y las lleno de agua. No sé qué tan tóxica esté, pero tengo lavandina para que, al menos, pueda quedarme tranquilo de que algo puede limpiarla. Además, dicen que hervir agua sirve para quitarle un poco de microorganismos.

Ya pasé demasiado tiempo afuera de mi refugio y tengo más de lo que necesito. Salgo de la casa, con el alma un poco más llena. Haber encontrado buenas provisiones me motiva a que quizás en las demás casas podré hallar más cosas. Vuelvo al refugio con el mismo protocolo de seguridad que yo mismo ideé.

Una vez de vuelta al lado de mi moribundo padre, empiezo a cocinar el arroz. Desearía haber encontrado algo de sal o azúcar. Extraño saborear las comidas en lugar de limitarme a tragarlas con secos sorbos de agua. Espero a que todo esté listo. Me invade el pensamiento de cómo voy a hacer para llegar hasta el Palacio de Justicia y, peor aún, cómo voy a llegar hasta La Carolina. Sin embargo, no debo pensar demasiado, porque cada segundo que pasa va a parar a la taquilla del tiempo usurero, quien me vende el boleto a un destino mortal.

Ceno mirando a mi padre sobre la camilla. Hace varios días que no puedo verlo con sus ojos abiertos. Si bien no siempre hablaba, al menos podíamos compartir un par de miradas que decían mucho más que cualquier discurso. Hay noches donde, casi al dormir, sólo cierro los ojos y empiezo a recordar cómo era su voz antes de desfallecer. Me hace bien pensar que en algún momento tuvo esa vitalidad jovial que a uno lo hacía dudar de su edad.

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CoLiPuCiFa La última gota, por J. Tejeda

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Habíamos llegado juntos a la escuela. Me ayudó a armar bien las cosas para estar lo más cómodos posibles, desafiando a todo el contexto. Pero de un día para el otro, todo cambió. Ese día, hace cinco meses, no despertó. Recuerdo que me amanecí y luego de acercarme a él empecé a llorar, pensando que ya me había dejado, pero en el momento en que lo abracé, noté que su cuerpo se levantaba muy levemente a causa de la respiración. Momentos posteriores respondió con apenas unos leves movimientos e interacciones, pero cada día parecía que se desgastaba más. El antídoto logra mantenerlo a salvo, pero tampoco sé de qué enfermedad se trata. Como más o menos vi los síntomas, cuando entré a una farmacia perdida agarré lo primero que, según leí en los prospectos, los contrarrestaba. Pareciera que está en un coma, pero a veces suele tener ciertas reacciones. Me pregunto si aún puede escucharme, por lo que suelo comentarle cómo me ha ido en el día. Obviando parcialmente los peligros que aumentan a cada rato. Mañana será otro día.

Me despierto sin saber qué hora es, como todos los días. Me guío solamente por la luz del sol y ya ha amanecido. Es arriesgado llevar a cabo la misión. Mi padre sólo está en una camilla, conectado a un suero con agua que quizá sea tóxica. Por otro lado, me calma que la medicina la deba aplicar una vez por semana. No tengo otra oportunidad que apostar por la noticia de los refugiados. Por lo que sé, La Carolina no está muy lejos de la capital, entonces, si tengo suerte, puedo ir y volver en el día. Como mucho, podré volver mañana al amanecer. No es mucho tiempo si lo pienso bien. Sé que él podrá resistir, porque tampoco tiene mucha exigencia. Debo ir.

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Me levanto de mi cama improvisada con un par de colchas y sábanas. Lleno el suero con agua curada y comienzo a vestirme. Otra vez me calzo el chaleco, la mochila y el arma. Antes de salir, me acerco a mi padre y le comento lo que voy a hacer. Le prometo un regreso salvador, como quien hace una promesa a un cándido niño. Le beso su fría mejilla y salgo.

Esta vez no debo salir por la puerta trasera, sino por la puerta principal, que da a la calle Pedernera. Dicha puerta está mucho más cerca que la anterior, así que no hay tanto protocolo de seguridad como ayer. Sin embargo, es la salida más arriesgada. Si voy por la calle Chacabuco, me expongo aún más. Así que tengo que tomar el camino más largo: volver hacia la Mitre, pero en la dirección contraria que ayer, hasta doblar en Pringles y poder llegar al fin a Rivadavia, que me dejará directo en el Palacio de Justicia. Me gustaría poder evitar atravesar los alrededores de la plaza Pringles, pero, irónicamente, mientras más me adentre en los suburbios, peor es. Las criaturas deben saber que ningún humano es lo suficientemente estúpido para acercarse a su asentamiento. Pero ante la desesperación, no hay razón que funcione. Y eso no sé qué tan mortífero puede ser. Una vez pensado el plan, llamo a la suerte y lo pongo en marcha.

La tranquilidad que inunda todas las cuadras es mi peor enemiga. La tensión se siente a cada paso que doy. Al mismo tiempo, mis propios sentidos me engañan, haciéndome oír cosas que en realidad no están allí. Todo está muy tranquilo. Me escabullo entre las sombras de los árboles, deseando que las

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criaturas no sepan percibirme de esa manera. Lo que más me genera ansiedad es no saber nada de ellas, ni siquiera su verdadera forma.

Vuelvo a escuchar algunos sonidos metálicos, pero esta vez con menos temor que ayer. Recordar a los perros corriendo sin problemas me hizo sentir un poco humillado. Y tan rápido como vino ese pensamiento, se esfumó. Haber confiado en mi recuerdo fue lo peor que se me pudo ocurrir en un contexto como éste. Los sonidos se hacen más fuertes. Volteo, lo que me permite darme cuenta que unos escombros estaban cambiando de forma. Para cuando me cayó la ficha de lo que estaba pasando, una enorme criatura se había levantado, dejándome ver en todo su esplendor su horrible presencia. Acto seguido, tomo el arma y disparo un par de veces, pero no logro mucho más que hacerla enojar. Ruge con fuerza, aturdiendo mis oídos y me pregunto si no estará llamando a otras más. Estoy perdido. Empiezo a correr, siguiendo la misma dirección.

La bestia me perseguía a gran velocidad y las distancias se acortan. No estoy sintiendo mis piernas y las cuadras parecen hacerse cada vez más largas. Nunca más iba a llegar. Detrás de mí, los rugidos me avisan que podía morir en cualquier momento. Para cuando quise darme cuenta, ya había perdido la oportunidad de desviarme y tomar una calle diferente, al menos para buscar algún refugio. Me estoy acercando a la plaza y en tal situación nada va a salir bien. Me estoy metiendo a la boca del lobo. Volteo, aun corriendo, y vuelvo a disparar hacia donde creí que estaba la cabeza. La criatura se estremece, pero no se rinde. Corre como un tigre

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voraz hacia su presa. Tiene hambre y soy su mejor bocadillo.

Cuando llego a la plaza veo un enorme objeto iluminado con forma de huevo. Aun en plena luz del día, eso brillaba con más intensidad. Para mi sorpresa, no me había encontrado con otras criaturas, pero tampoco había podido burlar a la que tenía detrás. Miro hacia ambas direcciones, pero no encuentro ningún lugar que me pueda servir de refugio. No sé qué tanto más pueda desviarme o seguir sin encontrarme con otra más. Tomo la decisión más arriesgada: entrar a la plaza.

Con las piernas ya sin saber hacia dónde apuntar, corro hacia alguno de los árboles y me escondo detrás del que siento más adecuado. Puedo notar que la criatura no ha podido verme. Sin embargo, sabe que estoy allí. Ningún otro árbol es seguro. Dejo de escuchar sus pasos y sus aullidos. Todo vuelve a la tranquilidad de nuevo, hasta que me asomo para corroborar y la veo en frente de mí. Disparo y salgo corriendo de nuevo. «Ahora sí que no salgo de esta».

A medida que corro escucho el sonido de un auto y eso me hace correr un poco más rápido. En ese momento veo que una camioneta negra justo en la esquina.

—¡Vení para acá! —me grita una chica desde la ventanilla.

Voy corriendo con más fuerza. De la camioneta se bajan dos varones y apuntan hacia mi dirección. Por un momento pienso que están apuntándome, pero en realidad es hacia la criatura.

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Disparan sin cuidado y la criatura vuelve a chillar de dolor. Ya veo que estoy llegando de una vez por todas. Pero cuando tenía la camioneta casi en frente, se escucha otro disparo proveniente del enorme huevo que se encontraba en el centro de la plaza. El misil estalla justo en frente de mí, atacando a los dos varones que me habían protegido. Cuando el humo logra dispersarse, veo que la camioneta está a salvo, pero se ha alejado unos metros más. Hace unas maniobras y se coloca en la calle que estaba a mi lado.

—¡Saltá! —vuelve a gritarme la chica, esta vez manteniendo la puerta abierta.

No sé cómo, tomo impulso y pego un salto que me deposita en el interior de la camioneta. La chica cierra la puerta y se pone a cargar sus armas. Veo por las ventanillas que la criatura ha muerto, pero se avecinan otras dos más. A la par, el huevo dispara contra nosotros unas veces más, pero no logra hacer nada. El conductor hace otras maniobras arriesgadas y se desvía hacia cualquier vereda que considera que le dará el pase libre a la libertad. Por otro lado, la chica prepara el arma, baja la ventanilla y comienza a disparar a las criaturas que se estaban acercando. Al instante se detienen. Parece que se dieron cuenta que perseguirnos era en vano, por lo que vuelven hacia atrás. Yo me quedo mirando por la ventanilla, notando cómo el huevo comienza a hacerse más pequeño a la distancia. Estamos a salvo… por ahora.

—Soy Sonia —dice la chica, luego de unos largos segundos en silencio—, el que maneja se llama Rubén. Y los otros dos eran Pablo y Lucas.

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—Lo siento por ellos —digo sabiendo que la condolencia no era mi fuerte— soy Marcos.

—¿Qué tan suicida sos como para meterte a la plaza así?

—Tengo que llegar al Palacio de Justicia. Sí o sí para hoy.

—No nos vengás con exigencias. Demasiado te salvamos la espalda allá atrás. ¿Qué hay ahí?

—Hace unas semanas me comuniqué con unos refugiados —respondo, pero no sé qué tanto decir— y me dijeron que debo ir. No me dijeron qué hay, por eso es que estaba intentando llegar.

—Esa es zona negra. Peor que una zona roja —dice Rubén desde adelante—. Por alguna razón las criaturas se asientan ahí. Como si la plaza Pringles fuera el lugar de trabajo y la Independencia sus casas —lanza una carcajada—. Es imposible que lleguemos. Si esto nos pareció arriesgado, ir hasta allá es directamente morir. ¿Querés morir? —pregunta, punitivo.

—Obvio que no. Pero tengo que ir… Debo llegar a La Carolina antes de que termine el día.

—¿Hasta allá? Suerte con eso, pibe.

No puedo perder la oportunidad de que me lleven evitando volver a lo que pasé. Ellos tienen armas y tienen movilidad. Se los ve bien, por lo que deben saber cómo moverse en la ciudad. Dudo en contarles todo, pero no tengo otra opción. Comienzo por el principio y les resumo, en algunos minutos, todo lo que viví en estos últimos meses. Ellos me

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cuentan que lograron asentarse en lo que fue el colegio San Luis Gonzaga. Parece que las instituciones son buenos refugios. No mencionaron de dónde sacan las armas o cómo hacen para sobrevivir el día a día. Pero les creo cada una de sus palabras. Cuando uno necesita ayuda, hasta toda mentira puede ser indicio de verdad. Saben sobre la enfermedad y qué nos afecta a todos. Comentan que algunos la resisten más que otros, pero al final «siempre terminás estirando la pata». Me acuerdo de mi padre. Trato de que la emoción no me invada y vuelvo a repetirles por qué necesito ir.

—Bueno, ya que estamos, vamos todos juntos —reflexiona Sonia. Quería decirle un rotundo «no», pero son mi única salida.

—Está bien. Pero, como saben, tiene que ser hoy.

Me llevan a su refugio para buscar algunas provisiones. Vuelven a cargar un par de armas, por lo que asumo que alguno de ellos fue policía o militar. Me dan algunas barras de cereal y siento que me entregan oro. Sonia me guiña un ojo y eso ya me da luz verde para saborearlas. El primer mordisco me causa mucha excitación y por un segundo me olvido de todo lo que estábamos viviendo. Mastico la segunda con el mismo placer. Rubén se encarga de cargar dos bidones llenos de un líquido que supongo combustible. Sonia prepara dos pistolas más y se las guarda en su mochila. Me preguntan de ir al baño. Lo había olvidado por completo y ahora que lo mencionan, me dan ganas de ir. Una vez que estamos listos, salimos.

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La confianza en este momento no es algo que deba ponerse en tela de juicio. Yo no los conozco y ellos no me conocen. El hecho de que me hayan salvado activa una esperanza en mí, pero acá también tengo que pisar con cuidado.

Rubén sale despacio, adentrándose de nuevo a la ciudad. Supongo que debe estar demasiado nervioso, porque estar en movimiento puede ser un gran delator. Prácticamente tenemos que atravesar toda la ciudad para poder llegar hasta la ruta y darle derecho hacia La Carolina. Me mostraron un mapa y la distancia que nos separa no fue algo que me calmó. El viaje va a ser largo. No porque sean demasiados kilómetros, sino que la sorpresa está en cada metro y la adrenalina hace que todo se perciba mucho más lento.

Ya es mediodía. El sol sigue presente, ignorando todo lo que nos pasa. Los escombros y la hierba crecida son ahora el nuevo decorado de San Luis. En poco tiempo nos convertimos en una ciudad fantasma. Las calles están repletas de chatarra, postes de luz caídos, algunos restos de muebles y, con suficiente mala suerte, es posible toparse con un cadáver. Cualquiera que viera este panorama sin saber lo que pasó, diría que es producto de un tornado o algo por el estilo. Ojalá fuera eso. Ojalá hubiera sido un golpe de la naturaleza, de esos que hacen mucho lío, pero que, después, progresivamente, todo se pone de pie otra vez. Pero no es así. Más bien se abrió la temporada de caza y nosotros somos la presa.

Logramos llegar hasta la ruta sin problemas. Una tranquilidad que me pone los nervios de punta. Siempre imaginé que las afueras del centro de la

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ciudad eran más peligrosas, pero supongo que fue porque nunca me animé a ir hasta allí. ¿Cómo sé que hay suficientes criaturas como para custodiar cada rincón de la ciudad? Por ahí solamente son unas pocas concentradas en la plaza, o quizá son miles desparramadas por toda la provincia. No sé…, estadísticas que me tuercen el estómago.

Me recuesto sobre el asiento mientras veo que Sonia está concentrada mirando por la ventanilla. Hace varios minutos que estamos los tres en silencio. La ruta permanece vacía y sin más indicio que una brisa otoñal. Por unos segundos me olvido de todo lo que dejé atrás y recuerdo un poco las cosas antes de «la llegada». Pienso en mis compañeros, en mis otros familiares, incluso en los vecinos que saludaba cada vez que iba o volvía de la facultad. Una sensación agria me invade el cuerpo y comienzo a sentirme abandonado. Hasta entonces nunca había tenido en cuenta a otras personas además de mi padre. Lo más probable es que muchos de ellos estén muertos y buscar a otros sobrevivientes no sería de gran ayuda.

Rubén nos grita que miremos hacia el frente. Me saca a la fuerza del estado de introspección en que estaba sumido, lo cual me irrita. Obedezco y levanto la vista hacia el parabrisas. Vemos que en las calles de ese pueblo hay unas camionetas estacionadas y están en buen estado, eso significa que no son restos de nada. Cuando le pregunto dónde estamos, responde que acabamos de llegar a El Trapiche. ¿Sobrevivientes? Estacionamos a unos pocos metros de distancia y nos cargamos con unas armas. Sonia va al frente y camina hacia una de las casas. Rubén la sigue por detrás y ambos se colocan muy despacio a

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ambos lados de la puerta. En sus mentes cuentan hasta tres y se dan la señal de entrar. Acto seguido tiran la puerta abajo y la atraviesan. Los sigo por detrás y también entro. La casa está vacía y sin nada de muebles. Ya fue saqueada. Sin embargo, parece que las camionetas también acaban de llegar.

Al salir del recinto, caminamos unas cuadras más y es ahí cuando vemos humo saliendo del sector trasero de otra casa. Otra vez, tratando de no dar paso en falso que nos delate, nos acercamos y descubrimos que hay unas cuantas personas alrededor de una fogata. Nos miramos entre nosotros, sorprendidos y a la vez esperanzados. Parece que siempre estuvieron allí y no les afectó nada de lo que pasaba en San Luis. ¿Habrán podido llegar hasta acá las criaturas?

—¡Hey! —dice Rubén. Las personas voltean y se sobresaltan. Nos observan, asustados.

—¿Quiénes son? —interroga tímidamente una de las mujeres. Parece ser la madre de algunos de los niños que están ahí. O al menos ha de serlo de una niña que se esconde detrás de ella. Veo que, de las otras casas, sale un par de personas más y se suman a aquel contingente.

—Mi nombre es Rubén, ella es Sonia y él es Marcos. Estamos de pasada.

—¿Vienen solos? —pregunta la mujer, a la defensiva, con las manos cubriendo a sus niños.

—Sí. Estamos de camino hacia La Carolina. Nos sorprende mucho verlos. No esperábamos encontrarnos con otros humanos —dice Sonia—, sólo buscamos paz.

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—Pueden acercarse —agrega otra mujer, desafiando quizá lo que quería la primera que habló. Dudo que nos teman. Nos ganan en número y supongo que también deben estar armados.

La misma mujer que nos invitó a sentarnos, nos ofrece un poco de agua. Parecen vagabundos, pero sé que es estúpido algún tipo de prejuicio. Le sonrío y bebo con desesperación ese sorbo que estaba deseando desde que me subí a la camioneta. Por alguna razón, estas personas me inspiran mucha más confianza que Rubén y Sonia. Nos indican que guardemos las armas y las dejamos cerca. «Por las dudas», dice Sonia y sonríe de manera falsa.

Nos comentan que escaparon de San Luis y que hace un mes estaban asentándose en el lugar. Como no vieron ninguna situación extraña, no tuvieron miedo de hacer esas reuniones y así acercarse al estilo de vida que tenían antes de lo que se conocía como la llegada. La mujer se humedece la garganta con un trago de mate y sigue hablando. Menciona la toxicidad del agua y del ambiente. De que uno de ellos falleció por esa extraña enfermedad que ha surgido por tal contaminación. Los síntomas que recolectaron fueron: desfallecimiento repentino, fiebre muy alta, convulsiones, un leve estado de normalidad y luego un estado de locura intensa, donde la persona empieza a comportarse con crecientes niveles de agresión hasta que la adrenalina le sube tanto que sufre un colapso nervioso, quizás sumado a un paro cardíaco. Sin embargo, aceptan que nada se puede hacer y piensan quedarse más tiempo, intuyéndose seguros de que nadie va a acercarse. Prefieren morir de la enfermedad y no en manos de

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criaturas extraterrestres come-humanos. Creen de verdad que están fuera de peligro y tal convicción me contagia. Si tan sólo pudiese traer a mi padre ahora hasta acá, todo se solucionaría. Al menos tendría una muerte digna.

Escuchamos el sonido de unas ruedas estacionarse y miramos hacia atrás. Noto que hay sorpresa tanto en nosotros tres como en los refugiados, pero la sorpresa de éstos está expresada en gestos de horror. Rubén pregunta si llegaron más refugiados y la mujer que nos había hablado primero le responde que no, llevándose las manos hacia la boca. Estamos todos asustados y congelados en el lugar. Me empieza a latir muy fuerte el corazón y me sudan las manos. «¿Y ahora qué?», me pregunto, recurrente. Trago saliva mientras siento que se me cierra el pecho.

Escuchamos unos pasos acercarse. Varios pasos. En menos de un minuto hacen su presencia lo que parecen personas vestidas como la Gendarmería, pero llevan trajes negros y máscaras en el rostro. Cuento rápidamente unas diez cabezas. No dicen ni una palabra.

—¿Vienen a ayudarnos? —susurré a Sonia, o en realidad a cualquiera que pudiera haber escuchado.

—Vienen a cazarnos —responde, horrorizada.

Cuando Sonia termina de pronunciar esas palabras vemos como esos diez «sujetos» (porque no estoy seguro si son o no humanos) apuntan sus armas y empiezan a disparar. De repente, un griterío

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desesperado suena como cortina musical. Algunas personas caen en el acto, mientras otras escapan. Nosotros tres agarramos las armas y vamos a buscar un lugar para escondernos y disparar desde ahí. Sigue la lluvia de balas y veo que otras personas vuelven a caer al suelo, varios de ellos son niños. Noto que algunos de los enmascarados van en busca de quienes lograron escapar. Me escondo detrás de un árbol y, agachado, comienzo a disparar. Veo que las balas impactan sobre uno de ellos, pero no hace nada. Disparo de nuevo, pero nada. Sonia, que se había puesto en un árbol contiguo, me mira confundida y sin esperanzas. ¿Y Rubén? Lo empiezo a buscar con la mirada y encuentro que también se había escondido detrás de un árbol. Estamos bien los tres.

No sabemos qué hacer. Las balas son inútiles y la gente sigue muriendo. La cacería está dando resultado. Poco a poco los gritos empiezan a desaparecer y el silencio vuelve a reinar. Lo último que escucho es un sonido de aflicción que proviene del cuerpo de un niño que acaba de caer a mi lado. La imagen me produce repugnancia y me revuelve el estómago. Me aguanto el vómito e intento mirar hacia otro lado. Sonia me mira y comienza a llorar en silencio.

Gracias al árbol, ellos no me ven, pero puedo observarlos por un pequeño hueco que hay en el tronco. Cuando vuelven a reunirse, veo que algunos se quitan las máscaras y dejan ver un rostro amorfo, sin ojos y con una boca que se expande como una esponja marina. Definitivamente no son humanos. Uno de ellos saca un aparato de su bolsillo y lanza una luz hacia todo el campo, como si estuviese sacando una

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foto. Repiten unas palabras incomprensibles y se retiran. Se escucha un sonido de algo elevándose. Sonido que antes no se escuchaba. La naturaleza ignora lo que acaba de suceder, ¡y cómo la envidio!

Volvemos hacia el campamento y vemos los cuerpos alfombrando todo el suelo. La masacre nos deja mudos y confundidos. Hace unos minutos estábamos todos bien, compartiendo una merienda, y ahora decenas de esas personas están muertas. Los niños están muertos. No puedo pensar en nada más. Tengo la sangre congelada. Sonia me saca de ese trance de confusión con unos chasquidos.

—Volvamos a la camioneta —dice de manera fría y directiva. No le respondo y me limito a seguirle los pasos intentando no ver hacia el suelo.

Sonia es la primera en subir a la camioneta. Rubén se me acerca y me comenta que manejar va a ayudarla a descargar toda la impotencia que carga. No pudo hacer nada y la culpa le carcome la cabeza. Doy unos pasos más y escucho unas ramas quebrar. Con Rubén volteamos rápidamente y vemos de pie, a una corta distancia, a otro de aquellos seres que nos atacaron. Éste levanta su arma y dispara, pero esta vez no salen balas, sino que sale un láser que atraviesa el cuerpo de Rubén, quien cae inmediatamente. El ser vuelve a disparar, quemando más el resto del cuerpo. En un acto más reflejo que premeditado, corro hacia la camioneta y le grito a Sonia que encienda la marcha. Como puede, arranca y pega unos arriesgados volantazos. Me doy cuenta de que no quiere escapar, quiere atropellarlo. Le grito que no lo haga, que él tiene otro tipo de arma, que es mejor que huyamos, pero no me escucha. Está obnubilada por la ira. Veo

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que la criatura grita y luego se calla ante el impacto contra la parte delantera de la camioneta. Sonia se queda dura frente al volante y retrocede despacio. El ser se queda en el suelo y no responde. ¿Logró matarlo? No me da tiempo de preguntar porque aprieta el acelerador y comienza a conducir a cualquier lugar. No volteo a ver y la acompaño en el silencio.

Sin darme cuenta, nos detenemos frente a un galpón, que en un tiempo atrás seguro funcionó como granero. Ambos nos bajamos sin mediar palabra y entramos al supuesto depósito. No sé qué quiere hacer. Quizá sólo descansar un poco o ver si hay algunas provisiones. Una vez dentro, se sienta en el suelo y comienza a llorar. En ese momento logro entender el significado de una pérdida.

—Estamos perdidos —me dice con la voz queda.

—Pero podemos seguir hasta La Carolina. No sabemos qué tanto podemos ver allá.

—¡No! Lo que acaba de pasar nos da la pauta de que no hay más escapatoria. Vayamos a donde vayamos, algo nos va a pasar.

—No sabemos qué más hay allá. No sabemos si hay otros lugares mejores o peores. Si hay más refugiados.

—O más criaturas.

—Sí…, pero mantuve contacto con aquellos refugiados lo suficiente como para entender que allá está todo mejor. Tienen una base dentro de las

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antiguas minas de oro. Descubrieron que llegan a otro lugar, que es seguro. No podemos perder esa oportunidad.

—No puede ser que nadie sepa de nosotros —dice ignorando mi argumento—. No hubo respuesta del Gobierno, no hubo respuesta en ningún medio. ¿Cómo sabemos que el resto del país está afectado? Nos convertimos en una provincia fantasma y parece que a nadie le importa.

Tenía razón.

—No debemos ir a La Carolina —prosigue—. Con Rubén teníamos una teoría: quizá las criaturas llegaron a San Luis porque está en el centro del país y eso conlleva a ser una especie de «corazón» terrenal. Hay algo acá que ellas quieren, pero no sabemos qué. Hay que averiguar cuál es la situación en las otras provincias. ¡No puede ser que nadie se haya percatado de nosotros en estos meses!

—¿Salir de San Luis? No sabemos si custodian las fronteras. Además, no... No puedo dejar a mi padre. Tengo que ir a buscar esa medicina a La Carolina. Por eso es que he salido en un principio.

—Ya nos enteramos de que la enfermedad es inminente y que tanto vos como yo estamos infectados. ¿Cómo sabés que esa medicina va a ser suficiente? ¿Cómo sabés que podrás proteger más a tu padre? Si logramos llegar, aunque sea a Mendoza, si allá encontramos la ciudad intacta, podemos advertir de todo esto. ¡Es nuestra oportunidad! Eso va a salvar a tu padre. ¿Qué más tenés que perder?

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No está mal. Todos los caminos conducen a Roma: íbamos a morir de todas maneras. Me sigue convenciendo, planteando pros y contras de quedarnos. Trato de hacer a un lado mis emociones, mis pensamientos sobre mi padre y tomo el riesgo de seguirla en lo que desea.

—No estás matando a tu papá —reflexionó, finalmente—. Es un pequeño sacrificio, si querés verlo así. Prefiero morir creyendo que hice algo, que fui una especie de heroína, a morir escondida como una rata. La salvación para tu padre está más afuera que adentro de la provincia. Ni siquiera sabés si ya falleció...

Palabras duras, pero certeras. Después de molerme la cabeza meditando todo, escuchando mil veces sus convicciones, sus planes y cualquier otro pensamiento de esperanza, estoy en condiciones de aceptar que debemos partir.

—Bueno, vamos —resolví. Me sonríe y salimos del galpón.

Subimos a la camioneta y me ordena que extienda el mapa que estaba en la guantera. Lo examina un poco y registra el camino que debemos seguir. Enciende el motor y vamos en dirección hacia Mendoza. El cielo está muy nublado, pero podemos lograrlo. Es la última gota de esperanza.

Conduce concentrada. Intento romper el hielo comentando cualquier cosa. Percibo que está más calmada que horas atrás. Sigue dolida por Rubén, pero al menos está más estabilizada. La charla se nos hace larga y cómoda. Increíblemente no me percato de que pasamos la frontera con Mendoza, lo cual me

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reanima un poco más. Cuando volvemos al silencio, me recuesto sobre el asiento y quedo mirando hacia el cielo cuyano, espeso y gris. Otra vez vuelvo a envidiar a la naturaleza por ser tan ajena a todo lo que nos pasa.

Más adelante, me reincorporo de un salto. Sonia detiene la camioneta, con evidente desasosiego. Ahora el cielo luce despejado y es innegable la postal frente a nosotros: cientos de huevos (como el de la plaza Pringles) operan como naves. Unas van en dirección a Mendoza, otras a San Luis. La presión me invade el pecho y me cuesta respirar.

Miro a Sonia y las lágrimas vuelven a inundarle los ojos. Nos tomamos de las manos, pero la última gota de esperanza acaba de secarse.

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Mi nombre es Roberto

por Ricardo Daniel López

Mi nombre es Roberto. Por mayoría de votos. Aunque mis padres me bautizaron Cristóbal, por alguna razón que desconozco muchas personas comenzaron a llamarme Roberto. A la vuelta de los años, me vino bien tener un alter ego y acepté gustoso mi nueva identidad. Sobre todo, después de que descubrí lo que descubrí, y me vi forzado a desviar todos los objetivos de mi vida, relegarlos en pos de lo más urgente y trascendental. Así a ellos les costaría más descubrirme. Al fin y al cabo, ¿quién no se ha llamado Roberto en alguna que otra encarnación?

Mi misión consiste en impedir el funcionamiento de la mayor cantidad posible de aparatos de aire acondicionado. Ellos dominan a todo el género humano a través de sus emanaciones. ¿Cómo lo supe? Eso es una larga historia. Soy como una especie de David Vincent posmoderno. Después de investigar mucho sobre el tema diseñé un aparatito que me sirve para tal efecto. Modifiqué un alterador de frecuencias que encontré en internet, de modo que pudiera funcionar a cierta distancia, algo parecido a un control remoto. Me llevó bastante tiempo y varios disgustos pero lo conseguí. Para poder perfeccionar el dispositivo, tuve que comprar un equipo de aire acondicionado e instalarlo en mi casa. No podía andar probándolo por cualquier parte y provocar un accidente que me delatara, por ejemplo un incendio. La instalación tuvo varias idas y vueltas. Ya se sabe lo difícil que es coincidir en día y horario con los operarios de un servicio técnico cuando uno

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vive solo. Lo bueno fue que tanto ir a reclamar al comercio donde lo compré, pude trabar una buena relación con la encargada del local. Esta sería la primera de una sucesión de serendipias. Generé un par de problemas más con los instaladores, hasta que pude invitarla a salir.

Brisa (justo se tenía que llamar así) era una mujer hermosa y muy cálida (qué ironía). No pude evitar enamorarme de ella. Empezamos a salir. ¿Cómo pudo pasarme algo así? Enamorarme precisamente de la encargada del local de venta de aires. Esto me planteó inmediatamente un dilema de la categoría de los grandes héroes. ¿Sería capaz de abortar mi misión por el amor de una mujer? ¿Para no hacerle daño? ¿Y dejar que ellos ganaran y dominaran a toda la raza humana? ¿O me comportaría como todo un superhombre de película, capaz de renunciar al amor carnal en beneficio de sus semejantes? ¿El corazón o la cabeza? ¿El placer o el deber? Todas esas estúpidas dicotomías telenovelescas, en vivo. Jodida situación.

Generalmente trataba de esperar a Brisa en la esquina de su trabajo o que nos viéramos directamente en un bar, pero no, ella insistía en que pasara por el local, y siempre tenía una excusa para que entrara y la esperara mientras hacía el cierre de la jornada. Era como si lo hiciera a propósito. Y yo no podía soportar la tentación. Un día mi alterador de frecuencias se activó sin querer y destruyó dos aparatos. De los caros. Pobre Brisa, casi la echan. Traté de acordarme de no llevar el alterador conmigo cuando iba a buscarla. Pero no podía quedarme tranquilo dejándolo en casa o en algún otro lugar. Si ellos lo descubrieran sería una catástrofe. Tampoco

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quería que sospecharan que ella tenía algo que ver. Intenté engañarme con mil excusas, siempre postergando tomar una decisión. Que ya le conseguiría un nuevo trabajo, que nos casaríamos y yo la convencería de dejar de trabajar, y hasta fantaseé con la idea mudarnos al campo. Creía que ella me amaba y confiaba en mí, pero si le confesaba la verdad me iba a creer loco. Entonces tuve una revelación: se me ocurrió que tal vez fueron ellos los que me influenciaron telepáticamente para que me enamorara de esta mujer con el objetivo de anularme. «¡Eso debe ser!», me dije. «¡Es una de ellos!» Tuve la visión más nítida de mi vida. El alterador probó servir también para acelerar frecuencias cardíacas, y nadie sospechó cuando a la chica le reventó el corazón. Otra ironía, cuando la vieron tirada, se les heló la sangre.

Desde que me acuerdo, transito por la fina y difusa línea divisoria entre el delirio y la epifanía. Desde siempre. O tal vez desde antes. Es una especie de clara confusión.

Después de matar a Brisa, me quedaba poco tiempo para salir de ahí. Antes de que llegaran ellos. Fingí una descompostura, un ataque de llanto. Me ofrecieron sentarme y traerme agua. «No, gracias, “lo único que quisiera es no estar acá, ni en ninguna otra parte”», dije citando a un amigo filósofo. Por suerte no entendieron nada, y salí con la excusa de tomar aire. Miré mi viejo reloj de cuarzo. Sí, es uno de esos que hay que apretar un botoncito y se encienden los números en rojo. Ya no se fabrican. Sin querer toqué el botón del alterador de frecuencias. Hubo un chispazo y un segundito de apagón en toda la cuadra. Apuré un poco más el paso. Eran las 22:31, dos más

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dos cuatro, más tres siete y una ocho. ¡Maldición! Mal presagio. Al cruzar la avenida temí lo peor. Un par de luces grandes, con un tinte verde claro me encandilaron. ¡Zas! «Llegó la nave», pensé. Me arrojé detrás de un cantero. Por suerte sólo era un colectivo de la línea H con un chofer bastante cabezón. Me levanté con una voltereta sangrando de una pierna y sacudiéndome la tierra de la otra. Revisé los bolsillos, el alterador estaba, las cartas de tarot también. ¡El sobrecito de mostaza! ¡No está! ¡Madre de Dios! Emprendí una búsqueda frenética. Trataba de alumbrarme con el reloj. Así no me podía ir. Tampoco era bueno que me demorara mucho. Lo peor que me podía pasar era encontrarme algún conocido, de esos inoportunos que nunca faltan. Estaba empezando a despertar sospechas.

—¿Qué se le perdió? —me preguntó una señora de anteojos gruesos.

—Un celular —mentí—. O quizá no lo traje. Sí, creo que no lo traje.

Me fui a tomar un café al mismo bar donde descubrí todo. La idea era hacer tiempo hasta que pasara el próximo colectivo y se fuera la gente que esperaba, para seguir buscando el sobre, tal vez conseguir una linterna. Pedí un cortado. Todo el mundo estaba obnubilado mirando el programa de los bailarines sin cabeza. Estaba encendido el maldito aire acondicionado. Qué porquería. Todos esos ingenuos no se dan cuenta de nada. Les colocan un micro chip casi imperceptible a la altura del chakra humeral y después les borran el momento de la memoria. Es por eso que cuando hace calor ponen el aire a 16°C y cuando hace 16°C lo ponen en calor. Yo

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ya me estaba contracturando hasta los tobillos. No podía dejar de pensar en el sobre. Me daban palpitaciones de solo pensar que alguien pudiera pisarlo y lo reventara. Aun ante la casi absurda idea de que alguno de los transeúntes perdiera otro sobre y se mezclaran y ya no supiera nunca jamás cuál era el original. ¿Era posible que hubiera dejado la mostaza encima de la mesa de luz? Improbable, soy bastante meticuloso como para arriesgarme a salir así, indefenso. Llamé al mozo, le pagué. La parada se había despejado. Estaba empezando a buscar de nuevo, cuando a lo lejos vi otra vez luces sospechosas. Por suerte pasó un remis. Lo tomé. En la radio del coche sonaba «Fabio Zerpa tiene razón», de Andrés Calamaro. No supe si tomarlo como una señal o una broma. Por las dudas me bajé a las pocas cuadras. Igual no me quedaba mucha plata. Volví corriendo al lugar para seguir con la búsqueda. Llegué justo al momento en que un pibe, de esos que limpian los vidrios de los autos, levantaba mi sobrecito. Tanteé el alterador. Dos muertes en una noche era demasiado. Además era un pobre niño. Intenté con el soborno. Le ofrecí veinte pesos. No quiso. Empecé a subir la oferta.

—¿Por qué le importa tanto el sobrecito?

—Es que estoy antojado de comer un pancho y está todo cerrado —volví a mentir.

Al final cerramos en ochenta pesos. Otra vez ocho, mal presagio. Le di los ochenta con la condición de que me devolviera tres. Me dio dos pesos y salió corriendo. Apreté el sobrecito aliviado, lo besé, lo acerqué a mi corazón. Era el mismo de la primera vez. El que me llevé del bar ese dos de febrero a las diez

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exactas de la noche. Mi talismán, casi como mi bandera.

Tremenda noche. Se pierde una novia, pero no la guerra.

En este tipo de situaciones el problema más grande que una persona afronta es el de la credibilidad. Resulta muy difícil obtener pruebas tangibles y todo termina hundido en el fango de la intuición especulativa. La desesperante soledad a la que esto conlleva, hace que uno piense de vez en cuando en abandonar la lucha, en sentarse cómodamente en un sillón a disfrutar de las múltiples distracciones superficiales que la escasa evolución de nuestra raza ofrece y dejar que los alienígenas congelen el mundo a su antojo.

El agotamiento físico y emocional provocado por las batallas libradas, me llevaron a la conclusión de que necesitaba unos días de descanso. La mejor idea que se me ocurrió fue participar de la festividad religiosa en Villa de la Quebrada. Esta escapada resultaba ideal por varios motivos. En primer lugar para desaparecer de escena un par de días. Mezclarme con el gentío me daría una sensación de anonimato y aparente normalidad, muy conveniente para el momento que atravesaba. Además surgía la oportunidad de hacer, aunque más no fuera, un breve y superficial duelo por el desafortunado fallecimiento de mi pareja, y por las dudas que funcionara, pedirle alguna ayudita al Santo. Sin contar el hecho de que el acampe más bien precario en esa localidad suponía la escasa o casi nula presencia de aparatos de aire acondicionado. Este último ítem me planteó la duda de si llevar o no el alterador de frecuencias a la

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excursión. Finalmente decidí llevarlo, en mayor medida motivado por el hecho de no encontrar ningún sitio suficientemente seguro como para esconderlo. Un arma peligrosísima de caer en poder de algún idiota, y una dolorosa derrota en caso de terminar en las pequeñas y repugnantes manos del enemigo. A poco de partir pude comprobar lo acertado de la decisión. A pesar de que el clima era bastante templado, apenas recorridos unos pocos metros comencé a escuchar el fatídico ruido característico del aire del colectivo y a sentir en mi cuerpo sus perniciosas emanaciones. Desde que me extraje el implante no puedo soportar prácticamente ni un minuto respirar ese aire viciado. Como estaba sentado en los asientos dobles, me resultaba complejo manipular el dispositivo sin que mi ocasional compañero notara algo extraño. Tampoco era muy lógico pedirle permiso para ir al baño a tan poco tiempo de haber partido. Fingí entonces un llamado al celular, manoteando en el bolso de mano como buscándolo y aproveché para apretar el alterador. El motor del colectivo se detuvo en seco. Un auto que venía detrás lo impactó. Nos bajamos. «Parece que fue un chispazo, un problema eléctrico», dijo el chofer. Mi compañero de asiento no se me despegaba.

—Qué porquería de colectivos —dijo.

—Y sí, es que no les hacen el mantenimiento —contesté, mientras trataba de alejarme unos pasos.

—Qué casualidad que se rompió justo cuando atendiste el celular, ¿no?

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—Sí, es que mi teléfono tiene un botón mágico que rompe motores —respondí sonriendo. El tipo no se rio.

—La verdad es que no lo escuché sonar...

—Es que lo tengo en vibrador.

Comenzamos a caminar hacia la terminal para tomar el siguiente colectivo. Por suerte había una cola bastante larga, aunque continuamente salía un micro detrás de otro.

—Cuidame el lugar, que voy un toque hasta el baño —dije a mi inoportuno compañero, que aceptó con un dejo de desconfianza.

Me encerré en el sanitario más de media hora. Cuando salí ya se había ido. Me puse de nuevo en la fila, dejando pasar gente para poder elegir un bondi de línea y que no tuviera equipo de aire. Me embarqué nuevamente. Al llegar, realicé el clásico recorrido parando a orar en todas las estaciones del vía crucis. Al bajar del cerro entré a misa. La iglesia estaba llena hasta reventar y la gente, como es habitual, escuchaba por los parlantes desde la calle y la plaza. Pese a rezar mucho, la experiencia más mística que tuve fue la de la suculenta hamburguesa que me comí de vuelta hacia la entrada del pueblo. «Hombre de poca fe», hubiera dicho mi tía Coca.

Esa misma noche, mientras paseaba mirando los puestos de ropa barata y otras mercaderías, volví a encontrar a mi pesado compañero de asiento. Lo saludé con la intención de seguir de largo, pero se me pegó. Después de conversar un par de pavadas volvió

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a insistir con el tema del celular y el motor del colectivo.

—Usted anda en algo raro —soltó.

Finalmente decidí contarle la verdad, en vista de que no iba a poder quitármelo de encima. «Como mucho me creerá loco de remate».

—Vamos a caminar y te explico.

Lo llevé por un camino bastante oscuro. Apenas alcanzó a escuchar un par de minutos.

—Vos, además de loco de mierda sos un tremendo hijo de puta —dijo mientras me aplicaba una trompada en la mandíbula.

Estar tirado en el piso me dio el tiempo justo para apuntarlo. «Corazón que no late más, ojos que no ven más», pensé. Esto de matar me está volviendo sarcástico. Vi unas luces, me tiré detrás de un pequeño arbusto. Era un Renault 12. Comencé a caminar lentamente hacia la terminal canturreando entre risas aquel viejo tema de la adolescencia: «aquí radio Venus llamando…».

Por fortuna durante estas festividades van y vienen colectivos toda la noche. Esperé pacientemente por alguno que pareciera no contar con equipo de climatización. Aunque es algo tedioso esperar el transporte público, desde que comenzó todo no volví a tocar mi auto. Era demasiado peligroso. Tal vez el solo contacto de la llave y ¡pum!

Sentí un gran alivio al volver a la ciudad.

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«Policía de civil muere en extrañas circunstancias en Villa de la Quebrada», titularon los diarios de la mañana.

La vida me estaba ofreciendo uno de esos raros y escasos momentos en los que la historia universal posa sus ojos sobre la triste y ordinaria historia individual de un hombre y no podía desperdiciar la oportunidad. Era, desde el vamos, aparentemente una causa perdida. Una batalla con tremenda desproporción de fuerzas. El cansancio me estaba venciendo, pero este era uno de esos casos en los que sólo el miedo vence a la pereza. Por una curiosa fatalidad del destino, me motivaba el paradójico terror de ser dominado por unas asquerosas criaturas del espacio, en desmedro de las acostumbradas asquerosas criaturas terrícolas de siempre. Por oleadas me venían ganas de perdonar a todos por cualquier cosa. A esta altura ya no estaba en condiciones de leer el texto completo, necesitaba ir directamente al párrafo que me interesaba. Los argumentos de los invasores son trillados, los mismos desde hace años y años. Que la contaminación, que las guerras, que ellos sólo buscan el poder para ayudarnos, para evitar una catástrofe, etc., etc. Interminables sermones sobre la maldad del ser humano y la inminente destrucción del planeta, tientan a cualquiera a dejarse seducir. Todos razonamientos muy atractivos para los incautos, que salen hechizados después del lavado de cerebro a fomentar desesperadamente la ecología, el cuidado del medioambiente, el vegetarianismo y toda clase de otras intenciones «buenistas», sin saber que en

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realidad lo que ellos quieren es que este mundo sobreviva para quedarse con todo, vaquitas incluidas. Sí, es verdad que hay muchas tendencias autodestructivas, pero en última instancia es nuestro mundo y tenemos derecho de hacer lo que queramos. Vale la pena luchar por nuestro libre albedrío, aun cuando la mayoría de nosotros todavía se encuentra en la etapa de creer en la creencia. Este último detalle es el que me hizo fracasar en las pocas ocasiones en que intenté explicar el complot a otras personas. Sabido es por los estudiosos del tema que para el alma nacer en este mundo es, indudablemente, haberse ido al descenso. En todo el universo jugamos de visitantes.

De cualquier manera, no había lugar para ser filosófico o contemplativo. Tenía que moverme con rapidez. No sabía cuánto tiempo podía quedarme y prefería sucumbir disparando y no tomando un tazón de sopa caliente. Después de muchos cabildeos, meditaciones y cigarrillos, se me ocurrió comenzar a preparar un plan para quemar la fábrica de aires acondicionados en el parque industrial. Sin duda sería un golpe certero, magistral. «¡Borom bom bom! ¡Borom bom bom!, ¡para mí mismo la selección!», me canté entre una de las pocas sonrisas espontáneas que me surgieron en los últimos tiempos.

Empecé a colarme cada noche por detrás de la caseta de vigilancia para tender todo un cableado de mechas disimuladas en la red eléctrica. Por supuesto, el guardia dormía y nunca notó nada. Finalmente llegó el gran día. O más bien la gran noche. Terminé con el último pequeño tramo y me dispuse a encender el fuego. De pronto, surgió un inconveniente que no

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había tenido en cuenta: el viento. Si bien la mecha estaba levemente empapada de combustible para no levantar sospechas, un gélido e insistente Chorrillero apagaba la llama una y otra vez. Se me escapó una sonora puteada que despertó al cuidador. ¡¡Madre mía!! Empecé a correr como loco. Para colmo de males, el tipo me conocía. Era Don Lucero, el padre de un compañero del secundario. No me quedó más remedio. Mientras corría lo apunté con el alterador. El hombre no caía. Seguí corriendo hasta escapar. Luego recordé que ese señor había tenido una operación y varios problemas cardíacos. Usaba un marcapasos. Parece que de alguna extraña forma el aparato interfirió y le salvó la vida. Entré en pánico. Si había llegado a reconocerme estaba frito. Seguí alejándome, tratando de idear la fuga. Escaneaba mentalmente ciudades y distintas alternativas de huida. Descarté los colectivos de larga distancia por (ya a esta altura) obvias razones. Un vuelo podía demorar demasiado en salir. Decidí arriesgarme y volver a mi departamento, buscar un par de cosas y las llaves del auto. Una vez andando vería qué rumbo surgía. Cuando iba llegando me sorprendió la policía. Me sobresalté, pero al instante caí en la cuenta de que la alerta del vigilador no podría haber sido tan rápida. Había algunos vecinos curioseando. Evidentemente se trataba de otro asunto. Decidí hacerme el desentendido.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Dos infelices habían volado en pedazos tratando de abrir mi coche para robarlo. En la explosión había sobrevivido una patente, chamuscada y retorcida, pero aún legible. Desde lo

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profundo de mi inconsciente surgió cristalina una frase: «Nunca entendí a esta raza de idiotas», y ahí lo supe con total claridad. Fue una epifanía. Emergieron a borbotones respuestas a innumerables cuestionamientos de todas las etapas de mi vida. Ahí estaba la explicación de por qué nunca sufrí las mismas enfermedades que los otros niños, por qué no me divertían los mismos juegos, por qué me gusta comer el asado tan cocido, y por qué sólo yo conozco los poderes de la mostaza, entre otras muchas diferencias, que siempre me hicieron sentir extraño, un extranjero de nacimiento podría decirse. Soy uno de ellos. Un doble agente que olvidó su verdadera misión. Sería ese el motivo por el que no se esforzaron demasiado por rastrearme. Sabían que tarde o temprano recordaría. «¡Oh, Dios! ¿Qué hacer de ahora en adelante?» Mi nueva identidad no me dejaba muy contento. La vieja tampoco. Como dijo el filósofo: «El infierno es existir». En esa tremenda disquisición estaba, cuando me interrumpió un agente:

—¿Usted es el propietario del vehículo? ¿El señor Cristóbal Peluffo?

Le respondí displicentemente mientras me alejaba caminando hacia el norte:

—No señor, soy Roberto. Mi nombre es Roberto.

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Mujer de papel

por María Susana Beatriz Laciar

Hace muchos años decidió que su vida no tenía sentido. Postrada en su cama de hielo, sin comunicarse con el mundo, intenta vivir pensando en su vida eterna, pero el perfumado balcón florido de la muerte la acompaña.

En el camino hacia ella, su soñada casa de campo se durmió para siempre, para nunca más despertar, con su jardín intocable, donde las flores le cantaban a la tierra junto a su tumba viviente y el césped dorado.

Todos se preguntaban cuándo volará. Ella planificaba: el año que viene, el siguiente y así trescientos años o más.

El aroma de las luces en la noche oscura, engalanada, con el croar de las ranas de la laguna, no alcanzó para vivir.

Ella, Leonora Scurra, ante la imposibilidad de comunicarse con los objetos imaginarios, coloca sobre su cama de hielo todo en cajas y bolsas, su ropa y todo lo que su mente le permite, es una acumuladora viviente, donde todo se congela lentamente, hasta su cerebro, que habla de los recuerdos con plantas y mascotas, a las que amaba y odiaba a un mismo tiempo.

Todo a su alcance, la comida en cajas para poder alimentarse sobre su lecho de muerte, que, aunque pasen trescientos años, allí será.

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Pero aquí en el jardín perfumado donde ha muerto, contesta «no», muy viva está.

Leonora Scurra goza de una bella salud, sus análisis están perfectos, su piel de una palidez inquebrantable oscurece cualquier piel tostada por el sol. Sentada en su cama de hielo, ya pintada, parece estar sin que vestimenta alguna mejore su presencia, su sombra, apagada por la luz inexistente de una vida sin fin.

Así como decidió no caminar, ya que no mueve el lado derecho de su cuerpo, sus miembros tiritan por falta de movimiento y sus piernas, verdes y descascaradas, ya no soportan la falta de aire y luz.

Pero su cerebro, si es que existe, sólo le hace caso a su maldad. No piensa, no deja vivir, su omnipotencia, su autoridad, su intolerancia, ya no alcanzan para su soledad sin fin.

Decidió vivir congelada, pero el jardín perfumado, donde la música que alimenta su alma, enterrada viva, junto a ella está.

Decide qué siembra y qué cosechará, el propio aniquilamiento en el jardín perfumado, con sus cajas y bolsas sobre la cama congelada.

En una casa de campo vive Leonora Scurra hace muchos años, en un paraje llamado Las Chacras, rodeado de montañas y diques, próximo al monumento erigido al Pueblo Puntano de la Independencia. Allí se halla esta histórica casona muy añeja y a la vez bella, ya que se conservan las paredes

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originales. Hay un patio verde, muy verde, parral donde la vid se encuentra fructificando, debajo un níspero y la mora.

Leonora Scurra continúa con sus días en el departamento Juan Martín de Pueyrredón al sur de las sierras puntanas en un valle donde los hechos de entonces se confunden con la belleza natural y pintoresca del paisaje.

Las casas de verano o viviendas permanentes de los lugareños con sus jardines multicolores, el sol escondiéndose tras las sierras, nada hace cambiar lo que intenta ser la vida de Leonora Scurra. Vida que transcurre en la calle Las Calandrias, al final donde se une con su perpendicular, Los Zorzales. Aquí todas las calles tienen nombre de pájaros.

Es imposible creer que en este sitio maravilloso viva una persona en su cama de hielo, donde seguirá programando los días hasta que sus ojos se cierren para siempre.

Pero un día, sentada en su cama de hielo, aconteció la sorpresa. Pulsan el timbre que se pensaba estaba roto, porque, cuántos años pasaron sin oírlo. ¿Cuántos? ¡Muchos! Era redondo con un botón también redondo en el medio, de color blanco, el sonido con una música agradable, tenía la sensación de tranquilidad. Además, había una campanita con un soporte que, en caso de no funcionar el timbre, se utilizaba con el mismo tañido que anunciaban los recreos en la escuela.

Una de las acompañantes abre la puerta. ¿Quién era?, la antigua amiga: Celeste, que nadie sabe

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de dónde vino, se hicieron amigas en uno de los trabajos que tuvo.

Pasaron los años y, en aquel entonces, desapareció de su vida y hoy nuevamente junto a ella, recuerdan.

En su mente enferma, ella realmente cree que en su vida normal fue bioquímica, entonces le dice a Celeste, suena el timbre, eso indicaba la llegada de una nueva muestra o el chirrido que indica el fin de un análisis. Intenta levantarse pero no puede, los resultados de los análisis esperan para ser imprimidos en la computadora. Grita internamente. No tiene voz.

Sigue recordando. La soledad le invade el alma. Tenía la concentración máxima para descubrir qué hay en cada muestra, para no cometer errores, que puedan perjudicar al paciente.

Parece enloquecer, el que la escucha cree realmente que ha sido bioquímica pero Celeste, sabe, huele que no es así, estupefacta, intenta lo que no podrá ser.

Quiere intervenir con alguna anécdota verídica para hacerla volver al presente, a la realidad, al motivo de la visita. Pero la adrenalina circula por el cuerpo de Leonora Scurra.

Siempre alerta a sus movimientos como si quisiera trasvasar los líquidos de los tubos de ensayo, en sus manos. Su visión aguda para detectar cambios de color en las muestras, le cuenta a Celeste.

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Su tarea mental incansable para el estado en que ella se encuentra, realizar muestras simultáneas de fantasía con realidad, le ha exigido olvidarse de todo: familia que ya casi no tiene, noticias de la radio que siempre escucha, pero sin música porque le aburre, trámites no resueltos que, a pesar de la locura, Leonora Scurra tiene a su cargo.

En esta tarde delirio junto a su recuperada amiga Celeste, le ha afectado no sólo el intelecto sino fundamentalmente sus piernas, los ojos y la espalda, ya casi anuladas.

Al finalizar la tarde, se encuentra con otra realidad, como si despertara de un bello sueño, sigue acostada en su cama de hielo y no se dio cuenta de que tuvo de visita a su amiga Celeste y que ésta ya no se encuentra en su dormitorio junto a ella.

Intenta respirar, pero el aire puro no existe, ha empezado a congelar las paredes, el techo y las puertas de su habitación.

El brillo del sol en el ocaso desapareció, el ruido de los habitantes de Las Chacras, ya no se escucha y los trabajos de investigación no existen, pero sí, en su cabeza.

Su cuerpo se está congelando lentamente y los ojos cerrándose ya casi no le permiten ver, quedándose dormida, en su imaginario laboratorio.

Celeste cierra lentamente la puerta, sale al pasillo, se despide de sus cuidadoras, una lágrima tras otra acaricia su rostro, también un poco congelado.

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Encuentra el jardín y Las Calandrias, que era la calle preferida de su por aquel entonces amiga. Encuentra la arteria perpendicular, Los Zorzales, donde escribe en la tierra de la calle: «Los sueños aquí se alcanzan».

Al día siguiente cuando despierta, se acuerda de su amiga Celeste, pero nada de lo que había conversado. Su trabajo y estudio en el laboratorio como bioquímica quedaron casi en el olvido. Llama a una de sus cuidadoras, ella aún en esa cama de hielo y antes de que su familia la coloque en un asilo de ancianos, le cuenta que ha tomado la decisión de hacer un viaje para ver por última vez el mar, un viaje póstumo.

Ese día, Leonora Scurra estaba muy nerviosa, mala, no quería tomar el desayuno, comer, «todo tiene mal olor», decía ella, pero la situación era tal que se estaba congelando, ya no sólo su cama.

Las empleadas no eran suficientes, no alcanzaban para complacer todas las locuras y necesidades. Ella precisaba una enfermera, pero el salario era modesto. También lo hacía por la fuerza de la costumbre.

Llaman al médico para hacer la consulta de la paciente Leonora Scurra, a la que siempre trató de entender y bien aconsejar, pero nada puede hacer. Ella quiere ver el mar. Después de dos días llega la tan esperada visita del doctor.

Al enterarse de la propuesta de esta afectada persona, el médico le dice «pero usted tiene 90 años», y su frente se torna como un pergamino ante la intolerancia de la enferma casi congelada.

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Ella sigue con su relato, le cuenta que tiene un deseo muy grande, sentarse frente al mar, llegar en su cama de hielo y, sentada con las piernas suspendidas, que el agua salada le haga cariño a sus pies, que las olas toquen sus rodillas y poder apreciar la belleza cuando esa estrella luminosa que es el sol se esconda en el horizonte uniéndose con el mar, quiere verlo por última vez porque siente que su fin, que el tiempo que le queda por vivir, es muy breve.

El médico, anonadado ante esta hermosa, pero a la vez triste propuesta, le niega por primera vez desde que la conoce, le tiende la mano con un gesto furtivo y siente las escamas de su piel. Y antes de que parta, le dice «espero que los gatos no maúllen esta noche; siempre me parece que es el mío». La mente enferma y congelada no le permite recordar que ella no tiene gatos.

Pero Leonora Scurra, ¿qué siente? Siente que está viva a pesar de que ese crudo frío le recorre el cuerpo y la cama y que podrá programar y llegar al fin del sueño hecho realidad.

Perdió la alegría y la maldad junto a su enfermedad, se nota más que nunca.

Sentada en la cama congelada, mira por la ventana de la habitación el jardín perfumado de la casona de Las Chacras, esperando el tan deseado día en que, a pesar de la negativa del médico, lo hará con ese empecinamiento que siempre la caracterizó, de hacer sólo lo que ella desea.

Pero mientras el tiempo camina lentamente junto a la vida congelada de Leonora Scurra, todas las tardes también escucha y ve, el pájaro de metal alado,

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que en ese aire a veces nebuloso, a veces despejado, la llevará a contemplar el mar por última vez, su deseado viaje póstumo. Cerrará los ojos y se dejará cobijar por esa masa de agua que la relajará hasta quedarse dormida.

Sus ojos tienen expresión del frío de la vida, su cerebro no oxigena por ese volumen compacto de hielo que invade su cabeza.

Los días deambularon, pero se detuvo en la odisea de tramar este viaje congelado, todo se congela alrededor de ella. Viaja en un avión ambulancia, con todas las precauciones que el momento requiere. Llegan al aeropuerto, ya no en su cama congelada, pero sí en una camilla que, al instante de colocarla, queda inmovilizada.

Es atendida maravillosamente bien por todo el personal de la línea aérea, siempre acompañada por sus fieles cuidadoras.

El avión se eleva rígido, helado, todo es así, como fantasmas a su alrededor. En su gesto duro asoma una luz de esperanza como si de una pintura angélica se tratase, pero no puede ser. Su corazón palpita muy aceleradamente. De pronto, a Leonora Scurra, desde su camilla acostada, algo llama la atención: aparece ante sus ojos, en el cielo, en ese camino de nubes que con una frialdad abrumadora le dice «soy el final del día y el fondo del mar, es el arcoíris, un abanico multicolor, formado por siete colores: verde, azul, amarillo, anaranjado, rojo, violeta y gris, pero que, al paso del avión, todos quedan de un solo color grisáceo transformados por el hielo».

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De pronto, un ruido terrorífico: crac, crac, crac, ¿qué pasa?, el avión se está trizando, llueve y el agua se vuelve escarcha.

El pájaro de metal alado cae sin control, Leonora Scurra divisa el mar, el miedo la congela aún más, nunca pensó verlo y palparlo por última vez de esta manera. Los trozos de hielo vuelan junto al avión, pero logra abandonar esta tormenta y se eleva nuevamente, alcanzando a visualizar unas puntas blancas, tiburones, gritan, blancos, que al paso del transporte aéreo de emergencia los cubre de hielo e inmortaliza por las ondas de hielo que irradia.

Estos tiburones intentaron saltar sobre el avión, ya que volaba muy bajito y entrar por las ventanillas trizadas por el impacto de la tragedia. Y en esta lenta elevación, a este vehículo aéreo lo alcanza otra tormenta, un rayo como una bola de fuego lo incendia, pero el hielo, congelado, los salva y el tranquilo paseo se transforma en el viaje del horror.

A Leonora Scurra, más inerte que de costumbre, a pesar del pánico vivido, le avisan que el viaje va llegando a su fin. Desde su lugar, ve el mar, color verde esmeralda con la espuma teñida por el hielo en las olas, en la cercanía de este aparato del aire.

En su camilla congelada, donde todo lo que está cerca o lejos suyo se convierte en frío, llega muy cansada pero contenta de haber disfrutado momentos de vida, como si enfermedad alguna en su andar la fatigara.

La cama, en la misma que viajó, baja a la playa, acostada y helada como siempre llega al mar, las

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ruedas sobre la blanca arena se traban, no pueden girar y avanzar. Las lágrimas recorren sus mejillas, con sabor a sal, que van regando el camino.

Leonora Scurra se acerca en su cama a la orilla, con un par de muletas; sus fieles cuidadoras la ayudan a pararse, está rígida como siempre, el congelamiento no le permite articular ningún miembro de su cuerpo. Avanza un paso, el mar la espera con una sonrisa, olas que vienen y olas que van, con mil formas que rompen a sus pies, como una dulzura hacia su visita. No puede distinguir si está soñando o es realidad lo que vive, su cerebro no se lo permite, no oxigena, está escarchado.

En el mar prueba y saborea el agua salada, ya olvidada de algún viaje hecho en la juventud. Con las manos arrugadas por el paso de los años, las junta y se dobla hacia adelante pero el hielo se quiebra y cae, en esa unión alcanza y sobra para saciar la sed de su corazón. Ahora, su cama es el mar, ese mar que tanto quería sentir, el mar congelado, como todo lo que toca o está a su alrededor.

Los ojos azules como el cielo se agrandan cada vez más ante el asombro de esa magnitud de agua dorada, por el sol del mediodía. Frente ella el mundo del mar ante su vista borrosa, salpicando su cara. Una fricción para el alma, mientras las piernas y los pies duermen cual canción de cuna, arropados hasta por las algas marinas.

La magia va llegando a su fin. Como un chispazo, a Leonora Scurra le invade la nostalgia, se acuerda de su casona de Las Chacras, ¿cómo estarán sin ella? En ese momento, inmensas olas inundan la

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playa, terremoto en el mar, el agua entra por las calles de la ciudad, ella intenta sentarse, pero no puede, ya es tarde, el agua salada la ha tapado y las cuidadoras, sabe Dios dónde estarán.

Las inmensas olas continúan, no se sabe hasta cuándo, los lugareños están con ella, congelados o no, el sunami los ha devorado, en el fondo del mar yace para siempre Leonora Scurra.

Pero el agua ya fría del anochecer de aquel día de ese lugar, donde los marineros paseaban también en la soledad del lugar quedaron congelados, igual que la luna alumbraba la oscuridad eterna, le hizo volver a pensar con la confianza puesta en que logró lo deseado.

Después de muchos días apareció en la playa una inmensa ballena, cuenta la leyenda que Leonora Scurra, sentada sobre ella, congelada, continuaba extasiada mirando el mar.

La duda es dónde está la señora, ¿fue aniquilada por el maremoto o tragada por la ballena? La sombra de ella camina por la blanca arena en las noches de luna llena.

Las Chacras, en la calle Las Calandrias esquina Los Zorzales, gime por su ausencia.

La cama de hielo terminó vacía pero congelada, su espíritu no la abandona. Para siempre la silueta estática, pintada sobre la blanca sábana, reclama la presencia de quien la cubría.

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Junto a sus sueños, esperanzas e ilusiones, la entonces muchacha congelada, Leonora Scurra, la mujer de papel, ha muerto.

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Niderintia y el latir del Suyuque

por Eugenia Paone

I

La tarde caía buscando la voz de las luciérnagas. Atascada en una quebrada del Suyuque trazaba su camino Niderintia, una mujer de avanzada edad que poco se le notaba en los rasgos. Era más bien baja, sus piernas de eterno verano, la piel como un prado; el cuello era apenas un atajo a la cabeza, donde pájaros y polillas podían anidar apaciblemente sin que Niderintia se diera cuenta. Tras sus cejas, como picaportes forjados, se abrían las puertas de su mirada, mezcla de barro y musgo que sepulta un secreto.

Cuando el eco de los cerros silenció, Niderintia tomó el sendero hacia los bosques de altura. Llevaba a cuestas una bolsa con materiales que cambiaba cada semana. Se asomó cautelosa al claro más cerrado entre los árboles que se alzaban altos como escaleras vivas hacia las estrellas. Allí desparramó sus materiales por el piso y comenzó a construir un nuevo laberinto. Entrelazando sus dedos tejió alambres, les enrolló las puntas como la más lujosa filigrana. Intercaló pelos de caballo teñidos con cerezas, tomate y pimentón. Las esquinas curvas de los laberintos eran su especialidad, se jactaba consigo misma de los modos creativos que encontraba para resolverlas. Esta vez, Niderintia lo había pensado muy bien y para construirlas ató alevines de truchas a ramas frescas; le encantaba como brillaban sus pellejos cuando los tocaba la luna y hasta parecía que le daba un estilo

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CoLiPuCiFa Niderintia y el latir..., por E. Paone

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francés a los recovecos donde el viento acumulaba sus porquerías. En toda la superficie interna espolvoreó hojas de geranios triturados, para que el aroma invadiera los pasillos. A ella le parecía que los geranios tenían ese olor que deambulaba entre lo agradable y repulsivo y que ese conflicto, de algún modo, tenía un efecto sedante.

Cuando el laberinto estuvo terminado, Niderintia se escondió tras un árbol, se envolvió en su manta de oveja y se quedó en silencio. Siempre dejaba abierta la puerta de la última curva, antes de llegar al corazón del laberinto. Pero ellos aparecían por cualquier lugar. No pasó mucho tiempo antes que la criatura le tironeara la manta por detrás. Una mirada de limbo la interceptó desde el suelo. Su torso de jaula albergaba un corazón agitado, su cabeza de sobremesa sostenía un manojo de enjambres como pelos. Cada ser era único, tan diferente a cualquier otro y a sí mismo. Niderintia alzó la criatura y la llevó al centro del laberinto, le dio un abrazo y cerró la puerta esquinera. La criatura, sin esbozar una palabra, se quedó quieta, esperando.

De espalda a los alevines, Niderintia sonrió para sí misma y se marchó. Los cerros comenzaban a dorarse con la luz del sol y debía acostarse antes que cantara el gallo del vecino. Mañana comenzará a recolectar los materiales del próximo laberinto, será de porcelana rota, plumas y llaves que perdieron su cerradura. ¿Las esquinas? Aún no las resuelve, deberá planearlas perfectamente; el próximo esperador será muy peculiar.

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II

Varios días después, durante la noche en que las gasas grises se convierten en alma, Niderintia vio luces en lo alto del cerro. Temerosa de lo que podría haberle pasado a alguna de las criaturas, salió a la oscuridad campestre, descalza y en camisón. Llegó al lugar tan rápido como pudo, pero no encontró nada allí. El esperador seguía en el centro de su laberinto, las puertas estaban cerradas y el ambiente era espesamente calmo. Suspiró aliviada, desconfiando de su propio juicio, pero un resplandor alargando su sombra, le devolvió la certeza de lo visto. Un ser común, como cualquier otro y a su vez tan distinto a lo que ella conocía, se le presentaba de frente, mirándola. El torso de especulación resaltaba sus ojos de leña y sus dientes de umbral, la piel, como hierba buena, resbalaba en sus piernas y brazos sin esencia. Sin embargo, su porte era firme y decidido. Sus labios, sellados en una seriedad inmutable, le daban un halo de misterio. Niderintia pudo reconocer que ese ser no era un esperador, porque difícilmente podía catalogarlo en un tipo de laberinto y ella siempre supo ver el laberinto interno de cada criatura en todo el cerro alto del Suyuque. La criatura, con voz femenina dijo «Mi nombre es Oniria y el tuyo Niderintia, mi presente es este y tu pasado oscuro, de paredes sin puertas, bellamente decoradas con cucharas, espejos y legumbres secas, que al bailar con el viento llevaban una melodía balsámica a tus oídos. El piso era de pasto, donde se rociaron fragmentos de mica para que pudieras ver el color del cielo. Las esquinas eran de mojarras vivas cocidas con mimbre y laurel en flor. Vos estabas en el centro de este laberinto, en su corazón, haciéndolo palpitar, esperando que cobre

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vida. Mi nombre es Oniria y el tuyo Niderintia, mi presente es este y tu pasado también».

Niderintia, con la lluvia en sus ojos, besó las manos de Oniria, adivinadora del pasado, ese pasado sepultado bajo las rocas del Suyuque, alejado por la corriente del río, callado por los murmullos serranos. Tantos años en la soledad de su labor, Niderintia había olvidado la sensación de sus pies sobre la mica rota, el tesoro de algún amor entre sus manos apretadas, los aromas adivinados de las hierbas húmedas cuando se esconde el sol, en aquellos años cuando su mundo no era más que un pasillo de paredes altas, haciendo latir sola el cerro en su inmensidad.

III

Niderintia, como todos, tuvo alguna vez un amor que le hizo sentir la tierra húmeda bajo sus pies y encontrar suspendidas las hojas sueltas en el aire. Ese amor fue, como para muchos, su salvador. Le conoció la voz una mañana de invierno, de esas donde las estrellas se escarchan durante la noche y amanecen desparramadas en techos, ramas y animales. Niderintia, desde el corazón palpitante de su laberinto, escuchó susurrante al otro lado de la pared un lenguaje que desconocía. Pronunciaba sonidos continuos como palabras a las que los bordes se les habían esfumado. Miró fijamente a través de los huecos de luz que el tiempo había perforado en las paredes, pero sólo encontró el reflejo de sus propios ojos en los fragmentos de espejos que había ido colgando para decorarlas. Lanzó una palabra

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aleatoria al aire. El silencio hizo que el eco de las montañas le devolviera a Niderintia su voz en pedazos rotos y del otro lado del laberinto le respondieron con un nuevo sonido, como si la deformación de su palabra por las montañas descifrara el código de ese lenguaje extraño. La palma de una mano apareció tapando varios luceros de luz, luego un ojo, y medio labio que se convirtió en media sonrisa.

Niderintia, a su modo, le mostró entre huecos el laberinto que habitaba, los dedos de sus pies y el camino recto y decidido de su espalda. El visitante le contó su historia haciendo sombras sobre la tierra negra, que Niderintia observaba con un solo ojo. Antes de irse, puso en cada hueco de la última curva del laberinto las piedras, cuernos, pezuñas y pelos que había recolectado en su camino hasta estos cerros. Niderintia no lo vio nunca más, su laberinto siguió palpitando y las micas a sus pies siguieron mostrando el color del cielo. Pero las esquinas no volvieron a ser las mismas y Niderintia, desde entonces, las convirtió en su especialidad.

IV

Cuando Niderintia comenzó con los laberintos, sembró en un costado de su casa unas plantas de tomate. Muchas veces las usó para construir paredes con su pellejo, para humedecer los pasillos con su jugo o hacer cascabelear las semillas secas en algún rincón. Pero, ante todo, Niderintia plantaba tomates para tener certeza del tiempo. Sabía bien lo que tarda una semilla en germinar, el primer

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brote en romper la tierra y empaparse del primer rayo de sol, lo que tardaba cada planta en juntar fuerzas para dar frutos, el tiempo necesario para que maduren y hasta los días que un tomate vivía hasta marchitarse rugoso y blando.

En las laderas del Suyuque los días no transcurrían con claridad, las nubes ásperas al contacto con la piel y pesadas al llegar a los pies, solían atascarse por días, invadiendo los cerros de una embriagadora incertidumbre nocturna. Niderintia creía que en su ladera las nubes encontraban el escondite perfecto para dormir un rato, fuera de la vista de los planificadores de calendarios y eventos. Algunas tardes, en la soledad del Suyuque, se escuchaban las lágrimas de las nubes que soltaban entre sueños, hidratando la tierra y haciendo que los ríos suspiren los secretos que se hundieron en sus aguas.

Los tomates ignoraban tantas sutilezas y por eso mantenían la constante del tiempo, inmutable a los sucesos extraños y emociones de la naturaleza. Los tomates de Niderintia estaban sincronizados con un ecosistema propio y cuando llegaban a su punto máximo de maduración, Niderintia sabía que su último laberinto comenzaba a palpitar. A modo de ofrenda, cortaba las mejores y más rojas esferas del arbusto y las llevaba al corazón del arabesco camino, donde el esperador ya no estaba.

Tiempo después, comenzaron a aparecer plantas de tomates en los viejos claros donde Niderintia hizo sus primeras construcciones. El mismo bosque respiraba distinto y le devolvía el tiempo en forma de gotas redondas y coloradas.

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Un día de siesta inquebrantable, de esas en las que ni los pájaros pueden volar alto, a Niderintia la vino a buscar un viento. Parada en la puerta de su casa, escuchó el susurro encordado y desafinado del soplo llamándola. Como entendiendo las palabras de estambre, Niderintia entró a su casa y en una canasta puso algunas de sus cosas, entre ellas, espejos rotos, semillas y la quitapenas descosida que la acompañaba en sus noches. Caminó lento por la ladera de las sierras, aun cuando el apuro del viento la empujaba por la espalda. Se detuvo varias veces a mirar su casa en el bajo, despidiéndola con ojos de río, que el viento amorosamente secaba antes que el triste cauce llegase al suelo.

Cuando llegó al claro, el alma de Niderintia estaba más calma, ese lugar había sido su hogar durante demasiados años y se debían mutuamente un abrazo perdurable. Como sus esperadores, entró al laberinto en silencio, se esparció a sí misma migajas de espejos rotos tras sus pasos, sabiendo que necesitaría más que micas esta vez para ver el cielo. En el corazón del camino ensortijado, se envolvió de mantas y se abrazó a sí misma. Luego, volvió a esperar el latir del laberinto, como en los años pasados que Oniria le adivinara. El círculo se cerraba para ella enredando recuerdos acaracolados en tantos pasillos construidos. Con gratitud, se ovilló durante días.

Bajo su sombra, tocando la tierra, crecieron raíces profundas que se esparcieron por todo el claro, luego por la ladera, luego por todo lo alto del cerro. De cada rizoma de Niderintia nacieron árboles, todos distintos y altos. Sus copas vibraban hojas de verdes

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infinitos y de sus ramas colgaban frutales y flores. Con el tiempo, el laberinto se fue integrando al paisaje serrano y a la casa de Niderintia la sobó el viento hasta hacerla desaparecer.

Niderintia se fundió en el Suyuque. Le había ayudado a latir durante tantos años y ahora también le daba pulmones para respirar.

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Ónix

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La noche soñaba con estrellas, acurrucada silenciosamente sobre la ciudad de San Luis, que observaba cómo inversamente las estrellas soñaban con la noche. Como todos los principios de mayo, la mayoría de los puntanos ya estaba camino a Villa de la Quebrada y sólo algunos pocos quedaban para atestiguar en silencio al silencio.

El meteorito agrietó el firmamento con un silbido y el impacto hirió el suelo con un sonido seco. La herida luminosa y humeante sangró a un ser de roca maciza que se sacudió el pecho con las manos. El polvo que se desprendió de su cuerpo pareció dolerle. Se encontró rodeado de cuatro enormes arcos de piedra, vigilados por sus siempre inmóviles guardianes de color ladrillo, apoyados con ambas manos en sus espadas que apuntaban hacia el infierno. El visitante se alzó para hacer contacto con uno de ellos.

—Despierten —les ordenó mientras sus ojos color diamante resplandecían—. Encuentren al monarca...

Las estatuas cobraron vida repentinamente, como quién toma una desesperada bocanada de aire al salir de las profundidades del océano...

—¡Despertate, Moncho! Tenemos que ir a buscar a la Sofía.

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—¡Que la busque el novio! —respondió el Moncho, tapándose la cara con la almohada, tratando de ignorar a Jeremías, su cuñado.

—¡Pero no seas salame! ¡Si el novio sos vos!

Moncho suspiró contra la funda que aún cubría su cara antes de sentarse a meditar si valía la pena respirar o no. Levantó la vista hacia la pelirroja presencia de su amigo de toda la vida, Jeremías. Un par de neuronas se conectaron y concluyó con una risita:

—Ah…, es verdad.

Se vistió así nomás, como siempre, se acomodó un poco su oscura cabellera con las manos y finalmente los dos jóvenes, de unos veinte años, salieron en búsqueda de Sofía. Tenían como veinte minutos a pie desde su casa en el barrio El Hornero, ubicado en la zona sur, hasta el centro, donde ella los esperaba. Pero apenas salieron a la calle, notaron los ruidos rugir y se sorprendieron.

—Uh, qué bardo, no me digas que hay joda.

—Hoy es feriado, siempre hay joda los feriados acá —respondió Jeremías—. Aunque es raro que duren hasta esta hora —agregó mirando su celular que marcaba las nueve en punto de la mañana.

Ya llegando al Shopping Center, vieron a una señora correr mientras arrastraba de la mano a su hijo. Iba a los gritos. Autos cuyos conductores aplastaban las bocinas con fervor y ruidos de balazos y sirenas les llenaron los oídos como si fueran los aplausos al final de una exitosa obra de teatro.

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—¡Se armó, se armó! ¡Vamos a ver qué onda! —gritó Moncho y ambos salieron corriendo a toda prisa hacia el origen del bullicio. Ya a unas de cuadras de la plaza Independencia, un par de oficiales los detuvieron y les pidieron que se alejaran de la zona. Antes de darles tiempo a preguntar qué sucedía, sintieron el retumbar del galope de un caballo y, ante sus ojos, la mismísima estatua de San Martín, en su corcel de piedra, saltó ágilmente sobre un patrullero e incrustó las espuelas en el asfalto. Miró a su alrededor, como si buscara algo y, al no encontrarlo, cambió de rumbo y se perdió de vista doblando en una esquina.

—¡No! ¿Viste eso? —preguntó Moncho exaltado y con el corazón rebotando dentro de su pecho.

—¡Más vale!, ¡lo tengo todo filmado en el celu, chabón!

— ¡La Sofía, Jere! ¡Tenemos que buscar a la Sofía!

Se suponía que Sofía los estaba esperando en el correo, junto a la plaza Pringles. Se dirigieron inmediatamente hacia el lugar y en el camino se dieron cuenta de que no sólo era la escultura de San Martín la que había cobrado vida. Ángeles de piedra, que seguramente habrían salido del cementerio San José, volaban sobre sus cabezas dejándoles saber que la situación era más seria de lo que supusieron al principio. Decidieron rodear el centro del caos, que destruía la ciudad como si fuera un tornado, tratando de contactar a Sofía con el celular de Jeremías. Como no tenía crédito, sólo podía mandar mensajes de

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WhatsApp conectado al WiFi del gobierno, mensajes que nunca fueron contestados.

La gente que no pudo encerrarse en sus casas, corría en todas direcciones, evitando a los jóvenes como si fueran rocas en el cauce del río Chorrillo. La policía local disparaba contra las criaturas de piedra. Si bien las dañaba un poco, no lograba detener el desastre. Colectivos de línea, remises, motos y camionetas abandonados en plena calle, terminaban de evidenciar el descontrol. La Estatua de la Libertad, que normalmente imponía su inmóvil presencia en el casino ubicado en la esquina entre Pedernera y Rivadavia, prendía fuego con su antorcha a todo lo que se le cruzaba.

Finalmente, encontraron a Sofía. Recostada sobre su espalda, salpicaba desesperadas lágrimas a través de sus verdes ojos. La estatua del Hombre de Rodillas, estaba justamente de rodillas frente a la delgada jovencita de cabellos teñidos de rojo, como si estuviera rogándole a los cielos.

—¿Dónde está el monarca? —preguntaba incesantemente.

Al no saber qué responder, Sofía se resignaba a pedir ayuda a gritos desaforados. Justo cuando parecía que la gran escultura, que solía descansar en los jardines de la Universidad Nacional, caería sobre ella, ante los impotentes testigos, una bola de piedra gris golpeó su cabeza y la hizo tambalearse hacia atrás. Luego otra bola se incrustó con fuerza en su estómago y con prisa Jeremías y Moncho ayudaron a escapar a Sofía del peligro. El Hombre de Rodillas observó cómo frente a él, Juan Gilberto Funes lo

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enfrentaba con otra de las pelotas de concreto, que había sacado de la peatonal, dormida en su pierna izquierda.

—Dejá a la piba. ¿No ves que no sabe nada?

La ahora figura viviente de piedra, sin desentrelazar sus manos, preguntó al cielo por qué no podía encontrar al monarca y se perdió entre las calles continuando su búsqueda.

—Gracias, Búfalo —le dijo Moncho a Funes con una amplia sonrisa— ¿Nos podemos sacar una foto?

—¡Moncho, dejate de joder! —recriminó Sofía, tirándolo del brazo como loca. Quería salir de ese lugar lo antes posible.

—Chicos, no vieron al monarca, ¿no? —preguntó Funes sacudiendo el escudo en su brillante camiseta de la selección de Argentina con disimulo.

Se asustaron un poco, la insistencia de la pregunta les transmitía esa incomodidad que ofrece la cornisa de un precipicio. Sin contestar, se alejaron como pudieron, viendo a la gente ser perseguida por estatuas de toda clase y tamaño, hasta que encontraron un estacionamiento donde pudieron descansar un poco.

—Yo lo vi —les decía aún asustada Sofía—. Las tocaba y las estatuas vivían... ¿Qué pasa Moncho? ¡Decime qué está pasando!

—¿Qué sé yo? Esto es una locura, parece una película.

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—Pará… —pidió Jeremías—. ¿Vos decís que viste a alguien hacer que las estatuas se muevan cuando las tocaba? ¿Quién era?

—No sé, parecía otra estatua, pero no la había visto nunca, tenía ojos brillantes como de vidrio y además se movía distinto a las otras, como si fuera más ágil o algo así, ¡no sé, me estoy volviendo loca!

—«Volviendo» dice, como si alguna vez hubieras estado cuerda… —bromeó Moncho.

—Callate, salame —le ordenó Jeremías defendiendo a su hermana—. ¿No entienden? Es como en Transformers, pero con estatuas…

—Uh, chabón, qué flash… ¡O sea que ese coso es de otro planeta! ¡Estamos al horno!

—¿Qué hacemos? Están destrozando todo San Luis —preguntó Sofía.

—Rajar. ¿Qué otra cosa, si no? ¡A menos que quieran matarlos con un pico! —sugirió Jeremías.

—Sí claro, justo al Moncho le vas a pedir que agarre una herramienta...

—Bueno che, no seré el más guapo, pero tengo otras cualidades.

Los hermanos revolearon los ojos en señal de desconfianza ante esa afirmación de Moncho. En breves palabras, se pusieron a discutir sobre la cantidad de esculturas de piedra y otros materiales que había por todo San Luis. Por fortuna, Sofía había notado que las de santos o vírgenes no eran peligrosas. Sin embargo, los jóvenes amaban a su

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provincia y tenían tantos amigos allí que decidieron que algo tenían que hacer para ayudar.

—Capaz que si encuentran al monarca ese que andan buscando se van, ¿no? —opinó Moncho.

—Es verdad —se sorprendió Jeremías —¡Al fin dijiste algo útil!

Moncho puso sus pulgares en su pecho como si tuviera tirantes y sonrió, orgulloso de su inteligencia.

—¿Y quién es el monarca? —cuestionó Sofía.

—Para mí debe ser el gobernador… —afirmó Moncho ante la duda.

—No sé, capaz. Vamos a darnos una vuelta por su casa a ver qué podemos averiguar.

Sofía y Moncho aceptaron la sugerencia de Jeremías. La aventura les atraía y la mezcla entre inconsciencia y juventud los empujó hacia las fauces del riesgo. Encontraron unas bicicletas abandonadas y sobre ellas se dirigieron al Puente Blanco, en cuyas inmediaciones estaba la residencia del primer mandatario puntano de turno, para comprobar si la teoría de Moncho era correcta. Luego de unos minutos, llegaron al puente y se percataron del error que habían cometido.

Las hormigas gigantes del Parque de las Naciones también habían sido vitalizadas y recién se dieron cuenta cuando éstas treparon, por debajo, cerrándoles el paso. A diferencia de las estatuas de personas, los animales actuaban salvajemente y en la mayoría de los casos, atacaban todo lo que les parecía

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peligroso. Por alguna razón, los enormes insectos creyeron que los jóvenes estaban invadiendo su territorio e intentaron defenderlo abalanzándose sobre ellos.

—¡Salten! —gritó Moncho y, sin tener otra alternativa, soltaron las bicicletas y se arrojaron del puente para que la gravedad los atrapara. Solían practicar parkour junto a otros amigos, así que estaban acostumbrados a los saltos y sabían cómo caer. Sólo por eso no salieron lastimados y pudieron seguir corriendo por la avenida Eva Perón, intentando escapar de sus perseguidores formícidas. Sin embargo, las hormigas eran más veloces y la que encabezaba el grupo casi alcanzó a Sofía, que se estaba retrasando. Por suerte para ella, en el momento exacto, el cóndor que habitualmente vigilaba la Quebrada de los Cóndores, en el Potrero de los Funes, descendió en picada para atrapar a su presa con sus enormes garras y luego desaparecer entre los arboles con un graznido victorioso.

Salvados por los pelos, o mejor dicho por las plumas, siguieron escapando del resto de hormigas que no detuvieron nunca su ritmo. Justo al intentar doblar se encontraron de frente con la gigantesca virgen que custodiaba la entrada de la Iglesia de la Medalla Milagrosa, en la calle Sarmiento, quien, con su manto celeste y blanco, espantó al resto de hormigas que asustadas retrocedieron apresuradamente.

Ante los ojos desorbitados de los tres jóvenes puntanos, la virgen se inclinó con delicadeza y les preguntó:

—¿No han visto al monarca, hijos míos?

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Como balas se escaparon del lugar sin responder, bajando la calle Riobamba y retomando luego la Héroes de Malvinas. Descansaron agitados apenas perdieron de vista el peligro, tratando de comprender por qué se les había ocurrido entrar en semejante lío.

—La virgen… tiene que ser eso… —pensó en voz alta Sofía.

—¿Qué tiene la virgen?

—¿Para la virgen, el monarca quién es? ¡Tiene que ser Jesús! Tenemos que volver al centro, creo que están buscando al dios de la catedral. Ese debe ser el verdadero monarca de entre todas las estatuas de Cristo que hay en las iglesias.

—Tiene sentido... ¡Volvamos! —aceptó su hermano previo a emprender su viaje de regreso.

Vigilando las esquinas, por si aparecían más estatuas, se dirigieron a la catedral sin demora. A un par de manzanas de allí escucharon un rugido que hizo temblar las paredes. Frente a ellos apareció un enorme ciervo de metal y un triceratops de piedra, escupiendo chispas al estrellar sus cabezas y enredar sus cornamentas en combate. La violencia de la lucha era tal que hacían trizas los edificios y vehículos a su paso.

Jeremías, Moncho y Sofía se escondieron tras un vehículo utilitario chocado hasta que, sin dejar de combatir, los animales se alejaron dejando suvenires de cristales rotos y escombros por doquier.

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—Chicos, creo que nos la estamos mandando, mal…

—¿Y eso qué fue? —preguntó Sofía, aterrorizada.

Por un minuto, Jeremías miró el suelo buscando una respuesta. Hasta que al final la halló en un recoveco de su memoria.

—Los dinosaurios del Hito al Bicentenario…

—Bueno…, como dice la vieja: «tasa, tasa, cada uno para…».

Jeremías tomó del brazo a Moncho, que ya quería irse, interrumpiéndolo.

—Vos no te vas a ningún lado, estamos en esto juntos. Pensá que no va a haber dónde ir si nadie frena a estas cosas. No vas a tener ni lugar donde jugar a la Play tranquilo…

—¡Ah no! La Play es sagrada, loco ¡Vamos! —indicó Moncho con toda seguridad dirigiéndose a las profundidades de la ciudad puntana. Jeremías sabía tocar su punto débil.

Avanzaron con cuidado hasta llegar a destino y controlando que nada los siguiera, atravesaron la entrada para que la desazón se derrumbara sobre ellos comprimiendo sus ánimos contra las baldosas.

Además de destrozado, el interior de la catedral estaba vacío. Los clavos en la cruz ya sólo sostenían el recuerdo de lo que fue la tortura más famosa de todos los tiempos. Cristo había desaparecido.

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—¿Ya lo encontraron y se lo llevaron? Ahora se van a ir… ¿No? —preguntó dubitativa Sofía al analizar la escena.

Ni su hermano ni su novio supieron qué contestar. Sólo atinaron a darse media vuelta y dirigirse a la salida, atormentados por las dudas. Quizás por eso no notaron qué los estaban esperando fuera.

Centenares de figuras de piedra rodeaban la entrada, al bajar las escaleras. Entre ellos, el ser que había llegado del espacio para iniciar todo el caos que se había apoderado de la capital de la provincia.

Con un gesto ordenó a otras estatuas que capturaran a los tres puntanos, quienes no pudieron resistirse en lo más mínimo.

—¿Dónde está el monarca? —preguntó con severidad, dándoles a entender que su teoría sobre Jesús estaba errada.

—¿Qué te importa a vos, caradura? —se atrevió a insultar Moncho.

Un solo golpe en la boca del estómago lo hizo doblarse de dolor, y observar como la sangre se le escapaba de su boca, estirándose hasta alcanzar el suelo. La estatua que lo sostenía lo dejó caer, lo cual hizo que su imagen fuera aún más patética.

—¿Dónde está el monarca? —repitió el sólido ser, ante la furiosa mirada de Jeremías.

En ese momento, justo detrás de ellos, rompiendo todo lo que se les cruzaba en el camino, el T-Rex del Hito al Bicentenario se revolcaba en plena

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contienda con el pétreo granadero, el hombre de piedra que representaba el arrojo y heroísmo del Pueblo Puntano de la Independencia, el cual abre desde hace décadas sus musculosos brazos ante los turistas, allá en lo alto del monumento ubicado en los terrenos donados por la familia Osorio en Las Chacras, Juana Koslay.

Aprovechando la distracción, y siendo el único al que no sujetaban, Moncho comenzó a correr a contramano por la calle Rivadavia. Pero no llegaría lejos. Una roca lo golpeó en la nuca, por lo que trastabilló y terminó atravesando la vidriera de una tienda de artesanías. Las estatuas fueron tras él, pero al acercarse al joven, aún mareado, se detuvieron, asustadas.

Al darse cuenta de la situación, sobándose la espalda por el dolor, tomó lo primero que encontró a mano y se lo arrojó directo a la cabeza de una de las figuras de piedra. Con más suerte que puntería, el proyectil impactó justo en la frente del agresor, y la efigie volvió a su estado original, inmóvil, ante la incrédula mirada de todos.

Sorprendidas, las esculturas talladas retrocedieron un paso. Moncho volvió a arrojar otro objeto, en este caso de madera. El contacto con la estatua esta vez no tuvo ninguna reacción.

—¡El mármol!, ¡el mármol ónix, Moncho! —gritó Jeremías, refiriéndose a la verde piedra semipreciosa que se extraía exclusivamente en la ciudad de La Toma.

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Moncho alcanzó a ver el brillo revelador en los ojos de su amigo, justo un instante antes de que una de las estatuas lo silenciara de un golpe en la sien.

Fue en ese entonces que se dio cuenta de que la tienda era de productos artesanales, principalmente hechos con el material al que Jeremías se refería. Tomó un reloj fabricado con esta particular piedra y lo lanzó con fuerza hacia una de las figuras que solía decorar la plaza Pringles. De manera instantánea, al impactar, la estatua volvió a su inmovilidad natural y las que acompañaban al ser extraterrestre comenzaron a murmurar inquietas.

Para la suerte de Moncho, la tienda también vendía gomeras. Cargó sus bolsillos con un poco de ónix verde y otro tanto de valentía, y avanzó contra los captores de sus amigos.

—¿Y ahora quién tiene el toro por los cachos, eh? —gritó.

El alienígena arrebató a Sofía del control de uno de sus secuaces y, sujetándola del cabello, les ordenó a los demás que atacaran a Moncho.

A pesar de la corta distancia, a piedrazo limpio, el joven se deshizo de la mayoría de las figuras que lo amenazaban. Sin embargo, el infortunio para la raza humana no se hizo esperar: revisó su bolsillo y notó que se había quedado sin más ónix que arrojar. Así fue que fue capturado violentamente por las pocas esculturas que aún mantenían su inusual vitalidad.

—¡Déjenlo! —gritó como pudo Jeremías, que observaba con impotencia como maltrataban al pobre Moncho.

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CoLiPuCiFa Ónix, por JBParadox

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El ser que había caído del cielo arrojó a Sofía al suelo y concentró toda su furia en Jeremías. Lo tomó del cuello, con fuerza, e inclinó su cabeza hacia atrás, lo cual le privaba de oxígeno.

—¿Dónde está el monarca? —preguntó por enésima vez.

Jeremías, tratando de respirar a la fuerza, clarificó su mirada que sólo podía dirigirse hacia un sitio: el remate triangular superior de la fachada de la principal iglesia puntana.

Levantó su mano y su índice dibujó una flecha imaginaría hasta nada más ni nada menos que la estatua de San Luis Rey de Francia, ubicada en la parte central del frontispicio del edificio religioso.

Inmediatamente, la criatura soltó su cuello y, al mismo tiempo que las figuras que lo acompañaban, se arrodilló ante el monarca que inspiró el nombre de la provincia.

Las estatuas formaron una pirámide por la cual trepó hasta la cima para poder hacer contacto con el objetivo de su búsqueda.

Una vez que cobró vida, San Luis Rey descendió por la pirámide con notoria frustración. En francés, le comunicó su enfado y criticó su inutilidad, recalcándole el hecho de que no era posible que, estando tan cerca, no lo hubiera visto antes. Cuando el ser de piedra le preguntó al monarca qué hacer con Jeremías, Sofía y Moncho, el Rey respondió con simpleza que los dejaran en paz, agregando que ya se había cansado de perder tiempo y era más que

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CoLiPuCiFa Ónix, por JBParadox

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suficiente el desastre provocado en la ciudad que lo había alojado y honrado por tanto tiempo.

Volvió a revivir a las demás estatuas que Moncho había golpeado con las piedras de ónix y se dirigieron hacia la Plaza de los Halcones, sitio en donde había impactado el meteorito. Allí, ante la vista de algunos vecinos, una a una las figuras de piedra saldrían disparadas para perderse en el azul cielo puntano.

Mientras eso sucedía, Jeremías, luego de ayudar a su hermana, fue por su amigo para ver cómo se encontraba.

—Sos mi héroe, chabón, salvaste el día —le dijo Moncho, intentando levantarse—. Te mereces una estatua…

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CoLiPuCiFa Operación Gualichu, por M. Ponce

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CoLiPuCiFa Operación Gualichu, por M. Ponce

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Operación Gualichu

por Maximiliano Ponce

Por aquella época yo trabajaba para el Departamento de Seguridad Informática de la República Democrática de San Luis. No me da orgullo confesarlo, pero era eso o la cárcel. Los agentes del orden le encontraron una utilidad a mi adicción a la data-chatarra. Me extirparon el cuerpo calloso, me implantaron un sensor K-1000 y me convirtieron en un «jote». Mi función era seguir el hedor de los enemigos del régimen, limpiar la carroña del sistema.

Todas las noches ingresaba a la Red y sobrevolaba la Autopista de la Información, en busca de la putridata que los usuarios diseminaban mediante sus terminales portátiles. Gracias a mis excursiones nocturnas, el Servicio de Inteligencia encontraba traficantes de semillas transgénicas, torturadores, terroristas. (Con el tiempo aprendí que todos esos especímenes despiden un olor característico).

No era un trabajo peligroso, pero a veces mi sensor K-1000 se recalentaba por el alto voltaje de los contenidos y mi consciencia se ponía en blanco durante unos segundos. Era una sensación desagradable, pero estábamos acostumbrados. Todos los «jotes» sufríamos de vez en cuando la náusea blanca…

Pero lo que pasó aquella noche fue diferente. Algo que ninguno de nosotros había experimentado nunca antes, y por alguna razón sólo me afectó a mí.

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Comenzó cerca de la medianoche. En muy poco tiempo mis coordenadas se llenaron de basura tóxica; los principales canales de acceso y salida del sector quedaron bloqueados. La putridata desencadenó una descarga sináptica en mi sistema y el sensor K-1000 me empezó a fallar. Sufrí un colapso…

…De pronto era un ser diminuto, microscópico. Tenía el tamaño de un grano de arena y me encontraba en una playa desierta. Me rodeaba el chisporroteo ensordecedor de la espuma marina. Mi cerebro era una como una pastilla efervescente que se iba deshaciendo con los golpes eléctricos del oleaje, una y otra vez, una y otra vez… Y a lo lejos, el sonido de una sirena aguda, el chirrido de una silla de ruedas, pitidos de aparatos e instrumentos mecánicos… Pero era como si todo aquello ocurriera en otro planeta, fuera de mi alcance.

Enseguida me sometieron a una cura Kawaii. La anestesia incluía hologramas de conejos esponjosos y piñatas multicolores, pero a causa del efecto Kuleshov yo sólo percibía ratas de colmillos afilados y apéndices a punto de estallar.

Lo siguiente que recuerdo es que aparecí en la clínica Mc-Luhan, y pensé: «O alguien se equivocó en mi ficha de registro o ya morí y estoy en el cielo». (En la Mc-Luhan sólo ingresan hijos de jueces adictos al porno y analistas de mercados volátiles con problemas de insomnio).

Una enfermera de mejillas rosadas me informó sobre el tratamiento completo de «desinfoxicación»:

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—Hoy en día es más difícil deshacerse de la data-chatarra que de la chatarra espacial —dijo, mientras pegaba unos fríos electrodos a mis sienes—. Le prometo que vamos a hacer lo posible para borrar solamente la basura, pero quizás pierda algún recuerdo biográfico. A veces resulta difícil separar uno del otro.

Acepté sin chistar. En verdad, había más cosas que prefería olvidar.

Me administraron pastillas de propranolol y me prescribieron cincuenta sesiones de relajación en capullos holofónicos. Al cabo de un tiempo mi cabeza se sentía como un globo aerostático atravesando la ionósfera. Era agradable.

***

—El Elegido abre lentamente sus ojos y contempla el mundo que lo rodea como si lo viera por primera vez… ¡Maravilloso! Pero esta frente no me gusta nada, parece una roca volcánica. Ama Palmer, traiga una palangana con agua fría y un trapo limpio. Nuestro invitado vuela de fiebre.

—¿Ya despertó?

—Pronto despertará. En todo sentido.

Me encontraba en una habitación atestada de objetos. La mitad de la pared estaba cubierta por una biblioteca con anaqueles torcidos, repleta de libros desordenados, velas y pequeñas estatuillas de barro. En la otra mitad distinguí una bandera verde con el

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escudo de la RDSL9, una fotografía panorámica del aeropuerto de Beazley, planos transversales de la Gran Cúpula del Norte, y una pintada con aerosol que rezaba: ULMANATO MAYOR: ÚNICA NACIÓN LIBRE.

Dormité varias horas, confundido, hasta que una voz de mujer me despertó:

—Tu nombre es Polo Rojo Mansilla y tenés 33 años. Los del Servicio Secreto te convirtieron en «jote» para rastrear a la resistencia, pero tuviste un ataque por exceso de data-chatarra. Te administraron Kawaii pero respondiste Kuleshov, así que te descartaron. Te encontramos cerca de la Terminal de Ómnibus, insultando y escupiendo a los pasajeros. Donovan te internó en la Mc Luhan. Te arreglaron el cableado, por así decir… ¿Cómo te sentís?

La observé un instante. Tenía un rostro menudo y pálido, de una palidez casi verdosa, y en sus ojos asomaba una chispa inquieta. Sus manos estaban enfundadas en unos guantes de cuero con los dedos recortados.

—¿Nosotros… nos conocemos? —atiné a preguntar. Su rostro no me resultaba familiar, pero me miraba como si me conociera desde siempre.

—Hicieron un buen trabajo —dijo, y esbozó una sonrisa triste—. Supongo que podría decirte mi nombre verdadero, pero estoy demasiado

9 «El escudo de la República Democrática de San Luis consiste en un tallo de soja

entrelazado a una cruz, y rodeado por una muralla circular, expresando la estrecha interrelación de poderes del Campo, la Iglesia y el Estado». Enciclopedia Ilustrada de la RDSL – año 2078.

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acostumbrada a mentir. Me llamo Ama Palmer… por Amaranthus Palmeri.

—La maleza…

—Exacto. Veo que al menos te permitieron conservar algunos recuerdos inútiles —Se quitó los guantes y los apoyó delicadamente sobre una mesita de luz junto a la cama. Esa fue la primera vez que le vi las manos. Tenía la piel chamuscada y las palmas brillosas, casi del mismo color del cuero. Las miré con fascinación.

—Supongo que tampoco recordás estas heridas.

Permanecí callado. Todo era novedoso y terrible.

—Observá —dijo, incorporándose.

Se acercó a un rincón en penumbras ubicado al fondo del salón. Era un hueco abovedado apenas iluminado con velas. Apoyada sobre una mesa había una caja negra. Ama dio tres vueltas a una manivela ubicada al costado de la caja y del centro del cubo emergió un rayo verde brillante que salió disparado hacia el techo; empezó a sonar una grave nota pedal, como de órgano. Con las manos plegadas y apuntando hacia afuera, Ama penetró el chorro lumínico y separó lentamente sus palmas. La nota entonces desplegó sus armónicos en un perfecto acorde mayor mientras el láser dispersaba sus rayos como un sol naciente de fuego verde. Ama comenzó a mover sus manos y mientras gesticulaba creaba a partir del aire y de la luz una música lejana y antigua, como un himno interpretado en un templo en ruinas. La melodía duró

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unos instantes y luego se fue apagando, poco a poco. Los rayos se replegaron en el centro, hasta formar una espada flamígera. El láser calórico impactaba de lleno en las palmas de Ama. Ese era el origen de sus estigmas. Y entonces la luz se extinguió, junto con el sonido. Silencio. Oscuridad.

—Me gusta tocar el sinestesio con las manos desnudas —dijo, con los ojos todavía cerrados y el semblante rígido de dolor—. Con guantes no podría…

—Es una obra muy bella —balbuceé.

—Siempre fue tu preferida.

En ese momento oí unos aplausos pesados que venían del hueco de la puerta y luego la voz sonora de Donovan:

—¡Por supuesto! ¡Excelente idea! La música puede ser un gran bálsamo para el alma, y quizás incluso ayude a recobrar la memoria, ¿quién sabe? En fin, lamento que dispongamos de tan poco tiempo para conocernos más a fondo, pero el asunto que nos convoca es realmente urgente.

Se dirigió hacia la cama donde yo me encontraba acostado y me miró a los ojos.

—Polo, quiero ser totalmente honesto contigo. Necesitamos tu ayuda. El sistema se tambalea como un trapecista borracho. Sólo hay que darle un empujoncito en el hombro, así, para que termine de caerse. Este es el fin. ¡Miles de presagios lo anuncian! Nubes teratogénicas que oscurecen el cielo de Arizona, combustiones espontáneas en las sierras de Comechingones, niños que nacen con membranas

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entre los dedos y venados con cuernos magnéticos. ¡Son las señales de la Nueva Era! ¡Tenemos que instaurar el Ulmanato mayor, única nación libre del territorio…!

Quedó con las manos en alto, recuperando el aliento, y luego agregó, lapidario:

—El sistema te arrojó por la borda. No les debes absolutamente nada… a ellos.

Hablaba como un evangelista enardecido. Me sujetó la cabeza con sus manos regordetas y me dijo en voz calma:

—Tu sensor K-1000 incluye un permiso especial. Una huella de fabricación que nos permitirá inocular a Gualichu en el sistema central de la Autopista de la Información mediante un puerto antiguo, de baja vigilancia. Una vez dentro… el desastre será mayúsculo. Necesitamos tu cabeza.

—¿Mi cabeza? —pregunté, sorprendido.

—¿Hay algún problema? Al menos tenemos la delicadeza de pedírtela prestada… Creo que la próxima vez la tomaremos sin tu autorización. ¡Ja, ja, ja!

—No es gracioso, Don —exclamó Ama, acercándose desde el fondo. Se dirigió a mí: —Es lo único que te pedimos, Polo. Luego te dejaremos libre —dijo, y miró de reojo a Donovan, buscando su aprobación.

—Está bien —asentí—. Y no sólo por la causa, sino por la amistad que nos une.

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Sabía que todos nos conocíamos de antes, aunque no recordara dónde o cuándo. Decidí seguirle el juego, descubrir sus intenciones. Y además necesitaba pasar más tiempo con Ama Palmer. Quería entender nuestra relación o, mejor dicho, la relación que alguna vez tuvimos.

—Perfecto, entonces, en marcha. La fiebre ya casi desapareció. Un poco de aire frío te hará bien. ¡Ponte algo decente! —exclamó Donovan, mientras sacaba ropa elegante de un armario y la arrojaba sobre mi cama—. Por cierto, a estas horas nuestro informante ya debe encontrarse en La Florida. ¿Quién tiene ganas de apostar?

***

Menos de media hora más tarde llegamos a La Florida, la gran Ciudad-Casino del Estado. Paraíso de ludópatas y hedonistas. Casas de juego, albergues, baños turcos y bares rodeaban el dique como un resplandeciente collar de diamantes. Había por todos lados neones vibrantes y marquesinas anunciando espectáculos, números especiales. Unos potentes cañones de luz apuntaban al techo de la cúpula, describiendo círculos hipnóticos. Sentí un leve mareo.

—Dice una leyenda que hace cien años, en este preciso lugar, aterrizó una nave espacial con cinco venusinos. Entonces sólo éramos una provincia, ni siquiera una de las más importantes, y en esta zona no había ni una miserable casa de cambio. ¡Gran decepción se habrán llevado! Ahora sí que estarían orgullos de nuestro avance…

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—Creí que había problemas de energía en toda la Provincia —dije, al notar el fabuloso despliegue energético de la zona.

—Sólo en los barrios pobres que dependen del parque fotovoltaico —dijo Ama—. La Florida está apadrinada por los millonarios de Estancia Grande.

Íbamos vestidos de fiesta. Donovan con traje blanco, corbata naranja y sombrero panamá; Ama tenía un vestido azul cobalto con detalles de lentejuelas; y yo iba con un traje de tres piezas gris perla, aunque me quedaba un poco grande, a decir verdad.

—Esta es la entrada de la madriguera —dijo Donovan—. Acá se esconde nuestro conejo.

Nos metimos en un túnel de tela, que a su vez estaba conectado con un laberíntico sistema de carpas, donde había salas secretas destinadas a los apostadores más fuertes. Lo seguimos durante un trecho, algunos pasos por detrás, hasta que llegamos por fin a una puerta vigilada por un patovica. Donovan se dio vuelta y nos habló:

—Esperen acá. No me tardo.

Murmuró unas palabras al guardia apostado en la entrada, le introdujo un fajo de billetes en el bolsillo del saco, y éste le permitió ingresar. La sala estaba tenuemente iluminada por dentro y desde afuera, Ama y yo distinguíamos las siluetas, casi inmóviles, que se recortaban sobre la pared de tela.

—Ama, ¿de qué se trata esta locura? ¿Qué es Gualichu?

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—Gualichu está en la fruta y en la yerba venenosa y en la punta de la lanza que mata —dijo, como si recitara de memoria. Luego, en un tono distinto, reveló: —El objetivo es la Gran Cúpula del Norte. Sin soja no hay paraíso. Cuando esté destruida el Estado se quedará sin dinero. Sin dinero no hay seguridad, y ahí quedarán a merced de las tropas del Sur.

—¿Los ranqueles? Pero si están prácticamente extintos. Cortesía del Estado.

—No están extintos. Lo que pasa es que no usan la Autopista de la Información, por eso tu departamento nunca pudo detectarlos.

—¿Y cómo se comunican? ¿Señales de humo? —dije, sarcástico.

En el teatro de siluetas, un hombre robusto se puso de pie y empezó a hacer gestos elocuentes frente a la silueta de Donovan.

—Mutaciones —dijo Ama—. Hace veinte años descubrieron una pequeña comunidad de ranqueles de Unión con cráneos desmesurados, al parecer como consecuencia de los agrotóxicos que utiliza el Gobierno. En la segunda generación ya hay casos documentados de telepatía. Ahora dicen que hay niños de quince años que mueven troncos con la mente. No necesitan nuestra tecnología. Pueden unir sus fuerzas psíquicas para levantar una roca de treinta kilómetros de largo y aplastarnos como hormigas. Es cuestión de tiempo...

—¿Y por qué los ayudamos? —pregunté, aunque intuía la respuesta.

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—Bueno, Donovan es un malcriado con mucho dinero que cree en la llegada de una nueva era. Y yo…, bueno —balbuceó, desvió la mirada— yo caí en desgracia cuando empeoró tu adicción. Ahora lo único que quiero es vivir entre ruinas.

El hombre robusto intentó zamarrear a Donovan para echarlo de la sala, pero éste se paró rápidamente, sacó un arma que llevaba oculta entre sus ropas y le apuntó a la cara. El hombre levantó las manos, miró hacia los costados. Se oían gritos. Otras figuras de la mesa quisieron levantarse, pero Donovan lo impidió, a fuerza de amenazas. Hubo un momento de tensión que pareció durar años, hasta que por fin el hombre dijo lo que Donovan quería escuchar. Donovan abandonó la sala caminando. El patovica lo saludó con un leve movimiento de cabeza cuando salió.

—Fue más rápido de lo que imaginaba —dijo Donovan, con aire victorioso, cuando nos vio de nuevo—. Tenemos que volver a la ciudad. Ya sabemos dónde está nuestro puerto de acceso de baja seguridad. Apurémonos antes de que el hijo de puta nos delate… ¡Que Gualichu nos ayude!

***

Abandonamos nuestras motocicletas en un descampado fuera de la ciudad y continuamos a pie, para no levantar sospechas. Elegimos una calle oscura, desierta, y avanzamos en dirección sur, hacia el Faro de la Sabiduría. Pronto conocería la verdad. A lo lejos, a través de la neblina nocturna, brillaban las siniestras oficinas de Terrazas, el Hito con su fulgor verde. El rocío de los gigantescos aspersores había

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tejido una película resbalosa sobre las veredas manchadas de vómitos de borrachos y cada tanto Ama se resbalaba y lanzaba un insulto. Cuando estábamos a punto de cruzar la Avenida J.A.R., Donovan nos chistó:

—¡Rápido, agáchense!

Un silbido frenético planeó por encima de nuestras cabezas. Era un enjambre de drones. Supuestamente servían para medir datos atmosféricos, pero todos sabíamos que eran drones espías. La nube zumbona desapareció en dirección a los asentamientos del sur.

Cruzamos furtivamente y nos adentramos en las parcelas boscosas del Cuarto Centenario. Del río Chorrillo provenía un olor nauseabundo, mezcla de goma quemada y caramelo frito, y detrás de la línea de árboles ya asomaban las chimeneas de las curtiembres, todavía apagadas a esa hora.

Al cabo de unos minutos de caminar en la oscuridad llegamos a nuestro destino. El Museo de la Lealtad. Una gigantesca mole abandonada. Tenía forma de pirámide y su fachada era de vidrio. En cada una de las caras exhibía complicados diseños geométricos realizados con mármol ónix, madera de algarrobo y acero inoxidable, cuyo verdadero significado ya nadie recordaba. Los vidrios estaban empañados por el barro y las lluvias y la hiedra ya había devorado gran parte del edificio.

—Hay una red de túneles que conecta este Museo con la plaza Independencia y se extiende más allá de los límites de la RDSL. Fue construida durante los primeros años de la Restauración —dije.

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—Es más bien un mito —señaló Donovan—, pero me alegro de que estos carniceros no te hayan vaciado por completo. En esta oportunidad usaremos la puerta principal. Esta es zona de nadie.

Me detuve un momento ante la puerta principal de la imponente estructura, justo debajo del arco en el que todavía colgaban las dos máscaras doradas, carcomidas por el liquen y el smog. A la izquierda, el rostro delgado, de rasgos aindiados y expresión severa. A la derecha, los mismos ojos en un semblante luminoso y jovial. La bruma nocturna realzaba el efecto teatral. Eran «Los Hermanos», nuestros padres fundadores ya olvidados. Ama me agarró del brazo y entramos.

La primera vez que estuve ahí había sido a los diez años, durante una excursión educativa organizada por el Instituto Lafinur. En aquella oportunidad había admirado las cartas manuscritas, las planchas repletas de insignias que colgaban detrás de gruesos cristales antibalas. Últimos vestigios de una época dorada. El interior lucía ahora deteriorado y olía a cal vieja y orina de gato.

Tomamos una escalera caracol que descendía al subsuelo. En el piso inferior había un auditorio de forma cónica, réplica invertida de la punta de la pirámide. En el centro del salón, flanqueada por rampas pintadas con aerosol se encontraba la cabeza del Hermano Menor. Tendría el tamaño de una pelota playera y dominaba el centro del salón, sobre la cúspide de una columna cromada. Era la primera máscara mortuoria parlante de la industria local, un delicado trabajo de los ingenieros de La Punta. Los delgados cabellos de fibra óptica cambiaban de color

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de acuerdo a la hora del día. Ahora estaba apagada, sin vida.

Donovan introdujo una antigua moneda de cincuenta centavos en la ranura del soporte y esperó. Al cabo de unos segundos el cráneo se encendió, los ojos parpadearon mecánicamente y una ráfaga azul relampagueó en los cabellos. Hubo un sonido a chisporroteo. De los ojos de la cabeza escapó una luz roja, de diseño cuadriculado, que fue girando lentamente.

—¡Vamos, Qui-«jote»! Párate en esta plataforma y mira a tu Padre a los ojos. Una vez que te escanee la cabeza el daño estará consumado.

—¿Y Gualichu?

—¡Gualichu está en ti, querido mío! ¡Eres su hijo pródigo, su reencarnación!

Súbitamente comprendí el engaño. Me habían introducido el virus en la Mc Luhan, gracias a los oscuros manejos de Donovan. Me habían utilizado, del mismo modo que también lo había hecho el Régimen. Incluso Ama Palmer me había utilizado para generar sus añoradas ruinas y mitigar el dolor de mi ausencia.

Me subí a la plataforma y cerré los ojos, entregado a mi destino. Entonces oí una explosión. La cabeza del Hermano Menor comenzó a prenderse fuego. Con un rápido movimiento de manos, Ama le había quitado el arma a Donovan y había disparado en el centro de la frente cromada. El cabello de la estatua adoptó colores de arco-iris apocalípticos y un negro chorro de humo empezó a manar de sus fosas nasales.

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—¡Corré, Polo! ¡Corré si no querés que también haga volar tu cabeza! —me gritó Ama, apuntándome con la pistola y con el rostro cubierto de lágrimas.

—¡Perra! ¡Traidora! —gritó Donovan, y cayó de rodillas, incrédulo y fulminado ante la visión de su plan destruido.

Yo me quedé paralizado, durante unos segundos, pero a modo de recordatorio Ama disparó un tiro hacia la base de la plataforma donde me encontraba.

—Que te vayas ahora mismo, te digo —repitió, poseída por la ira.

Salí corriendo atropelladamente por la escalera caracol. Atravesé el salón octogonal y gané la puerta de salida. El aire nocturno era frío y despiadado. Oí, a lo lejos, el ruido de sirenas y distinguí el reflejo azulado de las luces de los comandos. Me interné en el bosque y corrí durante varios minutos, sin rumbo. En un momento resbalé en un camino enlodado y caí en el fango. Ahora ya no oía las sirenas, pero desde el centro del silencio pareció surgir un primitivo y lejano canto de guerra. Tal vez no fuera más que mi imaginación afiebrada. La putridata, las drogas sintéticas, los efectos secundarios del tratamiento para olvidar.

O tal vez era el espíritu negro de Gualichu que ahora habitaba para siempre dentro de mí.

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CoLiPuCiFa Un hombre tercerizado, por R. Barrionuevo

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Un hombre tercerizado

por Raquel Barrionuevo

[Cerca de Luxor, 950 años a.C.]

Se llamaba Tabaketenmut y una enfermedad que los médicos no podían frenar le había carcomido

el pie. Era muy joven y hermosa. Pero su padre, el sacerdote más importante de ese rincón de Egipto, no

la había podido casar después de que le cortaran el dedo del pie. Tampoco fue aceptada como sacerdotisa.

Ellas debían ser perfectas para la atención de los dioses. Tabaketenmut tenía casi doce años y estaba en

el corazón de su padre. Esa extraña enfermedad la llevaba y traía silenciosamente. En largas noches de

dolor y letanías, el sacerdote se postraba ante el dios que cuidaba celosamente desde que era un niño. Había

visto un desfile de médicos. Todos con tratamientos diferentes.

—Es voluntad de los dioses —decía sin gestos en la cara, pero le revolvía las tripas esa voluntad divina que no respondía a su fanatismo de toda la

vida.

—¡Dioses, piedad! Mi grácil niña… más bella que una garza.

En su desesperación, mandó a llamar a un médico que vivía en un pueblo casi a veinte jornadas

de camello. El hombre vino con un hijo. Callado, los ojos febriles, analizando todo.

—Es aprendiz del zapatero de la gran ciudad. Solo me acompaña por mi vejez…

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Entre los dos miraron, midieron, hablaron su lenguaje de dos, aunque

estaban ante toda la corte del sacerdote.

—No sabemos de esta enfermedad. Pero podemos intentar crear un elemento para que pueda

caminar, si los dioses lo permiten. Recuerda que los cuerpos deben estar enteros para cuando regrese

nuestro Ka, porque lo rechazará el tribunal divino…. Pero los materiales no existen en nuestro amado

Egipto. Hay un lugar, cerca del mar, al este, muy al este…

Y allá fueron el médico y el aprendiz. Pues lo que buscaban era madera de árbol duro, que allí no

existía. Las maderas eran un lujo de la realeza egipcia.

***

[La Punta, San Luis. 2000 años d.C.]

—No importa lo que me pida: es NO.

—Buen día, doctor... Elegante como siempre, usted. También es un gusto verlo.

Paciente y médico se miraron sin hacer mínimo gesto. No necesitaban ese tipo de comunicación y obviaron los protocolos. Aunque no estaban en el mismo nivel de poder, también lo obviaron.

El hombre que tenía una bata blanca revisó los datos en la pantalla flotante.

—No necesita control rutinario porque su última visita fue hace seis meses. No necesita

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reubicación porque no tiene domicilio declarado. Claro, claro, me olvido de que usted es Ciudadano Ilustre, no lo obligan a tener actualizado su chip... No necesita reajustes porque Ingeniería los hace automáticamente. No necesita ingreso laboral porque usted ha declarado que puede mantener a toda la ciudad. Eso quiere decir que está acá sólo para joderme la vida, Cuhna.

El paciente recién llegado miró al médico con ojos redondos de pez. Ya estaba sentado sin que lo invitaran, las rodillas más altas que el asiento. Una sonrisa leve.

—Quiero un nuevo implante. Lo estuve estudiando, el equipo lo analizó y ya hablé con el Ingeniero Fuentes. Está esperando su autorización...

El médico resopló. Cuhna era su paciente obligado desde hacía años. Lo podía reconocer, todavía, después de tantos implantes. Cuhna lo había buscado para su primera prótesis porque era médico con un doctorado en Biomecánica y reconocido por sus operaciones. Aunque había comenzado poniéndole un implante símil coclear al mejor estilo Neil Harbisson, no tenía nada de común. Eso llevó a la fama al médico.

Igual que el artista de los años ‘10, Cuhna había peleado legalmente para que a la extensión que llevaba en la cabeza se la reconociera como parte de su persona física, en su patria puntana. Y lo había logrado. Figuraba fotografiado con ella en sus documentos y pasaportes. Y no volvió a tener problemas en los aeropuertos o fronteras del mundo. Después, movió todos los recursos legales para

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agregarse lo que se le ocurrió. Y se le antojaron muchas cosas.

En aquellos primeros tiempos, las prótesis cibernéticas eran para aquellas personas que tenían algún tipo de disminución física. Fue una época dorada para la ciencia. La felicidad de los médicos y de los ingenieros. La promesa de terminar la ceguera, la sordera o el desgaste de los órganos fue poco a poco haciéndose real. Las enormes posibilidades para los accidentados o los que nacían con alguna deformación congénita abrió un nuevo aspecto en la sociedad… pero los implantes eran un bien cibernético para todo aquel que podía solventar el costo de las prótesis y las rehabilitaciones...

Esos mismos tiempos dorados para la medicina, se volvieron dorados para la economía. Se levantó el imperio de los implantes y de numerosas prestaciones que no existían hasta ese momento.

Cuhna pareció surgir de la nada. Así lo sentía la sociedad puntana y así también lo veían en el país y en el exterior. Casi adolescente, fue un renombrado joyero que hizo explosión en los estratos sociales de Villa Mercedes, con la creación de joyas de autor… y se catapultó a Europa. Allí comenzó su fortuna. Cuhna era un especialista en piedras preciosas o semipreciosas. Trabajaba el oro con la misma elegancia que usaba el hierro o el plástico. Era un personaje excéntrico y se autoproducía.

Con su primer implante, su vida fue un antes y un después. Algo maduró en su mente. Hizo contacto con poderosos empresarios y propició el

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establecimiento de las clínicas cyborgs en la ciudad de La Punta.

Y le hizo una oferta al médico que no pudo ser rechazada, porque tener el 50% de la patente del «Van Gogh», el primer dispositivo que mejoraba casi totalmente a los enfermos de esquizofrenia y ponérselo al primer paciente... no era para dejarlo pasar. Y que el paciente fuera Cuhna, tampoco.

Las personas solían preguntarse qué fue primero, si Cuhna o los médicos cyborgistas… pero la cuestión es que Cuhna no podía pasar desapercibido. No lo hizo como joyero y no lo hizo con los implantes que se fue agregando. No pasó desapercibido con la vestimenta que había adquirido para montar su nombre y personalidad…ni con sus rastas, menos con la cantidad de dinero que manejaban sus cuentas.

Cuhna fue uno de los primeros humanos que se hicieron implantes sin mediar accidentes o disfunción. Lo atacaron los médicos. Lo atacó la Iglesia, también los medios de comunicación. Lo quiso detener la ley y todos juntos no pudieron. Al contrario, lo enriquecieron y lo elevaron como personalidad pública. Los adolescentes lo amaron, los ingenieros, los deportistas, los ciudadanos de La Punta y de Estancia Grande («lo conocemos de chiquito…», «¡...a esta pulsera me la regaló Él!») lo veneraron.

El médico contenía su enojo. Pero se le salía por cualquier motivo.

—Mire, Cuhna, ya tiene los implantes que quiere: el hígado, los riñones, las retinas, el Van Gogh, las piernas. Todo va medicamente muy bien. Pero le

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pido por favor, como hombre se lo pido: cuando venga a verme, ¡use las prótesis de piernas que se adecúan a su verdadera estatura! No le veo el mínimo sentido que use las prótesis Cheetahs para verme. ¡Conmigo no tiene porqué sentirse más alto! ¡Yo sé perfectamente que usted mide 1,55 m y no 1,90 m!

Y como todo eso era poco, fundó clínicas en la provincia, acomodó los precios para los ciudadanos puntanos que necesitaban prótesis. Como primera medida, creó una institución que seleccionaba los postulantes con un protocolo.

De esa manera, fue clasificando las necesidades de los portadores de prótesis. En esos formularios, el requisito principal era informar para qué se necesitaba ese implante y si habían intentado con otros medios y su resultado. Los otros datos eran informes de médicos, de ingenieros o de los bancos. Había personas que eran alérgicas a ciertos materiales. Había elementos que no podían ser reemplazados por otros de calidad diferente. El segundo requisito fundamental era ser ciudadano de San Luis, pero no especificaba los medios para acreditar esta situación…

El sueño de Cuhna era que las personas de su provincia tuvieran las posibilidades que él tuvo con la medicina y la ciencia…

Y como la condición de ciudadano no fue un cepo tajante, antes de dos años se desbordó la ciudad de San Luis. Colapsaron los transportes, los hoteles, los supermercados. Hubo una superpoblación de vehículos y la cantidad de policías no dio abasto para

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el control vehicular y de las personas. De la noche a la mañana se levantaron villas periurbanas donde se asentaban los que tenían un familiar con dificultades físicas, los que venían sin dinero y los que venían por la Fiebre del Cyborg, a hacer fortuna. Se triplicó el delito de usurpación, de ventas de inmuebles fantasmas. El material de construcción aumentó desorbitadamente.

La gente soportaba cualquier cosa para tener un implante... No importaba vivir en una casucha de plástico o invadir edificios abandonados. De pronto, había sectores de la ciudad principal, en donde la policía, los sacerdotes y los colectivos no entraban. Se convirtieron en otro mundo, con reglas de supervivencia terribles.

Las prótesis cibernéticas no eran reconocidas por los sistemas nacionales de salud, obras sociales o el gobierno y Cuhna ofrecía lo inalcanzable con precios accesibles.

Entonces, San Luis modificó la Constitución Provincial. Antes hablaba de «habitantes», ahora hablaba de «ciudadanos».

En esa modificación de la estructura legal de los puntanos, se privilegió los derechos de educación, vivienda y salud para los ciudadanos puntanos que ya estaban en categorías específicas. Los visitantes podían entrar, transitar y salir, pero su permanencia era controlada. Por supuesto, llegó inmediatamente la réplica de la ley nacional y las disputas se extendieron por largo tiempo.

Con todo el país en contra, se crearon dependencias en las que se otorgaba el comprobante

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de ciudadanía puntana en los distintos rangos. Los que no cumplían con esta disposición, eran «retenidos» y se los escoltaba en colectivos hasta fuera de la provincia... Se pagaron los impuestos más altos de la historia de la Argentina. Se podía vender la tierra sólo a otro ciudadano puntano y se expropiaron las propiedades vendidas a personas que no fueran ciudadanos o personas que vivían en otras provincias.

Lo impensable ocurrió: un hombre de traje entró en persona a la Oficina. Venía casi corriendo, ofuscado. Estaba más colorado del lado donde lo seguía su dron. Las personas hacían compras o trámites desde su casa, así evitaban salir para no pagar el impuesto de circulación peatonal por el centro.

—Soy el administrador del Sr. Cuhna. ¡Esto es una vergüenza! ¿Cómo lo van a intimar a que abandone la provincia porque no es A o B? ¡Estamos todos locos! ¡Como si no supieran quien es Cuhna! ¡Chiquito —dijo dirigiéndose al director del Ministerio de Ciudadanía—, quiero toda la tramitación del Sr. Cuhna para AYER! ¿Capisci? ¡Psss!

Las escuelas públicas fueron obligadas a inscribir y brindar educación a los escolares que presentaban su comprobante de ciudadanía. Los colegios privados cotizaron sus vacantes en euros. Entonces, se abrieron escuelas paralelas, con maestros que enseñaban el mismo curriculum y sin reconocimiento del Estado, para los habitantes que no eran ciudadanos.

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Pero la ciudadanía no pudo frenar la terrible inmigración. Un fenómeno conocido vulgarmente como «Hijo a pedido» creció como un hongo: el niño nacido en suelo puntano, era ciudadano. Con todos los derechos que le eran propios. Familias que llegaban clandestinamente, con el nacimiento de un hijo en tierra puntana, no podían ser corridos a sus lugares de origen.

El precio accesible de los implantes era un proyecto único en el país. El sueño de Cuhna, fue un fenómeno comparable con la Era espacial y de repercusiones deslumbrantes y consecuencias sociales impensables.

La familia Meloni esperaba desde hacía horas en su auto, en los límites de la provincia de San Luis. El hombre ya había llenado los formularios para pasar con su mujer y su hija Uma. Ya había declarado sus bienes, el tiempo de estadía y los motivos. Tenía un traslado médico. Le habían comentado que era igual que la frontera con Chile, pero que estaba militarizada.

Los drones pasaban patrullando a lo largo de la ruta y a lo largo del alambrado conectado a una central. Igual que el Arco de Desaguadero, estaba prácticamente deshumanizado, todo se registraba y movilizaba por maquinaria y computadoras. Algunos operarios apenas se levantaban de habitáculos que no tenían contacto con los transeúntes...

El hombre tenía la adrenalina a reventar. Por fin avanzaron hasta la oficina de control de ingreso. No estaba permitido descender. Con el auto en

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marcha, la central de registro quedó comunicada con la computadora del vehículo. Una voz suave y femenina fue guiando los procedimientos de aceptación.

—Ingrese documentos de (silencio, mientras chequeaba el peso y calor emitido de las personas que viajaban) tres personas.

—Aceptado. Son tres personas. Ingrese formulario de permanencia...

Silencio del procesador. El hombre sudaba, su esposa había estrujado una bufanda, haciendo un gran esfuerzo por no hablar. Uma dormía en forma entrecortada. Los medicamentos por fin le permitían un descanso al dolor. Le habían amputado una pierna.

—Aceptado. Ingrese formulario médico (silencio mientras procesa)… Error en procedimiento. Reintente, por favor…. Error en procedimiento. Reintente, por favor… El plazo para ingresar formulario médico expiró (silencio). Permiso para maniobrar en reverso. Permiso para maniobrar en reverso.

La mujer comenzó a llorar en silencio. El certificado médico era falso y les había costado una fortuna. El hombre se desesperó. Había vendido casi todo lo que tenían para reunir la cantidad mínima de dinero con la que podían ingresar a San Luis. Fue una locura, pero arriesgó todo, le gritó algo a su esposa, puso la primera marcha, apretó el acelerador a fondo y el auto no respondió porque estaba controlado desde la central. Inmediatamente, se escuchó una sirena, los drones lo sobrevolaron y luces de infrarrojo apuntaron al conductor.

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—Permiso para maniobrar en reverso. Infracción a la Ley Territorial de San Luis. Plazo para maniobrar en reverso expirará en diez segundos (silencio). Contando: diez, nueve…

—Mire, usted es el accionista principal de esta clínica, señor Cuhna-Alejandro. Se puede hacer todos los implantes que quiera. ¡Pero sucede que usted también me puso a mí en este cargo para decirle a las personas que una cosa es un implante cibernético y otra las pavadas!

Cuhna posó los ojos de pez sobre el médico. Eran ojos para detectar las fracturas de las piedras que engarzaban las joyas, pero también la rugosidad de los materiales. Eran ojos adaptados a encontrar y clasificar grietas, posibilidades de rocas y elementos aplicados a múltiples funciones. La joyería era un detalle de alcances muy redituables…

—Mi querido amigo, doctor Cuhna-Atahualpa. Yo no olvido que es mi nieto. Pero usted quiere olvidar quien soy… Vengo por el implante que ya estudié con el ingeniero y con especialistas que han venido especialmente para ayudar. Es un implante que va a llenar de dinero esta clínica. No lo puede rechazar. Le daré el patentamiento total. Es un implante para detectar el alma de los seres…

—Disculpe, Cuhna…, ¿le revisaron el Van Gogh? ¿Tiene alucinaciones? ¿No? Es lo que dije al principio: ¡Viene a joderme la vida! ¡Quiere ser Dios! Quiere tirar todo por la borda...

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Cuhna-médico abrió el proyecto del nuevo implante. Lo estudió, leyó los informes de los otros especialistas y también le dio una lectura a los contratos legales y las modificaciones del testamento de Cuhna-Alejandro. Dijo todos los «no» en todas las tonalidades y Cuhna refutó a cada uno con los argumentos.

—No tenga miedo, doctor. ¡Estoy totalmente tercerizado! Cada parte de mi cuerpo está chequeado, lijado, ampliado y mejorado. Los ingenieros controlan mis piernas y siguen mejorando el asunto neumático de los talones. Los muchachos de acá cerca me monitorean los intestinos. El equipo del doctor Toledo ya me reemplazó la piel de la frente y del cuello. Son unos grossos. ¡Se me ve divina esta piel sintética! Usted controla mi Van Gogh y todavía me queda tiempo en la agenda para renovar los microsensores visuales. Y, entre nosotros, todos mis bienes tienen una empresa detrás. Creo que con este nuevo elemento cibernético no me verá por largo tiempo. ¡Póngase contento!

Cuhna-médico suspiró. No había forma de hacer cambiar de opinión a Cuhna-Alejandro. Lo que pensaba el magnate era la opinión de la sociedad: el cuerpo era un continente limitado. La tecnología disuelve los límites, eleva al ser humano más allá de su carne determinada por los genes, lo libera, lo expande. El que no se hace un arreglo cyborg es un arrogante.

Pero nunca pensó que pudiera existir un implante electrónico para la temática espiritual. Sólo a Cuhna-Alejandro se le podía ocurrir. De pronto, pensó que, si los órganos o extremidades cibernéticas

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habían provocado tal marea de gente, tal movilización de bienes y situaciones, ¿qué pasaría en la ciudad cuando se supiera del implante espiritual? Así se lo preguntó a Cuhna-Alejandro.

—Querido Cuhna-nieto, realmente, pero realmente, eso me importa un comino. Yo quiero ver el alma de las personas y ahora lo puedo lograr. Mis investigadores piensan que puede ser incompatible con el Van Gogh, pero me arriesgaré. Voy a explorar otros planos. Las ciudades seguirán creciendo y en poco tiempo, todas las personas vendrán por este implante. Ahora, nada es privativo, ni siquiera el alma.

El médico se miró las manos. Necesitaba un cambio urgente. Los franceses ya tenían una nueva mano con precisión espectacular en los cinco dedos. Era hora de renovar la que ya usaba desde hace algunos años. Suspiró y dirigió los ojos de la cara y los dos pares flotantes hacia su paciente Cuhna.

—Hagámoslo. Dios se las arreglará.

***

Después de tiempos sin nombres, volvieron el médico y el joven zapatero con su carga de materiales. El sacerdote permitió que los dos hombres revisaran y tocaran la pierna de Tabaketenmut. El zapatero pasó

mucho tiempo armando y lijando, midiendo y rechazando el trabajo que hacía. Fueron muchos

errores y los tuvo que pagar con el cuerpo, porque el sacerdote lo hizo azotar sin ninguna consideración. Se

obsesionó con el pie de la joven.

Había hecho monturas de madera, reproduciendo la parte amputada y no quedaban bien.

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Tiró tantas que casi se queda sin madera. Talló el dedo mayor, lo dejó tan suave como la piel misma, modificó el engarce, lo adaptó al pie hasta que quedó perfecto.

Delineó la uña, la curva delicada del antepie. Consiguió pinturas y quedó disconforme porque no se

asemejaba al color de la piel. Por último, dejó el corset con el color de la madera y de los hilos de cuero. Por

fin, una tarde, de rodillas ante Tabaketenmut, calzó la más fiel imitación del pie, como si fuera un calzado y

la ajustó con las tiras de cuero. Y quedó conforme.

—¡Señora mía! ¡Ni los dioses se darán cuenta de la diferencia!

Ella sonrió ligeramente.

—Solamente si los dioses quieren ser engañados...

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Una casa con cajas

por Ana Claudia Machado

Guárdula tiene una edad incierta, podría tener mil años, o setenta.

A la mayoría de ellos los ha utilizado para refinar su don. Clasificarlo todo y luego guardarlo. Con sus ojos de daga, puede ver donde otros no ven y hasta lo más pequeño es archivado.

A veces se lamenta añejándose sola y aburrida mientras guarda lo que va encontrando. Casi no tiene descanso, puede oír aquello, lo que sea que haya aparecido en la casa o cerca, y va en su búsqueda.

Es huesuda, casi seca. Se olvidó de ella por ponerse a guardar, aunque se queje.

Con sus rodillas como tenazas, sostiene las cajas más pequeñas mientras acomoda otras, en lo alto de algún estante.

Prolijamente ordenadas, cajas de todos los tamaños se apilan por toda la casa y en el galpón del fondo. También hay cajas con rótulos, cajas con cajas.

Tantos años de esfuerzo subiendo, bajando o cambiando de lugar cajas, cajitas y hasta cajones, le han otorgado una fortaleza indisimulada, más que nada en su cuello fibroso, lo único poderoso en su físico esmirriado. No distrae mucho tiempo en su alimentación. Si bien tiene dientes para poco, su pecho de lava esconde un temperamento explosivo. Pasa sus días sola, rodeada de sus objetos, de sus

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recuerdos, hasta de sus mascotas y sus plantas, todo perfectamente ordenado.

Dicen que algunas noches, Guárdula pasea por la casa admirando los contenedores, silenciosa, caminando con sus pies de pincel.

Su casa es sencilla, de gente trabajadora. De esas a las que se les zurcen de a poco las piezas a medida que pasa el tiempo, crece la familia o se junta un poco de plata. Ahora tiene dos pisos.

Cuando Guárdula iba a la escuela había sido una gran habitación con baño y cocina. Por fuera estaba sin revocar, se le veían las costillas naranjas de puros ladrillos. Esas mismas paredes, hoy están blanqueadas a la cal sobre un revoque bolseado, y no hace tanto se les agregó a las ventanas, unas rejas hechas con varillas de hierro del ocho, pintadas de verde.

El jardín repite la pulcritud y prolijidad de todo el sitio. Hay algunos malvones y dos rosales, uno debajo de cada ventana que da al frente. Al fondo, el galpón.

Lo poco que separa la calle de tierra del jardín, es una hilera de piedras bola, también blanqueadas con cal.

Guárdula es muy respetada en el barrio, sin embargo, hace muchos años que no recibe a nadie en su casa.

Adentro, los espacios se redujeron a medida que se incrementaban las cajas. En alguna época, se amontonaban en una esquina o una sobre otra

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delante de la pared más alejada a la puerta o a las ventanas. Con el tiempo, se fueron multiplicando hasta cubrir paredes enteras.

Mucho después, se construyeron las dos habitaciones de arriba y se fue dando la misma situación.

Guárdula ideó un sistema de rótulos para poder clasificar, además del color, el tamaño, también por el abecedario. Ella sabe perfectamente en qué pared de qué habitación se encuentra qué cosa.

Las habitaciones quedaron reducidas a la mínima expresión: una pequeña mesa con dos sillas en la cocina, su cama de una plaza y el ropero en el cuarto de arriba. Suficiente.

El ingreso de luz solar es a través de una especie de sucintos pasillos, paralelos a techo y piso, con las ventanas al fondo de ellos. La boca de estos túneles domésticos se angosta en relación a la ventana propiamente dicha, en el afán de darle lugar a las cajas.

La mujer corre las cortinas con una larga caña tacuara a la que le puso un ganchito de alambre en la punta porque no alcanzan los brazos para correrlas con la mano.

Las únicas paredes que se ven, son las del baño, la de la cabecera de su cama y las de la escalera que comunica con la planta superior.

Hace muchos años, su finado padre, don Mario, le regaló unas cajas con recortes de diarios y fotos que a la vez su abuelo había comenzado a

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guardar, acerca de los sucesos más importantes de la localidad en donde vivían, El Chorrillo. Todo había comenzado como una idea familiar para compartir con la comunidad y devino con el tiempo en la extrema conducta de Guárdula.

Los sábados toca armar cajas de cartapesta. Guárdula prepara sobre el mesón, debajo del parral, los elementos que iría a necesitar. El patio está siempre regado y perfectamente barrido con una escoba de jarilla. Saca de la caja en donde guarda los diarios, una pila de unos cuantos y los pone aparte. Muy bien rotuladas y alejadas están las cajas con diarios para reutilizar, de las cajas con diarios antiquísimos, con valor histórico o de las cajas con recortes de diarios con noticias nuevas. En una lata tiene la harina para hacer el engrudo. Recorta piezas que luego serán los lados de las cajas y las reúne por tamaños. Corta con sus dedos el papel y va cubriendo el molde que le sirve de guía. Los pinta con engrudo. Y así, sigue hasta lograr el grosor que necesita. Los pone a orear sobre el mesón hasta que estén secos para empezar a armar. Guárdula agradece si ese sábado no están quemando en los hornos de ladrillo, porque las partes húmedas tomarían el olor del humo y se inutilizaría el trabajo.

Su casa está en un callejón, como le llaman los vecinos, paralelo entre dos calles principales de El Chorrillo. Es una zona de hornos. Al fondo y al frente, callejón de por medio, hay canchas de corte. Su padre fue ladrillero. Como todos los hombres de la familia. Ella se crio correteando por entre los adobes recién cortados, por entre el cachimbo y el pisadero. Oliendo ese barro que iba haciéndose adobe debajo de las

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patas de los caballos mientras aprendía a cabalgarlos, haciendo círculos. Jugando, también, ayudaba a apilar los ladrillos para que se secaran y a taparlos con paja para protegerlos de la helada.

Guárdula conserva en una caja la carretilla, los baldes y el molde de don Mario.

En las noches frías de quema, los hombres se reunían a conversar en la boca tibia del horno mientras se turnaban para que no le faltara leña ardiendo. Guárdula miraba desde la ventana cómo ellos fumaban y reían, hasta que le daba sueño y se iba a dormir. En verano era lo mismo, sólo que se le permitía compartir más tiempo en la calle con ellos. Siempre fueron ellos dos solos, su madre había muerto con ella todavía muy chiquita.

Cuando están quemando, la mujer se dedica a lustrar las cajas de vidrio. En estas cajas es donde guarda los recuerdos y las mascotas. A las cajas que tienen las mascotas las acomodaba más adelante. Los recuerdos van más atrás, porque los mira sólo cuando tiene deseo o nostalgia de algo. En cambio, a las mascotas hay que mirarlas casi permanentemente, si no sufren.

Este trabajo, también se hace cuando corre el Chorrillero, porque es conocido el frío que este viento trae del sudeste. Difícilmente se pueda trabajar a la intemperie en un patio tan cercano al cerro.

Mientras iba creciendo, Guárdula soñaba con guardar al viento Chorrillero. La leyenda que le contaron desde niña la fue llenando de romanticismo.

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Le contaron que Arosena Koslay, hija del cacique Cabeytú Koslay, era una bella e inteligente princesa de su tribu, los michilingües. Cuando llegaron los españoles a estas tierras, para poder doblegar a los nativos, secuestraron a Arosena. Ella, en favor de su pueblo y para evitar una masacre, se casó con el capitán Juan Gómez Isleño, quien la pretendía. Fue bautizada Juana.

Su enamorado, un indio de la tribu, lleno de angustia e impotencia por haberla perdido, se quitó la vida extraviándose en las sierras. Dicen que su alma atormentada vuelve cada noche entre las diez y las once, ya como el viento Chorrillero, y así, sigue buscando a su amada, entre los árboles, la tierra, las plantas...

Guárdula sería quien enamoraría al Viento y le devolviera su paz.

Le llevó mucho tiempo encontrar la manera de atraparlo. No tenía una caja tan grande.

Es bien sabido por el que lo conoce, que cuando el viento sopla, se cuela por todos los resquicios.

Una mañana de julio, solita su alma, puso en práctica el plan que la había desvelado por meses: dejó abiertas las dos puertas del galpón. Con ayuda de una soga atada a la más distante, lo que seguía era cuestión de velocidad y destreza.

El Viento, tomado por sorpresa, se embolsó al tiempo que Guárdula, de un tirón a la soga, cerró la puerta del fondo.

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El viento cimarrón, de correr a ciento veinte kilómetros por hora, encabritado en el galpón, se sintió preso.

Se escucharon crujir techos, puertas, muebles. Hasta los vecinos crujían cuando él venía. Guárdula, aturdida por lo que acababa de hacer, respiró hondo y corrió a asegurar las aberturas por fuera. Miró para todos lados. Nadie pasaba por el callejón tan temprano. Decidió darle tiempo al Viento para que se calmara y continuó su vida como todos los días.

Los vecinos poco a poco notaron que no había nubes de guadal y que las hojas se amontonaban en los terrenos, quietas. La temperatura se hizo más agradable y los niños podían jugar en los patios, sin temor a que se les cuartearan las manitos o las mejillas. Ni siquiera se sentía ese nerviosismo habitual atribuido al Viento.

Pero tampoco se podía quemar en los hornos.

El mayor ingreso de los habitantes de El Chorrillo provenía de su trabajo en los hornos y los peones comenzaron a sentir la escasez, por el largo período sin ventas.

Una tarde, algunos se reunieron para ir a casa de don Mario, para pedirle un adelanto. Al llegar, notaron que el galpón crujía y emitía un sonido familiar. Pudieron percibir también que éste estaba más frío que los alrededores. Se miraron y comentaron entre ellos, llegando a una conclusión. El padre de Guárdula no pudo seguir manteniendo el secreto de su hija, por más que él mismo había venido haciéndose el distraído. Ella debería comprender.

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Pronto se corrió la voz y decenas de vecinos, que habían pasado y comprobado lo mismo, se reunieron indignados y solicitaron enérgicamente a la muchacha que liberara al Chorrillero.

Porque, si bien les habían evitado las molestias de su presencia, le estaban robando la identidad a la región, como así la estabilidad laboral de la inmensa mayoría.

Cuentan que cuando Guárdula abrió las puertas, aún con lágrimas en los ojos, muchas cajas con distintos tipos de cosas volaron por el aire y hasta hubo algunas que aparecieron a varios kilómetros de distancia, alrededor del trayecto que toma el viento alisio para encauzarse en el arroyo del Chorrillo, donde toma su nombre. Guárdula lamentó la caja de cuadros que había pintado de adolescente, con imágenes que veía en sus caminatas por el Cerro de la Cruz. Especialmente uno, el de la vista a la Aguadita y sus ombúes gigantes, que fueran plantados allí por Pueyrredón durante su confinamiento. Los árboles habían sido traídos desde su San Isidro natal, en la provincia de Buenos Aires, hasta el pie de la sierra de la Punta. A todo esto, Guárdula lo sabía por haber leído los recortes guardados en las cajas de su padre que ella conservaba y, por supuesto, también por los relatos transmitidos oralmente por los lugareños.

A algunos recuerdos los dejó perdidos, nomás, era mejor así...

No tiene imagen de su madre. No la recuerda porque murió cuando ella apenas estaba aprendiendo a caminar. Su padre no conservó ninguna foto, porque como él decía, le daba mucha tristeza y había que

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seguir adelante. Tampoco era de hablar mucho del asunto.

Guárdula creció con ese mandato, seguir adelante sin entristecerse.

—Usted no se va a ir como su madre, m´hijita —solía decirle alguna noche que volvía de tomar un trago de más en la boca llameante del horno, y la encontraba despierta.

Guárdula le respondía que nunca se iría, como no se fue con ese comisionista, a quien había amado tanto.

Su amante fue un porteño buen mozo y simpático. No pudo evitar enamorarse. Con él conoció el cielo y el infierno. El hombre llevaba y traía encomiendas de otros pueblos. Su camioneta sabía ir repleta de cajas envueltas en papel madera y atadas con hilo sisal. Este detalle cautivó a la mujer y fue su primer motivo de charla.

Su trabajo justamente era viajar y su carácter lo llevaba a ser muy simpático con todo el mundo, incluyendo otras mujeres.

Guárdula solía pasar incontables noches en vela esperándolo y creyó morir de celos y de pena por su ausencia, infinidad de veces. Santiago, así se llamaba, le había pedido que se fueran juntos, sin embargo, ella bien sabía que donde fuera, se repetiría la misma historia.

Al regreso, su amado siempre le traía algún regalito. Baratijas compradas en los pueblos como aros y pulseras haciendo juego, algún mate o

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artesanías con el nombre de su procedencia grabado. La sonrisa amplia del hombre enarbolando su presente y un cálido y apretado abrazo eran suficientes para que las nubes se disiparan del corazón de Guárdula.

En sus días cansados, revive su primera tarde de amor con Santiago, como quién quiere agregarse un poco más de vida.

Después de insistir algunas veces, ella aceptó el pedido del joven a que lo acompañara a dar una vuelta por el campo y a tomar unos mates.

Él detuvo la Estanciera en el dique Cruz de Piedra. Sólo estaban ellos dos y unos patos. La tarde se mostraba nublada y anunciaba tormenta. El agua reflejaba el cielo plomo y ambos, igual de quietos.

Ella recuerda como si fuera hoy, cómo Santiago subió de un salto a la parte trasera de la camioneta que tenía muchas encomiendas por entregar. Cómo hizo lugar en el centro y desdobló una frazadita sobre el piso metálico. Cómo le extendió su mano y cómo ella, sin necesidad de palabras, comprendió la invitación.

Subió cuidando de no golpearse la cabeza con el techo. Se recostaron uno al lado del otro. Se miraron. Se abrazaron. Se olieron. Se acariciaron. Jugaron. Sus carcajadas retumbaron en los cerros. Nada les importó que las cajas se cayeran sobre ellos y se desparramaran perdiendo su orden.

Ese olor, esa mixtura entre la colonia masculina y el papel, el cartón y el sudor de sus cuerpos girando sobre sí mismos, grabó en Guárdula

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este recuerdo como el momento más intenso que haya tenido nunca.

Sin embargo, cada vez que pensó en partir con él, sintió su corazón desgarrarse y sus pies clavarse al piso. Y no se fue.

El Flaco es un hombre delgado y quebradizo, de ojos claros y vidriosos. Había sido un ladrillero, peón de Don Mario y alquila una pieza en el barrio San Martín. Su espalda quedó maltrecha de tantos años de trabajo en los hornos. Hace unos años, una operación muy seria en la columna, le dejó como secuela al despertar de la anestesia, una videncia repentina.

Grande fue el susto que tuvo al recibir a los médicos y a las enfermeras y saberles los secretos. Trataba de disimular su don, pero cuando se cruzaba con alguien le adivinaba el pasado con sólo verlo.

Guárdula lo cruzó una mañana por el centro. Nunca habían sido dados a conversar, pero coincidir después de tantos años los hizo comentar algunas cosas y supo por el hombre que necesitaba trabajar, aunque ya no podía cortar ladrillos. «Es muy conocido en la ciudad, por su videncia y su cordialidad. Podría interesarle una changuita en su tiempo libre, que es mucho», pensó la mujer.

A medida que pasan los años, hay más y más artículos para clasificar y guardar. Ella comenzó a sentirse mayor, ya no da abasto y además se cansa.

Le ofrece trabajar juntos, colaborar mientras ella duerme o hace una siesta, aprovechando la confianza que le provoca el viejo, a quien su padre apreciaba.

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Al Flaco le parece interesante y acompaña a la mujer para curiosear aquello que se decía de su afición, pero nunca había visto con sus propios ojos.

Cuando el hombre entra a la casa de Guárdula, no puede esconder su estupor. Se encuentra con centenas de cajas de distintos tamaños y de los más diversos colores y texturas, tapizando paredes enteras.

Si el Flaco aceptaba la propuesta, Guárdula promete no ser exigente con los horarios mientras el trabajo se haga y podría asesorarlo en caso de que él necesitara saber cómo organizar sus propias pertenencias.

Él no necesita hurgar en las cajas de más atrás, las que guardan los recuerdos de la mujer. Pantallazos como relámpagos le hacen ver todo. El Flaco le comenta que puede decirle de unas cajas con recuerdos que están perdidas hace mucho tiempo, pero Guárdula le responde que se limite a hacer lo que ella le solicita y que se ponga a pensar en su propuesta con la que saldrían beneficiados ambos.

Éste es el inicio de una sociedad que llevaría largos años. Cada quien atiende lo que le corresponde y el provecho es para los dos.

Cuando se termina de guardar algo, ya hay suficiente material para volver a clasificar y seguir guardando. Así, el tiempo los hace amigos.

Tienen momentos para charlar y tomar unos mates en el patio. Guárdula le había hecho construir una piecita con baño en el fondo, detrás de las cortaderas, para que el Flaco no tenga que volverse a

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la ciudad. Pasa más tiempo en esta casa, que en la suya propia.

En su tiempo de descanso, el hombre disfruta mucho de salir a caminar y tomar aire fresco por la tierra que, desde no hacía mucho, se llamaba Juana Koslay, en honor a la india de la leyenda.

Muchas caminatas son originadas por alguna posible discusión entre ellos. Hay momentos en los que Guárdula comienza a acrecentar su meticulosidad. Abre cajas, saca lo que tuvieran adentro, las cambia de lugar o las pone en otras cajas con la excusa de limpiar o de acomodar. El hombre, por más buena intención y carácter apacible, no puede seguirle el paso a su exigencia física, cosa que provoca la molestia de Guárdula quien empieza por reprochar que un hombre debe tener más resistencia y sigue por decirle que mejor se las arreglará ella sola.

Luego de eso, son sólo murmullos entre dientes y hacer de cuenta que el hombre no está.

El Flaco supo entender con el tiempo que eran momentos para dejarla sola con su conducta, que como venía, se iba. Cuando vuelve de caminar en general la mujer está tranquila como si nada hubiese pasado y según la hora, le ofrece mates o algún guisito de esos que ella hace tan ricos.

Esta nochecita, mientras toman unos mates cerca de la pieza del Flaco, éste le dice a la mujer, que le gustaría contarle algunas cosas importantes con respecto a su pasado, y que debido a su amistad considera que no debe ocultárselo. Guárdula sabe que ya no puede resistirse más a lo que el hombre viene insinuando hace tiempo.

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Él también está viejo y como suele decir, su don es para darse, de nada le sirve quedárselo. Guárdula lo mira calladamente. El Flaco toma un sorbo del mate con yuyos que ella le ceba.

Así es como empieza a relatarle que debajo de las cortaderas hay unas cajas que su padre había enterrado. Le dice que es de su pensamiento, mejor saber una verdad por fea que fuera, que creer mentiras que a uno lo tranquilicen. Guárdula no lo interrumpe.

Le dice que su madre no murió cuando le había dicho su padre, sino que se había ido con un hombre cuando Guárdula apenas caminaba. Que don Mario sacó todo lo que podía recordarla y lo metió en cajas. Y a esas cajas las enterró. El Flaco señala debajo de las cortaderas.

Nada de esto puede saber el Flaco, de no ser por su videncia. Le da detalles que sólo ella y su difunto padre podían conocer. También le dice que su papá, cuando le decía que ella no se iría como su madre, no se refería a morir. Guárdula respondía que no se iría, sin saber.

Su padre, conocedor del poder del guardar, manipulaba a la niña para poder guardar su deseo de irse y también enterrarlo lejos, para que ella no lo liberara.

El Flaco opina que, por ese motivo, ella no pudo irse con aquel viajero que tanto amó.

Ella llora. En silencio. Sin escándalos. Como aplastada por el peso de los hechos.

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Permanecen en silencio un rato. La contundencia de lo dicho no permite una palabra más.

Tal vez, los yuyos del mate, sumados al alivio que le proporcionara al Flaco ayudar a su amiga a conocer la verdad, le hacen sentir una especie de paz y deseos de irse a dormir.

Se miran por un momento y luego se dan un largo abrazo en el que descansan de tanto.

El Flaco entra.

No le toma demasiado tiempo a Guárdula tapialar puerta y ventana del vidente.

En el pisadero, hay adobe de lo que va a ser la última quema antes de que se lleven los hornos a Donovan.

Carga la carretilla de su padre y empieza a pintar con el barro el cuartucho, como cuando ayudaba a embadurnar el horno de ladrillos. «Como una cartapesta», piensa.

En unas horas estará seco y el Flaco podrá dormir para siempre. Cuando despierte, creerá que aún es de noche. Su noche eterna.

Al fin de cuentas, no hay mejor secreto que uno bien guardado.

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Fin de la obra ¡Gracias, de parte de todos!

Para más información, visítanos en caminosdetinta.com/colipucifa

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Índice

Dedicatorias y Agradecimientos ________________ 5

Prólogo ____________________________________ 6

Bruno (Sallenave) _____________________________ 10

Cándido, o el pesimismo puntano (Scalise) _______ 24

El Coso (Laborda Claverie) ______________________ 36

El habitante del laberinto (Silvera) ______________ 41

El Imperio puntano (Furbatto) __________________ 55

El tiempo de Intempia (Peñaloza) _______________ 80

El último asalto de la naturaleza (Van Junker) ___ 102

En Riocito jugué P4TR y gané (Peróvich) ________ 113

La crisálida (Audisio) _________________________ 144

La invasión (Sabbatini) ________________________ 163

La última gota (Tejeda) _______________________ 178

Mi nombre es Roberto (López) _______________ 203

Mujer de papel (Laciar) _______________________ 217

Niderintia y el latir del Suyuque (Paone) _______ 230

Ónix (JBParadox) ____________________________ 239

Operación Gualichu (Ponce) ___________________ 255

Un hombre tercerizado (Barrionuevo) ____________ 271

Una casa con cajas (Machado) ________________ 286

Índice ____________________________________ 304

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Este libro se terminó de imprimir

en el mes de agosto de 2019 en los talleres de La Imprenta Digital S.R.L., Talcahuano

940, 1603BMB Florida, Buenos Aires, Argentina.

CoLiPuCiFa® es una idea original de

Mariano Pennisi & Maximiliano Ponce.

Desarrollado por la editorial Caminos de Tinta.

San Luis, Argentina. http://caminosdetinta.com

Primera edición.

Tirada en papel: 280 ejemplares, 200 de los cuales fueron gentilmente abonados por La Imprenta Digital fruto de un convenio con

Caminos de Tinta.

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