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VIAJE AL AVERNO Cristina Calduch Cortés

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VIAJE AL AVERNO

Cristina Calduch Cortés

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“Al averno, amor, me llevarás, me llevarás, me llevarás...”

Cabinete Caligari

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PRIMERA PARTE

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1. JAVI

Todo empezó de una manera muy tonta, la verdad. Fue el 18 de enero del 93, justo el

día antes de que cumpliera veinte años.

Yo quiero a esa chica, me dije, al ver salir del portal a mi vecina. Y como por arte de

magia, como si me hubiera oído alguien por allá arriba, ella vino hasta mí, haciendo

revolotear su gabardina larga de cuero negro y me habló por primera vez.

Aquel día supe cómo se llamaba aunque no fue porque yo se lo preguntara. Después

de tanto tiempo intentando reunir el coraje para hablarle (y sólo con imaginarlo ya se

me ponía el corazón a mil: “Hola, me llamo Javi, vivo en el principal, ¿cómo te

llamas?”), el misterio se resolvió solo. Se llamaba Elsa. Era casi tan alta como yo,

tenía rasgos eslavos, los ojos esquivos, de un azul pálido. Y aquel día supe que tenía

una voz clara de aquellas que viajan lejos como un viento frío que penetra por las

rendijas de la puerta de una cabaña en el Cáucaso.

Hasta aquel día ella había sido “la chica morena del pelo corto que vive en el

segundo” en mis sueños, en mi cama, en el gimnasio cuando levantaba pesas e

imaginaba que estaba escondida detrás de una columna espiándome. Hasta aquel día

ella habría pasado por delante del quiosco unas cien veces y nos habríamos cruzado

en el vestíbulo del bloque en el que vivíamos otras veinte veces, muchas de ellas de

noche, cuando yo volvía del gimnasio con la bolsa en el hombro y el pelo mojado y

cuando ella respondía a mis buenas noches lo hacía siempre en voz baja y sin

mirarme. Pero aquel día, cuando salía a la calle, la llamaron desde la ventana de su

casa y mientras se volvía sus ojos se encontraron con los míos, me pareció que tenía

la mirada limpia, sin aquel velo que yo veía en las personas de nuestra edad, un velo

que las hacía ir por la vida como dormidas, sin enterarse de nada, sin aspirar a gran

cosa (¿y yo qué?, que trabajaba en un quiosco, ¿qué aspiración era esa?, me

preguntarás, si es que estás ahí, pero quizá precisamente porque trabajaba en un

quiosco y que desde que aprendí a leer, leía todo lo que caía en mis manos, me creía

más despierto que los de mi edad, o quizá era porque mi padre era sindicalista,

hablaba mucho y me comía la oreja con sus sueños de justicia social), pero no es ese

el tema. El tema es: ¿qué hice yo cuando ella se paró en la acera? Pues me quedé

embobado mirándola mientras despachaba un rasca-rasca a la señora Eulalia, la

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vecina del tercero, la del pelo violeta, sin prestar atención a lo que hacía y al darle el

cambio lo dejé caer al suelo como un tonto. Y mi padre dijo: “Javi, a ver si miras lo

que haces, hijo”, y si hubiera sido un par de años atrás aún me habría dado un

capirotazo con un periódico, y la señora Eulalia con la mano extendida esperando el

cambio sonreía esa sonrisa bobalicona de las abuelas, “¡Ay, ay, esta juventud que está

en Babia”. Siempre me pregunté dónde estaría aquella tierra de Babia, esa en la que

decían que yo pasaba la mitad de mi vida, (y también me preguntaba cómo las

peluqueras podían teñirles el pelo de color violeta a las abuelas, dejarlas como si

llevaran un pastel de algodón de azúcar en la cabeza, cobrarles un ojo de la cara y

quedarse tan anchas).

Yo, en el suelo recogiendo el cambio, y ella de pie a pocos metros, la falda de la

gabardina de cuero negra se abrió en la brisa y revoloteó como si fuera Batman.

ELSA, ELSA, ELSA, una voz de mujer la llamaba desde lo alto con ansia y era como

si Dios la llamara desde el cielo para darle una misión. “No te olvides de comprar

aquello”. Era su madre, esa que decían que recibía muchas visitas de hombres. Se lo

había oído decir a las vecinas, decían "hombres" en voz baja como el que decía

"cucarachas". Pero yo siempre creí, como decía mi padre, que cada uno en su casa

podía hacer lo que quisiera mientras no molestara y así pensaba decírselo a la primera

que me viniera con cuentos sobre la familia de Elsa. Estábamos en un país libre, ¿o

no? Pero ese no es el tema tampoco.

Cuando Elsa oyó que la llamaban asintió con la cabeza, levantó el pulgar y dijo:

“Descuida”, las tres cosas las hizo al mismo tiempo con mucha gracia. Y yo me

estaba preguntando qué sería “aquello” que tenía que comprar. No era como si le

hubieran dicho, compra sal o arroz o azúcar, eso sería fácil de recordar. “Aquello”

tenía que ser algo íntimo, quizá una loción para los piojos (para la hija pequeña que

ibaal mismo colegio al que había ido yo) o quizá un test de embarazo (malas noticias)

o tampones (buenas noticias). Y después, en lugar de perderse por la esquina como

hacía cada mañana, se produjo el prodigio, ella se acercó al quiosco, me miró y dijo:

“Un Bisonte, por favor”. Y yo no esperaba que ella fumara y me quedé parado sin

saber qué hacer y mi padre le dio el tabaco. “Cuánto es”, preguntó ella sin dejar de

mirarme y yo quería decir, “Nada, invita la casa”, y lo habría hecho, pero estaba mi

padre delante y le dije “Cien pesetas” y ella me dio una moneda de doscientas y esa

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vez no se me cayó el cambio al suelo. Antes de marcharse, me sonrió y yo me quedé

con cara de tonto y mi padre me dijo que se iba a almorzar al bar del Álex. Y yo me

senté tras la pared de revistas, diarios y colecciones por fascículos que las editoriales

se empeñaban en sacar después de Navidad, pensando, se llama Elsa, la chica que

quiero se llama Elsa.

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2. JAVI

Mi padre me dijo que ya me podía ir, que ya cerraba él el quiosco. Eran las siete de la

tarde. Subí a casa, hice la bolsa del gimnasio y volví a bajar. Cuando estaba casi en el

portal, me di cuenta de que no llevaba las llaves del Ibiza y volví a subir a casa. La

escalera oscura empezaba a anticipar ya los olores de la cena, sopas, tortillas,

pescados baratos que al freírlos llenaban de humo las casas. Mis pasos resonaron en

los escalones de piedra de altura irregular que yo conocía de memoria. Al salir a la

calle me crucé con mi padre en el portal.

-¿Aún estás aquí?

-Me había dejado las llaves del coche.

-A las nueve cenamos –advirtió –si no estás, allá tú.

En ese momento oímos gritos que venían de lo alto de la escalera.

-Son las del segundo –dijo mi padre bajando la voz –dicen que hoy ha venido el

marido, o el exmarido, o lo que sea…

Las del segundo a las que se refería mi padre eran la familia de Elsa. Yo no sabía que

hubiera un “marido” o un “exmarido” o lo que sea.

-¿No les estará pegando? –pregunté de repente con alarma en la voz.

Mi padre se encogió de hombros.

-Dicen que es borracho, que está metido en malos rollos.

-¿Llamamos a la policía?

-¡Aquí no se llama a nadie! ¡Eso son cosas de familia! ¿Tú no te ibas al gimnasio?

Pues ya vas tarde.

Salí. Con un nudo en el estómago, pero salí. Querría haber subido al segundo, llamar

a la puerta y preguntar qué está ocurriendo aquí, con cara seria, cara de poli malo,

pero no me atreví. Los gritos habían cesado cuando salí a la calle pero no me fui de

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inmediato. Me metí en la cabina de teléfono que había muy cerca del quiosco de mi

padre y esperé. Quería ver salir a aquel hombre cuya existencia había ignorado hasta

hoy mismo. Ese ser, en mi imaginación, alto, de brazos fuertes, quizá tatuados, un

hombre monstruoso y vil que era capaz de pegarle a una mujer, a sus hijas. ¿Y Elsa?,

me pregunté de pronto, ¿estaría ya en casa? No la había visto aquella tarde pero podía

haber llegado mientras yo subía a hacerme la bolsa del gimnasio. El teléfono en mis

narices me dio la idea de llamar a su casa, quizá unos timbrazos providenciales

podrían romper con lo que estuviera ocurriendo en el piso. Había leído el apellido en

el buzón muchas veces. Liski. ¿Qué clase de apellido era Liski? ¿Rumano? ¿Ruso?

Las vecinas las llamaban “las rusas” pero nadie sabía exactamente de dónde eran.

Saqué unas monedas del bolsillo. Descolgué. Marqué el 003. Información. ¿Me

podría dar el número de A. Liski? No hay ningún Liski en la guía, lo siento, gracias

por utilizar el servicio de información de Telefónica. Clic. Aún permanecí en la

cabina un rato. Eran más de las siete, casi las siete y media y la calle estaba oscura y

solitaria. Quería verle la cara al monstruo, ver si tenía los ojos ensangrentados, si se

tambaleaba como suelen hacerlo los borrachos. Cuando me cansé de ver entrar y salir

a los vecinos de toda la vida que bajaban a tirar la basura, salí de la cabina, me fui a

buscar el Ibiza de mi padre y me fui al gimnasio. Tardé en encontrar un sitio para

aparcar y cuando entraba en la sala de máquinas ya eran las ocho.

-Hola, Javi, qué tarde vienes hoy –dijo Toni, el dueño del local.

-Cosas del trabajo –murmuré, y Toni me dio una palmada en el hombro y me

preguntó si ya me había decidido a tomar proteína.

Toni vendía aquella mierda a todos los del gimnasio. Él mismo la tomaba para

mantener la musculatura, decía. Yo me resistía y cuanto más me resistía más insistía

él. Yo había leído en algún sitio que tomar aquellos mejunjes no era bueno para el

hígado pero Toni se echaba a reír cada vez que me oía decir eso, así que había dejado

de discutir. Allá tú con tu hígado, pensaba.

Hice mi rutina. Tuve que dejar de hacer los últimos ejercicios porque era ya muy

tarde. Mi padre no aceptaba que llegara más tarde de las nueve y si lo hacía me

quedaba sin cena. Era la única norma que tenía, mientras viviera en su casa podía

hacer lo que quisiera, excepto llegar tarde a las comidas y con la rutina que tenía en el

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gimnasio, no podía permitirme quedarme sin cenar. Me duché en cinco minutos, ni

siquiera me sequé bien, y al salir al frío de enero se me helaron hasta las ideas. Me

metí en el Ibiza y volví a casa con la esperanza de ver a Elsa en el portal como otras

noches. Quizá podría advertirla de lo que estaba ocurriendo en su casa –si es que

estaba ocurriendo algo en realidad.

Cuando entré en el portal, todo estaba en silencio. Me metí bajo el hueco de la

escalera decidido a esperarla. Eran casi las nueve, la hora en la que habíamos

coincidido otras veces. Oí una puerta abrirse, pasos lentos. Se encendió la luz.

Alguien bajaba la escalera. Desde donde estaba reconocí a la Sra. Ángeles, la del

tercero segunda, que bajaba la basura a la calle, en bata y zapatillas. Al cabo de unos

minutos volvió a entrar y volvió a subir la escalera con pasos lentos. Cuando su puerta

se cerraba otra se abría. Alguien bajaba. Esta vez era un hombre, olor a alcohol llenó

la escalera, sus pasos eran pesados e irregulares. Antes de que se apagara la luz me

dio tiempo a ver un cráneo de cabello gris y una figura enjuta que se tambaleaba. No

se molestó en volver a darle al interruptor en el vestíbulo. Quizá no sabía que el

interruptor estaba bajo los buzones o quizá pensó que no le hacía falta la luz para lo

que le quedaba hasta llegar al portal. Justo cuando iba a abrir la puerta, apareció una

sombra tras el vidrio. Oí el rumor de la llave en la cerradura y aguanté la respiración

pidiéndole al Dios en el que había empezado a creer de nuevo aquella mañana que no

fuera ella la que estaba abriendo la puerta. Pero Dios no estaba acostumbrado a que

yo le rezara y, efectivamente, fue Elsa la que abrió la puerta en aquel momento. Que

no sea él, recé entonces, que no sea él su padre. Pero tampoco quiso Dios escucharme

esa vez.

-¿De dónde vienes tú a estas horas? –preguntó el hombre, con voz vacilante.

-De donde no te importa –dijo ella con aquella voz clara como el viento frío que sopla

en las montañas del Cáucaso.

Y entonces él le dio un bofetón que le hizo volver la cabeza hacia atrás.

-A tu padre no se le habla así –gruñó, tambaleándose.

Mientras, yo me mordía las uñas en mi escondrijo y el corazón me iba a mil. Por una

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parte, mi conciencia me llamaba a salir a defenderla, por otra, estaba la cobardía que

me atenazaba. Nunca se me dieron bien las peleas. En la escuela era yo siempre el que

recibía la peor parte.

-Tú no eres mi padre –escupió Elsa mirándolo desafiante, con una mano en la mejilla.

Entonces él volvió a levantar la mano, pero esta vez no la pudo dejar caer porque yo

la sujeté por detrás. Hasta a mí me sorprendió la fuerza de mi brazo. Los meses de

levantar pesas por fin me servían para algo.

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3. JAVI

El hombre me miró con algo de miedo y mucha sorpresa. El miedo de los cobardes

que sólo se atreven con los más débiles, pensé, y la sorpresa del que no se espera que

alguien le diga no.

-No le hagas nada, por favor –murmuró Elsa acercándose a mí.

Un padre es un padre, pensé y le solté la mano. El hombre sacudió el brazo y se

tambaleó hasta la puerta mascullando entre dientes y sin mirar hacia atrás.

Nos quedamos solos. Ella se tapaba el lado abofeteado de la cara con la mano. En la

penumbra del vestíbulo creí ver una lágrima solitaria rodar sobre su mejilla.

-No sabe lo que hace –murmuró.

Un padre es un padre, pero no hace falta pegar y menos a las personas que se supone

que uno debe querer y respetar. Pero no le dije nada de todo eso porque supuse que

ella ya lo sabía, ¿para qué sermonearla y hacerla víctima dos veces? Encima de burro,

apaleado, como solía decir mi padre.

-¿Estás bien?

-Necesito un cigarrillo.

Sacó un cigarrillo con manos temblorosas del paquete que yo le había vendido por la

mañana. Me ofreció uno pero decliné la oferta con un gesto. Sólo faltaba uno, así que

aún no era una gran fumadora, pensé aliviado. Con un poco de suerte aún era posible

que se salvara de la esclavitud del tabaco. Se sentó en el tercer peldaño de la escalera

y yo me quedé de pie. No sabía cuál era mi rol a partir de aquel momento. No sabía si

debía dejarla sola o si ella esperaría que la acompañara. Siempre he tendido a esperar

a que alguien me dijera lo que tengo que hacer, y ella pareció intuirlo.

-Ven –ordenó- siéntate aquí.

Me senté a su lado en el escalón frío de piedra antigua que llevaba toda mi vida

pisando a diario. Ella encendió el cigarrillo y el humo empezó a ascender por el

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hueco de la escalera mientras el frío de la piedra y la corriente de aire que se colaba

por la puerta se me clavaban en los huesos.

-No es malo –dijo.

-No está bien que te trate así.

-Es mi padre –repitió ella por enésima vez como si quisiera convencerse de algo

imposible de creer – se separaron hace seis meses pero él no lo acepta. No sé cómo

nos ha encontrado. La asistenta social prometió que nadie sabría esta dirección –dio

una calada larga al cigarrillo y se puso a toser, aún había tiempo de salvarla, volví a

pensar, aún no estaba todo perdido.

Testigos protegidos, pensé también, como en las películas, y en las películas alguien

se chiva siempre, o el testigo acaba llamando a un amigo o familiar por teléfono y le

dice dónde está sin querer, y al final, los malos acaban encontrando a los testigos y los

matan, si es que el poli bueno no los salva en el último momento.

-Mi madre –siguió ella después que cediera la tos –tuvo una enfermedad de niña.

Nació en Ucrania, ¿sabes dónde queda eso?

Le dije que sí porque lo sabía. Lo había visto en un fascículo de la colección Atlas del

Mundo, de Salvat.

-Es una ex república soviética, independiente desde el año 90 –dije con temor a sonar

pedante.

-Exacto, pero cuando mi madre nació aún pertenecía a la Unión Soviética –señaló

ella- y había mucha miseria. No tenían vacunas, ni las más básicas, una meningitis la

dejó medio sorda y ciega, y además camina con dificultad. Se vino a España cuando

era chica con un permiso por salud, esos sí los daban, sabes, para quitarse de encima a

los enfermos, además, como que tenía familia aquí, unos parientes de los niños que

fueron a Rusia al final de la guerra civil, no tuvo problemas con los papeles… pero no

fue nunca al colegio, aunque fue mejor así, los niños pueden ser muy crueles.

Que me lo digan a mí, pensé, que fui el saco de boxeo de los matones de mi escuela

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durante años. No sabía adónde quería ir a parar con aquella historia pero la dejé

hablar. Había leído en un fascículo de Freud para todos que lo que no pasa por las

palabras pasa por el cuerpo, lo que viene a ser que si uno tiene un trauma y no lo

expresa puede a la larga desarrollar una enfermedad, y no lo digo yo, lo dice Sigmund

Freud.

-Vivió con esos parientes en Valencia durante unos años, pero no era una buena vida,

luego conoció a mi padre, él le lleva unos cuantos años, pero ella lo vio como una

manera de salir de aquella familia, y los parientes encantados de la vida de quitársela

de encima… se casaron y se vinieron a vivir a Barcelona, pero él nunca nos ha dado

buena vida, en fin, es una historia triste.

-Ya.

Fue todo lo que se me ocurrió decirle. Un ya lacónico de qué me vas a contar a mí. La

suya era una historia triste pero no fuera de lo común. Podía haberle contado como

hasta poco antes de morir, el marido de la Sra. Eulalia, la anciana del cabello violeta,

la había perseguido por toda la casa con una navaja cuando volvía del bar por las

noches. Las paredes de aquel bloque sabían miles de historias similares, ocurridas en

una época en la que no se podía denunciar al marido, ni llamar a la policía porque la

policía no quería saber de disputas familiares y se marchaban con viento fresco si no

veían sangre. Pero no le dije nada de todo eso, sentado en la fría piedra con el culo

helado, sólo quería acariciarle la mejilla donde aún tenía marcada la mano de su

padre, y besarla. Y por qué no lo hice en aquel momento es algo que nunca he

comprendido pero que nos habría ahorrado muchos problemas, en especial a mí.

-No me tienes que explicar nada –dije.

-Sí, pero yo quiero, me pareces buena persona, mejor que todas esas cotillas –dijo

señalando hacia lo alto de la escalera con la cabeza –no quiero que pienses mal de

nosotras.

-No pienso mal de vosotras.

-Yo trabajo, ¿sabes?, de maniquí, ¿sabes lo que es eso?

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Pensé en los maniquíes de los escaparates, aquellas muñecas mayestáticas que hacen

gestos cursis con las manos y llevan peluca, pero no me la imaginaba trabajando tras

un escaparate. Pensé de repente en el distrito rojo de Ámsterdam y recé en silencio:

no, que no sea eso, Dios.

-Pues no –dije al final.

-Es como modelo pero no desfilamos, sólo nos probamos ropa para las casas de moda,

posamos para las fotografías de los catálogos, todo eso –estábamos tan cerca el uno

del otro que me llegaba claramente el olor de su aliento, una mezcla de tabaco y un

café tomado rápidamente entre bambalinas.

-Ya –volví a decir mientras la imaginaba cambiándose de ropa apresuradamente en un

camerino lleno de chicas a medio vestir, una pared llena de espejos, cientos de

bombillas alrededor de cada espejo, hasta me pareció sentir el olor del maquillaje y

laca del pelo.

-Con lo que gano y la pensión de mi madre vivimos las tres bastante bien, y mi

hermana pequeña puede ir a un buen colegio. Quiere ser médico.

El colegio bueno, bueno, no es, casi le dije. Mírame a mí, pensé, que he

dejado colgada una carrera por falta de buena base. Sí, semi privado lo era, también

había uniformes, baloncesto los sábados, viajes a la nieve, cuotas del Ampa a porrillo,

pero poco más.

-En fin, gracias, Javi. ¿Te llamas Javi, no?

Me quedé como un pasmarote, sin saber qué decir. Que supiera mi nombre era otro

regalo inesperado aquel día.

-Oigo a tu padre llamarte por las mañanas –explicó, y con voz grave siguió como si

quisiera imitar a mi padre: –Javi, las cinco y media, Javi, las cinco treinta y cinco…

Entonces el avergonzado fui yo.

-Lo siento, no tenía ni idea de que se oyera tanto, le diré que no grite.

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-No importa, enseguida me vuelvo a dormir. Mi cuarto debe quedar encima del tuyo y

las voces viajan por la claraboya.

Ella dormía dos pisos por encima de mí. Me preguntaba si su cama estaría también

orientada hacia la ventana, si en su habitación habría también un escritorio de madera

antigua donde sentarse a leer y a dibujar. Pero los cuartos de las chicas eran distintos,

o al menos eso daban a entender las revistas del corazón.

-Me voy ya, gracias otra vez y buenas noches –dijo poniéndose en pie.

-Oye, Elsa –la llamé antes de que se perdiera escalera arriba como Marilyn Monroe en

“La tentación vive arriba”.

-Dime.

-No dejes que tu padre te trate así.

Ella sonrió con tristeza.

-Es mi padre –volvió a decir con una sonrisa triste -¿qué puedo hacer?

A mí se me ocurrían muchas cosas, pero no me salió la voz. Ella desapareció

finalmente, la gabardina negra de cuero barriendo los escalones. Cuando oí cerrarse la

puerta de su casa, di un puñetazo en los buzones. Me hice sangre en los nudillos y el

buzón del quinto segunda quedó hundido. Pero por suerte, no había nadie viviendo en

el quinto segunda en aquellos momentos.

Ya lo decía Freud, lo que no sale a través de las palabras, sale a través del cuerpo.

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4. JAVI

Cuando entré en mi casa, daban las diez. Esperaba encontrar las luces apagadas, a mi

padre roncando en su cuarto, pero estaba sentado en el comedor, esperándome para

cenar, leyendo el periódico. Me esperé una bronca pero tampoco.

-Lo siento –dije cuando él dejó a un lado el periódico y me miró- se me ha hecho

tarde en el gimnasio.

-No te preocupes, hijo, un día es un día, ven, siéntate.

Era todo muy extraño. La mesa estaba puesta como si fuera domingo en lugar de un

lunes cualquiera de enero. Había canelones, ensalada de huevo y atún, pimientos del

piquillo. Mis platos favoritos. No estaba en el carácter de mi padre gastar bromas

pesadas ni utilizar el sarcasmo para hacerse entender. Era directo y no se andaba con

tonterías. Cuando yo era pequeño y me llevaba a poner inyecciones de penicilina

(tenía amigdalitis con frecuencia), siempre me decía “hijo, prepárate para que te

pongan una banderilla en el culo”. Así que aquello no podía ser una encerrona.

-¿Qué llevas ahí? –preguntó al verme la mano envuelta en una toalla.

-Nada, no es nada –murmuré.

-¿Te has hecho daño? ¿no te habrás peleado?

En su voz había un hilo de esperanza, y era porque mi padre, aunque no lo dijera en

voz alta, me creía un pusilánime. Hay cosas que no necesitan ser expresadas y aún así

se transmiten de padres a hijos tan silenciosamente como el ADN.

-No, no me he peleado, me he hecho daño con una máquina del gimnasio.

-Pero, ¿cómo? ¿te has torcido la muñeca o te has machacado los dedos, o qué…

Le enseñé los nudillos ensangrentados. Era evidente que no me había hecho daño con

una máquina, a menos que le hubiera dado un puñetazo, y mi padre lo sabía pero no

dijo nada.

-Anda, lávate las manos y échate agua oxigenada.

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Me metí en el baño. Me lavé las manos y me eché agua oxigenada que me escoció

como mil demonios. Pero el misterio aún seguía vivo cuando salí de nuevo al

comedor. Mi padre, un hombre de rutina y orden escrupuloso, estaba esperándome

para cenar con las manos cruzadas sobre la mesa. Por un momento pensé que quizá la

ocasión era tan especial que él se iba a poner a rezar como hacían en las películas

americanas. Pero, no. Mi padre era rojo, hijo de rojos, nieto de rojos, y un ateo

convencido, así que en mi casa nunca habría plegaria antes de comer.

-Siéntate, hijo –dijo –te estarás preguntando a qué viene esto.

-Pues sí –dije mientras me sentaba en mi sitio a la mesa.

-Mañana cumples veinte años, hijo, y no quería que tu cumpleaños empezara con mal

pie, no quería que nos fuéramos a dormir sin hablar, sin desearte feliz cumpleaños. Ya

sabes que durante el día vamos siempre con prisas… y no quería olvidarme.

-Gracias, papá, la verdad es que ni había pensado en ello.

-Hijo, quiero también pedirte perdón… déjame hablar, sí, perdón porque no soy

siempre el padre más cariñoso ni detallista del mundo, y la verdad es que no tengo

nada de lo que quejarme… eres un buen hijo, no te metes en problemas, no te drogas,

ni siquiera fumas, apenas sales, no me pides dinero, sólo te interesan los libros…

Mi padre siguió relatando una retahíla de cualidades que dichas en aquel tono tan

flácido más que elogios parecían reproches. Yo intuía que el “pero” estaba flotando

en el aire, preparándose para hacer su aparición triunfal en cualquier momento y no

me equivocaba:

-…claro que a veces pienso que quizá seas demasiado modélico, entiéndeme, en la

adolescencia se supone que uno tiene que ser rebelde, dejarse el pelo largo, pasar las

nocheviejas desmelenándose, pero en fin… no voy a llamar a la mala suerte…

también me habría gustado que siguieras estudiando, que hicieras una carrera, pero,

bueno, eso ya lo hablamos en su día, así que no lo voy a sacar a relucir otra vez… en

fin, hijo, que estoy muy orgulloso de ti.

-Gracias, papá –murmuré algo azorado.

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Y como si no hubiera sido bastante embarazoso aquel discurso, aún me dio un abrazo,

un abrazo de hombres, con palmeo en los omoplatos incluido. Luego me revolvió el

cabello y dijo:

-¡Venga, al ataque!

Y nos pusimos a comer dando así por terminado el interludio sentimentaloide.

Mientras engullía los canelones, los pimientos, y todo lo demás, una idea seguía

planeando en mi mente. Había algo más. Tenía que haberlo. En anteriores cumpleaños

mi padre no me había echado discursos y mucho menos me había preparado mis

platos favoritos. El año anterior habíamos ido al cine y punto. No tuve que esperar

demasiado para ver el misterio desvelado. Cuando acabamos de cenar, mi padre

carraspeó.

-Javi, tengo que decirte algo.

Recuerdo que pensé, ya está, ahora me soltará que ha conocido a alguien en alguna

reunión de esas del sindicato, que se va a casar o algo así. Era la conversación que yo

había anticipado tantas veces, al principio con algo de aprensión, pero ahora ya no me

importaría, incluso me alegraría por él.

-Tu madre quiere verte.

Me quedé helado en el sitio, escalofríos recorriéndome el cuerpo.

-No –dije con firmeza –no pienso…

-Escúchame, hijo, me llamó hace unos días… quiere verte, dice que vas a cumplir

veinte años que ahora ya podrás comprender…

-No pienso verla. Me da igual las mentiras que te haya dicho, a mí no me engaña.

-Es tu madre, Javi.

-Eso díselo a ella.

-No te pongas así. Vendrá mañana, a las doce.

-Le dices de mi parte que viene diez años tarde. Estaba todo muy bueno, papá, gracias

y buenas noches.

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Me levanté de la mesa, me fui a mi cuarto y cerré dando un portazo. Me senté ante el

escritorio donde la noche anterior había dejado una tira de cómic a medias. Una

heroína con capa negra le estaba dando un gancho con la derecha a un bandido

espacial que aún no tenía piernas. Hice una bola con el papel y lo tiré a la papelera.

Me quité la ropa y me metí en la cama. En mi cuarto, parapetado tras mis libros, mis

enciclopedias por fascículos, mis cómics, me sentía protegido de las mentiras y de las

decepciones. Una dura lección que me había enseñado la vida es que una madre es

una madre y un padre es un padre no por derecho sino por mérito. Recordé entonces

que dos pisos más arriba dormía Elsa, la chica que yo quería, y mi cuerpo se tensó al

pensar en ella cambiándose de ropa en un vestuario lleno de chicas a medio vestir.

Quizá ella era potencialmente una nueva decepción en mi horizonte, pero aquella

noche, en mi mente, ella era sólo para mí. Aún me dolía la mano al moverla, pero

durante los siguientes minutos pude obviar perfectamente el dolor.

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5. JAVI

Por la mañana me desperté en cuánto mi padre me llamó: Javi las cinco y media…

Abrí los ojos durante medio segundo y pensé en darme la vuelta en la cama, habría

sido tan fácil deslizarse por el agujero de la inconsciencia y volver al limbo, pero

como en un flash me vino a la mente que Elsa dormía por encima de mi cabeza y que

las voces viajaban por el patio interior: Javi las cinco y media, Javi, las cinco y treinta

y cinco... Y no quería que ella tuviera que pagar el pato por mi horario esclavo así que

me levanté antes de que mi padre tuviera tiempo de reaparecer por mi cuarto a

llamarme de nuevo. Tenía la mano derecha hinchada como un guante de boxeo y me

dolía mucho la muñeca al mover la mano. Como pude me vestí y fui al baño.

En la cocina mi padre estaba poniendo la cafetera al fuego. Sobre el mármol, un

transistor daba en aquel momento las señales horarias de las cinco y media y

seguidamente empezaron las noticias… hoy martes 19 de enero de 1993, la bajada de

los tipos de interés en Alemania…

-Vaya, si que te has despertado rápido –dijo mi padre volviéndose –feliz cumpleaños,

hijo.

-Gracias –dije con la voz pastosa aún del sueño.

Completamente olvidado mi cabreo de la noche anterior, mi padre canturreaba y

preparaba tostadas mientras a mi mente volvían los detalles y los recuerdos de

mi conversación con él, de mi conversación con Elsa, del golpe que le di a los

buzones con la mano derecha, y de nuevo el sentimiento de frustración regresó a mí

como un perro amaestrado. Algo que siempre echaré de menos es aquel estado de

total inconsciencia de la infancia, en la que la vida empieza de cero cada día y las

frustraciones y dolores de un día se deshacen en la nada al cerrar los ojos.

-A ver la mano –dijo mi padre al verme hacer una mueca cuando me llevé la taza del

café a los labios –Tiene mala pinta. Tendrías que ir al médico.

Dije que no, que lo último que quería en el día de mi cumpleaños era pasar horas en la

sala de espera del ambulatorio, sentado entre viejos que pasaban allí la mañana

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explicándose batallitas de la guerra.

-Pues, nada, mejor vamos directamente a urgencias –siguió él–no sea que tengas algo

roto. Venga, desayuna que te llevo al hospital.

-No hace falta que me lleves.

-No puedes conducir así.

-Iré en bus.

Mi padre se quedó conforme, fue a buscar la cartilla del médico y cuando acabé de

desayunar, salí hacia el hospital. Estuve más de media hora esperando en la parada del

autobús vacía. En el hospital también tuve que esperar un buen rato. Pasé a una sala

de asientos de color naranja y paneles transparentes donde había un yonqui con un

tembleque brutal. Una enfermera lo hizo pasar enseguida y le prometió que enseguida

le darían algo y se le pasaría. En cambio, yo tuve que esperar casi una hora antes de

que la misma enfermera saliera a llamarme.

-¿Cómo te has hecho esto? -me preguntó el médico que me examinó.

-Le di un golpe a una pared –dije sin más, (siempre he creído absurdo mentirle a los

médicos).

El médico me miró con ojos de sapo por encima de las gafas y frunció el entrecejo,

pero no me preguntó nada más; me mandó a la sala de rayos x donde me hicieron una

radiografía y dijeron que me había fracturado la muñeca.

-De aquí a un mes, vuelves que te quitemos la escayola –dijo el médico cuando acabó

de escayolarme, me dio una receta de paracetamol por si me dolía, y antes de que yo

saliera por la puerta, añadió: –y ahora no le des a una pared con la otra mano.

Salí del hospital a las once y cuarto y me fui a la parada del autobús que, como

cuando llegué, seguía vacía. El mar tras el hospital se veía dorado y en paz. Sin

embargo, yo estaba lejos de sentirme en paz. La escayola no sólo era un incordio sino

que significaba también un mes sin poder dibujar, un mes sin poder ir al gimnasio, un

mes en blanco. Mientras el autobús enfilaba por la avenida de Icaria, zigzagueando

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por entre los bloques de pisos construidos para alojar a los atletas durante las

olimpiadas, pensaba en que ocuparía el tiempo cuando no estuviera en el quiosco y,

tristemente, no se me ocurría nada.

El autobús me dejó enfrente de mi casa, llegué justo a tiempo para ver salir a Elsa de

nuestro bloque, con su gabardina negra flotando en el aire de enero. Y entonces como

un deja-vu, la llamaron por la ventana. ELSA. ELSA. No te olvides de comprar

aquello. Y ella se volvió, miró hacia arriba con su carita de rasgos eslavos y ojos

esquivos, de aquel azul tan pálido,y asintió con la cabeza. En esas, tuve tiempo de

cruzar la calle y llegarme hasta su lado.

-Hola, Elsa.

-Hola, huy, te hiciste daño en la mano –señaló al ver la escayola.

-No es nada –murmuré.

Vi que mi padre desde el interior del quiosco estiraba el cuello para vernos mejor.

-Ok –dijo ella, encogiéndose de hombros en un gesto de: bueno, no me lo cuentes si

no quieres, que también se podía interpretar como: ah, creí que éramos amigos.

-Me hice daño en el gimnasio –expliqué a la desesperada.

-Vaya, espero que no sea nada… bueno, tengo que irme. Ciao, Javi.

La seguí con la mirada mientras se perdía calle abajo de camino al metro. Luego me

metí en el quiosco.

-O sea que tienes el carpo fracturado –gruñó mi padre mientras estudiaba al contraluz

la radiografía que me dieron en el hospital de recuerdo –eso son cuarenta días de

escayola, lo sabes, ¿no?

(A mi padre siempre le gustó jugar a que sabía más que los médicos).

-Un mes –dije.

-¿Eso te han dicho? Pues en mis tiempos eran cuarenta días, estos médicos de hoy

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día... y la mano derecha, nada menos, pues ahora no vayas dando golpes con la otra –

dijo mirándome como había hecho el médico por encima de sus gafas.

-Descuida. ¿No vas a almorzar?

-Ya he almorzado. Hijo, ¿recuerdas lo que hablamos anoche?

-¿A qué te refieres?

-¿No te acuerdas de que tienes una visita?

Mierda, mierda, mierda, pensé, lo había olvidado por completo.

-No quiero verla, papá, ya te lo dije.

-Hijo… no seas así… venga, hazlo por mí.

Hazlo por mí, hazlo por mí… ¿Por qué tenía yo que hacer cosas por los demás y los

demás hacían tan poco por mí? me preguntaba mientras abría la puerta del bar Álex

donde me estaba esperando mi madre a la que no veía desde hacía diez años. Diez

años justos aquel mismo día.

Explícale a un niño de diez años que su madre se ha marchado para no volver el

mismo día de su cumpleaños y verás qué cara de tonto se le queda.

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6. JAVI

El bar Álex estaba casi vacío así que no me costó encontrarla. Estaba sentada junto a

la ventana, lejos de las máquinas tragaperras que de tanto en tanto soltaban su

tonadilla estridente y molesta. Al oír el chirrido de la puerta, giró la cara y al verme se

levantó, se llevó las manos al pecho y dio un gran suspiro (gesto propio de una actriz

de segunda como ella). Estaba cambiada. En mis recuerdos tenía el cabello largo y

rubio, pero ahora iba de pelirroja y llevaba el cabello corto y rizado. Llevaba ropa

elegante, gafas a la moda, grandes y redondas, que le llenaban media cara, los dedos

llenos de anillos. Sus ojos seguían siendo igual de azules que los míos, pero en los

suyos había lágrimas. Lágrimas de cocodrilo, pensé mientras me acercaba a ella.

-Hola, hijo –dijo con un hilo de voz –estás muy guapo... ¡Dios, estás... enorme!

La última vez que nos vimos yo había tenido que levantar la cara para hablarle, ahora

era ella la que tenía que mirar hacia arriba para hablarme a mí.

-¿Qué es lo que quieres? -gruñí.

-Pero siéntate, por favor -dijo señalando la mesa- y tómate algo.

-No quiero sentarme, no quiero tomar nada.

Sí, supongo que soné como un niño enfurruñado, pero qué cojones, nuestra relación

se había truncado cuando yo aún era un niño así que me podía permitir aquel lujo.

Ella volvió a suspirar y me miró con tristeza, como si estuviera a punto de darse por

vencida. Entonces me vio la escayola.

-¿Qué te ha pasado en la mano?

-Nada.

-Javi, ¿qué te pongo? –llamó entonces Álex desde detrás de la barra, el viejo Álex,

que sabía más que los ratones coloraos, según decía mi padre.

-Nada.

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-Siéntate y tómate algo conmigo, anda –pidió ella.

-Ahora te llevo una Coca-Cola, Javi –gritó Álex -¿y tú, Montse, qué quieres?

-Un cortado –respondió ella.

Me senté, no quería hacerlo pero al final lo hice. Había entrado allí con la

determinación de decirle a mi madre que se fuera a la mierda, se lo pensaba decir con

todas las ganas que le tenía, pero no sólo era incapaz de decirle eso sino que acabé

sentado frente a ella con un vaso de Coca-Cola en la mano, como si tuviera aún diez

años.

-Dime, hijo, ¿cómo te va todo?

Me encogí de hombros y me hundí en la silla.

-Tu padre me ha dicho que quieres ser dibujante de cómics, que dibujas muy bien -

ella intentaba sonar alegre, despreocupada, como el que dice "aquí no ha pasado

nada".

-Bah –dije –no hay para tanto.

Mi padre otro qué tal baila, pensé. Mi padre, que se había quedado más fresco que una

rosa cuando me dijo que mi madre estaba esperándome en el bar, seguramente ya se

estaba haciendo ilusiones con ella y le estaba poniendo la alfombra roja para que

volviera a pisotearle la vida.

-¡Feliz cumpleaños! –siguió ella y sacó un paquete envuelto en papel de regalo.

-No tienes que regalarme nada.

-Claro que sí, es tu cumpleaños.

-Han pasado unos cuántos desde que te fuiste -gruñí.

-Bien lo sé. Tú eras muy pequeño, no te lo pude explicar como era debido.

Entonces mi madre se perdió en una retahíla de explicaciones y excusas varias que yo

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ya conocía por mi padre. Puede que él la creyera, siempre estuvo loco por ella, pero a

mí no me engañaba, así que la dejé hablar, lo que no pasa por las palabras, pasa por el

cuerpo, ¿no? Pues eso. Para distraerme, me fijé en la pareja que había justo detrás de

nosotros. La mujer quedaba frente a mí, supuse que era ciega porque llevaba unas

gafas oscuras como las de una cantante que había visto en la caratula de un disco de

flamenco que había en casa de mis abuelos. La mujer tenía la piel muy blanca, los

pómulos altos y el cabello rizado y negro, recogido con una diadema. Al hombre lo

veía de espaldas, apenas se le oía y la mujer le pedía constantemente que hablara más

alto. Él tenía el cabello gris, peinado hacia atrás, se había peinado con fuerza,

supongo que con un peine de púas porque aún se le veían las marcas rojas sobre el

cuero cabelludo.

El diálogo de la pareja y lo que me estaba contando mi madre se mezclaron como en

una conversación cruzada entre dos líneas de teléfono defectuosas:

-¿Cómo lo haremos, tú? –preguntó la mujer.

-…éramos tan jóvenes cuando nos casamos y enseguida llegaste tú… -decía mi

madre.

-Con veneno –murmuró el hombre.

-¡Habla más fuerte, que no te oigo... –se quejaba la mujer.

-Veneno –repitió el hombre algo más alto pero sin dejar de hablar entre dientes.

-…yo quería hacer carrera y no podía llevar una casa, cuidar de un niño como Dios

manda… -seguía mi madre.

-¿Y cuánto hay que echar? –preguntó la mujer.

-Un poco cada día –murmuró el hombre -en la leche.

-… cuando aquel día me llamaron de la televisión, pensé que era una oportunidad de

oro…

-¿Y luego, qué?

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-Las echamos por la borda.

-¿Gorda, qué gorda? –preguntó la mujer.

-¡Borda, he dicho borda! -gruñó el hombre.

-… arrepentida? pues, sí que lo estoy, no te voy a mentir… -mi madre produjo unas

cuántas lágrimas más que ahogó en un pañuelo, y luego alargó la mano hacia mí -me

gustaría tanto recuperar el tiempo perdido...

-¿Qué es la borda? ¡No te entiendo! -siguió la mujer.

-La borda de un barco, mujer, ¡que pareces tonta! –siguió el hombre intentando

mantener la voz baja pero yo ya había afinado el oído para no perderme nada de

aquella extraña conversación y entendí perfectamente lo que él dijo a continuación: -y

cuando esté todo, las echamos al mar.

Entonces los dos se sumieron en un silencio siniestro, pensé que quizá el hombre se

había dado cuenta de que los estaba escuchando porque se movió inquieto en la silla y

miró furtivamente hacia los lados. Mientras, mi madre seguía hablando pero yo no

hacía más que pensar en lo que acababa de oír. ¿Estaban aquellos dos idiotas

planeando matar a alguien? Estudié a la mujer frente a mí: era extrañamente pequeña,

tenía algo en su fisionomía que recordaba al enanismo, aunque no habría dicho que

fuera enana, era como si a los diez u once años su cuerpo hubiera dejado de crecer. En

el vidrio de la ventana me fijé por primera vez en el rostro del hombre y me quedé de

piedra. Era nada menos que el hombre al que yo había retado (a mí manera) la noche

anterior, o sea, el padre de Elsa, y por la descripción que hizo ella la noche anterior la

mujer de las gafas negras debía ser su madre.

-…así que espero que sepas perdonarme –acabó mi madre por fin- ¡Y ahora abre el

regalo!

Mecánicamente abrí el regalo, mi mente concentrada en la pareja en la otra mesa.

Eran rotuladores, de lo mejorcito del mercado.

-No hacía falta -murmuré.

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-Por favor, acéptalo –dijo ella -quiero que tengas un recuerdo mío.

Me encogí de hombros. Si eso era lo que quería pues bien, estaba dispuesto a aceptar

el soborno y esperar a ver cuál sería el siguiente paso que ella diera. Y efectivamente,

el siguiente paso no estaba muy lejos, prácticamente a la vuelta de la esquina.

-Javi, hijo, dime, ¿vendrás? -seguía mi madre.

-¿A dónde?

-Te he dicho que me voy a casar y que quiero que vengas a la boda, ¿vendrás?

-Sí, claro -murmuré sin pensar en lo que decía porque estaba concentrado siguiendo

con la vista a la pareja que salía ya del bar. El hombre ni siquiera había mirado hacia

nuestra mesa al pasar, así que yo estaba seguro de que no me había reconocido, quizá

ni tan sólo recordaba lo ocurrido la noche anterior. La mujer cojeaba ligeramente y él

la asió del brazo para ayudarla. Visto lo visto, nadie habría dicho que se llevaban a

matar. Sin embargo, todo lo que habían dicho sentados a la mesa sobre la que ahora

tan sólo quedaban dos tazas de café con leche vacías apuntaba a que querían matar a

alguien. ¿Era eso posible o era cosa de novelas de policías que dos idiotas se citaran

en un bar para planear un asesinato mientras se tomaban un café con leche?

-Oh, Javi, ¡me haces tan feliz! -mi madre lloraba y reía a la vez, y yo no tenía ni idea

del porqué.

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7. JAVI

Mi madre se marchó diciendo que llegaba tarde a nosédónde. Antes de desaparecer

me dio un medio abrazo y un beso silencioso en la cabeza y me dijo que estaríamos en

contacto. Su perfume aún revoloteó en el aire un rato, o quizá estaba impregnado en la

caja de rotuladores que yo no podría utilizar hasta que me quitaran el yeso. La

musiquilla de las tragaperras se encendió y se apagó unas cuántas veces mientras la

veía perderse entre los edificios de ladrillo rojo de la calle.

-¿Qué, chaval, necesitas algo más fuerte que una cola, no? –preguntó Alex sentándose

frente a mí, sus ojos sonreían una sonrisa que su barba no dejaba ver.

-¿Tienes matarratas? –murmuré.

-Hay que ver cómo son.

Se refería a las mujeres, obviamente, pero no quise entrar al trapo y darle pie a que me

volviera a contar la historia de cómo su ex lo dejó por un abogado que tenía un

Porsche, como había pasado por un divorcio terrorífico, aderezado con una larga

batalla en los tribunales para que le dejaran ver a sus dos hijos cada quince días,

etcétera. Álex tenía una particular opinión de las mujeres, de los abogados y de la

justicia.

-¿Te pongo unos pinchos y así ya te vas comido? He hecho una tortilla de patata, ole,

-dijo, besándose las puntas de los dedos -y también tengo algo de pulpo o si quieres te

hago un bocadillo de jamón.

Le dije que me comería medio bocadillo y él se metió tan contento en la cocina a

prepararlo. Álex era como un chef de barrio y los pinchos de su bar eran legendarios.

Me fui a sentar a la barra desde donde podía ver la televisión, era casi la una y estaban

dando noticias por la dos, el volumen estaba al mínimo y un conocido presentador

gesticulaba y levantaba las cejas para dar más énfasis a las noticias, sin embargo, me

habría resultado imposible saber de qué hablaba si no fuera porque en una pantalla

tras él apareció Bill Clinton, luego Sadam Hussein y seguidamente mujeres vestidas

rasgándose las vestiduras –literalmente- y enseñando fotografías de gente que

seguramente ya no estaba entre los vivos.

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-Aquí tienes –dijo Álex cuando salió de la cocina con mi medio bocadillo en un plato:

-¿quieres que le dé más voz a la tele?

-No. ¿Para qué? Si siempre dicen lo mismo, tantos muertos por aquí, tantos muertos

por allá.

-En eso te doy la razón.

Estaba a punto de compartir con él la conversación tan extraña que había oído hacía

un rato, pero entonces la puerta chirrió. Nos volvimos los dos y yo me quedé con el

bocadillo en la mano mientras a Álex se le llenaban los ojos de chispas:

–¡Hombre, quién viene por aquí! ¡Lo más guapo del barrio!

Enter Elsa, como dicen en las obras de teatro. Elsa, con su gabardina negra ajustada a

la cintura, su cabello oscuro y sus ojos de aquel azul tan pálido.

-¿Me pones dos cortados para llevar, Álex? –pidió cuando llegó a la barra –Hola, Javi.

-Hola –murmuré mientras ella se sentaba a mi lado en la barra.

Álex se colocó tras la máquina del café y sin quitarnos ojo empezó con los cortados.

-Esto no lo llevabas cuando nos vimos anoche –dijo Elsa batiendo ante mí unas

pestañas largas, negras y rizadas y rozando la escayola con dedos que acababan en

uñas rojas y largas, casi esperaba que arañara el yeso y produjera aquel ruido

insoportable de uñas de gato arañando una pizarra, pero no lo hizo - ¿Me vas a contar

lo que te ha pasado en la mano o qué?

-Tropecé con el felpudo de la puerta de mi casa, me caí y paré el golpe con la mano –

quién se iba a creer aquello, pensé, pero no se me ocurría nada mejor que decir -me he

fracturado la muñeca, pero no es nada grave.

-Pobre, ¿puedo firmártela?

-¿La escayola?

-Claro, hombre, no va a ser la chepa –rió Álex lanzando desde detrás de la máquina

del café un bolígrafo de cuatro colores.

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Elsa cogió el bolígrafo al vuelo, le dio al botón rojo, luego me cogió el brazo, se lo

llevó ante ella y escribió durante un rato con la cabeza inclinada. Al bolígrafo le

costaba deslizarse sobre la superficie porosa del yeso y ella escribía despacio con la

mano derecha mientras con la izquierda sujetaba mi brazo y me rozaba los dedos que

asomaban bajo la escayola.

-Ya está, a ver si te gusta.

Había escrito: Para mi gran amigo y mejor vecino Javi, con cariño de ElsaLiski,

19/1/93, y al final había dibujado una especie de corazón algo deforme. Tragué saliva.

-¿No tienes un sostén? –siguió.

-¿Un qué?

-Un cabestrillo, idiota –exclamó Alex dejando los cafés sobre la barra –para el brazo.

-Pues no.

Entonces ella se sacó un foulard azul que llevaba al cuello, le hizo un nudo y me lo

pasó por debajo del brazo.

-Es para que no te cuelgue el brazo –señaló volviendo a batir las pestañas en mi cara,

yo volví a tragar saliva.

Alex, tras la barra, nos miraba y se reía bajo la barba. Los dos cafés humeaban casi

tanto como yo.

-Gracias –murmuré.

-De nada, ¿le apuntas los cafés a la Maruja, Álex?

-Claro, bonita.

-Hasta luego, Javi –dijo Elsa haciendo un gesto con la cabeza ya que tenía las manos

ocupadas.

-Adiós –murmuré.

-Espera que te abro –dijo Álex corriendo hasta la puerta.

Exit Elsa.

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Entonces Álex volvió a mi lado y me palmeó el hombro.

-¡Cierra la boca, chaval, antes que te entre una mosca! A ver qué te ha puesto, trae

pacá... joer -dijo leyendo la dedicatoria -con corazón y todo, pos va a ser que tienes en

el bote a la peluquerita.

-¿Por qué dices eso?

-Coño, ¿que no lo ves?

-¿Por qué dices eso de peluquera?

-La moza trabaja en la peluquería de la Maruja, ¿no lo sabías? ¿para quién te crees

que son los cortados?

Entraron clientes y Alex fue a atenderlos. Me comí el bocadillo deprisa y antes de

irme quise pagarle pero Álex dijo que mi madre lo había dejado todo pagado. No

discutí. Tenía demasiado en qué pensar. Elsa me había dicho que trabajaba de

maniquí, haciendo pases de moda o algo así, pero ahora resultaba que también

trabajaba de peluquera, quizá tenía dos trabajos y trabajaba de maniquí por las tardes

o los fines de semana y de peluquera por las mañanas. También me dijo que sus

padres estaban separados y que el padre no debería haber averiguado dónde vivían,

pero allí estaba hoy de nuevo, y por poco no se cruzan los tres en el bar. Justo ayer

habíamos oído gritos en su casa pero hoy yo había visto a los padres juntos, parecían

llevarse bien, y si eso no fuera extraño de por sí, parecían estar tramando un plan para

envenenar a algo o alguien. O yo no me había enterado de nada o quizá en aquella

casa estaban todos mal de la cabeza.

Salí del bar con la cabeza bullendo. Álex salió corriendo detrás de mí:

-Javi, ¡que te dejas los rotuladores!

Sí, eso era lo que me faltaba, pensaba mientras recogía la caja, mi madre volviendo a

mi vida para acabar de complicarla aún mas.

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8. JAVI

Cuando salí del bar Álex, el quiosco estaba cerrado y supuse que mi padre estaría en

casa esperándome para comer. También debía estar impaciente por saber cómo había

ido el rencuentro con mi madre, pero yo estaba resentido porque consideraba que todo

había sido una encerrona así que decidí dejar que se comiera las uñas un rato y pasé

de largo del portal. Giré por la esquina y fui hasta la peluquería.

El rótulo sobre la peluquería llevaba allí toda la vida, letras barrocas e inclinadas

hacia la derecha anunciaban Peluquería María. María era la peluquera estrella del

barrio y así como los platos combinados del Álex eran legendarios, lo mismo con las

permanentes y los tintes de María, o Maruja para los amigos. Durante años ella fue la

única peluquera del barrio pero cuando en los ochenta salieron peluquerías como

champiñones por todas partes, se vio obligada a reconvertir el negocio en una

peluquería unisex y ahora hasta mi padre se cortaba el pelo allí. Yo prefería ir al

barbero, no sólo porque era más barato sino porque en la peluquería me esperaban

muchos recuerdos. Mi madre había sido clienta asidua mientras vivió en el barrio, y

yo había pasado muchas tardes de sábado girando hasta marearme en las sillas de

peinar mientras ella tenía la cabeza metida en una especie de casco de astronauta. En

la peluquería oí muchas conversaciones misteriosas, sofocadas por carcajadas,

exclamaciones y aspavientos. La mayoría tenían que ver con “acostarse”. Algunas

clientas de la peluquería sólo se acostaban dos o tres veces al mes, algunas ninguna, y

si lo hacían era por una razón extraña, que llamaban “por cumplir”. Era extraño

porque yo veía a mi madre irse a dormir cada día, y no comprendía como aquellas

mujeres podían vivir sin dormir -piensa (si aún estás ahí) que yo no debía tener más

de siete u ocho años en aquella época. Otra cosa que oí una vez y que me dejó atónito

fue lo del “árbol”. Una clienta, con marcas marrones del tinte en la frente, se apretaba

la toalla bajo la barbilla al tiempo que se señalaba el abdomen y proclamaba que “da

igual si te acuestas o no, el árbol crece igualmente”. Cuando le pregunté a mi madre

por aquel árbol misterioso, ella se tapó la cara con las manos y al sábado siguiente, en

lugar de ir a la peluquería con ella, fui al fútbol con mi padre.

Recuerdos como aquellos me asaltaban cada vez que pasaba por allí, pero aquel día

pasé más despacio de lo habitual para poder atisbar a través del escaparate.

Efectivamente, Elsa estaba allí dentro, tras el lavacabezas, no llevaba su

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acostumbrada gabardina negra sino una bata rosa. En aquel momento estaba inclinada

sobre una clienta a la que le estaba aplicando cera en la cara. Yo ya tenía mi

respuesta. Si había dudado de las palabras de Alex ya no tenía motivos para hacerlo.

Mientras estaba allí parado como un pasmarote, una clienta salió de la peluquería. La

puerta abierta exhaló el zumbido de los secadores, una ráfaga de aire caliente y un

reguero de olor a laca. Tras la clienta, salió Maruja arrebujándose en un anorak negro,

con un paquete de tabaco en las manos. Las dos mujeres se despidieron dándose dos

besos y entonces Maruja se volvió a mí. Su sonrisa cálida me envolvió y sus ojos

grandes y oscuros brillaron; después de los años, su melena seguía siendo larga y

espesa, de un azabache azulado, y seguía cayéndole en espectacular cascada sobre la

espalda. Quien tuvo, retuvo, como decía mi padre.

-¡Hombre, Javi, dichosos los ojos! Pero ¿qué te ha pasado en el brazo, hijo?

-No es nada –dije, por enésima vez aquel día, y algo me dijo que si iba a seguir

mintiendo debía al menos seguir contando la misma mentira hasta que yo mismo me

la creyera del todo: –me caí y paré la caída con la mano.

-Bueno, eres joven, en dos días estarás como nuevo –dijo mientras encendía un

cigarrillo, y sacudiendo el paquete bajo mis narices, siguió: -¿No fumas, verdad?

Negué con la cabeza.

-Haces bien. Yo no debería. Pero, de algo hay que morir, ¿no? ¿qué, venías a cortarte

el pelo?

-No, sólo pasaba por aquí.

-Bueno, ¿y por qué no entras un rato y me explicas como te va?

-No quiero entretenerte.

-No te preocupes, ya están las chicas, yo sólo cobro –dijo guiñando el ojo y

señalándose el bolsillo.

Miré de nuevo hacia el interior de la peluquería. Aparte de Elsa, otras tres chicas con

batas rosas pululaban por allí con secadores, peines y tijeras en las manos. Todas las

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sillas giratorias ante los espejos estaban ocupadas y había algunas clientas sentadas en

un sofá largo cerca de la puerta esperando turno.

-Te va bien, por lo que veo –dije.

-No me puedo quejar –sonrió ella exhalando humo por la nariz.

-Me alegro.

-Gracias, hombre.

-Bueno, ya nos veremos –dije, haciendo ademán de marcharme.

-Javi, oye –su voz era urgente de repente, y creo que si yo no me hubiera detenido,

ella me habría asido del brazo – tu madre ha estado por aquí hoy, ¿os habéis visto?

Asentí con la cabeza.

-Ah, qué bien. La pobre estaba nerviosilla.

María me miraba expectante pero yo no tenía por costumbre explicar mi vida al

primero que me preguntaba y no iba a empezar en aquel momento. Entonces se le

volvió a encender el rostro. Me volví y allí estaba su hija a la que hacía años que yo

no veía. Se llamaba Sonia y era una copia en joven de su madre.

-Nena, vienes pronto –exclamó la madre dándole un beso a su hija en la mejilla –huy,

qué cara más helada traes, anda, pasa, no vayas a coger frío.

Sonia murmuró algo sobre una anulación de sus clases y se metió en la peluquería.

Pasó por mi lado sin decir nada, pero no me extrañó, siempre había sido muy tímida,

y no le ayudaba haber pasado la infancia casi siempre enferma, siempre inhalando

aerosoles para el asma, siempre con tos de perro y jadeando. Además, a pesar de no

ser de la misma edad -yo le llevaba unos tres años- compartíamos el dudoso honor de

que a los dos nos quitaron las amígdalas el mismo día, en el mismo hospital. Ella me

había visto a mí llorar de terror aquel día mientras me arrastraban a la sala de

operaciones y yo la había visto a ella haciendo lo mismo cuando fue su turno, quizá

por eso nos habíamos mantenido alejados el uno del otro, para no recordarnos

mutuamente la vergüenza y el miedo que pasamos aquel día.

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María tiró el cigarrillo al suelo, se despidió de mí y se metió en la peluquería detrás de

su hija. A través del vidrio vi que Elsa me miraba. Sonrió y levantó la mano para

saludarme. Yo hice lo mismo.

Cuando llegué a casa aún llevaba puesta la misma sonrisa alelada en la cara.

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9. JAVI

Algo se estaba quemando en mi casa. Llamé a mi padre a voz en grito pero no

contestó. Entré en la cocina llena de humo, abrí la ventana y seguidamente apagué el

horno y lo abrí. Había dentro una fuente de vidrio cuyo contenido estaba carbonizado,

supuse que serían los canelones que sobraron la noche anterior. Como pude me puse

un guante en la mano izquierda, saqué la fuente del horno y la dejé en el fregadero.

Salí de la cocina tosiendo, con el humo clavado en la garganta como una navaja.

Cerré la puerta y fui hasta el baño mientras llamaba a mi padre. Nunca antes había

ocurrido nada parecido. Lo único que se me ocurría es que él estuviera en el baño

leyendo el Jueves, o estuviera hablando por teléfono con alguien del sindicato y se le

hubiera ido el santo al cielo. Sus conversaciones con según qué compañeros del

sindicato a veces se alargaban durante horas. Llamé a la puerta del baño pero nada.

Abrí la puerta y tampoco. En el salón, descolgué el teléfono para ver si él estaba

usando el supletorio que había en su cuarto. El teléfono dio línea, alta y clara.

Una idea angustiosa empezó a apoderarse de mí. ¿Y si mi padre se había tomado mal

la visita de mi madre y sus noticias sobre la boda? ¿Y si su aparente indiferencia sólo

había sido una mera estratagema para que yo accediera a verla? Con el corazón en un

puño, caminé hasta el final del pasillo y le di la vuelta al pomo de la puerta de su

habitación. El pomo cedió pero no pude abrir la puerta. Que estuviera el pestillo

echado me hizo poner aún más nervioso. Mi padre no echaba nunca el pestillo.

Recordaba bien cómo el día en que yo le pedí que me pusiera un pestillo en la puerta

de mi cuarto (eso fue cuando empecé a traer chicas a casa), él se negó diciendo que

era contrario a los pestillos porque había visto una película en la que un adolescente

se suicidaba en su habitación y la familia no pudo salvarlo por culpa del pestillo.

Aquella película le había traumatizado, dijo. Le prometí que nunca haría nada

parecido, pero aún así se negó. Entonces él me prometió que si yo estaba en mi cuarto

con la puerta cerrada él nunca vendría a molestar, y menos si estaba con alguien, (mi

padre era muy enrollado, tanto que los primeros condones que gasté me los dio él,

para gran envidia de mis pocos amigos). El pestillo, la película, el suicidio…

Imágenes terroríficas me invadieron mientras aporreaba la puerta de su cuarto.

-¡Papá, ¿estás ahí? ¡Papá, ¿estás bien? ¿te pasa algo?¡Contéstame!

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-No pasa nada, Javi, me estoy cambiando de ropa.

Era la voz de mi padre y para mi alivio sonaba normal, algo acelerada como si hubiera

subido escaleras corriendo pero normal. Me calmé un poco y le dije que se le habían

quemado los canelones. Oí un “mierda” apagado y ya me iba a marchar cuando oí

otra voz, en susurros, pero otra voz distinta que dijo algo así como “Javier, qué hemos

hecho”. Follar, pensé, y yo que me alegro, aunque podíais haber puesto algo en la

puerta para avisar, como hacen en los hoteles, no hace falta dar estos sustos al

personal.

Contento por mi padre porque hacía mucho tiempo que no se traía a nadie a casa, me

fui a mi cuarto y esperé. Quería darles tiempo para vestirse, despedirse, etcétera, sin el

agobio de tener que tratar con un intruso. No tenía ni idea de quién podía ser ella (a

los veinte años era así de ingenuo), e hice una lista mental de aspirantes al título de

“amiga con derecho a roce” de mi padre mientras me hacía la cama (cosa que con una

sola mano resulta algo difícil y si no me crees pruébalo un día). La lista no era muy

amplia y se reducía a dos candidatas: una compañera del sindicato con la que mi

padre había quedado algunas veces para cenar, se llamaba Silvia y a mí me caía muy

bien, aunque tenía carácter fuerte y chocaban bastante; luego estaba Eulalia, o Lali,

una antigua compañera de mi padre de la época en que aún trabajaba en la gestoría,

separada como él y con un hijo de mi edad con el que me llevaba de puta madre; Lali

era una tía estupenda pero de carácter variable y con tendencia a dramatizar, tan

pronto estaba en mi casa para comer y cenar como desaparecía durante días sin dar

explicaciones. Mi padre decía que no había por dónde cogerla y que él era demasiado

mayor para subirse a la montaña rusa emocional que era Lali. De todos modos me

extrañaba que cualquiera de las dos hubiera reaparecido sin yo enterarme y pensé que

quizá podía ser alguien completamente nuevo, y en ese caso, yo estaba in albis.

Cuando oí la puerta de la calle cerrarse, salí de mi cuarto. Mi padre estaba ya en la

cocina rascando la fuente de los canelones con una espátula. En la cocina, el humo se

había disipado pero el olor a quemado aún era fuerte. Mi padre rascaba con fuerza,

estaba rojo hasta las trancas y evitó mirarme a los ojos.

-Javi, lo siento –dijo, y yo sabía que no era sólo por la comida.

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-No pasa nada –dije yo, y tampoco lo decía sólo por la comida, quería decirle que me

alegraba por él, y de buena gana le habría dado un abrazo, pero sabía que él no se lo

habría tomado bien.

-¿Guisantes con jamón, te apetece? –preguntó mientras escudriñaba el interior de la

nevera -¿y unos huevos fritos?

-Sí, está bien.

-¿Cómo te ha ido con tu madre?

-Psá. Me ha traído unos Copics y por cierto, no sé qué he hecho con ellos con todo

este jaleo.

Supuse que habría dejado los rotuladores en la entrada y fui a buscarlos. A pesar de

que el olor a humo era aún intenso, otra fragancia flotaba en el pasillo, la de un

perfume extrañamente familiar y entonces se me encendió la lucecita. Con la caja de

rotuladores en la mano, volví a la cocina:

-Javier, ¿qué hemos hecho? –dije imitando la voz de mi madre –Javier, ¿qué cojones

has hecho?

Mi padre dijo “mierda, mierda, mierda” y me pidió que me sentara.

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10. JAVI

¿Para qué iba a sentarme? ¿Qué explicaciones podría darme mi padre que me dejaran

conforme? Ninguna. Aún así, él empezó a hablar y yo no tuve valor de dejarle con la

palabra en la boca y me quedé en la puerta con un pie dentro y otro fuera de la cocina:

-Mira, Javi, no te lo iba a contar porque no quiero que pienses lo que no es.

-¿Y qué es lo que es si puede saberse? –una pregunta absurda de por si pero que él

entendió.

-Ha sido un calentón y ya está. Yo no quería.

-¡Dios, podías no recurrir a los tópicos al menos! –era todo tan ridículo que estuve a

punto de echarme a reír –¡Tú siempre has sido un perro faldero para ella, en cuanto te

dice ven aquí Javier, pues allá que va Javier!

-Siento que tengas esa opinión de mí –dijo con pena –pero eso no es cierto, yo he

salido con otras personas, he tenido otras relaciones que por lo que fuera no

funcionaron. Quizá soy yo el que no está preparado para tener una relación.

-¡Venga ya!

-Bueno, quizá tengas algo de razón, pero mira, hoy tu madre ha subido a decirme que

vuestro encuentro había ido muy bien, que estaba muy contenta, que hoy se había

abierto una puerta que durante años había estado cerrada, o algo así, luego se ha

puesto a llorar y se me ha echado en los brazos…

-Lo que te digo.

- … y una cosa ha llevado a la otra -alzando las manos al aire, mi padre dejó que la

frase muriera por si sola.

-Vosotros os habíais visto antes –dije cuando todas las luces se me habían encendido

en la mente- no me creo que ella aparezca por aquí después de 10 años y lo primero

que hacéis sea acostaros.

-Sí, es verdad, nos habíamos visto antes pero no por eso, sino por ti. Ella siempre ha

querido saber de ti. Es tu madre al fin de cuentas.

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-¡Esto es increíble! –estuve a punto de salir de la cocina y meter un portazo pero no

me moví, algo en mí quería escuchar toda la historia hasta el final.

-Mira, no te negaré que tu madre y yo nos hemos ido viendo a lo largo de estos años,

quizá un par de veces al año, ella quería saber de ti, cómo te iba en el colegio, todo

eso, siempre me pedía que le llevara alguna foto, fue la única manera de evitarme un

pleito. Tú no sabes lo que es un juicio por custodia, las peleas, los traumas que sufren

los hijos. Te quise ahorrar todo eso.

-¡Ahora resultará que lo has hecho por mí! ¡Qué morro! Mira, iros los dos a…

-Escúchame, hijo –mi padre alzó la voz y me miró casi con desespero –sí, yo lo hice

todo por ti, porque si llevándole una foto tuya a tu madre yo te ahorraba un disgusto,

estaba dispuesto a hacerlo. No quería que te hiciera más daño y le dije que hasta que

fueras mayor de edad no podría acercarse a ti y ella lo respetó, entonces yo tampoco

podía faltar a nuestro trato. Cuando cumpliste los 18, tú no quisiste saber nada y ella

se llevó un buen disgusto. En el fondo sólo quiere tener una relación con su hijo. Es

natural.

-Lo natural es que se hubiera quedado en casa, con nosotros.

-Eso ya lo sabemos, Javi, pero no pudo ser. Hay otras cosas en la vida aparte de la

casa y los hijos. Piensa también que hay otra cosa, y es que ella nos ha ayudado

siempre.

-¿Qué quieres decir?

-Nunca te lo he dicho, pero cuando me echaron de la gestoría ella me dio dinero para

que pudiera comprar el quiosco, con la capitalización del paro no me llegaba, y luego

estaban tus estudios. Si ella no hubiera ido dándome dinero yo solo no hubiera podido

con todo. Tuvo un buen disgusto cuando le dije que habías dejado la carrera. Ella, que

quería que fueras arquitecto nada menos y se tuvo que conformar con que estudiaras

bellas artes. Eso no quiere que lo sepas, pero yo creo que es justo que te lo diga.

-Lo justo sería que no me hubieras mentido. Pero da igual, yo no le debo nada a esa

mujer y tú deberías pensar bien qué coño haces con ella y si estás dispuesto a que

juegue contigo como ha hecho siempre. Por cierto, no sé si te lo habrá dicho pero a mí

me ha dicho que va a casarse.

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-Sí, sí, lo sé y nos ha invitado a la boda, a ti y a mí. Es un productor de cine muy

conocido y no quiere que su pasado le pase factura en el futuro, o sea que tiene miedo

de que algún día las revistas saquen a relucir que estuvo casada antes, que tiene un

hijo, etcétera, por eso insiste en que vayamos a la boda, si estamos ahí desde el

principio nadie podrá echárselo en cara. Es lógico si lo miras así.

-¿Y tú sabías que iba a casarse y aún así no has tenido reparos?

-Javi, cuando tengas mi edad entenderás que las cosas no son siempre tan simples.

-Sí que lo serían si no las complicáramos tanto.

-Hay un refrán que dice que ahí donde hubo fuego siempre quedan las brasas, ¿sabes?

-Pues mira, con tanta brasa se te ha quemado hasta la comida y si te descuidas se

quema el bloque entero. Adiós, papá.

-Pero, Javi, no te vayas así, hombre, que no has comido…

La voz implorante de mi padre se fue apagando a medida que me alejaba por el

pasillo. Salí del piso y di un portazo. Ni tenía hambre ni podía permanecer en la

misma casa que él un minuto más. Me habría dado de cabezazos contra la pared. No

entendía cómo había sido tan idiota de no ver que para ellos yo no era más que una

marioneta, y por mucho que mi padre quisiera hacerme creer que se había visto con

mi madre en el pasado para evitarme problemas, yo intuía que en el fondo él había

utilizado aquello como excusa para verse con ella. El que inventó el refrán de las

brasas y el fuego había dado en el mismísimo clavo.

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11. JAVI

En el preciso instante en que cerré la puerta de mi casa con toda la rabia de la que era

capaz, se escuchó un estruendo en la escalera como de mil vajillas estrellándose

contra el suelo. Mi padre no salió a ver qué ocurría, así que supuse que no lo habría

oído, (lo más probable era que estuviera hablando con mi madre por teléfono,

teniendo en cuenta todo lo que acababa de pasar, no era una idea tan descabellada).

Sin embargo, sí que se asomó la Sra. Águeda, una anciana venerable con el cabello

lila que había vivido en el piso frente al nuestro toda su vida. Salió con el delantal

puesto y al tiempo que se sonaba la nariz ruidosamente con un pañuelo de tela que

había visto días mejores, señaló hacia lo alto:

-Fill, aquestos estan tots sonats, un dia passarà algo gros, recorda't del que et dic,

algo gros... -anunció y seguidamente se volvió a meter en su casa.

Quizá la tragedia que vaticinaba la señora Águeda ya se habría producido, me dije y

decidí subir al segundo piso a ver si alguien necesitaba ayuda. Subí los escalones de

dos en dos sin imaginar que cada paso que daba era un paso más hacia el desastre.

Pasé de largo ante las puertas del primer piso donde vivían otras dos ancianas que no

habían roto un plato en su vida. Cuando me encontré frente a la puerta del piso donde

vivía la familia de Elsa, llamé al timbre que sonó alto y claro para advertirme, por si

aún no lo tenía claro, de que a partir de aquel momento ya no había vuelta atrás.

Abrió la madre de Elsa, con sus gafas oscuras, cabello negro recogido con una

diadema, piel blanca como la nieve. De pie a su lado, me di cuenta de que era aún más

baja de lo que me había parecido al verla por la mañana en el bar. No debía pasar del

metro y medio de estatura. El vestíbulo tras ella estaba oscuro y una cortina gruesa lo

separaba del pasillo con lo que resultaba imposible ver si había alguien más en el

piso. En el aire se adivinaba olor a tabaco, así que supuse que el marido, exmarido, o

lo que fuera, estaría en la casa. Sentí aquella sensación extraña como de estar

entrando en un universo paralelo, la misma que sentía cada vez que entraba en un piso

de la escalera ya que todos tenían una distribución idéntica al mío aunque el

mobiliario y la decoración fueran totalmente distintas.

-Señora, ¿ha ocurrido algo? ¿se encuentra bien? -pregunté.

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Estuve a punto de decirle que era amigo de Elsa, pero la mujer me hizo callar

poniéndome sobre los labios un dedo afilado acabado en una uña roja. Luego me

palpó la cara como hacen los ciegos. Para ello tuvo que ponerse de puntillas y alargar

las manos que eran muy ásperas. Me quedé parado por la sorpresa y dejé que me

tocara la cara, los hombros, los brazos, recorrió la escayola que me cubría el brazo

derecho con los dedos, y al fin me soltó.

-¡Qué bien hecho estás, joío, y lo que has tardao! –dijo.

Supuse que me confundía con otra persona y estaba a punto de decírselo pero ella me

dijo que esperara y, ajustando la puerta sin llegar a cerrarla del todo, se alejó con

pasos desiguales que resonaron sobre el piso. Al poco volvió a salir y me entregó un

paquete de 20x20, envuelto en papel de embalar marrón que pesaba más que lo que su

tamaño dejaba entrever.

-¿Qué es esto? –pregunté.

-Leche en polvo para los niños pobres –murmuró ella con voz rasposa y señalando

con el dedo un lugar indeterminado del espacio ante ella, añadió: -ahí está la dirección

ande lo tienes que llevar.

¿Qué era lo que había dicho el marido aquella mañana en el bar? Que pondrían

veneno en la leche. Se me encogió el estómago al pensar que no había malentendido

aquellas palabras y que quizá ahora mismo tenía en la mano la leche envenenada que

ellos pretendían mandar a alguien con mensajero, en aquel caso, yo mismo. La

dirección escrita en el sobre era Calle del Carmen 3. Yo no tenía ni idea de dónde

quedaba aquello.

-Señora, me confunde usted -empecé, pero la mujer ya había cerrado la puerta dando

un golpe fuerte que me hizo dar un respingo.

Me quedé solo en el rellano con el paquete en la mano y pensé en acudir a la policía.

Pero si iba a la policía, podían pasar dos cosas: la primera sería que me inculparan por

algo de lo que no era responsable, y la segunda sería que aunque me creyeran

inocente, metería a la familia de Elsa en problemas y yo no quería que su vida se

volviera aún más complicada, ni mucho menos que la echaran del bloque. Lo mejor

sería dejar el paquete junto a la puerta y marcharme por dónde había venido.

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Como si la mujer me hubiera oído el pensamiento, la puerta se volvió a abrir. Me

quedé quieto, helado en el sitio, rezando por que no me viera ni oyera. El rellano

estaba oscuro y no hice ruido, hasta aguanté la respiración. Pero ella sabía que yo

seguía allí. Era como si me oliera.

-Apúrate, chico, que los pobres niños te están esperando –dijo y volvió a cerrar la

puerta esta vez con más suavidad.

Bajé la escalera con el paquete quemándome en la mano. Mientras pasaba ante mi

casa pensé en entrar y contárselo todo a mi padre (imaginé el descanso que sentiría al

descargar todo aquello sobre sus hombros), pero sabía que mi padre me obligaría a

acudir a la policía y yo ya había descartado aquella posibilidad.

Ya en la calle volví a leer la dirección en el paquete. Curiosamente (o no tanto) la

letra era muy parecida a la de la única dedicatoria que yo lucía en la escayola. Era una

letra grande, redonda y algo infantil. Si Elsa era la persona que había escrito la

dirección en el paquete era muy posible que también supiera lo qué contenía. Así que

me dirigí a la peluquería dispuesto a averiguar qué contenía el dichoso paquete.

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12. JAVI

En la peluquería no había ni rastro de Elsa. Al menos desde la puerta no se la veía por

ninguna parte. Me resistía a entrar pero María me hizo señas desde detrás de su trono

ante la caja registradora. Al final entré, rompiendo con todo, con una prohibición de

años, con todos mis recuerdos, los buenos y los malos.

En el momento en que abrí la puerta en el local se hizo un silencio sepulcral. Los

secadores se apagaron, las conversaciones se quedaron congeladas en los labios de las

clientas, algunas revistas del corazón resbalaron al suelo y media docenas de pares de

ojos se volvieron hacia mí como si yo fuera el hijo pródigo regresando a los brazos

del padre. María me hizo señas para que me acercara a ella y con un gesto apenas

visible, como de director de orquesta, ordenó a las chicas seguir con lo suyo. Los

secadores volvieron a rugir, las revistas volvieron a los regazos y las conversaciones

se descongelaron.

-Pensé que nunca te decidirías –dijo María.

-Necesito hablar…

-No me lo digas, con Elsa, ¿no? Pues ha salido a comer hace nada. Volverá en una

hora.

-¿Cómo sabías…?

-Hijo, tengo ojos en la cara, he visto como la mirabas, ¿por qué será que los

enamorados siempre se creen que están solos en el mundo y que nadie ha sentido

nunca lo mismo que ellos?

-Que yo no…

-No, claro, perdone usted, -dijo poniendo los brazos en jarras -después de no sé

cuántos años sin poner un pie en mi local –me pareció que en su voz había algo de

rencor- en cuánto has sabido que ella trabaja aquí, has enviado todas las manías a

tomar viento fresco.

-Que no es eso –murmuré –que no tengo manías.

-¿Entonces, a qué se debe este honor, si puede saberse?

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-Necesito un mapa –dije señalando tras el mostrador hacia una estantería donde se

apilaban algunas guías telefónicas, las páginas amarillas y una guía de Barcelona.

-Pues ahí tienes –dijo María dejando caer la pesada guía de tapa dura sobre el

mostrador –es una reliquia, no sé si lo que buscas saldrá. ¿A dónde vas?

-A la calle del Carmen –murmuré porque no quería que nadie me oyera aunque con el

rugido de los secadores en marcha habría sido todo un milagro.

-Ah, eso queda en el centro –dijo María –cerca de la Rambla. ¿Y a qué vas ahí?

-Tengo que hacer un recado –dije abriendo la guía.

María levantó las cejas, y por la manera en que me miró supuse que en cuánto me

marchara llamaría a mi padre. Es lo malo de haber crecido en un barrio en el que todo

el mundo se conocía. Era como ser un personaje en una viñeta de la rue del percebe,

nadie podía salirse del guión.

-Mira ahí está –dijo María clavando una uña sobre la calle del Carmen en el mapa-

Oye, Javi, si vas al centro, hazme un favor.

-¿Sí?

-Te pasas por el Corte Inglés y me traes este pedido –sacó de un cajón unos papeles y

me dio un recibo largo como de caja registradora –son unos tintes, es que no tengo

tiempo, le he dicho a Sonia que los vaya a buscar ella pero está tan ocupada con los

estudios, como si los estudios fueran la cosa más importante del mundo.

-¡Mamá, que te estoy oyendo! –gritó entonces Sonia desde algún lugar indefinido de

detrás del mostrador.

-¿Por qué no te la llevas y que le dé el aire? –dijo María –está que no hay quién la

aguante.

Recordé (porque una vez de pequeño fui a una fiesta de cumpleaños de Sonia) que la

cortina de hilos de madera que había tras María daba a una estancia interior muy

amplia que hacía las veces de almacén y de despacho, y supuse que Sonia estaría allí

dentro con los libros abiertos sobre un escritorio lleno de albaranes y facturas.

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-Está bien –dije cerrando la guía y cogiendo el recibo de manos de María -¿hay que

pagar algo?

-No, no, está todo pagado, tú entrega el ticket en la planta baja, en la sección de

cosméticos.

La cortina de hilos de madera se abrió en aquel momento y Sonia salió envuelta en un

anorak gris.

-¿Adónde vas tú, señorita? –preguntó su madre.

-¿No querías que me diera el aire? –repuso la hija con voz nasal como de eterno

resfriado.

-Ahí donde la tienes, Javi, mi hija quiere ser veterinaria –anunció María haciendo

aspavientos– y no veterinaria de perros frú-frú, de esos tan finos que van a peinarse y

a que les corten las uñitas, no, no, ella quiere ser veterinaria de granja, de ésos que les

meten la mano a las vacas por ahí cuando han de tener la cría.

-¡Si serás bruta! –dijo Sonia enrojeciendo.

-¿Tú qué dices, Javi? –María clavó sus ojos oscuros en mí, y yo sabía que buscaba

que le diera la razón.

-Creo que ser veterinario, como ser médico, es vocacional –dije, lo más

diplomáticamente que supe.

-¡Mira este! ¿Y ser peluquera no es vocacional? Y aquí conmigo se lo encontraría

todo hecho, un negocio montado que va viento en popa, pero no hay manera, hijo.

Ella, erre que erre con eso de los bichos. Ale, vete ya, hijo que me hacen falta los

tintes. Y tú, a ver a qué horas vienes –advirtió a su hija, que ya salía por la puerta.

En la calle Sonia me llevaba unos pasos de ventaja pero apreté el paso y la alcancé.

-Me parece genial que quieras ser veterinaria –le dije en cuánto estuve a su altura.

Ella me miró con las cejas levantadas, en un gesto que me recordó mucho a su madre.

-Vale. Pues a ver si la convences. Me tiene frita con el rollo de que sea peluquera.

-¿A dónde ibas? –pregunté cuando llegamos al final de la calle.

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-A ningún sitio –dijo ella- a veces tengo que salir de la peluquería porque me vuelvo

loca escuchando las tonterías que dicen. ¿Y tú?

-Tengo que ir al centro a hacer unos recados.

-Te acompaño –dijo –si quieres.

Me pareció bien que me acompañara. Supuse que no habría peligro si yo entregaba el

paquete mientras ella me esperaba en la calle. Luego podríamos ir los dos a recoger el

pedido de su madre y así yo no habría de volver a la peluquería. Y quizá Sonia me

podría contar algo más sobre Elsa.

-¿Qué es eso? –preguntó señalando el paquete que llevaba bajo el brazo.

-Leche.

-¿En tetrabrik?

-No, en polvo –dije y apunto estuve de añadir que era para los niños pobres, pero la

idea me sonó tan ridícula que sólo añadí: –es largo de explicar.

-Ya –dijo ella, y le salió un ya lacónico parecido a los míos.

Caminamos por la calle en dirección al metro y sin darnos cuenta nos sumergimos en

un silencio incómodo. Su paso era rápido, de persona nerviosa; llevaba el eterno

clínex pegado a la mano, la nariz roja y los ojos llorosos de los alérgicos. Pensé en

qué podía decirle para romper el hielo y me volví a sentir como un personaje de

cómic con burbujas de pensamientos flotando por encima de mi cabeza. Todo lo que

se me ocurría me parecía una estupidez y opté por no decir nada. Mejor callar y

parecer tonto que hablar y desvelar la duda, dicen.

La boca del metro a nuestros pies expulsó un viento caliente que nos envolvió justo

cuando empezábamos a bajar la escalera. Marcial, el mendigo cojo que siempre se

sentaba en los escalones del metro, nos pidió unas monedas. Yo no le hice caso pero

Sonia se paró, sacó algo de dinero del bolso y se lo dio. Marcial le auguró un

agradecimiento divino coronado por muchos hijos. No pienso tener, murmuró Sonia

con firmeza. Aquella rebeldía tenía algo que me gustaba. Si ella fuera un personaje de

cómic, sería de los que se salen de la viñeta, pensé de repente y entonces sonreí.

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Era la primera vez que lo hacía aquel día.

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13. JAVI

Nos bajamos en la parada de Jaume I y subimos por la calle Ferran hasta la Rambla.

Le pedí a Sonia que me esperara junto a un quiosco y crucé la calzada hasta la calle

del Carmen. En la esquina había una barbería de las de toda la vida y el número

siguiente era el indicado en el paquete, pero correspondía a una puerta tapiada con

ladrillos. Para asegurarme de que no me había equivocado, comprobé la dirección en

el paquete y el nombre de la calle. Todo indicaba que estaba en el lugar correcto. Al

otro lado de la calle, Sonia paseaba de un lado a otro del quiosco y me miraba con

curiosidad. Oí entonces que alguien silbaba desde lo alto. Medio escondido tras una

persiana en un balcón había un hombre joven, de tez oscura y cabello largo.

-Eh, rubiales, mete eso ahí –ordenó con voz ronca echando una cuerda por el balcón

que acababa en una cesta.

-Yo iría con cuidado con esto –me atreví a decir mientras ponía el paquete en la cesta.

-¿Tú eres el nuevo, no? –dijo el hombre mientras estiraba de la cuerda- mira, una

cosita te ví a decir y eso que el Yoni no es de andar dando consejos a naide, pero si

vas a dedicarte a esto, tú, ver, oír y callar… y ahora a tomar pol…

Me marché de allí antes de que él pudiera acabar la frase. Crucé la calle casi sin mirar.

Un taxista hizo sonar el claxon. Llegué junto a Sonia que estaba distraída

contemplando a un mimo vestido de blanco, que encaramado en un pedestal simulaba

ser una cariátide griega.

-¡Mira, Javi! –dijo ella, señalando al mimo.

-Vamos –dije con urgencia cuando llegué a su lado.

-¿Qué pasa? Estás blanco.

-Nada, vamos.

-¿Con quién hablabas? ¿quién era ese hombre?

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-Nadie.

-Javi, todo esto huele me muy mal, ¿ya sabes lo que te traes entre manos? ¿quién te ha

metido en todo esto?

No quise entrar en explicaciones. Era más seguro para Sonia si no sabía nada, nada

sobre el tal Yoni, o Johnny, o como quiera que se llamara aquel tipo, ni sobre lo que

seguramente había en el paquete, ni sobre los padres de Elsa, ni sobre el veneno. Sentí

que se me desataban las tripas por momentos, así que la cogí del brazo y echamos a

andar deprisa Rambla arriba.

Cuando cruzamos a la calle Fontanella, Sonia me recordó que teníamos que ir a los

grandes almacenes a recoger el pedido de su madre, algo que yo había olvidado por

completo. Bien, pensé, allí podría utilizar el baño y además, entre el gentío que

entraba y salía del Corte Inglés estaríamos más seguros que en la calle y en el

hipotético caso de que el Yoni o algún colega suyo nos hubiera seguido era

improbable que se atrevieran a entrar en aquel lugar con seguratas en las puertas,

dependientas estiradas y maniquíes y con abrigos de visón en los escaparates.

Sonia me pidió el comprobante de compra que su madre me dio y entonces saqué del

bolsillo aquel papel largo como un pañuelo que me había dado María. Sonia se acercó

a un mostrador donde le canjearon el ticket por los tintes mientras yo fui al baño.

Cuando salí, Sonia estaba esperándome en la puerta.

-¿Tienes hambre? ¿quieres que subamos a comer algo al restaurante? -preguntó.

Me pareció buena idea y subimos en ascensor hasta el ático del edificio. Lo último

que había comido había sido aquel minibocadillo en el bar a la una de la tarde y eran

ya las cinco. En el restaurante no había mucha gente quizá porque era tarde para

comer y pronto para merendar. Al entrar nos recibió el acostumbrado sonido de

vajillas y cubiertos. Olía a consomé, a gratinado, a pasta y se me hizo la boca agua.

Enseguida un camarero nos llevó hasta una mesa junto a un enorme ventanal con

vistas a la plaza y nos tomó nota. Los dos pedimos pasta y al poco nos trajeron dos

platos de macarrones que no se los saltaba un galgo. Imaginé que Sonia se dejaría la

mitad en el plato (ya me había extrañado que pidiera lo mismo que yo) pero se lo

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comió todo sin rechistar. Incluso parecía tener más hambre que yo. Después, aún

pidió un flan con nata. Yo sólo pedí un café solo.

-¿Siempre comes tanto? –pregunté cuando ella dejó el tenedor sobre el plato después

de repelar con la cuchara los restos de flan que había en el plato.

-¡Me encanta la pasta! –dijo- mi madre dice que la pasta engorda y no me deja comer,

estoy deseando irme de casa para comer lo que me dé la gana.

-¿Es que piensas irte de casa pronto?

-Si puedo el curso que viene, espero entrar en veterinaria y entonces podré irme a

vivir a un piso de estudiantes. Para ir bien necesito al menos un 8 en selectividad. No

sé si lo sacaré.

-¿Y por qué no lo ibas a sacar?

-No llevo las mates muy bien –dijo encogiéndose de hombros- Oye, tú dejaste la

universidad, ¿no?

Asentí y ella pregunto los motivos. Dejé la universidad entre otras cosas porque yo

sólo quería dibujar cómics, casi le dije, porque no me apetecía imitar a pintores

muertos y porque las clases eran demasiado teóricas. Porque mis compañeros eran en

su mayoría hijos de papá, porque me aburría su sentimentalismo fingido, sus

amenazas de suicidio –uno una vez montó un numerito al amenazar con cortarse una

oreja durante una clase y el profesor llamó a la policía. No le conté nada de todo eso a

Sonia. Era demasiado largo de explicar.

-Sí, sólo hice un curso –dije.

-¡Qué pena, después de tanto esfuerzo para llegar… ¿Y qué piensas hacer ahora?

-¿Ahora?

-¿Qué vas a hacer con tu vida?

Ya me gustaría a mí saberlo, pensé. A nuestro alrededor el restaurante empezaba a

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bullir con gente que subía a tomar café y a merendar. En la calle el tráfico también

volvía a ser intenso.

-No todo se reduce a tener una carrera, un título universitario –dije encogiéndome de

hombros.

-Pero algo habrá que quieras hacer, más que entregar paquetes así como hoy.

-Lo de hoy ha sido un accidente –dije, y la escena en la calle del Carmen volvió a mi

memoria –no volverá a ocurrir.

-Mejor. Y ahora dime qué quieres hacer cuando seas mayor.

-Pues dibujante de cómics en alguna revista.

-¿Y cómo se hace para trabajar en una revista? ¿Se envía una solicitud, un currículum,

o qué?

-Las dos cosas, supongo.

-¿Y ya lo has hecho?

Le dije que no y ella iba a preguntar algo más pero yo luego le insté a que nos

saliéramos de allí. Pagamos y nos fuimos. En el trayecto de vuelta al barrio, no

hablamos mucho. Yo imaginaba lo que ella estaba pensando y lo que se moría de

ganas de decirme: que con lo bien que dibujaba, debería enviar mis dibujos a

diferentes publicaciones, presentarme a las pruebas que hacían de vez en cuando para

contratar personal nuevo en los diarios y revistas. Pero sólo yo sabía que no habría

podido soportar que me dijeran que no, que prefería dejar pasar los días, las semanas,

los meses, y seguir en aquel limbo reservado para los cobardes.

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14. JAVI

Los sucesos de aquel día tan largo y la digestión me dieron sueño así que dejé caer la

cabeza en el asiento del metro y me dormí. Al llegar a nuestra parada Sonia tuvo que

llamarme varias veces para despertarme.

Cerca de la peluquería de su madre nos despedimos. Le deseé suerte con los estudios

y le dije que ya nos veríamos, pero era sólo un decir y los dos lo sabíamos.

Mientras me dirigía al quiosco de mi padre, me dije que debía arreglar las cosas con

él, pedirle perdón, prometerle que sería más razonable en el futuro. No tenía claro si

debía contarle el lío del paquete, lo de los padres de Sonia, etcétera. Quería hacerlo,

para quitarme el peso de encima, pero me dije que era más seguro si él no sabía nada.

Sin embargo, el quiosco estaba cerrado y mi padre no estaba ni en la calle, ni en el bar

de Álex. Como me había ido sin las llaves tuve que llamar al telefonillo del portero

automático. La puerta se abrió sin que nadie preguntara quién era, algo extraño

porque mi padre no abría nunca sin preguntar antes. Entré y subí hasta el entresuelo,

pero la puerta de mi casa estaba cerrada, también me resultó extraño ya que mi padre

dejaba siempre la puerta de casa entreabierta si sabía que yo subía. Comprendí que no

había sido él quién había abierto el portal y estaba a punto de llamar al timbre, cuando

una voz de mujer me llamó desde lo alto de la escalera.

-¡Shs! Javi, eh, aquí arriba.

Miré por el hueco de la escalera y vi a Elsa apoyada en la baranda del segundo piso.

Sonreía y me hacía gestos para que subiera, pero yo no quería subir. La razón me

decía que no debería hacerlo, que lo mejor era olvidarme de ella y de todo lo ocurrido

aquel día, desde la conversación en el bar hasta mi excursión al centro de la ciudad

con un paquete sospechoso bajo el brazo. Cada vez que pensaba en lo que había

hecho se me ponían los pelos de punta. Sabía que lo más sensato sería volver a casa,

darle un abrazo a mi padre y meterme en la cama a esperar que acabara aquel día y

desear que al día siguiente la vida volviera a empezar, sin culpas, cargas ni

gravámenes.

Obviamente, no hice lo que me decía el sentido común (¿quién lo hace a los veinte

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años?), aunque si lo hubiera hecho probablemente ahora no estaría metido en este lío.

A pesar del cansancio, subí los peldaños de dos en dos hasta el segundo piso con el

ansia del perro cazador que persigue a una presa. Cuando llegué, Elsa me estaba

esperando con los brazos abiertos. Al sentir su cuerpo firme y cálido entre los brazos

y su aliento dulce, todas mis defensas y mis reparos se desmoronaron.

-Te estaba esperando –susurró en mi oído y luego me besó la cara, el cuello, la boca.

Sólo Dios sabía cuánto había soñado con aquello y me dejé llevar. Fue así de fácil

caer en la trampa. Quizá eso no sea una excusa pero qué otra cosa puedo decir.

Entramos en el piso sin dejar de besarnos y la puerta se cerró suavemente detrás de

nosotros. No había ni rastro de la madre ni del padre mientras nos adentrábamos por

el pasillo, cruzábamos el comedor, el salón, hasta su habitación en la parte de atrás del

piso.

-Tu madre –susurré en el único momento de lucidez que tuve durante todo el affaire.

-Ha salido, aún tardará –dijo ella mientras me deslizaba por la cabeza el pañuelo azul

que ella misma me había puesto aquella mañana para sujetar mi brazo escayolado.

Me quitó la ropa sin dejar de besarme. Llevar el brazo escayolado en aquellas

circunstancias resultaba un incordio y ella me dijo que la dejara hacer. Me

hizo tumbar en la cama mientras ella se quitaba la ropa ante mis ojos con deliberada

parsimonia. La persiana estaba echada y había poca luz en el cuarto pero aún en la

penumbra su cuerpo me pareció lo más hermoso que había visto en mi vida, y así

mismo se lo dije. Ella se rió ante mi arrebato –quizá pensaría que era ridículo- y me

dijo que exageraba. Entonces se sentó sobre mis piernas y en sus manos apareció un

condón que ella misma me puso sin que yo tuviera que decirle cómo se hacía. Con las

que hubo antes que ella siempre había sido yo el que había hecho todo el trabajo y

aquel era uno de ellos. Nunca nadie lo había hecho todo por mí, pero Elsa no era

como ninguna de las chicas que yo había conocido, así que cerré los ojos y la dejé

hacer.

Ella no era una principiante y sabía bien lo que hacía. Tardó una eternidad en dejarme

penetrarla y aún así lo hizo como jugando. Parecía disfrutar haciéndome llegar al

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límite para luego alejar su cuerpo de mí. Cuando me cansé de sus juegos, la volteé, la

tumbé sobre la cama y le separé las piernas con las rodillas. Con el brazo izquierdo

levanté su cuerpo hacia mí. La violencia no era mi estilo y aún pude controlar lo

suficiente como para darle un instante para decir no, así no, pero ella no dijo nada. Ni

se quejó, ni me dijo que no. La penetré con fuerza y me corrí enseguida. Luego la

solté. Ella cayó sobre la cama y escondió la cara en la almohada. Pensé que me

odiaría por haber pensado sólo en mí. Quise tocarla pero mi mano buena era la

derecha y con la izquierda sabía hacer pocas cosas. Aún así lo intenté, pero ella apartó

mi mano torpe de su entrepierna y se abrazó a mí con las piernas encogidas. Busqué el

cobertor que andaba por el suelo y nos cubrí a los dos con él. Le habría dicho que la

quería si no hubiera estado tan cansado. La abracé y le acaricié el cabello hasta que se

me cerraron los ojos. Mientras el sueño me engullía sólo pensaba que me habría

quedado en aquella cama el resto de mi vida. Era como estar en el paraíso.

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15. JAVI

Desperté solo en el cuarto en penumbra. Le di a un interruptor en la pared y la luz de

una sola bombilla colgada del techo me cegó durante unos instantes. Cuando mis ojos

se acomodaron a la luz di un vistazo en rededor. No me parecía que aquel cuarto tan

sobrio pudiera pertenecer a una chica de veinte años. Los barrotes de hierro de la

cama estaban oxidados, el vidrio que cubría la mesilla de noche rajado, el despertador

sobre la mesilla parado, las puertas del armario mal ajustadas. En las paredes de color

verde oscuro no había fotografías de cantantes ni de famosos, tan sólo un póster de

Anna Frank con una cita en un alfabeto desconocido para mí –quizá ruso- y frente a

ella, justo en la pared opuesta, otro del Che Guevara con su sempiterna boina con la

estrella roja de revolucionario. Anna miraba a la cámara y sonreía con timidez, en

cambio el Ché tenía una expresión grave, la barbilla levantada y desafiante y la

mirada desviada hacia un lado.

Encontré mi ropa doblada sobre una silla, me vestí y salí del cuarto. El pasillo estaba

oscuro y desierto pero yo sabía exactamente donde estaban todas las estancias del piso

por algo vivía en uno idéntico dos pisos más abajo. Me metí en el baño, luego pasé

por el salón, el comedor y me encontré ante la cocina. Vi luz bajo la puerta cerrada.

No quería que me vieran y pasé intentando no hacer ruido. Lo que pudiera pasar si el

padre de Elsa me encontraba allí era algo que no quería ni imaginar. Sin embargo, lo

que ocurrió en realidad sobrepasó todo lo que yo podía haber imaginado.

La puerta de la cocina se abrió y la madre de Elsa me llamó desde el umbral.

-Javi, pasa–ordenó.

Ya no llevaba las gafas negras y se había quitado la diadema que antes aplastaba el

cabello sobre su cabeza. Sin las gafas negras parecía otra persona. Era cierto que sus

ojos estaban algo desviados pero evidentemente veía lo suficiente como para valerse

por sí misma. Su voz también era distinta, menos estridente y exagerada. Las

facciones eran menos duras, quizá porque sonreía ligeramente.

La seguí y entré en la cocina. En la misma esquina en la que mi padre y yo teníamos

una mesa plegable, estaban sentados Elsa, su hermana pequeña y su padre. Estaban

cenando como cualquier familia normal. En la mesa había tortilla de patatas, vino

tinto, una jarra de agua y una barra de pan.

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-Siéntate –ordenó el padre sin levantar la vista de su plato.

Elsa me hizo un sitio a su lado y me senté. Ella y su hermana ocupaban un banco a lo

largo de la pared y el padre y la madre ocupaban otro en el lado opuesto de la mesa.

La madre puso un plato ante mí, me sirvió una sopa de cabello de ángel y se sentó.

-¿Vino? –preguntó el padre.

-No, sólo agua.

-Niña, agua –le dijo el padre a Elsa y entonces ella llenó un vaso de agua y lo puso

frente a mí.

El padre comía en silencio con la vista fija en el plato, parecía completamente sobrio.

Su pulso era firme al servirse el vino y en aquel instante comprendí que todo lo

ocurrido la noche anterior y aquella mañana había sido una farsa. Tuve la impresión

de que los cuatro eran actores y que acabada la función, se habían quitado los trajes,

el maquillaje, las pelucas y habían vuelto a ser simplemente personas ordinarias. Que

un intruso como yo irrumpiera en su intimidad de detrás del escenario no parecía

molestarles demasiado.

Cenamos en silencio. Yo tenía un nudo en el estómago por los nervios y comí muy

poco. Ellos se pasaban la sal, el agua, el pan, sin apenas pedirlo, simplemente con un

gesto. Cuando acabamos de cenar, el padre ordenó a Elsa llevar a la niña –Marina, se

llamaba y era una copia de Elsa en versión infantil- a la cama.

La niña dio las buenas noches educadamente, los padres respondieron al unísono y

entonces ella y Elsa salieron de la cocina. En cuanto se cerró la puerta, el padre

deslizó hasta mí un billete de cinco mil pesetas:

-Esto es por lo de hoy –dijo clavando en mí sus ojos azules como de hielo –lo has

hecho bien, rápido y bien.

-¿Qué había en el paquete? –pregunté tragando saliva.

-Nada que te importe –siguió él y señalando el billete siguió: –si quieres trabajar con

nosotros, verás más como estos.

-No –dije –no soy ningún traficante.

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El hombre rió y se encogió de hombros.

-Allá tú. Yo no te voy a obligar. Pero piensa que sólo harías de mensajero. ¿O acaso

Correos es responsable del contenido de los paquetes que llevan y traen? ¿A que no?

Pues esto es lo mismo.

-No creo que la policía estuviera de acuerdo. Y si es así, ¿por qué no hacéis el

transporte vosotros mismos?

-Porque estamos quemados –dijo la mujer –y Marina es muy pequeña.

-¿Elsa está metida en esto también?

No contestaron. La cabeza me dio vueltas. Sentí nauseas. Justo en aquel momento

Elsa volvió a la cocina.

-¿Tú también? –pregunté, la voz me tembló.

Ella se sentó a mí lado y me cogió la mano.

-Los he oído hablar esta mañana –dije mirándola solo a ella, como si los padres no

estuvieran delante –hablaban de envenenar a alguien, meter veneno en la leche, he

supuesto que hablaban de vosotras, que se querían deshacer de vosotras…

-Hablaban en código –dijo Elsa– es largo de explicar.

-Mira, Javi, es tarde, lo mejor será que te vayas a tu casa, tu padre debe andar

preocupado por ti –dijo el padre –te lo piensas y hablamos mañana.

-No tengo nada que pensar y la respuesta es no –dije con firmeza –no soy un puto

traficante de drogas.

-Nadie ha dicho nada sobre drogas –dijo el hombre –pero, nada, no te preocupes,

quedamos tan amigos. Elsa, acompáñalo a la puerta, haz el favor.

Elsa hizo lo que el padre le ordenó.

-¿Lo de antes era también parte del plan? –pregunté con voz agria antes de que ella

abriera la puerta.

-¿Qué plan?

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-El plan para meterme en vuestros chanchullos.

-Shh, no digas eso –susurró y entonces se abrazó a mí, pero la empujé con rabia.

-Y lo de anoche en el portal también fue una farsa y todo lo que me contaste era

mentira -de repente lo vi todo claro- te usan como cebo para atraer a memos como yo,

si el dinero no es suficiente, para eso estás tú, te obligan a acostarte con…

Ella me tapó la boca con las manos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

-Los podemos denunciar –dije entonces animado por un rayo de esperanza súbita-

vente conmigo, iremos a la policía.

-No nos creerían, ¿crees que no lo he pensado? Han falsificado la documentación, a

todos los efectos somos sus hijas. Yo podría largarme, pero está mi hermana. ¿Y tú,

cómo podrías protegernos?

Tristemente en eso llevaba razón. Yo no era nadie. No tenía dinero ni amigos

poderosos ni un lugar adónde llevarlas donde pudieran estar a salvo.

-No puedo escapar –dijo, las lágrimas le rodaban por la cara –pero tú aún estás a

tiempo, vuelve a tu vida, olvídalo todo, no te harán nada si eres discreto, pronto nos

marcharemos y no nos verás más.

Elsa abrió la puerta y ante mí se abrió el rellano oscuro, tan oscuro como mi vida

vacía.

-Adiós, Javi –dijo.

-¿Tenéis teléfono? –pregunté de repente.

Dos pisos más abajo mi padre estaba esperándome seguramente preocupado. Se me

había ocurrido que podría llamarle y decirle que pasaría la noche en casa de un amigo.

Lo había hecho antes y a él no le extrañaría que después de una discusión yo no

durmiera en casa. Se me estaba ocurriendo una idea loca. Hacer un trato con los

padres de Elsa para comprar su libertad, la de ella y la de su hermana.

-Sí, tenemos teléfono. ¿Tienes que llamar a alguien?

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-Sí, a mi padre –dije –y después quiero volver a hablar con el tuyo. ¿Crees que

accederá?

Ella asintió y cerró la puerta. Sonrió y se apretó contra mí mientras me llevaba al

salón ante el teléfono. Tenía la nariz y los ojos rojos y de repente se me figuró que era

Sonia, la hija de la peluquera, y pensé qué fácil sería todo si ella fuera Sonia. Porqué

se me cruzó la imagen de Sonia por la mente en aquel momento fue algo que no

comprendí, pero no me paré demasiado a pensarlo. En aquellos momentos sólo podía

pensar en regresar al cuarto de Elsa.

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16. JAVI

Mi padre no dejó que el teléfono sonara más de una vez (lo vi sentado en el sofá

mordiéndose las uñas, mirando la televisión sin saber qué estaban echando, mirando

el teléfono de reojo, preguntándose si aunque fuera tan tarde debería llamar a mis

amigos para ver si yo estaba con ellos), cuando le dije que era yo dio un gran suspiro

de alivio. No me echó nada en cara y se quedó conforme con mis explicaciones –es

decir, con mis mentiras. Me preguntó si llevaba la cartera encima, el DNI, dinero, la

tarjeta del metro. Contesté a todo con monosílabos, no quería que él notara nada

extraño en mi voz, ni quería dar demasiadas pistas, tampoco le di el nombre del amigo

con el que supuestamente iba a pasar la noche por si se le ocurría llamar a su casa y se

destapaba la mentira, aunque él tampoco me preguntó, con saber que estaba bien le

bastaba, dijo, ya hablaríamos largo y tendido mañana cuando “la cosa” se hubieran

enfriado. Elsa, sentada en el brazo del sofá a mi lado jugaba con mi cabello mientras

las mentiras se escapaban de mi boca como gusanos verdes y asquerosos. Cuando por

fin colgué, enterré en el fondo de mi mente la idea de que por ella le había mentido a

mi padre como nunca antes lo había hecho.

-Ya está –dije- espero que a tu padre no le importe si paso aquí la noche.

-No, no te preocupes por eso, no le importará –dijo y luego me dio un beso en la boca

que duró varios minutos.

La alcé en brazos y puse rumbo al dormitorio pero ella me dijo que la soltara. Me

cogió de la mano y volvimos a la cocina. Entramos de la mano como si fuéramos

novios y ella fuera a presentarme a sus padres por primera vez. Los dos estaban

sentados, uno frente al otro, ante sendas tazas de café. El padre levantó la vista y

clavó sus ojillos azules como el hielo en mí. Sonrió una sonrisa de victoria mientras

señalaba el banco frente a él.

-Así que te lo has pensado mejor, eh, siéntate –murmuró y señaló su taza de café- ¿un

café?

Acepté. Imaginé que un café me ayudaría a centrarme en la conversación que tenía

por delante.

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-Vosotras dos a la cama –ordenó a las dos mujeres, después de que la madre dejara

una taza de café ante mí en la mesa.

Las mujeres salieron de la cocina sin rechistar, como si supieran que aquella

conversación era cosa de hombres, aunque a mí aún me temblaron las manos al coger

la taza y estaba lejos de sentirme como un hombre.

-Mira, esto es muy fácil –empezó él en voz baja como si le hablara a la mesa- ni

siquiera tienes que dejar de hacer vida normal, cuando yo te deje un paquete en el

quiosco tú lo llevas y luego te pasas por aquí y cobras. Punto final.

-¿Y si te digo que lo haría sin cobrar?

El hombre levantó las cejas y clavó sus ojos helados en mí.

-Nadie hace nada sin cobrar.

Había llegado el momento de la verdad y tragué saliva antes de seguir.

-Quiero a Elsa –dije – y quiero llevármela conmigo. ¿Cuántos viajes tendría que hacer

para pagar su libertad?

El hombre se echó a reír.

-¿Su libertad? ¡Ni que fuera una esclava!

-Entonces, ¿la dejarás marchar?

-Uf, chaval, estás más encoñado de lo que me pensaba. Si tanto la quieres, adelante,

llévatela.

Me había preparado para una larga batalla dialéctica, negociación, pacto, todo eso y

que él claudicara tan pronto me pilló por sorpresa. Claro que mi alegría duró poco.

-… aunque no querrá dejar a su hermana, lo sabes, ¿no?

-La niña también se viene –dije con firmeza.

-Ni hablar –dijo él dando un sorbo del café -Mira, chaval, no sé qué te habrá

explicado mi hija pero conmigo no les falta de nada.

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-Para empezar dice que no es tu hija –y habría seguido diciéndole que le faltaba

libertad y dignidad pero él no me dejó.

-Eso habría que preguntárselo a la madre –dijo él mientras se hurgaba los dientes con

la uña –ya sabes cómo son las putas.

Estuve a punto de decirle que no había tenido el gusto, pero ya no estaba tan seguro.

-Mira, chico, te lo voy a contar aunque todo esto son secretos de familia, pero sé que

por la cuenta que te trae no vas a ir por ahí largando… a la madre la conocí en un bar

de carretera hace veintitantos años, yo llevaba un camión, ya te puedes figurar de qué

clase de bar te hablo, ella era una piltrafa de mujer, qué digo mujer, una cría, muy

poca cosa, fea a rabiar, la tenían para fregar el suelo, la ropa, y poca cosa más, me la

llevé de allí por pena y cómo me lo pagó, engañándome con el primero que pasaba,

así que la eché a la calle. A los pocos días un desgraciado le dio una paliza y casi la

mata. ¿Y quién la sacó del hospital? Pues mi menda, los médicos me dijeron que

estaba preñada de tres meses y que era un milagro que la criatura hubiera sobrevivido.

Elsa es una superviviente pero también es una caprichosa, así que mejor será que

prepares la cartera.

-¿Qué caprichos puede tener? ¡Si siempre lleva la misma ropa y trabaja en una

peluquería! –repuse.

El hombre volvió a reír, los ojos se le hicieron aún más pequeños, como si se

estuviera riendo de un chiste que sólo él conocía.

-Un día sale con que quiere ser modelo, otro día actriz, otro peluquera… y tú ves

pagando que si sesiones de fotos, que si mandangas, pero mientras cumpla, yo pago

sin rechistar.

Aquello del cumplir me recordaba a señoras con rulos acostándose una o dos veces al

mes por quedar bien. Me entraron ganas de machacarlo y cerré los puños mientras él

sonreía como un mandril.

-La obligas a prostituirse –escupí –y tú te llamas padre.

-Ya te he dicho que eso no está tan claro –dijo sin dejar de sonreír –pero sea lo que

sea, yo les doy un techo, comida, la niña va a un buen colegio y si me llaman a una

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reunión acudo a hablar con las monjitas. A Elsa le doy dinero para sus caprichos y

ella hace su parte. Yo no la obligo. ¿O acaso me has visto en el cuarto con una pistola

en su sien mientras estabas con ella? Mira, por ejemplo, lo que ha hecho estos días

contigo le valdrán para pagarse unas pruebas de cine, habrá que ver si sirve para

actriz. ¿Tú dirías que sirve?

Sentí la ira henchirse en mi pecho como una ola gigante. Nunca había sentido ganas

de matar a nadie pero en aquel momento habría matado a aquella serpiente que reía

mostrando sus dientes venenosos. En mi cabeza no entraba que Elsa no hubiera estado

conmigo porque quería. En mi cabeza ella me quería a mí igual que yo a ella. Me dije

que él mentía. Que hablaba así para hacerme dudar de ella.

-¿Aún te la quieres llevar? –preguntó después de un rato, cuando la información que

me había dado había calado ya en mi mente.

-Sí –murmuré con la voz atragantada.

-Como quieras, -dijo encogiéndose de hombros -pero ya sabes que la niña se queda.

¿Y a mí qué me importa la maldita niña!, habría querido gritar, pero sabía que Elsa no

querría dejar a su hermana en manos de aquel hombre, así que volvíamos a estar en

punto muerto. Y yo no tenía ni idea de cómo meter primera sin que se me volviera a

calar el coche.

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17. JAVI

La luz de la cocina chispeó como amagando apagarse, pero el hombre no pestañeó y

siguió mirándome con aquella estúpida sonrisa en la cara. Y pensar que sólo dos pisos

más abajo estaba mi casa. Si sólo pudiera llevarme a Elsa allí y esconderla de aquel

miserable. Mi sentido común me decía que aquel plan era absurdo, que nunca iba a

poder protegerla de él. Mucho menos podía hacerme cargo de ella y de su hermana

porque no tenía nada propio y aquella era la pura verdad, así que estaba en manos de

la voluntad del hombre que tenía delante de mí. Como si me hubiera leído la mente, él

dijo:

-Mira, chaval, tal y como te veo, tú no podrías mantener ni a una mosca, así que

haremos un trato.

Mientras él hablaba, yo no hacía más que preguntarme porqué Elsa y yo no podíamos

ser como cualquier pareja, salir los domingos, ir al cine, todo eso que hacían las

parejas de nuestra edad. Y la misma respuesta me venía a la mente una y otra vez sin

descanso: porque yo no habría soportado que ella tuviera que hacer los encargos

repugnantes que su padre le encomendaba. ¿Y por qué no? ¿por orgullo de macho? ¿y

quién me había nombrado a mí salvador del mundo? ¿y no sería quizá que aquello que

estaba dispuesto a hacer por ella, no lo hacía por ella sino por mí mismo? Porque

¿acaso no son todos nuestros supuestos altruismos nada más que egoísmos

disfrazados?

-Niño, ¿me estás escuchando? –dijo el hombre chasqueando los dedos en mi cara –

parece que estés en Babia, te decía que si haces trabajillos para mí, el pago será que

mientras cumplas Elsa será tuya, sólo para ti, vivirá aquí, claro, con su familia, y tú en

tu casa, como dios manda, pero podréis subir aquí y estar juntos cuando queráis que

yo no voy a meterme, mientras no la preñes por mí hacer lo que os de la gana.

Aquel era el repugnante trato y él parecía muy satisfecho de haberlo ideado. Claro que

salía ganando ya que el pago sería en especias y no en dinero. Fuera como fuera Elsa

seguía siendo su esclava y mi plan de arrancarla de sus garras se deshinchaba por

momentos como un globo al final de una fiesta. Pero no tenía otra opción y sólo podía

acceder al trato si es que quería seguir viéndola. Rezaría porque llegara un día en que

aquel ratero de tres al cuarto cayera y entonces quizá, y sólo entonces, tendríamos el

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camino libre. Y aquella idea fue la semilla de otra. Y el corazón se me aceleró aún

más sólo de pensarlo. Si yo trabajaba para él, también podría hacer algo para que su

caída ocurriera más rápidamente, sólo tendría que ir con cuidado de no caer yo al

mismo tiempo, ni yo ni ella.

-Si estás de acuerdo, nos damos la mano ahora mismo. Pacto de caballeros. Yo

mantendré mi parte y tú la tuya.

En aquella cocina ordinaria de baldosas blancas, vasos puestos a secar en pirámide

sobre un trapo en el que había bordado en rojo el día de la semana, le di la mano a

aquel hombre y vendí mi alma al diablo. Antes de soltarme la mano, la apretó fuerte

tanto que pensé que iba a rompérmela.

-Y cuídate mucho de traicionarme –dijo con voz ronca- que esos padres tuyos se

quedarían muy tristes si les pasase algo a su hijo, y tú también si les pasase algo a

ellos, ¿o no?

-No te traicionaré, te lo juro... –busqué su nombre en mi memoria para que mi

juramente sonara genuino, pero no sabía cómo se llamaba -¿cómo debo llamarte?

-Ah, sí, claro, me llaman Genaro. Anda, veste ya -dijo y me despidió haciendo un

gesto de buey con la cabeza.

Salí de la cocina. Elsa estaba sola, de pie a pocos metros de la puerta. Al verme se

acercó hasta mí.

-¿Qué te ha dicho? –murmuró –ven, vamos.

Volvimos a la habitación donde desde paredes opuestas se miraban el Ché y Anna

Frank, un duelo al sol que jamás se produciría. Después del miedo que había pasado

en la cocina, sólo quería besarla, apretarme contra su cuerpo, perderme dentro de ella

y no salir de entre sus piernas nunca más. Pero ella quería saber todos los detalles de

mi conversación con Genaro y no me dejó tocarla hasta que se lo conté todo. Al final

pareció conformarse. Se acercó a mí y me abrazó.

-Gracias, nunca nadie había hecho nada así por mí- murmuró.

-Te quiero –dije hundiendo mi cara en su cuello –te quiero.

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No me oyó. O quizá fingió no oírme. Se separó de mí y señaló la cama:

-Dormirás aquí, ¿te parece?

-¿No te quedas conmigo?

-La cama es demasiado estrecha para dormir dos, además, este cuarto no me gusta, me

trae malos recuerdos.

-Creí que este era tu cuarto –dije extrañado.

-No, no, qué va, buenas noches, Javi –dijo abriendo la puerta -te llamaré a las cinco y

media para que bajes al quiosco, el despertador está roto.

Salió de la habitación y yo me quedé solo en aquel cuarto idéntico al mío, con Anna y

Ernesto, y me pregunté cuánto no habrían visto desde que estaban allí. También me

preguntaba muchas otras cosas. Cosas que quizá a la policía les resultaría útil saber.

Como en qué lugar de la casa guardaban la mercancía, con cuánta frecuencia hacían

entregas, quién les proporcionaba la materia prima, quiénes eran sus contactos

principales. Pero me dije que no tenía que averiguarlo todo en un día, que ya habría

tiempo para eso. Aquella noche no sólo iba a pasarla solo sino que para acabarlo de

rematar por la mañana tendría que levantarme a la misma hora de siempre así que lo

mejor sería que me pusiera a dormir. Al meterme en la cama toqué algo frío y

viscoso. Era el condón que había usado antes y que se había perdido entre las sábanas.

Lo tiré debajo de la cama, pensé que quizá habría allí alguno más pudriéndose en un

rincón, pero no quise mirar. A veces las verdades muerden como perros rabiosos.

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18. JAVI

Pasé la noche dando vueltas en aquella cama incómoda y fría, con los muelles del

colchón clavándoseme en la espalda como si fueran las púas del colchón de un faquir.

Por muchos golpes que le di, la almohada siguió más dura que la cara de un político

así que me costó dormirme a pesar de que estaba agotado. Cuando caí, soñé con

gánsteres y persecuciones policiales; con el padre de Elsa agitando un dedo bajo mi

cara, amenazándome con la muerte si lo traicionaba; con mi padre muerto y el Ibiza

hecho un amasijo de hierros, habían fallado los frenos, me decía un policía.

Me desperté varias veces sobresaltado y con el corazón a mil, y cada vez que abría los

ojos me encontraba en aquel cuarto que era como el mío pero que no lo era.

Clareaba el día cuando caí por fin en un sueño profundo del que desperté casi al

mediodía.

Creí que estaba soñando un sueño dentro de otro, cuando Elsa entró en el cuarto y se

metió en la cama a mi lado, llevaba un camisón fino, de tirantes, y se acurrucó junto a

mí como un gato en busca de calor. Sin hablar, empezó a besarme, primero la mano

libre de escayola, luego el cuello, la cara y antes de que pudiera decirle nada, su

lengua se hundió en mi boca como si no le importara el aliento pútrido del despertar.

Su boca descendió sobre la piel de mi pecho y mientras su cuerpo se movía sobre mí,

me preguntaba si aquello no sería otro juego que acabaría en frustración; no tenía ni

idea de hasta dónde estaría dispuesta a llegar, así que cuando su boca acogió en ella

toda mi plenitud mañanera, estuve a punto de gritar a pleno pulmón un sí ebrio de

victoria. Mi pelvis siguió el rítmico succionar de su boca, muy lento al principio,

luego más rápido y entonces fue cuando clavé mi mano izquierda en su nuca. Ella

negó con la cabeza y puso su mano sobre la mía, así que cedí un poco; en el último

momento, aún temí que dejara que me derramara solo y ridículo sobre las sábanas

frías, pero no lo hizo sino que dejó que fluyera en su boca y luego (juraría) su

garganta se retrajo como si tragara.

Temblando, me dejé caer en la cama. Ni en mis mejores sueños había sentido un

placer como aquel. Las chicas con las que había salido nunca habrían hecho nada

parecido. Ester, mi novia del instituto con la que salí cinco años, me habría mirado

horrorizada si tan sólo lo hubiera insinuado. Marisa, con quién había salido hasta

hacía poco, se ponía a llorar cada vez que lo hacíamos. Decía sentirse muy lejos de

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mí. Que era como si fuéramos dos extraños encerrados en un ascensor follando

desesperadamente por última vez antes de morir por falta de oxígeno. Por más que

traté de explicarle que aquello era imposible porque los ascensores no eran

herméticos, ella no quería escucharme. Se volvía hacía mí y me gritaba: “Es una

metáfora, idiota, una ME-TÁ-FO-RA!”. Si entonces yo intentaba explicarle que

aquello no era una metáfora sino más bien una comparación, aún se enfadaba más, Es

que no te enteras de nada, tío, gruñía mientras se vestía. Luego pasaban días antes de

que quisiera volver a verme. Supongo que por eso me dejó, porque no me enteraba de

nada, porque no sabía cómo acceder a esa capa psicológica adicional que ella decía

poseer y que la diferenciaba de mí y de todos los hombres. Yo siempre creí que si me

hubiera explicado lo que esperaba de mí en realidad, lo habría entendido.

Para evitar que algo así pasara con Elsa y para que supiera que estaba dispuesto a

buscar y a encontrar todas las capas que formaban su psique con el ahínco de un

explorador en busca de una mina de esmeraldas, la insté a que se echara en la cama.

-Es inútil, no puedo.

-¿Por qué? Explícamelo, quiero saber lo que te pasa, quiero saberlo todo de ti.

-No siento nada. Es como si estuviera muerta.

La abracé y ella empezó a hablar:

-Siempre miraba esa fotografía –dijo señalando el póster del Ché – ¿sabes quién fue?

-Un revolucionario cubano –dije.

-No era cubano, nació en Argentina –dijo ella- fue un héroe. Yo siempre miraba la

fotografía y rezaba porque algún día un héroe me llevara. Y ahora estás tú, por fin.

Como en los cómics de superhéroes: Superman salva a Louis Lane. Pero yo no era

ningún superhéroe, ni tampoco era la reencarnación del Ché Guevara, así que ¿cómo

iba yo a sacarla de allí? Era la pregunta que me estaba haciendo desde que entré en

aquella casa. Quería decirle que sólo ella podía salvarse a si misma. Marcharse y

empezar otra vida. Trabajar para salir adelante. Podría denunciar a su padre, hacer que

le quitaran a la niña y antes de darme cuenta, ya estaba exponiendo aquel plan a Elsa.

Ella me tapó la boca con la mano.

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-Calla, nos mataría –susurró en mi oído –ni siquiera lo pienses.

-No podría si estuviera en la cárcel.

-No trabaja solo, no lo entiendes, es parte de un clan.

-¿Un clan? ¿qué clan?

El único clan del que yo había oído hablar era el Ku Klux Klan pero ese nos quedaba

bastante lejos.

-Se hacen llamar los rusos –siguió susurrando en mi oído –son muy peligrosos.

-¿Me estás diciendo que hay una mafia rusa, aquí, en Barcelona?

-Sí, pero no es que ellos sean rusos, es sólo el nombre. Júrame que no harás nada de lo

que acabas de decirme. Si me mata a mí me da igual, pero mi hermana es inocente.

-Elsa, piénsalo, ¿cuánto tiempo falta para que tu hermana corra tu misma suerte?

-¡No, no, ella, no! –se echó a llorar y escondió la cara entre las manos.

-¡Mírame! ¡Joder, Elsa, mírame!

Separé sus manos a la fuerza, la obligué a que me mirara a la cara, tenía los ojos

llenos de lágrimas y el pelo revuelto, los tirantes del camisón caídos sobre los

hombros. Sentí una profunda compasión -¿o era amor, o son lo mismo?- por ella, le

coloqué los tirantes en el sitio suavemente y le hablé despacio como se le habla a los

niños.

-Elsa, no quiero que te engañes, ¿cuántos años tiene tu hermana? ¿diez, once? ¿y tú

cuántos años tenías la primera vez?

-No recuerdo la primera vez. Mejor así, ¿no crees? –dijo con una voz fría que me

impresionó (quizá sí era cierto que la capa adicional existía después de todo).

-Sólo quiero pensar que no habrá otras veces– murmuró.

-No las habrá, te lo juro –dije y la abracé.

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En las últimas veinticuatro horas había hecho muchas promesas pero sabía que la

única que iba a cumplir era la que acababa de hacerle a Elsa aunque aquello

significara haber de trabajar para un delincuente como Genaro el resto de mi vida.

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19. JAVI

Hacia el mediodía de aquel primer día de mi nueva vida, Elsa y yo estábamos

tomando un café flojo y frío en la cocina de su casa. No había rastro de sus padres por

ningún lado y la casa estaba en completo silencio. Ella se había calmado cuando yo le

prometí no hacer nada que fuera en contra de su padre y volvía a sonreír. Me contó

que aquel día trabajaría por la tarde, hasta las nueve de la noche, que María no quería

darle un horario fijo en la peluquería, lo cual resultaba frustrante porque casi nunca

podía ir a la agencia donde trabajaba de maniquí; que le encantaba posar para las

fotografías, ponerse ropa cara, maquillarse, peinarse para los pases. Hablaba y

hablaba y yo desconecté y me dediqué a absorber la expresión cambiante de su rostro

y los gestos de sus manos. En mi delirio me dije que habría pasado el resto de mi vida

mirándola.

En la puerta del piso, al despedirnos, le pregunté si podía subir aquella noche a verla.

Ella arrugó la nariz y dijo que saldría muy cansada de la peluquería, que mejor

quedábamos para el día siguiente. Por no querer parecer ansioso, no insistí y acepté

tácitamente que fuera ella quién marcara los tempos. Quizá estés pensando que mi

pecado original fue ser un tonto de remate. Y seguramente sea verdad. Me dirás que

me dejé manipular a cambio de sexo; imagino que no me creerás si te digo que no es

cierto; y no me creerás si te digo que, igual que a uno que cae en las garras de una

secta no le pasan por alto las estrategias utilizadas para captarlo, tampoco me pasaron

desapercibidas las incongruencias en la historia de Elsa y de su familia; e igual que la

víctima de una secta obvia las señales porque tiene una necesidad imperiosa que la

secta ha prometido saciar, así yo, cegado por la promesa del paraíso que Elsa

representaba para mí, puse por encima de todo mi necesidad de conectar con otro ser

humano. Sí, no te rías –porque ¿qué es lo que nos mueve hacia los demás sino la

necesidad de experimentar que no estamos completamente solos en el universo? Es

muy probable que nunca logre convencer a nadie de lo que digo, y es posible que los

que me culpan sigan creyendo que todo lo hice por sexo. En fin, supongo que es

presuntuoso esperar que los demás nos crean sólo porque nosotros insistimos en que

lo que decimos es la verdad cuando la evidencia de lo contrario es tan contundente

como lo es en mi caso.

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En la calle todo seguía en el mismo sitio: el quiosco de mi padre, la hilera de motos

alineadas como peones a lo largo de la acera, el bar del Alex y la musiquilla de las

tragaperras escapando cada vez que alguien abría la puerta, la cruz de la farmacia de

la esquina brillando sobre la fachada de nuestro bloque. Sentí una sensación familiar

al pensar que mi mundo interior había dado un giro espectacular mientras el mundo

exterior no se había movido, digo familiar porque era la misma sensación que había

sentido en el pasado cada vez que alguien desaparecía de mi vida, yo quedaba roto

por dentro, incapaz de dar un paso, mientras el mundo seguía girando.

Mi padre estaba distraído hablando con una clienta y no me vio salir del portal. Me

acerqué con miedo a ser el blanco de sus reproches y de sus preguntas -más lo

segundo que lo primero-, pero me recibió con una sonrisa aliviada y no me preguntó

nada. Ahora, después de tanto tiempo, estoy seguro de que se aguantó las ganas de

revolverme el cabello y de darme un abrazo, estoy seguro de que pasó aquella noche

sin pegar ojo y mordiéndose las uñas.

-Siento que discutiéramos ayer.

-Y yo.

-Son cosas que pasan –dijo y yo sabía que se refería a lo de mi madre.

-Ya lo sé –y tanto que lo sé, pensé.

-Bueno, pues aprovechando que ya estás aquí, subiré a hacer de comer. ¿Cerrarás el

quiosco?

-Sí, claro.

Mi padre subió a casa y yo me metí tras el pequeño mostrador. No le quitaba ojo al

portal por si veía aparecer a Elsa o a Genaro o a su madre. Vendí algunos diarios,

hablé sobre el tiempo durante un rato con Silvio, el vendedor de cupones de los

ciegos, y cuando estaba a punto de cerrar, vi a Genaro girar la esquina. El corazón

saltó en mi pecho al ver que se dirigía hacia mí.

-Niño, el diario –gruñó cuando llegó frente al quiosco.

-¿Cuál? –pregunté en voz baja señalando las pilas de diarios en el suelo a sus pies.

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-El Deportivo.

Le di el periódico y él se sacó un monedero de cuero del bolsillo.

-Son cien –dije y tragué saliva en un gesto reflejo.

Me pagó y clavó sus ojos de rata en los míos como si me quisiera transmitir un

mensaje telepático, luego se metió la mano en la americana y deslizó un paquete sobre

la pila de periódicos. Ahí estaba mi siguiente encargo, me dije. Genaro se dio la

vuelta. Era bajo pero fornido, seguramente era físicamente más fuerte de lo que

parecía, quizá era hasta más fuerte que yo. Llevaba parches de cuero en los codos de

la americana como los contables y ya no se tambaleaba como la primera vez que lo vi.

Aquella primera vez empezaba a deslizarse ya en el fondo de mi memoria como si la

hubiera imaginado.

Cuando Genaro desapareció, cogí el paquete y lo guardé tras el mostrador. Era igual

que el del día anterior, de 20x20, embalado en papel marrón, con una dirección escrita

en el anverso. Busqué la dirección en una de las guías de la ciudad que mi padre tenía

a la venta en el quiosco. Si el día anterior había tenido que ir al centro hoy me tocaba

ir hasta Horta, en el extremo noreste de la ciudad, un barrio totalmente desconocido

para mí. Habría de coger el metro y luego el autobús. Era un trayecto largo y no me

apetecía nada hacerlo, y menos solo. Así que cuando Sonia, la hija de la peluquera,

pasó por delante del quiosco la invité a acompañarme. Fue un impulso que no

comprendí y del que habría de arrepentirme con el tiempo.

-Bueno –dijo ella e hizo una pausa, se tapó la nariz con la mano como si fuera a

estornudar, pero no lo hizo y luego siguió –nada, que han vuelto a suspender las

clases por la huelga y no tengo nada que hacer. ¿A qué hora?

-¿A las seis?

-Vale, pásate por la peluquería –dijo y se puso a hurgar en la mochila tejana que

llevaba a la espalda hasta que sacó un paquete de pañuelos de papel.

-Mejor quedamos aquí –dije.

Ella se encogió de hombros y se alejó sonándose la nariz. Se había recogido el cabello

en una cola que bailaba en el aire de un lado a otro. Yo no tenía ni idea de adónde se

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dirigía ya que caminaba en dirección contraria a su casa. Supuse que había salido a

dar un paseo, a airearse las ideas; que oír hablar de ropa, maquillaje y peinados toda el

día la aburría, y con razón.

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20. JAVI

Cuando estaba a punto de cerrar el quiosco tuve una grata sorpresa. Ante mí apareció

mi viejo amigo, Daniel Francés, al que no veía desde que dejé la universidad.

-¡Jaaaavi…! -exclamó sonriendo y alargando su puño derecho hacia mí.

Nos saludamos estilo macho, dándonos ligeros puñetazos sobre los hombros.

-¿Qué te ha pasado en el brazo, tío? –preguntó Daniel clavando en la escayola sus

ojos de miope.

Yo no quería que leyera la dedicatoria de Elsa y tuve cuidado de no mover el brazo.

Le conté la misma mentira que hasta el momento había contado a todo el mundo sin

pensar que si a alguien podía decirle la verdad era a él. Nuestra amistad venía de

lejos: habíamos ido juntos a la escuela y al instituto. Nuestras madres iban juntas a la

peluquería los sábados por la tarde y nuestros padres nos llevaban al futbol. A veces

los cuatro salían juntos al cine y a cenar y nos dejaban con la misma canguro, una

chica que se pasaba la tarde mirando la televisión o hablando por teléfono con su

novio y no nos prestaba ninguna atención. Aquello fue antes de que se fuera mi madre

(en breve, antes-de) porque después-de mi padre se encerró en casa y se alejó de todo

el mundo durante años. Daniel y yo seguimos siendo amigos durante la adolescencia.

Fuimos juntos a hacernos objetores de conciencia y habíamos empezado la

universidad al mismo tiempo aunque él se dedicó a las letras y yo al dibujo. Daniel

había sido mi mejor amigo durante años.

-¿Cómo te va todo? -pregunté.

-Psá –dijo él encogiendo sus hombros agorilados – la universidad me aburre

mortalmente y sigo sin tener novia. ¿Y tú?

-Voy haciendo –dije- ¿y tus novelas?

-Una mierda. A veces creo que mi prosa se arrastra por el suelo como un gusano

ciego, no sé ni para qué me molesto en intentarlo si sé que acabaré de profesor de

literatura en cualquier instituto de la periferia donde cuando lea poesía en voz alta en

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clase, los alumnos seguramente se tirarán pedos y me amargarán la vida hasta que me

jubile.

-Uf. Qué pesimista te veo.

-Tiempo al tiempo.

Desde siempre Daniel quería ser novelista. Primero se dedicó ciencia ficción y luego

se pasó a la novela negra. Hasta llegamos a escribir un cómic juntos. Era un escritor

sensible y esforzado, en cambio yo era errático y perezoso.

-Pero no he venido a llorar sobre tu hombro sino a traerte esto.

Me dio un paquete envuelto en papel de regalo (seguramente del que habría sobrado

en su casa después de las navidades teniendo en cuenta el diseño de estrellas y siluetas

de los reyes magos).

-No tenías que haberte molestado –dije.

-No todos los días se cumplen veinte años, tío, que aún me acuerdo de tu cumpleaños

–dijo sonriendo –ábrelo, que no muerde.

Era un compendio de cómics de la primera mitad de siglo, le habría costado una

fortuna.

-Muchas gracias, Daniel -dije impresionado.

-Bah –dijo encogiéndose de hombros –te llamé ayer pero tu padre me dijo que habías

salido, oye ¿cómo andas de novias?

Sentí un momento de breve pánico. Daniel era el candidato número uno al que yo

acudiría si me enfadaba con mi padre y tenía que pasar la noche en casa de un amigo.

Pero mi padre no me había preguntado nada sobre Daniel ni sobre sus padres. Pero

qué cojones, pensé de repente sacudiéndome de encima la culpa, yo ya tenía veinte

años y no tenía que andar explicando dónde andaba como si aún fuera un crío de

catorce años.

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-¿Y esa cara? Te has puesto blanco.

-Nada, nada, oye, que muchas gracias -dije señalando el libro -es una pasada.

-De nada, ¿quieres que salgamos esta noche a tomar algo y me cuentas? Podemos

salir por Almogávares.

La zona de bares. Me apetecía salir de la rutina. Calculé rápidamente. Podía estar de

vuelta a las nueve después de hacer la entrega, Elsa había dicho que prefería que no

nos viéramos aquella noche así que podía salir con Daniel hasta la hora que quisiera.

Un buen plan. Así que quedamos en encontrarnos a las 10 y Daniel se alejó calle

abajo llevándose consigo su sonrisa afable, su sombra de peso pesado y sus ojos

miopes.

Volví a intentar bajar la persiana del quiosco cuando se me acercó un tipo algo

extraño. Era delgado y se movía nervioso como un yonqui, tenía los ojos pequeños y

oscuros, barba, llevaba una gorra con visera, tejanos, zapatillas deportivas sucias. Me

puse alerta por si acaso quería atracarme, sobre todo cuando se sacó algo del bolsillo,

creí que sería una navaja pero era una placa plateada. Me dijo que era policía. Sentí

gusanos en las tripas y pensé que quizá habría sido mejor si el tipo fuera un ladrón.

-¿Los conoces? –preguntó enseñándome unas fotografías de tamaño carnet de Elsa y

de Genaro.

-De vista, son vecinos nuevos –intenté que no me temblara la voz aunque me costó lo

mío -¿por qué?

-Ha habido una denuncia, ¿sabes lo que se dice de ellos en el barrio? –siguió él

sacando una libretita de espiral del bolsillo y un lápiz de la oreja como si fuera un

albañil.

-Que están separados. ¿Qué tipo de denuncia?

-¿Quién, estos dos están separados? –levantó las cejas y señaló las fotografías.

-No, él es su padre –dije señalando primero a Genaro y luego a Elsa extrañado de que

alguien pudiera creer que los dos eran pareja- los padres están separados, la madre…

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-¿Hay otra mujer?

Asentí en silencio. Pensé que era extraño que la policía no supiera de la madre de Elsa

y temí haber hablado demasiado.

-Umm –murmuró el tipo sin dejar de escribir –¿y qué más dicen?

Entonces le di una buena dosis de chismorreo. Supuse que si le decía lo mismo que

seguramente le dirían en el bar, no sospecharía de mí.

-Que él es borracho, que les da mala vida, que han salido huyendo de él pero que él

las encuentra siempre. Que la madre recibe visitas.

-¿Visitas?

-Visitas de hombres –dije en voz baja, como si en lugar de hombres hubiera dicho

cucarachas.

El policía escribía sus notas rápidamente en su bloc. Era zurdo y yo recordé que había

leído en algún fascículo de Freud para todos, sobre la dicotomía de los dos

hemisferios del cerebro y que las personas zurdas eran artísticas y sensibles porque se

regían por el hemisferio derecho, en cambio los diestros eran más lógicos y

calculadores. En cambio, ahí estaba la excepción que confirma la regla, un policía

zurdo y un dibujante de cómics diestro.

-Gracias, chaval -dijo y antes de marcharse me dio una palmada en el brazo izquierdo

-¿qué te ha pasado en la mano?

-Nada... -murmuré -me caí.

-Vaya. Bueno, gracias por la ayuda.

Yo no quería serle de ayuda a la policía, me dije cuando el tipo se metió en el bar del

Alex. Si le había sido de ayuda sólo podía ser porque había largado demasiado. No

me paré a pensar en lo que significaba que la policía estuviera detrás de la familia de

Elsa. Sólo pensé que quizá por hablar los había metido en un lío. Eché la persiana

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rápidamente y me subí a casa. Necesitaba ir al baño con urgencia, luego me daría una

ducha para quitarme el olor a sudor, a miedo y el dolor de cabeza.

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21. JAVI

Sonia pasó a buscarme a la hora acordada. Mientras yo sacaba el paquete del fondo

del zapatero donde lo había metido corriendo cuando subí a casa al mediodía, me

decía que resultaba grotesco que una chica me pasara a recoger para ir a hacer una

entrega de un paquete misterioso. Lo normal era que si una chica te pasaba a buscar

fuera para salir, pero yo no me veía saliendo con Sonia. Sería como salir con una

prima (aunque no podía decir cómo era salir con una prima ya que no tenía ninguna),

pero Sonia y yo, no, ni hablar, jolín, si de pequeños habíamos jugado juntos en el

parque.

Metí el paquete en una mochila, me la eché al hombro y bajé a la calle. Miré a mi

alrededor con aprensión por si acaso el policía sueltatripas rondaba por allí. Pero no

había nadie más que Sonia en el portal, enfundada en su anorak negro y con el

pañuelo de papel en la mano esperando a que llegara el siguiente estornudo.

Mi padre estiró el cuello desde el quiosco cuando nos vio. Me acerqué a él y le dije

que iba a acompañarla a un recado. Él me guiñó un ojo y dijo en voz alta que no había

muchas como ella. Sonia frunció el ceño. Que era guapa y lista era evidente, pero que

no hubiera muchas que, como ella, reunieran las dos cualidades era una apreciación

machista y los dos lo sabíamos. Le dije, algo avergonzado, que no le hiciera caso a mi

padre, que era un antiguo, y nos encaminamos hacia el metro.

Viajamos hasta el final de la línea azul. Salimos a un paisaje de casas bajas, calles

empinadas y el verde oscuro de Collserola a lo lejos. Mientras Sonia me esperaba en

una esquina abrazándose el cuerpo con los brazos porque se había ido ya el sol y se

había levantado un viento helado, yo hice la entrega. Esta vez fue más fácil que el día

anterior, la experiencia resultó, si acaso, menos apabullante (quizá porque las calles

de Horta estaban desiertas en comparación con el centro de Barcelona y el tipo que

recogió el paquete salió de la nada como una sombra, me arrancó el paquete de la

mano y se volvió a perder por donde había venido sin decir palabra).

En el camino de vuelta yo casi esperaba que Sonia me reprochara haber sido incapaz

de mantener mi promesa, el día anterior le había dicho que no volvería a entregar

ningún paquete y en menos de veinticuatro horas ya lo había vuelto a hacer, pero ella

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no sacó el tema a relucir. Supuse que intuía que algo imperioso me impelía a hacerlo

–y cruzaba los dedos porque imaginara que era sólo un chantaje o una amenaza contra

mí o mi familia, y no lo que en realidad era: lujuria pura y dura, tan dura como me

ponía yo cuando pensaba en Elsa.

Cuando entró un yonqui en el vagón del metro, apreté la mochila contra mí por reflejo

aunque la llevaba vacía. El yonqui echó el acostumbrado discurso del más triste es

robar. Luego pasó una mano descarnada por debajo de nuestras narices. Yo lo ignoré

pero Sonia le deslizó unas monedas. El tipo casi sonrió y murmuró gracias. Sonia se

había sacado las monedas del bolsillo en un gesto rápido nada más verlo entrar. Me

dije que debía llevarlas preparadas en el bolsillo y empecé a pensar que ella era un

ángel o algo así, y que me acompañaba para protegerme o para hacerme entender algo

que yo solo sería incapaz de comprender (como en una película en blanco y negro que

echan siempre por Navidad en la que al prota se le aparece un ángel y le hace ver que

su vida tiene sentido). Me dije que sin duda los acontecimientos de los últimos días

me habían dejado tonto perdido y que por eso desvariaba. Y me dije que si dudaba de

mi raciocinio, me volviera a ella y se lo preguntara directamente. Con el rugido del

metro, no me oiría nadie más. Umm, una cosa, Sonia, ¿por casualidad no serás un

ángel? Y ella entonces me miraría como si me hubiera vuelto loco y me diría que me

dejara de chorradas. Pero, ¿y si me decía que sí lo era? ¿La creería yo entonces?

Como para cerciorarme, la miré de reojo: sentada en el asiento del metro junto a mí

con la mirada perdida entre los zapatos de la chica sentada en el banco de enfrente, la

boca roja ligeramente abierta, el cabello negro, espeso y suelto y un lustre en el rostro

en el que no me había fijado hasta aquel momento, sí, me pareció un ángel. En

realidad Sonia era una preciosidad. No tenía aquella cosa salvajemente sexy de Elsa

que me volvía loco pero… oh, y se había maquillado. Sí, la evidencia estaba ahí,

sobre sus párpados, aquel polvillo marrón brillante. Bueno, ¿y qué? Era algo normal

en una chica de…

-Sonia, ¿cuántos años tienes? –pregunté de repente.

-Diecisiete –dijo.

-¿Sólo? –mi voz sonó alarmada, quizá, no lo sé –pareces mayor.

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-Sí, me lo dicen a menudo –dijo y encogiéndose de hombros dejó morir el tema.

Y yo ni siquiera había caído en la cuenta de que podía estar arrastrando a una menor a

quién sabe qué turbios asuntos. Me dije que era la última vez que la dejaba

acompañarme – mejor dicho, que le pedía que me acompañara.

-Cumpliré los dieciocho en mayo –añadió de repente como si me hubiera leído el

pensamiento.

¿Y Elsa? Nunca le había preguntado su edad. Había supuesto (como había supuesto

con Sonia) que sería de mi edad, pero a la vista estaba que tenía mal ojo para calcular

la edad de la gente.

-Oye, Javi –me dijo cuando llegamos a casa -¿sabes lo que hay en los paquetes?

Negué con la cabeza. Miré furtivamente a los lados para ver si alguien nos estaba

espiando pero la calle estaba desierta. Eran casi las nueve y estábamos cerca de la

peluquería de su madre que había echado la persiana hacía horas.

-Sonia, olvídate de todo esto, ¿vale? –casi supliqué.

-¿Por qué no abres uno a ver qué hay dentro? –siguió ella.

-No puedo.

-Pero…

-Sin peros –la interrumpí en tono cortante -no puedo, y tampoco creo que sea buena

idea que te vean conmigo, mira, vete a casa y olvídalo todo.

Me miró con tristeza y entonces estornudó varias veces, y eso que no lo había hecho

en toda la tarde. Sin decir nada se dio media vuelta y se alejó de mí. Se me partió el

alma verla marchar así, pero era lo mejor para ella, me dije mientras me dirigía a mi

casa.

Sin embargo, la semilla que sus palabras dejaron caer en mi psique se hundió y se

hundió y germinó rápidamente como una habichuela mágica y cuando llegaba a mi

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casa estaba convencido de que ella tenía razón y me dije que era necesario averiguar

qué había dentro de los dichosos paquetes y también averiguar, ya de paso, en qué

tipo de mensajero me había convertido.

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22. JAVI

Sonia siempre iba con él y de un día para otro nació la rutina, la rutina de encontrarse

a las seis, de patearse juntos la ciudad, de estudiar mapas, de comprarse a medias

tarjetas de metro. Era como si al colgarse la mochila al hombro, se la colgara a ella

también, como si ella fuera una pata de conejo o él un actor supersticioso al que se le

desea mucha mierda en francés y partirse una pierna en inglés. A él le gustaba la

manera en que, sin hablar, se seguían los movimientos, cómo dos mimos blancos

sobre un escenario negro haciéndose de espejo; como esperaban hasta el último

segundo antes de levantarse del asiento del metro para deslizarse como linces por

entre las puertas del vagón que empezaban ya a cerrarse mientras la señal acústica

sonaba con desespero, y entonces en el andén, carcajadas nerviosas porque la puerta

al cerrarse había pillado las cinchas de la mochila y él había tenido que dar un estirón

para liberarlas, o habían estado a punto de separarse, uno quedándose atrás en el

vagón, el otro habiendo saltado ya al andén (habían acordado que si alguna vez se

separaban, el que se hubiera quedado en el vagón en marcha daría la vuelta mientras

que el otro esperaría sin moverse de la estación). A él le gustaba caminar con ella por

los túneles, sentirse a salvo de la ciudad que rugía por encima de sus cabezas; le

gustaba como ella se agachaba junto a los músicos, el cabello negro casi barriendo el

suelo, y les daba toda su atención como si fuera un regalo mientras duraba la canción;

pensaba que cuando por fin le quitaran el yeso, haría dibujos de ella y se los regalaría;

él había empezado a llevar también monedas en el bolsillo para cuando se encontraran

con mendigos y la primera vez que dio una limosna se puso rojo porque ella le sonrió

y le dio un beso en la mejilla; y sobre todo le gustaba oírla hablar, escuchar sus teorías

sobre la evolución de las especies, sobre la protección de animales en peligro de

extinción, y como en lugar de estudiar veterinaria, quizá debiera estudiar biología, si

no fuera por las mates, y cuando acabara la carrera podría trabajar con Greenpeace o

con Adena, pero primero tenía que aprobar las mates y la selectividad, claro.

Una tarde fueron a Gracia. Se bajaron en Fontana y en cuanto salieron a la calle se

perdieron. Hicieron y deshicieron el camino varias veces y al final se sentaron en un

banco en una plazuela cuadrada de adoquines despegados que se levantaban al

pisarlos y manchaban las perneras con salpicones de lluvia vieja; ella se guardó el

pañuelo en el bolsillo y sacó un mapa arrugado y se puso a darle vueltas. Discutieron

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sobre el mapa como personas civilizadas y sin levantar la voz, hasta que un silbido

desde un balcón les hizo volver la vista al cielo, entonces ella devolvió el mapa al

bolsillo y él dejó el paquete contra una puerta. Otro día fueron hasta el barrio de les

Corts y caminaron por los aledaños del estadio de fútbol del primer equipo de la

ciudad entre prostitutas y viejos verdes de ojos rojos que escupían a cada paso que

daban. Otra vez subieron por la montaña de Montjuïc desde el Poble Sec, casi era de

noche y en las oscuridad cada crujido proveniente de los árboles les hacía volverse y

tropezar el uno contra el otro como en las películas de risa.

A veces, los llamaban a silbido limpio desde lo alto, otras con un ligero ssh-ssh desde

una esquina. Pero el elefante en la habitación seguía siendo el contenido de los

paquetes, siempre de 20x20, densos y pesados, envueltos en papel de embalar marrón.

Él imaginaba que en casa de Elsa tenían un armario lleno de paquetes apilados como

ladrillos, que iban sacándolos de uno en uno y en orden para que las columnas no se

vinieran abajo. Cada noche subía a buscar su justo pago en la habitación del Ché y de

Anna Frank donde Elsa lo esperaba con todo a punto para recompensarlo. Cada

mañana, cuando su padre se iba a almorzar al bar, Genaro aparecía por el quiosco y

deslizaba un nuevo paquete entre los periódicos. Pero él aún no se había atrevido a

abrir ninguno –quizá nunca lo haría- y Sonia no le decía nada porque no quería que él

dejara de invitarla a acompañarlo, como había pasado muy al principio, cuando él le

había dicho que se olvidara de todo, y luego ella tuvo que ir a su casa a buscarlo y

convencerlo para que la dejara volver a ir con él.

Una tarde la entrega fue en los baños de la Estación de Francia, un lugar sórdido

como los hay pocos, los dos lo pensaron pero ninguno lo expresó en voz alta. Sonia lo

esperó sentada en el vestíbulo vacío, nerviosa, como si intuyera que había de ocurrir

algo.

-¿Qué te ha pasado? –preguntó con un hilo de voz al verlo llegar a su lado blanco

como un muerto.

-Nada –murmuró él –vámonos, rápido.

Salieron de la estación casi corriendo y se metieron en la Ciudadela, aún quedaba algo

de sol, y no hacía frío pero él temblaba violentamente. De todas partes salían

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corredores y ciclistas y cada vez que uno los adelantaba, él se sobresaltaba. Sonia lo

arrastró hasta un banco en un rincón medio escondido entre matorrales.

-Eran dos, estaban muy nerviosos y llevaban un bate de béisbol –empezó él

mostrándole el yeso sobre su mano derecha, resquebrajado y manchado de sangre- el

paquete no debía ser lo que esperaban, supongo, no sé, me han dado un buen golpe,

pero lo he parado con el brazo, iban tan ciegos que ni han visto el yeso, me he vuelto

y les he dado con todas mis fuerzas. Los he dejado tirados en el suelo… no sé cómo…

-Javi, esto se tiene que acabar –lo cortó ella.

-Sí, hoy es la última vez que… –dijo él pero le sobrevino otro temblor y ella no

entendió lo que él dijo a continuación.

Ella lo abrazó hasta que se le pasó el temblor. Entonces se dieron la mano y salieron

del parque. Caminaron hasta su casa atravesando las calles rotas y solitarias del barrio

de la plata, él diciéndose que no volvería a subir a ver a Elsa, ella sintiendo como el

calor de la mano de él le encendía el alma.

Y el resonar de sus pasos era lo único que se oía en la calle.

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23. JAVI

Aquella misma noche, después de dejar a Sonia, subí a casa de Elsa. No podía

presentarme en mi casa de aquella guisa. Aún tenía el corazón en la garganta, me

dolían los hombros y los brazos, aún sentía el peso del bate en la mano izquierda y en

los oídos el crujir de huesos de los dos que me atacaron. Pero al menos había dejado

de temblar.

Elsa entreabrió la puerta, me cogió del brazo, estiró de mí y cuando estuvimos dentro

del piso pasó el cerrojo con gesto rápido.

-¿Qué coño ha pasado? –preguntó acribillándome con la mirada.

-Pues que me han atacado con un bate de hierro –anuncié con la voz más fría que

logré articular.

Le enseñé el yeso resquebrajado, su dedicatoria partida en dos (que ella miró

indiferente) y de repente me pareció que habían pasado años desde la noche en que

me partí la muñeca dándole un puñetazo a los buzones por no dárselo a su padre, la

noche en que empezó todo, hacía ya casi un mes.

-Desgraciado, ¿sabes lo que has hecho? –alzó la voz y me cogió por las solapas del

abrigo- ¡Tú estás loco, no sabes quiénes eran esos dos!

De un manotazo me solté, estaba tan nervioso que sin pensarlo la acorralé contra la

puerta y le escupí en la cara:

-¡Y cómo iba a saberlo, eh, ¿acaso me explicáis lo que pasa? ¡Ni siquiera sé qué coño

hay en los…

-¡Calla, por Dios, te van a oír desde la calle –ella intentó taparme la boca con la mano,

pero yo le volví a dar un manotazo.

-No me toques –dije con voz fría –no vuelvas a tocarme.

Ella se alejó unos pasos de mí, se pasó la mano por la cara y por el pelo, leí miedo en

sus ojos, no la había visto nunca antes tan asustada.

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-Son los hijos de un hombre muy peligroso –dijo en voz baja –los has mandado al

hospital y ahora estás... estamos en peligro. Ven, vamos.

Me llevó hasta el salón, de la mano, como la primera vez que me llevó ante su padre.

No sé cómo me dejé llevar, supongo que porque aún estaba bajo el influjo de la

energía que ella desprendía.

Genaro estaba sentado en una butaca en el salón, fumando y escuchando la radio con

un transistor. Podría pasar perfectamente por un abuelo cualquiera, nadie habría

imaginado que andaba metido en aquellos asuntos turbios. Al vernos levantó la vista,

apagó la radio y sus ojillos oscuros se clavaron en mí. Elsa se sentó en el sofá y me

indicó que me sentara junto a ella.

-No –dije sin moverme del umbral mientras intentaba encontrar las palabras que

necesitaba para acabar con aquello.

-Mira, chaval –empezó Genaro –tienes que saber que estás en peligro y que nos has

puesto en peligro a nosotros también.

-No me eches la culpa –dije.

-Los has dejado medio muertos –siguió Genaro ahora sin mirarme mientras abría el

transistor con un pequeño destornillador –y su padre no se va a quedar con los brazos

cruzados.

-No me conocen de nada y cuando despierten no recordarán nada –dije con voz firme

aunque la duda empezaba a hacer mella en mí.

-Ha habido un error de comunicación, esperaban otro tipo de entrega, se han puesto

nerviosos…

-¿Un error de comunicación?... Un error de comunicación que podía haberme costado

muy caro. ¿Y tú qué tienes que decir a todo esto? –pregunté mirando a Elsa

directamente.

-No sé qué quieres que te diga –dijo ella – ¿quieres que te diga que lo siento?

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-Para empezar.

-Lo siento, Javi, pero eso no arregla nada.

La miré como si fuera la primera vez que la veía, ante mí los mismos ojos de azul

pálido, el mismo corte de pelo estilo chico, la misma boca que me volvía loco, y sabía

que estaba a punto de perderla para siempre cuando dije:

-Lo dejo, no voy a llevar más paquetes, se acabó.

-Es el peor momento –dijo Genaro mientras dejaba caer algunas piezas diminutas del

transistor sobre la mesilla del café –ahora no te puedes marchar, estás en peligro.

-¡Y supongo que vosotros me vais a proteger, no me hagas reír!

Me di la vuelta para marcharme y entonces Elsa dijo con voz gélida:

-No querrás que le pase nada a Sonia.

Oír el nombre de Sonia fue como invocar su presencia: sus ojos oscuros, su nariz roja

y su cabello negro, su sinceridad, su inocencia y su generosidad. Me volví.

-Como os acerquéis a Sonia os mato –dije muy lentamente, como si la lentitud del

mensaje fuera prueba de mi sinceridad.

Genaro, que había destripado por completo el transistor y removía las piezas sobre la

mesa como si buscara algo entre ellas, rió por lo bajo y a mí me entraron ganas de

aplastarle la cara contra la mesa.

-Por nosotros no te tienes que preocupar –dijo –sino por ellos, ya te lo he dicho.

-No saben quién soy, ni donde vivo, ni saben quién es Sonia.

-No seas ingenuo, chaval –dijo él –si quieren esta misma noche se presentan en tu

casa y os matan a ti y a tu padre y le meten fuego a la casa, y luego van a casa de ella

y la matan a ella y a su madre y mañana la policía dirá que fueron dos accidentes sin

ninguna relación entre ellos.

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El gusano del miedo se desperezó en mi interior pero antes de dejarle que se abriera

camino en mis tripas, me dije que todo era una estratagema para retenerme y forzarme

a seguir trapicheando para ellos, yo les resultaba útil y no querían perderme.

-Dejadme en paz –grité y entonces sí, entonces eché a andar hasta la puerta.

Elsa me llamó varias veces pero yo no tenía intención de dejarme engatusar y me

marché. Me prometí que no volvería pisar aquella casa y que si a Genaro se le ocurría

volver a dejar un paquete en el quiosco llamaría a la policía.

Bajé a la calle a que me diera el aire. Sin moverme del portal, dejé que el frío húmedo

de la noche de febrero me despejara las ideas. Eran casi las diez de la noche y mi

padre estaría esperándome para cenar. Mi padre creía que pasaba las tardes con Sonia

y estaba contento. De hecho, era cierto que pasaba mucho tiempo con ella y también

era cierto que el recuerdo de Sonia me había dado fuerzas para marcharme de casa de

Elsa. Sonia lo estaba cambiando todo para mí. Cuando fui consciente al cien por cien

de lo que significaba aquello, me quedé paralizado en el sitio; por una parte feliz

porque acababa de darme cuenta de que ella me importaba y por otra, asustado por si

era verdad que ella estaba en peligro. Así que no me quedaba otra que protegerla.

Eché a andar hacia su casa, quería comprobar que todo estaba en orden.

Al doblar la esquina una mano fuerte como el acero me asió del brazo. Antes de

volverme, llené de aire los pulmones y mi corazón empezó a bombear con fuerza. Me

juré a mí mismo que fuera quién fuera no iba a encontrar en mí a un enemigo fácil de

abatir.

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24. JAVI

La calle estaba tan desierta como cuando dos vaqueros enemigos desenfundan sus

pistolas en un espagueti western. No pasaba ni un miserable coche y la luz del

semáforo se había encendido de repente y cambiaba de color al ritmo de los latidos de

mi corazón como si se hubiera vuelto loca.

Con gesto rápido me deshice de la garra que me atenazaba y a punto estuve de

volverme con la misma rabia que había empleado aquella tarde cuando dos tipos me

habían atacado con un bate de metal en la estación de tren. Sin embargo, esta vez me

detuve al ver brillar una chapa plateada bajo mis narices.

-Tranquilo, chaval, soy policía –dijo una voz ronca a mi espalda.

Me volví y vi ante mí al mismo policía que hacía algunas semanas había estado

husmeando por el barrio. Respiré hondo y relajé la musculatura. Al menos ahora sabía

que mi vida no iba a acabar en aquel mismo momento. Aún me quedaba la esperanza

de contarle aquella loca historia a mis nietos algún día. Busqué las palabras para

disculparme ante el policía, hacerle creer que mi reacción había sido refleja, pero no

me salió nada.

-¿Estás bien, chico? Pareces un poco desbordado –dijo el hombre sacando un pitillo

de una cajetilla -¿quieres?

-No, gracias –murmuré –lo siento es que…

A la luz tenue de la solitaria farola que alumbraba la calle los ojos pequeños y oscuros

del policía me miraban con curiosidad; con su barba espesa, cabello largo, brazos

delgados pero nervudos y fuertes y la manera que tenía de moverse como si tuviera

hormigas recorriéndole la espalda se me antojaba una rara mezcla entre Cristo y un

yonqui.

-No te preocupes, tu reacción es normal dadas las circunstancias –dijo aspirando el

humo del cigarrillo.

-¿Circunstancias?

-Mira, chaval, conmigo no hace falta que disimules. Hace días que te sigo los pasos.

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Tragué saliva al tiempo que se me desataban las tripas, era el efecto que aquel tipo

tenía en mí. Era verlo y soltárseme las tripas.

-No sé de qué hablas –dije intentando mantener la voz firme.

-Venga, hombre, no me hagas perder el tiempo –dijo –ven, vamos a dar una vuelta,

que tú y yo tenemos que hablar largo y tendido.

Señaló hacia un Peugeot negro aparcado cerca de allí. Me dije que ni loco me metía

en un coche con aquel tipo y no me moví. Él se acercó aún más a mí.

-No te preocupes, no te voy a violar –dijo guiñando un ojo- ¿quieres que te enseñe la

placa otra vez?

Seguí sin moverme del sitio. El hombre tiró la punta del cigarrillo al suelo, la

machacó con el tacón y suspiró.

-Créeme, chico, en ningún lugar vas a estar más seguro que en ese coche ahora

mismo. Lo sé todo, lo de las entregas, lo de tu relación con los rusos, lo de la pelea de

esta tarde. Y menuda paliza les has dado, por cierto, ¿dónde has aprendido a luchar

así? Ya quisieran muchos en la comisaría...

Ni me molesté en decirle que había estudiado diez años con un maestro de karate.

Sólo pensaba que quizá si me sacaba de encima aquel peso muerto me sentiría mejor;

sin el miedo podría pensar con más claridad, tomar mejores decisiones de las que

había tomado últimamente. Quizá la policía podría protegerme a mí, a mi padre y a

Sonia. El hombre debió ver que me estaba ablandando porque me pasó un brazo por

los hombros y tiró de mí.

-Vamos, ven –dijo.

Nos metimos en el Peugeot. No había nada dentro que delatara que era un coche de

policía, ni radio, ni walkie talkies, ni cajas de comida basura en el suelo, ni siquiera

una triste luz de flash que sacar por la ventana para poner sobre el techo del coche en

caso de urgencia. Supuse que había visto demasiadas películas americanas y que la

triste realidad de la policía de este país era distinta. Me senté en el asiento del

copiloto, el policía me indicó que me pusiera el cinturón y arrancó. Pasamos

lentamente por el cruce del semáforo que seguía cambiando de color alocadamente.

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Doblamos la esquina y pasamos por delante de la peluquería de la madre de Sonia.

Eché un vistazo rápido y me pareció que todo estaba en orden.

-No te preocupes, ella está bien –anunció el policía.

-¿Cómo lo sabes? –murmuré.

-Hace días que os hemos puesto vigilancia –dijo.

-Pero ella es inocente, no tiene nada que ver con...

-Ya lo sé. Tú te metiste en esto por la otra porque se debe dar un arte con la lengua

que ni te cuento… bueno, tú lo sabrás mejor… mira, abreviando, son una familia de

traficantes y ella es el cerebro, sí, sí, no me mires con esa cara, el padre hace todo lo

que ella le manda ¿y quién no lo haría con lo persuasiva que puede llegar a ser, que te

lo digan a ti, ¿o no? Y esa mujer que se hace pasar por la madre no es tal, es una

pobre desgraciada que tienen para que les limpie y eso… Ah, y la niña pequeña es

hija de ella.

-¿De quién?

-De la chica. ¿Cómo se hace llamar? ¿Elsa?

Asentí mientras absorbía la información. Que había sido un tonto ya lo sabía pero que

hubiera sido aún más tonto como para haberme tragado la historia de que Elsa y la

niña eran hermanas, fue toda una revelación.

-Ella se quedó en estado bien joven, el padre de su hija es un capo de solera que se

encaprichó de ella y el viejo no supo o no quiso protegerla, o quizá ya le convenía, en

fin, que pasó lo que pasó, hoy día el padre de la niña está enchironado… Elsa ha

tenido que batallar mucho para salir adelante con la niña, pero siempre ha sido fiel al

negocio familiar… han estado a punto de caer varias veces pero siempre logran

desaparecer en el último momento, se esconden en casa de parientes de aquí y allá,

cambian de aspecto, etcétera –el policía hablaba en voz baja y conducía con la vista

fija en la carretera – tanto que nos ha sido muy difícil seguirles la pista, sin embargo,

a veces necesitan gente como tú para que les haga el trabajo sucio porque saben que

les vamos detrás, y al parecer ella no tiene ningún problema en usar todas sus artes.

-Si ya lo sabes todo de ellos, ¿a qué esperas para arrestarlos? –dije.

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-No es tan fácil –siguió él- ahora mismo todas las pruebas te implican a ti, bueno, a ti

y a tu amiga, la chica de la peluquería.

-¡Ya te he dicho que ella no tiene nada que ver!

-Sí, sí, eso ya lo sé, no hace falta que me grites. Pero las pruebas son las pruebas, yo

no puedo cambiar eso.

-Pero algo habrá que se pueda hacer.

El hombre me miró de reojo y de repente comprendí.

-¿Qué quieres de mí?

-Tu ayuda. Con tu ayuda puedo hacerles caer.

-Tú estás mal de la cabeza –murmuré hundiéndome en el asiento.

Después de haber trabajado para unos mafiosos, no me veía trabajando para la policía.

Sólo quería volver a mi vida y vivirla sin miedo, salir con mis pocos amigos, llamar a

Daniel, disculparme por haberlo dejado plantado la última vez que quedamos; pedirle

a Sonia que saliera conmigo, llevarla a la boda de mi madre a quién ya ni siquiera

odiaba, es más, habría dado lo que fuera por poder enterrar la cabeza en su regazo y

despertar al día siguiente libre de culpas y de aquel miedo que me atenazaba la

garganta.

-Mira, si colaboras con nosotros –siguió el policía- tú y tu chica quedaréis libres, le

diremos al juez que os amenazaron para que hicierais las entregas, etcétera.

-¿Y si me niego? –me atreví a preguntar.

El policía se echó a reír como si todo fuera una broma, como si estuviéramos en un

programa de televisión con cámara oculta. Deseé que aquel hombre gritara “Mira,

Javi, ahí tienes la cámara, todo ha sido una broma” y que el público se echara a reír y

yo también me echaría a reír y suspiraría aliviado y luego todos me darían palmadas

en la espalda.

-Os pueden caer de diez a quince años –dijo al final- a ella algo menos, porque es

menor…

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No pude ni tragar saliva porque tenía el corazón atragantado en la garganta.

-Si eres listo –continuó el policía – colaborarás.

Aparcó el coche frente a mi casa. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que

únicamente habíamos estado dando vueltas a la manzana.

-¿Qué tengo que hacer? –dije derrotado.

-De momento seguir trabajando para ellos.

-Pues acabo de decirles que lo dejo.

-Vuelve y dile a Elsa que estás arrepentido, que no la puedes dejar, ponle ojitos, haz

lo que tengas que hacer que nosotros nos ocupamos del resto.

-¿Puedes garantizarme que vas a proteger a Sonia?

-Claro, hombre, eso ni se pregunta.

Tendió la mano hacia mí y yo le di la mano izquierda.

-Y mañana vete a sacar ese yeso –dijo- de la manera que lo llevas ya no te sirve de

mucho.

-¿Cómo te localizaré? –dije antes de salir del coche.

-No te preocupes. Estamos por todas partes –y diciendo eso arrancó.

Yo me quedé ante el portal, de nuevo solo, sin otra salida que deshacer mis pasos y

postrarme ante Elsa, pedirle que me perdonara, decirle que no podía vivir sin ella

cuando lo que quería en realidad era perderla de vista para siempre.

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25. JAVI

Lo peor de todo fue tener que dejar de ver a Sonia.

Eso no significa que lo demás me resultara fácil. Llamar a la puerta de la casa de Elsa

y pedirle que perdonara mi arrebato me costó lo mío, aunque debo confesar que

dejarme llevar de la mano hasta su habitación y dejar que su boca recorriera mi

cuerpo como tantas otras veces no me costó tanto como había anticipado (después de

todo la piel sólo conoce un camino). Tampoco me hacía ninguna gracia tener que

volver a hacer las entregas, aunque sabía que la policía estaba al acecho y suponía –

esperaba- que si alguna vez corría peligro, actuarían para protegerme.

Pero volviendo al principio, lo peor de todo fue dejar de ver a Sonia. Es extraño como

nos acostumbramos a las personas, como se nos van metiendo bajo la piel hasta que

se vuelven parte de nosotros. Ese topicazo que se oye en los entierros, eso de que no

te das cuenta de cuánto quieres a alguien hasta que lo pierdes y que suscita murmullos

de aprobación entre los presentes (que quizá en ese punto de la conversación

aprovecharán para exaltar y exagerar las cualidades del difunto) es bien verdad. Y es

que no en vano los tópicos, esos odiosos enemigos de los escritores, no son más que

la constatación de verdades como puños. Porque cuando un fenómeno es confirmado

por la experiencia repetidamente, su transformación en tópico no le resta validez.

Todo esto para decir que me dolía la ausencia de Sonia, y mucho; todo esto para decir

que hasta el momento en que me vi haciendo las entregas solo no había sido

consciente de hasta qué punto Sonia se me había metido dentro. Echaba de menos

buscar con ella en el mapa los puntos de entrega, nuestras largas discusiones sobre

cuál era la mejor combinación de metro para llegar hasta allí. Ahora, cuando pasaba

por delante de un músico callejero, ya no me paraba a escuchar la música, tan sólo le

echaba unas monedas en el sombrero y seguía mi camino cabizbajo con el peso de la

soledad en los hombros. En los largos túneles de las líneas verde y azul, recordaba las

conversaciones que mantuvimos mientras pasábamos por allí, como si su voz y sus

palabras hubieran quedado suspendidas en el aire o adheridas a las paredes de yeso y

estuvieran allí esperando a que yo pasara para asaltarme. Recordaba especialmente lo

que me contó de su padre: como él las había abandonado a ella y a su madre cuando

ella sólo tenía tres años, como a raíz del abandono ella había desarrollado asma y

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alergias, como después de tantos años aún no se había recuperado del trauma. Quizá

el recuerdo de aquella conversación era más vivo en mi mente que otros porque

justamente me recordaba a mi propia historia, o quizá era porque sus ojos brillaban

con emoción y su voz temblaba mientras me lo contaba, aunque he de decir también

que no soltó ni una lágrima. Sonia no era ninguna blanda.

Sin embargo, no puedo dejar de sentirme muy rastrero por la manera en que logré que

alejarla de mí. A la mañana siguiente de mi conversación con el policía, lo primero

que hice fue ir a quitarme el yeso del brazo (el mismo médico que me atendió el

primer día me dijo que el hueso se había soldado bien y que podía olvidarme del

tema). Lo segundo que hice fue ir a la peluquería de la madre de Sonia. Cuando Sonia

me vio en la puerta salió a saludarme, me preguntó por el brazo y me encogí de

hombros. Le hice un feo detrás de otro aquel día; sí, me costó lo mío, pero lo hice por

su bien. Cuando me dijo que estaba raro y me preguntó si me pasaba algo le dije que

estaba allí esperando a Elsa y que salía con ella. Entonces ella me miró extrañada:

¿Estás de broma?, preguntó. Le dije que no y que sería mejor que Elsa no nos viera

hablar, que era muy celosa y que yo no quería líos. Javi, por Dios, ¿acaso no sabes lo

que dicen de ellos?, dijo. Le dije que cuidado con lo que decía de mi novia –temí que

no me creyera y me obligué a usar aquella palabra ajena a mi vocabulario para darle

más consistencia a la mentira. Pero yo no contaba con la afilada intuición de Sonia

que me miró con ojos de lince y me dijo con voz fría:

-Todo esto tiene que ver con esos paquetes y no me extrañaría que fuera ella la que te

ha metido en esto, pero no me creo que te guste esa imbécil.

Me eché a reír, pero mi risa sonó falsa y por la manera en que me miró supe que a ella

no le pasó por alto. Sonia también se había acostumbrado a mí y creo que fue

entonces cuando empecé a comprender que ella sentía lo mismo que yo sentía por ella

(porqué sino se iba a exponer acompañándome a todas partes) lo que habría sido

perfecto en otras circunstancias pero que en aquel momento lo hacía todo aún más

difícil ya que para protegerla me veía obligado a hacerle daño, quizá un daño

irreparable. Pero no había otro remedio así que le solté otra perla:

-Entiendo que estés celosa, cielo, pero la vida es así de dura.

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-Eres un gilipollas –dijo antes de meterse de nuevo en la peluquería- si lo que dices

fuera verdad, sabrías que ella ya no trabaja aquí.

Miré dentro de la peluquería y no vi a Elsa por ninguna parte. Desde la caja María, la

madre de Sonia, me saludó con la mano y sonrió, pero entonces Sonia pasó por su

lado como un vendaval y María se fue detrás de ella. Imaginé que María no tardaría

mucho en salir a pedirme cuentas de porqué estaba su hija tan disgustada y me dije

que lo mejor sería que me largara de allí cuanto antes. Una madre defendiendo a sus

hijos puede resultar más temible que cien mafiosos blandiendo barras de acero.

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26. JAVI

Aquellos días me despertaba vacío, sin saber dónde estaba. Me costaba abrir los ojos,

como si por la noche alguien me hubiera echado chicle o pegamento Imedio en los

párpados. Tenía los ojos tan secos como la garganta y me crujían los huesos al

incorporarme en la cama.

Pasaba casi todas las noches con Elsa y ya ni me molestaba en bajar al quiosco.

Cuando pasaba por mi casa era puramente por necesidad, para comer o ducharme y

cambiarme de ropa. Mi padre y yo apenas hablábamos. Nos convertimos otra vez en

dos murciélagos habitando la misma cueva, como en la época en la que él se dio a la

bebida y ni siquiera me veía, cuando era yo, a mis once o doce años, el que tenía que

despertarlo a él por las mañanas para que se levantara de la cama, se quitara de

encima el olor a vino y llegara puntual al trabajo. Sólo que esta vez era yo el que no

veía ni escuchaba nada, según decía mi padre, que se mostraba preocupado por lo que

decía era un cambio radical que se había dado en mí durante las últimas semanas.

Un día me echó en cara que hubiera dejado de ver a Sonia. Según dijo, María le había

contado que Sonia andaba deprimida porque yo ya no quería salir con ella y que

volvía a estar muy mal de las alergias, tanto que había tenido que pasar alguna noche

en el hospital. Le dije a mi padre que yo no tenía ningún interés por Sonia, que ella

era la que iba detrás de mí, le dije que no podían culparme por sus alergias, que

aquella idea era ridícula y que quería que me dejaran todos en paz. Salí del piso dando

un portazo, algo que había empezado a tomar por costumbre, pero antes de salir vi a

mi padre reflejado en el espejo de la entrada, tenía en el rostro una expresión triste, y

yo imaginé que se estaba culpando por todo, por lo de mi madre, por la época en que

él se dio a la bebida y yo sufrí un doble abandono, por lo que estaba ocurriendo ahora

conmigo y que no podía ser más que el efecto de todas aquellas vivencias. Si hubiera

podido habría vuelto atrás y le habría contado la verdad pero no podía contarle nada.

Mientras subía al segundo piso, sentí una náusea que me nacía de las entrañas y que

apunto estuvo de tragárseme. Antes de llamar a la puerta de Elsa, tuve que apoyarme

en la pared y respirar hondo varias veces.

Así pasó febrero y ya se notaba en el viento grueso y cálido de marzo el aliento de la

primavera. Los crepúsculos se alargaban y los amaneceres teñían de rosa las paredes

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de yeso y la cara de Anna Frank en el cuarto de Elsa. El póster rebelde de la niña

judía más famosa de la historia había despegado sus esquinas inferiores de la pared

haciendo saltar dos chinchetas de metal oxidado (una de las cuales llevé en la suela de

mi zapatilla durante días) como si intuyera que no le quedaba mucho tiempo en

aquella habitación.

Mientras, yo seguía con la rutina establecida en las últimas semanas: pasaba la

mañana remoloneando y recuperándome de los excesos en la cama del cuarto de Elsa,

luego tomaba un café frío en la cocina, si ella estaba allí apenas hablábamos (era

evidente que estábamos fingiendo y apenas nos molestábamos en disimularlo), por la

tarde entrega en algún punto indefinido de la ciudad, (me resulta extraño ahora que lo

pienso que los lugares de entrega nunca se repitieran) y a la vuelta sesión de noche

con dos rombos con ella.

El policía barbudo no había vuelto a dar señales de vida y ya casi me parecía que el

encuentro con él había sido un sueño propiciado por mi inconsciente adverso a dejar

de ver a Elsa, cuando una mañana en que bajé a mi casa a ducharme, encontré sobre el

escritorio de mi habitación un sobre para mí. Dentro había una nota escueta y un

número de teléfono. En caso de urgencia pedir por Álvaro, rezaba la nota. Llamé al

número y me salió una recepcionista: Comisaría de Balmes, dígame. Imaginé que si

pedía por Álvaro (si es que ese era su nombre real) entraría en el bucle típico de

nuestra cultura telefónica en la que nunca nadie se encuentra cuando lo llamas; supuse

que a aquellas horas él estaría tomando un café y que me pasarían con otro policía que

insistiría en que dejara un recado para que Álvaro me llamara enseguida, supuse que

si eso ocurría, él llamaría cuando yo no estuviera en casa y acabaría hablando con mi

padre, algo que quería evitar por todos los medios. Así que dije que me había

equivocado y colgué.

Volví a mi habitación y acabé de vestirme. En mi escritorio seguían los rotuladores

que mi madre me regaló por mi cumpleaños. Algo me hizo sentarme allí aquella

mañana, abrir la caja y empezar a dibujar. Al principio los trazos eran inseguros como

los de un niño, pero luego, lentamente el papel empezó a llenarse de figuras y de

formas. El primer dibujo que hice era una caverna paleolítica, con caras de héroes en

las paredes húmedas, dos bestias la habitaban y se pasaban el día copulando

desenfrenadamente. Rompí el dibujo y lo tiré a la papelera. Entonces otra idea

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empezó a tomar forma en mi mente. Dibujé el cuarto de Elsa hasta el más mínimo

detalle: la cama estrecha, escandalosa y de barrotes oxidados, el armario viejo de

madera, la ventana, las paredes con los dos pósters que estaba ya cansado de mirar;

los dos estábamos desnudos sobre la cama, ella inclinada sobre mí, su espalda era una

larga y exquisita curva; yo tenía los ojos cerrados, la cara retorcida por el placer y

apretaba su nuca contra mi cuerpo con un brazo de bíceps algo exagerados; bocadillos

flotaban sobre nuestras cabezas con nuestros pensamientos, ella pensando acaba de

una puta vez, yo pensando, sigue así, así, así…

Dibujé en blanco y negro, con rabia, deprisa y sin imaginar que aquel sería el primero

de muchos otros dibujos del mismo estilo que vendrían después. Cuando acabé,

estudié el dibujo y luego lo metí en el cajón del escritorio, (absurdamente) satisfecho

por haber podido plasmar sobre el papel mi pequeña venganza sobre el clan de los

rusos, y satisfecho también porque era un dibujo bastante bueno teniendo en cuenta

que era lo primero que hacía en mucho tiempo y que tenía algo de alma, aunque fuera

un alma oscura y llena de odio.

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27. JAVI

Una mañana temprano la niña entró en el cuarto y me despertó. Yo no tenía ni idea de

lo que podía estar haciendo en aquella habitación, pero no pareció sorprendida de

encontrarme allí. Vestida con el uniforme del colegio y un anorak como si estuviera a

punto de salir a la calle, me miraba expectante desde los pies de la cama. Si tuviera

que dibujarla podría hacerlo de memoria porque su carita ovalada, de pómulos altos,

ojos oscuros y rasgados era un calco perfecto de la de Elsa.

Se me ocurrió que la niña podía hacer dos cosas y no sé cuál de las dos me daba más

miedo. Una era que tirara de las mantas (nunca he podido dormir vestido ni siquiera

en aquella habitación sin calefacción en la que con dos mantas en la cama aún veía mi

propia respiración al amanecer) y que la plenitud mañanera de mis veinte años

quedara expuesta ante sus ojos inocentes; dos, que mirara debajo de la cama donde

encontraría los restos del desenfreno de los dos últimos meses y quizá más allá (en

aquella casa nadie limpiaba y la última vez que miré debajo de la cama, no recuerdo

qué buscaba, si mi zapatilla o un calcetín, vi que se acumulaban allí condones

usados como si fueran gusanos muertos).

Pero la niña no hizo ninguna de aquellas dos cosas, sólo me miraba y yo me sentía

como un león viejo en un zoo, sobre una pradera de hierba amarillenta, con un foso

artificial separándome de la gente, observado y temido pero solo. Por un momento

creí que estaba soñando, que era Anna Frank la que estaba ante mí, que se había

bajado del póster en la pared como en una película española de antaño, bastante

lacrimógena, en la que Cristo se baja de la cruz para comer el pan que le trae un niño

huérfano, pero Anna Frank seguía en la pared, los extremos del póster cada vez más

enrollados, mientras la niña me miraba.

No la había vuelto a ver desde la primera vez que entré en la casa, aquella noche en

que subí a hablar con Genaro como si estuviéramos en los años cincuenta y yo fuera a

pedirle la mano de su hija. Y como no la había vuelto a ver, la niña se había

convertido en leyenda. Elsa no la mencionaba casi nunca y si lo hacía aún se refería a

ella como su hermana, aunque yo sabía gracias al policía (para el que ahora trabajaba)

que en realidad era hija suya, que la había tenido cuando era muy joven (¿cuánto 14,

15 años? no lo sabría decir con seguridad) de un capo que se encaprichó de ella y que

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ahora estaba en prisión. Cosas que no sabía: no sabía si el capo tenía conocimiento de

que fruto de su relación casi incestuosa con la hija de Genaro le había nacido una hija;

no sabía si la niña sabía quiénes eran su padre y su madre verdaderos; no sabía dónde

pasaba la mayor parte del tiempo, ya que nunca parecía estar en la casa, aunque era

fácil suponer que durante el día estaba en el colegio y que cuando Elsa y yo

estábamos juntos ella dormía.

Al principio supuse que la niña dormía en el cuarto más tranquilo y luminoso de la

casa, el único con balcón, el que en mi casa hacía las veces de trastero, cuarto de la

plancha y despacho donde mi padre archivaba las facturas del quiosco y algunas cajas

con panfletos del sindicato y donde yo me encerraba a estudiar durante el bachillerato

y me sentaba a dibujar hasta que una vez empezada la universidad, desilusionado por

las clases y con cada vez menos ganas de dibujar, trasladé el escritorio a mi

habitación para ponerlo debajo de la ventana (aunque allí no tenía tanta luz y además

el escritorio se comía medio cuarto) porque tenía la idea (vana ilusión) de que

cambiando de escenario cambiaría mi humor.

Imaginaba el cuarto de la niña pintado de rosa, con peluches sobre la cama, un

armario en forma de castillo, pero una mañana en la que desperté solo en la casa me

dediqué a husmear, entré en los dormitorios y vi que en el cuarto en el que yo creía

que dormían Elsa y la niña tan sólo había una litera con las camas deshechas, en el

armario ropa de adulto y en todo el cuarto no había ni rastro de un miserable juguete.

En cambio, el dormitorio de matrimonio, el que en mi casa había sido el de mis

padres, estaba coronado por una cama doble de cabezal de madera, con un cobertor

azul cielo, en la pared sobre la cama había una estantería con una colección de

muñecas rusas y desperdigada sobre la cama había ropa de niña, pero si algo me

confirmó que era allí donde dormía Elsa fue el olor agrio en el aire, una mezcla de

crema hidratante y sudor que conocía bien. Imaginé a madre e hija en aquella cama, el

cuerpo de la hija pegado al de la madre en una especie de incesto no obsceno (si es

que ese concepto puede existir), como si la niña nunca se hubiera separado de Elsa al

nacer o como si aún necesitara alimentarse de ella durante la noche (Elsa y yo nunca

pasamos una noche entera juntos y ahora me pregunto hasta qué punto me sentía

celoso de la niña). Me preguntaba cómo aquel cuerpo tan delgado, de tan sólo huesos

y piel, había sido capaz de dar vida a otro ser humano; si sus pechos de piel tan blanca

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y delicada habían podido alimentar a aquella niña que aquella mañana fría de marzo

me contemplaba desde los pies de la cama sin pestañear.

-Hola. Me llamo Marina –dijo la niña con voz dulce.

Quise responder pero no me dio tiempo.

-Mi mamá me ha dicho que sabes dibujar muy bien –siguió la niña -tengo que hacer

una lámina para el colegio, pero no se me da bien dibujar.

-¿Qué tienes que hacer? –pregunté con voz pastosa.

-Un dibujo de la familia –dijo -¿me ayudarás?

-¿De tu familia? –pregunté algo confuso.

-Sí, de mi familia.

-¿Para cuándo lo necesitas?

-Para mañana, ¿me ayudarás?

-Sí, claro.

-¿Estarás aquí después del colegio?

Asentí (¿dónde iba a estar sino?) y la niña sonrió. Salió del cuarto y cerró la puerta

suavemente tras de sí. Yo me tapé la cara con la almohada y ahogué en ella un

gruñido. ¿Era aquello una broma pesada? Dibujar a aquella familia, si era posible

llamar a aquella gente familia, era algo tan ridículo como peligroso.

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28. JAVI

Aquella tarde no dejé de cumplir mi palabra y ayudé a Marina con su trabajo del

colegio. Como desconocía lo que ella sabía exactamente de su familia, tanteé el

terreno mostrándole unos esbozos que había hecho de Genaro, de la vieja que le hacía

de madre y de Elsa. Nos sentamos a la mesa del comedor, a pocos metros del salón

donde Genaro sentado en una butaca le daba golpecitos a su transistor. La vieja

trasteaba en la cocina canturreando coplas antiguas, de tanto en tanto nos llegaba el

estrépito de un vaso estrellándose contra el suelo, maldiciones de carretero y a Genaro

murmurando que en aquella casa no ganaban para platos. Elsa pululaba por el

comedor como una mosca en verano, se acercaba a nosotros para ver qué hacíamos,

sonreía, le atusaba el cabello a la niña y luego se metía en la cocina.

La niña copiaba en una lámina los esbozos que yo había hecho de Genaro, de la vieja

y de Elsa. A él lo pinté escuchando la radio, no pude evitar caricaturizarlo un poco,

exagerar sus ojos de rata, la nariz aguileña, el cráneo marcado por las púas del peine

de metal. En cambio a la vieja la favorecí a propósito (lo hice por la niña) aunque no

dejé de pintarla con sus gafas oscuras, pero le di un cabello negro, lustroso y rizado y

también le puse un delantal blanco de puntilla, no el viejo y sucio que siempre

llevaba. A Elsa la pinté con un traje de alta costura paseando por una pasarela, con los

brazos en jarra y la expresión altiva. Marina había sonreído al ver mis dibujos, dijo

que eran fidedignos, alargando la palabra con cuidado de no equivocarse. Yo no

recordaba que me hubieran enseñado ese tipo de palabras en la escuela. Le pregunté

quién era su profesor de lengua –aunque dudaba de que el viejo Ramon Prado siguiera

dando clase, ya era mayor cuando yo estudiaba- y ella me dio el nombre de una

profesora que yo no conocía. Le dije que yo había ido a la misma escuela que ella y la

niña me miró asombrada y volvió a sonreír. En aquel momento Elsa volvió a

acercarse a nosotros y dejó caer una mano suave en mi hombro que se paseó luego

por mi nuca y mi cabello y me dio escalofríos. Fue el gesto más cariñoso que había

tenido en mucho tiempo conmigo y entendí que era en agradecimiento.

Y es que desde que la noche en que regresé para decirle que seguiría trabajando con

ellos, apenas habíamos hablado; los viejos casi nunca estaban y Elsa y yo nos

dedicábamos a lo nuestro sin cuestionar nada. Supuse que si aquella tarde estaban

todos allí era para controlar que yo no le dijera nada impropio a la niña. Me

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preguntaba si Álvaro, el policía, no tendría razón cuando me dijo que al padre de la

niña, el capo enchironado, le importaba su hija, tanto que quizá habría ordenado que

aquellos tres le dieran una vida lo más normal posible, y de ahí que se esforzaran en

fingir que eran una familia “normal”, so pena de incurrir en la ira del capo y sufrir sus

consecuencias.

Otra cosa que me preguntaba era qué había cambiado en mí en aquellas semanas para

que pudiera estar sentado en aquella mesa tan tranquilo cuando aún no hacía una hora

había tenido otro encuentro accidentado al hacer la entrega; cómo podía fingir que no

pasaba nada cuando aún llevaba sangre en la manga después de romperle los dientes

con el codo a un chaval que intentó robarme la mochila. Después del encontronazo,

yo había salido corriendo y me había refugiado en un portal oscuro con puerta de

hierro, como de los que hay tantos en el casco antiguo de Barcelona. Supuse que tenía

el cuajo de sentarme a la mesa a dibujar como si no hubiera ocurrido nada porque el

tal Álvaro, el policía, había aparecido como por arte de magia en el portal para

decirme que aquella locura estaba a punto de acabar.

Álvaro no tenía buena cara, estaba ojeroso como si no hubiera dormido en un año y

entre la barba le asomaba el palo de un chupa-chups. Me dijo algo que no entendí y

entonces se sacó el caramelo de la boca y se señaló el centro del pecho: Perdona, es

que estoy dejando el tabaco, he estado de baja por un amago de infarto, por eso hace

días que no nos hemos visto, ¿estás bien, chico? ¿qué ha pasado con ese? Que me

dijera que había estado de baja no me inspiraba demasiada confianza, sobre todo

cuando recordaba perfectamente que me había dicho que la policía me estaría

siguiendo los pasos. Así que le dije que lo dejaba, que no podía más. Él insistió: No

puedes dejarlo ahora que estamos tan cerca. ¿Tan cerca de qué?, pregunté. Tan

cerca de trincar a todo el clan con las manos en la masa. El padre de la niña va a

salir de la cárcel y querrá reunirse con su gente, tú estarás allí, te pondremos un

micro, en cuánto tengamos suficiente material como para detenerlos entraremos y se

habrá acabado tu pesadilla, anunció. No pienso hacer tal cosa, es un suicidio, dije.

No tienes opción, dijo él encogiéndose de hombros. Además, el tipo ese me mataría si

supiera… No te preocupes, al Chino no le importa que te estés tirando a la chica,

dijo, sólo le importan sus negocios y su hija, claro.

Ese claro dicho de manera tan natural, me dio que pensar. Claro significaba que el

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Chino sabía que tenía una hija con Elsa y que la niña le importaba, o ¿acaso ser

mafioso implica no querer a los hijos de uno? ¿Y cómo no querer a aquella criatura

inocente que vivía entre serpientes, a aquella niña de rostro adiamantado, cabello

negro, liso y largo como el de una geisha, que pintaba con muy poca traza a un

Genaro calvo y con ojos de loco?

Sólo un corazón de piedra volcánica habría podido ser incapaz de quererla.

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29. JAVI

Cuando la niña acabó de pintar, Elsa la envió a la cocina. La niña cerró la cremallera

del estuche de los lápices de colores con gesto rápido y se perdió por el pasillo.

Entonces Genaro pasó por nuestro lado sin mirarnos y desapareció también. Elsa y yo

nos quedamos solos ante el dibujo. Marina había utilizado colores vibrantes y cálidos

y la lámina tenía una cualidad entre grotesca y barroca que llamaba la atención. En el

último momento había decidido incluirme a mí también en el cuadro familiar y me

había dibujado junto a Elsa que al verme pintado con el cabello rubio como el sol y

los ojos tan grandes que me ocupaban media cara, sonrió.

-Le gustas –dijo señalándome en la lámina con una uña roja.

No la creí. En aquella época todo lo que me decía me sonaba a halago falso. Me

acariciaba el ego con palabras como en el cuarto me lamía el cuerpo con la lengua,

todo para asegurarse de que siguiera haciéndoles el trabajo sucio. Me sentí muy

incómodo de repente, como si todo aquello hubiera sido una trampa, como si

quisieran incluirme en la familia a la fuerza.

-Apenas me conoce –repuse.

-Eso es igual, los niños tienen un sexto sentido para esas cosas, y yo te digo que a

mi… hermana le gustas.

Ajá. Aquella ligera vacilación no me pasó por alto. Había estado a punto de decir hija

en lugar de hermana. Pasaban los días y pequeños detalles como aquel venían a

confirmar lo que Álvaro, el policía, me había contado sobre la familia de Elsa. Sólo

hacía falta que prestara atención y poco a poco toda la verdad quedaría revelada ante

mi ojos.

-Supongo que a Marina le gustaría que fueras parte de la familia, y a mí también –

añadió mirándome fijamente a los ojos.

-¿Me estás pidiendo que me case contigo, o pretendes que tus padres me adopten? –

pregunté con una sonrisa falsa en la cara.

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-No digas bobadas –dijo ella – ven, vamos.

Me dejé llevar como tantas otras veces hasta la cama de sábanas sucias. Allí, ella puso

en marcha la rutina de cada noche, pero yo estaba agotado y mi cuerpo no reaccionó.

-Estás muy tenso ¿qué te pasa? –preguntó mientras me masajeaba los hombros y la

nuca.

-Estoy cansado –murmuré- mejor me marcho.

Elsa dejó de tocarme y me miró con ojos duros (estaba claro que ella también estaba

cansada pero quería cumplir con su parte del trato y acabar cuanto antes, cada noche

nuestras transacciones físicas se volvían más rápidas y rutinarias, al acabar ella

desaparecía y me dejaba solo y vacío en la cama fría), pero era demasiado lista como

para mostrar su impaciencia y su mirada se suavizó enseguida.

-Como quieras –dijo con voz cálida- pero quédate a dormir y por la mañana te traeré

el desayuno a la cama.

-No. Hoy voy a dormir en mi casa.

Sus manos sobre mis brazos se volvieron garras. Si reaccionaba así, con dos deslices

en menos de cinco minutos que casi dejaban entrever su verdadero yo, ¿cuánto tiempo

faltaba para que se desvelara completamente tal cual era? Una mentirosa, una falsa

redomada. Como si hubiera leído mi pensamiento, el toque de sus manos se suavizó.

-Me siento más segura teniéndote cerca –explicó acariciándome los brazos –nunca se

sabe cuándo una chica puede necesitar unos brazos fuertes como estos.

-¿De qué tienes miedo?

Ella me miró como me miraba al principio, con ojos lánguidos y una media sonrisa

triste, su rostro casi idéntico al de la niña, aunque esta última tenía rasgos orientales

de los que Elsa carecía. Ese hilo mental me llevó a recordar otra cosa que Álvaro me

dijera aquella tarde y era que el padre de la niña, el tal chino, estaba a punto de salir

de prisión. Recordar aquel detalle fue como poner la última pieza de un puzle en su

sitio. Ella tenía miedo de lo que podría hacerles el padre de la niña cuando regresara.

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Pero no le dije nada, quería que fuera ella la que me contara la historia. Si sólo me

confirmara parte de lo que yo sabía, quizá volvería a confiar en ella, incluso podría

plantearme quedarme con ellas y protegerlas (¿acaso no era eso lo que ella quiso decir

cuando dijo que le gustaría que yo formara parte de la familia?), estaba dispuesto a

plantearme eso a cambio de un poco de verdad. Pero mis ilusiones se desvanecieron

rápidamente:

-¿Qué te hace pensar que tengo miedo? -dijo ella con una sonrisa fingida.

-Me siento más segura teniéndote cerca -dije imitando su voz y tirando las manos al

aire.

-Era una manera de hablar y no me gusta que te burles de mí.

-No me burlo. Ya sé que aquí sólo os podéis burlar vosotros, y que básicamente soy

yo el objeto de burla.

-Qué tonterías dices cuando estás cansado, será mejor que lo dejemos estar.

Iba a salir del cuarto pero yo la alcancé de un salto. Los brazos que ella había

acariciado hacía unos minutos la aprisionaron contra la pared. Anna Frank, a pocos

centímetros, sonreía con su sonrisa eternamente triste.

-¿Qué quieres de mí? -preguntó Elsa con cansancio en la voz.

-La verdad.

-¿A qué te refieres?

-Dime quién eres en realidad, para quién trabajáis, de quién tienes tanto miedo de

repente.

-Ya te lo conté, trabajamos para los rusos.

-Sí, sí… los rusos, tu padre que te vendía… todo eso, pero mira, bonita, ya no me creo

nada.

-Javi, es mejor para ti que no sepas nada más, tú no los conoces, una vez entras en

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este juego ya no hay salida, sólo la muerte... es como aquella etarra que mataron

porque se salió, la mataron delante de su hijo, yo no podría con algo así -se tapó la

cara con las manos y sollozó.

Quizá creyó que yo entraría al trapo como un toro salvaje como hacía al principio de

conocerla, pero ahora sus lágrimas de cocodrilo ya no me engañaban. No había

olvidado lo que Genaro me dijo una vez, aquello de que Elsa era una gran actriz.

-Empecemos por el principio -dije arrancándole las manos de la cara- Marina es tu

hija, ¿no es cierto?

Ella me miró sorprendida, sus ojos estaban secos, luego negó con la cabeza.

-¡No me mientas! –grité y estuve a punto de abofetearla al pensar que ella seguía

pensando que yo iba a creer sus mentiras –¿te crees que soy gilipollas?

-Pero, qué dices, tonto –murmuró y sus ojos brillaron con una mezcla de miedo y

deseo y entonces me besó.

Fue un beso largo y cálido como los de los primeros días, pero algo me hizo

deshacerme de su abrazo. Ella me miró confusa, tenía la respiración agitada, sus

manos buscaron ciegamente mi cuerpo en el aire pero yo seguí alejándome mientras

ella me decía que no me marchara, que me quería. Ante mí tenía parte de la verdad

que buscaba. Elsa era incapaz de excitarse cuando estaba conmigo porque yo no le

ofrecía el estímulo que necesitaba; en cambio, con sólo imaginar que iba a pegarle su

cuerpo se había deshecho en deseo. En aquel momento habría sido muy fácil para mí

darle lo que pedía. Pero yo no era así, no lo era y no estaba dispuesto a convertirme en

una bestia para ella así que salí del cuarto y me marché de la casa dando un portazo y

jurándome que aquella vez sería para siempre.

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30. JAVI

Bajé a la calle. Al abrir la puerta se colaron en el bloque dos tipos altos y fornidos a

los que no conocía. Pasaron por mi lado como un vendaval y casi me tiran al suelo. Si

hubiera sabido que la policía me iba a acribillar a preguntas sobre su descripción me

habría fijado más en ellos pero en aquel momento sólo pensaba en hablar con Álvaro

y decirle que lo dejaba. Así que me metí en la cabina de la acera de enfrente y marqué

el número que guardaba a buen recaudo en el bolsillo. Imaginaba que no contestaría

nadie (¿quién espera que un funcionario esté en su lugar cuando se le necesita?) pero

me equivocaba. Me pasaron con él enseguida.

-¿Estás bien, chico? ¿ha pasado algo? ¿necesitas ayuda? –Álvaro sonaba alarmado,

como si lo hubiera despertado en medio de la noche para darle una mala noticia.

-Lo dejo –dije antes de que él pudiera decir nada más.

-¿Qué ha pasado? –la urgencia en su voz se disipó, y ahora sonaba impaciente.

-No aguanto más.

-Está bien, chico, no te preocupes. Lo entiendo.

No esperaba aquella reacción, la verdad. Esperaba tener que discutir con él largo y

tendido, convencerle de que si continuaba un minuto más con aquello me iba volver

loco pero el teléfono empezó a dar señales de que la comunicación se iba a cortar.

Busqué en el bolsillo más monedas pero no llevaba más.

-Esto se va a cortar –murmuré dándome por vencido.

-Mira, no te muevas de ahí, ahora voy para allá.

Le dije que no hacía falta en el momento en que se cortaba la comunicación. Salí de la

cabina y me dije que antes de subir a mi casa y contárselo todo a mi padre necesitaba

dar un paseo para airear las ideas. Pasaban pocos coches a esas horas por la calle y el

semáforo funcionaba de nuevo. No esperé a que se pusiera verde y crucé sin mirar,

tenía pensado ir hasta la playa y pasear hasta que me hubiera calmado. Entonces oí los

disparos. Al principio creí que eran petardos, pero quién tira petardos en marzo a las

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diez de la noche, además en la calle no se veía a ningún grupo de adolescentes con

ganas de fastidiar el descanso de los vecinos. La premonición de que había pasado

algo grave me atenazó el estómago. Até cabos al ver a los dos tipos altos y fornidos

salir del edificio, habría jurado que uno de ellos cargaba con un fardo a la espalda. Se

metieron rápidamente en un coche que desapareció a la velocidad de la luz saltándose

el semáforo.

Volví sobre mis pasos y entré en el portal. No había nadie en las puertas de las casas

ni en los descansillos. Luego todo el mundo diría que no había oído nada, cosa que la

policía no cuestionó, siendo las vecinas en su mayoría ancianas sordas. La puerta de

mi casa estaba cerrada, así que di por supuesto que mi padre estaba bien y pasé de

largo. Otra cosa que se me ha echado en cara es que no entrara en mi casa y llamara

desde allí de nuevo a Álvaro. Sólo puedo repetir lo que ha dicho ya mi abogado y es

que cuando uno se encuentra en el estado mental en el que me encontraba yo, es

natural que no se actúe con la lógica esperada. Subí hasta el segundo y allí encontré,

sí, la puerta abierta de par en par. Me adentré en el piso que conocía ya de memoria.

A primera vista todo estaba en su lugar: en el vestíbulo el espejo intacto, dos cuadros

de grabados dorados estaban en su sitio en la pared, la cortina que separaba el

vestíbulo del pasillo estaba limpia.

Sin embargo, cuando atravesé la cortina pisé algo viscoso y a punto estuve de resbalar

y caer. En el suelo había un charco de sangre que procedía de la cabeza de Genaro

que yacía muerto con sus ojillos de ratón abiertos, su transistor deshecho en mil

piezas a su lado. Me tapé la boca con las manos por no gritar. Tendría que haber dado

media vuelta, salir pidiendo auxilio, ir corriendo al teléfono a avisar a la policía,

desmayarme o algo por el estilo, pero no hice nada de eso. Me adentré aún más en el

piso dejando las huellas de mis deportivas marcadas sobre la sangre. Tenía que saber

qué les había pasado a Elsa y a Marina. Entré en la cocina. Allí estaba la vieja en el

suelo, muerta también de un disparo en la cabeza. Al caer se había tirado encima una

bandeja y había un mar de vidrios rotos en el suelo a su alrededor. Creo que en aquel

momento yo ya estaba en el estado de shock del que mi abogado se ha servido para

que no me metan en la cárcel (de momento), porque en aquel momento salí de la

cocina gritando como un loco, mierda, joder, mierda, joder…

Me fui directamente al cuarto en el que había pasado tantas noches. Elsa estaba allí,

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tumbada en la cama, empapada en sangre. Con ella no habían sido tan magnánimos

como con los otros dos. Le habían destrozado la cara a golpes y le habían disparado

en el vientre. No entendí aquel capricho de sus verdugos entonces pero luego el

médico forense que declaró en el juicio preliminar dijo que Elsa estaba embarazada.

Cómo habían sabido eso aquellos dos tipos es una más de las incógnitas del caso. Elsa

aún agonizaba cuando la encontré. Se agarraba el vientre con las manos y temblaba.

Estaba más muerta que viva pero estiró una mano hacía mí y yo me senté a su lado.

Dolía mirarla pero le di la mano. Perdóname, murmuró antes de dejar caer la cabeza.

A la niña no la encontré por ninguna parte. La busqué debajo de las camas, dentro de

los armarios. Evidentemente, a la niña se la habían llevado los dos tipejos que nadie

vio ni oyó, tan sólo yo. Cuando llegó la policía, yo estaba en el cuarto con Elsa, en el

suelo, con la espalda apoyada en la pared, las manos enterradas entre los brazos. En

algún momento había vomitado y me había manchado la ropa y las zapatillas. El

primer policía en llegar se agachó a mi lado y me buscó una vena en el cuello. Gritó

algo a los demás que no entendí. Sonaba como si hablara desde el otro lado de una

pared. Un sanitario vestido con un chaleco amarillo se abalanzó sobre la cama para

reanimar a Elsa, en vano.

Como en un sueño alguien me levantó del suelo y me sacó de allí. En el comedor uno de los

policías estaba abriendo un paquete idéntico a los que yo había llevado en mi mochila y un

polvo blanco inmaculado nevó sobre la mesa. Uno de los policías metió un dedo en el polvo

y se lo llevó a la boca. Otro cogió con unas pinzas el dibujo de Marina que seguía sobre la

mesa y lo metió en una bolsa. A mí me llevaron escaleras abajo. En los descansillos las

vecinas nos miraban horrorizadas, las manos bajo la barbilla como rezando. Me dejé llevar

hasta un coche, ni siquiera me había dado cuenta de que estaba esposado hasta que mi padre

salió corriendo del edificio y se encaró con los policías. Gritando como un loco, les dijo que

no hacía falta que me esposaran, que yo era inocente. Antes de que arrancara el coche, mi

padre logró que le dejaran hablar conmigo; a través de la ventanilla me dijo que no tuviera

miedo. Pero yo no sentía miedo. No sentía casi nada en aquellos momentos, tan sólo un frío

inmenso, como si estuviera parado al borde de una larga carretera decidiendo entre

contemplar el espacio infinito sobre mi cabeza o tirarme por el barranco. Le dije a mi padre

que no se preocupara. El vidrio de la ventanilla empezó a ascender y mi padre gritó algo a

los policías, luego golpeó el techo del coche con desesperación. El puño derecho me dolió

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de repente, como si hubiera sentido en mis huesos los golpes que mi padre le dio al coche

que ya se alejaba llevándome a otro plano de la existencia, muy, muy lejos de allí.

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SEGUNDA PARTE

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31. JAVIER

Cuando se marcharon los coches de la policía y los otros coches, tres coches largos y

siniestros con la insignia del juzgado en la portezuela, algunas vecinas se acercaron

hasta mí lentamente. Yo me había quedado mirando con cara de pájaro recién caído

del nido los coches que se alejaban a toda velocidad y sentí como si me rodeara un

grupo de zombies en bata y zapatillas. Pero si no hubiera sido por ellas quizá aún

estaría allí de pie, como un pasmarote, sin entender lo que acababa de ocurrir.

-Té, fill –dijo una de las vecinas poniéndome una taza de infusión de manzanilla entre

las manos.

Siempre me ha parecido misteriosa la fe ciega que le profesan las abuelas a las

hierbas. Las hierbas, según con quién se hable, pueden curar desde el resfriado común

hasta los embarazos no deseados. Por mi parte las odio, en especial la manzanilla;

siempre que me empachaba de niño me daban manzanilla para que vomitara, así que

desde entonces me mantengo bien lejos de las infusiones, pero aquella noche me tomé

la taza de hierbas sin rechistar. Quemaba y me la bebí a sorbos cortos y lentos

mientras las caras de las dos vecinas que me habían acompañado hasta mi casa se

fueron haciendo claras ante mí. Una de ellas era la Sra. Eulalia, reconocí sus ojos

amables tras las gafas, la cabellera lila, la nariz larga, la bata de guatiné azul cielo. La

otra era la Sra. Águeda, la vecina de enfrente, larga de cara, de cuerpo y de lengua.

Obviamente, esta última fue la que más tenía que decir:

-Ai, Deu, un noi tan maco i que s’hagi perdut, pero es que, fill meu, es que le habéis

dado tanta libertad –decía en voz baja con las manos juntas como pasando el rosario –

que yo lo he visto, que no hacía más que entrar y salir a todas horas de esa casa de

perdición, y tú mientras tanto, qué hacías, hombre de Dios, ¿es que no te dabas

cuenta?

En otras circunstancias no habría dejado que nadie me hablara así, y aquella noche

precisamente no estaba para escuchar sermones, pero sabía que las dos mujeres tenían

el corazón en su sitio y querían a Javi como a un nieto, así que aguanté el chaparrón y

seguí sorbiendo la infusión sin replicar.

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-Ya sabíamos que esa casa no era trigo limpio, que pasaban cosas, que entraba gente

extraña –siguió la anciana- mira que lo sabíamos, ai Deu…

-Para, Águeda, ¿que no ves que no ayudas? –la Sra. Eulalia miró a la otra enfurruñada

y luego a mí –pero, a ver, Javier, ¿qué te ha dicho la policía exactamente? ¿adónde lo

han llevado?

-A la comisaría de Vía Layetana –murmuré.

Las dos mujeres no disimularon el horror que sintieron. El mismo que sentí yo al oír

aquello de boca de un policía delgado, barbudo y nervioso que se llevaba la mano al

pecho a cada tanto, como si fuera Napoleón, y que me cogió por banda mientras el

coche de policía se alejaba con mi hijo dentro.

-Me han dicho que ha cambiado mucho, que ya no es lo que era –añadí.

De hecho fue el mismo policía el que me dijo aquello, supongo que al verme la cara

blanca como de muerto.

-Tranquilo, no pasa nada –había dicho el policía- si ni siquiera está detenido, sólo

queremos hacerle unas preguntas a ver qué es lo que sabe.

No se me había ocurrido preguntarle porqué lo habían esposado si no estaba detenido,

ni tampoco hasta cuándo lo iban a tener en la comisaría. Cosas que según me dijo

después la abogada que nos buscó Montse deberían haberme dicho. Lo que sí hizo el

policía fue darme una tarjeta con su nombre y su número de teléfono para que lo

llamara cuando quisiera. Álvaro Domínguez, detective de policía.

-¿Quieres que llamemos a un taxi y que te acompañemos a la comisaría? –preguntó la

Sra. Eulalia.

La situación era tan estrambótica y como sacada de un sueño que no me costó

imaginar a las dos ancianas vestidas con la toga, encarándose con un juez para que

soltaran a Javi.

-No, márchense, por favor, se hace tarde y no quiero molestarlas más –dije.

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-Fill, no es molestia –dijo la Sra. Águeda encogiéndose de hombros –estamos para lo

que necesites, además quién se pone a dormir con todo esto que ha pasado. ¿Es que

piensas ir solo?

-No, voy a llamar a Montse.

Al oír aquello las dos mujeres se quedaron calladas, luego cabecearon como dos

palomas en un balcón. Claro, murmuraron, era lógico. Cualquier madre habría

querido estar enterada de lo que le pasara a su hijo, especialmente si se lo llevaba la

policía. Cualquier madre querría saberlo. Excepto que Montse no era cualquier madre

y ellas lo sabían. Supongo que dudaban de que ella se fuera a hacer cargo de la

situación, la imaginaban muy lejos de nuestras vidas, no sabían -¿cómo iban a

saberlo?- que Montse y yo estábamos en contacto, que aquella misma tarde habíamos

estado hablando, justamente de Javi y de todo lo que le estaba pasando, ideando un

plan de acción para hacerlo volver en si, para sacarlo de aquel mal ambiente, alejarlo

de las malas compañías con las que andaba. Ella me había prometido que vendría al

día siguiente, que nos sentaríamos a hablar con él, que le daríamos una alternativa,

que le ayudaríamos a encauzar su vida.

Cuando sentí de nuevo la sangre corriendo por mis venas –imagino que el calor de la

infusión contribuyó en parte -les volví a pedir a las vecinas que se marcharan. Les dije

que iría con Montse a la comisaría a sacar a nuestro hijo. Y si teníamos que pasar la

noche allí, esperándolo sentados durante horas en sillas incómodas, fumando y

llorando, pues lo haríamos, sería como la noche en que nació. Si alguien podía

ayudarlo ahora era su madre. Ella tenía contactos. Conocía a gente importante

dispuesta a echar un cable en un momento como aquel.

Por fin las dos vecinas se marcharon. Se llevaron consigo sus pies enfundados en

pantuflas, sus cabelleras lilas y sus batas de guatiné. Yo dejé la taza en la pica y fui al

salón a hacer la llamada más importante de mi vida.

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32. JAVIER

Era las dos de la mañana cuando llamé a Montse. El teléfono sonó como unas diez

veces. Cada timbrazo era una descarga de adrenalina que me recorría el cuerpo. Su

voz adormilada se despejó cuando le dije que era yo. Se lo expliqué todo sin dejarla

siquiera hablar. Al final me dijo que iba a hacer unas llamadas y que enseguida

volvería a llamarme. Era lo que yo necesitaba oír. Alguien tomando el mando, alguien

que supiera lo que había que hacer. Pasé media hora sentado en el sofá mordiéndome

las uñas. Cuando sonó el teléfono, di un respingo. Montse me dijo que había hablado

con una abogada y que en media hora estarían en mi casa, que entretanto, si aparecía

la policía no les dejara pasar a menos que trajeran una orden, que no les dijera nada y

que no tocara nada de la habitación de Javi.

No había pensado en la habitación de Javi porque no, porque no creía que él hubiera

hecho nada malo. Yo ya sabía que él no había matado a nadie, que él era incapaz.

¿Qué podría haber en su habitación que lo incriminara en el horrible crimen?

No esperé a que llegara Montse y entré en la habitación de Javi, quizá para

demostrarme a mí mismo que mi opinión sobre mi hijo era correcta. O quizá por

salvaguardar su imagen ante una extraña. Deshice la cama, levanté el colchón y no

encontré nada en absoluto, ni un triste calcetín sucio entre el colchón y el somier;

busqué entre la ropa del armario pero no encontré nada extraño; miré en el altillo,

tampoco; en el escritorio había unas pocas cuartillas blancas; bajo la cama las

deportivas nuevas que le regalé para su cumpleaños y que aún no había estrenado.

Antes de salir del cuarto, se me ocurrió mirar en los cajones del escritorio. Había

algunos dibujos pero no les presté atención, porque Javi dibujaba desde que aprendió

a coger un lápiz y en aquel momento yo buscaba otro tipo de secreto innombrable

entre las cosas de mi hijo, aunque no sabía exactamente qué.

Cuando sonó el timbre de la puerta me apresuré a dejar el cuarto como lo encontré. El

corazón me latía fuerte en el pecho mientras caminaba pasillo abajo hasta la puerta.

Pensé que quizá sería la policía que venía a registrar el piso, pero era Montse la que

llegaba y venía acompañada de una abogada a la que seguramente había sacado de su

cama cómoda y cálida a las dos de la mañana para llevarla a dar un paseo por su

barrio de juventud a cambio de mucho dinero. Cómo tomarían esa información en el

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círculo en el que Montse se movía era algo que yo no podía imaginar. Pero si de algo

estaba seguro era de que a ella nunca le importó demasiado lo que otros pensaran de

ella. Además siempre tuvo un gusto extraño por escandalizar. Siendo la sexta en una

familia que sólo había tenido hijas, seis nada menos, algo tenía que hacer para que me

hicieran caso, solía decir. Como cuando de jóvenes, antes de casarnos, nos perdíamos

en la Ciudadela y cuando los guardias amenazaban con multarnos si nos pillaban

haciendo manitas, ella se encaraba con ellos, los llamaba mirones y no sé qué más,

una vez incluso estuvimos a punto de acabar en el calabozo.

Abrí la puerta y ella se me echó en los brazos. Las hice pasar y cerré la puerta,

sabiendo que todo el bloque pulsaba aquella noche con insomnio y mucho morbo. La

mujer que acompañaba a Montse me dio las buenas noches quedamente mientras se

adentraba en el piso. Tenía la cara larga, ojos caídos como de búho. No era nada

guapa, más bien era feúcha, aunque claro, al lado de Montse quién no es fea. Tenía

buen tipo, eso sí, un culito estrecho y puntiagudo enfundado en una falda corta

estrecha, piernas largas acabadas en zapatos de tacón de veinte centímetros como

mínimo. A través de las lágrimas, Montse me vio calibrar a la abogada y entonces me

miró a su vez con reprobación. Hombres, debió pensar con asco. Como si le hubiera

oído el pensamiento.

Irene se llamaba la letrada y tenía una letra pequeña que corría como hormigas sobre

las páginas de una libreta con tapas de cuero. Estábamos en el salón, ella había

apoyado la libreta sobre sus rodillas y me había dicho que le contara todo lo que

sabía. Le dije que no sabía casi nada. Sólo que Javi se había metido en un lío por

andar con malas compañías, que se lo había llevado la policía después de encontrarlo

en el segundo piso donde había ocurrido una desgracia.

-Defina desgracia –pidió la abogada con la voz ronca y profunda de la que ha pasado

media vida sin dormir esperando a que la llame el último tipo que ha conocido en un

bar y al que le ha metido por las narices su número de teléfono arrancando de él la

promesa vacía de una improbable llamada.

-Han matado a tres personas a tiros en el segundo segunda y parece ser que Javi

estaba allí cuando ocurrió todo –dije con la mayor calma de la que fui capaz.

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Miré a Montse cómo preguntándole si no había puesto al corriente a la abogada pero

Montse me ignoró mientras ahogaba un nuevo suspiro. Tenía la cara desencajada.

Entonces le di la mano. Ella me apretó la mano con fuerza.

-¿Tu hijo solía frecuentar esa casa? –siguió Irene.

-Últimamente pasaba casi todo el tiempo allí –dije.

-O sea que la casa estará llena de sus huellas –murmuró mientras anotaba en su

cuaderno.

-Pero eso no significa nada –dije con vehemencia como si intentara convencerla de

algo- él tenía un rollo con la chica, la chica a la que han matado.

-¿Has encontrado algo en su cuarto? –preguntó Irene ignorando mi comentario.

No supe qué decir. Montse me había dicho que no tocara nada pero yo no le había

hecho caso. Imaginé que aquella instrucción había salido de la misma Irene y no me

atreví a confesar que me la había saltado. Opté por una respuesta a medias.

-¿Qué puede haber en su cuarto? –pregunté encogiéndome de hombros.

-Drogas, armas –dijo Irene en tono neutro.

-Tonterías –dije rotundo.

-¿Me lo enseñas? –preguntó Irene.

Le enseñé el cuarto de Javi. Estaba tranquilo porque sabía que no iba a encontrar ni

drogas ni armas, como así fue. Irene miró en los mismos sitios en los que había

buscado yo. Pero ella sí que se paró a mirar con detenimiento los dibujos que había en

los cajones del escritorio. Se sentó y pasó hoja a hoja lentamente. Desde donde yo

estaba me pareció que eran simples viñetas de cómic.

-Javi dibuja cómics desde que era niño –expliqué.

Pero Irene siguió mirando los dibujos, Montse se acercó al escritorio y recogió los

folios que Irene iba dejando caer a un lado. Su frente se frunció y sus ojos azules se

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volvieron hacia mí.

-¿Has visto esto?

Le dije que no, que no creía que la respuesta al problema pudieran encontrarse en

aquellos dibujos. Montse me puso los dibujos en la mano. Sí, eran subidos de tono

pero eso no lo convertía en un asesino.

-Vale, ha dibujado cómics porno, ¿y qué? Es mayor de edad –repuse.

Entonces, Irene volvió sus ojos de búho y los clavó en los míos como si fueran agujas.

-Aquí está explicada toda la historia –dijo –cómo conoció a la chica, cómo se lió con

ella, cómo se encontró haciendo trabajillos para ellos entregando paquetes en un lugar

y en otro, etcétera, lo único que no tenemos, evidentemente es lo que pasó esta noche,

lo que no le dio tiempo a dibujar y que nos sería de gran ayuda ahora mismo. Vamos

–dijo, poniéndose en pie.

-¿A dónde? –pregunté aún con los dibujos en la mano.

-A la comisaría –dijo Irene como si fuera la cosa más natural del mundo.

Era lo primero que le oía decir que tenía algo de sentido.

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33. JAVIER

Y sé que tenía que estar pensando en mi hijo pero no podía. Estaba Montse de por

medio así que como de costumbre, a mí se me nublaba el pensamiento. Montse a mi

lado en el taxi mientras Irene se sentaba al lado del conductor y le daba instrucciones

en aquel tono de sargento que yo pronto llegaría a odiar. Montse a mi lado en la sala

de espera de la comisaría, mientras Irene hablaba con un guardia a través de unos

agujeritos que parecían burbujas sobre el cristal blindado. Antes de atravesar una

puerta que se abrió ante ella lentamente como la puerta de una gruta mágica, Irene nos

sacó dos latas heladas de cola de la máquina expendedora. Os hará falta la cafeína,

dijo cuando nos las dio y luego nos ordenó sentarnos mientras ella se dirigía a la

puerta. Montse y yo ocupamos dos sillas de plástico incómodas y abrimos las latas de

cola bajo la luz mortecina de los fluorescentes, a un lado en una mesilla había revistas

del corazón pasadas de fecha. Sólo un póster con fotografías de los delincuentes más

buscados del momento hacía pensar que estábamos en una comisaría y no en la sala

de espera de un hospital. Quizá yo había visto demasiadas películas americanas, como

había dicho Irene. Esto no es América, advirtió con una mirada que a mí me pareció

de superioridad mientras entrábamos y yo le estaba diciendo a Montse que

seguramente Javi se habría acogido a su derecho a no declarar. Por lo que sabemos ni

siquiera está ni detenido, dijo mientras abría la puerta y entraba en la comisaría como

si fuera la abeja reina retornando a su panal. Qué frío, murmuró Montse después de

dar un par de tragos de la cola helada. Le pasé mi abrigo por los hombros y ella se

apretó contra mí y dejó caer la cabeza en mi hombro. No hablaba pero yo oía la

maquinaria de su cabeza. Esto es por mi culpa, mi culpa, mi grandísima culpa. Era lo

que nos habían enseñado en el colegio nacional público al que fuimos los dos a

principio de los sesenta, un colegio mixto pero con dos alas separadas y una línea

divisoria en el patio que separaba bien claramente la zona de niñas de la de los niños.

Enseñanzas que llevábamos metidas en la psique como garrapatas. Dios, si lo meten

en prisión, qué va a ser de él. Cada vez que su pensamiento se desbocaba me apretaba

la mano más fuerte inconsciente de que me estaba dejando la mano hecha trizas. Pero

yo no me quejaba. Era como cuando Javi nació, en una época en que la no daban

anestesia parcial, era o dormirlas del todo o si no, pues, empujar y gritar hasta el final.

Ella no quiso que la durmieran y me dejó la mano hecha polvo y cuando fui a

apuntarlo al registro civil no atinaba con el bolígrafo y el funcionario no entendió mi

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letra, y eso que escribí su nombre en mayúsculas, Javier Francisco, que era mi mismo

nombre pero del revés, aunque a mí me habría gustado que se llamara de otra manera,

algo más moderno, como Daniel o David o Marc pero Montse se empeñó en que se

llamara Javier. Montse suspiraba y me apretaba la mano, Ay, Javier… murmuraba,

como esperando a que yo le quitara el ansia de la voz. Pero qué le iba a decir yo, si yo

estaba igual que ella. Con el culo prieto por miedo de lo que le podía pasar a mi hijo.

Nunca me gustó ese rol de aplacador de ansiedades que ella me otorgó desde bien al

principio, desde que nos conocimos cuando hacíamos octavo de EGB y ella se agarró

a mí como a un clavo ardiendo porque en su casa no le hacían ni caso y sus amigas en

el fondo no lo eran tanto. Nunca me gustó tener que aplastar sus miedos como si

fueran arañas porque si ella tenía miedo de algo, algo real quiero decir, como no

llegar a fin de mes o que Javi se pusiera enfermo, yo también tenía miedo de las

mismas cosas. Si hubieran sido miedos tontos, si ella hubiera dicho, Javier hay un

fantasma en el baño o un monstruo debajo de la cama, o un ladrón en la puerta, de

esos me podría haber hecho cargo perfectamente pero de los otros, de los serios, no.

Hasta que ella se debió cansar de que yo no quisiera ayudarla a sostener sus miedos,

los tiró por la borda y se marchó con viento fresco. Si yo era incapaz de quitarle los

miedos, ¿de qué le servía? ¿Por qué se suponía que yo había de aplacarlos, me

preguntaba entonces y aún me lo seguía preguntando y sólo en aquel momento,

mientras esperábamos nerviosos como si a Javi lo estuvieran operando en un hospital,

comprendí que las escenas melodramáticas que ella propiciaba como por gusto, unas

escenas que rozaban el pánico y el paroxismo y a mí me ponían a cien, si no serían

pruebas de amor que ella me ponía inconscientemente para comprobar que la quería.

Y entonces me erguí y ella levantó la cabeza. Qué pasa, dijo con los ojos azules

encharcados en lágrimas que no se atrevían a desprenderse. Yo siempre te he querido,

Montse, dije con voz seria, aunque tú no me creyeras. Y esperé que dijera algo como

y esto a qué viene ahora, pero no, no dijo eso, sólo dijo, y yo a ti y me volvió a apretar

la mano. Y en aquel momento algo podría haber pasado que lo habría cambiado todo,

pero entonces salió Irene por la puerta por la que había desaparecido hacía una

eternidad llevándose con ella su culito respingón, su maletín y su taconeo y al verla

nos levantamos de un salto. Está bien, dijo, aturdido pero bien, no hay cargos, sólo

querían que contestara unas preguntas y mirara unas fotografías. No le han hecho

nada, pregunté. En absoluto, se ha duchado, le han dado ropa limpia, un bocadillo,

agua, sólo le falta un futbolín y será como si estuviera de colonias, añadió. Montse

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sonrió pero a mí el comentario no me hizo gracia. Los abogados tenemos un sentido

del humor algo peculiar, dijo como disculpándose. Cuándo sale, pregunté. Por la

mañana, hacia las diez, dijo ella. Por qué no ahora. No lo entiendo, seguí. Créeme,

este es el mejor sitio para él ahora mismo. Por lo que se ve tú no tienes hijos, porque

si los tuvieras no dirías eso, dije alzando la voz. Javier, por favor, murmuró Montse

dándome con el codo y luego se volvió a ella, Perdona, Irene, está nervioso. No pasa

nada, lo entiendo, mira Javier, ahora mismo tu hijo necesita descansar, no enfrentarse

a unos padres histéricos que lo van a acribillar a preguntas y reproches, bastante ha

pasado ya, ah, y preparaos porque va a necesitar un buen psicólogo. Si necesitáis algo

más, ya sabéis. Diciendo eso, se despidió y salió. Montse me dijo que sería mejor que

nos fuéramos a casa. Salimos a la vía Layetana, estrecha y oscura, y vimos a Irene

metiéndose en un taxi, pero nosotros no tuvimos la suerte de que pasara ninguno y

nos dirigimos a la boca del metro y nos quedamos en lo alto de la escalera esperando

a que abrieran, con aquella humedad de Barcelona que se te mete por los pies como

una serpiente de mar y antes de que te hayas dado cuenta ya se te ha metido en los

pulmones y te ha quitado hasta el aire.

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34. JAVIER

Llegamos a casa a esa hora de la mañana en la que los ojos, como ventanas con vidrios

sucios, inventan la realidad; a la hora en la que en el metro los que van al trabajo

bostezando y con bocadillos envueltos en papel de plata se mezclan con los trasnochadores

que vuelven de fiestas aún por terminar; la hora en la que en las calles los barrenderos

arrastran sus rastrillos sobre los adoquines y hacen soñar a los vecinos con uñas de gato

deslizándose sobre una pizarra. A aquella hora, yo habría jurado sobre la Biblia que en el

asiento del metro frente a nosotros estaban los vecinos del segundo segunda, la ciega y el

viejo, pero se me cerraron los ojos y al abrirlos ya no había nadie más que Montse y yo en

el vagón.

Al entrar en el metro yo había esperado (con temor) que ella dijera que se iba a su casa,

que nos encontraríamos por la mañana en la puerta de la comisaría, que luego aparecería

vestida y maquillada, con gafas oscuras, para que en caso de que se hubiera enterado la

prensa no la sacaran con un simple chándal gris, bambas blancas y ojeras; temí que me

dejara llegar solo a nuestra antigua casa donde me esperarían un silencio contenido y los

ecos de risas pasadas y de antiguas felicidades congelados en los rincones; pero no, ella se

vino conmigo a casa como si no lo hubiera dudado ni por un instante.

-¿Qué pasará ahora? –murmuró dejándose caer en el sofá.

-Nada –dije- lo soltarán y aquí paz y después gloria.

Ella me miró con ojos dudosos mientras yo me sentaba a su lado en el sofá.

-Eso no es bien bien así, ha presenciado un crimen horrible…

(hablando del crimen, habíamos subido el tramo de escalera que iba desde el vestíbulo

hasta el entresuelo sin encender la luz y como en procesión, sabiendo que dos pisos

por encima de nuestras cabezas la puerta del segundo segunda seguía precintada por

la policía nacional, que el piso seguía manchado de sangre y que seguiría así durante

días, y aún no lo sabíamos entonces, pero el segundo segunda nunca más se volvería a

alquilar).

-… y tendrá que asumirlo de alguna manera –acabó.

-Sí, ya, pero me refería a la parte legal del asunto –dije, ofreciéndole una manta.

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Ella se había quitado las zapatillas y había escondido los pies debajo de las piernas,

siempre había sido friolera, tanto en invierno como en verano tenía los pies helados.

-¿Quieres tomar una infusión, manzanilla, menta…? –ofrecí.

-No, sólo quiero dejar caer la cabeza un rato hasta que sea la hora de irnos.

-Puedo ir yo solo, si te quieres quedar aquí descansado. Te puedes echar en la cama,

no hace falta que estés en el sofá.

-Quiero ir contigo –dijo, y se acurrucó en el brazo del sofá, cerró los ojos y yo la tapé

con la manta.

A las nueve intenté despertarla pero fue imposible. Seguía siendo un lirón y yo sabía

que era inútil intentar despertarla, así que me fui a la comisaría solo. Estaba tan

nervioso que no quise conducir, (tampoco me apetecía dar vueltas por Barcelona

buscando parking) así que me fui en taxi.

Javi tardó en salir dos horas más de lo que nos había dicho Irene. Estaban dando las

doce cuando se abrió la puerta blindada de la comisaría y Javi salió, en la mano una

bolsa blanca de basura con su ropa sucia dentro, la mirada clavada en el aire frente a

él. Cuando me vio, se paró ante mí y yo lo abracé temblando.

-¡Hijo, ¿cómo estás, te han tratado bien? –habría querido sonar más calmado pero no

pude evitar que la emoción me invadiera al verlo por fin libre.

-Estoy bien –murmuró.

-¿Así que ya nos podemos ir, no? –pregunté mirando hacia el guardia tras el vidrio

blindado.

El guardia, el mismo que había estado a punto de echarme de la comisaría porque

aparentemente le había molestado preguntándole demasiadas veces cuándo iba a salir

mi hijo, se limitó a levantar el auricular del teléfono y miró hacia otro lado.

-Pues, ale, vamos –dije casi empujando a Javi hacia la puerta, quería salir de allí antes

de que algún policía viniera con algún impedimento de última hora y volvieran a

encerrar a Javi, pero no fue el caso y por fin salimos a la calle.

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La Vía Layetana bullía a aquellas horas con el tráfico del mediodía, una estampa tan

diferente a la de hacía seis horas, pero al igual que aquella madrugada no había ni un

triste taxi libre que pasara por allí, así que volvimos a casa en metro.

-Tu madre está en casa –dije.

Él no dijo nada. Pensé que quizá no me habría oído y se lo repetí.

-¿Cómo está? –preguntó sin mirarme.

-Bien, está bien… preocupada, claro. Mira, yo quiero pedirte que no le saques a

relucir nada de…

-No te preocupes –dijo, y me sorprendió oírle sin el deje de reproche en la voz que

usaba normalmente cuando se refería a su madre –no diré nada que pueda molestarla.

-Lo ha pasado muy mal con todo esto.

-Ya imagino que lo habréis pasado los dos muy mal –siguió con una voz nueva, más

ronca y profunda –y de veras que lo siento.

Lo miré largo y tendido porque me parecía que aquel no podía ser mi hijo. La sombra

de barba en la cara, las ojeras, las manos apretadas y venosas sujetando la bolsa de

basura, el semblante serio, la mirada helada y los ojos vacíos de expresión. Era como

si en aquella noche mi hijo hubiera envejecido diez años. La bolsa de basura se me

antojó un petate, me dije que era como un soldado regresando de la guerra con el

petate lleno de ropa ensangrentada y con la frialdad de la muerte impresa en el alma.

Sentí lágrimas en los ojos y fue entonces cuando Javi me miró por primera vez a los

ojos y sonrió, ya pasó, papá, murmuró, ya pasó todo.

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35. JAVIER

Siempre anticipamos lo que será una despedida o un encuentro. Imaginamos que una

despedida tiene que ser algo muy triste, imaginamos los abrazos interminables, los

besos húmedos en un andén al pie de un tren; y por otro lado, imaginamos que los

encuentros, después de meses o años de ausencia, han de ser reuniones

necesariamente felices. Sin embargo, la realidad no es siempre tan tajante. A veces un

reencuentro es triste por lo que acarrea con él. El pesar de la separación dolorosa, y

quizá el rencor de haber pasado ese tiempo alejados por causas fuera de nuestro

control, como si el tren de nuestra vida fuera conducido por fuerzas externas a

nosotros, todos esos sentimientos mezclados pueden hacer que una despedida parezca

un encuentro y viceversa. Eso es lo que pasó aquella mañana. Cuando entramos en el

piso, Montse estaba dando vueltas como un león enjaulado. Vi de todo en su rostro:

enfado, tristeza, alivio, lágrimas, un tornasol de emociones que se deshizo en cuanto

vio a Javi. Se abrazó a él y sollozó como si fuera la última vez que habría de verle,

como si él fuera un condenado a muerte o algo así. A mí se me puso un nudo en la

garganta y los abracé a los dos. Javi se dejó hacer, no dijo nada, ni se echó atrás, pero

tampoco nos devolvió el abrazo. Aún tenía que deshacerse de mucho lastre emocional

(según nos diría el psicólogo después). El abrazo se deshizo al fin y nos quedamos sin

saber qué decir, mirándonos los tres como si se acabara de crear el mundo y nos

hubiéramos dado cuenta entonces de que estábamos desnudos.

-Pero, ¿qué ropa llevas puesta, hijo? –murmuró Montse sonriendo y estirando de la

manga de la camiseta a rayas de Javi –pareces un gondolero.

-Es la ropa que le han dado en comisaría, mujer –dije yo, dando gracias de que ella

hubiera tenido la ocurrencia de decir gondolero en lugar de presidiario al señalar las

rayas blancas y negras de la camiseta que Javi llevaba.

Javi había tirado su ropa sucia a un contenedor de basura al salir del metro quizá en

anticipación del lastre del que habría deshacerse después. De camino del metro hasta

la casa nos pararon algunos parroquianos para quejarse de que el quiosco estuviera

cerrado, pero eran quejas amables que escondían una sonrisa de alivio y un golpecito

en el hombro, que en realidad decía me alegro de que estéis todos bien, y si alguien se

dirigía a él directamente, Javi asentía sin levantar los ojos.

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Y así seguiría durante meses, meses en los que reinó una calma y un orden casi

perfectos en nuestras vidas. Dejamos que la rutina nos engullera y nos alejara

lentamente de aquel día de marzo en el que ocurrieron tantas desgracias. A Javi lo

salvó el quiosco, el bar del Álex, el gimnasio por la tarde, las visitas de Sonia, (al

principio muy tímidas y espaciadas pero al final cada vez más frecuentes hasta que no

pudieron esconder más que su destino era estar juntos). Pero eso fue después de algún

tiempo, después de que Montse se saliera con la suya y consiguiera que Javi

consintiera en ir a un psicólogo –me han dicho que es el mejor que hay, nos dijo- a

contarle todo lo que vivió en el segundo segunda. Si hubiera sido por ella, también

nos habríamos mudado de piso y de barrio, pero yo tenía el quiosco y no era cuestión

de perder la casa y el empleo al mismo tiempo.

En el verano el propietario de nuestro bloque consiguió por fin un permiso del juez

para entrar en el segundo segunda. El propietario se llamaba Sr. Andreu y yo lo

conocía desde que Montse y yo alquilamos el entresuelo hacía ya más de veinte años.

Apareció por la calle una mañana de septiembre con su bastón de mango de nácar y

su traje de tweed. Había sido un dandi en su juventud y al parecer quería seguir

siéndolo en su edad dorada. Hay que decir que el hombre se hacía cargo de los

problemas del edificio cuando tocaba y no se escondía de las responsabilidades, cosa

que no todos los propietarios de edificios en un barrio de segunda categoría pueden

decir, aunque, por otro lado, el Sr. Andreu no podía disimular la rabia que le daba que

las vecinas ancianas tuvieran alquileres antiguos de renta inamovible, pero al mismo

tiempo todo el mundo sabía que nunca habría intentado echar a las ancianas con

triquiñuelas como las que –según decían- empleaban otros propietarios menos

compasivos que él.

-Parece ser que sigue todo bajo secreto de sumario –me dijo en voz baja el Sr. Andreu

el día en que apareció por la calle con tres hombres vestidos con trajes blancos,

mascarillas y guantes para vaciar el segundo segunda –pero me dejan que al menos

limpie el piso. ¡Quién lo iba a decir que fueran mafiosos, con lo buenas personas que

parecían!

Me alegré de que Javi no estuviera en el quiosco en aquel momento para oír aquello.

Había progresado con el psicólogo, al menos ya no tenía pesadillas, y yo temía que

sufriera una recaída si algo le recordaba lo que vivió. Así que cuando regresó de

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desayunar le dije que se subiera a casa a poner la comida. Él obedeció sin protestar, se

había acostumbrado a aceptar lo que yo le mandaba y ya apenas protestaba por nada.

Los tres hombres estuvieron toda la mañana sacando muebles y bolsas llenas de

basura del bloque; pasaban por delante del quiosco cargados hasta las trancas y lo

echaban todo a los contenedores de basura que había en la esquina, parecía como si

estuvieran desmontando la casa ladrillo a ladrillo. Cuando subí a casa a comer, aún no

habían acabado. Parece increíble la de cosas que uno acumula, pensé mientras me

cruzaba con uno de los hombres que bajaba dos bolsas industriales llenas de lo que

sonaba como a loza rota.

Nos pusimos a comer y yo olvidé por completo el asunto del desalojo del segundo

segunda. Por la tarde, cuando Javi se ofreció para bajar a abrir el quiosco, acepté de

buen grado porque hacía días que tenía que llamar a varios proveedores para cambiar

algunos pedidos. Luego me entretuve poniendo en orden facturas y otros papeleos

atrasados y me dieron las siete, la hora de cerrar el quiosco. Cuando Javi subió a casa,

yo aún estaba en la mesa del comedor rodeado de pilas de facturas. Al ver que llevaba

una lámina bajo el brazo, imaginé que habría estado dibujando, algo que hacía ahora

con mucha más frecuencia e interés que antes.

-¿Qué, dibujando en horas de trabajo? –pregunté en broma.

-No –dijo él.

-¿Entonces?

-Es un póster –dijo él con voz fría desenrollando la lámina y mostrándome una

fotografía de Anna Frank, la típica que viene en los libros con su diario.

-Sí, ya lo veo, pero ¿para qué lo quieres?

-De recuerdo.

-¿De recuerdo de qué? –dije extrañado, y de repente empecé a comprender y me

quedé helado -¿de dónde lo has sacado?

-De la basura –dijo él y se metió en su cuarto sin más.

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-¡Javi, no quiero porquerías en casa! –grité en un intento desesperado de quitarle

importancia a todo aquello, pero él me ignoró.

Volví a sentir el gusano del miedo en el estómago, me volví a ver espiando a mi hijo,

asegurándome de que no tenía a mano nada con lo que pudiera hacerse daño,

hablando con sus amigos en secreto para que lo invitaran a salir, me volví a ver

llamando a Montse a todas horas, angustiado, con miedo, aunque ella ya se había

empezado a distanciar otra vez, algo a lo que yo me había resignado y había aceptado

como señal de que todo iba mejor, de que la vida volvía a su cauce. Pero no era así y

por mucho psicólogo que Javi viera, por mucha medicación que le dieran para la

ansiedad y por mucho que fingiéramos que todo iba bien, él nunca volvería a ser el

mismo de antes, y eso lo sabía él, lo sabía yo, lo sabía el psicólogo y lo sabía todo el

mundo.

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36. JORGE

-Javi, hola. ¿Cómo estás? Pasa y siéntate, por favor. Y bien, ¿qué me traes hoy?

-Nada nuevo.

-¿Cómo van las migrañas?

-Mejor.

-¿Duermes mejor?

-Un poco.

-Estupendo, estupendo... ¿recuerdas lo que hablamos al final de la sesión de la semana

pasada?

-Sí.

-¿Y has hecho lo que te pedí?

-Más o menos.

-¿Qué has puesto en la lista de cosas que te hacen sentir bien?

-A Sonia.

-Ajá. ¿Y por qué crees que la has puesto en primer lugar?

-Porque es la persona más inocente que conozco.

-Ajá.

-¿Puedes dejar de decir ajá todo el rato?

-¿Tanto te molesta?

-Obviamente.

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-Perdona… intentaré no decirlo más. Háblame de Sonia. ¿Por qué dices que es

inocente?

-Porque lo es. Porque no ha hecho daño a una mosca en su vida, ni es capaz de

hacerlo, porque no tiene maldad, porque si te promete algo lo cumple, porque se

puede confiar en su palabra.

-Ajá… oh, perdona… o sea que sabes que no te va a fallar como te han fallado otras

personas. ¿Y tú la quieres?

-Supongo. Pero es algo platónico.

-¿Quieres decir que no tenéis relación física? ¿Ella no quiere, es demasiado pronto o?

-No, no es eso.

-¿Entonces?

-Soy yo. No me atrevo a acercarme a ella. Me da miedo.

-¿Miedo a qué?

-No sé cómo explicarlo.

-Como te salga.

-Tengo miedo a hacerle daño, a dañarla, a que deje de ser inocente. Yo sé que este no

es el mejor momento de mi vida para empezar una relación seria y menos con alguien

como ella, ella se merece alguien mejor que yo y se lo dije pero ella me dijo que no

estaba dispuesta a perderme otra vez.

-¿Te perdió anteriormente, cómo? Y luego volveremos sobre eso de que se merece

algo mejor, pero explícame lo de que te perdió.

-Ya te lo he contado.

-Creo que no, pero si quieres puedo buscarlo en mis notas. Me llevará unos minutos.

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-Olvídalo.

-¿Por qué dices que se merece algo mejor? ¿Crees que eres mala influencia para ella?

-¿Tú no lo crees?

-Lo que yo crea no es importante. Lo que importa aquí es lo que tú creas.

-Siempre me dices eso. Me suena a excusa barata.

-No es una excusa, es la verdad. Pero volviendo a Sonia.

-Hace tiempo le dije que se alejara de mí, pero es muy cabezota.

-Parece que sabe lo que quiere y que te quiere, ¿no crees? Sobre todo después de lo

ocurrido. Es en los malos momentos cuando se conoce a los verdaderos amigos.

-Supongo. Imagino que algún día se dará cuenta de que no soy lo que le conviene y se

alejará de mí.

-¿Es eso lo que querrías?

-No.

-Oye, ¿y habéis hablado del tema?

-¿Qué tema?

-El de la relación física.

-No, pero creo que ella a veces espera algo más que hablar o pasear, pero no se queja.

-¿Y no crees que no se queja, así entrecomillas, porque en el fondo comprende lo que

te pasa?

-¿Y qué me pasa, según tú?

-Que aún no puedes confiar por completo en ella, ni en nadie, como para dejarte ir

porque tienes miedo de que te hagan daño otra vez.

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-¡Nada de eso! Soy yo el que no quiere hacerle daño a ella. Para ser psicólogo no

entiendes nada.

-¿Y no crees que estando con ella a medias no le haces daño?

-No te entiendo. ¿Me estás animando a que tenga relaciones con ella para demostrarte

que estoy curado o algo así, es que en cuanto te diga que hemos follado me darás el

alta? ¿No se supone que deberías recomendarme que fuera prudente, que no empezara

ninguna relación tan pronto después de…?

-Mira, ya sabes que yo no te voy a decir lo que tienes que hacer. Mi función es

hacerte pensar en el porqué de lo que haces y de lo que no haces, y lo que el hacer y

no hacer significa.

-No sé, tío, todo esto me parece un timo. Yo vengo a tu despacho cada lunes y

miércoles, me siento durante una hora en este sofá incómodo de los cojones, te cuento

mi vida, tú pones cara de Freud mientras lo escribes todo en tu libretita, y ahora me

dices que ni siquiera me puedes aconsejar sobre lo que debería hacer? ¿Para eso

cobras ese pastón que te paga mi madre? ¡Así también me hago yo psicólogo, no te

jode!

-Hay mucha rabia en tu voz, Javi, te voy a pedir que te calmes sino tendremos que

dejarlo aquí por hoy. Respira hondo, tómate el tiempo que quieras, pero cuando

vuelva a hablar que sea en un tono correcto, por favor.

-Perdona.

-No importa. Aún tienes mucha rabia dentro. Es normal que te salga a borbotones en

el momento menos pensado. Y ahora volviendo al principio, a lo de las dos listas, aún

no me has dicho lo que has puesto en la lista de cosas que te hacen sentir mal.

-Los recuerdos.

-¿Qué recuerdos?

-Los recuerdos de lo que me pasó.

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-Sí, ya sé, pero, ¿qué recuerdos en concreto?

-Ver a Elsa desangrarse ante mis ojos y no poder hacer nada por ella, ver cómo su

cuerpo perdía la fuerza y sus manos se extendían hacia mí y yo allí de pie, ni siquiera

fui capaz de darle la mano, ni de cerrarle los ojos.

-Fue algo muy duro. Yo no sé qué hubiera hecho en tu lugar. Quizá habría hecho lo

mismo que tú.

-En el simulacro de juicio que hubo en verano me preguntaron si yo sabía que Elsa

estaba embarazada, ni siquiera vi al juez, me tomó declaración un secretario judicial y

aquella fue una de las preguntas que me hicieron. Me quedé de piedra.

-¿Y crees que era tuyo?

-No lo sé, no estuvimos juntos tanto tiempo y siempre usábamos protección, tampoco

podría jurar que ella no fuera con otros.

-¿Por qué crees que no me lo habías contado hasta ahora?

-¿Lo del embarazo? No sé. Supongo que hay tantas cosas que contar...

-¿Crees que hay muchas más cosas que aún no me has contado?

-La verdad es que he perdido la cuenta de lo que te he contado, el de la libreta eres tú,

no yo. ¿Aún no es la hora?

-No, pero podemos dejarlo ya si estás cansado... Javi, una cosa, recuerda lo que te

digo siempre, cualquier cosa que necesites, si tienes una pesadilla o te viene algún

recuerdo extraño y tienes que hablar con alguien, tú me llamas, a cualquier hora día y

noche, ¿vale?

-Descuida.

-Y la semana que viene seguiremos con la lista, ¿vale? Y quiero que hagas otra cosa

este fin de semana.

-¿Qué? ¿Dibujar un arbolito?

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-No te hagas el gracioso conmigo. A ver, quiero que intentes acercarte a Sonia, darle

la mano, o un abrazo, o un beso, a ver qué tal va. Inténtalo, vale, y ya me cuentas el

lunes.

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37. SONIA

Sin haberme levantado aún de la cama escribo porque no sé cómo sacarme este

comezón de encima, no tengo a nadie a quién contárselo, aunque ni siquiera sé por

dónde empezar. Fue la discusión con mi madre de ayer lo que lo precipitó todo. Si no

hubiera sido por esa discusión no me habría atrevido a hacerle aquella pregunta a Javi.

A mi madre no le gusta que me vea con él. Tiene miedo de que me pase algo, no sé

qué películas se hace en su cabeza, como si tuvieran que volver los asesinos a

matarnos o algo así. ¡Tú has visto muchas películas!, me río yo siempre, y le recuerdo

que la policía aún vigila el barrio. Lo que tú digas, pero ese chico no es trigo limpio,

me volvió a decir ayer, que no te conviene, hija, que me duele el alma ver que vas a

cometer una equivocación tan grande. Es dramática como ella sola. Que le duele el

alma, pero ¡si desde que se fue mi padre ni siquiera sabe dónde la tiene guardada!

Pero, qué equivocación, le dije yo, no es que me vaya a casar con él, si ni siquiera

somos novios. ¿Y entonces a qué viene pasar todas las tardes juntos, hija, que no has

consentido en ir este verano al pueblo porque no querías separarte de él! ¡Así que si

no sois novios, entonces ya me dirás qué sois! Ya me gustaría a mí saberlo, pensé,

pero le dije que se callara, más bien se lo grité y ella me gritó también y así estuvimos

durante un rato hasta que casi que me quedé sin aire y entonces ella hizo una

carantoña y buscó con desgana el espray del asma en mi bolso, porque en el fondo mi

madre cree que lo del asma es fingido. Mi propia madre cree que finjo los ataques de

asma, ¿no es patético? Y en realidad es ella quién me quita el aire, mi madre es como

un gato de angora que se te sienta en la cara mientras duermes. En el bolso encontró,

claro, lo que no había de encontrar y aún se puso a chillar más. ¿Y esto? ¡Si no sois

novios, ¿esto qué es?! Es por si acaso, aunque dudo de que llegué a darse la ocasión,

pensé pero no le di la satisfacción de aclararle la duda y me marché. Estaba tan

enfadada que tuve que dar unas cuantas vueltas por el barrio antes de ir a ver a Javi,

pero no conseguí quitarme de encima el cabreo y subí a su casa algo más pronto de lo

habitual, pero a él no pareció importarle. Supongo que esperaba que nos sentáramos

en el salón como de costumbre (él dibuja y yo leo, su casa está llena de esos librillos

que dan con los periódicos los domingos), pero yo no podía esperar y le pregunté a

bocajarro si le gustaba. ¿Que si me gusta qué?, murmuró. ¡YO! ¿Que si te gusto yo,

que si estamos saliendo, que si somos novios o qué somos? Mi madre quiere saberlo y

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yo también, dije. Buf, dijo él. No, buf no vale, contéstame, dije. Sonia, no sé qué

decir, murmuró.

Me dieron ganas de llorar. Estaba tan nerviosa, me había costado tanto hacerle aquella

pregunta y que me contestara así me dejó hecha polvo. Le dije que daba igual, que me

iba, que ya nos veríamos (aunque me prometí que todo se había acabado). Supuse que

mi madre se pondría contenta. Me daba rabia hacerla feliz, darle la razón, pero si he

heredado algo de ella es el orgullo (sí, y el egoísmo también). Entonces él dijo, Sonia,

no te vayas, espera. No habíamos pasado del vestíbulo. ¿Qué?, dije. Se acercó a mí.

Perdona, sí, debería, lo que estás haciendo es... no sé cómo... balbuceó. ¿Qué estoy

haciendo, de qué hablas?, casi grité. Él cogió aire y dijo de una tirada: Gracias por

estar conmigo, y por volver después de lo que pasó, gracias por aguantarme porque sé

que no soy la mejor compañía del mundo en estos momentos. Pero no era eso lo que

yo quería oír, pero aún así me debí quedar embobaba mirándolo y tuve miedo de que

se me notara el cuelgue y miré para otro lado. Y en aquel momento, él me abrazó. Y

por dentro de mí fue como una corriente eléctrica, y mi cabeza bullía, por un lado me

decía que pronto empezaré la universidad y yo sin saber si tengo novio o no, y otra

parte me decía, qué egoísta eres, que él ha pasado lo suyo y aún se está recuperando, y

la otra replicaba pero ¿qué soy yo para él, es demasiado preguntar? Entonces se

deshizo el abrazo y él me miró a los ojos y me tocó el cabello y yo estaba a punto de

decir: Javi, ¿qué soy yo para ti? Y él no habría tenido escapatoria porque estábamos

solos y todo estaba en silencio y no había ningún sitio a dónde ir, ni prisas, ni nadie

esperándolo en otro lugar. Pero no hizo falta porque entonces él dijo: A veces me

pregunto lo mismo que tú y supongo que si no me he acercado más a ti es porque

tengo miedo de que no me creas si te digo que te quiero y que por nada en el mundo

quisiera hacerte daño, que tengo miedo de que estés conmigo por lástima, que no

puedo creer que me hayas perdonado. En cuanto a lo físico, no creo que pudiera aún,

y creo que pasará tiempo. Si puedes aceptar todo esto aún te deberé otro favor más,

pero si no, no te reprocharé nada si quieres dejar de verme.

Acabamos llorando. Yo sólo movía la cabeza de un lado a otro, negándolo todo, pero

no me salían las palabras. No sabía cómo empezar a decirle que no estoy con él por

pena, que no hay nada que perdonar, que esperaré lo que haga falta. Él comprendió lo

que yo intentaba decirle y sonrió ligeramente y me volvió a abrazar. Creo que fue

entonces cuando yo murmuré que le quería, pero lo dije tan bajo que creo que él ni lo

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oyó. Era la primera vez en mi vida que le decía eso a alguien y ahora creo que quizá

no lo llegué a decir, que tan sólo imaginé que lo decía, como si lo ensayara para una

ocasión futura que verdaderamente fuera la apropiada, como si cada momento que

vivimos no fuera el único que existe.

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38. ÁLVARO

Álvaro entra cabizbajo en la comisaría casi vacía. Se dirige a su mesa. Al cruzarse con

un compañero se tapa la cara con el brazo. Se saludan quedamente, el otro no se da

cuenta de nada. Pero Julio, su compañero, silba al verle.

-Tío, ¿qué te ha pasado? ¿quién te ha hecho eso?

-Mi mujer, pero no es nada.

-Joder, nada -exclama Julio- por de pronto te ha partido la cara.

Álvaro se hunde en su silla. Lleva en una mano la bolsa de hielo que le han dado en el

hospital, en la otra papeleo, recetas y una caja de pastillas. Se pone la bolsa de hielo

sobre la nariz.

-Tendríais que ir a terapia de pareja –sigue Julio.

-Ella no quiere, dice que la culpa es mía y que tenía que haberle hecho caso a su

madre.

Julio está a su lado revolviendo los papeles del hospital que hay sobre la mesa.

-¿Quemaduras de primer grado, laceración, siete puntos de sutura? Joder. ¿Y estas

pastillas?

-¡Trae! –Álvaro le quita la caja de pastillas de un manotazo – son las del corazón.

-¿Qué ha pasado?

-No he dormido en casa, no me mires así, joder... cuando he llegado esta mañana tenía

la maleta en la puerta, ni siquiera me ha dejado entrar a coger las pastillas, he querido

entrar a la fuerza y me ha tirado la plancha a la cabeza –Álvaro habla en voz baja,

tiene la voz ronca- suerte que mi cardiólogo estaba de guardia, quería que me quedara

en observación pero le he dicho que me diera la receta de las pastillas y me he

ido. Cuando pille al que se ha ido de la lengua se va a enterar.

Los dos miran a su alrededor. La mayoría de puestos están vacíos. Es domingo. Al

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fondo se oye la centralita y una voz cansada que advierte sobre las consecuencias

legales de llamar a una comisaría para matar el aburrimiento.

-¿Crees que ha sido alguien de aquí? –pregunta Julio en voz baja.

-¿Quién sino iba a saber que me estoy tirando a la fea esa?

-Pero, a ver, ¿tú crees que alguien le va a ir con el cuento a tu mujer? ¿crees que aún

estamos en el instituto?

Álvaro está a punto de traer a colación que el día en que se conocieron Julio se

sentó en una de las sillas giratorias de la oficina y se pasó un buen rato dando vueltas

y haciendo como que desenfundaba un arma imaginaria, pero se lo calla. Los ojos

grandes, oscuros, aún inocentes, de su compañero están nublados por una genuina

preocupación por él. Julio no lleva más de seis meses en el cuerpo, y si no fuera un

coco investigando crímenes no habría durado allí ni dos días; por otro lado, lleva sólo

un año de casado y aún está en la fase de luna de miel, no sabe nada sobre las

dificultades sobrevenidas en toda relación normal de pareja. Aún le quedan unos

cinco años o así antes de que sienta la necesidad, de -cómo decirlo en fino- irse de

putas.

-Si no se lo ha contado alguien, ya me dirás cómo se ha enterado –dice al final.

-Te lo habrá olido en la ropa, tío. Que esas cosas se notan.

Álvaro se encoge de hombros.

-¿Estás bien entonces? –sigue Julio -¿no te irá a dar otro infarto o algo así?

-¡Quita! ¿Y por aquí, qué? –Álvaro se fija en un papel amarillo que hay sobre su

mesa- ¿y esto?

Intenta descifrar las palabras garabateadas sobre el papel pero le resulta imposible.

-Ah, sí. Te ha llamado aquel chaval que se vio implicado en los asesinatos de la banda

de los rusos.

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Álvaro levanta la vista. El parche en la nariz le da un aire cómico, pero Julio evita

hacer comentarios.

-¿Javi? ¿Y por qué no me lo has dicho antes? ¡Joder, ¿quién ha escrito esto? –por

mucho que arruga los ojos, no consigue descifrar los garabatos.

-He sido yo –confiesa Julio –sí ya sé que tengo letra de médico... dice que le llames.

-¿Y no ha dicho nada más?

-No. Quería hablar contigo pero no parecía urgente, como si quisiera contarte algo

que se le ha ocurrido así de repente.

-¿Cuándo ha sido eso? –pregunta Álvaro levantando el auricular de su teléfono.

-A las doce.

Álvaro mira su reloj. Son las tres de la tarde. Marca mal a propósito y hace ver que

cuelga después de un rato. Lo intentaré de aquí a un rato, dice en voz alta para

asegurarse de que Julio lo oye.

La inyección que le han dado en el hospital está empezando a hacer efecto y poco a

poco siente menos dolor en la cara, aunque también se siente somnoliento. Le ha ido

de un pelo no quedarse ciego, al menos eso le ha dicho el médico que lo ha atendido

en urgencias. Debería poner una denuncia, ha dicho también. Él ha sonreído. ¿Un poli

denunciando a su mujer por violencia doméstica, qué juez se lo iba a creer? No, lo

mejor será divorciarse de una puta vez. No quiere ni pensar en el momento en que le

quiten el parche de la cara. Sólo le faltaba otra cicatriz para acabarlo de rematar. Y

esta noche tendrá que ir a dormir a casa de su hermano y pedirle que le deje quedarse

con él unos días. No es la primera vez que pasa la noche allí y su hermano aún

conserva una cama plegable en su honor. ¿Y qué le dirá a Irene cuando le pregunte

quién le ha partido la cara? Le dirá que son cosas de trabajo, al menos su oficio le

proporcionará una buena excusa esta vez. Ella levantará las cejas con esa manera

especial que tiene de menospreciar las -según ella- "más que fútiles demostraciones

de macho ibérico tan habituales en el mundo del hampa". Le sacan de quicio sus

ademanes de niña pija, pero al mismo tiempo le vuelven loco su culo respingón y

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esas piernas tan largas. Anoche quedaron en que hoy no se verían pero las cosas han

cambiado. La llamará para quedar y así de paso le preguntará porqué su cliente lo ha

llamado a la comisaría, cuando quedó perfectamente claro que nadie ha de saber que

sigue trabajando para la policía. Mira a su alrededor furtivamente. Julio ya ha vuelto a

concentrarse en los papeles que tiene sobre la mesa. Entonces levanta el auricular de

nuevo. Está vez marca el teléfono del bufete de Irene. Es ella quién contesta.

Trabajando en domingo. Nadie podrá decir que no se gana el jornal.

-¿Podemos vernos?

-Pásate, estoy sola, ¿quieres comer conmigo? Aún no he comido.

-Vale.

-¿Pasa algo?

-No.

El otro lado de la línea se suma en un silencio cargado de incredulidad.

-Vale. Entonces, ¿nos vemos de aquí a un rato?

-Sí, ahora mismo voy hacia allí.

-Hasta ahora, pues.

-Adiós.

-Julio, voy a salir.

Julio murmura algo a modo de despedida. Álvaro siente su mirada de reprobación

mientras se aleja entre los pasillos que forman las mesas vacías. No le importa lo que

Julio piense de él. Sabe que la vida es demasiado corta para perder el tiempo

aparentando ser lo que no se es.

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39. ÁLVARO

Jodido crío. ¿Por qué habrá tenido que llamarlo a la comisaría? ¿Acaso ha olvidado

que el trato era que cualquier mensaje se lo haría llegar a través de Irene? Y esa es

otra. Al parecer ella no tenía ni idea de que su cliente se había puesto en contacto con

él. En mala hora pactaron que el chico seguiría trabajando para ellos. A cambio de su

colaboración, él prometió vigilancia continua para él, para su padre y ahora también

para su novia y desde entonces han de tener una patrulla vigilando la calle a todas

horas. Los jefes se están comenzando a preguntar de qué sirve tener a dos hombres

vigilando un punto muerto y él también se lo pregunta. Lo único que tiene que hacer

el chico es estarse quieto, pero parece que eso le resulta imposible. Así quedaron la

noche de autos. El chaval traía la mirada perdida y la ropa ensangrentada y él mismo

le quitó las esposas, le prestó ropa para cambiarse y lo acompañó a la zona restringida

al personal para que se aseara. Luego lo llevaron a la sala de interrogatorios. Irene aún

no había llegado. Álvaro estaba ultimando su trato con el chico: si veía cualquier

movimiento sospechoso, cualquier cosa que no encajara en la cotidianeidad del barrio

habría de dar parte, a cambio lo soltarían. Pero cuando entró la abogada en la sala y

vio lo que estaba pasando, puso el grito en el cielo. Sólo con entrar ella la temperatura

subió diez grados. Él había oído hablar de Irene, tenía fama de loba en los juzgados

pero no había coincidido nunca con ella en ningún caso. Enseguida quedó patente que

su fama no era injustificada. Se encaró con él, blandiendo todas las leyes que había

incumplido. Le dijo que cualquier cosa que hubieran hablado sin estar ella presente

quedaba invalidada y que si no había cargos tenían que soltarlo. Álvaro aguantó el

chaparrón sin inmutarse. Los dos conocían bien su rol en aquel juego. Cuando ella

acabó, él dijo que probablemente habría cargos contra su cliente porque él era el único

sospechoso de un triple asesinato. En ese punto ella pidió hablar con él en el pasillo.

Salieron de la sala y ultimaron los detalles del pacto en voz baja. Ella se avino a que

su cliente hiciera de confidente de la policía con la condición de que le soltaran

aquella misma noche y que no hubiera parte a la prensa. Otra de las condiciones era

que todos los mensajes habrían de pasar a través de ella. Álvaro asintió y le tendió la

mano. Por primera vez ella pareció dudar, pero al final se estrecharon las manos y se

miraron de soslayo. Quizá fue en aquel momento cuando empezó todo. Durante la

semana siguiente él la llamó al bufete varias veces poniendo excusas vagas sobre el

caso. Ella se dio cuenta enseguida de lo que le pasaba, y no se resistió. Una noche en

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casa de ella, los dos bebieron demasiado y se miraron desnudos al espejo. Se echaron

a reír porque los dos eran igual de feos y aún así, se gustaban. Cuando él tuvo el

infarto, estaba con ella, en su casa. Ella lo llevó a urgencias, no se marchó hasta que

estuvo fuera de peligro. Luego, el médico le dijo que si le hubiera pasado estando solo

no lo habría contado.

Álvaro se mete en una cabina. Se saca del bolsillo unas monedas, levanta el auricular

y los cables rotos le arañan la cara. Jodido chaval. Seguro que querrá decirle que lo

deja, que está harto de todo. Que prefiere que los engranajes de la justicia lo crujan

antes de quedarse sentado en su casa esperando a que el Chino decida enviar a alguien

a matarlo. Tendrá que recordarle de nuevo que por mucho que él vaya a prisión el

Chino seguirá suelto haciendo de las suyas, que no habrá conseguido nada. Y no tiene

ni que recordarle que la vida en chirona para un pollo de 20 años rubio y de ojos

azules no será un picnic. Entra en otra cabina. Echa monedas, marca.

-Sí, hola, soy yo. ¿Me has llamado?

-Sí.

-¿Ha pasado algo?

-Aún no, pero, creo que va a pasar algo, tengo un mal presentimiento.

Ansiedad, como si de eso él no tuviera ya bastante. Le duele la cara, como si le

hubiera pasado una apisonadora por encima, pero no se deja llevar por la frustración y

coge aire.

-Vale, figúrate que soy ese psicólogo tan caro al que vas. Háblame de ese

presentimiento.

-No me quito de la cabeza a la niña.

-Habla más alto, apenas te oigo. ¿Qué dices de una niña?

-Que no dejo de pensar en lo que le puede haber pasado a Marina, la hermana de…

-Ya, pues mira está con su padre y vive de puta madre en un chalet con jardín y

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piscina en una urbanización de lujo. No te preocupes por ella.

-¿Sabes dónde viven? ¿y por qué no vais a por ellos?

-No es tan fácil. No tenemos pruebas suficientes.

Está hablando demasiado, y ¿por qué sigue usando el plural cuando él es el único

detective que sigue investigando este caso? El teléfono da señales de necesitar más

monedas y una anciana llama con los nudillos en el vidrio. Álvaro se rasca el bolsillo

y mete una moneda en el teléfono, es la última que le queda, luego le enseña cinco

dedos a la abuela. El chico sigue hablando pero él apenas lo oye.

-A ver, repite eso último.

-¿Dónde viven?

-¿Para qué quieres saber eso? –está sudando, le aprieta la ropa, siente que le falta el

aire y se le está empezando a nublar la vista.

-Sólo quiero saber que la niña está bien.

-Ya te he dicho que está bien, te voy a dejar que hay cola –ha sentido una punzada en

el pecho.

Asustado, se lleva la mano al bolsillo pero no encuentra allí la pastilla del corazón,

maldiciendo recuerda la caja que ha dejado en su mesa en comisaría. La voz

desesperada de Javi sigue sonando por el auricular.

-… al menos dime donde viven.

-Javi, llama a una ambulancia, diles que estoy teniendo un infarto –murmura Álvaro

con un hilo de voz- la niña va al Colegio Nuestra Señora del Remedio, pero si te

matan…

Álvaro se desploma en la cabina arrancando en su caída el auricular del teléfono. La

anciana que espera en la calle da un grito. Enseguida la cabina se encuentra rodeada

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de curiosos. En cinco minutos la sirena de una ambulancia llena la calle con su rugido

insistente.

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40. IRENE

La despertó el chasquido irritante, como de moscardón atrapado en un cubo metálico,

de un fluorescente moribundo. Se incorporó en la silla y desentumeció la espalda con

unos estiramientos de cuello y hombros que le recomendó su fisioterapeuta, con el

que, y le avergonzaba reconocerlo, en algún momento se había hecho vanas ilusiones.

El reloj de la pared marcaba las seis de la mañana y ella había dormido en una silla de

plástico en una sala de espera de hospital, por un hombre casado que seguramente ni

siquiera la quería. En la sala no había nadie más que ella en aquel momento. Cuando

llegó (después de que Javi la llamara desesperado y balbuceando que a Álvaro le

había dado un ataque de corazón), en aquella sala había al menos diez personas, pero

durante la noche el paisaje había ido cambiando. A las diez de la noche la sala

empezó a despejarse y cuando a las doce un médico vistiendo el verde de la sala de

operaciones salió por una doble puerta con ojo de buey para informar a los familiares

de Álvaro Domínguez, no quedaba en la sala nadie más que ella. Así que se acercó al

médico y, antes de que pudiera ponerle en antecedentes sobre su nulo parentesco con

Álvaro, el hombre ya le estaba dando el parte con voz rutinaria y cansada: Le hemos

hecho un bypass, la operación ha ido muy bien, podrá pasar a verlo cuando lo bajen

del quirófano, y diciendo eso se marchó por donde había venido sin esperar siquiera a

que ella le diera las gracias.

Nunca le gustaron los hospitales, por lo que tenían de antesala de la muerte. Se sentía

mucho más cómoda en una sala de juzgado donde todo era previsible, comedido y

premeditado, y donde existían escasas oportunidades de cometer un error fatal. La

confundían enormemente el libre albedrío de la naturaleza y del cuerpo humano que

puede dejar de vivir de sopetón, según el dictado de arterias obturadas, hormonas

díscolas o bacterias rebeldes. Siempre evitaba pensar en su propia mortalidad y en la

de sus seres queridos (aún recordaba con cariño las bromas de su padre cuando en su

lecho de muerte le dijo que no temiera a la muerte porque ella era capaz de

ahuyentarla confundiéndola con su desparpajo), por eso se quedó helada al ver el

cuerpo del policía aun inconsciente tendido en una camilla. Tenía las manos y los

brazos muy fríos. ¿Cómo es que lo tienen así, desnudo? preguntó al aire ausente de la

estancia cargada con el estertor de la respiración mecánica y con el tono lento del

monitor, y luego cuando una enfermera vino a echarla, preguntó: Pero, ¿qué le han

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hecho en la cara?, entonces la enfermera se volvió a ella y le dijo en tono displicente

que las heridas de la cara no eran de la operación, que ya las traía antes de ingresar.

Salió y sentó en el asiento incómodo de plástico donde habría de pasar la noche sin

que nadie se molestara en echarla de allí. Y le habían dado las seis de la mañana y

ahora el hospital comenzaba a despertar y ella debería ir a tomar un café. Pero antes

de eso le pidió a una enfermera, recién apostada tras el mostrador, poder entrar a ver a

Álvaro.

-Ya no está aquí, señora, se lo llevaron a la UCI hace horas –le dijo la mujer

señalando los ascensores –en la tercera planta.

La UCI le recordó vagamente a un zoo. Un pasillo largo y estrecho, flanqueado a

ambos lados con ventanales, cualquiera que pasara por allí podía asomarse a la vida (o

a la muerte) de quién quiera que estuviera postrado en una cama de sábanas verdes;

por el otro lado, con sólo atravesar un vidrio, uno se encontraría con la libertad del

cielo y de las nubes.

Le dijeron que Álvaro estaba en la habitación número 3. Tampoco le hicieron

identificarse esta vez. Sin embargo, no podía pasar al interior de la habitación hasta

que no saliera la persona que en aquel momento estaba con él.

Se adentró por el pasillo y miró a través de la ventana de la estancia número 3. Era un

mujer la que estaba con Álvaro, de pie junto a la cama y de espaldas a la ventana.

Sólo veía de ella su espalda y su cabello negro y largo recogido en una cola. Él

parecía estar aún inconsciente. En un momento dado creyó que la mujer se iba a

volver (quizá reclamada por su mirada intensa clavada en su cogote) y entonces ella

también se movió y fue a parar a la siguiente ventana a través de la cual vio a un

anciano con profundas arrugas en el rostro, que estaba solo y parecía estar muerto o

muy cerca de estarlo. Se quedó inmóvil contemplando al anciano y ni siquiera oyó la

puerta del pasillo abrirse.

Al oír pasos miró a su derecha. Era la mujer que estaba con Álvaro la que se puso a su

lado. Tenía los ojos rojos, la nariz roja, las mejillas rojas, un pañuelo de papel hecho

una bola contra la nariz. Al verla, esbozó una media sonrisa.

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-Buenos días –dijo la mujer.

-Buenos días –respondió ella.

-No sabe una cuánto se les quiere hasta que se van –murmuró la mujer -¿Es… su

padre? –preguntó la mujer señalando al viejo a través de los vidrios.

-... sí, es mi padre, está muy malito el pobre.

Su propio padre (que también fue abogado) le enseñó que mentir no tenía nada de

malo. Dejemos que sean los santos los que encargados de decir siempre la verdad,

decía.

-Lo siento –dijo la mujer moviendo la cabeza y después de sonarse la nariz siguió -

¿fue al menos bueno con usted?

-Mucho. ¿Y el suyo?

-¿Ese? Malísimo.

-Me refería a quién es.

-Ah… es mi marido.

La mujer rió con una risa nerviosa. Ella sonrió a su vez. La mujer era menuda, de

mirada nerviosa, de alguna manera le recordaba a Álvaro, quizá los ademanes y la

manera de hablar, y sin poderlo evitar sintió una corriente de simpatía hacia ella. Aún

así, una vocecita en su mente la instaba a marcharse de allí de inmediato.

-Es que no nos llevamos muy bien, sabe –siguió la mujer- cosas de hombres, ya me

entiende.

-Uf. Sí, ahí donde lo ve, mi padre fue un donjuán en su juventud. Mi madre lo pasó

muy mal.

-Oh. ¿Su madre falta?

Ella asintió. En eso no estaba mintiendo. Sus padres la dejaron hacía muchos años.

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-Lo siento.

-No se preocupe, fue hace mucho. Bueno, me tengo que ir a trabajar. Encantada –dijo

ella extendiendo la mano.

-Igualmente –la mujer le dio la mano con algo de aprensión, su apretón no fue tal,

más bien dejó que ella le apretara la mano –supongo que nos iremos viendo. Mi

marido pasará aquí unos cuántos días y yo no me pienso mover de aquí, es que a pesar

de todo nos queremos mucho, ¿sabe?

-Ya imagino. Bueno, pues que se mejore pronto.

-Muchas gracias, señora.

Salió rápidamente del pasillo de las cristaleras, y del hospital. En la puerta llamó a un

taxi. Se hundió en el asiento y se dejó llevar. Cuando entró en la quietud de su piso, se

dejó caer tras la puerta. Habría querido llorar pero no sabía.

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TERCERA PARTE

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41. JAVI Con Álvaro fuera de juego, él ya no podía contar con nadie para llevar a cabo su plan.

No quería volver a meter en líos a Sonia y tampoco quería hablar con Irene, aunque si

hubiera querido hacerlo tampoco habría podido porque ella había desaparecido del

mapa después de echarle un tremenda bronca por haber molestado a Álvaro con lo

que ella calificaba como chorradas. Como si él tuviera la culpa de que el policía

hubiera tenido un segundo ataque masivo de corazón. Ya estaba harto de culparse por

todo, por las muertes en el segundo segunda, por su incapacidad para evitarlas, por

haberse metido en líos con la policía, por haberle mentido a Sonia, por lo de Álvaro, y

ahora sentía la necesidad de hacer algo para reconciliarse consigo mismo, así que

salvar a Marina, aún inocente, arrebatarla de las garras de la mafia se había convertido

en el clavo ardiendo al que se agarraba para salvarse a si mismo.

Es extraño como las circunstancias fluyen y confluyen a veces para llevarnos a

nuestro destino. Algunos llaman casualidad, otros los caminos inexpugnables de Dios,

a esa fuerza invisible que mueve los hilos para que acabemos justo en el lugar exacto

en el momento preciso. Quizá por eso aquella mañana de setiembre, al bajar a la calle

con la mente puesta en Marina, Javi se topó de bruces con la cartera de toda la vida

que intentaba descifrar la letra de la carta que tenía en la mano.

-¿Tú entiendes lo que pone aquí? –le preguntó la mujer tendiéndole la carta.

Con el corazón a mil, Javi murmuró el nombre de Elsa Litski y el número del piso,

segundo segunda.

-Ah. Vale –dijo la cartera y señalando el buzón repleto de correspondencia atrasada–

pero ¿vive alguien ahí?

-Sí, sí viven –la mentira le causó un nudo en el estómago –pero creo que están de

vacaciones.

-¡Ah, qué suerte tienen algunos! –dijo la mujer sonriendo, y entonces metió con

fuerza la carta en la ranura del buzón –gracias, guapo –dijo antes de marcharse

arrastrando tras de si el carro con las cartas que aún había de repartir.

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Esperó, temblando, a que la cartera se hubiera ido para sacar la carta del buzón. Ya

cuando la cartera le había enseñado la carta había advertido en el anverso una letra

infantil, con los puntos sobre las íes en forma de margaritas. Le dio la vuelta. En el

reverso sólo un nombre, Marina, sin dirección. Se guardó la carta entre la camisa y el

pecho y subió los peldaños de dos en dos hasta su casa. Su padre estaba aún en el

quiosco pero él se había acostumbrado a esconderse y se metió en su cuarto y echó el

pestillo. Necesitaba soledad absoluta para asimilar lo que fuera que Marina quisiera

contarle a su hermana muerta. Desde el día del crimen, él se había preguntado cómo

consiguieron los hombres llevarse a la niña sin que nadie los oyera, suponía que la

habrían drogado y deseaba con todas sus fuerzas que ella no hubiera presenciado el

atroz crimen. Ahora tenía en la mano una prueba de que la niña creía que su familia

seguía viva. Habría dado gracias a Dios pero no tenía tiempo que perder en plegarias.

Abrió la carta. Poco había imaginado la niña mientras llenaba la cuartilla que el

recipiente de sus palabras no sería su hermana, ni sus falsos padres, sino él.

“Queridos papá, mamá y Elsa ¿cuándo vais a venir a por mí? no me gusta esta casa

ni el tío José ni el colegio ni las monjas, las monjas me hacen rezar y a mí no me

gusta rezar las otras monjas no me obligaban rezar el otro día la maestra me

preguntó porque no rezaba como las demás niñas y le dije que no creía en dios y se

enfadó y me envió a la directora que me dijo que debía creer en dios porque dios es

nuestro padre que está en todas partes que es como un ojo gigante y ve todo lo que

hacemos pero si está por todas partes cómo es que yo no lo he visto nunca ella dijo

que debía tener fe y que aunque él esté en todas partes sólo los santos lo ven yo le

dije que no quería que me hicieran santa sino que quería volver a casa y me puse a

llorar ella me dijo que no debía llorar y luego me tuvo haciendo copia hasta la hora

de salir en la casa la tía Petra me hace la comida pero no me lleva al colegio me

llevan dos hombres que no me gustan ni me gusta el tío José dice que es mi tío pero si

es mi tío como es que no había venido nunca a nuestra casa? Bueno, me despido ya

que es tarde, ya estoy cansada de estar aquí y quiero irme a casa. Marina.

Con lágrimas en los ojos, rompió la carta en mil pedazos. Buscó en los cajones de su

cuarto el mapa que le había acompañado otras veces en sus correrías por la ciudad, en

aquella época lejana en la que trabajó para Genaro. Con el mapa en el bolsillo de la

cazadora volvió a bajar a la calle. El coche de policía que de normal vigilaba su calle

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no estaba aparcado en su lugar habitual. Su padre, enfrascado en una conversación

con una vecina, no lo vio pasar. Dio la vuelta a la esquina y se dio de bruces con

Sonia que salía en aquel momento de la peluquería de su madre.

-¡Hey! ¿Adónde vas con tantas prisas? –preguntó ella.

-A dar una vuelta –murmuró él.

-Te acompaño –dijo ella sonriendo.

-¿No tienes que estudiar? –dijo él, y entonces ella lo miró con desconfianza.

-Sabes que aún no ha empezado el curso. Oye, ¿no me dirás que necesitas el mapa

para ir a dar una vuelta? –preguntó ella señalando el mapa que asomaba por su

bolsillo.

-Iba a ver a Álvaro.

-¿A Álvaro? ¿Pero no fuiste ayer?

-No, al final no fui –y era cierto, llevaba días posponiendo la visita que sólo él creía

que era su deber hacer.

-Javi, ¿qué pasa? –ella puso las manos sobre sus hombros y clavó sus ojos en él –dime

la verdad.

Estaban cerca de la peluquería, demasiado cerca, y María los miraba desde su trono

tras la caja registradora con cara seria. Por un momento estuvo tentando a contárselo

todo. Pero no debía caer en la misma debilidad de nuevo, aquel era un asunto que

debía resolver por si mismo sin arrastrarla a ella de nuevo.

-No te miento, voy a ver a Álvaro.

Sonia lo soltó. Sonrió.

-Está bien. Cuando vuelvas, ¿te pasarás?

Asintió. Ella volvió a meterse en la peluquería. Él suspiró y siguió su camino.

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42. JAVI

¿Cómo pude ser tan idiota de creer que Sonia se quedaría esperándome? Tenía que

haber supuesto que me seguiría, pero estaba tan ansioso planeando todos los pasos

que habría de dar que ni siquiera se me pasó por la imaginación que ella saldría

corriendo detrás de mí porque no se fiaba de mi palabra, o porque temía por mí. ¿Cuál

de las dos opciones era la correcta? Quizá las dos eran correctas.

El primer momento en que la vi detrás de mí, me dije que no podía ser ella. Luego,

mientras bajaba las escaleras del metro, me volví y ya no la vi. Respiré aliviado. Pero

luego, en el vestíbulo cuando me paré ante una máquina expendedora de tarjetas, la vi

reflejada en la pantalla, ella andaba buscando con mirada ansiosa entre la corriente de

humanidad que llenaba el vestíbulo. Entonces me vio, yo estaba de espaldas y supuse

que vendría hasta mí y me preguntaría qué hacía allí o fingiría que todo era una

casualidad. Pero no. Se volvió y se paró fingiendo que ojeaba las revistas del quiosco.

Así que planeaba seguirme. Espiarme. Hasta que no pasé por el torniquete de control

de entrada, ella no se movió de delante del quiosco. Sentí sus pasos tras de mí, sus

ojos siguiéndome mientras me adentraba por el pasillo del metro. Era una situación

ilógica. Lo mejor que podía hacer –lo menos absurdo- sería enfrentarla, hacer ver que

nos topábamos de cara y preguntarle a dónde iba, o mejor, volverme y preguntarle

directamente que hacía siguiéndome, si era que no se fiaba de mi palabra, si su

presencia allí no era la constatación de que no confiaba en mí, contrariamente a lo que

me repetía a diario hasta la saciedad cuando a mí me entraban las dudas. Podía

habérmelas ingeniado para hacerla sentir culpable por seguirme, por dudar de mí,

pero sabía que no había ninguna maldad en sus actos y no podía devolverle cinismo a

cambio de amor. No tenía otra opción entonces sino hacer lo que le había dicho que

haría. Abortar el plan de rescate de Marina e ir a ver a Álvaro al hospital. Sabía por

Irene en qué hospital estaba, así que me bajé en Verdaguer e hice transbordo a la línea

azul hasta el Hospital Clínico.

Una vez en la calle le costó más seguirme el paso. Temí por ella. Por sus pulmones

agotados por los ataques de asma continuos. Estuve a punto de desistir, de rendirme,

de dejar que el destino ganara aquel nuevo pulso. Pero cuando estaba a punto de

volverme, y ya tenía en mente lo que le diría, nos separó un semáforo al cambiar de

color. Ella esperó a que el disco cambiara y yo continué andando. El hospital se

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erguía ya delante de mí. Imaginé que en cuánto ella me viera entrando allí, ya no

tendría dudas y daría media vuelta. No hacía falta que entrara ella también en el

hospital -¿o acaso pensaba seguirme hasta la habitación de Álvaro para cerciorarse de

que lo que le había dicho era verdad?- con tan solo verme franquear las enormes

puertas del recinto habría de bastarle. Y así fue. O eso creí entonces.

Entré en un edificio anticuado con escalinatas de mármol. En un garito una

recepcionista me dijo donde podía encontrar a Álvaro. Habitación 202. Podría

haberme marchado. Esperar un rato y salir. Seguir con mi plan. Pero intuí que algo

me había llevado hasta allí por alguna razón. Algo oscuro como el destino o la

casualidad que me llevaron a conocer a Elsa, a Genaro, a Marina, a Álvaro, a Irene. A

todos esos personajes estrafalarios que hacía un año atrás ni siquiera sabía que

existían.

Álvaro tenía el color de los muertos. Los ojos hundidos, ojeras, una fea cicatriz en la

cara, los brazos amoratados. Estaba destapado hasta la cintura, tenía el centro del

pecho cubierto con un grueso vendaje. Estaba solo en la habitación, la cama a su lado

pulcramente hecha, vacante. Cuando oyó la puerta cerrarse, giró la cabeza lentamente.

Murmuró algo sobre la botella de suero vacía que colgaba sobre la cama. Me miró y

tardó en reconocerme. Fue como si volviera de un lugar muy lejos de allí. En el tubo a

medio camino entre su brazo y la botella colgaba la última gota de suero que no se

decidía a caer.

-Chico, qué alegría verte –dijo sin ninguna emoción en la voz.

-¿Cómo estás? –pregunté.

-Ya ves. Tengo el corazón más recosido que un traje de folklórica.

-Vaya. Lo siento –dije.

-No te preocupes, chaval, ni que fuera culpa tuya. ¿Qué te trae por aquí?

-Sólo quería saber cómo estabas –dije.

-No te creo. Tú te traes algo entre manos. Algo que tiene que ver con lo que hablamos

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la última vez.

-No, en serio, sólo quería interesarme por ti.

-Ya. Pues muy amable. Y ahora que ya has visto que aún sigo vivito y coleando, ¿qué

vas a hacer? ¿vas a quedarte ahí como hacen todos sin saber qué decir, me vas a ir a

buscar tabaco al bar o vas a contarme lo que te trae por aquí?

Se intentó incorporar, pero un gesto de dolor le hizo desistir. Aún así, le había vuelto

algo de color al rostro y el movimiento de sus ojos al empezar a recordar nuestra

última conversación hacía que se fuera pareciendo cada vez más al Álvaro que yo

había conocido. Yo no quería que se alterara, ni que tuviera otro ataque al corazón por

mi culpa, ni que Irene tuviera motivos para echarme en cara otra vez que le hubiera

molestado con mis chorradas, pero no lo pude evitar.

-Voy a ir a por la niña –dije al final.

-No puedes hacer tal cosa –dijo él.

No respondí. Entonces Álvaro estiró una mano de alambre y me asió el brazo con

mucha fuerza.

-¡Escúchame, idiota, son capaces de despellejarte vivo! ¿Es que no viste lo que

hicieron con su propia gente?

-La niña es inocente –dije impasible.

-¡Y tú también, joder! –le falló la voz y se dejó caer en la cama.

-No debería haberte dicho nada.

-Demasiado tarde –se quedó callado un rato como dudando, luego señaló el armario

tras la puerta –tráeme la bolsa negra de deporte que está en el armario, por favor.

Supuse que querría algo de ropa e hice lo que me pidió. Metió la mano en la bolsa y

revolvió mientras mascullaba maldiciones. Ante mis ojos alucinados apareció una

pistola.

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-Supongo que no debería darte esto, pero qué coño –dijo dándome la pistola- lo vas a

hacer de todas formas, así que al menos protégete.

-No sé disparar –balbuceé.

-Es muy fácil, sólo tienes que quitar el seguro, amartillar, apuntar bien y apretar el

gatillo. Si disparas de cerca no tiene error.

Yo no estaba tan seguro de que aquello fuera el mejor proceder. Iba a volver a meter

la pistola en la bolsa cuando se abrió la puerta, Álvaro me instó a guardármela bajo la

cazadora. Enseguida una mujer de cabello negro, pequeña y nerviosa como el mismo

Álvaro llenó el cuarto. Me miró de soslayo y se puso a revolotear alrededor de la

cama mientras Álvaro hacía un gesto contrariado.

-Pero, ¿qué haces ahí, medio desnudo? ¿qué no ves que si te resfrías vas a estornudar

y si estornudas se te va abrir la herida?

-¿Por qué has vuelto? –dijo él -¿no tenías que ir a ver a tu madre?

-Ya he ido y he vuelto –dijo la mujer mientras ajustaba la ropa de la cama y me

miraba de reojo.

-Esta es Alba, mi mujer –anunció Álvaro al final- y este es un amigo.

Dije un hola en voz baja y anuncié que tenía que irme. La mujer no se inmutó. Antes

de marcharme, Álvaro se incorporó en la cama, me miró fijamente y me dijo que me

esperaba de vuelta pronto. Asentí con la cabeza y salí.

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43. JAVI

En la puerta del hospital me topé con una mujer. Yo iba deprisa, como si por caminar

rápido fuera a dejar de sentir aquel frío metálico que se me clavaba en las costillas;

ella iba cabizbaja y tampoco me vio. Me disculpé tras el choque, ella murmuró algo.

Me pareció reconocer la voz y el gesto.

-¿Irene?

La mujer levantó la mirada. Se quitó las gafas oscuras que llevaba puestas y me

estudió hasta que la luz de la memoria le iluminó los ojos. No parecía ella. Llevaba el

cabello recogido bajo una gorra con visera, ropa deportiva y zapatillas. No se molestó

en responder sino que hizo ademán de seguir su camino sin más, pero yo la así del

brazo. Me pareció el colmo de la desfachatez que me ignorara, me había cansado de

llamarla al despacho, le había dejado mil recados y ella no se había dignado en

devolverme ni una sola llamada. Confieso que la zarandeé con cierta rabia y que alcé

la voz.

-¿Se puede saber dónde andas metida? ¡Te he llamado mil veces!

-¡Suéltame, imbécil! –dijo ella en voz baja pero fría y amenazante como la de un

perro que gruñe desde debajo de una mesa –estás causando una escena.

Era cierto. Había algunas personas en el vestíbulo que se habían vuelto a ver qué

ocurría. Una enfermera en el garito de recepción levantó el auricular del teléfono,

temí que fuera a llamar a seguridad y solté a Irene.

-Me debes una explicación –dije.

-Yo no te debo nada –escupió ella.

-Eres mi abogada, ¿o acaso lo has olvidado?

-No, te equivocas, yo ya no soy tu abogada. Estoy de baja.

-¿Cómo? ¡Esto es increíble!

-Mira, Javi, no estoy bien y le pasé tu caso a un colega, ¿no te han llamado?

-No, nadie me ha dicho nada.

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Me miró incrédula. Detecté desconcierto en el fondo de sus ojos, soledad, desespero.

El enfado y la impaciencia me abandonaron.

-¿Qué te ha pasado, estás enferma?

Ella negó con la cabeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces echó la cabeza

a un lado para evitar mis ojos y yo intuí que fuera lo que fuera lo que le pasaba no

tenía que ver con la salud, al menos la suya.

-¿Por qué no vamos a la cafetería y me lo cuentas?

-¿Vas a hacerme de psicólogo? –rió ella, pero aún así echó a andar hacia el lateral del

vestíbulo donde se encontraba la entrada a la cafetería del hospital.

Había bastante gente a aquella hora en la cafetería y perdernos entre el gentío ayudó a

disipar el dramatismo de la escena que acabábamos de vivir en el vestíbulo. Irene se

tranquilizó mientras seguíamos el ritual de deslizar la bandeja por un tablero tras el

cuál se exhibían pastas, bocadillos, refrescos, zumos, yogures. Pedimos dos cafés,

pagamos y nos sentamos junto a la ventana.

-¿Sabes lo que es querer a alguien y que no te quieran? –empezó Irene.

Me sorprendió la pregunta pero entonces recordé que la mujer que tenía delante era

Irene, y me di cuenta de que aunque no llevara los habituales tacones de aguja, la ropa

cara, el peinado y el maquillaje, seguía siendo la misma abogada implacable e

inquisidora que yo conociera en mi peor noche.

-Sí, lo sé –dije.

Ella se echó a reír.

-¡Qué vas a saber tú! ¿Acaso no tienes espejos en tu casa? ¡No eres más que un crío

consentido!

Supongo que así me debían ver ella y todos los que no me conocieran de verdad. Un

crío que no ha aprovechado ninguna de las oportunidades que se le han ofrecido,

alguien sin metas, sin futuro, que se pone a delinquir por mero aburrimiento. Yo no

sabía lo que Irene sabría de mi infancia, no sabía si mi madre le habría confesado que

me abandonó a los diez años, pero tampoco estaba dispuesto a sacarla de su

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ignorancia. Pero por alguna razón, aquellas palabras no me ofendieron y no reaccioné.

Más tarde, al reflexionar sobre aquella conversación, me di cuenta de lo mucho que

había aprendido de mis sesiones con Jorge, mi psicólogo, que nunca se ofendía

cuando yo era desagradable, impertinente, ofensivo, mecanismos de defensa, los

llamaba él.

-Mírame, Javi –siguió Irene rebajando el tono- estarás de acuerdo conmigo en que no

soy muy agraciada, eso lo sé yo y lo sabe todo el mundo, pero siempre he sabido

buscarme la vida, desde bien joven entendí que tenía que aprovechar mi potencial

intelectual para labrarme un porvenir, tener una carrera, ganar mucho dinero para

llevar el tren de vida que siempre había deseado y sin depender de nadie. Me dije que

una vez hubiera alcanzado todas mis metas lo demás vendría solo. Pero no ha sido así.

¿Tú sabes lo que es que te quieran solo por interés?

No respondí esta vez. Dejé que ella diera un trago de su café y que siguiera hablando.

-Y ahora he conocido a alguien que es como yo, feo, desgarbado, pero muy agudo de

pensamiento, y sabes, cuando estoy con él no siento que soy demasiado nada, ni

demasiado fea, ni demasiado delgada, ni demasiado lista. Nunca me había sentido así

con nadie.

Lo que me estaba contando me resultaba muy irónico aunque me guardé bien de

reírme. Irene, la Rommel de los juzgados de Barcelona se había colgado de un tío

como si fuera una adolescente de quince años.

-Pero, ¿él te… corresponde? ¿estáis juntos? –dije.

-Sí y no. Está casado, pero bueno, ese no es el problema, ya ves tú, hoy en día, quién

más, quién menos...

-¿Cuál es el problema entonces?

-Su mujer ha amenazado con matarnos.

-Bah, eso son sólo bravatas –dije.

-No, no, tenías que ver lo que le hizo... y ahora que él está aquí ingresado, yo no… ni

siquiera puedo entrar a verlo –su voz se rompió.

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De repente todas las empiezas encajaron en mi mente.

-¡Irene, joder! –exploté –¿no me estarás hablando de Álvaro?

-¡Shhhhh, calla, insensato, ¿quieres que se entere todo el mundo?

Me quedé sin habla ante la confirmación de mis sospechas. Irene la abogada y Álvaro

el policía liados. La imagen era ridícula pero no dejaba de tener cierto sentido, un

sentido retorcido sin duda, pero ¿quién era yo para cuestionar los designios de Eros?

-Mira, Irene, no hace faltas que sufras, por lo que he visto no creo que su relación

tenga mucho futuro.

-¿Cómo dices?

-Que no veo yo a Álvaro muy enamorado de su mujer. Sólo tienes que esperar el

momento adecuado para entrarle.

-¿Tú los has visto? ¿Hoy?

-Sí, ¿qué crees que hago aquí? He venido a ver a Álvaro.

-¿Y para qué? ¿No entiendes que no le conviene excitarse, no recuerdas lo que le pasó

cuando estaba hablando contigo?

-Oye, que yo no tuve nada que ver con su infarto.

-Yo creo que sí.

-Te equivocas, fue una desgraciada coincidencia –no tenía ganas de volver sobre lo

mismo así que decidí ponerle fin a nuestra conversación: -bueno, me tengo que ir.

-¿A dónde vas con tantas prisas? –preguntó ella sin mirarme.

-A casa. Tengo cosas que hacer.

Había decidido marcharme, pero no iría a mi casa. La pistola entre la camisa y la

cazadora me pesaba, las mentiras me pesaban, pero Irene estaba concentrada en la

taza que tenía delante y no pareció darse cuenta.

-Suerte –dije.

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-Haré que te llamen del bufete –dijo ella sin levantar la mirada.

-Gracias.

-No te metas en líos –dijo ella.

-Descuida.

Desde la calle la vi por última vez, aún estaba sentada en la misma postura y con la

mirada ausente aunque ya no parecía tan triste y en su rostro había un asomo de

sonrisa. Yo no dudé ni por un segundo de que conseguiría lo que se proponía:

arrebatar de las garras de su mujer a aquel detective de policía díscolo, de corazón y la

cara recosidos, tan feo o más que ella, al que por unos instantes envidié con todas mis

fuerzas.

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44. JAVI

En la calle, mientras dejaba atrás el hospital, él ya no recordaba lo que le había

llevado hasta allí, pero sabía que de ahora en adelante nada lograría que se desviara de

su objetivo. Puso rumbo al metro con paso rápido mientras el sol otoñal

resbalaba sobre las fachadas de los edificios. Los plataneros habían soltado ya casi

todas sus hojas sobre el adoquinado gris y sus pasos hicieron crujir una alfombra de

hojas secas. Iba ensimismado planeando sus próximos movimientos y no se dio

cuenta de que alguien lo seguía de cerca. Ella no había dejado de seguirlo desde que

se vieran aquella mañana, le había extrañado su comportamiento misterioso y había

sentido miedo por él. Desde que él volvió a irrumpir en su vida, ella no había hecho

otra cosa que seguirlo por toda la ciudad. Ya poco le interesaba nada que no tuviera

que ver con él. Ni siquiera los estudios que tanto la habían entusiasmado hasta

entonces podían suplir las horas que se le antojaban muertas si no estaba con él.

Lo siguió en el metro hasta la Plaza de Catalunya. Allí, él cambió a los ferrocarriles y

puso rumbo a Sarriá. Una vez en la calle, se orientó usando un mapa expuesto en una

valla mientras ella esperaba agazapada tras un árbol a que él siguiera su camino. En

poco menos de diez minutos estaban a las puertas de un colegio donde esperaban los

familiares de los escolares. Cuando la puerta se abrió, el gentío absorbió al grupo de

niños que salió del recinto.

Ella, que estaba algo alejada contemplando la escena, no entendía qué era lo que él

podía estar buscando en la puerta de un colegio hasta que vio a una niña de rasgos

orientales y cabello negro largo, lacio y resplandeciente. No era otra que la hermana

pequeña de Elsa. Con el ánimo desmayado, ella se dijo que él se estaba metiendo en

otro lío de consecuencias impredecibles.

En la puerta del colegio la niña se detuvo y miró en todas direcciones, pero no había

allí nadie esperándola. Cuando hubieron desaparecido los niños y sus familias, la niña

se encontró allí sola, entonces un bedel se le acercó y le preguntó algo. Ella negó con

la cabeza. Fue entonces cuando él llegó hasta la niña que, al verlo, sonrió y se echó en

sus brazos. El bedel le preguntó algo, él le contestó, el hombre asintió con la cabeza y

entonces cerró las puertas del recinto. Él echó a andar rápidamente con la niña entre

sus brazos. Deshizo sus pasos y al pasar cerca de donde ella estaba medio escondida,

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ella alcanzó a oír lo que la niña le decía:

- ¿A dónde vamos? ¿te envían mis padres a recogerme? ¿por qué no han venido?

Él no dijo nada. La niña debía tener muchas preguntas que él no podía responder, al

menos de momento. Ella esperó a que se hubieran perdido calle abajo antes de echar a

andar tras ellos. Mientras esperaba, tuvo oportunidad de ver un coche negro

frenando bruscamente ante la puerta del colegio. Dos hombres enormes se apearon del

coche y llamaron al timbre del colegio con insistencia. Finalmente salió el bedel y los

tres tuvieron un intercambio agitado. El hombre se encogía de hombros, y al

final señaló la calle contraria a la que habían tomado él y la niña. Los hombres se

metieron en el coche y arrancaron a toda velocidad. Con un poco de suerte, no los

verían y ella tendría tiempo de alcanzarlos y advertirle de que dos hombres les

seguían la pista.

Ella echó a correr por la misma calle que se lo había tragado a él y a la niña. Los vio a

lo lejos y aún corrió más. Salieron a una avenida muy transitada y cuando estaba muy

cerca de ellos, la mala suerte quiso que el semáforo cambiara y que se volvieran a

separar.

-¡Javi! –gritó ella desde el otro lado de la calle.

Él se volvió y la miró estupefacto.

-¡Os buscan dos hombres en…

No tuvo tiempo a acabar la frase, el frío filo de un arma se le clavó en las costillas y

una voz gruñendo en su oído la interrumpió.

-Camina y no grites, si no quieres que te reviente aquí mismo.

Al otro lado de la calle, él, que aún llevaba a Marina en brazos, se quedó paralizado.

-¡Suelta a la niña! –dijo uno de los hombres cuando estuvieron frente a frente.

-Dejadla –gruñó él a su vez.

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-No hasta que sueltes a la niña.

Entonces se le ocurrió. Era lo único que podía hacer para recuperar a Sonia sin perder

a Marina. Todo en su vida había sido perder y estaba ya cansado de aquella sensación.

Susurró algo al oído de la niña y sacó el arma que se había metido en el bolsillo de la

cazadora. Apuntó a la espalda de la niña, sin tocarla. Los hombres se quedaron

inmóviles.

-Si le haces algo, será el fin para tu amiga –empezó el que tenía cogida a Sonia por la

cintura.

-Lo mismo digo –dijo Javi- pensadlo bien porque si la perdéis el Chino os liquidará.

La mención de su jefe sumió a los dos gigantes en un inmovilismo nervioso.

Mientras, Sonia había empezado a respirar agitadamente. Él, a pocos pasos de ella,

intentó infundirle seguridad con la mirada. Entonces, como por milagro, se oyeron

sirenas de policía. Los matones soltaron a Sonia y corrieron hasta el coche al otro

lado de la calle. Cuando dos coches de policía se detuvieron ante ellos, no quedaba

ni rastro del coche negro.

-¿Estás bien? –le preguntó él.

Ella asintió, tenía las mejillas arreboladas y un extraño brillo en los ojos, pero

respiraba con normalidad. La niña levantó la cabeza por primera vez desde que él le

susurrara que cerrara los ojos, los miró a los dos y sonrió.

Después de un breve intercambio con los policías, éstos los invitaron a subir a uno de

los coches.

-¿Qué les has dicho? –preguntó ella en voz baja.

-Es largo de explicar –dijo él- hace meses que les siguen la pista y conocen bien el

caso, me han dicho que ha sido un acierto decirle al bedel del colegio que los llamara.

-¿Vamos a casa? –interrumpió la niña.

-No, preciosa, no podemos ir a casa –dijo él.

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-Pero ¿y mamá, papá, Elsa?

Sentados a ambos lados de la niña, los dos adultos se miraron con caras de

circunstancias.

-Vamos a ir a un sitio muy bonito –dijo él.

-¿Dónde es eso? –preguntó Sonia intrigada.

-Les he pedido que nos lleven a una casa que mi madre tiene en la montaña -siguió él

–la finca está vallada, hay cámaras de seguridad, perros, es lo que tiene ser rico y

famoso, te tienes que encerrar en una fortaleza.

El coche se encaminó hacia la autopista. En poco tiempo dejaron atrás la ciudad y se

adentraron por carreteras secundarias que habrían de llevarlos a puerto seguro.

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45. JAVI

El primer mes que pasaron en la casa resultó excepcionalmente cálido y les regaló un

veranillo lleno de placidez lánguida. Desde que descubrieron la piscina en la parte

posterior de la finca cada tarde se ponían los bañadores pasados de moda que

encontraron en la casita adyacente a la piscina y bajaban a bañarse. Al verse de

aquella guisa el primer día se rieron el uno del otro. El bañador de ella era un bikini

naranja a topos, la parte superior le venía grande y dentro del agua las copas se

hinchaban como globos. El de él era un bañador azul, estrecho que le llegaba hasta la

rodilla. La niña se bañaba en ropa interior, no parecía importarle demasiado y hasta

que se hacía de noche no conseguían sacarla del agua. Así que los dos mayores

pasaban la tarde bañándose con ella a ratos y a ratos vigilándola desde el césped.

Tumbados sobre las toallas, sus cuerpos tan cerca el uno del otro, se medían la piel el

uno al otro de reojo, pero enseguida desviaban la vista y fingían que contemplaban los

árboles y las montañas a lo lejos, o a Marina chapoteando en la piscina.

-Daikiris, piscina, sol tibio, pájaros cantando –empezó Sonia – ¿qué más se puede

pedir?

-Ahí les ha dao –exclamó Gerardo, el guardia de seguridad que estaba sentado a unos

diez metros de ellos leyendo el diario con el que de tanto en tanto atizaba a algún

insecto que osaba posarse en sus antebrazos musculosos.

Libertad, pensó Javi pero se lo calló. No quería contagiarla de sus pensamientos

oscuros. Esos pensamientos que estaban perdidos en un laberinto desde hacía tanto

tiempo. Si se volvía a mirarla, sabía que caería en la misma desesperación de cada

día. Su cuerpo relucía sobre la hierba como un diamante y él tenía que luchar contra

las ganas de tocarla.

-Disfrutemos de los pocos días de calor que quedan –dijo al final.

-Por cierto, ¿qué día será? –preguntó ella.

-Quince o dieciséis de octubre –dijo él –no estoy seguro.

-¡Gerardo! ¿Qué día es hoy? –preguntó Sonia levantando la voz.

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-Miércoles, veinte de octubre –dijo Gerardo señalando el diario.

Desde que vivían allí, era difícil seguirle la pista a los días, pero una cosa estaba clara.

El invierno llegaría sin avisar y los convertiría en prisioneros de la casa. Él se

preguntaba cómo matarían las horas cuando la casa estuviera enterrada en la nieve.

Por muy divertido que fuera tener una sala de juegos en el sótano, era lógico imaginar

que acabarían por aburrirse de la rutina, y entonces ¿qué harían? La situación le

recordaba a una película de terror que vio hacía tiempo de la que no recordaba el

título.

-¿Qué tipo de árboles son esos? –preguntó ella señalando los árboles por encima de

sus cabezas.

-Álamos, creo –dijo él.

-Son robles –intervino Gerardo, siempre dispuesto a participar en sus conversaciones.

-Gracias, Gerardo, ¿qué haríamos sin ti? –dijo Sonia con sorna mientras Javi hacía un

mohín.

-A mandar –dijo él tocándose una gorra imaginaria.

Montse había insistido en ponerles guardaespaldas. El día en que llegaron, ella no

estaba en la casa pero la familia que cuidaba de ella la llamó para pedirle

instrucciones. Se habían alarmado al ver al coche de policía detenerse ante la puerta

principal y Javi había tenido que insistir para que el hombre de mediana edad que

salió a la puerta y se presentó como Vicente les abriera y llamara luego por teléfono a

su madre. Montse dio órdenes de abrir su casa para su hijo y todo el que viniera con él

y prometió que iría a verlos en cuánto sus obligaciones se lo permitieran. La boda

estaba a la vuelta de la esquina y ella estaba muy ocupada con los preparativos, pero

esta vez no le falló. A primera hora del día siguiente ya estaba en la casa.

-Estoy muy contenta de que hayas acudido a mí -le murmuró en el oído a su hijo

mientras lo abrazaba.

Cuando él le explicó lo ocurrido, ella se puso al frente de la situación.

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-Pues claro que os quedaréis aquí –dijo- todo el tiempo que haga falta, al menos hasta

que esos sinvergüenzas caigan. Faltaría más. La casa es grande y hay habitaciones

suficientes para todos. Vicente y Amparo cuidarán de vosotros. Le pediré a un amigo

que tiene una empresa de seguridad que nos envíe a alguien de confianza para que

esté con vosotros, y hablaré con la policía para que tengan una unidad patrullando por

los alrededores. Sonia, tú tendrás que avisar a tu madre si es que no lo has hecho ya,

por cierto, yo ya he hablado con tu padre, Javi, y se ha quedado tranquilo, pero no

estaría de más que lo llamaras.

-¿Y seguro que no habrá problema con… Pedro? –preguntó Javi recordando de

repente el nombre del hombre taciturno y flemático al que conoció durante aquel

verano y que su madre le presentó como su prometido.

Montse negó con la cabeza.

-Ningún problema –dijo con rotundidad- lo que él no quiere es publicidad. Es malo

para sus negocios. Así que decidido, os quedáis.

Y ocuparon la casa.

Vicente y Amparo, la pareja que cuidaba de la casa, se mostraron encantados de tener

compañía y les ayudaron a instalarse en las habitaciones del primer piso. Su madre se

marchó prometiendo que regresaría pronto y que les enviaría ropa. Al día siguiente,

apareció Gerardo por allí con dos maletas llenas de ropa para ellos.

La casa era enorme y si uno quería podía pasar horas sin cruzarse con nadie. Pero

ellos tres se hicieron inseparables y si no estaban los tres en la piscina estaban en la

sala de juegos del sótano donde había una mesa de ping-pong, un mesa de billar, una

televisión, sofás y una estantería llena de libros. Con los días, y como es habitual en

época de vacaciones, se fueron habituando a un horario irregular en el que cada día se

iban a dormir más tarde y por la mañana se levantaban también cada vez más tarde.

-Me voy al agua –dijo Sonia poniéndose en pie- ¿vienes?

-No –dijo Javi- no me apetece.

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-Como quieras.

Sonia se echó a la piscina de cabeza y estuvo sumergida unos instantes que Gerardo

aprovechó para acercarse a Javi.

-Perdona que me meta –dijo sentando su enorme cuerpo en el césped junto a él – pero

creo que tendrías que hacerlo.

-¿Quieres que me meta en el agua?

-No, hombre. Quiero decir que tendrás que decidirte porque esa chica no va a

esperarte toda la vida. Ten –dijo dándole una tira de profilácticos- imagino que no

tendrás.

La desfachatez de aquel hombre era increíble, pero él sabía que tenía parte de razón

en lo que decía. Aún así no consiguió alargar la mano para coger lo que Gerardo le

ofrecía.

-Perdona si te he molestado –dijo Gerardo retirando la oferta –pero si cambias de

idea, ya lo sabes.

Cuando Sonia salió del agua, Gerardo volvía a estar en su sitio leyendo el diario como

si nada. Él desvió la mirada para no verla. Se juró que no caería en la tentación y que

aquella noche, como todas las que la habían precedido, se darían las buenas noches en

el pasillo y cada uno se metería en su habitación y cerraría la puerta. Mientras

esperaba a que le ganara el sueño, él se esforzaría por olvidar la mirada de ella cada

vez más desesperanzada y se centraría en la idea de que por su culpa eran los tres

prisioneros dentro de los confines del enorme muro de hormigón que traspasaron al

llegar a la finca.

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46. JAVI

En aquellos días contemplábamos las moscas frotándose las patas sobre el mármol de

la cocina y ya ni siquiera sentíamos el impulso de aplastarlas con el matamoscas. Una

mera mosca tenía más libertad y más dignidad que nosotros, si ella merecía morir,

¿qué no mereceríamos nosotros? Sí, lo admito, cuando la convivencia es estrecha y no

se tienen horizontes, la razón puede empezar a fallar.

En una situación así, uno se repliega sobre si mismo. Y yo hablaba cada vez menos,

me dedicaba a dibujar y a escribir. Mis dibujos eran oscuros, deprimentes y enseguida

los tiraba a la basura. Escribía un poco cada día, para ordenar el tiempo, para tener un

anclaje en el mar de los días que orbitaban mudos a nuestro alrededor. Sonia también

se buscó un anclaje. Le pidió a Amparo que le enseñara a cocinar y las dos se pasaban

el día entre ollas. Amparo salía cada mañana a comprar al pueblo y yo notaba que

Sonia se moría de ganas de acompañarla, algo a lo que Gerardo y yo nos negábamos

rotundamente. Cada mañana veíamos desaparecer el Peugeot negro de la pareja por el

camino hasta la entrada principal. Sonia y Marina, la primera con tristeza en la mirada

la segunda con la cara llena de harina, se quedaban en la mesa de la cocina haciendo

bolas de harina y carne con las manos, mientras yo me sentaba en el salón y dibujaba

o escribía y Gerardo nos vigilaba a poca distancia, en silencio.

Era imposible no sentir que todo se estropeaba por momentos –se acabaron los días de

piscina y de corretear por los jardines y cada día pasábamos más tiempo intramuros,

matando el tiempo con los mismos entretenimientos que al final acabamos por

aborrecer - fue como cuando hacia el final de unas largas vacaciones todo parece

agriarse. Las únicas noticias del exterior que nos podían interesar nos las daba mi

madre que llamaba cada domingo por la tarde, y como si las tardes de domingo no

fueran ya de por si deprimentes, las noticias que ella nos daba no solían ser gratas.

Aún así, cuando oíamos el timbre del teléfono, dejábamos lo que estuviéramos

haciendo y salíamos corriendo hacia el salón. Siempre teníamos la esperanza de que

mi madre nos diría lo que no nos atrevíamos a preguntar: la fecha del fin de nuestro

cautiverio. Era como el paciente que sólo espera que el médico le diga que el tumor

que amenazaba con acabar con su vida se ha secado como una uva pasa y que ya no

resulta visible en la radiografía. La anticipación del alivio nos empujaba, pero la voz

de mi madre no nos aliviaba.

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A mitades de noviembre mi madre me dijo que la policía había dejado de seguir al

clan de los rusos, que nuestro caso estaba parado en algún juzgado de Barcelona y que

sin el necesario apoyo judicial la policía no podía hacer nada al respecto, que sólo

cabía esperar. Desfallecido, me dejé caer en el sillón del salón. Sonia junto a la puerta

me miraba con las manos cruzadas bajo la barbilla. Desvié la mirada mientras seguía

escuchando a mi madre que me dijo también que el abogado que había sustituido a

Irene –que por cierto se había fugado con Álvaro en cuánto este salió del hospital-

estaba intentando remover las brasas del caso para que las investigaciones se

aceleraran, pero aún así las cosas de palacio… Mi madre no acabó la frase, en lugar

de acabarla suspiró y luego siguió con una voz falsamente jovial: Pero si en la masía

estáis bien… no os falta de nada… disfrutadlo, que en cuanto menos te lo esperes

estaréis en la calle.

Era como si hablara con un preso condenado a cadena perpetua. Estar en la calle era

precisamente lo que queríamos, pero no dije nada porque delante de mí estaba Sonia.

Cuando colgué el teléfono, ella llegó a mi lado. Estaba a punto de llorar. Nunca

saldremos de aquí, murmuró. Intenté convencerla de que faltaba muy poco. Adorné –

bastante mal- lo que mi madre me contó. Le dije que el nuevo abogado era muy bueno

y que había recurrido a la prensa para que el juzgado se viera en la picota y se

moviera; le dije que una revista iba a publicar un especial sobre el caso –todo era

verdad pero lo que no le dije a Sonia era que yo dudaba de que la prensa pudiera ser

un factor decisivo. ¿Te crees que me engañas?, dijo ella al final, se te ha quedado la

cara blanca, no puede ser que todo lo que te haya dicho tu madre sean buenas noticias.

Intenté disimular, le dije que si me había puesto serio era porque mi madre me había

dicho que había tenido que pelear con su novio para que el abogado pudiera utilizar la

estrategia de la prensa. Al novio no le hacía ninguna gracia que su nombre apareciera

ligado a aquella historia, pero menos gracia le hacía tenernos de “ocupa” en la casa

que había sido de su familia durante generaciones. Sí, porque la casa no era de mi

madre, algo que yo no sabía. Por como ella hablaba siempre de la casa yo, ingenuo de

mí, había supuesto que era suya. A todo ello, Sonia se limitó a decir lo obvio: no sólo

éramos prisioneros de unos mafiosos sino que además teníamos que darle las gracias

al novio de mi madre por dejarnos estar en su casa. Y entonces las lágrimas rodaron

por sus mejillas sin consuelo. Sonia, por favor, murmuré, acercándome a ella, no me

hagas esto, yo te prometo que pronto volveremos a casa. Nunca volveremos a casa,

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decía ella. Sí que volveremos, es sólo cuestión de tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto

más? Repitió aquella pregunta hasta la saciedad al tiempo que me daba golpes con los

puños en el pecho. Lo siento, decía yo en voz baja, lo siento. Siento que por mi culpa

estés en este lío. La abracé y la dejé que siguiera pegándome en los hombros con

golpes inciertos y con cada vez menos fuerza hasta que se quedó quieta. Entonces

levantó la cara y clavó sus ojos oscuros en mí como si fueran dagas. Si me quisieras,

sería todo tan distinto, podría soportarlo, dijo con voz fría, pero tú no me puedes

querer porque aún quieres a Elsa.

Los silencios matan y a mí me mató el mío. No dije nada. No dije nada aunque nada

de lo que Sonia decía era verdad. Ella aún me dio unos instantes para que la

convenciera de que estaba equivocada, y yo podría haber abierto la boca pero no lo

hice, entonces ella salió de la estancia.

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47. JAVI

Salí corriendo tras Sonia, pero ella se cuidó bien de dejarse alcanzar y ya se había

perdido por los interminables recovecos de la casa cuando me di de bruces con

Gerardo que corría hacia la puerta principal. Si no hubiera visto brillar un arma en su

mano la situación me habría resultado cómica. Algunos, como yo, huíamos de

nuestros propios sentimientos, otros como Sonia huían de la desesperación, en cambio

Gerardo no huía de nada, al contrario, él siempre se encaraba con la vida de frente,

algo que yo le envidiaba.

En el fugaz momento en el que nuestros ojos se encontraron, Gerardo me gritó que

llevara a las niñas a la bodega. Le dije que no sabía dónde estaban. Entonces él me

miró con frialdad, o mejor dicho con desprecio, quizá bajo la presión de la situación –

cualquiera que ésta fuese puesto que yo aún no sabía qué estaba pasando- Gerardo

dejó ir la máscara de bonachón y se puso en el lugar que le correspondía. Pues las

buscas y te las llevas a la bodega arrastras si es necesario, gruñó. La cosa era seria, me

dije, nunca antes lo había visto tan alarmado. Ni siquiera aquella otra vez cuando una

oveja perdida se había electrocutado en el vallado eléctrico que rodeaba la finca y él

lo oyó desde la cama y nos llevó a la bodega antes de salir él mismo a ver qué ocurría.

Me impresionó su frialdad al encarar la situación y a la vez el cuidado con el que

transportó a Marina en brazos. Después de comprobar que no hubiera nadie en el

exterior, volvió a buscarnos y nos dijo que había sido una falsa alarma, bromeando,

dijo que a veces sus orejas de lobo le jugaban malas pasadas. Por la mañana, el olor a

carne quemada seguía vivo en el aire del jardín aunque Gerardo se había deshecho del

animal para que no lo viéramos, sobre todo –dijo- no quería que lo viera la niña. Para

ser un matón, es bastante considerado, había declarado Sonia y no pude más que estar

de acuerdo con ella. Así que, conociéndolo, supe por su actitud que esta otra vez no se

iba a saldar con una mera oveja muerta. ¿Has llamado a la policía? pregunté al aire.

La línea está muerta, dijo él antes de desaparecer, y aquella última palabra suya,

quedó colgada en el aire como presagio de lo que habría de ocurrir.

A Marina no me costó encontrarla, estaba viendo dibujos animados en el salón. La

reté a una partida al futbolín y enseguida se puso a saltar en el sofá muy animada. Le

dije que corriera al sótano, que yo iría a buscar a Sonia y jugaríamos los tres juntos.

La niña era una santa y obedeció sin rechistar, pero yo sabía que con Sonia no lo iba a

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tener tan fácil.

Ella estaba en su habitación, con la cara larga y los ojos húmedos. Miraba por la

ventana, parecía mirar sin ver las montañas que tanto la habían cautivado al principio

de estar en la casa. Me estremecí al ver su figura apoyada en el marco de la ventana

abierta de par en par, como una aparición, las cortinas de gasa blanca revoloteando a

su alrededor.

-Sonia, apártate de la ventana –dije.

Ella se volvió y sonrió fríamente.

-No te preocupes, no me iba a tirar.

-Daría lo que fuera porque todo esto se acabara ahora mismo -creo que dije.

Ella señaló más allá de la ventana.

-Creo que está a punto de acabarse - murmuró.

Me acerqué a ella y miré por la ventana. Más allá del vallado eléctrico que rodeaba la

finca habían estacionado tres coches largos y negros. Los dos perros Doberman que

normalmente vivían tras un vallado durante el día y campaban a sus anchas en los

jardines por las noches, yacían en el suelo tras las verjas de la entrada, supuse que

estaban muertos. Gerardo salía en aquel momento por la puerta de la casa, con un

arma en cada mano. De los coches negros estaban bajando varios hombres. Se me

encogió el corazón y sentí una oleada de ácido invadiéndome el estómago pero antes

de que me ganara la nausea, así a Sonia del brazo.

-¡Vamos, no hay tiempo que perder! –grité.

-¿Y a dónde vamos?

-¡A la bodega! ¡Vamos, corre!

No me hacía ninguna gracia meterme en la “bodega”, pero no nos quedaba otro

remedio. El sótano era tan solo la antesala de lo que antiguamente había sido una

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pequeña despensa, se accedía a ella por una escalinata de madera cuya entrada se

encontraba camuflada en un rincón del sótano. Amparo y Vicente nos dijeron que

aquel lugar había servido de refugio durante la guerra, y que por eso la entrada no

resultaba fácil de ver. De hecho, la habíamos encontrado un día por casualidad. ¿Y

dónde estaba la pareja que cuidaba de la casa en aquellos momentos?, me pregunté

mientras Sonia y yo corríamos al sótano. No había ni rastro de ellos por ninguna

parte. A aquellas horas solían estar en la casa. Pero yo ya tenía suficiente con

encargarme de Sonia y de Marina, no podía pararme a pensar en nadie más.

-No pienso meterme ahí –dijo Sonia cuando abrí la puerta del sótano –si tengo que

morir, moriré a plena luz del día, no en un búnker como un dictador loco.

-Sonia, no seas dramática, vas a asustar a la niña –dije entre dientes, a Marina la había

conseguido convencer de que bajara al sótano diciéndole que íbamos a jugar al

escondite y la niña ya había comenzado a descender la escalinata.

-¡Claro, no vaya ser que un poco de verdad te queme! –exclamó Sonia volviéndose a

mí con rabia.

-¡Mira, podrás gritarme todo lo que quieras ahí dentro, pero ahora tienes que moverte

y rápido!

Envuelta en un silencio digno, Sonia comenzó a descender por la escalinata y yo pude

al fin cerrar la trampilla sobre nuestras cabezas. En un recodo en la pared había una

linterna que, por suerte, funcionaba. A medida que bajaba los escalones, fui sintiendo

un frío húmedo invadiéndome el cuerpo, empezando por los pies. En la casa había

buena calefacción y no nos abrigábamos, es más, en la casa yo iba siempre descalzo,

algo de lo que en aquellos momentos me arrepentía.

La bodega era un zulo de apenas 4x4, pero en un rincón había una neverilla de playa.

Dentro encontré paquetes de velas, cajas de cerillas, botellas de agua, mantas y unos

cuentos infantiles. Le di las gracias en mi mente a Gerardo por haber pensado en todo.

Saqué las mantas y le di una a cada una. Sonia se arrebujó en su manta y se sentó en

un rincón en el suelo.

-Javi, tengo miedo –dijo Marina apretándose contra mí- está muy oscuro y hace frío.

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-No te preocupes, cielo –le dije abrazándola- mira, vamos a leer un cuento.

Mi voz falsamente jovial resonó en los rincones mientras leía a la luz de la linterna,

como si yo no tuviera miedo, como si yo no tuviera derecho a tener miedo. Para

tranquilizarme, me dije que allí dentro estaríamos a salvo. La trampilla estaba bien

camuflada en el suelo del sótano y las gruesas paredes de la bodega, que eran como

un agujero negro en el espacio y no dejaban escapar luz ni sonido, nos protegerían.

Pero entonces, una idea comenzó a martillarme el cerebro. Sí, aquellas paredes nos

protegerían, pero en el peor de los casos podrían bien convertirse en nuestras tumbas.

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48. JAVI

Temía el silencio indignado en el que sabía que nos íbamos a sumir en el zulo oscuro

y frío en cuanto Marina se durmiera entre mis brazos, algo que no tardó en ocurrir

después de leerle varias veces seguidas los cuentos que el provisor Gerardo había

dejado preparados en el fondo de una nevera portátil de las que se suelen llevar a la

playa. Por lo menos, mientras estuve leyendo, pude evitar ver las caras atormentadas

de los fantasmas que se dibujaban sobre las paredes al calor de las velas. Pero cuando

Marina se quedó dormida y la dejé en el suelo envuelta en su manta y en la mía, no

tuve más remedio que enfrentarme con la nueva realidad que se proyectaba en mi

mente.

Imaginé todos los escenarios posibles: a Gerardo, a Vicente y a Amparo muertos de

varios disparos en la cabeza; imaginé que antes de morir, los matones habrían

arrancado de la pobre cocinera la información necesaria para encontrarnos, imaginé

que no pasaría mucho tiempo antes de que alguien abriera la trampilla que llevaba del

sótano a la bodega, imaginé varias veces que oía pasos pesados haciendo crujir los

escalones de madera vieja, imaginé mi muerte y la de Sonia, a cuál más terrible de

imaginar. Y cuando mi cabeza empezó a girar a mil por hora, me dije que si no

rompía con aquella vorágine de pensamientos me volvería loco. Me dije que debía

romper con el silencio que imperaba en el zulo.

-Sonia, ¿estás despierta? –pregunté a las sombras, mientras la niña empezaba a roncar

ligeramente a nuestros pies.

Sonia se volvió hacia mí y me miró. A la luz de las velas sus ojos estaban bien

abiertos y reflejaban miedo y angustia. Me volví a odiar profundamente por ser el

culpable de aquella situación.

-No, no estoy dormida –murmuró después de un rato en el que pareció decidir entre

seguir enfadada o darse por vencida – hace demasiado frío.

-Encenderé más velas –dije con ánimos renovados puesto que ella ya no sonaba

enojada.

-Javi, ¿saldremos de aquí… vivos? –preguntó.

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-Claro que sí. Gerardo sabrá sacarnos de esta, no te preocupes –le dije mientras me

apresuraba a encender más velas y las distribuía por las esquinas de la estancia.

-¿Con tantas velas no nos quedaremos sin oxígeno? –preguntó ella con un hilo de voz.

-No creo –dije yo –la trampilla no es hermética y además creo que hay un respiradero,

no sé exactamente donde pero siento corriente de aire, ¿ves como se mueven las

llamas de las velas?

Ella asintió con la cabeza y en la pared su sombra se agitó como ondas en un lago

vertical.

-¿Queda agua? –preguntó.

Le alargué un botellín de agua y me senté a su lado.

-Lo siento, Sonia –empecé- siento que estés aquí por mi culpa.

Hacía tanto frío que mi aliento formó una nubecilla de vapor frente a mi cara.

-Estás helado –dijo ella poniendo su mano sobre mi brazo -ven.

-Estoy bien –dije pero ella se quitó la manta y la pasó por mis hombros.

Eran mantas de campaña las que Gerardo había guardado allí para un imprevisto

como el que nos había llevado hasta allí aquel día. Las mantas eran gruesas, ásperas,

de un gris militar atravesado por líneas rojas, y aunque abrigaban mucho su anchura

no alcanzaba para cubrir a dos personas.

-Espera –dije –vamos a hacer una cosa, ponte de pie.

Me senté con la espalda apoyada en la pared, me pasé la manta por los hombros y la

hice sentarse frente a mí, dándome la espalda. Entonces pasé los brazos a su

alrededor, la atraje hacía mí y la cubrí a ella también con la manta. Nunca antes

habíamos estado tan cerca el uno del otro, y a pesar de las circunstancias, una idea se

abrió paso en mi mente: si no hubiera sido porque habíamos sentido la muerte

respirando sobre nuestra nuca quizá nunca habríamos tenido la oportunidad de romper

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con el silencio y acercarnos el uno al otro de aquella manera. Hundí mi cara en su

cuello y aspiré el aroma a lavanda y a sol de su pelo, pensando que no merecía a

alguien como ella. Como si hubiera oído mis pensamientos y quisiera mostrarme que

estaba equivocado, ella fue dejando caer su peso sobre mí, ladeó la cabeza y buscó

con los labios mi boca.

Era el peor momento y el peor lugar, pero yo tenía claro que lo que menos nos

convenían en aquellos momentos era otra pelea. Además, sabía que ella no soportaría

que la rechazara de nuevo. Así que aquel segundo que pendía de sus labios era tan

decisivo como el segundo en el que la semilla del universo que conocemos se decidió

a explosionar. Lancé los dados de la suerte al aire y la besé. Suavemente, casi como

para quedar bien al principio y ella respondió con todas sus fuerzas. Se dio la vuelta,

quedamos frente a frente y siguió besándome. El corazón me golpeaba en el pecho,

los pensamientos me martilleaban las sienes, ¿acaso no recuerdas lo que pasó la

última vez?, gritaba mi mente. Mientras, ella seguía moviéndose, abriéndome la ropa

con gestos rápidos, sin dejar de besarme. Sus labios tenían gusto a sal. ¿Por qué

lloras?, le pregunté en susurros. Eres tú el que está llorando, dijo ella. Lo siento,

empecé, no sé qué me pasa, no creo que… Sshh, murmuró ella entre dientes, no

hables, no pienses, déjate ir. Pero yo sabía que aunque mi cuerpo deseara fundirse en

el de ella, mi miedo era tan poderoso que sería capaz de frustrar cualquier intento, por

muy hábil que fuera, de sacarme de la impotencia. Sin embargo, aquellas manos

pequeñas de dedos largos y delgados trabajaron sobre mi cuerpo helado por debajo de

la ropa durante una eternidad hasta que mi piel emergió del letargo en el que había

estado sumergida durante meses. Con el pensamiento nublado y la mente acallada por

fin por el rugido de la sangre en mis venas, nos tumbamos sobre la manta en el suelo.

En el último instante antes de perder el control por completo murmuré algo sobre

protección. No importa, dijo ella en mi oído y ya no hubo vuelta atrás.

Sólo después, cuando me vi sangre en la piel, comprendí que si ella había decidido

malograr su primera vez, conmigo, en aquel lugar tétrico y en aquellas circunstancias,

era porque estaba convencida de que no íbamos a salir de allí con vida. ¿Y quién era

yo, me preguntaba, para llevarle la contraria?

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49. JAVI

Sonia me sostuvo entre sus brazos hasta que recuperé el aliento. Me resultaba

increíble que por fin mi cuerpo le hubiera ganado la partida a mi mente. En brazos el

uno del otro perdimos la cuenta de las horas y también de las velas que se fueron

fundiendo con el suelo, una tras otra, hasta que nos sumimos en la más profunda

oscuridad. En algún momento durante la noche ella dejó caer la cabeza sobre mi

regazo, su cuerpo se relajó y su respiración se hizo profunda y pausada. Yo no sé si

me llegué a dormir en algún momento, los recuerdos de aquella noche siguen

desfigurados en mi memoria aún después de los años que han pasado.

-¿Y si salimos? –dijo ella sobresaltándome.

-No creo que sea buena idea –murmuré.

-Pero han pasado horas y no ha venido nadie –siguió ella con esperanza en la voz -

quizá se hayan marchado al ver que no estábamos.

No dije nada y Sonia siguió tejiendo imaginación y esperanza con sus palabras, pero

yo no era tan optimista como ella. Las experiencias grabadas a fuego en mi mente no

me lo permitían. Para mí estaban los tres muertos. Gerardo. Amparo. Vicente. Por

desgracia yo ya sabía como trabajaban los matones que habían venido a por Marina.

Eran silenciosos y eficientes como un revolver con silenciador y a su paso dejaban

sólo dolor y muerte; estaba convencido de que estarían agazapados en algún lugar de

la casa esperando a que saliéramos de nuestra madriguera en cuanto se nos acabara la

luz, el agua y la paciencia.

Entonces, en la oscuridad del zulo, se alzó una tercera voz:

-Tengo pis.

-Lo que faltaba –mascullé.

-¿Y qué quieres? –exclamó Sonia -llevamos horas aquí, yo también tengo que ir al

baño. Vamos a salir, Javi. Enciende la linterna, por favor.

-¡No nos vamos a mover de aquí hasta que vuelva Gerardo! –dije al fin.

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-Pero Javi, la niña tiene que…

Entonces encendí la linterna para buscar un botellín vacío y la luz nos cegó durante

unos instantes.

-Ten –dije dándole a Sonia una botella de plástico vacía- que lo haga ahí, ayúdala tú.

Sonia se echó a reír. Su risa llenó los rincones del zulo y la luz blanquecina de la

linterna arrancó destellos espectrales de su rostro.

-¡Pero, ¿cómo va a hacerlo en una botella, hombre! Venga, ya subo yo.

Hasta ahí podríamos llegar, habría pensado un héroe en mi lugar. ¿Cómo dejar que

una chica haga tu trabajo? Pero yo no soy ningún héroe. Eso es lo primero que debería

haber dicho al comenzar a relatar mi historia. Si me defendí cuando me atacaron no

fue más que por instinto. Ante el peligro el cuerpo toma las riendas y manda callar a

la psique que se echa a un lado incrédula y permanece en su rincón mientras urde

indignada su venganza contra el cuerpo. Cuerpo contra mente, mente contra cuerpo, la

historia eterna. Sin embargo, con su instinto sabio, lo que estaba haciendo Sonia era

darme otra oportunidad; y si la primera había servido para demostrar que aún corría

sangre roja por mis venas, la segunda serviría para demostrarme a mí mismo que las

experiencias que había vivido no me habían convertido en un cobarde sin remedio.

Me temblaban las manos pero logré asirla del brazo con fuerza.

-Iré yo –declaré.

-Ten mucho cuidado –dijo ella.

-Descuida –murmuré, entonces le di un beso torpe en la frente y le puse la linterna en

la mano -no os mováis de aquí hasta que vuelva.

Dicen que el primer paso es el que más cuesta dar y en verdad, el primer peldaño fue

el que más me costó subir. Tuve que luchar contra el miedo y los gritos en mi mente.

Pero en cada peldaño fui dejando caer pedazos de miedo y al llegar al final de la

escalinata ya no me pesaban los recuerdos.

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Sin mirar atrás, di un golpe a la trampilla que se abrió y cayó sobre el suelo del sótano

produciendo un ruido sordo de madera sobre piedra. Salí al sótano y volví a cerrar la

trampilla tras de mí. Por la luz que se colaba en el sótano desde la cocina supe que

estaba amaneciendo. Todo estaba en completo silencio y aparentemente en su lugar.

Los palos del billar seguían en el mismo rincón donde los dejamos al acabar la última

partida, las bolas de colores formaban un perfecto triángulo sobre el tapete verde; los

vasos del último refresco que tomamos seguían en la mesilla ante el sofá; los

almohadones donde solía echarse Marina a ver la televisión seguían en el mismo lugar

sobre el suelo. Nada hacía sospechar que hubieran irrumpido extraños en la casa.

Respiré hondo y salí a la cocina; a través de los amplios ventanales la luz rosada del

amanecer se cernía sobre los árboles. Antes de seguir recorriendo la casa tuve que

hacer una parada obligada en el cuarto de baño.

Luego salí al pasillo y fui hasta el salón. En el salón descolgué el teléfono. Tal y como

había dicho Gerardo no había línea. Recordé haber leído en un artículo en una revista

científica de las que mi padre vendía en su quiosco que se avecinaba una revolución

tecnológica que cambiaría nuestras vidas para siempre. El futuro estaría poblado por

ordenadores personales y teléfonos portátiles. Yo habría dado lo que fuera por tener

uno de aquellos teléfonos en la mano, pero lo que tenía en la mano en aquel momento

era tan sólo el auricular muerto de un teléfono antiguo. Aquella madrugada yo no

podía saber si aquel futuro llegaría a materializarse algún día. Había tantas cosas que

desconocía mientras recorría la casa silenciosa y vacía. No sabía que Vicente y

Amparo habían huido al ver llegar los coches negros y que habían advertido a la

policía desde la casa de los vecinos; tampoco sabía que la policía había llegado a la

finca hacía horas y que había detenido a todos los que encontraron con armas en las

manos, incluyendo al mismo Gerardo a quién, debido a que tenía antecedentes

penales, le costó lo indecible convencerlos de que estaba del bando de los inocentes y

que nosotros seguíamos en la casa. Tampoco podía saber que la policía se encontraba

en aquellos momentos de camino a la casa con la intención de rescatarnos; ni sabía

que el Chino nunca más habría de aterrorizarnos puesto que había caído con toda la

banda gracias al trabajo minucioso de Álvaro, el detective con el corazón remendado,

que desde que salió del hospital se había dedicado a rehacer su vida con Irene al

tiempo que recopilaba pruebas para incriminar a la banda de los rusos para poder al

fin meterlos a todos entre rejas.

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Mientras comprobaba que no quedaba rastro de enemigos en la finca, yo no sabía que

el futuro estaba decidido de antemano. No habría creído posible que a partir de aquel

día que empezaba yo iba a ser capaz de vivir en paz conmigo mismo; ni que aquella

paz me devolvería las ganas de crear, de dibujar y de inventar historias con mis

dibujos; ni que gracias a la repercusión mediática de la caída de la banda de los rusos

mi nombre se daría a conocer y me lloverían las ofertas para publicar en periódicos de

tirada nacional. Mientras regresaba al sótano en busca de Marina y de Sonia, yo aún

no sabía que ella y yo estábamos destinados a estar juntos durante el resto de nuestras

vidas, que Sonia acabaría siendo veterinaria como siempre había soñado, que con el

tiempo le diríamos adiós a la gran urbe y nos iríamos a vivir a una finca en el campo

donde criaríamos a Marina y la cuidaríamos como íbamos a cuidar de los hijos que

nos vendrían.

Cuando abrí la trampilla y les dije a las dos que la costa estaba despejada, la niña salió

de la bodega riendo y gritando. Sonia tardó más en subir la escalera, supongo que ella

también tuvo que ir dejando caer en cada peldaño pedazos de sus propios miedos,

pero cuando nos reencontramos en lo alto de la escalera su paso era ligero y su sonrisa

luminosa. Y entonces me dio la mano para no soltarla nunca más.

FIN