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Diario de viaje: Río San Juan http://vianica.com/sp/go/specials/13-0-diario-de-viaje-rio-san- juan.html Trece días recorriendo el río San Juan y la mayoría de sus más bellos destinos. Esta fue una experiencia llena de aventuras, sorpresas, bellos paisajes… gente extraordinaria, pueblos históricos, selva virgen. Decidimos, entonces, compartir los acontecimientos de nuestra travesía a través de esta crónica, un tanto extensa pero muy interesante también. Los protagonistas somos dos miembros del equipo de Vianica.com: Róger (yo), nicaragüense, y Paul, holandés. Día 1 – Llegada a San Carlos La avioneta que nos trasladaría del aeropuerto internacional de Managua hasta la ciudad de San Carlos, cabecera departamental del departamento de Río San Juan, era bastante pequeña; tanto, que los ocupantes no podíamos estar totalmente erguidos dentro de ella. Era una Cesna bastante cómoda, con capacidad para 14 pasajeros. Salimos a las 2 de la tarde en un viaje de apenas 45 minutos de duración. Cierto que el tiempo de vuelo era bastante corto, sin embargo, la ruta del viaje nos llevó a sobrevolar algunos de los más bellos puntos del país. Poco tiempo después del despegue, pudimos observar (a pesar del día un tanto nublado) la silueta del volcán Mombacho y frente a él, entrando al lago de Nicaragua, la península de Asese rodeada por las más de 300 isletas que se observaban apenas como pequeños puntos. Minutos después de

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Diario de viaje: Río San Juan

http://vianica.com/sp/go/specials/13-0-diario-de-viaje-rio-san-juan.html

Trece días recorriendo el río San Juan y la mayoría de sus más bellos destinos. Esta fue una experiencia llena de aventuras, sorpresas, bellos paisajes… gente extraordinaria, pueblos históricos, selva virgen. Decidimos, entonces, compartir los acontecimientos de nuestra travesía a través de esta crónica, un tanto extensa pero muy interesante también. Los protagonistas somos dos miembros del equipo de Vianica.com: Róger (yo), nicaragüense, y Paul, holandés.

Día 1 – Llegada a San Carlos

La avioneta que nos trasladaría del aeropuerto internacional de Managua hasta la ciudad de San Carlos, cabecera departamental del departamento de Río San Juan, era bastante pequeña; tanto, que los ocupantes no podíamos estar totalmente erguidos dentro de ella. Era una Cesna bastante cómoda, con capacidad para 14 pasajeros. Salimos a las 2 de la tarde en un viaje de apenas 45 minutos de duración.

Cierto que el tiempo de vuelo era bastante corto, sin embargo, la ruta del viaje nos llevó a sobrevolar algunos de los más bellos puntos del país. Poco tiempo después del despegue, pudimos observar (a pesar del día un tanto nublado) la silueta del volcán Mombacho y frente a él, entrando al lago de Nicaragua, la península de Asese rodeada por las más de 300 isletas que se observaban apenas como pequeños puntos. Minutos después de sobrevolar las aguas de este enorme lago de 8 mil kilómetros cuadrados, apareció en el horizonte el cono casi perfecto del volcán Concepción en la Isla de Ometepe. Desde arriba era interesante observar el contorno de esta parte de la isla formada por dos volcanes. Luego, se podía apreciar el istmo y a continuación el dormido volcán Maderas.

Un poco después de una vista de lago, más lago y más lago, sobrevolamos el archipiélago de Solentiname y sus 36 islas de diferentes formas y tamaños. Sabíamos que nuestro destino estaba ya muy cerca, pues estas se encuentran a pocos kilómetros de la ciudad de San Carlos. Muy pocos minutos después se mostraba ante nosotros la costa sureste del enorme lago y el inicio del serpenteante río San Juan. En un rinconcito de ese encuentro se observaba la histórica y pequeña ciudad de San Carlos, y las extensas fincas agropecuarias en su parte posterior.

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Aterrizamos en el pequeño aeródromo de la ciudad. La pista no es muy grande; en realidad es una pista de tierra. La Terminal es apenas una pequeña casa de concreto bastante pequeña en la que hay una cafetería y el escritorio de control de La Costeña, la sola compañía aérea que realiza viajes a San Carlos. En la Terminal había un miembro de la policía, uno del ejército, la encargada de la compañía y unas personas que aparentemente esperaban hacer el vuelo de retorno o recibir a los recién llegados. Quizá media hora después salió nuevamente la avioneta con destino a Managua. Esta vez llevaba menos pasajeros: solamente uno, para quien sería una especie de viaje privado.

Los únicos vehículos en la Terminal aérea eran tres taxis que esperaban dar servicio a los pasajeros. Nosotros tomamos uno interesante; era una camioneta todo terreno que prestaba el servicio (quizá en esta parte del país es necesario un poco más de potencia para viajes en taxi a zonas rurales). Nos dirigimos en él al centro de la ciudad. El taxista cobró apenas C$ 10 córdobas por persona.

Cerca del centro, donde hay un parque y casas que lo contornan (además de la iglesia), está la oficina de información turística del Instituto Nicaragüense de Turismo. Es básico visitar este sitio para enterarse de horarios de lanchas públicas y privadas, hoteles y toures disponibles y precios aproximados. Aquí nos tomamos algún tiempo para organizar nuestra gira, con ayuda de las señoras amables, de gran disposición, que ahí trabajan.

Luego realizamos la visita a la ciudad. Esta tiene calles un poco inclinadas pues está ubicada en una loma que desciende hacia las riberas del río o la costa del lago. Cerca de la oficina de información turística está el malecón en el lago, cerca del cual emerge una oxidada chimenea metálica de algún antiguo barco de vapor, de los que antaño surcaran el lago y el río.

Subimos después hacia el centro (se camina apenas menos de 300 metros desde el malecón). En uno de los costados del parque central hay una loma en donde está el fuerte histórico de San Carlos, desde donde se domina el lago y el río. Este fue construido en un inicio por los colonizadores españoles para mantener el control del San Juan, que conecta el mar caribe con el interior del país a través del gran lago. Posteriormente el fuerte funcionó como base militar y cárceles por los gobiernos militares a lo largo de la historia. Actualmente, ahí funciona el centro cultural José Coronel Urtecho (lleva el nombre de un escritor nicaragüense que pasó parte de su vida en la zona), de entrada gratuita, en donde hay afiches que narran la historia del río y de la zona, y detallan la biodiversidad existente. Además, hay tres miradores y la biblioteca municipal.

Descendimos y nos dirigimos hacia el mirador de la ciudad, ubicado muy cerca de la costa del lago. Desde ahí se puede apreciar el inmenso lago Cocibolca (o Lago de Nicaragua) y las primeras islas del archipiélago de Solentiname, además del nacimiento del río. Hay tres cañones

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de artillería antiguos, que quizá protagonizaron las batallas en contra de piratas y de fuerzas inglesas durante las guerras contra el imperio colonial español. Desde ahí pudimos apreciar un atardecer un tanto nublado, que hacía ver el círculo rojizo del sol a través de un filtro de nubes claras, y el lago con algunas siluetas de lanchas ancladas y de vez en cuando algunos cayucos de remos en el que una u dos personas se desplazaban.

Hay varios hoteles y hospedajes cómodos en la ciudad. Nosotros nos hospedamos en un nuevo hotelito llamado La Posada de Santa Teresa, que está en la parte norte de la ciudad. En la noche cenamos en uno de los buenos restaurantes cerca del centro. Una de las especialidades culinarias de la zona son los pescados, preparados de diversas formas. Luego de comer y de caminar un rato por la ciudad (hay siempre bastante gente en las calles), nos dirigimos al hotel a descansar, pues a la mañana siguiente partiríamos al pueblo de El Castillo.

En San Carlos siempre hay “chayules”, unos insectos voladores que parecen mosquitos color verde (pero estos no pican). Ya ha ocurrido en algunos años que la cantidad de chayules es tan grande que se considera una plaga molesta que al anochecer se concentran en enormes cantidades en las fuentes de luz. A la gente no le queda más alternativa que aislarse en sus casas. Aunque siempre hay chayules en San Carlos, no siempre son una plaga. Nosotros no nos topamos con un momento de plaga.

Día 2. El Castillo

Despertamos temprano en nuestro segundo día de gira, y nos preparamos para dirigirnos al pueblo histórico de El Castillo, unos 80 kilómetros río abajo. Caminamos hacia el puerto, ubicado en el río, muy cerca de su entrada en el gran lago. Eran las 7 de la mañana y el día empezaba un tanto caluroso. Por donde pasábamos, la ciudad se mostraba bastante inactiva, pero al acercarnos al pueblo nos topamos con el pequeño mercado municipal en donde sí había movimiento. Compramos nuestro pasaje a El Castillo (costó C$ 64 córdobas para cada uno), y nos dio tiempo para desayunar en un cafetín del mercado, antes de la salida de la panga, a las 8 a.m.

El puerto de San Carlos también es pequeño. Cuando llegamos al área de embarque ya había bastante gente en espera. Al dar la hora de entrada, los empleados comenzaron a dejar entrar a la gente, que se amontonaba desordenadamente tratando de entrar rápido y tomar un buen asiento en la panga, que tiene capacidad para unas 60 personas aproximadamente.

Inició el trayecto. El río es espléndido; puede llegar a tener unos 150 metros de ancho, quizá. Podíamos ver una enorme cantidad de aves que buscan alimento o toman sol a lo largo del trayecto. La mayoría de aves eran garzas blancas de pico amarillo o cormoranes (llamados “patos chanchos” en Nicaragua). Al inicio nos resultó muy interesante ver las aves en las orillas de río, pero después de pasada una hora de viaje viendo garza, cormorán, garza, garza, cormorán, garza, cormorán, cormorán, perdimos el interés.

La mayoría de la gente que aborda en San Carlos va descendiendo en las comunidades asentadas a orillas del río, desde las que también sube gente. Al pasar por un caserío llamado San Pancho, una panga pequeña conducida por un muchacho y tripulada por una señora con delantal se nos acerco y luego se nos pegó. ¿Qué es esto? Yo no entendía el propósito, pero lo comprendí cuando la panga de transporte colectivo en la que viajábamos disminuyó la velocidad y la gente comenzó a comprarle a la señora del delantal agua, gaseosas, pescado frito, y otras cosas. Luego que un

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hubo más clientes, la pequeña panga simplemente se despegó y se dirigió al caserío, mientras nuestra panga aumentaba su velocidad y continuaba su curso.

Después de tres horas de viaje llegamos al pueblo de El Castillo, que debe su nombre a la antigua fortaleza española ubicada en una cima, construida en el siglo XVII para frenar el paso de invasores, piratas o tropas inglesas. El caserío se extiende alrededor de la loma de la fortaleza. Es un pueblo pequeño, pero muy interesante.

En El Castillo hay varios hospedajes de diferente calidad, restaurantes, comiderías y un ciber café, además de varias actividades que se pueden realizar. Hay una asociación de guías turísticos que organiza caminatas, toures a caballo o en canoa, o visita a la cercana Reserva Natural Indio Maíz. Además, está la fortaleza histórica y su museo.

Nosotros sólo íbamos a quedarnos un día, así que organizamos nuestro tiempo para visitar lo más cercano y accesible. Después de dejar nuestras mochilas y bolsos en uno de los hospedajes (nos quedamos en el hotel Richardson, sencillo pero confortable), hicimos un recorrido por el pueblo. Las calles son andenes y no hay ni un solo vehículo. Las casas son de madera y la mayoría tiene bonitos jardines pequeños. Desde uno de los restaurantes que están en las márgenes del río, observé algo raro en los raudales. Me pareció que era una persona nadando, pero luego desapareció. Quedé intrigado. Luego lo volví a ver, y una vez más. Un señor con el que conversaba nos explicó que eran peces sábalo real, una especie de tarpón presente en el río San Juan, que puede llegar a medir hasta 2 metros de longitud. Puse más atención a lo que observaba, y entonces pude ver el detalle de la aleta dorsal que de vez en cuando sobresalía. Había muchos sábalos alimentándose ahí. Luego, subimos hacia el antiguo fuerte.

La fortaleza de la Inmaculada Concepción se ha deteriorado con el paso de los siglos, pero aún se puede apreciar su arquitectura militar. En su interior hay un pequeño museo en el que se exhibe información sobre sucesos históricos importantes ahí acontecidos, además de artefactos antiguos encontrados en el sitio. En el interior del fuerte también está la biblioteca municipal; esta es pequeña, pero tiene publicaciones de historia o biología realmente interesante. Al verlos, nosotros llegamos a la conclusión de que se puede hacer incluso “turismo bibliográfico”: pasarse semanas en El Castillo para leer los diversos ejemplares disponibles en la biblioteca, algunos de los cuales se encuentran con dificultad en todo el país. Luego de lamentar no tener el tiempo suficiente para sentarnos a leer, salimos a recorrer las otras partes de la fortaleza. La vista desde ahí es impresionante.

Después de la fortaleza nos dirigimos al mariposario del pueblo. Este es pequeño pero interesante. Vimos algunas larvas, mariposas y una araña que debe estar muy contenta y regordeta al vivir en un mariposario.

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Las callejuelas del pueblo estaban vacías al anochecer. Cenamos en el hospedaje y dormimos para emprender el viaje de regreso a San Carlos, desde donde iríamos al archipiélago de Solentiname, formado por 36 islas de diferentes tamaños.

Día 3. San Carlos y Solentiname

Nuevamente iniciamos el día desde temprano. Desayunamos en el hospedaje y caminamos hacia el muelle de El Castillo para tomar la panga a San Carlos de las 7 de la mañana. Además de nosotros subieron unas cuantas personas, pero en el trayecto abordó más gente, hasta copar casi todas las sillas.

Llegamos a San Carlos a las 10 de la mañana y aprovechamos para conseguir más detalles en la oficina de turismo. Almorzamos en un pequeño establecimiento de comida casera cerca del malecón, y luego invertimos algo de tiempo en uno de los dos ciber café que hay en la pequeña ciudad. Había una panga de transporte colectivo que salía a las 12:30 del medio día hacia nuestro destino del día, el archipiélago de Solentiname, pero nosotros teníamos asegurado un viaje con Claudio, encargado del hotel Mancarrún, localizado en la isla de Mancarrón del archipiélago.

Entonces salimos hacia Solentiname a alrededor de las 4 de la tarde. El viajecito duro unos 40 minutos bajo un atardecer bastante nublado. Desde San Carlos, la isla Mancarrón es una de las últimas de este archipiélago de 36 islas de diversos tamaños, así que tuvimos la oportunidad de recorrer las costas de varias otras islas.

En el archipiélago las islas más grande (las ordeno en orden decreciente) son Mancarrón, La Venada y San Fernando. Estas están pobladas por comunidades de varias decenas de familias, dedicadas a la pesca, la agricultura y a la producción de artesanías. Otras islas son menos pobladas y la mayoría de las más pequeñas son habitadas únicamente por su fauna y flora natural. En una de ellas, llamada La Pajarera, se dice que hay hasta 10 mil especies de aves. No hay energía eléctrica en todo el archipiélago, y tampoco señal de teléfono convencional o inalámbrica (sólo en Mancarrón disponen de un teléfono satelital).

Llegamos al pequeño muelle principal de Mancarrón. Allí, y casi en toda la isla, se aprecia un agradable entorno natural: muchas aves, muchos árboles grandes y pequeños, muchos animales. Detrás del muelle hay un gran árbol donde habita una colonia de aves oropédulas moctezuma, y se les puede ver en sus nidos en forma de péndulos.

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Nos dirigimos al hotel, que está cerca del muelle principal. El local es amplio y también tiene un agradable ambiente natural. Las habitaciones son amplias y en los jardines hay kioscos con hamacas y sillas mecedoras o reclinables. En el comedor, vale decir, hacen gala de una excelente preparación de comidas.

Después de ubicarnos en nuestra habitación, y como aún nos quedaba un poco de tiempo de luz de día, caminamos hacia el caserío de la comunidad, ubicado bastante cerca del hotel. El lugar, conformado por 17 casas rurales humildes, se conoce como El Refugio. Allí hay una pequeña casa taller en donde los artesanos exponen y venden a los visitantes sus obras de diversos diseños; pero también venden desde sus casas, en donde se les puede observar en pleno proceso creativo.

En una de las casas conversamos con la familia residente. Ambos padres se dedican a laborar artesanías, alternando la actividad con las tareas domésticas. Él, don Toño, talla y da forma a la madera (cuando llegamos estaba trabajando); ella, Arlen, también talla y luego pinta. Utilizan cuchillos o machetes para dar forma a la madera (trabajan con madera de balzo, porque es muy liviana), luego pasan una base y a continuación decoran con pinturas de colores a base de agua. Al finalizar el proceso, han dado forma completa a tortugas, aves, mariposas y otros diseños multicolores. Según nos comentaron ambos señores, les lleva dos días terminar unas 30 piezas pequeñas.

En su jardín, don Toño tenía como mascota un pequeño mono carablanca encadenado a un árbol. Mientras conversábamos, nos enteramos que solamente en una pequeña isla llamada “la isla del padre” habitan monos en estado silvestre, pero son congos. Aparentemente, al monito de don Toño le agradan mucho los turistas, pues al estar nosotros cerca se tiró a un brazo de Paul. El chele Paul no sabía que hacer. Trató de acercarse al árbol para que el mono descendiera, pero en vez de eso el mono se subió a su espalda y luego a su cabeza. La solución, entonces, era alejarse del árbol para que el mono no tuviera espacio por lo largo de su cadena. Los que observamos la escena del chele y el mono nos reímos un poco, un poquito nada más.

Al acercarse la noche (en esta isla sin luz eléctrica la noche significa oscuridad total), nos dirigimos al hotel, en el que cuentan con paneles solares y un generador de energía. Cenamos, y luego conversamos con los simpáticos encargados del hotel, Claudio (el que nos trajo a la isla) y su esposa, Bertha Rosa. Con ellos nos enteramos y planificamos la visita a los puntos interesantes de la isla: el peñón (una cima desde donde se puede observar casi todo el archipiélago), los humedales, el mirador (menos alto pero más accesible que el peñón), el sitio donde hay petroglifos, el museo y la iglesia.

El punto atractivo de la oscuridad en la isla es el cielo nocturno: millones de estrellas se aprecian en un cielo despejado. Como no sé mucho de astronomía, se me ocurrió buscar formas en las agrupaciones de estrellas; vi un elefante, una garza, un cormorán y un archipiélago de estrellas.

Fue un día en el que pisamos tierras de El Castillo, de San Carlos y finalmente de Mancarrón, en Solentiname. Fue un día bastante largo y nos dispusimos a dormir con la idea (no muy grata para mí) de despertarnos a las 5 de la mañana para hacer fotografías de aves.

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Día 4. Escalada de El Peñón

Cinco de la mañana. La luz del día ya había llegado, pero mis ganas de despertar aún estaban ausentes. Pero, como no todos los días está uno en Solentiname (a menos que sea un habitante del archipiélago), había que aprovechar la visita. Lamentablemente, la luz aún era demasiado tenue para hacer fotos, así que, ni modo, tendríamos que esperar un poco más para salir (yo dormí unos minutitos más).

Cinco y media de la mañana. La luz ya era adecuada para fotografiar, y por suerte mis ganas de despertar ya habían llegado. Salimos del hotel y nos dirigimos cerca del muelle a buscar las oropéndolas, y allí encontramos a dos señores que realizaban una pesca matutina. Uno estaba sobre el muelle, junto a un balde donde había algunas mojarras; el otro estaba en el lago, con el agua hasta la cintura, con una atarraya (una malla pequeña para pescar). La pesca allí es realmente fácil; mientras estuvimos en el muelle, el señor dentro del agua hizo cinco lanzamientos de la atarraya. En el primero capturó tres mojarras que pasó al que estaba con el balde en el muelle, en el segundo capturó una, en los dos siguientes un pez por intento, y en el último que vimos nuevamente ninguna. Nosotros continuamos buscando aves. Vimos gorriones, oropéndolas, zanates, un halcón, un zopilote y otras cuyos nombres desconozco.

Cerca de las 8 de la mañana volvimos al hotel a tomar una ducha, desayunar y encontrarnos con el guía que nos llevaría hasta el peñón, la cima más alta de la isla. Nos preparamos para iniciar la caminata de tres horas de ida hasta nuestro objetivo, sin embargo, conversando con Jaime, nuestro guía, comenzamos a contemplar la posibilidad de llegar hasta los humedales. Eso significaba buscar otros senderos y también unas horitas más de trayecto, así que Jaime buscó el apoyo de Luís, otro habitante de la comunidad y gran conocedor de la zona.

Con nuestros dos guías y con dos litros de agua cada uno emprendimos la caminata. Salimos del caserío y comenzamos a subir una loma con abundante vegetación. Luego de un trayecto cuesta arriba algo agotador, llegamos a la cima. Había una bonita vista del contorno de la isla. Luís nos mostró otra cima que se miraba a lo lejos. “Ese es el peñón”, nos dijo. Estaba algo lejitos, realmente algo lejitos, sinceramente yo pensaba antes que sería más cercano. Pero bien, ese era nuestro objetivo, y hacia allá nos dirigíamos.

Descendimos la loma hasta llegar a tierras bajas, casi a nivel del lago, cercanas a un humedal pequeño. En el camino nuestros guías nos explicaron que todas esas tierras que habíamos pasado, y lo que nos faltaba por recorrer, era antiguamente una enorme finca ganadera, pero la naturaleza había recuperado su terreno tras décadas de abandono. Los árboles eran jóvenes, pero aún así altos.

Mientras recorríamos la zona baja, vimos que de repente nuestros guías se alegraron tras ver algo en el camino. Nos acercamos a un árbol caído, y ellos en el tronco descubrieron un hueco rectangular tapado con hojas. El árbol era de coyol, y el hueco contenía un líquido claro. Era “chicha de coyol”, el guaro (licor) de los campesinos, a como nos dijeron Luís y Jaime. Esta es una bebida alcohólica totalmente natural, que se obtiene de la savia de ese árbol; la gente bota el árbol de coyol, hace un hueco, y tres días después el mismo está lleno de “chicha”. Usando un bejuco tubular y hueco todos tomamos. La chicha de coyol tiene un agradable sabor dulce, y luego de muchos tragos es embriagante. Por supuesto que nosotros sólo tomamos un par de sorbos, y continuamos el camino.

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Comenzamos a subir siguiendo el rumbo de una pedregosa quebrada totalmente seca, por la que en invierno desciende el agua de las montañas. Luego, abandonamos el trayecto de la quebrada y continuamos haciéndonos camino por donde el camino no existía. En un punto, Luís tomó su machete con una mano, tomó un bejuco marrón cilíndrico con la otra, lo cortó por arriba y abajo quedándose con un segmento de este, y luego lo subió e inclinó hacía su boca. Un pequeño chorro de agua cristalina comenzó a descender. Lo llaman el bejuco de agua, o “la meona”. Probamos el agua, tenía un increíble sabor a pura naturaleza.

Finalmente llegamos al pie de una gran roca (el peñón), que es la cúspide de esa montaña. Subimos con algo de esfuerzo y ante nosotros se abrió una vista espléndida desde la que observábamos casi todas las islas del archipiélago. Si el día hubiese estado menos nublado, nos dijeron los guías, habríamos logrado ver las costas del lago en el sur. Por el momento el camino hasta el peñón es apto sólo para quienes buscan aventura y están dispuestos a exigirle un poco a su cuerpo y pulmones, pero la gente de la comunidad tiene planes de hacer la vía un poco más accesible.

También desde el peñón se observa el gran humedal hacia el noroeste, en dirección opuesta de nuestro camino inicial. Y bien, ese era nuestro segundo destino, así que había que descender. Ya era poco más de la 1 de la tarde y además del agua no llevábamos absolutamente nada para ingerir. Luís se detuvo, tomo unas gruesas semillas y comenzó a golpearlas con una piedra. ¿Qué era eso? “es el almuerzo”, respondió. Era la semilla de coyol (al parecer es un árbol bastante útil), comimos el interior de unas cuantas, y luego continuamos el descenso bastante inclinado por entre los árboles. Llegamos a un punto menos inclinado en el que había muchos arbustos con espinas que hacían incomodo el paso.

Finalmente llegamos al inicio de los humedales. Había un pasto tupido que superaba el metro cincuenta de altura. Lo atravesamos y llegamos cerca de la costa. El terreno estaba quebrado por la sequedad veraniega, y en él había bastantes árboles de mangle y otros tipos. También encontramos los hoyos vacíos donde las tortugas de agua dulce (llamadas “ñoca” en Nicaragua) depositaran días atrás sus huevos. Los nidos fueron saqueados por personas, mapachines o serpientes. Había muchos hoyos así. Lastima por las pobres tortugas; pero afortunadamente había zonas en que la vegetación hacía difícil el acceso para sus mayores depredadores, es decir, la gente.

Luego de conocer los humedales, iniciamos el camino de retorno, tratando de apurar el paso pues podía sorprendernos la noche en el camino. Para no tomar los terrenos inclinados que habíamos atravesado hasta allí, tratamos de seguir por la costa. En algunos puntos nos topamos con un terreno de barro muy húmedo. Allí debíamos pasar corriendo o apoyándonos en troncos en el

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suelo, porque los pies se hundían en el barro. En una ocasión me hundí tanto que el barro llegó hasta mis rodillas, y me costó bastante esfuerzo liberarme.

“Esas son abejas africanizadas”, nos dijo Luís cuando, en un punto menos húmedo, nos observamos en el suelo la mitad de un panal de abejas que se había desprendido del tronco en el que estaba. La mitad en el suelo estaba cargada de miel, y cargada de abejas sobre ella también. A Paul se le ocurrió tomarle algunas fotos, yo caminé un poco hacia delante. Mientras andaba observando el paisaje, escuchaba a Luís que acompañaba a Paul: “no te acerqués, no te acerqués, ¡no te acerqués!”, y de repente no escuché más palabras. Sólo escuché detrás de mí los pasos apresuradísimos de ambos, que corrían. Ni siquiera volteé a ver atrás. Yo también corrí y en menos de medio minuto vi que Paul me adelantaba, apartándose con los brazos las abejas que lo perseguían. Realmente corrió rápido ese chele, pero para todos sólo fue un susto. Todos resultamos ilesos y riendo a carcajadas.

Al fin llegamos a una parte de costa rocosa, en la que no había más peligro de atascamiento en el barro. Nos quedaba poquísima agua. Nuestros guías llenaron sus botellas en el lago, y bebieron de ellas usando como filtro la tela de sus camisas. Abandonamos la costa y seguimos el camino. Eran ya las 5 de la tarde y estábamos lejos del hotel. De hecho estábamos al otro lado de la isla. Abandonamos el curso por la costa para seguir el camino por senderos en las colinas.

Finalmente llegamos a fincas de producción. Cortamos algunos mangos para complementar nuestro almuerzo de coyol (aunque por la hora era más una cena que un almuerzo). Al fin llegamos a una zona poblada. Ahí habitaban familiares de Jaime, y con ellos negociamos nuestro retorno en lancha hasta el hotel, para evitar una hora más de camino en la que inminentemente nos alcanzaría la noche.

El viaje por lancha duró menos de media hora. El lago estaba agitado y hacía mecerse bastante fuerte a la pequeña embarcación. Dos minutos después de alcanzar el muelle, la oscuridad se hizo total, pero ya estábamos en el hotel. Nos despedimos de nuestros guías, y Luís nos invitó a ver el partido del día siguiente, final de béisbol de la liga municipal en la que jugarían contra el equipo de la isla San Fernando. Cenamos, contamos nuestra anécdota a Claudio y Bertha Rosa, y nos fuimos a dormir. En total, nuestra travesía había durado 8 horas (de las cuales caminamos 7 aproximadamente).

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Día 5. Beisból, Petroglifos y la Isla San Fernando

Despertamos a las 7 esa mañana. Habíamos quedado con Jaime, uno de nuestros guías de la jornada anterior, para visitar juntos el mirador cercano al caserío y el sitio donde se encuentran petroglifos precolombinos. Desayunamos y Jaime no aparecía, así que decidimos visitar el museo y la iglesia, muy cercanos al hotel.

La iglesia está ubicada cerca del muelle, y el museo unos 200 metros hacia el sur, dentro de un conjunto de cabañas donde opera la Asociación para el Desarrollo de Solentiname, fundada y dirigida por el padre Ernesto Cardenal, sacerdote, poeta y revolucionario nicaragüense de gran influencia en el archipiélago (aunque actualmente no vive allí).

Empezamos visitando el pequeño museo (ahí también está ubicada la biblioteca municipal). El sitio es impresionante, pues guarda piezas precolombinas entre estatuas, cerámicas y utensilios como piedras para moler. Es muy interesante el acabado de estas piezas, que tienen grabados diseños que habrán requerido de mucho trabajo.

Luego regresamos en nuestro camino hasta la iglesia, también muy impresionante. Esta es un edificio bastante sencillo pero decorado, en su interior, por pinturas y estatuas religiosas con estilo primitivista (en el país ese estilo tuvo su nacimiento en Solentiname).

Retornamos al hotel. Nos encontramos con Jaime y su pequeña hija de 9 años, e iniciamos el recorrido. Menos de una hora de caminata nos llevó alcanzar el sitio del mirador, desde donde se aprecia parte de la isla y algunas islas vecinas. Continuamos la caminata hasta el sitio de petroglifos. Estos están grabados en piedras grandes, esparcidas en el campo. Logramos apreciar los antiguos diseños en tres rocas.

Al volver al hotel, nos encontramos con que el partido de béisbol entre los Diablos de Mancarrón y el equipo de la isla San Fernando había comenzado. El cuadro municipal de béisbol está ubicado contiguo al hotel, así que podíamos observar el partido desde allí. El juego iba mal para los Diablos de Mancarrón. De hecho perdieron (según recuerdo) por paliza de 9-3.

A continuación se jugaría el 4to de 5 partidos programados para la final. Ambos equipos habían ganado antes un partido respectivamente, y con esta nueva victoria de San Fernando ese equipo podía alzarse con el campeonato si ganaban este cuarto encuentro (al ganar 3 partidos de 5 serían automáticamente campeones). El equipo de los Diablos, en el que nuestro guía Luís jugaba como centerfielder, debía ganar obligadamente ese partido para forzar a realizar un quinto y decisivo encuentro.

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Era ya el medio día, soleado y caluroso. Las condiciones se prestaban para que pudiéramos lavar algo de nuestra ropa y ponerlas a secar al sol. Almorzamos, luego conseguimos algo de jabón y nos dirigimos a la lavandería del hotel. El holandés Paul, para quien esa era una experiencia jamás vivida (nunca había lavado ropa sin usar una maquina lavadora), no lo hizo tan mal.

Luego de todo ese trajín volvimos a la habitación a observar el importante partido solentinameño. Los Diablos ganaban 6 carreras por 3 en la sexta de 9 entradas. Pero justo al llegar nosotros fueron empatados. El partido estaba emocionante. Los Diablos consiguieron anotar otras tres carreras más. Llegaron la último entrada. Sólo tres out los separaban de la victoria con la cual podían aspirar a un final partido por el campeonato. Comienza a batear San Fernando y las cosas tomaron un giro desalentador para los mancarroneños: los sanfernandinos empataron y luego anotaron otras dos carreras más, que los acercaba al titulo de campeones. Justo en ese momento llegó Claudio, con quien visitaríamos la isla de San Fernando. En aquella isla nos enteraríamos posteriormente que su equipo había finalmente derrotado a Mancarrón, haciéndose así del campeonato municipal.

El viaje a la isla San Fernando duró unos 20 minutos desde Mancarrón. San Fernando es también conocida como “la Elvis”, pues luego de la revolución recibió también el nombre de isla Elvis Cavaría, en honor a un guerrillero de Solentiname. De hecho, otras islas tienen también nombres de sus héroes. Así, por ejemplo, la Mancarrón también se llama Felipe Peña, y la isla La Venada (la segunda más grande del archipiélago) lleva el nombre de Donald Guevara.

La Elvis, o San Fernando, es hogar de otra comunidad de artesanos, quienes fabrican piezas similares a las que conocimos en mancarrón, pero utilizan un estilo diferente. También, aquí viven varios de los pintores primitivistas del archipiélago. La isla estaba algo vacía (mucha gente estaba en la otra isla por motivos del partido), pero logramos conocer la casa taller, en donde tienen una expoventa de artesanías y pinturas. No muy lejos está también el museo de esta isla, pero por estar cerrado no logramos conocerlo.

Al caer la noche retornamos a Mancarrón. Cenamos, nos despedimos de nuestros anfitriones y nos fuimos a dormir para en la madrugada siguiente tomar la lancha colectiva con destino a San Carlos.

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Día 6. De Solentiname a Sábalos

Salimos de madrugada del hotel, pues la lancha de transporte colectivo hacia San Carlos (pagamos C$ 35) salía a las cinco de la mañana. El día apenas empezaba a clarear cuando caminábamos hacia el muelle. La lancha toma pasajeros de las tres islas más grandes del archipiélago, lo que hace el viaje bastante tardado. Llegamos a San Carlos pasadas las 7 de la mañana. Nuestro objetivo era dirigirnos a Sábalos, un pueblo ubicado río abajo, a dos horas de San Carlos. Para llegar allí debíamos tomar una panga con dirección a El Castillo, pero perdimos cupo en la de las 8 de la mañana y debimos esperar la siguiente, que salía al medio día.

Estuvimos en el puerto 20 minutos antes de la salida de la panga, y nuevamente el desorden de la gente por entrar no nos permitió tomar asientos tranquilamente. Iniciamos el viaje hacia el hotel Sábalos Lodge, ubicado muy cerca del pueblo de Sábalos (valor de pasaje: C$ 55 córdobas). Supimos que había buses interlocales que realizaban el mismo trayecto por carreteras sin pavimento y con un pasaje de C$ 10 córdobas menos, pero siempre es más cómodo y atractivo moverse por el río San Juan.

La panga primero llega al pueblo de Sábalos, en donde baja y sube bastante gente. Menos de 10 minutos después llega al muelle privado del hotel mencionado. El lugar tiene un concepto interesante, muy rústico y muy cómodo, con un personal muy amable. Su estilo arquitectónico encaja perfectamente con su entorno natural, y con la reserva natural privada que rodea al hotel.

Mientras preparaban el almuerzo, decidimos ir a caminar por la reserva privada. Muchas aves, muchos insectos y vimos también monos congos (mono aullador). De hecho, mientras caminábamos, de repente escuché detrás de mí el sonido de un chorro de agua cayendo. De inmediato pensé que quizá serían monos intentando orinarnos. Era eso en realidad; vimos dos monos silenciosos que nos observaban desde lo alto de uno de los árboles que acabábamos de pasar. ¡Fallaron!¡qué mala puntería! En realidad tuvimos suerte, pues estos monos, cuando intentan ahuyentar a alguna persona o animal que pasa, hacen mucha bulla y no sólo intentan orinar desde arriba, sino que también arrojan su propio excremento.

Llegamos al lecho del río San Juan, y ahí nos detuvimos a tomar fotos de insectos y aves. Junto al río me quedé silencioso y quieto. Pronto llegaron cerca de mí aves que no se percataban de mi presencia y en el río, a unos 4 metros de donde estaba, apareció de repente el torso de un enorme sábalo.

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Volvimos al hotel para almorzar. Conversamos con uno de sus propietarios, Rafael, y él nos dijo que los sábalos abundaban en el lugar. Decidimos intentar hacer fotografías sumergidas, así que luego de cambiarnos de ropa y preparar el equipo descendimos desde el muelle a las aguas de temperatura agradable del San Juan. Aunque sí vimos algunos sábalos a varios metros de nosotros, se hacía imposible fotografiar en esas aguas revueltas. De todas formas nos quedamos un rato más, a jugar con la corriente fuerte del río.

Al oscurecer subimos y nos preparamos para la cena. Conversamos con unos turistas y Rafael. Comimos, y luego fuimos a dormir para al día siguiente iniciar una larga travesía por todo el río San Juan, hasta su desembocadura en el mar caribe, y de ahí hacia el pueblo de San Juan del Norte.

Día 7. Viaje a San Juan del Norte

Debimos desayunar rápido en la mañana para evitar perder la panga de transporte público en la que viajaríamos hasta el pueblo de San Juan del Norte, ubicado al norte de la desembocadura del río San Juan en el caribe. Una panga pequeña del hotel nos llevó hasta el muelle del pueblo de Sábalos. Allí era donde tomaríamos la panga pública que había salido desde las 6 de la mañana de la ciudad de San Carlos. Estas pangas realizan el viaje solamente dos días por semana (martes y viernes). No podíamos perderla, por eso teníamos mucha prisa en llegar. Y bien, no la perdimos, la panga llegó a Sábalos con casi media hora de retraso.

Al llegar al muelle, la panga estaba absolutamente llena, y además de nosotros subieron varias personas más. Ya no había asientos disponibles. Yo alcancé llegar hasta la parte posterior y me senté sobre un tanque de combustible, al lado del conductor (no estaba muy cómodo que digamos). Paul no tuvo tanta suerte y tuvo que viajar de pie. Eran las 8:30 de la mañana, y el viaje duraría aproximadamente hasta las 6 de la tarde. No era muy agradable la idea de pasar casi 10 horas sin sentarnos en una silla de la panga. Afortunadamente, en El Castillo los transportistas consiguieron una panga pequeña en la que viajaríamos todos los que no teníamos silla (que ya éramos menos pues alguna gente descendió en ese pueblo). Esta panga pequeña sólo viajaría algunos kilómetros del trayecto. Su misión era ayudar con el exceso de pasajeros en la travesía de los kilómetros de fuertes raudales que el río tiene luego de El Castillo.

La escala en El Castillo se hizo de casi media hora, que aprovechamos para comprar varios paquetes de galletas; es decir, el almuerzo.

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En la panga pequeña no tuvimos problemas para enfrentar la corriente. Hacia atrás podíamos ver la panga grande, mucho más pesada, coleando hacia un lado y hacia el otro al enfrentar los raudales (y aún así se las ingeniaba para bajar pasajeros). Tras superar el trecho de fuertes corrientes, la panga pequeña se juntó a la otra y los pasajeros subimos. Ya había suficiente espacio, así que no tuvimos problemas para encontrar espacio. Cerca de las 2 de la tarde decidimos almorzar: un paquete de galleta de entrada, otro paquete de galleta de plato fuerte y un tercero como postre (todavía nos sobraron paquetes para dobletear la ración).

El río era siempre bastante ancho, pero había cambios remarcables en cuanto a la naturaleza. El río funciona como frontera sur con el vecino país de Costa Rica. Ese país inicia su territorio desde la margen sur del río, y el territorio nicaragüense inicia desde las aguas del San Juan. Desde los raudales cerca de El castillo, en la ribera norte se extiende el enorme Refugio de Vida Silvestre de Río San Juan, dentro del cual está la reserva natural Indio-Maíz. Entonces, ya en esta parte del río, la selva era impresionante en la ribera norte. No había ya garzas, cormoranes ni otras aves del río. En cambio, podía observarse tortugas y lagartos tomando el sol (vimos varias tortugas y dos lagarto en todo el trayecto). También pueden verse monos congos o araña en los árboles cercanos al agua; iguanas, lagartijas. Sólo hay que clavar la vista en la selva, viendo los movimientos para identificar dónde están los animales.

Tras varios kilómetros de trayecto luego de los raudales, el caudal del río San Juan comienza a disminuir y se debe pasar con cuidado por una zona de bancos de arena. En una ocasión nuestra panga se pegó en el fondo poco profundo. Dos tripulantes intentaron sacarla pero no fue posible, así que pidieron la ayuda de los pasajeros. Inmediatamente varios de ellos, incluso extranjeros (incluyendo a Paul), saltaron al agua a empujar, hasta que destrabaron la embarcación. Solamente una vez nos pegamos. Tuvimos suerte, pues en veranos muy secos las embarcaciones se pegan varias veces, alargando el tiempo de viaje (supimos que en una ocasión, una panga llegó a las 3 de la mañana a San Juan del Norte). Existen planes para dragar el río y evitar así estos inconvenientes.

El segmento seco del río también es de pocos kilómetros. Pronto el caudal fue lo suficientemente grande para acelerar. El San Juan fue haciéndose menos ancho, y de repente se abrió ante nuestros ojos la costa arenosa del mar caribe. Ya estaba anocheciendo. Pudimos observar la desembocadura en que se unen las aguas del río y las del mar. La panga siguió hacia el norte, por una laguna, y luego entramos a aguas del río Indio, el cual corre por muchos kilómetros paralelo al mar caribe, separados apenas por una estrecha franja de tierra boscosa de unos 600 metros de ancho, como promedio.

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Ya la luz de día era casi inexistente cuando observamos en la rivera Oeste del río Indio las luces del pueblo y el muelle de San Juan del Norte. Eran las 6 de la tarde cuando pisamos suelo sanjuaneño.

No tuvimos oportunidad de apreciar mucho del pueblo porque ya había caído la noche. Nos dirigimos al Hotelito Evo, donde nos hospedaríamos. Allá también llegaron otros pasajeros de la misma panga buscando alojamiento. Conversamos con ellos, y luego nos dirigimos todos a una comidería cercana para comer una cena que no incluyera galletas. Después nos fuimos a dormir. Al día siguiente visitaríamos los puntos atractivos de San Juan.

Día 8. San Juan del Norte

Nuestra primera mañana en San Juan del Norte. Nos levantamos tempranos y guiados por don Enrique, propietario del Hotelito Evo, hicimos una visita por el pequeño pueblo. Conocimos la laguna del Papayal. Esta es una pequeña laguneta en forma ovalada, de aproximadamente un kilómetro de largo por 400 metros en su parte más ancha. Está ubicada en el interior del pueblo, y en algunos puntos de su orilla hay ranchitos con bancas de madera. Durante nuestra visita, la laguna estaba invadida por unas pequeñas plantas acuáticas que la tenían cubierta casi totalmente. Caminando más hacia el sur se llega a lo que podría llamarse el barrio ‘Rama’. Es un conjunto de casas muy rústicas en donde habitan algunos miembros de esa tribu indígena.

El pueblo no tiene calles, sino que se conecta a través de andenes peatonales. Las casas costeras tienen tambos, y las de más al centro ya están a nivel de la tierra (excepto las de los Rama y algunas otras). No hay ni un solo vehículo; en cambio, la costa del río está llena de pangas, canoas y lanchas más grandes, que son el medio de transporte. Cerca del muelle están los edificios de la Alcaldía, de la fuerza naval, una escuela, una cancha de básquetbol y fútbol sala. También hay un pequeño kiosco en el que están guardadas piezas antiguas (lápidas, máquinas de coser, verjas metálicas), que fueron testigos de la historia de este pueblo, cuando estuvo asentado en otro sitio. El recorrido del casco urbano de San Juan del Norte tomará a lo sumo unas dos horas a pie.

El pueblo original de San Juan del Norte fue construido durante la colonia española cerca de la desembocadura del río San Juan, más al sur. Este pueblo tuvo una historia muy agitada, pues por su ubicación era codiciado por potencias extranjeras. Fue asediado por piratas, quienes con frecuencia lo tomaban y lo hacían su guarida. Durante las guerras entre Inglaterra y España, el pueblo fue tomado por los ingleses y paso a llamarse Greytown. Luego, comprendía parte del reinado de la Mosquitia, un pueblo indígena que era aliado y protegido por los ingleses. Durante los años de independencia, la república de Nicaragua finalmente lo anexó a su territorio. En los años 80, lamentablemente, este pueblo fue totalmente destruido durante la guerra entre el gobierno revolucionario sandinista y el ejército contrarrevolucionario. Actualmente sólo hay selva allí, a parte de los antiguos cementerios que datan del siglo XIX en adelante.

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El actual pueblo de San Juan del Norte nació en el año de 1994, cuando varias familias que habitaron el antiguo asentamiento regresaron al finalizar la guerra. También comenzaron a emigrar familias y personas provenientes de diversas partes del país. Actualmente la población es mestiza, y hay también creoles (personas de raza negra descendientes de esclavos de los ingleses) y algunas familias Rama. Además del idioma español, frecuentemente se escucha el inglés criollo, y rara vez el dialecto Rama.

Luego de recorrer el pueblo, desayunamos algo tarde (casi las 11 de la mañana). Después planificamos la visita a los tres puntos atractivos más alejados del casco urbano: los cementerios del antiguo San Juan del Norte, el sitio donde se encuentra una antigua draga de finales del siglo XIX con la que se planeaba construir el canal interoceánico por Nicaragua, y la Laguna Azul, ubicada sobre el estrecho de tierra entre el Caribe y el río Indio, al norte del pueblo. Sin embargo, conversando con algunos sanjuaneños nos enteramos de las posibilidades de visitar la reserva natural Indio-Maíz (la cual debe su nombre a los ríos Indio y Maíz, que se encuentran en su extensión). Esto cambiaba nuestros planes, pues realmente nos interesaba conocer la reserva. Decidimos, entonces, postergar la visita a los destinos que teníamos pensados, para organizar una expedición a la reserva natural.

Para aprovechar ese día, decidimos visitar el bosque ubicado detrás del pueblo de San Juan. Nuestro guía fue Gustavo, hijo de nuestro anfitrión don Enrique (del hotel). Caminamos unos pocos minutos hasta el final del pueblo hacia el Oeste, y luego seguimos un sendero por entre los árboles. Es impresionante que justo al lado del pueblo inicie la selva en toda su extensión (de hecho, la selva rodea el pueblo y las pocas fincas agrícolas de la zona). Tras unos minutos de caminar observamos árboles altos de diferentes tipos y muchos arbustos, mariposas, pequeñas ranas rojas (son venenosas), lagartijas, culebras, aves de montaña y también ¡zancudos! (mosquitos) en grandes cantidades. Después de casi una hora de caminata, volvimos al pueblo.

En la noche cenamos con nuestros nuevos amigos que habíamos conocido en la panga, y luego decidimos ir a un bar a tomar unas cervezas. Todo es más caro en San Juan del Norte, debido a las dificultades para conseguir los productos. De hecho, la mayoría de productos se obtienen de Costa Rica. Afortunadamente sí se puede conseguir cervezas y rones de Nicaragua. En el pueblo también corre el colón (moneda costarricense) además del córdoba de Nicaragua. Las cervezas cuestan el doble de lo que cuestan en Managua. Después de un par de cervezas en el bar, nos fuimos a la pista de baile del pueblo. El lugar no es del todo lujoso, pero es un buen sitio para lo que se quiere al ir allí: bailar. A las 11 de la noche nos enrumbamos al hotel, obligados por la llegada de un invitado cotidiano, que es el apagón de luz (en San Juan hay energía eléctrica de las 4 de la tarde a las 11 p.m.). Entonces, guiados por lámparas, nos dirigimos al hotel y a dormir.

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Día 9. Viaje hacia la selva

Esa mañana finalizamos los preparativos para los tres días expedición en la reserva Indio-Maíz. Asistimos a una reunión de la municipalidad y los pequeños empresarios relacionados al turismo (dueños de hospedajes, pequeños hoteles, comiderías y restaurantes), y conocimos el gran entusiasmo que siente esta gente por un próximo levante económico basado en el turismo. Y tienen razón para ese entusiasmo. Con las bellos destinos que hay en la zona el futuro es prometedor.

Nos hicimos de algo de comidas frías. Luego, quedamos a una hora específica para encontrarnos con Manuel, coordinador de turismo de la municipalidad, quien sería el conductor de la panga; don Enrique, el dueño del hotelito Evo y gran entusiasta, quien nos acompañaría; y finalmente Hilario, mejor conocido como Coyote, líder de los indígenas Rama asentados en la Reserva y en el pueblo, quien sería nuestro guía. También nos acompañaban tres turistas, una pareja de holandeses (Tim y Vera) y un catalán (Fernando), quienes ofrecieron pagar sus gastos y aportar para el combustible.

Salimos poco después de las tres de la tarde. El río Indio es menos ancho que el San Juan, pero la naturaleza en sus veredas es también impresionante. Luego de una hora de trayecto, mostramos el permiso a al puesto del Ministerio del Ambiente y Recursos Naturales (MARENA), que resguarda junto con el ejercito la entrada y salida a la reserva.

Pocos kilómetros después el río hace un giro al Oeste, internándose en la selva. Aquí el ancho era menor, y nos encontrábamos siempre con troncos de árboles, grandes y pequeños, derrumbados por la erosión causada por el arrastre de la corriente en las orillas del río. Hilario (el Rama) iba en la punta de la panga, dirigiendo con movimientos pausados de sus manos los giros que se debía hacer para evitar los troncos. En el río observamos muchos animales. Vimos bastantes martín pescador, algunas garzas, tortugas y loros, entre otros.

Hilario es un hombre alto, de rasgos indígenas puros. Es de poco hablar y casi siempre tiene una sonrisa tenue en la cara. En sus ojos y palabras se percibe una conciencia profunda y una enorme responsabilidad tribal. Es realmente humilde y generoso. Habla el dialecto Rama, el inglés criollo y el español, el cual se le escucha con un acento peculiar.

Casi caía la noche cuando llegamos a nuestra base, luego de poco más de dos horas de viaje. Era una humilde casa Rama, habitada por una sobrina de Hilario y su familia. Estábamos en el cerro Maquengue, donde varias familias Rama habitan en total armonía con la naturaleza. Los Rama,

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como tribu, tienen derecho a vivir en la reserva natural, pues este es territorio indígena según decretan las leyes del país. Sine embargo, recientemente enfrentan algunos problemas con las autoridades, debido, aparentemente, a que alguna gente se hace pasar por Rama para entrar a la reserva, en donde hacen fincas destruyendo la naturaleza. Y bien, al final pagan justos por pecadores. Al menos nosotros observamos que nuestros anfitriones no eran gente escrupulosa ni ambiciosa; son gente que sabe vivir en la naturaleza plena, obteniendo de ella sólo los recursos necesarios para subsistir.

La casa era una choza de madera con techo de hojas de palma, con la tierra misma como piso. Estaba ubicada muy cerca de la ribera del río. Tenían una esquina dedicada a su cocina rudimental de madera (construida con piedras y arena). También en la choza había una pequeña mesa y un banco de madera, un cuarto separado por una pared de madera y luego columnas que sostenían el techo, que servirían como soporte para las hamacas. Nos instalamos, colgamos nuestras respectivas hamacas, y luego comimos una cena de gallopinto, yuca y un poco de deliciosa carne de “tepezcuintle”, también conocido como guardatinaja (un roedor enorme que habita en la selva), que nos obsequió la familia residente (la sobrina de Hilario preparó toda la cena).

Nos dispusimos a dormir para salir temprano en la mañana a la selva, rumbo a una montaña próxima llamada Cantagallo, en donde, según nos comentaron nuestros acompañantes, se encuentran unas extrañas formaciones de piedras. A pesar de que estábamos en la selva, no había ni un solo zancudo, y tampoco hacía frío.

Día 10. Exploración de la selva

Cierto que en esta selva no hace frío por las noches, pero la madrugada es diferente. Desde las primeras oscuras horas de la madrugada comencé a sentir bastante frío, así que busqué como arroparme mejor en mi hamaca. La cabaña Rama no tenía una de las paredes cerca de donde yo estaba, así que podía verse el cielo estrellado y la silueta de los árboles más cercanos, y podía escucharse perfectamente el ruido del río y de insectos como grillos y ranas.

Nos levantamos a las cinco de la mañana y comenzamos a prepararnos para nuestra gira a la montaña de Cantagallo. Mientras desayunábamos gallopinto y plátano cocido, observamos en uno de los árboles más altos cerca del río una manada de monos araña. Tomamos nuestras mochilas y agua, subimos a la panga y partimos río arriba. La salida del sol ahuyentó al frío.

Siempre debíamos esquivar las ramas y árboles caídos en el agua. Vimos más aves, tortugas, vegetación virgen. Brisaba un poquito, pero luego cesó. En esta zona las nubes y el sol se turnan en intervalos cortos de tiempo. Nos preocupaba que lloviera (aunque es verano, las zonas del caribe nicaragüense son visitadas por lluvias casi todo el año). Hilario dijo que no iba a llover, y así fue.

Quizá nos llevó unos 40 minutos llegar hasta un sitio donde Hilario indicó que debíamos desembarcar. Allí, alguna vez había tenido su casa, pero ahora no había ninguna construcción y la selva había recuperado su terreno. Pisamos tierra, y comenzamos la excursión.

El suelo estaba húmedo. La vegetación era abundante pero no era difícil desplazarse entre ella. Luego de unos minutos el camino que seguíamos (había unos senderos un tanto abandonados, que usan los Rama para desplazarse) comenzó a ir cuesta arriba. Había árboles gigantes, otros más

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jóvenes. Se escuchaban aves muy cerca, pero no alcanzábamos a verlas. A lo lejos Hilario nos señaló unas loras verde cuello amarillo. La verdad es que yo no las pude ver, pues no alcance a distinguirlas entre tanto verde vegetal. Vimos también cangrejos de montaña, pequeñas ranas verde con manchas negras y muchos insectos. Aquí tampoco había mosquitos.

Después de unos 40 minutos de recorrido (quizá fue un poco más de tiempo), llegamos a un punto que Hilario nos indicó como la cima de Cantagallo. “Las piedras están más abajo”, nos dijo, y continuamos el camino. Menos de 20 minutos nos llevó llegar hasta las primeras formaciones. Eran rocas grandes, apiladas una sobre otra en forma de gradas; parecían tres escalones de gran tamaño, aunque la formación no superaba el metro cincuenta de altura. Ese era sólo el inicio, más adelante observamos un enorme peñón de piedra de forma bastante cuadrada. Uno de sus lados era bastante alto (quizá tres metros), pero lo interesante es que esa alta pared no era lisa, si no que estaba formada por cortes de piedra en formas cuadrada, pentagonales o hexagonales. Parecía como si varios postes o columnas enormes de piedra, con esas formas, habían sido puesto agrupados horizontalmente hasta formar una pared. Parecía un trabajo realizado por el hombre, pero no se hallaba ninguna utilidad o parecido a arquitectura del hombre antiguo.

Más adelante observamos más formaciones de menor tamaño, pero con las mismas características, y en algunas de ellas estaban desprendía piedras cuadradas, como trozos de esos enormes postes o columnas acostadas. Enrique nos comentó que un geólogo que visitó el lugar, comentó que eran piedras basálticas de formación natural, que se ven en poquísimos lugares del mundo. Según su propia reflexión (de Enrique), quizá fue utilizada por las antiguas tribus residentes (quizá por los antiguos Rama), como bancos de material para construcción de ciudades o templos. Habría que realizar una investigación científica especializada en el lugar.

Luego de visitar las extrañas formaciones de piedras, descansamos sobre las primeras que habíamos visto (las de forma escalonada) y conversamos un poco sobre diversos temas. Después iniciamos el camino de retorno. Más aves, más cangrejos, más naturaleza espléndida. Hubiésemos querido poder fotografiar un jaguar, pero no tuvimos esa suerte (o talvez tuvimos suerte de no toparnos con uno de esos gatos enormes, qué quizá tendría hambre a esa hora del mediodía).

Mientras caminábamos, Hilario nos dio un pequeño curso de medicina natural, usada por su comunidad indígena. Nos mostró un árbol llamado Canfin, cuya corteza puede cocinarse y es efectivo contra la caspa y los hongos de la piel; nos mostró una raíz de una planta trepadora llamada Cuculmeca, que tiene propiedades para combatir la anemia, e incluso (no sé si nuestros guías lo dijeron en broma), es más efectivo que la “viagra” si se prepara con otros ingredientes naturales.

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Llegamos al río hasta donde esperaba la panga. Comimos caña de azúcar que habíamos traído desde la casa de los Rama, y luego emprendimos el viaje de retorno. Eran aproximadamente las dos de la tarde. Además de las aves y tortugas que observamos durante la ida, en el retorno también pudimos ver caimanes que tomaban el sol. Estos animales nunca se muestran agresivos con el hombre, nos dijo Hilario, pues en la selva tienen suficiente comida. Tampoco se sabe de casos de ataques de jaguares o pumas (pero siempre hay que tenerles respeto, claro está).

Llegamos a la cabaña Rama, donde ya nos esperaba un almuerzo de arroz blanco, yuca cocida y más carne de tepezcuintle. Luego, casi todos tomamos una ducha en el río, cuya agua no es tan fría.

Hilario nos comentó que hace apenas tres años el agua del río comenzó a hacerse más caliente, debido al avance de la frontera agrícola en la frontera noroeste de la reserva, en donde nace el río, a muchos kilómetros de donde estábamos. El tono siempre calmado de Hilario se hizo un poco más fuerte. Obviamente le molestaba la destrucción de su casa, la selva. Me parece que, aunque algunas personalidades dentro de las instituciones estatales acusen a los Rama de destruir la reserva, son esta comunidad indígena la más interesada en conservarla; y son sus acusadores los verdaderos negligentes que no tienen voluntad o disposición por cuidar la selva por los puntos menos accesibles, donde las mafias madereras y los colonos precaristas la destrozan sin escrúpulos.

Al caer la noche, cenamos nuevamente arroz, con galletas y un poco de atún enlatado. Pero luego, vino un postre especial: la sobrina de Hilario nos había preparado “bul”, un atol dulce que se hace con coco y plátano verde, y que es parte de la expresión culinaria Rama. Soy sincero al decir que me pareció a mí muy rico.

Luego dormimos para partir al día siguiente a la búsqueda de manatís, y después emprender el viaje de retorno a San Juan del Norte.

Día 11. Búsqueda de manatís

Nos despertamos temprano para iniciar nuestro viaje hacia la laguna de los manatís a las 5:30 de la mañana. Nos despedimos de la familia Rama que nos había albergado y luego partimos.

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En el camino nos sorprendió una lluvia que a veces era fuerte y a veces era débil. Acabamos empapados. Luego, tras recorrer varias vueltas del río, salimos del alcance de la nube que nos mojaba, pero aún podíamos escuchar su descarga de agua en la selva, cerca de nosotros.

Eran casi las 8 de la mañana cuando Paul preguntó en qué día estábamos. “¡Es mi cumpleaños!”, gritó. Era tanta la aventura que hasta a él mismo se le había olvidado que ese día era su cumpleaños. Lo felicitamos y quedamos en que iríamos por unas cervecitas en la noche, cuando estuviéramos en el pueblo.

Continuamos por casi una hora por el río Indio, y luego ingresamos a un caño (un río pequeño). Por ser más angosto, los árboles caídos a veces fueron un problema. Hilario y Enrique de vez en cuando tuvieron que abrirnos paso con sus machetes, cortando troncos bastante grandes. Tras una media hora superando troncos, llegamos a la laguna de los manatís, que es bastante pequeña y redonda, como de unos 100 metros de diámetro.

Entramos a la laguna y vimos un burbujeo que se alejaba de nosotros. Lo seguimos, y luego observábamos otro burbujeo y rastros de tierra removida en el. Ahí estaban los manatis, pero se escondían de nosotros y no lográbamos verlos. Al fin nos detuvimos en un solo sitio. Con la cámara para hacer fotos sumergidas, Paul y yo entramos al agua. Era bastante agradable, pero como no soy experto nadador decidí subir al bote. El catalán y el holandés que nos acompañaban también entraron con Paul. Creo que al final no tuvimos un buen método para lograr ver los a manatís. El motor de la panga hacía mucho ruido cuando nos desplazábamos, y siempre estábamos conversando y riendo. No tuvimos éxito con los manatis. Lastima, hubiese sido un excelente regalo para Paul el tomarse una foto abrazado de un manatí.

Nuevamente en el bote, tomamos otra vez el caño y nos dirigimos al río Indio. Viajábamos bastante despacio y nos dio oportunidad de ver peces (supongo que la luz del día cercana al medio día ayudaba bastante en la visualización). Lo más curioso fue ver a una pareja de peces de colores (parecían guapotes de color morado y azul) que se daban un prolongado beso. No supimos cual era el objetivo de eso (quizá era un método reproductivo), pero los peces nadaban lentamente unidos por la boca.

Finalmente salimos al río Indio. Antes de llegar a San Juan del Norte nos detuvimos en la rivera oriental del río, y caminamos los 10 metros que lo separan de la Laguna Azul. La laguna es también bastante pequeña y poco profunda. Allí encontramos a unos niños sanjuaneños acompañados por dos adultos, que jugaban en una enorme boya a la que ataron unas llantas de automóvil, y que sirve de entretenimiento.

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Desde donde estábamos se observaba el muelle de San Juan del Norte. Subimos a la panga y nos tomó 5 minutos llegar al pueblo. Nos cambiamos la ropa empapada por la lluvia, almorzamos, y una media hora después salimos en la panga, ahora sólo nosotros dos junto a Enrique y Manuel, hacia San Juan del Norte viejo, o Greytown. En el trayecto (que no duró más de 20 minutos) pudimos observar la enorme maquina oxidada que había sido colocada en la laguna de San Juan del Norte (una laguna en la que confluyen varios ríos y se conecta con el mar por el río San Juan), para realizar el dragado y construcción del canal interoceánico en el siglo XIX. Los problemas políticos de la fecha impidieron la construcción del canal en Nicaragua, pero la enorme draga quedó ahí como un tesoro de la historia.

Continuamos el curso de la laguna hasta llegar a donde alguna vez estuvo el viejo e histórico San Juan del Norte. Un pequeño muelle de madera da la bienvenida. Luego, un sendero ancho permite pasar a través de la selva. Ya no hay nada en donde estuvo ese pueblo, solamente selva. El sendero recorre unos 20 metros y sale a donde actualmente está una pista de aterrizaje aéreo privada, que se encuentra justo al lado de los antiguos cementerios.

Esos cementerios son el único recuerdo de lo que fue esa ciudad. Hay un cementerio inglés, uno de la tripulación de un barco de guerra estadounidense, un cementerio católico y un cementerio masón. El lugar está bastante abandonado, pero las pesadas lápidas y las metálicas barreras aún sobreviven al paso del tiempo. Las lápidas tienen inscripciones en inglés y otras en español. Las fechas datan desde las primeras décadas de los 1800. Aquí hay enterrada gente (según revelan las lápidas) de Inglaterra, Estados Unidos, China, Nicaragua, Bulgaria e incluso hay un cónsul del antiguo imperio Germánico. Para quienes gusten de la historia, el lugar es fascinante.

Partimos del asentamiento de San Juan del Norte viejo y nuestros guías nos llevaron al sitio donde desemboca el río San Juan en el mar Caribe. Ese lugar también es fascinante. Se puede ver

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las dulces y tranquilas aguas de río toparse con el violento y salado mar (en este punto del caribe el mar es agitado).

Al acercarse el anochecer, regresamos al actual San Juan del Norte. En la noche fuimos a visitar a Hilario para despedirnos. Hilario habitaba en la zona Rama del pueblo. Su casa es tan rústica como la que conocimos en la selva. No tiene luz eléctrica, y duermen en hamacas. Hilario nos mostró unas piezas de artesanía Rama, que eran una canasta hecha de bejucos y una canoa de madera en miniatura. Le agradecimos por todo su aporte y amabilidad, y lo dejamos en su tranquila y humilde casa.

En el hotel tomamos una ducha, luego fuimos a cenar, y más noche (a como habíamos acordado) fuimos por unas cervecitas con los dos holandeses y el catalán que nos acompañaron en la expedición. Volvimos temprano al hotel para poder empacar antes de que se fuera la luz eléctrica, pues al día siguiente tomábamos la panga de vuelta de las cinco de la mañana (las pangas con dirección a San Carlos salen de San Juan del Norte los jueves y domingos).

Día 12. Viaje a Bartola

Nuestra última mañana en San Juan del Norte durante esta travesía que casi llegaba a su fin. Nos preparamos y salimos al muelle antes de la salida de la panga, a las 5 de la mañana. Lo bonito de la hora, es que pudimos presenciar la salida del sol (con todo el espectáculo de colores del alba) mientras iniciábamos nuestro viaje por el río Indio hacia el río San Juan. Los colores del amanecer reflejados en las aguas tranquilas del río hacían parecer que había dos cielos.

Comenzó ese largo viaje de retorno. En la gira logramos ver más tortugas y caimanes, monos, y vimos también (aunque estaban muy lejos), un grupo de las bellísimas lapas rojas. En San Juan del Norte habíamos comprado nuestros respectivos paquetes de galletas (nos costaron el doble que cuando compramos en el viaje de ida en El Castillo), así que en el transcurso desayunamos.

Menos gente usa la panga de retorno desde San Juan del Norte, así que íbamos bastante cómodos. De vez en cuando se subían más pasajeros, que eran costarricenses que usan este servicio de transporte para desplazarse hacia otros puntos de su frontera. El margen del San Juan que pertenece a Costa Rica está ocupado casi en su mayoría por fincas de producción, aunque todavía hay algunas zonas selváticas.

Varias horas después llegamos a los raudales. La panga iba bastante lento, enfrentando la corriente. Los pasamos y ya nos acercábamos a El Castillo. Algunos kilómetros antes de ese pueblo está el río Bartola, donde inicia el enorme Refugio de Vida Silvestre Río San Juan. Al otro lado del río Bartola se encuentra una reserva natural privada del mismo nombre, en donde hay un pequeño hotel. Ahí descendimos nosotros.

Nos recibió la muy amable doña Sandra, propietaria del local. Almorzamos (la comida aquí es deliciosa), y luego nos preparamos para visitar de inmediato la reserva Bartola, pues nos quedaban pocas horas de día.

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Salimos sin guía, con un mapa como referencia. Vimos muchos insectos en el trayecto por ese bosque, incluyendo la lindísima mariposa Morpho cuyas alas, en la parte inferior tienen un diseño que mimetiza la corteza de los árboles, y en la superior tienen un fuerte color azul tornasolado. Además, vimos unas pequeñas lagartijas color marrón, que por casualidad logramos ver entre las hojas secas de su mismo color.

Siguiendo uno de los senderos llegamos a una salida hacia el río Bartola, y ahí nos dividimos. Yo me quedé en el río para intentar unas fotos subacuáticas, y Paul continuó por el sendero para hacer más fotos de la reserva.

El agua tenía una temperatura agradable y no era muy profunda. Y aunque estaba bastante clara, el fondo tenía una arcilla que se revolvía con facilidad cuando caminaba sobre ella, así que no podía hacer fotos. Lo único que logré fotografiar, en uno de los bordes de una roca sumergida, fueron algunos peces pequeños que quizá eran sardinas, y otras pocas de otro tipo que desconozco.

Al no poder lograr más, salí del agua y empecé a ponerme la ropa seca. Ya se cumplía el tiempo con el que habíamos quedado Paul y yo para reencontrarnos y volver al hotel. Al terminar de vestirme escuché que Paul me gritaba a unos 40 metros, en la misma costa que estaba yo. “Vine hasta el río, pero ahora no encuentro el caminito de regreso al sendero”, me dijo. Era raro y gracioso que este chele estuviera técnicamente atrapado, pero a tan poca distancia de mí. No podíamos encontrarnos por el río, pues había que atravesar un pequeño caño y unas elevaciones muy inclinadas. Detrás de él también había muchas plantas, árboles y tierra muy inclinada. Había llegado por un pequeño caminito casi imperceptible, pero al caminar por el río no lo pudo encontrar de nuevo.

Quedamos en que yo volvería al sendero, y desde ahí comenzaría a hacer sonidos para que él se orientara. Así lo hice, pero no funcionaba. “Mejor volvé al río”, me gritó finalmente. Regresé hasta donde lo podía ver, y acordamos en que yo caminaría por el sendero hasta el pequeño caminito que él había tomado. Entonces salí al rescate. Ambos hablábamos en voz alta para orientarnos. Finalmente hallé el caminito y llegué cerca de la costa. El Paul estaba como a 8 metros de él sobre la costa del río, pero por un árbol no le era posible verlo.

Emprendimos el recorrido de retorno al hotel. En el trayecto logramos escuchar y luego ver unas loras y otros pájaros cuyos nombres desconozco. Llegamos al local poco antes del ocaso, y todavía nos dio tiempo de recorrer el río Bartola en una pequeña panga, acompañados por un guardaparques del MARENA. Vimos en el agua unos róbalos bastante grandes, y luego volvimos al local.

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Nuevamente la comida estuvo deliciosa en la cena. Conversamos con doña Sandra y con Moisés (el guardaparques) y luego nos fuimos a dormir. Era nuestra última noche de la travesía. Al día siguiente tendríamos que tomar una panga hacia San Carlos desde cercano pueblo de El Castillo.

Día 13. Regreso a Managua

Nuestro último día en la gira por el río San Juan y sus atractivos destinos. Una panga pequeña nos llevaba desde Bartola al pueblo de El Castillo, distante una media hora. El río estaba completamente cubierto por una neblina espesa, que hacía ver a los árboles en ambas orillas con un aspecto misterioso.

La panga de transporte colectivo de El Castillo salía a las 6 de la mañana. Llegamos con tiempo para tomarla, e iniciamos el viaje a San Carlos. La neblina no se disipó hasta que estuvimos cerca de esa ciudad, y el sol matutino se miraba a través de ella como un disco de opaca luz blanca.

Llegamos a San Carlos y desayunamos. Trabajamos un poco en nuestros apuntes y a las 12 del día tomamos un taxi al aeropuerto, para abordar la avioneta de las 1 de la tarde. Llegamos a la pista, y nos encontramos con que la caseta donde funciona la Terminal estaba cerrada. ¿Y entonces? ¿y nuestro vuelo? Detrás de la pista hay una base militar, y preguntamos al vigía si sabía por qué estaba cerrado. Nos comentó que luego del vuelo de la mañana, la gente se había ido. Pero nos dijo que era común, que siempre se venían un poco antes de la llegada de los vuelos.

Y bien, no nos quedaba más que esperar. El sol estaba muy fuerte al medio día, y la pista es un área sin árboles, de tierra con pequeñas rocas. Para pasar el tiempo se me ocurrió un juego: lanzaríamos por turnos piedras pequeñas hacia una roca más grande, ubicada a menos de 10 metros. El que pegara una piedra en la roca, ganaba. Inicié yo, y estuve bastante cerca. Era el turno del holandés, bastante lejos. Nueva ronda de piedras, yo siempre bastante cerca y el chele, aunque mejoraba la puntería, siempre estaba un poco lejos. El Paul nunca había jugado béisbol, así que yo tenía la ventaja de la experiencia como lanzador; él ni siquiera estiraba completamente el brazo al tirar. Ya empezaba a ser aburrido, así que decidimos tener una ronda final. Tiré yo, y casi logro darle. Como había estado más cerca, estaba dispuesto a declararme ganador si el chele no le daba. El último turno del chele, y ¡bum! La gran sorpresa: le dio al primer intento. Fin del partido.

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Cerca de la una de la tarde llegó la encargada de la cafetería, y nos dio la buena noticia de que el vuelo era a las 2 de la tarde, y no a la 1. De hecho siempre los vuelos vespertinos desde San Carlos son a esa hora. El error fue nuestro. Más tiempo de espera.

Finalmente llegó la encargada de la compañía aérea, y unos minutos después la avioneta. De ella descendieron algunos pasajeros, y luego abordamos nosotros. Para el vuelo de retorno de nuestra aventura, fuimos los únicos ocupantes del vuelo, además del piloto y su copiloto.

El cielo estaba despejado, así que desde arriba la vista fue magnifica. Primero Solentiname, luego la isla de Ometepe, a continuación la isla de Zapatera y el volcán Mombacho, más las isletas de Granada. La avioneta disminuyó la altura cuando pasábamos por las isletas y la ciudad de Granada, y nos fue fácil observar algunos detalles, como las iglesias y la catedral que se observaban como miniaturas. Más adelante vimos el volcán y la laguna de Masaya, y minutos después aterrizábamos finalmente en el aeropuerto de Managua.

Ya estábamos en casa, algo cansados pero muy contentos y satisfechos de nuestras múltiples experiencia en esta emocionante travesía.