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Universidad Antonio Ruiz de Montoya Av. Paso de los Andes 970, Pueblo Libre. Lima – Perú “Vicente Santuc, S.J.: persona y obra” Dimensión filosófica Rafael Fernández Hart, S.J. Quisiera, en primer lugar, expresar mi reconocimiento póstumo a la figura y filosofía de Vicente a quien tuve el honor de conocer. En segundo lugar, no pretendo sintetizar su vasto pensamiento, sino dar algunas pinceladas a partir de diálogos que más de uno de nosotros habrá tenido con él. Tenía Vicente en su oficina aquella colección de estatuillas donde mezclaba lechuzas y búhos. Creo que no sabía distinguirlos muy bien y tampoco le importaba. Para explicar su colección recordaba aquel pasaje del prólogo de la Filosofía del Derecho de Hegel donde el filósofo alemán señala que la lechuza que tenía Minerva, diosa de la sabiduría, sólo rompía el vuelo al caer la noche. Bella comparación hegeliana que le reconoce a la filosofía una función esclarecedora en el atardecer de la historia: la filosofía reflexiona sobre lo que acaece. Pero no hay que pensar en la historia solamente como si se algo exterior a nosotros se tratase. Cada uno y cada institución es historia que está aconteciendo en este preciso momento. Como más de un filósofo, Vicente lee el diario para pensar qué acontece, cómo acaecen los hechos y en qué dirección nos llevan. La historia es pues el espacio que nutre el pensar de Vicente, lo que le da su pertinencia y su complejidad. Por eso diré que no siempre se comprendía lo que Vicente decía sobre todo cuando se iba a buscar sus palabras a esa otra región que él conocía bien y que solía llamar “aquello de lo que se trata”. Su densidad requería de tiempo para digerirse. Más de una vez percibiría que no lo seguían y debía repetirse para asegurar que el mensaje pasase. Pero aún cuando debía reiterarse no decía lo mismo: pasaba a otro nivel de exigencia y siempre tenía que empujar a su interlocutor más lejos y, por qué no decirlo, más alto. Sus conversaciones, hasta la más baladí, podían dar un giro insospechado y convertirse en reveladoras de sentido acaso porque preparaban el chispazo de “aquello de lo que se trata”. Y por supuesto, no hace falta ser filósofo ni tener afición filosófica para sentir cierta curiosidad sobre “aquello de lo que se trata” (ce dont il s’agit). ¿Qué es? ¿En qué nos atañe? Espero que a lo largo de esta exposición pueda responder, en parte al menos, a estas preguntas.

“Vicente Santuc, S.J.: persona y obra” - Dimensión filosófica - Rafael Fernández Hart, S.J

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15 de junio 2011Auditorio Vicente Santuc, S.J.Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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Av. Paso de los Andes 970, Pueblo Libre. Lima – Perú

“Vicente Santuc, S.J.: persona y obra”

Dimensión filosófica

Rafael Fernández Hart, S.J.

Quisiera, en primer lugar, expresar mi reconocimiento póstumo a la figura y filosofía de Vicente a

quien tuve el honor de conocer. En segundo lugar, no pretendo sintetizar su vasto pensamiento,

sino dar algunas pinceladas a partir de diálogos que más de uno de nosotros habrá tenido con él.

Tenía Vicente en su oficina aquella colección de estatuillas donde mezclaba lechuzas y búhos. Creo

que no sabía distinguirlos muy bien y tampoco le importaba. Para explicar su colección recordaba

aquel pasaje del prólogo de la Filosofía del Derecho de Hegel donde el filósofo alemán señala que

la lechuza que tenía Minerva, diosa de la sabiduría, sólo rompía el vuelo al caer la noche. Bella

comparación hegeliana que le reconoce a la filosofía una función esclarecedora en el atardecer de

la historia: la filosofía reflexiona sobre lo que acaece. Pero no hay que pensar en la historia

solamente como si se algo exterior a nosotros se tratase. Cada uno y cada institución es historia

que está aconteciendo en este preciso momento. Como más de un filósofo, Vicente lee el diario

para pensar qué acontece, cómo acaecen los hechos y en qué dirección nos llevan. La historia es

pues el espacio que nutre el pensar de Vicente, lo que le da su pertinencia y su complejidad.

Por eso diré que no siempre se comprendía lo que Vicente decía sobre todo cuando se iba a

buscar sus palabras a esa otra región que él conocía bien y que solía llamar “aquello de lo que se

trata”. Su densidad requería de tiempo para digerirse. Más de una vez percibiría que no lo seguían

y debía repetirse para asegurar que el mensaje pasase. Pero aún cuando debía reiterarse no decía

lo mismo: pasaba a otro nivel de exigencia y siempre tenía que empujar a su interlocutor más lejos

y, por qué no decirlo, más alto. Sus conversaciones, hasta la más baladí, podían dar un giro

insospechado y convertirse en reveladoras de sentido acaso porque preparaban el chispazo de

“aquello de lo que se trata”. Y por supuesto, no hace falta ser filósofo ni tener afición filosófica

para sentir cierta curiosidad sobre “aquello de lo que se trata” (ce dont il s’agit). ¿Qué es? ¿En qué

nos atañe? Espero que a lo largo de esta exposición pueda responder, en parte al menos, a estas

preguntas.

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A propósito de esta noción, se puede adelantar que en todos los filósofos hay siempre una región

indefinible; alguna noción, normalmente central, permanece opaca. Se trataría de un intangible

fundamental en cada filosofía. Ese intangible en Vicente hace las veces de soporte y habla sobre él

y hace referencia a él sin decir exactamente qué es. Es el acontecimiento de Caputo, el Ereignis

heideggeriano, el rostro en Levinas. Lo que se puede decir es que “aquello de lo que se trata” tiene

relación con nuestro cuerpo: me refiero al sentir, al percibir, es decir al hacerse cargo de la

existencia en su enraizamiento afectivo.

Esto explica que a más de uno haya repetido por ejemplo, “tienes que sentir”. Pero, aunque el

sentir sea un hábito permanente, ¿a quién podría parecerle una evidencia? Después de todo, el

derrotero hacia el sentir y las sensaciones es accidentado, azaroso y, a veces, desconcertante. Si,

después de la colonización filosófica del conocer, sabemos con esfuerzo lo que pensamos, ¡cuánto

más penoso ha de ser el sentir!

Junto con la historia, el sentir permite comprender esa filosofía de Vicente que suscita un canto

propio. Precisamente en este sentido, Vicente recordaba alguna vez a Heráclito al escribir sobre su

propio proyecto doctoral: “era a mí mismo que había buscado y procurado interpretar”1. Esta

dimensión de búsqueda, que se refleja en su modo de estar con los demás, se explica también por

“aquello de lo que se trata”. No hay que dejar de buscar ni buscarse.

Para acercarme de “aquello de lo que se trata”, en lo sucesivo quisiera detenerme en tres ejes

estructuradores del pensamiento de Vicente Santuc:

a. Su punto de anclaje era la experiencia originaria del Hecho de existir (que escribe incluso

con mayúscula) y que suponía a su vez el Hecho del mundo y el Hecho de la vida. Este eje

se concreta como gratuidad.

b. Su manifestación era el sentir (o, como lo dice Merleau-Ponty, la fe perceptiva). Este eje

se concreta como encarnación.

1 Ver Fragmentos No 101.

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c. Su perspectiva era el Bien común y la comunidad del Bien. Este eje se concreta como

confianza.

El primer eje: punto de anclaje

El punto de anclaje de la filosofía de Vicente Santuc es lo que él llama una “experiencia originaria”,

la primera y gran experiencia del ser humano que es el Hecho de la existencia. Esta experiencia

originaria consiste en allegarse a la existencia y por ese simple hecho cada sujeto está instaurado

en la confianza fundamental y no porque haga algún esfuerzo, sino porque el mundo y la vida nos

acogen. No hemos sido arrojados a la existencia como si algún destino fatal hubiese tenido el

descuido de desentenderse de nosotros y como si no hubiera más que uno mismo para velar por

su propia vida. Cada vida es un don gratuito que se vive en un gesto de acogida mutua: el mundo y

la vida me reciben y yo también. Sin duda alguna, el temprano descubrimiento de Winnicot sitúa a

Vicente en la perspectiva de la construcción de la persona en y a través de la primera relación de

gratuidad y confianza, la relación madre-lactante. Allí se teje, y no sólo simbólicamente, el primer

enraizamiento desde donde cada individuo se asienta en el mundo. Cada individuo, si quiere

constituirse en persona, tiene que volver a esa relación y si por alguna razón, fallase o no existiese,

debería inventarse.

Pero frente al candor de una vida que se me regala, emerge una alternativa que puede

extraviarnos por los meandros de su camino. Desde los tiempos de Parménides, la filosofía

cristalizó un modo de estar en la vida que nos aleja de ella: el ser humano siempre se concibe

distinguiéndose de su ambiente, de los otros, de su realidad. Por lo tanto, aprende y transforma la

realidad separándose de ella y separando en ella todas sus partes. Este proceso se realiza y

concreta a través de las abstracciones y objetivaciones de la inteligencia. Si nos preguntamos

entonces lo que es el “mundo real” habremos de convenir en que es el resultado de una serie de

abstracciones del ser humano que se concibe separado de su entorno. Este proceso de

interpretación del mundo concibe una “realidad producida” que se distingue del Hecho del mundo

y de la vida.

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La “realidad producida, construida llegó a ser más importante que la totalidad de donde fue

extraída” (cf. Santuc, T1, b). Nace así la duda sobre la percepción (sobre los sentidos); ella se trata

en lo sucesivo como opuesta al conocimiento capaz de producir ideas a propósito de cada cosa.

Vicente Santuc encaja su propuesta precisamente en este lugar. Frente a la dificultad que plantea

una forma de estar en el mundo no a partir de la vida, sino a partir de las ideas que tenemos sobre

ella, Santuc insistirá en la necesidad de recordar que seguimos viniendo al Hecho del mundo y de

la vida con otros y esta gratuidad debería convertirse en distintiva de la identidad. Al salir del

Hecho, ya no sentimos al mundo ni a la vida, sólo los pensamos. Tenemos ideas sobre cada cosa.

Mientras me sostenga de montajes que representan la vida, me mantendré al margen de la

gratuidad originaria y necesitaré desesperadamente agarrar a trompicones mi existencia. Los

montajes salvavidas (que hemos inventado para decirnos que estamos en la vida) impiden

entender que es la gratuidad precisamente lo que permite trascender mi singularidad

eventualmente herida. En efecto, la vida me invita a trascender, a trascenderme, a salir de las

lógicas en las que me busco a mí mismo.

El segundo eje: el contenido, el sentir (o la fe perceptiva)

La filosofía no descansa en la cabeza. Ella es una forma de vida y – permítaseme esta imagen sin

carácter filosófico – si Descartes se hubiese tomado la cabeza para significar el sentido de su

quehacer filosófico, Vicente Santuc se habría tomado las entrañas para explicar que cada

existencia está gozosamente atada a aquello que es y para mostrar además que las abstracciones

de la racionalidad pueden arrancarnos de nuestro suelo y llevarnos a callejones sin salida en el

ámbito económico, político y ético.

La propuesta de Vicente no tiene nada de nostálgica. Su proyecto filosófico que incluye la ética y la

política pretende liberar a la persona del narcisismo que se sigue de una existencia deshecha de su

raíz. Por lo tanto, se trata de sentir, es decir de remitirse a la encarnación (que no ha de

entenderse en el sentido teológico). La encarnación significa habitarse y habitar el mundo, pero

esto no es tan sencillo como suena porque hacer que las ideas desciendan a la carne que soy

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supondrá rebelarse y romper con el estilo estandarizado de vivir impersonalmente desde las

modas que se siguen, las poses que se adoptan, las opiniones que se oyen. Nada más ajeno y

alejado de “aquello de lo que se trata” que existir desde todo lo que está alrededor cuando más

bien habría que situarse desde la propia raíz. Quien piense que la encarnación es una evidencia y

que basta con pensarla, no ha entendido nada. La encarnación es un ejercicio no menos doloroso

que gozoso. Y la razón es la siguiente: hay que volver a nuestro enraizamiento sin atorarse en el

narcisismo; centrarse en la vida que recibo y no en mi propio centro. Mientras que el narcisismo

consiste en la necesidad de verificar que existo, la encarnación es aceptar aquello que trasciende

mi vida. En el propio Hecho de la existencia, encuentro un sentido más allá de mi singularidad. Soy

vida regalada.

Regresar a la encarnación es experimentar la verdad más notable y sublime que pueden compartir

dos seres humanos: somos cuerpo hablante, “nacemos para el mundo y para nosotros mismos en

un cuerpo hablante” (Santuc, T2, pár 1). Frente a las abstracciones, Vicente Santuc vuelve a

“aquello de lo que se trata”, a aquello que nos devuelve el universo de nuestros afectos. La

respuesta a la gratuidad no es el “ombliguismo”, es la confianza. Es necesario disolver las “ideas

sobre” las cosas que nos impiden habitar la vida y el mundo.

De esta manera, cada existencia se transforma en un “abrazo irrevocable entre “mundo exterior” y

“mundo interior”, es decir abrazaré en mi cuerpo hablante al Hecho del mundo, exterior a mí, y a

mi propia existencia (interior) que se comunica. Este es el gran hallazgo de la filosofía de Vicente

Santuc y él lo entiende como un particular a la vez universal: es un particular porque a cada cual le

corresponde hacer ese esfuerzo sublime y cada cual está ya en ese Hecho que debe mirar, pero es

universal también porque es cierto para “el europeo, el chino, y el esquimal”.

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El tercer eje: su perspectiva, el Bien común y la comunidad del Bien

Es innegable que esta “ontología existencial”2 es ética y política. El todo de la vida no se juega sólo

entre el mundo (exterior) y mi vida (interior), existe un tercer espacio que brota “naturalmente”

del abrazo que se realiza entre el mundo y mi vida.

La ética y la política sólo son posibles cuando sabemos dónde estamos y cuando habitamos lo que

somos. Es decir, estos dos ámbitos reposan sobre la confianza. Quien olvida sus enraizamientos

afectivos vive más bien con la “necesidad de justificar su existencia con fanatismos aseguradores o

corre detrás de todo tipo de experiencias – del cuerpo, de la droga, del espíritu – porque le hace

falta verificar que existe” (Santuc, T3, d, traducción propia).

Cuando ya se ha instaurado la confianza el niño está preparado para abrirse al Bien común y para

construir también una comunidad agrupada en torno al Bien. Una vez más vuelve Santuc a la

experiencia sensible del niño y a Winnicot para explicar que éste nace en algo que está instituido y

que lo recibe: el lenguaje y los roles sociales. Pero lo que hay que subrayar es que la confianza que

el niño experimenta (incluso con su sueño de omnipotencia) lo prepara para la desilusión de no ser

omnipotente. La confianza lo ha preparado para recibir lo sensato, lo razonable de un mundo en el

que es acogido. Entre su propio espacio (interior) y el mundo instituido (exterior) se abre un tercer

“espacio potencial” en el que cada individuo se abre a la Comunidad del Bien. Es gracias a este

espacio que el individuo descubre que está entregado al otro: “Cada ser humano experimenta que

está entregado al otro; y todos se experimentan entregados a Algo totalmente Otro”. La confianza

me prepara para esa comunidad del Bien porque no he sido mero objeto del deseo de los demás y

los otros tampoco lo fueron para mí; de este modo accedo a la alegría de un existir compartido (cf

Santuc, T4, p.20).

A estas alturas, uno podría preguntarse si lo que plantea Vicente Santuc es practicable y si no

termina siendo también un montaje de la inteligencia. A este respecto, he pensado más de una

2 La ontología existencial de Vicente Santuc se diferencia y distingue de la “metafísica ontológica”. Esta última es

la que produce un mundo objetivo. La primera suspende el formalismo intelectualista de la última provocando

un regreso sobre el sentir.

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vez que su filosofía suponía una puesta entre paréntesis de la inteligencia. Aunque decir esto

parezca un exceso, la obra de Vicente Santuc se ocupa particularmente de cuestionar a la

inteligencia como instrumento adecuado para explicarnos el sentido de la vida. Poner entre

paréntesis la inteligencia no significa claudicar frente al irracionalismo, renunciar al propósito de

construir una sociedad razonable. Todo lo contrario, aquello explica que hace falta elevarse por

encima de la tentación totalitaria de la inteligencia, es decir ejercitarse en una crítica a esa

racionalidad plagada de abstracciones que ya no saben lo que es vivir, racionalidad que ha cantado

con varias voces a la largo de la historia hasta asentarse en las ciencias contemporáneas. Vicente

Santuc no resta valor a las ciencias, pero critica el peligro que corren de fragmentar al ser humano

hasta hacerlo irreconocible a sí mismo. La confianza nace más bien cuando aprendo a sentir lo que

soy.

Maestro Eckhart dice en su tratado El varón noble que “la semilla del peral se desarrolla y

convierte en peral, la semilla de nogal en nogal, la semilla de Dios en Dios” (Compilación medieval

de Fernández, p. 679). Y aunque no he encontrado en la biblioteca de Vicente ningún libro de

Maestro Eckhart, si encontré a Silesius quien a su vez se inspiró en Eckhart. Si la semilla de Dios se

convierte en Dios debemos entender que sólo nos transformamos en aquello que ya tenemos

inscrito.

Vicente fue capaz de hacer hablar a la filosofía un lenguaje edificante porque confiaba en un nudo

que tenemos, que somos y que, atándonos a la vida, excede cada vida singular. Cuando su filosofía

atravesaba ese umbral y se dejaba llevar por el exceso no hablaba de la exuberancia nietzscheana,

sino de “aquello de lo que se trata”, entonces lo que decía cobraba mucho más sentido porque no

se circunscribía a la lógica o a la inteligencia; se refería a la vida y a la sabiduría. Entonces había

alzado el vuelo la lechuza de Minerva para adentrarnos casi esotéricamente en el misterio que

disuelve todas las abstracciones.

Muchas gracias.