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1 CRÍTICA LITERARIA VINTILIA HORIA COLECCION DE ARTÍCULOS PUBLICADOS EN EL ALCAZAR El nombre de la rosa es politeísmo No, no es un título estrambótico, sino la conclusión de un largo debate interior. El lector recordará el comentario que dediqué en estas páginas a la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, afirmando al final de mi comentario que el secreto del libro estaba encerrado en la última frase, que rezaba así: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Que es, en realidad, todo un programa nominalista. Vamos a ver, en el artículo de hoy, qué es el nominalismo y qué relación tienen, por un lado, la novela de Umberto Eco y, por el otro, la frase citada más arriba, con algunas de las tendencias más ocultas y tenaces de la lucha filosófica e ideológica actuales y con la intención misma de la novela del autor italiano. De nuestra matizada inquisición dependerá, pues, en la medida en que lograré llevarla como es debido a cabo, el esclarecimiento de algunas ideas y de algunos ideales que tanto daño está haciendo al hombre contemporáneo y sobre todo al hombre cristiano, meta y víctima de estas tendencias. Y me pregunto ingenuamente: ¿Quién ha puesto de relieve hasta ahora, en el marco de la crítica católica española, el sentido polémico de El nombre de la rosa? Nadie, et pour cause, porque dicho silencio tiene una causa, quiero decir la colaboración entre la rosa y la cosa, por así decirlo, como luego veremos. ¿Es que ya no hay teólogos en Salamanca? La frase citada por Eco significa en castellano lo siguiente: “Permanece la rosa original con el nombre, después, sólo tenemos nombres”. Esto quiere decir, en un sentido nominalista, que la palabra rosa no tendría ningún sentido si las rosas, en cuanto realidades, dejaran de existir. O sea: ¿Es posible hablar de ideas generales por

Vintilia Horia, crítica literaria

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CRÍTICA LITERARIAVINTILIA HORIA

COLECCION DE ARTÍCULOS PUBLICADOS EN EL ALCAZAR

El nombre de la rosa es politeísmo

No, no es un título estrambótico, sino la conclusión de un largo debate interior. El lector

recordará el comentario que dediqué en estas páginas a la novela de Umberto Eco El

nombre de la rosa, afirmando al final de mi comentario que el secreto del libro estaba

encerrado en la última frase, que rezaba así: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda

tenemus”. Que es, en realidad, todo un programa nominalista. Vamos a ver, en el

artículo de hoy, qué es el nominalismo y qué relación tienen, por un lado, la novela de

Umberto Eco y, por el otro, la frase citada más arriba, con algunas de las tendencias más

ocultas y tenaces de la lucha filosófica e ideológica actuales y con la intención misma

de la novela del autor italiano. De nuestra matizada inquisición dependerá, pues, en la

medida en que lograré llevarla como es debido a cabo, el esclarecimiento de algunas

ideas y de algunos ideales que tanto daño está haciendo al hombre contemporáneo y

sobre todo al hombre cristiano, meta y víctima de estas tendencias. Y me pregunto

ingenuamente: ¿Quién ha puesto de relieve hasta ahora, en el marco de la crítica

católica española, el sentido polémico de El nombre de la rosa? Nadie, et pour cause,

porque dicho silencio tiene una causa, quiero decir la colaboración entre la rosa y la

cosa, por así decirlo, como luego veremos. ¿Es que ya no hay teólogos en Salamanca?

La frase citada por Eco significa en castellano lo siguiente: “Permanece la rosa original

con el nombre, después, sólo tenemos nombres”. Esto quiere decir, en un sentido

nominalista, que la palabra rosa no tendría ningún sentido si las rosas, en cuanto

realidades, dejaran de existir. O sea: ¿Es posible hablar de ideas generales por encima

de las cosas que ellas representan en la tierra, o sólo hay estas cosas visibles y

palpables? ¿Existen, sí, conceptos universales o sólo los objetos que dan cuenta de ellos

(nominales o reales)? Si la rosa en sí desaparece, también desaparece el nombre de la

rosa. La polémica es muy antigua y se encuentra, como casi todos los problemas que

agitan las filosofías, en Platón y Aristóteles, idealista el primero, nominalista o realista

el segundo. Desde el punto de vista científico, esto tiene también su peso y posibilidad

de definición, en el mismo sentido esbozado más arriba, ya que “Nominales sunt

philosophae qui scientias non de rebus universalibus, sed de rerum communibus

vocabulis haberi existimant”. No de rebus o cosas universales, sino de rerum o de cosas

comunes que contradicen tanto lo abstracto como lo general. Los universales, que

apasionan a los platónicos medievales, pasando por San Agustín y Boecio (aunque éste

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trata de reconciliar las dos tendencias y de encontrar una justa síntesis entre sus dos

maestros, Platón y Aristóteles) hasta Abelardo, el cual, en el siglo XII, plantea ya el

tema nominalista, en el nombre de la rosa, quiero decir en contra de los universales.

Impresionismo y expresionismo, figurativo y abstracto, en la pintura contemporánea,

corpuscular y ondulatorio, monoteísmo y politeísmo, siguen planteando ante nuestros

ojos el antiguo y apasionante tema medieval, y digo apasionante porque el polemos que

agitó a los antiguos da cuenta perfectamente de la dualidad interior que nos compone y

define y que ha sido puesta en nosotros desde los comienzos y esclarecida desde el

punto de vista lógico, por Platon y su discípulo, su hermano y enemigo al mismo

tiempo.

Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino

también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las

primeras páginas hasta las últimas. Por ejemplo: “La ciencia tiene que hacer con las

proposiciones, y sus términos indican cosas singulares” (ver pág. 210 de la edición

italiana). En base a su experiencia, como sigue afirmando el personaje principal de la

novela, no hay leyes universales, ya que si estas existiesen, implicando “un orden dado

de las cosas”, esto significaría que Dios sería prisionero de ellas, mientras sabemos que

Dios es un ser libre y que si no fuera así, el mundo tendría otro aspecto. Bastaría decir

aquí que Dios es libre hasta el punto de que ha creado Él mismo el orden y sus leyes, y

que hablar de un Dios prisionero de sus propias leyes no tiene sentido. Pero no quiero

entrar aquí en disquisiciones teológicas.

Demos un salto hacia nosotros mismos para entrar directamente en el tema que nos

preocupa e implica. El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo

contemporáneo, cuyo padre directo ha sido David Hume, quien niega al hombre y a su

posibilidad de conocimiento cualquier capacidad o poder metaempírico. ¡Abajo la idea,

viva la impresión! Conocemos sobre bases únicamente psicológicas, ya que tomamos

contacto con la realidad a través de los cinco sentidos. Ni siquiera conceptos como

tiempo y espacio existen de por sí, sino sólo como impresiones que se suceden la una a

la otra, en un caso, y como impresiones que coexisten en el otro. El tiempo y el espacio

no son sino puros nombres, como el de la rosa o como el de Dios. La misma inclinación

religiosa del ser humano no brota desde su técnica racional de enfocar el mundo, y

tampoco desde sus a priori o aposteriori de tipo metafísico, sino, como dice Hume,

“desde las esperanzas y temores que continuamente agitan el alma humana”. El hombre

es, pues, naturalmente politeísta, según esta interpretación nominalista, basada en una

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consideración psicológica que elimina los universales y se basa únicamente sobre lo que

Hume considera entonces como la “naturaleza humana”.

Este inciso filosófico nos obliga a retroceder hasta Francis Bacon y Thomas Hobbes,

fundadores, el primero , del método experimental, de origen aristotélico también, y, el

segundo, de un nominalismo político cuyo monumento espantoso tiene un nombre muy

alejado del de la rosa, pero en estricta conexión con el mismo: Leviathan. Bajo esta

perspectiva, ya que no existe sino lo individual y concreto, separados de cualquier

abstracción y categoría, tenemos forzosamente que tener en cuenta las características y

exigencias de cada individuo en parte, único contenido de lo real. El ser en cuanto

individuo se sale completamente del concepto de bien, por ejemplo, puro invento

metafísico, puro nombre. El hombre concreto no es sino un complejo de necesidades

particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido

nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde

encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos

(humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual,

concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede

constituirse en una finalidad. ¿Cómo existen entonces realidades tan efectivas y tan

ligadas al nombre y a la abstracción como son los Estados? Problema que los

nominalistas no han sabido resolver o, cuando lo han hecho, han desenmascarado su

falta absoluta de realismo, lo que les ha obligado a transformar la sociedad y el Estado

en obligaciones torturadoras, como en toda utopía. La utopía de Hobbes se llama

Leviathan y es el nombre del Estado moderno, en cuyo marco el ciudadano está

obligado a firmar un contrato social y renunciar a sus libertades en nombre de una

libertad general, que es pura abstracción antinominalista y que está en la base de todo

tipo de totalitarismo. Su fuerza es la del derecho, evidentemente, pero de un derecho

que él mismo se otorga, ya que resulta ser, después de la firma, también abstracta y

antinominalista, del contrato social, el único individuo (el Big Brother de Orwell), el

gran individuo cuya voluntad sustituye cualquier ley moral, religiosa, política, social o

jurídica. La paz y la guerra, el bienestar y la miseria de los firmantes están en sus manos

absolutistas. Las tendencias politeístas del hombre psicológico, tal como Hume lo

enfocará a través de su mundo fenoménico (cada esperanza y cada miedo con su dios,

como en las sociedades primitivas) están ya previstas y resueltas dentro de la visión

sensorialista y antiespiritualista de Hobbes, cuya sociedad no puede tener otro aspecto

sino el del horrible Leviatán que es el nombre de una rosa contemporánea (“nomina

nuda tenemus”) encarnada en el Estado soviético o en la sociedad politeísta, separada de

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toda abstracción metafísica o religiosa, y que sería el Estado del futuro, peor todavía, ya

que de la rosa prístina no queda ni siquiera el nombre. Si perecen los hombres,

realidades concretas de los nominalistas, perecen también las sociedades. Si el hombre

no es libertad, sino libertad entregada a Leviathán, será difícil buscar al hombre en la

geografía de esta tierra, en el espacio concreto de Hume. No permanecerá ni siquiera su

nombre. Es gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre,

representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por

quién? es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre

del futuro Leviathán, acabarán con nosotros? Y, por supuesto, con ellos mismos, ya que,

a pesar del nominalismo, el hombre es una especie, una categoría, una idea, que no

puede ser cortada en dos sin que desaparezca tanto el objeto sometido a esta operación,

como el cuchillo, vuelto inútil después de la misma, que la ha realizado.

Libro terrible el de Umberto Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace

unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y

leviathánico.

Vintila Horia, en El Alcázar, 9 de marzo de 1983

Koestler o el suicidio nominalista

En medio de una interesante y actualísima tertulia, donde se suele hablar de todo, en

torno a una personalidad política española de mucho relieve intelectual, alguien planteó

el otro día el tema del exilio relacionado con el destino de Arthur Koestler. Este exilio

esconde desde el principio en su trayectoria, la idea del suicidio. Solzhenitsin, se dijo,

iba a terminar de la misma manera, ya que nadie puede seguir vibrando en tierra extraña

con la misma intensidad que en la de donde ha sido arrancado. El suicidio de Koestler

sería, pues, una fatalidad relacionada con el exilio.

Yo creo que no es así. En primer lugar, porque no todos los exiliados se suicidan.

Asistiríamos hoy a un increíble autogenocidio, ya que hay millones, muchos millones

de exiliados, salidos de su cauce después de la Segunda Guerra Mundial, o después de

lo que pasó en Palestina, o después de Vietnam, o, ahora mismo, después de Jomeini o

de la ocupación del Afganistán. La gente, incluso, escoge la libertad, es decir, el exilio

voluntario, antes que permanecer en lo que podríamos llamar “la patria del

nominalismo”. O sea, del producto de la utopía. Y estoy convencido de que Koestler,

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que logró desde muy joven separarse de la religión de sus antepasados y preferir el

frágil Capital al sólido Talmud, no se hubiera suicidado, a pesar de todo, si no hubiese

abandonado la base religiosa de su infancia y la de su raza, que vive en el exilio desde

hace milenios y no piensa en suicidarse, justamente porque el fundamento de su

existencia no es nominalista, o concretamente materialista, sino religioso. Tampoco se

va a suicidar Solzhenitsin, a pesar de los rigores a los que está sometido en su exilio, de

la misma manera en que fue sometido a otros durante la estancia en su tierra,

sencillamente porque el autor de El primer círculo es un hombre profundamente

cristiano y de la misma manera en que aborrece el marxismo o el aborto, se niega a

aceptar la táctica destructora del suicidio. Sólo los materialistas son tanáticos.

Koestler pudo haber sido uno de los espíritus más abiertos y constructivos de nuestro

siglo. Del mismo modo en que Pascal, en un momento revelador y crucial de su vida,

escogió la religión y abandonó la ciencia, Koestler abandonó la religión (su religión

marxista) y se convirtió a la ciencia. Sus libros, en este sentido, son tan buenos como

sus novelas y reportajes escritos durante su época marxista y que culminan con su El

cero y el infinito, novela en cuyas páginas asistimos a su cambio interior y a su adhesión

a una posición anticomunista. Esto, sin embargo, no fue suficiente. Su mente preclara

logró empaparse de muchos conocimientos científicos actuales y comprendió el papel

revolucionario que la ciencia interpretó en este umbral de los nuevos tiempos. Pero no

llegó jamás a sacudirse de encima la última partícula de polvo materialista y tampoco el

pesimismo que acompaña al agnóstico. (El que vive dentro del mal y lo practica sufre

mucho más que sus víctimas, afirmaba el poeta Boecio en su De consolatione

philosophiae, afirmando implícitamente que el remordimiento y el dolor acompañan

permanentemente al hombre que triunfa dentro del mal). Olvidar el hecho fundamental

de que, durante muchos años, uno haya sido el cómplice de los campos de

concentración estalinistas y de las torturas anímicas y somáticas del universo leninista,

no es nada fácil. Sólo la oración y la penitencia nos pueden salvar en casos así, como al

piloto que arrojó su bomba sobre Hiroshima. Koestler llegó hasta las cercanías de la

cumbre, pero no descubrió en el vasto horizonte que la ciencia abría ante sus ojos, más

que destrucción y miseria.

De la misma manera en que Koestler acabó suicidándose , en el marco de su visión

parcial del mundo y del hombre, pueden suicidarse pueblos enteros; los que, por

ejemplo, votan en masa a los partidos nominalistas, quiero decir sólo parcialmente

adheridos a la verdad. Cinco rectores representando a cinco universidades españolas han

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firmado una proclamación, o una simple súplica, para darle un nombre administrativo al

asunto, pidiendo permiso al ministro de la Educación para que los universitarios festejen

este año el primer aniversario de la muerte de Marx. ¿Es esto posible? ¿Por qué ha de

festejar la Universidad, la élite de las élites, a un pensador cuya doctrina ha sido desecha

por la ciencia, como por la filosofía, por la evolución misma de las artes como por la de

la sociedad y de la cultura contemporánea en general? Festejar es homenajear. Pero,

¿cuál de las ideas de Marx sirve todavía? ¿Y para qué? ¿Qué es lo que ha quedado en

pie de su doctrina, sino el esqueleto más tremendamente inactual de una sociedad de

esclavos? Por esto decíamos, no sólo los individuos llegan a preferir el suicidio a la

vida, que es apasionada búsqueda, sino también los pueblos.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 9 marzo 1983

En la muerte de Charles Moeller

No es posible hablar de la literatura del siglo XX sin mencionar al gran crítico belga,

recientemente fallecido. Su libro monumental, Literatura del siglo XX y cristianismo

(Ed. Gredos, Madrid), publicado en varios tomos, es un panorama de la mejor prosa y

de la poesía más representativa de nuestro tiempo. Y el hecho de que Moeller haya

tratado de explicar a autores tan opuestos como Gide y Kafka, o Camus y Bernanos, o

Claudel y Sartre, bajo el mismo punto de vista, el de la problemática cristiana, da cuenta

de la magnitud de la obra.

En efecto, resulta hasta paradójico situar a tantos autores, pertenecientes a tendencias

tan dispares, bajo la luz del mismo faro, iluminando no sólo apariencias y matices, sino

la sustancia humana que está detrás de corrientes y escuelas y que nos permite

contemplarlo todo como obra del espíritu y enfocar situaciones y dramas desde el nivel

más alto, que es el del eterno conflicto entre el bien y el mal. Entiendo perfectamente el

punto de vista de Moeller cuando llega a la conclusión de que los enemigos de la fe

plantean a los cristianos problemas que, de otra manera, ellos mismos no hubieran

sabido resolver o siquiera se hubieran percatado de su existencia. El mal provoca al bien

y lo fortalece. Sartre es útil porque plantea problemas existenciales que los cristianos no

hubiesen detectado. Los enemigos de Cristo, en un plano de sabiduría divina, se vuelven

de esta manera sus aliados inconscientes. Sin embargo, no es el mismo el peso de los

escritores cristianos y el de los ateos a lo largo de los combates ideológicos del siglo

XX. No se puede caer en la demagogia sandinista, por ejemplo, a la hora de hablar de la

utilidad de la Iglesia en lo inmediato, lo social, lo político, etcétera. ¿Por qué?

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Sencillamente porque las soluciones brindadas por los unos o por los otros, por los

aliados o por los enemigos, no son las mismas. Prueba de ello es lo que sucede en la

URSS, en Cuba y en otros espacios adversarios. Puede ser interesante para un cristiano

del mundo libre, como lo era Charles Moeller, el experimento soviético, pero sería

aleccionador preguntar sobre el mismo al cristiano y hasta al no cristiano que viven

dentro de aquel experimento.

El autor es muchas veces poco tajante y hasta favorable cuando analiza la obra de los no

creyentes y de los enemigos en cuyas obras “la inquietud espiritual está siempre

presente”. Y creo que se equivoca rotundamente cuando afirma que “La esperanza

humana no está separada, aunque es distinta, de la esperanza cristiana”. Sí que es

separada y distinta, porque la una se refiere al otro mundo y la otra a éste, siendo

dominado éste por quien sabemos, por el Príncipe del que el mismo Cristo nos habló.

No se puede de ninguna manera estar al lado de las tesis de Mauriac, nos damos cuenta

hasta qué punto las opiniones y convicciones de los agnósticos y anticristianos pueden

estar enfermas de maldad y de ignorancia. Escribía Mauriac, relatando una visita de

Malraux (en el tomo III de Moeller): “Entonces me planteaba la misma cuestión que me

plantea esta noche. La Iglesia ha tenido a este pueblo (el español) bajo su férula... ¿Y

qué ha hecho él?” No sabemos si Mauriac había contestado a la pregunta. A lo mejor

no, porque tampoco conocía a los españoles o los conocía tan mal como Malraux. La

respuesta es sencilla: La Iglesia enseñó a los españoles a no tener miedo a la muerte. Es

el logro más extraordinario jamás realizado por una institución divina o humana en la

Tierra. Rilke lo había observado y anotado en sus cartas de Toledo. No sólo

desencadenó el misticismo más sutil, traducido en poesía por san Juan de la Cruz, sino

que cinceló un ser humano desprendido del temor a la muerte. La unión entre la psique

española y la fe dio resultados magníficos bajo todos los aspectos del saber y de la

esperanza. Malraux lo entendió. Me gustaría volver sobre el tema, analizando aquí la

semana próxima el contenido del capítulo sobre Unamuno, en el tomo IV de la obra de

Moeller.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

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De Petrarca a Antonio Prieto

Hay un viejo Secretum escrito por Petrarca en latín, en pleno bullicio humanista, cuando

el fundador del Renacimiento pone las bases de una época y plantea el problema de la

aegritudo o acidia, sentimiento en que confluyen los restos medievales de la fe y los

deseos del humanista de separarse de cualquier reminiscencia religiosa, por lo menos en

la literatura. En un emocionante diálogo con San Agustín, Petrarca describe esta nueva

actitud del poeta que escribe en latín y en italiano, que es casi un sacerdote de la Iglesia

de Roma, que pasa la mayor parte de su juventud en Aviñón, donde se enamora de

Laura, que más tarde tendrá hijos con otras mujeres y que nunca abandonará la Iglesia,

sea porque nunca dejó de creer, sea porque gozaba de muchos beneficios, prebendas y

canonjías. Petrarca nunca dejó de creer, igual que Miguel Ángel más tarde, pero había

evidente ruptura entre el creyente y el pecador, dando lugar a aquella inseguridad y

melancolía, casi románticas, que forman la pesadilla diurna de la aegritudo, novedad

sentimental y literaria, característica de los hombres del Renacimiento. Secretum nos

aparece hoy como un libro casi tan decisivo en el marco de la literatura autobiográfica

como las Confesiones de San Agustín o las de Rousseau, por describir desde dentro un

drama personal que se confunde con el drama de una época.

El libro primero del Secretum de Petrarca se abre con estas preguntas de San Agustín

dirigidas a su discípulo: “¿Qué haces, pobrecillo?, ¿qué sueñas?, ¿qué esperas? ¿Es que

has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal? A las que Petrarca

contesta: “Bien lo recuerdo: semejante pensamiento nunca me viene al ánimo sin un

escalofrío de espanto”.

Bien, pues la novela de Antonio Prieto que lleva el título del libro de Petrarca

(Secretum, nueva edición, Planeta, Barcelona, 1986; mientras la primera era de 1972,

Magisterio Español, Premio Novelas y Cuentos 1972) no hace sino poner en clave

moderna el temor de Petrarca, el clásico temor a la muerte, pensamiento poco platónico

por cierto y que no rima con la vida del poeta toscano, a pesar de sus frecuentes citas de

Platón. Otra vez aegritudo, confusa discrepancia entre lo que se lee y lo que se vive. La

civilización del Renacimiento, inaugurada por Petrarca, desemboca en un humanismo

tardío, situado en un siglo del futuro en que, según Antonio Prieto, el hombre ha

encontrado la solución, inventando un remedio contra la muerte. Bastó una inyección o

una operación para que todos los mortales de una determinada época, situada ya en el

pasado de la novela, hayan adquirido la inmortalidad, igual que los dioses. Una ley

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especial protege a estos felices inmortales contra todo intento de volver a la mortalidad.

La población de la tierra, sometida a conflictos en el pasado sólo porque se multiplicaba

demasiado, se encuentra protegida por su máximo invento y quien se atreviera a tener

niños, es decir, a amar y a aumentar el número de los seres humanos en una tierra cuyas

posibilidades de sustento son limitadas, tendrá que ser juzgado por un tribunal,

condenado a muerte y quemado en la hoguera. Es como infringir la Constitución, en uno

de sus artículos fundamentales. Sin embargo, nadie quiere morir, de manera que pasarán

siglos, me imagino como lector de este apasionante relato, antes de que un ciudadano

medio loco o simplemente curioso y anticonformista rompa el orden de inmortalidad.

La novela de Antonio Prieto, partiendo de esta tesis, no hace sino contar la historia de

un ser humano que incumple con la ley, se enamora, y su amada tendrá un hijo, en un

espacio y un tiempo que se habían apartado tanto del amor como de la procreación. La

novela utiliza una técnica que permite al autor moverse a varios niveles: aparece el

mismo Petrarca, enamorado de Laura, después del encuentro que tiene lugar en Aviñón,

el 6 de abril de 1327, y que no hará, a lo largo de toda su vida, sino cantar a la mujer

ideal, a la que nunca logrará acercarse; es como un símbolo del amor eterno, lo mejor

que el hombre había inventado para oponer al terror de la muerte; aparece un joven

profesor de literatura que se enamora en una playa de una chica, algo así como una

réplica moderna de Laura; y da la casualidad de que el profesor formará parte del

tribunal llamado a juzgar al tercer personaje, culpable de haber engendrado un hijo y

puesto en peligro el nuevo orden de la eternidad. Hacia el final, los tres personajes

masculinos parecen confundirse en uno solo y el libro se vuelve elogio del amor,

representado por el varón enamorado, que aceptará la muerte con una gran serenidad,

digna, precisamente, de un protagonista o de un héroe representativo de la esencia

perenne. Porque el hombre lo que ha perdido con el invento de la eternidad y con la ley

que la garantiza ha sido lo más suyo y lo más definitorio de la condición humana, en

medio de una utopía convencida de haber descubierto el secreto de la felicidad, mientras

el secretum auténtico reside en el riesgo de vivir, en la brevedad misma de la vida, en lo

que Rilke llama “vivir en lo abierto”.

El libro se divide, además, en dos cadencias distintas: la una es la sentimental, el elogio

del amor, al estilo que Petrarca utiliza en sus Rimas para describir a Laura y la pasión

que le une a ella, de la misma manera casi en que Dante hablaba de Beatriz en su Vita

nuova, y digo casi porque el amor de Petrarca es más carnal y erótico que el de su

predecesor; y asistimos a los encuentros de los dos amantes, el profesor y su ex alumna

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en la playa veraniega, o al amor en el recuerdo de los dos condenados que se han

permitido regresar a la tradición, es decir, a lo que hace del hombre algo semejante a

Dios, a través de su pasión precisamente; mientras la segunda cadencia nos coloca ante

el problema mismo del protagonista y su defensa ante el tribunal; estas páginas son

quizá las mejores de la novela de Antonio Prieto, porque ponen de relieve su talento

épico y su talante intelectual y lo aproxima a sus contemporáneos agobiados por el

mismo temor. Me refiero a Huxley, Zamiatin o bien a George Orwell. Todos temen la

misma amenaza, presentes en todas las latitudes de la lucha que los sistemas llevan

contra el hombre al amparo de los derechos humanos más sofisticados y mejor

traducidos a letra de ley. Lo que desaparece bajo el rodillo de la técnica, de los

tecnócratas, de los financieros, de los partidos sometidos a las esquizofrenias de los

progresistas, es el amor. No hay discurso electoral ni película o libro situado en

condición de best-seller que no abogue hoy en nombre de la misma destrucción. La

liberación no es sino encadenamiento y destrucción. El mismo ecologismo, que tanto

podría hacer en nombre de la defensa de la esencia humana, se ha transformado en

instrumento indirecto de la opresión utopista.

Ante los jueces que lo acusan, el culpable afirma:

“...¿Cree que la ley es contraria al amor, a la comunicación entre los seres?, pregunta un

miembro del tribunal.

--Tal vez sí, contesta el protagonista.

--Dice usted, y es indudable, que ella lo amó, lo ama, y ella sí está dentro de la Ley. ¿No

le parece una contradicción?

--No, porque yo sí estoy fuera de la Ley.

--¿¿Quiere decir que ella amó lo que estaba fuera de la Ley y usted amó lo que estaba en

la Ley?

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--Quiero decir que ambos sentimos la temporalidad, que ambos estuvimos sometidos al

paso del tiempo y vivimos su intensidad, el temor y el gozo de lo que va desapareciendo

y no se repite.”

Y cuando el Sociólogo, miembro del tribunal, expresa su asombro ante el deseo

evidente de los dos amantes de buscar el sufrimiento a través del amor y le pregunta al

acusado: “¿No le parece ilógico?”, éste contesta: “No, señor”.

--“¿No es ilógico buscar el sufrimiento? ¿Acaso no es ilógico y contradictorio insistir en

una actitud que implicaba hacerle daño a lo que supuestamente se ama?

--Pienso que no; pienso que todo lo que tienen algún valor exige sufrimiento.

Respuesta directamente situada en lo que podríamos definir como una actitud cristiana o

tradicional ante la vida. El secreto, entonces, es el tiempo. Seis siglos después de

Petrarca, poeta que abre con sus dudas, vacilaciones, incertidumbres, el ciclo humanista,

que culminará con los temores de Huxley y Orwell, el novelista español se acerca al

centro del problema, igual que otros contemporáneos suyos, y me refiero esta vez al

tema del tiempo tal como lo enfocan, en sus novelas o ensayos, tanto Proust como

Bergson, Max Scheler o Heidegger. Amor y tiempo aparecen de repente como lo más

genuinamente humano, como lo más representativo y lo más frágil, tema de poesía, pero

también de filosofía y de ciencia, el tema humano por antonomasia. Y es posible que,

bajo este aspecto, nadie lo haya sorprendido con tanto afán de plusvalía ontológica

como Antonio Prieto en esta novela que, editada ahora en una colección de más acceso

para el público, espero llegue a conmover más lectores que la primera edición. En un

momento no muy bueno de la prosa española, este libro promete un renacimiento.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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Claude Simon o el formalismo estructuralista

La Academia de Estocolmo acaba de otorgar el Premio Nobel al representante más

genuino del formalismo estructuralista. Claude Simon es, en efecto, en cuanto novelista

perteneciente a la fórmula del “nouveau roman”, tan abandonada hoy por lectores y

especialistas, uno de los prosistas que mejor han sabido dar cuenta de las intenciones de

su propia corriente. Fue Robbe-Grillet su creador, encontramos en ella a autores como

Nathalie Sarraute, Robert Pinget, Marguerite Duras, pero ninguno ha sabido llevar la

fórmula a su máximo desarrollo como lo ha hecho el autor de El camino de Flandes, La

hierba, El viento, Historia, etcétera. Nunca la literatura había llegado a tal extremo de

sutileza en la forma, de adhesión al lenguaje y de pesado aburrimiento. La desaparición

del héroe, la eliminación de lo épico, la indiferencia, por lo menos aparente, ante los

problemas del tiempo, los aspectos más acuciantes y actuales de la condición humana,

no podían dar mayores resultados. El novelista, pegado a la piel de las cosas, como lo

definió Robbe-Grillet, se dedica, bajo su aspecto de discípulo estructuralista, a insertar

la vida en el gran flujo del lenguaje, algo así como una lava todopoderosa, cubriendo,

arrasando, aniquilando, llevándolo todo a una especie de caos primigenio y, al mismo

tiempo, final. El más legible de todos ellos es, sin duda alguna, Robbe-Grillet, que, a

pesar de haber fundado la escuela, conserva cierta relación con las metas iniciales del

género, establecidas por Cervantes.

He aquí la presentación que el editor hace para El camino de Flandes (me refiero aquí a

la edición de bolsillo, París, 1963), presentación redactada posiblemente por el mismo

autor, o por un consejero literario muy empapado de la verdad estructuralista: “Un tema:

la guerra, la derrota de 1940, el cautiverio. Sin embargo, este tema no vale sino en el

marco de una sensibilidad particular que lo aferra, lo rechaza, lo vuelve a encontrar

entre los meandros de su propia historia. Es este maremágnum de la memoria –todo

vuelve a vivirse, en efecto, en el recuerdo del personaje, durante las pocas horas de una

noche después de la guerra— al que Claude Simon reconstituye con esta novela que

posee la fuerza, el equilibrio, imperioso y secreto, del caos”. Es verdad, una literatura

así tiene el poder del caos, es una introducción al mismo, es el caos formado por el

lenguaje, deslibrado de toda disciplina organizadora. Sin embargo, esta definición es

falsa, porque es el mismo escritor quien organiza su caos, por así decirlo, ya que

ninguna página del “nouveau roman” se sale de la voluntad estructuradora del novelista.

Lo absurdo brota desde las últimas palabras de la presentación reproducida más arriba:

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si de un caos se trata, ¿cómo puede emplearse, para definirlo, el concepto de equilibrio?

Si la presentación es del autor, pero si no lo es, también, la contradicción en los

términos introducida involuntariamente en el asunto, da cuenta de lo incierto, o de lo

nocivo, que esto representa para el hombre actual. Es preciso crear el caos.

Mucho se ha escrito sobre la nueva novela. Ha sido criticada por Pierre de Boisdeffre en

varios de sus ensayos de crítica literaria. La literatura actual se dirigía, desde hacía

decenios ya, hacia su propia destrucción, sin remedio. Y desembocó en Robbe-Grillet y

los suyos porque ahí estaba “El camino de Flandes” de su condena y destino. Pero

nadie, ninguno de los críticos más feroces de la corriente paró mientes en las causas y

razones íntimas de esta escuela literaria que ha dominado la novela europea durante

unos veinte años y que acaba en un Premio Nobel como si este laurel fuese el símbolo

de su propio entierro. Al comentar aquí el estupendo libro de Ibáñez Langlois,

Introducción a la literatura (Ed. Eunsa, Pamplona, 1979) daba cuenta de la manera en

que el crítico chileno atacaba a los representantes del “nouveau roman”. Decía Ibáñez

Langlois: “El método estructuralista, aplicado a secas, sustituye la obra literaria, en un

acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se

multiplican hasta el infinito. De allí su jerigonza: narrador heterodiegético, narración in

medias res, campo semántico, isotopía, modelo actancial, etcétera, y qué decir de sus

organigramas, auténticos destripamientos cuasi físico-matemáticos de una obra

literaria.”

Es verdad. La jerigonza estructuralista, aplicada a la crítica o a la misma novela, alejó al

público joven de la literatura y produjo el caos al que se proponía producir. Pero, ¿cómo

brotó el fenómeno y por qué razones? Es lo que me gustaría explicar en pocas palabras,

pero sí insertas en la lógica literaria normal, en lo que podríamos llamar la lógica de la

tradición literaria, amiga del hombre.

Es preciso hablar hoy de intercomunicación y de sincronicidad al referirnos a las

ciencias. Ha desaparecido el aislamiento que caracterizaba las disciplinas separadas y

hasta enemigas entre sí, del siglo XIX. Lo que descubre un físico puede beneficiar al

químico, lo que sucede en las matemáticas repercute espontáneamente en las otras

14

técnicas del conocimiento, hasta en la geografía y en las ciencias históricas. Fue así

como, en el umbral mismo de nuestro siglo, el axiomatismo propuesto, luego impuesto,

por Hilbert en la geometría, influenció la ciencia del lenguaje y sobre su base Saussure

creó el estructuralismo, desarrollado más tarde en Francia por Lévy-Strauss, Roland

Barthes y otros. Axiomatismo quiere decir imposición: el sentido tiene que estar en los

axiomas, en lugar de estar, como antes, en las palabras. Yo parto desde unas

conclusiones, en lugar de partir desde unas premisas, para llegar de estas a aquellas. Es

como una inversión provocada dentro de la tradición de la lógica. Esto es anticientífico

también, porque, si todo está en los axiomas, que no son modificables, no hay progreso

posible, ni descubrimiento permitido. Es un fanatismo aplicado al conocimiento. Y si

colocamos al lenguaje dentro de este fanatismo racionalista, que, con el tiempo, se

volvió formalismo puro, llegamos en seguida a una literatura basada en el dominio

absoluto del lenguaje que hace desaparecer al mismo novelista, por lo menos desde un

punto de vista superficial, porque nada, en el fondo, se realiza fuera de nuestra voluntad,

que es, en este caso, una aceptación. Es como someterse al gulag, otro formalismo

axiomático, vinculado a una ideología irreal, a la que podemos aceptar o no. Si no la

aceptamos corremos el riesgo de ser tildados de fascistas, lo que hoy nos deja sin

cuidado, pero que ayer podía ser una condición para el no vivir, lo contrario de la

convivencia Y habiendo coincidido perfectamente el formalismo estructuralista con el

marxismo, el invivir, o el antivivir, coincide con el respectivo tinglado acumulado bajo

el techo de lo utópico. El estructuralismo es otro aspecto de la utopía racionalista. El

flujo del lenguaje, el poder axiomático del idioma en marcha, creando novelas macizas e

irresistibles como todos los axiomas concentrados en un solo bloque, ha llevado a la

literatura a dos desemboques fatales: el primero ha sido el realismo socialista, algo así

como un formalismo romántico, por llamarlo de algún modo y cuyos frutos han sido tan

artificiales e ilegibles como los de la nueva novela, y esta última, como formalismo

científico, indigesto, serio, formal, incapaz de expresar la realidad porque reducido a un

truco malabarista, tentador por su falsa actualidad, destructor de muchas vocaciones

literarias, como fue el caso de Michel Butor, por ejemplo, el escritor más dotado de la

desdichada corriente.

Me decía Ferdinand Gonseth, en una entrevista memorable reproducida en mi libro

Viaje a los centros de la tierra, crítico feroz del estructuralismo como del axiomatismo:

“Y estas tendencias formalistas acaban por desenmascararse poco a poco, sobre todo en

estos últimos años (la entrevista es de 1969): el estructuralismo es una tendencia

15

formalista; la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, todo esto es puro

formalismo y nos lleva a una gran confusión.”

Así fue. La gran confusión que hoy reina en la crítica literaria o artística, el desastre

formalista producido en la novela, afortunadamente resuelto por los mismos lectores de

libros que se han apartado del mamotreto, los titubeos de la pedagogía matemática que

no supo producir más que suicidios de profesores y alumnos, constituye el balance del

ciclón, que arrasó a la mayor parte de las mentes occidentales. Hoy el Premio Nobel

viene a colocar al estructuralismo literario en el museo de cera de los monstruos que,

desde sus escaparates, siguen amenazando a la gente, pero sin consecuencias ya, atados,

como los cadáveres, al formalismo último de su condición de cadáver.

Vintila Horia, en El Alcázar (1985

Don Enrique de Villena, entre la magia y la literatura

El autor de El arte cisoria fue uno de los personajes más desgraciados en la

historia de las letras españolas, no sólo por gordo, pequeño y feo, no sólo por perdedor

en casi todo lo que emprendió en su vida de noble y descendiente de los reyes de

Aragón, sino también por dejar detrás de su muerte una biografía sometida a toda clase

de arremetidas. Hay quien lo elogia, como humanista, poeta y prosista, y quien lo acusa

de haber practicado la magia o por haber formado parte de algún que otro grupo de

adoradores de Satanás. Hasta con la Divina Comedia no tuvo suerte, ya que su

traducción, una de las primeras en castellano, es de las últimas como ingenio y

fidelidad. Creo que su peor desgracia ha sido la de pertenecer a una época literaria en

que rivalizan con él Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Nebrija,

Fernando de Rojas, entre otros. Fue una época brillante, no sólo en hechos de armas,

sino también en obras literarias y hasta el Libro de buen amor coincide con la vida del

marqués de Villena, que nunca fue marqués y si llegó a ocupar el maestrazgo de

Calatrava fue con tan poca suerte como en todas las empresas que alcanzó tocar con sus

dedos más bien trágicos que mágicos. ¿Fue realmente un mago, un hechicero, o un

brujo aliado del demonio este hombre “...pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e

colorado”, como lo describe Fernán Pérez de Guzmán (en Generaciones y semblanzas)

16

y que “comía mucho”; según otros “auctor muy sciente”, casi un Fausto español, pero

que nunca encontró su Goethe para transformarlo en un mito universal?

Yo llegué a él a través de El Greco, puesto que el pintor vivió varios años,

después de 1585, en las casas del marqués de Villena, donde, según Manuel Cossío,

“recibe alquilados unos aposentos” y donde volverá a vivir hacia el final de su vida.

Casas que hoy no existen, que se asomaban al Tajo, ocupaban mucho terreno y tenían

un pequeño aposento llamado “la escalerilla del infierno”, hecho no extraño en un sitio

de propiedad tan mal famada. Creo que es difícil, además, encontrar dos personalidades

tan antagónicas como las del falso marqués y el pintor cretense, sospechoso el primero

de tantos dudosos acercamientos, impecable el pintor y más ortodoxo que un cardenal

de hoy, en su pensamiento como en su comportamiento cotidiano. Durante más de un

año traté de acercarme a don Enrique de Aragón, llamado marqués de Villena, famoso

más por su leyenda que por su actuación. Y casi por casualidad alguien me recomendó

el libro de Antonio Torres-Alcalá (Don Enrique de Villena, un mago al dintel del

Renacimiento, Ediciones José Porrúas, Madrid 1983) que, hasta cierto punto, llega a

desocultar el misterio.

Y digo “hasta cierto punto” porque nadie logrará nunca verter luz definitiva

sobre el caso, ya que las ocupaciones nocturnas del ex maestre de Calatrava

permanecerán siempre en las tinieblas del secreto personal. Si fue un mago y no lo

publicó, es explicable. La Inquisición hubiera provocado un proceso y no sabemos

cómo hubiera terminado y, en segundo lugar, el asunto mismo de la quema de sus libros

(parte de ellos, según parece) sospechosos de brujería y magia negra, deja entrever por

lo menos el interés que el personaje tenía por conocer ciertos temas, mal vistos por la

Iglesia y la mentalidad de la época. Sin embargo, no hubo tal pleito y la mala suerte de

don Enrique no puede achacarse a su biblioteca y tampoco a sus predilecciones

noctámbulas, sino más bien a su personalidad y a sus muchos defectos físicos y

psíquicos. Torres-Alcalá cree que el destino del traductor de la Divina Comedia se debe

más bien al hecho de que “... escribía con la pluma en vez de con la punta de la espada

y, por si eso fuera poco, por lo que escribía”. El autor quiere convencernos de que el

mester de las armas, preferido por los españoles de entonces, impedía el desarrollo de la

literatura y que, además, quien prefería la poesía a las batallas, quien era más bien poeta

que caballero andante, al estilo del siglo XV, mal empalmaba con el ideograma de su

tiempo. Esto es sumamente discutible, creo, en una sociedad, precisamente en la que,

antes y después de don Enrique, el escritor fue e iba a ser un soldado. Como lo hemos

visto en un anterior artículo todos los grandes de las letras españolas pertenecieron a la

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milicia (soldados o monjes) y bastaría citar aquí a los contemporáneos del falso marqués

como a Garcilaso, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón y demás. Nunca hubo

desentendimiento o divorcio entre la literatura y la milicia en España, y sí en los demás

países y sociedades europeos, desde la Edad Media hasta el final del Barroco. De

manera que la tesis sostenida por el autor me parece falsa desde un principio. El

marqués se resistía a batallar no porque no tenía ganas, sino porque era de conformación

física, digamos, pacifista, como hemos visto más arriba. No podía levantar una espada y

tampoco correr a pie o a caballo a través de un campo de batalla, o subirse por una

escalera y enfrentarse con los enemigos desde aquella posición, como lo hizo Garcilaso

o sostenerse de pie en un navío de guerra, como Cervantes en Lepanto. Se dedicó a

escribir, diría, para olvidar la injuria genética de su físico antiguerrero y no de su psique,

que se dedicó a reparar aquella merma a lo largo de toda su vida consciente. Y es

posible encontrar una explicación psiquiátrica a sus inclinaciones ocultistas, partiendo

desde la misma premisa. Es una lastima que Torres-Alcalá no haya ahondado en este

sentido. El personaje se presta a un profundo y quizá esclarecedor psicoanálisis

jungiano, en cuyo marco el inconsciente personal como el colectivo, el sello de su casi

invalidez, creadora de complejos, como su abultado linaje, están en la base de su terrible

incertidumbre. Un Fausto combinado con el marqués de Sade, quizá, y más conocido

por la posteridad a través de su leyenda negra que a través de su visa real.

En cuanto al prejuicio militarista de su tiempo, según Torres-Alcalá, me parece

que no explica nada, o muy poco, ya que muchos caballeros, tanto en el siglo XV como

en otros (bastaría invocar aquí a los trovadores provenzales y catalanes) se dedicaban al

mismo tiempo al mester de las armas como al trato con las musas. Jamás hubo

“preponderancia de las armas”. También su casamiento, impuesto por el rey, pudo ser

motivo de complejo, ya que María de Albornoz, con la que se casa en 1401, es manceba

de Enrique III. Matrimonio infeliz desde todos los puntos de vista, porque, una vez

nombrado maestre de Calatrava, el falso marqués “... tenía que acceder al recurso de

divorcio que ante la Santa Sede había interpuesto su esposa, basándose en razones de

impotencia de este”. Como es de suponer, la vida de este hombre no ha sido un destino

aceptable, sino una sarta de humillaciones. Su literatura hubiera podido reflejarlas,

sublimándolas, hasta el punto en que la tragedia personal se funde con el arte. Pero no

fue así. En lugar de crear una obra maestra, don Enrique se dedicó a practicar el arte de

la magia y a ser lo que entonces se llamaba “un buscante” y hoy un investigador, pero

sin tocar fondo en ninguna de sus predilecciones científicas. ¿Fue también alquimista?

Torres-Alcalá cita un fragmento de la carta de “los veinte sabios cordubeses”, muy

18

admiradores del marqués y aparecida en 1889 en La alquimia en España, de E. Liarco,

donde se afirma, recordando los sabios hechos ocurridos en su presencia y provocados

por don Enrique: “... cuando ante nosotros fezistes descender las palomas que pasauan

por el ayre volando, e las tomauamos a nuestro placer las que queríamos, dexando las

otras por virtud de palabras e fecistes embermejecer el sol, assí como si fuesse

eclipsado, con la piedra heliotropia, e nos contastes cosas por venir, que después

havemos visto, con la piedra chelinotes...” Lo que sitúa al marqués a un nivel de mago

todopoderoso y da cuenta de su retiro, ante los peligros que representaba la magia por

quienes la ejercían, en tiempos dominados por la Inquisición.

También Rades, historiador de las órdenes militares, afirma: “De la Judisiaria y

Necromancia supo tanto que se dicen y leen cosas maravillosas que hacía, con tanta

admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el demonio. Compuso muchos

libros de estas sciencias, en los cuales, aunque había muchas cosas de grande ingenio y

artificio útiles a la República, había otras de mal ejemplo y sospechosas de que su autor

tenía el dicho pacto”. Juicio ponderado y preciso, me parece, y que explica la tragedia

de aquel hombre. Quien tiene tratos con el demonio no puede ser caballero ni escritor.

Sin embargo, si disponía, igual que la Celestina, de tantas relaciones con las fuerzas del

mal, ¿cómo es posible que no las haya utilizado en su provecho terrenal, ni siquiera para

conseguir una gloria literaria o artística, como el personaje de Thomas Mann en El

doctor Faustus?

Torres-Alcalá simpatiza con su personaje, si no no hubiera escrito el libro o, al

revés, lo hubiera transformado en una sátira sin piedad, pero no acierta, a pesar de la

seriedad del estudio, cuando trata de presentar al marqués como víctima “... de la baja

estima en que estaban las letras en nuestro siglo XV”. La tragedia del marqués es mucho

más compleja y tampoco podemos descalificar de esta manera a un siglo tan rico en

caballería como en poesía.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

19

El comisario Maigret y el marxismo

La editorial italiana Adelphi acaba de publicar una nueva traducción de uno de

los primeros libros de Georges Simenon, La ventana de enfrente (Roma, 1985), donde

el prolijo novelista policiaco francés, inventor del comisario Maigret, hace tantos años

ya, toma posición ante el marxismo. La novela es de los años treinta, cuando la

intelectualidad francesa había tomado posición maciza a favor del estalinismo y cuando

Malraux escribía: “... en caso de estallar una guerra, nuestros pensamientos se dirigirán

hacia Moscú, se dirigirán hacia el ejército rojo”.

Era el tiempo en que Stalin asesinaba a diestro y siniestro, llenaba los campos de

concentración de millones de inocentes, mataba a los poetas, colectivizaba las tierras y

sembraba de cadáveres de campesinos la estepa rusa y cuando, como respuesta a

aquellas barbaries sin nombre, la flor y nata de la intelectualidad francesa, y occidental,

no cesaba en proclamar su amor por la patria del comunismo. André Gide, Bertrand

Russell, Teodoro Dreiser, Barbusse, Romain Rolland, Arthur Koestler, Heinrich Mann,

Aragon... Una auténtica antología de la vergüenza. Es verdad que muchos, al regresar de

la URSS, como el mismo Gide, o Panait Istrati, escribieron al historia de su desengaño,

pero aquellas páginas no lograrán jamás justificar ni hacer perdonar lo que antes habían

escrito. La tragedia más grande y más sangrienta de todos los tiempos del hombre no

encontraba, en la consciencia de aquella gente de la “rive gauche”, más que alabanzas

baratas y elogios de mala muerte. Nunca el intelectual había decaído tanto.

En medio de una atmósfera de religiosa adoración de ”la patria del proletariado”

se levantó entonces la voz de Simenon, al publicar una novela titulada Les gens d´en

face (La gente de enfrente) donde describe las vivencias de un diplomático turco, Adil

Bey, en Batum, ciudad situada en la orilla oriental del mar negro y centro de la

producción petrolífera rusa. Nos encontramos en una atmósfera que recuerda hasta

cierto punto la de las novelas coloniales de Graham Greene. En medio de un país más

bien exótico, la pequeña colonia consular se aburre y trata de pasar el tiempo en amoríos

o borracheras, mientras la gente de enfrente, los rusos aplastados por la revolución,

buscan un pedazo de pan y hacen interminables colas ante las tiendas vacías. Las

mujeres se prostituyen por un poco de café o de carne, con el consentimiento de los

maridos, y éstos se inclinan ante el régimen y aceptan el nuevo yugo, que acaba de

sustituir, con otro nombre, al del zarismo.

20

El drama se desencadena en el momento en que Adil Bey se enamora de una

mujer que vive en la casa de enfrente y que es Sonia, su propia secretaria, la cual hace

todo lo posible para salir del país y buscar en Occidente lo que los rusos no han dejado

de buscar desde 1917 a esta parte: un poco de libertad y de bienestar, cosas prohibidas,

desde hace más de sesenta años, a los ciudadanos de la patria soviética. Pero el intento

de Sonia es descubierto y la joven mujer será condenada a muerte, culpable de traición,

mientras el cónsul turco regresará a su país, preguntándose, al final del libro,”¿cómo

había podido vivir allí sin comprender desde el primer día que cada uno, en aquel país,

vivía encerrado en su propia cárcel?” Batum le aparece de repente como un sitio lleno

de sombras “lentas y resignadas”, moviéndose en un mundo sin sustancia, en el que

cada pregunta desencadena “respuestas de una lógica rigurosa que a nada contestaban”.

Es una novela excelente, muy bien escrita, llena de observaciones valederas

todavía, ya que poco ha cambiado en el espacio soviético desde los años treinta hasta

hoy y, sobre todo, un libro que pone el dedo en la llaga metafísica del sistema. Podemos

considerar a Simenon como uno de los precursores de la novela contemporánea capaz

de habernos revelado el interior anímico y las entrañas físicas del universo comunista.

El vacío y la mentira, el sacrificio inútil de los individuos y la cárcel transformada en

hábitat cotidiano, lo que el novelista francés supo desentrañar en el alma de aquella

geografía maldita, cuyo mérito máximo ha sido el de no haber cambiado, durante tanto

tiempo, permanecer igual a si misma desde 1917 hasta hoy. Tampoco el infierno

cambia.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

Vargas Llosa y la revolución

He leído Historia de Mayta (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984) con cierta

satisfacción política y, a menudo, con poca satisfacción literaria. Tropecé en cada

página con aquel lema que un amigo, literario también, esgrimía hace años en su revista

madrileña: “La revolución en Hispanoamérica es inevitable e imposible.” Profunda

verdad y cada vez más actual y más dolorosa ya que lo inevitable se vuelve cada vez

más imprescindible y lo imposible cada vez más pesado. Países como Argentina, Chile

o Cuba, Nicaragua y El Salvador se han transformado con el tiempo, quiero decir con el

tiempo del enfrentamiento entre las dos máximas potencias, en una especie de Jauja

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igualmente ambicionada por cada una de ellas. Y de esta rivalidad brotan todas las

miserias de aquel mundo situado en el quinto día de la creación. Países ricos, donde

abundan el trigo, el petróleo y el oro, pero también los creadores, los mejores novelistas

del momento y donde unas élites ambiciosas, cultas y preparadas aumentan el caudal de

inteligencia de la humanidad hasta niveles que ningún otro pueblo es hoy capaz de

alcanzar, y donde hasta la raza del consumidor cultural es más amplia y más

comprensiva, más curiosa de saber y conocer que en otros sitios más copetudos, como

diría un argentino, países doblemente bendecidos por Dios, fracasan ante lo político y,

subsidiariamente, ante lo económico. Su crisis, que es actualmente la de todos, alcanza

allí cumbres de misteriosa insoportabilidad.

Aquel caos en permanente proceso de autoaumento parece ya sin solución. Y ni siquiera

Argentina, para no hablar de un pobre Méjico víctima de su propio índice demográfico

y de su falsa revolución, son capaces de dar marcha atrás y recuperar algo del terreno

perdido en los últimos treinta años. Es una pena, una pena universal. Porque la

revolución que tendría que liberar a los oprimidos y dar riqueza a los que ya la tienen

pero no pueden utilizarla en su provecho, no significa sino caída en la trampa soviética,

o sea, más miseria, más humillación, más caos y más incertidumbre. Como en Cuba,

donde el ser humano ha sido transformado en carne de cañón soviética y donde comer

constituye un problema cotidiano, peor quizá que en cualquier otro país del espacio

realista-socialista. Si el capitalismo es explotador, el comunismo es destructor. Si el

primero lo que aniquila es la existencia, el segundo se empeña en acabar con la esencia,

como lo ha hecho ya en Rusia y como lo está haciendo en Polonia y Rumania, países

clave de la Europa Central. Y quien no conoce la tragedia de América, quien no la haya

visto desde dentro, no puede opinar ni tratar de encontrar soluciones, porque siempre

tropezará con un muro de incomprensión y una montaña de ignorancia personal.

Hispanoamérica es hoy tan gravemente sometida a la amenaza corruptora de uno y de

otro, como lo es Europa oriental y central a la amenaza de uno. Ya que el otro, allí por

lo menos, está lejos por su propia voluntad expresada en aquel límite de la vergüenza

humana que ha sido Yalta. Pero es posible que haya pronto, si es que no lo ha habido

todavía, un Yalta americano.

Es dentro de este debate donde es preciso colocar el drama de Mayta, el revolucionario

maricón de Mario Vargas Llosa. Y es que resulta imposible llevar una vida correcta,

tener una conciencia, prestigiar uno su propia honra, sin plantearse, en Lima o en

cualquier otra capital de aquel mundo acelerado por la Historia hacia su propio desastre,

22

el problema de la revolución. Puesto que sólo de esta manera la salvación aparece como

posible. Si los gobiernos se suceden el uno al otro y nada cambia, entonces,

lógicamente, hay que hacer la revolución con todos los riesgos. De la misma manera,

supongo, se plantearán el mismo problema los polacos, los rumanos y hasta los rusos,

ya que, para ellos también, desde el noveno círculo del infierno en que están viviendo,

la única posibilidad de cambio, con todo el peligro evidente que esto supone, sería la

revolución. Los polacos lo hacen dentro del espacio gótico, o católico, dinámico y

fáustico dentro del que han desarrollado su historia; los rumanos, sofiánicos y

ortodoxos, dentro de la resistencia pasiva y del sabotaje colectivo que está acabando con

su economía y con las últimas energías de aquel pueblo, situado al margen ya de toda

esperanza. ¿Qué esperanza pueden tener, en efecto, los seres como Mayta, en Perú, o los

feligreses del padre Popielusko, en Polonia, o del padre Calciu en Rumania? Ninguna.

(Me refiero, claro está, a las esperanzas relacionadas con el mundo terrenal, ya que las

otras abundan en un sitio como en el otro.)

Mayta cae, pues, en la tentación revolucionaria. Es un anarquista, movido por las

mejores intenciones, y organizará una revolución, junto con un subteniente del ejército y

con un grupo de colegiales de Jauja, ya que Jauja existe en el Perú y fue capital de dicha

república, antes de que fuese trasladada a Lima. Pero el intento será un fracaso total.

Habrá algún muerto, arrestos, desengaños y el tiempo que pasa por encima su esponja

asquerosa y sin fallos. El personaje que mueve la acción del libro es el escritor mismo,

empujado por el deseo de reconstruir la vida de Mayta, a través de testimonios

recogidos en los lugares mismos donde se había producido aquel hecho y entre las

personas que habían conocido al protagonista. Sin embargo, Vargas Llosa, que maneja

lo épico con tanta maestría y que ha escrito La guerra del fin del mundo, una de las

novelas quizá más grandes de estos últimos años, no logra poner el dedo en la llaga. La

inversión sexual de Mayta deshumaniza el asunto, transforma la minúscula gesta,

parecida hasta cierto punto a la epopeya de la novela citada más arriba, desjustifica, por

así decirlo, su actuación y la proyecta hasta horizontes más bien de libertinaje que de

libertad. Es como pretender hacer la revolución para que todo el mundo tenga derecho a

drogarse. Hay dentro de nosotros ciertos bajofondos de pureza con los que la revolución

no tienen ningún contacto, y ya lo sabemos por qué. Todo ha sido corrompido, de un

lado y de otro de la rebeldía, y no queda más que el arranque primario, o el afán de

martirio en el nombre del cristianismo, como en Polonia, como situaciones límite donde

lo revolucionario ha dejado de coincidir con la revolución, en el sentido clásico y

pervertido de la palabra. Lo de Nicaragua me parece como la última prueba de la

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humillación, antes de que el sexto continente barra a todas las ideologías, a todos los

partidos políticos y realice su salvación en un futuro de limpieza ejemplar para todos los

pueblos. Es posible que el último espacio capaz de hacer esto sea precisamente

Hispanoamérica, fuera de toda tradición revolucionaria. Pero, ¿quién se atreve a ello?

Mayta no, de cualquier manera. Su esencia vital está carcomida, tanto como su

inteligencia oscurecida por los libros de mala muerte que se ha tragado. No se puede ser

revolucionario con Marx y Engels en la cabeza y con lo contra naturam en la trastienda

del subconsciente.

Es así como Mayta no convence en un momento en que los lectores de Vargas Llosa

esperaban una continuación de La guerra del fin del mundo en clave quizá más

metafísica todavía. El autor, sin embargo, ha vuelto al naturalismo americano de los

años veinte y treinta, depurándolo un poco, revivificándolo con su talento sin par, pero

no del todo. El libro no alcanza nunca el interés apasionado que yo tuve al leer la

historia brasileña de la novela precedente y que asumía de repente un valor universal.

No, es una historia peruana, interesante y valedera desde el punto de vista de una

especie de literatura social sin trascendencia, pero inválida desde el punto de vista de la

gran literatura al que Vargas Llosa nos había acostumbrado. Todavía se mueven dentro

del escritor algunos prejuicios y malas costumbres locales que apagan el fuego de su

inspiración y nos devuelven a sus comienzos, ya sobrepasados por los años y por

nuestra espera. Y pienso en la mejor novela antirrevolucionaria hispanoamericana que

es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, cumbre de la más honda y más actual y

permanente rebeldía ante el espectro goyesco de la represión presentada a los hombres

bajo aspectos libertadores. Nada ha cambiado en el mundo desde el 2 al 3 de mayo, pero

Carpentier se ha atrevido a decirlo. Y Vargas Llosa ha buscado quizás el mismo camino,

sin dar con él, o sólo con una trocha, un sendero que no lleva a ningún sitio, ein

Holzweg, como dijo una vez en un título inolvidable el maestro de Friburgo.

Y hay otro tema, como subsidiario, en Historia de Mayta: la imposibilidad de dar con la

verdad cuando se procede desde el exterior del ser. El novelista que va buscando

testimonios y testigos con el fin de reconstituir la aventura del revolucionario Mayta, al

encontrarle, en carne y huesos, al final de la novela, se da cuenta de que, a lo mejor,

todo el material que él había acumulado no respondía a la verdad. Mayta era otra

persona. Tema tampoco muy novedoso y que no añade nada al libro, sino una duda más

acerca de la necesidad existencial de esta creación, brillante accidente en la carrera de

24

su autor.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Aniversarios vanguardistas

De octubre de 1924 es el primer Manifiesto del Surrealismo; y el 2 de

diciembre de 1944 es cuando fallece en Milán, entre los estertores de la última

guera, el fundador del futurismo italiano, Felipe Tommaso Marinetti. Los dos

movimientos llenaron de sus ruidos la primera mitad de este siglo y todavía el

arte y la literatura, por lo menos, viven de aquellos debates, como de todas las

nuevas ideas aportadas a principios de nuestra centuria por los representantes de

cubistas, dadaístas, expresionistas y de los dos mocvimientos citados más arriba.

Entre aciertos y errores, todos los ismos vanguardistas tienen una enorme

importancia en el marco de la evolución del espíritu, en el sentido de que apartan

al hombre de los prejuicios materialistas y posotivistas del siglo pasado. En este

sentido, el gran precursor fue Marinetti. Nacido en Alejandría de Egipto, en

1879, de padres italianos, realiza sus estudios en un colegio religioso de París y

es en francés como redactará sus primeros versos y también el primer manifiesto

futurista, aparecido en las páginas del Figaro en 1909, año en que publicará en

Milán la llamada “novela antiafricana” titulada “Mafarka el futurista”, libro de

escándalo que le llevará ante el tribunal, pidiendo el fiscal dos meses de cárcel

para su autor, que logra la absolución debido a una hábil y estrafalaria defensa.

Publicó “La batalla de Trípoli”, en 1912, y “Zan-tumb-tumb”, en 1914; “El

aeroplano del Papa”, en 1922, y “Un vientre de mujer”, en 1930. La producción

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política de Marinetti se centra en otros manifiestos, como “Democracia

futurista”, “Más allá del comunismo” o “Fascismo y futurismo” marcados todos

ellos por un nacionalismo situado muy cerca del fascismo, por un

anticomunismo del mismo estilo y por un anticatolicismo que, más tarde, logró

apartarlo de su amigo Mussolini. Participó en todas las guerras italianas del siglo

XX, desde la de Trípoli, pasando por la Primera Guerra Mundial, la de Etiopía y

hasta la segunda mundial. Fiel a su fórmula, “la guerra es la única higiene del

mundo”, y a su actitud viril, pegada a la técnica y, sobre todo, a la técnica de la

guerra, Marinetti murió sin haber traicionado nunca sus ideas e ideales.

Inserto, pues, en la vida activa de su tiempo, su doctrina concentrada en

sus manifiestos (hubo manifiestos futuristas de la pintura, de la arquitectura, de

la música y hasta de la gastronomía) es todo lo que queda de él, mientras sus

novelas y poemas se nos antojan amanerados, profundamente estropeados por

una fidelidad al pie de la letra a unos cánones literarios más bien exhibicionistas

que estéticos. Fue sin duda la pintura futurista la que dejó obras fundadoras en el

marco del arte europeo y nombres como los de Balla, Boccioni, Severini, Soffici

y otros dan cuenta de la seriedad de un intento destinado a romper los moldes

naturalistas, a introducir en el arte pictórico la velocidad y la tercera dimensión,

propósitos difíciles de alcanzar en un lienzo bidimensional, pero que constituyen

el complejo anímico y las inquietudes de unos artistas preocupados por el

dinamismo del arte y que desembocará más tarde en lo abstracto, que no es poco

decir.

Muy importante en la historia del futurismo es su coincidencia

vanguardista con el fascismo. Se puede decir cualquier disparate hoy con

referencia al oscurantismo mussoliniano, pero una cosa es cierta: donde este

movimiento de vanguardia, uno de los primeros en Europa, fue aceptado y hasta

llevado a la Real Academia, fue en Italia, habiendo sido el periodista Mussolini

amigo y admirador de Marinetti desde la publicación del primer manifiesto en

1909. Nunca se apartó el régimen de aquel conato de colaboración y nunca fue

perseguido Marinetti o los suyos durante la era fascista. En cambio, al

encontrarse Marinetti en Rusia, antes de 1914, gozó allí del apoyo de

Mayakovski, el cual lanzó en aquella época un manifiesto de los futuristas rusos.

Una vez estallada la revolución, en 1917, Mayakovski y los futuristas soviéticos,

como Klebnikov y demás, trataron de hacer coincidir las metas del partido

revolucionario en el poder con las de la vanguardia que ellos representaban.

26

Después de una aceptación, por parte de Lenin, de los principios del futurismo,

adorador de la técnica, como el comunismo, el conflicto estalló en seguida y fue

prohibida cualquier manifestación futurista en la URSS. En 1929, desengañado

por la revolución y sus rumbos reaccionarios, los campos de concentración, la

muerte de los poetas, la miseria de los campesinos y de los obreros, Mayakovski

se suicidó en un hotel, víctima de una opresión que continúa todavía, tantos años

después. El comunismo no pudo colaborar con la novedad. Mientras el fascismo

hizo suyos muchos de los ideales futuristas y colaboró en la renovación de las

ideas del siglo, mucho más que el marxismo en el poder. Es un ejemplo muy

ilustrativo y que pone de relieve la brillantez intelectual del fascismo, su

existencia, como cauce de novedades favorables al ser humano y al artista,

mientras el comunismo, al rechazar un ismo mucho más progresista que su

doctrina heredada de los materialismos del siglo pasado, se transformó con el

tiempo, ya bajo Lenin, en un gulag generalizado.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

El destino de D. H. Lawrence

Un crítico norteamericano afirmaba hace unos años que: “Los grandes autores del siglo

XX están considerados como reaccionarios desde el punto de vista político, y hay que

reconocer que es así”. Muchos de ellos, continúa, se autoconsideran como fascistas o,

por lo menos, como simpatizantes de las ideas conservadoras. Y cita a: Pound, Eliot,

Yeats, Faulkner, Evelyn Waugh, Heidegger, Gottfried Benn, Thomas Mann, Céline,

Giraudoux, Claudel, St. John Perse, Borges, Gombrowicz, alargando la lista con

nombres de escritores que se habían pasado, de una posición más o menos izquierdista

manifestada claramente en las obras y actuaciones de su juventud, a una posición muy

reaccionaria en la segunda fase de su vida: John dos Passos, Eugenio Ionesco, Esenin,

Mayakovsky, Samuel Beckett, Malraux, Camus y muchísimos más. ¿Y qué decir

entonces del anticomunismo y antifreudismo expresado tantas veces por Kafka? Pero, si

la derecha es todo esto, de la izquierda literaria no queda casi nada en pie. Se trata, sin

embargo, de seleccionar al los auténticos escritores representando una derecha

espiritualista, más cercana al cristianismo que a los caprichos personales de una actitud

o de otra. ¿Hasta qué punto es de derechas Aldous Huxley? Lo es, sin duda alguna,

Eliot. ¿Y quién ha sido más auténticamente de derechas en el marco de las letras

hispánicas: Unamuno u Ortega? El militarismo de los dos los haría pertenecer al mismo

grupo de ideas, pero creo que cada uno de ellos representa con brillo y genialidad a una

27

derecha cristiana y a una derecha laica, respectivamente, que sólo se dan la mano en

épocas de crisis y de miedo colectivo y se separan después. Con el mismo metro

podríamos medir el derechismo o el reaccionarismo de Berdiaev y el de Keyserling.

¿Dónde situar exactamente a Lawrence? Su vida fue un continuo vagabundeo a través

de los cinco continentes. Nació en 1885, en Inglaterra, donde, desde el pasado 11 de

septiembre, su Eastwood natal no cesa de festejar el acontecimiento, y falleció en

Vence, cerca de Niza, en 1930, agotado por una enfermedad que había contraído muy

joven. Había sido la lectura de Schopenhauer y de Nietzsche un auténtico baño de

pesimismo y de aprendizaje de lo heroico, que lo acercó más tarde tanto a ciertas

posiciones no muy lejanas del nazismo, pero lo que caracteriza a Lawrence es más bien,

por encima de lo político, un odio permanente que sabe dedicar con talento y

perseverancia a la técnica, a la civilización industrial y a la pérdida por parte del hombre

de ciertos valores tradicionales que garantizaban su libertad y su felicidad. Es así como

Lady Chaterley se enamora de su guardabosques y traiciona a su marido, porque

pretende renunciar a una vida falsa, al falso matrimonio, con el fin de rehacer la imagen

del matrimonio natural, por así decirlo, en el marco de un amor que no es sólo sexo. El

papel del sexo es sumamente importante en Lawrence, pero no hay que confundirlo con

la pornografía gratuita de los mediocres de hoy, el sexo es amor, hace posible la

recuperación de una antigua dignidad en el conocimiento, es una técnica de

acercamiento a lo metafísico. La competición económica, de la que la civilización

industrial ha hecho un fin en sí mismo, representa una limitación del ser, un

alejamiento, pues, de lo que somos en realidad. Lo que domina a nuestra época son los

falsos sentimientos en el marco de un sentimentalismo vinculado a los espectáculos, al

cine, a la radio, más tarde a la televisión. Los seres humanos practican un

sentimentalismo transferido, imitado, inauténtico, se vuelven cada vez más ajenos al

sentimiento. Amar realmente, a través del sexo, o empezando por él, nos vuelve a

insertar en lo global, nos separa de las parcialidades de la sociedad industrial. Toda la

vida de Lawrence se ha desarrollado alrededor de esta búsqueda, que fue una lucha,

llevada a cabo, de una manera o de otra, por todos los reaccionarios del siglo,

verdaderos libertadores del ser humano, opuestos el esclavismo, de un matiz o de otro,

de los mal llamados revolucionarios, adheridos a la falsa revolución, destructora de

libertades y de autenticidades.

Creo que una posibilidad correcta de enfocar la doctrina de Lawrence es la de estudiarlo

bajo la luz del expresionismo alemán. Fue, en efecto, aquel movimiento, que surge

hacia el año 1906, en Munich y en Dresde, quien dio al arista y al escritor la consciencia

28

del peligro relacionado con la ciudad, la industria, la separación entre el hombre y la

naturaleza. Resulta fácil encontrar posiciones muy parecidas, si comparamos a

Lawrence con los cánones expresionistas. Tanto Rilke como Kafka y Thomas Mann

cruzan el expresionismo y se dejan influenciar por sus apetitos y sus fobias. Pero es esta

tendencia y esta búsqueda de lo auténtico lo que más los aproxima. También la lectura

de Freud influyó en Lawrence hasta tal punto que fue definido y enfocado a través de

ella. Hasta en Joyce y en Thomas Mann encontramos huellas freudianas, pero resulta

hoy evidente que el amor, tal como Lawrence lo concibe, es algo más que libido

sensualista,. El amor como fundamento y como técnica de conocimiento nos sugiere

más bien dependencias surrealistas y, a través de ellas, volvemos a Dante y a la Edad

Media, más bien que a Freud. Fue Lawrence un escritor demasiado inteligente y

complejo como para encasillarlo dentro de los lugares comunes de nuestro siglo. Su

mismo espíritu reaccionario lo libera de cualquier inferioridad izquierdizante.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 1985

Los profetas del Renacimiento

El nombre de Eduardo Schuré resulta conocido a los que hayan leído su libro

más famoso, titulado Los grandes iniciados, en el que presentaba bajo una luz unitaria a

los fundadores de las religiones, libro que ha tenido y sigue teniendo su éxito, más o

menos limitado, en un mundo donde lo religioso se vuelve cada vez más apremiante y

más actual. Pero como todo resulta confuso y todo se presta a una penosa mezcolanza,

más peligrosa a menudo que el ateísmo puro, hay que ir con pies de plomo y saber

distinguir entre ocultismo y esoterismo, entre religión y moral, entre orientalismo

auténtico y orientalismo de feria, entre sutiles investigadores del alma y brutales

torturadores del cuerpo. Hubo siempre, desde que nuestra religión aparece en la tierra,

intentos de destruirla desde dentro, y gran parte de las herejías aparecen como puras

técnicas de desestabilización cristiana. Pues hoy sucede lo mismo y, entre tanto budismo

y tanto tantrismo y brujería y satanismo, uno no sabe ya qué camino elegir, puesto que,

muy a menudo, se nos va el santo al cielo, enojado y aburrido por tanta pasión

seudorreligiosa. Lo mejor, ahora como siempre, es estar de acuerdo con lo religioso y

saber acogerse a la ortodoxia, bajo la protección de los evangelios. Por este motivo,

cualquier interpretación que no esté estrictamente de acuerdo con la Iglesia me parece

sospechosa. Me refiero, claro está, a la Iglesia de los textos sagrados, que nunca falla y

que ha podido conservar su esencia intacta, a pesar de los abusos humanos, demasiado

29

humanos, de sus a veces indignos servidores. Y se me ensombrece la memoria

recordando las trágicas aventuras de los enamorados de la pureza religiosa y de los

cultores de un cristianismo digno de sus orígenes –Dante y los suyos, ante la

descomposición inmunda que conoció la Iglesia hasta en la Edad Media y que culminó

con el exilio a Aviñón y, más tarde, con la muerte de Savonarola al que hoy, por cierto,

piensan llevar a los altares-, aventuras no desprovistas de una enorme y aleccionadora

actualidad.

Escribo obsesionado por lo que sucede alrededor nuestro. Acontecimientos terribles nos

obligan a contemplar la otra cara de la moneda, a insertar lo que ocurre para la alegría

cotidiana de los medios de comunicación, en otra perspectiva, inactual diría, pegada a

otra realidad. El mismo terrorismo, físico y psíquico, que domina casi todo lo que está

ocurriendo, la injusticia transformada en medida exclusiva de lo justo, en el marco de

una ya clásica inversión de los valores, no es más que un instrumento metafísico, algo

tan tremendamente aleccionador y simbólico como el rostro cansado de Fraga o el

permanente desvarío intelectual de Alfonso Guerra. Esta cara visible de la realidad

implica su propia contradicción, su adhesión a una caída, que puede ser el fin, parcial o

definitivo, de un tiempo mucho más amplio que el nuestro. Nuestro tiempo, de este

modo, resulta ser un eón, una vasta aglomeración de tiempos menores corriendo hacia la

suerte mayor de su propio cumplimiento o de su muerte. Esto lo intuyen claramente los

que saben de historia de las religiones y de esoterismo. Lo político se vuelve historia y

es metafísica pura, en el marco de un destino al que cumplen, en su más mínimos

detalles, los políticos, los verdugos y los grandes torturadores más o menos ocultos de la

humanidad.

Y todo tiempo fue así. Ya que todo tiempo no es sino un fragmento, siempre igual a sí

mismo, a pesar de lo que digan los historiadores. Pienso en la época enfocada por

Schuré en su libro Los profetas del Renacimiento (Ed. Laterza, Bari, cuarta edición,

1983), al que acabo de encontrar en una librería de Turín y al que leí con bastante prisa,

deseoso de llegar al final, algo frustrado y desengañado, desde las primeras páginas.

Porque el autor nos promete mucho y cumple poco. Sus “profetas” son un poeta y

cuatro pintores: Dante, Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Correggio. Todos ellos, pero

sobre todo Dante y Leonardo, descubren “las fuerzas nefastas” que dominan su mundo,

el fragmento de tiempo que les toca vivir. Leonardo se da cuenta de que la razón y la

ciencia no son capaces de sorprender el misterio y dar cuenta de él, y pasa al arte con el

fin de profundizar el enigma. Todo se vuelve símbolo, como en “La última cena”, de

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Milán, donde sabe retratar el misterio profundo de la religión cristiana. Judas es el mal,

o su modesto representante, y está allí desde el principio, como una prueba de que en los

mismos momentos fundadores de una religión revelada es preciso que aparezca el

personaje, fundador también, pero del revés de la medalla. Representante del mal dentro

del cristianismo, padre de todos los que han deformado el mensaje o han tratado de

deformarlo, traicionándole en su esencia desde entonces hasta hoy. Herejías, reformas,

separaciones, quisquillosismos diabólicos, alianzas con el mal, abusos e impurezas,

contradicciones abominables, la historia misma de la Iglesia de Cristo empieza su

itinerario en el momento de la Cena, cuando Dios está presente y cuando, con la

simbolización ritual del pan y del vino, misterio estremecedor entre todos los misterios,

el Mal clava en el cuerpo místico del edificio su primera flecha envenenada. Desde

entonces hasta hoy la historia del cristianismo no ha hecho sino repetir aquella básica

tragedia, esclarecedora de la tragedia humana.

Cuando el otro día el presidente del Consejo, hablando de la ejecución del poeta negro,

decía, con su habitual sentido de la irrealidad, que aquello “está en contra de la

historia”, tenía que haber dicho lo contrario: aquello estaba dentro de la historia. Nadie,

en lo horroroso, se mueve contra la historia, ni siquiera los socialismos en el poder.

Contra la historia se habría levantado algún que otro poeta o santo, pero tengo la

impresión de que don Felipe no sabe mucho de esto. Nunca lo sabe un político, que es,

forzosamente, autor de historia. Buena o mala, esa es harina de otro costal.

Pensemos en Dante y en el viaje iniciático que realiza en el mundo del más allá, viaje

profético, auténtico “método del conocimiento”, como bien lo define Schuré, porque

concluye una época y abre otra, y porque sintetiza la sabiduría secreta de los últimos

siglos medievales. Obra tan compleja y tan completa como el lenguaje plástico de una

catedral gótica. Pensemos también en la lucha que Dante llevó a cabo con el fin de

purificar las costumbres eclesiales de su tiempo y en el sueño que soñó en relación con

el Imperio universal, destinado a liberar a todos los hombres de la tierra, en el marco de

una religión vuelta a su pureza inicial. La vida de Dante es quizá la más representativa

en el marco de la cultura occidental, porque representa conscientemente una actitud

contra la Historia, un intento de corrección, al que nadie logró llevar a cabo, porque

todos los rebeldes (Savonarola, como decía antes, o San Francisco de Asís) fueron

condenados y ejecutados o, con más suerte algunos, fueron aceptados como tales

reformadores y rápidamente eliminados como doctrina, considerados como peligrosos

destructores de un orden bien sentado en su propia malignidad. Es la historia misma del

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franciscanismo, que todavía no ha terminado, desvirtuada durante los últimos decenios

por los propios franciscanos, de la misma manera en que los templarios, los jesuitas o

los dominicos de su primera fase no se parecen a los de la última. Se plegaron todos al

tiempo histórico y traicionaron su mensaje fundador. Recuerden las dificultades que

tuvieron que pasar Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, dentro de la misma

desgracia.

¿Hasta qué punto Julio II fue un gran pontífice, y hasta dónde lo siguió Miguel Ángel en

su búsqueda artística? ¿Era deber de la Iglesia dejarse arrastrar por los caminos de la

Historia o, más bien, levantarse contra ella con el fin de alejarse de la política y dejar al

ser humano libre para que cumpliese su destino como ente espiritual y no como mero

monigote físico? En el fondo, el Renacimiento, según Schuré, no es sino una

metamorfosis de la antigüedad, un cambio de imagen, seguido por la presencia de lo

eterno femenino (que es más bien medieval) y por la revelación jerárquica de “los tres

mundos”, divino, humano e infernal, tal como aparece en La Divina Comedia. Es aquí,

precisamente, donde el pensamiento de Schuré aparece como algo inseguro, deseoso de

descubrir leyes detrás de los acontecimientos artísticos de la época y dejarlo todo bien

claro y arregladito. Creo que Burkhardt fue más explícito y más profundo. El

Renacimiento no es sólo lo que Schuré observa en él y hoy, años después de la primera

publicación del libro, sabemos más y con más criterio de separación y síntesis. Sin

embargo, el autor acierta cuando piensa que, por encima de las destrucciones y

mediocrizaciones de la democracia actual, el ser humano ha vuelto a descubrir el

camino que une la religión a la ciencia, clave quizá del mundo de mañana, clave no muy

nueva ya que la misma Edad Media, y en gran parte el Renacimiento también, han

utilizado para despejar los derroteros políticos de la Historia. Derroteros inferiorizantes,

como nos podemos dar cuenta comentando las frases cabalísticas de los políticos, pero

formando parte de la eterna tragedia del hombre.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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Gloria y miserias del Naturalismo

Se están cumpliendo los ciento treinta y cinco años del nacimiento de Guy de

Maupassant, (octubre de 1850, en Tourville-sur-Arques, no lejos de París) uno de los

representantes más famosos de la escuela literaria llamada naturalismo, cuyo padre

literario había sido Gustavo Flaubert. Maupassant escribió seis novelas y más de

doscientos cuentos y fue el autor francés más admirado y más leído de la segunda mitad

del XIX. En pleno éxito enfermó gravemente, dio señales de locura y acabó por cortarse

el cuello, el 6 de julio de 1893, en Auteuil, cerca de París también. A los cuarenta y tres

años había conocido todos los éxitos y todos los dolores. Había dedicado parte de su

tiempo a la investigación de los fenómenos parapsicológicos, lo que había aumentado su

tensión interior y su caída en la locura. En uno de sus cuentos titulado Le Horla,

describe uno de aquellos fenómenos y es como una premonición, algo así como un ser

monstruoso e irreal que aparece en la vida del protagonista y lo destruye. Era la época

del espiritismo, de las clases del doctor Charcot, en la Salpetrière, a las que asistió Freud

y el retorno al magnetismo natural de Mesmer, un fin de siglo lleno de acontecimientos

y de cambios de todo tipo.

Bel Ami fue la novela más leída de Maupassant, pero también Más fuerte que la muerte

o los cuentos de Boile de suif o de Una vida, libros que ilustran perfectamente la escasa

filosofía del naturalismo: son los actos mismos de la vida y su incesante correr lo que

constituye la existencia, sin problemas trascendentales, épica pura, destinada a dar

cuenta de la sencillez de la existencia o del destino humano. Una imitación de algo, tan

simple como el origen imitado. Sin embargo, el talento de Maupassant hace olvidar a

veces lo reducido que es su esquema. Sabe construir una vida paralela, transformarse en

espejo de la realidad, según los cánones de la corriente a la que representa y otorga a sus

personajes las mismas dimensiones que estos aparentan dentro de las dimensiones de lo

que es lo real. Un amor, dentro de dicho marco, no es más que la historia de una pasión

que encuentra en lo carnal su solución y su meta. El dinero, la ambición, la política, el

alcohol, lo sensual constituyen los aspectos humanos, los motores de una sociedad

burguesa que vive, alrededor de la derrota de 1871, sus años más bajos y más

ambiciosos. Por este motivo Maupassant fue llamado “el pintor de la sociedad de su

tiempo”. Dentro de la misma técnica lo fueron los pintores realistas y hasta

impresionistas de la época. El pintor, como el escritor, lo que tiene que hacer es

33

observar y describir “la piel de las cosas”, ya que, después de esta capa de lo visible, no

hay nada. Lo mismo pensaban los físicos...

Fue la doctrina de Freud la que, según su discípulo Binswanger, reflejó con cierta

exactitud esta superficialidad materialista. El psicoanálisis freudiano es, en el fondo, un

naturalismo y su ineficacia está en relación directa con su limitación. Para Freud el alma

no existe. Sólo existe la psique, emanación de lo somático, que nada tiene que ver con el

alma de las religiones, invento de los sacerdotes del mundo antiguo. Pero aquel cúmulo

de prejuicios explosionó alrededor de 1900 y de sus ruinas nacieron los nuevos físicos,

la nueva filosofía, la psicología de Jung, la pintura abstracta, las vanguardias

antimaterialistas de principios de siglo, el acercamiento entre la ciencia y la religión, un

mundo que nada tenía que ver con “la piel de las cosas” sino más bien con su meollo.

Fue así como Maupassant cayó en el olvido, injustamente, porque, por encima de sus

defectos técnicos, el escritor poseía el don de la escritura, sabía dar vida a una acción y

construir el relato de un personaje. Una literatura de las apariencias, esto sí, pero bien

vestidas, a la moda de su tiempo que tuvo el sentido de la elegancia y de la buena

educación.

Por este motivo Maupassant sigue viviendo e interesando a muchos lectores. De manera

más sincera y auténtica que otros, supo escoger, no sólo reflejar indistintamente la

totalidad de la vida, lo que hubiera sido una monstruosidad. Este saber elegir constituye

el leit-motiv estético de su arte, que lo coloca por encima de las exigencias mediocres

del naturalismo. Doctrina muerta, a pesar de todo, sobreviviente sólo a través de pocos

elegidos, más fuertes que la muerte, como hubiera dicho Maupassant mismo.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

¿Es posible una historia y una ciencia de la Literatura universal?

De los veinticinco tomos formando parte de la Literatura Universal dirigida por Klaus

von See, sólo han salido dos hasta la fecha, en traducción española, si los dos tomos que

yo poseo son los primeros y los últimos publicados (Editorial Gredos, Madrid, tomo 9-

10 dedicado al “Renacimiento y Barroco”, bajo la dirección de August Buck y tomo 13

dedicado a la “Ilustración europea”, dirigido por Jürgen V. Stackaelberg, ambos de

1892). Obra más que respetable, auténtica enciclopedia del saber literario realmente

universal, ya que abarca las literaturas del mundo entero y no sólo la occidental, lo que

acerca la historiografía literaria a la historia y a la filosofía de la historia universal, en

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un período en que el alma de los pueblos, como acción y como letras, se nos presenta en

el marco de su magnitud ecuménica. Difícilmente pudieron Alfonso X, Bossuet o Vico

filosofar en torno a la historia universal, en un momento en que el universo era el

Mediterráneo y, más tarde, parte de las Américas y un Oriente más bien exótico que

real, mientras el esfuerzo de Spengler o el de Toynbee, como el admirable libro de

historia literaria dirigido por Klaus von See, responden a un interés y a unas

posibilidades apoyados en un conocimiento por primera vez universal. Fueron los

cubistas quienes se plantearon el problema de una psique unificada y cuando Paul

Morand, en el marco de dicha vanguardia, contemplaba bajo esta perspectiva su Nada

más que la tierra (Rien que la terre), trataba de dar cuenta de un espacio anímico tan

unitario y tan reducido a sus proporciones humanas, por primera vez aprensibles debido

a los medios de transporte que aminoraban el mismo concepto de universal y reducían

los hombres a lo humano, con todos los riesgos que esta operación incluye.

¿Es esta obra demasiado o demasiado poco? Resulta difícil y hasta arriesgado juzgar el

conjunto a través de sólo dos tomos y me hubiera gustado, evidentemente, haber podido

empezar la lectura de esta magna obra con los volúmenes dedicados a la Literatura

Actual y a la Metodología de la ciencia literaria. Con el primero porque tengo más

probabilidades de medir el arte y la sabiduría de los autores a través de algo que es mi

contemporáneo y ver hasta qué punto los críticos e historiadores literarios del siglo XX

hayan sabido permanecer dentro del marco de una elemental objetividad; el segundo

porque, al formular en un título un concepto tan grave como el de “ciencia literaria”,

implica una intencionalidad. La literatura sería tan capaz de aprehender su propia

realidad , como la física es capaz de enfrentarse con el objeto de su investigación. La

literatura, según los colaboradores que aquel último tomo tenga, sería tan investigable,

tan dispuesta a revelar sus leyes, como una estrella para un astrofísico o una molécula

para un especialista en física cuántica. ¿Podría ser el estructuralismo la clave mayor

para tal desocultamiento? Me imagino que no, y si me imagino que sí, peor para el libro

y su método. ¿Es posible, pues, hablar hoy de una “ciencia literaria”, y en nombre de

qué?

Durante los años 20, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la

Universidad de Bucarest, Miguel Dragomirescu, enseñaba a sus alumnos las leyes de la

“ciencia literaria” y publicó en París, en aquella época, un libro dedicado al tema. Se

trataba de una teoría relacionada con el éxito de las ciencias exactas, pero sigo creyendo

que la literatura, como el arte, o como el ser humano considerado como sujeto y no

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como objeto, se resisten a encajar en fórmulas y leyes exactas y que se dejan dominar

más bien por lo que los físicos mismos llaman “principio de indeterminación” o “de

incertidumbre”, lo que abre puertas mucho más interesantes y valederas hacia un

conocimiento del arte. Es la intuición lo que determina (y pido perdón por emplear aquí

esta palabra) tanto la esencia y la actuación del genio, como el entendimiento del lector.

Nadie podrá nunca explicarme de manera coherente cómo ha sido creado el Quijote y

tampoco podremos obligar a nadie a interpretar y amar El entierro del señor de Orgaz

según un principio u otro, según un solo criterio quiero decir. Cada genio es un mundo

indeterminable y tan indescifrable desde una clave determinista como lo es su obra para

quien la lee o la contempla. De manera que la pregunta sigue en pie: ¿De qué ciencia

literaria se trata? Quiero decir: ¿De qué método para considerar lo literario como

objeto? Me lo pregunto con cierta inquietud.

Podría destacar, dentro del conjunto de artículos o capítulos de los dos tomos

aparecidos: “Doctrinas literarias del Renacimiento y el Barroco”, por August Buck, o el

largo y excelente capítulo dedicado por Leo Pollmann a la “Épica renacentista”, en el

que coloca en un mismo nivel de calidad Los Lusíadas, de Camoens y La Araucana, de

Ercilla, obras maestras de la épica renacentista, junto con las de Tasso y Ariosto, al lado

del fracaso de la Francíada, de Ronsard, uno de los mayores poetas líricos franceses del

XVI, pero mal relacionado con la musa homérica. Me parece de mucho interés volver a

hablar hoy de Ercilla, porque su epopeya araucana pone de relieve la libertad de la que

gozaban los españoles en un siglo considerado como un auge espiritual y político de

España y, también, como un trozo de humanidad, según la leyenda negra, oprimido por

la Inquisición. Lo que hace Ercilla es elogiar a un indio pagano y salvaje, pero heroico,

defensor de su pueblo ante las embestidas de la conquista. Goza de más aprecio

Caupolicán que el capitán general de Chile, don García Hurtado de Mendoza, diferencia

de trato que se resolvió más tarde a desfavor del poeta, pero interviniendo en la intriga

no lo religioso o lo nacional sino la envidia y el rencor de un noble más poderoso que el

poeta ante la corte de entonces. Esto no impidió a Ercilla publicar, una tras otra, las tres

partes de su epopeya, con igual éxito, sin que a nadie se le ocurriera condenarlo por su

admiración dedicada a los indios. Tales elogios de un pueblo enemigo no encontramos a

menudo en la historia de la literatura europea. Habría que volver a los Persas, de

Esquilo para medir correctamente los sentimientos de Ercilla, lo que no deja de

sorprender a quien no conozca desde dentro los sentimientos que movían a los grandes

españoles de entonces, empujados en su deseo de conquista más bien por el afán

religioso y soteriológico que por el material. Un indio pagano podía ser un héroe, igual

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que un español, de la misma manera en que un indio bautizado podía formar parte de la

misma Ciudad de Dios, sólo en el marco de la conquista española. Amplios y

respetables son los capítulos consagrados al Siglo de Oro español por Horst Baader y

Eberhard Müller-Bochat, como también el capítulo sobre “Gracián y la moralística

española”, por Gerhart Schröder, insistiendo este último sobre la relación entre El

criticón y el manierismo. En efecto, el mérito más esclarecedor de Gracián, y, sobre

todo en las páginas de su obra maestra, es el de haber sabido transformar al escritor en

un “descifrador”, lo que representa una diferencia de enfoque comparando el Barroco y

el Renacimiento. “Si el descubrimiento de las leyes de la perspectiva espacial significa,

en el Renacimiento, la objetivación de las cosas percibidas, en el siglo XVI el sujeto

perceptor salta al primer plano y se convierte él mismo en tema central, en el juego con

el engaño o ilusión perspectivista del proceso de percepción”. Observación muy sutil

que da cuenta del cambio que se produce en la obra del El Greco y continúa en

Valázquez, mientras en la literatura encontramos la sustitución del mundo objetivo por

el subjetivo en Cervantes, en el mismo Gracián, pero también en Quevedo y Calderón.

Es la manera característica en que va a proceder el expresionismo y, también, el nuevo

conceptualismo de la novela del siglo XX, manierista hasta el punto en que Musil nos

aparece como procedente de Calderón. Fueron los físicos los que, durante nuestro

tiempo, nos enseñaron a separarnos de lo objetivo, simple falsa ilusión, ya que el mundo

objetivo, como ellos mismos lo afirman, no existe. Sí existe para el realismo socialista,

pero es caricatura política pura, máscara de una máscara. Creo que Gracián está

destinado a nuevas y fructíferas investigaciones, cada vez más descifradoras, empleando

aquí su lenguaje, de nuevos horizontes literarios.

El tomo dedicado al tema de la “Ilustración europea” contiene también páginas de

análisis llevado a cabo con la seriedad que los alemanes saben infundir a todos sus

quehaceres. Salta a al vista la simpatía con que tratan los temas españoles, sobre todo en

un siglo de enfrentamientos ideológicos y filosóficos, políticos al fin y al cabo,

terminados con la invasión de España por las tropas francesas, a la que Roland Mortier

llamó “la tragedia de la Ilustración española”. Y fue realmente una tragedia, ya que

muchos españoles se habían convertido a las ideas de la Ilustración, Cadalso,

Jovellanos, Moratín y demás, convencidos de la necesidad de una modernización, pero

la irónica manera en que Montesquieu se ocupó de España en el capítulo LXXVIII de

sus Cartas persas hirió profundamente a los españoles. Una carta de Bernardo de Iriarte

a Voltaire protestando y quejándose contra Montesquieu, quedó sin respuesta. “Es

posible, escribe Wilfried Floeck, en el capítulo sobre “La literatura de la Ilustración

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española”, que tales escritos apenas despertaran en España simpatía por los ilustrados

franceses. Pero estuvieron especialmente afectados los ilustrados españoles, que se

veían confusos entre el orgullo nacional herido y las ideas de la Ilustración francesa.” El

romanticismo, poco tiempo después, resolvió el problema de modo más tajante y justo.

Sin embargo, espíritus retrasados o nostálgicos no acaban de salir de la Ilustración.

Pero el problema de una literatura universal queda en el aire. Esperemos una respuesta

satisfactoria en los últimos tomos de la obra. Me pregunto quién va a tener el valor de

demostrar algo difícilmente demostrable en el horizonte científico actual: quiero decir,

si es posible hablar, hoy precisamente, de una ciencia de la literatura.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

El noble, el soldado y el monje

Si nos acercamos a la historia literaria de España nos encontramos de repente ante una

realidad característica: los escritores más grandes del Siglo de Oro fueron soldados o

monjes. La Iglesia y el Ejército hicieron posible el imperio ecuménico. Y gran parte de

unos y otros pertenecieron a la nobleza. En un libro publicado recientemente en Italia, Il

soldato gentiluomo –Autoritratto d´una societá guerriera: la Spagna del Cinquecento,

Bolonia 1984, el profesor Rafaelle Puddu vuelve sobre el tema, en páginas de una gran

sutileza crítica y de una gran actualidad. En un momento en que se nos quiere convertir

a una sociedad de masas, cada vez más fantasmal y despegada de la realidad, este libro

demuestra claramente que el hombre español lo que ambicionó a lo largo de sus mejores

siglos fue convertirse en noble. Mientras en Francia todo fluye hacia la sociedad

burguesa y el ejército mismo de la revolución iba a ser un ejército pequeño-burgués,

empapado de ideales revolucionarios, destructores de cualquier libertad en Francia

como en Europa, el ejército español se convirtió en una milicia de la pequeña nobleza,

ambiente ideal para la creación de una nueva aristocracia y que llevará el peso de las

grandes batallas tanto ante Granada, como en Pavía y Mühlberg. Las mejores tropas de

Carlos I fueron las españolas, vencedoras en todos los frentes. Si pensamos en Sancho

Panza, como ejemplo, nos damos cuenta de que, al final de la primera parte del Quijote,

el plebeyo campesino se había transformado poco a poco, en contacto con los ideales

aristocráticos de un amo, en un pequeño caballero, tal como aparecerá a lo largo de toda

la segunda parte de la novela cervantina.

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Mientras Francia y otros países europeos, dirigidos por el espíritu maquiavélico

condensado en El príncipe, van hacia una masificación del espíritu militar, en España,

escribe Puddu, “la máxima aspiración de los populares no era la de derribar a la

jerarquía del linaje, del poder o de la riqueza, sino de conquistar un status lo más

posible aristocrático sirviendo al soberano, único patrono digno de un gentilhombre. El

espíritu público castellano estaba caracterizado por el respeto de la tradición, de la

ortodoxia y de la autoridad. “ La diferencia social entre unos ejércitos, educados en un

espíritu cada vez más burgués, como sucedió no sólo en Francia, sino también en la

Inglaterra de Cromwell, y el ejército español ceñido a la idea de élite, fue grande a lo

largo de muchos siglos. En su libro El hidalgo y el honor, Alfonso García Valdecasas

demostró lo mismo, poniendo de relieve la misma ambición que aguijoneaba a las clases

bajas, en los siglos XVI y XVII en España y las empujaba a través del sentimiento de la

honra, hacia ideales aristocráticos. El teatro de Lope de Vega supo ilustrar esta pugna.

Es así como España, sobre todo a través de Castilla, se vuelve una nación militar con

ideales propios y transforma a los españoles en hidalgos, ante una sociedad europea

cada vez más apegada a ideales materialistas y comerciales. Por este motivo, quizá los

españoles no simpatizaron con Erasmo de Rótterdam, famoso por su antimilitarismo,

entre otras cosas, y tampoco con un Maquiavelo cínico y ateo, cuya manera de enfocar

el Estado no coincidía con la de los españoles. Durante dos siglos, los ideales españoles

se imponen a los demás, justamente porque los ideales aristocráticos que empapaban la

mentalidad de los tercios fueron capaces de crear un tipo humano de una valentía sin

par, movido por ideas y convicciones evidentemente superiores a las de las demás

naciones. También la disciplina de los tercios hundía sus raíces en la misma realidad.

El monje es complementario de este espíritu. Su actuación se integra también en una

milicia, que se volverá “compañía” con Ignacio de Loyola, pero dominicos,

franciscanos o jerónimos forman parte de la misma mentalidad que procede de las

órdenes caballerescas de la Edad Media y que encuentran en España y sobre todo en

Castilla un terreno muy propicio para el cultivo de sus principios. Se puede ser monje

perteneciente a una orden humilde, basada en la plegaria y la limosna, pero el “esprit de

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corps” es el mismo. Y el escritor pertenecerá a la misma idea de servir con sus escritos

en el marco de la misma sumisión, en el sentido medieval de la palabra. Por este

motivo, la historia de España en general, como la de la literatura española en especial,

son tan genuinas y originales. Cualquier actuación implicaba aquí una actitud

caballeresca que se traducía en batallas y milicias en nombre de algo que era, unificados

los ideales en un solo fin: Realeza, Estado, Letras, Religión se volvían una sola fe. Por

este motivo, resulta imposible separar la Iglesia de lo que fue España, sobre todo en sus

momentos de mejor entrega a sí misma.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

El retorno a Tolkien

Creo que Rafael Sánchez Ferlosio, al buscar tanto, se ha equivocado de camino. Porque

El testimonio de Yarfoz (Alianza Editorial, Madrid 1986), si parece a veces una

continuación de Alfanhuí, libro estupendo y prometedor, nada tiene que ver con El

Jarama, libro sumamente interesante desde un punto de vista profético, ya que hacía

actuar en sus páginas con sus modales y, sobre todo, con su lenguaje, a la actual clase

dirigente española. Era como una triste pero acertada premonición. Futuros diputados,

senadores y hasta ministros estaban allí, bajo un sol de verano casi aplastador, tejiendo

con sus anónimas andanzas y con sus nimiedades conversatorias un futuro que hoy está

en la gloria cotidiana de la historia de España. Los escritores tienen a menudo esta

posibilidad adivinatoria y, de este modo, podríamos decir incluso que el socialismo es

un estructuralismo, siguiendo el estilo y el contenido lingüístico de El Jarama. No sólo

la música puede ser profética, como lo demostró Albert Roustit en su estudio La

profecía musical, con prefacio de Olivier Messiaen (1970), sino también la literatura, en

un sentido puramente estructural e idiomático, sin que el autor tenga que arriesgarse en

el terreno de la profecía propiamente dicha. Aquella clase habladurienta, cuyo sueño de

un día de verano dirige el río Jarama hacia su propia estabilización en el poder, encontró

en el magnetófono memorial de un escritor su mejor crónica y su más temible presagio

meteorológico-político. El estilo, solía decirse, es el hombre.

Sin embargo, esta crónica de unos países y de unos sitios que no existen, esta utopía y

ucronía a la vez, contadas por Yarfoz, “oscuro hidráulico” de la ciudad de Escescésina,

no me sugiere nada. Trato en balde de buscar sentidos ocultos, rasgos de premonición,

algún que otro indicio de que el autor haya querido comunicarnos un mensaje secreto.

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Algunos hechos seudohistóricos, algunos pasajes rurales y urbanos, largas descripciones

de costumbres inexistentes porque los Grágidos no existen ni existieron jamás, o de un

fenómeno natural tan original como el tajo de Meseged o la necrópolis de Gromba

Feceria, descrita a lo largo de tantas paginas que la lectura se vuelve pesadumbre, no

logran nunca hacer creíble el relato.

Se trata del príncipe Nébride, constructor de puentes e hidráulico famoso en su tiempo y

su espacio inventados, que abandona un día su ciudad natal porque enojado por la

acción criminal de sus parientes, los reyes gemelos que, sin aviso previo, matan, en el

puente que separa a los dos pueblos vecinos, al rey Éspel. La crónica reza así: “Los

príncipes Caserres y Obnelobio, tu tío y tu padre, Nébride, atacaron ayer, desde Irisesia,

con mil quinientos hombres, a los atánidas.” En medio del puente que unía a los dos

pueblos se encontraba Espel, al que se le ocurre espantar los caballos de Caserres y de

Obnelobio, estos “embrazan las azagayas, galopan hacia Espel, y lo atraviesan por el

pecho dejándolo muerto a la mitad del puente.” Este hecho criminal, pero que no está

justificado en la novela, ya que no entendemos bien por qué los dos atacaban a sus

pacíficos vecinos, está en la base, digamos que de la acción del libro. Nébride abandona

su país y, con ello, sus derechos a la herencia del trono y se dirige con todos los suyos

hacia otros territorios, encontrando cobijo en Gromba Feceria, donde cambia de nombre

y se dedica a quehaceres administrativos. Sin embargo, su hijo Sorfos, después de haber

tenido un idilio amoroso con Ione, y un hijo de ella, es encontrado por los enviados de

los Grágidos, que se lo llevan a casa y lo proclaman rey, una vez desaparecidos los

parientes asesinos. De este modo la paz y la justicia, después de años de trastornos, más

bien morales que políticos, volverán a reinar en la orilla del río Barcial.

Claro que la historia de los Hobbits y del Señor de los anillos, por Tolkien, con los

mapas de aquella región inventada, se me presenta automáticamente ante la memoria. El

testimonio de Yarfoz es como la réplica a la obra del gran escritor surafricano, pero

desprovista del interés que conduce nuestros pasos a lo largo de aquella fantástica

utopía, sueño, mito, leyenda, invento surrealista o manierista o lo que sea, pero libro

maravilloso y encantador que hace surgir ante nosotros un mundo capaz de sustituir al

grisor del nuestro. Es lo que pudo ser, lo que será, lo que nunca podrá ser o lo que cada

uno de nosotros podría llegar a ser dentro de su propia imaginación, espoleada por el

talento de Tolkien. En cambio, la crónica del supuesto Yarfoz no inventa ni sustituye

nada. Le falta acción, imaginación y poder de creación. Es como una fábula de La

Fontaine en la que faltaran los animales y cuya moraleja no significara nada porque está

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como desprovista de bases creíbles. Se le podría aplicar al autor esta frase de su propio

libro, que no cito íntegramente porque ocupa más de media página: “Era Irra tan gran

hablador que para sacar a colación cualquier especie no esperaba a que la hiciesen

indicada los hechos del momento, sino que le bastaba con la oportunidad de que le

viniese del libre y espontáneo entrelazamiento del hablar, de manera que su

conversación marchaba a menudo tan totalmente separada de lo que nos traíamos entre

manos, por aquellas populosas calles.. que, con todo esto, yo habría jurado que ya

estaba totalmente distraído, olvidado y desviado de la ruta que llevábamos.”

Frases largas, párrafos interminables, páginas compactas sin otro descanso para el lector

que la separación entre los capítulos, y un epos sin aliciente, dentro de cuyo desarrollo

he buscado en vano la clave justificadora. Una crónica apócrifa, como tantas de las que

se han escrito y han tenido éxito durante los últimos decenios y que ponen en evidencia

el apetito surrealista, por llamarlo de alguna forma, del hombre sometido al impacto

baboso del materialismo dominante. También en la Inglaterra o la Francia del XVIII,

cuando se estaba formando el iluminismo y se estaba preparando la Revolución muchos

escritores han intentado evadirse de aquella mediocre realidad y se han dedicado a

escribir utopías, algunas nefastas, las que preparaban el espíritu revolucionario, otras

prerrománticas, como Pablo y Virginia, que exacerbaban la pasión amorosa al inventar

paisajes exóticos, con el fin de salvar el concepto y la práctica del amor, amenazados

por el racionalismo sensualista de una época destructora de sentimientos, cuyo

exponente quizá más ilustre ha sido el marqués de Sade. El sadismo como consecuencia

del racionalismo podría ser toda una conclusión.

Pero, ¿dónde y cómo situar y comprender El testimonio de Yarfoz? Si tiene una

trascendencia dentro de su propio manierismo, no he logrado dar con ella. Y si no la

hay, ¿qué es lo que ha pensado de su propia obra el mismo autor al redactarla?

¿Rivalizar con El señor de los anillos? ¿O quizá volver a Alfanhuí por encima de aquel

río seco y profético, irrepetible por supuesto, que fue El Jarama?

Alguna que otra vez, sumergido en el maremágnum de una lectura que parece no tener

fin, el lector se pregunta por las intenciones morales del autor. Nébride es un hombre

puro, un antimaquiavélico. Basta un crimen sin fundamento para que su vida coja un

sentido contrario a su derrotero de príncipe. Se autoexilia y desaparece en un país

extranjero. Su pureza hubiera sido ejemplar, si no chocara con la nimiedad de la causa.

Además, hubiera sido mejor para todos si un príncipe así hubiera reaccionado

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positivamente, interviniendo en la política, marginando o eliminando a los reyes malos,

con el fin de que la política pudiese seguir su curso ético normal, acostumbrado en

aquellos pueblos. Su renuncia y su huida –es así como lo entendemos— provocará el

desarrollo de una época mala, regida por los mismos criminales que, de este modo,

permanecerán en el poder, mientras Nébride escogerá un exilio cómodo, lejano,

olvidadizo e inútil. La autoeliminación del héroe destroza, desde un principio, cualquier

restauración del bien y cualquier posibilidad épica para el autor.

El libro está escrito, en sus fragmentos logrados, como es el idilio de Sorofs e Ione, a

nivel de obra maestra. Un idioma purísimo, tan rico y sugestivo como el de Alfanhuí, un

estilo de inmensas posibilidades, una magnífica plaza de toros en la que el autor se

mueve a sus anchas, pero donde faltan los toros, quiero decir la lidia. Pocas veces en mi

larga vida de lector apasionado me he encontrado con un libro así, tan bello y tan

incoherente en su afán de belleza que sólo en contadas ocasiones encuentra cauces para

correr y orillas para embestir.

Una aventura singular, sin duda alguna, pero sólo porque la firma Rafael Sánchez

Ferlosio. Es posible que el fallido experimento sirva para algo, en este nuevo comienzo

literario de un escritor que, sentado en este zócalo pesado, nos está preparando la

sorpresa que todos esperamos de él y, de modo paralelo, de la novelística española

actual.

Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de enero de 1986.

La picaresca en italiano

El crítico Carlo Bo acaba de publicar una edición antológica de la literatura

picaresca y de presentarla al público italiano en un volumen en que encontramos a

Rinconete y Cortadillo, al Lazarillo de Tormes y a Guzmán de Alfarache (Ed. Rizzoli,

Milán 1986). Los comentarios que la aparición de dicho libro ha desencadenado en la

península han sido varios, no exentos de admiración y a menudo de disparatadas

ingenuidades. El origen y la proliferación del pícaro en la España de los Siglos de Oro

siguen siendo un misterio. No conocemos con exactitud ni siquiera la patria semántica

de su nombre. Siguiendo la teoría de Américo Castro, el pícaro no fue sino un hebreo

perseguido que se ocultaba bajo una condición social de humildad y recelo, cuyo

desemboque no pudo ser más que una literatura cuyo humorismo no hacía sino afilar

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con astucia el arma social de una venganza y de un anticonformismo que iban desde lo

anticatólico hasta lo antimonárquico. Todos los valores importantes de la sociedad

española de la época más brillante de su historia han sido triturados y escarnecidos por

los autores de la literatura picaresca. Según Marañón, en su introducción al Lazarillo,

esta literatura ha sido una desgracia para España, en cuanto productora de

malentendidos y burlas que, más tarde, encontraremos en las mismas bases de la

leyenda negra.

Se trató, según el punto de vista de algunos críticos, de una literatura de oposición,

escrita por unos marginados sociales, de origen moro o judío. El mismo Mateo Alemán,

autor de Guzmán de Alfarache, fue un cristiano nuevo perseguido por la impureza de su

sangre y obligado a huir a Méjico. La misma decadencia de España, según estos

críticos, se debió en aquella época a la persecución de moros y judíos, cuyo alejamiento

o cuya falsa conversión explicarían la caída de la sociedad española del siglo XVI,

como del XVII, en un impotente pesimismo, del que nunca logró levantarse. El ingenio

judío y la operosidad mora destemplaron, con su exilio o su marginación, el arranque

vital de los españoles.

Sin embargo, tengo la impresión de que las cosas se presentan bajo una luz de

objetividad contraria a estas explicaciones más o menos subjetivas. Aquella sociedad

española, privada de elementos étnicos y religiosos ajenos a su esencia, o bien

convertidos a ella, fue la única en Europa capaz de descubrir mundos nuevos, de

conquistarlos, de integrarlos a la civilización y a la religión cristianas y, también, de

crear una cultura que, durante dos siglos, dominó Europa y dejó una magnífica herencia

de obras maestras, todavía valederas. Ni los moros ni los judíos emigrados llegaron a

crear una cultura mayor en los territorios donde se instalaron. En cambio los conversos

contribuyeron, como Santa Teresa o Fernando de Rojas y el mismo Alemán, a la

expansión y desarrollo de la cultura española peninsular. La mezcla con los españoles

“cristianos viejos” fue benéfica para todos. El aislamiento en el espacio religioso y

étnico respectivos, consecuencia de su alejamiento o expulsión, no dio frutos. Fue la

matriz ibérica, cristianizada y latinizada, la que produjo el fenómeno de la expansión y

del imperio, como el de las obras maestras. La picaresca no fue más que el polo

equilibrador de la honra, el elemento complementario de Cervantes, Lope, Calderón,

Quevedo, San Juan de la Cruz, etcétera. Lo uno complementa y explica lo otro. No lo

contradice, como afirma un crítico italiano. La misma presencia en Cervantes

(Rinconete y Cortadillo), en Quevedo (El Buscón) o en Lope (el gracioso) de personajes

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picarescos es, desde este punto de vista, representativa. El pícaro está en todas partes,

hasta en la literatura de los que cultivan la honra y los valores positivos del imperio. La

picaresca no es la literatura de los marginados, moros y judíos rechazados por la

sociedad de los cristianos viejos, sino la expresión de una crítica social necesaria y

constructiva, dando cuenta de la libertad de expresión que reinaba en la época. No es la

expresión de un minus sino la de un plus.

Resulta muy difícil, cada vez más, comprender a España, sobre todo en un tiempo

empeñado en destruirla, bajo todos los aspectos. Y no me parece justo contemplarla, en

su momento más alto, bajo perspectivas difamantes o parciales. En definitiva, ¿qué es lo

que permanece en vida, pensando en la Europa de entonces, contemporánea de

Cervantes y del Lazarillo, si eliminamos a España, o si la reducimos a un concepto

inquisitorial y picaresco? Poca cosa. Europa existe y se justifica a sí misma sólo en

relación permanente con su complementariedad española. Rebajarla o malcomprenderla

es menospreciar y menguar a Europa.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (8 de enero de 1986)

Rossellini y el drama de la libertad

Uno se encuentra de pronto ante la imagen de su propio destino, al que había pensado

abandonar detrás del último libro. Y es posible que el novelista se dedique a escribir

historias implicando en ellas la parte más sombría de su vida, con el fin de verse

liberado de aquel peso y de poder respirar al aire de un futuro menos expuesto a la

barbarie de los recuerdos y del dolor, un futuro desvinculado de la presión dominante

del acontecimiento que había provocado la separación, o, como decía Rilke, despedida.

Pero, de manera más dramática que los demás, aquella avanzadilla que es la de los seres

humanos obligados por las circunstancias históricas a despedirse de lo suyo, de su

patria, de su familia, de sus bienes, de sus amigos, de sus paisajes, de su idioma, de los

libros de su infancia... Es el drama del exiliado, al que Dante supo encerrar en un libro

de viaje, llenarlo de sus amores y de sus odios y tirar por la borda del espíritu lo que

desde su pasado amenazaba su libertad. La Divina Comedia no es más que un tratado de

teología escrito a lo largo de un viaje en el más allá, con el fin de que el poeta pudiera

librarse del peso demasiado visible y molesto de su despedida de Florencia. Hay una

frontera terrible entre el Dante florentino y el Dante exiliado. Para soportar el destierro,

o sea, la separación o el alejamiento, el poeta carga a sus espaldas personajes del

pasado, amigos y enemigos íntimamente relacionados con la tierra perdida y los

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descarga luego en un libro. De este modo, se imagina poder seguir más tranquilo por el

camino hacia el futuro.

Utilizando la misma táctica, Ovidio llena de recuerdos y de lamentaciones sus Tristes y

Pónticas, y Chateaubriand sus Memorias de ultratumba con el fin, quizá, de gozar de

una eternidad liberada de lo terrenal. Cualquier autor de memorias lo que hace es imitar

a estos famosos y cumplir con la tarea que Husserl recomienda a los fenomenólogos:

colocar entre paréntesis al mundo objetivo, realizar lo que él llama una epoché, y

evacuar de este modo el continente de la conciencia con el fin de poder dar el salto

fenomenológico hacia el verdadero conocimiento. Todo resultaría ser, bajo este aspecto,

puro acto separatístico y los místicos sabían perfectamente en qué consistía la vía

purgativa que los llevaba a la unitiva. Sagrado o profano, el acto en sí implica una

separación o una despedida, cuyo fin es siempre un olvido y una entrada libertadora en

el terreno de una nueva sabiduría.

Al ver el otro día por televisión la película Stromboli de Rossellini, director de cine que

me gusta poco, porque no me ha convencido nunca el neorrealismo y tampoco Ana

Magnani, me he dado cuenta de que, en el fondo, mi propia literatura, de la que nunca

hablo, o muy poco, no es sino la historia de unos personajes en eterna despedida,

símbolos de todos nosotros, pero sobre todo del personaje clave del siglo XX, con más

razón después de Yalta, que es el exiliado voluntario o involuntario, el condenado

obligado a abandonar su patria porque así se lo impone la ley o porque, colocado entre

la muerte y el destierro, escoge a este último, como es humano hacerlo. Y digo esto

porque Karin, interpretada por Ingrid Bergman en la película de Rossellini, representa

perfectamente el papel del ser humano obligado a huir, a despedirse (ella es lituana) y a

transplantarse a una isla volcánica del Mediterráneo, símbolo también del peligro en que

todos los seres humanos vivimos desde siempre. Exilio es el nombre de nuestra

existencia, en el sentido más platónico de la palabra, ya que el alma se ve obligada en

un determinado momento a abandonar el mundo de las ideas y a exiliarse en un cuerpo

perecedor e ignorante, sometido a las equivocaciones, al seudoconocimiento y a la

muerte. Karin había huido de Lituania para no caer en manos de los rusos, se encuentra

en un campo de concentración en Italia, al final de la guerra, y escoge el matrimonio

con un italiano pobre con el único fin de poderse salvar ante la posibilidad de ser

entregada a los rusos, como pasó en miles de casos similares, como consecuencia del

crimen colectivo cometido en Yalta por los tres malos actores de la más grande tragedia

de todos los tiempos. Sin embargo, la elección de Karin no es acertada. No logra

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integrarse en el mundo de Stromboli. Es la miseria, la incomprensión, la estrechez

material y espiritual. Cuando el volcán se sale de madre y su lave invade el pequeño

pueblo donde viven Karin y su marido, se produce la separación entre los dos y ella

huye, o trata de huir, cruzando la montaña cerca del cráter, y no lo logra. Ante la

parquedad de sus recursos y las fuerzas que se unen para destruirla, descubre su

inmensa soledad e implora el último socorro posible, levanta su mirada hacia el cielo

cubierto de estrellas y se dirige a Dios. Es así como encuentra la paz y comprende.

Volverá al pueblo y al marido, puesto que eran su única posibilidad de anclarse en el

destierro, la única patria que tenía. En el fondo, nada podía sustituir lo perdido, sólo

quizá el nuevo entendimiento que había conseguido después del contacto con la fuente

de todo saber y consuelo. El final de la película es un final místico, profundo y

genialmente humano. Hemos perdido algo para conseguir otra cosa, posiblemente

mucho mejor, aunque situada en un plano distinto, que es el de la otra dimensión, la del

alma, y cuando nos hacemos cargo de ello los demás problemas, relacionados con la

pérdida y la despedida, se vuelven de repente inocuos y como empequeñecidos.

Creo que una de las escenas más desgarradoras del cine de la postguerra es la del grito

de la mujer consciente de su soledad y de su separación, de la inutilidad de cualquier

actuación, ya que nada tenía el poder de reintegrarla a lo que había perdido, su Lituania

natal, su mundo destrozado y borrado del mapa. Nadie supo nunca representar mejor

esta desesperación anímica y orgánica a la vez y que ningún otro dolor puede igualar. El

momento en que uno cobra conciencia de lo que ha perdido, en una situación tan clara y

reveladora como la que vive Karin encima del volcán y ante la imposibilidad de seguir

adelante y salvarse –pero salvarse, ¿hacia dónde y con qué fin?— es uno de los

momentos cumbre del arte de Rossellini. Aquella escena es desgarradora y, sin querer,

durante días, traté de esconderla detrás de mi conciencia. Sólo esta noche, ante la

máquina de escribir, en un momento casi de revelación, tengo el valor de confiar a mis

lectores el secreto de mis libros, que ellos mismos habrán descubierto a lo largo de sus

lecturas, más fuertes que yo bajo este aspecto, ya que situados ante un drama ajeno y

más libres para apreciar, entender y seguir adelante.

Me hubiera gustado relacionar la película de Rossellini con otros libros y durante unos

momentos concentré mi memoria con el fin de poder citar novelas de contenido afín, y

no lo logré. Fue cuando me decidí a autocitarme. ¿Cómo es posible que nadie, o muy

pocos escritores hayan intentado describir este drama explicativo del mal que aqueja

nuestro tiempo? ¿Es posible que Thomas Mann, que ha vivido bastantes años en el

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exilio, haya escrito Doctor Faustus única y exclusivamente para acusar a los suyos, o

sea, a los alemanes, de los desmanes de la Segunda Guerra, cuando todos hemos sido

culpables de ella? Joyce se autositúa en el exilio con el fin de poder escribir el Ulises y

Musil abandona Viena para ver desde lejos los defectos de Cacania, que es la

humanidad, y el protagonista de La hora veinticinco es también el símbolo del exiliado

perenne, pero tampoco es una patria la que él pierde, porque son los demás quienes lo

exilian en sus propias manías y no los suyos. El drama es el de Dante y el de Karin, la

lituana de Rossellini. Son las mismas patrias, caídas en manos de los negros, en tiempos

del florentino y de los rojos en tiempos de Karin, quienes nos sitúan fuera del paraíso en

que cada uno nace y que, al perderse, todo se pierde, menos el honor, como decía

Francisco I después de Pavía para consolarse de alguna manera. Pues sí, menos el

honor, todo lo hemos perdido, dentro de una conciencia de lo irrecuperable que nos

acerca al conocimiento como cualquier situación límite, pero nos aleja de lo que nos

hubiera gustado continuar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo con los ríos, los

montes, las ciudades, los padres y los amigos. Y vivimos en la ilusión de haberlos

recuperado, ya que hemos salvado la libertad y el honor, pero un día nos encontramos

como Karin, encima del volcán de la conciencia y lanzamos hacia el cielo nocturno el

grito suplicando ayuda. Y el cielo se apiada de nosotros y nos devuelve la paz, mientras

el paisaje del exilio se vuelve paraíso recuperado. Ya que, en este nivel divino o

simplemente metafísico, todo es patria cuando sabemos colocarnos en el territorio del

alma.

Sí, yo mismo he vivido la noche de Karin y no sólo una vez durante las muchas noches

de mi pasado, pero, ¿constituyen realmente respuesta y confirmación los destinos de los

personajes de Dios ha nacido en el exilio, El caballero de la resignación, Los

imposibles, La séptima carta, Una mujer para el Apocalipsis, Viaje a San Marcos,

Marta o la segunda guerra y, sobre todo, el Tomás Singurán de Perseguid a Boecio en

su doble y trágico aspecto contemporáneo e histórico? Es una pregunta. Es posible que

sólo pagando un precio, muy alto en casos como estos, uno alcance la vía unitiva,

después de haber recorrido las leguas de la vía iluminativa y los dolores de la purgativa.

Entonces lo místico se vuelve Via Crucis y, una vez inserto en el destino de todos los

destinos, nos volvemos historia sagrada, puesto que todos somos una Imitatio Christi en

miniatura, imagen en bronce, y a lo sumo en plata, del oro fundacional o crístico. Pero

¡qué metales más pesados, Dios mío!

Sin embargo, la pregunta queda en el aire: ¿por qué tan pocos novelistas

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contemporáneos del Via Crucis más largo y más poblado de la historia del hombre, que

es la segunda mitad del siglo XX, han tenido la osadía de acercarse a un tema tan

actual? Quizá porque el tema sea demasiado escabroso y hasta repulsivo. Es como

acusar a todo el mundo de lo que sucedió y sigue sucediendo sin que nadie quiera

enterarse y, menos todavía, tratar de resolver el problema. Con un tema así no es posible

alcanzar la gloria del best-seller. Lo que explicaría los pocos lectores que tengo, es

verdad que en muchos países, lo que no deja de ser un consuelo y una esperanza.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Sobre Atlántida y el tema de los orígenes

Todo parece tener un sentido, hasta lo más vulgar y sensacionalista, en este tiempo

conclusivo y esclarecedor. He comparado a veces las épocas de decadencia con el otoño

revelador de la esencia del bosque. La caída de las hojas pone de relieve, de repente, el

contenido de una vasta entidad vegetal, oculta detrás de su propio continente. Es así

como la literatura del siglo XX es capaz de constituirse en síntesis y de resolver

problemas y contrastes que no eran sino complementariedades, como el cíclico batallar,

a través de los siglos de Occidente, de las etapas clásico-románticas a las que, hasta

ahora, sólo Dante y Goethe han sabido concentrar en un solo ser cultural o, mejor dicho,

espiritual. Pero he aquí cómo, bajo esta luz clarividente, lo más basto y corriente puede

aparecernos como indicio de algo situado por encima de su propia intencionalidad.

Quiero referirme a los libros dedicados a esclarecer aspectos tan apasionantes de la vida

y de la historia, de la psique como de la astronomía, en una especie de alarde

epistemológico que aparece como el resultado del consumismo cultural al que estamos

sometidos (astrología, parapsicología, ovnismo, profetismo, conocimiento espectacular

del pasado más remoto, etcétera), y que no es sino un vuelo esencial hecho de saltitos

existenciales. Esto, en una sola palabra, podría llamarse simbolismo.

Tengo varios libros sobre la mesa y me gustaría hablar de todos ellos a la vez, en un

arranque (yo tampoco me puedo sustraer a esta globalidad anagógica) típico de lo que

hemos llegado a ser: víctimas de nuestra propia superficialidad, en el sentido de que

cualquier malintencionado seudocientífico logra apasionarnos por temas de

trascendencia reducida al nivel más bajo o televisivo de las cosas. Libros que,

aparentemente, no dicen nada y que, en el fondo, y bajo la perspectiva abierta más

arriba, podrían insertarse en otro tipo de esfuerzo. De esta manera, el presente enlaza

con el futuro.

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En primer lugar, dos libros que tratan de la Atlántida: La pirámide sumergida en el

triángulo de las Bermudas, por Marcus Silverman, y En busca de la historia perdida,

por Juan G. Atienza (ambos editados por Martínez Roca, Barcelona, el primero en 1984,

el segundo en 1983), para enfocar, en segundo lugar, los horizontes abiertos por Las

pautas proféticas, por Alan Vaughan (Ed. Martínez Roca, 1983), y corregidas, por así

decirlo, por C.-G. Jung, desde el punto de vista de la psico y parapsicología, en su libro

Un mito moderno y por la revista Metapolítica (Roma, 1983, en su número de

diciembre), desde un punto de vista cristiano, y que, hasta cierto punto, coincide con el

del psicólogo suizo y difiere esencialmente del de los tres autores citados.

Nos encontramos con dos problemas que apasionan al público de hoy, y que son la

historia y la caída de Atlántida, y la realidad, interior o exterior, de los platillos volantes.

Basado en textos antiguos y observaciones contemporáneas, el austríaco Jürgen Spanuth

había afirmado, en un libro publicado en Tubinga, en 1976, que el continente sumergido

había formado parte de las aguas del océano Atlántico, pero no de su zona canaria, sino

de los mares del norte, situándolo cerca de las costas alemanas y danesas, en la

inmediata vecindad de la isla de Heligoland. Spanuth hace coincidir aquel desastre con

la aparición del cometa Halley en el año 1226 antes de Cristo, corroborada la fecha a

través de muchos acontecimientos contemporáneos, como la destrucción de la

civilización cretense y con el cambio de clima y paisaje que se produjo en la Grecia de

entonces, aunque con efectos menos terribles. La segunda aparición del cometa

coincidiría con el nacimiento del Señor, y la tercera, con la batalla de los campos

Cataláunicos, cuando fueron vencidos los hunos. No hay duda alguna: Atlántida existió,

y la historia y la geografía de la misma, expuesta por Platón en Critias, tienen el aspecto

más riguroso posible, desde un punto de vista que hoy llamaríamos científico, aunque

no hubiese sido esta la intención del fundador de la academia.

Según las averiguaciones de Marcus Silverman, una pirámide descubierta recientemente

cerca de Bimini, en el mismo triángulo de las Bermudas, pirámide parecida a las de

Egipto y Méjico, no permitiría ya ninguna clase de dudas. Atlántida erigía sus

archipiélagos circunferenciales, tal como Platón los había descrito, en aquella zona.

Cargada de energía y de información, dicha pirámide sería la causa del hundimiento de

tantos barcos dentro del triángulo fatal, y la catástrofe se habría producido en el

momento en que una de las tantas lunas que daban vueltas a la tierra había abandonado

su órbita satelitaria, hubiera chocado con nuestro hábitat espacial y habría provocado

50

terremotos e inundaciones a escala planetaria, consecuencias de los cuales cambios de

clima radicales hubieran desencadenado desastres de toda clase, el fin de muchas

especies animales y vegetales y la entrada de la Tierra en una nueva era. Monumentos

de piedra fueron construidos desde entonces con el fin de indicar con asombrosa

exactitud la distancia que les separaba de la hundida Atlántida, como, por ejemplo, el de

Stonehenge, que, según cálculos realizados por Alex Stone, citado por Silverman,

cálculos realizados sobre la base del número tres (y los trilitos de Stonehenge), darían la

cifra de 6.300, que son los kilómetros separando el monumento del centro mismo del

triángulo de las Bermudas. Debajo de aquellas aguas, según nuestro autor, se

encontraría una inmensa ciudad, hecha de templos, pirámides y otros edificios,

santuarios de la sabiduría de los atlantas, y que, una vez descubierta e investigada,

permitiría a la humanidad un avance espectacular hacia el progreso y la paz, de la

misma manera, supongo, en que la investigación que realizaron los templarios en los

subterráneos del templo de Salomón permitió a los europeos la construcción de las

catedrales y el inicio de una época de prosperidad espiritual y material.

No tengo anda contra estas teorías, simples hipótesis, en el fondo, montadas en un

núcleo casi invisible de verdad controlada. Desde una perspectiva profana o científica,

en al sentido que hoy damos a este concepto, es posible que Atlántida haya existido, en

un sitio o en otro, y que las entrañas de sus monumentos estén pletóricas de datos

sumamente interesantes y útiles para nosotros. El problema que, lógicamente, surge en

la mente de una persona apasionada no tanto por la ciencia en sí, sino por lo que más

bien podríamos llamar la “metaciencia”, lo que tendría que interesarnos, es: ¿por qué se

hundió Atlántida? O, mejor dicho, situando el tema en el marco espiritualista, tan

frecuentado por estos autores: ¿quién hizo hundir aquel continente?, puesto que, tanto

según Platón como según otros investigadores actuales, el elemento fundamental del

desastre no hay que buscarlo en las entrañas de la Tierra o en los cometas impersonales

venidos de muy lejos y, por casualidad, enfrentados con la Tierra, sino en la maldad

evolucionista de los atlantas, que pasan de una época de fidelidad a sus dioses o a su

dios único, el fundador, Poseidón, a una fase de soberbia y de conquistas materiales. El

fin de las civilizaciones, como la egipcia, por ejemplo, no está en la fuerza de una

embestida exterior (los romanos para los egipcios, los bárbaros para los romanos), sino

en una caída interior. También los templarios, como lo escribía aquí hace unos meses,

conocieron una fase ascensiva y buena y se hundieron, como Atlántida, abatidos desde

su interior orgullo y riqueza, cuando el bien inicial se volvió mal conclusivo y

exterminador. Existe, pues, una posible interpretación, quizá la única correcta, del fin de

51

las civilizaciones, basada en las posibilidades de exégesis total que nos brinda la

metapolítica, en un caso; la metaciencia, en el otro. Pienso que todo en la historia de la

Tierra tiende hacia un fin preciso y concreto: la revelación cristiana, y que todo lo que

ha sucedido con anterioridad a ella no ha sido sino una preparación metafísica, desde el

hundimiento de la Atlántida hasta el más remoto mañana. La Historia misma no es sino

revelación paulatina, epifanía sin fin, pero con clave única. Por este motivo estoy

convencido de que sólo el cristianismo puede dar pie a interpretaciones esotéricas

conclusivas y realistas, dando a esta palabra su sentido religioso más exacto. El

oscurecimiento de estos conoceres se ha producido, a lo largo de los siglos, tanto debido

a cataclismos (venidos siempre desde una causa interior), como a actuaciones

equivocadas, como las de tantos Papas del Renacimiento, embaucados por el

humanismo, alejándose cada vez más del único conocimiento que los cristianos

llamamos la verdad. La evolución misma de las ciencias actuales tiende a corregir la

trayectoria equivocada, en una especie de arranque de feed-back que hoy tiene su

justificación más fecunda y renovadora. Libros, pues, como el de Silverman, pueden ser

interesantes, una vez colocados en su sitio. Dicha verdad se sirve hasta de tales

pequeños pasos de danza para alcanzar su fin último.

Juan G. Atienza ha escrito mucho sobre tantas cosas. Su información es a veces exacta y

científica, otras veces basada en hipótesis imposibles de averiguar. O en inexactitudes,

como cuando, en la página 68 de su libro En busca de la historia perdida, donde hace

derivar la palabra muérdago (muga sería el nombre celta de la planta) del francés

muguet, cuando esto significa “lirio de los valles”, mientras muérdago, en francés, se

llama gui. O cuando, al tratar de explicar las pinturas y bajorrelieves obscenos en

algunas iglesias románicas, relaciona aquello con el tantra. Hubiera sido más sencillo

recordar la lección moral del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, o la intención,

moralizadora también, de La Celestina, obras escritas en épocas de inmoralidad o de

vagas intentonas erotizantes (el amor loco) amenazando la sociedad española dedicada a

la reconquista. O cuando sugiere que kábala podría relacionarse con caballo, cuando en

hebreo significa tradición (gabbalah). Lo apasionante en este libro lo constituye la

intención de situar a España en un auténtico espacio esotérico y hasta ocultista (Noé en

Noya, por ejemplo, o “Las sorpresas de la vieja Asturias”). Lo que, a menudo, puede

confundir al lector es la actitud digamos religiosa de Juan G. Atienza. ¿Se trata de un

homo religiosus dispuesto a investigar bajo la nueva luz a la que aludíamos antes, o de

un ocultista esotérico, tan de moda hoy, aceptando cualquier tipo de introducción a la

fenomenología religiosa, menos la cristiana? En este caso su obra tiende de por sí a una

52

autodestrucción casi masoquista, y que resulta interesante en cuanto tal, fenómeno

característico de los tiempos (tempora pessima sunt).

España, como toda tierra, europea o no, ha sido y es tierra sagrada, en el sentido de que

ha servido para representar parte del gran espectáculo (el gran teatro del mundo) en

cuyo marco terrenal iba a producirse el Nacimiento del Niño Divino anunciado por

Virgilio, y donde, al final de los tiempos, se va a producir la segunda venida. En este

sentido todos los esfuerzos esclarecedores, incluido el de Juan G. Atienza, constituyen

actos de acercamiento, forman parte de una metahistoria que, poco a poco,

empezaremos a comprender.

Vintila Horia, en El Alcázar, febrero 1984

De Guy a Gay o el centenario de muchas cosas

Exactamente hace un siglo lo que reinaba en la Francia de la segunda República era el

realismo, conocido en esta fase de su existencia como naturalismo. Era la época de

Emilio Zola, los hermanos Goncourt, Alfonso Daudet, continuadores de la investigación

fenoménica de Flaubert. Entre dos prolongadas caídas de párpados (cito a Emilio

García-Merás), el locutor nacional llamó Gay de Mompasán a la estrella de aquel

movimiento literario que imponía en la novela francesa y europea la ideología

dominante de la época, o sea, el materialismo. Corta fase de entusiasmo, dentro del

optimismo característico de estos arranques sin fundamento que hacen creer durante un

rato a los hombres que la vida es lo que se ve y, siendo eso bastante reducido,

lograremos conocerlo, explorarlo, mejorarlo, etcétera; fue el sueño de los humanistas

renacentistas y de los ilustrados del XVIII y todos ellos acabaron en pesadilla

revolucionaria. Sin embargo, Guy de Maupassant tuvo más talento que los demás y en

sus libros más famosos, como Una vida (1883), Bel Ami (1885) y sus cuentos, llevó

hasta sus últimos extremos los secretos de una corriente literaria bastante exenta de

arcanos, pues de poder adquisitivo en el orden cognoscitivo como en el artístico.

Gustavo Lanson, en su Historia de la literatura francesa, lo define con mucha claridad

de la siguiente manera: “En todo esto, nada de filosofía profunda: fue en el aire

ambiental donde Maupassant ha tomado la doctrina del correr incesante de los

fenómenos; lo que dispensa a uno de filosofar, y de allí no se ha movido.”

Enfocar la vida desde el mirador poco alto de los fenómenos visibles, investigarla

53

científicamente, como lo pretendió Zola, llevó siempre a los escritores a cultivar

esperanzas situadas la misma altura. Máximo Gorki, agitándose en la misma estela,

confundió la vida con las reacciones primitivas de los vagabundos rusos y el misterio de

la noche con la noche en los asilos, simpleza que le llevó hacia el consuelo comunista y

a la formulación política de una nueva estética, muy vieja en realidad, que fue la del

llamado “realismo socialista” que, como sabemos, no logró nunca autodefinirse, en el

sentido de que nadie se ha enterado hasta la fecha por qué el socialismo tenía que ser

realista o el realismo socialista. Las novelas y el teatro creados bajo dicho

encantamiento no dieron cuenta jamás del drama ruso, mucho más interior y oculto,

lejos de las miradas bastas del naturalismo materialista, drama que no fue nunca, y

tampoco lo es hoy, realista o socialista. Es humano. Pero para alcanzar este nivel es

preciso apartarse de los telescopios políticos con los que escritores y secretarios de

partido siguen enfocando desde muy cerca la vida del alma. Que no es una galaxia.

A pesar de las críticas que hoy podemos formular a la literatura naturalista en general, y

a la de Maupssant en particular, los cuentos y las novelas de este escritor muerto joven

(el mismo año que Zola, en 1893, hace exactamente noventa años) tienen el encanto

especial de la gran sinceridad ante la vida que tuvo el autor de Bel Ami y que no

tuvieron ninguno de sus secuaces soviéticos. No abordó sus temas, simples, sí, pero

auténticos, desde la perspectiva política. La vida no es eso, pero parte de ella sí. No

logramos entender nada, pero por lo menos apiadarnos de algo, con el mismo valeroso

heroísmo que empujaba a Maupassant hacia sus pequeños protagonistas, pobres mujeres

de la clase media o alta, prostitutas, enamoradas, decepcionadas, y que lograban

conmover a un público muy numeroso y a llevar a los europeos –ya que el fenómeno

naturalista fue europeo- hacia lo que en la política de entonces fue llamado la Real

politik de Bismark y que llego a asustar a los expresionistas de principios de siglo.

Aquel falso realismo, del que nacerá tanto la revolución comunista como la Primera

Guerra Mundial, era como una trampa. Muchas cosas se cocieron entonces, hace un

siglo exactamente, dentro de la psique occidental. Y la cocción resultó más bien

ponzoñosa. Por encima, claro está, de la voluntad y de las intenciones de Guy de

Maupassant, que de gay nunca tuvo nada. La belle époque fue engendrada en la misma

década y cubrió con su falsa alegría, que no llegó a engañar a Rilke ni a Rodin, a sus

contemporáneos y que sacó de la garganta de los expresionistas los chillidos más

esperpénticos y proféticos a la vez.

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Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida

Luces sobre la Edad Media

Estamos de vuelta de muchas cosas, pero todo gira alrededor de lo esencial, que es la fe

y el cristianismo. Si vuelve el latín, pues volverá la Edad Media, lo que obligará a

muchos no sólo a corregir lo que mal pensaban de la época más gloriosa del

cristianismo y de su enseñanza aplicada al libro cotidiano de las horas, sino también a

modificar la opinión en que tenían a España como baluarte de una Iglesia que brilló con

sus mejores luces dentro del tiempo de la Edad Media, en el que España se quedó sola,

una vez abandonada por la Iglesia su relación con lo gótico. Va a ser muy curioso, en

cuanto futurible, un hecho que ya estamos presintiendo: el momento en que alguien se

va a atrever a llamar “edad oscura” al Renacimiento y al humanismo, alguien dotado de

bastante clarividencia y de bastante valor personal como para explicarnos cómo y por

qué la separación realizada entre la iglesia y el espíritu de la edad Media, ya desde el

siglo XV, coincidió con la decadencia de tantas cosas, en el marco mismo de la Roca de

Pedro, como también dentro de la mentalidad occidental.

Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y

antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una

perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte

de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco

de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte

humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo

material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la

aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el

de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana.

Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en

España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo

clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso

intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el

XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de

Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué

duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola

caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido

55

hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el

murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco

lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico

en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo,

en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil

rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de

nadie.

Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983,

por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado,

no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, George

Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el

esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de

Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación

entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la

decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra

de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los

dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las

mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a

instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se

desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y

mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las

civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres

humanos, desde su primer brote hasta su caída.

Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo

gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá

demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene

el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del

mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia?

¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la

presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar

sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los

entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art

got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo

interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”,

56

como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las

invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen

del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que

vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez

convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su

secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el

fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era

arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían

de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave

satisfactoria.

Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, , la gran especialista

francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por

Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de

la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura

religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces”

que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas,

quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por

sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados.

Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los

discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el

señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que

otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre:

“El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar

a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al

contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen,

hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en

realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el

oscurantismo.”

Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mi años

y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución

industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea

relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos

arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de

otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre

57

todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio

medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los

santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser

humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por

San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad

Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga

intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como

despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Los feos despojos del estructuralismo

Fue el estructuralismo uno de los inventos más feos del último determinismo

decimonónico. El que haya aparecido después de la Segunda Guerra Mundial no le quita

la desastrosa actualidad, pero lo coloca en su sitio de subversiva eternidad histórica,

entre los vampiros materialistas que han sobrevivido, si es que un vampiro puede ser un

auténtico superviviente, a la catástrofe de los ismos pasados de rosca y de moda.

Vivimos, pues, de vampirismos, sombras vivas y muertas al mismo tiempo, de los

errores del siglo pasado, y el materialismo dialéctico es una de ellas. Y era imposible

que el comunismo, después de haber fracasado en sus bodas con el freudismo, con el

existencialismo agnóstico, con el formalismo, etcétera, en su intento desesperado de

aferrarse a algo en su agonía, no intentara casarse con el estructuralismo también, de la

misma manera que hoy, viudo otra vez, intenta seducir al ecologismo. El fin del idilio es

previsible.

Pero, ¿qué relación hay, en el fondo, entre marxismo y estructuralismo, por encima de

nombres propios, adhesiones superficiales y destrozos pedagógicos? Si pensamos

correctamente las cosas, llegamos invariablemente a la conclusión de que el mismo

Estado socialista-leninista es estructuralista, de la misma manera en que lo es la técnica

58

crítica utilizada para interpretar un texto literario o un esquema antropológico aplicado

por Levi-Strauss a una sociedad primitiva. Se trata de un mismo axiomatismo, capaz de

poner de relieve la estructura interior de algo y, al mismo tiempo y debido al rigor

mismo de la operación, destrozarlo o vampirizarlo en el acto, con fines casi siempre

políticos. Podríamos decir que el famoso Centre Pompidou, de París, es una obra

arquitectónica estructuralista, cuyas fachadas revelan la estructura interior de un

edificio, lo interior en el exterior, y esterilizan el concepto mismo de arquitectura. Es lo

que molesta sobremanera a quien contempla aquellas vísceras de tubos, cables y

alcantarillado colocadas en la piel del edificio. Una monstruosidad. Cualquier Estado

socialista constituye la misma modélica técnica estructuralista que transforma las

vergüenzas interiores del gulag en aspecto exterior, expuestas impúdicamente en plena

luz del día, indiferente como repugnancia sólo a los enceguecidos por la luz marxista. A

Sartre, por ejemplo, como a los estructuralistas de los años setenta, no les molestaron ni

las tripas gulaguistas de la URSS ni, más tarde, las del maoísmo.

Fue el matemático suizo Ferdinand Gonseth (v. mi Viaje a los centros de la tierra)

quien me reveló esta coincidencia y, al mismo tiempo, me contó la historia del

estructuralismo, en las dos conversaciones que tuve con él, en 1969, en el pueblo de

Horw, cerca de Lucerna, y en Lausana. Gonseth fue una de las mentes más claras y

profundas de nuestro siglo y doy gracias a Dios por haberme brindado la posibilidad de

encontrarle, pocos años antes de morir. Me decía Gonseth que el origen del

estructuralismo, tal como lo formula De Saussure, se encuentra en el libro de Hilbert,

Los fundamentos de la geometría, que se publica en 1905 y que está en la base del

axiomatismo estructuralista a través de la reelaboración lingüística de De Saussure. En

el siguiente sentido: hasta Hilbert, me dijo Gonserth, los axiomas eran formas

discursivas informadas. Para Hilbert, “lo que digo debe ser una verdadera definición. Es

decir, no utilizaré los conceptos sino a partir de unas expresiones que me parezcan

vinculadas por unos axiomas”. En otras palabras, si las nociones que antes utilizábamos

estaban insertas en un sentido anterior, cuya forma o sintaxis ya había sido elaborada,

las nociones después de Hilbert se llenan de sentido a medida que las empleamos,

“según lo dictan los axiomas”. El elemento que introduce el axiomatismo hilbertiano es

un elemento formalista, el formalismo lo invade todo. Todo se vuelve formalismo,

después de Hilbert-Saussure: la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática,

“todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión”. El peligro que esto

supone era el siguiente para Gonseth: tanto el estructuralismo cultural como el

matemático lo que hacen es eliminar al sujeto vivo, capaz no sólo de formular un juicio,

59

sino de crear e inventar. El formalismo estructuralista está sustituyendo al individuo por

reglas a las que hay que obedecer con cierto rigor. Es como una expulsión de lo

humano, en cuanto que se trata de reducirlo todo al ejercicio de una formalización. Si

todo está prefijado de modo axiomático, predeterminado, ¿para qué sirven las nuevas

informaciones o el afán de creación o descubrimiento? El estructuralismo, igual que el

Estado formalista soviético, lo que hacen es eliminar al individuo y, con él, cualquier

tendencia de modificar la estructura axiomática del marxismo como fundamento del

Estado. Es terrorífico.

Que haya habido intelectuales, hasta universitarios, capaces de dejarse caer dulcemente

en la trampa estructuralista, me parece abominable. Hay gente que dirige sus pasos

según la última revista, el último congreso, la última tertulia, el último libro leído, sin

pensar nunca por su cuenta, deseosa, en el fondo, de eliminar de su vida y de su carrera

cualquier complicación personalista. Si todos van en este sentido, ¿por qué no yo

también? La enseñanza ha sido destrozada últimamente en Europa, en los Estados

Unidos y, por supuesto, en la URSS también y todos juntos lo vamos a pagar caro, por

estas mayorías comodonas que escogen siempre lo que piensan los demás y se

desvinculan de lo personal, en un afán estructuralista que está en la base de todo

movimiento decadente, de toda sociedad que desaprende a pensar, por un lado, y se

separa del pasado o de la historia, por el otro. Como los personajes de la llamada “nueva

novela”, víctimas del estructuralismo formalista. Es posible que haya sido el

estructuralismo la fase más peligrosa, más letal y más manifiestamente nociva en el

proceso de la descomposición del hombre tal como lo han intuido Nietzsche y

Dostoievski y lo han ilustrado más tarde en sus novelas Jünger, Huxley y Orwell. Creo

que todos los grandes novelistas de nuestro siglo han formulado, de una manera o de

otra, el miedo ante la destrucción formalista.

Sin embargo, por ser quien era, o sea, un fantasma del siglo pasado, igual que el

marxismo, el vampiro estructuralista se ha desmoronado durante una fase de

recuperación humana que ha sido típica de los últimos años, y sobre todo dentro de la

conciencia de los jóvenes. Al rechazar el marxismo, la juventud occidental como la

soviética, rechazó también el estructuralismo, que ya no está de moda. Encuentro en un

libro, el que recomiendo a mis lectores, amantes de la literatura, unas definiciones y

unas críticas del estructuralismo, que me parecen de sumo interés. Se trata de una

Introducción a la literatura (Ediciones Eunsa, Pamplona, 1979) que tuve la oportunidad

de leer estos días, con cierto retraso, pero es este el destino, en general, de los buenos

60

libros: llegan tarde, pero en el momento más oportuno. Su autor es el crítico literario del

prestigioso cotidiano chileno El Mercurio, J. M. Ibáñez Langlois. Escribe: “El método

estructuralista... sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un

sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito... El

estructuralismo, como eliminación del buen gusto... puede pervertir la enseñanza

literaria.” ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque “el dudoso fundamento filosófico del

estructuralismo en sus diversas formas es la aniquilación del yo”. Magnífica definición,

en perfecta concordancia con las afirmaciones de Gonseth.

Podríamos ir más lejos y afirmar que el estructuralismo es, en el fondo, la destrucción

del lenguaje. Y es lo que se ha llegado a realizar en el marco de la literatura soviética. El

formalismo estructuralista del sistema ha eliminado, excluyendo a los individuos como

afirmaciones de la libertad, al lenguaje mismo, es decir, al lenguaje literario como

posibilidad de innovación. El realismo socialista representa, en el fondo, un

axiomatismo literario y define la literatura rusa al nivel, muy bajo por cierto, de Gorki,

realista del siglo pasado, que es el modo de definir al realismo socialista. Con todos los

riesgos que esto supuso, tanto Pasternak como Solzhenitsin, y antes Zamiatin, tuvieron

que evadirse del gulag estructuralista para poder decir algo y situarse al nivel de los

escritores occidentales que, libres de estructuralismo, habían evolucionado mientras

tanto en direcciones opuestas al realismo.

Desgraciadamente el daño ha sido hecho y el impacto ha sido espectacular en la nueva

novela como en la nueva crítica, contradicciones en los términos, ya que no han

aportado ninguna novedad, al contrario, han hecho imposible la expresión de la novedad

al utilizar la mordaza estructuralista. Hay años estériles en la literatura occidental

producidos por este impacto, del que se han salvado algunos escritores

hispanoamericanos y pocos europeos. Lo que podemos esperar es una nueva toma de

conciencia, por encima de los feos despojos estructuralistas que todavía infectan el aire,

capaz de volver a otorgar al escritor el contacto perdido, con el pasado y con el futuro.

Lo que el estructuralismo impedía hasta ahora, fiel a su axiomatismo destructor del uno

como del otro.

No es posible una ciencia literaria, como lo afirmaba aquí, hace dos semanas. El

estructuralismo quiso elaborar una, pero no lo logró, ya que destruyó su propia

posibilidad de existir al aniquilar a la misma posibilidad creadora. Sin embargo, una

relación entre ciencia y literatura es necesaria, ya que son, las dos, técnicas del

61

conocimiento y pueden inspirarse recíprocamente ideas , teorías, argumentos y

perspectivas en esta lucha permanente por la libertad que sólo tiene sentido fuera de

cualquier formalismo.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Los poetas y la guerra civil española

En un artículo titulado "Spender y la guerra de España" (en Razón Española,

enero-febrero 1985), el profesor Esteban Pujals presenta el drama del poeta inglés

Stephen Spender, parecido al de Orwell, una vez tomado contacto con la realidad

española, en 1936. Entre los países occidentales "... Inglaterra se distinguió de un modo

extraordinario, y al considerar la guerra de España como una lucha entre la democracia

y el fascismo, la opinión de sus escritores se inclinó de un modo abrumador en favor de

la España republicana". Fue el caso de Hemingway, hasta cierto punto, pero también de

G. Bernard Shaw, Aldous Huxley, Arthur Koestler, Rosamond Lehman y muchísimos

más, mientras que los que militaron a través de sus escritos a favor del otro bando

fueron pocos y menos conocidos, dominando a todos, sin embargo, Ezra Pound, cuyo

peso específico, en este sentido, me parece decisivo en relación con cualquier actitud

que la crítica literaria futura pueda tomar con respecto a este tema. En el libro de

Bernard Crick George Orwell, una vida (Ed. Secker and Warburg, Londres, 1980)

aparece, a través del autor de 1984, el conflicto anímico en toda su magnitud, ya que

resultaba difícil haberse pronunciado a favor de la libertad y la democracia y

encontrarse, una vez conocida la situación en el frente español, con una realidad tan

contradictoria. Es en el frente, en efecto, donde se produce en Orwell el cambio

fundamental, el cual iba a provocar el proceso creador de sus únicas obras maestras, La

granja de los animales (Animal Farm, traducido al español bajo el título de Rebelión en

la granja) y la novela que dominó el horizonte literario del pasado año, y quizá la

tragedia psicosomática que acabará con su vida años más tarde.

En Stephen Spender el conflicto interior es menos fuerte, pero no menos difícil la

transición que, más tarde, se traducirá por una separación y una toma de posición

netamente anticomunista. “La idiosincrasia apacible de Spender acusó la herida de la

rudeza con que se tenían que implantar unos ideales que teóricamente parecían puros, y

el lado cristiano de su naturaleza reaccionó contra la guerra con un sentimiento

intensamente humanitario.” El problema es: ¿cómo pudo un intelectual de la talla de

Spender caer en la trampa y defender, a veces con su propia vida, una posición tan

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evidentemente antihumana? ¿No resultaba fácil darse cuenta de la realidad antes de

pisar el suelo español de la guerra? Muchos vinieron aquí y se volvieron a su país

cambiados y arrepentidos, pero muchos otros siguieron en su absurda creencia de que el

bando estalinista representaba la democracia, error garrafal que costará a la humanidad

la entrega de medio continente a los sabuesos marxistas leninistas. Escribe Orwell,

tratando de explicar el asunto, el más trágico de nuestro tiempo y quizá de todos los

tiempos, y que deja caer una luz siniestra sobre acontecimientos, ideologías y personas:

“Los intelectuales son más totalitarios en apariencia que la gente común.” Se oponían a

Hitler, pero “... para aceptar a Stalin”.

Existiría, pues, un punto de encuentro entre la literatura y la política capaz de ejercer,

según Orwell, una permanente y fuerte presión sobre los intelectuales. Y es el momento

en que el intelectual se rebela en contra de la falsificación de un texto científico, pero no

tiene nada que decir ante la falsificación de un texto histórico. Es lo que hoy sucede en

España, donde espíritus científicos falsifican el pasado de su propio pueblo. Es verdad

que, últimamente, los intelectuales auténticos y los nombres más eminentes de la

cultura, en toda Europa, han abandonado el Partido Comunista porque se han dado

cuenta de que era vergonzoso pertenecer a un grupo de subversión de lo humano y de

destrucción de la cultura, pero el problema no ha sido aún resuelto. Si no pertenecen al

partido son, por lo menos, sus aliados, y siguen confundiendo, por pura pasión

totalitaria, como decía Orwell, marxismo y libertad.

Han pasado decenios desde que Orwell y Spender dejaban en España sus ilusiones

políticas, pero la amenaza sigue de pie en todas partes; por un motivo o por otro, el

intelectual no duda, si alguien le obliga a elegir, a pronunciarse a favor de Stalin y en

contra de su contemporáneo Franco, por ejemplo. Cuando la historia misma, y los libros

que de ella dan cuenta, han colocado a la URSS en el sitio que le corresponde, dentro de

la pesadilla totalitaria más avanzada y más torturadora, y a España también, cada una en

su última justicia.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (1985)

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Nuevo libro sobre san Francisco

Muchos han escrito hasta ahora sobre San Francisco de Asís. Creo que la última vida

del Poverello haya sido el Hermano Francisco (1983) del novelista francés Julien

Green. Hablando de la actualidad del santo, Green escribía: “Difícilmente podremos

hacernos una idea del entusiasmo que Francisco desencadenó en un país espiritualmente

debilitado, como era la Italia de aquellos años (finales del siglo XII, n.n.) ... Una piedad

formalista y ostentadora podía engañar al observador. Había también, y es allí donde

encontramos un punto de semejanza con nuestra época, un vacío al que los placeres no

lograban llenar, un hambre de otra cosa, una inquietud del corazón. La Iglesia no sabía

ya hablar al alma porque ella misma se dejaba hundir en el mundo material.” Pero

bastaría citar aquí los libros clásicos de Sebatier y Joergensen, o el ensayo de

Chesterton, basados todos ellos en la primera biografía del santo de Asís escrita por

Tomás de Celano, para constatar hasta qué punto Francisco logró penetrar en las almas,

no sólo en las de sus contemporáneos, sino, por encima de las épocas, en la conciencia

de todos los seres humanos deseosos de purificación, sobre todo en tiempos de escasez

espiritual.

Recientemente apareció en Florencia un Cantico di frate Sole (Ed. Nardini, 1984)

escrito por Adolfo Oxilia y dedicado a interpretar al fraile fundador a través de su obra

poética, situándolo, claro está, en la vida de su tiempo y en medio de la problemática del

siglo XII y del XIII. Francisco, como es sabido, fallece en 1226, a la edad de cuarenta y

cuatro años. En el fondo, ¿qué es lo que pretendía el pequeño fraile de Asís? Reformar

la sociedad a través de una reforma de la Iglesia, en un tiempo tambaleante, inseguro,

contaminado por las herejías y la crisis interior. Los santos aparecen siempre en

momentos así. Si no aparecen, por un motivo o por el otro, la sociedad se hunde para

siempre, como pasó en Bizancio, o en la historia última de los mayas. Fue una honda

crisis religiosa la que acabó con las dos. Y también Rusia, la llamada “santa Rusia”, se

hundió en el infierno comunista porque carecía de santos, esto me parece hoy más que

evidente. No bastó Dostoievski para salvarla, una crítica y una toma de conciencia. Lo

que hizo San Francisco fue sacudir a los príncipes de la Iglesia, demasiado pegados a

los placeres y al lujo y, por el otro lado, dar ejemplo de cómo tenía que ser un cristiano

digno de este nombre. Francisco y los suyos lo que descubren es la belleza de ser pobre,

en medio de un mundo cristiano, o seudocristiano, dominado, desde arriba, por la

riqueza material. Por este motivo, creo, los santos son más poderosos y su acción más

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cargada de consecuencias que la de los teólogos. Cada uno con su tarea, es verdad, pero

en tiempos de amenaza fundamental, como es el nuestro o como lo fue el de Francisco y

de Clara, el ejemplo es más importante que el libro y hasta que el Concilio.

Fue, evidentemente, el mérito de Inocencio III el de haber comprendido y autorizado el

movimiento nacido en Asís, tanto más que su actitud personal ante el fondo del

problema, el cristianismo como religio y no como poder terrenal, era más bien política.

Sin embargo, la descomposición era elocuente y la necesidad de una renovación

clamaba al cielo. Sin esta clarividencia papal es posible que el cristianismo se hubiera

quedado sin los franciscanos, sin la basílica, sin las pinturas fabulosas en ella

acumuladas, sin la resonancia que el franciscanismo ha tenido y sigue teniendo en el

mundo occidental, réplica permanente y ejemplo vivo de lo que es el cristiano por

encima de los accidentes de la historia.

El Cántico del hermano Sol es el primer monumento escrito del idioma italiano y ha

sido traducido al español por Federico Muelas, hace unos años, en una versión moderna

de gran belleza. “Laudato sí, mi Signore, per sora nostra morte corporale”, reza uno de

los versos más famosos de aquel himno de gracias que el Poverello eleva al Señor,

versos únicos, quizá, en la lírica de todos los tiempos, porque empapados de la

genialidad simple y directa del santo, que sabe alcanzar la poesía, como San Juan de la

Cruz, sin pasar por ninguna tentación estética. El contacto con la belleza y con la verdad

se realiza en el acto.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida

La muerte de un novelista

Hace poco falleció en una clínica, a la edad de noventa y cuatro años, el autor de El

molino del Po, Ricardo Bacchelli. Había nacido en Bolonia, en 1891 y había colaborado

en las revistas de principios de siglo, las que tanto habían contribuido en el cambio

literario y social de la Italia de entonces. Tradujo al italiano las novelas y los cuentos de

Voltaire, colaboró mucho en las emisoras de radio de su época, escribió libros de mucha

fama, como La mirada de Jesús, Hoy, mañana, jamás, El hijo de Stalin, El demonio en

Pontelungo, pero fue El molino del Po su novela que más se editó en Italia en los

últimos tiempos. El libro apareció por primera vez en 1936 y conoció desde entonces un

sinfín de reediciones, fue llevada al cine y traducida a varios idiomas. El crítico

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Francisco Flora la considera en su Historia de la literatura italiana (primera edición

Milán de 1940) como "el fruto más sólido de la narrativa italiana del siglo XX".

Es la historia de unos molineros, a través de varias generaciones, en su molino situado a

la orilla del gran río que atraviesa el norte de la península, dando pie al autor para

contar, a través de unas aventuras individuales, el destino mismo de Italia, toda una

historia. Por este motivo el libro de Bacchelli fue comparado a veces con la clásica

novela de Manzoni, Los novios, cuyas alturas espirituales no alcanza nunca, pero que

fue también una novela histórica, un intento de desentrañar lo general a través de lo

individual. Es aquella parte del Po donde sucede la acción de la novela uno de los

paisajes más característicos de Europa, marismas enormes, inundaciones, vegetación

casi tropical, nieblas septentrionales, misterioso enlace geográfico entre lo visible y lo

invisible, entre la historia y el mito. A medida que el río se acerca al mar, separando

Venecia de Rávena, el sitio se vuelve cada vez más misterioso y maligno y fue allí,

precisamente, durante el otoño de 1321, donde Dante cogió las fiebres que le llevaron

poco después a la muerte. Bacchelli supo escoger para su novela un ambiente empapado

de magia, donde, también, el elemento histórico (las invasiones, las guerras intestinas,

los bandidos, las pestilencias) viene a añadir su matiz dramático al drama individual de

los personajes.

Ricardo Baccheli murió "en la indigencia", como lo relata la prensa italiana. ¿Es esto

posible? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo se explica este descuido? Nuestra rápida conclusión

nos lleva a lo siguiente: Bacchelli no tuvo carnet de ningún partido. Su gloria

sobrevivirá a la de Pasolini y de Moravia, pero estos escritores, junto con otros de la

misma categoría ética, han conseguido todos los premios y todos los beneficios, no por

su talento, casi nulo, pura demagogia literaria, sino por tomar parte, apoyándolos, en los

delitos del siglo. Aliados del mal, han alabado siempre a los tiranos estalinistas (todos lo

son, en el fondo), han cerrado los ojos ante las invasiones, las opresiones, la injusticia,

las hecatombes y han sido, por ello, opíparamente recompensados. ¿Qué escritor con

premios ha levantado su voz para protestar contra la invasión del Tíbet, todavía

ocupado, por las tropas del hermano Mao? ¿Qué novelista y qué poeta de izquierdas ha

enviado telegramas al Kremlin para protestar contra la invasión de Afganistán? Sólo

protestan contra el gobierno de Suráfrica, cuyos súbditos negros viven mejor que los

ciudadanos soviéticos o rumanos, pero contra la muerte cotidiana en Etiopía no dicen ni

pío, nunca lo han dicho y nunca lo dirán desde los sillones académicos, desde las

pensiones, los subsidios y las recompensas de esclavos de oro que forman el paisaje

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casero de sus existencias mal llamadas literarias. Ricardo Bacchelli no perteneció a

ningún partido, trabajó en silencio, escribió una sola obra maestra, El molino del Po, y

murió en la indigencia, la material, mientras sus contemporáneos con bozal rojo,

pobrecitos, viven en la indigencia del espíritu, enemigos de los hombres y, por

consiguiente, de sí mismos. Era hora de decirlo.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

Cultura por encima de los partidos

Ninguno de los partidos del llamado “cambio” ha sido capaz hasta ahora de crear

cultura. Se han publicado libros, programas, hubo intentos de revistas, fracasos a la

derecha como a la izquierda. Y los mismos libros no han hecho sino volver sobre ideas

anticuadas, demostrando el hecho de que dentro de un partido no es posible hacer

futuro, no sólo desde el punto de vista político, que hubiera sido lo más inmediatamente

deseable, sino tampoco desde el punto de vista cultural. La novedad y el progreso están

en otro sitio, cada vez más alejado de la perspectiva parcial y avejentada de las grandes

y pequeñas agrupaciones políticas de corte más o menos democrático. En un libro de

Stan M. Popescu (Autopsia de la democracia, Editorial Euthymia,, Buenos Aires, 1984)

aparecen muy claras las causas de esta arritmia democrática; y utilizo aquí el concepto

de democracia en el sentido más amplio posible, ya que hasta los estalinistas se

autoproclaman como fieles adeptos de la democracia. Los partidos, o sea, tal y como el

mismo concepto lo expresa, son partes de la realidad política y social, simples

parcialidades incapaces de expresar sino unos fragmentos disfrazados de totalidad.

¿Cómo gobernar eficazmente a un conjunto social, tan grande y tan complejo como es

España, con criterios de partido, una totalidad con la ayuda de una parcialidad,

utilizándose, además, para colmo de la inadecuación, la igualdad como criterio mayor

de dicha interpretación? La igualdad, en este sentido, implica una posibilidad de

aplicación general al que el mismo concepto de partido, o de parcialidad, rechaza y

anula. ¿Y a qué tipo de libertad nos podemos esperar por parte de los demócratas

gorbachovistas o jaruselskianos, incapaces de otorgar la más mínima libertad a los

desgraciados ciudadanos caídos en sus demócratas manos? Las contradicciones son

tales, en el marco de la democracia actual, y sobre todo en Europa, como para poner

ellas mismas de relieve la distancia que separa sus doctrinas, y sus prácticas, de la

realidad contemporánea. Por este motivo ni en Francia ni aquí, o en Italia y Portugal, o

en los países hispanoamericanos, la democracia es capaz de producir cultura.

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Por este motivo también la revista más viva y más constructiva, la más atenta a la

novedad filosófica, científica y literaria sea Punto y Coma (número 2, director Juan

Isidro Palacios, Madrid, diciembre de 1985), poco atenta a las nimiedades políticas del

actual momento español y europeo y muy dada a comentar hechos, acontecimientos y

autores profundamente insertos en la mente del hombre que algo tiene que ver con el

futuro. Recorramos un poco el sumario.

Este año ha fallecido uno de los representantes más interesantes de la ciencia política,

del que se ha hablado poco aquí. Me refiero a Carl Schmitt. Guillaume Faye alude a él

en un artículo titulado “Redimir lo político”, en un sentido no muy alejado de lo que

decíamos antes. Si lo político no se redime, perecerá, tarde o temprano, sin dejar huellas

de nostalgia en las almas. También este año se cumple el primer centenario de Ezra

Pound. Tres autores le dedican en la revista ensayos de desigual pero entrañable valor.

Sin embargo, el tema central de Punto y Coma es el Héroe, enfocado a través del

símbolo y del mito en el marco cultural y religioso de lo tradicional. ¿Por qué vamos a

ver Rambo? ¿Por qué nos repelen los falsos héroes políticos y por qué fracasan las

manifestaciones públicas a favor de un líder político o de otro? ¿Por qué los presuntos

electores no van a votar y el porcentaje de la abstención es cada vez más grande y más

inquietante para los demócratas, cada vez más solos encima de una mayoría silenciosa,

por el momento, que los rechaza no como personas sino como representantes de algo

poco representativo? ¿Por qué ha tenido tanto éxito Tolkien y sigue teniéndolo? La

literatura fantástica, como el cine del mismo color, sustituyen en la consciencia y en el

subconsciente del hombre de hoy a todos los héroes fracasados de las varias

democracias que gobiernan el mundo. Lo heroico se une a lo religioso (los dos valores

despreciados y exiliados por las democracias) con el fin de tratar de edificar una

realidad paralela, fantástica sólo en sus aspectos exteriores. Si el racionalismo

humanista ha creado utopías, a menudo destructoras del ser humano, como del Ser,

alcanzando niveles de genocidio tan evidentes como las situaciones creadas por el

humanismo comunista en los países del Este, entonces algo dentro de nosotros tiene el

derecho de rechazar esta tremenda y letal filosofía, para reemplazarla por otra. De

manera intuitiva la psique ha seguido los caminos más hondos del inconsciente

colectivo y ha aterrizado en aquel rincón del pasado donde ha podido encontrar

situaciones y héroes completamente diferentes de los dirigentes de la sociedad

democrática. Esta literatura es antagónica con respecto de la otra, siendo esta otra la

putrefacción de lo literario, como representante de la putrefacción de lo político en el

marco del realismo socialista, o bien como literatura representativa de la decadencia de

68

Occidente, en escritores como Faulkner, por ejemplo, o Joyce. La literatura fantástica

(¿y no es Ernesto Jünger un escritor “fantástico” en su novela En los acantilados de

mármol o en Heliópolis?) no hace sino dar cuerpo al sueño contemporáneo y a los

ideales que este sueño pergeña. En este sentido Tolkien afirma en una carta, hablando

de El señor de los anillos, que este libro “... es sin duda una obra religiosa y católica”.

Afirmación inesperada, pero tremendamente realista, puesto que pone de relieve aquella

relación que el hombre nuevo, o fantástico, establece entre mito y religión, entre lo

religioso y su perspectiva de futuro, basada, como decía antes, en un fragmento del

pasado lo más opuesto posible a la tristeza actual. “Los autores de esta literatura, escribe

Juan Isidro Palacios, nos conducen a situar de nuevo, en el centro de nuestra mente, el

Monasterio, el Castillo y el Bosque, con todos sus pobladores...” Y no podía ser de otro

modo, porque estos tres conceptos forman lo que Jung llamaba unos “mandalas”, o sea,

unos símbolos del centro en cuanto totalidad psíquica. Punto y Coma tendrá que dedicar

uno de sus temas centrales a Carlos Gustavo Jung, revelador de estas realidades

fantásticas, tan perfectamente fundamentadas en sus libros en el marco de una

Psicología que desplazó a la de Freud y supo adherirse a la misma contemporaneidad de

la que forman parte Tolkien, Lovecraft y otros escritores, como también tantos

científicos y pensadores pertenecientes a nuestra época, en la que está naciendo un ser

nuevo y se está muriendo el mal modelo inventado por los humanistas, roto en dos por

Descartes y asesinado por los racionalistas revolucionarios.

También el rock es presentado en la revista como un arma del Señor Oscuro, tan en

consonancia con la antirreligiosidad y sobre todo el anticristianismo cultivados por el

libertinaje democrático. Es tanto, en este momento, el daño que los sistemas políticos

edificados sobre los prejuicios del siglo pasado hacen al ser humano que casi no me

atrevía, desde el fondo que alcanzamos, esperar la aparición de una revista como Punto

y Coma y me alegro en el alma que el contenido de este número 2 no tenga nada que ver

con la política, en el sentido pedestre de la palabra, y tampoco con la polémica barata.

También se publica una entrevista con Fernando Sánchez Dragó, bastante sorprendente

e inesperada, pero, por este mismo motivo, rica en enseñanzas y pensamientos. Pero no

siempre, desafortunadamente. Creo que este escritor tan inteligente y de tan vasta

cultura, no ha encontrado todavía su norte. Está como buscando dónde posar sus alas

cansadas de tanto desengaño, y yo lo comprendo perfectamente. Forma parte del

cansancio general de los intelectuales más auténticos. Afirma, por ejemplo, que la

Universidad, en tiempos de Franco, “... era mejor que la actual, sobre todo porque había

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menos gente, lo que quizá sea malo para el pueblo, pero bueno para el alumno que se

sienta en el aula. Era una Universidad donde todavía había Maestros...” Lo que es

terriblemente verdadero. Pero se equivoca, quizá por desconocimiento si no por algo

más grave, cuando afirma, hablando de Pound: “Igual que la Divina Comedia es una

obra hoy desprovista del contexto en que se escribió, la obra de Pound es pura poesía

sin significaciones políticas.” Esto equivale a situarse lejos de Dante y lejos de Pound.

Tanto la vida como la obra del poeta florentino se desarrollaron siguiendo hondos

cauces políticos, metapolíticos a menudo, pero el drama de aquel hombre, exiliado y

muerto lejos de su patria, consiste precisamente en una estricta correlación entre su ser y

el contexto en que vivió, entre el yo y su circunstancia. Nunca hubo un drama tan

aleccionador en este sentido y es despreciar, o ignorar lo más característico en Dante

tratando de desprenderlo de la vertiente trágica de su existencia y de su literatura, que

fue lo político. El que Dante haya sido un vencido y que ninguno de sus esfuerzos,

guerreros, doctrinarios y poéticos hayan tenido éxito, no le otorgan sino más tragedia a

su vida y a su obra. Del mismo modo, afirmar que “... el motivo por el que Ezra Pound

se unió al fascismo fue un motivo estético...” no hace sino alejar a Pound de su drama

tan aleccionador y tan actual como el de Dante. Ezra Pound fue un hombre que intuyó

perfectamente las causas del mal en nuestro tiempo, y estas no eran sólo estéticas.

Consideró a la usura como el mal mayor y se adhirió al fascismo porque vio en él un

movimiento más que político, capaz de acabar con la usura y con otros vampiros, por

supuesto. Quien es tan anticapitalista como lo fue Pound, es también anticomunista, y

no sólo un anárquico, como cree Sánchez Dragó. Marinetti y su Futurismo rimó también

con el fascismo y no sólo desde el punto de vista estético. Creo que el asunto es mucho

más grave y se merece más comentarios que este pequeño esbozo mío.

Una verdadera lástima: que Punto y coma sea sólo una revista bimestral.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

"Missa Hispanica"

La semana pasada tuvo lugar en Madrid el estreno en España de una espléndida obra

compuesta quizá en 1786 por Michael Haydn, hermano del gran José, precursor de la

gran música austríaca, quiero decir de Mozart y de Beethoven. Missa Hispanica porque

encargada a Michael por unos aristócratas españoles en tiempos de Carlos III. La

historia sería más o menos la siguiente, utilizando aquí los datos que esgrime en el

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Programa, en una nota muy documentada y bien escrita, Andrés Ruiz Tarazona. En

efecto, sabemos cómo José Haydn mantenía una correspondencia con María Josefa

Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente-Osuna, porque pretendía adquirir los

manuscritos de la obra del compositor vienés. A través de Boccherini, que entonces

residía en Madrid, y del embajador de España en Viena, la correspondencia sigue su

curso y es posible que, al tener José demasiados encargos, dirigiese hacia su hermano

aquellos pedidos, como es también posible que dicha Missa Hispanica haya sido pedida

a Michael desde Madrid con el fin de conmemorar la paz de Basilea que ponía fin a la

guerra con Francia, en 1795. En este caso, la obra sería más bien de 1796. Se trata, en

cualquier manera, de una obra espléndida, llena de luminosidad y armonía, anticipando

todo el movimiento musical que vendrá después. No hay que olvidar el hecho de que

Michael fuera amigo de Mozart y le sucediera en el órgano de la catedral de Salzburgo

cuando, en 1781, el ex niño prodigio saliera para Viena.

Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros

y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo

mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo

escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar

de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos

filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn

como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras

inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado

en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un

siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido,

quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las

luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los

locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes

auténticos de la mentalidad de su tiempo?

Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo

tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor

comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso

contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a

todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los

valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el

exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez

71

acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte

del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer

orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra

la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos

acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena,

permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.

En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y

feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de

aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal

gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)

Proceso a una generación perdida

Todas las generaciones se pierden, con armas y bagajes, en el zumbido y el trompeteo

de las generaciones que las siguen, las continúan y las contradicen. Hay una guerra

generacional, qué duda cabe. Y me pregunto, una vez terminada la lectura del libro de

Jean Cocteau (La difficulté d´être. La dificultad de ser, Editions du Rocher, Mónaco,

1983), si lo que constituye la chatarra de una generación no es, en el fondo, lo que la

salva del olvido y la protege de la ingratitud. Porque, resulta hoy más que evidente, los

valores de la llamada generación perdida norteamericana, con Faulkner, Dos Passos,

Pound, Eliot, Hemingway, a la cabeza, representan lo que está salvando a los Estados

Unidos, una vez rechazado el mensaje de podredumbre y decadencia de la generación

que vino después, la de los Kennedy, de los Carter y de los Kissinger. Lo religioso y lo

patriótico, el mordaz acento grave del anticapitalismo y del antimarxismo, la

resurrección de las idiosincrasias del cow-boy, de la misma manera en que el gaucho

argentino animaba a Güiraldes, en la misma época, vienen a limpiar la cara de un país

ensuciado por decenios de marcusismo rooseveltiano y de falso universitarismo

pragmatista. Algo ha sucedido en los Estados Unidos durante los últimos cuatro años,

algo que ha otorgado el poder a Reagan y ha permitido la resurrección de unas

profundidades cubiertas por residuos ideológicos excremenciales. La lucha entre una

generación perdida cada vez más solicitada y más reivindicada por los jóvenes de hoy, y

una generación degenerada, por así decirlo, constituye hoy una razón de ser épica en la

historia visible e invisible de los Estados Unidos. No sabemos quién vencerá, pero

72

resulta fácil predecir el futuro del país en un sentido o en otro. Se trata, en el fondo, de

una apuesta a favor de la supervivencia o de la derrota y muerte de unos valores que

forman, desde dentro, la estructura de un pueblo.

Si lo pensamos correctamente, todas las vanguardias, contemporáneas de la generación

perdida norteamericana, se han sublevado contra el mundo materialista de finales del

siglo pasado. Nietzsche, Dostoievski y Rimbaud fueron los primeros abanderados de la

rebelión. Siguieron los futuristas italianos, los cubistas franceses, los expresionistas

alemanes, más tarde los surrealistas. La diferencia entre el pasado decadentista, el del

materialismo histórico, en definitiva, y de sus prolongaciones en el naturalismo,

freudismo, impresionismo y hasta en su última y peor consecuencia, que fue la

revolución de 1917, y el presente renovador fue tajante hasta cierto punto. Nadie tuvo el

valor de cumplir los mensajes de los tres grandes citados más arriba. El surrealismo se

hundió en la contradicción y la ambigüedad, y trató, en vano, de combinar, en una

pócima inaguantable, materialismo y fantasía, ateísmo y religión; mientras el

expresionismo alemán, puro y abstractizante en sus comienzos, se empantanó en el

teatro de miserable feria política de Bertoldt Brecht y de su manierismo antiburgués,

hoy inaguantable, porque fue erigido sobre una mentira. Pero de aquel esfuerzo quedan

vivas algunas obras y algunos nombres y, también, el eco de un combate que resultó, a

la postre, fructífero, contradictorio y, en la pintura y en las artes plásticas en general, tan

revolucionario como el principio de incertidumbre, la Psicología analítica y el despertar

de la energía atómica.

Jean Cocteau perteneció a aquel empuje vital, como lo hubiera llamado su

contemporáneo Bergson. Fue cubista y surrealista a la vez; escribió para el teatro,

compuso novelas y poemas famosos en su tiempo, realizó para el cine, en la última fase

de su vida, La bella y la bestia, y para los escenarios El águila de dos cabezas. Pintó

con cierto desenfado alguna capilla, tratando de trasladar al fresco de las paredes

sagradas su falta interior de religiosidad y sus profanadores desaciertos sentimentales.

Hay algo como ambiguo e inseguro, decadente y cursi en la obra de este hombre,

considerado durante más de medio siglo como el representante más genuino del genio

francés. Basta leer este libro, casi una autobiografía espiritual, esta Dificultad de ser,

que da cuenta, desde el título mismo, de la incertidumbre vital del escritor, para

comprender su drama. ¿Quiénes han sido Satie, Diaghilev, Radiguet, Auric, nombres

famosos de los años veinte, músicos, pintores, poetas, pianistas, caídos todos ellos en el

olvido como en un saco roto? De la misma obra de Cocteau, personaje dominador, rey

73

sin corona de aquellos años más o menos locos, ¿qué es lo que permanece vivo en la

memoria de los vivos?

Y, sin embargo, ¡cuánto talento y cuántas verdades en este libro sabroso, casi un

testamento, escrito lejos del mundanal ruido, durante una convalecencia, a finales de

1946, y aparecida en la primera edición en 1947! “El arte, escribe, existe en el momento

en que el artista se aparta de la naturaleza.” Definición cubista y surrealista a la vez. Ya

que el hombre es algo ante y no de la naturaleza, como lo definió Heidegger. Pero, ¿es

cierto y hasta qué punto el que “el arte de escribir se encuentra vinculado a varias

obligaciones: intrigar, expresar, embrujar”? Es esto realmente el arte de escribir? ¿Es

esta la imagen que nos transmiten los poetas y novelistas de nuestro tiempo, algunos de

ellos contemporáneos de Cocteau? ¿Hasta qué punto Thomas Mann o T. S. Eliot, Jünger

o Musil escribieron bajo estas preocupaciones? ¿No es más bien conocer lo que ellos se

propusieron? Si es verdad que intrigar y embrujar fueron los ideales de los

vanguardistas, “épater le bourgeois”, asombrar al hombre de la calle, y que los amigos

de Cocteau lo consiguieron, y que grandes pintores como Dalí, por ejemplo, cayeron en

esa trampa, no es menos verdad que otros, durante el mismo período de tiempo, dieron

al arte de escribir, como al arte en general, otro rumbo, y le confiaron otra misión. ¿Por

qué resulta casi imposible volver a ver, sin sonreír y aburriéndonos, El águila de dos

cabezas? Todo es trampa, ilusión pasajera y engaño, todo hasta la misma obra de arte, si

el artista no se dedica a desvelar, si puede hacerlo, lo que está oculto, y este desvelar

nada tiene que ver con intrigar y tampoco con embrujar, y menos todavía con “épater le

bourgeois”. Si el teatro o la novela no son técnicas del conocimiento, al igual que la

física o la biología, la filosofía o la psicología, no sirven, no nos ayudan a comprender,

no nos permiten avanzar por el duro y a menudo triste camino del destino humano. Si

los artistas no nos acompañan en esta aventura, “¿para qué poetas en tiempos de

desastre?”

Gestos anticonformistas, bigotes dalinianos, deformaciones expresionistas, colores

violentos representando dudosos y femeninos estados de ánimo, una generación

dedicada a contradecir, a derribar, a creer, única y exclusivamente, en el futuro, tratando

de hundir al pasado en una especie de cloaca máxima del desprecio, llegó a llenar de

fulgores más o menos mundanos los oídos del siglo. Todavía vivimos bajo aquella

obsesión necesitaria, como la definiría un epistemólogo. París fue el centro de aquella

mundanidad, porque es la capital donde hasta los comunistas se vuelven fantoches de

salón. Sin embargo, como bien dice Cocteau en su libro de memorias intelectuales:

74

“Nada de todo lo que se ha hecho puede ser destruido. Ni siquiera si lo quemamos, y si

sólo se quedan las cenizas”. Pensamiento profundo porque basado en la experiencia. Ni

lo vanguardistas han logrado destruir el pasado, al que aborrecían, ni nosotros

lograremos jamás destruir la obra de los vanguardistas. Es el inconsciente colectivo

donde van a depositarse, como en una viviente mazmorra eterna, los experimentos y las

vivencias de las generaciones. Es lo que hace de nosotros una especie romántica, la

única.

Son preciosos, a pesar de todo, los capítulos que Cocteau dedica a la amistad, a la

muerte, a la risa, a Guillermo Apollinaire, al dolor, al sueño, a la frivolidad. “Igual que

el corazón y el sexo, la risa procede por erección.” La imagen que tiene de la vida y de

la Naturaleza es trágica. No hay piedad en ningún sitio. Un jardín es, para él, un

infierno. “El infierno de Dante. Cada árbol, cada arbusto se convulsiona en las torturas

en el sitio que le ha sido asignado. Las flores que hace brotar se parecen a aquellos

fuegos que encendemos para pedir socorro. Un jardín es fecundado sin cesar,

pervertido, herido por unos monstruos considerables llevando coraza, alas y garras...

Sus espinas dan cuenta de sus miedos, y nos aparecen más bien como una carne de

gallina que como un arsenal.” Mientras su propio país, Francia, sería para el escritor la

patria del “anarquismo moderado”, buena definición, pero que no tiene en cuenta la

esencia, sino lo revolucionario, el capricho intelectual, el espíritu de la vanguardia que

no ha destruido nada y nada ha puesto en el lugar de la falsa destrucción. El anarquismo

es la forma degenerada del nihilismo nietzscheano, su aspecto de salón y de ópera

cómica.

Faltan, en cambio, en este libro, triste y divertido a la vez, capítulos sobre el amor y

sobre la religión, o sobre Dios. ¿Qué es vivir, fuera de estos dos conceptos

fundamentales? Una inquietud permanente atraviesa el libro y constituye su embrujo.

En este sentido, el escritor cumple con su promesa y realiza la misión de su arte de

escribir. Igual que las Venecias de Paul Morand, el lado social y mundano del libro, su

preocupación permanente por la brillantez y la paradoja, defraudan al lector de hoy,

llevado por otros poetas hacia otros miradores. El inmenso esfuerzo de aquella

generación, realmente perdida, se me antoja hoy como una inmensa pregunta que, desde

aquel sitio, nunca pudo aspirar a encontrar una respuesta.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida

75

Sobre la actualidad del decisionismo

Carl Schmitt vuelve a la actualidad. El gran pensador alemán está entrando en sus

noventa y siete años de vida; conoció tiempos de exilio intelectual en su propia patria,

después de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora, en plena descomposición

democrática, su pensamiento vuelve a la superficie, y libros como El romanticismo

político (1919), Teología política (1922) y La doctrina de la Constitución (1928), entre

otros, vuelven a ser de una tremenda y reveladora actualidad.

Situado su pensamiento bajo el influjo de Donoso Cortés, como bajo el de los llamados

reaccionarios franceses, Bonald y De Maistre, podemos colocar su filosofía política en

dos posiciones clave: una actitud de enfrentamiento ante el romanticismo, al que

considera incapaz de tomar una decisión (de ahí su decisionismo entendido como forma

política opuesta al hamletismo romántico) y, como consecuencia directa de esta primera

actitud crítica, una inclinación evidente hacia aquellas posibilidades de decisión que

pueden ser las soluciones fuertes o las dictaduras, fórmulas políticas necesarias en

momentos en que el "poder constituyente" se ve obligado, en nombre de la realidad y de

la ensoñación romántica, a tomar una decisión salvadora. ¿Cómo ha evolucionado el

poder constituyente en cuanto sujeto? En la tradición política medieval ha sido Dios,

luego sustituido por el pueblo desde 1789, el rey después de la Restauración; algunas

minorías cualificadas en el marco de la revolución comunista como del fascismo.

Vivimos tiempos de "asamblearismo", como dice Schmitt, de ineficacia política, y es

preciso sustituir la debilidad por el poder, con el fin de que la sociedad occidental y

especialmente la europea vuelvan a encontrarse a sí mismas. Schmitt estudió durante

años la democracia considerada entonces como ejemplar y que fue la república de

Weimar, caracterizada, durante casi quince años, por su incapacidad de decisión. Fue

ante los errores sustanciales de Weimar como Schmitt forjó su pensamiento político y

trató de imponer a la imposibilidad de decisión de la democracia por antonomasia, la

solución fuerte. No es la Constitución quien crea normas para la decisión política, sino

ésta para aquélla. Hay fuerzas aliadas de una política eficaz, a las que Schmitt llama

amigas, del latín amicus, y fuerzas hostiles, del latín hostis. Las fuerzas amigas se

autocrean desde las entrañas mismas de una sociedad, como, por ejemplo, el caudillaje,

como lo llama Sánchez Albornoz, en España, o el tradicionalismo gauchesco en

Argentina, representado por Facundo Quiroga y por el general Rosas, y hay muchas

76

fuerzas hostiles o externas, acudidas desde fuera, impuestas por factores enemigos y que

crean sociedades débiles, como la de Weimar o, supongamos, la sociedad política

portuguesa actual.

El Estado, para Carl Schmitt, no es una fábrica, sino una fuente de decisiones, producto

de la acción política. Pensamiento digno de ser propuesto a los jóvenes de hoy, como

una especie de alternativa universitaria a la incultura política de nuestros días, basada en

un desconocimiento total de las fuentes amigas, en España, como en todos los países

europeos, cuyas constituciones son consecuencia de una falta de poder decisorio

original. Además, ¿cómo dejar de relacionar el intelectualismo endeble de los

socialismos, como de los centrismos liberales que reinan hoy en la agostada Europa

posbélica, con el humanitarismo romántico del que se queja Schmitt en su famoso libro?

Vivimos en una Europa postromántica exenta de poder decisionista, presa de unos

imperialismos exteriores, o enemigos, que han logrado transformar a las naciones del

Viejo Continente en objeto de sus decisiones, perdiendo nuestro mundo la calidad de

sujeto político. Es preciso tomar la decisión de formar un "poder constituyente" del que

carecemos, lo que explicaría la debilidad de unas constituciones-objeto que paralizan el

arranque decisorio de los pueblos europeos. Por este motivo, Europa aparece hoy al

observador objetivo como un mundo despolitizado, incapaz de tomar decisiones por su

propia cuenta y de discernir claramente entre amigo y enemigo, entre amicus y hostis.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

La moral y la razón. Sobre una aporía racionalista

Dentro de cuatro años festejaremos, en Europa y alrededores, los dos siglos de

edad de la Revolución Francesa. Buen período de tiempo para poder sacar conclusiones

y corregir trayectorias. A dónde nos ha llevado el racionalismo, podría ser un primer

punto de vista, una primera posibilidad crítica destinada a esclarecer el acontecimiento y

sus consecuencias. Todos los que están dentro del asunto (partidos políticos

postrevolucionarios, casi todos ellos en la actualidad, filosofía universitaria, masonería,

cierto tipo de literatura, cierta psicología, etcétera) tendrán que intervenir en el debate

con el fin de dilucidar el tema básico de los tiempos modernos y contemporáneos: ¿Fue

favorable al desarrollo del ser humano la revolución de 1789, representó realmente un

progreso, o constituyó el primer paso hacia la autodestrucción? y si consideramos la

razón como el motor número uno del cambio, entonces el proceso (con final favorable o

no para ella) podrá aparece desde ya como el proceso más sensacional de todos los

77

tiempos, algo que dejan entrever tanto Dostoievski en sus Endemoniados, como Kafka

en su prosa en general. Creo que el regreso a Santo Tomás y el estudio de la obra de

Jung, por un lado, como el análisis objetivo, dentro de lo que cabe, de la evolución de

los Estados procedentes de la revolución, los Estados montados en el concepto

racionalista de la revolución como son los estados comunistas y socialistas actuales,

podrán constituir una introducción valedera tanto para la buena marcha del proceso al

que antes aludía, como a lo que llamaba el feed back o la corrección de la trayectoria.

Parto desde dos premisas, en mi crónica de hoy, capaces, creo, de plantear, de la manera

más correcta posible, el problema que nos preocupa: la primera nos la revela el

economista Friedrich A. Hayek, Premio Nobel 1974, la segunda la encuentro en un

texto de Husserl, La crisis de la humanidad europea y la filosofía (1977), donde

descubrí hace años lo que entonces me gustaba llamar "una aporía husserliana", como

luego veremos.

El texto de Hayek, fundamental para cualquier tipo de situación política actual, acaba de

aparecer en un libro titulado Libertad, justicia y persona, cuya edición ha sido cuidada

por Sergio Ricossa y Enrico de Robilant (Ed. A. Giuffré, Milán, 1985) y que recoge las

conferencias más destacadas de un congreso organizado por CIDAS (Centro Italiano de

Documentación, Acción y Estudios, de Turín). Escribe Hayek: "Nada expresa mejor las

necesarias limitaciones del la razón que el hecho de que, durante los últimos dos siglos,

durante los cuales la razón ha sido enfocada en su máxima consideración, el programa

político preferido sobre todo por los intelectuales demuestra haber sido la más tonta

amenaza de destrucción de nuestra civilización". El proceso, como vemos, empieza mal

para los amantes de la razón. Siguiendo este camino llegaremos pronto a lo que

podríamos llamar "una crítica de la razón impura". ¿Por qué? Sencillamente, como

sigue comentándolo Hayek, porque "...nuestra razón no es suficiente para informarnos

acerca de nuestra posición más apropiada dentro de un orden complejo de interacción

humana..." El texto del profesor Hayek se titula "Las reglas de la moral no son las

conclusiones de nuestra razón", título de por sí elocuente, ya que demuestra de

antemano la tesis del autor: las reglas éticas que rigen cualquier tipo de sociedad, desde

la más primitiva hasta la más evolucionada, no han sido creadas y tampoco impuestas

por la razón sino por la moral, en el marco de la tradición. A lo largo de varios milenios,

eliminando lo que no convenía, , experimentando con lo contingente y con lo

trascendente, el hombre ha acumulado una serie de reglas y de imposiciones de tipo

ético capaz de garantizar la evolución favorable de una polis, hasta el siglo XVIII

78

cuando la revolución, basada en el racionalismo de moda entonces, ha decidido crear

una sociedad basada en la improvisación, porque es esta, desgraciadamente, la realidad:

un grupo de filósofos llegan a conclusiones contrarias a las de la tradición, destrozan el

orden montado encima de la moral tradicional y elaboran un proyecto de sociedad, obra

de la razón, o, mejor dicho, de las razones individuales de los que escribieron la

Enciclopedia y luego organizaron a Francia según sus propios pensamientos. Dios

mismo, y por decreto, fue sustituido por la diosa Razón, con el fin evidente de crear los

fundamentos mismos de una nueva tradición, opuesta a la antigua. En este marco,

escribe Hayek: "El socialismo se ha desarrollado como un movimiento dirigido contra

la moral que ha creado a la civilización occidental". La crítica de Hayek, en el marco de

su investigación, se dirige precisamente contra el socialismo, considerado como una

doctrina brotada desde la aporía racionalista revolucionaria.

Podrían ser el igualitarismo y los ataques contra la propiedad individual los males más

nocivos del socialismo considerado como el fruto político más virulento del

racionalismo revolucionario. "Ninguna sociedad igualitaria ha alcanzado jamás una

civilización progresista o un elevado nivel de bienestar". En cuanto a la propiedad,

Hayek escribe: "Los filósofos escoceses (David Hume entre ellos, n. n.) del siglo XVIII

consideraban como signo distintivo del salvaje su incapacidad para reconocer la

propiedad; hasta que la seudo-ciencia socialista pretendió saber más y ahora nos

amenaza con hacernos retornar a la barbarie". El concepto mismo de revolución nos

aparece otra vez como fiel a su significado, o sea, retorno a una situación anterior, por

encima de los progresos realizados lenta y seguramente en el marco de la moral

tradicional. Bastaría comparar la esfera muy limitada a la que se reduce la razón

individual, con la vastedad experimental, en el sentido aristotélico de la palabra,

representada por la tradición, que incluye miles o millones de experiencias individuales,

para comprender lo que Hayek quiere decirnos. Se trata, como afirma el autor, de una

Fatal Presunción. Lo hecho opuesto a lo derecho, la utopía a la realidad. La sociedad

inventada, como es la soviética, basada en lo amoral, porque lo moral representa a la

tradición. El infinito dolor del homo sovieticus, que no encuentra siquiera alimentos

para sobrevivir, en el marco de un desastre casi universal basado en la

homogeneización, basada a su vez en la igualdad y en la propiedad colectiva, formas

primitivas de existir a las que la evolución normal de las sociedades han rechazado

siempre y que "los salvajes y los socialistas", como dice Hayek, han encarnado genuina

o intelectualmente.

79

Para Edmundo Husserl, en el ensayo citado más arriba, las naciones europeas estarían

enfermas y de lo que padecen sería una enfermedad del espíritu, ya que nunca podremos

hablar de unan "zoología de los pueblos", lo que sin embargo están haciendo las

sociedades socialistas, embriagadas por un conocimiento limitado y material,

cuantitativo, del hombre. El defecto más grande del científico moderno sería, según el

fundador de la fenomenología, el de no poder creer en la posibilidad de una ciencia

"rigurosamente general del espíritu". ¿Cómo podríamos llegar a ello? Pues

desarrollando "una comunidad de filósofos", capaz de enfrentarse con los conservadores

satisfechos con los resultados de la tradición. Dice Husserl: hay dos actitudes posibles

dando cuenta del comportamiento de la filosofía ante las tradiciones: o rechazamos

todos los valores tradicionales (lo que Hayek llamaría la moral de los pueblos) o

aceptamos su contenido, pero elevado a un nivel filosófico.

Nos encontramos aquí con una aporía, porque, ¿cómo vamos a situar algo que no tiene

un contenido racional, como es la moral, en el orden tradicional de las cosas, y poco

individualista también? Difícilmente llegaríamos a racionalizar la tradición. La

dificultad me parece insoluble. Además, formando círculos de filósofos capaces de

estudiar en conjunto la filosofía y luego transmitirla al pueblo, ideal preconizado por

Husserl en el marco de sus soluciones salvadoras para Europa, no constituye sino un

retorno a los clubs iluministas del siglo XVIII que han desembocado en aquella

falsificación de la realidad, que ha sido la revolución, con su conclusión lógica: la época

del Terror, por un lado, y la revolución soviética por el otro. El racionalismo no ha

tenido, hasta la fecha, otras salidas. No se trataría, piensa Husserl presintiendo la

réplica, sino de "un fracaso aparente del racionalismo", porque, "si una cultura racional

no se ha podido cumplir, la razón de ello no está en el racionalismo, sino en su

alienación, en el hecho de que se haya empantanado en el naturalismo y el objetivismo".

De manera que, o bien Europa se aparta de su ser que es racional y se hunde en la

barbarie, o bien Europa renace en el espíritu de la filosofía dedicándose a practicar "el

heroísmo de la razón", que implica un sobrepasar permanente del naturalismo. Pero,

podríamos preguntárnoslo hoy: ¿Es que no ha sido el comunismo, según Lenin, un

racionalismo heroico? La revolución misma y, sobre todo, la soviética, por su oposición

a la moral tradicional, ha implicado desde sus comienzos un heroísmo racionalista,

separador de la realidad. Prueba de ello el desastre utópico, típicamente racionalista, al

que ha sido obligado el hombre sometido al experimento socialista. El desemboque

naturalista es inevitable dentro de cualquier esquema racionalista, implicando el

heroísmo racional al que alude Husserl y del que no logra desprenderse en su afán

80

futurológico ni siquiera Toffler en su deseo de otorgar felicidad al hombre del futuro,

pensando su destino como una filosofía de grupo capaz de inventar soluciones felices en

el marco de la filosofia. Volvemos, pues, como afirmaba Hayek, a la misma barbarie.

Es posible que el conservadurismo tradicionalista sea menos heroico que el

racionalismo revolucionario, pero la aventura de éste, dentro de un socialismo en el

fondo profundamente antihumano, tendría que hacer meditar a los racionalistas, de

signo husserliano o revolucionario o lo que sea. Estamos demasiado doloridos,

sangrando racionalismo por todos los costados y sobre todo en el espacio fatal de la

revolución, para perder el tiempo con disquisiciones de este tipo y con esperanzas

destinadas a desembocar en el gulag enciclopedista de los héroes de la razón.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Recuerdo de Andrés Bosch y de otras genialidades

Acaba de fallecer en Barcelona uno de los prosistas más profundamente actuales de las

letras españolas, y uno de los mejores traductores (del inglés, sobre todo) de los últimos

decenios. Ha sido, durante algún tiempo, uno de mis mejores y entrañables amigos,

porque coincidimos en el afán de cambiar algo en el marco medio podrido de la novela

española de finales de los años sesenta, dominada entonces por los falsos caballeros de

la falsa triste figura del realismo social, directamente inspirado por el falso realismo del

realismo seudo socialista. Aquello empezaba a dar cuenta a los lectores menos

prevenidos y menos iniciados en el misterio alegórico de las letras de que resultaba

difícil, si no imposible, hacer buena literatura con malos futuribles, apareciendo como

irreal el proyecto de aquellos escritores de describir el alma a través de una fábrica de

cemento y un sentimiento a través de una ideología. Aquel corto período se vino abajo

porque todo era inauténtico e inspirado desde fuera (partido viene de parte y aquello fue

más fragmentario que una uña de caballo cojo), pero también porque intervino en el

proceso de demolición un pequeño grupo de escritores realmente decididos a sustituir la

sombra en el lodo por el sol esclarecedor desde arriba. La parcialidad se volvió

completez, no sólo a través de unas críticas directas del falso fenómeno, sino a través de

libros, cuyo papel liquidador y fundacional fue en aquel momento decisivo. Algunos

críticos literarios, medio asustados y medio conscientes, dieron cuenta de aquel corto

arranque vital que abrió puertas y cerró ventanillas.

La campaña se desarrolló principalmente entre 1966 y 1960, más o menos, período que

81

coincidió con la fundación de la colección universitaria de libros de bolsillo "Punto

Omega" (Ediciones Guadarrama, capitaneadas entonces por la clarividencia y el buen

gusto de Manuel Sanmiguel) que yo pude dirigir en paz durante tres años, revelando al

público español libros fundamentales como los de Jean Charon, Stéphane Lupasco,

Pascual Jordán, Weizsäcker, Jacques Rueff, Jules Monnerot, Pierre de Boisdeffre y

muchísimos más que hicieron de aquella colección y en poco tiempo la más prestigiosa

representación de la reforma espiritual, en sentido contrarrevolucionario, que se estaba

produciendo en el mundo bajo el impacto, por un lado, de la nueva ciencia, y, por el

otro, de una literatura, una filosofía y una crítica literaria que nada tenían que ver con

los decadentes mausoleos leninistas del realismo seudo socialista.

Fue como una campaña dura y de espectacular impacto que concluyó, para mí, en las

páginas de Una mujer para el Apocalipsis y del Viaje a los centros de la tierra.

Alrededor de aquel esfuerzo editorial se concentraron en pocos meses unos cuantos

escritores como M. García Viñó, Carlos Rojas, Andrés Bosch y, con menos espíritu de

grupo, Alfonso Albalá, el free lancer de aquel combate, el católico ferviente de la

embestida, amigo de todos nosotros, pero no implicado directamente en nuestra

campaña, cuyos títulos fueron los siguientes: Auto de fe, de Carlos Rojas, la mejor

novela del escritor catalán, dedicado durante los últimos años a tareas menos ilustrativas

desde el punto de vista que estoy contemplando (Premio Nacional de Literatura 1968

por aquella obra realmente maestra); El secuestro, de Alfonso Albalá, libro al que

comparé en el prefacio que escribí más tarde para El fuego (Novelas y Cuentos, Madrid,

1979), con lo mejor de Bernanos; la reedición de La revuelta, de Andrés Bosch, sólo

comparable con lo más hondo y característico de la novela hispanoamericana; mi novela

citada más arriba; El escorpión, de M. García Viñó, el crítico del pequeño grupo, cuyo

ensayo Novela española actual (editada también por "Punto Omega") daba cuenta

bastante claramente de las intenciones que nos empujaban hacia la reforma que nos

habíamos propuesto realizar y que discutíamos a lo largo de los inolvidables encuentros

que realizábamos entonces en Madrid o El Escorial. Era nuestra intención, incluso,

lanzar un manifiesto con el fin de hacer público de la manera más explícita lo que

pensábamos sobre la novela en especial y sobre la literatura y el alma contemporánea en

general, pero aquel esfuerzo, como todo intento humano, se vino abajo por, diría, exceso

de personalidad creadora. Éramos demasiado insertos cada uno por su cuenta en su afán

personal de ser, como para caber durante mucho tiempo en la misma vaina. Y fue mejor

así, porque logramos conservar cada uno acerca del otro el recuerdo imborrable del acto

puro como creación vital y literaria al mismo tiempo. Éramos escritores auténticos,

82

como quien dice, no afiliados ni siquiera a una tendencia, y menos todavía a un partido

destructor de posibilidades creadoras y falsificador de perspectivas, hacedor de

entuertos y almojarifazgos. El historiador literario objetivo, si es que lo hay, podrá

conocer, desde el horizonte del futuro, lo que fue aquello dedicando al asunto un

mínimo de esfuerzo consistiendo en leerse con cuidado una decena escasa de libros que

marcan, sin embargo, el momento de una vuelta esencial en las letras españolas. Fue

entonces cuando se produjo la salida del laberinto aniquilador de almas y plumas, tal

como lo había concebido el realismo social, y la entrada en una época que ya empezaba

a deslumbrar las mentes occidentales a través del boom hispanoamericano, tan afín a

nuestros propósitos, pero situado quizá en un nivel menos sutil y menos alto.

Hemos tenido todos nosotros la suerte de encontrar en seguida la comprensión

espontánea e inmediata de dos críticos inteligentes, bases imprescindibles para una

posible investigación futura: Emilio del Río, en su libro Novela intelectual, título que no

refleja del todo nuestro afán, pero que introduce al lector en el tema que nos apasionaba

con igual ahínco (Editorial Prensa Española, Madrid, 1971), y el ya citado Novela

española actual, investigación que situaba el grupo en una corriente mayor donde

aparecían nombres como los de Miguel Delibes, Carmen Laforet, Castillo Puche, Rafael

Sánchez Ferlosio, Álvaro Cunqueiro, el Don Juan de Torrente Ballester, Antonio Prieto,

Manuel San Martín, Jesús Fernández Santos y Ana maría Matute, contemporáneos

nuestros y no sólo en un sentido temporal.

Yo diría que lo más representativo de Andrés Bosch, al lado de títulos de la misma

calidad, puede concentrarse en dos libros, la novela La revuelta y los cuentos

magistrales de Ritos profanos (Editorial Dima, Barcelona, 1967). Todo es metafísico

(no intelectual) en Andrés Bosch, desde su primera novela, La noche (Premio Planeta

1959), desde el drama del boxeador que busca en el combate el encuentro consigo

mismo, como bien lo pone de manifiesto Emilio del Río en el libro ya citado aquí, hasta

La estafa, por ejemplo, y sus últimos libros, pasando por La revuelta, una de las mejores

novelas de tema hispanoamericano, quiero decir de tema metafísico también y de lucha

en pro de la identidad de la persona, que lleva a los personajes (el indio huevón, la bella

mestiza Altagracia, el coronel político Homero José) hacia el cumplimiento en la muerte

de sus terribles afanes humanos, que son los de cada uno de nosotros, como suele

suceder dentro de la relación uomo qualunque-obra maestra. Afán que ilustrará Carlos

Rojas también en su única novela de tema hispanoamericano, hoy injustamente

olvidada, titulada Las llaves del infierno (Barcelona, 1963) más cercana al mejor

83

Graham Greene que a las infidelidades de la llamada entonces nueva novela, que no

dejó de tentar a Rojas con sus vanos devaneos y de la que supo desprenderse con tanta

habilidad y maestría en Auto de fe, novela más que actual en el marco de las tristes

circunstancias que hoy atraviesa España. También García Viñó, en La granja del

solitario (Barcelona, 1969), supo acercarse a las mismas altitudes que, repito, no son

intelectuales, sino metafísicas o conceptuales, vinculando otra vez la novela, después de

Unamuno, a los condicionamientos tan ilustrativos y fundamentales del teatro de

Calderón.

Resulta, pues, evidente, lo que pensábamos realizar entonces. En el fondo, reinsertar la

novela española en su propia tradición y en el gran juego metafísico o conceptual de la

novela occidental que, desde principios de siglo, trataba desesperadamente de

desvincular su técnica del conocimiento de las rastreras intentonas del último

seudorrealismo y de sus estertores realistas socialistas, retrocedentes y aniquiladores

desde el punto de vista de cualquier epistemología liberadora y tradicional a la vez.

Andrés Bosch formó parte de esa liberación y su obra dará para siempre testimonio de

lo que intentamos hacer en aquellos últimos años de los sesenta, cuando tantas cosas

aparecían en el mundo y se extinguían en España. Aquello fue como un celemín

prometeico y muchas actualidades nos siguen debiendo la vida.

Vintila Horia, en El Alcázar, febrero de 1984

La política y los novelistas

Buscando estos días entre libros, carpetas y viejas revistas me encontré con un tomito

olvidado, colocado allí, dentro del caos ordenado de mi despacho, con el fin de leerlo

pronto y dar cuenta de él a mis lectores. Y pasaron, desde aquella buena intención,

muchos años: Pero nada sucede porque sí en la vida de un escritor. Las cartas que

desaparecen, o los libros y los recortes, vuelven a aparecer en el momento oportuno,

cuando realmente el tiempo de su revelación puede ser considerado como más eficaz y

revelador. El libro en cuestión es Politics and the novel (Fawcet Publications,

Greenwich, Conn., 1967). Es una edición de bolsillo de un libro editado por primera vez

en 1957, también en los Estados Unidos, y cuyo autor es Irving Howe, nombre

desconocido para mí, un catedrático quizá, dotado de una gran inteligencia crítica y de

un sorprendente sentido de la realidad literaria. Su ensayo trata de poner de relieve

aquel tipo de novela al que Stendhal llamaba "un pistoletazo en medio de un concierto"

y que es, precisamente, la novela política. La última novela de Ángel Palomino es un

84

ejemplo de ello. Los autores estudiados por Howe son: Stendhal, Dostoievski, Conrad,

Turgueniev, James, Hawthorne, Malraux, Silone, Koestler y Orwell. El primer impulso

crítico del lector es dividir este material en dos períodos: autores del siglo XIX y

novelistas del XX, con la consiguiente limitación ideológica: los novelistas políticos, en

el sentido actual de la palabra, han aparecido después de dos infaustos acontecimientos

históricos: la primera y la segunda revolución. Coincide, pues, su característica con los

tiempos post-revolucionarios.

Resulta evidente que Stendhal fue víctima de un tiempo así, en el sentido de que su

adhesión al primer bonapartismo hizo de él un mártir propiciatorio y que tuvo que

bregar y medrar mucho para conseguir un pobre puesto de cónsul en aquella Italia a la

que el autor de El rojo y el negro llamó su verdadera patria, milanés por añadidura

como dejó escrito en la piedra de su tumba. Sin embargo, hay una literatura política

prerrevolucionaria, la de Voltaire, siendo Cándido un cuento más bien político que

filosófico, pero aquel tipo de novela (como también La nueva Heloísa, de Rousseau)

criticaban el presente entregado al infame (Iglesia y Monarquía) con el fin de poner de

relieve un futuro color de rosa, quiero decir redimido por la revolución. El horizonte

futurible era optimista. Mientras que en Dostoievski como en Koestler y Orwell (pero,

¿por qué no citar también a Zamiatin, a Huxley, a Hesse y a Jünger?) el porvenir post-

revolucionario tiene colores de catástrofe y de Apocalipsis.

Tiene razón Irving Howe cuando afirma que 1984 le parece un libro más terrible que El

Proceso, de Kafka, porque éste fue fruto de la imaginación, mientras que en la novela

de Orwell late "la vida de su tiempo". Lo terrible y esperado había sucedido ya, la

última terribilidad de los hombres, la de 1917, y ninguna esperanza era posible. Con la

muerte de Winston Smith y el triunfo del Gran Hermano bigotudo y omnipresente el ser

humano había dejado de existir. Y esto, siguiendo la premonición de Dostoievski, había

sido obra de la revolución, la que el más sutil de todos los rusos había definido con tanta

exactitud en Los posesos. Las consideraciones de Malraux y de Silone, su pesimismo

optimista, íntimamente vinculado a sus creencias izquierdistas, nos aparecen hoy como

pueriles y engañadoras, y fue precisa la reconversión de los dos y sus consideraciones

antirrevolucionarias de la segunda fase de su vida para que el lector memorión olvide o

por lo menos perdone aquellas tristes elucubraciones; que fueron también las de

Koestler, transbordado quizá por un sólido conocimiento de la ciencia actual de una

orilla a otra , del marxismo de su juventud al antimarxismo desengañado y como tristón

y arrepentido de sus años de senectud. No creo que algún arrepentido de este tipo haya

perdonado jamás aquella parte de su vida que supuso la creencia en lo increíble. Escribe

85

Irving Howe: "En 1984 Orwell trata de presentar aquel tipo de sociedad en que la

individualidad se ha vuelto obsoleta y la personalidad un crimen". Es verdad. Pero,

¿cómo fue posible la juventud socialista de un profeta tan seguro de sí mismo antes de

tomar contacto con la realidad durante la guerra civil española? ¿Y cómo pudo Malraux

creer en el comunismo asistiendo a su desarrollo en China y otros sitios? Se dejaron

seguramente engañar, como algunos jesuitas contemporáneos, por la confusión que

pudieron hacer en un momento de oscuridad del alma entre la miseria material y la

espiritual, mucho más grave esta que aquella. De cualquier manera, el tema de la novela

política no ha sido aún agotado.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, febrero de 1984

Thomas Mann y Nietzsche

No me parece disparatado afirmar que fue Alemania el país donde se forjó la imagen

cultural de los últimos dos siglos, a través del romanticismo en el XIX y de toda la

literatura, la filosofía y la música que de aquella corriente ha brotado; a través de la

ciencia en el XX, con todas las consecuencias que sabemos, ya que ahora mismo las

estamos viviendo. Errores universales y aciertos de la misma envergadura han hecho de

Alemania un centro de la tierra. Entre Goethe, Hölderlin, Novalis, Hegel,

Schopenhauer, Beethoven, Wagner y Nietzsche, por un lado, y el cambio al que obligó a

la humanidad la nueva física, podemos afirmar que el bien y el mal que nos rodean y

nos moldean, en el cuerpo y en el alma, han sido obra del genio alemán. Hasta Marx y

Freud han escrito en el idioma de Goethe y deben a sus raíces culturales casi todo lo que

han realizado para el ser humano, dentro y fuera de Alemania. Bastaría, por ejemplo,

recordar la existencia de algunas pequeñas ciudades alemanas del siglo pasado, donde la

filosofía y la poesía otorgan un sentido nuevo a la aventura humana, o a un diminuto

centro universitario como Gotinga y la cantidad de genios innovadores que han vivido

allí en los años veinte y treinta de nuestro siglo (físicos, matemáticos, biólogos, etcétera)

para comprender hasta qué punto descendemos de unas cuantas personalidades que, en

la soledad y a menudo en el anonimato, como Nietzsche, han influido en el desarrollo

de todas las disciplinas y han obligado a las élites de todos los continentes a modificar

sustancialmente su modus vivendi intelectual. Y más tarde, ya durante nuestra propia

contemporaneidad, nombres como los de Rilke, Thomas Mann, Martin Heidegger, Ernst

Jünger, Robert Musil, Franz Kafka, Hermann Broch o Hermann Hesse han continuado

la tradición y siguen representando un papel de primer orden en el marco de la

transformación que supone este final de algo, como lo hemos visto aquí en nuestra

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crónica de la semana pasada.

Es posible afirmar hoy que uno de los escritores que más han contribuido a la

aceleración de nuestra andadura ha sido Federico Nietzsche, a pesar del mal antecedente

en que lo han colocado los inefables monigotes de papel que han tratado, una vez

terminada la Segunda Guerra Mundial, de identificarlo con los horrores nazis,

incitándonos a pensar que el superhombre hitleriano no era sino una fiel imitación del

de Nietzsche, lo que es, no diría una calumnia porque no merece la pena insistir en la

comparación, sino una ignorancia, un deseo pigmeico de encontrar responsables en

conciencias ajenas o de reducirlo todo a la enanidad de uno mismo por pura falta de

comprensión, por odio y por afán de destrucción. Nietzsche fue, como lo define Thomas

Mann en un ensayo (en el libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud, editado por Plaza y

Janés, Barcelona 1986, en la excelente traducción de Andrés Sánchez Pascual) “un

resumen de todo lo europeo”. Es, pues, desconocer, menospreciar u odiar a Europa el

tratar de hacernos confundir a Nietzsche con simples sueños políticos. Era de esperar

que las mismas personas que se empeñaron después de 1945 en responsabilizar al autor

del Zaratustra de los campos de concentración responsabilizaran a Marx del gulag

soviético. El acercamiento hubiera sido, hasta cierto punto, más lógico y explicable,

pero aquellos intelectualillos criados en la sombra de Sartre y de otros engendros

seudofilosóficos de la misma calaña, no se dedicaron nunca a ser fieles a la verdad y

jamás brillaron por su apego a la lógica. La afirmación de Thomas Mann me parece

justiciera, después de tantos decenios. Heidegger y Jünger fueron también acusados de

las mismas ingentes responsabilidades, en el marco de la misma mistificación. Y yo

también fui acusado por la misma jauría antihumana, en 1960, de haber tirado judíos a

los hornos crematorios alemanes, mientras afortunadamente, estaba pasando mis

trabajos y mis días en un campo de concentración nazi, en calidad de prisionero. Cosas

de la Historia...

Pero volvamos a la interpretación, deslumbrante de inteligencia y comprensión, que

Thomas Mann dedica al solitario de Sils Maria, al solitario de todos los sitios, ya que la

vida de Nietzsche, una vez separado de la Universidad de Basilea, fue un itinerario a

través de la soledad, tanto en las montañas suizas donde pasó sus veraneos, como en

Venecia, Niza o Turín, donde escribió la mayor parte de una obra a la que [sic] nadie

leía y nadie quería editar. Sabemos, según los mismos diarios de Thomas Mann, que su

novela más importante, El doctor Faustus, es una especie de biografía de Nietzsche. La

misma escena en que el protagonista de la novela, el músico Adrian Leverskühn, es

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llevado por alguien a un burdel, en lugar de a un restaurante, y donde habrá de contraer

una terrible enfermedad, que acabará con él de un modo tan trágico y penoso, está

inspirada en la biografía del filósofo. Se trata, por supuesto, de una biografía espiritual,

hasta cierto punto fiel a la vida de Nietzsche, pero lo que Thomas Mann se propone al

escribir su libro al final casi de su vida, es identificar el destino del pensador con el de

Alemania y de Europa. Y este destino brota desde una enfermedad. Escribe Mann: “Se

ha dicho a menudo y yo quiero repetirlo: la enfermedad es algo meramente formal, y lo

que aquí importa es aquello con lo que la enfermedad se asocia, aquello con que la

enfermedad se llena de contenido. Lo que importa es quién está enfermo: si el estúpido

que no sobrepasa el nivel medio y en el cual la enfermedad carece ciertamente de todo

aspecto cultural o espiritual, o un Nietzsche, un Dostoievski. Lo patológico-médico es

una cara de la verdad, es su cara naturalista, por así decirlo.”

La enfermedad, por consiguiente, puede tirarnos a la basura, hacer de nosotros algo peor

de lo que éramos antes de contraerla, o, al contrario, elevarnos a enormes alturas, que

fue el caso de Nietzsche y de muchos escritores de su tiempo. La tuberculosis en el siglo

XIX, en Chopin y los poetas, constituyó una auténtica escalera hacia niveles muy

elevados de conciencia. Sin embargo, la pregunta que me parece legítimo plantear ante

esta interpretación de la enfermedad, de la que Thomas Mann trata también en La

montaña mágica, como en Muerte en Venecia, sería la siguiente: ¿De qué enfermedad

ha padecido aquella Europa a la que el novelista enfoca según la perspectiva que antes

hemos visto? Si Nietzsche fue anticristiano hasta puntos insoportables de subjetivismo

enfermizo, entonces podríamos quizá, y por encima de la interpretación de Thomas

Mann, deducir que nuestro continente se pone enfermo y cae luego en sus peores

abismos interiores y hasta exteriores (me refiero a su itinerario político desde que se

autosituó en la estela agnóstica) en el momento en que abandona el cristianismo. Desde

el siglo XVIII quizá. El drama es tan atroz, tan cerca de nosotros todavía, que ni

siquiera Thomas Mann lo ha enfocado correctamente.

Nietzsche firmaba “el Crucificado” sus cartas del período de su locura, cuando

contactaba con el inconsciente personal y colectivo (todo inconsciente colectivo es

religioso, pensaba Jung), se identificaba, pues, con Cristo en su momento de peor

sufrimiento, cuando la enfermedad había logrado elevarlo a una cumbre, superior a la

que había alcanzado en sus momentos de lucidez lógica. ¿No tiene esto un significado

envolvente? Quiero decir aplicable a Occidente, un significado que los alemanes han

vivido en su propia carne espiritual, por así decir, y han sabido expresar a través de los

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nombres trágicos que citaba yo al principio de las notas de hoy. La enfermedad de

Europa es la que define Nietzsche en esta frase inolvidable para sus lectores, e

imperdonable: “La única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad” es como el

autor de Más allá del bien y del mal define al cristianismo. ¿Cómo tomar en serio a

Nietzsche en sus demás afirmaciones? Tiene razón Thomas Mann cuando compara a

Nietzsche con Oscar Wilde, convencidos los dos de que es la belleza, y la manera de

filosofar sobre ella que es la estética, lo que nos da la clave del todo. Pero la belleza es

sólo apariencia (Wilde decía: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo

invisible” y el Dionisio de Nietzsche lo pensaba de la misma manera, igual que el

escritor Aschenbach en Muerte en Venecia), lo que, evidentemente, nos lleva a otra

contemporaneidad: el impresionismo. Pero también a la clasificación, tan acertada, a la

que llega Kierkegaard cuando sitúa lo estético en lo más elemental en la escala del

conocimiento: estético, ético y religioso, este último como máxima posibilidad de

acercamiento a la verdad. ¿No es aleccionador? Bajo este aspecto Nietzsche se nos

aparece como un polo opuesto a Dostoievski. Es verdad que admiró al Crucificado, pero

sólo por su muerte en la cruz, símbolo del más terrible espíritu de sacrificio heroico,

pero nada más, nunca consideró a Jesucristo como al Hijo de Dios y jamás aceptó la

idea de la Resurrección, sin la cual el cristianismo no tiene sentido. Estaba, pues,

profundamente influenciado por los prejuicios de su fin de siglo, uno de los peores en la

historia de la humanidad, los decenios del triunfo del naturalismo y del determinismo

más chabacano y contraproducente para la especie humana, padres de las dos Guerras

Mundiales y de la Revolución de 1917. En este sentido, incluso comparado con Wilde,

Nietzsche no se salva. Anuncia, sí, desastres y podemos considerarle como un profeta,

pero ¿cuál es la solución que nos ofrece? La vida, para él, era “atrocidad” y

“explotación”, algo profundamente malvado, al estilo en que ciertos gnósticos la

enfocaron también, actitud típica de “tempora pessima”, pero desprovista de cualquier

posibilidad salvífica. Me encantan las críticas que Nietzsche dirige al socialismo, a la

democracia como forma de vida social decadente, a ciertos prejuicios de su tiempo, pero

esto no me basta. “Venenoso odiador de la vida superior”, supo definir al socialismo,

pero, ¿cómo olvidar su crítica histérica y completamente aberrante del cristianismo? Un

destino hamletiano fue el suyo, y es así como Thomas Mann define al Nietzsche eterno,

por llamarlo de una forma histórica y literaria el mismo tiempo. Penduló incierto entre

odios y amores, admiró a Wagner, para dedicarle luego el panfleto más odioso e injusto,

declarándose admirador de la música francesa y de la ópera Carmen, de Bizet, a la que

prefería a Tannhäuser y a la Tetralogía. Las mujeres se apartaron de él, con su instinto

de selección que casi siempre acierta, como le pasó con Lou Salomé y, me imagino, con

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otras de las que no tenemos noticia.

Sin embargo, el espíritu alemán contrapuso a aquel nihilismo exacerbado, antisocrático

y anticristiano, postromántico pero también influido por las peores escorias del final del

siglo, una técnica universal que continuaba la música de Wagner, soteriológica en sus

intenciones más ocultas. Me refiero a la ciencia, a la que Nietzsche odiaba también,

quizá con razón esta vez porque no era más que una complicada degeneración, en los

tiempos en que él escribía sus libros. Alemania se reinserta en lo actual y contribuye en

[sic] la formación del nuevo espíritu occidental, con sus grandes científicos y sus

inigualables escritores y pensadores, a los que, a lo mejor, Nietzsche hubiera rechazado

también en cuanto seguidores de aquella “religión para esclavos” que su mente no había

podido comprender.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986

Un viaje al cabo de la noche

En el pasado mes de julio se han cumplido veinticinco años desde que abandonaron este

mundo Ernest Hemingway y Luis Fernando [sic] Céline, un americano satisfecho, el

primero, cargado de premios, de aventuras amorosas, de éxitos en cadena, pero

desengañado por el ritmo descendente de la vida y el deterioro corporal, lo que le

empuja al suicidio; un francés del mundo subterráneo y de los barrios bajos, de la mugre

parisina que había desesperado a Rilke, de los desengaños políticos vinculados a la

historia de Francia y a la de Europa, el segundo, mártir y víctima, como todos los

grandes de todos los tiempos. Ninguno de los dos formó jamás parte de mi lista de

autores preferidos, aunque algunos cuentos de Hemingway y El viejo y el mar, como

también el Viaje al cabo de la noche de Céline me han brindado momentos de

meditación literaria y de satisfacción ante el arte de escribir de unos novelistas dotados

de manera evidente de aquel don divino que consiste en poder recoger entre las cosas de

la vida, entre los objetos humanos perdidos y dentro de la miseria misma de la

existencia terrenal, seres y momentos privilegiados por la desesperación y la derrota.

Creo que la condición misma de norteamericano, situada un poco fuera de lo común y

obsesionada, hasta en los escritores, por ciertas determinantes políticas, muy limitativas

por cierto, alejaba a Hemingway de la verdad íntima y general, como en Islas en el

golfo, libro desgarrador que roza la obra maestra y que cae al final en los abusos y

mediocridades de la posguerra. La nobleza de la guerra desaparece, inesperadamente, y

los alemanes a los que extermina el pintor protagonista no son seres humanos, sino

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fieras a las que es preciso eliminar como sea. Después de páginas enteras a las que

considero como las mejores de Hemingway, el final del libro es desesperante, prueba de

que el autor no supo escoger lo más alto, en momentos en que su vida iba

desangrándose, cuando todo debería de aparecernos bajo una luz de serena objetividad,

de perdón cristiano y de solidaridad. En cambio, la condición de francés defraudado por

la ideología del Estado revolucionario, continuando las tradiciones del 89 e incapaz de

haberse constituido en país auténticamente libre, en el sentido ético-religioso de la

palabra, el único valedero, transforma a Céline en uno de los personajes más tristes del

siglo, sólo comparable, hasta cierto punto, con el Quevedo del desengaño, de la burla,

del lenguaje cáustico, de la sátira más despiadada. Los dos forman parte de una filosofía

del desamor, ante Dios y los hombres, porque sin Dios no hay hombres, y el

agnosticismo ha carcomido por dentro tanto al uno como al otro. Su tragedia consiste en

no haber sabido encontrar el secreto, a pesar del genio o, por lo menos, del inmenso

talento que lo ha distanciado a menudo de los sartrianos enemigos de la verdad, que

pulularon en un tiempo aplastados bajo el peso de la mentira, de las traiciones y de la

demagogia política como literaria.

Un viaje al cabo de la noche ha sido la vida de Céline. Médico de los pobres, en un

barrio de París, escritor de mucho éxito en 1932, cuando el editor Denoël le publica el

Voyage au bout de la nuit, que no logra conseguir el Goncourt (otorgado a Los lobos,

una novela de Guy Mazeline, sin pena ni gloria), Céline viaja luego a la URSS, de

donde regresa desilusionado para siempre, aunque nunca había hecho del comunismo un

ideal, pero el shock fue tremendo para él, como para muchos de sus contemporáneos.

Tampoco fue partidario fervoroso del mariscal Pétain y de los alemanes que ocuparon

Francia durante la guerra, sin embargo fue condenado por un tribunal de París, tuvo que

refugiarse en Dinamarca, donde fue cruelmente perseguido por el Gobierno y obligado a

vivir miserablemente (los derechos humanos, ¿verdad?), hasta que pudo regresar a

París, donde pasó los últimos años de su vida en una casa de mala muerte, en un barrio

pobre, vuelto a ejercer su mester de juventud, el de médico de los pobres, lo que muy a

menudo significaba curar sin cobrar y donde fueron a visitarle amigos y enemigos, con

el fin de dedicarle tomos enteros, ensayos de interpretación de una obra inquietante y

sorprendente, o para mejor insultarlo y denigrarlo. Algo parecido le había sucedido a

Ezra Pound, culpable de haberse enemistado con los dueños de la tierra. Los libros que

publicó después de 1945 son: Norte, De un castillo a otro y Rigodon, autobiografías

más o menos noveladas, diálogos y monólogos sobre su vida de perseguido y sobre la

vida en general a la que no trató nunca sino desde el punto de vista de un desprecio sin

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fin. Afirmaba, además, que “Europa se había acabado en Stalingrado”, pensamiento

temerario que significaba, por un lado, cierta fe y confianza en los ejércitos allí

derrotados y que, al igual que los teutónicos, habían marcado por su hundimiento el

final de una esperanza civilizadora y, por el otro, el convencimiento de que, una vez

enterrado allí un viejo sueño occidental, Europa y Occidente iban a ser presa fácil de los

asiáticos. Su pesimismo brotaba, pues, de un antiguo pesimismo vital, parecido al de los

poetas malditos franceses y de los “clochards” parisinos, como de un desengaño

reciente, político, por llamarlo de alguna manera y que, una vez terminada la ilusión,

dejaba en libertad la desesperación, con todas las consecuencias literarias que esto

suponía. Sostenía, además, que “la sangre blanca no resiste al mestizaje” y que, por

consiguiente, ante la fuerza de la sangre negra y amarilla, el hombre blanco iba

extinguiéndose poco a poco. Motivo más para insultar a los suyos, inconscientes

instrumentos de un mestizaje aniquilador. Es como la política europea, bajo todos sus

aspectos, sospechosos, alucinantes e inferiorizantes de la postguerra, que unían sus

renuncias con el fin de hacer de Céline, cada día más, el enemigo de sí mismo y del

resto. Una existencia de tremenda amargura, que refleja en los libros del autor el destino

quizá más trágico de nuestro tiempo.

Es curioso cómo Céline encontró admiradores en todas partes, desde Trotsky y Aragon,

hasta Bernanos y Drieu La Rochelle. Los izquierdistas lo admiraban porque atacaba la

sociedad capitalista, pero lo consideraban, como lo hizo el pobre Gorki, como preparado

para adherirse al fascismo. No faltó nunca el tonto de turno para comentar en Céline lo

que al escritor nunca le interesó, o sea, un título político, pero es ésta una de las

explicaciones más bajas y más esclarecedoras quizá de la obra y de la vida de este

dantesco viaje al cabo de la noche. En efecto, en un París dominado por lo que Rilke

había llamado “Madame la Mort” en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge, es donde

hay que buscar la raíz de Céline. Antes citaba al “clochard”, con cuya filosofía Céline

tiene mucho que ver, porque es el hombre que renuncia a la vida normal y la repudia

viviéndola desde la periferia, desde la marginación voluntaria. El “clochard” es un

anacoreta laico, se dedica a la bebida para morir más deprisa, de la misma manera en

que los jóvenes de hoy se drogan o se dedican al rock con el mismo fin. Es un rechazo.

Y es, creo, el problema que acucia al mundo occidental y, a través de él y de su actual

universalización, al ser humano en general: París es, en el fondo, el epicentro de esta

huida hacia delante, porque tanto la sociedad capitalista o democrática como la

comunista brotó [sic] desde sus entrañas. París es culpable de casi todo lo que hoy

sucede en el mundo, porque fue allí, antes y después de la revolución, donde se formó el

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malstroem o la vorágine del desequilibrio anímico occidental. Nietzsche amaba aquel

París y su civilización porque intuía en su presencia el centro del nihilismo y odiaba en

Wagner, no en balde y no sólo por envidia, el antípoda de aquel desequilibrio, el afán de

reconstruir a través de unos valores caballerescos y cristianos el centro perdido. Pero

París fue más fuerte que Wagner. Y hay que leer Rayuela, de Cortázar, y ciertas páginas

dedicadas a la revolución de 1789 por Alejo Carpentier en El siglo de las luces, bajo

esta perspectiva de viaje al cabo de la noche, para comprender lo que, en el fondo, ha

significado París, en el marco de un proceso de descomposición universal: un

quebrantamiento de algo que fracasa en el siglo XVIII y que se nos presenta como un

intento de salvación durante la Edad Media, con Juana de Arco, los templarios, los

grandes santos franceses y con la desesperada aparición anunciadora de Lisieux,

Lourdes y Ars. Fue allí donde el peligro para el ser humano ha sido más virulento,

donde aparecen los signos contrarios con más claridad e intencionalidad. Con la Iglesia

y una Monarquía íntimamente ligada a la fe, Francia constituye un acto de permanente

manifestación en lo sagrado, hasta que la filosofía acaba con ella, hundiendo en un

mismo acto y una misma renegación tanto al Estado tradicional como a la Iglesia

cristiana. El hombre que nace de aquella destrucción, como Claudel lo demuestra en su

trilogía antirrevolucionaria de los Coufontaine, es un desesperado, un desequilibrado, un

forjador de nihilismo, y es en la poesía de Baudelaire, el más grande de los poetas

franceses de todos los tiempos, el cristiano trágico, el poeta maldito, donde encontramos

la semilla del futuro Céline, y también en Verlaine y en Rimbaud. Francia no es lo que

parece ser, un país razonable, calculador y sereno, porque esconde, bajo su brillante y

tentadora superficie, un drama fundamental: el intento revolucionario de aniquilar al ser

humano en cuanto hijo de Dios. La Revolución Francesa, que nace en París y conoce

allí sus desmanes más graves (véase, repito, a Claudel en la trilogía dramática citada

más arriba), ha constituido el intento más visible y más peligroso de borrar en nosotros

la herencia espiritual y el camino de la salvación, que fundamentan un equilibrio

anímico sine qua non. El hombre francés, una vez cortadas sus raíces esenciales, tapado

su camino, abierto antaño por Juana de Arco, se ha vuelto usurero, o aliado de la usura,

en el sentido que Pound otorga a la palabra, con toda la gravedad que ello supone; se ha

adherido al materialismo más frágil, aparentemente más sólido, pero es una ilusión a la

que desenmascara Céline en todos sus libros, tratados polémicos destinados a poner de

relieve el mal, pero sometidos a la embestida de una borrasca desalentadora que sopla

desde el mismo lugar donde el mal había nacido. París se muerde la cola en el Viaje al

cabo de la noche como en Rigodon. O como el mismo final parisino del autor. Sería

tema de un ensayo más amplio esta coincidencia entre Céline y los malditos, o las luces

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de una ciudad, provenientes de las luces de un siglo, que fueron, en realidad, sombras

infernales destinadas a borrar una magna huella en el alma de los herederos de la santa

con el sable en la mano, muerta en la hoguera, símbolo de un sacrificio en el que todos

hemos participado y caído. Céline, sin todo ello, no tiene sentido.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Los bandoleros como antirrevolucionarios

La historia de Italia posee un especial encanto, ya que concentra, como una síntesis,

gran parte de la historia de Europa. Todos los pueblos del continente han pretendido

conquistarla y hasta los árabes han estado en Sicilia y en el sur. ¿Y quién no conoce este

permanente vaivén de invasiones y barbaridades que sirvieron quizá para algo en el

marco de civilización de los incultos y de la barbarización y resurgimiento de los

decadentes? Lo que menos conocemos es la historia de la resistencia ante los impactos

de tantas razas y renovaciones. Por ejemplo: sabemos que Garibaldi, en nombre de la

unidad peninsular, ha conquistado Italia de cabo a rabo, en nombre de una idea

revolucionaria liberal. Pero no sabemos nada, o sabemos poco, acerca de la resistencia

que encontró, sobre todo en el sur, desde Nápoles para abajo. Aquella gente sencilla que

salía al encuentro de las tropas piamontesas y de los carbonari, lo que pretendía

defender no era sólo su casa o su familia, sino también a su rey y a su religión. No sólo

fueron perseguidos y ejecutados, a mediados del siglo pasado, los bandoleros o

brigantes, de los que hablan las crónicas de la conquista, sino y sobre todo millares de

patriotas que utilizaron, según la táctica de siempre, la guerrilla y los golpes de sorpresa,

que hicieron famosos en sus respectivas regiones a aquellos caballeros de la

resignación, hoy relegados al limbo del exilio histórico. Nadie habla de sus hazañas que

nada tuvieron que ver con el Código Penal y más bien con un código caballeresco y

medieval, digno de ser conocido y respetado.

Del mismo modo, la invasión napoleónica en Italia, de la que habló con tanta sabiduría

literaria Carlos Pujol en su novela La sombra del tiempo (Ed. Planeta, Barcelona 1981),

encuentra cada vez más plumas polémicas y se erige en contra de aquella falsa

liberación, defendiendo a los que se le opusieron, los mal llamados “briganti” de la

época. Los fuera de la ley lo que infringían era la ley impuesta por el invasor.

Acaba de publicarse un librito titulado Mateo Manodoro, general de brigantes (Ed.

Solfanelli, Chieti 1986), exaltando la vida de un caudillo local, utilizando argumentos

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contrarios a la historiografía liberal de la época. La revolución francesa es hoy exaltada

sólo por estos historiadores, partidarios de la misma, o por los materialistas dialécticos,

para los cuales cualquier revolución es buena, hasta la más opresora, con tal de abrir el

gran camino para la penetración del marxismo. A medida que nos estamos acercando a

la fecha del segundo centenario (1789) surgen en todas partes defensores de la tradición

y enemigos de la revolución. Bajo este signo, Mateo Manodoro luchó en contra de los

jacobinos invasores de la península, tanto en 1799 como en 1806. Su resistencia ante los

franceses y sus lacayos duró años seguidos y sólo en 1812 pudo ser capturado y

ejecutado. Según la izquierda actual fue un bandolero, enemigo de la ley. Según

Bernardino Giardetti, autor del libro, Manodoro fue un adversario de la revolución y un

defensor de la monarquía borbónica, la de Nápoles, y de la religión amenazada por los

jacobinos, cuyos desmanes en Roma, en este sentido, aparecen muy bien descritos por

Carlos Pujol en la novela mencionada más arriba.

El problema es arduo: ¿Fueron, en efecto, los borbones y la Iglesia la causa del

bandolerismo en el “mezzogiorno” italiano, o hay que buscarla en otro sitio? Fue, en

efecto, la monarquía, asociada a la religión católica y a la alta burguesía, la que empezó

a otorgar libertades a la gente en la Europa del siglo XVIII y del XIX. La Revolución

interrumpió el proceso, pero tanto en Viena como en Berlín, en Nápoles como en

Florencia, las invasiones napoleónicas interrumpieron el proceso evolutivo y

provocaron auténticas catástrofes desde el punto de vista social. De la misma manera en

que los revolucionarios rusos impidieron las reformas en Rusia, celosos del zar y de sus

cambios, únicamente deseosos de permitir su propia revolución, cuyos resultados

saltaron a la vista de todos después de 1917, del mismo modo en que, después de 1789,

los pueblos europeos fueron realmente obstaculizados en su desarrollo por los afanes

violentos y totalitarios de la Revolución. Todo esto volverá, bajo una nueva luz, con

ocasión del bicentenario, al que esperamos esperanzados.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

Lo policiaco como género mayor

Desde que los grandes escritores se han metido en el género policíaco, este tipo de

novela se ha vuelto grave, capaz incluso de presentar al criminal como a un agresor de

la verdad y al detective como a un defensor de la misma. No se trata de ataques a la

sociedad, a su orden administrativo y legal, sino de embates mucho más hondos,

alcanzando las profundidades más características de la vida. Pienso sobre todo en

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Graham Greene y Ernst Jünger, pero también en García Márquez y Vargas Llosa, cuya

última novela, Quién mató a Palomino Molero (Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1986), me

parece digna de esta nueva categoría literaria. De la misma manera en que Franz Werfel,

Hermann Hesse, Aldous Huxley o George Orwell han sabido otorgar títulos de nobleza

a la novela utópica o de anticipación, varios novelistas de nuestro siglo se han acercado

al misterio policíaco y han desentrañado en él, por encima de las banalidades de Conan

Doyle o Agatha Christie, una veta que bordea no sólo el mundo subconsciente, sino

también las alturas de lo metafísico y de lo ético. Y, del mismo modo, la novela

histórica más consuetudinaria, la ilustrada por Alejandro Dumas, por ejemplo, y hasta

por Pérez Galdós, se ha encaminado por otros senderos con Marguerite Yourcenar,

Robert Graves, Thornton Wilder o Mújica Laínez. Todo es cuestión de nivel

investigador y de deontología literaria, porque el ser humano, desde el más bajo hasta el

más complejo, vive de profundidades, queriéndolo o no, sabiéndolo o ignorándolo. El

crimen más escabroso y brutal da cuenta, para quien sabe leerlo en su sintonía, de lo que

realmente somos y de ello nadie logra percatarse mejor, ni siquiera el psicólogo y

menos todavía el sociólogo, que el novelista, dentro del enfoque utilizado en nuestras

notas críticas, desde hace ya varios años.

Existen, sin embargo, matices diferenciales a lo largo del género. Un encuentro

peligroso, de Ernst Jünger, no se parece en nada a Quién mató a Palomino Molero.

Cada uno de estos autores vive su literatura dentro de su propia tradición, la de la novela

de formación en el escritor alemán, fiel a Goethe y a todo un derrotero que alcanza

cumbres de maestría en Hermann Hesse, mientras el peruviano habita un espacio

cultural muy diferente, dentro del cual los precedentes literarios son tan determinantes

como el paisaje y el drama humano, digamos primitivo, que lo envuelve. La descripción

vagamente naturalista que realiza Vargas Llosa en su novela, cuando se trata de

presentarnos el medio ambiente en que se produce el crimen, la ciudad de Talara o el

pueblecito de Amotape, el interior del chiringuito donde consume sus tres comidas

diarias el teniente Silva, el lenguaje mismo de los diálogos o del pensamiento

monologante del guardia civil Lituma, representan una humanidad que nada tiene que

ver con el París de Jünger. Ni siquiera el motivo del crimen es el mismo y tampoco los

razonamientos de los que devanan el hilo silogístico de la investigación. Es difícil decir

cuál de los dos espacios humanos es más decadente, si el lujo material e intelectual de

aquel París “fin de siècle”, casi proustiano, en que se desarrolla el drama formativo del

joven diplomático alemán Gerhard, o la descomposición casi natural en que flotan,

como hojas de noviembre, las almas culpables o inocentes de sus personajes. ¿Quién

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mató realmente al “avionero” Palomino? ¿El coronel, el teniente celoso, los peces

gordos o la posibilidad de matar insita en una sociedad descompuesta antes de haber

madurado? La civilización sumamente desarrollada, llena de miles matices éticos, lleva

dentro de sí el germen de miles de posibilidades, en el bien como en el mal. El abanico

es elegante y monstruoso, tan infinito como las sutilezas de su decadencia. La

civilización incipiente no ofrece sino pocas posibilidades, para el amor como para el

delito. Todo se desarrolla dentro de un cauce prístino, singular, cuya podredumbre sigue

más bien el ritmo de la naturaleza que el del hombre, de un hombre exento de detalles y

de sutilezas, sometido a deseos primitivos y directos, el hambre, la hembra, el dinero, el

trago. Gerhard participa en la investigación del crimen en París, bajo la guía de un

policía sumamente desarrollado psicológicamente, y es así como se forma y se moldea,

mientras el cabo Lituma, que participa con asombro en la investigación del teniente

Silva, va a formarse para otros fines, desprovistos de finura. Sin embargo, las dos

sociedades, la avanzada y la primitiva, están destinadas al mismo fin, pertenecen al

mismo ciclo y se dirigen hacia el mismo desenlace. Un patriarca medio loco, medio

salvador, se encuentra hoy en todas partes y participa de manera dictatorial en el

proceso de descomposición. Puede llamarse Stalin o democracia, pero su presencia da

cuenta de la misma angustia, dentro de la miseria material, o moral, que todo lo

envuelve sin posibilidad de salvación. Hay como una culpa que acompaña la acción de

los protagonistas de las dos novelas, puntos extremos de la sociedad occidental, a la que

todas las sociedades pertenecen. Occidente no ha hecho sino universalizar el

sentimiento del fin. Por este motivo, lo policíaco o detectivesco cobra de repente un

sentido cultural apocalíptico en este tipo de novela al que me estoy refiriendo, por

encima del sitio donde se desarrolle su acción y por encima del nivel cultural de los

personajes.

De cualquier manera, ahondar en esta perspectiva moral, cargada de insinuaciones y de

extremismos existenciales, me resulta muy sugestivo y creo que la novela

contemporánea en general se presta a este tipo de investigación, cargado de cósmicos

soponcios, en un momento, sobre todo, en que los patriarcas, en su otoño universal, se

nos están echando encima, acarreando furores bíblicos.

Evidentemente, los estilos son diferentes, hasta opuestos. La novela de Jünger es preciso

leerla con un lápiz en la mano, para poder subrayar y luego volver a leer y meditar

fragmentos dignos de la pluma de un filósofo. La acción, a menudo, desaparece, en

cuanto a interés épico, bajo el alud sapiencial. En cambio, a Vargas llosa, sobre todo en

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esta obra, se le lee con el alma en la boca, pendiente la lectura de lo que va a suceder,

menos de cómo va a desarrollarse el ovillo de la trama. Es verdad que la inteligencia y

la habilidad de los dos investigadores, el francés y el peruano, domina la acción, pero

sus modales son distintos. El teniente Silva vive, al mismo tiempo, un drama amoroso

tan tosco y tan primordial como todo lo que le rodea, su amada es una posadera, esposa

de un pescador y va descalza, es gorda y apetitosa como una gallina en pepitoria, sin

embargo sabe perfectamente, desde la pureza de sus convicciones éticas, deshacer la

pasión de su pretendiente. Es más lista que el hambre. Me doy cuenta de que no he

anotado nada a lo largo de la lectura de este libro, entretenido en bloque, como un

mazazo sensorial. Uno de los mejores de Vargas Llosa, exento de las pretensiones y

refinamientos políticos de Historia de Mayta. No he encontrado en ningún sitio frases

dignas de ser subrayadas y meditadas. Pero el efecto es certero y fuerte. La impresión de

que resulta inútil comportarse rectamente, y descubrir a los culpables puede ser

contraproducente para un teniente de la Guardia Civil, flota sobre el libro. Los peces

gordos y los patriarcas en su otoño de opulencia mafiosa dominan el paisaje humano y

es inútil seguir siendo humano porque a éstos no les gusta, les molesta profundamente

en su carrera hacia la deshumanización, sin darse cuenta de que no sirven sino como

instrumentos para la aceleración de la historia, cuyas primeras y últimas víctimas, en el

final esperado, van a ser ellos y no nosotros, mientras los “pobres de espíritu”, los

investigadores policiales, los que actúan en contra del mal, se llevarán las palmas,

mañana o pasado, abiertos de manera natural hacia el bien y la verdad, condición del

funcionamiento universal.

En cambio, si abrimos a Jünger, nos encontramos a cada página con pensamientos como

éstos:

“Si las obras de arte tuvieran vida, los artistas serían dioses.”

“Era difícil catalogar su cara. Poseía una de esas fisonomías que desde la invención del

ferrocarril se hacen cada vez más frecuentes; llevan la huella de muchas razas y resultan

anónimas.”

“El oro y las piedras preciosas incitan al robo... No todo el mundo podía lucir piedras

impunemente. En la Edad Media había unas disposiciones taxativas. En aquella época,

tampoco todo el mundo podía llevar espada ni construir una torre en su casa.”

98

“En teoría, todo buen plan tiene éxito. Por eso debería quedar en el plano teórico. En la

práctica, interviene la estúpida casualidad. Si la gente supiera que en realidad esa

casualidad representa una ley, no estarían abarrotadas las cárceles.”

“Hay que hacer concesiones a la anarquía; si fuéramos a castigarlo todo, bloquearíamos

las válvulas de seguridad.”

No hay palabrotas ni obscenidades, pornografía o violencia de lenguaje. Todo transcurre

bajo una luz de perfección que es la del orden reinante en la sociedad donde ocurren los

hechos y el crimen. Todo es noble, por lo menos por fuera. En Vargas Llosa, a veces de

manera abusiva, lo malhablado se vuelve estilo, sirve para colocar a los personajes en su

línea cotidiana, es como una invasión semiótica que deteriora la obra, pero que forma

parte de su destino. ¿Cómo van a hablar sino así Lituma o Adriana, la posadera? Sería

falsificarlos. La situación límite en que desarrollan su tymos, o plan vital, produce este

tipo de lenguaje, y éste, a su vez, determina a la sociedad. Es un círculo vicioso en el

que tiene cabida el crimen, como la hermosura moral de Adriana o la sutileza y el buen

comportamiento social del teniente Silva. Cabida tiene el crimen en la otra sociedad

también, en la del lenguaje sutil y cincelado, de la novela de Jünger. Lo exterior es

distinto, la forma es otra y, aparentemente, se trata de seres situados en las antípodas. En

el fondo (y en ello tenían razón los cubistas), la esencia es la misma, la condición

humana produce un París sofisticado, transformador de la juventud de Gerhard, pero

Talara brinda a Lituma una lección igual desde el punto de vista de la formación. La

posibilidad del crimen, o del mal, como la del bien representado por Adriana y Silva, es

la misma, porque está esencialmente arraigada en nosotros, por encima de las latitudes

geográficas o morales. Creo, sin embargo, que algo se ha posado en el alma de Vargas

Llosa y le impide salirse de su primer cauce. Lo había hecho en La guerra del fin del

mundo, su obra maestra, pero luego regresó tranquilamente a su espejo primordial. Con

todas las satisfacciones y los riesgos que esto supone.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

El secreto de Shakespeare

A lo largo de la década de los años 50, el crítico francés Paul Arnold trató de demostrar

que toda la obra de Shakespeare giraba alrededor de ciertos secretos de tipo ocultista o

esotérico y, en un libro titulado El esoterismo de Shakespeare (París, 1955), ilustraba su

tesis al desocultarnos los misterios no sólo de La tempestad, sino también de Otelo y de

99

Hamlet. Más tarde, en 1977, el mismo autor, insistiendo en el tema, publicó otro

ensayo, Clave para Shakespeare (1977), analizando otras obras del dramaturgo inglés o

volviendo sobre las ya explicadas. El éxito de aquellas interpretaciones no sobrepasó el

de cierta elite relacionada con problemas de este tipo y la gente siguió admirando al

autor de El mercader de Venecia por sus puras dotes dramáticas.

El tema, sin embargo, ha vuelto a apasionar a los intérpretes del pensamiento

shakespeariano hasta el punto de que el profesor Martín Lings, de la Universidad de El

Cairo, se decidiera a publicar un estudio titulado El secreto de Shakespeare (Ed. Atanor,

Roma, 1986), afirmando que la obra del gran inglés está pletórica de símbolos

iniciáticos y que personajes como Hamlet o el rey Lear algo tienen que ver con el

misterio de la santificación, que ellos bajan al infierno (de la vida cotidiana más tensa y

dolorosa) con el solo fin de redimirse y conocer, siguiendo, en este sentido, el derrotero

de Dante.

También el estudioso italiano Rocco Montano acaba de publicar un libro titulado El

concepto de tragedia en Shakespeare (Chicago, 1986), en el que afirma que, al ser el

poeta un católico perseguido por los anglicanos, su obra reflejaría las persecuciones y

sufrimientos de los suyos bajo el reino de Isabel, en la época de El Greco y de Felipe

II. Vinculado al pensamiento de Petrarca y de Erasmo, el actor y autor dramático

representó de manera oculta el doloroso itinerario en el tiempo de sus correligionarios y

contemporáneos. Fragmentos enteros de sus dramas no hacen sino poner en clave teatral

ideas católicas y partes de una doctrina sometida a una verdadera persecución por parte

de la reina y de su gobierno, cuyos desmanes iban a acentuarse decenios más tarde en

tiempos de Cromwell. Shakespeare sería, según estas últimas interpretaciones, un

esotérico cristiano que, por temor a las represalias, escondía su mensaje detrás de la

actuación de sus personajes.

Hay que tener en cuenta, cada vez que se vuelva sobre este apasionante asunto, que el

siglo XVI ha sido uno de los más dados a este tipo de mentalidad, ocultista según

algunos, esotérica según otros. Místicos neoplatónicos, como el maestro Eckart,

Ruysbroek, Tauler de Estrasburgo y poco después Paracelso y Cornelio Agrippa

formaban parte de las preocupaciones, lecturas y comentarios de la época, cuyo fin era

el de esclarecer el destino del alma y la salvación espiritual. Tres años después de la

representación de La tempestad, los rosacruces revelan al mundo su doctrina (en 1614

precisamente) y logran impresionar hasta tal punto a sus contemporáneos que

personajes como Descartes y más tarde Spinoza y Leibniz tratan de contactarlos. Hoy

100

sabemos que aquello fue un intento protestante de atacar a la Iglesia ya que, en el siglo

XVIII, la masonería puede ser considerada como una continuación del rosacrucismo,

siguiendo casi los mismos caminos. Quiero decir que las preocupaciones de

Shakespeare, hasta en su defensa de lo católico, con todos los riesgos que esto suponía,

eran de todos y que, de un modo católico o protestante, los rituales secretos, los

símbolos, lo esotérico y lo ocultista eran tan de moda como hoy el deporte o la

parapsicología.

Se ha comentado mucho y hasta la saciedad la tesis acerca de la identidad de

Shakespeare, pero esto no tiene nada que ver con la persona que ha escrito su obra.

Shakespeare puede ser el personaje enterrado en la iglesia de Stratford u otro, sin

embargo, el autor de la obra que lleva su nombre vivió intensamente los

acontecimientos de su tiempo y se dedicó sobre todo a defender ciertos valores que la

iglesia cismática de Londres trataba de hundir. Es éste el secreto, quizá.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

El cauce teológico y la huella heroica

Los libros extraordinarios han llegado últimamente a mi torre serrana, como para

completar este horizonte situado entre la torre con cigüeñas de mi pueblo y la silueta

gris de El Escorial. Dos libros que, de manera casi milagrosa, se completan el uno al

otro: El Libro de la Pasión (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1986), del

chileno José Miguel Ibáñez Langlois, y un Libro de cetrería (Traité de la chasse au

faucon, Editions de l´Herne, París, 1986), por Jean Parvulesco. Textos realmente

estremecedores por el mensaje que llevan como pegado a cada sílaba y al ritmo interior

de su posibilidad de expresión. Poca gente entiende lo que está sucediendo y tienen que

ser los poetas, hoy como siempre, los reveladores de lo actual. Por esto hubo siempre,

como en el poema de Hölderlin, “poetas para tiempos de desastre”.

Empecemos por el chileno, que es, además, crítico literario de El Mercurio de Santiago,

autor de varios tomos de poesía y de una Introducción a la Literatura de la que di cuenta

alguna vez en esta crónica. Su Libro de la Pasión es una versificación muy personal de

los Evangelios, es lo que Papini llamó “la historia de Cristo”, pero puesta en lenguaje

contemporáneo y poético a la vez, es una de las interpretaciones más ricas en contenido

que jamás he leído. Y es una lástima que la producción literaria de un país tan

interesante desde el punto de vista literario como es Chile no está presente en los

escaparates de España porque, y sobre todo en este caso, aquello resulta a menudo

101

revelador. Pocas veces en mi vida he leído una poesía tan convencedora, tan

profundamente cristiana como este largo poema de Ibáñez Langlois que, a veces, resulta

incluso conmocionante por la fuerza con que sabe acercarse al tema mayor de nuestra

cultura y de nuestra civilización, que es el nacimiento, la presencia entre los hombres, la

actuación y la muerte y resurrección de Nuestro Señor. Hubo momentos, a lo largo de la

lectura, en que tuve que hacer esfuerzos sobre mí mismo para volver a encontrarme,

para separarme del embrujo encantador de este libro que sabe contar nuestra historia

más íntima y más trágica, más allá de cuyo conocimiento no existimos ni tenemos

alguna probabilidad de conocernos alguna vez. El lenguaje es sencillo, casi periodístico,

lleno de alusiones a nuestro tiempo y a su lenguaje, pero resulta tan poderoso y tan

reconstructor de las bases mismas de nuestro ser que uno se encuentra como inmerso en

el misterio que constituye la vida y la muerte de Cristo.

No sé qué fragmentos citar para que el lector de mi pálida interpretación tenga una idea

remota de lo que es esta permanente intervención de lo divino en lo humano y de lo

pasado en el presente: qué es la formación de la luna/ qué/ sino el efecto luminoso de la

agonía del huerto/ los húmedos olivos crecían llorando hacia la divina sangre/ qué es

el episodio de Adán y Eva/ sino la Pasión misma en su negativo/qué es/ qué es el origen

del lenguaje humano y la invención del fuego/ sino el primer ensayo general del INRI

sobre la tierra/ y ese fragor lejano que se llama historia de la humanidad/ qué es pues/

sino el último suspiro de la boca del crucificado muerto/ o acaso el primer suspiro que

resucitó/ qué es la tercera guerra mundial sino/ Jesús que está en agonía hasta el fin

del mundo/ todos los días son viernes santos todas las noches también/ que diga alguna

noche que no es el crucificado...

Y cada fragmento de la historia de Cristo, desde el Nacimiento hasta la Resurrección,

pasando por el fragmento tan impresionante de la Verónica, no hacen sino reconstituir,

desde la profundidad, el derrotero de la humanidad desde que, como decía Pasternak,

empezó a ser Historia, ya que todo lo que precede a Jesús no fue más que prehistoria.

Desde entonces, todos los momentos de la humanidad están llenos de Cristo, como si,

de repente, una vez consumado el drama de la Crucifixión y el milagro de la

Resurrección, cada una de nuestras fibras se quedara como empapada por los momentos

mayores de la vida y muerte de Cristo. El poema dedicado a la comparación, magna por

cierto, entre Sócrates y Buda por un lado y Cristo por el otro, es una de las mejores

interpretaciones teológicas y filosóficas de la diferencia. Por encima de filosofías y

revelaciones, el cristianismo resulta ser lo que realmente fue: una religión traída aquí

abajo por el Hijo mismo de Dios. De este modo, cualquier momento de su historia es

102

ejemplar y simbólico hasta tal punto que cada uno de nosotros, desde entonces hasta el

fin de los tiempos, esté vinculado estrechamente al desarrollo de aquel drama cósmico.

Desde los tiempos en que leía los poemas de Claudel, algunos de los versos de

Unamuno, algún que otro drama en verso de Eliot, no me había acercado a una poesía

tan conmovedora y tan fielmente sometida a la Verdad. Ibáñez Langlois nos levanta de

repente y de un modo muy auténtico y veraz hacia lo que somos. El dolor del hombre

contemporáneo es el producto de una ignorancia, de una separación que lo aleja cada

vez más de su entraña esencial existencial que es la Pasión. Yo diría que el mérito

mayor de este poema fabulosamente sincero y eficaz reside en el hecho de que logre

colocarnos en el centro vital de nuestra razón de ser.

El Tratado de cetrería de Jean Parvulesco, título simbólico también porque la táctica de

la caza, en este caso, tiene como objeto las almas, lo que Dios caza entre los hombres, lo

que la Gracia escoge para situar en una posición de sufrimiento, de herida y

entendimiento. Las alusiones a Fátima, a Ezra Pound, a los mártires y caballeros

medievales, firman una atmósfera que deja en libertad el vuelo visible del águila y la

existencia del elegido. La caza tiene aquí un sentido divino y el caballero medieval es el

personaje, apenas aludido pero presente, de un conjunto de poemas que trata de una

cetrería, pero fuera del bosque o de la animalidad, directamente relacionada al vínculo

esencial, el que une dramáticamente el hombre a su Dios. El lenguaje aquí es mucho

más prolijo y sofisticado. Parvulesco maneja un idioma esotérico, aludiendo, a menudo

citando, textos en latín, o a Lucia, la niña de Fátima cuyo nombre significa luz,

instrumento que hizo posible su paso hacia nosotros: en el otro mundo, tengo innúmeros

apoyos; mientras que aquí,/ en este no tengo más que a ti, oh adornante Lucia, paloma

reclusa/ en el Carmel de Coimbra...

O estos versos sacados de uno de los poemas más bellos del libro que, hasta cierto

punto, continúa la historia de Ibáñez Langlois, sin la cual ésta no hubiera sido posible:

en las colinas abruptas, estos manzanos salvajes y/ estos viñedos, guarida de una

pasión insatisfecha por donde/ corre la sangre/ de los muertos y de los vivos camino de

la muerte/ es allí donde abandoné el sendero...

¿Cómo entender y justificar a Ezra Pound sin el calvario de la pineda de Pisa? ¿Cómo

comprender lo mejor de Eliot sin los sacrificios multitudinarios de la Segunda Guerra?

¿O a Gottfried Benn? Y he citado a los poetas quizá más representativos de estos

tiempos de desastre. Parvulesco no hubiera escrito poemas, o de otro modo, sin las

mazmorras, los castigos, el hambre, las experiencias que tuvo que vivir en el cuerpo

103

mismo de su alma, durante los años que nos separan de la paz que no acabó con ninguna

guerra, sino que la volvió permanente. Creo que sólo pocos escritores, pero los mejores,

hayan tenido el valor de acercarse a las causas y a los reales efectos de aquel

acontecimiento en el que estamos todavía metidos y de cuyas consecuencias anímicas

muchos no se dan cuenta. Heinrich Böll por supuesto que no, y tampoco los tocados

por la muerte ideológica, pero sí algunos elegidos que han sabido otorgar a este tiempo

los matices de un Libro de la Pasión. Nos encontramos sometidos a una prueba mayor,

como en un proceso de iniciación, de la que sólo muy pocos saldremos beneficiados, en

el sentido del conocimiento, y de la que la mayoría se considerará como participante

beneficiosa y consumidora, pero de cuyos resultados nunca se enterará. El drama ha

sido y es candente, crucificial diría, inventando una palabra que da cuenta y que empuja

a algunos a considerar a este tiempo como a un tiempo último, apocalíptico.

Hubo otro tiempo, según la enseñanza de Parvulesco en esta versificación de nuestro

calvario, en el que el hombre, representado por unas elites, estuvo a punto de conseguir

el reino de Cristo en la tierra o, por lo menos, un acercamiento a la promesa. Pero

aquello no fue posible por motivos que expusimos a veces en estas crónicas semanales.

La Edad Media fue la época en que muchos corazones en tierras a las que Parvulesco

llama “las Austrias”, en un sentido simbólico lleno de contenido esotérico y hasta de un

sentido político muy sutil, muy relacionado con el bajofondo sattwico de Pound,

alcanzaron un umbral. Con mucha dificultad y sacrificio, aquello llegó a llamarse

imperio y Dante, los templarios y Enrique VII de Luxemburgo, igual que Federico II

de Hohenstauffen un poco antes, pero no duró mucho. La promesa, tan difícilmente

formulada y esclarecida, no pudo cumplirse. España fue quizás el último peldaño y el

más alto en el marco de aquella subida. Y tanto Cervantes aquí, como Shakespeare del

otro lado, fueron los últimos mensajeros del secreto imperial, mientras Quevedo

cantaba, en versos y en prosa, lo que no pudo ser. Considero los poemas de Parvulesco,

hombre situado en la sombra de “las Austrias”, como trozos sangrientos e iluminativos

de aquel lejano acontecimiento que no deja, sin embargo, de insuflar vida a poetas de

nuestro siglo, y me refiero sobre todo a Rilke y a Ezra Pound, quizá los mayores

embajadores de una vieja tierra aparentemente perdida, en la que está cazando ahora un

arquero real venido desde las tierras hiperbóreas del Sagitario. Su Tratado de Cetrería

no sería, bajo este signo, sino un Libro de Horas vivido y contado bajo el encanto

permanente de los Cantos Pisanos, formando una especie de terceto mágico para mover

por el mundo de la guerra sin fin a los caballeros de la resignación. Su libertad es

inclinarse ante el poder eterno.

104

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

El Griego

Es El Greco uno de los personajes más complicados, más difíciles de entender, más

lleno de trampas vitales y artísticas de la historia de la pintura, porque lleva en sí una

carga de complejos a la que los críticos están desocultando a lo largo y a lo ancho de su

pintura, quedando la otra, los complejos vitales, al alcance de pocos, ya que escasos

testimonios nos han quedado de su existencia terrenal. Hay que suplir lo desconocido

con la imaginación, situándose uno al nivel desde el que el artista contempló un mundo

que fue su mundo. Es este el primer gran secreto de la vida y de la obra de Doménico

Theotocopulis. El segundo, al lado del misterio del yo, es el de la circunstancia, del

entorno vital en que se desarrolla el derrotero de un bizantino venido de Creta, estudioso

en Venecia de la pintura de su tiempo, tratando de buscar fortuna en Roma y anclando

su barca en el puerto de Toledo. Tercer misterio de este hombre que fue, en el fondo, un

exiliado, parecido a los que hoy abandonan el Este para volver a encontrar o para

conseguir su libertad en los puertos occidentales, todavía libres. El Greco no habló

nunca el castellano sin un deje traicionador de sus orígenes. Cuarto secreto: el amor por

Jerónima de las Cuevas. Habría que buscar otros, sin duda alguna, pero esto nos llevaría

quién sabe dónde y nos alejaría del objeto de esta investigación, que es la novela de

Jesús Fernández Santos (El griego, Ed. Planeta, Barcelona 1985), uno de los mejores

libros del autor, a menudo apasionante, escrito en un idioma rico, suculento,

representativo de los personajes que maneja con verdadera maestría, pero sin lograr

acercarse mucho al misterioso y secreto protagonista. Una gran novela, un verdadero

contacto entre el autor y su vasta progenie. Sin embargo, el genio tutelar, el héroe

titular, creo que se le ha escapado por entre los dedos. Fernández Santos ha realizado

una obra existencial, pero lo esencial del personaje sigue, sin tocar, en su sitio de antes.

Ningún novelista hasta la fecha ha logrado descifrar el misterio El Greco. Podemos

decir que la obra de Fernández Santos nos acerca al mismo, nos lo pone en plena luz,

nos lo esconde a veces, como en un juego de claroscuros, casi invitándonos a seguir

buscando. Diré más: ni siquiera los críticos especialistas han logrado analizarlo en su

integridad, lo han hecho pedazos, han descrito perfectamente estos fragmentos, pero no

he leído hasta ahora ninguna monografía esclarecedora en su conjunto. Y esto porque el

personaje sobrepasa quizá la posibilidad de acercamiento global de un crítico. Fue el

105

poeta Rilke el único capaz, en unas cartas escritas desde Toledo, de enfocar a la ciudad

y al pintor bajo una perspectiva reveladora, pero sólo fueron intuiciones, gritos de

alegría, en el marco de un proceso espiritual que estaba transformando la vida del poeta.

Entiende de repente lo que es España a través de Toledo, igual que El Greco hacía más

de tres siglos. Es lo único que he encontrado. Sí, ahí están los estudios de Cossío, de

Marañón, de Camón Aznar, pero la obra de un genio sobrepasa los peldaños científicos

del saber: estos no alcanzan a aquella. Este tipo de investigación es como un trabajo

preparatorio, el cual, a su vez, servirá un día de material bruto para que algún artista, un

escultor, un poeta o un novelista, y quizá un músico también, saquen su provecho

definitivo del montón de zócalos introductivos.

Del amor de Doménico por Jerónima no conocemos, por ejemplo, más que el fruto:

Jorge Manuel, y el retrato de la mujer, en “La dama del armiño” y en otros cuadros.

Según los historiadores, falleció poco tiempo después de dar a luz, porque desaparece

del mapa de Toledo y del de su marido. ¿Se habían casado? ¿Sólo habían convivido

algún tiempo en la calle de los Azacanes, cerca de la Puerta Nueva? ¿Acabó en un

convento? Sin embargo, Fernández Santos la hace vivir durante mucho tiempo, la hace

incluso sobrevivir al artista. Inventa un idilio entre Jerónima y Francisco Preboste, el

ayudante del Greco, un idilio frustrado sin duda, pero el escritor nos deja entender con

claridad que ella aceptaba la corte del discípulo italiano. Asistimos, incluso, a un

ostentoso juego de manos en el jardín, revelando cierta astucia por parte de la “Dama

del armiño” y cierto impudor. No me la imaginaba así, tengo que reconocerlo. Es lo

único que encuentra el autor para elaborar en su novela una indispensable (¿?) intriga

amorosa. ¿Qué necesidad tenía de ello? Me lo pregunto tímidamente.

El Greco es una figura histórica, digna, pues, de un retrato, y el novelista hace todo lo

posible por alejarse de su modelo. Lo coloca entre sus contemporáneos, lo que, hasta

cierto punto, contribuye a la formación del entorno orteguiano, pero rehuye el yo. Y

este entorno lo forman Jerónima (hablando todos en primera persona), Preboste, la

sirvienta María, Jorge Manuel, el mismo El Greco, un "cigarral", el nuevo discípulo

Tristán, etcétera, pero la época es mucho más que esto: Felipe II, Santa Teresa y San

Juan de la Cruz, Lope, Góngora, Cervantes, Juanelo, el Concilio de Trento y sus

consecuencias, la Invencible, el "Entierro del Conde de Orgaz" y toda la obra, la

inmensa obra del pintor que trata de condensar en ella lo más importante de la historia

que España desarrollaba ante sus miradas. Un nuevo Bizancio se estaba forjando aquí,

el proyecto culminó con Lepanto, prosperó, se vio fortificado por la conquista de

106

Portugal y hubiera cambiado la faz del mundo si España hubiese añadido a sus

territorios a Inglaterra y a su imperio en agraz. Pero el fracaso de la Invencible

distorsionó, o volvió a normalizar, el plan vital español. De Cervantes a Quevedo y a

Gracián no habrá más que llantos alrededor del magno desengaño. Es evidente que la

elite de entonces percibió las consecuencias de todo aquello, de Lepanto como del

hundimiento de las carabelas en el mar del Norte. La obra que el griego pintaba en

Toledo, una vez echado del Escorial, no es sino el testimonio de aquel esfuerzo

sobrehumano. Una epopeya que encontró a su Camoens en un pintor, pero de un modo

más sutil, más oculto, menos alcanzable para el publico cotidiano. "El entierro..." es la

culminación de un sueño que se frustra en la tierra para cumplirse en el cielo.

Creo que la novela de Fernández Santos es demasiado esquemática, desde este punto de

vista,. Hubiera tenido que dedicarle el doble de páginas, para poder aprehender en ella

el misterio de su protagonista, que plantea, además, desde el punto de vista de la

técnica, otro problema: nada mejor para un novelista que la primera persona, porque

crea de esta manera una comunicación fenomenológica, da cuenta, directa e

íntimamente, de lo que sucede en primer lugar dentro del personaje y sólo después fuera

de él. Lo real se configura alrededor nuestro a través de nuestra subjetividad. El resto es

literatura, o conocimiento marginal. El mundo objetivo es un mundo subjetivo. Y, en

este sentido, el Greco existe en primera persona en la novela de Fernández Santos. Pero

este yo genial viene como sumergido por la invasión permanente de otros mundos

subjetivos que añaden su propia historia a la del protagonista. Es como una enciclopedia

de sujetos que pretenden tratar, todos ellos, del mismo tema, el del griego: y sin

embargo no lo logra porque el drama de cada yo en parte oscurece al principal. Es así

como el idilio Jerónima-Preboste resulta apasionado y apasionante, merced al talento

del narrador, pero no añade nada al tema, añade incluso una duda, ya que resulta

inverosímil, inventado ad hoc para que el lector quede satisfecho. Pero, ¿qué clase de

lector? Es una pregunta. El asunto se fragmenta. El Greco no puede ser una obra, sino

sólo un ser mortal.

Desde dentro no nos aparece nunca, ni siquiera cuando el autor lo enfoca como un yo

más. Es, pues, a pesar de todo, una crónica exterior, muy bien llevada a cabo, porque el

libro se lee de un tirón y tiene páginas realmente logradas, y no podía ser de otra forma,

porque Jesús Fernández Santos es un escritor auténtico, pero el genio resulta como

aniquilado por el hombre de a pie, si es que lo hubo en este caso.

107

Decía en el primero de los artículos de la presente trilogía, que cada religión ha creado

su cultura y me refería sobre todo a los tres matices del cristianismo. España, la del

tiempo del Greco, hubiera podido rehacer la unidad perdida, incluyendo en su área

imperial a un Bizancio reconquistado (hazaña posible después de Lepanto) y a una

Inglaterra, bastión de la Reforma y del puritanismo más tarde. Europa hubiera podido

estar unida si España cumple con todas las promesas. El imperio romano cristianizado

fue el núcleo de aquel sueño, luego Bizancio, luego el imperio alemán de la Edad

Media. Pero intervino la separación entre Roma y Bizancio, luego la caída inevitable de

éste y, más tarde, la ruptura luterana. Roma, Rusia, los anglosajones otorgan matices

distintos a un fondo común al que tratamos desesperadamente de reconstituir hoy, a

través de instituciones laicas que no vienen al cuento. Por este motivo, el Greco es tan

grande. Su propio mundo interior, su cultura, su formación, su inconsciente colectivo

forman una personalidad que procede de muy lejos. Es el fondo helénico del pintor, al

que se sobrepone su catolicismo cretense, luego su presencia en Venecia y en Roma, y,

por fin, en Toledo, en un momento crucial de la historia europea, cuando España da al

mundo reyes, guerreros, descubridores, místicos, dramaturgos, novelistas, juristas,

técnicos, médicos, marinos que constituyen de por sí un imperio cultural, una

civilización, la primera de tipo realmente universal. El pintor asiste al desarrollo del

tymos castellano, del plan vital como decía Platón, su compatriota, y pinta por encima

de la imaginación del rey que forja el imperio pero quizá no lo comprende más que

como un amasijo territorial. Todo es tragedia en la vida del griego y nada se cumple, ni

el amor ni la ecumene. Sólo en "El entierro..." se realiza plenamente, tiene la certeza de

haber pintado una obra maestra, más grande que la Capilla Sixtina. Su fracaso, que rima

con el fracaso del tymos castellano, es grandioso, pero, de la misma manera en que

España crea un siglo de oro, que es toda una época de plenitud dentro de la cultura

occidental y, hasta en el fracaso, sigue engendrando genios, El Greco da con su siglo de

oro en la simbología, tan compleja y tan extraordinaria, de su "Entierro del señor de

Orgaz". Hay un paralelismo estremecedor, una correspondencia viviente entre un

conjunto nacional, en tensión universal, y el yo de un artista que, al coincidir con la

visión española del mundo, se vuelve pintor genial. Yo lo veo así. Fernández Santos lo

vio de otra manera y escribió un libro excelente, que va a encantar a muchos lectores,

por encima de mis disquisiciones de crítico quisquilloso e inmodesto.

Postdata: En la página 176 escribe el novelista: "no entiende que para mí, como para los

florentinos, la pintura es sobre todo color antes que dibujo..." Es un error fácilmente

108

corregible en futuras ediciones: el color es de los venecianos, Ticiano, Tintoretto,

Veronese, mientras el dibujo, las aristas separadoras, son de los florentinos.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1985

Tiempos y estilos

He tenido, desde que ha empezado el mes de junio, un sinfín de revelaciones y

de grandes satisfacciones artísticas. La alegría veraniega empezó con los cuadros de

Molina Sánchez, llenos de ángeles, ilustrando el itinerario de un pintor que parece

destinado a traducir en líneas y colores la pasión de Rilke por los mensajeros celestiales.

De repente, Molina Sánchez me aparece como uno de los más grandes pintores

españoles contemporáneos, reflejando, al mismo tiempo, una profundidad anímica y una

técnica dignas de todo lo que ha hecho hasta ahora y anunciadora quizá de futuros

milagros pictóricos. Pero también he podido admirar en una galería de nombre abulense,

en Galileo, 7, la exposición de Elena Ghiu y sus tapices tan llenos de luz y de

sugerencias que parecen como importados de otros mundos, mensajeros de algo que

trasciende la materia y los temas. Un auténtico gozo espiritual.

Pero fue el otro día, en la Iglesia de la Encarnación, donde he podido pensar en paz en la

armonía perfecta que los artistas establecen entre su tiempo y las formas que lo

representan. El conjunto musical Albicastro Ensemble ejecutaba obras del siglo XVI

(Landi, Monteverdi, Melij y Marini), luego del período siguiente (Bach y Haendel), con

ocasión de la edición de un disco (por la casa Ethnos) dedicado a los Lieder Espirituales

de Bach y algo se producía poco a poco dentro de la Iglesia. El Barroco cantaba ( a

través de la maravillosa voz de Rosa María Melister), sonaba y coincidía con el sentido

arquitectónico y místico del edificio. Me pasé dos horas escuchando, mirando y

meditando. Los compositores eran italianos y alemanes, el arquitecto y los pintores

habían sido españoles, pero habían vivido al unísono del tiempo, insertos en la misma

filosofía vital y en el mismo deseo de hacer arte sometiéndose al mismo estilo. Que es la

forma de un tiempo. Me hubiera gustado asistir, acto seguido, a la representación de un

Auto sacramental de Calderón, en el mismo sitio, bajo la misma luz. O que alguien me

leyera fragmentos del Criticón.

Mi imaginación vagaba debajo de la cúpula, se dejaba impresionar por los santos

109

barrocos, gigantescos en sus nichos medio protegidos por la sombra, trataba de dar un

sentido a las líneas y a los colores, mientras la música de Monteverdi,

extraordinariamente paralela, trágica y elocuente a la vez, o la de Landi, me permitía

otorgar al siglo XVII dimensiones de completez. Lo que veía y oía en aquel momento

convergía en un conocimiento global que era el de la época. Aquel tiempo tuvo un estilo

y la belleza del momento consistía para mí en descifrar las intenciones de los creadores

en el espacio y de los creadores en el tiempo, arquitectos y pintores, por un lado;

músicos, por el otro. Podía hasta imaginar los trajes de la gente, en un momento

parecido, situado tres siglos antes, gente de la Corte, contemporáneos de Felipe IV y de

Calderón, por ejemplo, contemplando las mismas pinturas y escuchando la misma

música, viviendo las mismas sensaciones que el público de mi tiempo. En apariencia los

problemas que cada uno llevaba dentro eran otros, pero, en el fondo, la obsesión de la

muerte, el miedo a la enfermedad, los intereses creados, la protesta de algunos ante los

abusos de los grandes, el conformismo de los cortesanos, el amor y los celos, todo este

conjunto de esencias eternas no había cambiado para nada. Éramos los mismos. Sólo

que los reyes y los grandes llevaban otros nombres y los trajes otro corte.

José L. González tocaba su clavidordio en un solo de Haendel (“Suite en re menor para

clave”) y mi mente mudaba de ropa a los espectadores, nos encontrábamos cinco o seis

decenios más tarde y, sin embargo, nada había cambiado. Algo en los trajes. Pero los

problemas seguían iguales a sí mismos desde los comienzos del hombre y del arte. Y yo

seguía encontrándome a gusto en aquel ambiente tan perfectamente descrito por el

pianista, con la ayuda de Haendel, claro está, y que dibujaba en el aire del oído las

mismas formas y las mismas tonalidades. La humanidad estaba saliendo del Barroco

para dirigirse hacia la locura del iluminismo y de la revolución. Pero nadie se daba

cuenta de nada, ni en la melodía ni en la pintura o la arquitectura. ¿O es que lo trágico

del Barroco no es sino la premonición de Voltaire y de la guillotina, del asesinato de los

reyes y de las carnicerías napoleónicas? ¿No está Goya en las mismas preguntas de

Calderón? Habría que esperar a Mozart y, sobre todo, a su Réquiem, para que lo trágico

esencial volviese a la superficie, anunciando, desde cerca, la magnitud del drama, al que

Beethoven otorgará acentos goyescos. Yo no quería pensar en aquello. En la tarde casi

veraniega, en la Encarnación milagrosa, donde cuaja todos los años, después de

licuefacerse, la sangre de San Pantaleón, menos en los años anunciadores de tragedias

nacionales, la belleza del estilo daba alas a mi placer de vivir.

110

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

Historia de una literatura trágica

Hay dos literaturas trágicas en el mundo, las últimas quizá: la soviética y la

hispanoamericana, dando cuenta de la historia actual de sus respectivos pueblos.

Mientras el bienestar, el conformismo, la transformación del escritor occidental en

cliente de lujo de la sociedad satisfecha, impide una relación auténtica entre la literatura

y el hombre y comercializa o endemoniza al esclavo de la usura, allí donde el ser

humano está encadenado, oprimido, internado en el gulag soviético o bien obligado a

asistir impotente a la difusión de la plaga bíblica de la subversión económica, el escritor

ha sustituido al héroe político y cuenta la tragedia cotidiana de los suyos Es la voz de

una miseria jamás alcanzada hasta ahora por el hombre, ni siquiera en sus peores

tiempos históricos. El exilio o el gulag, por un lado, la contemplación desde una falsa

libertad cívica, por el otro, otorgan a los escritores soviéticos y a los hispanoamericanos

unas posibilidades de desvelar la estatua de la verdad en tonos de tragedia, en una

especie de tiempo privilegiado, parecido hasta cierto punto a la época en que los griegos

sacaban los mismos matices de los terrores humanos ante lo desconocido y ante la

inclemencia del destino. Podríamos decir, pues, que pocos novelistas de la segunda

mitad del siglo XX hayan sabido bajar a las profundidades de este infierno como lo han

hecho Pasternak, Bulgakov y Solzhenitsin (sin hablar de los exiliados, que forman otro

frente, paralelo, de esta lucha en el nombre de la salvación de la esencia), y, desde la

otra perspectiva, los grandes hispanoamericanos que se sitúan en algo así como un Big

Bang de su propia literatura desde el mismo momento en que empiezan a separarse de la

simple protesta política y a expresar lo humano concentrado en el drama representativo

y simbólico de sus colectividades.

Ningún historiador literario se ha atrevido hasta la fecha a presentar las dos literaturas a

las que aludo más arriba bajo este aspecto, que es el auténtico, puesto que son

historiadores occidentales, engarzados en el conformismo, pero lo curioso es que ni

siquiera dentro del espacio hispanoamericano, donde el novelista se atreve a hablar y a

revelar, los especialistas han sido capaces de interpretarlos al debido nivel existencial.

Casi todos ellos provienen del espacio crítico de las universidades norteamericanas,

donde la novela del Sur es interpretada al simple nivel de la protesta social, del realismo

mágico y, en líneas generales, de interesadas, subjetivas e inauténticas posiciones

111

marxistas o estructuralistas, falsificadoras de la realidad literaria. Sin embargo, libros

como Pedro Páramo, El siglo de las luces, La guerra del fin del mundo e Historia de

Mayta y también Tres tristes tigres pueden ser contemplados hoy en su luz verdadera,

por encima de partidismos, caprichos críticos y prudencias universitarias. En el marco

defraudante de la interpretación, el libro del profesor italiano Giuseppe Bellini, Historia

de la literatura hispanoamericana (editorial Castalia, Madrid 1985), aparece como un

primer esbozo, desde Europa, destinado a situar lo hispanoamericano en su justo nivel

de vida. No es que se trate de una historia tan atrevida y real como yo la planteo en esta

crónica, pero sí de un intento, por lo menos, destinado a acabar con mucha falsa leyenda

y con algunos falsos mitos. Es evidente que una literatura tan vasta no puede caber en

menos de setecientas páginas y que, lógicamente, ninguno de los autores tratados por

Bellini llega a tener en el libro un retrato exhaustivo, pero esta sería tarea de los

exegetas monográficos o de los historiadores nacionales. Resulta difícil hablar de

Carpentier de Vargas Llosa en cuatro páginas y de Cortázar en tres, pero es este el rigor

limitativo al que se somete el historiador de tan magna empresa. Se trata de enfocar más

de veinte literaturas a lo largo de más de cuatro siglos y el esfuerzo puede resultar

agotador por demasiado sintético. Y es lo que le sucede a Bellini a pesar de sus buenas

intenciones. Sin embargo, merecía la pena saltar por encima de los prejuicios y escribir

una historia así. Libro, pues, más que meritorio, quizás único en su objetividad, a

menudo entusiasmante desde el punto de vista del observador sine ira et studio.

En la misma Introducción encontramos estas frases reveladoras. “No me cansaré de

repetir que la verdadera función misionera de España, descontada la inevitable tragedia

de la conquista, con sus dolorosas consecuencias, y la frecuente incomprensión ante lo

diferente, fue la conservación esencial y la valoración de un inmenso patrimonio

cultural indígena, mérito extraordinario de las órdenes religiosas a cuya obra inteligente

debemos todos nuestros conocimientos del mundo precolombino.” Y más adelante: “Lo

que importa, habida cuenta de los datos con que contamos, es poner de relieve que gran

parte de la esencia cultural del mundo aborigen se ha salvado y acabó confluyendo

como componente decisivo en la espiritualidad hispanoamericana, no en discordia, sino

en productiva síntesis, manifestándose legítimamente en una lengua sin lugar a dudas

importada, pero que sirvió para unificar la expresión del continente y, sobre todo, para

insertar su presencia cultural en un concierto mucho más amplio.” Pensamientos que

contradicen a los indigenistas politizados, cuyas conclusiones demenciales encontramos

en el Canto General de Neruda y en la pintura, cada vez más afeada por el paso

implacable del tiempo, de Diego Rivera y Siqueiros. Bellini logra definir de esta manera

112

el descubrimiento, que fue una inmensa acción destinada a insertar un continente

separado en el área cultural de Europa y, por ende, de la humanidad. Y fue la España

religiosa la que preservó los monumentos culturales incaicos o aztecas y mayas y que

fundó universidades desde mediados del siglo XVI. La magnitud en lo bello y lo

universal de la literatura hispanoamericana actual no es sino la continuación de aquel

acto fundacional, mientras la decadencia política no es más que una separación del

mismo.

El primer capítulo de la Historia de Bellini es dedicado a la literatura precolombina, la

náhuatl y la maya, en la zona azteca de la conquista, y la de los incas en el hemisferio

austral. Poesía religiosa y metafísica, sobre todo cantando la sumisión del hombre a los

dioses, pero también la angustia kierkegaardiana ante la dureza inexplicable de

Quetzalcoatl o hasta de la diosa madre y ante la presencia eterna de la muerte. Escribe

Bellini: “El mundo náhuatl y el mesoamericano están dominados por la presencia de la

muerte, y no es extraño que esta domine, junto con la influencia hispánica, y sobre todo

Quevedo en el ámbito literario, incluso la poesía contemporánea de estas regiones,

especialmente la mexicana.” Hay quien cree en una vida más allá de la muerte,

destinada a la felicidad (“Dicen que en buen lugar, dentro del cielo/ hay vida general,

hay alegría”), pero hay quien piensa que el más allá no es sino la nada. Es la duda

precristiana, presente en casi todas las religiones llamadas paganas, cuyos fieles han

vivido en todas las latitudes esta incertidumbre de la que han sido liberados por el

mensaje del Nuevo Testamento. Y hay una poesía heroica en la que el poeta canta a los

príncipes de antaño y lamenta la decadencia de los héroes actuales y su afeminamiento y

su decadentismo, lo que explicaría, por lo menos en parte, la derrota espectacular ante la

embestida de la nueva civilización española.

Estas antiguas resonancias brotan, por encima de los siglos, en la literatura

hispanoamericana actual y encontramos su filosofía en Miguel Ángel Asturias, alejo

Carpentier, García Márquez o Juan Rulfo, entre otros. Sí, está presente en ellos, como

bien lo observa Bellini, el influjo de Valle-Inclán, de Quevedo y del surrealismo, pero

hay como una vuelta al mundo mágico precolombino en poetas y novelistas y que se

combina felizmente con lo español y lo europeo. Sería este todo un tema para futuras

reflexiones. ¿Hasta qué punto el retorno –como el retorno humanista en Italia por

encima de la Edad Media cristiana- ha sido libertador? O, en otras palabras: ¿Cuál

puede ser el destino de los trescientos millones de hispanohablantes una vez liberados

del catolicismo y de lo español y entregados a la libertad mágica de sus comienzos? ¿No

113

es más bien incaico o azteca el presidente de El otoño del patriarca? ¿No era mejor el

Paraguay de los jesuitas que el de los demócratas seudoeuropeos? ¿Cuál ha sido el

factor o los factores que han determinado un cambio profundo, y no para bien, de los

pueblos hispanoamericanos durante el siglo XIX? ¿Tiene razón Sarmiento en su

Facundo, criticando la herencia española, o José Hernández en Martín Fierro,

alabándola? ¿Y cuál, por fin, han sido los frutos de las llamadas revoluciones, como la

mejicana, hundiendo a todo un pueblo en la miseria y las tinieblas precolombinas? La

falta general de una elite política, ante la presencia de una elite intelectual de primera

magnitud, capaz de enderezar el destino de los argentinos, por ejemplo, puede achacarse

al Renacimiento humanista, para no llamarlo de otra manera, que ha desencializado la

psique de todos los pueblos hispanoamericanos y, de manera espectacular, a los

argentinos. El colonialismo no ha sido aún desterrado y es posible afirmar, a través de

los acontecimientos actuales, que, en realidad, ha empezado a comienzos del siglo XIX,

en el mismo momento de la independencia. La literatura hispanoamericana, bajo sus

aspectos más grandiosos y a través de sus novelas más desgarradoras y auténticas, no

serían sino el espejo de esta tragedia.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Contra toda esperanza

El poeta Osip Mandelstam nació en 1891 y desapareció en 1938, año en que,

desde el gulag donde lo habían enviado los comisarios de Stalin, dejaron de llegar

noticias suyas a la mujer que lo esperaba en Moscú. Desapareció como tantos otros,

poetas o no, en la noche del materialismo dialéctico, llevando consigo poemas,

desengaños y esperanzas. La revolución rusa, montada en premisas intelectuales,

embrujó a escritores y artistas a principios de este siglo, a Boris Pasternak entre miles, o

al filósofo Nicolás Berdiaev, al novelista Zamiatin o al futurista Mayakovski y a los

representantes de la escuela poética campesina, como Esenin, y al mismo Máximo

Gorki. Todos ellos, sin excepción alguna, perecieron en los campos de concentración o

se suicidaron, algunos lograron exiliarse, otros prolongaron su agonía hasta después de

la muerte de Stalin cuando, al primer gesto de rebeldía, como Pasternak con su Doctor

Zhivago, fueron sometidos a los ataques más inmundos y degradantes por los meninos

del régimen, y perecieron abatidos por su propia desesperación. Este período de la

historia humana, que empieza en 1917 y no tiene ganas de abandonar el escenario, es el

más triste de todos los tiempos, porque ningún otro régimen, ni el de la dominación

tártara en Rusia, logró humillar al ser humano hasta tales extremos ni asesinar en su

114

alma cualquier brote de esperanza. Cuando alguien preguntó a Verlaine si creía en la

existencia del demonio y, si era así, cómo se lo imaginaba, dijo: “Es un cuarentón

apuesto y elegante que habla italiano con acento ruso”. Lo que era, en el fondo, toda una

profecía.

En su libro conmovedor, lleno de testimonios de primera mano, Nadejda Mandelstam,

la viuda del poeta desaparecido hace tanto tiempo, trató de contar los acontecimientos

que preceden al arresto de su esposo, y todo lo que ella emprendió para tratar de

salvarlo, después de su marcha hacia Siberia. El libro fue publicado por primera vez en

inglés, en 1970, fue traducido al francés por las ediciones Gallimard, en 1972, y aparece

ahora, vestido de castellano, en Alianza Editorial (Madrid, 1984). Los acontecimientos

hablan de por sí. El 13 de mayo de 1934 es arrestado por primera vez el poeta; el 17 de

agosto de 1934, unos meses después, tiene lugar en Moscú el primer congreso de los

escritores soviéticos, acompañado por los bombos y platillos del régimen, dispuesto a

demostrar la adhesión de los escritores de todo el mundo a la nueva versión de la

tartaridad ruso-soviética. La historia de esta adhesión es la de una traición. Todos sabían

lo que estaba sucediendo en la URSS, los campos de exterminio, el suicidio de los

poetas, el hambre del pueblo, el tiro en la nuca, el imperialismo más desenfrenado, la

edificación de un Estado totalitario basado en la mentira y el espionaje, el crimen y la

angustia. Decenas de escritores fueron a visitar el paraíso de sus esperanzas y volvieron

hechos polvo por la desilusión: Panait Istrati, André Gide, Knut Hamsun, Henry

Béraud, Stephen Spender, Arthur Koestler, Ignacio Silone, entre otros. Pero esto no

impidió a Luis Aragón transformarse en miembro del comité central del partido

comunista francés, ni a Bertold Brecht seguir en su prosopopeya marxista, ni a Pablo

Neruda o a Rafael Alberti tener una conciencia sin remordimientos. Tan panchos, los

escritores occidentales aceptaban premios Lenin o Stalin, visitaban aquello como si se

tratase de las Bermudas, regresaban a sus países y seguían en sus temibles treces. A

ellos dedica Nadejda Mandelstam, al final de su autobiografía, este párrafo desgarrador:

“Cuando veo los libros de los Aragon de toda clase, que pretenden dar una lección a su

propio país enseñándole a vivir según nuestro ejemplo, pienso que estoy en la

obligación de dar a conocer mi propia experiencia, yo también. ¿Con qué fin había que

enviar convoyes interminables de condenados al Extremo Oriente y, con ellos, al

hombre que yo amaba? Mandelstam solía decir que “ellos” sabían perfectamente lo que

hacían: no sólo destruían al hombre, sino también al pensamiento.”

Palabras sin posibilidad de réplica y que ponen de relieve dos consecuencias tan

115

irreparables como aquellas muertes. En primer lugar, al entrecomillar la palabra “ellos”,

la viuda del poeta da nombre a la distancia que separa, hoy todavía, después de tantos

decenios, al gobierno del pueblo. “Ellos” son, en la URSS, como en cualquier otro país

socialista, el partido, el comité central, los que se han separado de la colectividad, los

que la oprimen y la agostan. Nunca, en la historia, nos encontramos con un hecho

parecido. Es una minoría invasora, extraña completamente, situada fuera del alma

colectiva, que está ahí como por milagro, como una pesadilla, y que un día desaparecerá

del mismo modo en que ha aparecido. La llamada “nomenklatura” es el meollo de esta

extranjeridad, confundiéndose el “ellos” tanto con esta clase reducida, como con el

partido en general. En segundo lugar, se trató y se trata todavía de la destrucción del

pensamiento. El homo sovieticus es capaz de cualquier cosa menos de pensar. Tal es así

que los únicos intérpretes valederos del maremagnum ideológico marxista son algunos

pobres filósofos occidentales, que ya no saben qué hacer con aquella masa de

deducciones inútiles, fuera de juego y de actualidad, podridos hasta en sus intenciones

proféticas, pero pensamientos al fin y al cabo. En la URSS no hay quien interprete hoy

la doctrina del “maestro”, porque el pensamiento ha sido erradicado, ya desde los años

treinta, cuando el congreso de los escritores y la desaparición de Mandelstam. De aquí

también la imposibilidad soviética de inventar, de crear, de descubrir, de pintar y de

escribir y la necesidad cada vez más apremiante de confundir la Academia de las

Ciencias de Moscú con un despacho de la KGB. Bien provisto de dinero y espías, el

régimen de “ellos” roba en el extranjero lo que el cerebro soviético es incapaz de

imaginar. Y cuando uno piensa que es éste el camino de todos los países que empiezan

por ser socialistas en broma, y luego se vuelven socialistas en serio, como Cuba, o como

Chile con Allende, el párrafo de Nadejda se vuelve más correctamente profético que

todo el Capital y el Manifiesto Comunista juntos.

Pero el libro es interesante no sólo porque pone el dedo en la llaga comunista y hace

brotar sangre de la realidad, tal como Nadejda la ha vivido alrededor del drama de su

marido y de sus inútiles esfuerzos para salvarlo del campo, sino también como

documento de historia literaria, ya que encontramos en sus páginas retratos muy

logrados de Mayakovski, de Gorki, de Acmátova, de Merejkovski y de tantos otros que

forman la primera fase de la literatura soviética, escritores nacidos antes de la

revolución, embrujados por ella y tratando, durante los años veinte y treinta, de

sobrevivir al desastre o de morir fuera del mismo. Hay una escena de Gorki que pone de

relieve el carácter algo primitivo del novelista, que morirá asesinado por Stalin, después

de sus años de exilio y de resistencia en Alemania e Italia. (En un capítulo de mi libro

116

Literatura y disidencia, Madrid, 1980, cuento la historia del cambio dentro de la

conciencia de Gorki y de su trágica muerte.) Eran los primeros años después de la

revolución y Gorki ejercía de presidente de la Unión de los Escritores. Mandelstam

había regresado a Moscú de un viaje a Georgia y Crimea, había sido arrestado y

liberado dos veces y ya no tenía con qué vestirse. Y no se podían comprar vestidos sino

consiguiendo un ticket oficial, ya que todo estaba racionado. Y era Gorki quien firmaba

los tickets para los vestidos destinados a los escritores. Cuando alguien se le presentó

para pedir un ticket para Mandelstam, para un pantalón y un jersey de lana, tachó la

palabra pantalón y dijo: “Ya se arreglará sin ello...” Nadejda cree saber que este gesto,

tan poco amistoso, se debió al hecho de que el naturalista Gorki, bastante simplista en

su ser como en su literatura, no comprendía la sutil poesía de Mandelstam, poeta

simbolista difícil de leer para quien no tenía la preparación y la sensibilidad necesarias.

Es posible. También Kazantzakis en su libro de recuerdos relata una visita que hizo a

Gorki, acompañado por Panait Istrati, mal recibidos por el presidente de la Unión de

Escritores Soviéticos, considerados los dos como dos vagabundos peligrosos para el

régimen y la ideología. Istrati fue un anarco, como lo hubiera definido Jünger (y no un

anarquista, que es distinto, ya que el ismo implica una adhesión a un cuerpo organizado)

y el recibimiento del autor del Asilo de noche constituyó uno de los mayores

desengaños de su vida.

Una trágica historia, como lo es siempre la de la muerte de un poeta. Con la

desaparición de Mandelstam y los inútiles esfuerzos de su mujer para salvarlo, concluye

la época de la última libertad para lo escritores y artistas en la URSS. Simbolistas,

futuristas, acmeístas, poetas campesinos, novelistas neorrománticos y futurólogos, ven

cortada su posibilidad de crear y la literatura se hunde en el caos color de rosa del

realismo socialista. La época de Stalin representó el apogeo de aquella sumisión

desesperante y anuladora. Después de la muerte del demonio innominato, como llamaba

Manzoni al malo de sus Novios, a pesar de los nuevos tipos de censura instaurados por

Kruschev y sus sucesores, la literatura empezó a resistir, contra toda esperanza oficial.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Víctor Hugo y la revolución libertadora (y II)

La posición de Víctor Hugo en Francia ante el romanticismo y ante Baudelaire, bien

puede ser comparada con la de Carducci, en su contemporaneidad y su oposición a

117

Manzoni. Hasta cierto punto, claro está, porque cada una de las literaturas europeas, en

el XIX, igual que en otros siglos, corre cada una por sus rieles característicos. Sin

embargo, el influjo del autor de la Leyenda de los siglos ha sido grande sobre el cantor

del enemigo más feroz del católico Manzoni, en varias manifestaciones pero sobre todo

en su Himno a Satanás (1863), poema que transforma a Carducci en un poeta “pagano y

cívico”, dos conceptos que resumen perfectamente las dos fuentes de su inspiración e

itinerario, el paganismo por un lado y su adhesión al fenómeno revolucionario, por el

otro. Fue uno de los patriotas del siglo pasado, fundador de una Italia que se quiso a sí

misma liberada de todos los prejuicios del pasado e inserta en la aventura embriagadora

del progreso, cuyo símbolo iba a ser tanto en Italia como en la Francia de Víctor Hugo,

el Prometeo cristiano, por así decirlo, continuador de la revolución de 1789 y de la de

1848: Satán, que es, para Hugo sobre todo, el ser desgraciado e infeliz cargando en sus

espaldas el destino del hombre, héroe del progreso y del eterno exilio. Es verdad, en este

sentido, que el exiliado de Guernesey, en su máximo poema, citado más arriba y, sobre

todo, en El fin de Satanás, confundirá conscientemente su propio exilio con el de todos

los seres humanos y con su síntesis eterna, es decir, con Lucifer.

Es dentro de esta visión del romanticismo donde nos resulta explicable el hecho de

poder definir a Víctor Hugo como a un poeta de una incertidumbre, opuesta a la

certidumbre de Dante, por ejemplo, poeta medieval y católico, en un tiempo lleno de

santos y poetas, como diría Papini, mientras el siglo XII sería el escenario de una batalla

entre los santos, por su cuenta, y los poetas, por la suya. Algo nuevo tendrá que ocurrir,

a principios del XX, para que la antigua alianza volviese a ser posible.

Lo que sorprende al lector objetivo de los libros de aquella época, que casi coincide con

la biografía del vate francés, es la actualidad permanente, la impresionante

contemporaneidad de Los Novios, de Manzoni, al que Carducci trata de destruir en su

furia progresista y atea, en contraste con la pobre retórica, casi ilegible, profundamente

separada de cualquier actualidad, representada por la poesía y la prosa del autor del

Himno a Satanás. Mientras a Manzoni se le sigue leyendo con pasión, generación tras

generación, y sus personajes son tan populares en Italia como los del Quijote aquí, los

versos de Carducci pertenecen a un museo de la literatura cada vez más alejado de

nosotros y hasta del interés de los italianos más ilustrados. Es un mito casi, pero con

prótesis. Tan inaguantable, tan superficial y tan vacío y retórico como el poeta Víctor

Hugo, y pido perdón por mi atrevimiento: es que acabo de salir del mar de los sargazos,

que es La leyenda de los siglos y El fin de Satanás, más bien seco que mojado. Aquello

no hay quien lo aguante. Y es preciso decirlo en este momento de revisión en la cumbre

118

que nos brinda este primer centenario de la muerte del poeta, fallecido en olor de

santidad progresista, pero vuelto a enterrar por sus mismos lectores, iluminados por la

perspectiva y la evolución del gusto estético que nos regaló el siglo que nos separa de

aquella fecha. Hay como un segundo entierro, tanto en Francia como en el resto del

mundo y, sin lugar a dudas, de su nueva sepultura nunca volverá a molestarnos el genio

de Hugo, porque nada queda de los monumentos, todos ellos lúgubres en su falso

optimismo, que edificó a lo largo de un siglo amante de los sepulcros. Y si planteamos

el problema desde el punto de vista de una literatura comparada, siempre salvadora, nos

encontramos con “Baudelaire le trop chrétien”, como lo llamó un crítico, cuya poesía y

cuya prosa resisten la gran prueba de la lectura con tanta eficacia como Los Novios,

obras realmente representativas de lo que nunca muere, de aquella veta de la

certidumbre en que tantos poetas han sabido colocarse por puro ingenio intuitivo, que es

la forma del genio de situarse en el centro de la vida. Y ya que hemos mencionado aquí

la palabra genio, bastaría leer las páginas que Víctor Hugo dedica a los genios y a su

imposible definición dentro de sus pobres limitaciones y su total imposibilidad de

comprensión filosófica, para darnos cuenta de lo justificado que resulta todo lo que

hemos dicho más arriba. Cervantes, por ejemplo, en uno de los capítulos del William

Shakespeare, es un “genio bufón”, imitador y continuador de Rabelais y artista del

Renacimiento. Y lo que dice del “gran arte” de los genios, en el mismo segundo

capítulo de su penoso ensayo, puede ser erigido como monumento a la mediocridad

universal puesta en circulación por un romanticismo que no tuvo, por lo menos en

Francia, la misma suerte y el mismo desarrollo que ha conocido en Alemania.

¿De dónde procede esta fulminante mediocridad? En un estudio dedicado a Víctor

Hugo, poeta de Satanás, (París, 1946, reimpresión en Ginebra 1973), Paul Zumthor

define la obra de Hugo como “una poesía de la cantidad” y esclarece de la siguiente

manera su definición, algo sorprendente para un crítico de hoy: “es en una

comunicación dionisíaca con la masa como Hugo busca la liberación”. Mal asunto,

evidentemente, y sobre todo desde las perspectivas que la ciencia como la filosofía y la

literatura de nuestro tiempo han propuesto a todas las técnicas del conocimiento,

incluida la poesía. Estamos sobrepasando los límites fatales de lo que Guénon llamaba

“el reino de la cantidad”. No es posible enfocar al ser humano y a su tragedia desde el

punto de vista de la cantidad y Víctor Hugo, como fiel representante de la filosofía de su

tiempo (mal digerida además), no pudo ser otra cosa. Ni Baudelaire ni Rimbaud cayeron

en la trampa, y tampoco Verlaine ni aquel raro representante del romanticismo, quizá el

único auténtico en Francia, que fue Gérard de Nerval, a pesar de sus dificultades vitales

119

y poéticas. En segundo lugar, pero dentro del mismo falso enfoque, Víctor Hugo está

convencido de que la Revolución Francesa había sido el primer intento libertador de los

seres humanos, cuyo símbolo supremo había sido la Bastilla y cuyo héroe secreto era

Satanás, el genio exiliado, el amigo de los hombres, el ilustrador cuya estatua se puede

contemplar todavía en el Retiro madrileño, como ejemplo victor-hugoliano de una de

las épocas más decadentes de la historia de España. Pero amigo de los hombres es el

poeta también, considerado por Hugo como un profeta, creador y defensor de religiones

y cuya imagen moderna era el autor de Los miserables en persona.

Solo, sin hallar la salida y sin ver la claridad,

Palpo en la noche este muro, la eternidad.

“Durante estos instantes, escribe Zumthor, Hugo se siente, literalmente, maldito en su

genio, exiliado de toda obra humana; vive el infierno en toda su riqueza interior. El velo

de los símbolos se deshace, toda fabulación épica es en aquel momento interrumpida:

Satanás es Hugo en persona.”

Satán significa en hebreo “enemigo”, y demonio en griego, “el calumniador”. Las

palabras hablan de por sí. Es posible que este sea el ser más desgraciado del universo,

como lo considera Papini en su obra Il Diavolo (Florencia, 1953) y siendo así, desde el

punto de vista del cristiano, tendríamos que amar al Adversario. Además, Dios, en su

misericordia, acabará un día por perdonarle, ya que es lógico y justo perdonar y amar a

nuestros enemigos. Pero, ¿es esto correcto desde el punto de vista teológico? Sabemos

las dificultades que ha tenido Papini al publicar su libro. En una nota que escribí al final

de su famoso ensayo, decía yo entonces: “Príncipe de la tierra (refiriéndome al

demonio), pero no de otros planetas. El diablo será vencido o convertido en el momento

de la llegada de los extraterrestres.” Bradbury habla en uno de sus relatos, en El hombre

ilustrado, de la presencia de Cristo en un planeta lejano ocupado por los hombres, pero

nunca del Enemigo, lo que comprobaría mi intuición. Papini fue, sin duda alguna, un

conocedor de la obra de Víctor Hugo, como de la de Carducci o de los dibujos y versos

de William Blake, como del Paraíso perdido, de Milton, primera exaltación moderna

del Calumniador. Hay un tono neorromántico en la obra ensayística como literaria del

florentino, que se refleja en todas las páginas del Juicio Universal y que constituye el

matiz más deteriorante en su herencia. Algo de Víctor Hugo y de Carducci, podríamos

decir, dentro de un gigantismo muy toscano y muy romántico a la vez. Pero mientras

Papini no acepta ninguno de los mitos revolucionarios y resucita en Italia el catolicismo

120

dinámico y revivificante de Manzoni, apartándose esencialmente de todo falso

progresismo, resulta difícil encontrar en Víctor Hugo un punto de apoyo regenerador.

Además, sabemos, a través del ensayo de Zumthor como de otros, que la Revolución

fanatizaba y fascinaba a su mayor cantor (véanse las páginas de Los miserables)

precisamente por haber sido francesa. Hasta ese punto llegaba el humanitarismo del

poeta, puro chauvinismo deletéreo, cada vez más contraproducente a lo largo de los

decenios. Confundir la rebelión de Lucifer contra Dios con la rebelión de los burgueses

contra Luis XVI y afirmar que Alejandro Magno y Luis XIV hubieran sido otra cosa si

no se hubieran dejado conducir por dos “imbéciles”, por Aristóteles y Bossuet,

respectivamente, constituye una buena prueba de la manera en que Víctor Hugo lograba

entender la Historia y eliminar de ella de un plumazo, a los que no coincidían con su

imagen de la política como revolución y de la teología como sociología. Pues ahí está la

actualidad de nuestro vate, que logra fundamentar una posición, la de los teólogos de la

liberación, de las sectas sometidas al encanto del Calumniador, de todo el mal que

siembra confusión, odio e incomprensión en las últimas provincias del desierto de los

tártaros.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

El secreto del Escorial

No me va a resultar fácil desvelar aquí el secreto del Escorial. Por el otro lado, nada

menos complicado que esta tarea, porque el mismo constructor del monasterio-palacio,

Juan de Herrera, lo ha explicado en su libro Discurso de la figura cúbica, en cuyas

121

páginas el arquitecto santanderino nos revela la idea encerrada en los fundamentos de su

obra maestra. Sin embargo, ni este texto es de amena lectura, debido a las correlaciones

filosóficas, matemáticas y teológicas que implica, ni se le ha ocurrido a nadie colocar

aquel monumento en la base de una de las vanguardias europeas de principios de siglo,

el cubismo, a pesar del visible parentesco que podemos en seguida establecer entre el

uno y el otro. Vayamos, pues, por partes.

Es imposible, en primer lugar, enfocar, estudiar y tratar de comprender cualquier obra

arquitectónica del pasado –un templo griego, una pirámide egipcia o maya, una catedral

gótica, un palacio del siglo XVII- sin haber aprehendido antes el sentido de lo sagrado

que los envuelve, los justifica y hasta los explica desde el punto de vista del mester

arquitectónico. El hombre vivía en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, tratando

de imitar a los dioses y a sus moradas, o a Cristo más tarde. La naturaleza estaba

empapada de lo sagrado, cuya presencia está viva en todas las manifestaciones del

hombre, desde la más remota existencia prehistórica hasta el siglo XVIII, cuando esta

huella se pierde junto con la fe. El materialismo separa al hombre de lo sobrenatural, la

casa, el ayuntamiento, el palacio se vuelven profanos, y hasta los templos son erigidos,

y las iglesias protestantes son prueba de ello, sin ninguna relación con la tradición y, por

ende, con lo sagrado. El templo es una sala donde se reúnen los fieles para escuchar los

comentarios del pastor y cantar juntos, en una comunión anímica donde la presencia de

Dios, como sucede en el misterio católico de la misa, no es requerida y tampoco

imprescindible. Pero, por encima de todo, el templo protestante no se construye

teniéndose en cuenta la relación que el arquitecto de la catedral de Toledo, de Chartres o

de Santa Sofía establecía entre Dios y el lugar construido por el hombre donde su

presencia podía mejor manifestarse, y donde ciertas reglas muy antiguas hacían del

templo el hábitat mismo de la divinidad, su sitio preferido. Esta preferencia tenía un

ritual, el de los gestos y palabras del sacerdote, dentro de una construcción establecida y

edificada según los principios de una ciencia tradicional concentrada en lo sagrado.

El Escorial, terminado en 13 de septiembre de 1584, hace exactamente cuatro siglos, fue

pensado por Felipe II y por su arquitecto como un centro sagrado, una iglesia en medio

de un convento, y como un centro político, el de un imperio cristiano, cuya sola

superioridad reconocida era Dios. Lo uno se imbricaba en lo otro. Esto planteó desde un

principio unos problemas de ardua solución, y fueron resueltos, en permanente

colaboración entre el soberano y el artista, durante los veintiún años que duró la

construcción, tiempo récord para la época. El conjunto señala tres direcciones, ya que,

122

en primer término, indica hacia el pasado, puesto que la parte inferior es una cripta y da

cuenta del contacto permanente entre el rey y lo que Jung llamaba “el alma de los

muertos”, el inconsciente colectivo y la presencia real, el espíritu de los antepasados

colaborando con el soberano presente; el palacio miraba hacia la administración,

enfocada y anhelada como perfecta de las cosas presentes, de la tarea política y

administrativa, del inmenso imperio, primer experimento moderno de un Estado

universal, con todos los problemas que esto planteó al rey y a sus secretarios; mientras

el templo y el convento elevaban hacia arriba sus torres y sus plegarias, como pidiendo

para un futuro mejor, de los cuerpos y de las almas, tanto del rey, de los monjes y de la

corte como de todos los súbditos.

Para que esta triple tarea fuese posible, Juan de Herrera escogió la forma del cubo,

considerado como perfecto, inspirado en la doctrina expuesta por Raimundo Lulio en

el Ars Magna, basado a su vez, en las antiguas doctrinas de los matemáticos y filósofos

antiguos, como Pitágoras y Platón, cuya geometría tenía que inspirar a los hombres el

sentido de la integración de las formas en un conjunto armónico llamado cosmos, lo

contrario del caos. El arte de vivir consistía, pues, en saber integrarse dentro de un

orden (cosmos significa orden), siendo el sentimiento de la plenitud el resultado de

dicha integración. Es precisamente la idea que domina tanto el proyecto del Escorial

como el escrito de su constructor. Y es, en efecto, un sentimiento de plenitud el que

embarga al espectador del edificio, y, más todavía, al turista curioso que penetra dentro

de aquel orden, cuyas coordenadas geométricas están formadas, como escribe Juan de

Herrera, por las dimensiones mismas del cuerpo cúbico, “longitudinal, latitudinal y

profunditudinal”. De esta conjunción en el cubo de las tres dimensiones citadas mana el

“infinito y misterioso reposo”, o requie característica de un palacio donde el rey tenía

que poner a su espíritu en relación con el cosmos, con el fin de mejor gobernar a los

suyos. Lo político se insertaba, de este modo, en una operación “perfecta y plenitudinal”

que no tiene, como escribe Herrera, “ni falta ni sobra”.

Pero hay más. Si el cubo era la forma perfecta, desde el punto de vista geométrico, para

los precristianos, se vuelve símbolo del misterio fundamental del cristianismo: las tres

dimensiones de esta forma sin fallos corresponden a las tres entidades de la Santísima

Trinidad. Sólo el cubo contiene las tres dimensiones; de ahí la forma del edificio que

proyecta sobre la sierra de Guadarrama la silueta de un cubo. Sin embargo, contemplado

desde arriba, a vista de pájaro, resulta fácil reconocer en el trazado interior de los patios

la parrilla en que fue martirizado San Lorenzo, y es otro de los símbolos del edificio,

123

puesto que la batalla de San Quintín (1557) fue conseguida el día del santo mártir, y la

construcción se hizo como recordatorio y agradecimiento. Pero contemplado desde

cualquier ángulo y perspectiva horizontal, el Escorial aparece como un cubo,

concentrando en su ser de piedra símbolos religiosos, guerreros, místicos, geométricos y

morales, a los que hay, forzosamente, que añadir, desde el punto de vista psicológico, el

sentimiento de plenitud, cargado, en este caso, de significados políticos evidentes. Lo

curioso, lo que, al mismo tiempo, comprueba la intención de Herrera y del rey, es que,

una vez entrado dentro de aquel misterio de granito, cualquier persona experimenta una

metanoia, una transformación a veces sobrecogedora. Lo exterior incide en lo interior,

el edificio, como en las catedrales góticas o como en el palacio y el parque de Versalles,

repercute en el alma del transeúnte. El hombre, rodeado por formas empapadas de

intenciones, se aparta de su desorden, y, sin darse cuenta, se deja participar [sic] en un

microcosmos, imagen y síntesis del equilibrio macrocósmico. Las pirámides, también

tridimensionales, ejercen, según los especialistas, la misma influencia benéfica sobre los

que se colocan dentro de sus coordenadas de armonía. El buen gobierno era, en aquellos

tiempos de concordancia tierra-cielo, un arte y una técnica de las que el gobernante

normal, quiero decir, sano de mente, tenía clara conciencia. El emperador, como el Papa

y como todos los príncipes de la cristiandad, formaba parte de una societas que se

movía aquí abajo, pero cuyas responsabilidades venían de arriba. Lo sagrado dominaba

lo profano, y gobernar no era sino imitar, guiar al pueblo de Dios hacia sus demoras

[sic] eternas del modo más justo posible. Por este motivo, los moldes en que se movían

las sociedades tradicionales encajaban perfectamente en lo sagrado.

Curiosamente, el rey Felipe falleció en su monasterio el día 13 de septiembre (fecha de

la terminación del Escorial) del año 1598.

Quien, como yo, estudia la literatura del siglo XX y se apasiona por sus autores y

corrientes, no podrá sino encontrar una inesperada, pero lógica, conjunctio entre el cubo

de Juan de Herrera y las formas cúbicas de Braque. El cubismo, dentro de la horma

espiritual de Occidente, nace en El Escorial, echando poderosas raíces, como lo hemos

visto antes, en Raimundo Lulio y Pitágoras. La intención del pintor, que empieza su

carrera cubista pintando, en 1908, “Les maisons à l´Estaque”, no era, como dijo Matisse

contemplando el cuadro, la de forjar “caprichos cúbicos”, sino la de crear un marco

plenitudinal para sus líneas y colores. A lo largo de los secretos caminos del

inconsciente colectivo, los cánones de Herrera desembocan en el siglo XX bajo el

mismo amparo geométrico. Sólo que esta vez lo sagrado se esfuma en el desorden

124

profano del siglo, donde ni los artistas ni los gobernantes tienen idea alguna acerca de

sus obligaciones cósmicas. La política, como el arte, da cuenta de lo que un crítico

llamó “la pérdida del centro”. Los derechos sustituyen a las obligaciones, el centro es

cada uno, momento privilegiado del Bios universal, la anarquía, que es falta de orden,

individualismo destructor, porque, desprendido de cualquier centro y deber, reemplaza

la plenitud. Nadie es [sic] contento ni satisfecho, porque el individualismo es centrífugo,

y, por consiguiente, desordenado y antiarmónico. Nada se puede edificar encima del

desorden, que impide la realización de la plenitud, ausente tanto en el alma de los

gobernantes como de los gobernados. El contacto entre el cielo y la tierra ha sido roto, y

el mal obra en plena luz del día, mientras el bien, a la deriva, no tiene ni defensores ni

terrenos anímicos propicios donde sentarse y dar la batalla. La solución cubista es, en

este sentido, muy elocuente desde el punto de vista que aquí nos interesa: mientras

resuelve problemas estéticos, es incapaz de situar al artista, como tampoco al que

contempla su obra, en una posición de plenitud activa. El cubismo coincide con muchos

esfuerzos típicos del siglo XX, con la investigación cuántica, por ejemplo, como lo ha

demostrado Jean Cassou, pero las técnicas del conocimiento no logran centripetarse,

porque no tienen lo que El Escorial manifiesta desde sus mismas intenciones: ser el

marco más adecuado para el buen gobierno; dar forma visible a lo sagrado, constituir un

centro, ser un monasterio y un palacio donde lo de arriba venía a coincidir con lo de

abajo, la política con el cosmos. Entre Juan de Herrera y Georges Braque o Picasso, el

tiempo ha corroído los vínculos esenciales, hasta tal punto que el acto de homificarse,

como decía Herrera, tiende a atomizar al hombre, en lugar de sintetizarlo. Lo profano,

aparentemente por lo menos, ha vencido a lo sagrado. Para mal de todos.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Elogio de la locura como incertidumbre

Petrarca escribió casi toda su obra en latín y pensó siempre que, debido a ello, iba a

enfrentar con éxito la batalla con la eternidad. Y, sin embargo –con excepción quizá del

Secretum-, lo único que la haya sobrevivido hayan sido sus versos en italiano, el famoso

Canzoniere del que disfrutaron los enamorados y se alimentaron los poetas desde el

siglo XIV hasta hoy. El primer humanista se había equivocado de latitud crítica y había

apostado por un caballo que acabó perdiendo. Lo mismo le sucedió a Erasmo, de cuya

inmensa obra, toda ella en latín, que dominó dos siglos de pensamiento teológico

125

europeo y desencadenó el erasmismo en España, sólo sobrevive su Elogio de la locura,

obra escrita por divertimento, como él mismo lo confiesa. La idea del libro brota en su

imaginación durante un viaje por Italia, en 1515, cuando escribe: “... para no malgastar

todo el tiempo que había de pasar a caballo, en charla intrascendente y vulgar, preferí

algunas veces reflexionar conmigo mismo... y, como la ocasión no parecía adecuada

para un ensayo serio, me pareció que podía hacer para divertirme el elogio de la locura.”

Estas líneas aparecen en la introducción al libro y están dirigidas a Tomás Moro, su

amigo inglés con el que iba a volver a encontrarse poco después. Esta obra, como bien

dice José Luis Vidal en el excelente estudio introductivo [sic] que le acompaña, no fue

escrita por Erasmo “... con el propósito de dar lo mejor o lo más sustancial de su

pensamiento”. ¿No le había ocurrido lo mismo a Petrarca? Y, hasta cierto punto, a

Montaigne, quien, decenios más tarde, de viaje hacia Loreto, compone a caballo un

libro menos serio que sus Ensayos pero todavía de una enorme actualidad y de un

interés que, si no sobrepasa el nivel de su obra ensayística, la iguala en la maestría con

que el autor maneja los colores de la actualidad más plástica y cotidiana.

El problema que uno se plantea desde las primeras páginas de la Laus stultitiae es de

matiz cervantino. ¿Y cómo evitarlo? En otras palabras: ¿hasta qué punto son El

licenciado Vidriera y el mismo Quijote consecuencias de una atenta lectura y de un

profundo entendimiento del divertimiento erasmiano? Bataillon había afirmado

rotundamente: “Si España no hubiera pasado por el erasmismo, no nos hubiera dado el

Quijote.” Si Cervantes había o no leído el Elogio es tema secundario para nosotros. Es

más probable que lo haya conocido, de alguna que otra manera, durante su estancia en

Italia, dentro de una situación necesitaria que todavía implicaba el conocimiento si no la

lectura de un autor tan famoso en la Europa de entonces, desesperadamente entregada a

una lucha típicamente petrarquista, la de saberse uno cristiano o pagano, en el marco de

una polémica que ningún escritor serio de la época logró resolver a favor del uno o del

otro de los dos conceptos que desgarraron las entrañas de Petrarca y de todo el

Renacimiento, hasta el mismo Miguel Ángel. La aegritudo del Secretum se había vuelto

stultitia. Y si Cervantes había o no conocido a Erasmo es como afirmar que Flaubert

procede en línea recta, o subversiva, del Mundo como voluntad y representación de

Schopenhauer. La cuestión, para una correcta y poco erudita perspectiva literaria,

relacionada con poiesis, me parece exenta de importancia.

126

Queda por esclarecer –e ignoro si algún crítico universitario lo ha esclarecido hasta la

fecha- el tema de “la locura de la cruz”, que Erasmo añade a los demás temas

demostrativos de la presencia de la locura en todas las actividades humanas. José Luis

Vidal escribe (en la edición del texto traducido por Antonio Espina y que también

merece elogios, editado por Planeta, Barcelona, 1987): “... la Locura (aquí, no obstante,

más que en ningún otro sitio, Erasmo parece descuidar la ficción por él dispuesta y es su

voz misma la que creemos oír) da un paso más y apela a su presencia misma en la

Escritura.” El texto, muy polémico por cierto, reza así: “Cristo mismo, para socorrer la

locura de los hombres, siendo como era la sabiduría del Padre, se hizo necio también él,

en cierto modo, cuando, al tomar la naturaleza humana, tomó la figura de hombre; igual

que se hizo pecado para redimirnos del pecado. Y no quiso redimirnos de otro modo que

por la locura de la cruz, por medio de apóstoles obtusos y vulgares, a los que a propósito

recomendó la necedad.” Es lo que fue llamado en su época, por los partidarios de

Erasmo, “la locura salvífica”. Es cuestión de semántica. El latín se presta a muchas

interpretaciones. Imbecillitas no es lo que pensamos en román paladino, sino debilidad

y, también, cobardía. Stultitia puede ser necedad, estupidez, irreflexión, locura e

imprudencia. La stultitia crucis no coincide, evidentemente, con ninguno de los matices

citados antes. Cristo no se dejó crucificar por estupidez y tampoco por irreflexión o

imprudencia. Menos todavía por locura. Enviado por el Padre al exilio de la carne, se

dejó voluntariamente insertar en el fatum de los hombres y sólo se hizo condenar y

matar para que se cumpliera su destino ejemplar, ya que, sin crucifixión, no hay

resurrección, y sin esta tampoco hay cristianismo. El silogismo crístico es perfecto.

Ninguna de las fases de su derrotero excluye o contradice a la otra. Todo forma parte de

una lógica divina tan completa que no excluye ni lo racional ni lo irracional, pero

elimina la exclusividad erasmiana de este último. Preferir a los incultos, a los niños y a

los simples de espíritu no implica simpatizar con los stultissimi, sino rechazar las

filosofías de los sofistas y hasta de los estoicos, ya que no nos ayudan a conquistar la

verdad. Todo el sistema de la filosofía y de la teología erigido por los sabios a lo largo

de dos milenios vale poco, según Heidegger, comparado con lo que él llama “la

teología de Cristo en la Cruz”. Que tampoco es stultitia, sino cristianismo indefinible

desde los conceptos de los filósofos y hasta de muchos teólogos.

Me pregunto, por consiguiente, ¿hasta qué punto es Erasmo cristiano? Hasta el punto,

quizás, en que lo eran los hombres de su tiempo, rotos por dentro, como Petrarca,

colocados por el humanismo en un lecho de Procusto que desgarraba su cuerpo con los

artificios e instrumentos del alma, o a esta con los de aquella. Es impresionante en el

127

texto de Erasmo la riqueza de los argumentos. Parece una ideología. Trata de encontrar

forzosamente argumentos para demostrar su tesis: la locura, único poder que hace

posible la vida, tesis que Erasmo defiende en un momento, precisamente, en que, ante la

división producida por la Reforma, tendrá que tomar partido, a favor, sin embargo, de

una Iglesia con la que no simpatizaba. Sí, pero fue la fórmula que, en el fondo, amargó

su vida, sobre todo hacia el final, cuando su amigo Tomás Moro es condenado a muerte

y ejecutado según la voluntad de Enrique VIII. Fue uno de los intelectuales (no sé

cómo mejor llamarlo) más agudos de todos los tiempos, torturado por la aegritudo

petrarquiana, deseoso de impartir serenidad y paz interior a sus desgarrados

contemporáneos, pero sin lograrlo ni siquiera para sí mismo. Y no tuvo la suerte de

Petrarca, porque las poesías que escribió no están a la altura de su divertimiento, única

supervivencia de una obra que conmovió a los hombres de su tiempo, pero que, para

nosotros, sólo vive en este Elogio de algo que nos define hasta cierto punto, pero nos

apasiona con reparos. Creo que Cervantes y El Greco resolvieron el problema con

mayor sabiduría cristiana, lo que vuelve a situarnos dentro de una cordura cada vez más

alejada de Erasmo.

Vintila Horia, en El Alcázar, 12 de marzo de 1987

La realidad de la disidencia

El periódico romano Il Secolo d´Italia publicó hace poco una interesantísima entrevista

con el disidente soviético Iuri Malchev, autor de un libro titulado La otra literatura,

editado en Milán en 1976. Esta entrevista, hecha a una de las personalidades más

prominentes del exilio soviético, actualmente profesor de literatura rusa de la

Universidad de Milán, es de una desgarradora tristeza. En primer lugar, porque pone de

relieve la situación de proletarios a la que han sido reducidos en la URSS los escritores

que no forman parte del partido y que tienen la osadía de manifestarse en contra del

mismo y, en segundo lugar, porque da cuenta de la situación del disidente exiliado en

Occidente donde pocos intelectuales se atreven a tomar actitud [sic] contra el

comunismo por miedo de verse tachados de reaccionarios. En realidad, como declara

Malchev, la mayor parte de los escritores de categoría, como Solzhenitsin o Zinoviev,

viven desde [hace] años en el llamado mundo libre. De los poetas o novelistas fieles al

régimen, como es el caso de Evtuchenko, pocos o ninguno pueden ser comparados con

los demás. Nadie los lee y sus libros se amontonan en las librerías y en las editoriales

del Estado y acaban en la hoguera como material inútil y embarazoso. Evtuchenko no es

"sino un cadáver viviente", al que nadie lee ya porque la gente ha sido desengañada por

128

el poeta, en un principio considerado como disidente y luego convertido por la buena

vida y los viajes al exterior en un instrumento del partido. Lo mismo ha sucedido en

Rumania, por ejemplo, con Miguel Beniuc, poeta de mucho talento hasta el momento

en que doblegó a su musa y la convirtió a la fea hada mala del comunismo.

En cuanto a la situación de los disidentes soviéticos en la Europa occidental o en las

Américas, la opinión de Malchev es de las más desgarradoras. "No es un misterio para

nadie que la cultura italiana está todavía dominada por la filosofía marxista. Todos

temen ser considerados como anticomunistas y, de esta manera, perder el título de

demócratas." La situación, bajo este aspecto, es desesperada, porque esta triste estupidez

se ha transformado en una costumbre, bajo cuyas banderas se está marchitando Europa.

En cuanto a Sakharov, Malchev declara lo siguiente: "Es una auténtica angustia. Es una

trágica historia, hecha más trágica aún por el silencio de la opinión pública mundial.

Tratemos de imaginar si esto hubiese ocurrido en Chile o en África del Sur: hubiéramos

tenido manifestaciones, protestas. Para Sakharov, en cambio, el silencio absoluto". La

cobardía de Occidente es realmente impresionante. Por este motivo y por los expuestos

más arriba, el desengaño de los emigrados es indescriptible. Afirma Malchev: "Esta

migración hacia occidente ha sido para muchos de nosotros una gran desilusión: la

mayor parte de los exiliados viven en un estado de desesperación y de desconfianza.

Pensábamos encontrar aquí un ambiente capaz de acogernos y que habría podido

comprender nuestros problemas y ayudarnos en nuestra lucha. En cambio, ha sucedido

exactamente lo contrario." Es esta quizá una de las vergüenzas más inocultables de

nuestra época. Gente decidida a defender la libertad, bien supremo de los seres

humanos, es hoy casi tan maltratada en Occidente como en el gulag del que han huido

despavoridos.

Es el caso de Alejandro [sic] Solzhenitsin. Después de los primeros éxitos, debidos a su

talento y al Premio Nobel (¿cómo se atrevieron a dárselo los académicos suecos que

acaban de premiar al vate de Nelson Mandela?), el autor de El primer círculo ha sido

abandonado al olvido, considerado como un elemento indeseado dentro de esta

politiquería occidental decidida a vender a la URSS no sólo mercancía sino también

libertades. "Su posición (la de Solzhenitsin), declara Malchev, no sólo no es extremista

y alocada, como se dedican a describirla sus poco honestos adversarios, sino que refleja

el alma más auténtica del pueblo ruso. Si hoy hiciéramos venir a un ruso a Occidente y

lo hiciéramos hablar de sí mismo, de sus propias esperanzas, nos hablaría como lo hace

Solzhenitsin. A los occidentales esto podrá aparecer como extremista, pero es la [?] de

129

un ruso, uno de los 250 millones de rusos". Lo que significa que, a pesar de las mentiras

difundidas por los medios de comunicación, sometidos a lo que Malchev llama "la

filosofía marxista", la inmensa mayoría de los rusos, como de los pueblos satélites, está

en contra del régimen. Por este motivo no hay elecciones políticas en la URSS y por

este motivo, también, los intelectuales de Occidente, amantes de la libertad, están en

contra de los pueblos y al lado de los peores tiranos.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 30 de octubre de 1986

Aproximación a Europa a través de Robert Musil

Escribe el autor de El hombre sin atributos: “Somos la primera época en la historia

incapaz de amar a sus poetas”. En cuanto a la relación de esta época con la filosofía,

dice: “Un pensamiento que pretende ser profundo, atrevido, original, pero que, hasta el

momento, se limita exclusivamente al terreno racional y científico”. Creo haber

encontrado en los ensayos que Musil publicó a lo largo de varios años, sobre todo

después de la Primera Guerra Mundial, una de las claves más atrevidas y valederas de

nuestro siglo. El libro se titula Sobre la estupidez y otros escritos (Arnoldo Mondadori

Editore, Milán, 1986) y contiene, entre otros, tres o cuatro trabajos que llaman

poderosamente la atención del lector de hoy, acostumbrado a asistir al espectáculo de la

estupidez contemporánea, concentrada sobre todo en la invalidez y la corruptibilidad del

intelectualismo marxista. Sólo si tuviéramos un día el valor de volver sobre la opinión

que Kafka, Rilke, Musil, Thomas Mann, Unamuno y Ortega tuvieron acerca del

materialismo dialéctico, podríamos tomar la medida del mal que esta falsa filosofía ha

provocado en el hombre, a pesar de las advertencias que ellos han formulado en libros,

conferencias o artículos. Lo mismo ha sucedido con el freudismo. Me di cuenta de ello

antes de leer los ensayos de Musil, mientras terminaba con otra lectura, la de una

biografía dedicada, hace años ya, a uno de los personajes femeninos más apasionantes

de la segunda mitad del XIX y de la primera del XX, Lou Andreas Salomé (Mi

hermana, mi esposa, por H. F. Peters, Plaza y Janés editores, Colección El Arca de

Papel, Barcelona, 1980), a la que amaron Nietzsche, Rilke y todos los que se le

acercaron, persona inteligente, atractiva, muy culta, síntesis quizá de la feminidad

contemporánea, escritora, “madre, hermana y amante”, que ha sido capaz de hacer

evolucionar a Rilke hacia la esencia de sí mismo. Interesante el hecho de que, al

pretender Rilke hacerse psicoanalizar por Freud, a pesar de considerarle como

“antipático y hasta repelente”, Lou Salomé, que se encontraba entonces en Viena

estudiando el psicoanálisis y cautivando a Freud, se opuso a ello. Escribe Peters: “Se

130

dice que, más tarde, Lou comentó que se había opuesto con todas sus fuerzas al

psicoanálisis porque, según su opinión, la semilla de lo que después se conocería como

las Elegías de Duino, de cuya existencia ella estaba segura, hubiera sido arrancada con

el resto.” El papel destructivo del psicoanálisis aparece claramente en esta oposición por

parte de una de las discípulas más fervientes del maestro vienés. De la misma manera

podemos encontrar oposiciones encarnizadas al marxismo en los textos más hondos y

más representativos de los genios del siglo. Una antología de los mismos resultaría muy

aleccionadora y hasta sorprendente. Marxismo y psicoanálisis han sido, quizá, las

causas profundas del mal que todavía padecemos, el uno en Occidente, el otro en el

universo del gulag.

Europa padece de los dos males a la vez, territorio intermedio, situado en la encrucijada

de los males. En uno de los ensayos más actuales de su libro, citado más arriba, titulado

“Europa, abandonada a sí misma”, Musil analiza la situación de nuestro continente,

quizá demasiado en función de su situación personal de austríaco desengañado por la

derrota de 1918 y por la descomposición del imperio habsbúrgico, pero ya sabemos

hasta qué punto aquel sistema político, tan tradicional y antiguo, era representativo de

toda una situación continental. Hay varias conclusiones a las que llega Musil y que me

gustaría poner de relieve aquí y comentar fugazmente. En primer lugar, la sensación del

escritor de que “después de 1914 el hombre ha demostrado ser, sorprendiendo a todo el

mundo, una masa más maleable de lo que se hubiera podido creer. ¿Por qué? Pues

sencillamente porque “la naturaleza del hombre es capaz tanto de canibalismo como de

la crítica de la razón pura”. Dentro de este espantoso abanico de posibilidades, el

hombre europeo ha tenido un momento la posibilidad de corregir su trayectoria y ha

sido al final del XVIII cuando creyó que “... dentro de nosotros existiera una fuerza y

que bastaba con liberarla para que ella se expandiese con asombrosa facilidad”. La

llamaban “razón” y colocaban sus esperanzas en una “religión natural”, en una “moral

natural” y hasta en una “economía natural”. Ellos despreciaban la tradición y se creían

capaces de reconstruir el mundo basándose en el espíritu. La tentativa, basada en

supuestos teóricos demasiado frágiles, falló, dejando detrás un montón de ruinas.

En segundo lugar, por consiguiente, la Revolución francesa, seguida por la rusa, como

causa de la masificación. Esta paulatina revelación de lo revolucionario como nefasta

sustitución de lo tradicional, en el marco de una esperanza traducida a conceptos letales

y caóticos y a hechos criminales universalizados, constituye uno de los hechos más

importantes en la historia de la redención política del hombre, por llamar de alguna

131

manera a lo que está sucediendo en el umbral mismo de 1989, fecha que va a servir,

dentro de poco, a los ángeles caídos para ensalzar de nuevo su rebelión y su catástrofe, y

para los demás, para desenmascarar el fraude.

En tercer lugar, una conclusión que envuelve lo político en general, como actuación y

como filosofía de la vida en sociedad: el pragmatismo antiidealista, que fue fruto de la

Revolución y del liberalismo, ha hecho coincidir en una sola casta, o clase dirigente, al

político y al comerciante, conceptos afines “a pesar de todo lo que los separa”, afirma

Musil. He aquí sus importantes consideraciones: “Las bases espirituales del capitalismo

son las mismas: sólo se tienen en cuenta los hechos; sólo se confía en sí mismo; sólo se

aferran los apoyos sólidos y se trabaja en serio; el hombre, el hombre tal como se

presenta, es plenamente autónomo; y en el llamado tiempo libre será un desierto, el

desierto del alma. La política, tal como la entendemos hoy, es la más clara antítesis del

idealismo, para no decir su perversión. El hombre que especula con las rebajas de los

hombres, que se llama “político realista”, considera como “reales” sólo las bajezas del

hombre, porque cree que sólo en ellas puede confiar plenamente. No cuenta nunca con

la convicción, sino siempre, y sólo, con la cerción [¿] y la astucia.” De este modo se ha

podido alcanzar lo que Musil llama más adelante “el desprecio luciferino por la

impotencia del idealismo. Un desprecio que no es sólo típico de los corrompidos, sino a

menudo también de los hombres fuertes de nuestro tiempo”.

Si aplicamos esto a la vida política de los últimos decenios, en Europa, y también en

España, podemos enfocarlo todo bajo una temible luz, reveladora de tantas desgracias.

Lo pragmático nos ha sumido en una mentalidad de masa, incapaz de reaccionar

tomísticamente y de quitarse de encima a los tiranos (políticos o comerciantes), creando

al mismo tiempo un prototipo político de la más baja categoría, el hombre inculto que

controla el poder desde la caverna de las urnas, pero goza del poder con la satisfacción

mediocre del comerciante enriquecido y no con la consciencia del poder puro que hacía

vibrar a los políticos de antaño, quiero decir de antes de la época de las revoluciones,

cuando la masa era comunidad y cuando el pueblo apoyaba al caudillo, quiero decir al

monarca, en su busca permanente de aventura que ensanchaba los límites no sólo de lo

nacional, sino de lo humano. Hoy el político-comerciante lo que ensancha es su poder y

su haber, y lo que esto hace menguar es el ideal, la felicidad y la novedad creadora de

las comunidades, incapaces de salirse de lo económico.

Y, por fin, una curiosa y original, inesperada y cruel constatación sobre la corriente

132

dominante en los tiempos en que Musil escribía sus obras maestras, me refiero al

Hombre sin atributos y a Las cavilaciones del alumno Törless. . Al expresionismo llama

“una payasada”. Esto ninguno de sus contemporáneos lo había afirmado, por lo menos

con tanto desprecio. Es quizá una manera de poder explicarnos un hecho visible y poco

comentado por la crítica oficial o universitaria: los genios de la época –me refiero a

Kafka, Thomas Mann, Rilke, Hesse, el mismo Musil y otros- no se han acercado

demasiado a la corriente dominante en la Alemania de entonces. Han aceptado algunas

de sus ideas y revisiones, pero no se han dejado arrastrar ni por las polémicas ni por los

entusiasmos. Había empezado entonces la descomposición política de las vanguardias,

que iba a culminar con el surrealismo, descomposición en la que interpretó un papel

preponderante Bertold Brecht con su inaceptable conversión a un comunismo deletéreo

y fatal, del que sólo supo desprenderse demasiado tarde, durante la rebeldía obrera en el

Berlín invadido ya por los soviéticos, primera rebelión seria contra el fantasma marxista

y contra el ismo degradante más letal en la historia de Europa.

Volvemos con estas consideraciones sobre algo que hemos tocado varias veces en estas

crónicas: el racionalismo nos separó de lo subjetivo y de lo personal y nos hundió en la

objetividad. Escribe Musil: “La objetividad, por ello, es incapaz de constituir un orden

humano, sino sólo un orden de las cosas.” Si el pensamiento no es capaz de insertarnos

en el sentimiento, en un orden religioso y hasta místico, entonces no sirve más que para

separarnos del hombre. Y es lo que ha sucedido. Basados en la esperanza de un

“hombre nuevo”, desde 1789 hasta hoy, los europeos han envejecido, en el centro

mismo de una separación fundamental. La esperanza iluminista se ha vuelto

desesperación y desengaño y ha procreado en todos los continentes, pero sobre todo en

los espacios del hombre blanco, protagonista de la nueva civilización y de los conceptos

“revolucionarios”, un sinfín de reacciones, a menudo alocadas, universitarias, juveniles

y menos juveniles, musicales y literarias, desde Rimbaud hasta Ezra Pound, pasando por

las vanguardias, que no pueden dejar de impresionar al historiador del siglo XX como al

del XIX, siglo de la posrevolución. El mismo concepto de decadencia es inconcebible e

incomprensible si lo separamos de la historia de la revolución liberal, más tarde

marxista. “Histórico –escribe Musil- es lo que nosotros mismos no haríamos.” Un

“nosotros mismos” evidentemente tarado por los males antitradicionales de los tiempos

contemporáneos. Ni Santa Teresa ni San Juan de la Cruz, y tampoco El Greco o

Quevedo, a pesar de todo, hubieran dado de lo histórico una definición tan acobardada.

Vintila Horia, en El Alcázar, 30 de octubre de 1986

133

__

El perfume o la vida

Uno se pregunta, al final del libro de Patrick Süskind El perfume (Ed. Seix Barral,

Barcelona, 1985), si el protagonista de esta novela no es sino una encarnación del

demonio, o del político. Del político revolucionario, quiero decir. O quizá de los dos, en

una de las síntesis más sobrecogedoras y apasionantes de la novelística actual. Sólo se

me ocurre comparar El perfume, desde esta perspectiva, con El siglo de las luces, de

Alejo Carpentier, y El tambor de hojalata, de Günter Grass, libros tan simbólicos, tan

conceptistas y, por ende, tan antirrealistas como la mejor literatura de nuestro siglo. Si,

por el contrario, la novela de Süskind no es más que un puro juego literario, una

fantasía inspirada en ciertos juegos del lúdico y trágico siglo XVIII, anunciador de

dramas revolucionarios aún sin concluir, entonces su creación y su éxito me parecen de

una futilidad sin remedio. Pero estoy convencido de que un escritor, hijo de un gran

pintor, testigo, como Grass y Carpentier, de los inmensos derrames cerebrales de

nuestro tiempo, provocados por los excesos utópico-psiquiátricos del XVIII, no pudo

permanecer indiferente a lo esencial. La novela de nuestro tiempo ha dado pruebas de su

participación en la tareas de liberación del hombre, en la que toman parte las ciencias y

la filosofía. Es así como, una vez aclarado el asunto de la participación de Süskind en la

cruzada de las élites creadoras, destinada a acabar con las imposturas y a esclarecer el

horizonte para que el tercer milenio realice una verdadera separación con respecto a su

pasado próximo, es así como me atrevo a penetrar en la explicación y el análisis de El

perfume.

El mismo nombre del protagonista es aleccionador. Se llama Jean-Baptiste Grenouille, o

sea, Juan Bautista Rana, y podría aparecernos como un Juan Bautista al revés,

bautizando no a un posible salvador, sino a una rana, a un ser de sangre fría, a una

encarnación temporal del demonio, en un siglo mal llamado de las luces, ya que fue más

bien un anticipo de las tinieblas que se nos echaron encima en el XIX, cuando tomó

cuerpo, a través de la ciencia y la filosofía, el materialismo determinista proclamado

como Biblia sine qua non del hombre enciclopedista o postcartesiano. Desde el primer

párrafo, el autor nos sitúa dentro de la realidad de su héroe. “Se llamaba Jean-Baptiste

Grenouille, y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales, como De Sade,

Saint-Just, Fouché, Napoleón, etc., ha caído en el olvido, no se debe, en modo alguno, a

que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería,

134

desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su

genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no dejó huellas en la historia: el

efímero mundo de los olores.”

Juan Bautista tenía un olfato tan agudo y tan penetrante como la voz del enano chillón

de Günter Grass, algo por encima de lo normal, un don destructor, que lo llevará a

cometer crímenes abominables con el solo fin de conseguir un perfume capaz de

otorgarle la posibilidad de hacerse amar por los demás, y, de este modo, dominarles. Fin

de por sí satánico, que el autor explica así: “Sabía que era capaz de mejorar este aroma.

Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan

indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y

no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él,

Grenouille, con todo su corazón.” Y más adelante, embriagado por la idea de su

perfume: “No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por

qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado.”

Se trata, en pocas palabras, de un personaje enfermizo, feo, huérfano abandonado,

criado en un orfanato de París y que se da cuenta, con el tiempo, de que posee el don del

olfato hasta tal punto que, al husmear un día un olor embriagador en una calle de París,

se deja llevar por su atractivo, descubre su fuente en una joven y la mata para saborear

el perfume de su cuerpo, para poseerla con el olfato. En cambio, el cuerpo de Juan

Bautista no despide ningún olor, igual que el de una rana o el del diablo. Es un ser de

sangre fría que nunca amará a nadie y nadie lo amará, pero que, para conseguir la

felicidad, se dedicará a crear en Grasse, en el sur de Francia, un perfume especial,

asesinando a veinticuatro bellas vírgenes, con el fin de dar una base a su creación,

recogiendo el olor de sus cuerpos, al que añadirá, como virtud olfatoria final, el olor de

la vigesimoquinta joven, la más bella de todas, a la que asesinará utilizando la misma

táctica. Pero, una vez conseguido el perfume más atractivo del mundo, será descubierto,

reconocido como asesino, juzgado y condenado a una muerte infamante en la plaza

pública. Y es cuando se produce el milagro. Grenouille perfumará su cuerpo antes de

salir para el cadalso, de manera que la multitud que había acudido para asistir a su

castigo y muerte, embriagada por el olor del asesino, acabará adorándole, se dedicará a

una orgía animálica en las calles de Grasse, el mismo tribunal que le había condenado lo

absolverá, y el padre mismo de la víctima le pedirá aceptase [sic] ser su hijo adoptivo.

La transformación de los seres que lo odiaban en esclavos inocentes, dedicados a amar

al asesino de las veinticinco jóvenes en flor, es casi hipnótica, monstruosa, obra del

135

perfume sacado de los cuerpos de las víctimas. Grenouille abandonará la ciudad

encantada y regresará a París, donde, en medio de un cementerio y de un grupo de

maleantes que lo miran con ojos enemistosos [sic], utiliza otra vez el truco del perfume,

y el efecto es tan inmediato, concentrado el efecto en unos cuantos seres humanos, que

estos llevan su adoración hasta el punto de querer poseer el cuerpo de su nuevo dios, al

que adoran destrozándole, cayendo sobre él “como hienas” y devorándolo, acto seguido,

del tal suerte que, “media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste

Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra”.

A lo largo de todos los tiempos el político malo ha sido identificado con el demonio o

con un aliado del mismo. El dirigente mefistofélico es carismático, utiliza la palabra

(como en Mario el brujo, de Thomas Mann), para transformar la falta de voluntad de

su pueblo en una sola voluntad sometida a sus deseos. También Hermann Broch en

Der Versucher (El tentador), había tratado de explicar el embrujo del político moderno

y la facilidad con que logra apoderarse de las conciencias más sutiles. Stalin y Hitler

representarán para siempre modelos de “tentadores”, característicos de un linaje que

empieza, quizá, con Pericles, pasa a través de muchos avatares, para tomar formas de

modernidad con Cromwell y luego con los engendros más peligrosos fabricados por la

especie humana bajo nombres que Süskind deja de citar pero que no han sido menos

atroces que Saint-Just, Mirabeau y Robespierre. Sin embargo, creo que la novela más

completa y sugestiva, la que se atreve a analizar las entrañas mismas del fenómeno, ha

sido El siglo de las luces, en cuyas páginas el mago se vuelve clase usurpadora en el

poder. El usurpador es uno de los nombres del enemigo. La masa mayoritaria sucumbe

ante el embrujo y las tentaciones de una minoría capaz de utilizar la palabra como

instrumento de la tentación y de asesinar a los auténticos conocedores del logos, los

poetas. Tanto con la revolución francesa, como con la rusa, los poetas han sido las

víctimas preferidas de los falsos poetas en el poder. Escribe Carpentier: “La revolución

había forjado hombres sublimes, ciertamente, pero había dado alas, también, a una

multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del terror que, para dar muestra de

alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.” Y más

adelante: “En más de un comité se había escuchado el bárbaro grito de: “Desconfiad de

quien haya escrito un libro”... Y hasta había llegado el ignaro de Henriot a pedir que la

Biblioteca Nacional fuese incendiada, mientras el Comité de Salud Pública despachaba

cirujanos ilustres, químicos eminentes, eruditos, poetas, astrónomos, al patíbulo...” El

perfume que envolvió a la revolución (a las dos, la de 1789 y la de 1917) apesta todavía

en los aires del tiempo, y había sido fabricado con los mismos métodos que utiliza

136

Grenouille para destilar los suyos. El resultado es idéntico, sólo que la segunda

revolución no ha sido aún devorada por sus adoradores. O sí. Pero, al ser

contemporáneos de la atrocidad, no nos damos cuenta de ello...

Sin embargo, creo que hay más en la novela, tan lograda y tan llena de alegorías, de

Patrick Süskind. Por encima del símbolo político que encierra, el lector atento

olfateará el matiz metafísico de la tragedia, que es la del mismo demonio. Éste no tiene

olor. No tiene, pues, una existencia terrenal auténtica. No posee una identidad

característica y, por ello, es rechazado siempre, no sólo por feo, sino también por falto

de presencia real, de humanidad. No es amado y no puede amar. ¿Hay algo más terrible

que esto? La corta trayectoria de Jean-Baptiste en la vida terrenal es, en el fondo, una

tragedia, que el mismo protagonista no comprende, sino que sólo intuye y hace todo lo

posible para paliarla o anudarla inventándose un perfume humano que, al final, acaba

con él.

Hay algo revelador en la novela de Süskind, un profundo soplo metafísico que dio vida

a las letras alemanas desde el siglo XVIII hasta hoy. Pienso en el derrotero literario de

Alemania desde Las afinidades electivas, de Goethe, hasta El perfume, un soplo que

parece acudir desde el equilibrio interior que caracteriza la cultura alemana y que

permite interpretar lo que Novalis llamaba la noche y Hölderlin “pan y vino”, día y

noche, completez humana, consciencia y subconsciente, clásico y romántico. Mientras

la novela francesa se ha desarrollado casi siempre a un nivel moral, razonado y

razonable, y la rusa se ha desarrollado en una permanente tormenta aislada en su propio

infierno, en el mundo de abajo del alma rusa, la alemana ha asumido todos los poderes

del espíritu a la vez, como en este modelo de novela actual que es la historia de un

perfumista en busca de su propio perfume, y al que sólo encontrará más allá de la vida,

como recompensa o como castigo.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Quién y cómo fue el rey de El Escorial

Una de las biografías más apasionantes que haya leído últimamente es el Felipe II, de

Geoffrey Parker (Alianza Editorial, Madrid 1984), no sólo por el quién sino sobre todo

por el cómo. Porque hay muchos libros dedicados al rey prudente, desde las maldades

de Brantome, las mentiras de Orange o las insulsas consideraciones de Antonio Pérez,

fuentes de la leyenda negra, hasta la historia anecdótica de Van der Hammen o la

137

espléndida narración de Luis Cabrera de Córdova. La mayor parte de los libros sobre

España en general y sobre Felipe II, en particular, se publicaban en el extranjero y eran

el espejo clarísimo de los sentimientos inspirados por España y su rey a holandeses,

ingleses, franceses o italianos, cuyos territorios habían sido ocupados o directamente

amenazados por el poderío español. “Mientras penetraba con mayor profundidad el

poder español en Europa, se extendía con él la leyenda negra.”

Pero la razón principal y la primera fuente de la leyenda negra ha sido de origen

religioso. “La persecución del protestantismo por los Habsburgo no hizo más que

intensificar la campaña contra España.” Si consideramos objetivamente hechos como la

ocupación de gran parte de Italia, el frecuente conflicto con la Santa Sede y con

Venecia, el fomentar una guerra civil en Francia, subvencionada desde Madrid y que

duró casi un siglo; las victorias de Carlos I y de su hijo sobre los protestantes, la

anexión de Portugal y de su imperio colonial, el susto, aún presente en el inconsciente

colectivo inglés, producido por la expedición de la Invencible, el conflicto con Holanda,

mantenido por los ingleses al rojo vivo, la rectitud de una conducta política inspirada

siempre en la ortodoxia religiosa, que no conoció nunca desvíos ni titubeos, resulta

explicable la doble antipatía a la que aludíamos antes. El teatro, la novela, la poesía, las

universidades, las cortes europeas, los maniobreros políticos, los mismos banqueros

amenazados por las quiebras españolas debidas a la universalidad de sus guerras

emprendidas todas ellas en nombre del cristianismo, todo el mundo se levantó contra

España –y a menudo desde dentro- con el fin de detener el ímpetu de la “furia spagnola”

como la llamaban los italianos. Y no me parece justo enfocar la Historia de España del

siglo XVI bajo otro punto de vista. De ahí el aspecto de grandeza única que tiene la

aventura española en Europa, en África y en las Américas, su tono entre místico,

medieval y universal, militar y religioso al mismo tiempo, y el apasionamiento de sus

enemigos, que fueron siempre rivales heridos en su orgullo.

¿Cómo fue el rey que dominó aquella aventura durante más de medio siglo? Creo que

no hay respuesta valedera a dicha pregunta. ¿Cómo fue realmente Cervantes?, sería una

manera correcta de contestarla. Porque a ninguna de ella[s] podemos encontrar

suficientes argumentos para reconstituir un personaje modélico, capaz de reproducir

delante de nosotros la figura física y espiritual de los dos genios que llevaron el nombre

de España más allá de sus propios ocasos. Por este motivo, y considerando la distancia

que nos separa de ellos en el tiempo, creo que sólo un novelista genial lograría

recomponer la época, el lugar y sobre todo el Madrid y El Escorial de entonces, la

138

religiosidad fundamental del personaje, su tragedia innata, o su inclinación hacia la

tragedia, que es la del teatro español del XVI, y la presencia paralela de Santa Teresa de

Jesús y de San Juan de la Cruz, el Quijote como conclusión de todo aquello y Las

Lusíadas como introducción, y, al recomponer este complicado juego de paisajes y

personas lograría dar vida a un Felipe II auténtico, al que los historiadores no son

capaces de hacer revivir. Y esto es lógico, por el otro lado, porque un personaje como el

hijo de Carlos I y de la gran señora que fue Isabel de Portugal, no es sólo producto de

unos documentos, como lo piensa Geoffrey Parker, al final de su bellísimo libro; y

tampoco puede el retrato de un pintor dar cuenta de la complejidad interior de alguien

que manejaba papeles, hasta cuatrocientos al día, y, al mismo tiempo, cazaba, admiraba

el paisaje igual que un romántico, pensaba en amoríos e intrigas, se preocupaba por sus

jardines, palacios, tierras, bibliotecas y colecciones, y tenía que conducir guerras en el

Mediterráneo y en Flandes, en Alemania, en Francia y en Italia, amén de las dificultades

con las que tenía que enfrentarse en las Alpujarras o en Aragón. “Todo esto sobrepasa la

posibilidad de imaginación limitada a la ciencia de los archivos a la que [sic] un

historiador casi nunca puede sobrevolar con plenitud.

Es evidente que la herencia de Juana la Loca, por un lado, y la de los Habsburgo por el

otro –piensen por ejemplo en la larga y complicada historia de Rodolfo II de Austria

(véanse el Carlos de Europa, de Wyndham Lewis, y el Rodolfo II de Habsburgo de

Philippe Erlanger, ambos en la Colección Austral, de Espasa Calpe)- formaron la base

caracterial de Felipe y que la magnitud de su obra, la inmensidad de su tarea, a la que no

siempre supo corresponder de manera total y eficaz, dieron al personaje un matiz

difícilmente encajable en los moldes de las corrientes históricas y menos todavía en el

molde cuantitativo de Pierre Chaunu. Es la cualidad, por encima de todo, lo que mueve

al rey, como al hombre Felipe II y lo perfecciona o lo arruina en casi todas sus

empresas. Es, a la vez, hijo y padre de su época. Pudo haber tenido muchos defectos,

como todos los seres humanos, pero creo que el defecto mayor que se le imputa, la

burocratización de su imperio y el estilo de su misma administración, fueron más bien

admirables que imperfectos, ya que por primera vez en la historia algo tan descomunal

como un imperio donde nunca se levantaba y nunca se ponía el sol planteaba, desde sus

mismos principios, problemas que no tenían solución. Rusia posee hoy el territorio más

grande del mundo y, a pesar de una técnica incomparablemente más desarrollada que la

de que disponía Felipe II, no logra dominarlo, se desmaya anualmente ante la

improductividad agrícola de su política y se cae de cansancio ante sus Flandes

meridionales que son el Afganistán del presente y los claros afganistanes del futuro. Al

139

contrario, Felipe II, tal como dirige desde El escorial en el verano y desde Madrid en el

invierno, su imperio sin fin, me aparece hoy como el administrador más hábil y

organizado que la humanidad haya jamás conocido, ya que improvisaba como mejor

podía, en medio de unas sorpresas que surgían diariamente ante él y sus consejos y

juntas, y a las que solucionaba con escritos destinados a ser leídos meses y años después

de que los hechos se hubiesen producido. Su política puede ser considerada como la

primera política, o administración, capaz de corresponder a las exigencias de los

tiempos modernos y a las de unos espacios, modernos también, en cuanto

planteamientos infinitos.

Además, temas y situaciones como la muerte de Escobedo, en la que tuvo un papel

evidente, relacionado con las locuras políticas de su hermanastro en Flandes, por un

lado, y el arresto y luego la muerte de don Carlos, por el otro, habrán interpretado su

papel en una vida aferrada rigurosamente a la religión.

Lo que hubiera podido ser un Escorial gótico me sugiere de repente otra perspectiva.

Podemos considerar, pues, el año 1561, cuando la capital se traslada de Toledo a

Madrid, y una vez terminado al real monasterio, a El Escorial veraniego, como un año

límite en la historia de España, como la fecha en que empieza a resquebrajarse desde

dentro la magna aventura española. Y, sin embargo, no pudo ser de otra manera. En

Carlos I no hay rasgos humanistas, quiero decir renacentistas, ni en el carácter ni en la

cultura, ni en su actitud cotidiana ante la vida y la política. Su centro es Toledo, lo

contrario de todo lo demás en la Europa de entonces. Mientras Felipe se aparta de

Toledo, inaugura en Madrid una ciudad más bien barroca y en el Escorial un epicentro

político situado bajo una cúpula renacentista pensada por fray Juan Bautista de Toledo,

alumno de Miguel Ángel y terminada por Juan de Herrera, arquitecto, humanista y

mago. ¿Hasta qué punto interviene la magia en la vida del soberano y de su arquitecto?

La magia, claro está, como característica renacentista. Sabemos que leía a Marsilio

Ficino, Pico de la Mirándola y que poseía, según Parker, “por lo menos doscientos

libros de magia –herméticos, astrológicos y cabalísticos...”

Evidentemente, no fue Felipe II el primer humanista español y tampoco se le puede

reprochar de alguna manera su inclinación que no era sino un modo involuntario de

insertarse en su tiempo. Sin embargo, el drama evolucionó visiblemente entre 1561 y

1616 y produce, en sus conclusiones y postrimerías, victorias militares, derrotas, obras

maestras, tragedias de todo tipo, ensanches en lo ecuménico y pérdidas esenciales. Entre

140

el abandono de Toledo y la muerte de Cervantes, en pleno auge creador, España juega

su último acto, si es que podemos fijar unas fechas para el desarrollo de una tragedia tan

inmensa, tan plenitudinaria [sic] desde el punto de vista humano, y tan compleja. Pero

este mismo balanceo entre lo medieval, que fue el meollo de todos los éxitos españoles,

políticos, militares y culturales, y el humanismo europeo, italiano sobre todo, entre

Dante y Maquiavelo podríamos decir para simplificar el asunto, acabó con la victoria

del segundo y con la derrota lenta, terrible, de una Numancia nacional a la que el

renacentismo había sitiado desde fuera y desde dentro con la ayuda de todo lo que no

era España en el mundo de entonces y que, como lo pone de relieve Geoffrey Parker en

su libro, era mucho.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

Comentario muy personal a la "Declaración de Venecia"

Creo que uno de los textos más importantes y más cargados de consecuencias redactado

y lanzado al mundo durante estos últimos tiempos es la aparentemente modesta

“Declaración de Venecia”, fechada el 7 de marzo de 1986 y llegada hace poco a mi

puerto serrano. Y me parece satisfactorio, desde un punto de vista personal, el que

miembros de la UNESCO y de la Fundación Cini, veneciana también, reunidos en la

ciudad de Tiziano y de los dogos, hayan llegado en 1986 a las conclusiones a las que el

autor de estas líneas llegó, año tras año y libro tras libro, desde 1969 a esta parte. No

voy a pecar por modestia ni por su contrario, pecados intelectuales en sus insoportables

excesos, afirmando que no tuve día ni noche de descanso, durante casi dos decenios, al

constatar el desnivel existente entre los avances de la ciencia, y especialmente de la

física, y el empeño de la política, como de la ciencia política, en seguir aplicando a la

humanidad fórmulas y tácticas pertenecientes al siglo pasado. Lo he afirmado en libros,

artículos, clases y conferencias: el mundo va mal porque lo dirigen ideologías y

políticos cuyos contenidos y cuyas mentes, respectivamente, siguen arrastrando

prejuicios del pasado. Hasta las guerras y las revoluciones de nuestro siglo no son sino

consecuencias directas de dicho desnivel. Por un lado, el principio de indeterminación o

el de complementariedad, con sus inmediatas consecuencias renovadoras, y, por el otro,

el materialismo dialéctico, el gulag, la lucha de clases, los abusos del capitalismo, el

consumismo más descarado e inconsciente. Me parecía más que evidente, una vez

digerido dentro de mi mente el diálogo con Heisenberg, o con Toynbee y Gonseth, con

McLuhan o con Bernard Lovell (reproducidos en mi libro Viaje a los centros de la

141

tierra, editado en tres idiomas hasta la fecha), que el progreso, por un lado, y el eterno

regreso por el otro, hayan [sic] producido el descalabro y la angustia en que vivimos

desde 1914 y 1917. No somos capaces, desde hace tanto tiempo, de crear un sistema

sociopolítico destinado a regir hombres y bienes, siguiendo la enseñanza, tan completa y

tan humana a la vez, que la física ha regalado al mundo, poniendo fin, ya en 1900, a las

superficialidades del materialismo determinista. Y fue sobre las bases de la nueva física

como se llegó a la desintegración del átomo, a la conquista del espacio exterior y a la

esperada reconciliación entre ciencia y religión, uno de los fenómenos más cargados de

futuribles de la época en que vivimos. Pues todo esto aparece en la “Declaración de

Venecia” y me parece del mejor augurio.

Reza así el punto 1 de dicha Declaración: “Somos testigos de una importante

revolución, engendrada por la ciencia fundamental (en particular modo por la física y la

biología), por el impacto que produce en la lógica, la epistemología y también en la vida

de todos los días a través de las aplicaciones tecnológicas. Sin embargo, constatamos al

mismo tiempo la existencia de un importante desnivel entre la nueva visión del mundo

que sube desde el estudio de los sistemas naturales y los valores que predominan

todavía en la filosofía, en las ciencias del hombre y en la vida de la sociedad moderna.

Porque estos valores están basados, en una gran medida, en el determinismo

mecanicista, el positivismo y el nihilismo. Nosotros entendemos este desnivel como

algo fuertemente letal y portador de pesadas amenazas de destrucción para nuestra

especie.”

¡Menos mal, dios mío, menos mal! Era tiempo de que alguien, desde una cátedra

universal como es la fundación Cini, y desde una tribuna, algo quebrantada en su

prestigio, como es la UNESCO, pero insustituible, dijera estas cosas en un momento,

precisamente, en que, a pesar de todo, la revolución es aún contemplada como una

revolución [sic ¿por evolución?], cuando no es sino un retorno, el mito del eterno

retorno hecho política y opresión. Sin embargo, no entiendo por qué la Declaración

veneciana llama nihilismo lo que lleva el nombre de comunismo, o de materialismo

dialéctico, desde hace más de un siglo. Las responsabilidades del nihilismo, que

encontraron en Nietzsche y Dostoievski a sus mejores críticos, son menores comparadas

con su alma mater marxista. Hay que tener el valor de llamar [a] las cosas por su

nombre, esclarecer y poner en evidencia los conceptos [antes] de empezar a buscar

soluciones.

142

El punto 2 me resulta más importante todavía, ya que plantea el problema fundamental:

“... sin dejar de reconocer las diferencias fundamentales entre la ciencia y la tradición,

constatamos no su oposición, sino su complementariedad. El inesperado y enriquecedor

encuentro entre la ciencia y las varias tradiciones del mundo permite pensar en la

aparición de una nueva visión de la humanidad...” Pensamiento sumamente actual y

tonificante, ante las tomas de posición de la trasnochada “teología de la liberación”, que

pretende arrastrarnos otra vez hacia las cuevas del materialismo y de la falsa revolución.

No entiendo, tampoco, por qué siempre se utiliza sólo el concepto de tradición y no el

de religión, lo que resultaría también complementario. Pero lo más difícil es, sin duda

alguna, empezar, y en Venecia se acaba de empezar algo decisivo para los seres

humanos.

El punto 3 pone de relieve la necesidad de una investigación realmente

“transdisciplinaria”, lo que no entienden ni los materialistas marxistas ni los

consumistas. Lo transdisciplinario puede llevarnos, en la política, a la metapolítica, otro

concepto profundamente relacionado con mi técnica del conocimiento, tal como la voy

desarrollando desde la aparición de mi Viaje a los centros...

E punto 4 es capital: se proclama la obligación urgente de la búsqueda de “nuevos

métodos de educación” capaces de sustituir a los antiguos, tratando de sintonizar con las

grandes tradiciones culturales. Una educación sacando [sic] sus nuevas savias de las

tradiciones culturales, de la tradición en general, añadiría yo, y de los avances

indeterministas rimando [sic] con dichas tradiciones. Creen saber los de la Fundación

Cini que “la organización apropiada para promover tales ideas” sería la UNESCO. Una

UNESCO, me parece, necesariamente modificada ella misma en su ideología e

intenciones. El capítulo de la educación como motor del cambio, proclamado en el

punto 1 y en el 3, se me antoja como uno de los más aptos para poner en marcha la

revolución enfocada en Venecia. La distancia entre la pobre, avejentada y monstruosa

LODE española y la “Declaración de Venecia” aparece como trágica y cómica a la vez,

trágica para todos los niños y estudiantes españoles, cómica porque desfasada y fuera de

tiempo y de lugar.

Informar a la opinión pública acerca de los cambios producidos durante el siglo,

cambios referentes a la revolución cuántica y sus consecuencias, forma la materia del

punto 5. Hasta la fecha, los medios de información han escamoteado todo lo que han

podido los desafíos (como los llama la Declaración) de la ciencia contemporánea,

143

sencillamente porque, al ser dichos medios los portadores de los mensajes materialistas,

sólo han presentado y divulgado las consecuencias filosóficas, técnicas, científicas y

políticas de los mismos. ¿Cómo y quién iba a hablar por televisión del principio de

indeterminación, cuando éste aniquila cualquier pensamiento o doctrina relacionados

con lo que la Declaración llama positivismo y nihilismo y que abarca un sinfín de

territorios nublados por la antigua filosofía en el poder? Ningún partido es capaz hoy de

fomentar un cambio tan radical, porque todos ellos, son excepción, se nutren del pan

amargo y seco, amasado por los ismos vinculados con el siglo XIX.

Es curioso cómo los reunidos en Venecia no hayan [sic] pensado en una imagen

pictórica de la situación a la que se atreven, casi heroicamente, a acometer, y que da

cuenta de la auténtica tragedia en la que seguimos debatiéndonos desde hace decenios.

En una conferencia que dicté, en el mes de abril, en el Paraninfo de la Universidad de

Alcalá de Henares, decía yo, después de analizar la raíz de los mismos males que, casi

en la misma fecha, ponían de relieve los sabios reunidos en Venecia:

“He pensado mucho, contemplando esta deplorable situación sin remedio, en el cuadro

de El Greco, “El martirio de San Mauricio”, donde un oficial romano, junto con todos

sus camaradas, acepta el sacrificio último en nombre de una idea nueva, rechazando una

posibilidad de vivir que les obligaba a seguir matando en nombre de los antiguos dioses.

San Mauricio y los suyos son la humanidad actual, en su representación más adelantada,

las elites científicas, la intelectualidad fiel al origen mismo de la palabra, los que están

dentro del intelligere, mientras los demás, los que no han entendido aún, pero que

controlan el poder, las elites políticas, envían al sacrificio a las primeras. Están enviando

al sacrificio a pueblos enteros y están dispuestos a desencadenar un conflicto universal y

último, por supuesto, en el nombre de sus antiguos dioses. Un entendimiento

antideterminista y cuántico del mundo evitaría, claro está, el gesto letal de los

deterministas.” (Este fragmento forma parte de la conferencia citada más arriba que,

bajo el título de “Europa fin de siglo”, aparecerá en un próximo número de Razón

Española.)

Pero los lectores de mis estudios y ensayos (siento mucho citar títulos míos, pero no hay

más remedio ante el reto de la Fundación Cini,) saben muy bien que esta problemática

forma parte no sólo de mis preocupaciones ensayísticas, sino novelísticas también, ya

que aparecen tanto en mi Introducción a la literatura del siglo XX, de [sic]

Consideraciones sobre un mundo peor o en Los derechos humanos y la novela del siglo

144

XX, como en Perseguid a Boecio. Preguntaría, pues, al final de estas constataciones:

¿cómo es posible que sólo hoy, más de ochenta años desde que Planck haya formulado

las bases de la nueva física, inaugurando una nueva era científica y técnica, y casi

setenta desde que el determinismo tomara forma en el Estado soviético, con las

consecuencias que sabemos, nadie [sic ¿por alguien?] se haya atrevido a esbozar los

principios de una posible y lógica salvación? Libros audaces, como los de Lupasco,

Basarab Nicolescu, Michel Random, Jean Charon o Solange de Mailly Nesle,

analizados todos ellos en estas páginas, han preparado quizás el terreno para que la

“Declaración de Venecia” sea posible, mejor tarde que nunca. Lo que me da valor y

optimismo para seguir trabajando en el mismo sentido que empecé a trazar para mí en

1969; y es que esta minoría de la que formo parte, una minoría que en un principio era

yo solo, pretendiendo [sic] modificar las fuentes, las intenciones y el programa de los

políticos sobre la base de la nueva ciencia, pasó hasta hoy casi inadvertida. Supongo que

la plataforma veneciana le servirá para lanzarse a la conquista del mundo, para bien de

los infelices mortales sometidos s la dictadura del determinismo.

Vintila Horia, en El Alcázar, 5 de junio de 1986

Mircea Eliade

Un día, en París, hace veinte años, le dije a Eliade: “Creo que eres uno de los más

grandes filósofos de las religiones de nuestro tiempo.” Me contestó, desde su modestia,

tan característica de los que tienen conciencia de lo que realmente son: “No soy más que

un historiador de las religiones.” Fue las dos cosas a la vez, y serán los decenios futuros

quienes demostrarán al gran público el acierto filosófico, la información, la honestidad

intelectual, la profundidad de todos sus puntos de vista, la perenne actualidad de este

escritor, que fue, además, un novelista de primera magnitud.

Yo tenía quince años cuando, de retorno a la India, Eliade había empezado a publicar

sus primeras obras literarias, la novela Maytrei entre ellas, y, más tarde, Señorita

Cristina y otras, que aportaban ideas, estilos, problemáticas nuevas en el marco de la

literatura de entonces. La India, con sus profetas y sus costumbres, sus paisajes y sus

religiones, penetraba como un vendaval en los espíritus de los adolescentes que

entonces éramos. En seguida ingresó Eliade en la Universidad, como ayudante de Nae

Ionescu, uno de los catedráticos más famosos de la época, y se dio a conocer a través,

también, de sus estudios relacionados con la historia de las religiones y del periodismo,

ya que colaboró asiduamente en los cotidianos y semanarios de la época, marcados por

145

un tradicionalismo que formaba parte de las tendencias más apasionadas de la juventud

del mundo intelectual. Lindando con Rusia, Rumania no había tenido simpatías ni por

los gobiernos zaristas, ni se adhería a la ideología y menos todavía a la práctica política

del régimen comunista. El partido comunista no tenía mil miembros en 1944, cuando las

tropas soviéticas invadieron y ocuparon el territorio rumano, anexionando, incluso,

parte de sus provincias orientales, lo mismo que habían hecho con Polonia,

Checoslovaquia y los países bálticos. Eliade, como todos los intelectuales rumanos de la

época, algunos de ellos exiliados famosos, militaba en contra del marxismo, desde el

fondo de sus convicciones políticas como desde el de sus convicciones religiosas.

Antes de estallar la guerra, Mircea Eliade fue nombrado agregado de cultura de la

Embajada de Rumania en Londres; luego fue trasladado a Lisboa, estrenó en 1940 su

única obra teatral, Antígona, en el teatro nacional de Bucarest; luego la catástrofe de la

postguerra se nos echó encima a todos, y, al salir yo, en 1945, del campo de

concentración de María Pfarr, en Austria, traté en seguida de contactar con los que,

como yo, se habían decidido a no regresar al país ocupado y deformado por un régimen

que nada tenía que ver con las raíces más antiguas ni con las más modernas libertades

del país. Con Eliade, desde Italia, y más tarde desde la Argentina, me escribí con

regularidad. Me envió un día el manuscrito de su novela El bosque prohibido, para

preguntarme cuál era mi opinión y si valía la pena publicarla, y le contesté,

entusiasmado por la lectura de aquel libro, que no tuvo mucha suerte entonces, sólo de

crítica, según recuerdo, ya que no rimaba, en el París de los años cincuenta, con las

pálidas elucubraciones literarias de un ambiente dominado por la mala literatura de

Sartre. Un historiador de las religiones difícilmente podía adherirse a aquella

profanación, de la que el espíritu francés tardó bastante en recuperarse.

Un año después recibí otra carta sorprendente del amigo Eliade, que pedía mi consejo

sobre si era oportuno abandonar París y aceptar un interesante ofrecimiento que le

acababa de hacer la Universidad de Chicago. No sé hasta qué punto mi consejo le valió

para algo. El hecho es que mi amigo escogió América, donde hizo una carrera

fulminante. Publicó libro tras libro, estudió religiones con criterio de pensador y

creyente, tuvo mucho éxito, ya en París, con El mito del eterno retorno, uno de sus

ensayos más profundamente marcado por su espiritualismo rumano; editó a lo largo de

los años el famoso también Tratado de historia de las religiones, De Zamolxis a

Gengis-Khan, Imágenes y símbolos, Mefistófeles y el andrógino, seguidas por más de

una veintena de ensayos, estudios, novelas y cuentos, traducidos hoy a todos los idiomas

146

cultos.

Difícilmente podríamos encontrar una figura tan compleja, rica y universal. No sólo

porque haya cultivado tantos géneros a la vez, sino porque ha sabido situarse, en cada

uno de ellos, en su onda más actual y más convincente. La importancia de las religiones

en la historia de las civilizaciones había sido puesta de relieve por Vico, ya a principios

del XVIII, y Spengler, como Toynbee más tarde, otorgaron a lo religioso un peso

específico de grandes consecuencias, hasta el punto de que el auge de una cultura

apareció como coincidiendo con la cumbre de su propia religión, pero fue Mircea Eliade

quien analizó con pasión de erudito la característica de las grandes religiones y el enlace

mítico y cultural que cada una de ellas tuvo con el drama del hombre. La cultura

occidental pierde con su muerte a una de sus personalidades más conocidas y más

fundamentalmente relacionadas con su tiempo y con sus más auténticas tradiciones.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986

Moeller y Unamuno

Creo que el análisis que hace Charles Moeller en su cuarto tomo (Literatura del siglo

XX y cristianismo, Ed. Gredos, tercera edición, 1964) del derrotero espiritual de

Unamuno es uno de los mejores y de los más completos. El teólogo y el crítico literario

aúnan sus esfuerzos en un cuadro realmente hermoso y completo. No diría lo mismo del

análisis literario de la obra unamuniana, que pasa por encima de una de las novelas más

brillantes de la literatura española de nuestro tiempo y uno de los dramas más

representativos del cristiano, del cura que pierde la fe y no lo confiesa nunca para no

quitar a sus feligreses la mayor de las esperanzas. Me refiero a San Manuel Bueno,

mártir, libro al que considero como algo tan grande y tan fundamental para España

como La vida es sueño. No sólo porque las dos obras se parecen en su técnica y otorgan

al conceptismo, a la tragedia interior, un papel dominante que caracteriza lo mejor del

alma española de siempre, sino, también, porque logra conmover al lector hasta los

cimientos de su sensibilidad y conciencia.

Es a través de una novela, San Manuel Bueno, mártir, como Unamuno aparece en su

esplendor de novelista católico, superior al de La farisea de Mauriac, sólo comparable

quizá, como intensidad dramática, al Moira de Julien Green o a algunos momentos

privilegiados que consigue Bernanos. Algo hay, en la tragedia de don Manuel Bueno,

de la autobiografía del autor y, sobre todo, de su juventud atea, de aquel período de su

147

vida cuando abandona el cristianismo al perder la fe y que habrá constituido la época

más triste de su existencia de hombre necesitado de religión. Creo que Unamuno fue

uno de los hombres más religiosos de España y quizá de la Europa de su tiempo. Un

héroe moderno en un sentido nada laico, un intelectual preocupado por su preparación

universitaria, su literatura personal, su felicidad matrimonial, sus lecturas filosóficas,

pero profundamente inserto en lo que Moeller llama “la esperanza desesperada” y que

no corresponde del todo a la vivencia unamuniana. Sí, entiendo la alusión

existencialista, me doy cuenta de que la lectura de Kierkegaard fue muy importante

para el filósofo Unamuno, como también la de algunos textos protestantes, pero no

lograremos nunca dar con la clave, hablando de aquel espíritu que fue carne viva

durante toda su vida, sin aproximarlo a sus auténticos maestros y a su auténtica

peregrinación a través de escollos autobiográficos e históricos contemporáneos. El

vasco Unamuno se había convertido no sólo a Castilla, y fue, como sabemos, uno de

los pintores más apasionados del paisaje castellano, sino a la manera castellana de

entender lo religioso. No fue sólo un católico libresco, víctima de sus lecturas de todo

tipo; fue, sobre todo, un atormentado, no diría a la altura de algún que otro santo, pero sí

a la de los sufrimientos que implica el acercarse castellanamente a Cristo y a tratar de

comprender [sic]. Entiendo perfectamente sus dudas ante la existencia del infierno, ya

que, como él decía, ¿qué tiene que ver lo infinito, relacionado con el castigo infernal,

con la finitud del destino humano? ¿Cómo aceptar la idea de Dios, el Dios bueno de los

cristianos, el que se ha hecho hombre para estar más cerca de nuestras dudas y

padecimientos, el Dios del perdón, con la nocturnidad del castigo sin fin?

Se me ocurre comparar a dos escritores que, si no se conocieron personalmente,

intercambiaron cartas y colaboraciones: Unamuno y Papini. Devoradores de libros,

conocedores de Kierkegaard en un momento en que pocos europeos pensaban en el

fundador del existencialismo, universitario por vocación y destino, el español,

autodidacta el italiano, atormentados los dos por el sentimiento trágico y cristiano de la

vida, víctimas a menudo de lo que Unamuno llamaba “la inquisición atea”. Ateos ellos

mismos en su juventud, volvieron la cara hacia la Verdad en momentos más o menos

parecidos, o por lo menos paralelos, y forman, cada uno en su cultura, un dúo espiritual

que ha dejado huellas profundas en el corazón de Europa.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 29 mayo 1986

Forma y sentido de Osvaldo Spengler

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(En el cincuenta aniversario de su muerte)

El autor de El crepúsculo de Occidente, de Años decisivos y de otros estudios dedicados

a la interpretación de la Historia universal, nació en 1880 en Blankenburg am Harz, y

falleció el 8 de mayo de 1936, en Munich. Podemos considerarlo como una de las

personalidades más representativas de nuestro tiempo por haber sabido clasificar los

grandes períodos de la Historia, por haber podido encontrar un sentido y una

explicación al correr aparentemente absurdo de los milenios y por haber creado un

método de investigación en el que, volens nolens, están hoy todos los especialistas en la

materia. Puede haberse equivocado en muchas afirmaciones, puede haber pecado por

exageración sistemática y puede haber confundido erróneamente el crecimiento del

hombre en el marco de las culturas con el crecimiento de las plantas y de otros

organismos vinculados a la naturaleza, sin embargo resulta imposible hablar de una

posible filosofía de la Historia sin mencionar a Spengler. Me pregunto a menudo,

leyendo las críticas que hombres ilustres le han dedicado desde 1920 a esta parte, cómo

ha resistido su libro a tantos ataques, la mayor parte de ellos justificados y objetivos; y

me doy cuenta de que el mérito del pensador alemán, autor de lo que él mismo llamaba

“una filosofía alemana”, ha sido el de poner las bases de una epistemología de los

acontecimientos, de haber edificado un pasado humano total, una vez investigadas no

sólo todas las culturas y civilizaciones, sino sobre todo el conjunto de todos los saberes.

Es preciso considerar al hombre como un todo y disponer de una visión holística en el

marco de cualquier disciplina. Yo mismo he dedicado muchos años de mi vida a enfocar

la literatura desde todos los puntos de vista posibles y he tratado de explicar a los

grandes autores de mi siglo en el mismo marco en que la ciencia, la psicología, el arte o

la religión desarrollaban banderas contemporáneas. Y es así como los novelistas

realmente humanos del siglo XX han intentado reflejar al hombre de su tiempo, o de

otros tiempos, teniendo en cuenta su imagen entera. Estamos lejos del homo

oeconomicus, o del animal político, o del homo ludens, o de los tratados de sutil

psicología en que se habían transformado, con Proust, las novelas de los años veinte.

Estamos lejos de la clave cretinizante del realismo socialista, desde que Spengler nos

enseñó al hombre ocupando el centro de todas las cosas. El hombre como creador de

cultura y de civilización.

Otro progreso spengleriano ha sido marcado por la actitud del filósofo ante la cultura

occidental. Mientras Bossuet y Vico, considerados como los primeros pensadores de la

Historia, lo enfocaron todo según una perspectiva europea y situaron a Europa en el

centro de la Historia universal, Spengler da prioridad a veces a otros ciclos culturales y

149

deshace el mito de la centralidad de nuestro continente. Al antiguo esquema dentro del

cual “...las altas culturas describen sus órbitas en torno a nosotros como inevitable

centro de todo el acontecer universal...” Spengler lo llama “sistema ptolemaico de la

historia”, mientras considera como una revolución copernicana “dentro del ámbito

histórico” el nuevo sistema según el cual Occidente, desde Grecia hasta hoy, no ocupa

un puesto preferente ante las demás civilizaciones.

Sin embargo, creo que la importancia de Spengler es preciso buscarla en otra parte, o,

mejor dicho, en aquella parte de su pensamiento en que su propia filosofía coincide con

el pensamiento, la ciencia y el arte de su tiempo. Decía antes que el mérito de Spengler

había sido el de enfocar holísticamente al acontecer histórico y de haber creado un

método por primera vez valedero dentro de la historiografía, en el sentido de que no

sólo los reyes, las batallas y los tratados internacionales forman materia para la Historia,

sino el conjunto de las creaciones de todo tipo. Lo que le hace pensar que los templos

como el teatro griegos coinciden perfectamente con la matemática euclidea, mientras la

política y el arte de la época de Luis XV coinciden con la filosofía de Descartes y las

matemáticas del siglo XVIII. Del mismo modo podemos afirmar que las mismas teorías

de Spengler y el antideterminismo de su sistema pertenecen al antideterminismo

cuántico. Al comentar la obra de Spengler, Joseph Vogt, en su libro El concepto de la

Historia, de Ranke a Toynbee (Colección Punto Omega, Ed. Guadarrama, Madrid 1971)

escribe: “Su pensamiento histórico no se dirige al conocimiento inductivo de los

fenómenos ni a la determinación de la causalidad, sino a la aprehensión intuitiva del

destino y a la interpretación artística de las estructuras ocultas... aquí no se trata de leyes

de causalidad, sino de forma y destino.” Definición acertada que coloca a Spengler en

medio de la filosofía de su época y por encima, evidentemente, del materialismo

dialéctico, cuyo determinismo resulta hoy casi cómico. Cuando Luis Suárez, en su libro

Grandes interpretaciones de la Historia (Ed. Eunsa, Pamplona, cuarta edición 1981)

cree que “La decadencia de Occidente... fue el ensayo más importante, desde San

Agustín, para dar a la Historia una interpretación completa...”, tiene razón en el sentido

esbozado más arriba. La intuición, la poesía como otra técnica de acercamiento al

cosmos, el alma de las civilizaciones, el espíritu como dominante, son también

características de las nuevas formas occidentales de aprehender lo real. Nos hemos

salido del racionalismo decimoctavo y hemos enfocado el mundo según técnicas

especiales, mucho más completas, dentro de las cuales el subjetivismo puesto de relieve

por Heisenberg y por los teólogos se aparta de los esquemas simplistas del pasado

cartesiano. La decadencia de Occidente, bajo este aspecto, está mucho más cerca del

150

Ulises de Joyce que de la metodología de Taine, Ranke o los materialistas. Hay un

indeterminismo histórico que sitúa a lo individual por encima de los grandes números,

al genio por encima de la humanidad, sencillamente porque, como cree saber Spengler,

la humanidad no existe.

También es novedosa en Spengler la separación que realiza entre cultura y civilización.

En el ciclo occidental, por ejemplo, en una primera fase, Grecia es la cultura, con el

predominio de lo religioso y lo artístico, mientras Roma sería la civilización, con la

ciencia, la técnica, el pragmatismo filosófico, etcétera. La Edad Media, en una segunda

fase, y el Renacimiento, hasta una época muy tardía, formarían la fase cultural de

Europa, mientras todo lo que sigue, basado en el desarrollo de las técnicas, formaría lo

que llamamos precisamente civilización occidental. Todos estos grandes ciclos viven y

mueren en la soledad, cada uno tiene su forma y destino, igual que las plantas. En el

segundo tomo de su libro, Spengler trata de establecer un paralelismo más o menos

logrado entre plantas y animales, entre la falta de libertad de los primeros y la libertad

de las libélulas, o de las águilas. Hoy sabemos, apoyándonos tanto en Konrad Lorenz

como en nuestra propia experiencia, hasta qué punto los animales no son libres. Se

mueven, sí, pero el instinto les encadena a una forma de no evolución más que evidente.

Las cigüeñas no perfeccionan sus admirables nidos, los construyen de la misma manera,

siguiendo la misma técnica desde los comienzos de la especie. No son más libres que las

plantas, a pesar de las apariencias. Las culturas y las civilizaciones, en cambio,

comunican entre sí, no viven y mueren en la soledad. ¿Qué sería Grecia sin Egipto? ¿Y

este sin Babilonia? ¿Qué sería la civilización arábiga, como la llama el pensador

alemán, sin Aristóteles? ¿Y el siglo XVIII francés sin el arte y el pensamiento de los

griegos y de los romanos? Hay un naturalismo spengleriano que invalida a veces su

teoría entera.

También sus profecías se han equivocado a menudo, fiel en este sentido a su

indeterminismo. Cuando piensa, por ejemplo, que Alemania se estaba acercando a un

régimen monárquico restaurado, destinado (en 1922, cuando escribe su ensayo sobre

socialismo y prusianismo) a sustituir la democracia decadente, heredera “de la anarquía

francesa y de la piratería inglesa”. No sucedió así y Spengler tuvo la suerte de fallecer

antes de 1945, cuando su sueño se quemó junto con el Berlín de su juventud. Hablando,

en cambio, de Rusia, pensaba que el comunismo era una forma tan falaz y perecedera,

tan superficialmente adherida a la esencia rusa como el intento de occidentalización de

Pedro el Grande. Rusia era un país de campesinos, profundamente moldeados por el

cristianismo y su futuro iba a coger el rumbo indicado por las profundidades, tal como

151

Dostoievski lo había profetizado también. Es posible, en este caso, que Spengler no se

haya equivocado, porque antes del fin de este siglo es probable que la esencia pueda con

la existencia, como suele suceder. Entonces se cumpliría la profecía spengleriana según

la cual esta nueva forma rusa de ser podría volverse lo que él llamaba “un tercer

cristianismo”. Y Fátima no está lejos de esa posibilidad.

Pero con esto nos salimos de la Historia como ciencia y volvemos a otra perspectiva

spengleriana: a la naturaleza hay que acometerla con las armas de la ciencia, pero “la

Historia debe ser objeto de la poesía”. En este caso, si nos referimos al futuro de Rusia

según la intuición de Spengler, siendo la intuición un método paralelo al de la

deducción y del experimento, nos encontramos fuera de cualquier análisis científico

contemporáneo. El futuro de Rusia aparece más claro bajo la revelación hecha en

Fátima en 1917 (año de la Revolución de octubre, no hay que olvidarlo, pero lo que la

Virgen anunció a los niños portugueses tiene lugar unos meses antes), como también

bajo la intuición del filósofo de la Historia. Es imprevisible todo lo que enfocamos bajo

el dictamen de la materia, objeto de la ciencia y siendo el ser humano una partícula, un

microcosmos y, por ende, algo sometido a la ley de la incertidumbre o indeterminación,

es también improfetizable; pero todo se vuelve previsible en el marco de la intuición y

de la profecía (religiosa). Sea en un terreno dominado por la psicología (inconsciente

personal y colectivo), sea en el de lo religioso (los profetas del Antiguo Testamento) o

de la poesía como técnica de un conocimiento antideterminista también, el futuro

aparece como una posibilidad de “profecía al revés”, poco científica por supuesto, pero

¿qué es hoy la ciencia comparada con lo que fue ayer? Spengler, una vez situado dentro

de las novedades del siglo, puede aparecernos como un destructor de prejuicios

materialistas y como un innovador, a pesar de los residuos científicos que enturbian a

menudo su sistema, pero provoca más tarde la réplica genial de Arnold Toynbee, en el

marco del desarrollo “metafísico” de todas las demás disciplinas.

Vintila Horia, en El Alcázar, 29 mayo 1986

Con Kazantzaki, a Toledo

Buscando un libro en mi biblioteca, me encontré un tomo de Nikos Kazantzaki, el autor

de Cristo otra vez crucificado, un libro de artículos y de notas de viaje titulado Del

monte Sinaí a la isla de Venus, publicado en París hace bastantes años (1958) y donde

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figura un capítulo dedicado a Toledo. Como esta ciudad es en este momento la pasión

del autor de estas líneas, me precipité sobre él y lo devoré en pocos minutos. La garra

del escritor está presente en cada palabra, en cada imagen. Pinceladas cortas y audaces,

colores vivos, mediterráneos, claroscuros barrocos, exactamente como en la novela

citada más arriba o como en Zorba el griego. El mismo comienzo es dramático y

sugestivo. El escritor conserva en la memoria el recuerdo de un Toledo imaginado a lo

largo de los años, inspirado en los libros, los cuadros y las fotografías. Lo que dominaba

los recuerdos era el mismo cuadro del Greco, con aquel relámpago azul que corta el

mundo en dos. Cuando Kazantzaki llega a Toledo es de primavera [sic], el aire dulce y

pacífico envuelve la ciudad en un manto de paz. No hay drama. “España es el invento

de algunos poetas y pintores y de algunos turistas apasionados.” La realidad es otra. El

demonio que el escritor lleva a su izquierda, encima del hombro, le susurra palabras en

el oído, palabras poco agradables para la ciudad imperial. ¡Qué aburrimiento! Pero el

ángel, desde el otro hombro dice: “¿Y si fuéramos a ver a El Greco?” El demonio sabía

perfectamente por qué se aburría y por qué Toledo no le gustaba. Pero el ángel también

sabía la razón de lo contrario. Toledo es una ciudad dominada por un ángel, habitada

por lo sagrado, ilustrada por uno de los pintores religiosos más grandes de todos los

tiempos.

Y se van a visitar la casa de El Greco, el cretense, envueltos en una atmósfera que,

según Kazantzaki, evoca y recuerda Creta. La misma luz, las mismas mujeres, los

mismos olores. Los árabes como parte del telón de fondo. Los seres que animan los

cuadros de El Greco parecen como consumidos por el fuego: “Todos los apóstoles

arden”, afirma contemplando a San Bartolomé y a San Andrés. La luz es un fuego y no

viene del sol sino desde una luna trágica. Y este ardor aumenta con la edad. El Greco se

vuelve cada vez más apasionado y esencial. Un miedo metafísico domina los últimos

cuadros. “Uno no deja de pensar en las fuerzas oscuras. La alquimia, la magia, la

brujería, el exorcismo.” Sus personajes se parecen a unos muertos que acaban de

recobrar la vida, conservando sin embargo algo, un dejo de los colores del más allá.

Preciosa manera de definir la extraña luz que domina los cuadros del toledano. Ahí está,

creo, la llave del enigma. No hay nada de magia o de alquimia en la obra del pintor.

Para comprenderlo no es preciso, como hace Kazantzaki, retrotraerlo a Creta, porque es

el espíritu de Castilla, el significado mismo de Toledo en aquel fin de siglo, lo que

empapa de luz nueva la pintura del cretense castellanizado, del griego católico que

encuentra en la colina, a la que Rilke llama “el monte de la revelación”, los últimos

secretos de su arte poético. Nada de Oriente palestinense, como pensaba Marañón, ni de

153

magia árabe, ni de recuerdos cretenses. El Greco conserva de su educación y formación

originarias sólo un recuerdo imperecedor [sic], el de Platón y de su concepción del

mundo. Todo el resto se lo concede Toledo, como centro de un imperio ecuménico, un

experimento inaudito e inédito, inscrito en los rostros del “Entierro del señor de Orgaz”.

El alma que habita sus cuadros es la que vive en aquellos rostros y da vida a aquellos

cuerpos inmortales. ¿Por qué no habla Kazantzaki del “Entierro...”? Difícil contestarlo.

Ni siquiera lo cita, y es la obra maestra de su cretense. Nos habla, pues, de todo menos

de lo fundamental. Hubiera sido interesante escuchar su opinión ante el cuadro por

antonomasia. Pero lo elude y no sabemos por qué. Si no lo ha visto, esto me resulta

imperdonable. Si lo ha visto y le ha inspirado menos pensamientos y admiración que los

demás cuadros del pintor, me resulta incomprensible. El capítulo sobre Toledo se ha

quedado como inválido y no podrá nunca sanarlo, ya que ha salido, hace tiempo ya,

hacia la parte superior, como hubieran dicho El Greco y Platón juntos.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, septiembre 1984

REPRODUCCIÓN PUBLICADA EN EL BLOG DEDICADO A VINTILIA HORIA DE JESÚS SANZ RIOJA

La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes

por Vintila HORIA1

De dónde viene esto, cómo ha ocurrido, hasta dónde puede extenderse su hechizo. Todos lo vemos o lo intuimos de alguna manera, pero no basta leer libros o asistir a películas -que lo ponen en evidencia. Habría que actuar, intervenir, pasar de la constatación a la resistencia. Y ni siquiera esto bastaría en el momento amenazador en que nos encontramos. Habría que reconocer y definir abiertamente el mal y acabar con él. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, y de un modo más o menos comprometido, está implicado en el mal, gozando de sus favores, para vivir y hacer vivir. Aun cuando lo reconocemos y estamos de acuerdo con los escritores que lo delatan, algo nos impide protestar, nuestro mismo beneficio cotidiano, nuestra relación con su magnificencia. «La cuestión es saber si la libertad es aún posible —escribe Jünger—, aunque fuese en un dominio restringido. No es, desde luego, la neutralidad la que la puede conseguir, y menos todavía esta horrorosa ilusión de seguridad que nos permite dictar desde las gradas el comportamiento de los luchadores en el circo.»

O sea se trata de intervenir, de arriesgarlo todo con el fin de que todo sea salvado.

Lo que nos amenaza es la técnica y lo que ella implica en los campos de la moral, la política, la estética, la convivencia, la filosofía. Y la rebeldía que hoy sacude los fundamentos de nuestro mundo tiene que ver con este mal, al que llamo el mayor porque no conozco otro mejor situado para sobrepasarlo en cuanto eficacia. Ya no nos interesa de dónde proviene y cuáles son sus raíces. Estamos muy asustados con sus efectos, y buscar sus causas nos parece un menester de lujo, digno de la paz sin fallos de

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otros tiempos. Sin embargo hay un momento clave, un episodio que marca el fin de una época dominada por lo natural —tradiciones, espiritualidad, relaciones amistosas con la naturaleza, dignidad de comportamiento humano, moral de caballeros, decencia, en contra de los instintos—, episodio desde el cual se produce el salto en el mal. Este momento es, según Ernst Jünger, la Primera Guerra Mundial, cuando el material, obra de la técnica, desplazó al hombre y se impuso como factor decisivo en los campos de batalla de Europa, luego del mundo, luego en todos los campos de la vida. Fue así como el hombre occidental universaliza su civilización a través de la técnica, lo que es una victoria y una derrota a la vez.

Este proceso, definido desde un punto de vista moral, ha sido proclamado como una «caída de los valores», o desvalorización de los valores supremos, entre los cuales, por supuesto, los cristianos. Nietzsche fue su primer observador y logró realizar en su propia vida y en su obra lo que Husserl llamaba una reducción o epoché. En el sentido de que, al proclamarse en un primer tiempo «el nihilista integral de Europa», logró poner entre paréntesis el nihilismo, lo dejó atrás como él mismo solía decirlo, y pasó a otra actitud o a otro estadio, superior, y que es algo opuesto, precisamente, al nihilismo. Desde el punto de vista de la psicología profunda, esta evolución podría llamarse un proceso de individuación. Pero tal proceso, o tal reducción eidética, no se realizó hasta ahora más que en el espíritu de algunas mentes privilegiadas, despertadas por los gritos de Nietzsche. Las masas viven en este momento, en pleno, la tragedia del nihilismo anunciada por el autor de La voluntad del poder. Aun los que, como los jóvenes, se rebelan contra la técnica caen en la descomposición del nihilismo, ya que lo que piden y anhelan no representa sino una etapa más avanzada aún en el camino del nihilismo o de la desvalorización de los valores supremos. Esta exacerbación de un proceso de por sí aniquilador constituye el drama más atroz de una generación anhelando una libertad vacía, introducción a la falta absoluta de libertad.

Todo esto ha sido intuido y descrito por algunos novelistas anunciadores, como lo fueron Kafka, Hermann Broch en sus Sonámbulos o en sus ensayos, Roberto Musil en su Hombre sin atributos, Rilke en su poesía o Thomas Mann. Pero fue Jünger quien lo ha plasmado de una manera completa, en cuanto pensador, en su ensayo El obrero, publicado en 1931, y en el ciclo Sobre el hombre y el tiempo, o bien en sus novelas.

En opinión de Jünger, escritor que representa, mejor que otros, el afán de hacer ver y comprender lo que sucede en el mundo y su porqué, y también de indicar un camino de redención, hay unos poderes que acentúan la obra del nihilismo, desvalorizándolo todo con el fin de poder reinar sobre una sociedad de individuos que han dejado de ser personas, como decía Maritain, y estos poderes son hoy lo político, bajo todos los matices, y la técnica. Y hay, por el otro lado, una serie de principios resistenciales, que Jünger expone en su pequeño Tratado del rebelde y también en Por encima de la línea, que indican la manera más eficaz de conservar la libertad en medio de unos tiempos revueltos, como diría Toynbee, ni primeros ni últimos en la historia de la humanidad. Tanatos y Eros son los elementos que nos ayudan en contra de las tiranías de la técnica o de lo político. «Hoy, igual que en todos los tiempos, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más grandes de los poderes temporales.» De aquí la necesidad, para estos poderes, de destruir las religiones, de infundir el miedo inmediato. Si el hombre se cura del terror, el régimen está perdido. Y hay regiones en la tierra, escribe Jünger, en las que «la palabra metafísica es perseguida como una herejía». Quien posee una metafísica, opuesta al positivismo, al llamado realismo de los poderes

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constituidos, quien logra no temer a la muerte, basado en una metafísica, no teme al régimen, es un enemigo invencible, sean estos poderes de tipo político o económico, partidos o sinarquías.

El segundo poder salvador es Eros, ya que igual que en 1984, el amor crea un territorio anímico sobre el cual Leviatán no tiene potestad alguna. De ahí el odio y el afán destructor de la policía, en la obra de Orwell, en contra de los dos enamorados, los últimos de la tierra. Lo mismo sucede en Nosotros, de Zamiatín. Al contrario, según Jünger, el sexo, enemigo del amor, es un aliado eficaz del titanismo contemporáneo, o sea, del amor supremo y resulta tan útil a éste como los derramamientos de sangre. Por el simple motivo de que los instintos no constituyen oposición al mal, sino en cuanto nos llevan a un más allá, en este caso el del amor, única vía hacia la libertad.

El drama queda explícito en la novela Las abejas de cristal. En este libro aparecen los principios expuestos por Jünger en El obrero, comentados por Heidegger, en Sobre la cuestión del Ser. El personaje principal de Jünger es un antiguo oficial de caballería, Ricardo, humillado por la caída de los valores, es decir, por el tránsito registrado por la Historia, desde los tiempos del caballo a los del tanque, desde la guerra aceptable o humana a la guerra de materiales, la guerra técnica, fase última y violenta del mundo oprimido por el mal supremo. El capitán Ricardo evoca los tiempos en que los seres humanos vivían aun los tiempos caballerescos que habían precedido a la técnica y habla de ellos como de algo definitivamente perdido. Es un hombre que ha tenido que seguir, dolorosamente, conscientemente incluso, el itinerario de la caída. Se ha pasado a los tanques no por pasión, sino por necesidad, y ha traicionado unos principios, y seguirá traicionándolos hasta el fin. Porque no tiene fuerzas para rebelarse. Su mujer lo espera en casa y todo el libro se desarrolla en tomo a un encuentro entre el ex capitán sin trabajo y el magnate Zapparoni, amo de una inmensa industria moderna, creadora de sueños y de juguetes capaces de hundir más y más al hombre en el reino de Leviatán. Símbolo perfecto de lo que sucede alrededor nuestro. Zapparoni encargara a Ricardo una sección de sus industrias, y este aceptará, después de una larga discusión, verdadera guerra fría entre el representante de los tiempos humanos y el de la nueva era, la del amo absoluto y de los esclavos deshumanizados. Zapparoni sabía lo que se traía entre manos. «Quería contar con hombres-vapor, de la misma manera en que había contado con caballos-vapor. Quería unidades iguales entre sí, a las que poder subdividir. Para llegar a ello había que suprimir al hombre, como antes el caballo había sido suprimido». Las mismas abejas de cristal, juguetes perfectos que Zapparoni había ideado y construido y que vuelan en el jardín donde se desarrolla la conversación central de la novela, son más eficaces que las naturales. Logran recoger cien veces más miel que las demás, pero dejan las flores sin vida, las destruyen para siempre, imágenes de un mundo técnico, asesino de la naturaleza y, por ende, del ser humano.

Hay, sí, un tono optimista al final del libro. La mujer de Ricardo se llama Teresa, símbolo ella también, como todo en la literatura de Jünger, de algo que trasciende este drama, de algo metafísico y poderoso en sí, capaz de enfrentarse con Zapparoni. Teresa representa el amor, aquella zona sobre la que los poderes temporales no tienen posibilidad de alcance. Es allí donde, probablemente, Ricardo y lo que él representa encontrará cobijo y salvación. Porque, como decía Hólderlin en un poema escrito a principios del siglo pasado, “Allí donde está el peligro, está también la salvación”.

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En cambio, no veo luz de esperanza en Parábola del náufrago, de Miguel Delibes, novela de tema inédito en la obra del escritor castellano, una de las más significativas de la novelística española actual. El mal lo ha copado todo y su albedrío es sin límites. Lo humano puede regresar a lo animal, sea bajo el influjo moral de la técnica y de sus amos, sea con la ayuda de los métodos creados a propósito para realizar el regreso. Quien da señales de vida humana, o sea, de personalidad, quien quiere saber el fin o el destino de la empresa —símbolo ésta de la mentalidad técnica que está envolviendo el mundo— esta condenado al aislamiento y esto quiere decir reintegración en el orden natural o antinatural. Uno de los empleados de don Abdón, el amo supremo de la ciudad —una ciudad castellana que tiene aquí valor de alegoría universal—, ha sido condenado a vivir desnudo, atado delante de una casita de perro y, en poco tiempo, ha regresado a la zoología. Incluso acaba como un perro, matado por un hortelano que le dispara un tiro, cuando el ex empleado de don Abdón persigue a una perra y están escañando el sembrado. Y cuando Jacinto San José trata de averiguar lo que pasa en la institución en que trabaja y donde suma cantidades infinitas de números y no sabe lo que representan, el encargado principal le dice: «Ustedes no suman dólares, ni francos suizos, ni kilovatios-hora, ni negros, ni señoritas en camisón (trata de blancas), sino SUMANDOS. Creo que la cosa está clara.» Y, como esto de saber lo que están sumando sería una ofensa para el amo, el encargado «... le amenaza con el puño y brama como un energúmeno: «¿Pretende usted insinuar, Jacinto San José, que don Abdón no es el padre más madre de todos los padres?» Y, puesto que Jacinto se marea al sumar SUMANDOS, lo llevan a un sitio solitario, en la sierra, para descansar y recuperarse. Le enseñan, incluso, a sembrar y cultivar una planta y lo dejan solo entre peñascales en medio del aire puro.

Sólo con el tiempo, cuando las plantas por él sembradas alrededor de la cabaña, crecen de manera insólita y se transforman en una valla infranqueable, Jacinto se da cuenta de que aquello había sido una trampa. Igual que las abejas de cristal de Jünger, un fragmento de la naturaleza, un trozo sano y útil, ha sido desviado por el mal supremo y encauzado hacia la muerte. Las abejas artificiales sacaban mucha miel, pero mataban a las plantas, la planta de Delibes, instrumento de muerte imaginado por don Abdón, es una guillotina o una silla eléctrica, algo que mata a los empleados demasiado curiosos e independientes. Cuando se da cuenta de que el seto ha crecido y lo ha cercado como una muralla china, ya no hay nada que hacer. Jacinto se empeña en encontrar una salida, emplea el fuego, la violencia, su inteligencia de ser humano razonador e inventivo, su lucha toma el aspecto de una desesperada epopeya, es como un naufrago encerrado en el fondo de un buque destrozado y hundido, que pasa sus últimas horas luchando inútilmente, para salvarse y volver a la superficie. Pero no hay salvación. Más que una. La permitida por don Abdón. El híbrido americano lo ha invadido todo, ha penetrado en la cabaña, sus ramas han atado a Jacinto y le impiden moverse, como si fuesen unos tentáculos que siguen creciendo e invadiendo el mundo. El prisionero empieza a comer los tallos, tiernos de la trepadora. No se mueve, pero ha dejado de sufrir. Come y duerme. Ya no se llama Jacinto, sino jacinto, con minúscula, y cuando aparecen los empleados de don Abdón y lo sacan de entre las ramas, lo liberan, lo pinchan para despertarlo, «jacintosanjosé» es un carnero de simiente.

"Los doctores le abren las piernas ahora y le tocan en sus partes, pero Jacinto no siente el menor pudor, se deja hacer y el doctor de más edad se vuelve hacia Darío Esteban, con una mueca admirativa y le dice:

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-¡Caramba! Es un espléndido semental para ovejas de vientre -dice. Luego propina a Jacinto una palmada amistosa en el trasero y añade-: ¡Listo! »

Así termina la aventura del náufrago, o la parábola, como la titula Delibes. Fábula de clara moraleja, integrada en la misma línea pesimista de la literatura de Jünger y de otros escritores utópicos de nuestro siglo. En el fondo Parábola del náufrago es una utopía, igual que Las abejas de cristal, o La rebelión en la granja, de Orwell; Un mundo feliz o 1984. Encontramos la utopía entre los mayores éxitos literarios de nuestro siglo, porque nunca hemos tenido, como hoy, la necesidad de reconocer nuestra situación en un mito universal de fácil entendimiento. La utopía es una síntesis contada para niños mayores y asustados por sus propias obras, aprendices de brujo que no saben parar el proceso de la descomposición, pero quieren comprenderlo hasta en sus últimos detalles filosóficos. Con temor y con placer, aterrorizados y autoaplacándose, los hombres del siglo XX viven como jacinto, aplastados, atados a sus obras que les invaden y sujetan, los devuelven a la zoología, pero ellos saben encontrar en ello un extraño placer. El mal supremo es como el híbrido americano de Delibes, que invade la tierra, la occidentaliza y la universaliza en el mal. Quien quiere saber el porqué de la decadencia y no se limita a sumar SUMANDOS arriesga su vida, de una manera o de otra, está condenado a la animalidad del campo de concentración, a la locura contraida entre los locos de un manicomio, donde se le recluye con el fin de que la condenación tenga algo de sutileza psicológica, pero el fin es el mismo Campo o manicomio, el condenado acabará convirtiéndose en lo que le rodea, a sumergirse en el ambiente, como Jacinto. Y de esta suerte quedará eliminado. O bien no logrará encontrar trabajo y se morirá al margen de la sociedad. O bien como el capitán Ricardo, aceptará un empleo poco caballeresco y perfeccionará su rebeldía en secreto, al amparo de un gran amor anticonformista, sobre el cual podrá levantarse el mundo de mañana, conservado puro por encima del mal. El rebelde, que lleva consigo la llave de este futuro de libertad, es el que se ha curado del miedo a la muerte y encuentra en «Teresa» la posibilidad metafísica de amar, o sea, de situarse por encima de los instintos zoológicos de la masa, que son el miedo a la muerte y la confusión aniquiladora entre amor y sexo. Es así como el hombre del porvenir vuelve a las raíces de su origen metafísico.

«Desde que unas porciones de nosotros mismos como la voz o el aspecto físico pueden entrar en unos aparatos y salirse de ellos, nosotros gozamos de algunas de las ventajas de la esclavitud antigua, sin los inconvenientes de aquella», escribe Jünger en Las abejas de cristal. Todo el problema del mal supremo está encerrado en estas palabras. Somos, cada vez más, esclavos felices, desprovistos de libertad, pero cubiertos de comodidades. Basta mover los labios y los tiernos tallos de la trepadora están al alcance de nuestro hambre. Sin embargo, al final de este festín está el espectro de la oveja o del perro de Delibes. La técnica y sus amos tienden a metamorfosearnos en vidas sencillas, no individualizadas, con el fin de mejor manejarnos y de hacernos consumir en cantidades cada vez más enormes los productos de sus máquinas. Creo que nadie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad, pero espero que alguien lo haga un día, basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras.

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Sería, creo, esclarecedor desde muchos puntos de vista establecer lazos de comparación entre Parábola del náufrago y Rayuela, de Julio Cortázar, en la que el hombre se hunde en la nada por no haber sabido transformar su amor en algo metafísico o por haberlo hecho demasiado tarde y haber aceptado, en un París y luego en un Buenos Aires enfocados como máquinas quemadoras de desperdicios humanos, una línea de vida y convivencia instintual, doblegada por las leyes diría publicitarias de un existencialismo mal entendido, laicizado o sartrianizado, que todo lo lleva hacia la muerte. La tragedia de la vida de hoy, situada entre el deseo de rebelarse y la comodidad de dejarse caer en las trampas de don Abdón y de Zapparoni, trampas técnicas, confortables, o bien literarias, políticas y filosóficas, inconfortables pero multicolores y tentadoras, es una tragedia sin solución y la humanidad la vivirá hasta el fondo, hasta alcanzar la orilla de la destrucción definitiva, donde la espera quizá algún mito engendrador de salvaciones.

1 Vintila Horia, nacido en Rumanía, diplomático en Roma y Viena, estuvo prisionero en los campos de concentración nazis de Krummhübel y Maria Pfarr hasta su liberación en 1944. Ganó en premio Goncourt en 1960 por su obra Dios ha nacido en el exilio. Novelista y ensayista, fue profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM hasta su incorporación como Catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares.