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Visitas a Mediacuesta, Entrega VI

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"Cogí unas latas de cerveza y volví a la sala mientras Leticia seguía en su cuarto. Me recosté en un sofá a mirar las partículas de polvo suspendidas en la luz delgada que dejaba entrar la hendidura de la cortina. Cada inspiración llenaba mis pulmones de ese aire particulado y frío; el polvo revoloteaba en la luz y yo respiraba más profundamente, como si esa suspensión granulada pudiera surtir algún efecto" Esta entrega correspnde al capítulo seis de la novela Visitas a Mediacuesta. Cada semana se publicará un capítulo. Para recibir el archivo en formato .pdf .mobi, envíe un correo a [email protected] con el asunto “quiero leer Visitas a Mediacuesta”

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AutorCamilo Velásquez

Edición y corrección de estiloAndrea Garcés F.

Ilustración y diagramaciónSylvia Gómez G.

Mayor información y contacto:todoslosrugidos@gmail.comtodoslosrugidos.blogspot.comfacebook.com/todoslosrugidos

Más información del autorlacancionescrita.netfacebook.com/esfaleroncamilovelasquez.bandcamp.com

Este trabajo está licenciado bajo Creative Commons Reconocimien-to-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported

Queremos que usted pueda copiar, distribuir y comunicar esta obra con fines no comerciales, pero le pedimos que si lo hace, reconozca nuestra autoría.

También puede hacer obras deri-vadas, siempre y cuando las com-parta bajo esta misma licencia. Avísenos si lo va a hacer; uno de los propósitos de compartir es gene-rar vínculos. Si tiene ganas de usar esta obra de una forma diferente a la que esta licencia permite, escrí-banos y nos ponemos de acuerdo.

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Visitas a MediacuestaCamilo Velásquez

Entrega VI

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VI

Hoy conocí al anciano que recoge hojas, se llama Libardo. Primero lo vi desde el comedor. Estaba abajo, al fondo de la can-cha, mirando directamente hacia mi mesa; si no fuera porque sabía que el reflejo del sol en el ventanal le impedía verme, ha-bría pensado que su sonrisa iba dirigida a mí.

El desayuno no estuvo bueno. Azucena no quiso volver a ca-lentar los panes de maíz ni el pastel de queso, y el chocolate estaba frío. Parece que la “dieta normal” hace al paciente más propenso a recibir un trato sin consideraciones.

Después de lavarme los dientes, salí a dar la misma cami-nata de los últimos días. Antes de completar la primera vuelta me topé con el viejo sentado sobre un balde de lata. Pasé a su lado y oí que su voz musgosa me llamaba por mi nombre y me invitaba a sentarme. Yo no supe decir el suyo.

—¿Cómo me lo tratan? —preguntó.

—Creo que bien.

—Los otros días estuvo haciendo mucho frío, ahora va a ver que se siente mejor. A mí me duelen las piernas —dijo cubrien-do sus rodillas con unas manos pecosas, arrugadas (no alcance a verle las uñas). Sus ojos miraban fijamente hacia el valle.

A mí también me absorbió la vista del lugar: de la parte baja subía una nube espesa que se iba haciendo hilachas con la al-tura. Entre sus fibras se podía ver la cordillera con un azul vago y grumoso que contrastaba con el azul denso y nítido del cielo.

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La apariencia del viejo es tranquila y ruinosa, cándida; y su bigote mejicano en forma de manubrio le da un aspecto poco serio. Tuve que preguntarle su nombre. Me dijo que se llama-ba Libardo Polanía. Quería saber cuánto costaron mis zapatos y si son cómodos; dijo que el estado de la carretera hace que le duelan mucho los pies al caminar... En ese momento, apareció Felipe saludando con su voz nasal. Traía a Inés apoyada en uno de sus brazos. Parecía caminar con dificultad. Sus gafas oscuras y el abrigo de botones hexagonales me hicieron imaginarla fu-mando un cigarrillo con pitillera: el tambaleo le daba, a pesar de su pelo tan claro, un toque muy Marla Singer. Vestida así no se parecía nada a Leticia. Felipe parecía su chofer o su escolta. ¿Habrá algo entre ellos?

—¿Cómo van los internos? —dije repitiendo las mismas pa-labras que le oí a Gustavo hace unos días.

—Empeorando, supongo; pero digamos que bien —dijo Fe-lipe, mientras Inés sonreía como participando de esa respuesta.

Libardo se levantó del balde con esfuerzo y extendió a Inés su mano huesuda y pecosa. Contrario a lo que esperaba, Inés le dio la mano con cariño. Luego Felipe y yo nos sentamos en el suelo y ella permaneció de pie con las gafas oscuras girada hacia mí. No sé si me miraba.

—¿Libardo, y usted dónde duerme? —preguntó Felipe—, ayer me pareció verlo salir de uno de los cuartos de mi corredor. Hasta donde sé usted no tiene mucho que hacer allá dentro… no me irá a decir que se enfermó de estas cosas después de viejo.

—Dormí allá porque uno de los doctores me prohibió dormir en mi cuarto por la pintura fresca y el veneno… y toda-vía no sé para qué fumigan, si en mi cuarto no hay ratas. Gracias a Dios hoy vuelvo a donde me toca, allá no tuve sino pesadillas.

—Yo de eso sí que sé —interrumpió Inés sin dirigirse a nadie y sin añadir nada más. Las gafas oscuras y esa especie de impa-sibilidad funeraria le daban un aire de viuda sedada.

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—Todos tenemos pesadillas aquí —dijo Felipe—, pero en el día es un lugar bastante agradable, ¿no les parece?

—Siempre ha sido así, tranquilo —respondió el viejo—; pero hace menos de veinte años que empezaron a hacer casas, antes esto era solo, muy solo.

—¿Cuánto lleva aquí, Libardo? —pregunté.

—Uy, mijo —respondió con una sonrisa con la que dejó ver unos dientes conejunos y cafés—, eso hará ya como sesenta años, sino es que más.

Luego se quedó callado y yo me puse a mirarlo mientras Fe-lipe le preguntaba a Inés si se sentía mejor.

Cuando uno ve sus ojos grises con detenimiento, el aspecto de Libardo puede cambiar de un momento a otro de campesi-no a expedicionario.

Inés dijo que le dolía un poco la cabeza.

—Huímos de Popayán porque nos iban a matar. Nunca supe por qué. Un tío le dijo a mi papá que por aquí las tierras no va-lían nada, que había mucho terreno en barbecho.

—Eso me suena como arrecho —dijo Felipe.

—Cállate, Felipe —dijo Inés dándole un empujón—, respeta a Libardo.

—No te azares, que el viejo y yo nos entendemos —respon-dió Felipe en su tono habitual—, siga don Libardo que estamos escuchando.

—A esto le decían Loma Sucia. De donde veníamos también era frío; mi papá ya conocía de lechería y cultivos de papa. Hasta aquí viajamos en mula, parando por temporadas, con la plata escondida en costales entre la comida y los pocos objetos que traíamos. Mi papá compró todo lo que ustedes ven de aquí has-ta arriba; de para abajo no le quisieron vender. La casa quedaba

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aquí mismo, cuando llegaron los de la clínica la tumbaron, pero le dejaron el nombre; fue mi madre la que le puso Mediacuesta.

—Vea pues —añadió Felipe.

—El poco tiempo que mi madre vivió aquí estuvo muy en-ferma, ahogada, ahogada. Mi papá no lloró su muerte; tomaba mucho, eso sí, pero no lo llegué a ver borracho…

En ese momento, Inés se apoyó en uno de mis hombros para sentarse a mi lado... Sentí esa presión agradable, reconfortante.

—Tampoco le conocí amigos, aquí por Mediacuesta como en todo lado, los pocos que habían eran malintencionados, oportunistas y avisados… pero eso no los desgastaba.

—Conque oportunistas y malintencionados —repitió Felipe mirando a Inés.

—Pero igual jugaba cartas con ellos, con los pocos vecinos que teníamos. Abajo —dijo estirando un índice pecoso y en-corvado—, allá donde baja esa filita de árboles delgados, había una casa que llamaban “el Japón”… allá fue donde perdió…

—¿Y ahora quién sería el que lo puso a perder? —inte-rrumpió Felipe.

—Deje hablar, hombre —dije fastidiado.

—No crea si no quiere —dijo Libardo—, igual es verdad. Pero oiga, que la misma noche que mi papá se fue a tomar y a jugar cartas, allá al Japón, fue la noche que volvió tarde a la casa a sacar las escrituras. Al otro día vino una vecina a decirme que tenía que ser muy fuerte porque mi papá se había ahorcado en el cerro.

—Qué horrible —dijo Inés— ¿Es verdad lo que está contan-do, Libardo? ¿O es de esas historias que le cuenta a los pacien-tes para asustarlos?

—No, niña, es verdad. Yo me llamo Libardo Polanía y estoy aquí con usted, y ahí no acaba la historia. Esa tarde vino un tipo

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de los que apostaban en el Japón a hablarme sobre el honor y el juramento. Me dijo que mi papá había perdido la finca y que así lo confirmaba un papel que me mostró. Hasta vino con tes-tigos. Se quedó con la tierra. Pero debía ser devoto de la virgen porque me dejó la casa con el lote. La casa de Mediacuesta, la que derrumbaron cuando llegaron los de la clínica.

—Y construyeron esta belleza —dijo Felipe.

—Yo cuidé este lote —continuó Libardo— hasta poco des-pués de la muerte de Ligia, mi esposa; fue entonces que llega-ron ellos a decir que les vendiera.

—¿Y les vendió?—pregunté.

—¡No, qué va! —dijo Felipe riéndose.

—No era que yo no quisiera venderles —retomó Libardo—, pero yo había hecho una promesa. Cómo le parece que hasta me ofrecieron más plata, pero yo les dije que no insistieran…

—La gente sí es que es…—interrumpió Felipe dirigiéndose a mí otra vez con intenciones de parecer gracioso—, todavía vienen y le ponen precio al honor de Libardo.

—Póngame cuidado, que a los días volvió uno de ellos a ex-plicarme que querían esta tierra para construir un lugar para personas enfermas, que si lo que yo quería era quedarme, ellos me pagaban el mismo precio y me daban un lugar aparte, con alimentación y servicios médicos cuando los necesitara.

—Perdone que vuelva a lo de su papá, pero… ¿nadie le ayu-dó a recuperar la tierra? —preguntó Inés.

—Yo estaba muy niño, el tipo se quedó con lo que quiso y después vendió y hasta ahí supe. Y ya qué, mija, eso qué impor-ta a estas alturas.

—¿Cuándo nos va a invitar a su rancho? —preguntó Felipe.

—Cualquier día pueden tocar la puerta y los invito a tomar algo.

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Libardo se fue poco tiempo después porque tenía que ir a “terminar unos oficios”. Quedamos los tres y Felipe estuvo un rato imitando la voz de Libardo. Aunque muchas de sus paya-sadas me incomodan y haría mejor guardándose la mayoría de sus comentarios, debo reconocer que Felipe tiene un talento para imitar voces; se le da tan bien que Inés se fue fastidiada por oírme reír cada vez que Felipe repetía con esa vocecita gan-gosa: buenos días niña, mire qué bigote tan bien tenido tengo, ¿quiere tocar?

De regreso al cuarto volví a encontrarme a Inés en el corredor y aproveché para preguntarle si se había molestado. Respondió con desconcierto que no sabía a qué me refería, y cuando me volteaba para irme se lanzó a darme un abrazo. Fue un abrazo raro, al mismo tiempo cariñoso y afligido. No sé por qué sentí que era su forma de desahogarse de una mala noticia que le acababa de dar el doctor Cabal y que en realidad el abrazo iba dirigido a otra persona. Quedé con una incómoda impresión de haberla visto en una faceta demasiado íntima, vergonzosa.

Cuando quise sentarme a escribir había perdido el hilo del relato. Tuve que tomar una ducha muy caliente, vestirme des-pacio y recostarme un rato a intentar no pensar en nada, a ver si luego, de regreso a esta mesita, podía sentarme a tratar de contar un poco de lo que ha sido este día y finalmente seguir con lo que pasó después de salir del desguace.

Antes del mediodía llegamos al edificio de Leticia. Ismael, el portero del que me había hablado unas horas antes en el par-que, estaba de turno. El tipo, aunque un poco gordo, resultó ser bastante parecido al viejo raro que me había ofrecido dinero después de confundirme con un tal Gabriel. Leticia le contó el incidente y el portero, al principio serio, dijo después riéndose que si el viejo que andaba repartiendo plata fuera su hermano, él hace tiempo habría abandonado su oficio.

Ya estábamos subiendo las escaleras cuando a Leticia se le ocurrió que nos devolviéramos a averiguar un poco acerca de su viaje en balsa por el océano pacífico. Ismael se mostró

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asombrado con la buena memoria de la señorita Leticia y dijo que se sentía muy apenado, pues todas esas cosas las había dicho solo para hacer más ameno el día que había ido a pintar su apartamento.

—Recuerde que usted ese día estaba como aburrida, señori-ta; y si hay una cosa en la vida que me gusta y sé, es hablar. Y ahí fue que salió el cuento ese.

—¿Entonces no es cierto lo de la balsa con el alemán loco, Ismael? —Preguntó Leticia.

Ismael cambió de color, pero, más que un signo de vergüen-za, su rubor parecía provenir del orgullo que le causaba ver cuánto había calado su historia en la señorita. Entonces nos contó de dónde había salido la historia. Dijo que cuando vivía en Buenaventura y lo de la pesca no marchaba bien, se ponía a trabajar de mesero en un restaurante llamado La carne pacífica. El dueño del restaurante era un chileno que cada vez que se emborrachaba se sentaba con cualquiera a hablar de lo mismo: su viaje en balsa desde Ecuador hasta Australia. Les contaba que las tormentas tenían un olor muy característico y que des-pués de varias semanas de estar en altamar, la nariz era suficien-te para saber si había que alarmarse o no, y después menciona-ba la guardia de tiburones que los acechaba durante semanas enteras esperando a que alguno de ellos cayera al agua.

—Nos decía, y en esto era particularmente insistente, que de todo el viaje lo más duro había sido la convivencia, y eso de le-jos —concluyó Ismael haciendo una expresión como de haber acabado de contar un chiste.

—Pues quién sabe —le dijo Leticia—, hasta de pronto el tal chileno se inventó ese cuento o se lo oyó contar a algún otro. Como usted, Ismael.

—Pues igual pensaban muchos en el restaurante —respon-dió Ismael—, pero le digo sin pena que yo sí le creía, el patrón tenía cara de haber hecho algo así.

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Igual que la noche anterior, Leticia apeló no sé a qué tara con los ascensores para obligarme seguirla por las escaleras. No pensé que fuera a tomarme en serio cuando le dije que yo era perfectamente capaz de cargarla hasta el décimo. La verdad es que no pesaba tanto; fue divertido hasta que un tironazo en la espalda me impidió pasar del cuarto piso. Por un momento creí que se trataba de una lesión grave, pero al final quedó solo una sensación como de inestabilidad que ya no dolía. Leticia, por su parte, pensó que todo había sido un pretexto para ahorrarme los seis pisos que faltaban.

Frente a su puerta, el 1003, se detuvo y me miró con una ex-presión infantil.

—¡Ay, no puede ser!, las llaves se perdieron con el bolso, se las robaron.

—¿Y entonces?

—Y entonces necesito cambiarme, pero solo mi mamá tie-ne otras llaves… vive solo a dos cuadras de aquí. El problema es que si voy, seguro me toca quedarme. Hace días que quiere verme y no he podido ir a visitarla... Ay, lo siento, de verdad quería estar contigo, todavía quiero, tal vez esta noche, ¿no?; si no mañana…

—Como quieras —le dije.

—Me voy a cambiar aquí, ¿te importa?

Empezó a quitarse los zapatos con tanta seguridad que me la imaginé quitándose el resto de la ropa; pero justo cuando imaginaba una escena bochornosa en las escaleras, dio la vuel-ta a uno de sus zapatos y se escuchó el caer la llave.

—Después de la enésima vez que tuve que llamar a un ce-rrajero — murmuró mientras forzaba la entrada de su pie en el zapato—, siempre la meto debajo de la plantilla.

Me llamó tonto por creerle el cuento de su mamá, se levantó con una pirueta y abrió la puerta. Aunque no le dije nada, toda-

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vía creo que sí había pensado hacerme a un lado, pero después, seguramente debido a mi “como quieras”, cambió de opinión.

La oscuridad del apartamento contrastaba con la luz del corredor. Al fondo, en la única parte donde se filtraba algo de luz, brillaba una cortina roja. Leticia me tomó de la mano como si se necesitara un guía para dar unos pocos pasos en su casa, caminaba exageradamente lento. Me dejó en la sala y se fue a su cuarto no sin antes decirme que podía tomar lo que qui-siera de la nevera, pero que ni se me fuera a ocurrir descorrer las cortinas. Abrí la puerta de la nevera y me encontré con algo que bien podía ser la versión refrigerada de sus pensamien-tos: montones de bolsitas con yerbas aromáticas, botellas de vino casi vacías, enlatados abiertos, quesos mohosos, recipien-tes transparentes con tajadas de pan en su interior, jarras con distintos tipos de jugo y muchas otras cosas que no vale la pena fingir que recuerdo. Cogí unas latas de cerveza y volví a la sala mientras Leticia seguía en su cuarto. Me recosté en un sofá a mirar las partículas de polvo suspendidas en la luz del-gada que dejaba entrar la hendidura de la cortina. Cada inspi-ración llenaba mis pulmones de ese aire particulado y frío; el polvo revoloteaba en la luz y yo respiraba más profundamente, como si esa suspensión granulada pudiera surtir algún efecto. Mientras daba bocanadas pensé en el contenido de la nevera y en las baratijas que vimos afuera del desguace, las fruslerías que lograron distraerla y calmarla. Intuyo una especie de uni-dad en esos objetos coloridos y de mala factura que llenaban las vitrinas, colgaban de los techos y hasta se apiñaban en los andenes; creo percibir en ese conjunto la semilla de un orden que, aunque precario, empezaba a restituir la normalidad que el desguace había lastimado. Pero allí, frente al rayo de luz empol-vado, pensaba más en la correspondencia de esas baratijas y el contenido de la nevera con el idiot wind que a veces movía el pensamiento de Leticia. En ese momento, vinieron a mi mente las cosas que había dicho en el parque sobre el cielo azul, el día muerto y el decorado inorgánico; lo que había dicho sobre el músico de la noche anterior y sus supuestas caricaturas de

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paradojas; la mantarraya que había visto en el temprano cirro a través de la ventanita del altillo. Pensé que era imposible de-ducir esas y muchas otras cosas de su apariencia. La delicadeza con que arrugaba su nariz hablaba de una cierta sensibilidad, pero sus ojos emitían sobretodo alegría y su delgadez transmi-tía rapidez, salud; no fragilidad. Si bien sus ideas no eran las de una persona trastornada, lo incisivo de su pensamiento debería dejar alguna huella, quizá unas leves ojeras, una mirada ausente o un pelo un poco revuelto; pero sus ojos no se veían cansados a pesar de lo poco que habíamos dormido, y su pelo, que le lle-gaba al cuello, tan liso y negro, invitaba a rozarlo con la punta de los dedos o a inhalar su fragancia fría y empolvada, que era la misma del apartamento.

Llegado a este punto tan apalabrado queda por preguntar-me si mis incursiones en el cine fueron acaso más que una lite-ratura rebajada, una superposición de imágenes que yo extraía de su elemento, de su historia, para insertarlas en un nuevo contexto en el que decían algo distinto, si es que decían al-guna cosa. La nevera de Leticia, por ejemplo, fue a parar a una escena de una película, en la que solo yo habría podido ver lo que he contado aquí. Lo poco que hice en cine fueron un par de trabajos bastante autocomplacientes, imágenes llenas de guiños para mí mismo. De paso, anoto aquí que no sé cuál de los medicamentos es el que me está haciendo sentir muy, pero muy bien.

Leticia volvió del baño con el pelo todavía chorreando y un vestido tirando a lila, casi gris, que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. Antes de sentarse a mi lado fue a la cocina por una botella de vino que sirvió en unas tasas de pelte. No nos importó que el vino estuviera ligeramente agrio. Me bogué las cerveza que había abierto.

—¿Qué quieres oír? —preguntó Leticia yendo hacia unos discos amontonados en la repisa de enfrente— Billy Evans, Ce-sar Franck, Duke Ellington, Richard Strauss, Nina Simone y bue-no, si quieres vienes y te asomas.

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—Me gusta Cesar Franck —le interrumpí— ¿Tienes la sona-ta para violín y piano?

—Esto es completamente inverosímil —dijo de pronto.

—¿Qué es lo que es completamente inverosímil?

—No sé, dímelo tú.

—Cómo lo voy a decir yo, si fuiste tú la que dijo que esto era completamente inverosímil

—¿Sabes que es un deus ex machina?

—No, no lo sé.

—Ay, Abel, cómo te gustan las licencias; pero anda, sigue re-cordando a tu manera. Más bien dime, si se puede, ¿cómo es que conoces la sonata para violín y piano de Cesar Franck?

—A mi abuelo le encanta —respondí.

—Pues la sonata no la tengo, tengo el cuarteto en re menor.

—Creo que dijiste Billy Evans, ¿ese no era un beisbolista?

—Mira tu beisbolista —dijo acercándome uno de los discos.

—“Waltz for Debbie” —leí con lentitud de subnormal—. Pero aquí no dice Billy, aquí dice Bill.

—No me agrada del todo tu tonito —dijo mientras desen-fundaba el disco—, agradécele a esta música lo buena persona que soy.

—Pero si no más es una letra, una “Y”, además ese vestido se te ve muy bien.

—¿Te parece? Hmm, no sé. Bueno, sí, me gusta, es hermoso; es solo que me siento un poco extraña usándolo. Míralo bien —dijo pasando las yemas de sus dedos por los ribetes acaraco-lados de la falda, como si desentrañara algo más mientras habla-ba—, este vestido seguramente tiene más de sesenta años, se lo trajeron a mi abuela del Líbano cuando todavía estaba soltera.

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—¿Eres de ascendencia árabe? ¿Y por qué te dio por usarlo hoy?

—La familia de mi abuela era de allá, a mi mamá todavía se le alcanza a notar algo en sus ojitos almendrados… pero todo parece indicar que hasta ahí llegó la raza.

—No creas, tu caminado tiene un no sé qué de noches arábigas.

—Sí, algo así como un no sé qué de un no sé qué de un no sé qué de un por qué no te callas. Ay, me arde la garganta. Y eso de que me preguntes por qué me lo puse hoy no me parece nada halagador.

Nos quedamos en silencio. Leticia cerró los ojos y se sumió en una respiración honda y lenta con las manos puestas sobre la parte baja de sus costillas; parecía medir la profundidad de sus inspiraciones. Su respiración resaltaba la textura nacarada del vestido, el movimiento de los pliegues causados por el vai-vén de su torso dejaba ver una pelusilla que seguramente el tiempo había vuelto blanca, y que era la causante de ese efec-to gris sobre el lila. Sin embargo, su falda quieta, de un tono un poco más oscuro, permitía hacerse una mejor idea del color que había tenido ese vestido en un principio: el lila gris era la consecuencia de un desgaste desigual de los materiales, antes había sido purpura.

No sé qué la hizo empezar a hablar.

—Cuando murió mi abuela yo tenía como siete años. Enviu-dó muy joven y se fue a vivir a una finca en las montañas. Solo la visitábamos en navidad. La casa era muy vieja, pintada de rojo y blanco, construida sobre una colina, con vista a un valle. Tenía muchos cuartos y unos corredores de piso negro que da-ban hacia un jardín…

—Pero qué imágenes más bellas me cuentas —interrumpí.

—Ya no te cuento nada.

—Bueno —le dije.

—Ay, eres un idiota, de todos modos te voy a contar.

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—Me parece perfecto.

—Pues a mí también —dijo ella.

—Pues entonces sigue.

—Pero te vas a burlar de mi historia o me vas a dejar contar…

—Eso depende de ti.

—Ay ya, voy contarte y tu haz lo que se te dé la gana.

—Me parece perfecto.

—¿Qué te parece perfecto?

—Todo.

—Muy bien, entonces recuerdo que en la cocina había una repisa muy alta con tarros de vidrio, era su colección de plantas acuáticas, le tenía nombres a todas y me tomaba la lección cada vez que me cargaba en hombros. La casa era bien oscura; para poder empezar el día había que salir al jardín, además al fondo había un kiosco…

—¿De ahí te quedó lo de vivir con las cortinas corridas?

—No, la verdad es que esta sala normalmente está bien ilu-minada, prefiero los espacios donde no hay que prender luces; pero hoy es distinto, creo que por ahora no quiero mirar a la calle. Así se está mejor.

—Comenzaré a pensar lo mismo cuando abras al menos una ventana —le dije—, creo que la música está lo suficientemente alta como para no oír el tráfico.

—No estaría tan segura de eso —dijo levantándose hacia la ventana—, pero te voy a hacer caso.

La ventana se abrió con un chirrido que seguramente le hizo levantar los hombros y cerrar los ojos con una expresión de fas-tidio como si fuera un gato. Apenas regresó a mi lado me obser-vó por un rato y continuó.

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—Los cuartos, además de ser oscuros, tenían cuadros raros en las paredes. Nunca supe por qué mi abuela había ordenado las cosas así, creo que era una acumulación de descuidos. Los cuadros eran afiches enmarcados que le había traído su herma-na desde París, dibujos representando escenas cotidianas con exageraciones o alguna otra cosa que no encajaba. En el cuadro del cuarto en el que yo dormía había una familia numerosa que se servía la cena valiéndose de manivelas que hacían subir o bajar los platos desde compartimentos ubicados sobre el techo o bajo las tablas del piso…

—¿Cómo así? —pregunté

—Así como lo oyes, había otro cuadro con un bus llenos de niñas…

—No, no, no, un momento, yo preguntaba en serio —le dije.

—Y yo te respondí en serio —dijo.

—Oye.

—¿Qué?

—Creo que eres una mujer muy linda.

—Gracias.

—Pues no digo tampoco que seas la más linda del mundo, pero sí creo que eres muy linda.

—Ay, tú tan lindo, ¿puedo seguir?

—Sí, sigue, porfa.

—Gracias. Había otro de un bus lleno de niñas bordeando un precipicio que brillaba con un color magenta. No te los voy a decir todos, tranquilo, igual no me acuerdo sino de uno más: un perro salchicha que era llevado con un collar hecho de salchi-chas por su dueño, que tenía un bigote tan largo que las puntas se le arrastraban por el suelo con unas formas alargadas que semejaban la del perro. Como puedes imaginarte, los cuadros

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eran raros, y yo era una niña, además la oscuridad empeoraba los efectos de las imágenes, y creo que las ventanas siempre es-taban cerradas porque abrían hacia adentro, donde mi abuela había puesto camarotes. Por eso nos la pasábamos en el kiosco.

—No entiendo por qué me estás contando todo esto —dije.

—Pues yo tampoco entiendo por qué me contaste lo de tu tía —respondió.

(Aunque debió decirme: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más»)

—Pues yo sí —le dije—¬, acuérdate que vimos el libro en una vitrina, por eso empecé a contarte.

—Da igual, pudiste haberte limitado a decir dos palabras y yo te oí, así que me perdonas pero voy a continuar. Estaba dicien-do ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí —dijo dándose un golpecito en la frente con los dedos—, de todas esas cosas hay un recuer-do que me sigue dando vueltas, el techo del baño que daba a mi cuarto era alto y tenía una claraboya sobre la ducha; las bal-dosas, de un color café amarillento, como sucio, se iluminaban de una forma extrañísima; no sé, era como una madriguera en una vitrina. No me gustaba nada estar ahí desnuda, creo que a duras penas me bañaba. Hace unos días soñé con ese lugar: yo estaba dando una especie de conferencia en un salón inmenso, el tema estaba relacionado con los orígenes de mi familia; pero en los asientos no había nadie conocido. Usualmente prefiero no hablar en público, me asusto y se me enredan los temas, es como que ya no sé distinguir qué es lo más importante…

—A mí me ocurre eso cuando me distraigo. Vas para un lugar pero te dejas atraer por algo atractivo que resulta ser un desvío y de pronto ya no sabes ni para dónde vas.

—No lo veo de esa manera, creo que es justamente cuando estoy más atenta que percibo tantos detalles, entonces no me parece justo omitirlos; pero la gente que me oye no tiende a

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pensar lo mismo ¿o sí? —dijo más para ella que para mí—, el hecho es que en ese sueño la sensación de dirigirme a ese pú-blico era agradable, parecían muy atentos a lo que fuera que yo estuviera diciendo; pero en los asientos de atrás había dos mujeres que cuchicheaban y se reían malintencionadamente con un hombre que parecía un enano. Entonces me di cuenta de que estaba desnuda y de que sobre el entablado caía una luz idéntica a la de mi recuerdo del baño.

—Lástima no saber nada de psicoanálisis —dije.

—Es extraño, siento como si esa vieja imagen quisiera regre-sar, como si hubiera estado enredada en las palabras desde el principio de esta conversación, y ahora por fin se hubiera he-cho, y aquí está de nuevo.

Me quedé callado un momento. Quería decirle que quizá to-das esas impresiones tenían más relación con su falta de sueño que con algún enigma que la estuviera rondando a la espera de ser resuelto, pero sentía que diciendo eso solo iba a provocar que defendiera sus presentimientos, incitándola a que hablara más y de formas más extrañas.

—Trato de hacerme a la idea —le dije—, de verdad lo inten-to; pero tendrás que reconocer que con esta música no es fácil, uno se siente como en uno de esos momentos íntimos y felices de las parejas que conversan en sus habitaciones o en los res-taurantes de las películas de Woody Allen. Y no me vas a decir que son esta clase de temas los que hablan, ¿o sí?

—Te advierto —dijo—, vas a tener que hacer un esfuerzo por interesarte más por las cosas que no te interesan. Parece que el hambre te convierte en alguien completamente falto de tacto, por qué mejor no vas a la nevera y te sirves algo de comer, y por ahí derecho me traes unas tajadas de queso. Gracias.

Le dije que a decir verdad no es que tuviera mucha hambre, pero que sí me parecía muy apropiado que ella se alimentara. Su respuesta fue un prolongado asentimiento. Entré a la cocina y antes de abrir la nevera vi junto al lavaplatos una de esas má-

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quinas de afeitar con caucho rugoso tan ancho como la cuchi-lla. La tomé y la miré detenidamente en busca de algún vestigio, pero aunque era evidente que no estaba nueva tampoco esta-ba sucia. En ese momento oí una voz carrasposa proveniente del otro lado de la puerta que decía: “A esas ratas hay que sa-carlas hoy mismo”. Después otra voz dijo algo que no alcancé a entender, luego se cerró una puerta. Volví a la sala con la inten-ción de hacer pasar la cuchilla por una lonja de queso, pero me disuadí de hacerlo al verla con los ojos cerrados, acostada y con las manos sobre el abdomen como si midiera la amplitud de su respiración. Estuve mirándola un rato, en silencio; no sé por qué me hizo imaginar otras personas en su vida. Regresé a la cocina y sentí una especie de felicidad volviendo a ver el contenido de la nevera; cuando regresé con el queso y algunas aceitunas Le-ticia ya no tenía los ojos cerrados. Como no había mesa puse las cosas en el suelo, Leticia se incorporó y se sentó a mi lado. Mien-tras yo servía más vino, ella jugaba con sus dedos describiendo círculos en mi antebrazo. En poco tiempo acabamos de comer y volvimos al sofá. Leticia puso su cabeza sobre mis piernas, tomó una de mis manos y la mordió con fuerza por el dorso, dejando una marca indolora sobre el nudillo de la mitad.

—Mira —dijo fijándose en el óvalo dentado que se curvaba al yo empuñar la mano—, parece el cráneo de un velociraptor

—¿Cuáles son esos? —pregunté

—Esos son unos que trabajaban para Dios mucho antes de que Dios existiera.

—Tú eres la idiota, ¿sí ves? —le dije mirando detenidamente la marca que me había dejado en la piel.

—Bueno, es que de hecho mi abuela era muy devota.

—¿Perdón?

—Dios, este vestido, mi abuela… —dijo como enumerando un catálogo que ya me hubiera enumerado muchas veces—; en la finca había un altar para la virgen al fondo del jardín…

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—Soy todo oídos —interrumpí.

—Una virgen desproporcionadamente pequeña para la cueva que le habían hecho. A veces me escondía detrás de ella, de la virgen, entre el zócalo y la cueva, a esperar que acabara de llover. La colina donde quedaba la finca empezaba a bajar hacia el valle justo donde habían hecho el altar para la virgen. Desde ese punto se alcanzaba a ver una casita con techo de lata, decían que estaba abandonada. Al atardecer el sol caía so-bre el techo y la casita brillaba como si fuera una laguna.

—Te estás durmiendo —dijo al sentir que mi cabeza se recli-naba sobre ella.

—No —respondí—, solo intentaba visualizar esa casita.

Leticia había vuelto a cerrar los ojos y había empezado a respirar profundamente. Le di un beso y le pregunté por qué respiraba de esa manera.

—Últimamente siento que respirar es como flotar —dijo sin abrir los ojos—, y el diafragma es como una medusa. Siéntela —y puso mis manos al final de sus costillas—, es una medusa que va y viene, entre el blanco y el negro.

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Esta sexta entrega de Visitas a Mediacuesta corresponde al capítulo número seis

de la novela.

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