VV..AA. - Cuentos Del Novecentismo

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Cuentos del NovecentismoGABRIEL MIRÓ (1879-1930)....................................................................................................................................................3 La doncellona de oro................................................................................................................................3 Corpus La fiesta de Nuestro Señor....................................................................................................................

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Cuentos del Novecentismo

GABRIEL MIR (1879-1930)....................................................................................................................................................3 La doncellona de oro................................................................................................................................3 Corpus La fiesta de Nuestro Seor........................................................................................................................5 RAMN PREZ DE AYALA (1880-1962)....................................................................................................................................................9 El profesor auxiliar...................................................................................................................................9 El otro padre Francisco..........................................................................................................................17 JUAN RAMN JIMNEZ (1881-1958)..................................................................................................................................................22 El zaratn................................................................................................................................................22 La nia....................................................................................................................................................26 JOS ORTEGA Y GASSET (1883-1955)..................................................................................................................................................27 Dan-Auta (Cuento negro)........................................................................................................................................27 WENCESLAO FERNNDEZ FLREZ (1885-1964)..................................................................................................................................................31 El padre...................................................................................................................................................31 La carretera............................................................................................................................................34 BENJAMN JARNS (1888-1949)..................................................................................................................................................37 Una Papeleta..........................................................................................................................................37 La ondina................................................................................................................................................41 Pelcula...................................................................................................................................................43 RAMN GMEZ DE LA SERNA (1888-1963)..................................................................................................................................................45 Gato padre y gato hijo............................................................................................................................45 La ta Marta............................................................................................................................................52

GABRIEL MIR(1879-1930)

La doncellona de oroMaciza, ancha y colorada se criaba la hija que participaba ms del veduo o natural del padre que de la madre. Aquel era fuerte y encendido y an agigantado. La riqueza a que le condujo el trfico del azafrn y esparto lograba encubrir, para algunos, la basta hilaza de su condicin, y lleg a ser muy valido y respetado en toda la ciudad, aunque tacao. La mujer, venida de padres sencillos, era alta, delgada, de enfermiza color y pocas palabras, y stas sin jugo, sin animacin, sin alegra. En lo espiritual tena la hija esa bondad tranquila y blanda de las muchachas gordas; era inclinada a la llaneza, a piedad y sosiego. Una mujer, amiga de la madre en el pasado humilde, viva con ellos en calidad de gobernadora de la casa; reuna la fidelidad de Euriclea 1,: la aosa ama de Ulises, el grave y autorizado continente de la seora Ospedal, duea muy respetada en el hogar del caballero Salcedo, y la curiosidad y malicia del ama que ministraba, con la sobrina, la mediana hacienda de D. Alonso Quijano el Bueno. La casa de esta familia lo fue antao de algn titulado varn, porque en el dintel campeaba escudo; pero el comerciante le quit toda ranciedad a la fbrica, haciendo pulir la piedra y revocar muros y hastiales y restaurarla internamente. Haba en frente un paseo de pltanos viejos y palmeras apedreadas por los muchachos que all iban por las tardes a holgar y pelearse. Mirbalos la hija del mercader, y quiso muchas veces mezclarse con las chicas que tambin acudan, y jugaban al ruedo y a casadas y a damas y sirvientes; pero los padres no se lo otorgaron, porque no estaba bien que hiciera amistades tan ruines. Y no sala. Ya grandecita, hastibale or la seguida pltica de dineros que siempre haba en la casa; le sonaban las palabras como esportillas de monedas sacudidas, volcadas ruidosamente. No escuchaba sino el comparar fortunas ajenas con la propia para menospreciarlas. Trabajado su nimo, se refugiaba la doncella en su balcn, y desde las vidrieras contemplaba el paseo provinciano que tena recogimiento de huerto monstico; all la contienda de los pjaros en los rboles y el vocero y bullicio de los chicos, se empeaban de tristeza. Qu apeteca la hija estando gorda, fuerte, sana, rodeada de abundancia que se manifestaba en lo costoso de sus ropas y hasta en la pesadez de los manjares que en aquella casa se guisaban? No reunieron los padres amistades ntimas con quienes departir y acompaarse en tertulias hogareas y divertimientos, y as salan y estaban siempre solos con el ama. Y cuando la hija deca y celebraba el contento, la distincin, la vida bella y placentera de otros, notaba en el padre o madre visaje de acritud y desprecio y la misma murmuracin: Todo es corteza o apariencia. Dios sabe la verdad de trampas y ayunos que encubrirn con sus remilgos esas gentes que dices!. Ni ms ni menos aada el ama con mucha gravedad y reverencia.1

El ama de Ulises, la nica persona que lo reconoce a su regreso a tac; ms adelante alude al ama de don Quijote.

La hija continuaba engordando y aburrindose. Una maana apareci en el paseo, entre dos largas palmeras, cuyas tmaras nunca doraba la madurez, porque los chicos las desgranaban en agraz, un hombre mozo y casi elegante. La aparicin era firme, diaria. Mirndolo sinti la doncella estremecrsele toda su naturaleza robusta. Supo la madre este coloquio de miradas; cel a la hija y entr a su aposento, helndole una sonrisa de promesa. Es que quieres tu perdicin? Yo, la perdicin! Pues no ves, hija, que lo que se busca aqu slo es dinero? No hay ms que mirarle. Estuvo la castigada contemplndolo. S; era flaco y descolorido. Despus el ama se enter de su pobreza y vagancia. Y las palmeras quedaron solitarias. Volvi la hija a la confianza de los suyos. Ya alcanzaba la plenitud de la mocedad y de la robustez. El padre estallaba de dicha; con no s qu logreras dobl su fortuna. Y otro galn surgi en el terreno. El ama pesquis con grandsima diligencia las prendas del nuevo. Y otra vez la madre entr en la estancia de la hija. Hija, otro ms y cientos de esos han de venir al olor de tu dote. Pero todos han de acercarse tentados de lo mismo? Claro que todos, como no traigan tambin lo suyo! Llorando acuda la doncella, ya treintaona, a su ama, y sta, jesuseando 2, decale para mitigarla: Si t admitieras que admitieras a uno de esos, Jess, despus s que vendran las muchas lgrimas, y sin remedio... Razn que le sobra tiene tu madre. Las tres salan por las tardes en un coche viejo y pesado. Mirbanla las gentes murmurando: Lleg a doncellona y... nada. Toda es avaricia y grasa y aos. Los amadores no se acercaron ms. Y cuando ellas retornaban de andar en coche, sin haber gustado el dulce pan de una palabra amiga, de un momento alegre, la madre sola decirle: No reparaste cmo te miraban hombres y mujeres? Mirarme! Si ya me llaman la doncellona de oro! Doncellona, doncellona... y de oro! Envidia es! Y cmo si la envidian! exclamaba el padre. Todo lo tiene: dinero, bien comer, bien vestir y esa salud que es una hermosura! Quedbase la hija mirando con tristeza aquella su demasiada hermosura de salud. Y desde un rincn, el ama, que teja calza o repasaba cuentas, murmuraba: Gloria a nuestro Seor que tanto nos quiere!

2

Repitiendo insistentemente el nombre de Jess.

Corpus La fiesta de Nuestro SeorAcabado el enjalbiego, dijo la seora ta, ya doblada por senectud, al sobrinico hurfano: Anda, Ramonete, anda; anda, hijo, y acustate, como a buen seguro hicieron ya todos los muchachos, que muy de maana se ha de ir a la parroquia. Que hay entierro o casamiento, seora ta? Pues, descabezado, qu no recuerdas el da que es? Qu dijo el seor maestro? Que no haba escuela. Y no par en hablar de la grande fiesta de Nuestro Seor? S dijo de fiesta, seora ta, s dijo. Y no entendiste que haba de ser la del Corpus, la ms preciosa y bendita, hijo Ramonete? S que podr ser, seora ta: que Damin y Javierico, los de la Gorrionera, y Luis y Gabiel y Barbera hablaron que estrenaban botas de cordones y gorras de visera reluciente y trajes de... Anda, Ramonete, hijo; anda y acustate, que bien supiste las fantasas de los rapaces... Corpus es maana y el seor rector' predica, con que... Y el sobrinico hurfano bebi de una cntara sacada al sereno; bes la mano sequiza y rugosa de la seora ta y entrse muy despacio por la negrura del portal. Desde lo hondo llam tmidamente: Seora ta! Seora ta! Ay Ramonete, ay hijo! Qu antojo es ese? Ha de venir pronto, seora ta? Mire que todo est fosco y en lo corral sent ruido y pas como una fantasma, seora ta! Ay, hijo Ramonete! Encomindate al buen ngel; mira que recelo que todo eso es el Enemigo que te lo hace ver... A poco sosegaba el chico; y la vieja cerr con cautela el postigo; guardse en la faltriquera del refajo la llave, trabajosa y pesada como de puertas de ciudad, y fuese a la casa de la mayordoma, cuyo zagun bulla de gente devota y picotera. Conversaban de la fiesta. El seor rector y otro eclesistico forastero paseaban gravemente celando al vicario, recin afeitado, que platicaba en un ruedo de doncellas afanadas por acabar el recamado de canutillo de la nueva palia para el Sagrario. En un aposento alto, los mozos ensayaban el Credo de la misa. Ya cerca de la media noche llegaba la seora ta a su dormitorio. El sobrinico quejbase en pesadilla. Hijo, Ramonete... llam la vieja, signndose. Y como Ramonete balbuciera de la visin manifestando que soaba, la seora ta murmur para s: No sosiega una con criaturas. Ya acostada percibi la congoja del sobrinico. Y ella sopl al candil y rez tres veces su jaculatoria: San Pedro, con vuestra licencia voy a dormir; mis ventanas guarden San Joaqun y Santa Ana; mi aposento, el Santsimo Sacramento. Ramonete despert espantado al sentir en su carne las manos afiladas del fantasma. Se haba cado de la cama. Subise muy medrosico; ensanch los ojos y gimi: Seora ta!... Seora ta!

Y estuvo aguardando. La seora ta roncaba. *** Hijo! Qu regodeo es ese?... A buen seguro que te pudriras durmiendo si no te tuviera a mi cuidado... Pues qu no oste aquel estrpito de campanas y de morteretes, que no pareca sino que era venida la fin del mundo! Y la bulla de los mozos que llegaban del monte con sus costales de pino y romero para enramar la casa de Nuestro Seor! No piensas en la fiesta? Darn las cinco y te estars ah como un gusano... Anda, hijo Ramonete, anda despabila: y en tanto que yo avo la clueca y los cochinos, colcate este delantal lavado y el paolico de pita... y venga Ramonete, anda hijo, que vayamos a la parroquia para bien acomodarnos... Y la seora ta salise muy presta a su corral, donde la pollada y los cerdos la recibieron con alborozos y contiendas por gula. Atolondrado se incorpor el sobrino; entrse las calzas que sujet a las rodillas con ataderas verdes; luego descuid su atavo para estregarse los ojos. Dulce emperezamiento le renda y se acost dicindose: Corpus. Corpus es! La fiesta de Nuestro Seor! Qu ser Corpus?'' Mas, desde la pocilga, acucibale la seora ta: Hijo Ramonete!, qu negocio tan largo es el que me llevas que no acabas de salir? Muy azorado levantse de nuevo el sobrino. Se puso las alpargatas y sali a baarse la cara en la pila del pozo. La seora ta ya estaba en su cmara mudndose las haldas, prendi su mantellina de pana negra y rada, con larga cruz de bano tendida sobre el seno, cuya lisura y enjutez se confesaban por lo lacio del corpio; alcanz del clavo de la cabecera su rosario de dieces cabales y asi de la mano del sobrinico, sin permitirle enmendar la lazada del cenojil que se le haba desceido. Ay, seora ta, que se me cae una calza! Hijo Ramonete!, qu nuevo antojo dices para ir reacio? Mire, seora ta, que muestro el calcaar! Obra es del Enemigo, hijo Ramonete, para que no oigamos al seor predicador. Y tiraba del zagalico que haba de jadear y brincar como un chivo zaguero para poder seguirla. Cuando arribaron a la iglesia, colgaba los muros el vicario, ayudado de dos mozos. Otros esparcan juncia y espadaas en las losas. Una lmpara pestaeaba en la lobreguez tic la capilla de las benditas nimas. Llego la mayordoma de la Cofrada. Las hijas entraron una butaca de su estrado, que haba de servir para el oficiante. Hijo Ramonete, no miras cunto lujo!... Ahora qudate sin menearte ni resollar en este puesto, que es el ms acomodado, y yo ir a cumplir mi trabajo. Y la sentir la acercse al hormiguero de amigas que colocaban la palia nueva. Qued Ramonete custodio del codiciado asiento; y pensaba: Corpus. Corpus. La fiesta de Nuestro Seor! Qu ser Corpus! Y miraba a los muchachos que pasaban libres y gozosos. Todos estrenaban ropas: chupaban regalicia. Damin y Javierico traan bastones de hombrecito y Barbera luca cadena de reloj y todo. ...Ramonete se aburra... Corpus... Corpus... Corpus... Y se qued dormido. ...Lo despert muy enojada la seora ta. Hijo Ramonete, no acabars de afrentarme? Atiende, que est aqu lodo el pueblo y nos conoce... Mira que comenz la fiesta...

Descaeca el sobrino entre la muchedumbre, y parecile que su estmago recoga como un vido olfato olores mezclados de pisadas verduras, de cera ardiente, de sudor de carne sucia, de telas tiesas y nuevas... Los cantores gritaban rudamente el beatsimo Gloria in excelsis Deo La seora ta, de rato en rato, mandaba al sobrinico: Ponte en pies, hijo Ramonete... Anda, hijo, y ponte de hinojos... Ahora, Ramonete, puedes asentarte en tierra si te cansas... Hacalo puntualmente el sobrino, y suspiraba de cansancio y hasto. Seora ta! Seora ta? Calla, hijo Ramonete, calla y mira a Nuestro Seor, que te ve desde la Custodia! Subi Ramonete la mirada por el altar y la puso medrosamente en el viril, en cuyo centelleo se apagaba la blancura de la Hostia. Estuvo Ramonete muy quieto, muy quieto, y sin apartarse de la contemplacin, musit: Seora ta, no me mira Nuestro Seor! Y sudaba y se remova buscando descanso con la mudan/a de actitud. Avizorbale indignada la vieja, que hubo de decirle: Pero, hijo Ramonete, qu nuevo antojo le dio? Ay, seora ta, es que... es que me estoy orinando!... En la casa de Dios esos pensamientos!... Reza, hijo Ramonete, que todo es el Enemigo que te posee... Pero, calla, hijo, que el seor rector subise ya al pulpito... Qu bendicin de hombre! Ramonete mir a lo alto. Los anteojos del seor rector resplandecan como los del seor maestro en la malhumorada leccin de los lunes... *** Ya era cerca del medio da cuando la vieja y el sobrinico hurfano llegaron al portal de su casa. La quejumbre de los goznes inquiet a los cerdos. Vamos, vamos, no conocis al ama? Y la risica de la seora ta fuese entrando por los oscuros cuartos, hasta que son muy zalamera y despejada en el corral calentado de sol, ruidoso de moscas. De la umbra de la pila y de la lea salieron las gallinas. Ramonete aguardaba. Al entrar, repar en l la seora ta. Mustio hoy. Ramonete! Pues qu maquinas, Ramonete? Y alcanz del ltimo vasar de la alacena un cuarto de hogaza; gote la miga con aceite de la alcuza, aadile sal, y se lo entreg al sobrino, dicindole; Anda, Ramonete y hrtate; la seora ta come en casa de la mayordoma, que da comida a la congregacin y a los seores curas. Pero, hijo, no voy a regalo, sino a faena, que bien me conoces, y no acertara llevndote. Hrtate cuanto quieras, pues eres chico... Y ya sabes que en la procesin hemos de vernos. Amigos tienes, pero mira cul es tu comportamiento, que quedaste a mi guarda... no se diga, hijo Ramonete, no se diga... Y as murmurando llegaron a la calle: cerr la casa la seora ta y se apart del sobrinito hurfano... *** Estaba en quietud toda la aldea: y por las calles repasaban muy bajas las golondrinas. En la sombra de un cornijal sesteaba un perro. De abajo, de un olmo ribereo brotaba, esparcindose en el silencio de la tarde campesina, la apasionada cantiga de un ruiseor.

Sbitamente cay sobre la gran paz estruendo de campanas y alarida de banda. En el azul aparecan copos de humo, reventaban los cohetes y el tronar se arrastraba de montaa a montaa. Pasaron muy alto los gorriones de la aldea, refugindose en el valle. ..Corpus, Corpus, Corpus... murmuraba Ramonete. Y se afligi su alma. La procesin apareci en la calle frontera al ejido. Todos los aldeanos y labriegos de la cercana iban alumbrando. Vio Ramonete a la seora ta delante de la mayordoma. Un viejo agobiado por su capa pardal acercse a hablarla. Y la seora ta abandon su puesto para buscar al sobrinico hurfano; su diestra empuaba un cirio doblado, rendido. Hijo Ramonete!, no tienes compasin de la seora ta? Habr de coserte a mis faldas? Pues no ves que todo el pueblo acompaa a Nuestro Seor! Y trabando el brazo del sobrinico, lo llev a la fila dlos piadosos congregantes. En un remanso de la procesin, ocurrisele a la seora ta platicar con la mayordoma, y los cirios de las dos devotas gotearon espesamente en la cabeza del rapaz. Quiso este apartarse, y al hacerlo, derrib la candela de la mayordoma. Entonces la seora ta crey morirse de vergenza. Ay, hijo Ramonete, hijo Ramonete! Te mordi alguna sierpe, o es que en verdad te ha posedo el Enemigo...? *** ...Ya muy estrellado el cielo, entraban en su casa la seora ta y el sobrinico hurfano. Cmo tropezabas tanto, hijo Ramonete? Es que me estaba durmiendo, seora ta. Bien dices, hijo: a m tambin me rinde el sueo, que si tu divertimiento te cans, yo estoy majada del trajinar de todo el da. Y mejor ser acostarnos, que no conviene la cena tarde; y mira, hijo Ramonete, que maana hay escuela y no lodo ha de ser holgar y regalarse. Y la seora ta se entr en su cmara. El sobrinico hurfano solloz. Pues cmo, hijo Ramonete, ya te dormiste y te anda la pesadilla? No es durmiendo, seora ta, que estoy llorando, estoy llorando de verdad! Llorando, hijo Ramonete, llorando en la noche de la grande fiesta de Nuestro Seor! Corpus, Corpus, Corpus!... La fiesta fue de Damin y Javierico y Barbera, que yo... Ay, hijo Ramonete: rzale al buen ngel y mira no murmures, hijo, no sea que te castigue el Nuestro Seor!... Ramonete no poda ya dormirse. Tena hambre y miedo. Y gimi: Seora ta! Seora ta! La seora ta roncaba...

RAMN PREZ DE AYALA(1880-1962)

El profesor auxiliarCae de la lmpara la luz pajiza sobre la mesa humilde y limpia. El pan nuestro de cada da! Termin la sobria comida. El padre sonre a las hijas. Ellas devuelven la sonrisa. Bendito sea Dios, hijas mas! He estudiado toda mi vida, y as, mi ignorancia es crecida. Slo s que sois mi alegra. Pero vuestra madre ya es ida. (Una lgrima en su prpado rebrilla.) A Dios y a la Virgen pido de rodillas que os amen como yo la quera. Vendr el momento de mi partida. Escuchadme, rosas de Alejandra: no lloris en la despedida. No queme el llanto vuestra lozana, que el tiempo por s todo lo marchita. Sed puras y lindas, y que una mano amorosa y rendida a su huerto os trasplante cautivas. Yo ir a mi otra mitad, de m escindida. Ir al huerto de las siemprevivas. El pan nuestro de cada da! *** Lo que voy a referir aconteci algn tiempo antes de que don Clemente, con sus seis hijas y su yerno, se avecindasen en Reicastro. Los sucesos aqu narrados acaecen, como se ver, en Pilares, capital de la provincia, en cuya Universidad, don Clemente fue cierto tiempo profesor auxiliar, por ventura o por desdicha. Estaban las seis muchachas en el comedor de la casa. El aposento acusaba extremada pobreza; una mesa de pino, con tapete de hule, diez sillas de enea, una fatigada bombilla elctrica, sin pantalla; y nada ms. Con la cabeza inclinada sobre la labor, las muchachas se afanaban a trabajar; unas bordaban, otras cosan, otras zurcan, otras hacan encajes. Eran hermanas las seis y llevaban nombre de virtudes: Clemencia, Caridad, Socorro, Esperanza, Olvido y Piedad. Iban vestidas con mucha humildad y con mucho aseo; iban peinadas con mucha lisura. Clemencia, la mayor, se puso en pie. No habis odo?

Las cinco hermanas levantaron la mano con que trabajaban, dejndola en suspenso; ladearon la cabeza; dejaron vagar la mirada y aguzaron el odo. Parecan cinco pjaros en un instante de sorpresa. Clemencia, con el brazo extendido, sealaba la puerta, sin mover los labios. Al fin murmur afirmativamente: Pap. Abandonaron, atropelladas, las labores, y, en un grande y riente revuelo, corrieron las seis hermanas a lo largo del pasillo, hasta la puerta de la escalera. Llegaba en aquel punto don Clemente Iribarne, con el sombrero en una mano y limpindose el sudor, si bien era invierno. Roderonle, disputndose la vez para abrazarle, y todas, a un tiempo, preguntaban : Qu hay, qu hay, pap? Dejadme que tome aliento, locas. Vayamos al comedor y all os contar. Don Clemente colg el sombrero de un clavo que haba en el pasillo y se dirigi al comedor, seguido de sus seis hijas. Tena don Clemente una de esas cabezas enjutas, encendidas y canas, que en la pintura espaola se repite de continuo, como arquetipo del gnero masculino, lo mismo para representar un noble que un pcaro, un purpurado que un lego, un magnate que un mendigo, un asceta que un borracho, un dios mitolgico que un apstol, un filsofo que un soldado; una de esas cabezas que no recordamos si pertenecen a la coronacin de Baco, de Velzquez; a un monje, de Zurbarn; a un mrtir, de Rivera; a un aguador, de Murillo; en suma, la fisonoma estoica. En el rostro de don Clemente descubrase nobleza de carcter y estrechez de inteligencia. Por lo rapado y lustroso del traje y lo repasado de la camisa, adivinbase la escasez de sus medios de fortuna y la dignidad de su vida. Las seis hijas eran lindas, con una lindez que no se nutra de gracejo o malicia de expresin, ni se originaba por sutilidad de rasgos, sino que provena de armoniosa modestia y quietud del rostro, a modo de manifestacin sensible del espritu. Eran como las imgenes de esas vrgenes caseras, ms dulces que bellas, que se ven en las ermitas e iglesias aldeanas. Por fin, hijas mas habl don Clemente, soy profesor de Universidad. Las hijas palmotearon. Luego, con las yemas de los dedos enviaban besos a su padre: Cuenta, cuenta. El Claustro se prolong bastante. Haba intrigas... Pero la justicia prevaleci. Desde hoy soy auxiliar de la nueva Facultad de Ciencias. Maana tendr ya que explicar mi ctedra de Qumica. Y Ayuso? pregunt Clemencia. Ayuso ha renunciado a ella. Dice que tiene mucho que hacer. La verdad es... que no sabe Qumica. Era absurdo. Cmo va Ayuso a explicar Qumica superior? Se haba hecho catedrtico por influencias; pero de Qumica est in albis. Y de sueldo? pregunt Clemencia. No s todava. Supongo que mil pesetas de gratificacin. Mil pesetas! exclamaron las muchachas, deslumbradas. No es gran cosa aadi don Clemente; pero siempre son mil pesetas, que sumadas a mi auxiliara del Instituto y a lo que vosotras, hijas de mi alma, aads con vuestra industria, nos proporcionarn un mediano y decoroso pasar. Y ahora, basta de conversacin, porque he de estudiar y prepararme para mi clase de maana. Sali de la estancia y volvi a poco con un tomo de Qumica. Se hizo el silencio. Las hijas trabajaban. El profesor estudiaba.

*** Es tradicin de Universidades e Institutos espaoles que los profesores auxiliares no sirven sino para tomarlos a chacota. En las breves ausencias de profesor numerario viene el profesor auxiliar a sustituirle. Hay un slo auxiliar para sinnmero de asignaturas, todas ellas de muy varia naturaleza, por donde se supone que el profesor no es doctor en ninguna. Por esta razn carece de autoridad cientfica. En la mayor parte de los casos, el profesor numerario no disimula el desdn en que tiene al profesor auxiliar. Este sentimiento se comunica a los alumnos. Y as, va el auxiliar a la ctedra, diez o veinte das al ao, no a llenar los vacos que el profesor numerario se ve obligado a poner en sus lecciones, sino para cumplir un precepto del reglamento, que prohbe intersticios en el curso. Sucede tambin que el auxiliar carece de autoridad moral. Su juicio u opinin no cuentan a la hora de los exmenes, que es hora de penas y recompensas, de suerte que los alumnos saben que en la clase del auxiliar pueden cometer impunemente los mayores excesos. Cuando el bedel anuncia que el profesor numerario no puede venir y aquel da dar clase el auxiliar, los escolares se relamen y aperciben a gozar un rato de holgorio. Todos los auxiliares son vctimas de burlas, befas y escarnios, en ocasiones cruelsimos. Pero ninguno, con ser tan fecunda la historia picarescoescolar espaola, hubo de sufrir chanzas tan extremadas y saudas como don Clemente Iribarne. Era don Clemente infeliz y bondadoso a tal punto, que hasta los mocosos de tercer ao de Instituto se le mofaban en las barbas, con todo desparpajo. Este menosprecio contrastaba con el amor y veneracin de sus hijas. Las muchachas ignoraban cuanto aconteca en el Instituto. Su padre les narraba mil mentiras piadosas y ellas crean que el profesor ms respetado y querido era su padre. Estaban orgullosas de l. Habitaban un piso angosto y oscuro en un barrio de obreros. En la casa, adonde no llegaban los rumores del mundo acadmico, el profesor y sus hijas gozaban de alta estima. Qu pas ste!, solan decir las comadres del barrio, en sus juntas y deliberaciones: Todo un seor catedrtico y en su casa se mueren. No se moran de hambre, pero coman con increble parvedad, y esto gracias al trabajo de las muchachas. Como las chicas juzgaban denigrante que las hijas de un profesor se empleasen en tan bajos menesteres, particularmente el zurcido de pantalones y otras prendas varoniles, en lo cual Clemencia era primorosa (la mejor zurcidora de Pilares), lo disimulaban usando una estratagema, y era, que otras chicas del barrio buscaban y entregaban el trabajo como cosa propia. Los atavos de las hijas del profesor eran tan pobres, y por lo regular estaban tan rados, que no se atrevan a salir a la calle de da, avergonzadas de mostrarlos en plena luz, no tanto por ellas cuanto por el respeto debido a la jerarqua social de su padre. Por vivir siempre retiradas en honesta penumbra, posean el albor de las hostias, as en el rostro como en el alma. Los domingos iban a misa, de madrugada, y los das de labor salan ya anochecido, por calles retiradas. Cubran la cabeza con velillos, ocultando los ojos. Caminaban de dos en dos, y don Clemente al par de las dos ltimas. Por no gastar el calzado, andaban con levidad, sin apenas fijar la planta, de donde vena un gracioso donaire y cadencia de movimientos. En ocasiones, algn estudiante les saludaba en chanza, derribando el chapeo con exagerado rendimiento, y ellas, tomndolo en serio, sentan una emocin profunda de contento de s mismas y ternura por su padre. *** Tena don Clemente los ojos clavados en la Qumica, pero sus pensamientos vagaban por distinto rumbo. Pensaba: Si los chavales del Instituto se atreven conmigo, esos muchachotes de la Facultad qu no sern capaces de hacer? Si bien, lgicamente pensando, por ser ms hombres sern ms cuerdos y ms respetuosos. Aparte de que a

stos he de examinarlos yo, y ya que no por respeto, por temor de perder el curso, mirarn lo que hacen. Con estos y otros congojosos pensamientos se le pas el tiempo sin poder prepararse para la ctedra. Cundo cenamos?pregunt, alzando los ojos del libro. Cuando quieras respondi Clemencia. Y aadi: Has preparado la leccin? Phs! He estudiado algo... Pero he decidido que lo mejor, lo que aconseja la tradicin, es que maana, al presentarme a los alumnos, pronuncie un pequeo discurso, a modo de saludo, y les perdone la clase. Qu bueno eres!comentaron las hijas, conmovidas. Luego cenaron unos restos fros de la comida del medioda y, por no gastar luz, se retiraron a dormir. Pero don Clemente no durmi. Al da siguiente, al ir a la Universidad, le temblaban las piernas. Entr en clase, subi al estrado y se mantuvo en pie en tanto acudan los alumnos. Los escaos formaban un gradero, que se llen al punto. Don Clemente, con ojos espantados, mir aquel hormigueante y rumoroso concurso. Le pareci que se le caa encima. Todos los alumnos eran ya hombres hechos y derechos. Algunos haban sido, en el Instituto, alumnos de don Clemente, pero ahora ostentaban terribles mostachos. Haba uno con barba negra y copiosa. Don Clemente estaba como aterrado. Seores...tartamude, al recibir el alto honor de regentar esta ctedra y dirigirme a ustedes, ante todo quiero... que no vean en m un profesor, sino un compaero; ms an, un padre. En esto, Pancho Benavides, un muchacho guapo, simptico y rico, cabecilla de todos los motines universitarios, se puso en pie y dijo: Esa declaracin conmueve las fibras ms sensibles de nuestra alma. Viva nuestro padre! La clase respondi: Viva! Aplaudamos a nuestro padre concluy Benavides. Y hubo un aplauso de cinco minutos. A don Clemente le caban serias dudas de que aquello fuese sincero. De todas suertes, se llev la mano al corazn, se inclin a saludar y se sinti dueo de la palabra. Continu hablando. A cada frase se repetan los aplausos. Terminado el discurso, los alumnos acudieron en tropel a rodear la mesa del profesor. Ahora, para celebrar esto, tiene usted que convidarnos a algo dijo Acisclo Zarracina, que era el barbado y tena aspecto y voz pavorosos. Cmo, convidarles? balbuci don Clemente, que nunca llevaba dinero en el bolsillo. Pues, convidndonos afirm Zarracina, dando un puetazo sobre la mesa. No te excites, Zarracina interrumpi Alejandrn Sern, rechoncho, colorado y meloso. Convidarnos a pitillos. Pitillos s tendr usted aadi Zarracina. Don Clemente no se atrevi a responder. S, tena pitillos. Sus hijas le compraban una cajetilla cada cinco das. Aquella maana le haban comprado una. Varios alumnos comenzaron a palpar los bolsillos del profesor. Vaya, djenme ustedes. S: les convidar a pitillos. Tengo mucho gusto en ello. La ocasin lo merece y entreg su cajetilla a los alumnos, que se la repartieron en medio de gran algazara. A favor de la confusin que se movi con esto, Pancho Benavides embadurn con tinta la badana del sombrero de don Clemente y derram dentro la salvadera, dejando luego el sombrero boca arriba.

Bien, bien suspiraba don Clemente, abrindose paso entre los alumnos. Tom maquinalmente el sombrero y se lo llev a la cabeza. Sobre los ojos le cay una lluvia de arenilla verde. Se despoj del sombrero y descubri la frente, toda entintada. Los alumnos escaparon rindose a carcajadas. Lleg don Clemente a casa. Qu tal? le preguntaron, anhelosas, las hijas. No sabis? Resulta que soy un gran orador. Y les refiri, a su modo, el xito de su primera clase de profesor de Universidad. Sus hijas le escuchaban embelesadas. Despus de cenar, Clemencia le pregunt a su padre: No fumas? Nada, hija, que se me haba olvidado. Me preocupa tanto esto de la ctedra... Por Dios, pap. Y al cabo de un rato: Pero no fumas? S, s... Calla... Dnde est la cajetilla? Sin duda la he olvidado en la sala de profesores. Bueno, no importa. Estudiar la leccin de maana. Y comenz a estudiar la obtencin del hidrgeno. Al da siguiente fue temprano a la Universidad, a fin de preparar con tiempo los aparatos con que obtener el hidrgeno. Lleg la hora de clase. Don Clemente se puso a explicar prcticamente la leccin. Inclinado sobre la cubeta hidrulica, manipulaba diligente. Llevaba puesto un gabn de Palma de Mallorca, de tela de cobertor y color pizarra, que le haba costado cinco duros. Los alumnos le hacan corro, examinando sus manipulaciones. Pancho Benavides coloc un trozo de yesca encendida sobre la espalda de don Clemente. El gabn comenz a chamuscarse. Parece que huele a quemado insinu don Clemente. Los alumnos respondieron que nada olan. Hasta que la quemadura penetr del gabn a la chaqueta, al chaleco, y a travs de las prendas interiores hasta el cuero, y aqu, don Clemente dio un salto y un alarido. Con un pao hmedo, Alejandrn Sern sofoc la chamusquina. Don Clemente no se quej de nada. Retrense por hoy suplic con labio trmulo y ojos llenos de amargura. Al llegar a casa exclam: Hijas mas; una gran desgracia. Y mostr sus ropas agujereadas por la espalda, explicando el accidente como casual, a causa de una operacin de laboratorio. Continu : Pero lo grave es que cmo salgo ahora de casa? Este es el nico traje que tengo. Y de dinero de dnde voy a sacar yo dinero para otro traje? Qu desgracia! Qu desgracia! No te preocupes, pap dijo Clemencia, la zurcidora milagrosa, examinando de cerca los desperfectos, zurcidos ms difciles he hecho que nadie poda notarlos. Y as fue; las prendas de don Clemente aparecieron como nuevas al da siguiente en la clase, con gran maravilla de los alumnos, quienes, irritados por esta especie de invulnerabilidad del profesor, se determinaron en emplear procedimientos ms enrgicos. Da por da, el escndalo y el abuso de la clase aumentaban. Los alumnos se ensoberbecan cada vez ms, a tiempo que el profesor mostraba mayor resignacin y tolerancia. Pero el desenfreno de la clase lleg a trminos que don Clemente comprendi que deba defenderse de alguna manera o renunciar a la ctedra. Y hall este arbitrio; una bomba con una a manera de pequea manga de riego, que haba en el laboratorio, la

cual carg con tinta y coloc en su mesa a mano, antes de comenzar la clase. Era un da soleado de primavera. Apenas entrados los alumnos, Pancho Benavides tom la palabra: Habr usted echado de ver, seor profesor, el contraste entre la hermosura del da y la sordidez tenebrosa de estos claustros y salas. Por lo cual hemos resuelto que hoy no haya clase y consagrar esta hora a tomar el sol. Pero, como personas bien educadas, hemos venido a decirlo a usted. De manera que, buenos das. Don Clemente, que tena empuada la manga de riego, consider los finos y elegantes vestidos de Benavides y pens que era un dolor echarlos a perder. Se content con replicar: No puedo, seor Benavides, tomar en cuenta sus palabras. Yo soy el profesor y aqu nadie manda sino yo. Empecemos la clase. Zarracina se puso en pie y apretando los puos afirm, dirigindose a sus compaeros: Aqu se hace lo que nosotros queremos, carape. A la calle! Nadie sale a la calle grit don Clemente, y, ya perdida la cabeza, apunt con la manga al terrible Zarracina y le reg con tinta, de arriba abajo. Zarracina permaneci un momento como alelado. Se recobr a seguida y adelant, rabioso, hacia el pupitre del profesor; pero un nuevo chorro de tinta sobre la cara le detuvo en seco. La clase se puso del lado de Zarracina. Llovieron diversos proyectiles, enderezados a la cabeza del profesor. Hubo repetidas embestidas. Pero siempre el chorro de tinta repela las huestes asaltantes. El combate prosigui en medio de gran vocero. Abrise la puerta de la clase y apareci el Rector. La contienda ces de repente. Qu es esto? pregunt el Rector, mirando a don Clemente, con fra severidad. Don Clemente, la cabeza baja, plido, titubeando, susurr algunas palabras de excusa. Qu idea tiene usted de la dignidad de la ctedra? interrog el Rector, speramente, mirando a don Clemente con mueca despectiva y asqueada. Continu: Nos reuniremos en Claustro y veremos lo que se hace con usted. Iba a salir el Rector, pero el rechoncho Alejandrn Sern se adelant al centro de la clase y manifest con serena entereza: Seor Rector; la culpa ha sido nuestra, nuestra, nuestra; un da y otro da y todos los das. A ver si hay un compaero que se atreva a contradecirme. Es nuestra la culpa, s o no? grit, encarndose con la clase. Varias voces annimas respondieron: Nuestra. El Rector sali malhumorado. Cuando don Clemente lleg a casa, sus hijas le preguntaron, sobresaltadas: Qu tienes? Parece que has llorado. S, he llorado. Y todava lloro contest, enjugndose los ojos. Y refiri que, por intrigas de otros profesores, el Rector se haba presentado en su clase y haba comenzado a amonestarle, sin motivo, pero hubo de interrumpirse y rectificar, porque los alumnos, como un solo hombre, se haban declarado ardorosamente en favor de don Clemente. Concluy: Esto conmueve! S, s decan las hijas, enternecindose. No hubo Claustro para juzgar a don Clemente. Despus del da del gran escndalo, los alumnos acordaron, en una entrevista amistosa con don Clemente, que la manera mejor de evitar nuevos y luctuosos lances era que no asistiese a clase el que no quisiera. Desde entonces, slo acudan a la ctedra media docena de alumnos. Sin embargo, algunos das que no tenan cosa mejor que hacer, se descolgaba en la clase un buen

golpe de muchachos y reanudaban las proezas del pasado. El cabecilla y director era invariablemente Pancho Benavides. Lleg fin de curso. El da de los exmenes de Qumica, Pancho Benavides se levant temprano, compr una caja de cigarros habanos y se encamin a casa de don Clemente. Llevaba aprendido al pie de la letra lo que haba de decirle: Querido don Clemente; yo no s una palabra de Qumica, pero necesito que usted me apruebe. Esta es una caja de habanos. sta, una pistola. Si me aprueba usted, le regalo la caja de habanos. Si me suspende usted, le pego un tiro. Usted escoger. Llam Pancho a la puerta. Sali a abrir el propio don Clemente. A don Clemente le era Pancho sobremanera simptico, a pesar de sus diabluras. Pero, al verle en su casa, se llen de zozobra, temiendo que le faltase al respeto en presencia de sus hijas. Qu quiere usted, seor Benavides? Aguarde usted un momento, saldr con usted y hablaremos de camino. Me dispona a salir, precisamente. No, seor. Tengo que hablar con usted dentro de su casa. Pero si yo me dispona a salir... Me arroja usted de su casa? Don Clemente no saba qu hacer ni qu decir. Las hijas haban asomado la cabeza por la puerta del comedor. Clemencia se acerc a su padre: Por qu no pasa este seor, pap? S, s, naturalmente. Con mucho gusto... murmur, fuera de s, don Clemente . Es un alumno mo. Esta es una de mis hijas. Benavides y Clemencia se saludaron. Benavides penetr en la casa. El pasillo era sombro; Benavides buscaba a tientas la percha. Qu busca usted? pregunt don Clemente. La percha respondi Benavides. No tenemos percha observ, rindose, Clemencia. Ya ve usted... Nadie mejor que un alumno de pap, el profesor ms distinguido, el que ms quieren los alumnos, puede juzgar la injusticia de! Estado, que le tiene postergado y con un sueldo insignificante. En este momento entraban en el comedor. Benavides senta, oyendo a Clemencia, un a modo de calofro o estremecimiento, que despus de recorrerle la espalda se le fij en la nuca y en los prpados. Qu sueldo tiene usted, don Clemente, si no es indiscrecin? Antes de la ctedra de Qumica, dos mil pesetas. Ahora, tres mil. Con descuento, unas dos mil quinientas... Estas seoritas, son hijas de usted? Todas, seor Benavides. Son ngeles bisbise don Clemente, casi sin aliento. Oh, pap! exclamaron las seis virtudes, doblando la cabeza, con pdico decoro, como seis azucenas. Las muchachas miraban con un a modo de arrobo a aquel joven tan elegante, discpulo y, por lo tanto, subordinado de su padre. Benavides las observaba discretamente. Se detuvo ms despacio a contemplar el rostro de Clemencia. Deseara, don Clemente, hablar a solas con usted, en su despacho, por ejemplo rog Benavides. ste es mi despacho, querido Benavides. Me pareca haber odo que era el comedor... Bueno; hace de todo. Y sus libros? Ah, en un cajn, en mi alcoba!

Dir entonces aqu lo que tena que decirle. Le traigo un pequeo obsequio, una caja de habanos. No, no me diga usted que no. Es un obsequio desinteresado. No pretendo que usted me apruebe. No estoy preparado para examinarme, y, en consecuencia, por evitar a usted el enojo de suspenderme he resuelto no presentarme hasta septiembre. He venido a decrselo a usted. Por otra parte, ha sido usted tan bondadoso conmigo durante el curso, que me he credo obligado a expresarle mi reconocimiento de alguna manera. Los ojos de Clemencia y los de las dems virtudes relucan hmedos. Don Clemente inclin la frente. Benavides tena el corazn en la garganta, y dentro del corazn un dolor mezclado de dulzura, remordimiento y revelacin. Pancho Benavides y Clemencia Iribarne se casaron a la vuelta de dos aos. *** Ahora, don Clemente es, en el colegio de segunda enseanza de los Reverendos Padres Magdalenistas, profesor particular de Psicologa, Derecho usual, Algebra, Francs segundo curso y Dibujo de escayola, de todo lo cual est in albis. Pancho y Clemencia, con tres anejos filiales ya, son felices, como en las novelas inocentonas. Don Clemente frecuenta el trato de los Escorpiones, quienes le tienen por un portento de sabidura, pues nunca despliega los labios.

El otro padre FranciscoCUENTO DROLTICO El jardn del monasterio sonre recalado en la penumbra tibia de la tarde otoal. No es un jardn austero y mstico a la manera del que Walhagried Strabus (el bizco) describe en su Hortulus. En l no crecen las plantas claustrales, de piados simbolismo, entre las cuales hay hierbas humildes de jugo tnico o anodino y santa virtud curativa: salvia, ruda, abrtano, hinojo, menta, apio silvestre, agrimonia y betnica; ni las rosas exanges insinan su blanca y virginal pudicicia. Es ms bien un parque pagano, afrodisaco, poblado de rosas carnales, pinos erctiles y olorosos laureles, cuya regalada sombra es propicia a la gloga. Los rboles indolentes rozan entre s las ramas con suave temblor de voluptuosidad buclica. La hierba, crecida, se rinde blandamente al halago de un viento indolente, cargado con aromas prolficos, enervantes. Junto al tronco rugoso de un pino, que brinda ondulante palio con la expansin de su copa, en el suelo mullido un fraile dormita. Sostiene con la diestra mano, cada sobre el csped, un infolio pergaminoso y mugriento, y apoya la siniestra en el vientre rotundo, que sube y baja a comps. El monje parece pequeo de alzada; es rechoncho, rostro cocido al sol, chata nariz carminosa, henchidos labios sensuales. Muestra, bajo el desorden del hbito talar, la recia musculatura de una pantorrilla, y el pie, no muy aseado, con tosca sandalia de vacar3. Entre los pliegues de la cogulla cenicienta brilla el crneo, lustrado por la tonsura monacal. Oyese un susurro discreto de la parte de un portn ojival abierto en el muro del lado de Oriente. Luego, los pesados batientes de nogal oscuro con hierros de forja, giran en los gonces con estridencia. El monje se incorpora, perezoso y lnguido. Buenas tardes nos d Dios, Padre Francisco. Sintate aqu, a mi vera, dulce Juanita, La aldeana va a sentarse en el prado, cerca del fraile. Es una moza fresca y copiosa, como manjar de prior. Del lino rudo de su jubn blanco surge firme la garganta, en limpio florecer de carne sana. La sonrisa brota entre sus dientes y va a fundirse en el rosa ambarado de los carrillos, que el sol ha melado como los frutos otoales. Oleadas rojas flamean en el rostro del monje, el cual se extiende por tierra y lo frota sobre el frescor de la hierba lozana. Cuando atina a erguirse, algunas hierbas y hojas, entre las guedejas hirsutas del cerquillo, lo coronan como a divinidad pradial. Su boca se dilata en ancha risa de Trmino4 lascivo, y en sus ojillos centellea el mismo fuego que debi de abrasar a los mticos stiros cuando perseguan en las selvas de Jonia a las ninfas, pulcras, incautas e inocentes como palomas. Qu ofrenda has trado, Juanita? La moza presenta dos aves: un gallo y una gallina, que cacarean, aleteando por soltar la cuerda que los traba de las patas. El Prior te hubiera agradecido ms un azumbre de vino dice el monje, arrastrando con pecaminosa deleitacin sus ojos por el cuello resbaladizo de la campesina hasta clavarlos, insistentes y perspicaces, en el latir del seno bajo el jubn de nieve.3

Cuerno de vaca. Divinidad romana protectora de los campos.

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Acabse ya el vino de la anterior cosecha, y tocante al de hogao, los feudatarios del Conde, nuestro Seor, no han dado cabo todava a la vendimia. Mrelos el Padre Francisco. El monje, con torpe tardanza, como rezagndose, retira la vista de los lugares ntimos en que hallaba contentamiento y fruicin, para mirar ahora en el derrotero que la moza le seala con el ndice de su mano gordezuela y mantecosa. Desde el jardn del monasterio de Fonteney le Comte se atalaya el valle de la Vende. En el fondo, el ro se desliza augusto, rtmicamente ondulado, como las barbas de las ancianas divinidades clsicas. Hay embarcaciones, temblando en su bruida superficie. En las mrgenes, los prados verde verons se alborozan en la viveza de su tono. Montculos y alcores, plantados de viedo y de olivo, caminan hacia el horizonte violceo. El castillo del Conde de Poitou, construido con piedra bermeja, destaca su mole mazorral y almenada sobre el cielo, que tiene palidez de seda. En los alrededores menudean manchas rojas, pardas, blancas, azules, entre las matas verdinegras y cobrizas de las cepas sinuosas. .Son los viadores, siervos de la gleba, adscritos al terruo, que conllevan cantando su esclavitud feudal. El Padre Francisco suspira, Eleva hacia el cielo plido los ojos nostlgicos; ojos venosos, sobretejidos por una red sanguinolenta. En tanto el fraile habla, la moza le contempla con curiosidad candida: Qu se hicieron las bacantes con su seguimiento de dciles panteras pintadas? Los viejos Silenos5 bonancibles, qu se hicieron? Sangre de Dionisos6, sangre es, en la nueva ley, del propio Jess. Mas los siervos de Dios apenas si la catan. Lejanos tiempos de idilio! A esta sazn, las aves, que han deshecho la traba, corren por el jardn. El gallo intenta rendir a su pareja; cacarea por lo bajo, con golpes espasmdicos y en tono petulante, su concupiscencia; arrastra el ala en tomo de la gallina; ejercita el imperio masculino, y despus se vanagloria del triunfo, dando al aire un quiquiriqu donjuanesco; finalmente, se sacude y espulga, como quien se asea y acicala, con aire de seductor habitual. Glosa, escolio, comento sublimes los de esas aves de corral en esta tarde eglgica balbuce el monje, y reposa su mirada densa sobre el corpio combado, que se agita a impulsos de la respiracin anhelante de la nia. El Padre Francisco toma el pergaminoso libro, lo apoya en el regazo como en facistol, y lee: Y como la campesina permanece absorta, el buen religioso exclama, irnico y galante: Acaso no lo comprendes. Tampoco lo comprendera el padre Prior, ni Monseor, el obispo de la dicesis. Buena yunta de asnos garaones. Esto es del hechicero Tecrito7: hablase de la celebracin de las fiestas de Adonis, Los versos que acabo de leerte significan: Juanita, muy bien te cae esa abotonada vestidura curva, Pero me agradaras ms sin el jubn. Esto ltimo no est muy claro en el original de Tecrito. La moza rompe en risas de cazurra suspicacia,5

Sileno, dios frigio, padre los stiros, educador de Dionisio. Dios griego de vino. Poeta griego del s.III a.C.

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Juanita y el fraile son buenos cantaradas. Se conocieron pocos das despus de haber llegado el Padre Francisco al monasterio. Desde aquel punto, la amistad hubo de ir estrechndose, hasta llegar al perodo improrrogable de la franqueza llana y del cortejo. No tardaremos gran cosa de tiempo en hacer la bestia de dos lomos y cuatro patas. Te lo fo. Juanita asegura el Padre Francisco con expresin cruda y picaresca, que consta en la Ertica Verba Rabelesiana. Narra el monje a la moza sus cuitas. Ella le escucha, siempre embelesada. Ay, slo en la dadivosidad de Juanita reside el blsamo que restae las heridas del atribulado fraile! Sus hermanos de comunidad (los llamados del cordn, y tambin cordeleros) le envidian y le odian. Le sospechan de hereje, encantador y endiablado. Hombre que habla nueve hablas, y algunas tan torcidas y revesadas, que del infierno han de provenir, que ningn fiel de cristiandad acierta a entenderlas, dicen los dems hermanos; rbanle taimadamente preciosos manuscritos helnicos y latinos, los cuales raspan y lavotean, y luego escriben encima monserga frailuna. Han hecho desaparecer as las Catilinarias del ms atildado y viril de los retricos para trazar en su vez las epstolas de Pablo de Taras. un brbaro que apenas saba latn. Quieren ahora apoderarse de su amado Tecrito para sustituir los idilios con las ordenanzas del venerable Scoto.Al pobre Padre Francisco le acongoja semejante turba de ignorantes, libidinosos y glotones, descendientes fornecinos del Santo de Ass. Pero su ingenio es fecundo en ardides, trazas y burlas con que vengarse. Un runrn cercano detiene las razones del Padre Francisco, el cual musita misteriosas palabras al odo de su tierna confidente. Por la puerta del claustro asoma un nuevo monje. Es el Prior, frey Domenico Patavino, llamado as por ser nacido y profeso en Padua. Cierra la pesada puerta con golpe rudo y se llega al paraje donde platican sentados la moza y el fraile. Las facciones del Prior se dibujan apenas en la masa informe del rostro, crdeno y congestionado. Los ojos brillan aviesos bajo la carne inflamada de los prpados. Su respiracin es resuello asmtico, y le impide hablar. Logra por fin decir, con voz temblona de ira: Refocilaos, Padre Francisco: divertid a una moza con charla ladina, que por profano a la Orden os hace aparecer. El Padre Francisco permanece inmvil, con sonrisa de irona vagamente bosquejada. El Prior, entonces, dirgese a la moza: Qu diligencia te trae por aqu? La campesina responde, la mirada hacia el suelo y opaca la voz: Traigo la ofrenda al Santo, e indica la pareja de aves, que picotea en el jardn. Criaturas avariciosas; persegus vuestra eterna condenacin. Juzgis, por ventura, digna de la santidad de nuestro monasterio tan ruin ofrenda? Rebosa de animales lucios vuestro corral, vuestro granero de trigo y de pinges bastimentos vuestra despensa; y a Dios, al buen Diox, creis que puede satisfacerle esta miseria... Lleva esos animales al lego marmitn.0 La moza balbuce: Mseros somos; en pobreza nos consumimos. Otra dicha no gozamos sino aquella que Dios, Padre universal, hasta a las desvalidas animalias concede: los bienes que a todos pertenecen, el calor del sol, el respiro del aire, el recreo de los ojos ante el cielo y la tierra, la dulzura de las aguas del ro, o aquella otra de que a nadie, ni aun al ms oprimido, se le puede desposeer, los deleites del propio cuerpo y luego, atenta al mandato del Prior, la moza corre y atrapa a las aves entre los troncos de un laurel, cuyas hojas le hacen en la frente y los pmulos una caricia perfumada. Pirdensen los frailes claustro adentro, y la aldeana, a travs del portn ojival.

El sol oblicuo de la maana recorta sobre las losas del claustro grandes ojivas amarillas, que se doblan y suben luego por el muro. Algunas golondrinas, anidadas en los rosetones labrados de la techumbre, trazan al sesgo, piando, largas estras negras dentro de la luz en haces. Hay un viento otoal y aromtico que unge de bienestar los crneos relucientes de los monjes, alineados en dos filas: una. A lo largo de las columnas; la otra, al frente, pegada a la pared, bajo las pinturas murales que representan al fresco escenas de la vida del Seor Jesucristo. El Prior ostenta la cruz pectoral de oro. y. en el centro de sus monjes, los escruta con pupila desptica, de caballero feudal. Interroga por el Padre Francisco; nadie sabe darle cuenta de l. La ira reverbera en los purpreos carrillos abaciales. Llega entonces un fraile aniado, imberbe. Es el favorito del Prior, y en la propia celda prioral tiene su yacija.11 En la comunidad se murmura que, pese a lo haldudo del hbito y a la obstinada ocultacin de la cogulla, calada siempre hasta ms abajo de la nariz, este frailecito insina maneras y gestos, en el porte y en la voz, que denotan bien a las claras su condicin femenina no es doncel, que es doncella. El frailecito ha recorrido todo el monasterio sin dar con el perdido Padre Francisco, y pone tan mimosa compuncin y tan desolada tristeza en su relato, que la oronda fisonoma prioral traiciona, bajo la ira antecedente, una congoja misericordiosa y amorosa por consolar al apenado novicio. Pero frey Domenico da una orden, y las filas monacales avanzan hasta el templo. Dentro, colcanse unos de la banda de la Epstola y del Evangelio los otros. La plebe labriega, que aguardaba impaciente, tiene un murmurio largo y se remueve compacta, despidiendo vaho. Las altas bvedas de la iglesia estn sumidas en sombra. En el altar mayor, la penumbra extiende densos velos: rodeada de luces inmviles y mortecinas, como manojillos de azafrn, hay, en el comedio del retablo, una hornacina lbrega, la de San Francisco; se entrev, como en profundidad lejana, el bulto borroso y grisceo del Santo. A entrambos costados de la nave refulgen, como celestes jardines, sendos ventanales de vidrios de colores emplomados, obra de un artfice veneciano: representan escenas de santos rgidos y enjutos, inspiradas en la iconografa hiertica de Bizancio. De las efigies manan chorros policromos, que, derramndose en algunas testas rsticas, las aureolan de colores litrgicos. Ante el rgano, de monumental trompetera, que parece el albogue de Pan, pero exagerado, amplificado hacia el Empreo, un monje, organista e himngrafo, aguarda el comienzo de los oficios rituales: un rayo lateral de luz infunde en su hbito, cenizoso y tubular, diafanidades azules. Tiene el rostro enmagrecido y espiritualizado, las manos largas y casi transparentes; dirase una figura de vidriera, un ser vaporoso que ha descendido hasta el rgano por un sendero de luz. El Prior coloca sobre el pecho los brazos, en forma de equis. El monje msico pasea por el plido marfil de las teclas su mano de vidrio, y se desata, de entre el espeso y alto boscaje del rgano, la cadencia del Kirie gregoriano, implorante y plaidera meloda gtica. En el altar mayor, ofician y pululan el presbtero, el dicono y el subdicono, vestidos de gran pontifical, con recias, fastuosas dalmticas y casulla orientales, tejidas en tis de oro. El ceroferario8 ostenta en sus manos rollizas, anilladas de rubes y amatistas, el robusto cirio lacrimoso. Los monjes, a coro, salmodian el canto llano. El pueblo, abigarrado y estremecido, escucha lleno de recogimiento. El Kirie va agonizando, con desolacin nazarena. El Prior, vuelto hacia la turba de labriegos, inicia una pltica de amonestacin. Al principio, su voz es untuosa. Luego, la ira le impele y prorrumpe en vociferaciones, que repercuten en la bveda acremente. Dceles que han perdido caridad y fe; que las ofrendas, por lo mezquinas, ms que tales semejan limosnas; que la clera de Dios est pronta a verterse; que el Santo, desde el Cielo, ha de enviar ejemplares castigos, y otras8

Aclito que lleva el cirial en la iglesia y las procesiones.

muchas amenazas temerosas. Los campesinos vuelven los ojos angustiados hacia la imagen de San Francisco. Un terror pnico se apodera de ellos. El Santo, en su hornacina, est movindose. yense gritos de espanto. La voz del Prior se ahoga en la garganta. La veneranda efigie, animada sin duda por voluntad divina, rota la catalepsia escultrica del leo esculpido, se ha llevado entrambas manos al vientre y estalla en carcajadas sonoras, que ruedan por el templo con mpetu jovial. No es San Francisco: es el Padre Francisco, que, por chanza, se ha colocado all, sustituyendo a la imagen del Santo. Le ha traicionado su risa de Termino, aquella risa que ha conmovido tantas veces con su ulular profano el refectorio monacal. Y el Padre Francisco habla a gritos desde el altar: Fetiche por fetiche, tanto vale este msero costal de miserias, pecados y altos pensamientos, que es el pobre Padre Francisco, como aquel vaso de pureza y santidad que fue el pobrecito de Ass, el serfico Francisco. No adoris dolos humanos. Seguid lo que de natural y de sobrenatural haya en los hombres ms hombres: la inteligencia magistral, el corazn ardoroso, el instinto fuerte. Hermana paloma, s; y hermano lobo. Y tambin, hermano macho cabro. Alegra, alegra. Aleluya, aleluya. Buscad y sorbed el sustantfico meollo. Haceos libres, amigos, dejando libre vuestra humanidad aherrojada. (sed hombres. Amigos). A una seal del Prior, cuatro frailes se encaraman en el retablo y aprehenden al diablico hermano, que, con sacrilegio y blasfemia, ha interrumpido los sagrados ritos. Lo arrastran hasta el claustro. La comunidad, rugiendo, se encarniza sobre l: unos le patean, otros le desgarran la vestidura, stos le escupen, aqullos le magullan, y todos, a la postre, le azotan con sus cordones, ensandose. Luego de partirse los frailes, algunos campesinos acuden a socorrer a la vctima: entre ellos viene Juanita, la buena moza, amada del Padre Francisco. Cuando el monje la siente cerca de s, abre los ojos, llenos de inteligencia, sensualidad y malicia; diltanse sus labios en ancho gesto pecaminoso y afable, y con el cuerpo desnudo, amoratado, sangriento a trechos, parece un stiro despus de la vendimia, embadurnado con el hollejo de las uvas negras: un stiro ebrio que sabe amar siempre. Este es un episodio no sabemos si apcrifo y fabuloso de la vida de Francisco Rabelais fue el padre de la risa francesa y ense humanidad a los hombres.

JUAN RAMN JIMNEZ(1881-1958)

El zaratnA Nicols Rivero el noble galleguito de Moguer que cuando yo no tena ya caballos me dejaba su potro canelo; si l vive todava. Y si no, a su memoria.

1Tiene un zaratn9. Lo tiene en el pecho. Se la est comiendo viva ese maldito zaratn. Josefito Figuraciones vea a Cinta Marn con el zaratn en el pecho, entre los pechos, en medio del pecho blanco, blanco de leche. Porque la mejilla de Cinta, su mano, su mueca, eran blancos mates de leche. Y ella se mirara el zaratn rojo en su pecho blanco, con sus ojos negros. S, Josefito se figuraba el zaratn como un lagarto grana, un cangrejo carmn, un alacrn colorado. Eso es, eso era, un alacrn colorado que estaba pegado all, vientre con pecho, con sus pinzas, sus uas, su hocico, su boca, sus dientes, su pico, su lengua, sus patas, su aguijn arqueado erctil, sus alas frenticas, en el pecho blanco de Cinta Marn. Todos, todas miraban a Cinta Marn, recin viuda, con pena o miedo o lstima o repulsin. Pero ninguna, ninguno, nadie poda quitarle el zaratn del pecho. Ni la curandera de Valverde del Camino, que tena gracia en la lengua, ni los curas ni los mdicos de Moguer con sus antdotos ni sus mejunjes, ni los mejores y ms pedantes mdicos de Huelva, de Sevilla, de Cdiz: porque la haban llevado ya a todas partes, a lo mejor de la ciencia, el arte y la milagrera, a ver si le quitaba alguien del pecho el zaratn. Aunque todo el pueblo se hubiese puesto a tirar de l, como cuando subieron la campana gorda a la torre mayor de Santa Mara de la Granada, no hubieran podido despegrselo del pecho. Y Cinta pasaba de negro riguroso, de doble luto total, muy encojida10 en su imposible, muy abrigada, como una monjita escamoteada de cuerpo, con su zaratn en su pecho y sus manos blancas, unos lirios mates, sobre su estamea, su corpio y su zaratn. Algunos murmuraban que Cintita Marn no era tan santita como pareca; que estaba condenada, poseda del demonio, perdida, maldita para siempre, porque haba hecho9

zaratn: cncer de los pechos de la mujer.

10

se mantiene la peculiar ortografa de Juan Ramn Jimnez, quien escribe j (y no g) ante e, i. (Hay otros casos ms adelante).

esto y lo otro. Josefito llegaba a ver el zaratn como un Diablo, un Satans, un Lucifer, un Belial, un Belzeb, un Luzbel enamorado. Y a lo mejor quin lo saba? Ella, Cinta Marn qu espanto, qu odio, qu asco! estaba enamorada tambin del diablo, del demonio del zaratn. Y Josefito relacionaba entonces el zaratn del demonio con Manolito Lalaguna. con Isidoro Arniz, con Gustavillo Rey, con todos los que se deca por el pueblo que les daban vida arrastrada a las mujeres, que mataban de hambre, de fro, de abandono a sus pobres mujeres lacias, desmejoradas, anmicas, vestidas todas de un solo oscuro liso, como Lolita Navarro, como Herminia Picn, como Reposo Neta, como Cinta Marn.

2En los das de gloria mayor, cuando las campanas de Moguer, njeles altos morenos con alas de bronce, levantaban el pueblo de sus cimientos rojos, sus montes de escoria, y lo alzaban al mar verdiazul del aire, como una nave blanca y verde, Josefito pensaba ms en Cinta Marn. Acaso vea cruzar su endeble sombra escurrida por el sol fijo de las esquinas, tras la jente parada, hombres del campo y seoritos. Algunas tardes se iba Josefito por el barrio de Cinta Marn, la calle ltima de lo ms alto, la de Los Corales, a ver si la sorprenda sola con el zaratn en su casa de puerta amarilla, abierta siempre al ocaso de par en par para que entrara bien el aire con yodo de los dos ros, el Tinto y el Odiel, tan bellos en su sosegado derivar por las marismas inmensas. Y a veces la vea entre las dos puertas, recortada, aislada en s, en su dura muerte casi, por la luz vibrante, sonora, un negro esqueleto fundido, un enjuto atad de pie, pero siempre con su borde divino de azucena fantasma en lo negro, su orilla en flor de largo junco blanco. Cuando los nios salan del colejio de don Joaqun de la Oliva y Lobo hablaban exaltados, calle de La Acea abajo, de Cinta Marn y el zaratn. Es como unas tenazas. Ya t lo dijiste. Como unas tenazas. Bueno, ste lo quiere saber todo. Es que a m me lo ha dicho Pastora, Pastorita, que vio un zaratn en el Moro. Es un zaratn como el que tuvo tambin la hija mayor de Lolo Ramos, que deca don Domingo el mdico que daba miedo ver el destrozo que le haba hecho por la carne. Bueno, vmonos a jugar a la plaza de las Monjas. Si pasaba Cinta Marn, todos bajaban la voz y se hacan los tontos. Y ella, tan mate, tan delicada, tan airosa, tan centella de plata y de ceniza, los miraba triste y a veces sonriendo, con sus ojos negros hundidos en la sombra picuda de su pauelo negro de lana. Vamos a preguntarle cmo es el zaratn! A que no te atreves t a decirle que nos ensee el zaratn? Y que se cree ste que nos lo va a ensear! Si lo tiene en el pecho, hombre, si lo tiene en el pecho! Y que se la est comiendo viva... Josefito Figuraciones se representaba el pecho de Cinta Marn como una casilla blanca con todo, as como la casilla del enterrador, zagun, patio, comedor, galera, sala, corral, dormitorio. Algo como un hormiguero de una sola hormiga, un hormign; o un panal virjen sin abejas, con el zngano solo. Y cuando el zaratn est durmiendo no se podra cojerlo y matarlo?

T te imajinas que el zaratn se va a dormir. Los zaratanes no son tan tontos como t! Los zaratanes no duermen, hombre! Son como los mochuelos. No has visto t los mochuelos cmo miran por la noche? Pues as mirar el zaratn. De modo que, segn deca el buenazo de Nicols Rivera, el noble galleguito, que ya era mayor, el zaratn no dorma. Nicols deba de saberlo, porque tena detrs de su casa un huerto grande con toda clase de animalillos. Y Josefito, en sus madrugadas de desvelo, pensaba, lijo el pensamiento contra el techo, que el zaratn no dorma, que estaba despierto como l... y como Cinta Marn. Porque, entonces. Cinta Marn tampoco dorma. Pues y cmo iba a dormir Cinta Marn con el zaratn despierto sobre su pecho? Y vea a l sobre ella, colorado, muy colorado en lo blanco, en lo negro, en lo oscuro, colorado fosforescente, con unos ojitos de chispa rub, esmeralda, turqus, cambiantes como los ojos postizos de don Augusto de Burgos y Mazo, que se compr doce ojos de doce colores distintos cuando le dejaron tuerto de un tiro una madrugada. Como una joya viva, blanda y dura, verde y grana revueltos, uno de esos alfileres grandes de pecho de las seoras, slo que en vez de estar clavado en la ropa, sobre la seda, el terciopelo, el encaje, estaba clavado, enquistado, metido en el seno de Cinta Marn. Y ella, tendida, vctima blanca de ojos resignados, del zaratn, de la joya, del alfiler, del diablo. Pues mi hermana dice que Cinta Marn... A que no nombras t ms a Cinta Marn? Josefito es tonto. Pues no se figura que l solo va a poder nombrarla! Ni que fuera el mismo zaratn! Lo que me figuro es que t no nombras ms delante de m a Cinta Marn! Es que me la voy acaso a comer? Mira ste, ni que fuera yo el zaratn! Qu vas t a ser el zaratn, hombre! Qu vas t a ser el zaratn! Ojal que lo fueras! Entonces, ya t veras!

3Aunque Cinta Marn viva lejos de Josefito y haba tanta jente por medio en el pueblo, tantos marineros y tantos hombres del campo y tantos seoritos parados en las esquinas, en todas las esquinas hasta la ltima, la de Juanito Betn; l saba siempre dnde estaba ella, y la vea en todas partes, por todas partes, desde todas partes, bocacalles, portadas, caminos, azoteas, ventanas, tejados, miradores, torres. Y cuando se iba de temporada a los montes, la vea mejor y ms a todas sus horas, aunque tambin ms pequeita, con el zaratn ms pequeito, por encima de todo, agua y arena, colinas y caadas, naranjos y vias y olivos; por encima del mismo Pino de la Corona, all en las casas finales de cal del otro lado del pueblo, o contra el vallado largo de tierra amarilla de Las Angustias, o junto al pozo viejo de la Cuesta de la Ribera, donde ella sola sentarse a descansar bajo la higuera cuando suba de los Molinos; o al lado de la otra higuera grande venenosa del Cristo, frente al Odiel violeta y la hermosa puesta del sol sobre el Tinto granate. Qu fantasas se haca Josefito, solo por los montes desiertos, por los pinares medrosos, contra el zaratn! Si l pudiese arrancrselo del pecho a Cinta Marn y dejarla buena, sana en su blancura, como un nardo sin dao, sin gusano, sin hormiga, cmo se lo agradecera ella! Qu descansada la dejara, con qu dulzura le sonreira, con su pecho otra vez entero, repuesto,3 liso! Y l estaba seguro de poder con el zaratn, por muy monstruoso que se volviera, y se atrevera entonces mismo a sacrselo, pero aunque llegaba casi hasta ella algunas veces y muy decidido, le daba vergenza

decrselo porque ella tena ms de veinte aos y l slo trece, y a lo mejor, ella se reira de l. Y eso s que no. y eso s que no!

4De dnde habra salido aquel maldito zaratn, de debajo de qu piedra, de qu rbol hendido, partido, de qu cueva hmeda, de qu horno abandonado, de qu cao inmundo, de qu chimenea negra, de qu honda poza? Y cmo se meti all, en el pecho blanco de Cinta Marn? Como no fuese que ella misma le abriera su corpino, que ella misma lo dejara entrar! Y entonces era a ella a quien l deba matar! A ella, s. a ella, a ella mismita! Y Josefito se revolva jirando de ira en el sol, como un pequeo cicln, cortando el aire moreno con el rodrign que zumbaba igual, n, n, n, que un agrio perro aullante. Sera el zaratn aquel lagarto largo del Camino de los Llanos, que lo miraba al pasar l, de aquel modo tan raro, tan agudo, tan provocativo, sin irse del todo a su agujero? Y cmo podra estar, al mismo tiempo, en el vallado del Camino de los Llanos y en el pecho de Cinta Marn? Sin duda tena, segn l haba ledo del diablo, el don de la ubicuidad, que l, maldito sea, no tena, l, Josefito, que vala ms que el zaratn. Todos los lagartos, calentureros, gaafotes, escarabajos que se iba encontrando Josefito por el campo traspasado del sol ltimo, en una cepa apolillada, bajo una piedra verde, en una dejada ruina, en una verja mohosa abierta a la cizaa, eran presa de su iracundia, de su despecho, de su desesperacin. Y los aplastaba con los tacones de las botas de montar, con un pico, con un guijarro, o los quemaba con el encendedor, o les clavaba escalofriado la navajita de los piones, que tena aquel rub falso con la Torre Eiffel. Rub como el zaratn, como el zaratn. Y lleno de despojillos sangrientos que no se poda despegar, de olores vivos animales, vejetales y minerales, se volva con triste lentitud, ya por los oscuros, camino de la casa del pinar, su blanca Fuentepia, frente por frente de Montemayor. Coronado de rojo final por el crepsculo desafiando la inmensa soledad y el secreto profuso de la plana hora baja. Josefito, Persefito ahora por su propia gracia y valor, gozaba su concentracin entraable. Rea, gritaba enloquecido la imposible hazaa de encontrar al monstruo ubicuo, al espantoso zaratn, grande en el crepsculo como un saurio; de luchar con l, de vencerlo, de estrangularlo, de llevarlo arrastrado por todo el pueblo, como un trofeo, a su pobre y desvalida Cinta Marn.

La niaLa nia lleg en el barco de carga. Tena la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le haban puesto una tarjeta que deca: Sabe hablar algunas palabras en espaol. Quiz alguien espaol la quiera. La quiso un espaol y se la llev a su casa. Tena mujer y seis hijos, tres nenas y tres nios. Y qu sabes decir en espaol, vamos a ver? La nia miraba al suelo. Ser nice? y todos se rean. Me custa el soco-late y todos se burlaban. La nia cay enferma. No tiene nada, deca el mdico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la nia se sinti morir. Y dijo: Me muero Est bien dicho? Pero nadie la oy decir eso. Ni ninguna cosa ms. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en espaol.

JOS ORTEGA Y GASSET(1883-1955)

Dan-Auta (Cuento negro)Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que est en la espalda del tiempo, se cas un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeo, que le llamaron DanAuta. Poco despus el padre enferm. Me muero se dijo el padre, y llam a Sarra ; Me muero le dijo el padre. Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca. El padre dijo esto y se muri. Poco despus la madre enferm. Me muero se dijo la madre, y llam a Sarra: Me muero dijo a Sarra la madre. Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jams. La madre dijo esto y se muri. Permanecieron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un granero lleno de harina del rbol del pan, y un granero lleno de habichuelas, y un granero lleno de sargo. Sarra dijo: Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que DanAuta sea hombre y pueda cultivar la tierra. Sarra se puso a moler maz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llev a la choza para cocerla. Luego sali a buscar lea, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas poda tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburra, y acercndose a la calabaza, la volc; luego tom ceniza del hogar y la mezcl con el maz. Cuando Sarra volvi, al ver lo que DanAuta haba hecho, exclam: Ay, Dan-Auta mo! Qu has hecho? Has tirado la harina que bamos a comer? Dan-Auta comenz a sollozar. Pero Sarra dijo en seguida: No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre) dijeron que no llorases nunca. Sarra volvi a salir y Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizn. DanAuta lo tom, y, arrastrndose fuera de la choza, puso fuego al granero de maz, y al granero de harina del rbol del pan, y al granero de habichuelas, y al granero de sargo. En esto lleg Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, grit: Ay, Dan-Auta mo! Qu has hecho? Has quemado todo lo que tenamos para comer? Cmo viviremos ahora? Dan-Auta, al orla, comenz a sollozar; pero Sarra se apresur a decirle: Dan Auta mo, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto tenamos; pero ven, ya buscaremos qu comer. Sarra coloc a Dan-Auta en su espalda y, sujetndolo con su vestido, ech a andar por el bosque. Sarra encontr un camino y por l camin hasta llegar a una ciudad. Acert a pasar por el barrio del rey. La primera mujer del rey los recibi y se quedaron a vivir con ella. Cada da les daba de comer. Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decan: Sarra, por qu llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? Por qu no le pones en el

suelo y le dejas jugar como los otros chicos? Y Sarra responda: Dejadme hacer mi hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve a Dan-Auta sobre m, no llorar. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore. Un da dijo Dan-Auta: Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jug con el hijo del rey. Sarra tom un cntaro y sali por agua. En tanto, el hijo del rey cogi un palo y Dan-Auta cogi otro palo. Ambos jugaron con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pusieron a darse de palos. Dan-Auta, de un palo, le sac un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey qued tendido. En esto Sarra lleg. Vio que Dan-Auta haba sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenz a gritar. Sarra dej el cntaro y tomando a Dan-Auta, sali de la casa, sali del barrio del rey, sali de la ciudad todo lo de prisa que pudo. Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sac el ojo al hijo del rey: pero el nio grit. El rey, al orlo, pregunt: Por qu llora mi hijo? Sus mujeres fueron a ver lo que ocurra, y al notar la desgracia, comenzaron a gritar. Oy el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudi presuroso. Qu es esto? Quin ha hecho esto? pregunt el rey. Y el hijo del rey repuso: Dan-Auta. Salid! dijo entonces a sus guardianes. Id por toda la ciudad! Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta! Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llam a sus gentes; llam a todos sus soldados, llam a los de a pie y a los de a caballo, y les dijo: Sarra y DanAuta han huido de la ciudad. Busqumoslos en el bosque. Yo mismo ir con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta. Dos das seguidos haba corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no poda ms y justamente entonces oy que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Haba all un rbol muy grande, y Sarra dijo: Subir al rbol y as podr ocultarme entre las hojas con Dan-Auta. Subi, en efecto, al rbol, con Dan-Auta a su espalda, y se ocult en la tupida fronda. Poco despus llegaba junto al rbol el rey con los caballeros. He cabalgado dos das dijo y estoy cansado; poned mi silla de caas bajo el rbol, que quiero descansar. As lo hicieron sus hombres, y el rey se tendi en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Dan-Auta se aburra, pero vio al rey all abajo, y dijo a Sarra: Sarra! Sarra dijo: Calla, Dan Auta, calla! Dan-Auta comenz a sollozar. Sarra se apresur a decirle: No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras. Dan-Auta dijo Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey. Sarra exclam: Ay, Dan-Auta, nos matarn si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras! El rey mir entonces a la pompa del rbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y grit: Traed hachas y echemos abajo el rbol. Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a batir el rbol. El rbol tembl. Luego dieron golpes ms profundos en el tronco. El rbol vacil. Luego llegaron a la mitad del tronco y el rbol empez a inclinarse. Sarra dijo: Ahora nos prendern y nos matarn. Un gran churua un gaviln gigante vol entonces sobre el bosque, y vino a pasar cerca del rbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El rbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: Churua mo! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a m, si t no nos salvas. Oy el churua a Sarra y acercndose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El rbol cay y el pjaro vol con Sarra y Dan-Auta. Vol muy alto sobre el bosque, sigui volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pjaro; vio que mova la cola como un timn, y se entretuvo observndola bien. Pero

luego Dan-Auta se aburra, y dijo: Sarra! Sarra repuso: Qu ms quieres, DanAuta? Y como Dan-Auta sollozase, aadi: No llores, no llores, que padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres. Dan-Auta dijo: Quiero meter el dedo en el agujero que el pjaro lleva bajo la cola. Dijo Sarra: Si haces eso, el pjaro nos dejar caer y moriremos; pero no llores, no llores, y haz lo que quieras. Dan-Auta introdujo su dedo donde haba dicho. El pjaro cerr las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto. Cuando Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenz a soplar un gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: Gugua mo! Vamos a caer en seguida contra la tierra, y moriremos si t no nos salvas. El gugua lleg, arrebat a Sarra y Dan-Auta, y transportndolos a larga distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana. Sarra avanz por el bosque con Dan-Auta y encontr un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a una ciudad ms grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la rodeaba. En el muro haba una gran puerta de hierro que era cerrada todas las noches, porque todas las noches, apenas mora la ciudad, apareca un terrible monstruo: un Dodo. Este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente gigante, pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tena unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el da. Este Dodo tena una cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razn se haba construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, viva una vieja. Sarra les pidi que los amparase. La vieja dijo: Yo os amparar. Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrar en la ciudad y nos matar a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condicin, yo os amparar. Dan-Auta oa todo esto. Al da siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre tanto, Dan-Auta busc ramas secas y pequeos trozos de madera, que encontr junto al muro. Luego corri por la ciudad y donde vea un makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo coga. As reuni cien makodis. Luego se dijo: Slo necesito unas tenazas. Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde haba amontonado la lea, coloc los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirti la faena del pequeo Dan-Auta. A la vuelta, Sarra le dijo: Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendr el terrible Dodo y puede matarnos. Dan-Auta repuso: Yo quiero quedarme hoy fuera. Sarra dijo: Entra en casa. Dan-Auta comenz a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: Dan-Auta mo, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, qudate fuera. Sarra entr en la casa donde estaba la vieja. Dan-Auta permaneci fuera, sentado ante la casa de la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y haban cerrado tras de s las puertas. Slo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corri al lugar donde haba puesto la lea y le prendi fuego. Los makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas. En esto se sinti que llegaba el Dodo. Subi al muro Dan-Auta, y vio al monstruo que vena a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oy al Dodo que con una voz terrible, cantaba: Vuayanni agarinana ni Dodo! Quin es en esta ciudad como yo, Dodo? Cuando Dan-Auta oy esto, cant a su vez desde el muro con todas sus fuerzas hacia el Dodo: Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta! Yo soy como t en esta ciudad; yo soy como t; yo, Auta.

Cuando oy esto el Dodo, se acerc a la ciudad. Lleg muy cerca, muy cerca, y cant: Vuayanni agarinana ni Dodo! Al cantar esto el Dodo, los rboles se estremecan en el aire, y la hierba seca empez a arder. Pero Dan-Auta contest: Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta! Al or esto el Dodo, se alz sobre el muro. Dan-Auta baj corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes. El Dodo entonces cant de nuevo con voz ms terrible que nunca, y Dan-Auta una vez ms le contest. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al or tan cerca la horrible voz del monstruo. Ms fiero que nunca, el Dodo comenz a repetir su canto: Vuayanni!... Pero al abrir sus fauces para este grito, Dan-Auta le lanz con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido grit el Dodo: Agarinana!... Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz dbil, sigui: Ni Dodo Y Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envi el resto de los makodis. El Dodo se retorci y muri, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cant: Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta. Luego con un cuchillo que haba dejado fuera de la casa, cort al Dodo la cola y, ocultndola en un morralillo, entr con ella en la habitacin de la vieja; se desliz junto a Sarra y se durmi. A la maana siguiente salan de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los ms decididos fueron a ver al rey. l pregunt: Qu ha sido lo que esta noche ha pasado? Ellos respondieron: No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro. Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: Ve all y mira lo que hay. El Ministro de Cazas fue all, y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvi al rey y dijo: Un hombre poderoso ha matado al Dodo. Entonces el rey quiso verlo, y cabalg hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclam: En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. Busquemos al valiente que lo ha matado! Un hombre que tena una yegua, la mat y le cort la cola. Otro hombre que tena una vaca, la mat y le cort la cola. Otro que tena un camello, lo mat y le cort la cola. Cada uno de ellos fue al rey y mostr la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el rey conoci el engao, y dijo: Todos sois unos embusteros. Vosotros no habis muerto al Dodo. Yo y todos hemos odo en la noche la voz de un nio. Vive por aqu cerca, junto a la puerta de hierro, algn nio extranjero? Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron: Vive aqu algn nio forastero? La vieja respondi: Conmigo viven Sarra y Dan-Auta. Los soldados fueron a Sarra y preguntaron: Sarra, ha matado al Dodo el pequeo Auta? Sarra respondi: Yo no s nada; pregntenselo a l. Entonces fueron los soldados a DanAuta y le preguntaron: Dan-Auta, has matado t al Dodo? El rey quiere verte. DanAuta no respondi. Tom su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Abri el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostr al Rey. Entonces el Rey dijo: S, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo. El Rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.

WENCESLAO FERNNDEZ FLREZ(1885-1964)

El padreDon Pedro se detuvo junto a la galera, ensimismado, con las manos cruzadas sobre la espalda. A la calle no llegaba ya el sol; se vea tan slo su reflejo sobre las fachadas de enfrente. Delinebanse all en sombra las casas opuestas y, ms tenuemente, el humo que sala por las chimeneas. La vendedora de frutas comentaba a gritos un suceso trivial con una vecina invisible para don Pedro. De cuando en cuando, abanicaba los cestos rebosantes de cerezas con una hoja de col, para espantar las moscas que zumbaban en torno a la roja mercanca. Un carro pas, haciendo retumbar la calle; una mujeruca se asom entonces a un ventanillo, clamando asustada por sus arrapiezos, que corran por el arroyo: Maruja! ... Juann! Celia gimi all dentro. Don Pedro volvi a penetrar en la sala: Qu tienes? Ests peor? No; no estaba peor. Don Pedro la mir largamente. La jovencita, plida, envuelta en un largo chal aquel chal blanco de la madre difunta, estaba semitendida en la butaca, con un cansancio enorme en la voz, en los ojos. Sobre la frente, una venda blanca aumentaba la palidez. Marina, la criada, haba empapado el pao, hasta chorrear, en agua sedativa, y los cabellos, a raz de la frente, parecan estar mojados en sudor de fiebre. Celia se quejaba alguna vez; entonces don Pedro inquira: Pero, qu es? Qu tienes? Y ella responda vagamente, con desgano, como molesta por aquella solicitud. No era nada: un poco dolor de cabeza: no estaba bien. Querran dejarla en paz?.. Lo que ella necesitaba era que no la molestasen. Y volva a reclinar la cabeza en el respaldo de la butaca y a cerrar los ojos con un gesto de enfado. Don Pedro, entonces, la miraba tristemente y daba un paseto por la habitacin o se marchaba a la galera, murmurando: Pues seor!.. Estamos bien!... Cerca de una semana llevaban as. El mdico haba hablado vagamente de un desarreglo nervioso; quiz, a la vez, algo de anemia. Grave?.. Pchs!. .. Haba que esperar unos das para diagnosticar. Todas las muchachas estn anmicas dijo. Recet un menjunje... Celia segua igual. Su padre tena a veces arrebatos de ira, que exteriorizaba, lejos de la joven, alzando los puos al techo y barbotando: Por culpa de ese imbcil!... "Ese imbcil" era Rafael. Don Pedro no saba an cmo, pero Celia y Rafael haban reido. Inopinadamente, despus de dos aos de noviazgo, he aqu que Rafael desaparece caprichosamente, "porque s". Don Pedro, al menos, no conoca los motivos. Quiz alguna calaveradilla... o el amor propio lastimado... Cosas de jvenes, al fin! ... No era para ponerse enferma y agonizar de melancola, qu diablo! ... l haba intentado hacer estas meditaciones en alta voz delante de Celia; pero Celia haba interrumpido a las primeras palabras: No hablemos de eso. Te suplico que no hablemos de eso...

Y l, temeroso, haba callado. Pero, monologando, en la intimidad de su espritu, se ahinc en que todo aquello era una chiquillada sin sentido comn. Aquella tarde, mirando el rostro lvido de Celia, adopt una decisin. Se visti, tom su sombrero y sali a la calle. A ver dijo, enigmtico, al besar a su hija si te traigo un regalito que te satisfaga. Fue andando lentamente por las calles. Quera coordinar sus ideas, hilvanar la serie de razones que haba vislumbrado para hacer triunfar sus propsitos; pero la imaginacin hua por caminos distintos. Marchaba el viejo un poco inclinado, con las manos atrs, en su actitud favorita, sobre la espalda del chaqu un poco rado ya, con la cabeza doblada... Mova los labios para acompaar con palabras el pensamiento: Si Celia muriese!... Rechaz la fnebre idea. Por qu morir? .. Todo aquello era una pequeez; no se muere de amor ms que en las novelas. Oh, conoca l tantos casos de dolores que parecan inconsolables y que despus cur piadosamente el olvido!... Morir! ... Qu disparate!... l hablara dentro de algunos minutos con Rafael. Le dira, sonriendo, sin dar importancia aparente a sus palabras: Vamos a ver: qu ha pasado entre ustedes?... Estamos de monos? Esto no era inconveniente; lo dira con un aire de frivolidad. Entonces Rafael, acogindose a aquella ocasin de resolver el enfado, respondera apresuradamente: Pues mire usted, don Pedro, la verdad... La culpa ... Y aqu vendra el relato de lo ocurrido: una pequeez; cualquiera de esas pequeeces que hay entre novios. Don Pedro, sonriendo siempre; al final, sentenciara: Pero hombre..., parece mentira que... Si eso es una tontera, nada ms!... Yo, en estas cosas, no entro ni salgo; all ustedes; pero eso es una tontera, que no vale la pena de un disgusto. Y Rafael, aquella noche, ira a hablar, ms enamorado, ms sumiso, con su novia. Celia revivira. As haba de ser. Don Pedro entr en el Casino confortado por la imaginacin optimista. Algo le brincaba el corazn, no obstante. Atisb en el saln de lectura, dio una vuelta por el de billar. En el de tresillo encontr a Rafael. Fingi entonces una indiferencia distrada; se acerc a otra mesa; poco a poco, se coloc al lado de la en que el joven jugaba. Pregunt, sin dirigirse concretamente a nadie, con aire jovial: Cmo va eso? Saludronle todos. Buenas tardes, don Pedro. Y siguieron jugando. Rafael perda. Extrajo de su cartera un billete, y mientras buscaba el menor de ellos, don Pedro pudo ver los bordes de un fajo. La visin llev una sutil amargura a su espritu. Rafael era, ciertamente, muy rico...Y Celia, l...; cincuenta duros al mes...;una pobreza honrada ... Se descorazon. Tuvo la revelacin instantnea de que el joven no haba pensado jams en unos amores serios con su hija. La misma sospecha cruel le anim a perseverar en su decisin. Sabra de una vez, categricamente, explorando con habilidad las intenciones de aquel hombre. Esper. Al fin termin la partida. Se diseminaron los jugadores. Don Pedro tuvo el temor de que Rafael se marchase: no se atrevera a retenerlo. Pero Rafael se tumb en un divn. El anciano se le acerc inquiriendo: Perdi? Quince duros; no tuve cartas buenas en toda la tarde. Llam a un mozo: Trae un cock-tail. Quiere usted un cock-tail, don Pedro?

No; gracias. Mientras sorba el lquido por la pajita dorada, hubo un silencio embarazoso. Don Pedro mir el cocktai1; despus mir a los espejos fronteras. En los espejos se vio l, menudito, seco de rostro, con la rala barba amarillenta... y