Walsh, Rodolfo - Quiromancia

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QUIROMANCIAYo he vuelto a mi pas. Mis ojos no vieron el cielo desgarrado por la artillera, mis odos no escucharon el silbido de las bombas. Vivo en una casa tranquila, con un jardn donde a veces cantan los pjaros. Todo esto me lo predijo Quigley una noche casi olvidada, en una fiesta olvidada del todo, pero que imagino presidida por aquella atmsfera de magia que Quigley llevaba a su alrededor. No se porque le recuerdo siempre multiplicado por los espejos, innumerable y uno en los espejos, alto y rubio y vestido de negro en el misterio de los espejos de los clidos salones, donde a veces haba grandes candelabros, y hombres solemnes de monculo, y mujeres de sonrisa indefinible.Despus lo encontr una tarde cargada de smbolos y premoniciones, una tarde que voy reconstruyendo hace aos con paciencia y devocin. Hombres de overall gris estaban subidos a los rboles, hasta donde abarcaba la vista, y podaban los rboles que a la luz griscea del atardecer parecan ya grandes manos atormentadas o raros candelabros.En las calles cntricas empezaban a construirse los primeros refugios antiareos. Los obreros trabajaban desganados, como si no creyeran en ellos. Alzaban las vas de los tranvas, y debajo de los adoquines y el pavimento apareca la tierra parda y fea como un cadver. Los habitantes de la ciudad se detenan a trechos, recordando con sorpresa que debajo de las calles y las casas, debajo de los monumentos y los cines y los teatros estaba siempre la gran devoradora, la insaciable e indiferente.Fui yo, fue Quigley quien formul estas vanas precisiones? El marchaba a mi lado desdeoso, indiferente. El cielo, ahora de un azul muy oscuro y metlico, estaba espolvoreado a lo lejos de tenues nubecillas rosadas.Yo cun inevitable es repetirlo he vuelto a mi pas. No he visto la guerra. No habra credo en ella si Quigley no hubiera equivocado su ltima profeca. Pero Quigley se equivoc, y entonces es preciso resignarse.Algunos rumores, algunas incertidumbres me llegaron a travs de la humareda de la gran hecatombe. No se si bastan para recrearlos ltimos das afiebrados de Quigley. Pero de algn modo quisiera retribuir esta temerosa felicidad que l me vaticin. De algn modo quisiera sacar su nombre de entre las ruinas y las cenizas. Francis Quigley ahora puedo decirlo, ahora que todos lo han olvidado fu un famoso quiromntico. Manos de prncipes, de artistas, de adorables mujeres, de asesinos, le habian revelado sus secretos. El futuro de los hombres se deslizaba ante l por aquellos mnimos ros de las manos, y l lo descifraba. Pero luego la guerra hizo perder todo inters en su arte. El temor crispaba las manos. Al anochecer los grandes aviones cruzaban el ro a baja altura. Por la noche danzaban como mariposas de plata en la luz de los reflectores. La gente los oa acercarse y contaba en voz baja los segundos, mientras las bombas punteaban el silencio. Francis Quigley ambulaba, loco, por las calles de Londres, por las ruinas, se paraba de noche a mirar el cielo florecido de granadas, se sentaba de da en los bancos de las plazas, con su levita negra, con su mirada triste, con su soledad irremediable.Nadie lo reconocas. Hombres graves pasaban de prisa a su lado, nios taciturnos le huan. Pensaba que si pudiera, una vez ms , ejercitar su arte, ahondar en un destino inescrutable, sacar a la superficie la hechura del futuro, recrear el pasado, volvera a ser quien haba sido. Entonces, si, estonces, podra morir, o por lo menos no le importara seguir viviendo. La noche del veinte de noviembre de 1941 una bomba destroz una casa prxima. Llevado por una fuerza irresistible, Quigley corri hacia los escombros humeantes. Sus brazos comenzaron a remover ciegamente las ruinas, Quigley, grotesco, rea entrecortadamente, rea a gritos, y el viento acre publicaba su risa por oscuras callejuelas ya sin nombre. Sus manos se hundan en las cenizas calientes y una ternura indecible le poblaba el corazn. Estaba all lo saba entre esos despojos, la meta de su bsqueda. Al fin lo encontr. Era una mano cortada a cercen, separada del cuerpo mutilado, horrible, ensangrentada, una mano de adolescente de blancos y delicados dedos. A la luz de los incendios, Quigley vio grabados en los dedos de aquella mano todos los detalles ciertos, inevitables del futuro.Los fue enumerando, enajenado, delirante, comprendiendo luminosamente que nada importaban el horror y la muerte si el no poda reiterar el milagro, afirmar el milagro:Vivirs muchos aos, muchos aos murmur secreto, conmovido -. Tendrs mujer, tendrs hijos, tendrs una casa en el campo donde a veces cantarn los pjaros. Todo en tu vida es paz. Paz.

Aullaban las sirenas.Lo encontraron llorando, sentado en una piedra.

Rodolfo Jorge Walsh 7 de mayo de 1953Revista Vea y Lea