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Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica Edición, traducción y notas de Ricardo Ibarlucía (Segunda redacción, 1936) Le vrai est ce quʼil peut; le faux est ce quʼil veut. Madame de Duras [I] Cuando Marx emprendió el análisis del modo de producción capitalista, ese modo de producción estaba en sus comienzos. Marx orientó sus investigaciones de tal forma que ellas cobraran valor de pronóstico. Se remontó a las relaciones fundamentales de la producción capitalista y las presentó de tal manera que mostraran lo que en el futuro se podía esperar del capitalismo. El resultado fue que no sólo cabía esperar de él una explotación crecientemente agravada de los proletarios, sino finalmente también la instauración de condiciones que harían posible su propia abolición. La transformación de la superestructura, que marcha más lenta que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer valer en todos los dominios culturales el cambio de las condiciones de producción. En qué forma esto ha ocurrido recién hoy se puede constatar. Con derecho se plantearán también a estas constataciones ciertas exigencias de pronóstico. Pero a ellas corresponde menos adelantar tesis sobre el arte del proletariado después de la toma del poder, por no hablar de la sociedad sin clases, que tesis sobre las tendencias evolutivas del arte bajo las condiciones de producción presentes. Su dialéctica no resulta menos perceptible en la superestructura que en la economía. Por eso sería un error subestimar el valor polémico de tales tesis. Éstas hacen a un lado una cantidad de conceptos tradicionales como creación y genialidad, valor de eternidad y misteriocuya aplicación incontrolada (y en este momento difícil de controlar) conduce a la elaboración del material fáctico en un sentido fascista. Los conceptos que siguen, introducidos por primera vez en la teoría del arte, se distinguen de otros en que son completamente inútiles para los objetivos del fascismo. Por el contrario, son útiles para la formulación de exigencias revolucionarias en la política del arte.

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Walter Benjamin

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

Edición, traducción y notas de Ricardo Ibarlucía

(Segunda redacción, 1936)

Le vrai est ce quʼil peut; le faux est ce quʼil veut.

Madame de Duras

[I]

Cuando Marx emprendió el análisis del modo de producción capitalista, ese modo de producción estaba en sus comienzos. Marx orientó sus investigaciones de tal forma que ellas cobraran valor de pronóstico. Se remontó a las relaciones fundamentales de la producción capitalista y las presentó de tal manera que mostraran lo que en el futuro se podía esperar del capitalismo. El resultado fue que no sólo cabía esperar de él una explotación crecientemente agravada de los proletarios, sino finalmente también la instauración de condiciones que harían posible su propia abolición.

La transformación de la superestructura, que marcha más lenta que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer valer en todos los dominios culturales el cambio de las condiciones de producción. En qué forma esto ha ocurrido recién hoy se puede constatar. Con derecho se plantearán también a estas constataciones ciertas exigencias de pronóstico. Pero a ellas corresponde menos adelantar tesis sobre el arte del proletariado después de la toma del poder, por no hablar de la sociedad sin clases, que tesis sobre las tendencias evolutivas del arte bajo las condiciones de producción presentes. Su dialéctica no resulta menos perceptible en la superestructura que en la economía. Por eso sería un error subestimar el valor polémico de tales tesis. Éstas hacen a un lado una cantidad de conceptos tradicionales ‒como creación y genialidad, valor de eternidad y misterio‒ cuya aplicación incontrolada (y en este momento difícil de controlar) conduce a la elaboración del material fáctico en un sentido fascista. Los conceptos que siguen, introducidos por primera vez en la teoría del arte, se distinguen de otros en que son completamente inútiles para los objetivos del fascismo. Por el contrario, son útiles para la formulación de exigencias revolucionarias en la política del arte.

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Variantes:

Primera redacción (1935). Texto precedido de un tabla de contenidos con 19 subtítulos: 1. Prólogo; 2. Reproductibilidad técnica; 3. Autenticidad; 4. Destrucción del aura; 5. Ritual y política; 6. Valor de culto y valor de exposición; 7. La fotografía; 8. El valor de eternidad; 9. La fotografía y el cine como artes; 10. El cine y el test; 11. El actor de cine; 12. La exposición ante la masa; 13. La reivindicación legítima de ser filmado; 14. Pintor y cameraman; 15. La recepción de las pinturas; 16. Mickey Mouse; 17. El dadaísmo; 18. Recepción táctil y recepción visual; 19. La estética y la guerra.

2, Línea 10: “conceptos tradicionales ‒como creación y genialidad, valor de eternidad, estilo, forma y contenido

Zeitschrift für Sozialforschung (1936, traducción francesa de Pierre Klossowski). Título: “La obra de arte en la época de su reproducción mecanizada”. El prólogo ha sido suprimido.

Tercera redacción (1939): epígrafe en alemán de Paul Valéry, “La conquête de lʼúbiquité”, Pièces sur lʼart, París, 1934, pp. 103-104: “Nuestras Bellas Artes han sido instituidas, y sus tipos como sus usos han sido fijados en un tiempo muy distinto del nuestro, por hombres cuyo poder de acción sobre las cosas era insignificante con relación al que nosotros poseemos. Pero el asombroso acrecentamiento de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión que alcanzan, las ideas y los hábitos que introducen, nos aseguran cambios próximos y muy profundos en la antigua industria de lo Bello. Hay en todas las artes una parte física que no puede ser contemplada ni tratada como si nada, que no puede ser sustraída a las empresas del conocimiento y el poder modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son desde hace veinte años lo que eran desde siempre. Cabe esperar que novedades tan grandes transformen toda la técnica de las artes, que actúen por lo tanto sobre la invención misma, que vayan quizás hasta a modificar maravillosamente la noción misma de arte.”

[2]

La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente reproductible. Lo que los hombres habían hecho otros lo podían rehacer. Así, la réplica fue practicada por los discípulos en el aprendizaje del arte, por los maestros para la difusión de sus obras y, finalmente, por terceros con afán de lucro. Frente a esto, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo, que se desarrolla de modo intermitente en la historia, a impulsos separados por largos intervalos, pero con intensidad creciente. Con el grabado en madera, la gráfica deviene por primera vez reproductible técnicamente; lo fue mucho tiempo antes de que la escritura

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llegara a serlo por medio de la imprenta. Las inmensas transformaciones que la imprenta, reproducción técnica de la escritura, introdujo en la literatura son conocidas. Pero estos procedimientos son sólo un caso particular, por importante y excepcional que sea, del fenómeno que aquí examinamos a escala de la historia universal. Al grabado en madera a lo largo de la Edad Media siguen el grabado en cobre y al aguafuerte, así como a comienzos del siglo diecinueve la litografía.

Con la litografía, las técnicas de reproducción alcanzan un estadio fundamentalmente nuevo. El procedimiento mucho más directo, que distingue la trasposición del dibujo sobre una piedra de su incisión en un bloque de madera o su grabación en una plancha de cobre, dio a la gráfica por primera vez la posibilidad de colocar sus productos en el mercado, no sólo de manera masiva (como ya lo hacía), sino bajo formas cada día nuevas. La gráfica, a través de la litografía, devino capaz de acompañar la vida cotidiana con ilustraciones. Así empezó a marchar al mismo paso que la imprenta. Pero en esa empresa, apenas unas pocas décadas después de la invención del grabado sobre piedra, fue aventajada por la fotografía. Con la fotografía, la mano se descargó por primera vez en el proceso de producción de imágenes de las obligaciones artísticas más importantes, las cuales en adelante recayeron sólo en el ojo. Pues como el ojo capta con mayor rapidez de lo que la mano dibuja, el proceso de reproducción de imágenes se aceleró tan enormemente que pudo marchar al paso del habla. Si en la litografía estaba contenido virtualmente el periódico ilustrado, en la fotografía lo estaba el cine sonoro. La reproducción técnica del sonido fue atacada a finales del último siglo. Hacia mil novecientos, la reproducción técnica había alcanzado un estándar que le permitía no sólo convertir en su objeto la totalidad de las obras de arte tradicionales y comenzar a transformar profundamente su modo de operar, sino ganarse un lugar propio entre los procedimientos artísticos. Con respecto a este estándar, nada es más revelador que la manera en que sus dos manifestaciones diferentes –la reproducción de la obra de arte y el arte cinematográfico‒ operan en contrapartida sobre el arte en su forma tradicional.

Variantes:

Tercera redacción (1939), 1, línea 6, agregado: “Los griegos sólo conocían dos procedimientos técnicos de reproducción de obras de arte: la fundición y la acuñación. Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras de arte que podían ser reproducidas por ellos de manera masiva. Todas las demás eran irrepetibles y no se

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podían reproducir técnicamente. “

2, línea 10, agregado: “El operador cinematográfico, al rodar en el estudio, fija la imagen con la misma velocidad con que el actor dice su texto.”

2, línea 14, agregado: “Estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul Valéry caracterizó con esta frase: ʻComo el agua, el gas y la corriente eléctrica llegan desde lejos a nuestros hogares para responder a nuestras necesidades mediante un esfuerzo casi nulo, así seremos alimentados de imágenes visuales o auditivas, naciendo y desvaneciéndose al menor gesto, prácticamente a una señal”. Fuente indicada en nota N° 1: Paul Valéry, “La conquete de la ubiquité”, Pièces sur lʼárt, Paris [Gallimard], 1934, p. 105).

Zeitschrift für Sozialforschung (1936), 2, línea 20: “repercutirán sobre el arte en su forma tradicional”.

[III]

Hasta en la reproducción más perfecta algo falla: el aquí y el ahora de la obra de arte ‒su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En ese ser irrepetible, sin embargo, y sólo en él se consuma la historia a la que ha estado sometida en el curso de su existencia. Allí se cuentan tanto las transformaciones que con el transcurso del tiempo ha sufrido en su estructura física como las relaciones cambiantes de propiedad en las que pudo haber entrado. La huella de las primeras sólo es determinable por medio de análisis químicos o físicos que no es dado efectuar en la reproducción; la de las segundas es objeto de una tradición, cuyo seguimiento debe partir de la localización del original.

El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad, sobre cuyo fundamento reside por su parte la representación de una tradición que transmite ese objeto hasta hoy como el mismo e idéntico. El dominio completo de la autenticidad escapa a la reproductibilidad técnica, y naturalmente no sólo a ella. Pero mientras que, frente a la reproducción manual, generalmente tildada de falsedad, lo auténtico mantiene su plena autoridad, no ocurre lo mismo frente a la reproducción técnica. La causa de esto es doble. En primer lugar, la reproducción técnica resulta frente al original más independiente que la manual. Puede, a manera de ejemplo, resaltar en la fotografía aspectos del original que sólo son accesibles a la lente ajustable y que escoge su punto de vista a voluntad, pero no al ojo humano, o bien captar imágenes que lisa y llanamente se sustraen a la óptica natural. Esto es lo primero. En segundo lugar, puede

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poner a la copia del original en situaciones que no son accesibles al original mismo. Ante todo le posibilita salir al encuentro del receptor, ya en la forma de la fotografía, ya en la del disco sonoro. La catedral abandona su sitio para hallar acogida en el estudio de un amante del arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o a cielo abierto, se hace oír en una habitación.

Estas condiciones cambiantes pueden por lo demás dejar la consistencia de la obra de arte intacta ‒ ellas devalúan en todo caso su aquí y ahora. Aun cuando esto en absoluto vale sólo para la obra de arte, sino también, por ejemplo, para un paisaje que desfila en un film delante del espectador, este acontecimiento afecta al objeto artístico en un núcleo muy sensible, más vulnerable que el de cualquier objeto natural. Esto es su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la quintaesencia de todo lo que desde el origen es en ella transmisible, desde su duración material hasta su poder de testimonio histórico. Dado que el último está fundado en el primero, en la reproducción, donde la duración material se ha sustraído a los hombres, también lo hace el último: el poder de testimonio histórico de la cosa vacila. Claro que sólo esto; pero lo que vacila de esta forma es la autoridad de la cosa, su peso tradicional.

Estas características se pueden resumir en el concepto de aura y decir: lo que en la época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte se marchita es su aura. El acontecimiento es sintomático; su significación sobrepasa el dominio del arte por otro lado. La técnica de reproducción, cabe formular de manera general, arranca lo reproducido del dominio de la tradición. Multiplicando la reproducción, sustituye su ocurrencia irrepetible por una masiva. Y al permitir a la reproducción ir al encuentro de receptor en su situación correspondiente, ella actualiza lo reproducido. Estos dos procesos conducen a una violenta conmoción de lo transmitido ‒ a un conmoción de la tradición, que es el revés de la actual crisis de la humanidad y su renovación. Ambos están en estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. Su significación social, hasta en su forma más positiva, y precisamente en ella, no es pensable sin este aspecto destructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es de lo más palmario en las grandes películas históricas. Integra a su dominio posiciones siempre nuevas. Y cuando Abel Gance en 1927 declaraba con entusiasmo: “Shakespeare, Rembrandt, Beethoven harán cine…. Todas las leyendas, todas las mitologías y todos los mitos, todos los fundadores de religiones, todas las religiones mismas… esperan su resurrección luminosa, y los héroes se agolpan en las puertas”, nos invitaba, sin saberlo bien, a una liquidación general.

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Variantes:

Zeitschrift für Sozialforschung (1936), 2, línea 1: en lugar de el “aquí y ahora”, el “hic et nunc”. La forma latina se mantiene a lo largo de todo el capítulo.

4, 1, resaltado: “aura”.

Tercera redacción (1939), 1, línea 5, agregado en nota N° 2. “Naturalmente, la historia de una obra de arte abarca aún más: la historia de la Mona Lisa, por ejemplo, debe tener en cuenta el modo y el número de copias que se han hecho de ella en los siglos dieciocho, diecinueve y veinte.”

2, línea 3, agregado: “El aquí y el ahora del original constituye el concepto de su tradición. Los análisis químicos en la pátina de un bronces pueden servir para el establecimiento de su autenticidad; análogamente, la comprobación de que un determinado manuscrito del Medioevo procede de un archivo del siglo quince puede servir para el establecimiento de su autenticidad.”

2, línea 3, subrayado desde “la autenticidad…”

2, línea 5, agregado en Nota N°3: “Precisamente porque la autenticidad no es reproductible, la intensa incorporación de ciertos procedimientos reproductivos ‒de carácter técnico‒ ha puesto a mano la posibilidad de determinar diferencias y grados de autenticidad. En la elaboración de tales distinciones, el comercio artístico desempeñó una función importante. Éste tenía un interés palmario en identificar tiradas diferentes de una tabla de madera, antes y después de la escritura, de un plancha de cobre y cosas similares. Con el descubrimiento del grabado en madera, puede decirse, la cualidad de la autenticidad fue atacada en su raíz, con anterioridad aun a que hubiera desplegado su tardía floración. Una imagen medieval de la Virgen no era ciertamente ʻauténticaʼ en la época de su confección; llegó a serlo en el transcurso de los siglos siguientes y, de la manera más exuberante, en el siglo pasado.”

3, línea 1: “Las condiciones en las cuales el producto de la reproducción técnica de la obra de arte llegue a ser colocada pueden dejar la consistencia de la obra de arte intacta ‒ellas devalúan en todo caso su aquí y ahora.

3, línea 10: “su peso tradicional” suprimido. Se agrega en Nota N° 4: “La más modesta representación provinciana del Fausto tiene en todo caso, frente a una película sobre Fausto, la ventaja de que compite idealmente con la representación original en Weimar. Y lo que se puede llegar a evocar del contenido tradicional al pie del escenario ‒que en Mefisto se esconde Johann Heirinch Merck, amigo de juventud de Goethe, y otras cosas semejantes‒ carece de valor frente a la pantalla de cine.”

4, línea 1: “Lo que falla aquí se puede resumir en el concepto de aura y decir…”

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[IV]

En el espacio de grandes períodos de tiempo, con el conjunto de los modos de existencia de las colectivos humanos, se transforman también su forma y manera de percibir. La forma y manera en que la percepción humana se organiza ‒el médium en el cual sucede‒ está no sólo natural sino históricamente condicionada. La época de las Grandes Migraciones, en la que surgieron la industria artística tardo-romana y el Génesis de Viena, no poseía únicamente un arte diferente del de la antigüedad, sino también una percepción diferente. Los eruditos de la escuela vienesa, Riegl y Wickhoff, que se oponían al peso de la tradición clásica bajo el cual dicho arte había sido sepultado, fueron los primeros que tuvieron la idea de sacar conclusiones respecto de la organización de la percepción en la época en que estuvo vigente. Por más vastos que fueran sus conocimientos, tuvieron su límite en que estos investigadores se contentaron con señalar los rasgos formales que eran propios de la percepción en la era tardo-romana. No intentaron mostrar ‒ y quizá no podían esperar hacerlo‒ los cambios sociales que encontraban su expresión es esas transformaciones de la percepción. En el presente las condiciones para una comprensión adecuada son más propicias. Y si cabe concebir las transformaciones en el médium de la percepción del que somos contemporáneos como un desmoronamiento del aura, las condiciones sociales de ello se pueden igualmente indicar.

¿Qué es propiamente el aura? Una trama peculiar de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía, por cerca que ella esté. Descansando una tarde de verano seguir con la mirada una cadena de montañas en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa ‒eso significa respirar el aura de aquellas montañas, de aquella rama. De la mano de esta descripción es cosa fácil entender el condicionamiento social del desmoronamiento actual del aura. Estriba en dos circunstancias, ambas ligadas la expansión creciente de las masas y a la intensidad creciente de sus movimientos. Esto es: “Acercar las cosas” a sí es un anhelo tan apasionado de las masas actuales, como lo representa su tendencia a una superación de lo irrepetible de cualquier dato por medio de la recepción de su reproducción. Día a día se hace valer de manera cada vez más irrecusable la necesidad de apoderarse del objeto desde la mayor cercanía en la imagen o, más bien, en la copia, en la reproducción. E indiscutiblemente la reproducción, tal como el periódico ilustrado y el noticiero semanal la ponen a disposición, se diferencia de la imagen. Irrepetibilidad y

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duración están en ésta tan estrechamente imbricadas como lo están en aquélla fugacidad y repetibilidad. El desenvestimiento del objeto de su halo, la destrucción del aura, es la marca de una percepción cuyo “sentido para lo homogéneo en el mundo” se ha agudizado tanto que, mediante la reproducción, sobrepasa también lo irrepetible. Así se manifiesta en el dominio intuitivo lo que resulta observable en el dominio de la teoría con la significación creciente de la estadística. El alineamiento de la realidad a las masas y de las masas a ésta es un acontecimiento de alcance ilimitado, tanto para el pensamiento como para la intuición.

Variantes:

Primera redacción (1935), 2, líneas 13-16, resaltado: “ El desenvestimiento del objeto de su halo, la destrucción del aura, es la marca de una percepción cuyo “sentido para lo homogéneo en el mundo” (Joh<annes> V Jensen) se ha agudizado tanto que, mediante la reproducción, sobrepasa también lo irrepetible.

Zeitschrift für Sozialforschung (1936), 1, líneas 4-5: “La época de la invasión de los Bárbaros, durante la cual nacieron la industria artística del Bajo-Imperio y el Génesis de Viena…”

2, líneas 16-19: “Así se manifiesta en el dominio de la receptividad lo que ya, en el dominio de la teoría, hace la importancia siempre creciente de la estadística. La acción de las masas sobre la realidad y de la realidad sobre las masas representa un proceso de un alcance ilimitado, tanto para el pensamiento como para la receptividad.”

Tercera redacción (1939), 2, línea 1: “El concepto de aura que hemos propuesto aquí arriba para objetos históricos conviene ilustrarlo con el concepto de un aura de los objetos naturales. Definimos este último como la aparición de una lejanía, por cerca que ella esté.”

2, líneas 6-7: “Estriba en dos circunstancias, ambas ligadas a la creciente significación de las masas en la vida de hoy.”

2, línea 8, después de “las masas actuales”, se agrega Nota N° 6: “Permitir que las masas se aproximen humanamente pude significar: dejar fuera del campo de visión su función social. Nada garantiza que un retratista de hoy, cuando pinta a un célebre cirujano tomando el desayuno rodeado de los suyos, capte su función social con más precisión que un pintor del siglo dieciséis que presenta al público a sus médicos en forma característica, como por ejemplo Rembrandt en la Anatomía.

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[V]

La unicidad de la obra de arte se identifica con su integración en el contexto de la tradición. Esta misma tradición es por cierto algo absolutamente vivo, algo entera y extraordinariamente mutable. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, se situaba entre los griegos, que la hacían objeto de culto, en otro contexto tradicional que entre los clérigos medievales, que veían en ella un ídolo funesto. Pero a lo que ambos se enfrentaban del mismo modo era a su unicidad; en otras palabras: a su aura. El modo original de integración de la obra de arte en el contexto tradicional encontraba su expresión en el culto. Las obras de arte más antiguas nacieron, como sabemos, al servicio de un ritual, primero mágico, luego religioso. Ahora bien, es de decisiva significación que este modo de ser aurático de la obra de arte nunca se desligue absolutamente de su función ritual. Dicho en otros términos: el valor único de la obra de arte “auténtica” tiene su fundamentación siempre en el ritual. Por indirecta que ésta se pretenda, es aún reconocible en las formas más profanas del servicio de la belleza como ritual secularizado. El servicio profano de la belleza, que se configura con el Renacimiento para permanecer vigente durante tres siglos, permiten reconocer claramente dichos fundamentos al cabo de ese plazo, en la primera conmoción grave por la que fue afectado. Así es como con la propagación del primer medio de reproducción verdaderamente revolucionario ‒la fotografía (contemporánea del ascenso del socialismo) ‒, el arte siente la cercanía de la crisis que, después de otros cien años, se ha vuelto indiscutible y reacciona con la doctrina del lʼart pour lʼart, que es una teología del arte. Más adelante de ella ha derivado directamente una teología negativa en la forma de la idea de un arte “puro”, que no sólo rechaza toda función social, sino también toda referencia a un asunto objetivo. (En la poesía, Mallarmé fue el primero en asumir esta postura.)

Para una meditación que trate de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, resulta indispensable tomar en cuenta estas relaciones. Pues preparan el conocimiento que es aquí decisivo: la reproductibilidad técnica de la obra de arte se emancipa por primera vez en la historia universal de su existencia parasitaria en el ritual. La obra de arte reproducida se vuelve, en cantidades continuamente crecientes, la reproducción de una obra de arte pergeñada para la reproductibilidad. De la placa fotográfica, por ejemplo, es posible hacer un gran número de copias; la pregunta por la copia auténtica carece de sentido. Pero en el momento mismo en que el criterio de la autenticidad fracasa respecto de la producción artística, toda la función social del arte se ve revolucionada. En lugar de su fundamentación en el ritual,

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pasa a tener su fundamentación en otra praxis: a saber, su fundamentación en la política.

Variantes:

Primera redacción (1935), 2, línea 1: todo en el mismo párrafo.

2, línea 6: la nota N° 2 completa figura en el cuerpo del texto, al final de la sección, como párrafo independiente. A continuación de las frases resaltadas, se lee la siguiente frase, luego suprimida: “La película es una adquisición del colectivo.”

Zeitschrift für Sozialforschung (1936), 1, líneas 11-12: “culto de la belleza”

2, Nota N°2, se elimina el subrayado.

Tercera redacción (1939), 1, línea 11, después de “función ritual”, Nota N° 7: “La definición de aura como “la aparición irrepetible de una lejanía, por cerca que ella esté”, no establece más que la formulación del valor de culto de la obra de arte en categorías de percepción espacio-temporal. Lejanía es lo opuesto de cercanía. Lo esencialmente lejano es lo inacercable. De hecho, la inacercabilidad es una cualidad del culto de la imagen. Sigue siendo por su naturaleza una “lejanía por cerca que esté”. La cercanía que se pueda obtener de su materia no causa ningún perjuicio al la lejanía que conserva tras su aparición.

1, línea 13, después de “ritual secularizado”, Nota N° 8: “A medida que el valor de culto de la imagen se seculariza, la irrepetibilidad de la aparición que se retiene en la imagen de culto es sustituida por la irrepetibilidad empírica del que imagina o de su actividad imaginante en la representación del receptor. Por supuesto nunca íntegramente sin resto; el concepto de autenticidad jamás deja tender más allá de la autentificación. (Esto se ve de manera particularmente clara en el coleccionista, que tiene siempre algo de fetichista y, a través de la posesión de la obra de arte, participa en su poder cultual.) A pesar de esto, la función del concepto de lo auténtico en la consideración del arte sigue siendo inequívoco: con la secularización del arte la autenticidad pasa a ocupar el lugar del valor de culto.

[VI]

Se podría representar la historia del arte como el conflicto entre dos polaridades en la misma obra de arte y observar la historia de su evolución en los cambiantes desplazamientos del peso de gravedad de un polo de la obra de arte al otro. Estos dos polos son su valor de culto y su valor de exposición. La producción artística comienza con imágenes que se encuentran al servicio de la magia. Lo único importante de estas imágenes es que existan, pero no que sean vistas. El alce que el hombre de la edad de

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piedra reproduce en los muros de su caverna es un instrumento mágico que sólo causalmente expone antes sus semejantes; lo importante en grado sumo es que lo vean los espíritus. El valor de culto en cuanto tal insta directamente a mantener la obra de arte escondida: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles al sacerdote en la cella, ciertas imágenes de la virgen permanecen tapadas casi todo el año, ciertas esculturas en catedrales medievales no son visibles para el observador a ras de tierra. Con la emancipación de las prácticas artísticas del seno del ritual aumenta las ocasiones para la exposición de sus productos. La exponibilidad de un busto, que puede transportarse de aquí para allá, es mayor que la de una estatua de un dios, que tiene su lugar fijo en el interior del templo. La exponibilidad de un cuadro es mayor que la del mosaico o el fresco que lo precedieron. Y si la exponibilidad de una misa originalmente quizás no es menor que la de una sinfonía, la sinfonía surgió, sin embargo, en el momento en que su exponibilidad prometía llegar a ser mayor que la de la misa.

Con los diversos métodos de reproducción técnica de la obra de arte, su exponibilidad ha aumentado en una medida tan imponente que el desplazamiento cuantitativo de uno al otro de sus polos, al igual que en la época primitiva, derivó en una transformación cualitativa de su naturaleza. Así como literalmente en la época primitiva, por el peso absoluto de su valor de culto, la obra de arte fue en primer lugar un instrumento de magia, sólo más tarde reconocido en cierto grado como obra de arte, del mismo modo hoy, por el peso absoluto de su valor de exposición, deviene una figura con funciones enteramente nuevas, entre las cuales aquella de la que somos conscientes, la función artística, se destaca en que más adelante podría ser reconocida como accesoria. Esto es tan seguro que el cine proporciona actualmente las herramientas más útiles para reconocerlo. Aun más seguro es el que la trascendencia histórica de este cambio de función del arte, que en el cine alcanza su forma más avanzada, permite su confrontación con la época primitiva del arte no sólo metodológica, sino también materialmente.

El arte de la época primitiva coloca, al servicio de la magia, ciertas notas que sirven a dicha praxis. Y esto probablemente como prácticas de un procedimiento mágico (el tallado de la figura de un ancestro es en sí misma una operación mágica), como instrucciones sobre su modo de ejecución (la figura del ancestro exhibe una actitud ritual) o como objetos, por último, de una meditación mágica (la contemplación de la figura del ancestro refuerza el encantamiento del que contempla). Objetos de tales características han presentado al hombre y su mundo circundante, y los han ilustrado de acuerdo a las exigencias de una sociedad, cuya técnica existe aún confundida con el ritual Esta técnica es está naturalmente retrasada en comparación con la mecánica, Pero esto no lo importante para la consideración dialéctica. Para ella, lo que cuenta es la diferencia de tendencia entre esta técnica y la nuestra, consistente en que la primera técnica emplea al hombre tanto como le es posible, mientras que la segunda lo menos posible. La hazaña técnica de la primera técnica es en cierta medida el sacrificio humano, la de la segunda se halla en la línea de vuelos por radio control, que no necesitan tripulación. El “una vez por todas” vale para la primera técnica (sea la falta que jamás puede repararse o el martirologio eternamente ejemplar). El “una vez no es nada” vale para la segunda (pues

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tiene que ver con el experimento y su inagotable variación de los procedimientos de investigación). El origen de la segunda técnica debe buscarse donde el hombre se puso, por primera vez y con astucia inconsciente, a tomar distancia de la naturaleza. Reside, con otras palabras, en el juego.

Seriedad y juego, rigor y ausencia de coacción aparecen imbricados en cada obra de arte, aunque en proporciones y grados cambiantes. De este modo, se dice ya que el arte está asociado tanto a la segunda como a la primera técnica. Sin embargo, hay apuntar aquí que la “dominación de la naturaleza” no indica más que de un modo altamente discutible la finalidad de la segunda técnica; lo indica desde el punto de vista de la primera técnica. La primera ha apuntado realmente al control de la naturaleza; la segunda más bien a un juego conjunto entre la naturaleza y la humanidad. La función socialmente decisiva del arte actual es el entrenamiento en este juego conjunto. Esto vale en particular para el cine. El cine sirve para que el hombre se ejercite en las apercepciones y las reacciones que provoca el trato con un aparataje, cuyo rol en su vida se acrecienta rápidamente todos los días. El trato con este aparataje le enseña al mismo tiempo que el sometimiento a su servicio recién entonces dará lugar a la liberación, cuando la constitución de la humanidad se haya adaptado a las nuevas fuerzas productivas que han sido desplegadas por la segunda técnica.

Variantes:

Tercera redacción (1939), 2, 9, p: nota: FALTA

2, 10. La sección concluye aquí; las tres líneas finales, así como los dos siguientes párrafos, fueron suprimidos.

[VII]

En la fotografía, el valor de exposición de la obra comienza a hacer retroceder el valor de culto en toda la línea. Este último, sin embargo, no cede sin resistencia. La última trinchera que ocupa es el rosto humano. No es en absoluto casual que el retrato esté en el centro de la fotografía temprana. En el culto del recuerdo de los queridos, lejanos o fallecidos, el valor de culto de la imagen tiene su último refugio. En la expresión fugitiva de un rostro humano, el aura hace señas en las antiguas fotografías por última vez. Esto es lo que les confiere esa belleza plenamente desconsoladora, que no puede comparase con nada. Pero en el momento en que el hombre se retira de la fotografía, el valor de exposición saca por primera vez ventaja frente al valor de culto. El haber dado su lugar a este

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acontecimiento es la significación inigualable de Atget, que fijó las calles de París hacia mil novecientos con un aspecto vacío de seres humanos. Con mucha razón se ha dicho de él que las fotografió como la escena de un crimen. También la escena del crimen está desierta. Se la fotografía para relevar indicios. Las tomas fotográficas empiezan con Atget a convertirse en piezas probatorias en el proceso histórico. En esto reside su significación política latente. Exigen ya una recepción en un sentido determinado. La contemplación libremente distanciada ya no se adecúa a ellas. Inquietan al observador; éste siente que tiene que buscar un determinado camino hacia ellas. Los periódicos ilustrados empiezan al mismo tiempo a proporcionarle una guía. Correcta o falsa, lo mismo da. La leyenda se ha vuelto en ellos por primera vez obligatoria. Y es claro que tiene un carácter totalmente distinto que el del título de una pintura. Las directivas que se dan a quien observa imágenes en el periódico lustrado a través de las leyendas serán pronto más precisas e imperativas en el film, donde la comprensión de cada imagen particular aparece prescrita por la sucesión de todas las precedentes.

[VIII]

Los griegos sólo conocían dos procedimientos de reproducción técnica de obras de arte: la fundición y la acuñación. Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras de arte que podían ser reproducidas por ellos de manera masiva. Todas las demás eran irrepetibles y no se podían reproducir técnicamente. De ahí que debieran ser hechas para la eternidad. Los griegos estaban forzados por la situación de su técnica a producir en el arte valores eternos. A esta circunstancia se debe su lugar destacado en la historia del arte, que serviría de punto de partida a épocas posteriores. No hay ninguna duda de que la nuestra se encuentra en el polo opuesto que la de los griegos. Nunca antes las obras de arte fueron técnicamente reproductibles en tan elevada cantidad y con tan vasta amplitud como hoy. En el film tenemos una forma, cuyo carácter artístico está por primera vez determinado íntegramente por su reproductibilidad. Confrontar las particularidades de esta forma con el arte griego sería ocioso. Ahora bien, sobre este punto exacto resulta instructivo. Con el film, en efecto, se ha vuelto decisiva, para la obra de arte, una cualidad que los griegos no hubieran admitido más que en última instancia o hubieran considerado como su cualidad más inesencial. Esto es su perfectibilidad. El film terminado es cualquier cosa menos una creación de una sola tirada; se compone de muchas imágenes y secuencias de imágenes montadas, entre las cuales el montajista hace su elección ‒imágenes que, por lo demás, podrían de antemano corregirse a voluntad en la sucesión de tomas hasta el resultado definitivo. Para confeccionar su Opinion pública, que

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mide 3.000 metros, Chaplin rodó 125.000. El film es, pues, la obra de arte más perfectible. Y esta perfectibilidad se relaciona con su renuncia radical al valor de eternidad. Lo cual se infiere de la contrapueba: para los griegos, cuyo arte estaba forzado a producir valores eternos, en la cima del arte se hallaba la forma menos perfectible de todas, a saber la plástica, cuyas creaciones son literalmente de una sola pieza. La declinación de la plástica en la época de la obra de arte montable es inevitable.

Variantes:

Tercera redacción (1939): El texto completo ha sido suprimido. Como se ha indicado, las observaciones sobre la técnica reproductiva de de los griegos fueron reagrupadas por Benjamin en X, 1, 6.

[IX]

La disputa que, en el curso del siglo diecinueve, la fotografía y la pintura libraron en torno al valor artístico de sus producciones resulta hoy absurda y descabellada. Pero eso no habla contra su significación, antes bien podría subrayarla. De hecho esa disputa era expresión de un trastorno en la historia universal del que, como tal, ninguno de los dos rivales era consciente. Desvinculado el arte de su fundamento cultual en la época de su reproductibilidad técnica, la apariencia de su autonomía se desvaneció para siempre. Pero el cambio de función del arte, que con ello se produjo, cayó fuera de del campo de visión del siglo que terminaba. Y también se le escapó durante tiempo al siglo veinte, que vivió el nacimiento del cine.

Si vanas sutilezas habían enredado anteriormente la cuestión de si la fotografía era una arte ‒sin haber planteado la cuestión previa: si a través de la invención de la fotografía se había modificado por completo el carácter del arte‒, los teóricos del cine pronto hicieron suyo el planteo precipitado de la correspondiente problemática. Pero las dificultades que la fotografía había ocasionado a la estética tradicional eran un juego de niños frente a las que el cine le preparaba. Da ahí la ciega violencia que distingue los inicios de la teoría cinematográfica. Así, por ejemplo, Abel Gance compara el film con el jeroglífico: “Henos aquí, a consecuencia de un retroceso al pasado de lo más altamente curioso, devueltos al plano de expresión de los egipcios… El lenguaje de las imágenes todavía no está punto, porque nuestros ojos todavía no están hechos para ellas. Todavía no hay suficiente respeto, suficiente culto por lo que expresan.” Séverin-Mars escribe: “¿Qué

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arte tuvo un sueño más altivo… a la vez más poético y más real? Así considerado, el cinematógrafo se convertiría en un medio de expresión absolutamente excepcional, y en su atmósfera no deberían moverse sino personajes del más superior pensamiento en los momentos más perfectos y más misteriosos de sus vidas.” Es muy instructivo ver cómo el deseo de adjudicar el cine al “arte” obliga a estos teóricos a introducir en su interpretación, sin ningún tipo de reparo, elementos cultuales. Y sin embargo, en la época en que estas especulaciones se publicaron, ya existían obras como La opinión pública y La quimera del oro. Lo cual no impide a Abel Gance aducir la comparación con los jeroglíficos, y a Séveron-Mars que pueda hablar del cine como de las pinturas de Fra Angelico. Es típico que aún hoy autores especialmente reaccionarios busquen la significación del cine en la misma dirección y, si no directamente en lo sacro, al menos en lo sobrenatural. A propósito de la filmación de Sueño de una noche de verano por Reinhard, Werfel afirma que es la copia estéril del mundo exterior con sus calles, interiores, estaciones, restaurantes, autos y playones, que habrían impido hasta ahora el asenso del cine al reino del arte. “El cine no ha captado todavía su verdadero sentido, sus reales posibilidades…Éstas consisten en su facultad singularísima de llevar a la expresión, con medios naturales y con una incomparable fuerza de persuasión, lo féerico, maravilloso y sobrenatural.

[X]

Un tipo de reproducción es el que la fotografía proporciona de una pintura, y otro el que ésta proporciona de un hecho escenificado en un estudio de cine. En el primer caso, lo reproducido es una obra de arte, y su reproducción no lo es. Pues la performance del cameraman con el objetivo resulta tan poco una obra de arte como lo que consigue un director con una orquesta sinfónica; en el mejor de los casos, resulta una performance artística. Otra cosa sucede en el estudio cinemaográfico. Aquí lo reproducido ya no es obra de arte, y la reproducción por su parte lo es tan poco como en el primer caso. La obra de arte nace aquí recién en base al montaje. De un montaje, del que cada componente individual es la reproducción de un hecho, que ni es en sí una obra de arte, ni llega a ser tal en la fotografía. ¿Qué son esos hechos reproducidos en el film, si es que no son en absoluto obras de arte?

La respuesta debe inferirse del la peculiar performance artística del intérprete de cine. Él se distingue del actor teatral en que su performance artística en su forma original, la cual sirve de base a la reproducción, no se efectúa ante un público azaroso, sino ante un gremio de especialistas, que en tanto jefe de producción, director, cameraman, técnico de sonido, iluminador, etc., a cada momento pueden ponerse en el lugar de intervenir en su performance.

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Se trata aquí de una marca social muy importante. La intervención de un gremio de entendidos en la materia en una performance artística es precisamente característica de la performance deportiva y, en sentido más amplio, de la performance de un test en general. Semejante intervención determina de hecho el proceso de producción cinematográfica de punta a punta. Muchas secuencias, como es sabido, se ruedan con variantes. Un grito de socorro, a manera de ejemplo, puede ser registrado en diversas copias. De entre ellas, el cutter procede luego a hacer una selección; establece en cierto modo el récord entre ellas. Un hecho escenificado en un estudio de rodaje se diferencia por tanto del hecho real correspondiente, como el lanzamiento de un disco en un campo deportivo durante una competición del lanzamiento de ese mismo plato en el mismo lugar y a la misma distancia, si se hiciera para matar a un hombre. Lo primero seria la performance de un test, lo segundo no.

Ahora bien, la performance del test del intérprete de cine es desde luego completamente singular. ¿En qué consiste? Consiste en la superación de cierta barrera que encierra en estrechos límites el valor social de la performance. Aquí no se habla de la performance deportiva, sino de la performance de un test mecanizado. El deportista conoce en cierto modo sólo la performance natural. Se mide ante tareas como las que plantea la naturaleza, no ante las de un aparato ‒con excepciones como Nurmi, de quien se decía que corría contra el reloj. Entretanto, el proceso de trabajo, en especial desde que fue normalizado por la cadena de montaje, es ocasión diaria de incontables pruebas de test mecanizado. Estas pruebas se hacen pasar a espaldas de quien las hace: el que no las soporta, es excluido del proceso de trabajo. Pero también se hacen pasar abiertamente: en los institutos de pruebas de aptitud profesional. En ambos casos, se choca con las barreras arriba mencionadas.

Ocurre que estas pruebas, a diferencia de las deportivas, no son exponibles en la medida deseable. Y éste es justamente el punto en el que el cine interviene. El cine hace exponible la performance de un test, al hacer de la exponibilidad de la performance misma un test. El intérprete de cine no actúa en efecto ante a un público, sino ante un aparato. El productor ocupa exactamente el lugar que en el la prueba de aptitud ocupa el jefe de la evaluación. Actuar a la luz de las lámparas de Júpiter y satisfacer al mismo tiempo las exigencias del micrófono es la performance de un test de primer nivel. Representar significa sostener la propia humanidad de cara al aparato. El interés en esta performance es enorme. Pues un aparato es aquello ante lo cual la gran mayoría de los habitantes de una ciudad debe en las oficinas y las fábricas renunciar a su humanidad durante la extensión de las jornadas de trabajo. Por la tarde, esas mismas masas llenan las salas de cine para vivenciar cómo el intérprete de cine se toma revancha por ellas, afirmando no sólo su humanidad (o lo que a ellas así les parece) frente al aparato, sino poniéndolo al servicio de su propio triunfo.

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[XI]

El cine depende mucho menos del hecho de que el intérprete represente a otro ante el público a otro que del hecho de que ante el aparato se presente a sí mismo. Uno de los primeros en advertir esta transformación del intérprete a través de la performance de un test fue Pirandello. Las observaciones que hace al respecto en su novela Se rueda sólo se ven un poco debilitadas por el hecho de que se limitan a subrayar el lado negativo de la cuestión. Menos ya que el que se ciñan al cine mudo. Pues el cine sonoro respecto sobre esta cuestión no ha modificado nada fundamental. Lo decisivo reside en se actúe para un aparato o ‒en el caso del cine sonoro‒ para dos. “El intérprete de cine”, escribe Pirandello, “se siente como en el exilio. Exiliado no sólo de la escena, sino también de su propia persona. Con un oscuro malestar, percibe el vacío inexplicable que nace del hecho de que su cuerpo se vuelva radiación, de que se evapore y sea despojado de su realidad, su vida, su voz y los ruidos que produce al moverse, para convertirse en una imagen muda que tiembla un instante sobre la pantalla y desparece luego en silencio… El pequeño aparato actuará con sus sombras ante el público; y el intérprete mismo debe contentarse con actuar ante él.” El mismo hecho se puede caracterizar del siguiente modo: por primera vez –y esto es obra del cine‒ el hombre se encuentra en la situación de tener que obrar, junto con toda su persona viviente, pero bajo la condición de renunciar a su aura. Pues el aura se enlaza a su aquí y ahora. No hay copia de ella. El aura que envuelve sobre en el escena a Macbeth puede procede de lo que no está desligado, que para el público en vivo envuelve al actor que lo interpreta. Lo peculiar de la toma en el estudio cinematográfico consiste en que el lugar del público es ocupado por el aparato. Así el aura del intérprete que representa es suprimida ‒y con ella, al mismo tiempo, el aura del personaje representado.

Que justamente un dramaturgo como Pirandello, al caracterizar al intérprete de cine, involuntariamente toque el fondo mismo de la crisis que vemos que afecta al teatro, no es sorprendente. A la obra de arte íntegramente alcanzada por la reproducción técnica, es más, derivada de ésta -como el cine-, nada hay de hecho más distintivamente opuesto que la escena teatral. Cualquier examen en detalle lo confirma. Observadores expertos hace tiempo han reconocido que “los máximos efectos se logran casi siempre ‘actuando’ lo menos posible… La última evolución”, ve Arnin en 1932, consiste en “tratar al actor como un accesorio que se escoge por sus características y… se coloca en el lugar preciso.” Esto está estrechamente conectado con otra cosa. El intérprete que actúa en el escenario desempeña un rol. Al intérprete de cine se le niega esto con frecuencia. Junto a las consideraciones fortuitas sobre

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el alquiler del estudio, la disponibilidad del reparto, el decorado, etc, están las necesidades elementales de la maquinaria que desintegra la actuación del intérprete en una serie de episodios montables. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga a rodar un hecho, que en la pantalla se desarrollará en una escena rápida y única, en una serie de tomas distintas que pueden a veces prolongarse durante horas en el estudio. Para no hablar de palmarios montajes. Así, un salto desde la ventana pude ser rodado en el estudio lanzándose simplemente de un andamio, pero la fuga subsiguiente según las circunstancias, hacerse unas semanas más tarde en una toma de exteriores. Por lo demás, es fácil construir situaciones aun más paradójicas. Tras una llamada a la puerta, puede pedirse a un intérprete que se estremezca. Quizás ese sobresalto no se haya producido como se deseaba. Entonces el director, una vez en que el intérprete se encuentre de nuevo en el estudio, puede apelar al recurso de disparar sin aviso un tiro a espaldas suyas, El estremecimiento del intérprete en ese momento puede filmarse y montarse después en la película. Nada muestra más drásticamente cómo el arte ha escapado de aquel dominio de la “bella apariencia”, que durante tanto tiempo valió como el único en el que podía prosperar.

[XII]

En la representación de la imagen del hombre por medio del aparato, este extrañamiento de sí tiene una evaluación altamente productiva. Se puede estimar esta evaluación por el hecho de que la extrañeza del intérprete ante el aparato, como Pirandello lo describe, es en su origen del mismo tipo que la extrañeza del hombre ante su imagen en el espejo, en la que a los románticos les gustaba demorarse. Pero ahora este reflejo removible de él, deviene transportable ¿Y a dónde ha ser transportado? Ante la masa. Evidentemente, el intérprete de cine naturalmente no de tener conciencia de ello ni un instante. Mientras está frente al aparato, sabe que en última instancia tendrá que vérselas con la masa. Esa masa es la que lo controlará. Y justamente ella no es visible, ni está presente, mientras él completa la performance artística que ella controlará. La autoridad de este control crece con tal invisibilidad. Ciertamente, no se puede olvidar que la evaluación política de ese control, hasta que el cine lo haya liberado de las cadenas de su explotación capitalista, tendrá que esperar mucho tiempo. Pues por medio del capital cinematográfico las chances revolucionarias de ese control se transforman en contrarrevolucionarias. El culto de la estrella que promueve conserva no sólo aquel hechizo de la personalidad, que desde hace tiempo consiste en el pútrido fulgor de su carácter de mercancía, sino su complemento, el culto del público, y favorece al mismo tiempo la constitución corrupta de la masa con que el fascismo busca reemplazar su conciencia de clase.