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CUARESMA 2018 “¡FALTAS TÚ! ¡VUELVE A CASA!” EL LEMA Marcharse de casa, irse lejos, es la experiencia vital de cualquiera de nosotros. Pero a veces, también el corazón puede estar lejos aún cuando esté dentro de casa. La Cuaresma es una oportunidad nueva para escuchar la voz del Amor que con ansia nos grita: “¡Vuelve a casa!, ¡Regresa! ¡Aquí siempre habrá un lugar para ti!” Las primeras lecturas de los domingos de Cuaresma nos hablan precisamente de la fidelidad de Dios que hace alianza con su pueblo y no deja de llamarle para que regresé a Él. No se trata de elaborar una lista de razones que certifiquen que nos hemos marchado de casa sino de plantearnos en lo profundo del corazón, como tal vez, en algún momento hiciese el hijo perdido de la parábola: “¿Qué pasaría si regreso a casa?”. El Papa Francisco lo expresó bellamente en una de sus homilías: “…«nos habla de la nostalgia que Dios, nuestro Padre, siente por todos nosotros que nos hemos ido lejos y nos hemos alejado de Él». Sin embargo, ¡con cuánta ternura nos habla! (…) Cuando oímos la palabra que nos invita a la conversión — ¡convertíos!—, quizá nos parezca algo fuerte, porque nos dice que tenemos que cambiar de vida, es verdad». Pero dentro de la palabra conversión está precisamente «esta nostalgia amorosa de Dios». Es la palabra apasionada de un «Padre que dice a su hijo: vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa! El corazón de nuestro Padre, Dios es así: no se cansa, ¡no se cansa! Y por tantos siglos ha hecho esto, 1

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CUARESMA 2018“¡FALTAS TÚ! ¡VUELVE A CASA!”

EL LEMA

Marcharse de casa, irse lejos, es la experiencia vital de cualquiera de nosotros. Pero a veces, también el corazón puede estar lejos aún cuando esté dentro de casa. La Cuaresma es una oportunidad nueva para escuchar la voz del Amor que con ansia nos grita: “¡Vuelve a casa!, ¡Regresa! ¡Aquí siempre habrá un lugar para ti!” Las primeras lecturas de los domingos de Cuaresma nos hablan precisamente de la fidelidad de Dios que hace alianza con su pueblo y no deja de llamarle para que regresé a Él. No se trata de elaborar una lista de razones que certifiquen que nos hemos marchado de casa sino de plantearnos en lo profundo del corazón, como tal vez, en algún momento hiciese el hijo perdido de la parábola: “¿Qué pasaría si regreso a casa?”. El Papa Francisco lo expresó bellamente en una de sus homilías:

“…«nos habla de la nostalgia que Dios, nuestro Padre, siente por todos nosotros que nos hemos ido lejos y nos hemos alejado de Él». Sin embargo, ¡con cuánta ternura nos habla!

(…) Cuando oímos la palabra que nos invita a la conversión — ¡convertíos!—, quizá nos parezca algo fuerte, porque nos dice que tenemos que cambiar de vida, es verdad». Pero dentro de la palabra conversión está precisamente «esta nostalgia amorosa de Dios». Es la palabra apasionada de un «Padre que dice a su hijo: vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa! El corazón de nuestro Padre, Dios es así: no se cansa, ¡no se cansa! Y por tantos siglos ha hecho esto, con tanta apostasía, tanta apostasía del pueblo. Y Él regresa siempre, porque nuestro Dios es un Dios que espera. Desde aquella tarde en el Paraíso terrenal, Adán salió del Paraíso con una pena y también una promesa. Y Él es fiel, el Señor es fiel a su promesa, porque no puede renegar a sí mismo. Es fiel. Y así nos ha esperado a todos nosotros, a lo largo de la historia. Es el Dios que nos espera, siempre […]

Éste es nuestro Padre, el Dios que nos espera. Siempre. ‘Pero, padre, yo tengo tantos pecados, no sé si Él estará contento’. ‘¡Prueba! Si tú quieres conocer la ternura de este Padre, va hacia Él y prueba, luego me cuentas’. El Dios que nos espera. Dios que espera y también Dios que perdona. Es el Dios de la misericordia: no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él no se cansa. Setenta veces siete: siempre; adelante con el perdón. Y desde

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el punto de vista de una empresa, el balance es negativo. Él pierde siempre: pierde en el balance de las cosas, pero vence en el amor.

La vida de cada persona, de cada hombre, cada mujer, que tiene el coraje de acercarse al Señor, encontrará la alegría de la fiesta de Dios. Así pues, que esta palabra nos ayude a pensar a nuestro Padre, Padre que nos espera siempre, que nos perdona siempre y que hace fiesta cuando regresamos”

Papa Francisco.

¿Qué pasaría si…? Cada uno tendrá que rellenar en esta Cuaresma los puntos suspensivos. Llamados a volver a casa, impulsados a salir a los caminos, en este tiempo de Misión Diocesana y contarle a otros lo que Dios ha hecho con nosotros, compartir la fidelidad de Dios a pesar de nuestras huídas, involucrarnos en la evangelización más desde nuestros sueños que desde nuestros límites. No se trata de que voy a conseguir sino de que voy a intentar.

Para ayudarnos, mantendremos la intención y parte del lema que utilizamos en Adviento: “¡Faltas tú!”. Y añadiremos una segunda parte: “¡Vuelve a casa!”. La invitación del amor que nos recuerda que es tiempo de conversión, que en nuestra vida siempre hay algo que necesita la luz de Dios. Reafirmar que a pesar de su fidelidad que no se cansa de esperarnos, cada uno de nosotros somos hijos pródigos perdidos unas veces fuera de casa, como el hijo menor de la parábola, que se marchó lejos o perdidos en ocasiones, dentro de casa, porque no reconocemos el amor del Padre.

Estaría bien que esta Cuaresma nos ayudase a experimentar la misericordia entrañable de Dios que no se cansa de amarnos y esperarnos. Que hiciésemos memoria de las ocasiones en que el pecado y la debilidad nos alejó de la casa paterna pero, sobre todo, del abrazo amoroso del Padre cuando nos recuperó con vida. Hacer memoria y contar a otros nuestro proceso de conversión, como el amor de Dios ha ido venciendo nuestras resistencias y nos ha hecho hombres y mujeres nuevos. Recuperar el sentido de hogar, de estar en casa, que a veces hemos perdido y quizás muchos no perciben.

Por eso, esta Cuaresma en tiempo de Misión, también nos tiene que ayudar a mirar a nuestra comunidad cristiana y preguntarnos con serenidad pero con verdad: ¿Dónde están los que faltan? ¿Por qué se marcharon algunos de los que estaban? ¿Estaremos sentados indiferentes esperando que vuelvan? ¿Qué tendríamos que hacer para proponer la fe a los demás? ¿Tienen nuestras comunidades sentido de hogar? ¿Qué tendríamos que cuidar para que todos sintamos que en la Iglesia, en nuestra comunidad, estamos en casa? ¿Alguien se ha alejado de casa por mi falta de testimonio? ¿Nos planteamos en serio la conversión personal y pastoral?

“Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.

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El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos.”

Benedicto XVI. Porta Fidei, 7

EL SIGNO

Sería bueno recuperar el signo del Adviento para darle continuidad. Decíamos: “Como signo que nos ayude en la reflexión, podemos colocar en un lugar visible una silla vacía. Debe de llamar la atención al que mire. Recomendamos que sea una silla sencilla en la que la gente repare más por el lugar en el que está colocada que por el diseño de la misma. Debe de dar la sensación que está vacía porque espera que alguien la ocupe.

Además el lema debe colocarse cerca para que se relacione el mensaje con el signo elegido.”

La creatividad de cada comunidad es importante. Puede colocarse la silla junto a la mesa del altar o colocar una mesa preparada para la comida, como signo de que se nos espera en casa. La silueta de la iglesia, una puerta, distribuir fotocopiada o colocar en un lugar visible la parábola del hijo pródigo…

La fuerza no está en el signo que se utilice, sino en la reflexión que se haga y que el signo apoya. En las indicaciones iniciales del lema, tenemos orientaciones que nos pueden ayudar.

Se podría distribuir fotocopiada o de plástico a cada persona una llave. Y cada semana ir guiando la reflexión acompañados de esa llave. El Padre jamás nos ha quitado la llave de la casa.

También tendríamos que pensar en las personas que celebran la fe de modo ocasional y a quienes tenemos que ayudar a entender lo que celebramos. Quizás sería un buen momento para que se compartiese alguna historia

de conversión personal a través de testimonios en vivo, por escrito, proyectados…

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Existe un video en las redes que actualiza la parábola del hijo pródigo y que podría proyectarse al comenzar el tiempo de Cuaresma para ayudarnos a orientar la reflexión de estas semanas. También lo puedes utilizar en reuniones o encuentros. Lo puedes encontrar en https://www.youtube.com/watch?v=brP9kEYc4BA

Puede ofrecerse a la comunidad el ofrecer algún subsidio que les ayude a reflexionar sobre como invitar a otros a la fe, sobre el sentido de comunidad, etc…

Es además un tiempo bueno para reflexionar sobre la conversión personal y pastoral para que todos y todo esté al servicio de la evangelización.

“Me parece importante la presencia de un lugar de hospitalidad de la fe, un lugar en el que se hace una experiencia progresiva de la fe. Y aquí veo también una de las tareas de la parroquia: ofrecer hospitalidad a quienes no conocen esta vida típica de la comunidad parroquial. No debemos ser un círculo cerrado en nosotros mismos. Tenemos nuestras costumbres, pero de cualquier modo debemos abrirnos e intentar crear también vestíbulos, es decir, espacios de acercamiento. Uno que estaba alejado no puede entrar inmediatamente en la vida formada de una parroquia, que ya tiene sus costumbres. Para él, de momento, todo es muy sorprendente, lejano de su vida. Por tanto, debemos tratar de crear, con ayuda de la Palabra, lo que la Iglesia antigua creó con los catecumenados: espacios donde se pueda empezar a vivir la Palabra, a seguir la Palabra, a hacerla comprensible y realista, correspondiendo a formas de experiencia real. Así pues, se trata de espacios diversos, según la situación. Me parece que en teoría se puede decir poco, pero la experiencia concreta mostrará los caminos que conviene seguir.”

Benedicto XVI al clero de Roma 2009

Como sugerencia semanal quizás podríamos seguir este itinerario:

Primer Domingo: La voz del amor nos llama: “¡Faltas tú! ¡Vuelve a casa! Como Jesús que fue empujado al desierto por el Espíritu. ¿Qué pasaría si…? La puerta de la casa.

Segundo Domingo: Tú eres mi hijo amado. Yo puedo me puedo olvidar que soy hijo pero Dios jamás se olvida que es mi Padre. Un Padre tenía dos hijos… Entregar la llave.

Tercer Domingo: El Hijo mayor. Los que se perdieron dentro. Los que convirtieron el templo en lo que no era. Los que se acostumbraron al amor del Padre y comenzaron a tratar a sus hermanos como “Ese hijo tuyo…” Creerse dueño de la llave.

Cuarto Domingo: El Hijo pequeño. Los que se marcharon de casa. Los que como Nicodemo buscan a Jesús en la noche. Los que en algún momento pensaron en volver. Recordar que todavía tengo la llave de la casa. Nadie me la ha quitado.

Quinto Domingo: Implantarse el corazón del Padre. “Atraeré a todos hacia mí” dice el Señor. Una casa de puertas abiertas.

Domingo de Ramos y Semana Santa: El tercer Hijo. Jesús que cuenta la parábola. Contemplar su amor y entrega a la muerte “POR MÍ”. Entregar la llave de mi casa.

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OTROS MATERIALES

Hay mucho material publicado y en las redes, pero nos parece interesante la campaña que Radio María España está haciendo con una iniciativa llamada: “Vuelve a casa”. En la web de la misma puedes encontrar testimonios de conversión que nos pueden ayudar en este tiempo. Entra en www.vuelveacasa.es

Esperamos que estas sugerencias puedan ayudarte a vivir mejor el año litúrgico. Si quieres compartir con nosotros las imágenes de cómo se prepara y vive tu comunidad este tiempo puedes enviarlas al Facebook Nivariense Digital o un mail a [email protected]

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A MODO DE REFLEXIÓN PARA ESTE TIEMPO

La Cuaresma y el Adviento comparten color litúrgico. Pero el sentido del Adviento es la expectativa y la esperanza, mientras que el sentido de la Cuaresma es la Conversión y la gracia. Si en el Adviento, al lema general «¡Faltas tú!» habíamos añadido la palabra «Ven», ahora, en la Cuaresma, añadimos la expresión «Vuelve a casa». Entonces coincidía con el Maranathá con el que suplicamos a Jesús su venida; ahora lo hacemos con la esperanza y nostalgia del padre del hijo pródigo que anhela el regreso del hijo que se marchó. A casa vuelve quien estuvo alguna vez en ella. Volver es la invitación. Todos tenemos espacio para el regreso. Alguien está añorando nuestra vuelta. No importa lo lejos que creas estar: «¡Faltas tú! ¡Vuelve a casa!».

PREPARANDO EL CORAZÓN

Salir de casa: el hecho

Con cuanta facilidad huimos de casa. Como el adolescente que por rebeldía incontrolada se aleja afectivamente del hogar. Experimentamos una lucha interior entre el bien y el mal. Todos lo experimentamos. Dentro del bien o en las periferias del mal; en casa o fuera. Porque estamos hechos para el bien. Nos sentimos en casa cuando realizamos, cuando pensamos, cuando generamos lo bueno, los verdadero, lo bello… Pero experimentamos la rebeldía de irnos hacia posturas distantes del bien. Sabemos que ni convienen ni nos realizan, pero nos apetecen. Es un hecho. Salimos de casa. Huimos de casa. Renunciamos al hogar por la rebeldía de nuestras pasiones.

La Cuaresma es una ocasión para reconocer nuestra pertenencia a la condición de debilidad y de carencia. Somos pecadores. Es un hecho constatado con evidencia por todos si abrimos los ojos sinceramente a lo real. Queremos y no queremos. Luchamos contra nosotros mismos. Sabemos dónde está el bien y huimos de su hogar añorando las cebollas tibias de Egipto. Nos retiramos a las periferias existencias del abandono y la soledad por un desorientado impulso de autonomía individualista y ciega, insolidaria y cómoda. Es un hecho por todos constatado. No lo hacemos todo bien, ni lo hacemos bien del todo.

Nos rebelamos con Dios como en el relato de Adán y Eva. Queremos sustituir a Dios por nuestra voluntad emancipada y autónoma. Que no nos diga lo que tenemos que hacer que ya somos mayores para equivocarnos solos. Nos rebelamos contra su amor de Padre rechazándole y olvidándonos de su ternura eterna. Nos distanciamos de los demás sospechando que son competidores que nos impiden ser nosotros mismos y

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cegados por la autorreferencialidad. Los demás dejan de ser ocasión de crecimiento para convertirse en peligrosos usurpadores de nuestra identidad, olvidándonos que somos en la medida que los demás nos ofrecen acceso a lo que somos. Nos separamos de nosotros mismos creando nuestra identidad como si fuéramos artífices exclusivos de nuestro propio destino. Confundidos por el egoísmo, la envidia, la lujuria, el ansia de poseer y el anhelo de brillar. Huimos de nosotros mismos. Es un hecho. Nos ocurre a todos.

La toma de conciencia de nuestra situación es el esencial criterio para empezar el camino de vuelta. Somos limitados. Somos vulnerables. Somos, ni más ni menos, somos pecadores. Es un hecho: «(…) No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay quien obre el bien, no hay siquiera uno.» (Rm 3, 10-12).

No nos vendría mal en este tiempo de Cuaresma hacer examen de conciencia y reconocer dónde estamos. Todos hemos de reconocer el hecho de nuestra lejanía de casa. Todos: tú y yo.

La nostalgia del Padre

El absoluto respeto de Dios a nuestra libertad es parte de su ternura. La Cuaresma es una ocasión oportuna para conocer a Dios; para conocer cómo es Dios. Jesús nos ha revelado el misterio de su identidad en la Parábola del hijo pródigo en la que describe nuestra condición de huida permanente y la condición nostálgica del Padre eterno. No nos vendría mal releer varias veces a lo largo de este tiempo dicho texto del evangelio de Lucas (15, 11-32). Un respeto absoluto, una marcha inesperada, una espera decididamente definitiva. Un hijo que no espera la muerte de su padre para heredar, sino que adelanta la muerte del padre exigiéndole la parte de la herencia que le corresponde. Matar al padre. No de hecho, pero sí en su corazón. Actuar como si el padre hubiera muerte. Vivir como si Dios no existiera: una forma de adelantar su muerte.

Por mucho que lo intentemos, que lo pretendamos, que lo imaginemos…, Dios no ha muerto. Su eternidad no es una vida de permanente vigilante de nuestras debilidades, sino de espera absoluta. Es absoluto su respeto a nuestra libertad, como absoluta es su espera misericordiosa. Su casa nunca estará cerrada a nuestro arrepentimiento, a nuestra conversión. Volver es nuestra posibilidad salvífica. No pretende que dejemos de ser nosotros al aceptar su condición divina en nuestra vida. No hay conflicto entre autonomía y heteronomía entre Dios y nosotros; hay teonomía, esa nueva forma de ser nosotros mismos desde nuestra libertad purificada y sanada de egolatría.

Hay dos maneras de percibir nuestra realidad persona: con Dios y sin Dios. En casa o fuera de ella. En la belleza del bien o en las afueras externas de la maldad autorreferencial. Es una autonomía podrida y ahogada. Nunca seremos tanto nosotros mismos como cuando habitamos la rectitud moral, la responsabilidad solidaria y la ecología de lo humano. Lo que Dios pretende de nosotros no es contrario a nosotros, sino la manera adecuada de ser su imagen.

¿Cuándo he dejado de estar en su casa? ¿Cuándo me fui? ¿Cómo sucedió este olvido ciego y empobrecedor que ha envenenado mi existencia haciéndole perder su

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dirección y sentido? ¿Cómo volver al hogar? ¿Cómo reconocer el rostro vivo de un Padre que espera?

Llama poderosamente la atención la ausencia de reproche por parte del padre de la parábola. La venganza no es conjugada por Dios en su palabra. Un abrazo acogedor, una renovación de vestidos y calzados, una fiesta y la alegría de un cielo que nos espera. La expresión de una nostalgia eterna. Una forma de acogida misericordiosa. Una misericordia que nos anhela. El respeto absoluto que espera absolutamente. Nos toca a nosotros verbalizar de nuevo la gran expresión: «Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: “padre, he pecado contra el cielo y contra ti; trátame como a unos de tus empleados”». Es nuestro destino cuaresmal: volver a la casa del Padre.

¿Miedo? ¿Miedo a qué? ¿Miedo por qué? No hemos de tener miedo de Dios. No es miedo lo que ha de ser despertado como mecanismo de vuelta; es arrepentimiento por contemplar su nostalgia por mi amor. Amar es su nombre. Nos ha hecho para ser amados y hasta que no descubramos su fuente andaremos peregrinos y expatriados.

Hay un amor que estera mi vuelta.

La nostalgia de la Iglesia

Pudiera ser denominada así la actitud evangelizadora de la Iglesia. La misión diocesana es la expresión histórica y ministerial de la nostalgia de Dios. No es la invitación de los santos que no se han experimentado heridos nunca, sino la experiencia de haber sido acogidos, salvados, lo que abre las carnes de la Iglesia en una nostalgia por los hermanos. Lo que me ha ocurrido a mí, quiero que te ocurra a ti. Yo he vuelto y quiero que experimentes esta alegría divina que ocasiona el abrazo del Padre. ¡Vuelve conmigo! Evangelizar solo lo hacen las ex-ovejas perdidas que habitan sobre los hombros del Buen Pastor. Solo desde la misericordia se puede anunciar la verdad y la alegría del Evangelio.

Esta Cuaresma deberíamos poder narrar cómo nos ha sucedido a nosotros la experiencia de la vuelta. ¿A quién se lo podría contar? ¿Cómo me sucedió? ¿Cuándo me sucedió? ¿Cómo nos hemos dado cuenta de dónde estaba el hogar? ¿Cómo sabe la misericordia de Dios? Es una experiencia que debe ser narrada…

Si la Iglesia no sintiera la misma nostalgia de Dios no sería la obra de Jesús.

Pero sí lo siente. La Iglesia es el cuerpo de Jesús resucitado y la santidad de Jesús nos arrastra de tal manera que el poder del infierno no prevalece. Para ello ha sido

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derramado el Espíritu en nuestros corazones. Por eso, porque la gracia del Bautismo habita en nosotros, en este tiempo cuaresmal renovamos nuestra identidad de hijos de Dios, partícipes de la gloria del Padre por nuestra condición de bautizados.

El bautismo es la puerta de casa.

Y la nostalgia de la Iglesia aparece descrita en la misión que Jesús le dio: «Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”» (Mc 16, 15-16). Este es el motivo por el que la Iglesia busca salvar, busca invitar a toda la Creación a volver a la casa del Padre. No nos debemos sentir cómodos y satisfechos mientras en casa no estemos todos.

Queremos renovar en nosotros este divino malestar. Estas maguas que dibuja en nosotros la ausencia del hermano. Queremos hacerle partícipe del bien y la gracia que hemos recibido inmerecida e inesperadamente.

La misericordia: la puerta

Ya indicamos anteriormente que el Bautismo es la puerta de la Casa de Dios. A través de él entramos en Jerusalén. Pero nuestra prodigidad nuestro afán por aislarnos de la gloria de Dios y de su amor paterno, nuestra tendencia al pecado y a la muerte, nos aleja del hogar. ¿Cómo regresar? Por la puerta de la Misericordia que Jesús ha constituido en sacramento. En la época de la nueva alianza, la misericordia es señal visible de la gracia invisible a través de la sacramentalidad del perdón.

Cuaresma y la Penitencia sacramental han de ser reconocidas como espacios vinculados de salvación. Es tiempo para recibir la gracia. Es ocasión de renovar la salud de nuestra comunión con Dios y con los hermanos por los méritos de la obra de Jesús.

¡Cómo resuenan las palabras del Papa Francisco! Hace un tiempo, justo también en el marco cuaresmal, el Papa Francisco tomando el episodio conocido como la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) nos propuso esta reflexión: «Jesús nos ofrece palabras de amor y de misericordia que invitan a la conversión; Dios comprende, atiende, no se cansa de perdonar». Tal mensaje sigue siendo actual y actuante; es para nosotros un motivo de reflexión. Sabemos que no se trata solo de palabras elocuentes sino ante todo de una experiencia de vida. Sí, sólo quien ha experimentado el gozo de la reconciliación divina, su gracia y fortaleza es capaz de saberse dichoso y pleno. Ahora nos encontramos en el umbral de un tiempo que nos exige y demanda pedir perdón y perdonar por lo que es preciso volvernos a quien ya nos ha perdonado primero: Dios. Él ha enviado a su Unigénito para reconciliarnos consigo; hizo la paz mediante su entrega sacrificial en la cruz y nos ha dotado de libertad pues somos sus hijos, todo esto movido por su amor al hombre (Col 1, 20; Ef 1, 5; 2, 16).

La dificultad no está en Dios. Él no se cansa de esperar. No se cansa de perdonar. Pero cuán difícil resulta acercarse a quien con nuestros actos hemos ofendido; nos resulta una humillación. Sin embargo cada momento así, nos capacita para madurar y creer que el rencor y soberbia se disuelven con la mirada puesta en Quien en la cruz nos ha enseñado que aunque duela, el mayor gesto de amor es entregar la vida (Rm 5,8; Lc 23,34). Pedir perdón es la puerta de la liberación.

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La salud de la humildad y la salvación del perdón. «Haya sobre todo mucho amor entre ustedes, porque el amor perdona muchos pecados» (1Pe 4, 8). «El amor es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz.» (Benedicto XVI).

Entregándonos todos los días en nuestra vida cotidiana será el mejor signo de que hemos sido testigos de la gran misericordia de Dios. Acerquemos a Él y dejemos que ilumine nuestro existir. No tengamos miedo en atravesar la puerta de la salvación; la puerta del regreso al hogar.

La alegría del hogar

Está claro: «(…) y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos.” Entonces les dijo esta parábola. (…) “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión”» (Lc 15, 2-3.7). Nuestro regreso ocasiona fiesta y alegría. El cielo se convierte en alegrái. El hogar es la escuela de la alegría.

San Pablo no nos dijo que el reino de Dios consistía en la alegría general y absoluta, sino que se trataba de una alegría precisa y específica, una alegría o gozo en el Espíritu Santo. Jesús le había enseñado que existe otra alegría, una alegría barata de la cual está escrito: «El mundo se alegrará ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque lloraréis!» (Lc 6, 25; Jn 16, 20).

Solo de Jesús podemos decir con plena verdad, lo que dijo San Pablo: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20). De ahí parte la alegría más profunda; de ahí ha de venir también nuestra fuerza y nuestro sostén. Como nos recordaba el Papa san Juan Pablo II: «Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento de fe se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todo nuestro pecado y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre» (JUAN PABLO II, Disc. 1-III-1980).

Es más: es precisamente la alegría la nota distintiva del Evangelio, su identidad más profunda, a la vez que su criterio de discernimiento en relación a nuestra evangelización. ¿Estás evangelizado? Pues estás contento. Hay alegría en tu vida. Ya el Papa Francisco nos lo ha aclarado: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados

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del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años». (EG, 1)

O como nos describe en el nº 3, Jesús nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante! Siempre adelante. Lo mejor está por acontecer.

Volver a entrar en Jerusalén

La Cuaresma nos prepara a la Semana Santa, especialmente al Triduo Santo (jueves, viernes y sábado Santo en la Vigilia). La Semana Santa comienza con el domingo en la Pasión del Señor, o Domingo de Ramos, en el que entramos con Jesús en Jerusalén. Este año la entrada de Jesús en Jerusalén debe ser acompañada, como siempre, por nuestro deseo de volver con Él al Padre.

¿Cuál es, pues, esa ciudad santa que bajaba del cielo y de la que nos habla el libro del Apocalipsis? La nueva Jerusalén es la Iglesia de Dios. Y el Apocalipsis, habiendo aprendido el lenguaje soberbio de varios de los profetas, nos describe su brillo de piedra preciosa y la muralla alta con doce puertas que la rodeaba, custodiada por doce ángeles, y los doce nombres grabados, tres por cada lado del horizonte, y los doce cimientos con los nombres de los apóstoles del Cordero. (Ap 21,10-14. 22. 23; 22,12-14. 16-17.20) Pero, curioso, el vidente no ve Templo alguno: su templo es Dios y el Cordero. La gloria de Dios la alumbra y su lámpara es el Cordero, sin necesidad de sol ni de luna. Maravillosa descripción de la Iglesia. Maravillosa descripción del hogar, de la casa.

Pero la Iglesia no es la tuya o la mía, sino la de Dios y la de Jesucristo; la Iglesia del Cordero degollado, que sigue siendo el Viviente. Es nuestra Iglesia, que no surge de nosotros y del abajo en el que estamos, sino que nos viene del arriba, de la fiesta celestial en la que el centro es la gloria de Dios y la lámpara que todo lo ilumina.

¿Cómo es esto posible pues la Iglesia está repleta de zarrapastrosos como tú y como yo?, ¿dónde ver luz en las sucias espesuras de nuestra vida y de nuestras malas acciones, de nuestros pecados, cuando la Iglesia debería estar llena de gentes con vestiduras blancas, puros y limpios, compasivos y llenos de misericordia, abiertos a las necesidades de los pobres que claman ayuda?

¿No estamos nosotros mismos en esa situación de pobreza, tanto física como moral? Dios mío, ¿y somos nosotros la Iglesia? Si es así, ¿a quién podrá salvar? ¿No será entonces la Iglesia sino un conjunto de extraños hombres y mujeres de diversas edades y condiciones que estiran de sus orejas para crecer y ser dignos?

Los apóstoles y primeros discípulos entendieron bien qué y cuál es la Iglesia. Nace del costado traspasado de Cristo, que les hizo acercarse al espectáculo, no de su buenez sobrenatural. Ellos, como nosotros, tuvieron miedo, eran unos miedosos, como nosotros; estuvieron tanto tiempo con Jesús y apenas si entendieron nada, excepto un amor desaforado por él, como nosotros. Tras la cruz, le vieron de nuevo como el

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Viviente. El centro de la Iglesia no somos nosotros, es el costado herido, en el que brilla con toda su refulgencia la gloria de Dios. No, el centro de la Iglesia no somos nosotros, sino que lo es el Cordero. Y la liturgia que celebramos, pequeña, raquítica, desacompasada, seguramente, es verdadero signo sacramental de la liturgia celestial en torno al Cordero. El Espíritu nos recompone; el vidente del Apocalipsis lo vio en toda su realidad. Celebrando, estamos allá, en los cielos, en la nueva ciudad de Jerusalén que baja a nosotros. Es la Iglesia de Dios y de Jesucristo.

Es la Jerusalén a la que queremos volver.

MEDITANDO SU PALABRA

Y a todas estas, volver es experimentar el Perdón.

Pero, ¿qué es el «perdón»?

En la Biblia es el pecador un deudor cuya deuda condona Dios (Num 14,19); condonación tan eficaz que Dios no ve ya el pecado, que queda como echado detrás de él (Is 38,17), que es quitado (Ex 32,32), expiado, destruido (Is 6,7). Cristo, utilizando el mismo vocabulario, subraya que la condonación o remisión es gratuita y el deudor insolvente (Lc 7,42 Mt 18,25ss). La predicación primitiva tiene por objeto, al mismo tiempo que el don del Espíritu, la remisión de los pecados, que es su primer efecto, y a la que llama aphesis (Lc 24,47 Hech 2,38). Otras palabras, como purificar, lavar, justificar, aparecen en los escritos apostólicos que insisten en el aspecto positivo del perdón, reconciliación y reunión.

Nuestro Dios es el Dios del Perdón.

Frente al pecado es donde el Dios celoso (Ex 20,5) se revela como un Dios de perdón. La apostasía subsiguiente a la alianza, que merecería la destrucción del pueblo (Ex 32,30ss) es para Dios ocasión de proclamarse «Dios de ternura y de piedad, lento a la ira, rico en gracia y en fidelidad..., que tolera falta, transgresión y pecado, pero no deja

nada impune...»; así Moisés puede orar con confianza y seguridad: «Es un pueblo de

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dura cerviz. Pero perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad» (Ex 34,6-9).

Esto es lo que hace tan confiada la oración de los salmistas: Dios perdona al pecador que se acusa (Sal 32,5 2Sa 12,13); lejos de querer perderlo (Sal 78,38), lejos de despreciarlo, lo recrea, purificando y colmando de gozo su corazón contrito y humillado (Sal 51,10-14.19 32,1-11); fuente abundante de perdón, es un padre que perdona todo a sus hijos (Sal 103,3.8-14).

Hemos conocido el perdón de Dios a través de Jesús.

Juan Bautista aguarda la remisión de los pecados y predica un bautismo que es su condición: «Haced penitencia; de lo contrario, el que viene os bautizará en el fuego; para él, este fuego es el de la ira y del juicio, el que consume la barcia una vez separado el buen grano» (Mt 3,1-12). Esta perspectiva es la de los discípulos de Juan que siguieron a Jesús; quieren hacer que caiga el fuego del cielo sobre los que se cierran a la predicación del maestro (Lc 9.54). Y Juan Bautista se hace sus preguntas (Lc 7,19-23) al oír a Jesús no sólo invitar a los pecadores a convertirse y a creer (Mc 1,15), sino proclamar que ha venido únicamente para jurar y perdonar.

Un perdón anunciado.

Si bien Jesús vino a traer fuego a la tierra (Lc 12,49), sin embargo, no fue enviado por su Padre como juez. sino como salvador (Jn 3,17s 12.47). Invita a la conversión a todos los que la necesitan (Lc 5,32 ) y suscita esta conversión (Lc 19,1-10) revelando que Dios es un Padre que tiene su gozo en perdonar (Lc 15) y cuya voluntad es que nada se pierda (Mt 18,12ss).

Una muerte para el perdón de los pecados.

Cristo corona su obra obteniendo a los pecadores el perdón de su Padre (Lc 23,34) y derrama su sangre (Mc 14,24) en remisión de los pecados (Mt 26,28).

El don de perdonar los pecados.

Cristo resucitado, que tiene todo poder en el cielo y en la tierra, comunica a los apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20,22s Mt 16,19 18,18). La primera remisión de los pecados se otorgará en el bautismo, a todos los que se conviertan y crean en el nombre de Jesús (Mt 28,19 Mc 16,16 Hch 2.38 3,19).

En el fondo, Cristo es la Casa del Padre.

Cristo Jesús es, en efecto, la Sabiduría de Dios (1Cor 1,24). Es la palabra de Dios que viene a habitar entre nosotros haciéndose carne (Jn 1,14). Es de la casa de David y viene a reinar en la casa de Jacob (Lc 1,27.33); pero en Belén, ciudad de David, donde nace, no halla casa en que lo reciban. Si en Nazaret vive en la casa de sus padres (Lc

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2,51), a los doce años testimonia ya que debe dedicarse a los asuntos de su Padre (Lc 2,49), cuya casa es el templo (Jn 2,16).

En el cumplimiento de esta misión no tendrá «casa» (Lc 9,58) ni familia (Lc 8,21); será invitado y se invitará en casa de los pecadores y de los publicanos (Lc 5,29-32 19,5-10); en los que le reciban hallará una acogida unas veces fría, otras veces amistosa (Lc 7,36-50 10,38ss); pero siempre llevará a estas casas el llamamiento a la conversión, la gracia del perdón, la revelación de la salvación, única cosa necesaria. A los discípulos que, siguiendo su llamamiento, dejen su casa y renuncien a todo para seguirle (Mc 10,29s), les dará la misión de llevar la paz a las casas en que los acojan (Lc 10,5s), al mismo tiempo que el llamamiento a seguir a Cristo, camino que lleva a la casa del Padre y promete introducirnos en ella (Jn 14,2-6).

Para abrirnos el acceso a esta casa, cuyo constructor es Dios y a la cabeza de la cual se halla él mismo en calidad de hijo (Heb 3,3-6), nos precede Cristo, nuestro sumo sacerdote, penetrando en ella con su sacrificio (Heb 6,19s 10,19ss). Por lo demás, esta casa del Padre, este santuario celeste es una realidad espiritual que no está lejos de nosotros; «es nosotros mismos», si por lo menos nuestra esperanza es indefectible (Heb 3,6).

Cierto que esta morada de Dios no se acabará sino cuando cada uno de nosotros, habiendo abandonado su morada terrena, se haya revestido de su morada eterna y celestial, de su cuerpo glorioso e inmortal (2Cor 5,1s 1Cor 15,53). Pero desde ahora nos invita Dios a colaborar con él para construir esta casa, cuyo fundamento es Jesucristo (1Cor 3,9ss), piedra angular y viva, y que está hecha con las piedras vivas que son los creyentes (1Pe 2,4ss). Cristo, dándonos acceso cerca del Padre, no nos ha hecho solamente entrar como huéspedes en su casa, nos ha otorgado ser «de casa» (Ef 2,18s), ser integrados en la construcción y crecer con ella; porque cada uno viene a ser morada de Dios cuando está unido con sus hermanos en el Señor por el Espíritu (Ef 2,21s). He aquí por qué en el Apocalipsis la Jerusalén celestial no tiene ya templo (Ap

21,22); toda ella es la morada de Dios con los hombres venidos a ser sus hijos (Ap 21,3.7) y que permanecen con Cristo en el amor de su Padre (Jn 15,10).

Cristo es el Cielo.

El cielo es una palabra muy frecuente en el lenguaje de Jesús, pero no designa jamás una realidad que existe por sí misma, independientemente de Dios. Jesús habla del reino de los cielos, de la recompensa en reserva en los cielos (Mt 5,12), del tesoro que se ha de constituir en los cielos, pero es porque piensa siempre en el

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Padre que está en los cielos (Mt 5,16.45 6,1.9), que sabe, que «está en lo secreto y ve en lo secreto» (Mt 6,8.18). El cielo es esa presencia paternal, invisible y atenta, que envuelve al mundo, a las aves del cielo (Mt 6,26), a los justos y a los injustos (Mt 5,45) con su inagotable bondad (Mt 7,11).

Cuando Jesús habla del cielo no habla como de una realidad maravillosa y lejana, sino como del mundo que es el suyo y que es para él la realidad más profunda y más seria de nuestro propio mundo. Del reino de los cielos posee él los secretos (Mt 13,11). Para hablar así del cielo hay que venir de él, pues «nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo» (Jn 3,13).

Cristo cumplió su promesa: «Veréis el cielo abierto... sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,51).

Conclusión.

No importa lo lejos que te hayas ido. Dios te espera. Te añora. Siempre pensó en tu vuelta. Es la eterna espera que respeta tu libertad hasta el límite de su amor infinito.

¡Faltas tú! ¡Vuelve a casa!

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