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Francisco HinojosaIlustraciones de María Magaña

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Itzcóatl Tonatiuh Bravo PadillaRector General

Miguel Ángel Navarro NavarroVicerrector Ejecutivo

José Alfredo Peña RamosSecretario General

Sonia Reynaga ObregónCoordinadora General Académica

Patricia Rosas ChávezDirectora de Letras para Volar

Sayri Karp MitasteinDirectora de la Editorial Universitaria

Primera edición electrónica, 2017

Texto© Francisco Manuel Hinojosa Hinojosa

Ilustraciones© María Alejandra Sánchez Magaña

D.R. © 2017, Universidad de Guadalajara

Editorial UniversitariaJosé Bonifacio Andrada 2679Colonia Lomas de Guevara44657, Guadalajara, Jaliscowww.editorial.udg.mx

ISBN 978 607 742 869 5

Noviembre de 2017

Hecho en México / Made in México

Autorizado para su distribución gratuita. Prohibida su venta.

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

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Presentación Letras para Volar es un Programa Universitario de Fomento a la Lectura que inició en 2010 con el fin de contribuir a desarrollar la competencia lectora en todos los grados escolares; principalmente, con el propósito de hacer frente a los insuficientes niveles de lecto-escritura con que parte de los jóvenes ingresan a la universidad; y, en los demás casos, mejorar los estándares de aprovechamiento académico.

Letras para Volar trabaja con niños y adolescentes de primarias y secundarias públicas localizadas en zonas económicamente desfavorecidas. Cada semana, prestadores de servicio social de la Universidad de Guadalajara acuden a diferentes escuelas, casas-hogar, hospitales civiles y espacios públicos como plazas, bibliotecas y ferias del libro para servir a la comunidad a través de estrategias que promuevan el amor por las letras, la ciencia y la cultura.

La colección Amigos de Letras para Volar es el resultado de la generosidad de diversos autores e ilustradores. Va a ellos nuestro agradecimiento por esta sensible contribución, con el deseo de que sus palabras y trazos vuelen junto con los sueños y aprendizajes de la niñez y juventud mexicanas.

¡Que ningún niño se quede sin leer!

Itzcóatl Tonatiuh Bravo PadillaRector General de la Universidad de Guadalajara

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Una fiesta en helicóptero

Quique Botana tuvo la mala suerte de que su último cumpleaños caye-ra en miércoles: un mal día para hacer una fiesta con los amigos por-que a la mañana siguiente hay que ir a la es cuela. Y decir escuela es decir que hay un montón de quehacer para la tarde.

Por más que trató de convencer al profesor Aldegundo de que no les dejara tarea por una sola vez en la vida, para que pudiera hacer su fes-tejo tranquilamente, él se empeñó en echárselo a perder y se dejó ir con una buena cantidad de divisiones y multiplicaciones con la tabla del siete, que es la más difícil, y con una composición acerca del invierno.

Al parecer los papás de los amigos a los que invitó se pusieron de acuerdo, porque a todos les dieron permiso de ir a su casa con la con-dición de que “primero la tarea y luego la diversión”. O sea: primero la aritmética y el español y después ¡su fiesta de cumpleaños!

Para Quique no fue muy grande el proble ma, ya que su mamá pro-metió ayudarle por ser su día, aunque a ella también le cuesta mucho trabajo la tabla del siete. En cuanto a la composición, escri bió a toda velocidad un cuento de terror sobre las vacaciones que pasó en la playa el fin de año anterior.

El verdadero lío era para los demás, que tenían que comer a toda pri-sa, hacer las operacio nes aritméticas y escribir la historia de invierno en menos de una hora para poder llegar a su casa a las cuatro de la tarde.

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Los primeros en llamar a la puerta fueron Severiano, Pelucas y Mar-garita. Luego siguieron Manolo, Rosalinda, Marce, la Morenita, Aníbal y Pablito. El último fue Cervantes.

Al principio jugaron un rato a la bomba, que es un juego que inventó Manolo y que consiste en llenar un globo

con agua y lanzarlo hacia cualquiera de los demás. Por supuesto, siempre termina reventándose y empapando a alguien. Esa vez le estalló la bomba a Margarita, que se puso a llorar en cuanto sintió que el agua le escurría por la cabeza y le mojaba

su vestido nuevo. Margarita es de esas niñas que lloran por cualquier cosa, especialmente si hay agua de por medio.

Después jugaron a ser arquitectos, que es un juego que se le ocurrió a Pelucas: se trataba de construir una ciudad en el cuarto de Quique. Construyeron calles, parques, edificios, plazas, tiendas y hasta un es-tadio de futbol. Los libros sirvie ron como ladrillos. Las almohadas y los cojines eran las montañas. Marce sacó a escondidas las ollas de la co-cina y los vasos para hacer los edificios y las tiendas. Con las lámparas iluminaron la ciudad y con las corbatas del señor Botana hicieron las calles, por las que circulaban los co ches, que en realidad eran los fras-cos que la mamá tenía en su tocador.

Todo iba bien hasta que ella abrió la puerta, descubrió la ciudad y se puso a gritar “¡Mis perfumes, mis perfumes!”. Como era de suponerse, los obligó a recoger el tiradero de inmediato.

Luego vino la primera dificultad grande. Y todo a causa de Marce, que tuvo la mala idea de pedirle a Quique que abriera los regalos. Él no

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los abrió conforme los fue recibiendo, aunque la verdad se le antojaba enormidades, porque su mamá le dijo que era de pésima educación hacer lo enfrente de los invitados. Según ella, debía abrirlos cuando to-dos se hubieran ido. Además, quería que al día siguiente hicieran unas tarjetitas para agradecerles sus obsequios. Por más que le aseguró que ninguno de sus amigos lo hacía, ella insistió y Quique no tuvo de otra más que obedecer, bajo la amenaza de que si no cumplía ella se pon-dría a cantar cuando apagara las veli tas de su pastel. (Por si no lo sa-ben, cuando la mamá de Quique canta no hay alguien en el mundo que aguante sin taparse las orejas de inmediato. Con decirles que a veces su hijo es capaz de comer betabel hervido con tal de que no lo haga.)

Como les decía, fue Marce la que empezó con eso de que tenía que abrir los regalos para que se pusieran a jugar con ellos. Al ratito se le unieron Pelucas y Pablito, y luego todos los demás. Por más que les dijo lo de las tarjetitas y lo de la pésima educación, Marce le puso una de las cajas en la mano y le aseguró que si no la abría, entre todos lo harían. Para terminar de convencerlo, Aníbal prometió que luego volverían a envolverlos.

Quique no tuvo opción. Tomó el bulto y le quitó el papel con mucho cuidado, hasta que quedó a la vista de todos el regalo que le había dado Margarita. Era un helicóptero de control remoto. A juzgar por los ojos que pusie-ron, a to dos les gustó porque se quedaron mudos y con la boca abierta, como si nunca en

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su vida hubie ran visto uno. Pablito propuso que lo volaran de inmediato.

—Necesita pilas —les dijo, pensando que así su mamá no se iba a dar cuenta de que ya

habían empezado a abrir los regalos.—Hay que ver entre tus juguetes —pro-

puso Cervantes—. De seguro que tienes varias que todavía sirven.No acabó de decirlo cuando ya todos se habían

puesto a sacarlos del clóset y del baúl. Echaron afuera los soldados, la caja de crayolas, los animales de plástico, el robot, un disfraz de vaque-ro, los cuadernos para iluminar, la tarántula de plástico y el rompeca-bezas. En fin, sacaron todo, hasta los zapatos y los calzones. Al rato, Cer-vantes encontró, dentro de un tren viejo que le había regalado Pablito a Quique el año pasado, las dos pilas que necesitaba el helicóptero.

Fue fabuloso verlo elevarse y volar alrededor del cuarto. Las luces se le encendían, hacía un bip-bip a cada rato y pasaba sobre sus cabezas sin chocar o explotar en el aire. Se forma ron en fila india para que a cada uno le tocara un rato tener en las manos el control.

Estaban tan emocionados que ni cuenta se dieron de que la puerta se había quedado abierta. Mientras Manolo lo manejaba, el helicópte-ro se salió del cuarto, bajó las escaleras perfectamente y se acercó a la mamá de Rosalinda, que platicaba con otras mamás en la sala acerca de lo maravillosos que son los niños. Lo malo fue que una de las hélices se atoró con su collar y las bolitas comenzaron a saltar hacia todas par-tes. Mientras ella gritaba “¡Mis perlas, mis perlas!”, el helicóptero hacía

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un aterrizaje de emergencia justo en medio de la mesa, en la que había un gran platón lleno de fruta. Y en tonces, empujados por las hélices, comenzaron a saltar pedazos de melón, sandía, piña y papaya.

De inmediato todos echaron pecho en tierra para esquivar los balazos de fruta, menos el papá de Quique, que no sabe mu-cho de cosas de guerra. Se quedó parado y terminó como arbolito de navidad, lleno de perlas y bolitas rojas, ama-rillas y naranjas.

Al principio, la mamá se rio un poquito, pero al rato, al ver la cara furiosa de su esposo y las de los papás de los niños, se puso seriesí sima y los obligó a recoger el ti-radero. Por supuesto que a nadie se le ocurrió reclamar. En menos de diez minutos limpiaron la sala y el come-dor y le ayudaron a la mamá de Rosalinda a juntar to-das las perlas de su collar. Aníbal se guardó una para su colección de objetos raros.

Entonces empezó el segundo lío de la tarde. Como les prohibieron volver a jugar en el cuarto, decidieron que ya era hora de romper la piñata. El señor Botana dijo “Ni modo, en algún momen-to había que hacerlo”, y todos los invitados salieron rumbo al parque, que queda a dos cuadras de la casa de Quique, para que colgaran la estrella en un árbol.

Y la verdad no resultó tan divertido como otras veces, porque ape-nas le habían pegado Se veriano, Rosalinda y Pablito cuando Pelucas le dio con todas sus fuerzas y de un solo golpe la partió en dos.

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En lo que cada quien se metía en las bolsas las gomilitas, las chiclopetas, los chococacos y los co-coticos ganados, la mamá de Quique se puso a contar niños y se dio cuenta de que faltaba uno. Ese uno era Cervantes. Nadie lo había visto mien-tras le pegaban a la piñata, cosa que era muy rara porque si algo le gusta a Cervantes no es precisa-mente pegarle, aunque sí ganar la mayor canti-dad posible de tamaritones y totsiclosos.

Entre todos se pusieron a buscarlo en el par-que durante un buen rato hasta que al fin Manolo lo vio correr, a lo lejos, detrás del helicóptero que le había regalado Margarita a Quique. Volaba muy alto, por encima de los árboles, y Cervantes lo seguía con el control remoto en la mano.

A todo lo que daban sus piernas, lo alcanzaron muy pronto, justo en el momento en que el helicóptero bajaba lentamente de los cielos, cruzaba la calle por encima de los coches y, ante la mirada de susto de quienes pasaban por allí, se metía en el supermercado.

Después de lo que había pasado con el platón de frutas, se imagina-ron lo peor. Todos, padres e hijos, entraron corriendo a la tienda antes de que el regalo de Margarita hiciera más estropicios.

Les costó trabajo entrar porque la gente salía de allí gritando que los marcianos los invadían. Cuando al fin lo hicieron, se quedaron pa-ralizados al ver que el helicóptero volaba por los pasillos tirando todo cuanto estaba en las repisas. En el piso había cajas de cereal, latas de chiles, bolsas de malvatines, jabón en polvo, jitomates, lechugas, bróco-

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li, pedazos de pollo y de pescado, botellas de aceite, pañales, servilletas, crema de cacahuate y todo lo que puedan imaginarse.

Aunque tardó un poco en reaccionar, el papá de Quique alcanzó a Cervantes en el departamento de quesos y le exigió de un grito que le diera el control del helicóptero para que él lo aterrizara en una zona en la que no hiciera más destrozos.

—Es que ya no obedece —contestó Cervantes.Y como si no le creyera, el señor le arrancó el control de las manos y

se puso a operarlo para hacer que el aparato bajara en el pasillo de las verduras.

Cervantes tenía razón: el helicóptero no obedecía a las señales que le mandaba el control. Afortunadamente, al papá de Rosalinda se le prendió el foco y con un excelente tino le arreó un tremendo golpe con una toronja.

Cuando el aparato cayó a tierra, salieron todos del supermercado, menos el señor Botana, que se quedó a hablar con la

policía y con los dueños de la tienda.Al llegar a la casa, la mamá de Quique sacó

el pastel, encendió las velitas y se puso a can-tar Las mañanitas con todos sus pulmones.

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Aladino en la sopa

Con Pelucas siempre hay que andarse con cuidado. Hasta en cosas tan serias como un rega lo de cumpleaños le encanta gastarse sus bromas. Por ejemplo, el año pasado le regaló a Quique Bo tana un reloj a prueba de agua, con alarma, cronómetro, música y calculadora. Con decirles que en cuanto lo vio su papá quiso cambiárselo por unos tenis nuevos. El problema fue que Pelucas no le dio a su amigo la pila, una pila supe-respecialísima de nitrato de corcho que era importada. Decidió escon-derla en el parque y jugar con él al frío o caliente hasta que la encon trara. Tardó más de una semana en poder usar el reloj y otra más en cambiár-selo a su papá por unos tenis.

A Severiano le hizo otra de sus payasadas: le regaló una autopista de coches a control remoto sin las instrucciones para armarla. Y a Cer-vantes, un yo-yo sin cuerda, o una cuerda sin yo-yo. El caso es que al-guna vez todos los amigos de Pelucas han sido víctimas de sus bromas.

Por eso, Quique tuvo cuidado al abrir su regalo. Primero pegó la oreja a la caja para ver si se escuchaba algún ruido. Bien podría haber dentro una rana, un grillo o un ratón. Luego lo olió, no fuera a ser que hubiera metido un bistec echado a perder o una cáscara de plátano.

Al final pudo más la curiosidad y lo abrió: envuelta en una gran cantidad de papel de china encontró una cuchara: una de esas cucha-ras con las que uno se come la sopa. Sí, como lo han oído: ¡una cuchara!

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Eso sí que era el colmo de los colmos de la tacañería. Podría no ha-berle regalado nada y su amigo le hubiera seguido dirigiendo la pala-bra. Pero de ahí a burlarse de él con un regalo así, eso tenía un límite. Y lo mejor era aclarar las cosas de una vez por todas. En su cumpleaños, Quique le había regalado un libro entero, sin hojas rotas o manchadas con mermelada, o sea: un libro nuevo.

Fue al teléfono y marcó el número de Pelucas. Cuando tomó el apa-rato le reclamó furioso:

—Espero una disculpa de tu parte…—¿Una disculpa? —le preguntó, haciéndose el tonto, como si no su-

piera de qué le habla ba su amigo—. No sé a qué te refieres, Quique, te lo prometo…

—¿Que no sabes a qué me refiero, retonto?—No, la mera verdad…—Pues a qué ha de ser, a la estúpida cucharita que me regalaste.—Oye, un momento —se puso serio, serie sísimo—. Esa cuchara, por

si no estás enterado, es una cuchara mágica.—¡Qué mágica ni qué mágica! ¿A quién crees que le estás tomando

el pelo?—Pues allá tú si no me lo crees, porque esa cuchara, te lo repito, es

mágica. Basta con que le pidas lo que quieras para que se te cumpla al instante. Así de simple. Es como la lámpara de Aladino pero en cuchara.

—Pues si piensas que yo me voy a creer tus cuentos… —y lo dejó con la palabra en la boca, porque colgó.

Ya se temía Quique por dónde iba la broma de su amigo. Estaría él imaginándolo con la cuchara en la mano, frotándola como tonto y di-

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ciéndole: “Cucharita, cucharita, haz que me saque un diez en ortogra-fía”. Luego iría con todos a contarles que se había creído el cuento de la cucha ra mágica y empezarían las burlas.

Después de frotarla, aventó el extraño regalo a la caja de juguetes y decidió olvidarse del asunto. Ya llegaría el día en que Pelucas cumplie-ra años para regalarle una galleta mordida o una lombriz aplastada. O un tenedor mágico.

Y por supuesto, tenía razón, el lunes siguiente, en la escuela, ya todos sabían lo que le había regalado su amigo. Lo supo porque Marce se burló:

—¿Y qué le pediste al genio de la cuchara? Cuéntame…Luego fue Severiano:—Quique, préstame tu cuchara para que le pida un deseo. Quie-

ro pedirle que el profesor Aldegundo se convierta en chango. Ándale, préstamela sólo un ratito…

Y así fue con todos los demás. Hasta Mar-garita, que nunca se anda con bromas, le pi-dió un sombrero para su muñeca.

La única respuesta que se le ocurrió dar-les es que el deseo que le había pedido a la cuchara era que desapareciera.

—¿Y desapareció? —le preguntaron.—Por supuesto que desapareció. ¿Qué

no les dijo Pelucas que la cuchara de verdad era má gica?

La respuesta tuvo tan buen efecto que al día siguiente ya nadie se acordaba de la bro-

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ma de Pelucas y pasaron todos a divertirse a costa de otro: le tocó el tur-no a la Morenita, que le dicen así porque su papá se apellida Moreno, su mamá es la Morena y ella la Morenita. Le pusieron jalea de durazno en su torta de jamón con queso.

Un día, cuando ya se le había olvidado a Quique todo el cuento de la cuchara mágica, le dieron su boleta del mes y tuvo una de las sorpresas más grandes de su vida: ¡sacó diez en ortografía! Un diez perfecto que se veía muy raro en medio de tantos cincos, seises y sietes. De verdad. Quien no lo crea puede comprobarlo con sus propios ojos: un diez es-crito de puño y letra por el mismísimo Aldegundo.

Quique salió de la escuela con el corazón dándole tumbos en el pe-cho, tomó su bicicleta y llegó a su casa en tiempo récord. ¡Y la fiesta que se armó en cuanto sus papás vieron la boleta!

—¡Pero esto es increíble! —dijo su mamá—. ¡Te sacaste un diez! Esto hay que festejarlo.

En cambio, el señor Botana miró la boleta con la frente arrugada: seguramente pensó que su hijo había alterado el número y había

puesto un palito al lado del cero que, según él, se había sacado. Tanta fue su desconfianza

que en ese momento marcó el número de la es-cuela para comprobar. Y cuando oyó que el mis-

mísimo profesor Aldegundo le decía que estaba correcta la calificación, puso tal cara de asombro

que la mamá volvió a decir:

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—¡Pero esto es increíble! ¡Mi hijo se sacó un diez!Ya imaginarán lo que sucedió a continuación. Llevaron a Quique a

comer a su restaurante favorito, le prometieron un viaje al mar, le com-praron una caja de chocolates, lo invitaron al cine, le dieron permiso de no hacer la tarea ese día y recibió llamadas de sus abuelos y sus tíos. Más tarde, escuchó una conversación que su papá tenía por teléfono con quién sabe quién y le decía que seguramente su hijo iba a ser genio de grande.

Tal como estaban las cosas, Quique aprovechó la oportunidad para pe-dirle a su papá que le dejara conservar el regalo que le había dado Marce. Aunque sin muchas ganas, aceptó: así fue de insólito el acontecimiento.

Quique estuvo tan emocionado esa tarde que fue hasta la noche, cuando ya había puesto la oreja en la almohada, que se acordó de la cu-chara y le entraron unas dudas enormes y más que justificadas. ¿Sería cierto que el genio de la cuchara le concedió el deseo?

Aunque se sintió de plano un tonto, buscó la cuchara en la caja de ju-guetes y le volvió a pedir un deseo. Al cabo que nadie lo veía y, si no resul-taba, tampoco nadie se iba a enterar. Decidió pedirle algo muy sencillo.

—Cucharita, cucharita, no creas que siempre te voy a pedir cosas tan difíciles, así es que sólo dame una bolsa llena de dulces. No es mu-cho pedir si lo comparamos con el diez en la boleta.

Si el Aladino de la cuchara había sido capaz de concederle un diez en ortografía, una bolsa de dulces no podría significar gran cosa para él.

Terminó de pedir el deseo, dejó la cuchara sobre el buró, encendió la luz y se puso a esperar a que entrara por la ventana una gran bolsa de caramelopopes, mazapanecos y bombigotas. Pasaron más de veinte

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minutos y la bolsa ni entró por la ventana ni apareció en el clóset o en el escritorio o abajo de la cama. Pudo más el cansancio porque al rato se durmió: soñó que su cobija estaba hecha de gomitina y desper-tó cuando estaba a punto de echarse un clavado en una alberca llena de gelatinelas y chocopepes derretidos.

Mientras se bañaba pensó que todo aquello debía tener una expli-cación. Primero que nada: la cuchara no era mágica. Segundo: el diez en ortografía había sido un error del profesor Aldegundo que lo con-fundió con Cervantes o con Marce, que sí son muy estudiosos. Tercero: que Pelucas, como había sido su propósito, logró engañarlo. Y cuarto: que tuvo la buena suerte de atinarle a todas las respuestas del examen. Recordaba que, como no había estudiado, se había puesto a inven tar la ortografía de las palabras. O sea: todo podía ser producto de la casuali-dad y la buena suerte.

Salió ese día rumbo a la escuela preocupado, porque si ya se había sacado un diez sus papás le iban a exigir que sacara siempre la misma calificación. Y no podía confiarse en que la suerte siempre iba a estar de su lado.

Sin embargo, otra inmensa sorpre-sa le esperaba: casi a punto de llegar a la escuela, al voltear en la esquina, tuvo que dar un fuerte enfrenón para que las ruedas de la bici no pasaran sobre una bolsa que es-taba en medio de la calle. Aventó

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la bici y se lanzó sobre ella con el corazón a mil por hora, seguro de lo que esa bolsa podría contener.

Y para qué más que decir la verdad: adentro de la bolsa había una buena cantidad de malvatines, chocococos, caramelásticos, paletas de robofresa, chiclegomas y mazatuétanos. Justo lo que Quique Botana le había pedido la noche anterior a la cuchara mágica: una bolsa de golosinas.

Como sabía que nadie le iba a creer lo del genio, prefirió no decirlo en la escuela. Lo que sí hizo fue repartir los dulces entre los amigos sin explicar nada. Todos pensaron que la bolsa de golosinas había sido un premio de sus padres por el diez en ortografía.

Por la tarde se la pasó imaginando qué más pedirle a la cuchara, aunque de vez en cuando le entraba la duda de que se tratara de otra casualidad. La bolsa se le pudo haber caído a una señora por dos razo-nes: porque la encontró cerca del súper y porque adentro de la bolsa había también unas velitas para pastel, una lata de puré de jitomate y un jabón para ropa. Entre que sí era mágica y todo era obra del azar decidió pedir otro deseo. Total, nada podía perder si ninguno de sus amigos era testigo.

Si vieran el coraje que hizo cuando buscó y buscó la cuchara entre sus juguetes, en el buró y en el clóset y no la encontró por ninguna par-te. Imagínense lo que sentiría alguien que pierde la lámpara de Aladi-no y sabrán lo que le sucedió entonces a Quique. Se puso a sacar toda la ropa de sus cajones, a revisar abajo de las camas, encima de la tele, en medio de los libreros.

Finalmente, corrió con su mamá a reclamarle:

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—¿Quién me quitó la cuchara que dejé en el buró?—¿Qué cuchara? ¿De qué me estás hablando?—De la cuchara que me regaló Pelucas el día de mi cumpleaños.—¿Pelucas te regaló una cuchara? ¡Pero qué muchacho tan tacaño!

Nosotros bien que le regalamos un libro…—No me importa eso ahora. Quiero mi cuchara.Después de discutir un rato sobre lo tacaño que era Pelucas, la se-

ñora Botana se acordó al fin de que ella había visto la cuchara en su cuarto. La recogió, la puso en la mesa, alguno de nosotros la usó en su sopa y luego la lavó. Entonces, Quique corrió a la cocina a buscarla y allí estaba, junto a los demás cubiertos.

Ya en su cuarto le pidió otro deseo:—Cucharita, cucharita quiero un traje de baño igualito al de Aníbal.

Y una boina y un ba lón y unos tenis como los de Cervantes y… —le pi-dió tantas cosas que no vale la pena poner todas aquí.

Sin preocuparse, seguro de que en cualquier momento aparecerían el traje, la boina, el balón, los tenis y todas las demás co-

sas en su cajón o en el clóset o en la calle, se dedicó a hacer la tarea y luego a ver la televisión. Antes de dor-mirse comprobó si ya había sido cumplido su deseo. Pero no, era obvio que había que esperar un poco a que

el genio de la cuchara consiguiera las cosas.En cuanto despertó se puso de inmediato a buscar,

pero el traje de baño, la boina, los tenis o el balón no apa-recieron ni en la mañana, ni en la tarde, ni en la noche.

Tampoco al día siguiente.

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Un poco desconcertado por la tardanza, volvió a pedirle las mismas cosas a la cuchara, además de una patineta y una computadora como la de Pablito. Y nada de nada. Pasaron los días sin que la cuchara vol-viera a concederle ni un solo deseo.

Al cabo de dos o tres semanas lo que se le ocurrió fue pensar que tanto la bolsa de dulces como el diez en ortografía habían sido produc-to de su buena suerte. Aunque también le pasó por la cabeza la idea de que la cuchara sí podía haber sido mágica, pero su mamá, al lavarla, le había quitado todos sus poderes.

Entre que era una cosa o era otra, ya no se podía confiar en que alguien lo ayudara en los exámenes de ortografía. Y precisamente al día siguiente tenía uno sobre el uso de la “h”.

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Repugnante Pajarraco

De todos los amigos de Quique, Marce es la más ultratremenda. Ni Pelucas con sus bromas pesadas, ni Manolo con sus mentiras, ni Cervantes con sus chicles causan tantos estropicios como los que hace Marce con sus trave-suras. Es capaz de regar con la manguera la sala de su casa, de hacer una fogata en el jardín de la Morenita, de ponchar las llantas de los coches mal estacionados, de torcerle el cuello a la muñeca de Rosalinda y de poner una tachuela en la silla del profesor Aldegundo, a quien no le gustan las bromas en el salón de clase, especialmente si hay tachuelas de por medio.

Les cuento todo esto porque en el cumpleaños de Quique, Marce no quiso hacer enojar a su amigo, como en otras ocasiones, sino al señor Bo-tana. Ella bien sabe que lo que él menos soporta en el mundo —menos in-cluso que un cero redondo y rojo en la boleta de calificaciones de su hijo— son los animales. Todos los animales. Las hienas, las ballenas azules y los tigres de Bengala. Las cucarachas, los ratones, las mariposas y los mosqui-tos. Ni siquiera soporta ver pollos vivos, aunque le guste comérselos fritos.

Una vez le hizo regalar a Quique un gati to que se encontró en la ca-lle y otra tuvo que regresar, antes de estrenarla, una pecera con todo y tortugas que había comprado con sus propios ahorros. Un día no dejó entrar a Pablito a la casa porque llevaba a su perro recién nacido. Dijo que los dos podían tener rabia y moquillo.

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Pues bien, como les contaba: Marce le re galó a Quique un loro con todo y jaula.

Por supuesto que el señor Botana le hubiera dicho a su hijo que lo re-gresara en ese mismo momento, a no ser porque los papás de Marce se la pasaron hablando horas y horas acerca de lo importante que son los animales para los niños y acerca de lo caro que les había salido el pájaro.

¡Lo hubieran visto! Se quedó mudo un buen rato, con los ojos pues-tos en el loro y gruñéndole a Marce cada vez que pasaba por allí. Hacía tiempo que no estaba tan furioso.

Al día siguiente de la fiesta, Quique fue a comprar alpiste, vaina para pájaros, semillas de girasol y un polvito especial llamado El Pe-rico Cotorro. En las instrucciones decía que con ese alimento los loros aprendían a hablar y a cantar más rápidamente.

La primera decisión que tuvo que tomar con respecto a su nueva mascota fue buscarle un nombre. Por más que se ponía a pensar, no se le ocurría uno que le gustara y que además le quedara bien. Sin embar-go, su papá sí que tenía buena imaginación para los nombres. Todos los días lo llamaba de distinta manera: Repugnante Pajarraco, Mugro-so Perico, Ave Despatarra da, Infeliz Animal, Cucaracha Emplumada, Bicho Con Alas y Cotorro Asqueroso.

El que más le gustó fue Repugnante Paja rraco. Era un nombre que le quedaba a la perfec ción. Eligió como padrinos a Marce y a Pelucas y le hizo una fiesta de bautizo con todos los amigos, que se terminó cuando a Margarita le dio un picotazo en la nariz y se puso a llorar.

El segundo problema fue hacerlo hablar. Todos los días, mientras su papá estaba en el trabajo, se ponía a darle clases:

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—Siete por cuatro treinta y siete, siete por cinco noventa y dos —le repetía una y otra vez sin que la cucaracha emplumada se dignara a ha cerle caso.

Hasta que un día, cuando ya había perdi do las esperanzas de que el ave despatarrada pu diera decir algo, aprendió por sí sola a hablar. Sucedió de la siguiente manera:

Cada vez que el señor Botana llega del trabajo, su esposa lo recibe diciéndole “Ya llegó el señor de la casa”, y luego le da un beso. De tanto decirlo, Repugnante Pajarraco terminó por aprendérselo y repetirlo. Lo único malo es que no se lo aprendió bien. Ese día dijo: “Ya llegó el señor de la caca”.

De seguro se imaginarán cuál fue la reacción del señor Botana:—Con que este buitre parlante se anda burlando de mí, ¿eh?—Es sólo un animal —lo defendió la mamá—, no le hagas caso por-

que no sabe lo que dice.—¡Pues más le vale que no se le vuelva a ocurrir hablarme a mí

porque lo rostizo! ¡Si tu paja rito verde vuelve a insultar-me —le gritó a su hijo con más enojo que cuando ve sus calificaciones— soy capaz de meterlo al horno!

Y como si Repugnante Pajarraco no creyera que el papá de su amo sí que era capaz de cocinarlo, repitió:

—Ya llegó el señor de la caca.Se enfureció tanto el señor Botana que la nariz

se le puso colorada, agarró la jaula y se acercó a la ventana con la intención de tirarla con todo y Re-pugnante al vacío.

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Convencerlo de que no lo hiciera fue bastante difícil. Quique tuvo que prometer dedicarse esa tarde a desenseñarle lo que había apren-dido. Y su mamá prometió también que ya no le diría “Ya llegó el señor de la casa” cada que él entrara. Seguramente así se le olvidaría repetir mal sus palabras.

Y la verdad, tanto la señora como Quique cumplieron con sus pro-mesas. Él le repitió cien veces “Ya llegó la felicidad de la casa” y ella lo recibió diciéndole “Ya llegó la alegría del hogar”.

El que no pudo desaprender nada fue el Repugnante Pajarraco, que al día siguiente volvió a repetir, en cuanto el papá de su amo abrió la puerta, “Ya llegó el señor de la caca”.

—Ahora sí que me colmó la paciencia —gritó—. Voy a desplumar a esta rata con pico en este preciso instante.

Y la verdad estaba tan enfurecido que Quique y su mamá creyeron que sí lo iba a hacer. Y claro que lo hubie-ra hecho a no ser porque es esos momentos llamaron a la puerta. Era un compañero de trabajo del señor Botana, que al verlo así, tan enfurecido, le preguntó:

—Pero, ¿qué te pasa, hombre?—Nada, nada —le mintió, toda-

vía alterado—, es que hace mucho calor, ¿no crees?

Quique aprovechó la oportuni-dad para tomar la jaula, meterla en

su cuarto y salvar a Repugnante Paja-rraco de ser desplumado.

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El problema que tenía que resolver de inmediato era cómo salvar a la rata con pico de ser degollada por su papá. Lo primero que se le ocu-rrió fue pedirle a Marce —pues al fin y al cabo era su madrina— que se quedara con él un tiempo para que así se olvidara de la cantaleta que había aprendido.

Le pareció tan buena idea que en ese instante le llamó por teléfono para explicarle lo que había pasado en su casa. Y ella, tan compresiva como siempre, aceptó tener de huésped al loro por unos cuantos días. En ese mismo momento, mientras su papá seguía platicando con su compañero, Quique salió con la jaula para llevar a Repugnante Paja-rraco a su nueva casa.

Al regresar, sin preguntarle qué había hecho con él, su papá le agra-deció la buena acción:

—Has sido muy comedido conmigo, hijo. No sabes lo que te agra-dezco que te hayas llevado de aquí a esa espantosa bestia emplumada. Vas a ver que así todos vamos a ser más felices. Vivir con animales en la casa es malo para la salud.

Quique no le respondió. Tampoco se atrevió a decirle que la ausen-cia de la horrorosa paloma parlanchina era sólo por unos días. Ya pen-saría cómo convencerlo después.

Sin embargo, en la noche se presentó otro problema. La mamá de Marce recibió bien a Repugnante Pajarraco, pero en cuanto llegó su papá empezó con lo de “Ya llegó el señor de la caca”.

Como habrán de imaginarse, se armó un superlío espantoso y, por supuesto, le ordenaron a su hija que regresara de inmediato a su legí-timo dueño ese inmundo bicho pantanoso y grosero.

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Y en efecto, a la tarde siguiente, Marce llegó con la jaula de vuelta a la casa de su amigo. Por fortuna, su papá no se dio cuenta cuando se la llevó a su cuarto.

Después de lo que había pasado con Marce, Quique daba por des-contado hacer lo mismo con Pelucas, que no se hubiera negado por ser el otro padrino. Además su papá tampoco era muy tolerante con los animales. Con decirles que en su portafolios lleva un insecticida por si algún perro se le acerca en la calle.

La otra solución que se le ocurrió, la mejor, fue dejar en libertad a Re-pugnante. Entre morir sin plumas y rostizado por su papá, o morir aho-gado en la tina de los papás de Marce, lo mejor para él era vivir libre, aun-que tuviera que conseguir su propia comida y dormir en cualquier lado.

Le costó trabajo decidirse, pero al fin lo hizo: abrió la puerta de la jaula y le dijo que podía hacer lo que quisiera. Sin embargo, Repugnan-te no hizo el menor intento por salirse de la jaula. Entonces lo apresó con la mano y lo echó a volar.

Claro que le dio tristeza. Pero al fin y al cabo se consolaba con la idea de que iba a ser más feliz vagando de árbol en árbol y comiendo gusa-nos de verdad en vez de esos polvos especiales para aves. Con suerte y hasta se encontraría con una Repugnanta Pajarraca que quisiera ca-sarse con él.

Con la salida del perico, los malos humores y los disgustos desapare-cieron de la casa y volvió la tranquilidad.

De vez en cuando Quique se asomaba por la ventana con la esperan-za de verlo volar. Aunque también a veces pensaba que algo le había sucedido y por eso no pasaba cerca.

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Pero se equivocó. Un buen día, Repugnante Paja-rraco volvió a su jaula. Sí, tal y como lo oyen, volvió a la casa de los Botana. Y todo gracias a que Aníbal lo localizó parado en la rama de un fresno del parque. Bueno, esa es otra historia que espero contárselas pronto. El caso es que Repugnante regresó al hogar.

Su mamá estaba asombrada. No dejaba de decir: “Pero esto es increíble”.

Justo cuando lo metían en su jaula y le daban un poco de alpiste entró el señor de la casa, al que Repug-

nante recibió, por supuesto, como “el señor de la caca”.—¿Qué hace en mi casa otra vez ese bicho infecto? —gritó.—¿No es increíble? —dijo su esposa.—Claro que es increíble que quieran burlarse todos de mí. ¡Largo de

aquí, perico de la caca!—Mañana me lo llevo —dijo Quique con tristeza.—Mañana, ¿me entiendes?, mañana. Sin excusas.Durante esa noche se la pasó pensando qué hacer, hasta que se le

ocurrió una magnífica idea. Le pediría a la vecina, que es una vieja solte-rona a la que le cae bien, que se lo cuidara. Así podría ver a Repugnante Pajarraco cada vez que quisiera. Y ella no tendría ningún problema por-que en su casa no hay un “señor de la caca” que pueda enojarse con él.

Estaba decidido. Sin embargo, pasó algo que cambió las cosas. Ese día recibió la boleta con tan buenas calificaciones en ortografía que pudo pedirle a su papá un regalo a cambio: quedarse con su mascota. Y ante tan insólito acontecimiento, él no pudo negarse.

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El secuestro

Aunque pasó mucho tiempo después de su cumpleaños, Quique tuvo el cuidado de que ninguno de sus amigos se enterara del regalo que le había hecho la tía Güera.

La tía Güera vive en un asilo para ancianos en la playa, está medio sorda o medio ciega, y siempre ha creído que su sobrino, o sea Quique, nació siendo una niña. Desde entonces le ha mandado de regalo diade-mas, vestidos, un juego de cocina, unas peinetas y una bolsa de mano llena de espejitos, bilés de labios y barniz para las uñas.

A sus papás siempre les da risa cuando su hijo abre esos regalos. A él también. Claro, siempre y cuando quede en familia y nadie más se entere. Por lo demás, todos los años guardan esos juguetes o prendas de vestir para regalarlos en los cumpleaños de Margarita o Rosalinda o Marce o la Morenita.

Esa vez, la tía Güera tuvo a bien regalarle una muñeca. Bastante fea, por cierto: tenía un ojo más chico que el otro, la nariz ganchuda como la del papá de Manolo y Rosalinda y las piernas mucho más cortas que los brazos. Y venía acompañada por un recado: “Para mi querida sobri-na Enriqueta, con un beso de su tía Güera”.

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Guardó la muñeca en el clóset y se olvidó de ella, hasta que un día, semanas más tarde, llegó el momento de quitarle el polvo para regalár-sela a Margarita en su cumpleaños.

La muñeca, que era todavía más fea de lo que la recordaba, hizo tan feliz a su amiga que en realidad le dio un gusto tremendo dársela a ella y no a Marce o a la Morenita o a Rosalinda, que la hubieran echado en su baúl junto con sus otros juguetes.

Desde entonces, Margarita no se separa de la muñeca ni un minuto: la lleva a la escuela, duerme con ella, hacen juntas la tarea y, cuando salen en bola al parque, siempre la acompaña. Con sus ahorros le com-pró una carreola para sacarla a pasear y, junto con su mamá, le hizo varios vestidos. Más que muñeca, parece su hermana.

Una de esas veces en la que todos se reunieron en el parque para jugar a los cazadores, que consiste en juntar insectos raros para la co-lección de Aníbal, Margarita se distrajo un momento con una araña verde que encontró en un rosal y, cuando volvió a la carreola, su muñe-ca había desaparecido.

Fue una tragedia terrible. Primero se puso furiosa, como se pone el papá de Marce cuando los amigos de su hija juegan a hacer un campa-mento en su cuarto, y luego pasó a las lágrimas. Qué digo lágrimas, al llanto inconsolable, al moco que le llegaba a los pies: una gran tragedia.

De inmediato, todos se pusieron a buscar a la feíta entre los árboles, en la fuente, en las bancas, en las coladeras, en el piso. Y ni rastro de ella. Severiano le preguntó a otras niñas que jugaban en el parque si la habían visto, pero nadie sabía nada. Aníbal se subió a los árboles, y tampoco: la muñeca había desaparecido.

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Cuando ya habían agotado todas las posibilidades y estaban por regresar, Rosalinda descubrió que en la carreola había un papelito. Cervantes se lo arrebató y lo leyó en voz alta: “Si quieres volver a ver a tu espantosa muñeca, tendrás que darme a cambio 50 chiclotones, 20 vainitecas rellenas de zarzamoles, un juego de bádminton, unas uñas postizas, una caja de plumines y la chamarra de borrego que usa tu amigo el del pelo chinito. El domingo deberás dejar una bolsa con todo lo que te pido en el basurero que se encuentra cerca de la fuente. Si no lo haces, le cortaré el cuello a tu horrible muñeca.”

Lo primero que pensó Margarita es que alguno de sus amigos le es-taba haciendo una broma. Sospechó en especial de Manolo y de Marce, que se la pasan viendo la televisión. Pero después de que todos insis-tieron en que dijeran la verdad, quedaron convencidos de que ninguno de los dos le jugaría una broma tan cruel a su amiga. Las sospechas entonces cayeron sobre las otras niñas que jugaban en el parque.

Se separaron y cada uno empezó a preguntar y a fisgonear en las carreolas de las niñas que jugaban en el parque. Después de un buen rato de no encontrar nada, se volvieron a reunir. Margarita estaba más triste que nunca.

—A lo mejor ya huyó la cobarde —dijo la Morenita.—O el cobarde —replicó Aníbal.—¿Cómo crees? —dijo Marce—. Un niño no se

robaría una muñeca ni pediría como rescate unas uñas postizas.

—Pero tampoco una niña pediría la chamarra de Pelucas.

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—Eso es cierto, a lo mejor los que raptaron a la muñeca son dos.—O tres o cuatro…—Lo único que nos queda —propuso Cervantes— es conseguir el

rescate que piden. Yo podría juntar una buena cantidad de chiclotones. En mi casa debo tener cuando menos unos treinta o veinte o diez…

—Yo tengo los plumines —ofreció Rosalinda—, aunque ya están un poco usados…

—Yo tengo dos raquetas de bádminton —aseguró Quique—, pero no tengo gallitos, a menos que los rescatemos del techo de los vecinos.

Pelucas, sin decir nada, se quitó su chamarra de borrego y se la dio a Margarita.

Al día siguiente, que era sábado, se pusie ron a conseguir las cosas que faltaban. Con ayuda de Pablito y Aníbal, Quique se subió al techo de los vecinos para recuperar los gallitos que había perdido. La Morenita, Marce, Manolo y Severiano rompieron sus alcancías para llevar el dinero y com-prar con él las vainitecas, los chiclotones que faltaban y las uñas postizas.

Como lo prometieron, Rosalinda llevó sus plumines, Cervantes sus chiclotones y Quique el juego de bádminton.

Después de haber comprado las uñas postizas en una farmacia, Pelu-cas tuvo una buena idea:

—Se me ocurre que rellenemos el tu-bito del pegamento que viene con las uñas con un poco de ese pegamento, que no se puede quitar con nada del mundo.

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—Claro —dijo con entusiasmo Severiano—, para quitarse las uñas postizas tendría que quitarse también las de verdad.

—Mi papá —contó Rosalinda— me compuso los patines con un pe-gamento de ésos y ya no se han vuelto a romper.

Como a todos les pareció buena idea, se pusieron a pensar en otras cosas que pudieran vengarlos de los raptores. Marce propuso:

—Podríamos echarle chile a los chicles.—Y en el fondo de la bolsa ponemos una tarántula —se le ocurrió a

Aníbal.—No —dijo Manolo, que siempre ha sido el más peleonero—, mejor

nos escondemos en un árbol y cuando vayan a coger la bolsa les cae-mos y les pegamos.

—De acuerdo —levantó la mano Pablito—, vamos a picarles los ojos y a morderles los cachetes y a aplastarles la nariz y a…

—… hundirles el ombligo —añadió Severiano— y a echarles mer-melada en el pelo y a torcerles las orejas y a…

Margarita fue la única que no estuvo de acuerdo porque su muñeca era la que estaba en peligro. Hasta que no la tuviera de nuevo en sus manos no quería arriesgarse. Sin embargo, entre todos la convencieron de que ése era el mejor plan.

El domingo se vieron todos temprano en casa de Marce. Metieron en una bolsa de plásti co las vainitecas, los chiclotones, la chamarra de Pelucas, el juego de bádminton, los plumines y las uñas postizas con todo y su tubito de pega mento permanente. Y luego se pusieron a plati car sobre las estrategias a seguir.

Severiano fue el elegido para dejar la bolsa en el lugar convenido. Ma-nolo llevaría sus bino cu lares y se treparía a un árbol que le permitiera

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observar todo el escenario donde se llevaría a cabo el rescate. Rosalinda fue la encar ga da de hacer sonar un silbato a la señal de Manolo para que todos corrieran al lugar justo cuando llegaran los raptores de la muñeca. Los demás se esconderían lo mejor que pudieran para salir con la señal de ataque. Marce, Cervantes y Quique ofrecieron llevar sus bicicletas, y Pelucas dijo que iría armado con su espada y su escudo de plástico.

Después de casi una hora o de quince minutos de espera se escuchó el silbatazo de Rosalinda y, en menos de diez segundos, los salvadores de la muñeca corrieron al punto convenido.

Los secuestradores eran un niño y una niña a los que rodearon, dis-puestos a no dejarlos ir hasta que les regresaran la muñeca de Margarita.

—¿Cuál muñeca? —se hizo ella la tonta.—No sé de qué están hablando —dijo el niño.—Más les vale que no se hagan los payasos —los amenazó Pelucas

con la espada.Manolo prefirió no decir nada y se lanzó directo al cuello del niño. Los

demás hicieron lo mismo hasta que echaron al piso a los dos rapto res. Entonces se escuchó otro silbatazo, pero esta vez no había sido Rosalin-da la que lo había hecho, sino un policía que les pedía que soltaran a las víctimas.

Cervantes y Severiano se levantaron y pusieron las manos en alto, como si les estuvieran apuntando con una pistola. En cambio, Pelucas tomó su espada, se la clavó en el ombligo al po licía y le dijo:

—Hay que llevar a la cárcel a estos dos cri minales. Secuestraron a la hermana de Marga rita. Es más, yo creo que ya le dieron cran —y se pasó el dedo por la garganta.

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Los secuestradores dijeron que ellos no se habían robado nada y que les estaban pegando sólo porque eran muchos y ellos les caían mal. Eso era cierto, al menos para Manolo, que se lanzó nuevamente contra los dos.

El policía hizo sonar de nuevo su silbato y con mucho trabajo logró separar a Manolo de los criminales. Para asustarlos les dijo que todos tendrían que acompañarlo con el juez: él decidiría quién tenía la ra-zón. Todos aceptaron porque querían que se hiciera justicia. Bueno, no todos, ya que los raptores aprovecharon un descuido de los salvadores para echarse a correr a todo lo que daban sus piernas.

Por supuesto que ellos no se quedaron parados: como impulsados por un resorte co rrier on tras los fugitivos. Pero para su mala fortu na, unas ni-ñas que se disponían a jugar a la reata ten dieron su cuerda a lo largo del corredor, justo después de que los robamuñecas pasaron. No les cuento cómo fueron a dar al piso los que perseguían. A Aníbal le salió sangre de la nariz y a Manolo se le hizo un chichón en medio de la frente.

Cuando al fin se pudieron levantar, ya nin guno de los dos raptores se veía por el parque. En cambio, vieron que en su huida habían tirado sobre el pasto el regalo que con tanto cariño le había hecho a Quique su tía Güera: la muñeca de Margarita.

El resto de la tarde la dedicaron a comer vainitecas y a mascar chiclotones. Lue-go jugaron un rato bádminton.

Pelucas se puso su chamarra y Margarita no soltó ni un segundo a su muñeca.

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El coleccionista

Aníbal es un coleccionista de verdad. Colecciona todo lo que se puedan imaginar: billetes y monedas de otros países, sellos postales, estam-pas de futbolistas, conchas marinas, periódicos y revistas de todo el mundo, hojas de árboles y plumas de gallinas, palomas y pajaritos. Coleccio na latas vacías de refrescos, etiquetas de chococa cos y algunas fotografías que salen en los periódicos. Tiene un cuaderno de autógra-fos en el que le han firmado los mejores tenistas, cantantes, pediatras y compañeros de la escuela.

Además, Aníbal tiene todo perfectamente ordenado en cajas que guar-da en su clóset, en cuadernos, en bolsas y hasta en la oficina de su papá.

Por ejemplo, las hojas de los árboles las pone a secar entre las pági-nas de los libros de su mamá. Luego las pega en cartulinas y las forra con plástico para que no se maltraten. Las conchas de mar las tiene ordenadas, de la más chiquita a la más grande, sobre la tabla que está arriba de su cama. Las estampas de los futbolistas están pegadas en su álbum, muchas de ellas firmadas por los propios jugadores.

Por eso, una de las cosas que más le gustan a Quique en la vida es pasarse las tardes enteras con Aníbal viendo alguna de sus coleccio nes. Siempre hay algo nuevo que descubrir en ellas: una mariposa o un esca-rabajo que alguien le trajo de la India, una cajetilla de cigarros de Tur quía

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o de Colombia, una moneda de China, un pe riódico japonés o una pluma de avestruz. Quién sabe cómo le hace para conseguir todas esas cosas. Lo cierto es que siempre tiene algo digno de sorprender a cualquiera.

Ya se imaginarán por qué cuento todo esto: el día del cumpleaños de Quique, además del juego de memoria que le dio Chucha, su herma-na mayor, su amigo prometió regalarle algunos insectos y animales de su colección que tenía repetidos. Así podría él empezar la suya.

Quedaron de verse el sábado siguiente por la mañana.Cuando llegó, Aníbal ya tenía todo listo sobre su escritorio. Le dio un

alacrán café, una avispa del tamaño de un dedo, una libélula azul, tres escarabajos rarísimos, un gusano, un ciempiés, una abeja reina, una ca-pulina (que es una araña venenosísima), un caballito de mar, una con-cha de caracol marino, un vinagrillo, un puñado de hormigas y una cosa que la verdad parecía un ejote echado a perder, pero que él juraba que era una lombriz.

Algunos bichos se los dio en frascos, otros atravesados con un alfi-ler sobre un cartón y otros más en cajitas de distintos tamaños. Todos tenían su nombre, el lugar y la fecha en que los capturó, y a veces algo más. Por ejemplo: “Avispa. Cuerna va ca, 15 de mayo. Le picó a mi tío, por eso no tiene aguijón”. O también: “Gusano de 11 centí me tros. Sala (aba-jo de una maceta), 12 de septiembre. Mi hermana me dijo guácatelas, llévate de aquí ese asqueroso gusano antes de que te dé una patada en la espinilla. Me lo llevé de inmediato y de todas maneras me dio el puntapié.”

Quique salió de casa de Aníbal cargado de arañas, gusanos e insectos. Salió también con ganas de hacer una colección tan grande como la de

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su amigo. O quizás mejor, pues en el sóta no de su casa se ha encontrado con bichos tan espantosos que hasta el mismo Aníbal se asustaría.

Prefirió no decir en su casa cuál había sido el regalo de su amigo. Con lo que su papá detesta a los animales, si lo sorprendía con ellos, aunque estuvieran muertos, era capaz de correrlo de la casa o de casti-garlo sin comer postre hasta que cumpliera veinte o dieciocho años. Ya de por sí, lo de Repugnante Pajarraco no lo tenía muy contento, aunque le permitiera tenerlo por haber sacado diez en el examen de ortografía.

Esa misma tarde, Quique se fue al parque con toda la intención de capturar presas para su nueva colección. No encontró muchas cosas que valieran la pena: palomillas, moscas verdes, un gusano de tierra como de 10 centímetros, una catarina, un abejorro y seis mariposas de distin-tos tamaños y colores. Se le escapó una cucaracha francamente asquero-sa, como del tamaño de la nariz del papá de Manolo y Rosalinda. Estaba seguro de que ésa era la única presa que Aníbal le hubiera envidiado.

Cuando llegó a su cuarto, cerró con pasador la puerta y se puso a cla-sificar sus nuevos ejemplares, como les llama-ba Aníbal, siguiendo su mismo orden. “Ma-riposa blanca. Parque, 7 de marzo. La atrapé con los dedos, por eso está un poco despinta-da de las alas”; “Catarina. Parque, 7 de mar-zo. Se parece al vestido que mi mamá llevó la última vez que el director de la escuela la mandó llamar para que platicaran sobre mi situación”; “Hormiga o araña, también 7 de marzo. La disequé con la suela del zapato.”

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El domingo empezó desde muy temprano. Se fue al sótano, donde su papá guarda sus herramientas, las llantas viejas del coche y todo lo que se puedan imaginar. Es un lugar húmedo y oscuro. Por eso, Quique pensó que sería el lugar ideal para encontrar los bichos más infectos y raros. Aunque podía haber encendido la luz, prefirió echarle más emo-ción al asunto y buscar con la linterna, pero sólo halló telas de araña, moscas y abejas muertas. Como a las nueve tuvo que ir a desayunar.

Terminó cuanto antes con la intención de ir a probar suerte a otra parte: un terreno baldío, lleno de basura, en el que seguramente pulu-larían los más repugnantes animales.

Sin embargo, antes de ponerse a aumentar su colección, Quique pensó que la linterna que había olvidado en el sótano podría serle de mucha utilidad en la cacería de nuevos especímenes.

El sótano seguía oscuro y en completo si lencio. A tientas se puso a buscar la linterna so bre la mesa de carpintería, pero tropezó y echó abajo un montón de latas vacías, llantas y cajas. Como estaba ya todo bastante revuelto, decidió mejor prender la luz. En cuanto lo hizo, un

animal corrió de un lado al otro del cuarto y fue a esconderse tras una pila de botellas.

Era un ratón. No le cabía la menor duda.Quique cerró la puerta para que no esca-

para su futura presa, se puso unos guantes de su papá que encontró en la caja de las herramientas y se dispuso a atraparlo. Pri-mero tomó un palo y esperó a que el ani-

mal saliera de su escondite, pero a los diez

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minutos se aburrió. Entonces se le ocurrió fabricar una trampa muy sencilla, que consistía en una caja de cartón sostenida con un palito, al que le amarró un hilo; en medio de la caja colocó un trozo de queso. Durante casi media hora, o quizás sólo quince minutos, esperó inmó-vil hasta que el ratón se acercó a comer y ¡zas!, jaló del hilo y su presa quedó atrapada.

Sacarlo de allí para meterlo dentro de una caja de zapatos no fue nada fácil. Cuando al fin lo logró, le hizo unos agujeritos para que res-pirara y para que él pudiera escuchar sus chillidos.

Estaba tan emocionado con su caja entre las manos, que cualquiera diría que llevaba allí un cofre lleno de monedas de oro o de cacahua ti-ques. O bien que había atrapado a un león o un cocodrilo en miniatura.

En cuanto llegó a su cuarto, Quique dejó la caja en el clóset y corrió a llamar a Aníbal por teléfono para que lo ayudara a clasificarlo. Y por supuesto que se interesó por el ejemplar que su amigo había apresado: en menos de tres minutos ya estaba tocando a la puerta de su casa.

Con mucho cuidado, levantaron un poco la tapa para verlo. Parecía asustado.

Después de que Aníbal decidió cuál era la familia animal a la que pertenecía el bicho, le hicieron su papelito de clasificación: “Roedor que parece ratón. Sótano de la casa, 8 de marzo. Al parecer le gustó el queso de la trampa porque hace muchos ruidos, como si todavía es-tuviera comiendo. Se ve que tiene miedo, como si nos lo fuéramos a comer o algo así.”

—¿Y ahora cómo lo matamos? —le preguntó Quique.—Hay que disercarlo —contestó, muy seguro de sí mismo.

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—¿Y sabes cómo hacerlo?—Es muy fácil. Sólo tenemos que ir a mi casa por un libro que ten-

go sobre la disección de animales. Allí está todo explicado. Hasta dice cómo disecar un pez espada y un búfalo.

Cerraron las puertas del clóset y se fueron, en sus respectivas bici-cletas, rumbo a casa de Aníbal. Sabían que había que darse prisa antes de que su mamá descubriera quién era el huésped que Quique tenía en su cuarto.

En menos de veinte minutos ya estaban de regreso. Cuando se iban a poner a leer el libro, a los dos les entró la curiosidad por saber cómo estaba el nuevo ejemplar de la colección. Fueron al clóset, sacaron la caja, levantaron la tapa con mucho cuidado y descubrieron que el ra-tón había hecho un agujero y se había escapado.

Pensaron entonces que lo más indicado era volver a poner la tram-pa. Y así lo hicieron. Sin embargo, esperaron inmóviles y en silencio más de una hora y media, o quizás sólo media, y del ratón no se escu-chó ni siquiera el más insignificante chillido.

—Tendremos que buscarlo —propuso Aníbal—. De seguro ya sabe que si va por el queso vuelve a caer en la trampa. Esos animales son muy astutos, lo sé por experiencia.

—Si quieres yo saco las cosas y tú lo atrapas.A Aníbal le pareció bien. Sólo le pidió a su amigo que le diera una

escoba para disecarlo con ella de lleno en cuanto saliera. Entonces, Quique se puso a sacar todos sus zapatos y las cajas de juguetes que guarda en el clóset. Hasta que al fin escucharon el ruido que hacían las patitas del ratón al correr. Quique iba a quitar la última caja, donde su-

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ponían que se había escondido, cuando lo vieron salir como bala desde el fondo del clóset. Emocionado, Aníbal se puso a dar de escobazos ha-cia todos lados. Uno de ellos fue a parar en la cabeza de su amigo.

¿Cómo lo hizo? ¿Quién sabe? Pero lo cierto es que el ratón pasó por entre los pies de sus cazadores y se escapó por el pequeño hueco que hay entre la puerta y el piso del cuarto. Bajó las escaleras más rápido que ellos y se fue a refugiar justo en la cocina, donde la señora Botana preparaba la comida. En cuanto los vio con una escoba en la mano y corriendo a toda velocidad, los regañó:

—Niños, se van a matar. ¿Qué hacen con esa escoba? A correr en los parques, pero no aquí en la casa. Pueden tirar uno de mis floreros. ¡Úchale, úchale de aquí!

Y total: con la enfrenada no tiraron un florero, aunque sí la sopera azul, la favorita de la señora Botana. El tremendo grito que les puso a los coleccionistas seguramente se oyó a más de mil kilómetros a la redonda.

Pero, afortunadamente para ellos, la señora no se enteró del motivo de su corretiza: el ratón. El ratón que, según Aníbal le dijo después a Quique, se había metido abajo de la estufa.

Se hicieron los tontos, dijeron que estaban jugando a los po-licías y los ladrones y pidieron perdón por romper la sopera. De todas maneras, no se salva-

ron del regaño:—Esa sopera

la compré en San

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Armando Tenguitustengo. Era mi preferida. La próxima vez que rompan algo les voy a hacer de comer albóndigas con chile, ¿me entendieron? O los voy a amarrar y les voy a cantar una hora seguida…

No les sirvió de mucho pedir disculpas por segunda vez. Y los dos sabían que si la seño ra Botana descubría que había en su cocina un ratón gracias a ellos, la cosa se pondría todavía peor. Les cantaría a los oídos cuatro o cinco horas.

Pusieron cara de buenos y se fueron a planear qué hacer para reme-diar las cosas. Quique le dijo a Aníbal que por la tarde sus papás tenían que ir a visitar a la tía Eulalia y que ésa era la oportunidad que tenían para ponerle remedio al problema.

Efectivamente, en cuanto se fueron, llama ron por teléfono a sus amigos para que les ayudaran a buscar al ratón. Y por supuesto, na-

die quiso perderse de la aventura. Movieron la estu fa, la lavadora y el refrigerador, buscaron abajo de los sillones y de las camas, pusieron trampas por toda la casa, y nada, el maldito roe-

dor, como lo llamaba Aníbal, no apa-recía por ningún lado.

De pronto, Severiano asegu-ró haberlo visto en el

cuarto de los señores Botana. Pero por más que lo buscaron no apareció ni en los ca-jones de la ropa ni en

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el baño ni entre las sába nas de la cama. Pelucas, que todavía buscaba en la sala, dijo que el ratón había escapado por debajo de la puerta y se había salido a la calle. Quique sintió un alivio tremendo, aunque el ejemplar se hubiera ido de su colección.

Como a las ocho de la noche, cuando empezaban a recoger el tirade-ro que habían hecho, llegaron los papás de Quique.

—Es que jugamos a la guerra —dijo Rosalinda.—No se preocupen —la siguió Cervantes—. En menos de tres horas

recogemos todo.Como la cara que puso el señor Botana no era muy amigable, a na-

die se le antojó reírse de la broma de Cervantes y se pusieron todos a levantar el tiradero. Terminaron como a las nueve y cuarto de la noche.

Ya descansado gracias a que Pelucas dijo que vio cómo el ratón se había ido, Quique se durmió profundamente.

Los gritos de su mamá lo despertaron en la noche:—¡Un ratón! ¡Un ratón! —le gritaba a su esposo—. ¡Haz algo, mátalo!Por lo que Quique escuchó esa noche y por lo que pudo enterarse

a la mañana siguiente, su papá corrió a la cocina por la escoba, buscó durante un buen rato al roedor y de un solo golpe lo mató.

También se enteró de que en la hazaña su papá se llevó de paso uno de los floreros consentidos de su mamá.

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El suéter de huevo

¡Vaya ideas las de la tía Eulalia! ¡A Quique siempre le regala ropa! Como si no hubiera en el mundo otras cosas que regalar: una pelota, un juego de soldados, una autopista. Vaya, hasta una simple paleta de muega-nocaca. Y con los gustos que tiene ella, su sobrino preferiría que no le regalara nada que tenga que ver con prendas de vestir.

De todas maneras, para evitar que sus papás le dijeran “niño ingra-to”, Quique dio las gracias a su tía y se probó el suéter amarillo que le había llevado de regalo. Sí, un suéter color amarillo-súper-amarillo-ul-tra-canario que ella misma tejió.

Por supuesto, desde el día siguiente Quique lo guardó en un cajón dispuesto a no estrenarlo nunca. De veras: nunca. Se imaginaba las burlas de Pelucas:

—Pareces pollito. Pío, pío, Quique pollito…Por fortuna, él no estaba cuando se lo probó enfrente de sus papás

y la tía Eulalia. Tampoco Marce, que no se hubiera quedado atrás con las burlas:

—Ay, Quique, te he dicho que te limpies la boca con la servilleta y no con el suéter. Mira, lo has manchado todo de huevo…

Y así: las burlas de sus amigos no pararían nunca de los nuncas. Los conocía muy bien. La vez que Pablito se atrevió a llegar a la escuela con

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sus botas de piel de serpiente, no dejaron de molestarlo con la cantaleta de “Pablito Viborito”. Y con Cervantes fue peor: el día que se presentó a clases con sus pantalones camuflajeados, Marce y Pelucas se dedicaron a decirle: “Lo que usted ordene, mi general Cervantes”. Hasta la Morenita fue víctima de sus burlas cuando llevó sus mallas anaranjadas-madarina.

Por eso, Quique escondió el suéter hasta el fondo del cajón y decidió olvidarse de él. Y así fue durante un buen tiempo, hasta que un día su mamá metió las narices en donde no debía y lo desenterró.

—¡Ay, cariño, el suéter que te regaló tu tía Eulalia! Ya me había ol-vidado de él. Es tan bonito y tan suavecito y tan… Hoy es un buen día para estrenarlo, ¿no crees?

—No —le dijo.—Sí.—No.—Sí. ¿Qué no ves que hoy

vamos a ver a tu tía? Se sen-tiría tan contenta de verte con el suéter que te tejió…

—No, he dicho que no.—Sí.—No.—Sí.Quién sabe cómo lo hizo, pero al mismo tiempo que decía su último

sí aprovechó para meterle a su hijo el suéter por la cabeza. Luego, con algunos forcejeos, logró hacer lo mismo con las mangas. Y allí estaba él, convertido en un Quique pollito que se limpia la boca con la ropa.

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Como era de esperarse, esa tarde la tía Eulalia se sintió como un pavorreal al ver a su sobrino vestido con el suéter que ella tejió con sus artísticas manos. Todos los demás también lo chulearon: el tío Cheto, la tía Laura y el tío Manuel. Ni siquiera porque se estaba muriendo del calor le permitieron que se lo quitara. Tuvo que aguantarse así hasta que regresó a su casa.

Fue una suerte que Marce no se hubiera acercado a la casa de la tía Eulalia para fisgonear, como siempre lo hace, y que Pelucas no hubiera ido porque estaba enfermo del estómago. Quique fue el único niño en esa aburrida reunión.

Después de esa experiencia y para no darle oportunidad a su mamá de volvérsela a hacer, decidió extraviar el suéter al día siguiente. Lo metió en el fondo de su mochila con la intención de tirarlo a la primera oportunidad en el trayecto hacia la escuela.

Y así lo hizo. Pero para su mala suerte una señora que pasaba por allí le grito con todas sus bocinas:

—¡Niño, ey, niño, que se te ha caído el suéter! ¡Ey, niño! ¿Me oíste? ¡Que se te ha caído el suéter!

Quique tuvo que detener su bicicleta, bajarse y recogerlo.—¿Qué no te han enseñado en tu casa a dar las gracias?—Sí, sí, señora: muchas gracias.—No debes andar tan distraído por la calle. Si no es por mí, mira

que hubieras perdido el suéter.—Sí, sí, señora: muchas gracias.—Y con lo que cuestan… Tus papás te hubieran puesto una buena

tunda si no es porque yo te aviso, ¿verdad?

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—Sí, sí, señora: una buena tunda.—Y tan bonito que está. Apuesto a que te lo tejió tu mamá o tu

abuelita.—No, señora, me lo tejió una tía.—¡Pero qué buen gusto tiene tu tía! Es un suéter precioso, el más

bonito que he visto en mi vida, el más amarillo de todos, el más archi-genial. Te apuesto a que debe venderlos como pan caliente, ¿eh? Dime, niño, ¿no sabes si podría hacerme uno a mí? Claro que se lo pagaría.

—Sí, yo creo que sí —y se montó a la bicicleta para huir cuanto an-tes de esa bruja—. Ya se me está haciendo tarde para entrar a la escuela —le dijo—, me cierran la puerta si no…

—Anda, vete, pero dame antes el teléfono de tu tía. Anda, que si no me lo das no te dejo ir.

Con tal de que lo soltara, Quique le dio el número de la tía Eula-lia, guardó el suéter en el fondo de la mochila y pedaleó con todas sus fuerzas para llegar a tiempo. Entró derrapando, justo en el momento en que empezaban a cerrar la puerta.

Toda la mañana se la pasó vigilando su mochila, no fuera a ser que a alguien le diera por curiosear y descubriera el suéter. En el camino de regreso a su casa pudo al fin deshacerse de él. Se metió en un terreno baldío y lo enterró junto a una pila de basura. Al terminar, sintió un alivio increíble.

Ya se le había olvidado el episodio cuando, dos o tres días después, que le llama la tía Eulalia a la señora Botana para decirle que una vie-jita había encontrado el suéter en un lote baldío y se lo había llevado. Y no sólo eso: le había pedido que le hiciera uno igualito y que se lo iba

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a pagar. Y todo gracias a su sobrino, que tuvo la gentileza de haberle dado su número de teléfono a tan bondadosa y honesta persona.

Esa tarde, Quique y su mamá fueron a casa de la tía Eulalia a reco-ger el suéter. Regresó con él puesto y con una moneda en la bolsa en agradecimiento a que le había dado el teléfono a la viejita.

Desde entonces, su mamá no dejó de molestarlo:—Ponte el suéter de la tía, ya ves que te dio suerte.—No.—Sí.—No.—O te lo pones o

empiezo a cantar.Ante esa amenaza,

Quique no tenía mucho de dónde elegir: se lo ponía y en el camino lo guardaba en la mochila, para que nadie lo descubriera. Lo único malo de eso es que a veces se la pasaba con mucho frío en la escuela.

Durante los días siguientes hizo otros intentos por deshacerse del suéter. Primero lo manchó con salsa de soya que su mamá usa para cocinar. Ella lo lavó a la perfección.

Luego lo cortó con unas tijeras a la altura del ombligo. Su tía se lo reparó.Un día lo olvidó a propósito en un restaurante. Como conocían a su

papá, le llamaron para decirle que podía pasar a recogerlo.Otra vez lo metió en agua caliente para que se encogiera. Tuvo que

ponérselo aunque le apretara.El suéter de la tía Eulalia ya era un verdadero dolor de cabeza. Aun-

que para su fortuna todavía nadie en la escuela lo había visto con él.

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Sin embargo, su buena suerte se acabó el día en que Marce y Pelucas abrieron su mochila para buscar golosinas y descubrieron el secreto. Lo primero que se le ocurrió a Quique fue decirles que era de Rosalinda y que él sólo se lo estaba guardando. Como era de suponerse fueron con ella y se empezaron a burlar:

—Pío, pío, la pollita Rosalinda —le cantaba Pelucas.—Ya no comas tanta mostaza —le decía Marce—, vas a terminar

ensuciando hasta los libros.Rosalinda, por supuesto, no sabía ni de qué le hablaban. Se dio me-

dia vuelta y los dejó hablando solos. Sin embargo, al rato ya todos le cantaban lo de “pío, pío, la pollita Rosalinda”. Para que las cosas no si-guieran empeorando y descubrieran la mentira, Quique fue con ella y le regaló el suéter:

—Te lo manda mi mamá.Los ojos le saltaron y, cuando Quique creyó que se lo iba a aventar a

la cara, se lo arrebató y le dijo:—Es el suéter más bonito que he visto en mi vida, el más amarillo.

¿De veras es mío? No lo puedo creer —y de inmediato se lo puso—. Ya

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sé por qué me decían lo de pío, pío. ¿Tú les contaste que me lo ibas a regalar?

Quique asintió con la cabeza y la dejó sola, orgullosa de su suéter. Sólo vio que corría hacia los baños, seguramente para poderse ver en el espejo.

Y como era de esperarse, días más tarde salió a relucir el problema. La señora Botana le preguntó a su hijo:

—¿Dónde está el suéter que te regaló la tía Eulalia? Debes ponértelo mañana para que te dé suerte en tu examen de geometría.

Antes de que pasara a mayores, prefirió confesarle que se lo había regalado a Rosalinda porque le había gustado mucho.

Estaba totalmente seguro de que de inmediato vendría un sermón y, por supuesto, un castigo. Pero no fue así: su madre lo abrazó y le dijo:

—¡Qué bueno eres! Me gusta que seas tan generoso con tus amigos. Yo creo que hasta la tía Eulalia va a estar orgullosa de ti.

Y a continuación tomó el teléfono y le llamó para contarle acerca de lo noble y bondadoso que era su hijo. A cambio, recibió la pro mesa de otro suéter tejido por ella.

Y en efcto, una semana más tarde llegó a su casa un paquete con un suéter color mandarina escandaloso.

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El inventor

Como ya había pasado en otras ocasiones, los papás de la Morenita le explicaron a Quique Botana que no habían tenido tiempo para ir a la tienda a comprar su regalo de cumpleaños.

Y la verdad es que ellos nunca tienen tiempo para nada. Los señores Moreno son gente muy ocupada, de esa que sale en los periódicos, tie-ne teléfono en el bolso y come todos los domingos en restaurante. Su chofer se llama Édgar y el coche que maneja, según se comenta en la escuela, es a prueba de balas.

A pesar de ser tan importantes, los Moreno son unos señores muy responsables, ya que su regalo consiste en un papelito que dice “Vale por un juguete”. A casi todos los amigos de su hija les ha pasado. Y la verdad, siempre cumplen con su palabra.

Ya Quique se había olvidado del papelito cuando un buen día, casi un mes después, apareció Édgar en su casa con una caja envuelta en papel dorado. Fue emocionante para él recibir un regalo cuando me-nos lo esperaba. Y fue todavía más emocionante abrirlo y encontrar adentro algo que siempre había soñado: un juego de química.

Desde hacía dos o tres años les pedía a sus papás que le regalaran uno, y ellos le respondían que si sacaba buenas calificaciones en or-tografía o en inglés se lo darían, algo que por supuesto iba a ser muy

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difícil (aunque sucedió, como ya se los he platicado).

Esa misma tarde estrenó el juego. Se puso su bata de inventor —que en realidad es la misma que usa cuan-do sus papás le permiten pintar con las acuarelas— y se concentró en la lectura de las instrucciones, dispues-to a seguirlas al pie de la letra.

Lo primero que hizo fue que un líquido verde oscuro cambiara de color a amarillo suéter. Luego fabricó unos cristales rosados que no servían para nada y un frasquito de tinta invisible. Al final puso a flotar un huevo en medio de un vaso de agua.

La verdad, todo funcionaba a la perfección. Sin embargo, los expe-rimentos de las instrucciones le parecieron algo aburridos y tontos. Y tenía razón: ¿qué tiene de interesante ver flotar un huevo en medio de un vaso de agua? ¿A quién le interesa hacer tinta invisible cuando la venden en cualquier tienda? ¿Para qué fabricar cristales rosados que no tienen ninguna utilidad?

¡Cuánto que había querido tener un juego de química para que le resultara algo tan sin chiste!

Al día siguiente se comunicó con Aníbal, que es el más científico de todos sus amigos, y le platicó lo que le había pasado. Y Aníbal le dijo que no se desesperara, que nunca había que hacer caso de las instruc-ciones. Y le contó que él, con todos los juegos de química que había te-nido en la vida, prefería ponerse a inventar sus propias fórmulas. Una

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vez descubrió una capaz de hacer llorar a cualquier gente. En cuanto terminó de preparar su invento y quitó el corcho del tubo, sus papás, su hermana y él no podían dejar de echar lágrimas por los ojos.

Ya más seguro de sí mismo, esa misma tarde Quique puso manos a la obra: en un tubo de ensayo dejó caer una minicucharadita de bromul-fato de tatanecio, dos cristales de cacalito, un poco de alcohol y, para ver qué sucedía, atrapó una mosca y dejó que se ahogara en esa agüita color brócoli. Luego tapó el tubo con un corcho y lo puso en el mechero. Cuando se dio cuenta de que el líquido empezaba a echar burbujitas y estaba a punto de estallar, lo retiró del fuego y dejó que se enfriara.

Entonces comenzó la etapa más importan te de su invento: investi-gar para qué servía la fórmula que acababa de preparar.

Primero imaginó que podría ayudar a Repugnante Pajarraco a can-tar o a decir cosas más agradables que las que solía decirle a su papá. Con el gotero que venía en el juego de química le echó una gotita en su agua, esperó unos minu tos y no pasó nada. Al parecer, el loro se abu-rrió de ver la cara de inventor de su amo, ya que le dio la espalda y no le hizo caso por más gracias que le hizo.

Luego decidió echarle un chorrito a la sopa de elote que estaba pre-parando su mamá. Aprovechó que ella se había ido a contestar el telé-fono para hacer su fechoría.

Cuando ya todos estaban a la mesa, con la sopa servida, el señor Botana comentó:

—Este caldo sabe muy raro, como a…, no sé, como a zapato.—Es increíble —dijo su esposa apenada—, pero tienes razón, sabe

como a… clóset o a lombriz.

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—¿Has comido lombrices? —le preguntó Quique, la verdad con mu-cho asco.

—¡No, por supuesto que no! Pero me imagino que así deben saber las lombrices o los zapatos o los clósets, ¿no crees?

—Pues aunque no lo crean —trató su papá de arreglar las cosas— sabe como a sopa francesa. Yo creo que es una de las sopas más delicio-sas que he probado en la vida…

—¡Sabe a mosca aplastada! —añadió Quique, que ni siquiera se ha-bía atrevido a probar el platillo, aunque la verdad era el único que te-nía al menos un poco de razón.

Su papá sí que tuvo el valor de acabarse la sopa. ¡Eso se llama amor! Porque su mamá se tomó sólo dos o tres cucharadas y prefirió pasar al siguiente platillo: lengua de res en jitoma te. Quique aprovechó la oportunidad para decir que le dolía el estómago y sólo comió un poco de ensalada y dos gelatinas verdes.

Aunque su creación había rendido sus frutos, ya que no lo obligaron a comerse la sopa de elote ni la lengua, cosas que nunca le han gustado, reconoció que en el fondo había fracasado como inventor. Su fórmula no había servido para hacer llorar a sus padres, ni para transformarlos en hombres-lobo, ni para hacer que los platillos tuvieran sabores más agradables, como a vainitecas o a churripapas.

Por eso, Quique decidió inventar una fórmula más con todos los in-gredientes que había en su juego de química. Esperó a que su papá se fuera al trabajo y su mamá a visitar a los abuelos para poder usar la co-cina. En una olla grande, con un poco de agua y de refresco, puso lo que sobraba de cada uno de los tubitos de su juego de química. Luego le aña-

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dió unas cuantas cucharadas de uno de los frasquitos del tocador de su mamá, una zanahoria que encontró en el refrigerador y una pluma que se le había caído a Repugnante esa mañana. Para hacer el caldo más es-peso, le echó encima crema para afeitar, pasta para los dientes y un poco de tierra. Al final, le añadió una pizca de sal, un gotero de jarabe para la tos y un chorrito del aceite rojo con el que su mamá limpia los muebles. Colocó la olla en la estufa y se puso a esperar.

Quique estaba tan emocionado con el experimento que hasta llegó a pensar que su fórmula lo haría famoso. Se vendería como “La póci-ma de Quique”.

Un picor en las narices lo des-pertó de sus sueños de grandeza: la casa se llenó de un espantoso olor a pantano. Cuando se repuso un poco del mareo que le había ocasionado la peste que despedía su caldo, trató de componer las cosas para que sus papás no se dieran cuenta de lo que había hecho. Abrió las ventanas de la casa y se acabó el tubo de insecticida para tratar de escon der el espantoso hedor.

Sin embargo, su curiosidad por saber cuál era la utilidad de la fór-mula no lo frenó. Sacó la olla al patio para que no apestara más la casa y luego se puso a investigar qué significaba para la ciencia lo que aca-baba de inventar.

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Trató primero con Repugnante Pajarraco, pero lo volvió a ignorar. In-tentó darle un poco al perro del vecino, pero en cuanto olió lo que el niño le ofrecía prefirió comerse una cucaracha que pasaba por allí. Más tarde se fue al parque, atrapó una lagartija y la obligó a tomar un poco de su fórmula; en cuanto la soltó, la lagartija corrió a esconderse en la enreda-dera de hiedra. Al fin, cuando empezó a dudar de que su invento sirvie ra para algo, tiró todo lo que sobraba en una de las jardineras del parque.

Había fracasado como inventor, no le cabía la menor duda.Por la noche, sus papás le preguntaron que por qué olía tanto a in-

secticida y Quique se excusó diciendo que una abeja se había metido a su cuarto.

—¿Una abeja? —le preguntó su mamá—. Que yo recuerde, aquí nunca se ha metido una abeja. Qué raro.

A la mañana siguiente, Quique se despertó con la sensación de que al menos Aníbal había conseguido que la gente llorara con su fórmula. En cambio, él sólo logró que una sopa de elote supiera a lombriz, zapato o clóset.

Sin embargo, dos semanas más tarde, Quique supo que lo que había inventado tuvo un efecto extraordinario.

Una tarde en la que había quedado de verse con Rosalinda, Pelucas y Aníbal en el parque, se encontró con que una de las jardineras estaba rodeada por un grupo de personas. Y como siempre ha sido muy curioso, prefirió averi guar primero qué pasaba allí antes que irse directamente a la fuente donde se habían citado.

Lo que la gente miraba con admiración y sorpresa, a Quique le puso la piel chinita: las flores a las que todos los visitantes del parque estaban

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acostumbrados habían cambiado de co-lor: ahora había en su lugar unos enor-mes alcatraces morados que olían a chicle.

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La goliza

Por dos razones, Quique no necesitaba abrir el regalo de Severiano para saber lo que había dentro. La primera por su forma esférica y la se-gunda porque siempre regala en los cumpleaños de sus amigos exac-tamente lo mismo: un balón de futbol.

Lo guardó durante un tiempo en el clóset hasta que llegó la oportu-nidad de estrenarlo. Sucedió que el de Manolo, también regalo de Seve-riano, fue a dar contra las espinas de un rosal, después de un trallazo de Pablito. Además ya habían llegado las vacaciones, que es la época en la que se ponen mejor los campeonatos de futbol en el parque.

Marce, que siempre ha sido la directora técnica, capitana y doctora del equipo, les dijo a todos que tendrían que empezar a practicar cuan-to antes porque los vecinos de Cervantes querían jugar contra ellos el siguiente domingo. Y como el año anterior les habían dado una paliza de 37 contra 14, la preparación tenía que ser mucho mejor.

Se citaron en la casa de la Morenita, que es la única que tiene un jardín lo suficientemente grande como para entrenar sin causar muchos daños.

Después de los ejercicios de calentamiento, que consistían en le-vantar las manos, brincar y correr como locos alrededor de la fuente, Marce los puso a practicar técnicas para meter goles. Y la verdad, sus

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instrucciones fueron buenísimas, ya que entre todos metieron más de cincuenta. Rosalinda, que es la portera estrella, sólo pudo detener los tiros de Aníbal, que nunca le pega a la pelota con dirección porque se quita los anteojos para jugar.

Cuando iban a empezar las tácticas de defensa para que no le me-tieran al equipo tantos goles, la mamá de la Morenita los invitó a co-mer pastel y leche con chocolate. Aunque a todos se les antojó, Marce le dijo a la señora que eran demasiadas calorías para unos deportistas que tenían el compromiso de jugar el siguiente domingo, y termina-ron todos comiendo zanahoria, apio y yogur de durazno.

Al día siguiente volvieron a brincar, a correr y a meter otros 58 goles en la casa de la Morenita. Estaban muy seguros de que con tantos go-leadores en el equipo les iban a ganar fácilmente a los amigos de Cer-vantes. Sin embargo, la entrenadora no pensaba lo mismo. Les pidió que se sentaran en círculo y les dijo:

—Metemos muchos goles sólo porque no sa-bemos defendernos.

Entonces se hicieron dos equipos. En uno estaba Severiano, que era el máximo golea-dor, y en el otro los demás. Y en efecto, las ins-

trucciones de Marce fueron tan buenas que Severiano sólo pudo anotar un gol de penalty,

mientras que el otro equipo le metió casi cien. —Ya ven —les dijo Marce cuando dio el silba-

tazo final—, sólo así podemos anotar muchos goles y no recibir tantos.

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La tarde siguiente la dedicaron a ponerle nombre al equipo. Algu-nos propusieron el que más les gustaba: Las Tarántulas (Manolo), Los Ju piterianos (Margarita), Los Llorones Descalzos (Pelucas), Los Ratones Asesinos (Pablito) y Los Gigantes Dorados (Cervantes). Marce dijo que tendrían que hacer una votación. Cada quien anotó en un papelito el nombre que más les gustaba. El resultado fue un empate a tres de Las Tarántulas y Los Gigantes Dorados.

—En vez de hacer otra votación para el desempate —resolvió Marce la situación—, nos llamaremos Las Tarántulas Doradas.

Todos estuvieron de acuerdo y pasaron a planear el uniforme que llevarían al partido.

—No hay que pensarle mucho: el short dorado, la camisa dorada, las medias de cualquier color y los tenis también —dijo Pablito.

—Aprobado —dictó Marce—. Ahora lo único que nos falta es que quieran hacernos el uniforme.

Y tuvo toda la razón. A algunos les costó mucho trabajo convencer a sus padres

de que les compraran o hicieran el uniforme de Las Tarántulas Dora-das. A Severiano no le quedó más que ofrecer sus ahorros del año, Margarita se comprometió a lavar los platos de la comida por dos se-manas y Manolo y Rosalinda tuvie-

ron que pedirle a su abuelo que les adelantara su regalo de cumpleaños.

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Cada quien se las ingenió para cumplir con el compromiso de llegar el domingo con su uniforme dorado.

Los amigos de Cervantes, por su lado, llamados Los Sapos Brincones y vestidos de verde con blanco, llegaron también puntuales al parque.

Y el partido comenzó. Los Sapos se movían de un lado al otro de la cancha, se pasaban la pelota y tiraban a la portería defendida por Ro-salinda. A los cinco minutos ya le habían metido cuatro goles sin que Las Tarántulas hubieran toca do el balón. Al terminar el primer tiempo, el marcador era Los Sapos 17 y Las Tarántulas 1, gol que metió Aníbal cuando quiso darle un pase a Pablito y el balón salió desviado hacia la portería de los contrarios.

En el descanso, Marce estaba furiosa, echaba fuego por la boca y re-gañaba a Manolo por no meter la cabeza, a Cervantes por no tirar a gol, a Rosalinda por andar tan distraída, a Pelucas por dormirse, a…, a todos les tocó un regaño de la directora técnica.

Durante los primeros cinco minutos del segundo tiempo, Los Sapos metieron otros seis goles hasta que el balón fue a dar a la calle y un coche lo convirtió en una delgadita tortilla de cuero.

Entonces, Quique corrió a su casa y sacó el que le había regalado Severiano.

Y el juego continuó. Aníbal le pasó a la Mo renita y ella a Cervantes, quien burló a un rival y elevó la pelota hacia el centro del área. Entonces, Quique, con la cabeza, logró meter la pelota en la por-tería contraria: un verdadero golazo. Y los

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que siguieron no tuvieron menos calidad técnica. Las Tarántulas conti-nuaron anotando: diez de Pelucas, ocho de Manolo, siete de Severiano, seis de Margarita, cinco de Marce y hasta cuatro de Aníbal.

El resultado final fue:Las TaránTuLas DoraDas: 42Los sapos Brincones: 29Para festejar su triunfo, los ganadores se fueron a la casa de Quique,

donde su mamá les había prometido que, perdieran o no, les daría ge-latina roja con agua de melón.

—Los quiero felicitar —dijo Marce— porque siguieron muy bien mis instrucciones. Por eso ganamos.

—La verdad —tomó la palabra Severiano—, yo creo que el balón que le regalé a Quique fue el que nos dio suerte. Desde que empezamos a jugar con él anotamos los goles, ¿o no?

No fue necesario que Marce pusiera a votación lo que acababa de decir el goleador del equipo: todos estaban de acuerdo. El balón había sido el responsable de que ganaran el partido, aunque también la pre-paración les había ayudado.

—Por cierto —preguntó la señora Botana, que escuchaba la conver-sación de los futbolistas—, ¿dónde está la pelota? Me encantaría tocar-la para ver si me da a mí tanta suerte como a ustedes.

Y todas Las Tarántulas Doradas abrieron los ojos y se pusieron a buscarla.

Y, por supuesto, nunca la encontraron: Los Sapos Brincones, que ya se habían dado cuenta de los poderes mágicos del balón, se lo habían llevado consigo al final del encuentro.

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Los platillos voladores

Un día los papás de Manolo y Rosalinda invitaron a los amigos de sus hijos a comer flan de coco, a tomar agua de tamarindo y a conocer al tío Pepe, que según se la pasan presumiendo sus sobrinos es un astronau-ta que ha viajado varias veces a Marte, a la Luna o al Sol, ellos mismos no se acuerdan.

La idea les pareció a todos estupenda por el flan —que es famoso en la escuela porque lleva zarzamoras y fresas— y porque podrían jugar a las carreras de coches en la azotea de su casa o torturar a Pepón, su perro pastor alemán. En cuanto a eso de conocer al tío, los tenía sin el mayor cuidado.

Después de que Cervantes se acabó el último trozo de flan y de que Margarita se puso a llorar porque el agua de tamarindo se le había caí-do en su falda de cuadritos, el tío Pepe comenzó a platicar acerca de las galaxias, las constelaciones, los planetas y los hoyos negros.

Aunque todos escucharon en silencio lo que les decía el tío Pepe, que en realidad era astrónomo y no astronauta, a nadie le pareció muy divertido lo que decía porque no era tan distinto de lo que todos los días tenían que escuchar de boca del profesor Aldegundo. Hasta que a Cervantes se le ocurrió hacer una pregunta:

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—Y los platillos voladores, ¿de qué es-trella o planeta o agujero negro vienen?

Como el tío Pepe ya se había dado cuenta de que su plática los tenía medio aburridos, pegó un salto de su asiento.

—¿Qué bueno que me lo preguntas! Ya sabía que en cualquier momento alguno de ustedes me lo iba a pre-guntar. Pues, aunque no me

lo crean, los Objetos Voladores No Identificados sí existen. La gente piensa que es pura invención eso de que los seres extraterrestres nos están visitando, pero no: en muy poco tiempo vamos a ser invadidos.

—¿Usted ha visto alguna vez un platillo volador?—Miles, he visto miles. Y si quieren también ustedes podrían ver-

los. Es cuestión de que tengan paciencia y de que se la pasen un buen rato mirando a través del telescopio. Les aseguro que de pronto se van a topar con uno de esos extraños objetos voladores.

El tío Pepe dijo algunas cosas más antes de que los invitados de Ma-nolo y Rosalinda se fueran a jugar a la azotea y a torturar a Pepón.

El sábado siguiente, Quique llamó a Aníbal, a Marce y a Pelucas para que lo acompañaran al parque a buscar platillos voladores con los binoculares que le habían regalado Manolo y Rosalinda.

Con turnos de tres minutos por cabeza, Quique y sus amigos se pu-sieron a buscar en el cielo las naves de los marcianos. Después de casi

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una hora, Marce descubrió un punto rojo inmóvil en el firmamento. Gritó emocionada:

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Córranle antes de que se vaya!Y en efecto, aunque con dificultades, todos lograron ver el platillo

rojo que apenas se movía a la distancia.—Es un globo, un simple globo rojo —aseguró Pelucas—. Eso no es

un ovni ni nada por el estilo.—Te creerás muy astronauta —lo retó Marce—, pero para mí que

eso es un platillo volador.—Es cierto —intervino Aníbal, el más científico de los tres—, tiene

forma de nave extraterrestre. Y lo que es peor: se está acercando hacia nosotros.

Marce le arrebató los binoculares y comprobó lo que su amigo de-cía: la nave se hacía cada vez más y más grande. Cuando a Quique le tocó su turno aseguró:

—Dentro de un ratito va a aterrizar aquí mismo, se los puedo asegurar.Y tuvo toda la razón, en unos cuantos minutos

empezó a bajar hacia el parque un globo rojo que poco a poco había ido perdiendo el gas. Final-

mente, se atoró entre las ramas de un pirul.Aunque en el fondo todos estaban

decepcionados, su primera experiencia como astrónomos no había salido tan mal.

En lo que Pelucas trataba de subirse al árbol para atrapar el globo, Aníbal tomó los binoculares y si-

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guió investigando, aunque ya no el cielo en busca de platillos volado-res, sino los edificios, la calle, la fuente…

Casi se cae Pelucas del pirul gracias al potente grito que pegó Aníbal:—¡Repugnante! ¡Repugnante!Toda la gente que pasaba por allí volteó a verlo. Un viejito le pre-

guntó qué era lo que le parecía tan repugnante. A lo que Aníbal res-pondió, con más volumen:

—¡Repugnante Pajarraco!El viejito le dijo que le pidiera a su mamá que lo llevara con un doc-

tor porque le faltaba una tuerca. En cambio, Quique, con el corazón como licuadora, corrió a quitarle los binoculares a su amigo.

Y efectivamente, Repugnante Pajarraco estaba parado en la fuente bebiendo agua como si nada.

—Tenemos que atraparlo —les rogó Quique a sus amigos—. Por nada del mundo se nos puede ir.

Ya cerca de la fuente, Marce le pidió a Pe lucas su chamarra de borrego. Y con movimien tos muy lentos se fue acercando al loro, a sus espaldas. A continuación, en un acto decidido, lanzó la chama-rra hacia Repugnante con un tino excelente, digno de competir en las olimpiadas.

A Quique se le iluminaron los ojos, pegó un brinco de felici-dad y corrió junto a su amiga, para tomar entre las manos a su mascota.

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—Ya nunca te voy a dejar solo, te lo prometo.Y corrió a su casa a guardarlo en su jaula, a

oír cómo su mamá decía “Pero esto es increí-ble” y a estar presente cuando recibió a su papá como “el señor de la caca”.

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Fufú

En su cumpleaños, Pablito le regaló a Quique Botana unos patines. Él sa-bía que su amigo le agradecería el regalo porque era el único de la escue-la que no competía en el parque: sus papás habían decidido que ése era un juego peligroso y les dio por prohibirle jugar a lo que todos jugaban.

El sábado siguiente a su fiesta, Quique pudo estrenarlos. La prime-ra dificultad que enfren tó fue bajar las escaleras. Lo hizo escalón por escalón y sentado para evitar una penosa caída. La segunda, fue hacer el ridículo con el dueño de la sastrería que está junto a su casa: había tratado de arrancar con fuerza, igual que como lo hace Pelucas, pero un pie se le fue por delante y rodó un buen tramo sobre un solo patín antes de estrellarse contra un poste de luz. El sastre sólo se rio y le dijo que no anduviera destruyen do las calles.

Con mucho cuidado cruzó la avenida y se dirigió, muy lentamente, hacia el parque. Alrededor de la fuente, patinaban Pablito, Severiano, Marce y Pelucas. De seguro, ellos ya habían terminado con la tarea. A Pablito le dio mucho gusto ver a Quique con los patines que él le había regalado, listo para unirse al grupo.

El nuevo patinador se sentía francamente ridículo por resbalar y vi-sitar el piso a cada rato. Hasta que Pelucas se compadeció de él e inten-

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tó enseñarle todos los secretos del patinaje. Lo tomó de la mano, le dijo cómo moverse para lograr un buen impulso, le mostró cómo levantar los pies y cómo frenar. Después de una hora, al menos ya no se caía y la velocidad que había alcanzado, aunque no era tanta como la de sus amigos, era la suficiente como para darle varias vueltas a la fuente sin cansarse demasiado y sin pasar por tonto ante los demás.

El regreso a su casa tuvo también su parte de ridículo, ya que todos, antes de irse, se cambiaron y se pusieron sus zapatos. Como Quique no se había dado cuenta antes de ese detalle y no había llevado los suyos, Marce se ofreció a acompañarlo para que en el camino no fuera ha-ciendo estropicios.

A partir de ese día, sus progresos fueron de mejor en mejor. No tar-dó mucho tiempo, co mo dos semanas, en aprender y en convertirse en un patinador tan experto como los demás. Podía darse vueltas en un solo pie, brincar obstáculos, tomar las curvas a buena velocidad y pati-nar cogido de la bicicleta de Manolo.

De vez en cuando, se ponían a jugar a los gatos y los ratones so-bre ruedas. El juego consistía en que los gatos tenían que encontrar a los ratones, que podían esconderse en donde quisieran. Aunque el juego era bastante tonto, al fin y al cabo se divertían. Luego jugaban a las carreras, en las que los campeones indiscutibles eran Pablito y Pelucas.

Pero un día, Cervantes tuvo la ocurrencia de inventar un nuevo juego. Se trataba de que el ga-

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nador sería el que cortara más flores del parque sin ser atrapado por los cuidadores. Margarita, que ese día no llevaba sus patines, fue la en-cargada de dar el silbatazo de salida. Apenas Quique cortó la primera rosa, un cuidador lo vio y le gritó:

—¡Ey, niño, las flores no son para cortarse! ¡Deja que te agarre y te llevo con tus papás!

Entonces empezó la corretiza. El cuidador persiguió a Quique, mien-tras los demás trataron de estorbarlo para que no lo alcanzara. La perse-cución no duró mucho porque el cuidador trope zó con una piedra y fue a dar directamente al piso. Entonces oímos los gritos de una señora:

—¡Se escapó, ayúdenme, se escapó Fufú! ¡Lo pueden atropellar, ayú-denme, por favor!

Voltearon todos y comprendieron quién era Fufú: un perrito blanco de esos muy peluqueados y muy bañados. Como si se hubieran puesto de acuerdo, corrieron detrás del perrito a todo lo que daban sus pies metidos en los patines. El cuidador, que trató también de ayudar a la señora, pisó una paleta helada que había en el piso, volvió a resbalar y se estrelló contra una banca. Margarita les contó después que le salió sangre de la nariz.

Mientras tanto, los patinadores hacían proe-zas, rodeaban la fuente a toda velocidad y trope-zaban con la gente que caminaba sin saber que corrían para rescatar a un perrito de las llantas de un automóvil. Y Fufú se tomó la corretiza como un juego, ya que entre más le gritaban to-

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dos, más los metía en dificultades: los hacía subir escalones, cruzar por las jardineras y chocar contra los árboles.

Al fin, el perro cruzó la avenida y se metió a una casa abandonada por un pequeño hueco de la reja. Cuando llegaron todos, decidieron hacer junta:

—Yo propongo que se meta Pablito —dijo Cervantes— porque sólo él cabe por la reja.

—Podrías saltarla por arriba —se defendió Pablito—, ¿o es que te da miedo?

—¿Y por qué iba a tener miedo?—Por las arañas y los alacranes —intervino la Morenita.—¿Quién te dijo que allí hay arañas y alacranes?—Eso todo el mundo lo sabe —se metió Pelucas.—Pues yo no sabía.—Mejor hay que conseguirse un pedazo de carne —tomó la palabra

Marce— y van a ver que en cuanto la huela va a correr hacia nosotros.—¡Excelente! —gritó Quique.Y el grito que pegó fue tan tremendo que

todos se taparon los oídos y, en castigo, vota-ron porque él fuera el encargado de conse-guir la carne. En ese momento, llegó hasta ellos la dueña de la mascota. En cuanto le explicaron su plan, ella les dijo:

—No, ustedes no conocen a Fufú. A él sólo le gusta el helado de fresa y las ga-lletosas.

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Entonces, la señora sacó una moneda de su bolso y se la dio a Qui-que para que comprara los deliciosos platillos con los que se podría rescatar a Fufú de la casa abandonada. Además, les ofreció que si lo-graban atraparlo, en recompensa los llevaría a la tienda de dulces para que cada quien escogiera el que más le gustara.

Quique tardó casi diez minutos, aunque a todos les pareció como una hora, en llegar con el helado y las galletosas.

Sin embargo, por más que esperaron a que Fufú llegara hasta ellos guiado por el olor de sus platillos predilectos, el perro no dio señales de que aún estaba allí.

Con la promesa de que la señora les regalaría golosinas, decidieron que uno de ellos debía entrar a la casa. Y echaron a la suerte quién se-ría el encargado de hacerlo. El elegido por el azar fue Pelucas.

Aunque las alimañas sí que le daban miedo, prefirió no discutir y meterse a buscar al perro. Con la ayuda de Severiano brincó la reja y se metió en la casa de la que todos hablaban con terror: que si estaba habitada por un fantasma, que si los alacranes y las tarántulas y los ciempiés, que si estaba embrujada…

Pelucas atravesó el jardín y se metió a la casa por una ventana que ya no tenía cristales. Y ya dentro se puso a buscar a Fufú con una galle-tosa en la mano. En un rincón de lo que algún día fue sala o comedor estaba el perro, profundamente dormido.

Lo tomó con fuerza para que no se le fuera a escapar y corrió hacia la puerta. Le pasó el animal a Marce y salió de la casa a toda prisa.

Más deseosos de saber lo que Pelucas había encontrado dentro que de los agradecimientos de la señora, los niños aceptaron las monedas

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que ella les daba como recompensa y corrieron a la tienda a comprar sus dulces. Y luego, en una banca del parque, se dispusieron a escuchar a Pelucas. Les contó de los alacranes:

—¿Como de qué tamaño eran? —le preguntó Manolo.—Como del tamaño de mi pie…, o quizás un poco más grandes.—¿Y de qué color?—Amarillos…, no, qué va, eran dorado, del mismo color que nuestro

uniforme de futbol.Empezaba a platicar sobre los colmillos de las tarántulas que se ha-

bía topado en su camino cuando la Morenita pegó un grito.—¡Nuestros zapatos!Todos voltearon a verse los patines y ya no les importó saber más de

las tarántulas de Pelucas. Echaron la carrera hacia el lugar donde todos habían dejado sus zapatos y sus tenis.

Por supuesto, al llegar a sus respectivas casas, nadie tuvo ánimos de platicar con sus padres acerca de cómo habían rescatado a Fufú. Só lo buscaban palabras para enfren-tar el proble ma que a todos se les venía encima: ¿cómo explicar que habían perdido sus zapatos?

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Índice

Una fiesta en helicóptero .............................................................................7Aladino en la sopa ....................................................................................... 15Repugnante Pajarraco ............................................................................... 25El secuestro ....................................................................................................33El coleccionista .............................................................................................41El suéter de huevo ........................................................................................51El inventor ..................................................................................................... 59La goliza ......................................................................................................... 67Los platillos voladores ................................................................................73Fufú ................................................................................................................. 79

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Repugnante Pajarraco y otros regalos se terminó de editar en noviembre de 2017 en las oficinas de la Editorial Universitaria, José Bonifacio Andrada 2679,

Lomas de Guevara, 44657 Guadalajara, Jalisco

Sol Ortega RuelasCoordinación editorial

Jorge Orendáin CalderaCuidado editorial

Pablo OntiverosDiseño y diagramación