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Zola, Émile - Los Rougon Macquart 01 y 02 - La fortuna de los Rougon - La Jauria [R1]

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Émile Zola La fortuna de los Rougon

Alba MaiorColección dirigida por Luis Magrinyá © de la traducción: Herederos de Esther Benítez Títulos originales: La fortune des Rougon — La curée © de esta edición: ALBA EDITORIAL, s.l.u.Camps i Fabrés, 9—11, 4ª 08006 Barcelona www.albaeditorial.es © Diseño: P. Moll d'Alba Primera edición: noviembre de 2006 ISBN: 84—8428—922—4 Depósito legal: B—06 699—06 Impresión: Liberdúplex, s.l.u. Ctra. BV 2241, Km. 7,4 Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d'Hortons (Barcelona) Impreso en España

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Nota al texto

Émile Zola empezó a concebir y a diseñar el ciclo de Los Rougon-Macquart, en principio con la idea de escribir diez novelas (llegarían a ser veinte), hacia 1869. En septiembre de ese año la redacción de La fortuna de los Rougon, la primera del ciclo, ya estaba encaminada. La novela vio la luz por entregas en Le Siècle, del 28 de junio al 10 de agosto de 1870 y del 18 al 21 de marzo de 1871. En octubre de ese mismo año apareció en forma de libro (Librarie Internationale Lacroix, Verboecken et Cie, París), con la inscripción «Tomo I».

Los primeros tres capítulos y el primer tercio del cuarto (hasta la espinosa escena de Renée y Maxime en el Café Broche) de La jauría fueron publicados por entregas en La Cloche, del 29 de septiembre al 5 de noviembre de 1871. La serie se interrumpió por sugerencia del procurador de la República Parquet, so pena de secuestro y querella. La novela apareció en forma de libro, con la inscripción «II», en diciembre de 1871 (Librarie Internationale Lacroix, Verboecken et Cie, París).

En 1872, el editor Charpentier compró a Lacroix los derechos de las dos novelas y las publicó en octubre. Para esta edición Zola realizó muchos cambios (entre ellos ajustes importantes de la genealogía de los Rougon-Macquart), y de ella parten en general las ediciones modernas, así como la presente traducción.

En este volumen incluimos dos genealogías: un árbol completo, trazado a partir del ciclo definitivo de Los Rougon-Macquart; y una genealogía comentada, todavía incompleta, que incluyó Zola por primera vez en la octava novela del ciclo, Una página de amor, en 1878.

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Genealogía de los Rougon-Macquart según Zola (1878)

ADÉLAÏDE FOUQUE. Nace en Plassans en 1768; se casa en 1786 con Rougon, jardinero, y tiene con él un hijo [Pierre] en 1787. Se queda viuda en 1788. Comienza en 1789 relaciones con su amante, Macquart tiene un hijo [Antoine] con él en 1789, y una hija [Ursule] en 1791. Se vuelve loca e ingresa en el manicomio de Les Tulettes en 1851. Neurosis congénita.

ANTOINE MACQUART. Nace en 1789, soldado en 1809; regresa después de 1815 y se casa en 1826 con Joséphine Gavaudans, con quien tiene tres hijos (Lisa, Gervaise y Jean). Joséphine muere en 1859. Fusión. Predominancia moral del padre y parecido físico con él. La afición a la bebida se va heredando de padres a hijos.

LISA MACQUART. Nace en 1827. Se casa con Quenu en 1852 y tiene una hija [Pauline Quenu] al año siguiente. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre. Charcutera.

GERVAISE MACQUART. Nace en 1828. Tiene dos hijos (Claude y Étienne)* de un amante, Lantier, con quien se fuga a París y que la abandona. Se casa en 1852 con un obrero, Coupeau, con quien tiene una hija [Anna Coupeau]. Muere de pobreza y de crisis de alcoholismo en 1869. La concibieron durante una borrachera. Es coja. Representación de la madre en el momento de la concepción. Lavandera y planchadora.

JEAN MACQUART. Nace en 1831. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con el padre. Soldado.

* En 1878 Zola no había establecido aún definitivamente la genealogía. En realidad Gervaise Macquart tiene con Lantier no dos, sino tres hijos. El tercero, JACQUES LANTIER, será el siguientes rasgos: «Nace en 1844, muere en un accidente en 1870. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con el padre. Hereda el alcoholismo, que degenera en locura homicida. Mecánico, [Nota del editor]protagonista de La bestia humana (1890). En 1893 Zola lo incorpora a la genealogía con los

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PAULINE QUENU. Nace en 1852. Mezcla equilibrada. Parecido moral y físico con la madre y con el padre. Carácter honrado.

CLAUDE LANTIER. Nace en 1842. Mezcla con fusión. Preponderancia moral de la madre y parecido físico con ella. Hereda una neurosis que se convierte en genialidad. Pintor.

ÉTIENNE LANTIER. Nace en 1846. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre y, luego, con el padre. Hereda la afición a la bebida, que degenera en locura homicida. Carácter criminal.

ANNA COUPEAU. Nace en 1852. Mezcla con fusión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre. Hereda la afición a la bebida que degenera en histeria. Carácter vicioso.

URSULE MACQUART. Nace en 1791. Se casa en 1810 con un sombrerero [Mouret] con quien tiene tres hijos (François, Hélène, y Silvère). Muere tísica en 1840. Mezcla con fusión. Predominancia moral de la madre y parecido físico con ella.

SILVÈRE MOURET. Nace en 1836 y muere en 1851. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico innato.

HÉLÈNE MOURET. Nace en 1824. Se casa en 1848 con Grandjean, con quien tiene una hija [Jeanne], y queda viuda en 1850. Parecido físico con el padre.

JEANNE GRANDJEAN. Nace en 1848. Herencia retroactiva que retrocede dos generaciones. Parecido físico con Adélaïde Fouque.

FRANÇOIS MOURET. Nace en 1817. Se casa en 1840 con su prima Marthe Rougon, con la que tiene tres hijos (Octave, Serge y Désirée). Predominancia absoluta del padre. Parecido físico con la madre. Ambos cónyuges se parecen.

DÉSIRÉE MOURET. Nace en 1844. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre. Hereda una neurosis que evoluciona hacia la imbecilidad.

SERGE MOURET. Nace en 1841. Mezcla con dispersión. Parecido físico y moral más marcado con la madre. Mente del padre, que altera la influencia morbosa de una neurosis que degenera en manía religiosa. Sacerdote.

OCTAVE MOURET. Nace en 1840. Predominancia absoluta del padre. Parecido físico con el padre.

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PIERRE ROUGON. Nace en 1787. Se casa en 1810 con Félicité Puech, con quien tiene cinco hijos (Eugène, Pascal, Aristide, Sidonie y Marthe). Mezcla equilibrada. Término medio en lo moral y parecido físico con el padre y con la madre.

MARTHE ROUGON. Nace en 1820. Se casa con su primo François Mouret en 1840 y muere en 1864. Herencia retroactiva que retrocede una generación. Parecido físico y moral con Adélaïde Fouque.

SIDONIE ROUGON. Nace en 1818. Predominancia absoluta del padre. Parecido físico con la madre.

PASCAL ROUGON. Nace en 1813. Rasgos innatos. Ningún parecido ni moral ni físico con los padres. Totalmente al margen de la familia. Médico.

EUGÈNE ROUGON. Nace en 1811. Se casa en 1857 con Véronique Beulin d'Orchères. Mezcla con fusión. Preponderancia moral: ambición de la madre. Parecido físico con el padre. Ministro.

ARISTIDE ROUGON, conocido por SACCARD. Nace en 1815. Se casa en 1886 con Angèle Sicardot, con quien tiene dos hijos (Maxime y Clotilde). Esta fallece en 1854 y él vuelve a casarse en 1855 con Renée Béraud Du Chatel, quien muere sin hijos en 1867. Mezcla con fusión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre. Los apetitos del padre malogran la ambición de la madre.

CLOTILDE ROUGON. Nace en 1847. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico a la madre.

MAXIME ROUGON, conocido por SACCARD. Nace en 1840. Tiene un hijo con una sirvienta a quien seduce. Mezcla con dispersión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre.

CHARLES ROUGON, conocido por SACCARD. Nace en 1857. Herencia retroactiva que retrocede tres generaciones. Parecido físico y moral con Adélaïde Fouque. Postrera plasmación del agotamiento de una raza.

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Prólogo

Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

Trataré de encontrar y de seguir, resolviendo la doble cuestión de los temperamentos y el medio, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando esté entre mis manos todo un grupo social, mostraré a ese grupo en acción, como actor de una época histórica, lo crearé actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizaré a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitación de nuestra época, que se abalanza sobre los placeres. Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Históricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad contemporánea, ascienden a todas las posiciones, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a través del cuerpo social, y narran así el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del golpe de Estado hasta la traición de Sedán.

Desde hace tres años reunía yo los documentos de esta gran obra, y el presente volumen estaba incluso escrito cuando la caída de los Bonaparte, que yo necesitaba como artista y que siempre encontraba fatalmente al final del drama, vino a darme el desenlace terrible y necesario de mi obra. Ésta se halla, desde hoy, completa; se agita en un círculo cerrado; se convierte en el cuadro de un reinado muerto, de una extraña época de vergüenza y locura.

Esta obra, que constará de varios episodios, es, pues, en mi intención, la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo

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Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.

ÉMILE ZOLA

París, 1 de julio de 1871

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Capítulo I

Cuando se sale de Plassans por la puerta de Roma, situada al sur de la ciudad, se encuentra, a la derecha de la carretera de Niza, después de haber dejado las primeras casas del arrabal, un baldío designado en la región con el nombre de ejido de San Mittre.

El ejido de San Mittre es un cuadrilátero de cierta extensión, que se alarga a ras del borde de la carretera, del que lo separa una simple franja de hierba gastada. Por un costado, a la derecha, una callejuela sin salida lo bordea con una hilera de casuchas; a la izquierda y al fondo, lo cierran dos lienzos de muralla roídos por el musgo, por encima de los cuales se divisan las altas ramas de las moreras del Jas-Meiffren, la gran finca que tiene su entrada más lejos, en el arrabal. Así cerrado por tres lados, el ejido es como una plaza que no lleva a ninguna parte y que sólo cruzan los paseantes.

Antiguamente había allí un cementerio colocado bajo la protección de San Mittre, un santo provenzal muy honrado en la comarca. Los viejos de Plassans recordaban aún, en 1851, haber visto en pie las tapias de ese cementerio, que llevaba años cerrado. La tierra, que se hartaba de cadáveres desde hacía más de un siglo, rezumaba muerte, y habían tenido que abrir un nuevo campo de sepulturas, en el otro extremo de la ciudad. Abandonado, el viejo cementerio se había depurado cada primavera, al cubrirse de una vegetación negra y tupida. Aquel suelo feraz, en el que los sepultureros no podían dar un golpe de laya sin arrancar algún jirón humano, tuvo una fertilidad extraordinaria. Desde la carretera, tras las lluvias de mayo y los soles de junio, se divisaban las puntas de las hierbas que desbordaban las tapias; en el interior, era un mar de un verde oscuro, profundo, salpicado de flores anchas, de singular esplendor. Se notaba abajo, en la sombra de los tallos apretados, el mantillo húmedo que hervía y rezumaba savia.

Una de las curiosidades de este campo eran entonces unos perales de brazos retorcidos, de nudos monstruosos, cuyos frutos enormes no habría querido coger ni un ama de casa de Plassans. En la ciudad se hablaba de aquella fruta con muecas de asco; pero los chiquillos del arrabal no tenían esas delicadezas, y escalaban los muros, en pandilla, por la tarde, con el crepúsculo, para robar las peras antes aún de que estuviesen maduras.

La ardiente vida de las hierbas y de los árboles pronto devoró toda la muerte del viejo cementerio de San Mittre; la podredumbre

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humana se la comieron ávidamente flores y frutas, y sucedió que, al pasar por aquella cloaca, ya no se sentía sino el penetrante aroma de los alhelíes silvestres. Fue sólo cuestión de algunos veranos.

Por aquel entonces, la ciudad pensó en sacar partido de aquella propiedad comunal, que dormía inútil. Se derribaron las tapias que bordeaban la carretera y el callejón sin salida, se arrancaron las hierbas y los perales. Después se trasladó el cementerio. Se excavó el suelo varios metros, y se amontonaron, en un rincón, las osamentas que la tierra tuvo a bien devolver. Durante cerca de un mes los chiquillos, que lloraban por los perales, jugaron a los bolos con las calaveras; unos bromistas pesados colgaron, una noche, fémures y tibias de todos los cordones de las campanillas de la ciudad. Este escándalo, cuyo recuerdo conserva aún Plassans, sólo cesó el día en que decidieron arrojar el montón de huesos en el fondo de un hoyo cavado en el nuevo cementerio. Pero, en provincias, las obras se hacen con prudente lentitud, y los habitantes vieron, durante una semana larga, un solo volquete que, de tarde en tarde, transportaba despojos humanos, como si hubiera transportado cascotes. Lo peor era que el volquete tenía que cruzar Plassans de punta a punta, y que el mal pavimento de las calles le hacía diseminar, a cada bache, fragmentos de huesos y puñados de tierra feraz. Nada de ceremonias religiosas: un acarreo lento y brutal. Jamás una ciudad se sintió más asqueada.

Durante varios años el terreno del viejo cementerio de San Mittre siguió siendo motivo de espanto. Abierto al primero que llegase, al borde de una carretera principal, siguió desierto, presa de nuevo de los hierbajos. La ciudad, que sin duda contaba con venderlo, y con ver edificar allí casas, no debió de encontrar comprador; quizá el recuerdo del montón de huesos y del volquete yendo y viniendo por las calles, solitario, con la pesada terquedad de una pesadilla, echó para atrás a la gente; quizá haya que explicar el hecho por la pereza de la provincia, por esa repugnancia que experimenta a destruir o reconstruir. Lo cierto es que la ciudad conservó el terreno y acabó incluso olvidando su deseo de venderlo. Ni siquiera lo rodeó con una empalizada; entró quien quiso. Y poco a poco, con ayuda de los años, se acostumbraron a aquel rincón vacío; se sentaron en la hierba de los bordes, cruzaron el campo, lo poblaron. Cuando los pies de los paseantes gastaron la alfombra de hierba, y la tierra batida se volvió gris y dura, el viejo cementerio tuvo cierto parecido con una plaza pública mal nivelada. Para borrar mejor todo recuerdo repugnante, los habitantes, sin darse cuenta, se vieron inducidos lentamente a cambiar la denominación del terreno; se contentaron con conservar el nombre del santo, con el cual bautizaron también el callejón sin salida que se abre en un rincón del campo; hubo el ejido de San Mittre y el callejón de San Mittre.

Estos hechos datan de lejos. Desde hace más de treinta años, el ejido de San Mittre tiene una fisonomía particular. La ciudad, demasiado indiferente o dormida para sacarle partido, lo ha alquilado, por una pequeña suma, a unos carreteros del arrabal, que

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lo han convertido en depósito de maderas. Todavía hoy está atestado de enormes vigas, de diez a quince metros de largo, yaciendo aquí y allá, en montones, semejantes a haces de columnas derribadas al suelo. Esas pilas de vigas, esa especie de mástiles colocados en paralelo, y que van de un extremo a otro del campo, son una continua alegría para los chavales. Al haberse deslizado algunas piezas de madera, el terreno se encuentra, en ciertos lugares, totalmente recubierto por una especie de entarimado de tablas redondeadas sobre el cual sólo se logra caminar con milagros de equilibrio. Pandillas de niños se entregan a este ejercicio todo el día. Se los ve saltando los gruesos tablones, siguiendo en fila las estrechas aristas, arrastrándose a horcajadas, juegos variados que terminan en general entre empellones y lágrimas; o bien una docena de ellos se sientan, apretados unos contra otros, en el extremo delgado de una viga elevada unos cuantos pies sobre el suelo, y se columpian durante horas. El ejido de San Mittre se ha convertido así en sitio de recreo donde se desgastan desde hace más de un cuarto de siglo los fondillos de los galopines.

Lo que ha acabado de imprimir a ese rincón perdido un extraño carácter es que, por costumbre tradicional, los gitanos que van de paso lo eligen como domicilio. En cuanto una de esas casas rodantes, que encierran una tribu entera, llega a Plassans, va a guarecerse al fondo del ejido de San Mittre. Así, el lugar nunca está vacío; siempre hay allí alguna banda de facha singular, alguna cuadrilla de hombres feroces y de mujeres horriblemente enjutas, entre los cuales se ve revolcarse por el suelo grupos de hermosos niños. Esa gente vive al aire libre, sin avergonzarse, delante de todos, calentando el puchero, comiendo cosas sin nombre, desplegando sus pingos agujereados, durmiendo, peleándose, besándose, apestando a suciedad y miseria.

El campo muerto y desierto, donde antaño sólo los abejorros zumbaban alrededor de las flores ubérrimas, entre el silencio aplastante del sol, se ha convertido así en un lugar bullidor, lleno del ruido de las disputas de los gitanos y de los gritos agudos de los golfillos del arrabal. Un aserradero, que corta en una esquina las vigas del depósito, chirría, sirviendo de fondo sordo y continuo a las voces agrias. Este aserradero es muy primitivo: colocan la pieza de madera sobre dos altos caballetes y dos chiquichaques, uno arriba, montado en la propia viga, otro abajo, cegado por el serrín que cae, imprimen a una ancha y fuerte sierra un continuo movimiento de vaivén. Durante horas esos hombres se doblan, parecidos a títeres articulados, con regularidad y sequedad de máquinas. La madera que cortan se alinea, a lo largo de la muralla del fondo, en pilas de dos o tres metros de alto, y metódicamente construidas, tabla a tabla, en forma de cubo perfecto. Esa especie de almiares cuadrados, que a menudo permanecen allí varias temporadas, comidos por las hierbas a ras del suelo, son uno de los encantos del ejido de San Mittre. Forman senderos misteriosos, estrechos y discretos, que llevan a una vereda más ancha, que queda entre las pilas y la muralla. Es un desierto, una franja de verdor desde donde sólo se

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ven trozos de cielo. En esa vereda, cuyos muros están tapizados de musgo y cuyo suelo parece cubierto de una alfombra de alta lana, reinan aún la vegetación exuberante y el silencio estremecido del viejo cementerio. Se sienten correr por ella esos soplos cálidos y vagos de la voluptuosidad de la muerte que salen de las viejas tumbas caldeadas por los grandes soles. No hay, en la campiña de Plassans, un lugar más emocionante, más vibrante de tibieza, de soledad y de amor. Allí es exquisito amar. Cuando se vació el cementerio, debieron de apilar los huesos en ese rincón, pues no resulta raro, todavía hoy, desenterrar fragmentos de calavera al hurgar con el pie entre la hierba húmeda.

Nadie, por lo demás, piensa ya en los muertos que durmieron bajo esta hierba. De día, sólo los niños se meten entre las pilas de madera, cuando juegan al escondite. La vereda sigue virgen e ignorada. Se ve sólo el depósito atestado de vigas y gris de polvo. Por la mañana y a primeras horas de la tarde, cuando el sol es tibio, todo el terreno bulle, y por encima de toda esa turbulencia, por encima de los galopines que juegan entre las piezas de madera y de los gitanos que atizan el fuego bajo su puchero, la seca silueta del chiquichaque montado en su viga se recorta en el cielo, yendo y viniendo con un movimiento regular de balancín, como para reglar la vida ardiente y nueva que ha crecido en este campo del eterno reposo. Sólo los viejos, sentados en las vigas y calentándose al sol poniente, hablan a veces entre sí de los huesos que vieron acarrear antaño por las calles de Plassans, en el legendario volquete.

Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra ya el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos. A veces, unas sombras desaparecen silenciosas entre la espesa masa de las tinieblas. Sobre todo en invierno, el lugar resulta siniestro.

Un domingo por la tarde, hacia las siete, un joven salió lentamente del callejón de San Mittre y, rozando los muros, se metió entre las vigas del depósito. Era en los primeros días de diciembre de 1851. Hacía un frío seco. La luna, llena en ese momento, tenía esa claridad aguda propia de las lunas de invierno. El depósito, esa noche, no se ahondaba siniestramente como en las noches lluviosas; iluminado por anchos lienzos de luz blanca, se extendía, entre el silencio y la inmovilidad del frío, con suave melancolía.

El joven se paró unos segundos al borde del campo, mirando al frente con aire desconfiado. Llevaba, oculta bajo la chaqueta, la culata de un largo fusil, cuyo cañón, dirigido hacia abajo, brillaba al claro de luna. Estrechando el arma contra el pecho, escrutó atentamente con la mirada los cuadrados de tinieblas que las pilas de tablas proyectaban al fondo del terreno. Había allá como un tablero blanco y negro de luz y de sombra, con escaques netamente recortados. En el centro del ejido, sobre un trozo de suelo gris y desnudo, los caballetes de los chiquichaques se dibujaban, alargados, estrechos, raros, semejantes a una monstruosa figura geométrica trazada a tinta en un papel. El resto del depósito, el

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entarimado de vigas, no era sino un vasto lecho donde la claridad dormía, apenas estriada con delgadas rayas negras por las líneas de sombra que corrían a lo largo de los gruesos tablones. Bajo aquella luna de invierno, en el silencio helado, aquella marea de mástiles acostados, inmóviles, como atiesados de sueño y de frío, recordaba a los muertos del viejo cementerio. El joven no lanzó sino un rápido vistazo a aquel espacio vacío; ni un ser, ni un soplo, ni el menor peligro de ser visto u oído. Las manchas de sombra del fondo le inquietaban más. Sin embargo, tras un corto examen, se aventuró y cruzó rápidamente el depósito.

En cuanto se sintió al amparo, aflojó la marcha. Estaba entonces en la vereda que bordea la muralla, detrás de las tablas. Allí, ni siquiera oyó el rumor de sus pasos; la hierba helada crujía apenas bajo sus pies. Una sensación de bienestar pareció apoderarse de él. Debía de gustarle aquel lugar y no temer en él ningún peligro, no venir a buscar allí más que algo dulce y bueno. Dejó de ocultar su fusil. La vereda se extendía, semejante a una zanja de sombras; de tarde en tarde, la luna, deslizándose entre dos pilas de tablas, cortaba la hierba con una raya de luz. Todo dormía, tinieblas y claridades, con un sueño profundo, dulce y triste. Nada comparable a la paz de aquel sendero. El joven lo recorrió entero. En el extremo, en el punto donde las murallas del Jas-Meiffren forman un ángulo, se detuvo, aguzando el oído, como para escuchar si llegaba algún ruido de la finca vecina. Después, al no oír nada, se bajó, apartó una tabla y escondió su fusil en una pila de madera.

Había allí, en la esquina, una vieja lápida sepulcral, olvidada en el traslado del antiguo cementerio y que, colocada sobre el campo y un poco al sesgo, formaba una especie de banco alto. La lluvia había desmenuzado sus bordes, el musgo la roía lentamente. Sin embargo, aún podía leerse, al claro de luna, este fragmento de epitafio grabado en la cara encajada en tierra: «Aquí yace... Marie... muerta...». El tiempo había borrado el resto.

Después de ocultar su fusil, el joven escuchó de nuevo y, no habiendo oído nada, decidió subirse a la lápida. El muro era bajo, se puso de codos sobre la albardilla. Pero más allá de la fila de moreras que bordea la muralla, no vio sino una llanura de luz; las tierras del Jas-Meiffren, lisas y sin árboles, se extendían bajo la luna como una inmensa pieza de tela cruda; a unos cien metros, la vivienda y las dependencias habitadas por el aparcero formaban manchas de un blanco más brillante. El joven miraba hacia ese lado con inquietud cuando un reloj de la ciudad empezó a dar las siete, con golpes graves y lentos. Contó los toques, después bajó de la lápida, como sorprendido y aliviado.

Se sentó en el banco como quien consiente en una larga espera. Ni siquiera parecía sentir el frío. Durante cerca de media hora no se movió, con los ojos clavados en una masa de sombras, soñador. Se había situado en un rincón oscuro; pero, poco a poco, la luna que subía le alcanzó, y su cabeza se encontró en plena claridad.

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Era un muchacho de aire vigoroso, cuya boca fina y piel aún delicada proclamaban su juventud. Tendría diecisiete años. Era guapo, con una belleza singular.

Su cara, flaca y alargada, parecía excavada por el pulgar de un potente escultor; la frente montuosa, los arcos superciliares prominentes, la nariz aguileña, la barbilla ancha y chata, las mejillas de pómulos aguzados y cortadas por planos huidizos, daban a la cabeza un relieve de extraordinario vigor. Con la edad, aquella cabeza adquiriría un carácter huesudo demasiado pronunciado, una flacura de caballero andante. Pero en esa hora de la pubertad, apenas cubierta en las mejillas y el mentón por un leve bozo, veía corregida su rudeza por cierta encantadora blandura, por ciertos rincones de la fisonomía que seguían siendo infantiles e imprecisos. Los ojos, de un negro tierno, aún anegados de adolescencia, imprimían también dulzura a esa expresión enérgica. No a todas las mujeres les hubiera gustado aquel chico, pues estaba lejos de ser lo que se llama un guapo mozo; pero el conjunto de sus rasgos tenía una vida tan ardiente y simpática, tal belleza de entusiasmo y fuerza, que las chicas de su provincia, esas chicas curtidas del sur, debían de soñar con él cuando pasaba por delante de sus puertas, en las cálidas tardes de julio.

Seguía penando, sentado en la lápida sepulcral, sin notar la claridad de la luna que corría ahora a lo largo de su pecho y de sus piernas. Era de estatura mediana, levemente rechoncho. Al final de sus brazos demasiado desarrollados unas manos de obrero, endurecidas ya por el trabajo, se acoplaban sólidamente; sus pies, calzados con gruesos zapatos de cordones, parecían fuertes, cuadrados en la punta. Por sus ligamentos y sus extremidades, por la actitud pesada de sus miembros, era un hombre del pueblo; pero había en él, en su cuello erguido y en los resplandores pensativos de sus ojos, una especie de sorda rebelión contra el embrutecimiento del oficio manual que comenzaba a encorvarlo. Debía de ser de natural inteligente, ahogado en el fondo de la pesadez de su raza y de su clase, una de esas almas tiernas y exquisitas alojadas en pura carne, y que sufren por no poder salir radiantes de su espesa envoltura. También, en medio de su fuerza, parecía tímido e inquieto, avergonzado inconscientemente de sentirse incompleto y de no saber cómo completarse. Buen chico, cuya ignorancia se había convertido en entusiasmo, corazón de hombre servido por una razón de muchachito, capaz de abandonos como una mujer y de valor como un héroe. Esa noche iba vestido con un pantalón y una chaqueta de pana verdosa de finos bordones. Un sombrero de fieltro flexible, ligeramente echado hacia atrás, dejaba en su frente una raya de sombra.

Cuando sonó la media en el reloj vecino, salió sobresaltado de su ensoñación. Al verse blanco de luz, miró frente a sí con inquietud. Con un movimiento brusco se introdujo en las sombras, pero no pudo recobrar el hilo de su ensoñación. Sintió entonces que sus pies y sus manos se quedaban helados, y le asaltó de nuevo la impaciencia.

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Volvió a subirse para echar una ojeada al Jas-Meiffren, que seguía silencioso y vacío. Después, sin saber cómo matar el tiempo, volvió a bajar, cogió su fusil de la pila de tablas, donde lo había escondido, y se entretuvo tabaleando en él. El arma era una larga y pesada carabina que había pertenecido sin duda a un contrabandista; por el grosor de la culata y la poderosa base del cañón se reconocía un viejo fusil de chispa que un armero de la comarca había transformado en fusil de pistón. Carabinas así se ven colgadas en las granjas, sobre las chimeneas. El joven acariciaba su arma con amor; bajó el gatillo más de veinte veces, introdujo su dedo meñique en el cañón, examinó atentamente la culata. Poco a poco, se animó con juvenil entusiasmo, con el que se mezclaba cierta niñería. Acabó poniéndose la carabina en la mejilla, apuntando al vacío, como un recluta que hace la instrucción.

No tardaron en dar las ocho. Conservaba el arma sobre la mejilla desde hacía un minuto largo, cuando una voz, leve como un soplo, baja y jadeante, llegó del Jas-Meiffren.

—¿Estás ahí, Silvère? —preguntó la voz.Silvère soltó el fusil y, de un salto, se encontró en la lápida

sepulcral.—Sí, sí —respondió, ahogando igualmente su voz—. Espera, voy a

ayudarte.Aún no había alargado los brazos cuando una cabeza de jovencita

apareció por encima de la muralla. La niña, con singular agilidad, había trepado como una joven gata con ayuda del tronco de una morera. Por la seguridad y la soltura de sus movimientos, se veía que aquel extraño camino debía de serle familiar. En un abrir y cerrar de ojos se encontró sentada en la albardilla. Entonces Silvère la cogió en sus brazos y la dejó en el banco. Pero ella se debatía.

—Déjame —decía con una risa de chiquilla juguetona—, déjame de una vez... Sé bajar perfectamente sola. —Después, cuando estuvo sobre la lápida—: ¿Hace mucho que me esperas?... He corrido, estoy toda sofocada.

Silvère no respondió. No parecía estar de broma, miraba a la niña con aire apenado. Se sentó a su lado, diciendo:

—Quería verte, Miette. Te habría esperado toda la noche... Me marcho mañana, al amanecer.

Miette acababa de ver el fusil tumbado en la hierba. Se puso seria, murmuró:

—¡Ah!..., Estás decidido... Ése es tu fusil... Hubo un silencio.—Sí —respondió Silvère con una voz aún más insegura—, es mi

fusil... He preferido sacarlo esta tarde de casa; mañana por la mañana, tía Dide podría ver que me lo llevo y eso la inquietaría... Voy a esconderlo, vendré a buscarlo mañana en el momento de salir.

Y como Miette parecía no poder separar los ojos del arma que él había dejado tan tontamente en la hierba, se levantó y la metió de nuevo debajo de la pila de tablas.

—Nos hemos enterado esta mañana —dijo, volviéndose a sentar— de que los insurgentes de La Palud y de Saint Martin-de-Vaulx

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estaban en marcha, y de que habían pasado la noche en Alboise. Se ha decidido que nos unamos a ellos. Esta tarde parte de los obreros de Plassans han abandonado la ciudad; mañana, los que todavía quedan irán al encuentro de sus hermanos. —Pronunció la palabra «hermanos» con énfasis juvenil. Después, animándose, con voz más vibrante—: La lucha resulta inevitable —añadió—, pero el derecho está de nuestra parte, triunfaremos.

Miette escuchaba a Silvère, mirando al frente, fijamente, sin ver. Cuando él calló, dijo simplemente:

—Está bien. —Y tras un silencio—: Ya me lo habías advertido..., sin embargo, esperaba aún... En fin, está decidido.

No pudieron encontrar otras palabras. El rincón desierto del depósito, el caminito verde recobraron su calma melancólica; no quedó sino la luna viviente haciendo girar sobre la hierba la sombra de las pilas de tablas. El grupo formado por los dos jóvenes sobre la lápida sepulcral se había quedado inmóvil y mudo, en la claridad pálida. Silvère había pasado el brazo alrededor del talle de Miette, y ésta se había abandonado sobre su hombro. No intercambiaron besos, sólo un abrazo en el que el amor tenía la tierna inocencia de un cariño fraternal.

Miette iba cubierta por una gran capa parda con capucha, que le caía hasta los pies y la envolvía por entero. Sólo se le veían la cabeza y las manos. Las mujeres del pueblo, las campesinas y las obreras llevan aún, en Provenza, esas amplias capas, que en la región se denominan pellizas y cuya moda se remonta a muy lejos. Al llegar, Miette se había echado hacia atrás la capucha. De sangre ardiente, viviendo al aire libre, no llevaba nunca cofia. Su cabeza desnuda se destacaba vigorosamente sobre la muralla blanqueada por la luna. Era una niña, pero una niña que se hacía mujer. Se hallaba en esa hora indecisa y adorable en que la joven surge de la chiquilla. Hay entonces, en toda adolescente, una delicadeza de capullo naciente, una vacilación de formas de exquisito encanto; las líneas plenas y voluptuosas de la pubertad se insinúan en la inocente delgadez de la infancia; la mujer se desprende con sus primeras turbaciones púdicas, conservando aún a medias su cuerpo de niña y poniendo, sin saberlo, en cada uno de sus rasgos, la confesión de su sexo. Para ciertas muchachas, esa hora es mala; crecen bruscamente, se afean, se vuelven amarillas y endebles como plantas precoces. Para Miette, para todas las que son de sangre rica y viven al aire libre, es una hora de gracia penetrante que no recobran jamás. Miette tenía trece años. Aunque ya era alta, nadie le habría echado más, pues su rostro reía aún, a veces, con una risa clara e ingenua. Además, debía de ser núbil, la mujer se desarrollaba con rapidez en ella, gracias al clima y a la vida ruda que llevaba. Era casi tan alta como Silvère, rolliza y toda estremecida de vida. Al igual que su amigo, no tenía una belleza común. No se la podía considerar fea, pero habría parecido cuando menos rara a muchos lindos jóvenes. Tenía espléndidos cabellos: le nacían fuertes y tiesos sobre la frente, caían poderosamente hacia atrás, como una ola naciente, después recorrían la cabeza y la nuca,

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semejantes a un mar encrespado, lleno de hervores y caprichos, de un negro de tinta. Eran tan espesos que no sabía qué hacer con ellos. Le molestaban. Los retorcía lo más fuerte posible en varias crenchas, del grosor de la muñeca de un niño, para que ocupasen menos sitio, y después los amontonaba detrás de la cabeza. No tenía tiempo de pensar en su peinado, y ocurría siempre que ese moño enorme, hecho sin espejo y a toda prisa, adquiría bajo sus dedos una poderosa gracia. Al verla tocada con aquel casco viviente, con aquel montón de cabellos rizados que se desbordaban sobre las sienes y el cuello como una pelambre de animal, se comprendía por qué iba siempre con la cabeza descubierta, sin preocuparse nunca por lluvias ni heladas. Bajo la línea oscura de los cabellos, la frente, muy estrecha, tenía la forma y el color dorado de una fina medialuna. Los ojos grandes, saltones, la nariz corta, ancha en las aletas y respingada en la punta, los labios, demasiado gruesos y demasiado rojos, habrían parecido feos examinados por separado. Pero, tomados en la encantadora redondez de la cara, vistos en el ardiente juego de la vida, esos detalles del rostro formaban un conjunto de extraña y penetrante belleza. Cuando Miette reía, echando la cabeza hacia atrás y ladeándola blandamente sobre el hombro derecho, parecía una antigua bacante, con la garganta henchida de gozo sonoro, las mejillas redondeadas como las de un niño, los anchos dientes blancos, las crenchas de cabellos crespos que los estallidos de alegría agitaban sobre su nuca, al igual que una corona de pámpanos. Y para encontrar en ella a la virgen, a la chiquilla de trece años, había que ver cuánta inocencia encerraban sus risas amplias y sueltas de mujer hecha y derecha, había que observar sobre todo la delicadeza todavía infantil de su mentón y la pureza blanda de sus sienes. El rostro de Miette, bronceado por el sol, tomaba, con ciertas luces, reflejos de ámbar amarillo. Una fina pelusilla negra ponía ya sobre su labio superior una ligera sombra. El trabajo empezaba a deformar sus manecitas breves, que habrían podido convertirse, permaneciendo perezosas, en adorables manos regordetas de burguesa.

Miette y Silvère se quedaron un buen rato mudos. Leían en sus inquietos pensamientos. Y, a medida que se hundían juntos en el temor y en lo desconocido del mañana, se abrazaban con un abrazo más estrecho. Se entendían hasta el fondo del corazón, percibían la inutilidad y la crueldad de toda queja en voz alta. La jovencita no pudo, sin embargo, contenerse más; se ahogaba, expresó en una frase la inquietud de los dos.

—Volverás, ¿verdad? —balbució colgándose del cuello de Silvère. Silvère, sin responder, con un nudo en la garganta y temiendo

llorar como ella, la besó en la mejilla, como un hermano que no encuentra otro consuelo. Se separaron, volvieron a caer en su silencio.

Al cabo de un instante Miette se estremeció. Ya no se apoyaba contra el hombro de Silvère, sentía helarse su cuerpo. La víspera, no se hubiera estremecido de esta suerte, al fondo de aquella vereda

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desierta, sobre aquella lápida sepulcral, donde, desde hacía varias temporadas, vivían tan felizmente su ternura, en la paz de los viejos muertos.

—Tengo mucho frío —dijo, volviéndose a poner la capucha de la pelliza.

—¿Quieres que caminemos? —le preguntó el joven—. Aún no son las nueve, podemos pasear un rato por la carretera.

Miette pensaba que acaso en mucho tiempo no tendría la alegría de una cita, de una de esas charlas del anochecer para las cuales vivía de día.

—Sí, caminemos —respondió con presteza—, vamos hasta el molino... Me quedaré toda la noche, si quieres.

Dejaron el banco y se escondieron en la sombra de una pila de tablas. Allí, Miette abrió su pelliza, pespunteada con pequeños rombos y forrada de una indiana rojo sangre; después echó un faldón de aquel cálido y amplio manto sobre los hombros de Silvère, envolviéndolo así por entero, juntándolo con ella, apretado contra ella, en la misma prenda. Se pasaron mutuamente el brazo en torno al talle para no formar más que uno solo. Cuando estuvieron así confundidos en un solo ser, cuando se encontraron hundidos en los pliegues de la pelliza al punto de perder toda forma humana, empezaron a andar a pasitos, dirigiéndose hacia la carretera, cruzando sin temor los espacios desnudos del depósito, blancos de luna. Miette había envuelto a Silvère, y éste se prestaba a aquella operación, de una forma muy natural, como si la pelliza les hubiera hecho, cada noche, el mismo servicio.

La carretera de Niza, a cuyos dos lados se levanta el arrabal, estaba bordeada en 1851 por olmos seculares, viejos gigantes, ruinas grandiosas y llenas aún de poderío, que la aseada municipalidad de la ciudad ha sustituido, desde hace años, por pequeños plátanos. Cuando Silvère y Miette se encontraron bajo los árboles, cuyas ramas monstruosas dibujaba la luna a lo largo del arcén, hallaron, en dos o tres ocasiones, bultos negros que se movían silenciosamente rozando las casas. Eran, al igual que ellos, parejas de enamorados, herméticamente encerrados en trozos de tela, y que paseaban al fondo de las sombras su ternura discreta.

Los amantes de las ciudades del sur han adoptado este tipo de paseos. Los chicos y chicas del pueblo, que se casarán un día, y a quienes no les molesta besarse antes un poco, no saben dónde refugiarse para intercambiar besos a sus anchas, sin exponerse demasiado a los chismorreos. En la ciudad, aunque sus padres los dejen en entera libertad, si alquilasen una habitación, si se encontraran a solas, serían, al día siguiente, el escándalo de la región; por otra parte, no tienen tiempo, todas las tardes, de llegar a las soledades del campo. Entonces han elegido un término medio; recorren los arrabales, los baldíos, los senderos de las carreteras, todos los parajes donde hay pocos transeúntes y muchos rincones oscuros. Y para mayor prudencia, como todos los habitantes se conocen, tienen buen cuidado de volverse irreconocibles

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hundiéndose en una de esas grandes capas, que albergarían a una familia entera. Los padres toleran esas correrías en plenas tinieblas; la rígida moral provinciana no parece alarmarse; se da por sentado que los enamorados no se detienen nunca en los rincones ni se sientan en el fondo de los terrenos, y eso basta para calmar los alarmados pudores. Sólo pueden besarse mientras caminan. A veces, sin embargo, una chica se echa a perder: los amantes se han sentado.

Nada más encantador, en verdad, que esos paseos de amor. La imaginación mimosa e inventiva del sur está toda en ellos. Se trata de una verdadera mascarada, fértil en pequeñas felicidades, y al alcance de los pobres. La enamorada no tiene más que abrir su prenda, tiene un asilo listo para su enamorado; lo esconde sobre su corazón, en la tibieza de sus ropas, al igual que las pequeñas burguesas ocultan a sus galanes debajo de la cama o en los armarios. El fruto prohibido adquiere aquí un sabor especialmente dulce: se come al aire libre, en medio de los indiferentes, a lo largo de los caminos. Y lo que tiene de más exquisito, lo que da una penetrante voluptuosidad a los besos intercambiados, debe ser la certidumbre de poder besarse impunemente delante de la gente, de estar por las noches en público uno en brazos del otro, sin correr el peligro de ser reconocidos y señalados con el dedo. Una pareja no es sino un bulto pardo, se parece a otra pareja. Para el paseante rezagado, que ve moverse vagamente esos bultos, es el amor que pasa, sin más; el amor sin nombre, el amor que se adivina y que se ignora. Los amantes se saben bien escondidos; charlan en voz baja, están en su casa; muy a menudo no se dicen nada, caminan durante horas, al azar, felices de sentirse apretados juntos en el mismo trozo de indiana. Eso es muy voluptuoso y muy virginal a la vez. El clima es el gran culpable; sólo él debió de invitar al principio a los amantes a elegir los rincones de los arrabales como retiros. En las buenas noches de verano, no se puede dar una vuelta por Plassans sin descubrir, en la sombra de cada lienzo de muralla, una pareja encapuchada; ciertos parajes, el ejido de San Mittre, por ejemplo, están poblados por estos dominós oscuros que se rozan lentamente, sin ruido, entre las tibiezas de la noche serena; diríanse los invitados de un baile misterioso que las estrellas dieran a los amores de la gente pobre. Cuando hace demasiado calor y las jovencitas no llevan sus pellizas, se contentan con alzar el primer refajo. En invierno, los más enamorados se ríen de las heladas. Mientras bajaban por la carretera de Niza, Silvère y Miette no pensaban para nada en quejarse de la fría noche de diciembre.

Los jóvenes cruzaron el arrabal dormido sin intercambiar una palabra. Volvían a hallar, con alegría muda, el tibio encanto de su abrazo. Sus corazones estaban tristes, la felicidad que saboreaban al apretarse uno contra otro tenía la emoción dolorosa de un adiós, y les parecía que no agotarían jamás la dulzura y la amargura de aquel silencio que acunaba lentamente su marcha. Pronto las casas fueron raleando, llegaron al extremo del arrabal. Allí se abre el portalón del

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Jas-Meiffren, dos fuertes pilares unidos por una verja, que deja ver, entre sus barrotes, una larga avenida de moreras. Al pasar, Silvère y Miette lanzaron instintivamente una mirada a la finca.

A partir del Jas-Meiffren, el camino real baja en suave pendiente hasta el fondo de un valle que sirve de cauce a un pequeño río, el Viorne, arroyo en verano y torrente en invierno. Las dos filas de olmos continuaban, en aquella época, y convertían la carretera en una magnífica avenida que cortaba la ladera, plantada de trigo y de entecas viñas, con una ancha cinta de árboles gigantescos. En esa noche de diciembre, bajo una luna clara y fría, los campos recién labrados se extendían en las dos inmediaciones del camino, semejantes a vastas capas de guata grisácea, capaces de amortiguar todos los ruidos del aire. A lo lejos, la voz sorda del Viorne era lo único que estremecía la inmensa paz del campo.

Cuando los jóvenes hubieron empezado a bajar por la avenida, el pensamiento de Miette volvió al Jas-Meiffren, que acababan de dejar a sus espaldas.

—Me costó mucho escaparme, esta noche —dijo—. Mi tío no se decidía a despedirme. Se había encerrado en una bodega y creo que enterraba su dinero, pues parecía muy asustado, esta mañana, por los acontecimientos que se preparan.

Silvère la estrechó con mayor dulzura.—Vamos, —respondió—, sé valiente... Llegará un tiempo en que

nos veremos libremente todo el día... No hay que entristecerse.—¡Oh! —prosiguió la jovencita moviendo la cabeza—, tú tienes

esperanzas... Hay días en que estoy muy triste. No es el trabajo pesado lo que me disgusta; al contrario, a menudo me siento dichosa por la dureza de mi tío y las tareas que me impone. Tuvo razón al hacer de mí una campesina; a lo mejor yo hubiera acabado mal, porque, ya ves, Silvère, hay momentos en los que me creo maldita... Entonces me gustaría estar muerta... Pienso en eso que ya sabes...

Al pronunciar estas últimas palabras, la voz de la cría se rompió en un sollozo. Silvère la interrumpió con un tono casi duro.

—¡Cállate! —dijo—. Me habías prometido pensar menos en eso. No es tuyo el crimen. —Después añadió con acento más suave—: Nos queremos, ¿no? Cuando estemos casados, no tendrás ya horas malas.

—Ya lo sé —murmuró Miette—, tú eres bueno, me tiendes la mano. Pero ¿qué quieres?, siento temores, a veces me noto rebelde. Me parece que me han hecho daño, y entonces me dan ganas de ser mala. A ti te abro mi corazón. Cada vez que me echan en cara el nombre de mi padre, noto una quemazón en todo el cuerpo. Cuando paso los chavales gritan: «¡Eh!, la Chantegreil», me sacan de mis casillas; quisiera agarrarlos para pegarles. —Y, tras un silencio arisco, prosiguió—: Tú eres un hombre, vas a disparar tiros... Eres muy feliz.

Silvère la había dejado hablar. Al cabo de unos cuantos pasos, dijo con voz triste:

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—Te equivocas, Miette, tu cólera es mala. No hay que rebelarse contra la justicia. Yo, por mi parte, voy a luchar por el derecho de todos, no tengo que satisfacer ninguna venganza.

—No importa —continuó la joven—, quisiera ser hombre y disparar tiros. Me parece que eso me haría bien. —Y como Silvère guardaba silencio, vio que lo había disgustado. Toda su fiebre se apagó. Balbució con voz suplicante—: ¿No me guardas rencor? Es tu marcha lo que me apena y me lanza a estas ideas. Ya sé que tienes razón, que debo ser humilde...

Se echó a llorar. Silvère, emocionado, le cogió las manos y se las besó.

—Veamos —dijo tiernamente—, vas de la ira a las lágrimas, como una cría. Hay que ser razonable. Yo no te regaño... Simplemente quisiera verte más feliz, y eso depende mucho de ti.

El drama cuyo recuerdo acababa de evocar Miette tan dolorosamente dejó a los enamorados entristecidos unos minutos. Siguieron caminando, la cabeza gacha, turbados por sus pensamientos. Al cabo de un instante:

—¿Me crees mucho más feliz que tú? —preguntó Silvère, volviendo a su pesar a la conversación—. Si mi abuela no me hubiera recogido y criado, ¿qué habría sido de mí? Aparte del tío Antoine, que es un obrero como yo y que me enseñó a amar a la República, todos mis demás parientes tienen pinta de temer que los ensucie, cuando paso a su lado. —Se animaba al hablar; se había parado, reteniendo a Miette en el centro de la carretera—. Dios es testigo —continuó— de que no envidio ni detesto a nadie. Pero, si triunfamos, tendré que cantarles las cuarenta a esos buenos señores. El tío Antoine sabe mucho de eso. Ya verás a nuestro regreso. Viviremos todos libres y dichosos.

Miette lo arrastró suavemente. Echaron de nuevo a andar. —Amas mucho a tu República —dijo la niña, tratando de bromear

—. ¿Me amas a mí tanto como a ella?Se reía, pero había cierta amargura en el fondo de su risa: quizá

se dijera que Silvère la abandonaba con mucha facilidad para irse de correría. El joven respondió con tono grave:

—Tú eres mi mujer. Te he dado todo mi corazón. Y amo a la República, ya ves, porque te amo. Cuando estemos casados necesitaremos mucha felicidad, y en busca de parte de esa felicidad me alejaré mañana por la mañana... ¿Es que me aconsejas que me quede en casa?

—¡Oh, no! —exclamó con vehemencia la joven—. Un hombre debe ser fuerte. ¡Qué hermoso es el valor!... Tienes que perdonarme que esté celosa. Quisiera ser tan fuerte como tú. Me amarías aún más, ¿verdad? —Guardó silencio un instante, después añadió con una vivacidad y una ingenuidad encantadoras—: ¡Ah! ¡Qué a gusto te abrazaré, cuando vuelvas!

Este arrebato de un corazón amante y valeroso conmovió hondamente a Silvère. Cogió a Miette entre sus brazos y le dio varios

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besos en las mejillas. La niña se resistió un poco, riendo. Y tenía los ojos llenos de lágrimas de emoción.

En torno a los dos enamorados, la campiña continuaba su sueño, en la inmensa paz del frío. Habían llegado a la mitad de la ladera. Allí, a la izquierda, se encontraba un montículo bastante alto, en la cumbre del cual la luna blanqueaba las ruinas de un molino de viento; sólo quedaba la torre, toda derruida por un lado. Era la meta que los jóvenes habían asignado a su paseo. Desde el arrabal, caminaban en derechura, sin echar un solo vistazo a los campos que cruzaban. Tras haber besado a Miette en las mejillas, Silvère alzó la cabeza. Distinguió el molino.

—¡Cuánto hemos andado! —exclamó—. Ahí está el molino. Deben de ser cerca de las nueve y media, hay que volver.

Miette torció el gesto.—Sigamos un poco más —imploró—, sólo unos pasos, hasta el

atajo... De veras, sólo hasta allí.Silvère la cogió por la cintura; sonriente. Reanudaron la bajada

de la cuesta. Ya no temían las miradas de los curiosos; desde las últimas casas, no habían encontrado un alma. No por ello dejaron de arroparse en la gran pelliza. Esta pelliza, esta prenda común, era como el nido natural de sus amores. ¡Los había ocultado tantas noches felices! De haber paseado uno al lado del otro, se habrían creído muy pequeños y aislados en la vasta campiña. El no formar sino un ser los tranquilizaba, los engrandecía. Miraban, a través de los pliegues de la pelliza, los campos que se extendían a los dos bordes de la carretera, sin experimentar ese aplastamiento que los anchos horizontes indiferentes imponen a la ternura humana. Les parecía que llevaban su casa consigo, disfrutaban del campo como quien disfruta de él desde una ventana, gustosos de las tranquilas soledades, los lienzos de luz durmiente, los fragmentos de naturaleza, vagos bajo el sudario del invierno y de la noche, el valle entero que, pese a encantarles, no era, sin embargo, lo bastante fuerte para interponerse entre sus dos corazones apretados uno contra otro.

Por otra parte, habían cesado toda conversación continuada; ya no hablaban de los demás, tampoco hablaban de sí mismos; estaban en el mero minuto presente, intercambiando un apretón de manos, lanzando una exclamación al ver un rincón de paisaje, pronunciando escasas palabras, sin oírse demasiado, como adormilados por la tibieza de sus cuerpos. Silvère olvidaba sus entusiasmos republicanos; Miette sólo pensaba en que su enamorado debía dejarla dentro de una hora, para mucho tiempo, quizá para siempre. Al igual que en los días ordinarios, cuando ningún adiós turbaba la paz de sus citas, se adormecían en el arrobamiento de sus ternezas.

Seguían caminando. Pronto llegaron al atajo de que Miette había hablado, un trozo de callejuela que se adentra en el campo hasta una aldea construida a orillas del Viorne. Pero no se detuvieron, siguieron bajando, fingiendo no haber visto el sendero que se habían prometido no rebasar. Sólo unos minutos después Silvère murmuró:

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—Debe de ser muy tarde, te vas a cansar.—No, te lo juro, no estoy cansada —respondió la joven—.

Caminaría así durante leguas. —Después añadió con voz mimosa—: ¿Quieres? Vamos a bajar hasta los prados de Santa Clara... Allí se acabará de veras, desandaremos el camino.

Silvère, a quien la marcha cadenciosa de la cría acunaba, y que dormitaba suavemente, con los ojos abiertos, no hizo la menor objeción. Prosiguieron con su éxtasis. Avanzaban aflojando el paso, por temor al momento en que tendrían que subir la cuesta; mientras avanzaban, les parecía marchar hacia la eternidad de aquel abrazo que los ligaba el uno al otro; el regreso era la separación, la cruel despedida. Poco a poco la pendiente de la carretera se volvía menos empinada. El fondo del valle está ocupado por praderas que se extienden hasta el Viorne, que corre al otro extremo, a lo largo de una serie de colinas bajas. Estas praderas, separadas del camino real por setos vivos, son los prados de Santa Clara.

—¡Bah! —exclamó Silvère a su vez, al divisar las primeras extensiones de hierba—, iremos hasta el puente.

Miette soltó una fresca carcajada. Cogió al joven por el cuello y lo besó ruidosamente.

En el punto donde comienzan los setos, la larga avenida de árboles terminaba entonces con dos olmos, dos colosos aún más gigantescos que los otros. Los terrenos se extienden a ras de la carretera, desnudos, similares a una ancha franja de lana verde, hasta los sauces y los abedules del río. Desde los últimos olmos al puente había, además, apenas cien metros. Los enamorados tardaron un cuarto de hora largo en salvar esa distancia. Por fin, pese toda su morosidad, se encontraron en el puente. Se detuvieron.

Ante ellos, la carretera de Niza subía por la vertiente opuesta del valle, pero sólo podían ver un tramo bastante corto, porque forma un brusco recodo, a medio kilómetro del puente, y se pierde entre laderas boscosas. Al darse la vuelta, distinguieron el otro extremo de la carretera, el que acababan de recorrer, y que va en línea recta desde Plassans al Viorne. Bajo el hermoso claro de luna invernal, hubiérase dicho una larga cinta de plata que las hileras de olmos bordeaban con dos orlas oscuras. A derecha e izquierda, las tierras de labor de la cuesta formaban anchos mares grises y vagos, cortados por esa cinta, por esa carretera blanca y helada, de un resplandor metálico. Arriba del todo brillaban, semejantes a chispas vivas, algunas ventanas todavía iluminadas del arrabal. Miette y Silvère, paso tras paso, se habían alejado una buena legua. Echaron una mirada al camino recorrido, impresionados con muda admiración ante aquel inmenso anfiteatro que subía hasta el borde del cielo, y sobre el cual corrían, como sobre los peldaños de una cascada gigante, franjas de claridad azulada. Este extraño decorado, esta apoteosis colosal, se alzaba en una inmovilidad y en un silencio de muerte. No existía nada de más soberana grandeza.

Después los jóvenes, que acababan de apoyarse contra un pretil del puente, miraron a sus pies. El Viorne, crecido por las lluvias,

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pasaba por debajo de ellos, con ruidos sordos y continuos. Río arriba y río abajo, entre las tinieblas amontonadas en las cavidades, distinguían las líneas negras de los árboles que crecían en las orillas; aquí y allá, un rayo de luna se deslizaba, dejando sobre el agua un reguero de estaño fundido que relucía y se agitaba, como un reflejo de luz sobre las escamas de un animal vivo. Esos resplandores corrían con un encanto misterioso a lo largo de la corriente grisácea del torrente, entre los vagos fantasmas del follaje. Parecía un valle encantado, un maravilloso retiro donde vivía con vida extraña todo un pueblo de sombras y de claridades.

Los enamorados conocían bien aquel trozo de río; en las cálidas noches de julio habían bajado allí a menudo, en busca de algún frescor; habían pasado largas horas ocultos en los bosquecillos de sauces, en la orilla derecha, en el punto donde los prados de Santa Clara despliegan su alfombra de césped hasta el borde del agua. Recordaban los menores repliegues de la ribera; las piedras sobre las que había que saltar para cruzar el Viorne, entonces delgado como un hilo; ciertos hoyos de hierba donde habían soñado sus sueños de ternura. Y así Miette, desde lo alto del puente, contemplaba con ojos de envidia la orilla derecha del torrente.

—Si hiciera más calor —suspiró—, podríamos bajar a descansar un rato, antes de subir la cuesta... —Luego, tras un silencio, sin dejar de clavar los ojos en las orillas del Viorne—: Mira, Silvère —prosiguió—, ese bulto negro, allá abajo, antes de la esclusa... ¿Te acuerdas?... Es el matorral donde nos sentamos el pasado Corpus.

—Sí, es el matorral —respondió Silvère en voz baja.Allí era donde se habían atrevido a besarse en las mejillas. El

recuerdo que la niña acababa de evocar les causó a ambos una sensación deliciosa, emoción en la cual se mezclaban las alegrías de la víspera con las esperanzas del mañana. Vieron, como al resplandor de un relámpago, las gratas tardes que habían vivido juntos, sobre todo aquella tarde del Corpus, cuyos menores detalles recordaban, el gran cielo tibio, el fresco de los sauces del Viorne, las palabras acariciadoras de su charla. Y al mismo tiempo, mientras las cosas del pasado surgían en sus corazones con dulce sabor, creyeron penetrar en la incógnita del futuro, verse uno en brazos del otro, habiendo realizado su sueño y paseando por la vida como acababan de hacerlo por la carretera, cálidamente arropados en una misma pelliza. Entonces el arrobamiento los asaltó de nuevo, los ojos en los ojos, sonriéndose, perdidos entre la muda claridad.

De pronto Silvère levantó la cabeza. Se desembarazó de los pliegues de la pelliza, aguzó la oreja. Miette, sorprendida, lo imitó, sin comprender por qué se separaba de ella con gesto tan rápido.

Desde hacía un instante llegaban ruidos confusos desde detrás de los collados entre los que se pierde la carretera de Niza. Eran como los traqueteos lejanos de una caravana de carros. El Viorne, además, cubría con su fragor aquellos ruidos aún indistintos. Pero poco a poco se acentuaron, se parecieron a las pisadas de un ejército en marcha. Después se distinguió, en aquel estruendo continuo y

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creciente, un guirigay de multitud, extraños soplos de huracán acompasados y rítmicos; se dirían los truenos de una tormenta que avanzase rápidamente, turbando ya con su cercanía el aire dormido. Silvère escuchaba, sin poder captar aquellas voces de tempestad que los collados impedían que llegaran claramente hasta él. Y, de repente, una masa negra apareció en el recodo de la carretera; La marsellesa, cantada con furia vengadora, estalló, formidable.

—¡Son ellos! —exclamó Silvère con un arrebato de gozo y de entusiasmo.

Echó a correr, subiendo la cuesta, arrastrando a Miette. Había, a la izquierda de la carretera, un talud plantado de encinas, al cual trepó con la joven, para no verse arrastrados ambos por la oleada rugiente de la multitud.

Cuando estuvieron en el talud, en la sombra del matorral, la niña, un poco pálida, miró tristemente a aquellos hombres cuyos cantos lejanos habían bastado para arrancar a Silvère de sus brazos. Le pareció que la tropa entera acababa de interponerse entre ella y él. ¡Eran tan felices, unos minutos antes, estaban tan estrechamente unidos, tan solos, tan perdidos en el gran silencio y las discretas claridades de la luna! Y ahora Silvère, con la cabeza vuelta, sin parecer consciente siquiera de que ella estaba allí, sólo tenía miradas para aquellos desconocidos a quienes llamaba con el nombre de hermanos.

La tropa bajaba con impulso soberbio, irresistible. Nada más terriblemente grandioso que la irrupción de aquellos pocos millares de hombres en la paz muerta y helada del horizonte. Por la carretera, convertida en torrente, avanzaban olas vivientes que parecían inagotables; siempre, en el recodo del camino, aparecían nuevas muchedumbres negras, cuyos cantos henchían cada vez más la gran voz de aquella tormenta humana. Cuando aparecieron los últimos batallones, se produjo un estruendo ensordecedor. La marsellesa llenó el cielo, como soplada por bocas gigantes en monstruosas trompetas que la lanzaban, vibrante con sequedad de cobres, hacia todos los rincones del valle. Y la campiña dormida despertó sobresaltada; se estremeció por entero, al igual que un tambor golpeado por los palillos; resonó hasta las entrañas, repitiendo con todos sus ecos las notas ardientes del canto nacional. Y entonces no fue ya solamente la tropa la que cantaba; de los extremos del horizonte, de las rocas lejanas, de los trozos de tierras labradas, de las praderas, de los grupos de árboles, de las más insignificantes malezas, parecieron brotar voces humanas; el ancho anfiteatro que sube desde el río a Plassans, la cascada gigantesca sobre la cual corría la azulada claridad de la luna, estaban como cubiertos por un pueblo invisible e innumerable que aclamaba a los insurgentes; y, en el fondo de las cavidades del Viorne, a lo largo de las aguas rayadas por misteriosos reflejos de estaño fundido, no había un hoyo de tinieblas donde hombres ocultos no pareciesen repetir cada estribillo con una cólera más alta. La campiña, en la conmoción del aire y del suelo, gritaba venganza y libertad. Mientras

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el pequeño ejército descendió por la cuesta, el rugido popular rodó así en ondas sonoras atravesadas por bruscos estallidos, sacudiendo hasta las piedras del camino.

Silvère, pálido de emoción, escuchaba y seguía mirando. Los insurgentes, que marchaban en cabeza, arrastrando tras sí aquella larga corriente hormigueante y mugiente, monstruosamente indistinta en las sombras, se acercaban al puente a rápidos pasos.

—Creía —murmuró Miette— que no teníais que atravesar Plassans.

—Habrán modificado el plan de campaña —respondió Silvère—; en efecto, debíamos dirigirnos hacia la capital del departamento por la carretera de Tolón, cogiendo a la izquierda de Plassans y de Orchères. Habrán salido de Alboise esta tarde y habrán pasado por Les Tulettes al anochecer.

La cabeza de la columna había llegado ante los jóvenes. Reinaba, en el pequeño ejército, más orden del que hubiera podido esperarse de una banda de hombres indisciplinados. Los contingentes de cada ciudad, de cada villa, formaban batallones distintos que marchaban a unos pasos unos de otros. Estos batallones parecían obedecer a unos jefes. Por otra parte, el impulso que los hacía abalanzarse en aquel momento por la pendiente de la cuesta los convertía en una masa sólida y compacta, de un poderío invencible. Podía haber allí unos tres mil hombres unidos y arrastrados en bloque por un viento de cólera. Se distinguían mal, en la sombra que los altos taludes proyectaban a lo largo de la carretera, los extraños detalles de la escena. Pero, a cinco o seis pasos del matorral donde se habían refugiado Miette y Silvère, el talud de la izquierda descendía para dejar paso a un caminito que seguía el Viorne, y la luna, deslizándose por ese boquete, rayaba la carretera con una ancha franja luminosa. Cuando los primeros insurgentes entraron en aquel rayo, se hallaron súbitamente iluminados por una claridad cuyas agudas blancuras recortaban con singular nitidez las menores aristas de los rostros y de las ropas. A medida que los contingentes desfilaban, los jóvenes los vieron así, frente a ellos, feroces, sin cesar renacientes, surgir repentinamente de las tinieblas.

Al entrar los primeros hombres en la claridad, Miette, con un movimiento instintivo, se apretó contra Silvère, aunque se sentía segura, e incluso al abrigo de las miradas. Pasó el brazo por el cuello del joven, apoyó la cabeza en su hombro. Con el rostro enmarcado por la capucha de la pelliza, pálida, se mantuvo en pie, con los ojos clavados en aquel cuadrado de luz que atravesaban rápidamente caras tan extrañas, transfiguradas de entusiasmo, con la boca abierta y negra, rebosante del grito vengador de La marsellesa.

Silvère, a quien sentía temblar a su lado, se inclinó entonces a su oído y le nombró los diversos contingentes, a medida que se presentaban.

La columna marchaba en filas de a ocho. A la cabeza iban unos buenos mozos, de cabezas cuadradas, que parecían tener una fuerza hercúlea y una ingenua fe de gigantes. La República debía de

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encontrar en ellos defensores ciegos e intrépidos. Llevaban al hombro grandes hachas cuyo filo, recién amolado, relucía al claro de luna.

—Los leñadores de los bosques de la Seille —dijo Silvère—. Han formado un cuerpo de zapadores... A una señal de sus jefes, esos hombres irían hasta París, hundiendo las puertas de las ciudades a hachazos, como derriban los viejos alcornoques de la montaña... —El joven hablaba orgullosamente de los anchos puños de sus hermanos. Continuó, al ver llegar, detrás de los leñadores, a una cuadrilla de obreros y de hombres de barbas rudas, quemados por el sol—: El contingente de la Palud. Es la primera villa que se alzó. Los hombres de blusa son obreros que trabajan los alcornoques; los otros, los hombres de chaquetas de pana, deben de ser cazadores o carboneros que viven en las gargantas de la Seille... Los cazadores conocieron a tu padre, Miette. Tienen buenas armas que manejan con destreza. ¡Ah!, ¡si todos estuvieran armados así! Faltan fusiles. Ves, los obreros sólo tienen palos.

Miette miraba, escuchaba, muda. Cuando Silvère le habló de su padre, la sangre le subió violentamente a las mejillas. Con el rostro ardiendo, examinó a los cazadores con expresión de cólera y de extraña simpatía. A partir de ese momento, pareció animarse poco a poco con los estremecimientos de fiebre que los cantos de los insurgentes le traían.

La columna, que acababa de volver a empezar La marsellesa, seguía bajando, como azotada por los ásperos soplos del mistral. A la gente de La Palud la había sucedido otra tropa de obreros, entre los cuales se distinguía un número bastante grande de burgueses de gabán.

—Son los hombres de Saint Martin-de-Vaulx —prosiguió Silvère—. Esa villa se sublevó casi al mismo tiempo que La Palud... Los patronos se han unido a los obreros. Allí hay gente rica, Miette, ricos que podrían vivir tranquilos en sus casas y que van a arriesgar sus vidas en defensa de la libertad. Hay que querer a esos ricos... Siguen faltando armas: apenas unas cuantas escopetas de caza... ¿Ves, Miette, a esos hombres que llevan en el codo izquierdo un brazalete de tela roja? Son los jefes. —Pero Silvère se retrasaba. Los contingentes bajaban por la cuesta más rápidos que sus palabras. Estaba hablando aún de la gente de Saint Martin-de-Vaulx cuando ya dos batallones habían cruzado la raya de claridad que blanqueaba la carretera—. ¿Has visto? —preguntó—: Los insurgentes de Alboise y de Les Tulettes acaban de pasar. He reconocido a Burgat, el herrero... Se habrán unido a la tropa hoy mismo... ¡Cómo corren!

Miette se inclinaba ahora, para seguir más tiempo con la mirada las pequeñas tropas que le designaba el joven. El escalofrío que se apoderaba de ella ascendía por su pecho y ponía un nudo en su garganta. En ese momento apareció un batallón más numeroso y más disciplinado que los otros. Los insurgentes que formaban parte de él, casi todos vestidos con blusas, llevaban la cintura ceñida por un cinturón rojo: parecían de un uniforme. En medio de ellos marchaba

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un hombre a caballo, con un sable al costado. La mayoría de aquellos soldados improvisados tenían fusiles, carabinas o viejos mosquetes de la Guardia Nacional.

—A ésos no los conozco —dijo Silvère—. El hombre a caballo debe de ser el jefe de quien me han hablado. Ha traído consigo los contingentes de Faverolles y de los pueblos vecinos. Toda la columna tendría que estar equipada de esa forma. —No tuvo tiempo de recobrar el resuello—. ¡Ah!, ¡ahí están los campesinos! —gritó.

Tras la gente de Faverolles, avanzaban grupitos compuestos cada uno por diez o veinte hombres, a lo sumo. Todos llevaban la chaqueta corta de los campesinos del sur. Blandían al cantar horcas y hoces; algunos, incluso, sólo tenían anchas palas de jornalero. Cada aldehuela había enviado a sus hombres sanos.

Silvère, que reconocía los grupos por sus jefes, los enumeró con voz febril.

—¡El contingente de Chavanoz! —dijo—. Sólo tiene ocho hombres, pero son robustos; el tío Antoine los conoce... ¡Ahí está Nazères! ¡Ahí Poujouls! Están todos, ni uno ha faltado a la llamada... ¡Valqueyras! Mira, el señor cura es de la partida; me han hablado de él, es un buen republicano. —Se embriagaba. Ahora que cada batallón no contaba sino con unos cuantos insurgentes, tenía que nombrarlos a toda prisa, y esta precipitación le daba pinta de loco—. ¡Ah! Miette —continuó—, ¡qué hermoso desfile! ¡Rozan! ¡Vernoux! ¡Corbière!, y aún quedan más, vas a ver... No tienen más que hoces, éstos, pero segarán a la tropa tan a ras como la hierba de sus prados... ¡Saint-Eutrope! ¡Mazet! ¡Les Gardes! ¡Marsanne! ¡Toda la vertiente norte de la Seille!... ¡Vamos, venceremos! La región entera está con nosotros. Mira los brazos de esos hombres, son duros y negros como el hierro... Y la cosa no acaba. ¡Ahí viene Pruinas! ¡Las Rocas Negras! Son contrabandistas, estos últimos; tienen carabinas... Más hoces y horcones, continúan los contingentes del campo. ¡Castel-le-Vieux! ¡Sainte Anne! ¡Graille! ¡Estourmel! ¡Murdaran!

Y remató, con voz estrangulada por la emoción, la enumeración de aquellos hombres, a los cuales un torbellino parecía atrapar y llevarse a medida que los designaba. Crecido de tamaño, con el rostro ardiente, señalaba con gesto nervioso los contingentes. Miette seguía ese gesto. Se sentía atraída hacia la parte baja de la carretera, como por las profundidades de un precipicio. Para no resbalar a lo largo del talud, se sujetaba al cuello del joven. Una embriaguez singular brotaba de aquella multitud borracha de ruido, de valor y de fe. Esos seres entrevistos en un rayo de luna, esos adolescentes, esos hombres maduros, esos ancianos que blandían las armas más extrañas, vestidos con las prendas más diversas, desde la blusa de trabajo hasta la levita del burgués; esa fila interminable de cabezas, a las que la hora y la circunstancia imprimían expresiones inolvidables de energía y de pasión fanáticas, adquirían a la larga ante los ojos de la joven una impetuosidad vertiginosa de torrente. En ciertos momentos, le parecía que ya no caminaban, que eran

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arrastrados por la propia Marsellesa, por ese canto ronco de formidables sonoridades. No podía distinguir las palabras, sólo oía un estruendo continuo, que iba de las notas sordas a las notas vibrantes, agudas como puntas que, a sacudidas, se hundieran en su carne. Este bramido de la rebelión, esta llamada a la lucha y a la muerte, con sus tirones de cólera, sus deseos ardientes de libertad, su asombrosa mezcla de matanzas y de impulsos sublimes, llegándole al corazón, sin tregua, y con mayor profundidad a cada brutalidad del ritmo, le causaba una de esas angustias voluptuosas de virgen mártir que se yergue y sonríe bajo el látigo. Y siempre, envuelta en la oleada sonora, la multitud fluía. El desfile, que duró apenas unos minutos, les pareció a los jóvenes que no iba a terminar nunca.

Es cierto que Miette era una niña. Había palidecido al acercarse la tropa, había llorado por sus ternezas idas; pero era una niña valiente, una naturaleza ardiente a quien el entusiasmo exaltaba con facilidad. Así, la emoción que la había ido ganando poco a poco la sacudía ahora por entero. Se transformaba en muchacho. De buena gana habría cogido un arma y seguido a los insurgentes. Sus dientes blancos, a medida que desfilaban fusiles y hoces, parecían más largos y más agudos, entre sus labios rojos, semejantes a los colmillos de un lobo joven que tuviera ganas de morder. Y cuando oyó a Silvère enumerar con voz cada vez más presurosa los contingentes del campo, le pareció que el impulso de la columna se aceleraba aún más a cada palabra del joven. Pronto fue un arrebato, una polvareda de hombres barrida por una tempestad. Todo empezó a girar ante ella. Cerró los ojos. Gruesas lágrimas cálidas corrían por sus mejillas.

Silvère tenía, también, el llanto al borde de los párpados.—No veo a los hombres que han salido de Plassans esta tarde —

murmuró. Trataba de distinguir el extremo de la columna, que se encontraba aún en la sombra. Después gritó con alegría triunfante—: ¡Ah!, ¡ahí vienen!... ¡Tienen la bandera, les han encomendado la bandera!

Entonces quiso saltar del talud para ir a reunirse con sus compañeros; pero, en ese momento, los insurgentes se detuvieron. Unas órdenes corrieron a lo largo de la columna. La marsellesa se extinguió en un postrer bramido, y sólo se oyó ya el murmullo confuso del gentío, aún enteramente vibrante. Silvère, que escuchaba, pudo entender las órdenes que los contingentes se transmitían, y que llamaban a la gente de Plassans a la cabeza de la tropa. Cuando cada batallón se alineaba al borde de la carretera, para dejar paso a la bandera, el joven, arrastrando a Miette, empezó a subir por el talud.

—Ven —le dijo—, estaremos antes que ellos del otro lado del puente.

Y cuando estuvieron arriba, en las tierras de labor, corrieron hasta un molino cuya esclusa intercepta el río. Allí, cruzaron el Viorne por una tabla que los molineros habían echado. Después

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cortaron de través los prados de Santa Clara, siempre de la mano, siempre corriendo, sin intercambiar una palabra. La columna formaba, en el camino real, una línea oscura que ellos siguieron a lo largo de los setos. Había huecos entre los majuelos. Silvère y Miette saltaron a la carretera por uno de esos huecos.

Pese al rodeo que acababan de dar, llegaron al mismo tiempo que la gente de Plassans. Silvère intercambió algunos apretones de manos; debieron de pensar que se había enterado de la nueva ruta de los insurgentes y que había ido a su encuentro. Miette, cuyo rostro estaba semioculto por la capucha de la pelliza, fue observada con curiosidad.

—¡Eh!, es la Chantegreil —dijo un hombre del arrabal—, la sobrina de Rébufat, el aparcero del Jas-Meiffren.

—¿De dónde sales, trotacalles? —gritó otra voz.Silvère, embriagado de entusiasmo, no había pensado en el

singular papel que haría su enamorada ante las bromas seguras de los obreros. Miette, confusa, lo miraba como para implorar ayuda y socorro. Pero, antes incluso de que él hubiera podido abrir los labios, una nueva voz se alzó en el grupo, diciendo con brutalidad:

—Su padre está en presidio, no queremos con nosotros a la hija de un ladrón y un asesino.

Miette palideció espantosamente.—Miente —murmuró—, mi padre ha matado, pero no ha robado.

—Y como Silvère apretaba los puños, más pálido y más tembloroso que ella—: Deja —prosiguió—, es asunto mío... —Después, volviéndose hacia el grupo, repitió con un estallido—: ¡Mienten, mienten! Nunca le quitó un céntimo a nadie. Lo saben muy bien. ¿Por qué lo insultan, cuando no puede estar aquí?

Se había erguido, soberbia en su cólera. Su natural ardiente, semisalvaje, parecía aceptar con bastante calma la acusación de asesinato; pero la acusación de robo la exasperaba. Lo sabían, y por eso la multitud le echaba a menudo esta acusación en cara, por estúpida malignidad.

El hombre que acababa de llamar ladrón a su padre se había limitado a repetir, por lo demás, lo que oía decir hacía años. Ante la actitud violenta de la niña, los obreros rieron burlonamente. Silvère seguía apretando los puños. La cosa iba a ponerse fea cuando un cazador de la Seille, que estaba sentado en un montón de piedras, al borde de la carretera, esperando que se reanudara la marcha, acudió en auxilio de la jovencita.

—La pequeña tiene razón —dijo—, Chantegreil era uno de los nuestros. Yo lo conocí. Nunca se vio claro su asunto. Lo que es yo, siempre creí en la verdad de sus declaraciones ante los jueces. El gendarme al que abatió de un tiro de fusil, durante la caza, debía de tenerlo también apuntado con su carabina. ¡Uno se defiende, qué quieren! Pero Chantegreil era un hombre honrado, Chantegreil no ha robado.

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Como suele ocurrir en semejantes casos, el testimonio de aquel cazador furtivo bastó para que Miette encontrase defensores. Varios obreros aseguraron igualmente haber conocido a Chantegreil.

—Sí, sí, es cierto —dijeron—. No era un ladrón. Hay, en Plassans, canallas a los que habría que enviar a presidio en su lugar... Chantegreil era nuestro hermano... Vamos, pequeña, cálmate.

Nunca Miette había oído hablar bien de su padre. Normalmente lo calificaban delante de ella de bribón, de criminal, y he aquí que se encontraba con buenos corazones que tenían para él palabras de perdón y lo declaraban un hombre honrado. Entonces se derritió en lágrimas, recobró la emoción que La marsellesa había puesto en su garganta, buscó cómo podría darles las gracias a aquellos hombres bondadosos con los desgraciados. Por un momento, se le ocurrió la idea de estrecharles las manos a todos, como un chico. Pero su corazón encontró algo mejor. A su lado estaba en pie el insurgente que llevaba la bandera. Tocó el asta de la bandera y, por todo agradecimiento, dijo con voz suplicante:

—Démela, yo la llevaré.Los obreros, de almas sencillas, comprendieron el lado

ingenuamente sublime de este agradecimiento.—Eso es —gritaron—, la Chantegreil llevará la bandera.Un leñador comentó que se cansaría pronto, que no podría llegar

muy lejos.—¡Oh!, soy fuerte —dijo ella orgullosamente arremangándose y

mostrando sus brazos gruesos, tan rollizos ya como los de una mujer hecha. Y al tenderle la bandera—: Esperen —prosiguió.

Se quitó vivamente la pelliza, que volvió a ponerse en seguida, tras haberle dado la vuelta por el lado del forro rojo. Entonces apareció, a la blanca claridad de la luna, arrebujada en un ancho manto de púrpura que le caía hasta los pies. La capucha, detenida en el borde de su moño, la tocaba con una especie de gorro frigio. Cogió la bandera, apretó el asta contra su pecho, y se mantuvo erguida, entre los pliegues de aquel pendón sangriento que ondeaba detrás de ella. Su cabeza de chiquilla exaltada, con sus cabellos crespos, sus grandes ojos húmedos, sus labios entreabiertos en una sonrisa, tuvo un impulso de enérgica altivez al erguirse a medias hacia el cielo. En ese momento, fue la virgen Libertad.

Los insurgentes estallaron en aplausos. Aquellos meridionales, de imaginación viva, quedaron impresionados y entusiasmados por la brusca aparición de aquella chicarrona roja de arriba abajo que apretaba tan nerviosamente contra su seno la bandera. Del grupo partieron gritos:

—¡Bien por la Chantegreil! ¡Viva la Chantegreil! ¡Se quedará con nosotros, nos traerá suerte!

La hubieran aclamado mucho tiempo de no haber llegado la orden de reanudar la marcha. Y mientras la columna se ponía en movimiento, Miette apretó la mano de Silvère, que acababa de colocarse a su lado, y le murmuró al oído:

—¡Ya lo oyes! Me quedaré contigo. ¿Quieres?

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Silvère, sin responder, le devolvió el apretón. Aceptaba. Hondamente emocionado, era incapaz por lo demás de no dejarse llevar por el mismo entusiasmo que sus compañeros. ¡Miette le había parecido tan hermosa, tan grande, tan santa! Durante toda la subida de la cuesta volvió a verla ante sí, radiante, con una aureola de púrpura. Ahora, la confundía con su otra amante adorada, la República. Le habría gustado haber llegado ya, tener su fusil al hombro. Pero los insurgentes subían con lentitud. Se había dado la orden de hacer el menor ruido posible. La columna avanzaba entre las dos hileras de olmos, semejante a una gigantesca serpiente en la cual cada anillo tuviera extraños estremecimientos. La noche helada de diciembre había recobrado su silencio, y sólo el Viorne parecía retumbar con voz más fuerte.

Desde las primeras casas del arrabal, Silvère se adelantó corriendo para ir a buscar su fusil al ejido de San Mittre, que encontró dormido bajo la luna. Cuando dio alcance a los insurgentes, éstos habían llegado a la puerta de Roma. Miette se inclinó, y le dijo con su sonrisa de niña:

—Me parece estar en la procesión del Corpus, y llevar el estandarte de la Virgen.

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Capítulo II

Plassans es una subprefectura de unas diez mil almas. Edificada sobre la meseta que domina el Viorne, adosada al norte a las colinas de Les Garrigues, una de las últimas ramificaciones de los Alpes, la ciudad está como situada al fondo de un callejón sin salida. En 1851 sólo se comunicaba con las regiones vecinas por dos carreteras, la carretera de Niza, que desciende al este, y la carretera de Lyon, que sube al oeste, la una continuación de la otra, con dos líneas casi paralelas. Desde esa época, se ha construido un ferrocarril cuya vía pasa al sur de la ciudad, debajo de la ladera que va en empinada pendiente desde las antiguas murallas hasta el río. Hoy en día, cuando se sale de la estación, situada en la orilla derecha del pequeño torrente, se ven, al alzar la cabeza, las primeras casas de Plassans, cuyos jardines forman terrazas. Hay que subir un cuarto de hora largo antes de llegar a esas casas.

Hace unos veinte años, y gracias sin duda a la falta de comunicaciones, ninguna ciudad había conservado mejor el carácter devoto y aristocrático de las antiguas villas provenzales. Tenía, y tiene todavía hoy, todo un barrio de grandes mansiones edificadas bajo Luis XIV y Luis XV una docena de iglesias, casas de jesuitas y de capuchinos, y un número considerable de conventos. La distinción entre las clases ha quedado mucho tiempo resuelta por la división de los barrios. Plassans cuenta con tres, que forman cada cual como un burgo particular y completo, con sus iglesias, sus paseos, sus costumbres, sus horizontes.

El barrio de los nobles, que se llama barrio de San Marcos, por el nombre de una de las parroquias que lo atienden, un pequeño Versalles de calles rectas, roídas por las hierbas, y cuyas anchas casas cuadradas esconden vastos jardines, se extiende al sur, al borde de la meseta; ciertas mansiones, construidas a ras de la pendiente, tienen una doble hilera de terrazas, desde donde se descubre todo el valle del Viorne, admirable vista muy alabada en la región. El barrio viejo, la ciudad antigua, despliega al noroeste sus callejas estrechas y tortuosas, bordeadas de casuchas oscilantes; allí se encuentran el ayuntamiento, el tribunal civil, el mercado, la gendarmería; esta parte de Plassans, la más populosa, está ocupada por los obreros, los comerciantes, toda la clase modesta activa y miserable. La ciudad nueva, por último, forma una especie de cuadrilátero, al nordeste; la burguesía, quienes han amasado

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céntimo a céntimo una fortuna, y quienes ejercen una profesión liberal, habitan allí en casas bien alineadas, enlucidas con un revoque amarillo claro. Este barrio, embellecido por la subprefectura, un feo edificio de yeso adornado con rosetones, apenas contaba con cinco o seis calles en 1851; es de creación reciente y, sobre todo después de la construcción del ferrocarril, el único que tiende a crecer.

Lo que, en nuestros días, divide aún Plassans en tres partes independientes y distintas, es que los barrios están netamente limitados por grandes vías. El paseo Sauvaire y la calle de Roma, que es como su prolongación estrangulada, van de oeste a este, de la puerta Grande a la puerta de Roma, cortando así la ciudad en dos pedazos, separando el barrio de los nobles de los otros dos barrios. Estos están a su vez delimitados por la calle de la Banne; esta calle, la más bonita de la comarca, nace en un extremo del paseo Sauvaire y sube hacia el norte, dejando a la izquierda las masas negras del barrio viejo, a la derecha las casas amarillo claro de la ciudad nueva. Allí, hacia la mitad de la calle, al fondo de una plazuela plantada con entecos árboles, se alza la subprefectura, monumento del cual los burgueses de Plassans están muy orgullosos.

Como para aislarse más y encerrarse mejor en sí, la ciudad está rodeada por un cinturón de viejas murallas que hoy sólo sirven para hacerla más negra y estrecha Habría que demoler a tiros de fusil esas fortificaciones ridículas, comidas por la yedra y coronadas por alhelíes silvestres, a lo sumo iguales en altura y espesor a los muros de un convento. Están horadadas por varias aberturas, de las cuales las dos principales, la puerta de Roma y la puerta Grande, se abren la primera sobre la carretera de Niza, la segunda sobre la carretera de Lyon, en la otra punta de la ciudad. Hasta 1853 esas aberturas estuvieron guarnecidas por enormes puertas de madera de dos hojas, cimbradas en lo alto, y reforzadas por planchas de hierro. A las once en verano, a las diez en invierno, se cerraban esas puertas con doble llave. La ciudad, tras haber echado así los cerrojos como una muchacha miedosa, dormía tranquila. Un guardián, que habitaba en una caseta situada en uno de los ángulos interiores de cada portalón, tenía a su cargo abrir a las personas retrasadas. Pero había que parlamentar un buen rato. El guardián sólo introducía a la gente tras haber iluminado con su farol y examinado atentamente las caras a través de una mirilla; a poco que le desagradaran, dormían fuera. Todo el espíritu de la ciudad, hecho de cobardía, de egoísmo, de rutina, de odio a lo de afuera y del deseo religioso de una vida enclaustrada, se encontraba en esas vueltas de llave dadas cada noche a las puertas. Plassans, cuando estaba bien candada, se decía: «Estoy en mi casa», con la satisfacción de un burgués devoto que, sin temores por su caja, seguro de no verse despertado por ningún alboroto, va a rezar sus oraciones y a meterse voluptuosamente en cama. No hay ciudad, creo, que se haya empeñado tan tarde en encerrarse como una monja.

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La población de Plassans se divide en tres grupos: tantos barrios, tantos pequeños mundos aparte. Hay que dejar al margen a los funcionarios, el subprefecto, el recaudador particular1, el registrador de la propiedad, el jefe de correos, todos personas ajenas a la comarca, poco amados y muy envidiados, que viven a su antojo. Los verdaderos habitantes, los que han crecido allí y están firmemente decididos a morir allí, respetan demasiado las costumbres heredadas y las demarcaciones establecidas para no encerrarse por sí solos en una de las sociedades de la ciudad.

Los nobles se enclaustran herméticamente. Desde la caída de Carlos X, apenas salen, apresurándose a regresar a sus grandes mansiones silenciosas, caminando furtivamente, como en tierra enemiga. No van a casa de nadie, y ni siquiera se visitan entre sí. Sus salones tienen por únicos asiduos a unos cuantos sacerdotes. En verano, viven en los castillos que poseen en las cercanías; en invierno, se quedan al amor de la lumbre. Son muertos que se aburren en vida. Por eso su barrio tiene la pesada calma de un cementerio. Las puertas y las ventanas están cuidadosamente atrancadas; diríase una sucesión de conventos cerrados a todos los ruidos del exterior. De vez en cuando se ve pasar a un cura cuyos andares discretos ponen un silencio más a lo largo de las casas cerradas, y que desaparece como una sombra por el resquicio de una puerta.

La burguesía, los comerciantes retirados, los abogados, los notarios, todo el mundillo acomodado y ambicioso que puebla la ciudad nueva, trata de dar cierta vida á Plassans. Van a las veladas del señor subprefecto y sueñan con corresponder con fiestas parecidas. Buscan de buen grado la popularidad, llaman «buen hombre» a un obrero, hablan de cosechas con los campesinos, leen los periódicos, se pasean los domingos con sus esposas. Son los espíritus avanzados del lugar, los únicos que se permiten reír al hablar de las murallas; incluso varios de ellos han reclamado de «los ediles» la demolición de esas viejas fortificaciones, «vestigio de otra época». Por lo demás, los más escépticos de ellos sienten una violenta conmoción de gozo cada vez que un marqués o un conde acceden a honrarlos con un leve saludo. El sueño de todo burgués de la ciudad nueva es ser admitido en un salón del barrio de San Marcos. Saben perfectamente que ese sueño es irrealizable, y eso es lo que les hace gritar muy alto que son librepensadores, librepensadores sólo de palabra, muy amigos de la autoridad, que se arrojan en brazos del primer salvador al menor rugido del pueblo. El grupo que trabaja y vegeta en el barrio viejo no está tan netamente determinado. El pueblo, los obreros, están en mayoría; pero también se encuentran pequeños detallistas e incluso algunos grandes negociantes. A decir verdad, Plassans está lejos de ser un centro

1 El receveur particulier era un funcionario de distrito que cobraba las contribuciones directas y las multas, percibiendo, además de su sueldo, una comisión sobre las entradas. [Esta nota, como las siguientes, es de la traductora.]

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comercial; se trafica lo justo para desembarazarse de las producciones de la región, aceites, vinos, almendras. En cuanto a la industria, está apenas representada por tres o cuatro curtidurías que apestan una de las calles del barrio viejo, manufacturas de sombreros de fieltro y una fábrica de jabón relegada a un rincón del arrabal. Este mundillo comercial e industrial, aunque frecuenta, en días señalados, a los burgueses de la ciudad nueva, vive sobre todo en medio de los trabajadores de la ciudad vieja. comerciantes, detallistas, obreros, tienen intereses comunes que los unen en una sola familia. Sólo el domingo los patronos se lavan las manos y hacen rancho aparte. Por lo demás, la población obrera, que apenas llega a un quinto, se pierde en medio de los ociosos de la comarca.

Una sola vez a la semana, durante el buen tiempo, los tres barrios de Plassans se encuentran cara a cara. Toda la ciudad se encamina al paseo Sauvaire, el domingo, después de las vísperas; hasta los mismos nobles se aventuran. Pero, en esa especie de bulevar plantado con dos hileras de plátanos, se establecen tres corrientes muy distintas. Los burgueses de la ciudad nueva se limitan a pasar; salen por la puerta Grande y cogen, a la derecha, la avenida de la Explanada, a lo largo de la cual van y vienen hasta la caída de la noche. Durante ese tiempo, la nobleza y el pueblo se reparten el paseo Sauvaire. Desde hace más de un siglo, la nobleza ha elegido la acera situada al sur, bordeada por una fila de grandes mansiones y que es la primera en ser abandonada por el sol; el pueblo ha tenido que contentarse con la otra acera, la del norte, donde se encuentran los cafés, los hoteles, los estancos. Y toda la tarde el pueblo y la nobleza pasean, subiendo y bajando por la avenida, sin que jamás un obrero o un noble haya pensado en cambiar de acera. Los separan siete u ocho metros, pero permanecen a mil leguas unos de otros, siguiendo con escrúpulo dos líneas paralelas, como si no tuvieran que encontrarse en este bajo mundo. Incluso en épocas revolucionarias cada cual ha conservado su acera. Este paseo reglamentario del domingo y las vueltas de llave dadas por la noche a las puertas son hechos del mismo orden, que bastan para juzgar a las diez mil almas de la ciudad.

Fue en este medio ambiente particular donde vegetó hasta 1848 una familia oscura y poco estimada, cuyo jefe, Pierre Rougon, desempeñó más adelante un importante papel, gracias a ciertas circunstancias.

Pierre Rougon era hijo de un campesino. La familia de su madre, los Fouque, como se les denominaba, poseía, a finales del pasado siglo, un vasto terreno situado en el arrabal, detrás del antiguo cementerio de San Mittre; ese terreno se agregó más adelante al Jas-Meiffren. Los Fouque eran los hortelanos más ricos de la región; abastecían de verduras a todo un barrio de Plassans. El apellido de esta familia se extinguió unos años antes de la Revolución. Sólo quedó una hija, Adélaïde, nacida en 1768, y que se encontró huérfana a la edad de dieciocho años. Esta niña, cuyo padre murió loco, era una criatura alta, flaca, pálida, de mirada pasmada, de

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modales singulares que pudieron tomarse por salvajismo mientras fue pequeña. Pero, al crecer, se volvió aún más extravagante; cometió ciertas acciones que las mejores cabezas del arrabal no pudieron explicar razonablemente, y a partir de entonces corrió el rumor de que le faltaba un tornillo, como a su padre. Se encontraba sola en la vida, hacía apenas seis meses, dueña de una hacienda que la convertía en una heredera muy solicitada, cuando se supo su casamiento con un muchacho quintero, un tal Rougon, campesino mal desbastado, llegado de los Bajos Alpes. Este Rougon, tras la muerte del último de los Fouque, que lo había contratado para una temporada, se había quedado al servicio de la hija del difunto. De servidor a sueldo pasaba bruscamente al envidiado título de marido. Esa boda constituyó una primera sorpresa para la opinión; nadie pudo entender por qué Adélaïde prefería a aquel pobre diablo, basto, torpe, ordinario, que apenas sabía hablar francés, a tales o cuales jóvenes, hijos de labradores acomodados, que rondaban a su alrededor hacía tiempo. Y como en provincias nada debe quedar inexplicado, quisieron ver un misterio cualquiera en el fondo del asunto, pretendieron incluso que la boda entre los dos jóvenes había resultado de absoluta necesidad. Pero los hechos desmintieron esas maledicencias. Adélaïde tuvo un hijo al cabo de doce meses largos. El arrabal se enojó; no podía admitir que se hubiera equivocado, pretendía penetrar en el supuesto secreto; por ello todas las comadres se pusieron a espiar a los Rougon. No tardaron en tener amplia materia para chismorreos. Rougon murió casi de repente, quince meses después de la boda, de una insolación que cogió, un mediodía, sachando un plantel de zanahorias. Apenas había transcurrido un año cuando la viuda provocó un escándalo inaudito: se supo a ciencia cierta que tenía un amante; no parecía ocultarse; varias personas afirmaban haberla oído tutear en público al sucesor del pobre Rougon. ¡Un año de viudez, a lo sumo, y un amante! Semejante olvido de las conveniencias pareció monstruoso, al margen de la sana razón. Lo que volvió el escándalo más resonante fue la extraña elección de Adélaïde. Vivía entonces al fondo del callejón de San Mittre, en una casucha cuya trasera daba al terreno de los Fouque, un hombre de mala fama a quien se designaba de ordinario con esta locución: «El pillo de Macquart». Ese hombre desaparecía semanas enteras; después se le veía reaparecer, un buen día, con los brazos vacíos, las manos en los bolsillos, ganduleando; silbaba, parecía volver de un paseíto. Y las mujeres, sentadas en el umbral de sus puertas, decían al verlo pasar: «¡Mira! ¡El pillo de Macquart! Habrá escondido sus fardos y su fusil en algún agujero del Viorne». La verdad era que Macquart no tenía rentas, y comía y bebía como feliz haragán en sus cortas estancias en la ciudad. Bebía sobre todo con feroz empecinamiento; solo en una mesa, al fondo de la taberna, se ensimismaba cada tarde, con los ojos estúpidamente clavados en su vaso, sin escuchar nunca ni mirar a su alrededor. Y cuando el vinatero cerraba su puerta, se retiraba con paso firme, la cabeza más alta, como enderezado por la borrachera.

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«Macquart camina muy derecho, está borracho perdido», decían al verlo regresar a casa. De ordinario, cuando no había bebido, andaba ligeramente encorvado, evitando las miradas de los curiosos, con una especie de timidez salvaje. Desde la muerte de su padre, un obrero curtidor, que le había dejado por toda herencia la casucha del callejón de San Mittre, no se le conocían parientes ni amigos. La proximidad de las fronteras y la vecindad de los bosques de la Seille habían hecho de este perezoso y singular mozo un contrabandista a la par que cazador furtivo, uno de esos seres de semblante equívoco de quienes dicen los transeúntes: «No quisiera encontrarme con esa cara a medianoche, en un rincón del bosque». Alto, terriblemente barbudo, de cara flaca, Macquart era el terror de las buenas mujeres del arrabal; lo acusaban de comerse a los niños crudos. Contando apenas treinta años, aparentaba cincuenta. Bajo la maraña de su barba y las mechas de pelo, que le cubrían el rostro, como los mechones de un perro de lanas, sólo se distinguía el brillo de sus ojos pardos, la mirada furtiva y triste de un hombre de instintos vagabundos, a quien el vino y una vida de paria han vuelto malo. Aun cuando no se pudiera precisar ninguno de sus crímenes, no se cometía un robo ni un asesinato en la región sin que la primera sospecha recayese sobre él. ¡Y era a ese ogro, ese bandido, ese pillo de Macquart a quien Adélaïde había escogido! En veinte meses, tuvo dos hijos, un niño, y después una niña. Ni por un instante se habló de matrimonio entre ellos. Nunca el arrabal había visto semejante audacia en la mala conducta. La estupefacción fue tan grande, la idea de que Macquart hubiera podido encontrar una amante joven y rica trastocó hasta tal punto las creencias de las comadres, que casi se mostraron suaves con Adélaïde.

—¡Pobrecita! Se ha vuelto completamente loca —decían—; si tuviera una familia, hacía tiempo que estaría encerrada. Y como siempre se ignoró la historia de aquellos extraños amores, de nuevo acusaron al canalla de Macquart de haber abusado del débil cerebro de Adélaïde para robarle su dinero.

El hijo legítimo, Pierre Rougon, creció con los bastardos de su madre. Adélaïde conservó a su lado a estos últimos, Antoine y Ursule, los lobeznos, como los llamaban en el barrio, aunque sin tratarlos ni más ni menos tiernamente que al hijo de sus primeras nupcias. Parecía no tener conciencia muy clara de la situación que la vida deparaba a esas dos pobres criaturas. Para ella, eran sus hijos con el mismo derecho que el primogénito; salía a veces llevando a Pierre de una mano y a Antoine de la otra, sin darse cuenta de la forma profundamente diferente con que se miraba a los pequeñines.

Fue una casa singular.Durante cerca de veinte años, cada cual vivió allí a su capricho,

tanto los hijos como la madre. Todo creció libremente. Al hacerse mujer, Adélaïde había seguido siendo la alta chiquilla rara que pasaba a los quince años por una salvaje; no es que estuviera loca, como pretendía la gente del arrabal, pero había en ella una falta de equilibrio entre la sangre y los nervios, una especie de desarreglo del

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cerebro y del corazón, que la hacía vivir al margen de la vida ordinaria, de una forma distinta a la de todo el mundo. Ciertamente, era muy natural, muy lógica consigo misma; sólo que su lógica se convertía en pura demencia a los ojos de sus vecinos. Parecía querer exhibirse, buscar malignamente que todo, en su casa, fuera de mal en peor, cuando obedecía con gran ingenuidad a los meros impulsos de su temperamento.

Desde su primer parto sufrió crisis nerviosas que la sumían en terribles convulsiones. Estas crisis reaparecían periódicamente cada dos o tres meses. Los médicos que fueron consultados respondieron que no había nada que hacer, que la edad calmaría esos accesos. Le pusieron solamente un régimen de carnes poco hechas y de vino de quina. Esas sacudidas repetidas terminaron por desequilibrarla. Vivió al día, como una niña, como un animal acariciador que cede a sus instintos. Cuando Macquart estaba de gira, se pasaba los días ociosa, soñadora, sin ocuparse de sus hijos más que para besarlos y jugar con ellos. Después, en cuanto regresaba su amante, desaparecía.

Detrás de la casucha de Macquart había un patizuelo separado del terreno de los Fouque por una tapia. Una mañana, los vecinos quedaron muy sorprendidos al ver la tapia horadada por una puerta que no estaba allí la tarde anterior. En una hora, todo el arrabal desfiló por las ventanas contiguas. Los amantes habían debido de trabajar toda la noche para hacer la abertura y colocar la puerta. Ahora podían ir libremente de la casa del uno a la del otro. El escándalo volvió a empezar; fueron menos suaves con Adélaïde, que decididamente era la vergüenza del arrabal; aquella puerta, aquella confesión tranquila y brutal de vida en común le fue más violentamente reprochada que sus dos hijos. «Hay que guardar al menos las apariencias», decían las mujeres más tolerantes. Adélaïde ignoraba lo que se denomina «guardar las apariencias»; estaba muy feliz, muy orgullosa de su puerta; había ayudado a Macquart a arrancar las piedras del muro, incluso le había mezclado el yeso para que la tarea avanzara más de prisa; por eso fue, al día siguiente, con una alegría infantil, a mirar su obra, a plena luz, lo cual pareció el colmo de la desvergüenza a tres comadres, que la vieron contemplando el trabajo de albañilería aún fresco. A partir de entonces, a cada aparición de Macquart, pensaron, al no ver ya a la joven, que se iba a vivir con él a la casucha del callejón de San Mittre.

El contrabandista venía muy irregularmente, casi siempre de improviso. Nunca se supo con exactitud cuál era la vida de los amantes, durante los dos o tres días que él pasaba en la ciudad, de vez en cuando. Se encerraban, la pequeña vivienda parecía deshabitada. Como el arrabal había decidido que Macquart había seducido a Adélaïde únicamente para comerle su dinero, se extrañaron, a la larga, de ver al hombre vivir como en el pasado, sin cesar por montes y valles, tan mal pertrechado como antes. Quizá la joven lo amaba tanto más cuanto que lo veía con largos intervalos;

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quizá él se había resistido a sus súplicas, experimentando la imperiosa necesidad de una existencia aventurera. Inventaron mil fábulas, sin poderse explicar razonablemente una relación que se había anudado y se prolongaba al margen de todos los hechos ordinarios. La vivienda del callejón de San Mittre continuó herméticamente cerrada y guardó sus secretos. Se adivino solamente que Macquart debía de pegarle a Adélaïde, aunque jamás saliera de la casa el ruido de una disputa. En varias ocasiones ella reapareció con la cara magullada, los cabellos arrancados. Por lo demás, ni el menor abatimiento de sufrimiento o de tristeza, ni la menor preocupación por ocultar sus magulladuras. Sonreía, parecía dichosa. Sin duda se dejaba apalear sin soltar una palabra. Más de quince años se prolongó esta existencia.

Cuando Adélaïde regresaba a su casa, la encontraba saqueada, sin emocionarse en lo más mínimo. Carecía absolutamente del sentido práctico de la vida. El valor exacto de las cosas, la necesidad de orden se le escapaban.

Dejó crecer a sus hijos como esos ciruelos que nacen a lo largo de los caminos, al capricho de la lluvia y del sol. Dieron sus frutos naturales, como salvajes que la podadera no ha injertado ni podado. Nunca la naturaleza fue menos contrariada, nunca unos pequeños seres dañinos crecieron más francamente en el sentido de sus instintos. Mientras tanto, se revolcaban en los planteles de verduras, se pasaban la vida al aire libre, jugando y peleándose como golfos. Robaban las provisiones de la vivienda, devastaban los pocos frutales del cercado, eran los demonios familiares, saqueadores y gritones, de aquella extraña casa de la locura lúcida. Cuando su madre desaparecía días enteros, su estrépito se volvía tal, encontraban invenciones tan diabólicas para molestar a la gente, que los vecinos tenían que amenazarlos con darles de latigazos. Adélaïde, por otra parte, no los asustaba apenas; cuando estaba allí, si resultaban menos insoportables para los demás era porque la tomaban a ella como víctima, faltando regularmente a la escuela cinco o seis veces por semana, haciendo de todo para atraerse una paliza que les permitiría berrear a sus anchas. Pero ella nunca les pegaba, ni siquiera se acaloraba; vivía a la perfección en medio del ruido, blanda, plácida, con el espíritu ausente. E incluso a la larga el alboroto de aquellos granujas le resultó necesario para llenar el vacío de su cerebro. Sonreía dulcemente cuando oía decir: «Sus hijos le pegarán, y le estará bien empleado». Su aire indiferente parecía responder a todo: «¡Qué más da!». Se ocupaba de su hacienda aún menos que de los niños. El cercado de los Fouque se habría convertido en un baldío, durante los largos años que duró esta singular existencia, de no haber tenido la joven la buena suerte de confiar el cultivo de sus verduras a un hábil hortelano. Este hombre, que tenía que repartir con ella los beneficios, le robaba impunemente, y ella nunca se dio cuenta. Por lo demás, la cosa tuvo un lado bueno: para robarle más, el hortelano sacó el mayor partido posible del terreno, que casi dobló su valor.

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Sea que lo advirtiera un instinto secreto, sea que tuviera ya conciencia de la forma diferente en que lo acogía la gente de fuera, Pierre, el hijo legítimo, dominó desde muy tierna edad a sus hermanos. En sus peleas, y aunque era mucho más débil que Antoine, le pegaba como amo. En cuanto a Ursule, pobre criaturita enclenque y pálida, era golpeada tan rudamente por uno como por otro. Por lo demás, hasta la edad de quince o dieciséis años, los tres chiquillos se molieron a palos fraternalmente, sin explicarse su odio vago, sin comprender de manera clara cuán ajenos eran entre sí. Solamente a esa edad se encontraron frente a frente, con una personalidad consciente y decidida.

A los dieciséis años, Antoine era un buen galopín, en quien los defectos de Macquart y de Adélaïde se mostraban ya como fundidos. Dominaba Macquart, sin embargo, con su amor al vagabundeo, su tendencia a la borrachera, sus arrebatos de bestia. Pero, bajo la influencia nerviosa de Adélaïde, esos vicios, que en el padre tenían una especie de franqueza sanguínea, adoptaban, en el hijo, un disimulo lleno de hipocresía y bajeza. Antoine pertenecía a su madre por una carencia absoluta de voluntad digna, por un egoísmo de mujer voluptuosa que le hacía aceptar cualquier lecho infamante, con tal de arrellanarse en él a gusto y dormir al calor. Se decía de él: «¡Ah, qué bandido! Ni siquiera tiene, como Macquart, el valor de sus pillerías; si asesina alguna vez, será a alfilerazos». En lo físico, Antoine no tenía sino los labios carnosos de Adélaïde; sus otros rasgos eran del contrabandista, aunque dulcificados, huidizos y cambiantes.

En Ursule, en cambio, predominaba el parecido físico y moral con la joven; seguía habiendo una mezcla íntima; sólo que la pobre cría, nacida la segunda, en la hora en que las ternuras de Adélaïde dominaban sobre el amor ya más tranquilo de Macquart, parecía haber recibido con su sexo la impronta más profunda del temperamento de su madre. Por lo demás, tampoco había aquí, una fusión de las dos naturalezas, sino más bien una yuxtaposición, una soldadura singularmente estrecha. Ursule, antojadiza, mostraba a veces salvajismos, tristezas, arrebatos de paria; después, con mucha frecuencia, reía con estallidos nerviosos, soñaba con blandura, como mujer loca del corazón y de la cabeza. Sus ojos, por los que pasaban las miradas pasmadas de Adélaïde, eran de una limpidez de cristal, como los de los gatos jóvenes que deben morir de hetiquez.

Frente a los dos bastardos, Pierre parecía un extraño, difería profundamente de ellos para quien no penetrara en las raíces mismas de su ser. Nunca niño alguno fue hasta tal punto la equilibrada media de las dos criaturas que lo habían engendrado. Era el justo medio entre el campesino Rougon y la nerviosa muchacha Adélaïde. En él, su madre había desbastado al padre. Ese sordo laboreo de los temperamentos que determina a la larga la mejora o la decadencia de una raza parecía obtener en Pierre un primer resultado. Seguía siendo un campesino, pero un campesino de piel menos ruda, de expresión menos basta, de inteligencia más

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amplia y más ágil. Hasta su padre y su madre se habían corregido en él uno al otro. Si el natural de Adélaïde, que la rebelión de los nervios afinaba de forma exquisita, había combatido y menguado la torpeza sanguínea de Rougon, la pesada mole de éste se había opuesto a que el hijo sufriera la repercusión de los desequilibrios de la joven. Pierre no conocía ni los arrebatos ni las ensoñaciones malsanas de los lobeznos de Macquart. Muy mal educado, alborotador como todos los niños soltados libremente en la vida, poseía, sin embargo, un fondo de prudencia razonada que debía impedirle siempre cometer una locura improductiva. Sus vicios, su holgazanería, sus apetitos de placer no tenían el impulso instintivo de los vicios de Antoine; pretendía cultivarlos y satisfacerlos a plena luz, honorablemente. En su persona gruesa, de talla mediana, en su cara larga, macilenta, donde los rasgos de su padre habían adoptado ciertas finuras del rostro de Adélaïde, se leía ya la ambición solapada y astuta, la necesidad insaciable de satisfacción, el corazón seco y la envidia rencorosa de un hijo de campesino, a quien la fortuna y los nerviosismos de su madre han vuelto un burgués.

Cuando, a los diecisiete años, Pierre se enteró de los desórdenes de su madre y de la singular situación de Antoine y Ursule y pudo comprenderlos, no pareció ni triste ni indignado, sino simplemente muy preocupado por el partido que sus intereses le aconsejaban tomar. De los tres hijos, sólo él había asistido a la escuela con cierta asiduidad. Un campesino que empieza a sentir la necesidad de instruirse suele convertirse en un feroz calculador. Fue en la escuela donde sus compañeros, por sus abucheos y la forma insultante en que trataban a su hermano, le inspiraron las primeras sospechas. Más adelante, se explicó muchas miradas, muchas palabras. Por fin vio con claridad en la casa saqueada. A partir de entonces, Antoine y Ursule fueron para él parásitos descarados, bocas que devoraban su hacienda. En cuanto a su madre, la miró con los mismos ojos que el arrabal, como una mujer a la que había que encerrar, que acabaría por comerse su dinero, si él no ponía remedio. Lo que terminó de consternarlo fueron los robos del hortelano. El niño alborotador se transformó, de la noche a la mañana, en un muchacho ahorrativo y egoísta, madurado apresuradamente en el sentido de sus instintos por la extraña vida de derroche que no podía ahora ver a su alrededor sin que se le partiera el corazón. Eran suyas aquellas verduras de cuya venta el hortelano sacaba los mayores beneficios; era suyo aquel vino bebido, aquel pan comido por los bastardos de su madre. Toda la casa, toda la fortuna era suya. En su lógica de campesino, sólo él, hijo legítimo, debía heredar. Y como la hacienda periclitaba, como todo el mundo mordía ávidamente su fortuna futura, buscó la manera de poner a esa gente en la puerta, madre, hermano, hermana, criados, y de heredar de inmediato.

La lucha fue cruel. El joven comprendió que debía ante todo atacar a su madre. Ejecutó paso a paso, con tenaz paciencia, un plan cuyos detalles había madurado hacía tiempo. Su táctica fue presentarse ante Adélaïde como un reproche vivo; no es que se

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enfureciese ni le dirigiera amargas palabras sobre su mala conducta; pero había encontrado cierta manera de mirarla, sin decir una palabra, que la aterrorizaba. Cuando ella reaparecía, tras una corta estancia en la vivienda de Macquart, sólo alzaba los ojos hacia su hijo estremeciéndose; sentía sus miradas, frías y agudas como hojas de acero, que la apuñalaban, largamente, sin piedad. La actitud severa y silenciosa de Pierre, del hijo de un hombre a quien tan pronto había olvidado, perturbaba extrañamente su pobre cerebro enfermo. Se decía que Rougon resucitaba para castigarla por sus desórdenes. Ahora, todas las semanas le daba uno de aquellos ataques nerviosos que la destrozaban; la dejaban que se debatiese; cuando volvía en sí, acomodaba sus ropas y se arrastraba, más débil. A menudo sollozaba de noche, apretándose la cabeza entre las manos, aceptando las heridas de Pierre como los golpes de un dios vengador. Otras veces, renegaba de él; no reconocía la sangre de sus entrañas en aquel muchacho grueso, cuya calma helaba tan dolorosamente su fiebre. Habría preferido mil veces que le pegara a que la mirase así a la cara. Esas miradas implacables que la seguían por doquier acabaron por sacudirla de forma tan espantosa que proyectó, en varias ocasiones, no volver a ver a su amante; pero, en cuanto Macquart llegaba, olvidaba sus juramentos, corría a él. Y la lucha recomenzaba a su regreso, más muda, más terrible. Al cabo de unos meses, pertenecía a su hijo. Estaba ante él como una cría que no está segura de su buena conducta y que cree haberse merecido unos azotes. Pierre, con habilidad, la había atado de pies y manos, la había convertido en una sirvienta sumisa, sin abrir los labios, sin entrar en explicaciones difíciles y comprometedoras.

Cuando el joven notó que su madre estaba en su poder, que podía tratarla como a una esclava, empezó a explotar en su propio interés las debilidades de su cerebro y el loco terror que una sola de sus miradas le inspiraba. Su primer cuidado, en cuanto fue el amo de la vivienda, fue despedir al hortelano y reemplazarlo por alguien de su confianza. Se encargó de la suprema dirección de la casa, vendiendo, comprando, llevando la caja. No intentó, por lo demás, ni ordenar la conducta de Adélaïde, ni corregir la pereza de Antoine y Ursule. Poco le importaba, pues contaba con desembarazarse de ellos en la primera ocasión. Se contentó con tasarles el pan y el agua. Después, teniendo ya toda la fortuna en sus manos, esperó algún acontecimiento que le permitiera disponer de ella a su antojo.

Las circunstancias lo favorecieron singularmente. Se libró del reclutamiento, a título de hijo mayor de una viuda. Pero, dos años después, Antoine entró en sorteo. Su mala suerte le afectó poco; esperaba que su madre le compraría un sustituto. Adélaïde, en efecto, quiso salvarlo del servicio. Pierre, que tenía el dinero, hizo oídos sordos. La marcha forzada de su hermano era un feliz acontecimiento que favorecía demasiado bien sus proyectos. Cuando su madre le habló del asunto, la miró de tal forma que ella no se atrevió ni siquiera a terminar. Su mirada decía: «¿Quiere usted arruinarme por un bastardo?». Ella abandonó a Antoine,

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egoístamente, necesitada ante todo de paz y de libertad. Pierre, que no era partidario de métodos violentos, y que se regocijaba de poder poner a su hermano a la puerta sin pelea, representó entonces el papel de un hombre desesperado: el año había sido malo, faltaba dinero en casa, habría que vender un pedazo de tierra, lo cual era el comienzo de la ruina. Después dio su palabra a Antoine de que lo rescataría al año siguiente, muy decidido a no hacer nada. Antoine partió engañado, contento a medias.

Pierre se desembarazó de Ursule de una forma aún más inesperada. Un obrero sombrerero del arrabal, llamado Mouret, le tomó un gran cariño a la joven, que le parecía frágil y blanca como una señorita del barrio de San Marcos. Se casó con ella. Fue por su parte un matrimonio por amor, una verdadera cabezonada, sin el menor cálculo. En cuanto a Ursule, aceptó aquella boda por huir de una casa donde su hermano mayor le hacía la vida imposible. Su madre, sumida en sus goces, empleando sus últimas energías en defenderse a sí misma, había llegado a una completa indiferencia; incluso se sintió feliz con su marcha, esperando que Pierre, al no tener ya motivos de descontento, la dejaría vivir en paz, a su aire. En cuanto los jóvenes estuvieron casados, Mouret comprendió que debía abandonar Plassans, si no quería oír todos los días frases desagradables sobre su mujer y su suegra. Marchó, se llevó a Ursule a Marsella, donde trabajó en su oficio. Por lo demás, no había pedido ni un céntimo de dote. Cuando Pierre, sorprendido por tal desinterés, había empezado a balbucir, tratando de darle explicaciones, le había cerrado la boca diciendo que prefería ganar el pan de su mujer. El digno hijo del campesino Rougon se quedó inquieto; esa forma de actuar le parecía ocultar alguna trampa.

Quedaba Adélaïde. Por nada del mundo quería Pierre seguir viviendo con ella. Lo comprometía. Hubiera deseado comenzar por ella. Pero se veía atrapado entre dos alternativas muy embarazosas: retenerla, y recibir entonces las salpicaduras de su vergüenza, atarse al pie una bola que detendría el impulso de su ambición; o echarla, y con seguridad hacerse señalar con el dedo como un mal hijo, lo cual habría obstaculizado sus cálculos de bondad. Percibiendo que iba a tener necesidad de todo el mundo, deseaba que su nombre volviera a caer en gracia a toda Plassans. Un solo método había que adoptar, el de inducir a Adélaïde a irse por sí sola. Pierre no omitía nada para obtener este resultado. Se creía perfectamente disculpado de su dureza por la mala conducta de su madre. La castigaba como se castiga a un niño. Los papeles estaban invertidos. Bajo aquella férula siempre alzada, la pobre mujer se sometía. Apenas contaba cuarenta y dos años, y tenía balbuceos de espanto, aires vagos y humildes de vieja que vuelve a la infancia. Su hijo continuaba matándola con sus miradas severas, con la esperanza de que huiría el día en que sintiera agotado su valor. La desdichada sufría horriblemente de vergüenza, de deseos contenidos, de bajezas aceptadas, recibiendo pasivamente los golpes y volviendo, sin embargo, con Macquart, dispuesta a morir allí mismo antes que a ceder. Había noches en las

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que se habría levantado para correr a tirarse al Viorne, de no haber tenido un miedo atroz a la muerte su carne débil de mujer nerviosa. Varias veces soñó con huir, con ir a reunirse con su amante en la frontera. Lo que la retenía en su casa, entre los silencios despectivos y las secretas brutalidades de su hijo, era el no saber dónde refugiarse. Pierre sentía que ella lo habría dejado hacía tiempo, de tener algún albergue. Esperaba la ocasión de alquilarle en alguna parte una pequeña vivienda, cuando un accidente, con el cual no se atrevía a contar, precipitó la realización de sus deseos. Se supo, en el arrabal, que Macquart acababa de morir a causa del disparo de un aduanero, en el momento en que entraba en Francia toda una carga de relojes de Ginebra. La historia era cierta. Ni siquiera trajeron el cuerpo del contrabandista, que fue enterrado en el cementerio de una aldehuela de montaña. El dolor de Adélaïde la sumió en la estupefacción. Su hijo, que la observó curioso, no la vio derramar una lágrima. Macquart la había designado su legataria. Heredó la casucha del callejón de San Mittre y la carabina del difunto, que un contrabandista, escapado de las balas de los aduaneros, le trajo lealmente. Al día siguiente, se retiró a la casita; colgó la carabina encima de la chimenea y allí vivió, ajena al mundo, solitaria, muda.

Por fin Pierre Rougon era el único dueño de la casa. El cercado de los Fouque le pertenecía de hecho, si no legalmente. Nunca había pensado en instalarse allí. Era un campo demasiado estrecho para su ambición. Trabajar la tierra, cuidar las verduras, le parecía grosero, indigno de sus facultades. Tenía prisa por no ser un campesino. Su naturaleza, afinada por el temperamento nervioso de su madre, experimentaba la irresistible necesidad de goces burgueses. Por eso, en cada uno de sus cálculos, había visto, como desenlace, la venta del cercado de los Fouque. Esta venta, al poner en sus manos una suma bastante importante, le permitiría casarse con la hija de algún negociante que lo tomaría como socio. En aquellos tiempos las guerras del Imperio clareaban singularmente las filas de los jóvenes casaderos. Los padres se mostraban menos difíciles en la elección de un yerno. Pierre se decía que el dinero lo arreglaría todo, y que con facilidad se pasarían por alto los comadreos del arrabal; pretendía presentarse como víctima, como un buen corazón que sufre con la vergüenza de su familia, que la deplora, sin verse alcanzado por ella y sin disculparla. Hacía varios meses que había puesto sus miradas en la hija de un comerciante de aceites, Félicité Puech. La casa Puech y Lacamp, cuyos almacenes se encontraban en una de las callejas más negras del barrio viejo, estaba lejos de ser próspera. Tenía un crédito dudoso en la plaza, se hablaba vagamente de quiebra. Justamente a causa de esos malos rumores Rougon apuntó sus baterías hacia ese lado. Jamás un comerciante acomodado le habría entregado a su hija. Contaba con aparecer cuando el viejo Puech ya no supiera por dónde salir, comprarle a Félicité y levantar a continuación la casa con su inteligencia y su energía. Era una forma hábil de subir un escalón, de elevarse un paso por encima de su clase. Quería, ante todo, huir de aquel horrible arrabal donde se

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chismorreaba sobre su familia, hacer olvidar las sucias leyendas, borrando hasta el nombre del cercado de los Fouque. Por eso las calles apestosas del barrio viejo le parecían un paraíso. Sólo allí podía cambiar de vida.

Pronto llegó el momento que acechaba. La casa Puech y Lacamp agonizaba. El joven negoció entonces su boda con prudente destreza. Fue acogido, si no como un salvador, al menos como un recurso necesario y aceptable. Decidida la boda, se ocupó activamente de la venta del cercado. El propietario del Jas-Meiffren, deseoso de redondear sus tierras, ya le había hecho ofertas en varias ocasiones; sólo un muro medianero, bajo y delgado, separaba las dos fincas. Pierre especuló con los deseos de su vecino, hombre muy rico que, para satisfacer su capricho, llegó a dar cincuenta mil francos por el cercado. Era pagarlo por el doble de su valor. Por otra parte, Pierre se hacía de rogar con una socarronería de campesino, diciendo que no quería vender, que su madre no consentiría jamás en deshacerse de una propiedad en la que los Fouque, desde hacía dos siglos, habían vivido de padres a hijos. Al tiempo que parecía vacilar, preparaba la venta. Le habían sobrevenido algunas inquietudes. Según su lógica brutal, el cercado le pertenecía, tenía derecho a disponer de él a su gusto. Sin embargo, en el fondo de esta seguridad, se agitaba el vago presentimiento de las complicaciones del Código. Se decidió a consultar indirectamente a un ujier del arrabal.

Se enteró de buenas. Según el ujier, tenía las manos totalmente atadas. Sólo su madre podía enajenar el cercado, cosa que le parecía dudosa. Pero lo que ignoraba, lo que fue para él un mazazo, era que Ursule y Antoine, los bastardos, los lobeznos, tenían derechos sobre aquella finca. ¡Cómo! ¡Aquellos canallas iban a despojarlo, a robarlo, a él, el hijo legítimo! Las explicaciones del ujier eran claras y precisas: Adélaïde se había casado con Rougon, ciertamente, bajo el régimen de comunidad de bienes; pero como toda la fortuna consistía en bienes raíces, la joven, según la ley, había vuelto a entrar en posesión de esa fortuna a la muerte de su marido; por otra parte, Macquart y Adélaïde habían reconocido a sus hijos, que por lo tanto debían heredar a su madre. Como único consuelo, Pierre se enteró de que el Código recortaba la parte de los bastardos en beneficio de los hijos legítimos. Eso no le consoló nada. Quería todo. No habría repartido ni medio franco con Ursule y Antoine. Esta incursión en las complicaciones del Código le abrió nuevos horizontes, que sondeó con aire singularmente pensativo. Comprendió al punto que un hombre hábil debe poner siempre a la ley de su lado. Y he aquí lo que encontró, sin consultar a nadie, ni siquiera al ujier, a quien temía poner sobre aviso. Sabía que podía disponer de su madre como si fuera una cosa. Una mañana, la llevó a un notario y le hizo firmar una escritura de venta. Con tal de que él le dejara su cuchitril del callejón de San Mittre, Adélaïde hubiera vendido Plassans. Pierre le aseguraba, además, una renta anual de seiscientos francos, y le juraba por todos los dioses que velaría por

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sus hermanos. Tal juramento bastaba a la buena mujer. Le recitó al notario la lección que su hijo quiso apuntarle. Al día siguiente, el joven le hizo poner su nombre al pie de un recibo, en el cual reconocía haber recibido cincuenta mil francos, como precio del cercado. Ése fue su golpe genial, una bribonada. Se contentó con decirle a su madre, extrañada de tener que firmar semejante recibo, cuando no había visto un céntimo de los cincuenta mil francos, que se trataba de una simple formalidad sin consecuencias. Al deslizar el papel en su bolsillo, pensaba: «Y ahora, que los lobeznos me pidan cuentas. Les diré que la vieja se lo comió todo. Nunca se atreverán a entablar un proceso» . Ocho días después, el muro medianero ya no existía, el arado había removido la tierra de los planteles de verduras; el cercado de los Fouque, de acuerdo con el deseo del joven Rougon, iba a convertirse en un recuerdo legendario. Unos meses después, el propietario del Jas-Meiffren mandó demoler incluso la vieja vivienda de los hortelanos, que se caía en ruinas.

Cuando Pierre tuvo entre sus manos los cincuenta mil francos, se casó con Félicité Puech, en los plazos estrictamente necesarios. Félicité era una mujercita negra de esas que se ven en Provenza. Se hubiera dicho una de esas cigarras pardas, estridentes, de vuelos bruscos, que se golpean la cabeza contra los almendros. Flaca, de pecho plano, hombros puntiagudos, un rostro como el hocico de una garduña, singularmente hurgador y puntiagudo, no tenía edad; se le podían echar quince o treinta años, aunque en realidad tuviera diecinueve, cuatro menos que su marido. Había una astucia de gata en el fondo de sus ojos negros, estrechos, semejantes a agujeros de barrena. Su frente estrecha y abombada; su nariz ligeramente hundida en la base, cuyas aletas se ensanchaban luego, finas y temblorosas, como para apreciar mejor los olores; la estrecha línea roja de sus labios, la prominencia de su mentón que se unía a las mejillas por dos hoyos extraños; toda esta fisonomía de enana taimada era como la máscara viviente de la intriga, de la ambición activa y envidiosa. A pesar de su fealdad, Félicité tenía una gracia muy suya, que la volvía seductora. Se decía de ella que era bonita o fea a voluntad. Eso debía depender de la forma en que se recogía el pelo, que era soberbio; pero dependía aún más de la sonrisa triunfante que iluminaba su cutis dorado cuando creía prevalecer sobre alguien.

Nacida con una especie de mala suerte, considerándose poco favorecida por la fortuna, consentía a menudo en no ser sino una birria. Por lo demás, no abandonaba la lucha, se había prometido hacer reventar un día de envidia a la ciudad entera con el despliegue de una felicidad y un lujo insolentes. Y, si hubiera podido representar su villa en un escenario más vasto, donde su espíritu sutil se hubiera desarrollado a sus anchas, con toda seguridad habría realizado prontamente su sueño. Era de una inteligencia muy superior a la de las muchachas de su clase y de su instrucción. Las malas lenguas pretendían que su madre, muerta unos años después de su nacimiento, había estado íntimamente vinculada, en los primeros

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tiempos de su matrimonio, al marqués de Carnavant, un joven noble del barrio de San Marcos. La verdad es que Félicité tenía pies y manos de marquesa, y que no parecían pertenecer a la raza de trabajadores de la cual descendía.

El barrio viejo se extrañó, durante un mes, de verla casarse con Pierre Rougon, aquel campesino casi sin desbastar, aquel hombre del arrabal cuya familia no estaba en olor de santidad. Ella dejó que chismorreasen, acogiendo con singulares sonrisas las felicitaciones forzadas de sus amigas. Había hecho sus cálculos, elegía a Rougon como una chica que toma un marido como quien toma un cómplice. Su padre, al aceptar al joven, no veía sino la aportación de los cincuenta mil francos que iban a salvarlo de la quiebra. Pero Félicité tenía mejor vista. Miraba a lo lejos en el futuro, y sentía la necesidad de un hombre sano, un poco zafio incluso, detrás del cual pudiera esconderse y a quien pudiera manejar a su antojo. Sentía un odio razonado por los señoritos de provincias, por ese conjunto famélico de pasantes de notaría, de futuros abogados que tiritaban a la espera de una clientela. Sin la menor dote, desesperando de casarse con el hijo de un gran negociante, prefería mil veces un campesino, a quien contaba con emplear como instrumento pasivo, a un flaco bachiller que la aplastaría con su superioridad de colegial y la arrastraría miserablemente toda su vida en busca de vanidades hueras. Pensaba que la mujer debe hacer al hombre. Se creía con fuerzas para sacar un ministro de un vaquero. Lo que la había seducido en Rougon era la anchura de su pecho, el torso rechoncho y no carente de cierta elegancia. Un mozo así debería llevar con soltura y gallardía el mundo de intrigas que ella soñaba con echarle a la espalda. Si apreciaba la fuerza y la salud de su marido, había sabido también adivinar que estaba lejos de ser un imbécil; bajo la carne tosca, había olfateado la taimada agilidad de su espíritu; pero estaba lejos de conocer a su Rougon, lo juzgaba aún más idiota de lo que era. Unos días después de la boda, registrando por azar en un cajón del escritorio, encontró el recibo de cincuenta mil francos firmado por Adélaïde. Comprendió y se quedó pasmada: a su natural, de una honradez media, le repugnaban esa clase de medios. Pero, en su espanto, hubo cierta admiración. Rougon se convirtió a sus ojos en un hombre muy listo.

La joven pareja se lanzó animosamente a la conquista de la fortuna. La casa Puech y Lacamp se hallaba menos comprometida de lo que Pierre pensaba. La cifra de las deudas era pequeña, sólo faltaba el dinero. En provincias, el comercio tiene procederes prudentes que lo salvan de los grandes desastres. Los Puech y Lacamp eran prudentes entre los prudentes; arriesgaban un millar de escudos temblando; por eso su casa, un auténtico agujero, no tenía ninguna importancia. Los cincuenta mil francos que Pierre aportó bastaron para pagar las deudas y ampliar un poco el comercio. Los comienzos fueron felices. Durante tres años consecutivos, la cosecha de aceitunas fue abundante. Felicité, con un golpe de audacia que asustó singularmente a Pierre y al viejo Puech,

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les hizo comprar una considerable cantidad de aceite que amontonaron y guardaron en el almacén. Los dos años siguientes, según los presentimientos de la joven, la cosecha falló, hubo un alza considerable, lo cual les permitió obtener grandes beneficios despachando su provisión.

Poco tiempo después de esta redada, Puech y el señor Lacamp se retiraron de la sociedad, contentos con unos cuantos francos que acababan de ganar, atacados por la ambición de morir como rentistas.

La joven pareja, única dueña de la casa, pensó que por fin había atraído a la fortuna.

—Has vencido mi mala pata —le decía a veces Felicité a su marido.

Una de las escasas debilidades de aquella naturaleza enérgica consistía en creerse herida por la mala suerte. Hasta entonces, pretendía, nada les había salido bien, ni a ella ni a su padre, pese a sus esfuerzos. Con ayuda de la superstición meridional, ella se disponía a luchar contra el destino, como se lucha contra una persona de carne y hueso que trata de estrangularnos.

Los hechos no tardaron en justificar extrañamente sus aprensiones. La mala pata volvió, implacable. Cada año, un nuevo desastre quebrantó la casa Rougon. Una bancarrota se les llevó unos cuantos miles de francos; los cálculos probables sobre la abundancia de las cosechas resultaban falsos a consecuencia de circunstancias increíbles; las especulaciones más seguras fracasaban miserablemente. Fue un combate sin tregua ni merced.

—Ya ves que he nacido con mala estrella —decía amargamente Felicité.

Y sin embargo, se empecinaba, furiosa, sin comprender por qué ella, que había tenido un olfato tan delicado para una primera especulación, sólo daba a su marido consejos deplorables.

Pierre, abatido, menos tenaz, habría liquidado veinte veces sin la actitud crispada y terca de su mujer. Quería ser rica. Comprendía que su ambición sólo podía edificarse sobre la fortuna. Cuando tuvieran unos cientos de miles de francos, serían los amos de la ciudad; haría nombrar a su marido para un puesto importante y ella gobernaría. No era la conquista de honores lo que le inquietaba; se sentía maravillosamente armada para esa lucha. Pero se quedaba sin fuerzas ante los primeros sacos de escudos que había que ganar. Aunque el manejo de los hombres no la asustaba, experimentaba una especie de rabia impotente ante esas piezas de cinco francos, inertes, blancas y frías, sobre las cuales su espíritu de intriga no tenía poder, y que se le resistían estúpidamente.

Más de treinta años duró la batalla. Cuando Puech murió, fue un nuevo mazazo. Felicité, que contaba con heredar unos cuarenta mil francos, se enteró de que el viejo egoísta, para darse buena vida en sus últimos días, había colocado su pequeña fortuna a fondo perdido. Se puso enferma. Se iba agriando poco a poco, se volvía más seca, más estridente. Al verla dar vueltas de la mañana a la noche,

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alrededor de las tinajas de aceite, se hubiera dicho que creía activar la venta con esos vuelos continuos de mosca inquieta. Su marido, en cambio, se hacía más pesado; la mala pata lo engordaba, lo volvía más grueso y blando. Aquellos treinta años de lucha no los llevaron, sin embargo, a la ruina. A cada inventario anual, iban saliendo adelante; si experimentaban pérdidas durante una temporada, se recuperaban en la temporada siguiente. Esta vida al día era lo que exasperaba a Felicité. Habría preferido una quiebra como Dios manda. Quizá hubieran podido entonces recomenzar su vida, en lugar de emperrarse en lo infinitamente pequeño, de quemarse la sangre para no ganar más que lo estrictamente necesario. En un tercio de siglo, no consiguieron ahorrar ni cincuenta mil francos.

Hay que decir que, desde los primeros años de su matrimonio, creció una familia numerosa que a la larga se convirtió en una pesada carga. Felicité, como algunas mujeres bajitas, tuvo una fecundidad que jamás nadie habría supuesto, al ver la estructura enclenque de su cuerpo. En cinco años, de 1811 a 1815, tuvo tres hijos, uno cada dos años. Durante los cuatro años siguientes, parió aún dos hijas. Nada hace crecer mejor a los niños que la vida plácida y embrutecedora de la provincia. Los esposos acogieron bastante mal a las dos últimas; las niñas, cuando falta la dote, se convierten en un terrible estorbo. Rougon declaró a quien quiso oírlo que ya estaba bien, y que el diablo sería muy listo si le enviaba un sexto hijo. Felicité, efectivamente, se quedó ahí. No se sabe en qué cifra se habría detenido.

Por lo demás, la joven no miró a aquella prole como una causa de ruina. Al contrario, reconstruyó sobre la cabeza de sus hijos el edificio de su fortuna, que se derrumbaba entre sus manos. Aún no contaban diez años, cuando ya en sueños confiaba en su futuro. Dudando de tener éxito nunca por sí misma, puso sus esperanzas en ellos para vencer la saña de la suerte. Satisfarían sus vanidades decepcionadas, le darían aquella posición rica y envidiada que perseguía en vano. A partir de entonces, sin abandonar la lucha sostenida por la casa comercial, tuvo una segunda táctica para llegar a satisfacer sus instintos de dominio. Le parecía imposible que, entre sus tres hijos, no hubiera un hombre superior que los enriqueciera a todos. Lo sentía, según decía. Por eso cuidaba a los críos con un fervor en el cual había severidades de madre y ternezas de usurero. Se complació en engordarlos amorosamente como un capital que debía más adelante procurarle grandes intereses.

—¡Déjalo! —gritaba Pierre—, todos los hijos son unos ingratos. Los mimas, nos arruinas.

Cuando Felicité habló de mandar a los pequeños al colegio, se enfadó. El latín era un lujo inútil, bastaría con que fueran a clase a un pequeño pensionado cercano. Pero la joven se resistió; tenía instintos más elevados que le inspiraban un gran orgullo al adornarse con hijos instruidos; además, percibía que sus hijos no podían ser tan iletrados como su marido, si quería verlos un día como hombres superiores. Soñaba con los tres en París, en altas

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posiciones que no precisaba. Cuando Rougon hubo cedido y los tres chiquillos entraron en octavo, Felicité saboreó los más vivos goces de vanidad que nunca había sentido. Los escuchaba arrobada hablar entre sí de sus profesores y de sus estudios. El día en que el mayor hizo declinar delante de ella rosa, rosae a uno de los pequeños, creyó oír una música deliciosa. Hay que decirlo en alabanza suya, su alegría estuvo entonces desprovista de todo cálculo. El propio Rougon se dejó invadir por el contento del hombre iletrado que ve a sus hijos volverse más sabios que él. La camaradería que se estableció con naturalidad entre sus hijos y los de los peces más gordos de la ciudad acabó de embriagar a los esposos. Los pequeños tuteaban al hijo del alcalde, al del subprefecto, e incluso a dos o tres hidalgos que el barrio de San Marcos se había dignado meter en el colegio de Plassans. Felicité no creía poder pagar bastante tal honor. La instrucción de los tres chiquillos pesó terriblemente sobre el presupuesto de la casa Rougon.

Mientras los niños no fueron bachilleres, los esposos, que los mantenían en el colegio gracias a enormes sacrificios, vivieron con la esperanza de su éxito. E incluso, cuando hubieron obtenido su título, Felicité quiso rematar su obra; convenció a su marido de enviarlos a los tres a París. Dos estudiaron Derecho, el tercero siguió los cursos de la Escuela de Medicina. Después, cuando fueron hombres, cuando hubieron agotado los recursos de la casa Rougon y se vieron obligados a regresar y establecerse en la provincia, empezó el desencanto para los pobres padres. La provincia pareció recuperar su presa. Los tres jóvenes se durmieron, se embastecieron. Toda la acritud de su mala suerte volvió a subir a la garganta de Felicité. Sus hijos le resultaban una bancarrota. La habían arruinado, no le daban los intereses del capital que representaban. Este último golpe del destino fue para ella tanto más sensible cuanto que la alcanzaba a la vez en sus ambiciones de mujer y en sus vanidades de madre. Rougon le repitió de la mañana a la noche: «!Ya te lo había dicho! », lo cual la exasperó aún más.

Un día, cuando ella le reprochaba amargamente al mayor las sumas de dinero que le había costado su instrucción, éste le había dicho con no menor amargura:

—Se lo reembolsaré más adelante, si puedo. Pero, ya que no tenían ustedes fortuna, había que hacer de nosotros unos trabajadores. Somos unos desclasados, sufrimos más que ustedes.

Felicité comprendió la hondura de estas palabras. A partir de entonces, dejó de acusar a sus hijos, y volvió su cólera contra la suerte, que no se cansaba de herirla. Volvió a empezar con sus quejas, empezó a gemir más y mejor sobre la falta de fortuna que le impedía llegar a puerto. Cuando Rougon le decía: «Tus hijos son unos haraganes, nos chuparán hasta el final», respondía agriamente: «Ojalá que yo tuviese más dinero que darles. Si vegetan, los pobres chicos, es porque no tienen un céntimo».

A comienzos del año 1848, en vísperas de la revolución de febrero, los tres jóvenes Rougon tenían en Plassans posiciones muy

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precarias. Resultaban entonces unos tipos curiosos, profundamente diferentes, aunque paralelamente salidos de la misma cepa. Valían más, en suma, que sus padres. La raza de los Rougon debía depurarse por sus mujeres. Adélaïde había hecho de Pierre un espíritu medio, apto para las ambiciones bajas; Félicité acababa de darles a sus hijos inteligencias más elevadas, capaces de grandes vicios y de grandes virtudes.

En esa época, el mayor, Eugène, contaba cerca de cuarenta años. Era un mozo de talla mediana, ligeramente calvo, con tendencia ya a la obesidad. Tenía la cara de su padre, una cara larga, de rasgos anchos; bajo la piel, se adivinaba la grasa que ablandaba sus redondeces y daba al rostro una blancura amarillenta de cera. Pero, aunque se notaba aún el campesino en la estructura maciza y cuadrada de la cabeza, la fisonomía se transfiguraba, se iluminaba por dentro, cuando la mirada despertaba, alzando los pesados párpados. En el hijo, la pesadez del padre se había convertido en gravedad. Este grueso mozo tenía de ordinario una actitud de poderoso sueño; por ciertos gestos amplios y fatigados, habría podido ser un gigante que estiraba sus miembros a la espera de la acción. Por uno de esos supuestos caprichos de la naturaleza en los que la ciencia empieza a distinguir leyes, si el parecido físico con Pierre era completo en Eugène, Felicité parecía haber contribuido a proporcionar la materia pensante. Eugène presentaba el caso curioso de ciertas cualidades morales e intelectuales de su madre hundidas en las carnes espesas de su padre. Tenía elevadas ambiciones, instintos autoritarios, un singular desprecio por los pequeños medios y las pequeñas fortunas. Era la prueba de que Plassans no se engañaba acaso al sospechar que Felicité tenía en las venas unas gotas de sangre noble. Los apetitos de goce que se desarrollaban furiosamente en los Rougon, y que eran como la característica de esa familia, adoptaban en él una de sus facetas más elevadas; quería gozar, pero con las voluptuosidades del espíritu, satisfaciendo su necesidad de dominio. Un hombre tal no estaba hecho para triunfar en provincias. Vegetó allí quince años, con los ojos puestos en París, acechando las ocasiones. Desde su regreso a la pequeña ciudad, para no comer el pan de sus padres se había inscrito en el Colegio de Abogados. Pleiteó de vez en cuando, ganándose malamente la vida, sin parecer elevarse por encima de una honrada mediocridad. En Plassans opinaban que su voz era pastosa, sus gestos duros. Era raro que lograse ganar la causa de un cliente; solía salirse del tema, divagaba, según la expresión de los entendidos del lugar. Un día, sobre todo, defendiendo un asunto de daños y perjuicios, se olvidó, se perdió en consideraciones políticas, hasta el punto de que el presidente le retiró la palabra. Se sentó inmediatamente, sonriendo con una singular sonrisa. Su cliente fue condenado a pagar una suma considerable, lo cual no pareció hacerle lamentar en absoluto sus digresiones. Parecía considerar sus alegatos simples ejercicios que le servirían más adelante. Eso era lo que Felicité no comprendía y lo que la desesperaba; le habría gustado que su hijo dictase leyes en el

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tribunal civil de Plassans. Acabó por formarse una opinión muy desfavorable de su primogénito; según ella, aquel chico dormido no podía ser la gloria de la familia. Pierre, en cambio, tenía en él una confianza absoluta, y no porque tuviera ojos más penetrantes que su mujer, sino porque se atenía a la superficie, y se halagaba a sí mismo al creer en el genio de un hijo que era su vivo retrato. Un mes antes de las jornadas de febrero, Eugène se tornó inquieto; un olfato especial le hizo adivinar la crisis. A partir de entonces, el suelo de Plassans le quemaba los pies. Se le vio vagar por los paseos como un alma en pena. Después se decidió bruscamente, marchó a París. No tenía ni quinientos francos en el bolsillo.

Aristide, el más joven de los hijos Rougon, era lo opuesto a Eugène, geométricamente, por así decirlo. Tenía el rostro de su madre y una avidez, un carácter taimado, apto para las intrigas vulgares, donde dominaban los instintos de su padre. La naturaleza tiene con frecuencia necesidades de simetría. Bajo, con cara de zorro, semejante al puño de un bastón curiosamente tallado en forma de cabeza de Polichinela, Aristide huroneaba, rebuscaba por todas partes, impaciente por gozar. Amaba el dinero como su hermano mayor amaba el poder. Mientras que Eugène soñaba con doblegar un pueblo a su voluntad y se embriagaba con su omnipotencia futura, él se veía diez veces millonario, alojado en una principesca mansión, comiendo y bebiendo bien, saboreando la vida con todos los sentidos y órganos de su cuerpo. Quería sobre todo una fortuna rápida. Cuando hacía castillos en el aire, esos castillos se alzaban mágicamente en su espíritu; tenía toneles de oro de la noche a la mañana; eso agradaba a su pereza, tanto más cuanto que no le preocupaban mucho los medios y los más rápidos le parecían los mejores. La raza de los Rougon, de esos campesinos bastos y ávidos, de apetitos bestiales, había madurado demasiado pronto; todas las necesidades de goce material se desarrollaban en Aristide, triplicadas por una educación apresurada, más insaciables y peligrosas desde que se habían vuelto racionales. Pese a sus delicadas intuiciones de mujer, Felicité prefería a este muchacho; no percibía que Eugène le pertenecía mucho más; disculpaba las tonterías y perezas de su hijo menor, con el pretexto de que sería el hombre superior de la familia, y que un hombre superior tiene derecho a llevar una vida desordenada hasta el día en que se revela el poder de sus facultades. Aristide puso duramente a prueba su indulgencia. En París, llevó una vida sucia y ociosa; fue de esos estudiantes que se matriculan en las cervecerías del Barrio Latino. Por lo demás, sólo estuvo allí dos años; su padre, asustado, viendo que no había aprobado aún ni un solo examen, lo retuvo en Plassans y habló de buscarle una esposa, esperando que las preocupaciones del hogar lo convirtieran en un hombre formal. Aristide se dejó casar. En aquella época no veía con claridad en sus ambiciones; la vida de provincias no le desagradaba; se encontraba a gusto en su pequeña ciudad, comiendo, durmiendo, ganduleando. Felicité defendió su causa con tanto calor que Pierre accedió a alimentar y

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albergar a la pareja, a condición de que el joven se ocupara activamente de la casa de comercio. A partir de entonces comenzó para éste una grata existencia de holgazán; se pasó en el casino los días y la mayor parte de las noches, escapándose de la oficina de su padre como un colegial, yendo a jugar los pocos luises que su madre le daba a escondidas. Hay que haber vivido en lo hondo de una provincia para comprender bien cómo fueron los cuatro años de embrutecimiento que el mozo pasó de esta forma. Hay, en cada pequeña ciudad, un grupo de individuos que viven a costa de sus padres, fingiendo a veces que trabajan, pero cultivando en realidad su pereza como una especie de religión. Aristide fue el tipo de esos azotacalles incorregibles a quienes se ve arrastrarse voluptuosamente en el vacío de la provincia, jugó al ecarté durante cuatro años. Mientras él vivía en el casino, su mujer, una rubia blanda y plácida, contribuía a la ruina de la casa Rougon con una pronunciada afición a los trajes vistosos y con un apetito formidable, curiosísimo en una criatura tan frágil. Angèle adoraba las cintas azul cielo y el solomillo a la plancha. Era hija de un capitán retirado, al que llamaban el comandante Sicardot, un buen hombre que le había dado en dote diez mil francos, todas sus economías. Por eso Pierre, al elegir a Angèle para su hijo, había creído hacer un negocio inesperado, a tan bajo precio valoraba a Aristide. Esta dote de diez mil francos, que le hizo decidirse, se convirtió justamente luego en un ladrillo atado a su cuello. Su hijo era ya un taimado bribón; le entregó los diez mil francos, asociándose con él, sin querer quedarse con un céntimo, exhibiendo la mayor abnegación.

—Nosotros no necesitamos nada —decía—; manténganos a mi mujer y a mí, y ya haremos cuentas más adelante.

Pierre estaba en apuros y aceptó, un poco inquieto por el desinterés de Aristide. Éste se decía que acaso durante mucho tiempo su padre no tendría diez mil francos líquidos para devolverle, y que él y su mujer vivirían liberalmente a sus expensas, mientras la sociedad no pudiera romperse. Se trataba de unos cuantos billetes de banco admirablemente colocados. Cuando el comerciante de aceite comprendió el trato engañoso que había hecho, ya no estaba en sus manos desembarazarse de Aristide; la dote de Angèle se encontraba comprometida en especulaciones que marchaban mal. Hubo de tener consigo a la pareja, exasperado, sufriendo por el gran apetito de su nuera y por la holgazanería de su hijo. Veinte veces, si hubiera podido reembolsarles, habría puesto en la calle a aquella gentuza que le chupaba la sangre, según su enérgica expresión. Felicité los apoyaba sordamente; el joven, que había calado en sus sueños de ambición, le exponía cada noche admirables planes de fortuna que iba a poner en práctica próximamente. Por una casualidad bastante rara, estaba en los mejores términos con su nuera; hay que decir que Angèle no tenía voluntad, y que se podía disponer de ella como de un mueble. Pierre se enfurecía cuando su mujer le hablaba de los futuros éxitos de su hijo menor; él le acusaba más bien de ser un día la ruina de su casa. En los cuatro años que la

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pareja vivió con él, vociferó así, gastando en peleas su rabia impotente, sin que Aristide ni Angèle perdieran en lo más mínimo su sonriente calma. Estaban plantados allí y allí se quedaban, como una mole. Por fin, Pierre tuvo una feliz oportunidad; pudo devolver a su hijo los diez mil francos. Cuando quiso echar cuentas con él, Aristide inventó tantas triquiñuelas que tuvo que dejarlo marchar sin retenerle ni un céntimo por los gastos de alimentación y alojamiento. La pareja fue a instalarse a unos pasos, en una plazuela del barrio viejo, llamada la plaza de San Luis. Pronto se comieron los diez mil francos. Hubo que buscar una colocación. Aristide, por lo demás, no cambió en nada su vida mientras hubo dinero en casa Cuando llegó a su último billete de cien francos, se puso nervioso. Se le vio vagabundear por la ciudad con aire torvo; no tomó ya su tacita de café en el casino; miró cómo jugaban, febrilmente, sin tocar una carta. La miseria le volvió aún peor de lo que era. Durante mucho tiempo aguantó, se empeñó en no hacer nada. Tuvo un hijo en 1840, el pequeño Maxime, a quien por fortuna su abuela Felicité metió en un internado, y cuya pensión pagó en secreto. Era una boca menos en casa de Aristide; pero la pobre Angèle se moría de hambre, y su marido tuvo por fin que buscar un puesto. Consiguió entrar en la subprefectura. Permaneció allí unos diez años, y no llegó a tener más que mil ochocientos francos de sueldo. Desde entonces, rencoroso, segregando bilis, vivió con el ansia continua de los goces de que se veía privado. Su ínfima posición le exasperaba; los miserables ciento cincuenta francos que le ponían en la mano le parecían una ironía de la fortuna. Jamás abrasó a un hombre semejante sed de saciar su carne. Felicité, a la cual contaba sus sufrimientos, no se disgustó al verlo hambriento; pensó que la miseria espolearía su pereza. Con el oído al acecho, emboscado, empezó a mirar a su alrededor, como un ladrón que busca un buen golpe. A comienzos del año 1848, cuando su hermano marchó a París, tuvo por un instante la idea de seguirlo. Pero Eugène estaba soltero; él no podía arrastrar a su mujer tan lejos, sin tener en el bolsillo una cuantiosa suma. Esperó, olfateando una catástrofe, dispuesto a estrangular a la primera presa que apareciese.

El otro hijo Rougon, Pascal, nacido entre Eugène y Aristide, no parecía pertenecer a la misma familia. Era uno de esos casos frecuentes que desmienten las leyes de la herencia. La naturaleza engendra con frecuencia, en medio de una raza, un ser cuyos elementos saca por entero de sus fuerzas creadoras. Nada en lo moral ni en lo físico recordaba en Pascal a los Rougon. Alto, de rostro dulce y serio, tenía una rectitud de espíritu, un amor al estudio, una necesidad de modestia que contrastaban singularmente con las fiebres de ambición y los tejemanejes poco escrupulosos de su familia. Tras haber hecho en París excelentes estudios médicos, se había retirado a Plassans por gusto, a pesar de las ofertas de sus profesores. Le agradaba la vida tranquila de provincias; sostenía que para un sabio es preferible esa vida al bullicio parisiense. Incluso en Plassans, no se preocupó en absoluto por incrementar su clientela.

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Muy sobrio, sintiendo un gran desprecio por la fortuna, supo contentarse con algunos enfermos que sólo el azar le envió. Todo su lujo consistió en una casita soleada de la ciudad nueva, donde se encerraba religiosamente, ocupándose con amor de la historia natural. Le entró sobre todo una gran pasión por la fisiología. Se supo en la ciudad que con frecuencia compraba cadáveres al sepulturero del asilo, lo que hizo que le tuvieran horror las señoras delicadas y ciertos burgueses cobardes. Felizmente no llegaron a calificarlo de hechicero; pero su clientela se restringió aún más, se le miró como a un excéntrico a quien las personas de la buena sociedad no debían confiar ni la punta de su meñique, so pena de comprometerse. Un día se oyó decir a la mujer del alcalde:

—Preferiría morir a dejarme cuidar por ese caballero. Huele a muerto.

Pascal, a partir de entonces, quedó condenado. Pareció feliz de aquel temor sordo que inspiraba. Cuantos menos enfermos tuviera, más podría ocuparse de sus queridas ciencias. Como había fijado un precio muy módico para sus visitas, el pueblo le seguía siendo fiel. Ganaba lo justo para vivir, y vivía satisfecho, a mil leguas de la gente de la región, en la alegría pura de sus investigaciones y descubrimientos. De vez en cuando, enviaba una memoria a la Academia de Ciencias de París. Plassans ignoraba totalmente que aquel excéntrico, aquel caballero que olía a muerto, era un hombre muy conocido y escuchado en el mundo científico. Cuando lo veían, los domingos, salir de excursión a las colinas de Les Garrigues, con una caja de botánico colgada al cuello y un martillo de geólogo en la mano, se encogían de hombros, lo comparaban con este o aquel doctor de la ciudad, tan encorbatado, tan meloso con las damas, y cuyas ropas exhalaban siempre un delicioso olor a violetas. Sus padres tampoco comprendían mejor a Pascal. Cuando Felicité lo vio disponer su vida de forma tan extraña y mezquina, se quedó estupefacta y le acusó de desilusionar sus esperanzas. Ella, tolerante con las perezas de Aristide, que consideraba fecundas, no pudo ver sin ira el mediocre tren de vida de Pascal, su amor por la sombra, su desdén de la riqueza, su firme resolución de permanecer apartado. ¡Ciertamente, no sería ese hijo el que satisfaría nunca su vanidad!

—Pero ¿de dónde sales? —le decía a veces—. No eres de los nuestros. Mira a tus hermanos, buscan, tratan de sacar provecho de la instrucción que les hemos dado. Tú no haces más que tonterías. Nos recompensas muy mal, a nosotros que nos hemos arruinado por educarte. No, no eres de los nuestros.

Pascal, que prefería reír cada vez que debía enfadarse, respondía alegremente, con fina ironía:

—Vamos, no se quejen, no quiero fallarles por completo; los cuidaré a todos gratis, cuando estén enfermos.

Por otra parte, veía a su familia muy raramente, sin exhibir la menor repugnancia, obedeciendo a su pesar a sus instintos particulares. Antes de que Aristide entrara en la subprefectura, acudió varias veces en su ayuda. Se había quedado soltero. Ni

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siquiera sospechó los graves acontecimientos que se preparaban. Desde hacía dos o tres años se ocupaba del gran problema de la herencia, comparando las razas animales con la raza humana, y lo absorbían los curiosos resultados que obtenía. Las observaciones que había hecho sobre sí mismo y su familia eran como el punto de partida de sus estudios. El pueblo comprendía tan bien, con su intuición inconsciente, hasta qué punto difería de los Rougon, que lo llamaba señor Pascal, sin añadir nunca su apellido.

Tres años antes de la revolución de 1848, Pierre y Felicité dejaron su casa de comercio. La edad avanzaba, los dos habían superado la cincuentena, estaban hartos de luchar. Ante su poca suerte, temieron quedar totalmente en la miseria, si se obstinaban. Sus hijos, al desilusionar sus esperanzas, les habían asestado el golpe de gracia. Ahora que dudaban de verse nunca enriquecidos por ellos, querían al menos conservar un trozo de pan para su ancianidad. Se retiraban con unos cuarenta mil francos, a lo sumo. Esta suma les rentaría dos mil francos, lo justo para vivir la vida mezquina de provincias. Felizmente, se quedaban solos, pues habían logrado casar a sus hijas, Marthe y Sidonie, una de las cuales se había establecido en Marsella y la otra en París.

Al liquidar, les hubiera gustado ir a vivir a la ciudad nueva, al barrio de los comerciantes retirados; pero no se atrevieron. Sus rentas eran demasiado módicas; temieron hacer un mal papel. Por una especie de compromiso, alquilaron un piso en la calle de la Banne, la calle que separa el barrio viejo del barrio nuevo. Su morada se encontraba en la hilera de casas que bordean el barrio viejo, por lo que seguían viviendo en la ciudad de la chusma; sólo que veían desde sus ventanas, a unos cuantos pasos, la ciudad de los ricos; estaban en el umbral de la tierra prometida.

Su alojamiento, situado en el segundo piso, se componía de tres grandes habitaciones; habían instalado un comedor, un salón y un dormitorio. En el primer piso vivía el propietario, un comerciante de bastones y paraguas, cuya tienda ocupaba la planta baja. La casa, estrecha y poco profunda, sólo tenía dos pisos. Cuando Félicité se mudó, sintió que se le partía el corazón. Vivir en casa de otro es, en provincias, una confesión de pobreza. Cada familia respetable posee en Plassans su casa, pues los inmuebles se venden a precios bajísimos. Pierre no aflojó los cordones de su bolsa; no quiso oír hablar de mejoras; el viejo mobiliario, ajado, gastado, cojo, tuvo que servir, sin ser siquiera reparado. Felicité, que sentía vivamente, por lo demás, las razones de esta roñosería, se ingenió para dar un nuevo brillo a todas aquellas ruinas; volvió a clavar ella misma ciertos muebles menos maltrechos que otros; zurció el terciopelo raído de los sillones.

El comedor, que se encontraba en la trasera, así como la cocina, quedó casi vacío; una mesa y una docena de sillas se perdieron en las sombras de la vasta habitación, cuya ventana daba al muro gris de una casa vecina. Como nunca entraba nadie en el dormitorio, Félicité había escondido allí los muebles fuera de uso; amén de la cama, un

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armario, un escritorio y un tocador, se veían dos cunas colocadas una sobre otra, un aparador al que le faltaban las puertas, y una biblioteca enteramente vacía, ruinas respetables que la vieja no había podido decidirse a tirar. Pero todos sus cuidados fueron para el salón. Consiguió casi hacer de él un lugar habitable. Estaba amueblado con un tresillo de terciopelo amarillento, de flores satinadas. En el centro había un velador con superficie de mármol; unas consolas, coronadas por espejos, se alzaban en los dos extremos de la pieza. Había incluso una alfombra que sólo recubría la mitad del entarimado, y una araña provista de una funda de muselina blanca que las moscas habían acribillado a cagadas negras. De las paredes colgaban seis litografías que representaban las grandes batallas de Napoleón. Este moblaje databa de los primeros años del Imperio. Por toda mejora, Felicité consiguió que le tapizaran la pieza con un papel naranja de grandes rameados. El salón había adquirido así un extraño color amarillo que lo llenaba de una luz falsa y cegadora; el tresillo, el papel, las cortinas de las ventanas eran amarillos; la alfombra y hasta los mármoles del velador y de las consolas también tiraban a amarillo. Cuando las cortinas estaban corridas, los tonos se volvían bastante armoniosos pese a todo y el salón parecía casi limpio. Pero Félicité había soñado con otros lujos. Veía con desesperación esta miseria mal disimulada. De ordinario se quedaba en el salón, la habitación más bonita de la casa. Una de sus distracciones más dulces y a la vez más amarga era asomarse a una de las ventanas de esta pieza, que daban a la calle de la Banne. Distinguía al sesgo la plaza de la Subprefectura. Aquél era su paraíso soñado. La placita, desnuda, aseada, con sus casas soleadas, le parecía un Edén. Habría dado diez años de vida por poseer una de aquellas viviendas. La casa que hacía esquina a la izquierda, y en la cual vivía el recaudador particular, la tentaba violentamente, sobre todo. La contemplaba con antojos de mujer embarazada. A veces, cuando las ventanas de aquel piso estaban abiertas, vislumbraba esquinas de ricos muebles, manifestaciones de lujo que le revolvían la sangre.

En esa época los Rougon atravesaban una curiosa crisis de vanidad y de apetitos insatisfechos. Sus escasos buenos sentimientos se agriaban. Se presentaban como víctimas de la mala pata, sin ninguna resignación, más ásperos y más decididos a no morir sin haberse contentado. En el fondo, no abandonaban ninguna de sus esperanzas, a pesar de su avanzada edad; Félicité pretendía tener el presentimiento de que moriría rica. Pero cada día de miseria les pesaba más. Cuando recapitulaban sus inútiles esfuerzos, cuando recordaban los treinta años de lucha, la defección de sus hijos, y veían sus castillos en el aire desembocar en aquel salón amarillo cuyas cortinas había que correr para ocultar su fealdad, les entraban ataques de rabia sorda. Y entonces, para consolarse, trazaban planes de fortuna colosal, buscaban combinaciones; Felicité soñaba que ganaba en la lotería el premio gordo de cien mil francos; Pierre se imaginaba que iba a inventar alguna maravillosa especulación.

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Vivían con una única idea: hacer fortuna, en seguida, en unas horas; ser ricos, disfrutar, aunque sólo fuese durante un año. Todo su ser tendía a ello, brutalmente, sin descanso. Y contaban aún vagamente con sus hijos, con ese egoísmo particular de los padres que no saben habituarse a la idea de haber mandado a sus hijos al colegio sin el menor beneficio personal.

Félicité parecía no haber envejecido; seguía siendo la misma mujercita negra, que no podía estarse quieta, zumbadora como una cigarra. Un transeúnte que la hubiera visto de espaldas, por la acera, la habría tomado por una chiquilla de quince años, por su paso ágil, por lo enjuto de sus hombros y su talle. Su rostro mismo no había cambiado apenas, se había hundido sólo un poco, pareciéndose cada vez más al hocico de una garduña; se hubiera dicho la cabeza de una niña que se hubiese apergaminado sin cambiar de rasgos.

En cuanto a Pierre Rougon, había echado barriga; se había convertido en un respetabilísimo burgués, a quien sólo le faltaban grandes rentas para parecer totalmente digno. Su cara abotagada y pálida, su pesadez, su aire amodorrado, parecían rezumar dinero. Un día había oído decir a un campesino que no lo conocía: «Ese gordo es un ricachón; ¡vamos, no le preocupa su cena!», reflexión que le había llegado al alma, pues consideraba una burla atroz haber seguido siendo un pobre diablo, al tiempo que adquiría las grasas y la gravedad satisfecha de un millonario. Cuando se afeitaba, los domingos, ante un espejito de veinticinco céntimos colgado en la falleba de una ventana, se decía que, con traje y corbata blanca, haría mejor papel en casa del subprefecto que este o aquel funcionario de Plassans. Este hijo de campesino que había perdido el color con los desvelos del comercio, grueso por la vida sedentaria, ocultando sus apetitos rencorosos bajo la placidez natural de sus rasgos, tenía en efecto el aire nulo y solemne, la imbécil rigidez que afecta un hombre en un salón oficial. Pretendían que su mujer lo trataba a la baqueta, y se equivocaban. Era de una testarudez de bruto; ante una voluntad ajena, netamente formulada, se habría encolerizado con violencia hasta golpear a la gente. Pero Félicité era demasiado flexible para oponerse a él; la naturaleza viva, mariposeante de esta enana no tenía como táctica chocar de frente con los obstáculos; cuando quería obtener algo de su marido o empujarlo por el camino que creía mejor, le rodeaba con sus vuelos bruscos de cigarra, le pinchaba por todos los lados, volvía a la carga cien veces, hasta que él cedía, sin darse demasiada cuenta. Pierre notaba, además, que era más inteligente que él y soportaba con bastante paciencia sus consejos. Félicité, más pesada que una mosca, hacía a veces todas sus tareas zumbando en las orejas de Pierre. Cosa rara, los esposos casi nunca se echaban en cara su fracaso. Sólo la cuestión de la instrucción de los hijos desencadenaba tempestades en la pareja.

La revolución de 1848 encontró, pues, a todos los Rougon en estado de alerta, exasperados por su mala suerte y dispuestos a violar a la fortuna si alguna vez la encontraban en el recodo de un

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sendero. Era una familia de salteadores al acecho, listos para atracar a los acontecimientos. Eugène vigilaba París; Aristide soñaba con degollar Plassans; el padre y la madre, quizá los más ávidos, contaban con trabajar por su cuenta y beneficiarse además de la tarea de sus hijos; sólo Pascal, ese discreto amante de la ciencia, llevaba la hermosa vida indiferente de un enamorado, en su casita soleada de la ciudad nueva.

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Capítulo III

En Plassans, esta ciudad cerrada donde la división de clases se hallaba tan netamente marcada en 1848, la repercusión de los acontecimientos políticos era muy sorda. Incluso hoy día, la voz del pueblo se ahoga allí; la burguesía aporta su prudencia, la nobleza su muda desesperación, el clero su fina hipocresía. Aunque los reyes se roben un trono o se funden repúblicas, la ciudad apenas se agita. En Plassans duermen cuando en París luchan. Pero, por muy calma e indiferente que aparezca la superficie, hay, en el fondo, un laboreo oculto muy curioso de estudiar. Si los disparos de fusil son raros en las calles, las intrigas devoran los salones de la ciudad nueva y del barrio de San Marcos. Hasta 1830, el pueblo no contó. Todavía hoy se obra como si no existiera. Todo pasa entre el clero, la nobleza y la burguesía. Los sacerdotes, muy numerosos, dan el tono a la política del lugar; son minas subterráneas, golpes en la sombra, una táctica sabia y temerosa que apenas permite dar un paso hacia delante o hacia atrás cada diez años. Estas luchas secretas de hombres que quieren ante todo evitar el ruido exigen una finura particular, una aptitud para las cosas pequeñas, una paciencia de gente desprovista de pasiones. Y así es como la lentitud provinciana, de la que se burlan de buena gana en París, está llena de traiciones, de palos taimados, de derrotas y victorias ocultas. Esos bonachones, sobre todo cuando sus intereses están en juego, matan a domicilio, a papirotazos, como nosotros matamos a cañonazos, en la plaza pública.

La historia política de Plassans, al igual que la de todas las pequeñas ciudades de Provenza, ofrece una curiosa particularidad. Hasta 1830, los habitantes siguieron siendo católicos practicantes y fervientes monárquicos; el propio pueblo no quería saber sino de Dios y de sus reyes legítimos. Después se produjo un extraño viraje; la fe desapareció, la población obrera y burguesa, desertando de la causa de la legitimidad, se entregó poco a poco al gran movimiento democrático de nuestra época. Cuando la revolución de 1848 estalló, la nobleza y el clero se encontraron solos para trabajar por el triunfo de Enrique V2. Durante mucho tiempo habían mirado el advenimiento

2 Enrique V fue el nombre que los legitimistas dieron a Enrique Carlos de Borbón, conde de Chambord (1820-1883), nieto de Carlos X, exilado desde la muerte de éste en 1830, y pretendiente al trono.

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de los Orleáns como un ensayo ridículo que tarde o temprano haría volver a los Borbones; aunque sus esperanzas estuvieran singularmente quebrantadas, no por ello dejaron de entablar la lucha, escandalizados por la defección de sus antiguos fieles y esforzándose por atraérselos de nuevo. El barrio de San Marcos, ayudado por todas las parroquias, puso manos a la obra. En la burguesía, y sobre todo en el pueblo, el entusiasmo fue grande inmediatamente después de las jornadas de febrero; aquellos aprendices de republicanos tenían prisa por gastar su fiebre revolucionaria. Mas para los rentistas de la ciudad nueva, aquel hermoso fuego tuvo el brillo y la duración de un fuego de paja. Los pequeños propietarios, los comerciantes retirados, los que habían dormido a pierna suelta o redondeado sus fortunas bajo la monarquía, se vieron pronto asaltados por el pánico; la república, con su vida de sacudidas, hizo que temblaran por sus cajas y por su cara existencia de egoístas. Por ello, cuando se declaró la reacción clerical de 1849, casi toda la burguesía de Plassans se pasó al partido conservador. Fue recibida con los brazos abiertos. Jamás la ciudad nueva había mantenido relaciones tan estrechas con el barrio de San Marcos; ciertos nobles hasta llegaron a darles la mano a abogados y a ex comerciantes de aceite. Esta familiaridad inesperada entusiasmó al barrio nuevo, que entabló, desde entonces, una encarnizada guerra contra el gobierno republicano. Para estimular tal acercamiento, el clero tuvo que gastar tesoros de habilidad y paciencia. En el fondo, la nobleza de Plassans se encontraba sumida, como una moribunda, en una invencible postración; conservaba la fe, pero estaba aquejada del sueño de la tierra, prefería no actuar, dejar obrar al Cielo; de buena gana habría protestado con su mero silencio, sintiendo acaso vagamente que sus dioses estaban muertos y que lo único que le cabía era reunirse con ellos. Incluso en esa época de trastornos, cuando la catástrofe de 1848 pudo darle por un instante esperanzas del regreso de los Borbones, se mostró embotada, indiferente, hablando de arrojarse a la refriega y no abandonando sino a regañadientes su rincón junto al fuego. El clero combatió sin descanso ese sentimiento de impotencia y de resignación. Puso en ello una especie de pasión. Un sacerdote, cuando está desesperado, lucha más duramente; toda la política de la Iglesia consiste en seguir su camino, sea como sea, relegando el éxito de sus proyectos a varios siglos después, si es necesario, pero sin perder una hora, lanzándose siempre hacia delante, con un esfuerzo continuo. Fue, pues, el clero el que, en Plassans, dirigió a la reacción. La nobleza fue su testaferro, sin más; se ocultó tras ella, la reprendió, la dirigió, consiguió incluso devolverle una vida ficticia. Cuando la hubo inducido a vencer su repugnancia hasta el punto de hacer causa común con la burguesía, se creyó seguro de la victoria. El terreno estaba maravillosamente preparado; aquella antigua ciudad monárquica, aquella población de burgueses apacibles y de comerciantes cobardes debía alinearse fatalmente, tarde o temprano, en el partido del orden. El clero, con su sabia táctica, apresuró la

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conversión. Tras haberse ganado a los propietarios de la ciudad nueva, supo incluso convencer a los pequeños detallistas del barrio viejo. A partir de entonces, la reacción fue la dueña de la ciudad. Todas las opiniones estaban representadas en esta reacción; jamás se vio una mezcla semejante de liberales avinagrados, de legitimistas, de orleanistas, de bonapartistas, de clericales. Pero poco importaba, en aquel entonces. Se trataba únicamente de matar a la República. Y la República agonizaba. Una fracción del pueblo, un millar de obreros a lo sumo, de las diez mil almas de la ciudad, saludaban aún al árbol de la libertad, plantado en medio de la plaza de la Subprefectura.

Los más finos políticos de Plassans, los que dirigían el movimiento reaccionario, sólo presintieron el imperio bastante tarde. La popularidad del príncipe Luis Napoleón les pareció un capricho pasajero de la multitud que sería fácil de desbaratar. La propia persona del príncipe les inspiraba muy poca admiración. Lo consideraban una nulidad, un chiflado, incapaz de manejar Francia y sobre todo de mantenerse en el poder. Para ellos, no era sino un instrumento del que pensaban servirse, que despejaría el terreno y a quien pondrían en la puerta, cuando llegara la hora en que debía aparecer el verdadero pretendiente. Sin embargo, a medida que transcurrían los meses se iban inquietando. Sólo entonces tuvieron una vaga conciencia de ser víctimas de un engaño. Pero no les dejaron tiempo de tomar una decisión; el golpe de Estado estalló sobre sus cabezas, y tuvieron que aplaudir. La gran impura, la República, acababa de ser asesinada. Era un triunfo, de todas formas. El clero y la nobleza aceptaron los hechos con resignación, dejando para más adelante la realización de sus esperanzas, y se vengaron de su chasco uniéndose a los bonapartistas para aplastar a los últimos republicanos.

Estos acontecimientos cimentaron la fortuna de los Rougon. Mezclados en las diversas fases de la crisis, se engrandecieron sobre las ruinas de la libertad. Fue a la República a quien robaron aquellos salteadores al acecho; después de que fue degollada, ayudaron a desvalijarla.

Al día siguiente de las jornadas de febrero, Felicité, el olfato más fino de la familia, comprendió que estaban por fin sobre la buena pista. Empezó a girar en torno a su marido, a aguijonearlo para que se moviera. Los primeros rumores de revolución habían asustado a Pierre. Cuando su mujer le hubo hecho entender que tenían poco que perder y mucho que ganar con los cambios, se adhirió en seguida a su opinión.

—No sé lo que puedes hacer —repetía Felicité—, pero me parece que hay algo que hacer. ¿No nos decía el señor de Carnavant, el otro día, que sería rico si alguna vez volvía Enrique V y que este rey recompensaría espléndidamente a quienes hubieran trabajado por su regreso? Quizá nuestra fortuna esté en eso. Ya es hora de tener buena suerte.

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El marqués de Carnavant, aquel noble que, según la crónica escandalosa de la ciudad, había conocido íntimamente a la madre de Felicité, iba de vez en cuando, en efecto, a visitar a los esposos. Las malas lenguas pretendían que la señora Rougon se le parecía. Era un hombre bajito, activo, de setenta y cinco años de edad, cuyos rasgos y modales ella parecía haber adquirido, al envejecer. Se contaba que las mujeres le habían devorado los restos de una fortuna ya muy mermada por su padre en la época de la emigración. Por lo demás, él confesaba su pobreza de buen grado. Recogido por uno de sus parientes, el conde de Valqueyras, vivía como un parásito comiendo a la mesa del conde y viviendo en un estrecho aposento situado bajo los tejados de su mansión.

—Pequeña —decía a menudo palmeando las mejillas de Felicité—, si alguna vez Enrique V me devuelve mi fortuna, te nombraré mi heredera.

Felicité tenía cincuenta años y él la llamaba aún «pequeña». La señora Rougon pensaba en esos golpecitos familiares y en esas continuas promesas de herencia cuando empujaba a su marido a la política. A menudo el señor de Carnavant se había quejado amargamente de no poder acudir en su ayuda. No cabía duda de que se conduciría como un padre con ella, el día en que fuera poderoso. Pierre, a quien su mujer explicó la situación con medias palabras, se declaró dispuesto a marchar en el sentido que le indicaran.

La especial posición del marqués lo convirtió, en Plassans, desde los primeros días de la República, en un activo agente del movimiento reaccionario. Aquel hombrecito inquieto, que sólo saldría ganando con el regreso de sus soberanos legítimos, se ocupó con fervor del triunfo de su causa. Mientras que la nobleza rica del barrio de San Marcos se dormía en su muda desesperación, temerosa quizá de comprometerse y de verse de nuevo condenada al exilio, él se valía por varios, hacía propaganda, reclutaba fieles. Fue un arma cuya empuñadura sostenía una mano invisible. A partir de entonces, sus visitas a los Rougon se hicieron cotidianas. Necesitaba un centro de operaciones. Como su pariente, el señor de Valqueyras, le había prohibido introducir a los afiliados en su residencia, había escogido el salón amarillo de Félicité. Por lo demás, no tardó en encontrar en Pierre una valiosa ayuda. Él no podía ir en persona a predicar la causa de la legitimidad a los pequeños detallistas y a los obreros del barrio viejo; lo habrían abucheado. Pierre, en cambio, que había vivido en medio de aquella gente, hablaba su lengua, conocía sus necesidades, conseguía catequizarlos a la chita callando. Se convirtió así en el hombre indispensable. En menos de quince días, los Rougon fueron más papistas que el Papa. El marqués, viendo el celo de Pierre, se había disimulado hábilmente detrás de él. ¿A santo de qué ponerse en evidencia cuando un hombre de fuertes espaldas accede a cargar con todas las tonterías de un partido? Dejó a Pierre pavonearse, hincharse de importancia, hablar como amo, contentándose con retenerlo o con lanzarlo hacia delante, según las necesidades de la causa. Así el ex comerciante de aceite fue pronto

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un personaje. Por la noche, cuando se encontraban solos, Félicité le decía:

—Adelante, no temas nada. Estamos en el buen camino. Si esto continúa, seremos ricos, tendremos un salón como el del recaudador, y daremos fiestas.

Se había formado en casa de los Rougon un núcleo de conservadores que se reunían todas las tardes en el salón amarillo para despotricar contra la República.

Había allí tres o cuatro negociantes retirados que temblaban por sus rentas, y que exigían de todo corazón un gobierno prudente y fuerte. Un ex comerciante de almendras, concejal del ayuntamiento, Isidore Granoux, era como el jefe de ese grupo. Su boca de hocico de liebre, hendida a cinco o seis centímetros de la nariz, sus ojos redondos, su pinta a la vez satisfecha y atontada, le asemejaban a un ganso cebado que digiere entre un saludable temor al cocinero. Hablaba poco, pues no podía encontrar las palabras; sólo escuchaba cuando se acusaba a los republicanos de querer saquear las casas de los ricos, contentándose entonces con ponerse rojo hasta que temían una apoplejía, y con murmurar invectivas sordas, en medio de las cuales reaparecían las palabras «holgazanes, criminales, ladrones, asesinos».

No todos los contertulios del salón amarillo tenían, en verdad, la torpeza de aquel ganso cebado. Un rico propietario, el señor Roudier, de rostro regordete e insinuante, disertaba horas enteras, con la pasión de un orleanista defraudado en sus cálculos por la caída de Luis Felipe. Era un fabricante de géneros de punto de París retirado en Plassans, ex proveedor de la corte, que había hecho de su hijo un magistrado y que contaba con los Orleáns para empujar al mozo a las más altas dignidades. Como la revolución acabó con sus esperanzas, se había lanzado a la acción a cuerpo descubierto. Su fortuna, sus antiguas relaciones comerciales con las Tullerías, que según él eran relaciones de buena amistad, el prestigio que adquiere en provincias todo aquel que ha ganado dinero en París y se digna ir a comérselo en lo hondo de una provincia, le daban una gran influencia en la comarca; cierta gente lo escuchaba como a un oráculo.

Pero el carácter más fuerte del salón amarillo era con toda seguridad el comandante Sicardot, el suegro de Aristide. De talla hercúlea, con una cara de un rojo ladrillo, llena de cicatrices y con mechones de pelo gris, se contaba entre los más gloriosos zopencos del ejército napoleónico. En las jornadas de febrero, la mera guerra de las calles lo había exasperado; se mostraba inagotable sobre el tema, diciendo con cólera que era vergonzoso luchar así; y recordaba con orgullo el gran reinado de Napoleón.

Se veía también, en casa de los Rougon, a un personaje de manos húmedas, de mirada equívoca, el señor Vuillet, un librero que proveía de santas imágenes y de rosarios a todas las beatas de la ciudad. Vuillet vendía libros clásicos y religiosos; era católico practicante, lo cual le aseguraba la clientela de numerosos conventos

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y parroquias. Con una inspiración genial, había unido a su comercio la publicación de un periodiquillo bisemanal, La Gaceta de Plassans, donde se ocupaba exclusivamente de los intereses del clero. El periódico le comía cada año un millar de francos, pero hacía de él el paladín de la Iglesia y le ayudaba a dar salida a la mercancía invendible de su sagrada tienda. Este hombre iletrado, cuya ortografía era dudosa, redactaba en persona los artículos de La Gaceta con una humildad y una bilis que sustituían al talento. Por eso al marqués, al ponerse en campaña, le llamó la atención el partido que podría sacar de esa figura insulsa de sacristán, de esa pluma grosera e interesada. Desde febrero, los artículos de La Gaceta contenían menos faltas; el marqués los revisaba.

Puede imaginarse, ahora, el singular espectáculo que ofrecía cada noche el salón amarillo de los Rougon. Todas las opiniones se codeaban y ladraban a la vez contra la República. Se entendían en el odio. El marqués, por otra parte, que no faltaba nunca a una reunión, apaciguaba con su presencia las pequeñas disputas que surgían entre el comandante y los otros adherentes. Aquellos plebeyos estaban secretamente halagados por los apretones de mano que tenía a bien distribuirles a la llegada y a la salida. Sólo Roudier, como librepensador de la calle Saint-Honoré3, decía que el marqués no tenía un céntimo y que él se reía del marqués. Este último conservaba una amable sonrisa de gentilhombre; se encanallaba con aquellos burgueses sin una sola de las muecas de desprecio que cualquier otro habitante del barrio de San Marcos se hubiera creído en el deber de hacer. Su vida de parásito lo había suavizado. Era el alma del grupo. Mandaba en nombre de personajes desconocidos, cuyos nombres jamás facilitaba. «Ellos quieren esto, ellos no quieren aquello», decía. Aquellos dioses ocultos, que velaban por los destinos de Plassans desde el fondo de su nube, sin parecer mezclarse directamente en los asuntos públicos, debían de ser ciertos sacerdotes, los grandes políticos de la región. Cuando el marqués pronunciaba aquel misterioso «ellos», que inspiraba a la reunión un maravilloso respeto, Vuillet confesaba con su actitud beatífica que los conocía perfectamente.

La persona más dichosa con todo esto era Félicité. Empezaba por fin a tener gente en su salón. Se sentía un poco avergonzada, sí, de sus viejos muebles de terciopelo amarillo; pero se consolaba pensando en el rico mobiliario que compraría cuando la buena causa hubiera triunfado. Los Rougon habían acabado por tomarse su monarquismo en serio. Félicité había llegado a decir, cuando Roudier no estaba allí, que, si no habían hecho fortuna en su comercio de aceite, era por culpa de la monarquía de julio. Era una forma de dar un color político a su pobreza. Se mostraba cariñosa con todo el mundo, incluso con Granoux, inventando cada noche una nueva forma de despertarlo a la hora de marcharse.

3 La calle Saint-Honoré, de París, donde Roudier había tenido su negocio, desembocaba en el Palacio Real, cuna de los Orleáns, y era considerada un feudo del librepensamiento.

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El salón, ese núcleo de conservadores pertenecientes a todos los partidos, y que se engrosaba diariamente, tuvo pronto una gran influencia. Por la diversidad de sus miembros, y sobre todo gracias al impulso secreto que cada uno de ellos recibía del clero, se convirtió en el centro reaccionario que irradió sobre toda Plassans. La táctica del marqués, que se quedaba en segundo plano, hizo que se tuviera a Rougon por el jefe de la banda. Las reuniones se celebraban en su casa, lo cual bastaba a los ojos poco clarividentes de la mayoría para ponerlo a la cabeza del grupo y señalarlo a la atención pública. Se le atribuyó toda la tarea; se le creyó el principal artífice de aquel movimiento que, poco a poco, devolvía al partido conservador a los republicanos entusiastas de la víspera. Hay ciertas situaciones de las que se benefician sólo los tarados. Éstos fundan su fortuna allá donde hombres mejor situados y más influyentes no se habrían atrevido a arriesgar la suya. Ciertamente, Roudier, Granoux y los demás, por su posición de hombres ricos y respetados, parecían tener que ser preferidos mil veces a Pierre como jefes activos del partido conservador. Pero ninguno de ellos habría consentido en hacer de su salón un centro político; sus convicciones no iban hasta comprometerse abiertamente; en resumen, no eran sino gritones, comadres de provincia que accedían a chismorrear en casa de un vecino contra la República, desde el momento en que el vecino cargaba con la responsabilidad de sus chismorreos. La partida era demasiado incierta. Para jugarla, en la burguesía de Plassans, estaban sólo los Rougon, esos grandes apetitos insatisfechos y lanzados a resoluciones extremas.

En abril de 1849, Eugène dejó repentinamente París y vino a pasar quince días con su padre. Nunca se conoció bien el objetivo de este viaje. Hay que creer que Eugène vino a tantear su ciudad natal para saber si presentaría con éxito su candidatura de representante a la Asamblea Legislativa, que iba a reemplazar próximamente a la Constituyente. Era demasiado fino para arriesgarse a un fracaso. Sin duda la opinión pública le pareció poco favorable, pues se abstuvo de toda tentativa. Se ignoraba, por lo demás, en Plassans, lo que había sido de él, qué hacía en París. A su llegada, lo encontraron menos gordo, menos dormido. Lo rodearon, trataron de hacerle hablar. Fingió ignorancia, sin entregarse, forzando a los otros a hacerlo. Unas mentes más ágiles habrían encontrado, bajo su aparente gandulería, una gran preocupación por las opiniones políticas. Parecía sondear el terreno más para un partido que por propia cuenta.

Aunque hubiera renunciado a toda esperanza personal, no por ello dejó de quedarse en Plassans hasta fin de mes, muy asiduo sobre todo a las reuniones del salón amarillo. Desde el primer timbrazo, se sentaba en el vano de una ventana, lo más lejos posible de la lámpara. Se quedaba allí toda la velada, la barbilla en la palma de la mano derecha, escuchando religiosamente. Las mayores necedades lo dejaban impasible. Aprobaba todo con la cabeza, hasta los gruñidos pasmados de Granoux. Cuando le preguntaban su opinión,

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repetía cortésmente el parecer de la mayoría. Nada llegó a colmar su paciencia, ni los hueros sueños del marqués que hablaba de los Borbones como inmediatamente después de 1815, ni las efusiones burguesas de Roudier, que se enternecía contando el número de pares de calcetines que había suministrado antaño al rey ciudadano. Al contrario, parecía muy a sus anchas en medio de aquella torre de Babel. A veces, cuando todos esos seres grotescos golpeaban a brazo partido a la República, se veía reír a sus ojos sin que sus labios perdiesen su mohín de hombre serio. Su forma concentrada de escuchar, su inalterable complacencia le habían granjeado todas las simpatías. Se le juzgaba inútil, pero buen chico. Cuando un ex comerciante de aceite o de almendras no podía colocar, en medio del tumulto, de qué manera salvaría él a Francia, si fuera el amo, se refugiaba junto a Eugène y le gritaba sus maravillosos planes al oído. Eugène asentía despacio con la cabeza, como encantado por las cosas elevadas que estaba oyendo. Sólo Vuillet lo miraba con aire torvo. Este librero, que llevaba dentro a sacristán y a periodista, hablaba menos que los otros, observaba más. Se había fijado en que el abogado charlaba a veces en los rincones con el comandante Sicardot Se prometió vigilarlos, pero jamás pudo sorprender una sola de sus palabras. Eugène hacía callar al comandante con un guiño de ojos, en cuanto él se acercaba. Sicardot, a partir de esa época, sólo habló de los Napoleón con una misteriosa sonrisa.

Dos días antes de su regreso a París, Eugène se encontró en el paseo Sauvaire a su hermano Aristide, que lo acompañó unos instantes, con la insistencia de un hombre en busca de consejo. Aristide estaba muy perplejo. Desde la proclamación de la República, había exhibido el más vivo entusiasmo por el nuevo gobierno. Su inteligencia, agilizada por los dos años de estancia en París, veía más allá que los cerebros toscos de Plassans; adivinaba la impotencia de legitimistas y de orleanistas, sin distinguir con claridad cuál sería el tercer ladrón que vendría a robar la República. Por si acaso, se había puesto de parte de los vencedores. Había roto toda relación con su padre, calificándolo en público de viejo loco, de viejo imbécil engatusado por la nobleza.

—Y, sin embargo, mi madre es una mujer inteligente —agregaba—. jamás la hubiera creído capaz de empujar a su marido a un partido cuyas esperanzas son quiméricas. Van a acabar de quedarse en la miseria. Pero las mujeres no entienden nada de política.

El quería venderse, y lo más caro posible. Su gran inquietud a partir de entonces fue tomar el viento, ponerse siempre del lado de quienes podrían, a la hora del triunfo, recompensarlo magníficamente. Por desgracia, marchaba a ciegas; se sentía perdido, en lo hondo de su provincia, sin brújula, sin indicaciones concretas. A la espera de que el curso de los acontecimientos le trazase una vía segura, conservó la actitud de republicano entusiasta que habría adoptado desde el primer día. Gracias a esa actitud, se quedó en la subprefectura; incluso le aumentaron el sueldo. Hostigado pronto por el deseo de desempeñar un papel, persuadió a

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un librero, un rival de Vuillet, para fundar un periódico democrático, convirtiéndose en uno de sus redactores más ásperos. El Independiente hizo, bajo su impulso, una guerra sin cuartel a los reaccionarios. Pero la corriente lo arrastró poco a poco, a su pesar, más lejos de lo que quería ir; llegó a escribir artículos incendiarios que le daban escalofríos cuando los releía. Se comentó mucho, en Plassans, una serie de ataques dirigidos por el hijo contra las personas a quien el padre recibía cada tarde en el famoso salón amarillo. La riqueza de los Roudier y de los Granoux exasperaba a Aristide hasta el punto de hacerle perder toda prudencia. Empujado por su celosa acritud de hambriento, se había convertido en enemigo irreconciliable de la burguesía cuando la llegada de Eugène y su forma de comportarse en Plassans vinieron a consternarlo. Concedía a su hermano una gran habilidad. Según él, aquel grueso mozo adormilado nunca dormía más que con un ojo, como los gatos al acecho ante el agujero de un ratón. Y hete aquí que Eugène se pasaba veladas enteras en el salón amarillo, escuchando religiosamente a esos seres grotescos de quien él, Aristide, se había burlado despiadadamente. Cuando supo, por los chismorreos de la ciudad, que su hermano daba apretones de manos a Granoux y los recibía del marqués, se preguntó con ansiedad qué debía creer. ¿Se habría equivocado hasta tal punto? ¿Los legitimistas o los orleanistas tendrían alguna posibilidad de éxito? Esta idea lo aterrorizó. Perdió su equilibrio y, como suele ocurrir, cayó sobre los conservadores con más rabia, para vengarse de su ceguera.

La víspera del día en que paró a Eugène en el paseo Sauvaire, había publicado, en El Independiente, un artículo terrible sobre los manejos del clero, en respuesta a un suelto de Vuillet que acusaba a los republicanos de querer demoler las iglesias. Vuillet era la bestia negra de Aristide. No pasaba semana sin que los dos periodistas intercambiasen los más groseros insultos. En provincias, donde se cultiva aún la perífrasis, la polémica pone el lenguaje de las verduleras en estilo cuidado: Aristide llamaba a su adversario «hermano Judas» o también «servidor de San Antonio», y Vuillet respondía galantemente llamando al republicano de «monstruo ahíto de sangre de quien la guillotina era la innoble proveedora».

Para sondear a su hermano, Aristide, que no se atrevía a mostrarse abiertamente inquieto, se contentó con preguntarle:

—¿Has leído mi artículo de ayer? ¿Qué opinas de él?Eugène tuvo un leve encogimiento de hombros.—Es usted un bobo, hermano —respondió simplemente. —¡Cómo! —exclamó el periodista palideciendo—. ¡Le das la razón

a Vuillet, crees en el triunfo de Vuillet!—¡Yo!... Vuillet...Iba seguramente a añadir: «Vuillet es tan bobo como tú». Pero al

ver la cara gesticularte de su hermano, que se tendía ansiosamente hacia él, pareció presa de súbita desconfianza.

—Vuillet tiene cosas buenas —dijo con tranquilidad.

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Al separarse de su hermano, Aristide se sentía aún más perplejo que antes. Eugène había debido de burlarse de él, pues Vuillet era el personaje más sucio que imaginarse pueda. Se prometió ser prudente, no comprometerse más, a fin de tener las manos libres si le era preciso un día ayudar a un partido a estrangular a la República.

La misma mañana de su marcha, una hora antes de subir a la diligencia, Eugène se llevó a su padre al dormitorio y tuvo con él una larga conversación. Félicité, que se había quedado en el salón, intentó vanamente escuchar. Los dos hombres hablaban bajo, como si temieran que una sola de sus palabras pudiera ser oída desde fuera. Cuando salieron por fin de la habitación, parecían muy animados. Tras haber besado a su padre y a su madre, Eugène, cuya voz arrastraba las palabras como de costumbre, dijo con emocionada vivacidad:

—¿Me ha entendido bien, padre? Ahí está nuestra fortuna. Hay que trabajar con todas nuestras fuerzas, en ese sentido. Tenga fe en mí.

—Seguiré fielmente tus instrucciones —respondió Rougon—. Sólo que no olvides lo que te he pedido en premio a mis esfuerzos.

—Si tenemos éxito, sus deseos serán satisfechos, se lo juro. Además, le escribiré, le guiaré, según el sesgo que tomen los acontecimientos. Nada de pánicos ni de entusiasmos. Obedézcame ciegamente.

—¿Qué habéis estado conspirando? —preguntó curiosamente Felicité.

—Querida madre —respondió Eugène con una sonrisa—, ha desconfiado demasiado de mí para que le confíe ahora mis esperanzas, que sólo descansan aún en cálculos de probabilidades. Necesitará fe para entenderme. Por otra parte, mi padre la informará, cuando llegue la hora. —Y como Félicité adoptaba la actitud de una mujer picada, le añadió al oído, besándola de nuevo—: Tengo mucho de ti, aunque hayas renegado de mí. Demasiada inteligencia sería perjudicial en este momento. Cuando la crisis llegue, tú deberás dirigir el asunto. —Se marchó; luego volvió a abrir la puerta, y dijo aún con voz imperiosa—: Y, sobre todo, desconfíen de Aristide, es un liante que lo estropearía todo. Lo he estudiado lo bastante para estar seguro de que siempre se saldrá con la suya. No se compadezcan de él, porque, si hacemos fortuna, sabrá robarnos su parte.

Cuando Eugène se hubo marchado, Felicité intentó calar en el secreto que le ocultaban. Conocía demasiado a su marido para interrogado abiertamente; le habría respondido con cólera que el asunto no iba con ella. Pero, a pesar de la sabia táctica que desplegó, no se enteró absolutamente de nada. Eugène, en aquellas horas confusas en las que era necesaria la mayor discreción, había elegido bien a su confidente. Pierre, halagado por la confianza de su hijo, exageró aún más la pasiva pesadez que hacía de él una mole seria e impenetrable. Cuando Félicité hubo comprendido que no sabría

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nada, dejó de dar vueltas a su alrededor. Sólo le quedó una curiosidad, la más aguda: los dos hombres habían hablado de un premio estipulado por el propio Pierre. ¿Cuál podría ser ese premio? Eso era lo que más interesaba a Félicité, que se reía por completo de las cuestiones políticas. Sabía que su marido había debido de venderse caro, pero se consumía por conocer la naturaleza del trato. Una noche, viendo a Pierre de buen humor, cuando acababan de meterse en la cama, llevó la conversación a las molestias de su pobreza.

—Ya es hora de que esto acabe —dijo—: nos estamos arruinando en leña y en aceite, desde que esos señores vienen aquí. ¿Quién pagará la cuenta? A lo mejor nadie.

Su alarido cayó en la trampa. Esbozó una sonrisa de complaciente superioridad.

—Paciencia —dijo. Después añadió con aire astuto, mirando a su mujer a los ojos—: ¿Estarías contenta de ser la mujer de un recaudador particular?

El rostro de Felicité enrojeció de cálido gozo. Se sentó, aplaudiendo como una niña con sus manos secas de ancianita.

—¿De verdad?... —balbuceó—. ¿En Plassans?... —Pierre, sin contestar, hizo un prolongado signo afirmativo. Disfrutaba con el asombro de su compañera: ella se atragantaba de emoción—: Pero —prosiguió por fin—, hace falta una fianza enorme. Me dijeron que nuestro vecino, el señor Peirotte, tuvo que depositar ochenta mil francos en el Tesoro.

—¡Bah! —dijo el ex comerciante de aceite—, eso no es asunto mío. Eugène se encarga de todo. Hará que un banquero de París me adelante la fianza... Ya comprendes, he escogido un puesto que produce mucho. Eugène empezó por hacer muecas. Me decía que había que ser rico para ocupar posiciones así, que se elegía de ordinario a gente influyente. Pero yo aguanté, y él cedió. Para ser recaudador no hay necesidad de saber latín ni griego; tendré, como el señor Peirotte, un apoderado que hará toda la tarea. —Felicité lo escuchaba arrobada—. He adivinado —continuó él—, lo que preocupaba a nuestro querido hijo. No nos quieren mucho aquí. Saben que no tenemos fortuna, chismorrearán. Pero, ¡bah!, en los momentos de crisis, sucede de todo. Eugène quería hacer que me nombraran en otra ciudad. Me he negado, quiero quedarme en Plassans.

—Sí, sí, hay que quedarse —dijo con vehemencia la anciana—. Es aquí donde hemos sufrido, y aquí es donde debemos triunfar. ¡Ah!, aplastaré a todas esas paseantes de la Explanada que miran desdeñosamente mis trajes de lana.. No había pensado en el puesto de recaudador; creía que querías ser alcalde.

—¡Alcalde, pues vamos!... ¡El cargo es gratuito!... También Eugène me habló de la alcaldía. Le respondí: «Acepto, si me asignas una renta de quince mil francos».

Esta conversación, en la que elevadas cifras salían como cohetes, entusiasmó a Félicité. Se agitaba, experimentaba una especie de

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comezón interna. Por fin adoptó una actitud devota y, concentrándose:

—Veamos, calculemos —dijo—. ¿Cuánto ganarás?—Pues —dijo Pierre— el sueldo fijo es, creo, tres mil francos. —Tres mil —contó Felicité.—Después, está el tanto por ciento de las entradas, que, en

Plassans, puede producir una suma de doce mil francos.—Eso da quince mil.—Sí, alrededor de quince mil francos. Es lo que gana Peirotte. Y

eso no es todo. Peirotte hace de banquero por cuenta propia. Está permitido. Quizá me arriesgue, cuando llegue la oportunidad.

—Entonces pongamos veinte mil... ¡Veinte mil francos de renta! —repitió Felicité atontada por esa cifra.

—Habrá que devolver los anticipos —observó Pierre.—Da igual —prosiguió Felicité—, seremos más ricos que muchos

de estos señores... ¿Es que tienes que repartir el pastel con el marqués y los otros?

—No, no, será todo para nosotros. —Y como ella insistía, Pierre creyó que quería arrancarle su secreto. Frunció el ceño—. Ya hemos charlado bastante —dijo bruscamente—. Es tarde, durmamos. Nos traerá desgracia hacer cálculos por adelantado. No tengo aún el puesto. Y sobre todo, sé discreta.

Una vez apagada la lámpara, Felicité no pudo dormir. Con los ojos cerrados, hacía maravillosos castillos en el aire. Los veinte mil francos de renta danzaban ante ella, en la sombra, una danza diabólica. Vivía en un hermoso piso de la ciudad nueva, tenía el lujo del señor Peirotte, daba fiestas, deslumbraba con su fortuna a la ciudad entera. Lo que cosquilleaba más su vanidad era la buena posición que su marido ocuparía entonces. Sería él quien pagaría sus rentas a Granoux, a Roudier, a todos aquellos burgueses que venían hoy a su casa como quien va al café, para hablar en voz alta y saber las noticias del día. Ella se había dado perfecta cuenta de la forma insolente en que aquella gente entraba en su salón, lo que había hecho que les tomara tirria. El propio marqués, con su irónica cortesía, empezaba a desagradarle. Así, triunfar solos, quedarse con todo el pastel, según su expresión, era una venganza que acariciaba amorosamente. Más adelante, cuando esos groseros personajes se presentaran con el sombrero en la mano en casa del señor recaudador Rougon, los aplastaría a su vez. Durante toda la noche rumió esas ideas. Al día siguiente, al abrir las persianas, su primera mirada se dirigió instintivamente al otro lado de la calle, a las ventanas del señor Peirotte; sonrió al contemplar las anchas cortinas de damasco que colgaban tras los cristales.

Las esperanzas de Felicité, al desplazarse, fueron más agudas. Como a todas las mujeres, no le disgustaba una pizca de misterio. La oculta meta que perseguía su marido la apasionó más de lo que habían conseguido nunca los manejos legitimistas del señor de Carnavant. Abandonó sin demasiada nostalgia los cálculos basados en el éxito del marqués, desde el momento en que, por otros medios,

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su marido pretendía poder obtener mayores beneficios. Se mostró, por lo demás, admirable de discreción y prudencia

En el fondo una ansiosa curiosidad seguía torturándola; estudiaba los menores gestos de Pierre, trataba de comprender. ¿Y si se metía por mal camino? ¿Si Eugène lo arrastraba en pos de él a algún resbaladero de donde saldrían más hambrientos y más pobres? Sin embargo, le venía la fe. Eugène había mandado con tal autoridad que acababa por creer en él. También en eso actuaba el poder de lo desconocido. Pierre le hablaba misteriosamente de los altos personajes a quienes su hijo trataba en París; ella misma ignoraba lo que podía hacer allí, mientras que le resultaba imposible cerrar los ojos sobre las cabezonadas de Aristide en Plassans. En su propio salón, no se recataban de tratar al periodista demócrata con suma severidad. Granoux lo llamaba bandido entre dientes, y Roudier, dos o tres veces por semana, le repetía a Félicité:

—Buenas ha escrito su hijo. Ayer sin ir más lejos atacaba a nuestro amigo Vuillet con un cinismo repugnante.

Todo el salón hacía coro. El comandante Sicardot hablaba de pegarle un tortazo a su yerno. Pierre renegaba claramente de su hijo. La pobre madre bajaba la cabeza, tragándose sus lágrimas. A veces, tenía ganas de estallar, de gritarle a Roudier que su querido hijo, a pesar de sus faltas, valía mucho más que él y los otros juntos. Pero estaba atada, no quería comprometer la posición tan laboriosamente adquirida. Al ver a toda la ciudad abrumar a Aristide, pensaba con desesperación que el infeliz se perdía. En dos ocasiones charló en secreto con él, instándole a volver con ellos, a no irritar más al salón amarillo. Aristide le respondió que ella no entendía nada de esas cosas, y que era ella la que había cometido una gran falta, al poner a su marido al servicio del marqués. Tuvo que abandonarle, aunque prometiéndose, si Eugène tenía éxito, obligarlo a compartir la presa con el pobre chico, que seguía siendo su preferido.

Tras la partida de su hijo mayor, Pierre Rougon siguió viviendo en plena reacción. Nada pareció cambiar en las opiniones del famoso salón amarillo. Cada tarde, los mismos hombres vinieron a hacer la misma propaganda en favor de una monarquía, y el dueño de la casa los aprobó y les ayudó con tanto celo como en el pasado. Eugène había dejado Plassans el 1 de mayo. Unos días después, el salón amarillo estaba entusiasmado. Se comentaba la carta del presidente de la República al general Oudinot, en la cual se decidía el sitio de Roma. Esa carta fue considerada como una victoria resonante, debida a la firme actitud del partido reaccionario. Desde 1845, las Cámaras discutían la cuestión romana; le estaba reservado a un Bonaparte acudir a ahogar una República naciente con una intervención de la cual la Francia libre jamás se hubiera hecho culpable. El marqués declaró que no se podía trabajar mejor por la causa de la legitimidad. Vuillet escribió un artículo soberbio. El entusiasmo ya no conoció límites cuando, un mes después, el comandante Sicardot entró una tarde en casa de los Rougon, anunciando a la compañía que el ejército francés luchaba bajo las

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murallas de Roma. Mientras todos prorrumpían en exclamaciones, él fue a estrechar la mano de Pierre de forma significativa. Luego, en cuanto se hubo sentado, inició un elogio del presidente de la República, el único, según él, que podía salvar a Francia de la anarquía.

—¡Pues que la salve lo antes posible —interrumpió el marqués—, y que comprenda a continuación su deber de entregarla en manos de sus dueños legítimos!

Pierre pareció aprobar con entusiasmo esta hermosa respuesta. Cuando hubo dado así pruebas de ardiente monarquismo, se atrevió a decir que el príncipe Luis Bonaparte contaba con sus simpatías, en este asunto. Hubo entonces, entre él y el comandante, un intercambio de cortas frases que ensalzaban las excelentes intenciones del presidente y que se hubiera dicho preparadas y aprendidas de antemano. Por primera vez, el bonapartismo entraba abiertamente en el salón amarillo. Por lo demás, tras la elección del 10 de diciembre, el príncipe era tratado allí con cierta suavidad. Se le prefería mil veces a Cavaignac, y toda la banda reaccionaria había votado por él. Pero lo miraban más como a un cómplice que como a un amigo; todavía desconfiaban de aquel cómplice, a quien empezaban a acusar de quererse guardar para sí las castañas tras haberlas sacado del fuego. Esa tarde, sin embargo, gracias a la campaña de Roma, escucharon favorablemente los elogios de Pierre y del comandante.

El grupo de Granoux y de Roudier pedía ya que el presidente mandase fusilar a todos esos criminales republicanos. El marqués, apoyado en la chimenea, miraba con aire meditabundo un rosetón desteñido de la alfombra. Cuando por fin alzó la cabeza, Pierre, que parecía seguir a hurtadillas en su rostro el efecto de sus palabras, enmudeció súbitamente. El señor de Carnavant se contentó con sonreír mirando a Félicité con aire astuto. Este rápido juego se les escapó a los burgueses que se encontraban allí. Sólo Vuillet dijo con voz agria:

—Me gustaría más ver a su Bonaparte en Londres que en París. Nuestros asuntos marcharían más rápidos.

El ex comerciante de aceite palideció ligeramente, temeroso de haberse descubierto en demasía:

—No quiero a «mi» Bonaparte —dijo con bastante firmeza—; ya sabe usted adónde lo mandaría, si en mi mano estuviera; digo simplemente que la expedición de Roma es una buena cosa.

Felicité había seguido esta escena con un curioso asombro. No habló de ella con su marido, lo cual probaba que la tomó como base de un secreto trabajo de intuición. La sonrisa del marqués, cuyo sentido exacto se le escapaba, le daba mucho que pensar.

A partir de ese día, Rougon, de cuando en cuando, si se presentaba la ocasión, deslizaba una frase en favor del presidente de la República. Esas tardes, el comandante Sicardot desempeñaba el papel de un compadre complaciente. Por lo demás, la opinión clerical seguía dominando soberanamente en el salón amarillo. Fue sobre

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todo al año siguiente cuando ese grupo de reaccionarios adquirió en la ciudad una influencia decisiva, gracias al movimiento retrógrado que se desarrollaba en Paris. El conjunto de medidas antiliberales que se derivaron de la expedición a Roma, en el interior, aseguró definitivamente en Plassans el triunfo del partido de Rougon. Los últimos burgueses entusiastas vieron a la República agonizante y se apresuraron a unirse a los conservadores. La hora de los Rougon había llegado. La ciudad nueva les dedicó casi una ovación el día en que se aserró el árbol de la libertad plantado en la plaza de la Subprefectura. Este árbol, un joven álamo traído de orillas del Viorne, se había ido secando poco a poco, con gran desesperación de los obreros republicanos, que iban todos los domingos a comprobar los avances del mal, sin poder comprender las causas de aquella muerte lenta. Un aprendiz de sombrerero pretendió por fin haber visto a una mujer que salía de casa de los Rougon e iba a verter un cubo de agua envenenada al pie del árbol. A partir de entonces fue historia sabida que Felicité en persona se levantaba cada noche para regar el álamo con vitriolo. Muerto el árbol, la municipalidad declaró que la dignidad de la República exigía retirarlo. Como se temía el descontento de la población obrera, se eligió una hora avanzada de la tarde. Los rentistas conservadores de la ciudad nueva se olieron la fiestecita; bajaron todos a la plaza de la Subprefectura, para ver cómo caía un árbol de la libertad. Los contertulios del salón amarillo se asomaron a las ventanas. Cuando el álamo crujió sordamente y se derrumbó en la sombra con la trágica tiesura de un héroe herido de muerte, Félicité se creyó en el deber de agitar un pañuelo blanco. Entonces hubo aplausos entre la multitud, y los espectadores respondieron al saludo agitando igualmente sus pañuelos. Un grupo llegó incluso bajo la ventana, gritando:

—¡La enterraremos, la enterraremos!Hablaban sin duda de la República. La emoción estuvo a punto de

provocarle una crisis de nervios a Félicité. Fue una hermosa velada para el salón amarillo.

Entre tanto, el marqués seguía conservando su misteriosa sonrisa al mirar a Félicité. Aquel viejecito era demasiado fino para no comprender hacia dónde iba Francia. Fue uno de los primeros en olfatear el Imperio. Más adelante, cuando la Asamblea Legislativa se desgastó en vanas querellas, cuando los propios orleanistas y legitimistas aceptaron tácitamente la idea de un golpe de Estado, se dijo que decididamente la partida estaba perdida. Por lo demás, sólo él vio claro. Vuillet notaba, sí, que la causa de Enrique V, defendida por su periódico, se volvía detestable; pero le importaba muy poco; le bastaba con ser una obediente criatura del clero; toda su política tendía a despachar la mayor cantidad posible de rosarios y estampas de santos. En cuanto a Roudier y Granoux, vivían en una pasmada ceguera; no era seguro que tuviesen una opinión; querían comer y dormir en paz, y a eso se limitaban sus aspiraciones políticas. El marqués, tras haber dicho adiós a sus esperanzas, no dejó por eso de acudir regularmente a casa de los Rougon. Se divertía allí. El choque

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de ambiciones, el despliegue de tontería burguesa, habían acabado por ofrecerle cada tarde un espectáculo de lo más regocijante. Tiritaba ante la idea de encerrarse en su pequeño alojamiento, debido a la caridad del conde de Valqueyras. Con maligna alegría se guardó para sí la convicción de que la hora de los Borbones aún no había llegado. Fingió ceguera, trabajando como en el pasado por el triunfo de la legitimidad, permaneciendo siempre a las órdenes del clero y la nobleza. Desde el primer día, había calado en la nueva táctica de Pierre, y creía que Félicité era su cómplice.

Una tarde que llegó el primero, encontró a la anciana sola en la salón.

—¿Qué, pequeña? —le preguntó con su sonriente familiaridad—, ¿marchan vuestros asuntos?... ¿Por qué diantres te andas con tapujos conmigo?

—No me ando con tapujos —respondió Félicité intrigada.—Ya ven, ¡se cree que engaña a un viejo zorro de mi especie!

¡Eh!, mi querida niña, trátame como amigo. Estoy dispuesto a ayudaros secretamente... Vamos, sé franca. —Felicité tuvo un relámpago de inteligencia. No tenía que decir nada, quizá iba a enterarse de todo, si sabía callar—. ¿Sonríes? —prosiguió el señor de Carnavant—. Es el comienzo de una confesión. ¡Ya sospechaba yo que debías de estar detrás de tu marido! Pierre es demasiado torpe para inventar la linda traición que preparáis... De veras, deseo con todo mi corazón que los Bonaparte os den lo que yo hubiera pedido para ti a los Borbones.

Esta simple frase confirmó las sospechas que la anciana tenía desde hacía algún tiempo.

—El príncipe Luis tiene muchas posibilidades, ¿verdad? —preguntó vivamente.

—¿Me traicionarás si te digo que así lo creo? —respondió riendo el marqués—. Yo ya me he despedido, pequeña. Soy un viejo hombrecillo acabado y enterrado. Además, trabajaba para ti. Y como has sabido encontrar sin mí el buen camino, me consolaré de mi derrota viéndote triunfar... Y sobre todo no te hagas la misteriosa. Acude a mí, si estás en apuros. —Y agregó, con la sonrisa escéptica de un hidalgo encanallado—: ¡Vaya!, yo también puedo traicionar un poco. —En ese momento llegó el clan de los ex comerciantes de aceite y de almendras—. ¡Ah, queridos reaccionarios! —prosiguió en voz baja el señor de Carnavant . Ya ves, pequeña, el gran arte en política consiste en tener dos buenos ojos cuando los demás son ciegos. Tienes todas las cartas mejores en tu juego.

Al día siguiente, Félicité, aguijoneada por esta conversación, quiso tener una certeza. Estaban entonces en los primeros días del año 1851. Desde hacía más de dieciocho meses, Rougon recibía regularmente, cada quince días, una carta de su hijo Eugène. Se encerraba en el dormitorio para leer esas cartas, que escondía después en el fondo de un viejo escritorio, cuya llave guardaba cuidadosamente en un bolsillo del chaleco. Cuando su mujer lo interrogaba, se contentaba con responder: «Eugène me ha escrito

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que está bien». Hacía mucho que Felicité soñaba con echar mano a las cartas de su hijo. Al día siguiente, por la mañana, mientras Pierre dormía aún, se levantó y fue, de puntillas, a sustituir la llave del escritorio, en el bolsillo del chaleco, por la llave de la cómoda, que era del mismo tamaño. Después, en cuanto su marido salió, se encerró a su vez, vació el cajón y leyó las cartas con una curiosidad febril.

El señor de Carnavant no se había equivocado, y sus propias sospechas se confirmaban. Había allí unas cuarenta cartas, en las cuales pudo seguir el gran movimiento bonapartista que desembocaría en el Imperio. Era una especie de sucinto diario, que exponía los hechos a medida que se iban presentando y deducía de cada uno de ellos esperanzas y consejos. Eugène tenía fe. Hablaba a su padre del príncipe Luis Bonaparte como del hombre necesario y fatal, único que podía resolver la situación. Había creído en él antes incluso de. su regreso a Francia, cuando el bonapartismo era calificado de ridícula quimera. Félicité comprendió que su hijo era desde 1848 un activísimo agente secreto. Aunque no se explicaba muy claramente sobre su situación en París, era evidente que trabajaba por el Imperio, a las órdenes de personajes a quienes nombraba con una especie de familiaridad. Cada una de sus cartas comprobaba los progresos de la causa y permitía prever un próximo desenlace. Terminaban en general exponiendo la línea de conducta que Pierre debía seguir en Plassans. Félicité se explicó entonces ciertas palabras y ciertos actos de su marido, cuya utilidad se le había escapado; Pierre obedecía a su hijo, seguía ciegamente sus recomendaciones.

Cuando la anciana hubo terminado su lectura, estaba convencida. Todo el pensamiento de Eugène se le apareció claramente. Contaba con hacer su fortuna política en la refriega y, de paso, con pagar a sus padres la deuda de su instrucción, arrojándoles un jirón de la presa, a la hora del encarne. A poco que su padre le ayudase, resultara útil a su causa, le sería fácil hacerlo nombrar recaudador particular. No podrían negarle nada, a él, que habría metido las dos manos en las más secretas tareas. Sus cartas eran una simple deferencia por su parte, una forma de evitar muchas tonterías a los Rougon. Por ello Félicité experimentó un vivo agradecimiento. Releyó ciertos pasajes de las cartas, aquellos donde Eugène hablaba en términos vagos de la catástrofe final. Esa catástrofe, cuyo género y alcance ella no adivinaba bien, se convirtió para ella en una especie de fin del mundo; Dios alinearía a los elegidos a su derecha y a los condenados a su izquierda, y ella se colocaría entre los elegidos.

Cuando consiguió, a la noche siguiente, volver a poner la llave del escritorio en el bolsillo del chaleco, se prometió utilizar el mismo método para leer cada nueva carta que llegase. Resolvió igualmente hacerse la ignorante. Esta táctica era excelente. A partir de ese día, ayudó tanto más a su marido cuanto que pareció hacerlo a ciegas. Cuando Pierre creía trabajar solo, era ella quien, con mucha frecuencia, llevaba la conversación al terreno deseado, quien

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reclutaba partidarios para el momento decisivo. La desconfianza de Eugène la hacía sufrir. Quería poder decirle, después del éxito: «Lo sabía todo y, lejos de estropear nada, he asegurado el triunfo». Nunca un cómplice hizo menos ruido y más tarea. El marqués, a quien había tomado por confidente, estaba maravillado.

Lo que le seguía preocupando era la suerte de su querido Aristide. Desde que compartía la fe de su hijo mayor, los artículos rabiosos del El Independiente la asustaban aún más. Deseaba vivamente convertir al desdichado republicano a las ideas napoleónicas; pero no sabía cómo hacerlo de forma prudente. Recordaba con qué insistencia les había dicho Eugène que desconfiaran de Aristide. Sometió el caso al señor de Carnavant, que fue por entero de la misma opinión.

—Pequeña —le dijo—, en política hay que saber ser egoísta. Si convirtierais a vuestro hijo y El Independiente se pusiera a defender el bonapartismo, eso significaría asestar un duro golpe al partido. El Independiente está condenado; su mero título basta para poner furiosos a los burgueses de Plassans. Dejad al bueno de Aristide atascarse, eso forma a los jóvenes. No me parece hecho de una pasta como para desempeñar mucho tiempo el papel de mártir.

En su fervor por indicar a los suyos el buen camino, ahora que se creía en posesión de la verdad, Félicité hasta llegó a querer adoctrinar a su hijo Pascal. El médico, con el egoísmo del sabio sumido en sus investigaciones, se ocupaba muy poco de política. Habrían podido derrumbarse los imperios, mientras él hacía un experimento, sin que se dignase volver la cabeza. Sin embargo, había acabado por ceder a las instancias de su madre, que lo acusaba más que nunca de su vida insociable.

—Si frecuentaras a la gente bien —le decía—, tendrías clientes en la alta sociedad. Ven al menos a pasar las veladas en nuestro salón. Conocerás a Roudier, Granoux, Sicardot, todos personas bien situadas que te pagarán por tus visitas cuatro y cinco francos. Los pobres no te van a enriquecer.

La idea de tener éxito, de ver a toda su familia llegar a la fortuna se había convertido en una monomanía en Félicité. Pascal, para no apenarla, fue a pasar algunas veladas en el salón amarillo. Se aburrió menos de lo que temía. La primera vez, se quedó estupefacto del grado de imbecilidad en el que un hombre con buena salud puede caer. Los ex comerciantes de aceite y de almendras, y hasta el marqués y el comandante, le parecieron animales curiosos que no había tenido hasta entonces la ocasión de estudiar. Miró con el interés de un naturalista sus expresiones crispadas en una mueca, donde veía sus ocupaciones y sus apetitos; escuchó sus charlas hueras, como si hubiera tratado de sorprender el sentido del maullido de un gato o del ladrido de un perro. En esa época, se ocupaba mucho de historia natural comparada, trasladando a la raza humana las observaciones que podía hacer sobre la forma en que la herencia se comporta en los animales. Por eso, al encontrarse en el salón amarillo, se divirtió creyendo que había caído en una casa de

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fieras. Estableció parecidos entre cada uno de aquellos seres grotescos y algún animal que conocía. El marqués le recordó exactamente un gran saltamontes verde, con su flacura, su cabeza delgada y ladina. Vuillet le dio la impresión descolorida y viscosa de un sapo. Fue más suave con Roudier, un carnero gordo, y con el comandante, un viejo dogo desdentado. Pero su continuo asombro era el prodigioso Granoux. Se pasó toda una velada midiendo su ángulo facial. Cuando le oía farfullar algún vago insulto contra los republicanos, esos bebedores de sangre, se esperaba siempre oírlo gimotear como un ternero; y no podía verlo levantarse sin imaginar que iba a ponerse a cuatro patas para salir del salón.

—Charla —le decía bajito su madre—, intenta hacerte con la clientela de estos señores.

—No soy veterinario —respondió por fin, sacado de sus casillas. Felicité lo cogió, una tarde, en un rincón, e intentó catequizarlo.

Estaba encantada de verlo ir a su casa con cierta asiduidad. Lo creía ganado para la sociedad, sin poder suponer por un instante las singulares diversiones con que disfrutaba al ridiculizar a los ricos. Alimentaba el secreto proyecto de hacer de él, en Plassans, el médico de moda. Bastaría que hombres como Granoux y Roudier accediesen a lanzarlo. Ante todo, quería darle las ideas políticas de la familia, comprendiendo que un médico sólo podía salir ganando al hacerse ferviente partidario del régimen que iba a suceder a la República.

—Amigo mío —le dijo—, puesto que ya te has vuelto razonable, tienes que pensar en el porvenir.. Te acusan de ser republicano, porque eres lo bastante tonto para cuidar a todos los pordioseros de la villa sin que te paguen. Sé franco, ¿cuáles son tus verdaderas opiniones?

Pascal miró a su madre con ingenuo asombro. Después, sonriente:

—¿Mis verdaderas opiniones? —respondió—, no sé muy bien... ¿Dice usted que me acusan de ser republicano? ¡Bueno!, pues no me siento herido en absoluto por eso. Lo soy sin duda, si por esa palabra se entiende un hombre que desea la felicidad de todo el mundo.

—Pero nunca llegarás a nada —interrumpió con vehemencia Felicité—. Te timarán. Mira a tus hermanos, tratan de abrirse camino.

Pascal comprendió que no tenía que defender sus egoísmos de sabio. Su madre lo acusaba simplemente de no especular con la situación política. Se echó a reír, con cierta tristeza, y desvió la conversación. Nunca Felicité pudo inducirlo a calcular las posibilidades de los partidos, ni a enrolarse en el que parecía que iba a ganar. Sin embargo, continuó yendo de vez en cuando a pasar una velada en el salón amarillo. Granoux le interesaba como un animal antediluviano.

Mientras tanto los acontecimientos seguían su marcha. El año 1851 fue, para los políticos de Plassans, un año de ansiedad y de pavor, de los que se benefició la causa secreta de los Rougon. De París llegaban las noticias más contradictorias; ora ganaban los

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republicanos, ora el partido conservador aplastaba a la República. El eco de las querellas que desgarraban la Asamblea Legislativa llegaba al fondo de la provincia, aumentado un día, debilitado al siguiente, cambiado hasta tal punto que los más clarividentes avanzaban en plena oscuridad. La única sensación general era que se aproximaba el desenlace. Y era la ignorancia de ese desenlace lo que mantenía en una atolondrada inquietud a aquel pueblo de burgueses cobardes. Todos deseaban acabar de una vez. Estaban enfermos de incertidumbre, se habrían arrojado en los brazos del Gran Turco si el Gran Turco se hubiera dignado salvar a Francia de la anarquía.

La sonrisa del marqués se agudizaba. Por la tarde, en el salón amarillo, cuando el espanto volvía indistintos los gruñidos de Granoux, se acercaba a Félicité y le decía al oído:

—Vamos, pequeña, el fruto está maduro... Pero tienes que hacerte útil.

A menudo Félicité, que seguía leyendo las cartas de Eugène, y que sabía que, de un día para otro, podía producirse una crisis decisiva, había comprendido esa necesidad: hacerse útil, y se había preguntado de qué forma los Rougon se esforzarían por ello. Acabó por consultar al marqués.

—Todo depende de los acontecimientos —respondió el viejecito—. Si este departamento permanece en calma, si una insurrección no espanta a Plassans, os será difícil poneros en primer plano y prestar servicios al nuevo Gobierno. Os aconsejo entonces que os quedéis en casa y que esperéis en santa paz los beneficios de vuestro hijo Eugène. Pero, si el pueblo se levanta y nuestros buenos burgueses se creen amenazados, habrá que desempeñar un lindo papel. Tu marido es un poco tosco...

—¡Oh! —dijo Félicité—, yo me encargo de suavizarlo... ¿Cree usted que el departamento se rebelará?

—Es cosa segura, en mi opinión. Plassans no se moverá, quizá; la reacción ha triunfado demasiado ampliamente. Pero las ciudades vecinas, las aldeas y sobre todo el campo están trabajados desde hace mucho tiempo por sociedades secretas y pertenecen al partido republicano avanzado. Si estalla un golpe de Estado, se oirá tocar a rebato en toda la comarca, desde los bosques de la Seille hasta la meseta de Sainte-Roure.

Félicité se concentró.—Entonces —prosiguió—, ¿piensa usted que es necesaria una

insurrección para asegurar nuestra fortuna?—Es mi parecer —respondió el señor de Carnavant. Y añadió, con

una sonrisa ligeramente irónica—: Una nueva dinastía sólo se funda en una refriega. La sangre es un buen abono. Será hermoso que los Rougon, como ciertas ilustres familias, daten de una matanza.

Estas palabras, acompañadas por una risa burlona, hicieron correr un escalofrío por la espalda de Félicité. Pero era una mujer muy entera, y la vista de las hermosas cortinas del señor Peirotte, que miraba religiosamente cada mañana, mantenía su valor. Cuando se sentía flaquear, se asomaba a la ventana y contemplaba la casa

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del recaudador. Eran sus Tullerías. Estaba decidida a los actos más extremados para entrar en la ciudad nueva, en esa tierra prometida en cuyo umbral ardía en deseos hacía tantos años.

La conversación que había tenido con el marqués acabó de mostrarle claramente la situación. Pocos días después, pudo leer una carta de Eugène, en la cual el servidor del golpe de Estado parecía contar igualmente con una insurrección para dar cierta importancia a su padre. Eugène conocía su provincia. Todos sus consejos habían tendido a que los reaccionarios del salón amarillo tuvieran en sus manos la mayor influencia posible, para que los Rougon pudieran apoderarse de la ciudad en el momento crítico. Según sus deseos, en noviembre de 1851, el salón amarillo era el amo de Plassans. Roudier representaba a la burguesía rica; su conducta decidiría con toda seguridad la de la ciudad nueva. Granoux era aún más valioso; tenía a sus espaldas todo el concejo, del que era el miembro más influyente, lo cual da una idea de los demás miembros. Por último, mediante el comandante Sicardot, a quien el marqués había conseguido que nombraran jefe de la guardia nacional, el salón amarillo disponía de la fuerza armada. Los Rougon, aquellos pobres diablos mal afamados, habían conseguido, pues, agrupar en torno a sí las herramientas de su fortuna. Cada cual, por cobardía o necesidad, debía obedecerles y trabajar ciegamente por su elevación. Sólo tenían que temer las otras influencias que podían actuar en el mismo sentido que la suya, y arrebatar, en parte, a sus esfuerzos el mérito de la victoria. Ése era su gran temor, pues pretendían desempeñar ellos solos el papel de salvadores. Sabían de antemano que el clero y la nobleza los ayudarían más de lo que los obstaculizarían. Pero, en el caso de que el subprefecto, el alcalde y los otros funcionarios se adelantaran y ahogaran inmediatamente la insurrección, se encontrarían disminuidos, frenados incluso en sus hazañas; no tendrían ni tiempo ni medios para hacerse útiles. Soñaban con la abstención completa, con el pánico general de los funcionarios. Si desaparecía toda administración regular, si entonces eran un solo día los dueños de los destinos de Plassans, su fortuna estaría sólidamente cimentada. Felizmente para ellos, no había en la administración un hombre lo bastante convencido o lo bastante necesitado para amenazar la partida. El subprefecto era una mente liberal a quien el poder ejecutivo había olvidado en Plassans, gracias sin duda al excelente renombre de la ciudad; tímido de carácter, incapaz de un exceso de poder, debía de mostrarse muy apurado ante una insurrección. Los Rougon, que sabían que era favorable a la causa democrática, y que, por consiguiente, no temían su celo, se preguntaban simplemente con curiosidad qué actitud adoptaría. La municipalidad no les inspiraba mucho más temor. El alcalde, el señor Garçonnet, era un legitimista que el barrio de San Marcos había conseguido nombrar en 1849; detestaba a los republicanos y los trataba de forma muy desdeñosa; pero se encontraba demasiado ligado por amistad con ciertos miembros del clero para echar activamente una mano a un golpe de Estado bonapartista. Los otros

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funcionarios estaban en el mismo caso. Los jueces de paz, el jefe de correos, el recaudador de contribuciones, así como el recaudador particular, el señor Peirotte, que habían recibido sus puestos de la reacción clerical, no podían aceptar el Imperio con grandes arrebatos de entusiasmo. Los Rougon, sin ver muy bien cómo se desembarazarían de esa gente y despejarían a continuación el campo para quedarse solos en primer plano, se entregaban, sin embargo, a grandes esperanzas, al no encontrar a nadie que les disputase su papel de salvadores.

El desenlace se acercaba. En los últimos días de noviembre, cuando corría el rumor de un golpe de Estado y se acusaba al príncipe-presidente de querer hacerse nombrar emperador: «¡Eh! ¡Le nombraremos lo que quiera —había exclamado Granoux—, con tal de que mande fusilar a esos bribones de republicanos!»

Esta exclamación de Granoux, a quien se creía dormido, causó gran emoción. El marqués fingió no haber oído; pero todos los burgueses aprobaron con la cabeza al ex comerciante de almendras. Roudier, a quien no le daba miedo aplaudir muy fuerte, porque era rico, declaró incluso, mirando de reojo al señor de Carnavant, que aquella situación era insostenible, y que Francia debía ser enderezada cuanto antes por la mano que fuera.

El marqués guardó silencio de nuevo, lo cual fue tomado por aquiescencia. El clan de los conservadores, abandonando la legitimidad, se atrevía a formular votos por el Imperio.

—Amigos míos —dijo el comandante Sicardot, levantándose—, sólo un Napoleón puede proteger hoy a las personas y las propiedades amenazadas... No teman nada, he tomado las precauciones necesarias para que en Plassans reine el orden.

El comandante había escondido, en efecto, de acuerdo con los Rougon, en una especie de cuadra, cerca de las murallas, una provisión de cartuchos y un número bastante considerable de fusiles; se había asegurado al mismo tiempo el concurso de unos guardas nacionales con los que creía poder contar. Sus palabras produjeron una felicísima impresión. Esa tarde, al separarse, los pacíficos burgueses del salón amarillo hablaban de matar a los «rojos», si se atrevían a moverse.

El 1 de diciembre, Pierre Rougon recibió una carta de Eugène, que fue a leer al dormitorio, según su prudente costumbre. Félicité observó que estaba muy agitado al salir de la habitación. Dio vueltas todo el día alrededor del escritorio. Llegada la noche, no pudo aguantar más. Apenas se hubo dormido su marido, se levantó despacito, cogió la llave del escritorio en el bolsillo del chaleco, y se apoderó de la carta, haciendo el menor ruido posible. Eugène, en diez líneas, prevenía a su padre de que iba a producirse la crisis, y le aconsejaba que pusiera a su madre al tanto de la situación. Había llegado la hora de informarla; podría necesitar sus consejos.

Al día siguiente, Félicité esperó una confidencia que no llegó. No se atrevió a confesar su curiosidad, continuó fingiendo ignorancia, irritada con la necia desconfianza de su marido, que la juzgaba sin

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duda charlatana y débil como las demás mujeres. Pierre, con ese orgullo marital que da a un hombre la creencia de su superioridad en la pareja, había acabado por atribuir a su mujer toda la mala suerte pasada. Desde que se imaginaba dirigir él solo sus asuntos, le parecía que todo marchaba a pedir de boca. Por ello había resuelto prescindir por entero de los consejos de su mujer y no confiarle nada, a pesar de las recomendaciones de su hijo.

Félicité se picó, hasta el punto de que le habría puesto chinitas, de no haber deseado el triunfo tan ardientemente como Pierre. Siguió trabajando activamente por el éxito, pero buscando alguna venganza.

«¡Ah!, si pudiera llevarse un buen susto —pensaba—, ¡si cometiera una gran tontería!... Lo vería venir a pedirme humildemente consejo, dictaría la ley a mi vez.»

Lo que la inquietaba era la actitud de amo todopoderoso que Pierre adoptaría necesariamente, si triunfaba sin su ayuda. Cuando se había casado con aquel hijo de campesino, con preferencia a cualquier pasante de notario, había pretendido servirse de él como de un títere sólidamente construido, de cuyas cuerdas tiraría a su antojo. ¡Y he aquí que el día decisivo el títere, con su ciega pesadez, quería andar solo! Todo el espíritu de astucia, toda la actividad febril de la viejecita protestaban. Sabía a Pierre muy capaz de una decisión brutal, similar a la que había tomado al obligar a su madre a firmar el recibo de cincuenta mil francos; el instrumento era bueno, poco escrupuloso; pero ella sentía la necesidad de dirigirlo, sobre todo en las circunstancias presentes, que exigían mucha agilidad.

La noticia oficial del golpe de Estado sólo llegó a Plassans la tarde del 3 de diciembre, un jueves. Desde las siete de la tarde, la reunión estaba completa en el salón amarillo. Aunque deseasen ardientemente la crisis, en la mayoría de los rostros se pintaba una vaga inquietud. Comentaron los acontecimientos, en medio de charlas sin fin. Pierre, ligeramente pálido como los otros, se creyó en el deber, por un alarde de prudencia, de disculpar el acto decisivo del príncipe Luis ante los legitimistas y los orleanistas que estaban presentes.

—Se habla de una llamada al pueblo —dijo—; la nación será libre de elegir el Gobierno que le plazca... El presidente es capaz de retirarse ante nuestros dueños legítimos.

Sólo el marqués, que tenía toda su sangre fría de hidalgo, acogió estas palabras con una sonrisa. A los demás, en la fiebre de la hora presente, nada les importaba de lo que ocurriría después. Todas las opiniones zozobraban. Roudier, olvidando su ternura de ex tendero por los Orleáns, interrumpió a Pierre con brusquedad. Todos gritaron:

—No discutamos. Pensemos en mantener el orden.Aquella buena gente tenía un miedo horrible a los republicanos.

Sin embargo, la ciudad sólo había experimentado una ligera emoción ante el anuncio de los acontecimientos de París. Había habido concentraciones ante los carteles pegados en la puerta de la

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subprefectura; corría el rumor de que unos cientos de obreros acababan de abandonar el trabajo y trataban de organizar la resistencia. Eso era todo. No parecía que fuera a estallar ningún disturbio grave. La actitud que adoptarían las ciudades y los campos vecinos era mucho más inquietante; pero se ignoraba aún de qué manera habían acogido el golpe de Estado.

Hacia las nueve, llegó Granoux, jadeante; salía de una sesión del ayuntamiento, convocada con urgencia. Con voz estrangulada por la emoción, dijo que el alcalde, el señor Garçonnet, aunque tenía sus reservas, se había mostrado decidido a mantener el orden con los métodos más enérgicos. Pero la noticia que más hizo chismorrear al salón amarillo fue la de la dimisión del subprefecto; este funcionario se había negado en redondo a comunicar a los habitantes de Plassans los despachos del ministro del Interior; acababa de abandonar la ciudad, afirmaba Granoux, y los despachos se habían hecho públicos gracias al alcalde. Se trata, quizá, del único subprefecto, en Francia, que tuvo el valor de no renegar de sus opiniones democráticas.

Aunque la actitud firme del señor Garçonnet inquietó secretamente a los Rougon, se las prometieron muy felices con la huida del subprefecto, que les dejaba el campo libre. Se decidió, en aquella memorable velada, que el grupo del salón amarillo aceptaba el golpe de Estado y se declaraba abiertamente en favor de los hechos consumados. Vuillet quedó encargado de escribir inmediatamente un artículo en ese sentido, que La Gaceta publicaría al día siguiente. Él y el marqués no hicieron la menor objeción. Habían recibido sin duda instrucciones de los misteriosos personajes a los cuales hacían a veces devota alusión. El clero y la nobleza se resignaban ya a prestar su ayuda a los vencedores para aplastar a la enemiga común, la República.

Esa tarde, mientras el salón amarillo deliberaba, Aristide sintió sudores fríos de ansiedad. Nunca un jugador que arriesga su último luis a una carta ha experimentado semejante angustia. Durante el día, la dimisión de su jefe le dio mucho que pensar. Le oyó repetir en varias ocasiones que el golpe de Estado tenía que fracasar. Aquel funcionario, de una honradez limitada, creía en el triunfo definitivo de la democracia, aunque no tenía el valor de trabajar en pro de ese triunfo, resistiendo. Aristide solía escuchar detrás de las puertas de la subprefectura, para tener informes concretos; sentía que marchaba a ciegas, y se aferraba a las noticias que robaba a la administración. La opinión del prefecto lo impresionó; pero se quedó muy perplejo. Pensaba: «¿Por qué se aleja, si está seguro del fracaso del príncipe-presidente?». Sin embargo, obligado a tomar un partido, resolvió continuar con su oposición. Escribió un artículo muy hostil al golpe de Estado, que llevó esa misma tarde a El Independiente, para el número de la mañana siguiente. Había corregido las pruebas de ese artículo, y regresaba a casa, casi tranquilizado, cuando, al pasar por la calle de la Banne, alzó maquinalmente la cabeza y miró las

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ventanas de los Rougon. Esas ventanas estaban brillantemente iluminadas.

«¿Qué pueden estar conspirando allá arriba?», se preguntó el periodista con inquieta curiosidad.

Le entraron entonces unas violentas ganas de conocer la opinión del salón amarillo sobre los últimos acontecimientos. Concedía a ese grupo reaccionario una inteligencia mediana; pero sus dudas regresaban, se encontraba en una de esas horas en que uno pediría consejo a un niño de cuatro años. No podía pensar en entrar en casa de su padre en ese momento, después de la campaña que había hecho contra Granoux y los otros. Subió, sin embargo, pensando en la singular pinta que tendría, si llegaban a sorprenderlo en la escalera. Llegado a la puerta de los Rougon, sólo pudo captar un confuso rumor de voces.

—Soy un crío —dijo—; el miedo me vuelve idiota.E iba a bajar, cuando oyó a su madre que acompañaba a la

puerta a alguien. Casi ni le dio tiempo a lanzarse a un hueco oscuro formado por una pequeña escalera que llevaba a los desvanes de la casa. La puerta se abrió, apareció el marqués, seguido por Félicité. El señor de Carnavant solía retirarse antes que los rentistas de la ciudad nueva, sin duda para no tener que distribuirles apretones de mano en la calle.

—¿Eh!, pequeña —dijo en el descansillo, ahogando la voz—, esa gente es aún más cobarde de lo que había pensado. Con semejantes hombres, Francia será siempre de quien se atreva a cogerla. —Y agregó con amargura, como. hablando consigo mismo—: Decididamente, la monarquía se ha vuelto demasiado honrada para los tiempos modernos. Su hora terminó.

—Eugène le había anunciado la crisis a su padre —dijo Félicité—. El triunfo del príncipe Luis le parece seguro.

—¡Oh!, podéis avanzar osadamente —respondió el marqués, bajando los primeros peldaños—. Dentro de dos o tres días el país estará atado de pies y manos. Hasta mañana, pequeña.

Félicité cerró la puerta. Aristide, en su agujero oscuro, acababa de sufrir un deslumbramiento. Sin esperar a que el marqués hubiera llegado a la calle, se precipitó escaleras abajo de cuatro en cuatro y se lanzó fuera como un loco; después emprendió carrera hacia la imprenta de El Independiente. Una oleada de pensamientos golpeaba su cabeza. Estaba furioso, acusaba a su familia de haberlo engañado. ¡Cómo! Eugène tenía a sus padres al tanto de la situación, ¡y su madre no le había dado a leer nunca las cartas de su hermano, cuyos consejos habría seguido a ciegas! ¡Y ahora se enteraba por casualidad de que su hermano mayor consideraba seguro el éxito del golpe de Estado! Eso, por otra parte, confirmaba ciertos presentimientos suyos que aquel imbécil del subprefecto le había impedido escuchar. Estaba exasperado sobre todo con su padre, a quien había creído lo bastante tonto para ser legitimista, y que se revelaba como bonapartista en el último momento.

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—Me han dejado cometer bastantes idioteces —murmuraba mientras corría—. Lindo papel el mío, ahora. ¡Ah, qué lección! Granoux es más listo que yo.

Entró en las oficinas de El Independiente, con un ruido de tormenta, pidiendo su artículo con voz estrangulada. El artículo estaba ya compaginado. Mandó desatar el molde, y sólo se calmó tras haber descompuesto él mismo el artículo, mezclando furiosamente los tipos como un juego de dominó. El librero que dirigía el periódico le miró actuar con aire estupefacto. En el fondo, estaba encantado del incidente, pues el artículo le había parecido peligroso. Pero necesitaba imperiosamente material, si quería que El Independiente apareciese.

—¿Me va a dar otra cosa? —preguntó. —¡Claro que sí! —respondió Aristide.Se sentó a una mesa y comenzó un cálido panegírico del golpe de

Estado. Ya en la primera línea juraba que el príncipe Luis acababa de salvar a la República. Pero aún no había escrito una página, cuando se detuvo y pareció buscar la continuación. Su cara de garduña se volvía inquieta.

—Tengo que irme a casa —dijo por fin—. Le enviaré esto en seguida. Saldrá usted un poco más tarde, si es preciso.

Al regresar hacia su casa, caminó lentamente, perdido en sus reflexiones. La indecisión volvía a asaltarlo. ¿Por qué adherirse tan pronto? Eugène era un tipo inteligente, pero quizá su madre había exagerado el alcance de una simple frase de su carta. En cualquier caso, más valía esperar y callarse.

Una hora después, Angèle llegó a casa del librero, fingiendo una gran emoción.

—Mi marido acaba de herirse malamente —dijo—. Al volver a casa se pilló los cuatro dedos en una puerta. En medio de tremendos sufrimientos, me ha dictado esta noticia que le ruega que publique mañana.

Al día siguiente, El Independiente, compuesto casi por entero de sucesos, apareció con estas líneas al frente de la primera columna:

Un lamentable incidente acaecido a nuestro eminente colaborador, D. Aristide Rougon, nos privará de sus artículos durante algún tiempo. El silencio le resultará cruel en las presentes circunstancias. Pero ninguno de sus lectores dudará de los votos que sus sentimientos patrióticos formulan por la felicidad de Francia.

Esta oscura nota había sido maduradamente estudiada. La última frase podía explicarse en favor de todos los partidos. De esta forma, después de la victoria, Aristide se reservaba una soberbia reaparición con un panegírico de los vencedores. Al día siguiente se dejó ver por toda la ciudad con el brazo en cabestrillo. A su madre, que había acudido, muy asustada por la nota del periódico, se negó a enseñarle la mano y le habló con una amargura que ilustró a la anciana.

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—No será nada —dijo al dejarlo, tranquilizada y levemente burlona—. Sólo necesitas reposo.

Gracias sin duda a este supuesto accidente y a la marcha del subprefecto, El Independiente no se vio molestado, como lo fueron la mayoría de los periódicos democráticos de los departamentos.

La jornada del 4 transcurrió en Plassans en relativa calma. Hubo, por la tarde, una manifestación popular que se dispersó ante la aparición de los gendarmes. Un grupo de obreros acudió a exigir la comunicación de los despachos de París al señor Garçonnet, quien se negó con altivez; al retirarse, el grupo lanzó gritos de «¡Viva la República! ¡Viva la Constitución!». Después, todo volvió al orden. El salón amarillo, tras haber comentado largamente este inocente paso, declaró que las cosas iban de la mejor manera.

Pero las jornadas del 5 y el 6 fueron más inquietantes. Se conoció sucesivamente la insurrección de los pueblecitos vecinos; todo el sur del departamento cogía las armas; La Palud y Saint Martin-de-Vaulx se habían sublevado los primeros, arrastrando en pos de ellos a las aldeas, Chavanoz, Nazères, Poujols, Valqueyras, Vernoux. Entonces el salón amarillo empezó a verse seriamente asaltado por el pánico. Lo que le inquietaba, sobre todo, era ver Plassans aislado en el propio seno de la revuelta. Bandas de insurgentes debían de recorrer los campos e interrumpir todas las comunicaciones. Granoux repetía con aire asustado que el señor alcalde estaba sin noticias. Y la gente empezaba a decir que la sangre corría en Marsella y que en París había estallado una formidable revolución. El comandante Sicardot, furioso con la cobardía de los burgueses, hablaba de morir a la cabeza de sus hombres.

El 7, un domingo, el terror llegó al colmo. Desde las seis, el salón amarillo, donde estaba reunido de forma permanente una especie de comité reaccionario, se encontraba atestado por una multitud de hombrecillos pálidos y temblorosos, que charlaban entre sí en voz baja, como en la habitación de un muerto. Se había sabido, durante el día, que una columna de insurgentes, compuesta por unos tres mil hombres, se encontraba reunida en Alboise, un burgo alejado a lo sumo tres leguas. La intención, a decir verdad, era que esta columna se dirigiera a la capital del departamento, dejando Plassans a la izquierda, pero el plan de campaña podía ser cambiado, y bastaba, además, a los rentistas cobardes con sentir a los insurgentes a algunos kilómetros para imaginarse ya que rudas manos de obreros les apretaban la garganta. Habían tenido, por la mañana, un anticipo de la revuelta: los escasos republicanos de Plassans, viendo que no podrían intentar nada de importancia en la ciudad, habían resuelto unirse a sus hermanos de La Palud y de Saint Martin-de-Vaulx; había partido un primer grupo, hacia las once, por la puerta de Roma, cantando La marsellesa y rompiendo algunos cristales. Una de las ventanas de Granoux estaba dañada. Y él contaba el hecho con balbuceos de espanto.

El salón amarillo, mientras tanto, se agitaba con viva ansiedad. El comandante había enviado a su criado para estar informado de la

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marcha exacta de los insurgentes, y se esperaba el regreso del hombre, haciendo las suposiciones más sorprendentes. La reunión estaba completa Roudier y Granoux, hundidos en sus sillones, se lanzaban miradas lamentables, mientras, a sus espaldas, gemía el atontado grupo de los comerciantes retirados. Vuillet, sin aparentar demasiado susto, reflexionaba sobre las disposiciones que tomaría para proteger su tienda y su persona; deliberaba si se escondería en el desván o en el sótano, y se inclinaba por el sótano. Pierre y el comandante caminaban de un lado a otro, intercambiando una frase de vez en cuando. El ex comerciante de aceite se aferraba a su amigo Sicardot, para que le prestase un poco de su valor. Él, que esperaba la crisis desde hacía tanto tiempo, trataba de mostrar aplomo, pese a la emoción que lo asfixiaba. En cuanto al marqués, más pimpante y sonriente que de costumbre, charlaba en un rincón con Félicité, que parecía muy contenta.

Por fin llamaron. Aquellos señores se estremecieron como si hubieran oído un disparo de fusil. Mientras Félicité iba a abrir, un silencio de muerte reinó en el salón; las caras, descoloridas y ansiosas, se tendían hacía la puerta. El criado del comandante apareció en el umbral, jadeante, y dijo bruscamente a su amo:

—Señor, los insurgentes estarán aquí dentro de una hora.Fue como un rayo. Todo el mundo se puso en pie lanzando

exclamaciones; los brazos se alzaron al techo. Durante varios minutos fue imposible entenderse. Rodeaban al mensajero, lo apremiaban con preguntas.

—¡Ira de Dios! —gritó por fin el comandante—, no chillen así. Calma, ¡o no respondo de nada!

Todos se desplomaron en sus sillas, con grandes suspiros. Se pudo obtener entonces algunos detalles. El mensajero había encontrado a la columna en Les Tulettes, y se había apresurado a regresar.

—Son por lo menos tres mil —dijo—. Marchan como soldados, en batallones. Me ha parecido ver prisioneros en medio de ellos.

—¡Prisioneros! —gritaron los burgueses despavoridos.—!Sin duda! —interrumpió el marqués con su voz aflautada—.

Me han dicho que los insurgentes arrestaban a las personas conocidas por sus opiniones conservadoras.

Esta noticia acabó de consternar al salón amarillo. Algunos burgueses se levantaron y alcanzaron furtivamente la puerta, pensando que no tenían demasiado tiempo por delante para encontrar un escondite seguro.

El anuncio de las detenciones realizadas por los republicanos pareció impresionar a Félicité. Se llevó aparte al marqués y le preguntó:

—¿Qué hacen esos hombres con la gente que arrestan?—Pues los llevan consigo —respondió el señor de Carnavant—.

Deben de considerarlos excelentes rehenes.—¡Ah! —respondió la anciana con voz singular.

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Y volvió a seguir con aire pensativo la curiosa escena de pánico que se desarrollaba en el salón. Poco a poco, los burgueses se eclipsaron; pronto no quedaron sino Vuillet y Roudier, a quienes la proximidad del peligro devolvía cierto valor. En cuanto a Granoux, se quedó igualmente en un rincón, pues sus piernas se negaban a obedecerle.

—¡A fe mía, prefiero esto! —dijo Sicardot al darse cuenta de la fuga de los otros adherentes—. Esos cobardes acababan exasperándome. Hace más de dos años que hablan de fusilar a todos los republicanos de la comarca, y hoy ni siquiera les tirarían a las narices un petardo de cuatro cuartos. —Cogió su sombrero y se dirigió hacia la puerta—. Vamos —continuó—, el tiempo apremia... Venga, Rougon.

Felicité parecía esperar ese momento. Se lanzó entre la puerta y su marido, quien, por lo demás, no se apresuraba mucho para seguir al terrible Sicardot.

—No quiero que salgas —gritó, fingiendo una repentina desesperación—. Nunca permitiré que me abandones. Esos bribones te matarán.

El comandante se detuvo, extrañado.—¡Diantre! —gruñó—, si las mujeres se ponen a lloriquear,

ahora... Venga de una vez, Rougon.—No, no —prosiguió la anciana, aparentando un terror creciente

—, no le seguirá; antes me colgaré de su ropa.El marqués, muy sorprendido con esta escena, miraba

curiosamente a Félicité. ¿Era la misma mujer que, hacía un rato, charlaba tan alegremente? ¿Qué comedia estaba representando? Sin embargo, Pierre, desde que su mujer lo retenía, ponía cara de querer salir a toda costa.

—Te digo que no saldrás —repetía la anciana, que se aferraba a uno de sus brazos. Y volviéndose al comandante—: ¿Cómo puede pensar en resistir? Son tres mil, y no reunirá usted cien hombres valientes. Va usted a conseguir que lo degüellen inútilmente.

—¡Eh!, es nuestro deber —dijo Sicardot impaciente. Felicité, prorrumpió en sollozos.—Si no me lo matan, lo harán prisionero —prosiguió, mirando

fijamente a su marido—. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí, sola, en una ciudad abandonada?

—Pero ¿cree usted —exclamó el comandante— que van a dejar de detenernos, si permitimos a los insurgentes entrar tranquilamente aquí? Le juro que al cabo de una hora el alcalde y todos los funcionarios se encontrarán prisioneros, sin contar a su marido y a los contertulios de este salón.

El marqués creyó ver una vaga sonrisa pasar por los labios de Félicité, mientras ella respondía con aire espantado:

—¿Usted cree?—¡Pardiez! —prosiguió Sicardot—, los republicanos no son tan

tontos como para dejar enemigos a sus espaldas. Mañana, Plassans estará vacío de funcionarios y de buenos ciudadanos.

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Ante estas palabras, que había provocado hábilmente, Felicité soltó el brazo de su marido. Pierre ya no puso cara de salir. Gracias a su mujer, cuya sabia táctica se le escapó, por lo demás, y cuya secreta complicidad ni sospechó por un instante, acababa de vislumbrar todo un plan de campaña.

—Habría que deliberar antes de tomar una decisión —le dijo al comandante—. Quizá mi mujer no esté equivocada, al acusarnos de olvidar los verdaderos intereses de nuestras familias.

—No, claro, la señora no está equivocada —exclamó Granoux, que había escuchado los gritos aterrados de Félicité con el arrobamiento de un cobarde.

El comandante se caló el sombrero, con un gesto enérgico, y dijo, con voz clara:

—Equivocada o no, poco me importa. Soy el comandante de la guardia nacional, debería estar ya en el ayuntamiento. Confiese que tiene usted miedo y me deja solo... Conque buenas noches.

Giraba el pomo de la puerta, cuando Rougon le retuvo con vehemencia.

—Escuche, Sicardot —dijo.Y lo arrastró a un rincón, al ver que Vuillet aguzaba sus anchas

orejas. Allí, en voz baja, le explicó que era lógico dejar tras los insurgentes unos cuantos hombres enérgicos, que pudieran restablecer el orden en la ciudad. Y como el feroz comandante se empeñaba en no querer desertar de su puesto, se ofreció para ponerse al frente del cuerpo de reserva.

—Deme —le dijo— la llave del cobertizo donde están las armas y las municiones, y mande recado a unos cincuenta de nuestros hombres de que no se muevan hasta que yo los llame.

Sicardot acabó consintiendo en aquellas prudentes medidas. Le confió la llave del cobertizo, comprendiendo él mismo la inutilidad presente de la resistencia, aunque queriendo, sin embargo, dar él el pecho.

Durante esta conversación, el marqués murmuró unas palabras con aire sagaz al oído de Félicité. Le daba la enhorabuena sin duda por su lance imprevisto. La anciana no pudo reprimir una leve sonrisa. Y cuando Sicardot daba un apretón de manos a Rougon y se disponía a salir:

—¿Nos abandona usted, decididamente? —le preguntó recobrando su aire trastornado.

—Jamás un viejo soldado de Napoleón se dejará intimidar por la chusma —respondió.

Estaba ya en el descansillo, cuando Granoux se abalanzo y le gritó:

—Si va usted al ayuntamiento, prevenga al alcalde de lo que ocurre. Yo corro a casa, para tranquilizar a mi mujer.

Félicité se había arrimado a su vez al oído del marqués, murmurando con discreta alegría:

—¡A fe mía!, prefiero que ese diablo del comandante vaya a que le arresten. Tiene demasiado celo.

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Mientras tanto Rougon había vuelto a llevar a Granoux al salón. Roudier, que, desde su rincón, seguía silenciosamente la escena, apoyando con signos enérgicos las propuestas de medidas prudentes, se reunió con ellos. Cuando el marqués y Vuillet se hubieron levantado igualmente:

—Ahora que estamos solos —dijo Pierre—, entre gente pacífica, les propongo que nos escondamos, con el fin de evitar una detención segura, y de estar en libertad cuando volvamos a ser los más fuertes. Granoux estuvo a punto de abrazarlo, Roudier y Vuillet respiraron más a sus anchas.

—Próximamente los necesitaré a ustedes, caballeros —continuó el comerciante de aceite dándose importancia—. A nosotros nos cabrá el honor de restablecer el orden en Plassans.

—Cuente con nosotros —exclamó Vuillet, con un entusiasmo que inquietó a Félicité.

El tiempo apremiaba. Los singulares defensores de Plassans que se escondían para mejor defender la ciudad se apresuraron cada cual a meterse en el fondo de cualquier agujero. Al quedarse solo con su mujer, Pierre le recomendó que no cometiera el error de atrancarse, y que respondiese, si venían a interrogarla, que él se había marchado para un breve viaje. Y como ella se hacía la tonta, fingiendo terror y preguntándole en qué pararía todo aquello, le respondió bruscamente:

—No es asunto tuyo. Déjame llevar a mí solo las cosas. Saldrán mejor.

Unos minutos después, caminaba rápidamente a lo largo de la calle de la Banne. Llegado al paseo Sauvaire, vio salir del barrio viejo a un grupo de obreros que cantaban La marsellesa.

«¡Caray! —pensó— ya era hora. La ciudad se subleva ahora.» Apretó el paso, dirigiéndose hacia la puerta de Roma. Allí, le

entraron sudores fríos por la lentitud del guardián en abrirle la puerta. Al dar los primeros pasos por la carretera distinguió, al claro de luna, en el otro extremo del arrabal, la columna de insurgentes, cuyos fusiles despedían llamitas blancas. Corriendo se internó en el callejón de San Mitre y llegó a casa de su madre, a donde no había ido desde hacía muchos años.

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Capítulo IV

Antoine Macquart regresó a Plassans tras la caída de Napoleón. Había tenido la increíble suerte de no participar en ninguna de las últimas y mortíferas campañas del Imperio. Se había arrastrado de puesto en puesto sin que nada lo sacara de su vida embrutecida de soldado. Esa vida acabó de desarrollar sus vicios naturales. Su pereza se volvió razonada; sus borracheras, que le valieron un número incalculable de castigos, fueron desde entonces a sus ojos una verdadera religión. Pero lo que lo convirtió sobre todo en el peor de los granujas fue el gran desdén que concibió por los pobres diablos que se ganaban por la mañana su pan de la noche.

—Tengo dinero en el pueblo —decía a menudo a sus camaradas—; cuando me den la licencia, podré vivir como un burgués.

Esta creencia y su crasa ignorancia le impidieron ascender ni siquiera al grado de cabo.

Desde su partida, no había ido a pasar ni un día de permiso a Plassans, pues su hermano inventaba mil pretextos para tenerlo alejado. Por eso ignoraba por completo la hábil forma en que Pierre se había apoderado de la fortuna de su madre. Adélaïde, en la indiferencia profunda en que vivía, no le escribió sino tres veces, para decirle simplemente que se encontraba bien. El silencio que solía acoger sus numerosas peticiones de dinero no le infundió ninguna sospecha; la roñosería de Pierre bastaba para explicarle las dificultades que experimentaba para arrancar, de vez en cuando, una miserable pieza de veinte francos. Por lo demás, eso no hizo sino aumentar el rencor contra su hermano, que le dejaba pudrirse en el servicio, pese a su promesa formal de rescatarlo. Se juraba, al regresar a casa, que no volvería a obedecer como un chiquillo y que reclamaría rotundamente su parte de la fortuna, para vivir a su gusto. Soñó, en la diligencia que lo traía, con una deliciosa existencia de pereza. El derrumbamiento de sus castillos en el aire fue terrible. Cuando llegó al arrabal y no reconoció ya el cercado de los Fouque, se quedó atónito. Tuvo que preguntar la nueva dirección de su madre. Allí hubo una escena espantosa. Adélaïde le comunicó tranquilamente la venta de sus bienes. Él se enfureció, llegó hasta a levantarle la mano.

La pobre mujer repetía:—Tu hermano se quedó con todo; se ocupará de ti, es lo

convenido.

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Salió por fin y corrió a casa de Pierre, a quien habla avisado de su regreso, y que se había preparado para recibirle y terminar con él para siempre, a la primera frase grosera.

—Oiga —le dijo el comerciante de aceite, que aparentó no tutearlo ya—, no me revuelva la bilis o le pongo en la puerta. Después de todo, no lo conozco. No llevamos el mismo apellido. Ya es bastante desgracia para mí que mi madre se haya portado mal, sin que sus bastardos vengan aquí a insultarme. Estaba bien dispuesto hacia usted; pero, ya que se muestra insolente, no haré nada, absolutamente nada.

Antoine estuvo a punto de ahogarse de cólera.—¿Y mi dinero? —gritaba—. ¿Me lo devolverás, ladrón, o tendré

que arrastrarte ante los tribunales?Pierre se encogía de hombros:—No tengo dinero suyo —respondió, cada vez más tranquilo—.

Mi madre dispuso de su fortuna como le pareció. Y yo no soy quién para meter la nariz en sus asuntos. He renunciado de buen grado a toda esperanza de herencia. Estoy a cubierto de sus sucias acusaciones.

Y, como su hermano tartamudeaba, exasperado por aquella sangre fría y sin saber qué pensar, le puso ante los ojos el recibo que Adélaïde había firmado. La lectura de aquel documento acabó de abrumar a Antoine.

—Está bien —dijo con voz casi tranquila—, ya sé lo que tengo que hacer.

La verdad es que no sabía qué partido tomar. Su impotencia para encontrar un método inmediato para tener su parte y vengarse activaba aún más su furiosa fiebre. Volvió a casa de su madre, la sometió a un interrogatorio vergonzoso. La infeliz mujer no podía sino enviarlo otra vez a Pierre.

—¿Es que os creéis —exclamó él insolentemente— que vais a hacerme ir y venir como un zarandillo? Ya me enteraré de cuál de los dos tiene el gato. ¿Quizá te lo has comido tú?...

Y, aludiendo a su antigua mala conducta, le preguntó si no tendría algún canalla al que daba sus últimos cuartos. Ni siquiera perdonó a su padre, aquel borracho de Macquart, decía, que debía de haberla timado hasta su muerte, y que dejaba a sus hijos en la miseria. La pobre mujer escuchaba, con aire embrutecido. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Se defendió con un terror de niño, respondiendo a las preguntas de su hijo como a las de un juez, jurando que se portaba bien, y repitiendo siempre con insistencia que no tenía un cuarto, que Pierre se había quedado con todo. Antoine casi acabó por creerla.

—¡Ah, qué bribón! —murmuró—; por eso no me rescataba. Tuvo que dormir en casa de su madre, en un jergón echado en

una esquina. Había vuelto con los bolsillos completamente vacíos, y lo que más lo exasperaba era verse sin ningún recurso, mientras que su hermano, según él, hacía buenos negocios, comía y dormía cómodamente. No teniendo con qué comprarse ropa, salió al día

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siguiente con el pantalón y el quepis de ordenanza. Tuvo la suerte de encontrar, en el fondo de un armario, una vieja chaqueta de terciopelo amarillento, gastada y remendada, que había pertenecido a Macquart. Con esta singular vestimenta corrió por la ciudad, contando su historia y pidiendo justicia.

La gente a la que fue a consultar lo recibió con un desprecio que le hizo verter lágrimas de rabia. En provincias, se es implacable con las familias venidas a menos. Según la opinión común, a los Rougon-Macquart les venía de casta y se devoraban entre sí; la galería, en lugar de separarlos, más bien los habría incitado a morderse. Pierre, por lo demás, empezaba a lavarse su mancha original. Su bribonada hizo reír; ciertas personas llegaron a decir que había hecho muy bien, si realmente se había apoderado del dinero, y que eso sería una buena lección para las personas libertinas de la ciudad.

Antoine regresó desalentado. Un abogado le había aconsejado, con muecas asqueadas, que lavara sus trapos sucios en familia, tras haberse informado hábilmente de si poseía la suma necesaria para sostener un proceso. Según aquel hombre, el asunto parecía muy enredado, los debates serían muy largos y el éxito era dudoso. Además, hacía falta dinero, mucho dinero.

Esa tarde, Antoine fue aún más duro con su madre; no sabiendo de quién vengarse, repitió sus acusaciones de la víspera; tuvo a la infeliz hasta media noche estremecida de vergüenza y de espanto. Al contarle Adélaïde que Pierre le pasaba una pensión, adquirió la certeza de que su hermano se había embolsado los cincuenta mil francos. Pero, en su irritación, fingió dudar todavía, por un refinamiento de maldad que lo aliviaba. Y no dejaba de interrogarla con aire desconfiado, aparentando que seguía creyendo que ella se había comido su fortuna con amantes.

—¡Vamos, mi padre no ha sido el único! —dijo por fin con grosería.

Ante este último golpe, ella fue a arrojarse tambaleante sobre un viejo arcón, donde se quedó toda la noche sollozando. Antoine comprendió pronto que no podía, solo y sin recursos, llevar a cabo una campaña contra su hermano. Intentó al principio interesar a Adélaïde en su causa; una acusación, hecha por ella, podía tener graves consecuencias. Pero la pobre mujer, tan blanda y dormida, desde las primeras palabras de Antoine se negó con energía a molestar a su hijo mayor.

—Soy una desgraciada —balbucía—. Tienes razón al encolerizarte. Pero, ya ves, tendría demasiados remordimientos, si hiciera que metieran a uno de mis hijos en la cárcel. No, prefiero que me pegues.

El notó que sólo le sacaría lágrimas, y se contentó con agregar que se veía justamente castigada, y que no sentía la menor lástima de ella. Por la noche, Adélaïde, sacudida por las peleas sucesivas que le buscaba su hijo, tuvo una de esas crisis nerviosas que la dejaban rígida, los ojos abiertos, como muerta. El joven la arrojó sobre la cama; después, sin aflojarle siquiera la ropa, se puso a hurgar por la

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casa, buscando por si la infeliz tenía ahorros escondidos en alguna parte. Encontró unos cuarenta francos. Se apoderó de ellos y, mientras su madre se quedaba allí, tiesa y sin resuello, se fue a coger tranquilamente la diligencia de Marsella.

Acababa de ocurrírsele que Mouret, el obrero sombrerero que se había casado con su hermana Ursule, debía de estar indignado con la bribonada de Pierre, y que querría sin duda defender los intereses de su mujer. Pero no encontró al hombre con el que contaba. Mouret le dijo claramente que se había acostumbrado a mirar a Ursule como una huérfana, y que no quería, a ningún precio, tener altercados con su familia. Los asuntos de la pareja prosperaban. Antoine, recibido muy fríamente, se apresuró a tomar de nuevo la diligencia. Pero, antes de marchar, quiso vengarse del secreto desprecio que leía en las miradas del obrero; como su hermana le había parecido pálida y agobiada, tuvo la taimada crueldad de decirle al marido, al alejarse:

—Tenga cuidado, mi hermana siempre ha sido muy enclenque, y la he encontrado muy cambiada; podría usted perderla.

Las lágrimas que subieron a los ojos de Mouret le probaban que había puesto el dedo en una llaga sangrante. Por eso aquellos obreros hacían excesivo alarde de felicidad.

Cuando regresó a Plassans, la certeza de que tenía las manos atadas volvió a Antoine aún más amenazador. Durante un mes, sólo se le vio a él por la ciudad. Recorría las calles, contando su historia a quien quería oírla. Cuando conseguía que su madre le diera una pieza de un franco, iba a bebérsela a alguna taberna, y allí gritaba muy alto que su hermano era un canalla que pronto tendría noticias suyas. En semejantes lugares, la dulce fraternidad que reina entre borrachos le proporcionaba un auditorio simpático; todos los granujas de la ciudad abrazaban su causa; había invectivas sin fin contra ese bribón de Rougon que dejaba sin pan a un valiente soldado, y la sesión terminaba de ordinario con la condena general de todos los ricos. Antoine, por un refinamiento de venganza, continuaba paseándose con su quepis, su pantalón de ordenanza y su vieja chaqueta de terciopelo amarillo, aunque su madre se había ofrecido a comprarle ropa más decente. Exhibía sus andrajos, los desplegaba el domingo, en pleno paseo Sauvaire.

Uno de sus goces más delicados consistió en pasar diez veces al día delante de la tienda de Pierre. Agrandaba los agujeros de la chaqueta con los dedos, aflojaba el paso, se ponía a veces a charlar delante de la puerta, para quedarse más tiempo en la calle. Esos días, se llevaba a algún borracho amigo suyo, que le servía de compadre; le contaba el robo de los cincuenta mil francos, acompañando el relato de insultos y amenazas, en voz alta, para que toda la calle lo oyera, y que sus palabrotas llegasen a su destino, hasta el fondo de la tienda.

—Acabará por venir a mendigar delante de nuestra casa —dijo Félicité, desesperada.

La vanidosa mujercita sufría horriblemente con este escándalo. Incluso alguna vez, por esa época, lamentó en secreto haberse

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casado con Rougon; este último tenía una familia demasiado terrible. Lo habría dado todo porque Antoine dejara de pasear sus harapos. Pero Pierre, a quien la conducta de su hermano enloquecía, ni siquiera quería que se pronunciara su nombre delante de él. Cuando su mujer le daba a entender que quizá valdría más desembarazarse de él dándole algunos francos:

—No, nada, ni un ochavo —gritaba con furor—. ¡Que reviente! Sin embargo, él mismo terminó por confesar que la actitud de

Antoine resultaba intolerable. Un día, Felicité, queriendo acabar, llamó a aquel hombre, como lo denominaba haciendo una mueca desdeñosa. «Aquel hombre» estaba motejándola de tunanta en medio de la calle, en compañía de un camarada todavía más andrajoso que él. Ambos estaban trompas.

—Ven, nos llaman desde ahí dentro —dijo Antoine a su compañero con voz de guasa.

Félicité retrocedió murmurando:—Queremos hablar sólo con usted.—¡Bah! —respondió el joven—, mi camarada es un buen chico.

Puede oírlo todo. Es mi testigo.El testigo se sentó con todo su peso en una silla. No se destocó y

empezó a mirar a su alrededor, con esa sonrisa embrutecida de los borrachos y de la gente grosera que se siente insolente. Félicité, avergonzada, se colocó delante de la puerta de la tienda, para que no vieran desde fuera a la singular compañía que recibía. Felizmente su marido llegó en su ayuda. Una violenta disputa se entabló entre él y su hermano. Este último, cuya lengua espesa se trabucaba en los insultos, repitió más de veinte veces los mismos agravios. Incluso acabó echándose a llorar, y faltó poco para que su emoción se contagiara a su camarada. Pierre se había defendido de una forma muy digna.

—Veamos —dijo por fin—, es usted desgraciado y me da lástima. Aunque me ha insultado cruelmente, no olvido que tenemos la misma madre. Pero, si le doy algo, sepa que lo hago por pura bondad y no por miedo... ¿Quiere cien francos para salir de apuros?

Esta repentina oferta de cien francos deslumbró al camarada de Antoine. Miró a este último con un aire encantado, que significaba claramente: «Puesto que el burgués ofrece cien francos, ya no hay que andarse con tonterías». Pero Antoine pretendía especular con las buenas disposiciones de su hermano. Le preguntó que si se burlaba de él; era su parte, diez mil francos, lo que exigía.

—Te equivocas, te equivocas —farfullaba su amigo.Por fin, cuando Pierre, impaciente, hablaba de ponerlos a los dos

en la puerta, Antoine rebajó sus pretensiones y, de repente, sólo reclamó mil francos. Se pelearon aún un buen cuarto de hora sobre esa cifra. Félicité intervino. La gente empezaba a congregarse delante de la tienda.

—Escuche —dijo con presteza—, mi marido le dará doscientos francos, y yo me encargo de comprarle un traje completo y de alquilarle un alojamiento durante un año.

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Rougon se enfadó. Pero el camarada de Antoine, entusiasmado, gritó:

—Está hecho, mi amigo acepta.Y Antoine declaró, en efecto, de malos modos, que aceptaba. Veía

que no conseguiría más. Se convino que le enviarían el dinero y el traje al día siguiente, y que unos días después, en cuanto Félicité le hubiera encontrado un alojamiento, podría instalarse. Al retirarse, el borracho que acompañaba al joven fue tan respetuoso como insolente acababa de estar; saludó más de diez veces a la compañía, con aire humilde y torpe, farfullando vagos agradecimientos, como si los dones de los Rougon le hubieran estado destinados.

Una semana después, Antoine ocupaba una gran habitación del barrio viejo, en la cual Félicité, excediéndose en sus promesas, tras el compromiso formal del joven de dejarlos tranquilos en adelante, había mandado poner una cama, una mesa y sillas. Adélaïde vio marcharse a su hijo sin ningún pesar; estaba condenada a más de tres meses a pan y agua por la corta estancia que había hecho en su casa. Antoine pronto se comió y se bebió los doscientos francos. Ni por un instante se le había ocurrido emplearlos en algún pequeño comercio que le hubiera ayudado a vivir. Cuando estuvo de nuevo sin un céntimo, al no tener ningún oficio, y repugnándole además toda tarea continuada, quiso exprimir de nuevo la bolsa de los Rougon. Pero las circunstancias ya no eran las mismas, no consiguió asustarlos. Pierre aprovechó incluso esa ocasión para ponerlo en la puerta, prohibiéndole que volviera a pisar su casa. Por mucho que Antoine reanudó sus acusaciones, la ciudad, que conocía la munificencia de su hermano, pregonada por Félicité a bombo y platillos, no le dio la razón y lo calificó de holgazán. Mientras tanto, el hambre apretaba. Amenazó con hacerse contrabandista como su padre, y cometer alguna trastada que deshonrada a la familia. Los Rougon se encogieron de hombros; sabían que era demasiado cobarde para arriesgar el pellejo. Por fin, lleno de una rabia sorda contra sus parientes y contra la sociedad entera, Antoine se decidió a buscar trabajo.

Había conocido, en una taberna del arrabal, a un obrero cestero que trabajaba en casa. Se ofreció a ayudarlo. En poco tiempo aprendió a trenzar canastas y cestos, obras groseras y a bajo precio, de fácil venta. Pronto trabajó por cuenta propia. Aquel oficio poco cansado le gustaba. Seguía siendo dueño de su pereza, y eso era lo que pedía, sobre todo. Se ponía a la tarea cuando no podía hacer ya otra cosa, trenzando de prisa y corriendo una docena de canastas que iba a vender al mercado. Mientras le duraba el dinero, ganduleaba, recorriendo las tiendas de vinos, digiriendo al sol; después, cuando había ayunado durante un día, cogía sus varas de mimbre con sordas invectivas, acusando a los ricos, que, ellos sí, viven sin hacer nada. El oficio de cestero, así entendido, es de lo más ingrato; su trabajo no habría bastado para pagar sus borracheras, si no se las hubiera arreglado para procurarse el mimbre barato. Como no lo compraba nunca en Plassans, decía que iba cada mes a hacer

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su provisión a un pueblo vecino, donde decía que lo vendían a mejor precio. La verdad es que se abastecía en los mimbrales del Viorne, en las noches oscuras. El guarda rural lo sorprendió incluso una vez, lo cual le valió unos días de cárcel. Fue a partir de ese momento cuando se las dio en la ciudad de feroz republicano. Afirmó que estaba fumando tranquilamente su pipa a orillas del río, cuando el guarda rural lo había detenido. Y añadía:

—Quisieran desembarazarse de mí, porque saben cuáles son mis opiniones. ¡Pero no los temo, a esos ricos bribones!

Sin embargo, al cabo de diez años de haraganería, Macquart opinó que trabajaba de más. Su continuo sueño era inventar una forma de vivir bien sin hacer nada. Su pereza no se habría contentado con pan y agua, como la de ciertos holgazanes que consienten en quedarse con hambre, con tal de poder cruzarse de brazos. Él quería buenas comidas y hermosos días de ociosidad. Habló por un momento de entrar como criado en casa de algún noble del barrio de San Marcos. Pero un palafrenero amigo suyo le metió miedo contándole las exigencias de sus amos. Macquart, harto de sus cestos, viendo llegar el día en que tendría que comprar el mimbre necesario, iba a venderse como reemplazo y a reanudar la vida de soldado, que prefería mil veces a la de obrero, cuando trabó amistad con una mujer cuyo encuentro modificó sus planes.

Joséphine Gavaudan, a quien toda la ciudad conocía por el diminutivo familiar de Fine, era una moza alta y gruesa de unos treinta años. Su cara cuadrada, de anchura masculina, presentaba en la barbilla y en los labios unos pelos ralos, pero terriblemente largos. Se la tenía por toda una mujer, capaz si venía a cuento de liarse a puñetazos. Por eso sus anchos hombros, sus brazos enormes, imponían un asombroso respeto a los chavales, que ni siquiera se atrevían a sonreír de sus bigotes. Pese a ello, Fine tenía una vocecita aguda, una voz de niña, débil y clara. Los que la trataban afirmaban que, a pesar de su aire terrible, era de una dulzura de cordero. Muy animosa para el trabajo, habría podido ahorrar algo de dinero de no haberle gustado los licores; adoraba el anisete. Con frecuencia, los domingos por la noche, había que llevarla a su casa.

Toda la semana trabajaba con una testarudez de bestia. Desempeñaba tres o cuatro oficios, vendía fruta o castañas cocidas en el mercado, según la estación, era la asistenta de algunos rentistas, iba a fregar platos a casa de los burgueses los días de banquete, y empleaba su ocio en arreglar sillas de paja. La ciudad entera la conocía sobre todo como sillera. En el sur se hace un gran consumo de sillas de enea, que son de uso común.

Antoine Macquart conoció a Fine en el mercado. Cuando iba allí a vender sus cestas, en invierno, se ponía, para tener calor, al lado del hornillo en el cual ella cocía sus castañas. Quedó maravillado de su valor, él, a quien la menor tarea espantaba. Poco a poco, bajo la aparente rudeza de aquella fuerte comadre, descubrió timideces, bondades secretas. A menudo la veía dar puñados de castañas a los arrapiezos andrajosos que se paraban extasiados ante su olla

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humeante. Otras veces, cuando el inspector del mercado la zarandeaba, casi se echaba a llorar, sin parecer consciente de sus gruesos puños. Antoine acabó diciéndose que era la mujer que necesitaba. Trabajaría por los dos, y él dictaría la ley en el hogar. Sería su bestia de carga, una bestia infatigable y obediente.

En cuanto a su afición a los licores, la encontraba muy natural. Tras haber pensado bien las ventajas de semejante unión, se declaró. Fine quedó encantada. Nunca un hombre se había atrevido a ligarse a ella. Por más que le dijeron que Antoine era el peor de los pillastres, no se sintió con valor para rechazar el matrimonio que su fuerte naturaleza reclamaba desde hacía tiempo. La misma noche de bodas, el joven se fue a vivir al alojamiento de su mujer, en la calle Civadière, cerca del mercado; el alojamiento, que se componía de tres piezas, estaba mucho más confortablemente amueblado que el suyo, y con un suspiro de contento se estiró sobre los dos excelentes colchones que guarnecían la cama.

Todo marchó bien los primeros días. Fine se dedicaba, como en el pasado, a sus múltiples tareas; Antoine, presa de una especie de amor propio marital que lo asombró a él mismo, trenzó en una semana más cestas de las que había hecho nunca en un mes. Pero el domingo estalló la guerra. Había en la casa una suma bastante considerable que los esposos mermaron fuertemente. Por la noche, borrachos ambos, se zurraron la badana, sin que les fuera posible, al día siguiente, recordar cómo había comenzado la disputa. Se habían mostrado muy tiernos hasta las diez; después Antoine había empezado a apalear brutalmente a Fine, y Fine, exasperada, olvidando su dulzura, había devuelto tantos puñetazos como bofetadas recibía. Al día siguiente, reanudó valientemente el trabajo, como si nada ocurriera. Pero su marido, con sordo rencor, se levantó tarde y se pasó el resto del día fumando su pipa al sol.

A partir de ese momento, los Macquart adoptaron el género de vida que iban a seguir llevando. Quedó tácitamente acordado entre ellos que la mujer sudaría el quilo para mantener al marido. Fine, que amaba instintivamente el trabajo, no protestó. Era de una paciencia angelical, cuando no había bebido, y le parecía muy natural que su hombre fuera perezoso, y trataba de evitarle incluso las más leves tareas. Su punto flaco, el anisete, no la volvía mala, sino justa; las noches en que se había ensimismado ante una botella de su licor favorito, si Antoine le buscaba pelea, caía sobre él a brazo partido, reprochándole su holgazanería y su ingratitud. Los vecinos estaban acostumbrados a los escándalos periódicos que estallaban en la habitación de los esposos. Se aporreaban concienzudamente; la mujer pegaba como una madre que corrige a su galopín; pero el marido, traicionero y rencoroso, calculaba sus golpes, y en varias ocasiones estuvo a punto de lisiar a la infeliz.

—Habrás adelantado mucho, cuando me hayas roto una pierna o un brazo —le decía ella—. ¿Quién te alimentará, holgazán?

Aparte estas escenas de violencia, Antoine empezó a encontrar soportable su nueva existencia. Iba bien vestido, comía y bebía hasta

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hartarse. Había dejado totalmente de lado la cestería; a veces, cuando se aburría en exceso, se prometía trenzar, para el próximo día de mercado, una docena de cestas, pero a menudo ni siquiera terminaba la primera. Guardó, debajo de un sofá, un paquete de mimbre que no usó en veinte años.

Los Macquart tuvieron tres hijos: dos niñas y un niño.Lisa, nacida la primera, en 1827, un año después de la boda, no

estuvo mucho en la casa. Era una niña guapa y rolliza, muy sana, sanguínea, que se parecía mucho a su madre. Pero no iba a tener su abnegación de bestia de carga. Macquart había puesto en ella una necesidad de bienestar muy firme. De pequeñita, accedía a trabajar todo un día para conseguir un pastel. Aún no contaba siete años cuando le cogió cariño la jefa de correos, vecina suya. Ésta la convirtió en una criadita. Cuando perdió a su marido, en 1839, y se retiró a París, se llevó a Lisa consigo. Sus padres casi se la habían dado.

La segunda hija, Gervaise, nacida al año siguiente, era coja de nacimiento. Concebida en la embriaguez, sin duda durante una de aquellas noches vergonzosas en que los esposos se apaleaban, tenía el muslo derecho torcido y flaco, extraña reproducción hereditaria de las brutalidades que su madre había tenido que aguantar en una hora de lucha y de borrachera furiosa. Gervaise se quedó enclenque, y Fine, viéndola muy pálida y muy débil, la puso a régimen de anisete, con el pretexto de que necesitaba coger fuerzas. La pobre criatura se resecó aún más. Era una chiquilla alta y delgada, cuyos vestidos, siempre demasiado anchos, flotaban como vacíos. Sobre su cuerpo chupado y contrahecho tenía una deliciosa cabeza de muñeca, una carita redonda y descolorida de una exquisita delicadeza. Su invalidez era casi un atractivo; su cintura se doblaba suavemente a cada paso, con una especie de balanceo cadencioso.

El hijo de los Macquart, Jean, nació tres años después. Fue un mozo fuerte, que no recordaba en nada las delgadeces de Gervaise. Salía a su madre, como la hija mayor, sin tener su parecido físico. Aportaba, el primero, a los Rougon-Macquart, un rostro de rasgos regulares, y que tenía la frialdad tosca de una naturaleza seria y poco inteligente. Este muchacho creció con la voluntad tenaz de crearse un día una posición independiente. Frecuentó asiduamente la escuela y se rompió la cabeza, que tenía muy dura, para meter en ella un poco de aritmética y de ortografía. A continuación se colocó como aprendiz, renovando los mismos esfuerzos, testarudez tanto más meritoria cuanto que necesitaba un día para aprender lo que otros sabían en una hora.

Mientras los pobres críos estuvieron a cargo de la casa, Antoine refunfuñó. Eran bocas inútiles que le recortaban su parte. Había jurado, como su hermano, no tener más hijos, esos despilfarradores que dejan a sus padres en la miseria. Había que oírlo desconsolarse, desde que eran cinco a la mesa, y la madre daba los mejores bocados a Jean, a Lisa y a Gervaise.

—¡Eso es! —rezongaba—. ¡Atibórralos, que revienten!

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A cada vestido, a cada par de zapatos que Fine les compraba, se ponía de mal humor varios días. ¡Ah!, si lo hubiera sabido, jamás habría tenido aquella prole, que lo obligaba a fumar sólo veinte céntimos de tabaco al día, y ponía con excesiva frecuencia, en la mesa de la cena, patatas guisadas, un plato que despreciaba profundamente.

Más adelante, con las primeras monedas de un franco que Jean y Gervaise le produjeron, opinó que los hijos algo tenían de bueno. Lisa ya no estaba allí. Él hizo que lo mantuviesen los dos que quedaban sin el menor escrúpulo, como hacía ya que lo mantuviese su madre. Fue, por su parte, una especulación muy calculada. Desde la edad de ocho años, la pequeña Gervaise iba a partir almendras a casa de un negociante vecino; ganaba medio franco al día, que el padre se metía regiamente en el bolsillo, sin que la propia Fine se atreviera a preguntar a dónde iba ese dinero. Después, la jovencita entró de aprendiza en una planchadora, y cuando fue obrera y ganó dos francos diarios, los dos francos se extraviaron de la misma manera entre las manos de Macquart. Jean, que había aprendido el oficio de carpintero, era despojado igualmente los días de paga, cuando Macquart conseguía detenerlo al pasar, antes de que hubiera entregado el dinero a su madre. Si ese dinero se le escapaba, cosa que ocurría algunas veces, se ponía de un mal humor terrible. Durante una semana miraba a sus hijos y a su mujer con aire furioso, buscándoles pelea por nada, aunque todavía con el pudor de no confesar la causa de su irritación. A la paga siguiente, se ponía al acecho y desaparecía días enteros, en cuanto lograba escamotear las ganancias de los chiquillos.

Gervaise, apaleada, criada en la calle con los chicos de la vecindad, se quedó embarazada a la edad de catorce años. El padre del niño no tenía dieciocho años. Era un obrero curtidor, llamado Lantier. Macquart se enfureció. Después, cuando supo que la madre de Lantier, que era una buena persona, accedía a quedarse con el niño, se calmó. Pero conservó a Gervaise, ésta ganaba ya un franco con veinticinco céntimos, y evitó hablar de boda. Cuatro años después tuvo un segundo hijo, que la madre de Lantier volvió a reclamar. Macquart, esta vez, cerró rotundamente los ojos. Y cuando Fine le decía tímidamente que convendría hacer una gestión con el curtidor para arreglar una situación que daba que hablar, declaraba resueltamente que su hija no lo dejaría, y que la entregaría a su seductor más adelante, «cuando fuera digno de ella, y tuviera con qué comprar los muebles».

Esa época fue el mejor momento de Antoine Macquart. Se vistió como un burgués, con levitas y pantalones de paño fino. Cuidadosamente afeitado, casi gordo, ya no era el pillastre macilento y andrajoso que recorría las tabernas. Frecuentó los cafés, leyó los periódicos, paseó por el paseo Sauvaire. Jugaba al caballero mientras tenía dinero en el bolsillo. Los días de miseria se quedaba en casa, exasperado por verse retenido en su cuchitril y no poder ir a tomar su taza de café; esos días acusaba a todo el género humano de su

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pobreza, se ponía enfermo de cólera y de envidia, hasta el punto de que Fine, apiadada, le daba a menudo la última moneda de cobre de la casa, para que pudiera pasar la velada en el café. Aquel buen hombre era de un egoísmo feroz. Gervaise aportaba hasta sesenta francos al mes a la casa, y vestía delgados trajes de indiana, mientras que él se encargaba chalecos de raso negro en uno de los buenos sastres de Plassans. Jean, un mocetón que ganaba de tres a cuatro francos diarios, era desvalijado acaso con mayor impudencia. El café donde su padre permanecía días enteros se encontraba justamente en frente del taller de su patrón, y, mientras él manejaba el cepillo o la sierra, podía ver, del otro lado de la plaza, al «señor» Macquart azucarando su café o jugando a los cientos con algún pequeño rentista. Era su dinero el que el viejo holgazán jugaba. Él no iba nunca al café, no tenía los veinticinco céntimos necesarios para tomarse un carajillo. Antoine lo trataba como a una jovencita, no le dejaba una perra chica y le pedía cuentas del empleo exacto de su tiempo. Si el infeliz, arrastrado por unos camaradas, perdía un día en una excursión al campo, a orillas del Viorne o en las laderas de Les Garrigues, su padre se enfurecía, le levantaba la mano, le guardaba mucho tiempo rencor por los cuatro francos que echaba en falta al final de la quincena. Mantenía así a su hijo en un estado de dependencia interesada, llegando a veces hasta considerar como suyas las amigas a quien el joven carpintero cortejaba. Iban, a casa de los Macquart, varias compañeras de Gervaise, obreras de dieciséis a dieciocho años, chicas atrevidas y risueñas cuya pubertad despertaba con ardores provocativos, y que, ciertas tardes, llenaban la habitación de juventud y alegría. El pobre Jean, privado de todo placer, retenido en casa por la falta de dinero, miraba a aquellas chicas con ojos brillantes de codicia; pero la vida de niño que le hacían llevar le infundía una invencible timidez; jugaba con las amigas de su hermana, osando apenas rozarlas con la yema de los dedos. Macquart se encogía de hombros, con lástima:

—¡Qué inocente! —murmuraba con aire de irónica superioridad.Y era él quien besaba a las jovencitas en el cuello, cuando su

mujer le daba la espalda. Llevó incluso las cosas más lejos con una pequeña planchadora a quien Jean perseguía más intensamente que a las otras. Se la robó una tarde, casi de entre los brazos. El viejo tunante presumía de galán.

Hay hombres que viven de una querida. Antoine Macquart vivía así de su mujer y sus hijos, con idéntica ignominia e impudicia Sin la menor vergüenza saqueaba la casa y se iba a juerguear fuera, cuando la casa estaba vacía. Y encima adoptaba una actitud de hombre superior; sólo regresaba del café para criticar amargamente la miseria que lo esperaba en la vivienda; opinaba que la cena era detestable; declaraba que Gervaise era una tonta y que Jean nunca sería un hombre. Sumido en sus disfrutes egoístas, se frotaba las manos después de comerse el mejor bocado; después fumaba su pipa a cortas bocanadas, mientras los dos pobres niños, rotos de fatiga, se dormían en la mesa. Sus días pasaban, vacíos y felices. Le parecía

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muy natural que lo mantuvieran, como a una furcia, arrellanando su pereza en las banquetas de un cafetín, o paseándola, en las horas de fresco, por el paseo o por la Explanada. Acabó por contar sus incursiones amorosas delante de su hijo, que lo escuchaba con ojos ardientes de famélico. Los hijos no protestaban, acostumbrados a ver a su madre como humilde sirvienta de su marido. Fine, aquella grandullona que lo vapuleaba de lo lindo, cuando estaban los dos borrachos, seguía temblando ante él, cuando estaba en su juicio, y lo dejaba reinar como un déspota en la casa. Él le robaba por la noche los buenos dineros que ganaba en el mercado durante el día, sin que ella se permitiera otra cosa que velados reproches. A veces, cuando se comía por adelantado el dinero de la semana, acusaba a la infeliz, que se mataba a trabajar, de ser una mala cabeza, de no saber salir de apuros. Fine, con una dulzura de cordero, respondía con su vocecita clara, que surtía un singular efecto al salir de aquel corpachón, que ya no tenía veinte años, y que el dinero resultaba muy duro de ganar. Para consolarse, compraba un litro de anisete, y por la noche tomaba copitas con su hija, mientras Antoine regresaba al café. Ese era su desenfreno. Jean se iba a acostar; las dos mujeres se quedaban a la mesa, aguzando el oído, para escamotear la botella y las copas al menor ruido. Cuando Macquart se retrasaba, ellas se emborrachaban así, a pequeñas dosis, sin tener conciencia de ello. Embrutecidas, mirándose con una sonrisa vaga, la madre y la hija acababan balbuciendo. Manchas rosa brotaban en las mejillas de Gervaise; su carita de muñeca, tan delicada, se ahogaba en un aire de estúpida beatitud, y no había nada más lastimoso que aquella cría enclenque y descolorida, ardiente de embriaguez, con la risa idiota de los borrachos en sus labios húmedos. Fine, hundida en su silla, se entorpecía. A veces olvidaban estar al acecho, o no se sentían ya con fuerzas para retirar la botella y las copas, cuando oían los pasos de Antoine en la escalera. Esos días, había paliza en casa de los Macquart Jean tenía que levantarse para separar a su padre y a su madre, y para acostar a su hermana, que, sin él, habría dormido en las baldosas.

Cada partido tiene sus seres grotescos y sus seres infames. Antoine Macquart, corroído de envidia y de odio, soñando venganzas contra la sociedad entera, acogió la República como una era bienaventurada en la que le estaría permitido llenar sus bolsillos en la caja del vecino, e incluso estrangular al vecino, si éste manifestaba el menor descontento. Su vida de café, los artículos de periódico que había leído sin entenderlos, habían hecho de él un terrible charlatán que pronunciaba sobre política las teorías más extrañas del mundo. Hay que haber oído, en provincias, en algún cafetín, perorar a uno de esos envidiosos que han digerido mal sus lecturas, para imaginarse a qué grado de maligna tontería había llegado Macquart. Como hablaba mucho, había sido soldado y pasaba naturalmente por hombre enérgico, se veía muy rodeado, muy escuchado por los ingenuos. Sin ser un jefe de partido, había sabido reunir a su

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alrededor a un grupito de obreros que tomaban sus furores celosos por indignaciones honradas y convencidas.

A partir de febrero, se dijo que Plassans le pertenecía, y la manera sardónica con que miraba, al pasar por las calles, a los pequeños detallistas que estaban, asustados, en el umbral de sus tiendas, significaba claramente: «Llegó nuestro día, corderitos, ¡y vamos a obligaros a bailar un lindo baile!». Se había vuelto de una insolencia increíble; representaba su papel de conquistador y de déspota, hasta el punto de que dejó de pagar sus consumiciones en el café, y el dueño del establecimiento, un necio que temblaba cuando él revolvía los ojos, no se atrevió nunca a presentarle la cuenta. Fueron incalculables los cafés que se tomó en esa época; invitaba a veces a sus amigos, y durante horas chillaba que el pueblo se moría de hambre y que los ricos debían repartir. Él no le habría dado cinco céntimos a un pobre.

Lo que sobre todo hizo de él un feroz republicano fue la esperanza de vengarse por fin de los Rougon, que se alineaban francamente del lado de la reacción. ¡Ah, qué triunfo si pudiera un día tener a Pierre y Félicité a su merced! Aunque estos últimos hubieran hecho negocios bastante malos, se habían convertido en burgueses, y él, Macquart, seguía siendo un obrero. Eso lo exasperaba. Y lo que era aún más mortificante, tenían un hijo abogado, otro médico, el tercero empleado, mientras que su Jean trabajaba de carpintero y su Gervaise de planchadora. Cuando comparaba a los Macquart con los Rougon, experimentaba aún una gran vergüenza al ver a su mujer vender castañas en el mercado y arreglar por la noche las viejas sillas pringosas del barrio. Sin embargo, Pierre era su hermano, y no tenía más derecho que él a vivir opíparamente de sus rentas. Y además, era con el dinero que le había robado con lo que jugaba al señor ahora. En cuanto empezaba con este tema, todo su ser se ponía rabioso; chismorreaba durante horas, repitiendo sus viejas acusaciones hasta la saciedad, sin cansarse de decir:

—Si mi hermano estuviera donde debía estar, sería yo quien a estas horas tendría rentas.

Y cuando le preguntaban dónde debería estar su hermano, respondía: «!En presidio!», con una voz terrible.

Su odio aumentó aún más cuando los Rougon agruparon a los conservadores en torno a sí, y adquirieron, en Plassans, cierta influencia. El famoso salón amarillo se convirtió, en sus necias charlatanerías de café, en una cueva de bandidos, una reunión de criminales que juraban cada noche sobre sus puñales degollar al pueblo. Para excitar contra Pierre a los hambrientos, hasta llegó a propagar el rumor de que el ex comerciante de aceite no era tan pobre como decía, y que ocultaba sus tesoros por avaricia y por miedo a los ladrones. Su táctica tendió así a amotinar a los pobres, contándoles historias extravagantes, en las que a menudo acababa creyendo él mismo. Ocultaba bastante mal sus rencores personales y sus deseos de venganza bajo el velo del más puro patriotismo; pero

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se crecía tanto, tenía una voz tan tonante, que nadie se habría atrevido a dudar de sus convicciones.

En el fondo, todos los miembros de esta familia tenían la misma furia de apetitos brutales. Félicité, que comprendía que las opiniones exaltadas de Macquart no eran sino ira contenida y celos avinagrados, habría deseado ardientemente comprarlo para hacerle callar. Por desgracia carecía de dinero, y no se atrevía a implicarlo en la peligrosa partida que jugaba su marido. Antoine les causaba mucho daño entre los rentistas de la ciudad nueva. Bastaba con que fuera pariente suyo. Granoux y Roudier les reprochaban, con continuos desprecios, tener semejante hombre en su familia Por ello Félicité se preguntaba con angustia cómo lograrían limpiarse esa mancha.

Le parecía monstruoso e indecente que, más adelante, el señor Rougon tuviera un hermano cuya mujer vendía castañas, y que vivía él mismo en una ociosidad crapulosa. Acabó temblando por el éxito de sus secretos manejos, que Antoine comprometía como por capricho; cuando le referían las diatribas que aquel hombre declamaba en público contra el salón amarillo, se estremecía pensando que era capaz de ensañarse y de matar sus esperanzas mediante el escándalo.

Antoine percibía hasta qué punto debía de consternar a los Rougon su actitud, y era únicamente para acabar con su paciencia por lo que afectaba, de día en día, convicciones más salvajes. En el café, llamaba a Pierre «mi hermano» con una voz que hacía volverse a todos los consumidores; en la calle, si llegaba a encontrarse con algún reaccionario del salón amarillo, murmuraba sordos insultos que el digno burgués, confundido ante tamaña audacia, repetía por la tarde a los Rougon, con lo que parecía que los hacía responsables del mal encuentro que había tenido.

Un día, Granoux llegó furioso.—Realmente —gritó ya en el umbral de la puerta—, es

intolerable; lo insultan a uno a cada paso. —Y dirigiéndose a Pierre—: Caballero, cuando alguien tiene un hermano como el suyo, libra de él a la sociedad. Venía yo tranquilamente por la plaza de la Subprefectura, cuando ese miserable, al pasar a mi lado, murmuró ciertas palabras entre las cuales distinguí perfectamente la frase de viejo tunante.

Felicité palideció y se creyó en el deber de presentar sus excusas a Granoux; pero el hombrecillo no quería oír nada, hablaba de volverse a su casa. El marqués se apresuró a arreglar las cosas.

—Es muy raro —dijo— que ese desgraciado le haya llamado viejo tunante; ¿está seguro de que el insulto se dirigía a usted?

Granoux se quedó perplejo; acabó conviniendo en que Antoine había podido muy bien murmurar: «Vas de nuevo a casa de ese viejo tunante».

El señor de Carnavant se acarició el mentón para ocultar la sonrisa que a su pesar le asomaba a los labios.

Rougon dijo entonces con la mayor sangre fría:

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—Ya me parecía a mí, soy yo quien debe de ser el viejo tunante. Estoy encantado de que el malentendido se haya aclarado. Por favor, señores, eviten a ese hombre del que acabamos de hablar, de quien yo reniego formalmente.

Pero Félicité no se tomaba las cosas tan fríamente, y se ponía enferma a cada escándalo de Macquart; durante noches enteras se preguntaba qué irían a pensar aquellos señores.

Unos meses antes del golpe de Estado, los Rougon recibieron una carta anónima, tres páginas de innobles insultos, entre los cuales se les amenazaba con publicar en un periódico, si su partido triunfaba alguna vez, la escandalosa historia de los viejos amores de Adélaïde y del robo del que Pierre era culpable, al obligar a firmar un recibo de cincuenta mil francos a su madre, idiotizada por el libertinaje. Esta carta fue un mazazo para el propio Rougon. Félicité no pudo dejar de reprocharle a su marido su vergonzosa y sucia familia, pues los esposos no dudaron ni por un instante de que la carta fuese obra de Antoine.

—Habrá que desembarazarse a toda costa de ese canalla —dijo Pierre con aire sombrío—. Resulta demasiado molesto.

Mientras tanto Macquart, reanudando su vieja táctica, buscaba cómplices contra los Rougon en la propia familia. Al principio había contado con Aristide, al leer sus terribles artículos de El Independiente. Pero el joven, aunque cegado por su rabia celosa, no era lo bastante tonto para hacer causa común con un hombre como su tío. Ni siquiera se tomó el trabajo de tratarlo con tino y lo mantuvo siempre a distancia, lo cual hizo que Antoine lo calificara de sospechoso; en los cafetines donde reinaba este último, se llegó a decir que el periodista era un agente provocador. Derrotado por ese lado, a Macquart sólo le quedaba sondear a los hijos de su hermana Ursule.

Ursule había muerto en 1839, realizando así la siniestra profecía de su hermano. Las neurosis de su madre se habían mudado en ella en una tisis lenta que poco a poco la consumió. Dejaba tres hijos: una muchacha de dieciocho años, Hélène, casada con un empleado, y dos chicos, el mayor, François, un joven de veintitrés años, y el último en nacer, una pobre criatura de apenas seis años que se llamaba Silvère. La muerte de su mujer, a la que adoraba, fue para Mouret como un rayo. Se arrastró durante un año, sin ocuparse de sus asuntos, perdiendo el dinero que había atesorado. Después, una mañana, le encontraron ahorcado en un tocador donde estaban aún colgados los trajes de Ursule. Su hijo mayor, a quien había podido dar una buena educación comercial, entró de dependiente en casa de su tío Rougon, donde sustituyó a Aristide, que acababa de marcharse.

Rougon, a pesar de su profundo odio a los Macquart acogió de muy buena gana a su sobrino, a quien sabía laborioso y sobrio. Necesitaba a un muchacho abnegado que lo ayudase a levantar el negocio. Además, en la época de prosperidad de los Mouret, había sentido gran estimación por aquella pareja que ganaba dinero, y de

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resultas de eso se había reconciliado con su hermana. Quizá también quería, al aceptar a François como empleado, ofrecerle una compensación; había despojado a la madre, y se libraba de remordimientos dándole trabajo al hijo; los bribones tienen estos cálculos de honradez. Fue un buen negocio. Encontró en su sobrino la ayuda que buscaba. Si, en esa época, la casa Rougon no hizo fortuna, no se pudo acusar de ello a aquel chico pacífico y meticuloso, que parecía nacido para pasarse la vida tras un mostrador de tendero, entre una jarra de aceite y un fardo de bacalao seco. Aunque tuviera un gran parecido físico con su madre, salía a su padre en el cerebro estrecho y justo, amante por instinto de la vida ordenada, de los cálculos seguros del pequeño comercio. Tres meses después de que entrara en la casa, Pierre, continuando con su sistema de compensación, le entregó en matrimonio a Marthe, su hija pequeña, de la que no sabía cómo desembarazarse. Los dos jóvenes se habían enamorado de repente, en unos cuantos días. Una circunstancia singular había determinado y acrecentado su cariño, sin duda: se parecían asombrosamente, con un parecido estrecho de hermano y hermana. François, por Ursule, tenía el rostro de Adélaïde, la abuela. El caso de Marthe era más curioso, era igualmente el vivo retrato de Adélaïde, aunque Pierre Rougon no tuviera el menor rasgo de su madre claramente acusado; el parecido físico había saltado aquí por encima de Pierre, para reaparecer en su hija, con más energía. Por lo demás, la fraternidad de los jóvenes esposos se limitaba al rostro; si se encontraba en François al digno hijo del sombrerero Mouret, formal y de sangre un poco pesada, Marthe tenía la turbación, el desequilibrio interno de su abuela, de la cual era a distancia la extraña y exacta reproducción. Quizá fue a la vez su parecido físico y su desemejanza moral lo que los echó uno en brazos del otro.

De 1840 a 1844, tuvieron tres hijos. François se quedó con su tío hasta que éste se retiró. Pierre quería cederle el establecimiento, pero el joven sabía a qué atenerse sobre las posibilidades de fortuna que el comercio presentaba en Plassans; lo rechazó y fue a establecerse en Marsella, con sus escasos ahorros.

Macquart tuvo que renunciar pronto a arrastrar en su campaña contra los Rougon a este robusto mozo laborioso, a quien motejaba de avaro y taimado, por un rencor de holgazán. Pero creyó descubrir el cómplice que buscaba en el segundo hijo de Mouret, Silvère, un niño de quince años. Cuando encontraron a Mouret ahorcado entre las faldas de su mujer, el pequeño Silvère ni siquiera iba a la escuela. Su hermano mayor, sin saber qué hacer con la pobre criatura, se la llevó consigo a casa de su tío. Este torció el gesto al ver llegar al niño; no pretendía llevar sus compensaciones hasta alimentar una boca inútil. Silvère, a quien también Félicité cogió tirria, crecía entre lágrimas, como un pobrecito abandonado, cuando su abuela, en una de las raras visitas que hacía a los Rougon, se apiadó de él y pidió llevárselo. Pierre estuvo encantado; dejó marchar al niño, sin hablar

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siquiera de aumentar la enteca pensión que le pasaba a Adélaïde, y que ahora tendría que bastar para dos.

Adélaïde contaba entonces cerca de setenta y cinco años. Envejecida en una existencia monacal, ya no era la flaca y ardiente muchacha que corría a arrojarse al cuello del cazador furtivo. Se había envarado y petrificado en el fondo de su casucha del callejón de San Mittre, aquel agujero silencioso y tétrico donde vivía completamente sola, y del que no salía más que una vez al mes, alimentándose de patatas y de legumbres. Recordaba, al verla pasar, a una de esas ancianas religiosas, de blancura muelle, de andares automáticos, a quienes el claustro ha desinteresado de este mundo. Su cara descolorida, siempre correctamente enmarcada por una cofia blanca, era como una cara de moribunda, una máscara vaga, apaciguada, de suprema indiferencia. El hábito de un prolongado silencio la había vuelto muda; la oscuridad de su vivienda, la vista continua de los mismos objetos, habían apagado sus miradas y dado a sus ojos una limpidez de agua de manantial. Era un renunciamiento absoluto, una lenta muerte física y moral, lo que había convertido poco a poco a la desequilibrada amante en una grave matrona. Cuando sus ojos se clavaban, maquinalmente, mirando sin ver, se percibía por aquellos agujeros claros y hondos un gran vacío interior. De sus antiguos ardores voluptuosos sólo quedaba un ablandamiento de las carnes, un temblor senil de las manos. Había amado con brutalidad de loba, y de su pobre ser desgastado, bastante descompuesto ya para el ataúd, sólo se exhalaba el insulso aroma de una hoja seca. Extraño laboreo de los nervios, de los ásperos deseos que se habían roído a sí mismos, en una imperiosa e involuntaria castidad. Sus necesidades de amor, tras la muerte de Macquart, aquel hombre necesario para su vida, habían ardido en ella, devorándola como a una muchacha enclaustrada, sin que pensara ni un instante en satisfacerlas. Acaso una vida de vergüenza la habría dejado menos cansada, menos embrutecida, que aquella insatisfacción que terminaba de contentarse con estragos lentos y secretos, que modificaban su organismo.

A veces todavía, por aquella muerta, por aquella anciana descolorida que no parecía tener ya una gota de sangre, pasaban crisis nerviosas, como corrientes eléctricas, que la galvanizaban y le devolvían durante una hora una vida de atroz intensidad. Se quedaba en la cama, rígida, con los ojos abiertos; después le entraban hipos y se debatía; tenía la fuerza horrorosa de esas locas histéricas a las que hay que atar para que no se rompan la cabeza contra la pared. Esta vuelta a sus viejos ardores, estos bruscos ataques, sacudían de forma lastimosa su pobre cuerpo dolorido. Era como toda su juventud de cálida pasión que estallaba vergonzosamente en sus frialdades de sexagenaria. Cuando se levantaba, atontada, se tambaleaba, y reaparecía tan pasmada que las comadres del arrabal decían: «¡Ha bebido, la vieja loca!».

La sonrisa infantil del pequeño Silvère fue para ella un último y pálido rayo que devolvió cierto calor a sus miembros helados. Había

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pedido al niño, harta de soledad, aterrada por la idea de morir sola, en una crisis. Aquel crío que giraba a su alrededor la tranquilizaba sobre la muerte. Sin salir de su mutismo, sin agilizar sus movimientos automáticos, le cogió un cariño inefable. Tiesa, muda, lo miraba jugar durante horas, escuchando arrobada el alboroto intolerable con que llenaba la vieja casucha. Esa tumba vibraba de ruidos desde que Silvère la recorría a horcajadas sobre el mango de una escoba, golpeándose contra las puertas, llorando y gritando. Él devolvía a Adélaïde a esta tierra; se ocupaba de él con torpezas adorables; ella, que en su juventud se había olvidado de ser madre para ser amante, experimentaba la voluptuosidad divina de una parturienta al lavarlo, vestirlo, velar sin cesar por su frágil existencia. Fue un despertar de amor, una última pasión dulcificada que el cielo concedía a aquella mujer totalmente devastada por la necesidad de amar. Conmovedora agonía de aquel corazón que había vivido con los deseos más ásperos y que se moría con el afecto de un niño.

Estaba ya demasiado muerta para tener las efusiones parleras de las abuelas buenas y gruesas; adoraba al huérfano secretamente, con pudores de jovencita, sin poder encontrar caricias. A veces se lo sentaba en las rodillas, lo miraba largamente con sus ojos pálidos. Cuando el crío, asustado por aquel rostro blanco y mudo, se ponía a sollozar, ella parecía confusa por lo que acababa de hacer y lo dejaba en seguida en el suelo sin besarlo. Quizá le encontraba un lejano parecido con el cazador furtivo.

Silvère creció en un continuo cara a cara con Adélaïde. Por una zalamería de niño, la llamaba tía Dide, nombre que acabó por quedársele a la anciana. El nombre de tía, así empleado, es en Provenza una simple caricia. El niño sintió por su abuela una singular ternura mezclada con un respetuoso terror. Cuando era muy pequeño y ella tenía una crisis nerviosa, escapaba llorando, espantado por la descomposición de su rostro; después regresaba tímidamente tras el ataque, dispuesto a escapar de nuevo, como si la pobre vieja hubiera sido capaz de pegarle. Más adelante, a los doce años, se quedaba valientemente, cuidando de que no se hiciera daño al caer de la cama. Estaba horas estrechándola entre sus brazos para dominar las bruscas sacudidas que retorcían sus miembros. En los intervalos de calma, miraba con gran piedad su cara convulsionada, su cuerpo enflaquecido, al que se le pegaban las sayas, semejantes a un sudario. Estos dramas secretos, que se repetían cada mes, esa anciana rígida como un cadáver y ese niño inclinado sobre ella, espiando en silencio el regreso de la vida, adquirían, en las sombras de la casucha, un extraño carácter de lúgubre espanto y de bondad afligida. Cuando tía Dide volvía en sí, se levantaba penosamente, se acomodaba las sayas, volvía a atender la casa, sin interrogar siquiera a Silvère; ella no se acordaba de nada y el niño, por un instinto de prudencia, evitaba hacer la menor alusión a la escena que acababa de producirse. Fueron sobre todo esas crisis renacientes las que ligaron profundamente al nieto con su abuela. Pero, al igual que ella

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lo adoraba sin efusiones parleras, él sintió por ella un afecto oculto y como avergonzado. En el fondo, aunque le estaba agradecido por haberlo recogido y criado, seguía viendo en ella una criatura extraordinaria, presa de males desconocidos, a quien había que compadecer y respetar. Sin duda ya no había bastante humanidad en Adélaïde, era demasiado blanca y demasiado rígida para que Silvère se atreviese a colgarse de su cuello. Vivieron así en un silencio triste, en el fondo del cual oían el temblor de una infinita ternura.

Ese aire grave y melancólico que respiró desde su infancia dio a Silvère un alma fuerte, donde se acumularon todos los entusiasmos. Fue desde muy pronto un hombrecito serio, reflexivo, que buscó la instrucción con una especie de tozudez. Aprendió sólo un poco de ortografía y de aritmética en la escuela de los frailes, que las necesidades del aprendizaje le obligaron a dejar a los doce años. Los primeros rudimentos le faltaron siempre. Pero leyó todos los volúmenes descabalados que cayeron en sus manos, y se compuso así un extraño bagaje; tenía datos sobre multitud de cosas, datos incompletos, mal digeridos, que no logró nunca clasificar claramente en su cabeza. De pequeñito, había ido a jugar a casa de un maestro carretero, un buen hombre llamado Vian, cuyo taller se encontraba al comienzo del callejón, frente al ejido de San Mittre, donde el carretero depositaba su madera. Montaba sobre las ruedas de las carretas en reparación, se divertía arrastrando las pesadas herramientas que sus manecitas apenas podían levantar; una de sus grandes alegrías era ayudar a los operarios, sosteniendo alguna pieza de madera o llevándoles los herrajes que necesitaban. Cuando creció, entró naturalmente de aprendiz de Vian, que le había cogido cariño a aquel galopín a quien encontraba sin cesar entre sus piernas, y que se lo pidió a Adélaïde sin querer aceptar la menor pensión. Silvère aceptó con apresuramiento, viendo llegado el momento en que devolvería a la pobre tía Dide lo que había gastado por él. En poco tiempo se convirtió en un excelente operario. Pero tenía ambiciones más altas. Habiendo visto, en un carretero de Plassans, una hermosa calesa nueva, reluciente de barnices, se había dicho que él construiría un día coches parecidos. Esa calesa perduró en su cabeza como un objeto de arte raro y único, como un ideal hacia el cual tendieron sus aspiraciones de obrero. Las carretas en las que trabajaba en casa de Vian, esas carretas que había cuidado amorosamente, le parecían ahora indignas de sus ternuras. Empezó a frecuentar la escuela de dibujo, donde intimó con un joven escapado del colegio que le prestó su viejo tratado de geometría. Se sumió en el estudio, sin guía, pasó semanas rompiéndose la cabeza para entender las cosas más simples del mundo. Se convirtió así en uno de esos obreros sabios que apenas saben firmar y que hablan del álgebra como de una vieja conocida. Nada desequilibra tanto un espíritu como semejante instrucción, hecha sin orden ni concierto, sin descansar sobre una base sólida. Con harta frecuencia esas migajas de saber dan una idea completamente falsa de las verdades elevadas, y vuelven a los pobres de espíritu de un talante

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insoportable, estúpido. En Silvère, las briznas de ciencia robada no hicieron sino acrecentar las exaltaciones generosas. Tuvo conciencia de los horizontes que seguían cerrados para él. Se hizo una idea santa de las cosas a las que no llegaba a tocar con la mano, y vivió en una profunda e inocente religión de los grandes pensamientos y de las grandes palabras hacia los que ascendía, aunque no siempre comprendía. Fue un ingenuo, un ingenuo sublime, que se había quedado en el umbral del templo, arrodillado ante unos cirios que de lejos tornaba por estrellas.

La casucha del callejón de San Mitre se componía ante todo de una gran sala a la que daba directamente la puerta de la calle; esta sala, cuyo suelo estaba enlosado, y que servía a la vez de cocina y de comedor, tenía como únicos muebles unas sillas de enea, un tablero montado sobre caballetes, y un viejo arcón que Adélaïde había transformado en sofá, extendiendo sobre la tapa un jirón de tela de lana; en una rinconada, a la izquierda de una vasta chimenea, se encontraba una Virgen de escayola, rodeada por flores artificiales, la madrecita tradicional de las viejas provenzales, por poco devotas que sean. Un pasillo llevaba de la sala al pequeño patio, situado detrás de la casa, y en el cual se encontraba un pozo. A la izquierda del pasillo estaba la habitación de tía Dide, una estrecha pieza amueblada con una cama de hierro y una silla; a la derecha, en una pieza más estrecha aún, donde quedaba el sitio justo para un catre de tijera, dormía Silvère, que había tenido que idear todo un sistema de tablas, que subían hasta el techo, para guardar cerca de sí sus queridos volúmenes descabalados, comprados céntimo a céntimo en la tienda de un prendero de la vecindad. Por la noche, cuando leía, colgaba su lámpara de un clavo, a la cabecera de su cama. Si a su abuela le entraba una crisis, sólo tenía, al primer estertor, que dar un salto para estar junto a ella.

La vida del joven siguió siendo la del niño. En aquel rincón perdido hizo caber toda su existencia. Experimentaba la repugnancia de su padre por las tabernas y los callejeos del domingo. Sus compañeros herían su delicadeza con sus alegrías brutales. Prefería leer, romperse la cabeza con cualquier problema sencillísimo de geometría. Desde que tía Dide le encargaba los pequeños recados de la casa, ella no salía, vivía incluso ajena a su familia. A veces, el joven pensaba en este abandono; miraba a la pobre vieja que vivía a dos pasos de sus hijos, y a quien éstos trataban de olvidar, como si estuviera muerta; entonces la amaba aún más, la amaba por él y por los otros. Si tenía, a veces, una vaga conciencia de que tía Dide expiaba antiguas faltas, pensaba: «Yo he nacido para perdonarla».

En semejante espíritu, ardiente y contenido, las ideas republicanas se exaltaron con naturalidad. Silvère, de noche, en el fondo de su cuchitril, leía y releía un volumen de Rousseau, que había descubierto en casa del prendero vecino, entre viejas cerraduras. Esa lectura lo tenía despierto hasta la madrugada. En el sueño caro para los desdichados de la felicidad universal, las palabras de libertad, de igualdad, de fraternidad, sonaban en sus

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oídos con ese ruido sonoro y sagrado de las campanas que hace caer de rodillas a los fieles. Por eso, cuando se enteró de que en Francia acababa de ser proclamada la República, creyó que todo el mundo iba a vivir con celestial beatitud. Su instrucción a medias le permitía ver más lejos que los otros obreros, sus aspiraciones no se detenían en el pan de cada día; pero su profunda ingenuidad, su total desconocimiento de los hombres, lo mantenían en pleno sueño teórico, en medio de un Edén donde reinaba la eterna justicia. Su paraíso fue durante mucho tiempo un lugar de delicias, en el cual se ensimismó. Cuando creyó percibir que no todo iba bien en la mejor de las repúblicas, experimentó un inmenso dolor; tuvo otro sueño, el de obligar a los hombres a ser dichosos, incluso a la fuerza. Cada acto que le parecía lesionar los intereses del pueblo suscitaba en él una indignación vengadora. De una dulzura de niño, tuvo odios políticos feroces. Él, que no hubiera aplastado a una mosca, hablaba a todas horas de tomar las armas. La libertad fue su pasión, una pasión irracional, absoluta, en la cual puso todas las fiebres de su sangre. Ciego de entusiasmo, a la vez demasiado ignorante y demasiado instruido para ser tolerarte, no quiso contar con los hombres; necesitaba un gobierno ideal de entera justicia y entera libertad. Fue en esa época cuando su tío Macquart pensó en lanzarlo sobre los Rougon. Se decía que aquel joven loco haría una terrible tarea, si conseguía exasperarlo convenientemente. Este cálculo no carecía de cierta finura.

Antoine trató, pues, de atraer a Silvère a su casa, exhibiendo una admiración inmoderada por las ideas del joven. Desde el principio, estuvo a punto de comprometerlo todo: tenía una forma interesada de considerar el triunfo de la República, como una era de dichosa holgazanería y de comilonas sin fin, que hirió las aspiraciones puramente morales de su sobrino. Comprendió que iba por mal camino, y se lanzó a un énfasis extraño, a una retahíla de palabras huecas y sonoras, que Silvère aceptó como prueba suficiente de civismo. Pronto tío y sobrino se vieron dos y tres veces por semana. En el curso de sus largas discusiones, en las que se decidía rotundamente la suerte del país, Antoine intentó convencer al joven de que el salón de los Rougon era el principal obstáculo para la felicidad de Francia. Pero, de nuevo, se metió por mal camino al llamar a su madre «vieja tunanta» delante de Silvère. Llegó hasta a contarle los antiguos escándalos de la pobre anciana. El joven, rojo de vergüenza, le escuchó sin interrumpirlo. No le preguntaba esas cosas. Quedó consternado por semejante confidencia, que lo hería en su respetuosa ternura por tía Dide. A partir de ese día, rodeó a su abuela de más atenciones, tuvo para ella bondadosas sonrisas y bondadosas miradas de perdón. Por otra parte, Macquart se había dado cuenta de que había cometido una tontería, y se esforzaba por utilizar el cariño de Silvère acusando a los Rougon del aislamiento y de la pobreza de Adélaïde. Para quien lo oyera, él había sido siempre el mejor de los hijos, pero su hermano se había portado de forma innoble; había despojado a su madre, y hoy, cuando no tenía un

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céntimo, se avergonzaba de ella. Tenían, sobre este tema, charlas sin fin. Silvère se indignaba con el tío Pierre, con gran contento del tío Antoine.

A cada visita del joven se reproducían las mismas escenas. Llegaba, por la noche, durante la cena de la familia Macquart. El padre engullía un guiso de patatas refunfuñando. Escogía los trozos de tocino, y seguía con los ojos la fuente, cuando ésta pasaba a las manos de Jean y de Gervaise.

—Ya ves, Silvère —decía con una rabia sorda que ocultaba mal bajo un aire de indiferencia irónica—, otra vez patatas, ¡siempre patatas! No comemos más que eso. La carne es para los ricos. No hay dinero que llegue, con hijos que tienen un apetito de todos los diablos.

Gervaise y Jean bajaban la nariz sobre su plato, sin atreverse ya a cortarse pan. Silvère, que vivía en el cielo de su sueño, no se daba cuenta para nada de la situación. Pronunciaba con voz tranquila estas palabras preñadas de tormenta:

—Pero, tío, debería usted trabajar.—¡Ah, sí! —reía burlón Macquart, tocado en lo más vivo—,

quieres que trabaje, ¿no?, para que esos bribones ricos especulen aún más conmigo. Ganaría a lo mejor un franco para arruinarme la salud. ¡Pues sí que vale la pena!

—Uno gana lo que puede —respondía el joven—. Un franco es un franco, y eso ayuda en una casa... Además, usted es un ex soldado, ¿por qué no busca un empleo?

Fine intervenía entonces, con un aturdimiento del que se arrepentía pronto.

—Es lo que le repito todos los días —decía—. Por ejemplo, el inspector del mercado necesita un ayudante; yo le he hablado de mi marido, parece bien dispuesto hacia nosotros...

Macquart la interrumpía fulminándola con una mirada. —¡Eh!, cállate —rezongaba con cólera contenida—. ¡Estas

mujeres no saben lo que dicen! No me querrían. Conocen demasiado bien mis opiniones.

A cada puesto que le ofrecían, caía así en una irritación profunda. No cesaba, no obstante, de pedir empleos, sin perjuicio de rechazar los que le encontraban, alegando las más singulares razones. Cuando le pinchaban sobre este punto, se volvía terrible.

Si Jean, después de cenar, cogía un periódico:—Mejor harías en irte a acostar. Mañana te levantarás tarde, y

de nuevo un jornal perdido... ¡Y decir que este galopín ha traído ocho francos menos la semana pasada! Pero le he rogado a su patrón que no le vuelva a entregar su dinero. Lo cobraré yo mismo.

Jean iba a acostarse, por no oír las recriminaciones de su padre. Simpatizaba poco con Silvère; la política le aburría, y opinaba que su primo estaba «chiflado». Cuando sólo quedaban las mujeres, si por desgracia hablaban en voz alta, después de haber recogido la mesa:

—Ah, ¡holgazanas! —gritaba Macquart—. ¿Es que no hay nada que zurcir aquí? Andamos todos con andrajos... Oye, Gervaise, he

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pasado por casa de tu ama, y me he enterado de buenas. Eres un pendón y una inútil.

Gervaise, muchacha de veinte años corridos, se ruborizaba al verse así regañada delante de Silvère. Éste, frente a ella, experimentaba cierto malestar. Una noche que había llegado tarde, durante una ausencia de su tío, se había encontrado a madre e hija borrachas perdidas ante una botella vacía. Desde ese momento, no podía ver a su prima sin acordarse del vergonzoso espectáculo de aquella niña, soltando risotadas, con una risa gruesa, con anchas placas rojas en su pobre carita palidecida. Estaba intimidado también por las feas historias que corrían a cuenta de ella. Crecido en una castidad de cenobita, la miraba a veces a hurtadillas, con el asombro temeroso de un colegial frente a una muchacha.

Cuando las dos mujeres habían cogido una aguja y se destrozaban los ojos zurciéndole sus viejas camisas, Macquart, sentado en la mejor silla, se retrepaba voluptuosamente, bebiendo a sorbitos y fumando, como quien saborea su holgazanería. Era la hora en que el viejo tunante acusaba a los ricos de chupar el sudor del pueblo. Tenía arrebatos soberbios contra aquellos señores de la ciudad nueva, que vivían en la holganza y se hacían mantener por la pobre gente. Los jirones de ideas comunistas que había cogido por la mañana en los periódicos se volvían grotescos y monstruosos al pasar por su boca. Hablaba de una época cercana en la que nadie estaría obligado a trabajar. Pero reservaba para los Rougon sus odios más feroces. No lograba digerir las patatas que había comido.

—He visto —decía— a esa sinvergüenza de Felicité comprando esta mañana un pollo en el mercado... ¡Comen pollo, esos ladrones de herencias!

—Tía Dide —respondía Silvère— dice que mi tío Pierre fue bueno con usted, a su regreso del servicio. ¿No gastó una buena suma en vestirlo y alojarlo?

—¡Una buena suma! —chillaba Macquart exasperado—. ¡Tu abuela está loca!... Son esos bandidos quienes divulgaron esos rumores, para cerrarme la boca. No recibí nada.

Fine intervenía de nuevo torpemente, recordándole a su marido que le habían dado doscientos francos, más un traje completo, y un año de alquiler. Antoine le gritaba que callase, y continuaba con furia creciente:

—¡Doscientos francos! ¡Qué gran negocio! Lo que quiero es lo que me deben, diez mil francos. ¡Ah, sí!, hablemos del tugurio al que me arrojaron como a un perro, y de la levita vieja que Pierre me dio, porque ya no se atrevía a ponérsela, ¡de agujereada y sucia que estaba! —Mentía, pero nadie, ante su cólera, protestaba ya. Después, volviéndose hacia Silvère—: ¡Aún eres muy ingenuo, tú, al defenderlos! —agregaba—. Despojaron a tu madre, y la buena mujer no habría muerto, de haber tenido con qué cuidarse.

—No, no es usted justo, tío —decía el joven—, mi madre no murió por falta de cuidados, y yo sé que mi padre no hubiera aceptado un céntimo de la familia de su mujer.

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—¡Bah!, ¡déjame en paz! Tu padre habría cogido el dinero como cualquier otro. Fuimos indignamente desvalijados, y debemos recuperar lo nuestro. —Y Macquart volvía por enésima vez a la historia de los cincuenta mil francos. Su sobrino, que se la sabía de memoria, adornada con todas las variantes con que la enriquecía, lo escuchaba con cierta impaciencia—. Si fueras un hombre —decía Antoine al acabar—, vendrías un día conmigo, y armaríamos un buen jaleo en casa de los Rougon. No saldríamos sin que nos hubieran dado el dinero.

Pero Silvère se ponía serio y respondía con voz limpia:—Si esos miserables nos han despojado, ¡peor para ellos! No

quiero su dinero. Mire, tío, no nos toca a nosotros perjudicar a nuestra familia. Han obrado mal, serán terriblemente castigados un día.

—¡Ah!, ¡qué inocencia la tuya! —gritaba el tío—. Cuando seamos los más fuertes, ya verás cómo yo mismo arreglo mis asuntillos. ¡Pues sí que se ocupa de nosotros el buen Dios! ¡Qué familia más asquerosa, qué familia más asquerosa la nuestra! Ya puedo reventar de hambre, que ni uno solo de esos sinvergüenzas me arrojaría un mendrugo de pan. —Cuando Macquart empezaba con este tema, era inagotable. Mostraba al desnudo las sangrantes heridas de su envidia. Lo veía todo rojo en cuanto se ponía a pensar que era el único de la familia que no había tenido suerte, y que comía patatas cuando los otros tenían carne a discreción. Todos sus parientes, hasta sus sobrinos nietos, pasaban entonces por sus manos, y encontraba agravios y amenazas contra cada uno de ellos—. Sí, sí —repetía con amargura—, me dejarían reventar como un perro.

Gervaise, sin alzar la cabeza, sin dejar de tirar de su aguja, decía a veces tímidamente:

—Sin embargo, papá, mi primo Pascal ha sido bueno con nosotros, el año pasado, cuando estabas enfermo.

—Te cuidó sin pedir nunca un céntimo —proseguía Fine, acudiendo en ayuda de su hija—, y a menudo me dio monedas de cinco francos para hacerte un caldo.

—¡Él! ¡Me habría hecho reventar, si no tuviera yo una buena constitución! —exclamaba Macquart—. ¡Callaos, idiotas! Os dejáis liar como niñas. Todos querrían verme muerto. Cuando esté enfermo, por favor, no vayáis a buscar a mi sobrino, porque no estaría yo nada tranquilo sabiéndome en sus manos. Es un médico de pacotilla, no tiene una persona como es debido en su clientela. —Después, una vez lanzado, ya no se paraba—. ¡Es como esa víbora de Aristide! —decía—, es un hipócrita, un traidor. ¿Es que ni te vas a creer sus artículos de El Independiente, tú, Silvère? Serías tonto de capirote. Ni siquiera están escritos en francés. Siempre he dicho que ese republicano de contrabando se entendía con su digno padre para burlarse de nosotros. Ya verás cómo le da la vuelta a la chaqueta... Y su hermano, el ilustre Eugène, ¡ese gordo imbécil con el que los Rougon tanta lata dan! ¡Pues no tienen la frescura de pretender que

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disfruta en París de buena posición! La conozco, yo, su posición. Está empleado en la calle de Jerusalén4, es un soplón...

—¿Quién se lo ha dicho? No sabe usted nada —interrumpía Silvère, cuyo espíritu recto acababa por verse herido por las mentirosas acusaciones de su tío.

—¿Ah! ¡Conque no sé nada! ¿Tú crees? Te digo que es un soplón... Te dejarás esquilar como un cordero, con tu benevolencia. No eres un hombre. No quiero hablar mal de tu hermano François; pero, en tu lugar, me sentiría bien molesto por la manera roñosa con que se conduce contigo; gana un montón de dinero en Marsella, y no te mandará nunca ni una miserable moneda de veinte francos para tus pequeños gastos. Si un día caes en la miseria, no te aconsejo que te dirijas a él.

—No necesito a nadie —respondía el joven con una voz orgullosa y ligeramente alterada—. Mi trabajo nos basta a mí y a tía Dide. Es usted cruel, tío.

—Digo la verdad, eso es todo... Quisiera abrirte los ojos. Nuestra familia es una familia asquerosa; es triste, pero es así. Hasta el pequeño Maxime, el hijo de Aristide, ese mocoso de nueve años, me saca la lengua cuando me lo encuentro. Ese niño le pegará a su madre un día, y le estará bien empleado. Vamos, por mucho que digas, esa gente no se merece su suerte; pero así ocurre siempre en las familias: los buenos sufren y los malos hacen fortuna.

Todos estos trapos sucios que Macquart lavaba con tanta complacencia delante de su sobrino asqueaban profundamente al joven. Habría querido volver a sus sueños. En cuanto daba signos demasiados vivos de impaciencia, Antoine recurría a medios decisivos para exasperarlo contra sus parientes.

—¡Defiéndelos! ¡Defiéndelos! —decía, aparentando calmarse—. Yo, a fin de cuentas, me las he arreglado para no tener que ver con ellos. Lo que te digo lo hago por cariño a mi pobre madre, a quien toda esa camarilla trata de una forma verdaderamente repugnante.

—¡Son unos miserables! —murmuraba Silvère.—¡Oh!, tú no sabes nada, no entiendes nada. No hay insultos con

que los Rougon no cubran a la buena mujer. Aristide ha prohibido a su hijo que la salude. Félicité habla de meterla en un manicomio.

El joven, blanco como el papel, interrumpía bruscamente a su tío.—¡Basta! —gritaba—, no quiero saber más. Todo eso tiene que

acabar.—Me callo, ya que te contraría —proseguía el viejo tunante,

haciéndose el bondadoso—. Sin embargo, hay cosas que no debes ignorar, a menos que quieras hacer el papel de imbécil.

Macquart, al tiempo que se esforzaba por lanzar a Silvère contra los Rougon, saboreaba un gozo exquisito al ver asomar lágrimas de dolor a los ojos del joven. Lo detestaba quizá más que a los otros, porque era un excelente operario y no bebía jamás. Por eso aguzaba sus más rebuscadas crueldades para inventar mentiras atroces que

4 Calle en la que se encontraba en París, antes de 1854, la Comisaría de Policía

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herían al pobre chico en el corazón; disfrutaba entonces con su palidez, con el temblor de sus manos, con sus miradas afligidas, con la voluptuosidad de un espíritu maligno que calcula sus golpes y que ha alcanzado a su víctima en el sitio justo. Después, cuando creía haber herido y exasperado a Silvère suficientemente, abordaba por fin la política.

—Me han asegurado —decía bajando la voz— que los Rougon preparan una mala jugada.

—¿Una mala jugada? —interrogaba Silvère, atento de pronto. —Sí, van a coger, una de estas noches, a todos los buenos

ciudadanos de la ciudad y a meterlos en la cárcel.El joven empezaba dudando. Pero su tío daba detalles concretos:

hablaba de listas redactadas, nombraba a las personas que se encontraban en esas listas, indicaba de qué manera, a qué hora y en qué circunstancias se ejecutaría el complot. Poco a poco, Silvère se dejaba convencer por aquel cuento de vieja, y pronto desvariaba contra los enemigos de la República.

—¡A ellos —gritaba—, a ellos deberíamos reducir a la impotencia, si siguen traicionando al país! ¿Y qué piensan hacer con los ciudadanos que detengan?

—¡Qué piensan hacer! —respondía Macquart con una risita seca—. Pues los fusilarán en las mazmorras de las cárceles. —Y como el joven, atónito de horror, lo miraba sin poder encontrar una palabra—: Y no serán los primeros en ser asesinados —continuaba—. No tienes más que ir a rondar por la noche, detrás del Palacio de Justicia, oirás disparos y gemidos.

—¡Oh, qué infames! —murmuraba Silvère.Entonces, tío y sobrino se lanzaban a la alta política.Fine y Gervaise, al verlos enzarzados, se iban a acostar

despacito, sin que ellos se dieran cuenta. Hasta medianoche, los dos hombres se quedaban así comentando las noticias de París, hablando de la lucha próxima e inevitable. Macquart despotricaba amargamente contra los nombres de su partido; Silvère soñaba en voz alta, y para sí solo, su sueño de libertad ideal. Extrañas conversaciones, durante las cuales el tío se servía un número incalculable de copas, y de las que el sobrino salía embriagado de entusiasmo. Antoine no pudo obtener nunca, empero, del joven republicano un cálculo pérfido, un plan de guerra contra los Rougon; por más que lo empujaba, sólo oía salir de su boca llamadas a la justicia eterna, que tarde o temprano castigaría a los malos.

El generoso niño hablaba con fiebre de tomar las armas y matar a los enemigos de la República, sí; pero, en cuanto esos enemigos salían del sueño y se personificaban en su tío Pierre o en cualquier otra persona conocida, contaba con el cielo para evitarle el horror de verter sangre. Es de creer que incluso habría dejado de tratar a Macquart, cuyos celosos furores le causaban una especie de malestar, si no hubiera saboreado el gozo de hablar libremente en su casa de su querida República. No obstante, su tío tuvo una influencia decisiva sobre su destino; le irritó los nervios con sus continuas

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diatribas, acabó por hacerle desear ansiosamente la lucha armada, la conquista violenta de la felicidad universal.

Cuando Silvère alcanzó los dieciséis años, Macquart lo inició en la sociedad secreta de los Montañeses, asociación poderosa que cubría todo el sur. A partir de ese momento, el joven republicano se comió con los ojos la carabina del contrabandista, que Adélaïde había colgado en la campana de la chimenea. Una noche, mientras su abuela dormía, la limpió, la puso en condiciones. Después la volvió a dejar en su clavo y esperó. Se ilusionaba con su sueño de iluminado, edificaba epopeyas gigantescas, viendo en pleno ideal luchas homéricas, una especie de torneos caballerescos, de los que los defensores de la libertad salían vencedores y aclamados por el mundo entero.

Macquart, pese a la inutilidad de sus esfuerzos, no se desalentó. Se dijo que se bastaría solo para estrangular a los Rougon, si alguna vez podía tenerlos arrinconados. Sus rabias de holgazán envidioso y hambriento se acrecentaron más, a raíz de sucesivos accidentes que lo obligaron a ponerse de nuevo al trabajo. Hacia los primeros días del año 1850, Fine murió casi de repente de una neumonía, cogida al ir a lavar una tarde la ropa de la familia al Viorne, y al traerla mojada sobre la espalda; había regresado empapada de agua y de sudor, aplastada bajo aquel fardo de enorme peso, y no se había vuelto a levantar. Esta muerte consternó a Macquart. Su renta más segura se le escapaba. Cuando vendió, al cabo de unos días, el caldero donde su mujer cocía sus castañas y el caballete que le servía para arreglar sus sillas viejas, acusó groseramente a Dios de haberle quitado a la difunta, aquella fuerte comadre que lo había avergonzado y cuyo mérito notaba en esa hora. Tuvo que aguantarse con las ganancias de sus hijos con redoblada avidez. Pero, un mes después, Gervaise, harta de sus continuas exigencias, se marchó con sus dos hijos y Lantier, cuya madre había muerto. Los amantes se refugiaron en París. Antoine, aterrado, se encolerizó innoblemente con su hija, deseándole que reventara en un hospital, como las de su especie. Este desbordamiento de insultos no mejoró su situación que, decididamente, se ponía fea. Jean siguió pronto el ejemplo de su hermana. Esperó a un día de paga y se las arregló para cobrar él mismo su dinero. Dijo al marcharse a uno de sus amigos, que se lo repitió a Antoine, que no quería alimentar más al holgazán de su padre, y que, si a éste se le ocurría hacer que los gendarmes se lo devolvieran, estaba decidido a no volver a tocar una sierra ni un cepillo. Al día siguiente, cuando Antoine lo hubo buscado inútilmente y se encontró solo, sin un céntimo, en la vivienda donde, durante veinte años, se había hecho mantener cómodamente, le entró una rabia atroz, daba patadas a los muebles, vociferaba las más monstruosas imprecaciones. Después se hundió, empezó a arrastrar los pies, a gemir como un convaleciente. El miedo a tener que ganarse el pan lo ponía enfermo de veras. Cuando Silvère fue a verlo, se quejó con lágrimas de la ingratitud de sus hijos. ¿No había sido siempre un buen padre? Jean y Gervaise eran unos monstruos que lo

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recompensaban muy mal por cuanto había hecho por ellos. Ahora lo abandonaban porque estaba viejo y ya no podían sacarle nada.

—Pero, tío —dijo Silvère—, usted está aún en edad de trabajar. Macquart, tosiendo, encorvándose, movió lúgubremente la

cabeza, como para decir que no resistiría mucho tiempo la menor fatiga. En el momento en que su sobrino iba a retirarse, le pidió prestados diez francos. Vivió un mes, llevando uno por uno a un prendero las prendas viejas de sus hijos, vendiendo igualmente poco a poco todos los objetos menudos de la casa. Pronto no tuvo sino una mesa, una silla, su cama y la ropa que llevaba. Acabó incluso por sustituir la cama de nogal por un simple catre de tijera. Cuando agotó todos los recursos, llorando de rabia, con la palidez salvaje de un hombre que se resigna al suicidio, fue a buscar el paquete de mimbre olvidado en un rincón desde hacía un cuarto de siglo. Al cogerlo, le pareció levantar una montaña. Y se puso de nuevo a trenzar cestas y canastas, acusando al género humano de su abandono. Fue entonces, sobre todo, cuando habló del reparto de los ricos. Se mostró terrible. Inflamaba con sus discursos el cafetín, donde sus miradas furibundas le aseguraban un crédito ilimitado. Además, sólo trabajaba cuando no había podido arrancarle una moneda de cinco francos a Silvère o a un compañero. Ya no fue el «señor» Macquart, ese obrero afeitado y endomingado todos los días, que jugaba al burgués; volvió a ser el pobre diablo sucio que había especulado en tiempos con sus andrajos. Ahora que aparecía en casi todos los mercados para vender sus cestas, Félicité ya no se atrevía a ir a la compra. Él le hizo una vez una escena atroz. Su odio a los Rougon crecía con su miseria. Juraba, profiriendo espantosas amenazas, que se tomaría la justicia por su mano, ya que los ricos se ponían de acuerdo para obligarlo a trabajar.

En esta disposición de ánimo, acogió el golpe de Estado con la alegría entusiasta y ruidosa de un perro que olfatea el encarne. Los pocos liberales honorables de la ciudad no habían podido entenderse y se mantenían al margen, por lo que se encontró, naturalmente, como uno de los agentes de primer plano de la insurrección. Los obreros, pese a la opinión deplorable que habían acabado por hacerse de aquel perezoso, tenían que tomarlo en esa ocasión como bandera de enganche. Pero los primeros días, como la ciudad seguía pacífica, Macquart creyó desbaratados sus planes. Sólo ante la noticia de la sublevación del campo volvió a concebir esperanzas. Por nada del mundo habría salido de Plassans; así que inventó un pretexto para no seguir a los obreros, que se fueron el domingo por la mañana a reunirse con la tropa insurrecta de La Palud y de Saint Martin-de-Vaulx. La tarde de ese mismo día estaba con algunos fieles en un cafetín de mala muerte del barrio viejo, cuando un camarada acudió a avisarlos de que los insurgentes se encontraban a unos kilómetros de Plassans. Esta noticia acababa de ser traída por una estafeta que había conseguido penetrar en la ciudad, y que estaba encargada de conseguir que abriesen las puertas a la columna. Hubo una explosión de triunfo. Macquart, sobre todo, pareció delirante de entusiasmo. La imprevista llegada de los insurgentes le pareció una

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delicada atención de la providencia con él. Y sus manos temblaban ante la idea de que pronto tendría a los Rougon cogidos por el cuello.

Mientras tanto, Antoine y sus amigos salieron a toda prisa del café. Todos los republicanos que aún no habían abandonado la ciudad se encontraron pronto reunidos en el paseo Sauvaire. Era ese el grupo que Rougon había visto al correr a esconderse en casa de su madre. Cuando el grupo hubo llegado a la altura de la calle de la Banne, Macquart, que se había puesto a la cola, dejó rezagados a cuatro de sus compañeros, buenos mozos de escaso cerebro a quienes dominaba con sus charlatanerías de café. Los convenció fácilmente de que había que detener de inmediato a los enemigos de la República si se querían evitar peores desgracias. La verdad era que temía que Pierre se le escapase, en medio de la perturbación que iba a causar la entrada de los insurgentes. Los cuatro mocetones lo siguieron con ejemplar docilidad y fueron a llamar violentamente a la puerta de los Rougon. En esta crítica circunstancia Felicité mostró un valor admirable. Bajó a abrir la puerta de la calle.

—Queremos subir a tu casa —le dijo brutalmente Macquart. —Está bien, señores, suban —respondió ella con una cortesía

irónica, fingiendo no reconocer a su cuñado. Arriba, Macquart le ordenó que fuese a buscar a su marido—. Mi marido no está aquí —dijo cada vez más tranquila—, está en viaje de negocios; cogió la diligencia de Marsella, esta tarde a las seis.

Antoine, ante esta declaración hecha con voz nítida, tuvo un gesto de rabia. Entró violentamente en el salón, pasó al dormitorio, revolvió la cama, miró detrás de las cortinas y debajo de los muebles. Los cuatro mocetones le ayudaban. Durante un cuarto de hora, registraron el piso. Felicité se había sentado apaciblemente en el sofá del salón y se ocupaba de atarse los cordones de sus faldas, como una persona que acaba de ser sorprendida en el sueño y que no ha tenido tiempo de vestirse decorosamente.

—¡Pues es cierto, se ha escapado ese cobarde! —farfulló Macquart al volver al salón.

No obstante, siguió mirando a su alrededor con aire desconfiado. Tenía el presentimiento de que Pierre no podía haber abandonado la partida en el momento decisivo. Se acercó a Felicité, que bostezaba.

—Indícanos el lugar donde se ha escondido tu marido —le dijo—, y te prometo que no le haré ningún daño.

—Les he dicho la verdad —respondió con impaciencia—. Y, por tanto, no puedo entregarles a mi marido, ya que no está aquí. Han mirado por todas partes, ¿no? Pues ahora déjenme tranquila.

Macquart, exasperado por su sangre fría, iba a pegarle, seguramente, cuando un ruido sordo subió de la calle. Era la columna de los insurgentes que se adentraba por la calle de la Banne.

Tuvo que abandonar el salón amarillo, tras haberle enseñado un puño a su cuñada, llamándola vieja sinvergüenza y amenazándola con regresar pronto. Al pie de la escalera, se llevó aparte a uno de los hombres que lo había acompañado, un cavador llamado Cassoute,

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el más basto de los cuatro, y le ordenó que se sentase en el primer peldaño y que no se moviese hasta nueva orden.

—Vendrás a avisarme —le dijo—, si ves volver al canalla de arriba.

El hombre se sentó con todo su peso. Cuando estuvo en la acera, Macquart, alzando los ojos, vio a Félicité acodada en una ventana del salón amarillo y mirando curiosamente el desfile de los insurgentes, como si se tratase de un regimiento que cruzase la ciudad, con la música al frente. Esta última prueba de total tranquilidad lo irritó hasta tal punto que estuvo tentado de volver a subir para tirar a la anciana a la calle. Siguió a la columna, murmurando con voz sorda:

—Sí, sí, míranos pasar. Ya veremos si mañana te asomas al balcón.

Eran casi las once de la noche cuando los insurrectos entraron en la ciudad, por la puerta de Roma. Fueron los obreros que se habían quedado en Plassans quienes les abrieron esa puerta de dos hojas, pese a los lamentos del guardián, al que le arrancaron las llaves a la fuerza. Aquel hombre, muy celoso de sus funciones, se quedó anonadado ante aquella oleada de muchedumbre; él, que no dejaba entrar más que a una persona a la vez, tras haberle mirado largamente la cara, murmuraba que estaba deshonrado. Al frente de la columna seguían marchando los hombres de Plassans, guiando a los demás; Miette, en primera fila, con Silvère a su izquierda, alzaba la bandera con mayor provocación desde que notaba, tras las persianas cerradas, las miradas despavoridas de los burgueses despertados con sobresalto. Los insurgentes seguían con prudente lentitud las calles de Roma y de la Banne; en cada cruce temían ser recibidos a tiros de fusil, aunque conocían la índole tranquila de los habitantes. Pero la ciudad parecía muerta; apenas se oían en las ventanas exclamaciones ahogadas. Solamente se abrieron cinco o seis persianas; algún viejo rentista aparecía, en camisón, con una vela en la mano, inclinándose para ver mejor; después, en cuanto el hombre distinguía a la chicarrona roja que parecía arrastrar tras sí aquella multitud de demonios negros, cerraba precipitadamente su ventana, aterrado por esa aparición diabólica. El silencio de la ciudad dormida tranquilizó a los insurgentes, que se atrevieron a adentrarse por las callejas del barrio viejo, y que llegaron así a la plaza del Mercado y a la plaza del Ayuntamiento, que una calle corta y ancha unía entre sí. Las dos plazas, plantadas de árboles entecos, se hallaban vivamente iluminadas por la luna. El edificio del ayuntamiento, recién restaurado, formaba, en el borde del cielo claro, una gran mancha de cruda blancura sobre la cual el balcón del primer piso recortaba en delgadas líneas negras sus arabescos de hierro forjado. Se distinguían nítidamente varias personas de pie en ese balcón; el alcalde, el comandante Sicardot, tres o cuatro concejales, y otros funcionarios. Abajo, las puertas estaban cerradas. Los tres mil republicanos que llenaban las dos plazas se detuvieron, levantando la cabeza, dispuestos a derribar las puertas de un empujón.

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La llegada de la columna insurrecta a semejantes horas sorprendía a las autoridades de improviso. Antes de dirigirse a la alcaldía, el comandante Sicardot se había tomado el tiempo de ir a vestirse de uniforme. Hubo que correr en seguida a despertar al alcalde. Cuando el guarda de la puerta de Roma, a quien los insurgentes dejaron en libertad, acudió a anunciar que los criminales estaban en la ciudad, el comandante aún no había reunido a duras penas más que unos veinte guardias nacionales. Los gendarmes, cuyo cuartel estaba cercano, sin embargo, no pudieron ser avisados siquiera. Debieron de cerrar las puertas a toda prisa para deliberar. Cinco minutos después, un fragor sordo y continuo anunciaba la proximidad de la columna.

El señor Garçonnet, por odio a la República, sentía grandes deseos de defenderse. Pero era un hombre prudente que comprendió la inutilidad de la lucha, no viendo a su alrededor sino unos cuantos hombres pálidos y apenas despiertos. La deliberación no fue larga. Sólo Sicardot se empeñó: quería batirse, pretendía que veinte hombres bastarían para hacer entrar en razón a aquellos tres mil canallas. El señor Garçonnet se encogió de hombros y declaró que el único partido era capitular de forma honorable. Como la algarabía de la multitud crecía, se dirigió al balcón, adonde lo siguieron todos los presentes. Poco a poco se hizo el silencio. Abajo, en la masa negra y estremecida de los insurgentes, los fusiles y las hoces relucían al claro de luna.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —gritó el alcalde con voz fuerte. Entonces un hombre con gabán, un terrateniente de La Palud, se

adelantó:—Abran la puerta —dijo sin responder a las preguntas del señor

Garçonnet—. Eviten una lucha fratricida.—Os ordeno que os retiréis —prosiguió el alcalde—. Protesto en

nombre de la ley.Estas palabras levantaron en la multitud clamores

ensordecedores. Cuando el tumulto se hubo calmado un poco, hasta el balcón ascendieron vehementes interpelaciones. Algunas voces gritaron:

—¡En nombre de la ley hemos venido!—Su deber, como funcionario, es hacer respetar la ley

fundamental del país, la Constitución, que acaba de ser ultrajantemente violada.

—¡Viva la Constitución! ¡Viva la República!Y como el señor Garçonnet intentaba hacerse oír y seguía

invocando su calidad de funcionario, el terrateniente de La Palud, que se había quedado debajo del balcón, le interrumpió con gran energía.

—Usted ya no es —dijo— más que el funcionario de un funcionario depuesto; nosotros venimos a relevarle de sus funciones.

Hasta entonces el comandante Sicardot se había mordido ferozmente los bigotes, mascando sordos insultos. La visión de los palos y de las hoces lo exasperaba; hacía esfuerzos inauditos por no tratar como se merecían a esos soldados de pacotilla que ni siquiera

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tenían cada cual su fusil. Pero, cuando oyó a un señor con un simple gabán hablar de relevar a un alcalde ceñido con su fajín, no pudo callar más, gritó:

—¡Hato de bribones! ¡Si tuviera sólo cuatro hombres y un cabo bajaría a tiraros de las orejas para enseñaros a ser respetuosos!

No hacía falta tanto para ocasionar los más graves incidentes. Un largo grito corrió entre el gentío, que se abalanzó contra las puertas de la alcaldía. El señor Garçonnet, consternado, se apresuró a abandonar el balcón, suplicando a Sicardot que fuera razonable si no quería que los matasen. En dos minutos las puertas cedieron, el pueblo invadió la alcaldía y desarmó a los guardias nacionales. El alcalde y los demás funcionarios presentes quedaron arrestados. Sicardot, que quiso negarse a entregar su espada, tuvo que ser protegido por el jefe del contingente de Les Tulettes, hombre de gran sangre fría, contra la exasperación de ciertos insurrectos. Cuando el ayuntamiento estuvo en poder de los republicanos, condujeron a sus prisioneros a un pequeño café de la plaza del Mercado, donde quedaron bajo vigilancia.

El ejército insurrecto habría evitado cruzar Plassans, de no haber considerado sus jefes que algo que comer y algunas horas de reposo eran absolutamente necesarios para sus hombres. En lugar de marchar directamente sobre la capital del departamento, la columna, por una inexperiencia y una debilidad inexcusables del improvisado general que la mandaba, efectuaba entonces una conversión a la izquierda, una especie de largo rodeo que iba a llevarla a la perdición. Se dirigía hacia las mesetas de Sainte-Roure, alejadas aún una decena de leguas, y era la perspectiva de esta larga marcha lo que la había decidido a penetrar en la ciudad, pese a lo avanzado de la hora. Podían ser entonces las once v media.

Cuando el señor Garçonnet supo que la banda reclamaba víveres, se ofreció a procurárselos. Este funcionario demostró, en aquella circunstancia, una comprensión muy clara de la situación. Aquellos tres mil hambrientos debían verse satisfechos; era preciso que Plassans, al despertarse, no los encontrara aún sentados en las aceras de sus calles; si se marchaban antes de hacerse de día, se habrían limitado a pasar por el medio de una ciudad dormida como un mal sueño, como una de esas pesadillas que el alba disipa. Aunque seguía prisionero, el señor Garçonnet, seguido por dos guardianes, fue a llamar a las puertas de los panaderos y mandó distribuir entre los insurgentes todas las provisiones que pudo descubrir.

Hacia la una, los tres mil hombres, acuclillados en el suelo, con sus armas entre las piernas, comían. La plaza del Mercado y la del Ayuntamiento se habían transformado en vastos refectorios. A pesar del intenso frío, corrían ráfagas de alegría entre aquella multitud hormigueante, cuyos mayores grupos se dibujaban a la intensa claridad de la luna. Los pobres hambrientos devoraban alegremente su parte, soplándose los dedos; y, del fondo de las calles vecinas, donde se distinguían vagas formas negras sentadas en el umbral

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blanco de las casas, llegaban también bruscas risas que fluían desde la sombra y se perdían en el barullo general. En las ventanas algunas curiosas envalentonadas, mujercitas tocadas con pañuelos, miraban comer a los terribles insurgentes, a los bebedores de sangre que iban por turno a beber de la bomba del mercado, en el hueco de la mano.

Mientras el ayuntamiento era invadido, la gendarmería, situada a dos pasos, en la calle Canquoin, que da al mercado, caía igualmente en poder del pueblo. Los gendarmes fueron sorprendidos en la cama y desarmados en unos minutos. Los empujones de la muchedumbre habían arrastrado a Miette y Silvère hacia ese lado. La chica, que seguía apretando el asta de la bandera contra el pecho, se vio pegada al muro del cuartel, mientras que el joven, arrastrado por la oleada humana, penetraba en el interior y ayudaba a sus compañeros a arrancarles a los gendarmes las carabinas que habían agarrado a toda prisa. Silvère, feroz, embriagado por el impulso del grupo, atacó a un tío larguirucho, un gendarme llamado Rengade, con el cual luchó unos instantes. Consiguió arrebatarle su carabina con un movimiento brusco. El cañón del arma golpeó violentamente a Rengade en la cara y le reventó el ojo derecho. La sangre corrió, unas salpicaduras cayeron sobre las manos de Silvère, en quien se disipó la embriaguez de repente. Miró sus manos, soltó la carabina; después salió corriendo, perdida la cabeza, sacudiendo los dedos.

—¡Estás herido! —gritó Miette.—No, no —respondió con voz ahogada—, es que acabo de matar a

un gendarme.—¿Ha muerto?—No lo sé, tenía la cara llena de sangre. Ven, rápido.Arrastró a la jovencita. Llegado al mercado, la hizo sentarse en

un banco de piedra. Le dijo que lo esperase allí. Seguía mirándose las manos, balbuceaba. Miette acabó por entender, por sus palabras entrecortadas, que quería ir a abrazar a su abuela antes de partir.

—¡Bueno, pues vete! —dijo—. No te preocupes por mí. Lávate las manos.

Él se alejó rápidamente, con los dedos separados, sin pensar en bañarlos en las fuentes junto a las que pasaba. Desde que había sentido en su piel la tibieza de la sangre de Rengade, sólo lo empujaba una idea, correr junto a tía Dide y lavarse las manos en el pilón del pozo, al fondo del pequeño patio. Solamente allí creía poder borrar esa sangre. Toda su infancia pacífica y tierna se despertaba, experimentaba una necesidad irresistible de refugiarse entre las faldas de su abuela, aunque sólo fuera un minuto. Llegó jadeante. Tía Dide no estaba acostada, lo cual habría sorprendido a Silvère en cualquier otro momento. Pero ni siquiera vio, al entrar, a su tío Rougon, sentado en una esquina, sobre el viejo arcón. No esperó a las preguntas de la pobre vieja:

—Abuela —dijo rápidamente—, tiene que perdonarme... Voy a marcharme con los otros... Ya ve usted, tengo sangre... Creo que he matado a un gendarme.

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—¡Has matado a un gendarme! —repitió tía Dide con voz extraña. —Luces agudas se encendían en sus ojos clavados en las manchas rojas. Bruscamente, se volvió hacia la campana de la chimenea—: Has cogido el fusil —dijo—; ¿dónde está el fusil? —Silvère, que había dejado la carabina con Miette, le juró que el arma estaba segura. Por primera vez, Adélaïde aludió al contrabandista Macquart delante de su nieto—. ¿Volverás a traer el fusil? ¡Me lo prometes! —dijo con singular energía—. Es lo único que me queda de él... Tú has matado a un gendarme; a él, fueron los gendarmes los que lo mataron.

Continuaba mirando fijamente a Silvère, con un aire de cruel satisfacción, sin parecer pensar en retenerlo. No le pidió ninguna explicación, no lloraba como esas buenas abuelas que ven a sus nietos en la agonía por el menor rasguño. Todo su ser tendía a un mismo pensamiento, que acabó formulando con ardiente curiosidad.

—¿Mataste al gendarme con el fusil? —preguntó.Sin duda Silvère entendió mal o no comprendió.—Sí —respondió—. Voy a lavarme las manos.Sólo al regresar del pozo se fijó en su tío. Pierre había oído

palideciendo las palabras del joven. Realmente, Félicité tenía razón, a su familia le gustaba comprometerlo. ¡Y ahora uno de sus sobrinos mataba gendarmes! Jamás tendría el puesto de recaudador, si no impedía que este loco furioso se reuniese con los insurrectos. Se puso delante de la puerta, decidido a no dejarlo salir.

—Escuche —le dijo a Silvère, muy sorprendido de encontrarlo allí—, yo soy el jefe de la familia, le prohíbo que salga de esta casa. Va en ello su honor y el nuestro. Mañana trataré de hacerle llegar a la frontera.

Silvère se encogió de hombros.—Déjeme pasar —respondió tranquilamente—. No soy un soplón;

no daré a conocer su escondite, esté tranquilo. —Y como Rougon continuaba hablando de la dignidad de la familia y de la autoridad que le confería su calidad de primogénito—: ¿Es que yo soy de su familia? —continuó el joven—. Siempre ha renegado de mí... Hoy, el miedo lo ha empujado hasta aquí, porque sabe que ha llegado el día de la justicia. ¡Vamos, paso! Yo no me escondo, no; tengo un deber que cumplir.

Rougon no se movía. Entonces tía Dide, que escuchaba las palabras vehementes de Silvère con una especie de arrobo, colocó su mano seca en el brazo de su hijo.

—Quítate, Pierre —dijo—, el niño tiene que salir.El joven empujó ligeramente a su tío y se abalanzó afuera.Rougon, cerrando la puerta con cuidado, dijo a su madre con una

voz llena de ira y de amenazas:—Si le ocurre alguna desgracia, será por su culpa... Es usted una

vieja loca, no sabe lo que acaba de hacer.Pero Adélaïde no pareció oírle. Fue a echar un sarmiento al fuego

que se apagaba, murmurando con vaga sonrisa:—Ya sé cómo es esto... El estaba meses enteros fuera; pero

después volvía a mí, y mejor.

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Émile Zola La fortuna de los Rougon

Hablaba, sin duda, de Macquart.Mientras tanto Silvère volvió corriendo al mercado. Cuando se

acercaba al lugar donde había dejado a Miette, oyó un violento ruido de voces y vio una aglomeración que le hicieron apretar el paso. Acababa de producirse una escena cruel. Entre los insurgentes circulaban curiosos, desde que aquéllos se habían puesto tranquilamente a comer. Entre esos curiosos se encontraba Justin, el hijo del aparcero Rébufat, un muchacho de unos veinte años, criatura escuchimizada y turbia que alimentaba un odio implacable contra su prima Miette. En casa, le echaba en cara el pan que comía, la trataba como a una pobre recogida por caridad al borde de un camino. Es de creer que la niña se había negado a ser su amante. Canijo, pálido, de extremidades demasiado largas, de rostro retorcido, se vengaba en ella de su propia fealdad y del despreció que la guapa y fuerte chica había debido de mostrarle. Acariciaba el sueño de obligar a su padre a ponerla en la puerta. Por eso la espiaba sin tregua. Desde hacía algún tiempo, había sorprendido sus citas con Silvère; sólo esperaba una ocasión decisiva para informar a Rébufat. Aquella noche, habiéndola visto escapar de la casa hacia las ocho, el odio lo enfureció, no pudo callar más. Rébufat, ante el relato que le hizo, montó en una terrible cólera y dijo que expulsaría a aquel pendón a patadas, si tenía la audacia de regresar. Justin se acostó, saboreando de antemano la bonita escena que tendría lugar al día siguiente. Después experimentó un agudo deseo de tomarse inmediatamente un anticipo de su venganza. Se vistió y salió. A lo mejor encontraba a Miette. Se prometía ser muy insolente. Fue así como asistió a la entrada de los insurgentes y los siguió hasta el ayuntamiento, con el vago presentimiento de que iba a encontrar a los enamorados por aquella parte. Acabó, en efecto, descubriendo a su prima en el banco donde esperaba a Silvère. Al verla vestida con su gran pelliza y teniendo a su lado la bandera roja, apoyada en un pilar del mercado, se echó a reír, empezó a burlarse de ella groseramente. La jovencita, cortada al verlo, no encontró una palabra. Sollozaba bajo los insultos. Y mientras estaba toda sacudida por los sollozos, con la cabeza gacha, Justin la llamaba hija de forzado y le gritaba que Rébufat padre le sacudiría bien el polvo si se le ocurría alguna vez volver al Jas-Meiffren. Durante un cuarto de hora la tuvo así, temblorosa y herida. La gente había hecho corro, riéndose bobamente con aquella escena dolorosa. Por fin intervinieron algunos insurrectos y amenazaron al joven con administrarle una ejemplar corrección si no dejaba tranquila a Miette. Pero Justin, aunque retrocediendo, declaró que no les tenía miedo. Fue en ese momento cuando reapareció Silvère. El joven Rébufat, al verlo, dio un salto brusco, como para emprender la huida; lo temía, sabiendo que era mucho más vigoroso que él. Sin embargo, no pudo resistirse a la acuciante necesidad de insultar por última vez a la joven delante de su enamorado.

—¡Ah!, ya sabía yo que el carretero no podía andar lejos —gritó—. ¿Es para seguir a este chiflado, verdad, por lo que nos has

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dejado? ¡Desdichada! ¡No tiene aún dieciséis años! ¿Para cuándo el bautizo? —Y dio unos pasos más hacia atrás, al ver a Silvère apretar los puños—. Y, sobre todo —continuó con una carcajada innoble—, no vengas a parir a nuestra casa. No tendrías necesidad de comadrona. Mi padre te asistiría a patadas, ¿oyes?

Escapó, chillando, con el rostro magullado. Silvère, de un salto, se había arrojado sobre él y le había asestado en plena cara un terrible puñetazo. No lo persiguió. Cuando regresó junto a Miette, la encontró en pie, enjugándose febrilmente las lágrimas con la palma de la mano. Como él la mirase dulcemente, para consolarla, ella tuvo un gesto de brusca energía.

—No —dijo—, ya no lloro, mira... Prefiero esto. Ahora ya no siento remordimientos por haberme marchado. Soy libre.

Recogió la bandera, y fue ella quien condujo a Silvère entre los insurgentes. Eran entonces cerca de las dos de la madrugada. El frío resultaba tan intenso que los republicanos se habían levantado, terminaban su pan de pie y trataban de calentarse marcando el paso gimnástico allí mismo. Los jefes dieron por fin la orden de partida. La columna volvió a formarse. Los prisioneros fueron colocados en el medio; amén del señor Garçonnet y del comandante Sicardot, los insurgentes habían detenido al señor Peirotte, el recaudador, y a varios funcionarios, y se los llevaban.

En ese momento se vio circular a Aristide entre los grupos. El hombre, ante este formidable levantamiento, había pensado que era imprudente no seguir siendo amigo de los republicanos; pero como, por otra parte, no quería comprometerse en exceso con ellos, había venido a decirles adiós, con el brazo en cabestrillo, quejándose amargamente de esa maldita herida que le impedía sostener un arma. Se encontró entre la multitud con su hermano Pascal, provisto de su maletín y de una pequeña caja de primeros auxilios. El médico le anunció, con su voz tranquila, que iba a seguir a los insurgentes. Aristide lo motejó en voz muy baja de inocente. Acabó por zafarse, temiendo que le confiaran la custodia de la ciudad, puesto que consideraba singularmente peligroso.

Los insurrectos no podían pensar en conservar Plassans en su poder. La cuidad estaba animada por un espíritu demasiado reaccionario para que intentasen siquiera establecer una comisión democrática, como habían hecho ya en otras partes. Se habrían limitado a alejarse, si Macquart, empujado y envalentonado por sus odios, no se hubiera ofrecido a tener a Plassans a raya, a condición de que dejaran a sus órdenes una veintena de hombres decididos. Le dieron los veinte hombres, a la cabeza de los cuales acudió a ocupar triunfalmente la alcaldía. Durante ese tiempo, la columna bajaba por el paseo Sauvaire y salía por la puerta Grande, dejando tras sí, silenciosas y desiertas, aquellas calles que había cruzado como una tempestad. A lo lejos se extendían las carreteras todas blancas de luna. Miette había rechazado el brazo de Silvère; marchaba valientemente, firme y erguida, sujetando la bandera roja con las dos manos, sin quejarse de la helada que amorataba sus dedos.

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Capítulo V

A lo lejos se extendían las carreteras todas blancas de luna. La banda insurrecta, en la campiña fría y clara, prosiguió su marcha heroica. Era como una ancha corriente de entusiasmo. El soplo de epopeya que arrastraba a Miette y Silvère, esos niños grandes ávidos de amor y libertad, atravesaba también con una generosidad santa las vergonzosas comedias de los Macquart y de los Rougon. La alta voz del pueblo bramaba, a intervalos, entre las habladurías del salón amarillo y las diatribas del tío Antoine. Y la farsa vulgar, la farsa innoble, giraba hacia el gran drama de la historia.

Al salir de Plassans, los insurgentes habían tomado el camino de Orchères. Debían llegar a esa ciudad hacia las diez de la mañana. La carretera remonta el curso del Viorne, siguiendo a media ladera los recodos de las colinas al pie de las cuales corre el torrente. A la izquierda, la llanura se ensancha, inmensa alfombra verde, salpicada de trecho en trecho por las manchas grises de los pueblos. A la derecha, la cadena de Les Garrigues alza sus picos desolados, sus campos de piedras, sus bloques de color herrumbre, como enrojecidos por el sol. El camino real, formando calzada por el lado del río, pasa en medio de rocas enormes, entre las cuales se muestran, a cada paso, trozos de valle. Nada más salvaje, más extrañamente grandioso que esta carretera cortada en el mismo flanco de las colinas. De noche, sobre todo, esos lugares tienen un horror sagrado. Bajo la luz pálida, los insurgentes avanzaban como por la avenida de una ciudad destruida, teniendo a los dos lados vestigios de templos; la luna hacía de cada peña un fuste de columna truncada, un capitel derribado, una muralla horadada por misteriosos pórticos. En lo alto, la masa de Les Garrigues dormía, apenas blanqueada por un tono lechoso, semejante a una inmensa ciudad ciclópea cuyas torres, obeliscos, casas de altas terrazas, hubieran ocultado la mitad del cielo; y, al fondo, del lado de la llanura, se ahondaba, se ensanchaba un océano de claridades difusas, una extensión vaga, sin límites, donde flotaban lienzos de luminosa niebla. La banda insurrecta habría podido creer que seguía una calzada gigantesca, un camino de ronda construido al borde de un mar fosforescente y que giraba en torno a una Babel desconocida.

Esa noche, el Viorne, bajo las rocas de la carretera, retumbaba con voz ronca. En el continuo fragor del torrente los insurgentes distinguían agrios lamentos de rebato. Los pueblos dispersos por el

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llano, al otro lado del río, se sublevaban, tocando a alarma, encendiendo hogueras. Hasta la mañana, la columna en marcha, que un fúnebre tañido parecía seguir en la noche con tintineo obstinado, vio así la insurrección correr a lo largo del valle como un reguero de pólvora. Las hogueras manchaban la sombra con puntos sangrantes; llegaban cantos remotos, en débiles ráfagas; toda la vaga extensión, ahogada bajo los vahos blanquecinos de la luna, se agitaba confusamente, con bruscos estremecimientos de cólera. Durante muchas leguas el espectáculo siguió siendo el mismo.

Aquellos hombres, que marchaban con la ceguera de la fiebre que los acontecimientos de París habían infundido en el corazón de los republicanos, se exaltaban con el espectáculo de aquella larga franja de tierra sacudida por entero por la revuelta. Embriagados con el entusiasmo del levantamiento general con el que soñaban, creían que Francia los seguía, se imaginaban ver, al otro lado del Viorne, en el inmenso mar de claridad difusa, interminables filas de hombres que corrían, como ellos, a defender a la República. Y su espíritu rudo, con esa ingenuidad y esa ilusión de las multitudes, concebía una victoria fácil y segura. Habrían cogido y fusilado como traidor a quienquiera que les hubiese dicho, en ese momento, que eran los únicos en tener la valentía del deber, mientras que el resto del país, aplastado de terror, se dejaba cobardemente agarrotar.

Sacaban también una continua incitación al valor de la acogida que les tributaban los escasos villorrios edificados en la pendiente de Les Garrigues, al borde del camino. En cuanto se acercaba el pequeño ejército, los habitantes se levantaban en masa; las mujeres acudían a desearles una pronta victoria; los hombres, semivestidos, se unían a ellos, tras haber cogido el primer arma que tenían a mano. Era, en cada pueblo, una nueva ovación, gritos de bienvenida, adioses largamente repetidos.

Hacia el amanecer, la luna desapareció tras Les Garrigues; los insurgentes prosiguieron su rápida marcha en la densa oscuridad de una noche de invierno; ya no distinguían ni el valle ni las laderas; oían solamente las secas quejas de las campanas, tañendo en el fondo de las tinieblas, como tambores invisibles, ocultas no sabían dónde, y cuyas desesperadas llamadas los azotaban sin tregua.

Mientras tanto, Miette y Silvère marchaban con el arrebato de la banda. Hacia el amanecer la joven estaba rota de cansancio. Sólo avanzaba ya a pasitos apresurados, sin poder seguir las grandes zancadas de los mocetones que la rodeaban. Pero ponía todo su valor en no quejarse; le habría costado demasiado confesar que no tenía la fuerza de un muchacho. Ya en las primeras leguas Silvère le había dado el brazo; después, viendo que la bandera se deslizaba poco a poco de sus manos rígidas, había querido cogerla, para aliviarla; y ella se había enfadado, le había permitido solamente sostener la bandera con una mano, mientras continuaba llevándola al hombro. Conservó así su actitud heroica con una testarudez de criatura, sonriendo al joven cada vez que éste le lanzaba una mirada de inquieta ternura. Pero cuando la luna se ocultó, se abandonó en la

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oscuridad. Silvère la notaba cada vez más pesada, colgando de su brazo. Tuvo que llevar la bandera y ceñirla del talle, para impedir que cayera al suelo. Ella seguía sin quejarse.

—¿Estás muy cansada, mi pobre Miette? —le preguntó su compañero.

—Sí, un poco cansada —respondió con voz ahogada. —¿Quieres que descansemos?Ella no dijo nada, pero él comprendió que vacilaba. Entonces

confió la bandera a uno de los insurgentes y salió de las filas, casi llevando a la niña en sus brazos. Ella se debatió un poco, estaba confusa al verse tan cría. Pero él la calmó, le dijo que conocía un atajo que acortaba el camino a la mitad. Podían descansar una hora larga y llegar a Orchères al mismo tiempo que la banda.

Eran entonces alrededor de las seis. Una ligera niebla debía de subir del Viorne. La noche parecía espesarse aún más. Los jóvenes treparon a tientas a lo largo de la pendiente de Les Garrigues, hasta una roca, en la cual se sentaron. En torno a ellos se ahondaba un abismo de tinieblas. Estaban como perdidos en la punta de un arrecife, por encima del vacío. Y en ese vacío, cuando se hubo perdido el sordo retumbar del pequeño ejército, no oyeron sino dos campanas, una vibrante, que sonaba sin duda a sus pies, en algún pueblo edificado al borde del camino, otra alejada, apagada, que respondía a los febriles lamentos de la primera con lejanos sollozos. Se hubiera dicho que las campanas se contaban, en la nada, el fin siniestro de un mundo.

Miette y Silvère, caldeados por la rápida carrera, no sintieron al principio el frío. Guardaron silencio, escuchando con indecible tristeza aquellos toques de rebato con los que se estremecía la noche. Ni siquiera se veían. Miette tuvo miedo; buscó la mano de Silvère y la retuvo en la suya. Tras el impulso febril que durante horas acababa de sacarlos de sí mismos, con el pensamiento perdido, esta brusca detención, esta soledad en la que se encontraban uno al lado del otro los dejaban quebrantados y sorprendidos, como despertados con sobresalto de un sueño tumultuoso. Les parecía que una ola los había arrojado al borde del camino y que el mar se había retirado a continuación. Una reacción invencible los sumía en un estupor inconsciente; olvidaban su entusiasmo; ya no pensaban en aquella tropa de hombres a la que debían unirse; estaban entregados al triste encanto de sentirse solos, en medio de la sombra feroz, cogidos de la mano.

—¿No me guardas rencor? —preguntó por fin la joven—. Marcharía contigo toda la noche; pero ellos corrían demasiado, no podía ya ni respirar.

—¿Por qué iba a guardártelo? —dijo el joven.—No lo sé. Me temo que ya no me quieras. Habría tenido que dar

pasos largos, como tú, seguir andando sin detenerme. Vas a creer que soy una cría. —Silvère esbozó en las sombras una sonrisa que Miette adivinó. Continuó con voz decidida—: No tienes que tratarme siempre como a una hermana; quiero ser tu mujer.

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Y por propia iniciativa atrajo a Silvère contra su pecho. Lo mantuvo apretado entre sus brazos, murmurando:

—Vamos a tener frío, calentémonos así.Hubo un silencio. Hasta esa hora confusa, los jóvenes se habían

amado con fraternal ternura. En su ignorancia, seguían tomando por una viva amistad la atracción que los inducía a estrecharse sin cesar entre los brazos, y a prolongar esos abrazos mucho más tiempo de lo que los prolongan hermanos y hermanas. Pero en el fondo de esos amores ingenuos retumbaban, cada día con mayor intensidad, las tormentas de sangre ardiente de Miette y de Silvère. Con la edad, con la ciencia, una cálida pasión, de fogosidad meridional, debía nacer de este idilio. Toda chica que se cuelga del cuello de un chico es ya mujer, mujer inconsciente, a la que una caricia puede despertar. Cuando los enamorados se besan en las mejillas, es porque tantean y buscan los labios. Un beso hace amantes. Fue en esa negra y fría noche de diciembre, entre los agrios lamentos del rebato, cuando Miette y Silvère intercambiaron uno de esos besos que atraen a la boca toda la sangre del corazón.

Permanecían mudos, estrechamente apretados uno contra el otro. Miette había dicho: «Calentémonos así», y esperaban inocentemente tener calor. Pronto les llegó la tibieza a través de sus ropas, sintieron poco a poco que su abrazo les quemaba, oyeron cómo sus pechos se alzaban con el mismo aliento. Los invadió la languidez, que los sumió en una febril somnolencia. Tenían calor ahora; ante sus párpados cerrados pasaban resplandores, confusos ruidos ascendían a sus cerebros. Este estado de bienestar doloroso, que duró unos minutos, les pareció sin fin. Y entonces, en una especie de sueño, sus labios se encontraron. Su beso fue largo, ávido. Pareció como si. jamás se hubieran besado. Sufrían, se separaron. Luego, cuando el frío de la noche hubo helado su fiebre, se quedaron a cierta distancia uno del otro, con una gran confusión.

Las dos campanas seguían conversando siniestramente entre sí, en el abismo negro que se ahondaba en torno a los jóvenes. Miette, temblorosa, asustada, no se atrevía a acercarse a Silvère. Ni siquiera sabía si estaba allí, no le oía hacer un movimiento. Ambos estaban embargados de la acre sensación de su beso; a sus labios ascendían efusiones, habrían querido darse las gracias, volverse a besar; pero estaban tan avergonzados de su punzante felicidad que habrían preferido no saborearla jamás por segunda vez a hablar de ella en voz alta. Durante mucho tiempo aún, si la rápida marcha no les hubiera azotado la sangre, si la noche densa no se hubiera hecho cómplice, se habrían besado en las mejillas, como buenos amigos. Miette sentía pudor. Tras el ardiente beso de Silvère, en aquellas dichosas tinieblas donde su corazón se abría, recordó las groserías de Justin. Unas horas antes había escuchado sin ruborizarse a aquel chico, que la motejaba de mujer perdida; preguntaba que para cuándo el bautizo, le gritaba que su padre la haría parir a patadas, si alguna vez se le ocurría volver al Jas-Meiffren, y ella había llorado sin comprender, había llorado porque adivinaba que todo eso debía

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de ser innoble. Ahora que se hacía mujer, se decía, con su postrera inocencia, que el beso, cuya quemadura sentía todavía en sí, bastaba acaso para llenarla de aquella vergüenza de que su primo la acusaba. Entonces la asaltó el dolor, sollozó.

—¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —preguntó Silvère con voz inquieta.

—No, déjame —balbució—, no sé. —Después, como a su pesar, entre lágrimas—: ¡Ah!, soy muy desgraciada. Tenía diez años, me tiraban piedras. Hoy me tratan como a la última de las fulanas. Justin tuvo razón al despreciarme delante de la gente. Acabamos de hacer algo malo, Silvère.

El joven, consternado, volvió a cogerla entre sus brazos, intentando consolarla.

—¡Te amo! —murmuró—. Soy tu hermano. ¿Por qué dices que acabamos de hacer algo malo? Nos hemos besado porque teníamos frío. Sabes perfectamente que nos besamos todas las noches al separarnos.

—¡Oh!, no como hace un momento —dijo ella en voz muy baja—. No hay que volver a hacerlo, ya ves; debe de estar prohibido, porque me he sentido muy rara. Ahora los hombres se van a reír, cuando yo pase. No me atreveré a defenderme, estarán en su derecho.

El joven callaba, sin encontrar una frase para tranquilizar el espíritu asustado de aquella niña grande de trece años, toda temblorosa y atemorizada en su primer beso de amor. La estrechaba dulcemente contra sí, adivinaba que la calmaría si pudiera devolverle el tibio embotamiento de su abrazo. Pero ella se debatía, continuaba:

—Si tú quisieras, nos iríamos, nos marcharíamos de la región. No puedo regresar a Plassans; mi tío me pegará, toda la ciudad me señalará con el dedo. —Después, como invadida por una brusca irritación—: No, estoy maldita, te prohíbo que dejes a tía Dide para seguirme. Tienes que abandonarme en cualquier camino.

—Miette, Miette —imploró Silvère—, ¡no digas eso!—Sí, me quitaré de en medio. Sé razonable. Me han expulsado

como a una golfa. Si regresaras conmigo, te pelearías todos los días. No quiero.

El joven le dio un nuevo beso en la boca, murmurando: —Serás mi mujer, nadie se atreverá a lastimarte.—¡Oh!, te lo suplico —dijo ella con un débil grito—, no me beses

así. Me hace daño. —Después, al cabo de un silencio—: Sabes muy bien que no puedo ser tu mujer. Somos demasiado jóvenes. Tendría que esperar, y me moriría de vergüenza. Estás equivocado al rebelarte, te verás obligado a dejarme en cualquier esquina.

Entonces Silvère, ya sin fuerzas, se echó a llorar. Los sollozos de un hombre tiene una sequedad desconsoladora. Miette, asustada al sentir al pobre chico sacudido en sus brazos, le besó el rostro, olvidando que sus labios ardían. La culpa era suya. Era una boba al no haber podido soportar la punzante dulzura de una caricia. No sabía por qué había pensado en cosas tristes, en el mismo momento en que su enamorado la besaba como nunca había hecho aún. Y lo

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oprimía contra su pecho, para pedirle perdón por haberlo apenado. Los niños, llorando, apretándose en sus brazos inquietos, sumaban una desesperación más a la de la oscura noche de diciembre. A lo lejos, las campanas continuaban quejándose sin tregua, con voz más jadeante.

—Más vale morir —repetía Silvère entre sollozos—, más vale morir...

—No llores más, perdóname —balbucía Miette—. Seré fuerte, haré lo que quieras.

Cuando el joven se hubo enjugado las lágrimas, dijo:—Tienes razón, no podemos regresar a Plassans. Pero no ha

llegado la hora de ser cobarde. Si salimos vencedores de la lucha, iré a buscar a tía Dide, nos la llevaremos muy lejos. Si somos vencidos...

Se detuvo.—¿Si somos vencidos?... —repitió Miette suavemente. —Entonces, ¡que sea lo que Dios quiera! —continuo Silvère en

voz más baja—. Yo ya no estaré aquí, sin duda, tú consolarás a la pobre vieja. Valdría más.

—Sí, lo decías hace un momento —murmuró la joven—, más vale morir.

Ante este deseo de muerte, se abrazaron más estrechamente. Miette contaba con morir con Silvère; éste sólo había hablado de sí mismo, pero ella notaba que la arrastraría con gozo a la tierra. Se amarían con más libertad que a plena luz. La tía Dide moriría también, e iría a reunirse con ellos. Fue como un presentimiento rápido, un deseo de extraña voluptuosidad que el Cielo, mediante las voces desoladas del toque de rebato, les prometía satisfacer pronto. ¡Morir! ¡Morir! Las campanas repetían esa palabra con creciente arrebato, y los enamorados se abandonaban a aquellas llamadas de las sombras; creían disfrutar por anticipado del último sueño, en aquella somnolencia en la cual volvían a sumirlos la tibieza de sus miembros y las quemaduras de sus labios, que acababan de encontrarse de nuevo.

Miette ya no se hurtaba. Era ella, ahora, quien pegaba su boca a la de Silvère, quien buscaba con mudo ardor aquella alegría cuya amarga punzada no había podido soportar al principio. El sueño de una muerte próxima la había enardecido; ya no se ruborizaba, se aferraba a su amante, parecía deseosa de agotar, antes de tenderse en la tierra, esa voluptuosidad nueva, en la cual acababa apenas de bañar los labios, y que la irritaba al no poder penetrar de inmediato en su emocionante incógnita. Más allá del beso, adivinaba otra cosa que la espantaba y la atraía, en el vértigo de sus sentidos despiertos. Y se abandonaba; le habría suplicado a Silvère que desgarrase el velo, con la impúdica ingenuidad de las vírgenes. Él, loco con la caricia que ella le daba, lleno de una felicidad perfecta, sin fuerza, sin otros deseos, ni siquiera parecía creer en voluptuosidades mayores.

Guando Miette ya no tuvo aliento, y sintió debilitarse el placer acre del primer abrazo:

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—No quiero morir sin que me ames —murmuró—; quiero que me ames todavía más...

Las palabras le faltaban, no porque hubiera tenido conciencia de la vergüenza, sino porque ignoraba lo que deseaba. Estaba simplemente sacudida por una sorda rebelión interna y por un deseo de infinitud en el gozo.

En su inocencia, habría pataleado como un niño a quien se le niega un juguete.

—Te amo, te amo —repetía Silvère desfallecido.Miette meneaba la cabeza, parecía decir que no era cierto, que el

joven le ocultaba algo. Su naturaleza poderosa y libre tenía el secreto instinto de las fecundidades de la vida. Por eso rechazaba la muerte, si debía morir ignorante. Y esta rebelión de su sangre y de sus nervios la confesaba ingenuamente con sus manos ardientes y extraviadas, con sus balbuceos, con sus súplicas.

Después, calmándose, posó la cabeza en el hombro del joven, guardó silencio. Silvère se agachaba y la besaba largamente. Ella saboreaba esos besos con lentitud, buscaba su sentido, su gusto secreto. Los interrogaba, los oía correr por sus venas, les preguntaba si ellos eran todo el amor, toda la pasión. La invadió la languidez, se durmió dulcemente, sin dejar de saborear en su sueño las caricias de Silvère. Éste la había envuelto en la gran pelliza roja, en uno de cuyos pliegues se había arrebujado también él. Ya no sentían el frío. Cuando Silvère, por la respiración regular de Miette, comprendió que dormitaba, se sintió feliz de aquel reposo que iba a permitirles continuar airosamente su camino. Se prometió dejarla dormir una hora. El cielo seguía estando negro; apenas, por levante, una línea blanquecina indicaba la proximidad del día. Debía de haber, detrás de los amantes, un bosque de pinos, cuyo despertar musical, con los hálitos del alba, oía el joven. Y los lamentos de las campanas se volvían más vibrantes en el aire estremecido, acunando el sueño de Miette, como habían acompañado sus fiebres de enamorada.

Los jóvenes, hasta esa noche de confusión, habían vivido uno de esos ingenuos idilios que nacen en medio de la clase obrera, entre esos desheredados, esos simples, en quienes se encuentran aún a veces los amores primitivos de los antiguos cuentos griegos.

Miette contaba apenas nueve años cuando su padre fue enviado a presidio, por haber matado a un gendarme de un disparo. El proceso de Chantegreil había sido célebre en la región. El cazador furtivo confesó altivamente el homicidio; pero juró que el gendarme lo estaba apuntando también con su fusil: «No hice sino adelantarme —dijo—; me defendí; es un duelo y no un asesinato». No hubo forma de sacarlo de este razonamiento. Nunca el presidente del tribunal consiguió hacerle entender que, aunque un gendarme tiene derecho a disparar contra un furtivo, un furtivo no lo tiene a disparar contra un gendarme. Chantegreil escapó a la guillotina, gracias a su actitud convencida y a sus buenos antecedentes. El hombre lloró como un niño cuando le quitaron a su hija, antes de su marcha a Tolón. La pequeña, que había perdido a su madre en la cuna, se quedaba con

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su abuelo en Chavanoz, una aldea de las gargantas de la Seille. Cuando el cazador furtivo ya no estuvo allí, el viejo y la chiquilla vivieron de limosnas. Los habitantes de Chavanoz, todos cazadores, acudieron en ayuda de las pobres criaturas que el presidiario dejaba a sus espaldas. Sin embargo, el viejo murió de pena. Miette, al quedarse sola, habría mendigado por los caminos de no haberse acordado las vecinas de que tenía una tía en Plassans. Un alma caritativa accedió a llevarla a casa de la tía, que la acogió bastante mal.

Eulalie Chantegreil, casada con el aparcero Rébufat, era una gran diablesa negra y voluntariosa que mandaba en la casa. Manejaba a su antojo a su marido, se decía en el arrabal. La verdad era que Rébufat, avaro, duro en el trabajo y las ganancias, sentía una especie de respeto por aquella gran diablesa, de un vigor poco común, de una sobriedad y una economía raras.

Gracias a ella, el matrimonio prosperaba. El aparcero refunfuñó la tarde en que, al regresar del trabajo, encontró a Miette instalada. Pero su mujer le cerró la boca, diciéndole con su voz ruda:

—¡Bah!, la pequeña es de buena constitución; nos servirá de criada; la mantendremos y nos ahorraremos un jornal.

Este cálculo agradó a Rébufat. Llegó incluso a palpar los brazos de la niña, a quien declaró con satisfacción muy fuerte para su edad. Miette tenía entonces nueve años. A partir del día siguiente, la utilizó. El trabajo de las campesinas, en el sur, es mucho más suave que en el norte. Raramente se ve allá a las mujeres ocupadas en labrar la tierra, en llevar fardos, en hacer faenas masculinas. Ellas atan las gavillas, recogen aceitunas y hojas de morera; su ocupación más penosa consiste en arrancar las malas hierbas. Miette trabajó alegremente. La vida al aire libre era su gozo y su salud. Mientras vivió su tía, sólo conoció risas. La buena mujer, a pesar de sus brusquedades, la quería como a una hija; le prohibía hacer los pesados trabajos con que su marido intentaba a veces cargarla, y le gritaba a este último:

—¡Ah! ¡Pues sí que eres hábil! ¿No comprendes, imbécil, que si la cansas demasiado hoy, no podrá hacer nada mañana?

Este argumento era decisivo. Rébufat agachaba la cabeza y llevaba él mismo el fardo que quería echar sobre los hombros de la joven. Miette hubiera vivido perfectamente feliz, bajo la protección secreta de su tía Eulalie, sin las pullas de su primo, de dieciséis años entonces, que ocupaba sus ocios en detestarla y en perseguirla sordamente. Las mejores horas de Justin eran aquellas en que conseguía que la regañasen gracias a algún informe cargado de mentiras. Cuando podía pisarle un pie o empujarla con brutalidad, fingiendo no haberla visto, se reía, saboreaba esa voluptuosidad taimada de la gente que disfruta plácidamente con el mal de los otros. Miette lo miraba entonces, con sus grandes ojos negros de cría, con una mirada brillante de cólera y de muda altivez, que detenía las carcajadas del cobarde galopín. En el fondo, le tenía un miedo atroz a su prima.

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La jovencita iba a cumplir los once años cuando su tía Eulalie murió repentinamente. A partir de ese día, todo cambió en la casa. Rébufat se inclinó poco a poco a tratar a Miette como a un mozo de granja. La abrumó a tareas rudas, se sirvió de ella como de una bestia de carga. Ella ni siquiera se quejó, creía tener una deuda de agradecimiento que pagar. Por la noche, rota de fatiga, lloraba a su tía, aquella terrible mujer cuya bondad oculta percibía entonces. Por lo demás, el trabajo, incluso el más duro, no le desagradaba; le gustaba la fuerza, estaba orgullosa de sus robustos brazos y sus sólidas espaldas. Lo que la afligía era la desconfiada vigilancia de su tío, sus continuos reproches, su actitud de amo irritado. En aquel momento, era una extraña en la casa. Incluso una extraña no habría sido tan mal tratada como ella. Rébufat abusaba sin escrúpulos de aquella pequeña parienta pobre a quien conservaba a su lado por una caridad bien entendida. Pagaba diez veces con su trabajo aquella dura hospitalidad, y no pasaba día sin que le echaran en cara el pan que comía. Justin, sobre todo, sobresalía en herirla. Desde que su madre ya no vivía, viendo a la cría sin defensa, ponía toda su mala idea en hacerle insoportable la convivencia. La tortura más ingeniosa que inventó fue hablarle a Miette de su padre. La pobre niña, al haber vivido fuera del mundo, bajo la protección de su tía, que había prohibido pronunciar delante de ella las palabras de presidio y presidiario, no comprendía casi el sentido de esas palabras. Fue Justin quien se lo enseñó, contándole a su manera la muerte del gendarme y la condena de Chantegreil. No paraba de mencionar detalles odiosos: los presidarios llevaban una bola en el pie, trabajaban quince horas diarias, morían todos de agotamiento; el presidio era un lugar siniestro cuyos horrores describía minuciosamente. Miette lo escuchaba, alelada, con los ojos llenos de lágrimas. A veces la sublevaban bruscas violencias, y Justin tenía que dar un salto hacia atrás, ante sus puños crispados. Saboreaba como un glotón esta iniciación cruel. Cuando su padre, por la menor negligencia, se enfurecía con la niña, se ponía de su parte, feliz de poder insultarla sin peligro. Y si ella intentaba defenderse:

—Anda —decía—, de casta le viene al galgo; acabarás en presidio como tu padre.

Miette sollozaba, herida en lo más íntimo, aplastada de vergüenza, sin fuerzas.

En esa época, Miette se hacía ya mujer. De una pubertad precoz, resistió el martirio con una energía extraordinaria. Se abandonaba raramente, sólo en las horas en que su orgullo natural se ablandaba bajo los ultrajes de su primo. Pronto soportó con los ojos secos las incesantes heridas de aquel ser cobarde, que la vigilaba al hablar, por miedo a que le saltara a la cara. Además, ella sabía hacerlo callar, mirándolo fijamente. En diversas ocasiones le dieron ganas de escapar del Jas-Meiffren. Pero no hizo nada, por valor, por no confesarse vencida ante las persecuciones que aguantaba. A fin de cuentas, se ganaba el pan, no robaba la hospitalidad de los Rébufat; esta certeza bastaba a su orgullo. Se quedó así para luchar,

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endureciéndose, viviendo con una continua idea de resistencia. Su línea de conducta consistió en hacer sus tareas en silencio y en vengarse de las malas palabras con un desprecio mudo. Sabía que su tío abusaba demasiado de ella para escuchar con facilidad las insinuaciones de Justin, que soñaba con echarla a la calle. Por eso ponía una especie de desafío en no irse por sí sola.

Sus largos silencios voluntarios estuvieron llenos de extrañas ensoñaciones. Al pasar sus días dentro del cercado, separada del mundo, creció como una rebelde, se formó opiniones que habrían alarmado singularmente a la buena gente del arrabal. El destino de su padre la absorbió sobre todo. Recordó todas las palabras de Justin; acabó aceptando la acusación de asesinato, diciéndose que su padre había hecho bien en matar al gendarme que quería matarlo. Conocía la verdad de la historia por boca de un jornalero que había trabajado en el Jas-Meiffren. A partir de ese momento, ni siquiera volvió la cabeza las raras veces en que salía, cuando los golfos del arrabal la seguían chillando:

—¡Eh! ¡Chantegreil!Avivaba el paso, los labios apretados, los ojos de un negro feroz.

Cuando cerraba la verja, al regresar, dirigía una sola y larga mirada a la pandilla de galopines. Se habría vuelto mala, se habría deslizado al salvajismo cruel de los parias, si no se hubiera agolpado a veces en su corazón toda su infancia. Sus once años la empujaban a debilidades de niñita que la aliviaban. Entonces lloraba, se avergonzaba de sí misma y de su padre. Corría a esconderse al fondo de una cuadra para sollozar a sus anchas, comprendiendo que, si veían sus lágrimas, la martirizarían aún más Y después de llorar a gusto, iba a bañarse los ojos en la cocina, recuperaba su rostro mudo. No era sólo el propio interés lo que la hacía ocultarse; llevaba el orgullo de sus fuerzas precoces hasta el punto de no querer parecer una niña. A la larga todo debía agriarse en ella. Pero felizmente se salvó, al recobrar la ternura de su naturaleza amante.

El pozo que se encontraba en el patio de la casa habitada por tía Dide y Silvère era un pozo medianero. La tapia del Jas-Meiffren lo cortaba en dos. Antiguamente, antes de que el cercado de los Fouque estuviera unido a la gran finca vecina, los hortelanos se servían diariamente de aquel pozo. Pero desde la compra del terreno, como estaba alejado de las dependencias, los habitantes del Jas, que disponían de enormes albercas, no sacaban ni un cubo de agua al mes. Del otro lado, en cambio, todas las mañanas se oía rechinar la roldana; era Silvère, que sacaba para tía Dide el agua necesaria para el uso doméstico.

Un día la roldana se rajó. El joven carretero talló él mismo una hermosa y fuerte roldana de roble que colocó por la tarde, después de su jornada. Tuvo que subirse a la tapia. Tras acabar su trabajo, se quedó a horcajadas sobre la albardilla, descansando, mirando con curiosidad la ancha extensión del Jas-Meiffren. Una campesina que arrancaba malas hierbas a unos pasos de él acabó por centrar su atención. Era en julio, el aire quemaba, aunque el sol estaba ya en la

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línea del horizonte. La campesina se había quitado la casaca. En corpiño blanco, con una pañoleta de colores anudada sobre los hombros, con las mangas de la blusa remangadas basta el codo, estaba en cuclillas entre los pliegues de su falda de algodón azul, sostenida por dos tirantes cruzados a la espalda. Avanzaba de rodillas, arrancando activamente la cizaña que echaba en un serón. El joven no veía sino sus brazos desnudos, quemados por el sol, estirándose a derecha e izquierda para agarrar alguna hierba olvidada. Seguía con complacencia el juego rápido de los brazos de la campesina, saboreando un especial placer al verlos tan firmes y tan dispuestos. Ella se había enderezado levemente al no oírlo trabajar más, y había agachado de nuevo la cabeza, incluso antes de que él hubiera podido distinguir sus rasgos. Ese movimiento asustado lo retuvo. Se interrogaba sobre aquella mujer, como un chico curioso, silbando maquinalmente y marcando el compás con un cortafrío, que tenía en la mano, cuando el cortafrío se le escapó. La herramienta cayó del lado del Jas-Meiffren, sobre el brocal del pozo, y fue a rebotar a unos pasos del muro. Silvère lo miró, inclinándose, dudando si descender. Pero al parecer la campesina examinaba al joven con el rabillo del ojo, porque se levantó sin decir una palabra y acudió a recoger el cortafrío, que tendió a Silvère. Entonces éste vio que la campesina era una niña. Se quedó sorprendido y un poco intimidado. En la claridad roja del ocaso, la joven se erguía hacia él. La tapia, en aquel punto, era baja, pero la altura resultaba aún demasiado grande. Silvère se tendió sobre la albardilla, la campesinita se puso de puntillas. No se decían nada, se miraban con aire confuso v risueño. El joven hubiera querido, además, prolongar la actitud de la niña. Alzaba hacía él una cabeza adorable, de grandes ojos negros y una boca roja, que le asombraban y conmovían singularmente. Nunca había visto una chica tan de cerca; ignoraba que una boca y unos ojos pudieran ser tan gratos a la vista. Todo le parecía tener un encanto desconocido, la pañoleta de color, el corpiño blanco, la falda de algodón azul, que sostenían los tirantes, tensos por el movimiento de los hombros. Su mirada se deslizó a lo largo del brazo que le presentaba la herramienta; hasta el codo, el brazo era de un moreno dorado, como bronceado; pero más lejos, en la sombra de la manga de la blusa arremangada, Silvère distinguía una redondez desnuda, de una blancura lechosa. Se turbó, se inclinó más, y pudo por fin coger el cortafrío. La campesinita empezaba a estar confusa. Luego se quedaron allí, sonriéndose aún, la niña abajo, con la cara levantada, el joven semiacostado sobre la albardilla. No sabían cómo separarse. No habían intercambiado una palabra. Silvère se olvidó incluso de dar las gracias.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.—Marie —respondió la campesina—; pero todo el mundo me

llama Miette. —Se puso medio de puntillas y con su voz límpida—: ¿Y tú? —preguntó a su vez.

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—Yo me llamo Silvère —respondió el joven obrero. Hubo un silencio, durante el cual parecieron escuchar complacidos la música de sus nombres—. Yo tengo quince años —prosiguió Silvère—. ¿Y tú?

—Yo —dijo Miette—, cumpliré once años para Todos los Santos. El joven obrero hizo un gesto de sorpresa.—¡Ah! ¡Vaya! —dijo riendo—, ¡y yo que te había tomado por una

mujer!... Tienes los brazos fuertes.Ella se echó a reír, también, bajando los ojos sobre sus brazos.

Después no se dijeron nada más. Se quedaron aún un buen rato, mirándose y sonriendo. Como Silvère no parecía tener más preguntas que hacerle, Miette se marchó con toda sencillez, y siguió arrancando las malas hierbas, sin levantar la cabeza. El se quedó un instante sobre la tapia. El sol se ponía; un haz de rayos oblicuos se deslizaba sobre las tierras amarillas del Jas-Meiffren; las tierras llameaban, parecían un incendio corriendo a ras del suelo. Y, en aquel haz llameante, Silvère miraba a la campesinita en cuclillas, cuyos brazos desnudos habían reanudado su rápido juego; la falda de algodón azul blanqueaba, a lo largo de los brazos cobrizos corrían resplandores. Acabó experimentando una especie de vergüenza por estar allí. Bajó de la tapia.

Por la noche, Silvère, preocupado por su aventura, trató de interrogar a tía Dide. Acaso sabría quién era esta Miette que tenía los ojos tan negros y una boca tan roja. Pero, desde que habitaba en la casa del callejón, tía Dide no había vuelto a echar un solo vistazo por detrás de la tapia del patizuelo. Era, para ella, como una barrera infranqueable, que tapiaba su pasado. Ignoraba, quería ignorar lo que había ahora al otro lado de ese muro, en el antiguo cercado de los Fouque, donde había enterrado su amor, su corazón y su carne. A las primeras preguntas de Silvère, lo miró con un espanto infantil. ¿Iría también él, pues, a remover las cenizas de aquellos días extinguidos y a hacerla llorar como su hijo Antoine?

—No sé —dijo con voz rápida—, ya no salgo, no veo a nadie...Silvère esperó con cierta impaciencia al día siguiente. En cuanto

llegó a casa de su patrón, dio charla a sus camaradas del taller. No contó su entrevista con Miette; habló vagamente de una chica a la que había visto de lejos en el Jas-Meiffren.

—¡Eh! ¡Es la Chantegreil! —gritó uno de los obreros.Y, sin que Silvère necesitara interrogarlos, sus compañeros le

contaron la historia del cazador furtivo Chantegreil y de su hija Miette, con ese odio ciego del vulgo contra los parias. A la última, sobre todo, la motejaron de mala manera; y siempre acudía a sus labios el insulto de hija de galeote, como una razón sin réplica que condenaba a la pobre inocente a una eterna vergüenza.

El carretero Vian, un hombre bondadoso y digno, acabó por imponerles silencio.

—¡Eh! ¡Callaos, malas lenguas! —dijo soltando un varal de carreta que examinaba—. ¿No os da vergüenza ensañaros con una niña? Yo he visto a esa cría. Tiene una pinta muy honrada. Y además me han dicho que no le hace ascos al trabajo y que realiza ya las

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tareas de una mujer de treinta años. Hay aquí holgazanes que no valen lo que ella. Le deseo para más adelante un buen marido que haga callar las habladurías.

Silvère, a quien las bromas y los groseros insultos de los obreros habían helado, sintió que las lágrimas le subían a los ojos ante la última frase de Vian. Por lo demás, no abrió los labios. Cogió su martillo, que había dejado a un lado, y se puso a golpear con todas sus fuerzas el cubo de una rueda que estaba herrando.

Por la tarde, en cuanto regresó del taller, corrió a trepar a la tapia. Encontró a Miette con su faena de la víspera. La llamó. Ella acudió hacia él, con su sonrisa cohibida, su adorable salvajismo de niña crecida entre lágrimas.

—¿Eres la Chantegreil, verdad? —le preguntó bruscamente. Ella retrocedió, dejó de sonreír, y sus ojos se pusieron de un negro duro, brillante de desconfianza. ¡Aquel chico iba, pues, a insultarla como los otros! Le dio la espalda sin responder, cuando Silvère, consternado por el súbito cambio de su rostro, se apresuró a añadir—: Quédate, por favor... No quiero causarte pena... ¡Tengo tantas cosas que decirte!

Ella regresó, desconfiada aún. Silvère, cuyo corazón rebosaba y que se había prometido vaciarlo largamente, se quedó mudo, sin saber por dónde empezar, temeroso de cometer alguna nueva torpeza. Todo su corazón entró por fin en una frase:

—¿Quieres que sea tu amigo? —dijo con voz emocionada. Y cuando Miette, muy sorprendida, alzó hacia él sus ojos, que habían vuelto a estar húmedos y sonrientes, continuó con viveza—: Sé que te hacen daño. Esto tiene que terminar. Yo te defenderé ahora. ¿Quieres?

La niña resplandecía. Aquella amistad que se le ofrecía la sacaba de todos sus malos sueños de odios mudos. Movió la cabeza, y respondió:

—No, no quiero que te pelees por mí. Tendrías demasiado que hacer. Y además hay personas de las que no puedes defenderme. —Silvère quiso gritar que la defendería del mundo entero, pero ella le cerró la boca, con un gesto mimoso, añadiendo—: Me basta con que seas mi amigo.

Entonces conversaron unos minutos, bajando la voz lo más posible. Miette le habló a Silvère de su tío y de su primo. Por nada del mundo hubiera querido que los viesen así a horcajadas sobre la albardilla. Justin sería implacable si tuviera un arma contra ella. Hablaba de sus temores con el susto de una escolar que encuentra a una amiga a la que su madre le ha prohibido tratar. Silvère comprendió solamente que no podría ver a Miette a sus anchas. Eso lo entristeció mucho. Prometió, sin embargo, no volverse a subir a la tapia. Buscaban ambos un medio para verse de nuevo, cuando Miette le suplicó que se fuese; acababa de divisar a Justin que cruzaba la finca, dirigiéndose hacia el lado del pozo. Silvère se apresuró a bajar. Cuando estuvo en el pequeño patio, se quedó al pie del muro, aguzando el oído, irritado por su huida. Al cabo de unos minutos, se

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aventuró a trepar de nuevo y a echar un vistazo al Jas-Meiffren; pero vio a Justin que charlaba con Miette, y retiró a toda prisa la cabeza. Al día siguiente no pudo ver a su amiga, ni siquiera de lejos; debía de haber acabado su tarea en aquella parte del Jas. Transcurrieron ocho días así, sin que los dos amigos tuvieran ocasión de intercambiar una sola palabra. Silvère estaba desesperado; pensaba en ir resueltamente a preguntar por Miette a casa de los Rébufat.

El pozo medianero era un gran pozo muy poco profundo. A cada lado de la tapia, los brocales se redondeaban en un ancho semicírculo. El agua se encontraba a tres o cuatro metros, a lo sumo. Esa agua durmiente reflejaba las dos aberturas del pozo, dos medias lunas que la sombra del muro separaba con una raya negra. Al inclinarse, parecía poderse distinguir, a la vaga luz, dos espejos de singular nitidez y brillo. En las mañanas de sol, cuando el goteo de las cuerdas no enturbiaba la superficie del agua, aquellos espejos, aquellos reflejos del cielo, se recortaban, blancos sobre el agua verde, reproduciendo con extraña exactitud las hojas de un pie de hiedra que había crecido a lo largo del muro, por encima del pozo.

Una mañana, muy temprano, Silvère, al ir a sacar la provisión de agua de tía Dide, se inclinó maquinalmente, en el momento en que aferraba la cuerda. Tuvo un sobresalto, se quedó encorvado, inmóvil. En el fondo del pozo había creído ver una cabeza de jovencita que lo miraba sonriente; pero había sacudido la cuerda, el agua agitada ya no era sino un espejo turbio en el que nada se reflejaba con nitidez. Esperó a que el agua se durmiera de nuevo, sin atreverse a moverse, con el corazón latiendo a todo latir. Y a medida que las arrugas del agua se ensanchaban y morían, vio formarse otra vez la aparición. Osciló mucho tiempo con un balanceo que imprimía a sus rasgos una vaga gracia de fantasma. Por fin se fijó. Era el rostro sonriente de Miette, con su busto, su pañoleta de colores, su corpiño blanco, sus tirantes azules. Silvère se vio a su vez en el otro espejo. Entonces, sabiendo ambos que se veían, se hicieron señas con la cabeza. En un primer momento, ni siquiera pensaron en hablarse. Después se saludaron.

—Buenos días, Silvère. —Buenos días, Miette.El extraño sonido de sus voces los asombró. Habían adquirido

una sorda y singular dulzura en aquel agujero húmedo, les parecía que venían de muy lejos, con ese canto ligero de las voces oído por la noche en el campo. Comprendieron que les bastaría con hablar bajo para oírse. El pozo resonaba al menor soplo. Acodados en los brocales, inclinados y mirándose, conversaron. Miette dijo lo apenada que llevaba desde hacía ocho días. Trabajaba en el otro extremo del Jas y no podía escaparse más que por la mañana temprano. Al decir esto, hacía un mohín de despecho que Silvère reconocía perfectamente, y al que respondía con un irritado balanceo de la cabeza. Se hacían sus confidencias, como si se hubieran encontrado frente a frente, con los gestos y las expresiones de la fisonomía que pedían las palabras. Poco les importaba la tapia que

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los separaba, ahora que se veían allá abajo, en aquellas profundidades discretas.

—Yo sabía —continuó Miette con carita sagaz—, que sacabas agua cada día a la misma hora. Oigo, desde la casa, chirriar la roldana. Entonces inventé un pretexto, aseguré que el agua de este pozo cocía mejor la verdura. Me decía que vendría a sacarla todas las mañanas a la misma hora que tú, y que podría decirte hola, sin que nadie se lo figurase. —Soltó una risa de inocente que se aplaude por su astucia, y terminó diciendo—: Pero no me imaginaba que nos veríamos en el agua.

Era ésa, en efecto, una alegría inesperada que los encantaba. Casi hablaban sólo para ver sus labios moverse, tanto divertía aquel juego nuevo a la infancia que había aún en ellos. Así se prometieron en todos los tonos no faltar jamás a la cita matinal. Después de que Miette declarara que tenía que irse, le dijo a Silvère que podía sacar su cubo de agua. Pero Silvère no osaba mover la cuerda: Miette se había quedado inclinada, él seguía viendo su rostro sonriente, y le costaba demasiado borrar esa sonrisa. Ante una leve sacudida que dio al cubo, el agua tembló, la sonrisa de Miette palideció. Se detuvo, presa de un extraño temor: se imaginaba que acababa de contrariarla y que ella lloraba. Pero la niña le gritó: «¡Hale! ¡Hale!», con una risa que el eco le devolvía más prolongada y sonora. Y ella misma soltó ruidosamente un cubo. Se produjo una tempestad. Todo desapareció en el agua negra. Silvère entonces se decidió a llenar sus dos cántaros, escuchando los pasos de Miette, que se alejaba, del otro lado del muro.

A partir de ese día, los jóvenes no dejaron ni una sola vez de encontrarse en su cita. El agua durmiente, aquellos espejos blancos donde contemplaban sus imágenes, daban a sus entrevistas un encanto infinito que durante mucho tiempo bastó a su imaginación juguetona de niños. No sentían el menor deseo de verse cara a cara, aquello les parecía mucho más divertido, tomar un pozo como espejo y confiar a su eco el hola matinal. Pronto conocieron el pozo como a un viejo amigo. Les gustaba inclinarse sobre el lienzo pesado e inmóvil, semejante a plata fundida. Abajo, en una media luz misteriosa, corrían resplandores verdes, que parecían mudar el agujero húmedo en un escondite perdido en el fondo de un bosquecillo. Se distinguían así en una especie de nido verduzco, tapizado de musgo, en medio de la frescura del agua y del follaje. Y todo lo incógnito de aquel manantial profundo, de aquella torre hueca sobre la cual se curvaban, atraídos, con pequeños escalofríos, agregaba a su alegría de sonreírse un miedo inconfesado y delicioso. Les asaltaba la loca idea de descender, de ir a sentarse en una hilera de gruesas piedras que formaban una especie de banco circular, a unos centímetros del lienzo de agua; meterían los pies en el agua, conversarían durante horas, sin que a nadie se le ocurriera nunca ir a buscarlos a aquel lugar. Después, cuando se preguntaban lo que podía haber allá abajo, sus vagos pavores volvían, y pensaban que ya era bastante permitir que su imagen descendiera allá abajo, muy al

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fondo, a aquellos resplandores verdes que tornasolaban las piedras con extraños reflejos, a aquellos ruidos singulares que subían de los rincones negros. Aquellos ruidos, sobre todo, llegados de lo invisible, los inquietaban; a menudo les parecía que otras voces respondían a las suyas; entonces enmudecían, y oían mil pequeñas quejas que no se explicaban: laboreo sordo de la humedad, suspiros del aire, gotas de agua deslizándose sobre las piedras y cuya caída tenía la grave sonoridad de un sollozo. Para tranquilizarse, se hacían cariñosas señas con la cabeza. La atracción que los retenía acodados en los brocales tenía así, como todo encanto punzante, su pizca de horror secreto. Pero el pozo seguía siendo su viejo amigo. ¡Era un pretexto tan excelente para sus citas! jamás Justin, que espiaba cada paso de Miette, desconfió de su diligencia para ir a sacar el agua por la mañana. A veces la miraba desde lejos inclinarse, demorarse. «¡Ah!, qué haragana —murmuraba—, ¡pensar que se divierte haciendo círculos!» ¿Cómo sospechar que al otro lado del muro había un galán que miraba en el agua la sonrisa de la jovencita, diciéndole: «Si esa mula parda de Justin te maltrata, dímelo, que se va a enterar».

Más de un mes duró ese juego. Estaban en julio; las mañanas ardían, blancas de sol, y era una delicia acudir allá, a aquel rincón húmedo. Resultaba agradable recibir en la cara el hálito helado del pozo, amarse en aquella agua de manantial, a la hora en que el sol se encendía. Miette llegaba jadeante, cruzando los rastrojos; en su carrera, los pelillos de su frente y de sus sienes se despeinaban; apenas se tomaba el tiempo de dejar su cántaro; se inclinaba, floja, desmelenada, vibrante de risas. Y Silvère, que llegaba casi siempre el primero a la cita, experimentaba, al verla aparecer en el agua, con aquella risueña y loca prisa, la viva sensación que habría sentido si ella se hubiera arrojado bruscamente en sus brazos, en el recodo de un sendero. En tomo a ellos, el gozo de la radiante mañana cantaba, una oleada de luz cálida, sonora de zumbidos de insectos, azotaba el viejo muro, los pilares y los brocales. Pero ellos ya no veían el matinal chaparrón de sol, no oían ya los mil ruidos que ascendían del suelo: estaban en el fondo de su escondite verde, bajo la tierra, en aquel agujero misterioso y vagamente inquietante, ensimismándose para gozar del frescor y de la media luz, con una alegría estremecida.

Ciertas mañanas, Miette, cuyo temperamento no se avenía a una larga contemplación, se mostraba bromista; movía la cuerda, dejaba caer adrede gotas de agua que arrugaban los claros espejos y deformaban las imágenes. Silvère le suplicaba que se estuviera quieta. El, de ardor más concentrado, no conocía más vivo placer que mirar el rostro de su amiga, reflejado en toda la pureza de sus rasgos. Pero ella no lo escuchaba, bromeaba, ponía un vozarrón, una voz de coco, a la que el eco daba una dulzura ronca.

—No, no —refunfuñaba—, hoy no te quiero, te hago muecas; mira qué fea soy.

Y se entretenía viendo las formas disparatadas que adoptaban sus caras ensanchadas, danzando sobre el agua.

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Una mañana, se enfadó en serio. No encontró a Silvère en la cita, y lo esperó cerca de un cuarto de hora, haciendo chirriar en vano la roldana. Iba a alejarse, exasperada, cuando por fin llegó. En cuanto lo vio, desencadenó una verdadera tempestad en el pozo; agitaba el cubo con una mano irritada, el agua negruzca remolineaba con sordas salpicaduras contra las piedras. Por más que Silvère le explicó que tía Dide lo había retenido, a todas las disculpas ella respondía:

—Me has puesto triste, no quiero verte.El pobre chico interrogaba con desesperación al oscuro agujero,

lleno de ruidos lamentables, donde le esperaba, los otros días, una visión tan clara, en el silencio del agua muerta. Tuvo que retirarse sin haber visto a Miette. Al día siguiente, anticipándose a la hora de la cita, miraba melancólicamente dentro del pozo, sin oír nada, diciéndose que aquella cabecita loca quizá no vendría, cuando la niña, que estaba ya al otro lado, desde donde acechaba taimadamente su llegada, se inclinó de repente, estallando en risas. Todo quedó olvidado.

Hubo así dramas y comedias de los que el pozo fue cómplice. Aquel bendito agujero, con sus espejos blancos y su eco musical, apresuró singularmente su cariño. Le dieron una vida extraña, lo llenaron a tal punto con sus jóvenes amores que, mucho después, cuando ya no acudieron a acodarse en los brocales, Silvère, cada mañana, al sacar el agua, creía ver aparecer en él la cara risueña de Miette, en la media luz estremecida y todavía emocionada por toda la alegría que habían puesto allí.

Aquel mes de gozosa ternura salvó a Miette de su muda desesperación. Sintió despertarse sus afectos, sus dichosas despreocupaciones de niña, que la odiosa soledad en que vivía había comprimido en su interior. La certeza de que era amada por alguien, de que ya no se encontraba sola en el mundo, le hizo tolerables las persecuciones de Justin y de los chavales del arrabal. Había ahora una canción en su corazón que le impedía oír los abucheos. Pensaba en su padre con enternecida piedad, ya no se abandonaba tan a menudo a ensoñaciones de implacable venganza. Sus amores nacientes eran como un alba fresca en la cual se calmaban sus malas fiebres. Se había dicho que debía conservar su actitud muda y rebelde, si quería que Justin no tuviera la menor sospecha. Pero, a pesar de sus esfuerzos, cuando el muchacho la hería, sus ojos seguían llenos de dulzura; ya no sabía de dónde sacar la mirada negra y dura de antaño. Él la oía también canturrear entre dientes, por la mañana, en el desayuno.

—¡Ah! ¡Estás muy alegre, Chantegreil! —le decía desconfiado, examinándola con su aire torvo—. Apuesto a que has jugado alguna mala pasada.

Ella se encogía de hombros, pero temblaba en su interior; se esforzaba de inmediato por desempeñar su papel de mártir rebelde. Por lo demás, aunque olfateaba los gozos secretos de su víctima,

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Justin buscó mucho tiempo antes de enterarse de qué manera se le había escapado.

Silvère, por su parte, disfrutaba de una honda dicha. Sus citas cotidianas con Miette bastaban para llenar las horas vacías que pasaba en casa. Su vida solitaria, sus largos mano a mano silenciosos con tía Dide, se emplearon en recoger uno por uno los recuerdos de la mañana, en saborearlos en sus menores detalles. Experimentó desde entonces una plenitud de sensaciones que lo aisló aún más en la existencia enclaustrada que llevaba con su abuela. Por temperamento, amaba los rincones ocultos, las soledades donde podía a sus anchas vivir con sus pensamientos. Por esa época ya se había, lanzado ávidamente a leer todos los libros descabalados que encontraba en los chamarileros del arrabal, y que debían conducirlo a una extraña y generosa religión social. Esta instrucción, mal digerida, sin bases sólidas, le abría sobre el mundo, y en especial sobre las mujeres, perspectivas de vanidad, de voluptuosidad ardiente, que habrían turbado singularmente su espíritu, si su corazón hubiese estado insatisfecho. Llegó Miette, la acogió al principio como a una amiga; después, como a la alegría y la ambición de su vida. Por la noche, retirado en el reducto donde dormía, tras haber colgado su lámpara a la cabecera de su catre de tijera, encontraba a Miette en cada página del viejo volumen polvoriento que había cogido al azar sobre una tabla, por encima de su cabeza, y que leía devotamente. No podía hablarse en sus lecturas de una jovencita, de una criatura hermosa y buena, sin que la reemplazara inmediatamente por su enamorada. Y él mismo entraba en escena. Si leía una historia novelesca, romántica, se casaba con Miette en el desenlace o moría con ella. Si leía, por el contrario, algún panfleto político, alguna grave disertación sobre economía social, libros que prefería a las novelas, por ese singular amor que los semisabios sienten por las lecturas difíciles, encontraba también un medio para interesarla en las cosas mortalmente aburridas que a menudo ni siquiera lograba entender; creía aprender la forma de ser bueno y amante con ella, cuando estuvieran casados. La mezclaba así en sus ensoñaciones más hueras. Protegido por ese puro cariño contra las indecencias de ciertos cuentos del siglo XVIII que cayeron en sus manos, se complacía sobre todo en encerrarse con ella en las utopías humanitarias que grandes mentes, enloquecidas por la quimera de la felicidad universal, han soñado en nuestros días. Miette, en su ánimo, resultaba necesaria para la abolición del pauperismo y para el triunfo definitivo de la revolución. Noches de lecturas febriles, durante las cuales su espíritu en tensión no podía apartarse del volumen que dejaba y cogía veinte veces; noches llenas, en suma, de un voluptuoso nerviosismo del cual disfrutaba hasta que se hacía de día, como de una embriaguez prohibida, con el cuerpo oprimido por las paredes del estrecho gabinete, la vista turbada por el resplandor amarillo y turbio de la lámpara, entregándose a placer a la quemazón del insomnio y edificando proyectos de una nueva sociedad, de una generosidad absurda, en la cual la mujer, siempre con los rasgos de

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Miette, era adorada por las naciones de hinojos. Se hallaba predispuesto a amar la utopía por ciertas influencias hereditarias; en él, los trastornos nerviosos de su abuela tendían al entusiasmo crónico, a impulsos hacia todo cuanto fuera grandioso e imposible. Su infancia solitaria, su instrucción a medias, habían desarrollado singularmente las tendencias de su naturaleza. Pero no estaba aún en esa edad en que la idea fija remacha su clavo en el cerebro de un hombre. Por la mañana, en cuanto se había refrescado la cabeza en un cubo de agua, sólo se acordaba confusamente de los fantasmas de su vigilia, conservaba sólo de sus sueños un salvajismo lleno de fe ingenua y de inefable ternura. Volvía a ser un niño. Corría al pozo, con la única necesidad de encontrar la sonrisa de su enamorada, de disfrutar de las alegrías de la radiante mañana. Y durante el día, si la idea del futuro lo ponía pensativo, también a menudo, cediendo a súbitas efusiones, besaba en las dos mejillas a tía Dide, quien lo miraba entonces a los ojos, como presa de inquietud, al verlos tan claros y tan profundos con una alegría que ella creía reconocer.

Sin embargo, Miette y Silvère se cansaban un poco de no ver más que sus sombras. Habían gastado su juguete, soñaban con placeres más vivos, que el pozo no podía darles. Con esa necesidad de realidad que los asaltaba, habrían querido verse cara a cara, correr por el campo abierto, regresar jadeantes, con los brazos en la cintura, apretados uno contra otro, para mejor sentir su amistad. Silvère habló una mañana de salvar sencillamente el muro e ir a pasearse por el Jas con Miette. Pero la niña le suplicó que no hiciera esa locura, que la entregaría a merced de Justin. Él le prometió buscar otro medio.

La tapia en la cual estaba enclavado el pozo formaba, a unos cuantos pasos, un brusco recodo que les procuraba una especie de entrante donde los enamorados se habrían encontrado al amparo de las miradas, si hubieran conseguido refugiarse en él. Se trataba de llegar a ese entrante. Silvère ya no podía pensar en su proyecto de escalada, que había parecido asustar tanto a Miette. Alimentaba secretamente otro proyecto. La puertecita que Macquart y Adélaïde habían abierto en tiempos una noche había permanecido olvidada en aquel rincón perdido de la vasta finca vecina; ni siquiera habían pensado en condenarla; negra de humedad, verde de musgo, con la cerradura y los goznes roídos por la herrumbre, formaba como parte de la vieja muralla. Sin duda, la llave se había perdido; las hierbas, crecidas por debajo de las tablas, contra las cuales se habían formado ligeros taludes, probaban suficientemente que nadie pasaba por allí desde hacía muchos años. Silvère contaba con encontrar esa llave perdida. Sabía con qué devoción tía Dide dejaba pudrirse en su sitio las reliquias del pasado. Sin embargo, registró la casa durante ocho días sin ningún resultado. Iba todas las noches, a paso de lobo, a ver si por fin había echado mano durante el día a la llave buena. Probó así más de treinta, procedentes sin duda del antiguo cercado de los Fouque, y que recogió un poco por todas partes, a lo largo de las paredes, en los anaqueles, en el fondo de los cajones. Empezaba a

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desanimarse, cuando por fin encontró la dichosa llave. Estaba simplemente sujeta a un cordel en el llavero de la puerta de entrada, que estaba siempre en la cerradura. Colgaba allí desde hacía cerca de cuarenta años. Cada día tía Dide había debido de tocarla con la mano, sin decidirse nunca a hacerla desaparecer, ahora que sólo podía devolverla dolorosamente a su voluptuosidad muerta. Cuando Silvère se hubo asegurado de que abría la puertecita, esperó al día siguiente, soñando con las alegrías de la sorpresa que le reservaba a Miette. Le había ocultado sus pesquisas.

Al día siguiente, en cuanto oyó a la niña dejar el cántaro, abrió suavemente la puerta, cuyo umbral cubierto de largas hierbas despejó de un empujón. Estirando la cabeza, divisó a Miette inclinada sobre el brocal, mirando en el pozo, enteramente absorta en la espera. Llegó en dos zancadas al entrante que formaba el muro, y desde allí llamó: «¡Miette! ¡Miette!», con una voz dulcificada que la estremeció. Alzó la cabeza, creyéndolo sobre la albardilla. Después, cuando lo vio en el Jas, a unos pasos de ella, lanzó un ligero grito de asombro; acudió. Se cogieron de las manos; se contemplaban, encantados de estar tan cerca uno del otro, encontrándose mucho más guapos así, a la luz cálida del sol. Era a mediados de agosto, el día de la Asunción; a lo lejos las campanas sonaban en ese aire límpido de las grandes fiestas, que parece tener hálitos particulares de rubios regocijos.

—¡Buenos días, Silvère! —¡Buenos días, Miette!Y la voz con que intercambiaron su saludo matinal les extrañó.

Sólo conocían sus sonidos velados por el eco del pozo. Les pareció clara como un canto de alondra. ¡Ah, qué bien se estaba en aquel rincón tibio, en aquel aire de fiesta! Seguían cogidos de las manos, Silvère apoyado de espaldas contra el muro, Miette echada un poco hacia atrás. Entre ellos, sus sonrisas tendían una claridad. Iban a decirse todas las buenas cosas que no habían osado confiar a las sordas sonoridades del pozo, cuando Silvère, volviendo la cabeza a un ligero ruido, palideció y soltó las manos de Miette. Acababa de ver a tía Dide ante él, erguida, parada en el umbral de la puerta.

La abuela había ido por azar al pozo. Al divisar, en el viejo muro negro, el boquete blanco de la puerta que Silvère había abierto de par en par, recibió un violento golpe en el corazón. Aquel boquete blanco le parecía un abismo de luz excavado brutalmente en su pasado. Volvió a verse en medio de la claridad de la mañana, corriendo, pasando el umbral con todo el arrebato de sus amores nerviosos. Y allí estaba esperándola Macquart. Se colgaba de su cuello, se quedaba junto a su pecho, mientras el sol naciente, que entraba con ella en el patio por la puerta que no se tomaba el ir abajo de cerrar, los bañaba con sus rayos oblicuos. Visión brusca que la sacaba cruelmente del sueño de su vejez, como un castigo supremo, despertando en ella el escozor ardiente del recuerdo. Jamás se le había ocurrido la idea de que aquella puerta pudiera abrirse aún. La muerte de Macquart, para ella, la había tapiado. Si el

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pozo y el muro entero hubiesen desaparecido bajo tierra no se habría visto sorprendida por un estupor mayor. Y en su asombro, ascendía sordamente una rebelión contra la mano sacrílega que, tras haber violado aquel umbral, había dejado tras sí el boquete blanco como una tumba abierta. Se adelantó, atraída por una especie de fascinación. Se mantuvo inmóvil en el marco de la puerta.

Allá, miró al frente, con dolorosa sorpresa. Le habían dicho, sí, que el cercado de los Fouque se hallaba unido al Jas-Meiffren; pero jamás habría pensado que su juventud estaba muerta hasta ese punto. Un gran viento parecía haberse llevado cuanto seguía siendo caro a su memoria. La vieja vivienda, el inmenso huerto, con sus bancales verdes de hortalizas, habían desaparecido. Ni una piedra, ni un árbol de antaño. Y en el sitio de aquel rincón donde ella había crecido, y que todavía la víspera veía cerrando los ojos, se extendía un jirón de suelo desnudo, una ancha rastrojera desolada como una landa desierta. Ahora, cuando, con los párpados cerrados, quisiera evocar las cosas del pasado, se le aparecerían siempre esos rastrojos, semejantes a un sudario de amarillento buriel arrojado sobre la tierra donde su juventud estaba sepultada. Frente a aquel horizonte trivial e indiferente, creyó que su corazón moría por segunda vez. Todo, a esas horas, estaba más que terminado. Le quitaban hasta los sueños de sus recuerdos. Entonces lamentó haber cedido a la fascinación del boquete blanco, de aquella puerta abierta a los días desaparecidos para siempre.

Iba a retirarse, a cerrar la puerta maldita, sin tratar siquiera de conocer la mano que la había violado, cuando divisó a Miette y Silvère. La vista de los dos niños enamorados que esperaban su mirada, confusos, la cabeza gacha, la retuvo en el umbral, presa de un dolor más vivo. Ahora comprendía. Hasta el final, ella debía encontrarse, ella y Macquart, uno en brazos del otro en la clara mañana. Por donde el amor había pasado, el amor pasaba de nuevo. Era el eterno retorno, con sus alegrías presentes y sus lágrimas futuras. Tía Dide no vio sino las lágrimas, y tuvo como un rápido presentimiento que le mostró a los dos niños ensangrentados, heridos en el corazón. Sacudida por entero por el recuerdo de los sufrimientos de su vida, que aquel lugar acababa de despertar en ella, lloró a su querido Silvère. Ella era la única culpable; si no hubiera en tiempos horadado la muralla, Silvère no estaría en aquel rincón perdido, a los pies de una chica, embriagándose con una felicidad que irrita a la muerte y la llena de celos.

Al cabo de un silencio, fue, sin decir palabra, a coger al joven de la mano. Acaso los habría dejado allí, parloteando al pie del muro, si no se hubiera sentido cómplice de aquellas dulzuras mortales. Cuando regresaba con Silvère, se dio la vuelta, al oír el paso ligero de Miette, que se había apresurado a recoger su cántaro y a huir a través de la rastrojera. Corría locamente, feliz de haber salido tan bien parada. Tía Dide tuvo una sonrisa involuntaria, al verla atravesar el campo como una cabra escapada.

—Es muy joven —murmuró—. Tiene tiempo.

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Sin duda, quería decir que Miette tenía tiempo de sufrir y de llorar. Después, volviendo la mirada hacia Silvère, que había seguido extasiado la carrera de la niña en el límpido sol, agregó simplemente:

—Ten cuidado, hijo mío, de eso se muere.Fueron las únicas palabras que pronunció en esta aventura, que

removió todos los dolores dormidos en el fondo de su ser. Para ella el silencio era una religión. Cuando Silvère hubo entrado, cerró la puerta con doble vuelta y tiró la llave al pozo. Estaba segura, de esta manera, de que la puerta no volvería a hacerla cómplice. Regresó a examinarla un instante, feliz de verla recobrar su aire sombrío e inmutable. La tumba estaba cerrada, el boquete blanco se encontraba cegado para siempre por esas pocas tablas negras de humedad, verdes de musgo, sobre las cuales los caracoles habían llorado lágrimas de plata.

Por la noche, tía Dide tuvo una de esas crisis nerviosas que aún la sacudían de vez en cuando. Durante esos ataques hablaba a menudo en voz alta, sin ilación, como en una pesadilla. Esa noche, Silvère, que la sujetaba en su lecho, afligido por una angustiosa compasión por el pobre cuerpo retorcido, la oyó pronunciar jadeante las palabras de aduanero, disparo, muerte. Y se debatía, pedía gracia, soñaba con la venganza. Cuando la crisis tocó a su fin, ella sintió, como sucedía siempre, un espanto singular, un estremecimiento de pavor que le hacía castañear los dientes. Se incorporaba a medias, miraba con despavorido asombro por los rincones de la habitación, luego se desplomaba sobre la almohada lanzando prolongados suspiros. Sin duda la asaltaba una alucinación. Entonces atrajo a Silvère sobre su pecho, pareció empezar a reconocerlo, aunque confundiéndolo a ratos con otra persona.

—Están ahí —tartamudeó—. Míralos, van a cogerte, te matarán de nuevo... No quiero... Despídelos, diles que no quiero, que me hacen daño, clavando así sus miradas sobre mí... —Y se volvió hacia la pared, para no ver a la gente de la que hablaba. Al cabo de un silencio—: Tú estás junto a mí, ¿verdad, hijo mío? —continuó—. No tienes que abandonarme... He creído que iba a morir hace un momento... Nos equivocamos al horadar el muro. Desde ese día he subido. Sabía perfectamente que esa puerta nos volvería a traer desgracias... ¡Ah, queridos inocentes, cuántas lágrimas! Los matarán, a ellos también, a disparos, como a perros. —Caía de nuevo en su estado de catalepsia, ni siquiera sabía que Silvère estaba allí. Bruscamente se enderezó, miró al pie de la cama, con una horrible expresión de terror—. ¿Por qué no los has despedido? —gritó, ocultando su cabeza cana en el pecho del joven—. Siguen ahí. El que tiene el fusil me hace señas de que va a disparar...

Poco después se durmió con el pesado sueño que remataba las crisis. Al día siguiente parecía haberlo olvidado todo. Jamás habló con Silvère de la mañana en que lo había encontrado con una enamorada tras el muro.

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Los jóvenes estuvieron dos días sin verse. Cuando Miette se atrevió a volver al pozo, se prometieron no cometer de nuevo el desatino de la antevíspera. Sin embargo, su entrevista, tan bruscamente cortada, les había inspirado un vivo deseo de encontrarse a solas en el fondo de cualquier dichosa soledad. Cansados de las alegrías que el pozo les ofrecía, y no queriendo apenar a tía Dide, al volver a ver a Miette del otro lado del muro Silvère suplicó a la niña que lo citara en otra parte. Ella no se hizo rogar, por lo demás; aceptó la idea con risas satisfechas de chiquilla que no piensa aún en el mal; lo que la hacía reír era la idea de que iba a vencer en agudeza a aquel espía de Justin. Cuando los enamorados estuvieron de acuerdo, discutieron durante mucho tiempo la elección de un lugar donde encontrarse. Silvère propuso escondites imposibles; soñaba con hacer auténticos viajes, o bien con reunirse con la joven, a media noche, en los graneros del Jas-Meiffren. Miette, más práctica, se encogió de hombros, declarando que buscaría algo a su vez. Al día siguiente sólo se quedó un minuto en el pozo, el tiempo de sonreírle a Silvère y de decirle que se encontrara por la noche, hacia las diez, al fondo del ejido de San Mittre. ¡Imaginémonos si el joven fue puntual! Todo el día lo había intrigado mucho la elección de Miette. Su curiosidad aumentó cuando se hubo metido por la estrecha vereda que las pilas de tablas formaban al fondo del terreno. «Vendrá por ahí», se decía mirando hacia el lado de la carretera de Niza. Luego oyó un gran ruido de ramas tras el muro, y vio aparecer, por encima de la albardilla, una cabeza risueña, desgreñada, que le gritó gozosa:

—¡Soy yo!Y era Miette, en efecto, que había trepado como un golfillo a una

de las moreras que bordean todavía hoy la tapia del Jas. En dos saltos alcanzó la lápida sepulcral, semienterrada en el ángulo de la muralla, al fondo de la vereda. Silvère la miró bajar con un fascinado asombro, sin pensar siquiera en ayudarla. Le cogió las dos manos, y le dijo:

—¡Qué ágil eres! Trepas mejor que yo.Fue así como se encontraron por primera vez en aquel rincón

perdido donde debían pasar tan buenas horas. A partir de esa noche, se vieron allí casi todos los días. El pozo sólo les sirvió ya para advertirse de los imprevistos obstáculos surgidos para sus citas, de los cambios de hora, de todas las pequeñas noticias, grandes a sus ojos, y que no toleraban un retraso; bastaba que aquel que tenía algo que comunicar al otro pusiera en marcha la roldana, cuyo ruido estridente se oía de muy lejos. Pero, aun cuando ciertos días se llamasen dos o tres veces para decirse naderías de enorme importancia, sólo saboreaban sus verdaderas alegrías por la noche, en la discreta vereda. Miette era de una rara puntualidad. Felizmente dormía encima de la cocina, en una habitación donde se guardaban, antes de su llegada, las provisiones para el invierno, y a la que llevaba una pequeña escalera privada. Podía así salir a cualquier hora sin que la vieran el viejo Rébufat ni Justin. Contaba,

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además, si este último la veía regresar alguna vez, con meterle algún cuento, mirándolo con aquel aire duro que le cerraba la boca.

¡Ah! ¡Qué felices y tibias veladas! Estaban entonces a primeros de septiembre, mes de claro sol en Provenza. Los enamorados no podían reunirse sino hacia las nueve. Miette llegaba por su tapia. Pronto adquirió tal habilidad para salvar ese obstáculo que casi siempre estaba sobre la antigua lápida sepulcral antes de que Silvère le hubiese tendido los brazos. Y se reía de su proeza, se quedaba allí un instante, sofocada, despeinada, dándose golpecitos en la falda para bajársela. Su enamorado la llamaba, riendo, «malvado pilluelo». En el fondo, le gustaba la fanfarronería de la niña. La miraba saltar su tapia con la complacencia de un hermano mayor que asiste a los ejercicios de uno de sus hermanos más jóvenes. ¡Había tanta puerilidad en su ternura naciente! En varias ocasiones trazaron el proyecto de ir un día a buscar nidos de pájaros a orillas del Viorne.

—¡Ya verás cómo subo a los árboles! —decía Miette orgullosamente—. Cuando estaba en Chavanoz, llegaba hasta lo alto de los nogales del tío André. ¿Nunca has cogido urracas? ¡Es lo más difícil!

Y se entablaba una discusión sobre la forma de trepar por los álamos. Miette daba su opinión francamente, como un muchacho.

Pero Silvère, cogiéndola por las rodillas, la había bajado al suelo, y caminaban uno al lado del otro, con los brazos por la cintura. Mientras discutían sobre la manera en que se deben poner los pies y las manos en el nacimiento de las ramas, se apretaban aún más, sentían bajo sus abrazos calores desconocidos que los quemaban con extraño gozo. Nunca el pozo les había procurado tales placeres. Seguían siendo niños, tenían juegos y conversaciones de chiquillos, y saboreaban goces de enamorados, aunque sin saber hablar de amor, sólo con cogerse de la punta de los dedos. Buscaban la tibieza de sus manos, asaltados por una instintiva necesidad, ignorando a dónde iban sus sentidos y su corazón. En esa hora de feliz ingenuidad, se ocultaban incluso la singular emoción que se daban mutuamente al menor contacto. Sonrientes, extrañados a veces de la dulzura que fluían por ellos, en cuanto se tocaban, se abandonaban secretamente a la suavidad de sus nuevas sensaciones, mientras seguían conversando, como dos escolares, de los nidos de urraca que son tan difíciles de alcanzar.

Y caminaban, en el silencio del sendero, entre las pilas de tablas y la tapia del Jas-Meiffren. Jamás sobrepasaban el extremo de aquel estrecho callejón sin salida, volviendo sobre sus pasos a cada vez. Estaban en su casa. A menudo, Miette, feliz de sentirse tan bien escondida, se detenía y se felicitaba por su descubrimiento:

—¡Sí que tuve buena mano! —decía encantada—. ¡Aunque anduviéramos una legua, no encontraríamos un escondite mejor!

La hierba espesa ahogaba el ruido de sus pasos. Estaban anegados en una ola de tinieblas, mecidos entre dos oscuras orillas, sin ver más que una franja de un azul intenso, sembrada de estrellas, por encima de sus cabezas. Y en la vaguedad del suelo que hollaban,

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en ese parecido de la vereda a un arroyo de sombras fluyendo bajo el cielo negro y oro, experimentaban una emoción indefinible, bajaban la voz, aunque nadie pudiera escucharlos. Entregándose a esas ondas silenciosas de la noche, la carne y el espíritu flotantes, se contaban, esas noches, las mil naderías de la jornada, con temblores de enamorados.

Otras veces, en las noches claras, cuando la luna recortaba nítidamente las líneas del muro y de las pilas de tablas, Miette y Silvère conservaban su despreocupación de niños. La vereda se alargaba, iluminada por rayas blancas, muy alegre, sin incógnitas. Y los dos amigos se perseguían, reían como chavales en el recreo, se aventuraban incluso a trepar a las pilas de tablas. Silvère tenía que asustar a Miette, diciéndole que Justin quizá estuviera detrás de la tapia, acechándola. Entonces, aún jadeantes, caminaban uno junto al otro, prometiéndose ir a correr un día por los prados de Santa Clara, para saber cuál de los dos atraparía al otro más de prisa.

Sus amores nacientes se acomodaban así a las noches oscuras y a las noches límpidas. Su corazón estaba siempre despierto, y bastaba un poco de sombra para que su abrazo fuese más dulce y su risa más blandamente voluptuosa. El amado retiro, tan alegre al claro de luna, tan extrañamente conmovido en las noches sombrías, les parecía inagotable en estallidos de gozo y en silencios estremecidos. Y hasta media noche se quedaban allá, mientras la ciudad se dormía y las ventanas del arrabal se apagaban una a una.

Nunca vieron perturbada su soledad. A esa hora avanzada los chiquillos ya no jugaban al escondite detrás de las pilas de tablas. A veces, cuando los jóvenes oían algún ruido, una canción de obreros que pasaban por la carretera, voces que llegaban de las aceras vecinas, se aventuraban a echar una mirada al ejido de San Mittre. El campo de vigas se extendía, vacío, poblado por raras sombras. En las veladas tibias, veían allí vagas parejas de enamorados, viejos sentados en los maderos, al borde del camino real. Cuando las noches se volvían más frescas, sólo distinguían el ejido melancólico y desierto, algún fuego de gitanos, ante el cual pasaban grandes sombras negras. El aire en calma de la noche les traía palabras y sonidos perdidos, las buenas noches de un burgués que cerraba su puerta, el chasquido de un postigo, las campanadas graves de los relojes, todos esos ruidos menguantes de una ciudad de provincias que se acuesta. Y cuando Plassans estaba dormido, oían aún las disputas de los gitanos, el chisporroteo de su hoguera, en medio del cual se alzaban bruscamente voces guturales de jovencitas cantando en una lengua desconocida, llena de acentos rudos.

Pero los enamorados no miraban mucho rato afuera, al ejido de San Mittre; se apresuraban a volver a su hogar, seguían caminando a lo largo de su amado sendero cerrado y discreto. ¡Poco les preocupaban los demás, la ciudad entera! Las pocas tablas que los separaban de la gente maligna les parecían, a la larga, una barrera infranqueable. Estaban tan solos, eran tan libres en aquel rincón situado en pleno arrabal, a cincuenta pasos de la puerta de Roma,

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que a veces se imaginaban estar muy lejos, al fondo de alguna cavidad del Viorne, en campo raso. De todos los ruidos que llegaban a ellos, sólo escuchaban uno con una emoción inquieta, el de los relojes sonando lentamente en la noche. Cuando daba la hora, a veces fingían no oírla, a veces se paraban en seco, como para protestar. Sin embargo, por más que se concedieran diez minutos de gracia, tenían que decirse adiós. Habrían jugado, habrían charlado hasta la madrugada, con los brazos enlazados, con el fin de experimentar ese singular ahogo cuyas delicias saboreaban en secreto, con continuas sorpresas. Miette se decidía por fin a subir por su tapia. Pero aún no se había acabado, la despedida duraba todavía un cuarto de hora largo. Después de franquear el muro, la niña se quedaba allí, de codos sobre la albardilla, sujeta por las ramas de la morera que le servía de escalera. Silvère, de pie en la lápida sepulcral, podía cogerle las manos, seguir charlando a media voz. Repetían más de diez veces: <<¡Hasta mañana!», y siempre encontraban nuevas palabras. Silvère rezongaba:

—Vamos, baja; son más de las doce.Pero, con testarudez de muchacha, Miette quería que él bajase el

primero; deseaba verlo irse. Y como el joven se las tenía tiesas, ella acababa por decir bruscamente, para castigarlo, sin duda:

—Voy a saltar, vas a ver.Y saltaba de la morera, con gran susto de Silvère. Oía el ruido

sordo de su caída; luego ella huía con un estallido de risa, sin querer contestar a su último adiós. Él se quedaba unos instantes mirando su sombra vaga hundirse en la oscuridad, y lentamente bajaba a su vez, se dirigía al callejón de San Mittre.

Durante dos años, fueron allí cada día. Disfrutaron, en sus primeras citas, de algunas hermosas noches todavía tibias. Los enamorados pudieron creerse en mayo, en el mes de los estremecimientos de la savia, cuando un buen olor a tierra y a hojas nuevas se arrastra en el aire cálido. Aquel rebrote, aquella primavera tardía, fue para ellos como una gracia del cielo, que les permitió correr libremente por el sendero y estrechar su amistad con apretados lazos.

Después llegaron las lluvias, las nieves, las heladas. Aquellos malos humores del invierno no los contuvieron. Miette ya no vino sin su pelliza parda, y ambos se burlaron del mal tiempo. Cuando la noche era seca y clara, cuando leves soplos levantaban bajo sus pasos un polvillo blanco de helada, y les herían el rostro como golpecitos de finas varillas, se guardaban de sentarse; iban y venían más de prisa, envueltos en la pelliza, con las mejillas amoratadas, los ojos llorosos de frío; y se reían, sacudidos por entero de gozo por su rápida marcha en el aire helado. Una noche de nieve se divirtieron haciendo una enorme bola, que llevaron rodando hasta un rincón; se quedó allí un mes largo, lo cual los llenó de asombro a cada nueva cita. La lluvia no los asustaba mucho más. Se vieron con terribles aguaceros que los calaban hasta los huesos. Silvère acudía diciéndose que Miette no cometería la locura de ir; y cuando Miette

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llegaba a su vez, no sabía cómo regañarla. En el fondo, la esperaba. Acabó por buscar un refugio contra el mal tiempo, sabiendo que saldrían de todas maneras, pese a su mutua promesa de no poner los pies fuera cuando lloviese. Para encontrar un techo, sólo tuvo que ahuecar una pila de tablas; retiró algunos pedazos de madera, que dejó sueltos, para que pudiera desplazarlos y volverlos a colocar fácilmente. A partir de entonces, los enamorados tuvieron a su disposición una especie de garita baja y estrecha, un agujero cuadrado, donde sólo podían estar apretados el uno contra el otro, sentados en la punta de un tablón, que dejaban en el fondo de su cobijo. Cuando caía agua, el primero en llegar se refugiaba allí; y cuando se encontraban reunidos, escuchaban con un gozo infinito el aguacero que golpeaba las pilas de tablas con sordos redobles de tambor. Ante ellos, a su alrededor, en la negrura de tinta de la noche, había un gran chorrear que ellos no veían, y cuyo ruido continuo semejaba la alta voz de una muchedumbre. Estaban muy solos, empero, en el fin del mundo, en el fondo de las aguas. Jamás se sentían tan felices, tan separados de los otros, como en medio de ese diluvio, en esa pila de tablas, amenazados a cada instante de verse arrastrados por los torrentes del cielo. Sus rodillas dobladas llegaban casi a ras de la abertura, y ellos se hundían lo más posible, las mejillas y las manos bañadas en un fino polvo de lluvia. A sus pies, gruesas gotas caídas de las tablas chapoteaban acompasadas. Y tenían calor con la pelliza parda; estaban tan estrechos que Miette se encontraba a medias sobre las rodillas de Silvère. Parloteaban; después enmudecían, invadidos por una languidez, adormilados por la tibieza de su abrazo y por el redoble monótono del aguacero. Así estaban horas, con ese amor a la lluvia que hace caminar gravemente a las niñas pequeñas, en días de tormenta, con una sombrilla abierta en la mano. Acabaron prefiriendo las veladas lluviosas. Sólo que su separación resultaba entonces más penosa. Era preciso que Miette salvase su muro bajo una lluvia insistente, y que cruzase los charcos del Jas-Meiffren en plena oscuridad. En cuanto ella salía de sus brazos, Silvère la perdía en las tinieblas, en el clamor del agua. Escuchaba en vano, ensordecido, cegado. Pero la inquietud en que los sumía a los dos esta brusca separación era un encanto más; hasta el día siguiente se preguntaban si no les habría ocurrido algo, con aquel tiempo de perros; podían haber resbalado, quizá se habían extraviado, temores que los absorbían tiránicamente a uno y otro, y que hacían más tierna la entrevista siguiente.

Por fin volvieron los días buenos, abril trajo noches dulces, la hierba del sendero creció locamente. En aquella oleada de vida que fluía del cielo y ascendía de la tierra, entre las embriagueces de la joven estación, a veces los enamorados añoraron su soledad invernal, las tardes de lluvia, las noches heladas, durante las cuales estaban tan perdidos, tan lejos de todo ruido humano. Ahora el día no caía ya tan pronto; maldecían los largos crepúsculos y cuando la noche se había hecho tan negra como para que Miette pudiera trepar por el muro sin peligro de ser vista, cuando habían conseguido por fin

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deslizarse en su sendero, ya no encontraban en él el aislamiento que agradaba a su salvajismo de niños enamorados. El ejido de San Mittre se poblaba, los chiquillos del arrabal se quedaban sobre las vigas, persiguiéndose y gritando, hasta las once; ocurrió incluso a veces que uno de ellos fue a esconderse tras las pilas de tablas, lanzando a Miette y Silvère la risa descarada de un golfo de diez años. El temor de verse sorprendidos, el despertar, los ruidos de la vida que crecían en torno a ellos, a medida que la estación se volvía más cálida, dieron inquietud a sus entrevistas.

Además empezaban a ahogarse en la estrecha vereda. Jamás ésta se había estremecido con un temblor tan ardiente; jamás el suelo, ese mantillo donde dormían las últimas osamentas del antiguo cementerio, había dejado escapar hálitos más turbadores. Y había en ellos aún demasiada infancia para disfrutar del encanto voluptuoso de aquel agujero perdido, tan febril con la primavera. Las hierbas les llegaban a las rodillas; iban y venían con dificultad, y cuando aplastaban los jóvenes brotes, ciertas plantas exhalaban olores acres que los embriagaban. Entonces, presa de extrañas lasitudes, turbados y vacilantes, los pies como atados por las hierbas, se adosaban al muro con los ojos entrecerrados, sin poder avanzar más. Les parecía que toda la languidez del cielo penetraba en ellos.

Su petulancia de escolares concordaba mal con aquellas debilidades súbitas, y acabaron por acusar a su retiro de carecer de aire y por decidirse a ir a pasear su ternura más lejos, en pleno campo. Entonces hubo, cada noche, nuevas escapadas. Miette vino con su pelliza; los dos se enterraban en la amplia prenda, se deslizaban a lo largo de los muros, alcanzaban el camino real, los campos libres, los campos anchos, donde el aire circulaba poderosamente como las olas en alta mar. Y ya no se ahogaban, recobraban allí su infancia, sentían disiparse los vahídos, las embriagueces que les causaban las altas hierbas del ejido de San Mittre.

Exploraron durante dos veranos aquel rincón de la comarca. Cada punta de roca, cada banco de césped los conoció pronto; y no había grupo de árboles, seto, zarzal que no fuera amigo suyo. Realizaron su sueños: hubo locas carreras por los prados de Santa Clara, y Miette corría de lo lindo, y Silvère tenía que dar sus mayores zancadas para atraparla. Fueron también en busca de nidos de urraca; Miette, cabezona, queriendo demostrar cómo trepaba a los árboles, en Chavanoz, se ataba las faldas con un trozo de cordel, y subía a los álamos más altos; abajo, Silvère temblaba, con los brazos hacia delante, como para recibirla en el caso de que resbalase. Estos juegos apaciguaban sus sentidos, hasta el extremo de que una tarde estuvieron a punto de pegarse como dos galopines que salen de la escuela. Pero, en la ancha campiña, había también hoyos que no les resultaban perjudiciales en nada. Mientras caminaban, surgían risas ruidosas, empujones, chanzas; recorrían leguas, llegaban a veces hasta la cadena de Les Garrigues, seguían los senderos más estrechos, y a menudo atajaban a campo traviesa; la comarca les

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pertenecía, vivían en ella como en país conquistado, disfrutando de la tierra y del suelo. Miette, con esa manga ancha de las mujeres, no se cohibía para coger un racimo de uvas, una rama de almendras verdes, en los viñedos, en los almendros, cuyos ramos la azotaban al pasar; eso contrariaba las ideas absolutas de Silvère, sin que se atreviera por lo demás a regañar a la jovencita, cuyos escasos enfurruñamientos le desesperaban. «¡Ah, qué mala! —pensaba dramatizando puerilmente la situación—, hará de mí un ladrón.» Y Miette le metía en la boca su parte de la fruta robada. Las astucias que él empleaba —llevándola del talle, evitando los árboles frutales, haciendo que lo persiguiera por las cepas—, para apartarla de esa necesidad instintiva de saqueo, agotaban pronto su imaginación. Y la obligaba a sentarse. Entonces volvían a ahogarse. Las hondonadas del Viorne, sobre todo, estaban llenas para ellos de una sombra febril. Cuando la fatiga los llevaba a orillas del torrente, perdían su hermosa alegría de chiquillos. Bajo los sauces flotaban tinieblas grises, semejantes a los crespones almizclados de un tocado femenino. Los niños sentían que esos crespones, como perfumados y tibios aún de los hombros voluptuosos de la noche, acariciaban las sienes, los envolvían en una invencible languidez. A lo lejos, los grillos cantaban en los prados de Santa Clara, y el Viorne tenía a sus pies voces susurrantes de enamorados, ruidos dulcificados de labios húmedos. Del cielo dormido traía una lluvia cálida de estrellas. Y bajo el temblor de ese suelo, de esas aguas, de esa sombra, los niños, acostados de espaldas, en plena hierba, uno al lado del otro, desfallecidos y con las miradas perdidas en la negrura, se buscaban las manos, intercambiaban un corto apretón.

Silvère, que comprendía vagamente el peligro de esos éxtasis, se levantaba a veces de un salto proponiendo pasar a una de las islitas que las aguas bajas descubrían en medio del río. Ambos, descalzos, se aventuraban; a Miette le traían sin cuidado los guijarros, no quería que Silvère la sostuviera, y una vez cayó sentada en medio de la corriente; pero no había ni veinte centímetros de agua, y salió del trance poniendo a secar su falda encimera. Después, cuando estaban en la isla, se acostaban de bruces sobre una lengua de arena, con los ojos al nivel de la superficie del agua, cuyas escamas de plata miraban estremecerse a lo lejos, en la noche clara. Entonces Miette declaraba que iba en barco, la isla avanzaba, con toda seguridad; notaba perfectamente que la arrastraba; este vértigo que les daba el gran caudal con que sus ojos se llenaban los divertía un instante, los mantenía allá, en la orilla, cantando a media voz, al igual que los barqueros que con los remos golpean el agua. Otras veces, cuando la isla tenía una ribera baja, se sentaban en ella como en un banco de verdor, dejando que sus pies desnudos colgasen en la corriente. Y durante horas conversaban, salpicando el agua a golpe de talón, balanceando las piernas, disfrutando al desencadenar tempestades en la apacible cuenca cuya frescura calmaba su fiebre.

Estos baños de pies engendraron en el ánimo de Miette un capricho que a punto estuvo de estropear sus hermosos amores

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inocentes. Quiso a toda costa bañarse del todo. Un poco más arriba del puente del Viorne había una poza, muy adecuada, decía, apenas de tres o cuatro pies de profundidad, y muy segura; hacía tanto calor, se estaría tan a gusto en el agua hasta los hombros; y además hacía mucho tiempo que se moría de ganas de saber nadar, Silvère le enseñaría. Silvère oponía objeciones: de noche no era prudente, podrían verlos, a lo mejor les haría daño; pero no decía la verdadera razón, estaba instintivamente muy alarmado ante la idea de este nuevo juego, se preguntaba cómo se desvestirían, y de qué forma se las arreglaría para sostener a Miette sobre el agua, en sus brazos desnudos. Ella no parecía sospechar tales dificultades.

Una noche ella apareció con un traje de baño que se había cortado de un vestido viejo. Silvère tuvo que regresar a casa de tía Dide a buscar el suyo. La excursión fue totalmente ingenua. Miette ni siquiera se alejó; se desvistió con naturalidad a la sombra de un sauce, tan tupido que su cuerpo de niña sólo puso en él durante unos segundos una vaga blancura. Silvère, de piel morena, apareció en la noche como el tronco sombreado de un roble joven, mientras que las piernas y los brazos de la jovencita, desnudos y robustos, parecían los tallos lechosos de los abedules de la orilla. Después ambos, como vestidos con las manchas oscuras que el alto follaje proyectaba sobre ellos, entraron alegremente en el agua, llamándose, lanzando exclamaciones, sorprendidos por el frescor. Y los escrúpulos, las vergüenzas inconfesadas, los pudores secretos, quedaron olvidados. Allí estuvieron una hora larga, chapoteando, echándose agua a la cara, Miette enfadándose y luego estallando en risas, y Silvère dándole su primera clase, sumergiéndole de vez en cuando la cabeza, para curtirla. Mientras la sostenía con una mano por el cinturón del traje, pasándole la otra mano bajo el vientre, ella movía furiosamente piernas y brazos, creía nadar; pero, en cuanto la soltaba, se debatía gritando y, con las manos extendidas, azotando el agua, se agarraba a donde podía, a la cintura del joven, a una de sus muñecas. Se abandonaba un instante contra él, descansaba, sin resuello, empapada, mientras su traje mojado dibujaba las gracias de su busto de virgen. Después gritaba:

—Una vez más; pero lo haces adrede, no me sostienes.Y nada vergonzoso les venía de aquellos abrazos de Silvère, que

se inclinaba para sujetarla, de aquellos salvamentos enloquecidos de Miette colgada al cuello del joven. El frío del baño les inspiraba una pureza de cristal. Eran, bajo la noche tibia, entre el follaje pasmado, dos inocencias desnudas que reían. Silvère, tras los primeros baños, se reprochó secretamente haber pensado mal. ¡Miette se desvestía tan pronto, y estaba tan fresca en sus brazos, tan sonora de risas!

Pero al cabo de quince días la niña supo nadar. Con sus miembros libres, mecida por las olas, jugando con él, se dejaba invadir por la blanda dulzura del río, por el silencio del cielo, por las ensoñaciones de las riberas melancólicas.

Cuando los dos nadaban sin ruido, Miette creía ver, en las dos orillas, el follaje espesarse, inclinarse hacia ellos, revestir su retiro

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con enormes cortinas. Y los días de luna, entre los troncos se deslizaban resplandores, dulces apariciones que paseaban a lo largo de la orilla con trajes, blancos. Miette no tenía miedo. Experimentaba una emoción indefinible al seguir los juegos de la sombra. Mientras avanzaba, con lentos movimientos, el agua tranquila, que la luna convertía en un claro espejo, se arrugaba al acercarse ella como una tela de lamé de plata; los círculos se ensanchaban, se perdían en las tinieblas de las orillas, bajo las ramas colgantes de los sauces, donde se oían chapoteos misteriosos; y, a cada brazada, encontraba así cavidades llenas de voces, hoyos negros ante los cuales pasaba más deprisa, bosquecillos, hileras de árboles cuyas masas oscuras cambiaban de forma, se alargaban, parecían seguirla desde lo alto del ribazo. Cuando se ponía de espalda, las profundidades del cielo la enternecían también. De la campiña, de los horizontes que no veía, oía entonces ascender una voz grave, prolongada, hecha de todos los suspiros de la noche.

No era de natural soñador, y disfrutaba con todo su cuerpo, con todos sus sentidos, del cielo, del río, de las sombras, de las claridades. El río, sobre todo, esa agua, ese terreno móvil, la llevaba con caricias infinitas. Experimentaba, al remontar la corriente, un gran placer al sentir el agua deslizarse más rápida contra su pecho, y contra sus piernas; era un largo cosquilleo, muy dulce, que podía aguantar sin risas nerviosas. Se hundía más aún, se metía en el agua hasta los labios, para que la corriente pasara sobre sus hombros, la envolviera de un tirón, de la barbilla a los pies, en su beso huidizo. Sentía una languidez que la dejaba inmóvil en la superficie, mientras las olitas resbalaban blandamente entre su traje y la piel, hinchando la tela; después se revolcaba en las superficies muertas, como una gata sobre una alfombra; e iba del agua luminosa, donde se bañaba la luna, al agua negra, ensombrecida por el follaje, con escalofríos, como si hubiera abandonado una llanura soleada y sentido el frío de las ramas caerle sobre la nuca.

Ahora se apartaba para desvestirse, se escondía. En el agua, guardaba silencio; no quería ya que Silvère la tocase; se deslizaba suavemente a su lado, nadando con el ruidito de un pájaro cuyo vuelo cruza un zarzal; o a veces daba vueltas en torno a él, presa de vagos temores que no se explicaba. También él se alejaba, cuando rozaba uno de sus miembros. El río tenía ya sólo para ellos una embriaguez muelle, un embotamiento voluptuoso que los turbaba extrañamente. Cuando salían del baño, sobre todo, experimentaban somnolencias, vahídos. Estaban como agotados. Miette tardaba una hora larga en vestirse. Al principio se ponía sólo la blusa y una falda; luego se quedaba allí, extendida en la hierba, quejándose de cansancio, llamando a Silvère, que se hallaba a unos pasos, la cabeza vacía, los miembros llenos de extraña y excitante lasitud. Y, al regreso, había más ardor en su abrazo, sentían mejor, a través de sus ropas, su cuerpo flexible por el baño, se detenían lanzando grandes suspiros. El moño enorme de Miette, todavía muy húmedo, su nuca, sus hombros tenían un aroma fresco, un olor puro, que acababan de

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embriagar al joven. La niña, felizmente, declaró una noche que no tomaría más baños, que el agua fría hacía que la sangre se le subiese a la cabeza. Sin duda dio esta razón con toda verdad, con toda inocencia.

Reanudaron sus largas conversaciones. En el espíritu de Silvère sólo perduró, del peligro que acababan de correr sus amores ignorantes, una gran admiración por el vigor físico de Miette. En quince días había aprendido a nadar, y a menudo, cuando competían en velocidad, la había visto cortar la corriente con un brazo tan rápido como el suyo. Él, que adoraba la fuerza, los ejercicios corporales, sentía su corazón enternecido al verla tan fuerte, tan poderosa y hábil de cuerpo. Se apoderaba de su corazón un singular aprecio por sus robustos brazos. Una noche, después de uno de esos primeros baños que los dejaban tan risueños, se habían agarrado por la cintura, en una banda de arena, y durante largos minutos habían luchado, sin que Silvère consiguiera derribar a Miette; luego, al perder el equilibrio el joven, la niña había quedado en pie. Su enamorado la trataba como a un chico, y fueron esas marchas forzadas, esas carreras locas a través de los prados, esos nidos encontrados en las copas de los árboles, esas luchas, todos esos juegos violentos, los que los protegieron tan largo tiempo y les impidieron manchar su ternura. Había también en el amor de Silvère, amén de su admiración por la fanfarronería de su enamorada, la dulzura de su corazón tierno con los desdichados. Él, que no podía ver a un ser abandonado, a un pobre hombre, a un niño caminando descalzo entre el polvo de los caminos, sin sentir un nudo de piedad en la garganta, amaba a Miette porque nadie la amaba, porque llevaba una ruda existencia de paria. Cuando la veía reír, se emocionaba profundamente con esta alegría que él le daba. Además, como la niña era tan salvaje como él, se entendían en su odio a las comadres del arrabal. El sueño que él acariciaba, cuando, durante el día, cercaba en casa de su patrón las ruedas de las carretas, a grandes martillazos, estaba lleno de generosa locura. Pensaba en Miette como un redentor. Todas sus lecturas se le subían a la cabeza; quería casarse un día con su amiga para dignificarla a los ojos del mundo; se confiaba una santa misión, el rescate, la salvación de la hija del presidiario. Y tenía la cabeza tan atiborrada de ciertos alegatos que no se decía estas cosas con sencillez; se extraviaba en pleno misticismo social, imaginaba rehabilitaciones apoteósicas, veía a Miette sentada en un trono, en un extremo del paseo Sauvaire, y a toda la ciudad inclinándose, pidiendo perdón, cantando sus alabanzas. Felizmente se olvidaba de estas hermosas cosas en cuanto Miette saltaba su tapia y le decía en la carretera:

—¿Quieres que corramos? Apuesto a que no me pillas.Pero, si el joven soñaba despierto con la glorificación de su

enamorada, tenía tales necesidades de justicia que a menudo la hacía llorar hablándole de su padre. Pese a las hondas ternuras que la amistad de Silvère había puesto en ella, tenía aún de vez en cuando bruscos despertares, malas horas, en las cuales las

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cabezonadas, las rebeliones de su naturaleza sanguínea la atiesaban, con los ojos duros, los labios apretados. Entonces sostenía que su padre había hecho muy bien al matar al gendarme, que la tierra pertenece a todo el mundo, que uno tiene derecho a disparar su fusil donde quiera y cuando quiera. Y Silvère, con su voz grave, le explicaba el Código como lo entendía él, con extraños comentarios que habrían indignado a toda la magistratura de Plassans. Esas conversaciones tenían lugar, con mayor frecuencia, en algún rincón perdido de los prados de Santa Clara. La alfombra de hierba, de un negro verduzco, se extendía hasta perderse de vista, sin que un solo árbol manchase el inmenso lienzo, y el cielo parecía enorme, llenando con sus estrellas la redondez desnuda del horizonte. Los niños estaban como acunados por aquel mar de verdor. Miette luchaba mucho tiempo; le preguntaba a Silvère si hubiera valido más que su padre se dejase matar por el gendarme, y Silvère guardaba silencio un instante; después decía que, en tal caso, más valía ser víctima que verdugo, y que era una gran desdicha matar a un semejante, incluso en legítima defensa. Para él, la ley era una cosa santa, los jueces habían tenido razón al enviar a Chantegreil a presidio. La joven se enfurecía, habría golpeado a su amigo, le gritaba que tenía tan mal corazón como los demás. Y, como él continuaba defendiendo firmemente sus ideas de justicia, Miette acababa por estallar en sollozos, balbuciendo que sin duda se avergonzaba de ella, ya que le recordaba todos los días el crimen de su padre. Estas discusiones terminaban entre lágrimas, con una emoción común. Pero, por mucho que llorase la niña, que reconociese que quizá estaba equivocada, conservaba en el fondo todo su salvajismo, su arrebato sanguíneo. Una vez contó con largas risas cómo un gendarme, al caer de su caballo delante de ella, se había roto una pierna. Por lo demás, Miette sólo vivía ya para Silvère. Cuando éste la interrogaba sobre su tío y su primo, respondía que «no sabía», y si él insistía, por miedo a que en el Jas-Meiffren la hicieran demasiado desgraciada, decía que trabajaba mucho, que nada había cambiado. Creía, empero, que Justin había acabado por saber lo que la hacía cantar de mañana y le llenaba de dulzura los ojos. Pero agregaba:

—¿Qué importa eso? Si alguna vez se le ocurre molestarnos, lo recibiremos, ¿verdad?, de tal manera que se le quitarán las ganas de mezclarse en nuestros asuntos.

Sin embargo, la campiña abierta, las largas marchas al aire libre, los cansaban a veces. Regresaban siempre al ejido de San Mitre, a la vereda estrecha, de donde los habían expulsado las ruidosas noches estivales, los olores demasiado fuertes de las hierbas pisoteadas, los soplos cálidos y turbadores. Pero, ciertas noches, la vereda se volvía más dulce, la refrescaban los vientos, podían quedarse allí sin experimentar vértigo. Disfrutaban entonces de deliciosos reposos. Sentados en la lápida sepulcral, con los oídos sordos al alboroto de los niños y de los gitanos, se encontraban en su casa. Silvère había recogido en diversas ocasiones fragmentos de huesos, restos de

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calaveras, y les gustaba hablar del viejo cementerio. Vagamente, con su imaginación viva, se decían que su amor había brotado, como una hermosa planta robusta y feraz, en aquel mantillo, en aquel rincón de tierra fertilizada por la muerte. Había crecido como aquellos hierbajos; había florecido como aquellas amapolas que la menor brisa hacía bailar sobre sus tallos, semejantes a corazones abiertos y sangrantes. Y se explicaban los tibios hálitos que pasaban sobre sus frentes, los susurros oídos en las sombras, el largo escalofrío que sacudía la vereda: eran los muertos que les soplaban a la cara sus pasiones desaparecidas, los muertos que les contaban su noche de bodas, los muertos que se revolvían en la tierra, presa de un furioso deseo de amar, de reanudar el amor. Esas osamentas, lo notaban muy bien, estaban llenas de ternura por ellos; las calaveras rotas se calentaban en las llamas de su juventud, los menores despojos los rodeaban de un susurro encantado, de una solicitud inquieta, de unos celos estremecidos. Y cuando se alejaban, el antiguo cementerio lloraba. Esas hierbas, que les ataban los pies en las noches de fuego, y que les hacían vacilar, eran dedos delgados, afilados por la tumba, salidos del suelo para retenerlos, para arrojarlos uno en brazos de otro. Ese dolor acre y penetrante que exhalaban los tallos rotos era el perfume fecundante, el jugo poderoso de la vida, que elaboran lentamente los ataúdes y que embriaga de deseo a los amantes extraviados en la soledad de los senderos. Los muertos, los viejos muertos, deseaban las bodas de Miette y Silvère.

Nunca el espanto invadió a los niños. La flotante ternura que adivinaban en torno a ellos los emocionaba, les llevaba a amar a los seres invisibles cuyo roce creían sentir a menudo, semejante a un leve batir de alas. Simplemente se entristecían a veces con una tristeza dulce, y no comprendían lo que los muertos querían de ellos. Seguían viviendo sus amores ignorantes, en medio de esa oleada de savia, en aquel trozo de cementerio abandonado, donde la tierra abonada rezumaba vida, y que exigía imperiosamente su unión. Las voces, zumbantes que resonaban en sus oídos, los calores súbitos que les hacían subir toda la sangre al rostro, no les decían nada muy claro. Había días en los que el clamor de los muertos resultaba tan alto que Miette, febril, lánguida, semiacostada en la lápida sepulcral, miraba a Silvère con sus ojos anegados, como para decirle: «¿Qué es lo que nos piden? ¿Por qué insuflan así esa llama en mis venas?». Y Silvère, roto, enloquecido, no osaba responder, no osaba repetir las palabras ardientes que creía atrapar en el aire, los consejos locos que le daban las altas hierbas, las súplicas de toda la vereda, de las tumbas mal cerradas ansiosas de servir de yacija a los amores de los dos niños.

Se preguntaban a menudo sobre las osamentas que descubrían. Miette, con su instinto femenino, adoraba los temas lúgubres. A cada nuevo hallazgo, hacía suposiciones sin cuento. Si el hueso era pequeño, ella hablaba de una guapa chica enferma del pecho, o arrebatada por unas fiebres, la víspera de su boda; si el hueso era

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grande, soñaba con algún alto anciano, un soldado, un juez, algún hombre terrible. La lápida sepulcral, sobre todo, los ocupó mucho tiempo. En un hermoso claro de luna, Miette había distinguido, en una de las caras, caracteres semicorroídos. Silvère, con su cuchillo, tuvo que quitar el musgo. Entonces leyeron la inscripción truncada: «Aquí yace... Marie... muerta...». Y Miette, al encontrar su nombre sobre aquella lápida, se había quedado muy impresionada. Silvère la llamó «tonta de remate». Pero ella no pudo contener sus lágrimas. Dijo que le había dado un vuelco el corazón, que moriría pronto, que esa lápida era para ella. El joven se sintió helado a su vez. Sin embargo, consiguió avergonzar a la niña. ¡Cómo! ¡Ella, tan valiente, soñaba con tales chiquilladas! Acabaron riéndose. Después evitaron volver a hablar de eso. Pero en las horas de melancolía, cuando el cielo velado entristecía la vereda, Miette no podía dejar de nombrar a esa muerta, a esa Marie desconocida cuya tumba había facilitado tanto tiempo sus citas. Los huesos de la pobre joven quizá estaban aún allí. Una noche se le ocurrió la extraña fantasía de que Silvère volviera la lápida para ver lo que había debajo. Él se negó como si fuese un sacrilegio, y esa negativa alimentó las ensoñaciones de Miette sobre el querido fantasma que llevaba su nombre. Pretendía rotundamente que había muerto a su edad, a los trece años, en plena ternura. Se apiadaba incluso de la lápida, esa lápida a la que montaba tan ágilmente, donde se habían sentado tantas veces, lápida helada por la muerte y que habían caldeado con su amor. Añadía:

—Ya verás, nos traerá desgracia... Yo, si tú murieras, vendría a morir aquí, y quisiera que colocaran ese bloque sobre mi cuerpo.

Silvère, con un nudo en la garganta, la regañaba por pensar en cosas tristes.

Fue así como, durante cerca de dos años, se amaron en la estrecha vereda, en la ancha campiña. Su idilio atravesó las lluvias heladas de diciembre y las quemantes instigaciones de julio, sin deslizarse a la vergüenza de los amores comunes; conservó su encanto exquisito de cuento griego, su ardiente pureza, todos los balbuceos ingenuos de la carne que desea y que ignora. Los muertos, los mismos viejos muertos, susurraron vanamente en sus oídos. Y sólo se llevaron del viejo cementerio una tierna melancolía, el vago presentimiento de una vida corta; una voz les decía que se irían, con sus ternezas vírgenes, antes de las bodas, el día en que quisieran entregarse el uno al otro. Sin duda fue allí, sobre la lápida sepulcral, en medio de las osamentas ocultas por las hierbas feraces, donde respiraron su amor a la muerte, ese áspero deseo de acostarse juntos en la tierra que los hacía balbucir al borde del camino de Orchères, esa noche de diciembre, mientras las dos campanas se remitían sus llamadas quejumbrosas.

Miette dormía apacible, la cabeza sobre el pecho de Silvère, mientras éste soñaba en las citas lejanas, en los hermosos años de continuo encanto. Al alba la niña se despertó. Ante ellos, el valle se extendía muy claro bajo el cielo blanco. El sol estaba aún detrás de los collados. Una claridad de cristal, límpida y helada como agua de

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manantial, fluía de los horizontes pálidos. A lo lejos, el Viorne, como una cinta de satén blanco, se perdía entre tierras rojas y amarillas. Era un panorama sin límites, mares grises de olivos, viñedos semejantes a grandes piezas de tela rayada, toda una comarca agrandada por la nitidez del aire y la paz del frío. El viento que soplaba con cortas brisas había helado el rostro de los niños. Se levantaron vivamente, remozados, felices de la blancura de la mañana. Y como la noche se había llevado sus asustadas tristezas, miraban con ojos fascinados el círculo inmenso de la llanura, escuchaban los tañidos de las dos campanas, que les parecían sonar alegremente en el alba de un día de fiesta.

—¡Ah, qué bien he dormido! —exclamó Miette—. He soñado que me besabas... ¿Dime, me has besado?

—Es muy posible —respondió Silvère riendo—. No tenía calor. Hace un frío de perros.

—Yo sólo tengo frío en los pies.—¡Pues bien, corramos!... Aún nos quedan dos leguas largas. Te

calentarás.Y bajaron por la ladera, alcanzaron el camino corriendo.

Después, cuando estuvieron abajo, levantaron la cabeza, como para decir adiós a aquella roca en la cual habían llorado, quemándose los labios con un beso. Pero no volvieron a hablar de aquella caricia ardiente que había puesto en su ternura una necesidad nueva, todavía vaga, y que no se atrevían a formular. Ni siquiera se cogieron del brazo, con el pretexto de andar más deprisa. Y caminaban alegremente, un poco confusos, sin saber por qué, cuando se les ocurría mirarse. En torno a ellos la luz aumentaba. El joven, a quien su patrón enviaba a veces a Orchères, elegía sin vacilar los mejores senderos, los más directos. Recorrieron así más de dos leguas, por caminos encajonados, a lo largo de setos y de muros interminables. Miette acusaba a Silvère de haberla extraviado. A menudo, durante cuartos de hora enteros, no veían ni un trozo de la región, percibían solo, por encima de los muros y los setos, largas filas de almendros cuyas entecas ramas se destacaban sobre la palidez del cielo.

Bruscamente desembocaron justo enfrente de Orchères. Grandes gritos de gozo, algarabía de muchedumbre llegaban hasta ellos, claros en el aire límpido. La banda insurrecta acababa de entrar en la ciudad. Miette y Silvère penetraron en ella con los rezagados. Nunca habían visto semejante entusiasmo. En las calles, parecía día de procesión, cuando el paso del palio pone en las ventanas las colgaduras más bellas. Se festejaba a los insurgentes como se festeja a unos liberadores. Los hombres los abrazaban, las mujeres les llevaban víveres. Y había, en las puertas, viejos que lloraban. Alegría muy meridional que se desahogaba de forma ruidosa, cantando, bailando, gesticulando. Cuando Miette pasaba, la arrastró una inmensa farándula5 que giraba en la Plaza Mayor. Silvère la siguió.

5 La farándula es un baile popular provenzal, una especie de carrera rítmica que los bailarines ejecutan en fila, cogidos de las manos.

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Sus ideas de muerte, de desaliento, estaban lejos en esa hora. Quería batirse, por lo menos vender cara su vida. La idea de la lucha lo embriagaba de nuevo. Soñaba con la victoria, con una vida feliz con Miette, en la gran paz de la República universal.

Esta fraternal recepción de los habitantes de Orchères fue la última alegría de los insurgentes. Pasaron el día con una confianza radiante, con una esperanza sin límites. Los prisioneros, el comandante Sicardot, los señores Garçonnet, Peirotte y los demás, a quienes habían encerrado en una sala del ayuntamiento, cuyas ventanas daban a la Plaza Mayor, miraban con espantada sorpresa aquellas farándulas, aquellas grandes corrientes de entusiasmo que pasaban ante ellos.

—¡Qué bribones! —murmuraba el comandante, apoyado en la barandilla de una ventana, como en el terciopelo de un palco del teatro—. ¡Y pensar que no vendrá una o dos baterías para limpiar a toda esta canalla! —Después divisó a Miette, y agregó, dirigiéndose al señor Garçonnet—: Mire, señor alcalde, a esa chicarrona de rojo, allá abajo. Es una vergüenza. Han traído a sus furcias consigo. A poco que esto continúe, vamos a presenciar lindas cosas.

Garçonnet movía la cabeza, hablando de las «pasiones desencadenadas» y del «peor día de nuestra historia». El señor Peirotte, blanco como el papel, callaba; abrió una sola vez los labios, para decirle a Sicardot, que continuaba despotricando amargamente:

—¡Más bajo, caballero! Va a conseguir que nos maten.La verdad era que los insurgentes trataban a esos señores con la

mayor blandura. Incluso mandaron servirles, por la noche, una excelente cena. Pero, para medrosos como el recaudador particular, semejantes atenciones resultaban horrorosas: los insurgentes sólo los estaban tratando tan bien con objeto de encontrarlos más gordos y más tiernos el día en que se los comieran.

Al crepúsculo, Silvère se encontró cara a cara con su primo, el doctor Pascal. El sabio había seguido a la tropa a pie, charlando en medio de los obreros, que lo veneraban. Al principio se había esforzado por apartarlos de la lucha; después, como ganado por sus discursos:

—Quizá tengáis razón, amigos míos —les había dicho con su sonrisa de cariñoso indiferente—; pelead, aquí estoy yo para componeros los brazos y las piernas.

Y por la mañana se había puesto tan tranquilo a recoger cantos y plantas a lo largo del camino. Se desesperaba por no haberse llevado su martillo de geólogo y su caja de herborista. A esas horas, sus bolsillos, llenos de piedras, reventaban, y su maletín, que llevaba bajo el brazo, dejaba asomar haces de largas hierbas.

—Vaya, ¡eres tú, hijo mío! —exclamó al divisar a Silvère—. Creía que yo era aquí el único de la familia.

Pronunció estas últimas palabras con cierta ironía, chanceándose suavemente de los manejos de su padre y del tío Antoine. Silvère estuvo encantado de encontrar a su primo; el doctor era el único de los Rougon que le estrechaba la mano en la calle y que le mostraba

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una sincera amistad. Por eso, al verlo cubierto aún por el polvo del camino, y creyéndolo ganado para la causa republicana, el joven demostró viva alegría. Le habló de los derechos del pueblo, de su santa causa, de su triunfo seguro, con énfasis juvenil. Pascal lo escuchaba sonriente; examinaba con curiosidad sus gestos, los juegos ardientes de su fisonomía, como si estuviera estudiando un sujeto, disecado con entusiasmo, para ver lo que había en el fondo de aquella fiebre generosa.

—¡Cómo te pones! ¡Cómo te pones! ¡Ah, eres nieto de tu abuela! —Y añadió, en voz baja, con el tono de un químico que toma notas—: Histeria o entusiasmo, locura vergonzosa o locura sublime. ¡Siempre esos nervios del demonio! —Después concluyó en alto, resumiendo su pensamiento—: La familia está completa —prosiguió—. Tendrá un héroe.

Silvère no lo había oído. Seguía hablando de su querida República. A unos pasos, Miette se había detenido, vestida siempre con su gran pelliza roja; ya no se separaba de Silvère, habían recorrido la ciudad cogiditos del brazo. Aquella chicarrona roja acabó por intrigar a Pascal; interrumpió bruscamente a su primo y le preguntó:

—¿Quién es esa niña que está contigo?—Es mi mujer —respondió gravemente Silvère.El doctor abrió mucho los ojos. No comprendió. Y como era muy

tímido con las mujeres, dirigió a Miette, al alejarse, un amplio sombrerazo.

La noche fue inquieta. Un viento de desdicha pasó sobre los insurgentes. El entusiasmo, la confianza de la víspera se vieron como arrastrados por las tinieblas. Por la mañana, los rostros estaban sombríos; había intercambios de miradas tristes, largos silencios de desaliento. Corrían rumores pavorosos; las malas noticias, que los jefes habían conseguido ocultar desde la víspera, se habían difundido sin que nadie hubiera hablado, apuntadas por esa boca invisible que lanza de un soplo el pánico entre las multitudes. Unas voces decían que París estaba vencido, que la provincia había tendido los pies y los puños; y esas voces añadían que numerosas tropas salidas de Marsella, a las órdenes del coronel Masson y del señor de Blériot, el prefecto del departamento, avanzaban a marchas forzadas para destruir a las bandas insurrectas. Se produjo un derrumbamiento, un despertar lleno de cólera y desesperación. Esos hombres, que la víspera ardían de fiebre patriótica, se sintieron escalofríos con el gran frío de la Francia sometida, vergonzosamente arrodillada. ¡Sólo ellos habían tenido, pues, el heroísmo del deber! Estaban, en ese momento, perdidos en medio del espanto de todos, en el silencio de muerte del país; se convertían en rebeldes; iban a cazarlos a tiros de fusil, como a bestias feroces. ¡Y habían soñado con una gran guerra, la revuelta de un pueblo, la conquista gloriosa del derecho! Entonces, ante tal derrota, ante tal abandono, aquel puñado de hombres lloró por su fe muerta, por su sueño de justicia desvanecido. Los hubo que, insultando a Francia entera por su cobardía, tiraron

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sus armas y fueron a sentarse al borde de los caminos; decían que esperarían allí las balas de la tropa, para demostrar como morían los republicanos.

Aunque esos hombres no tenían ante sí sino el exilio o la muerte, hubo pocas deserciones. Una admirable solidaridad unía a aquellas bandas. La cólera se volvió contra los jefes. Éstos eran realmente incapaces. Se habían cometido faltas irreparables; y ahora, abandonados, sin disciplina, apenas protegidos por unos cuantos centinelas, a las órdenes de hombres irresolutos, los insurgentes se hallaban a merced de los primeros soldados que se presentaran.

Pasaron dos días más en Orchères, el martes y el miércoles, perdiendo el tiempo, agravando su situación. El general, el hombre del sable que Silvère había mostrado a Miette en la carretera de Plassans, vacilaba, abrumado por la terrible responsabilidad que pesaba sobre él. El jueves juzgó que decididamente la posición de Orchères era peligrosa. Hacia la una, dio la orden de partida, condujo a su pequeño ejército hasta las alturas de Sainte-Roure. Ésta era, por lo demás, una posición inexpugnable, para quien hubiera sabido defenderla. Sainte-Roure escalona sus casas sobre el flanco de una colina; detrás de la ciudad, enormes bloques de rocas cierran el horizonte; sólo se puede subir a esta especie de ciudadela por la llanura de Nores, que se ensancha al pie de la meseta. Una explanada, convertida en un paseo, plantado de soberbios olmos, domina la llanura. Fue en esa explanada donde acamparon los insurgentes. Los rehenes tuvieron por prisión un hotel, la posada de La Mula Blanca, situada en el centro del paseo. La noche transcurrió pesada y negra. Se habló de traición. Por la mañana, el hombre del sable, que no se había cuidado de tomar las más simples precauciones, pasó revista. Los contingentes estaban alineados, dando la espalda a la llanura, con la extraña confusión de sus ropas, chaquetas pardas, gabanes oscuros, blusas azules ajustadas por cinturones rojos; las armas, disparatadamente mezcladas, relucían al sol claro, las hoces recién afiladas, las anchas palas de cavador, los cañones bruñidos de las escopetas de caza. Entonces, en el momento en que el improvisado general pasaba a caballo ante el pequeño ejército, un centinela a quien habían olvidado en un campo de olivos, acudió gesticulando, gritando:

—¡Los soldados! ¡Los soldados!Se produjo una emoción indecible. Se pensó primero en una falsa

alarma. Los insurgentes, olvidados de toda disciplina, se lanzaron hacia delante, corrieron al extremo de la explanada, para ver a los soldados. Se rompieron filas. Y cuando la línea oscura de la tropa apareció, correcta, con el ancho centelleo de las bayonetas, tras la cortina grisácea de los olivos, hubo un movimiento de retroceso, una confusión que llevó un escalofrío de pánico de un extremo a otro de la meseta.

Sin embargo, en el centro del paseo, La Palud y Saint Martin-de-Vaulx se habían vuelto a formar, se mantenían feroces y en pie. Un

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leñador, un gigante cuya cabeza descollaba entre las de sus compañeros, gritaba, agitando su corbata roja:

—¡A nosotros Chavanoz, Graille, Poujols, Saint-Eutrope! ¡A nosotros Les Tulettes! ¡A nosotros Plassans!

Grandes corrientes de gentío cruzaban la explanada. El hombre del sable, rodeado por la gente de Faverolles, se alejó, con varios contingentes del campo, Vemoux, Corbière, Marsanne, Pruinas, para rodear al enemigo y cogerlo por el flanco. Otros, Valqueyras, Nazéres, Castel-le-Vieux, Les Roches Noires, Murdaran, se lanzaron a la izquierda, se dispersaron en guerrilla por la llanura de Nores.

Y mientras el paseo se vaciaba, las ciudades, los pueblos que el leñador había llamado en su ayuda se reunían, formaban bajo los olmos una masa oscura, irregular, agrupada al margen de todas las reglas de la estrategia, pero que había rodado hasta allá, como un bloque, para cortar el camino o morir. Plassans se encontraba en el medio de ese batallón heroico. En el tono gris de las blusas y de las chaquetas, en el resplandor azulado de las armas, la pelliza de Miette, que sostenía la bandera con las dos manos, ponía una ancha mancha roja, una mancha de herida fresca y sangrante.

Hubo bruscamente un gran silencio. En una de las ventanas de La Mula Blanca apareció la cabeza macilenta del señor Peirotte. Hablaba, hacía gestos.

—Entre, cierre los postigos —gritaron los insurgentes furiosamente—, va a conseguir que lo maten.

Los postigos se cerraron a toda prisa, y ya sólo se oyeron los pasos cadenciosos de los soldados que se acercaban.

Transcurrió un minuto, interminable. La tropa había desaparecido; estaba escondida en un repliegue del terreno, y pronto los insurgentes divisaron, por el lado de la llanura, a ras del suelo, puntas de bayonetas que brotaban, crecían, oscilaban bajo el sol naciente, como un trigal de espigas de acero. Silvère, en ese momento, con la fiebre que lo sacudía, creyó ver pasar ante él la imagen del gendarme cuya sangre le había manchado las manos; sabía, por los relatos de sus compañeros, que Rengade no había muerto, que tenía simplemente un ojo reventado; y lo distinguía claramente, con su órbita vacía, sangrante, horrible. La idea aguda de aquel hombre, en quien no había vuelto a pensar desde su salida de Plassans, le resultó insoportable. Temió tener miedo. Apretaba violentamente su carabina, los ojos velados por una niebla, ansioso por descargar su arma, por expulsar la imagen del tuerto a tiros. Las bayonetas seguían subiendo lentamente.

Cuando las cabezas de los soldados aparecieron al borde de la explanada, Silvère, con un movimiento instintivo, se volvió hacia Miette. Allí estaba, crecida, con el rostro rosado, entre los pliegues de la bandera roja; se alzaba de puntillas para ver a la tropa; una espera nerviosa hacía latir las aletas de su nariz, mostraba sus dientes blancos de lobo joven entre la rojez de sus labios. Silvère le sonrió. Y aún no había vuelto la cabeza cuando estalló una descarga. Los soldados, de quienes todavía sólo se veían los hombros,

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acababan de hacer fuego por primera vez. Le pareció que un gran viento pasaba sobre su cabeza, mientras una lluvia de hojas cortadas por las balas caía de los olmos. Un ruido seco, similar al de una rama muerta que se rompe, le llevó a mirar a su derecha. Vio en tierra al alto leñador, aquel cuya cabeza descollaba entre las de los otros, con un agujerito negro en medio de la frente. Entonces descargó su carabina frente a sí, sin apuntar, después cargó, tiró de nuevo. Y esto, siempre, como furibundo, como un animal que no piensa en nada, que se apresura a matar. Ni siquiera distinguía a los soldados: bajo los olmos flotaban humos, similares a jirones de muselina gris. Las hojas seguían lloviendo sobre los insurgentes, la tropa tiraba demasiado alto. A veces, entre los ruidos desgarradores del tiroteo, el joven oía un suspiro, un estertor sordo; alguien daba en la pequeña banda un empujón, como para dejar sitio a los desdichados que caían aferrándose a los hombros de sus vecinos. Durante diez minutos, el fuego prosiguió.

Después, entre dos descargas, un hombre gritó: «¡Sálvese quien pueda!» con un terrible acento de terror. Hubo gruñidos, murmullos de rabia, que decían: «¡Qué cobardes! ¡Oh, qué cobardes!». Corrían frases siniestras: el general había huido; la caballería acuchillaba a los tiradores dispersos por la llanura de Nores. Y los disparos no cesaban, partían irregulares, rayando el humo con bruscas llamas. Una voz ruda repetía que había que morir allí. Pero la voz asustada, la voz del terror, gritaba más fuerte: «¡Sálvese quien pueda! ¡Sálvese quien pueda!». Algunos hombres huyeron, arrojando sus armas, saltando por encima de los muertos. Los otros cerraron filas. Quedó una decena de insurgentes. Dos más emprendieron la huida; y, de los otros ocho, a tres los mataron de un disparo.

Los dos niños se habían quedado maquinalmente, sin entender nada. A medida que el batallón disminuía, Miette elevaba más la bandera; la sostenía, como un gran cirio, ante sí, con los puños cerrados. Estaba acribillada a balas. Cuando a Silvère no le quedaron ya cartuchos en los bolsillos, dejó de disparar y miró su carabina con aire de pasmo. Fue entonces cuando una sombra pasó sobre su cara como si un ave colosal hubiera rozado su frente con un batir de alas. Y alzando los ojos, vio la bandera que caía de las manos de Miette. La niña, con los dos puños apretados sobre el pecho, la cabeza hacia atrás, con una atroz expresión de sufrimiento, giraba lentamente sobre sí misma. No lanzó un grito; se abatió hacia atrás, sobre el lienzo rojo de la bandera.

—Levántate, date prisa —dijo Silvère tendiéndole la mano, perdida la cabeza. Pero ella seguía en el suelo, con los ojos muy abiertos, sin decir una palabra. El comprendió, cayó de rodillas—. ¿Estás herida, dime? ¿Dónde estás herida? —Ella seguía sin decir nada; se ahogaba; lo miraba con sus ojos agrandados, sacudida por cortos escalofríos. Entonces él le apartó las manos—. Es ahí, ¿no? Es ahí. Y rasgó su blusa, le desnudó el pecho. Buscó, no vio nada. Sus ojos se llenaban de lágrimas. Después, bajo el seno izquierdo, distinguió un agujerito rosa; una sola gota de sangre manchaba la

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herida—. No será nada —balbucía—; voy a ir a buscar a Pascal, él te curará. Si pudieras levantarte... ¿No puedes levantarte?

Los soldados ya no disparaban; se habían lanzado hacia la izquierda, sobre los contingentes guiados por el hombre del sable. En el centro de la explanada vacía, sólo estaba Silvère arrodillado ante el cuerpo de Miette. Con la testarudez de la desesperación, la había cogido en sus brazos. Quería ponerla de pie; pero la niña tuvo tal sacudida de dolor que volvió a acostarla. Le suplicaba:

—Háblame, por favor. Por qué no me dices nada?Ella no podía. Agitó las manos, con un movimiento suave y lento,

para decir que la culpa no era suya. Sus labios apretados se adelgazaban ya bajo el dedo de la muerte. Con el pelo suelto, la cabeza envuelta en los pliegues sangrantes de la bandera, lo único vivo en ella eran sus ojos, unos ojos negros, que brillaban en su rostro blanco. Silvère sollozó. Las miradas de esos grandes ojos afligidos le hacían daño. Veía en ellos una inmensa añoranza de la vida. Miette le decía que partía sola, antes de la boda, que se iba sin ser su mujer; le decía también que era él quien así lo había querido, que habría debido amarla como todos los chicos aman a las chicas. En su agonía, en aquella lucha ruda que su naturaleza sanguínea entablaba con la muerte, lloraba por su virginidad. Silvère, inclinado sobre ella, comprendió los sollozos amargos de esa carne ardiente. Oyó a lo lejos las instigaciones de las viejas osamentas; recordó las caricias que habían quedado en sus labios, de noche, al borde de la carretera; ella se colgaba de su cuello, le pedía todo el amor, y él, él no había sabido, la había dejado marcharse doncella, desesperada por no haber saboreado las voluptuosidades de la vida. Entonces, desolado al verla llevarse sólo de él un recuerdo de escolar y de buen compañero, besó su pecho de virgen, aquellos senos puros y castos que acababa de descubrir. Ignoraba aquel busto estremecido, aquella pubertad admirable. Sus lágrimas le bañaban los labios. Pegaba su boca sollozante a la piel de la niña. Esos besos de amante pusieron una última alegría en los ojos de Miette. Se amaban, y su idilio se desenlazaba en la muerte.

Pero él no podía creer que fuera a morir. Decía:—No, vas a ver, no es nada... No hables, si sufres... Espera, voy a

levantarte la cabeza; después te calentaré, tienes las manos heladas.El tiroteo se reanudaba, a la izquierda, en los campos de olivos.

De la llanura de Nores ascendían sordos galopes de la caballería. Y a veces se oían grandes gritos de hombres degollados. Llegaban humos espesos, se arrastraban bajo los olmos de la explanada. Pero Silvère ya no oía, ya no veía. Pascal, que bajaba corriendo hacia la llanura, lo divisó, tendido en tierra, y se acercó, creyéndolo herido. En cuanto el joven lo hubo reconocido, se aferró a él. Le mostraba a Miette.

—Mire —decía—, está herida, ahí, bajo un pecho... ¡Ah!, qué bueno es al haber venido; la salvará.

En ese momento la moribunda tuvo una ligera convulsión. Una sombra dolorosa pasó por su rostro y, de sus labios apretados, que se

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abrieron, salió un pequeño soplo. Sus ojos, muy abiertos, quedaron clavados en el joven.

Pascal, que se había inclinado, se levantó diciendo a media voz: —Está muerta.¡Muerta! La palabra hizo tambalearse a Silvère. Se había vuelto a

poner de rodillas; cayó sentado, como derribado por el pequeño soplo de Miette.

—¡Muerta! ¡Muerta! —repitió—, no es cierto, me mira... Ya ve usted que me mira.

Y agarró al médico por la ropa, conjurándole a que no se fuera, afirmando que se equivocaba, que no estaba muerta, que la salvaría, si quería. Pascal luchó suavemente, diciendo con su voz afectuosa:

—Nada puedo hacer ya, otros me esperan... Déjame, pobre chiquillo; está muerta y bien muerta.

Soltó su presa, se desplomó. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Otra vez esa palabra, que sonaba fúnebre en su cabeza vacía! Cuando estuvo solo, se arrastró junto al cadáver. Miette seguía mirándolo. Entonces se arrojó sobre ella, hundió la cabeza en el pecho desnudo, bañó su piel con sus lágrimas. Fue un arrebato. Posaba furiosamente los labios sobre la redondez naciente de los senos, le insuflaba en un beso toda su llama, toda su vida, como para resucitarla. Pero la niña se enfriaba bajo sus caricias. Sentía que aquel cuerpo inerte se abandonaba en sus brazos. Le asaltó el espanto; se acuclilló; con cara trastornada, los brazos colgantes, y se quedó allí, atónito, repitiendo:

—Está muerta, pero me mira; no cierra los ojos, me sigue viendo. Esta idea lo llenó de una gran dulzura. No volvió a moverse.

Intercambió con Miette una larga mirada, leyendo aún, en aquellos ojos que la muerte volvía más profundos, las últimas añoranzas de la niña que lloraba por su virginidad.

Mientras tanto, la caballería seguía acuchillando a los fugitivos, en la llanura de Nores; los galopes de los caballos, los gritos de los moribundos, se alejaban, se dulcificaban, como una música rentota, traída por el aire límpido. Silvère ya no sabía que se luchaba. No vio a su primo, que subía la pendiente y atravesaba de nuevo el paseo. Al pasar, Pascal recogió la carabina de Macquart, que Silvère había tirado; la conocía por haberla visto colgada de la chimenea de tía Dide, y pensaba en salvarla de manos de los vencedores. Apenas había entrado en la posada de La Mula Blanca, a donde habían llevado gran número de heridos, cuando una oleada de insurgentes, a los que la tropa daba caza como a un rebaño de animales, invadió la explanada. El hombre del sable había huido; eran los últimos contingentes del campo, acosados. Hubo allí una espantosa matanza. El coronel Masson y el prefecto, el señor de Blériot, apiadados, ordenaron en vano la retirada. Los soldados, furiosos, continuaban disparando a los montones, clavando a los fugitivos contra las murallas a bayonetazos. Cuando no tuvieron más enemigos por delante, acribillaron a balas la fachada de La Mula Blanca. Los postigos saltaban en pedazos; una ventana, que estaba entreabierta,

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fue arrancada con un estruendo resonante de vidrios rotos. Voces lastimeras gritaban en el interior: «¡Los prisioneros! ¡Los prisioneros!». Pero la tropa no oía, seguía tirando. Se vio, en cierto momento, al comandante Sicardot, exasperado, aparecer en el umbral, hablar agitando los brazos. A su lado, el recaudador particular, Peirotte, mostró su menuda estatura, su rostro espantado. Hubo todavía una descarga Y el señor Peirotte cayó al suelo, de narices, como una masa.

Silvère y Miette se miraban. El joven había permanecido inclinado sobre la muerta, en medio del tiroteo y de los aullidos de agonía, sin volver siquiera la cabeza. Sintió solamente hombres a su alrededor, lo invadió un sentimiento de pudor: echó los pliegues de la bandera roja sobre Miette, sobre su pecho desnudo. Después continuaron mirándose.

Pero la lucha había acabado. La muerte del recaudador particular había saciado a los soldados. Unos hombres corrían, explorando todos los rincones de la explanada, para no dejar escapar a un solo insurgente. Un gendarme, que divisó a Silvère bajo los árboles, corrió allá, y viendo que tenía que habérselas con un niño:

—¿Qué haces ahí, galopín? —le preguntó. Silvère, los ojos en los ojos de Miette, no respondió—. ¡Ah, qué bandido, tiene las manos negras de pólvora! —exclamó el hombre, que se había bajado—. ¡Vamos, en pie, canalla! Verás lo que te espera. —Y como Silvère, sonriendo vagamente, no se movía, el hombre se percató de que el cadáver que se encontraba allí, en la bandera, era un cadáver de mujer—: ¡Guapa chica, lástima! —murmuró—. Tu amante, ¿eh? ¡Crápula! —Después agregó, con una risa de gendarme—: ¡Vamos, en pie!... Ahora que está muerta, no querrás acostarte con ella.

Tiró violentamente de Silvère, lo puso en pie, se lo llevó como a un perro al que arrastran de una pata. Silvère se dejó arrastrar, sin una palabra, con una obediencia de niño. Se volvió, miró a Miette. Le desesperaba dejarla completamente sola, bajo los árboles. La vio de lejos, por última vez. Permanecía allí, casta, en la bandera roja, con la cabeza levemente inclinada, con sus grandes ojos que miraban al vacío.

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Capítulo VI

Rougon, hacia las cinco de la madrugada, se atrevió por fin a salir de casa de su madre. La anciana se había dormido en una silla. Se aventuró despacito hasta el extremo del callejón de San Mittre. Ni un ruido, ni una sombra. Se acercó hasta la puerta de Roma. El hueco de la puerta, con las dos hojas abiertas, de par en par, se hundía en la negrura de la ciudad dormida. Plassans dormía a pierna suelta, sin parecer sospechar la enorme imprudencia que cometía al dormir así con las puertas abiertas. Parecía una ciudad muerta. Rougon, tomando confianza, se adentró por la calle de Niza. Vigilaba desde lejos las esquinas de las callejas; se estremecía en cada portal, creyendo siempre ver una banda de insurgentes saltar a sus espaldas. Pero llegó al paseo Sauvaire sin contratiempos. Decididamente, los insurgentes se habían desvanecido en las tinieblas, como una pesadilla.

Entonces Pierre se detuvo un instante en la acera desierta. Exhaló un gran suspiro de alivio y de triunfo. Conque esos bribones de republicanos le entregaban Plassans. La ciudad le pertenecía, a esa hora: dormía cómo una tonta; allí estaba, negra y apacible, muda y confiada, y sólo tenía que alargar la mano para cogerla. Esta corta parada, esa mirada de hombre superior lanzada sobre el sueño de toda una subprefectura, le causaron goces inefables. Allí, cruzado de brazos, adoptó, solo en la noche, una actitud de gran capitán en vísperas de una victoria. A lo lejos, sólo oía el canto de las fuentes del paseo, cuyos sonoros hilos de agua caían en los estanques.

Después lo asaltó la inquietud. ¡Y si, por desgracia, se hubiera hecho el Imperio sin él! ¡Si los Sicardot, los Garçonnet, los Peirotte, en lugar de ser arrestados y llevados por la banda insurrecta, la hubiesen arrojado entera a las cárceles de la ciudad!

Sintió un sudor frío, reanudó la marcha, esperando que Félicité le daría informes exactos. Avanzaba más rápidamente, deslizándose a lo largo de las casas de la calle de la Banne, cuando un extraño espectáculo, que vio al alzar la cabeza, lo clavó en seco en el empedrado. Una de las ventanas del salón amarillo estaba brillantemente iluminada y, en el resplandor, una forma negra, en la que reconoció a su mujer, se inclinaba, agitando los brazos de manera desesperada. Se interrogaba, no comprendía, espantado, cuando un objeto duro rebotó en la acera, a sus pies. Felicité le tiraba la llave del cobertizo, donde él había ocultado una reserva de

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fusiles. Esa llave significaba claramente que había que coger las armas. Desanduvo el camino, sin explicarse por qué su mujer le había impedido subir, imaginándose cosas terribles.

Fue derecho a casa de Roudier, a quien encontró levantado, dispuesto a marchar, pero en completa ignorancia de los acontecimientos de la noche. Roudier vivía en un extremo de la ciudad nueva, al fondo de un desierto donde el paso de los insurgentes no había despertado el menor eco. Pierre le propuso ir a ver a Granoux, cuya casa hacía esquina en la plaza de los Recoletos, y bajo las ventanas del cual debía de haber pasado la banda. La criada del concejal parlamentó mucho tiempo antes de introducirlos, y oían la voz temblorosa del pobre hombre, que gritaba desde el primer piso:

—¡No abra, Catherine! Las calles están infestadas de tunantes. Estaba en su dormitorio, sin luz. Cuando reconoció a sus dos

buenos amigos, se mostró aliviado; pero no quiso que la criada trajese una lámpara, por miedo a que la claridad atrajera alguna bala. Parecía creer que la ciudad estaba todavía llena de insurrectos. Retrepado en un sillón, junto a la ventana, en calzoncillos y con la cabeza envuelta en un pañuelo, gemía:

—¡Ay, amigos míos, si supieran!... He intentado acostarme, pero ¡armaban un alboroto! Entonces me eché en este sofá. Lo he visto todo, todo. Caras atroces, una banda de presidiarios escapados. Después volvieron a pasar; se llevaban al valiente comandante Sicardot, al digno señor Garçonnet, al jefe de correos, a todos esos señores, lanzando gritos de caníbales... —Rougon sintió una cálida alegría. Hizo repetir al señor Granoux que había visto perfectamente al alcalde y a los otros en medio de aquellos bandidos—. ¡Se lo digo yo! —lloraba el hombrecillo—; estaba detrás de mi persiana... Como al señor Peirotte, vinieron a detenerlo; le oí que decía, al pasar bajo mi ventana: «Señores, no me hagan daño». Debían de martirizarlo... Es una vergüenza, una vergüenza...

Roudier calmó a Granoux afirmando que la ciudad estaba libre. Y entonces al digno hombre le entró un gran ardor guerrero, cuando Pierre lo enteró de que venía a buscarlo para salvar Plassans. Los tres salvadores deliberaron. Resolvieron ir a despertar a cada uno de sus amigos y citarlos ante el cobertizo, el arsenal secreto de la reacción. Rougon seguía pensando en los grandes gestos de Félicité, olfateando un peligro en alguna parte. Granoux, seguramente el más bruto de los tres, fue el primero en opinar que debían de haber quedado republicanos en la ciudad. Fue un rayo de luz, y Rougon, con un presentimiento que no lo engañó, se dijo para sí: «Macquart anda en el asunto».

Al cabo de una hora, se encontraron en el cobertizo, situado al fondo de un barrio perdido. Habían ido allí discretamente, de puerta en puerta, ahogando el ruido de las campanillas y de las aldabas, reclutando el mayor número de hombres posible. Pero sólo habían podido reunir unos cuarenta, que llegaron en fila, escurriéndose en las sombras, sin corbata, con caras muy pálidas y aún muy dormidas

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de burgueses espantados. El cobertizo, alquilado a un tonelero, se hallaba atestado de viejos flejes, de barriles desfondados, que se amontonaban en los rincones. En el medio, los fusiles estaban tendidos en tres cajas largas. Una torcida de cera, colocada en un trozo de madera, iluminaba esta extraña escena con un resplandor de mariposa oscilante. Cuando Rougon hubo retirado las tapas de las tres cajas, se produjo un espectáculo siniestramente grotesco. Por encima de los fusiles, cuyos cañones brillaban, azulados y como fosforescentes, se estiraban cuellos, se inclinaban cabezas con una especie de horror secreto, mientras, en las paredes, la claridad amarilla de la torcida dibujaba la sombra de narices enormes y de tales de pelo tiesos.

Mientras tanto la banda reaccionaria se contó y, ante lo reducido de su número, tuvo una vacilación. No eran sino treinta y nueve, con toda seguridad los iban a asesinar; un padre de familia habló de sus hijos; otros, sin alegar pretextos, se dirigieron hacia la puerta. Pero llegaban dos nuevos conjurados; éstos vivían en la plaza del Ayuntamiento, sabían que quedaban, en la alcaldía, una veintena de republicanos a lo sumo. Deliberaron de nuevo. Cuarenta y uno contra veinte pareció una cifra posible. La distribución de las armas se llevó a cabo entre pequeños escalofríos. Era Rougon quien las sacaba de las cajas, y cada cual, al recibir su fusil, cuyo cañón, en la noche de diciembre, estaba helado, sentía que un gran frío penetraba en él y le congelaba hasta las entrañas. Las sombras, en las paredes, adoptaron actitudes extravagantes de reclutas cohibidos, apartando sus diez dedos. Pierre cerró las cajas con pesar; dejaba allí ciento nueve fusiles que habría distribuido de buena gana; a continuación pasó a repartir los cartuchos. Había, en el fondo de la cochera, dos grandes toneles, llenos hasta el borde, con que defender Plassans contra un ejército. Y como aquel rincón no estaba iluminado, y uno de los señores traía la torcida, otro de los conjurados —era un gordo salchichero que tenía puños de gigante— se enfadó, diciendo que no era nada prudente acercar así la luz. Lo aprobaron con fuerza. Los cartuchos fueron distribuidos en plena oscuridad. Se llenaron los bolsillos hasta rebosar. Después, una vez dispuestos, cuando hubieron cargado sus armas con precauciones infinitas, se quedaron allí un instante, mirándose con aire torvo, intercambiando miradas en las que una cobarde crueldad brillaba entre la tontería.

Por las calles, avanzaron a lo largo de las casas, mudos, en una sola fila, como salvajes que parten a la guerra. Rougon había considerado un honor marchar al frente; había llegado la hora en que debía dar el pecho si quería el éxito de sus planes; tenía gotas de sudor en la frente, a pesar del frío, pero conservaba un aire muy marcial. Detrás de él venían inmediatamente Roudier y Granoux. En dos ocasiones la columna se detuvo en seco; había creído oír lejanos ruidos de batalla; no eran sino las pequeñas bacías de cobre, colgadas de cadenillas, que sirven de muestra a los barberos del sur, y que agitaban las ráfagas de viento. Después de cada alto, los salvadores de Plassans reanudaban su marcha prudente en la

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oscuridad, con su aspecto de héroes amedrentados. Llegaron así a la plaza del Ayuntamiento. Allá, se agruparon en torno a Rougon, deliberando una vez más. Frente a ellos, en la fachada negra de la alcaldía, sólo una ventana estaba iluminada. Eran cerca de las siete, ya iba a nacer el día.

Tras diez minutos largos de discusión, se decidió que avanzarían hasta la puerta, para ver qué significaban esa sombra y ese silencio inquietantes. La puerta estaba entornada. Uno de los conjurados pasó la cabeza y la retiró vivamente, diciendo que había en el portal un hombre sentado contra la pared, con un fusil entre las piernas, y que dormía. Rougon, viendo que podía empezar con una hazaña, entró el primero, se apoderó del hombre y lo sujetó, mientras Roudier lo amordazaba. Este primer éxito, obtenido en silencio, animó singularmente a la pequeña tropa, que había soñado con un tiroteo muy mortífero. Y Rougon hacía señas imperiosas para que la alegría de sus soldados no estallara demasiado ruidosamente.

Continuaron avanzando de puntillas. Después, a la izquierda, en el retén de policía que se encontraba allí, distinguieron unos quince hombres acostados en camas de campaña, roncando en el resplandor agonizante de un farol colgado de la pared. Rougon, que decididamente se estaba convirtiendo en un gran general, dejó ante el retén a la mitad de sus hombres, con la orden de no despertar a los dormidos, sino de tenerlos a raya y hacerlos prisioneros, si se movían. Lo que le inquietaba era la ventana iluminada que habían visto desde la plaza; seguía oliéndose que Macquart estaba mezclado en el asunto, y como percibía que ante todo había que apoderarse de los que velaban arriba, no le incomodaba actuar por sorpresa, antes de que el ruido de una lucha los impulsase a atrancar la puerta. Subió despacito, seguido por los veinte héroes de los que aún disponía; Roudier mandaba el destacamento que seguía en el patio.

Macquart, en efecto, se pavoneaba arriba en el despacho del alcalde, sentado en su sillón, de codos sobre el escritorio. Tras la marcha de los insurgentes, con la gran confianza de un hombre de espíritu grosero, entregado a su idea fija y a su victoria, se había dicho que era el alcalde de Plassans y que iba a conducirse como un triunfador. Para él, aquella banda de tres mil hombres que acababa de cruzar la ciudad era un ejército invencible, cuya proximidad bastaría para mantener a los burgueses humildes y dóciles bajo su mano. Los insurgentes habían encerrado a los gendarmes en su cuartel, la guardia nacional se encontraba desmembrada, el barrio noble debía de reventar de miedo, los rentistas de la ciudad nueva jamás habían tocado un fusil en su vida, con toda seguridad. No había armas, además, como tampoco soldados. Ni siquiera tomó la precaución de mandar cerrar las puertas, y mientras sus hombres llevaban su confianza aún más lejos, hasta dormirse, él esperaba tranquilamente el nuevo día, que, pensaba, iba a traer y agrupar a su alrededor a todos los republicanos de la región.

Ya pensaba en grandes medidas revolucionarias: el nombramiento de un municipio cuyo jefe sería él, la prisión de los

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malos patriotas y sobre todo de la gente que le desagradaba. El pensamiento de los Rougon vencidos, del salón amarillo desierto, de toda esa camarilla pidiéndole gracia, lo sumía en un dulce gozo. Para armarse de paciencia, había resuelto dirigir una proclama a los habitantes de Plassans. Se habían puesto entre cuatro a redactar el cartel. Una vez terminada, Macquart, adoptando una actitud digna en el sillón del alcalde, hizo que se la leyeran, antes de enviarla a la imprenta de El Independiente, con cuyo civismo contaba. Uno de los redactores comenzaba con énfasis: «Habitantes de Plassans, la hora de la independencia ha sonado, el reinado de la justicia ha llegado...», cuando se dejó oír un ruido en la puerta del despacho, que se abría lentamente.

—¿Eres tú, Cassoute? —preguntó Macquart interrumpiendo la lectura. Nadie respondió; la puerta seguía abriéndose—. ¡Entra de una vez! —prosiguió con impaciencia—. ¿Ese bandido de mi hermano está en su casa?

Entonces, bruscamente, las dos hojas de la puerta, empujadas con violencia, batieron contra las paredes, y una oleada de hombres armados, en medio de los cuales marchaba Rougon, muy rojo, con los ojos fuera de las órbitas, invadieron el despacho blandiendo sus fusiles con palos.

—¡Ah, qué canallas, tienen armas! —rugió Macquart.Quiso coger un par de pistolas dejadas sobre el escritorio; pero

ya tenía cinco hombres al cuello que lo sujetaban. Los cuatro redactores de la proclama lucharon un instante. Hubo empujones, sordos pataleos, ruidos de caídas. A los combatientes les estorbaban singularmente sus fusiles, que no les servían de nada, y que no querían soltar. En la lucha, el de Rougon, que un insurrecto trataba de arrebatarle, se disparó solo, con una detonación espantosa, llenando el despacho de humo; la bala fue a romper un soberbio espejo, que subía desde la chimenea hasta el techo, y que tenía la reputación de ser uno de los espejos más hermosos de la ciudad. Este tiro, disparado sin saber por qué, enmudeció a todo el mundo y puso fin a la batalla.

Entonces, mientras aquellos señores resoplaban, se oyeron tres detonaciones que venían del patio. Granoux corrió a una de las ventanas del despacho. Los rostros se alargaron, y todos, inclinados ansiosamente, esperaron, nada interesados en tener que reanudar la lucha con los hombres del retén, a quienes habían olvidado en su victoria. Pero la voz de Roudier gritó que todo iba bien; Granoux cerró la ventana, radiante. La verdad era que el disparo de Rougon había despertado a los durmientes; se habían rendido, al ver imposible toda resistencia. Sólo que, con las prisas ciegas que tenían por acabar, tres de los hombres de Roudier habían descargado sus armas al aire, como para responder a la detonación de arriba, sin saber muy bien lo que hacían. Hay momentos en los que los fusiles se disparan solos en manos de los cobardes.

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Mientras tanto Rougon mandó atar firmemente las manos de Macquart con los alzapaños de las grandes cortinas verdes del despacho. Éste reía burlón, lloraba de rabia.

—Eso es, continúen... —balbucía—. Esta noche o mañana, cuando los otros regresen, ¡ajustaremos cuentas!

Esta alusión a la banda insurrecta produjo un escalofrío en la espalda de los vencedores. Rougon, sobre todo, experimentó un leve ahogo. Su hermano, que estaba exasperado por haber sido sorprendido como un niño por aquellos burgueses asustados, a quienes motejaba de abominables civiles, a título de ex soldado, lo miraba, lo desafiaba con ojos relucientes de odio.

—¡Ah! ¡Sé cosas muy interesantes! ¡Sé cosas muy interesantes! —prosiguió sin quitarle ojo—. Mándenme ante un tribunal para que les cuente a los jueces historias que harán reír.

Rougon se demudó. Tuvo un miedo atroz de que Macquart hablase y él perdiera el aprecio de los caballeros que acababan de ayudarle a salvar Plassans. Por otra parte, esos caballeros, estupefactos con el dramático encuentro de los dos hermanos, se habían retirado a un rincón del despacho, viendo que iba a producirse una explicación tormentosa. Rougon tomó una decisión heroica. Avanzó hacia el grupo y dijo en tono nobilísimo:

—Conservaremos aquí a este hombre. Cuando haya reflexionado sobre su situación, podrá darnos informaciones útiles. —Después, con una voz aún más digna—: Cumpliré con mi deber, caballeros. He jurado salvar a la ciudad de la anarquía, y la salvaré, aun cuando tenga que ser el verdugo de mi pariente más cercano.

Recordaba a un antiguo romano sacrificando a su familia en el altar de la patria. Granoux, emocionadísimo, fue a estrecharle la mano con un aire lacrimógeno, que significaba: «Lo comprendo, ¡es usted sublime!». A continuación le hizo el favor de llevarse a todo el mundo, con el pretexto de conducir al patio a los cuatro prisioneros que estaban allí.

Cuando Pierre estuvo a solas con su hermano, sintió que recobraba todo su aplomo. Prosiguió:

—¿No me esperaba usted, verdad? Ahora comprendo: debió usted de urdir alguna asechanza en mi casa. ¡Desdichado! ¡Ya ve adónde lo han conducido sus vicios y desórdenes!

Macquart se encogió de hombros.—Oiga —respondió—, déjeme en paz. Es usted un viejo tunante.

Reirá mejor el que ría el último.Rougon, que no tenía un plan concreto respecto a él, lo empujó a

un cuarto de aseo donde el señor Garçonnet iba a descansar a veces. Este cuarto, iluminado por arriba, no tenía otra salida que la puerta de entrada. Estaba amueblado con unos sillones, un diván y un lavabo de mármol. Pierre cerró la puerta con doble vuelta, tras haber desatado a medias las manos de su hermano. Se oyó a este último arrojarse en el diván, y entonar el Ça ira! con una voz formidable, como para acunarse.

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Rougon, solo por fin, se sentó a su vez en el sillón del alcalde. Exhaló un suspiro, se enjugó la frente. ¡Qué dura era la conquista de la fortuna y los honores! Por fin tocaba su meta, sentía el muelle sillón hundido bajo él, acariciaba con la mano, con gesto maquinal, el escritorio de caoba, que encontraba sedoso y delicado como la piel de una mujer bonita. Y se arrellanó aún más, adoptó la actitud digna que Macquart tenía un momento antes, escuchando la lectura de la proclama. En torno a él, el silencio del despacho le parecía cobrar una gravedad religiosa, que impregnaba su alma de divina voluptuosidad. Hasta el olor a polvo y a papeles viejos, que andaban rodando por los rincones, ascendía como un incienso a sus ventanillas dilatadas. Ese aposento, de colgaduras ajadas, que apestaba a los negocios estrechos, a las preocupaciones miserables de un ayuntamiento de tercer orden, era un templo, en cuyo dios se convertía él. Entraba en algo sagrado. Él, a quien en el fondo no le gustaban los curas, recordó la emoción deliciosa de su primera comunión cuando había creído tragar a Jesús.

Pero, en su arrobo, experimentaba pequeños sobresaltos nerviosos a cada estallido de voz de Macquart. Las palabras de aristócrata, horca, las amenazas de ejecución, le llegaban en ráfagas violentas a través de la puerta y cortaban de forma desagradable su sueño triunfante. ¡Siempre aquel hombre! Y su sueño, que le mostraba Plassans a sus pies, se remataba con la brusca visión del tribunal, de los jueces, de los jurados y del público, escuchando las vergonzosas revelaciones de Macquart, la historia de los cincuenta mil francos y las otras; o bien, mientras disfrutaba de la blandura del sillón del señor Garçonnet, se veía de golpe ahorcado de un farol en la calle de la Banne. ¿Quién lo desembarazaría de aquel miserable? Por fin Antoine se durmió. Pierre tuvo diez minutos largos de puro éxtasis.

Roudier y Granoux vinieron a sacarlo de esta beatitud. Llegaban de la cárcel, adonde habían llevado a los insurrectos. La luz crecía, la ciudad iba a despertarse, era hora de tomar una decisión. Roudier declaró que ante todo convendría dirigir una proclama a los habitantes. Pierre, justamente, leía la que los insurgentes habían dejado sobre una mesa.

—Hombre —exclamó—, aquí hay una que nos viene al pelo. Sólo hay que cambiar unas cuantas palabras.

Y en efecto, bastó un cuarto de hora, al cabo del cual Granoux leyó, con voz conmovida:

—Habitantes de Plassans, la hora de la resistencia ha sonado, el reino del orden ha regresado...

Se decidió que la imprenta de La Gaceta imprimiera la proclama, que se exhibiría en todas las esquinas de las calles.

—Y ahora escuchen —dijo Rougon—, vamos a ir a mi casa; durante este tiempo el señor Granoux reunirá aquí a todos los concejales que no han sido detenidos, y les contará los terribles acontecimientos de esta noche. —Después añadió, con majestuosidad—: Estoy totalmente dispuesto a aceptar la responsabilidad de mis

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actos. Si lo que ya he hecho parece prenda suficiente de mi amor al orden, consiento en ponerme a la cabeza de una comisión municipal, hasta que puedan ser restablecidas las autoridades regulares. Pero, para que no me acusen de ambición, sólo regresaré a la alcaldía llamado por las instancias de mis ciudadanos.

Granoux y Roudier protestaron. Plassans no sería ingrato. Pues, a fin de cuentas, su amigo había salvado a la ciudad. Y recordaron todo lo que había hecho por la causa del orden: el salón amarillo siempre abierto a los amigos del poder, la buena palabra llevada a los tres barrios, el depósito de armas cuya idea le pertenecía, y sobre todo esa noche memorable, esa noche de prudencia y heroísmo, en la cual se había hecho ilustre para siempre. Granoux añadió que estaba seguro de antemano de la admiración y el agradecimiento de los señores concejales. Concluyó diciendo:

—No se mueva de su casa; iré a buscarlo y lo traeré en triunfo. Roudier dijo aún que comprendía, por otra parte, el tacto y la

modestia de su amigo, y que los aprobaba. Nadie, desde luego, pensaría en acusarlo de ambición, pero percibirían la delicadeza que desplegaba al no querer ser nada sin el asentimiento de sus conciudadanos. Esto era muy digno, muy noble, del todo grande. Ante esta lluvia de elogios, Rougon agachaba humildemente la cabeza. Murmuraba: «No, no, van ustedes demasiado lejos», con pequeños soponcios de hombre voluptuosamente cosquilleado. Cada frase del fabricante de punto retirado y del ex comerciante de almendras, colocados uno a su derecha, otro a su izquierda, le pasaba suavemente por la cara; y, echado hacia atrás en el sillón del alcalde, impregnado de los sentimientos administrativos del despacho, saludaba a diestro y siniestro, con traza de príncipe pretendiente a quien un golpe de Estado va a convertir en emperador.

Cuando estuvieron hartos de incensarse, bajaron. Granoux marchó en busca de los concejales. Roudier le dijo a Rougon que se adelantara; él lo alcanzaría en su casa, tras haber dado las órdenes necesarias para la custodia de la alcaldía. La luz crecía; Pierre llegó a la calle de la Banne, taconeando militarmente en las aceras, todavía desiertas. Llevaba el sombrero en la mano, pese al vivo frío; arranques de orgullo le subían toda la sangre al rostro.

Al pie de la escalera encontró a Cassoute. El cavador no se había movido, al no ver regresar a nadie. Allí estaba, en el primer peldaño, con la gran cabeza entre las manos, mirando fijamente al frente, con la mirada vacía y la muda terquedad de un perro fiel.

—¿Me esperaba usted, verdad? —le dijo Pierre, que lo comprendió todo al divisarlo—. ¡Bueno!, pues vaya a decirle al señor Macquart que he regresado. Pregunte por él en el ayuntamiento.

Cassoute se levantó y se retiró, saludando torpemente. Fue a entregarse como un corderito, con gran regocijo de Pierre, que se reía solo al subir la escalera, sorprendido de sí mismo, ocurriéndosele vagamente esta idea: «Tengo valor, ¿tendré también ingenio?».

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Félicité no se había acostado. La encontró endomingada, con su gorro de cintas limón, como una mujer que espera visita. En vano había permanecido en la ventana, no había oído nada; se moría de curiosidad.

—¿Y qué? —preguntó, precipitándose al encuentro de su marido. Éste, resoplando, entró en el salón amarillo, a donde ella lo

siguió, cerrando cuidadosamente las puertas a sus espaldas. Se desplomó en un sillón, y dijo con voz ahogada:

—Hecho, seremos recaudador particular. Ella le saltó al cuello, lo besó.—¿De veras? ¿De veras? —gritó—. Pues yo no oí nada. ¡Oh,

maridito, cuéntame, cuéntamelo todo!Volvía a sus quince años, se ponía zalamera, revoloteaba con sus

vuelos bruscos de cigarra ebria de luz y de calor. Y Pierre, en la efusión de su victoria, vació su corazón. No omitió detalle. Explicó incluso sus proyectos futuros, olvidando que, según él, las mujeres no valían para nada, y que la suya debía ignorarlo todo, si quería seguir siendo el amo. Félicité, inclinada, se bebía sus palabras. Le obligó a volver a contar ciertas partes del relato, diciendo que no lo había entendido; en efecto, la alegría armaba tal jaleo en su cabeza que, a veces, se quedaba como sorda, con la mente perdida en pleno disfrute. Cuando Pierre contó el asunto de la alcaldía le entró la risa. Cambió tres veces de sillón, arrastrando los muebles, sin poder estarse quieta. Tras cuarenta años de esfuerzos continuos, por fin la fortuna se dejaba aferrar por el cuello. Se volvía loca, hasta el punto de olvidar toda prudencia.

—¡Eh! ¡Todo eso me lo debes a mí! —exclamó con una explosión de triunfo—. Si te hubiera dejado actuar, te habrían pillado los insurrectos como a un idiota: memo, era a Garçonnet, a Sicardot y a los otros a quienes había que arrojar a esas bestias feroces. —Y mostrando sus dientes bailoteantes de vieja, agregó con una risa de chiquilla—: ¡Eh! ¡Viva la República! ¡Ha despejado el patio!

Pero Pierre se había puesto de mal humor.—Tú, tú —murmuró—, siempre crees haberlo previsto todo. Soy

yo quien tuvo la idea de esconderse. ¡Como si las mujeres entendieran algo de política! Vamos, pobrecita, si tú condujeras la barca, pronto nos habríamos ido a pique.

Félicité apretó los labios. Se había comprometido demasiado, había olvidado su papel de hada muda. Pero le entró una de esas rabias sordas que experimentaba cuando su marido la aplastaba con su superioridad. Se prometió de nuevo, para cuando llegase la hora, cualquier venganza exquisita que le entregaría al hombrecillo atado de pies y manos.

—¡Ah!, se me olvidaba —prosiguió Rougon—. El señor Peirotte está en el baile. Granoux lo vio debatiéndose en manos de los insurrectos.

Félicité tuvo un estremecimiento. Precisamente estaba en la ventana, mirando con amor los ventanales del recaudador particular. Acababa de experimentar la necesidad de volver a verlos, pues la

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idea del triunfo se confundía en ella con las ganas de aquel hermoso piso, cuyos muebles gastaba con la mirada desde hacía tanto tiempo.

Se volvió, y con una voz extraña:—¿Han detenido al señor Peirotte? —dijo.Sonrió complacida; después un vivo rubor amorató su cara.

Acababa, en el fondo de sí misma, de expresar este deseo brutal: «¡Si los insurrectos lo mataran!». Pierre leyó sin duda ese pensamiento en sus ojos.

—¡A fe mía!, si pescara una bala —murmuró—, eso arreglaría nuestros asuntos... No nos veríamos obligados a desplazarlo, ¿verdad?, y la culpa no sería nuestra.

Pero Félicité, más nerviosa, temblaba. Le parecía que acababa de condenar a muerte a un hombre. Ahora, si mataban al señor Peirotte, lo vería de noche, vendría a tirarle de los pies. Y ya sólo echó a las ventanas de enfrente ojeadas taimadas, llenas de voluptuoso horror. Hubo, a partir de entonces, en sus disfrutes una pizca de espanto criminal que los volvió más agudos.

Por otra parte, Pierre, vaciado su corazón, veía ahora el lado malo de la situación. Habló de Macquart. ¿Cómo desembarazarse de ese granuja? Pero Félicité, recuperada la fiebre del éxito, exclamó:

—No se puede hacer todo a la vez. ¡Lo amordazaremos, pardiez! Ya encontraremos algún medio... —Iba y venía, colocando los sillones, quitándole el polvo a los respaldos. Bruscamente, se detuvo en el centro de la pieza, y dirigiendo una larga mirada al ajado mobiliario—: ¡Dios mío! —dijo—. ¡Qué feo es esto! ¡Y con toda esa gente que va a venir!

—¡Bah! —respondió Pierre con soberbia indiferencia—, lo cambiaremos todo.

Él, que la víspera sentía un respeto religioso por los sillones y el canapé, se habría subido a ellos con los dos pies. Felicité, que experimentaba el mismo desdén, llegó incluso a zarandear un sillón al que le faltaba una rueda y que no le obedecía con suficiente rapidez.

Fue en ese momento cuando entró Roudier. A la anciana le pareció que se mostraba de una cortesía mucho mayor. Los «señor», los «señora» fluían con una música deliciosa. Por otra parte, los contertulios llegaban en fila, el salón se llenaba. Nadie conocía aún en detalle los acontecimientos de la noche, y todos acudían, con los ojos fuera de las órbitas, la sonrisa en los labios, empujados por los rumores que empezaban a correr por la ciudad. Aquellos señores, que la noche antes habían abandonado tan precipitadamente el salón amarillo, ante la noticia de la proximidad de los insurrectos, regresaban, zumbando, curiosos e importunos, como un enjambre de moscas al que hubiera dispersado una ráfaga de viento. Algunos ni siquiera se habían tomado el tiempo de ponerse los tirantes. Su impaciencia era grande, pero era visible que Rougon esperaba a alguien para hablar. A cada minuto dirigía a la puerta una mirada ansiosa. Durante una hora hubo apretones de manos expresivos, felicitaciones vagas, susurros admirativos, una alegría contenida, sin

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causa cierta, y que no pedía sino una palabra para convertirse en entusiasmo.

Por fin apareció Granoux. Se detuvo un instante en el umbral, con la mano derecha en su levita abotonada; su gruesa cara pálida, que exultaba, intentaba en vano ocultar su emoción bajo un gran aire de dignidad. A su aparición, se hizo un silencio; se notó que iba a ocurrir una cosa extraordinaria. En medio de una hilera, Granoux avanzó en derechura hacia Rougon. Le tendió la mano.

—Amigo mío —le dijo—, le presento los respetos de la corporación municipal. Lo llama a su cabeza, a la espera de que nuestro alcalde nos sea devuelto. Ha salvado usted Plassans. Se necesitan en la época abominable que atravesamos, hombres que alíen su inteligencia con su valor: venga...

Granoux, que recitaba un discursito que había preparado con grandes fatigas, desde la alcaldía a la calle de la Banne, sintió que su memoria se trastornaba. Pero Rougon, ganado por la emoción, lo interrumpió, estrechándole las manos, repitiendo:

—Gracias, querido Granoux, se lo agradezco mucho.No se le ocurrió otra cosa. Entonces hubo una ensordecedora

explosión de voces. Cada cual se precipitó, le tendió la mano, lo cubrió de elogios y de cumplidos, lo interrogó con avidez. Pero él, digno ya como un magistrado, pidió unos minutos para conferenciar con Granoux y Roudier. Los asuntos ante todo. ¡La ciudad se hallaba en una situación tan crítica! Se retiraron los tres a un rincón del salón, y allí, en voz baja, se distribuyeron el poder, mientras los contertulios, alejados unos cuantos pasos y fingiendo discreción, les echaban ojeadas a hurtadillas, en las que la admiración se mezclaba con la curiosidad. Rougon adoptaría el título de presidente de la comisión municipal; Granoux sería secretario, y en cuanto a Roudier, se convertiría en comandante en jefe de la guardia nacional reorganizada. Aquellos señores se juraron apoyo mutuo, de una solidez a toda prueba.

Felicité, que se había acercado a ellos, les preguntó bruscamente:

—¿Y Vuillet?Se miraron. Nadie había visto a Vuillet. Rougon esbozó una leve

mueca de inquietud.—A lo mejor se lo han llevado con los otros... —dijo para

tranquilizarse.Pero Felicité negó con la cabeza. Vuillet no era hombre como

para dejarse coger. Desde el momento en que no se le veía, que no se le oía, es que estaba haciendo algo malo.

Se abrió la puerta, Vuillet entró. Saludó humildemente, con su parpadeo, su sonrisa encogida de sacristán. Después fue a tender su mano húmeda a Rougon y a los otros dos. Vuillet había arreglado sus asuntillos él solo. Se había cortado su parte del pastel, como habría dicho Felicité. Había visto, por el tragaluz de su sótano, a los insurrectos que iban a detener al jefe de correos, cuya oficina estaba contigua a su librería. Y así, desde la mañana, a la misma hora en

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que Rougon se sentaba en el sillón del alcalde, había ido a instalarse tranquilamente en el despacho de correos. Conocía a los empleados; los había recibido a su llegada, diciéndoles que reemplazaría a su jefe hasta su regreso, y que no se preocupasen por nada. Después había rebuscado en el correo de la mañana con una curiosidad mal disimulada; olfateaba las cartas; parecía buscar una en particular. Sin duda su nueva situación respondía a uno de sus planes secretos, pues llegó, en su contento, a dar a uno de sus empleados un ejemplar de las Oeuvres badines de Piron. Vuillet tenía un fondo surtidísimo de libros obscenos, que escondía en un gran cajón, bajo una capa de rosarios y de estampas; era él quien había inundado la ciudad de fotografías y grabados indecentes sin que eso perjudicase para nada sus ventas a los feligreses. Sin embargo, debió de espantarlo, en el curso de la mañana, la forma grosera en que se había apoderado del edificio de correos. Pensó que su usurpación debía ser ratificada. Y por eso acudió a casa de Rougon, que se convertía decididamente en un poderoso personaje.

—¿Dónde se ha metido usted? —le preguntó Felicité con aire desconfiado.

Entonces contó su historia, adornándola. Según él, había salvado correos del pillaje.

—¡Bueno, pues está claro, quédese! —dijo Pierre, tras haber reflexionado un momento—. Sea útil.

Esta última frase indicaba el gran terror de los Rougon; tenían miedo de que alguien se convirtiera en demasiado útil, de que salvara la ciudad más que ellos. Pero Pierre no había encontrado ningún peligro grave en dejar a Vuillet como jefe interino de correos; incluso era una manera de desembarazarse de él. Felicité hizo un vehemente gesto de contrariedad.

Terminado el conciliábulo, los señores volvieron a mezclarse con los grupos que llenaban el salón. Tuvieron que satisfacer por fin la curiosidad general. Tuvieron que detallar punto por punto los acontecimientos de la mañana. Rougon estuvo magnífico. Amplificó aún más, engalanó y dramatizó el relato que había contado a su mujer. La distribución de los fusiles y de los cartuchos hizo jadear a todo el mundo. Pero fueron la marcha por las calles desiertas y la toma del ayuntamiento lo que fulminó a los estupefactos burgueses. A cada nuevo detalle se producía una interrupción.

—Y ustedes no eran más que cuarenta y uno, ¡es prodigioso! —¡Caramba! Debía de estar endiabladamente oscuro.—No, lo confieso, jamás me hubiera atrevido a tanto! —Entonces usted lo cogió así, ¡por el cuello!—¿Y los insurrectos qué dijeron?Pero estas cortas frases no hacían sino fustigar la inspiración de

Rougon. Respondía a todos. Mimaba la acción. Aquel grueso señor, con la admiración de sus propias hazañas, recobraba la agilidad de un escolar, volvía a empezar, se repetía, en medio de las frases cruzadas, de los gritos de sorpresa, de las conversaciones privadas que se establecían bruscamente para discutir un detalle; y así iba

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engrandeciéndose, arrastrado por un soplo épico. Por otra parte, allí estaban Granoux y Roudier apuntándole hechos, pequeños hechos imperceptibles que él omitía. Se consumían, también ellos, por colocar una frase, por contar un episodio, y a veces le robaban la palabra. O bien hablaban los tres a la vez. Pero cuando, para guardar para el desenlace, como remate, el episodio histórico del espejo roto, Rougon quiso decir lo que había ocurrido abajo, en el patio, cuando la detención de los guardias, Roudier lo acusó de perjudicar la narración al cambiar el orden de los acontecimientos. Y disputaron un instante con cierta acidez. Después, Roudier, viendo llegada su ocasión, exclamó con voz diligente:

—¡Pues bueno, como quiera! Pero usted no estaba allí... Déjeme contar...

Entonces explicó con detalle cómo los insurrectos se habían despertado y cómo les habían apuntado para reducirlos a la impotencia. Agregó que no había corrido la sangre, afortunadamente. Esta última frase contrarió al auditorio, que contaba con un cadáver.

—Pero ustedes dispararon, creo —interrumpió Felicité, viendo que el drama era pobre.

—Sí, sí, tres disparos —prosiguió el ex fabricante de géneros de punto—. Fueron el salchichero Dubruel y los señores Liévin y Massicot quienes descargaron sus armas con rapidez culpable. Y como hubo algunos murmullos—: Culpable, mantengo la palabra —prosiguió—. La guerra ya tiene necesidades bien crueles, sin que se derrame sangre inútil. Habría querido verlos en mi lugar... Por lo demás, esos señores me juraron que la culpa no era suya; no se explican cómo se dispararon sus fusiles... Y sin embargo, hubo una bala perdida que, tras haber rebotado, le hizo un cardenal en la mejilla a un insurrecto...

Este cardenal, esta herida inesperada, satisfizo al auditorio. ¿En qué mejilla estaba el cardenal, y cómo una bala, aunque fuera perdida, podía dar en una mejilla sin agujerearla? Esto proporcionó materia para largos comentarios.

—Arriba —continuó Rougon con su voz más fuerte, sin dejar tiempo para que se calmase la agitación—, arriba teníamos mucho que hacer. La lucha fue dura...

Y describió el arresto de su hermano y de los otros cuatro insurrectos muy largamente, sin nombrar a Macquart, a quien llamaba «el jefe». Las palabras «el despacho del señor alcalde, el sillón, el escritorio del señor alcalde» reaparecían a cada instante en su boca e imprimían, para los oyentes, una maravillosa grandeza a esta terrible escena. Ya no se peleaba en conserjería, sino en la sede del primer magistrado de la ciudad. Roudier estaba hundido. Rougon llegó por fin al episodio que preparaba desde el comienzo, y que debía presentarlo decididamente como un héroe.

—Entonces —dijo—, un insurrecto se precipita sobre mí. Aparto el sillón del señor alcalde, cojo a mi hombre por el cuello. ¡Y aprieto, ya pueden figurarse! Pero el fusil me estorbaba. No quería soltarlo,

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uno jamás suelta su fusil. Lo tenía, así, bajo el brazo izquierdo. Repentinamente se escapa un tiro...

Todo el auditorio estaba pendiente de los labios de Rougon. Granoux, que abría los labios, con un feroz prurito de hablar, exclamó:

—No, no, no es así... Usted no pudo verlo, amigo mío; peleaba como un león... Pero yo, que ayudaba a agarrotar a uno de los prisioneros, lo he visto todo... El hombre quiso asesinarlo; fue él quien disparó el tiro; vi perfectamente sus dedos negros que deslizaba bajo el brazo de usted...

—¿Usted cree? —dijo Rougon que se había puesto pálido.No sabía que había corrido semejante peligro, y el relato del ex

comerciante de almendras lo helaba de espanto... Granoux no solía mentir; pero un día de batalla está permitido ver las cosas dramáticamente.

—Cuando yo se lo digo, el hombre quiso asesinarlo —repitió con convicción.

—Claro, por eso —dijo Rougon, con voz apagada—, oí silbar la bala en mi oreja.

Se produjo una violenta emoción; el auditorio pareció impresionado y respetuoso ante aquel héroe. ¡Había oído silbar una bala en su oreja! Ciertamente, ninguno de los burgueses que allí estaban habría podido decir otro tanto. Felicité se creyó en el deber de arrojarse a los brazos de su marido, para llevar a su colmo el enternecimiento de la reunión. Pero Rougon se desprendió de golpe y terminó su relato con esta corta frase heroica que sigue siendo célebre en Plassans:

—El disparo se escapa, oigo silbar la bala en mi oreja, y ¡paf!, la bala va a romper el espejo del señor alcalde.

Fue una consternación: ¡un espejo tan bonito! ¡Increíble, realmente! La desgracia acaecida al espejo equilibró en la simpatía de aquellos caballeros el heroísmo de Rougon. El espejo se convertía en una persona, y se habló de él un cuarto de hora con exclamaciones, conmiseración, efusiones de pesar, como si lo hubieran herido en el corazón. Era el remate tal como Pierre lo había preparado, el desenlace de esta odisea prodigiosa. Un gran murmullo de voces llenó el salón amarillo. Se repetían entre sí el relato que acababan de oír y, de vez en cuando, un señor se apartaba de un grupo para ir a preguntar a los tres héroes la versión exacta de algún hecho discutido. Los héroes rectificaban el hecho con escrupulosa minuciosidad; tenían la sensación de hablar para la historia.

Sin embargo, Rougon y sus dos lugartenientes dijeron que los esperaban en la alcaldía. Se hizo un silencio respetuoso; se saludaron con sonrisas graves. Granoux reventaba de importancia; sólo él había visto al insurrecto apretar el gatillo y romper el espejo; eso lo engrandecía, le hacía estallar en su pellejo. Al dejar el salón, cogió el brazo de Roudier, con pinta de gran capitán roto por la fatiga, murmurando:

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—Hace ya treinta y seis horas que estoy en pie, ¡y Dios sabe cuándo me acostaré!

Rougon, al irse, se llevó a Vuillet aparte y le dijo que el partido del orden contaba más que nunca con él y con La Gaceta. Era preciso que publicase un buen artículo para tranquilizar a la población y tratar como se merecía a aquella banda de desalmados que había cruzado Plassans.

—¡Quédese tranquilo! —respondió Vuillet—. La Gaceta iba a aparecer mañana por la mañana, pero voy a sacarla ya esta tarde.

Cuando hubieron salido, los contertulios del salón amarillo se quedaron un instante más, charlatanes como comadres a quienes un canario robado congrega en una acera.

Aquellos negociantes retirados, aquellos comerciantes de aceite, aquellos fabricantes de sombreros, nadaban en pleno drama mágico. Jamás los había agitado semejante conmoción. No salían de su asombro al ver que se habían revelado entre ellos héroes tales como Rougon, Granoux y Roudier. Después, ahogándose en el salón, hartos de contarse entre sí la misma historia, experimentaron una viva comezón por ir a publicar la gran noticia; desaparecieron uno a uno, picado cada cual por la ambición de ser el primero en saberlo todo, en contarlo todo; y Félicité, al quedarse sola, asomada a la ventana, los vio dispersarse por la calle de la Banne, asustados, braceando como grandes pájaros flacos, insuflando la emoción por las cuatro esquinas de la ciudad.

Eran las diez. Plassans, despierta, corría por las calles, atolondrada por el rumor que crecía. Los que habían visto u oído a la banda insurrecta contaban historias increíbles, se contradecían, aventuraban suposiciones atroces. Pero la gran mayoría ni siquiera sabía de qué se trataba; estos vivían en los extremos de la ciudad, y escuchaban, con la boca abierta, como un cuento de niños, esta historia de varios miles de bandidos que invadían las calles y desaparecían antes del día, como un ejército de fantasmas. Los más escépticos decían: «¡Quita allá!». Sin embargo, ciertos detalles eran concretos. Plassans acabó por convencerse de que una espantosa desgracia había pasado sobre ella durante su sueño, sin tocarla. Esta catástrofe mal definida tomaba prestado a las sombras de la noche, a las contradicciones de los diversos informes, un carácter vago, un horror insondable que hacían estremecerse a los más valientes. ¿Quién había desviado el rayo, pues? La cosa tenía algo de prodigioso. Se hablaba de salvadores desconocidos, de una pequeña banda de hombres que habían cortado la cabeza de la hidra, pero sin detalles, como de algo apenas creíble, cuando los contertulios del salón amarillo se diseminaron por las calles sembrando las noticias, repitiendo ante cada puerta el mismo relato.

Fue un reguero de pólvora. En unos minutos, de una punta a otra de la ciudad, la historia corrió. El nombre de Rougon voló de boca en boca, con exclamaciones de sorpresa en la ciudad nueva, con gritos de elogio en el barrio viejo. La idea de que se hallaban sin subprefecto, sin alcalde, sin jefe de correos, sin recaudador

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particular, sin autoridades de ninguna clase, consternó al principio a los habitantes. Estaban estupefactos de haber podido rematar su sueño y de haberse despertado como de ordinario, al margen de todo gobierno establecido. Pasado el primer estupor, se arrojaron con abandono en los brazos de los liberadores. Los escasos republicanos se encogieron de hombros; pero los pequeños minoristas, los pequeños rentistas, los conservadores de toda especie bendecían a aquellos héroes modestos cuyas hazañas habían ocultado las tinieblas. Cuando se supo que Rougon había detenido a su propio hermano, la admiración ya no conoció límites; se habló de Bruto; la indiscreción que tanto temía redundó en su gloria. En esa hora de pavor mal disipado, el agradecimiento fue unánime. Se aceptaba al salvador Rougon sin discutirlo.

—Figúrense —decían los cobardes—, ¡sólo eran cuarenta y uno! Esta cifra de cuarenta y uno trastornó a la ciudad. Así es como

nació en Plassans la leyenda de los cuarenta y un burgueses que hicieron morder el polvo a tres mil insurgentes. Sólo ciertos espíritus envidiosos de la ciudad nueva, abogados sin pleitos, ex militares, avergonzados por haber dormido esa noche, plantearon ciertas dudas. A fin de cuentas, acaso los insurgentes se habían marchado por sí solos. No había la menor prueba de combate, ni cadáveres, ni manchas de sangre. Realmente la tarea de aquellos caballeros no había resultado muy difícil.

—Pero, ¡y el espejo, el espejo! —repetían los fanáticos—. No puede usted negar que el espejo del señor alcalde está roto. Vaya a verlo.

Y en efecto, hasta la noche hubo una procesión de individuos que, con mil pretextos, entraron en el despacho, cuya puerta Rougon dejaba, por otra parte, de par en par; se plantaban ante el espejo, en el cual la bala había hecho un agujero redondo, de donde partían anchas grietas; después todos murmuraban la misma fiase:

—¡Caray! ¡Pues sí que la bala tenía fuerza! Y se marchaban, convencidos.Félicité, en su ventana, aspiraba con delicia esos rumores, esas

voces elogiosas y agradecidas que ascendían de la ciudad. Todo Plassans, en esos momentos, se ocupaba de su marido; ella percibía los dos barrios, bajo ella, que se estremecían, que le enviaban la esperanza de un próximo triunfo. ¡Ah! ¡Cómo iba a aplastar esa ciudad que se ponía tan tarde bajo sus talones! Todos sus agravios regresaron, sus amarguras pasadas redoblaron sus apetitos de disfrute inmediato.

Dejó la ventana, dio lentamente una vuelta por el salón. Era allí donde, hacía un instante, las manos se tendían hacia ellos. Habían vencido, la burguesía estaba a sus pies. El salón amarillo le pareció santificado. Los muebles cojos, el terciopelo raído, la araña negra de cagadas de mosca, todas esas ruinas cobraron a sus ojos un aspecto de despojos gloriosos en un campo de batalla. La llanura de Austerlitz no le habría causado una emoción tan honda.

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Cuando volvía a asomarse a la ventana, vio a Aristide que merodeaba por la plaza de la Subprefectura, con la nariz hacia arriba. Le hizo señas de que subiera. Parecía no esperar sino esta llamada.

—Entra de una vez —le dijo su madre en el descansillo, al verlo vacilar—. Tu padre no está. —Aristide tenía el aire torpe de un hijo pródigo. Hacía cerca de cuatro años que no había vuelto a entrar en el salón amarillo. Llevaba aún el brazo en cabestrillo—. ¿Te sigue doliendo la mano? —le preguntó burlonamente Félicité.

Él se ruborizó, respondió con cortedad: —¡Oh! Va mucho mejor, está casi curada.Después se puso a dar vueltas, sin saber qué decir. Félicité

acudió en su ayuda:—¿Has oído hablar del gran comportamiento de tu padre? —

prosiguió.Aristide dijo que toda la ciudad hablaba de eso. Pero recobraba

su aplomo; le devolvió a su madre su burla; la miró a la cara, añadiendo:

—Había venido a ver si papá estaba herido.—Vaya, ¡no hagas el idiota! —exclamó Félicité, con su petulancia

—. Yo, en tu lugar, obraría con toda franqueza. Te has equivocado en eso, confiésalo, enrolándote con tus bribones republicanos. Hoy no te importaría dejarlos y volver con nosotros, que somos los más fuertes. ¡Eh! ¡Tienes la casa abierta!

Pero Aristide protestó. La República era una gran idea. Y además los insurrectos podían ganar.

—¡Déjame en paz! —continuó la anciana, irritada—. Tienes miedo de que tu padre te reciba mal. Me encargo del asunto... Escúchame: vas a ir a tu periódico, y redactarás de hoy a mañana un número muy favorable al golpe de Estado, y mañana por la noche, cuando ese número haya aparecido, volverás aquí, serás acogido con los brazos abiertos. —Y como el joven callaba—: ¿Oyes? —prosiguió en voz más baja y más ardiente—, se trata de nuestra fortuna, de la tuya. No vuelvas a empezar con tus idioteces. Ya estás bastante comprometido así.

El joven hizo un gesto, el gesto de César al pasar el Rubicón. De esta manera, no adquiría ningún compromiso verbal. Cuando iba a retirarse, su madre añadió, buscando el nudo de su cabestrillo:

—Y, ante todo, tienes que quitarte ese trapo. Resulta ridículo, ¿sabes?

Aristide la dejó. Cuando el pañuelo estuvo desatado, él lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo. Después besó a su madre diciendo:

—¡Hasta mañana!En esos momentos, Rougon tomaba oficialmente posesión del

ayuntamiento. Sólo quedaban ocho concejales; los otros se encontraban en manos de los insurgentes, así como el alcalde y los dos tenientes de alcalde. Estos ocho señores, de la fuerza de Granoux, tuvieron sudores de angustia cuando este último les explicó

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la crítica situación de la ciudad. Para comprender con qué espanto acudieron a echarse en brazos de Rougon, habría que conocer a los hombres que componen las corporaciones municipales de ciertas pequeñas ciudades. En Plassans, el alcalde tenía bajo su férula increíbles cernícalos, meros instrumentos de una complacencia pasiva. Por ello, al no estar allí el señor Garçonnet, la máquina municipal tenía que estropearse y pertenecer a quienquiera que supiese apoderarse de sus resortes. En ese momento, como el subprefecto había dejado la región, Rougon se encontraba con toda naturalidad, por la fuerza de las circunstancias, como único y absoluto dueño de la ciudad; crisis asombrosa, que ponía el poder en manos de un hombre tarado, a quien, la víspera, ni uno de sus conciudadanos hubiera prestado cien francos.

El primer acto de Pierre fue declarar en sesión permanente a la comisión provisional. Después se ocupó de la reorganización de la guardia nacional, y consiguió poner en pie trescientos hombres; los ciento nueve fusiles que habían quedado en el cobertizo fueron distribuidos, lo cual elevó a ciento cincuenta el número de los hombres armados por la reacción; los otros ciento cincuenta guardias nacionales eran burgueses de buena voluntad y soldados de Sicardot. Cuando el comandante Roudier pasó revista al pequeño ejército en la plaza del Ayuntamiento, quedó desolado al ver que los verduleros se reían por lo bajo; no todos tenían uniforme, y algunos se comportaban muy ridículamente, con su sombrero negro, su levita y su fusil. Pero, en el fondo, la intención era buena. Dejaron un retén en la alcaldía. El resto del pequeño ejército se dispersó, por pelotones, en las diferentes puertas de la ciudad. Roudier se reservó el mando del retén de la puerta Grande, la más amenazada.

Rougon, que se sentía muy fuerte en ese momento, fue en persona a la calle Canquoin, para rogar a los gendarmes que se quedaran en el cuartel, que no se mezclaran en nada. Mandó, por lo demás, abrir las puertas de la gendarmería, cuyas llaves se habían llevado los insurgentes. Pero quería triunfar él solo, no tenía intención de que los gendarmes pudieran robarle parte de su gloria. Si tenía una imperiosa necesidad de ellos, los llamaría.

Y les explicó que su presencia, al irritar quizá a los obreros, no haría sino agravar la situación. El cabo lo felicitó mucho por su prudencia. Cuando se enteró de que había un hombre herido en el cuartel, Rougon quiso hacerse popular, pidió verlo. Encontró a Rengade acostado, con el ojo tapado con una venda, con sus grandes bigotes que asomaban por las sábanas. Consoló, con hermosas frases sobre el deber, al tuerto que renegaba y resoplaba, exasperado por su herida, que iba a obligarlo a abandonar el cuerpo. Prometió que le enviaría un médico.

—Se lo agradezco mucho, caballero —respondió Rengade—; pero, ya ve, lo que me aliviaría más que cualquier remedio sería retorcerle el cuello al miserable que me reventó el ojo. ¡Oh!, lo reconocería; es uno flaquito, paliducho, muy joven...

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Pierre recordó la sangre que cubría las manos de Silvère. Tuvo un ligero movimiento de retroceso, como si hubiera temido que Rengade le saltara a la garganta, diciendo: «¡Es tu sobrino el que me dejó tuerto; espera, vas a pagar por él!». Y mientras maldecía muy bajo a su indigna familia, declaró solemnemente que, si se encontraba al culpable, éste sería castigado con todo el rigor de las leyes.

—No, no, no vale la pena —respondió el tuerto—; yo le retorceré el cuello.

Rougon se apresuró a dirigirse a la alcaldía. Empleó la tarde en tomar diversas medidas. La proclama, exhibida hacia la una, produjo una excelente impresión. Terminaba con un llamamiento a la buena índole de los ciudadanos, y daba firmes seguridades de que el orden no volvería a perturbarse. Hasta el crepúsculo, las calles, en efecto, ofrecieron la imagen de un alivio general, de una total confianza. En las aceras, los grupos que leían la proclama decían:

—Se acabó, vamos a ver pasar las tropas que han enviado en persecución de los insurrectos.

Esta creencia de que se acercaban soldados se volvió tan grande que los desocupados del paseo Sauvaire se acercaron a la puerta de Niza para ir al encuentro de la música. Regresaron, por la noche, decepcionados, sin haber visto nada. Entonces una sorda inquietud corrió por la ciudad.

En la alcaldía, la comisión provisional había hablado tanto para no decir nada que sus miembros, con el vientre vacío, enloquecidos por sus propias charlas, sentían que el miedo volvía a invadirlos. Rougon los mandó a cenar, convocándolos otra vez a las nueve de la noche. También él iba a dejar el despacho, cuando Macquart se despertó y golpeó violentamente la puerta de su prisión. Declaró que tenía hambre, después preguntó la hora, y cuando su hermano le dijo que eran las cinco, murmuró, con diabólica maldad, fingiendo vivo asombro, que los insurgentes le habían prometido regresar antes, y que tardaban mucho en liberarlo. Rougon, tras haber mandado que le sirvieran de comer, bajó, irritado por la insistencia de Macquart en hablar del regreso de la banda insurrecta. En la calle, sintió cierta desazón. La ciudad le pareció cambiada. Adoptaba un aspecto singular; unas sombras se deslizaban rápidamente a lo largo de las aceras, se hacían el vacío y el silencio, y, sobre las casas lúgubres, parecía caer, con el crepúsculo, un miedo gris, lento y tenaz como una lluvia fina. La parlanchina confianza del día desembocaba fatalmente en este pánico sin causa, en este pavor de la noche naciente; los habitantes estaban cansados, saciados con su triunfo, hasta el punto de que sólo les quedaban fuerzas para soñar con terribles represalias por parte de los insurrectos. Rougon tembló entre esa corriente de pavor. Apretó el paso, con un nudo en la garganta. Al pasar ante un café de la plaza de los Recoletos, que acababa de encender sus lámparas, y donde se reunían los pequeños burgueses de la ciudad nueva, oyó un fragmento de conversación muy alarmante.

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—¿Qué, señor Picot, sabe usted la noticia? —decía un vozarrón—. No ha llegado el regimiento que se esperaba.

—Pero nadie esperaba un regimiento, señor Touche —respondía una voz agria.

—Usted perdone, ¿no ha leído la proclama, entonces?—Es cierto, los carteles prometen que se mantendrá el orden por

la fuerza, si es necesario.—Ya ve usted, la fuerza: la fuerza armada, eso está claro. —¿Y qué se dice?—Pues, ya comprenderá, la gente tiene miedo, dicen que ese

retraso de los soldados no es natural, y que los insurgentes muy bien podrían haberlos matado.

Hubo un grito de horror en el café. A Rougon le dieron ganas de entrar para decirles a aquellos burgueses que la proclama nunca había anunciado la llegada de un regimiento, que no había que forzar los textos hasta ese punto ni propalar tales habladurías. Pero él mismo, con la turbación que se apoderaba de él, no estaba muy seguro de no haber contado con un envío de tropas, y acababa por encontrar asombroso, en efecto, que no hubiera aparecido ni un soldado. Regresó a su casa muy inquieto. Félicité, petulante y llena de valor, se enfureció, al verlo trastornado por semejantes necedades. A los postres, lo consoló.

—No seas tonto —dijo—. ¡Mejor que mejor, si el prefecto nos olvida! Salvaremos la ciudad nosotros solos. Lo que es yo, quisiera ver regresar a los insurrectos, para recibirlos a disparos y cubrirnos de gloria.. Escucha, vas a cerrar las puertas de la ciudad, y luego no te acostarás; te moverás mucho durante toda la noche; te lo tendrán en cuenta más adelante.

Pierre regresó a la alcaldía, algo remozado. Necesitó valor para permanecer firme en medio de las quejas de sus colegas. Los miembros de la comisión provisional traían en la ropa el pánico, como uno trae consigo un olor a lluvia, en días de tormenta. Todos pretendían haber contado con el envío de un regimiento, y prorrumpían en exclamaciones, diciendo que no se abandonaba así a valerosos ciudadanos a los furores de la demagogia. Pierre, para que lo dejaran en paz, casi les prometió su regimiento para el día siguiente. Después declaró con solemnidad que iba a mandar cerrar las puertas. Fue un alivio. Unos guardias nacionales tuvieron que dirigirse inmediatamente a cada puerta, con orden de dar una doble vuelta de llave a las cerraduras. De regreso, varios miembros confesaron que estaban realmente más tranquilos; y cuando Pierre dijo que la crítica situación de la ciudad los obligaba a seguir en sus puestos, los hubo que tomaron sus pequeñas disposiciones para pasar la noche en un sillón. Granoux se puso un gorro de seda negra, que había traído precavidamente. Hacia las once, la mitad de aquellos caballeros dormían alrededor del escritorio del señor Garçonnet. Los que aún tenían los ojos abiertos, soñaban, al escuchar los pasos cadenciosos de los guardias nacionales, que resonaban en el patio, con que eran unos valientes y los

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condecoraban. Una gran lámpara, colocada sobre el escritorio, iluminaba esta extraña vela de armas. Rougon, que parecía dormitar, se levantó bruscamente y mandó buscar a Vuillet. Acababa de acordarse de que no había recibido La Gaceta.

El librero se mostró arrogante, de pésimo humor.—¿Qué? —le preguntó Rougon llevándoselo aparte—. ¿Y el

artículo que me había prometido? No he visto el periódico.—¿Y para eso me molesta? —respondió Vuillet con cólera—.

¡Pardiez! La Gaceta no ha aparecido; no tengo ganas de que me maten mañana, si regresan los insurgentes.

Rougon se esforzó por sonreír, diciendo que, a Dios gracias, no se mataría a nadie. Y justamente porque corrían rumores falsos e inquietantes, el artículo en cuestión hubiera rendido un gran servicio a la buena causa.

—Es posible —prosiguió Vuillet—, pero la mejor de las causas, en este momento, es conservar la cabeza sobre los hombros. —Y agregó, con aguda malignidad—: ¡Y yo que me creía que había matado usted a todos los insurrectos! Ha dejado demasiados, para que me arriesgue.

Rougon, al quedarse solo, se extrañó de esta rebelión de un hombre tan humilde, tan rastrero de ordinario. La conducta de Vuillet le pareció turbia. Pero no tuvo tiempo de buscar una explicación. Apenas se había echado de nuevo en su sillón, cuando entró Roudier, haciendo sonar terriblemente, sobre su muslo, un gran sable que se había colgado del cinturón. Los durmientes se despertaron despavoridos. Granoux creyó que llamaban a las armas.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó, guardando precipitadamente su casquete de seda negra en el bolsillo.

—Señores —dijo Roudier sofocado, sin pensar en tomar la menor precaución oratoria—, creo que una banda de insurgentes se aproxima a la ciudad.

Estas palabras fueron acogidas por un silencio espantoso. Sólo Rougon tuvo fuerzas para decir:

—¿Los ha visto usted?—No —respondió el ex fabricante de géneros de punto—; pero

oímos ruidos raros en el campo; uno de mis hombres me ha asegurado que había visto fuegos corriendo por la pendiente de Les Garrigues. —Y como todos aquellos señores se miraban con rostros blancos y mudos—: Vuelvo a mi retén —prosiguió—; me temo un ataque. Avisen por su parte.

Rougon quiso correr con él, tener otros informes; pero ya estaba lejos. Por supuesto, la comisión no tuvo ganas de volver a dormirse. ¡Ruidos raros! ¡Fuegos! ¡Un ataque! ¡Y en plena noche! Avisar, era fácil de decir, pero ¿qué hacer? Granoux estuvo a punto de aconsejar la misma táctica que les había salido bien la víspera: esconderse, esperar a que los insurrectos hubieran cruzado la ciudad, y triunfar a continuación en las calles desiertas. Pierre, felizmente, recordando los consejos de su mujer, dijo que Roudier había podido equivocarse, y que lo mejor sería ir a ver. Ciertos miembros torcieron el gesto;

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pero, cuando se convino que una escolta armada acompañaría a la comisión, todos bajaron con gran valentía. Abajo, dejaron sólo unos cuantos hombres; se hicieron rodear por unos treinta guardias nacionales; después se aventuraron por la ciudad dormida. Sólo la luna, deslizándose a ras de los tejados, alargaba sus sombras lentas. Marcharon en vano a lo largo de las fortificaciones, de puerta en puerta, con el horizonte amurallado, sin ver nada, sin oír nada. Los guardias nacionales de los diferentes retenes les dijeron, sí, que de la campiña llegaban ráfagas especiales, por encima de los portones cerrados; aguzaron el oído sin captar otra cosa que un rumor lejano, en el que Granoux pretendió reconocer el clamor del Viorne.

Sin embargo, seguían inquietos; iban a regresar a la alcaldía muy preocupados, aunque fingiendo encogerse de hombros y motejando a Roudier de cobarde y visionario, cuando Rougon, interesado en tranquilizar plenamente a sus amigos, tuvo la idea de ofrecerles el espectáculo de la llanura, en varias leguas. Condujo a la pequeña tropa al barrio de San Marcos y fue a llamar a la mansión de Valqueyras.

El conde, desde los primeros disturbios, había partido hacia su castillo de Corbière. En la mansión sólo estaba el marqués de Carnavant. Desde la víspera, se había mantenido prudentemente al margen, no porque tuviera miedo, sino porque le repugnaba que lo vieran trapicheando con los Rougon, en la hora decisiva. En el fondo ardía de curiosidad; había tenido que encerrarse, para no correr a presenciar el asombroso espectáculo de las intrigas del salón amarillo. Cuando un ayuda de cámara acudió a decirle, en plena noche, que había abajo unos señores que preguntaban por él, no pudo conservar su prudencia más tiempo, se levantó y bajó a toda prisa.

—Mi querido marqués —dijo Rougon presentándole a los miembros de la comisión municipal—, tenemos que pedirle un favor. ¿Podría ordenar que nos condujeran al jardín de la casa?

—Desde luego —respondió el marqués, sorprendido—, voy a llevarles yo mismo.

Y por el camino pidió que le contaran el caso. El jardín terminaba en una terraza que dominaba la llanura; en aquel lugar, un ancho lienzo de muralla se había derrumbado, el horizonte se extendía sin límites. Rougon había comprendido que sería un excelente puesto de observación. Los guardias nacionales se habían quedado en la puerta.

Mientras charlaban, los miembros de la comisión fueron a acodarse en el parapeto de la terraza. El extraño espectáculo que se desplegó entonces ante ellos los dejó mudos. A lo lejos, en el valle del Viorne, en esa hondonada inmensa que se hundía, hacia poniente, entre la cadena de Les Garrigues y las montañas de la Seille, los resplandores de la luna fluían como un río de pálida luz. Los grupos de árboles, las rocas oscuras, formaban, de trecho en trecho, islotes, lenguas de tierra, emergiendo del mar luminoso. Y se distinguían, según los recodos del Viorne, algunos tramos del río,

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que aparecían, con reflejos de armadura, en el fino polvo de plata que caía del cielo. Era un océano, un mundo que la noche, el frío, el miedo secreto, ensanchaban hasta el infinito. Aquellos señores no oyeron, no vieron al principio nada. Había en el cielo un temblor de luz y de voces remotas que los ensordecía y los cegaba. Granoux, poco poeta por naturaleza, murmuró, sin embargo, ganado por la paz serena de esa noche de invierno:

—¡Qué hermosa noche, señores!—Decididamente, Roudier ha soñado —dijo Rougon con cierto

desdén.Pero el marqués aguzaba su fino oído.—¡Eh! —dijo con su voz clara—, oigo toques a rebato.Todos se inclinaron sobre el parapeto, conteniendo la

respiración. Y leves, con purezas de cristal, los tañidos lejanos de una campana ascendieron desde la llanura. Aquellos señores no pudieron negarlo. Eran toques de rebato. Rougon pretendió reconocer la campana de Le Béage, un pueblo situado a una legua larga de Plassans. Decía eso para tranquilizar a sus colegas.

—Escuchen, escuchen —interrumpió el marqués—. Esta vez es la campana de Saint-Maur.

Y les designaba otro punto del horizonte. En efecto, una segunda campana lloraba en la noche clara. Después, pronto fueron diez campanas, veinte campanas, cuyos tañidos desesperados oyeron sus oídos, acostumbrados al ancho temblor de las sombras. Siniestras llamadas ascendían de todas partes, debilitadas, semejantes a estertores de agonizante. La llanura entera sollozó muy pronto. Aquellos señores ya no se burlaban de Roudier. El marqués, que sentía una maligna alegría al espantarlos, tuvo a bien explicarles la causa de todos aquellos repiques:

—Son —dijo— los pueblos vecinos que se congregan para venir a atacar Plassans cuando amanezca.

Granoux desorbitaba los ojos.—¿No han visto ustedes nada allá abajo? —preguntó de repente.

Nadie miraba. Aquellos señores cerraban los ojos para oír mejor—. ¡Ah! ¡Miren! —prosiguió al cabo de un silencio—. Más allá del Viorne, cerca de esa masa negra.

—Sí, ya veo —respondió Rougon, desesperado—; encienden una hoguera.

Casi inmediatamente se encendió otra hoguera frente a la primera, luego una tercera, luego una cuarta. Manchas rojas aparecieron así en toda la longitud del valle, a distancias casi iguales, semejantes a los faroles de alguna avenida gigantesca. La luna, que las apagaba a medias, las hacía desplegarse como charcos de sangre. Esta iluminación siniestra acabó de consternar a la comisión municipal.

—¡Pardiez! —murmuraba el marqués, con su chanza más aguda—, esos bandidos se hacen señales.

Y contó complacido las hogueras, para saber, decía, con cuántos hombres más o menos tendría que habérselas «la valiente guardia

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nacional de Plassans». Rougon quiso suscitar dudas, decir que los pueblos tomaban las armas para ir a unirse al ejército de los insurgentes, y no para acudir a atacar a la ciudad. Aquellos señores, con su silencio consternado, demostraron que se habían formado una opinión y que rechazaban todo consuelo.

—Y ahora estoy oyendo La marsellesa —dijo Granoux con voz apagada.

Era muy cierto. Una banda debía de seguir el Viorne y pasar, en ese preciso momento, bajo la ciudad; el grito: «¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones!», llegaba, a bocanadas, con vibrante nitidez. Fue una noche atroz. Aquellos señores la pasaron acodados en el parapeto de la terraza, helados por el terrible frío que hacía, sin poder sustraerse al espectáculo de la llanura sacudida toda por el rebato y La marsellesa, arrebolada por la iluminación de las señales. Se llenaron los ojos de ese mar luminoso, salpicado de llamas sangrientas; dejaron resonar sus oídos, escuchando ese clamor vago; hasta el punto de que sus sentidos, falseados, oían y veían cosas pavorosas. Por nada del mundo habrían abandonado aquel sitio; de haberse vuelto de espaldas, se habrían imaginado que un ejército les pisaba los talones. Como ciertos cobardes, querían ver llegar el peligro, sin duda para emprender la huida en el momento oportuno. Así, hacia la madrugada, cuando la luna se puso y sólo tuvieron ante sí un abismo negro, experimentaron una horrible congoja. Se creían rodeados por enemigos invisibles que reptaban en la sombra, dispuestos a saltarles el cuello. Al menor ruido, se trataba de hombres que se consultaban al pie de la terraza, antes de escalarla. Y nada, nada más que negrura, en la cual clavaban enloquecidos sus miradas. El marqués, como para consolarlos, les decía con su voz irónica:

—¡No se preocupen! Esperarán al amanecer.Rougon echaba pestes. Sentía que el miedo volvía a asaltarlo. Los

cabellos de Granoux acabaron de encanecer. El alba apareció por fin con mortal lentitud. Fue de nuevo un pésimo momento. Aquellos señores, con los primeros rayos, esperaban ver un ejército alineado en orden de batalla delante de la ciudad. Y justamente esa mañana el día tenía perezas, se arrastraba al borde del horizonte. Con el cuello tendido, los ojos pasmados, interrogaban las vagas blancuras. Y en la sombra indecisa entreveían perfiles monstruosos, la llanura se mudaba en lago de sangre, las rocas en cadáveres flotando en la superficie, los grupos de árboles en batallones aún amenazantes y en pie. Luego, cuando la claridad creciente borró esos fantasmas, el día amaneció, tan pálido, tan triste, con melancolía tal, que al propio marqués se le encogió el corazón. No se vislumbraban insurgentes, los caminos estaban despejados; pero el valle, totalmente gris, tenía un aspecto desierto y lúgubre de degolladero. Las hogueras estaban apagadas, las campanas sonaban aún. Hacia las ocho, Rougon distinguió solamente una banda de unos cuantos hombres que se alejaban a lo largo del Viorne.

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Aquellos señores estaban muertos de frío y de cansancio. Al no ver ningún peligro inmediato, decidieron tomarse unas horas de descanso. Dejaron de centinela a un guardia nacional, con la orden de correr a avisar a Roudier, si advertía a lo lejos alguna banda. Granoux y Rougon, quebrantados por las emociones de la noche, llegaron a sus casas, que eran vecinas, sosteniéndose mutuamente.

Félicité acostó a su marido con toda clase de precauciones. Le llamaba «pobrecito mío», le repetía que no debía dejarse impresionar así, que todo acabaría bien. Pero él negaba con la cabeza; sentía serios temores. Ella lo dejó dormir hasta las once. Después, cuando hubo comido, lo puso con buenos modos en la puerta, dándole a entender que había que llegar hasta el final. En la alcaldía, Rougon sólo encontró a cuatro miembros de la comisión; los otros se disculparon; estaban realmente enfermos. El pánico, desde la mañana, soplaba sobre la ciudad con más áspera violencia. Esos señores no habían podido guardarse para sí el relato de la noche memorable pasada en la terraza de la mansión de Valqueyras. Sus criadas se habían apresurado a difundir la noticia, adornándola con detalles dramáticos. A esas horas, era cosa incorporada a la historia que habían visto en el campo, desde las alturas de Plassans, danzas de caníbales devorando a sus prisioneros, corros de brujas girando en torno a sus marmitas donde hervían niños, interminables desfiles de bandidos cuyas armas brillaban al claro de luna. Y se hablaba de las campanas que tocaban por sí solas a rebato en el aire desolado, y se afirmaba que los insurrectos habían prendido fuego a los bosques de las cercanías, y que toda la región estaba en llamas.

Era martes, día de mercado en Plassans, Roudier se había creído en el deber de ordenar que se abrieran las puertas de par en par para permitir la entrada a las escasas campesinas que traían verduras, mantequilla y huevos. En cuanto estuvo reunida, la comisión municipal, que sólo se componía de cinco miembros, contando al presidente, declaró que se trataba de una imprudencia imperdonable. Aun cuando el centinela apostado en la mansión de Valqueyras no hubiera visto nada, era preciso que la ciudad siguiera cerrada. Entonces Rougon decidió que el pregonero público, acompañado por un tambor, iría por las calles proclamando el estado de sitio en la ciudad y anunciando a los habitantes que quien saliese no podría volver a entrar. Las puertas fueron cerradas oficialmente, en pleno mediodía. Esta medida, tomada para tranquilizar a la población, llevó a su colmo el espanto. Y nada hubo más curioso que esta ciudad que se candaba, que corría los cerrojos, bajo el claro sol, a mediados del siglo diecinueve.

Cuando Plassans hubo cerrado y apretado a su alrededor el gastado cinturón de sus murallas, cuando se hubo bloqueado como una fortaleza sitiada en las proximidades de un asalto, una angustia mortal pasó sobre las tétricas casas. A cada hora, desde el centro de la ciudad, se creía oír descargas que estallaban en los arrabales. Ya nadie sabía nada, estaban en el fondo de un sótano, de un agujero tapiado, a la espera ansiosa de la liberación o del golpe de gracia.

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Desde hacía dos días, las bandas de insurgentes que recorrían la campiña habían interrumpido todas las comunicaciones. Plassans, acorralada en el callejón sin salida donde se alza, se encontraba separada del resto de Francia. Se sentía en plena rebelión de toda la comarca: a su alrededor tocaban a rebato, La marsellesa rugía, con clamores de río desbordado. La ciudad, abandonada y temblorosa, era como una presa prometida a los vencedores, y los transeúntes del paseo iban, a cada minuto, del terror a la esperanza, creyendo divisar en la puerta Grande, ya blusas de insurgentes, ya uniformes de soldados. Jamás una subprefectura, en su calabozo de muros ruinosos, tuvo agonía más dolorosa.

Hacia las dos, se difundió el rumor de que el golpe de Estado había fracasado; el príncipe presidente estaba en el torreón de Vincennes; París se encontraba en manos de la más avanzada demagogia; Marsella, Tolón, Draguignan, todo el sur pertenecía al victorioso ejército insurrecto. Los insurgentes iban a llegar por la noche y a hacer una carnicería en Plassans.

Una delegación se dirigió entonces a la alcaldía para reprochar a la comisión municipal el cierre de las puertas, que sólo serviría para irritar a los insurgentes. Rougon, que perdía la cabeza, defendió su ordenanza con sus últimas energías; la doble vuelta dada a las llaves le parecía uno de los actos más ingeniosos de su administración; encontró para justificarlo palabras convencidas. Pero lo ponían en un aprieto, le preguntaban dónde estaban los soldados, el regimiento que había prometido. Entonces mintió, dijo rotundamente que no había prometido nada de nada. La ausencia de ese regimiento legendario, que los habitantes deseaban hasta el punto de haber soñado con su cercanía, era la gran causa del pánico. La gente bien informada citaba el paraje exacto de la carretera donde los soldados habían sido degollados.

A las cuatro, Rougon, seguido por Granoux, se dirigió a la mansión de Valqueyras. Pequeñas bandas, que se unían a los insurrectos, en Orchères, seguían pasando a lo lejos, por el valle del Viorne. Durante todo el día los chiquillos habían trepado a las murallas, los burgueses habían ido a mirar por las troneras. Estos centinelas voluntarios alimentaban el espanto de la ciudad, al contar en voz alta las bandas, que eran tomadas por otros tantos batallones. Aquel pueblo cobarde creía asistir, desde las almenas, a los preparativos de una matanza universal. Al crepúsculo, al igual que la víspera, el pánico sopló, más frío.

Al regresar a la alcaldía, Rougon y su inseparable Granoux comprendieron que la situación resultaba intolerable. En su ausencia, un nuevo miembro de la comisión había desaparecido. No eran ya sino cuatro. Se sintieron ridículos, con la cara lívida; mirándose, durante horas, sin decir nada. Y además tenían un miedo atroz de pasar una segunda noche en la terraza de la mansión de Valqueyras.

Rougon declaró gravemente que, como la situación seguía igual, no había razón para continuar en sesión permanente. Si se producía

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algún acontecimiento grave, irían a avisarlos. Y por medio de una decisión debidamente tomada en el concejo, descargó sobre Roudier los cuidados de su administración. El pobre Roudier, que se acordaba de haber sido guardia nacional en París, bajo Luis Felipe, velaba en la puerta Grande, con convicción.

Pierre volvió a casa con las orejas gachas, hundiéndose en la sombra de las casas. Sentía que a su alrededor Plassans se le volvía hostil. Oía, en los grupos, correr su nombre, con palabras de cólera y de desprecio. Tambaleándose y con las sienes sudorosas, subió la escalera. Félicité lo recibió en silencio, con semblante consternado. También ella comenzaba a desesperar. Todo su sueño se derrumbaba. Allí se quedaron, en el salón amarillo, cara a cara. El día caía, un día sucio de invierno que imprimía tonos borrosos al papel naranja de grandes rameados; nunca la pieza había parecido más ajada, más sórdida, más vergonzante. Y en aquella hora, estaban solos; ya no tenían, como la víspera, un tropel de cortesanos que los felicitaban. Un día acababa de bastar para vencerlos, en el momento en que cantaban victoria. Si al día siguiente no cambiaba la situación, la partida estaba perdida. Felicité, que la víspera soñaba con las llanuras de Austerlitz, al mirar las ruinas del salón amarillo pensaba ahora, al verlo tan lúgubre y desierto, en los campos malditos de Waterloo.

Después, como su marido no decía nada, ella fue maquinalmente a la ventana, a esa ventana donde había aspirado con delicia el incienso de toda una subprefectura. Distinguió numerosos grupos abajo, en la plaza; cerró las persianas, al ver cabezas que se volvían hacia su casa, con el temor de ser abucheada. Se hablaba de ellos, tuvo ese presentimiento.

En el crepúsculo ascendían voces. Un abogado soltaba sus maledicencias con el tono de un litigante que triunfa.

—Ya lo habla dicho yo, los insurgentes se han marchado por sí solos, y no pedirán permiso a los cuarenta y uno para regresar. ¡Los cuarenta y uno! ¡Qué gran farsa! Yo creo que eran al menos doscientos.

—Nada de eso —dijo un grueso comerciante, tratante de aceite y gran político—, quizá no llegaban a diez. Porque, a fin de cuentas, no han luchado; habríamos visto la sangre por la mañana. Yo, yo en persona, fui al ayuntamiento a ver; el patio estaba tan limpio como mi mano.

Un obrero que se colaba tímidamente en el grupo agregó: —No había que ser muy listo para tomar el ayuntamiento. La

puerta ni siquiera estaba cerrada. —Unas risas acogieron esta frase, y el obrero, al verse alentado, prosiguió—: Los Rougon, ya se sabe, no son gran cosa.

Este insulto fue a herir a Felicité en el corazón. La ingratitud de aquel pueblo la afligía, pues había acabado por creer ella misma en la misión de los Rougon. Llamó a su marido; quiso que recibiera una lección sobre la inestabilidad del vulgo.

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—Es como su espejo —continuó el abogado—; ¡pues no han armado ruido con ese desdichado espejo roto! Ustedes saben que Rougon es muy capaz de haberle disparado un tiro, para hacer creer en una batalla.

Pierre retuvo un grito de dolor. Ya ni siquiera creían en su espejo. Pronto llegarían hasta pretender que no había oído silbar una bala en su oreja. La leyenda de los Rougon se borraría, no quedaría nada de su gloria. Pero aun no había llegado al final de su calvario. Los grupos se ensañaban tan agriamente como habían aplaudido la víspera. Un ex fabricante de sombreros, un anciano de setenta años, cuya fábrica se encontraba en tiempos en el arrabal, hurgó en el pasado de los Rougon. Habló vagamente, con las vacilaciones de una memoria que se pierde, del cercado de los Fouque, de Adélaïde, de sus amores con un contrabandista. Dijo lo bastante para dar a los comadreos un nuevo impulso. Los conversadores se acercaron; las palabras «canallas», «ladrones», «intrigantes descarados», ascendían hasta la persiana tras la cual Pierre y Félicité rezumaban miedo y cólera. En la plaza llegaron a compadecer a Macquart Fue el golpe postrero. Ayer Rougon era un Bruto, un alma estoica que sacrificaba a la patria sus afectos; hoy Rougon no era sino un vil ambicioso que pasaba sobre el vientre de su pobre hermano, y se servía de él como de un escalón para llegar a la fortuna.

—¿Estás oyendo, estás oyendo? —murmuraba Pierre con voz ahogada—. ¡Ah, qué bergantes!, nos matan; jamás nos levantaremos de ésta.

Félicité, furiosa, tamborileaba en la persiana con la punta de sus dedos crispados, y respondía:

—Déjalos que hablen, ea. Si volvemos a ser los más fuertes, verán cómo me las gasto. Sé de dónde viene el golpe. La ciudad nueva nos odia.

Estaba en lo cierto. La brusca impopularidad de los Rougon era obra de un grupo de abogados que se hallaban muy vejados por la importancia que había asumido un ex comerciante de aceite, iletrado, y cuya casa había estado al borde de la quiebra. El barrio de San Marcos, desde hacía dos días, estaba como muerto. El barrio viejo y la ciudad nueva eran lo único que quedaba. Esta última había aprovechado el pánico para perder al salón amarillo en el ánimo de los comerciantes y de los obreros. Roudier y Granoux eran excelentes hombres, honorables ciudadanos, a quienes esos intrigantes de los Rougon engañaban. Les abrirían los ojos. En vez de aquel gordo barrigudo, de aquel bribón que no tenía un céntimo, ¿no habría debido sentarse en el sillón del alcalde Isidore Granoux? Los envidiosos partían de eso para reprochar a Rougon todos los actos de su administración, que databa sólo de la víspera. No habría debido conservar la antigua corporación; había cometido una solemne tontería al mandar cerrar las puertas; por culpa de su necedad cinco concejales miembros habían cogido una pleuresía en la terraza de la mansión de Valqueyras. Y no paraban de hablar. Los republicanos también alzaban la cabeza. Se hablaba de un posible golpe de mano,

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intentado por los obreros del arrabal en la alcaldía. La reacción agonizaba.

Pierre, ante este derrumbamiento de todas sus esperanzas, pensó en algunos apoyos con los cuales, llegado el caso, podría contar aún.

—¿Aristide no iba a venir esta noche para hacer las paces? —preguntó.

—Sí —respondió Félicité—. Me había prometido un buen artículo. El Independiente no ha aparecido...

Pero su marido la interrumpió diciendo:—¡Eh! ¿No es él ese que sale de la subprefectura? La anciana sólo echó una mirada.—¡Se ha vuelto a poner el cabestrillo! —gritó.Aristide, en efecto, ocultaba de nuevo la mano en su pañuelo. El

Imperio se deterioraba, sin que la República triunfase, y él había juzgado prudente volver a su papel de mutilado. Cruzó taimadamente la plaza, sin levantar la cabeza; después, como sin duda oyó en los grupos palabras peligrosas y comprometedoras, se apresuró a desaparecer por un recodo de la calle de la Banne.

—Bueno, no subirá —dijo amargamente Félicité—. Estamos por los suelos... ¡Hasta nuestros hijos nos abandonan!

Cerró violentamente la ventana, para no ver más; para no oír más. Y tras encender la lámpara, cenaron, desalentados, sin hambre, dejándose los bocados en el plato. Sólo tenían unas cuantas horas para tomar partido. Era imprescindible que al despertar tuviesen Plassans a sus plantas y le hicieran pedir perdón, si no querían renunciar a la fortuna soñada. La falta absoluta de noticias ciertas era la única causa de su ansiosa indecisión. Félicité, con su claridad de espíritu, lo comprendió pronto. Si hubieran podido conocer el resultado del golpe de Estado, habrían manifestado audacia y continuado de todas formas con su papel de salvadores, o bien se habrían apresurado a que se olvidara lo más posible su desdichada campaña. Pero no sabían nada concreto, perdían la cabeza, tenían sudores fríos, al jugarse así su fortuna a una tirada de dados, en plena ignorancia de los acontecimientos.

—¡Y ese diablo de Eugène que no me escribe! —exclamó Rougon en un impulso de desesperación, sin pensar en que revelaba a su mujer el secreto de su correspondencia.

Pero Félicité fingió no haber oído. El grito de su marido la había impresionado hondamente. En efecto, ¿por qué Eugène no escribía a su padre? Tras haberlo tenido tan fielmente al tanto de los éxitos de la causa bonapartista, habría tenido que precipitarse a anunciarle el triunfo o la derrota del príncipe Luis. La simple prudencia le aconsejaba la comunicación de esta noticia. Si se callaba, era que la República victoriosa lo había enviado a reunirse con el pretendiente en los calabozos de Vincennes. Félicité se sintió helada; el silencio de su hijo mataba sus últimas esperanzas. En ese momento trajeron La Gaceta, todavía fresca.

—¿Cómo? —dijo Pierre sorprendidísimo—. ¿Vuillet ha publicado su periódico? —Desgarró la faja, leyó el artículo de cabecera y lo

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terminó, pálido como un papel, doblándose sobre su silla—. Ten, lee —prosiguió, tendiéndole el diario a Felicité.

Era un soberbio artículo, de inaudita violencia contra los insurgentes. Jamás tanta hiel, tantas mentiras, tanta basura devota habían fluido de una pluma. Vuillet empezaba haciendo el relato de la entrada de la banda en Plassans. Una pura obra maestra. Se veían allí «esos bandidos, esas caras patibularias, esa hez de los presidios» invadiendo la ciudad, «borrachos de aguardiente, de lujuria y de pillaje»; después los mostraba «desplegando su cinismo por las calles, espantando a la población con gritos salvajes, no buscando sino la violación y el asesinato». Más adelante, la escena del ayuntamiento y la detención de las autoridades se convertían en todo un atroz drama: «Entonces, asieron por el cuello a los hombres más respetables; y, como Jesús, el alcalde, el bravo comandante de la guardia nacional, el jefe de correos, ese funcionario tan benévolo, fueron coronados de espinas por esos miserables, y recibieron sus escupitajos en el rostro». El párrafo consagrado a Miette y a su pelliza roja llegaba al lirismo. Vuillet había visto diez, veinte muchachas sangrientas. «¿Y quién no ha advertido, en medio de esos monstruos, a mujerzuelas infames vestidas de rojo, y que debían de haberse revolcado en la sangre de los mártires que esos bribones han asesinado a lo largo de los caminos? Blandían banderas, se abandonaban, en plena calle, a las caricias innobles de la horda entera.» Y añadía con énfasis bíblico: «La República siempre marcha entre prostitución y matanzas». Y eso era sólo la primera parte del artículo; terminado el relato, en una perorata virulenta, el librero preguntaba si la región sufriría durante mucho tiempo «la vergüenza de esas bestias feroces que no respetaban ni las propiedades ni a las personas»; hacía un llamamiento a todos los valerosos ciudadanos diciendo que una tolerancia más prolongada sería un aliento, y que entonces los insurgentes vendrían a arrebatar «a la hija de los brazos de la madre, a la esposa de los brazos del esposo»; por último, tras una frase devota en la cual declaraba que Dios quería el exterminio de los malvados, terminaba con este trompetazo: «Afirman que esos miserables están de nuevo en nuestras puertas; ¡pues bien!, que cada uno de nosotros coja un fusil y los mate como a perros; me verán en primera fila, dichoso de desembarazar a la tierra de semejante chusma».

Este artículo, en el cual la pesadez del periodismo provinciano ensartaba perífrasis groseras, había consternado a Rougon, quien murmuró cuando Félicité dejó La Gaceta en la mesa:

—¡Ah! ¡Qué desgraciado! Nos asesta el último golpe; creerán que fui yo el que inspiró esta diatriba.

—Pero —dijo su mujer, pensativa— ¿no me anunciaste esta mañana que se negaba rotundamente a atacar a los republicanos? Las noticias lo habían aterrorizado, y tú pretendías que estaba pálido como un muerto.

—Pues sí, no entiendo nada. Como yo insistía, llegó a reprocharme no haber matado a todos los insurrectos... Era ayer

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cuando habría tenido que escribir su artículo; hoy va a conseguir que nos maten.

Félicité se perdía en pleno asombro. ¿Qué mosca le había picado a Vuillet? La imagen de aquel pertiguero fallido, con un fusil en la mano, disparando desde las murallas de Plassans, le parecía una de las cosas más grotescas que imaginarse pueda. Ciertamente había debajo alguna causa determinante que se le escapaba. Vuillet se desataba en insultos demasiado imprudentes y tenía un valor demasiado fácil para que la banda insurrecta estuviese realmente tan cerca de las puertas de la ciudad.

—Es un mal tipo, lo he dicho siempre —prosiguió Rougon, que acababa de releer el artículo—. Quizá sólo ha pretendido hacernos daño. He sido demasiado bueno al dejarle la jefatura de correos.

Fue un rayo de luz. Félicité se levantó vivamente, como iluminada por un pensamiento súbito; se puso un gorro, se echó un chal sobre los hombros.

—¿Adónde vas? —preguntó su marido extrañado—. Son más de las nueve.

—Tú vas a acostarte —respondió ella con cierta rudeza—. Estás indispuesto, descansarás. Duerme mientras me esperas; te despertaré si hace falta, y conversaremos.

Salió, con su paso ligero, y corrió al edificio de correos. Entró bruscamente en el despacho donde Vuillet trabajaba aún. Él tuvo, al verla, un marcado gesto de contrariedad.

Nunca Vuillet había sido tan dichoso. Desde que podía deslizar sus flacos dedos en el correo, disfrutaba de profundas voluptuosidades, voluptuosidades de sacerdote curioso, que se dispone a saborear las confesiones de sus penitentes. Todas las indiscreciones taimadas, todas las vagas habladurías de las sacristías cantaban en sus oídos Acercaba su larga nariz lívida a las cartas, miraba amorosamente los sobrescritos con sus ojos turbios, auscultaba los sobres, como los curitas hurgan en el alma de las vírgenes. Eran goces infinitos, tentaciones llenas de cosquilleos. Los mil secretos de Plassans estaban allí; tocaba el honor de las mujeres, la fortuna de los hombres, y sólo tenía que romper los precintos para saber tanto como el vicario mayor de la catedral, el confidente de las personas bien de la ciudad. Vuillet era una de esas terribles comadres, frías, agudas, que lo saben todo, consiguen que se lo cuenten todo, y sólo repiten los rumores para asesinar a la gente. Así, había tenido a menudo el sueño de hundir el brazo hasta el hombro en el buzón. Para él, desde la víspera, el despacho del jefe de correos era un gran confesionario lleno de una sombra y un misterio religiosos, en el cual desfallecía al aspirar los murmullos velados, las confesiones temblorosas que exhalaba la correspondencia. Por lo demás, el librero hacía su tarea con perfecta impudencia. La crisis que atravesaba la región le aseguraba la impunidad. Si unas cartas experimentaban cierto retraso, si otras se extraviaban por completo, incluso, la culpa sería de esos sinvergüenzas republicanos, que recorrían los campos e interrumpían las comunicaciones. El cierre de

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las puertas lo había contrariado por un instante; pero se había entendido con Roudier para que pudieran entrar los correos y se los llevaran directamente, sin pasar por la alcaldía.

Sólo había, en verdad, abierto algunas cartas, las buenas, las que su olfato de sacristán le había señalado que contenían noticias útiles para conocerlas antes que nadie. A continuación se había contentado con guardar en un cajón, para ser distribuidas más adelante, aquellas que podrían ponerle en entredicho y arrebatarle el mérito de tener valor, cuando la ciudad entera temblaba. El devoto personaje, al elegir la jefatura de correos, había entendido singularmente la situación.

Cuando entró la señora Rougon, elegía entre un enorme montón de cartas y periódicos, sin duda con el pretexto de clasificarlos. Se levantó, con su humilde sonrisa, adelantando una silla; sus párpados enrojecidos se agitaban de forma inquieta. Pero Félicité no se sentó; dijo brutalmente:

—Quiero la carta.Vuillet abrió mucho los ojos, con aire de gran inocencia. —¿Qué carta, mi querida señora? —preguntó.—La carta que usted ha recibido esta mañana para mi marido.

Vamos, señor Vuillet, tengo prisa. —Y como él tartamudeaba que no sabía, que no había visto, que era muy sorprendente, Felicité prosiguió, con una sorda amenaza en la voz—: Una carta de París, de mi hijo Eugène, ya sabe usted a qué me refiero, ¿verdad?... Voy a buscarla yo misma.

Hizo ademán de echar mano a los diversos paquetes que atestaban el escritorio. Entonces él se mostró solícito; dijo que iba a ver. ¡El servicio estaba tan mal organizado, forzosamente! Quizá había una carta, en efecto. Y en tal caso, la encontrarían. Pero, por su parte, juraba que no la había visto. Mientras hablaba, daba vueltas por el despacho, revolvía todos los papeles. Después abrió los cajones, las carpetas. Félicité esperaba, impasible.

—A fe mía, tiene usted razón, aquí hay una carta para ustedes —exclamó por fin, sacando unos papeles de una carpeta—. ¡Ah, esos empleados del demonio! Se aprovechan de la situación para no hacer nada como es debido.

Félicité cogió la carta y examinó atentamente el precinto, sin parecer inquieta en absoluto por lo que semejante examen pudiera tener de hiriente para Vuillet. Vio con claridad que habían debido de abrir el sobre; el librero, todavía torpe, se había servido de un lacre más oscuro para volver a pegar el precinto. Tuvo buen cuidado de abrir el sobre dejando intacto el precinto, que sería, llegado el momento, una prueba. Eugène anunciaba, en pocas palabras, el completo éxito del golpe de Estado; cantaba victoria, París estaba domada, la provincia no se movía, y aconsejaba a sus padres una actitud muy firme frente a la insurrección parcial que sublevaba el sur. Les decía, para terminar, que su fortuna estaba labrada si no flaqueaban.

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La señora Rougon se metió la carta en el bolsillo y, lentamente, se sentó, mirando a Vuillet a la cara. Éste, como ocupadísimo, había reanudado febrilmente su clasificación.

—Oiga, señor Vuillet —le dijo. Y cuando él hubo alzado la cabeza—: Pongamos las cartas boca arriba, ¿no? Se equivoca usted al traicionarnos, podría ocurrirle una desgracia. Si, en vez de abrir nuestras cartas... —Él protestó, se fingió ofendido. Pero ella, con tranquilidad—: Ya sé, conozco su escuela; usted no confesará nunca... Veamos, nada de palabras inútiles, ¿qué interés tiene usted en servir al golpe de Estado? —Y como él seguía hablando de su perfecta honradez, ella acabó por perder la paciencia—: ¿Me toma usted por una idiota? —exclamó—. He leído su artículo... Más le valdría entenderse con nosotros.

Entonces, sin confesar nada, reconoció abiertamente que quería tener la clientela del colegio. En tiempos era él quien abastecía al centro de libros clásicos. Pero se habían enterado de que vendía, bajo cuerda, pornografía a los alumnos, en tan gran cantidad que los pupitres desbordaban de grabados y obras obscenas. En esa ocasión había estado incluso a punto de pasar por el tribunal correccional. Desde esa época, soñaba con recuperar el favor de la administración, con furia celosa.

Felicité pareció extrañada de la modestia de su ambición. Incluso se lo dio a entender. ¡Violar cartas, arriesgarse al presidio, para vender unos cuantos diccionarios!

—¡Ah! —dijo él con voz agria—, es una venta segura de cuatro a cinco mil francos al año. Yo no sueño imposibles, como ciertas personas.

Ella no recogió la frase. No se habló más de las cartas abiertas. Se cerró un tratado de alianza, por el cual Vuillet se comprometía a no divulgar ninguna noticia y a no anticiparse, a condición de que los Rougon le consiguieran la clientela del colegio. Al dejarlo, Felicité lo instó a no comprometerse más. Bastaba con que guardara las cartas y sólo las distribuyera a los dos días.

—¡Qué tunante! —murmuró cuando estuvo en la calle, sin pensar que ella misma acababa de interferir la correspondencia.

Regresó a paso lento, pensativa. Incluso dio un rodeo, pasó por el paseo Sauvaire, como para reflexionar más largamente y más a sus anchas, antes de regresar a su casa. Bajo los árboles del paseo encontró al señor de Carnavant, que aprovechaba la noche para huronear por la ciudad, sin comprometerse. El clero de Plassans, a quien le repugnaba la acción, mantenía, desde el anuncio del golpe de Estado, la neutralidad más absoluta. Para él, el Imperio era un hecho, y esperaba la hora de reanudar, en una nueva dirección, sus intrigas seculares. El marqués, agente en adelante inútil, no tenía sino una curiosidad: saber cómo terminaría la trifulca y de qué forma los Rougon llegarían hasta el final en su papel.

—Eres tú, pequeña —dijo al reconocer a Felicité—. Quería ir a verte. Tus asuntos se enredan.

—Nada de eso, todo va bien —respondió ella preocupada.

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—Mejor que mejor, ya me lo contarás, ¿no? ¡Ah!, debo confesarme, la otra noche les he metido un miedo horroroso a tu marido y a sus colegas. ¡Si hubieras visto lo graciosos que estaban en la terraza, mientras yo les hacía ver una banda de insurrectos en cada bosquecillo del valle!... ¿Me perdonas?

—Se lo agradezco —dijo con presteza Felicité—. Tendría usted que haberlos hecho reventar de terror. Mi marido es una buena pieza. Venga una de estas mañanas, cuando esté sola.

Y escapó, marchando a paso rápido, como decidida por el encuentro con el marqués. Toda su menuda persona expresaba una voluntad implacable. Por fin iba a vengarse de los tapujos de Pierre, a tenerlo a sus pies, a asegurar para siempre su omnipotencia en el hogar. Era un lance necesario, una comedia cuyas profundas bromas saboreaba de antemano, y cuyo plan maduraba con refinamientos de mujer herida.

Encontró a Pierre acostado, durmiendo con pesado sueño; acercó un instante la vela, y miró, con aire compasivo, su rostro basto, por el que corrían a veces leves temblores; después se sentó a la cabecera de la cama, se quitó el gorro, se desmelenó, adoptó el semblante de una persona desesperada, y se puso a sollozar muy alto.

—¡Eh! ¿Qué te pasa, por qué lloras? —preguntó Pierre despertando bruscamente. Ella no respondió, lloró más amargamente—. Por favor, contesta —prosiguió su marido, a quien aquella muda desesperación espantaba—. ¿A dónde has ido? ¿Has visto a los insurrectos?

Ella hizo un gesto negativo; después, con voz apagada: —Vengo de la mansión de Valqueyras —murmuro—. Quería

pedirle consejo al señor de Carnavant. ¡Ah!, mi pobre amigo, todo está perdido.

Pierre se sentó, palidísimo. Su cuello de toro que aparecía por el camisón desabrochado, sus carnes blandas estaban hinchadas por el miedo. Y, en medio de la cama deshecha, se desplomaba como una figurilla china, lívido y llorón.

—El marqués —continuó Felicité— cree que el príncipe Luis ha sucumbido; estamos arruinados, jamás tendremos un céntimo.

Entonces, como suele ocurrir con los cobardes, Pierre se enfureció. La culpa era del marqués, la culpa era de su mujer, de toda su familia. ¿Es que él pensaba en la política, él, cuando el señor de Carnavant y Felicité lo habían lanzado a tales tonterías?

—Yo me lavo las manos —gritó—. Sois vosotros dos quienes habéis hecho una idiotez. ¿Es que no era más prudente comernos tranquilamente nuestras rentas? Tú, tú siempre has querido dominar. Y ya ves a dónde nos ha conducido eso. —Perdía la cabeza, ya no recordaba que se había mostrado tan ávido como su mujer. Sólo experimentaba un inmenso deseo, el de aliviar su cólera acusando a los demás de su derrota—. Y, además —continuó—, ¡es que no podíamos triunfar con hijos como los nuestros! Eugène nos abandona en el instante decisivo; Aristide nos ha arrastrado por el

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fango, y sólo faltaba para comprometernos ese inocente de Pascal, haciendo filantropía en pos de los insurrectos... ¡Y pensar que nos hemos quedado sin blanca por darles estudios!

Empleaba, en su exasperación, palabras que no usaba jamás. Felicité, viendo que recobraba el aliento, le dijo suavemente:

—Olvidas a Macquart.—¡Ah!, sí, ¡lo olvido! —prosiguió con más violencia—. ¡Ahí tienes

otro más cuya mera idea me saca de quicio!... Pero eso no es todo: ¿sabes?, el pequeño Silvère, lo vi en casa de mi madre, la otra noche, con las manos llenas de sangre; le ha sacado un ojo a un gendarme. No te hablé de eso para no asustarte. ¿Te imaginas a uno de mis sobrinos ante un tribunal? ¡Ah, qué familia!... En cuanto a Macquart, nos ha molestado, hasta el punto de que ganas tuve de romperle la cabeza, el otro día, cuando yo tenía un fusil. Sí, me dieron ganas...

Felicité dejaba pasar la ola. Había encajado los reproches de su marido con angelical dulzura, bajando la cabeza, como una culpable, lo cual le permitía resplandecer por lo bajo. Con su actitud, incitaba a Pierre, lo enloquecía. Cuando la voz le falló al pobre hombre, ella lanzó grandes suspiros, fingiendo arrepentimiento; después repitió con voz desolada:

—¿Qué vamos a hacer, Dios mío? ¿Qué vamos a hacer?... Estamos acribillados a deudas.

—¡La culpa es tuya! —gritó Pierre poniendo en ese grito sus últimas fuerzas.

Los Rougon, en efecto, debían por todas partes. La esperanza de un próximo éxito les había hecho perder toda prudencia. Desde comienzos de 1861, habían llegado a ofrecer, cada noche, a los contertulios del salón amarillo, zumos de fruta y ponche, pastelillos, meriendas completas, durante las cuales se brindaba por la muerte de la República. Pierre había puesto, además, un cuarto de su capital a disposición de la reacción, para contribuir a la compra de los fusiles y los cartuchos.

—La cuenta de la pastelería es de por lo menos mil francos —prosiguió Felicité con su tono dulzón—, y quizá le debemos el doble al licorista. Y además está el carnicero, el panadero, el frutero... —Pierre agonizaba. Felicité le asestó el último golpe al agregar—: Por no hablar de los diez mil francos que diste para las armas.

—¡Yo, yo! —balbució—. ¡Me han engañado, me han robado! ¡Es ese imbécil de Sicardot quien me metió en la cosa, jurándome que los Napoleón saldrían vencedores! Pensé dar un anticipo. Pero ese viejo zopenco tendrá que devolverme mi dinero.

—¡Ay!, no te devolverá nada de nada —dijo su mujer encogiéndose de hombros—. Sufriremos la suerte de la guerra. Cuando hayamos pagado todo, no nos quedará ni para comprar pan. ¡Ah! ¡Qué linda campaña!... Hale, podremos ir a vivir a algún cuchitril del barrio viejo.

Esta última frase sonó lúgubremente. Era el réquiem de su existencia. Pierre vio el cuchitril del barrio viejo, cuyo espectáculo evocaba su mujer. Allí era a donde iría a morir, sobre un camastro,

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tras haber tendido toda su vida hacia placeres abundantes y fáciles. En vano había robado a su madre, metido sus manos en las más sucias intrigas, mentido durante años. El Imperio no pagaría sus deudas, ese Imperio que era el único en poderlo salvar de la ruina. Saltó de la cama, en camisón, gritando:

—No, cogeré un fusil, prefiero que los insurgentes me maten. —Eso —respondió Félicité con gran tranquilidad— podrás

hacerlo mañana o pasado mañana, pues los republicanos no están lejos. Es un método como otro cualquiera de acabar.

Pierre se quedó helado. Le pareció que, de golpe, le derramaban un gran cubo de agua fría sobre los hombros. Se acostó lentamente, y cuando estuvo entre la tibieza de las sábanas, se echó a llorar. Aquel gordo prorrumpía con facilidad en lágrimas, lágrimas lentas, inagotables, que corrían de sus ojos sin esfuerzo. Se operaba en él una reacción fatal. Toda su cólera lo lanzaba a abandonos, a lamentos de niño. Félicité, que esperaba esta crisis, tuvo un relámpago de alegría, al verlo tan blando, tan vacío, tan apabullado ante ella. Mantuvo su actitud muda, su humildad desolada. Al cabo de un largo silencio, esa resignación, el espectáculo de esa mujer sumida en un abatimiento silencioso, exasperó las lágrimas de Pierre.

—Pero !habla de una vez! —imploró—, busquemos juntos. ¿No hay realmente ninguna tabla de salvación?

—Ninguna, lo sabes muy bien —respondió ella—; tú mismo exponías la situación hace un momento; no podemos esperar ayuda de nadie; nuestros propios hijos nos han traicionado.

—Huyamos, entonces... ¿Quieres que dejemos Plassans esta noche, ahora mismo?

—¡Huir! Pero, mi pobre amigo, mañana seríamos el hazmerreír de la ciudad... ¿No te acuerdas de que has mandado cerrar las puertas?

Pierre se debatía; imprimía a su espíritu una tensión extraordinaria; después, como vencido, en tono suplicante, murmuró:

—Te lo ruego, encuentra una idea, tú; aún no has dicho nada. Felicité alzó la cabeza, fingiendo sorpresa; y, con un gesto de

profunda impotencia:—Soy una boba en estas materias —dijo—; no entiendo nada de

política, me lo has repetido cien veces. —Y como su marido callaba, cortado, bajando los ojos, continuó lentamente, sin reproches—: Tú no me has puesto al tanto de tus asuntos, ¿verdad? Lo ignoro todo, ni siquiera puedo darte un consejo... Por otra parte, has hecho muy bien, las mujeres son a menudo parlanchinas, y es cien veces posible que los hombres conduzcan la barca solos.

Decía esto con una ironía tan fina que su marido no sintió la crueldad de sus chanzas. Experimentó simplemente un gran remordimiento. Y de repente, se confesó. Habló de las cartas de Eugène, explicó sus planes, su conducta, con la locuacidad de un hombre que hace su examen de conciencia y que implora un salvador. A cada instante, se interrumpía para preguntar: «¿Qué

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habrías hecho tú, en mi lugar?», o bien exclamaba: «¿Verdad? Tenía yo razón, no podía obrar de otro modo». Félicité no se dignaba hacer un gesto ni siquiera. Escuchaba, con la ceñuda rigidez de un juez. En el fondo, saboreaba goces exquisitos; por fin lo tenía cogido, a aquella buena pieza; y jugaba con él como una gata juega con una bola de papel; y él tendía las manos para que ella le pusiera las esposas.

—Pero espera —dijo Pierre saltando rápidamente de la cama—, voy a dejarte leer la correspondencia de Eugène. Juzgarás mejor la situación.

Ella intentó vanamente detenerlo por un faldón del camisón; él desplegó las cartas sobre la mesilla de noche, se acostó, le leyó páginas enteras, la forzó a ojearlas ella misma. Ella contenía una sonrisa, empezaba a sentir lástima del pobre hombre.

—¿Y qué? —dijo, ansioso, cuando hubo acabado—. Ahora que lo sabes todo, ¿no ves alguna forma de salvarnos de la ruina? —Ella todavía no respondió. Parecía reflexionar profundamente—. Eres una mujer inteligente —prosiguió él, para halagarla—; me equivoqué al ocultarte esto, lo reconozco...

—No hablemos más de eso —respondió Felicité—. En mi opinión, si tuvieras mucho valor... —Y como él la miraba con aire ávido, se interrumpió; dijo, con una sonrisa—: Pero ¿me prometes en serio que no volverás a desconfiar de mí? ¿Me lo dirás todo? ¿No obrarás sin consultarme?

El juró, aceptó las condiciones más duras. Entonces Félicité se acostó a su vez; había cogido frío, se acercó mucho a él; y en voz baja, como si hubieran podido oírles, le explicó largamente su plan de campaña. Según ella, era preciso que el pánico soplara con más violencia en la ciudad y que Pierre conservase una actitud de héroe en medio de los consternados habitantes. Un secreto presentimiento, decía, le hacía pensar que los insurgentes estaban aún lejos. Por otra parte, tarde o temprano, el partido del orden ganaría, y los Rougon serían recompensados. Después del papel de salvadores, no era desdeñable el papel de mártires. Lo hizo tan bien, habló con tanta convicción, que su marido, sorprendido al principio por la simplicidad de su plan, que consistía en manifestar audacia, acabó viendo en él una táctica maravillosa y prometió cumplirlo, mostrando todo el valor posible.

—Y no olvides que soy yo quien te salva —murmuró la vieja, con voz mimosa—. ¿Serás bueno?

Se besaron, se dieron las buenas noches. Fue un renacimiento para aquellos dos ancianos abrasados por la codicia. Pero ni uno ni otro se durmieron; al cabo de un cuarto de hora, Pierre, que miraba en el cielo raso una mancha redonda de la lamparilla, se volvió y, en voz muy baja, comunicó a su mujer una idea que acababa de brotar en su cerebro.

—¡Oh, no! ¡No! —murmuró Felicité con un estremecimiento—. Sería demasiado cruel.

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—¡Vaya! —prosiguió él—, ¿no quieres que los habitantes estén consternados?... Me tomarían en serio, si lo que te he dicho ocurriera... —Después, al completarse su proyecto, exclamo—: Podríamos utilizar a Macquart... Sería una manera de desembarazarse de él.

Felicité pareció impresionada por esta idea. Reflexionó, vaciló y, con voz turbada, balbució:

—Quizá tengas razón. Habría que verlo... Después de todo, seríamos muy idiotas si tuviéramos escrúpulos; se trata para nosotros de una cuestión de vida o muerte. Déjame a mí, iré mañana a visitar a Macquart, y ya veré si podemos entendernos con él. Tú te pelearías, lo estropearías todo... Buenas noches, que duermas bien, queridito... Hale, nuestras penas acabarán.

Se besaron una vez más, se durmieron. Y en el cielo raso la mancha de luz se redondeaba como un ojo aterrado, abierto y clavado largamente sobre el sueño de esos burgueses descoloridos, rezumando crímenes entre las sábanas, que veían en sueños caer en su dormitorio una lluvia de sangre, cuyas anchas gotas se mudaban en piezas de oro sobre las baldosas.

Al día siguiente, antes de clarear, Felicité fue al ayuntamiento, provista de instrucciones de Pierre para llegar hasta Macquart. Llevaba, en una cartera, el uniforme de guardia nacional de su marido. Por lo demás, sólo vio a unos hombres durmiendo a pierna suelta en el retén. El portero, que estaba encargado de alimentar al preso, subió a abrirle el cuarto de aseo, transformado en celda. Después volvió a bajar tranquilamente.

Macquart llevaba encerrado en el cuarto dos días y dos noches. Había tenido tiempo de hacer prolongadas reflexiones. Cuando hubo dormido, las primeras horas se entregó a la cólera, a una rabia impotente. Sentía ganas de destrozar la puerta, ante la idea de que su hermano se pavoneaba en la habitación contigua. Y se prometía estrangularlo con sus propias manos cuando los insurrectos llegaran a liberarlo. Pero por la tarde, al crepúsculo, se calmó, dejó de dar furiosas vueltas por el estrecho cuarto. Respiraba allí un suave olor, una sensación de bienestar que sosegaba sus nervios. El señor Garçonnet, muy rico, delicado y coqueto, había mandado arreglar aquel reducto de manera muy elegante; el diván era mullido y tibio; perfumes, pomadas y jabones guarnecían el lavabo de mármol; y la luz, palideciente, caía del techo con blanda voluptuosidad, como los resplandores de una lámpara colgada en una recámara. Macquart, en medio de ese aire almizclado, soso y adormilado que ronda por los cuartos de aseo, se durmió pensando que los ricos, aquellos diablos, «eran muy felices, a fin de cuentas». Se había tapado con una manta que le habían dado. Estuvo tumbado hasta la mañana, con la cabeza, la espalda y los brazos apoyados en las almohadas. Al abrir los ojos, un hilo de sol se deslizaba por el vano. No abandonó el diván, tenía calor, pensó mientras miraba a su alrededor. Se decía que nunca tendría un rincón parecido para asearse. Le interesaba sobre todo el lavabo; no era nada difícil, pensaba, ir limpio con tantos tarritos y

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tantos frascos. Eso le hizo pensar amargamente en su vida fracasada. Se le ocurrió la idea de que a lo mejor se había equivocado de camino; no se gana nada con frecuentar a los pordioseros; no tendría que haberse mostrado duro, y sí entenderse con los Rougon. Después rechazó este pensamiento. Los Rougon eran unos malvados que le habían robado. Pero las tibiezas, las blanduras del diván, seguían dulcificándolo, inspirándole vagas nostalgias. Después de todo, los insurgentes lo abandonaban, se dejaban derrotar como imbéciles. Acabó concluyendo que la República era una engañifa. Esos Rougon tenían suerte. Recordó sus maldades inútiles, su guerra sorda; nadie, en la familia, lo había apoyado: ni Aristide, ni el hermano de Silvère, ni el propio Silvère, que era un idiota por entusiasmarse con los republicanos, y que nunca llegaría a nada. Ahora su mujer estaba muerta, sus hijos lo habían dejado; reventaría solo, en un rincón, sin un céntimo, como un perro. Decididamente, tendría que haberse vendido a la reacción. Pensando en esto, miraba de reojo el lavabo, asaltado por unos enormes deseos de ir a lavarse las manos con cierto polvo de jabón contenido en una caja de cristal. Macquart, como todos los haraganes a quienes mantienen una mujer o sus hijos, tenía gustos de peluquero. Aunque llevaba pantalones remendados, adoraba inundarse de aceite aromático. Se pasaba las horas en el barbero, donde se hablaba de política, y que le pasaba el peine entre dos discusiones. La tentación resultó demasiado fuerte; Macquart se instaló ante el lavabo. Se lavó las manos, la cara; se peinó, se perfumó, hizo un aseo completo. Usó todos los frascos, todos los jabones, todos los polvos. Pero su mayor gozo consistió en secarse con las toallas del alcalde; eran flexibles, espesas. Hundió en ellas su cara húmeda, y aspiró beatíficamente todos los aromas de la riqueza. Después, bien untado de cosméticos, cuando olió bien de la cabeza a los pies, volvió a tumbarse en el diván, rejuvenecido, inclinado a ideas conciliadoras. Experimentó un horror todavía mayor por la República después de haber metido la nariz en los tarros del señor Garçonnet. Le brotó la idea de que quizá ya era hora de hacer las paces con su hermano. Pensó lo que podría pedir por una traición. Su rencor contra los Rougon seguía royéndole el corazón; pero estaba en uno de esos momentos en que, acostado de espaldas, en el silencio, uno se dice verdades duras, se regañaba por no haberse procurado, incluso a costa de sus odios más queridos, un hueco dichoso para cobijar sus cobardías de alma y de cuerpo. Hacia el atardecer, Antoine se decidió a llamar a su hermano al día siguiente. Pero cuando, a la mañana siguiente, vio entrar a Félicité comprendió que tenían necesidad de él. Se puso en guardia.

La negociación fue larga, llena de perfidias, llevada con infinito arte. Intercambiaron al principio vagas quejas. Félicité, sorprendida de encontrar a Antoine casi cortés, tras la escena grosera que había hecho en su casa el domingo por la noche, la tomó con él en un tono de suave reproche. Deploró los odios que desunen a las familias. Pero realmente él había calumniado y perseguido a su hermano con una saña que había sacado de sus casillas al pobre Rougon.

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—¡Pardiez! Mi hermano nunca se condujo como un hermano conmigo —dijo Macquart con contenida violencia—. ¿Es que acudió en mi ayuda? Me habría dejado reventar en mi cuchitril... Cuando fue amable conmigo, se acordará usted, en la época de los doscientos francos, creo que no se me puede acusar de haber hablado mal de él. Repetía por todas partes que tenía un gran corazón.

Lo cual significaba claramente: Si hubieran seguido proporcionándome dinero, habría sido encantador con ustedes, y les hubiera ayudado, en vez de combatirles. La culpa es suya. Había que comprarme..

Félicité lo comprendió tan bien que respondió:—Ya sé, usted nos ha acusado de dureza, porque se imagina que

vivimos con desahogo; pero se equivoca, mi querido hermano: somos gente pobre; jamás hemos podido obrar con usted como nuestro corazón deseaba. —Vaciló un instante, y luego continuó—: En rigor, en una circunstancia grave, podríamos hacer un sacrificio; pero, de veras, ¡somos tan pobres, tan pobres!

Macquart aguzó la oreja. «¡Los tengo!», pensó. Entonces, sin aparentar haber oído la oferta indirecta de su cuñada, desplegó su miseria con voz doliente, contó la muerte de su mujer, la huida de sus hijos. Felicité, por su parte, habló de la crisis que atravesaba el país; pretendió que la República había acabado de arruinarlos. De frase en frase, llegó a maldecir una época que obligaba al hermano a encarcelar al hermano. ¡Cómo sangraría su corazón, si la justicia no quisiera devolver su presa! Y soltó la palabra «galeras».

—Apuesto a que no —dijo tranquilamente Macquart. Pero ella clamó:—Antes rescataría con mi sangre el honor de la familia. Lo que le

digo es para demostrarle que no lo abandonaremos... Vengo a proporcionarle los medios para huir, mi querido Antoine.

Se miraron por un instante a los ojos, tanteándose con la mirada antes de entablar la lucha.

—¿Sin condiciones? —preguntó él por fin.—Sin ninguna condición —respondió Felicité. Se sentó a su lado

en el diván, y luego continuó con voz decidida—: E incluso, antes de cruzar la frontera, si quiere usted ganar un billete de mil francos, puedo proporcionarle los medios.

Hubo un nuevo silencio.—Si el asunto es limpio —murmuró Antoine, que parecía

reflexionar—. Ya sabe usted, no quiero meterme en sus tejemanejes. —Pero si no hay tejemanejes —prosiguió Felicité, riéndose de los

escrúpulos del viejo tunante—; va usted a salir ahora mismo de este cuarto, irá a esconderse a casa de su madre y, por la noche, reunirá a sus amigos, y vendrá a recuperar el ayuntamiento.

Macquart no pudo ocultar una honda sorpresa. No entendía nada.

—Creía —dijo— que habían salido ustedes victoriosos.—¡Oh!, no tengo tiempo de ponerle al corriente —respondió la

vieja con cierta impaciencia—. ¿Acepta usted o no acepta?

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—Pues, bueno, no, no acepto... Quiero reflexionar. Por mil francos sería muy idiota si a lo mejor arriesgase una fortuna.

Felicité se levantó.—Como le parezca, amigo mío —dijo fríamente—. Realmente no

tiene usted conciencia de su situación. Ha venido a mi casa a llamarme vieja bribona, y cuando tengo la bondad de tenderle la mano en el agujero donde ha cometido la tontería de caer se anda con melindres, no quiere que le salven. ¡Bueno!, pues quédese aquí, espere a que regresen las autoridades. Yo me lavo las manos.

Estaba ya en la puerta.—Pero —imploró él—, deme algunas explicaciones. No puedo

cerrar un trato con usted sin saber. Desde hace dos días ignoro lo que pasa. ¿Cómo sé yo que no me están robando ustedes?

—Mire, es usted un necio —respondió Felicité, a quien este arrebato de sinceridad lanzado por Antoine hizo volver sobre sus pasos—. Se equivoca muy mucho al no ponerse ciegamente de nuestra parte. Mil francos es una linda suma, y no se arriesga sino por una causa ganada. Acepte, se lo aconsejo.

Él seguía vacilando.—Pero, cuando tomemos la alcaldía, ¿nos dejarán entrar

tranquilamente?—Eso no lo sé —dijo ella con una sonrisa—. A lo mejor hay

disparos.El la miró fijamente.—¡Eh!, dígame entonces, señora mía —prosiguió con voz ronca—,

¿no será que tiene la intención de hacer que me alojen una bala en la cabeza?

Felicité se ruborizó. Pensaba cabalmente, en efecto, que una bala, durante el ataque de la alcaldía, les haría un gran favor al desembarazarlos de Antoine. Serían mil francos ganados. Por eso se enfadó, murmurando:

—¡Vaya idea!... Verdaderamente es atroz tener ideas semejantes. —Después, súbitamente calmada—: ¿Acepta?... ¿Ha entendido, verdad?

Macquart había entendido perfectamente. Era una emboscada lo que le proponían. No veía ni sus motivos ni sus consecuencias, lo cual lo decidió a chalanear. Tras haber hablado de la República como de una amante a la que le desesperaba no querer ya, señaló los riesgos que iba a correr, y acabó pidiendo dos mil francos. Pero Felicité se las tuvo tiesas. Y discutieron hasta que ella le prometió procurarle, a su regreso a Francia, un puesto en el que no tendría nada que hacer y que le produciría mucho. Entonces se cerró el trato. Felicité le hizo vestir el uniforme de guardia nacional que había traído. Tenía que retirarse pacíficamente a casa de tía Dide, para traer hacia media noche, a la plaza del Ayuntamiento, a todos los republicanos que encontrase, asegurándoles que la alcaldía estaba vacía, que bastaría con empujar la puerta para apoderarse de ella. Antoine pidió una señal, y recibió doscientos francos. Ella se comprometió a pagarle los otros ochocientos francos al día siguiente.

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Los Rougon arriesgaban en esto los últimos céntimos de que podían disponer.

Cuando Felicité hubo bajado, se quedó un instante en la plaza para ver salir a Macquart. Éste salió tranquilamente por delante del retén, sonándose. De un puñetazo, en el cuarto de aseo, había roto el cristal del techo, para que creyeran que había escapado por allí.

—Listo —dijo Felicité a su marido al regresar a casa—. Será a media noche... A mí ya no me importa. Quisiera verlos fusilados a todos. Ayer, en la calle, nos hacían trizas.

—Eras demasiado buena al vacilar —respondió Pierre, que se estaba afeitando—. Cualquiera, en nuestro lugar, haría lo mismo.

Esa mañana, era miércoles, cuidó particularmente su arreglo. Fue su mujer la que lo peinó y le anudó la corbata. Le dio vueltas entre sus manos como a un niño que va a un reparto de premios. Después, cuando estuvo listo, lo miró, declaró que estaba muy decente y que haría un gran papel en medio de los grandes acontecimientos que se preparaban. Su gruesa cara pálida tenía, en efecto, una gran dignidad y un aire de heroica testarudez. Lo acompañó hasta el primer piso, haciéndole sus últimas recomendaciones: no debía perder nada de su actitud valerosa, fuera cual fuera el pánico; había que cerrar las puertas más herméticamente que nunca; dejar a la ciudad agonizar de terror dentro de sus murallas; y sería excelente si él era el único en querer morir por la causa del orden.

¡Qué jornada! Los Rougon hablan todavía de ella, como de una batalla gloriosa y decisiva. Pierre fue en derechura al ayuntamiento, sin inquietarse por las miradas ni las palabras que sorprendió al pasar. Se instaló allí magistralmente, como un hombre que no piensa abandonar su puesto. Envió simplemente un recado a Roudier, para advertirle de que recuperaba el poder. «Vigile las puertas —decía, sabiendo que esas líneas podían hacerse públicas—; yo vigilaré en el interior, haré respetar las propiedades y a las personas. En el momento en que las malas pasiones renacen y triunfan, los buenos ciudadanos deben tratar de sofocarlas, a riesgo de su vida.» El estilo, las faltas de ortografía, volvían más heroico este billete, de un laconismo antiguo. Ni uno solo de los señores de la comisión provisional apareció. Los dos últimos fieles, el propio Granoux, se quedaron prudentemente en sus casas. De aquella comisión, cuyos miembros se habían desvanecido, a medida que el pánico soplaba con más fuerza, sólo Rougon seguía en su puesto, en su sillón de presidente. Ni siquiera se dignó enviar una orden de convocatoria. Él solo, y ya era bastante. Sublime espectáculo que un periódico de la localidad caracterizaría más adelante con una frase: «El valor dando la mano al deber».

Durante toda la mañana se vio a Pierre llenar la alcaldía con sus idas y venidas. Estaba completamente solo en aquel gran edificio vacío, cuyas altas salas resonaban largamente con el ruido de sus pisadas. Por lo demás, todas las puertas estaban abiertas. Paseaba en medio de ese desierto su presidencia sin concejo, con un aire tan

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impregnado de su misión que el portero, al encontrárselo dos o tres veces por los pasillos, lo saludó sorprendido y respetuoso. Fue visto detrás de cada ventana y, pese a que hacía mucho frío, apareció en varias ocasiones en el balcón, con legajos entre las manos, como un hombre atareado que espera importantes mensajes.

Después, hacia mediodía, recorrió la ciudad; visitó los retenes, hablando de un posible ataque, dando a entender que los insurgentes no estaban lejos; pero contaba, decía, con el valor de los valientes guardias nacionales; si era preciso, debía morir hasta el último en defensa de la buena causa. Cuando regresó de esta ronda, lentamente, gravemente, con la traza de un héroe que ha puesto orden en los asuntos de su patria y que sólo espera la muerte, pudo comprobar un auténtico estupor a lo largo de su camino; los paseantes del paseo, los pequeños rentistas incorregibles, a quienes ninguna catástrofe habría podido impedir ir a embobarse al sol a determinadas horas, lo miraron pasar con aire atolondrado, como si no lo reconociesen y no pudiesen creer que uno de los suyos, un ex comerciante de aceite, tuviera la desfachatez de arrastrar a todo un ejército.

En la ciudad, la ansiedad llegaba a su colmo. De un instante a otro se esperaba a la banda insurrecta. El rumor de la evasión de Macquart fue comentado de forma horrorosa. Se pretendió que lo habían liberado sus amigos los rojos, y que esperaba a la noche, en algún rincón, para arrojarse sobre los habitantes y prender fuego a la ciudad por los cuatro costados. Plassans, enclaustrada, aterrada, devorándose a sí misma en su prisión de murallas, no sabía ya qué inventar para tener miedo. Los republicanos, ante la fiera actitud de Rougon, sintieron una breve desconfianza. En cuanto a la ciudad nueva, a los abogados y a los comerciantes retirados, que la víspera despotricaban contra el salón amarillo, se quedaron tan sorprendidos que ya no se atrevieron a atacar abiertamente a un hombre de tal valor. Se contentaron con decir que era una locura desafiar así a unos insurgentes victoriosos, y que ese heroísmo inútil iba a atraer sobre Plassans las mayores desdichas. Después, hacia las tres, organizaron una delegación. Pierre, que ardía en deseos de exhibir su abnegación ante sus conciudadanos, no se atrevía a contar, sin embargo, con tan espléndida ocasión.

Hubo palabras sublimes. Fue en el despacho del alcalde donde el presidente de la comisión provisional recibió a la delegación de la ciudad nueva. Aquellos señores, tras haber rendido homenaje a su patriotismo, le suplicaron que no pensara en la resistencia. Pero él, con voz muy alta, habló del deber, de la patria, del orden, de la libertad y de otras muchas cosas. Por lo demás, no obligaba a nadie a imitarlo; cumplía simplemente lo que su conciencia y su corazón le dictaban.

—Ya lo ven, caballeros, estoy solo —dijo al terminar—. Quiero cargar toda la responsabilidad para que nadie más que yo se vea comprometido. Y si hace falta una víctima, me ofrezco de todo corazón; deseo que el sacrificio de mi vida salve la de los habitantes.

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Un notario, el más capaz de la pandilla, le hizo observar que corría a una muerte segura.

—Ya lo sé —prosiguió él gravemente—. ¡Y estoy preparado! Aquellos señores se miraron. Aquel «¡Y estoy preparado!» los

dejó clavados de admiración. Decididamente, aquel hombre era un valiente. El notario lo instó a llamar en su ayuda a los gendarmes; pero él respondió que la sangre de esos soldados era muy valiosa, y que sólo la haría correr en último extremo. La delegación se retiró lentamente, emocionadísima. Una hora después, Plassans calificaba a Rougon de héroe; los más cobardes lo llamaban «viejo loco».

Al atardecer, Rougon quedó muy extrañado al ver aparecer a Granoux. El ex comerciante de almendras se arrojó en sus brazos, llamándole «gran hombre» y diciéndole que quería morir con él. El «¡Y estoy preparado!» que su criada acaba de traerle de la frutería lo había entusiasmado de veras. En el fondo de aquel cobardón, de aquel ser grotesco, había ingenuidades encantadoras. Pierre lo retuvo, pensando que no tendría importancia. E incluso lo conmovió la abnegación del pobre hombre; se prometió que el prefecto le felicitaría públicamente, lo cual haría reventar de despecho a los demás burgueses, que lo habían abandonado tan cobardemente. Y ambos esperaron la noche en la alcaldía desierta.

A esa misma hora, Aristide se paseaba por su casa con pinta profundamente inquieta. El artículo de Vuillet lo había sorprendido. La actitud de su padre lo dejaba estupefacto. Acababa de distinguirlo en una ventana, con corbata blanca y levita negra, tan tranquilo ante la proximidad del peligro que todas sus ideas se habían trastornado en su pobre cabeza. Y, sin embargo, los insurgentes regresaban victoriosos, ésa era la creencia de la ciudad entera. Pero le entraban dudas, olfateaba alguna lúgubre farsa. No atreviéndose a presentarse en casa de sus padres, había enviado a su mujer. Cuando Angèle regresó, le dijo con voz cansina:

—Tu madre te espera; no está nada furiosa, pero tiene pinta de burlarse bonitamente de ti. Me ha repetido en varias ocasiones que podías guardarte el pañuelo en el bolsillo.

Aristide se sintió terriblemente vejado. Por lo demás, corrió a la calle de la Banne, dispuesto a las más humildes sumisiones. Su madre se contentó con acogerlo con risas de desdén.

—¡Ah!, pobre muchacho —le dijo al verlo—, decididamente no eres muy listo.

—¿Qué sabe uno, en un agujero como Plassans? —exclamó él, despechado—. Me vuelvo idiota, palabra de honor. Ni una noticia, y todos tiritando. Es por estar encerrado en estas malditas murallas... ¡Ah, si hubiera podido seguir a Eugène a París! —Después, amargamente, viendo que Felicité seguía riéndose—: No ha sido usted amable conmigo, madre. Sé muchas cosas, fíjese... Mi hermano les tenía al corriente de lo que pasaba, y nunca me han dado la menor indicación útil.

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—¿Sabes eso, tú? —dijo Felicité poniéndose seria y desconfiada—. ¡Bueno!, pues eres menos bruto de lo que creía. ¿Es que abres las cartas, como alguien a quien yo conozco?

—No, pero escucho detrás de las puertas —respondió Aristide con gran aplomo.

Esta franqueza no desagradó a la anciana. Volvió a sonreír, y más dulce:

—Entonces, bobalicón —preguntó—, ¿cómo se explica que no te hayas aliado con nosotros antes?

—¡Ah!, ésa es la cosa —dijo el joven, cortado—. No tenía gran confianza en ustedes. Recibían a tales animales: ¡mi suegro, Granoux y los demás!... Y además no quería comprometerme demasiado... —Vacilaba. Prosiguió con voz inquieta—: Hoy, ¿está usted bien segura del éxito del golpe de Estado?

—¿Yo? —exclamó Felicité, a quien las dudas de su hijo herían—, yo no estoy segura de nada.

—Sin embargo, me ha mandado decir que me quitara el cabestrillo.

—Sí, porque todos esos señores se burlan de ti. —Aristide se quedó plantado sobre los pies, con la mirada perdida, contemplando en apariencia uno de los rameados del papel naranja. A su madre la asaltó una brusca impaciencia al verlo tan vacilante—. Mira —dijo—, vuelvo a mi primera opinión: no eres muy listo. ¡Y hubieses querido que te dejáramos leer las cartas de Eugène! Pero, desgraciado, con tus continuas incertidumbres lo habrías estropeado todo. Ahí estás vacilando...

—¿Vacilando yo? —interrumpió él, dirigiendo a su madre una mirada clara y fría—. ¡Ah!, bueno, usted no me conoce. Prendería fuego a la ciudad si tuviera ganas de calentarme los pies. ¡Pero ya comprenderá que no quiero equivocarme de camino! Estoy cansado de comer pan duro, y pienso burlar a la fortuna. Sólo jugaré sobre seguro.

Había pronunciado estas palabras con tal avidez que su madre, en aquel apetito ardiente de éxito, reconoció el grito de su sangre. Murmuró:

—Tu padre tiene mucho valor.—Sí, ya lo he visto —prosiguió él riendo burlón—. Tiene una

magnífica cabeza. Me ha recordado a Leónidas en las Termópilas... ¿Ha sido usted, madre, la que le ha dado ese aspecto? —Y alegremente, con gesto resuelto—: ¡Qué le vamos a hacer! exclamó, ¡soy bonapartista!... Papá no es hombre como para dejarse matar sin que eso le rente mucho.

—Y tú tienes razón —dijo su madre—; no puedo hablar, pero mañana verás.

Aristide no insistió, le juró que pronto estaría orgullosa de él; y se marchó, mientras Felicité, sintiendo que despertaban sus antiguas preferencias, se decía en la ventana, al mirarlo alejarse, que tenía un ingenio de todos los diablos, y que jamás habría tenido valor para dejarle partir sin ponerlo por fin en el buen camino.

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Por tercera vez la noche, la noche llena de angustia, caía sobre Plassans. La ciudad agonizante estaba en los últimos estertores. Los burgueses regresaban rápidamente a su casa; se atrancaban puertas con gran estrépito de pernos y barras de hierro. La sensación general parecía ser que Plassans ya no existiría al día siguiente, que se habría abismado bajo tierra o evaporado en el cielo. Cuando Rougon volvió a cenar encontró las calles totalmente desiertas. Esa soledad lo puso triste y melancólico. Por ello, al final de la cena, tuvo una debilidad, y preguntó a su mujer si era necesario proseguir con la insurrección que Macquart preparaba.

—Se acabó la maledicencia —dijo—. ¡Si hubieras visto a los señores de la ciudad nueva cómo me saludaron! No me parece muy útil ahora matar a gente. ¿Eh? ¿Qué piensas? Haremos nuestro agosto sin eso.

—¡Ay, qué blandengue eres! —exclamó Félicité con cólera—. ¡Eres tú el que tuviste la idea, y ya estás retrocediendo! ¡Te digo que nunca harás nada sin mí!... Sigue, sigue por tu camino. ¿Es que los republicanos te perdonarían si te tuvieran?

Rougon, de regreso a la alcaldía, preparó la emboscada. Granoux le fue de gran utilidad. Lo envió a llevar sus órdenes a los distintos retenes que custodiaban las murallas; los guardias nacionales debían dirigirse al ayuntamiento en grupitos, lo más secretamente posible. Roudier, ese burgués parisiense despistado en provincias, que habría podido arruinar el asunto predicando humanidad, ni siquiera fue advertido. Hacia las once, el patio de la alcaldía estaba lleno de guardias nacionales. Rougon los asustó; les dijo que los republicanos que habían quedado en Plassans iban a intentar un golpe de mano desesperado, y se atribuyó el mérito de haber sido avisado a tiempo por su policía secreta. Después de trazar un cuadro sangriento de la matanza de la ciudad si esos miserables se adueñaban del poder, dio la orden de no pronunciar una sola palabra y de apagar todas las luces. Él mismo cogió un fusil. Desde la mañana, caminaba como en sueños; no se reconocía; sentía tras de sí a Felicité, en cuyas manos lo había arrojado la crisis de la noche, y se habría dejado ahorcar diciendo: «¡Qué más da, mi mujer va a venir a descolgarme!». Para aumentar el alboroto y desencadenar un espanto más prolongado sobre la ciudad dormida, rogó a Granoux que se dirigiera a la catedral y mandara tocar a rebato a los primeros disparos. El nombre del marqués le abriría la puerta del sacristán. Y en la sombra, en el silencio negro del patio, los guardias nacionales, enloquecidos de ansiedad, esperaban, con los ojos clavados en el portal, impacientes por tirar, como al acecho de una manada de lobos.

Mientras tanto Macquart había pasado el día en casa de tía Dide. Se había tumbado sobre el viejo arcón, echando de menos el diván del señor Garçonnet. En diversas ocasiones tuvo unas ganas locas de ir a mermar sus doscientos francos en algún café vecino; aquel dinero, que había metido en uno de los bolsillos del chaleco, le quemaba el costado; empleó el tiempo en gastarlo en su imaginación.

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Su madre, a cuya casa acudían los hijos desde hacía unos días, enloquecidos, con semblantes pálidos, sin que ella saliera de su silencio, sin que su rostro perdiera su muerta inmovilidad, dio vueltas a su alrededor, con sus movimientos rígidos de autómata, sin parecer siquiera percibir su presencia. Ignoraba los temores que trastornaban la ciudad cerrada; estaba a mil leguas de Plassans, embarcada en esa continua idea fija que mantenía sus ojos abiertos, vacíos de pensamientos. En ese momento, sin embargo, una inquietud, una preocupación humana a veces la hacía parpadear. Antoine, sin poder resistir el deseo de comer un buen bocado, la envió a buscar un pollo asado a una casa de comidas del arrabal. Cuando se sentó a la mesa:

—¡Eh! —le dijo—, no comes pollo tan a menudo. Es para los que trabajan y saben llevar sus negocios. Tú siempre lo has derrochado todo... Apuesto a que le das tus ahorros a esa mosquita muerta de Silvère. Tiene una amante, el hipócrita. Anda, si tienes unos ahorrillos escondidos en algún rincón un día te los birlará lindamente.

Reía burlón, se consumía de salvaje alegría. El dinero que tenía en el bolsillo, la traición que preparaba, la certeza de haberse vendido a buen precio, lo llenaban del contento de las personas malas que se vuelven naturalmente alegres y chanceras en el mal. Tía Dide sólo entendió el nombre de Silvère.

—¿Lo has visto? —preguntó, abriendo por fin la boca.—¿A quién? ¿A Silvère? —respondió Antoine—. Se paseaba entre

los insurgentes con una chicarrona roja del brazo. Si se mete en un tomate, bien empleado le estará.

La abuela lo miró fijamente, y con voz grave: —¿Por qué? —dijo simplemente.—¡Ah!, no hay que ser tan bobo como él —prosiguió, cortado—.

¿Es que uno va a arriesgar la piel por sus ideas? Yo ya he arreglado mis asuntillos. No soy un niño.

Pero tía Dide ya no lo escuchaba. Murmuraba:—Tenía ya las manos llenas de sangre. Me lo matarán como al

otro; sus tíos le enviarán los gendarmes.—¿Qué está mascullando ahora? —dijo su hijo, que terminaba el

caparazón del pollo—. Ya sabe, me gusta que me acusen en la cara. Si alguna vez conversé sobre la República con el crío fue para conducirlo a ideas más razonables. Estaba chalado. A mí me gusta la libertad, pero es necesario que no degenere en libertinaje... Y en cuanto a Rougon, cuenta con mi estima. Es un chico inteligente y valeroso.

—Tenía el fusil, ¿verdad? —interrumpió tía Dide, cuya mente extraviada parecía seguir de lejos a Silvère por la carretera.

—¿El fusil? Ah, sí, la carabina de Macquart —prosiguió Antoine, tras haber echado un vistazo a la campana de la chimenea, donde solía estar colgada el arma—. Creo habérsela visto entre las manos. Lindo instrumento para correr por los campos del brazo de una chica. ¡Qué imbécil!

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Y se creyó en el deber de gastar algunas bromas de mal gusto. Tía Dide había vuelto a pasear por la habitación. No pronunció una palabra más. Hacia el anochecer, Antoine se alejó, después de haberse puesto una blusa y calado hasta los ojos una gorra grande que su madre fue a comprarle. Entró en la ciudad como había salido de ella, contando una historia a los guardias nacionales que custodiaban la puerta de Roma. Después se dirigió al barrio viejo, donde misteriosamente se deslizó de puerta en puerta. Todos los republicanos exaltados, todos los afiliados que no habían seguido a la banda se encontraron, hacia las nueve, reunidos en un café miserable donde Macquart los había citado. Cuando hubo allá unos cincuenta hombres, les soltó un discurso, en el que habló de una venganza personal que tenía que satisfacer, de una victoria que alcanzar, de un yugo vergonzoso que sacudir, y acabó comprometiéndose a entregarles la alcaldía en diez minutos. Salía de allí, estaba vacía; la bandera roja ondearía allá esa misma noche, si ellos lo querían. Los obreros se consultaron: a esas horas la reacción agonizaba, los insurgentes estaban a las puertas, sería honorable no esperarlos para recuperar el poder, lo cual permitiría recibirlos como hermanos, con las puertas de par en par, las calles y las plazas empavesadas. Por lo demás, nadie desconfió de Macquart; su odio a los Rougon, la venganza personal de que hablaba, respondían de su lealtad. Se convino que todos aquellos que eran cazadores y que tenían en casa una escopeta irían a buscarla, y que a medianoche la banda se encontraría en la plaza del Ayuntamiento. Una cuestión de detalle estuvo a punto de detenerlos, no tenían balas; pero decidieron que cargarían sus armas con perdigones, lo cual resultaba hasta inútil, ya que no iban a encontrar la menor resistencia.

Una vez más, Plassans vio pasar, en el claro de luna mudo de sus calles, hombres armados que se deslizaban a lo largo de las casas. Cuando la banda se encontró reunida ante el ayuntamiento, Macquart, ojo avizor, avanzó atrevidamente. Llamó, y cuando el portero, aleccionado de antemano, preguntó qué querían, lo amenazó de tan espantosa forma, que el hombre, fingiendo pavor, se apresuró a abrir. La puerta giró lentamente, de par en par. El portal se ahondó, vacío y abierto.

Entonces Macquart gritó con voz fuerte: —¡Venid, amigos!Era la señal. El se echó rápidamente a un lado. Y mientras los

republicanos se abalanzaban, de la oscuridad del patio salió un torrente de llamas, una granizada de balas que pasaron con redoble de trueno sobre el portal abierto. La puerta vomitaba muerte. Los guardias nacionales, exasperados por la espera, urgidos por librarse de la pesadilla que pesaba sobre ellos en aquel tétrico patio, habían disparado todos a la vez, con prisa febril. El resplandor fue tan intenso que Macquart vio con toda claridad, en el reflejo rojizo de la pólvora, a Rougon que intentaba apuntar. Creyó ver el cañón del

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fusil dirigido hacia él, recordó el rubor de Félicité, y escapó, murmurando:

—¡Nada de tonterías! Ese bribón es capaz de matarme. Me debe ochocientos francos.

Entre tanto, un alarido ascendía en la noche. Los republicanos, sorprendidos, gritando traición, habían hecho fuego a su vez. Un guardia nacional vino a caer bajo el portal. Pero ellos dejaban tres muertos. Emprendieron la huida, tropezando con los cadáveres, enloquecidos, repitiendo por las callejas silenciosas: «¡Están asesinando a nuestros hermanos!», con una voz desesperada que no hallaba eco. Los defensores del orden, que habían tenido tiempo de recargar sus armas, se precipitaron entonces a la plaza vacía, como enfurecidos, y enviaron balas a todas las esquinas de las calles, a los lugares donde la oscuridad de una puerta, la sombra de un farol, el saliente de un guardacantón, les hacían ver insurgentes. Y allá se quedaron, diez minutos, descargando sus fusiles en el vacío.

La emboscada había estallado como un rayo en la ciudad dormida. Los habitantes de las calles vecinas, despertados por el ruido de aquel tiroteo infernal, se habían sentado en la cama, castañeteando los dientes de miedo. Por nada del mundo habrían asomado la nariz por la ventana. Y lentamente, en el aire desgarrado por los disparos, una campana de la catedral tocó a rebato, con un ritmo tan irregular, tan extraño, que se hubiera dicho el martilleo en un yunque, el estruendo de un caldero colosal golpeado por el brazo de un niño encolerizado. Aquella campana aulladora, que los burgueses no reconocieron, los aterrorizó aún más que las detonaciones de los fusiles, y hubo quien creyó oír los ruidos de una fila interminable de cañones rodando por el empedrado. Volvieron a acostarse, se estiraron bajo sus mantas, como si hubieran corrido algún peligro estando sentados en el fondo de las alcobas, en las habitaciones cerradas; con las sábanas hasta la barbilla, la respiración entrecortada, se empequeñecieron, mientras los picos de sus gorros les caían sobre los ojos; y sus esposas, a su lado, hundían la cabeza en la almohada, desfallecidas.

Los guardias nacionales que se habían quedado en las murallas también oyeron los disparos. Acudieron en desbandada, en grupos de cinco o seis, creyendo que los insurgentes habían entrado por medio de algún subterráneo, y turbando el silencio de las calles con el alboroto de sus carreras atolondradas. Roudier llegó entre los primeros. Pero Rougon los envió de vuelta a sus puestos, diciéndoles severamente que no se abandonaban así las puertas de una ciudad. Consternados por este reproche —pues, en su pánico, habían dejado, en efecto, las puertas sin un defensor—, reanudaron el trote, volvieron a pasar por las calles con un estrépito todavía más horrible. Durante una hora, Plassans pudo creer que un ejército enloquecido lo cruzaba en todos los sentidos. El tiroteo, el toque a rebato, las marchas y contramarchas de los guardias nacionales, sus armas que arrastraban como garrotes, sus asustadas llamadas entre las sombras, formaban un estruendo ensordecedor de ciudad tomada

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por asalto y entregada al pillaje. Fue el golpe de gracia para los infelices habitantes, que creyeron todos en la llegada de los insurgentes; ya lo habían dicho ellos que sería su noche suprema, que Plassans, antes del día, se abismaría bajo tierra o se evaporaría en humo; y en la cama esperaban la catástrofe, locos de terror, imaginándose a ratos que su casa se movía ya.

Granoux seguía tocando a rebato. Cuando el silencio volvió a caer sobre la ciudad, el ruido de aquella campana resultó lamentable. Rougon, ardiendo de fiebre, se sentía exasperado por esos sollozos lejanos. Corrió a la catedral, cuyo portillo encontró abierto. El sacristán estaba en el umbral.

—¡Eh! ¡Ya basta! —le gritó a aquel hombre—; parece que alguien está llorando; es irritante.

—Pues no soy yo, caballero —respondió el sacristán, con aire desolado—. Es el señor Granoux, que ha subido al campanario... Tengo que decirle que había retirado el badajo de la campana, por orden del señor cura, justamente para evitar que tocaran a rebato. El señor Granoux no ha querido entrar en razón. Ha trepado, a pesar de todo. No sé con qué diablos puede hacer ese ruido.

Rougon subió precipitadamente por la escalera que llevaba a las campanas, gritando:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Por amor de Dios, acabe de una vez!Una vez arriba, vio, en un rayo de luna que entraba por el festón

de una ojiva, a Granoux, sin sombrero, con aire furioso, golpeando ante sí con un grueso martillo. ¡Y con qué ganas! Se echaba hacia atrás, tomaba impulso y caía sobre el bronce sonoro como si hubiera querido rajarlo. Toda su rolliza persona se encogía; después, cuando se había arrojado sobre la gran campana inmóvil, las vibraciones lo devolvían hacia atrás, y retornaba con nuevo arrebato. Recordaba a un herrero batiendo un hierro caliente; pero un herrero de levita, bajo y calvo, con actitud torpe y rabiosa.

La sorpresa clavó por un instante a Rougon ante aquel burgués endiablado, que luchaba con una campana bajo un rayo de luna. Entonces comprendió los ruidos de caldero con los que ese extraño campanero sacudía a la ciudad. Le gritó que se detuviera El otro no oyó. Tuvo que cogerlo de la levita, y Granoux, reconociéndolo:

—¿Qué tal? —dijo con voz triunfante—. ¡Ya ha oído usted! Intenté al principio golpear la campana con los puños, pero me hacía daño. Afortunadamente encontré este martillo... Unos golpes más, ¿verdad?

Pero Rougon se lo llevó. Granoux estaba radiante. Se enjugaba la frente, le hacía prometer a su compañero que al día siguiente diría que con un simple martillo había hecho todo aquel ruido. ¡Qué hazaña y qué importancia iba a darle aquel furioso campaneo!

De madrugada, Rougon pensó en tranquilizar a Felicité. Por orden suya los guardias nacionales se habían encerrado en la alcaldía; había prohibido que se levantara a los muertos, con el pretexto de que hacía falta un escarmiento para la población del barrio viejo. Y cuando, para correr a la calle de la Banne, cruzó la

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plaza, de la que se había retirado la luna, posó el pie sobre la mano de uno de los cadáveres, crispada al borde de una acera. Estuvo a punto de caer. Esa mano blanca que se aplastaba bajo su tacón le causó una indefinible sensación de asco y horror. Siguió las calles desiertas a grandes zancadas, creyendo sentir tras sus espaldas un puño sangriento que lo perseguía.

—Hay cuatro en tierra —dijo al entrar.Se miraron, como extrañados de su crimen. La lámpara imprimía

a su palidez un tono de cera amarilla.—¿Los has dejado? —preguntó Félicité— tienen que encontrarlos

allí.—¡Pardiez! No los he recogido. Están de espaldas... He caminado

sobre algo blando...Miró su zapato. El tacón estaba lleno de sangre. Mientras se

ponía otro par, Félicité prosiguió:—¡Bueno, tanto mejor! Esto ha terminado... Nadie podrá decir ya

que disparas a los espejos.El tiroteo, planeado por los Rougon para que los aceptaran

definitivamente como los salvadores de Plassans, arrojó a sus plantas a la ciudad, espantada y agradecida. El día avanzó, lúgubre, con esa melancolía gris de las mañanas invernales. Los habitantes, al no oír nada más, cansados de temblar entre sus sábanas, se aventuraron. Aparecieron diez o quince; después, al correr el rumor de que los insurgentes habían emprendido la huida, dejando sus muertos en el arroyo, Plassans entera se levantó, bajó a la plaza del Ayuntamiento. Durante toda la mañana los curiosos desfilaron en torno a los cuatro cadáveres. Estaban horriblemente mutilados, uno sobre todo, que tenía tres balas en la cabeza; el cráneo, levantado, dejaba al desnudo los sesos. Pero el más atroz de los cuatro era el guardia nacional caído en el portal; había recibido en pleno rostro toda una carga de los perdigones de que se habían servido los republicanos, a falta de balas; su cara, agujereada, acribillada, rezumaba sangre. El gentío se llenó los ojos con aquel horror, largamente, con esa avidez de los cobardes por los espectáculos innobles. Reconocieron al guardia nacional; era el salchichero Dubruel, a quien Roudier acusaba, el lunes por la mañana, de haber disparado con apresuramiento culpable. De los otros tres muertos, dos eran obreros sombrereros; el tercero siguió siendo una incógnita. Y ante los charcos rojos que manchaban el empedrado, grupos boquiabiertos se estremecían, miraban a sus espaldas con aire desconfiado, como si esa justicia sumaria que había, en las tinieblas, restablecido el orden a tiros de fusil, los acechase, espiase sus gestos y sus palabras, dispuesta a fusilarlos a su vez si no besaban con entusiasmo la mano que acababa de salvarlos de la demagogia.

El pánico de la noche aumentó aún más el terrible efecto causado, por la mañana, por la vista de los cuatro cadáveres. Jamás fue conocida la verdadera historia de aquel tiroteo. Los disparos de los combatientes, los martillazos de Granoux, la desbandada de la guardia nacional lanzada por las calles, habían llenado los oídos de

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ruidos tan terroríficos que la gran mayoría soñó siempre con una batalla gigantesca, entablada con un número incalculable de enemigos. Cuando los vencedores, engrosando la cifra de sus adversarios por una instintiva jactancia, hablaron de unos quinientos hombres, la gente protestó; los burgueses pretendieron haberse asomado a la ventana y haber visto pasar durante más de una hora nutridas oleadas de fugitivos. Todo el mundo, además, había oído correr a los bandidos bajo los balcones. Jamás quinientos hombres hubieran podido despertar así a una ciudad sobresaltada. Era un ejército, un auténtico ejército, al que la valiente milicia de Plassans había hecho meterse bajo tierra. Esta frase que pronunció Rougon: «Se han metido bajo tierra», pareció de una gran precisión, pues los retenes, encargados de defender las murallas, juraron siempre por todos los dioses que ni un solo hombre había entrado ni salido, lo cual añadió al hecho de armas una pizca de misterio, una idea de diablos cornudos abismándose en las llamas, que acabó de trastornar las imaginaciones. Es cierto que los retenes evitaron contar sus furiosos trotes. Así la gente más razonable se aferró a la idea de que una banda de insurgentes había entrado probablemente por una brecha, por un boquete cualquiera. Más adelante se difundieron rumores de traición, se habló de una emboscada; sin duda los hombres llevados por Macquart al matadero no pudieron callar la atroz verdad; pero reinaba aún tal terror, la vista de la sangre había lanzado a la reacción a tal número de cobardes que se atribuyeron esos temores a la rabia de los republicanos vencidos. Se pretendió, por otra parte, que Macquart era prisionero de Rougon, y que éste lo guardaba en un calabozo húmedo, donde lo dejaba morirse lentamente de hambre. Este horrible cuento hizo que la gente saludara a Rougon inclinándose hasta el suelo.

Fue así como ese ser grotesco, ese burgués barrigudo, blando y pálido, se convirtió en una noche en un terrible señor de quien nadie osó reírse más. Había metido un pie en la sangre. La población del barrio viejo permaneció muda de espanto ante los muertos. Pero hacia las diez, cuando la gente bien de la ciudad nueva llegó, la plaza se llenó de conversaciones sordas, de exclamaciones ahogadas. Se hablaba del otro ataque, de aquella toma de la alcaldía, en la cual el único herido había sido un espejo; y esta vez ya no bromeaban sobre Rougon, lo nombraban con despavorido respeto; era realmente un héroe, un salvador. Los cadáveres, con los ojos abiertos, miraban a aquellos señores, abogados y rentistas, que temblaban al susurrar que la guerra civil tiene muy tristes exigencias. El notario, jefe de la delegación enviada la víspera a la alcaldía, iba de grupo en grupo, recordando el «¡Yo estoy preparado! » del hombre enérgico a quien se debía la salvación de la ciudad. Fue un servilismo general. Quienes más cruelmente habían ridiculizado a los cuarenta y uno, sobre todo quienes habían motejado a los Rougon de intrigantes y cobardes que disparaban al aire, fueron los primeros en hablar de conceder una corona de laurel al «gran ciudadano del cual Plassans se enorgullecería eternamente». Pues los charcos de sangre se

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secaban sobre el empedrado; los muertos decían con sus heridas a cuánta audacia el partido del desorden, del pillaje, del asesinato, había llegado, y qué mano de hierro se había necesitado para sofocar la insurrección. Y Granoux, entre el gentío, recibía felicitaciones y apretones de manos. Se conocía la historia del martillo. Sólo que, por una mentira inocente, de la cual pronto ya no tuvo conciencia, pretendió que, habiendo visto a los insurgentes el primero, se había puesto a golpear la campana, para dar la alarma; sin él, la guardia nacional habría sufrido una carnicería. Eso duplicó su importancia. Su hazaña fue declarada prodigiosa. No se le llamó más que: «Señor Isidore Granoux, ya sabe, ¡ése que tocó a rebato con su martillo!». Aunque la frase fuera un poco larga, Granoux la habría adoptado de buena gana como título nobiliario; y desde entonces no se pudo pronunciar ante él la palabra «martillo» sin que creyera en una delicada lisonja.

Cuando retiraban los cadáveres, Aristide llegó a olfatearlos. Los miró en todos los sentidos, husmeando el aire, interrogando los rostros. Tenía un semblante seco, los ojos claros. Con una mano, la víspera envuelta, libre en ese instante, levantó la blusa de uno de los muertos, para ver mejor su herida. Este examen pareció convencerlo, sacarlo de una duda. Apretó los labios, se quedó un momento sin decir palabra, y luego se retiró para apresurar la distribución de El Independiente en el cual había escrito un largo artículo. A lo largo de las casas, se acordaba de esta frase de su madre: «¡Mañana verás!». Había visto, y la cosa era muy fuerte; hasta lo espantaba un poco.

Entre tanto, Rougon empezaba a estar molesto con su victoria. Solo en el despacho del señor Garçonnet, escuchando los ruidos sordos de la multitud, experimentaba una extraña sensación que le impedía mostrarse en el balcón. Aquella sangre, sobre la cual había caminado, le adormecía las piernas. Se preguntaba qué iba a hacer hasta la noche. Su pobre cabeza vacía, desequilibrada por la crisis de la noche, buscaba desesperada una ocupación, una orden que dar, una medida que tomar, que pudiera distraerlo. Pero ya no sabía. ¿Adónde lo llevaba Felicité? ¿Se había acabado, o tendría que matar a más gente? El miedo volvía a asaltarlo, le entraban dudas terribles, veía la cinta de murallas rota por todas partes por el ejército vengador de los republicanos, cuando un gran grito: «¡Los insurrectos! ¡Los insurrectos!» estalló bajo las ventanas de la alcaldía. Se levantó de un salto y, alzando una cortina, miró al gentío que corría, enloquecido, por la plaza. Ante este rayo, en menos de un segundo se vio arruinado, saqueado, asesinado; maldijo a su mujer, maldijo a la ciudad entera. Y cuando miraba a sus espaldas con aire torvo, buscando una salida, oyó al gentío estallar en aplausos, lanzar gritos de gozo, estremecer los cristales con su alegría loca. Volvió a la ventana: las mujeres agitaban sus pañuelos, los hombres se abrazaban; había quienes se cogían de la mano y bailaban. Atónito, allí se quedó, sin entender nada, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. A su alrededor, la gran alcaldía, silenciosa y desierta, lo espantaba.

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Rougon, cuando se confesó con Felicité, jamás pudo decirle cuánto tiempo había durado su suplicio. Recordó solamente que un ruido de pasos, despertando los ecos de las vastas salas, lo había sacado de su estupor. Esperaba hombres con blusas, amados de hoces y garrotes, y fue la comisión municipal la que entró, correcta, con fraques negros, radiante. No faltaba ni un miembro. Una feliz noticia había sanado a todos aquellos señores a la vez. Granoux se arrojó en los brazos de su querido presidente.

—¡Los soldados! —tartamudeó—, ¡los soldados!Un regimiento acababa de llegar, en efecto, a las órdenes del

coronel Masson y del señor de Blériot, prefecto del departamento. Los fusiles vistos desde las murallas, a lo lejos en la llanura, habían hecho pensar al principio en la proximidad de los insurrectos. La emoción de Rougon fue tan intensa que por sus mejillas corrieron gruesas lágrimas. ¡Lloraba, el gran ciudadano! La comisión municipal miró caer esas lágrimas con respetuosa admiración. Pero Granoux se arrojó de nuevo al cuello de su amigo, gritando:

—¡Ah, qué feliz soy!... Ya sabe usted que soy hombre sincero, sí. ¡Pues bien!, todos teníamos miedo, ¿verdad, caballeros? Sólo usted ha sido grande, valiente, sublime. ¡Cuánta energía ha debido de precisar! Se lo decía hace un rato a mi mujer: Rougon es un gran hombre, merece ser condecorado.

Entonces aquellos señores hablaron de ir al encuentro del prefecto. Rougon, atolondrado, sofocado, sin poder creer en aquel repentino triunfo, balbucía como un niño. Recobró el resuello; bajó, tranquilo, con la dignidad que reclamaba aquella solemne ocasión. Pero el entusiasmo que acogió a la comisión y a su presidente en la plaza del Ayuntamiento a punto estuvo de turbar de nuevo su gravedad de magistrado. Su nombre circulaba entre el gentío, acompañado esta vez de los más cálidos elogios. Oyó a todo un pueblo repetir la confesión de Granoux, citarlo como un héroe en pie e inquebrantable en medio del pánico universal. Y hasta la plaza de la Subprefectura, donde la comisión se encontró con el prefecto, bebió su popularidad, su gloria, con desfallecimientos secretos de mujer enamorada cuyos deseos son saciados por fin.

El señor de Blériot y el coronel Masson entraron solos en la ciudad, dejando a la tropa acampada en la carretera de Lyon. Habían perdido un tiempo considerable, engañados sobre la marcha de los insurrectos. Por lo demás, sabían que ahora estaban en Orchères; sólo tenían que detenerse una hora en Plassans, el tiempo necesario para tranquilizar a la población y publicar las crueles ordenanzas que decretaban el embargo de los bienes de los insurgentes, y la muerte de todo individuo sorprendido con las armas en la mano. El coronel Masson esbozó una sonrisa cuando el comandante de la guardia nacional ordenó correr los cerrojos de la puerta de Roma, con un ruido espantoso de vieja chatarra. El retén acompañó al prefecto y al coronel como guardia de honor. A lo largo de todo el paseo Sauvaire, Roudier contó a aquellos señores la epopeya de Rougon, los tres días de pánico, rematados por la brillante victoria

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de la noche pasada. Así, cuando los dos cortejos se encontraron frente a frente, el señor de Blériot avanzó prestamente hacia el presidente de la comisión, le estrechó las manos, lo felicitó, rogándole que siguiera velando por la ciudad hasta el regreso de las autoridades; y Rougon saludaba, mientras el prefecto, llegado a la puerta de la subprefectura, donde deseaba descansar un momento, decía en voz alta que no olvidaría en su informe dar a conocer su hermosa y valiente conducta.

Entre tanto, pese al gran frío, todo el mundo se encontraba en las ventanas. Félicité, asomándose a la suya, a riesgo de caer, estaba palidísima de gozo. Cabalmente Aristide acababa de llegar con un número de El Independiente, en el cual se había declarado netamente en favor del golpe de Estado, que acogía «como aurora de la libertad en el orden y del orden en la libertad». Y había hecho también una delicada alusión al salón amarillo, reconociendo sus errores, diciendo que «la juventud es presuntuosa», y que «los grandes ciudadanos callan, reflexionan en silencio, y pasan por alto los insultos, para erguirse en todo su heroísmo el día de la lucha». Estaba especialmente contento con esta frase. Su madre encontró el artículo espléndidamente escrito. Besó a su querido hijo, lo puso a su derecha. El marqués de Carnavant, que también había ido a verla, cansado de enclaustrarse, presa de una furiosa curiosidad, se acodó a su izquierda, en la barandilla de la ventana.

Cuando el señor de Blériot, en la plaza, le tendió la mano a Rougon, Felicité lloró.

—¡Oh!, mira, mira —le dijo a Aristide—. Le ha estrechado la mano. Fíjate, se la vuelve a coger. —Y echando un vistazo a las ventanas donde se amontonaban las cabezas—: ¡Cómo deben de rabiar! Mira a la mujer del señor Peirotte, muerde el pañuelo. Y allá abajo, las hijas del notario, y la señora Massicot, y la familia Brunet, qué caras, ¿eh? ¡Cómo se les alarga la nariz!... ¡Ah, vaya!, ahora nos toca el turno a nosotros.

Siguió la escena que sucedía a la puerta de la Subprefectura con arrobo, con una agitación de cigarra ardiente. Interpretaba los menores gestos, inventaba las palabras que no podía oír, decía que Pierre saludaba muy bien. Por un momento, se puso de mal humor, cuando el prefecto concedió una frase al pobre Granoux que giraba a su alrededor, mendigando un elogio; sin duda el señor de Blériot conocía ya la historia del martillo, pues el ex comerciante de almendras se ruborizó como una jovencita y pareció decir que no había hecho más que su deber. Pero lo que la enojó más aún fue la excesiva bondad de su marido, que presentó a Vuillet a aquellos caballeros; la verdad es que Vuillet se colaba entre ellos, y Rougon se vio obligado a mencionarlo.

—¡Qué intrigante! —murmuró Felicité—. Se mete en todas partes... ¡Mi pobrecito debe de estar tan turbado!... Ahora le habla el coronel. ¿Qué le estará diciendo?

—¡Ah!, pequeña —respondió el marqués con fina ironía—, le felicita por haber cerrado tan cuidadosamente las puertas.

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—Mi padre ha salvado a la ciudad —dijo Aristide con voz seca—. ¿Vio usted los cadáveres, caballero?

El señor de Carnavant no respondió. E incluso se retiró de la ventana y fue a sentarse en un sillón moviendo la cabeza, con aire ligeramente asqueado. En ese momento, al marcharse el prefecto de la plaza, apareció Rougon, se lanzó al cuello de su mujer.

—¡Ah! ¡Querida mía! —balbuceó.No pudo decir más. Félicité le hizo besar también a Aristide,

hablándole del espléndido artículo de El Independiente. Pierre habría besado igualmente al marqués en las mejillas, tan emocionado estaba. Pero su mujer se lo llevó aparte, y le dio la carta de Eugène que había metido de nuevo en un sobre. Fingió que acababan de traerla. Pierre, triunfante, se la tendió tras haberla leído.

—Eres una bruja —le dijo riendo—. Lo has adivinado todo. ¡Ah, qué tonterías iba a hacer sin ti! Vamos, haremos juntos nuestros pequeños negocios. Bésame, eres una buena mujer.

La tomó en sus brazos, mientras ella intercambiaba con el marqués una discreta sonrisa.

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Capítulo VII

Fue solamente el domingo, dos días después de la carnicería de Sainte-Roure, cuando las tropas volvieron a pasar por Plassans. El prefecto y el coronel, a quienes el señor Garçonnet había invitado a cenar, entraron solos en la ciudad. Los soldados dieron la vuelta por las murallas y fueron a acampar en el arrabal, junto a la carretera de Niza. La noche caía; el cielo, cubierto desde la mañana, tenía extraños reflejos amarillos que iluminaban la ciudad con una claridad turbia, parecida a esos brillos cobrizos de los días de tormenta. La acogida de los habitantes fue miedosa; esos soldados, todavía ensangrentados, que pasaban, cansados y mudos, en el crepúsculo sucio, asquearon a los pequeños burgueses aseados del paseo, y esos señores, retrocediendo, se contaban al oído espantosas historias de tiroteos, de feroces represalias, cuyo recuerdo ha conservado la región. El terror al golpe de Estado comenzaba, terror enloquecido, aplastante, que tuvo al sur tembloroso durante largos meses. Plassans, en su pavor y su odio a los insurgentes, había podido acoger a la tropa, al pasar por primera vez, con gritos de entusiasmo; pero en aquel momento, ante ese regimiento sombrío que disparaba a una palabra de su jefe, los propios rentistas, y hasta los notarios de la ciudad nueva, se interrogaban con ansiedad, se preguntaban si no habrían cometido algún pecadillo político merecedor de un tiro de fusil.

Las autoridades habían regresado la víspera, en dos carricoches alquilados en Sainte-Roure. Su entrada imprevista no había tenido nada de triunfal. Rougon le devolvió al alcalde su sillón sin gran tristeza. La apuesta estaba hecha; aguardaba de París, con fiebre, la recompensa por su civismo. El domingo —no la esperaba hasta el día siguiente— recibió una carta de Eugène. Felicité se había cuidado, desde el jueves, de enviar a su hijo los números de La Gaceta y de El independiente que, en una segunda edición, habían contado la batalla de la noche y la llegada del prefecto. Eugène respondía, a vuelta de correo, que el nombramiento de su padre como recaudador particular iba a ser firmado; pero, decía, quería anunciarle sobre la marcha una buena noticia: acababa de obtener para él la Legión de Honor. Félicité lloró. ¡Su marido condecorado! Su sueño de orgullo jamás había llegado a tanto. Rougon, pálido de gozo, dijo que había que dar esa misma noche una gran cena. Ya no hacía números,

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habría tirado a la gente, por las dos ventanas del salón amarillo, sus últimas monedas de cinco francos para celebrar aquel hermoso día.

—Escucha —le dijo a su mujer—, invitarás a Sicardot; ¡hace bastante tiempo que me fastidia con su condecoración! Y además a Granoux y a Roudier, a quienes no me disgustaba demostrar que no son sus dineros los que les darán una cruz. Vuillet es un roñica, pero el triunfo debe ser completo; avísale, así como a toda la morralla... Se me olvidaba, irás en persona a buscar al marqués; lo sentaremos a tu derecha, quedará muy bien en nuestra mesa. Ya sabes que el señor Garçonnet anda con el coronel y el prefecto. Es para darme a entender que ya no soy nadie. Pues me río de su alcaldía; ¡no le produce un cuarto! Me ha invitado, pero diré que yo también tengo gente. Mañana los verás reír sin ganas... Y tira la casa por la ventana. Que lo traigan todo del Hotel de Provenza. Hay que hundir la cena del alcalde.

Félicité se puso en campaña. Pierre, en medio de su arrobo, experimentaba aún una vaga inquietud. El golpe de Estado iba a pagar sus deudas, su hijo Aristide lloraba sus culpas, y él se desembarazaba por fin de Macquart; pero temía alguna tontería de su hijo Pascal, y sobre todo estaba muy inquieto por la suerte reservada a Silvère, y no porque lo compadeciera ni por asomo: temía simplemente que el asunto del gendarme llegara al tribunal. ¡Ah, si una bala inteligente hubiera podido librarle del pequeño criminal! Como su mujer le hacía observar por la mañana, los obstáculos se habían derrumbado ante él: esa familia que lo deshonraba había trabajado, en el último momento, por su elevación; sus hijos, Eugène y Aristide, esos derrochadores, cuyos meses de colegio lamentaba tan amargamente, por fin pagaban los intereses del capital gastado en su instrucción. ¡Y el pensamiento de aquel miserable de Silvère tenía que enturbiar esta hora de triunfo!

Mientras Félicité se azacanaba para la cena de la noche, Pierre se enteró de la llegada de la tropa, y decidió ir a informarse. Sicardot, a quien había interrogado a su regreso, no sabía nada: Pascal debía de haberse quedado a cuidar a los heridos; en cuanto a Silvère, el comandante, que lo conocía poco, ni siquiera lo había visto. Rougon se dirigió al arrabal, prometiéndose entregar a Macquart, de paso, los ochocientos francos que sólo entonces acababa de conseguir a duras penas. Pero cuando estuvo en el barullo del campamento, y vio de lejos a los prisioneros, sentados en largas filas en las vigas del ejido de San Mittre, y custodiados por soldados, fusil en mano, tuvo miedo de comprometerse, y se introdujo taimadamente en casa de su madre, con intención de enviar a la anciana en busca de noticias.

Cuando entró en la casucha, la noche casi había caído. Al principio sólo vio a Macquart, fumando y tomando unas copas.

—¿Eres tú? Qué suerte —murmuró Antoine, que había vuelto a tutear a su hermano—. Aquí me vuelvo endiabladamente viejo. ¿Tienes el dinero?

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Pero Pierre no respondió. Acababa de descubrir a su hijo Pascal, inclinado sobre la cama. Lo interrogó vivamente. El médico, sorprendido por su inquietud, que atribuyó primero a ternura paterna, le respondió con tranquilidad que los soldados lo habían capturado y que lo habrían fusilado de no haber sido por la intervención de un buen hombre a quien no conocía de nada. Salvado por su título de doctor, había regresado con la tropa. Fue un gran alivio para Rougon. Uno más que no lo comprometería. Atestiguaba su alegría con repetidos apretones de mano, cuando Pascal terminó, diciendo con voz triste:

—No se regocije. Acabo de encontrar a mi pobre abuela sumamente mal. Le traía esta carabina, que ella aprecia, y mire, estaba así, no ha vuelto a moverse.

Los ojos de Pierre se habituaban a la oscuridad. Entonces, entre los últimos resplandores difusos, vio a la tía Dide, rígida, muerta sobre la cama. Aquel pobre cuerpo, desequilibrado por tantas neurosis desde la cuna, estaba vencido por una crisis suprema. Los nervios habían como comido la sangre, el sordo laboreo de esa carne ardiente, agotándose, devorándose a sí misma en una tardía castidad, terminaba, hacía de la desdichada un cadáver que sólo unas sacudidas eléctricas galvanizaban aún. En ese momento, un dolor atroz parecía haber apresurado la lenta descomposición de su ser. Su palidez de monja, de mujer ablandada por la sombra y las renuncias del claustro, se manchaba de placas rojas. Con el rostro convulso, los ojos horriblemente abiertos, las manos vueltas y torcidas, estaba tendida entre sus sayas, que dibujaban con líneas secas la delgadez de sus miembros. Y, apretando los labios, ponía en el fondo de la habitación negra el horror de una agonía muda.

Rougon hizo un gesto de mal humor. Aquel espectáculo desconsolador le resultó muy desagradable; tenía gente a cenar esa noche, habría sido terrible estar triste. Su madre no sabía qué inventar para ponerlo en aprietos. Podía muy bien escoger otro día. Conque adoptó un aire totalmente tranquilo, al decir:

—¡Bah! No será nada. La he visto cien veces así. Hay que dejarla reposar, es el único remedio.

Pascal negó con la cabeza.—No, esta crisis no se parece a las otras —murmuró—. La he

estudiado a menudo, y jamás he observado tales síntomas. Fíjese en sus ojos: tienen una fluidez especial, una claridad pálida muy inquietante. ¡Y la fisonomía! ¡Qué espantosa torsión de todos los músculos! —Después, inclinándose más, estudiando los rasgos más de cerca, continuó en voz baja, como hablando consigo mismo—: Sólo he visto un rostro semejante en las personas asesinadas, muertas de espanto... Debe haber sufrido alguna emoción terrible.

—Pero ¿cómo le vino la crisis? —preguntó Rougon impaciente, sin saber ya de qué manera abandonar la habitación.

Pascal no sabía. Macquart, sirviéndose una nueva copa, contó que le apeteció tomar un poco de coñac y la había mandado a buscar una botella. Había estado muy poco tiempo fuera. Después, al

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regreso, había caído tiesa al suelo, sin decir una palabra. Macquart había tenido que llevarla a la cama.

—Lo que me extraña —dijo a modo de conclusión— es que no haya roto la botella.

El joven médico reflexionaba. Prosiguió al cabo de un silencio: —Oí dos disparos al venir hacia acá. Quizá esos miserables han

vuelto a fusilar a algunos prisioneros. Si ha cruzado las filas de los soldados en ese momento, la vista de la sangre ha podido provocar la crisis... Tiene que haber sufrido horriblemente.

Felizmente tenía la cajita de primeros auxilios que llevaba consigo desde la partida de los insurrectos. Trató de introducir entre los dientes apretados de tía Dide unas gotas de un licor rosáceo. Durante ese tiempo, Macquart preguntó de nuevo a su hermano:

—¿Tienes el dinero?—Sí, te lo traigo, vamos a terminar —respondió Rougon,

encantado con esta distracción.Entonces Macquart, viendo que iban a pagarle, se puso a gemir.

Había comprendido tarde las consecuencias de su traición; sin eso habría exigido una suma dos y tres veces más cuantiosa. Y se quejaba. Realmente, mil francos, no era bastante. Sus hijos lo habían abandonado, se encontraba solo en el mundo, obligado a irse de Francia. Poco faltó para que llorase hablando de su exilio.

—Veamos, ¿quiere los ochocientos francos? —dijo Rougon, que tenía prisa por marcharse.

—No, de veras, dobla la suma. Tu mujer me ha timado. Si me hubiese dicho rotundamente lo que esperaba de mí, jamás me habría comprometido de esa forma por tan poco.

Rougon alineó los ochocientos francos de oro sobre la mesa.—Le juro que no tengo más —prosiguió—. Pensaré en usted más

adelante. Pero, por favor, márchese esta misma noche. Macquart, refunfuñando, mascullando sordos lamentos, llevó la

mesa a la ventana y se puso a contar las monedas de oro, al resplandor agonizante del crepúsculo. Soltaba desde arriba las monedas, que le cosquilleaban deliciosamente en las yemas de los dedos, y cuyo tintineo llenaba las sombras con una música clara. Se interrumpió un instante para decir:

—Me has prometido un puesto, acuérdate. Quiero volver a Francia... Un puesto de guarda rural no me desagradaría, en una buena región elegida por mí...

—Sí, sí, de acuerdo —respondió Rougon—. ¿Tiene usted los ochocientos francos?

Macquart volvió a contar. Los últimos luises tintineaban, cuando un estallido de risa estridente les hizo volver la cabeza. Tía Dide estaba de pie ante la cama, desabrochada, con el pelo blanco suelto, su cara pálida manchada de rojo. Pascal había intentado en vano retenerla. Con los brazos tendidos, sacudida por un gran temblor, movía la cabeza, deliraba.

—¡El precio de la sangre, el precio de la sangre! —dijo, en varias ocasiones—. He oído el oro... Y son ellos, ellos, quienes lo han

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vendido. ¡Ah, asesinos! Son lobos. —Se apartaba los cabellos, se pasaba las manos por la frente, como para leer en ella. Después continuó—: Hacía tiempo que lo veía, con la frente agujereada por una bala. Había siempre gentes, en mi cabeza, que lo acechaban con fusiles. Me hacían señas de que iban a disparar... Es espantoso, siento cómo me rompen los huesos y me vacían la cabeza. ¡Oh, piedad, piedad!... Os lo suplico, él no la verá más, no la amará más, ¡nunca, nunca! Yo lo encerraré, le impediré que se meta entre sus faldas. No, ¡piedad!, no tiréis... La culpa es mía... Si supierais... —Casi se había puesto de rodillas, llorando, suplicando, tendiendo sus pobres manos temblorosas hacia alguna visión lamentable que divisaba en las sombras. Y, bruscamente, se irguió, sus ojos se agrandaron aún más, su garganta convulsa dejó escapar un grito terrible, como si algún espectáculo, que sólo ella veía, la hubiera llenado de un loco terror—. ¡Oh! ¡El gendarme! —dijo, ahogándose, retrocediendo, yendo a caer en la cama, donde se revolcó con largos estallidos de risa que sonaban furiosamente.

Pascal seguía la crisis con mirada atenta. Los dos hermanos, muy asustados, sin captar más que frases deshilvanadas, se habían refugiado en un rincón de la habitación. Cuando Rougon oyó la palabra «gendarme» creyó comprender; desde la muerte de su amante en la frontera, tía Dide nutría un profundo odio contra los gendarmes y los aduaneros, a quienes confundía en una misma idea de venganza.

—Nos está contando la historia del cazador furtivo —murmuró. Pascal le hizo señas de que callase. La moribunda se alzaba

penosamente. Miró a su alrededor, con aire de estupor. Se quedó un instante muda, tratando de reconocer los objetos, como si se encontrara en un lugar desconocido. Después, con súbita inquietud:

—¿Dónde está el fusil? —preguntó.El médico le puso la carabina entre las manos. Ella lanzó un leve

grito de alegría, la miró largamente, diciendo en voz baja, con voz cantarina de niñita:

—Es ella, ¡oh!, la reconozco... Está toda manchada de sangre. Hoy, las manchas están frescas... Sus manos rojas han dejado en la culata rayas sangrientas... ¡Ah, pobre, pobre tía Dide! —Su cabeza enferma giró de nuevo. Se quedó pensativa—. El gendarme estaba muerto —murmuró—, y yo lo he visto, ha vuelto... ¡No mueren nunca, esos granujas! —Y, presa de un oscuro furor, agitando la carabina, avanzó hacia sus dos hijos, arrinconados, mudos de horror. Sus faldas desatadas se arrastraban, su cuerpo retorcido se erguía, semidesnudo, terriblemente surcado por la vejez—. ¡Sois vosotros los que habéis disparado! —gritó—. He oído el oro... ¡Desdichada! No he criado sino lobos..., toda una familia, toda una camada de lobos... No había más que un pobre niño, y se lo han comido; cada cual ha dado su dentellada; aún tienen los dientes llenos de sangre... ¡Ah, malditos! Han robado, han matado. Y viven como señores. ¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!

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Cantaba, reía, gritaba y repetía: «¡Malditos!», en una extraña frase musical, parecida al ruido desgarrador de un tiroteo. Pascal, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió en sus brazos, la volvió a acostar. Ella se dejó llevar, como una niña. Continuó con su canción, acelerando el ritmo, marcando el compás sobre la sábana, con sus manos secas.

—Lo que me temía —dijo el médico—, está loca. El golpe ha sido demasiado duro para un pobre ser predestinado como ella a las neurosis agudas. Morirá en una casa de locos, como su padre.

—Pero ¿qué ha podido ver? —preguntó Rougon, decidiéndose a salir de la esquina donde se había escondido.

—Tengo una horrible sospecha —respondió Pascal—. Quería hablarle a usted de Silvère, cuando entró. Está prisionero. Hay que moverse con el prefecto, salvarlo, si aún estamos a tiempo.

El ex comerciante de aceite miró a su hijo palideciendo. Después, con voz rápida:

—Escucha, vela por ella. Yo estoy demasiado ocupado esta noche. Mañana intentaremos que la trasladen al manicomio de Les Tulettes. Y usted, Macquart tiene que marcharse esta misma noche. Júremelo! Voy a ir a ver al señor de Blériot.

Balbucía, ardiendo en deseos de salir, al frío de la calle. Pascal clavaba una mirada penetrante en la loca, en su padre, en su tío; el egoísmo del sabio lo dominaba; estudiaba a aquella madre y a aquellos hijos con la atención de un naturalista que sorprende las metamorfosis de un insecto. Y pensaba en aquellos brotes de una familia, de un tronco que echa diversas ramas, y cuya savia acre arrastra los mismos gérmenes a los tallos más alejados, diferentemente retorcidos, según el ambiente de sombra y de sol. Creyó entrever por un instante, como en un relámpago, el futuro de los Rougon-Macquart, una jauría de apetitos desencadenados y saciados, en un resplandor de oro y sangre.

Mientras tanto, ante el nombre de Silvère, tía Dide había dejado de cantar. Escuchó un instante, ansiosa. Luego se puso a lanzar espantosos alaridos. La noche había caído por entero; la pieza, totalmente oscura, se ahondaba, lamentable. Los gritos de la loca, a quien ya no se veía, salían de las tinieblas, como de una tumba cerrada. Rougon, perdiendo la cabeza, huyó, perseguido por aquellas risotadas que sollozaban con mayor crueldad en la sombra.

Cuando salía del callejón de San Mittre, vacilante, preguntándose si no sería peligroso solicitar del prefecto el perdón de Silvère, vio a Aristide merodeando en torno al campo de vigas. Éste, habiendo reconocido a su padre, acudió corriendo, con semblante inquieto, y le dijo unas palabras al oído. Pierre se demudó; miró con pavor al fondo del ejido, a esas tinieblas que sólo una hoguera de gitanos manchaba con una claridad roja. Y ambos desaparecieron por la calle de Roma, apretando el paso, como si hubiesen matado, y levantándose el cuello del gabán, para no ser vistos.

—Eso me evita un recado —murmuró Rougon—. Vamos a cenar. Nos esperan.

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Cuando llegaron, el salón amarillo resplandecía. Felicité se había multiplicado. Todo el mundo se encontraba allá, Sicardot, Granoux, Roudier, Vuillet, los comerciantes de aceite, los comerciantes de almendras, toda la pandilla. Sólo el marqués había pretextado un reumatismo; se marchaba, además, para un viajecito. Esos burgueses manchados de sangre herían su delicadeza, y su pariente, el conde de Valqueyras, debía de haberle rogado que se fuera por algún tiempo a sus posesiones de Corbière para que lo olvidaran. La negativa del señor de Carnavant vejó a los Rougon. Pero Felicité se consoló prometiéndose desplegar un lujo mayor; alquiló dos candelabros, encargó dos entrantes y dos dulces más, con el fin de reemplazar al marqués. La mesa, para más solemnidad, fue aparejada en el salón. El Hotel de Provenza había proporcionado la cubertería de plata, la porcelana, la cristalería. Desde las cinco estuvieron colocados los cubiertos, para que los invitados, al llegar, pudieran gozar del primer vistazo. Había, en los dos extremos, sobre el mantel blanco, dos ramos de rosas artificiales, en jarrones de porcelana dorada, con flores pintadas.

La sociedad habitual del salón no pudo ocultar, una vez reunida, la admiración que le causó semejante espectáculo. Aquellos señores sonreían con aire cohibido, intercambiando miradas socarronas que significaban claramente: «Estos Rougon están locos, tiran el dinero por la ventana». La verdad era que Felicité, al ir a hacer las invitaciones, no había podido contener su lengua. Todo el mundo sabía que Pierre estaba condecorado y que lo iban a nombrar algo, lo cual alargaba singularmente las narices, según la expresión de la anciana. Y además, decía Roudier: «La renegrida esa se hinchaba en exceso». En el día de las recompensas, a la pandilla de burgueses que se habían abalanzado sobre la República expirante, observándose unos a otros, vanagloriándose de asestar una dentellada más ruidosa que la del vecino, no les hacía ninguna gracia que sus anfitriones recibieran todos los laureles de la batalla. Los mismos que habían vociferado por temperamento, sin pedir nada al Imperio naciente, se sentían profundamente vejados al ver que, gracias a ellos, el más pobre, el más tarado de todos, iba a tener la cinta roja en el ojal. ¡Si al menos hubieran condecorado a todo el salón!

—No es que me importe la condecoración —dijo Roudier a Granoux, a quien había arrastrado al vano de una ventana—. La rechacé en tiempos de Luis Felipe cuando era proveedor de la corte. ¡Ah! ¡Luis Felipe era un buen rey, Francia nunca encontrará uno parecido! —Roudier volvía a ser orleanista. Luego agregó con la redomada hipocresía de un ex fabricante de géneros de punto de la calle Saint-Honoré—: Pero usted, mi querido Granoux, ¿no cree que la cinta iría bien en su ojal? Después de todo, usted ha salvado la ciudad tanto como Rougon. Ayer, en casa de personas distinguidísimas, no querían creer que hubiera podido hacer tanto ruido con un martillo.

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Granoux balbuceó un «gracias» y, ruborizándose como una virgen en su primera confesión de amor, se inclinó a la oreja de Roudier, murmurando:

—No diga nada, pero tengo razones para pensar que Rougon pedirá la condecoración para mí. Es un buen chico.

El ex fabricante de géneros de punto se puso serio y a partir de entonces se mostró de una gran cortesía. Habiendo ido Vuillet a charlar con él de la merecida recompensa que acababa de recibir su amigo, respondió en voz alta, para que lo oyera Felicité, sentada a unos pasos, que hombres como Rougon «honraban la Legión de Honor». El librero le hizo coro; esa mañana le habían dado la seguridad formal de que la clientela del colegio le sería devuelta. En cuanto a Sicardot, experimentó al principio un ligero fastidio al no ser ya el único condecorado de la pandilla. Según él, sólo los militares tenían derecho a la cinta. El valor de Pierre lo sorprendía. Pero, buena persona en el fondo, se acaloró y acabó gritando que los Napoleón sabían distinguir a los hombres de corazón y energía.

Rougon y Aristide fueron recibidos, pues, con entusiasmo; todas las manos se tendieron hacia ellos. Hasta llegaron a besarlos. Angèle estaba en el canapé, al lado de su suegra, feliz, mirando la mesa con el asombro de una gran tragona que nunca había visto tantos platos juntos. Aristide se acercó, y Sicardot acudió a felicitar a su yerno por el soberbio artículo de El Independiente. Le devolvía su amistad. El joven, a las paternales preguntas que le dirigía, respondió que su deseo era marchar con su gente a París, donde su hermano Eugène lo favorecería; pero le faltaban quinientos francos. Sicardot se los prometió, viendo ya a su hija recibida en las Tullerías por Napoleón III.

Entre tanto Félicité le había hecho una seña a su marido. Pierre, muy agasajado, interrogado cariñosamente sobre su palidez, sólo consiguió escapar un minuto. Pudo murmurar al oído de su mujer que había encontrado a Pascal y que Macquart se marchaba esa noche. Bajó aún más la voz para informarla de la locura de su madre, poniéndose un dedo en la boca, como para decir: «Ni una palabra, nos arruinaría la velada». Felicité se mordió los labios. Intercambiaron una mirada en la cual leyeron un pensamiento común: ahora, la vieja no les molestaría; arrasarían la casucha del furtivo, como habían arrasado las tapias del cercado de los Fouque, y contarían para siempre con el respeto y la consideración de Plassans.

Pero los invitados miraban la mesa. Felicité hizo sentar a aquellos caballeros. Fue una beatitud. Cuando cada uno cogía su cuchara, Sicardot, con un gesto, pidió un momento de tregua. Se levantó, y gravemente:

—Señores —dijo—, quiero, en nombre de la compañía, decir a nuestro anfitrión cuán felices nos sentimos por las recompensas que le han valido su coraje y su patriotismo. Reconozco que Rougon tuvo una inspiración del cielo al quedarse en Plassans, mientras esos bribones nos arrastraban por los caminos. Por ello aplaudo con las dos manos las decisiones del Gobierno... Déjenme terminar...,

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felicitarán luego a nuestro amigo... Sepan, pues, que nuestro amigo, nombrado caballero de la Legión de Honor, será designado además recaudador particular.

Hubo un grito de sorpresa. Se esperaba algún pequeño puesto. Algunos forzaron una sonrisa; pero, con ayuda de la vista de la mesa, los cumplidos se reanudaron a más y mejor.

Sicardot reclamó de nuevo silencio.—Esperen —prosiguió—, aún no he acabado... Sólo una frase... Es

de creer que conservaremos a nuestro amigo entre nosotros, gracias a la muerte del señor Peirotte.

Mientras los convidados proferían exclamaciones, Félicité sintió una punzada en el corazón. Sicardot le había contado ya la muerte del recaudador particular; pero, recordada al inicio de esa cena triunfal, esa muerte repentina y horrorosa hizo que un pequeño soplo frío le recorriera el rostro. Recordó su deseo; era ella la que había matado a aquel hombre. Y, con la música clara de la vajilla, los convidados festejaban la comida. En provincias se come mucho y ruidosamente. Desde los entremeses, aquellos señores hablaban todos a la vez; hacían leña del árbol caído, se lanzaban lisonjas a la cabeza, emitían comentarios descorteses sobre la ausencia del marqués: los nobles eran de un trato imposible; Roudier acabó incluso por dar a entender que el marqués se había excusado porque el miedo a los insurrectos le había producido ictericia. Al segundo plato fue la arrebatiña. Los comerciantes de aceite, los comerciantes de almendras salvaban a Francia. Se brindó por la gloria de los Rougon. Granoux, muy colorado, empezaba a balbucir, y Vuillet, muy pálido, estaba completamente achispado; pero Sicardot seguía escanciando, mientras Angèle, que ya había comido demasiado, se preparaba vasos de agua azucarada. La alegría de haberse salvado, de no temblar ya, de encontrarse en el salón amarillo, en torno a una buena mesa, bajo la claridad resplandeciente de dos candelabros y de la araña, que veían por vez primera sin su funda salpicada de cagadas negras, daba a esos señores una expansión de necedad, una plenitud de gozo amplio y denso. En el aire cálido, retumbaban sus vozarrones, más encomiásticos a cada plato, embarullándose en medio de los cumplidos, llegando hasta decir —fue un ex maestro curtidor retirado quien encontró tan linda frase— que la cena «era un verdadero festín de Lúculo».

Pierre estaba resplandeciente, su gruesa cara pálida rezumaba triunfo. Félicité, encallecida, decía que alquilarían sin duda la vivienda del pobre señor Peirotte, a la espera de poder comprar una casita en la ciudad nueva, y distribuía ya su futuro mobiliario en las habitaciones del recaudador. Entraba en sus Tullerías. En cierto momento, como el ruido de las voces se volvía ensordecedor, pareció asaltada por un repentino recuerdo; se levantó y fue a inclinarse al oído de Aristide.

—¿Y Silvère? —le preguntó.El joven, sorprendido por esta pregunta, se estremeció.

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—Ha muerto —respondió en voz baja—. Yo estaba allí cuando el gendarme le abrió la cabeza de un pistoletazo.

Felicité sintió a su vez un ligero escalofrío. Abría la boca para preguntar a su hijo por qué no había impedido ese asesinato, reclamando al muchacho, pero no dijo nada, se quedó allí, sobrecogida. Aristide, que había leído la pregunta en sus labios temblorosos, murmuró:

—Ya comprenderá que no he dicho nada... ¡Mala suerte para él, también! He hecho bien. Es un buen alivio.

Esta franqueza brutal desagradó a Felicité. Aristide, como su padre, como su madre, tenía su cadáver. Seguramente no habría confesado con tal rotundidad que vagaba por el arrabal y había dejado que le partieran la cabeza a su primo si los vinos del Hotel de Provenza y los sueños que forjaba sobre su próxima llegada a París no le hubieran hecho prescindir de su disimulo. Una vez soltada la frase, se contoneó en su silla. Pierre, que seguía desde lejos la conversación de su mujer y de su hijo, comprendió, intercambió con ellos una mirada cómplice implorando silencio. Fue como un último soplo de pavor que corrió entre los Rougon, entre el escándalo y la cálida alegría de la mesa. Al volver a su sitio, Félicité distinguió del otro lado de la calle, tras un cristal, un cirio que ardía; velaban el cuerpo del señor Peirotte, traído esa mañana de Sainte-Roure. Se sentó, sintiendo que ese cirio le calentaba la espalda. Pero las risas aumentaban, un grito de arrobo llenó el salón amarillo cuando aparecieron los postres.

Y a esas horas, el arrabal estaba aún todo estremecido por el drama que acababa de ensangrentar el ejido de San Mittre. El regreso de las tropas, tras la matanza de la llanura de Nores, se caracterizó por atroces represalias. Hubo hombres a quienes mataron a culatazos detrás de un lienzo de muralla, otros a quienes la pistola de un gendarme abrió la cabeza en el fondo de un barranco. Para que el horror cerrase los labios, los soldados sembraban de muertos la carretera Se les habría podido seguir por el rastro rojo que dejaban. Fue un prolongado degüello. En cada etapa asesinaban a algunos insurgentes. Mataron a dos en Sainte-Roure, a tres en Orchères, a uno en Le Béage. Cuando la tropa hubo acampado en Plassans, junto a la carretera de Niza, se decidió que se fusilaría aún a uno de los prisioneros, el más comprometido. Los vencedores consideraban conveniente dejar tras de sí ese nuevo cadáver, con el fin de inspirar a la ciudad respeto al Imperio naciente. Pero los soldados estaban hartos de matar; no se presentó ninguno para la siniestra tarea. Los prisioneros, echados sobre las vigas del aserradero como en una cama de campaña, atados por las muñecas, de dos en dos, escuchaban, esperaban con un estupor cansado y resignado.

En ese momento, el gendarme Rengade apartó bruscamente a la muchedumbre de curiosos. En cuanto se enteró de que la tropa volvía con varios cientos de insurrectos, se había levantado, tiritando de fiebre, arriesgando la vida en esa fría oscuridad de diciembre.

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Fuera, su herida se abrió, la venda que tapaba su órbita vacía se manchó de sangre; hilillos rojos corrieron por su mejilla y por sus bigotes. Horroroso, con su cólera muda, la cara pálida envuelta en un lienzo ensangrentado, corrió a mirar a cada prisionero a la cara, largamente. Siguió así las vigas, bajándose, yendo y viniendo, estremeciendo a los más estoicos con su repentina aparición. Y de repente:

—¡Ah! ¡Bandido, ya lo tengo! —gritó.Acababa de poner una mano en el hombro de Silvère. Silvère, en

cuclillas sobre una viga, con la cara muerta, miraba a lo lejos, al frente, en el crepúsculo lívido, con aire dulce y estúpido. Desde la salida de Sainte-Roure tenía esa mirada vacía. A lo largo de la carretera, durante largas leguas, mientras los soldados activaban la marcha del convoy a culatazos, se había mostrado de una dulzura infantil. Cubierto de polvo, muerto de sed y de fatiga, seguía caminando, sin una palabra, como uno de esos animales dóciles que marchan en rebaños bajo el látigo de los vaqueros. Pensaba en Miette. La veía extendida en la bandera, bajo los árboles, con los ojos en el vacío. Desde hacía tres días sólo la veía a ella. En ese momento, en el fondo de la sombra creciente, seguía viéndola.

Rengade se volvió hacia el oficial que no había podido encontrar entre los soldados los hombres necesarios para una ejecución.

—Este granuja me ha reventado el ojo —le dijo señalando a Silvère—. Entréguemelo... Para ustedes será uno menos.

El oficial, sin responder, se retiró con aire indiferente, haciendo un gesto vago. El gendarme comprendió que le entregaban a su hombre.

—¡Vamos, levántate —prosiguió sacudiéndolo.Silvère, como todos los demás prisioneros, tenía un compañero

de cadena. Estaba atado por un brazo a un campesino de Poujouls, un tal Mourgue, hombre de cincuenta años, a quien los ardientes soles y el duro oficio de la tierra habían convertido en una bestia. Ya encorvado, con las manos rígidas, la cara chata, guiñaba los ojos, alelado, con esa expresión testaruda y desconfiada de los animales apaleados. Había salido, armado con una horca, porque toda su aldea salía; pero jamás habría podido explicar lo que lo arrojaba así a los caminos. Desde que lo habían hecho prisionero, comprendía aún menos. Creía vagamente que lo devolvían a su casa. El asombro de verse atado, la visión de toda aquella gente que lo miraba, lo atontaba, lo embrutecía más. Como no hablaba y no entendía más que su dialecto, no pudo adivinar lo que quería el gendarme. Alzó hacia él su cara pesada, haciendo un esfuerzo; luego, imaginándose que le preguntaban el nombre de su pueblo, dijo con su voz ronca:

—Yo soy de Poujols.Una carcajada corrió entre el gentío, y unas voces gritaron: —Desate al campesino.—¡Bah! —respondió Rengade—; cuanta más gentuza de ésta

aplastemos, mejor será. Puesto que están juntos, les tocará a los dos. Hubo un murmullo.

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El gendarme se dio la vuelta, con su terrible rostro manchado de sangre, y los curiosos se apartaron. Un pequeño burgués muy pulido se retiró, declarando que si se quedaba más tiempo se perdería la cena. Unos chavales, al reconocer a Silvère, hablaron de la muchacha roja. Entonces el pequeño burgués volvió sobre sus pasos, para ver mejor al amante de la mujer de la bandera, de aquella mujerzuela de la que había hablado La Gaceta.

Silvère no veía, no oía nada; Rengade tuvo que cogerlo por el cuello de la camisa. Entonces se levantó, forzando a Mourgue a levantarse también.

—Venid —dijo el gendarme—. No será muy largo.Y Silvère reconoció al tuerto. Sonrió. Debió de comprender.

Después apartó la cabeza. La vista del tuerto, de esos bigotes que la sangre endurecía con una escarcha siniestra, le causó una pena inmensa. Habría querido morir entre una dulzura infinita. Evitó mirar el único ojo de Rengade, que brillaba bajo la palidez de lienzo. Fue el joven quien, por sí solo, se dirigió al fondo del ejido de San Mittre, a la estrecha vereda oculta por las pilas de tablas. Mourgue lo seguía.

El ejido se extendía, desolado, bajo el cielo amarillo. La claridad de las nubes cobrizas se arrastraba en turbios reflejos. Nunca el campo desnudo, el aserradero donde las vigas dormían, como tiesas de frío, había tenido la melancolía de un crepúsculo tan lento, tan afligido. Al borde de la carretera, los prisioneros, los soldados, el gentío, desaparecían entre la oscuridad de los árboles. Sólo el terreno, los maderos, las pilas de tablones palidecían en la claridad moribunda, con tintes cenagosos, con un vago aspecto de torrente seco. Los caballetes de los chiquichaques, perfilando en una esquina su enjuta armazón, esbozaban ángulos de horcas, montantes de guillotina. Y lo único vivo eran tres gitanos que asomaban sus cabezas asustadas por la puerta de su carromato, un viejo y una vieja y una chica alta de pelo crespo, cuyos ojos relucían como ojos de lobo.

Antes de alcanzar la vereda, Silvère miró. Recordó un lejano domingo en el cual, entre un hermoso claro de luna, había cruzado el aserradero. ¡Qué tierna dulzura! ¡Cómo los pálidos rayos se deslizaban lentamente a lo largo de los maderos! Y, en ese silencio, la gitana de cabellos crespos cantaba en voz baja en una lengua desconocida. Después, Silvère se acordó de que de aquel lejano domingo de hacía ocho días. Hacía ocho días que había ido a decirle adiós a Miette. ¡Qué lejos estaba eso! Le parecía que no había puesto los pies en el aserradero hacía años. Pero cuando entró en la estrecha vereda, su corazón desfalleció. Reconocía el olor de las hierbas, las sombras de los tablones, los boquetes del muro. Una voz desconsolada se oyó por encima de todas esas cosas. La vereda se alargaba, triste, vacía; le pareció más larga; notó que soplaba un viento frío. Aquel rincón había envejecido cruelmente. Vio la tapia roída de musgo, la alfombra de hierba quemada por la helada, las pilas de tablas podridas por el agua. Era una desolación. El

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crepúsculo amarillo caía como un fino fango sobre las ruinas de sus más caros afectos. Tuvo que cerrar los ojos, y volvió a ver la vereda verde, se desplegaron las estaciones felices. El tiempo era tibio, él corría por el aire cálido, con Miette. Después las lluvias de diciembre caían, rudas, sin fin; seguían yendo allí, se escondían en el fondo de las tablas, escuchaban encantados los grandes chorros del aguacero. Fue, en un relámpago, toda su vida, toda su alegría la que pasó. Miette saltaba su tapia, corría hacia él, sacudida por risas sonoras. Estaba allí, veía su blancura en las sombras, con su casco vivo, su cabellera de tinta. Hablaba de los nidos de urracas, que son tan difíciles de coger, y lo arrastraba. Entonces oyó a lo lejos los murmullos dulcificados del Viorne, el canto de las cigarras rezagadas, el viento que soplaba en los álamos de los prados de Santa Clara. ¡Cuánto habían corrido, con todo! Se acordaba muy bien. Ella había aprendido a nadar en quince días. Era una buena chica. No tenía más que un grave defecto: robaba fruta. Pero él la hubiera corregido. El pensamiento de sus primeras caricias lo devolvió a la estrecha vereda. Siempre habían vuelto a aquel agujero. Creyó captar el canto lánguido de la gitana, el chasquido de los últimos postigos, la hora grave que caía de los relojes. Luego sonaba el momento de la despedida, Miette subía por su tapia. Le enviaba besos. Y él ya no la veía. Una emoción terrible le apretó la garganta: no la vería nunca más, nunca.

—A tu gusto —rió burlón el tuerto—; vamos, escoge tu lugar. Silvère dio unos cuantos pasos más. Se acercaba al fondo de la

vereda, no veía sino una franja de cielo donde moría el día color de herrumbre. Allá, durante dos años, había cabido su vida. La lenta proximidad de la muerte, en ese sendero donde hacía tanto tiempo paseaba su corazón, era de una dulzura inefable. Se rezagaba, disfrutaba largamente de sus adioses a todo cuanto amaba, las hierbas, las piezas de madera, las piedras de la vieja tapia, esas cosas que Miette había vuelto vivientes. Y su pensamiento se extraviaba de nuevo. Esperaban a tener edad para casarse. Tía Dide se habría quedado con ellos. ¡Ah! ¡Si hubieran huido lejos, muy lejos, al fondo de alguna aldea desconocida, donde los golfos del arrabal no hubieran ido a echarle en cara a la Chantegreil el crimen de su padre! ¡Qué dichosa paz! Habría abierto un taller de carretero, al borde de un camino real. Cierto que tenía en poco sus ambiciones de obrero; ya no envidiaba la carrocería, las calesas de anchos paneles barnizados, relucientes como espejos. En el estupor de su desesperación, no pudo recordar por qué su sueño de felicidad no se realizaría nunca. ¿Por qué no se iba, con Miette y tía Dide? Con la memoria en tensión, escuchaba un ruido agrio de tiroteo, veía una bandera caer ante sí, con el asta rota, la tela colgante, como el ala de un pájaro abatido de un disparo. Era la República que dormía con Miette, en un pliegue de la bandera roja. ¡Ah, qué calamidad, habían muerto las dos! Tenían un agujero ensangrentado en el pecho, y eso era lo que le cortaba la vida ahora, los cadáveres de sus dos amores. Ya no tenía nada, podía morir. Desde Sainte-Roure, era eso lo que le

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había dado esa dulzura infantil, vaga y estúpida. Le habrían podido pegar sin que lo sintiera. Ya no estaba en su carne, había quedado arrodillado junto a sus queridas muertas, bajo los árboles, entre el humo acre de la pólvora.

Pero el tuerto se impacientaba; empujó a Mourgue, que se dejaba arrastrar, y gruñó:

—Vamos de una vez, no quiero dormir aquí.Silvère tropezó. Miró a sus pies. Un fragmento de calavera

blanqueaba entre la hierba. Creyó oír que la estrecha vereda se llenaba de voces. Los muertos lo llamaban, los viejos muertos, cuyos hálitos cálidos, durante las noches de julio, los turbaban tan extrañamente, a él y a su enamorada. Reconocía a la perfección sus murmullos discretos. Estaban gozosos, le decían que acudiera, prometían devolverle a Miette en la tierra, en un retiro todavía más escondido que aquel trozo de sendero. El cementerio, que había insuflado en el corazón de los niños, con sus olores feraces, con su vegetación negra, ásperos deseos, desplegando con complacencia su lecho de hierbajos, sin poder arrojarlos uno en brazos del otro, soñaba, en ese momento, con beber la sangre caliente de Silvère. Desde hacía dos veranos, esperaba a los jóvenes esposos.

—¿Es aquí? —preguntó el tuerto.El joven miró ante sí. Había llegado al extremo de la vereda Vio

la lápida sepulcral, sintió un estremecimiento. Miette tenía razón, esa lápida era para ella. «Aquí yace... Marie... muerta...» Ella estaba muerta, la losa había caído sobre ella. Entonces, desfallecido, se apoyó en la lápida helada. ¡Qué tibia era antaño, cuando parloteaban, sentados en una esquina, durante largas veladas! Ella llegaba por allí, había desgastado una esquina del bloque al poner los pies, cuando bajaba de la tapia. Perduraba un poco de ella, de su cuerpo ágil, en esa huella. Y él pensaba que todas esas cosas eran fatales, que esa lápida se encontraba en ese lugar para que pudiera ir a morir en él, tras haber amado en él.

El tuerto montó sus pistolas.Morir, morir, esta idea arrobaba a Silvère. Era, pues, allí adonde

lo llevaban por esa larga carretera blanca que baja desde Sainte-Roure a Plassans. De haberlo sabido, se hubiera dado más prisa. Morir sobre esa lápida, morir al fondo de la estrecha vereda, morir en ese aire, donde creía sentir aún el aliento de Miette, jamás habría esperado semejante consuelo en su dolor. El cielo era bueno. Aguardó con una sonrisa vaga.

Entre tanto Mourgue había visto las pistolas. Hasta entonces se había dejado arrastrar estúpidamente. Pero lo invadió el espanto. Repitió con voz enloquecida:

—¡Yo soy de Poujols, yo soy de Poujols!Se arrojó al suelo, se revolcó a los pies del gendarme, suplicando,

imaginándose sin duda que lo tomaba por otro.—¿Y a mí qué me importa que seas de Poujols? —murmuró

Rengade.

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Y como el infeliz, tiritando, llorando de terror, sin entender por qué iba a morir, tendía sus manes trémulas, sus pobres manos de trabajador deformadas y endurecidas, diciendo en su dialecto que no había hecho nada, que había que perdonarle, el tuerto se impacientó al no poder aplicarle la boca de la pistola a la sien, de tanto como se movía.

—¿Te callarás? —gritó. Entonces Mourgue, loco de espanto, resistiéndose a morir, se puso a lanzar alaridos de bestia, de cerdo al que degüellan—. ¿Te callarás, granuja? —repitió el gendarme.

Y le partió la cabeza. El campesino rodó como una masa. Su cadáver fue a rebotar al pie de una pila de tablas, donde quedó doblado sobre sí mismo. La violencia de la sacudida había roto la cuerda que lo ataba a su compañero. Silvère cayó de rodillas ante la lápida sepulcral.

Rengade había matado a Mourgue primero por un refinamiento de venganza. Jugaba con su segunda pistola, la alzaba lentamente, saboreando la agonía de Silvère. Este, tranquilo, lo miró. La vista del tuerto, cuyo ojo feroz le quemaba, le causó malestar. Apartó la mirada, temiendo morir cobardemente, si continuaba viendo a ese hombre temblando de fiebre, con la venda maculada y el bigote sangrante. Pero cuando alzaba los ojos, distinguió la cabeza de Justin a ras de la tapia, en el lugar por donde saltaba Miette.

Justin se encontraba en la puerta de Roma, entre el gentío, cuando el gendarme se había llevado a los dos prisioneros. Había echado a correr a toda velocidad, dando un rodeo por el Jas-Meiffren, pues no quería perderse el espectáculo de la ejecución. La idea de que, de todos los golfos del arrabal, sería el único en ver el drama a sus anchas, como desde un balcón, le empujaba a apresurarse tanto que en dos ocasiones se cayó. A pesar de su loca carrera, llegó demasiado tarde para el primer disparo. Desesperado, trepó a la morera. Al ver que quedaba Silvère, sonrió. Los soldados lo habían informado de la muerte de su prima, el asesinato del carretero colmaba su gozo. Esperó el disparo con esa voluptuosidad que sentía con el sufrimiento de los demás, pero centuplicada por el horror de la escena, mezclada con un exquisito espanto.

Silvère, al reconocer aquella cabeza, sola a ras del muro, a aquel inmundo pillastre, con la cara lívida y encantada, el pelo ligeramente levantado sobre la frente, experimentó una rabia sorda, una necesidad de vivir. Fue la última rebelión de su sangre, una repugnancia de un segundo. Volvió a caer de rodillas, miró ante sí. En el crepúsculo melancólico, pasó una visión suprema. En el extremo de la vereda, a la entrada del callejón de San Mittre, creyó distinguir a tía Dide, de pie, blanca y rígida como una santa de piedra, que desde lejos veía su agonía.

En ese momento sintió en la sien el frío de la pistola.La cabeza macilenta de Justin reía. Silvère, cerrando los ojos, oyó

a los viejos muertos llamarlo furiosamente. En la oscuridad, sólo veía a Miette, bajo los árboles, cubierta con la bandera, con los ojos en el vacío. Después el tuerto disparó, y eso fue todo; el cráneo del

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chiquillo estalló como una granada madura; su cara cayó sobre el bloque, con los labios pegados al lugar desgastado por los pies de Miette, a ese sitio tibio donde la enamorada había dejado un poco de su cuerpo.

Y en casa de los Rougon, por la noche, a los postres, resonaban las risas en el vaho de la mesa, caliente aún con los restos de la cena. ¡Por fin mordían los placeres de los ricos! Sus apetitos, aguzados por treinta años de deseos contenidos, enseñaban unos dientes feroces. Esos ávidos insatisfechos, esas fieras escuálidas, apenas soltadas la víspera entre el disfrute, aclamaban el Imperio naciente, el reinado de la jauría desatada. Al igual que había enderezado la fortuna de los Bonaparte, el golpe de Estado fundaba la fortuna de los Rougon.

Pierre se puso en pie, extendió su copa, gritando: —¡Bebo por el príncipe Luis, por el emperador!Aquellos señores, que habían ahogado sus celos en el champán,

se levantaron todos, brindaron con exclamaciones ensordecedoras. Fue un bello espectáculo. Los burgueses de Plassans, Roudier, Granoux, Vuillet y los demás, lloraban, se abrazaban, sobre el cadáver apenas enfriado de la República. Pero Sicardot tuvo una idea triunfal. Cogió, entre el pelo de Félicité, un lazo de satén rosa que ella se había puesto graciosamente encima de la oreja derecha, cortó una punta del satén con su cuchillo de postre, y fue a colocarlo solemnemente en el ojal de Rougon. Este se hizo el modesto. Se debatió, con la cara radiante, murmurando:

—No, por favor, es demasiado. Hay que esperar a que aparezca el decreto.

—¡Diantre! —exclamó Sicardot—. ¡Conserve esto! ¡Un ex soldado de Napoleón le condecora!

Todo el salón amarillo estalló en aplausos. Felicité desfalleció, Granoux el mudo, en su entusiasmo, se subió a una silla, agitando su servilleta y pronunciando un discurso que se perdió en medio del jaleo. El salón amarillo triunfaba, deliraba.

Pero el pedacito de satén rosa, colocado en el ojal de Pierre, no era la única mancha roja en el triunfo de los Rougon. Olvidado bajo la cama de la pieza contigua, se encontraba aún un zapato con el tacón ensangrentado. El cirio que ardía junto al señor Peirotte, al otro lado de la calle, sangraba en la sombra como una herida abierta. Y, a lo lejos, en el fondo del ejido de San Mittre, sobre la lápida sepulcral, un charco de sangre se coagulaba.

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LA JAURÍALA JAURÍA

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Émile Zola La jauría

Prólogo

En la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo imperio, La jauría es la nota del oro y de la carne. El artista que llevo dentro se negaba a dejar en la sombra este resplandor de los excesos de la vida que iluminó todo el reino con una luz sospechosa de lugar de perdición. Un punto de la Historia que he emprendido habría quedado a oscuras.

He querido mostrar el agotamiento prematuro de una raza que vivió demasiado deprisa y que desembocó en el hombre-mujer de las sociedades podridas; la especulación furiosa de una época, encarnada en un temperamento sin escrúpulos, propenso a las aventuras; el desequilibrio nervioso de una mujer en quien un ambiente de lujo y de vergüenza centuplica los apetitos nativos. Y con estas tres monstruosidades sociales, he tratado de escribir una obra de arte y de ciencia que fuera al mismo tiempo una de las páginas más extrañas de nuestras costumbres.

Si me creo en el deber de explicar La jauría, esta pintura auténtica del derrumbamiento de una sociedad, es porque su aspecto literario y científico ha sido tan mal comprendido en el periódico donde intenté dar esta novela, que me ha sido preciso interrumpir la publicación y dejar el experimento a medias.

ÉMILE ZOLA

París, 15 de noviembre de 1871

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Émile Zola La jauría

Capítulo I

A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.

El sol se ponía en un cielo de octubre, de un gris claro, estriado en el horizonte por menudas nubes. Un último rayo, que caía de los macizos lejanos de la cascada, enfilaba la calzada, bañando con una luz rojiza y pálida la larga sucesión de carruajes inmovilizados. Los resplandores de oro, los reflejos vivos que lanzaban las ruedas parecían haberse fijado a lo largo de las molduras de un amarillo pajizo de la calesa, cuyos paneles azul fuerte reflejaban trozos del paisaje circundante. Y, en lo alto, de plano en la claridad rojiza que los iluminaba por detrás, y que hacía relucir los botones de cobre de sus capotes semidoblados, que caían del pescante, el cochero y el lacayo, con sus libreas azul oscuro, sus calzones crema y sus chalecos de rayas negras y amarillas, estaban erguidos, graves y pacientes, como sirvientes de una gran casa a quienes un atasco de carruajes no consigue enojar. Sus sombreros, adornados con una escarapela negra, tenían una gran dignidad. Sólo los caballos, un soberbio tronco de bayos, resoplaban con impaciencia.

—Vaya —dijo Maxime—, Laure de Aurigny, allá, en ese cupé... Fíjate, Renée.

Renée se incorporó levemente, guiñó los ojos, con el exquisito mohín que la obligaba a adoptar la debilidad de su vista.

—La creía huida —dijo—. Se ha cambiado el color del pelo, ¿verdad?

—Sí —prosiguió Maxime riendo—, su nuevo amante detesta el rojo.

Renée, inclinada hacia delante, con la mano apoyada en la portezuela baja de la calesa, miraba, despierta del triste sueño que desde hacía una hora la tenía en silencio, tendida en el fondo del carruaje como en una tumbona de convaleciente. Llevaba, sobre un traje de seda malva, con sobrefalda y túnica, guarnecido con anchos volantes plisados, un corto gabán de paño blanco, con vueltas de terciopelo malva, que le daba un aire muy audaz. Sus extraños cabellos de un leonado pálido, un color que recordaba el de la mantequilla fina, estaban apenas ocultos bajo un diminuto sombrero adornado con un manojo de rosas de Bengala. Seguía guiñando los ojos, con su aspecto de muchacho impertinente, su frente pura cruzada por una gran arruga, su boca con el labio superior que sobresalía, como el de un niño enfurruñado. Después, como veía mal, cogió sus quevedos, unos quevedos de hombre, con montura de

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concha, y sosteniéndolos en la mano, sin colocárselos en la nariz, examinó a la gruesa Laure de Aurigny a sus anchas, con un aire completamente tranquilo.

Los carruajes seguían sin avanzar. En medio de las manchas lisas, de un tono oscuro, que formaban la larga fila de cupés, muy numerosos en el Bosque esa tarde de otoño, brillaban la esquina de un espejo, el bocado de un caballo, el asa plateada de un farol, los galones de un lacayo muy tieso en su pescante. Aquí y allá, en un landó descubierto, resplandecía un trozo de tela, un trozo de atavío femenino, seda o terciopelo. Poco a poco había caído un gran silencio sobre todo aquel alboroto apagado, inmovilizado. Se oían, desde el fondo de los carruajes, las conversaciones de los peatones. Había intercambios de miradas mudas, de portezuela a portezuela; y nadie charlaba ya, en aquella espera interrumpida sólo por los crujidos de los arneses y el impaciente golpeteo de los cascos de un caballo. A lo lejos, morían las confusas voces del Bosque.

Pese a lo avanzado de la temporada, todo París estaba allí: la duquesa de Sternich, en carretela; la señora De Lauwerens, en victoria correctísimamente enganchada; la baronesa de Meinhold, en un encantador cab tirado por un bayo oscuro; la condesa Vanska, con sus poneys píos; la señora Daste, y sus famosos stappers1 negros; la señora de Guende y la señorita Teissière, en cupé; la pequeña Sylvia, en un landó azul fuerte. Y también don Carlos, de luto, con sus lacayos antiguos y solemnes; el bajá Selim, con su fez y sin su gobernador; la duquesa de Rozan, en calesín, con sus lacayos empolvados de blanco; el conde de Chibray, en dogcart, mister Simpson, en berlina del más hermoso aspecto; toda la colonia americana. Y por último dos académicos, en simón.

Los primeros carruajes se pusieron en marcha y, poco a poco, toda la fila pronto empezó a rodar suavemente. Fue como un despertar. Mil claridades danzantes se encendieron, rápidos destellos se cruzaron en las ruedas, de los arneses sacudidos por los caballos brotaron chispas. Sobre el suelo, sobre los árboles, corrían anchos reflejos de espejo. El chisporroteo de los arneses y las ruedas, el resplandor de los paneles barnizados, en los cuales ardía la brasa roja del sol poniente, las notas vivas que lanzaban las brillantes libreas encaramadas en pleno cielo y los ricos atavíos que desbordaban las portezuelas, se encontraron así arrastrados en un fragor sordo, continuo, ritmado por el trote de los troncos. Y el desfile prosiguió, con los mismos ruidos, con los mismos resplandores, sin cesar y de un solo impulso, como si los primeros carruajes hubiesen tirado de todos los demás a la zaga.

Renée había cedido a la ligera sacudida de la calesa al reanudar la marcha, y, dejando caer los quevedos, de nuevo se había reclinado a medias sobre los cojines. Atrajo frioleramente hacia sí una esquina de la piel de oso que llenaba el interior del carruaje como un manto

1 Stapper debe de ser una mala transcripción de stepper, anglicismo que aparece en francés a partir de 1862 y que designa un caballo trotón de marcha viva, que levanta mucho las patas delanteras, lanzándolas muy hacia delante.

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de nieve sedosa. Sus manos enguantadas se perdieron en la suavidad del largo pelo rizado. Empezaba a soplar un cierzo. La tibia tarde de octubre que, al darle al Bosque un rebrote de primavera, había llevado a la alta sociedad a salir en coche descubierto, amenazaba con rematarse en un atardecer de aguda frescura.

Por un momento, la joven siguió aovillada, recobrando el calor de su rincón, abandonándose al balanceo voluptuoso de todas aquellas ruedas que giraban delante de ella. Después, alzando la cabeza hacia Maxime, cuyas miradas desnudaban tranquilamente a las mujeres que se exhibían en los cupés y los landós vecinos:

—¿De veras encuentras bonita —preguntó— a esa Laure de Aurigny? ¡Hacíais unos elogios, el otro día, cuando se anunció la venta de sus diamantes!... A propósito, ¿no has visto el collar y el tembleque que tu padre me compró en esa venta?

—Hace bien las cosas, desde luego —dijo Maxime sin responder, con una risa maligna—. Encuentra el modo de pagar las deudas de Laure y de regalar diamantes a su esposa.

La joven se encogió levemente de hombros. —¡Sinvergüenza! —murmuró sonriendo.Pero el joven se había inclinado, siguiendo con los ojos a una

dama cuyo traje verde le interesaba. Renée había reposado la cabeza, los ojos semicerrados, mirando perezosamente a los dos lados de la avenida, sin ver. A la derecha, se deslizaban despacito planteles y árboles jóvenes de hojas enrojecidas, de ramas menudas; a veces, por la vía reservada a los jinetes, pasaban caballeros de esbelto talle, cuyas monturas, en su galope, levantaban nubecitas de fina arena. A la izquierda, debajo de las estrechas franjas de césped en descenso, cortadas por parterres y macizos, el lago dormía, con una limpieza de cristal, sin una espuma, como tallado netamente en las orillas por la laya de los jardineros; y, al otro lado de este espejo claro, las dos islas, entre las que el puente que las une trazaba una barra gris, alzaban sus amables acantilados, alineaban sobre el cielo pálido las líneas teatrales de sus abetos, de sus árboles de follaje perenne cuyas frondas negras reflejaban las aguas, como flecos de cortinas sabiamente plegados al borde del horizonte. Aquel rincón de la naturaleza, aquel decorado que parecía recién pintado, se bañaba en una sombra ligera, en un vapor azulado que acababa de dar a la lontananza un encanto exquisito, un aire de adorable falsedad. En la otra ribera, el Chalet de las Islas, como barnizado la víspera, tenía el lustre de un juguete nuevo; y las cintas de arena amarilla, las estrechas avenidas del jardín, que serpentean entre el césped y giran en torno al lago, bordeadas por ramas de fundición que imitan rústicas maderas, contrastaban más extrañamente, en esa hora última, con el verde tierno del agua y de la hierba.

Acostumbrada a los reposados encantos de estas perspectivas, Renée, embargada de nuevo por el hastío, había bajado completamente los párpados, sin mirar más que sus dedos ahusados y finos, que enrollaban los largos pelos de la piel de oso. Pero se produjo una sacudida en el trote regular de la fila de carruajes. Y

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alzando la cabeza, saludó a dos jóvenes recostadas una junto a otra, con amorosa languidez, en una carretela que abandonaba con gran estruendo la orilla del lago para alejarse por una avenida lateral. La marquesa de Espanet, cuyo esposo, entonces ayudante de campo del emperador, acababa de adherirse ruidosamente, entre el escándalo de la antigua nobleza reticente, era una de las más ilustres mundanas del Segundo Imperio; la otra, la señora Haffner, se había casado con un famoso industrial de Colmar, veinte veces millonario, y a quien el Imperio estaba convirtiendo en un político. Renée, que había conocido en el internado a las dos inseparables, como se las denominaba finamente, las llamaba por su nombre de pila: Adeline y Suzanne. Y cuando, tras haberles sonreído, iba a ovillarse de nuevo, una risa de Maxime la obligó a volverse.

—No, de veras, estoy triste, no te rías, es serio —decía, viendo al joven que la contemplaba divertido, burlándose de su actitud absorta.

Maxime adoptó un tono de voz chusco: —¡Tenemos grandes pesares, estamos celosas! Ella pareció muy sorprendida.—¿Yo? —dijo—. Celosa ¿por qué? —Luego agregó, con su mueca

de desdén, como acordándose—: Ah, sí, ¡esa gorda de Laurel No pienso para nada en eso, mira. Si Aristide, como todos queréis darme a entender, ha pagado las deudas de esa chica y le ha evitado así un viaje al extranjero, es que le gusta el dinero menos de lo que yo creía. Eso le devolverá el favor de las damas... Pobrecito, yo le dejo bien libre. —Sonreía, decía «pobrecito» en un tono lleno de amistosa indiferencia. Y, súbitamente, tristísima de nuevo, paseando a su alrededor esa mirada desesperada de las mujeres que no saben a qué diversión entregarse, murmuró—: ¡Oh! ya quisiera... Pero no, no estoy celosa, nada celosa. —Se detuvo, vacilante—. Ya ves, me aburro —dijo por fin con voz brusca.

Entonces enmudeció, con los labios apretados. La fila de carruajes seguía pasando a lo largo del lago, con un trote regular, con un ruido especial de catarata lejana. Ahora, a la izquierda, entre el agua y la calzada, se alzaban bosquecillos de árboles verdes, de troncos delgados y rectos, que formaban curiosos haces de columnitas. A la derecha, habían cesado los planteles, los árboles jóvenes; el Bosque se había abierto en anchos céspedes, en inmensas alfombras de hierba, salpicadas aquí y allá por un grupo de grandes árboles; los lienzos verdes se sucedían, con leves ondulaciones, hasta la puerta de La Muette, cuya verja baja se distinguía a lo lejos, semejante a un trozo de encaje negro extendido a ras del suelo; y, en las pendientes, en los parajes donde las ondulaciones se ahondaban, la hierba era completamente azul. Renée miraba, con los ojos fijos, como si este ensanchamiento del horizonte, estas praderas mullidas, bañadas por el aire de la tarde, le hubieran hecho sentir más vivamente el vacío de su ser.

Al cabo de un silencio, repitió, con acento de sorda cólera: —¡Oh!, me aburro, me aburro mortalmente.

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—¿Sabes que no resultas muy divertida? —dijo tranquilamente Maxime—. Estás con tus nervios, claro.

La joven se volvió a echar hacia el fondo del carruaje.—Sí, estoy con mis nervios —respondió secamente. Después se

puso maternal—. Me estoy haciendo vieja, mi querido muchacho; pronto tendré treinta años. Es terrible. No le saco gusto a nada... A los veinte años, tú no puedes saber...

—¿Es que me has traído para confesarte? —interrumpió el joven—. Sería endemoniadamente largo.

Ella acogió esta impertinencia con una débil sonrisa, como un desplante de niño mimado a quien todo se le consiente.

—No sé cómo te quejas —continuó Maxime—; gastas más de cien mil francos al año en ropa, vives en un palacete espléndido, tienes caballos soberbios, tus caprichos son ley, y los periódicos hablan de cada uno de tus nuevos vestidos como de un acontecimiento de suma importancia; las mujeres te envidian, los hombres darían diez años de su vida por besarte la punta de los dedos... ¿No es cierto?

Ella hizo, con la cabeza, una señal afirmativa, sin responder. Con los ojos bajos, se había puesto otra vez a rizar los pelos de la piel de oso.

—Vamos, no seas modesta —prosiguió Maxime—; confiesa francamente que eres uno de los pilares del Segundo Imperio. Entre nosotros, podemos decirnos estas cosas. En todas partes, en las Tullerías, entre los ministros, entre los simples millonarios, abajo y arriba, reinas como soberana. No hay placer que no hayas disfrutado a fondo y, si me atreviera, si el respeto que te debo no me retuviese, diría... —Se detuvo unos segundos, riendo; luego remató impertinente su frase—. Diría que has mordido todas las manzanas.

Ella no pestañeó.—¡Y te aburres! —prosiguió el joven con una vivacidad cómica—.

¡Pues es un crimen!... ¿Qué quieres? ¿Con qué sueñas?Ella se encogió de hombros, para decir que no lo sabía. Aunque

agachara la cabeza, Maxime la vio entonces tan seria, tan sombría, que enmudeció. Miró la fila de carruajes que, al llegar al extremo del lago, se ensanchaba, llenaba la amplia encrucijada. Los coches, menos apretados, giraban con una gracia soberbia; el trote más rápido de los troncos sonaba con fuerza sobre la tierra dura.

La calesa, al dar un gran rodeo para meterse en la fila, hizo una oscilación que impregnó a Maxime de vaga voluptuosidad. Entonces, cediendo a las ganas de abrumar a Renée:

—Vaya —dijo—, ¡merecerías ir en simón! ¡Te estaría bien empleado!... ¡Eh! mira esa gente que vuelve a París, esa gente que está a tus pies. Te saludan como a una reina, y poco falta para que tu buen amigo, el señor De Mussy, te envíe besos.

En efecto, un jinete saludaba a Renée. Maxime había hablado en un tono hipócritamente burlón. Pero Renée apenas se volvió, se encogió de hombros. Esta vez el joven hizo un gesto desesperado.

—En serio —dijo—, ¿hemos llegado tan lejos?... Pero, Dios mío, lo tienes todo, ¿qué más quieres?

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Renée levantó la cabeza. Había en sus ojos una cálida claridad, un ardiente deseo de curiosidad insatisfecha.

—Quiero otra cosa —respondió a media voz.—Pero, puesto que lo tienes todo —prosiguió Maxime riendo—,

otra cosa no es nada... Otra cosa, ¿qué?—¿Qué? —repitió ella...Y no continuó. Se había vuelto del todo, contemplaba el extraño

cuadro que se borraba a sus espaldas. Casi se había hecho de noche; un lento crepúsculo caía como una ceniza fina. El lago, visto de frente, a la luz pálida que se arrastraba aún sobre el agua, se redondeaba, como una inmensa lámina de estaño; en las dos orillas, los bosques de árboles verdes, cuyos troncos delgados y rectos parecen salir del lienzo durmiente, adoptaban, a esa hora, una apariencia de columnatas violáceas, dibujando con su arquitectura regular las estudiadas curvas de las riberas; detrás, al fondo, ascendían macizos, grandes follajes confusos, anchas manchas negras cerraban el horizonte. Había allá, tras esas manchas, un resplandor de brasa, una puesta de sol semiapagada que no incendiaba sino un extremo de la inmensidad gris. Por encima de aquel lago inmóvil, de aquella vegetación baja, de aquella perspectiva tan singularmente chata, el hueco del cielo se abría, infinito, más profundo y más ancho. El gran trozo de cielo sobre aquel rinconcito de naturaleza producía un estremecimiento, una tristeza vaga; y se desprendía de aquellas alturas palidecientes tal melancolía de otoño, una noche tan dulce y tan afligida, que el Bosque, envuelto poco a poco en un sudario de sombras, perdía sus gracias mundanas, agrandado, lleno por entero del poderoso encanto de los bosques. El trote de los carruajes, cuyos colores vivos apagaban las tinieblas, se alzaba, semejante a lejanas voces de hojas y aguas corrientes. Todo iba muriéndose. En el desdibujamiento universal, en el centro del lago, la vela latina de la gran barca de paseo se destacaba, neta y vigorosa, sobre el resplandor de brasa del ocaso. Y no se veía sino esa vela, ese triángulo de tela amarilla, desmesuradamente ampliado.

Renée, en su saciedad, experimentó una singular sensación de deseos inconfesables al ver aquel paisaje que ya no reconocía, aquella naturaleza tan artísticamente mundana a la que la gran oscuridad estremecida convertía en un bosque sagrado, uno de esos claros ideales en el fondo de los cuales los antiguos dioses ocultaban sus amores gigantescos, sus adulterios y sus incestos divinos. Y a medida que la calesa se alejaba, le parecía que el crepúsculo arrastraba detrás de ella, en sus velas trémulas, la tierra del sueño, la alcoba vergonzosa y sobrehumana donde hubiera saciado al fin su corazón enfermo, su carne cansada.

Cuando el lago y los bosquecillos, desvanecidos en las sombras, no fueron, a ras del cielo, sino una barra negra, la joven se volvió bruscamente y, con una voz en la que había lágrimas de despecho, reanudó su frase interrumpida:

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—¿Qué?... Otra cosa, ¡caray! Quiero otra cosa. ¿Te crees que lo sé? Si lo supiera... Pero, ya ves, estoy harta de bailes, harta de cenas, harta de fiestas como ésta. Es siempre lo mismo. Es mortal... Los hombres son unos pelmazos, ¡oh, sí!, unos pelmazos...

Maxime se echó a reír. Bajo los modales aristocráticos de la mujer de mundo se traslucían ardores. Ya no parpadeaba; la arruga de su frente se ahondaba duramente; su labio de niño enfurruñado sobresalía, cálido, en pos de esos goces que deseaba sin poder darles un nombre. Renée vio la risa de su compañero, pero estaba demasiado agitada para callarse; semiacostada, dejándose llevar por el balanceo del coche, continuó con frasecitas secas:

—No cabe duda, sí, sois unos pelmazos... No lo digo por ti, Maxime; eres demasiado joven... ¡Pero si yo te contara cuánto me pesó Aristide al principio! ¡Y los otros, también!, los que me han amado... Somos buenos amigos, tú lo sabes, contigo no me cohíbo; pues bien, de veras, hay días en que estoy tan cansada de vivir mi vida de mujer rica, adorada, saludada, que quisiera ser una Laure de Aurigny, una de esas damas que viven como un hombre soltero. —Y como Maxime riera más alto, insistió—: Sí, una Laure de Aurigny. Debe de ser menos soso, menos siempre lo mismo. —Calló unos instantes, como para imaginarse la vida que llevaría, si fuera Laure. Luego, en tono desalentado—: Después de todo —prosiguió— esas damas deben de tener sus problemas, también ellas. Nada es divertido, decididamente. Es como para morirse... Ya lo decía yo, haría falta otra cosa; ya entiendes, no adivino qué; pero otra cosa, alguna cosa que no le ocurriera a nadie, que no se encontrara todos los días, que fuera un goce raro, desconocido.

Su voz se había hecho más lenta. Pronunció estas últimas palabras buscando, abandonándose a una honda ensoñación. La calesa subía entonces por la alameda que lleva a la salida del Bosque. La sombra crecía; las matas corrían, a los dos lados, como muros grisáceos; las sillas de hierro, pintadas de amarillo, donde se exhibe, las tardes de buen tiempo, la burguesía endomingada, se deslizaban a lo largo de las aceras, todas vacías, con la melancolía negra de esos muebles de jardín sorprendidos por el invierno; y el fragor, el ruido sordo y cadencioso de los carruajes que regresaban, pasaba como un triste lamento por la alameda desierta.

Sin duda Maxime se dio cuenta de que resultaba de mal tono opinar que la vida era bella. Aunque aún fuera lo bastante joven para entregarse a un impulso de dichosa admiración, tenía un egoísmo demasiado grande, una indiferencia demasiado chancera, sentía ya demasiado cansancio real para no declararse descorazonado, hastiado, acabado. De ordinario, solía enorgullecerse de esta confesión.

Se recostó como Renée, adoptó una voz doliente.—¡Vaya! tienes razón —dijo—; es agobiante. Mira, ¡no me

divierto mucho más que tú! También he soñado a menudo con otra cosa... Nada tan idiota como viajar. Ganar dinero, prefiero despilfarrarlo, aunque no siempre sea tan divertido como uno

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imagina al principio. Amar, ser amado, en seguida está uno hasta la coronilla, ¿verdad? ¡Ah, sí, hasta la coronilla!... —Como la joven no respondía, él continuó, para sorprenderla con una grave impiedad—: A mí me gustaría ser amado por una monja. ¿Eh? ¡Quizá fuera curioso!... ¿Nunca has tenido el sueño, tú, de amar a un hombre en el que no podrías pensar sin cometer un crimen?

Pero ella permanecía sombría, y Maxime, viendo que seguía callada, creyó que no lo escuchaba. Con la nuca apoyada contra el borde acolchado de la calesa, parecía dormir con los ojos abiertos. Pensaba, inerte, entregada a los sueños que la tenían tan abatida, y, a veces, ligeros latidos nerviosos agitaban sus labios. Estaba blandamente invadida por la sombra del crepúsculo; todo cuanto esa sombra contenía de indecisa tristeza, de discreta voluptuosidad, de esperanza inconfesada, la impregnaba, la bañaba en una especie de atmósfera lánguida y morbosa. Sin duda, mientras miraba fijamente la espalda curva del lacayo sentado en el pescante, pensaba en las alegrías de la víspera, en las fiestas que encontraba tan sosas, de las que ya no quería saber nada; veía su vida pasada, la satisfacción inmediata de sus apetitos, el hastío del lujo, la monotonía aplastante de las mismas ternuras y las mismas traiciones. Luego, como una esperanza, se alzaba en ella, con estremecimientos de deseo, la idea de esa «otra cosa» que su espíritu en tensión no podía hallar. Y en eso su ensoñación se extraviaba. Hacía esfuerzos, pero siempre la palabra buscada se zafaba en el anochecer, se perdía entre el fragor continuo de los carruajes. El balanceo flexible de la calesa era una vacilación más que le impedía formular su deseo. Y una tentación inmensa ascendía de ese vacío, de esos arbustos que la sombra adormecía en los dos bordes de la alameda, de ese ruido de ruedas y de esa oscilación muelle que la llenaba de un entumecimiento delicioso. Mil pequeños soplos pasaban por su carne: ensueños inconclusos, voluptuosidades innominables, confusos deseos, todo cuanto un retorno del Bosque, a la hora en que el cielo palidece, puede infundir de exquisito y monstruoso en el corazón cansado de una mujer. Tenía las dos manos hundidas en la piel de oso, sentía mucho calor con el gabán de paño blanco, con vueltas de terciopelo malva. Al alargar un pie, para relajarse en su bienestar, rozó con el tobillo la pierna tibia de Maxime, quien ni siquiera reparó en ese contacto. Una sacudida la sacó de su dormitar. Alzó la cabeza, mirando extrañamente con sus ojos grises al joven arrellanado con toda elegancia.

En ese momento, la calesa salió del Bosque. La avenida de la Emperatriz2 se extendía muy recta en el crepúsculo, con las dos líneas verdes de sus barreras de madera pintada, que iban a juntarse en el horizonte. En la contracalle reservada a los jinetes, un caballo blanco, a lo lejos, ponía una mancha clara que horadaba la sombra gris. Había, al otro lado, a lo largo de la calzada, aquí y allá, paseantes rezagados, grupos de puntos negros, que se dirigían lentamente hacia París. Y, arriba del todo, al final de la cola

2 La actual avenida Noch.

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hormigueante y confusa de carruajes, el Arco de Triunfo, colocado al sesgo, blanqueaba sobre un vasto lienzo de cielo de color hollín.

Mientras la calesa subía con trote más vivo, Maxime, encantado por el aspecto inglés del paisaje, miraba, a los dos lados de la avenida, los palacetes, de arquitectura caprichosa, cuyos céspedes descendían hasta las contracalles; Renée, en su ensoñación, se divertía viendo, en el borde del horizonte, encenderse una a una las farolas de gas de la plaza de ľÉtoile, y a medida que esos resplandores vivos manchaban el ocaso con llamitas amarillas, creía oír llamadas secretas, le parecía que el París resplandeciente de las noches de invierno se iluminaba para ella, le preparaba el goce desconocido que soñaba con satisfacer.

La calesa cogió la avenida de la Reina Hortensia3, y fue a detenerse al final de la calle Monceau, a unos pasos del bulevar Malesherbes, delante de un gran palacete situado entre un patio y un jardín. Las dos verjas cargadas de adornos dorados, que daban al patio, estaban flanqueadas cada una por un par de faroles, en forma de urna, igualmente cubiertos de dorados, y en los cuales ardían anchas llamas de gas. Entre las dos verjas, el portero ocupaba un elegante pabellón, que recordaba vagamente un templete griego.

Guando el carruaje iba a entrar en el patio, Maxime saltó ágilmente al suelo.

—Ya sabes —le dijo Renée, reteniéndolo por una mano—, nos sentamos a la mesa a las siete y media. Tienes más de una hora para ir a vestirte. No te hagas esperar. —Y añadió con una sonrisa—: Estarán los Mareuil... Tu padre desea que te muestres muy galante con Louise.

Maxime se encogió de hombros.—¡Menuda pejiguera! —murmuró con voz desabrida—. Me

parece bien casarme, pero hacerle la corte es demasiado idiota... ¡Ah!, serías muy amable, Renée, si me librases de Louise esta noche. —Adoptó su aire gracioso, la mueca y el acento que imitaba de Lassouche cada vez que iba a soltar una de sus bromas habituales—: ¿Quieres, mi querida madrastra?

Renée le sacudió la mano como a un amigo. Y en tono rápido, con una audacia nerviosa de chanza:

—¡Eh! De no haberme casado con tu padre, creo que me harías la corte.

Al joven debió de parecerle comiquísima esta idea, pues ya había doblado la esquina del bulevar Malesherbes y seguía riéndose.

La calesa entró y fue a detenerse ante la escalinata.Esta escalinata, de peldaños anchos y bajos, estaba resguardada

por una vasta marquesina de cristales, bordeada por un festón de flecos y borlas de oro. Las dos plantas del palacete se elevaban sobre las antecocinas, de las que se divisaban, casi a ras del suelo, los tragaluces cuadrados provistos de cristales esmerilados. En lo alto

3 La avenida de la Reina Hortensia, que llevaba el nombre de la madre de Napoleón III, era la actual avenida Hoche, que va desde la plaza de l’Etoile hasta el parque Monceau.

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de la escalinata, la puerta del vestíbulo avanzaba, flanqueada por delgadas columnas adosadas al muro, formando así una especie de saledizo taladrado en cada piso por un vano redondeado, y que subía hasta el tejado, donde lo remataba una delta. A cada lado, las plantas tenían cinco ventanas, alineadas regularmente en la fachada, rodeadas por un simple marco de piedra. El tejado, abuhardillado, estaba cortado a escuadra, con anchos paneles casi rectos.

Pero, del lado del jardín, la fachada era mucho más suntuosa. Una regia escalinata conducía a una estrecha terraza que ocupaba la planta baja cuan larga era; la barandilla de esa terraza, del estilo de las del parque Monceau estaba aún más recargada de oro que la marquesina y los faroles del patio. Después el palacete era de más altura: tenía en las esquinas dos pabellones, una especie de torres semiembutidas en el cuerpo del edificio, que formaban en el interior habitaciones redondas. En el medio, otra torrecita, más hundida, se abultaba ligeramente. Las ventanas, altas y estrechas en los pabellones, más espaciadas y casi cuadradas en las partes planas de la fachada, tenían, en la planta baja, balaustradas de piedra, y barandillas de hierro forjado y dorado en los pisos superiores. Era un despliegue, una profusión, un aplastamiento de riquezas. El palacete desaparecía bajo las esculturas. Alrededor de las ventanas, a lo largo de las cornisas, corrían volutas de ramas y flores; había balcones semejantes a cestas frondosas, sostenidos por mujeronas desnudas, con las caderas ladeadas, las puntas de los senos hacia adelante; y además, aquí y allá, había pegados escudos de fantasía, racimos, rosas, todas las eflorescencias posibles de la piedra y del mármol. A medida que ascendía la vista, el hotel florecía más y más. Alrededor del tejado, reinaba una balaustrada sobre la cual estaban colocadas, de trecho en trecho, urnas donde ardían llamas de piedra. Y allá, entre los ojos de buey de las buhardillas, que se abrían en un revoltijo increíble de frutas y follajes, se desplegaban las piezas capitales de esta decoración asombrosa, los frontones de los pabellones, en medio de los cuales reaparecían las mujeronas desnudas, jugando con manzanas, adoptando posturas, entre puñados de juncos. El tejado, recargado con estos adornos, coronado todavía por galerías de plomo recortado, por dos pararrayos y por cuatro enormes chimeneas simétricas, esculpidas como el resto, parecía el remate de este fuego de artificio arquitectónico.

A la derecha se encontraba un vasto invernadero, soldado al propio costado del palacete, que comunicaba con la planta baja por las puertas acristaladas de un salón. El jardín, que una reja baja, enmascarada por un seto, separaba del parque Monceau, tenía un declive bastante fuerte. Demasiado pequeño para la vivienda, tan estrecho que una franja de césped y unos cuantos macizos de árboles verdes lo llenaban, era simplemente como una loma, como un pedestal de verdor sobre el cual se plantaba orgullosamente el palacete con traje de gala. Visto desde el parque, por encima de aquel césped cuidado, de aquellos arbustos cuyo follaje charolado relucía, este gran edificio, nuevo aún y muy blanco, tenía la cara

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lívida, la importancia rica y necia de una advenediza, con su pesado sombrero de pizarra, sus barandillas doradas, su desbordamiento de esculturas. Era una imitación en pequeño del nuevo Louvre4, una de las muestras más características del estilo Napoleón III, ese bastardo opulento de todos los estilos. Las tardes de verano, cuando el sol oblicuo iluminaba el oro de las barandillas sobre la fachada clara, los paseantes del parque se detenían, miraban las cortinas de seda roja colgadas en las ventanas de la planta baja; y, a través de cristales tan amplios y tan transparentes que parecían, como los escaparates de los grandes almacenes modernos, puestos allí para exhibir hacia el exterior el fasto de dentro, esas familias de pequeños burgueses vislumbraban esquinas de muebles, trozos de telas, fragmentos de resplandeciente riqueza, cuya visión los dejaba clavados de admiración y de envidia en medio de las avenidas.

Pero a esas horas la sombra caía de los árboles, la fachada dormía. Al otro lado, en el patio, el lacayo había ayudado respetuosamente a Renée a bajar del carruaje. Las caballerizas, a listas de ladrillos rojos, abrían, a la derecha, sus anchas puertas de roble bruñido, al fondo de una cochera acristalada. A la izquierda, como para hacer juego, había, pegado al muro de la casa vecina, un nicho muy adornado, en el cual un chorro de agua corría perpetuamente de una concha que dos Amores sostenían con los brazos extendidos. La joven permaneció un instante al pie de la escalinata, dando ligeros golpecitos a su falda, que no quería bajar. El patio, que acababan de cruzar los ruidos del tronco, recobró su soledad, su silencio aristocrático, interrumpido por la eterna canción del agua. Y todavía solas, en la masa negra del palacete, donde la primera de las grandes cenas del otoño iba pronto a encender las arañas, llameaban las ventanas bajas, como un ascua, arrojando sobre el adoquinado del patio, regular y neto como un tablero de ajedrez, vivos resplandores de incendio.

Cuando Renée empujaba la puerta del vestíbulo, se encontró frente al ayuda de cámara de su marido, que bajaba a la antecocina, llevando un hervidor de plata. Era un soberbio ejemplar, todo vestido de negro, alto, fuerte, de cara blanca, con las correctas patillas de un diplomático inglés, el aire reservado y digno de un magistrado.

—Baptiste —preguntó la joven—, ¿ha regresado mi marido?—Sí, señora, se está vistiendo —respondió el sirviente con una

inclinación de cabeza que le habría envidiado un príncipe que saludase a la muchedumbre.

Renée subió lentamente la escalera, quitándose los guantes. El vestíbulo era de un lujo enorme. Al entrar, se experimentaba una leve sensación de ahogo. Las espesas alfombras que cubrían el suelo y que subían por los peldaños, los anchos cortinajes de terciopelo rojo que tapaban las paredes y las puertas, recargaban la atmósfera con un silencio, con un aroma tibio de capilla. De lo alto colgaban reposteros, y el techo, muy elevado, estaba adornado con rosetones

4 Los edificios construidos entre 1852 y 1857 para terminar el Palacio del Louvre.

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salientes, colocados sobre un enrejado de varillas de oro. La escalera, cuya doble balaustrada de mármol blanco tenía un pasamanos de terciopelo rojo, se abría en dos ramales, ligeramente torcidos, y entre los cuales se encontraba, al fondo, la puerta del gran salón. En el primer rellano, un inmenso espejo ocupaba toda la pared. Debajo, al pie de los ramales de la escalera, sobre pedestales de mármol, dos mujeres de bronce dorado, desnudas hasta la cintura, llevaban grandes lámparas de cinco mecheros, cuya viva claridad se suavizaba mediante globos de cristal esmerilado. Y a ambos lados, se alineaban admirables tiestos de mayólica, en los cuales florecían plantas exóticas.

Renée subía, y, a cada peldaño, crecía en el espejo; se preguntaba, con esa duda de las actrices más aplaudidas, si sería realmente deliciosa, como le decían.

Después, cuando entró en sus habitaciones, que estaban en la primera planta y cuyas ventanas daban al parque Monceau, llamó a Céleste, su doncella, y le dijo que la vistiera para la cena. Esto duró sus buenos cinco cuartos de hora. Cuando estuvo colocada la última horquilla, como hacía mucho calor en la habitación, abrió una ventana, se acodó, se abstrajo. A sus espaldas, Céleste se movía discretamente, ordenando uno a uno los objetos de tocador.

Abajo, en el parque, corría un mar de sombras. Las masas de color de tinta de las altas frondas, sacudidas por bruscas ráfagas, tenían un amplio balanceo de flujo y reflujo, con ese ruido de hojas secas que recuerda el romper de las olas en una playa de guijarros. Solamente, rayando a veces aquel remolino de tinieblas, los dos ojos amarillos de un carruaje aparecían y desaparecían entre los macizos, a lo largo del paseo principal que va desde la avenida de la Reina Hortensia al bulevar Malesherbes. Renée, frente a aquellas melancolías del otoño, sintió que todas sus tristezas ascendían de nuevo a su corazón. Volvió a verse niña en la casa de su padre, en el palacete silencioso de L'Île-Saint-Louis, donde desde hacía dos siglos los Béraud Du Châtel encerraban su negra seriedad de magistrados. Luego pensó en la varita mágica de su matrimonio, en aquel viudo que se había vendido para casarse con ella, y que había trocado su apellido de Rougon por ese apellido Saccard cuyas dos secas sílabas habían sonado en sus oídos, las primeras veces, con la brutalidad de dos raquetas al recoger el oro; él la cogía, él la lanzaba a esta vida sin tregua, donde su pobre cabeza se trastornaba un poco más cada día. Entonces se puso a pensar, con alegría pueril, en las buenas partidas de volante que había jugado antaño con Christine, su hermana menor. Y, una mañana cualquiera, despertaría del sueño de goce que tenía desde hacía diez años, loca, ensuciada por una de las especulaciones de su marido, en la cual se ahogaría él mismo. Fue como un presentimiento rápido. Los árboles se lamentaban en voz más alta. Renée, turbada por estos pensamientos de vergüenza y de castigo, cedió a los instintos de la antigua y honrada burguesía que dormían en su interior; prometió a la noche negra enmendarse, no gastar tanto en ropa, buscar algún juego inocente que la distrajera,

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como en los días felices del internado, cuando las alumnas cantaban: No iremos más al bosque, girando suavemente bajo los plátanos.

En ese momento, Céleste, que había bajado, entró y murmuró al oído de su ama:

—El señor ruega a la señora que baje. Hay ya varias personas en el salón.

Renée se estremeció. No había notado el aire vivo que helaba sus hombros. Al pasar ante su espejo, se detuvo, se miró con un movimiento maquinal. Tuvo una sonrisa involuntaria, y bajó.

En efecto, casi todos los convidados habían llegado. Estaban abajo su hermana Christine, una jovencita de veinte años, muy sencillamente vestida de muselina blanca; su tía Elisabeth, la viuda del notario Aubertot, de raso negro, una viejecita de sesenta años, de una amabilidad exquisita; la hermana de su marido, Sidonie Rougon, mujer flaca, zalamera, de edad incierta, con un rostro de cera blanda, y a quien un vestido de un color apagado borraba todavía más; además los Mareuil, el padre, el señor De Mareuil, que acababa de quitarse el luto por su mujer, un hombre alto y guapo, vacío, serio, de un asombroso parecido con Baptiste, el ayuda de cámara, y la hija, la pobre Louise, como la llamaban, una chiquilla de diecisiete años, canija, ligeramente jorobada, que llevaba con gracia enfermiza un vestido de fular blanco con lunares rojos; además, todo un grupo de hombres serios, gente muy condecorada, funcionarios de cabezas pálidas y mudas, y, algo más lejos, otro grupo, jóvenes con pinta de viciosos, con los chalecos ampliamente abiertos, rodeando a cinco o seis señoras de gran elegancia, entre las cuales reinaban las inseparables, la marquesita de Espanet, de amarillo, y la rubia la señora Haffner, de violeta. El señor De Mussy, el jinete a cuyo saludo Renée no había contestado, estaba allí igualmente, con el semblante inquieto de un amante que siente llegar su despedida. Y en medio de las largas colas desplegadas sobre la alfombra, dos contratistas, dos albañiles enriquecidos, Mignon y Charrier, con quienes Saccard tenía que rematar un negocio al día siguiente, paseaban pesadamente sus fuertes botas, las manos a la espalda, reventando en sus fraques.

Aristide Saccard, de pie junto a la puerta, mientras peroraba ante el grupo de los hombres graves, con su gangueo y su locuacidad de meridional, encontraba el modo de saludar a las personas que llegaban. Les estrechaba la mano, les dirigía frases amables. Bajito, con cara de garduña, se doblaba como una marioneta; y, de toda su persona menuda, astuta, negruzca, lo que mejor se veía era la mancha roja de la cinta de la Legión de Honor, que llevaba anchísima.

Cuando Renée entró, se produjo un murmullo de admiración. Estaba realmente divina. Sobre una primera falda de tul, guarnecida, atrás, por una oleada de volantes, llevaba una túnica de raso verde tierno, bordeada por un ancho encaje de Inglaterra, recogida y sujeta por grandes manojos de violetas; un solo volante guarnecía el frente de la falda, donde ramitos de violetas, unidos por guirnaldas de

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hiedra, fijaban un ligero drapeado de muselina. El encanto de la cabeza y del corpiño era adorable, rematando esas faldas de una amplitud regia y de una riqueza un poco recargada. Escotada hasta la punta de los senos, los brazos al aire con manojos de violetas sobre los hombros, la joven parecía salir completamente desnuda de su funda de tul y de raso, semejante a una de esas ninfas cuyo torso se desprende de los robles sagrados; y su pecho blanco, su cuerpo ágil estaba ya tan dichoso con su semilibertad, que la mirada esperaba siempre ver el corpiño y las faldas deslizarse, como el traje de una bañista, loca con su carne. Su peinado alto, sus finos cabellos amarillos recogidos en forma de casco, y entre los cuales corría una rama de hiedra, retenida por un lazo de violetas, aumentaban aún más su desnudez, al descubrir su nuca que unos abuelos, semejantes a hilos de oro, ambaraban ligeramente. Llevaba, al cuello, un collar de colgantes, de unas aguas admirables, y, sobre la frente, un tembleque hecho de hebras de plata, consteladas de diamantes. Permaneció así unos segundos en el umbral, de pie con su magnífico vestido, con los hombros tornasolados por la claridad cálida. Como había bajado de prisa, jadeaba un poco. Sus ojos, que la negrura del parque Monceau había llenado de sombras, parpadeaban ante la brusca oleada de luz, le daban ese aire vacilante de los miopes, que en ella era un atractivo.

Al divisarla, la marquesita se levantó vivamente, corrió hacia ella, le cogió las dos manos; y, examinándola de pies a cabeza, murmuraba con voz aflautada: —¡Ah! ¡Qué hermosura, qué hermosura...!

Mientras tanto hubo un gran revuelo, todos los convidados acudieron a saludar a la hermosa señora Saccard, como llamaban a Renée en sociedad. Ella dio la mano a casi todos los hombres. Después besó a Christine, pidiéndole noticias de su padre, quien no venía jamás al palacete del parque Monceau. Y siguió en pie, sonriente, saludando aún con la cabeza, los brazos blandamente curvados, ante el corro de damas que miraban curiosas el collar y el tembleque.

La rubia señora Haffner no pudo resistir la tentación; se acercó, miró largamente las joyas, y dijo con voz envidiosa:

—¿Son el collar y el tembleque, verdad?Renée hizo un ademán afirmativo. Entonces todas las mujeres se

deshicieron en elogios; las joyas eran preciosas, divinas; luego acabaron hablando, con una admiración llena de envidia, de la venta de Laure de Aurigny, en la que Saccard las había comprado para su esposa; se quejaron de que aquellas mujerzuelas se llevaban las cosas más bonitas, pronto no habría ya diamantes para las mujeres honradas. Y, en sus quejas, se traslucía el deseo de sentir sobre su piel desnuda una de esas joyas que todo París había visto sobre los hombros de una ilustre impura, y que les contarían acaso al oído los escándalos de las alcobas donde se detenían con tanta complacencia sus sueños de grandes damas. Conocían los elevados precios, citaron un soberbio chal de cachemira, blondas magníficas. El tembleque

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había costado quince mil francos, el collar cincuenta mil francos. La señora de Espanet estaba entusiasmada con estas cifras. Llamó a Saccard, le gritó:

—¡Venga a que lo feliciten! Ahí tienen a un buen marido! Aristide Saccard se acercó, se inclinó, se hizo el modesto. Pero su

rostro gesticulante delataba una viva satisfacción. Y miraba con el rabillo del ojo a los dos contratistas, los dos albañiles enriquecidos, plantados a unos pasos, y oía cómo sonaban las cifras de quince mil y de cincuenta mil francos con visible respeto.

En ese momento, Maxime, que acababa de entrar, adorablemente entallado por su frac, se apoyó con familiaridad en el hombro de su padre y le habló en voz baja, como a un amigo de su edad, señalándole con la mirada a los albañiles. Saccard esbozó la sonrisa discreta de un actor aplaudido.

Llegaron todavía algunos convidados. Había al menos unas treinta personas en el salón. Las conversaciones se reanudaron, durante los momentos de silencio se oían, tras las paredes, leves rumores de vajilla y de cubertería. Por fin Baptiste abrió una puerta de dos hojas y, majestuosamente dijo la frase sacramental:

—La señora está servida.Entonces, lentamente, comenzó el desfile. Saccard dio el brazo a

la marquesita; Renée cogió el de un anciano caballero, un senador, el barón de Gouraud, ante quien todo el mundo se rebajaba con gran humildad; en cuanto a Maxime, se vio obligado a ofrecer su brazo a Louise de Mareuil; detrás venía el resto de los convidados, en procesión, y, al final de todos, los dos contratistas, con las manos caídas.

El comedor era una vasta pieza cuadrada, cuyos revestimientos de peral ennegrecido y barnizado alcanzaban la altura de un hombre, adornados con delgados filetes de oro. Los cuatro grandes paneles los habían previsto seguramente para recibir pinturas de bodegones, pero habían quedado vacíos, pues sin duda el propietario del palacete retrocedió ante un gasto puramente artístico. Se limitaron a tapizarlos con terciopelo verde oscuro. El mobiliario, las cortinas y los portiers de la misma tela, daban a la estancia un carácter sobrio y grave, calculado para concentrar en la mesa todos los esplendores de la luz.

Y en ese momento, en efecto, en medio de la ancha alfombra persa, de tintas oscuras, que ahogaba el ruido de los pasos, bajo la cruda claridad de la araña, la mesa, rodeada de sillas con respaldos negros, con filetes de oro, que la enmarcaban con una línea oscura, era como un altar, como una capilla ardiente, donde, sobre la blancura deslumbrante del mantel, ardían las llamas claras de los cristales y de las piezas de la cubertería. Por encima de los respaldos tallados, en una sombra flotante, se distinguían apenas los revestimientos de las paredes, un gran aparador bajo, terciopelos que arrastraban. Forzosamente los ojos volvían a la mesa, se llenaban con aquel deslumbramiento. Un admirable centro de plata mate, cuyas cinceladuras relucían, ocupaba el medio; era una banda

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de faunos que raptaban a unas ninfas; y, por encima del grupo, saliendo de un ancho cuerno, un enorme ramo de flores naturales caía en racimos. En los dos extremos, unos jarrones contenían igualmente ramos de flores; dos candelabros, emparejados con el grupo del centro, hechos cada uno con un sátiro corriendo, que llevaba en uno de sus brazos una mujer desmayada, y sujetaba con el otro un hachón de diez velas, sumaban el brillo de sus bujías al resplandor de la araña central. Entre estas piezas principales, los calientaplatos, grandes y pequeños, se alineaban simétricamente, cargados con el primer servicio, flanqueados por conchas que contenían entremeses, separados por cestas de porcelana, jarrones de cristal, platos llanos, fruteros repletos, que contenían la parte de los postres que estaba ya en la mesa. A lo largo del cordón de los platos, el ejército de los vasos, las jarras de agua y vinos, los pequeños saleros, todo el cristal del servicio era fino y ligero como muselina, sin una cinceladura, y tan transparente que no daba la menor sombra. Y el centro de mesa, las grandes piezas parecían fuentes de fuego; a lo largo del bruñido flanco de los calientaplatos corrían destellos; los tenedores, las cucharas, los cuchillos de mango de nácar, formaban rayas de llamas; arco iris encendían los vasos; y, en medio de esta lluvia de chispas, en esta masa incandescente, las jarras de vino manchaban de escarlata el mantel calentado al rojo blanco.

Al entrar, los convidados, que sonreían a las damas que llevaban del brazo, mostraron una expresión de discreta beatitud. Las flores llenaban de frescor el aire tibio. Rondaban olores ligeros, mezclados con el perfume de las rosas. Y lo que dominaba era el aroma áspero de los cangrejos de río y el olor agridulce de los limones.

Después, cuando todos hubieron encontrado su nombre, escrito en el reverso de la tarjeta del menú, se oyó un ruido de sillas, un gran frufrú de faldas de seda. Los hombros desnudos, constelados de diamantes, flanqueados por fraques que hacían resaltar su palidez, sumaron sus blancuras lechosas al resplandor de la mesa. Comenzó el servicio, entre sonrisitas intercambiadas por los vecinos, en un silencio a medias que sólo interrumpía aún el tintineo sordo de las cucharas. Baptiste desempeñaba las funciones de jefe de comedor con sus actitudes graves de diplomático; tenía a sus órdenes, amén de los dos lacayos, cuatro ayudantes a quienes contrataba solamente para las grandes cenas. A cada plato, que se llevaba, y que iba a trinchar, al fondo de la estancia, en una mesa auxiliar, tres de los sirvientes daban lentamente la vuelta a la mesa, con una bandeja en la mano, ofreciendo los manjares por su nombre, a media voz. Los otros servían los vinos, vigilaban el pan y las jarras. Los entremeses y los entrantes se marcharon y se pasearon lentamente así, sin que la risa cristalina de las damas se hiciera más aguda.

Los convidados eran demasiado numerosos para que la conversación pudiera fácilmente resultar general. Sin embargo, en el segundo servicio, cuando los asados y las ensaladas hubieron ocupado el lugar de los entremeses y los entrantes, y los grandes

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vinos de Borgoña, el pommard, el chambertin, sucedieron al léoville y al château-lafite, el ruido de las voces creció, las carcajadas hicieron tintinear los ligeros cristales. Renée, en el centro de la mesa, tenía a su derecha al barón de Gouraud, a su izquierda al señor Toutin-Laroche, ex fabricante de velas, a la sazón concejal, director del Crédito Vitícola, miembro del consejo de vigilancia de la Sociedad General de los Puertos de Marruecos, hombre flaco y eminente, a quien Saccard, sentado en frente, entre la señora de Espanet y la señora Haffner, llamaba, con voz halagadora, bien «Mi querido colega», bien «Nuestro gran administrador». A continuación venían los políticos: señor Hupel de la Noue, un prefecto que pasaba ocho meses del año en París; tres diputados, entre los cuales el señor Haffner exhibía su ancha cara alsaciana; después el señor De Saffré, un joven encantador, secretario de un ministro; el señor Michelin, jefe del servicio de vías y obras; y otros empleados superiores. El señor De Mareuil, candidato perpetuo a una diputación, se pavoneaba frente al prefecto, a quien echaba miradas afectuosas. En cuanto a señor De Espanet, jamás acompañaba a su mujer en sociedad. Las señoras de la familia estaban colocadas entre los más notables de estos personajes. Sin embargo Saccard se había reservado a su hermana Sidonie, a quien había sentado más lejos, entre los dos contratistas, el señor Charrier a la derecha, el señor Mignon a la izquierda, como en un puesto de confianza donde se trataba de vencer. La señora Michelin, la mujer del jefe de servicio, una linda morena, torneadita, se encontraba al lado del señor De Saffré, con quien charlaba vivazmente en voz baja. Después, en los dos extremos de la mesa, estaba la juventud, auditores del Consejo de Estado, hijos de padres poderosos, pequeños millonarios en agraz, el señor De Mussy, que lanzaba a Renée miradas desesperadas, Maxime, con Louise de Mareuil a su derecha, y a quien su vecina parecía estar conquistando. Poco a poco, se habían echado a reír muy alto. Fue de allí de donde partieron las primeras explosiones de alegría.

Mientras tanto, el señor Hupel de la Norte preguntó hábilmente:—¿Tendremos el placer de ver a Su Excelencia esta noche? —No creo —respondió Saccard con un aire importante que

ocultaba una secreta contrariedad—. ¡Mi hermano está tan ocupado!... Nos ha enviado a su secretario, el señor De Saffré, para presentarnos sus excusas.

El joven secretario, a quien la señora Michelin acaparaba decididamente, alzó la cabeza al oír pronunciar su nombre, y exclamó al buen tuntún, creyendo que se habían dirigido a él:

—Sí, sí, se celebra una reunión de ministros a las nueve, en el Ministerio de Justicia.

Durante ese tiempo, el señor Toutin-Laroche, a quien habían interrumpido, continuaba gravemente, como si estuviera perorando en el silencio atento del Concejo:

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—Los resultados son soberbios. Este empréstito de la Villa perdurará como una de las mejores operaciones financieras de la época. ¡Ah!, señores...

Pero aquí su voz se vio de nuevo cubierta por unas carcajadas que estallaron bruscamente en uno de los extremos de la mesa. Se oía, en medio de aquella ráfaga de alegría, la voz de Maxime, que remataba una anécdota:

—Esperen, que aún no he acabado. La pobre amazona fue recogida por un peón caminero. Dicen que le da una brillante educación para casarse con él más adelante. Ella no quiere que un hombre que no sea su marido pueda presumir de haber visto cierta señal negra situada por encima de su rodilla.

Las carcajadas se reanudaron con más fuerza; Louise reía francamente, más alto que los hombres. Y suavemente, entre esas risas, como sordo, un lacayo metía en ese momento, entre cada convidado, su cabeza grave y pálida, ofreciendo filetitos de pato salvaje, en voz baja.

Aristide Saccard se enojó por la poca atención que se le prestaba al señor Toutin-Laroche. Prosiguió, para demostrar que él lo había escuchado:

—El empréstito de la Villa...Pero el señor Toutin-Laroche no era hombre que perdiera el hilo

de una idea:—¡Ah!, señores —continuó cuando las risas se hubieron calmado

—, el día de ayer ha sido un gran consuelo para nosotros, para nuestra administración, blanco de tantos ataques. Se acusa al Concejo de llevar a la Villa a la ruina, y, ya lo ven, en cuanto la Villa lanza un empréstito, todo el mundo nos aporta su dinero, incluso los que chillan.

—Han hecho ustedes milagros —dijo Saccard—. París se ha convertido en la capital del mundo.

—Sí, es realmente prodigioso —interrumpió el señor Hupel de la Noue—. Imagínense que yo, que soy un viejo parisiense, ya no reconozco mi París. Ayer, me he perdido yendo del ayuntamiento al Luxemburgo. ¡Es prodigioso, prodigioso! —Hubo un silencio. Todos los hombres serios escuchaban ahora.

—La transformación de París —continuó el señor Toutin-Laroche— será la gloria del reinado. El pueblo es ingrato: debería besar los pies del emperador. Yo lo decía esta mañana en el Concejo, donde se hablaba del gran éxito del empréstito: «Señores, dejemos hablar a esos protestones de la oposición: cambiar de arriba abajo París, es fertilizarlo».

Saccard sonrió cerrando los ojos, como para saborear mejor la finura de la frase. Se inclinó por detrás de la espalda de la señora De Espanet, y le dijo al señor Hupel de la Noue, lo bastante alto para que lo oyeran:

—Tiene un ingenio admirable.Mientras tanto, desde que se hablaba de las obras de París, el

señor Charrier alargaba el cuello, como para mezclarse en la

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conversación. Su asociado Mignon se ocupaba sólo de Sidonie, que le daba mucho que hacer. Saccard, desde el comienzo de la cena, vigilaba con el rabillo del ojo a los contratistas.

—La administración —dijo—, ¡ha encontrado tantas adhesiones! Todo el mundo quiere contribuir a la gran obra. Sin las ricas compañías que han acudido en su ayuda, la Villa jamás habría podido actuar tan bien ni tan de prisa. —Se volvió y, con una especie de brutalidad halagadora—: Los señores Mignon y Charrier saben algo de esto, ellos que han tenido su parte en el trabajo, y que tendrán su parte de gloria.

Los albañiles enriquecidos recibieron beatíficamente esta frase en pleno pecho. Mignon, a quien Sidonie decía melindrosa: « ¡Ah, caballero, usted me halaga! No, el rosa sería demasiado joven para mí... », la dejó en el medio de su frase para responder a Saccard:

—Es usted demasiado amable; hemos hecho nuestros negocios. Pero Charrier era más pulido. Acabó su vaso de pommard y

encontró la manera de hacer una frase:—Las obras de París —dijo— han hecho vivir al obrero.—Y diga también —prosiguió el señor Toutin-Laroche— que han

dado un magnífico impulso a los asuntos financieros e industriales. —Y no olviden el lado artístico; las nuevas vías son majestuosas

—agregó el señor Hupel de la Noue, que se preciaba de tener gusto.—Sí, sí, es un hermoso trabajo —murmuró el señor De Mareuil,

por decir algo.—Y en cuanto a los gastos —declaró gravemente el diputado

Haffner, que sólo abría la boca en las grandes ocasiones—, nuestros hijos los pagarán, y nada más justo.

Y como, al decir esto, miraba al señor De Saffré, con quien la linda señora Michelin parecía de morros desde hacía un instante, el joven secretario repitió, para aparentar estar al corriente de lo que se decía:

—Nada más justo, en efecto.Todo el mundo había dicho su frase, en el grupo que los hombres

serios formaban en el centro de la mesa. El señor Michelin, el jefe de servicio, sonreía, asentía con la cabeza; era, de ordinario, su manera de participar en una conversación; tenía sonrisas para saludar, para responder, para aprobar, para dar las gracias, para despedirse, toda una linda colección de sonrisas que lo dispensaban casi siempre de servirse de la palabra, lo cual juzgaba sin duda más cortés y más favorable para su ascenso.

Otro personaje había estado igualmente mudo, el barón de Gouraud, que masticaba lentamente como un buey de pesados párpados. Hasta entonces había parecido absorbido por el espectáculo de su plato. Renée, muy solícita con él, sólo obtenía ligeros gruñidos de satisfacción. Así que se quedaron sorprendidos al verlo alzar la cabeza y oírlo decir, secándose los labios grasientos:

—Yo, que soy casero, cuando hago reparar y decorar un piso, aumento el alquiler.

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La frase del señor Haffner: «Nuestros hijos pagarán» había conseguido despertar al senador. Todo el mundo batió discretamente palmas, y el señor De Saffré exclamó:

—¡Ah!, precioso, precioso, mandaré mañana esa frase a los periódicos.

—Tienen ustedes toda la razón, caballeros, vivimos en una buena época —dijo el señor Mignon, como para concluir, entre las sonrisas y las admiraciones que la frase del barón suscitaba—. Conozco a más de uno que ha redondeado bonitamente su fortuna. Ya ven, cuando se gana dinero, todo es hermoso.

Estas últimas palabras helaron a los hombres serios. La conversación se cortó en seco, y cada cual pareció evitar mirar a su vecino. La frase del albañil alcanzaba a aquellos señores, brusca como un elogio torpe. Michelin, que justamente contemplaba a Saccard con aire amable, dejó de sonreír, muy asustado por haber tenido pinta por un instante de aplicar las palabras del contratista al dueño de la casa. Este último lanzó una ojeada a Sidonie, que acaparó de nuevo a Mignon, diciendo: «Entonces, ¿le gusta el rosa, caballero?...». Después Saccard dirigió un largo cumplido a la señora De Espanet; su semblante negruzco, de garduña, tocaba casi los hombros lechosos de la joven, que se echaba hacia atrás entre risitas.

Estaban en los postres. Los lacayos andaban con pasos más vivos en torno a la mesa. Se produjo una pausa, mientras el mantel acababa de cargarse de frutas y dulces. En uno de los extremos, del lado de Maxime, las risas se volvían más claras; se oía la voz agridulce de Louise decir: «Les aseguro que Sylvia llevaba un traje de raso azul en su papel de Dindonnette»; y otra voz infantil añadía: «Sí, pero el traje estaba adornado con encajes blancos». Ascendía un aire cálido. Los rostros, más rosados, estaban como ablandados por una beatitud interior. Dos lacayos dieron la vuelta a la mesa, sirviendo alicante y tokay.

Desde el comienzo de la cena, Renée parecía distraída. Cumplía sus deberes de anfitriona con una sonrisa maquinal. A cada explosión de alegría que llegaba del extremo de la mesa, donde Maxime y Louise, uno al lado del otro, bromeaban como buenos amigos, lanzaba hacia ese lado una mirada brillante. Se aburría. Los hombres serios la fastidiaban. La señora De Espanet y la señora Haffner le lanzaban miradas desesperadas.

—Y las próximas elecciones, ¿cómo se anuncian? —preguntó bruscamente Saccard al señor Hupel de la Noue.

—Pues muy bien —respondió éste sonriente—; sólo que aún no tengo los candidatos designados para mi departamento. El Ministerio vacila, al parecer.

El señor De Mareuil, quien, de una ojeada, había agradecido a Saccard que hubiera sacado este tema, parecía en ascuas. Enrojeció ligeramente, saludó cohibido, cuando el prefecto, dirigiéndose a él, continuó:

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—Me han hablado mucho de usted en la región, caballero. Sus grandes propiedades le granjean allá numerosos amigos, y su adhesión al emperador es bien conocida. Tiene usted todas las posibilidades.

—Papá, ¿verdad que la pequeña Sylvia vendía cigarrillos en Marsella, en 1849? —gritó en ese momento Maxime desde el extremo de la mesa Y como Aristide Saccard fingía no oír, el joven prosiguió con un tono más bajo—: Mi padre la conoció muy especialmente.

Hubo algunas risas ahogadas. Entre tanto, mientras el señor De Mareuil seguía saludando, el señor Haffner había proseguido con voz sentenciosa:

—La adhesión al emperador es la única virtud, el único patriotismo, en estos tiempos de democracia interesada. Quienquiera que ame al emperador ama a Francia. Veríamos con sincera alegría cómo el caballero se convierte en colega nuestro.

—El caballero triunfará —dijo a su vez el señor Toutin-Laroche—. Las grandes fortunas deben agruparse en torno al trono.

Renée no aguantó más. Frente a ella, la marquesa ahogaba un bostezo. Y como Saccard iba a tomar de nuevo la palabra:

—Por favor, amigo mío, tengan un poco de piedad de nosotras —le dijo su mujer, con una graciosa sonrisa—, dejen su desagradable política.

Entonces el señor Hupel de la Noue, galante como un prefecto, protestó y dijo que las damas tenían razón. E inició el relato de una historia escabrosa que había ocurrido en su capital. La marquesa, la señora Haffner y las otras señoras se rieron mucho con ciertos detalles. El prefecto contaba de una forma muy picante, con medias palabras, reticencias, inflexiones de voz, que imprimían un sentido muy obsceno a los términos más inocentes. Después se habló del primer martes de la duquesa, de una broma que habían gastado la víspera, de la muerte de un poeta y de las últimas carreras de otoño. El señor Toutin-Laroche, amable a ratos, comparó a las mujeres con rosas, y el señor De Mareuil, en medio de la turbación en que lo habían sumido sus esperanzas electorales, encontró expresiones profundas sobre la nueva forma de los sombreros. Renée seguía distraída.

Mientras tanto, los convidados ya no comían. Sobre la mesa parecía haber soplado un viento cálido, empañando los vasos, desmigajando el pan, ennegreciendo las mondas de fruta en los platos, rompiendo la hermosa simetría del servicio. Las flores se ajaban, en los grandes cuernos de plata cincelada. Y los convidados se abstraían por un instante, ante los restos de los postres, beatíficos, sin ánimos para levantarse. Un brazo sobre la mesa, medio inclinados, tenían la mirada viva, la vaga postración de esa embriaguez mesurada y decente de las personas de mundo, que se emborrachan a poquitos. Las risas habían cesado, las palabras escaseaban. Habían comido y bebido mucho, lo cual volvía aún más seria a la pandilla de hombres condecorados. Las señoras, en el aire

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pesado de la sala, sentían trasudores que les subían a la frente y la nuca. Esperaban que se pasara al salón, serias, un poco pálidas, como si su cabeza diera ligeras vueltas. La señora De Espanet estaba muy rosada, mientras que los hombros de la señora Haffner habían adquirido blancura de cera. Mientras tanto, el señor Hupel de la Noue examinaba el mango de un cuchillo; el señor Toutin-Laroche lanzaba todavía jirones de frases al señor Haffner, que éste acogía con cabeceos; el señor De Mareuil soñaba mirando al señor Michelin, que le sonreía astutamente. En cuanto a la linda señora Michelin, no hablaba hacía tiempo; muy colorada, dejaba colgar bajo el mantel una mano que el señor De Saffré debía de tener en la suya, pues se apoyaba torpemente en el borde de la mesa, las cejas tensas, con la mueca de un hombre que resuelve un problema de álgebra. Sidonie había vencido, también: los señores Mignon y Charrier, acodados ambos y vueltos hacia ella, parecían encantados de recibir sus confidencias; confesaba que adoraba los productos lácteos y que tenía miedo de los aparecidos. Y el propio Aristide Saccard, los ojos entornados, sumido en esa beatitud de un anfitrión que tiene conciencia de haber embriagado honradamente a sus convidados, no pensaba en abandonar la mesa; contemplaba, con respetuoso afecto, al barón de Gouraud, entorpecido, digiriendo, alargando sobre el mantel blanco su mano derecha, una mano de viejo sensual, corta, gruesa, manchada de placas violetas y cubierta de pelos rojos.

Renée apuró maquinalmente las pocas gotas de tokay que quedaban en el fondo de su copa. Un fuego ascendía a su cara; los pelillos pálidos de su frente y de su nuca, rebeldes, se escapaban, como mojados por un soplo húmedo. Tenía los labios y la nariz nerviosamente afilados, el rostro mudo de un niño que ha bebido vino puro. Si ante las sombras del parque Monceau se le habían ocurrido buenos pensamientos burgueses, esos pensamientos se ahogaban, en ese momento, en la excitación de los manjares, de los vinos, de las luces, de ese ambiente turbador por el cual pasaban hálitos y gozos cálidos. Ya no intercambiaba tranquilas sonrisas con su hermana Christine y su tía Elisabeth, modestas ambas, discretas, que hablaban apenas. Con una mirada dura había hecho bajar los ojos al pobre señor De Mussy. En su aparente distracción, aunque ahora evitara volverse, apoyada en el respaldo de su silla, donde el raso de su corpiño crujía suavemente, se le escapaba un imperceptible temblor de hombros a cada nueva carcajada que le llegaba de la esquina donde Maxime y Louise bromeaban, siempre igual de alto, en el ruido agonizante de las conversaciones.

Y detrás de ella, en el límite de la sombra, dominando con su alta estatura la mesa en desorden y los convidados desfallecidos, Baptiste se mantenía en pie, la carne blanca, el semblante grave, con la actitud desdeñosa de un lacayo que ha atiborrado a sus amos. Sólo él, en la atmósfera cargada de embriaguez, bajo las claridades crudas de la araña que iban amarilleando, seguía correcto, con su cadena de plata al cuello, los ojos fríos, donde la visión de los

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hombros de las mujeres no encendía una llama, su aire de eunuco sirviendo a parisienses de la decadencia y conservando la dignidad.

Por fin Renée se levantó, con un movimiento nervioso. Todos la imitaron. Pasaron al salón, donde estaba servido el café.

El gran salón del palacete era una vasta pieza alargada, una especie de galería, que iba de un pabellón al otro y ocupaba toda la fachada del lado del jardín. Una ancha puerta acristalada se abría sobre la escalinata. Esta galería resplandecía de oro. El techo, ligeramente cimbrado, tenía volutas caprichosas que rodeaban grandes medallones dorados, relucientes como escudos. Rosetones, guirnaldas resplandecientes bordeaban la bóveda; filetes semejantes a chorros de metal fundido recorrían las paredes, enmarcando los paneles, tapizados de seda roja; trenzas de rosas, con ramos abiertos en lo alto, caían a lo largo de los espejos. Sobre el entarimado, una alfombra de Aubusson desplegaba sus flores de púrpura. Los muebles de damasco de seda rojo, los portiers y las cortinas de la misma tela, el enorme reloj de rocalla de la chimenea, los jarrones de China colocados sobre las consolas, las patas de dos largas mesas adornadas con mosaicos de Florencia, hasta las jardineras dispuestas en los vanos de las ventanas rezumaban oro, goteaban oro. En las cuatro esquinas se alzaban cuatro grandes lámparas colocadas sobre pedestales de mármol rojo, a los que las sujetaban cadenas de bronce dorado, que caían con gracias simétricas. Y, desde el techo, bajaban tres arañas de almendras de cristal, rutilantes de gotas de luz azules y rosas: su claridad ardiente envolvía en llamas todo el oro del salón.

Los hombres se retiraron pronto al salón de fumar. El señor De Mussy vino a coger familiarmente del brazo a Maxime, a quien había conocido en el colegio, aunque contara seis años más que él. Lo arrastró a la terraza, y en cuanto hubieron encendido un cigarro, se quejó amargamente de Renée.

—Pero ¿qué le pasa, dígame? La he visto ayer, estaba adorable. Y hoy me trata como si todo hubiera acabado entre nosotros. ¿Qué crimen he podido cometer? Sería usted muy amable, mi querido Maxime, si la interrogara, si le dijera cuánto me hace sufrir.

—¡Ah! ¡Lo que es eso, no! —respondió Maxime riendo—. Renée está con sus nervios, no me interesa recibir el chaparrón. Arrégleselas, resuelva sus asuntos usted mismo. —Y agregó, tras haber exhalado lentamente el humo de su habano—: ¡Lindo papel pretende que desempeñe!

Pero el señor De Mussy habló de su viva amistad, declaró al joven que sólo esperaba una ocasión para probarle su afecto. ¡Era muy desgraciado, amaba tanto a Renée!

—¡Bueno, entendido! —dijo por fin Maxime—. Le diré unas palabritas; pero ya sabe usted, no prometo nada; me va a mandar a paseo, seguro.

Entraron en el salón de fumar, se tumbaron en anchas dormilonas. Allí, durante una buena media hora, el señor De Mussy contó sus penas a Maxime; le dijo por décima vez cómo se había

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enamorado de su madrastra, cómo ella había accedido a distinguirle; y Maxime, esperando a terminar su puro, le daba consejos, le explicaba a Renée, le indicaba de qué manera debía conducirse para dominarla.

Saccard había venido a sentarse a unos pasos de los jóvenes, y el señor De Mussy guardó silencio, mientras Maxime concluía diciendo:

—Yo, en su lugar, obraría muy insolentemente. A ella le gusta. El salón de fumar ocupaba, en el extremo del gran salón, una de

las estancias redondas formadas por las torrecillas. Era de un estilo muy rico y muy sobrio. Tapizado con una imitación de cordobán, tenía cortinas y portiers argelinos y, como alfombra, una moqueta con dibujos persas. El mobiliario, recubierto de piel de zapa de color madera, se componía de pufs, de sillones y de un diván circular que ocupaba en parte la curva de la pieza. La pequeña araña del techo, los adornos del velador, el juego de la chimenea, eran de bronce florentino verde pálido.

Sólo se habían quedado con las señoras algunos jóvenes y ancianos de caras blancas y blandas, a quienes el tabaco horrorizaba. En el salón de fumar se reía, se bromeaba muy libremente. El señor Hupel de la Noue entretuvo mucho a los caballeros contándoles de nuevo la historia que había narrado durante la cena, pero completándola con detalles totalmente crudos. Era su especialidad; siempre tenía dos versiones de una anécdota, una para las damas, otra para los hombres. Después, cuando Aristide Saccard entró, lo rodearon y felicitaron; y como fingía no entender, el señor De Saffré le dijo, con una frase muy aplaudida, que había hecho merecimientos por su patria al impedir que la hermosa Laure de Aurigny se pasara a los ingleses.

—No, de veras, caballeros, se equivocan —balbucía Saccard con falsa modestia.

—Vamos, ¡no lo niegues! —le gritó jocosamente Maxime—. A tu edad, está muy bien.

El joven, que acababa de tirar su puro, regresó al gran salón. Había llegado mucha gente. La galería estaba llena de fraques, de pie, charlando a media voz, y de faldas, desplegadas ampliamente a lo largo de los confidentes. Los lacayos empezaron a pasar bandejas de plata, cargadas de helados y de vasos de ponche.

Maxime, que deseaba hablar con Renée, cruzó el gran salón en toda su longitud, sabiendo perfectamente dónde encontraría el cenáculo de aquellas damas. Había, en el otro extremo de la estancia, haciendo juego con el salón de fumar, una habitación redonda en la que habían hecho una adorable salita. Esta sala, con sus colgaduras, sus cortinas y sus portiers de raso botón de oro, tenía un encanto voluptuoso, de un sabor original y exquisito. La claridad de la araña, delicadísimamente rebuscada, cantaban una sinfonía en amarillo menor, en medio de todas aquellas telas del color del sol. Era como un desbordamiento de rayos dulcificados, una puesta de astro durmiéndose sobre una alfombra de trigos maduros. En el suelo, la luz moría sobre una alfombra de Aubusson sembrada

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de hojas secas. Un piano de ébano taraceado en marfil, dos mueblecitos cuyos espejos dejaban ver un mundo de bibelots, una mesa Luis XVI, una consola jardinera coronada por un enorme ramo de flores, bastaban para amueblar la pieza. Los confidentes, los sillones, los pufs, estaban tapizados de raso botón de oro bordado con vistosos tulipanes. Y había también asientos bajos, asientos volantes, todas las variedades elegantes y raras del taburete. No se veían las maderas de esos muebles; el raso, el acolchado lo cubrían todo. Los respaldos se curvaban con mullidas redondeces de cabezales. Eran como lechos discretos donde se podía dormir y amar entre algodones, en medio de la sensual sinfonía en amarillo menor.

A Renée le gustaba esta salita, una de cuyas puertas acristaladas se abría hacia el magnífico invernadero soldado al costado del palacete. Durante el día, pasaba allí sus horas de ociosidad. Las colgaduras amarillas, en lugar de apagar su cabellera pálida, la doraban con extrañas llamas; su cabeza se destacaba en medio de un resplandor de aurora, toda rosa y blanca, como la de una Diana rubia que despertase en la luz de la mañana; y por eso, sin duda, le gustaba esta pieza que ponía de relieve su belleza.

En ese momento, estaba allí con sus íntimas. Su hermana y su tía acababan de marcharse. Sólo quedaban, en el cenáculo, unas cuantas cabecitas locas. Medio reclinada en el fondo de un confidente, Renée escuchaba los secretos de su amiga Adeline, que le hablaba al oído, con mohines de gata y bruscas risas. Suzanne Haffner estaba muy solicitada; se las tenía tiesas con un grupo de jóvenes que se apelotonaban a su alrededor, sin que ella perdiera su languidez de alemana, su descaro provocador, desnudo y frío como sus hombros. En un rincón, Sidonie adoctrinaba en voz baja a una joven señora de pestañas de virgen. Más lejos, Louise, de pie, charlaba con un chico alto y tímido, que se ruborizaba; mientras que el barón de Gouraud, en plena claridad, dormitaba en su sillón, desplegando sus carnes fofas, su anchura de elefante pálido, entre la gracia frágil y la sedosa delicadeza de las damas. Y en la estancia, sobre las faldas de raso de pliegues duros y charolados como porcelana, sobre los hombros de una blancura lechosa que se constelaba con diamantes, caía en un polvillo de oro una luz de fábula. Una voz delgadita, una risa parecida a un arrullo, sonaban, con limpideces de cristal. Hacía mucho calor. Los abanicos se movían lentamente, como alas, lanzando a cada soplo, en el aire lánguido, los perfumes almizclados de los corpiños.

Cuando Maxime apareció en el umbral de la puerta, Renée, que escuchaba a la marquesa con oídos distraídos, se alzó vivamente, fingió tener que cumplir con su papel de anfitriona. Pasó al gran salón, adonde el joven la siguió. Allí, dio unos pasos, sonriente, estrechando manos; luego, atrayendo a Maxime aparte:

—¡Eh! —dijo a media voz, con aire irónico—, la pejiguera es grata, ya no es tan idiota hacerle la corte.

—No entiendo —respondió el joven, que iba a defender la causa del señor De Mussy.

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—Pues me parece que hice bien al no librarte de Louise. Vais a toda prisa, los dos. —Y añadió, con una especie de despecho—: Era indecente, en la mesa.

Maxime se echó a reír.—¡Ah, sí!, nos hemos contado historias. Desconocía yo a esa

chiquilla. Es muy graciosa. Tiene pinta de chico. —Y, como Renée continuaba poniendo la mueca irritada de una mojigata, el joven, que no le conocía tales indignaciones, prosiguió con sonriente familiaridad—: ¿Es que te crees, mamá, que le pellizqué las rodillas por debajo de la mesa? ¡Qué diablos, uno sabe conducirse con su prometida!... Tengo una cosa más seria que decirte. Escúchame... ¿Me escuchas, verdad?... —Bajó afín más la voz—: Eso es... El señor De Mussy es muy desgraciado, acaba de decírmelo. Como comprenderás, no es mi papel reconciliaros, si ha habido una pelea. Pero, ya sabes, lo conocí en el colegio, y como tenía una pinta realmente desesperada, le prometí que te diría unas palabritas... —Se detuvo. Renée lo miraba con aire indefinible—. ¿No respondes?... —continuó él—. Es igual, yo he dado mi recado. Arreglaos como queráis... Pero, de veras, te encuentro cruel. Ese pobre chico me ha dado pena. En tu lugar, yo le enviaría al menos una notita amable.

Entonces Renée, que no había cesado de mirar a Maxime con sus ojos fijos, donde ardía una llama viva, respondió:

—Dile al señor De Mussy que me fastidia.Y reanudó su lenta marcha entre los grupos, sonriendo,

saludando, dando apretones de mano. Maxime se quedó plantado, con pinta sorprendida; luego soltó una risa silenciosa.

Poco deseoso de llevarle el recado al señor De Mussy, dio una vuelta por el gran salón. La velada tendía a su fin, maravillosa y trivial como todas las veladas. Era casi medianoche, la gente se iba poco a poco. No queriendo ir a acostarse con una impresión de aburrimiento, decidió buscar a Louise. Pasaba ante la puerta de salida cuando vio, en el vestíbulo, a la linda señora Michelin, a quien su marido envolvía delicadamente en una salida de baile azul y rosa:

—Ha estado encantador, encantador —decía la joven—. Durante toda la cena hemos charlado sobre ti. Hablará con el ministro; sólo que no es de su competencia... —Y como, al lado de ellos, un lacayo arropaba al barón de Gouraud en un gran abrigo de pieles—: ¡Es ese tío gordo el que llevará el asunto! —añadió al oído de su marido, mientras éste le anudaba bajo la barbilla el cordón de la capucha—. Hace lo que quiere en el Ministerio. Mañana, en casa de los Mareuil, habrá que intentar...

El señor Michelin sonreía. Condujo a su mujer con precaución, como si hubiera llevado en brazos un objeto frágil y valioso. Maxime, tras haberse asegurado con un vistazo de que Louise no estaba en el vestíbulo, se fue derecho a la salita. En efecto, se encontraba aún allí, casi sola, esperando a su padre, que seguramente había pasado la velada en el salón de fumar, con los políticos. Las damas, la marquesa, la señora Haffner, se habían marchado. Sólo quedaba

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Sidonie, contándoles cuánto le gustaban a los animales a algunas esposas de funcionarios.

—¡Ah!, ahí viene mi maridito —exclamó Louise—. Siéntese aquí y dígame en qué sillón ha podido dormirse mi padre. Se habrá creído ya en la Cámara.

Maxime le respondió en el mismo tono, y los jóvenes volvieron a soltar sus carcajadas de la cena. Sentado a sus pies, en un asiento muy bajo, él acabó por cogerle las manos, para jugar con ella, como con un amigo. Y en verdad, con su traje de fular blanco con lunares rojos, de cuerpo cerrado, el pecho plano, la cabecita fea y taimada de pilluelo, parecía un chico disfrazado de niña. Pero a veces sus brazos delgaduchos, su talle torcido, tenían actitudes de abandono, y por el fondo de sus ojos llenos aún de puerilidad pasaban ardores, sin que se ruborizara en lo más mínimo ante los ojos de Maxime. Y venga a reír los dos, creyéndose solos, sin advertir siquiera a Renée, de pie en medio del invernadero, semioculta, que los miraba desde lejos.

Desde hacía un instante, la visión de Maxime y de Louise, cuando ella cruzaba un sendero, había detenido bruscamente a la joven detrás de un arbusto. En torno a ella, el cálido invernadero, semejante a una nave de iglesia, y en el que delgadas columnillas de hierro ascendían de golpe para sostener la vidriera cimbrada, desplegaba sus vegetaciones carnosas, sus lienzos de hojas poderosas, sus tallos desbordantes de verdor.

En el centro, en un estanque oval, a ras de suelo, vivía, con la vida misteriosa y glauca de las plantas de agua, toda la flora acuática de los países de sol. Unos Ciclantos, irguiendo sus penachos verdes, rodeaban, con un cinturón monumental, el surtidor, que se asemejaba al capitel truncado de alguna columna ciclópea. Después, en los dos extremos, grandes Monsteras alzaban sus extrañas ramas por encima del estanque, sus maderas secas, desnudas, retorcidas como serpientes enfermas, y dejaban caer raíces aéreas, semejantes a redes de pescador colgadas en pleno aire. Cerca del borde, un Pandano de Java dilataba su ramo de hojas verduzcas, estriadas de blanco, delgadas como espadas, espinosas y dentadas como puñales malayos. Y a flor de agua, en la tibieza del lienzo durmiente suavemente caldeado, las Ninfeas abrían sus estrellas rosa, mientras que los Eurialos arrastraban sus hojas redondas, sus hojas leprosas, nadando planos como dorsos de sapos monstruosos cubiertos de pústulas.

Como césped, una ancha franja de Selaginela rodeaba el estanque. Este helecho enano formaba una espesa alfombra de musgo, de un verde tierno. Y al otro lado del gran sendero circular, cuatro enormes macizos llegaban con vigoroso impulso hasta la cimbra: las Palmeras, levemente inclinadas en su gracia, dilataban sus abanicos, desplegaban sus copas redondeadas: sus palmas colgaban como remos cansados de su eterno viaje por el azul del aire; los grandes Bambúes de la India ascendían rectos, endebles y duros, soltando desde lo alto su lluvia ligera de hojas; un Ravenala, el árbol del viajero, alzaba su ramo de inmensas pantallas chinas; y,

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en un rincón, un Plátano, cargado con sus frutos, alargaba hacia todas partes sus largas hojas horizontales, donde dos amantes podrían acostarse a sus anchas apretándose uno contra otro. En los ángulos, había Euforbios de Abisinia, esos cirios espinosos, contrahechos, llenos de jorobas vergonzosas, que rezuman veneno. Y bajo los árboles, para cubrir el suelo, helechos bajos, los Adiantos, los Pteris, ponían sus encajes delicados, sus finas cortaduras. Las Alsófilas, de especie más alta, desplegaban sus filas de ramos simétricos, sexangulares, tan regulares que hubiérase dicho grandes piezas de loza destinadas a contener los frutos de algún postre gigantesco. Además, una bordura de Begonias y Caladios rodeaba los macizos; las Begonias, de hojas retorcidas, manchadas soberbiamente de verde y de rojo; los Caladios cuyas hojas en punta de lanza, blancas con nervaduras verdes, se parecen a anchas alas de mariposa; plantas extravagantes cuyo follaje vive extrañamente, con un brillo sombrío en el cual palidecen flores malsanas.

Detrás de los macizos, otro sendero, más estrecho, daba la vuelta al invernadero. Allí, sobre gradas, tapando a medias los tubos de calefacción, florecían las Marantas, suaves al tacto como terciopelo, las Gloxíneas, de campanas violetas, las Dracenas, semejantes a láminas de vieja laca barnizada.

Pero uno de los encantos de este jardín de invierno era, en las cuatro esquinas, antros de verdor, glorietas profundas, recubiertas por espesas cortinas de bejucos. Trozos de selva virgen habían edificado, en esos lugares, sus muros de hojas, sus espesuras impenetrables de tallos, de ágiles vástagos, enganchándose a las ramas, salvando el vacío con atrevido vuelo, cayendo de la bóveda como borlas de ricas colgaduras. Un pie de Vainilla, cuyas vainas maduras exhalaban un aroma penetrante, corría sobre la redondez de un pórtico guarnecido de musgo; las Cocas de Levante tapizaban las columnillas con sus hojas redondas; las Bohinias, de racimos rojos, los Quiscualis, cuyas flores colgaban como collares de abalorios, escapaban, se hundían, se anudaban, como delgadas culebras, jugando y alargándose sin fin en la oscuridad del verdor.

Y bajo los arcos, entre los macizos, aquí y allá, cadenitas de hierro sostenían cestas, en las cuales se desplegaban Orquídeas, las plantas extravagantes de pleno cielo, que extienden por todas partes sus retoños rechonchos, nudosos y alabeados con miembros lisiados. Estaban los Zuecos de Venus, cuya flor se parece a una pantufla maravillosa, guarnecida en el tacón por alas de libélula; las Aeridas, tan tiernamente perfumadas; las Stanhopeas, de flores pálidas, atigradas, que desprenden de lejos, como gargantas amargas de convalecientes, un aliento acre y fuerte.

Pero lo que, desde todas las revueltas de los senderos, llamaba la atención, era un gran Hibisco de la China, cuyo inmenso tapiz de verdor y de flores cubría todo el costado del palacete, al que el invernadero estaba soldado. Las anchas flores purpúreas de esta malva gigantesca, sin cesar renacientes, sólo viven unas cuantas horas. Semejaban bocas sensuales de mujer que se abrían, los labios

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rojos, blancos y húmedos, de alguna Mesalina gigante, magullados por los besos, y que renacían siempre con su sonrisa ávida y sangrienta.

Renée, cerca del estanque, tiritaba en medio de aquellas espléndidas floraciones. Detrás de ella, una gran esfinge de mármol negro, agazapada sobre un bloque de granito, la cabeza vuelta hacia el acuario, tenía una sonrisa de gato discreto y cruel; y era como el ídolo sombrío, de muslos relucientes, de aquella tierra de fuego. En ese momento, unos globos de cristal esmerilado iluminaban los follajes con rayos lechosos. Unas estatuas, cabezas de mujer con el cuello echado hacia atrás, henchido de risas, blanqueaban al fondo de los macizos, con manchas de sombra que retorcían sus locas risas. En el agua densa y durmiente del estanque, jugaban extraños reflejos, iluminando formas vagas, masas glaucas, semejantes a esbozos de monstruos. Sobre las hojas lisas del Ravanala, sobre los abanicos barnizados de las Latanias, una oleada de resplandores blancos corría; mientras que, del encaje de los Helechos, caían en lluvia fina gotas de claridad. En lo alto brillaban reflejos de cristal, entre las copas oscuras de las altas Palmeras. Y detrás, todo alrededor, se agolpaba la negrura; las glorietas, con sus colgaduras de bejucos, se ahogaban en las tinieblas, cual nidos de reptiles dormidos.

Y bajo la luz viva, Renée pensaba, mirando desde lejos a Louise y Maxime. Ya no era la ensoñación flotante, la gris tentación del crepúsculo, en las frescas avenidas del Bosque. Sus pensamientos ya no estaban acunados y adormecidos por el trote de sus caballos, a lo largo del césped mundano, de los bosquecillos donde las familias burguesas cenan el domingo. Ahora un deseo neto, agudo, la llenaba.

Un amor inmenso, una necesidad de voluptuosidad, flotaba en esta nave cerrada, donde hervía la savia ardiente de los trópicos. La joven estaba dominada por esas bodas potentes de la tierra, que engendraban a su alrededor esos verdores negros, esos tallos colosales; y las capas ásperas de este mar de fuego, de este desbordamiento de selva, este montón de vegetación, ardiendo con las entrañas que las nutrían, le lanzaban efluvios turbadores, cargados de embriaguez. A sus pies, el estanque, la masa de agua caliente, espesada por los jugos de las raíces flotantes, humeaba, ponía sobre sus hombros un manto de vapores pesados, un vaho que le calentaba la piel, como el tacto de una mano sudorosa de voluptuosidad. Sobre su cabeza, sentía el surtidor de las palmeras, los altos follajes que sacudían su aroma. Y más que el ahogo cálido del aire, más que la claridad viva, más que las flores anchas, deslumbrantes, semejantes a rostros risueños o gesticulantes entre las hojas, eran sobre todo los olores los que la destrozaban. Un perfume indefinible, fuerte, excitante, se arrastraba, compuesto de mil perfumes: sudores humanos, alientos de mujeres, olores de cabelleras; y hálitos dulces y sosos hasta el desmayo estaban entrecortados por hálitos pestilentes, rudos, cargados de venenos. Pero, en esta música extraña de los olores, la frase melódica que

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retornaba siempre, dominante, sofocando las ternuras de la Vainilla y las acuidades de las Orquídeas, era ese olor humano, penetrante, sensual, ese olor a amor, que escapa por las mañanas del dormitorio cerrado de dos recién casados.

Renée, lentamente, se había adosado al pedestal de granito. Con su traje de raso verde, el pecho y la cabeza sonrojados, mojados por las gotas claras de sus diamantes, parecía una gran flor, rosa y verde, una de las ninfeas del estanque, desfallecida por el calor. En esta hora de visión clara, todas sus buenas resoluciones se desvanecían para siempre, la embriaguez de la cena se le subía a la cabeza, imperiosa, victoriosa, redoblada por las llamas del invernadero. Ya no pensaba en las frescuras de la noche que la habían calmado, en las sombras susurrantes del parque, cuyas voces le habían aconsejado una dichosa paz. Sus sentidos de mujer ardiente, sus caprichos de mujer hastiada despertaban. Y por encima de ella, la gran esfinge de mármol negro reía con una risa misteriosa, como si hubiera leído el deseo por fin formulado que galvanizaba aquel corazón muerto, el deseo tanto tiempo huidizo, «la otra cosa» vanamente buscada por Renée, en el balanceo de su calesa, en la ceniza fina del anochecer, y que acababa bruscamente de revelarle bajo la claridad cruda, en medio de aquel jardín de fuego, la visión de Louise y de Maxime, riendo y jugando, con las manos unidas.

En ese momento, un ruido de voces salió de una glorieta vecina, a la cual Aristide Saccard había llevado a los señores Mignon y Charrier.

—No, de veras, señor Saccard —decía el vozarrón de Charrier—, no podemos comprarle eso a más de doscientos francos el metro.

Y la voz agria de Saccard clamaba:—Pero, en mi parte, me pagaron ustedes el metro de terreno a

doscientos cincuenta francos.—Bueno, escuche, pondremos doscientos veinticinco francos. Y las voces continuaron, brutales, sonando extrañamente bajo las

palmas colgantes de los macizos. Pero atravesaron como un vano ruido el sueño de Renée, ante la cual se erguía, con la llamada del vértigo, un goce desconocido, cálido de crimen, más áspero que todos los que había apurado ya, el último que le quedaba aún por beber. Ya no estaba cansada.

El arbusto tras el que se ocultaba a medias era una planta maldita, una Tanguinia de Madagascar, de anchas hojas de boj, de tallos blanquecinos, cuyas menores nervaduras destilan una leche envenenada. Y en cierto momento, como Louise y Maxime reían más alto, en el reflejo amarillo, en la puesta de sol de la salita, Renée, perdida la cabeza, la boca seca e irritada, cogió entre sus labios una ramita de la Tanguinia que le llegaba a la altura de los dientes, y mordió una de las hojas amargas.

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Capítulo II

Aristide Rougon se abatió sobre París, después del 2 de diciembre, con ese olfato de las aves de presa que huelen de lejos los campos de batalla. Llegaba de Plassans, una subprefectura del sur, donde su padre acababa de pescar en el río revuelto de los acontecimientos una recaudación particular largamente codiciada. Él, todavía joven, tras haberse comprometido como un necio, sin gloría ni provecho, hubo de considerarse dichoso de salir sano y salvo de la trifulca. Acudía, furioso por haber errado el camino, maldiciendo las ciudades de provincias, hablando de París con apetitos de lobo, jurando «que no volvería a ser tan idiota»; y la sonrisa aguda con la que acompañaba estas palabras adquiría una terrible significación en sus labios delgados.

Llegó en los primeros días de 1852. Llevaba consigo a su mujer, Angèle, una personita rubia y sosa, a quien instaló en un reducido alojamiento de la calle Saint-Jacques, como un mueble molesto del que le corría prisa desembarazarse. La joven no había querido separarse de su hija, la pequeña Clotilde, una niña de cuatro años, que el padre hubiera dejado de buen grado a cargo de su familia. Pero sólo se había resignado al deseo de Angèle a condición de olvidar en el colegio de Plassans a su hijo Maxime, un galopín de once años, por quien había prometido velar su abuela. Aristide quería tener las manos libres; una mujer y una niña le parecían ya un peso aplastante para un hombre decidido a salvar todos los fosos, aun a costa de romperse el espinazo o de rodar por el fango.

La misma tarde de su llegada, mientras Angèle deshacía los baúles, experimentó la ávida necesidad de recorrer París, de pisar con sus zapatones de provinciano aquel ardiente empedrado, de donde pensaba hacer brotar millones. Fue una verdadera toma de posesión. Caminó por caminar, yendo a lo largo de las aceras, como en país conquistado. Tenía una visión muy clara de la batalla que venía a entablar, y no le repugnaba compararse con un hábil ladrón de ganzúa que, con astucia o con violencia, va a coger su parte de la riqueza común que tan aviesamente le han negado hasta entonces. Si hubiera sentido la necesidad de una excusa, habría invocado sus deseos ahogados durante diez años, su miserable vida de provincia, sus culpas, sobre todo, de las que hacía responsable a la sociedad entera. Pero en ese momento, con aquella emoción del jugador que pone al fin sus manos enardecidas sobre el tapete verde, era todo alegría, una alegría muy suya, en la que había satisfacciones de envidioso y esperanzas de bribón impune. El aire de París le embriagaba, creía oír, en el fragor de los carruajes, las voces de

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Macbeth, que le gritaban: «¡Tú serás rico!» Más de dos horas estuvo andando de calle en calle, saboreando las voluptuosidades de un hombre que se pasea con su vicio. No había vuelto a París desde el feliz año que había pasado allí de estudiante. La noche caía; su sueño crecía entre las luces vivas que los cafés y las tiendas proyectaban sobre las aceras; se perdió.

Cuando alzó los ojos, se encontraba hacia el medio del faubourg Saint-Honoré. Uno de sus hermanos, Eugène Rougon, vivía en una calle cercana, la calle de Penthièvre. Aristide, al venir a París, había contado con Eugène que, tras haber sido uno de los agentes más activos del golpe de Estado, era en esos momentos una potencia oculta, un abogadillo en el cual nacía un gran político. Pero, por una superstición de jugador, no quiso ir a llamar esa noche a la puerta de su hermano. Regresó lentamente a la calle Saint Jacques, pensando en Eugène con una envidia sorda, mirando sus pobres ropas todavía cubiertas del polvo del viaje, y tratando de consolarse reanudando su sueño de riquezas. Ese mismo sueño se había vuelto amargo. Tras haber salido por una necesidad de expansión, lleno de alegría por la actividad comercial de París, volvió a casa irritado por la felicidad que le parecía correr por las calles, más feroz al imaginarse las encarnizadas luchas, en las cuales disfrutaría batiéndose y engañando a aquel gentío con el que se había codeado en las aceras. Nunca había sentido apetitos tan dilatados, ardores tan inmediatos de disfrute.

Al día siguiente, con las primeras luces, estaba en casa de su hermano. Eugène vivía en dos grandes estancias frías, apenas amuebladas, que dejaron a Aristide helado. Esperaba encontrar a su hermano refocilándose en pleno lujo. Este último trabajaba ante una mesita negra. Se contentó con decirle, con su voz lenta, con una sonrisa:

—¡Ah! ¿Eres tú? Te esperaba.Aristide fue muy agrio. Acusó a Eugène de haberlo dejado

vegetar, de ni siquiera haberle dado la limosna de un buen consejo, mientras él se atascaba en provincias. Jamás se perdonaría haber seguido siendo republicano hasta el 2 de diciembre; era su herida en carne viva, su eterna confusión. Eugène había vuelto a coger tranquilamente su pluma. Cuando él hubo terminado:

—¡Bah! —dijo—, todas las faltas se reparan. Estás lleno de futuro. Pronunció estas palabras con una voz tan clara, con una mirada

tan penetrante, que Aristide bajó la cabeza, sintiendo que su hermano penetraba hasta lo más profundo de su ser. Éste continuó con una brutalidad amistosa:

—Vienes a que te coloque, ¿no? Ya he pensado en ti, pero aún no he encontrado nada. Comprenderás que no puedo meterte en cualquier sitio. Necesitas un empleo donde hagas tus negocios sin peligro para ti ni para mí... No protestes, estamos solos, podemos decirnos ciertas cosas...

Aristide tomó el partido de reírse.

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—¡Oh!, sé que eres inteligente —prosiguió Eugène—, y que no cometerás ya una necedad improductiva... En cuanto se presente una buena ocasión, te colocaré. Y si de aquí a entonces necesitaras una moneda de veinte francos, ven a pedírmela.

Charlaron un instante de la insurrección del sur, en la cual su padre había ganado su recaudación particular. Eugène se vestía mientras charlaba. En la calle, en el momento de dejarlo, retuvo a su hermano todavía un instante, le dijo en voz más baja:

—Te agradecería que no callejearas y esperaras tranquilamente en tu casa el empleo que te prometo... Me resultaría desagradable ver a mi hermano haciendo antesala.

Aristide sentía respeto por Eugène, que le parecía un tipo fuera de serie. No le perdonó su desconfianza, ni su franqueza un poco ruda; pero fue a encerrarse dócilmente en la calle Saint-Jacques. Había venido con quinientos francos que le había prestado el padre de su mujer. Pagados los gastos de viaje, estiró un mes los 300 francos que le quedaban. Angèle era una gran comilona; se creyó, además, en el deber de remozar su traje de gala con una guarnición de cintas malvas. Aquel mes de espera le pareció interminable a Aristide. Ardía de impaciencia. Cuando se asomaba a la ventana, y sentía bajo él el laboreo gigante de París, le entraban unas ganas locas de lanzarse de un salto al gran horno, para amasar el oro con sus manos febriles, como blanda cera. Aspiraba esos soplos aún vagos que ascendían de la gran ciudad, esos soplos del Imperio naciente, en los que se arrastraban ya olores de alcobas y de chanchullos financieros, calores de goces. Los ligeros aromas que le llegaban le decían que estaba en la buena pista, que la presa corría delante de él, que la gran caza imperial, la caza de aventuras, de mujeres, de millones, comenzaba por fin. Las aletas de la nariz le latían, su instinto de animal hambriento captaba maravillosamente al paso los menores indicios de la jauría desencadenada que iba a tener como escenario la ciudad.

Dos veces fue a casa de su hermano, para activar sus gestiones. Eugène lo acogió con brusquedad, repitiéndole que no lo olvidaba, pero que había que esperar. Recibió por fin una carta que le rogaba que pasara por la calle Penthièvre. Fue allá, con el corazón brincándole en el pecho, como a una cita de amor. Encontró a Eugène ante su eterna mesita negra, en la estancia helada que le servía de despacho. En cuanto lo vio, el abogado le tendió un papel, diciéndole:

—Ten, ayer recibí lo tuyo. Se te ha nombrado inspector adjunto de vías públicas en el ayuntamiento. Tendrás 2.400 francos de sueldo.

Aristide había permanecido de pie. Palideció y no cogió el papel, creyendo que su hermano se burlaba de él. Había esperado al menos un puesto de 6.000 francos. Eugène, adivinando lo que pasaba por su cabeza, giró su silla y, cruzándose de brazos:

—¿Serás bobo? —preguntó con cierta cólera—. ¿Tienes sueños de fulana, ¿verdad? Querrías vivir en un buen piso, tener criados, comer

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bien, dormir entre sedas, satisfacerte en brazos de cualquier recién llegada, en un gabinete amueblado en dos horas... Tú y tus semejantes, si os dejáramos actuar, vaciaríais las arcas antes incluso de que estuvieran llenas. ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Ten un poco de paciencia! Ya ves cómo vivo, conque tómate al menos el trabajo de agacharte a recoger una fortuna.

Hablaba con profundo desprecio de las impaciencias de escolar de su hermano. Se notaban, en sus frases rudas, ambiciones más elevadas, deseos de poder puro; aquel ingenuo apetito de dinero debía de parecerle burgués y pueril. Continuó con voz más suave, con una astuta sonrisa:

—Cierto que tus disposiciones son excelentes, y no tengo la menor intención de contrariarlas. Los hombres como tú son valiosísimos. Contamos con elegir nuestros mejores amigos entre los más famélicos. Vete, puedes estar tranquilo, tendremos mesa puesta y las hambres mayores se verán satisfechas. Sigue siendo todavía el método más cómodo para reinar... Pero, por favor, espera a que pongan el mantel y, hazme caso, tómate el trabajo de ir a buscar tú mismo tu cubierto en la antecocina.

Aristide seguía sombrío. Las amables comparaciones de su hermano no desfruncían su ceño. Entonces Eugène cedió de nuevo a la cólera:

—¡Vaya! —exclamó—. Insisto en mi primera opinión: eres un bobo... ¡Eh! ¿Qué esperabas entonces, qué creías que iba a hacer con tu ilustre persona? Ni siquiera tuviste valor para acabar Derecho, te enterraste durante diez años en un miserable puesto de empleado de subprefectura, me llegas con una detestable reputación de republicano a quien sólo el golpe de Estado ha podido convertir... ¿Crees que tienes madera de ministro, con semejantes notas?... ¡Oh!, ya lo sé, tienes a tu favor tus feroces ganas de llegar por todos los medios posibles. Es una gran virtud, de acuerdo, y en consideración a ella te he metido en el ayuntamiento. —Y levantándose, puso el nombramiento en manos de Aristide—. Ten —continuó—, me lo agradecerás un día. Soy yo quien ha escogido el puesto, sé lo que puedes sacar de él... Sólo tendrás que mirar y escuchar. Si eres inteligente, comprenderás y actuarás... Y ahora retén bien lo que me queda por decirte. Entramos en una época en la cual son posibles todas las fortunas. Gana mucho dinero, te lo permito; sólo que nada de tonterías, nada de escándalos demasiado ruidosos, o te elimino.

Esta amenaza surtió el efecto que sus promesas no habían podido lograr. Toda la fiebre de Aristide se inflamó con la idea de aquella fortuna de la que su hermano le hablaba. Le pareció que lo soltaban por fin en la refriega, autorizándolo a degollar a la gente, pero legalmente, sin hacerla gritar demasiado. Eugène le dio 200 francos para llegar a fin de mes. Luego se quedó pensativo.

—Pienso cambiar de apellido —dijo por fin—, tú deberías hacer otro tanto... Nos estorbaríamos menos.

—Como quieras —respondió tranquilamente Aristide.

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—No tendrás que ocuparte de nada, me encargo de las formalidades. ¿Quieres llamarte Sicardot, con el apellido de tu mujer?

Aristide alzó los ojos al techo, repitiendo, escuchando la música de las sílabas:

—Sicardot... Aristide Sicardot... No, a fe mía; es obtuso y suena a quiebra.

—Busca otra cosa, entonces dijo Eugène.—Preferiría Sicard a secas —prosiguió el otro tras un silencio—;

Aristide Sicard... no está mal... ¿verdad? Quizá un poco demasiado alegre... —Soñó todavía un momento, y, con aire triunfante—: Ya está, lo encontré —gritó—. Saccard, ¡Aristide Saccard!... con dos, ces... ¿Eh? Hay dinero en ese nombre; se diría que se cuentan monedas de cinco francos.

Eugène gastaba bromas despiadadas. Despidió a su hermano; diciéndole con una sonrisa:

—Sí, un nombre como para ir a presidio o ganar millones.Unos días después, Aristide Saccard estaba en el ayuntamiento.

Se enteró de que su hermano había tenido que emplear toda su influencia para que lo admitieran sin los exámenes al uso.

Entonces comenzó, para la pareja, la vida monótona de los pequeños empleados. Aristide y su mujer reanudaron sus hábitos de Plassans. Sólo que despertaban de un sueño de súbita fortuna, y su vida mezquina les pesaba más, desde que la miraban como un período de prueba cuya duración no podían fijar. Ser pobre en París, es ser doblemente pobre. Angèle aceptaba la miseria con su desidia de mujer clorótica; se pasaba los días en la cocina, o bien tumbada en el suelo, jugando con su hija, y sólo se lamentaba con la última moneda de un franco. Pero Aristide temblaba de rabia con aquella pobreza, con aquella existencia estrecha, en la que daba vueltas como un animal enjaulado. Fue para él un tiempo de sufrimientos indecibles: su orgullo sangraba, sus ardores insatisfechos lo azotaban furiosamente. Su hermano consiguió que le enviaran al Cuerpo legislativo por el distrito de Plassans, y él sufrió todavía más. Percibía demasiado la superioridad de Eugène para estar neciamente celoso; lo acusaba de no hacer por él lo que hubiera podido hacer. En varias ocasiones, la necesidad lo obligó a llamar a su puerta para pedirle prestado algún dinero. Eugène prestó el dinero, pero reprochándole con dureza carecer de valor y de voluntad. A partir de entonces, Aristide se curtió aún más. Juró que no pediría un céntimo a nadie, y mantuvo su palabra. Los ocho últimos días del mes, Angèle comía pan duro, suspirando. Este aprendizaje remató la terrible educación de Saccard. Sus labios se adelgazaron más; ya no cometió la tontería de soñar con sus millones en voz alta; su flaca persona se volvió muda, no expresó sino una sola voluntad, una idea fija acariciada a todas horas. Cuando corría desde la calle Saint Jacques al ayuntamiento, sus tacones gastados sonaban agriamente en las aceras, y se abotonaba dentro de su levita raída como en un asilo de odio, mientras su hocico de garduña olfateaba el aire de las calles.

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Angulosa semblanza de la miseria celosa que se ve vagabundear por el empedrado de París, paseando su plan de fortuna y el sueño de saciarlo.

Hacia comienzos de 1853, Aristide fue nombrado inspector de vías públicas. Ganaba 4.100 francos. Este aumento llegaba a tiempo; Angèle se desmejoraba; la pequeña Clotilde estaba muy pálida. Conservó su reducido alojamiento de dos piezas, el comedor amueblado en nogal, y el dormitorio de caoba, y siguió llevando una existencia rígida, evitando las deudas, sin querer meter las manos en el dinero de los otros hasta que pudiera hundirlas hasta los codos. Engañó así a sus instintos, desdeñoso de los pocos cuartos de más que le llegaban, y permaneció al acecho. Angèle se sintió completamente feliz. Se compró algunos trapitos, utilizó el espetón todos los días. No entendía nada de las cóleras mudas de su marido, de su pinta sombría de hombre que persigue la solución de algún temible problema.

Aristide seguía los consejos de Eugène: escuchaba y miraba. Cuando fue a agradecerle a su hermano el ascenso, éste comprendió la revolución que se había operado en él; lo felicitó por lo que denominó su buen comportamiento. El empleado, a quien la envidia endurecía en su interior, se había vuelto maleable e insinuante. En unos meses se convirtió en un prodigioso comediante. Toda su labia meridional había despertado, y llevaba su arte tan lejos que sus compañeros del ayuntamiento lo consideraban un buen chico, a quien su cercano parentesco con un diputado designaba de antemano para cualquier buen empleo. Ese parentesco le atraía igualmente la benevolencia de sus jefes. Vivía así con una especie de autoridad superior a su empleo, que le permitía abrir ciertas puertas y meter la nariz en ciertas carpetas, sin que sus indiscreciones pareciesen culpables. Se le vio, durante dos años, merodear por todos los pasillos, abstraerse en todas las salas, levantarse veinte veces al día para ir a charlar con un compañero, llevar una orden, hacer un viaje a través de los despachos, eternos paseos que hacían decir a sus colegas: «¡Este diablo de provenzal! No puede estarse quieto, tiene azogue en las piernas» . Sus íntimos lo tenían por perezoso, y el digno hombre reía, cuando lo acusaban de no pretender sino robarle unos minutos a la administración. Jamás cometió la falta de escuchar por las cerraduras; pero tenía una forma rotunda de abrir las puertas, de atravesar las estancias, con un papel en la mano, con aire absorto, con un paso tan lento y regular, que no se perdía palabra de las conversaciones. Fue una táctica genial; acabaron por no interrumpirse, al paso de aquel activo empleado, que se deslizaba por la sombra de los despachos y parecía tan preocupado por sus tareas. Tuvo también otro método; era de una amabilidad extremada, se ofrecía para ayudar a sus compañeros cuando éstos andaban retrasados con su trabajo, y estudiaba entonces los registros, los documentos que pasaban ante sus ojos, con reconcentrado afecto. Pero una de sus debilidades fue entablar amistad con los ordenanzas. Llegaba hasta a darles apretones de

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mano. Durante horas, les tiraba de la lengua, de pasada, con risitas ahogadas, contándoles chistes, provocando sus confidencias. Aquella buena gente lo adoraba, decía de él: «¡Es un tipo nada orgulloso!». En cuanto había un escándalo, él era el primero en estar informado. Así fue como, al cabo de dos años, el ayuntamiento no tuvo misterios para él. Conocía al personal hasta el último mico, y el papeleo hasta las facturas de las lavanderas.

En ese momento París ofrecía, para un hombre como Aristide Saccard, el más interesante de los espectáculos. Acababa de ser proclamado el Imperio, con ese famoso viaje durante el cual el príncipe presidente había conseguido caldear el entusiasmo de ciertos departamentos bonapartistas. En la tribuna y en los periódicos se había hecho el silencio5. La sociedad, salvada una vez más, se felicitaba, descansaba, dormía a pierna suelta, ahora que un gobierno fuerte la protegía y hasta le quitaba la preocupación de pensar y de arreglar sus asuntos. La gran inquietud de la sociedad consistía en saber con qué diversiones mataría el tiempo. Según la feliz expresión de Eugène Rougon, París se sentaba a la mesa y soñaba chocarrera con el postre. La política espantaba, como una droga peligrosa. Los ánimos hastiados se volvían hacia los negocios y los placeres. Los que poseían algo desenterraban su dinero y los que no lo poseían buscaban por los rincones los tesoros olvidados. Había, en el fondo del barullo, un estremecimiento sordo, un ruido naciente de monedas de cinco francos, risas claras de mujeres, tintineos aún débiles de vajillas y de besos. En el gran silencio del orden, en la chata paz del nuevo reinado, se extendían toda clase de rumores amables, de promesas doradas y voluptuosas. Parecía estar pasando por delante de una de esas casitas con cortinas que cuidadosamente corridas sólo dejan ver sombras femeninas, y donde se oye sonar el oro sobre el mármol de las chimeneas. El Imperio iba a hacer de París el lugar de perdición de Europa. Aquel puñado de aventureros que acababan de robar un trono necesitaban un reinado de aventuras, de negocios turbios, de conciencias vendidas, de mujeres compradas, de borrachera furiosa y universal. Y, en la ciudad donde la sangre de diciembre estaba recién lavada, crecía, tímida aún, esa locura por el goce que iba a arrojar a la patria al manicomio de las naciones podridas y deshonradas.

Aristide Saccard, desde los primeros días, sentía llegar esta oleada ascendente de la especulación, cuya espuma iba a cubrir París entero. Siguió sus progresos con profunda atención. Se hallaba de pleno bajo la cálida lluvia de escudos que caía a chorros sobre los tejados de la ciudad. En sus carreras continuas a través del ayuntamiento, había sorprendido el vasto proyecto de la transformación de París6, el plan de esas demoliciones, de esas vías

5 La prensa había sido sometida a una rigurosa represión por unos decretos-ley de Febrero de 1852, que estuvieron en vigor hasta 1868.

6 Desde antes del Segundo Imperio estaban en estudio ciertos proyectos de remodelación urbanística de París, pero sólo en 1853, cuando Haussmann fue nombrado prefecto del Sena, se aceleró su realización.

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nuevas y de esos barrios improvisados, de ese agio formidable a cuenta de la venta de terrenos e inmuebles, que encendían, en las cuatro esquinas de la ciudad, la batalla de los intereses y el resplandor del lujo a ultranza. Desde entonces, su actividad tuvo una meta. Fue en esa época cuando se convirtió en un hombre campechano. Engordó incluso un poco, dejó de correr por las calles como un gato flaco en busca de una presa. En su despacho, era más charlatán, más cortés que nunca. Su hermano, a quien iba a hacer visitas en cierto sentido oficiales, lo felicitaba por poner tan dichosamente en práctica sus consejos. A comienzos de 1854, Saccard le confió que tenía varios negocios a la vista, pero que necesitaría anticipos bastante importantes.

—Habrá que buscarlos —dijo Eugène.—Tienes razón, los buscaré —respondió sin el menor mal humor,

sin parecer percatarse de que su hermano se negaba a proporcionarle los primeros fondos.

El pensamiento de esos primeros fondos lo consumía ahora. Su plan estaba trazado; lo maduraba cada día. Pero los primeros miles de francos seguían siendo imposibles de encontrar. Su voluntad se tensó aún más; ya sólo miró a la gente de una manera nerviosa y profunda, como si buscara un prestamista en el primer transeúnte. En la vivienda, Angèle seguía llevando su vida discreta y feliz. Él acechaba una oportunidad, y sus risas campechanas se hacían más agudas a medida que esa oportunidad tardaba en presentarse.

Aristide tenía una hermana en París. Sidonie Rougon se había casado con un pasante de abogado de Plassans que había venido a intentar con ella, en la calle Saint-Honoré, el comercio de los frutos del sur. Cuando su hermano la encontró, el marido había desaparecido, y habían consumido el dinero del almacén hacía tiempo. Habitaba en la calle del faubourg Poissonnière, en un pequeño entresuelo, compuesto por tres habitaciones. Tenía alquilada también la tienda del bajo, situada debajo de su piso, una tienda estrecha y misteriosa, en la cual aseguraba tener un comercio de encajes; había, efectivamente, en el escaparate, trozos de guipur y de valenciennes, colgados de varillas doradas; pero el interior parecía una antesala, de relucientes revestimientos de madera, sin la menor apariencia de mercancías. La puerta y el escaparate estaban provistas de ligeras cortinas que, poniendo el comercio al abrigo de las miradas de la calle, acababan de darle el aire discreto y velado de una sala de espera, que se abría hacia algún templo desconocido. Era raro ver entrar una clienta en casa de Sidonie; incluso con mucha frecuencia estaba quitado el pomo de la puerta. En el barrio, ella repetía que iba en persona a ofrecer sus encajes a las señoras ricas. Sólo la instalación del piso, decía, le había hecho alquilar la tienda y el entresuelo que se comunicaban por una escalera oculta en el muro. En efecto, la vendedora de encajes estaba siempre fuera; se la veía entrar y salir diez veces al día, con aire presuroso. Por lo demás, no se limitaba al comercio de encajes, utilizaba su entresuelo, lo llenaba con cualquier saldo sacado quién sabe de

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dónde. Había vendido objetos de caucho: impermeables, chanclos, tirantes, etc.; después se vio allí sucesivamente un nuevo aceite crecepelo, aparatos ortopédicos, una cafetera automática, invento patentado, cuya explotación le dio muchos quebraderos de cabeza. Cuando su hermano fue a verla, vendía pianos, su entresuelo estaba atestado de esos instrumentos; había hasta en el dormitorio, una habitación coquetamente decorada, y que se daba de patadas con el revoltillo comercial de las otras dos habitaciones. Llevaba sus dos negocios con perfecto método; los clientes que iban por las mercancías del entresuelo entraban y salían por una puerta cochera que la casa tenía en la calle Papillon; había que estar en el secreto de la escalerita para conocer el tráfico en parte doble de la vendedora de encajes. En el entresuelo, se llamaba señora Touche, con el apellido de su marido, mientras que sólo había puesto su nombre de pila en la puerta de la tienda, lo cual hacía que la llamasen generalmente señora Sidonie.

Sidonie contaba treinta y cinco años; pero se vestía con tal despreocupación, su facha era tan poco femenina, que se la hubiera juzgado mucho más vieja. A decir verdad, no tenía edad. Llevaba un eterno vestido negro, con brillos en los pliegues, chafado y blanqueado por el uso, que recordaba esas togas de abogados desgastadas en el tribunal. Tocada con un sombrero negro que le bajaba hasta la frente y le tapaba el pelo, calzada con gruesos zapatos, trotaba por las calles, llevando al brazo una cestita cuyas asas estaban reparadas con cordeles. Esa cesta, de la que no se separaba nunca, era todo un mundo. Cuando la entreabría, salían muestras de todas clases, agendas, carteras, y sobre todo puñados de papeles timbrados, cuya escritura ilegible descifraba con particular destreza. Había algo en ella del corredor y del alguacil. Vivía en los protestos, en las citaciones judiciales, en los requerimientos; cuando había colocado diez francos de crema o de encaje, se insinuaba para gozar del favor de su clienta, se convertía en su hombre de negocios, recorría por ella procuradores, abogados, jueces. Llevaba así legajos en el fondo de su cesta durante semanas, tomándose un trabajo de mil diablos, yendo de una punta a otra de París, con un trotecillo parejo, sin coger nunca un carruaje. Habría sido difícil decir qué provecho sacaba de semejante oficio; lo hacía ante todo por una afición instintiva a los negocios turbios, una afición a los pleitos; y además obtenía multitud de pequeños beneficios: cenas sacadas a diestro y siniestro, monedas de cinco francos recogidas acá y allá. Pero la ganancia más clara eran las confidencias que recibía por doquier y que la ponían sobre la pista de buenos golpes y de buenas gangas. Al vivir en casa de los demás, dentro de los asuntos de los demás, era un auténtico repertorio vivo de ofertas y demandas. Sabía dónde había una chica que tenía que casarse en seguida, una familia que necesitaba tres mil francos, un anciano señor que prestaría los tres mil francos, pero con garantías sólidas, y con altos intereses. Sabía cosas aún más delicadas: las tristezas de una dama rubia a la que su marido no comprendía y que

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aspiraba a ser comprendida; el secreto deseo de una buena madre que soñaba con colocar ventajosamente a su hija soltera; los gustos de un barón inclinado a las cenitas íntimas y a las chicas muy jóvenes. Y llevaba de un lado a otro, con pálida sonrisa, esas demandas y esas ofertas; recorría dos leguas para poner en comunicación a la gente; enviaba al barón a casa de la buena madre, decidía al anciano señor a prestar los tres mil francos a la familia en apuros, encontraba consuelo para la dama rubia y un marido poco escrupuloso para la chica que había que casar. Tenía también grandes negocios, negocios que podía confesar muy alto, y con los que calentaba los cascos a la gente que se le acercaba: un largo proceso que una noble familia arruinada le había encargado seguir, y una deuda contraída por Inglaterra respecto a Francia, en la época de los Estuardo, y cuya cifra, con los intereses compuestos, ascendía a cerca de tres mil millones. Esta deuda de tres mil millones era su manía: explicaba el caso con gran lujo de detalles, daba toda una clase de historia, y rubores de entusiasmo subían a sus mejillas, blancas y amarillas de ordinario como la cera. A veces, entre un mandado a un alguacil y una visita a una amiga, colocaba una cafetera, un impermeable de caucho, vendía un retal de encaje, alquilaba un piano. Eran preocupaciones menores. Después corría a toda prisa a su comercio, donde una clienta la había citado para ver una pieza de chantilly. La clienta llegaba, se deslizaba como una sombra en la tienda discreta y velada. Y no era raro que un caballero entrase por la puerta cochera de la calle Papillon, yendo al mismo tiempo a ver los pianos de la señora Touche, en el entresuelo.

Si Sidonie no hacía fortuna, era porque trabajaba a menudo por amor al arte. Amante de los procesos, olvidando sus asuntos por los de los demás, se dejaba devorar por los alguaciles, lo cual, por otra parte, le procuraba esos disfrutes que conocen sólo las personas pleiteadoras. La mujer moría en ella; no era ya sino un agente de negocios, un corredor que callejeaba a todas horas por París, llevando en su cesta legendaria las mercancías más equívocas, vendiendo de todo, soñando con miles de millones y yendo a reclamar ante un juez de paz, para una cliente favorita, una impugnación de diez francos. Bajita, flaca, macilenta, vestida con aquel delgado traje negro que parecía cortado de la toga de un litigante, se había encogido, y al verla escurrirse a lo largo de las casas, se la hubiera tomado por un mandadero disfrazado de mujer. Su tez tenía la doliente palidez del papel timbrado. Sus labios sonreían con una sonrisa apagada, mientras que sus ojos parecían nadar en la confusión de los negocios, de las preocupaciones de todo tipo con que se atiborraba el cerebro. De facha tímida y discreta, además, con un vago perfume a confesionario y a consulta de comadrona, se ponía dulce y maternal como una monja que, habiendo renunciado a los afectos de este mundo, siente lástima por los sufrimientos del corazón. No hablaba jamás de su marido, como tampoco hablaba de su infancia, de su familia, de sus intereses. No había sino una cosa que no vendía, y era a sí misma; no es que

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tuviera escrúpulos, sino que la idea de semejante trato no podía ocurrírsele. Era seca como una factura, fría como un protesto, indiferente y brutal en el fondo como un corchete.

Saccard, recién llegado de provincias, no pudo al principio penetrar en las delicadas honduras de los numerosos oficios de Sidonie. Como había estudiado un año de derecho, ella le habló un día de los tres mil millones, con un aire grave, lo cual le dio una pobre idea de su inteligencia. Fue a hurgar en los menores rincones del alojamiento de la calle Saint Jacques, sopesó a Angèle con una mirada, y sólo reapareció cuando sus recados la llamaban al barrio, y cuando experimentaba la necesidad de poner sobre el tapete los tres mil millones. Angèle había picado en la historia de la deuda inglesa. La corredora comenzaba con su manía, hacía brillar el oro durante una hora. Era la chifladura de aquel espíritu sutil, la suave locura con que acunaba su vida perdida en miserables tráficos, el cebo mágico con el cual embriagaba, consigo, a las más crédulas de sus clientas. Muy convencida, por lo demás, acababa hablando de los tres mil millones como de una fortuna personal, que los jueces tendrían que devolverle tarde o temprano, lo cual ponía una maravillosa aureola en torno a su pobre sombrero negro, donde se balanceaban algunas violetas pálidas con tallos de latón cuyo metal se veía. Angèle abría unos ojos como platos. En varias ocasiones habló con respeto de su cuñada a su marido, diciéndole que Sidonie quizá los enriqueciera un día. Saccard se encogía de hombros; había ido a visitar la tienda y el entresuelo de la calle del faubourg Poissonnière, y sólo había olfateado una próxima quiebra. Quiso conocer la opinión de Eugène sobre su hermana; pero éste se puso serio y se contentó con responder que no la veía nunca, que sabía que era muy inteligente, acaso un poco comprometedora. Sin embargo, un día que Saccard regresaba de la calle de Penthièvre, algún tiempo después, creyó ver el vestido negro de Sidonie salir de casa de su hermano y escurrirse rápidamente a lo largo de las casas. Corrió, pero no pudo hallar el vestido negro. La corredora tenía uno de esos portes borrosos que se pierden entre el gentío. Se quedó pensativo, y fue a partir de ese momento cuando estudió a su hermana con mayor atención. No tardó en calar en la labor inmensa de aquel pequeño ser pálido y vago, cuya cara entera parecía bizquear y fundirse. Sintió respeto por ella. Era de la sangre de los Rougon. Reconoció aquel apetito de dinero, aquella necesidad de intriga que caracterizaban a la familia; sólo que, en ella, gracias al ambiente en el que había envejecido, a aquel París donde había tenido que buscar por la mañana su pan negro de la noche, el temperamento común se había torcido para producir ese hermafroditismo extraño de la mujer convertida en ser neutro, hombre de negocios y alcahueta a la vez.

Cuando Saccard, tras haber establecido su plan, emprendió la busca de los primeros fondos, pensó naturalmente en su hermana. Ella movió la cabeza, suspiró hablando de los tres mil millones. Pero el empleado no le toleraba su locura, la vapuleaba rudamente cada

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vez que volvía sobre la deuda de los Estuardo; aquel sueño le parecía que deshonraba una inteligencia tan práctica. Sidonie, que encajaba tranquilamente las ironías más duras sin que sus convicciones se quebrantasen, le explicó a continuación con gran lucidez que no encontraría un céntimo, pues no tenía ninguna garantía que ofrecer. Esta conversación se desarrollaba delante de la Bolsa, donde ella debía de arriesgar sus ahorros. Hacia las tres, con seguridad uno podía encontrarla apoyada en la verja, a la izquierda, del lado de la oficina de correos; era allí donde daba audiencia a individuos equívocos e imprecisos como ella. Su hermano iba a marcharse, cuando ella murmuró en tono desolado: «¡Ah! Si no estuvieras casado...!». Esta reticencia, cuyo sentido completo y exacto no quiso preguntar, dejó a Saccard singularmente pensativo.

Transcurrieron los meses, acababa de declararse la guerra de Crimea. París, al que una guerra lejana no conmovía, se lanzaba con más arrebato a la especulación y a las mujerzuelas. Saccard asistía, mordiéndose los puños, a esta furia creciente que había previsto. En la forja gigante, los martillos que golpeaban el oro sobre el yunque le imprimían sacudidas de cólera y de impaciencia. Había en él tal tensión de la inteligencia y la voluntad que vivía en un sueño, como un sonámbulo que pasea al borde de los tejados con el estímulo de una idea fija. Por ello se quedó un día sorprendido e irritado al encontrar, una noche, a Angèle enferma y acostada. Su vida doméstica, de una regularidad de reloj, se trastornaba, lo cual lo exasperó como una calculada malignidad del destino. La pobre Angèle se quejaba suavemente; había cogido un resfriado. Cuando el médico llegó, pareció muy inquieto; le dijo al marido, en el rellano, que su mujer tenía una pleuresía y que no respondía de ella. A partir de entonces, el empleado cuidó a la enferma sin cólera; no fue a la oficina, se quedó junto a ella, mirándola con una expresión indefinible, cuando dormía, roja de fiebre, jadeante. Sidonie, pese a su trabajo abrumador, encontró la manera de ir cada tarde a hacerle tisanas, que pretendía espléndidas. Á todos sus oficios unía el de ser una enfermera de vocación, que estaba a gusto con el sufrimiento, con los remedios, con las conversaciones afligidas que se demoran en torno al lecho de los moribundos. Además, parecía haber contraído una tierna amistad con Angèle; amaba a las mujeres, con mil arrumacos, sin duda por el placer que dan a los hombres; las trataba con las delicadas atenciones que las comerciantes tienen con las cosas valiosas de su muestrario, las llamaba «monina, guapita mía», las arrullaba, se extasiaba ante ellas, como un enamorado delante de una amante. Aunque Angèle fuera de una especie de la que no esperaba sacar nada, la engatusaba como a las otras, por regla de conducta. Cuando la joven estuvo en cama, las efusiones de Sidonie se volvieron lacrimosas, llenó el silencioso cuarto con su abnegación. Su hermano la miraba dar vueltas, con los labios apretados, como sumido en un dolor mudo.

El mal empeoró. Una tarde, el médico les confesó que la enferma no pasaría de esa noche. Sidonie había venido temprano,

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preocupada, miraba a Aristide y Angèle con sus ojos anegados en los que se encendían cortas llamas. Cuando el médico se hubo marchado, ella bajó la lámpara y se hizo un gran silencio. La muerte entraba lentamente en aquella habitación cálida y húmeda, donde la respiración irregular de la moribunda ponía el tic-tac roto de un reloj que se descompone. Sidonie había abandonado las pociones, dejando al mal hacer su obra. Se había sentado delante de la chimenea, junto a su hermano, que atizaba el fuego con mano febril, echando ojeadas involuntarias a la cama. Luego, como nervioso por aquel aire cargado, por aquel espectáculo lamentable, se retiró a la habitación contigua. Habían encerrado allí a la pequeña Clotilde, que jugaba con la muñeca, muy formalita, sobre un trozo de alfombra. Su hija le sonreía cuando Sidonie, deslizándose detrás de él, lo llevó a un rincón, hablando en voz baja. La puerta había quedado abierta. Se oía el ligero estertor de Angèle.

—Tu pobre mujer... —sollozó la corredora—, creo que se acabó. ¿Has oído al médico?

Saccard se contentó con bajar lúgubremente la cabeza.—Era una buena persona —continuó la otra, hablando como si

Angèle ya estuviera muerta—. Podrás encontrar mujeres más ricas, más habituadas a la vida social; pero nunca encontrarás un corazón así.

Y como se detenía, enjugándose los ojos, pareciendo buscar una transición, Saccard preguntó claramente:

—¿Tienes algo que decirme?—Sí, me he ocupado de ti, por eso que tú sabes, y creo haber

descubierto... Pero, en semejante momento... Ya ves, tengo el corazón partido.

Se enjugó otra vez los ojos. Saccard la dejó hacer tranquilamente, sin decir una palabra. Entonces ella se decidió.

—Es una jovencita a la que querrían casar en seguida —dijo—. La criatura ha tenido una desgracia. Hay una tía que haría un sacrificio...

Se interrumpía, seguía gimiendo, llorando sus frases, como si hubiera continuado compadeciendo a la pobre Angèle. Era una forma de impacientar a su hermano y de inducirlo a interrogarla, para no cargar con toda la responsabilidad de la oferta que acababa de hacerle. En efecto, el empleado fue presa de sorda irritación.

—¡Vamos, acaba! —dijo—. ¿Por qué quieren casar a esa jovencita?

—Salía del internado —prosiguió la corredora con voz doliente—, un hombre la perdió, en el campo, en casa de los padres de una amiga. Su padre acaba de darse cuenta del desliz. Quería matarla. La tía, para salvar a la criatura, se ha convertido en su cómplice, y entre las dos le han contado un cuento al padre, le han dicho que el culpable era un muchacho honrado que no pedía sino reparar su extravío de una hora.

—Entonces —dijo Saccard en tono sorprendido y como enfadado—, ¿el hombre del campo se va a casar con la joven?

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—No, no puede, está casado.Hubo un silencio. El estertor de Angèle sonaba más llorosamente

en el aire estremecido. La pequeña Cloe había dejado de jugar; miraba a Sidonie y a su padre, con sus grandes ojos de niña soñadora, como si hubiera comprendido sus palabras. Saccard empezó a hacer preguntas breves:

—¿Qué edad tiene la jovencita? —Diecinueve años.—¿El embarazo data?—De tres meses. Sin duda habrá un aborto. —¿Y la familia es rica y honorable?—Vieja burguesía. El padre ha sido magistrado. Fortuna bastante

saneada.—¿Cuál sería el sacrificio de la tía? —Cien mil francos.Se hizo un nuevo silencio. Sidonie ya no lloriqueaba; estaba en

negocios, su voz adquiría las notas metálicas de una revendedora que discute un trato. Su hermano, mirándola de soslayo, agregó con cierta vacilación:

—Y tú, ¿qué quieres?—Ya veremos más adelante —respondió—. Me harás algún favor

a tu vez. —Esperó unos segundos; y, como él callaba, le preguntó abiertamente—: ¡Bueno! ¿Qué decides? Esas pobres mujeres están desoladas. Quieren impedir un estallido. Han prometido comunicar mañana al padre el nombre del culpable... Si aceptas, voy a enviarles una de tus tarjetas de visita por un recadero.

Saccard pareció despertar de un sueño; se estremeció, se volvió perezosamente hacia la habitación contigua, donde había creído oír un ligero ruido.

—Pero yo no puedo —dijo con angustia—, sabes perfectamente que no puedo...

Sidonie lo miraba fijamente, con aire frío y desdeñoso. Toda la sangre de los Rougon, todas sus ardientes codicias, se le subieron a la garganta. Saccard cogió una tarjeta de visita de su cartera y se la dio a su hermana, que la metió con viveza en un sobre, tras haber tachado con cuidado la dirección. En seguida bajó. Eran apenas las nueve.

Saccard, al quedarse solo, fue a apoyar la frente contra los cristales helados. Se ensimismó hasta tocar retreta sobre el cristal, con la punta de los dedos. Pero hacía una noche tan negra, las tinieblas allá fuera se agolpaban en masas tan extrañas, que experimentó un malestar, y maquinalmente volvió a la pieza donde Angèle se moría. La había olvidado, experimentó una terrible sacudida al encontrarla medio incorporada sobre sus almohadas; tenía los ojos desencajados, una oleada de vida parecía haber ascendido a sus mejillas y a sus labios. La pequeña Clotilde, siempre agarrada a su muñeca, estaba sentada en el borde del lecho; en cuanto su padre le había vuelto la espalda, se había deslizado a toda prisa en aquel cuarto, del que la habían apartado, y adonde la

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devolvían sus gozosas curiosidades de niña. Saccard, con la cabeza llena de la historia de su hermana, vio su sueño por los suelos. Un horroroso pensamiento debió de brillar en sus ojos. Angèle, espantada, quiso lanzarse al fondo de la cama, contra la pared; pero la muerte llegaba, aquel despertar en la agonía era la claridad postrera de la lámpara que se apaga. La moribunda no pudo moverse; se desplomó, continuó clavando sus ojos desencajados en su marido, como para vigilar sus movimientos. Saccard, que había creído en una resurrección diabólica, inventada por el destino para clavarlo a la miseria, se tranquilizó al ver que a la infeliz no le quedaba ni una hora de vida. Experimentó sólo un intolerable malestar. Los ojos de Angèle decían que había oído la conversación de su marido con Sidonie, y que temía que la estrangulara, si no moría lo bastante deprisa. Y había también, en sus ojos, el horrible asombro de una naturaleza dulce e inofensiva que se da cuenta, en su última hora, de las infamias de este mundo, que se estremece ante la idea de los largos años transcurridos al lado de un bandido. Poco a poco, su mirada se hizo más dulce; ya no tuvo miedo, debió de disculpar a aquel miserable, pensando en la encarnizada lucha que reñía desde hacía tanto tiempo con la fortuna. Saccard, perseguido por aquella mirada moribunda, en la cual leía un prolongado reproche, se apoyaba en los muebles, buscaba los rincones en sombra. Luego, desfalleciente, quiso expulsar aquella pesadilla que lo volvía loco, avanzó hacia la claridad de la lámpara. Pero Angèle le hizo señas de que no hablara. Y seguía mirándolo con aquel aire de angustia espantada, con el que ahora se mezclaba una promesa de perdón. Entonces él se inclinó para coger a Clotilde en brazos y llevarla al otro cuarto. Ella se lo prohibió de nuevo, con un movimiento de los labios. Exigía que él se quedara allí. Se extinguió dulcemente, sin quitarle los ojos, y a medida que la mirada palidecía, adquiría una mayor dulzura. Perdonó en su último suspiro. Murió como había vivido, blandamente, borrándose en la muerte, tras haberse borrado en vida. Saccard permaneció tembloroso delante de aquellos ojos de muerta, abiertos, que seguían persiguiéndole en su inmovilidad. La pequeña Clotilde mecía a su muñeca en una esquina de la sábana, suavemente, para no despertar a su madre.

Cuando Sidonie volvió a subir, todo había acabado. Con un toque de los dedos, como mujer habituada a esa operación, cerró los ojos de Angèle, lo cual alivió singularmente a Saccard. Luego, tras haber acostado a la pequeña, hizo, en un abrir y cerrar de ojos, el arreglo de la cámara mortuoria. Cuando hubo encendido dos velas sobre la cómoda, y estirado cuidadosamente la sábana hasta la barbilla de la muerta, lanzó a su alrededor una mirada de satisfacción, y se tendió en un sillón, donde dormitó hasta la aurora. Saccard pasó la noche en la habitación contigua, escribiendo esquelas de defunción. Se interrumpía, a veces, se abstraía, alineaba columnas de cifras en trozos de papel.

La tarde del entierro, Sidonie se llevó a Saccard a su entresuelo. Allí se tomaron grandes decisiones. El empleado decidió que enviaría

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a la pequeña Clotilde a uno de sus hermanos, Pascal Rougon, un médico de Plassans, que vivía soltero, con su amor a la ciencia, y que varias veces le había ofrecido llevarse a su sobrina con él, para alegrar su casa silenciosa de sabio. Sidonie le hizo comprender en seguida que no podía habitar por más tiempo en la calle Saint Jacques. Le alquilaría por un mes un piso elegantemente amueblado, en los alrededores del ayuntamiento; trataría de encontrar ese piso en una casa burguesa, para que los muebles parecieran de su pertenencia. En cuanto al mobiliario de la calle Saint Jacques, lo venderían, con el fin de borrar hasta los últimos olores del pasado. Emplearía el dinero en comprarse un ajuar y trajes decentes. Tres días después, pusieron a Clotilde a cargo de una anciana señora que se dirigía justamente al sur. Y Aristide Saccard, triunfante, las mejillas bermejas, como engordado en tres días por las primeras sonrisas de la fortuna, ocupaba en el Marais, calle Payenne, en una casa severa y respetable, un coquetón alojamiento de cinco habitaciones, por el que se paseaba con zapatillas bordadas. Era la vivienda de un joven sacerdote, partido repentinamente hacia Italia, cuya criada había recibido la orden de encontrar un inquilino. Esta criada era una amiga de Sidonie, quien tenía cierta inclinación por la clerigalla; amaba a los curas, con el amor con que amaba a las mujeres, por instinto, estableciendo acaso ciertos parentescos nerviosos entre las sotanas y las faldas de seda. A partir de entonces, Saccard estaba listo; se acomodó a su papel con un arte exquisito; esperó sin pestañear las dificultades y las delicadezas de la situación que había aceptado.

Sidonie, en la horrible noche de la agonía de Angèle, había contado fielmente en pocas palabras el caso de la familia Béraud. El cabeza de familia, el señor Béraud Du Châtel, un anciano alto de sesenta años, era el último representante de una vieja familia burguesa, cuyos títulos se remontaban más atrás que los de ciertas familias nobles. Uno de sus antepasados era compañero de Étienne Marcel. En el 93, su padre moría en el cadalso, tras haber saludado a la República con todo su entusiasmo de burgués de París, por cuyas venas corría la sangre revolucionaria de la ciudad. Él mismo era uno de esos republicanos de Esparta, que soñaban con un gobierno de entera justicia y de sabía libertad. Envejecido en la magistratura, en la que había adquirido una rigidez y una severidad profesionales, presentó su dimisión como presidente de sala en 1851, cuando el golpe de Estado, tras haberse negado a formar parte de una de esas comisiones mixtas que deshonraron a la justicia francesa6. Desde esa época, vivía solitario y retirado en su palacete de L'Île-Saint-Louis que se encontraba en la punta de la isla, casi frente a la mansión Lambert. Su mujer había muerto joven. Algún drama secreto, cuya

6 Las «comisiones mixtas», creadas a finales de diciembre de 1852, incluían un magistrado, un funcionario de la prefectura y un oficial. Decidían la suerte de quienes se habían opuesto al golpe de Estado y podían condenar al acusado, sin posibilidad de defensa ni de recurso, a penas que iban desde la libertad vigilada hasta la deportación.

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herida seguía sangrando, debió de ensombrecer aún más el grave semblante del magistrado. Tenía ya una hija de ocho años, Renée, cuando su mujer expiró al dar a luz una segunda hija. Esta última, a quien llamaron Christine, fue recogida por una hermana del señor Béraud Du Châtel, casada con el notario Aubertot. Renée marchó a un convento. La señora Aubertot, que no tenía hijos, cobró un cariño maternal a Christine, a quien educó a su lado. Al morir su marido, le devolvió la pequeña a su padre, y se quedó entre aquel anciano silencioso y aquella rubita sonriente. Renée fue olvidada en el internado. Durante las vacaciones, llenaba el palacete de tal barullo que su tía lanzaba un gran suspiro de alivio cuando la volvía a llevar por fin a las monjas de la Visitación, donde estaba interna desde la edad de ocho años. Sólo salió del convento a los diecinueve años, y fue para ir a pasar un verano en casa de los padres de su buena amiga Adeline, que poseían, en el Nivernais, una admirable finca. Cuando regresó en octubre, tía Elisabeth se extrañó de encontrarla seria, con una honda tristeza. Una noche la sorprendió ahogando sus sollozos en la almohada, retorciéndose sobre la cama en una crisis de loco dolor. En el abandono de su desesperación, la cría le contó una historia indignante: un hombre de cuarenta años, rico, casado, y cuya esposa joven y encantadora, estaba allá, la había violado en el campo, sin que ella pudiera defenderse ni se atreviera a ello. Esta confesión aterrorizó a la tía Elisabeth; se acusó, como si se hubiera sentido cómplice; su preferencia por Christine la desolaba, y pensaba que, de haber conservado igualmente a Renée a su lado, la pobre niña no habría sucumbido. A partir de entonces, para ahuyentar este agudo remordimiento, cuyo sufrimiento exageraba aún más su tierno natural, sostuvo a la culpable; amortiguó la cólera del padre, a quien las dos enteraron de la horrible verdad con el propio exceso de sus precauciones; inventó, en la turbación de su soledad, aquel extraño proyecto de boda, que le parecía solucionarlo todo, apaciguar al padre, introducir a Renée en el mundo de las mujeres honestas, y cuyo lado vergonzoso y sus fatales consecuencias no quería ver.

Jamás se supo cómo olfateó Sidonie aquel buen negocio. El honor de los Béraud había callejeado en su cesta, con los protestos de todas las mujerzuelas de Paris. Cuando conoció la historia, casi se impuso a su hermano, cuya mujer agonizaba. La tía Elisabeth acabó por creer que tenía que estar agradecida a aquella señora tan dulce, tan humilde, que se consagraba a la desdichada Renée hasta el punto de elegirle un marido en su familia. La primera entrevista de la tía y de Saccard se produjo en el entresuelo de la calle del faubourg Poissonnière. El empleado, que había llegado por la puerta cochera de la calle Papillon, comprendió, al ver llegar a la señora Aubertot por la tienda y la escalerita, el mecanismo ingenioso de las dos entradas. Se mostró lleno de tacto y de corrección. Trató la boda como un negocio, pero como un hombre de mundo que satisficiera sus deudas de juego. La tía Elisabeth estaba mucho más temblorosa que él; balbucía, no se atrevía a hablar de los cien mil francos que había prometido. Fue él quien inició primero la cuestión del dinero,

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con la pinta de un abogado que discute el caso de un cliente. Según él, cien mil francos eran una aportación ridícula para el marido de la señorita Renée. Insistía un poco en esta palabra, «señorita». El señor Béraud Du Châtel despreciaría más a un yerno pobre; lo acusaría de haber seducido a su hija por su fortuna, y quizá incluso se le ocurriera la idea de hacer secretamente una investigación. La señora Aubertot, asustada, pasmada por las palabras calmosas y pulidas de Saccard, perdió la cabeza y accedió a doblar la suma, cuando él hubo declarado que por menos de doscientos mil francos jamás se atrevería a pedir a Renée, pues no quería que lo tomasen por un indigno cazador de dotes. La buena señora se marchó muy turbada, sin saber ya lo que debía pensar de un muchacho que sentía tales indignaciones y que aceptaba semejante trato.

Esta primera entrevista fue seguida por una visita oficial que la tía Elisabeth hizo a Aristide Saccard, en su piso de la calle Payenne. Esta vez, iba en nombre del señor Béraud. El ex magistrado se había negado a ver a «ese hombre», como llamaba al seductor de su hija, mientras no estuviera casado con Renée, a la cual por lo demás había prohibido igualmente su puerta. La señora Aubertot tenía plenos poderes para tratar. Pareció encantada con el lujo del empleado; había temido que el hermano de aquella Sidonie de faldas chafadas fuera un patán. El la recibió envuelto en una deliciosa bata de casa. Era la hora en que los aventureros del 2 de diciembre, tras haber pagado sus deudas, arrojaban a las alcantarillas las botas desgastadas, las levitas blancas por las costuras, se afeitaban una barba de ocho días, y se convertían en hombres como es debido. Saccard entraba por fin en la pandilla, se limpiaba las uñas y ya sólo se lavaba con polvos y perfumes inestimables. Estuvo galante; cambió de táctica, se mostró de un prodigioso desinterés. Cuando la anciana señora habló de las capitulaciones, hizo un gesto, como para decir que le importaba poco. Desde hacía ocho días hojeaba el Código, meditaba sobre esta grave cuestión, de la que dependía en el futuro su libertad de especulador.

—Por favor —dijo—, acabemos con esta desagradable cuestión de dinero... Mi opinión es que la señorita Renée debe seguir siendo dueña de su fortuna y yo dueño de la mía. El notario lo arreglará.

Tía Elisabeth aprobó esta forma de pensar; temblaba de que aquel muchacho, en quien sentía vagamente una mano de hierro, quisiera meter los dedos en la dote de su sobrina. Habló en seguida de esa dote.

—Mi hermano —dijo—, tiene una fortuna que consiste sobre todo en fincas e inmuebles. Y no es hombre capaz de castigar a su hija mermándole la parte que le destinaba. Le da una finca en Sologne, tasada en trescientos mil francos, así como una casa, situada en París, que se valora en unos doscientos mil francos.

Saccard quedó deslumbrado; no esperaba semejante cifra; se volvió a medias para no dejar ver la oleada de sangre que le subía al rostro.

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—Eso suma quinientos mil francos —continuó la tía—; pero no debo ocultarle que la finca de Sologne sólo produce el dos por ciento.

Él sonrió, repitió un gesto de desinterés, queriendo decir que eso no podía afectarle, ya que se negaba a inmiscuirse en la fortuna de su mujer. Tenía, en su sillón, una actitud de adorable indiferencia, distraído, jugando con la zapatilla con el pie, aparentemente escuchando por pura cortesía. La señora Aubertot, con su bondad de ánimo ordinaria, hablaba con dificultad, elegía los términos para no herirle. Prosiguió:

—Por último, quiero hacerle un regalo a Renée. No tengo hijos, mi fortuna pasará un día a mis sobrinas, y yo no voy a cerrar hoy la mano porque una de ellas esté deshecha en lágrimas. Los regalos de boda de las dos estaban preparados. El de Renée consiste en vastos terrenos situados hacia Charonne, que creo poder evaluar en doscientos mil francos. Sólo que... —Ante la palabra terreno, Saccard tuvo un leve estremecimiento. Bajo su teatral indiferencia, escuchaba con profunda atención. La tía Elisabeth se turbaba, no encontraba sin duda la frase, y continuó, ruborizándose—: Sólo que deseo que la propiedad de esos terrenos sea puesta a nombre del primer hijo de Renée. Ya comprende mi intención, no quiero que ese niño pueda resultar un día una carga para usted. En el caso de que muriera, Renée quedaría como única propietaria.

Él no rechistó, pero sus cejas tensas anunciaban una gran preocupación interna. Los terrenos de Charonne despertaban en él un mundo de ideas. La señora Aubertot creyó haberle herido al hablar del hijo de Renée y se quedó cortada, sin saber cómo reanudar la conversación.

—No me ha dicho usted en qué calle se encuentra el inmueble de doscientos mil francos —preguntó él, recobrando su tono de risueña llaneza.

—En la Pépinière —respondió—, casi en la esquina de la calle Astorg.

Esta simple frase produjo en él un efecto decisivo. Ya no dominó su arrobamiento; acercó su sillón, y con su volubilidad provenzal, con voz mimosa:

—Mi querida señora, se acabó, ¿vamos a seguir hablando de ese maldito dinero?... Mire, quiero confesarme con total franqueza, pues estaría desesperado si no mereciera su estima. He perdido a mi mujer últimamente, tengo dos hijos a cuestas, soy práctico y razonable. Al casarme con su sobrina, hago un buen negocio para todo el mundo. Si le quedan algunas prevenciones contra mí, me perdonará más adelante, cuando yo haya secado las lágrimas de cada uno y enriquecido hasta a mis tataranietos. El éxito es una llama dorada que lo purifica todo. Quiero que el propio señor Béraud me tienda la mano y me lo agradezca...

Se abstraía. Habló mucho tiempo así, con un cinismo jocoso que se traslucía a veces bajo su aire bonachón. Sacó a colación a su hermano el diputado, a su padre el recaudador particular de Plassans. Acabó por conquistar a la tía Elisabeth, que veía con una

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alegría involuntaria cómo, bajo los dedos de aquel hombre hábil, el drama que sufría desde hacía un mes terminaba en una comedia casi alegre. Se convino que irían al notario al día siguiente.

En cuanto la señora Aubertot se hubo retirado, Saccard se dirigió al ayuntamiento, y se pasó el día escudriñando ciertos documentos conocidos por él. En el notario, presentó una objeción; dijo que como la dote de Renée se componía sólo de bienes raíces, temía que eso le acarreara muchas molestias, y que creía prudente vender al menos el inmueble de la calle de la Pépinière para constituirle una renta con garantía estatal. La señora Aubertot quiso informar al señor Béraud Du Châtel, que seguía enclaustrado en su casa. Saccard siguió con sus gestiones hasta la noche. Fue a la calle de la Pépinière, recorrió París con el aire pensativo de un general en vísperas de una batalla decisiva. Al día siguiente, la señora Aubertot dijo que el señor Béraud Du Châtel se remitía por entero a ella. El contrato fue redactado sobre las bases ya debatidas. Saccard aportaba doscientos mil francos, Renée tenía en dote la finca de Sologne y el inmueble de la calle de la Pépinière, que se comprometía a vender; además, en caso de muerte de su primer hijo, quedaba como única propietaria de los terrenos de Charonne que le daba su tía. El contrato se estableció con el régimen de separación de bienes, que conserva a los esposos la total administración de su fortuna. Tía Elisabeth, que escuchaba atentamente al notario, pareció satisfecha con este régimen cuyas disposiciones parecían asegurar la independencia de su sobrina, poniendo su fortuna al abrigo de cualquier tentativa. Saccard esbozaba una vaga sonrisa, al ver a la buena señora aprobar cada cláusula con un ademán de la cabeza. Se fijó la boda en el plazo más corto.

Cuando todo estuvo arreglado, Saccard fue ceremoniosamente a anunciar a su hermano Eugène su unión con la señorita Renée Béraud Du Châtel. Este golpe magistral extrañó al diputado. Y, como dejaba transparentarse su sorpresa:

—Me dijiste que buscase —dijo el empleado—: busqué y encontré.

Eugène, despistado al principio, entrevió entonces la verdad. Y con una voz encantadora:

—Vaya, eres un tipo hábil... ¿Vienes a pedirme que sea testigo, verdad? Cuenta conmigo... Si es preciso, llevaré a tu boda a toda la derecha del Cuerpo legislativo; eso te daría una bonita notoriedad... —Después, cuando ya había abierto la puerta, en tono más bajo—: Dime... No quiero comprometerme demasiado en este momento, tenemos que hacer votar una ley muy dura... ¿No estará demasiado avanzado el embarazo, al menos?

Saccard le lanzó una mirada tan aguda que Eugène se dijo al cerrar la puerta: «Ésa es una broma que me costaría cara, si yo no fuera un Rougon».

La boda se celebró en la iglesia de Saint-Louis-en-l'Île. Saccard y Renée sólo se vieron la víspera del gran día. La escena se desarrolló por la tarde, a la caída de la noche, en una sala baja del palacete

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Béraud. Se examinaron curiosamente. Renée, desde que se negociaba su matrimonio, había recobrado su facha de atolondrada, su cabecita loca. Era una muchacha alta, de una belleza exquisita y turbulenta, que había crecido libremente entre sus caprichos de interna. Encontró a Saccard bajito, feo, pero con una fealdad torturada e inteligente que no le desagradó; estuvo, por lo demás, perfecto de tono y de modales. El hizo una ligera mueca al verla; le pareció sin duda demasiado alta, más alta que él. Intercambiaron algunas palabras sin la menor cortedad. De haberse encontrado allí el padre, habría podido creer, en efecto, que se conocían desde hacía tiempo, que tenían a sus espaldas un desliz común. La tía Elisabeth, presente en la entrevista, se ruborizaba por ellos.

Al día siguiente de la boda, que la presencia de Eugène Rougon, puesto en primer plano por un reciente discurso, convirtió en un acontecimiento en L'Île-Saint-Louis, los recién casados fueron admitidos por fin a la presencia del señor Béraud Du Châtel. Renée lloró al hallar a su padre envejecido, más serio y más tétrico. Saccard, a quien nada hasta entonces había desconcertado, se quedó helado por la frialdad y la media luz del aposento, por la severidad triste de aquel alto anciano, cuyos ojos penetrantes le parecía que hurgaban en su conciencia hasta el fondo. El ex magistrado besó lentamente a su hija en la frente, como para decirle que la perdonaba, y volviéndose hacia su yerno le dijo simplemente:

—Caballero, hemos sufrido mucho. Cuento con que nos haga usted olvidar sus agravios.

Le tendió la mano. Pero Saccard se quedó estremecido. Pensaba que si el señor Du Châtel no se hubiera doblegado bajo el dolor trágico de la vergüenza de Renée, habría desbaratado con una mirada, con un esfuerzo, las maniobras de Sidonie. Ésta, tras haber puesto en relación a su hermano y a tía Elisabeth, se había esfumado prudentemente. Ni siquiera había ido a la boda. Saccard se mostró muy llano con el anciano, tras haber leído en su mirada la sorpresa al ver al seductor de su hija bajito, feo, de cuarenta años. Los recién casados se vieron obligados a pasar las primeras noches en el palacete Béraud. Desde hacía dos meses, habían alejado a Christine, para que aquella niña de catorce años no sospechase nada del drama que se desarrollaba en aquella casa tranquila y dulce como un claustro. Cuando regresó, se quedó cohibida ante el marido de su hermana, a quien también ella encontró viejo y feo. Solamente Renée no parecía percatarse demasiado de la edad ni de la cara de garduña de su marido. Lo trataba sin desprecio y a la par sin cariño, con absoluta tranquilidad, en la que se traslucía sólo a veces una pizca de irónico desdén. Saccard se pavoneaba, se instalaba como en casa propia, y realmente, por su labia, por su llaneza, iba ganándose poco a poco la amistad de todos. Cuando se marcharon, para ir a ocupar un soberbio piso en una casa nueva de la calle de Rivoli, la mirada del señor Béraud Du Châtel ya no expresaba asombro, y la pequeña Christine jugaba con su cuñado como con un amigo de su edad. Renée estaba entonces encinta de cuatro meses; su marido iba a

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enviarla al campo, contando con mentir después sobre la edad del niño, cuando, según las previsiones de Sidonie, tuvo un aborto. Se había ceñido tanto para disimular el embarazo, el cual por lo demás desaparecía bajo la amplitud de las faldas, que se vio obligada a guardar cama unas semanas. Él estuvo encantado con el accidente; la fortuna le era por fin fiel: había hecho un negocio de oro, una dote soberbia, una mujer tan guapa como para que le condecoraran en seis meses, y ni la menor carga. Le habían comprado por doscientos mil francos su apellido para un feto que la madre ni siquiera quiso ver. A partir de entonces, pensó con amor en los terrenos de Charonne. Pero, por el momento, concedía toda su atención a una especulación que debía ser la base de su fortuna.

Pese a la gran posición de la familia de su mujer, no presentó inmediatamente la dimisión como inspector de vías públicas. Habló de trabajos por terminar, de ocupaciones que buscar. En realidad, quería quedarse hasta el final en el campo de batalla donde jugaba su primera baza. Estaba en su casa, podía trampear más a sus anchas.

El plan de fortuna del inspector de vías era sencillo y práctico. Ahora que tenía en sus manos más dinero del que nunca había soñado para comenzar sus operaciones, contaba con aplicar sus designios a lo grande. Conocía París al dedillo; sabía que la lluvia de oro que edificaba sus muros caería más recia cada día. La gente hábil no tenía más que abrir los bolsillos. Él se había situado entre los hábiles, al leer el futuro en los despachos del ayuntamiento. Sus funciones le habían enseñado cuánto se puede robar en la compraventa de inmuebles y solares. Estaba al tanto de todos los timos clásicos; sabía cómo se revende por un millón lo que ha costado quinientos mil francos; cómo se paga el derecho de forzar las arcas del Estado, que sonríe y cierra los ojos; cómo, haciendo pasar un bulevar por el centro de un viejo barrio, se hacen juegos malabares, entre los aplausos de los engañados, con las casas de seis pisos. Y lo que, en esa hora aún confusa, cuando el cáncer de la especulación estaba sólo en período de incubación, hacía de él un terrible jugador era que adivinaba más que sus propios jefes el futuro de sillares y de yeso que le estaba reservado a París. Había huroneado tanto, reunido tantos indicios, que habría podido profetizar el espectáculo que ofrecerían los nuevos barrios en 1870. En las calles, a veces, miraba ciertas casas con aire singular, como a viejas amistades cuya suerte, conocida sólo por él, le afectara profundamente.

Dos meses antes de la muerte de Angèle la había llevado, un domingo, a la Butte Montmartre7. La pobre mujer adoraba comer en el restaurante; era feliz cuando, tras un largo paseo, él la sentaba a la mesa en alguna taberna de las afueras. Aquel día cenaron en lo alto de la Butte, en un restaurante cuyas ventanas daban sobre París,

7 La colina de Montmartre estaba en las afueras de París en el momento de la narración, en un marco todavía campestre. Sólo en 1858 pasará a formar parte de la ciudad, convirtiéndose en el distrito XVIII.

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sobre ese océano de casas con tejados azulados, semejantes a olas apresuradas que llenaban el inmenso horizonte. Su mesa estaba situada delante de una de las ventanas. Aquel espectáculo de los tejados de París alegró a Saccard. A los postres, mandó traer una botella de borgoña. Sonreía al espacio, estaba de una galantería inusitada. Y sus miradas, amorosamente, volvían a caer siempre sobre aquel mar vivo y pululante, de donde salía la voz profunda de las multitudes. Estaban en otoño; la ciudad, bajo el gran cielo pálido, languidecía, de un gris suave y tierno, salpicado acá y allá por oscuras frondas, que parecían anchas hojas de nenúfares nadando en un lago; el sol se ponía en una nube roja, y mientras los fondos se llenaban de una bruma ligera, un polvo de oro, un rocío de oro caía sobre la orilla derecha de la ciudad, hacia la Madeleine y las Tullerías. Era como el rincón encantado de una ciudad de las Mil y una noches, con árboles de esmeralda, tejados de zafiro, veletas de rubíes. Llegó un momento en que el rayo que se deslizaba entre dos nubes fue tan resplandeciente que las casas parecieron llamear y fundirse como un lingote de oro en un crisol.

—¡Oh, mira! —dijo Saccard, con una risa infantil—. ¡Llueven monedas de veinte francos sobre París!

Angèle se echó a reír a su vez, acusando a aquellas monedas de no ser fáciles de recoger. Pero su marido se había levantado y, acodándose en la barandilla de la ventana:

—¿Es la columna Vendôme, no, la que brilla allá abajo?... Allí, más a la derecha, tienes la Madeleine... Un hermoso barrio, donde hay mucho que hacer.. ¡Ah!, esta vez va a arder todo. ¿Ves?... Se diría que el barrio hierve en el alambique de algún químico.

Su voz se volvía grave y emocionada. La comparación que se le había ocurrido pareció impresionarlo mucho. Había bebido borgoña, se distrajo, continuó, extendiendo el brazo para mostrar París a Angèle, que se había acodado igualmente, a su lado:

—Sí, sí, he dicho bien, más de un barrio va a fundirse, y quedará oro entre los dedos de la gente que caliente y revuelva la cuba. ¡Qué inocentón, este París! ¡Mira lo inmenso que es y cómo se duerme dulcemente! ¡Son idiotas, estas grandes ciudades! Ni siquiera sospecha el ejército de piquetas que la atacará un día de éstos, y ciertos palacetes de la calle de Anjou no relucirían tan fuerte bajo el sol poniente si supieran que sólo les quedan tres o cuatros años de vida.

Angèle creía que su marido bromeaba. A veces tenía afición a bromas colosales e inquietantes. Ella reía, pero con un vago pavor, al ver a aquel hombrecito alzarse por encima del gigante acostado a sus pies, y enseñarle el puño, apretando irónicamente los labios.

—Han empezado ya —continuó—. Pero es sólo una miseria. Mira allá abajo, por el lado de Les Halles, se ha cortado París en cuatro...

Y con su mano extendida, abierta y cortante como un machete, hizo el ademán de separar la ciudad en cuatro partes.

—¿Te refieres a la calle de Rivoli y al nuevo bulevar que están abriendo? —preguntó su mujer.

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—Sí, el gran crucero de París, como dicen ellos8. Despejan el Louvre y el ayuntamiento. ¡Un juego de niños! Es bueno para que al público le entre el apetito... Cuando la primera red esté terminada, entonces comenzará el gran baile. La segunda red agujereará la ciudad por todas partes, para unir los arrabales con la primera red. Los ramales agonizarán en el yeso... Fíjate, sigue mi mano. Del bulevar de Le Temple a la barrera de Le Trône9, un corte; después, por este lado, otro corte, de la Madeleine al llano de Monceau, y un tercer corte en este sentido, otro por aquí, un corte allá, un corte más lejos, cortes por todas partes, París troceada a sablazos, con las venas abiertas, alimentando a cien mil cavadores y albañiles, cruzada por admirables vías estratégicas que meterán los fuertes en el corazón de los viejos barrios.

Se hacía de noche. Su mano seca y nerviosa seguía cortando en el vacío. Angèle sentía un leve temblor, ante aquel cuchillo vivo, aquellos dedos de hierro que troceaban sin piedad el montón sin límites de oscuros tejados. Desde hacía un instante, las brumas del horizonte rodaban suavemente desde las alturas, y ella se imaginaba oír, bajo las tinieblas que se agolpaban en las cavidades, lejanos crujidos, como si la mano de su marido hubiera hecho realmente los cortes de que hablaba, reventando París de una punta a otra, rompiendo las vigas, aplastando los sillares, dejando tras sí largas y espantosas heridas de muros ruinosos. La pequeñez de esa mano, ensañándose con una presa gigante, acababa por inquietar, y mientras desgarraba sin esfuerzo las entrañas de la enorme ciudad, hubiérase dicho que adquiría un extraño reflejo de acero, en el crepúsculo azulado.

—Habrá una tercera red —continuó Saccard, al cabo de un silencio, como hablando consigo mismo—; ésa es demasiado remota, la veo menos. No he encontrado más que unos cuantos indicios... Pero será la pura locura, el galope infernal de los millones, ¡París borracho y agotado!

Enmudeció de nuevo, los ojos clavados ardientemente en la ciudad, sobre la cual rodaban sombras cada vez más espesas. Debía de interrogar a aquel futuro demasiado alejado que se le escapaba. Luego anocheció, la ciudad se volvió confusa, se la oyó respirar anchamente, como un mar en el que no se ve sino la pálida cresta de las olas. Aquí y allá, algunos muros blanqueaban aún; y, una por una, las llamas amarillas de los faroles de gas pincharon las tinieblas, semejantes a estrellas encendiéndose en la negrura de un cielo de tormenta.

Angèle sacudió su malestar y recogió la broma que su marido había gastado a los postres.

8 El gran crucero (la grande croisée) estaba formado por la avenida de los Campos Elíseos y la calle de Rivoli, de este a oeste, y los bulevares de Estrasburgo, Sebastopol y Saint-Michel, de norte a sur.

9 La barrera de Le Trône era la actual Plaza de la Nación.

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—¡Qué bien! —dijo con una sonrisa— ¡Han caído muchas de esas monedas de veinte francos! Ahí tienes a los parisienses contándolas. ¡Mira qué hermosas pilas alinean a nuestros pies!

Mostraba las calles que descendían frente a la Butte Montmartre, cuyos faroles de gas parecían apilar en dos filas sus manchas de oro.

—Y allá arriba —exclamó, designando con el dedo un hormigueo de astros— es seguramente la Caja general.

Esta frase hizo reír a Saccard. Se quedaron todavía unos instantes en la ventana, encantados con aquel chorreo de «monedas de veinte francos», que acabó por abarcar París entero. El inspector de vías, al bajar de Montmartre, se arrepintió sin duda de haber parloteado tanto. Acusó al borgoña y rogó a su mujer que no repitiera las «tonterías» que había dicho; quería, le decía, ser un hombre serio.

Saccard, desde hacía tiempo, había estudiado aquellas tres redes de calles y bulevares, cuyo plan se había aventurado a exponer casi exactamente delante de Angèle. Cuando ésta murió, no le desagradó que se llevara a la tierra sus charlas de la Butte Montmartre. Allí estaba su fortuna, en aquellos famosos cortes que su mano había hecho en el corazón de París, y no pensaba compartir su idea con nadie, sabiendo que el día del botín habría bastantes cuervos planeando por encima de la ciudad destripada. Su primer plan era adquirir a buen precio algún inmueble, que sabría de antemano condenado a una próxima expropiación, y obtener grandes beneficios, consiguiendo una buena indemnización. Quizá se hubiera decidido a intentar la aventura sin un céntimo, a comprar el inmueble a crédito para no cobrar a continuación más que la diferencia, como en la Bolsa, cuando volvió a casarse, con aquella prima de doscientos mil francos que fijó y agrandó su plan. Ahora había hecho sus cálculos: compraba a su mujer, bajo el nombre de un intermediario, sin aparecer en lo más mínimo, la casa de la calle de la Pépinière, y triplicaba su reserva de fondos, gracias a la ciencia adquirida en los pasillos del ayuntamiento, y a sus buenas relaciones con ciertos personajes influyentes. Si se había estremecido cuando la tía Elisabeth le había indicado el lugar donde se encontraba la casa, es porque estaba situada justo en el centro del trazado de una vía de la que sólo se hablaba aún en el despacho del prefecto del Sena. Esa vía se la llevaba entera el bulevar Malesherbes. Era un antiguo proyecto de Napoleón I que se pensaba poner en ejecución, «para dar —decían las personas serias—, una salida normal a barrios perdidos tras un dédalo de calles estrechas, sobre los declives de los collados que limitaban París». Esta frase oficial no confesaba naturalmente el interés que el Imperio tenía en el baile del dinero, en esos desmontes y terraplenes formidables que mantenían en vilo a los obreros. Saccard se había permitido, un día, consultar, en el despacho del prefecto, ese famoso plano de París en el cual «una augusta mano» había trazado con tinta roja las principales vías de la segunda red. Aquellos sangrientos rasgos de pluma cortaban París aún más profundamente que la mano del inspector de vías. El

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bulevar Malesherbes, que derribaba soberbios palacetes, en las calles de Anjou y de la Ville-ľEvêque, y que requería considerables trabajos de explanación, debía ser uno de los primeros en ser perforado. Cuando Saccard fue a visitar el inmueble de la calle Pépinière, se acordó de aquella velada de otoño, de aquella cena que había tenido con Angèle en lo alto de la Butte Montmartre, y durante la cual había caído, al ponerse el sol, una lluvia tan recia de luises de oro sobre el barrio de la Madeleine. Sonrió; pensó que la radiante nube había reventado en su casa, en su patio, y que iba a recoger las monedas de veinte francos.

Mientras Renée, instalada lujosamente en el piso de la calle de Rivoli, en el centro de ese nuevo París del que iba a ser una de las reinas, meditaba sobre sus futuros vestidos y se ensayaba para la vida de la alta sociedad, su marido cuidaba devotamente su primer gran negocio. Le compró primero la casa de la calle de la Pépinière, gracias a la mediación de un tal Larsonneau, a quien había encontrado huroneando como él en los despachos del ayuntamiento, pero que había cometido la tontería de dejarse sorprender, un día que inspeccionaba los cajones del prefecto. Larsonneau se había establecido como agente de negocios, en el fondo de un patio negro y húmedo de la parte baja de la calle Saint-Jacques. Su orgullo, sus codicias sufrían cruelmente allí. Se encontraba en el mismo punto que Saccard antes de su boda; había inventado también él, decía, «una máquina de monedas de cinco francos»; sólo que le faltaban los primeros anticipos para sacar partido de su invento. Se entendió a medias palabras con su ex colega, y trabajó tan bien que consiguió la casa por ciento cincuenta mil francos. Renée, al cabo de unos cuantos meses, tenía ya grandes necesidades de dinero. Cuando el trato estuvo cerrado, ella le rogó que invirtiese en su nombre cien mil francos que le entregó con toda confianza, para conmoverlo sin duda y hacerle cerrar los ojos sobre los cincuenta mil francos que se guardaba en el bolsillo. Él sonrió con aire astuto; entraba en sus cálculos que ella tirase el dinero por la ventana; aquellos cincuenta mil francos, que iban a desaparecer en encajes y en joyas, deberían producirle a él cien por cien. Llevó su honradez, de tan satisfecho como estaba con su primer negocio, hasta invertir realmente los cien mil francos de Renée y a entregarle los títulos de renta. Como su mujer no podía enajenarlos, estaba seguro de encontrarlos en el nido, si alguna vez los necesitaba.

—Querida mía, será para sus trapos —dijo galantemente. Cuando poseyó la casa, tuvo la habilidad, en un mes, de

revenderla dos veces a dos testaferros, engrosando cada vez el precio de compra. El último comprador no pagó por ella menos de trescientos mil francos. Durante ese tiempo, Larsonneau, único que aparecía a título de representante de los sucesivos propietarios, trasteaba a los inquilinos. Se negaba despiadadamente a renovar los arrendamientos, a menos que consintieran en formidables subidas del alquiler. Los inquilinos, que se olían la próxima expropiación, estaban desesperados; acababan por aceptar la subida sobre todo

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cuando Larsonneau añadía, con aire conciliador, que la subida sería ficticia durante los cinco primeros años. En cuanto a los inquilinos que se pusieron duros, fueron sustituidos por paniaguados a quienes se dio alojamiento gratis y que firmaron todo lo que se quiso; en eso hubo un beneficio doble; el alquiler subía, y la indemnización reservada al inquilino por su arrendamiento correspondía a Saccard. Sidonie quiso ayudar a su hermano, instalando en una de las tiendas de la planta baja un almacén de pianos. Fue en esa ocasión cuando Saccard y Larsonneau, asaltados por su fiebre, llegaron un poco lejos: inventaron libros de comercio, falsificaron cuentas, para cifrar la venta de pianos en una suma enorme. Durante varias noches, garabatearon juntos. Así manipulada, la casa triplicó su valor. Gracias a la última escritura de venta, gracias a las subidas del alquiler, a los falsos inquilinos y al comercio de Sidonie, podía ser tasada en quinientos mil francos ante la comisión de indemnizaciones.

Los engranajes de la expropiación, de esa máquina poderosa que, durante quince años, trastornó París, soplando la fortuna y la ruina, son de lo más sencillos. En cuanto se decreta una vía nueva, los inspectores de vías públicas trazan el plan parcelario y tasan las propiedades. De ordinario, en el caso de los inmuebles, tras haber investigado capitalizan el alquiler total y pueden dar así una cifra aproximada. La comisión de indemnizaciones, compuesta por concejales, hace siempre una oferta inferior a esa cifra, sabiendo que los interesados reclamarán más, y que habrá mutuas concesiones. Cuando no pueden entenderse, el asunto es llevado ante un jurado que se pronuncia soberanamente sobre la oferta de la Villa y la demanda del propietario o del inquilino expropiado.

Saccard, que se había quedado en el ayuntamiento para el momento decisivo, tuvo por un instante la imprudencia de querer que le designasen, cuando se iniciaron las obras del bulevar Malesherbes, para tasar en persona su casa. Pero temió paralizar con eso su influencia sobre los miembros de la comisión de indemnizaciones. Hizo elegir a uno de sus colegas, un joven dulce y sonriente, llamado Michelin, cuya mujer, de adorable belleza, iba a veces a disculpar a su marido con los jefes, cuando se ausentaba por culpa de una indisposición. Estaba indispuesto muy a menudo. Saccard había observado que la linda señora Michelin, que se deslizaba tan humildemente por las puertas entornadas, era todopoderosa; Michelin ganaba un ascenso a cada una de sus enfermedades, hacía carrera metiéndose en la cama. En una de sus ausencias, mientras mandaba a su mujer casi todas las mañanas a llevar noticias suyas a la oficina, Saccard lo encontró dos veces en los bulevares exteriores, fumando un puro, con la pinta tierna y encantada que no le abandonaba jamás. Eso le inspiró simpatía por aquel buen joven, por aquella feliz pareja tan ingeniosa y tan práctica. Sentía admiración por todas las «máquinas de monedas de cinco francos» hábilmente explotadas. Cuando hubo conseguido que designasen a Michelin, se fue a ver a su encantadora esposa, quiso

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presentársela a Renée, habló delante de ella de su hermano el diputado, el ilustre orador. La señora Michelin comprendió. A partir de ese día, su marido reservó para su colega sus sonrisas más sosegadas. Éste, que no quería hacer confidencias al digno muchacho, se contentó con encontrarse allí, como por azar, el día que procedió a la tasación del inmueble de la calle de la Pépinière. Lo ayudó. Michelin, la cabeza más vacía y más nula que se pudiera encontrar, se ajustó a las instrucciones de su mujer, que le había recomendado contentar al señor Saccard en todo. No sospechó nada, por lo demás; creyó que el inspector de vías tenía prisa por que acabara su tarea para llevarlo al café. Los arrendamientos, los recibos del alquiler, los famosos libros de Sidonie pasaron de las manos de su colega ante sus ojos, sin que tuviera tiempo siquiera de comprobar las cifras, que aquél anunciaba en alto. Estaba allí Larsonneau, quien trataba a su cómplice como a un extraño.

—Venga, ponga quinientos mil francos —acabó diciendo Saccard—. La casa vale más... Apresurémonos, creo que va a haber un movimiento de personal en el ayuntamiento, y quiero hablarle de eso para que usted prevenga a su mujer.

El asunto se despachó así. Pero tenía aún temores. Temía que esa suma de quinientos mil francos pareciese excesiva a la comisión de indemnizaciones, por una casa que no valía notoriamente más que doscientos mil. Aún no se había producido la formidable alza de los inmuebles. Una investigación le habría hecho correr el riesgo de serios disgustos. Recordaba aquella frase de su hermano: «Nada de escándalos demasiado ruidosos, o te elimino», y sabía que Eugène era muy capaz de ejecutar su amenaza. Se trataba de volver ciegos y benévolos a los señores de la comisión. Puso los ojos en dos hombres influyentes de quienes se había hecho amigo por la forma en que los saludaba en los corredores, cuando los encontraba. Los treinta y seis concejales estaban elegidos con cuidado por la propia mano del emperador, tras la presentación del prefecto, entre los senadores, los diputados, los abogados, los médicos, los grandes industriales que más devotamente se arrodillaban ante el poder; pero, entre todos, el barón de Gouraud y el señor Toutin-Laroche merecían la benevolencia de las Tullerías por su fervor.

El barón de Gouraud completo cabía en esta corta biografía: nombrado barón por Napoleón I, en recompensa por las galletas estropeadas con que abasteció al Gran Ejército, había sido par sucesivamente bajo Luis XVIII, bajo Carlos X, bajo Luis Felipe, y era senador bajo Napoleón III. Era un adorador del trono, de las cuatro tablas doradas recubiertas de terciopelo; poco le importaba el hombre que en él se sentaba. Con su vientre enorme, su cara de buey, su facha de elefante, era de una tunantería encantadora; se vendía con majestad y cometía las mayores infamias en nombre del deber y de la conciencia. Pero este hombre asombraba aún más por sus vicios. Corrían sobre él historias que sólo se podían contar al oído. Sus setenta años florecían en pleno y monstruoso desenfreno. En dos ocasiones había habido que echar tierra sobre sucias

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aventuras, para no arrastrar su frac bordado de senador por el banquillo de un tribunal.

El señor Toutin-Laroche, alto y flaco, antiguo inventor de una mezcla de sebo y estearina para la fabricación de velas, soñaba con el Senado. Se había hecho inseparable del barón de Gouraud; se pegaba a él, con la vaga idea de que eso le traería suerte. En el fondo, era muy práctico y, si hubiera encontrado un escaño de senador en venta, habría discutido ásperamente el precio. El Imperio iba a poner en primer plano a esta ávida nulidad, a este cerebro estrecho que tenía el genio de los chanchullos industriales. Fue el primero en vender su apellido a una compañía turbia, una de esas sociedades que crecieron como hongos envenenados bajo el estiércol de las especulaciones imperiales. Se pudo ver pegado en las paredes, por esa época, un cartel que llevaba en gruesas letras negras estas palabras: Sociedad General de los Puertos de Marruecos, y en el cual el nombre del señor Toutin-Laroche, con su título de concejal, se exhibía a la cabeza de la lista de los miembros del consejo de vigilancia, a cual más desconocido. Este procedimiento, del que se ha abusado después, funcionó de maravilla; los accionistas acudieron corriendo, aunque la cuestión de los puertos de Marruecos estuviera poco clara y la buena gente que aportaba su dinero no pudiera explicar ella misma en qué obra iba a emplearse. El cartel hablaba soberbiamente de instalar puestos comerciales a lo largo del Mediterráneo. Desde hacía dos años, ciertos periódicos ensalzaban esta operación grandiosa, que declaraban más próspera cada tres meses. Entre los concejales, el señor Toutin-Laroche pasaba por un administrador de primera fila; era una de las personas de más capacidad del Concejo, y su agria tiranía sobre sus colegas sólo tenía igual en su devota bajeza ante el prefecto. Trabajaba ya en la creación de una gran compañía financiera, el Crédito Vinícola, una caja de préstamos para los viñadores, de la que hablaba con reticencias, con graves actitudes que encendían a su alrededor la codicia de los imbéciles.

Saccard se ganó la protección de estos dos personajes haciéndoles favores, cuya importancia fingía ignorar hábilmente. Puso en relación a su hermana y al barón, comprometido entonces en una historia de las menos limpias. La llevó a su casa, con el pretexto de reclamar su apoyo en favor de la buena mujer, que solicitaba desde hacía mucho tiempo un suministro de cortinas para las Tullerías. Pero ocurrió que, cuando el inspector de vías los hubo dejado solos, fue Sidonie la que prometió al barón tratar con cierta gente, lo bastante torpe para no sentirse honrada con la amistad que un senador se había dignado testimoniar a su hija, una niñita de unos diez años. Saccard actuó en persona con el señor Toutin-Laroche; se procuró una entrevista con él en un pasillo y sacó la conversación del famoso Crédito Vitícola. Al cabo de cinco minutos, el gran administrador, pasmado, estupefacto por las asombrosas cosas que oía, cogió campechanamente del brazo al empleado y lo retuvo durante una hora en el pasillo. Saccard le sugirió mecanismos

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financieros de un prodigioso ingenio. Cuando el señor Toutin-Laroche se separó de él, le estrechó la mano de forma expresiva, con un guiño de ojos masónico.

—Será usted de los nuestros —murmuró—, tiene que serlo.Se mostró superior en todo este asunto. Observó prudencia hasta

no convertir al barón de Gouraud y al señor Toutin-Laroche en cómplices. Los visitó por separado, les deslizó una frase al oído en favor de un amigo suyo que iba a ser expropiado, en la calle de la Pépinière; tuvo buen cuidado de decir a cada uno de los dos compinches que no hablaría de aquel asunto con ningún otro miembro de la comisión, que era una cosa en el aire, pero que contaba con toda su benevolencia.

El inspector de vías tenía razones para temer y para tomar sus precauciones. Cuando el legajo referente a su inmueble llegó a la comisión de indemnizaciones, resultó justamente que uno de los miembros vivía en la calle de Astorg y conocía la casa. Aquel miembro clamó contra la cifra de quinientos mil francos que, según él, debería reducirse en más de la mitad. Aristide había tenido la imprudencia de pedir setecientos mil francos. Aquel día, el señor Toutin-Laroche, de ordinario muy desagradable con sus colegas, estaba de un humor todavía más insoportable que de costumbre. Se enfadó, tomó la defensa de los propietarios.

—Todos somos propietarios, caballeros —gritaba—. El emperador quiere hacer grandes cosas, no seamos cicateros por una miseria... Esa casa debe de valer los quinientos mil francos; es uno de nuestros hombres, un empleado de la Villa, quien ha fijado esa cifra... Realmente, se diría que vivimos en el puerto de arrebatacapas, ya verán ustedes cómo acabamos por sospechar unos de otros.

El barón de Gouraud, hundido en su asiento, miraba con el rabillo del ojo, con pinta de sorprendido, al señor Toutin-Laroche echando chispas en favor del propietario de la calle de la Pépinière. Tuvo una sospecha. Pero, en resumen, como esta salida violenta le dispensaba de tomar la palabra, se puso a cabecear suavemente, en señal de aprobación absoluta. El miembro de la calle de Astorg se resistía, escandalizado, no queriendo doblegarse ante los dos tiranos de la comisión, en una cuestión en la cual era más competente que aquellos señores. Fue entonces cuando el señor Toutin-Laroche, habiendo observado las señales aprobadoras del barón, se apoderó vivamente del legajo y dijo con voz seca:

—Está bien, aclararemos sus dudas... Si ustedes lo permiten, me encargo del asunto, y el barón de Gouraud hará la investigación conmigo.

—Sí, sí —dijo gravemente el barón—, que nada turbio empañe nuestras decisiones.

El legajo había desaparecido ya en los amplios bolsillos del señor Toutin-Laroche. La comisión tuvo que resignarse. En la calle, cuando salían, los dos compinches se miraron sin reír. Se sentían cómplices, lo cual redoblaba su aplomo. Dos espíritus vulgares habrían provocado una explicación; ellos continuaron defendiendo la causa

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de los propietarios, como si alguien pudiera aún oírlos, y deplorando el espíritu de desconfianza que se insinuaba en todas partes. En el momento en que iban a separarse:

—¡Ah, se me olvidaba, querido colega! —dijo el barón con una sonrisa—, me marcho en seguida al campo. Sería usted muy amable si fuera a hacer sin mí esa investigacioncita... Y sobre todo no me traicione, esos señores se quejan de que me tomo demasiadas vacaciones.

—Quédese tranquilo —respondió el señor Toutin-Laroche—, ahora mismo voy a la calle de la Pépinière.

Regresó tranquilamente a su casa, con una pizca de admiración por el barón, que resolvía tan bonitamente las situaciones delicadas. Conservó el legajo en su bolsillo y, en la siguiente sesión, declaró, con tono perentorio, en nombre del barón y en el suyo, que entre la oferta de quinientos mil francos y la demanda de setecientos mil francos, había que adoptar un término medio y conceder seiscientos mil francos. No hubo la menor oposición. El miembro de la calle de Astorg, que sin duda había reflexionado dijo con gran llaneza que se había equivocado: creía que se trataba de la casa contigua.

Fue así como Aristide Saccard obtuvo su primera victoria. Cuadruplicó sus fondos y ganó dos cómplices. Sólo una cosa le inquietaba; cuando quiso destruir los famosos libros de Sidonie, no los encontró. Corrió a ver a Larsonneau, quien le confesó abiertamente que los tenía él, en efecto, y que los conservaba. El otro no se enfadó; pareció decir que sólo se había inquietado por su querido amigo, mucho más comprometido que él por aquellas cuentas casi enteramente de su puño y letra, pero que ya estaba tranquilo, desde el momento en que se hallaban en su poder. En el fondo, hubiera estrangulado de buena gana al «querido amigo»; recordaba una pieza muy comprometedora, un inventarío falso, que había cometido la tontería de redactar, y que debía de haberse quedado en uno de los registros. Larsonneau, generosamente pagado, fue a montar una agencia de negocios en la calle de Rivoli, donde puso unas oficinas amuebladas con el lujo de un piso de fulana. Saccard, tras haber dejado el ayuntamiento, pudo poner en circulación unos fondos considerables y se lanzó a la especulación a ultranza, mientras Renée, embriagada, loca, llenaba París con el ruido de sus carruajes, el brillo de sus diamantes, el vértigo de su vida adorable y bulliciosa.

A veces, el marido y la mujer, esas dos cálidas fiebres del dinero y del placer, iban a las nieblas heladas de ĽÎle-Saint-Louis. Les parecía que entraban en una ciudad muerta.

El palacete Béraud, construido a comienzos del siglo XVII, era una de esas edificaciones cuadradas, negras y graves, de estrechas y altas ventanas, numerosas en el Marais, y que se alquilan a internados, a fabricantes de agua de Seltz, a almacenistas de vinos y licores. Sólo que estaba admirablemente conservado. Por la calle Saint Louis-en-ľIlle no tenía más que tres pisos, pisos de quince a veinte pies de altura. La planta baja, más achatada, estaba

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agujereada por ventanas provistas de enormes barras de hierro, que se hundían lúgubremente en el sombrío espesor de los muros, y por una puerta redondeada, casi tan alta como ancha, con aldabón de hierro, pintada de verde oscuro y guarnecida de clavos enormes que dibujaban estrellas y rombos en las dos hojas. Esta puerta era típica, con los guardacantones que la flanqueaban, medio caídos y ampliamente ceñidos de hierro. Se veía que antiguamente se había dejado sitio para el lecho de un arroyo en medio de la puerta, entre las leves pendientes del empedrado del portal; pero el señor Béraud se había decidido a tapar ese arroyo mandando asfaltar la entrada; fue, por lo demás, el único sacrificio a los arquitectos modernos que aceptó nunca. Las ventanas de los pisos estaban guarnecidas por delgadas barandillas de hierro forjado que dejaban ver los postigos colosales de fuertes maderas pardas y cristalitos verdosos. En lo alto, delante de las buhardillas, el tejado se interrumpía, el canalón continuaba solo su camino para conducir las aguas pluviales a los tubos de bajada. Y lo que aumentaba aún la desnudez austera de la fachada era la carencia absoluta de persianas y celosías, pues el sol no llegaba en ninguna estación a esas piedras pálidas y melancólicas. Esta fachada, con su aire venerable, su severidad burguesa, dormía solemnemente en el recogimiento del barrio, en el silencio de la calle apenas turbado por los carruajes.

En el interior del hotel, se encontraba un patio cuadrado, rodeado por arcadas, una copia en pequeño de la plaza Real10, enlosada con enormes adoquines, lo cual acababa de dar a esta casa muerta la apariencia de un claustro. Frente al portal, una fuente, una cabeza de león semiborrada, y de la que no se veían sino las fauces entreabiertas, arrojaba, por un tubo de hierro, un agua pesada y monótona, en un pilón verde de musgo, pulido en los bordes por el desgaste. Esta agua era glacial. Entre los adoquines crecían hierbas. En verano, una pizquita de sol bajaba al patio, y esta visita poco frecuente había blanqueado una esquina de la fachada, al sur, mientras que los otros tres lienzos, sombríos y negruzcos, estaban veteados de mohos. Allí, en el fondo de este patio fresco y mudo como un pozo, iluminado con una luz blanca en invierno, uno se hubiera creído a mil leguas de aquel nuevo París donde llameaban todos los cálidos disfrutes, entre el bullicio de los millones.

Los aposentos del hotel tenían la triste calma, la fría solemnidad del patio. Comunicados por una ancha escalera con barandilla de hierro, donde los pasos y la tos de los visitantes sonaban como bajo una bóveda de iglesia, se extendían en largas hileras de vastas y altas estancias, en las cuales se perdían viejos muebles, de madera oscura y rechoncha; y la media luz estaba poblada sólo por los personajes de los tapices, cuyos grandes cuerpos descoloridos se distinguían vagamente. Todo el lujo de la antigua burguesía parisiense estaba allí, un lujo sin posible desgaste y sin blandura, asientos cuyo roble está apenas recubierto por un poco de estopa, camas de telas rígidas, arcones de ropa en los que la rudeza de las

10 La antigua Place Royale es la actual Plaza de los Vosgos, en el Marais.

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tablas comprometía singularmente la frágil existencia de los trajes modernos. El señor Béraud Du Châtel había elegido sus aposentos en la parte más oscura del palacete, entre la calle y el patio, en el primer piso. Se encontraba allá en un maravilloso marco de recogimiento, de silencio y de sombra. Cuando empujaba las puertas, cruzando la solemnidad de las estancias, con su paso lento y grave, se le hubiera tomado por uno de esos miembros de los viejos parlamentos, cuyos retratos se veían colgados en las paredes, que regresara a casa muy pensativo, tras haber discutido un edicto real y haberse negado a firmarlo.

Pero en esta casa muerta, en este claustro, había un nido cálido y vibrante, un hueco de sol y de alegría, un rincón de adorable infancia, de aire libre, de luz amplia. Había que subir multitud de escaleritas, deslizarse a la largo de diez a doce pasillos, volver a bajar, subir de nuevo, hacer un auténtico viaje, y se llegaba por fin a una vasta habitación, una especie de mirador edificado sobre el tejado, detrás del palacete, sobre el muelle de Béthune. Daba a pleno sur. La ventana se abría tan grande que el cielo, con todos sus rayos, con todo su aire, con todo su azul, parecía entrar. Encaramada allí como un palomar, tenía largas cajas de flores, una inmensa pajarera, y ni un solo mueble. Habían extendido simplemente una estera sobre las baldosas. Era el «cuarto de las niñas». En todo el palacete lo conocían, lo designaban por ese nombre. La casa era tan fría, el patio tan húmedo, que tía Elisabeth había temido por Christine y Renée el soplo fresco que caía de los muros; innumerables veces había regañado a las chiquillas que corrían bajo las arcadas y disfrutaban metiendo los bracitos en el agua helada de la fuente. Entonces se le había ocurrido la idea de mandar disponer para ellas aquel desván perdido, el único rincón donde el sol entraba y se regocijaba, solitario, desde hacía casi dos siglos, entre telarañas. Les dio una estera, pájaros, flores. Las chiquillas estuvieron entusiasmadas. Durante las vacaciones, Renée vivía allí, en el baño amarillo de aquel grato sol, que parecía feliz con el arreglo que habían hecho en su retiro y con las dos cabezas rubias que le enviaban. El cuarto se convirtió en un paraíso, todo resonante con el canto de los pájaros y la cháchara de las crías. Se lo habían cedido en plena propiedad. Decían «nuestro cuarto»; estaban en su casa; llegaban hasta encerrarse con llave para probar que eran las únicas dueñas. ¡Qué dichoso rincón! Juguetes destrozados agonizaban sobre la estera, en el sol claro.

Y la gran alegría del cuarto de las niñas era también el vasto horizonte. Desde las otras ventanas sólo se veían, enfrente, muros negros, a unos cuantos pies. Pero desde ésta se divisaba todo ese trozo de Sena, todo ese trozo de París que se extiende desde la Cité hasta el puente de Bercy, llano e inmenso, y que se parece a alguna original ciudad de Holanda. Abajo, en el muelle de Béthune, había casuchas de madera semiderruidas, amontonamientos de vigas y de tejados reventados, entre los cuales las niñas se divertían a menudo viendo correr enormes ratas, que temían vagamente que treparan a

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lo largo de los altos muros. Pero, más allá comenzaba el hechizo. La estacada11, escalonando sus tablones, sus contrafuertes de catedral gótica, y el puente de Constantino12, ligero, balanceándose como un encaje bajo los pies de los transeúntes, se cortaban en ángulo recto, parecían interceptar y retener la masa enorme del río. Enfrente, los árboles del Mercado de Vinos, y más lejos los macizos del Jardín Botánico, verdeaban, se extendían hasta el horizonte; mientras que, al otro lado del agua, el muelle Henri IV el muelle de La Rapée alineaban sus construcciones bajas y desiguales, su hilera de casas que, desde arriba, parecían las casitas de madera y de cartón que las chiquillas tenían en cajas. Al fondo, a la derecha, el tejado pizarroso de La Salpêtrière azuleaba por encima de los árboles. Después, en el medio, descendiendo hasta el Sena, las anchas riberas adoquinadas formaban dos largos caminos grises manchados aquí y allá por el jaspeado de una fila de toneles, de una carreta enganchada, de un barco de madera o de carbón volcado en el suelo. Pero el alma de todo esto, el alma que llenaba el paisaje, era el Sena, el río vivo; venía de lejos, del borde vago y tembloroso del horizonte, salía de allá abajo, del sueño, para correr en derechura hacia las niñas, con su majestad tranquila, con su hinchazón poderosa, que se dilataba, se ensanchaba en alfombra, a sus pies, en la punta de la isla. Los dos puentes que lo cortaban, el puente de Bercy y el puente de Austerlitz, parecían interrupciones necesarias, encargadas de contenerlo, de impedirle que subiera hasta el cuarto. Las pequeñas amaban al gigante, se llenaban los ojos con su corriente colosal, con aquel eterno raudal rugiente que corría hacía ellas, como para alcanzarlas, y que sentían hendirse y desaparecer a derecha y a izquierda, en lo desconocido, con una dulzura de tirano domado. En los días de buen tiempo, en las mañanas de cielo azul, se quedaban fascinadas con los preciosos trajes del Sena; eran trajes cambiantes que pasaban del azul al verde, con mil tintas de una delicadeza infinita; daba la impresión de ser seda moteada de llamas blancas, con encañonados de satén; y los barcos que se resguardaban en las dos orillas lo bordeaban con una cinta de terciopelo negra. A lo lejos, sobre todo, la tela se volvía admirable y valiosa, como la gasa encantada de una túnica de hada; después de la faja de satén verde oscuro, con la que la sombra de los puentes ceñía el Sena, había pecheras de oro, paños de una tela plisada del color del sol. El cielo inmenso, sobre aquella agua, aquellas filas bajas de casas, aquellos verdores de los dos parques, se ahondaba.

A veces Renée, harta de este horizonte sin límites, ya mayorcita y con curiosidades carnales traídas del internado, echaba un vistazo a la escuela de natación de los Baños Petit, cuyo barco se encuentra amarrado en la punta de la isla. Trataba de ver, entre la flotante ropa

11 La estacade era una barrera de altas estacas que protegía la ciudad de los hielos del Sena.

12 La pasarela de Constantino enlazaba ĽÎle Saint Louis con el muelle de Saint Bernard.

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interior colgada de cordeles a modo de techo, a los hombres en bañador cuyos vientres desnudos divisaba.

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Capítulo III

Maxime estuvo en el colegio de Plassans hasta las vacaciones de 1854. Contaba trece años y unos meses, y acababa de terminar tercero. Fue entonces cuando su padre se decidió a hacerlo venir a París. Pensaba que un hijo de esa edad lo asentaría, lo instalaría definitivamente en su papel de viudo, casado en segundas nupcias, rico y serio. Cuando anunció su proyecto a Renée, con respecto a la cual se las daba de suma galantería, ella le respondió negligentemente:

—Eso es, mande venir al chiquillo... Nos distraerá un poco. Por las mañanas, una se aburre mortalmente.

El chiquillo llegó diez días después. Era ya un gran galopín delgaducho, de carita de niña, pinta delicada y descarada, de un rubio muy suave. Pero ¡estaba hecho un adefesio, Dios mío! Rapado hasta las orejas, con el pelo tan corto que la blancura del cráneo apenas se encontraba cubierta por una leve sombra, llevaba un pantalón demasiado corto, zapatos de carretero, una blusa espantosamente raída, demasiado ancha, y que lo hacía casi jorobado. Con semejantes trazas, sorprendido por las cosas nuevas que veía, miraba a su alrededor, sin timidez, por otra parte, con el aire salvaje y taimado de un niño precoz, que vacila en entregarse a la primera.

Un criado acababa de traerlo de la estación, y estaba en la gran sala, encantado por el oro del mobiliario y del techo, profundamente feliz de ese lujo en medio del cual iba a vivir, cuando Renée, que volvía de su modista, entró como una ráfaga de viento. Tiró el sombrero y la capa blanca que se había echado sobre los hombros para protegerse del frío ya vivo. Y apareció ante Maxime, estupefacto de admiración, en todo el esplendor de su maravilloso vestido.

El niño creyó que iba disfrazada. Llevaba una deliciosa falda de falla azul, de grandes volantes, sobre la cual se había puesto una especie de casaca de la guardia francesa, de seda gris tierno. Los faldones de la casaca, forrada de satén azul más oscuro que la falla de la falda, estaban graciosamente levantados y recogidos por lazos de cintas; las bocamangas de las mangas lisas, las grandes solapas del cuerpo se ensanchaban, guarnecidas del mismo satén. Y como gracia suprema, como arriesgada pizca de originalidad, grandes botones imitación zafiro, sujetos con lazadas azul claro, bajaban a lo largo de la casaca, en dos hileras. Era feo y adorable.

Cuando Renée vio a Maxime:—¿Es el pequeño, verdad? —le preguntó al criado, sorprendida al

verlo casi tan alto como ella.

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El niño la devoraba con los ojos. Aquella dama de piel tan blanca, cuyo pecho se distinguía por el escote de una blusa plisada, aquella aparición brusca y encantadora, con su peinado alto, sus finas manos enguantadas, sus botitas de hombre, cuyos tacones puntiagudos se hundían en la alfombra, lo arrobaba, le parecía el hada buena de aquel piso tibio y dorado. Empezó a sonreír, y la sonrisa fue lo bastante torpe para conservarle su gracia de chiquillo.

—¡Vaya, es gracioso! —exclamó Renée—. Pero ¡qué horror! ¡Cómo le han cortado el pelo!... Escucha, amiguito, tu padre no volverá sin duda antes de cenar, y me voy a ver obligada a instalarte... Soy tu madrastra, caballero. ¿Quieres besarme?

—Claro que quiero —respondió rotundamente Maxime.Y besó a la joven en las dos mejillas, cogiéndola por los dos

hombros, lo cual arrugó un poco la casaca de la guardia francesa. Ella se desprendió, riendo, diciendo:

—¡Dios mío! ¡Qué gracioso es, el rapadito!... —Regresó hacia él, más seria—. Seremos amigos, ¿verdad?... Quiero ser una madre para usted. Reflexionaba sobre eso mientras esperaba a mi modista que estaba en una reunión, y me decía que debía mostrarme muy buena y educarle a la perfección... ¡Será estupendo!

Maxime continuaba mirándola, con su mirada azul de chica atrevida, y bruscamente:

—¿Qué edad tiene usted? —preguntó.—¡Nunca se pregunta eso! —exclamó ella juntando las manos

— ...¡No sabe nada, este pobrecito! Habrá que enseñárselo todo... Felizmente aún puedo decir mi edad. Tengo veintiún años.

—Pues yo pronto cumpliré catorce... Podría ser usted mi hermana.

No terminó, pero su mirada agregaba que esperaba encontrarse una segunda esposa de su padre mucho más vieja. Estaba muy cerca de ella, le miraba el cuello con tanta atención que ella casi acabo por ruborizarse. Su cabecita loca, por lo demás, daba vueltas, sin poder detenerse mucho sobre el mismo tema; y empezó a caminar, a hablar de su modista, olvidando que se dirigía a un niño.

—Habría querido estar aquí para recibirle. Pero imagínese que Worms me ha traído este traje esta mañana... Me lo pruebo y lo encuentro bastante logrado. Es muy distinguido, ¿verdad? —Se había colocado delante de un espejo. Maxime iba y venía detrás de ella, para verla por todos los lados—. Sólo que —continuó—, al ponerme la casaca, me di cuenta de que hacía un gran pliegue, ahí en el hombro derecho, ya ve... Es muy feo, ese pliegue; parece que tengo un hombro más alto que otro.

Él se había acercado, pasaba el dedo por el pliegue, como para aplastarlo, y su mano de colegial vicioso parecía olvidarse en aquel lugar con cierta satisfacción.

—Caramba —continuó ella—, no pude contenerme. Di orden de enganchar y fui a decirle a Worms lo que pienso de su inconcebible ligereza... Me ha prometido arreglarlo. —Después, siguió delante del espejo, contemplándose, perdida en una súbita ensoñación. Acabó

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por ponerse un dedo en los labios, con aire de meditativa impaciencia. Y muy bajito, como hablando consigo misma—: Falta algo... está claro que falta algo... —Entonces, con un movimiento rápido, se dio la vuelta, se plantó ante Maxime, a quien preguntó—: ¿Está realmente bien?... ¿No opina usted que falta algo, una menudencia, un lazo en alguna parte?...

El colegial, tranquilizado por la camaradería de la joven, había recobrado todo el aplomo de su natural descaro. Se alejó, se acercó, guiñó los ojos, murmurando:

—No, no, no falta nada, es bonito, precioso... Más bien opino que hay algo de más. —Se ruborizó un poco, pese a su audacia, avanzó de nuevo y, trazando con la yema del dedo un ángulo agudo sobre el pecho de Renée—: Yo, mire, escotaría así esta puntilla, y pondría un collar con una gran cruz.

Ella batió palmas, radiante.—Eso es, eso es —gritó—. Tenía la gran cruz en la punta de la

lengua.Abrió la blusa, desapareció durante dos minutos, regresó con el

collar y la cruz. Y volviéndose a colocar delante del espejo con aire de triunfo:

—¡Oh!, completo, totalmente completo —murmuró—. ¡Pues no es tonto del todo, el rapadito! ¿Conque vestías a las mujeres en tu provincia?... Decididamente, seremos buenos amigos. Pero debería hacerme caso. Ante todo, se dejará crecer el pelo, y no volverá a llevar esa espantosa chaqueta. Luego, seguirá fielmente mis clases de buenos modales. Quiero que sea usted un guapo jovencito.

—Pues claro —dijo ingenuamente el niño—, ya que papá ahora es rico, y usted es su mujer.

A ella se le escapó una sonrisa, y con su vivacidad habitual: —Entonces empecemos por tutearnos. Digo tú, digo usted. Es

idiota... ¿Me querrás mucho?—Te querré con todo mi corazón —respondió con una efusión de

pilluelo afortunado.Tal fue la primera entrevista de Maxime y Renée. El niño sólo fue

al internado un mes después. Su madrastra, los primeros días, jugó con él como con una muñeca; lo desbastó del aspecto provinciano, y hay que reconocer que lo hizo con extremada buena voluntad. Cuando el muchacho apareció vestido de nuevo de pies a cabeza por el sastre de su padre, ella lanzó un grito de gozosa sorpresa: estaba hecho una ricura, fue su expresión. Sólo el pelo crecía con una lentitud exasperante. La joven solía decir que todo el rostro está en la cabellera. Y cuidaba la suya con devoción. Durante mucho tiempo la había desolado su color, aquel color especial, de un amarillo tierno, que recordaba el de la mantequilla fina. Pero cuando llegó la moda del cabello amarillo, estuvo encantada, y para que nadie creyera que no seguía la moda imbécilmente, juró que se teñía todos los meses.

Los trece años de Maxime eran ya terriblemente sabios. Era una de esas naturalezas débiles y precoces, en las cuales los sentidos se

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desarrollan pronto. El vicio apareció en él antes del despertar de los deseos. En dos ocasiones había estado a punto de ser expulsado del internado. Renée, si hubiera tenido los ojos habituados a las gracias provincianas, habría visto que, por adefesio que pareciera, el rapadito, como ella lo llamaba, sonreía, giraba el cuello, adelantaba los brazos de una forma graciosa, con ese aire femenino de las señoritas de un colegio. Se cuidaba mucho las manos, que tenía delgadas y largas; si llevaba el pelo corto, por orden del director, un ex coronel de ingenieros, poseía un espejito que se sacaba del bolsillo, durante las clases, lo colocaba entre las páginas de su libro, y en él se miraba horas enteras, examinándose los ojos, las encías, haciéndose muecas, aprendiendo coqueterías. Sus compañeros se colgaban de su blusa, como de una falda, y él se ceñía tanto que tenía el talle esbelto, el balanceo de caderas de una mujer hecha y derecha. La verdad es que recibía tantos golpes como caricias. El internado de Plassans, una guarida de pequeños bandidos como la mayoría de los colegios de provincias, fue así un ambiente de mancilla, en el cual se desarrolló singularmente aquel temperamento neutro, aquella infancia que aportaba el mal de no se sabía qué desconocida herencia. La edad iba a corregirlo, afortunadamente. Pero la marca de sus abandonos de niño, aquel afeminamiento de todo su ser, aquella hora en que se había creído chica, iba a perdurar en él, a herir para siempre su virilidad.

Renée lo llamaba «señorita», sin saber que, seis meses antes, habría estado en lo justo. Le parecía muy obediente, muy cariñoso, e incluso a menudo se encontraba turbada con sus caricias. Tenía una forma de besar que caldeaba la piel. Pero lo que le fascinaba eran sus travesuras; era de lo más divertido, osado, hablaba ya de las mujeres con sonrisas, plantaba cara a las amigas de Renée, a la querida Adeline que acababa de casarse con el señor De Espanet, a la gruesa Suzanne, casada recientemente con el gran industrial Haffner. Sintió, a los catorce años, una gran pasión por esta última. Había tomado por confidente a su madrastra, y ésta se divertía mucho:

—Yo habría preferido a Adeline —decía—; es más bonita.—Quizá —respondía el galopín—, pero Suzanne es mucho más

gorda... Me gustan las mujeres grandes... Si fueras buena, le hablarías por mí.

Renée se reía. Su muñeco, aquel chiquillo alto con cara de niña, le parecía graciosísimo, desde que estaba enamorado. Llegó un momento en que la señora Haffner tuvo que defenderse en serio. Por otra parte, aquellas señoras animaban a Maxime con sus risas ahogadas, sus medias palabras, las actitudes coquetas que adoptaban delante de aquel niño precoz. En ello entraba una pizca de desenfreno muy aristocrático. Las tres, en su vida tumultuosa, abrasadas por la pasión, se detenían en la encantadora depravación del galopín, como en una guindilla original y sin peligro que avivara su gusto. Le dejaban tocar sus vestidos, rozarles los hombros con los dedos, cuando él las seguía a la antesala para ponerles la salida de

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baile; se lo pasaban de mano en mano, riendo como locas, cuando les besaba las muñecas, por el lado de las venas, en ese sitio donde la piel es tan suave; después se ponían maternales y le enseñaban doctamente el arte de ser un guapo mozo y de agradar a las damas. Era su juguete, un hombrecito con un mecanismo ingenioso, que abrazaba, que hacía la corte, que tenía los más amables vicios del mundo, pero que seguía siendo un juguete, un hombrecito de cartón a quien no temían demasiado, aunque lo bastante para sentir, bajo su mano infantil, un estremecimiento muy dulce.

Al empezar el curso, Maxime fue al Liceo Bonaparte13. Es el liceo de la buena sociedad, el que Saccard debía elegir para su hijo. El niño, por blando y ligero que fuese, tenía entonces una inteligencia muy viva; pero se aplicó a muy otra cosa que a los estudios clásicos. Fue, no obstante, un alumno correcto, que jamás se rebajó a la bohemia de los malos estudiantes, y que permaneció entre los caballeritos decorosos y bien vestidos de quienes nadie dice nada. De la infancia sólo le quedó una verdadera religión de su arreglo personal. París le abrió los ojos, hizo de él un guapo joven, afectado en sus ropas, seguidor de las modas. Era el Brummel de su clase. Se presentaba allí como en un salón, finamente calzado, bien enguantado, con corbatas prodigiosas y sombreros inefables. Por lo demás, allí se encontraban unos veinte muchachos que constituían una aristocracia, se ofrecían a la salida habanos en cigarreras con cierres de oro, los libros se los llevaba un criado de librea. Maxime había convencido a su padre a comprarle un tílburi y un caballito negro que eran la admiración de sus compañeros. Lo conducía él mismo, llevando en el asiento trasero a un lacayo, cruzado de brazos, que tenía sobre las rodillas la cartera del colegial, una auténtica cartera de ministro de piel marrón. Y había que ver con qué ligereza, qué ciencia y qué correctos modales llegaba en diez minutos de la calle de Rivoli a la calle de Le Havre, detenía en seco su caballo ante la puerta del liceo, y le tiraba la brida al lacayo, diciendo: «Jacques, a las cuatro y media, ¿eh?». Los tenderos vecinos estaban encantados con la gracia de aquel rubito a quien veían regularmente dos veces al día llegar y marcharse en su coche. Al regreso, acompañaba a veces a un amigo, a quien dejaba en su puerta. Los dos niños fumaban, miraban a las mujeres, salpicaban a los transeúntes, como si regresaran de las carreras. Mundillo asombroso, nidada de fatuos y de imbéciles, que puede verse cada día en la calle de Le Havre, correctamente vestidos, con sus americanas de currutacos, jugando a los hombres ricos y hastiados, mientras que la bohemia del liceo, los verdaderos escolares, llegan gritando y empujándose, golpeando el pavimento con sus zapatones, con los libros colgados a la espalda, en el extremo de una correa.

Renée, que quería tomarse en serio el papel de madre y de maestra, estaba encantada con su alumno. Cierto que no descuidaba nada para perfeccionar su educación. Atravesaba por entonces un

13 Se trata del antiguo Colegio Borbón, en la actualidad Liceo Condorcet entre la calle Caumartin y la de Le Havre.

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momento lleno de despecho y de lágrimas; un amante la había dejado, con escándalo, ante los ojos de todo París, para unirse a la duquesa de Sternich. Soñó que Maxime sería su consuelo, se aviejó, se las ingenió para ser maternal, y se convirtió en el mentor más original que imaginarse pueda. A menudo, el tílburi de Maxime se quedaba en casa; y era Renée, con su gran calesa, la que iba a buscar al colegial. Escondían la cartera marrón bajo el asiento, iban al Bosque, entonces completamente nuevo. Allí, ella le daba un curso de alta elegancia. Le nombraba al todo París imperial, gordo, feliz, todavía extasiado con el golpe de varita mágica que mudaba a los muertos de hambre y los patanes de la víspera en grandes señores, en millonarios resoplantes y desfallecientes bajo el peso de sus arcas. Pero el niño la interrogaba sobre todo respecto a las mujeres, y, como ella era muy libre con él, le daba detalles concretos; la señora de Guende era idiota, pero estaba admirablemente formada; la condesa Vanska, muy rica, había cantado por los patios, antes de conseguir casarse con un polaco que le pegaba, según decían; en cuanto a la marquesa de Espanet y a Suzanne Haffner, eran inseparables, y, aunque fueran sus íntimas amigas, Renée agregaba, mordiéndose los labios como para no decir más, que corrían historias muy feas sobre ellas; la guapa señora De Lauwerens era también terriblemente comprometedora, pero tenía unos ojos preciosos, y todo el mundo, en resumidas cuentas, sabía que personalmente era irreprochable, aunque estaba un poco demasiado mezclada en las intrigas de las pobres mujercitas que la trataban, la señora Daste, la señora Teissière, la baronesa de Meinhold. Maxime quiso tener los retratos de estas señoras; llenó con ellos un álbum que quedó sobre la mesa del salón. Para poner en un aprieto a su madrastra, con esa astucia viciosa que era el rasgo dominante de su carácter, le pedía detalles sobre las daifas*, fingiendo que las tomaba por mujeres de la buena sociedad. Renée, moral y seria, decía que eran unos seres espantosos y que él debía de evitarlas cuidadosamente; después se olvidaba, hablaba de ellas como de personas a las que hubiera conocido íntimamente. Una de las grandes delicias del niño era también sacarle el capítulo de la duquesa de Sternich. Cada vez que su carruaje pasaba, en el Bosque, al lado del de ellos, no dejaba de nombrar a la duquesa, con maligna socarronería, una mirada de soslayo, probando que conocía la última aventura de Renée. Ésta, con voz seca, despellejaba a su rival: ¡cómo envejecía!, ¡pobre mujer!, se pintaba, tenía amantes escondidos en el fondo de todos sus armarios, se había entregado a un chambelán para entrar en el lecho imperial. Y no paraba de hablar, mientras Maxime, para exasperarla, encontraba deliciosa a la señora Sternich. Tales lecciones desarrollaban singularmente la inteligencia del colegial, tanto más cuanto que la joven maestra se las repetía en todas partes, en el Bosque, en el teatro, en los salones. El alumno resultó muy aprovechado.

* Haifa: concubina (N. del Digitalizador)

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Lo que Maxime adoraba era vivir entre las faldas, entre los trapos, entre los polvos de arroz de las mujeres. Seguía siendo un poco afeminado, con sus manos afiladas, su rostro imberbe, su cuello blanco y torneado. Renée lo consultaba gravemente sobre sus vestidos. Él conocía a los buenos artesanos de París, juzgaba a cada uno de ellos con una palabra, hablaba del sabor de los sombreros de éste y de la lógica de los trajes de aquél. A los diecisiete años, no había una modista en la que no hubiera profundizado, ni un zapatero cuyo corazón no hubiera estudiado y comprendido. Este extraño engendro, que durante las clases de inglés leía los prospectos que su perfumista le enviaba todos los viernes, habría defendido una brillante tesis sobre el Todo París mundano, clientela y proveedores incluidos, a la edad en que los chiquillos de provincias aún no se atreven a mirar a la cara a su criada. A menudo, cuando regresaba del liceo, llevaba en el tílburi un sombrero, una caja de jabones, una joya, encargados la víspera por su madrastra. Había siempre algún trozo de encaje almizclado rodando por sus bolsillos.

Pero su fuerte era acompañar a Renée al ilustre Worms, el modista genial, ante el cual las reinas del Segundo Imperio se postraban de rodillas. El salón del gran hombre era espacioso, cuadrado, amueblado con anchos divanes. Entraba en él con una emoción religiosa. Los vestidos tienen un aroma propio, ciertamente; la seda, el raso, el terciopelo, los encajes, habían casado sus leves olores con los de las cabelleras y los hombros ambarinos; y el aire del salón conservaba esa tibieza olorosa, ese incienso de la carne y del lujo que mudaba la estancia en una capilla consagrada a alguna divinidad secreta. A menudo Renée y Maxime tenían que hacer antesala durante horas; había allí una veintena de solicitantes, esperando su turno, mojando biscochos en copitas de Madeira, tomando un tentempié en la gran mesa del centro, donde aparecían botellas y platos con pastas. Aquellas señoras estaban como en su casa, hablaban libremente, y, cuando se apelotonaban alrededor de la estancia, se habría dicho que un vuelo de lesbianas se había abatido sobre los divanes de un salón parisiense. Maxime, a quien ellas toleraban y querían por su pinta de chica, era el único hombre admitido en el cenáculo. Gozaba allí de divinos placeres; se deslizaba a lo largo de los divanes como una ágil culebra; lo encontraban debajo de una falda, detrás de un cuerpo, entre dos trajes, donde se empeñecía del todo, muy tranquilo, respirando el calor perfumado de sus vecinas, con muecas de monaguillo comulgando.

—Se mete en todas partes este crío —decía la baronesa de Meinhold, dándole palmaditas en las mejillas.

Era tan delgado que aquellas señoras no le echaban más de catorce años. Se divirtieron emborrachándolo con el Madeira del ilustre Worms. Les dijo cosas pasmosas, que las hicieron llorar de risa. Sin embargo, fue la marquesa de Espanet la que encontró la frase para la situación. Un día, al descubrir a Maxime en un rincón de los divanes, a sus espaldas:

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—He aquí un muchacho que habría debido nacer chica —murmuró, al verlo tan rosado, tan ruborizado, tan impregnado del bienestar que había experimentado en su proximidad. Después, cuando el gran Worms recibía por fin a Renée, Maxime entraba con ella en el estudio. Se había permitido hablar dos o tres veces, mientras el maestro se absorbía en el espectáculo de su cliente, como los pontífices de la belleza pretenden que hacía Leonardo da Vinci ante la Gioconda. El maestro se había dignado sonreír ante la justeza de sus observaciones. Hacía que Renée se pusiera de pie ante el espejo, que subía desde el entarimado al techo, se recogía, con un fruncimiento de cejas, mientras la joven, emocionada, contenía el aliento, para no moverse. Y al cabo de unos minutos, el maestro, como asaltado y sacudido por la inspiración, pintaba a grandes rasgos entrecortados la obra maestra que acaba de concebir, exclamaba con frases secas:

—Traje Montespan en falla cenicienta..., la cola dibujando, delante, un faldón redondeado..., grandes lazos de raso gris levantándolo sobre las caderas..., por último, sobrefalda abullonada de tul gris perla, con los bullones separados por bandas de raso gris. —Se recogía de nuevo, parecía descender al fondo de su genio, y, con una mueca triunfante de pitonisa sobre su trípode, concluía—: Posaremos en los cabellos, sobre esa cabeza riente, la mariposa soñadora de Psique, de alas de azul tornasolado.

Pero, otras veces, la inspiración se mostraba reacia. El ilustre Worms la llamaba en vano, concentraba sus facultades en balde. Torturaba sus cejas, se ponía lívido, se cogía la pobre cabeza entre las manos, bamboleándola desesperado, y se arrojaba vencido sobre un sillón:

—No —murmuraba con voz doliente—, no, hoy no... no es posible... Estas señoras son indiscretas. El manantial está seco. —Y ponía en la puerta a Renée, repitiendo—: Imposible, imposible, querida señora, pase usted otro día... Esta mañana no la siento.

La linda educación que recibía Maxime tuvo un primer resultado. A los diecisiete años, el rapaz sedujo a la doncella de su madrastra. Lo peor de la historia fue que la camarera quedó encinta. Hubo que enviarla al campo con el crío y fijarle una pequeña renta. A Renée la vejó horriblemente la aventura. Saccard sólo se ocupó de ella para arreglar el lado pecuniario de la cuestión; Pero la joven regañó ásperamente a su alumno. ¡Él, a quien ella quería convertir en un hombre distinguido, comprometerse con semejante chica! ¡Qué comienzo ridículo y vergonzoso, qué inconfesable calaverada! ¡Si por lo menos se hubiera lanzado con una dama!

—¡Pues claro! —respondió él tranquilamente—. Si tu buena amiga Suzanne hubiera querido, habría sido ella la que se habría ido al campo.

—¡Oh, qué granujilla! —murmuró Renée, desarmada, divertida con la idea de ver a Suzanne refugiándose en el campo con una renta de mil doscientos francos. Luego se le ocurrió una idea más graciosa, y, olvidando su papel de madre irritada, con risas cristalinas, que

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retenía entre sus dedos, balbució, mirándolo con el rabillo del ojo—: Imagínate, habría sido Adeline la que te hubiera odiado, y la que le habría hecho escenas...

No terminó. Maxime reía con ella. Tal fue la gran caída que sufrió la moral de Renée en esta aventura.

Mientras tanto Aristide Saccard no se inquietaba en absoluto por los dos niños, como llamaba a su hijo y a su segunda mujer. Les dejaba total libertad, feliz de verlos buenos amigos, lo cual llenaba el piso de ruidosa alegría. Piso singular, aquella primera planta de la calle de Rivoli. Las puertas batían todo el día, los criados hablaban alto, el lujo nuevo y resplandeciente estaba atravesado continuamente por carreras de faldas enormes y volantes, por procesiones de proveedores, por el barullo de las amigas de Renée, de los compañeros de Maxime y de los visitantes de Saccard. Este último recibía, de nueve a once, a la gente más extraña que verse pueda: senadores y alguaciles, duquesas y prenderas, toda la espuma que los temporales de París arrojaban por la mañana a su puerta, vestidos de seda, faldas sucias, blusas, fraques, a quienes acogía con el mismo tono apresurado, los mismos gestos impacientes y nerviosos. Cerraba negocios en dos palabras, resolvía veinte dificultades a la vez y daba soluciones a todo correr. Daba la impresión de que aquel hombrecillo inquieto, que hablaba muy alto, se pegaba en su despacho con la gente, con los muebles, daba volteretas, se golpeaba la frente en el techo, para que brotaran las ideas, y volvía a caer siempre de pie, victorioso. Después, a las once, salía; ya no se le veía en todo el día; almorzaba fuera, y a menudo también cenaba. Entonces la casa pertenecía a Renée y a Maxime. Se apoderaban del despacho del padre; desembalaban las cajas de los proveedores, y los trapos rodaban sobre los expedientes. A veces graves personajes esperaban una hora a la puerta del despacho, mientras el colegial y la joven discutían sobre un lazo, sentados en los dos extremos del escritorio de Saccard. Renée mandaba enganchar los caballos diez veces al día. Raramente comían juntos; de los tres, dos corrían, se olvidaban, sólo regresaban a media noche. Piso alborotado, de negocios y placeres, donde la vida moderna, con su ruido de oro sonante, de vestidos arrugados, se precipitaba como una ráfaga de viento.

Aristide Saccard había encontrado por fin su ambiente. Se había revelado como gran especulador, negociante de millones. Tras el magistral golpe de la calle de la Pépinière, se lanzó osadamente a la lucha que empezaba a sembrar París de residuos vergonzosos y de triunfos fulgurantes. Al principio, jugó sobre seguro, repitiendo su primer éxito, comprando los inmuebles que sabía amenazados por la piqueta, y empleando a sus amigos para obtener gruesas indemnizaciones. Llegó un momento en que tuvo cinco o seis casas, esas casas que miraba tan extrañadamente en tiempos, como a amistades suyas, cuando no era sino un pobre inspector. Pero eso era la infancia del arte: una vez que había dejado que vencieran los arrendamientos, conspirado con los inquilinos, robado al Estado y a

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los particulares, el ardid no era gran cosa, y pensaba que no valía la pena. Conque pronto puso su genio al servicio de tareas más complicadas.

Saccard inventó al principio la jugada de las compras de inmuebles hechas bajo cuerda por cuenta de la Villa. Una decisión del Consejo de Estado creaba una situación difícil para esta última, que había comprado amistosamente gran número de casas, con la esperanza de que vencieran los arrendamientos y de desahuciar a los inquilinos sin indemnización. Pero dichas adquisiciones fueron consideradas expropiaciones propiamente dichas, y tuvo que pagar. Fue entonces cuando Saccard se ofreció a ser el testaferro de la Villa; compraba, no renovaba los arriendos, y, mediante una gratificación, entregaba el inmueble en el momento fijado. E incluso acabó por jugar un doble juego; compraba para la Villa y para el prefecto. Cuando el asunto era demasiado tentador, escamoteaba la casa. El Estado pagaba. Recompensaron sus esfuerzos concediéndole trozos de calles, encrucijadas proyectadas, de los cuales hacía retrocesión antes incluso de que la nueva vía estuviera empezada. Era un juego feroz, se jugaba con los barrios que se iban a edificar como con un título de renta. Ciertas señoras, guapas chicas, íntimas amigas de altos funcionarios, eran de la partida; una de ellas, cuyos blancos dientes son célebres, se comió, en varias ocasiones, calles enteras. Saccard tenía hambre, sentía aumentar sus deseos, al ver aquel chorro de oro que se le deslizaba entre las manos. Le parecía que un mar de monedas de veinte francos se ensanchaba a su alrededor, de lago se convertía en océano, llenaba el inmenso horizonte con un extraño ruido de olas, una música metálica que le cosquilleaba el corazón; y se aventuraba, nadador más osado cada día, zambulléndose, reapareciendo, ora de espaldas, ora boca abajo, cruzando esta inmensidad en días claros y con temporales, contando con sus fuerzas y su habilidad para jamás irse al fondo.

París se sumía entonces en una nube de yeso. Los tiempos predichos por Saccard, en la Butte Montmartre, habían llegado. Se cortaba la ciudad a sablazos, y él participaba en todos los cortes, en todas las heridas. Tenía escombros propios en las cuatro esquinas de la ciudad. En la calle de Roma, se vio mezclado en la pasmosa historia del hoyo que una compañía cavó, para transportar cinco o seis mil metros cúbicos de tierra, simulando obras gigantescas, y que hubo que volver a tapar a continuación, trayendo la tierra de Saint-Ouen, cuando la compañía quebró. Aristide salió de eso con la conciencia limpia, los bolsillos repletos, gracias a su hermano Eugène, que tuvo a bien intervenir. En Chaillot, ayudó a despanzurrar el cerro, a arrojarlo a una hondonada, para dejar sitio al bulevar que va del Arco de Triunfo al puente de Alma. Por el lado de Passy, fue él quien tuvo la idea de esparcir los desmontes del Trocadero por la meseta, de suerte que la tierra buena se encuentra hoy a dos metros de profundidad, y la propia hierba se niega a crecer en esos cascotes. Podía encontrársele en veinte puntos a la vez, en todos los lugares donde había algún obstáculo insuperable, un

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desmonte con el que no se sabía qué hacer, un terraplén que no se podía ejecutar, un buen montón de tierra y yeso con el que se impacientaba la prisa febril de los ingenieros, donde él hurgaba con sus uñas y en el cual acababa siempre por encontrar alguna gratificación o cualquier operación de su estilo. En el mismo día corría de las obras del Arco del Triunfo a las del bulevar Saint-Michel, de los desmontes del bulevar Malesherbes a los terraplenes de Chaillot, arrastrando consigo un ejército de obreros, de alguaciles, de accionistas, de primos y de bribones.

Pero su gloria más pura era el Crédito Vitícola, que había fundado con Toutin-Laroche. Éste aparecía como director oficial; él sólo se presentaba como miembro del consejo de vigilancia. Eugène, en esta circunstancia, le había echado una mano a su hermano. Gracias a él, el gobierno autorizó la compañía, y la vigiló con gran bondad. En una delicada circunstancia, cuando un diario mal pensado se permitió criticar una operación de esta compañía, Le Moniteur14 llegó a publicar una nota prohibiendo toda discusión sobre una casa tan honorable, a la que el Estado se dignaba patrocinar. El Crédito Vitícola se apoyaba en un excelente sistema financiero; prestaba a los cultivadores la mitad del precio estimado de sus bienes, garantizaba el préstamo con una hipoteca, y cobraba a los prestatarios los intereses, más una cantidad a cuenta para amortización. Jamás hubo un mecanismo más digno ni más prudente. Eugène había declarado a su hermano, con astuta sonrisa, que las Tullerías deseaban que fueran honrados. El señor Toutin-Laroche interpretó ese deseo dejando que la máquina de los préstamos a los cultivadores funcionara tranquilamente, y fundando a su lado una casa de banca que atraía los capitales y jugaba con fiebre, lanzándose a todas las aventuras. Gracias al formidable impulso que le dio su director, el Crédito Vitícola tuvo pronto una reputación de solidez y prosperidad a toda prueba. Al principio, para lanzar de golpe en la Bolsa una masa de acciones recién cortadas de la matriz, y darles el aspecto de títulos que ya habían circulado mucho, Saccard tuvo la ingeniosa idea de hacerlas pisotear y golpear, durante toda una noche, por unos cobradores armados de escobas y de varas. Aquello parecía una sucursal de un Banco. El palacete ocupado por las oficinas, con su patio lleno de carruajes, sus rejas severas, su ancha escalinata y su monumental escalera, sus hileras de lujosos despachos, su mundo de empleados y lacayos de librea, parecía el templo grave y digno del dinero; y nada impresionaba al público con mas religiosa emoción que el santuario, la Caja, a la que llevaba un pasillo de sagrada desnudez, y donde se vislumbraba la caja de caudales, la diosa, echada, adosada al muro, rechoncha y durmiente, con sus tres cerraduras, sus flancos gruesos, su aire de animal divino.

Saccard chalaneó un gran negocio con la Villa. Esta, entrampada, aplastada por las deudas, arrastrada por el baile de millones que había puesto en circulación para agradar al emperador y llenar

14 Le Moniteur Universal, diario casi oficial del gobierno.

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ciertos bolsillos, se veía reducida a pedir préstamos disfrazados, al no querer confesar sus delirios, su locura de la piqueta y del sillar. Acababa de crear entonces lo que denominaba bonos de delegación, auténticas letras de cambio a largo plazo, para pagar a los contratistas el mismo día de la firma de los convenios, y permitirles así encontrar fondos negociando los bonos. El Crédito Vitícola había aceptado amablemente ese papel de manos de los contratistas El día en que la Villa se vio sin dinero, Saccard fue a tentarla. Le habían adelantado una suma considerable, sobre una emisión de bonos de delegación, que el señor Toutin-Laroche juró haber recibido de compañías concesionarias, y que arrastró por todos los arroyos de la especulación. El Crédito Vitícola era ya inatacable; tenía a París agarrado por el cuello. Su director ya sólo hablaba con una sonrisa de la famosa Sociedad de los Puertos de Marruecos; ésta seguía viviendo, empero, y los periódicos seguían ensalzando regularmente los grandes puestos comerciales. Un día en que Toutin-Laroche animaba a Saccard a comprar acciones de esta sociedad, éste se le rió en sus narices, preguntándole si lo creía lo bastante idiota para colocar su dinero en la «Compañía general de las Mil y una noches».

Hasta entonces, Saccard había jugado felizmente, sobre seguro, haciendo trampas, vendiéndose, beneficiándose de los tratos, sacando una ganancia, fuera la que fuera, de cada una de sus operaciones. Pronto este agiotaje ya no le bastó, desdeñó rebuscar, recoger el oro que los Toutin-Laroche y los barones Gouraud dejaban caer tras de sí. Metió los brazos en el saco hasta el hombro. Se asoció con los Mignon, Charrier y compañía, esos famosos contratistas entonces en sus inicios y que iban a amasar fortunas colosales. La Villa estaba ya decidida a no ejecutar ella las obras, a ceder los bulevares a un tanto alzado. Las compañías concesionarias se comprometían a entregarle una vía totalmente hecha, con árboles plantados, bancos y farolas de gas colocados, mediante una indemnización convenida; e incluso a veces entregaban la vía por nada; se encontraban ampliamente pagadas por los solares de los bordes, que retenían y que gravaban con una considerable plusvalía. La fiebre de la especulación de los solares, la violenta alza de los inmuebles datan de esta época. Saccard, gracias a sus contactos, obtuvo la concesión de tres ramales de bulevar. Fue el alma ardiente y un poco embrollona de la asociación. Los señores Mignon y Charrier, sometidos a él al principio, eran ricos y astutos compinches, maestros albañiles que conocían el valor del dinero. Se reían por lo bajo de las carrozas de Saccard; a menudo seguían llevando sus blusas, no se negaban a echar una mano a un obrero, regresaban a casa cubiertos de yeso. Ambos eran de Langres. Aportaban, en aquel París ardiente e insaciable, su prudencia de champañeses, su cerebro calmoso, poco abierto, poco inteligente, pero muy apto para aprovechar las ocasiones de llenarse los bolsillos, a la espera de disfrutar más adelante. Si Saccard lanzó el negocio, lo animó con su ardor, con su furia de apetitos, los señores Mignon y Charrier, con su prosaísmo, su administración rutinaria y

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estrecha, impidieron veinte veces que se viniera abajo con las imaginaciones asombrosas de su socio. Jamás consintieron en tener las oficinas soberbias, el hotel que él quería edificar para asombro de París. Rechazaron igualmente las especulaciones secundarias que crecían cada mañana en su cabeza: construcción de salas de conciertos, de inmensas casas de baños, en los solares de los bordes; de ferrocarriles, siguiendo la línea de los nuevos bulevares; de galerías acristaladas, que centuplicaban el valor de las tiendas, y permitían circular por París sin mojarse. Los contratistas, para cortar por lo sano estos proyectos que los asustaban, decidieron que los solares de los bordes se repartirían entre los tres socios, y que cada cual haría con ellos lo que quisiera. Ellos continuaron vendiendo prudentemente sus lotes. El mandó edificar. Su cerebro hervía. Habría propuesto muy en serio meter París bajo una inmensa campana, para convertirlo en invernadero y cultivar piña y caña de azúcar.

Pronto, apaleando los capitales, tuvo ocho casas en los nuevos bulevares. Tenía cuatro completamente terminadas, dos en la calle de Marignan, y dos en el bulevar Haussmann; las otras cuatro, situadas en el bulevar Malesherbes, seguían en construcción, e incluso una de ellas, vasto cercado de tablas donde debía alzarse un magnífico palacete, aún no tenía colocado más que el suelo del primer piso. En esa época sus asuntos se complicaron tanto, tenía tantos hilos atados a cada uno de sus dedos, tantos intereses que vigilar y marionetas que mover, que apenas dormía tres horas por la noche y leía la correspondencia en su coche. Lo maravilloso era que su caja parecía inagotable. Era accionista de todas las sociedades, edificaba con una especie de furia, se metía en todos los trapicheos, amenazaba con inundar París como una marea ascendente, sin que se le viese realizar jamás un beneficio bien neto, embolsarse una gruesa suma reluciente al sol. Aquel río de oro, sin fuentes conocidas, que parecía salir en presurosas oleadas de su despacho, extrañaba a los papanatas, e hizo de él, en cierto momento, el hombre de primer plano a quien los periódicos atribuían todas las ocurrencias de la Bolsa.

Con semejante marido, Renée estaba lo menos casada posible. Se pasaba semanas enteras casi sin verlo. Por lo demás, era perfecto: abría para ella su caja de par en par. En el fondo, ella lo amaba como a un banquero servicial. Cuando iba al palacete Béraud, hacía grandes elogios de él ante su padre, a quien la fortuna de su yerno dejaba severo y frío. Su desprecio había desaparecido: aquel hombre parecía tan convencido de que la vida no es sino negocio, había nacido tan evidentemente para acuñar moneda con todo lo que caía en sus manos, mujeres, niños, adoquines, sacos de yeso, conciencias, que ella no podía reprocharle el trato de su matrimonio. A partir de ese trato, él la miraba en parte como una de las hermosas mansiones que lo honraban y de las que esperaba sacar grandes beneficios. La quería bien vestida, bulliciosa, haciendo volver la cabeza a todo París. Eso le daba fama, doblaba la cifra probable de su fortuna. Él

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era guapo, joven, enamorado, atolondrado, gracias a su mujer. Ella era una asociada, una cómplice sin saberlo. Un nuevo tiro, un vestido de dos mil escudos, una complacencia con algún amante, facilitaron, y a menudo decidieron, sus más felices negocios. A menudo también pretendía estar abrumado, la enviaba a ver a un ministro, a un funcionario cualquiera, para solicitar una autorización o recibir una respuesta. Le decía: «¡Y pórtate bien!», con un tono que sólo le pertenecía a él, a la vez bromista y mimoso. Y cuando ella regresaba, y había tenido éxito, él se frotaba las manos, repitiendo su famoso: «¡Te habrás portado bien!». Renée reía. El era demasiado activo para desear a una señora Michelin. Simplemente le gustaban las bromas crudas, las hipótesis escabrosas. Por lo demás, si Renée «no se hubiera portado bien», sólo habría experimentado el despecho de haber pagado realmente la amabilidad del ministro o del funcionario. Timar a la gente, darle menos por su dinero, era una delicia. Saccard decía a menudo: «Si yo fuera mujer, acaso me vendiera, pero no entregaría nunca la mercancía; es demasiado idiota».

La loca de Renée, que había aparecido una noche en el cielo parisiense como el hada excéntrica de las voluptuosidades mundanas, era la menos analizable de las mujeres. Educada en su casa, sin duda habría embotado, con la religión o con cualquier otra satisfacción nerviosa, el filo de los deseos cuyos pinchazos a veces la enloquecían. De cabeza, era burguesa; poseía una honestidad absoluta, un amor a las cosas lógicas, un temor al Cielo y al infierno, una enorme dosis de prejuicios; pertenecía a su padre, a esa raza tranquila y prudente en la que florecían las virtudes del hogar. Y en esa naturaleza germinaban, crecían fantasías prodigiosas, curiosidades sin cesar renacientes, deseos inconfesables. Con las monjas de la Visitación, libre, con su espíritu vagabundeando entre las místicas voluptuosidades de la capilla y las amistades carnales de sus amiguitas, se había ido forjando una educación fantástica, aprendiendo el vicio, imprimiendo en él la franqueza de su natural, trastornando su joven cerebro, hasta el punto de poner en un singular aprieto a su confesor, al decirle que un día, durante la misa, había sentido unas ganas irracionales de levantarse para besarlo. Después se daba golpes de pecho, palidecía ante la idea del diablo y sus calderas. El desliz que más adelante conduciría a su boda con Saccard, aquella brutal violación que sufrió con una especie de espantada espera, la llevó luego a despreciarse, y contó mucho en el abandono de toda su vida. Pensó que ya no tenía que luchar contra la maldad, que ésta estaba en ella, que la lógica la autorizaba a llegar hasta el fondo de la ciencia del mal. Era todavía más una curiosidad que un apetito. Arrojada a la sociedad del Segundo Imperio, abandonada a sus imaginaciones, provista de dinero, alentada en sus excentricidades más llamativas, se entregó, lo lamentó, y después consiguió extinguir su agonizante honestidad, siempre fustigada, siempre lanzada hacia adelante por su insaciable necesidad de saber y de sentir.

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Por lo demás, no hacía sino adaptarse a la moda común. Charlaba de buen grado, a media voz, con risas, sobre los casos extraordinarios de la tierna amistad de Suzanne Haffner y Adeline de Espanet, sobre el delicado oficio de la señora De Lauwerens, o los besos a precio fijo de la condesa Vanska; pero miraba todavía esas cosas de lejos, con la vaga idea de saborearlas algún día, y ese deseo indefinido, que ascendía por ella en las horas malas, acrecentaba aún más esa ansiedad turbulenta, esa búsqueda enloquecida de un goce singular, exquisito, en el que mordería ella sola. Sus primeros amantes no la habían echado a perder; tres veces se había creído asaltada por una gran pasión; el amor estallaba en su cabeza como un petardo, y las chispas no llegaban al corazón. Estaba loca un mes, se exhibía con su caballerito ante todo París; y después, una mañana, en medio del bullicio de su ternura, sentía un silencio aplastante, un vacío inmenso. El primero, el joven duque de Rozan, no fue sino un soplo; Renée, que se había fijado en él por su dulzura y su excelente porte, lo encontró a solas totalmente inútil, desteñido, pelma. Mister Simpson, agregado de la embajada americana, que vino a continuación, estuvo a punto de pegarle, y a eso debió estar más de un año con ella. Después, acogió al conde de Chibray, un ayudante de campo del emperador, guapo mozo vanidoso que empezaba a pesarle singularmente cuando a la duquesa de Sternich se le ocurrió encapricharse con él y quitárselo; entonces lloró, dio a entender a sus amigas que su corazón estaba destrozado, que no volvería a amar. Llegó así al señor De Mussy, el ser más insignificante del mundo, un joven que se abría camino en la diplomacia dirigiendo el cotillón con gracias especiales; jamás supo muy bien cómo se había entregado a él, y lo conservó mucho tiempo, invadida por la pereza, asqueada de un desconocido a quien se descubre en una hora, y esperando, para tomarse las molestias de un cambio, encontrar alguna aventura extraordinaria. A los veintiocho años, estaba ya terriblemente cansada. El aburrimiento le parecía tanto más insoportable cuanto que sus virtudes burguesas aprovechaban las horas en que se aburría para quejarse e inquietarla. Cerraba su puerta, tenía jaquecas horrorosas. Después, cuando la puerta se abría, una oleada de sedas y encajes escapaba con gran bullicio, una criatura de lujo y de gozo, sin una preocupación ni un rubor en la frente.

En su vida trivial y mundana había tenido, no obstante, un romance. Un día en que, al crepúsculo, había salido a pie para ir a ver a su padre, a quien no le gustaba el ruido de los carruajes en su puerta, se dio cuenta, al regresar, en el muelle de Saint-Paul, de que un joven la seguía. Hacía calor; el día moría con amorosa dulzura. Ella, a quien sólo seguían a caballo, en el Bosque, encontró picante la aventura, la halagó como un homenaje nuevo, un poco brutal, pero cuya misma grosería la lisonjeaba. En lugar de regresar a casa, cogió la calle de Le Temple, paseando a su galán a lo largo de los bulevares. Mientras tanto el hombre se envalentonó, se volvió tan acuciante que Renée, un poco cohibida, perdiendo la cabeza, siguió

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la calle del faubourg Poissonnière y se refugió en la tienda de la hermana de su marido. El hombre entró detrás de ella. Sidonie sonrió, pareció comprender y los dejó solos. Y cuando Renée quería seguirla, el desconocido la retuvo, le habló con emocionada cortesía, se ganó su perdón. Era un empleado que se llamaba Georges y a quien ella nunca preguntó su apellido. Fue a verlo dos veces; ella entraba por la tienda, él llegaba por la calle Papillon. Este amor de paso, encontrado y aceptado en la calle, fue uno de los placeres más vivos. Pensó siempre en él, con cierta vergüenza, pero con una singular sonrisa de añoranza. Sidonie ganó en la aventura el ser por fin cómplice de la segunda mujer de su hermano, un papel que ambicionaba desde el día de la boda.

La pobre Sidonie había sufrido un chasco. Al brujulear para aquella boda, había esperado casarse en parte con Renée, convertirla también a ella, en una de sus clientas, sacarle multitud de beneficios. Juzgaba a las mujeres a la primera ojeada, como los entendidos juzgan a los caballos. Por ello fue grande su consternación cuando, tras haber dejado un mes a la pareja para instalarse, comprendió que llegaba ya demasiado tarde, al ver a la señora De Lauwerens reinando en medio del salón. Esta última, una guapa señora de veintiséis años, tenía por oficio lanzar a las recién llegadas. Pertenecía a una antiquísima familia, estaba casada con un hombre de las altas finanzas, que cometía el error de negarse a pagar las cuentas de costureras y modistas. La dama, persona muy inteligente, acuñaba moneda, se mantenía a sí misma. Le horrorizaban los hombres, decía, pero surtía de ellos a todas sus amigas; siempre había una clientela completa en el piso que ocupaba en la calle de Provence, encima de las oficinas de su marido. Allí daba pequeñas meriendas. Uno se encontraba de forma imprevista y encantadora. Nada había de malo para una jovencita en ir a ver a su querida señora De Lauwerens, y qué se le iba a hacer si el azar llevaba allá a hombres, muy respetuosos, por otra parte, y de la mejor sociedad. La dueña de la casa estaba adorable con sus anchas batas de encaje. A menudo un visitante la hubiera escogido de preferencia, al margen de su colección de rubias y morenas. Pero la crónica aseguraba que era de una formalidad absoluta. Todo el secreto del negocio estaba en eso. Ella conservaba su alta posición en el mundo, todos los hombres eran amigos suyos, salvaba su orgullo de mujer honesta, disfrutaba de una secreta alegría al hacer caer a las demás y sacar provecho de su caída. Cuando Sidonie se hubo explicado el mecanismo del nuevo invento, quedó consternada. Era la escuela clásica, la mujer con un viejo traje negro que llevaba esquelas amorosas en el fondo de su capacho, enfrentada con la escuela moderna, la gran dama que vende a sus amigas en su saloncito tomando una taza de té. La escuela moderna triunfó, la señora De Lauwerens tuvo una fría mirada para el arrugado atuendo de Sidonie, en quien olfateó una rival. Y de su mano recibió Renée su primer problema, el joven duque de Rozan, a quien la hermosa financiera colocaba con dificultades. La escuela clásica sólo triunfó

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más adelante, cuando Sidonie prestó su entresuelo para el capricho de su cuñada por el desconocido del muelle de Saint-Paul. Siguió siendo su confidente.

Pero uno de los fieles de Sidonie fue Maxime. Desde los quince años, éste iba a merodear por casa de su tía, olisqueando los guantes olvidados que encontraba sobre los muebles. Sidonie, que detestaba las situaciones francas, y que jamás confesaba sus cortesías, acabó por prestarle las llaves de su piso, ciertos días, diciéndole que se quedaría hasta el día siguiente en el campo. Maxime hablaba de amigos que tenía que recibir y a los que no se atrevía a llevar a casa de su padre. Fue en el entresuelo de la calle del faubourg Poissonnière donde pasó varias noches con la pobre muchacha que tuvieron que mandar al campo. Sidonie le prestaba dinero a su sobrino, desfallecía ante él, murmurando con voz suave que «no tenía un vello, era rosado como un amor».

Entre tanto Maxime había crecido. Era, ahora, un joven delgado y guapo, que había conservado las mejillas rosadas y los ojos azules del niño. Su pelo ensortijado acababa de darle esa «pinta de chica» que encantaba a las señoras. Se parecía a la pobre Angèle, con su dulce mirada, su rubia palidez. Pero ni siquiera valía lo que aquella mujer indiferente e inútil. La raza de los Rougon se afinaba en él, se volvía delicada y viciosa. Nacido de una madre demasiado joven, y aportando una singular mezcla, contrastada y como diseminada, de los furiosos apetitos de su padre y los abandonos, la molicie de su madre, era un producto defectuoso, en el cual los defectos de sus padres se completaban y empeoraban. Aquella familia vivía demasiado de prisa; se moría ya en esta criatura endeble, en la cual el sexo había debido de vacilar, y que no era ya una voluntad ávida de ganancias y de goces, como Saccard, sino una cobardía que engullía las fortunas hechas; hermafrodita extraño llegado en su hora a una sociedad que se pudría. Cuando Maxime iba al Bosque, entallado como una mujer, bailando levemente sobre la silla en la que lo balanceaba el leve galope de su caballo, era el dios de esa era, con sus caderas desarrolladas, sus largas manos finas, su aire enfermizo y picaruelo, su elegancia correcta y su jerga de los teatrillos. Se situaba, a los veinte años, por encima de todas las sorpresas y de todos los ascos. Y ciertamente había soñado con las indecencias menos usuales. El vicio no era en él un abismo, como en ciertos viejos, sino una floración natural y externa. Se ondulaba en sus cabellos rubios, sonreía en sus labios, lo vestía con sus ropas. Pero lo que tenía de más característico eran sobre todos los ojos, dos agujeros azules, claros y sonrientes, espejos de coquetas, detrás de los cuales se divisaba todo el vacío de un cerebro. Esos ojos de mujerzuela en venta no se bajaban jamás; perseguían el placer, un placer sin fatiga, al que se llama y que se recibe.

La eterna ráfaga de viento que entraba en el piso de la calle de Rivoli y hacía batir las puertas sopló más fuerte a medida que Maxime creció, que Saccard amplió el círculo de sus operaciones, y que Renée puso más fiebre en su búsqueda de un goce desconocido.

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Aquellos tres seres acabaron llevando allí una existencia asombrosa de libertad y de locura. Fue el fruto maduro y prodigioso de una época. La calle subía al piso, con su rodar de carruajes, su trato con desconocidos, su licencia de palabras. El padre, la madrastra, el hijastro, obraban, hablaban, se ponían a sus anchas, como si cada cual hubiera estado solo, soltero. Tres compañeros, tres estudiantes que compartiesen el mismo cuarto amueblado, no habrían dispuesto de ese cuarto con mas desparpajo para instalar en él sus vicios, su amores, sus alegrías ruidosas de pilluelos crecidos. Se aceptaban con apretones de mano, sin parecer sospechar las razones que los reunían bajo el mismo techo, se trataban bruscamente, jovialmente, adoptando así cada uno absoluta independencia. La idea de familia era sustituida entre ellos por una especie de comandita en la que los beneficios se repartían a partes iguales; cada cual sacaba su propia parte de placer, y estaba tácitamente convenido que cada uno se comería esa parte como le pareciera. Llegaron a tomarse sus diversiones unos delante de otros, a exhibirlas, a contarlas, sin despertar otra cosa que un poco de envidia y de curiosidad.

Ahora, Maxime instruía a Renée. Cuando iba al Bosque con ella, le contaba historias sobre las fulanas que los entretenían mucho. No podía aparecer a orillas del lago una recién llegada sin que él se pusiera en campaña para informarse del nombre de su amante, la renta que le pasaba, la forma en que vivía. Conocía los hogares de esas damas, sabía detalles íntimos, era un auténtico catálogo vivo, en el cual todas las daifas de París estaban numeradas, con un informe completísimo sobre cada una de ellas. Esta gaceta escandalosa hacía las delicias de Renée. En Longchamp, los días de carreras, cuando ella pasaba en su calesa, escuchaba con avidez, aunque mirando desde su altura de mujer del verdadero gran mundo, cómo Blanche Muller engañaba a su agregado de embajada con su peluquero; o cómo el pequeño barón había encontrado al conde en calzoncillos en la alcoba de una celebridad flaca, de cabellos rojos, a quien llamaban la Gamba. Cada día aportaba su cotilleo. Cuando la historia era cruda en exceso, Maxime bajaba la voz, pero llegaba hasta el final. Renée abría mucho los ojos como un niño a quien le cuentan una buena broma, retenía sus risas, luego las ahogaba en un pañuelo bordado, que apoyaba delicadamente en los labios.

Maxime aportaba también fotografías de estas damas. Tenía retratos de actrices en todos los bolsillos, y hasta en la cigarrera. A veces se desembarazaba de ellos, ponía a las señoras en el álbum que rodaba por los muebles del salón, y que contenía ya los retratos de las amigas de Renée. También había fotografías de hombres, los señores De Rozan, Simpson, De Chibray De Mussy, así como actores, escritores, diputados, que habían ido no se sabe cómo a engrosar la colección. Mundo singularmente mezclado, imagen del barullo de ideas y de personajes que cruzaba por las vidas de Renée y Maxime. Este álbum, cuando llovía, cuando se aburrían, era un gran tema de conversación. Acababa siempre por caer en sus manos. La joven lo abría bostezando, quizá por centésima vez. Después la curiosidad se

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despertaba, y el joven iba a acodarse detrás de ella. Entonces había largas discusiones sobre el pelo de la Gamba, la papada de la señora De Meinhold, los ojos de la señora De Lauwerens, los pechos de Blanche Muller, la nariz de la marquesa que era un poco torcida, la boca de la pequeña Sylvia, célebre por sus labios demasiado gruesos. Comparaban a las mujeres entre sí.

—Yo, si fuera hombre —decía Renée—, elegiría a Adeline.—¡Es que no conoces a Sylvia! —respondía Maxime—. ¡Es de un

gracioso!... Yo prefiero a Sylvia.Las páginas pasaban; a veces aparecía el duque de Rozan, o

mister Simpson, o el conde de Chibray, y él agregaba bromeando: —Además, tú tienes el gusto estropeado, es bien sabido...

¿Habráse visto cosa más tonta que la cara de estos señores? Rozan y Chibray se parecen a Gustave, mi peluquero.

Renée se encogía de hombros, como para indicar que la ironía no la afectaba. Continuaba abstrayéndose con el espectáculo de los semblantes palidecidos, sonrientes o ariscos que contenía el álbum; se detenía más tiempo en los retratos de las daifas, estudiaba con curiosidad los detalles exactos y microscópicos de las fotografías, las arruguitas, los pelillos. Un día incluso mandó traer una potente lupa, al haber creído distinguir un pelo en la nariz de la Gamba. Y en efecto, la lupa mostró un ligero hilo de oro que se había extraviado de las cejas y había descendido hasta el centro de la nariz. Ese pelo les divirtió mucho tiempo. Durante una semana, las señoras que aparecieron tuvieron que asegurarse de la existencia del pelo. La lupa sirvió desde entonces para mirar con detalle las caras de las mujeres. Renée hizo descubrimientos asombrosos; encontró arrugas ignoradas, pieles toscas, agujeros mal tapados por los polvos de arroz. Y Maxime acabó por esconder la lupa, declarando que no había que asquearse así del semblante humano. La verdad era que Renée sometía a un examen demasiado riguroso los gruesos labios de Sylvia, por quien él sentía particular cariño. Inventaron un nuevo juego. Hacían la pregunta: «¿Con quién pasaría de buen grado una noche?» y abrían el álbum, que estaba encargado de la respuesta. Esto producía acoplamientos muy divertidos. Las amigas jugaron a ello varias veladas. Renée estuvo así emparejada sucesivamente con el arzobispo de París, con el barón de Gouraud, con el señor De Chibray, lo cual hizo reír mucho, y con su propio marido, lo cual la desoló. En cuanto a Maxime, fuera por azar, fuera por malicia de Renée que abría el álbum, caía siempre con la marquesa. Pero nunca se reían tanto como cuando la suerte emparejaba a dos hombres o a dos mujeres.

La camaradería de Renée y Maxime llegó tan lejos que ella le contó sus penas de amor. El la consolaba, le daba consejos. Su padre no parecía existir. Después, acabaron haciéndose confidencias sobre su juventud. Era sobre todo durante sus paseos por el Bosque cuando sentían una vaga languidez, una necesidad de contarse cosas difíciles de decir, y que uno no cuenta. Esa alegría que los niños experimentan al hablar en voz baja de cosas prohibidas, esa

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atracción que sienten un joven y una muchacha al descender juntos al pecado, sólo con palabras, los devolvían sin cesar a los temas escabrosos. Disfrutaban hondamente con ellos, con una voluptuosidad que no se reprochaban, que saboreaban, muellemente tumbados en los dos rincones de su carruaje, como compañeros que recuerdan sus primeras correrías. Acabaron por convertirse en fanfarrones de las malas costumbres. Renée confesó que en el internado las chiquillas eran muy procaces. Maxime la superó y se atrevió a contar algunas vergüenzas del internado de Plassans.

—¡Ah!, yo, no puedo decir... —murmuraba Renée.Después se inclinaba a su oreja, como si el mero sonido de su voz

la hiciera ruborizarse, y le contaba una de esas historias de convento que circulan por las canciones obscenas. El tenía una colección demasiado rica de anécdotas de este género para quedarse atrás. Le canturreaba al oído cuplés muy crudos. Y entraban poco a poco en un estado de beatitud particular, acunados por todas esas ideas carnales que removían, cosquilleados por pequeños deseos que no se formulaban. El carruaje rodaba suavemente, regresaban con una deliciosa fatiga, más cansados que al día siguiente de una noche de amor. Habían hecho el mal, como dos mozalbetes que se van de juerga sin la querida y que se contentan con sus mutuos recuerdos.

Entre padre e hijo existían una familiaridad, un abandono aún mayores. Saccard había comprendido que un gran financiero tiene que amar a las mujeres y hacer algunas locuras por ellas. Su amor era más brutal, prefería el dinero; pero entró en su programa frecuentar las alcobas, diseminar billetes de banco sobre ciertas chimeneas, colocar de vez en cuando a una mujerzuela famosa como un rótulo dorado en sus especulaciones. Después de que Maxime dejara el internado, se encontraron en casa de las mismas damas, y se rieron de ello. Incluso fueron un poco rivales. A veces, cuando el joven cenaba en la Maison d'Or, con alguna pandilla alborotadora, oía la voz de Saccard en un reservado contiguo.

—¡Hombre! ¡Papá está ahí al lado! —exclamaba con la mueca que imitaba de los actores de moda.

E iba a llamar a la puerta del reservado, curioso por ver la conquista de su padre.

—¡Ah, eres tú! —decía éste en tono regocijado—. Entra, entra. Armáis un alboroto que no hay quien se entienda. ¿Con quién estás?

—Pues está Laure de Aurigny, Sylvia, la Gamba, y otras dos más, creo. Son asombrosas: meten los dedos en las fuentes y nos tiran puñados de ensalada a la cabeza. Tengo todo el traje lleno de aceite.

El padre reía, la cosa le parecía divertidísima.—¡Ah!, los jóvenes, los jóvenes —murmuraba—. No es como

nosotros, ¿verdad, gatita? Hemos comido tan tranquilos, y ahora nos vamos a la camita.

Y cogía la barbilla de la mujer que tenía a su lado, le hacía arrumacos con su gangueo provenzal, lo cual producía una extraña música amorosa.

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—¡Oh, que viejo tonto!... —exclamaba la mujer—. Hola, Maxime. Tengo que quererle mucho a usted, ¿eh?, para acceder a cenar con el tunante de su padre... Ya no se le ve el pelo. Venga mañana temprano... No, en serio, tengo algo que decirle.

Saccard acababa un helado o una fruta, a bocaditos, con beatitud. Besaba el hombro de la mujer, decía con gracia:

—Muy bien, cariñitos, si os estorbo, me marcho... Llamaréis cuando se pueda entrar.

Después se llevaba a la dama o a veces se iba con ella a unirse al alboroto del salón contiguo. Maxime y él compartían los mismos hombros; sus manos se encontraban en torno a las mismas cinturas. Se llamaban desde los divanes, se contaban en voz alta las confidencias que las mujeres les hacían al oído. Y llevaban su intimidad a conspirar juntos para arrebatar a la compañía la rubia o la morena que uno de ellos había elegido.

Eran muy conocidos en Mabille15. Iban allá del bracete, a la salida de alguna buena cena, daban una vuelta por el jardín, saludando a las mujeres, lanzándoles una frase al pasar. Se reían en alto, sin soltarse del brazo, se prestaban ayuda si era preciso en las conversaciones demasiado fogosas. El padre, muy ducho en este punto, discutía ventajosamente los amores del hijo. A veces se sentaban, bebían con una pandilla de mujerzuelas. Luego cambiaban de mesa, reanudaban sus paseos. Y hasta medianoche se les veía, siempre del brazo como amigos, perseguir faldas, a lo largo de los senderos amarillos, bajo la llama cruda de los reverberos de gas.

Cuando volvían a casa, traían de fuera, en sus trajes, un poco de las mujeres que acababan de dejar. Sus contoneos, el resto de ciertas frases atrevidas y de ciertos gestos canallas, llenaban el piso de la calle de Rivoli con un aroma de alcoba equívoca. La forma muelle y abandonada en que el padre daba la mano al hijo hablaba por sí sola de de dónde venían. Era en esta atmósfera donde Renée respiraba sus caprichos, sus ansiedades sensuales. Se burlaba de ellos embromaba nerviosamente.

—¿De dónde venís? —les decía—. Oléis a pipa y a almizcle... Voy a tener jaqueca, seguro.

Y el olor extraño, en efecto, la turbaba profundamente. Era el perfume persistente de aquel singular hogar doméstico.

Mientras tanto a Maxime le entró una gran pasión por la pequeña Sylvia. Aburrió a su madrastra varios meses con aquella chica. Renée la conoció pronto de cabo a rabo, de la planta de los pies a la punta del pelo. Tenía una señal azulada en la cadera; nada más adorable que sus rodillas, sus hombros tenían la particularidad de que sólo el izquierdo presentaba un hoyuelo. Maxime ponía cierta malicia en ocupar sus paseos con las perfecciones de su amante. Una tarde, al regresar del Bosque, los carruajes de Renée y de Sylvia, atrapados en un atasco, tuvieron que detenerse uno al lado de otro en los Campos Elíseos. Las dos mujeres se miraron con aguda curiosidad,

15 El bal Mabille era un baile popular al aire libre, cerca del rond-point de los Campos Elíseos.

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mientras Maxime, encantado con esta situación crítica, reía burlón. Cuando la calesa se puso en marcha, viendo que su madrastra guardaba un sombrío silencio, creyó que estaba de morros y se esperó una de las escenas maternales, una de las extrañas regañinas con que ocupaba a veces sus hastíos.

—¿Conoces al joyero de esa señora? —le pregunto ella abruptamente, en el momento en que llegaban a la plaza de la Concordia.

—¡Sí, por desgracia! —respondió él con una sonrisa—; le debo diez mil francos... ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. —Después, al cabo de un nuevo silencio—: Llevaba un brazalete precioso, el de la mano izquierda... Me habría gustado verlo de cerca.

Regresaban a casa. No dijo más. Sólo que al día siguiente, en el momento en que Maxime y su padre iban a salir juntos, se llevó al joven aparte y le habló bajito, con aire cohibido, con una linda sonrisa que pedía gracia. Él pareció sorprendido y se marchó, riendo con su aire maligno. Por la noche, trajo el brazalete de Sylvia, que su madre le había suplicado que le enseñase.

—Aquí está la cosa —dijo—. Uno se haría ladrón por usted, madrastra.

—¿No te vio cogerlo? —preguntó Renée, que examinaba ávidamente la joya.

—No creo... Se lo ha puesto ayer, no querrá seguramente ponérselo hoy.

Mientras tanto la joven se había acercado a la ventana. Se había puesto el brazalete. Tenía la muñeca un poco levantada, dándole lentas vueltas, arrobada, repitiendo:

—¡Oh! Muy bonito, bonitísimo... Sólo que las esmeraldas no me gustan mucho.

En ese momento entró Saccard, y como ella seguía con la muñeca levantada, a la blanca claridad de la ventana:

—¡Hombre! —exclamó asombrado—. ¡El brazalete de Sylvia! —¿Conoce usted esta joya? —dijo ella, más incómoda que él, sin

saber qué hacer con el brazo.Saccard se había recobrado; amenazó a su hijo con el dedo,

murmurando:—¡Este pícaro lleva siempre fruta prohibida en los bolsillos!... Un

día de estos nos traerá el brazo de la dama con el brazalete. —¡Oh!, no soy yo —respondió Maxime con taimada cobardía—. Es

Renée que ha querido verlo.—¡Ah! —se contentó con decir el marido. Y miró a su vez la joya,

repitiendo como su mujer—: Es muy bonito, bonitísimo.Después se marchó tan tranquilo, y Renée regañó a Maxime por

haberla vendido así. Pero ¡él afirmó que a su padre le traía sin cuidado! Entonces ella le devolvió el brazalete, añadiendo:

—Pasa por el joyero, y encárgame uno igualito, y di sólo que sustituyan las esmeraldas por zafiros.

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Saccard no podía conservar mucho tiempo cerca de él una cosa o una persona sin querer venderla, sacar de ella cualquier beneficio. Su hijo no contaba aún veinte años y ya pensaba en utilizarlo. Un chico guapo, sobrino de un ministro, hijo de un gran financiero, debía de ser fácil de colocar. Era un poco joven, sí, pero siempre se podría buscarle una mujer y una dote, a reserva de dar largas a la boda, o de apresurarla, según los problemas de dinero en casa. Tuvo buena suerte. Encontró, en un consejo de vigilancia del que formaba parte, a un hombre alto y guapo, el señor De Mareuil, que, en dos días, le perteneció. El señor De Mareuil era un ex refinador de Le Havre, apellidado Bonnet. Tras haber amasado una gran fortuna, se había casado con una jovencita noble, también muy rica, que buscaba un imbécil de gran aspecto. Bonnet consiguió adoptar el apellido de su mujer, lo cual constituyó para él una primera satisfacción de orgullo; pero su matrimonio le había dado una ambición loca, y soñaba con pagarle a Hélène su nobleza adquiriendo una elevada posición política. Desde ese momento, metió dinero en los nuevos periódicos, compró grandes propiedades en lo más remoto de Nièvre, se preparó con todos los medios conocidos una candidatura para el Cuerpo legislativo. Hasta entonces, había fracasado, sin perder nada de su solemnidad. Era el cerebro más increíblemente huero que encontrarse pueda. Tenía una facha soberbia, la cara blanca y pensativa de un gran estadista; y, como escuchaba de forma maravillosa, con miradas profundas, una calma majestuosa en el rostro, se podía creer en un prodigioso laboreo interno de comprensión y deducción. Seguramente no pensaba en nada. Pero conseguía turbar a la gente, que no sabía si se las veía con un hombre superior o con un imbécil: el señor De Mareuil se aferró a Saccard como a una tabla de salvación. Sabía que iba a quedar libre una candidatura oficial en Nièvre, y deseaba ardientemente que el ministro lo nombrase; era su última baza. Por ello se entregó atado de pies y manos al hermano del ministro. Saccard, que olfateaba un buen negocio, lo indujo a la idea de una boda entre su hija Louise y Maxime. El otro se deshizo en efusiones, creyó haber sido el primero en tener la idea de esa boda, se consideró muy dichoso de entrar en la familia de un ministro y de entregar a Louise a un joven que parecía tener las más prometedoras esperanzas.

Louise tendría, decía su padre, un millón de dote. Contrahecha, fea y adorable, estaba condenada a morir joven; una enfermedad del pecho la minaba sordamente, le daba una alegría nerviosa, una gracia acariciadora. Las niñas enfermas envejecen pronto, se hacen mujeres antes de tiempo. Louise tenía una ingenuidad sensual, parecía nacida a los quince años, en plena pubertad. Cuando su padre, aquel coloso sano y bruto, la miraba, no podía creer que fuese su hija. Su madre, mientras vivió, era igualmente una mujer alta y fuerte; pero corrían sobre su memoria historias que explicaban el encanijamiento de aquella niña, sus trazas de bohemia millonaria, su fealdad viciosa y encantadora. Se decía que Hélène de Mareuil había

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muerto en el más vergonzoso desenfreno. Los placeres la habían roído como una úlcera, sin que su marido advirtiese la locura lúcida de su mujer, a quien habría debido encerrar en una casa de salud. Gestada en aquel vientre enfermo, Louise había salido con una sangre pobre, los miembros desviados, el cerebro atacado, la memoria ya llena de una vida sucia. A veces, creía recordar confusamente otra existencia, veía desarrollarse, en una sombra vaga, escenas extrañas, hombres y mujeres que se abrazaban, todo un drama carnal con el que se divertían sus curiosidades de niña. Era su madre que hablaba en ella. Su puerilidad continuaba aquel vicio. A medida que crecía, nada le extrañaba, se acordaba de todo, o mejor sabía todo, e iba hacia las cosas prohibidas con una seguridad de pulso que la hacía parecerse, en la vida, a una persona que regresa a casa tras una larga ausencia, y que no tiene sino que alargar el brazo para estar a sus anchas y disfrutar de la mansión. Aquella singular criatura cuyos malignos instintos halagaban los de Maxime, pero que además tenía una inocencia en su descaro, una picante mezcla de niñería y de atrevimiento, en esta segunda vida que revivía virgen con su ciencia y su vergüenza de mujer hecha y derecha, iba a acabar por agradar al joven y parecerle mucho más divertida incluso que Sylvia, corazón de usurero, hija de un honrado papelero, y horriblemente burguesa en el fondo.

La boda se concertó entre risas, y decidieron que dejarían crecer a los «chicos». Las dos familias vivían en estrecha amistad. El señor De Mareuil impulsaba su candidatura. Saccard acechaba a su presa. Quedó entendido que Maxime metería, en la canastilla de boda, su nombramiento de auditor del Consejo de Estado.

Entre tanto la fortuna de los Saccard parecía en su apogeo. Ardía en pleno París como una fogata colosal. Era la hora en que la jauría violenta llena un rincón del bosque con el ladrido de los perros, el restallar de los látigos, el llamear de las antorchas. Los apetitos desatados se contentaban al fin, en la imprudencia del triunfo, con el ruido de los barrios derribados y de las fortunas edificadas en seis meses. La ciudad no era ya sino un gran desenfreno de millones y de mujeres. El vicio, llegado de arriba, corría por los arroyos, se desplegaba en los estanques, ascendía en los surtidores de los jardines, para caer sobre los tejados, en lluvia fina y penetrante. Y parecía, de noche, cuando uno pasaba por los puentes, que el Sena arrastrase, en medio de la ciudad dormida, las basuras de la ciudad, migajas caídas de la mesa, lazos de encaje dejados en los divanes, cabelleras olvidadas en los simones, billetes de banco deslizados en los corpiños, todo cuanto la brutalidad del deseo y la satisfacción inmediata del instinto arrojan a la calle, tras haberlo roto y mancillado. Entonces, en el sueño febril de París, y mejor aún que en su búsqueda jadeante a plena luz, se notaba el desequilibrio cerebral, la pesadilla dorada y voluptuosa de una ciudad enloquecida por su oro y por su carne. Hasta medianoche los violines cantaban; después las ventanas se apagaban, y las sombras descendían sobre la ciudad. Era como una alcoba colosal donde se hubiera soplado la

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última bujía, apagado el último pudor. Ya sólo había, en el fondo de las tinieblas, un gran estertor de amor furioso y cansado; mientras, las Tullerías, a orillas del agua, alargaban sus brazos en la oscuridad, como para un enorme abrazo.

Saccard acababa de construir su palacete del parque Monceau en un solar robado a la Villa. Se había reservado, en el primer piso, un soberbio despacho, de palisandro y oro, con altas vitrinas de biblioteca, llenas de legajos, donde no se veía un libro; la caja de caudales, hundida en la pared, era profunda como una alcoba de hierro, grande como para que allí durmiesen los amores de mil millones. Su fortuna se dilataba allí, se desplegaba insolentemente. Todo parecía salirle bien. Cuando dejó la calle de Rivoli, aumentando su tren de vida, duplicando sus gastos, habló a sus familiares de considerables ganancias. Según él, su asociación con los señores Mignon y Charrier le aportaba enormes beneficios; sus especulaciones con los inmuebles iban aún mejor; en cuanto al Crédito Vitícola, era una vaca lechera inagotable. Tenía una forma de enumerar sus riquezas que aturdía a los oyentes y les impedía ver con claridad. Su gangueo de provenzal se redoblaba; disparaba, con sus frases cortas y sus gestos nerviosos, fuegos de artificio, en los que los millones ascendían como cohetes, y que terminaban por deslumbrar a los más incrédulos. A esta mímica turbulenta de hombre rico debía en buena parte la reputación de afortunado jugador que había adquirido. A decir verdad, nadie le conocía un capital neto y sólido. Sus diferentes socios, forzosamente al tanto de su situación respecto a ellos, se explicaban su fortuna colosal creyendo en su suerte absoluta en las otras especulaciones, las que ellos no conocían. Gastaba una barbaridad de dinero; el chorro de su caja continuaba, sin que se hubieran descubierto aún las fuentes de ese oro. Era la pura demencia, la furia del dinero, los puñados de luises tirados por las ventanas, la caja de caudales vaciada cada tarde hasta el último céntimo, que se llenaba por la noche sin saber cómo, y que jamás proporcionaba sumas más fuertes que cuando Saccard pretendía haber perdido las llaves.

En esta fortuna, que tenía los clamores y los desbordamientos de un torrente en invierno, la dote de Renée se encontraba sacudida, arrastrada, anegada. La joven, desconfiada los primeros días, deseosa de administrar sus bienes por sí misma, pronto se cansó de los negocios; después se sintió pobre al lado de su marido y, como las deudas la aplastaban, tuvo que recurrir a él, pedirle dinero prestado, atenerse a su voluntad. A cada nueva cuenta, que él pagaba con una sonrisa de hombre tierno con las debilidades humanas, ella se entregaba un poco más, le confiaba títulos de renta, lo autorizaba a vender esto o aquello. Cuando fueron a habitar en el palacete del parque Monceau, se encontraba ya casi enteramente despojada. Él había sustituido al Estado y le pasaba la renta de los cien mil francos procedentes de la calle de la Pépinière; por otra parte, le había hecho vender la finca de Sologne, para meter el dinero en un gran negocio, una soberbia inversión, decía. Ella no

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tenía pues entre las manos más que los terrenos de Charonne, que se negaba obstinadamente a enajenar, para no entristecer a la excelente ría Elisabeth. Y también en esto preparaba él un golpe genial, con la ayuda de su antiguo cómplice Larsonneau. Por lo demás, le estaba agradecida; si le había cogido su fortuna, le pagaba cinco o seis veces sus ingresos. La renta de los cien mil francos, unida al producto del dinero de Sologne, ascendía apenas a nueve o diez mil francos, lo justo para liquidar a su lencera y su zapatero. Le daba o daba por ella quince y veinte veces esa miseria. Habría trabajado ocho días para robarle cien francos, y la mantenía regiamente. Por ello, como todo el mundo, ella sentía respeto por la caja monumental de su marido, sin tratar de penetrar en la nada de ese río de oro que pasaba ante sus ojos, y al cual se arrojaba cada mañana.

En el parque Monceau, fue la crisis loca, el triunfo fulgurante. Los Saccard doblaron el número de carruajes y de troncos; tuvieron un ejército de criados, a quienes vistieron con librea azul oscura, calzones crema y chaleco de listas negras y amarillas, colores un poco severos que el financiero había elegido para parecer totalmente serio, uno de sus sueños más acariciados. Pusieron su lujo en la fachada y abrieron las cortinas, los días de grandes cenas. La ráfaga de viento de la vida contemporánea, que había hecho batirlas puertas del primer piso de la calle de Rivoli, se había convertido, en el palacete, en un verdadero huracán que amenazaba con llevarse los tabiques. En medio de aquellos aposentos principescos, a lo largo de las barandillas doradas, sobre las alfombras de alta lana, en aquel mágico palacio de nuevo rico, se arrastraba el olor de Mabille, danzaban los contoneos de las cuadrillas de moda, toda la época pasaba con su risa loca e idiota, su eterna hambre y su eterna sed. Era la casa equívoca del placer mundano, del placer impudente que arranca las ventanas para imponer a los transeúntes en las confidencias de las alcobas. El marido y la mujer vivían allí libremente, ante los ojos del servicio. Se habían repartido la vivienda, acampaban en ella, sin tener pinta de estar en su casa, como arrojados, al final de un viaje tumultuoso y ensordecedor, a algún regio hotel amueblado, donde sólo habían tenido el tiempo de deshacer sus baúles, para correr más de prisa a los placeres de una ciudad nueva. Se alojaban allí por la noche, sin permanecer en casa más que los días de grandes cenas, arrastrados por una carrera continua a través de París, volviendo a veces para una hora, como quien entra en una habitación de hotel, entre dos excursiones. Renée se sentía allí más inquieta, más nerviosa; sus faldas de seda se deslizaban con silbidos de culebra sobre las espesas alfombras, a lo largo del raso de los confidentes; la irritaban los imbéciles dorados que la rodeaban, los altos techos vacíos donde sólo quedaban, tras las noches de fiesta, las risas de jóvenes bobos y las sentencias de viejos bribones; y habría deseado, para llenar ese lujo, para poblar ese resplandor, una diversión soberbia que su curiosidad buscaban en vano por todos los rincones del palacete, en la salita del color de

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sol, en el invernadero de carnosa vegetación. En cuanto a Saccard, palpaba su sueño; recibía a las altas finanzas, al señor Toutin-Laroche, al señor De Lauwerens; recibía también a los grandes políticos, al barón de Gouraud, al diputado Haffner; su hermano, el ministro, había tenido a bien ir dos o tres veces a consolidar su posición con su presencia. No obstante, como su mujer, sentía ansiedades nerviosas, una inquietud que daba a su risa un extraño sonido de vidrios rotos. Se volvía tan turbulento, tan agitado, que sus conocidos decían de él: «¡Ese diablo de Saccard! Gana demasiado dinero, ¡se volverá loco!». En 1860 lo habían condecorado, a consecuencia de un misterioso favor que le había hecho al prefecto, sirviendo de testaferro a una dama en una venta de terrenos.

Fue por la época de su instalación en el parque Monceau cuando una aparición pasó por la vida de Renée, dejándole una impresión imborrable. Hasta entonces, el ministro se había resistido a las súplicas de su cuñada, que se moría de ganas de ser invitada a los bailes de la corte. Cedió, por fin, creyendo la fortuna de su hermano definitivamente asentada. Durante un mes, Renée no durmió. Llegó el gran sarao y estaba toda temblorosa, en el coche que la llevaba a las Tullerías.

Vestía un traje prodigioso de gracia y originalidad, un auténtico hallazgo que se le había ocurrido en una noche de insomnio y que tres operarios de Worms habían venido a ejecutar en su casa, ante sus ojos. Era un sencillo vestido de gasa blanca, pero guarnecido por multitud de volantitos recortados y bordeados por un ribete de terciopelo negro. El cuerpo, de terciopelo negro, tenía un escote cuadrado, muy bajo sobre el pecho, enmarcado por un fino encaje, de apenas un dedo de alto. Ni una flor, ni un trocito de cinta; en las muñecas, brazaletes sin un cincelado, y en la cabeza, una estrecha diadema de oro, un círculo liso que le ponía como una aureola.

Cuando estuvo en los salones y su marido la hubo dejado por el barón de Gouraud, experimentó un momentáneo embarazo. Pero los espejos, donde se veía adorable, la tranquilizaron en seguida, y estaba habituándose al aire cálido, al murmullo de las voces, a aquel tropel de fraques negros y de hombros blancos, cuando el emperador apareció. Cruzaba lentamente el salón, del brazo de un general grueso y bajo, que resoplaba como si tuviera una digestión difícil. Los hombros se alinearon en dos hileras, mientras los fraques negros retrocedían un paso, instintivamente, con aire discreto. Renée se encontró empujada al extremo de la fila de hombros, cerca de la segunda puerta, a la que el emperador se dirigía con pasos penosos y vacilantes. Lo vio así venir hacia ella, desde una puerta a otra.

Llevaba frac, con la banda roja del gran cordón. Renée, invadida por la emoción, veía mal, y aquella mancha sangrienta le parecía salpicar todo el pecho del príncipe. Le pareció bajito, con piernas demasiado cortas, la cintura floja; pero estaba fascinada y lo veía guapo, con su rostro pálido, sus párpados pesados y plomizos que caían sobre los ojos muertos. Bajo el bigote, la boca se abría

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blandamente, mientras que sólo la nariz era huesuda en toda la cara disuelta.

El emperador y el viejo general seguían avanzando a pequeños pasos, pareciendo sostenerse, lánguidos, vagamente sonrientes. Miraban a las damas inclinadas, y sus ojeadas iban de la derecha a la izquierda; se deslizaban por los corpiños. El general se inclinaba, decía una frase a su amo, le apretaba el brazo con un aire de alegre compañero. Y el emperador, mudo y disimulado, más apagado aún que de costumbre, seguía acercándose con su paso arrastrado.

Estaban en el centro del salón cuando Renée sintió que sus miradas se clavaban en ella. El general la miraba con la boca abierta, mientras que el emperador, alzando a medias los párpados, tenía destellos leonados en la vacilación gris de sus ojos turbios. Renée, desconcertada, bajó la cabeza, se inclinó, no vio más que los rosetones de la alfombra. Pero seguía su sombra, comprendió que se detenían unos segundos delante de ella. Y creyó oír al emperador, ese soñador equívoco, que murmuraba, mirándola hundida en su falda de muselina estriada de terciopelo:

—Fíjese, general, una flor que coger, un misterioso clavel blanco veteado de negro.

Y el general respondió, con voz más brutal:—Sire, ese clavel iría endiabladamente bien en nuestros ojales. Renée levantó la cabeza. La aparición había desaparecido, una

riada de gente se agolpaba en la puerta. Después de ese sarao regresó a menudo a las Tullerías, tuvo incluso el honor de ser piropeada en voz alta por Su Majestad y de convertirse, en parte, en amiga suya; pero recordó siempre la marcha lenta y pesada del príncipe por el centro del salón, entre las dos hileras de hombros; y, cuando saboreaba alguna nueva alegría con la fortuna creciente de su marido, volvía a ver al emperador dominando los pechos inclinados, llegando a ella, comparándola con un clavel que el viejo general le aconsejaba ponerse en el ojal. Fue, para ella, la nota aguda de su vida.

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Capítulo IV

El deseo neto y punzante que había embargado el corazón de Renée, entre los perfumes turbadores del invernadero, mientras Maxime y Louise reían en un confidente de la salita botón de oro, pareció borrarse como una pesadilla de la que no queda sino un vago escalofrío. La joven había conservado, toda la noche, la amargura de la Tanguinia; le parecía, al sentir el escozor de la hoja maldita, que una boca de llamas se posaba en la suya, le insuflaba un amor devorador. Después esa boca se le escapaba, y su sueño se anegaba en grandes oleadas de sombra que rodaban sobre ella.

Por la mañana durmió un poco. Cuando se despertó se creyó enferma. Mandó correr las cortinas, habló a su médico de náuseas y de dolores de cabeza, se negó rotundamente a salir durante unos días. Y como se creía asediada, condenó su puerta. En vano acudió Maxime a llamar a ella. Él no dormía en el palacete, para disponer más libremente de sus habitaciones; por lo demás, llevaba la vida más nómada del mundo, alojándose en las casas nuevas de su padre, eligiendo la planta que le agradaba, mudándose todos los meses, a menudo por capricho, a veces para dejar sitio a inquilinos serios. Estrenaba las casas en compañía de alguna amante. Habituado a los caprichos de su madrastra, fingió una gran compasión y subió cuatro veces diarias a pedir noticias suyas con semblante desolado, únicamente para burlarse de ella. Al tercer día la encontró en el saloncito, rosada, sonriente, con aire tranquilo y reposado.

—¿Qué? ¿Te has divertido mucho con Céleste? —le preguntó, aludiendo al largo mano a mano que acababa de tener con su doncella.

—Sí —respondió ella—; es una chica valiosísima. Tiene siempre las manos heladas; me las ponía en la frente y calmaba un poco mi pobre cabeza.

—¡Todo un remedio, esa chica! —exclamó el joven—. Si alguna vez tuviera la desgracia de enamorarme, ¿me la prestarías, verdad?, para que me pusiera las dos manos en el corazón.

Bromearon, dieron su acostumbrado paseo por el Bosque. Transcurrieron quince días. Renée se había lanzado más locamente a su vida de visitas y bailes; su cabeza parecía haber girado una vez más, ya no se quejaba de hastío y de asco. Tan sólo se habría dicho que había tenido alguna secreta caída, de la que no hablaba, pero que demostraba con un desprecio más marcado por sí misma y con una depravación más atrevida en sus caprichos de gran mundana. Una tarde le confesó a Maxime que se moría de ganas de ir a un baile que Blanche Muller, una actriz en boga, daba a las princesas de

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las candilejas y a las reinas de la vida alegre. Esta confesión sorprendió y cohibió al propio joven, que, sin embargo, no tenía grandes escrúpulos. Quiso catequizar a su madrastra; realmente, aquél no era su sitio; no vería allí, por lo demás, nada muy divertido, y, además, si la reconocían, sería un escándalo. A todas estas buenas razones, ella respondía, las manos unidas, suplicando y sonriendo:

—Vamos, mi pequeño Maxime, sé amable. Quiero ir... Me pondré un dominó azul oscuro, no haremos más que cruzar los salones.

Cuando Maxime, que siempre acababa por ceder y que habría llevado a su madrastra a todos los lugares de mala nota de París, por poco que se lo rogase, hubo consentido en llevarla al baile de Blanche Muller, ella batió palmas como un niño a quien se le concede un recreo inesperado:

—¡Ah! ¡Qué amable eres! —dijo—. Es mañana, ¿verdad? Ven a buscarme temprano. Quiero ver llegar a esas señoras. Tú me las nombrarás, y nos divertiremos de lo lindo... —Reflexionó, después añadió—: No, no vengas. Espérame con un simón, en el bulevar Malesherbes. Saldré por el jardín.

Este misterio era un picante que añadía a su escapada; simple refinamiento de goce, pues aunque hubiera salido a medianoche, por la puerta principal, su marido ni siquiera habría sacado la cabeza por la ventana.

Al día siguiente, tras haber recomendado a Céleste que la esperara, cruzó, con escalofríos de exquisito miedo, las sombras negras del parque Monceau. Saccard había aprovechado su buena amistad con el ayuntamiento para hacer que le dieran la llave de una puertecita del parque, y Renée había querido igualmente tener una. Estuvo a punto de perderse; sólo encontró el simón gracias a los dos ojos amarillos de los faroles. En esa época, el bulevar Malesherbes, recién terminado, era aún, de noche, un verdadero desierto. La joven se deslizó en el carruaje, emocionadísima, con el corazón latiendo deliciosamente, como si fuera a una cita de amor. Maxime, con toda filosofía, fumaba, semidormido, en un rincón del simón. Quiso tirar el puro, pero ella se lo impidió y, cuando trataba de retenerle el brazo, en la oscuridad, le puso la mano en plena cara, lo cual los divirtió mucho a ambos.

—Te digo que me gusta el olor del tabaco —exclamó ella—. Conserva tu cigarro... Y además, esta noche vamos de juerga... Yo soy un hombre...

El bulevar no estaba aún iluminado. Mientras el simón bajaba hacia la Madeleine, estaba tan oscuro en el carruaje que no se veían. A veces, cuando el joven se llevaba el puro a los labios, un punto rojo agujereaba las espesas tinieblas. Ese punto rojo interesaba a Renée. Maxime, a quien el vuelo del dominó de raso negro había cubierto a medias, llenando el interior del simón, continuaba fumando en silencio, con aire aburrido. La verdad era que el capricho de su madrastra acababa de impedirle seguir al Café Anglais a una pandilla de damas, resueltas a comenzar y terminar allí el baile de

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Blanche Muller. Estaba huraño, y ella adivinó sus morros en la sombra.

—¿Estás indispuesto? —le preguntó. —No; tengo frío —respondió.—¡Vaya! Pues yo estoy ardiendo. Opino que aquí se ahoga uno...

Ponte el borde de mis enaguas sobre las rodillas.—¡Oh!, tus enaguas —murmuró él de mal humor—; estoy hasta

las narices de ellas.Pero esta frase le hizo reír y, poco a poco, se animó. Ella le contó

el miedo que acababa de pasar en el parque Monceau. Entonces le confesó otro de sus deseos: le hubiera gustado dar, de noche, por el laguito del parque, un paseo en la barca que veía desde sus ventanas, varada al borde de una avenida. Maxime opinó que se estaba poniendo elegíaca. El simón seguía rodando; las tinieblas eran profundas; se inclinaban el uno hacia el otro para oírse entre el ruido de las ruedas, rozándose con el gesto, sintiendo sus alientos tibios, a veces, cuando se acercaban demasiado. Y, a intervalos regulares, el puro de Maxime se reavivaba, manchaba la sombra de rojo, lanzando un pálido y rosado brillo sobre el rostro de Renée. Estaba adorable, vista a ese rápido resplandor, hasta el punto de que el joven quedó impresionado.

—¡Oh, oh! —dijo—. Parecemos muy guapa esta noche, madrastra... Veamos un poco.

Se acercó el puro, aspiró precipitadamente unas bocanadas. Renée, en su rincón, se encontró iluminada por una luz cálida y como jadeante. Se había alzado un poco la capucha. Su cabeza desnuda, cubierta por una lluvia de pequeños rizos, tocada con una simple cinta azul, parecía la de un auténtico chicuelo, por encima del gran ropón de raso negro que le subía hasta el cuello. Le pareció muy gracioso que la miraran y admiraran así, a la claridad de un puro. Se reclinaba hacia atrás con breves risitas, mientras él añadía con un aire de cómica gravedad:

—¡Diablos! Voy a tener que velar por ti, si quiero devolverte sana y salva a mi padre.

Mientras tanto, el simón rodeaba la Madeleine y se metía por los bulevares. Allí se llenó de resplandores danzantes, del reflejo de las tiendas, cuyos escaparates llameaban. Blanche Muller vivía a dos pasos, en una de las casas nuevas que se han edificado sobre los terrenos elevados de la calle Basse-du-Rempart. Todavía no había sino unos cuantos coches a la puerta. No eran mucho más de las diez. Maxime quería dar una vuelta por los bulevares, esperar una hora; pero Renée, cuya curiosidad despertaba, más viva, le declaró rotundamente que subiría sola si él no la acompañaba. La siguió, y estuvo encantado al encontrar arriba más gente de la que creía. La joven se había puesto el antifaz. Del brazo de Maxime, a quien daba en voz baja órdenes sin réplica, y que la obedecía dócilmente, fisgoneó por todas las estancias, levantó las puntas de los portiers, examinó el mobiliario, y habría llegado hasta a registrar los cajones de no haber temido que la vieran. El piso, muy rico, tenía rincones

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bohemios, en los que se reconocía a la mujer de teatro. Era sobre todo allí donde las naricillas rosadas de Renée se estremecían, y obligaba a su compañero a andar despacito, para no perderse nada de las cosas ni de su olor. Se abstrajo especialmente en un tocador, que Blanche Muller había dejado abierto de par en par pues cuando recibía, ofrecía a sus invitados incluso su alcoba, donde se arrinconaba la cama para instalar mesas de juego. Pero el tocador no la satisfizo; le pareció corriente e incluso un poco sucio, con su alfombra acribillada a pequeñas quemaduras redondas por puntas de cigarro, y sus cortinajes de seda azul manchados de cremas, salpicados de jabón. Después, cuando hubo inspeccionado bien el lugar y guardado los menores detalles de la vivienda en su memoria, para describirlos más adelante a sus íntimas, pasó a los personajes. A los hombres los conocía; eran, en su mayoría, los mismos financieros, los mismos políticos, los mismos jóvenes vividores que iban a sus jueves. Se creía en su salón, a veces, cuando se encontraba frente a un grupo de fraques sonrientes que la víspera tenían, en su casa, la misma sonrisa, al hablar con la marquesa de Espanet y con la rubia señora Haffner. Y cuando miraba a las mujeres, la ilusión no se desvanecía por completo. Laure de Aurigny iba de amarillo, como Suzanne Haffner, y Blanche Muller llevaba, como Adeline de Espanet, un traje blanco escotado hasta media espalda. Por fin, Maxime pidió clemencia, y ella accedió a sentarse con él en un confidente. Estuvieron allí un instante, el joven bostezando, la joven preguntándole los nombres de aquellas damas, desnudándolas con la mirada, contando los metros de encajes que llevaban en sus faldas. Al verla sumida en este grave estudio, Maxime acabó por escaparse, obedeciendo a una llamada que Laure de Aurigny le hacía con la mano. Esta bromeó con él sobre la mujer que llevaba del brazo. Luego le hizo jurar que iría a reunirse con ellos, hacia la una, en el Café Anglais.

—Estará tu padre —le gritó, en el momento en que él volvía con Renée.

Ésta se hallaba rodeada por un grupo de mujeres que reían muy fuerte, mientras el señor De Saffré había aprovechado el sitio que Maxime había dejado libre para deslizarse a su lado y decirle piropos de cochero. Después, el señor De Saffré, las mujeres, toda aquella gente había empezado a chillar, a golpearse los muslos, tanto que Renée, con los oídos destrozados, bostezando a su vez, se levantó diciendo a su compañero:

—Vámonos, ¡son demasiado idiotas!Cuando salían entró el señor De Mussy. Pareció encantado de

encontrar a Maxime, y sin fijarse en la mujer enmascarada que estaba con él:

—¡Ay, amigo mío! —murmuró con aire lánguido—, me matará. Sé que se encuentra mejor, pero me sigue cerrando su puerta. Dígale que me ha visto con los ojos llenos de lágrimas.

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—Puede estar tranquilo, le daré el recado —dijo el joven con una risa singular. —Y en la escalera—: ¿Qué, madrastra? ¿No te ha conmovido ese pobre chico?

Ella se encogió de hombros, sin responder. Abajo, en la acera, se detuvo antes de subir al simón, que los había esperado, mirando con aire vacilante hacia la Madeleine y el bulevar de los Italianos. Eran apenas las once y media, el bulevar estaba aún muy animado.

—Entonces, nos vamos a casa —murmuró con pena.—A menos que quieras seguir un instante los bulevares en coche

—respondió Maxime.Aceptó. Su placer de mujer curiosa le estaba saliendo mal, y se

desesperaba de volver así a casa, con una ilusión menos y un comienzo de jaqueca. Había creído durante mucho tiempo que un baile de actrices era terriblemente divertido. La primavera, como ocurre a veces en los últimos días de octubre, parecía haber regresado; la noche tenía tibiezas de mayo, y los escasos soplos fríos que pasaban ponían en la atmósfera una alegría más. Renée, con la cabeza en la portezuela, guardaba silencio, mirando el gentío, los cafés, los restaurantes, en una interminable fila que corría ante ella. Se había puesto muy seria, perdida en el fondo de esos vagos deseos que llenan las ensoñaciones femeninas. Aquella ancha acera barrida por los trajes de las mujeres, y donde las botas de los hombres sonaban con familiaridades especiales, aquel asfalto gris por donde le parecía que pasaba el galope de los placeres y los amores fáciles, despertaban sus deseos dormidos, le hacían olvidar aquel baile idiota del que salía, para dejarle entrever otras alegrías de más alto sabor. En las ventanas de los reservados de Brébant divisó sombras de mujeres sobre la blancura de las cortinas. Y Maxime le contó una historia muy atrevida, de un marido engañado que había sorprendido así, en una cortina, la sombra de su mujer en flagrante delito con la sombra de un amante. Ella apenas lo escuchaba. Él se aniñó, acabó por cogerle las manos, por reírse de ella, hablándole del pobre señor De Mussy.

Al volver, cuando pasaban por delante de Brébant:—¿Sabes —dijo ella de repente— que el señor De Saffré me ha

invitado a cenar esta noche?—¡Oh!, habrías comido mal —replicó él riendo—. Saffré no tiene

la menor imaginación culinaria. Está aún en la ensalada de bogavante.

—No, no; hablaba de ostras y de perdices frías... Pero me tuteaba, y eso me molestó... —Enmudeció, miró de nuevo al bulevar y agregó, tras un silencio, con aire desolado—: Lo peor es que tengo un hambre atroz.

—¿Cómo? ¿Tienes hambre? —exclamó el joven—. Pues muy sencillo, vamos a cenar juntos... ¿Quieres?

Lo dijo tan tranquilo, pero ella se negó al principio; aseguró que Céleste le había preparado un tentempié en el palacete. Mientras tanto, y no queriendo ir al Café Anglais, él había mandado detener el coche en la esquina de la calle Le Peletier, delante del restaurante

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del Café Riche; incluso había bajado ya, y como su madrastra vacilaba aún:

—Después de todo —dijo—, si tienes miedo de que te comprometa, dilo... Subiré al lado del cochero y te llevaré con tu marido.

Ella sonrió, bajó del simón con gestos de pájaro que teme mojarse las patas. Estaba radiante. Aquella acera que sentía bajo sus pies le calentaba los talones, le daba a flor de piel un delicioso escalofrío de miedo y de capricho satisfecho. Desde que el simón rodaba, sentía unas ganas locas de saltar a ella. La cruzó a pasitos, furtivamente, como si hubiera saboreado un placer más vivo al temer que la vieran. Su escapada se tornaba decididamente una aventura. Ciertamente, no lamentaba haber rechazado la invitación brutal del señor De Saffré. Pero habría vuelto a casa horriblemente a disgusto de no haber tenido Maxime la idea de hacerle probar la fruta prohibida. Éste subió la escalera con presteza, como si estuviera en su casa. Ella lo siguió resoplando un poco. Rondaban leves aromas de pescado y de caza, y la alfombra, que unas varillas de cobre tensaban sobre los peldaños, tenía un olor a polvo que redoblaba su emoción.

Cuando llegaron al entresuelo encontraron un camarero, de aire digno, que se pegó a la pared para dejarles paso.

—Charles —le dijo Maxime—, ¿nos servirá usted, verdad?... Dénos el salón blanco.

Charles se inclinó, subió algunos peldaños, abrió la puerta de un reservado. El gas estaba bajado, le pareció a Renée que penetraba en la media luz de un lugar sospechoso y encantador.

Un fragor continuo entraba por la ventana, de par en par, y sobre el techo, en los reflejos del café de abajo, pasaban las sombras rápidas de los paseantes. Pero, con un toque del pulgar, el camarero subió el gas. Las sombras del techo desaparecieron, el reservado se llenó de una luz cruda que cayó de plano sobre la cabeza de la joven. Se había echado ya la capucha hacia atrás. Los ricitos se habían despeinado un poco en el simón, pero la cinta azul no se había movido. Se puso a caminar, molesta por la forma en que Charles la miraba; tenía un guiño de ojos, un fruncir de párpados, para verla mejor, que significaba claramente: «He aquí una a quien aún no conozco».

—¿Qué le sirvo al señor? —preguntó en voz alta. Maxime se volvió hacia Renée.—La cena del señor De Saffré, ¿verdad? —dijo—. Ostras, una

perdiz... Y viendo sonreír al joven, Charles lo imitó, discretamente,

murmurando:—Entonces, la cena del miércoles, si le parece.—La cena del miércoles... —repetía Maxime. Después,

acordándose—: Sí, me da igual; dénos la cena del miércoles.Cuando el camarero hubo salido, Renée cogió sus quevedos y dio

curiosamente la vuelta al saloncito. Era una habitación cuadrada,

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blanca y oro, amueblada con coquetería de camarín. Amén de la mesa y las sillas, había un mueble bajo, una especie de consola, en la que se servía, y un ancho diván, una auténtica cama, que se encontraba colocado entre la chimenea y la ventana. Un reloj y dos candelabros Luis XVI guarnecían la chimenea de mármol blanco. Pero la curiosidad del reservado era el espejo, un hermoso espejo ventrudo que los diamantes de las señoras habían acribillado a nombres, a fechas, a versos desgraciados, a pensamientos prodigiosos y asombrosas confesiones. Renée creyó intuir una procacidad y no tuvo el valor de satisfacer su curiosidad. Miró el diván, experimentó una nueva turbación, se puso, con el fin de disimular, a mirar el techo y la araña de cobre dorado, de cinco reverberos. Pero el malestar que sentía era delicioso. Mientras alzaba la frente, como para estudiar la cornisa, seria y con los quevedos en la mano, disfrutaba hondamente con aquel mobiliario equívoco, que veía a su alrededor; con aquel espejo claro y cínico, cuya pureza, apenas arrugada por aquellas patas de mosca indecentes, había servido para atusar tantos moños postizos; con aquel diván, que le chocaba por su anchura; con la mesa, con la propia alfombra, donde volvía a hallar el olor de la escalera, un vago olor a polvo penetrante y como religioso.

Después, cuando por fin tuvo que bajar los ojos: —¿Qué es esa cena del miércoles? —preguntó a Maxime.—Nada —respondió él—; una apuesta que uno de mis amigos ha

perdido.En cualquier otro sitio le habría dicho, sin vacilar, que había

cenado el miércoles con una dama, encontrada en el bulevar. Pero desde que había entrado en el reservado la trataba, instintivamente, como mujer a la que hay que agradar, sin excitar sus celos. Ella no insistió, por lo demás; fue a acodarse en la barandilla de la ventana, donde él la siguió. A sus espaldas, Charles entraba y salía, con un ruido de vajilla y de cubertería.

Aún no era medianoche. Abajo, en el bulevar, París rugía, prolongaba el ardiente día, antes de decidirse a irse a la cama. Las filas de árboles marcaban, con una línea confusa, la blancura de las aceras y el vago negror de la calzada, donde pasaban los carruajes con sus rápidos faroles. En los dos bordes de esta franja oscura, los quioscos de los vendedores de periódicos, de trecho en trecho, se encendían, semejantes a grandes faroles venecianos, altos y extravagantemente abigarrados, colocados regularmente en el suelo, para alguna iluminación colosal. Pero a esas horas su sordo resplandor se perdía en el brillo de los escaparates vecinos. Ni un cierre estaba echado, las aceras se extendían sin una lista de sombra, bajo una lluvia de rayos que las iluminaba con un polvo de oro, con la claridad cálida y brillante de pleno día. Maxime enseñó a Renée, frente a ellos, el Café Anglais, cuyas ventanas relucían. Las altas ramas de los árboles les estorbaban un poco, por lo demás, para ver las casas y la acera opuestas. Se inclinaron, miraron debajo de ellos. Era un continuo ir y venir; pasaban paseantes en grupos;

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algunas profesionales, de dos en dos, arrastraban la falda, que levantaban de vez en cuando, con lánguido movimiento, lanzando a su alrededor miradas cansadas y sonrientes. Bajo la propia ventana, el Café Riche adelantaba sus mesas en el sol de sus arañas, cuyo resplandor se extendía hasta el centro de la calzada; y en el centro de ese ardiente foco era donde veían, sobre todo, las caras pálidas y las risas desvaídas de los transeúntes. Alrededor de los veladores bebían mujeres mezcladas con hombres. Ellas llevaban trajes vistosos, media melena; se contoneaban en las sillas, con palabras altas que el ruido impedía oír. Renée se fijó especialmente en una, sola en una mesa, vestida con un traje de un azul metálico, guarnecido de guipur blanco; apuraba, a pequeños tragos, un vaso de cerveza, medio echada hacia atrás, las manos sobre el vientre, con una pinta de espera pesada y resignada. Los que caminaban se perdían lentamente entre la multitud, y la joven, interesada en ellos, los seguía con la mirada, iba de una punta del bulevar a la otra, a las lejanías tumultuosas y confusas de la avenida, llenas del hormigueo negro de los paseantes, donde la claridad no era sino destellos. Y el desfile pasaba sin fin, con una regularidad cansina, gente extrañamente mezclada y siempre la misma, en medio de los colores vivos, de los agujeros en las tinieblas, entre el mágico barullo de mil llamas danzarinas, que salían como una oleada de las tiendas, coloreaban los transparentes de ventanas y quioscos, corrían sobre las fachadas en las varillas, en las letras, en los dibujos de fuego, salpicando de estrellas la sombra, deslizándose sobre la calzada, continuamente. El ensordecedor ruido ascendía con un clamor, con un ronquido prolongado, monótono, como una nota de órgano que acompañase la eterna procesión de pequeñas muñecas mecánicas. Renée creyó, por un momento, que acababa de producirse un accidente. Una riada de personas se movía a la izquierda, un poco más allá del pasaje de la ópera. Pero, al coger sus quevedos, reconoció la parada de los ómnibus; había mucha gente en la acera, de pie, esperando, precipitándose en cuanto llegaba un carruaje. Oyó la voz ruda del cobrador llamando los números, luego los tintineos del contador le llegaban con repiques cristalinos. Se detuvo en los anuncios de un quiosco, crudamente coloreados como las estampas de Epinal; había allí, sobre un cuadrado, en un marco amarillo y verde, una cabeza de diablo riendo, con el pelo erizado, reclamo de un sombrerero, que ella no entendió. Cada cinco minutos pasaba el ómnibus de Batignolles, con sus faroles rojos y su caja amarilla, doblando por la esquina de la calle Le Peletier, sacudiendo la casa con su estruendo; y ella veía a los hombres de la imperial, rostros fatigados que se alzaban y los miraban, a ella y a Maxime, con la mirada curiosa de los hambrientos al pegar el ojo a una cerradura.

—¡Ah! —dijo ella—. ¡A estas horas el parque Monceau duerme tan tranquilo!

Fue la única frase que pronunció. Se quedaron allí unos veinte minutos, silenciosos, abandonándose a la embriaguez de los ruidos y

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los resplandores. Después, puesta la mesa, fueron a sentarse, y como ella parecía incómoda con la presencia del camarero, él lo despidió.

—Déjenos... Llamaré para el postre.Ella tenía en las mejillas un leve rubor y sus ojos brillaban; daba

la impresión de que acababa de correr. Traía de la ventana un poco del jaleo y de la animación del bulevar. No quiso que su compañero cerrara los postigos.

—¡Qué va!, es la orquesta —decía ella, cuando él se quejaba del ruido—. ¿No opinas que es una música muy divertida? Acompañará muy bien nuestras ostras y nuestra perdiz.

Sus treinta años se rejuvenecían con la escapada. Tenía movimientos vivos, una pizca de fiebre, y aquel reservado, aquel mano a mano con un joven entre el guirigay de la calle, la fustigaban, le daban un aire de doncella. Atacó las ostras con decisión. Maxime no tenía hambre, la miraba devorar sonriendo.

—¡Diablos! —murmuró—, habrías sido una excelente comilona. Ella se detuvo, enojada por comer tan deprisa.—¿Opinas que tengo hambre? ¡Qué quieres! Es esa hora de baile

idiota que me abrió el apetito... ¡Ah!, pobre amigo mío, ¡te compadezco por vivir en ese mundo!

—Sabes perfectamente —dijo— que te he prometido dejar a Sylvia y a Laure de Aurigny el día que tus amigas quieran venir a cenar conmigo.

Ella hizo un gesto soberbio.—¡Pues claro! Me lo creo. Somos mucho más divertidas que esas

damas, confiésalo... Si una de nosotras abrumara a un amante como tu Sylvia y tu Laure de Aurigny deben de abrumaros, ¡la pobrecita no conservaría ese amante ni una semana!... Nunca quieres escucharme. Prueba, un día de éstos.

Maxime, para no llamar al camarero, se levantó, recogió las conchas de las ostras y trajo la perdiz, que estaba en la consola. La mesa tenía el lujo de los grandes restaurantes. Sobre el mantel adamascado pasaba un soplo de adorable desenfreno, y Renée paseaba sus finas manos del tenedor al cuchillo, del plato al vaso, con leves estremecimientos de gusto. Bebió vino blanco sin agua, ella que ordinariamente bebía agua apenas teñida. Maxime, de pie, mientras le servía con cómicas complacencias, la servilleta al brazo, prosiguió:

—¿Qué es lo que ha podido decirte el señor De Saffré para que estés tan furiosa? ¿Es que te encontró fea?

—¡Oh!, ése —respondió ella—, qué tipo más desagradable. Jamás hubiera creído que un caballero tan distinguido, tan educado en mi casa, hablase semejante lengua. Pero lo perdono. Son las mujeres las que me irritaron. Parecían vendedoras de manzanas. Había una que se quejaba de tener un divieso en la cadera y, un poco más, y creo que se habría levantado la falda para mostrarle su mal a todo el mundo.

Maxime se reía a carcajadas.

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—No, en serio —continuó ella animándose—, no os entiendo; son sucias e idiotas... Y pensar que cuando te veía ir a casa de tu Sylvia me imaginaba cosas prodigiosas, festines antiguos, como los que se ven en los cuadros, con seres coronados de rosas, copas de oro, voluptuosidades extraordinarias. ¡Ah, pues sí! Me has enseñado un tocador desaseado y mujeres que juraban como carreteros. No vale la pena hacer el mal.

Maxime quiso protestar, pero ella le impuso silencio y, sujetando con la punta de los dedos un hueso de perdiz que roía delicadamente, agregó en voz más baja:

—El mal debería ser algo exquisito, querido amigo... Yo, que soy una mujer honrada, cuando me aburro y cometo el pecado de soñar imposibles, estoy segura de que encuentro cosas mucho más bonitas que las Blanches Muller. —Y con aire grave, concluyó con esta frase profunda de ingenuo cinismo—: Es una cuestión de educación, ¿comprendes?

Dejó suavemente el huesecito en su plato. El zumbido de los carruajes continuaba, sin que una nota más viva se elevase. Renée se veía obligada a alzar la voz para que Maxime pudiera oírla, y el rubor de sus mejillas aumentaba. Había todavía, sobre la consola, trufas, un dulce de cocina, espárragos, una curiosidad para la estación. Él lo trajo todo, para no tener que molestarse más, y, como la mesa era un poco estrecha, colocó en el suelo, entre ella y él, un cubo de plata lleno de hielo, en el cual se encontraba una botella de champán. El apetito de la joven se le iba contagiando. Probaron todos los platos, vaciaron la botella de champán, con brusca alegría, lanzándose a teorías escabrosas, acodándose como dos amigos que descargan su corazón, después de beber. En el bulevar el ruido disminuía; pero ella lo oía crecer, al contrario, y todas aquellas ruedas, a veces, le parecían girar en su cabeza.

Cuando Maxime habló de llamar para el postre, ella se levantó, sacudió su largo ropón de raso, para que cayeran las migas, diciendo:

—Eso es... ¿Sabes?, puedes encender un puro. —Estaba un poco aturdida. Fue hacia la ventana, atraída por un ruido especial que no se explicaba. Cerraban las tiendas—. Mira —dijo volviéndose hacia Maxime—, la orquesta está recogiendo.

Se inclinó de nuevo. En el medio, en la calzada, los simones y los ómnibus seguían cruzando sus ojos de color, más escasos y más rápidos. Pero en los lados, a lo largo de las aceras, se habían vuelto profundos grandes agujeros de sombra, delante de las tiendas cerradas. Sólo los cafés llameaban aún, rayando el asfalto con listas luminosas. Desde la calle Drouot a la calle de Helder, Renée distinguía así una larga fila de cuadrados blancos y cuadrados negros, en los cuales los últimos paseantes surgían y se desvanecían de extraña manera. Sobre todo las profesionales, con las colas de sus trajes, sucesivamente iluminadas con crudeza y anegadas en la sombra, adquirían un aire de aparición, de marionetas macilentas, al cruzar el rayo eléctrico de algún mundo fantástico. Se divirtió un

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momento con este juego. La luz ya no se difundía; los reverberos de gas se apagaban; los abigarrados quioscos manchaban las tinieblas más difícilmente. A veces pasaba un tropel de gente, la salida de algún teatro. Pero pronto se creaban vacíos, y llegaban, bajo la ventana, grupos de dos o tres hombres a los que abordaba una mujer. De pie, discutían. En el debilitado alboroto, algunas de sus palabras ascendían; después, la mujer, a menudo, se iba del brazo de uno de los hombres. Otras andaban de café en café, daban una vuelta entre las mesas, recogían el azúcar olvidado, reían con los camareros, miraban fijamente, con aire de interrogación y silenciosa oferta, a los consumidores rezagados. Y cuando Renée acababa de seguir con los ojos la imperial casi vacía de un ómnibus de Batignolles, reconoció, en una esquina de la acera, a la mujer del traje azul con guipur blanco, erguida, volviendo la cabeza, siempre a la busca.

Cuando Maxime fue a buscarla a la ventana, donde ella se ensimismaba, esbozó una sonrisa, al mirar una de las ventanas entreabiertas del Café Anglais; la idea de que su padre cenaba allí por su parte le pareció cómica; pero sentía, esa noche, particulares pudores que cohibían sus bromas habituales. Renée se alejó de la barandilla a disgusto. Una embriaguez, una languidez ascendían de las profundidades más vagas del bulevar. En el zumbido debilitado de los carruajes, en la desaparición de las vivos destellos, había una llamada acariciadora a la voluptuosidad y al sueño. Los cuchicheos que corrían, los grupos parados en un rincón en sombras, convertían la acera en el pasillo de un gran hotel, a la hora en que los viajeros se dirigen a su cama ocasional. Los resplandores y los ruidos seguían muriendo, la ciudad se dormía, soplos de ternura pasaban sobre los tejados.

Cuando la joven se dio la vuelta, la luz de la pequeña araña le hizo guiñar los párpados. Estaba un poco pálida ahora, con cortos temblores en la comisura de los labios. Charles disponía el postre; salía, volvía a entrar, dejaba que batiera la puerta, lentamente, con su flema de hombre formal.

—¡Ya no tengo más hambre! —exclamó Renée—; llévese todos esos platos y dénos café.

El camarero, habituado a los caprichos de sus clientes, se llevó el postre y sirvió café. Llenaba el reservado con su importancia.

—Por favor, ponlo en la puerta —dijo a Maxime la joven, cuyo corazón brincaba.

Maxime lo despidió; pero apenas había desaparecido cuando regresó, una vez más, para correr herméticamente las grandes cortinas de la ventana, con aire discreto. Cuando por fin se hubo retirado, el joven, a quien la impaciencia asaltaba también, se levantó y yendo a la puerta:

—Espera —dijo—, tengo un método para que nos deje en paz. Y corrió el cerrojo.

—Eso es —prosiguió ella—; estamos en casa, al menos.

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Sus confidencias, sus charlas de buenos compañeros, volvieron a empezar. Maxime había encendido un puro. Renée bebía su café a sorbitos y se permitía incluso una copa de chartreuse. La pieza se caldeaba, se llenaba de un humo azulado. Ella acabó poniendo los codos sobre la mesa y apoyando la barbilla entre sus dos puños semicerrados. Con este leve apretón, su boca se empequeñecía, sus mejillas subían un poco, y sus ojos, más estrechos, relucían más. Así arrugada, su carita era adorable, bajo la lluvia de rizos dorados que le bajaban ahora hasta las cejas. Maxime la miraba a través del humo de su cigarro. La encontraba original. A veces ya no estaba muy seguro de su sexo; la gran arruga que le cruzaba la frente, los morritos de sus labios salidos, su aire indeciso de miope, la convertían en un jovencito; tanto más cuanto que el largo ropón de raso negro le llegaba tan arriba que apenas se veía, bajo la barbilla, una línea del cuello blanca y grasa. Ella se dejaba mirar con una sonrisa, sin mover la cabeza, la mirada perdida, la palabra olvidada.

Después tuvo un brusco despertar; fue a mirar el espejo, hacia el cual sus ojos vagos se volvían hacía un instante. Se puso de puntillas, apoyó las manos en el borde de la chimenea, para leer aquellas firmas, aquellas frases atrevidas que la habían alarmado antes de la cena. Deletreaba las sílabas con cierta dificultad, reía, seguía leyendo, como un colegial que vuelve las páginas de un Piron16 en su pupitre.

—«Ernest y Clara» —decía—, y debajo hay un corazón que parece un embudo... ¡Ah!, aquí hay algo mejor: «Adoro a los hombres, porque adoro las trufas». Firmado «Laure». Dime, Maxime, ¿es la de Aurigny quien ha escrito esto?... Y después ahí tienes las armas de una de esas damas, creo; una zorra fumando una gran pipa... Y más nombres, el calendario de las santas y los santos: Victor, Amélie, Alexandre, Édouard, Marguerite, Paquita, Louise, Renée... Hombre, hay una que se llama como yo...

Maxime veía en el espejo su cabeza ardiente. Renée se alzaba aún más, y su dominó, tensándose por detrás, dibujaba el quiebro de su talle, el desarrollo de sus caderas. El joven seguía la línea del raso que se pegaba como un camisón. Se levantó a su vez y tiró el puro. Estaba incómodo, inquieto. Le faltaba algo ordinario y acostumbrado.

—¡Ah!, ahí tienes tu nombre, Maxime —exclamó Renée...—. Escucha... «Amo a...»

Pero él se había sentado en una esquina del diván, casi a los pies de la joven. Consiguió cogerle las manos, con un rápido movimiento; la apartó del espejo, diciéndole con voz singular:

—Por favor, no leas eso.Ella se debatió riendo nerviosamente.—¿Por qué no? ¿Es que no soy tu confidente? Pero él, insistiendo, con un tono más ahogado:—No, no, no esta noche.

16 Alexis Piron (1689-1773), poeta y autor de sátiras y de canciones a veces licenciosas.

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La seguía sujetando, y ella daba leves sacudidas con sus puños para soltarse. Tenían unos ojos que no reconocían, una larga sonrisa forzada y un poco vergonzosa. Renée cayó de rodillas, en el extremo del diván. Continuaban luchando, aunque ella no hizo ningún movimiento hacia el espejo y se abandonaba ya. Y como el joven la cogía por el medio del cuerpo, ella dijo con su risa embarazada y desfallecida:

—Vamos, déjame... Me haces daño.Fue el único murmullo de sus labios. En el gran silencio del

reservado, donde el gas parecía llamear más alto, sintió temblar el suelo y oyó el estruendo del ómnibus de Batignolles que debía de doblar por la esquina del bulevar. Y ni una palabra más. Cuando se encontraron uno al lado del otro, sentados en el diván, él balbució, en medio del mutuo malestar:

—Bah! Un día u otro tenía que ocurrir.Ella no decía nada. Miraba con aire anonadado los rosetones de

la alfombra.—¿Es que tú lo pensabas?... —continuó Maxime, balbuciendo aún

más—. Yo, en absoluto... Habría tenido que desconfiar del reservado...

Pero ella, con voz profunda, como si toda la honradez burguesa de los Béraud du Châtel despertase con esta falta suprema:

—¡Es infame lo que acabamos de hacer! —murmuró, desilusionada, la cara envejecida y muy grave.

Se ahogaba. Fue hacia la ventana, descorrió las cortinas, se acodó. La orquesta estaba muerta; la falta se había cometido entre el último temblor de los bajos y el canto lejano de los violines, vaga sordina del bulevar dormido y soñando con el amor. Abajo, la calzada y las aceras se hundían, se alargaban, en medio de una soledad gris. Todas aquellas ruedas rugientes de los simones parecían haberse ido, llevándose la claridad y el gentío. Bajo la ventana, el Café Riche estaba cerrado, ni un hilillo de luz se filtraba por los postigos. Al otro lado de la avenida, unos resplandores como de brasas iluminaban sólo la fachada del Café Anglais, una ventana entre otras, entornada, y de donde salían risas débiles. Y, a lo largo de toda esa cinta de sombra, desde el recodo de la calle Drouot al otro extremo, todo lo lejos que sus miradas podían llegar, no veía sino las manchas simétricas de los quioscos que enrojecían y verdeaban la noche, sin iluminarla, semejantes a lamparillas de noche espaciadas en un dormitorio gigante. Renée levantó la cabeza. Los árboles recortaban sus altas ramas sobre un cielo claro, mientras la línea irregular de las casas se perdía como los cúmulos de una costa rocosa, a orillas de un mar azulado. Pero aquella franja de cielo la entristecía más, y era en las tinieblas del bulevar donde encontraba cierto consuelo. Lo que quedaba, al ras de la avenida desierta, del ruido y del vicio de la noche, la disculpaba. Creía sentir el calor de todos esos pasos de hombres y mujeres subir desde la acera que se enfriaba. Las vergüenzas que se habían arrastrado allí, deseos de un minuto, ofertas hechas en voz baja, nupcias de una noche pagadas por

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adelantado, se evaporaban, flotaban en un vaho pesado que las ráfagas matinales se llevaban rodando. Inclinada sobre las sombras, respiró aquel silencio estremecido, aquel aroma de alcoba, como un estímulo que le venía de abajo, como una seguridad de vergüenza compartida y aceptada por una ciudad cómplice. Y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, divisó a la mujer del traje azul guarnecido de guipur, sola en la soledad gris, de pie en el mismo sitio, esperando y ofreciéndose a las tinieblas vacías.

La joven, al volverse, distinguió a Charles, que miraba a su alrededor, olisqueando. Acabó viendo la cinta azul de Renée, arrugada, olvidada en una esquina del diván. Y se apresuró a llevársela, con su aire cortés. Entonces ella percibió toda su vergüenza. De pie ante el espejo, las manos torpes, intentó anudarse la cinta. Pero su moño había caído, los ricitos estaban aplastados sobre las sienes, no podía hacer el lazo. Charles acudió en su ayuda, diciendo, como si hubiera ofrecido una cosa normal, un enjuague o un palillo de dientes:

—¿La señora quiere el peine?...—¡Ah!, no, es inútil —interrumpió Maxime, que lanzó al camarero

una mirada de impaciencia—. Vaya a buscarnos un coche. Renée se decidió a ponerse simplemente la capucha de su

dominó. Y, cuando iba a apartarse del espejo, se alzó ligeramente, para encontrar las palabras que el abrazo de Maxime le había impedido leer. Había, ascendiendo hacia el techo, y con una vasta letra abominable, esta declaración firmada por Sylvia: «Amo a Maxime». Frunció los labios y se caló la capucha un poco más. En el carruaje, experimentaron una horrible incomodidad. Se habían colocado, como al bajar del parque Monceau, uno frente a otro. No encontraban ninguna frase que decirse. El simón estaba lleno de una sombra opaca, y el puro de Maxime ya ni siquiera ponía un punto rojo, un relámpago de brasa rosada. El joven, perdido de nuevo entre las enaguas «de las que estaba hasta las narices», sufría con aquellas tinieblas, con aquel silencio, con aquella mujer muda, que sentía a su lado y cuyos grandes ojos desencajados sobre la noche se imaginaba. Para parecer menos tonto, acabó buscando su mano, y cuando la tuvo en la suya, se sintió aliviado, encontró la situación tolerable. La mano se abandonaba, blanda y soñadora.

El simón cruzaba la plaza de la Madeleine. Renée pensaba que no era culpable. No había querido el incesto. Y cuanto más ahondaba en su interior, más inocente se encontraba, en las primeras horas de su escapada, en su salida furtiva del parque Monceau, en casa de Blanche Muller, en el bulevar, hasta en el reservado del restaurante. ¿Por qué, pues, había caído de rodillas sobre el borde del diván? Ya no lo sabía. Ciertamente, no había pensado ni un segundo en eso. Se habría negado con cólera. Era en broma, se divertía, nada más. Y volvía a encontrar, en el rodar del simón, la orquesta ensordecedora del bulevar, el ir y venir de hombres y mujeres, mientras barras de fuego ardían ante sus ojos fatigados.

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Maxime, en su rincón, soñaba también con algún incordio. Estaba enojado por la aventura. Echaba la culpa al dominó de raso negro. ¡Habrase visto nunca una mujer con semejante facha! Ni siquiera se le veía el cuello. La había tomado por un muchacho, jugaba con ella, y no era culpa suya si el juego se había vuelto serio. De seguro, no la habría tocado con la yema de los dedos si ella hubiera enseñado sólo un trozo de hombro. Habría recordado que era la mujer de su padre. Después, como no le gustaban las reflexiones desagradables, se perdonó. ¡Mala suerte, después de todo! Trataría de no volver a hacerlo. Era una tontería.

El simón se detuvo, y Maxime bajó el primero para ayudar a Renée. Pero, en la puertecita del parque, no se atrevió a besarla. Se dieron la mano, como de costumbre. Ella se encontraba ya al otro lado de la verja cuando, por decir algo, confesando sin quererlo una preocupación que rondaba vagamente por su ensueño desde el restaurante:

—¿Qué es —preguntó ella—, ese peine del que habló el camarero?

—Ese peine —repitió Maxime, cortado—, pues no sé...Renée comprendió repentinamente. El reservado tenía sin duda

un peine que entraba en el material, con el mismo derecho que las cortinas, el cerrojo y el diván. Y sin esperar una explicación que no llegaba, se hundió en las tinieblas del parque Monceau, apretó el paso, creyendo ver a su zaga esos dientes de concha en los que Laure de Aurigny y Sylvia habían debido de dejar cabellos rubios y cabellos negros. Se sentía muy febril. Céleste tuvo que meterla en cama y velarla hasta la mañana. Maxime, en la acera del bulevar Malesherbes, se consultó un momento, para saber si se uniría a la alegre pandilla del Café Anglais; después, con la idea de que estaba castigándose, decidió que debía irse a acostar.

Al día siguiente, Renée se despertó tarde de una noche pesada y sin sueños. Mandó encender un gran fuego, dijo que pasaría el día en su habitación. Ése era su refugio, en las horas graves. Hacia mediodía, su marido, al no verla bajar para el almuerzo, le pidió permiso para conversar un instante. Ella se negaba ya, con una pizca de inquietud, cuando mudó de parecer. La víspera había entregado a Saccard una cuenta de Worms, que ascendía a ciento treinta y seis mil francos, una cifra un poco exagerada, y sin duda él deseaba permitirse la galantería de darle en persona el recibo.

Le vino la idea de los ricitos de la víspera. Miró tranquilamente en el espejo sus cabellos, que Céleste había peinado en gruesas trenzas. Luego se ovilló al amor de la lumbre, hundiéndose en los encajes de su bata. Saccard, cuyas habitaciones se encontraban igualmente en el primer piso, simétricas a las de su mujer, apareció en zapatillas, como un marido. Apenas ponía los pies una vez al mes en el dormitorio de Renée, y siempre por alguna delicada cuestión de dinero. Esa mañana, tenía los ojos enrojecidos, la tez pálida de un hombre que no ha dormido. Besó la mano de su mujer, galantemente.

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—¿Está usted enferma, mi querida amiga? —dijo sentándose al otro lado de la chimenea—. Un poco de jaqueca, ¿no?... Perdóneme que le rompa los cascos con mi galimatías de hombre de negocios: pero la cosa es bastante grave... —Sacó de un bolsillo de su bata la minuta de Worms, cuyo papel glaseado reconoció Renée—. Encontré ayer esta cuenta en mi escritorio —continuó—, y estoy desolado, no puedo en absoluto pagarla en este momento. —Estudió con el rabillo del ojo el efecto producido por sus palabras. Renée parecía profundamente asombrada. El prosiguió con una sonrisa—: Ya sabe usted, mi querida amiga, que no tengo la costumbre de examinar sus gastos. No digo que ciertos detalles de esta minuta no me hayan sorprendido un poco. Así, por ejemplo, veo aquí, en la segunda página: «Traje de baile: tela, 70 fr.; hechura, 600 fr.; dinero prestado, 5.000 fr.; agua del doctor Pierre, 6 fr.», Ahí tiene un traje de setenta francos que sube mucho... Pero ya sabe que comprendo todas las debilidades. Su cuenta es de ciento treinta y seis mil francos, y usted ha sido casi prudente, relativamente, quiero decir... Sólo que, lo repito, no puedo pagar, lo siento.

Ella tendió la mano, con un gesto de contenido despecho. —Está bien —dijo secamente—, devuélvame la minuta. Pensaré

algo. —Veo que no me cree —murmuró Saccard, saboreando como un

triunfo la incredulidad de su mujer sobre sus apuros de dinero—. No digo que mi posición esté amenazada, pero los negocios andan muy nerviosos en este momento... Déjeme, aunque le importune, explicarle nuestro caso; usted me ha confiado su dote, y le debo completa franqueza.

Dejó la minuta sobre la chimenea, cogió las tenazas, empezó a atizar el fuego. Esta manía de hurgar en las cenizas, mientras hablaba de negocios, era en él un cálculo que había acabado por convertirse en hábito. Cuando llegaba a una cifra, a una frase difícil de pronunciar, provocaba un derrumbamiento que reparaba a continuación laboriosamente, acercando los leños, recogiendo y amontonando astillitas de madera. Otras veces, casi desaparecía en la chimenea, para ir a buscar un trozo de brasa perdido. Su voz se ensordecía, la gente se impacientaba, se interesaba por sus sabias construcciones de carbones ardientes, ya no le escuchaba, y generalmente salía de su casa apaleada y contenta. Incluso en casa ajena se apoderaba despóticamente de las tenazas. En verano, jugaba con una pluma, una plegadera, un cortaplumas.

—Mi querida amiga —dijo dando un gran golpe que desordenó el fuego—, le pido una vez más perdón por entrar en estos detalles... Le he pasado puntualmente la renta de los fondos que usted puso en mis manos. Puedo incluso decir, sin herirla, que he considerado esa renta sólo como su dinero para alfileres, pagando sus gastos, no pidiéndole nunca su aportación de la mitad de los gastos comunes de la casa. —Enmudeció. Renée sufría, lo miraba hacer un gran hueco en la ceniza para enterrar la punta de un leño. Llegaba a una confesión delicada—. He tenido, como comprenderá, que hacer que

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su dinero produjera intereses considerables. Los capitales están en buenas manos, puede estar tranquila... En cuanto a las sumas procedentes de sus bienes de Sologne, han servido en parte para pagar el palacete donde vivimos; el resto está colocado en un excelente negocio, la Sociedad General de los Puertos de Marruecos... No vamos a hacer cuentas juntos, ¿verdad?, pero quiero probarle que los pobres maridos son a veces poco apreciados.

Un motivo poderoso debía de impulsarle a mentir menos que de costumbre. La verdad era que la dote de Renée no existía desde hacía tiempo; había pasado, en la caja de Saccard, al estado de valor ficticio. Aunque pagaba los intereses a más del doscientos o el trescientos por cien, no habría podido presentar el menor título ni hallar el más pequeño efectivo sólido del capital primitivo. Como confesaba a medias, por otra parte, los quinientos mil francos de los bienes de Sologne habían servido para dar una primera entrega a cuenta del palacete y del mobiliario, que costaban juntos cerca de dos millones. Debía aún un millón al tapicero y al contratista.

—No le reclamo nada —dijo por fin Renée—, ya sé que estoy muy endeudada con usted.

—¡Oh, mi querida amiga! —exclamó Saccard, cogiendo la mano de su mujer, sin abandonar las tenazas—. ¡Qué desagradable idea se le ocurre!... En dos palabras, vaya, he tenido mala suerte en la Bolsa, Toutin-Laroche ha hecho tonterías, los Mignon y Charrier son unos cernícalos que me la dan con queso. Por eso no puedo pagar su cuenta. Me perdona, ¿verdad?

Parecía realmente emocionado. Hundió las tenazas entre los leños, encendió cohetes de chispas. Renée recordó el aspecto inquieto que tenía desde hacía algún tiempo. Pero no pudo adentrarse en la asombrosa verdad. Saccard había llegado a una proeza cotidiana. Habitaba en un palacete de dos millones, vivía como un príncipe, y ciertas mañanas no tenía mil francos en su caja. Sus gastos no parecían disminuir. Vivía de deudas, entre un pueblo de acreedores que engullían día tras día los beneficios escandalosos que obtenía en ciertos negocios. En aquel tiempo, en ese mismo momento, las sociedades se derrumbaban debajo de él, se excavaban nuevos hoyos más profundos, por encima de los cuales saltaba, al no poder colmarlos. Marchaba así sobre un terreno minado, en una crisis continua, liquidando facturas de cincuenta mil francos y sin pagar el sueldo de su cochero, marchando siempre con un aplomo cada vez más regio, vaciando con más rabia sobre París su caja vacía, de donde continuaba saliendo el río de oro de legendarias fuentes.

La especulación atravesaba entonces por una mala hora. Saccard era un digno hijo del ayuntamiento. Había tenido la rapidez de transformación, la fiebre de placeres, la ceguera de gastos que agitaba París. En ese momento, como la Villa, se encontraba frente a un formidable déficit que había que llenar secretamente; pues no quería oír hablar de cordura, de economía, de existencia tranquila y burguesa. Prefería conservar el lujo inútil y la miseria real de

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aquellas vías nuevas, de las que había sacado su colosal fortuna de cada mañana agotada cada noche. De aventura en aventura, ya no tenía sino la fachada dorada de un capital ausente. En esa hora de cálida locura, el propio París comprometía su futuro con más arrebato y se encaminaba en derechura a todas las tonterías y a todos los timos financieros. La liquidación amenazaba con ser terrible.

Las más hermosas especulaciones se estropeaban entre las manos de Saccard. Acababa de sufrir, como decía, considerables pérdidas en la Bolsa. El señor Toutin-Laroche había estado a punto de hundir el Crédito Vitícola en un juego al alza que se había vuelto repentinamente contra él; afortunadamente el gobierno, interviniendo bajo cuerda, había puesto en pie la famosa máquina del préstamo hipotecario a los cultivadores. Saccard, quebrantado por esta doble sacudida, muy maltratado por su hermano el ministro, a raíz del riesgo que acababa de correr la solidez de los bonos de delegación de la Villa, comprometida con la del Crédito Vitícola, andaba aún menos afortunado en su especulación con los inmuebles. Los Mignon y Charrier habían roto totalmente con él. Si los acusaba, era por una rabia sorda de haberse equivocado, mandando edificar sobre su parte de terrenos, mientras ellos vendían prudentemente la suya. En tanto que ellos conseguían una fortuna, él se quedaba con sus casas a cuestas, y a menudo sólo se desembarazaba de ellas con pérdidas. Entre otras, vendió en trescientos mil francos, en la calle de Marignan, un hotel por el cual debía aún trescientos ochenta mil. Había inventado una jugada de su estilo, que consistía en exigir diez mil francos por un piso que valía a lo sumo ocho mil; el asustado inquilino sólo firmaba el arriendo cuando el propietario accedía a regalarle los dos primeros años de alquiler; el piso quedaba reducido de esta forma a su precio real, pero el arrendamiento llevaba la cifra de diez mil francos al año, y, cuando Saccard encontraba un comprador y capitalizaba los ingresos del inmueble, llegaba a una auténtica fantasmagoría en el cálculo. No pudo aplicar este timo a lo grande; sus casas no se alquilaban; las había edificado demasiado pronto; perdidas en medio de desmontes, en pleno fango, en invierno, su situación las perjudicaba considerablemente. El asunto que más le afectó fue la gran pillería de Mignon y Charrier, que le compraron el hotel cuya construcción había tenido que abandonar, en el bulevar Malesherbes. A los contratistas les habían entrado por fin las ganas de habitar en «su bulevar». Como habían vendido su parte de solares de plusvalía, y olfateaban los apuros de su ex socio, se ofrecieron a desembarazarlo del cercado en cuyo centro se alzaba el hotel hasta el suelo del primer piso, con la armazón de hierro parcialmente colocada. Sólo que motejaron de inútiles cascotes aquellos sólidos cimientos de piedra de sillería, diciendo que habrían preferido el suelo desnudo, para construir a su gusto. Saccard tuvo que vender, sin tener en cuenta los ciento y pico mil francos que ya había gastado. Y lo que le exasperó aún más fue que los contratistas nunca quisieron recobrar el terreno a doscientos cincuenta francos

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el metro, cifra pagada cuando la partición. Le rebajaron veinticinco francos por metro, como esas prenderas que no dan más de cuatro francos por un objeto que han vendido en cinco la víspera. Dos días después, Saccard tuvo el dolor de ver un ejército de albañiles que invadían el cercado de tablas y continuaban edificando sobre los «cascotes inútiles».

Representaba, pues, tanto mejor sus apuros ante su mujer, cuanto que sus asuntos se enredaban cada vez más. No era un hombre como para confesarse por amor a la verdad.

—Pero, señor mío —dijo Renée con aire de duda—, si usted se encontraba en aprietos, ¿por qué haberme comprado ese tembleque y ese collar que le han costado, creo, sesenta y cinco mil francos?... No sé qué hacer con esas joyas; voy a verme obligada a pedirle permiso para deshacerme de ellas para darle algo a cuenta a Worms.

—¡Se guardará usted mucho! —exclamó él con inquietud—. Si mañana no le ven esas joyas en el baile del Ministerio, empezarán los cotilleos sobre mi situación... —Estaba bonachón, esa mañana. Acabó por sonreír y por murmurar guiñando los ojos—: Mi querida amiga, nosotros, los especuladores, somos como las mujeres bonitas, tenemos nuestras marrullerías... Le ruego que conserve su tembleque y su collar, por amor a mí.

No podía contar la historia, que era de lo más bonita, aunque un poco atrevida. Al final de una cena Saccard y Laure cerraron un tratado de alianza. Laure estaba acribillada a deudas y sólo pensaba en encontrar un buen jovencito que quisiera raptarla y conducirla a Londres. Saccard, por su parte, sentía el suelo abrirse bajo sus pies; su imaginación acorralada buscaba un expediente que lo mostrara ante el público tendido en un lecho de oro y billetes de banco. La mujer de vida alegre y el especulador, en las semiembriaguez de los postres, se entendieron. A él se le ocurrió la idea de aquella venta de diamantes que congregó a todo París y en la cual él compró, dando mucho que hablar, joyas para su mujer. Después, con el producto de la venta, alrededor de cuatrocientos mil francos, logró satisfacer a los acreedores de Laure, a quienes ésta debía más o menos el doble. E incluso ha de creerse que retiró del juego parte de sus setenta y cinco mil francos. Cuando se le vio liquidar la situación de la De Aurigny, pasó por su amante, se creyó que pagaba la totalidad de sus deudas, que hacía locuras por ella. Todas las manos se tendieron hacia él, el crédito volvió, formidable. Y en la Bolsa se bromeaba sobre su pasión con sonrisas y alusiones que le encantaban. Durante ese tiempo, Laure de Aurigny, puesta en primer plano por todo aquel jaleo, y en casa de la cual él no pasó ni una sola noche, fingía engañarlo con ocho o diez imbéciles seducidos por la idea de robar a un hombre tan colosalmente rico. En un mes, tuvo dos mobiliarios y más diamantes de los que había vendido. Saccard había adquirido la costumbre de ir a fumar un puro a su casa, por la tarde, al salir de la Bolsa; a menudo vislumbraba faldones de levita que huían, alarmados, entre las puertas. Cuando estaban solos, no podían mirarse sin reír. Él la besaba en la frente, como a una perversa cuya

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tunantería le entusiasmaba. No le daba un céntimo, e incluso una vez ella le prestó dinero, para una deuda de juego.

Renée quiso insistir, habló de empeñar al menos las joyas; pero su marido le hizo comprender que era imposible, que todo París esperaba vérselas al día siguiente. Entonces la joven, a la que la cuenta de Worms inquietaba, buscó otro expediente:

—Pero —exclamó de pronto—, mi negocio de Charonne marcha bien, ¿no? Usted me decía aún el otro día que los beneficios serían soberbios... ¿No me adelantaría Larsonneau los ciento treinta y seis mil francos?

Saccard, desde hacía un instante, olvidaba las tenazas entre sus piernas. Las cogió vivamente, se inclinó, casi desapareció en la chimenea, donde la joven oyó sordamente su voz que murmuraba:

—Sí, sí, Larsonneau quizá pudiera...Llegaba al fin, por sí sola, al punto a donde él la llevaba

suavemente desde el inicio de la conversación. Hacía ya dos años que preparaba un golpe genial, por el lado de Charonne. Su mujer no había querido enajenar nunca los bienes de la tía Elisabeth; había jurado a esta última conservarlos intactos para legárselos a su hijo, si algún día era madre. Ante esta testarudez, la imaginación del especulador trabajó y acabó por edificar todo un poema. Era una obra de exquisita perversidad, un colosal timo cuyas víctimas serían la Villa, el Estado, su mujer y hasta Larsonneau. No volvió a hablar de vender los terrenos; sólo gemía cada día por lo tonto que era dejarlos improductivos, contentarse con una renta del dos por ciento. Renée, siempre apurada de dinero, acabó por aceptar la idea de una especulación. Él basó su operación en la certeza de una expropiación inminente, para la apertura del bulevar del Príncipe Eugenio17, cuyo trazado aún no estaba claramente decidido. Y fue entonces cuando llevó a su antiguo cómplice Larsonneau, como un socio que cerró con su mujer un trato sobre las siguientes bases: ella aportaba los terrenos, que representaban un valor de quinientos mil francos; por su parte, Larsonneau se comprometía a edificar, en esos terrenos, hasta igual suma, una sala de café cantante, acompañada por un gran jardín, donde se instalarían juegos de todas clases, columpios, bolos, bochas, etc. Naturalmente, los beneficios se repartirían, lo mismo que las pérdidas se sufrirían a medias. En el caso de que uno de los socios quisiera retirarse, podría hacerlo, exigiendo su parte, de acuerdo con la tasación que se produciría. Renée pareció sorprendida por la elevada cifra de quinientos mil francos, cuando los terrenos valían a lo sumo trescientos mil. Pero él la persuadió de que era una hábil manera de atar más adelante las manos de Larsonneau, cuyas construcciones jamás alcanzarían tal suma.

Larsonneau se había convertido en un elegante vividor, bien enguantado, con camisas deslumbrantes y asombrosas corbatas. Tenía, para hacer sus diligencias, un tílburi fino como una obra de relojería, muy alto de pescante, y que conducía él mismo. Sus oficinas de la calle de Rivoli eran una serie de estancias suntuosas,

17 El actual bulevar Voltaire.

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donde no se veía la menor carpeta, el menor legajo. Sus empleados escribían en mesas de peral ennegrecido, taraceadas, adornadas con cobres cincelados. El adoptaba el título de agente de expropiaciones, un oficio nuevo creado por las obras de París. Sus contactos con el ayuntamiento lo informaban de antemano sobre la apertura de nuevas vías. Cuando había logrado que un inspector de vías le comunicase el trazado de un bulevar, iba a ofrecer sus servicios a los propietarios amenazados. Y ensalzaba sus recursillos para incrementar la indemnización, actuando antes del decreto de utilidad pública. En cuanto un propietario aceptaba sus ofertas, se hacía cargo de todos los gastos, levantaba un plano de la propiedad, escribía un informe, seguía el asunto ante el tribunal, pagaba a un abogado, mediante un tanto por ciento de la diferencia entre la oferta de la Villa y la indemnización concedida por el jurado. Pero a estas tareas, más o menos confesables, unía otras varias. Prestaba sobre todo con usura. Ya no era el usurero de la vieja escuela, andrajoso, desaseado, de ojos blancos y mudos como piezas de cinco francos, de labios pálidos y apretados como los cordones de una bolsa. Él sonreía, lanzaba ojeadas encantadoras, se hacía vestir por Dusautoy, iba a almorzar a Brébant con su víctima, a quien llamaba «amiguito», ofreciéndole habanos a los postres. En el fondo, con sus chalecos ajustados al talle, Larsonneau era un terrible caballero que habría perseguido el cobro de un pagaré hasta el suicidio del firmante, sin perder nada de su amabilidad.

Saccard hubiera buscado de buena gana otro socio. Pero seguía sintiendo inquietudes a propósito del inventario falso que Larsonneau guardaba celosamente. Prefirió meterlo en el negocio, contando con aprovechar cualquier circunstancia para entrar en posesión de aquella pieza comprometedora. Larsonneau edificó el café cantante, una construcción de tablas y yeso, coronada por pináculos de hojalata, que mandó pintarrajear de amarillo y rojo. El jardín y los juegos tuvieron éxito en el populoso barrio de Charonne. Al cabo de dos años, la especulación parecía próspera, aunque los beneficios fueran en realidad muy escasos. Saccard, hasta entonces, sólo había hablado con entusiasmo a su mujer del futuro de tan buena idea.

Renée, viendo que su marido no se decidía a salir de la chimenea, donde su voz se ahogaba cada vez más, dijo:

—Iré hoy a ver a Larsonneau. Es mi único recurso. Entonces él abandonó el leño con el que luchaba.—La gestión está hecha, mi querida amiga —respondió sonriendo

—. ¿Es que no me adelanto yo a todos sus deseos?... Vi a Larsonneau ayer por la tarde.

—¿Y le prometió los ciento treinta y seis mil francos? —preguntó ella con ansiedad.

Él hacía, entre los dos leños que llameaban, una montañita de brasas recogiendo delicadamente, con la punta de las tenazas, los mínimos fragmentos de carbón, mirando con pinta satisfecha alzarse aquel cerro que construía con arte infinito.

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—¡Oh! ¡Qué prisas tiene!... —murmuró—. Ciento treinta y seis mil francos es una gran suma... Aunque Larsonneau sea un buen chico, su caja es todavía modesta. Está dispuesto a servirla...

Se demoraba, guiñando los ojos, reedificando una esquina del cerro que acababa de derrumbarse. Este juego empezaba a enredar las ideas de la joven. Siguió a su pesar el trabajo de su marido, cuya torpeza aumentaba. Se sentía tentada a darle consejos. Olvidándose de Worms, de la minuta, de la falta de dinero, acabó diciendo.

—Coloque ese pedazo gordo ahí encima; los otros resistirán.Su marido la obedeció dócilmente, agregando:—No puede encontrar más que cincuenta mil francos. De todos

modos, es una buena cantidad a cuenta... Sólo que no quiere mezclar este asunto con el de Charonne. No es sino un intermediario, ¿comprende, amiga mía? La persona que presta el dinero pide intereses enormes. Querría un pagaré de ochenta mil francos, a seis meses vista.

Y habiendo coronado el cerro con un trozo de brasa puntiagudo, cruzó las manos sobre las tenazas mirando fijamente a su mujer.

—¡Ochenta mil francos! —exclamó ésta—. ¡Pero es un robo!... ¿Es que me aconseja usted semejante locura?

—No —dijo él claramente—. Pero, si necesita indispensablemente el dinero, no se la prohíbo.

Se levantó como para retirarse. Renée, con cruel indecisión, miró a su marido y la minuta que éste dejaba sobre la chimenea. Acabó por cogerse la pobre cabeza entre las manos, murmurando:

—¡Oh! ¡Estos negocios!... Tengo la cabeza rota, esta mañana... Vamos, firmaré ese pagaré de ochenta mil francos. Si no lo hiciera, me pondría enferma del todo. Me conozco, me pasaré el día en un horroroso combate... Prefiero hacer las tonterías en seguida. Eso me alivia.

Y habló de llamar para que le fueran a buscar papel timbrado. Pero él quiso prestarle ese servicio en persona. Sin duda llevaba el papel timbrado en el bolsillo, pues su ausencia duró apenas dos minutos. Mientras ella escribía en una mesita que él había empujado al amor de la lumbre, Saccard la examinaba con unos ojos en los que se encendía un asombroso deseo. Hacía mucho calor en el cuarto, lleno aún del despertar de la joven, de los aromas de su primer aseo. Al charlar, ella había dejado deslizarse los pliegues de la bata en la que se había arrebujado, y la mirada de su marido, de pie ante ella, se deslizaba sobre la cabeza inclinada, entre el oro de sus cabellos, más lejos, hasta las blancuras de su cuello y de su pecho. Sonreía con aire singular; el fuego ardiente que le había quemado la cara, la habitación cerrada donde la atmósfera cargada conservaba un olor de amor, los cabellos amarillos y la piel blanca que lo tentaban con una especie de desdén conyugal, lo volvían soñador, amplificaban el drama brutal una de cuyas escenas acababa de representar, alumbraban algún secreto y voluptuoso cálculo en su carne brutal de agiotista.

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Cuando su mujer le tendió el pagaré, rogándole que rematara el asunto, lo cogió, sin dejar de mirarla.

—Es usted maravillosamente hermosa... —murmuró.Y, al agacharse ella para apartar la mesa, él la besó rudamente

en el cuello. Renée lanzó un gritito. Después se levantó, estremecida, tratando de reír, pensando invenciblemente en los besos del otro, la víspera. Pero Saccard se arrepintió de aquel beso de cochero. La dejó, estrechándole amistosamente la mano, y prometiéndole que tendría los cincuenta mil francos esa misma noche. Renée dormitó todo el día ante el fuego. En las horas de crisis, tenía languideces de criolla. Entonces toda su turbulencia se volvía perezosa, friolenta, dormida. Tiritaba, necesitaba ascuas ardientes, un calor sofocante que ponía en su frente gotitas de sudor y la amodorraba. En aquella atmósfera candente, en aquel baño de llamas, casi no sufría; su dolor se convertía en una especie de ligero sueño, una vaga opresión, cuya propia indecisión acababa por ser voluptuosa. Fue así como meció hasta la noche sus remordimientos de la víspera, en la claridad roja del hogar, frente a un terrible fuego que hacía crujir los muebles a su alrededor, y que la desposeía, a ratos, de la conciencia de su ser. Pudo pensar en Maxime, como en un goce encendido cuyos rayos la quemaban; tuvo una pesadilla de extraños amores, en medio de leños, sobre lechos calentados al rojo. Céleste iba y venía, por el cuarto, con su semblante calmoso de sirvienta de sangre helada. Tenía orden de no dejar entrar a nadie; despidió incluso a las inseparables, Adeline de Espanet y Suzanne Haffner, de vuelta de un almuerzo que acababan de hacer juntas, en un hotelito alquilado por ellas en Saint-Germain. Sin embargo, al atardecer, cuando Céleste fue a decirle a su ama que Sidonie, la hermana del señor, quería hablar con ella, recibió la orden de dejarla pasar.

Sidonie no venía en general hasta la caída de la noche. Su hermano había conseguido, sin embargo, que se pusiera trajes de seda. Pero, sin saber cómo, por mucho que la seda que llevaba acabara de salir de la tienda, nunca parecía nueva; se arrugaba, perdía su brillo, semejaba un pingo. Había accedido también a no llevar nunca su cesta a casa de los Saccard. En cambio, sus bolsillos desbordaban de papeles. Renée, a quien no podía convertir en una clienta razonable, resignada a las necesidades de la vida, le interesaba. La visitaba regularmente, con sonrisas discretas de médico que no quiere asustar a un enfermo diciéndole el nombre de su mal. Se compadecía de sus pequeñas miserias, como de pupas que ella curaría inmediatamente, si la joven quisiera. Esta última, que estaba en una de esas horas en las que uno necesita compasión, la dejaba entrar únicamente para decirle que tenía unos dolores de cabeza intolerables.

—¡Ay, guapita! —murmuró Sidonie deslizándose entre las sombras de la estancia—. Aquí se ahoga uno. Siempre sus dolores neurálgicos, ¿verdad? Son las penas. Se toma usted la vida demasiado a pecho.

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—Sí, tengo muchas preocupaciones —respondió lánguidamente Renée.

Caía la noche. No había querido que Céleste encendiera una lámpara. Sólo el fuego lanzaba un gran resplandor rojo, que la iluminaba de lleno, tumbada, con su bata blanca de encajes que se volvían rosa. Al borde de la sombra, no se veía más que un trozo del vestido negro de Sidonie y sus dos manos cruzadas, cubiertas por guantes de algodón gris. Su voz tierna salía de las tinieblas.

—¡Más penas de dinero! —dijo, como si hubiera dicho «penas de amor», en un tono lleno de dulzura y compasión.

Renée bajó los párpados, hizo un gesto de asentimiento. —¡Ah! Si mis hermanos me escucharan, seríamos todos ricos.

Pero se encogen de hombros, cuando les hablo de esa deuda de tres mil millones, ya sabe... Tengo buenas esperanzas, no obstante. Hace diez años que quiero hacer un viaje a Inglaterra. ¡Tengo tan poco tiempo para mí!... Al fin me decidí a escribir a Londres, y espero la respuesta. —Y como la joven sonreía—: Ya sé, también usted es incrédula. Sin embargo, bien contenta que estaría si le hiciera un regalo, un día de éstos, de un lindo milloncito... Mire, la historia es muy simple: es un banquero de París que prestó dinero al hijo del rey de Inglaterra y, como el banquero murió sin herederos naturales, el Estado puede hoy exigir el reembolso de la deuda, con los intereses compuestos. He hecho el cálculo, asciende a dos mil novecientos cuarenta y tres millones doscientos diez mil francos... No tenga miedo, llegarán, llegarán.

—Entre tanto —dijo la joven con una pizca de ironía— debería usted conseguirme cien mil francos... Podría pagar a mi modisto, que me atormenta mucho.

—Cien mil francos se pueden encontrar —respondió tranquilamente Sidonie—. Sólo se trata de ponerles un precio.

El fuego brillaba; Renée, más lánguida, alargaba las piernas, enseñaba la punta de sus zapatillas, por el borde de la bata. La corredora prosiguió con su voz apiadada:

—Pobrecita mía, no se muestra usted muy razonable... Conozco a muchas mujeres, pero nunca he visto una tan poco preocupada por su salud. ¡Fíjese en la pequeña Michelin, sabe arreglárselas! Pienso en usted, a mi pesar, cuando la veo a ella dichosa y saludable... ¿Sabe usted que el señor De Saffré está loco de amor y que ya le ha dado cerca de diez mil francos en regalos?... Creo que su sueño es tener una casa de campo. —Se animaba, buscaba en sus bolsillos—. Llevo aquí también una carta de una pobre joven... Si tuviéramos luz, se la dejaría leer.. Imagínese que su marido no se ocupa de ella. Había firmado pagarés, se ha visto obligada a pedirle un préstamo a un señor que yo conozco. Fui yo la que retiré los pagarés de las garras de los alguaciles, y no ha sido sin dificultad... Esos pobres chicos, ¿cree usted que obran mal? Yo los recibo en mi casa como si de mi hijo y mi hija se tratara.

—¿Conoce usted a un prestamista? —preguntó negligentemente Renée.

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—Conozco a diez... Es usted demasiado bondadosa. Entre mujeres, ¿verdad?, podemos decirnos muchas cosas, y porque su marido sea mi hermano no voy a disculparlo por perseguir bribonas y dejar que se aburra al amor de la lumbre una preciosidad de mujer como usted... Esa Laure de Aurigny le cuesta un ojo de la cara. No me extrañaría que le hubiera negado a usted dinero. Se lo ha negado, ¿verdad?... ¡Oh! ¡Qué desgraciado!

Renée escuchaba complacientemente aquella voz blanda que salía de la sombra, como el eco vago de sus propios ensueños. Los párpados entornados, casi acostada en su sillón, ya no sabía que Sidonie estaba allí, creía soñar que la asaltaban malos pensamientos y la tentaban con gran dulzura. La corredora habló mucho tiempo, semejante a un agua tibia y monótona.

—Es la señora Lauwerens la que ha arruinado su existencia. Nunca quiso usted creerme. ¡Ah!, no estaría llorando en el rincón de su chimenea, si no hubiera desconfiado de mí... Y la quiero como a las niñas de mis ojos, guapísima. Tiene usted un pie encantador. Se va usted a burlar de mí, pero quiero contarle mis locuras: cuando hace tres días que no la he visto, necesito imperiosamente venir a admirarla; sí, me falta algo; necesito empaparme de su hermoso pelo, de su rostro tan blanco y delicado, de su esbelto talle... De veras, nunca vi un talle parecido.

Renée acabó por sonreír. Sus propios amantes no tenían ese calor, ese éxtasis absorto, al hablarle de su belleza. Sidonie vio esa sonrisa.

—Bueno, de acuerdo —dijo levantándose prestamente—. Charloteo y charloteo, y me olvido de que le caliento los cascos... Vendrá usted mañana, ¿verdad? Hablaremos de dinero, buscaremos un prestamista... Compréndalo, quiero que sea usted feliz.

La joven, sin moverse, desfallecida por el calor, respondió tras un silencio, como si hubiera necesitado un laborioso trabajo para comprender lo que se decía a su alrededor:

—Sí, iré, de acuerdo, y charlaremos; pero no mañana... Worms se contentará con un adelanto. Cuando me vuelva a atormentar, ya veremos... No me hable más de esto. Tengo la cabeza rota por los negocios.

Sidonie pareció muy contrariada. Iba a volver a sentarse, a reanudar su monólogo acariciador; pero la actitud fatigada de Renée la obligó a dejar su ataque para más adelante. Se sacó del bolsillo un puñado de papeles, donde buscó y acabó por encontrar un objeto encerrado en una especie de caja rosa.

—Había venido a recomendarle un nuevo jabón —dijo recobrando su voz de corredora—. Me intereso mucho por el inventor, que es un jovencito encantador. Es un jabón muy suave, muy bueno para la piel. Lo probará, ¿verdad? y hablará de él a sus amigas... Lo dejo aquí, sobre la chimenea. —Estaba ya en la puerta y volvió otra vez, y, erguida en el resplandor rosa del fuego, con su cara de cera, se puso a elogiar una faja elástica, un invento destinado a sustituir a los corsés—. Le deja una cintura muy tentadora, una auténtica cintura

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de avispa... —decía—. He salvado eso de una quiebra. Cuando venga usted, se probará las muestras, si quiere... He tenido que andar de abogados durante una semana. El expediente está en mi bolsillo, y me voy ahora mismo a mi alguacil para eliminar una última oposición... Hasta pronto, monina. Ya sabe que la espero y que quiero enjugar sus hermosos ojos.

Se escurrió, desapareció. Renée ni siquiera la oyó cerrar la puerta. Permaneció allí, ante el fuego que moría, prolongando el sueño del día, la cabeza llena de cifras danzantes, oyendo a lo lejos las voces de Saccard y de Sidonie dialogar, ofrecerle sumas considerables, con el tono con que un tasador de subastas pone a la venta un mobiliario. Sentía en el cuello el beso brutal de su marido y, cuando se daba la vuelta, era a la corredora a quien encontraba a sus pies, con su traje negro, su rostro blando, dirigiéndole frases apasionadas, alabando sus perfecciones, implorando una cita amorosa, con la actitud de un amante cuya resignación está agotada. Eso la hacía sonreír. El calor, en la estancia, resultaba cada vez más sofocante. Y el estupor de la joven, los ensueños extravagantes que tenía, no eran sino un sueño ligero, un sueño artificial, en cuyo fondo volvía a ver siempre el pequeño reservado del bulevar, el ancho diván donde había caído de rodillas. Ya no sufría nada. Cuando abría los párpados, Maxime pasaba por el fuego rosa.

Al día siguiente, en el baile del Ministerio, la hermosa señora Saccard estuvo maravillosa. Worms había aceptado una entrega de cincuenta mil francos; ella salía de aquel apuro de dinero con risas de convaleciente. Cuando cruzó los salones, con su aparatoso vestido de falla rosa de larga cola Luis XIV, enmarcado por anchos encajes blancos, hubo un murmullo, los hombres se atropellaron para verla. Y los íntimos se inclinaban, con una discreta sonrisa de inteligencia, rindiendo homenaje a aquellos hermosos hombros, tan conocidos del todo París oficial, y que eran los firmes pilares del Imperio. Se había escotado con tal desprecio de las miradas, avanzaba tan tranquila y tan tierna en su desnudez, que casi no resultaba indecente. Eugène Rougon, el gran político, que notaba que ese pecho desnudo era aún más elocuente que su palabra en la Cámara, más dulce y persuasivo para hacer disfrutar de los encantos del reinado y convencer a los escépticos, acudió a felicitar a su cuñada por la feliz audacia de haber abierto su corpiño dos dedos mas. Casi todo el Cuerpo legislativo estaba allí, y por la manera en que los diputados miraban a la joven el ministro se prometía un rotundo éxito, al día siguiente, en la delicada cuestión de los empréstitos de la Villa de París. No se podía votar contra un poder que hacía crecer, sobre el humus de los millones, una flor como esta Renée, una extraña flor voluptuosa, de carnes de seda, de desnudeces de estatua, vivo goce que dejaba tras de sí un olor de tibio placer. Pero la comidilla del baile entero fue el tembleque y el collar. Los hombres conocían las joyas. Las mujeres se las señalaban con la mirada, furtivamente. No se habló de otra cosa en todo el sarao. Y los salones extendían su espacio, en la luz

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blanca de las arañas, llenos de un tropel resplandeciente, como una confusión de astros caídos en un rincón demasiado angosto.

Hacia la una, Saccard desapareció. Había saboreado el éxito de su mujer como un hombre al que el golpe de efecto le ha salido bien. Acababa de consolidar su crédito. Un negocio lo llamaba a casa de Laure de Aurigny, y escapó rogando a Maxime que acompañase a Renée a casa, después del baile.

Maxime se pasó la noche, prudentemente, al lado de Louise de Mareuil, ocupadísimos los dos en hablar horrorosamente mal de las mujeres que iban y venían. Y cuando habían encontrado una locura mayor que las otras, ahogaban sus risas en el pañuelo. Renée tuvo que ir a pedir el brazo al joven, para salir de los salones. En el coche, se mostró de una alegría nerviosa; estaba aún toda vibrante por la embriaguez de luz, de perfumes y de ruidos que acababa de cruzar. Parecía, además, haber olvidado su «tontería» del bulevar, como decía Maxime. Se limitó a preguntarle, con singular tono de voz:

—¿Conque es muy divertida, esa jorobadita de Louise?—¡Oh! Muy divertida... —respondió el joven riendo aún—. ¿Viste

a la duquesa de Sternich, con un pájaro amarillo en el pelo, verdad?... Pues Louise pretende que es un pájaro mecánico que bate las alas y que grita: ¡Cucú! ¡Cucú! al pobre duque, al dar las horas.

A Renée le pareció muy cómica esta broma de interna emancipada. Cuando hubieron llegado, y como Maxime iba a despedirse de ella, le dijo:

—¿No subes? Seguramente Céleste me ha preparado un tentempié.

Él subió, con su abandono ordinario. Arriba no había tentempié, y Céleste estaba acostada. Renée tuvo que encender las velas de un pequeño candelabro de tres brazos. Su mano temblaba un poco.

—Esa boba —decía, hablando de su doncella— habrá entendido mal mis órdenes... Nunca podré desvestirme sola.

Pasó a su tocador. Maxime la siguió, para contarle una nueva frase de Louise que se le venía a la memoria, tan tranquilo como si se le hubiera hecho tarde en casa de un amigo, buscando ya su cigarrera para encender un puro. Pero allí, después de dejar el candelabro, ella se volvió y cayó en los brazos del joven, muda e inquietante, pegando su boca a la de él.

Las habitaciones privadas de Renée eran un nido de seda y encaje, una maravilla de lujo coqueto. Un gabinete muy pequeño precedía al dormitorio. Las dos piezas formaban una sola, o al menos el gabinete casi no era más que el umbral del dormitorio, una gran alcoba, guarnecida de tumbonas, sin puerta, cerrada por un doble portier. Las paredes, en una y otra pieza, se hallaban tapizadas con una tela de seda mate gris lino, briscada con enormes ramos de rosas, de lilas blancas y de botones de oro. Las cortinas y los portiers eran de guipur de Venecia, colocado sobre un forro de seda, de franjas alternas grises y rosas. En el dormitorio, la chimenea de mármol blanco, una auténtica joya, desplegaba, como un canastillo de flores, sus incrustaciones de lapislázuli y mosaicos preciosos, que

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reproducían las rosas, las lilas y los botones de oro del tapizado. Una gran cama gris y rosa, cuya madera no se veía, recubierta por tela y acolchada, y cuya cabecera se apoyaba en la pared, llenaba toda una mitad del dormitorio con su oleada de colgaduras, sus guipures y su seda briscada de ramos, que caían desde el techo hasta la alfombra. Era como un traje femenino, redondeado, recortado, acompañado de polisones, lazos, volantes; y la ancha cortina que se hinchaba, semejante a una falda, hacía soñar con una gran amante, inclinada, desfalleciente, a punto de derrumbarse sobre las almohadas. Bajo las cortinas, era un santuario, batistas plisadas con plieguecitos, una nube de encajes, toda clase de cosas delicadas y transparentes, que se ahogaban en una media luz religiosa. Al lado de la cama, de aquel monumento cuya amplitud devota recordaba una capilla engalanada para una fiesta, los otros muebles desaparecían: asientos bajos, una psique de dos metros, muebles provistos de infinidad de cajones. En el suelo, la alfombra, de un gris azulado, estaba sembrada de rosas pálidas deshojadas. Y a ambos lados de la cama, había dos grandes pieles de oso negro, guarnecidas de terciopelo rosa, con uñas de plata, y cuyas cabezas, vueltas hacia la ventana, miraban fijamente al cielo vacío con sus ojos de cristal.

Esta habitación tenía una dulce armonía, un silencio ahogado. Ninguna nota demasiado aguda, reflejo de metal, dorado brillante, cantaba en la frase soñadora del rosa y del gris. El propio juego de chimenea, el marco del espejo, el reloj, los pequeños candelabros, estaban hechos con viejas piezas de Sèvres, y apenas dejaban ver el cobre dorado de las monturas. Una maravilla de decoración, sobre todo el reloj, con su ronda de amores mofletudos, que bajaban, se inclinaban en torno a la esfera, como una pandilla de chiquillos desnudos que se burlasen de la rápida marcha de las horas. Este lujo suavizado, estos colores y estos objetos que el gusto de Renée había querido tiernos y sonrientes, ponían allí un crepúsculo, una luz de alcoba en la cual se han corrido las cortinas. Parecía que la cama continuara, que la pieza entera fuera una cama inmensa, con sus alfombras, sus pieles de oso, sus asientos acolchados, su tapizado guateado, que prolongaban la blandura del suelo por las paredes, hasta el techo. Y, como en un lecho, la joven dejaba allí, sobre todas esas cosas, la huella, la tibieza, el perfume de su cuerpo. Cuando uno apartaba el doble portier del gabinete, parecía como si levantase un cubrecama de seda, como si entrase en un gran tálamo todavía cálido y húmedo y encontrase, sobre las telas finas, las formas adorables, el sueño y los ensueños de una parisiense de treinta años.

Una pieza contigua, el vestidor, gran habitación tapizada de cretona antigua, estaba rodeada simplemente por altos armarios de palo de rosa, donde se encontraba colgado el ejército de los vestidos. Céleste, muy metódica, alineaba los vestidos por orden de antigüedad, los etiquetaba, metía la aritmética entre los caprichos amarillos o azules de su ama, mantenía el vestidor en un recogimiento de sacristía y con una limpieza de cuadra de lujo. No había un solo mueble, y no se veía un trapo; los paneles de los

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armarios relucían, fríos y netos, como los paneles barnizados de un cupé.

Pero la maravilla de las habitaciones, la pieza de la cual hablaba todo París, era el tocador. Se decía: «El tocador de la hermosa señora Saccard», como se dice: «La galería de los espejos de Versalles». Este tocador se encontraba en una de las torrecillas del palacete, justamente encima de la salita botón de oro. Uno pensaba, al entrar en él, en una ancha tienda redonda, una tienda de cuento de hadas, alzada en pleno sueño por alguna guerrera enamorada. En el centro del techo, una corona de plata cincelada retenía los paños de la tienda que iban, redondeándose, a unirse a la pared, desde donde caían rectos hasta el piso. Esos paños, esas ricas colgaduras, estaban hechos de un viso de seda rosa recubierto por una muselina muy clara, plisada a grandes pliegues de trecho en trecho; un aplique de guipur separaba los pliegues, y junquillos de plata grabada bajaban de la corona, corrían a lo largo de la colgadura, a los dos lados de cada aplique. El gris rosado del dormitorio se aclaraba aquí, se convertía en un blanco rosado, una carne desnuda. Y, bajo esa cuna de encaje, bajo esas cortinas que sólo dejaban ver del techo, por el angosto hueco de la corona, un agujero azulado, donde Chaplin había pintado un riente amor, que miraba y aprestaba su flecha, daba la impresión de que uno se encontraba en el fondo de una bombonera, en un precioso cofre de joyas, agrandado, no ya hecho para el brillo de un diamante, sino para la desnudez de una mujer. La alfombra, de nívea blancura, se extendía sin la menor siembra de flores. Un armario de luna, con los dos paneles incrustados de plata; una tumbona, dos pufs, taburetes de raso blanco; una gran mesa de tocador, con superficie de mármol rosa, y cuyas patas desaparecían bajo los volantes de muselina y guipur, amueblaban la pieza. Los cristales de la mesa de tocador, los vasos, los jarrones, la bandeja, eran de viejo bohemia veteado en rosa y blanco. Y había aún otra mesa, incrustada de plata como el armario de luna, donde se hallaba alineado el material, los chismes de tocador, extravagante equipo que desplegaba un considerable número de pequeños instrumentos cuyo uso no se entendía, rascadores, polissoirs, limas de todos los tamaños y de todas las formas, tijeras rectas y curvas, todas las variedades de pinzas y horquillas. Cada uno de estos objetos, de plata y marfil, estaba marcado con las iniciales de Renée.

Pero el tocador tenía un rincón delicioso, y era sobre todo ese rincón el que le daba fama. Frente a la ventana, los paños de la tienda se abrían y descubrían, al fondo de una especie de alcoba larga y poco profunda, una bañera, una pila de mármol rosa, hundida en el piso y cuyos bordes acanalados como los de una gran concha llegaban a ras de la alfombra. Se bajaba a la bañera por unos escalones de mármol. Encima de los grifos de plata, de cuello de cisne, un espejo veneciano, troquelado, sin marco, con dibujos esmerilados en el cristal, ocupaba el fondo de la alcoba. Cada mañana, Renée tomaba un baño de unos minutos. Ese baño llenaba

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para todo el día el tocador de humedad, de un olor a carne fresca y mojada. A veces, un frasco destapado, un jabón que había quedado fuera de su caja, ponían un aroma más violento en aquella languidez un poco sosa. A la joven le gustaba quedarse allí, hasta mediodía, casi desnuda. La tienda redonda, también, estaba desnuda. Aquella bañera rosa, aquellas mesas y jofainas rosa, aquella muselina del techo y las paredes, bajo la cual creía uno ver circular una sangre rosa, adoptaban redondeces de carne, redondeces de hombros y de senos; y, según la hora del día, se habría dicho la piel nevosa de una niña o la piel cálida de una mujer. Era una inmensa desnudez. Cuando Renée salía del baño, su cuerpo rubio no añadía sino un poco de rosa a toda la carne rosa de la habitación.

Fue Maxime el que desvistió a Renée. Entendía de eso, y sus ágiles manos adivinaban las horquillas, corrían alrededor de su talle con una ciencia innata. La despeinó, le quitó los diamantes, volvió a peinarla para la noche. Y como mezclaba con su oficio de camarera y peluquero bromas y caricias, Renée reía, con una carcajada ahogada, mientras la seda de su corpiño crujía y sus faldas se desataban una a una. Cuando se vio desnuda, sopló las velas del candelabro, cogió a Maxime por la cintura y casi lo arrastró al dormitorio. Aquel baile había acabado de embriagarla. En su fiebre, tenía conciencia del día transcurrido la víspera al amor de la lumbre, de ese día de estupor ardiente, de sueños vagos y risueños. Seguía oyendo dialogar las voces secas de Saccard y de Sidonie, gritando cifras, con gangueos de ujier. Eran personas que la abrumaban, que la empujaban al crimen. E incluso, a esa hora, cuando buscaba sus labios, en el fondo del gran lecho oscuro, seguía viendo a Maxime en medio del fuego de la víspera, mirándola con ojos que la quemaban.

El joven sólo se retiró a las seis de la mañana. Ella le dio la llave de la puertecita del parque Monceau, haciéndole jurar que volvería todas las noches. El tocador comunicaba con el salón botón de oro por una escalera de servicio escondida en el muro, y que unía todas las piezas de la torrecilla. Desde el salón, era fácil pasar al invernadero y llegar al parque.

Al salir con las primeras luces, entre una espesa niebla, Maxime estaba un poco aturdido por su buena suerte. La aceptó, por lo demás, con sus cortesías de ser neutro.

«¡Qué le vamos a hacer! —pensaba—, es ella quien lo quiere, a fin de cuentas... Está admirablemente bien formada; y tenía razón ella, es dos veces más divertida en la cama que Sylvia.»

Se habían deslizado hacia el incesto desde el día en que Maxime, con su raída chaqueta de colegial, se había colgado del cuello de Renée, arrugando su casaca de la guardia francesa. Hubo, desde entonces, entre ellos, una larga perversión de todos los instantes. La extraña educación que la joven daba al niño; las familiaridades que hicieron de ellos dos compañeros; más adelante, la risueña audacia de sus confidencias; toda esa promiscuidad peligrosa acabó por unirlos con un lazo singular, en el que las alegrías de la amistad resultaban casi satisfacciones carnales. Se habían entregado el uno

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al otro desde hacía años; el acto brutal no fue sino la crisis aguda de esta inconsciente enfermedad de amor. En el mundo enloquecido en el cual vivían, su falta había crecido como bajo un estiércol fértil en jugos equívocos; se había desarrollado con extraños refinamientos, entre particulares condiciones de desenfreno. Cuando la gran calesa los llevaba al Bosque y rodaban suavemente a lo largo de las avenidas, contándose obscenidades al oído, buscando en su infancia las indecencias del instinto, eso no era sino una desviación y una satisfacción inconfesada de sus deseos. Se sentían vagamente culpables, como si se hubieran rozado con una caricia, e incluso ese pecado original, esa languidez de las conversaciones licenciosas que los cansaba con voluptuosa fatiga, les cosquilleaba aún más dulcemente que unos besos claros y positivos. Su camaradería fue así la marcha lenta de dos enamorados, que debía fatalmente conducirlos un día al reservado del Café Riche y a la gran cama gris y rosa de Renée. Cuando se encontraron uno en brazos del otro, no sintieron la sacudida de la culpa. Eran como unos viejos amantes, cuyos besos tenían remembranzas. Y acababan de perder tantas horas en un contacto de todo su ser, que hablaban a su pesar de aquel pasado lleno de ternuras ignorantes.

—¿Te acuerdas del día en que llegué a París? —decía Maxime—; ¡llevabas un traje muy gracioso! y, con mi dedo, tracé un ángulo sobre tu pecho, te aconsejé un escote en punta... Sentía tu piel bajo la blusa, y mi dedo se hundía un poco... Era estupendo...

Renée reía, besándolo, murmurando:—Eras ya un viciosillo... ¡Cómo nos has divertido, en Worms, te

acuerdas! Te llamábamos «nuestro hombrecito». Siempre he creído que la gorda de Suzanne se habría dejado perfectamente, si no la hubiese vigilado la marquesa con ojos furibundos.

—¡Ah, sí, nos hemos reído a gusto... —murmuraba el joven—. El álbum de fotografías, ¿no?, y todo lo demás, nuestras compras por París, nuestras meriendas en la pastelería del bulevar; ya sabes, aquellos pastelillos de fresa que adorabas... Me acordaré siempre de aquella tarde en la que me contaste la aventura de Adeline, en el convento, cuando escribía cartas a Suzanne, y firmaba como un hombre: Arthur de Espanet, proponiéndole raptarla... —Los amantes se alegraban aún más con esta divertida historia; después Maxime continuaba con su voz mimosa—: Cuando venías a buscarme al colegio en tu coche, debíamos de resultar muy cómicos los dos... Yo desaparecía bajo tus faldas, de pequeño que era.

—Sí, sí —balbucía ella, con escalofríos, atrayendo al joven—, era estupendo, como tú dices... Nos amábamos sin saberlo, ¿verdad? Yo lo he sabido antes que tú. El otro día, al regresar del Bosque, rocé tu pierna, y me estremecí... Pero tú no te diste cuenta de nada, ¿eh? ¿No pensabas en mí?

—¡Oh, sí! —respondía él, un poco cortado—. Sólo que no sabía, ya comprendes... No me atrevía.

Mentía. La idea de poseer a Renée nunca se le había ocurrido claramente. La había rozado con todo su vicio sin desearla

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realmente. Era demasiado blando para ese esfuerzo. Aceptó a Renée porque ésta se le impuso, y resbaló hasta su lecho sin quererlo, sin preverlo. Cuando hubo rodado hasta allí, se quedó, porque estaba al calor, y porque se quedaba en el fondo de todos los agujeros donde caía. En los comienzos, incluso saboreó satisfacciones de amor propio. Era la primera casada que poseía. No pensaba que el marido era su padre.

Pero Renée aportaba a su falta todos los ardores de un corazón extraviado. También ella había resbalado por la pendiente. Sólo que no había rodado hasta el final como una carne inerte. El deseo se había despertado en ella demasiado tarde para combatirlo, cuando la caída resultaba fatal. Aquella caída se le apareció bruscamente como una necesidad de su hastío, como un goce raro y supremo, único que podía despertar sus sentidos cansados, su corazón herido. Fue durante aquel paseo otoñal, en el crepúsculo, cuando el Bosque se dormía, cuando se le ocurrió la vaga idea del incesto, semejante a un cosquilleo que le dejó a flor de piel un temblor desconocido; y, por la noche, en la semiembriaguez de la cena, bajo el azote de los celos, esa idea se precisó, se alzó ardientemente ante ella, en medio de las llamas del invernadero, frente a Maxime y Louise. En ese momento, quiso el mal, el mal que nadie comete, el mal que iba a llenar su existencia vacía y a meterla por fin en el infierno, al que seguía teniendo miedo, como cuando era niña. Después, al día siguiente, ya no quiso, por una extraña sensación de remordimiento y de cansancio. Le parecía que había pecado ya, que no era tan bueno lo que pensaba, y que sería verdaderamente demasiado sucio. La crisis debía ser fatal, llegar por sí misma, al margen de estos dos seres, de estos compañeros que estaban destinados a equivocarse un buen día, a acoplarse, creyendo darse un apretón de manos. Pero, después de aquella caída tan tonta, volvió a soñar su sueño de un placer sin nombre, y entonces cogió a Maxime entre sus brazos, curiosa de él, curiosa de las alegrías crueles de un amor que miraba como un crimen. Su voluntad aceptó el incesto, lo exigió, pretendió saborearlo hasta el fin, hasta los remordimientos, si es que llegaban. Fue activa, consciente. Amó con su arrebato de gran mundana, sus prejuicios inquietos de burguesa, todos los combates, las alegrías y los ascos de mujer que se ahoga en su propio desprecio.

Maxime regresó cada noche. Llegaba por el jardín, hacia la una. A menudo Renée lo esperaba en el invernadero, que él tenía que cruzar para llegar a la salita. Eran, por lo demás, de una impudicia perfecta, ocultándose apenas, olvidando las preocupaciones más clásicas del adulterio. Aquel rincón del palacete, cierto es, les pertenecía. Baptiste, el ayuda de cámara del marido, era el único que tenía derecho a entrar allí, y Baptiste, como hombre serio, desaparecía en cuanto su servicio había acabado. Maxime pretendía incluso, riendo, que se retiraba a escribir sus memorias. Una noche, no obstante, cuando él acababa de llegar, Renée se lo mostró cruzando solemnemente el salón, con una palmatoria en la mano. El alto criado, con su aspecto de ministro, iluminado por la luz amarilla

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de la cera, tenía, esa noche, un rostro más correcto y aún más severo que de costumbre. Asomándose, los dos amantes le vieron soplar su vela y dirigirse hacia las cuadras, donde dormían los caballos y los palafreneros.

—Hace su ronda —dijo Maxime.Renée empezó a temblar. Baptiste la inquietaba de ordinario. A

veces decía que era el único hombre honrado del palacete, con su frialdad, sus miradas que no se detenían nunca en los hombros de las mujeres.

Adoptaron entonces cierta prudencia para verse. Cerraban las puertas de la salita, y así podían disfrutar con toda tranquilidad de aquella sala, del invernadero y de las habitaciones de Renée. Era todo un mundo. Saborearon allí, durante los primeros meses, las alegrías más refinadas, las más delicadamente rebuscadas. Pasearon sus amores desde la gran cama gris y rosa del dormitorio a la desnudez rosa y blanca del tocador y a la sinfonía en amarillo menor de la salita. Cada pieza, con su olor particular, sus colgaduras, su vida propia, les daba una ternura diferente, hacía de Renée otra enamorada: fue delicada y bonita en su tálamo acolchado de gran dama, en medio de aquella habitación tierna y aristocrática, donde el amor adquiría un recogimiento de buen gusto; bajo la tienda de color carne, entre los perfumes y la languidez húmeda de la bañera, se mostró mujerzuela caprichosa y carnal, entregándose al salir del baño, y fue allí donde Maxime la prefirió; después, abajo, en la clara salida de sol de la salita, en medio de esa aurora amarillenta que doraba sus cabellos, se convirtió en diosa, con su cabeza de Diana rubia, sus brazos desnudos que tenían castas actitudes, su cuerpo puro, cuyas posturas, en los confidentes, encontraban líneas nobles de una gracia antigua. Pero había un lugar donde Maxime casi sentía miedo, y donde Renée sólo lo llevaba los días malos, los días en los que tenía necesidad de una embriaguez más acre. Entonces se amaban en el invernadero. Era allí donde saboreaban el incesto.

Una noche, en una hora de angustia, la joven había querido que su amante fuese a buscar una de sus pieles de oso negro. Después se habían acostado sobre aquella alfombra de tinta, al borde de un estanque, en el gran sendero circular. Fuera, helaba terriblemente, en un límpido claro de luna. Maxime había llegado temblando, con las orejas y los dedos helados. El invernadero se encontraba tan caldeado que él sufrió un desmayo, sobre la piel del animal. Entraba en una llama tan pesada, al salir de los pinchazos secos del frío, que experimentaba escozor, como si lo hubieran golpeado con varas. Cuando volvió en sí, vio a Renée arrodillada, inclinada, con los ojos fijos, una actitud brutal que le dio miedo. El pelo caído, los hombros desnudos, ella se apoyaba en los puños, con el espinazo arqueado, semejante a una gata de ojos fosforescentes. El joven, acostado de espaldas, vio, por encima de los hombros de aquella adorable bestia enamorada que lo miraba, la esfinge de mármol, cuyos muslos relucientes iluminaba la luna. Renée tenía la postura y la sonrisa del

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monstruo con cabeza de mujer, y, con sus faldas desatadas, parecía la hermana blanca de aquella diosa negra.

Maxime languidecía. El calor era sofocante, un calor oscuro, que no caía del cielo en lluvia de fuego, sino que se arrastraba por el suelo, como una exhalación malsana, y cuyo vaho ascendía, similar a una nube cargada de tormenta. Una cálida humedad cubría a los amantes de un rocío, de un sudor ardiente. Durante mucho tiempo, estuvieron sin gestos ni palabras, en aquel baño de llamas, Maxime, derribado e inerte, Renée, temblorosa sobre sus muñecas como sobre jarretes ágiles y nerviosos. Fuera, por los pequeños cristales del invernadero, se veían perspectivas del parque Monceau, grupos de árboles con finos festones negros, cuadros de césped blancos como lagos helados, todo un paisaje muerto, cuyas delicadezas y cuyos tonos claros y lisos recordaban rincones de grabados japoneses. Y aquel trozo de tierra ardiente, aquel tálamo inflamado donde los amantes se tendían, hervía extrañamente en medio de este gran frío mudo.

Tuvieron una noche de loco amor. Renée era el hombre, la voluntad apasionada y activa. Maxime se sometía. Aquel ser neutro, rubio y guapo, herido desde la infancia en su virilidad, se convertía, en los brazos curiosos de la joven, en una profesional perfecta, con sus miembros depilados, sus delgadeces graciosas de efebo romano. Parecía nacido y criado para una perversión de la voluptuosidad. Renée gozaba con su dominio, doblegaba bajo su pasión a aquella criatura en la cual el sexo seguía vacilando. Constituía para ella un continuo asombro del deseo, una sorpresa de los sentidos, una extraña sensación de malestar y de placer agudo. Ya no sabía; volvía con dudas sobre su piel fina, su cuello torneado, sus abandonos y sus desmayos. Experimentó entonces una hora de plenitud. Maxime, revelándole un estremecimiento nuevo, completó sus vestidos locos, su lujo prodigioso, su vida a ultranza. Puso en su carne la nota excesiva que cantaba ya en torno a ella. Fue el amante a juego con las modas y las locuras de la época. Aquel guapo chico, cuyas chaquetas mostraban sus frágiles formas, aquella chica fallida, que paseaba por los bulevares, con raya al medio, con risitas y sonrisas aburridas, resultó, en manos de Renée, una de esas liviandades de decadencia que, en ciertos momentos, en una nación podrida, agota una carne y perturba una inteligencia.

Y era sobre todo en el invernadero donde Renée era el hombre. La ardiente noche que pasaron allí fue seguida por otras varias. El invernadero amaba, ardía con ellos. En el aire pesado, en la claridad blanquecina de la luna, veían el mundo extraño de las plantas que los rodeaban moverse confusamente, intercambiar abrazos. La piel de oso ocupaba todo el sendero. A sus pies, el estanque humeaba, lleno de un hormigueo, de un espeso entrelazamiento de raíces, mientras la estrella rosa de las Ninfeas se abría, a flor de agua, como un corpiño virginal, y las Monsteras dejaban caer sus ramas, semejantes a cabelleras de Nereidas desfallecidas. Después, a su alrededor, las Palmeras, los grandes Bambúes de la India, se alzaban, llegaban

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hasta la cimbra, donde se inclinaban y mezclaban sus hojas, con actitudes tambaleantes de amantes cansados. Más abajo, los Helechos, los Pteris, las Alsófilas, eran como damas verdes, con sus anchas faldas guarnecidas de volantes regulares, que, mudas e inmóviles al borde del sendero, esperaban el amor. A su lado, las hojas retorcidas, manchadas de rojo, de las Begonias, y las hojas blancas, en punta de lanza, de los Caladios, ponían un séquito vago de magulladuras y palideces, que los amantes no se explicaban, y donde encontraban a veces redondeces de caderas y rodillas, tendidas en tierra, bajo la brutalidad de caricias sangrientas. Y los Plátanos, doblándose bajo los racimos de sus frutos, les hablaban de las feraces fertilidades del suelo, mientras que los euforbios de Abisinia, cuyos cirios espinosos vislumbraban en la sombra, contrahechos, llenos de jorobas vergonzosas, les parecía que rezumaban la savia, el flujo desbordante de aquella generación de llamas. Pero, a medida que sus miradas se hundían en los rincones del invernadero, la oscuridad se llenaba de un desenfreno de hojas y tallos aún más furioso; ya no distinguían, sobre las gradas, las marantas suaves como terciopelo, las Gloxíneas de campanas violetas, las dracenas semejantes a láminas de vieja laca barnizada; era una ronda de hierbas vivientes que se perseguían con una ternura insatisfecha. En las cuatro esquinas, en el punto donde cortinas de bejucos disponían glorietas, su sueño carnal enloquecía aún más, y los vástagos ágiles de las Vainillas, de las Cocas de Levante, de los Quiscualis, de la Bohinias, eran los brazos interminables de enamorados que no se veían, y que alargaban perdidamente su abrazo, para atraer todas las alegrías dispersas. Esos brazos sin fin colgaban con lasitud, se anudaban en un espasmo de amor, se buscaban, se enrollaban como para el celo de una muchedumbre. Era el celo inmenso del invernadero, de aquel rincón de selva virgen donde llameaban las frondas y las floraciones de los trópicos.

Maxime y Renée, los sentidos falseados, se sentían arrastrados a aquellas nupcias poderosas de la tierra. El suelo, a través de la piel de oso, les quemaba la espalda, y, de las altas palmas, caían sobre ellos gotas de calor. La savia que ascendía por los flancos de los árboles penetraba en ellos también, les inspiraba locos deseos de crecimiento inmediato, de reproducción gigantesca. Entraban en el celo del invernadero. Era entonces, en medio del pálido fulgor, cuando los embotaban visiones, pesadillas en las cuales asistían largamente a los amores de las palmeras con los helechos; el follaje adoptaba apariencias confusas y equívocas, que sus deseos fijaban en imágenes sensuales; murmullos, cuchicheos les llegaban de los macizos, voces desmayadas, suspiros de éxtasis, gritos ahogados de dolor, risas lejanas, todo lo que sus propios besos tenían de parlanchín, y que el eco les devolvía. A veces se creían sacudidos por un temblor del suelo, como si la propia tierra, en una crisis de hartura, hubiera prorrumpido en sollozos voluptuosos.

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Si hubieran cerrado los ojos, si el calor sofocante y la luz pálida no hubieran infundido en ellos una depravación de todos los sentidos, los olores habrían bastado para sumirlos en un eretismo nervioso extraordinario. El estanque los bañaba en un aroma acre, profundo, por el que pasaban los mil perfumes de las flores y del verdor. A veces, la Vainilla cantaba con arrullos de paloma torcaz; después llegaban las notas rudas de las Stanhopeas, cuyas bocas atigradas tienen un aliento fuerte y amargo de convaleciente. Las orquídeas, en sus cestas sujetas por cadenitas, exhalaban sus soplos, semejantes a incensarios vivos. Pero el olor dominante, el olor en el cual se fundían todos esos vagos suspiros, era un olor humano, un olor de amor, que Maxime reconocía, cuando besaba la nuca de Renée, cuando hundía su cabeza entre sus cabellos sueltos. Y quedaban embriagados por ese olor de mujer enamorada, que rondaba por el invernadero, como por una alcoba donde la tierra pariese.

De ordinario, los amantes se acostaban bajo la Tanguinia de Madagascar, bajo ese arbusto envenenado del que la joven había mordido una hoja. En torno a ellos, reían blancuras de estatuas, al mirar el acoplamiento enorme de las frondas. La luna, que giraba, desplazaba los grupos, animaba el drama con su luz cambiante. Y ellos estaban a mil leguas de París, al margen de la vida fácil del Bosque y de los salones oficiales, en el rincón de una selva de la India, de algún templo monstruoso, cuyo dios era la esfinge de mármol negro. Sentían que rodaban hacia el crimen, hacia el amor maldito, hacia una ternura de fieras. Todo el pulular que los rodeaba, el hormigueo sordo del estanque, la impudicia desnuda de los follajes, los arrojaban al pleno infierno dantesco de la pasión. Era entonces, en el fondo de esta jaula de cristal, hirviente toda de las llamas del estío, perdida en el frío claro de diciembre, cuando saboreaban el incesto, como fruto criminal de una tierra demasiado caldeada, con el temor sordo de su tálamo aterrador.

Y, en el centro de la piel negra, el cuerpo de Renée blanqueaba, en su actitud de gran gata agazapada, el espinazo arqueado, las muñecas tensas, como jarretes ágiles y nerviosos. Estaba toda henchida de voluptuosidad, y las líneas claras de sus hombros y de sus caderas se destacaban con sequedades felinas sobre la mancha de tinta con que la piel ennegrecía la arena amarilla del sendero. Acechaba a Maxime, esa presa derribada debajo de ella, que se abandonaba, a quien poseía por entero. Y de vez en cuando, se inclinaba bruscamente, lo besaba con su boca irritada. Su boca se abría entonces con el brillo ávido y sangriento del hibisco de la China, cuyo tapiz cubría el costado del hotel. Ella ya no era más que una hija ardiente del invernadero. Sus besos florecían y se ajaban, como las flores rojas de la gran malva, que duran apenas unas horas, y que renacen sin cesar, semejantes a los labios magullados e insaciables de una Mesalina gigante.

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Capitulo V

El beso que había dado en el cuello a su mujer preocupaba a Saccard. Hacía tiempo que ya no usaba sus derechos de marido; la ruptura se había producido naturalmente, pues ni el uno ni la otra se inquietaban por una unión que les estorbaba. Para que él pensase en volver a entrar en el dormitorio de Renée, tenía que haber algún buen negocio al final de sus ternuras conyugales.

El golpe de fortuna de Charonne marchaba bien, aunque perduraban las inquietudes sobre su desenlace. Larsonneau, con sus camisas resplandecientes, sonreía de una forma que le desagradaba. No era sino un mero intermediario, un testaferro a quien le pagaba su solicitud con un interés del diez por ciento sobre los futuros beneficios. Pero, aunque el agente de expropiaciones no hubiera metido un céntimo en el negocio, y aunque Saccard, tras haber provisto los fondos del café cantante, hubiera tomado todo tipo de precauciones, contraventa, letras cuya fecha quedaba en blanco, recibos dados por adelantado, no por ello dejaba de experimentar un sordo temor, un presentimiento de alguna traición. Olfateaba, en su cómplice, la intención de hacerle chantaje, con ayuda de aquel inventario falso que guardaba celosamente, y al cual debía únicamente su participación en el negocio.

Por ello los dos compinches se estrechaban vigorosamente las manos. Larsonneau calificaba a Saccard de «querido maestro». Sentía, en el fondo, verdadera admiración por aquel equilibrista, cuyos ejercicios en la cuerda floja de la especulación seguía como un aficionado. La idea de engañarlo le hacía ilusión como una voluptuosidad rara y picante. Acariciaba un plan todavía vago, sin saber demasiado bien cómo emplear el arma que poseía, y con la cual temía cortarse él. Se sentía, por otra parte, a merced de su antiguo colega. Los terrenos y las construcciones que unos inventarios sabiamente calculados tasaban ya en cerca de dos millones, y que no valían la cuarta parte de esta suma, acabarían desbaratándose en una quiebra colosal si el hada de la expropiación no los tocaba con su varita de oro. Según los planes primitivos, que habían podido consultar, el nuevo bulevar, abierto para enlazar el parque de artillería de Vincennes con el cuartel del Príncipe Eugenio, y situar este parque en el corazón de París rodeando el faubourg Saint-Antoine, se llevaba parte de los terrenos; pero quedaba aún el temor de que se vieran apenas tocados de refilón y que la ingeniosa especulación del café cantante fracasase por su propia impudencia. En este caso, Larsonneau se quedaría con una delicada aventura a cuestas. Este peligro, no obstante, no le impedía,

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a pesar de su papel forzosamente secundario, estar consternado, cuando pensaba en el menguado diez por ciento que cobraría en un robo tan colosal de millones. Y era entonces cuando no podía resistir la furiosa comezón de alargar la mano, de cortarse su porción.

Saccard ni siquiera había querido que le prestase dinero a su mujer, pues él mismo se divertía con este grosero artificio de melodrama, con el cual disfrutaba su amor a los tejemanejes complicados.

—No, no, querido amigo —decía con su acento provenzal, que exageraba aún más cuando quería salpimentar una broma—, no enredemos nuestras cuentas... Usted es el único hombre de París a quien he jurado no deber nunca nada.

Larsonneau se contentaba con insinuarle que su mujer era un pozo sin fondo. Le aconseja que no le diera un céntimo más, para que ella le cediera inmediatamente su parte de la propiedad. Habría preferido enfrentarse sólo con él. Lo tanteaba a veces, llevaba las cosas hasta decir, con su aire cansado e indiferente de vividor:

—Tendré que poner un poco de orden en mis papeles... Su mujer me asusta, amiguito. No quiero que en mi casa sean precintadas ciertas piezas.

Saccard era incapaz de soportar pacientemente semejantes alusiones, sobre todo cuando sabía a qué atenerse sobre el orden frío y meticuloso que reinaba en las oficinas del personaje. Toda su figurilla astuta y activa se rebelaba contra los temores que intentaba infundirle aquel usurero currutaco de guantes amarillos. Lo peor era que le daban escalofríos cuando pensaba en un posible escándalo; y se veía brutalmente desterrado por su hermano, viviendo en Bélgica de cualquier negocio inconfesable. Un día, se enfadó, llegó incluso a tutear a Larsonneau.

—Escucha, chico —le dijo—, eres un muchacho encantador, pero harías bien en devolverme la pieza que sabes. Ya verás cómo ese trozo de papel acaba por enfadarnos.

El otro se hizo el asombrado, estrechó las manos de su «querido maestro» dándole seguridades de su afecto. Saccard lamentó su impaciencia de un minuto. Fue en esa época cuando pensó seriamente en acercarse a su mujer; podía tener necesidad de ella contra su cómplice, y se decía además que los negocios se tratan de maravilla sobre la almohada. El beso en el cuello se convirtió poco a poco en la revelación de toda una nueva táctica.

Por lo demás, no tenía prisa, no malgastaba sus medios. Tardó todo el invierno en madurar su plan, tironeado por cien asuntos más enredados unos que otros. Fue para él un invierno terrible, lleno de sacudidas, una campaña prodigiosa, durante la cual tuvo que vencer la quiebra día a día. Lejos de reducir su tren de vida, dio fiesta tras fiesta. Pero, aunque consiguió hacer frente a todo, tuvo que descuidar a Renée, a la que reservaba para la jugada triunfal, cuando la operación de Charonne estuviera madura. Se contentó con preparar el desenlace, continuando sin darle más dinero, salvo por conducto de Larsonneau. Cuando podía disponer de unos miles de

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francos, y ella se quejaba de miseria, se los llevaba, diciendo que los hombres de Larsonneau exigían un pagaré por el doble de la suma. Esta comedia lo divertía enormemente, la historia de los pagarés le encantaba por la novela que introducían en el negocio. Incluso en la época de sus beneficios más claros le había pasado la pensión a su mujer de forma muy irregular, haciéndole regalos principescos, abandonándole puñados de billetes de banco, y dejándola después acorralada por una miseria durante semanas. Ahora que se encontraba en serios apuros, hablaba de las cargas de la casa, la trataba como a un acreedor, a quien no se quiere confesar la ruina y a quien se aplaca con historias. Ella apenas le escuchaba; firmaba todo lo que él quería; se quejaba solamente de no poder firmar más.

Tenía ya, no obstante, unos doscientos mil francos de pagarés firmados por ella, que le costaban apenas ciento diez mil francos. Tras haberlos hecho endosar por Larsonneau, a cuyo nombre estaban suscritos, hacía viajar esos pagarés de forma prudente, contando con servirse de ellos más adelante como armas decisivas. Jamás habría podido llegar al final de aquel terrible invierno, prestar con usura a su mujer y mantener su tren de vida, sin la venta del solar del bulevar Malesherbes, que los señores Mignon y Charrier le pagaron en dinero contante, aunque reteniendo un descuento formidable.

Aquel invierno fue para Renée una prolongada alegría. Sólo sufría por la necesidad de dinero. Maxime le costaba carísimo; la seguía tratando como a su madrastra, le dejaba pagar en todas partes. Pero esa miseria escondida era para ella una voluptuosidad más. Se las ingeniaba, se rompía la cabeza, para que su «querido niño» no careciera de nada; y cuando había convencido a su marido a encontrarle unos miles de francos, se los comía con su amante, en locuras costosas, como dos escolares sueltos en su primera escapada. Cuando no tenían un céntimo, se quedaban en el palacete, disfrutaban de aquella gran mansión, de un lujo tan nuevo y tan insolentemente necio. El padre jamás estaba allí. Los enamorados se quedaban al amor de la lumbre más a menudo que antes. Y es que Renée había llenado, por fin, de un goce cálido el vacío glacial de aquellos techos dorados. Aquella casa equívoca del placer mundano se había convertido en una capilla donde ella practicaba apartada una nueva religión. Maxime no ponía solamente en ella la nota aguda que concordaba con sus locos vestidos; era el amante hecho para ese palacete, de anchos escaparates de comercio, y que un raudal de esculturas inundaba desde los desvanes a los sótanos; él animaba aquellos armatostes, desde los dos amores mofletudos que, en el patio, dejaban caer de su concha un hilillo de agua, hasta las altas mujeres desnudas que sostenían los balcones y jugaban en medio de los frontones con espigas y manzanas; él explicaba el vestíbulo demasiado rico, el jardín demasiado estrecho, las estancias brillantes donde se veían demasiados sillones y ni un solo objeto de arte. La joven, que se había aburrido mortalmente allí, se divirtió de repente, lo usó como una cosa cuyo empleo no había comprendido al

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principio. Y no fue sólo por sus habitaciones, la salita botón de oro y el invernadero por donde paseó su amor, sino por el palacete entero. Acabó por estar a gusto incluso en el diván del salón de fumar; se ensimismaba allí, decía que aquella estancia tenía un vago olor a tabaco, muy agradable.

Recibió dos días en lugar de uno. El jueves acudían todos los intrusos. Pero el lunes estaba reservado para sus amigas íntimas. No se admitían hombres. Sólo Maxime asistía a estas elegantes reuniones que se desarrollaban en la salita. Una tarde se le ocurrió a Renée la asombrosa idea de vestirlo de mujer y presentarlo como una de sus primas. Adeline, Suzanne, la baronesa de Meinhold y las otras amigas que estaban allí se levantaron, saludaron, extrañadas ante aquel semblante que reconocían vagamente. Después, cuando comprendieron, se rieron mucho, se negaron rotundamente a que el joven fuese a desvestirse. Lo conservaron con sus faldas, jocosamente, prestándose a bromas equívocas. Cuando había acompañado a aquellas señoras por la puerta principal, daba la vuelta al parque y regresaba por el invernadero. Jamás las buenas amigas tuvieron la menor sospecha. Los amantes no podían mostrarse más familiares de lo que ya lo eran, cuando se proclamaban buenos amigos. Y si ocurría que un sirviente los veía abrazarse un poco de más, de pasada, no experimentaba la menor sorpresa, pues estaban habituados a las bromas de la señora y del hijo del señor.

Esta entera libertad, esta impunidad los envalentonaba aún más. Si de noche corrían los cerrojos, de día se besaban en todas las estancias del palacete. Inventaron mil jueguecitos para los días de lluvia. Pero el gran placer de Renée seguía siendo encender un fuego terrible y amodorrarse ante la lumbre. Desplegó, ese invierno, un maravilloso lujo de ropa interior. Llevó camisas y batas de un precio loco, cuyos entredoses y batistas la cubrían apenas con un humo blanco. Y, al resplandor rojo del fuego, permanecía como desnuda, los encajes y la piel de color de rosa, la carne bañada por la llama a través de la delgada tela. Maxime, acurrucado a sus pies, le besaba las rodillas, sin sentir siquiera la ropa que tenía el color y la tibieza de aquel hermoso cuerpo. La luz era escasa, caía como un crepúsculo en el dormitorio de seda gris, mientras Céleste iba y venía a sus espaldas, con su paso tranquilo. Se había convertido en su gran cómplice, naturalmente. Una mañana que se habían entretenido en la cama los encontró, y conservó su flema de sirvienta de sangre helada. Ellos ya no se recataban; ella entraba a cualquier hora, sin que el ruido de sus besos le hiciera volver la cabeza. Contaban con ella para prevenirlos en caso de alerta. No compraban su silencio. Era una chica muy ahorrativa, muy honrada, y a quien no se le conocían amantes.

Sin embargo, Renée no se había enclaustrado. Seguía apareciendo en sociedad, y llevaba a Maxime de acompañante, como un paje rubio de frac negro, y disfrutaba incluso de placeres más vivos. La temporada fue para ella un prolongado triunfo. Jamás había

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tenido ideas más atrevidas de trajes y peinados. Fue entonces cuando se atrevió a llevar el famoso vestido de raso del color de las zarzas, sobre el cual estaba bordada toda una cacería de ciervos, con atributos, cebadores, cuernos de caza, cuchillos de anchas hojas. Fue también entonces cuando puso de moda los peinados antiguos, que Maxime tuvo que ir a dibujarle al museo Campana, recién abierto. Se rejuvenecía, estaba en la plenitud de su belleza turbulenta. El incesto ponía en ella una llama que brillaba en el fondo de sus ojos y caldeaba sus risas. Sus quevedos asumían insolencias supremas en la punta de su nariz, y miraba a las otras mujeres, a sus buenas amigas que alardeaban de la enormidad de cualquier vicio, con un aire de adolescente jactancioso, con una sonrisa fija que significaba: «Tengo mi crimen».

En cuanto a Maxime, opinaba que la vida social era un fastidio. Cuando pretendía aburrirse en sociedad, era por distinción, pues no se divertía realmente en ninguna parte. En las Tullerías, en los ministerios, desaparecía en las faldas de Renée. Pero volvía a ser el amo cuando se trataba de alguna escapada. Renée quiso volver a ver el reservado del bulevar, y la anchura del diván la hizo sonreír. Después, él la llevó, un poco por todas partes, a casas de daifas, al baile de la ópera18, a los palcos de los teatrillos, a todos los lugares equívocos donde podían codearse con el vicio brutal, saboreando las alegrías del incógnito. Cuando regresaban furtivamente al palacete, rotos de fatiga, se dormían uno en brazos del otro, incubando la embriaguez del París puerco, con jirones de cuplés picarescos cantando aún en sus oídos. Al día siguiente, Maxime imitaba a los actores, y Renée, en el piano de la salita, trataba de encontrar la voz ronca y los contoneos de Blanche Muller, en su papel de la Bella Helena. Sus clases de música del convento no le servían sino para destrozar los cuplés de las bufonadas nuevas. Sentía un santo horror por las melodías serias. Maxime se mofaba con ella de la música alemana, y se creyó en el deber de ir a silbar el Tannhäuser, por convicción, y por defender las cancioncillas picantes de su madrastra.

Una de sus grandes diversiones fue patinar; aquel invierno el patín estaba de moda, el emperador había ido uno de los primeros a probar el hielo del lago, en el Bosque de Boulogne. Renée le encargó a Worms un traje completo de polaca, terciopelo y piel; quiso que Maxime tuviera botas blandas y un gorro de zorro. Llegaban al Bosque, con un frío de perros que les pinchaba la nariz y los labios, como si el viento les hubiera soplado arena fina al rostro. Les divertía tener frío. El Bosque estaba todo gris, con hilillos de nieve, semejantes, a lo largo de las ramas, a menudos encajes. Y bajo el cielo pálido, sobre el lago inmóvil y empañado, sólo los abetos de las islas ponían aún, al borde del horizonte, sus colgaduras teatrales, donde la nieve cosía también anchos encajes. Se deslizaban ambos en el aire helado, con el vuelo rápido de las golondrinas que rozan el

18 Los bailes de la ópera precedían en unos días a las fiestas de Carnaval y eran bailes populares.

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suelo. Se ponían un puño a la espalda, y colocándose mutuamente la otra mano sobre el hombro, marchaban rectos, sonrientes, uno al lado del otro, girando sobre sí mismos, en el ancho espacio señalado por gruesas cuerdas. Desde lo alto de la gran avenida, los curiosos los miraban. A veces iban a calentarse en las fogatas encendidas a orillas del lago. Volvían a marcharse. Redondeaban ampliamente su vuelo, con ojos llorosos de placer y de frío.

Después, cuando vino la primavera, Renée se acordó de su antigua elegía. Quiso que Maxime paseara con ella por el parque Monceau, de noche, al claro de luna. Fueron a la gruta, se sentaron en la hierba, delante de la columnata. Pero, cuando ella manifestó su deseo de dar un paseo por el laguito, se dieron cuenta de que la barca que se veía desde el palacete, atada al borde de una avenida, no tenía remos. Debían de retirarlos por la tarde. Fue una desilusión. Por otra parte, las grandes sombras del parque inquietaban a los amantes. Habrían deseado que se diera en él una fiesta veneciana, con globos rojos y una orquesta. Lo preferían de día, por la tarde, y a menudo se asomaban entonces a una de las ventanas del palacete para ver los carruajes que seguían la curva hábil de la avenida principal. Estaban a gusto en aquel rincón encantador del nuevo París, en aquella naturaleza amable y limpia, en aquellos céspedes semejantes a paños de terciopelo, cortados por macizos, por arbustos selectos, y bordeados por magníficas rosas blancas. Los carruajes se cruzaban allí, tan numerosos como en un bulevar; las paseantes arrastraban sus faldas, blandamente, como si su pie no hubiera abandonado las alfombras de sus salones. Y, a través del follaje, criticaban los vestidos, se señalaban los tiros, disfrutaban de verdaderas dulzuras con los colores tiernos de aquel gran jardín. Un trozo de verja dorada brillaba entre dos árboles, una fila de patos pasaba por el lago, el puentecito Renacimiento blanqueaba, muy nuevo entre las frondas, mientras en los dos bordes de la avenida principal, en sillas amarillas, las madres pasaban el rato charlando de los críos y las chiquillas que se miraban con aire coqueto, con muecas de niñas precoces.

Los amantes sentían amor por el nuevo París. A menudo recorrían la ciudad en coche, dando un rodeo, para pasar por ciertos bulevares que amaban con un cariño personal. Las casas, altas, con grandes puertas talladas, cargadas de balcones, donde brillaban, en grandes letras de oro, nombres, letreros, razones sociales, les fascinaban. Mientras el cupé corría, seguían, con mirada amiga, las franjas grises de las aceras, anchas, interminables, con sus bancos, sus columnas abigarradas, sus entecos árboles. Aquel boquete claro que llegaba al extremo del horizonte, empequeñeciéndose y abriéndose sobre un cuadrado azulado del vacío, aquella doble hilera ininterrumpida de grandes almacenes, donde los dependientes sonreían a los clientes, aquellas corrientes de gentío pisoteante y zumbador, los llenaban poco a poco de una satisfacción absoluta y total, de una sensación de perfección en la vida de la calle. Les gustaban hasta los chorros de las mangas de riego, que pasaban

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como una nube blanca ante sus caballos, se desplegaban, se abatían en lluvia fina bajo las ruedas del cupé, oscureciendo el suelo, alzando una leve oleada de polvo. Seguían rodando, y les parecía que el coche rodaba sobre una alfombra, a lo largo de aquella calzada recta y sin fin, que se había hecho únicamente para evitarles las negras callejas. Cada bulevar se convertía en un pasillo de su hotel. La alegría del sol reía sobre las fachadas nuevas, iluminaba los cristales, azotaba los toldos de las tiendas y de los cafés; calentaba el asfalto bajo los pasos atareados del gentío. Y cuando regresaban, un poco aturdidos por el barullo estrepitoso de aquellos largos bazares, disfrutaban con el parque Monceau como con el arriate necesario de aquel París nuevo, que desplegaba su lujo con las primeras tibiezas de la primavera.

Cuando la moda los obligó definitivamente a abandonar París, fueron a los baños de mar, pero a disgusto, y en las playas del océano pensaban en las aceras de los bulevares. Su mismo amor se aburrió allá. Era una flor de invernadero que necesitaba la gran cama gris y rosa, la carne desnuda del tocador, el alba dorada de la salita. Desde que estaban solos, de noche, frente al mar, ya no encontraban nada que decirse. Ella intentó cantar su repertorio de teatro de variedades en un viejo piano que agonizaba en un rincón de su cuarto, en el hotel; pero el instrumento, húmedo por los vientos del mar, tenía la voz melancólica de la gran extensión de agua. La bella Helena fue en él lúgubre y fantástica. Para consolarse, la joven asombró a la playa con trajes prodigiosos. Toda la pandilla de señoras estaba allí, bostezando, esperando el invierno, buscando desesperadas un traje de baño que no las afeara demasiado. Nunca pudo Renée convencer a Maxime para que se bañase. Tenía un abominable miedo al agua, se ponía muy pálido cuando la ola llegaba hasta sus botines, y por nada del mundo se hubiera aproximado al borde de un acantilado; caminaba lejos de los hoyos, dando largos rodeos para evitar la menor cuesta un poco pina.

Saccard vino en dos o tres ocasiones a ver a los «niños». Las preocupaciones lo aplastaban, decía. Sólo hacia octubre, cuando se encontraron los tres en París, pensó seriamente en acercarse a su mujer. El asunto de Charonne maduraba. Su plan fue neto y brutal. Contaba con atrapar a Renée en el juego que habría jugado con una mujerzuela. Ella vivía con crecientes necesidades de dinero, y, por orgullo, sólo se dirigía a su marido en último extremo. Este último se prometió aprovechar su primera petición para mostrarse galante, y reanudar unas relaciones rotas hacía tiempo, en medio de la alegría de alguna gran deuda pagada.

Terribles aprietos esperaban a Renée y a Maxime en París. Varios pagarés firmados a Larsonneau habían vencido; pero, como Saccard los dejaba dormir naturalmente en el alguacil, esos pagarés inquietaban poco a la joven. Mucho más la asustaba su deuda con Worms, que ascendía ahora a cerca de doscientos mil francos. El modista exigía un pago a cuenta, amenazando con suspender todo crédito. Ella sentía bruscos temblores cuando pensaba en el

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escándalo de un proceso y sobre todo en un enfado con el ilustre costurero. Y además necesitaba dinero para alfileres. Iban a morirse de aburrimiento, ella y Maxime, si no tenían unos luises diarios para gastar. El pobre chico estaba sin blanca, desde que registraba en vano los cajones de su padre. Su fidelidad, su ejemplar prudencia durante siete u ocho meses, tenían mucho que ver con el vacío absoluto de su bolsa. No siempre tenía veinte francos para invitar a alguna buscona a cenar. Por eso regresaba filosóficamente al palacete. La joven, en cada una de sus escapadas, le entregaba su monedero para que él pagase en los restaurantes, en los bailes, en los teatrillos. Continuaba tratándolo maternalmente, e incluso pagaba ella, con la punta de sus dedos enguantados, en la pastelería donde se detenían casi todas las tardes, para comer pastelillos de ostras. A menudo él encontraba, por la mañana, en su chaleco, luises que no sabía que estaban allí, y que ella le había metido, como una madre que abastece el bolsillo de un colegial. ¡Y esta hermosa existencia de meriendas, de caprichos satisfechos, de placeres fáciles, iba a acabarse! Pero un temor aún más grave vino a consternarlos. El joyero de Sylvia, a quien él debía diez mil francos, se enfadó, habló de Clichy19. Los pagarés que tenía en sus manos, protestados desde hacía tiempo, estaban recargados con tales gastos que la deuda resultaba incrementada en tres o cuatro mil francos. Saccard declaró rotundamente que no podía hacer nada. Su hijo en Clichy le daría notoriedad y cuando lo sacara de allí armaría mucho ruido con esta largueza paternal. Renée estaba desesperada; veía a su querido niño en prisión, pero en un auténtico calabozo, acostado sobre paja húmeda. Una noche, le propuso seriamente que no volviera a salir de casa, que viviera allí ignorado de todos, al abrigo de los corchetes. Después se juró que encontraría el dinero. Jamás hablaba del origen de la deuda, de aquella Sylvia que confiaba sus amores a los espejos de los reservados. Lo que necesitaba eran unos cincuenta mil francos: quince mil para Maxime, treinta mil para Worms, y cinco mil francos para alfileres. Habrían tenido ante sí quince largos días de felicidad. Se puso en campaña. Su primera idea fue pedirle los cincuenta mil francos a su marido. Sólo se decidió con ciertas repugnancias. Las últimas veces que él había entrado en su cuarto a traerle dinero, le había dado nuevos besos en el cuello, cogiéndole las manos, hablándole de su cariño. Las mujeres tienen un sentido muy delicado para adivinar a los hombres. Por eso esperaba una exigencia, un trato tácito y cerrado entre sonrisas. En efecto, cuando le pidió los cincuenta mil francos, él protestó, dijo que Larsonneau nunca prestaría esa suma, que él mismo estaba todavía demasiado apurado. Después, cambiando de voz, como vencido y presa de una súbita emoción, murmuró:

—No se le puede negar a usted nada. Voy a recorrer París, a hacer lo imposible... Quiero, querida amiga, que esté usted contenta.

19 La prisión de la calle de Clichy, donde se encarcelaba a los deudores insolventes. La cárcel por deudas sólo fue abolida en 1867.

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—Y pegando los labios a su oreja, besándole el pelo, con voz algo trémula—: Te los llevaré mañana por la noche, a tu cuarto... sin pagaré...

Pero ella dijo vivamente que no tenía prisa, que no quería molestarlo hasta tal punto. Él, que acababa de poner todo su corazón en aquel peligroso «sin pagaré», que había dejado escapar y que ya le pesaba, no pareció haber sufrido una negativa desagradable. Se levantó, diciendo:

—¡Bien!, a su disposición... Le encontraré la suma, cuando llegue el momento. Larsonneau no entrará para nada, entiéndalo. Es un regalo que quiero hacerle.

Sonreía con aire bonachón. Ella se quedó con una cruel angustia. Sentía que perdería el poco equilibrio que le quedaba si se entregaba a su marido. Su último orgullo estribaba en estar casada con el padre, pero en no ser sino la mujer del hijo. A menudo, cuando Maxime le parecía frío, intentaba hacerle entender esta situación con alusiones muy claras; es cierto que el joven, a quien esperaba ver caer a sus pies tras esta confidencia, se mostraba enteramente indiferente, creyendo sin duda que quería tranquilizarlo sobre la posibilidad de un encuentro entre su padre y él, en el cuarto de seda gris.

Cuando Saccard la hubo dejado, se vistió precipitadamente y mandó enganchar los caballos. Mientras su cupé la llevaba hacia L'Île-Saint-Louis, preparaba la manera en que iba a pedir los cincuenta mil francos a su padre. Se arrojaba a esta idea repentina, sin querer discutirla, sintiéndose muy cobarde en el fondo, y asaltada por un invencible espanto ante semejante gestión. Cuando llegó, el patio del palacete Béraud la dejó helada, con su humedad lúgubre de claustro, y con ganas de escapar subió la ancha escalera de piedra, donde sus botitas de tacón alto sonaban terriblemente. Había cometido la tontería, en su prisa, de elegir un vestido de seda de color hoja seca con anchos volantes de encaje blanco, adornado con lazos de raso, cortado por una cintura plisada como un chal. Este traje, completado por una pequeña toca, con un gran velillo blanco, ponía una nota tan singular en el sombrío tedio de la escalera que ella misma tuvo conciencia de la extraña figura que componía allí. Temblaba al cruzar la austera sucesión de inmensas estancias, donde los personajes vagos de los tapices parecían sorprendidos por aquella oleada de faldas que pasaban en medio de la penumbra de su soledad.

Encontró a su padre en un salón que daba al patio, donde solía estar. Leía un gran libro colocado sobre un atril adaptado a los brazos de su sillón. Delante de una de las ventanas, la tía Elisabeth hacía calceta con largas agujas de madera; y, en el silencio de la pieza, sólo se oía el tictac de esas agujas.

Renée se sentó, cohibida, sin poder hacer un movimiento que no turbara la severidad del alto techo con un ruido de telas arrugadas. Sus encajes eran de una blancura cruda, sobre el fondo negro de las tapicerías y de los viejos muebles. El señor Béraud Du Châtel, las

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manos colocadas en el borde del atril, la miraba. La tía Elisabeth habló de la próxima boda de Christine, que iba a casarse con el hijo de un abogado muy rico; la joven había salido con una vieja sirvienta de la familia, para ir a casa de un proveedor; y la buena tía hablaba ella sola, con su voz plácida, sin dejar de calcetar, charlando sobre los asuntos de la pareja, dirigiendo miradas sonrientes a Renée por encima de sus lentes.

Pero la joven se iba turbando cada vez más. Todo el silencio del palacete pesaba sobre sus hombros, y hubiera dado cualquier cosa porque los encajes de su vestido fuesen negros. La mirada de su padre la turbaba hasta tal punto que encontró a Worms realmente ridículo por haber imaginado unos volantes tan grandes.

—¡Qué guapa estás, hija mía! —dijo de pronto tía Elisabeth, que ni siquiera había visto los encajes de su sobrina.

Detuvo sus agujas, se sujetó los lentes, para ver mejor. El señor Béraud Du Châtel esbozó una pálida sonrisa.

—Demasiado blanco —dijo—. Una mujer debe de andar muy incómoda con eso por las aceras.

—Pero, padre, ¡una no sale a pie! —exclamó Renée, que lamentó de inmediato esa espontánea exclamación.

El anciano iba a responder. Después se levantó, enderezó su alta estatura, y caminó lentamente, sin mirar más a su hija. Esta seguía palidísima de emoción. Cada vez que se exhortaba a tener valor y buscaba una transición para llegar a la petición de dinero, experimentaba una punzada en el corazón.

—Ya no se le ve, padre —murmuró.—¡Oh! —respondió la tía, sin dar tiempo a que su hermano

despegara los labios—, tu padre apenas sale, más que para ir al jardín Botánico de vez en cuando. ¡Y aun así tengo que enfadarme! Dice que se pierde en París, que la ciudad ya no está hecha para él... Vamos, ¡puedes regañarle!

—¡Mi marido estaría tan contento de verle acudir de cuando en cuando a nuestros jueves! —continuó la joven.

El señor Béraud Du Châtel dio unos pasos en silencio. Después, con voz tranquila:

—Dale las gracias a tu marido —dijo—. Es un muchacho activo, al parecer, y deseo por ti que lleve honradamente sus negocios. Pero no tenemos las mismas ideas, y no estoy a gusto en vuestra hermosa casa del parque Monceau.

La tía Elisabeth pareció apenada por esta respuesta.—¡Qué malos son los hombres con su política! —dijo alegremente

—. ¿Quieres saber la verdad? Tu padre está furioso con vosotros, porque vais a las Tullerías.

Pero el anciano se encogió de hombros, como para decir que su descontento tenía causas mucho más graves. Volvió a andar lentamente, pensativo. Renée guardó silencio un instante, teniendo en la punta de la lengua la petición de los cincuenta mil francos. Después, la invadió una cobardía mayor, abrazó a su padre, y se marchó.

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La tía Elisabeth quiso acompañarla hasta la escalera. Al cruzar la sucesión de estancias, continuaba charlando con su vocecita de vieja:

—Eres dichosa, mi querida niña. Me da mucho gusto verte guapa y con buena salud; porque, si tu boda hubiera salido mal, ¿sabes que me habría considerado culpable?... Tu marido te ama, tienes todo lo que necesitas, ¿verdad?

—Claro que sí —respondió Renée, esforzándose por sonreír aunque desesperada.

La tía la retuvo todavía, con la mano en la barandilla de la escalera.

—Mira, no tengo más que un temor, y es que te embriagues con toda tu felicidad. Sé prudente, y sobre todo no vendas nada... Si un día tuvieras un hijo, encontrarías una fortunita ya lista para él.

Cuando Renée estuvo en su cupé, exhaló un suspiro de alivio. Tenía gotas de un sudor frío en las sienes; se las secó, pensando en la humedad glacial del palacete Béraud. Después, cuando el cupé rodó al claro sol del muelle de Saint-Paul, se acordó de los cincuenta mil francos, y todo su dolor despertó, más vivo. Ella, a quien se suponía tan atrevida, ¡qué cobarde acababa de ser! Y sin embargo se trataba de Maxime, de su libertad, ¡de las alegrías de ambos! Entre los amargos reproches que se dirigía, de repente surgió una idea que llevó al colmo su desesperación: habría debido hablar de los cincuenta mil francos a tía Elisabeth, en la escalera. ¿Dónde había tenido la cabeza? La buena mujer quizás le hubiera prestado la suma, o por lo menos la habría ayudado. Se inclinaba ya para decirle a su cochero que regresase a la calle Saint-Louis-en-l'Ile, cuando creyó ver la imagen de su padre cruzando lentamente la sombra solemne del gran salón. Jamás tendría valor para entrar de inmediato en esa estancia. ¿Qué diría para explicar esta segunda visita? Y, en su interior, tampoco encontraba valor para hablar del asunto con tía Elisabeth. Dijo a su cochero que la llevara a la calle del faubourg Poissonnière.

Sidonie lanzó un grito de entusiasmo cuando la vio empujar la puerta discretamente velada de la tienda. Estaba allí por casualidad, iba a salir a ver al juez de paz, donde tenía citada a una clienta. Pero no aparecería, otro día sería, estaba demasiado encantada de que su cuñada hubiera tenido por fin la amabilidad de devolverle una visita. Renée sonreía, con aire cohibido. Sidonie se negó rotundamente a que se quedara abajo; la hizo subir a su cuarto, por la escalerita, tras haber retirado el pomo de cobre de la tienda. Quitaba así y volvía a poner veinte veces al día aquel pomo, sujeto por un simple clavo.

—Y ahora, guapita —dijo sentándola en una tumbona—, vamos a poder charlar cómodamente... Figúrese que me viene como anillo al dedo. Iba a ir esta tarde a su casa.

Renée, que conocía el cuarto, experimentaba en él esa vaga sensación de malestar que procura a un paseante un rincón de bosque talado en un paisaje predilecto.

—¡Ah! —dijo por fin—, ha cambiado usted la cama de sitio, ¿verdad?

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—Sí —respondió tranquilamente la vendedora de encajes—, una de mis clientas la encuentra mucho mejor frente a la chimenea. También me ha aconsejado cortinas rojas.

—Es lo que me decía, las cortinas no eran de este color.. Un color muy corriente, el rojo.

Y se puso sus quevedos, miró aquella habitación que tenía un lujo de hotel de citas. Vio en la chimenea largas horquillas que no venían ciertamente del ralo moño de Sidonie. En el sitio donde se hallaba antes la cama, el papel pintado aparecía todo arañado, desteñido y ensuciado por los colchones. La corredora había intentado ocultar esa lacra tras los respaldos de dos sillones; pero los respaldos eran un poco bajos, y Renée se detuvo ante esa franja desgastada.

—¿Tenía usted algo que decirme? —preguntó por fin.—Sí, es toda una historia —dijo Sidonie, juntando las manos, con

muecas de glotona que va a contar lo que ha tomado de cena—. Imagínese que el señor De Saffré está enamorado de la hermosa señora Saccard... Sí, de usted, monina.

Ella ni siquiera hizo un movimiento de coquetería.—¡Vaya! —dijo—. ¿No decía usted que estaba tan prendado de la

señora Michelin?—¡Oh!, se acabó, se acabó de veras... Puedo darle la prueba, si

quiere... ¿No sabe, pues, que la pequeña Michelin le ha gustado al barón de Gouraud? No hay quien lo entienda. Todos los que conocen al barón están estupefactos... ¿Y sabe que está a punto de conseguir la Legión de Honor para su marido?... ¡Ésa sí que es lista! Tiene agallas, no necesita de nadie para dirigir su barca. —Dijo esto con cierto pesar mezclado con admiración—. Pero volvamos al señor De Saffré... Al parecer la encontró a usted en un baile de actrices, disimulada en un dominó, e incluso se acusa de haberla invitado un poco groseramente a cenar... ¿Es cierto?

La joven estaba sorprendidísima.—Totalmente cierto —murmuró—; pero ¿quién ha podido

decirle?...—Espere, él dice que la reconoció más adelante, cuando usted ya

no estaba en el salón, y recordó haberla visto salir del brazo de Maxime... Desde ese momento está loco de amor. Le ha brotado del corazón, ¿comprende usted? Un capricho... Ha venido a verme para suplicarme que le presentara a usted sus excusas...

—¡Bueno! Pues dígale que le perdono —interrumpió negligentemente Renée. Después continuó, acordándose de todas sus angustias—: ¡Ah!, mi buena Sidonie, estoy muy torturada. Necesito imprescindiblemente cincuenta mil francos mañana por la mañana. Había venido a hablarle de este asunto. ¿No me había dicho que conocía prestamistas?

La corredora, picada por la forma brusca con que su cuñada le cortaba la historia, le hizo esperar algún tiempo su respuesta.

—Sí, claro; sólo que le aconsejo, ante todo, que busque entre los amigos... Yo, en su lugar, sé muy bien lo que haría... Me dirigiría al señor De Saffré, sencillamente.

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Renée esbozó una sonrisa violenta.—Pero —prosiguió— no sería decente, ya que usted pretende que

está tan enamorado.La vieja la miraba con ojos fijos; después su rostro blando se

fundió dulcemente en una sonrisa de tierna piedad:—Pobrecita mía —murmuró—, ha llorado usted; no lo niegue, lo

veo en sus ojos. Sea fuerte, acepte la vida... Veamos, déjeme arreglar el asuntillo en cuestión.

Renée se levantó, retorciéndose los dedos, haciendo crujir los guantes. Y se quedó de pie, sacudida por una cruel lucha interior. Abría los labios, acaso para aceptar, cuando un ligero campanillazo resonó en la pieza contigua. Sidonie salió vivamente, entornando una puerta que dejó ver una doble hilera de pianos. La joven oyó a continuación unos pasos masculinos y el ruido ahogado de una conversación en voz baja. Maquinalmente, fue a examinar más de cerca la mancha amarillenta con que los colchones habían rayado la pared. Aquella mancha la inquietaba, le molestaba. Olvidando todo, Maxime, los cincuenta mil francos, al señor De Saffré, volvió junto a la cama, pensativa: aquella cama estaba mucho mejor en el sitio donde se encontraba antes; realmente había mujeres que carecían de gusto; con toda seguridad, cuando se estaba acostado la luz debía de herir los ojos. Vio vagamente alzarse, en el fondo de su recuerdo, la imagen del desconocido del muelle de Saint Paul, su romance en dos citas, aquel amor casual que había saboreado allí, en aquel otro sitio. Sólo quedaba de él el desgaste del papel pintado. Entonces el cuarto la llenó de malestar, y se impacientó con el zumbido de las voces que continuaba en la pieza contigua.

Cuando Sidonie regresó, abriendo y cerrando la puerta con precaución, hizo señas repetidas con la punta de los dedos, para recomendarle que hablara bajito. Después a su oído:

—¡No sabe usted, qué casualidad! Está ahí el señor De Saffré. —No le habrá dicho, al menos, que estaba aquí yo —preguntó la

joven, inquieta.La corredora pareció sorprendida y, muy ingenuamente: —Pues sí... Espera que le diga que pase. Por supuesto, no le he

hablado de los cincuenta mil francos...Renée, palidísima, se había enderezado como bajo un latigazo.

Un inmensa altivez embargaba su corazón. Aquel ruido de botas, que oía más brutal en el cuarto de al lado, la exasperaba.

—Me marcho —dijo con voz breve—. Venga a abrirme la puerta. Sidonie intentó una sonrisa.—No sea niña... No puedo quedarme con ese muchacho a

cuestas, ahora que le he dicho que usted estaba aquí... Realmente, me compromete usted...

Pero la joven había bajado ya por la escalerita. Repetía, ante la puerta cerrada de la tienda:

—Ábrame, ábrame.La vendedora de encajes, cuando retiraba el pomo de la puerta,

tenía la costumbre de metérselo en el bolsillo. Quiso parlamentar

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aún. Al final, encolerizada también ella, dejando traslucir en el fondo de sus ojos grises la agria sequedad de su natural, exclamó:

—Pero, bueno, ¿qué quiere usted que le diga a ese hombre? —Que no estoy en venta —respondió Renée, que tenía un pie en

la acera.Y le pareció oír a Sidonie murmurar al cerrar violentamente la

puerta: «¡Pues lárgate, furcia! Me las pagarás».«¡Caray! —pensaba al volver a subir a su cupé—, prefiero incluso

a mi marido.»Regresó directamente al hotel. Por la noche, le dijo a Maxime

que no fuera: estaba indispuesta, necesitaba reposo. Y, al día siguiente, cuando le entregó los quince mil francos para el joyero de Sylvia, se quedó cortada ante su sorpresa y sus preguntas. Era su marido, dijo, que había hecho un buen negocio. Pero a partir de ese día se mostró más antojadiza, cambiaba a menudo las horas de cita que daba al joven, y a menudo incluso lo acechaba en el invernadero para despedirlo. Él no se inquietaba mucho con estos cambios de humor; le agradaba ser una cosa obediente en manos de las mujeres. Lo que le fastidió más fue el giro moral que tomaban a veces sus conversaciones de enamorados. Ella se ponía muy triste, incluso a veces tenía gruesas lágrimas en los ojos. Interrumpía su cancioncilla sobre «el hermoso joven» de La bella Helena, tocaba los cánticos del internado, preguntaba a su amante si no creía que el mal era castigado tarde o temprano.

«Decididamente, está envejeciendo —pensaba él—. A lo sumo resultará divertida un año o dos más.»

La verdad es que ella sufría cruelmente. Ahora, habría preferido engañar a Maxime con el señor De Saffré. En casa de Sidonie se había rebelado, había cedido a una instintiva altivez, al asco de aquel grosero trato. Pero, en los días siguientes, cuando soportó las angustias del adulterio, todo zozobró en su interior, y se sintió tan despreciable que se habría entregado al primer hombre que hubiera empujado la puerta del cuarto de los pianos. Si hasta entonces la idea de su marido se había presentado alguna vez en el incesto, como una pizca de voluptuoso horror, el marido, el hombre en sí, entró a partir de entonces con una brutalidad que cambió sus sensaciones más delicadas en dolores intolerables. Ella, que se complacía en los refinamientos de su falta y que soñaba de buen grado con un rincón de paraíso sobrehumano, donde los dioses disfrutan de sus amores en familia, se precipitaba al vulgar desenfreno, a compartir a dos hombres. En vano intentó gozar con la infamia. Tenía aún los labios calientes de los besos de Saccard cuando los ofrecía a los besos de Maxime. Su curiosidad descendió al fondo de esas voluptuosidades malditas; llegó hasta mezclar esos dos cariños, hasta buscar al hijo en los abrazos del padre. Y salía más despavorida, más lastimada de ese viaje a lo desconocido del mal, de esas tinieblas ardientes en las que confundía a su doble amante, con terrores que ponían un estertor en sus alegrías.

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Se guardó ese drama para sí misma, dobló su sufrimiento con las fiebres de su imaginación. Habría preferido morir a confesarle la verdad a Maxime. Sentía un sordo temor a que el joven se rebelara, la abandonara; profesaba sobre todo una fe tan absoluta en su monstruoso pecado y la condenación eterna que de mejor gana hubiera cruzado desnuda el parque Monceau antes de confesar su vergüenza en voz baja. Seguía siendo, por lo demás, la atolondrada que asombraba a París con sus extravagancias. La asaltaban alegrías nerviosas, caprichos prodigiosos, de los que hablaban los periódicos, designándola con sus iniciales. Fue en esa época cuando quiso seriamente batirse en duelo, a pistola, con la duquesa de Sternich, que había derramado, con mala idea, decía ella, un vaso de ponche sobre su traje; su cuñado el ministro tuvo que enfadarse. Otra vez, apostó con la señora de Lauwerens que daría la vuelta a la pista de Longchamp en menos de diez minutos, y sólo la retuvo una cuestión de vestuario. El propio Maxime empezaba a espantarse con aquella cabeza en la que la locura ascendía, y en la cual creía oír, de noche, en la almohada, todo el alboroto de una ciudad en celo tras los placeres.

Una noche, fueron juntos al Théâtre Italien. Ni siquiera habían mirado el cartel. Querían ver a una gran trágica italiana, la Ristori, que convocaba entonces a todo París, y por quien la moda les ordenaba interesarse. Ponían Fedra20. Él recordaba bastante su repertorio clásico, ella sabía bastante italiano para seguir la pieza. E incluso este drama les causó una emoción particular, en aquella lengua extranjera cuyas sonoridades les parecían, a veces, un simple acompañamiento de orquesta que sostenía la mímica de los actores. Hipólito era un mozo alto, pálido, muy mediocre, que lloraba su papel.

—¡Qué ganso! —murmuraba Maxime.Pero la Ristori, con sus fuertes hombros estremecidos por los

sollozos, con su cara trágica y sus rollizos brazos, conmovía hondamente a Renée. Fedra era de la sangre de Pasifae, y se preguntaba de qué sangre podía ser ella, ella, la incestuosa de los nuevos tiempos. No veía de la pieza sino aquella mujer alta arrastrando por las tablas el crimen antiguo. En el primer acto, cuando Fedra le hace a Enone la confidencia de su cariño criminal; en el segundo, cuando se declara, muy ardiente, a Hipólito; y más adelante, en el cuarto, cuando el regreso de Teseo la abruma, y se maldice, en una crisis de sombrío furor, ella llenaba la sala con tal grito de fiera pasión, con tal necesidad de sobrehumana voluptuosidad, que la joven sentía pasar por su carne cada temblor de su deseo y de sus remordimientos.

—Espera —murmuraba Maxime a su oído—, vas a oír el relato de Terámenes. ¡Tiene una pinta estupenda, ese viejo!

20 Adelaide Ristori (1822-1906), famosa intérprete del repertorio romántico francés y alemán, presentó en varias ocasiones en París una traducción al italiano de la Fedra de Racine.

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Y murmuró con voz hueca:

A peine nous sortions des portes de Trézène, Il étail sur son char...21

Pero Renée, cuando habló el anciano, ya no miró, ya no escuchó. La araña la cegaba, un calor sofocante le llegaba de todas aquellas caras pálidas tendidas hacia el escenario. El monólogo continuaba, interminable. Ella estaba en el invernadero, bajo el follaje ardiente, y soñaba que su marido entraba, la sorprendía en brazos de su hijo. Sufría horriblemente, perdía el conocimiento, cuando el postrer estertor de Fedra, arrepentida y moribunda entre las convulsiones del veneno, le hizo abrir los ojos. El telón caía. ¿Tendría fuerzas para envenenarse, un día? ¡Qué mezquino y vergonzoso era su drama, comparado con la epopeya antigua! Y mientras Maxime le anudaba bajo la barbilla su salida de teatro, oía aún retumbar a sus espaldas la ruda voz de la Ristori, a la cual respondía el murmullo complaciente de Enone.

En el cupé, el joven habló solo, encontraba en general la tragedia «pesada», y prefería las piezas del Teatro Bufo. Sin embargo Fedra era «escabrosa». Se había interesado, porque... Y apretó la mano de Renée, para completar su pensamiento. Después se le pasó una idea por la cabeza, y cedió al deseo de hacer una frase:

—Soy yo —murmuró—, el que tenía razón al no acercarme al mar, en Trouville.

Renée, perdida en el fondo de su doloroso sueño, callaba. Él tuvo que repetir su frase.

—¿Por qué? —preguntó asombrada, sin entender. —Pues por el monstruo...Y soltó una risita burlona. Esta broma heló a la joven. Todo se

trastornó en su cabeza. La Ristori ya no era más que un gran pelele que se levantaba el pelo y le sacaba la lengua al público como Blanche Muller en el tercer acto de La bella Helena; Terámenes bailaba el cancán, e Hipólito comía rebanadas de pan con mermelada metiéndose los dedos en la nariz.

Cuando un remordimiento más agudo estremecía a Renée, ésta sentía rebeliones soberbias. ¿Cuál era pues su crimen, y por qué iba a ruborizarse? ¿Es que no caminaba cada día sobre infamias mayores? ¿Es que no se codeaba, en los ministerios, en las Tullerías, por doquier, con miserables como ella, que tenían sobre su carne millones y a quienes se adoraba de rodillas? Pensaba en la vergonzosa amistad de Adeline de Espanet y de Suzanne Haffner, a cuenta de la cual se sonreía a veces en los lunes de la emperatriz. Se acordaba del negocio de la señora De Lauwerens, a quien los maridos ensalzaban por su buena conducta, su orden, su puntualidad en pagar a sus proveedores. Nombraba a la señora Daste, la señora Teissière, la baronesa de Meinhold, esas criaturas cuyo lujo pagaban

21 «Salíamos apenas de las puertas de Trecena, / él iba en su carro...», Fedra, acto V, escena VI.

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sus amantes, y que se cotizaban en la buena sociedad como los valores en la Bolsa. La señora de Guende era tan tonta y tan bien formada, que tenía por amantes a la vez a tres oficiales superiores, sin poder distinguirlos, a causa de su uniforme; lo cual hacía decir a ese demonio de Louise que ante todo los obligaba a quedarse en camisa, para saber con cuál de los tres hablaba. La condesa Vanska, por su parte, se acordaba de los patios donde había cantado, de las aceras a lo largo de las cuales se decía que la habían visto, vestida de india, merodeando como una loba. Cada una de esas mujeres tenía su vergüenza, su lacra desplegada y triunfante. Y además, dominándolas a todas, la duquesa de Sternich se erguía, fea, vieja, cansada, con la gloria de haber pasado una noche en el lecho imperial; era el vicio oficial, ella lo conservaba como una majestad del desenfreno y una soberanía sobre aquella pandilla de ilustres busconas.

Entonces la incestuosa se acostumbraba a su falta, como a un traje de gala cuya tiesura la hubiera molestado al principio. Seguía las modas de la época, se vestía y se desvestía a imitación de las otras. Acababa por creer que vivía en un mundo superior a la moral común, donde los sentidos se afinaban y desarrollaban, donde estaba permitido desnudarse para gozo del Olimpo entero. El mal se convertía en un lujo, una flor prendida en los cabellos, un diamante sujeto sobre la frente. Y volvía a ver, como una justificación y una redención, al emperador, del brazo del general, pasar entre las dos filas de hombros inclinados.

Un solo hombre, Baptiste, el ayuda de cámara de su marido, seguía inquietándola. Desde que Saccard se mostraba galante, aquel lacayo alto, digno y pálido, parecía caminar en torno a ella con la solemnidad de una censura muda. No la miraba, sus miradas frías pasaban más arriba, por encima de su moño, con pudores de sacristán que se niega a ensuciar sus ojos en la cabellera de una pecadora. Se imaginaba que lo sabía todo, hubiera comprado su silencio, de haberse atrevido. Después le entraban desazones, experimentaba una especie de confuso respeto, cuando se encontraba a Baptiste, diciéndose que toda la honradez de sus íntimos se había retirado y ocultado bajo el negro frac de aquel lacayo.

Un día le preguntó a Céleste:—¿Baptiste bromea en la cocina? ¿Le conoce usted alguna

aventura, alguna amante?—¡Ni hablar! —se contentó con responder la doncella. —Vamos, ha debido de hacerle la corte...—¡Bah! Nunca mira a las mujeres. Apenas lo vemos... Está

siempre con el señor o en las cuadras. Dice que le gustan mucho los caballos.

Reneé se irritaba con esta honradez, insistía, le habría gustado poder despreciar a su gente. Aunque le había tomado cariño a Céleste, le habría regocijado conocerle amantes.

—Pero usted, Céleste, ¿no opina que Baptiste es un guapo mozo?

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—¡Yo, señora! —exclamó la camarera, con el aire estupefacto de una persona que acaba de oír algo prodigioso—. ¡Oh!, como si no tuviera otras cosas en que pensar. No quiero nada con los hombres. Tengo mi plan, ya verá usted más adelante. No soy tonta, faltaría más.

Renée no pudo sacarle una palabra más clara. Sus preocupaciones, por otra parte, aumentaban. Su vida bulliciosa, sus carreras locas, encontraban numerosos obstáculos que tenía que salvar, y contra los cuales se magullaba a veces. Fue así como Louise de Mareuil se alzó un día entre ella y Maxime. No tenía celos de «la jorobada», como la nombraba desdeñosamente; sabía que estaba desahuciada por los médicos, y no podía creer que Maxime se casase jamás con semejante callo, ni siquiera al precio de un millón de dote. En medio de sus caídas, había conservado una ingenuidad burguesa respecto a la gente que amaba; aunque se despreciaba a sí misma, a ellos los creía de buen grado superiores y muy estimables. Pero, aun rechazando la posibilidad de un matrimonio que le hubiera parecido un siniestro desenfreno y un robo, sufría con las familiaridades, con la camaradería de los jóvenes. Cuando le hablaba de Louise a Maxime, éste reía de gusto, le contaba las frases de la niña, le decía:

—Me llama su hombrecito, ¿sabes?, esa chiquilla.Y demostraba tal libertad de espíritu, que ella no se atrevía a

darle a entender que la chiquilla tenía diecisiete años, y que sus juegos de manos, su apresuramiento, en los salones, por buscar los rincones en sombra para burlarse de todo el mundo, la apenaban, le estropeaban las más hermosas veladas.

Un hecho vino a imprimir a la situación un singular carácter. Renée sentía a veces necesidad de fanfarronear, caprichos de osadía brutal. Arrastraba a Maxime detrás de una cortina, detrás de una puerta, y lo abrazaba, a riesgo de ser vista. Un jueves por la tarde, cuando el salón botón de oro estaba lleno de gente, se le antojó la linda idea de llamar al joven, que charlaba con Louise; avanzó a su encuentro, desde el fondo del invernadero, donde se encontraba, y lo besó bruscamente en la boca, entre dos macizos, creyéndose suficientemente oculta. Pero Louise había seguido a Maxime. Cuando los amantes alzaron la cabeza, la vieron, a unos pasos, mirándolos con una extraña sonrisa, sin un rubor ni un asombro, con la pinta tranquilamente amistosa de un compañero de vicio, lo bastante sabio para comprender y saborear un beso así.

Ese día Maxime se sintió realmente asustado, y fue Renée la que se mostró indiferente e incluso jovial. Se había acabado. Resultaba imposible que la jorobada le quitara su amante. Pensaba: «He debido de hacerlo adrede. Ella sabe ahora que "su hombrecito" es mío».

Maxime se tranquilizó, al encontrar a Louise igual de risueña, igual de divertida que antes. La juzgó «estupenda, muy buena chica». Y eso fue todo.

Renée se inquietaba con razón. Saccard, desde hacía algún tiempo, pensaba en la boda de su hijo con la señorita De Mareuil. Había una dote de un millón que no quería dejar escapar, contando

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con echar más adelante mano a ese dinero. Louise, a comienzos del invierno, había guardado cama cerca de tres semanas, y tuvo un miedo tal de verla morir antes de la proyectada unión que se decidió a casar a los chicos en seguida. Los encontraba un poco jóvenes, sí, pero los médicos temían el mes de marzo para la enferma del pecho. Por su parte, el señor De Mareuil estaba en una situación delicada. En el último escrutinio había conseguido por fin que le nombraran diputado. Sólo que el Cuerpo legislativo acababa de anular su elección, que fue el escándalo de la revisión de las actas. Esta elección era todo un poema cómico-heroico, a cuenta del cual los periódicos vivieron un mes. El señor Hupel de la Noue, el prefecto del departamento, había desplegado tal energía que los otros candidatos ni siquiera pudieron exhibir su profesión de fe ni distribuir sus papeletas. Por consejo suyo, el señor De Mareuil cubrió la circunscripción de mesas donde los campesinos bebieron y comieron durante una semana. Prometió, además, un ferrocarril, la construcción de un puente y tres iglesias, y envió, la víspera del escrutinio, a los electores influyentes, los retratos del emperador y la emperatriz, dos grandes grabados recubiertos de cristal y enmarcados por un listón de oro. Este envío tuvo un éxito loco, la mayoría fue aplastante. Pero cuando la Cámara, ante las carcajadas de Francia entera, se vio obligada a devolver al señor De Mareuil a sus electores, el ministro montó en una cólera terrible contra el prefecto y el desdichado candidato, que se habían mostrado realmente demasiado «rígidos». Habló incluso de presentar la candidatura oficial con otro nombre. El señor De Mareuil quedó espantado, había gastado trescientos mil francos en el departamento, poseía allí grandes fincas en las que se aburría, y que tendría que revender con pérdidas. Por ello acudió a suplicar a su querido colega que apaciguase a su hermano, que le prometiera, en su nombre, una elección totalmente decente. Fue en esa circunstancia cuando Saccard volvió a hablar de la boda de los chicos, y cuando los dos padres la decidieron definitivamente.

Cuando tantearon a Maxime al respecto, experimentó cierto embarazo. Louise le divertía, la dote lo tentaba aún más. Dijo que sí, aceptó todas las fechas que Saccard quiso, para evitarse el fastidio de una discusión. Pero, en el fondo, se confesaba que, desgraciadamente, las cosas no se arreglarían con tanta facilidad. Renée no querría jamás; lloraría, haría escenas, era capaz de cometer cualquier disparate para escandalizar a París. Era muy desagradable. Ahora ella le daba miedo. Se lo comía con unos ojos inquietantes, lo poseía tan despóticamente que creía sentir sus uñas hundirse en su hombro, cuando colocaba en él su blanca mano. Su turbulencia se convertía en brusquedad, y había sonidos entrecortados en el fondo de sus risas. Él temía realmente que se volviera loca, una noche, entre sus brazos. En ella, los remordimientos, el temor a verse sorprendidos, las alegrías crueles del adulterio no se traducían, como en las otras mujeres, en lágrimas y postración, sino en una extravagancia aún mayor, en una necesidad

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de bullicio más irresistible. Y, en medio de su creciente enloquecimiento, se empezaba a oír un estertor, la avería de aquella adorable máquina que se estaba rompiendo.

Maxime esperaba pasivamente una ocasión que lo desembarazase de esta amante molesta. Decía de nuevo que habían hecho una tontería. Si su camaradería había introducido al principio en sus relaciones de enamorados una voluptuosidad más, hoy le impedía romper, como habría hecho, ciertamente, con cualquier otra mujer. No habría vuelto más; era su forma de poner fin a sus amores, para evitar todo esfuerzo y toda disputa. Pero se sentía incapaz de un estallido, y hasta cedía de buen grado aún a las caricias de Renée; ésta era maternal, pagaba por él, lo sacaría de apuros si algún acreedor se enfadaba. Después, la idea de Louise, la idea del millón de dote, volvía, le hacía pensar, incluso entre los besos de la joven, «que todo esto estaba bien, pero que no era serio, y que tendría que acabar de una vez».

Una noche, Maxime se quedó tan rápidamente sin un céntimo, en casa de una dama donde con frecuencia se jugaba hasta el amanecer, que experimentó una de sus cóleras mudas de jugador con los bolsillos vacíos. Lo habría dado todo por poder arrojar aún unos cuantos luises sobre la mesa. Cogió su sombrero y, con el paso maquinal de un hombre empujado por una idea fija, fue al parque Monceau, abrió la pequeña verja, se encontró en el invernadero. Eran más de las doce. Renée le había prohibido ir esa noche. Ahora, cuando le cerraba su puerta, ya ni siquiera trataba de encontrar una explicación, y él sólo pensaba en aprovechar su día de permiso. Sólo recordó claramente la prohibición de la joven ante la puerta acristalada de la salita, que estaba cerrada. De ordinario, cuando Maxime iba a ir, Renée giraba de antemano la falleba de esa puerta.

—¡Bah! —pensó, viendo iluminada la ventana del tocador—, voy a silbar y bajará. No la molestaré; si tiene unos luises, me iré en seguida.

Y silbó suavemente. Con frecuencia, además, empleaba esa señal para anunciarle su llegada. Pero esa noche silbó inútilmente varias veces. Se obstinó, alzando el tono, sin querer desechar su idea de un préstamo inmediato. Por fin, vio la puerta acristalada abrirse con infinitas precauciones, sin que hubiera oído el menor ruido de pasos. En la media luz del invernadero apareció Renée, con el pelo suelto, apenas vestida, como si fuera a meterse en cama. Iba descalza. Lo empujó hacia una de las glorietas, bajando los peldaños pisando sobre la arena de los senderos, sin parecer notar el frío ni la rudeza del suelo.

—¡Es una idiotez silbar tan fuerte! —murmuró con cólera contenida—. Te había dicho que no vinieras. ¿Qué me quieres?

—¡Eh!, subamos —dijo Maxime, sorprendido por aquella acogida—. Te lo diré arriba. Vas a coger frío.

Pero, al dar un paso, ella lo retuvo, y él advirtió entonces que estaba horriblemente pálida. Un espanto mudo la encorvaba. Sus

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últimas prendas, los encajes de su ropa interior, colgaban como trágicos jirones sobre la piel estremecida.

Maxime la examinaba con creciente asombro. —¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?E, instintivamente, alzó los ojos; miró, a través de los cristales del

invernadero, la ventana del tocador donde había visto la luz. —Hay un hombre contigo —dijo de repente.—No, no, no es cierto —balbució ella, suplicante, azarada. —Vamos, querida mía, veo la sombra.Siguieron allí un instante, frente a frente, sin saber qué decirse.

Los dientes de Renée castañeteaban de terror, y le parecía que arrojaban cubos de agua helada sobre sus pies descalzos. Maxime experimentaba mas irritación de lo esperado; pero seguía estando aún lo bastante desinteresado para reflexionar, para decirse que la ocasión era buena, y que iba a romper.

—No me harás creer que es Céleste que lleva un gabán —continuó—. Si los cristales del invernadero no fueran tan gruesos, quizás reconociera al caballero.

Ella lo empujó más profundamente en la oscuridad del follaje, diciendo, con las manos juntas, presa de un creciente terror:

—Maxime, por favor...Pero toda la guasa del joven despertaba, una guasa feroz que

pretendía vengarse. Era demasiado frágil para que la cólera lo aliviase. El despecho frunció sus labios, y, en lugar de pegarle, como al principio le había apetecido, aguzó la voz, prosiguió:

—Tendrías que habérmelo dicho, no habría venido a molestaros... No es nada del otro jueves el no amarse ya. Yo mismo empezaba a estar harto... Vamos, no te impacientes. Voy a dejarte subir, pero no antes de que me hayas dicho el nombre del caballero...

—Jamás, jamás! —murmuró la joven, que ahogaba sus lágrimas. —No es para desafiarlo, es por saber... El nombre, dímelo en

seguida, y me marcho. —Le había cogido las muñecas, la miraba, con su risa maligna. Y ella se debatía, enloquecida, sin querer despegar los labios, para que el nombre que él le preguntaba no pudiera escaparse—. Vamos a hacer ruido, no adelantarás nada. ¿De qué tienes miedo? ¿No somos buenos amigos?... Quiero saber quién me sustituye, estoy en mi derecho... Espera, te ayudaré. Es el señor De Mussy, cuyo dolor te ha conmovido. —Ella no respondió. Bajaba la cabeza ante semejante interrogatorio—. ¿No es el señor De Mussy?... Pues entonces el duque de Rozan. ¿Tampoco, de verdad?... ¿Quizás el conde de Chibray? ¿No es él?... —Se detuvo, buscó—. Diablos, no se me ocurre nadie más... No es mi padre, por lo que me has dicho...

Renée se estremeció, como bajo una quemadura, y sordamente: —No, sabes muy bien que ya no viene. No habría aceptado yo,

sería innoble.—¿Quién, entonces?Y le apretaba más fuerte las muñecas. La pobre mujer luchó aún

unos instantes.

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—¡Oh! ¡Maxime, si tú supieras!... Pero no puedo decir.. —Después, vencida, anonadada, mirando con espanto la ventana iluminada: Es el señor De Saffré —balbució bajito.

Maxime, a quien su juego cruel divertía, palideció extremadamente ante esta confesión que solicitaba con tanta insistencia. Se irritó del dolor inesperado que le causaba aquel nombre de varón. Rechazó violentamente las muñecas de Renée, acercándose, diciéndole en pleno rostro, con los dientes apretados:

—Mira, si quieres saberlo, ¡eres una...!Dijo la palabra. Y se marchaba ya cuando ella corrió hacia él,

sollozante, cogiéndolo en sus brazos, murmurando palabras tiernas, peticiones de perdón, jurándole que lo seguía adorando, y que al día siguiente le explicaría todo. Pero él se soltó, cerró violentamente la puerta del invernadero, respondiendo:

—¡Ah, no! Se acabó, estoy hasta las narices.Ella se quedó aplastada. Lo miró cruzar el jardín. Le parecía que

los árboles del invernadero giraban a su alrededor. Después, lentamente, arrastró sus pies descalzos por la arena de los senderos, subió los peldaños de la escalinata, con la piel amoratada por el frío, más trágica entre el desorden de sus encajes. Arriba, respondió a las preguntas de su marido, que la esperaba, que había creído recordar el sitio donde podía haber caído una libretita perdida esa mañana. Y, cuando estuvo acostada, experimentó de pronto una inmensa desesperación, al reflexionar que tendría que haberle dicho a Maxime que su padre, al regresar a casa con ella, la había seguido a su cuarto para hablar de un asunto de dinero.

Fue al día siguiente cuando Saccard se decidió a precipitar el desenlace del asunto de Charonne. Su mujer le pertenecía; acababa de sentirla dulce e inerte entre sus manos, como una cosa que se abandona. Por otra parte, se iba a decidir el trazado del bulevar del Príncipe Eugenio, era necesario que Renée se viera despojada antes de que se propagase la inminente expropiación. Saccard demostraba, en todo este asunto, un amor de artista; miraba madurar su plan con devoción, tendía sus trampas con los refinamientos de un cazador que pone toda su coquetería en atrapar hábilmente una pieza. Era, en él, una simple satisfacción de jugador diestro, de hombre que saborea con especial voluptuosidad la ganancia robada; quería tener los terrenos por un pedazo de pan, aun cuando le diera cien mil francos de joyas a su mujer, con la alegría del triunfo. Las operaciones más sencillas se complicaban en cuanto él se ocupaba de ellas, se convertían en dramas negros; él se apasionaba, habría apaleado a su padre por una moneda de cinco francos. Y a continuación distribuía el oro a manos llenas.

Pero, antes de obtener de Renée la cesión de su parte de la propiedad, tuvo la prudencia de ir a tantear a Larsonneau sobre las intenciones de chantaje que había olfateado en él. Su instinto lo salvó, en esta circunstancia. El agente de expropiaciones había creído, por su parte, que la fruta estaba madura y que podía cogerla. Cuando Saccard entró en el despacho de la calle de Rivoli encontró a

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su compinche trastornado, dando muestras de la más violenta desesperación.

—¡Ay, amigo mío! —murmuró, cogiéndole las manos—. Estamos perdidos... Iba a correr a su casa para ponernos de acuerdo, para salir de esta horrible aventura...

Mientras se retorcía los brazos y ensayaba un sollozo, Saccard observaba que estaba firmando cartas, en el momento de su entrada, y que las firmas tenían una claridad admirable. Lo miró tranquilamente, diciendo:

—¡Bah! ¿Qué es lo que nos pasa?Pero el otro no respondió de inmediato; se había desplomado en

su sillón, delante del escritorio, y allí, con los codos sobre el secante, la frente entre las manos, bamboleaba furiosamente la cabeza. Por fin, con voz ahogada:

—Me han robado el registro, ya sabe usted...Y contó que uno de sus empleados, un canalla digno de presidio,

le había sustraído gran número de expedientes, entre los cuales se encontraba el famoso registro. Lo peor era que el ladrón había comprendido el partido que podía sacar de esa pieza y quería revenderla por cien mil francos.

Saccard reflexionaba. El cuento le pareció demasiado burdo. Evidentemente, a Larsonneau le preocupaba poco, en el fondo, que lo creyera. Buscaba simplemente un pretexto para darle a entender que quería cien mil francos en el asunto de Charonne; e incluso, con esta condición, devolvería los papeles comprometedores que tenía entre sus manos. El trato le pareció demasiado gravoso a Saccard. De buena gana habría tenido en cuenta a su ex colega; pero aquel lazo tendido, aquella vanidad de tomarlo por un primo, le irritaban. Por otra parte, no dejaba de estar inquieto; conocía al personaje, sabía que era muy capaz de llevarle los papeles a su hermano el ministro, quien seguramente pagaría para ahogar el escándalo.

—¡Diablos! —murmuró, sentándose a su vez—. ¡Qué historia más sucia!... ¿Se podría ver al canalla en cuestión?

—Voy a mandarlo buscar —dijo Larsonneau—. Vive aquí al lado, en la callejean Lantier.

Aún no habían transcurrido diez minutos cuando un joven bajito, bizco, de cabello pálido, la cara cubierta de pecas, entró despacho, evitando que la puerta hiciera ruido. Iba vestido con una mísera levita negra demasiado grande y horriblemente raída. Se quedó de pie, a respetuosa distancia, mirando a Saccard con el rabillo del ojo, tranquilamente. Larsonneau, que lo llamaba Baptistin, le hizo sufrir un interrogatorio, al cual respondió con monosílabos, sin turbarse en absoluto; y recibía con total indiferencia los nombres de ladrón, de estafador, de criminal, con que su patrón se creía en el deber de acompañar cada una de sus preguntas.

Saccard admiró la sangre fría de aquel infeliz. En cierto momento, el agente de expropiaciones se lanzó desde su sillón como para pegarle, y el otro se contentó con retroceder un paso, bizqueando con más humildad.

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—Está bien, déjelo —dijo el financiero—. Entonces, caballero, ¿usted pide cien mil francos por devolver los papeles?

—Sí, cien mil francos —respondió el joven.Y se marchó. Larsonneau parecía incapaz de calmarse.—¿Eh? ¡Qué sinvergüenza! —balbució—. ¿Ha visto usted qué

miradas más falsas?... Estos tipejos tienen pinta de tímidos, pero asesinarían a un hombre por veinte francos.

Pero Saccard lo interrumpió diciendo:—¡Bah! No es tan terrible. Creo que podremos arreglarnos con

él... Yo venía por un asunto mucho más inquietante... Tenía usted razón al desconfiar de mi mujer, mi querido amigo. Imagínese que vende su parte de la propiedad al señor Haffner. Necesita dinero, dice. Es su amiga Suzanne la que ha debido empujarla.

El otro cesó bruscamente de desesperarse; escuchaba, un poco pálido, acomodándose su cuello recto, al que había dado la vuelta, en su cólera.

—Esa cesión —continuó Saccard— es la ruina de nuestras esperanzas. Si el señor Haffner se convierte en consocio de usted, no solamente se verán comprometidos nuestros beneficios, sino que tengo un miedo horroroso a encontrarnos en una situación desagradabilísima con ese hombre meticuloso, que querrá examinar las cuentas.

El agente de expropiaciones se puso a andar con paso agitado, haciendo crujir sus botines de charol sobre la alfombra.

—Ya ve usted —murmuró— en qué situaciones se coloca uno por servir a la gente... Pero, querido mío, en su lugar, yo impediría rotundamente que mi mujer cometiera semejante tontería. Antes le pegaría.

—¡Ay, amigo mío!... —dijo el financiero con una fina sonrisa—. No tengo más poder sobre mi mujer que el que usted parece tener sobre ese bribón de Baptistin.

Larsonneau se detuvo en seco ante Saccard, que seguía sonriendo, y lo miró con aire profundo. Después reanudó su marcha de arriba abajo, pero con un paso lento y mesurado. Se acercó a un espejo, se subió el nudo de la corbata, caminó de nuevo, recobrando su elegancia. Y de repente:

—¡Baptistin! —gritó.El jovencito bizco entró, pero por otra puerta. Ya no llevaba

sombrero y hacía rodar una pluma entre los dedos.—Ve a buscar el registro —le dijo Larsonneau.Y cuando ya no estuvo allí, debatió la suma que debería dársele. —Hágalo por mí —acabó por decir francamente.Entonces, Saccard consintió en dar treinta mil francos sobre los

futuros beneficios del asunto de Charonne. Juzgaba que todavía se escurría a buen precio de la mano enguantada del usurero. Este último hizo poner la promesa a su nombre, continuando la comedia hasta el final, diciendo que le pagaría los treinta mil francos al joven. Con risas de alivio, Saccard quemó el registro en la llama de la chimenea, hoja por hoja. Después, terminada esta operación,

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intercambió vigorosos apretones de mano con Larsonneau, y lo dejó, diciéndole:

—Va usted esta noche a casa de Laure, ¿no?... Espéreme. Lo habré arreglado todo con mi mujer, tomaremos nuestras últimas disposiciones.

Laure de Aurigny, que se mudaba con frecuencia, vivía entonces en un gran piso del bulevar Haussmann, enfrente de la capilla expiatoria. Acababa de fijar un día de recibo a la semana, como las damas del gran mundo. Era una manera de reunir a la vez a los hombres que la veían, uno por uno, durante la semana. Aristide Saccard estaba exultante los martes por la noche; era el amante titular, y volvía la cabeza, con una risa vaga, cuando la dueña de la casa lo traicionaba de pasada, concediendo una cita para esa misma noche a uno de los señores. Cuando se quedaba el último del grupo, encendía un puro más, charlaba de negocios, bromeaba un instante sobre el caballero que se aburría en la calle esperando que él saliera; después, tras haber llamado a Laure su «querida niña», y haberle dado un cachetito en la mejilla, se marchaba tranquilamente por una puerta, mientras el caballero entraba por otra. El secreto tratado de alianza que había consolidado el crédito de Saccard y proporcionado a la de Aurigny dos mobiliarios en un mes continuaba divirtiéndoles. Pero Laure deseaba un desenlace para la comedia. Este desenlace, decidido de antemano, iba a consistir en una ruptura pública, en beneficio de cualquier imbécil que pagara a buen precio ser el protector serio y conocido por todo París. El imbécil había aparecido. El duque de Rozan, harto de fastidiar inútilmente a las mujeres de su mundo, soñaba con una reputación de desenfreno, para acentuar con algún relieve su figura insulsa. Era muy asiduo a los martes de Laure, a quien había conquistado con su ingenuidad absoluta. Desgraciadamente, a sus treinta y cinco años se encontraba aún bajo la dependencia de su madre, hasta el punto de que podía disponer a lo sumo de una decena de luises a la vez. Las noches en que Laure se dignaba cogerle los diez luises, quejándose, hablando de los cien mil francos que necesitaría, él suspiraba, le prometía la suma para el día en que fuera el dueño. Fue entonces cuando ella tuvo la idea de hacerle entablar amistad con Larsonneau, uno de los buenos amigos de la casa. Los dos hombres fueron a almorzar juntos a Tortoni y, a los postres, Larsonneau, contándole sus amores con una española deliciosa, aseguró que conocía prestamistas; pero aconsejó vivamente a Rozan que jamás pasara por sus manos. Esta confidencia endemonió al duque, que acabó por arrancarle a su buen amigo la promesa de ocuparse de «su asuntillo». Éste se ocupó tan bien que debía llevarle el dinero la misma tarde que Saccard lo había citado en casa de Laure.

Cuando Larsonneau llegó, sólo estaban en el gran salón blanco y oro de la de Aurigny cinco o seis mujeres, que le cogieron las manos, le saltaron al cuello, con un cariño furioso. Lo llamaban «¡el gran Lar!», diminutivo cariñoso que Laure había inventado. Y él, con voz aflautada:

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—Ea, ea, gatitas mías, vais a aplastarme el sombrero.Se calmaron, lo rodearon muy de cerca en un confidente,

mientras les contaba una indigestión de Sylvia, con quien había cenado la víspera. Después, sacando una bombonera del bolsillo de su traje, les ofreció pralinés. Pero Laure salió de su dormitorio y, como llegaban varios señores, arrastró a Larsonneau a un gabinete situado en uno de los extremos del salón, del que lo separaba un doble perder.

—¿Tienes el dinero? —le preguntó, cuando estuvieron a solas. Lo tuteaba en las grandes circunstancias. Larsonneau, sin

responder, se inclinó graciosamente, golpeando el bolsillo interior de su traje.

—¡Oh! ¡Este gran Lar! —murmuró la joven, encantada. Lo cogió por la cintura y lo abrazó—. Espera —dijo—, quiero ahora mismo esos papelitos... Rozan está en mi cuarto; voy a buscarlo.

Pero él la retuvo, besándole a su vez los hombros. —¿Recuerdas qué comisión te he pedido a ti? —¡Eh! Sí, tontorrón, trato hecho.Regresó, trayendo a Rozan. Larsonneau estaba vestido con más

corrección que el duque, mejor enguantado, encorbatado con más arte. Se dieron negligentemente la mano, y hablaron de las carreras de la víspera, en las que habían derrotado a un caballo de un amigo común. Laure estaba en vilo.

—Vamos, eso no es todo, querido mío —le dijo a Rozan—; el gran Lar tiene el dinero, ¿sabes? Habría que terminar.

Larsonneau pareció acordarse.—¡Ah, sí!, es cierto, tengo la suma... Pero ¡habría hecho usted

mejor escuchándome, amiguito! ¿Sabe que esos bribones me han pedido el cincuenta por ciento?... En fin, acepté de todos modos, usted me había dicho que no importaba...

Laure de Aurigny se había procurado pliegos de papel timbrado durante el día. Pero, cuando se trató de pluma y tintero, miró a los dos hombres con aire consternado, dudando de encontrar en su casa esos objetos. Quería ir a ver a la cocina cuando Larsonneau sacó del bolsillo donde estaba la bombonera, dos maravillas, un palillero de plata, que se alargaba con ayuda de un tornillo, y un tintero, de acero y ébano, de un acabado y una delicadeza de joya. Y al sentarse Rozan:

—Haga los pagarés a mi nombre. Comprenda, no he querido comprometerle. Nos arreglaremos entre nosotros... Seis efectos de veinticinco mil francos cada uno, ¿no?

Laure contaba, en una esquina de la mesa, los «papelitos». Rozan ni siquiera los vio. Cuando hubo firmado y levantó la cabeza, ya habían desaparecido en el bolsillo de la joven. Pero ésta fue hacia él y lo besó en ambas mejillas, lo cual pareció encantarle. Larsonneau los miraba filosóficamente, doblando los efectos y guardándose el recado de escribir en el bolsillo.

La joven estaba aún colgada del cuello de Rozan cuando Aristide Saccard alzó una punta del portier.

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—¡Qué bien! ¡No se cohíban! —dijo riendo.El duque se ruborizó. Pero Laure fue a dar rigurosamente la

mano al financiero, intercambiando con él un guiño de inteligencia. Estaba radiante.

—Ya está, querido —dijo—; le había avisado. ¿No me guarda demasiado rencor, verdad?

Saccard se encogió de hombros con aire bonachón. Apartó el portier y, eclipsándose para dejar paso a Laure y al duque, gritó, con voz chillona de ujier:

—¡El señor duque, la señora duquesa!Esta broma tuvo un éxito loco. Al día siguiente, los periódicos la

contaron, nombrando crudamente a Laure de Aurigny y designando a los dos hombres con iniciales muy transparentes. La ruptura de Aristide Saccard y la gruesa Laure hizo aún más ruido que sus supuestos amores.

Mientras tanto, Saccard había soltado el portier sobre la carcajada de gozo que su broma había levantado en el salón.

—¡Ah, qué buena chica! —dijo volviéndose hacia Larsonneau—. ¡Es de un vicio!... Y usted, picarón, es el que se va a beneficiar de todo esto. ¿Qué es lo que le dan?

Pero él se defendió con sonrisas, y se estiraba los puños, que se le subían. Por fin fue a sentarse, cerca de la puerta, en un confidente al que Saccard lo llamaba con el gesto.

—Venga aquí, no pretendo confesarlo, ¡qué diablos!... A los negocios serios ahora, amiguito. He tenido, esta tarde, una larga conversación con mi mujer... Asunto concluido.

—¿Consiente en ceder su parte? —preguntó Larsonneau.—Sí, pero mi trabajo me ha costado... ¡Las mujeres son de un

terco! La mía había prometido no vender a una vieja tía, ¿sabe? Y tenía escrúpulos hasta nunca acabar... Afortunadamente, yo había preparado una historia completamente decisiva.

Se levantó para encender un puro en el candelabro que Laure había dejado sobre la mesa y regresó a estirarse muellemente en el confidente.

—Le he dicho a mi mujer —continuó—, que usted estaba totalmente arruinado... Usted jugó a la Bolsa, se comió su dinero con las mujeres, se embarulló con malas especulaciones; en fin, está usted a punto de una quiebra espantosa... Entonces le expliqué que el asunto de Charonne iba a zozobrar con el desastre de usted, y que lo mejor sería aceptar la propuesta que usted me había hecho de dejarla a ella al margen, comprándole su parte, por un pedazo de pan, eso es cierto.

—No es muy inteligente —murmuró el agente de expropiaciones—. ¿Se figura usted que su mujer va a creerse semejantes patrañas?

Saccard esbozó una sonrisa. Estaba en una hora de desahogo. —Es usted ingenuo, querido mío —prosiguió—. El fondo de la

historia no importa mucho; son los detalles, el gesto y el acento los que lo hacen todo. Llame a Rozan, y apuesto a que lo convenzo de que es de día. Y mi mujer no tiene mucha más cabeza que Rozan... Le

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he dejado entrever abismos. Ni siquiera sospecha la inminente expropiación. Y cuando se asombraba de que, en plena catástrofe, usted pudiera pensar en aceptar una carga más pesada, le dije que, sin duda, ella le estorbaba para alguna mala pasada que preparaba usted para sus acreedores... Por último, le aconsejé el negocio como única manera de no encontrarse mezclada en pleitos interminables y de sacar algún dinero de los terrenos.

A Larsonneau la historia le seguía pareciendo un poco brutal. Sus métodos eran menos dramáticos; cada una de sus operaciones se anudaba y se desanudaba con elegancias de comedia de salón.

—Yo habría ideado otra cosa —dijo—. En fin, cada cual tiene su sistema... Sólo nos queda, entonces, pagar.

—Sobre este asunto quería entenderme con usted —respondió Saccard—. Mañana le llevaré la escritura de cesión a mi mujer, y ella no tendrá más que devolverle esa escritura a usted, para cobrar el precio convenido... Prefiero evitar toda entrevista.

Jamás había querido, en efecto, que Larsonneau fuera a su casa en pie de intimidad. No lo invitaba, lo acompañaba a ver a Renée los días que era totalmente indispensable que los dos socios se viesen; eso había ocurrido tres veces. Casi siempre trataba él con poderes de su mujer, pensando que era inútil dejarle ver sus negocios de demasiado cerca.

Abrió su cartera, añadiendo:—Ahí tiene los doscientos mil francos de pagarés firmados por mi

mujer; se los dará usted en pago, y agregará cien mil francos que le traeré mañana por la mañana... ¡Qué sacrificio, querido amigo! Este asunto me cuesta un ojo de la cara.

—Pero —observó el agente de expropiaciones— eso sólo asciende a trescientos mil francos... ¿Es que el recibo será por esa suma?

—¡Un recibo de trescientos mil francos! —prosiguió Saccard riendo—. ¡Pues sí! Estaríamos aviados más adelante. Es preciso, según mis inventarios, que la finca sea tasada hoy en dos millones quinientos mil francos. El recibo será por la mitad, naturalmente.

—Su mujer nunca querrá firmarlo.—¡Claro que sí! Le digo que todo está convenido... ¡Y tanto! Le he

dicho que ésa era su primera condición. Usted nos pone la pistola al pecho con su quiebra, ¿comprende? Y entonces es cuando yo parecí dudar de su honradez y lo acusé de pretender timar a sus acreedores... ¿Es que mi mujer entiende algo de todo esto?

Larsonneau movía la cabeza, murmurando:—Da lo mismo, podía haber buscado usted algo más sencillo. —Pero ¡si mi historia es la sencillez misma! —dijo Saccard muy

extrañado—. ¿Dónde diablos ve usted la complicación?No tenía conciencia del increíble número de triquiñuelas que

sumaba al asunto más ordinario. Disfrutaba con auténtica alegría de aquel cuento como una catedral que acababa de meterle a Renée; y lo que le encantaba era el impudor de la mentira, el cúmulo de imposibilidades, la asombrosa complicación de la intriga. Hacía mucho tiempo que habría tenido los terrenos de no haber ideado

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todo este drama, pero habría gozado menos al tenerlos cómodamente. Por otra parte, ponía la mayor ingenuidad en hacer de la especulación de Charonne todo un melodrama financiero.

Se levantó y, cogiendo del brazo a Larsonneau, se dirigió al salón.

—Me ha entendido bien, ¿no? Conténtese con seguir mis instrucciones, y después me aplaudirá... Mire usted, querido amigo, comete un error al llevar guantes amarillos, eso le estropea la mano.

El agente de expropiaciones se contentó con sonreír, murmurando:

—¡Oh! Los guantes tienen algo bueno, querido maestro: uno lo toca todo sin ensuciarse.

Al entrar en el salón, Saccard se quedó sorprendido y un poco inquieto al encontrar a Maxime al otro lado del portier. El joven estaba sentado en un confidente, al lado de una señora rubia, que le contaba con voz monótona una larga historia, la suya, sin duda. En efecto, había oído la conversación de su padre y de Larsonneau. Los dos cómplices le parecían unos pillos redomados. Vejado aún por la traición de Renée, saboreaba una alegría cobarde al enterarse del robo de que iba a ser víctima. Eso lo vengaba en parte. Su padre fue a estrecharle la mano, con aire desconfiado; pero Maxime le dijo al oído, señalándole a la señora rubia:

—¿No está mal, verdad? Quiero «trabajármela» para esta noche. Entonces Saccard se contoneó, se mostró galante. Laure de

Aurigny fue a unirse a ellos por un momento; se quejaba de que Maxime apenas la visitaba una vez al mes. Pero él aseguró que había estado muy ocupado, lo cual hizo reír a todo el mundo. Añadió que a partir de ahora sólo lo verían a él.

—He escrito una tragedia —dijo—, y sólo ayer encontré el quinto acto... Cuento con descansar en casa de todas las bellezas de París.

Se reía, saboreaba sus alusiones, que sólo él podía comprender. Mientras tanto, sólo quedaban ya en el salón, a los dos lados de la chimenea, Rozan y Larsonneau. Los Saccard se levantaron, así como la señora rubia, que residía en la casa. Entonces la de Aurigny fue a hablar en voz baja con el duque. Este pareció sorprendido y contrariado. Viendo que no se decidía a abandonar su sillón, ella dijo a media voz:

—No, en serio, esta noche no. ¡Tengo una jaqueca!... Mañana, se lo prometo.

Rozan tuvo que obedecer. Laure esperó a que estuviera en el rellano para decir rápidamente al oído de Larsonneau:

—¡Eh! Gran Lar, soy de palabra... Mételo en su coche.Cuando la señora rubia se despidió de los caballeros para subir a

su piso, que estaba en la planta superior, Saccard se extrañó de que Maxime no la siguiera.

—¿Cómo es eso? —le preguntó.—No, a fe mía —respondió el joven—. He reflexionado... —

Después tuvo una idea que le pareció muy divertida—: Te cedo el sitio, si quieres. Date prisa, aún no ha cerrado la puerta.

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Pero el padre se encogió suavemente de hombros, diciendo: —Gracias, tengo algo mejor de momento, pequeño.Los cuatro hombres bajaron. En la calle, el duque se empeñaba

en llevarse a Larsonneau en su carruaje; su madre residía en el Marais, dejaría al agente de expropiaciones en su portal, en la calle de Rivoli. Este se negó, cerró la portezuela él mismo, le dijo al cochero que se marchase. Y se quedó en la acera del bulevar Haussmann con los otros dos, sin alejarse.

—¡Ah! ¡Pobre Rozan! —dijo Saccard, que comprendió de pronto.Larsonneau juró que no, que eso le traía sin cuidado, que él era

un hombre práctico. Y, como los otros dos seguían bromeando y el frío era muy vivo, acabó por exclamar:

—¡Mala suerte, a fe mía! ¡Voy a llamar!... Caballeros, son ustedes unos indiscretos.

—¡Buenas noches! —le gritó Maxime cuando la puerta volvió a cerrarse.

Y cogiendo a su padre del brazo, subió con él por el bulevar. Hacía una de esas noches claras de helada, en las que es tan agradable caminar sobre la tierra dura, en el aire glacial. Saccard decía que Larsonneau estaba en un error, que con la de Aurigny había que ser simplemente un compañero. Partió de eso para declarar que el amor de esas mujeres era realmente malo. Se mostraba moral, encontraba sentencias y consejos de sorprendente sabiduría.

—Ya ves —le dijo a su hijo—, no hay más que una vida, pequeño... Uno pierde la salud y no saborea la verdadera felicidad. Sabes que no soy un burgués. ¡Bueno!, pues estoy harto, voy a sentar la cabeza.

Maxime reía burlón; paró a su padre, lo contempló al claro de luna, declarando que tenía «una pinta excelente». Pero Saccard se puso aún más serio:

—Bromea cuanto quieras. Te repito que no hay nada como el matrimonio para conservar a un hombre y hacerlo feliz.

Entonces le habló de Louise. Y caminó más despacito, para rematar este asunto, decía, ya que hablaban de eso. La cosa estaba totalmente arreglada. Lo informó incluso de que había fijado con el señor De Mareuil la fecha de la firma de las capitulaciones para el domingo siguiente al tercer jueves de cuaresma. Ese jueves iba a haber un gran sarao en el palacete del parque Monceau y aprovecharía para anunciar públicamente la boda. A Maxime todo eso le pareció muy bien. Se había desembarazado de Renée, ya no veía ningún obstáculo, se entregaba a su padre como se había entregado a su madrastra.

—¡Bueno, de acuerdo! —dijo—. Sólo que no hables de eso con Renée. Sus amigas se burlarían de mí, me tomarían el pelo, y prefiero que sepan la cosa al mismo tiempo que todos.

Saccard le prometió silencio. Después, cuando llegaban hacia lo alto del bulevar Malesherbes, le dio de nuevo multitud de excelentes consejos. Le enseñaba cómo debía comportarse para hacer de su hogar un paraíso.

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—Sobre todo, nunca rompas con tu mujer. Es una tontería. Una mujer con la que ya no tienes relaciones te cuesta un ojo de la cara... Ante todo, hay que pagar a alguna fulana, ¿no? Y, además, el gasto es mucho mayor en la casa: son los vestidos, los placeres particulares de la señora, las amiguitas, todo el diablo y su corte. —Se hallaba en una hora de extraordinaria virtud. El éxito del asunto de Charonne ponía en su corazón ternuras idílicas—. Yo —continuo— había nacido para vivir feliz e ignorado en el fondo de un pueblo, con toda mi familia al lado... ¡No me conocen bien, pequeño!... Tengo una pinta así, muy de cabeza de chorlito. Pues bien, ¡nada de eso!: me encantaría quedarme al lado de mi mujer, abandonaría de buen grado mis negocios por una renta modesta que me permitiera retirarme a Plassans... Vas a ser rico, construye con Louise un hogar donde viviréis como dos tortolitos. ¡Es tan estupendo! Yo iré a veros, eso me hará bien.

Acababa por tener lágrimas en la voz. Mientras tanto, habían llegado a la verja del palacete y charlaban, al borde de la acera. En aquellas alturas de París soplaba el cierzo. Ni un ruido ascendía en la noche pálida, de una blancura helada. Maxime, sorprendido por los enternecimientos de su padre, tenía desde hacía un instante una pregunta en los labios.

—Pero tú —dijo por fin—, me parece... —¿Qué?—¿Con tu mujer?Saccard se encogió de hombros.—¡Eh! ¡Sí, claro! Yo era un imbécil. Por eso te hablo con

conocimiento de causa... Pero hemos vuelto a juntarnos, ¡oh!, del todo. Pronto hará seis semanas. Voy a su cuarto por la noche, cuando no vuelvo demasiado tarde. Hoy, la pobre nena tendrá que pasarse sin mí; he de trabajar hasta que amanezca. ¡Está tan bien formada!... —Al tenderle Maxime la mano, lo retuvo y agregó, en voz más baja, con tono de confidencia—: ¿Conoces la cintura de Blanche Muller? ¡Pues bueno!, así, pero diez veces más flexible. ¡Y qué caderas! Tienen un dibujo, una delicadeza... —Y concluyó diciendo al joven, que se marchaba—: Tú eres como yo, tienes corazón, tu mujer será feliz... ¡Hasta la vista, pequeño!

Cuando Maxime se desembarazó, por fin, de su padre dio rápidamente la vuelta por el parque. Lo que acababa de oír le sorprendía tanto que experimentaba la irresistible necesidad de ver a Renée. Quería pedirle perdón por su brutalidad, saber por qué había mentido mencionando al señor De Saffré, conocer la historia de las ternuras de su marido. Pero todo ello confusamente, con el solo deseo claro de fumar junto a ella un puro y de reanudar su camaradería. Si estaba bien dispuesta, pensaba incluso anunciarle su boda, para darle a entender que sus amores debían permanecer muertos y enterrados. Cuando hubo abierto la puertecita, cuya llave había conservado, afortunadamente, acabó por decirse que su visita, tras la confidencia de su padre, era necesaria y totalmente decorosa.

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En el invernadero silbó como la víspera, pero no esperó. Renée fue a abrirle la puerta acristalada de la salita, y subió delante de él sin hablar. Acababa de regresar de un baile en el ayuntamiento. Estaba aún vestida con un traje blanco de tul abullonado, sembrado de lazos de raso; los faldones del cuerpo de raso estaban enmarcados por un ancho encaje con abalorios blancos, que la luz de los candelabros tornasolaba de azul y rosa. Cuando Maxime la miró, arriba, quedó impresionado por su palidez, por, la honda emoción que entrecortaba su voz. No debía de esperarlo, estaba toda estremecida al verlo llegar como de ordinario, tranquilamente, con su aire mimoso. Céleste regresó del vestidor, donde había ido a buscar un camisón, y los amantes continuaron en silencio, a la espera de que la muchacha no estuviera allí. No solían recatarse ante ella, pero los asaltaba el pudor ante las cosas que se sentían a punto de decir. Renée quiso que Céleste la desvistiera en el dormitorio, donde había un gran fuego. La camarera quitaba las horquillas, retiraba las prendas una a una, sin apresurarse. Y Maxime, aburrido, cogió maquinalmente el camisón, que estaba a su lado, sobre una silla, y lo calentó ante la llama, inclinado, con los brazos abiertos. Era él quien, en los días felices, le prestaba ese pequeño servicio a Renée. Ella se enterneció al verle poner delicadamente el camisón al fuego. Después, como Céleste no acababa, él le preguntó:

—¿Te divertiste en ese baile?—¡Oh, no! Ya sabes, siempre lo mismo —respondió ella—.

Demasiada gente, un auténtico barullo.Él le dio la vuelta al camisón, que ya estaba caliente por un lado.—¿Qué llevaba Adeline?—Un traje malva, bastante mal concebido... Es bajita, y tiene la

manía de los volantes.Hablaron de las otras mujeres. Ahora Maxime se quemaba los

dedos con el camisón.—¡Vas a chamuscarlo! —dijo Renée, cuya voz tenía caricias

maternales.Céleste cogió el camisón de manos del joven. Éste se levantó, fue

a mirar la gran cama gris y rosa, se detuvo en uno de los ramos briscados de la tapicería, para volver la cabeza, para no ver los senos desnudos de Renée. Era instintivo. Ya no se creía su amante, no tenía ya derecho a ver. Después sacó un puro del bolsillo y lo encendió. Renée le había permitido fumar en sus habitaciones. Por fin, Céleste se retiró, dejando a la joven al amor de la lumbre, muy blanca con su ropa de noche. Maxime anduvo todavía unos instantes, silencioso, mirando de reojo a Renée, que temblaba de nuevo, al parecer. Y, plantándose delante de la chimenea, con el puro entre los dientes, preguntó con voz brusca:

—¿Por qué no me dijiste que era mi padre quien se encontraba contigo, ayer por la noche?

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Ella levantó la cabeza, los ojos muy abiertos, con una mirada de suprema angustia; luego, una oleada de sangre encendió su cara y, anonadada de vergüenza, ocultó el rostro entre las manos, balbució:

—¿Lo sabes? ¿Lo sabes?... —Se recobró, intentó mentir—: No es cierto... ¿Quién te lo ha dicho?

Maxime se encogió de hombros.—¡Caray! Mi propio padre, que te encuentra espléndidamente

formada y que me ha hablado de tus caderas. —Había dejado traslucirse un ligero despecho. Pero continuó caminando, y prosiguió con voz gruñona y amistosa, entre dos bocanadas—: Realmente, no te entiendo. Eres una mujer singular. Ayer, si yo estuve grosero, la culpa fue tuya. Si me hubieras dicho que era mi padre me habría marchado tranquilamente, ¿entiendes? Yo no tengo derecho... Pero ¡se te ocurre mencionar al señor De Saffré!

Ella sollozaba, las manos sobre el rostro. Él se acercó, se arrodilló delante de ella, le separó las manos a la fuerza.

—Vamos, dime por qué me mencionaste al señor De Saffré. Entonces, apartando aún la cabeza, Renée respondió, entre

lágrimas, en voz baja:—Creía que me dejarías si sabías que tu padre...El se levantó, recogió su puro, que había dejado en una esquina

de la chimenea, y se contentó con murmurar:—¡Pues sí que eres graciosa!...Ella ya no lloraba. Las llamas de la chimenea y el fuego de sus

mejillas secaban sus lágrimas. El asombro de ver a Maxime tan calmado ante una revelación que creía que iba a aplastarlo le hacía olvidar toda su vergüenza. Le miraba caminar, lo escuchaba hablar como en un sueño. Él le repetía, sin dejar el puro, que ella no era razonable, que era muy natural que hubiera tenido relaciones con su marido, que él no podía pensar en enfadarse. Pero ¡mira que confesar un amante cuando no era verdad! Y volvía siempre a eso, a esta cosa que no podía comprender, y que le parecía verdaderamente monstruosa. Habló de las «locas imaginaciones» de las mujeres.

—Estás un poco chiflada, querida; hay que cuidar eso. —Acabó por preguntar curiosamente—: Pero ¿por qué el señor De Saffré y no cualquier otro?

—Me hace la corte —dijo Renée.Maxime contuvo una impertinencia; iba a decir que, sin duda, se

había creído un mes más vieja, al confesar al señor De Saffré como amante. Sólo sonrió maligno ante esta maldad y, tirando el puro al fuego, fue a sentarse al otro lado de la chimenea. Allí habló con sentido común, le dio a entender a Renée que debían seguir siendo buenos amigos. Las miradas fijas de la joven lo turbaban un poco, no obstante; no se atrevió a anunciarle su boda. Ella lo contemplaba largamente, con los ojos aún hinchados por las lágrimas. Lo encontraba mezquino, estrecho, despreciable, y seguía amándolo, con el cariño que sentía por sus encajes. Estaba guapo a la luz del candelabro, colocado al borde de la chimenea, a su lado. Cuando él

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echaba atrás la cabeza, el resplandor de las velas le doraba el pelo, se deslizaba sobre su cara, por la leve pelusilla de las mejillas, con un color rubio precioso.

—Voy a tener que irme —dijo en varias ocasiones.Estaba muy decidido a no quedarse. Renée no habría querido,

además. Los dos lo pensaban, lo decían: ya no eran sino dos amigos. Y cuando Maxime hubo estrechado, por fin, la mano de la joven y estuvo a punto de salir de la habitación, ella lo retuvo aún un instante, hablándole de su padre. Lo elogiaba muchísimo.

—Ya ves, yo tenía demasiados remordimientos. Prefiero que haya ocurrido esto... No conoces a tu padre; me ha asombrado encontrarlo tan bueno, tan desinteresado. ¡El pobre hombre tiene tantas preocupaciones en este momento! —Maxime se miraba la puntera de los botines, sin responder, con aire violento. Ella insistía—. Mientras él no venía por esta habitación, me daba igual. Pero después... Cuando lo veía aquí, tan cariñoso, trayéndome un dinero que había tenido que recoger por todos los rincones de París, arruinándose por mí sin una queja, me ponía enferma... ¡Si supieras con cuánto cuidado ha velado por mis intereses!

El joven volvió despacito hacia la chimenea, contra la cual se adosó. Seguía embarazado, la cabeza gacha, con una sonrisa que ascendía poco a poco a sus labios.

—Sí —murmuró—, mi padre es muy listo para velar por los intereses de la gente. —El tono de su voz extrañó a Renée. Lo miró, y él, como para defenderse—: ¡Oh! Yo no sé nada... Digo sólo que mi padre es un hombre hábil.

—Te equivocarías si hablaras mal de él —prosiguió ella—. Debes de juzgarlo un poco atolondrado... Si yo te contara todos sus apuros, si te repitiera lo que me confiaba todavía esta tarde, verías lo engañados que están cuando creen que le importa el dinero...

Maxime no pudo contener un encogimiento de hombros. Interrumpió a su madrastra con una risa irónica.

—Vamos, lo conozco, lo conozco muy bien... Lindas cosas ha debido de decirte. Cuéntamelo, pues.

Este tono burlón la hería. Entonces insistió aún más en sus elogios, opinó que su marido era un hombre muy grande, habló del asunto de Charonne, de aquel chanchullo del que no había entendido nada, como de una catástrofe en la que se le habían revelado la inteligencia y la bondad de Saccard. Agregó que firmaría al día siguiente la escritura de cesión y que, si se trataba realmente de un desastre, aceptaba ese desastre en castigo de sus faltas. Maxime la dejaba seguir, riendo burlón, mirándola al soslayo; al final, dijo a media voz:

—Eso es, eso mismo... —Y en alto, poniendo la mano en el hombro de Renée—: Querida mía, te lo agradezco, pero ya sabía la historia... ¡Tú sí que eres de buena pasta!

Hizo de nuevo ademán de irse. Experimentaba un furioso prurito por contarlo todo. Ella lo había exasperado, con sus elogios de su

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marido, y olvidaba que se había prometido no hablar, para evitarse cualquier disgusto.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —preguntó ella.—¡Eh! ¡Caray! Que mi padre te la da con queso de una forma

increíble... Me das pena, en serio; eres demasiado pánfila.Y le contó lo que había oído en casa de Laure, cobardemente,

taimadamente, saboreando un secreto gozo al descender a aquellas infamias. Le parecía vengarse de un vago insulto que le acababan de hacer. Su temperamento de chica se demoraba beatífico en esa denuncia, en esta palabrería cruel, sorprendida detrás de una puerta. No le ahorró nada a Renée, ni el dinero que su marido le había prestado con usura ni el que pensaba robarle, con ayuda de historias ridículas, con cuentos chinos. La joven lo escuchaba, palidísima, los labios apretados. De pie delante de la chimenea, agachaba un poco la cabeza, miraba el fuego. Su ropa de noche, aquel camisón que Maxime había calentado, se abría, dejaba ver blancuras inmóviles de estatua.

—Te digo todo esto —concluyó el joven— para que no parezcas boba... Pero harías mal en enfadarte con mi padre. No es malo. Tiene sus defectos, como todo el mundo... Hasta mañana, ¿no?

Seguía avanzando hacia la puerta. Renée lo detuvo, con un gesto brusco.

—¡Quédate! —gritó imperiosamente. Y cogiéndolo, atrayéndolo a sí, casi sentándoselo en las rodillas, delante del fuego, lo besó en los labios, diciendo—: ¡Ah, bueno! Sería demasiado idiota recatarnos ahora... ¿No sabes que desde ayer, desde que quisiste romper, no sé dónde tengo la cabeza? Estoy como una imbécil. Esta noche, en el baile, tenía una niebla delante de los ojos. Y es que ahora te necesito para vivir. Cuando te marches me quedaré vacía... No te rías, digo lo que siento. —Lo miraba con infinita ternura, como si no lo hubiera visto desde hacía tiempo—. Acertaste con la palabra: yo era una pánfila, tu padre me habría hecho hoy ver estrellas en pleno mediodía. ¡Qué sabía yo! Mientras me contaba su historia sólo oía un gran zumbido, y estaba tan abatida que me habría obligado a arrodillarme, si hubiera querido, para firmar sus papelotes. ¡Y me imaginaba que tenía remordimientos!... ¡En serio, hasta ese punto era tonta!... —Soltó una carcajada, destellos de locura brillaban en sus ojos. Continuó, abrazando más estrechamente a su amante—: ¿Es que hacemos algo malo nosotros? Nos amamos, nos divertimos como nos apetece. Todos hacen eso, ¿no?... Ya ves, tu padre no se recata por nada. Ama el dinero y lo coge donde lo encuentra. Tiene razón, eso me tranquiliza... Ante todo, no firmaré nada, y, además, tú volverás todas las noches. Tenía miedo de que no quisieras volver, ¿sabes?, por lo que te dije... Pero ya que no te importa... Por otra parte, le cerraré mi puerta, como comprenderás, ahora...

Se levantó, encendió la lámpara de noche. Maxime vacilaba, desesperado. Veía la tontería que había cometido, se reprochaba duramente haber hablado de más. ¿Cómo anunciar ahora su boda? La culpa era suya, la ruptura era ya un hecho; no tenía necesidad de

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volver a subir a esta habitación ni, sobre todo, de probar a la joven que su marido la timaba. Y no sabía muy bien a qué sentimiento acababa de obedecer, lo cual redoblaba su cólera contra sí mismo. Pero si por un instante se le ocurrió la idea de ser brutal por segunda vez, de marcharse, la visión de Renée, que dejaba caer sus zapatillas, le infundió una invencible cobardía. Tuvo miedo. Se quedó.

Al día siguiente, cuando Saccard fue a ver a su mujer para que firmara la escritura de cesión, ella le respondió tranquilamente que nada de eso, que había reflexionado. Por lo demás, no se permitió la menor alusión; se había jurado ser discreta, pues no quería crearse problemas, deseaba saborear en paz el rebrote de sus amores. Que el asunto de Charonne se arreglase como pudiera; su negativa a firmar no era sino una venganza; el resto le traía sin cuidado. Saccard estuvo a punto de encolerizarse. Todo su sueño se derrumbaba. Sus otros negocios iban de mal en peor. Se encontraba casi sin recursos, sosteniéndose por un milagro de equilibrio; esa misma mañana no había podido pagar la cuenta del panadero. Eso no le impedía preparar una espléndida fiesta para el tercer jueves de cuaresma. Experimentó, ante la negativa de Renée, esa cólera sorda de un hombre vigoroso detenido en su obra por el capricho de un niño. Con la escritura de cesión en el bolsillo contaba con acuñar moneda, mientras esperaba la indemnización. Después, cuando se hubo calmado un poco y se le despejó la mente, se extrañó del brusco viraje de su mujer; no cabía duda, la habían aconsejado. Se olió un amante. Fue un presentimiento tan claro que corrió a casa de su hermana, para interrogarla, preguntarle si sabía algo de la vida oculta de Renée. Sidonie se mostró muy agria. No perdonaba a su cuñada la afrenta que le había hecho al negarse a ver al señor De Saffré. Por eso, cuando comprendió, por las preguntas de su hermano, que éste acusaba a su mujer de tener un amante, exclamó que ella estaba segura. E incluso se ofreció a espiar a los «tortolillos». ¡Iba a ver esa cursi como se las gastaba ella! Saccard, de ordinario, no buscaba las verdades desagradables; sólo su interés lo obligaba a abrir unos ojos que tenía prudentemente cerrados. Aceptó el ofrecimiento de su hermana.

—Vamos, tranquilo, lo sabré todo —le dijo ella con una voz llena de compasión—. ¡Ah, pobre hermano mío! ¡Angèle no te hubiera traicionado nunca! ¡Un marido tan bueno, tan generoso! Estas muñecas parisienses no tienen corazón... ¡Y yo que no paro de darle buenos consejos!

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Capítulo VI

Había baile de disfraces, en casa de los Saccard, el tercer jueves de cuaresma. Pero la gran curiosidad era el poema de Los amores del bello Narciso y la ninfa Eco, en tres cuadros, que aquellas señoras iban a representar. El autor del poema, el señor Hupel de la Noue, viajaba, desde hacía más de un mes, de su prefectura al palacete del parque Monceau, con el fin de vigilar los ensayos y de dar su opinión sobre el vestuario. Al principio había pensado en escribir su obra en verso, luego se había decidido por unos cuadros plásticos; era más noble, decía, más cercano a la belleza antigua.

Aquellas damas ya no dormían. Algunas de ellas cambiaban hasta tres veces de vestido. Hubo conferencias interminables presididas por el prefecto. Se discutió largamente, ante todo, el personaje de Narciso. ¿Lo representaría una mujer o un hombre? Por último, a instancias de Renée, se decidió que el papel se confiaría a Maxime; pero sería el único hombre, y todavía la señora De Lauwerens decía que jamás hubiera accedido a ello de no ser porque «el pequeño Maxime parecía una auténtica chica». Renée debía ser la ninfa Eco. La cuestión del vestuario fue mucho más laboriosa. Maxime le echó una buena mano al prefecto, que andaba de cabeza en medio de nueve mujeres, cuya loca imaginación amenazaba con comprometer gravemente la pureza de líneas de su obra. De haberles hecho caso, su Olimpo habría ido empolvado. La señora De Espanet quería a toda costa un traje de cola para tapar sus pies, un poco grandes; mientras que la señora De Haffner soñaba con vestirse con una piel de animal. El señor De Hupel de la Noue fue enérgico; hasta se enfadó una vez; estaba convencido, decía, de que si había renunciado a los versos era para escribir su poema «con telas sabiamente combinadas y actitudes elegidas entre las más bellas».

—El conjunto, señoras —repetía a cada nueva exigencia—; se olvidan ustedes del conjunto... No puedo, sin embargo, sacrificar la obra entera a los volantes que ustedes me piden.

Los conciliábulos se celebraban en el salón botón de oro. Pasaron allí tardes enteras decidiendo la forma de una falda. Worms fue convocado varias veces. Al final todo se arregló, se decidió el vestuario, aprendieron las posturas, y el señor Hupel de la Noue se declaró satisfecho. La elección del señor De Mareuil le había dado menos trabajo.

Los Amores del bello Narciso y la ninfa Eco iban a empezar a las once. Desde las diez y media el gran salón se encontraba lleno, y, como después había baile, allí estaban las mujeres, disfrazadas, sentadas en sillones dispuestos en semicírculo ante el improvisado

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teatro, una tarima oculta por dos anchas cortinas de terciopelo rojo con flecos de oro, que corrían por unas barras. Los hombres, detrás, estaban de pie, iban y venían. Los tapiceros habían dado a las diez los últimos martillazos. La tarima se alzaba al fondo del salón, ocupando todo un extremo de la larga galería. Se subía al teatro por el salón de fumar, convertido en saloncillo para las artistas. Amén de ello, en el primer piso, las señoras tenían a su disposición varias piezas, donde un ejército de doncellas preparaban los trajes de los diferentes cuadros.

Eran las once y media, y las cortinas no se abrían. Un gran murmullo llenaba el salón. Las filas de sillones ofrecían el más asombroso tropel de marquesas, de damas medievales, de lecheras, de españolas, de pastoras, de sultanas, mientras que la masa compacta de los fraques negros ponían una gran mancha oscura, al lado de aquellos reflejos de telas claras y hombros desnudos, con las chispas vivas de los destellos de las joyas. Sólo las mujeres iban disfrazadas. Hacía ya calor. Las tres arañas prendían el chorro de oro del salón.

Por fin, vieron al señor Hupel de la Noue salir por una abertura dispuesta a la izquierda de la tarima. Desde las ocho de la tarde ayudaba a las señoras. Su frac tenía, en la manga izquierda, tres dedos marcados en blanco, una manita femenina que se había posado allí, tras haber estado metida en una caja de polvos de arroz. ¡Pero el prefecto no pensaba en las miserias de su atavío! Tenía los ojos enormes, la cara abotargada y un poco pálida. No pareció ver a nadie. Y avanzando hacia Saccard, a quien reconoció en medio de un grupo de hombres serios, le dijo a media voz:

—¡Diantre! Su mujer ha perdido su cinturón de hojas... ¡Estamos aviados!

Juraba, habría pegado a la gente. Después, sin esperar respuesta, sin mirar nada, le volvió la espalda, se hundió entre los cortinajes, desapareció. Las señoras sonrieron ante la singular aparición de aquel caballero.

El grupo en el que se encontraba Saccard se había formado detrás de los últimos sillones. Incluso habían sacado un sillón de la fila para el barón de Gouraud, cuyas piernas se hinchaban desde hacía algún tiempo. Estaba allí el señor Toutin-Laroche, a quien el emperador acababa de llamar al Senado; el señor De Mareuil, cuya segunda elección la Cámara había tenido a bien validar; el señor Michelin, condecorado la víspera, y, algo hacia atrás, los Mignon y Charrier, uno de los cuales llevaba un grueso diamante en la corbata, mientras que el otro ostentaba uno aún más grueso en el dedo. Aquellos señores charlaban. Saccard los abandonó un instante para ir a intercambiar unas palabras en voz baja con su hermana, que acababa de entrar y de sentarse entre Louise de Mareuil y la señora Michelin. Sidonie iba de maga; Louise llevaba un fanfarrón vestido de paje, que le daba todo el aire de un chiquillo; la pequeña Michelin, de almea, sonreía amorosamente, con sus gasas bordadas con hilos de oro.

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—¿Sabes algo —preguntó bajito Saccard a su hermana.—No, todavía nada —respondió—. Pero el galán debe de estar

aquí... Los pescaré esta noche, puedes estar tranquilo.—Avísame en seguida, ¿eh?Y Saccard, volviéndose a derecha e izquierda, piropeó a Louise y

a la señora Michelin. Comparó a la una con una hurí del profeta; a la otra, con un valido de Enrique III. Gracias a su acento provenzal parecía que cantaba de arrobo toda su persona menuda y estridente. Cuando regresó al grupo de los hombres serios, el señor De Mareuil se lo llevó aparte y le habló de la boda de sus hijos. Nada había cambiado, al domingo siguiente se firmarían las capitulaciones.

—Perfectamente —dijo Saccard—. E incluso pienso anunciar esta noche la boda a nuestros amigos, si usted no ve ningún inconveniente. Espero para hacerlo a mi hermano el ministro, que me ha prometido venir.

El nuevo diputado quedó encantado. Mientras tanto, el señor Toutin-Laroche elevaba la voz, como presa de viva indignación.

—Sí, caballeros —les decía al señor Michelin a los dos contratistas que se acercaban—, tuve la ingenuidad de permitir que se mezclara mi nombre en semejante asunto. —Y como Saccard y Mareuil se reunían con ellos—: Les estaba contando a estos caballeros la deplorable aventura de la Sociedad General de los Puertos de Marruecos, ¿sabe, Saccard?

Éste no rechistó. La sociedad en cuestión acababa de hundirse con un espantoso estruendo. Unos accionistas demasiado curiosos habían querido saber cómo andaba la fundación de los famosos puestos comerciales en el litoral del Mediterráneo, y una investigación judicial había demostrado que los puertos de Marruecos sólo existían en los planos de los ingenieros, unos planos preciosos, colgados de las paredes de las oficinas de la sociedad. Desde ese momento, el señor Toutin-Laroche gritaba más fuerte que los accionistas, indignándose, pretendiendo que le devolvieran su nombre limpio de toda mancha. Y armó tal escándalo que el gobierno, para calmar a aquel hombre útil y rehabilitarlo ante la opinión, se decidió a enviarlo al Senado. Así fue como pescó el escaño tan ambicionado, en un asunto que había estado a punto de llevarlo a los tribunales.

—Es usted muy bueno al ocuparse de eso —dijo Saccard—. Puede mostrar usted su gran obra, el Crédito Vitícola, esa casa que ha salido victoriosa de todas las crisis.

—Sí —murmuró Mareuil—, eso responde a todo.El Crédito Vitícola, en efecto, acababa de salir de graves

aprietos, cuidadosamente ocultados. Un ministro muy cariñoso con esa institución financiera, que tenía a la Villa de París agarrada por el cuello, había inventado un golpe de alza del que el señor Toutin-Laroche se había servido maravillosamente. Nada le lisonjeaba más que los elogios a la prosperidad del Crédito Vitícola. De ordinario los instigaba. Dio las gracias al señor De Mareuil con una mirada e,

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inclinándose hacia el barón de Gouraud, sobre el sillón del cual se apoyaba familiarmente, le preguntó:

—¿Está usted bien? ¿No tiene demasiado calor? El barón soltó un ligero gruñido.—Está hecho un cascajo, un auténtico cascajo —añadió el señor

Toutin-Laroche a media voz, volviéndose hacia aquellos caballeros.El señor Michelin sonreía, cerraba de vez en cuando los

párpados, con un movimiento suave, para ver su cintita roja. Los Mignon y Charrier, plantados resueltamente sobre sus grandes pies, parecían mucho más a sus anchas en sus fraques desde que llevaban brillantes. Entre tanto era casi medianoche, los reunidos se impacientaban; no se permitían murmurar, pero los abanicos se agitaban más nerviosamente, y el ruido de las conversaciones crecía.

Por fin reapareció el señor Hupel de la Noue. Había pasado un hombro por la estrecha abertura, y distinguió a la señora De Espanet que subía por fin a la tarima; aquellas damas, ya en su lugar para el primer cuadro, la esperaban sólo a ella. El prefecto se volvió, dando la espalda a los espectadores, y se le pudo ver charlando con la marquesa, a quien ocultaban las cortinas. Ahogó su voz, diciendo, con saludos lanzados con la punta de los dedos:

—Felicidades, marquesa. Su traje es delicioso.—¡Tengo uno mucho más bonito debajo! —replicó impertinente la

joven, que estalló en carcajadas en sus narices, tan divertido lo encontraba, así arrebujado en los cortinajes.

La audacia de esta broma asombró un instante al galante señor Hupel de la Noue; pero se recobró, y saboreando cada vez más la frase, a medida que profundizaba en ella:

—¡Ah! ¡Encantador! ¡Encantador! —murmuró con aire arrobado.Dejó caer la punta de la cortina, fue a unirse al grupo de los

hombres serios, con la intención de disfrutar de su obra. Ya no era el hombre desconcertado corriendo en pos del cinturón de hojas de la ninfa Eco. Estaba radiante, jadeaba, se enjugaba la frente. Seguía teniendo la manita blanca en la manga de su frac; y, además, el guante de su mano derecha estaba manchado de rojo, en la punta del pulgar; sin duda había metido el dedo en un tarro de pintura de una de las señoras. Sonreía, se abanicaba, murmuraba:

—Es adorable, fascinante, pasmosa.—¿Quién? —preguntó Saccard.—La marquesa. Figúrese que acaba de decirme... —Y contó la

frase. Opinaron que era todo un éxito. Aquellos caballeros se la

repitieron. El digno señor Haffner, que se había acercado, no pudo dejar de aplaudirla. Entre tanto, un piano que pocas personas habían visto, empezó a tocar un vals. Se hizo entonces un gran silencio. El vals tenía volutas caprichosas, interminables; y siempre una frase muy dulce ascendía del teclado, se perdía en un trino de ruiseñores; después unas voces sordas la repetían, más lentamente. Era muy voluptuoso. Las señoras, con la cabeza un poco inclinada, sonreían. El piano, en cambio, había hecho desaparecer bruscamente la

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alegría del señor Hupel de la Noue. Miraba las cortinas de terciopelo rojo con aire ansioso, se decía que habría debido colocar él mismo a la señora De Espanet, como había colocado a las otras.

Las cortinas se abrieron suavemente, el piano reanudó en sordina el vals sensual. Un murmullo recorrió el salón, las damas se inclinaban, los hombres alargaban el cuello, mientras que la admiración se traducía aquí y allá por una palabra demasiado alta, un suspiro inconsciente, una risa ahogada. Eso duró cinco minutos largos, bajo el resplandor de las tres arañas.

El señor Hupel de la Noue, tranquilizado, sonreía beatífico a su poema. No pudo resistir a la tentación de repetir a las personas que lo rodeaban lo que él decía desde hacía un mes:

—Había pensado en hacerlo en verso... Pero, ¿verdad?, es más noble de líneas. —Después, mientras el vals iba y venía en un balanceo sin fin, dio explicaciones. Los Mignon y Charrier se habían acercado y lo escuchaban atentamente—. Conocen ustedes la historia, ¿verdad? El bello Narciso, hijo del río Cefiso y de la ninfa Liríope, desdeña el amor de la ninfa Eco... Eco era del séquito de Juno, a quien divertía con sus conversaciones mientras Júpiter vagaba por el mundo... Eco, hija del Aire y de la Tierra, como ustedes saben... —Y desfallecía ante la poesía de la fábula. Después, con tono más íntimo—: He creído poder dar libre curso a mi imaginación... La ninfa Eco conduce al bello Narciso junto a Venus, a una gruta marina, para que la diosa lo inflame con sus fuegos. Pero la diosa se muestra impotente. El joven atestigua con su actitud que no ha sido tocado.

La explicación no era inútil, pues pocos espectadores, en el salón, comprendían el sentido exacto de los grupos. Cuando el prefecto hubo nombrado a sus personajes a media voz, los admiraron mas. Los Mignon y Charrier seguían abriendo unos ojos como platos. No habían entendido nada.

En la tarima, entre las cortinas de terciopelo rojo, se abría una gruta. El decorado estaba hecho con una seda tendida con grandes pliegues rígidos, imitando las anfractuosidades de la roca, sobre la cual estaban pintados conchas, peces, grandes hierbas marinas. El suelo, accidentado, subía en forma de cerro, y se hallaba recubierto por la misma seda, donde el decorador había representado una fina arena constelada de perlas y de lentejuelas de plata. Era un reducto de diosa. Allí, en lo alto del cerro, la señora De Lauwerens, de Venus, estaba de pie; un poco gruesa, llevando sus mallas rosa con la dignidad de una duquesa del Olimpo, había comprendido su personaje como soberana del amor, con grandes ojos severos y devoradores. Detrás de ella, sin mostrar más que su cabeza maliciosa, sus alas y su carcajada, la pequeña señora Daste prestaba su sonrisa al personaje amable de Cupido. Después, a un lado del cerro, las tres Gracias, las señoras de Guende, Teissière y de Meinhold, todas de muselina, se sonreían, se enlazaban, como en el grupo de Pradier; mientras que, del otro lado, la marquesa de Espanet y la señora Haffner, envueltas en la misma oleada de

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encajes, cogidas por la cintura, los cabellos enmarañados, ponían un rincón atrevido en el cuadro, un recuerdo de Lesbos, que el señor Hupel de la Norte explicaba en voz más baja, sólo a los hombres, diciendo que había querido mostrar con eso el poderío de Venus. Bajo el cerro, la condesa Vanska hacía de Voluptuosidad; se estiraba, retorcida por un postrer espasmo, los ojos entreabiertos y lánguidos, como cansada; muy morena, había soltado su cabellera negra, y su túnica estriada de llamas leonadas mostraba trozos de su piel ardiente. La gama de los trajes, del blanco de nieve del velo de Venus al rojo oscuro de la túnica de la Voluptuosidad, era suave, de un rosa general, de un tono de carne. Y bajo el rayo eléctrico, ingeniosamente dirigido sobre el escenario por una de las ventanas del jardín, la gasa, los encajes, todas aquellas telas ligeras y transparentes se fundían tan bien con los hombros y las mallas, que aquellas blancuras rosadas vivían, y ya no se sabía si aquellas señoras no habían llevado la verdad plástica hasta desnudarse del todo. Eso no era sino la apoteosis: el drama transcurría en el primer plano. A la izquierda, Renée, la ninfa Eco, tendía los brazos hacia la gran diosa, volviendo a medias la cabeza hacia Narciso, suplicante, como invitándolo a mirar a Venus, cuya sola visión enciende terribles fuegos; pero Narciso, a la derecha, hacía un gesto de rechazo, se tapaba los ojos con la mano, y permanecía con una frialdad de hielo. Los trajes de estos dos personajes le habían costado sobre todo un trabajo infinito a la imaginación del señor Hupel de la Noue. Narciso, de semidiós merodeador de bosques, llevaba un traje de cazador ideal: mallas verdosas, corta túnica ceñida, rama de roble en los cabellos. El traje de la ninfa Eco era, por sí solo, todo una alegoría: tenía algo de los grandes árboles y los grandes montes, de los lugares resonantes donde las voces de la Tierra y del Aire se responden; era roca por el raso blanco de la falda, espesura por las hojas de la cintura, cielo puro por la nube de gasa azul del corpiño. Y los grupos conservaban una inmovilidad de estatuas, la nota camal del Olimpo cantaba en el deslumbramiento del ancho rayo, mientras el piano continuaba con su queja de amor agudo, entrecortada por hondos suspiros. En general la opinión fue que Maxime estaba admirablemente bien formado. En su gesto de rechazo, resaltaba la cadera derecha, que fue muy admirada. Pero todos los elogios fueron para la expresión del rostro de Renée. Según la frase del señor Hupel de la Noue, era «el dolor del deseo insatisfecho». Tenía una sonrisa aguda que pretendía volverse humilde, mendigaba su presa con súplicas de loba hambrienta que sólo a medias oculta sus dientes. El primer cuadro salió bien, salvo la loca de Adeline, que se movía y apenas contenía unas irresistibles ganas de reír. Después las cortinas se cerraron, el piano enmudeció.

Entonces todos aplaudieron discretamente, y se reanudaron las conversaciones. Un gran soplo de amor, de deseo contenido, había venido de las desnudeces de la tarima, recorría el salón, donde las mujeres languidecían aún más en sus asientos, mientras que los hombres se hablaban bajito, al oído, con sonrisas. Era un cuchicheo

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de alcoba, un semisilencio de placenteras compañías, un anhelo de voluptuosidad apenas formulado con un temblor de labios; y, en las miradas mudas, que se encontraban en medio de este arrobamiento de buen tono, había el atrevimiento brutal de los amores ofrecidos y aceptados de un vistazo.

Se juzgaban sin parar las perfecciones de aquellas damas. Sus trajes adquirían una importancia casi tan grande como sus hombros. Cuando los Mignon y Charrier quisieron interrogar al señor Hupel de la Noue, quedaron sorprendidísimos al no verlo ya a su lado; se había hundido detrás de la tarima.

—Le estaba contando, guapita —dijo Sidonie, reanudando una conversación interrumpida por el primer cuadro—, que había recibido una carta de Londres, ¿sabe?, sobre el asunto de los tres mil millones... La persona a la que encargué que hiciera investigaciones me escribe que cree haber encontrado el recibo del banquero. Inglaterra pagó, al parecer... Estoy enferma desde esta mañana.

En efecto, estaba más amarilla que de costumbre, con su traje de maga constelado de estrellas. Y como la señora Michelin no la escuchaba, continuó en voz más baja, murmurando que Inglaterra no podía haber pagado y que decididamente iría en persona a Londres.

—El traje de Narciso era muy bonito, ¿verdad? —preguntó Louise a la señora Michelin.

Esta sonrió. Miraba al barón de Couraud, que parecía muy remozado en su sillón. Sidonie, viendo a donde iban sus ojos, se inclinó, le cuchicheó al oído, para que la niña no la oyera:

—¿Es que ha cumplido?—Sí —respondió la joven, lánguida, representando de maravilla

su papel de almea—. Escogí la casa de Louveciennes, y he recibido las escrituras de propiedad de manos de su administrador... Pero hemos roto, ya no lo veo.

Louise tenía una especial finura de oído para captar lo que querían ocultarle. Miró al barón de Couraud con su osadía de paje, y dijo tranquilamente a la señora Michelin:

—¿No opina usted que es horrible, el barón? —Después añadió, muerta de risa—: ¡Oiga! Habrían debido confiarle el papel de Narciso. Estaría delicioso con mallas verde manzana.

La visión de Venus, de aquel voluptuoso rincón del Olimpo, había reanimado, en efecto, al viejo senador. Revolvía los ojos, encantado, se daba media vuelta para felicitar a Saccard. En el barullo que llenaba el salón, el grupo de hombres serios continuaba charlando de negocios, de política. El señor Haffner dijo que acababa de ser nombrado presidente de un jurado encargado de solucionar los problemas de las indemnizaciones. Entonces se entabló una conversación sobre las obras de París, sobre el bulevar del Príncipe Eugenio, del que se empezaba a hablar seriamente entre el público. Saccard aprovechó la ocasión, habló de una persona a quien él conocía, de un propietario a quien sin duda iban a expropiar. Y miraba a la cara a aquellos señores. El barón meneó suavemente la cabeza; el señor Toutin-Laroche llevó las cosas hasta declarar que

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nada más desagradable que verse expropiado; el señor Michelin aprobaba, bizqueaba más, mirando su condecoración.

—Las indemnizaciones nunca serán demasiado altas —concluyó doctamente el señor De Mareuil, que quería estar agradable con Saccard.

Se habían entendido. Pero los Mignon y Charrier sacaron a colación sus propios negocios. Contaban con retirarse próximamente, sin duda a Langres, decían, aunque conservando un alojamiento en París. Hicieron sonreír a aquellos caballeros cuando contaron que, tras haber rematado la construcción de su magnífico hotel del bulevar Malesherbes, lo habían encontrado tan bonito que no habían podido resistir las ganas de venderlo. Sus brillantes debían de ser, sin duda, un consuelo que se habían permitido. Saccard reía de mal grado; sus antiguos socios acababan de obtener enormes beneficios con un negocio en el que él había representado el papel de un primo. Y como el entreacto se alargaba, frases de elogio sobre los pechos de Venus y sobre el traje de la ninfa Eco entrecortaban la conversación de los hombres serios.

Al cabo de media hora larga, el señor Hupel de la Noue reapareció. Caminaba en pleno éxito, y el desorden de sus ropas crecía. Al dirigirse a su sitio, se encontró con el señor De Mussy. Le estrechó la mano al pasar; después volvió sobre sus pasos para preguntarle:

—¿No conoce usted la frase de la marquesa?Y se la contó, sin esperar la respuesta. Cada vez ahondaba más

en ella, la comentaba, acababa encontrándola de una exquisita ingenuidad: «¡Tengo uno mucho más bonito debajo!». ¡Había sido tan espontáneo.

Pero el señor De Mussy no fue de esta opinión. Consideró indecente la frase. Acababa de ser destinado a la embajada de Inglaterra, donde el ministro le había dicho que era de rigor un porte severo. Se negaba a dirigir el cotillón, se aviejaba, no hablaba ya de su amor por Renée, a quien saludaba gravemente cuando se la encontraba.

El señor Hupel de la Noue se unía al grupo formado tras el sillón del barón, cuando el piano inició una marcha triunfal. Sonoros acordes simultáneos, tocados a plomo sobre las teclas, iniciaban un gran canto, en el cual, a veces, sonaban fragores metálicos. Después de cada frase, una nota más alta se reanudaba, acentuando el ritmo. Era brutal y alegre.

—Van a ver ustedes —murmuró el señor Hupel de la Noue—; he llevado quizá un poco lejos la licencia poética; pero creo que la audacia me ha salido bien... La ninfa Eco, viendo que Venus carece de poder sobre el bello Narciso, lo conduce junto a Plutón, dios de las riquezas y de los metales preciosos... Tras la tentación de la carne, la tentación del oro.

—Es clásico —respondió el seco el señor Toutin-Laroche, con amable sonrisa—. Usted conoce su época, señor prefecto.

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Las cortinas se abrían, el piano tocaba más fuerte. Fue un deslumbramiento. El rayo eléctrico caía sobre un esplendor llameante, en el cual los espectadores no vieron al principio sino una hoguera, en la que parecían fundirse lingotes de oro y piedras preciosas. Una nueva gruta se abría; pero ésta no era el fresco reducto de Venus, bañado por la ola muriente sobre una fina arena sembrada de perlas; debía de encontrarse en el centro de la tierra, en una capa ardiente y profunda, grieta del infierno antiguo, hendidura de una mina de metales en fusión habitada por Plutón. La seda, imitando roca, mostraba anchos filones metálicos, coladas que eran como las venas del viejo mundo, que acarreaban las riquezas incalculables de la vida eterna del suelo. En tierra, por un atrevido anacronismo del señor Hupel de la Noue, había profusión de monedas de veinte francos; luises extendidos, luises amontonados, un pulular de luises que ascendían. En lo alto de ese montón de oro, la señora De Guende, de Plutón, estaba sentada, Plutón hembra, Plutón mostrando sus pechos, entre las grandes láminas de su traje, tomadas de todos los metales. Alrededor del dios se agrupaban, de pie, semiacostadas, unidas en racimo, o floreciendo apartadas, las eflorescencias mágicas de aquella gruta, donde los califas de las Mil y uno noches habían vaciado su tesoro: la señora Haffner, de Oro, con una falda tiesa y resplandeciente de obispo; la señora De Espanet, de Plata, reluciente como un claro de luna; la señora De Lauwerens, de un azul ardiente, de Zafiro, teniendo a su lado a la menuda la señora Daste, una Turquesa sonriente, que azuleaba tiernamente; después se desgranaban la Esmeralda, la señora de Meinhold, y el Topacio, la señora Teissière; y, más abajo, la condesa Vanska prestaba su ardor sombrío al Coral, extendida, los brazos alzados, cargados de colgantes rojos, semejante a un pólipo monstruoso y adorable, que mostraba carnes femeninas en nácares rosa y entreabiertos de conchas. Aquellas damas llevaban collares, brazaletes, aderezos completos, hechos cada uno con la piedra preciosa que el personaje representaba. Fueron muy admiradas las originales joyas de las señoras de Espanet y Haffner, compuestas únicamente por moneditas de oro y moneditas de plata nuevas. Después, en primer plano el drama seguía siendo el mismo: la ninfa Eco tentaba al bello Narciso, que seguía rechazándola con el gesto. Y los ojos de los espectadores se acostumbraban con arrobo a aquel agujero abierto sobre las entrañas inflamadas del globo, a aquel montón de oro sobre el cual se arrellanaba la riqueza de un mundo.

Este segundo cuadro tuvo aún más éxito que el primero. La idea pareció particularmente ingeniosa. El atrevimiento de las piezas de veinte francos, aquel chorro de caja de caudales moderna caída en un rincón de la mitología griega, subyugó la imaginación de las damas y de los financieros que allá estaban. Las palabras «¡Cuántas monedas! ¡Cuánto dinero!» corrían, con sonrisas, con largos estremecimientos de gusto; y seguramente cada una de aquellas damas, cada uno de aquellos caballeros, soñaba con poseer todo aquello para sí solo, en un sótano.

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—Inglaterra ha pagado, son sus millones —murmuró maliciosamente Louise al oído de Sidonie.

Y la señora Michelin, con la boca un poco abierta en arrobado deseo, apartaba su velo de almea, acariciaba el oro con mirada brillante, mientras el grupo de hombres serios desfallecía. El señor Toutin-Laroche, muy regocijado, murmuró unas palabras al oído del barón, cuya cara se jaspeaba con manchas amarillas. Pero los Mignon y los Charrier, menos discretos, dijeron con brutal ingenuidad:

—¡Diantre! ¡Hay ahí para demoler París y reedificarlo!La frase le pareció profunda a Saccard, que empezaba a creer

que los Mignon y Charrier se burlaban de la gente haciéndose los imbéciles. Cuando las cortinas se cerraron, y el piano terminó la marcha triunfal con un gran ruido de notas lanzadas unas sobre otras, como postreras paletadas de escudos, los aplausos estallaron, más vivos, más prolongados.

Entre tanto, en medio del cuadro, el ministro, acompañado por su secretario, el señor De Saffré, había aparecido en la puerta del salón. Saccard, que acechaba impaciente a su hermano, quiso precipitarse a su encuentro. Pero aquél, con un gesto, le rogó que no se moviera. Y se acercó lentamente hasta el grupo de los hombres serios. Cuando las cortinas se cerraron y advirtieron su presencia, un prolongado bisbiseo corrió por el salón, las cabezas se volvieron: el ministro equilibraba el éxito de los Amores del bello Narciso y la ninfa Eco.

—Es usted un poeta, señor prefecto —le dijo sonriendo al señor Hupel de la Noue—. Publicó usted en tiempos un volumen de versos, Convólvulos, creo... Veo que los desvelos de la administración no han secado su imaginación.

El prefecto notó, en aquel cumplido, una pizca de epigrama. La repentina presencia de su jefe lo desconcertó tanto más, cuanto que al examinarse de una ojeada para ver si su apariencia era correcta descubrió, en la manga del frac, la manita blanca, que no se atrevió a limpiar. Se inclinó, balbució.

—Realmente —continuó el ministro, dirigiéndose al señor Toutin-Laroche, al barón de Gouraud, y a los personajes que se encontraban allí—, todo ese oro constituía un espectáculo maravilloso... Haríamos grandes cosas si el señor Hupel de la Noue acuñara moneda para nosotros.

Era, en lenguaje ministerial, la misma frase que la de los Mignon y Charrier. Entonces el señor Toutin-Laroche y los otros hicieron su corte, jugaron con la última frase del ministro: el imperio había hecho ya maravillas; no era oro lo que faltaba, gracias a la alta experiencia del poder; jamás Francia había tenido una posición tan buena ante Europa; y aquellos caballeros acabaron por resultar tan insulsos que el propio ministro cambió de conversación. Los escuchaba, la cabeza erguida, las comisuras de la boca un poco levantadas, lo cual daba a su gruesa cara blanca, cuidadosamente afeitada, un aire de duda y de sonriente desdén.

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Saccard, que quería sacar el anuncio de la boda de Maxime y Louise, maniobraba para encontrar una transición hábil. Aparentaba una gran familiaridad, y su hermano se hacía el bonachón, accedía a prestarle el servicio de parecer quererlo mucho. Estaba realmente superior, con su mirada clara, su visible desprecio por las pillerías mezquinas, sus anchos hombros que, de un encogimiento, habrían derribado a toda aquella gente. Cuando por fin se habló de la boda, se mostró encantador, dio a entender que ya tenía preparado su regalo; se refería al nombramiento de Maxime como auditor del Consejo de Estado. Llegó hasta repetirle dos veces a su hermano, con un tono totalmente campechano:

—Comunícale a tu hijo que quiero ser su testigo.El señor De Mareuil se ruborizaba de gusto. Felicitaron a

Saccard. El señor Toutin-Laroche se ofreció como segundo testigo. Después, bruscamente, pasaron a hablar del divorcio. Un miembro de la oposición acababa de tener el «triste valor» decía el señor Haffner, de defender esa vergüenza social. Y todos protestaron. Su pudor encontró palabras muy profundas. El señor Michelin sonreía delicadamente al ministro, mientras los Mignon y Charrier observaban con extrañeza que el cuello de su frac estaba gastado.

Durante este tiempo, el señor Hupel de la Noue estaba cohibido, apoyándose en el sillón del barón de Gouraud, quien se había contentado con intercambiar un silencioso apretón de manos con el ministro. El poeta no se atrevía abandonar el lugar. Un sentimiento indefinible, el temor a parecer ridículo, el miedo de perder el favor de su jefe, lo retenían, pese a las ganas furiosas que sentía de ir a colocar a las señoras en la tarima, para el último cuadro. Esperaba que se le ocurriese una frase feliz que lo congraciase con el ministro. Pero no encontraba nada. Se sentía cada vez más incómodo, cuando vio al señor De Saffré; lo cogió del brazo, se aferró a él como a una tabla de salvación. El joven acababa de entrar, era una víctima fresca.

—¿No sabe usted la frase de la marquesa? —le preguntó el prefecto. Pero estaba tan turbado que ya no sabía presentar la cosa de forma picante. Se liaba—. Yo le dije: «Lleva usted un traje encantador»; y ella me respondió...

—Tengo uno mucho más bonito debajo —agregó tranquilamente el señor De Saffré—. Es vieja, querido amigo, viejísima.

El señor Hupel de la Noue lo miró, consternado. La frase era vieja, ¡y él que iba a profundizar más su comentario sobre la ingenuidad de aquella frase que creía que le había salido del alma!

—Vieja, vieja como el mundo —repetía el secretario—, la señora De Espanet la ha dicho ya dos veces en las Tullerías.

Fue el golpe decisivo. Al prefecto le trajo sin cuidado entonces el ministro, el salón entero. Se dirigía hacia la tarima cuando el piano preludió, con voz triste, con trémulas notas que lloraban; después la queja se ensanchó, se arrastró largamente, y las cortinas se abrieron. El señor Hupel de la Noue, que ya había desaparecido a medias, regresó al salón, al oír el ligero chirrido de las anillas.

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Estaba pálido, exasperado; hacía un violento esfuerzo sobre sí mismo para no apostrofar a aquellas señoras. ¡Se habían colocado solas! Debía de ser la pequeña De Espanet la que había montado el complot de apresurar los cambios de vestuario y prescindir de él. ¡No era eso, eso no valía nada!

Regresó, mascando sordas palabras. Miraba a la tarima, con encogimientos de hombros, murmurando:

—La ninfa Eco está demasiado al borde... Y esa pierna del bello Narciso no tiene nobleza, ninguna nobleza...

Los Mignon y Charrier, que se habían acercado para oír «la explicación», se aventuraron a preguntarle «qué hacían el joven y la chica, acostados en el suelo». Pero él no respondió, se negaba a explicar más su poema; y como los contratistas insistían:

—¡Ah! ¡La cosa no me concierne, ya que esas señoras se colocan sin mí!

El piano sollozaba blandamente. En la tarima, un claro, donde el rayo eléctrico proyectaba un retazo de sol, abría un horizonte de hojas. Era un claro ideal, con árboles azules, grandes flores amarillas y rojas, que se elevaban tan altas como robles. Allí, sobre una colinilla de césped, Venus y Plutón estaban uno al lado del otro, rodeados por ninfas que habían acudido de los bosquecillos vecinos a servirles de escolta. Estaban las hijas de los árboles, las hijas de los manantiales, las hijas de los montes, todas las divinidades risueñas y desnudas del bosque. Y el dios y la diosa triunfaban, castigaban la frialdad del orgulloso que los había despreciado, mientras el grupo de ninfas miraba curiosamente, con sagrado pavor, la venganza del Olimpo, en primer plano. El drama llegaba a su desenlace. El bello Narciso, tumbado al borde de un arroyo, que bajaba del fondo del escenario, se miraba en el claro cristal; y se había llevado la veracidad hasta colocar una lámina de auténtico espejo en el fondo del arroyo. Pero ya no era el joven libre, el merodeador de los bosques; la muerte lo sorprendía en medio de la arrobada admiración de su imagen, la muerte le hacía languidecer, y Venus, con el dedo extendido, como un hada de apoteosis, le lanzaba la suerte fatal. Se convertía en flor. Sus miembros verdeaban, se alargaban, en su ceñido traje de raso verde; el tallo flexible, las piernas ligeramente dobladas, iban a hundirse en tierra, a arraigar, mientras que el busto, engalanado con anchos trozos de raso blanco, se abría en una corola maravillosa. La cabellera rubia de Maxime completaba la ilusión, ponía, con sus largos rizos, pistilos amarillos entre la blancura de los pétalos. Y la gran flor naciente, humana aún, inclinaba la cabeza hacia la fuente, los ojos anegados, el rostro sonriente con voluptuoso éxtasis, como si el bello Narciso hubiera al fin contentado con la muerte los deseos que se había inspirado a sí mismo. A unos cuantos pasos, la ninfa Eco moría también, moría de deseos insatisfechos; se encontraba poco a poco atrapada en la rigidez del suelo, sentía sus miembros ardientes helarse y endurecerse. No era una roca vulgar, manchada de musgo, sino mármol blanco, por sus hombros y sus brazos, su gran traje de nieve,

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del que habían resbalado el cinturón de hojas y el chal azul. Postrada en medio del raso de su falda, que se rompía en anchos pliegues, como un bloque de Paros, echada hacia atrás, ya no tenía de viviente, en su cuerpo inmóvil de estatua, sino sus ojos de mujer, ojos que brillaban, clavados en la flor de las aguas, inclinada lánguidamente sobre el espejo de la fuente. Y parecía ya que todos los ruidos de amor del bosque, las voces prolongadas de los matorrales, los misteriosos temblores de las hojas, los suspiros profundos de los grandes robles, iban a golpear la carne de mármol de la ninfa Eco, cuyo corazón, que seguía sangrando en el bloque, resonaba largamente, repetía a lo lejos las menores quejas de la Tierra y el Aire.

—¡Oh! ¡Cómo han vestido al pobre Maxime! —murmuró Louise—. Y la señora Saccard, parece una muerta.

—Está cubierta de polvos de arroz —dijo la señora Michelin. Circulaban otras frases poco amables. Este tercer cuadro no

obtuvo el franco éxito de los otros dos. Y sin embargo, era ese trágico desenlace lo que entusiasmaba al señor Hupel de la Noue con su propio talento. Se admiraba en él, como su Narciso en la lámina de espejo. Había incluido en él multitud de intenciones poéticas y filosóficas. Cuando las cortinas se corrieron por última vez, y los espectadores aplaudieron como personas bien educadas, experimentó un mortal pesar por haber cedido a la cólera y no haber explicado la última página de su poema. Quiso dar entonces a las personas que lo rodeaban la clave de las cosas encantadoras, grandiosas o simplemente verdes que representaban el bello Narciso y la ninfa Eco, y hasta intentó contar lo que Venus y Plutón hacían en el fondo del claro; pero a aquellos caballeros y aquellas damas, cuyos espíritus claros y prácticos habían comprendido la gruta de la carne y la gruta del oro, no les interesaba profundizar en las complicaciones mitológicas del prefecto. Sólo Mignon y Charrier, que querían saberlo todo, tuvieron la bondad de interrogarlo. Se apoderó de ellos, los tuvo de pie, en el vano de una ventana, durante cerca de dos horas, contándoles las Metamorfosis de Ovidio.

Entre tanto, el ministro se retiraba. Se disculpó por no poder esperar a la hermosa la señora Saccard para felicitarla por la gracia perfecta de la ninfa Eco. Acababa de dar dos o tres vueltas por el salón del brazo de su hermano, estrechando algunas manos, saludando a las señoras. Nunca se había comprometido tanto por Saccard. Lo dejó radiante cuando, en el umbral de la puerta, le dijo, en voz alta:

—Te espero mañana por la mañana. Ven a almorzar conmigo.El baile iba a empezar. Los sirvientes habían alineado a lo largo

de las paredes los sillones de las señoras. El gran salón extendía ahora, desde la salita amarilla a la tarima, su alfombra desnuda, cuyas grandes flores de púrpura se abrían, bajo los chorros de luz que caían del cristal de las arañas. El calor aumentaba, las colgaduras rojas oscurecían con sus reflejos el oro de los muebles y

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del techo. Para abrir el baile se esperaba a que las damas, la ninfa Eco, Venus, Plutón y las otras, se cambiasen de traje.

La señora De Espanet y la señora Haffner aparecieron las primeras. Habían vuelto a ponerse sus disfraces del segundo cuadro; una iba de Oro, otra de Plata. Las rodearon, las felicitaron, y ellas narraban sus emociones.

—¡Yo estuve a punto de estallar —decía la marquesa— cuando vi de lejos la narizota del señor Toutin-Laroche, que me miraba!

—Creo que me ha dado una tortícolis —proseguía lánguidamente la rubia Suzanne—. No, en serio, si llega a durar un minuto más, habría colocado la cabeza de forma natural, de tanto como me dolía el cuello.

El señor Hupel de la Noue, desde el vano adonde había empujado a los Mignon y Charrier, echaba inquietas ojeadas al grupo formado en torno a las dos jóvenes; temía que se estuvieran burlando de él. Las otras ninfas llegaron unas tras otras; todas se habían puesto sus disfraces de piedras preciosas; la condesa Vanska, de Coral, tuvo un éxito loco cuando pudieron examinar de cerca los ingeniosos detalles de su traje. Después entró Maxime, correcto con su frac, con aire sonriente; y un tropel de mujeres lo rodeó, le hicieron corro, le tomaron el pelo sobre su papel de flor, sobre su pasión por los espejos; él, nada cohibido, como encantado con su personaje, continuaba sonriendo, respondía a las bromas, confesaba que se adoraba y que estaba lo bastante curado de mujeres como para preferirse a ellas. Reían más fuerte, el grupo crecía, ocupaba todo el centro del salón, mientras el joven, ahogado en aquel montón de hombros, en aquel jaleo de disfraces resplandecientes, conservaba su perfume de amor monstruoso, su viciosa dulzura de flor rubia.

Pero cuando Renée bajó, por fin, se hizo casi el silencio. Se había puesto un disfraz nuevo, de una gracia tan original y de tal audacia que caballeros y damas, habituados sin embargo a las excentricidades de la joven, tuvieron un primer movimiento de sorpresa. Iba de tahitiana. Ese traje, al parecer, es de los más primitivos: unas mallas de color tierno, que le llegaban de los pies hasta los senos, le dejaban los hombros y los brazos al aire; y, sobre esas mallas, una simple blusa de muselina, corta y guarnecida con dos volantes, para ocultar un poco las caderas. En el pelo, una corona de flores campestres; en los tobillos y en las muñecas, aros de oro. Y nada más. Estaba desnuda. Las mallas tenían una suavidad de carne, bajo la palidez de la blusa; la línea pura de esta desnudez se encontraba, de las rodillas a las axilas, vagamente desdibujada por los volantes, pero se acentuaba y reaparecía entre el tul de los encajes al menor movimiento. Era una salvaje adorable, una muchacha bárbara y voluptuosa, apenas oculta bajo un vapor blanco, bajo un lienzo de bruma marina en el que se adivinaba todo su cuerpo.

Renée, las mejillas rosadas, avanzaba a pasos vivos. Céleste había roto unas primeras mallas; afortunadamente, la joven, previendo el caso, se había preparado. Las mallas rasgadas la habían

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retrasado. Pareció preocuparse poco por su triunfo. Sus manos ardían, sus ojos brillaban de fiebre. No obstante, sonreía, respondía con frasecitas a los hombres que la paraban, la felicitaban por la pureza de sus actitudes en los cuadros plásticos. Dejó a sus espaldas un surco de fraques asombrados y encantados con la transparencia de su blusa de muselina. Cuando llegó al grupo de mujeres que rodeaban a Maxime levantó breves exclamaciones, y la marquesa se puso a mirarla de pies a cabeza, con aire tierno, murmurando:

—Está adorablemente bien formada.La señora Michelin, cuyo disfraz de almea resultaba

horriblemente pesado al lado de aquellas simples gasas, se mordía los labios, mientras Sidonie, apergaminada en su traje negro de maga, murmuraba a su oído:

—¡Es de lo más indecente! ¿Verdad, guapita mía?—¡Pues sí! —dijo por fin la linda morena—. ¡El señor Michelin se

enfadaría si yo me desnudara así!—Y tendría toda la razón —concluyó la corredora.La pandilla de los hombres serios no era de esta opinión. Se

extasiaban desde lejos. El señor Michelin, a quien su mujer acusaba sin venir a cuento, se derretía para agradar al señor Toutin-Laroche y al barón de Couraud, a quienes la vista de Renée fascinaba. Felicitaron enormemente a Saccard por la perfección de las formas de su mujer. Él se inclinaba, se mostraba muy conmovido. La velada era buena para él, y de no haber sido por una preocupación que pasaba a veces por sus ojos, cuando lanzaba una mirada rápida a su hermana, habría parecido totalmente feliz.

—Oye, nunca nos había enseñado tanto —dijo con gracia Louise al oído de Maxime, señalándole a Renée con el rabillo del ojo. Se recobró y, con una sonrisa indefinible—: Por lo menos a mí.

El joven la miró, inquieto; pero ella continuaba sonriendo, divertida, como un escolar encantado con una broma un poco fuerte.

Se abrió el baile. Se había utilizado la tarima de los cuadros plásticos, colocando allí una pequeña orquesta, en la que dominaban los cobres; y los bugles, los cornetines, lanzaban sus notas claras al bosque ideal, a los árboles azules. Lo primero fue una cuadrilla: Ah! il a des bottes, il a des bottes, Bastien ; que hacía por entonces las delicias de los bailes de candil. Las señoras bailaron. Las polcas, los valses, las mazurcas alternaron con las cuadrillas. El amplio balanceo de las parejas iba y venía, llenaba la larga galería, saltando bajo el azote de los metales, balanceándose con las oscilaciones de los violines. Los disfraces, aquel tropel de mujeres de todos los países y de todas las épocas, giraban, con un hormigueo, una mezcolanza de telas vivas. El ritmo, tras haber mezclado y arrastrado los colores, en un barullo cadencioso, devolvía bruscamente, en ciertos golpes de arco, la misma túnica de raso rosa, el mismo cuerpo de terciopelo azul, al lado del mismo frac. Después otro golpe de arco, unos toques de los cornetines, empujaban a las parejas, las hacían viajar en fila alrededor del salón, con movimientos oscilantes de barquilla a la deriva, bajo una ráfaga de viento que ha roto la

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amarra. Y siempre, sin fin, durante horas. A veces, entre dos bailes, una dama se acercaba a una ventana, sofocada, a respirar un poco de aire helado; una pareja descansaba en un confidente de la salita botón de oro, o bajaba al invernadero, daba lentamente una vuelta por los senderos. Bajo las glorietas de bejucos, en el fondo de la sombra tibia, donde llegaban los forte de los cornetines, en las cuadrillas de Ohé! les p'tits agneaux y de J'ai un pied qui r'mue, unas faldas, de las que sólo se veía el borde, soltaban risas lánguidas.

Cuando se abrió la puerta del comedor, transformado en buffet, con trincheros contra las paredes y una larga mesa en el centro, cargada de manjares fríos, se produjo un alud, un atropello. Un mozo alto y guapo, que había tenido la timidez de conservar el sombrero en la mano, se encontró tan violentamente pegado a la pared que el infeliz sombrero reventó con una sorda queja. Esto hizo reír a la gente. Se abalanzaban sobre los pasteles y las aves trufadas, clavándose los codos en las costillas, brutalmente. Era un auténtico saqueo, las manos se encontraban en medio de los manjares, y los lacayos no sabían a quién atender, en medio de aquella pandilla de hombres formales, con los brazos extendidos expresando el temor de llegar demasiado tarde y encontrar las bandejas vacías. Un viejo caballero se enfadó porque no había burdeos y el champán, aseguraba, le quitaba el sueño.

—Poco a poco, caballeros, poco a poco —decía Baptiste con su voz grave—. Habrá para todos.

Pero nadie le escuchaba. El comedor estaba lleno, y en la puerta aparecían fraques inquietos. Delante de los trincheros se instalaban grupos que comían deprisa, se empujaban. Muchos engullían sin beber, pues no habían podido echar mano a un vaso. Otros, por el contrario, bebían, corriendo inútilmente tras un pedazo de pan.

—Escuchen —dijo el señor Hupel de la Noue, a quien los Mignon y Charrier, hartos de mitología, habían arrastrado al buffet—, no tendremos nada si no hacemos causa común... En las Tullerías es mucho peor, y he adquirido cierta experiencia... Encárguense ustedes del vino, yo me encargo de la carne.

El prefecto acechaba una pierna de cordero. Alargó la mano, en el momento justo, en un claro entre los hombros, y se la llevó tranquilamente, tras haberse abarrotado los bolsillos de panecillos. Los contratistas volvieron por su lado, Mignon con una botella, Charrier con dos botellas de champán; pero sólo habían podido encontrar dos vasos; dijeron que no importaba, que ellos beberían en el mismo. Y aquellos señores cenaron en la esquina de una jardinera, al fondo de la estancia. Ni siquiera se quitaron los guantes, metían las lonchas de cordero en el pan, conservaban las botellas bajo el brazo. Y de pie, charlaban, con la boca llena, apartando la barbilla del chaleco, para que el jugo cayera en la alfombra.

Charrier, al acabar su vino antes que el pan, le preguntó a un criado si podría conseguir una copa de champán.

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—¡Habrá que esperar, señor! —respondió encolerizado el sirviente, enloquecido, perdiendo la cabeza, olvidando que no estaba en la cocina—. Se han bebido ya trescientas botellas.

Mientras tanto, se oían las voces de la orquesta, que aumentaban, a bruscas ráfagas. Se bailaba la polca de los Besos, célebre en los bailes públicos, y en la cual cada bailarín tenía que marcar el ritmo besando a su pareja. La señora De Espanet apareció en la puerta del comedor, colorada, un poco despeinada, arrastrando, con encantadora lasitud, su gran traje de Plata. Casi nadie se apartaba, ella se veía obligada a insistir a codazos para abrirse paso. Dio una vuelta a la mesa, vacilante, con un mohín en los labios. Después fue derecha hacia el señor Hupel de la Noue, que había acabado y se secaba la boca con su pañuelo.

—¿Sería usted tan amable, caballero —le dijo con una adorable sonrisa—, de encontrarme una silla? He dado en vano la vuelta a la mesa...

El prefecto le guardaba rencor a la marquesa, pero su galantería no vaciló; se ajetreó, encontró la silla, instaló a la señora De Espanet y se quedó a su espalda, para servirla. No quiso más que unas cuantas gambas, con un poco de mantequilla, y dos deditos de champán. Comía con muecas delicadas, en medio de la glotonería de los hombres. La mesa y las sillas estaban reservadas exclusivamente para las señoras. Pero siempre se hacía una excepción en favor del barón de Couraud. Allí estaba, resueltamente sentado, delante de un trozo de pastel, cuyo hojaldre trituraban con lentitud sus mandíbulas. La marquesa reconquistó al prefecto diciéndole que jamás olvidaría sus emociones de artista, en los Amores del bello Narciso y la ninfa Eco. Y hasta le explicó por qué no lo habían esperado, de una forma que lo consoló del todo: aquellas señoras, al enterarse de que el ministro estaba allí, habían pensado que sería poco decoroso prolongar el entreacto. Acabó por rogarle que fuera a buscar a la señora Haffner, que bailaba con mister Simpson, un hombre brutal, decía, y que le desagradaba. Y cuando Suzanne estuvo allí, no volvió a mirar al señor Hupel de la Noue.

Saccard, seguido por los señores Toutin-Laroche, De Mareuil, Haffner, había tomado posesión de un trinchero. Como la mesa estaba llena, cuando el señor De Saffré pasó con la señora Michelin del brazo, los retuvo, quiso que la linda morena compartiera su cena. Ella tomó unos pasteles, sonriente, alzando sus ojos claros a los cinco hombres que la rodeaban. Estos se inclinaban hacia ella, tocando sus velos de almea bordados con hilos de oro, la arrinconaban contra el trinchero, al que acabó por adosarse, cogiendo pastas a manos llenas, dulcísima y acariciadora, con la amorosa docilidad de una esclava en medio de sus señores. El señor Michelin daba fin él solo, en el otro extremo de la estancia, a una terrina de foie gras de la que había logrado apoderarse. Mientras tanto, Sidonie, que rondaba por el baile desde los primeros sones de violín, entró en el comedor y llamó a Saccard con un guiño.

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—No baila —le dijo en voz baja—. Parece inquieta. Creo que medita una de las suyas... Pero no he podido descubrir aún al galancete... Voy a comer algo y seguiré al acecho.

Y comió de pie, como un hombre, un alón de ave que pidió al señor Michelin, que había terminado su terrina. Se sirvió Málaga en una gran copa de champán; después, tras haberse secado los labios con la punta de los dedos, regresó al salón. La cola de su traje de maga parecía haber recogido ya todo el polvo de las alfombras.

El baile languidecía, la orquesta jadeaba, cuando corrió un murmullo: «¡El cotillón! ¡El cotillón!» que reanimó a los bailarines y los cobres. Acudieron parejas de todos los macizos del invernadero; el gran salón se llenó, como con la primera cuadrilla; y, en el renaciente jaleo, la gente discutía. Era la última llamarada del baile. Los hombres que no bailaban miraban, desde el fondo de los vanos, con muelle benevolencia, el grupo parlanchín que crecía en el centro de la estancia; mientras los comensales del buffet, sin soltar su pan, alargaban la cabeza, para ver.

—El señor De Mussy no quiere —decía una señora—. Jura que no lo dirige más... Vamos, una vez sólo, señor De Mussy, nada más que una vez. Hágalo por nosotros.

Pero el joven agregado de embajada seguía envarado en su cuello postizo. Era realmente imposible, lo había jurado. Hubo una decepción. Maxime se negó también, diciendo que no podría, que estaba hecho polvo. El señor Hupel de la Noue no se atrevió a ofrecerse; sólo descendía hasta la poesía. Cuando una señora habló de mister Simpson, la hicieron callar; mister Simpson era el más extraño director de cotillón que pudiera verse; se entregaba a imaginaciones fantásticas y maliciosas; en un salón donde habían cometido la imprudencia de elegirlo, se contaba que había obligado a las señoras a saltar sobre las sillas, y que una de sus figuras favoritas consistía en hacer andar a todo el mundo a cuatro patas alrededor de la estancia.

—¿Se habrá marchado el señor De Saffré? —preguntó una voz infantil.

Se marchaba, se estaba despidiendo de la hermosa señora Saccard, con quien se llevaba muy bien, ahora que ella no quería saber nada de él. Aquel amable escéptico sentía admiración por los caprichos de los otros. Lo trajeron triunfalmente del vestíbulo. Se excusaba, decía con una sonrisa que lo ponían en un compromiso, que él era un hombre serio. Después, ante todas las manos blancas que se tendían hacia él, dijo:

—Ea, ocupen sus puestos... Pero les advierto que soy un clásico. No tengo dos ochavos de imaginación.

Las parejas se sentaron alrededor del salón, en todos los asientos que se pudieron reunir; los jóvenes fueron a buscar incluso las sillas de hierro del invernadero. Era un cotillón monstruo. El señor De Saffré, que tenía el aire de recogimiento de un sacerdote oficiando, eligió por pareja a la condesa Vanska, cuyo traje de Coral le preocupaba. Cuando todos estuvieron en sus puestos, dirigió una

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larga mirada a aquella fila circular de faldas, flanqueada cada una por un frac. E hizo una señal a la orquesta, cuyos cobres sonaron. Asomaban cabezas a lo largo del sonriente cordón de rostros.

Renée se había negado a participar en el cotillón. Estaba con una alegría nerviosa, desde el comienzo del baile, bailaba apenas, se mezclaba con los grupos, no podía estarse quieta. Había hablado, durante la velada, de hacer un viaje en globo con un célebre aeronauta de quien todo París se ocupaba. Cuando el cotillón comenzó, la fastidió no poder caminar a sus anchas, y se quedó en la puerta del vestíbulo, dando apretones de mano a los hombres que se retiraban, charlando con los íntimos de su marido. El barón de Gouraud, a quien se llevaba un lacayo, embutido en su abrigo de pieles, encontró un último elogio para su traje de tahitiana.

Mientras tanto, el señor Toutin-Laroche estrechaba la mano de Saccard.

—Maxime cuenta con usted —dijo este último.—Perfectamente —respondió el nuevo senador. Y volviéndose

hacia Renée—: Señora, no la he felicitado... ¡Por fin se casa el querido muchacho!

Y como ella respondiera con una sonrisa extrañada:—Mi mujer no lo sabe aún —prosiguió Saccard—. Hemos

decidido esta noche la boda de la señorita De Mareuil y de Maxime. Ella continuó sonriendo, inclinándose ante el señor Toutin-

Laroche, que se marchaba diciendo:—Firman ustedes las capitulaciones el domingo, ¿no? Me voy a

Nevers para un asunto de minas, pero estaré de regreso.Ella se quedó un instante sola en el medio del vestíbulo. Ya no

sonreía; y, a medida que se empapaba de lo que acababa de saber, era presa de un gran escalofrío. Miró las colgaduras de terciopelo rojo, las plantas exóticas, los tiestos de mayólica, con una mirada fija. Después dijo en voz alta:

—Tengo que hablarle.Y regresó al salón. Pero tuvo que quedarse en la entrada. Una

figura del cotillón obstruía el paso. La orquesta tocaba en sordina una frase de vals. Las señoras, cogidas de la mano, formaban corro, uno de esos corros de crías que cantan Giroflé, girofla; y giraban lo más deprisa posible, estirando los brazos, riendo, resbalando. En el medio, un bailarín —era el malicioso mister Simpson— tenía en la mano una larga bufanda rosa; la levantaba, con el ademán de un pescador que va a arrojar un esparavel; pero no se apresuraba, le parecía divertido, sin duda, que las señoras girasen fatigadas. Resoplaban, pedían clemencia. Entonces lanzó la bufanda, y la lanzó con tal habilidad que fue a enrollarse en torno a los hombros de la señora De Espanet y de la señora Haffner, que giraban una al lado de la otra. Era una broma del americano. Quiso a continuación valsar con las dos señoras a la vez, y ya las había cogido a ambas del talle, a una con el brazo izquierdo, a otra con el brazo derecho, cuando el señor De Saffré dijo, con su voz severa de rey del cotillón:

—No se baila con dos damas.

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Pero mister Simpson no quería soltar los dos talles. Adeline y Suzanne se recostaban en sus brazos entre risas. Se juzgaba el caso, las señoras se enfadaban, el alboroto se prolongaba, y los fraques, en los vanos de las ventanas, se preguntaban cómo iba a salir Saffré con honor de aquel asunto delicado. Pareció, en efecto, perplejo un momento, buscando el refinamiento de gracia con el que pondría a los que se reían de su parte. Luego esbozó una sonrisa, cogió a la señora De Espanet y a la señora Haffner, a cada una de una mano, les hizo una pregunta al oído, recibió su respuesta y, dirigiéndose a continuación a mister Simpson:

—¿Qué escoge usted, hierba doncella o verbena?Mister Simpson, un poco atontado dijo que escogía la verbena.

Entonces, el señor De Saffré le entregó a la marquesa, diciendo: —Ahí tiene la verbena.Aplaudieron discretamente. Opinaron que había sido muy bonito.

El señor De Saffré era un director de cotillón «que nunca se quedaba cortado», tal fue la expresión de las señoras. Durante ese tiempo, la orquesta había reanudado con todas sus voces la frase de vals, y mister Simpson, tras haber dado una vuelta al salón valsando con la señora De Espanet, la acompañó a su sitio.

Renée pudo pasar. Se había mordido los labios hasta hacerse sangre, ante todas aquellas «tonterías». Opinaba que aquellas mujeres y aquellos hombres eran estúpidos al lanzar bufandas y adoptar nombres de flores. Sus oídos zumbaban, una furiosa impaciencia le inspiraba bruscos deseos de lanzarse de cabeza y abrirse un camino. Cruzó el salón con rápido paso, chocando con las parejas rezagadas que volvían a sus asientos. Iba derecha al invernadero. No había visto a Louise ni a Maxime entre los bailarines, se decía que debían de estar allá, en algún hueco de los follajes, reunidos por ese instinto de las burlas y de las travesuras que les llevaba a buscar los rincones en cuanto se encontraban juntos en alguna parte. Pero visitó inútilmente la media luz del invernadero. Sólo vislumbró, al fondo de una glorieta a un joven alto que besaba devotamente las manos de la menuda señora Daste, murmurando:

—Ya me lo había dicho la señora De Lauwerens: ¡es usted un ángel!

Esta declaración, en su casa, en su invernadero, le chocó. ¡Realmente, la señora De Lauwerens tendría que dedicarse a su comercio en otra parte! Y a Renée le habría aliviado expulsar de su casa a toda aquella gente que gritaba tan fuerte. De pie ante el estanque, miraba el agua, se preguntaba dónde habían podido meterse Louise y Maxime. La orquesta seguía tocando aquel vals, con cuyo lento balanceo le daba un vuelco el corazón. Era insoportable, una no podía reflexionar en su propia casa. Ya no sabía. Olvidaba que los jóvenes aún no estaban casados, y se decía que era muy sencillo, se habían ido a acostar. Después pensó en el comedor, subió vivamente la escalera del invernadero. Pero, en la puerta del gran salón, la detuvo por segunda vez una figura del cotillón.

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—Son los «puntos negros», señoras —decía graciosamente el señor De Saffré—. Es de mi invención, y les entrego la primicia.

Se reían mucho. Los hombres explicaban la alusión a las jóvenes. El emperador acababa de pronunciar un discurso que reconocía, en el horizonte político, la presencia de ciertos «puntos negros». Esos puntos negros, sin saber por qué, se habían puesto de moda. El ingenio de París se había apoderado de la expresión hasta tal punto que, desde hacía diez días, todo se refería a los puntos negros. El señor De Saffré colocó a los caballeros en uno de los extremos del salón, de espaldas a las señoras, a las que dejó en el otro extremo. Después les ordenó que se levantaran los fraques, de forma que taparan la parte de atrás de la cabeza. Esta operación se realizó entre una alegría loca. Jorobados, con los hombros encogidos, con los faldones de los fraques que ya no les colgaban de la cintura, los caballeros estaban realmente horribles.

—No se rían, señoras —gritaba el señor De Saffré con una seriedad de lo más cómica—, o hago que se pongan los encajes sobre la cabeza.

La alegría se redobló. Y él usó enérgicamente su energía con algunos de aquellos señores que no querían taparse la nuca.

—Ustedes son los «puntos negros» —decía—; enmascaren sus cabezas, no muestren más que la espalda, es preciso que estas damas no vean más que negro... Y ahora, en marcha, mézclense unos con otros, para que no los reconozcan.

La hilaridad llegaba a su colmo. Los «puntos negros» iban y venían, sobre sus piernas delgaduchas, con balanceos de cuervos sin cabeza. Se vio la camisa de un caballero, con la punta de un tirante. Entonces las damas pidieron clemencia, se ahogaban, y el señor De Saffré tuvo a bien ordenarles que fueran a buscar a los «puntos negros». Salieron, como un vuelo de perdices jóvenes, con un gran rumor de faldas. Después, al final de su carrera, cada cual cogió al caballero que más a mano tenía. Fue un barullo inexpresable. Y en fila, las improvisadas parejas se apartaban, daban una vuelta al salón valsando, entre el canto más alto de la orquesta.

Renée se había apoyado en la pared. Miraba, pálida, los labios apretados. Un anciano caballero fue a preguntarle galantemente por qué no bailaba. Tuvo que sonreír, responder algo. Escapó, entró en el comedor. La estancia estaba vacía. Entre los trincheros saqueados, las botellas y los platos en desorden, Maxime y Louise cenaban tan tranquilos, en una esquina de la mesa, uno al lado de otro, sobre una servilleta que habían desplegado. Parecían a sus anchas, reían, entre aquel desorden, aquellos vasos sucios, aquellas fuentes manchadas de grasa, aquellos despojos todavía tibios de la glotonería de los comensales de guantes blancos. Se habían contentado con limpiar las migas a su alrededor. Baptiste paseaba gravemente a lo largo de la mesa, sin una mirada a la estancia, que parecía haber sido atravesada por una manada de lobos; esperaba que los sirvientes viniesen a ordenar un poco los trincheros.

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Maxime había podido reunir aún una cena muy respetable. Louise adoraba el turrón de pistachos, y en lo alto de un aparador había quedado un plato lleno. Tenían delante tres botellas de champán empezadas.

—Quizás papá se haya marchado —dijo la joven.—¡Mejor! —respondió Maxime—, yo la acompañaré. —Y como

ella reía—: Ya sabe que, decididamente, quieren que me case con usted. Ya no es en broma, va en serio... ¿Qué haremos cuando estemos casados?

—¿Qué vamos a hacer? ¡Lo que los demás! —Esta gracia se le había escapado un poco deprisa; prosiguió vivamente, como para retirarla—: Iremos a Italia. Me sentará bien al pecho. Estoy muy enferma... ¡Ah!, pobre Maxime, ¡qué mujer tan absurda va a tener usted! Abulto menos que diez céntimos de mantequilla. —Sonreía, con una pizca de tristeza, con su traje de paje. Una tos seca subió rubores a sus mejillas—. Es el turrón —dijo—. En casa me prohíben que lo coma... Páseme el plato, voy a meterme el resto en el bolsillo.

Y vaciaba el plato cuando Renée entró. Ésta fue directa hacia Maxime, haciendo esfuerzos inauditos para no blasfemar, para no pegarle a aquella jorobada a la que encontraba allí, sentada a la mesa con su amante.

—Quiero hablar contigo —tartamudeó con voz sorda. Él vacilaba, con miedo, temiendo un cara a cara. —Sólo contigo, y en seguida —repetía Renée.—Vaya, Maxime —dijo Louise con su mirada indefinible—. E

intente, al mismo tiempo, encontrar a mi padre. Lo pierdo en todos los saraos.

El se levantó, trató de detener a la joven en el centro del comedor, preguntándole qué le corría tanta prisa decirle. Pero ella replicó entre dientes:

—¡Sígueme, o lo cuento todo delante de la gente!Se puso muy pálido, la siguió con una obediencia de animal

apaleado. Ella creyó que Baptiste la miraba; pero, en ese momento, ¡mucho le importaban las miradas claras del lacayo! En la puerta, el cotillón la retuvo por tercera vez.

—Espera —murmuró—. ¡Cuándo acabarán estos imbéciles! Y le cogió la mano, para que no tratara de escaparse.El señor De Saffré colocaba al duque de Rozan, de espaldas a la

pared, en una esquina del salón, al lado de la puerta del comedor. Puso una dama delante de él, después un caballero de espaldas a la dama, después otra dama delante del caballero, y así en fila, pareja a pareja, en una larga serpiente. Como había bailarinas que charlaban, que se demoraban:

—¡Vamos, señoras —gritó—, en sus puestos para las «columnas»! Ellas acudieron, quedaron formadas las «columnas». La

indecencia de encontrarse así cogida, apretada entre dos hombres, apoyada contra la espalda de uno, teniendo ante sí el pecho de otro, regocijaba mucho a las damas. Las puntas de los senos tocaban las solapas de los fraques, las piernas de los caballeros desaparecían

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entre las faldas de las bailarinas y, cuando una brusca alegría hacía inclinarse una cabeza, los bigotes de enfrente se veían obligados a apartarse, para no llevar las cosas hasta el beso. Un bromista, en cierto momento, debió de dar un ligero empujón; la fila se encogió, los fraques entraron más profundamente en las faldas; y hubo grititos, y risas, risas que no acababan nunca. Se oyó a la baronesa de Meinhold decir: «Pero, caballero, ¡me está usted ahogando! ¡No me apriete tan fuerte!», lo cual pareció tan divertido, imprimió a toda la fila un acceso de hilaridad tan loco, que las «columnas», sacudidas, se tambaleaban, se entrechocaban, se apoyaban unas en otras, para no caer. El señor De Saffré, con las manos alzadas, dispuestas a aplaudir, esperaba. Después aplaudió. Ante esa señal, de repente, cada cual se dio la vuelta. Las parejas que estaban cara a cara se cogieron por el talle, y la fila desgranó por el salón su rosario de valsadores. Sólo el pobre duque de Rozan, al volverse, se encontró con la nariz contra la pared. Se burlaron de él.

—Ven —dijo Renée a Maxime.La orquesta seguía tocando el vals. Esa música blanda, cuyo

ritmo monótono resultaba soso a la larga, redoblaba la exasperación de la joven. Llegó a la salita, llevando a Maxime de la mano, y, empujándolo por la escalera que subía al tocador, le ordenó:

—Sube.Ella lo siguió. En ese momento, Sidonie, que había rondado toda

la noche en torno a su cuñada, extrañada de sus continuos paseos a través de las estancias, llegaba justamente a la escalinata del invernadero. Vio las piernas de un hombre hundirse en las tinieblas de la escalerita. Una pálida sonrisa iluminó su rostro de cera y, levantándose la falda de maga para ir más deprisa, buscó a su hermano, trastornando una figura del cotillón, dirigiéndose a los sirvientes que encontraba. Por fin, encontró a Saccard con el señor De Mareuil en una estancia contigua al comedor, que habían transformado provisionalmente en salón de fumar. Los dos hombres hablaban de dote, de capitulaciones. Pero, cuando su hermana le dijo una frase a la oreja, Saccard se levantó, se disculpó, desapareció.

Arriba, el tocador estaba en pleno desorden. Por las sillas colgaban el disfraz de la ninfa Eco, las mallas rasgadas, trozos de encaje arrugados, ropa interior tirada en revoltillo, todo lo que la prisa de una mujer a la que esperan deja tras de sí. Los pequeños utensilios de marfil y plata yacían un poco por doquier; había cepillos, limas, caídos en la alfombra; y las toallas todavía húmedas, los jabones olvidados sobre el mármol, los frascos sin tapar, desprendían, en la tienda de color carne, un olor fuerte, penetrante. La joven, para quitarse el blanco de brazos y espaldas, se había metido en la bañera de mármol rosa, después de los cuadros plásticos. Placas irisadas se redondeaban sobre la sábana de agua enfriada.

Maxime caminó sobre un corsé, estuvo a punto de caer, intentó reírse. Pero tiritaba ante el rostro duro de Renée. Ella se le acercó, empujándolo, diciéndole en voz baja:

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—Entonces, ¿vas a casarte con la jorobada?—¡Por nada del mundo! —murmuró él—. ¿Quién te ha dicho eso? —¡Eh! No mientas, es inútil..Él tuvo un impulso de rebelión. Renée lo inquietaba, quería

acabar con ella.—¡Bueno, pues sí! Me caso. ¿Y qué?... ¿Es que no soy muy dueño?Renée fue hacia él, con la cabeza un poco gacha, con una risa

maligna, y cogiéndole las muñecas:—¡Dueño tú! ¡Muy dueño!... Sabes muy bien que no. Soy yo quien

soy el dueño. Te rompería los brazos, si fuera mala; no tienes más fuerza que una chica. —Y como él se debatía, le retorció los brazos, con toda la violencia nerviosa que le daba la cólera. Él lanzó un débil grito. Entonces ella lo soltó, prosiguiendo—: No nos peguemos, ya ves: sería yo la más fuerte.

Maxime se quedó pálido, con la vergüenza de aquel dolor que sentía en las muñecas. La miraba ir y venir por el tocador. Empujaba los muebles, reflexionando, estableciendo el plan que le daba vueltas en la cabeza desde que su marido la había informado de la boda.

—Voy a encerrarte aquí —dijo por fin—, y cuando amanezca nos marcharemos a Le Havre.

Él palideció aún más, inquieto y estupefacto.—Pero ¡es una locura! —exclamó—. No podemos irnos juntos.

Pierdes la cabeza...—Es posible. En cualquier caso, sois tú y tu padre quienes me la

habéis hecho perder... Te necesito y te cojo. ¡Peor para los imbéciles! —Destellos rojos brillaban en sus ojos. Continuó, aproximándose de nuevo a Maxime, quemándole el rostro con su aliento—: ¿Qué sería de mí si te casaras con la jorobada? Os burlaríais de mí, a lo mejor me vería forzada a recobrar a ese papanatas De Mussy, que ni siquiera me calentaría los pies... Cuando se ha hecho lo que nosotros hemos hecho se permanece unidos. Además, está clarísimo, me aburro cuando no estás y, como me marcho, te llevo... Puedes decirle a Céleste lo que quieres que vaya a buscar a tu casa.

El infeliz extendió las manos, suplicó:—Vamos, mi pequeña Renée, no hagas tonterías. Vuelve en ti...

Piensa en el escándalo.—¡Me río del escándalo! Si te niegas, bajo al salón y grito que me

he acostado contigo y que eres lo bastante cobarde para querer ahora casarte con la jorobada.

Él dobló la cabeza, la escuchó, cediendo ya, aceptando esta voluntad que se le imponía tan rudamente.

—Iremos a Le Havre —prosiguió ella más bajo, acariciando su sueño—, y desde allí nos dirigiremos a Inglaterra. Nadie volverá a molestarnos. Y si no estamos lo bastante lejos, nos marcharemos a América. Yo, que siempre tengo frío, estaré bien allá. A menudo he envidiado a las criollas...

Pero, a medida que iba ampliando su proyecto, el terror invadía de nuevo a Maxime. ¡Abandonar París, irse tan lejos con una mujer que con toda seguridad estaba loca, dejar a sus espaldas una historia

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cuyo cariz vergonzoso lo desterraba para siempre! Era como una pesadilla atroz que lo ahogaba. Buscaba con desesperación un medio para salir de aquel tocador, de aquel reducto rosa donde doblaban las campanas del manicomio. Creyó haberlo encontrado.

—Es que no tengo dinero —dijo con dulzura, a fin de no exasperarla—. Si me encierras, no podré procurármelo.

—Yo lo tengo, yo —respondió ella con aire de triunfo—. Tengo cien mil francos. Todo se arregla muy bien...

Cogió, en el armario de luna, la escritura de cesión que su marido le había dejado, con la vaga esperanza de que cambiara de opinión. La llevó a la mesita del tocador, obligó a Maxime a darle una pluma y un tintero que se encontraban en el dormitorio y, empujando los jabones, firmó la escritura.

—Ahí tienes —dijo—, la tontería está hecha. Si me roban es porque así lo quiero... Pasaremos por casa de Larsonneau, antes de ir a la estación. Y ahora, mi pequeño Maxime, voy a encerrarte, y escaparemos por la puerta del jardín, cuando haya puesto a toda esa gente en la calle. Ni siquiera necesitamos llevar baúles.

Volvía a estar alegre. Aquella cabezonada la fascinaba. Era una excentricidad suprema, un final que, en aquella crisis de cálida fiebre, le parecía enteramente original. Superaba con mucho su deseo de viajar en globo. Fue a estrechar a Maxime entre sus brazos, murmurando:

—¡Te he hecho daño hace un rato, pobrecito mío! Por eso te negabas... Ya verás como será estupendo. ¿Es que tu jorobada te amaría como yo te amo?... No es una mujer, esa morenucha...

Reía, lo atraía, lo besaba en los labios, cuando un ruido les hizo volver la cabeza. Saccard estaba de pie en el umbral de la puerta. Se hizo un terrible silencio. Lentamente, Renée desprendió sus brazos del cuello de Maxime; y no bajaba la frente, seguía mirando a su marido con sus grandes ojos fijos de muerta; mientras que el joven, aplastado, aterrado, se tambaleaba, la cabeza gacha, ahora que ya no estaba sostenido por su abrazo. Saccard, fulminado por aquel golpe supremo que hacía gritar en él, por fin, al marido y al padre, no avanzaba, lívido, abrasándolos desde lejos con el fuego de sus miradas. En el aire húmedo y oloroso de la pieza, las tres velas ardían en lo alto, recta la llama, con la inmovilidad de una lágrima ardiente. Y, única en cortar el silencio, el terrible silencio, por la estrecha escalera subía una ráfaga de música; el vals, con sus enroscamientos de culebra, se deslizaba, se anudaba, se dormía sobre la alfombra de nieve, en medio de las mallas rasgadas y de las faldas caídas al suelo.

Después el marido avanzó. Una necesidad de brutalidad amorataba su cara, apretaba los puños como para aporrear a los culpables. La cólera, en aquel hombrecillo inquieto, estallaba con ruidos de disparos. Soltó una carcajada estrangulada y, sin dejar de acercarse:

—Le estabas anunciando tu boda, ¿verdad? Maxime retrocedió, adosado a la pared:

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—Escucha —balbució—, es ella...Iba a acusarla cobardemente, a arrojar sobre ella el crimen, a

decir que quería raptarlo, a defenderse con la humildad y los temblores de un niño cogido en falta. Pero no tuvo fuerzas, las palabras se le secaban en la garganta. Renée conservaba su rigidez de estatua, su desafío mudo. Entonces Saccard, sin duda para encontrar un arma, echó una rápida ojeada a su alrededor. Y en la esquina de la mesa de tocador, entre los peines y los cepillos de uñas, vio la escritura de cesión, cuyo papel timbrado amarilleaba el mármol. Miró la escritura, miró a los culpables. Después, agachándose, vio que la escritura estaba firmada. Sus ojos fueron del tintero destapado a la pluma, todavía húmeda, que había dejado Renée al pie del candelabro. Se quedó erguido ante aquella firma, reflexionando.

El silencio parecía crecer, las llamas de las velas se alargaban, el vals se columpiaba en los cortinajes con más blandura. Saccard tuvo un imperceptible movimiento de hombros. Miró aún a su mujer y a su hijo con aire profundo, como para arrancar de sus rostros una explicación que no encontraba. Después dobló lentamente la escritura, se la metió en el bolsillo del frac. Sus mejillas se habían puesto muy pálidas.

—Hizo bien usted al firmar, mi querida amiga —dijo dulcemente a su mujer—. Son cien mil francos que gana. Esta noche le entregaré el dinero. —Casi sonreía, y sólo sus manos conservaban un temblor. Dio unos pasos, agregando—: Uno se ahoga aquí. ¡Qué idea, venir a tramar alguna de vuestras bromas en este baño de vapor!... —Y dirigiéndose a Maxime, que había levantado la cabeza, sorprendido por la voz apaciguada de su padre—: ¡Vamos, vente! —prosiguió—. Te había visto subir, te buscaba para que te despidieras del señor De Mareuil y de su hija.

Los dos hombres bajaron, charlando juntos. Renée se quedó sola, de pie en medio del tocador, mirando el hueco negro de la escalerita, por la cual acababa de ver desaparecer los hombros del padre y del hijo. No podía apartar los ojos de aquel hueco. ¡Cómo!, se habían marchado tranquilamente, amistosamente. Aquellos dos hombres no se habían aplastado. Aguzaba la oreja, escuchaba por si una lucha atroz hacía rodar los cuerpos por los peldaños. Nada. En las tibias tinieblas, sólo un ruido de danza, un largo balanceo. Creyó oír, a lo lejos, las risas de la marquesa, la voz clara del señor De Saffré. ¿Se había acabado el drama, pues? Su crimen, los besos en la gran cama gris y rosa, las noches feroces del invernadero, todo aquel amor maldito que la había abrasado durante meses desembocaba en este final chato e innoble. Su marido lo sabía todo y ni siquiera le pegaba. Y el silencio que la rodeaba, aquel silencio en el que se arrastraba el vals sin fin, la espantaba más que el ruido de un homicidio. Tenía miedo de esa paz, miedo de ese tocador tierno y discreto, lleno de un aroma de amor.

Se vio en el alto espejo del armario. Se acercó, asombrada de verse, olvidando a su marido, olvidando a Maxime, muy preocupada

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por la extraña mujer que tenía delante. La locura ascendía. Su pelo amarillo, alzado sobre las sienes y sobre la nuca, le pareció una desnudez, una obscenidad. La arruga de la frente era ahora tan profunda que ponía una raya oscura sobre los ojos, la herida menuda y azulada de un latigazo. ¿Quién la había marcado así? Su marido no había levantado la mano, sin embargo. Y sus labios la asombraban por su palidez, sus ojos de miope le parecían muertos. ¡Qué vieja estaba! Inclinó la frente, y cuando se vio con sus mallas, con su leve blusa de gasa, se contempló, las pestañas bajadas, con súbitos rubores. ¿Quién la había desnudado? ¿Qué hacía con aquel desaliño de mujerzuela que se descubre hasta el vientre? No lo sabía. Miraba sus muslos, que las mallas redondeaban; sus caderas, cuyas flexibles líneas seguía bajo la gasa; su busto, ampliamente escotado, y se avergonzaba de sí misma, y un desprecio por su carne la llenaba de una sorda cólera contra quienes la dejaban así, con unos simples aros de oro en los tobillos y en las muñecas para taparle la piel.

Entonces, buscando, con la idea fija de una inteligencia que se anega, qué hacía allí, completamente desnuda, delante de aquel espejo, se remontó de un brusco salto a su infancia, se vio a los siete años, en la sombra grave del palacete Béraud. Se acordó de un día en que la tía Elisabeth las había vestido, a ella y a Christine, con trajes de lana gris a cuadritos rojos. Era por Navidad. ¡Qué contentas estaban con aquellos dos trajes iguales! La tía las mimaba, y llevó las cosas hasta darles a cada una pulsera y un collar de coral. Las mangas eran largas, el cuerpo les subía hasta la barbilla, las joyas se extendían sobre la tela, lo cual les parecía muy bonito. Renée recordaba aún que su padre estaba allí, que sonreía con su aire triste. Ese día, su hermana y ella, en la habitación de las niñas, se habían paseado como personas mayores, sin jugar, para no mancharse. Después, en las monjas de la Visitación, sus compañeras le habían tomado el pelo por «su traje de Pierrot», que le llegaba hasta la punta de los dedos y le subía hasta las orejas. Se había echado a llorar. En el recreo, para que no se burlaran más de ella, se había remangado y se había metido el cuello del traje. Y el collar y la pulsera de coral le parecían más bonitos sobre la piel de su cuello y de su brazo. ¿Fue ese día cuando había empezado a desnudarse?

Su vida se desplegaba ante ella. Asistía a su largo azoramiento, al alboroto del oro y de la carne que se había encaramado sobre ella, que le había llegado hasta las rodillas, hasta el vientre, después hasta los labios, y cuya oleada sentía ahora pasar sobre la cabeza, golpeándole el cráneo con toques repetidos. Era como una savia mala; le había fatigado los miembros, dejado en el corazón excrecencias de vergonzosas ternuras, criado en su cerebro caprichos de enferma y de bestia. Esa savia, la planta de sus pies la había cogido en la alfombra de su calesa, en otras muchas alfombras, en toda esa seda y ese terciopelo sobre los que andaba desde su boda. Los pasos de los otros debían de haber dejado allí esos gérmenes de veneno, surgidos ahora en su sangre, y que sus venas arrastraban. Recordaba perfectamente su infancia. Cuando era

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pequeña, no sentía más que curiosidad. Incluso más adelante, después de aquella violación que la había arrojado al mal, no deseaba tanta vergüenza. Se habría vuelto mejor, sí, de haberse quedado haciendo calceta al lado de tía Elisabeth. Y oía el tictac regular de las agujas de la tía, mientras miraba fijamente el espejo para leer ese futuro de paz que se le había escapado. Pero no veía sino sus muslos rosa, sus caderas rosa, esa extraña mujer de seda rosa que tenía delante, y cuya piel de fina tela, de apretadas mallas, parecía hecha para amores de peleles y muñecas. Había llegado a esto, a ser una gran muñeca con un pecho desgarrado del que no sale sino un hilillo de serrín. Entonces, ante las enormidades de su vida, la sangre de su padre, aquella sangre burguesa que la atormentaba en sus horas de crisis, gritó dentro de ella, se rebeló. Ella, que había temblado siempre ante la idea del infierno, tendría que haber vivido en el fondo de la severidad negra del palacete Béraud. ¿Quién la había desnudado?

Y en la sombra azulada del espejo, creyó ver levantarse las figuras de Saccard y de Maxime. Saccard, negruzco, burlón, tenía un color de hierro, una risa de tenaza, sobre sus piernas canijas. Aquel hombre era una voluntad. Desde hacía diez años, ella lo veía en la fragua, en las chispas del metal al rojo, la carne quemada, jadeante, golpeando siempre, alzando martillos veinte veces demasiado pesados para sus brazos, a riesgo de aplastarse a sí mismo. Ahora lo comprendía, se le aparecía engrandecido por ese esfuerzo sobrehumano, por esa tunantería enorme, esa idea fija de una inmensa fortuna inmediata. Se acordaba de él saltando los obstáculos, rodando por el fango, y sin tomarse la molestia de limpiarse para llegar antes, sin detenerse siquiera a disfrutar por el camino, masticando sus piezas de oro al correr. Después, la cabeza rubia y bonita de Maxime aparecía tras el rudo hombro de su padre; tenía su clara sonrisa de chica, sus ojos vacíos de ramera que no se bajaban jamás, su raya en medio de la frente, mostrando la blancura del cráneo. Se burlaba de Saccard, lo encontraba burgués al tomarse tanto trabajo para ganar un dinero que él se comía, él, con tan adorable pereza. Era un mantenido. Sus manos largas y blandas contaban sus vicios. Su cuerpo depilado tenía una cansada actitud de mujer saciada. En todo aquel ser cobarde y blando, en quien el vicio corría con la suavidad de un agua tibia, no brillaba solamente el relámpago de la curiosidad del mal. Se sometía. Y Renée, al mirar las dos apariciones desprenderse de las sombras ligeras del espejo, retrocedió un paso, vio que Saccard la había arrojado como una puesta, como una inversión, y que Maxime se había encontrado allí, para recoger aquel luis caído del bolsillo del especulador. Ella seguía siendo un valor en la cartera de su marido; éste la empujaba a los vestidos de una noche, a los amantes de una temporada; la retorcía entre las llamas de su fragua, sirviéndose de ella, como de un metal precioso, para dorar el hierro de sus manos. Poco a poco, el padre la había vuelto lo bastante loca, lo bastante miserable, para los besos del hijo. Si Maxime era la sangre empobrecida de Saccard, ella se

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sentía, ella, el producto, el fruto agusanado de aquellos dos hombres, la infamia que ellos habían excavado juntos, y en la cual se revolcaban uno y otro.

Ahora sabía. Era esa gente la que la había desnudado. Saccard había desabrochado el cuerpo, y Maxime había hecho caer la falda. Después, entre los dos, acababan de arrancarle la camisa. Y en ese momento se encontraba sin un jirón, con aros de oro, como una esclava. Ellos la miraban hacía un rato, no le decían: «Estás desnuda». El hijo temblaba como un cobarde, se estremecía ante la idea de llegar hasta el fin en su crimen, se negaba a seguirla en su pasión. El padre, en lugar de matarla, le había robado; aquel hombre castigaba a la gente vaciándole los bolsillos; una firma caía como un rayo de sol en medio de la brutalidad de su cólera y, en venganza, se llevaba la firma. Después Renée había visto sus hombros hundiéndose en las tinieblas. Nada de sangre en la alfombra, nada de gritos, nada de quejas. Eran unos cobardes. Ellos la habían desnudado.

Y se dijo que una sola vez había leído el futuro, el día en que, ante las sombras susurrantes del parque Monceau, la idea de que su marido la ensuciaría y la arrojaría un día a la locura había venido a espantar sus deseos crecientes. ¡Ah! ¡Cómo sufría su pobre cabeza! ¡Cuánto sentía, en esa hora, la falsedad de aquella imaginación, que le daba la ilusión de vivir en una feliz esfera de goce e impunidad divinos! Había vivido en el país de la vergüenza, y se veía castigada con el abandono de todo su cuerpo, con la muerte de su ser que agonizaba. Lloraba por no haber escuchado las altas voces de los árboles.

Su desnudez la irritaba. Volvió la cabeza, miró a su alrededor. El tocador conservaba su pesadez almizclada, su silencio cálido a él seguían llegando las frases del vals, como los últimos círculos lánguidos en un lienzo de agua. Aquella risa debilitada de lejana voluptuosidad pasaba sobre ella con mofas intolerables. Se tapó las orejas para no oírla. Entonces vio el lujo del tocador. Alzó los ojos hasta la cortina rosa, hasta la corona de plata que dejaba vislumbrar un amor mofletudo aprestando su flecha; se detuvo en los muebles, en el mármol de la mesa de tocador, atestado de tarros y de utensilios que ya no reconocía; fue a la bañera, todavía llena: el agua dormía; empujó con el pie las telas que colgaban sobre el raso blanco de los sillones, el disfraz de la ninfa Eco, las enaguas, las toallas olvidadas. Y de todas esas cosas emanaban voces de vergüenza: el traje de la ninfa Eco le hablaba del juego que había aceptado, por la originalidad de ofrecerse a Maxime en público; la bañera exhalaba el olor de su cuerpo, el agua donde se había bañado introducía, en la pieza, su fiebre de mujer enferma; la mesa, con sus jabones y sus aceites; los muebles, con sus redondeces de lecho, le hablaban brutalmente de su carne, de sus amores, de todas esas basuras que quería olvidar. Regresó al centro del tocador, el rostro púrpura, sin saber adónde huir de aquel perfume de alcoba, de aquel lujo que se descotaba con un impudor de cortesana, que desplegaba todo aquel

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rosa. La pieza estaba desnuda como ella; la bañera rosa, la piel rosa de las colgaduras, los mármoles rosa de las dos mesas se animaban, se desperezaban, se acurrucaban, la rodeaban de tal desenfreno de voluptuosidades vivas que cerró los ojos, bajando la frente, hundiéndose bajo los encajes del techo y de las paredes, que la aplastaban.

Pero, en la oscuridad, volvió a ver la mancha de carne del tocador, y vislumbró, amén de eso, la suavidad gris del dormitorio, el oro tierno de la salita, el verde crudo del invernadero, todas esas riquezas cómplices. Era allí donde sus pies habían cogido la savia mala. No habría dormido con Maxime en un catre, en el fondo de una buhardilla. Habría sido demasiado innoble. La seda había vuelto coqueto su crimen. Y soñaba con arrancar esos encajes, con escupir sobre esa seda, con romper su gran cama a patadas, con arrastrar su lujo a cualquier arroyo, del que saldría tan gastado y sucio como ella.

Cuando abrió los ojos, se acercó al espejo, se miró de nuevo, se examinó de cerca. Estaba acabada. Se vio muerta. Toda su cara le decía que el desmoronamiento cerebral se remataba. Maxime, esa última perversión de sus sentidos, había terminado su obra, agotado su carne, desequilibrado su inteligencia. Ya no le quedaban alegrías por disfrutar, ninguna esperanza de despertar. Ante esta idea, una feroz cólera se encendió en su interior. Y, en una postrera crisis de deseo, soñó con recuperar su presa, con agonizar en brazos de Maxime y llevárselo consigo. Louise no podía casarse con él; Louise sabía muy bien que no era suyo, puesto que los había visto besarse en la boca. Entonces se echó sobre los hombros un abrigo de piel, para no cruzar el baile totalmente desnuda. Y bajó.

En la salita se encontró frente a frente a Sidonie. Ésta, para disfrutar del drama, se había apostado de nuevo en la escalinata del invernadero. Pero ya no supo qué pensar, cuando Saccard reapareció con Maxime, y respondió brutalmente, a sus preguntas hechas en voz baja, que estaba soñando, que no había «nada de nada». Después se olió la verdad. Su cara amarilla se demudó, la cosa la parecía demasiado fuerte. Y, despacito, fue a pegar la oreja a la puerta de la escalera, esperando que oiría a Renée llorar, arriba. Cuando la joven abrió la puerta, la hoja casi abofeteó a su cuñada.

—¡Me estaba espiando! —le dijo con cólera. Pero Sidonie respondió con gran desdén:—¡Como si yo me ocupara de sus porquerías! —Y, levantándose

el traje de maga, retirándose con una mirada majestuosa—: Hijita mía, no tengo la culpa si le ocurren accidentes... Pero no le guardo rencor, ¿comprende? Y entérese bien de que habría encontrado y todavía encontrará en mí una segunda madre. La espero en mi casa, cuando le apetezca.

Renée no la escuchaba. Entró en el gran salón, cruzó una figura muy complicada del cotillón, sin ver siquiera la sorpresa que causaba su abrigo de pieles. Había, en el centro de la estancia, grupos de damas y caballeros que se mezclaban, agitando banderolas, y la voz aflautada del señor De Saffré decía:

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—Vamos, señoras, la «Guerra de México»... Las damas, que hacen de zarzas, tienen que extender sus faldas en círculo y quedarse en el suelo... Ahora, los caballeros giran en torno a la zarza... Después, cuando bata palmas, cada uno de ellos bailará con su zarza.

Batió palmas. Los cobres sonaron, el vals desplegó una vez más a las parejas alrededor del salón. La figura había tenido poco éxito. Dos señoras se habían quedado sobre la alfombra, enredadas en sus enaguas. La señora Daste declaró que lo que le divertía, en la «Guerra de México», era sólo hacer «un queso» con su vestido, como en el internado.

Renée, al llegar al vestíbulo, encontró a Louise y a su padre, a quienes acompañaban Saccard y Maxime. El barón de Gouraud se había marchado. Sidonie se retiraba con los Mignon y Charrier, mientras que el señor Hupel de la Noue acompañaba a la señora Michelin, a quien su marido seguía discretamente. El prefecto había empleado el resto de la velada en hacerle la corte a la linda morena. Acababa de convencerla de pasar un mes de verano en su capital, «donde se veían antigüedades realmente curiosas».

A Louise, que masticaba a hurtadillas el turrón que llevaba en el bolsillo, le dio un ataque de tos en el momento de salir.

—Tápate bien —dijo su padre.Y Maxime se apresuró a apretar más el lazo de la capucha de su

salida de baile. Ella alzaba la barbilla, se dejaba arrebujar. Pero cuando apareció la señora Saccard, el señor De Mareuil regresó, se despidió de ella. Se quedaron allí todos, charlando un instante. Renée dijo, queriendo explicar su palidez, sus temblores, que había cogido frío, que había subido a su cuarto para echarse el abrigo por los hombros. Y espiaba el instante en que podría hablar en voz baja con Louise, que la miraba con su tranquilidad curiosa. Mientras los hombres seguían estrechándose las manos, se inclinó y murmuró:

—¡No se casará usted con él! No es posible. Sabe usted muy bien...

Pero la niña la interrumpió, se empinó, diciéndole al oído: —¡Oh! Puede estar tranquila, me lo llevo... No importa, ya que

nos vamos a Italia.Y sonreía con su sonrisa vaga de esfinge viciosa. Renée se quedó

balbuciente. No entendía nada, se imaginó que la jorobada se burlaba de ella. Después, cuando los Mareuil se hubieron marchado, repitiendo varias veces «¡Hasta el domingo!», miró a su marido, miró a Maxime, con ojos espantados, y, viéndolos tan tranquilos, en actitud satisfecha, ocultó la cara entre las manos, huyó, se refugió en el fondo del invernadero.

Los senderos estaban tranquilos. Las grandes hojas dormían y, sobre el pesado lienzo del estanque, dos brotes de ninfeas se abrían lentamente. Renée habría querido llorar; pero este calor húmedo, este olor fuerte que reconocía, le ponía un nudo en la garganta, estrangulaba su desesperación. Miraba a sus pies, al borde del estanque, a aquel sitio de la arena amarilla, donde extendía la piel de

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oso el invierno pasado. Y cuando alzó los ojos, vio todavía una figura del cotillón, muy al fondo, por las dos puertas que estaban abiertas.

Era un ruido ensordecedor, una confusa barahúnda en la que sólo distinguió, al principio, faldas voladoras y piernas negras que pataleaban y giraban. La voz del señor De Saffré gritaba: «¡Cambio de damas! ¡Cambio de damas!». Y las parejas pasaban en medio de un fino polvo amarillo; cada caballero, tras haber dado tres o cuatro vueltas de vals, arrojaba a su dama en brazos del vecino, que le arrojaba la suya. La baronesa de Meinhold, con su disfraz de Esmeralda, caía de las manos del conde de Chibray en las manos de mister Simpson; éste la agarraba a la buena de Dios, por un hombro, mientras que la punta de sus guantes se deslizaba bajo el corpiño. La condesa Vanska, roja, haciendo sonar sus colgantes de Coral, iba, de un salto, del pecho del señor De Saffré al pecho del duque de Rozan, a quien enlazaba, a quien obligaba a piruetear durante cinco compases, para colgarse a continuación de la cadera de mister Simpson, que acababa de lanzar a la Esmeralda al director del cotillón. Y la señora Teissiére, la señora Daste, la señora De Lauwerens brillaban, como joyas vivientes, con la palidez rubia del Topacio, el azul tierno de la Turquesa, el azul ardiente del Zafiro, se abandonaban por un instante, se arqueaban bajo la muñeca tendida de un bailarín, después volvían a marchar, llegaban de espaldas o de frente a un nuevo abrazo, visitaban en fila todas las caricias masculinas del salón. Mientras tanto, la señora De Espanet, delante de la orquesta, había logrado atrapar a la señora Haffner al pasar y vallaba con ella, sin querer soltarla. El Oro y la Plata bailaban juntas, amorosamente.

Renée comprendió entonces aquel remolineo de las faldas, aquel pataleo de las piernas. Estaba situada más abajo, veía la furia de los pies, el revoltillo de las botas de charol y de los blancos tobillos. A veces, le parecía que una ráfaga de viento iba a llevarse los trajes. Aquellos hombros desnudos, aquellos brazos desnudos, aquellas cabelleras desnudas que volaban, que remolineaban, cogidas, arrojadas y vueltas a coger, en el fondo de aquella galería, donde el vals de la orquesta enloquecía, donde los cortinajes rojos desfallecían bajo las postreras fiebres del baile, se le aparecieron como la imagen tumultuosa de su vida, de sus desnudeces, de sus abandonos. Y experimentó tal dolor al pensar que Maxime, para tomar a la jorobada entre sus brazos, acababa de arrojarla a ella allí, a aquel lugar donde se habían amado, que soñó con arrancar un tallo de la Tanguinia que le rozaba la mejilla, y masticarlo hasta la madera. Pero era cobarde, se quedó delante del arbusto tiritando bajo el abrigo que sus brazos ceñían, apretaban estrechamente, con un gran gesto de aterrada vergüenza.

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Capítulo VII

Tres meses después, en una de esas tristes mañanas de primavera que devuelven a París la luz baja y la humedad sucia del invierno, Aristide Saccard bajaba del coche, en la plaza de Le Château-d'Eau22, y se internaba, con otros cuatro señores, por el boquete de las demoliciones que excavaba el futuro bulevar del Príncipe Eugenio. Era una comisión investigadora que el jurado de las indemnizaciones enviaba a los lugares para tasar ciertos inmuebles cuyos propietarios no habían podido entenderse amistosamente con la Villa.

Saccard renovaba el golpe de suerte de la calle de la Pepinière. Para que el nombre de su mujer desapareciera por completo, ideó primero una venta de los terrenos y del café cantante. Larsonneau se lo cedió todo a un supuesto acreedor. La escritura de venta incluía la colosal cifra de tres millones. Esta cifra era tan exorbitante que la comisión del ayuntamiento, cuando el agente de expropiaciones, en nombre del imaginario propietario, reclamó el precio de compra como indemnización, no quiso conceder nunca más de dos millones quinientos mil francos, pese al sordo trabajo del señor Michelin y los alegatos del señor Toutin-Laroche y del barón de Gouraud. Saccard se esperaba este fracaso; rechazó la oferta, dejó que el expediente fuera al jurado, del cual justamente él formaba parte con el señor De Mareuil, por un azar al que debía de haber contribuido. Y era así como se encontraba encargado, con cuatro de sus colegas, de hacer una investigación sobre sus propios terrenos.

El señor De Mareuil lo acompañaba. De los otros tres jurados, había un médico, que fumaba un puro sin preocuparse para nada por los cascotes que saltaban, y dos industriales, uno de los cuales, fabricante de instrumentos de cirugía, había sido antes afilador ambulante.

El camino por el que se metieron aquellos caballeros era horroroso. Había llovido toda la noche. El suelo, empapado, se convertía en un río de fango, entre las casas derruidas, sobre aquella carretera trazada en plena tierra blanda, donde los volquetes de transporte se hundían hasta media rueda. A los dos lados, lienzos de muros, reventados por la piqueta, seguían en pie; altos edificios destripados, que mostraban sus entrañas macilentas, abrían en el aire sus cajas de escalera vacías, sus habitaciones colgadas, semejantes a los cajones rotos de un mueble basto y feo. Nada más lamentable que los papeles pintados de aquellas habitaciones, cuadrados amarillos o azules que caían en jirones, indicando, a una altura de cinco y seis pisos, hasta debajo del tejado, pobres

22 La actual Plaza de la República.

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gabinetitos, agujeros estrechos, donde acaso había cabido toda una existencia humana. Sobre los muros desnudos, las cintas de las chimeneas ascendían una junta a otra, con bruscos recodos de un negro lúgubre. Una veleta olvidada chirriaba en el borde de un tejado, mientras que canalones semidesgajados colgaban como harapos. Y el boquete seguía hundiéndose, en medio de aquellas ruinas, como una brecha que hubiera abierto el cañón; la calzada, todavía apenas indicada, llena de escombros, tenía jorobas de tierra, charcos de agua profundos, se extendía bajo el cielo gris, en la lividez siniestra del polvo de yeso que caía, y como bordeada con filetes de luto por las cintas negras de las chimeneas.

Aquellos señores, con sus botas bien lustradas, sus levitas y sus chisteras, ponían una nota singular en aquel paisaje fangoso, de un amarillo sucio, por donde no pasaban más que obreros descoloridos, caballos embarrados hasta el lomo, carretillas cuya madera desaparecía bajo una costra de polvo. Ellos se seguían en fila, saltaban de piedra en piedra, evitando las charcas de barro fluido, hundiéndose a veces hasta los tobillos y jurando entonces al sacudirse los pies. Saccard había hablado de tomar por la calle Charonne, lo cual les habría evitado este paseo por aquellas tierras llenas de baches; pero, infortunadamente, tenían que visitar varios inmuebles en la larga línea del bulevar y, como les picaba la curiosidad, habían decidido pasar justo por el centro de las obras. Además, les interesaba mucho. Se detenían a veces en equilibrio sobre unos cascotes que habían rodado al fondo de una rodera, levantaban la nariz, se llamaban para mostrarse un suelo desfondado, un tubo de chimenea que había quedado al aire, una vigueta caída sobre un tejado vecino. Aquel rincón de ciudad destruida, al salir de la calle de Le Temple, les parecía de lo más divertido.

—Es realmente curioso —decía el señor De Mareuil—. Fíjese, Saccard, mire esa cocina, allá arriba; queda una vieja sartén colgada encima del fogón... La veo perfectamente.

Pero el médico, el puro entre los dientes, se había plantado delante de una casa demolida, de la que no quedaban sino las piezas de la planta baja, atestadas de los escombros de los otros pisos. Un solo lienzo de pared se alzaba entre el montón de cascotes; para derribarlo de una sola vez, lo habían rodeado con una cuerda, de la que tiraban una treintena de obreros.

—No lo conseguirán —murmuró el médico—. Tiran demasiado a la izquierda.

Los otros cuatro habían vuelto sobre sus pasos, para ver caer el muro. Y los cinco, con ojos atentos, la respiración entrecortada, aguardaban la caída con un temblor de gozo. Los obreros, aflojando, se atiesaban bruscamente después, gritaban:

—¡Eh! ¡Tira!—No lo conseguirán —repetía el médico. Después, al cabo de unos segundos de ansiedad:—Se mueve, se mueve —dijo alegremente uno de los industriales.

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Y cuando el muro cedió, por fin, se derrumbó con espantoso estruendo, levantando una nube de yeso, aquellos señores se miraron con sonrisas. Estaban encantados. Sus levitas se cubrieron con un fino polvo, que les blanqueó los brazos y los hombros.

Ahora hablaban de los obreros, al reanudar su marcha prudente en medio de los charcos. No había muchos buenos. Eran todos unos haraganes, unos derrochadores y, encima, testarudos, y sólo soñaban con la ruina de sus patronos. El señor De Mareuil, que, desde hacía un instante, contemplaba con un estremecimiento a dos pobres diablos encaramados en la esquina de un tejado, atacando un muro a golpes de piqueta, formuló la idea de que aquellos hombres tenían, no obstante, mucho valor. Los otros se detuvieron de nuevo, alzaron la vista hacia los demoledores en equilibrio, encorvados, golpeando con todas sus fuerzas; empujaban las piedras con el pie y las miraban tranquilamente aplastarse abajo; si la piqueta hubiera golpeado en falso, el mero impulso de sus brazos los habría arrojado al suelo.

—¡Bah! Están acostumbrados —dijo el médico, llevándose el puro a los labios—. Son unos animales.

Mientras tanto, habían llegado a uno de los inmuebles que tenían que ver. Despacharon su trabajo en un cuarto de hora y reanudaron el paseo. Poco a poco, ya no les inspiraba tanto horror el fango; caminaban en medio de las charcas, abandonando la esperanza de proteger las botas. Al dejar atrás la calle Ménilmontant, uno de los industriales, el ex afilador, empezó a inquietarse. Examinaba las ruinas que le rodeaban, ya no reconocía el barrio. Decía que había vivido por allí, hacía más de treinta años, a su llegada a París, y que le gustaría mucho encontrar el sitio. Lo escudriñaba todo con la mirada, cuando la vista de una casa que la piqueta de los demoledores había ya partido en dos lo detuvo en seco, en medio del camino. Estudió la puerta, las ventanas. Después, señalando con el dedo un rincón de la demolición, exclamó muy alto:

—¡Ahí está! ¡La reconozco!—¿El qué? —preguntó el médico. —Mi habitación, ¡pardiez! ¡Es ésa!Era, en el quinto, un cuartito que antiguamente debía de dar a un

patio. Un muro abierto lo mostraba completamente desnudo, ya mermado por un lado, con su papel de grandes rameados amarillos, con un ancho desgarrón que temblaba al viento. Se veía aún el hueco de un armario, a la izquierda, revestido de papel azul. Había, al lado, el agujero de una estufa, donde se encontraba un trozo de tubo.

La emoción embargaba al ex obrero.—Pasé ahí cinco años —murmuró—. Las cosas no iban bien en

aquel tiempo, pero es igual, yo era joven... Ya ven ustedes el armario; allí es donde economicé trescientos francos, céntimo a céntimo. Y el agujero de la estufa, aún me acuerdo del día en que lo hice. El cuarto no tenía chimenea, hacía un frío de perros, tanto más cuanto que con frecuencia uno dormía solo.

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—Vamos —interrumpió bromeando el médico—, nadie le pide que nos haga confidencias. Ya se habrá corrido usted sus juergas, como los demás.

—Eso es cierto —continuó ingenuamente el digno caballero—. Me acuerdo aún de una planchadora de la casa de enfrente... Miren, la cama estaba a la derecha, cerca de la ventana... ¡Ay!, mi pobre cuarto, ¡cómo me lo han dejado!

Estaba realmente muy triste.—Ea —dijo Saccard—, no es una desgracia que tiren al suelo esas

viejas pocilgas. En su lugar van a construir hermosas casas de piedra de sillería... ¿Es que viviría usted hoy en semejante cubil? En cambio, podrá alojarse perfectamente en el nuevo bulevar.

—Eso es cierto —respondió de nuevo el fabricante, que pareció muy consolado.

La comisión de investigación se detuvo aún en dos inmuebles. El médico se quedó en la puerta, fumando, mirando al cielo. Cuando llegaron a la calle de los Amandiers, las casas ralearon, ya sólo cruzaban grandes cercados, terrenos incultos, en los que aparecían unas casuchas semiderruidas. Saccard parecía regocijado por este paseo entre ruinas. Acababa de acordarse de la cena de antaño, con su primera mujer, en la Butte Montmartre, y recordaba perfectamente haber indicado, con el filo de su mano, el corte que partía París desde la plaza de Le Château-d'Eau hasta la barrera de Le Trône. La realización de esta remota predicción le encantaba. Seguía el corte, con secretas alegrías de autor, como si hubiera dado él mismo los primeros golpes de piqueta, con sus dedos de hierro. Y saltaba los charcos, pensando que tres millones le aguardaban bajo unos escombros, al final de aquel río de pringoso barro.

Entre tanto, aquellos caballeros se creían en el campo. La vía pasaba entre jardines, cuyas tapias había derribado. Había grandes macizos con capullos de lilas. La vegetación era de un verde tierno muy delicado. Cada uno de aquellos jardines se ahondaba, como un reducto cubierto por el follaje de los arbustos, con un estanque estrecho, una cascada en miniatura, rincones de tapia donde había efectos pintados, síntesis de cenadores, fondos azulados de paisaje. Las viviendas, dispersas y discretamente escondidas, parecían pabellones italianos, templos griegos; y el musgo roía el pie de las columnas de yeso, mientras que los hierbajos habían disgregado la cal de los frontones.

—Son casitas —dijo el médico con un guiño de ojos. Pero, como vio que aquellos señores no comprendían, les explicó que los marqueses, bajo Luis XV, tenían allí retiros para sus partidas de placer. Era la moda. Y prosiguió—: Les llamaban casitas. Este barrio estaba lleno... ¡Se lo pasaban en grande!

La comisión de investigación se había vuelto muy atenta. Los dos industriales tenían los ojos brillantes, sonreían, miraban con vivo interés aquellos jardines, aquellos pabellones, a los que no echaban ni un vistazo antes de las explicaciones de su colega. Una gruta los retuvo un buen rato. Pero, cuando el médico dijo, al ver una vivienda

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ya tocada por la piqueta, que reconocía la casa del conde de Savigny, bien conocida por las orgías de este gentilhombre, toda la comisión abandonó el bulevar para ir a visitar la ruina. Subieron sobre los escombros, entraron por las ventanas en las piezas de la planta baja; y, como los obreros estaban almorzando, pudieron entretenerse allí, a sus anchas. Se quedaron media hora larga, examinando los rosetones de los techos, las pinturas de las sobrepuertas, las molduras retorcidas de aquellos cascotes amarilleados por la edad. El médico reconstruía la morada.

—Miren —decía—, esta pieza debe de ser la sala de los festines. Allí, en ese hueco de la pared, había seguramente un inmenso diván. Y fíjense, estoy casi seguro de que un espejo coronaba ese diván; ahí tienen los clavos del espejo... ¡Oh, eran unos tunantes, que sabían disfrutar tan ricamente de la vida!

No habrían abandonado aquellas viejas piedras que cosquilleaban su curiosidad si Aristide Saccard, impaciente, no les hubiera dicho, riendo:

—Por mucho que busquen, las damas ya no están... Sigamos a lo nuestro.

Pero, antes de alejarse, el médico subió a una chimenea, para desprender delicadamente, de un golpe de piqueta, una pintura con una cabecita de amor, que se metió en el bolsillo de la levita.

Llegaron, por fin, al término de su correría. Los antiguos terrenos de la señora Aubertot eran muy vastos; el café cantante y el jardín apenas ocupaban la mitad; el resto se encontraba sembrado de unas cuantas casas sin importancia. El nuevo bulevar cogía este gran paralelogramo al sesgo, lo cual había calmado uno de los temores de Saccard; éste se había imaginado durante mucho tiempo que sólo tocaría de refilón al café cantante. Por eso, Larsonneau tenía órdenes de chillar mucho, pues la plusvalía de los linderos debía de quintuplicar al menos su valor. Amenazaba ya a la Villa con servirse de un reciente decreto que autorizaba a los propietarios a entregar sólo el suelo necesario para las obras de utilidad pública.

Fue el agente de expropiaciones el que recibió a aquellos señores. Los paseó por el jardín, les hizo visitar el café cantante, les enseñó un legajo enorme. Pero los dos industriales habían vuelto a bajar, acompañados por el médico, y seguían preguntándole aún por la casita del conde de Savigny, que llenaba su imaginación. Lo escuchaban boquiabiertos, plantados los tres al lado de un juego de la rana. Y les hablaba de la Pompadour, les contaba los amores de Luis XV, mientras el señor De Mareuil y Saccard proseguían solos la investigación.

—Ya está listo —dijo este último al regresar al jardín—. Si lo permiten, caballeros, me encargaré de redactar el informe.

El fabricante de instrumentos quirúrgicos ni siquiera lo oyó. Estaba en plena Regencia.

—¡Qué buenos tiempos, después de todo! —murmuró.Después encontraron un simón, en la calle de Charonne, y se

marcharon, embarrados hasta las rodillas, tan satisfechos de su

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paseo como de una excursión al campo. En el simón, la conversación dio un giro, hablaron de política, dijeron que el emperador hacía grandes cosas. Nunca se había visto nada parecido a lo que acababan de ver. Esta gran calle tan recta sería soberbia, cuando se hubieran edificado las casas.

Fue Saccard quien redactó el informe, y el jurado concedió los tres millones. El especulador estaba con el agua al cuello, no habría podido esperar un mes más. Este dinero lo salvaba de la ruina, y hasta en parte de los tribunales. Entregó quinientos mil francos a cuenta del millón que debía a su tapicero y a su contratista, por el palacete del parque Monceau. Tapó otros agujeros, se lanzó a sociedades nuevas, ensordeció a París con el ruido de aquellos escudos auténticos que arrojaba a paladas sobre los anaqueles de su armario de hierro. El río de oro tenía, por fin, sus fuentes. Pero no se trataba aún de una fortuna sólida, encauzada, que fluyera como un chorro igual y continuo. Saccard, salvado de una crisis, se encontraba miserable con las migajas de sus tres millones, decía ingenuamente que todavía era demasiado pobre, que no podía detenerse. Y pronto la tierra se resquebrajó de nuevo bajo sus pies.

Larsonneau se había conducido tan admirablemente en el asunto de Charonne que Saccard, tras una corta vacilación, llevó su honradez hasta darle su diez por ciento y su gratificación de treinta mil francos. El agente de expropiaciones abrió entonces una casa de banca. Cuando su cómplice, en tono desabrido, lo acusaba de ser más rico que él, el currutaco de guantes amarillos respondía riendo:

—Ya lo ve, mi querido maestro, es usted estupendo para hacer llover monedas de cinco francos, pero no sabe recogerlas.

Sidonie aprovechó el golpe de suerte de su hermano para pedirle prestados diez mil francos, con los cuales se fue a pasar dos meses a Londres. Regresó sin un céntimo. Nunca se supo dónde se habían metido los diez mil francos.

—¡Vaya, esas cosas cuestan! —respondía cuando la interrogaban—. He rebuscado en todas las bibliotecas. Tenía tres secretarios para mis investigaciones.

Y cuando le preguntaban si tenía, por fin, datos seguros sobre los tres mil millones, sonreía primero con aire misterioso y, después, acababa por murmurar:

—Todos ustedes son unos incrédulos... No he encontrado nada, pero lo mismo da. Ya verán, ya verán un día.

Sin embargo, no había perdido todo su tiempo en Inglaterra. Su hermano el ministro aprovechó el viaje para encargarla de una comisión delicada. Cuando regresó, obtuvo grandes pedidos del Ministerio. Fue una nueva encarnación. Cerraba tratos con el gobierno, se encargaba de todos los abastecimientos imaginables. Le vendía víveres y armas para las tropas, mobiliario para las prefecturas y la administración pública, madera para la calefacción de oficinas y museos. El dinero que ganaba no fue capaz de persuadirla de cambiar sus eternos trajes negros, y conservó su cara amarilla y doliente. Saccard pensó entonces que era ella a quien

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había visto salir furtivamente de casa de su hermano Eugène. Debía de haber tenido en todo momento relaciones secretas con él, para tareas que nadie conocía.

En medio de estos intereses, de estas sedes ardientes que no podían satisfacerse, Renée agonizaba. La tía Elisabeth había muerto; su hermana, casada, había dejado el palacete Béraud, donde sólo su padre seguía en pie, a la sombra grave de las grandes estancias. Se comió en una temporada la herencia de la tía. Ahora jugaba. Había encontrado un salón donde las señoras se sentaban hasta las tres de la mañana, perdiendo cientos de miles de francos cada noche. Debió de intentar beber; pero no pudo, la sublevaba un asco invencible. Desde que se había encontrado sola, entregada a la oleada mundana que la arrastraba, se abandonaba aún más, sin saber cómo matar el tiempo. Acabó de probarlo todo. Y nada la emocionaba, entre el inmenso aburrimiento que la aplastaba. Envejecía, sus ojos se cercaban de azul, su nariz se afilaba, el mohín de sus labios tenía risas bruscas, sin causa. Era el final de una mujer.

Cuando Maxime se casó con Louise y los jóvenes partieron hacia Italia, no volvió a inquietarse por su amante, e incluso pareció olvidarlo por completo. Y cuando, al cabo de seis meses, Maxime regresó solo, tras haber enterrado a «la jorobada» en el cementerio de un pueblecito de Lombardía, fue odio lo que le demostró. Se acordó de Fedra, recordó sin duda aquel amor envenenado al cual había oído prestar sus sollozos a la Ristori. Entonces, para no encontrarse en su casa con el joven, para ahondar para siempre un abismo de vergüenza entre el padre y el hijo, obligó a su marido a conocer el incesto; le contó que, el día en que la había sorprendido con Maxime, era éste quien la perseguía desde hacía mucho tiempo, quien trataba de violarla. A Saccard lo contrarió horriblemente la insistencia de ella en querer abrirle los ojos. Tuvo que enfadarse con su hijo, dejar de verlo. El joven viudo, rico con la dote de su mujer, se marchó a vivir como un soltero, en un hotel de la avenida de la Emperatriz. Había renunciado al Consejo de Estado, tenía caballos de carreras. Renée saboreó con ello una de sus últimas satisfacciones. Se vengaba, arrojaba a la cara de aquellos dos hombres la infamia que habían puesto en su interior; se decía que, ahora, ya no los vería burlarse de ella, uno del brazo del otro, como compañeros.

En el derrumbamiento de sus afectos, llegó un momento en que Renée no tuvo más persona a quien querer que su doncella. Poco a poco le había cogido un cariño maternal a Céleste. Quizás esta chica, que era todo cuanto quedaba a su alrededor del amor de Maxime, le recordaba unas horas de placer muertas para siempre. Quizá la conmovía simplemente la fidelidad de aquella sirvienta, de aquel gran corazón cuya tranquila solicitud nada parecía quebrantar. Le daba las gracias, desde el fondo de sus remordimientos, por haber asistido a su vergüenza sin abandonarla con asco; se imaginaba abnegaciones, toda una vida de renuncia, para llegar a comprender la calma de la camarera ante el incesto, sus manos heladas, sus

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atenciones respetuosas y tranquilas. Y se encontraba tanto más feliz con su devoción cuanto que sabía que era honrada y ahorrativa, sin amantes, sin vicios.

A veces le decía, en sus horas tristes:—Anda, hija mía, eres tú quien me cerrará los ojos.Celeste no respondía, esbozaba una sonrisa singular. Una

mañana, la informó tranquilamente de que se marchaba, de que regresaba a su pueblo. Renée se quedó temblorosa, como si le ocurriera una gran desgracia. Protestó, la acosó a preguntas. ¿Por qué la abandonaba, cuando se entendían tan bien juntas? Y le ofreció doblarle el sueldo.

Pero la camarera, a todas sus buenas palabras, respondía que no con un gesto, de una forma apacible y terca.

—Mire, señora —acabó por responder—, aunque me ofreciera todo el oro del Perú, no me quedaría una semana más. ¡Usted no me conoce!... Hace ocho años que estoy con usted, ¿no? ¡Bueno! Pues desde el primer día me dije: «En cuanto haya reunido cinco mil francos, regresaré allá; compraré la casa de Lagache, y viviré muy feliz». Es una promesa que me hice, compréndalo. Y tengo los cinco mil francos desde ayer, cuando me pagó usted mi sueldo.

Renée sintió frío en el corazón. Veía a Céleste pasar por detrás de ella y Maxime, mientras se besaban, y la veía con su indiferencia, su perfecto despego, pensando en sus cinco mil francos. Sin embargo, todavía intentó retenerla, espantada por el vacío en el que iba a vivir, soñando a pesar de todo con conservar a su lado a aquella bestia cabezona a la que había creído abnegada, y que no era sino egoísta. La otra sonreía, negaba con la cabeza, murmurando:

—No, no, no es posible. Aunque se tratara de mi madre, me negaría... Compraré dos vacas... Quizás monte una tiendecita, una mercería... En nuestra tierra se está muy bien. ¡Ah!, desde luego, quiero que usted venga a verme. Es cerca de Caen. Le dejaré la dirección.

Entonces Renée no insistió más. Lloró a lágrima viva, pero cuando estuvo sola. Al día siguiente, por un capricho de enferma, quiso acompañar a Céleste a la estación del Oeste, en su propio cupé. Le dio una de sus mantas de viaje, le hizo un regalo en metálico, se afanó en torno a ella como una madre cuya hija emprende un largo y penoso viaje. En el cupé, la miraba con los ojos húmedos. Céleste charlaba, decía lo contenta que estaba de irse. Después, envalentonada, se desahogó, dio consejos a su ama.

—Yo, señora, no habría entendido la vida como usted. Me lo he dicho a menudo, cuando la encontraba con el señorito Maxime. «¿Es posible que una sea tan tonta con los hombres?» Eso siempre acaba mal. ¡Ah, bueno! ¡Lo que es yo, siempre he desconfiado! —Se reía, se echaba hacia atrás en el rincón del cupé—. ¡Son mis escudos los que habrían entrado en danza! —continuó—, y hoy no tendría ojos a fuerza de llorar. Por eso, en cuanto veía a un hombre, cogía el mango de la escoba... Nunca me atreví a decirle todo esto. Además, no era

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asunto mío. Usted era muy dueña, y yo no tenía más que ganarme honradamente mi dinero.

En la estación, Renée quiso pagar por ella y le cogió un billete de primera. Como habían llegado con anticipación, la retuvo, estrechándole las manos, repitiéndole:

—¡Cuídese mucho, tenga mucho cuidado, mi buena Céleste! Ésta se dejaba acariciar. Seguía tan feliz bajo los ojos anegados

de su ama, el rostro fresco y risueño. Renée habló aún del pasado. Y, bruscamente, la otra exclamó:

—Se me olvidaba; no le conté la historia de Baptiste, el ayuda de cámara del señor... No habrán querido decírselo...

La joven confesó que, en efecto, no sabía nada.—¡Bueno! Se acordará usted de todos sus aires de dignidad, sus

miradas desdeñosas, usted misma me hablaba de eso... Pues todo era pura comedia... No le gustaban las mujeres, no bajaba nunca a la cocina cuando estábamos nosotras; e incluso, puedo repetirlo ahora, pretendía que el salón era asqueroso, a causa de los trajes escotados. ¡Ya lo creo, no le gustaban las mujeres! —Y se inclinó al oído de Renée; la hizo ruborizarse, al tiempo que ella misma conservaba su honesta placidez—: Cuando el nuevo mozo de cuadra —continuó—, se lo contó todo al señor, el señor prefirió echar a Baptiste en vez de entregarlo a la justicia. Parece que desde hacía años en las cuadras ocurrían cosas muy feas... ¡Y pensar que ese grandullón hacía como si le gustaran los caballos! Lo que le gustaba eran los palafreneros.

La campana la interrumpió. Cogió a toda prisa los ocho o diez bultos de los que no había querido separarse. Se dejó besar. Y después se marchó, sin mirar atrás.

Renée se quedó en la estación hasta que silbó la locomotora, y cuando el tren hubo partido, no supo ya qué hacer, desesperada; sus días le parecían extenderse ante ella, vacíos como esta gran sala, donde se había quedado sola. Subió a su cupé, le dijo al cochero que regresara a casa. Pero, por el camino, cambió de idea; tuvo miedo de su cuarto, del aburrimiento que la esperaba; ni siquiera se sentía con ánimos para mudarse de vestido, para su habitual vuelta al lago. Tenía necesidad de sol, necesidad de gentío.

Ordenó al cochero que se dirigiera al Bosque.Eran las cuatro. El Bosque despertaba de la pesadez de los

calores de primera hora de la tarde. A lo largo de la avenida de la Emperatriz volaban nubecillas de polvo, y se veían, a lo lejos, las alfombras de verdor desplegadas, que limitaban los collados de Saint-Cloud y de Suresnes, coronados por la mole grisácea del monte Valérien. El sol, alto en el horizonte, se derramaba, llenaba con un polvo de oro los huecos del follaje, encendía las ramas altas, mudaba aquel océano de hojas en un océano de luz. Pero, pasadas las fortificaciones, en la avenida del Bosque que conducía al lago, acababan de regar; los carruajes rodaban sobre la tierra parda, como sobre la lana de una moqueta, en medio de un frescor, de un aroma envolvente de tierra mojada. A los dos lados, los arbolitos de los

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planteles hundían, entre los zarzales bajos, el tropel de sus jóvenes troncos, perdiéndose en el fondo de una penumbra verdosa, en la que unos rayos de luz abrían, aquí y allá, claros amarillos; y, a medida que se acercaban al lago, las sillas de las aceras se hacían más numerosas, familias sentadas contemplaban, con rostros tranquilos y silenciosos, el interminable desfile de ruedas. Después, al llegar a la encrucijada, delante del lago, se producía un deslumbramiento; el sol oblicuo hacía de la redondez del agua un gran espejo de plata pulida, que reflejaba la faz resplandeciente del astro. Los ojos parpadeaban; no se distinguía, a la izquierda, cerca de la orilla, sino la mancha oscura de la barca de paseo. Las sombrillas de los carruajes se inclinaban, con movimiento suave y uniforme, hacia aquel esplendor, y sólo volvían a alzarse en la avenida a lo largo del lienzo de agua, que, desde lo alto de la ribera, adoptaba entonces negruras de metal rayadas por bruñidos de oro. A la derecha, los bosquecillos de coníferas alineaban sus columnatas, tallos frágiles y rectos, cuyo violeta tierno enrojecían las llamas del cielo; a la izquierda se extendían los céspedes, anegados de claridad, semejantes a campos de esmeraldas, hasta el lejano encaje de la puerta de La Muette. Y al acercarse a la cascada, mientras volvía a iniciarse por un lado la penumbra de los planteles, las islas, más allá del lago, se alzaban en el aire azul, con los rayos de sol de sus riberas, las sombras enérgicas de sus abetos, al pie de los cuales el Chalet parecía un juguete infantil perdido en un rincón de una selva virgen. Todo el Bosque se estremecía y reía bajo el sol.

Renée se avergonzó de su cupé, de su vestido de seda parda, en aquel admirable día. Se hundió un poco más, con los cristales abiertos, mirando aquel chorro de luz sobre el agua y el verdor. En las revueltas de las avenidas veía la fila de ruedas que giraban como estrellas de oro, en una larga cola de destellos cegadores. Los paneles barnizados, los brillos de las piezas de cobre y de acero, los vivos colores de los trajes, marchaban al trote regular de los caballos, ponían sobre los fondos del Bosque una ancha franja móvil, un rayo caído del cielo, que se estiraba y seguía las curvas de la calzada. Y, en ese rayo, la joven veía a veces, guiñando los ojos, destacarse el rubio moño de una mujer, la espalda negra de un lacayo, la crin blanca de un caballo. Las redondeces tornasoladas de las sombrillas relampagueaban como lunas de metal.

Entonces, frente a la plena luz, en los anchos rayos de sol, pensó en la ceniza fina del crepúsculo que había visto caer una tarde sobre el follaje amarillento. Maxime la acompañaba. Era en la época en que el deseo de aquel niño despertaba en ella. Y volvía a ver el césped bañado por el aire de la tarde, los planteles en sombra, las avenidas desiertas. La fila de carruajes pasaba con un ruido triste, a lo largo de las sillas vacías, mientras que hoy el fragor de las ruedas, el trote de los caballos, sonaban con alegrías de charanga. Después evocó todos sus paseos por el Bosque. Había vivido allí, Maxime había crecido allá, a su lado, sobre el cojín de su carruaje. Era su jardín. La lluvia los sorprendía en él, el sol los devolvía a él, la noche no

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siempre los echaba. Paseaban por él en todos los tiempos, saboreaban en él los aburrimientos y las alegrías de su vida. En el vacío de su ser, en la melancolía de la marcha de Céleste, estos recuerdos le causaban una alegría amarga. Su corazón decía: ¡Nunca más! ¡Nunca más! Y se quedó helada cuando evocó este paisaje en invierno, el lago inmóvil y empañado donde habían patinado; el cielo era del color del hollín, la nieve cosía en los árboles guipures blancos, el cierzo les arrojaba a los ojos y a los labios una fina arena.

Entre tanto, a la izquierda, por la vía reservada a los jinetes, había reconocido al duque de Rozan, al señor De Mussy y al señor De Saffré. Larsonneau había matado a la madre del duque, al presentarle, a su vencimiento, los ciento cincuenta mil francos de pagarés firmados por su hijo, y el duque se comía su segundo medio millón con Blanche Muller, tras haber dejado los primeros quinientos mil francos entre las manos de Laure de Aurigny. El señor De Mussy, que había dejado la embajada de Inglaterra por la embajada de Italia, había vuelto a ser un galán, y dirigía el cotillón con nuevas gracias. En cuanto al señor De Saffré, seguía siendo el escéptico y el vividor más amable del mundo. Renée lo vio adelantar su caballo hasta la portezuela de la condesa Vanska, de quien estaba locamente enamorado, decían, desde el día en que la había visto de Coral, en casa de los Saccard.

Todas aquellas señoras se encontraban allí, por lo demás: la duquesa de Sternich, con su eterna carretela; la señora De Lauwerens, detrás de la baronesa de Meinhold y la menuda la señora Daste, en un landó; la señora Teissiére y la señora de Guende, en victoria. En medio de aquellas damas, Sylvia y Laure de Aurigny se exhibían sobre los cojines de una magnífica calesa. E incluso pasó la señora Michelin, en el fondo de un cupé; la linda morena había ido a visitar la capital del señor Hupel de la Noue, y, a su regreso, se la había visto en el Bosque en aquel cupé, al que esperaba agregar pronto un coche descubierto. Renée vislumbró también a la marquesa de Espanet y a la señora Haffner, las inseparables, ocultas tras sus sombrillas, que reían tiernamente, mirándose a los ojos, tumbadas una junto a otra.

Después pasaban los señores: el señor De Chibray, en berlina; mister Simpson, en dogcart, los señores Mignon y Charrier, más ávidos de tareas, pese a su sueño de próximo retiro, en un cupé que dejaban en la esquina de una avenida, para recorrer un trecho de camino a pie; el señor De Mareuil, todavía de luto por su hija, en busca de saludos por su primera interrupción lanzada la víspera en el Cuerpo legislativo, paseando su importancia política en el coche del señor Toutin-Laroche, que acababa una vez más de salvar al Crédito Vitícola, tras haberlo puesto a dos dedos de la ruina, y a quien el Senado adelgazaba y volvía aún más considerable.

Y para cerrar el desfile, como suprema majestad, el barón de Couraud se entorpecía al sol, sobre las almohadas dobles que guarnecían su carruaje. Renée tuvo una sorpresa; sintió asco al

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reconocer a Baptiste al lado del cochero, con su cara blanca, su aire solemne. El alto lacayo había entrado al servicio del barón.

Los planteles seguían huyendo, el agua del lago se irisaba bajo los rayos más oblicuos, la fila de carruajes alargaba sus resplandores danzantes. Y la joven, presa también de aquel placer y arrastrada por él, tenía una vaga conciencia de todos los apetitos que rodaban en medio del sol. No sentía indignación contra aquella jauría. Pero los odiaba, por su alegría, por el triunfo que se los mostraba en pleno polvillo de oro del cielo. Eran soberbios y sonrientes; las mujeres se exhibían, blancas y gruesas; los hombres tenían miradas vivas, aspecto encantado de amantes dichosos. Y ella, en el fondo de su corazón vacío, no encontraba sino una lasitud, una sorda envidia. ¿Era ella mejor que los otros, por doblarse así bajo los placeres? ¿O los dignos de alabanza eran los otros, por tener las espaldas más anchas que las suyas? No lo sabía; ansiaba nuevos deseos para dar un nuevo comienzo a la vida cuando, al volver la cabeza, vio, a su lado, en la acera que bordeaba los planteles, un espectáculo que la desgarró con un golpe supremo.

Saccard y Maxime caminaban a pasos menudos, uno del brazo del otro. El padre había debido de ir a visitar al hijo, y ambos habían bajado desde la avenida de la Emperatriz al lago, charlando.

—Entiéndeme —repetía Saccard—, eres un memo... Cuando uno tiene dinero como tú, no hay que dejarlo dormir en el fondo de un cajón. Se puede ganar un cien por cien en el negocio que te digo. Es una inversión segura. ¡Sabes perfectamente que yo no quiero darte el pego!

Pero el joven parecía aburrido de esta insistencia. Sonreía con aire gracioso, miraba los carruajes.

—Fíjate en esa mujercita de allá, la de violeta —dijo de pronto—. Es una lavandera que ese animal de Mussy ha lanzado.

Miraron a la mujer de violeta. Después, Saccard sacó un puro del bolsillo y, dirigiéndose a Maxime, que fumaba:

—Dame fuego. —Entonces se detuvieron un instante, frente a frente, acercando sus rostros. Cuando el puro estuvo encendido—: Mira —continuó el padre cogiendo a su hijo del brazo, apretándolo estrechamente—, serías un imbécil si no me hicieras caso. ¿Qué? ¿Entendido? ¿Me traerás mañana los cien mil francos?

—Sabes perfectamente que ya no voy por tu casa —respondió Maxime, frunciendo los labios.

—Bah! ¡Tonterías! ¡Eso tiene que acabar de una vez!Y mientras daban unos pasos en silencio, en el momento en que

Renée, sintiéndose desfallecer, hundía la cabeza en el acolchado del cupé, para no ser vista, un rumor creció, corrió a lo largo de la fila de carruajes. En las aceras, los peatones se paraban, se daban la vuelta, boquiabiertos, siguiendo con los ojos algo que se aproximaba. Hubo un ruido de ruedas más vivo, las carrozas se apartaron respetuosamente, y aparecieron dos batidores vestidos de verde, con gorros redondos en los que saltaban borlas de oro, con los hilos cayendo en cascada. Corrían, un poco inclinados, al trote de sus

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grandes bayos. Detrás de ellos dejaban un vacío. Entonces, en ese vacío, apareció el emperador.

Iba en el fondo de un landó, solo en el asiento. Vestido de negro, con su levita abotonada hasta la barbilla, llevaba una chistera muy alta, ligeramente ladeada, y cuya seda relucía. Frente a él, ocupando el otro asiento, dos caballeros, vestidos con esa elegancia correcta que estaba bien vista en las Tullerías, iban muy serios, con las manos en las rodillas, con el aire mudo de dos invitados a una boda a quienes se pasea entre la curiosidad de la muchedumbre.

Renée encontró envejecido al emperador. Bajo los gruesos bigotes engomados, la boca se abría con mayor blandura. Los párpados eran más pesados, hasta el punto de cubrir a medias los ojos mortecinos, cuyo gris amarillento se nublaba más. Y sólo la nariz seguía conservando su seca línea en medio del rostro vago.

Mientras tanto, las damas de los coches sonreían discretamente, los peatones se señalaban al príncipe. Un hombre gordo afirmaba que el emperador era el caballero que daba la espalda al cochero, a la izquierda. Algunas manos se alzaron en un saludo. Pero Saccard, que se había quitado el sombrero antes incluso de que hubieran pasado los batidores, esperó a que el coche imperial se encontrara exactamente frente a él y, entonces, gritó con su gruesa voz provenzal:

—¡Viva el emperador!El emperador, sorprendido, se volvió; reconoció, sin duda, al

entusiasta, le devolvió el saludo sonriente. Y todo desapareció en el sol, los carruajes volvieron a juntarse, Renée ya no vio, por encima de las crines, entre las espaldas de los lacayos, más que los gorros verdes de los batidores, que saltaban con sus borlas de oro.

Se quedó un momento con los ojos muy abiertos, llenos de esta aparición, que le recordaba otra hora de su vida. Le parecía que el emperador, al mezclarse con la fila de carruajes, acababa de poner en ella el último rayo necesario y de dar un sentido a este desfile triunfal. Ahora era la gloria. Todas aquellas ruedas, todos aquellos hombres condecorados, todas aquellas mujeres que se exhibían lánguidamente, se marchaban entre el relámpago y el fragor del landó imperial. Esta sensación resultó tan aguda y dolorosa que la joven sintió la imperiosa necesidad de escapar de aquel triunfo, de aquel grito de Saccard que resonaba aún en sus oídos, de la vista del padre y del hijo, del brazo, charlando y andando a menudos pasos. Buscó, con las manos en el pecho, como abrasada por un fuego interior; y con una repentina esperanza de alivio, de saludable frescor, se inclinó y dijo al cochero:

—¡Al palacete Béraud!El patio tenía su frialdad de claustro. Renée dio la vuelta bajo las

arcadas, feliz con la humedad que caía sobre sus hombros. Se acercó al pilón verde de musgo, pulido en los bordes por el desgaste; miró la cabeza del león semiborrada, las fauces entreabiertas, que arrojaban un hilillo de agua por un tubo de hierro. Cuántas veces, ella y Christine, habían cogido aquella cabeza entre sus brazos de crías,

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para agacharse, para llegar hasta el hilo de agua, cuyo chorro helado les gustaba sentir sobre sus manitas. Después subió la gran escalera silenciosa, vislumbró a su padre al fondo de la sucesión de inmensas estancias; enderezaba su alta talla, se hundía lentamente en las sombras de la vieja morada, de esta soledad altanera, en la que se había enclaustrado totalmente después de la muerte de su hermana; y pensó en los hombres del Bosque, en aquel otro viejo, el barón de Gouraud, que hacía rodar su carne al sol, sobre almohadas. Subió aún más, avanzó por los pasillos, por las escaleras de servicio, hizo el viaje de la habitación de las niñas. Cuando llegó arriba del todo, encontró la llave en el clavo habitual, una gruesa llave herrumbrosa, donde las arañas habían hilado su tela. La cerradura lanzó un grito quejoso. ¡Qué triste era el cuarto de las niñas! Se le puso un nudo en la garganta al encontrarlo tan vacío, tan gris, tan mudo. Cerró la puerta de la pajarera, que había quedado abierta, con la vaga idea de que por esa puerta debían de haber alzado el vuelo las alegrías de su infancia. Delante de las jardineras, llenas aún de una tierra endurecida y resquebrajada como barro seco, se detuvo, rompió con los dedos un tallo de rododendro; aquel esqueleto de planta, canijo y blanco de polvo, era cuanto quedaba de sus vivos canastillos de verdor. Y la estera, la propia estera, desteñida, comida por las ratas, se extendía con una melancolía de sudario que espera desde hace años la muerte prometida. En un rincón, en medio de aquella muda desesperación, de aquel abandono cuyo silencio lloraba, encontró una de sus viejas muñecas; todo el serrín se había escurrido por un agujero, y la cabeza de porcelana seguía sonriendo con sus labios de esmalte, encima de aquel cuerpo blando, agotado al parecer por locuras de muñeca.

Renée se ahogaba, en medio de aquel aire podrido de su primera edad. Abrió la ventana, miró el inmenso paisaje. Allí nada estaba ensuciado. Encontró las alegrías eternas, la eterna juventud del aire libre. Detrás de ella, el sol debía de estar bajando; no veía sino los rayos del astro en su puesta, que amarilleaban con suavidades infinitas aquel trozo de ciudad que ella conocía tan bien. Era como una canción postrera del día, un alegre estribillo que se dormía lentamente sobre todas las cosas. Abajo, la estacada brillaba con resplandores de llamas leonadas, mientras el puente de Constantino recortaba el negro encaje de sus cordajes de hierro sobre la blancura de sus pilares. Después, a la derecha, las umbrías del Mercado de los Vinos y del jardín Botánico formaban una gran charca, de aguas estancadas y musgosas, cuya superficie verdosa iba a anegarse en las brumas del cielo. A la izquierda, el muelle Henri IV y el muelle de La Rapée alineaban la misma hilera de casas, esas casas que las chiquillas, veinte años antes, habían visto allí, con las mismas manchas pardas de los cobertizos, las mismas chimeneas rojizas de las fábricas. Y, sobre los árboles, el tejado pizarroso de La Salpêtrière, azuleado por el adiós del sol, se le apareció de repente como un viejo amigo. Pero lo que la calmaba, lo que ponía un frescor en su pecho, eran las largas riberas grises; era, sobre todo, el Sena,

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el gigante que miraba llegar desde el extremo del horizonte, derecho hacia ella, como en los dichosos tiempos en que tenía miedo de verlo crecer y subir hasta la ventana. Recordaba la ternura que les inspiraba el río, su amor a la corriente colosal, al temblor de aquel agua rugiente, que se desplegaba como un lienzo a sus pies, se abría a su alrededor, detrás de ellas, en dos brazos que no veían, y cuya grande y pura caricia sentían aún más. Eran ya coquetas, y decían, los días de cielo claro, que el Sena se había puesto su hermoso traje de seda verde moteado de llamas blancas; y las corrientes donde el agua se rizaba ponían en el traje encañonados de satén, mientras a lo lejos, más allá del cinturón de los puentes, placas de luz desplegaban paños de tela del color del sol.

Y Renée, alzando los ojos, miró el vasto panorama que se perdía, de un azul tierno, fundido poco a poco en el borroso crepúsculo. Pensaba en la ciudad cómplice, en el resplandor de las noches del bulevar, en las tardes ardientes del Bosque, en los días macilentos y crudos de los grandes palacetes nuevos. Después, cuando bajó la cabeza y volvió a ver con una mirada el apacible horizonte de su infancia, aquel rincón de ciudad burguesa y obrera donde soñaba con una vida de paz, una suprema amargura acudió a sus labios. Con las manos unidas, sollozó en la noche que caía.

El invierno siguiente, cuando Renée murió de una meningitis aguda, fue su padre quien pagó sus deudas. La cuenta de Worms ascendía a doscientos cincuenta y siete mil francos.

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