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Beatriz Rodríguez

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Beatriz RodríguezCuando éramos ángeles

Nació en Sevilla, en 1980. Es licenciada en Filología Hispánica. Ha trabajado como editora para distintos sellos y ha sido colaboradora en revistas como El Rapto de Europa o Trama & Texturas y en guiones de documentales como La memoria de los cuentos. Los últimos narradores orales. También ha participado en la antología de relatos Watchwomen. Narradoras del siglo xxi. Actualmente dirige la editorial Musa a las 9 y el Festival de Poesía de Madrid, POEMAD. En 2013 publicó La vida real de Esperanza Silva (Casa de Cartón). Cuando éramos ángeles es su segunda novela.

@BeatrizAlas9

Imagen de la cubierta: © Brian OldhamDiseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta

Clara dirige un periódico comarcal en Fuentegrande, un pueblo al que se traslada atraída por la vida tranqui-la del valle. La aparición del cadáver de Fran Borrego, dueño de una gran parte de las tierras del lugar, la su-merge en una sociedad repleta de envidias, intrigas y secretos fraguados en la década de los noventa, cuando Fran y sus amigos no eran más que unos adolescentes.

¿Cuál es el móvil de un crimen? ¿En qué momento germina la idea: poco antes de cometerlo o muchos años atrás, cuando éramos ángeles y estábamos mol-deando nuestro carácter y el universo de nuestras re-laciones?

Beatriz Rodríguez ha construido una impecable no-vela coral sobre la pérdida de la inocencia, sobre la bús-queda de la identidad y el descubrimiento de las experiencias que forjan nuestra personalidad y que nos persiguen desde la adolescencia. Una magnífica lectura que anuncia una de las voces más interesantes del pano-rama literario español.

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«Cuando éramos ángeles, de Beatriz Rodríguez, me ha parecido fascinante y perturbadora a partes iguales. Un drama con mucho sabor y una banda sonora muy po-tente que reflejan a la perfección los tiempos de aper-tura tras el franquismo», Rodrigo Rivero, librería Lé.

«Una historia coral muy bien construida, especialmente la ambientación rural y la construcción de los personajes. Beatriz Rodríguez refleja muy bien el final de la adoles-cencia y las relaciones de poder. Muy buen principio para una escritora que se adentra en el difícil mundo de la narración literaria», Concha Quirós, librería Cervantes.

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Beatriz RodríguezSobre Cuando éramos ángeles

Cuando éramos ángeles

SELLO

FORMATO

SERVICIO

SEIX BARRALCOLECCIÓN BIBLIOTECA BREVE

13,3 X 23RUSITCA CON SOLAPAS

CARACTERÍSTICAS

CMYK + PANTONE 187CIMPRESIÓN

FORRO TAPA

PAPEL

PLASTIFÍCADO

UVI

RELIEVE

BAJORRELIEVE

STAMPING

GUARDAS

FOLDING 240 g

BRILLO

INSTRUCCIONES ESPECIALES

Llevará faja 1/0

+ FAJA (Pantone 187C) P.Brillo

CORRECCIÓN: TERCERAS

DISEÑO

REALIZACIÓN

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Beatriz RodríguezCuando éramos ángeles

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© Beatriz Rodríguez Delgado, 2016C/O DOS PASSOS Agencia Literaria

© Editorial Planeta, S. A., 2016Seix Barral, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.Avda. Diagonal, 662­664, 08034 Barcelona (España)www.seix­barral.eswww.planetadelibros.com

Diseño original de la colección: Josep Bagà Associats

Primera edición: enero de 2016ISBN: 978­84­322­2569­7Depósito legal: 27.742­2016Composición: Ātona - Víctor Igual, S. L.Impresión y encuadernación: Black Print, CPI.Printed in Spain ­ Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloroy está calificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático,ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, porfotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracciónde los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 ysiguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algúnfragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o porteléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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11 Un aperitivo15 Sangre encebollada27 Eugenia39 Habichuelas en escabeche55 Las chicas están bien67 Gazpacho de culantro83 Putas en cal95 Costillas adobadas

105 El amor de Fran Borrego117 Un suspiro de pe(s)cado131 El Loco Sebastián143 Bacalao dorado155 Cuando éramos ángeles167 Ajoblanco181 Rock and roll is dead193 Asadura207 Todos los hijos de puta se parecen a sus padres217 Migas con sardinas229 La novia vestida de rojo239 Y de postre...

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SANGRE ENCEBOLLADA

El cuerpo de Fran Borrego estaba boca arriba,con los dedos índice y pulgar de la mano izquier-da manchados de sangre. Los ojos, todavía abier-tos, mantenían una expresión de sorpresa y pá-nico que seguramente habría mitigado el dolorcausado por el golpe en la cabeza.

«Debió de tocarse la herida antes de caer»,dijo Celestino, uno de los dos policías comarcalesque patrullaban por Fuentegrande. Su compañe-ro, Ángel Crespo, había recibido el aviso de laguardia forestal hacía un cuarto de hora. Se diri-gían a hacer el primer control de la mañana en lacarretera nacional que accedía al pueblo, pero, alsaber que se trataba de Fran Borrego, dieron me-dia vuelta y subieron rápido los diez kilómetrosde puerto de montaña que separaban Fuentegrandedel resto de la civilización.

Antes de ver el cadáver hablaron sobre la po-

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sibilidad de que le hubiera dado un infarto, y aCelestino le extrañó; Fran debía de tener cuatro ocinco años menos que él, que estaba rozando loscuarenta. Era demasiado joven para eso. Sin em-bargo, cuando vio el cráneo abierto y los ojos depánico del cadáver, pensó que no era demasiadojoven como para que alguien quisiera cargárselo.De hecho, se lo estaba buscando desde hacía mu-cho tiempo.

«La sangre tiene que ser de pollo, porque es la quetiene el sabor más dulce», le dijo Chabela, la due-ña del Hostal Las Rosas, a Clara Ibáñez cuandoésta entró en la cocina y dijo: «Qué asco, por Dios,¿y así quieres que coma?».

Desde hacía unos meses, Chabela estaba em-peñada en engordar a su mejor huésped y cocina-ba todos los días lo que ella consideraba exquisi-teces de la tierra. Como casi todas las grandescocineras, consideraba que la narración de susplatos era fundamental para abrir los sentidos,pero, mientras le contaba: «Picas dos cebollas ydos ajos y los sofríes en una sartén con aceite deoliva virgen y una hojita de laurel; cuando la ce-bolla esté pochada, añades la sangre que previa-mente has cortado en daditos», a Clara le dio unaarcada tan grande que tuvo que salir de la cocina;bebió un poco de agua de la jarra que Chabelatenía siempre en el mostrador de recepción y se

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dispuso a salir del hostal, no sin antes oír a lolejos el discurso ininterrumpido de su casera:«Le añades un vaso de vino blanco, cuanto másrico, mejor, y dejas que se cueza unos veinte mi-nutos».

Clara Ibáñez salió a correr como todas las ma-ñanas por los diez kilómetros de puerto de mon-taña que «separan Fuentegrande del resto de lacivilización». Era ella la autora de la frase, pero,aunque mucha gente en el pueblo pensaba algoparecido, no había vuelto a repetirla desde quetuvo un encontronazo en el bar del Hostal LasRosas con un viejo que le dijo que en Fuente-grande no gustaban las forasteras con pinta deputa que se hacían las graciosas. Clara supusoque era porque llevaba un pantalón de corrermuy corto y una camiseta rosa que le dejaba labarriga al aire. Le hizo gracia pensar que aquelhombre consideraba ofensiva la ropa de deportey comprobar, una vez más, el rechazo hacia lodesconocido que imperaba en el pueblo, espe-cialmente si lo desconocido tenía algo que vercon una mujer que salía a correr sola por la ca-rretera, a cuento de qué.

Como ya hacía bastante calor, aquella maña-na también llevaba los pantalones cortos y la ca-miseta con la barriga al aire, aunque ésta era ne-gra y tenía unas gruesas tirantas que le sujetabanla espalda. Salía del hostal todos los días antesdel amanecer y hacía unos cinco kilómetros del

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puerto, aunque casi nunca conseguía terminar losde subida, porque eran los más empinados, y lle­gaba al pueblo andando a paso rápido. Éste era elmomento que menos le gustaba, la carrera defondo le permitía dejar la mente en blanco, perocon el paseo empezaba a darle vueltas a la cabezay, en muchas ocasiones, decía frases sueltas envoz alta, como si el asfalto fuera un psicólogo, oun confesor.

Clara Ibáñez había llegado a Fuentegrandepara dirigir el periódico comarcal La Velaña In-formación junto con Marcos, su marido, que ha­bía nacido en aquella zona y cuyo sueño desdeque terminó la facultad fue volver a vivir en algu­no de los pueblos de la comarca, trabajar comoperiodista freelance y llevar una vida tranquila depaseos por el campo y excursiones a las playascercanas. A Clara le pasó algo un tanto extraordi­nario: toparse con lo que ella consideraba un buenhombre en un momento en el que andaba bastan­te desencantada con la idea del amor, y decidióque podía construir su realidad alrededor de larealidad de Marcos, si el trabajo continuaba sien­do más o menos interesante y la vida con él seguíaproporcionándole la dosis adecuada de sexo y com­pañerismo con la que cualquier persona puedetransitar con facilidad hasta la vejez, tal vez unpoco menos.

No le salió del todo mal, porque consiguióque un grupo importante de telecomunicaciones

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en el que había trabajado invirtiera en un periódi-co comarcal con versión digital gratuita: ella diri-giría el periódico y él, que quería pasear, la ver-sión digital.

La oscuridad se instaló en la vida de ClaraIbáñez una mañana de finales de verano. No lle-vaban más de dos meses viviendo en la nueva casade Fuentegrande cuando Marcos se despertó conun dolor insoportable en el pecho. Al llegar la am-bulancia, una hora después, se la encontraron derodillas en el suelo del salón, con el cuerpo muer-to de su marido en los brazos.

Convertirse en una viuda de treinta y cincoaños que vivía en un pueblo de menos de mil ha-bitantes era algo que Clara Ibáñez no supo digerir.Nunca había sabido afrontar con normalidad eldolor; tenía desde pequeña un rechazo disfrazadode pragmatismo ante las situaciones dramáticas,pero el día del entierro creyó que aquel vacío queMarcos dejaba nunca permitiría que la vida vol-viera a tener ese carácter apacible que, pensabaella, tanto necesitaba. Cerró con llave la casa en laque no quería volver a poner un pie, se instaló enel Hostal Las Rosas y se dedicó a sacar el periódi-co adelante trabajando doce horas diarias, embo-rrachándose los fines de semana con Chabela ycorriendo todas las mañanas hacia la mitad de uncamino que llevaba a la civilización.

Por allí iba aquella mañana en la que vio pasara más de cien kilómetros por hora el coche de la

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policía comarcal. Normalmente, Celestino se pa-raba y le decía alguna burrada, así que le extrañóno percibir ni una mirada de refilón por el espejoretrovisor; también le extrañó ver una ambulan-cia en la entrada del pueblo, en la esquina de lataberna de Justo, donde estaba prohibido estacio-nar porque era una curva muy cerrada. Se acercósin mucho disimulo, pero sólo consiguió ver lacara pálida de Ángel Crespo, la mole de cien kilosdel cuerpo de Fran Borrego subida a una camillay a Celestino dirigiéndose a ella mientras le decíaque se fuera de allí inmediatamente.

Cuando todos se calmaron un poco, especial-mente los dos policías, que al parecer conocíana Fran desde que eran pequeños, Clara consi-guió averiguar que el cuerpo lo habían encontra-do en el Pino de Rocafría unos turistas que para-ban en Cansinos, la capital de la comarca. Todavíano se sabía nada más, tenían que esperar a queviniera un forense porque Alfonso, el médico, es-taba de viaje. «Qué casualidad, coño, no trabajanunca y para una vez que nos hace falta no está»,dijo Celestino mientras miraba fijamente la bu-ganvilla que había en la puerta de la taberna deJusto.

La comarca de La Velaña era una zona quealbergaba los diez pueblos situados en la faldade la cordillera más grande del país. Lamayoría deellos tenían fácil acceso por carretera a una zonade playa muy amplia, pero, entre pueblo y pue-

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blo, había numerosos valles de encinas, castañosy nogales, por lo que al turismo de playa de todala vida se había sumado desde hacía un par dedécadas el turismo rural. Además, había nume­rosas empresas especializadas tanto en chacinascomo en productos de mar enlatados y salmue­ras. Una zona rica en la que Fuentegrande habíasido históricamente el pueblo menos favorecido,ya que el puerto de montaña establecía en la anti­güedad una frontera física difícil de franquear,que en la actualidad se había convertido en unlímite psicológico instaurado en la estrechez demiras de sus habitantes, defensores de la econo­mía reducida que proporcionaban al pueblo losproductos de las huertas. El turismo rural reque­ría una infraestructura muy costosa, por el difícilacceso a los valles, y la zona de playa que le per­tenecía estaba dividida entre un parque natural,sobre el que no se podía construir nada, y unazona militar, cedida a las tropas norteamericanasen la época de la dictadura. Lo único realmentede valor que tenía Fuentegrande era el agua. Lamontaña sobre la que reposaba el pueblo era unagigantesca bóveda de la que manaban numerososmanantiales que, bien gestionados, podían con­vertir el lugar en el abastecedor de agua más im­portante no sólo de la comarca, sino de toda laprovincia.

Cansinos, la capital de la comarca, era en rea­lidad un pueblo grande, cercano a las playas. Apar­

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te del casco antiguo, asediado por numerosasurbanizaciones que nada tenían que ver con laarquitectura original de la zona, el paisaje deCansinos estaba cubierto de edificios de diezplantas pintados de colores chillones, centros co-merciales, parques empresariales y hoteles gigan-tes. Curiosamente, y gracias al empeño de ClaraIbáñez, la sede de La Velaña Información seguíaestando en Fuentegrande, aunque la «sede» noera más que un despacho situado en la planta dearriba de la caja rural, que estaba en la mismacasa —jamás eso habría podido llamarse edifi-cio— en la que se encontraba el ayuntamiento.

Desde la ventana de la oficina se veía la igle-sia de San Nicolás, que presidía la plaza del pue-blo, de la cual salían cinco calles principales so-bre las que se iban ramificando, casi en círculo,otras callejuelas de piedra, no aptas, en opiniónde Clara, para los tacones que se ponían las jo-vencitas en las procesiones de Semana Santa, yde cuestas imposibles que fortalecían, de unamanera realmente curiosa, los gemelos de las nu-merosas ancianas que seguían fingiendo sus vi-das entre visillos y rezos.

Clara entró en la oficina a las ocho y treinta ycinco, veinticinco minutos antes de lo que era ha-bitual, y pilló a Auxi, su ayudante, hablando porteléfono con el novio mientras se hacía un trabajode primera sobre sus uñas de porcelana con unalima enorme.

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Pese a no compartir el universo estético deAuxi, en el que el tacón de punta fina blanco seconsideraba fondo de armario, los vaqueros eraninapropiados para ir a trabajar, las mechas des-prendían señales de prosperidad y conservar unmoreno de terraza acartonado y sin brillo desdeabril hasta octubre era el súmmum de la belleza,Clara no podía quejarse de su trabajo. Ademásde llevar toda la administración y de tener per-fectamente coordinados los artículos de los nu-merosos colaboradores del periódico, se teníacamelado al chico de la imprenta de Cansinos yconseguía colar la publicación, aunque llevasenmedio día de retraso. El único problema era queClara no había visto sonreír a Auxi en la vida.Tenía novio, algo importante para la sociedadfuentegrandina, muchas amigas y unos impre-sionantes ojos azules que sabía utilizar a la per-fección. Desprendía, además, cierto aire de fem-me fatale un poco rural aunque efectivo, quedesde el primer momento a Clara le había pare-cido una pose, pero llevaban casi un año traba-jando juntas y las comisuras de los labios de Auxino se habían elevado ni medio centímetro. Alprincipio, pensó que se debía a que la chica le te-nía algo de miedo, e incluso intentó que charla-ran sobre el asunto. Cuando Clara le preguntó sitenía algún problema con ella, Auxi la miró comosi fuera una extraterrestre con sus fríos ojos azu-les y dijo que no, claro que no. Clara zanjó en ese

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momento el asunto, convencida de que la res­puesta real era otra, aunque repitiéndose una yotra vez que ya no tenía edad para preocuparsepor esas tonterías.

Encendió el ordenador y, antes de revisar lasnoticias de Nacional e Internacional que le envia­ban las agencias, para después ponerse con laagenda de Cultura, Sociedad y Política, decidióescribir un obituario por la muerte de Fran Borre­go. Al fin y al cabo, había sido uno de los princi­pales patrocinadores del periódico y su familiaera la dueña de más de la mitad de las huertas querodeaban Fuentegrande, aunque ella, personal­mente, sólo se había cruzado con él en un par deocasiones. Sabía que Fran estaba casado con Ro­sario, la hermana de Alfonso, el médico del pue­blo, y, en opinión de Clara, uno de los pocos hom­bres con los que se podía hablar en Fuentegrandesin que peligrase la integridad física o mental. Ro­sario, junto con su hermano, era la heredera deuna de las huertas más grandes de la montaña.Las demás huertas, de eso se enteró después, lashabían ido comprando poco a poco. Clara tam­bién sabía que Fran tenía un hermano menor, Ni­colás, que no solía aparecer mucho por el pueblo,y un socio, Tomás, que poseía las dos huertas querestaban. Hizo sus cálculos y dedujo que, poco apoco, Fran se había ido apropiando de todo el te­rreno privado que rodeaba Fuentegrande.

Antes de hablar con el concejal de Urbanismo

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para saber qué territorio libre le quedaba al ayun-tamiento, recordó que Fran también tenía un niñode dos años. Eso encajaría bien en lo de «queridopadre y esposo» de las cinco líneas que acababa deescribir para el obituario.

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