Transcript

Crítica literaria chilena actual.

Breve historia de debates y polémicas: de la querella del criollismo hasta el

presente.

Crítica literaria y políticas culturales:

Escritores, revistas literarias y compromiso social.

Vicente Bernaschina Schürmann – Paulina Soto Riveros

© 2011 Todos los derechos reservados.

Esta investigación contó con el apoyo del Fomento del Libro, Modalidad

Investigación y de la Beca de Creación Literaria, Género Ensayo del Fondo de

Fomento del Libro y la Lectura 2009.

C r í t i c a l i t e r a r i a y p o l í t i c a s c u l t u r a l e s | 2

Índice

Crítica literaria y políticas culturales: ........................................................................................................ 1

1. Detenidos en el umbral de nosotros mismos ........................................................................................ 3

2. La guerra de guerrillas o tirarse con la bomba bajo el auto. .............................................................. 16

3. ¿Hasta qué punto estás dispuesto a callar? ........................................................................................... 36

4. Purgando La Moneda .............................................................................................................................. 56

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1. Detenidos en el umbral de nosotros mismos

“¿Qué ha ocurrido en la literatura chilena en los últimos veinte años?”, se preguntaba Carlos

Droguett en un artículo publicado por la revista Mensaje en su número correspondiente a septiembre

y octubre de 1970.1 La pregunta no tendría por qué parecernos extraordinaria como para destacarla.

Es una pregunta sencilla, que invita a la evaluación de un proceso; una pregunta que incluso

tendríamos que considerar necesaria, si además nos percatamos que el momento en que se la

formula es concebido como el umbral de una nueva época.

Sin embargo, la pregunta no deja de presentarnos ciertas dificultades; sobre todo, porque no

es verdaderamente una pregunta, sino una afirmación llena de sarcasmo.

Droguett, polémico como siempre, lanzó la pregunta por sobre el desarrollo literario de la

narrativa de la generación del 38 y de la del 50, sobre los largos debates de los encuentros de

escritores y de las revistas literarias y culturales para declarar directamente: “la respuesta es tajante y

definitiva, o definitoria más bien. No ha pasado nada”.2 Si bien está dispuesto a reconocer que hay

excepciones, auténticas islas, estas no son suficientes para conformar un continente ni justificarlo.

En su opinión, “la literatura chilena […] es frívola, espiritualmente pequeña, irresponsable, no tiene

garra, no tiene coraje, no tiene imaginación, profundidad ni estilo, vive de espaldas a la realidad

chilena. No solo la realidad histórica sino la realidad no escrita, desgraciadamente no escrita, que

pasa por ahí afuera en estos momentos”.3

Ahora bien, si la pregunta planteada más arriba por Droguett era en verdad una afirmación

sarcástica y provocadora, la declaración de que en veinte años no ha pasado nada tampoco podemos

tomarla como una negación sin más. De serlo así, Droguett no estaría diciendo absolutamente nada.

Se habría limitado a la penosa constatación de un hecho y luego al lamento correspondiente. Pero la

1 Carlos Droguett, “La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional.” Apartado Revista Mensaje 203-204 (1970): 1. 2 Ibíd., 1. 3 Ibíd., 1.

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negación, puesta en un momento histórico y bajo la determinación de un objetivo, no sólo marca

una toma de posición del escritor ante su labor, sino la elección de una tradición y de un rol político

y social. La literatura chilena, esa que no hace nada, esa que no ha hecho nada, que prácticamente no

existe para Droguett, vive de espaldas a la realidad chilena. No cualquier realidad, por supuesto, sino

la que sucede crudamente ahí, frente a nuestras narices y fuera de los libros, de las instituciones, de la

visibilidad de los hechos y actores considerados históricos por el discurso hegemónico.

El artículo de Droguett, como la gran mayoría de sus escritos, lleva estampada la fecha de su

composición: 19 de septiembre de 1970. Por lo tanto, su insistencia apunta claramente al reciente

triunfo de Salvador Allende y la Unidad Popular en las votaciones del 4 de septiembre de ese año. Si

bien su triunfo aún tenía que ser ratificado por el Congreso, ya que no había conseguido la mayoría

absoluta, este desenlace del desarrollo político del país era parte de un largo proceso social y cultural

en el que los sectores marginados –obreros, campesinos, mineros, artesanos, estudiantes y muchos

otros– emergían con potencia para luchar por sus derechos.

Paradójica, dolorosamente este proceso aún no alcanzaba su concreción en la literatura.

Para Droguett, esta ausencia era clarísima y todavía más cruda, más censurable dice, si se la

miraba a la luz del resto de América Latina: “en estos años dramáticos, el continente que escribe la

novela de más trágica autenticidad, de más tremenda autenticidad y de más trascendencia en el

mundo”.4 No por la visibilidad pública que adquirieron algunos escritores de lo que ya para entonces

se consideraba el Boom latinoamericano, quienes para Droguett eran en su mayoría unos playboys de

la literatura imitativa y expertos en relaciones públicas de sí mismos, sino por el desarrollo de

narrativas de alto compromiso artístico, político y social, como las de Juan Rulfo, Rosario

4 Ibíd., 1.

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Castellanos y Agustín Yañez, en lo que a la novela mexicana respecta, o como la de José María

Arguedas en el caso de la zona andina.5

En Chile, por su parte, si bien existieron algunos guías y derroteros, nadie había sido capaz

de enfrentarlos y darles continuidad real. Acaso Nicomedes Guzmán, quien para Droguett

lamentablemente peca a ratos de tendencioso y, en consecuencia, termina por ahogar la tragedia de

sus personajes, de sus novelas y a sí mismo. Acaso Manuel Rojas, sobre todo en sus cuatro o cinco

últimas novelas, pero nadie más ha sido capaz de hacerse cargo de la labor emprendida por

Baldomero Lillo, “precursor del socialismo en el arte, pero de un arte que no es socialista ni es

denuncia en cuanto es profundo y verdadero”.6 Un arte cuyo protagonista no es ni un arte bello

porque sí, ni un mensaje didáctico expresado burdamente, sino la injusticia social en toda su crudeza.

La gran discusión que se venía alargando ya desde fines de los años veinte entre criollismo e

imaginismo, entre criollismo e impresionismo, entre criollismo y cosmopolitismo, para Droguett es

trágicamente puro ruido que ha mantenido ocupados a los escritores chilenos en cuestiones

superfluas, haciéndolos ignorar el buceo fundamental de las experiencias y el alma popular.

O sea, los narradores de los últimos veinte años no han sido capaces de incorporar

seriamente el proceso social y político que han vivido los verdaderos actores de las transformaciones

profundas de la nación y del continente. Siguiendo los pobres estereotipos del criollismo, la

representación literaria del grueso de la población del país, de la población marginada de la Historia

con mayúscula, no pasa de ser más que una reproducción de sujetos y rasgos inexistentes, productos

de un vano orgullo nacionalista, o una evasión que busca festinar sobre una libertad espiritual que

sólo existía para el mundo alienado de las clases media y alta.

Las polémicas literarias con las que se había dado inicio a la década del sesenta,

fundamentalmente anticriollistas, iban de la mano con los reclamos de la generación del 50 por un

5 Antonio Avaria, “Entrevista con Carlos Droguett.” Árbol de letras 3 (Abril 1968): 20-21. 6 Carlos Droguett, “La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional,” 3.

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arte que se debiera principalmente a sí mismo y no a determinaciones pseudocientíficas o

extraliterarias, por una literatura que se abriera a los conflictos universales y a las nuevas formas y

estilos de representar la realidad a través de la psicología. Sin embargo, ya para inicios de los setenta,

quedaba en evidencia que tal reclamo parecía haberse olvidado de que la realidad social y cultural de

Chile requería de una literatura que, apropiándose de los nuevos procedimientos artísticos, fuera

capaz de integrarlos dentro de su cultura sin imponer como realidad sólo una parte de las

experiencias de una minoría de la población.

Desde la segunda mitad de los cincuenta, la aparición de La difícil juventud (1954) de Claudio

Giaconi sentó el tono y la visión de mundo promovida por el grupo de escritores noveles que

Enrique Lafourcade autodenominó la generación del 50. Esta visión, reafirmada por Giaconi a

través de múltiples intervenciones públicas en revistas, congresos y encuentros de escritores,

adquirió más fuerza, en la medida que aparecieron otras colecciones de cuentos y novelas que, de un

modo u otro, la compartían.

Un ejemplo clarísimo de esta confirmación lo entrega Coronación (1957) de José Donoso, una

novela que marcó la narrativa nacional de los sesenta y que a través de la tortuosa relación de Andrés

Ábalos y su abuela, Misiá Elisa Grey de Ábalos, representa con crudeza una aristocracia chilena en

decadencia, aferrada a sus valores y su pretendida superioridad social. En este sentido, si bien la

novela se plantea críticamente frente a la burguesía, los abusos de poder, la falsa moral de la clase

alta, la experiencia narrada sigue sin incorporar la mirada de ese otro grupo informe. La centralidad

de la clase alta como protagonista del conflicto social persiste en concebir a la burguesía y la

aristocracia como los actores principales en la historia del país, quienes engañosamente homologan

sus problemas con los del resto de la sociedad:7

7 Esto cambiará sutilmente en las novelas posteriores de Donoso, lo que lo confirmaría a ojos de la crítica como un escritor central de las letras chilenas de los años sesenta y setenta. Véase por ejemplo lo que dice

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Andrés era un transeúnte, nada más –asegura el narrador de Coronación–, solo entre estas gentes, pero igual a ellas. Miró la calle. Los faroles se encendieron. Un hombre fumaba apoyado en el marco de una puerta y una mujer regaba begonias en una ventana. Las casas eran bajas, sin estilo arquitectónico que identificaran nación ni época, albergando vidas iguales a las de cualquier calle, en cualquier época del mundo.8

Esta experiencia revelada por el narrador es la que precisamente le descubre a Andrés su

condición existencial. Un sujeto desdichado más entre otros tantos. Un individuo como cualquiera,

perdido entre calles y problemas innecesarios, que no tiene nada de especial y ninguna capacidad

para comprender el universo. Así, de súbito, en un destello, lo único que logra hacer para no

sucumbir a este desencanto es construir una frase irónica para contemplarse con distancia: “„Todo

esto es igual como si fuera en… en…‟ trató de pensar en el sitio más apartado y exótico de la tierra,

„igual como si fuera en Omsk, por ejemplo, y toda esta gente fuera omskiana…”.9 Revelación que

más tarde va a caracterizar a sus ojos, aunque a través del narrador y por lo tanto una visión de

mundo que cruza la novela completa, el destino común de la humanidad y su historia:

Eran todos ciegos… pero ciegos juntos e iguales en medio del desconcierto, un desconcierto que podía transformarse en orden si uno se conformaba con ser incapaz por naturaleza de llegar a la verdad, y no se martirizaba con responsabilidades y preguntas carentes de respuestas. Los compromisos no existían. La materia, atrapada en el fenómeno de la vida, aguardaba agotarse. Nada más.10

Este esfuerzo de igualar a todos en un espacio indefinible, sin características formales,

nacionales o históricas, se entiende claramente en la consigna de la generación del 50 por superar el

criollismo y sus estereotipos. Sin embargo, que es lo que intuyo molestaba a Droguett sobremanera,

esta generalización imponía a su vez una forma de percibir el mundo que no aceptaba la trágica

diferencia de la cultura popular. Por un lado, rompía por fin con la “fatalidad”, el “coraje”, la

sobre él Jaime Concha en el prólogo “Alfonso Alcalde, cuentista.” En: Alfonso Alcalde, El auriga Tristán Cardenilla y otros cuentos. Santiago: Editorial Nascimento, 1969. 8 José Donoso, Coronación. Santiago: Nascimento, 1957. 83. 9 Ibíd., 84. 10 Ibíd., 85.

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“vitalidad” y la “audacia” del roto o del huaso chilenos, pero por el otro se anulaba la especificidad

de su vida y la forma particular de comprenderla.

Efectivamente, en Hijo de ladrón de Manuel Rojas, publicada tan solo seis años antes que la

novela de Donoso, y bajo una mirada tanto o más existencialista de la experiencia, se puede observar

una manera radicalmente opuesta de entender las relaciones humanas, la vida y el destino. Aniceto

Hevia, protagonista y narrador de su historia, en busca de comprender el derrotero vital que lo ha

llevado a su presente, se propone contar su historia a pesar de que no sea capaz de darle un orden y

coherencia cronológica. Esta disposición, da cuenta de la intención de la novela por incorporar

procedimientos narrativos de la misma índole que los pretendidos por los narradores jóvenes de la

generación del 50, aunque incluyendo en su temática las crudas experiencias de los marginados por la

sociedad. Así, Aniceto, en una de sus idas y venidas entre Mendoza y Valparaíso, en búsqueda de

familiares, trabajo, refugio, lo que sea, confiesa:

No tenía en Chile hacia quién volver la cara; no era nada para nadie, nadie me esperaba o me conocía en alguna parte y debía aceptar o rechazar lo que me cayera en suerte. Mi margen era estrecho. No tenía destino conocido alguno; ignoraba qué llegaría a ser y si llegaría a ser algo; ignoraba todo. […] Vivía porque estaba vivo y hacía lo posible – mis órganos me empujaban a ello – por mantenerme en ese estado, no por temor a la muerte sino por temor al sufrimiento. Y veía que a toda la gente le sucedía lo mismo, por lo menos a aquella gente con la que me rozaba: comer, beber, reír, vestirse, trabajar para ello y nada más. […] Me daba cuenta, sí, de que no era fácil, salvo algún accidente, morir, y que bastaba con un pequeño esfuerzo, comer algo, abrigarse algo, respirar algo, para seguir viviendo algo. ¿Y quién no lo podía hacer? Lo hacía todo el mundo, unos más ampliamente o más miserablemente que otros, conservándose todos y gozando con ello. Existir era barato y el hombre era duro; en ocasiones lamentablemente duro.11

Del contraste entre la confesión de Aniceto Hevia y la revelación de Andrés Ábalos es

posible contemplar un modo similar de comprender la existencia y dos modos completamente

distintos de vivirla. Para ambos parece sentirse con intensidad casi insoportable el arrojo en el

mundo, la igualitaria condición de la soledad. Sin embargo, a partir de la precariedad de la vida en las

11 Manuel Rojas, Hijo de Ladrón. Barcelona: Bruguera, 1980. 210-211.

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experiencias de Aniceto, de sus relaciones con otros individuos en condiciones similares, en las que,

a pesar de todo, la vida continuaba en ese algo poco que era el cuerpo, notamos que el desencanto

de Andrés y ese decaer inevitable de la materia hacia la muerte no es, por ningún motivo, una

experiencia universal. En otras condiciones sociales, en el enfrentamiento crudo con la vida, en la

inseguridad de un vagabundo y los lazos sociales dictados por la necesidad, el hambre y el miedo, al

final la vida se sobreponía. El cuerpo lograba sobrevivir; en contra de toda suposición, persistía en la

vida y la esperanza.

De esta forma, el reclamo de Droguett no quiere decir que la novela de Donoso u otras

narraciones de los escritores chilenos de los cincuenta y sesenta sean particularmente malas y que

haya que olvidarlas, tirarlas a la basura, censurarlas. Lo que Droguett quiere enfatizar es que el

mundo representado por la literatura chilena está dominado por esa visión particular del mundo,

vinculada a una aristocracia y una burguesía decadente que expresaba sus últimos intentos por

recuperar el espacio social, cultural y político del país; y que eso no dejaba ver ni tampoco fomentaba

la aparición de otras perspectivas como la de los personajes de Baldomero Lillo o la de Aniceto

Hevia en Hijo de ladrón:

Chile –declara Droguett– su historia escrita, su historia transcurrida en la carne de los obreros asesinados por la tuberculosis, de sus mineros asesinados por esa otra tuberculosis que ha sido el capital extranjero, sus campesinos, parias de la gleba, de una tierra inmemorial y muda, festinados por el criollismo, ha sido sistemáticamente ignorada por nuestros novelistas.12

No por nada, en el mismo artículo Droguett insistirá en tres narradores nuevos que parecen

estar recuperando esa historia olvidada del país: Patricio Manns, con los dos tomos de Los terremotos

chilenos, Antonio Skarmeta con El Entusiasmo y Desnudo en el tejado, y Alfonso Alcalde con sus tres

libros, Variaciones sobre el Tema del Amor y de la Muerte, El auriga Tristán Cardenilla y Alegría Provisoria. De

12 Carlos Droguett, “La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional,” 3.

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los tres dirá que en ellos se aprecia con claridad una práctica literaria con fuerza, con garra, si bien

aún no completa, sí con un compromiso ante la injustica, la pobreza y a la vez con la escritura.

Y es significativo que Droguett no sea el único que opina de este modo. Ariel Dorfman, por

ejemplo, en el prólogo al volumen de cuentos de Antonio Skarmeta El ciclista del San Cristóbal (1973),

enfatiza cómo estos se anticipan “a las exigencias de una liberación más general, las presiones para

un cambio de sistema social que venía gestando en la sociedad chilena y que encuentra su

fructificación en la victoria de la Unidad Popular en 1970”.13 De tal forma, en esta narrativa se

comunica la alegría del cambio, la rebeldía, ir más allá de los intereses mezquinos, encontrar al otro.

Enfrentar el sistema autoritario con el cuerpo que representa la esperanza en contra del moralismo

barato de la burguesía. Es, en definitiva, una propuesta por arriesgarse a pensar e imaginar por

cuenta propia, de “rehacer el mundo cada día, cuestionarse sus propios fundamentos contra el

lenguaje que escande la realidad”.14

Así, esos cuentos manifiestan la urgencia de formar un idioma más popular, un idioma que

demuestre que “nada es sagrado y que el escritor tiene como función ayudar al hombre a amanecer.

Comunicarse es mostrar todo lo falso que hay detrás de los mitos de la „opinión pública‟, cuestionar

los fundamentos del poder emocional e intelectual, disputar el derecho de cada cual de ir expresando

todo lo que aparece de nuevo y hermoso sin tener que recurrir a enciclopedias o revistas

extranjerizantes.” La exigencia de un nuevo lenguaje, que afirma la necesidad de ganar la batalla por

la producción afectiva, la batalla por el conocimiento, “la batalla por el lenguaje con que toda patria

nueva anuncia su nacimiento”.15

Por su parte, Jaime Concha, en el prólogo a El auriga Tristán Cardenilla y otros cuentos, una

selección hecha por él y publicada por editorial Nascimento en 1969, no se cansa de insistir en las

13 Ariel Dorfman, “Prólogo.” En: Skarmeta, Antonio. El ciclista del San Cristóbal. Santiago: Quimantú, 1973. 11. 14 Ibíd., 11. 15 Ibíd., 12-13.

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relaciones íntimas que existen entre la producción literaria de las décadas del cincuenta y sesenta con

la situación política que vivió el país. Concha juzga que la literatura escrita en Chile entre 1948 y

1970 hay que comprenderla a la luz de los experimentos ideológicos conservadores: el populismo, el

giro a la Derecha, el centrismo. La generación del 50 incuba “líneas muy diferentes de expresión

literaria, pero sobre todo una literatura cristiana y una literatura pituca.” En José Manuel Vergara,

Miguel Arteche, Claudio Giaconi y Guillermo Blanco “una literatura de barrio alto se alza, llena de

problemas sumamente delicados, con angustia, sexo y teología. […] Todos, pese a sus buenas

intenciones personales, significan un banal alessandrismo literario, el complemento de Derecha a esa

otra literatura cristiana”.16

En contraposición a este grupo y sus modos de representar la realidad chilena en su

literatura, Concha destaca a Carlos Droguett, a Jorge Edwards, a José Donoso y a Alfonso Alcalde,

donde este último juega un rol destacado:

[M]uy pocas veces la literatura chilena ha intentado acercarse a los mecanismos específicos del hombre del pueblo en su contacto con las cosas y los seres vivos –dice Concha. Es obvio que las relaciones de un pescador con sus redes y su bote, o la de un pobre payaso arruinado con su bestia de carga, no puede ser la misma que la de un oficinista con su máquina de escribir o la de una señora de la burguesía con su perro extranjero. Pero esto, tan obvio y tan clarísimo, ha sido desestimado generalmente por nuestros narradores. El manejo de los utensilios, la simbiosis del hombre con su vivienda, con su ropa, se han descrito por igual en el caso de un campesino, de un burgués o de las clases medias más proletarizadas. Se omiten, de ese modo, diferencias fundamentales: las diferencias de clase en el comportamiento frente a los objetos materiales, la estratigrafía social que condiciona los detalles mínimos de la vida cotidiana.17

En otras palabras, en estos escritores que pasan por debajo de las discusiones literarias

promovidas por el discurso hegemónico, se atisbaban perspectivas inauditas para entonces. Nuevas

formas de articular lenguaje y experiencias para incorporar el desarrollo histórico y cultural ignorado,

lo mismo que desentrañar esos modos distintos de percibir la vida. Más allá de la mera

16 Jaime Concha, “Alfonso Alcalde, cuentista,” 10. 17 Ibíd., 12.

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incorporación de procedimientos técnicos, innovaciones formales y contactos con los estilos

provenientes de otras tradiciones literarias, lo que destacan es el compromiso del escritor con la

realidad del pueblo y sus propias formas de expresión. Es decir, un cambio radical en su función y su

trabajo; ya no mero observador científico, rescatando esa idealización del campo, ese nacionalismo

populista teñido de un racismo decimonónico, ni el purismo artístico que muchos pretendían y que

nadie había logrado justificar plenamente, salvo con el argumento de que el arte –europeo– era así.

Visto en términos más generales, lo que Droguett, Dorfman y Concha, entre muchos otros,

estaban exigiéndole a la literatura era tomar en consideración las potentes disputas y

transformaciones de los últimos años. En Chile, desde la organización de los dos encuentros de

escritores nacionales en 1958 y la breve polémica de 1959 sobre la generación del 50, se produjo

cada vez con más fuerza el reconocimiento de la función política de la literatura y, por lo tanto, la

necesidad de una crítica literaria afín, que fuera capaz de notar esta dimensión y ponerla en contacto

con la tradición histórica desde la que surgía. A la par de esta evolución, durante los años sesenta se

percibe también un proceso de radicalización política y social, en el que influyen eventos tanto

nacionales como internacionales.

El mismo año de 1959 es testigo de la Revolución Cubana, lo que inicia una serie de

reacciones en todo el continente a partir de nuestra situación de dependencia respecto de Europa y

los Estados Unidos. Situación que se exacerbará con la Guerra de Vietnam, la creación y fomento

del desarrollismo en el continente a través de la Alianza para el Progreso, el Mayo de 1968 en

Francia, el 68 mexicano y la matanza de Tlatelolco y la emergencia de diversos frentes populares y

movimientos estudiantiles en Latinoamérica.

En lo que a la cultura se refiere, durante los años sesenta se produce el multifacético

fenómeno del Boom de la narrativa latinoamericana. Fenómeno editorial y económico con el que el

mercado literario español logró introducirse en los círculos editoriales latinoamericanos y provocar

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nuevos intercambios, aunque también una nueva forma de dependencia. Por supuesto, que el

fenómeno completo no puede interpretarse exclusivamente de manera negativa, cuando la visibilidad

pública que generó ayudó en el fomento de una conciencia más fuerte sobre las posibilidades

expresivas, sociales y políticas de la cultura latinoamericana frente al resto del mundo.

Como lo establece Pablo Sánchez en su crónica transatlántica del Boom, llamada La

emancipación engañosa: uno de los aspectos menos estudiados del fenómeno y uno que resulta

interesantísimo dentro del contexto literario y cultural de los sesenta es el cambio que produjo el

Boom en la relación de fuerzas sociales, culturales y estéticas que dan origen a la creación literaria

latinoamericana.18 Como nunca antes se produce un fuerte intercambio entre creadores, críticos y

editores en diversas disputas públicas en las que se reelabora la función del escritor en la sociedad,

los objetivos de la literatura y, en consecuencia, el canon latinoamericano y las tendencias que ha de

perseguir. Todo en vistas a la rearticulación de la cultura frente al intervencionismo o la dependencia

con el mundo exterior.

Volviendo sobre Cuba, en el plano cultural, se funda Casa de las Américas, la institución y su

revista, que se dedica con una fuerza sin igual a fomentar la producción cultural cubana, a la vez que

difundirla e intercambiarla con el resto de las naciones de América Latina. Se organizan concursos

en los diversos géneros literarios, se realizan encuentros y se invita a diversos escritores del mundo a

participar de ellos.19 Miles de escritores de todo el mundo se vinculan a la causa, dándole visibilidad y

efectividad casi inmediata a la institución. En el caso de los escritores chilenos, hay que mencionar

que entre 1966, cuando Enrique Lihn se adjudica el premio de poesía con Poesía de paso, y 1973,

cuando irrumpe la dictadura militar, se cuentan seis ganadores: el ya mencionado Lihn, junto a

18 Pablo Sánchez, La emancipación engañosa: una crónica transatlántica del Boom (1963-1972). Alicante: Universidad de Alicante, 2009. 22. 19 Para un análisis del funcionamiento de la institución y revista Casa de las Américas dentro del primer período de la Revolución Cubana, recomiendo el libro de Juan Carlos Quintero Herencia, Fulguración del espacio: letras e imaginario institucional de la Revolución Cubana (1960-1971). Rosario: Beatriz Viterbo, 2002.

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Antonio Skármeta (cuento, 1969), Sergio Ramos Córdova (ensayo, 1972), Fernando Lamberg

(poesía, 1973), Poli Délano (cuento, 1973) y Víctor Torres (teatro, 1973).

En Chile, por su parte, los dos encuentros de escritores chilenos celebrados en 1958 dieron

pie a la organización del Primer encuentro de escritores americanos, celebrado en la Universidad de

Concepción en 1960, al Congreso de Intelectuales, celebrado en la misma Universidad solo dos años

después, el Primer encuentro de la comunidad cultural latinoamericana en Arica en 1966, los tres encuentros

nacionales de la Poesía joven, organizados entre 1965 y 1972 por la revista Trilce con el apoyo de la

Universidad Austral, y el importante Encuentro latinoamericano de Escritores, celebrado en Concepción,

Viña del Mar y Valparaíso en 1969.20

Además, en el país, a lo largo de los sesenta se aprecia una numerosa creación de revistas

literarias y culturales, apoyadas por las Universidades y editoriales universitarias, las que adquieren

cada vez mayor circulación y visibilidad, sobre todo en la segunda mitad de la década, después que se

ha iniciado el proceso de Reforma Agraria, impulsado por la Alianza para el Progreso y el gobierno

de Eduardo Frei Montalva.21 Lentamente la producción literaria y cultural se asienta con fuerza en su

rol social, propugnado por un Estado Docente y una Universidad que se volcó cada vez más hacia

una democratización de la enseñanza, tal como se aprecia en la Reforma de 1967/1968.22

A través de todos estos cambios históricos y políticos, de las nuevas instituciones y prácticas

culturales públicas, en Chile y en gran parte de Latinoamérica, se aprecia una gran preocupación por

definir el rol del escritor y del crítico literario dentro de este nuevo perfil, vinculándolo cada vez más

20 Germán Alburquerque Fuschini, “La red de escritores latinoamericanos en los años 60.” Universum 15 (2000): 337-50. 21 Soledad Bianchi, La memoria, modelo para armar: Grupos literarios de la década de los sesenta: Entrevistas. Santiago: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995. 22 Para las transformaciones del sistema cultural chileno hasta 1973, se puede consultar la investigación grupal de Carlos Catalán, Rafael Guilisasti y Giselle Munizaga, Transformaciones del sistema cultural chileno entre 1920 – 1973. Santiago de Chile: CENECA, 1987. Para la Reforma Universitaria, véanse los libros de Luis Cifuentes Seves, La reforma universitaria en Chile: 1967 – 1973. Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad de Santiago, 1997; y de Alfredo Jadresic, La reforma de 1968 en la Universidad de Chile: con especial referencia a la Facultad de Medicina. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2002.

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con la necesidad de diversas políticas culturales que deberían plantear soluciones ante los conflictos

dispuestos por las diversas visiones de mundo que no habían tenido voz hasta entonces en la

tradición literaria nacional, esa que continuamente da la espalda a la realidad.

¿Cómo lograr que esa nueva función del escritor se concretara? ¿Cómo incorporar

verdaderamente esas experiencias? ¿Hasta qué punto era posible hacerlo? ¿Y de qué modo? Todas

estas son preguntas que, por supuesto, organizaron a su alrededor diferentes propuestas que jamás

encontraron una respuesta cerrada, pero que inevitablemente le dieron un dinamismo a la

producción literaria que difícilmente hemos recuperado.

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2. La guerra de guerrillas o tirarse con la bomba bajo el auto.

“Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta” Pablo Neruda – Alturas de Macchu Picchu

Imagino que fue en la ronda de preguntas o comentarios. En el momento en que los

escritores presentes ese día 23 de agosto de 1969 en la Universidad de Chile en Valparaíso habían

terminado su debate y se disponían a escuchar las inquietudes del público, cuando una figura pidió la

palabra y sin preámbulos dijo:

Como estudiante, como revolucionario, como gente con inquietud quiero decirles, por ejemplo, hoy día en la noche creo que hay un acto en el teatro Municipal. Yo estoy seguro de que en las tres primeras filas van a estar el presidente del Rotary y de Los Leones, el Alcalde, los regidores, en fin, va a estar toda la burguesía representada por sus organizaciones. Yo quiero hacerles una pregunta: ustedes, ¿van a decir lo mismo que nos dicen a nosotros, nos van a decir que hay que hacer una revolución y que hay que hacer cambios, nos van a decir que hay que atacar a los señores que están ahí sentados, delante de ellos? Porque, a lo mejor, ustedes están haciendo un aro para estar tranquilos, porque a lo mejor, en la noche, allá van a hablar de realidades poéticas y de lo otro y aunque no los entiendan los van a aplaudir mucho y en realidad, nosotros que quizá estemos en la galería mirando, vamos a quedar un poquito desilusionados de ustedes.23

La provocación es conocida. El disparo de la juventud contra las típicas formalidades de las

ceremonias oficiales. La rabia que surge al notar el desencuentro entre palabras, proyectos y la

realidad efectiva, sobre todo ante la coyuntura política y social de fines de los sesenta en Chile.

Hace ya un par de días que se celebraba el Encuentro Latinoamericano de Escritores en las

ciudades de Concepción, Santiago y Viña del Mar y una gran parte de la opinión pública y de algunos

escritores estaban disconformes con la manera en cómo este encuentro se venía celebrando.24 Se

rumoreaba que el apoyo del gobierno del entonces presidente Eduardo Frei Montalva no era más

que un primer paso en la campaña presidencial de Radomiro Tomić y que, desgraciadamente, la

23 Revista Cormorán 2 (octubre de 1969): 7. 24 El encuentro se desarrolló entre el 18 y el 30 de agosto de 1969 en Santiago, Valparaíso y Concepción. Entre los invitados internacionales estaban: Roger Caillois, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Germán Belli, Rosario Castellanos, Camilo José Cela, Leopoldo Marechal, David Viñas, Marta Traba, Juan Carlos Onetti, Ángel Rama, Mario Vargas Llosa, Antonio Cisneros, Claude Simon, entre otros.

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Sociedad de Escritores de Chile (SECh), la que había organizado el Encuentro, se prestaba para estos

servicios y manipulaciones. Además, gran parte de las sesiones plenarias se celebraban a puerta

cerrada, en salones que no dejaban la participación de un público masivo, distinto al de los escritores

mismos y algunas autoridades del gobierno.

Sin querer glorificar acríticamente la intervención del estudiante, constituyéndolo en la voz

de los sin voz o en el verdadero rostro del compromiso ante los “aburguesados” escritores, es

necesario notar que con estas palabras adquiría forma uno de los malestares generales que rodeaban

la celebración del Encuentro. Los temas debatidos fueron varios, pero siempre con miras a la

integración latinoamericana y el papel de la cultura en el desarrollo del continente: el compromiso

del escritor, la función social de la literatura, la realización de un Foro de Problemas

Latinoamericanos, donde se discutió acerca de la Reforma Universitaria y de la Reforma Agraria. Sin

embargo, la amplia presencia de autoridades gubernamentales y la ausencia de la otra parte de los

protagonistas de esta historia –estudiantes, trabajadores y campesinos– aumentaba la desconfianza

hacia la posición de los escritores en estos conflictos y hacia la efectividad de su palabra.

Precisamente, por esos mismos días, los escritores recibieron una “Carta abierta a los

Escritores Latinoamericanos” enviada por el Centro de Alumnos del Área de Humanidades de la

Universidad de Chile en Valparaíso. En esta, los estudiantes hacían una invitación formal a los

escritores para salir de los salones y unirse a los sindicatos de trabajadores, a los campesinos y

estudiantes. Conversar con ellos y dejar que éstos les mostraran la otra cara de la realidad nacional,

esa que los políticos o personeros de la cultura presentes en los salones no podían mostrarles. En

definitiva, ante la coyuntura política, tomar una posición clara y manifestarse coherentemente con

ella:

En una sociedad de clases como la nuestra, ustedes, escritores, no pueden estar sino junto a la burguesía o junto al pueblo. Esto podrá sonar a consigna, pero es cierto. […] Porque los podrán dejar hablar de cambios de sistema, de revolución, de lucha social, los dejarán protestar contra la injusticia y la miseria entre las cuatro paredes de

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un salón o en un foro organizado para el público burgués y acomodado, y nosotros queremos que eso lo digan donde vale realmente el riesgo decirlo: ante los trabajadores, ante los estudiantes, ante el pueblo.

Porque lo cierto compañeros escritores, es que las opiniones solo son auténticamente revolucionarias y no sublimaciones vicarias cuando se dicen en el momento y en la oportunidad en que pueden transformarse en conciencia de los pueblos.25

Ante tal llamado de atención y la posterior interrupción de las sesiones de trabajo del

encuentro “por alumnos de las universidades porteñas para llevar a los escritores a un diálogo

abierto con los estudiantes, obreros y campesinos, en la U. Católica”26, el tono elogioso de las

primeras sesiones se trocó por uno polémico. Si al principio los temas eran el reconocimiento de que

“se ha gestado en estos tiempos en América Latina una literatura que alcanza hoy categoría de

consideración mundial” 27, como lo dice la declaración final de los escritores en Viña del Mar, los

últimos debates instalaron la sospecha y la función política del escritor en primer plano. De hecho,

los escritores Emmanuel Carballo (México), Armando Cassigoli (Chile) y Germán Marín (Chile),

disintieron al punto de presentar formalmente su desacuerdo con el Encuentro. El primero envió una

carta al organizador y presidente de la SECh, Luis Sánchez Latorre, notificándole su retirada,

mientras que los otros dos leyeron una declaración en la segunda sesión plenaria, que tuvo como

consecuencia que otros intelectuales también se restaran. En breves cuentas, la disconformidad de

los escritores puede resumirse en cuatro puntos:

1) Acusan al Encuentro de ser utilizado como campaña presidencial de la Democracia Cristiana y

a la Sociedad de Escritores de Chile de servirles como organismo mediador.

2) Apoyan las críticas de los estudiantes de la Universidad de Chile de Santiago y Valparaíso y

de la Universidad Católica de Valparaíso: es necesario el diálogo con los trabajadores y

estudiantes y una apertura del Encuentro hacia la sociedad.

25 Ibíd., 13. 26 René Jara Cuadra, El compromiso del escritor. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1971. 27. 27 Revista Cormorán 2 (octubre de 1969): 14.

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3) Descontento y desacuerdo con las acciones del gobierno de Frei. La apariencia de un país en

desarrollo, comprometido con la cultura y su gente, pero que en el fondo continúa

excluyendo a estudiantes y trabajadores. Participantes principales de la cultura.

4) Acusan la dependencia de las políticas del país al imperialismo norteamericano. Por lo tanto,

se agrede directamente al campo de acción de los escritores latinoamericanos, en la medida

que la cultura se somete también a esa dependencia. Mientras en Chile se celebra la cultura,

al intelectual y los escritores, en otros lados de América Latina se los persigue, reprime,

censura o condena.28

Efectivamente, en esa misma sesión plenaria, Marta Traba terminó por radicalizar

políticamente la función del escritor latinoamericano. En su intervención, y sin querer criticar al

Encuentro o su organización, la escritora se refirió al malestar profundo que le habían provocado las

ceremonias oficiales a las que asistían distintas autoridades gubernamentales de Chile y otros países

de América Latina. Sobre todo, tener que escuchar pasivamente a Walter Montenegro, Ministro de

Cultura e Informaciones de Bolivia, quien, ante las presiones de los escritores por la liberación de

Regis Debray, se limitó a decir que el escritor francés cumplía una condena en la cárcel por haber

sido detenido en actos criminales en contra de ciudadanos bolivianos.29

De tal forma, luego de tener la oportunidad de encontrarse con estudiantes, obreros y

campesinos y de emocionarse con ellos, de, según ella, ampliar así su limitadísimo espectro de la

gente que verdaderamente importa, Marta Traba conminó al resto de los escritores a politizarse

definitivamente y dejar la ambigua posición intermedia entre burguesía, compromiso y poder. Así,

propone tomar “como modelo de escritor latinoamericano al Che Guevara”, porque no es sólo un

28 Ibíd., 8. 29 Regis Debray había participado junto al Che Guevara en la guerrilla en contra de la dictadura de René Barrientos. Fue tomado prisionero en Abril de 1967 y condenado a 30 años de cárcel. Fue liberado en 1970 luego de una campaña internacional y de la muerte de Barrientos.

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escritor o un intelectual, sino un héroe. En su figura se critica la actitud pasiva de los escritores

actuales frente a los problemas políticos y las injusticias del continente.

En su tono directo y sin ambages se percibe su desencanto furioso. Advierte que todos

seguirán acudiendo a encuentros, escribiendo y firmando manifiestos, disintiendo de las políticas

gubernamentales, pero sin cambiar nada en última instancia. ¿Cómo actuar?, se pregunta finalmente

y enumera: primero, “descartando toda convivencia con el Estado”. Utilizar periódicos, revistas y

entrevistas para dar visibilidad cada vez mayor a estos problemas. Por lo mismo, realizar campañas

dirigidas, persistentes y no solitarias, atacando a las instituciones oficiales de cultura y adoptando,

finalmente, un programa de estrategias como la guerra de guerrillas.30

Como respuesta a estas constantes exigencias que los participantes y espectadores del

congreso empiezan a hacerle al escritor latinoamericano, al final se elaboró una declaración que

intentó dar cabida a estos reclamos, pero matizándolos. El documento, aunque tibio, no deja de ser

interesante, ya que en él se perciben las huellas de este giro radical y la exigencia de los estudiantes

sobre la pertinencia de la palabra para transformar las conciencias sociales, sobre todo al ser

enarbolada en los momentos precisos.

“El escritor se define políticamente en la medida que tiene existencia social”, reza la

declaración tratando de dejar abierta la opción al disenso. No toda literatura tiene que ser política,

quieren decir, pero si el escritor quiere serlo, si quiere comprometerse con el ethos que se le atribuye

desde las discusiones del encuentro, debe salir del anonimato y del encierro. Su responsabilidad y

compromiso son con la sociedad de la que emerge y a la que busca regresar y, por lo tanto, advierte

también la declaración, su silencio es igualmente una posición política.

La situación de dependencia y explotación que comparten todos los países latinoamericanos,

con excepción de Cuba, plantea exigencias perentorias a la conciencia del hombre que escribe:

30 Revista Cormorán 2 (octubre de 1969): 9.

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El ideal que como escritores independientes propugnamos para la humanidad que sufre, y en particular para nuestra América Latina, es una comunidad que termine con todo género de explotación física y espiritual de la criatura humana, aspirando a una sociedad sin clases, donde todos tengan acceso a la cultura y los bienes materiales […] Los escritores deben asumir en esta tarea un papel de vanguardia. Por razones éticas e intelectuales han de llevarlo hasta sus últimas consecuencias, como hombres y creadores.31

A partir de las diversas proclamas con sabor a consigna y doctrina, muy cruzadas por la

retórica forense de la época, podríamos declarar con rapidez que en dicho momento los escritores

habían caído bajo una irracional polarización política. El llamado de Marta Traba a los escritores

para seguir estrategias antisistémicas a través de la guerra de guerrillas podrían hoy parecernos

increíblemente cándidas, tal vez irrisorias. Sin embargo, atribuir este giro en la función de la literatura

y su crítica a la mera intervención partidista bajo el signo de la guerra fría en el continente es pasar

por encima el desarrollo histórico de las mismas reflexiones sobre el quehacer literario. ¿Qué

sucedió, entonces, entre los debates casi puramente literarios sobre el criollismo y las demás

propuestas literarias del país y esta nueva configuración del viejo motivo de las armas y las letras?

De los dos encuentros de escritores chilenos organizados por la Universidad de Concepción

en 1958, el primero había reunido, más que a los escritores criollistas y de la generación del 50 como

pasó en el segundo, a una serie de académicos y críticos literarios que comenzaron a presentar

decididamente las primeras demandas sociales y políticas a la literatura.32

Fernando Alegría así lo hace saber en su intervención llamada “Resolución de medio siglo”.

En ella, se detiene a reflexionar sobre las líneas históricas de pensamiento que forjaron la literatura y

la crítica literaria en el país. Los primeros momentos del siglo XIX en la formación nacional y luego,

a inicios del siglo XX, el auge de la narrativa y de la poesía sobre todo. Huellas claras de los

31 Ibíd., 13-14. 32 El primer encuentro nacional de escritores fue organizado por la Universidad de Concepción y coordinado por Gonzalo Rojas. Tuvo lugar entre el 20 y el 25 de enero de 1958 en el salón de honor de la misma universidad. Al igual que las ponencias del segundo encuentro, sus intervenciones fueron publicadas en Atenea 380-381, entre las páginas 3 y 205. Con respecto al segundo encuentro de escritores, véase la cuarta parte del capítulo segundo de este libro titulada “Quisimos escribir los libros que no habíamos leído”.

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innumerables esfuerzos por hacerse cargo de la realidad social, pero también de la historia. Una

tradición de escritores que paulatinamente fueron destacando nuestros contactos con diversos

aspectos de la cultura europea, con la colonia, con España, con nuestro propio pueblo: Andrés

Bello, José Victorino Lastarria, Alberto Blest Gana, Benjamín Vicuña Mackenna, Carlos Pezoa Veliz,

Luis Orrego Luco, y cuántos otros.

No obstante, el presente se muestra oscuro para la crítica. Según Alegría, las grandes figuras,

los grandes guías del pensamiento han desaparecido y nadie ha venido a reemplazarlos. De tal modo,

queda en evidencia cuál es la misión que se presenta ineludiblemente a los críticos: rescatar a la

poesía y a la novela del oscurantismo en que están sumidas,

cortándole las amarras con el rastrero geografismo botánico y zoológico de la pasada generación costumbrista. Hemos de llevarla al plano de las grandes ideas, de los problemas del hombre moderno, de los ambientes complejos de nuestras ciudades, y no sólo de nuestros campos y montañas; en contacto con el pensamiento internacional para que contribuya con el caudal humano e ideológico propio a dilucidar el destino del hombre en el mundo contemporáneo.33

Es decir, comprender los vínculos culturales que establecen la sociedad y sus sujetos con la

historia que los forma. Historia siempre compleja, ya que en ella no vale solamente el medio

geográfico o las influencias directas de los seres humanos que los rodean, sino la imagen que se ha

construido de ellos a través de diversas utopías y determinaciones culturales. Así, no buscar la burda

esencialización de “lo nacional”, de “la raza” o cualquier otro de esos disparates, sino buscar

comprender el desarrollo de la literatura en el país desde la complejidad toda de su proceso.

Por lo mismo, insiste Alegría, esto debe hacerse junto con la labor de iniciar en el campo del

ensayo y de la especulación de ideas “un movimiento que vaya al encuentro sistemático y profundo

de las raíces chilenas en nuestra amalgama cultural, para que logremos entender a nuestro pueblo en

33 Fernando Alegría, “Resolución de medio siglo.” Atenea 380-381: 147.

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ésta su hora de crisis con ideas y palabras de hoy y no con una filosofía y una literatura que

caducaron hace cincuenta años”.34

Dentro de ésta hora de crisis que exige una nueva comprensión de los problemas literarios y

culturales, surge, por ejemplo, la intervención de Herbert Müller. En ella, en una dirección similar a

las advertencias que hacía Juan Loveluck sobre la necesidad de un nuevo enfoque crítico ante los

escritores jóvenes y los problemas sociales35, indica que uno de los problemas fundamentales de la

crítica literaria durante la década de los 50 es que “comprende por problemas sociales, únicamente

aquellos que provienen de los conflictos que surgen de las diferencias de clase” y sus derivados.36

Postura que provoca la incomprensión de la obra de los escritores jóvenes y la incapacidad de ver

cómo estas nuevas obras atestiguan una revolución en las relaciones humanas. En la medida que son

producto de las nuevas ideas del mundo que siguen a la Segunda Guerra Mundial, estas obras

desplazan la forma de vida tradicional “a la española”, dice, por otra más abierta a nuevas teorías del

pensamiento como la psicología y el existencialismo. Estas nuevas disciplinas y sus campos revelan,

por supuesto, nuevos problemas sociales que no pueden ser tildados tan fácilmente como ajenos o

importados.

Por otra parte, y en el mismo tono de la propuesta de Federico Disraeli, quien respecto de la

polémica desatada en los periódicos en torno a la generación del 50 había distinguido su carácter

ético y político más que estético, los escritores Guillermo Atías y Armando Cassigoli, propusieron

no sólo notar esta dimensión, sino hacerse cargo de ella en su propia labor de críticos.

Guillermo Atías, sin gastar mucha retórica en elaborar el título de su ponencia en el

encuentro, va directo al grano: declara a “la literatura como lujo” y resume, a su entender, cuál es la

crisis de la literatura chilena a fines de los cincuenta y principios de los sesenta. Para él, es claro que

34 Ibíd., 147. 35 Véase el final de la cuarta parte del capítulo segundo de este libro “Quisimos escribir los libros que no habíamos leído”. 36 Herbert Müller, “Los escritores jóvenes y los problemas sociales.” Atenea 380-381: 100.

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existe una relación directa entre proceso de creación artística y el medio social, debido al lenguaje y

el mundo que este lenguaje representa. En este sentido, todo el revuelo que ha causado el

cosmopolitismo de la generación del 50 y sus referencias a la crisis espiritual de occidente después de

la Segunda Guerra es para él una impostura y un lujo que sólo algunos privilegiados pueden darse.

La crisis espiritual de Europa, “no ha sido la nuestra, pero tratamos de introducirla en nuestras

obras, de lo que ha resultado, como era de esperar, una literatura artificial. Nuestras páginas literarias

están plagadas de hibrideces conceptuales, de debilidades teóricas, de bruscas fluctuaciones que, por

último, no son más que una forma de inhibición”.37

No deja de ser curioso que desde esta perspectiva, Atías introduzca una idea similar a la que

Carlos Droguett utilizará a fines de los sesenta para referirse a la narrativa chilena. Según Atías, la

narrativa chilena es de tono menor, no porque sus experimentos formales sean menos osados que

los de las literaturas europeas, sino porque continúa dándole la espalda a la realidad nacional. A su

juicio, “hemos despreciado nuestra propia epopeya de países dependientes, para escribir, componer

o pintar como si perteneciéramos a un círculo decadente y refinado de una vieja cultura”.38

Los autores no tienen representación civil, no porque no exista una literatura comprometida,

sino que se han situado al margen. No han buscado su misión, que es representar una “ética de la

colectividad”: “tenemos una literatura sin compromiso, situada al margen y que, en consecuencia, se

ha hecho asocial. // Porque nuestra literatura no se ha propuesto como tarea sumergirse en el seno

de la vida chilena para extraer desde allí sus vivencias, para configurar los valores inexpresados que

en ella pueda haber”.39

Por su parte, Armando Cassigoli se manifiesta enemigo directo de “la torre de marfil” desde

la que aún muchos escritores y críticos pretenden dirimir sobre las ideas puras de la alta cultura, de

37 Guillermo Atías, “La literatura como lujo.” Atenea 380-381: 53. 38 Ibíd., 53. 39 Ibíd., 57.

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que la única tarea del escritor es la trascendencia del espíritu humano. Muy por el contrario, declara

Cassigoli: ser escritores “de ninguna manera nos exime de nuestro ser social, de este vivir en la

realidad social”.40 De hecho, esto forma parte del bagaje del escritor y su clase y, por lo tanto, es

necesario enfatizar que siempre se escribe para un público inmediato y no trascendente: “la

literatura, por otra parte, se escribe para un público. El escritor quiere dar su mensaje no a la

Humanidad, muy con mayúsculas, […] sino a un sector determinado del público lector para que

goce, llore, se ría o comprenda”.41 Un público lector determinado que, indudablemente, debe ser

cada vez mayor. “Un literato puede estimular la conciencia social del lector con respecto al

analfabeto superexplotado, pero no puede escribir una literatura para analfabetos”.42

¿Cómo solucionar este problema?, se pregunta entonces Cassigoli sugiriendo que ante el

vastísimo número de sujetos que “no llegan a la literatura, ni al arte ni a nada, ni siquiera a las

calorías necesarias para enfrentar el día”, la primera misión del escritor y del crítico es fomentar su

alfabetización, su educación, aproximándolos lentamente a las altas creaciones del espíritu. “La

cultura no puede retroceder, afirma; de lo que se trata es de ayudar en lo político a las fuerzas de

avanzada social y a la izquierda chilena, y en nuestro campo literario –reducido campo– a mostrar la

realidad, sin el discurso político o la consigna, […] sino que con la forma que el arte requiere”.43

¿Y cuál es esta forma?, preguntaríamos nosotros y Cassigoli responde:

La gran literatura ha sido siempre y será una literatura comprometida, no con el contingente y circunstancial compromiso confesional o consignista, sino que con su realidad social e histórica, con las aspiraciones más altas de su clase y de su país, con los más altos valores espirituales de que el hombre dispone. El compromiso de cada escritor con su sociedad y con su tiempo, no significa sumisión o acatamiento de prejuicios ideológicos, por el contrario, su misión es la de abolir el prejuicio y la consigna reemplazándolos por el valor correspondiente.44

40 Armando Cassigoli, “Literatura y responsabilidad.” Atenea 380-381: 59. 41 Ibíd., 59-60. 42 Ibíd., 60. 43 Ibíd. 44 Ibíd., 62-63.

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Entre tanta mención de las palabras responsabilidad y compromiso, queda en evidencia

cómo en el fondo de muchas de estas ideas flota también el espíritu de Jean Paul Sartre y su idea del

escritor comprometido. Idea de gran difusión y discusión en la época, que surge de una premisa

fundamental: hablar es actuar, dice Sartre. Nombrar es hacer algo manifiesto y exponerlo, en

consecuencia al análisis y al cambio. Así, si se nombra la conducta de un individuo, esta conducta

queda de manifiesto ante él, para su conciencia, y ante todos los demás. De forma que en tal

situación, el individuo se sabe visto al mismo tiempo que se ve. De la misma manera, el escritor que

habla y dice, descubre una situación por el mismo propósito de cambiarla; la descubre para sí mismo

y para los otros con el objetivo de cambiarla. Así, “el escritor „comprometido‟ sabe que la palabra es

acción; sabe que revelar es cambiar, y que no es posible revelar sin proponerse el cambio”.45

En la medida en que la obra literaria es siempre una apelación al lector, con esta se le otorga

tanto la libertad como la responsabilidad de esa libertad creativa. El mundo se revela en situaciones

que hay que cambiar, al igual que la historia. Escribir es llevar esta conciencia a los lectores, hacerlos

partícipes de la conciencia del cambio y de su propia acción en la construcción de la ideología. Según

Sartre, si las ideologías son libertad cuando se están haciendo y opresión cuando están hechas, el

compromiso de la literatura con la libertad, esa constante acción hacia las transformaciones sociales,

la hace “por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente”.46

Por supuesto, el silogismo de Sartre no deja de ser un tanto ingenuo. Si bien hay un llamado

claro a la responsabilidad social de todo aquel que se pretenda escritor, crítico o intelectual, las

consecuencias del acto de escribir y de publicar son llevadas muy lejos sin reflexionar

cuidadosamente sobre las consecuencias efectivas de esa labor concientizadora de la palabra. La

45 Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? (Situations II). Tr. Aurora Bernárdez. 2ª Ed. Buenos Aires: Losada, 1957 [1950]. 54. 46 Ibíd., 151.

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ideología aparece además como un aspecto más del mundo social y cultural que es fácil de percibir,

determinar y, en última instancia, transformar.

No obstante, bajo la efervescencia del momento histórico que se vivía en América Latina y

del rol que los escritores empezaban a jugar en esos años como una voz de aquellos aspectos aún no

descubiertos ni contaminados por el imperialismo occidental que se expandía en la posguerra, este

primer grito de combate adquirió fuerza. Al mismo tiempo, desde los primeros años de la década del

sesenta, Chile se transformó en un participante activo en la construcción de redes de escritores e

intelectuales latinoamericanos. A través de diversos encuentros internacionales y del surgimiento de

diversas revistas literarias y culturales, se generó la idea de que la literatura ya no pertenecía más a

una esfera hermética de elegidos, sino un patrimonio total de todos y todas.

Precisamente, como lo señala Bernardo Subercaseaux en un artículo titulado “Elite ilustrada,

intelectuales y espacio cultural”, es justamente en esta década, en un contexto en el que el

desarrollismo entra en crisis, en que se vislumbra un nuevo espacio cultural común y

latinoamericano unificado bajo la idea de la Revolución cubana y su institución cultural más

reconocida, la Casa de las Américas. En palabras de Subercaseaux, un espacio que porta además

“una apelación identitaria y utópica en torno a la idea de cambio y revolución, un proceso de fuerte

contenido latinoamericanista y „tercermundista‟, que se percibe como parte de un proceso de lucha

[…] entre las culturas rurales orgánicas de cada país y las culturas foráneas de lo que entonces se

concebía como proyecto neocolonial”.47

En este sentido, como nos lo cuenta también Germán Alburquerque al estudiar las redes de

escritores e intelectuales latinoamericanos de los sesenta, en Chile esta efervescencia adquiere cuerpo

a través de una serie de encuentros y congresos que a partir de 1960 vienen a continuar lo que los

47 Bernardo Subercaseaux, “Elite ilustrada, intelectuales y espacio cultural.” En: Manuel Antonio Garretón (coord.), América Latina: Un espacio cultural en el mundo globalizado. Debates y perspectivas. Santafé de Bogotá: Convenio Andrés Bello, 1999. 176.

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dos encuentros de escritores nacionales de 1958 habían logrado. Así, Gonzalo Rojas y la Universidad

de Concepción organizan el Primer Encuentro de Escritores Americanos en 1960 y solo dos años después,

en 1962, el Congreso de Intelectuales de la Universidad de Concepción. Los temas discutidos en estos fueron

“la rebelión hispanoamericana contra el superregionalismo, la validez de la función social de la

expresión literaria, y las relaciones entre literatura y vida en el proceso americano”, para el primero, y

los problemas de la imagen de América y el hombre americano para el segundo.48 Así, va quedando

en claro que bajo el impulso de esta noción comprometida de la literatura el tenor de los encuentros

fue pasando cada vez más de los problemas estéticos aislados hacia los político-sociales.

Los testimonios o comentarios que Alburquerque rescata de algunos de los presentes, como

de la Historia personal del Boom de José Donoso, nos muestran cómo Cuba se transforma en el eje

principal de la unificación de los escritores latinoamericanos. Según cuenta la anécdota Donoso,

cuando él iba en el tren a Concepción acompañado de Carlos Fuentes, éste le confió que “después

de la revolución cubana, él ya no consentía hablar en público más que de política, jamás de literatura;

que en Latinoamérica ambas eran inseparables y que ahora Latinoamérica sólo podía mirar hacia

Cuba”.49

48 Germán Alburquerque Fuschini, “La red de escritores latinoamericanos en los años 60.” Universum 15 (2000): 341-342. Entre los invitados más importantes del primer encunetro estaban “Margarita Aguirre, Enrique Anderson Imbert, Ernesto Sábato, Ismael Viñas (Argentina); Jorge Zalamea (Colombia), Joaquín Gutiérrez (Costa Rica), Allen Ginsberg, Laurence Ferlinghetti (EE.UU.); Julián García Terrés (México), Guillermo Sánchez (Panamá), Sebastián Salazar Bondy, Alberto Wagner de Reyna (Perú); Carlos Martínez Moreno (Uruguay), Fernando Alegría, Miguel Arteche, Nicanor Parra, Julio Barrenechea, Luis Oyarzún y Volodia Teitelboim (Chile)” (341). De los asistentes destacados del segundo encuentro, Alburquerque enumera a los siguientes: “Alejo Carpentier, Mariano Picón Salas, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Carlos Fuentes, Pablo Neruda, Oswaldo Guayasamín, Linus Pauling y Mario Benedetti” (342). 49 José Donoso, Historia personal del Boom. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, 1987. 46. Citado por Germán Alburquerque, “La red de escritores latinoamericanos en los años 60,” 342. En este mismo artículo, Alburquerque enumera los siete encuentros de escritores e intelectuales latinoamericanos que se celebraron entre 1960 y 1970. Cuatro de ellos tuvieron lugar en Chile y movilizaron diversas ideas sobre el rol de la cultura y la literatura en la sociedad. Otros artículos de Alburquerque que revisan el tema desde la dimensión política son “El caso Padilla y las redes de escritores latinoamericanos.” Universum 16 (2001): 307-20; y “Escritores políticos: América Latina en los sesenta.” Universum 18 (2003): 273-81. A la par de estos encuentros, en Chile se produce una proliferación de grupos y revistas literarias y culturales, que también celebraron sus propios encuentros nacionales. Para una revisión acabada de estos grupos y revistas, véase el

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En efecto, solo cinco años después de ese encuentro en Concepción, la revista Árbol de

Letras, dirigida por Jorge Teillier y Antonio Avaria, se encarga de seguir difundiendo y contrastando

algunas ideas de los escritores y críticos vinculados al fenómeno del Boom con lo que sucede en el

ambiente literario estrictamente nacional. En su segundo número, por ejemplo, se reproduce el

discurso de Mario Vargas Llosa al recibir el Premio de Novela Rómulo Gallegos, titulado “El

escritor como aguafiestas”. En este discurso, Vargas Llosa insiste que la literatura es

“inconformismo y rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción y la

crítica. […] La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite camisas de

fuerza. […] Sólo si cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad.”50

Y posteriormente, la misma revista, reproducirá un artículo de Carlos Fuentes publicado

originalmente en México en la Cultura, en el que advierte cómo para la sociedad de consumo y el

imperialismo norteamericano la literatura es el primer enemigo. En la medida que la sociedad de

consumo manipula las palabras para hacer que la gente crea en su realidad y reniegue de la propia,

que se deje seducir por las ofertas y se olvide del sentido propio de su mundo, Fuentes sostiene

entonces que “toda palabra que sea anuncio de un acto real, toda palabra que rompa el nuevo

encantamiento del consumo […] será la palabra enemiga”.51

Ahora bien, advierte Fuentes, la fuerza de esta sociedad es tan potente que incluso es capaz

de transformar la palabra enemiga en bien de consumo y hacer de la rebeldía una moda. El

iconoclasta termina sus días en icono, manteniendo su espectáculo frente a los consumidores

satisfechos. En consecuencia, el escritor y crítico latinoamericano tiene que permanecer alerta,

notando que uno de los grandes problemas de la realidad latinoamericana es que “el lenguaje

libro de Soledad Bianchi, La memoria: modelo para armar. Las actas de uno de estos encuentros de poesía organizado por el grupo Trilce y la Universidad Austral de Chile están publicadas también en el libro editado por Carlos Cortínez y Omar Lara, Poesía Chilena: 1960-1965. Santiago de Chile: Ediciones Trilce, 1966. 50 Mario Vargas Llosa, “El escritor como aguafiestas.” Árbol de Letras 2 (diciembre 1967): 3. 51 Carlos Fuentes, “Nuestras sociedades no quieren testigos y todo acto de lenguaje verdadero es en sí revolucionario.” Árbol de Letras 5 (1968): 40.

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iluminista de la independencia esconde la permanencia feudal y el lenguaje positivista de las

oligarquías decimonónicas la entrega al imperialismo financiero. El lenguaje „liberal‟ de la Alianza

para el Progreso, en fin, disfraza la reestructuración de América Latina de acuerdo con las

modalidades de servidumbre que exigen las sociedades neocapitalista de consumo”.52

En este sentido, combatir con una literatura que se haga cargo de la realidad latinoamericana

es la única manera de resistir a la sociedad de consumo y al imperialismo norteamericano: “la

literatura asegura la circulación vital que la estructura requiere para no petrificarse y que el cambio

necesita para tener conciencia de sí mismo. Ambos movimientos se conjugan de nuevo en uno solo:

afirmar en el lenguaje la vigencia de todos los niveles de lo real”.53

Este tipo de consignas y de advertencias, dentro de la circulación mediática de los mismos

autores del Boom y su participación de un circuito internacional de editoriales, por supuesto que

fueron generando más de alguna desconfianza. Como lo advierte Subercaseaux, el Boom fue un

proceso inédito en cuanto produjo un vínculo entre la élite letrada y la industria cultural, pero

también “un proceso paradojal, porque esa misma élite intelectual y creadora demonizaba a la

industria cultural, percibiéndola –por su lógica mercantil– como una instancia alienante o de

manipulación de las conciencias”.54

Tal como lo argumentan David Viñas, Ángel Rama, Milagros Mata Gil y Pablo Sánchez en

diversas revisiones de este fenómeno, es impresionante cómo el Boom revela de modo ejemplar las

tensiones entre la calidad literaria, la difusión de las obras y autores, los significados sociales de estos

52 Ibíd., 40. Estas declaraciones no dejan de sorprenderme ante el destino posterior del mercado literario latinoamericano. ¿Se habrá imaginado Carlos Fuentes que sólo un par de años después sus palabras se harían realidad para él y para gran parte de los escritores del Boom? Piénsese solamente en la brutal crítica ideológica que hace Roberto Fernández Retamar a Fuentes a partir de su libro de crítica literaria La nueva novela hispanoamericana (Méxco, 1969). Véase el ahora famoso ensayo de Roberto Fernández Retamar, “Calibán”, publicado originalmente en el número 68 de la revista Casa de las Américas (sept-oct 1971) y hoy reproducido en Todo Calibán. Prólogo de Frederic Jameson. San Juan, Puerto Rico: Ed. Callejón, 2003. 53 Ibíd., 41 54 Bernardo Subercaseaux, “Elite ilustrada, intelectuales y espacio cultural.” 177.

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libros y sus ideas, y la lectura masiva que se despierta frente a un nuevo y potente fenómeno cultural,

crítico, editorial y académico. Los múltiples pactos y alianzas políticas o económicas que se esfuerzan

por delinear el mapa de la “auténtica” literatura e identidad latinoamericana, dan cuenta de la

relativización de la esfera autónoma del arte que se defendía a fines del siglo XIX y principios del

XX, junto con revelar íntimas relaciones de la literatura con problemas sociales y económicos.

Cada uno de los autores mencionados persigue un enfoque distinto para intentar aclarar las

diversas características que se celebran o condenan en este fenómeno. David Viñas, en este sentido,

critica la utilización de la literatura por el desarrollismo latinoamericano de los sesenta, en la medida

en que los escritores también pueden transformarse en una mercancía, patrióticas divisas de

intercambio cultural. Ángel Rama, por su parte, intenta aclarar un poco el asunto y separar aguas

entre aquellos aspectos del Boom que pertenecen exclusivamente a las inversiones de las editoriales

españolas y esos otros que significaron verdaderamente el surgimiento de una nueva narrativa

latinoamericana, en contacto con su realidad social y sus problemas contingentes.55 Diez años más

tarde, Milagros Mata Gil, busca demostrar cómo a partir de este fenómeno, las relaciones entre

literatura, crítica literaria y mercado pudieron servir para fomentar el desarrollo cultural de América

Latina, en la medida que la literatura cristaliza visiones de mundo que fomentan la autocomprensión

de los problemas principales de la cultura y el espíritu de un pueblo.56 Recientemente, Pablo Sánchez

revisa el Boom no para ahondar más en los problemas de las editoriales y sus intereses mercantiles,

sino para indicar cómo este fenómeno fue posible y se hizo a su vez posible, porque propició

55 David Viñas, “Pareceres y digresiones en torno a la nueva narrativa latinoamericana” y Ángel Rama, “El „Boom‟ en perspectiva”, ambos publicados en Más allá del Boom: literatura y mercado, México D.F.: Marcha Editores, 1981. 13-50 y 51-111, respectivamente. 56 Milagros Mata Gil, El pregón mercadero: Relaciones entre crítica literaria y mercado editorial en América Latina. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1994.

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también una transformación en la crítica literaria y la manera que ésta tenía de entender la literatura

en función de su sociedad.57

En este sentido, en Chile también a la par del desarrollo masivo del Boom se da una reflexión

crítica que comienza a desconfiar de tanta consigna y celebración del poder político de la literatura

sin agregarle una reflexión más cuidadosa. La red de escritores e intelectuales que se había formado

paulatinamente en la primera mitad de los años sesenta para fomentar una labor social en el

desarrollo del continente, se había transformado en la segunda mitad de la década en un puñado de

estrellas que, compromisos más compromisos menos, habían sido apropiados casi completamente

por la industria cultural. Si como resultado del Primer encuentro de la comunidad cultural latinoamericana,

celebrado en Arica en 1966, se había llegado a la resolución de formular una política cultural

latinoamericana que apoyara desde instituciones gubernamentales y también continentales el

desarrollo de la cultura, las artes y las letras para todas y todos, ya después de 1968 se ponían en

duda los beneficios que podrían traer efectivamente esas iniciativas respaldadas por la Alianza por el

Progreso y el desarrollismo estadounidense.58 Además, para entonces, se veía con claridad cómo las

figuras más sobresalientes del Boom, aquellas que en esos primeros encuentros parecían ser los más

comprometidos de todos, residían en grandes capitales de Europa y tarde, mal y nunca, se integraban

a los proyectos con los que se habían formado y otorgado visibilidad. En última instancia, la

situación social, política y cultural de América Latina perduraba en su opresión y miseria.

57 Pablo Sánchez, La emancipación engañosa: una crónica transatlántica del Boom (1963-1972). 58 Este Primer encuentro, según cuenta Alburquerque, tuvo como consecuencia final la redacción de un documento con cinco resoluciones. Entre ellas estaban “recomendar a los Gobiernos latinoamericanos la creación de organismos estatales autónomos destinados a promover una política de creación y difusión de las artes y las letras; […] Recomendar [también] la creación de un organismo continental independiente, con representantes de los organismos gubernamentales de cultura de cada país, y que, con el nombre de Comunidad Cultural Latinoamericana, tendría a su cargo las iniciativas de formular, impulsar y coordinar una política cultural latinoamericana”. Como se aprecia, resoluciones ideales, pero en las que luego de un tiempo se veía con claridad la mano desarrollista estadounidense. Este encuentro fue convocado por la Comisión de Cultura de la Presidencia de la República, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva, el que se reconocía entonces como uno de los fuertes impulsores de la integración económica y cultural latinoamericana bajo el apoyo de la Alianza para el Progreso. Germán Alburquerque Fuschini. “La red de escritores latinoamericanos en los años 60.” Universum 15 (2000): 345-46.

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Así, en el primer número de la revista Cormorán, dirigida por Enrique Lihn y Germán Marín,

Armando Cassigoli, para volver sobre uno de los que a principios de los sesenta parecía estar

completamente de acuerdo con el rol político de la literatura, escribe un artículo declarando la fuerte

sospecha que deberían tener ahora los escritores frente al nuevo escenario de la industria cultural y la

comunicación masiva. Saliendo de la candidez de esos primeros enfoques llevados de la mano por

las consignas revolucionarias de Sartre y un poco más escéptico del poder efectivo de la literatura en

medio de una sociedad altamente influida por los medios de comunicación de masas y el consumo,

Cassigoli plantea el problema que presentan estos medios en cuanto focos de distribución de la

ideología institucional o de los grupos de poder.

Bajo esta nueva condición, dice Cassigoli, el escritor y su escritura se han visto fuertemente

mermados: o su producto permanece en segundo plano, porque no responde a los intereses del

mercado y ataca a su ideología, o se banaliza al incorporarse al circuito de comunicación masiva. Los

escritores y críticos se ven obligados de ponerse “a la moda”, y no sólo tocar los temas que interesan

a la hegemonía, sino que hacerlo desde el punto de vista de la hegemonía.59

Frente a esta situación, el escritor pierde su condición crítica, el juicio que ha desarrollado al

trabajar conscientemente sobre su cultura y su sociedad, ya que está obligado a participar de las

reglas del juego que establecen los medios audiovisuales. “Actualmente, dice Cassigoli, en nuestro

contexto de miseria, lo mismo que en la sociedad opulenta, cada vez hay más tiempo libre y el

hombre masa exige, por ello, más productos culturales pero a más bajo nivel. En nuestro medio, el

hombre masa es la expresión genuina de la mentalidad burguesa que hay que contentar agregando

agua al molino de su paquete cultural: casita propia, vehículo, radio, televisor, cine semanal y algunas

obras „izquierdizantes‟ para el buen equilibrio de su mentalidad reaccionaria”.60

59 Armando Cassígoli, “Literatura y Comunicación Masiva.” Cormorán 1 (agosto 1969): 6. 60 Ibíd., 6.

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Pero la situación es más trágica aún. El problema no es sólo una cuestión de la banal y

enajenada mentalidad burguesa que se fomenta en la sociedad de consumo, sino de, al mismo

tiempo, la más enajenante desinformación de la mayoría de la población, producto del

analfabetismo, o de la lejanía geográfica, o de la falta de medios técnicos. De tal forma, “cabe

preguntarse: ¿a quién sirve entonces el escritor? ¿A la cerrada estructura del campo cultural, como

podría analizar un estructuralista ubicado en nuestro medio? ¿A la gran masa, desde el punto de vista

demográfico, o al hombre masa urbano producto de los medios masivos de información? ¿A quién

halaga? ¿En qué esferas repercute? ¿Repercute?”.61

Pregunta que les queda rondando a su vez a muchos otros escritores en relación a la función

política de la literatura aceptada así sin más y transformada en instrumento de marketing. Otro

ejemplo ya caricaturesco es Mauricio Wacquez, quien justamente en el contexto de los primeros años

de la Unidad Popular, junto con un grupo de otros estudiantes de filosofía de la Universidad de

Chile realizan una publicación en la que cuestionan muchos de los tópicos revolucionarios que

andan rondando sin mucha reflexión ni crítica.

Wacquez, quien desde el cinismo más puro titula su ensayo “Súper Literatura”, busca

sembrar la sospecha con el ejemplo de La condición humana de André Malraux y el éxito que ha tenido

entre los jóvenes revolucionarios: “La mayoría de los revolucionarios de las últimas décadas lo ha

leído durante la adolescencia. En la impunidad de sus cuartos fueron héroes. Tanto como intensos

amantes frente al espacio vacío del onanismo desbocado”.62

La burla asoma con claridad, cuando nos cuenta que a Malraux lo premiaron con el

Goncourt y lo aceptó sin chistar. A la hora de ser reconocido y agasajado por el sistema contra el

que se lucha, parece que todo puede suspenderse. No obstante, la contradicción fundamental que

61 Ibíd., 6. 62 Mauricio Wacquez, “Súper Literatura.” Reproducido en: Hallazgos y desarraigos: Ensayos escogidos. Santiago de Chile: Editorial Diego Portales, 2004. 179.

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advierte Wacquez no está en las coherencias o incoherencias biográficas que en el fondo nada tienen

que ver con la literatura, sino en la declaración con la que el protagonista se convencía de sus actos

revolucionarios: “Hay un medio –se dice el protagonista a sí mismo–. Solo uno, creo; no hay que

lanzar la bomba: hay que tirarse bajo el auto con ella.”63

Bajo estas circunstancias, acusa Wacquez, ningún lector efectivamente comprometido con lo

que acaba de leer podría seguir viviendo tranquilamente. Debería levantarse enfurecido “para-hacer-

la-revolución” y sin embargo, se queda en casa, duerme, come y a lo más va a votar a las urnas una

vez cada cierto tiempo. Cuando le toque.

Todos somos unos cínicos, dictamina con sorna Wacquez, porque la literatura no deja de ser

“una forma de leer la Historia y de no hacerla, la mejor manera para ser cobarde”.64 La literatura es

un objeto inútil, porque no tiene poder fáctico. Los políticos y los literatos pretenden cambiar el

mundo. Lo auscultan, lo diagnostican e intentan predecirlo de algún modo. Sin embargo, nada

pueden contra las armas. La historia la hace el poderoso; pero no cualquiera, sino el que además

sobrevive. Y en el mundo actual ha quedado bastante claro quiénes son los que en última instancia

sobreviven.

Desde ese superviviente se hace, entonces, la Súper Literatura, la que mitifica su verdad y

heroiza sus historias para derivar finalmente la acción a un texto ficticio con el que se reinterpreta la

sociedad, se representa la indignación de la gente y se les disuade de actuar. Al encontrar sublimada

su indignación y celebrada la supuesta acción política de su literatura, el escritor y el crítico dejan de

actuar, se solazan en la comodidad de su placer y pueden olvidar la miseria. La literatura, en su

potencialidad absoluta, ya los ha redimido para siempre.

¿No habrán, parece preguntar Wacquez, formas más concretas y reales de participación

política y cultural?

63 Ibíd., 179. 64 Ibíd., 180.

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3. ¿Hasta qué punto estás dispuesto a callar?

“Hasta que aprendiste a callar para que otros hablaran por tu boca” Juan Manuel Silva Barandica – Bruto y Líquido.

El 24 de octubre de 1970, el Congreso Nacional, luego de una votación iniciada a las 10:39

de la mañana en donde sufragaron 195 parlamentarios, ratificó sin lugar a dudas la presidencia de

Salvador Allende Gossens y el ascenso al poder de la Unidad Popular; al finalizar el recuento, el

resultado anunciado fue: 153 votos a favor de Salvador Allende, 35 a favor de Jorge Alessandri

Rodríguez y 7 en blanco. El carácter radical de este suceso, el significado que adquirió en su

momento, no debe ser comprendido como un evento inaudito en nuestra historia, algo que surgió

de la nada, sino, por el contrario, como la concreción clara de diversos procesos que, encontrándose

bajo una coyuntura determinada, lograron torcerle la mano a las fuerzas regresivas que hasta

entonces detentaban el poder político.

En el caso del proceso literario que acompañaba este proceso político, por llamarlo de algún

modo aunque conscientes de los riesgos teleológicos de una definición así, la confluencia de

opiniones se avistó ya temprano en la década de los sesenta. Las disputas entre el criollismo y las

nuevas y diversas generaciones y grupos de escritores, ya habían empezado a complicar el panorama,

multiplicando posturas sobre cuál debía ser la función del escritor y de la literatura en la sociedad:

expresión de la subjetividad en formas bellas, entretenimiento y distracción, transformación de la

conciencia social, histórica y política, la elevación espiritual a través de un arte puro, entre otras.65 De

modo que para el momento en que Allende asumió definitivamente la presidencia, una gran parte de

los escritores, críticos literarios, académicos y editores, tenían muy claro el rol que les tocaría jugar en

este nuevo contexto. Llevaban más de diez años discutiendo sus diversas perspectivas y la nueva

coyuntura encarnaba la oportunidad de materializar un proyecto en el cual el escritor, en cuanto

65 Un excelente recuento de estas posiciones se encuentra en el libro de Hernán Godoy, El oficio de las letras: estudio sociológico de la vida literaria. Santiago: Editorial Universitaria, 1970.

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crítico e intelectual, debía adquirir responsabilidades sociales y políticas importantes. El rol de

creador espiritual del escritor o de investigador científico de la realidad nacional que primó hasta la

década del cincuenta se vio finalmente transformado en el de político cultural. En otras palabras, la

literatura ya no tenía que ver sólo con la vieja idea de las bellas letras, representación estética de ideas

trascendentales, sino con la articulación clara de diversos modos de expresión que podían y debían

dar cabida a las distintas experiencias populares.

El trabajo del escritor, entonces, se vio transformado radicalmente al punto que modificó la

producción de revistas literarias que hasta entonces se habían potenciado en el país, trocándolas por

otras de índole política o cultural. A la vez, muchos escritores reconocieron la necesidad de salir de

la pura función escritural, adhiriéndose a otros trabajos que permitieron poner en contacto diversos

grupos sociales con el mundo de la literatura.

Omar Lara, poeta fundador y director de Trilce, grupo de poetas y revista de literatura que

nace en 1964 y deja de existir en 1973, en entrevista con Soledad Bianchi reconoce, por ejemplo, que

durante la Unidad Popular, efectivamente hubo una disminución en la cantidad de literatura que

escribían normalmente, pero que ésta se debió a que buscaron sumergirse en otras exigencias que la

situación del país les planteaba:

Nosotros estábamos en la Universidad y tratábamos que ésta asumiera algunas actitudes de mínima comprensión, por lo menos, en un proceso que, para nosotros, era importantísimo… Entonces, no podíamos dedicarnos a la tradicional labor de actividades de mínima extensión, sino que teníamos que hacer otras tareas, ¿no?, qué sé yo: ir a trasquilar ovejas, ir a una siembra de papas o cosas así, para comunicarnos de otra manera con la gente y, de ese modo, incorporar a ciertos sectores de la Universidad a una nueva visión de esta sociedad que pugnaba por desarrollarse y no morir aplastada…, por esto, es cierto, escribimos menos.66

Claro que este “escribimos menos” hay que comprenderlo bajo la idea de la creación poética

tradicional como Lara mismo lo advierte, ya que por el lado del ensayo y la crítica pública, se

experimentó un claro auge en la producción –vale el ejemplo de la cada vez más fuerte tendencia de

66 Soledad Bianchi. La memoria: modelo para armar, 54

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las revistas Árbol de letras, Cormorán y por último La quinta rueda por dedicarse principalmente al

debate sobre las relaciones entre cultura, política y sociedad. Juan Armando Epple, también

vinculado a Trilce y entrevistado por Bianchi, comenta este hecho, sosteniendo que el advenimiento

de la Unidad Popular trajo consigo una etapa de definiciones, donde el tema de la política cultural –

la “Quinta rueda del carro”, dice aludiendo a la revista del mismo nombre– fue preponderante y

generó una diversidad de ideas mucho más “amplia que sus posibilidades de ordenación

programática”.67

En este sentido, la polémica literaria sobre la función del escritor y de la literatura en la

sociedad se rearticuló en el tema de la política cultural, ya que en este campo se definiría el futuro de

toda práctica literaria posible. Claro ejemplo es la fundación de la mencionada revista La quinta rueda.

Siendo uno de los tantos proyectos literarios de la Editora Nacional Quimantú, esta revista se

propuso desde su primer número –octubre de 1972– convertirse en un órgano de discusión y acceso

a quienes tuvieran algo que aportar al diagnóstico y desarrollo de la realidad cultural del país.68

En efecto, en este primer número apareció, como descripción de su preocupación central, un

artículo, sin autor individualizado y, en consecuencia, una declaración de principios editorial, titulado

“¿Dónde está la política cultural?”. Este artículo se inicia apoyando el punto número 40 del

programa de gobierno de la Unidad Popular, en el que se afirma que “el nuevo Estado procurará la

incorporación de las masas a la actividad intelectual y artística, tanto a través de un sistema

67 Ibíd., 44. 68 Véase la descripción de la revista y sus ocho números en: www.memoriachilena.cl (29 de julio de 2010). La Editora Nacional Quimantú se creó entre fines de 1971 y principios de 1972, tras la compra de la editorial Zig-Zag, efectuada por el gobierno de la Unidad Popular. Dentro de otros proyectos editoriales destacados, se encuentran colecciones como “Quimantú para todos”, formada en su mayor parte por títulos consagrados de la literatura universal y chilena, “Nosotros los chilenos”, dedicada a la constitución de una identidad cultural nacional, en que se reparen las exclusiones del pasado, y “Cuadernos de Educación Popular” (dirigida por Marta Harnecker), cuyo objetivo era explicar el proceso de transición al socialismo que se estaba impulsando y buscar la participación de los destinatarios en una estrategia de transformación del Estado tradicional. Todas colecciones de amplio tiraje, bajos costos y distribución popular a través de librerías y quioscos. Para más detalles, recomiendo consultar el capítulo “El Estado como agente cultural” en el libro de Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo). Segunda edición, corregida, aumentada y puesta al día. Santiago de Chile: LOM, 2000.

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educacional radicalmente transformado, como a través del establecimiento de un sistema nacional de

cultura popular” centralizado en el Instituto Nacional del Arte y la Cultura (INAC), pero advierte

que hasta el momento, es decir a casi dos años de la elección de Allende, no se ha logrado establecer

una política cultural coherente con dichas propuestas. Situación altamente peligrosa en el contexto

nacional e internacional que se vive en el país y en Latinoamérica.

La política cultural, sostiene el artículo, no puede ser una serie de subvenciones o reglas

respecto de cómo, cuándo y dónde realizar actividades o eventos, sino un conjunto de medidas

tendientes a incentivar, desarrollar, coordinar y ordenar el proceso de formación cultural del país en

una etapa determinada. En donde la ecuación “cultura = arte”, como donación de los intelectuales y

artistas ya no se sostiene. Si la meta es la participación popular efectiva en el proceso, el concepto de

cultura como privilegio de una clase determinada debe caducar. Pero eso no es todo, sino que es

necesario además comprender que la vida cultural no puede gestarse a priori, ni ser producto de un

dirigismo, sino responder a una creación propia, en la que el pueblo debe ser el participante activo y

no mero receptor. 69

Esta exigencia, por supuesto ya llevaba algo de tiempo circulando a través de libros y ensayos

en el país. Armand Mattelart, quien será uno de los protagonistas de las distintas polémicas en torno

a este tema, concluye un extenso y hermético ensayo, “Comunicación y cultura de las masas”, escrito

en julio de 1971, insistiendo precisamente sobre la necesidad de transformar nuestra idea sobre la

centralidad que debe ocupar el proceso cultural en nuestro país. Según él, hasta ese momento en

Chile, trágicamente, aún prevalecía la reaccionaria escisión artificial entre política y cultura. A pesar

de estar viviendo la instauración de una democracia socialista, la cultura todavía se consideraba un

departamento aislado de la actividad social burguesa, cuyo legado estaba tan enraizado en nuestra

tradición, que incluso se perpetuaba en los partidos e intelectuales de izquierda, quienes también

69 “¿Dónde está la política cultural?” La quinta rueda 1 (1972): 12.

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abogaban, hasta cierto punto, por dejar gran parte de las preocupaciones culturales a los

denominados especialistas. De tal modo, en el contexto de la Unidad Popular, nuevo proceso

político-social que debía incorporar de base a las clases populares en el desarrollo de la nación, se

volvía necesaria la verdadera reconciliación de las esferas política y cultural, aunque no bajo la

intensificación de los departamentos especializados, sino a través de una culturización total de la

llamada práctica política.70

Siendo una idea ampliamente discutida en los últimos años, ésta no dejaba de plantear

problemas no sólo difíciles de resolver, sino también conflictivos. Contemplando el desarrollo de los

debates literarios de los últimos veinte años –esos veinte años en los que según Droguett no había

pasado nada– se puede percibir con claridad cómo a los escritores, artistas, críticos y profesores les

pesaba enormemente el pasado aristócrata, oligárquico y burgués de Chile, ya que a través del

populismo o del centrismo, había demostrado con creces la capacidad de reproducirse a través de

“buenas intenciones sociales”, disfrazando, en nomenclaturas adecuadas a los tiempos, estructuras

latifundistas y dependientes, sin cambiar en el fondo absolutamente nada. En la historia intelectual

de Chile, se palpaba esa constante tendencia del idealismo de partir con el impulso utópico de ser

por primera vez realmente revolucionario y terminar reinstaurando las mismas estructuras, la misma

élite de siempre, el mismo sistema de explotación.

En consecuencia, en la multiplicidad de opiniones y posturas que se pueden rastrear entre los

años de 1967 y 1973 en Chile, se nota la preocupación por hacer efectiva esta culturización total de

la práctica política, aunque cautelando que esta no se vuelva una continuación de las estructuras

opresivas del pasado, ni un adoctrinamiento ideológico sin base material en la realidad histórica o

social de las clases populares. Así, cuando Juan Armando Epple decía que el problema de la política

cultural generó una diversidad de ideas mucho más amplia que sus posibilidades de ordenación

70 Armand Mattelart, “Comunicación y cultura de las masas.” En: Mattelart, Armand, Patricio Biedma y Santiago Funes. Comunicación masiva y revolución socialista. Santiago de Chile: Prensa Latinoamericana, 1971. 202.

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programática, lo que en verdad quería decir era que, fuera como fuera, la polémica y los

desencuentros eran inevitables.

En efecto, la acusación de Mattelart sobre la repetición de prácticas burguesas en los

intelectuales de izquierda, al seguir fomentando de algún modo la escisión de la política y la cultura a

través de un reforzamiento de los especialistas de esta última, no era un comentario al aire, sino que

una acusación con nombre y apellido.

En diciembre de 1970, pocos meses después de la ratificación de la presidencia de Allende,

apareció en el número ocho de Cormorán un documento firmado por un grupo autodenominado

“Taller de Escritores de la Unidad Popular”, cuyo objetivo era proponer un modelo teórico y

práctico para fomentar el desarrollo de una política cultural coherente con el proceso político que se

iniciaba.71 Este documento, siguiendo una serie de ideas y argumentos político-sociológicos que ya

desde mediados de los sesenta poblaban el escenario intelectual de América Latina, establecía como

presupuesto básico para comprender la importancia de la cultura en la sociedad, no sólo la idea de

que esta era un reflejo de la madurez nacional o un espejo en el cual se podía dar una aprehensión de

nuestro ser, sino la herramienta principal para sobreponerse al subdesarrollo y la dependencia.72

En términos marxistas, a las rígidas relaciones entre “base” –conjunto de relaciones de

producción que constituyen la estructura económica de la sociedad– y “superestructura” –ideas,

71 El documento está firmado por Alfonso Calderón, Poli Délano, Luis Domínguez, Ariel Dorfman, Jorge Edwards, Cristián Huneeus, Hernán Lavín, Enrique Lihn, Hernán Loyola, Germán Marín, Waldo Rojas, Antonio Skármeta, Federico Schopf, Hernán Valdés y, en lo que respecta a la elaboración de los planes del Instituto del Libro y Publicaciones que acompaña como anexo a la declaración, se indica la colaboración del editor Eduardo Castro. Véase Taller de escritores de la Unidad Popular, “Política Cultural: Por la creación de una cultura nacional y popular.” Cormorán 8 (1970): 7-9. El documento será criticado con posterioridad por varios de los firmantes acusando su idealismo o inconsistencias. Véase Soledad Bianchi, La memoria: modelo para armar, 214. 72 Véase, por ejemplo, en el número especial de junio de 1965 de la revista Mensaje, dedicado a la integración latinoamericana, el artículo de Alejando Lora Risco, llamado “Estructuras culturales y desarrollo”, en el cual se arguye enérgicamente que cultura y desarrollo económico poseen un condicionamiento mutuo: “Sin desarrollo cultural –declara Lora Risco–, el desarrollo cojea. Pero hay que añadir que el uno sin el otro no estarían en condiciones de marcar bien el paso, abriendo para los hombres y el espíritu de Nuestra América, el horizonte de una auténtica y real Posibilidad (sic).” (292).

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organizaciones e instituciones que reflejan de un modo u otro las relaciones económicas de la

sociedad– se agregó ahora, a través de una de las reinterpretaciones más importantes que hizo el

siglo veinte de este pensamiento, el entramado ideológico, entendido ya no como simple falsa

conciencia, siguiendo la descripción de Marx y Engels en La ideología alemana, sino como “experiencia

vivida” y, por lo tanto, el cemento que cohesiona en última instancia el edificio social.73

En el contexto latinoamericano de los años sesenta, esta nueva forma de comprender el

funcionamiento de la sociedad, se traduce al hecho fundamental de que la superación del

subdesarrollo y de la dependencia no puede venir de una solitaria transformación económica, sino

además de una acción cultural comprometida. La cultura, en este sentido y como lo define Enrique

Rivera en su artículo “Para comenzar a hablar”, publicado en el segundo número de La quinta rueda,

deja de ser un depósito de las obras e ideas elevadas de la humanidad, y se reconoce una práctica

fundamental de la vida cotidiana. La cultura, dice,

comprende el total de la actividad humana históricamente considerada. Se manifiesta como un sedimento material y espiritual que la humanidad acumula para su propio progreso y que las sociedades divididas en clases usufructúan en beneficio y consolidación de sus sectores dominantes. Todo bien material o espiritual producido por la humanidad es un bien cultural si está asociado al sentido de progreso y perfeccionamiento social que preside a la mayoría de los actos humanos. Y la producción de bienes culturales es consecuencia de las aptitudes creadoras y laborales y de la capacidad de organización social de la humanidad.74

Así, observando la consolidación de estas ideas a fines de los sesenta y a principios de los

setenta, el documento del Taller de escritores de la Unidad Popular enfoca el problema de la cultura

observando cómo su fomento en estos términos ayudará al crecimiento interno de la nación, es

decir, combatirá el subdesarrollo, a la vez que desarticulará las relaciones de dependencia

73 Véase, por ejemplo, los ensayos de Piere Macherey, “Lenin, crítico de Tolstoy”, o de Louis Althusser, “El conocimiento del arte y la ideología”, compilados en Louis Althusser (et al.), Literatura y sociedad. Buenos Aires: Editorial Tiempo Contemporáneo, 1974. 37-83 y 85-92, respectivamente. O el trozo correspondiente a “ideología” en el libro de Marta Harnecker, Los conceptos fundamentales del materialismo histórico. México D.F.: Siglo XXI, 1976. 74 Enrique Rivera, “Para comenzar a hablar.” La quinta rueda 2 (1972): 8-9.

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internacionales bajo las que el país está sometido. Por una parte, entonces, la declaración surge de

una posición antiimperialista, en la que se denuncia el conflicto de intereses que se desprende del

ingreso de capitales extranjeros y de empresas multinacionales dependientes de Norteamérica o de

Europa, cuyo fomento a la cultura redunda en la “exportación de modelos culturales destinados a

establecer una conducta subordinada a sus intereses –en última instancia económicos”.75 Y por la

otra, del cuidado de no caer en el típico error paternalista de creer que es posible envasar y entregar

la cultura procesada para el consumo de las masas. No se trata, en otras palabras, de “iniciar un

proceso de culturización masivo, con la preocupación dominante de contagiar al pueblo el gusto por

las altas cumbres del arte y la literatura, propio de las llamadas clases cultas.”76

El problema, por supuesto, radica en la pregunta: ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo lograr estos

objetivos? Y la respuesta del Taller de escritores se centra, primero, en la función de los escritores,

artistas e intelectuales, en una imprescindible posición vigilante y activa que ubicándose entre estos

dos objetivos, denuncie constantemente las intervenciones en el plano cultural que van en contra del

interés nacional y popular. En definitiva, un rol mediador, libertario y combativo, que debe ser

fomentado, profesionalizado y cautelado a través de las instituciones del Estado. Cautelado, en el

doble sentido de la palabra, o sea, protegido, pero también evaluado constantemente en relación a la

obra publicada, su recepción por parte de la crítica y la sociedad y, en última instancia, por su aporte

a la producción y difusión de la nueva cultura.77

En segundo lugar, el documento supone que para que se logre una revalorización de las

funciones sociales de la cultura y un impulso a la investigación de nuestra condición dependiente y

subdesarrollada, es necesaria la centralización de las actividades culturales mediante la formación del

ya mencionado Instituto Nacional de la Cultura y la reapropiación de los medios masivos de

75 Taller de escritores de la Unidad Popular, “Política Cultural: Por la creación de una cultura nacional y popular,” 7. 76 Ibíd., 7. 77 Ibíd., 7.

C r í t i c a l i t e r a r i a y p o l í t i c a s c u l t u r a l e s | 44

comunicación en su conjunto, los que en la historia del país han estado manipulados

ideológicamente por la clase alta.

Sólo de este modo, en la consecución de estos dos objetivos, será posible “poner al alcance

del pueblo las herramientas de análisis, „traducirlas‟ cuando el lenguaje especializado las haga

inabordables, provocar la formación de la conciencia sobre los alcances perniciosos de la subcultura

comercial y generar, de este modo, la autocrítica que abra paso al nacimiento de un lenguaje propio

que suplante el lenguaje alienado –que una estructura obsoleta nos presiona a emplear–, y que sea

auténticamente revelador de nuestras características esenciales”.78 Sólo de este modo, el intelectual se

convertirá en “vanguardia del pensamiento, crítico permanente y conciencia vigilante” para que el

pueblo sea, finalmente, el verdadero actor y se inaugure el nuevo proceso de la cultura.79 Proceso que

será largo y que tendrá diversas etapas de desarrollo, pero que sólo se iniciará una vez se establezcan

estas condiciones.

Dentro de esta propuesta, que es teórica y práctica, ya que luego de las ideas, el texto viene

acompañado de un proyecto para la creación de un Instituto del Libro y Publicaciones, con

instrucciones claras sobre las tareas del Instituto, sobre la creación de editoriales estatales, mixtas y

privadas, importación y exportación de libros, difusión de la literatura nacional e internacional,

formación de bibliotecas, etc., a Mattelart le molestaron principalmente tres cosas: primero, el

carácter central y mediador que conservaría el intelectual por largo tiempo, ya que esto no sería otra

cosa más que reproducir el rol tradicional del escritor dentro de una ideología liberal burguesa;80

78 Ibíd., 8. 79 Ibíd., 7. 80 Hay que entender este rol tradicional de los intelectuales, en tanto grupo originado en la modernidad, cuya finalidad era principalmente la de agentes de cambio a favor de un orden social subordinado al omnipoder del Estado. Como lo explica Zygmunt Bauman: “sujetos que desempeñaban funciones intelectuales que tenían el derecho (y el deber) de dirigirse a la nación en nombre de la Razón, que se erigía por encima de las divisiones partidarias y los pedestres intereses sectarios. También asociaba a su pronunciamiento la veracidad y autoridad moral exclusivas que sólo podía conferir el hecho de ser voceros de la Razón. Zygmunt Bauman, Legisladores e intérpretes. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 1997. 35. Descripción donde debemos

V i c e n t e B e r n a s c h i n a – P a u l i n a S o t o | 45

segundo, la confianza irrestricta en su capacidad de traducir los lenguajes especializados y utilizar los

medios masivos de comunicación para despertar y formar la conciencia del pueblo –como si el

pueblo no tuviera ya una conciencia de su realidad cultural y necesitara la imposición de otra

estructura más para contribuir a su alienación; y tercero, la determinación del intelectual como

vanguardia del pensamiento, ya que esto no deja de repetir los constantes riesgos del idealismo y su

contante olvido de las bases históricas para el desarrollo de la sociedad.

Para Mattelart, primero que todo, los medios masivos de comunicación son altamente

riesgosos cuando no se convierten en medios efectivamente revolucionarios; medios que no solo

experimentan “el impacto de los cambios en la base, sino que participan en la determinación del

porvenir, anticipan este porvenir. Cumplen con una labor propedéutica o de aprendizaje del

cambio”.81 Para lo cual, la exigencia de la participación de las masas en la generación de sus mensajes

es un hecho fundamental que no puede desvincularse del proyecto político de la implantación de

una democracia socialista toda que busca la participación activa, directa y consciente de las masas en

las decisiones en el domino de la producción económica, cultural e ideológica. De forma que si

aceptamos como punto de partida la regulación y traducción de los mensajes emitidos para el pueblo

desde un grupo de especialistas que, por muy vigilantes y comprometidos que sean, provienen en

primera instancia de una estructura de mundo burguesa, lo que se acepta de fondo es la inserción de

aspectos ideológicos que no participan realmente de la construcción de una nueva cultura.

Para Mattelart, este es justamente el riesgo de sublimar la figura del intelectual en cuanto

vanguardia del pensamiento, ya que, siguiendo reflexiones de Trotsky sobre el futurismo y el

formalismo ruso, queda en evidencia que el vanguardismo no deja de moverse siempre hacia la

recordar que esa figura de la razón y de la moral están directamente relacionadas al nacimiento de la burguesía y su querella en contra del Estado absolutista, como lo explica Terry Eagleton en The Function of Criticism. London: Verso, 1984. 123. Véase también el primer capítulo de este libro, apartado tercero: “El diálogo sobreentendido”. 81 Armand Mattelart, “Comunicación y cultura de las masas,” 165.

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esfera del idealismo, lo que generalmente culmina en la imposición de estructuras ilusorias, que

llevan representaciones colectivas del público al extremo, sin que tengan la posibilidad de

incorporarse en la vida real. Si bien, no deja de aceptar que existe un proyecto de cultura dentro del

cual un grupo radicalizado de los intelectuales de la burguesía pretende subsumirse a los intereses del

proletariado y establecer como condición sine qua non de su emancipación la realización de la

revolución proletaria, es común que este traspaso a mediano o corto plazo del poder en las acciones

culturales importe al nuevo orden estructuras prerrevolucionarias que terminan por minar el

proyecto político-social a través de contradicciones insostenibles. En definitiva, advierte Mattelart:

El único acto-parámetro que no permite la sociedad burguesa a sus intelectuales y artistas es precisamente el acto revolucionario por excelencia: el poner en tela de juicio su status de intelectual, de artista, de interprete exclusivo del significado del mundo, vale decir, destruirse como clase para dejar el lugar al nuevo protagonista de la historia que accede a otro status que el de consumidor de la cultura y de sufrido de la historia […] De vanguardia ilustrada del reformismo, el proyecto revolucionario de la emancipación de la pequeña burguesía como tal se transforma un día u otro en la retaguardia de la revolución proletaria y en su enemigo inintencional.82

En esta encrucijada, uno de los modelos que para Mattelart ensaya una posible resolución es

el paso del período de libertad y confusión ideológica que desde 1961 hasta 1968 caracterizó a la

cultura cubana, a la consolidación de una nueva política cultural de la Revolución. A partir de los

resultados que se obtienen del Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en La Habana

en abril de 1971, se descubre “un viraje hacia dentro, vale decir hacia las masas, y la ruptura con el

otro proyecto de cultura que en un momento dado sirvió la revolución bloqueada por el

imperialismo, volcándola hacia otros focos de la cultura, pero también hacia otro polo de la

dependencia cultural”.83 Los resultados que destaca Mattelart son principalmente la participación de

alrededor de 100.000 profesores y maestros, así como un gran número de trabajadores de la cultura,

y la irrupción de una nueva etapa en la “masificación” cultural. A su parecer, un nuevo marco

82 Ibíd., 175. 83 Ibíd., 183.

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regulado por el partido y la estructura gubernamental que responde directamente a las necesidades

del pueblo y no a los deseos culturalistas de un liberalismo aburguesado. Como lo grafican las

palabras de Fidel Castro en el cierre del congreso: “¡No! Señores burgueses: Nuestros problemas son

los problemas del subdesarrollo y cómo salirnos del atraso en que nos dejaron ustedes, los

explotadores, los imperialistas, los colonialistas; cómo defendernos del problema del criminal

intercambio desigual, del saqueo de siglos. Esos son nuestros problemas”.84 Lo que en el ámbito de

la cultura se traduce a la valoración política de su acción, antes que estética: “Nosotros, un pueblo

revolucionario en un proceso revolucionario, continúa Fidel, valoramos las creaciones culturales y

artísticas en función de la utilidad para el pueblo, en función de lo que aporten al hombre, en

función de lo que aporten a la reivindicación del hombre, a la libertad del hombre, a la felicidad del

hombre. / Nuestra valoración es política”.85

Este viraje, mucho más rígido que las conocidas “Palabras a los intelectuales” que dan cierre

al Primer Congreso de Escritores y Artistas, celebrado en La Habana en junio de 1961 y en el que la

política cultural de Cuba se resumía en la sentencia, “dentro de la Revolución: todo; contra la

Revolución ningún derecho”, le parece a Mattelart una clara medida para poner fin al proyecto

burgués de cultura liberal y dar espacio definitivo a la cultura popular. En efecto, según él, un índice

importante del éxito de esta medida fueron las reacciones airadas de los intelectuales europeos ante

esta nueva postura de la Revolución, ya que demuestra que el viraje rompe precisamente con el

concepto de intelectual, hechicero del saber moderno, encarando las exigencias de acceso de las

masas a la creación y expresión de sus formas culturales.86 Y aquí, para Mattelart, la apuesta consiste

84 Fidel Castro, “Discurso en la clausura del primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.” En: Marcela Croce (comp.), Polémicas intelectuales en América Latina: Del “meridiano intelectual” al caso Padilla (1927-1971). Buenos Aires: Editorial Simurg, 2006. 244. 85 Ibíd., 246. 86 Roberto Fernández Retamar, en un artículo publicado en el tercer número de La quinta rueda bajo el título de “La experiencia cubana”, confirmaría las opiniones de Mattelart al indicar las dos tentaciones presentes en todo proceso de revolución cultural dirigido por los intelectuales: por un lado, el paternalismo del intelectual

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precisamente en el fortalecimiento, más que del rol de legislador e intérprete del intelectual, en el de

la institucionalidad administrativa, de la relación entre el partido y las masas, que hará posible el

surgimiento de estas últimas como poder:

Contrariamente a lo que pueden pensar ciertos intelectuales europeos, dicha apuesta […] no significa el viraje hacia el ya tan manoseado y estereotipado estalinismo y la negación de la libertad. En cambio, plantea la generación de presupuestos de una verdadera libertad de expresión. Es por abstraerse de un marco de referencia preciso –tanto en lo cultural y en lo político– que, obligada a centrarse implícitamente en la definición burguesa de la libertad de creación, la posición reformista se retira del juego en los momentos cruciales donde el poder bascula hacia las masas y condena, en aras de esta libertad, toda tentativa para lograr la libertad del hombre.87

Por supuesto que las alusiones de Mattelart a la reacción airada de los intelectuales europeos

y las acusaciones de estalinismo no se comprenden sólo a partir de las palabras de Fidel en el

Congreso Nacional de Educación o la fijación de parámetros principalmente políticos en la

apreciación de la cultura y las artes. Lo que falta, lo que Mattelart no menciona por ningún lado en

su ensayo, es la detención durante 37 días sin juicio previo y posterior autocrítica del poeta Heberto

Padilla, acusado de “actividades contrarrevolucionarias”, que acompañan al nuevo perfil de la

política cultural de la isla. En otras palabras, uno de los aspectos más problemáticos para el perfil de

la cultura en la Unidad Popular, puesto que a todos los intelectuales vinculados al proceso de fundar

una democracia socialista, no podía dejar de pesarles esta censura y detención, vista a la luz de la

temida persecución de artistas de diversa índole en los regímenes soviéticos.88

burgués que se siente depositario de la cultura universal y va a transmitirla magnánimamente en el pueblo, y por el otro, el populismo, que implica siempre formarse una idea abstracta del pueblo, simplificando groseramente sus manifestaciones culturales para hacerlas asequibles a la masa. Dos tentaciones que para el cubano, solo se superan en el Primer Congreso de Educación y Cultura (abril de 1971), ya que en este, a diferencia de la gigantesca campaña de alfabetización y el encuentro de Fidel con los intelectuales de 1961, en este momento ya no tienen lugar dos actividades paralelas, sino que se realiza un solo Congreso para todos, puesto que ya para entonces las masas populares han desarrollado sus propias organizaciones y posturas ideológicas. Roberto Fernández Retamar, “La experiencia cubana.” La quinta rueda 3 (1972): 7-8. 87 Armand Mattelart, “Comunicación y cultura de las masas,” 184. 88 A modo de ejemplo, puede verse el amplio espacio que dio Árbol de letras en su momento a la carta que escribió Alexander Solzhenitsin al Congreso de Escritores de la Unión Soviética denunciando la opresión que sufren los escritores y la literatura bajo dicho régimen político estalinista. Véase “Alexander Solzhenitsin: Carta al Congreso de Escritores.” Árbol de letras 2 (1968): 11.

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Antonio Avaria, al introducir un pequeño dossier sobre el “Caso Padilla” en la revista Mensaje

de junio de 1971, denuncia precisamente el inaceptable silencio que reina en torno a este hecho por

parte de quienes debían tomar la palabra y orientar y explicar. Ni la prensa, ni las autoridades

políticas cubanas o chilenas, y más grave aún, ni los intelectuales de izquierda de nuestro país,

quienes “extrañamente pusilánimes, han preferido aguardar los acontecimientos, „pues aún no tienen

todos los antecedentes‟”, han sido capaces de encarar abiertamente el giro en la política cultural de la

isla junto a la detención de Padilla.89 Porque lo grave del asunto para Avaria fue justamente la

paralización o la polarización absoluta del pensamiento que siguió a este caso. En vez de generar una

autocrítica rigurosa y fomentar una discusión más abierta y radical, el caso provocó una pérdida

importante de la acción del escritor en el campo político, lo que podría implicar el suicidio definitivo

de los intelectuales en su labor social: “si los escritores no se ocupan de la política, los políticos se

harán rápido cargo de los escritores. ¿A qué esperar en posición de avestruz? Me parece que

justamente ahora, cuando la situación es fluida, el escritor debe jugar su carta en la discusión general.

[…] La situación en Cuba nos servirá para medir el tamaño de la esperanza chilena”.90

En este sentido, más clara aún es la opinión de Enrique Lihn en su “Carta abierta a Heberto

Padilla”, publicada en la revista uruguaya Cuadernos de Marcha en su número de mayo de 1971, en la

que además de hacer una semblanza y apreciación positiva de la figura del poeta, también confiesa la

difícil posición en la que el “caso Padilla” posiciona a los intelectuales chilenos en el contexto de la

Unidad Popular:

Tu caso –otro forzoso reconocimiento– nos plantea a nosotros, tus amigos y amigos de la Revolución Cubana, un problema de fondo que no podemos eludir. La construcción del socialismo, ya lo sabemos, sería imposible sin el control relativo de ciertas libertades que el sistema democrático burgués se precia de ejercer de modo absoluto. Las desigualdades político-sociales y culturales que segrega dicho sistema, lo inmunizan, en general contra la crítica externa que se ejercita dentro de él, esto es, contra la oposición al sistema, concebida como una negación global del mismo. / El

89 Antonio Avaria, “El „Caso Padilla‟.” Mensaje 20.199 (1971): 229. 90 Ibíd., 229.

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modelo de un socialismo pluripartidista en que la libertad de expresión y de organización de sus propios adversarios sea el pan de cada día, no ha sido puesto, realmente, a prueba, en términos que convenga a los países subdesarrollados. En Chile, donde se le postula, apostamos por él, pero eso es todo. Aquí, en nombre de la libertad democrático burguesa sostenida por un gobierno de proyecciones socialistas, la sedición y la oposición tienden a confundirse y ponen en peligro no sólo al gobierno constituido sino la libertad y a la democracia que dicen defender. Ya se sabe cómo, en situaciones difíciles para él, el Estado democrático burgués se resuelve en sangrientas dictaduras de derecha.91

De forma que la respuesta a Mattelart, dentro del marco de las discusiones sobre la política

cultural chilena no se hizo esperar. A fines de 1971, editorial Universitaria publicó un volumen con

ensayos de cinco escritores nacionales titulado La cultura en la vía chilena al socialismo y en el que tres de

ellos habían firmado previamente el documento del taller de escritores de la UP. Como se puede

suponer, ante las alusiones negativas de Mattelart ante el rol del intelectual propuesto por este

documento y su participación directa en el proceso chileno, Hernán Valdés, Cristián Huneeus y

Enrique Lihn decidieron dirigirse directamente a su crítica, reforzando las ideas teóricas que habrían

propuesto hace ya un año en el documento publicado por Cormorán.

Para los tres el problema principal de Mattelart es que peca de idealismo y un

enmarañamiento teórico y estilístico insostenible. Su ensayo está repleto de ideas entresacadas de

múltiples textos y contextos que, al final, más que confunden que ayudan al lector a sacar un criterio

definido, de relativa utilidad para una política práctica. Hay un desfase inmenso entre lo que

Mattelart parece proponer como política cultural y la situación de nuestro país, ya que es

indispensable pensar el desarrollo de la cultura en Chile dentro del “proyecto de una democracia

socialista por cristalizarse en Chile a través de una gradual polarización de los sectores sociales,

91 Enrique Lihn, “Carta abierta a Heberto Padilla.” Cuadernos de Marcha 49 (1971): 7. Número especial de la revista uruguaya dedicado al caso Padilla y a la nueva política cultural de Cuba.

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destinada a ampliar la base política de la Unidad Popular, antes de proceder a la división en dos

bloques”.92

En este sentido, Hernán Valdés es claro en reafirmar la función del escritor comprometido

en Chile, en relación con el contexto que plantea el proceso político y social en el país: “En una

sociedad de transición, dice Valdés, sin duda seguirán expresándose durante largo tiempo los

conflictos de una sociedad que no cambia como experiencia vital, presente, y durante mucho tiempo

seguirán expresándose los conflictos producidos por esa misma transición, en la medida que sean

vivenciados. Sería antihistórico pretender que eso no ocurra, ello estaría denotando una pretensión

conduccionista y represiva de las experiencias históricas”.93

En consecuencia, la promoción cultural debe tener en mente una doble dimensión. Por un

lado, considerar el consumo y expresión cultural de las distintas capas sociales del país, ensayando

entonces múltiples frentes de difusión hacia el interior del país, buscando interesar y comprometer a

todos los sectores progresistas de la población. Y por el otro, desarrollar una representación del

proceso chileno hacia el exterior, especialmente hacia Latinoamérica, mostrando los diversos

problemas, reflexiones y creaciones que surgen de nuestro proceso de transición. Así, por una parte,

se dará cuenta de la valiosa reflexión interna, recogiendo sus repercusiones en el pensamiento

internacional, y, por otra parte, se cohesionará “toda una potencialidad reflexiva y creativa,

actualmente dispersa, de los escritores y artistas chilenos, referida preferentemente a su experiencia

presente, que sin duda debe comprometer el concurso afín de artistas y escritores del continente”.94

Como lo aclara Lihn en su ensayo, el objetivo del documento publicado en Cormorán era

promover una difusión acotada y dirigida de las obras culturales del país a partir del nuevo proceso

92 Enrique Lihn, “Política y cultura en una etapa de transición al socialismo.” En: Enrique Lihn (et al.), La cultura en la vía chilena al socialismo. Santiago: Editorial Universitaria, 1971. 68. 93 Hernán Valdés, “Ante la especulación y el divisionismo: por una práctica cultural comprometida.” En: Enrique Lihn (et al.). La cultura en la vía chilena al socialismo. 80. 94 Ibíd., 81.

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político. El intelectual junto a las instituciones en las que funciona no se transforma nuevamente en

el promotor elitista de la cultura, ni en un factor populista y alienante, sino justamente en un

individuo que en este primer momento de transición debe preocuparse de reinsertar dentro de la

realidad nacional, otras experiencias culturales afines, para que tanto la administración política como

las masas hagan posible la transición efectiva del capitalismo al socialismo. No es, entonces, la

experiencia cubana entre 1961 y 1968, en la que nunca se supo bien para quiénes se publicaban

ciertos libros ni qué grado de recepción real tenían estos por parte de las masas, que adquirían el

libro como un producto de inverificado consumo. La tarea de la popularización de las obras debe ir

acompañada de una popularización de las herramientas de análisis y reflexión, sobre todo cuando el

lenguaje especializado las haga inabordables o estas obliguen a comprender de otro modo la noción

de estética y sus alcances sociales.

En otras palabras, Lihn acusa directamente a Mattelart de cometer el típico error de pensar

que la misma noción de estética es un producto del autoritarismo burgués y, en consecuencia, un

instrumento de dominación. Terry Eagleton, en su libro The Ideology of the Aesthetics, se ha encargado

precisamente de abordar este problema, indicando el carácter ambiguo de esta disciplina, que nace

junto al proyecto político burgués, como una herramienta que permite incorporar las estructuras de

sentimiento a la racionalidad ilustrada, haciendo comprensible y abordable ciertos aspectos de la

subjetividad humana que hasta ese punto no eran posible de controlar moral y políticamente.95 Sin

embargo, no por ello, la noción misma carece de una historia y un desarrollo temporal con el que ha

adquirido otras facetas políticas que sirven a los proyectos de emancipación del hombre ante la

explotación y la violencia. Así, indica Cristián Huneuus en su ensayo, que la falta de percepción

estética de un teórico de la comunicación de las masas como Mattelart, bien puede no ser falta de

percepción, sino algo mucho más simple y peligroso: “falta de interés por zonas de la cultura que

95 Terry Eagleton, The Ideology of the Aesthetics. Oxford: Blackwell, 1990.

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son el arte y la literatura, falta de interés sintomática de la adhesión indiscriminada y abrumante (sic)

de una ideología incomprendida”. Una falta de interés que apunta justamente a una de las críticas

más ácidas que hacía Heberto Padilla a la revolución cubana y que es un riesgo que destaca Valdés

en su ensayo: la burocratización de la administración de la cultura, lo que la paraliza sin remedio.

Heberto Padilla, ante la gran atención que prestaba la crítica literaria a ciertas novelas escritas

por personalidades de la administración política, acusaba a los redactores de los periódicos de actuar

como meros funcionarios elogiando al funcionario superior: “En una Cuba, decía Padilla, que ha

roto esas estructuras, se da el caso de que un simple escritor no puede criticar a un novelista-

vicepresidente sin sufrir los ataques del cuentista-director y de los poetas-redactores parapetados

detrás de esa genérica”.96 Ante estos peligros, insiste Lihn, es cuando el escritor y el intelectual deben

comprometerse con su papel de conciencia vigilante en función de la cultura del pueblo y no con las

estructuras burocráticas. Sin suavizar su crítica a Mattelart, Lihn advierte, por ejemplo, que al

discurso de cierre del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de Fidel Castro, es

necesario leerlo con mucho cuidado, ya que “allí, es cierto, se repite el propósito de asimilar la

cultura universal, sin que nos la impongan desde afuera. Pero esta no es más que, de cierto modo,

una fórmula ritual. Pues, ¿cuáles serían los criterios, de irrefutable, fácil y extendida aplicación, para

seleccionar lo mejor de la cultura universal; aquellos valores de la misma, de utilidad en el campo de

la educación?”.97

En el fondo, la labor del intelectual se halla, bajo este contexto, en una difícil, delicada y

frágil posición. No se trata de caer en el liberalismo y la confusión ideológica, dice Lihn, pero

tampoco en una nivelación desde abajo, como no sea en el campo de la educación masiva. Es

necesario mantener un criterio vigilante frente al proceso histórico y social que vive el país y no,

96 Heberto Padilla, citado por Ángel Rama en su ensayo “Una nueva política cultural en Cuba.” Cuadernos de Marcha 49 (1971): 59. 97 Enrique Lihn, “Política y cultura en una etapa de transición al socialismo.” 57.

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como se burla Lihn de Mattelart, fomentar una vanguardia de suicidas, que se eclipse rápidamente

ante las masas, dejando todo tirado por ahí; más aún cuando lo que quedaría ahí, a disposición de las

masas es un hermético ensayo de Mattelart, lleno de una jerga técnica incomprensible,

descontextualizado y sin asideros reales en el momento preciso que vive el país. La consecución de

un dirigismo igual de nefasto que el elitismo paternalista de la burguesía liberal.

No obstante, Mattelart no deja de tener razón al cuestionar la dudosa centralidad del

intelectual que estos escritores proponen y tan fervientemente defienden. ¿Se pretende al intelectual

como un oficio o una profesión especializada? ¿En tanto vanguardia vigilante, se lo pretende una

especie de policía autorizada de la cultura? ¿De verdad su juicio o su percepción del mundo y del

saber son tan únicas e indispensables? ¿Es realmente necesaria una transición dosificada en el ámbito

de la cultura? ¿No hay tal vez un interés allí por salvaguardar un valor y un poder simbólico?

La pregunta que queda finalmente, luego de todos estos debates, es una realmente difícil de

responder fuera de una situación contingente. Vimos que, por un lado, la función de la literatura y de

la crítica se consolidó como la expresión de las diversas experiencias de los grupos que componen el

cuerpo social de la nación y la de una conciencia vigilante de los procesos político-sociales que

acompañan el desarrollo de una nueva cultura enraizada en el pueblo. Una mirada que acusa las

injusticias y los abusos del poder y una palabra que clama espacio y justicia para los que han sido

constantemente marginados y oprimidos. Sin embargo, por el otro, la atribución de dar la voz al

marginado, de abrirle paso a la creación y difusión de su cultura, liberándolos de una buena vez de

las opresiones de una ideología burguesa, capitalista y europeizante, no deja de ser peligrosa y

conflictiva. De ella surge una duda fundamental: ¿hasta qué punto el intelectual mediador y

comprometido no es un portador inconsciente de aquella misma ideología que busca erradicar?

¿Hasta qué punto será capaz de posponer sus intereses de clase en pos de los del proletariado?

¿Hasta qué punto estará dispuesto a callar, sobre todo cuando su vigilancia del proceso cultural, su

V i c e n t e B e r n a s c h i n a – P a u l i n a S o t o | 55

voz acusadora de injusticas y su atribución de dar la voz al oprimido, ya no apunten simplemente en

una sola y clara dirección?

Todas preguntas abiertas para nosotros ahora, quienes tenemos que aferrarnos a nuestro

criterio y romper tanto con un esquema teológico y mesiánico de la historia, como con uno

teleológico. En otras palabras, dejar de confiar en el posible e insospechado advenimiento de un

juicio final que redimirá a la humanidad toda, y dejar de creer que las cosas fueron como fueron ya

que ese es precisamente el curso del progreso de nuestra sociedad; porque siempre va a ser fácil

insistir en el carácter impredecible de una revolución y, por lo tanto, restarle energías a la

preparación de un proyecto político-social de estas dimensiones; y más fácil aún, será determinar que

todos estos caminos ya tienen su final adjudicado, porque en su momento, a principios de los setenta

en Cuba se dio paso a lo que hoy se denomina el “quinquenio gris” y en Chile se cumplió al pie de la

letra la negra advertencia –de carácter profético– de Lihn a Padilla: “Ya se sabe cómo, en situaciones

difíciles para él, el Estado democrático burgués se resuelve en sangrientas dictaduras de derecha”.98

98 Para una breve revisión sobre el “quinquenio gris” y sus repercusiones en la cultura cubana, es posible revisar las diversas propuestas del ciclo presentado por la revista Criterios bajo el título: “La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión” disponible en: http://www.criterios.es/cicloquinqueniogris.htm (27 enero 2011). Para un excelente análisis, hecho en el mismo instante de los hechos, de las posibles consecuencias negativas que tendría la nueva política cultural de la Revolución, recomiendo el ya citado ensayo de Ángel Rama, “Una nueva política cultural en Cuba”.

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4. Purgando La Moneda

Existe una imagen que ya ha dado varias vueltas por el mundo, a través de diversos medios

de representación: fotografía, cine, artes plásticas, narrativa, poesía. Una imagen que ya es tópico, o

sea, lugar común y condensación de sentidos; dice mucho más que lo que muestra, se convierte en

ejemplo claro de la destrucción de un proceso democrático, de la violación de derechos, de la

criminalidad impune de un régimen totalitario:

Los aviones vuelan hacia atrás. Los “rockets” suben hacia los aviones. Allende dispara. Las llamas se apagan. Se saca el casco. La Moneda se reconstruye íntegra. Su cráneo se recompone. Sale a un balcón. Allende retrocede hasta Tomás Moro. Los detenidos salen de espalda de los estadios. 11 de Septiembre. Regresan los aviones con refugiados. Chile es un país democrático. Argentina es un país democrático. Las fuerzas armadas respetan la constitución.99

El palacio de La Moneda, palacio de gobierno chileno desde 1846 cuando Manuel Bulnes,

presidente entonces decidiera utilizar el edificio para esos fines, es bombardeado por los Hawker

Hunter del mismo ejército chileno, llamas salen por las ventanas, la gente corre ante los tanques,

columnas de humo se alzan en el cielo. El presidente y parte de su gabinete aún están en el edificio.

La imagen grafica la violencia, la desmesura, pero también la racionalidad que opera detrás

de todo el espectáculo. La “precisión” que parece celebrar el titular del diario, la premeditación: los

“rockets” entran por las ventanas, destruyen el frontis del edificio, pero el edificio no se desmorona

por completo.

99 Gonzalo Millán, “La ciudad.” Trece Lunas. Prólogo de Waldo Rojas. Santiago: Fondo de Cultura Económica, 1997. 256. El recorte del diario, en la página siguiente, proviene de http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0000548.pdf (3 de agosto 2010)

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Podríamos dejarlo todo así. La imagen expuesta y conformarnos con el lema de que una vale

más que mil palabras. Sobre todo ésta. Sin embargo, como todo tópico, la imagen ha ganado fuerza

y ha perdido fuerza. Se concentra en ciertas cosas, aunque olvida pistas sobre otras. Y a pesar de que

la hemos utilizado aquí nuevamente para no olvidar la violencia física del golpe, lo hemos hecho

también para reanimarla con otras formas de destrucción institucional y simbólica, a las que no

siempre se las exhibe con la crudeza necesaria.

En mayo de 1973, La quinta rueda publicaba nuevamente un artículo sin autor identificado,

señalando que desde el nacimiento de la revista se indicó una carencia de una política cultural y que,

al parecer, luego de siete meses de circulación, nada había cambiado. Se perciben actividades,

propuestas, movimientos, pero por el lado institucional la concreción de proyectos sigue

demorándose. De forma que los editores de la revista decidieron preguntar directamente a figuras

importantes del ámbito cultural del país, para medir con justicia lo que se logró e impulsar una vez

más la respuesta del gobierno en la materia.

¿Qué ha hecho el Gobierno Popular en materia cultural?, y, ¿qué haría usted si tuviera el

poder de implementar una política cultural?, fueron las dos preguntas que se propusieron a José

Balmes, en ese momento Decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, a

Armando Cassigoli, Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad, a Mario

Ferrero, jefe del departamento de Cultura y Publicaciones del Ministerio de Educación y a Volodia

Teitelboim, escritor y senador para entonces.100

Cada uno sopesó la pregunta e hizo un balance asertivo. Los cuatro reconocieron que

existían varias experiencias propositivas como el Tren de la Cultura, la creación de Centros de

Cultura Popular, actividades de extensión universitaria, aumento considerable en la publicación y

distribución de libros, pero que, como lo dice Mario Ferrero, la labor del Gobierno Popular se ve

100 “Lo que hay y lo que falta.” La quinta rueda 6 (1973): 3-4.

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todavía muy desordenada. Falta un organismo superior, unificador de la cultura, con los

presupuestos adecuados y sobre todo con la maquinaria administrativa mucho más expedita. Ante

tantas propuestas desde los actores mismos del proceso político, social y cultural de Chile, se extraña

que la propuesta número 40 del programa de la Unidad Popular no se haya hecho realidad.

Volodia Teitelboim lo expone con claridad. A pesar de que se despertó la primavera

intelectual en el pueblo, a pesar de que han surgido múltiples iniciativas de los propios creadores, no

ha existido hasta hoy un esfuerzo gubernativo sistemático. De modo que se hace necesario que en el

curso de 1973 se haga un gran esfuerzo por ponernos al día en esta tarea, dando un carácter

orgánico al movimiento nacional por la nueva cultura, que permita a cada hombre sentirla no como

un lujo, sino como un artículo de primera necesidad: “Debemos intentar un movimiento cultural que

llegue a cada persona, a cada hogar, inspirado en los principios de la Revolución Chilena, pluralista,

que asegura la libertad de creación, porque nadie puede imponer tendencias o escuelas estéticas, y

que a la vez responda con la vida, con el cambio”.101

Hasta el momento, la acción estatal se podía ver claramente en la masificación del libro, que

fue el fenómeno editorial de mayor relieve durante el período de 1970 a 1973, según arguye

Bernardo Subercaseaux: “Un fenómeno que pretendía integrar una cultura mesocrática de cuño

ilustrado (las colecciones y títulos escogidos) con una cultura popular (la masividad y los nuevos

receptores-lectores); un fenómeno que trajo consigo una enorme expansión de las posibilidades de

lectura”.102 No obstante, un fenómeno que no logró cristalizarse por completo, debido a que, como

dan cuenta los diversos escritores, artistas e intelectuales del país, no existió un organismo que

canalizara de forma adecuada la creación popular, por un lado, y esta acción ilustrada, por el otro.

Pero también porque existía un amplio sector de la sociedad que simplificó y polarizó la injerencia

de lo cultural en la disputa político-ideológica: “Un sector que percibió a Quimantú sólo como un

101 Ibíd., 4. 102 Bernardo Subercaseaux, “El Estado como agente cultural.” Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo), 156.

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aparato al servicio de „doctrinas foráneas‟, como un aparato que debía ser sofocado e inhibido, tal

como efectivamente lo fue a pocos días del golpe militar del 11 de septiembre de 1973”.103

En este sentido, si los debates sobre política y cultura habían sido tan diversos en la segunda

mitad de los sesentas, no tiene que parecernos extraño en lo absoluto que sea bajo un régimen

autoritario, como el que se instauró a partir del golpe, el que ponga un punto final a esos

desacuerdos y a la ausencia de una política cultural concisa en el país. En marzo de 1974 ya se había

publicado una Declaración de principios del Gobierno de Chile, en la que se establecieron los lineamientos

ideológicos principales que habrían de regir todo emprendimiento social, político, económico o

cultural, y, coherentemente con estos principios, a fines del mismo año se crea oficialmente el cargo

de Asesor cultural de la Junta, quien para mediados de 1975 ya tenía publicada la Política cultural del

Gobierno de Chile.104

Tomando partido en las bases teóricas que ya se habían establecido en las disputas culturales

de los años sesenta, la nueva política cultural del país entiende que “la lucha que hoy se da en todo el

mundo es fundamentalmente de índole cultural. En efecto, es una concepción total de la vida, como

la marxista, la que pretende imponerse y avasallar la cultura occidental cristiana a la que

adherimos”.105 Porque para esta nueva política, el marxismo no es sólo una doctrina política o una

propuesta económica, sino una totalidad que atenta contra la iglesia y sus valores, contra el

verdadero sentido de las palabras, sembrando el desconcierto y la incomunicación, y, por último, una

tergiversación de los gustos. Mediante su influencia en la literatura y el arte, desvirtúa los cánones

clásicos e impone formas abstrusas contrarias al sentido de la belleza de la naturaleza humana. Por

103 Ibíd., 156. 104 Declaración de principios del Gobierno de Chile. Santiago: Editora Nacional Gabriela Mistral, 1974; y Política Cultural del Gobierno de Chile. Santiago: Editora Nacional Gabriela Mistral, 1975. 105 Política cultural del Gobierno de Chile, 23.

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último, quiebra los cánones morales de la ciudadanía, revolucionando las conductas y fomentando la

rebeldía familiar, el uso de drogas y extendiendo la pornografía.106

De esta forma se entiende que la cultura es el campo donde es posible, como lo dice un

subtítulo del documento, generar los “anticuerpos” necesarios para sobreponerse a estas influencias

negativas:

La herencia dejada por el marxismo no puede borrarse por el solo propósito de hacerlo. Ella debe servir de antecedente esencial que permita eliminar las fallas del sistema chileno que permitieron que el marxismo surgiera, prosperara y llegara –por primera vez en el mundo occidental– al poder supremo por medios legítimos, generando la crisis de la que felizmente hemos emergido.107

A lo largo de los últimos veinte años, declara el documento, si es que no antes, por falta de

una concepción geopolítica estratégica del Estado, el país había perdido su identidad como nación.

El siglo XIX significó el auge y progreso de Chile gracias a Portales y la “chilenización de los

chilenos”. En ese entonces existía un Estado emprendedor que utilizaba la potencialidad de su

territorio y la ubicación geográfica del país como elementos dinámicos para situarse como una

potencia en América, logrando a su vez la expansión de su cultura. Se crearon las Universidades y

otras instituciones culturales, cuyo objetivo principal era la consecución del “deber ser” nacional. Sin

embargo, durante el siglo veinte se debilitó este perfil y las costumbres del país se vieron afectadas

por un extranjerismo que hizo perder el sentido de Nación. De forma que Chile perdió su unidad,

“quedando indefenso al ataque sostenido de concepciones políticas que, en último término,

pretendían enajenar nuestra soberanía, asimilándonos a hegemonías mundiales, en las cuales el

interés del chileno era postergado o desaparecía totalmente”.108

Como meta principal de la nueva sociedad que emerge y su política cultural se establece,

entonces, la extirpación “de raíz y para siempre [de] los focos de infección que se desarrollaron y

106 Ibíd., 24. 107 Ibíd., 26. 108 Ibíd., 30.

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puedan desarrollarse sobre el cuerpo moral de nuestra patria y en seguida, que sea efectiva como

medio de eliminar los vicios de nuestra mentalidad y comportamiento” que propiciaron el

debilitamiento de los valores e instituciones tradicionales.109 De forma que el papel del creador y de

sus manifestaciones artísticas será recuperar la solidez de una comunidad que se orienta con valores

permanentes que emanan de la concepción cristiana occidental de la vida y de las raíces propias de la

chilenidad. Así, “el arte no podrá estar más comprometido con ideologías políticas, sino que con la

verdad del que lo creó, y esa verdad tendrá que ser reflejo del ambiente de decencia, de honestidad,

del concepto de destino trascendente que anima a un pueblo que sabe que su meta futura es hacer de

Chile una sociedad integrada y justa, participativa y próspera”.110

Esta política, como lo expone Bernardo Subercaseaux, al traducirse al campo cultural y

editorial, se expresa en su primera etapa como una negación de la cultura política del pasado y de los

sectores sociales que la alimentaron, excluyendo y desarticulando los espacios sociales previos, sean

estos institucionales, culturales, políticos o comunicacionales. Las estrategias para lograr esto fueron

las siguientes:

- Allanamiento, intervención y control administrativo por personal vinculado al golpe.

- Cambio de nombre de Quimantú por Editora Nacional Gabriela Mistral. Se conserva, empero, la propiedad de la industria en poder del Estado.

- Disminución del personal de alrededor de 1.600 trabajadores y empleados a cerca de 700. Despidos masivos, fundamentalmente por razones ideológicas, aun cuando la empresa argumenta una racionalización.

- Nombramiento del General (R) Diego Barros Ortiz como máximo directivo de la editorial, y como Presidente de un Consejo conformado por algunos intelectuales del régimen, entre otros, Enrique Campos Menéndez.

- Retención o destrucción de una cantidad no determinada de libros, pertenecientes a las colecciones „Nosotros los Chilenos‟, „Camino Abierto‟, „Cuadernos de Educación Popular‟, „Quimantú para Todos‟, „Minilibros‟, „Cuncuna‟ y „Documentos Especiales‟.

- Interrupción y desarticulación del aparato de distribución masiva que había montado Quimantú.

- Promoción, vía los medios de comunicación, de un clima de amedrentamiento con respecto a la tenencia de libros Quimantú (incineraciones y requisiciones, la prensa oficialista habla de

109 Ibíd., 38. 110 Ibíd., 40.

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„literatura subversiva‟, „al servicio de intereses foráneos‟, del „marxismo internacional‟, etc.) y en general contra la obra de todos aquellos de ser susceptibles de ser identificados con el gobierno depuesto. Autores como Pablo Neruda, Hernán Valdés, Guillermo Atías, Fernando Alegría, Patricio Manns y Armando Uribe. Entre los extranjeros Gabriel García Márquez. […]

- Más allá del caso Quimantú, la exclusión autoritaria de corrientes culturales progresistas se tradujo en una merma del patrimonio creativo de la sociedad y de las fuentes que alimentaban la industria editorial (exilio de numerosos escritores, intelectuales y científicos).111 Por supuesto, como se aprecia en la existencia de una Política cultural del gobierno de Chile, no

toda la propuesta será de carácter “negativo”. Junto con el esfuerzo de eliminar la memoria colectiva

y disciplinar la producción de arte, el régimen intentará reactivar –con mucho éxito, si “reactivar”

significa aislar la producción artística y desaparecer todo debate– el campo de la cultura en función

de su propio proyecto, en tres vertientes.

La primera, de cuño nacionalista autoritaria, que se funda en una concepción telúrico-

metafísica del ser chileno, es decir, una esencia forjada en el entrecruzamiento del hombre con la

naturaleza. Así, “la cultura es percibida como manifestación de una esencia invariable, que se revela y

encarna en la idiosincrasia chilena. Esta visión niega el espacio cultural como un campo de conflicto

y de coexistencia de visiones culturales diversas, puesto que ello vulneraría la integridad del cuerpo

social y el „alma del país‟”.112

La segunda, es una corriente integrista espiritual, la que puede vincularse a las capas altas de

la burguesía y a los sectores ligados al tradicionalismo católico o al Opus Dei. “Desde esta vertiente,

el mundo cultural es percibido como un bastión del espíritu y de la belleza, como una espiritualidad

trascendente, desligada de las contingencias económicas, políticas y sociales”.113

La tercera corriente sería, por último, la afirmación neoliberal, que asigna al mercado un rol

preponderante en la conformación de toda la vida. Así, esta vertiente “concibe a la cultura como un

111 Bernardo Subercaseaux, “Transformaciones en la cultura del libro.” Historia del libro en Chile (Alma y cuerpo), 157-58. 112 Ibíd., 161. 113 Ibíd., 162.

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bien transable, similar a otros, y que requiere por lo tanto ser desarrollado con criterios mercantiles y

de eficiencia empresarial”.114 Concepción de la cultura que en la Política cultural del Gobierno de Chile se

expresa en la meta de infundir “la certeza de que es posible un desarrollo acelerado e integral, en la

medida que prepara generaciones de científicos, investigadores y personal capacitado para

aprovechar racionalmente los recursos de nuestro territorio”.115

¿Qué debates críticos, qué función social de la literatura y de su discusión podemos esperar

bajo este nuevo y súbito ambiente cultural?

Queda en evidencia que esta nueva política supo aprovechar eficazmente las discusiones y

debates que habían surgido durante la década precedente, sobre todo aquellos que con gran esfuerzo

habían logrado identificar uno de los aspectos fundamentales de la cultura y las artes: la premisa de

que el desarrollo económico y material de una sociedad no es posible sin su desarrollo cultural y

viceversa. Este desarrollo surge del pueblo, de la actividad conjunta de todas y todos frente a sus

problemas contingentes y no puede ser dirigido ni impuesto. No al menos, insisten con

desvergonzado populismo, desde ideologías políticas extrañas como el marxismo u otras de carácter

social. Es necesario, entonces, ir a las raíces y extirpar aquellas ideas foráneas que hicieron creer a la

gente que la cultura era eso que surgía de su vida cotidiana y no apreciar la misión verdadera del arte:

la decencia, la honestidad, delinear el destino trascendente de un pueblo unido y próspero.

Quizás la forma más frontal de comprender el daño y el absurdo de una propuesta así, es

mirar los incisos correspondientes al problema de los derechos humanos y el derecho a discrepar,

que se estipulan en la Declaración de principios del gobierno de Chile publicada por la dictadura militar:

Otra importante característica de nuestra tradición jurídica ha sido el respeto por la libertad de conciencia y el derecho a discrepar. Ambos aspectos deberán ser preservados por el Estado de Derecho que el movimiento del 11 de septiembre se propone recrear, pero cuya vigencia fundamental ha sido mantenida dentro de las medidas de emergencia que él mismo contempla. Los derechos humanos deberán

114 Ibíd., 163. 115 Política cultural del Gobierno de Chile, 44.

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reforzarse para que su ejercicio pueda ser efectivamente disfrutado por todos, y ampliarse en sus manifestaciones sociales más modernas. El derecho a discrepar será mantenido, pero la experiencia de los últimos años indica la necesidad de fijar los límites admisibles de esa discrepancia. No puede permitirse nunca más que, en nombre de un pluralismo mal entendido, una democracia ingenua permita que actúen libremente en su seno grupos organizados que auspician la violencia guerrilla para alcanzar el poder, o que fingiendo aceptar las reglas de la democracia, sustentan una doctrina y una moral cuyo objetivo es el de construir un Estado totalitario.

De ello se desprende que Chile no es neutral frente al marxismo. Se lo impide su concepción del hombre y de la sociedad, fundamentalmente opuesta a la del marxismo. Por tanto, el actual Gobierno no teme ni vacila en declararse antimarxista. Con ello no adopta una postura “negativa”, porque es el marxismo el que en verdad niega los valores más fundamentales de toda auténtica civilización. Y en política o en moral, lo mismo que en matemáticas, la negación de una negación encierra una afirmación. Ser antimarxista involucra, pues, afirmar positivamente la libertad y la dignidad de la persona humana.116

En este sentido, podemos apreciar con claridad, que a partir del 11 de septiembre de 1973 no

sólo ardió la moneda, se torturó, se aniquiló, se quemaron libros, se censuró, se desmembró y aisló a

la Universidad y la educación, sino que a punta de bandos, decretos-ley, y fuerza, se “restituyó” un

concepción del hombre y de la sociedad “libre de la dependencia extranjera”, mucho más de acuerdo

con el “bien común” de la humanidad; que como lo explica la declaración de principios de la junta

militar, surge del respeto al principio de subsidiariedad, es decir, “la posibilidad de tener un ámbito

de vida y actividad propia independiente del Estado y sólo sometido al control de éste desde el

ángulo del bien común, donde reside la fuente de la vida social en que la libertad ofrezca a la

creación y al esfuerzo personal un margen de alternativas y variedad suficientes”, lo que se traduce,

en palabras más simples, a que “el respeto al principio de subsidiariedad supone la aceptación del

derecho de propiedad privada y de la libre iniciativa en el campo económico”.117

O para decirlo con las palabras con que concluye este apartado: “el estatismo genera, en

cambio, una sociedad gris, uniforme, sometida y sin horizontes”.118 No sé si es necesario emitir algún

comentario al respecto para destacar la ironía cruda que se nos presenta aquí. No sólo al comparar lo

116 Declaración de principios del Gobierno de Chile, 26-27. 117 Ibíd., 18. 118 Ibíd., 18.

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que significan efectivamente las declaraciones y objetivos de esta Política cultural del gobierno de Chile

ante los debates y discusiones que se desarrollaron a lo largo de la década anterior, sino también

cuando miramos el devenir histórico, social, político y cultural del país, aquél en que hoy nos

encontramos, ya que, pienso, no puede ser más elocuente al respecto.


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