El sentido cristiano del sufrimiento humano
P. Silvio Marinelli Zucalli
Orden de San Camiloy Centro San Camilo A.C.
Lo que nos enseña el sufrimiento
- a valorar la salud
- que todo en la vida es muy relativo: vida, placer, dinero
- a dar importancia a las cosas pequeñas: una sonrisa, una
palabra
- a sentir la necesidad de los demás.
- a apreciar que los demás sepan respetar tu intimidad y puedas confiar
en ellos plenamente
- a valorar que alguien a tu lado sepa respetar tus creencias religiosas,
aunque no las comparta.
- La relativización de las cosas. La enfermedad nos hace relativizar las cosas y, sobre todo, las riquezas, el poder, los
títulos, el prestigio.
- Realismo frente a la vida. El dolor, la enfermedad aportan realismo a un mundo consumista que con frecuencia
vive de ilusiones pasajeras.
- La humanización del dolor. El sufrimiento es humanizador. El enfermo nos muestra que el "ser
persona" es más importante que el "tener cosas", que la "cultura del ser" tiene más importancia que la
"cultura del tener".
- La solidaridad. El sufrimiento, produce unión y esta unión engendra solidaridad, es decir, una plataforma
sólida, firme, sobre la que puede construirse una auténtica amistad.
- Nos recuerdan la realidad de la vida humana sujeta a limitaciones
y enfermedades; obligada, a menudo, a depender de los demás.
Los enfermos que viven la experiencia de la limitación humana,
rompen los mitos y las ilusiones.
- Nos invitan a devolver su significado a determinados valores
que hoy están en crisis: la humildad ante la fragilidad humana; la
paciencia para afrontar dificultades y momentos dolorosos; el aprecio y el
respeto por la salud y la vida; la solidaridad y la atención a las necesidades de los hermanos, venciendo el propio egoísmo.
- es ocasión de reflexión sobre su vida (el enfermo tiene más tiempo)
- es tiempo de cambio de actitudes frente a la vida (poder, riqueza, belleza,
juventud, productividad)
- es “escuela de madurez” frente a comportamientos egoístas o narcisistas
Vicktor Frankl, un psiquiatra austriaco, ha dado una especial importancia al mundo de los valores en medio del sufrimiento. Según él, la vida en medio de un sufrimiento puede tener sentido a partir de los valores que la persona
sea capaz de vivir. El autor distingue tres diferentes tipos de valores:
los valores de acción o de creación, es decir, el ejercicio de las propias potencialidades
humanas, personales;
los valores de asimilación, es decir, la integración y el aprecio de cuanto de positivo tiene la cultura y cuanto nos
circunda;
los valores de actitud, o también llamados de soportación. Serían estos
últimos los que serían capaces de cambiar de signo el sufrimiento.
El comportamiento ante el dolor podría dar significado a una vida incluso en medio de un atroz sufrimiento; el hombre sentiría la propia responsabilidad para con los valores y haría emerger la dimensión específica del ser humano, es decir, la propia conciencia y
responsabilidad.
Frankl llegó a esta teoría en la base de su experiencia personal en los campos de concentración. Hizo la
experiencia que también en las situaciones de límite extremo es posible continuar a vivir entregando sentido a lo
que se hace.
Según Frankl, entonces, la cosa más importante, no es la
interpelación que proviene del sufrimiento y que se refiere a la
búsqueda de las causas (¿por qué?), ni únicamente el mirar hacia adelante esperando la
liberación (¿hasta cuándo?).
Las preguntas fundamentales son “cómo” y “para qué”: cuál
reto, cuál fin, cuál objetivo puedo realmente perseguir en
las situaciones dadas y concretas? ¿Cómo vivir esta situación? ¿Cuáles actitudes
desarrollar y cuáles comportamientos seguir?
El sufrimiento, soportado auténticamente y elaborado según esta nueva perspectiva,
conduce a un enriquecimiento de la persona. La persona sería libre incluso
cuando a los ojos ajenos se presenta esclava de las ataduras de la enfermedad y del
sufrimiento: libre de comportarse de una manera o de otra, y por lo mismo,
responsable. La experiencia nos dice que es posible vivir “sanamente” el sufrimiento
producido por la presencia de la enfermedad.
Siguiendo a Victor Flanckl decíamos que surgen las preguntas difíciles:
¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué en este momento de mi vida? ¿Qué he
hecho para merecer esto?
Humanamente es muy difícil contestar a estas interrogantes.
Aquí nos socorre la fe y la tradición cristiana.
Ante todo la sagrada escritura nos dice – enseña que la enfermedad es connatural a la condición criatural del ser humano. Es decir que es algo que “normalmente “ “fisiológicamente” afecta nuestra estructura corpórea.
Es señal de inmadurez ver la enfermedad como algo que no debiera existir. Los seres vivientes (animales y plantas) están sujetos a esta ley de la
naturaleza.
La Sagrada Escritura nos enseña, entonces, que muchos sufrimientos
son causados por la maldad humana: violencia, guerra, descuido de la
salud, abusos, estilos de vida erróneos, etc. No es culpa de Dios si usamos mal
nuestra libertad.
Es importante aclarar la diferencia entre “querer” y
“permitir”.
El hecho que Dios permita no significa que lo quiera y lo desee.
Esta es una dinámica que probamos también nosotros: muchas veces sabemos, no estamos de acuerdo y permitimos; no significa que lo
“queremos” o seamos cómplices del mal.
Muchas veces decimos que “es la
voluntad de Dios”, que “debemos cumplir con la voluntad de Dios”, que “no se puede escapar de la voluntad de
Dios”. Son todas expresiones en sí mismas correctas. El punto es establecer cual es verdaderamente esta “bendita”
voluntad.
La sagrada Escritura nos socorre: fundamentalmente, la voluntad de Dios no es
algo misterioso, caprichoso o voluble. La voluntad de Dios es clara:
que todos nosotros hombres conozcamos a Jesucristo y por medio de Él nos
acerquemos al Padre. La voluntad de Dios es que seamos hijos de Dios y por lo
tanto hermanos entre nosotros. La voluntad de Dios es el amor hacia Él y el
prójimo.
La Sagrada Escritura nos enseña que el Señor nos invita a hacer su voluntad en
todas las situaciones existenciales y también en el tiempo de la enfermedad.
El ejemplo de Cristo
Podría parecer extraño y raro, pero los Evangelios no reportan ninguna
fórmula o discurso de Jesús como explicación del sufrimiento, de las
enfermedades, del mal. Ni son reportadas palabras de “resignación”.
Él se comprometió con palabras y obras para que fueran vencidas las causas del
mal.
Ni Jesús buscó para sí mismo el sufrimiento. Cuanto no pudo evitarlo, porque estaba en el camino de la fidelidad a la
voluntad del Padre, lo enfrentó y el sufrimiento adquirió un sentido,
perdió su inutilidad.
El Dios de Jesús Cristo:
“uno de nosotros”
También Jesús, como tantos Job antes y después él, repite su “por
qué”. Y Él ciertamente es la víctima inocente del pecado ajeno y no cesa de amar y perdonar aún cuando lo
clavan en la cruz.
En particular en las horas del Gestemaní y del Gólgota aparece la
humanidad de Cristo. En una narración sobria, se habla de una “tristeza” que es
“ser triste hasta morir” de un “caer rostro en tierra”, de un estado de
“abatimiento” y de “aturdimiento”, como un “estar fuera de sí” porque es presa de un presentimiento terrible.
Jesús siente “miedo”, es invadido por una congoja que produce un sudor de
sangre y de agua.
El triple ir y venir, la repetición de la oración al Padre, muy breve e intensa, al
Padre que no contesta, la búsqueda de consuelo por los discípulos y la ausencia
de ellos: son todos elementos que subrayan la soledad extrema, el fracaso de su profundo deseo de comunión. La
voluntad del Padre le parece incomprensible. No se le ofrece ninguna explicación. Sin embargo, permanece su
confianza.
A la experiencia de sufrimiento (físico y psicológico) de la noche de la muerte
inminente se añade el sufrimiento que viene de la noche de la fe: el silencio de Dios. La plena adhesión a la voluntad
del Padre expresada por Jesús (“Padre mío, si es posible, que pase de mí esta
copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú”) no comporta una
revelación de Dios.
Este silencio del Padre será sumo en el Gólgota. El punto culminante del sufrimiento de Jesús, en efecto, está en el sentido de abandono por parte de Dios mismo expresado en el grito:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.
Jesús ciertamente no padeció todos los sufrimientos de orden
material, físico y psicológico que sufren los hombres. Todavía
padeció el centro o el punto común de todos los
sufrimientos, es decir, el sentido de injusticia, de
absurdidad, de abandono, de soledad extrema.
“Como” Jesús sufrió está claro del
reporte de las siete palabras que los evangelistas ponen en labios de
Jesús .
Son expresiones preciosas que tenemos que meditar sin cesar para vivir en manera cristiana nuestras
horas de dolor.
Son, ante todo, palabras de verdad: dicen, sin tapujos, su verdad de
“hombre” que grita y se queja por una condición de dolor absurda:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. Y luego la intensa
invocación: “!Tengo sed”. Jesús no oculta la verdad de su pobre
humanidad, la necesidad que tiene de los demás, el deseo profundo de vivir
y cumplir su misión.
Palabras de perdón, de acogida y de esperanza. “Padre, perdónalos...”,
donde quiere excusar la culpabilidad de ellos. Al malhechor que le reza, dice: “...hoy estarás conmigo...”. A
unos y a otro Jesús abre el futuro, la esperanza. Y al futuro y la esperanza abre también a su madre y a Juan:
“ ...«Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre”. Jesús no se queda cerrado
en su dolor.
Una gran palabra de confianza nos transmite San Lucas, dicha por
Jesús ante de morir: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Y otra
palabra de esperanza nos transmite San Juan: “Todo está cumplido”.
Jesús muere con la consciencia de haber manifestado hasta al grado
supremo el amor salvífico de Dios.
Grita su pobreza, manifiesta su fe y esperanza.
Precisamente en aquel momento el centurión romano se abre a la fe: “Al ver el centurión, que
estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era
hijo de Dios»” (Mc 15,39).
Jesús vivió hasta el fondo su humanidad, la verdad de su ser
“hombre”, y por esto mismo, manifiesta su divinidad, revelando la
verdad de Dios su Padre.
Todavía el significado definitivo del sufrimiento de Jesús aparece en
manera completa sólo en el evento de la resurrección.
Ésta da sentido y cumple la actitud de filial confianza y obediencia. De
esta forma la resurrección no es una especie de confirmación exterior al sufrimiento y a la muerte. Sino está
al interior de ellos; es el fruto, la expresión gloriosa.
Como Jesús no explicó el sufrimiento, tampoco lo eliminó. Lo vació de su
absurdidad, de su no-sentido, lo desvirtuó; el sufrimiento permanece en
la vida de los hombres, pero ya está vencido; Jesús mostró que el
sufrimiento y la muerte no son la última palabra, mostró que se pueden vivir con
fe y esperanza, mostró que pueden brotar en la resurrección.
Con su actitud de entrega confiada, de auto-donación, permaneciendo
fiel a sus principios y valores, Jesús fue trasformado por el sufrimiento
y la muerte
Los sufrimientos y la muerte de cada persona pueden asumir un sentido, a
condición de que estén insertos en Cristo.
El sufrimiento y la muerte no tienen un sentido por sí mismos; su valor viene de
las actitudes con las que son vividas: fidelidad a la propia vocación, amor,
espíritu de oración.
Y la misma resurrección para el cristiano no es un mero
retornar a la existencia, sino el término de un proceso de
transfiguración, de asimilación de los valores y actitudes de
Cristo.
Jesús no se quedó frío frente al sufrimiento y a la muerte de los
demás: lloró la muerte del amigo Lázaro, sintió compasión cuando vio a una madre que había perdido a su hijo único, tuvo piedad de la gente
confundida. No dio teorías sobre el dolor y negó que cada individual
sufrimiento fuera causa del pecado
Luchó con valor para curar y aliviar a los que sufrían; abrió a la esperanza,
a la confianza en Dios; abatió las barreras que provocaban
marginación; purificó la misma ley divina de todas las incrustaciones que la hacían parecer odiosa y dura para
la práctica.
Mandó a sus discípulos para que continuaran en el compromiso de luchar contra todo mal que ofende la dignidad
humana. Exigió que maduraran actitudes de solidaridad y de
participación, que establecieran una alianza con los que sufren para que
puedan ser derrotadas las causas del mal.
María y otras mujeres al pie de la cruz son las imágenes de la Iglesia de los pequeños y pobres que no huyen
(Mc 14,50) en los momentos de dolor, sino entran en su misterio y se
quedan en una actitud de participación contemplativa.
¿Qué sentido puede tener nuestro sufrimiento cuando es inevitable y
perdura? En tales circunstancias, no parece que sea sabio buscar la causa, afanarse detrás de la pregunta: “¿Por
qué me sucede esto?”. Mejor es preguntarse: “¿Cómo puedo vivir esta
situación?”. Como puedo vivirla de manera humana y significativa, de
manera cristiana, como discípulo de Jesús. ¿Cuál amor puedo expresar en
estas situaciones?
Hemos así entrado en el misterio de Su presencia en el hombre que sufre (Mt 25: “a mí lo hiciste”). Si la vida cristiana es un “vivir con Cristo”, o
un “ser con Cristo” o un “ser en Cristo”, o “Cristo que vive en mí”,
esto vale en manera singular cuando estamos más semejantes a Él
Crucificado, porque fue en aquellas condiciones que pudo gritar: “Todo cumplí”, habiendo Él encontrado el cumplimiento de su misión en tales
circunstancias.
Sólo la fe ayuda. Una fe que exige un camino, tal vez largo y fatigoso, fruto de la gracia y del ejercicio constante
del sujeto humano y del acompañamiento de la comunidad.
Necesitamos ejercitarnos en esta actitud de fe y educarnos, al mismo modo en el que fuimos educados a
reconocer en la Eucaristía la presencia real de Cristo.