FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN
Dossier de Lecturas
SAN AGUSTÍN
Sobre la verdadera religión
DIVERGENCIAS RELIGIOSAS ENTRE LOS FILÓSOFOS Y EL PUEBLO
I. 1. Siendo norma de toda vida buena y dichosa la verdadera religión, con que se honra a un
Dios único y con muy sincera piedad se le reconoce como principio de todos los seres, que en Él
tienen su origen y de Él reciben la virtud de su desarrollo y perfección, se ve muy claramente el
error de los pueblos que quisieron venerar a muchos dioses, en vez del único y verdadero, Señor
de todos, porque sus sabios, llamados filósofos, tenían doctrinas divergentes y templos comunes.
Pues tanto a los pueblos como a los sacerdotes no se ocultó su discorde manera de pensar sobre
la naturaleza de los dioses, porque no se recataban de manifestar públicamente sus opiniones,
esforzándose en persuadirlas a los demás si podían; sin embargo de esto, juntamente con sus
secuaces, divididos entre sí por diversas y contrarias opiniones, sin prohibición de nadie, acudían
a los templos. No se pretende ahora declarar quién de ellos se acercó más a la verdad; mas
aparece bastante claro, a mi entender, que ellos abrazaban públicamente unas creencias
religiosas, conforme al sentir popular, y privadamente mantenían otras contrarias a sabiendas del
mismo pueblo.
OPINIÓN DE SÓCRATES SOBRE LOS DIOSES
II. 2. Con todo, Sócrates se mostró, al parecer, más audaz que los demás, jurando por un perro
cualquiera, por una piedra o por el primer objeto que se le ofreciese a los ojos o a las manos en el
momento de jurar. Según opino yo, entendía él que cualquiera obra de la naturaleza, como
producida por disposición de la divina Providencia, aventaja con mucho a todos los productos
artificiales de los hombres, siendo más digna de honores divinos que las estatuas veneradas en
los templos. Ciertamente no enseñaba él que las piedras o el perro son dignos de la veneración de
los sabios; pero quería hacer comprender a los ilustrados la inmensa hondura de la superstición
en que se hallaban sumidos los hombres; y a los que estaban por salir de ella habría que ponerles
ante los ojos semejante grado de abominación, para que, si se horrorizaban de caer en él, viesen
cuánto más bochornoso era yacer en el abismo, más hondo aún, del extravío de la multitud. Al
mismo tiempo, a quienes pensaban que el mundo visible se identifica con el Dios supremo, les
ponía ante los ojos su insensatez, enseñando, como consecuencia muy razonable, que una piedra
cualquiera, como porción de la soberana deidad, bien merecía los divinos honores. Y si eso les
repugnaba, entonces debían cambiar de ideas y buscar al Dios único, de quien nos constase que
trasciende a nuestra mente y es el autor de las almas y de todo este mundo. Escribió después
Platón, quien es más ameno para ser leído que persuasivo para convencer. Pues no habían nacido
ellos para cambiar la opinión de los pueblos y convertirlos al culto del verdadero Dios, dejando
la veneración supersticiosa de los ídolos y la vanidad de este mundo. Y así, el mismo Sócrates
adoraba a los ídolos con el pueblo, y, después de su condena y muerte, nadie se atrevió a jurar
por un perro ni llamar Júpiter a una piedra cualquiera, si bien se dejó memoria de esto en los
libros. No me toca a mí examinar por qué obraron de ese modo, si por temor a la severidad de las
penas o por el conocimiento de alguna otra razón particular de aquellos tiempos.
CÓMO LA RELIGIÓN CRISTIANA PERSUADIÓ A LOS HOMBRES VERDADES DE IMPOSIBLE
DIVULGACIÓN, SEGÚN PLATÓN
III. 3. Pero, sin ánimo de ofender a todos esos que cerrilmente se enfrascan en la lectura de sus
libros, diré yo con plena seguridad que, ya en esta era cristiana, no ha lugar a duda sobre la
religión que se debe abrazar y sobre el verdadero camino que guía a la verdad y bienaventuranza.
Porque si Platón viviese ahora y no esquivase mis preguntas, o más bien, si algún discípulo suyo,
después de recibir de sus labios la enseñanza de la siguiente doctrina, conviene a saber: que la
verdad no se capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma con su
posesión se hace dichosa y perfecta; que a su conocimiento nada se opone tanto como la
corrupción de las costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante los sentidos externos
se imprimen en nosotros, originadas del mundo sensible, y engendran diversas opiniones y
errores; que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma, para contemplar el ejemplar
inmutable de las cosas y la belleza incorruptible, absolutamente igual a sí misma, inextensa en el
espacio e invariable en el tiempo, sino siempre la misma e idéntica en todos sus aspectos (esa
belleza, cuya existencia los hombres niegan, sin embargo de ser la verdadera y la más excelsa);
que las demás cosas están sometidas al nacimiento y muerte, al perpetuo cambio y caducidad, y,
con todo, en cuanto son, nos consta que han sido formadas por la verdad del Dios eterno, y, entre
todas, sólo le ha sido dado al alma racional e intelectual el privilegio de contemplar su eternidad
y de participar y embellecerse con ella y merecer la vida eterna; pero, sin embargo, ella,
dejándose llagar por el amor y el dolor de las cosas pasajeras y deleznables y aficionada a las
costumbres de la presente vida y a los sentidos del cuerpo, se desvanece en sus quiméricas
fantasías, ridiculiza a los que afirman la existencia del mundo invisible, que trasciende la
imaginación y es objeto de la inteligencia pura; supongamos, digo, que Platón persuade a su
discípulo de tales enseñanzas y éste le pregunta: ¿Creeríais digno de los honores supremos al
hombre excelente y divino que divulgase en los pueblos estas verdades, aunque no pudiesen
comprenderlas, o si, habiendo quienes las pudiesen comprender, se conservasen inmunes de los
errores del vulgo, sin dejarse arrastrar por la fuerza de la opinión pública? Yo creo que Platón
hubiera respondido que no hay hombre capaz de dar cima a semejante obra, a no ser que la
omnipotencia y sabiduría de Dios escogiera 'a uno inmediatamente desde el alba de su existencia,
sin pasarle por magisterio humano, y, después de formarle con una luz interior desde la cuna, le
adornase con tanta gracia, y le robusteciese con tal firmeza, y le encumbrase a tanta majestad,
que, despreciando cuanto los hombres malvados apetecen, y padeciendo todo cuanto para ellos
es objeto de horror, y haciendo todo lo que ellos admiran, pudiera arrastrar a todo el mundo a una
fe tan saludable con una atracción y fuerza irresistible. Y sobre los honores divinos que se le
deben, juzgaría superflua la pregunta, por ser fácil de comprender cuánto honor merece la
sabiduría de Dios, con cuyo gobierno y dirección aquel hombre se hubiera hecho acreedor a una
honra propia y sobrehumana por su obra salvífica en pro de los mortales.
4. Si, pues, todo esto es ya un hecho verdadero; si se celebra con documentos y monumentos; si,
partiendo de una región en que se adoraba al único Dios, y donde convenía se hallase la cuna de
su nacimiento, varones escogidos, enviados por todo el orbe, con sus ejemplos y palabras,
avivaron incendios de amor divino; si, después de confirmarla con muy saludable disciplina,
dejaron a los venideros la tierra iluminada con la fe; si, para no hablar de lo pasado, cuyo crédito
puede esquivar cada uno, hoy mismo se anuncian a todas las razas y pueblos estas verdades: Al
principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y Dios era el Verbo. Él estaba al principio
con Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él nada se hizo 1; si a fin de curarse el
alma, para percibir esa Palabra, amarla y gozarla, y para que se vigorice la pupila de la mente
con que se encare a tan poderosa luz, se dice a los avaros: No alleguéis tesoros en la tierra,
donde la; polilla y el orín los consumen. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el
orín los consumen y donde los ladrones no perforan ni roban, porque donde está tu tesoro, allí
estará tu corazón 2; se dice a los lujuriosos: Quien sembrare en su carne, de la carne cosechará
la corrupción; pero quien siembra en el espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna 3; se dice
a los soberbios: Quien se ensalza, será abatido, y quien se abate, será ensalzado 4; se dice a los
iracundos: Recibiste una; bofetada, prepara, pues, la otra mejilla 5; se dice a los que fomentan
discordias: Amad a vuestros enemigos 6, y a los supersticiosos: El reino de Dios está entre
vosotros 7; y a los curiosos: No queráis buscar las cosas que se ven, sino las invisibles; pues las
que se ven, son temporales; las invisibles, eternas 8; finalmente, se dice a todos: No améis el
mundo ni lo que está en él, pues todo lo que hay en el mundo es, concupiscencia de la carne, y
concupiscencia de los ojos, y ambición del siglo 9.
5. Si, pues, estas enseñanzas por todo el mundo se leen a los pueblos y se oyen con sumo gusto y
veneración; si después de tanta sangre esparcida, de tantas hogueras, de tantas cruces de martirio,
las Iglesias se han multiplicado con más fertilidad y abundancia hasta en los pueblos bárbaros; si
nadie se maravilla ya de tantos miles de jóvenes y vírgenes que, renunciando al matrimonio,
abrazan la vida casta: cosa que, habiendo hecho Platón, temió tanto a la perversa opinión de su
siglo, que se dice sacrificó a la naturaleza para expiarla como grave falta; si todas estas cosas
ahora se acogen de tal modo que, si antes era algo inaudito el disputar sobre ellas, ahora lo es el
ir contra ellas; si en todas las regiones del mundo habitable se enseñan los misterios cristianos a
los que han hecho esta promesa y este empeño; si se exponen todos los días en las iglesias y son
comentados por los sacerdotes; si golpean sus pechos los que se esfuerzan por seguirlos; si son
tan sin número quienes emprenden esta forma de vida, que, dejando las riquezas y los honores
del siglo, se van llenando las islas antes desiertas y la soledad de muchos lugares por la afluencia
de hombres de todas clases, deseosos de consagrar su vida al soberano Señor; si, finalmente, por
las ciudades y aldeas, por los castillos y barrios y hasta por los campos Y granjas privadas, tan
manifiestamente se persuade Y se anhela el retiro del mundo y la conversión al Dios único y
verdadero, que diariamente el género humano, esparcido por doquiera, casi responde a una voz
que tiene levantado el corazón, ¿por qué seguimos bostezando en la crápula de lo pasado y
escudriñamos los oráculos divinos en las entrañas de los animales muertos, y cuando se trata de
este grave negocio, por qué preferimos hinchar la boca con el sonoro nombre de Platón a henchir
el corazón con la verdad?
MENOSPRECIO DE LA FILOSOFÍA MATERIALISTA
IV. 6. Los que, pues, rechazan como inútil o malvado el menosprecio de este mundo sensible y
la purgación del alma con la virtud, para sujetada y ponerla al servicio del soberano Señor, deben
ser refutados por otro medio, si es que vale la pena de discutirse con ellos. Pero quienes
confiesan que debe seguirse el bien, reconozcan a Dios, prestándole sumisión, porque Él ha
convencido de estas verdades a todos los pueblos del mundo. Sin duda, ellos lo harían también si
fueran capaces, y en caso de no hacerlo, no podrían evitar el pecado de envidia. Ríndanse, pues,
a Él, que ha obrado esta maravilla, y su curiosidad y vanagloria no les sirvan de obstáculo para
reconocer la diferencia que hay entre las tímidas conjeturas de un reducido grupo de sabios y la
salvación evidente y la reforma de los pueblos. Pues si volviesen a la vida los maestros de cuyo
nombre se precian y hallasen las iglesias llenas y desiertos los templos de los ídolos, y que el
género humano ha recibido la vocación y, dejando la codicia de los bienes temporales y
pasajeros, corre a la esperanza de la vida eterna y a los bienes espirituales y superiores,
exclamarían tal vez así (si es que fueron tan dignos como se dice): "Estas son las cosas que
nosotros no nos atrevimos a persuadir a los pueblos, cediendo más bien a sus costumbres que
atrayéndolos a nuestra fe y anhelo".
7. Luego si aquellos filósofos pudieran volver a la vida con nosotros, reconocerían, sin duda, la
fuerza de la autoridad, que por vías tan fáciles ha obrado la salvación de los hombres, y,
cambiando algunas palabras y pensamientos, se harían cristianos, como se han hecho muchos
platónicos modernos y de nuestra época. Y si no confesaban esto, negándose a hacerlo por
obstinada soberbia y envidia, dudo si serían capaces de elevar las alas del espíritu, enviscadas
con semejante sordidez, a aquellas mismas cosas que, según ellos, debían apetecerse y
procurarse. Porque ignoro si a tales varones sería impedimento el tercer vicio de la curiosidad, de
consultar a los demonios, que a los paganos de quienes ahora tratamos aparta de la salvación;
pues me parece demasiado pueril eso.
DÓNDE Y CÓMO HA DE BUSCARSE LA VERDADERA RELIGIÓN
V. 8. Pero, reaccione como quiera la soberbia de los filósofos, todos pueden fácilmente
comprender que la religión no se ha de buscar en los que, participando de los mismos sagrados
misterios que los pueblos, a la faz de éstos, se lisonjeaban en sus escuelas de la diversidad y
contrariedad de opiniones sobre la naturaleza de los dioses y del soberano bien. Aun cuando la
religión cristiana sólo hubiera extirpado este mal, a los ojos de todos sería digna de alabanzas
que no se pueden expresar. Pues las innumerables herejías, separadas de la regla del cristianismo,
certifican que no son admitidos a la participación de los, sacramentos los que sobre Dios Padre y
su Sabiduría y el divino Don profesan y propalan doctrinas contrarias a la verdad. Porque se cree
y se pone como fundamento de la salvación humana que son una misma cosa la filosofía, esto es,
el amor a la sabiduría, y la religión, pues aquellos cuya doctrina rechazamos tampoco participan
con nosotros de los sacramentos.
9. Lo cual es menos de admirar en los que han querido admitir la disparidad de ritos y
sacramentos, como no sé qué herejes llamados ofitas y los maniqueos y algunos otros. Pero se
debe advertir y hacerlo más resaltar en los que, conservando los mismos sacramentos, sin
embargo, por su diversa manera de pensar y por haber querido defender sus errores con más
obstinación que corregidos con cautela, excluidos de la comunión católica y de la participación
de sus sacramentos, merecieron no sólo por su doctrina, sino también por su superstición,
denominaciones y cenáculos propios, como los fotinianos, arrianos y otros muchos. Otra
cuestión es cuando se trata de los autores de cismas. Pues podría la era del Señor soportar las
pajas hasta el tiempo de la última ventilación 10, si no hubieran cedido con excesiva ligereza al
viento de la soberbia, separándose voluntariamente de nosotros. Y cuanto a los judíos, aunque
imploran al Dios único y todopoderoso, esperando de Él sólo bienes temporales y materiales, por
su presunción no quisieron en sus mismas Escrituras vislumbrar los principios del nuevo pueblo
que surgió de orígenes humildes, y así se petrificaron en el ideal del hombre antiguo. Siendo,
pues, esto así, la religión verdadera no ha de buscarse ni en la confusión del paganismo, ni en las
impurezas de las herejías, ni en la languidez del cisma, ni en la ceguera de los judíos, sino en los
que se llaman aún entre esos mismos cristianos católicos ortodoxos, esto es, los custodios de la
integridad y los amantes de la justicia.
LA VERDADERA RELIGIÓN ESTÁ EN LA FE CATÓLICA
VI. 10. Esta, pues, Iglesia católica, sólida y extensamente esparcida por toda la redondez de la
tierra, se sirve de todos los descarriados para su provecho y para la enmienda de ellos, cuando se
avienen a dejar sus errores. Pues se aprovecha de los gentiles para materia de su transformación,
de los herejes para la prueba de su doctrina, de los cismáticos para documento de su firmeza, de
los judíos para realce de su hermosura. A unos, pues, invita, a otros elimina; a éstos desampara, a
aquellos se adelanta; sin embargo, a todos da facultad para recibir la gracia divina, ora hayan de
ser formados todavía, ora reformados, ora reunidos, ora admitidos. Y a sus hijos carnales, quiero
decir, a los que viven y sienten carnalmente, los tolera como bálago, con que se protege mejor el
grano de la era hasta que se vea limpio de su envoltura. Mas, como en dicha era cada cual es
voluntariamente paja o grano, se sufre el pecado o el error de uno hasta que se levante algún
acusador o defienda su opinión con pertinaz osadía. Y los que son excomulgados, o se
arrepienten y vuelven, o se deslizan en la maldad, abusando de su albedrío, para aviso de nuestra
diligencia, o fomentan discordias para ejercitar nuestra paciencia, o divulgan alguna herejía para
prueba y estímulo de nuestra formación intelectual. He aquí los paraderos de los cristianos
carnales, que no pudieron ser corregidos ni sufridos.
11. Muchas veces permite también la divina Providencia que hombres justos sean desterrados de
la Iglesia católica por causa de alguna sedición muy turbulenta de los carnales. Y si sobrellevaren
con paciencia tal injusticia o contumelia, mirando por la paz eclesiástica, sin introducir
novedades cismáticas ni heréticas, enseñarán a los demás con qué verdadero afecto y sincera
caridad debe servirse a Dios. El anhelo de tales hombres es el regreso, pasada la tempestad, o, si
no les consiente volver, porque no ha cesado el temporal o hay amago de que se enfurezca más
con su retorno, se mantienen en la firme voluntad de mirar por el bien de los mismos agitadores,
a cuya sedición y turbulencia cedieron, defendiendo hasta morir, sin originar escisiones, y
ayudando con su testimonio a mantener aquella fe que saben se predica en la Iglesia católica. A
éstos corona secretamente el Padre, que ve lo interior oculto. Rara parece esta clase de hombres,
pero ejemplos no faltan, y aun son más de lo que puede creerse. Así, la divina Providencia se
vale de todo género de hombres y de ejemplos para la salud de las almas y la formación del
pueblo espiritual.
HAY QUE ABRAZAR LA IGLESIA CATÓLICA
VII. 12. Por lo cual, habiéndote prometido hace algunos años, carísimo amigo Romaniano,
escribirte acerca de mi sentir sobre la verdadera religión 11, he creído que ha llegado la hora
oportuna, después de ver la urgencia de tus apremiadoras preguntas, y, por el lazo de caridad que
me une contigo, no puedo sufrir por más tiempo que andes fluctuando sin rumbo seguro.
Repudiando, pues, a todos los que divorcian la filosofía de la religión y renuncian a la luz de los
misterios en la investigación filosófica, así como a los que se desviaron de la regla de la Iglesia,
ensoberbeciéndose con alguna perversa opinión o rencilla; rechazados igualmente los que no
quisieron abrazar la luz de la divina revelación y la gracia del pueblo espiritual que se llama
Nuevo Testamento, a todos los cuales someramente he aludido, nosotros hemos de abrazar la
religión cristiana y la comunión de la Iglesia que se llama católica, no sólo por los suyos, sino
también por los enemigos. Pues, quiéranlo o no, los mismos herejes y cismáticos, cuando hablan,
no con sus sectarios, sino con los extraños, católica no llaman sino a la Iglesia católica. Pues no
pueden hacerse entender si no se la discierne con ese nombre, con que todos la reconocen en el
mundo.
13. El fundamento para seguir esta religión es la historia y la profecía, donde se descubre la
dispensación temporal de la divina Providencia en favor del género humano, para reformarlo y
restablecerla en la posesión de la vida eterna. Creído lo que ellas enseñan, la mente se irá
purificando con un método de vida ajustado a los preceptos divinos y se habilitará para la
percepción de las cosas espirituales, que ni son pasadas ni futuras, sino permanentes en el mismo
ser, inmunes de toda contingencia temporal, conviene a saber: el mismo y único Dios Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Conocida esta Trinidad, según es posible en la presente vida,
ciertamente se ve que toda criatura intelectual, animada o corporal, de la misma Trinidad
creadora recibe el ser en cuanto es, y tiene su forma, y es administrada con perfecto, orden; mas
no por esto vaya a entenderse que una porción de cada, criatura hizo Dios, y otra el Hijo, y otra
el Espíritu Santo; sino juntamente todas y cada una de las naturalezas las hizo el Padre por el
Hijo en el don del Espíritu Santo. Pues toda cosa, o substancia, o esencia, o naturaleza, o llámese
con otro nombre más adecuado, reúne al mismo tiempo estas tres cosas: que es algo único, que
difiere por su forma de las demás y que está dentro del orden universal.
FE Y RAZÓN. PROVECHO DE LAS HEREJÍAS
VIII. 14. Presupuesto lo dicho, aparecerá claro, según es asequible al hombre, cuán sujetas se
hallan todas las cosas a su Dios y Señor por leyes necesarias, insuperables y justas. De donde
resulta que las verdades que al principio creímos, abrazándolas sólo por la autoridad, en parte se
hacen comprensibles hasta ver que son certísimas, en parte vemos que son posibles y cuán.
conveniente fue que se hiciesen, y nos dan lástima los que no las creen, prefiriendo burlarse de
nuestra primera credulidad a seguimos en nuestra fe. Pues ya aquella sacrosanta encarnación, y el
parto de fa Virgen, y la muerte del Hijo de Dios por nosotros, y la resurrección de los muertos, y
la ascensión al cielo, y a sesión a la derecha del Padre, y la remisión de los pecados, y el juicio
universal, y la resurrección de la carne, después de conocer la eternidad de Dios trino y la
contingencia de la criatura, no solo se creen, mas también se juzgan conformes a la misericordia
que el soberano Dios manifiesta con los hombres.
15. Mas porque se dijo con grande verdad: Conviene que haya muchas herejías, para que los
probados ya se manifiesten entre vosotros 12, aprovechémonos también de este beneficio de la
divina Providencia. Porque los herejes salen de aquellos hombres que, aun estando dentro de la
Iglesia, errarían igualmente. Mas cuando ya están fuera, aprovechan muchísimo, no con la
doctrina de la verdad, que es ajena a ellos, sino estimulando a los carnales a indagarla y a los
católicos espirituales a enseñarla. Pues abundan en la Iglesia de Dios innumerables varones de
acendrada virtud, pero permanecen ocultos entre nosotros, mientras queremos vivir entregados a
la dulzura del sueño en las tinieblas de la ignorancia, más que contemplar la luz de la verdad. Por
eso muchos se despiertan del sopor por obra de los herejes, para ver la luz de Dios y gozar de su
hermosura. Aprovechémonos, pues, también de los herejes, no para aprobar sus errores, sino para
que, afirmando la disciplina católica contra sus insidias, nos hagamos más cautos y vigilantes,
aun cuando a ellos no podamos volverlos a la salud
EPÍLOGO Y EXHORTACIÓN A LA RELIGIÓN VERDADERA
LV. 107. Siendo esto así, os exhorto a vosotros, amigos carísimos y parientes míos -y esta
exhortación a mí también me toca-, a corresponder con la mayor presteza posible a los planes de
la Sabiduría divina. No amemos el mundo, porque todo cuanto hay en él es concupiscencia de la
carne, concupiscencia de los ojos y ambición del siglo 71. Evitemos en los demás y en nosotros la
corrupción carnal, para no venir a caer en otra mayor de tormentos y dolores. Abandonemos las
competencias y riñas, no seamos entregados a la tiranía de los ángeles, que se deleitan con esas
cosas, para ser abatidos, encarcelados y flagelados. No nos aficionemos a los espectáculos
materiales, para que no seamos arrojados por la misma Verdad en las tinieblas, extraviándonos y
amando las sombras.
108. Deslíguese nuestra religión de las vagas imaginaciones, pues vale más cualquiera realidad
verdadera que canto puede forjarse arbitrariamente. Mas no vayamos a venerar el alma misma,
aun cuando conserve su verdadero ser, al entregarse a sus imaginaciones. Mejor es una brizna de
paja que la luz formada por un trabajo de vana imaginación, según el capricho y las conjeturas;
y, con todo, es cosa de locos creer que la pajuela, que vemos y tocamos, u de ser objeto de culto.
No veneremos las obras humanas, porque mejores son los artífices que las hacen, a los que, sin
embargo, no hemos de tributar culto. Rechacemos el culto de los animales, pues los superan en
excelencia los hombres de menos valía, a los que, sin embargo, no hemos de adorar. Dejemos el
culto divino de los difuntos, pues si vivieron piadosamente, no se complacen con tales honores,
antes quieren que adoremos al que los baña con su luz y alegría de vernos a nosotros asociados a
sus méritos. Honrémoslos, pues, imitando sus virtudes, no adorándolos, y si vivieron mal,
dondequiera que estén, ningún culto merecen. Lejos de nosotros igualmente el venerar a los
demonios, pues siendo toda superstición un castigo para los hombres y peligrosísima torpeza,
para ellos, en cambio, es un triunfo y honor.
109. No abracemos el culto de la tierra y de las aguas, porque más puro y luminoso que ellas es
el aire, aun caliginoso, y tampoco debe venerarse. Ni sea objeto de nuestra religión un aire más
puro y sereno, pues, privado de la luz, queda entenebrecido; y más brilla la llama del fuego, al
que tampoco hemos de adorar, porque lo encendemos y apagamos según nuestra voluntad. No
adoremos los cuerpos etéreos y celestes, que, si bien son preferidos a los demás, valen menos
que cualquier ser vivo. Y aun siendo animados, el alma por sí misma aventaja a cualquier cuerpo
animado, y, con todo, nadie ha pensado en dar culto a un alma viciosa. No demos culto religioso
a la vida vegetal, porque carece de sentido, y del mismo género son numerosas manifestaciones
de nuestro organismo; por ella viven nuestros cabellos y huesos y son cortados sin dolor.
Superior es la vida sensible, y no debemos adorar a los animales.
110. No veneremos con culto religioso ni a la misma alma racional perfecta y sabia, puesta al
servicio del universo, o al de una parte, ni a la que en los varones más eminentes espera el
cambio y la transformación del cuerpo; pues toda vida racional, si es perfecta, obedece a la
verdad eterna, que en lo íntimo le habla sin estrépito de voz, y desoyéndola se hace viciosa. Su
grandeza le viene no de sí misma, sino de la Verdad, a que gustosamente se somete. Al Ser que
adora el más excelso ángel, debe adorar también el último hombre, el cual, por haberle negado
semejante homenaje, vino a parar en tan extremada miseria. Del mismo principio viene la
sabiduría del ángel que la del hombre de la misma fuente mana la verdad para ambos, conviene a
saber, de la Sabiduría y Verdad inmutable. En efecto, para obrar nuestra salud, la Virtud misma
de Dios, su invariable Sabiduría, consubstancial y coeterna con el Padre, se dignó en el tiempo
revestirse de nuestra naturaleza, para enseñarnos por ella que el hombre debe adorar lo que debe
adorar toda criatura racional e inteligente. Creamos también que esta es la. voluntad de los
mejores ángeles y de los más excelentes ministros de Dios: que adoremos con ellos al Señor,
cuya contemplación los beatifica. Pues nuestra felicidad no consiste en la visión de ángeles, sino
en la contemplación de la Verdad, por la cual amamos a los mismos ángeles y nos congratulamos
con su dicha. Ni los envidiamos por disfrutar de ella más fácil y agradablemente, antes bien los
amamos porque el Señor de todos nos ha mandado esperar el mismo galardón. Por lo cual los
honramos con la caridad, no con el servicio debido a Dios. Tampoco les edificamos templos,
pues rehúsan semejante honra y saben que también nosotros, cuando somos buenos, somos
templo del soberano Dios. Con razón, pues, la Escritura dice que un ángel prohibió a un hombre
le adorase a él y le mandó adorar al Dios único, de quien era él igualmente con siervo 72.
111. Los espíritus que nos piden servicio y adoración, como si fueran dioses, se asemejan a los
hombres soberbios, los cuales, si pueden, se lisonjean de ser adorados; soportar a los segundos es
menos peligroso que adorar a los primeros Porque toda dominación humana sobre los hombres
cesa con la muerte del dominador o con la del siervo, y la servidumbre bajo los ángeles soberbios
y malvados será más temible después de la muerte. Se comprende fácilmente también que bajo el
despotismo de un hombre podemos disfrutar de la libertad de pensamiento; mas la tiranía de los
ángeles malos la sufrimos en el mismo reino de la mente, que es el único ojo para conocer y
contemplar la verdad. Por lo cual si por obligación nos sometemos a las potestades ordenadas
para gobernar la república, dando al César lo que es del César y a Dios lo que Dios reclama 73, no
hay temor a que ningún hombre, después de la muerte, exija ya nuestra sumisión. Además, son
diferentes la servidumbre según el cuerpo y según el alma. Pero los hombres justos, que tienen
todo su gozo puesto en el Dios único, cuando por sus buenas obras es Él bendecido, se
congratulan con los que le alaban; mas cuando son alabados por sí mismos, corrigen el yerro, si
pueden, con algunos, y con los incorregibles no se congratulan, porque no están conformes con
aquel desdén. Siendo, pues, todos los ángeles buenos y todos los ministerios santos de Dios
semejantes a ellos, o mejor dicho más puros y más justos todavía, ¿a qué temer la ofensa de
cualquiera de ellos al negarles todo culto indebido, cuando precisamente ellos nos ayudan a
elevarnos a Dios y, religando nuestras almas con Él -de donde se origina la palabra religión-, nos
limpian de todo extravío y superstición?
112. He aquí que yo adoro a un solo Dios, único principio de todas las cosas, y a la Sabiduría,
que ilumina a todas las almas sabias, y al Don, que hinche de gozo a los bienaventurados. Todo
ángel que ama a este Dios, cierto estoy de que también a mí me señala con su amor. Todo el que
permanece y puede escuchar las plegarias humanas, en Él me escucha. Todo el que lo tiene por
bien suyo, en Él me presta ayuda, ni puede envidiarme, porque yo vivo en comunión con Él.
Díganme, pues, a mí los adoradores o aduladores de las partes del mundo qué amistades más
nobles no se granjea el que adora a este único Dios, a quien todos los mejores aman, y disfrutan
viéndole, y recurriendo al cómo principio se mejoran. Al contrario, el espíritu que prefiere su
independencia, por no someterse a la verdad, y, deseando gozar de su bien privado, perdió el
ofrecido a todos y la bienaventuranza, esclavizará y atormentará a los malos, mientras a los
buenos sólo puede ejercitarlos; pero ningún derecho tiene a nuestra veneración; su alegría es
nuestra miseria, y su daño, nuestro retorno a Dios.
113. Relíguenos, pues, la religión con el Dios omnipotente, porque entre nuestra alma, con que
conocemos al Padre y a la Verdad, esto es, la luz interior que nos la da a conocer, no hay de por
medio ninguna criatura. Adoremos también con Él y por Él a la misma Verdad, espejo
perfectísimo de su ser y prototipo de todas las cosas que tienen el mismo origen y aspiran a la
misma unidad. Así, las almas adelantadas saben que por esta Forma fueron criadas todas las
cosas y que ella puede saciar todos sus anhelos. Con todo, no las habría creado el Padre por el
Hijo, ni hallarían la felicidad en su verdadero fin, si Dios no fuera Suma Bondad, que no envidia
a ninguna naturaleza capaz de participar de sus bienes; y les dio igualmente la permanencia en el
bien, a unas según quisieran, a otras según pudieran. conviene, pues, que abracemos y adoremos,
juntamente con el Padre y el Hijo, el Don divino, también inmutable: Trinidad de una sola
substancia, Dios único, de quien recibimos el ser, por quien existimos y en quien somos;
apartándonos de Él, nos deformamos; pero Él no permitió nuestra perdición. Es el principio
adonde retornamos, el modelo que hemos de seguir y la gracia que nos salvar único Dios, por
quien fuimos creados, y semejanza suya, que nos vuelve a la unidad, y paz que nos mantiene en
concordia; es el Dios que dijo: Hágase 74, y el Verbo, por quien fue hecho todo cuanto natural y
substancialmente se hizo; y el Don de su benignidad, objeto de su gozo, por quien se
reconciliaron con su Autor, para que no se perdiesen, todas las criaturas que hizo por su Verbo:
único Dios, Creador, que nos da la vida; Restaurador, que nos comunica. la sabiduría, en cuyo
amor y disfrute está nuestra felicidad. Dios único, causa eficiente, ejemplar y final de todas las
cosas: a Él sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Así sea 75.
1 - Jn 1, 1-3.
2 - Mt 6, 19-21.
3 - Ga 6, 8.
4 - Lc 14, 11.
5 - Mt 5, 39.
6 - Ibid. 44.
7 - Lc 17, 21.
8 - 2Co 4, 18.
9 - 1Jn 2, 15-16.
10 - Mt 3, 12.
11 - Contra academicos, c. 3, n. 8.
12 - 1Co 2, 19.
71 - 1Jn 2, 15-16.
72 - Ap 22, 9.
73 - Mt 22, 21.
74 - Gn 1, 2.
75 - Rm 11, 36.
LUDWIG FEUERBACH
La esencia del cristianismo
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO
La esencia del hombre
La religión descansa en la diferencia esencial que existe entre el hombre y el animal -los
animales no tienen ninguna religión. Los antiguos naturalistas, careciendo de un criterio
científico, atribuían al elefante, entre otras particularidades loables, también la virtud de la
religiosidad; pero la religión del elefante pertenece al reino de las fábulas.
Cuvier, uno de los más grandes conocedores del reino animal, sostiene, a base de observaciones
propias, que el elefante no tiene fuerza intelectual mayor que la del perro.
Pero, ¿en qué consiste esa diferencia esencial que hay entre el hombre y el animal? La
contestación más sencilla y más generalizada, y también la más popular, es: en la conciencia -
pero no la conciencia, en el sentido de una sensación de sí mismo, de una fuerza de distinción
sensual, de la percepción y hasta de un juicio de los objetos sensibles según características
determinadas y perceptibles, pues semejante conciencia no puede negarse a los animales. En
cambio la conciencia, en el sentido estricto, sólo se encuentra allí donde un ser tiene por objeto
de reflexión su propia esencia, su propia especie. El animal, por cierto, puede tener como objeto
de su observación la propia individualidad y por eso, tiene la sensación de sí mismo, pero no
puede considerar esa individualidad como esencia, como especie. Por consiguiente le falta a
aquella conciencia que deriva su nombre del saber. Donde hay conciencia, allí existe la facultad
del saber, y con ello la ciencia. La ciencia es la conciencia de las especies. En la vida, nosotros
tratamos con los individuos; en la ciencia, con las especies. Pero sólo un ser cuyo objeto de
reflexión es su propia especie, su propia ciencia, puede tener por objeto de reflexión otras cosas o
seres, según su naturaleza esencial.
Por eso el animal tiene solamente una vida sencilla. El hombre, en cambio, posee una vida doble,
pues para el animal la vida interior se identifica con la exterior. El hombre, empero tiene una
vida interior y una exterior. La vida interior del hombre es la vida en relación a su especie, a su
esencia. El hombre piensa, quiere decir, conversa, habla consigo mismo. El animal no puede
ejecutar ninguna función propia de su especie sin otro ser fuera de él, pero el hombre puede
ejecutar la función propia de su especie, o sea: la de pensar y la de hablar -pues ambas son
verdaderas funciones de la especie-, independientemente de otro individuo. El hombre es a la vez
para sí mismo el yo y el tú: él puede colocarse en el lugar del otro, precisamente porque no
solamente su individualidad, sino también su especie y su esencia, son los objetos de su
reflexión.
La esencia del hombre que lo distingue del animal no es solamente la causa, sino también el
objeto de la religión. Pero la religión es la conciencia del infinito; es, por lo tanto, la conciencia
que tiene el hombre, de su esencia no finita, no limitada, sino infinita. Y no puede ser otra cosa;
pues una esencia verdaderamente finita no tiene ni la más remota idea, por no decir conciencia,
de un ser infinito; porque el límite del ser es también el límite de la conciencia. La conciencia de
una oruga, cuya vida y esencia está limitada a determinadas especies de plantas, no se extiende
tampoco hasta más allá de ese terreno limitado: ella distingue estas plantas de las demás; pero
más no sabe. A semejante conciencia limitada, que justamente por su limitación es infalible, la
llamamos por eso instinto y no conciencia. La conciencia, en el sentido riguroso o propio de la
palabra, es inseparable de la conciencia del infinito; la conciencia limitada no es ninguna
conciencia: la conciencia es esencialmente de un carácter universal e infinito. La conciencia del
infinito no es otra cosa que la conciencia de la propia infinitud. En otras palabras, en la
conciencia del infinito el hombre consciente tiene por objeto de su conciencia la infinitud de su
propia esencia.
Pero ¿cómo es entonces la esencia del hombre de la cual éste es consciente, o en qué consiste la
especie, la humanidad propiamente dicha en el hombre? (1) Consiste en la razón, en la voluntad
y en el corazón. Para que el hombre sea perfecto, debe tener la fuerza del raciocinio, la fuerza de
la voluntad y la fuerza del corazón. La fuerza del raciocinio es la luz de la inteligencia; la fuerza
de la voluntad es la energía del carácter y la fuerza del corazón es el amor. La razón, el amor y la
fuerza de la voluntad, son perfecciones, son las fuerzas más altas, son la esencia absoluta del
hombre como hombre y el objeto de su existencia. El hombre existe para conocer, para amar y
para querer. Pero ¿cuál es el objeto de la razón? Es la razón. ¿Y el amor? Es el amor. ¿Y el de la
voluntad? Es la libertad de la voluntad. Nosotros conocemos para conocer, amamos para amar y
queremos para querer, esto es, para ser libres. La esencia verdadera es un ser que piensa, ama y
quiere. Veraz, perfecto y divino es solamente lo que existe por sí mismo. Pero ése es el amor, ésa
es la razón, ésa es la voluntad. La trinidad divina en el hombre que existe por encima del hombre
individual, es la unidad de la razón, del amor y de la voluntad. La razón (fuerza imaginativa,
fantasía, ideas, opinión), la voluntad y el amor o corazón, no son de ninguna manera fuerzas que
el hombre tiene -pues él no puede existir sin ellas; él es lo que es, solamente, por ellas-; ellas
constituyen, en calidad de elementos que fundamentan su ser que él no tiene ni puede hacer,
aquellas fuerzas que lo animan, que lo determinan y lo dominan -aquellas fuerzas absolutas y
divinas a las cuales no puede oponer ninguna resistencia (2).
En efecto ¿cómo podría resistir un hombre sensible al sentimiento, un hombre amante al amor,
un hombre razonable a la razón? ¿Quién no ha experimentado la fuerza fascinadora de la
música? ¿Pero acaso es la fuerza de la música otra cosa que la fuerza de los sentimientos? La
música es el lenguaje del sentimiento -el sonido es el sentimiento en alta voz, es el sentimiento
que se comunica. ¿Quién no ha experimentado el poder del amor, o por lo menos no ha oído
hablar de él? ¿Quién es más fuerte, el amor o el hombre individual? ¿Es el hombre quien posee
al amor o es más bien el amor quien posee al hombre? Cuando el amor determina al hombre
hasta a morir con alegría por el ser querido, ¿esta fuerza que vence a la muerte sólo acaso es la
propia fuerza individual o no es más bien la fuerza del amor? ¿Y cuál de los que verdaderamente
han pensado, no ha experimentado alguna vez la fuerza del pensar, esa fuerza realmente tranquila
y silenciosa? Cuando estás absorto en pensamientos profundos, cuando te olvidas de ti mismo y
de todo cuanto te rodea ¿eres tú el que domina la razón o es más bien ella la que te domina y
absorbe? ¿No es acaso el entusiasmo por la ciencia el triunfo más bello que celebra la razón
sobre ti? ¿No es la fuerza del instinto de saber sencillamente una fuerza irresistible que vence a
todos los obstáculos? Cuando suprimes una pasión, cuando reprimes una costumbre, en una
palabra cuando obtienes una victoria sobre ti mismo, ¿es esa fuerza vencedora tu propia fuerza
personal en sí, o no es más bien la energía de la voluntad la fuerza de la moral, que se apodera de
ti en forma irresistible y que te llena de indignación contra ti mismo y contra tus debilidades
individuales? (3)
Sin tener un objeto, el hombre es una nada. Grandes hombres ejemplares, hombres que nos
revelaron la esencia del hombre, confirman esta verdad con su vida. Ellos tenían una sola pasión
predominante y fundamental: la realización del objeto cuyo principal fin era lo más esencial de
su actividad. Pero el objeto al cual se refiere esencial y necesariamente un sujeto, no es otra cosa
que la propia esencia objetivada de ese sujeto, si este objeto es común a varios individuos que
según la especie son iguales, pero según la clase diferentes, entonces él es su propia esencia pero
objetivada, por lo menos en cuanto es el objeto de aquellos individuos según la diferencia que
tienen.
De igual manera es el Sol el objeto común de los planetas; pero no es de la misma manera el
objeto para la Tierra como lo es para Mercurio, Venus y Urano. Cada planeta tiene su propio sol,
el sol que ilumina y calienta a Urano y tal como lo ilumina y calienta, no tiene ninguna
existencia física (sólo una astronómica, científica) para la Tierra; y el Sol no sólo aparece de
diferente manera, sino es también realmente para los habitantes de Urano otro sol que para los
habitantes de la Tierra. La conducta de la Tierra frente al Sol es, por eso y al mismo tiempo, una
conducta de la Tierra frente a sí misma o sea para con su propia esencia, pues la medida del
tamaño y de la intensidad de la luz en que el sol es el objeto de la Tierra, es también la medida de
la distancia que caracteriza la naturaleza propia de la Tierra. Cada planeta tiene, por lo tanto, en
el Sol el espejo de su propia esencia.
De ahí que el hombre sea consciente de sí mismo debido al objeto: la conciencia del objeto es,
para el hombre, la conciencia de sí mismo.
Por el objeto se conoce al hombre; en aquél se manifiesta su esencia: el objeto es su esencia
manifestada, su verdadero yo objetivo. Y esto, no sólo vale por los objetos espirituales, sino
también por los perceptibles. También los objetos más remotos con respecto al hombre, porque y
en cuanto le son objetos, son revelaciones de la esencia humana. También la luna, también el sol,
también las estrellas le dicen al hombre, conócete a ti mismo. El hecho de que ve aquellos
cuerpos y que los ve así como los ve, es un testimonio de su propia esencia. El animal sólo es
representado por el rayo de luz necesario para la vida; el hombre en cambio se emociona también
por el rayo indiferente de las estrellas más remotas. Sólo el hombre tiene alegrías y efectos
puramente intelectuales; sólo el hombre celebra fiestas puramente teóricas para sus ojos. El ojo
que contempla el firmamento, observando aquella luz que no le aprovecha ni le perjudica, que
nada tiene de común con la Tierra y sus necesidades, ve en esta luz su propia esencia, su propio
origen. El ojo es de una naturaleza celestial. Por eso el hombre se eleva sobre la Tierra sólo con
el ojo, por eso la teoría empieza con la mirada hacia el cielo. Los primeros filósofos eran
astrónomos, el cielo recuerda a los hombres su destino, o sea, que no solamente son creados para
obrar, sino también para contemplar.
El ser absoluto, el Dios del hombre, es su propia esencia. El poder que ejerce el objeto sobre él,
es por lo tanto, el poder de su propia esencia. En forma análoga el poder que ejerce el objeto del
sentimiento, es el poder del sentimiento; y el poder que ejerce el objeto de la razón es el poder de
la razón misma; y finalmente, el poder que ejerce el objeto de la voluntad es el poder de esta
misma voluntad. El hombre cuya esencia es determinada por el sonido, domina el sentimiento,
por lo menos aquel sentimiento que encuentra en el sonido su elemento correspondiente. Pero no
es el sonido en sí, sino el sonido expresivo, sensual, sensitivo que tiene el poder sobre el
sentimiento. El sentimiento sólo es determinado por lo sensitivo, quiere decir, por sí mismo, por
su propia esencia. En forma análoga lo es también la voluntad y también la razón. Por lo tanto,
cualquiera que sea el objeto que se presente a nuestra conciencia, siempre nos hacemos al mismo
tiempo conscientes de nuestra propia esencia; no podemos activar otra cosa, sin activamos al
mismo tiempo también a nosotros mismos. Y dado que el querer sentir y pensar son
perfecciones, esencias y realidades, es imposible que percibamos con la razón la razón, con el
sentimiento la sensación, y con la voluntad la voluntad, como fuerzas limitadas finitas, es decir,
fútiles; finito es un eufemismo para fútil, finito es la expresión metafísica y teórica; fútil la
expresión patológica y práctica. Lo que es finito para la inteligencia es, fútil para el corazón.
Pero es imposible que seamos conscientes de la voluntad del sentimiento y de la razón como de
fuerzas finitas; porque cada perfección, cada fuerza y esencia es la verificación y la afirmación
inmediata de sí misma. No es posible amar, querer y pensar, sin sentir estas actividades como
perfecciones; no es posible percibir que uno es un ser amante que quiere y que piensa, sin sentir
por ello una inmensa alegría. La conciencia significa, para un ser, que es objeto de sí mismo; por
lo tanto, no es algo particular, no es algo diferente del ser que es consciente de sí mismo. De otro
modo ¿cómo podría ser consciente de sí mismo? Por eso es imposible ser consciente de una
perfección como si fuera una imperfección; es imposible sentir el sentimiento como limitado e
imposible pensar el pensamiento como limitado.
La conciencia significa activarse a sí mismo, afirmarse a sí mismo, amarse a sí mismo; significa
alegría de la propia perfección. La conciencia es el signo característico de un ser consciente; la
conciencia sólo existe en un ser satisfecho y perfecto. Hasta la propia vanidad humana confirma
esta verdad. El hombre se mira en el espejo; él tiene complacencia en su figura. Esta
complacencia es una consecuencia necesaria y gratuita de la perfección, de la belleza de su
figura. La figura hermosa está satisfecha en sí misma; necesariamente se alegra de sí,
necesariamente se complace en sí misma. Sólo es vanidad, cuando el hombre mira con
complacencia solamente su propia figura individual; pero no cuando él admira su propia figura
humana. El debe admirar; no puede imaginarse ninguna figura más bella, más sublime que la
humana (4).
En verdad, cada ser se ama a sí mismo, ama lo que es y debe amarlo, la existencia es un bien,
todo lo que es digno de la existencia, dice Bacon, es digno también del saber. Todo lo que existe
tiene valor, es un ser dotado de distinción; por eso se afirma, por eso se sostiene. Pero la forma
más alta de la afirmación de sí mismo, aquella forma que hasta es por sí sola una distinción, una
perfección, un privilegio y un bien es la conciencia.
Cada limitación de la razón o de la esencia del hombre en general, se debe a una equivocación o
a un error. Por cierto el individuo humano puede y debe sentirse limitado a reconocerse como tal
-pues en esto consiste su diferencia del individuo animal-; pero sólo puede ser consciente de que
es limitado y finito, porque su objeto es la perfección, la infinitud de la especie, ya sea como
objeto del sentimiento o de la conciencia o de la inteligencia. Cuando el individuo humano
atribuye su propia limitación a la especie, se debe esto a la equivocación de que se confunde con
la especie -una equivocación que yo sepa que es exclusivamente mía, me humilla, me
avergüenza y me intranquiliza. Por eso, para librarme de esta vergüenza, de esta intranquilidad,
atribuyo los límites de mi individualidad a una cosa inherente a la esencia humana misma. Lo
que para mí es inconcebible lo será también para los demás; luego ¿por qué me preocupo de eso?
pues no es culpa mía. No es la culpa de mi inteligencia; es la culpa de la inteligencia de la misma
especie. Pero es una locura, una locura ridícula y a la vez injuriosa declarar como limitado y
finito lo que constituye la naturaleza del hombre, la esencia de la especie, que es la esencia
absoluta, del individuo. Cada esencia se basta a sí misma. Ninguna esencia puede negarse a sí
misma, es decir, negar lo que es; ninguna esencia es para sí misma una esencia limitada. Cada
esencia es más bien infinita en sí y para sí, lleva su Dios, su Ser Supremo, en sí misma. Cada
límite de una esencia, existe sólo para otro ser que está fuera y por encima de él. La vida de la
especie llamada efímera, es extraordinariamente breve en comparación con los animales que
viven más tiempo; y, sin embargo, es para ella esta vida breve tan larga como para otros una vida
de años. La hoja en que vive la oruga es para ella un mundo, un universo infinito.
Lo que hace que un ser sea lo que es, es precisamente, su fortuna, su riqueza y su ornamento.
¿Cómo sería posible considerar un ser como no existente, sus riquezas como miserias, su talento
como estupidez? Si las plantas tuvieran ojos, gusto y juicio, cada planta declararía su flor como
la más bella; pues su inteligencia, su gusto, no alcanzaría más allá de la fuerza esencial
productiva. Lo que la fuerza esencial productiva de una especie elabora como producto máximo,
también su gusto y su juicio debe reconocerlo y afirmarlo como lo más sublime. Lo que afirma la
esencia no pueden negarlo la inteligencia, el gusto, el juicio; de lo contrario la inteligencia y el
juicio, ya no serán la inteligencia y el juicio de ese determinado ser, sino de algún otro. La
medida de un ser es también la medida de su inteligencia. Si un ser es limitado, lo es también su
sentimiento y su inteligencia. Pero para un ser ilimitado, la inteligencia limitada no es ninguna
barrera; más bien se siente enteramente feliz y satisfecho de ella; la siente, la alaba y la enaltece
como una fuerza soberbia y divina, y la inteligencia limitada, a su vez, alaba al ser limitado cuya
inteligencia se le identifica. Ambas cosas coinciden lo más exactamente. ¿Cómo podrían
desunirse? La inteligencia es el campo visual de un ser. Hasta donde llega tu mirada, alcanza tu
ser y viceversa. El ojo del animal no llega más allá de su necesidad y su ser tampoco crece más
allá de su necesidad. Y hasta donde llega tu ser, alcanza también su sensación ilimitada de ti
mismo, y hasta allí eres Dios. La disensión entre la inteligencia y la esencia, entre la fuerza
intelectual y la fuerza productiva en la conciencia humana, es, por un lado, sólo individual y sin
significado general; por el otro, sólo aparente. Quien reconoce que sus poesías son malas, no es,
en su inteligencia y por ende tampoco en su esencia, tan limitado como aquel que alaba con su
inteligencia sus malas poesías.
En consecuencia, si piensas en lo infinito, piensas y afirmas la infinitud de la facultad intelectual;
si sientes lo infinito, sientes y afirmas la infinitud del poder sensitivo. El objeto de la razón es la
razón que se tiene como objeto a sí misma; el objeto del sentimiento es el sentimiento que se
tiene como objeto a sí mismo. Si no tienes ningún sentido, ningún sentimiento para la música,
entonces, ni con la más bella música percibirás otra sensación que la que te causa el viento
cuando sopla, o el arroyo que susurra a tus pies. ¿Qué es, pues, lo que te emociona, cuando oyes
la música? ¿Qué percibes en ella? ¿Qué otra cosa que la voz de tu propio corazón? Por eso sólo
el sentimiento habla al sentimiento; por eso sólo el sentimiento es comprensible al sentimiento,
quiere decir, a sí mismo -es por eso que el objeto del sentimiento es el sentimiento mismo-. La
música es un monólogo del sentimiento. Pero, también, el diálogo del filósofo es en verdad sólo
un monólogo de la razón; la idea sólo habla a la idea. El brillo multicolor de los cristales encanta
a los sentidos; a la razón sólo le interesan las leyes de la cristalografía. Porque para la razón sólo
puede ser objeto lo razonable (5).
Por eso, todo lo que, en el sentido de la especulación trascendental, de la religión, tiene
solamente el significado de algo derivado, subjetivo, humano o también de un medio, de un
órgano, tiene en el sentido de la verdad el significado de lo original, de lo divino, de lo esencial y
del objeto mismo. Si, por ejemplo, el sentimiento es el órgano esencial de la religión, entonces la
esencia de Dios no expresa otra cosa que la esencia del sentimiento. El verdadero, pero oculto
sentido de la frase: El sentimiento es el órgano de lo divino, es: El sentimiento es lo más noble,
lo más sublime y, por lo tanto, lo más divino, en el hombre. ¿Cómo podrías percibir lo divino por
el sentimiento, si éste no fuera de naturaleza divina? Pues lo divino sólo es percibido por lo
divino. Dios sólo puede ser percibido por sí mismo. La esencia divina, percibida por el
sentimiento, no es, en realidad, otra cosa que la esencia del sentimiento deleitada consigo misma
-el sentimiento feliz y embriagado de sí mismo.
Esto sólo ya se desprende por el hecho de que allí donde el sentimiento se convierte en un órgano
del individuo y en la esencia subjetiva de la religión, el objeto de ésta pierde su valor. De esta
manera, el contenido sagrado de la fe cristiana, se ha convertido en una cosa indiferente, desde
que han hecho el sentimiento como cosa principal de la religión. Si también desde el punto de
vista del sentimiento se atribuye todavía algún valor al objeto, lo tiene solamente por el
sentimiento, el cual posiblemente sólo por razones contingentes se relaciona con él. Si otro
objeto excitara los mismos sentimientos, nos sería en igual modo bienvenido. Pero el objeto del
sentimiento sólo por eso se nos hace indiferente, porque, donde se declara el sentimiento como
esencia subjetiva de la religión, dicho sentimiento es también, en realidad, la esencia subjetiva de
la religión, aunque esto no se diga clara y directamente. Digo directamente, porque
indirectamente se confiesa por el hecho de que el sentimiento se declara como tal religioso, luego
se anula la diferencia entre los sentimientos religiosos propiamente dichos y los sentimientos
irreligiosos o, por lo menos, no religiosos -una consecuencia necesaria desde el punto de vista
que declara únicamente el sentimiento como órgano de lo divino. Pues, ¿qué otra cosa te induce
a declarar el sentimiento como órgano de la esencia divina e infinita a no ser la esencia y la
naturaleza del sentimiento? Pero la naturaleza del sentimiento es general; ¿no es acaso, la
naturaleza de todo sentimiento especial, cualquiera que sea su objeto? ¿Qué es, por lo tanto, lo
que hace de este sentimiento un sentimiento religioso? ¿Acaso lo es un objeto determinado? Por
cierto, no; pues este objeto mismo sólo es religioso cuando no es objeto de la inteligencia fría o
de la memoria, sino del sentimiento. ¿Qué diremos por lo tanto de la naturaleza de los
sentimientos, en que cada uno de ellos, sin distinción, participa del objeto? El sentimiento es, por
lo tanto, declarado santo, sólo porque es sentimiento; la causa de su religiosidad es la naturaleza
del sentimiento, hasta en el mismo. Pero ¿no se ha declarado de este modo el sentimiento como
lo absoluto, lo divino mismo? Cuando el sentimiento es bueno y religioso por sí mismo, es decir,
santo y divino, ¿acaso no lleva entonces el sentimiento en sí mismo a su Dios?
Pero si quieres, sin embargo, establecer un objeto del sentimiento, declarando a la vez, y no
obstante, tu sentimiento como verdadero, sin introducir en tu reflexión algo extraño, ¿qué otra
cosa te queda que distinguir entre tus sentimientos individuales y la esencia general, o sea; la
naturaleza del sentimiento y separar la naturaleza del sentimiento de las influencias
perturbadoras e impuras, ligadas al sentimiento que existe en ti, el individuo limitado? Por eso, lo
único que puedes objetivar y declarar por infinito y determinar como su esencia, es solamente la
naturaleza del sentimiento. No hay aquí otra definición de Dios que la siguiente: Dios es el
sentimiento puro, limitado y libre. Cualquier otro Dios que pones aquí, es un Dios impuesto a tu
sentimiento por fuerzas extrañas. El sentimiento es ateo en el sentido de la fe ortodoxa y, como
tal, la religión necesita un objeto externo. El sentimiento niega un Dios objetivado -es en sí
mismo, Dios-. La negación del sentimiento exclusivo significa para el punto de vista del
sentimiento la negación de Dios. Eres solamente demasiado cobarde o demasiado limitado como
para confesar con tus palabras lo que tu sentimiento, subrepticiamente, afirma. Ligado a
consideraciones de orden social, incapaz de concebir la magnanimidad del sentimiento, te asustas
del ateísmo religioso de tu corazón y destruyes, dominado por este terror, la unidad de tu
sentimiento contigo mismo imaginándote un ser objetivado, diferente de tu sentimiento y
lanzándote de este modo necesariamente a las viejas preguntas y dudas, de si existe un Dios o si
no existe. Tales preguntas y dudas han desaparecido y hasta son imposibles, donde se declara
como esencia de la religión el sentimiento. El sentimiento es, el poder más íntimo que tienes y,
sin embargo, es a la vez, el poder más independiente y más diferente de ti: se encuentra en ti y a
la vez sobre ti; es tu esencia más propia, pero que te domina como si fuera otro ser: en una
palabra, es tu Dios. ¿Cómo quieres entonces distinguir de este ser otro ser objetivado en ti?
¿Cómo quieres ir más allá de tu sentimiento?
Pero el sentimiento ha sido indicado aquí sólo como un ejemplo. Lo mismo vale de cualquier
otra fuerza, facultad, potencia, realidad y actividad -el nombre es indiferente-, que se defina
como órgano esencial de un objeto. Lo que tiene subjetivamente, o sea, en el hombre, el
significado de la esencia, esto mismo lo tiene también objetivamente, o sea en el objeto. El
hombre no puede ir más allá de su esencia verdadera. Por medio de la fantasía puede imaginarse
individuos de otra clase que se supone superiores, pero jamás podrá prescindir de su especie, de
su esencia. Las definiciones de esencia que da de aquellos otros individuos, son definiciones
tomadas siempre de su propia esencia, definiciones con las cuales, en verdad, sólo se representa
y objetiva a sí mismo. Por cierto, hay fuera del hombre seres intelectuales en los cuerpos
celestes; pero suponiendo tales seres, no cambiamos nuestro punto de vista -lo enriquecemos
cuantitativamente, no cualitativamente-; pues del mismo modo que rigen allí nuestras leyes
estáticas, valen también allí las leyes del sentimiento y del pensamiento que nos rigen. En efecto,
no suponemos de ningún modo que haya vida en los demás cuerpos celestes con el objeto de
encontrar allí seres diferentes de nosotros, sino de encontrar seres iguales o semejantes (6).
Notas
(1) El materialista dice: El hombre se distingue del animal sólo por la conciencia; es un animal
pero con conciencia; luego no toma en cuenta que en un ser en el cual se despierta la conciencia,
se produce un cambio cualitativo de toda la esencia. Por lo demás, la esencia de los animales no
es rebajada por lo que he dicho. No es éste lugar para entrar en más detalles.
(2) Toute opinion est assez forte pour se faire exposer au prix de la vie, Montaigne.
(3) La cuestión de si esta diferencia entre el individuo -una palabra que como todas las palabras
abstractas es sumamente vaga y equívoca- y el amor, la inteligencia, la voluntad, sea fundada o
no en la naturaleza, es para el tema de este libro absolutamente indiferente. La religión saca las
fuerzas, propiedades, determinaciones esenciales del hombre y quitándoselas las adivina como si
fueran seres independientes -no es de importancia si ellas se transforman, como en el politeísmo,
cada una en un ser especial, o, como en el monoteísmo, todas juntas en un solo ser-; luego
también en la explicación, en la reducción de estos seres divinos al hombre debe hacerse dicha
diferencia. Por lo demás es esta diferencia no solamente impuesta por el objeto, sino que es
también fundada filológicamente y, lo que es lo mismo, lógicamente; porque el hombre se
distingue de su espíritu, de su cabeza, de su corazón, como si él fuera algo sin ellos.
(4) El hombre es lo más bello para el hombre, (Cicerón, De nat. deor. lib, 1). Y esto no es un
signo de estrechez mental; porque él encuentra también otros seres bellos fuera de él; él se
deleita también en la belleza de los animales, en la hermosura de las plantas, en la belleza de la
naturaleza en general. Pero sólo la forma absoluta y perfecta puede deleitarse, sin envidia, en las
formas de otros seres.
(5) La inteligencia es sólo para la inteligencia y lo que emana de ella es sensible, Reimarus.
(Verdad de la religión natural, IV capítulo, párrafo 8).
(6) Así dice por ejemplo Christ Huygens en su Cosmotheoros, lib, 1: Es probable que el placer
de la música y de la matemática no sólo se limite a nosotros los hombres, sino que se extienda
también a varios otros seres. Esto quiere decir: la cualidad es idéntica; el sentido para la música
y para la ciencia es el mismo; sólo el número de los que disfrutan la música y la ciencia debe ser
ilimitado.
CAPÍTULO SEGUNDO La esencia de la religión
Lo que hemos sostenido hasta ahora en forma general, aún con respecto a los objetos sensibles,
de la relación del hombre con el objeto, vale especialmente para nuestra relación con el objeto
religioso.
En relación a los objetos sensibles, la conciencia del objeto se puede distinguir de la conciencia
de sí mismo; pero referente al objeto religioso, la conciencia del mismo y la conciencia de sí
mismo coinciden. El objeto sensible existe fuera del hombre, el religioso se encuentra en él, le es
intrínseco -de ahí que sea un objeto que tampoco puede abandonar al hombre como la conciencia
de sí mismo, le es íntimo, y hasta el más íntimo, el más próximo objeto. Dios, dice por ejemplo
Agustín, nos está más cerca que los cuerpos sensibles y corporales, y por eso es más fácilmente
conocible que ellos (1). El objeto sensible es de por sí algo indiferente, es independiente del
ánimo, de la fuerza intelectual; el objeto de la religión, en cambio, es un objeto exquisito: es el
ser más absoluto, más sublime y supremo; supone esencialmente un juicio crítico, o sea la
diferencia entre lo divino y lo que no es divino, entre lo que es digno de ser adorado y lo que no
lo es (2). Vale por lo tanto aquí sin restricción alguna; la tesis que afirma: el objeto del hombre
no es otra cosa que su esencia objetivada. Así como el hombre piensa, así como él siente, así es
su Dios; este es el valor que tiene el hombre y este es el valor que tiene su Dios. La conciencia de
Dios es la conciencia que tiene el hombre de sí mismo, el conocimiento de Dios es el
conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. Conoces al hombre por su Dios, y viceversa, por
su Dios conoces al hombre; ambas cosas son idénticas. Lo que para el hombre es Dios, es su
espíritu y su alma; y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su
Dios, y Dios es el interior revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación
solemne de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos, la
proclamación pública de sus secretos de amor.
Pero si la religión, la conciencia de Dios, es llamada la conciencia del hombre de sí mismo,
entonces esto no debe entenderse como si el hombre religioso se diera cuenta de que su
conciencia de Dios es la conciencia de su esencia; pues el defecto de esta conciencia motiva
precisamente la esencia particular de la religión. Para suprimir este error sería mejor decir: la
religión es la conciencia primaria pero indirecta que tiene el hombre de sí mismo. Por eso, la
religión siempre precede a la filosofía, tanto en la historia de la humanidad como en la historia de
cada individuo. El hombre busca su esencia primaria fuera de sí, antes de encontrarse en sí
mismo. La esencia propia le es, en un principio, un objeto que pertenece a otro ser. La religión es
la esencia individual de la humanidad; pero el niño ve su esencia como si fuera de otro hombre -
el hombre, cuando niño, se objetiva como si fuera otro hombre-. Por eso la evolución histórica en
las religiones, consiste en que lo que en las religiones anteriores se consideraba como objeto,
ahora es considerado como algo subjetivo, es decir, lo que antes se creía y se adoraba como Dios,
se sabe ahora que es algo humano. La religión anterior es idolatría para la posteridad: el hombre
hizo adoración de su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero no se dio cuenta que el
objeto era su propia esencia; la religión posterior hace este paso; cada progreso de la religión es,
por lo tanto, un conocimiento más profundo de sí mismo. Pero cualquier religión que llama a sus
hermanas mayores idólatras, se exceptúa a sí misma -y esto necesariamente, porque de lo
contrario ya no sería religión- de la suerte general o sea de la esencia de la religión; pues atribuye
a las demás religiones, lo que es la culpa de la misma religión -si es que se puede hablar de
culpa-. Porque tiene otro objeto, otro contenido, porque se ha elevado más arriba de las
influencias de las religiones anteriores, se cree elevada sobre las leyes necesarias y eternas, que
fundamentan la esencia de la religión y cree que su objeto, su contenido, sea sobrehumano. En
cambio, el pensador advierte la esencia de la religión oculta a ella misma, pues el objeto del
pensador es la religión que no puede ser objeto de ella misma y nuestra teoría consiste en
demostrar que la contradicción que hay entre lo divino y lo humano es ilusoria, es decir, que no
es otra cosa que la contradicción que existe entre la esencia humana y el individuo humano, que,
por lo tanto, también el objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos.
La religión, por lo menos la cristiana, consiste en el comportamiento del hombre para consigo
mismo o, mejor dicho: para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de
otro. La esencia divina no es otra cosa que la esencia humana o, mejor dicho: la esencia del
hombre sin límites individuales, es decir, sin los límites del hombre real y material, siendo esta
esencia objetivada, o sea, contemplada y venerada como si fuera otra esencia real y diferente del
hombre. Todas las determinaciones de la esencia divina son por ello determinaciones de la
esencia humana (3).
Con respecto a los predicados, vale decir, las propiedades o determinaciones de Dios, se admite
esto sin reparo; pero en ninguna forma con respecto al sujeto, es decir: la esencia fundamental de
sus predicados. La negación del sujeto se toma por irreligiosidad y por ateísmo; pero no la
negación de los predicados. En cambio, lo que no tiene determinaciones, no puede tampoco tener
ningún efecto sobre mí; y lo que no tiene ningún efecto, no tiene tampoco ninguna existencia.
Anular todas las determinaciones equivale a anular la misma esencia. Una esencia sin
determinaciones es una esencia no objetivada, y una esencia no objetivada es nula. Por eso, si el
hombre anula todas las determinaciones de Dios, éste sólo es un ser negativo, nulo. Para el
hombre verdaderamente religioso, Dios no es un ser sin determinaciones, porque para él es un
ser verdadero y real. Por eso la falta de determinación de Dios y la falta de su conocimiento, que
es idéntica con aquélla, sólo son el fruto de los tiempos recientes y un producto de la
incredulidad moderna.
Como la razón sólo es y puede ser definida como finita, donde el hombre ve lo absoluto y lo
verdadero en el placer sensual o en el sentimiento religioso, en la contemplación estética o en el
espíritu moral, así la imposibilidad de conocer a Dios o de determinarlo, sólo puede declararse y
fijarse como dogma, donde este objeto ya no tiene más intereses para la inteligencia, donde la
realidad sólo gira alrededor del hombre, y tiene para él la importancia del objeto esencial,
absoluto y divino; pero donde, sin embargo, existe todavía, en oposición a esa corriente
puramente mundana, un resto de la antigua religiosidad. El hombre se disculpa, ante el resto de
su conciencia religiosa, con la imposibilidad de conocer a Dios en su tibieza para con él y en su
apego a este mundo; él niega prácticamente a Dios, es decir, por el hecho -pues es el mundo el
que absorbe todos sus pensamientos y sentimientos-, pero no niega a Dios teóricamente, no
discute su existencia, la admite. Pero esta existencia no le afecta. No le incomoda; es una
existencia negativa, es una existencia sin existencia, una existencia que se compadece a sí misma
-es una existencia cuyos efectos no se pueden distinguir de la no existencia-. La negación de
predicados determinados y positivos de la esencia divina, no es otra cosa que la negación de la
religión, sólo que se quiere retener la apariencia de una religión, a fin de que no sea conocida
como negación. No es otra cosa que un ateísmo sutil y astuto. La pretendida vergüenza religiosa
de hacer de Dios, mediante predicados, un ser finito, sólo es el deseo irreligioso de no querer
saber más nada de Dios, de desalojarlo de su espíritu. Quien teme ser un ser finito, teme existir.
Cualquier existencia real, es decir, cualquier existencia que en realidad sea existencia, es una
existencia cualitativamente determinada. Quien cree seriamente, realmente y verdaderamente en
la existencia de Dios, no se escandaliza de las propiedades de Dios, aunque algunas sean bastante
humanas. Quien no quiere ofender por su existencia, quien no quiere ser áspero, que renuncie a
la existencia. Un Dios que se siente ofendido por la determinación, no tiene el coraje ni la fuerza
de existir. La cualidad es el fuego, el oxígeno, la sal de la existencia, la existencia en sí, es decir,
una existencia sin cualidad, es desabrida y sin sabor. Ahora bien; Dios no hay más que en la
religión. Sólo donde el hombre pierde el gusto de la religión, donde, por lo tanto, la religión
misma es desabrida, sólo allí también la existencia de Dios se convierte en una existencia sin
sabor.
Pero hay todavía otra manera más suave de la negación de los predicados divinos. Se admite, por
ejemplo, que los predicados de la esencia divina son finitos y especialmente, que son
determinaciones humanas; pero se rechaza su negación, hasta se les imparte protección,
alegándose que es necesario para el hombre formarse ciertas ideas de Dios. Con respecto a Dios,
se asegura que estas determinaciones no tienen importancia; pero para mí, si es que Dios debe
existir, no puede presentarse sino bajo la forma de un ser humano o por lo menos parecido al
hombre. Pero esta diferencia entre lo que es Dios en sí y lo que es para mí, destruye la paz de la
religión y es, además, una distinción sin fundamento y sin realidad.
Yo no puedo saber de ninguna manera si Dios es otra cosa en sí o para sí como es para mí; así
como es para mí; así, él es todo para mí. Pues para mí precisamente en esas determinaciones,
bajo las cuales existe para mí, reside su carácter absoluto; su esencia misma; él es para mí así
como siempre y sólo debe ser para mí. El hombre religioso con respecto a lo que es Dios para él
-de otra relación no sabe nada- se siente enteramente satisfecho: pues Dios es para él lo que
puede ser para el hombre. Mediante aquella distinción, el hombre hace caso omiso de sí mismo,
de su esencia, de su medida absoluta; pero esta omisión es solamente una ilusión. Pues sólo
puedo hacer una diferencia entre el objeto tal cual es en sí y el objeto tal cual es para mí, donde
un objeto en realidad puede aparecer bajo otra forma que aquella bajo la cual aparece; pero no,
donde aparece en tal forma como me debe aparecer en conformidad con la medida absoluta. Por
cierto, mi representación puede ser subjetiva, es decir, tal que la especie no esté ligada a ella.
En cambio, si mi imaginación corresponde a la medida de la especie, la diferencia entre el ser
absoluto y el ser relativo ya no existe; pues, esta imaginación es absoluta. La medida de la
especie es la medida absoluta, es la ley y el criterio del hombre. Pues la religión tiene la
convicción de que sus ideas de Dios son las Verdaderas y que, por lo tanto, cada hombre las debe
adoptar; cree que sus conceptos son las ideas que la naturaleza humana debe formarse
necesariamente y hasta que son las ideas objetivas emanadas de Dios mismo. Para cada religión,
los dioses de las demás religiones sólo son ideas vagas de Dios, mientras que la idea que ella
misma tiene de Dios, es Dios mismo, que Dios es así como ella lo representa, que es el legítimo
y verdadero Dios, tal como es en sí. La religión sólo se basta con un Dios entero que no tenga
miramientos de ninguna clase; ella no quiere solamente una apariencia de Dios, quiere a Dios
mismo, a Dios en persona. La religión renuncia a sí misma, al renunciar a la esencia de Dios; ya
no es ella la verdad cuando renuncia a la posesión del Dios verdadero. El escepticismo es el
enemigo mortal de la religión. Pero la diferencia entre el objeto y la idea, entre Dios en sí y Dios
para mí, es una diferencia escéptica y por lo tanto, irreligiosa.
Lo que es para el hombre el significado del ser absoluto, lo que para él es el ser máximo, el ser
supremo; aquello en comparación con lo cual no puede figurarse nada más sublime, es
precisamente para él la esencia divina. ¿Cómo podría, por lo tanto, preguntar el hombre lo que es
en sí aquel objeto? Si Dios fuera objeto para el pájaro, le sería solamente objeto en forma de un
ser dotado de alas: el pájaro no conoce nada más sublime, nada más soberbio, que el hecho de
estar provisto de alas. ¡Cuán ridículo sería si este pájaro juzgara a mi Dios! Me parece ser un
pájaro, pero lo que es en sí, lo ignoro. El ser supremo es, pues, para el pájaro precisamente la
esencia del pájaro. Si le quitas a éste la idea de la esencia del pájaro, le quitas la idea de la
esencia suprema. Por consiguiente ¿cómo podría él preguntar si Dios en sí está dotado de alas?
Preguntar si Dios es en sí tal como es para mí, significa preguntar si Dios es Dios, significa
levantarse por encima de su Dios, rebelarse contra él.
Por eso, donde una sola vez se apodera del hombre la conciencia de lo que los predicados
religiosos sólo son antropomorfismos, es decir, representaciones humanas, allí la duda y la
incredulidad se han apoderado de la fe. Y sólo es debido a la inconsecuencia de la cobardía del
corazón y de la debilidad de la inteligencia, que el hombre, desde esta conciencia, no procede
hasta la negación formal de los predicados y desde ésta a la negación de la esencia, que es la base
de aquéllos. Si dudas de la verdad objetiva de los predicados, debes dudar también de la verdad
objetiva del sujeto de estos predicados. Si tus predicados son antropomorfismos, el sujeto de los
mismos es un antropomorfismo. Si amor, bondad y personalidad son determinaciones humanas,
entonces, también, la esencia de las mismas que tú les supones así como la existencia de Dios y
la creencia de que un Dios existe, son un antropomorfismo, una suposición absolutamente
humana. De dónde sabes que la creencia en Dios no sea una barrera de la imaginación humana.
Seres más sublimes -y tú crees en la existencia de ellos- son posiblemente tan armoniosos, que
sin duda no existe ninguna tensión entre ellos y un ser superior. Conocer a Dios sin serlo,
conocer a la felicidad sin disfrutarla, es una discrepancia, una desgracia (4). Los seres superiores
no saben nada de esta desgracia; no tienen ninguna idea fuera de lo que ellos son.
Tú crees en el amor como en una propiedad divina, porque tú mismo amas; crees que Dios es un
ser sabio y bondadoso porque no conoces algo superior en ti mismo que la bondad, la
inteligencia; y crees que Dios existe, o sea que Dios es un sujeto o un ser -lo que existe es un ser,
ya sea que lo determinen y nombren como substancia o persona o de otra manera- porque tú
mismo existes y porque eres un ser. No conoces ningún bien humano superior al de amar, o al de
ser bueno y sabio y del mismo modo no conoces ninguna felicidad superior a la de existir o de
ser un ser. Pues la conciencia de todo el bien, de toda la felicidad, está ligada a la conciencia de
ser y de existir. Dios es un ser existente por la misma razón por la cual él para ti es un ser sabio,
beato y bondadoso. La diferencia entre las propiedades divinas, la esencia divina, sólo consiste
en que, a ti, la esencia y la existencia no te parecen ser un antropomorfismo; porque tu existencia
incluye la necesidad de que Dios sea un ser existente; las propiedades, en cambio, aparecen
como antropomorfismos, porque la necesidad de ellas, o sea la necesidad de que Dios sea sabio,
bueno y justo, etcétera, no incluye directamente una necesidad idéntica con la existencia del
hombre, sino que es originada por la conciencia y la acción del pensamiento. Yo soy un sujeto,
un ser, existo independientemente de que sea sabio o no sabio, bueno o malo. Existir es para el
hombre lo primordial. Es la esencia fundamental de su imaginación en su representación, es la
condición previa de los atributos. Por eso renuncia a los atributos; en cambio, la existencia de
Dios le es una verdad concluyente, intangible, absolutamente segura y objetiva. Sin embargo,
aquella diferencia es sólo aparente. La necesidad del sujeto sólo procede de la necesidad del
atributo. Eres un ser sólo por ser un ser humano; la certeza y la realidad de tu existencia sólo
procede de la certeza y de la realidad de tus cualidades humanas. Lo que es el sujeto procede
solamente del atributo; el atributo es la verdad del sujeto, el sujeto es sólo el atributo
personificado y existente. El sujeto y el predicado se distinguen solamente como la existencia y
la esencia. La negación de los predicados es por lo tanto la negación del sujeto. ¿Qué es lo que
queda de la esencia humana, si le quitas las propiedades humanas? Hasta en el lenguaje común
se nombran las propiedades divinas: la providencia, la sabiduría y la omnipotencia, en lugar del
ser divino.
Luego, la certeza de la existencia de Dios, de la cual hemos dicho que para el hombre es tan
segura y hasta más segura que la propia existencia, sólo depende de la certeza de la cualidad de
Dios; no es una certeza inmediata. Para el cristiano, sólo la existencia del Dios cristiano es
segura; para el pagano sólo es segura la existencia del Dios pagano. El pagano no dudaba de la
existencia de Júpiter, porque la esencia de éste no le dio motivo para rechazarla, porque no podía
imaginarse un Dios dotado con otras cualidades, porque esa cualidad le era certeza y verdad
divina. Sólo la verdad del predicado es la garantía de la existencia.
Lo que el hombre cree como verdad, se representa directamente como realidad; porque en un
principio sólo es verdad por lo que es verdad real en oposición a lo que solamente uno se
imagina o sueña. El concepto del ser, de la existencia, es el concepto primario y originario de la
verdad. Con otras palabras, en un principio el hombre hizo depender la verdad de la existencia y
recién más tarde la existencia, de la verdad. Ahora bien; Dios es el ser humano contemplado
como verdad máxima, pero Dios, o lo que es lo mismo la religión, es tan diferente como es
diferente la manera en que el hombre, hasta su vida, su propia vida, la concibe considerándola
esencia suprema. Por eso, esa manera en que el hombre concibe a Dios, le es la verdad y por lo
mismo la existencia suprema o más bien la existencia misma; pues sólo la existencia suprema le
es la existencia propiamente dicha que merece este nombre. Por eso Dios es un ser existente y
real por la misma razón por la cual es este ser determinado; pues la cualidad o determinación de
Dios no es otra cosa que la cualidad esencial del hombre mismo; pero solamente el hombre
determinado es lo que es; él tiene su existencia y su realidad en su determinación. Al griego no
se le pueden quitar sus cualidades griegas sin quitarle su existencia. Por cierto, para una religión
determinada, la certeza de la existencia de Dios es por lo tanto inmediata; pues, así como es tan
necesario, tan incondicional como que el griego sea griego, tan necesario era que sus dioses
fuesen seres griegos y tan necesariamente eran seres realmente existentes. La religión es idéntica
con la idea de la esencia del mundo y del hombre que éste se forja a raíz de su esencia.
Pero el hombre no está por encima de su intuición esencial, sino que ella está por encima de él,
ella lo anima, lo determina, lo domina. La necesidad de una prueba, de una comparación de la
esencia o cualidad con la existencia, la posibilidad de una duda, no existe por lo tanto. Sólo
puedo dudar de lo que supera mi esencia. ¿Cómo podría, por lo tanto, dudar de Dios, que es mi
propia esencia? Dudar de mi Dios significa dudar de mí mismo. Sólo cuando se piensa que Dios
sea algo abstracto, que sus predicados sean el producto de una abstracción filosófica, la
destrucción, o sea la separación entre el sujeto y el predicado, entre la existencia y la esencia -se
origina la apariencia de que la existencia o el sujeto sea algo diferente del predicado, algo
inmediato, algo de que no se puede dudar, en oposición al predicado del cual se puede dudar.
Pero sólo es una apariencia. Un Dios que tiene predicados abstractos, tiene también una
existencia abstracta. La existencia y la esencia son tan diferentes como es la cualidad.
La identidad del sujeto y el predicado se ve más clara aún por el proceso de evolución de la
religión, que es idéntico con el proceso de evolución de la cultura humana. Mientras que al
hombre debe atribuírsele el predicado de un hombre simplemente natural, también su Dios es
simplemente un Dios natural. Donde el hombre se encierra en casas, encierra también a su Dios
en templos. El templo es sólo una representación del valor que el hombre da a edificios
hermosos. Los templos en honor de la religión, son en verdad templos de honor a la arquitectura.
Con la elevación del hombre del estado de la brutalidad y del salvajismo a la cultura, con la
distinción entre lo que es decoro para el hombre y lo que no lo es, se forma al mismo tiempo la
diferencia entre lo que es decoroso para Dios y lo que no lo es. Dios es el concepto de la
majestad más alta, el sentimiento religioso, el sentimiento más sublime de la decencia. Los
artistas más divinos y más ilustrados de Grecia realizaban en las estatuas de los dioses los
conceptos de la dignidad, de la magnanimidad, de la tranquilidad no perturbada y de la
serenidad. Pero ¿por qué razón estas propiedades les eran atributos y predicados de Dios? ¿Por
qué ellos les parecían dioses para ellos mismos? ¿Y por qué razón excluían todos los efectos
bajos y repugnantes porque se habían dado cuenta de que eran algo indecoroso, indigno,
inhumano, y en consecuencia algo no divino? Los dioses de Homero comían y bebían -quiere
decir, comer y beber es un placer divino. La fuerza corporal es otra propiedad de los dioses de
Homero: Zeus es el dios más fuerte. ¿Por qué? Porque la fuerza corporal ya de por sí se
consideraba como algo magnífico, algo divino. La verdad de la guerra era para los antiguos
germanos la verdad suprema: por eso también su dios supremo era el dios de la guerra: Odin; la
guerra, la ley de las leyes o sea la ley más antigua. La primera esencia verdadera y divina no es
la propiedad de una deidad o de un Dios, sino la divinidad o la deidad de la propiedad. Por lo
tanto, lo que para la teología y la filosofía era hasta ahora Dios, el ser absoluto, el ser esencial,
esto no es Dios; pero aquello que para estas ciencias no era Dios, justamente aquello es Dios -es
decir la propiedad, la cualidad, la determinación, la realidad en general. Un verdadero ateísta, o
sea un ateísta en el sentido ordinario, es por lo tanto solamente aquel para el cual los predicados
de la esencia divina, como por ejemplo el amor, la sabiduría y la justicia, son una nada; pero no
aquel para quien solamente el sujeto de estos predicados sea una nada. Y en ninguna forma la
negación del sujeto significa necesariamente también la negación de los predicados en sí. Los
predicados tienen un significado propio y autónomo: ellos imponen al hombre su reconocimiento
por medio de su contenido; ellos demuestran ser verdaderos inmediatamente por sí mismos: ellos
se confirman, se atestiguan a sí mismos, por eso la bondad, la justicia y la sabiduría, no son
quimeras, porque la existencia de Dios sea una quimera; ni son verdades, porque dicha existencia
sea una verdad. El concepto de Dios depende del concepto de la justicia, de la bondad, de la
sabiduría: un Dios que no es bondadoso, ni justiciero, ni sabio no es Dios, pero no viceversa.
Una cualidad no es divina porque Dios la piense, sino que si Dios la tiene, ya es de por sí divina,
porque Dios, sin ella, sería un ser deficiente.
La justicia, la sabiduría, y en general cualquier determinación que constituye la divinidad de
Dios, es determinada y conocida por sí misma; pero Dios lo es por la determinación, o sea la
cualidad; sólo en el caso de que yo considere que Dios y la justicia son una misma cosa, que
Dios sea la realidad inmediata de la idea de la justicia o de cualquier otra cualidad, determino yo
a Dios por sí mismo. Pero si Dios como sujeto es lo determinado mientras que la cualidad y él
predicado son lo determinante, el rango del primer ser, el rango de la divinidad, pertenece, en
realidad, no al sujeto sino al predicado.
Recién cuando varias propiedades, y esto contradictorias entre sí, son reunidas para formar un
ser, y cuando este ser se concibe como un ser personal, de modo que la personalidad es
especialmente recalcada, recién entonces olvídase el origen de la religión, y se olvida que lo que
en la representación de la reflexión es un predicado separable o diferente del sujeto, en principio
era el sujeto verdadero. De este modo, los romanos y los griegos divinizaban tas cosas
accidentales como si fueran substancias y virtudes, estados de ánimo y afectos como seres
independientes. El hombre, especialmente cuando es religioso, es en sí la medida de todas las
cosas y de todo lo que es real. Todo cuanto hace impresión sobre el hombre, y todo lo que
produce un efecto especial sobre su ánimo -aunque tan sólo sea un ruido o un sonido extraño e
inexplicable- lo independiza él como si fuera un ser especial y hasta divino. La religión
comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la veneración religiosa;
en la esencia y la conciencia de la religión no hay otra cosa sino lo que en general se encuentra
en la esencia y la conciencia que tiene el hombre de si mismo y del mundo. La religión no tiene
ningún contenido propio especial. Hasta los efectos del miedo y del terror tienen en Roma sus
templos. También los cristianos convirtieron los fenómenos del sentimiento en seres, sus
sensaciones en cualidades de las cosas, los efectos que los dominaban en poderes que según ellos
regían el mundo, en una palabra ellos transformaban las cualidades de su propio ser, ya sea
conocidas, ya sea desconocidas, en seres independientes. El diablo, los cucos, las brujas, los
espectros y los ángeles, eran verdaderos secretos mientras que el sentimiento religioso no fuera
quebrado, dominando a la humanidad en forma absoluta.
Para quitarse de la mente la idea de la identidad de los predicados divinos y humanos y con ella
la identidad del ser divino y humano, uno se imagina que Dios, en su calidad de un ser infinito,
tenga una infinita cantidad de diferentes predicados de los cuales aquí sólo conoceremos algunos,
los análogos o semejantes, mientras que los demás, según los cuales Dios también es un ser
completamente diferente del ser humano o ser análogo al hombre, lo conoceremos recién en el
futuro, es decir, en el otro mundo. Pero una cantidad infinita de predicados, que realmente son
diferentes, tan diferentes que no se puede conocer inmediatamente el uno con ser dado el otro,
sólo se realiza y es posible en una cantidad infinita de seres o de individuos diferentes. Así es
también el ser humano, una riqueza infinita de diferentes predicados, pero precisamente por eso
una riqueza infinita de diferentes individuos. Cada hombre nuevo es, por decir así, un nuevo
predicado, una nuevo talento de la humanidad. Cuantos hombres existan, tantas fuerzas, tantas
cualidades tiene la humanidad. La misma fuerza que hay en todos, existe por cierto en cada uno,
pero en forma tan determinada y tan característica, que aparece como una fuerza propia y nueva.
El secreto de la infinita cantidad de determinaciones divinas, no es, por lo tanto, otra cosa que el
secreto del ser humano en su calidad de un ser infinitamente variado, infinitamente determinado
y por eso mismo sensible. Sólo en la sensibilidad, sólo en espacio y tiempo un ser infinito, digo
realmente infinito y lleno de determinaciones, tiene lugar. Donde hay predicados verdaderamente
diferentes los hay en tiempos diferentes. Este hombre es un excelente músico, un insigne
escritor, un destacado médico; pero no puede hacer música, escribir y curar al mismo tiempo. Ni
la dialéctica de Hegel, o sea el tiempo, es el medio de reunir antítesis y oposiciones en un mismo
ser. Pero ligado al concepto de Dios, diferente y separado del ser humano, es la infinita variedad
de diferentes predicados, por ser una imaginación sin realidad -una pura fantasía- la
representación de la sensibilidad; pero sin las condiciones esenciales, sin la verdad de la
sensibilidad, una representación que está en contradicción directa con el Ser Divino por ser ésta
una esencia espiritual, abstracta y única; pues los predicados de Dios son precisamente de tal
calidad que yo, al tener uno de ellos, tengo todos los demás, dado que no hay ninguna diferencia
verdadera entre ellos. Por eso, si en los predicados actuales no tengo los futuros, entonces, en el
Dios futuro tampoco tengo al actual, sino que son dos seres diferentes (5). Pero esta diferencia
contradice justamente a la singularidad, a la unidad, a la simplicidad de Dios. ¿Por qué este
predicado es un predicado de Dios? Porque es de naturaleza divina, es decir, porque no expresa
ningún límite, ninguna diferencia. ¿Por qué lo son otros predicados? Porque, por más que son
diferentes en sí mismos, todos coinciden en que expresan también perfección sin límite. Por eso
puedo imaginarme innumerables predicados de Dios, porque ellos todos coinciden con el
abstracto concepto de Dios, debiendo tener común aquello que cada uno de los predicados
convierte en un atributo o predicado divino. Así lo es en el caso de Espinosa. El habla de
innumerables atributos de la substancia divina; pero fuera de la inteligencia y de la extensión, no
nombra a ninguno. ¿Por qué? Porque es completamente indiferente conocerlos y hasta son
indiferentes en sí mismos y superfluos porque con todos estos innumerables predicados diría
siempre lo mismo, lo que digo con aquellos dos, o sea: la inteligencia y la extensión. ¿Por qué es
la inteligencia un atributo de la substancia? Porque según Espinosa se concibe en sí misma,
porque es algo indivisible, perfecto e infinito. ¿Y por qué lo es la extensión y la materia? Porque
ella, en relación a sí misma, expresa lo mismo. Luego la substancia puede tener una cantidad
indeterminada de predicados, porque no es la determinación o sea la diferencia lo que convierte
los predicados en atributos de la substancia, sino que es la no diferencia, la igualdad. O más bien:
la substancia sólo por eso tiene innumerables predicados porque ella -¡qué extraño!- de por sí no
tiene ningún predicado, es decir, ningún predicado determinado. La indeterminada simplicidad
del pensamiento es complementada por la indeterminada multiplicidad de la fantasía. Dado que
el predicado no es Multum, es Multa (6). En verdad, los predicados positivos son la inteligencia y
la extensión. Con estos dos predicados se ha dicho infinitamente más que con los innumerables
predicados anónimos: porque se ha dicho algo determinado; con ellos yo sé ahora algo de Dios.
Pero la substancia es a la vez demasiado indiferente y demasiado apática como para que ella
pudiera entusiasmarse por algo y definirse. Para no ser algo, no prefiero nada.
Ahora bien, si es un hecho que lo que es el sujeto o la esencia, se encuentra exclusivamente en
las determinaciones del mismo, es decir, que el predicado es el verdadero sujeto, entonces se ha
demostrado, asimismo, que si los predicados divinos son determinaciones del ser humano,
también el sujeto de los mismos debe ser un ser humano. Empero, los predicados divinos son por
un lado generales y por el otro lado personales. Los generales son los predicados metafísicos;
pero éstos sólo sirven para que la religión tenga el primer punto de contacto o sea el fundamento;
no constituyen las determinaciones características de la religión. Sólo son los predicados
personales los que fundamentan la esencia de la religión y en ella la esencia divina es el objeto
de la religión: tales predicados son por ejemplo que Dios es una persona, que es el legislador de
la moral, el padre de los hombres, el Santo, el Justo, el bondadoso, el misericordioso. Pero de
estas y de otras determinaciones se ve al mismo tiempo, por lo menos se verá que ellas,
especialmente cuando son determinaciones personales, tienen un carácter puramente humano, y
que en consecuencia el hombre en la religión expresa en la relación de Dios la relación a su
propio ser: porque para le religión estos predicados no son ideas o imágenes que el hombre se
forja de Dios diferente de lo que Dios es en sí mismo: son verdades, objetos, realidades. La
religión no sabe nada de antropomorfismos: los tiene pero no quiere reconocerlos como tales. La
esencia de la religión consiste precisamente en que aquellas determinaciones expresan la esencia
de Dios. Sólo la inteligencia que reflexiona sobre la religión y que para defenderla la niega
declara aquellas determinaciones por representaciones. Pero para la religión Dios es un
verdadero padre, verdadero amor y misericordia; porque es para ella un ser real viviente y
personal, por cuya razón sus determinaciones verdaderas son también determinaciones vivientes
y personales. Y precisamente las determinaciones correspondientes son las que ofenden más a la
inteligencia y las que ella, al reflexionar sobre la religión, niega. La religión es subjetivamente
afecto, por eso también ella necesita objetivamente afecto del ser divino. Hasta la ira no es para
ella un afecto indigno de Dios, con tal que esa ira no tenga por base algo malo.
Es esencialmente necesario observar -y este fenómeno es sumamente notable porque caracteriza
la esencia más íntima de la religión- que cuanto más humana es la esencia de Dios, tanto más
grande es aparentemente la diferencia entre él y el hombre, quiere decir tanto más es negada por
la reflexión sobre la religión o sea por la teología la identidad, o sea la unidad del ser humano y
divino y tanto más es rebajado lo humano tal como es objeto de la conciencia del hombre (7). La
causa de ello es: porque lo que es positivo en la imaginación o determinación de la esencia
divina, es exclusivamente humano: por eso la imaginación del hombre tal como es objeto de la
conciencia, sólo puede ser negativa y adversa. Para enriquecer a Dios el hombre debe
empobrecerse: para que Dios sea todo, el hombre ha de ser una nada. Pero por eso tampoco
necesita ser algo para sí mismo porque todo lo que él se adjudica no va perdido para Dios, sino
que queda conservado en él. El hombre tiene su esencia en Dios ¿cómo podría tenerla en sí y
para sí mismo? ¿Por qué sería necesario poner o tener dos veces la misma cosa? Lo que el
hombre se quita, lo que él no tiene en sí, lo disfruta en un modo incomparablemente más alto y
más amplio en Dios.
Los monjes hicieron el voto de castidad al Ser divino, ellos suprimieron el amor sexual en sí;
pero en lugar de ello tenían en el cielo, en Dios, en la Virgen María, la imagen de la mujer -una
imagen del amor-. Podían ellos prescindir tanto más de la mujer verdadera cuanto más una mujer
ideal e imaginada era para ellos el objeto del amor verdadero. Cuanto más importancia daban a la
destrucción de la sexualidad, tanto mayor significado tenía para ellos la Virgen celestial: ella
ocupa para ellos el lugar de Cristo y hasta el lugar de Dios. Cuanto más se niega lo sensual, tanto
más sensual es Dios, al cual se sacrifica la sensualidad. Porque a lo que se sacrifica a la divinidad
se le atribuye un valor especial; Dios tiene un agrado especial en ello. Lo que en el sentido del
hombre es lo más sublime, lo es naturalmente también en el sentido de su Dios. Lo que gusta en
general al hombre gusta también a Dios. Los hebreos no sacrificaban a Jehová animales impuros
y despreciables, sino animales que para ellos tenían el más alto valor; los que ellos mismos
comían eran también la comida de Dios (8). Por eso donde de la negación de la sensualidad se
construye un ser especial, un sacrificio agradable para Dios, allí se da el valor más alto
precisamente a la sensualidad y la sensualidad renunciada es, sin quererlo, restablecida, por el
hecho de que Dios se coloca en lugar del ser sensual al cual se ha renunciado. La monja se
desposa con Dios; ella tiene un novio celestial y el monje tiene una novia celestial. Pero la
Virgen celestial es un fenómeno de una verdad general que se refiere a la esencia de la religión.
El hombre afirma en Dios lo que en sí mismo niega (9). La religión prescinde del hombre y del
mundo pero sólo puede prescindir de las verdaderas o supuestas deficiencias y restricciones, o
sea, de lo que son los defectos del mundo; pero no de la esencia, o sea de la parte positiva del
mundo, ni tampoco de la humanidad. Por eso la religión debe nuevamente ocuparse en la
abstracción y negación de lo que prescinde o por lo menos cree prescindir. De este modo la
religión en forma inconsciente pone todo en la idea de Dios; lo que ella conscientemente niega -
siempre que aquello que niega sea algo esencial, algo verdadero, algo que no puede negarse-. De
este modo el hombre niega en la religión su inteligencia: él por sí mismo no sabe nada de Dios,
sus ideas son solamente mundanas y terrestres; sólo puede crear lo que Dios le revela. Pero en
cambio, los pensamientos de Dios son ideas humanas, ideas terrestres; él idea planes, al igual que
un hombre se amolda a las circunstancias y a las fuerzas intelectuales del hombre, al igual que un
maestro se adapta a la inteligencia de sus alumnos; él calcula exactamente el efecto de sus dones
y revelaciones; él observa al hombre en todo lo que hace, sabe todo, también lo más vil, lo más
detestable y lo más humano. En una palabra, el hombre, frente a Dios, niega su saber y su
pensamiento, para colocar éste su saber y su pensamiento en Dios. El hombre renuncia a su
persona y, en cambio, le es Dios el Ser omnipotente, ilimitado, un Ser personal. El niega el honor
humano; el yo humano, pero en cambio le es Dios un ser egoísta que sólo piensa en sí mismo,
que sólo busca su propio honor, su propio provecho, su propio bienestar. Dios es la satisfacción
propia del egoísmo que mira de soslayo a todas las demás cosas; Dios es la satisfacción suprema
del egoísmo (10), la religión niega además lo bueno como una cualidad del ser humano; pues
para ella el hombre es malo, corrompido, incapaz de hacer algo bueno; pero, en cambio, Dios es
exclusivamente bueno, Dios es el ser bueno. Se exige que lo bueno, en su calidad de Dios, sea el
objeto del hombre: pero, ¿acaso se expresa con ello que lo bueno sea una determinación esencial
del hombre? Si yo soy absolutamente malo, es decir, malo por naturaleza y por esencia, si yo no
soy santo, ¿cómo puede ser lo bueno y, lo santo un objeto para mí ya sea que este objeto sea
intrínseco o extrínseco con respecto a mí? Si mi corazón es malo, si mi inteligencia es
corrompida, ¿cómo puedo yo sentir como santo lo que es santo y percibir como bueno lo que es
bueno? ¿Cómo puedo yo percibir en un cuadro algo hermoso si mi alma es una maldad estética?
Aunque yo mismo no sea ningún pintor, aunque no tenga el talento de producir algo hermoso de
mí mismo, sin embargo tengo sentimientos estéticos y una inteligencia estética, pues percibo lo
que es bello fuera de mí. O lo bueno no es de ningún modo creado para el hombre, o si lo es,
entonces se revela en ello al hombre la santidad y bondad de la esencia humana. Lo que es
absolutamente contrario a mi naturaleza, lo que no está unido conmigo por ningún lazo común,
no es tampoco apto para mis ideas y para mis sensaciones. Lo santo solamente es un objeto para
mí en cuanto está en oposición a mi personalidad, pero en unidad con mi esencia. Lo santo es el
reproche de mi pecaminosidad; en él me veo yo como pecador; pero precisamente en ello yo me
reprocho, reconozco lo que no soy y cómo debo ser y por eso mismo puedo ser conforme a mi
determinación. En efecto, el deber sin poder es una quimera ridícula, que no afecta a nuestra
alma. Pero al reconocer lo bueno como determinación mía y como mi ley, lo reconozco
consciente o inconscientemente como mi propio ser. Otro ser que por su naturaleza sea distinto
del mío, no me interesa. Sólo puedo percibir el pecado si lo siento como una contradicción de mí
mismo, de mi personalidad, de mi esencia. Como contradicción de un ser divino que no sea yo
mismo, el sentimiento del pecado es inexplicable y sin sentido.
La diferencia entre el augustianismo y el pelagianismo, consiste sólo en que aquél expresa en
manera de religión lo que éste dice a manera del racionalismo. Ambas determinaciones enseñan
lo mismo, ambas adjudican al hombre lo bueno -pero el pelagianismo en forma directa racional y
moral, el augustianismo en cambio indirectamente, en modo místico, es decir, religioso (11).
Porque lo que éste atribuye al Dios del hombre, se adjudica en realidad al hombre mismo; lo que
el hombre dice de Dios, lo dice en realidad de sí mismo. El augustianismo sólo sería una verdad
y una verdad opuesta al pelagianismo, si el hombre tuviese por Dios al diablo, y si, con la
conciencia de que es el diablo, lo venerase como su ser supremo. Pero mientras que el hombre
venere un Ser bueno como Dios, contempla él en Dios su propio ser bueno.
Así como pasa con la doctrina de la degeneración del ser humano, así pasa también con la
doctrina idéntica con aquélla, de que el hombre no puede hacer nada bueno, es decir, que no
puede hacer en realidad nada de sí mismo y con sus propios esfuerzos. La negación de las
fuerzas y actividad humana, sólo sería verdad si el hombre negara también en Dios la actividad
moral diciendo, como el nihilista oriental o panteísta: el Ser Divino es un ser que carece
absolutamente de la voluntad de la actividad, es indiferente y no sabe nada de la diferencia entre
el bien y el mal. Pero quien determina a Dios como un Ser activo y esto como un ser moralmente
crítico y activo, como un ser que ama el bien y lo obra y premia, que castiga, rechaza y condena
el mal; quien determina a Dios en tal forma, sólo aparentemente niega la actividad humana; en
realidad la convierte en actividad suprema y realísima. Quien hace actuar a Dios en forma
humana, declara la actividad humana como una actividad divina, pues dice: un Dios que no fuera
activo, ni moral ni humanamente, no es Dios y, en consecuencia, hace depender el concepto de la
deidad del concepto de la actividad humana, pues una actividad más alta no la conoce.
El hombre -este es el secreto de la religión- objetiva (12) su ser y, en consecuencia, se convierte
en el objeto de este ser objetivado, transformado en un sujeto y, respectivamente, en una persona;
él se imagina que es un objeto pero objeto de otro objeto, de otro ser. El hombre es un objeto de
Dios. Que el hombre sea bueno o malo, no es indiferente para Dios, no; él tiene un interés vivo y
fuerte en que sea bueno; él quiere que sea bueno a fin de que sea beato -pues sin bondad no hay
ninguna beatitud-. El hombre religioso rechaza por lo tanto la nulidad de la actividad humana
haciendo de sus intenciones y acciones un objeto de Dios y convirtiendo al hombre en una
finalidad de Dios -pues lo que es objeto en el espíritu, es objeto en la acción- y haciendo de la
actividad divina un medio de la salvación humana, Dios es activo a fin de que el hombre sea
bueno y feliz. De este modo el hombre, aparentemente humillado al extremo, es en realidad
elevado al extremo. Y así el hombre en y por medio de Dios, sólo se tiene a sí mismo como
última finalidad.
Por cierto el hombre tiene por objeto a Dios; pero Dios no tiene otro objeto que la salvación
moral y eterna del hombre, luego el hombre en realidad sólo se tiene por objeto a sí mismo. La
actividad divina no difiere de la actividad humana.
En efecto, ¿cómo podría la actividad humana actuar como objeto mío y hasta en mí mismo, si
ella fuese una actividad completamente diferente a mí mismo? ¿Cómo podría tener una finalidad
humana, la finalidad de enmendar y beatificar el hombre, si ella no fuera humana? ¿Acaso no
determina el objeto de la acción? Cuando el hombre tiene por finalidad su propia enmienda,
entonces toma resoluciones y propósitos divinos; pero cuando Dios tiene por finalidad la beatitud
del hombre, entonces tiene finalidades humanas y ejecuta acciones humanas que corresponden a
aquellas finalidades. De este modo el objeto del hombre en Dios es su propia actividad. Pero
precisamente porque considera la propia actividad sólo como una actividad objetivada diferente
de él mismo y como algo bueno, recibe necesariamente también el impulso no de sí mismo sino
de aquel objeto. El ve su propia esencia fuera de sí y esta esencia la considera como algo bueno;
se comprende por lo tanto que el impulso hacia lo bueno sólo le viene de aquella parte donde ha
colocado lo bueno.
Dios es la esencia más íntima del hombre, la más subjetiva y más exclusiva, luego no puede
actuar por sí misma, es decir, todo lo bueno viene de Dios. Cuanto más subjetivo y más humano
es Dios, tanto más el hombre se despoja de su subjetividad, de su humanidad, porque Dios en sí
y por sí es un ser que no se pertenece pero que, sin embargo, a la vez atrae todo hacia sí. Así
como la actividad arterial lleva la sangre hacia todos los lados del cuerpo y la actividad de las
venas la conduce nuevamente al corazón, así como la vida en general consiste en una continua
sístole y diástole, así también la religión; en la sístole religiosa el hombre se despoja de su propia
esencia, se rechaza y condena a sí mismo; en la diástole religiosa nuevamente recibe al ser
rechazado en su corazón. Solamente Dios es el Ser que actúa y obra por sí mismo -este es el acto
de la fuerza religiosa de repulsión-; Dios es el ser que obra en mí, conmigo, por mí y para mí, es
el principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones y, por lo tanto, mi propio
principio de ser bueno -este es el acto de la fuerza religiosa de atracción-. El desarrollo, arriba
indicado, de la religión, consiste, si se le considera más de cerca, en que el hombre quita a Dios
cada vez más para apropiárselo a sí mismo. Al principio el hombre objetiva todo sin diferencia
alguna. Esto se ve especialmente en la fe revelada. Lo que en un tiempo posterior o lo que para
un pueblo culto enseña la naturaleza o la razón, esto en un tiempo anterior o para un pueblo
menos culto lo ha enseñado Dios. Los hebreos creían que todos los instintos por más naturales
que fueran, hasta el instinto de la limpieza, fuese un mandamiento positivo divino. De ese
ejemplo vemos en seguida que Dios es tanto más bajo y tanto más humano cuanto más el hombre
se quita a sí mismo. La humildad y la abnegación del hombre no pueden ir más lejos que cuando
éste deniega de tener la fuerza y la facultad de observar por sí solo y por instinto propio los
mandamientos del decoro vulgar (13). En cambio, la religión cristiana hizo una diferencia de los
impulsos y afectos del hombre según su cualidad, según su contenido. Sólo convirtió los afectos
buenos y las buenas intenciones, los buenos pensamientos en revelaciones y en afectos, es decir,
en intenciones, afectos y pensamientos de Dios; pues lo que Dios revela es una determinación de
Dios mismo; cuando el corazón se llena la boca habla, y como el efecto, así es la causa, como la
revelación, así es el ser que se revela. Dios, que sólo se revela en buenas intenciones, es un Dios
cuya propiedad esencial sólo es la bondad moral. La religión cristiana hizo una diferencia entre
la limpieza moral intrínseca y la limpieza corporal extrínseca. La religión hebrea identificaba
ambas cosas (14); la religión cristiana es, en oposición a la hebrea, la religión de la crítica y
libertad. El hebreo no osaba nada a no ser si Dios lo había mandado; él mismo carecía de la
voluntad hasta en las cosas más extrínsecas: el poder de la religión se extendía hasta las comidas.
La religión cristiana, en cambio, independiza al hombre en todas estas cosas extrínsecas, lo que
quiere decir que ella puso en el hombre lo que el hebreo pusiera en Dios. Israel es la
representación más perfecta de este positivismo objetivado; para el hebreo el cristiano significa
un librepensador. Así cambian las cosas. Lo que ayer todavía era religión, hoy ya no lo es; lo que
hoy pasa por ser ateísmo, será mañana religión.
Notas
(1) De Genesi ad litteram, lib. V, c. 16.
(2) Vosotros no tomáis en cuenta (dice Minucius Félix en su Octavian, capítulo 24, a los
paganos) que hay que conocer a Dios antes de venerarlo.
(3) Las perfecciones de Dios son las perfecciones de nuestras almas; pero él las tiene en forma
ilimitada. Nosotros tenemos algún poder, algún conocimiento, alguna bondad, todo esto es, en
Dios, perfecto, Leibniz (Théod. Préface). Todo aquello por lo cual se distingue el alma humana
es también propio al ser divino. Todo lo que está excluído de Dios, tampoco pertenece a la
determinación esencial del alma. S. Gregorius Nyss (de anima Lips, 1837, pág. 42). Entre todas
las ciencias es por lo tanto el conocimiento de sí mismo la más gloriosa y más importante, pues
cuando uno se conoce a sí mismo, conocerá también a Dios, Clemens Alex. (Paedas, lib. III, cap.
1).
(4) En el otro mundo por eso se suprime esta contradicción entre Dios y el hombre. En el más
allá, el hombre ya no es hombre -a lo sumo en la imaginación- él no tiene ninguna voluntad
distinta de la voluntad divina, tampoco luego -pues que es un ser sin voluntad- ninguna esencia
propia; es idéntico con Dios; luego desaparece en el más allá la diferencia y la oposición
existente entre Dios y el hombre. Pero allí donde solamente es Dios, no hay ya Dios. Donde no
hay oposición a la majestad, no hay tampoco majestad.
(5) Para la fe religiosa no hay ninguna diferencia entre el Dios presente y el futuro, sino que
aquél es un objeto de la fe, de la imaginación, de la fantasía; éste, en cambio, es un objeto de la
contemplación inmediata, es decir, personal y sensual. Acá y allá es él el mismo; pero acá es
vago, allá es claro.
(6) No mucho sino poco y bien.
(7) Así como puede pensarse la similitud entre el Creador y lo creado, así debe pensarse la
diferencia entre ellos, pero más grande todavía. Later, Conc. can. 2. (Summa omn. Conc.
Carranza, Antv. 1559, p. 562). La última diferencia entre el hombre y Dios, entre el ser finito e
infinito en general al cual puede llegar la imaginación religiosa especulativa es la diferencia entre
el algo y la nada, Ens y non-Ens; porque sólo en la nada se destruye toda comunidad con todos
los demás seres.
(8) Cibus Dei, 3 Mose 3, II.
(9) Quien, pues, dice por ejemplo Anselmi, se desprecia, es apreciado por Dios, quien se
aborrece complace a Dios. Luego, sé pequeño a tus ojos a fin de que seas grande a los ojos de
Díos; porque serás tanto más apreciado por Dios cuanto más despreciado eres por los hombres
(Ansetmi Opp., París 1721, página 191).
(10) Dios sólo puede amar a sí mismo, sólo puede pensar en sí mismo sólo puede trabajar para
sí mismo. Dios, al juzgar al hombre, busca su autoridad, su gloria, etc. S. P. Bayle, Un aporte
para la historia de la filosofía y la humanidad, edición de bolsillo por Kröners.
(11) El pelagianismo niega a Dios, a la religión: ellos atribuyen a la voluntad tanto poder, que
debilitan el poder de la oración piadosa (Agustín, De nat. et grat, cont. Pelagium, c. 58). El
pelagianismo tiene por base solamente al Creador, es decir, a la naturaleza, no al Redentor, el
Dios verdaderamente religioso, en una palabra, él niega a Dios, pero en cambio eleva el hombre
hacia Dios al convertirlo en un ser independiente, que no necesita de un Dios (Ver al respecto
Lutero contra Erasmo y Agustín, 1. C.c. 33). El agustinismo niega al hombre, pero en cambio
humilla a Dios hasta convertirlo en hombre, hasta degradarlo a la muerte en la cruz por el
hombre. Aquél coloca al hombre en lugar de Dios, éste coloca a Dios en lugar del hombre;
ambos terminan en lo mismo; la diferencia sólo es una apariencia, sólo una ilusión piadosa. El
agustinismo es una pelagianismo inverso, lo que éste pone como sujeto lo pone aquél como
objeto.
(12) La objetivación religiosa y original del hombre debe, por lo demás, como está expresado
claramente en el presente libro, diferenciarse bien de la autoobjetivación de la reflexión y
especulación; ésta es arbitraria, aquélla es obligatoria, necesaria, tan necesaria como el arte,
como el idioma. Con el tiempo la teología siempre coincide con la religión.
(13) 5. Mose 23, 12, 13.
(14) Ver por ejemplo l. Mose 35, 2; 3 Mose II, 44; 20, 26 y Leclerc.
RUDOLF OTTO
Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios
El estremecimiento es la parte mejor de la humanidad. Por mucho que el mundo se haga
familiar a los sentidos, siempre sentirá lo enorme profundamente conmovido. GOETHE
1. Racional e irracional
Lo racional es predicado de algo irracional. Racionalismo religioso. - Error del racionalismo.
Para toda idea teísta de Dios, pero muy singularmente para la cristiana, es esencial que la
divinidad sea concebida y designada con rigurosa precisión por predicados tales como espíritu,
razón, voluntad, voluntad inteligente, buena voluntad, omnipotencia, unidad de sustancia,
sabiduría y otros semejantes; es decir, por predicados que corresponden a los elementos
personales y racionales que el hombre posee en sí mismo, aunque en forma más limitada y
restringida. Al mismo tiempo, todos esos predicados son, en la idea de lo divino, pensados como
absolutos; es decir, como perfectos y sumos. Estos predicados son, empero, conceptos claros y
distintos, accesibles al pensamiento, al análisis y aun a la definición. Si llamamos racional al
objeto que puede ser pensado de esa manera, hemos de designar como racional la esencia de la
divinidad descrita en dichos predicados, y como religión racional, aquella religión que los
reconoce y afirma. Sólo por ellos es posible la fe como convicción en conceptos claros, opuesta
al mero sentimiento. No es verdad, a lo menos en relación con el cristianismo - como dice
Goethe -, que «el sentimiento sea todo y que el nombre sea sonido y humo». En este caso, el
nombre es tanto como el concepto. Justamente, una de las señales características de la altura y
superioridad de una religión es, a nuestro juicio, que posea «conceptos» y conocimientos - quiere
decirse conocimientos de fe - de lo suprasensible en conceptos como los citados y otros
subsiguientes. Y un signo indicador muy esencial - aunque no el único ni tampoco el principal -
de la superioridad del cristianismo sobre otras formas y grados de religión, es que dispone de
conceptos de eminente claridad, transparencia y plenitud. Hemos de acentuar esto al principio
con toda energía. Pero en seguida hay que salir al paso de un equívoco que puede conducir a una
visión parcial e incorrecta, y es la idea de que los predicados racionales - los indicados y otros
semejantes apuran y agotan la esencia de la divinidad. Pueden dar ocasión a este equívoco el
estilo y el caudal de conceptos que usa el lenguaje religioso, el tono pedagógico de pláticas y
sermones, y aun las mismas Sagradas Escrituras. En ellos el elemento racional ocupa el primer
plano; incluso parece a menudo que lo racional lo es todo. Pero que lo racional aparezca al
primer término es cosa que se puede esperar de antemano; pues todo lenguaje, en cuanto consiste
en palabras, ha de transmitir principalmente conceptos. Y cuanto más claros e inequívocos son
esos conceptos, tanto mejor es el lenguaje. Pero aun cuando los predicados racionales están de
ordinario en el término más visible, dejan tan inexhausta la idea de la divinidad, que
precisamente sólo valen y son para y en un algo irracional. Son, sin duda, predicados esenciales,
pero predicados esenciales sintéticos, y únicamente serán comprendidos correctamente si se los
toma de esa manera; es decir, como predicados atribuidos a un objeto que los recibe y sustenta,
pero que no es comprendido por ellos ni puede serlo, sino que, por el contrario, ha de ser
comprendido de otra manera distinta y peculiar. Pues de alguna manera ha de ser comprendido;
si no lo fuera, no podría, en general, decirse nada de él. La propia mística no cree que sea
totalmente incomprensible, aun cuando lo llama árreton (lo inefable, indefinible); pues entonces
la mística debería consistir en el silencio. Pero precisamente ha sido la mística verbosa en
extremo. Aquí tropezamos, por primera vez, con la contraposición entre racionalismo y religión
profunda. Este antagonismo y sus características han de ocuparnos con frecuencia. Pero el
carácter primero y sobresaliente del racionalismo, con el que se enlazan todos los demás, se
presenta en este punto. Se ha dicho muchas veces que el racionalismo consiste en negar el
milagro, mientras que la actitud contraria al racionalismo consiste en admitirlo. Semejante
diferencia es notoriamente falsa o, al menos, muy superficial. La doctrina corriente de que el
milagro significa una ruptura momentánea de la cadena de las causas naturales por el mismo Ser
que las ha establecido, dueño y señor de ella, es tan groseramente racional como la que más. Con
bastante frecuencia han admitido los racionalistas la «posibilidad del milagro» en este sentido, y
hasta la han construido a priori. En cambio, algunos no racionalistas decididos se han mostrado
indiferentes al problema del milagro. La verdadera diferencia entre el racionalismo y su contrario
es más bien una cualidad diferente en el modo y temple o tono sentimental de la religiosidad
misma; a saber: que en la idea de Dios, el elemento racional predomine sobre el irracional, o lo
excluya por completo, o, al revés, que prepondere el elemento irracional. La afirmación
frecuente de que la propia ortodoxia ha sido la madre del racionalismo es, en parte, muy exacta.
Pero no simplemente, porque en principio se propuso construir un dogma doctrinario; los
místicos más arrebatados han hecho lo propio. Sino porque en la dogmática no encontró la
ortodoxia ningún medio de respetar sin menoscabo el carácter irracional de su objeto y
conservarlo vivo en la emoción religiosa; y entonces, con evidente desconocimiento del mismo,
racionalizó la idea de Dios por modo harto unilateral. Esta tendencia a la racionalización sigue
imperando aún hoy. Y no sólo en teología. También la investigación de mitos, el estudio de la
religión de los pueblos primitivos y salvajes, el ensayo de reconstruir los rudimentos y
comienzos de la religión, están sometidos a ella. Claro es que en estos casos no se aplican desde
un principio aquellos elevados conceptos racionales antes citados; pero se ve en los conceptos y
en su gradual desenvolvimiento el problema capital, y se construyen como precursores suyos
otros conceptos y representaciones de menos valor. En suma, siempre se pone aquí la atención en
conceptos y en representaciones que no son privativos de la esfera religiosa, sino que pertenecen
también a la esfera natural de las representaciones humanas. En cambio, con energía y habilidad
dignas casi de admiración, se cierran los ojos al carácter peculiar de la emoción religiosa, que
actúa ya en sus manifestaciones más primitivas. Energía y habilidad mal aplicadas; porque si en
alguna esfera de la vida humana existe algo que le sea específico y peculiar, y que, por tanto,
sólo en ella acontezca y se presente, es en la religiosa. En verdad, los ojos de los enemigos han
visto con mayor perspicacia que los de muchos amigos de la religión o teóricos neutrales. En el
partido de los adversarios se sabe muy bien que el alboroto místico nada tiene que ver con la
razón. ¡Ojalá sirva de saludable acicate el observar que la religión no se reduce a enunciados
racionales! Si aislamos en su mayor pureza los dos elementos para establecer en seguida su
recíproca relación con toda exactitud, acaso de esta manera la religión se haga luz sobre sí
misma.
2. Lo numinoso
«Santo» es más que «bueno» - Este «más» es lo más «numinoso».
En este libro intentamos realizar esta tarea respecto a la categoría peculiar de lo santo. Lo santo
es, en primer lugar, una categoría explicativa y valorativa que como tal se presenta y nace
exclusivamente en la esfera religiosa. Cierto es que se entromete en otras, por ejemplo, en la
ética; pero no procede de ninguna. Es compleja, y entre sus diversos componentes contiene un
elemento específico, singular, que se sustrae a la razón, en el sentido antes indicado, y que es
árreton, inefable; es decir, completamente inaccesible a la comprensión por conceptos (como en
terreno distinto ocurre con lo bello). Esta afirmación sería insostenible si lo santo sólo fuera lo
que por tal se designa en muchos usos de la lengua, en el filosófico y de ordinario también en el
teológico. Estamos habituados a emplear la palabra santo en sentido translaticio y no en su
sentido primigenio. Santo suele aplicarse como predicado absoluto moral, que significa la
bondad perfecta, la bondad suma. Así, Kant llama santa a la voluntad que, sin vacilar, a impulsos
del deber, obedece a la ley moral. En realidad, debería llamarse, simplemente «voluntad moral
perfecta». De la misma manera se habla también de la santidad del deber o de la ley, cuando no
se quiere expresar otra cosa, sino su forzosidad práctica y obligatoria para todos. Pero este
sentido no es el estricto. Santo incluye, sin duda, todo eso; pero además contiene, aun para
nuestro sentimiento, algo más: un excedente de significación que es el que vamos a precisar aquí.
La palabra santo, o a lo menos sus equivalentes en hebreo, latín, griego y otras lenguas antiguas,
designaba ante todo ese excedente de significación; pero no comprendía en absoluto, o no
comprendía, desde luego, y nunca exclusivamente, el sentido moral. Pero como nuestro
sentimiento actual de la lengua incorpora sin duda lo moral a lo santo, será conveniente, en la
investigación de aquel elemento peculiar y especifico, inventar, al menos provisionalmente, para
las necesidades de este estudio, una palabra destinada a designar lo santo menos su componente
moral, y - añadimos a renglón seguido - menos cualquier otro componente racional. Aquello de
que hablamos y queremos dar idea o, mejor dicho, hacer palpable en el sentimiento, vive en
todas las religiones como su fondo y medula; sin ello no serian estas, en modo alguno, tales
religiones. Pero con vigor más señalado palpita en las religiones semíticas, y entre ellas, de modo
preeminentísimo, en la bíblica. También en ella tiene un nombre especial: qadosch, que
corresponde a hagios y sanctus, y con mayor exactitud a sacer. Es cierto que en las tres lenguas
estas palabras comprenden también lo bueno, lo absolutamente bueno, en el grado más alto de
desarrollo y sazón de la idea. Y entonces las traducimos por santo. Pero en este caso santo no es
más que el resultado de haber esquematizado y henchido de contenidos éticos un reflejo
sentimental, primigenio y característico, que puede ser indiferente a la ética. En los comienzos,
cuando ese elemento específico empieza a desarrollarse, todas esas expresiones significaron, sin
disputa, cosa muy distinta de bueno. Por regla general, convienen en ello los exégetas
contemporáneos; con justicia se califica de interpretación racionalista la traducción de qadosch
por bueno. Se trata, pues, de encontrar para este elemento, tomado aisladamente, un nombre que,
en primer lugar, capte y fije su peculiaridad, y, en segundo lugar, permita designar y abarcar
conjuntamente todos sus grados de evolución y todas las especies inferiores en él comprendidas.
A este fin forjo, desde luego, un neologismo: lo numinoso (pues si de omen se forma ominoso, y
de lumen, luminoso, también es lícito hacer con numen, numinoso); y hablo de una categoría
peculiar, lo numinoso, explicativa y valorativa, y de una disposición o temple numinoso del
ánimo, que sobreviene siempre que aquella se aplica. Pero como es enteramente sui generis, no
se puede definir en sentido estricto, como ocurre con todo elemento simple, con todo dato
primario; sólo cabe dilucidarla. Únicamente puede facilitarse su comprensión de esta manera:
probando a guiar al oyente por medio de sucesivas delimitaciones, hasta el punto de su propio
ánimo, en donde tiene que despuntar, surgir y hacérsele consciente. Este procedimiento se
facilita señalando los análogos y los contrarios más característicos de lo numinoso en otras
esferas del sentimiento más conocidas y familiares, y añadiendo: «Nuestra incógnita no es eso
mismo, pero es afín a eso y opuesta a aquello. ¿No se te ofrece ahora por sí misma?» Quiere
decirse, en suma, que nuestra incógnita no puede enseñarse en el sentido estricto de la palabra;
sólo puede suscitarse, sugerirse, despertarse, como en definitiva ocurre con cuanto procede del
espíritu.
3. Los aspectos de lo numinoso
El «sentimiento de criatura» como reflejo de lo numinoso en el sentimiento de sí propio El
sentimiento de absoluta dependencia. - No es más que la sombra del sentimiento numinoso pero
no este mismo.
Invito ahora al lector a que actualice en su memoria y examine un momento de fuerte
conmoción, lo más exclusivamente religiosa que sea posible. Quien no logre representárselo o no
experimente momentos de esa especie, debe renunciar a la lectura de este libro. Pues es muy
difícil ocuparse de psicología religiosa con quien puede analizar sus sentimientos de la pubertad,
las dificultades de su digestión, los sentimientos sociales, pero no el sentimiento propiamente
religioso Es disculpable entonces que pruebe a llegar por sí mismo, lo más lejos que pueda, con
los principios de explicación a su alcance, y que interprete el placer «esté tico» como mero
placer sensible, y la religión como una función de instintos y utilidad sociales o de modo aún
primitivo. Pero el estético, que percibe por sí mismo la peculiaridad de la fruición estética, se
apartará de sus teorías, y el religioso aún más. Invitamos además a que en el examen y análisis de
esos momentos y estados espirituales de grave y devota emoción, se atienda sobre todo, no a su
parte común con estados parejos de elevación moral, suscitados por la contemplación de un acto
bueno, sino precisamente a lo que en su contenido sentimental hay de privativo y peculiar. A fuer
de cristianos, encontramos primero ciertos sentimientos que, menos intensos, se nos presentan en
otras esferas: sentimientos de gratitud, de confianza, de amor, de seguridad, de rendida sumisión,
de resignación. Pero ni ninguno ni todos juntos expresan íntegramente el momento religioso;
quedan todavía sin expresar los rasgos propios de la emoción religiosa, la solemnidad de esta
emoción singular, que sólo se presenta en el terreno religioso. Schleiermacher ha sacado a la luz
un elemento muy notable de esta emoción: el sentimiento de «absoluta dependencia». Pero
hemos de hacer dos observaciones a su importante descubrimiento. El sentimiento a que se
refiere realmente Schleiermacher no es, si atendemos a su tono y coloración, un sentimiento de
dependencia en el sentido natural de la palabra, es decir, tal como puede presentarse en otras
esferas de la vida, en forma de sentimiento de la propia insuficiencia, incapacidad y sujeción a
las condiciones del contorno. Guarda, sin duda, con estos sentimientos cierta correspondencia,
por virtud de la cual podemos señalarlo analógicamente, podemos «explicarlo» por ellos, y aludir
a él por ellos, de manera que el objeto se haga sensible por sí mismo. Pero aquello a que venimos
refiriéndonos es, a su vez, algo que se distingue por su cualidad de esos sentimientos análogos.
Es verdad que el propio Schleiermacher diferencia el sentimiento religioso de dependencia de los
demás sentimientos de dependencia. Pero sólo como se diferencia lo absoluto de lo meramente
relativo, lo perfecto y sumo, de uno de sus grados; pero no por su cualidad peculiar. No se
percató de que el nombre «sentimiento de dependencia» sólo es una aproximación por analogía
al verdadero sentimiento que quería definir. ¿No se descubre ya por sí mismo, gracias a esta serie
de comparaciones y contraposiciones, lo que quiero significar, aunque sin poderlo expresar de
otra manera, precisamente porque se trata de un dato original, y primario, por consiguiente, de un
dato que está en el espíritu y sólo por sí mismo puede determinarse? Venga en mi auxilio un
conocido ejemplo, en donde el elemento a que me refiero se hace sentir con ruda intensidad.
Cuando Abraham (Génesis, 1, 18, 27) osa hablar con Dios sobre la suerte de los sodomitas, dice:
«He aquí que me atrevo a hablarte, yo, yo que soy polvo y ceniza». Este es el «sentimiento de
dependencia» que se reconoce y da cuenta de sí mismo, lo cual es mucho más y harto distinto de
los sentimientos «naturales» de dependencia. Busco también un nombre para él, y le llamo
«sentimiento de criatura», es decir, sentimiento de la criatura de que se hunde y anega en su
propia nada y desaparece frente a aquel que está sobre todas las criaturas. Es fácil percatarse de
que esta expresión no nos proporciona un conocimiento conceptual del indefinible sentimiento.
Pues este no consiste solamente, como haría creer el nombre, en ese componente de anegación y
de propia nulidad frente a cualquier prepotencia, sino exclusivamente frente a «esa» prepotencia
determinada. Pero lo indecible es justamente cuál sea «esa» prepotencia determinada; sólo puede
tenerse una idea de ella por el tono y contenido peculiar del sentimiento de reacción que hemos
de experimentar en nuestro interior. El segundo defecto de la definición de Schleiermacher es
que con ella sólo se hace patente la categoría religiosa de la valoración del sujeto por sí mismo
(mejor dicho, desvaloración, desestima), y sin embargo se pretende definir con ella el contenido
propio del sentimiento religioso. A su juicio, el sentimiento religioso sería, inmediatamente y
desde luego, un sentimiento de mi mismo, el sentimiento de una peculiar condición mía, a saber,
de mi dependencia. Y sólo por conclusión lógica, refiriendo mi estado a una causa-exterior a mi,
es, según Schleiermacher, como yo encuentro lo divino. Pero esto es totalmente contrario a la
realidad psicológica. El sentimiento de criatura es más bien un momento concomitante, un efecto
subjetivo; por decirlo así, la sombra de otro sentimiento, el cual, desde luego, y por modo
inmediato, se refiere a un objeto fuera de mí. y este, precisamente, es el que llamo lo numinoso.
Sólo allí donde el numen es vivido como presente - tal el caso de Abraham -, o donde sentimos
algo de carácter numinoso o donde el ánimo se vuelve hacia él, es decir, sólo por el uso de la
categoría de lo numinoso, puede engendrarse en el ánimo el sentimiento de criatura, como su
sentimiento concomitante. Pero, ¿qué es y cómo es - objetivamente, tal como lo siento fuera de
mí - eso que llamamos numinoso? En su libro Las variedades de la experiencia religiosa dice,
casi ingenuamente, William James, cuando alude al origen de los dioses griegos: «No entro a
examinar cómo han nacido los dioses griegos. Pero todos nuestros ejemplos conducen a la
siguiente conclusión: es como si en la conciencia humana palpitase la sensación de algo real, un
sentimiento de algo que existe realmente, la representación de algo que existe objetivamente,
representación más profunda y válida que cualquiera de las sensaciones aisladas y singulares, por
las cuales, según la opinión de la psicología contemporánea, se atestigua la realidad. Puesto que
James, desde su punto de vista pragmatista y empirista, se ha obstruido a sí mismo el camino que
conduce a reconocer en el espíritu la predisposición para ciertos conocimientos y la base de
ciertas ideas, tiene que acudir a hipótesis misteriosas para explicar esos hechos. Pero James
comprende claramente el hecho mismo, y es lo bastante realista para no darle de lado. Pero con
relación a ese sentimiento de realidad, dato primario e inmediato; con relación al sentimiento de
un algo numinoso, dado objetivamente, es, pues, el sentimiento de dependencia un efecto
subsiguiente, a saber: una desestima del sujeto respecto de sí mismo. En consecuencia, el
sentimiento de mi absoluta dependencia tiene como supuesto previo el sentimiento - si es lícita la
expresión - de su «absoluta inaccesibilidad» (la inaccesibilidad del numen).
4. Mysterium tremendum
Lo numinoso considerado como «tremendum». Grados y formas de lo «tremendum»; su
aparición en la religión de los hombres primitivos.
Decíamos antes que del objeto numinoso sólo se puede dar una idea por el peculiar reflejo
sentimental que provoca en el ánimo. Así, pues, es «aquello que aprehende y conmueve el ánimo
con tal o cual tonalidad». Nuestro problema consiste en indicar cuál es esa tonalidad sentimental,
intentando evocarla por medio de analogías y contraposiciones de otros sentimientos afines y de
expresiones simbólicas. Consideremos lo más hondo e íntimo de toda conmoción religiosa
intensa, por cuanto es algo más que fe en la salvación eterna, amor o confianza; consideremos
aquello que, prescindiendo de estos sentimientos conexos, puede agitar y henchir el ánimo con
violencia conturbadora; persigámoslo por medio de los sentimientos que a él se asocian o le
suceden, por introyección en otros y vibración simpática con ellos, en los arrebatos y explosiones
de la devoción religiosa, en todas las manifestaciones de la religiosidad, en la solemnidad y
entonación de ritos cultos, en todo cuanto se agita, urde, palpita en torno a templos, iglesias,
edificios y monumentos religiosos. La expresión que más próxima se nos ofrece para compendiar
todo esto es la de mysterium tremendum. El tremendo misterio puede ser sentido de varias
maneras. Puede penetrar con suave flujo el ánimo, en la forma del sentimiento sosegado de la
devoción absorta. Puede pasar como una corriente fluida que dura algún tiempo y después se
ahíla y tiembla, y al fin se apaga, y deja desembocar de nuevo el espíritu en lo profano. Puede
estallar de súbito en el espíritu, entre embates y convulsiones. Puede llevar a la embriaguez, al
arrobo, al éxtasis. Se presenta en formas feroces y demoníacas. Puede hundir al alma en horrores
y espantos casi brujescos. Tiene manifestaciones y grados elementales, toscos y bárbaros, y
evoluciona hacia estadios más refinados, más puros y transfigurados. En fin, puede convertirse
en el suspenso y humilde temblor, en la mudez de la criatura ante... - sí ¿ante quién? -, ante
aquello que en el indecible misterio se cierne sobre todas las criaturas. Se comprende una vez
más que nuestro intento de definir por conceptos ha de ser puramente negativo. Pues el concepto
de misterio no significa otra cosa que lo oculto y secreto, lo que no es público, lo que no se
concibe ni entiende, lo que no es cotidiano y familiar, sin que la palabra pueda caracterizarlo y
denominarlo con mayor precisión en sus propias cualidades afirmativas. Sin embargo, con ello
nos referimos a algo positivo. Este carácter positivo del mysterium se experimenta sólo en
sentimientos. Y estos sentimientos los podemos poner en claro, por analogía y contraposición,
haciéndolos resonar sintónicamente.
I. EL ASPECTO DE LO TREMENDO
Entre estas cualidades positivas, la primera que se echa de ver es la expresada en el adjetivo
tremendo. Tremor no es en sí otra cosa que temor; un sentimiento «natural» muy conocido, pero
que nos sirve aquí para designar aproximadamente y sólo por analogía un sentimiento reflejo, de
naturaleza peculiarísima, que guarda cierta semejanza con el temor, gracias a lo cual puede ser
aludido por él, pero que, en realidad, es muy distinto del atemorizarse. Algunas lenguas poseen
expresiones adecuadas que designan exclusiva o preferentemente ese temor especial, que es algo
más que temor. Por ejemplo, en hebreo hiq’disch = santificar. «Santificar una cosa en su
corazón» significa distinguirla por el sentimiento de un pavor peculiarísimo, que no se confunde
con ninguna otra clase de pavor; significa valorarla mediante la categoría de lo numinoso. El
Antiguo Testamento abunda en expresiones equivalentes. Muy notable es emat Jahveh, el terror
de Dios, el terror que Jahveh puede emitir, enviar como un demonio, paralizando los miembros
del nombre, y que emparienta muy de cerca con el deima panikon (el terror pánico) de los
griegos. Véase en el Éxodo, II, 23, 27: «YO enviaré mi terror ante ti y consternaré todo pueblo
donde tú entrares»; y Job, IX, 24; XIII, 31: «Aparta de mí tu mano y no me asombre tu terror».
Es este un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y
prepotente, puede inspirar. Palpita en él algo del terror a los fantasmas. La lengua griega
exprésalo con la palabra sebastós. Los primeros cristianos percibieron claramente que el título de
sebastós no convenía a ninguna criatura, ni aun al emperador, porque era una denominación para
el numen; incurriéndose, por tanto, en idolatría cuando se aplicaba a un hombre la condición de
numen al llamarle sebastós. El idioma inglés posee la voz awe, que, en su sentido más profundo
y auténtico, sirve, con alguna exactitud, para el caso. También se usa he stood aghast. El alemán
no ha hecho más que copiar del lenguaje de las Escrituras la palabra heiligen, santificar. Pero
carece de una expresión propia y autóctona para la forma elevada y madura de aquello a que nos
referimos. En cambio no le faltan para los estadios previos e inferiores, más toscos y bajos. Tales
son las palabras Grausen (miedo), Schauer (espanto), schauervoll (espantoso). Y erschauern
(temblar); como en la expresión erschauern in Andacht (temblar en devoción), despierta en los
alemanes con bastante pureza el estado superior. Para las formas inferiores existen expresiones
populares y groseras, como Gruseln (estremecimiento), grassen (estremecerse). En estas
palabras, así como en grasslich, el sentimiento numinoso queda designado y entendido muy
determinadamente. Hace tiempo, en mi discusión con el animismo de Wundt, propuse la palabra
«Scheu» (pavor), en la cual el carácter específico, es decir, numinoso, sólo se expresa por las
comillas. También vale al objeto die religiose Scheu (el pavor religioso). Su primer grado es el
pavor demoniaco, el terror pánico, con su mugrón o bastardo, el terror fantasmal. Y tiene su
primera palpitación en el sentimiento de lo siniestro o inquietante. (Unheimliche, en alemán;
uncanny, en inglés.) De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el ánimo del hombre
primitivo ha salido toda la evolución histórica de la religión. En él echan sus raíces lo mismo los
demonios que los dioses y todas las demás creaciones de la «apercepción mitológica» (Wundt) y
de la fantasía que materializa y da cuerpo a esos entes. Cuando no se le reconoce por factor
primero e impulso fundamental específico que no se deriva de otros, todas las explicaciones del
origen de la religión por el animismo, la magia o la psicología popular, quedan condenadas de
antemano al error y dejan escapar la verdadera esencia del problema. Dice Lutero que el hombre
natural no puede temer a Dios. Desde el punto de vista psicológico, esta observación es tan
exacta que todavía ha de añadirse que el hombre natural tampoco puede estremecerse en el
estricto sentido de la palabra. Pues estremecerse no es un temor natural, sólito, ordinario, sino ya
un primer sobresalto y barrunto de lo misterioso, aun cuando en su forma más tosca de
inquietante y siniestro; es una primera valoración, según una categoría que no reside ni se refiere
a objetos naturales, y que sólo es posible para aquel en quien se ha despertado una peculiar
predisposición del ánimo, distinta de la natural, que al principio se manifiesta en forma brusca y
grosera, y, sin embargo, ya revela una nueva función o manera especial de sentir y valorar del
espíritu humano. Detengámonos un momento en las manifestaciones primeras y más toscas de
este pavor numinoso. Este sentimiento constituye la verdadera nota distintiva de la llamada
«religión de los primitivos», en donde se presenta en forma de terror demoníaco, de una primera
conmoción ingenua y sin desbastar. Más tarde, este sentimiento y los fantasmas que ha
engendrado son superados y desalojados por las formas y grados más altos a que llega la
evolución de este misterioso impulso, el mismo justamente que se manifestó por vez primera
toscamente en aquellos hombres; es decir, el sentimiento del numen. Pero aun en los casos en
que este sentimiento ha llegado desde hace mucho tiempo a sus expresiones superiores y
depuradas, sus excitaciones primarias pueden volver a brotar ingenuamente en el espíritu y ser de
nuevo sentidas. Así lo demuestra el encanto perdurable que, aun en los estadios superiores de la
cultura sentimental, tiene el miedo en los cuentos de duendes y espectros. Ha de observarse que
este pavor produce también un efecto corporal de reacción, que nunca se presenta así en el miedo
natural: «Le corrió un frío de hielo por los miembros», «se me pone carne de gallina». El
escalofrío de miedo es algo sobrenatural. Quien pueda llegar a un análisis más preciso notará
además que este pavor no se distingue del natural tan sólo por su grado y potenciación. Puede ser
tan fuerte que hiele la médula, erice los cabellos y haga flaquear las piernas. Pero otras veces es
una leve y suave conmoción, algo así como una veleidad pasajera y apenas perceptible del
ánimo. Tiene sus propias exaltaciones, pero no es la exaltación de otro pavor cualquiera.
Ninguna de las especies del miedo natural puede convertirse, por simple incremento, en pavor
numinoso. En fin, yo puedo estar lleno, hasta el exceso, de temor, de angustia, de horror, sin que
en todo ello exista rastro de este sentimiento de lo siniestro. Veríamos más claro en esta cuestión
si la ciencia psicológica se hubiera determinado a estudiar los sentimientos como diferencia
cualitativa, y separarlos y equiparlos conforme a ellas. Siempre nos estorba la división
demasiado tosca del placer y displacer. No es lícito diferenciar los placeres tan sólo como
diversos grados de tensión de un mismo sentimiento. Por el contrario, son sentimientos de
distinta especie, según el espíritu se encuentre en estado de placer o contento, de alegría, de
fruición estética, de elevación moral, de beatitud religiosa, de emoción devota. Todos estos
estados tienen, es cierto, correspondencias y semejanzas mutuas, y por esta razón se comprenden
en una clase común, distinta de otras clases de manifestaciones psíquicas. Pero este concepto de
clase no nos autoriza a considerar las distintas especies como grados más o menos intensos de
una misma cosa, ni tampoco a explicar por él la esencia peculiar de cada uno de los sentimientos
que abarca. El sentimiento numinoso se distancia mucho en sus grados superiores del simple
pavor demoníaco. Pero no por esto niega su común progenie y parentesco. Aun allí donde la
creencia en demonios se ha elevado, desde mucho tiempo atrás, a la forma de creencia en dioses,
siempre conservan los dioses, por cuanto son númenes, algo de su primer carácter fantasmal; a
saber, ese carácter propio de lo que desasosiega y amedrenta, que se completa y perfecciona en
su sublimidad o se esquematiza en ella. Y este componente sentimental tampoco desaparece en
el estadio más alto, la pura creencia en Dios, ni ha menester que desaparezca; solamente se
apacigua y ennoblece. Aquel estremecimiento primario vuelve a repetirse en la forma
infinitamente ennoblecida de un temblor y enmudecimiento del espíritu, que llega hasta sus
últimas raíces. Aun en el culto cristiano se apodera del ánimo, con la mayor violencia, en las
palabras « santo, santo, santo», y estalla en el cántico de Tersteegens: Dios está presente, calle
todo en nosotros y humíllese íntimamente ante Él. Ha perdido aquella potencia que conturbaba
los sentidos; pero conserva la indecible potencia de sobrecogernos. Ha quedado convertido en
místico temor, y da suelta, como reflejo concomitante en el sujeto, al ya descrito «sentimiento de
criatura», de propia nulidad y anonadamiento ante lo espantoso que se experimenta. Este
componente sentimental del tremor numinoso al ser referido a un objeto numinoso que es su
causa descubre una propiedad correlativa en el numen, la cual desempeña un papel importante en
nuestros textos sagrados y ha producido, a causa de su incomprensible y enigmático sentido,
dificultades sin cuento a teólogos y exégetas. Es la orgé, la cólera de Jahveh, que en el Nuevo
Testamento reaparece como orgé theoy (cólera de Dios). Más adelante examinaremos los pasajes
del Antiguo Testamento, en que se hace sensible el parentesco entre esa cólera divina y el
aspecto demoníaco del numen de que tratamos. La cólera de Dios tiene su clara correspondencia
en la representación de la misteriosa ira deorum, que aparece en muchas religiones. El carácter
extraño de esta cólera de Jahveh ha sorprendido siempre. En primer lugar, muchos pasajes del
Antiguo Testamento evidencian que esta cólera divina no tiene nada que ver con propiedades
morales. Se inflama y desencadena misteriosamente «como una fuerza oscura de la naturaleza»,
según suele decirse, o como la electricidad acumulada, que descarga sobre quien se le aproxima.
Es «incalculable» y «arbitraria». Naturalmente, a quienes acostumbran a pensar la divinidad
únicamente por sus predicados racionales ha de presentárseles como un humor caprichoso, como
una pasión arbitraria. Los fieles de la Antigua Ley hubieran rechazado seguramente con energía
esta interpretación. Pues a ellos la cólera divina no les parecía aminoración de santidad, sino
expresión natural de la «santidad», elemento esencial de ella, en fin, algo inabrogable. Y con
razón. Pues esta ira no es sino lo tremendo mismo, si bien interpretado mediante una ingenua
analogía con un sentimiento humano ordinario; analogía, en verdad, que como tal conserva
siempre su valor y todavía en la actualidad resulta ineludible en la expresión del sentimiento
religioso. No hay duda de que el cristianismo también ha de hablar de la ira de Dios, a pesar de
lo que digan Schleiermacher y Ritschl. Una vez más resulta evidente que tampoco esta palabra
«cólera» es un verdadero concepto adecuado a su objeto, sino tan sólo un símil, un a modo de
concepto, un ideograma, simple signo alusivo de un componente sentimental propio de la
emoción religiosa; de un componente, empero, que se presenta con el extraño carácter repulsivo
del terror y perturba las ideas de quienes sólo quieren reconocer en la divinidad la familiaridad,
la dulzura, el amor, la bondad y, en general, atributos y aspectos en relación positiva con el
hombre. Esta ira - que con error se acostumbra a llamar natural, siendo, en realidad, antinatural,
es decir, numinosa - se hace racional cuando gradualmente va injertándose y vertiéndose en ella
concepción ético-rracional de la justicia divina en el castigo de las faltas morales. Pero en la
representación bíblica de la justicia divina se observa claramente que la significación originaria
se mezcla todavía con la superpuesta. En la cólera de Dios palpita y refulge el elemento
irracional, que le presta un horror y espanto que no siente el hombre natural. Junto a la cólera o
ira de Jahveh existe, como expresión afín, el celo de Jahveh. Y también, aunque ya en el sujeto,
el estado de celo o el encelarse por Jahveh es un estado numinoso que transmite también a quien
lo sufre los rasgos de lo tremendo. (Véase la enérgica expresión en Salmos, 69, 10: «Porque me
consumió el celo por tu casa».)
II. EL ASPECTO DE LA PREPOTENCIA («MAJESTAS»)
Cuanto va dicho del aspecto tremendo del numen puede resumirse en este ideograma:
inaccesibilidad absoluta. Pero al punto se advierte que para apurarlo y agotarlo por completo, ha
de agregarse aún otro elemento. Es el elemento de poder, potencia, prepotencia, omnipotencia.
Para designar este elemento opto por el nombre de majestad. Sobre todo, porque la palabra
majestad conserva, en nuestro sentido actual del lenguaje, una suave, última, temblorosa huella
de lo numinoso. Por eso, el componente de lo tremendo queda íntegramente reproducido en el
término majestad tremenda. El carácter mayestático puede persistir vivo allí donde el aspecto
primero del numen, su inaccesibilidad y su orgé cede y se apaga, como suele acontecer en la
mística. A este elemento de majestad, de prepotencia absoluta, responde como su correlativo en
el sujeto, como su sombra y reflejo subjetivo, aquel sentimiento de criatura que surge al contraste
de esa potencia superior como sentimiento de la propia sumersión, del anonadamiento, del ser
tierra, ceniza, nada, y que constituye, por así decir, la materia prima numinosa para el
sentimiento de la humildad religiosa. Es necesario en este punto volver a la expresión de
Schleiermacher, ya citada, «sentimiento de dependencia». Anteriormente le reprochábamos que
tomase por punto de partida lo que ya es, a su vez, reflejo y efecto, y pretendiera llegar a lo
objetivo merced a este razonamiento silogístico: la sombra arrojada sobre el sentimiento que de
mí mismo tengo, ha de proceder de un objeto exterior. Pero ahora hemos de refutar otros
aspectos. Por sentirse dependiente entiende Schleiermacher el sentirse condicionado, y de aquí
que desarrolle consecuentemente este extremo en su capítulo «Creación y conservación». A esta
dependencia de la criatura correspondería, por el lado de la divinidad, la causalidad, o mejor
dicho, la propiedad de asumir en sí todas las causas, o mejor aún, de condicionarlo todo. Pero
este carácter no es el que encontramos primera e inmediatamente al analizar el sentimiento
piadoso en los instantes de devoción. No es un carácter numinoso, sino su esquema. No es un
elemento irracional, sino que pertenece por entero al lado racional de la idea de Dios; puede
desarrollarse en un sistema riguroso de conceptos, y mana de fuente completamente distinta. El
sentimiento de dependencia que expresa la frase de Abraham no es el sentimiento que tiene el
hombre de haber sido creado, sino el de ser pobre criatura; es el sentimiento de la impotencia
frente a la prepotencia; es el sentimiento de la propia nulidad. Y la majestad y el «ser tierra y
ceniza» conducen, si la especulación se apodera de ellos, a una serie de representaciones que son
bien distintas de las ideas de creación y conservación. Por un lado conducen a la annihilatio
(aniquilación) del sujeto, y por el otro a la realidad única y total del numen o Ser trascendente,
como ocurre en la mística. Pues en casi todas las formas de la mística, por mucho que se
diferencien en su contenido, encontramos como uno de sus rasgos generales la desestima del
sujeto, análoga a la que hace Abraham de sí propio; es decir, que el sujeto se valora sintiéndose
como algo que no es verdaderamente real, que no es esencial o que incluso es completamente
nulo. Esta desvalorización se transforma entonces en exigencia; esto es, exige ser realizada en la
práctica, frente a la falsa ilusión de la realidad del sujeto, y, por tanto, exige el aniquilamiento del
yo. Del otro lado lleva a valorar el objeto trascendente de referencia, como lo absolutamente
eminente, por su plenitud de realidad; frente al cual el yo percibe su propia nada. «Yo nada, tú
todo.» No se trata, pues, aquí de una relación semejante a la de causa y efecto. El punto de
partida de la especulación no es aquí un sentimiento de dependencia absoluta (de mí mismo
como ser creado), sino un sentimiento de superioridad absoluta (de la suya, como lo prepotente).
Esta especulación se sirve de los términos usados por la ontología, y así resulta que la plenitud de
potencia de lo tremendum se convierte en plenitud de esencia, de ser. Véase la siguiente
expresión de un místico cristiano: «El hombre se hunde y derrite en su propia nada, en su
pequeñez. Cuanto más clara y pura se le aparece la grandeza de Dios, tanto más reconoce su
pequeñez» . O las palabras del místico mahometano Bajesid Bostami: «Entonces, el Señor, el
muy alto, me descubrió su secreto y me reveló toda su gloria. Allí, mientras yo le contemplaba,
no con los míos, sino con sus propios ojos, vi que mi luz, comparada con la suya, no era más que
tiniebla y oscuridad. Y que mi grandeza y mi magnificencia no era nada ante la suya. Y cuando
con los ojos de la verdad examiné las obras de piedad y devoción que había realizado en su
servicio, reconocí al punto que todas procedían de Él mismo y no de mí». Cuanto más mísero y
humilde es el hombre, tanto más está Dios en todo, tanto más Él se convierte en el Ser y en Lo
que es. Es decir, que para Eckehart, el concepto místico de Dios resulta a la par de la majestas
divina y de la humildad humana. O sea, no de los conceptos del plotinismo y del panteísmo, sino
de la emoción de Abraham. De cualquier manera que haya nacido históricamente (pues la
explicación históricogenética no es nunca la explicación esencial), la mística es donde quiera
potenciación y exaltación máxima del elemento irracional de la religión. Únicamente mirada a
este bies es como se hace inteligible. Claro es que pueden acentuarse con fuerza distinta los
varios componentes irracionales, intensificándose unos y cediendo otros; y de aquí se deriva la
diversidad de las concepciones místicas. Pero el aspecto que aquí examinamos aparece
reiteradamente en la mística en mil formas, y en todas ellas no es más que «el sentimiento de
criatura» llevado a su máxima tensión, entendiendo por tal, como queda dicho, no el sentimiento
de haber sido creado, sino el de ser criatura, el sentimiento de la pequeñez de quien es criatura
ante la majestad de quien se cierne sobre todas las cosas. Todo misticismo es, en esencia - bien
que realizado en grados distintos -, identificación con lo trascendente. Esta identificación tiene su
manadero propio, que no hemos de considerar aquí. Pero la simple identificación no es un
fenómeno místico; ha de ser, además, identificación con ese algo superior en realidad y poder, y
a la par irracional, tal como lo acabamos de encontrar. Récéjac, en su Essai sur les fondements de
la connaissance mystique (París, 1897), ha notado agudamente este extremo. En la página 90
escribe: «El misticismo comienza por el sentimiento de una dominación universal invencible, y
después se convierte en un deseo de unión con quien así domina». William James, en su obra
fundamental, ya citada, nos presenta (pág. 53) algunos ejemplos de emoción religiosa
contemporánea: «El perfecto sosiego de la noche sobrecogía el ánimo con su solemne silencio.
La oscuridad envolvía una presencia con tanta más fuerza sentida cuanto que no se la veía. Yo no
podía dudar de la presencia de Dios, como no dudaba de la mía. Sí; yo me sentía, si ello es
posible, el menos real de los dos.» El ejemplo es muy instructivo para el sentimiento místico de
identificación, porque la emoción que refiere estaba muy próxima a desembocar en él. «Yo
estaba sólo con El... No le buscaba, pero sentía la perfecta unión de mi espíritu con el suyo.»
Véase también esta otra experiencia: «Tenía yo la sensación de que había perdido mi propio yo.»
III. EL ASPECTO DE LA ENERGÍA
Por último, junto con los anteriores aspectos del numen, que hemos designado con las palabras
tremendo y majestad, corre y se entremezcla un tercero, que llamo la Energía. Esta
energía del numen se percibe con gran intensidad en la orgé o cólera, y evoca expresiones
simbólicas, tales como vida, pasión, esencia afectiva, voluntad, fuerza, movimiento,
agitación, actividad, impulso. Estos rasgos o caracteres con que se presenta, se repiten,
sin desfiguración esencial, desde los grados inferiores de lo demoniaco hasta la
representación del Dios «viviente». Constituyen el aspecto y sentimiento que más ha
suscitado la oposición contra el Dios «filosófico», pensado y definido por la especulación
racional. Contra este Dios «vivo» los filósofos han arrojado el dictado de
antropomorfismo. Con razón en parte, porque sus mismos partidarios han desconocido
casi siempre el carácter puramente analógico de sus términos, tomados en la esfera de los
sentimientos generales del hombre. Pero sin razón, porque, a pesar de este error, las
citadas palabras expresan, con exacto sentimiento, un aspecto genuino, es decir,
irracional, del theion (el numen), al que la propia religión ha tenido que acudir para evitar
su completa racionalización. En efecto, siempre que se ha combatido a favor del Dios
«vivo» y del «voluntarismo», han luchado los irracionalistas contra los racionalistas,
como Lutero contra Erasmo. La omnipotencia dei de Lutero (en su De servo arbitrio) no
es otra cosa que la unión de la majestad, en el sentido de absoluta prepotencia, con esta
energía, entendida como lo que acosa, activa, domina, vive, sin momento de descanso y
sin residuo inerte. En la mística también alienta intensa esta energía del numen; al menos,
en la mística «voluntarista», en la mística del amor. Aparece una y otra vez en ese
abrasador fuego amoroso, cuya impetuosa violencia apenas soporta el místico en ese
amor que le oprime, y que el místico desearía ver dulcificado, para no consumirse del
todo en él. Y en esta impetuosidad radica el sensible parentesco de este amor con la orgé
devastadora, abrasadora; en uno y otro caso se muestra la misma energía, sólo que
distintamente aplicada. «El amor dice un místico - no es más que cólera extinguida.» En
las especulaciones de Fichte sobre lo absoluto como gigantesco, febril afán de acción; en
la voluntad demoníaca de Schopenhauer encuéntrase esta misma energía. Pero ambos
filósofos cometen el mismo error que comete el mito. Este error consiste en suponer que
los predicados naturales que, aplicados a algo inefable, sólo pueden ser usados en
concepto de ideogramas, traducen realmente lo irracional, de suerte que los símbolos de
la expresión se toman por conceptos adecuados y por base de un conocimiento científico.
Asimismo Goethe, como veremos después, percibe y acentúa de modo muy peculiar este
carácter enérgico del numen, en sus extrañas descripciones de lo que él llama
«demoníaco». **** Los griegos designaban por lo común con la palabra eusebeia la
relación de emoción y de servidumbre respecto a lo divino. Además, contaban con la
palabra eulabeia. Su diferencia con eusebeia puede señalarse con exactitud. La palabra
eusebeia es la que alude especialmente a los tres caracteres del numen que acabamos de
desarrollar.
5. El misterio
Mysterium y stupor. - Grados previos del estupor. - ¿Qué es propiamente lo misterioso? - El
«espectro». - El misterio es lo supracósmico. Paradoja y antinomia.
Un Dios que concebimos no es Dios. TERSTEEGEN.
Hemos denominado mysterium tremendum al objeto numinoso, y hemos comenzado, desde
luego, por determinar el concepto tan sólo accesorio de tremendum - que sólo es analógico -,
porque su análisis es más fácil que el del concepto principal de mysterium. Ahora nos
corresponde intentar alguna mayor precisión respecto de este último. Pues el concepto de
tremendo no explica o aclara el concepto de misterio, sino que se agrega a él como predicado
sintético. Cierto es que las reacciones sentimentales que uno de ellos suscita se extravasan y
fluyen naturalmente hacia las que corresponden al otro. Puede decirse que en nuestro sentimiento
verbal, el concepto de misterio está ligado con tal fuerza a su predicado sintético de tremendo,
que apenas puede nombrarse a uno sin que el otro resuene sintónicamente. «Misterio» ya es de
suyo «misterio tremendo». Pero no quiere decirse que así suceda siempre. En su esencia,
misterioso y tremendo son dos aspectos y dos sentimientos del numen, claramente diferenciados;
en efecto, a veces el misterio prepondera y se manifiesta con tal pujanza en el primer plano, que
el otro retrocede y casi se extingue. Podríamos verlo claramente en algunas formas de la mística.
Incluso ocurre en ciertas ocasiones que el sentimiento provocado por uno de los dos aspectos
colma todo el volumen del espíritu, sin que el otro tenga entonces entrada. El misterio por sí
sólo, separado de lo tremendo puede ser designado con mayor exactitud por la palabra mirum o
mirabile (admirable). Mirum no es todavía admirandum (que debe admirarse). La transformación
de aquel en este se opera merced al poder fascinante y al carácter augusto del numen, de que
después hablaremos. Todavía mirum no equivale a admirar, sino tan sólo a asombrarse,
sorprenderse. Asombrarse en su verdadero sentido; porque éste, al principio, es un estado de
ánimo que se manifiesta exclusivamente en la esfera de lo numinoso, y sólo en la forma más
desvaída y generalizada, que llamamos asombro, se transfiere y pasa a otras esferas. (Véase más
adelante lo que decimos sobre tamahh y ascarya.) Si ahora buscamos un nombre para designar la
reacción específica que provoca el misterio, lo mirum, en el ánimo del hombre, tampoco
encontramos en este caso más que una denominación, que se aplica igualmente a un estado
natural y que, por lo tanto, ha de tomarse a manera de símil o analogía: es el stupor. Stupor es
claramente distinto de tremor. Significa el asombro intenso, el pasmo, el quedarse con la boca
abierta. Misterio, en su acepción general (y por tanto más desvaída), significa solamente lo
extraño, lo que no se comprende y no se explica. En consecuencia, es también un concepto
tomado de la esfera de los sentimientos naturales del hombre, y que, gracias a cierta analogía, se
nos ofrece como designación para aquello a que nos referimos, sin expresarlo íntegramente. Pero
el misterio religioso, el auténtico mirum es - para decirlo acaso de la manera más justa - lo
heterogéneo en absoluto, lo thateron, anyad, alienum, lo extraño y chocante, lo que se sale
resueltamente del círculo de lo consuetudinario, comprendido, familiar, íntimo, oponiéndose a
ello, y, por tanto, colma el ánimo de intenso asombro. Este elemento se presenta ya en el estadio
más bajo, como tosca conmoción del sentimiento numinoso, en la religión de los primitivos. El
carácter esencial de ese primer estadio no consiste en habérselas - como cree el animismo - con
«almas», entes extraños que por casualidad no pueden ser vistos. Los «espíritus», las almas y
otros conceptos análogos no son más que el resultado de racionalizaciones posteriores, que
intentan explicar de alguna manera el enigma del mirum, y que ejercen sobre la emoción misma
un efecto debilitante, difuminador. No es de ahí de donde brota la religión. De ahí nace la
racionalización de la religión, la cual llega a menudo a teorías de tan tosca construcción y a
explicaciones tan plausibles que justamente por eso eliminan y desalojan todo misterio. Los
mitos sistematizados, así como la escolástica desarrollada, no son sino laminaciones de los
procesos religiosos fundamentales, que quedan como aplastados y finalmente anulados por
completo. El carácter propio que ofrece este aspecto del numen en el grado inferior, consiste en
su peculiaridad sentimental; es el estupor ante lo absolutamente heterogéneo ya se le llame
espíritu, demonio, deva; ya se prescinda de nombrarlo; ya se engendren entes imaginarios para su
explicación y captación; ya se aprovechen para ello seres fabulosos producidos por la fantasía
aparte y antes de haberse suscitado el terror demoníaco. Conforme a las leyes que explicaremos
más adelante este sentimiento de lo absolutamente heterogéneo se adherirá a ciertos objetos, que
a veces también concurrirán a provocarlo, objetos ya de suyo enigmáticos, desde el punto de
vista natural: cosas sorprendentes, impresionantes, fenómenos, procesos y cosas chocantes de la
naturaleza, del mundo animal, de los hombres. Pero en estos casos trátase también de un
sentimiento peculiarísimo, a saber, numinoso, que se une a otro de índole natural, nunca de una
exaltación de este último. No hay tránsito gradual del estupor natural al estupor demoníaco. Para
este último reserva la palabra misterio la plenitud de su sonido. Esto se percibe mucho mejor en
el adjetivo misterioso que en el sustantivo misterio. Nadie dirá en serio que cierto mecanismo de
relojería cuyo juego ignora o que cierta ciencia que no comprende es misterioso. Se replicará,
acaso, que nos parece misterioso lo que no comprendemos ni comprenderemos nunca, mientras
que aquello que aún no hemos comprendido, pero que, en principio, es comprensible, se
denomina problemático. Pero esta diferencia no resuelve la cuestión. El objeto realmente
misterioso es inaprehensible e incomprensible, no sólo porque mi conocimiento tiene respecto a
él límites infranqueables, sino además porque tropiezo con algo absolutamente heterogéneo, que
por su género y su esencia es inconmensurable con mi esencia, y que por esta razón me hace
retroceder espantado. Cuanto va dicho puede aplicarse incluso al hijo apócrifo, a la caricatura del
sentimiento numinoso, que es el miedo a espectros y fantasmas. Intentemos analizar eso que
llamamos un «espectro». El sentimiento peculiar de pavor ante el «espectro» ha sido designado
anteriormente con las palabras «estremecimiento», «escalofrío». Ya el estremecimiento
contribuye notoriamente a la seducción que ejercen las historias de fantasmas, a causa de la grata
sensación de bienestar que se experimenta después, cuando el ánimo vuelve a expandirse y
liberarse. Así vistas las cosas, no es el espectro la verdadera causa del placer, sino, por el
contrario, la circunstancia de que nos libramos de él. Pero es evidente que esto no acaba de
explicar el encanto de los cuentos de fantasmas. Más bien consiste el encanto singular del
espectro en que es un mirum y como tal opera por sí mismo sobre la imaginación y despierta en
ella el interés de un incentivo poco común y una intensa curiosidad. El mismo, la cosa singular y
extraña, atrae la fantasía. Pero no por ser «algo largo y blanco» (como alguien definió al
fantasma), o por ser un «espíritu», o por cualquier otro de los predicados positivos y
conceptuales que la fantasía imagina de él, sino por ser un prodigio, un «absurdo», una cosa
como, en realidad, no hay otra, por ser «absolutamente heterogéneo» con el hombre; en suma,
por no pertenecer al círculo de nuestra realidad, sino a otro distinto, que provoca en nuestro
ánimo un interés irrefrenable. Estos mismos elementos que hallamos en la caricatura, se
encuentran también, aunque mucho más intensos, en el pavor demoníaco, del cual el fantasma es
un mugrón. Y al clarificarse y elevarse por encima del plano de lo demoníaco, este sentimiento
de absoluta heterogeneidad, adopta formas superiores y más perfectas, las cuales ponen el objeto
numinoso en contraposición, no sólo con lo sólito y corriente, es decir, con la «naturaleza» en
general - y por consiguiente lo hacen «sobrenatural» -, sino también con el mundo mismo, y por
tanto lo elevan a la condición de «supracósmico». La «epekeina» de los místicos no es sino la
exaltación y expansión de los elementos irracionales que ya existen de por sí en la religión. La
mística apura esta contraposición del objeto numinoso, entendido como «lo absolutamente
heterogéneo» hasta su último extremo, no contentándose con oponerlo a la naturaleza y al
mundo, sino, en definitiva, al mismo ser y a lo que es. La mística lo llama, en conclusión, la
nada. Con esta palabra no quiere significar sólo aquello de que nada se puede decir, sino lo que
es en esencia heterogéneo y opuesto a cuanto existe y puede ser pensado. Pero a medida que
extremamos hasta la paradoja esta negación y contraposición - única cosa que aquí puede hacer
el pensamiento conceptual para aprehender el elemento misterioso del numen -, va haciéndose
más vivaz el sentimiento de sus cualidades positivas, hasta llegar a la exaltación. Cuando se diga
del nihil de nuestros místicos, vale en igual medida para el sunyan y el sunyata, el vaciar y el
vacío de los místicos budistas. Quien carezca de íntima sensibilidad para la lengua de los
misterios y para los ideogramas de los místicos, quien no posea la matriz donde estos se
engendran, ha de ver seguramente en esta aspiración budista al vacío, al hacerse vacío, así como
en la de nuestros místicos a la nada, a reducirse a nada, una especie de locura, y calificará al
budismo simplemente de nihilismo patológico. Pero nada y vacío no son, en realidad, más que
ideogramas numinosos para significar lo «absolutamente heterogéneo». El sunyam es,
simplemente, el mirum llevado al extremo de «paradoja» y «antinomia», de que hablaremos en
seguida. A quien no comparta este conocimiento, ha de parecerle aberración pura los escritos
sobre los prajna paramita, que glorifican el sunyam, el vacío. Y le resultará inconcebible la
seducción que han ejercido sobre millones de hombres. Sobrenatural y supracósmico son
designaciones que tienen cierta traza de predicados positivos. Cuando los atribuimos a lo
misterioso, parece que el misterio pierde su primera significación negativa y se convierte en
afirmación positiva. Pero esto es sólo aparente en cuanto a los conceptos; pues «sobrenatural» y
«supracósmico» son bien a las claras predicados, por los cuales el sujeto de quien se predica
queda negado y excluido del mundo y de la naturaleza. Pero es exacto si nos referimos al
contenido fuertemente positivo del sentimiento, el cual de ningún modo puede quedar eliminado.
Por esta razón, las palabras «sobrenatural» y «supracósmico» son aptas para designar una
realidad y una manera de ser «absolutamente heterogénea», de cuya peculiaridad sentimos algo,
sin poder expresarlo por conceptos claros. Este aspecto de lo numinoso, que hemos llamado su
misterio, experimenta, por su parte, en casi todas las direcciones de la evolución histórica de la
religión, una transformación que, en realidad, no es sino la exaltación, la potenciación cada vez
más recia de su carácter mirífico. En ella se señalan tres grados: el de simple sorpresa, el de
paradoja y el de antinomia. Lo mirum, por ser lo «absolutamente heterogéneo», es, desde luego,
inaprehensible e incomprensible; lo akatalepton, como decía Crisóstomo, aquello que escapa a
nuestros «conceptos», porque trasciende de todas las categorías de nuestro pensamiento. No sólo
las rebasa, no sólo las hace ineficaces, sino que, en ocasiones, parece ponerse en contraposición a
ellas y derogarlas y desbaratarlas. Entonces este aspecto del numen, además de incomprensible,
se convierte en paradójico; porque no está ya por encima de toda razón, sino que parece ir contra
la razón. La forma extrema de esto es la que llamamos antinomia, que es aún más que la
paradoja. Pues no solamente se producen en este grado afirmaciones contrarias a la razón, a los
criterios racionales y a las leyes del pensamiento sino que, además, esas afirmaciones no
conciertan entre sí y enuncian respecto a su objeto opposita; es decir, predicados opuestos que
parecen estar en antagonismo inconciliable e irresoluble. El mirum se presenta aquí en su forma
más cruda ante el humano afán de comprender. No solo inaprehensible para nuestras categorías,
no sólo incomprensible por su dissimilitas (disimilitud) que trastorna, deslumbra, angustia y pone
en peligro la razón, sino definido simultáneamente por atributos contrarios, que se excluyen y
contradicen. Si nuestra teoría es cierta, estas dos manifestaciones extremas han de encontrarse
con preferencia en la teología mística, siempre que ésta, de conformidad con su esencia, proceda
de la preponderancia de los elementos irracionales en la idea de Dios. Y así, en efecto, ocurre.
Precisamente la mística es, en su raíz, una teología del mirum de «lo absolutamente
heterogéneo», de paradojas y antinomias, de opposita y coincidentia oppositorum (y aun en los
casos en que degenera continúa manejando estos elementos con una ingeniosidad
desconcertante). Pero la mística no puede oponerse a la religión corriente. Claramente
comprenderemos cuál es la relación verdadera entre ambas, si estudiamos estos aspectos,
evidentemente arraigados en el sentimiento de heterogeneidad provocado por lo numinoso - sin
el cual no existe un auténtico sentimiento religioso -, en hombres que de ordinario son opuestos a
todo misticismo. Job y Lutero, por ejemplo. Las paradojas y antinomias por las cuales se
manifiesta el sentimiento de heterogeneidad, constituyen precisamente lo que llamamos ideas a
lo Job, y que a nadie caracterizan mejor que a Lutero.
7. El aspecto fascinante
El elemento peculiar de la emoción de beatitud religiosa. - Lo fascinante en su forma de
«excesivo» y «superabundante» en el cristianismo y otras religiones. - Dios es una cosa en sí. -
«Deinos». Enorme.
El contenido cualitativo de lo numinoso - que se presenta bajo la forma de misterio - está
constituido de una parte por ese elemento antes descrito, que hemos llamado tremendum, que
detiene y distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo
atrae, capta, embarga, fascina. Ambos elementos, atrayente y retrayente, vienen a formar entre sí
una extraña armonía de contraste. Este contraste armónico, este doble carácter de lo numinoso,
se descubre a lo largo de toda la evolución religiosa, por lo menos a partir del grado de pavor
demoníaco. Es el hecho más singular y notable de la historia de la religión. En la misma medida
que el objeto divino-demoníaco pueda aparecer horroroso y espantable al ánimo, se le presenta
otro tanto como seductor y atractivo. Y la misma criatura, que tiembla ante él en humildísimo
desmayo, siente a la vez el impulso de reunirse a él y apropiárselo en alguna manera. El misterio,
no sólo es para él maravilloso, sino además admirable; de suerte que, al efecto del numen que
conturba y trastorna los sentidos, se añade el efecto dionisíaco que capta los sentidos, arrebata,
hechiza y a menudo exalta hasta el vértigo y la embriaguez. Las representaciones y conceptos
racionales que corren paralelos con este elemento irracional fascinante y sirven para
esquematizarlo, son el amor, la misericordia, la compasión, la piedad, todos ellos ingredientes
naturales de la vida espiritual corriente, si bien pensados en su perfección suma. Pero por mucha
parte que tengan estos elementos en la emoción religiosa de la beatitud, esta no queda
completamente expresada y agotada por ellos. De la misma manera que la infelicidad religiosa - -
cuando se siente la ira - contiene elementos profundamente irracionales, igual ocurre con su
pareja contraria, la beatitud religiosa. Esta es algo más, mucho más, que el simple estado de
confianza, de esperanza, de ventura amorosa, aun en sus formas más exaltadas. La cólera
comprendida en un sentido puramente racional o ético no agota aquel profundo horror y espanto,
encerrado en el misterio de la divinidad. Asimismo, tampoco el «ánimo clemente» explica y
expresa por entero ese aspecto profundamente admirable que se siente en el beatífico misterio de
la divinidad. Puede designársele con la palabra «gracia»; pero entonces ha de entenderse ésta en
el pleno sentido de la palabra, tal como la aplicaron los místicos en su lenguaje, de manera que
signifique «clemencia», pero al mismo tiempo algo más que eso. Este algo más tiene sus formas
previas en los primeros estadios de la historia de la religión. Fuera muy posible, casi verosímil,
que el sentimiento religioso en los primeros grados de su evolución se iniciase solamente por una
de esas dos facetas o polos; a saber: por el retrayente o tremendum y que al principio sólo se
mostrase bajo la figura de pavor demoníaco. En favor de esta hipótesis aboga, por ejemplo, el
hecho de que en los estadios posteriores de la evolución «honrar, venerar religiosamente»,
significa todavía «conciliar, calmar la cólera». Así aparadh en sánscrito. (Más tarde pudo haberse
desvanecido por completo el sentido primigenio de la palabra y significar tan sólo «honrar».)
Pero partiendo de este sentimiento de pavor demoníaco, si no era nada más que eso ni formaba
con otros momentos parte de un conjunto más amplio, más pleno, que penetra poco a poco en la
conciencia, no puede pasarse por tránsito gradual a los sentimientos en que el ánimo se vuelve
con tonalidad positiva a un numen. De aquel sentimiento podría nacer solamente un culto en la
forma de apaiteisthai y de apotrépein de expiaciones y reconciliaciones, de intentos para aplacar
y desviar la cólera. Pero nunca podrá explicarse de esa suerte por qué razón lo numinoso es
buscado, solicitado, apetecido. Apetecido, no sólo en virtud de los auxilios y beneficios naturales
que de él se esperan, sino también por sí mismo, solicitándole, no sólo por un culto racional, sino
por medio de esos extraños métodos de comunión, ritos y acciones sacramentales con que el
hombre pretende entrar en contacto y posesión de lo numinoso. Junto a las manifestaciones y
formas de acción religiosa fácilmente comprensibles que de ordinario ocupan el primer término
de la historia de la religión, tales como expiaciones, rezos, sacrificios, acciones de gracias,
etcétera, existe una serie de cosas extrañas, que cada vez atraen más la atención, y en las cuales
se cree reconocer, al lado de la simple religión, las raíces de la «mística». Por virtud de una
multitud de procedimientos extraños e intervenciones fantásticas, se intenta apoderarse de lo
religioso, de lo misterioso, colmarse de ello y hasta identificarse con él. Estos procedimientos
son de dos clases: una, la identificación de uno mismo con el numen por actos mágicocultuales,
como fórmulas, bendiciones, conjuros, consagraciones, sortilegios; y otra, las prácticas
chamanistas por las cuales el hombre se apodera del numen, lo hace morar en su interior y se
hincha y llena de él en la exaltación y el éxtasis. El punto de partida fue exclusivamente mágico,
y el propósito, tan sólo el de apropiarse la fuerza maravillosa del numen para aplicarla a fines
naturales. Pero el proceso no se detiene en este punto, sino que prosigue, y la posesión del numen
o el ser poseído por él se convierte en un fin que se busca por sí mismo, mediante aplicación de
los métodos más refinados y feroces de la askesis (ascética). En este momento es cuando
empieza la verdadera vita religiosa. Entonces el perdurar en este estado insólito, a menudo
extravagante, de enajenación numinosa, se considera un bien, una dicha, una gracia que no puede
compararse con los bienes profanos, pretendidos por medio de la magia. También aquí la
evolución purifica y madura la emoción. El término de este desarrollo está constituido por los
estados más sublimados de la mística refinada, como «estar en el espíritu». Por muy distintos que
estos estados, desde los más elementales a los más depurados, sean entre sí, todos muestran, sin
embargo, un rasgo común, y es que en ellos se percibe y siente el misterio en su realidad positiva
y conforme a su íntima cualidad como algo que proporciona la beatitud, pero sin que se pueda
expresar ni concebir, sino solamente experimentar, «vivir», y en este «vivir» lo misterioso
consiste propiamente la beatificación. Los bienes de la gracia, de los cuales la doctrina de la
salvación puede hacer alguna indicación positiva, están todos comprendidos, mezclados y
amalgamados en esa emoción de beatitud. Pero esta no queda agotada en ellos. Y cuando
irrumpe, se extiende e inflama, produce por sí misma mucho más de cuanto la razón dice y
concibe acerca de ella, puesto que proporciona una paz que está por encima de toda razón. Lo
único que puede hacer la lengua es balbucear algo. Y sólo por imágenes y analogías da un
concepto remoto, confuso e insuficiente. «Lo que ningunos ojos han visto, lo que ningún oído ha
escuchado, lo que no ha sentido ningún corazón humano...» ¡Quién no percibe la armonía de
estas palabras de San Pablo, el poder embriagador y dionisíaco que en ellas reside! Es muy
instructivo para el caso que en estas palabras, por las cuales el sentimiento quisiera expresar su
máxima tensión, «el alma desiste de toda imagen» y solamente se expresa en lo negativo. Y es
notable que al escucharlas o leerlas no percibimos en absoluto su carácter negativo. Por el
contrario, podemos embelesarnos y hasta emborracharnos con series enteras de tales negaciones.
En efecto, existen himnos capaces de producir la impresión más profunda, en los cuales casi no
hay ningún contenido positivo. ¡Oh Dios! Abismo de sin igual hondura, ¿Cómo podré conocerte
bastante? Suma eminencia, ¿cómo podrá mi boca Designarte por tus atributos? Tú eres un
inabarcable mar, Y yo me sumo en tu compasión. Mi corazón está vacío de verdadero saber,
Acógele entre tus brazos. Es verdad que yo quisiera representarte para mí Y para otros, Pero me
doy cuenta de mi debilidad. Porque todo cuanto eres No tiene principio ni fin; Y en ello pierdo
todos los sentidos. Es instructivo el hecho para mostrar la independencia absoluta con que corren
el contenido positivo y la expresión mediante conceptos, y con qué fuerza puede ser captado
aquél y con qué profundidad «entendido» y estimado tan sólo en y por el sentimiento. El simple
«amor», la mera «confianza», por mucha felicidad que engendren, no explican este poder de
rapto y enajenación que obra en nuestros cánticos de gracia sobre todo en nuestros cánticos de
anhelo por la última salvación: «Jerusalén, la eminente ciudad...» o bien esta otra: «De lejos he
vislumbrado, ¡oh, Señor!, tu trono»; o en los versos, casi danzarines, de Bernardo de Clugny:
«Urbs Sion única, mansio mystica, condita coelo, Nunc tibi gaudeo, nunc tibi lugeo, tristor,
anhelo. Te, quia corpore non queo, pectore saepe penetro; Sed caro terrea, terraque carnea, mox
cado retro. Nemo retexere, nemo que promere sustinet ore, Quo tua moenia, quo capitolia plena
nitore. Id queo dicere, quomodo tangere pollice coelum, Ut mare currere, sicut in aure figere
telum. Opprimit omne cor ille tuus decor, o Sion, o pax Urbs sine tempore nulla potest fore laus
tibi mendax;. O nova mansio, te pia concio, gens pia munit, Provehit, excitat, auget, identitat,
efficit, unit». (Sión, la ciudad única, mansión mística en el cielo escondida, En ti me regocijo, a ti
clamo, me entristezco, anhelo; A ti corro presuroso, puesto que no puedo con el cuerpo, con el
corazón. Pero, carne terrena y tierra carnal, en seguida caigo. Nadie puede dar noticia ni nadie
declarar con la boca Cuánto relumbran tus muros y cómo están llenos tus castillos. Yo puedo
decir tan poco como no puedo tocar el cielo con las manos, O correr sobre el agua, o dejar parada
en el aire la flecha. Tu fulgor oprime todo corazón, ¡oh, Sión, oh, Salud! Ciudad sin tiempo,
ninguna loa (por grande que sea) puede mentirte. ¡Oh, mansión nueva!, devoto concilio y devota
gente, funda, exige, levanta, multiplica, perfecciona y une a ti.) o en estos versos: «Esencia de
ventura, infinita delicia, Sima del placer perfectísimo, Eterna magnificencia, espléndido sol Que
no sufre cambio ni mudanza.» o bien: «Aquel que se anegase En el mar profundo de la divinidad,
Se libraría por entero de toda aflicción, angustia y dolor.» identifica, En todos estos ejemplos
palpita ese algo más que hemos llamado lo fascinante. Y asimismo palpita en los panegíricos
exaltados de la gracia, tan frecuente en todas las religiones que implican la salvación del hombre.
En todos estos panegíricos, el entusiasmo está en singular contraste con la aparente pobreza y
frecuente puerilidad de lo que efectivamente se nos ofrece en los conceptos e imágenes sensibles.
Es lo que advierte quien viaja en compañía del Dante por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso,
siempre con la anhelante expectación de que, al fin, se descorra la cortina. Y, en efecto, la cortina
se descorre y entonces casi aterra lo poco que hay tras ella: «Nella profonda e chiara sussistenza
Dell'alto lume parvermi tre giri Di tre colori e d'una continenza.» El hombre «natural» piensa que
es demasiado viaje para no ver más que tres círculos de color. Y, sin embargo, la lengua del
contemplador tartamudea de emoción al pensar en la visión contemplada: «Oh, quanto e corto il
dire è como fioco Al mio concetto! È questo, a quel ch'io vidi, È tanto che non basta a dicer
poco.» En donde quiera, la «salvación» es algo que apenas le entra, o que en absoluto no le entra
en la cabeza al hombre «natural»; algo que, aun entendiéndolo le suele parecer tedioso, sin
interés, y a veces, en absoluto, contra gusto y natura, como la visio beatífica de la intuición
divina, en nuestra propia teoría de la salvación, o la henosis (reunión esencial con Dios) de la
doctrina mística. «Aun entendiéndolo», decíamos. Pero lo que en realidad sucede es que no lo
entiende en absoluto. Porque al confundir con conceptos naturales, al interpretar como
«naturales» esas simples analogías o ideogramas del sentimiento que le son ofrecidas como
expresión de aquella emoción numinosa, el hombre, sin la ayuda de una voz interior, yerra en
esto cada vez más y se aparta más del blanco. Pero el elemento fascinante no alienta tan sólo en
el sentimiento religioso del anhelo. También se da en el sentimiento de lo «solemne», que se
revela igual en la recogida y absorta devoción, en la elevación del alma hacia lo santo por el
individuo aislado, que en el culto público, ejercido con seriedad y unción (cosa que entre
nosotros más es deseo que realidad). Es, justamente, lo que hay en esa «solemnidad», capaz de
henchir y saciar el espíritu de manera tan inefable. Acaso pueda decirse de esa fascinación, y en
general de todo sentimiento numinoso, lo que Schleiermacher afirma en su Dogmática (capítulo
V): que no puede por sí sola, sin asociarse o impregnarse de elementos racionales, llenar todo un
momento; es decir, tener lugar realmente. Pero aun cuando esto fuera verdad, sería por razones
distintas de las alegadas por Schleiermacher; y de otro lado, el elemento irracional fascinante
puede presentarse en cada caso con mayor o menor preponderancia, y, sin embargo, conducir a
estados tales como la hesychia (estado místico de profunda quietud del espíritu) y el arrobo, en
los cuales casi llena por sí sólo el volumen del alma. Pero sea en la imagen de un futuro reino de
Dios, de una bienaventuranza ultraterrena o en la forma del propio ingreso en esa esfera beatífica
de lo supracósmico; sea solamente en su esperanza y presentimiento, o ya en el sentimiento de
íntegra posesión actual («si te tengo a ti nada me importan cielo y tierra»); en fin, en todas las
formas y manifestaciones más diversas muévese, hondamente arraigado, un impulso fortísimo
hacia un bien que solamente la religión conoce; un bien absolutamente irracional, del cual el
sentimiento sabe por una sospecha vehemente y le reconoce tras símbolos de expresión oscuros e
insuficientes. Esta circunstancia muestra también que tras y sobre nuestra esencia racional yace
oculto algo que es lo último y sumo de nuestra naturaleza, algo que no se satisface porque
saciemos y acallemos las necesidades de nuestros impulsos y deseos sensibles, espirituales e
intelectuales. Los místicos le han dado el nombre de fondo del alma. De la misma manera que
aquel carácter de absoluta heterogeneidad del numen que hemos encontrado formando parte de
su aspecto misterioso, sirve de punto de partida y tránsito para llegar después a lo sobrenatural y
a lo supracósmico, y al fin, ya dentro de la mística, al epekeina o más allá por intensión y
exaltación del elemento irracional de la religión; asimismo se repite, respecto al carácter
fascinante del numen, la posibilidad de pasar a la mística. Lo fascinante, por exaltación se
convierte en lo excesivo (en latín super-abundans) que ocupa sobre esta línea, en concepto de
elemento místico, un lugar homólogo al que el epekeina ocupa sobre la otra, y como
correspondiente con esta ha de entenderse. Pero en todo sentimiento de beatitud religiosa, por
muy contenido y mesurado que se manifieste, tiembla y palpita un vestigio de esta emoción de
reboso superlativo. A afirmarlo así conduce claramente la investigación de aquellas grandes
experiencias en que la emoción religiosa se muestra en su mayor pureza y con evidente claridad,
lo mismo en sus formas más exaltadas que en las menos típicas de una devoción tranquila e
inculcada: las emociones de la gracia, de la conversión, de la regeneración. Las formas cristianas
de estos sentimientos giran alrededor de la esclavitud al pecado y la redención de las culpas. Más
adelante hemos de ver que tampoco la redención tiene lugar sin el influjo de lo irracional.
Prescindiendo por el momento de ello, hemos de aludir aquí a ese «no poder» decir nada de lo
que se ha «vivido» propiamente, a la dichosa conmoción de la que no nos podemos soltar, a la
exaltación y aun a ciertas formas anormales y extravagantes en que pueden traducirse estas
emociones. Los testimonios autobiográficos de los conversos, a comenzar por San Pablo, son una
prueba documental de esta afirmación. William James ha reunido gran número de ellos, sin
percatarse del elemento irracional que en todos tiembla: «En este momento no sentí más que una
alegría y un deleite inefables. Es imposible describir cabalmente mi emoción. Para algo así como
el efecto que produce una gran orquesta cuando todos sus timbres se funden en una sola armonía,
la cual despierta en el oyente el sentimiento de que su espíritu se eleva y casi se hiende y raja de
alborozo.» (Pág. 55). Otro dice: «Pero cuanto más intento pintar con palabras esta íntima
relación, tanto más claramente veo la imposibilidad de describir la emoción por medio de las
imágenes acostumbradas.» (Pág. 55). Un tercero señala, casi con dogmática exactitud, las
peculiares cualidades de la beatitud religiosa frente a las demás alegrías «racionales»: «Las
representaciones que los conversos se hacen de la bondad de Dios y la alegría que de ellas
reciben, son algo especial y absolutamente distinto a todo lo que un hombre corriente puede
sentir o representarse.» (Pág. 185). Véanse también las páginas 57, 154, 182. Y el testimonio de
Jacobo Böhme en la página 328: «Pero de lo que haya sido este triunfo del espíritu no puedo ni
escribir ni hablar. Tan sólo podría compararse con quien es nacido a la vida en medio de la
muerte y equivale a la resurrección de los muertos.» Esta emoción llega a lo excesivo
(superabundans) en los místicos: «¡Oh, quién pudiese deciros lo que el corazón siente y cómo se
consume y arde interiormente! Pero no encuentro palabras para expresarlo. Sólo me es dado
decir que si una gota de eso que siento cayera en el infierno, el propio infierno se convertiría en
un paraíso.» Así dice Catalina de Génova, y de la misma manera habla y testifica todo el coro de
las almas afines. Y lo mismo, sólo que con voz más grave, dice el cántico de iglesia: Lo que el
Rey del cielo les ha dado sólo ellos lo conocen. Lo que nadie rastrea, lo que nadie toca, ha
hermoseado sus iluminados sentidos y los ha elevado al rango divino. Las emociones que
conocemos en el cristianismo bajo la forma de sentimientos de regeneración y gracia, tienen sus
correspondencias fuera del cristianismo en otras religiones de espiritualidad subida. Así son, por
ejemplo, la irrupción del salutífero bodhi (conocimiento de la salvación, en sánscrito), el abrir de
los «ojos celestes», la Jñana (también conocimiento de lo santo) o la prasada de Isvara (la gracia
del Señor), que vence las tinieblas de la ignorancia y arde y corusca en emoción
inconmensurable. Y en todas estas formas se siente por modo inmediato el elemento
completamente irracional y peculiar que reside en la beatitud. Por su contenido es de diversas
maneras y muy distinto del experimentado en el cristianismo; pero en su grado de tensión es
bastante igual donde quiera. Donde quiera es algo absolutamente fascinante: una salvación que,
comparada con todo lo natural que se pueda decir o con que pueda comparar, es lo excesivo y
superabundante o conserva fuertes vestigios de ello. Cuanto queda dicho vale también para el
Nirvana de Buda y sus deleites, sólo en apariencia fríos o negativos. El nirvana es una negación
solamente en el concepto; pero en el sentimiento es una afirmación positiva de forma intensísima
tan fascinante, que puede enardecer y entusiasmar a sus adoradores. Recuerdo una conversación
con un monje budista, quien, con la más obstinada consecuencia, había derrochado conmigo su
teología negativa y las razones para demostrar su doctrina del Anatman (de que el alma no es un
yo independiente y persistente) y del omnivacío. Pero cuando al fin llegó el momento de declarar
qué sea el nirvana mismo, acabó por decir, después de algunos titubeos, en voz suave y
contenida: Bliss unspeakable (beatitud indecible). Y en la suavidad y mesura de la respuesta, en
la grave entonación de la voz, en el rostro y el ademán, manifestaba mejor que con las palabras
lo que pensaba de ello. Era una confesión explícita del mysterium fascinans y decía a su manera
lo que Dschelaleddin a la suya: «La esencia de la fe no es más que un asombro; pero no para
apartar los ojos de Dios, sino para sumir la boca en Él, aficionarse al amigo, engolfarse en Él.» Y
el Evangelio de los hebreos dice estas palabras de insólita belleza: «Pero quien lo ha encontrado
se asombrará, y asombrándose, se convertirá en rey.» Y así afirmamos nosotros por la via
eminentiae et causalitatis que la divinidad es lo más alto, lo más vigoroso, bello y querido, lo
mejor de cuanto puede pensar el hombre. Pero a la vez decimos por via negationis que Dios, no
sólo es el fundamento y el superlativo de todo lo pensable, sino que es, en sí mismo, una cosa
aparte y llena de contenido propio. Una palabra muy característica, difícil de traducir; un
concepto de extrañas y múltiples facetas que se comprende con trabajo, es el griego deinos. ¿De
dónde proviene esta dificultad? De que no es otra cosa sino lo que nosotros llamamos numinoso,
bien que, de ordinario, en un plano más bajo, en una forma ya desgastada, atenuada, retórica. Por
eso significa dirus (horrible) y tremendo, siniestro e imponente, poderoso y extraño, milagroso y
admirable, lo que amedrenta y a la vez fascina, divino y demoníaco y «enérgico». Sófocles en el
canto del coro: Πολλα τα δεινα κοοδεν ανϑρωπου δεινοτερον πελει quiere despertar el
sentimiento de pavor numinoso, con todos sus aspectos, ante ese ser de portento que es el
hombre. El citado verso no se puede traducir a nuestros idiomas, porque nos falta la palabra que
designa la impresión numinosa que produce una cosa y la caracteriza en sí y por sí. Acaso la
palabra más cercana sea «lo enorme». Y así el tono sentimental del citado verso pudiera
traducirse, con bastante exactitud, de este modo: «Muchas cosas enormes hay. Empero nada tan
enorme como el hombre», siempre que se atienda a la significación primaria de la palabra
enorme, que las más de las veces se nos escapa. Con «enorme» solemos significar, simplemente,
lo que es grande en absoluto, sea por su dimensión, sea por su naturaleza. Pero esto es, por así
decir, una interpretación racionalista; en todo caso racionalizada y ulterior del concepto
auténtico. Pues «enorme» es primero y propiamente aquello que no sentimos para nosotros
«normal», lo inquietante, es decir, algo numinoso. Y justamente en el citado pasaje Sófocles
quiere dar a entender esta cosa inquietante que hay en el hombre. Si se sintiera al través esta
acepción, podría la palabra «enorme» servirnos con bastante exactitud para designar lo numinoso
en todos sus aspectos de mysterium, tremendum, majestas, augustum y energicum (y hasta lo
fascinans resuena en ella). Las significaciones y cambios de significación de la palabra «enorme»
pueden seguirse fácilmente en Goethe. También él designa con ella, primero, lo que es tan
grande que rebasa los límites de nuestra facultad de comprensión especial; por ejemplo, la
inconmensurable bóveda celeste nocturna en aquel pasaje de Años de viaje cuando Wilhelm, en
casa de Makarien, sube al observatorio. Goethe observa fina y justamente: «Lo enorme - en
sentido inmensurable - acaba por ser lo sublime; excede nuestra facultad de comprensión» . Pero
en otros lugares de sus obras usa la palabra con el matiz de su sentido originario. Entonces
«enorme» significa más bien tanto como monstruoso, inquietante, horrible: «Así una ciudad, una
casa, donde ha ocurrido un hecho enorme, sigue siendo medrosa a todos los que la pisan. Allí la
luz del día no alumbra tan clara y las estrellas parecen haber perdido su brillo». Más atenuado,
conviértese lo «enorme» en lo incomprensible, en que, sin embargo, todavía sigue
estremeciéndose un suave horror: «Y él creyó persuadirse cada vez más de que es mejor apartar
el pensamiento de lo enorme, de lo incomprensible». Y así fácilmente se convierte para él lo
enorme en lo que hemos llamado stupendum o mirum en el sentido de lo inesperado, de lo
heteróclito, que sorprende: ¡Desdichado! Apenas vuelvo en mí; Cuando encontramos algo
inesperado, cuando nuestros ojos ven algo enorme nuestro espíritu queda por un tiempo
suspendido: porque no tenemos nada con que compararlo. En estas palabras de Antonio, en el
Tasso lo enorme no tiene nada que ver con la magnitud; pues ésta no se presenta en realidad.
Tampoco enorme equivale aquí a horrible, sino a lo que suscita en nosotros thambos: «No
tenemos nada con qué compararlo». El pueblo emplea en Alemania la locución Sich Verjagen
(sumirse) para denominar el sentimiento correspondiente. Su sentido alude a la irrupción súbita
de algo inesperado, enigmático, que obstupeface el ánimo y lo sume en thambos. Finalmente, la
palabra enorme sirve, en las siguientes admirables palabras de Fausto, para significar lo
numinoso en todos sus aspectos: El estremecimiento es la parte mejor de la humanidad. Por
mucho que el mundo se haga familiar a sus sentidos, siempre sentirá lo enorme profundamente
conmovido.
15. Lo santo como categoría «a priori»
PRIMERA PARTE
Ideas puras. - La «predisposición»
Lo santo, en el pleno sentido de la palabra, es, por tanto, para nosotros una categoría compuesta;
sus partes componentes son sus elementos racionales e irracionales. Pero lo mismo respecto a
unos que a otros lo santo es una categoría pura y a priori. Esta es una afirmación que hemos de
mantener con todo rigor frente a todo sensualismo y todo evolucionismo. Las ideas racionales de
lo absoluto, de perfección, necesidad y entidad, y asimismo la de lo bueno como un valor
objetivo y de validez objetivamente obligatoria, no proceden ni se desarrollan de ninguna clase
de percepción sensible. Toda «epigénesis», «heterogonía» y demás expresiones de vacilante
transacción no hacen más que ocultar el verdadero problema. Acudir al griego es aquí, como
ocurre a menudo, la confesión de la propia insuficiencia. Tenemos que prescindir aquí de toda
experiencia sensible, para referirnos a aquello que, independientemente de toda percepción, está
predispuesto en la razón pura, en el mismo espíritu, como su disposición más primigenia. Los
elementos irracionales de nuestra categoría de lo santo nos conducen a algo más profundo que la
«razón pura» - a lo menos en su sentido usual -, a aquello que la mística llamaba con razón el
«fondo del alma». Las ideas de lo numinoso y los sentimientos por ellas suscitados son, como los
racionales, ideas y sentimientos absolutamente puros. Se les puede aplicar exactamente los
signos característicos que Kant señalaba para los conceptos «puros» y el sentimiento «puro» del
respeto. Las famosas palabras con que se abre la Crítica de la razón pura dice así: «No hay duda
de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues, ¿por dónde iba a
despertarse la facultad de conocer, a su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren
nuestros sentidos?... Mas si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por
eso origínase todo él en la experiencia.» Y en relación con el conocimiento empírico, diferencia
Kant de aquel que recibimos por impresiones, aquel otro que nuestra propia facultad de
conocimiento proporciona por sí misma, instigada meramente por las impresiones sensibles. De
esta especie es lo numinoso. Irrumpe de la base cognoscitiva más honda del alma, pero no antes
de poseer datos y experiencias cósmicas y sensibles, sino en éstas y entre éstas. Pero no nace de
ellas, sino merced a ellas. Las impresiones sensibles son estímulos, instigaciones para que lo
numinoso despierte por sí mismo, se conmueva, presentándose al principio ingenuamente
mezclado y entretejido con lo cósmico sensible, hasta que por gradual purificación lo rechaza y
expele e incluso se opone a ello. La confirmación de que lo numinoso es un elemento puro y a
priori del conocimiento, se alcanza por reflexión sobre sí mismo y crítica de la razón.
Encontramos predispuestos en estas convicciones y sentimientos que se diferencian por su
naturaleza de todos los que puede proporcionar la percepción sensible. No son percepciones
sensibles, sino en primer lugar, extrañas explicaciones y valoraciones de los datos suministrados
por los sentidos, y, en segundo lugar, en grado más alto, posiciones de objetos y entidades que no
pertenecen ya al mundo perceptible, sino que se añaden a éste y sobre éste. Y como no son de
suyo percepciones sensibles, dicho se está que tampoco pueden ser transformaciones de ellas. La
única transformación posible respecto a las percepciones sensibles es el tránsito desde la
intuición concreta de las percepciones al concepto que corresponde a ella, pero nunca la
conversión de una clase de percepciones en otra clase de realidad cualitativamente distinta. Por
tanto, aluden, como los «conceptos puros del entendimiento» de Kant, y las valoraciones e ideas
estéticas y morales, a una fuente oculta y sustantiva de representaciones y sentimientos que
existe en el alma independientemente de toda experiencia sensible, a una razón pura en el sentido
más profundo, la cual, por el carácter superlativo de sus contenidos, ha de diferenciarse también
de la razón pura teorética o práctica de Kant como algo que es más elevado o profundo que ella.
La doctrina evolucionista se justifica por cuanto quiere explicar el hecho llamado «religión».
Este es, en realidad, el problema propio de la ciencia de la religión. Pero para poder explicar algo
es preciso que haya sido dado antes aquello que sirve para explicarlo. Con nada no se explica
nada. La naturaleza sólo puede ser explicada partiendo de fuerzas fundamentales dadas
anteriormente, y cuyas leyes son las que debemos buscar. No tendría sentido que se intentase
explicar a su vez esas fuerzas primeras. Pero en el espíritu, eso que es dado primeramente y que
ha de servirnos para la explicación, es el mismo espíritu racional con sus disposiciones, fuerzas y
leyes, que tengo que dar por supuestas, pero que no puedo explicar a su vez. De qué manera «ha
sido hecho» el espíritu, nadie puede decirlo. Esto, empero, es lo que en el fondo intenta la
doctrina de la epigénesis. La historia de la humanidad comienza con el hombre mismo; es
preciso suponer al hombre para entender algo de la historia humana, partiendo del hombre. Y se
le supone desde el principio como un ser que se nos semeja bastante por sus disposiciones y
fuerzas, pues sumergirse en la vida anímica del pitekanthropos es cosa imposible. Asimismo no
podemos explicarnos los movimientos del espíritu animal más que por pálidas analogías y por
una retrogradación del espíritu desarrollado. Pero querer entender y deducir éste partiendo de
aquel, es lo mismo que convertir la cerradura en llave, aclarar lo claro por lo oscuro. Ya el
primer vislumbre de la vida consciente en la materia muerta es un sencillo dato inexplicable. Lo
que aquí se vislumbra ya es una multiplicidad cualificada, que hemos de explicar como un
germen de ciertas disposiciones de las que salen potencias y facultades cada vez más maduras en
una organización corporal cada vez más elevada. El territorio del espíritu infrahumano no se
puede explicar si no lo interpretamos a su vez como una predisposición a las predisposiciones del
espíritu evolucionado, que en él se comportan como en un embrión. Pero lo que significa esta
predisposición no es para nosotros completamente oscuro. Pues en nuestro propio despertar y en
el crecimiento y maduración espiritual seguimos en nosotros mismos, en alguna manera, el
desarrollo por virtud del cual la predisposición llega a madurez, el germen a árbol. Y esto no es
ni metamorfosis ni mera agregación de nuevos componentes. A esta fuente, nosotros la llamamos
disposición latente del espíritu humano, que se despierta y mueve por estímulos. Nadie que haya
penetrado con serio propósito en la psicología religiosa puede negar que en algunos individuos se
dan semejantes disposiciones naturales, y con ellas predisposiciones y propensiones a la religión,
las cuales espontáneamente pueden convertirse en tentativas y presentimientos instintivos, en
inquietos tanteos, en deseos vehementes, en un instinto religioso que sólo halla sosiego cuando
se ha hecho claro a sí mismo y ha encontrado su meta. De aquí surgen los llamados estados de
«gracia anticipada». Seuse los describe magistralmente de esta manera: «¡Maestro, lleno de
amor! Desde mi infancia busco a alguien; una sed me devora y yo no sé, Dios mío, de qué tengo
sed. Hace muchos años que ya persigo ardientemente algo sin alcanzarlo jamás. No sé bien lo
que es; pero, sin embargo, siento a mi corazón que se lanza tras ese desconocido, sin el cual
jamás podrá sosegar. En los primeros días de mi infancia he querido, maestro, hacer como los
demás hombres y buscar este bien entre tus criaturas. Pero cuanto más buscaba menos
encontraba, cuanto más avanzaba, otro tanto se alejaba el objeto de mis deseos... Pero he aquí,
señor, que mi corazón estalla por la vehemencia del deseo. ¡Oh dolor! ¿Qué es esto? ¿No me
nombrarás, no me describirás aquel que, secretamente, tañe en mi corazón?» Y San Agustín
decía en Confesiones, X, 20: «¿Dónde le han conocido (los hombres) para desearlo así? ¿Lo han
visto, acaso, para amarlo? Lo tenemos, no se sabe cómo.» (Véase, en general, todo el libro X de
las Confesiones.) Todas éstas son manifestaciones de una predisposición que se convierte en
intento, en impulso. Y si la ley fundamental biogenética, según la cual las fases y momentos de
la formación del individuo repiten los de la especie, tiene algún valor real en alguna esfera, es en
ésta. Las disposiciones naturales que trae consigo la razón humana al aparecer la especie hombre
en la historia, se convirtieron un día en instinto, parte por obra de los estímulos exteriores, parte
por la propia urgencia interior. Este instinto es el religioso, que quiere hacerse claro a sí mismo
por medio de movimientos tacteantes, por la formación de representaciones, por la producción de
ideas cada vez más adelantadas, y al fin lo consigue merced a la evolución acabada de las
oscuras ideas a priori de donde se engendro y esta agitación, este buscar, este producir y
evolucionar, constituye la evolución de la religión en la historia, cuya trama hemos de explicar
después.