Grandeza y miserias del río Magdalena. El desembarco de las
multinacionales españolas en Colombia
Nazaret Castro. Fotografías de Jheisson A. López - 12-12-
2013
No es el más largo ni el más caudaloso, pero el Magdalena es, con
sus más de 1.500 kilómetros, la principal arteria fluvial de
Colombia. El río que inspiró a Gabriel García Márquez para escribir
novelas como El amor en los tiempos del cólera recorre el país de
sur a norte, desde el Macizo Colombiano hasta el mar Caribe. El
Gran Río de la Magdalena acoge a sus orillas multitud de
poblaciones que recuerdan los tiempos en que el río, navegable, era
un medio fundamental de comunicación y un elemento central para
el desarrollo del país. Es más que un río: es un símbolo nacional. El
“Río de la Patria”.
Cerca todavía del nacimiento del Magdalena, en el departamento
(provincia) del Huila, se encuentra La Jagua, un pueblo de calles
empedradas y solitarias, de esos en que el tiempo parece
detenerse. Es un pueblo tranquilo, de poco más de mil habitantes,
al que acuden visitantes atraídos por la antigüedad de sus casas
coloniales y por su riqueza cultural de raíces indígenas. Es también,
dicen, un pueblo de brujas. Cuenta la leyenda que son de dos tipos:
hechiceras o voladoras. Uno puede o no creer, pero, como dicen por
aquí, “pues que las hay, las hay”.
Aquí, el Magdalena pasa con un caudal todavía pequeño, pero gran
fuerza y vitalidad. El río ordena la vida de la gente: es fuente de
sustento de los pescadores, baña las tierras más fértiles y es el
lugar de recreo por excelencia. Pero hoy está amenazado: la
empresa Emgesa, filial colombiana de la multinacional italo-
española Enel Endesa, está construyendo la central hidroeléctrica de
El Quimbo. Ha encontrado la oposición de los vecinos, que se han
unido en la asociación Asoquimbo, que agrupa a miles de afectados
por las obras.
Zoila es una de las activistas más decididas con las que cuenta la
comunidad. Cuando llegamos a su casa es de noche en La Jagua y,
como durante todo el año, hace calor. La casa de Zoila se ha
convertido en un baluarte de la resistencia: por la cocina, que
comunica con un patio interior repleto de árboles y plantas, pasan
cada día los vecinos para comentar la situación, intercambiar
información, organizarse. También los más jóvenes: uno de los
hijos de Zoila formó su propia asociación en defensa del río. Un
hermoso mural adorna la casa de Zoila y anuncia su condición de
punto de encuentro. Desde aquí, Zoila, mientras mantiene el fervor
político cuida de sus cuatro hijos, su padre, los gatos, el perro. Su
esposo, dice, colabora más en casa desde que ella está en
Asoquimbo. Divergen en algunos planteamientos, pero están de
acuerdo en lo esencial: la necesidad de defender la belleza del
Magdalena y los sonidos que lo habitan. “Ahora que todavía está
vivo, hay que proteger el río. Si no, ¿qué les vamos a decir a
nuestros hijos, que no peleamos por defenderlo?”, se pregunta
Zoila.
Tiene motivos para estar preocupada. Muy cerca de La Jagua, en el
municipio de Hobo, se construyó la primera gran represa de la
región: Betania, una central hidroeléctrica de gran tamaño
inaugurada en 1987. Cuando se anunció el proyecto, los vecinos
aceptaron de buena gana el discurso de la empresa y las
autoridades: la hidroeléctrica venía a traer progreso al Huila, una
región agrícola del interior del país, la puerta de entrada a la
Amazonia. A los opitas –como les dicen a los originarios del Huila-
les prometieron progreso y empleo, y ellos lo creyeron: votaron
masivamente a favor de la represa. Veinticinco años después no
ven los resultados. “El pueblo de Hobo sabe bien qué trae la
represa: antes, aquí se cultivaba arroz, cacao, maíz; ahora, la
mayor parte de la gente sobrevive como puede vendiendo agua en
la carretera”, cuenta Gilberto, uno de los afectados por el proyecto.
Jorge Enrique Robledo, senador por el Polo Democrático y uno de
los representantes de la izquierda más reconocidos en Colombia,
resume así la secuencia que ahora temen los habitantes de La
Jagua: “Se inunda un área grande de tierra fértil. Las utilidades se
las lleva la multinacional, el empleo dura lo que la construcción de
la presa, y se quedan sin tierra, cuando la agricultura es la que
articula y encadena otras actividades productivas”, como la
artesanía y el comercio. Las represas también acaban con los otros
dos pilares de la modesta economía de muchas familias de la
Colombia rural: la pesca y la minería artesanal.
“¡O se van las multinacionales del territorio, o las echamos!”
La central hidroeléctrica de El Quimbo se ubica al sur del embalse
de Betania, en un sitio geográfico encañonado, a 1.300 metros
aguas arriba, en la desembocadura del río Páez sobre el Magdalena.
La represa inundará 8.586 hectáreas, de las cuales 5.300 eran
productivas, y afectará a seis municipios. Además, el 95% de ese
territorio forma parte de la Reserva Forestal Protectora de la
Amazonía y el Macizo Colombiano. Las inundaciones de la represa,
que ya se encuentra en fase de llenado con la expectativa de
comenzar a funcionar en 2014, afectarán directamente a 1.537
personas a los que se expropiarán sus tierras. Es por eso que los
habitantes de los municipios afectados, como Hobo, La Jagua y
Gigante, decidieron formar hace cinco años Asoquimbo, una
asociación a la que se han adscrito miles de vecinos, con el respaldo
y el decidido apoyo del investigador Miller Armín Dussán. “¡O se van
las multinacionales del territorio, o las echamos!”, dicen.
Sobre el papel, la ley garantiza a los expropiados la restitución por
otras tierras productivas, pero Emgesa, sin encontrar la oposición
de las autoridades, pretende comprarles las fincas a un precio que
se queda muy corto por la inflación que ha generado el proyecto.
“Nos ofrecen 32 millones de pesos (unos 12.000 euros), cuando la
hectárea está ya a 40 ó 50 millones (entre 15 y 20.000 euros)”,
asegura Jorge Uguanés, otro de los campesinos afectados. El
proyecto perjudicará también a cientos de jornaleros que
trabajaban para los terratenientes de la zona. Los dueños de las
mayores fincas sí vendieron sus tierras a Emgesa: la empresa las
dejó baldías. Tierras que antes eran productivas comenzaban a ser
invadidas por las malas hierbas, mientras cientos de familias de
jornaleros se quedaban sin trabajo ni sustento, y sin derecho a
compensación alguna.
El pasado mes de abril los campesinos ocuparon tres de esas fincas,
situadas en las afueras de La Jagua, en unos territorios
denominados La Virginia. Las tierras volvieron a producir maíz,
fríjol, cilantro. De la mano de Zoila, visito una de esas fincas,
llamada La Guaca. Allí, Francisco, uno de los agricultores, se
explica: “La empresa dijo que desarrollaría procesos productivos,
pero cuatro años después, no había llegado ninguna solución.
Emgesa dice que esto es una ocupación ilegal, pero no estamos
invadiendo nada: estamos defendiendo el territorio. Ellos son los
que nos lo arrebataron”. Toman la palabra sus compañeros de
faena: “Estamos perdiendo terreno: quieren privatizarlo todo.
Tenemos que recuperar nuestra cultura, nuestra identidad, el
sentido de pertenencia a la tierra. La lucha es por la tierra”, dice
Harold. “¿De qué van a vivir nuestros hijos, nuestros nietos? Si no
defendemos lo nuestro, les estamos arrojando al delito”, añade
Armando.
Cuando visité La Jagua, el pasado mes de julio, los vecinos se
turnaban cada día para hacer guardia a las afueras del pueblo y
vigilar que los funcionarios de Emgesa no pasaran a las fincas de La
Virginia. No pudieron evitar que, a finales de septiembre, unas
doscientas familias fueran desalojadas de tres fincas ocupadas, en
una rápida operación del Escuadrón Antimotines de la Policía.
En sus comunicados de prensa, Emgesa, que rehusó dar su punto
de vista, asegura que se están desarrollando proyectos productivos
para mejorar la vida de los campesinos, pero los vecinos de La
Jagua lo niegan. Añaden que el censo de afectados que ha
elaborado la empresa es parcial y arbitrario: no incluye a todos los
propietarios de tierras y mucho menos a otros afectados, como
jornaleros y comerciantes. Temen también que, como ocurrió en
Betania, la empresa no cumpla con lo prometido. Gilberto, el
pescador de Hobo, aclara que a los afectados por Betania nunca se
les restituyeron las tierras que perdieron con las inundaciones de la
represa, y que se hizo pescador por obligación: “Ahora que ya
aprendí el oficio, notamos que cada día hay menos pescado desde
que comenzaron las obras de El Quimbo. Otra vez nos quedaremos
sin trabajo”. Por eso dice Gilberto que la situación en el Huila es
“una bomba de tiempo”. Y la bomba empezó a estallar poco
después de mi visita, en agosto, con un parón agrario que movilizó
24 de los 32 departamentos del país y que congregó a campesinos,
indígenas y transportistas, pero también a la opinión pública
urbana, en protesta por las condiciones cada vez más precarias
para el campo colombiano.
Al impacto social y económico de la represa se suman las posibles
consecuencias sobre la riqueza ambiental y patrimonial que atesora
el río. En su jardín en La Jagua, Mauricio, otro de los activistas de
Asoquimbo, me enseña vasijas indígenas muy antiguas que,
asegura, todavía se encontraban a la orilla del caudal hasta la
llegada de Emgesa. En su jardín crecen plantas exóticas, como las
heliconias, y se dejan ver iguanas y muy diversos pájaros. El jardín
de Mauricio es, como cualquier rincón del Huila, una pequeña
muestra del rico ecosistema de esta región de Colombia, el país
más biodiverso del mundo en relación a su superficie.
Irregularidades y connivencias
Emgesa inició las obras de la represa antes de contar con un
estudio de impacto ambiental, y cuando éste se publicó tampoco
despejó las dudas. La propia Contraloría General de la República, el
máximo órgano fiscalizador del Estado en Colombia, señaló errores
de procedimiento, cuestionó la posibilidad de restituir las tierras
productivas, como marca la ley, y concluyó: “Colombia está al
borde de la catástrofe ambiental y El Quimbo es un caso
excepcional”. La Contraloría pidió frenar el proyecto, pero la
empresa contó con el decidido apoyo de las autoridades locales y
nacionales. El poder que las autoridades colombianas han entregado
a la empresa es tal que Emgesa diseñó el Plan de Ordenamiento
Territorial (POT) de la zona, asegura el profesor Miller Dussán.
“Se trata de un proyecto mal planteado desde el principio”, afirma
Jorge Robledo. El senador, miembro del Polo Democrático
Alternativo, que ha criticado las políticas de los últimos presidentes
de Colombia, que califica de neoliberales, argumenta que, entre
otras cosas, el proyecto no contempla el control de la apertura de
compuertas para prevenir inundaciones. No es un riesgo desdeñable
después del antecedente de Alto Anchicayá, una represa ubicada en
el departamento del Valle del Cauca y propiedad de la Empresa de
Energía del Pacífico (EPSA), por aquel entonces filial de Unión
Fenosa. En 2001, la represa abrió las compuertas sin previa
consulta a las comunidades, provocando un desastre ambiental: se
liberaron 500.000 metros cúbicos de sedimentos que llevaban
medio siglo represados en el embalse. “Todos los peces murieron,
los cultivos se dañaron y seis mil personas resultaron afectadas y
quedaron prácticamente en la ruina”, informó el diario El
Espectador.
El desembarco de las transnacionales
Unión Fenosa y Endesa –hoy propiedad de la italiana Enel- son,
junto a Iberdrola, las multinacionales de origen español que, desde
su desembardo en el continente, entre los años 90 y 2000, han
consolidado posiciones de liderazgo en América Latina. Igual que los
sectores de las telecomunicaciones (Telefónica), la banca
(Santander, BBVA), la extracción de hidrocarburos (Repsol, Cepsa),
el turismo (Sol Meliá, NH), la industria textil (Inditex, Mango), la
prensa (Prisa, Planeta), las redes de agua y saneamiento (Agbar,
Canal de Isabel II) o la construcción (FCC, Acciona y Sacyr
Vallermoso, que encabeza el grupo que construirá el nuevo Canal
de Panamá). Estas grandes firmas han convertido a España en el
segundo inversor en Latinoamérica, sólo por detrás de Estados
Unidos, y copan los servicios públicos domiciliarios en un buen
número de países.
Estas firmas encontraron en Colombia un marco legal que se
modificó en la última década del siglo XX para hacer del país un
destino atractivo para la Inversión Extranjera Directa (IED), desde
la propia Constitución de 1991, que elimina la distinción entre
empresas nacionales y extranjeras. En los años 90, bajo la
presidencia de César Gaviria, el Gobierno colombiano emprendió un
intenso proceso de apertura económica que incluyó la privatización
de las empresas que prestaban servicios públicos a los ciudadanos.
Lo mismo ocurrió en el resto del continente: son los tiempos del
Consenso de Washington, esto es, aplicación de políticas calificadas
desde muchos sectores de neoliberales. En la América Latina de los
años 90, la mayor parte de los países arrastra unos altos niveles de
deuda externa que sitúan a países como México, Argentina y Brasil
al borde de la suspensión de pagos. En ese contexto, el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial presionan para poner en
marcha las reformas de ajuste propias del discurso más liberal que
incluye la privatización masiva de empresas públicas. Colombia es
una excepción: no tiene grandes problemas de deuda, pero
igualmente se suma a la corriente predominante y aplica el ajuste.
Al otro lado del Atlántico son los tiempos de la integración europea
y la apertura de mercados. En ese marco, las empresas españolas,
para ser competitivas, abordaron un intenso proceso de
concentración empresarial, seguido de la privatización de algunas
de las compañías públicas más relevantes. Endesa, Telefónica y
Repsol, entre otras, son privatizadas durante los mandatos de
Felipe González y José María Aznar. La secuencia culmina cuando
esas nuevas compañías privadas compran las empresas que acaban
de ser privatizadas en el continente latinoamericano. Unión Fenosa
se hace con Electricaribe y EPSA en Colombia, Endesa adquiere
Enersis en Chile y Repsol obtiene YPF Argentina. Gracias a las
compras de filiales en América Latina, el peso de las inversiones
extranjeras en el Producto Interior Bruto (PIB) español pasa del
0,9% en 1996 al 9,6% en el año 2000. Para entonces, España se ha
convertido en el sexto país inversor en el mundo, y el 66% de esa
inversión extranjera directa (IED) está en América Latina.
“Los gobiernos y las empresas suelen argumentar que el capital
extranjero es necesario para acometer las transformaciones que
requiere en el país y atender a la población rural y los barrios
empobrecidos, pero la realidad es muy distinta: si el discurso
privatizador prometía bajada de tarifas y mejora del servicio, el
resultado fue el contrario”, afirma Pedro Ramiro, coordinador
del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) y
autor de varios informes sobre el caso colombiano. “Las
multinacionales eléctricas ofrecen un servicio pésimo, con apagones
y cortes, tarifas impagables para la población pobre y accidentes
derivados de las malas infraestructuras”, explica. Además, en el
caso de los servicios públicos, la privatización “pone en cuestión la
soberanía del país y la democracia en el acceso a los servicios
básicos”.
“Las transnacionales extranjeras no crean nuevas industrias ni
aportan nuevo know how: vienen a comprar lo que ya está hecho”,
sostiene el senador Robledo. “El caso de las privatizaciones de
servicios públicos es notable: el Gobierno colombiano crea la
empresa, el mercado, la infraestructura, y ahí llega la IED y compra
a buen precio”, añade. Las inversiones españolas en América Latina
no aumentan la capacidad productiva ni crean empleo. Más bien al
contrario. A menudo implicaron recortes de plantilla y precariedad
laboral. Así, por ejemplo, la llegada de Endesa a Colombia supuso la
pérdida de 2.000 puestos de trabajo y un deterioro del convenio
colectivo; Unión Fenosa, por su parte, despidió a cerca de 700
personas, si bien la empresa privada anterior ya se había encargado
de echar a la calle a otros 2.300 trabajadores. Esto explicaría la
poca aceptación de las empresas españolas en Colombia: según el
Latinobarómetro de 2004, apenas un 29% de los latinoamericanos
creía que la inversión extranjera directa era beneficiosa para sus
países.
El director de la Cámara de Comercio Hispano Colombiana, Enrique
de Zabala Hartwig, no está de acuerdo con esas impresiones:
admite que las grandes empresas pueden cometer errores, pero
opina que esa está muy lejos de ser la norma. En su opinión, “el
aumento de la IED ha contribuido a disminuir la inseguridad en
Colombia” y ha venido acompañada de “mejoras en la calidad de
vida”. También Carlos Neiva, director delIPSE, un departamento del
Ministerio de Minas y Energía que se centra en las zonas no
interconectadas del país, sostiene que la IED “ha sido un pilar para
el desarrollo del país”. Las estadísticas del Banco Mundial sustentan
parcialmente estas afirmaciones: elcoeficiente Gini (que mide la
desigualdad en el país, donde 1 es la máxima desigualdad) ha
pasado de 58,3 en 2004 al 55,9 en 2010. Ha mejorado levemente,
pero sigue siendo uno de los más altos del continente, y la mejoría
es moderada si se tiene en cuenta que, hasta sentir la crisis en
2009, Colombia creció esos años a tasas que llegaron al 7% del PIB
anual. Las cifras sobre población sumida en la pobreza muestran
una mayor mejoría –del 45% al 37% en los últimos cinco años-,
pero esa evolución podría estar sesgada por el cambio en el sistema
de medición que implantó el Gobierno de Juan Manuel Santos.
Pero las estadísticas esconden el precio que la Colombia rural ha
pagado por esa noción de desarrollo. La pregunta es, entonces, qué
entendemos por progreso. “En el sistema actual, se trata de crecer
aunque sea de forma agresiva, pero, ¿a quién beneficia ese
modelo? Cada vez se cuestiona más esa idea lineal de progreso que
termina por enfrentar el afán de lucro con los derechos humanos”,
me explica la antropóloga Lina María Martínez, que investigó los
impactos de la represa de la Salvajina, en el departamento del
Cauca, al suroccidente de Colombia.
Del paraíso al infierno en el embalse de Salvajina
En la Salvajina, la distancia entre el paraíso y el infierno la marca la
cantidad de agua que retiene el embalse. En el invierno –los meses
de abundantes lluvias-, el paisaje es hermoso, pero en el verano se
seca el lago y deja al descubierto los sedimentos del río. A partir de
agosto, la vida se les complica mucho a los lugareños. Durante
varios meses quedan prácticamente incomunicados y expuestos a la
contaminación y las enfermedades que traen los mosquitos. El lago
de belleza impenetrable da lugar a un lodazal y las lanchas y
planchones que habitualmente cruzan de un lugar a otro ya no
pueden pasar.
Aquí, en el departamento del Cauca, al suroccidente de Colombia, la
riqueza étnica de la zona sólo es comparable a la exuberancia de su
naturaleza. Recorro el trayecto en el planchón, la barcaza que puso
a disposición de los habitantes la empresa responsable del embalse,
EPSA. El planchón hace el recorrido una sola vez al día. Son tres
horas de travesía desde la reserva indígena de Honduras, en el
municipio de Morales, hasta las comunidades afrodescendientes del
municipio de Suárez. El crisol de razas que es Colombia se
manifiesta con la misma plenitud que su biodiversidad. Mientras
observo la belleza del lago me resulta difícil imaginar el paisaje que
dejará el lodo en apenas unas semanas.
Encuentro a Robinson en el pueblo de Morales. Él me guía hasta la
reserva indígena y me lleva a la casa de don Luis y doña Natividad.
Allí dormiré, en un cuarto sencillo que da a un patio abierto donde
nuestros anfitriones tienen gallinas y donde, en un trapiche
artesanal, preparan la panela, un producto a base de caña de
azúcar muy popular en Colombia. En ese patio aprendo que el arroz
con huevo y tajadas de plátano maduro frito puede ser el más
exquisito de los manjares. De noche, cuando las veredas quedan
totalmente a oscuras –vivir junto a una represa no garantiza el
suministro eléctrico-, la forma en que las estrellas toman el cielo se
me antoja tan inédita que me cuestiono sobre mi urbanita
ignorancia.
Robinson, don Luis, Natividad y otros vecinos que se amontonan en
el modesto porche de la vivienda de don Luis aseguran que, antes
de que la represa inundara las mejores tierras productivas, la
comida era mucho más abundante; también el pescado y el oro,
que sustentaba a muchas familias. La construcción de la represa
sobre el río Cauca en 1984, a manos de una empresa pública,
generó mucha resistencia y finalizó con miles de desplazados,
muchos de los cuales nunca recibieron nada a cambio de las tierras
expropiadas. “Muchos vecinos vendieron las mejores tierras y ahora
viven en la loma, sin agua potable, incomunicados”, me explica
Robinson. Su padre prefirió resistirse a vender, pero no le fue
mejor: “Igualmente inundaron sus tierras, y nunca le pagaron”.
Hoy, cuentan don Luis y doña Natividad, los cultivos ya no son lo
mismo, sobre todo el maíz y el fríjol, y se sienten los efectos del
cambio climático, traducido en un sol cada vez más agresivo, del
que pronto mi blanca espalda dará fe. En invierno, con los
mosquitos, llegan enfermedades epidemiológicas y respiratorias.
Aunque lo peor es, quizá, el aislamiento de las comunidades, sobre
todo en los meses de invierno. Algunos niños deben caminar dos y
tres horas para llegar a la escuela.
Vecinos del resguardo de Honduras desistieron y marcharon a la
ciudad en busca de otros caminos, que terminan, muchas veces, en
las comunas (favelas) de Cali o Medellín, o en la venta ambulante.
Otros muchos se quedaron y, organizados en formas cooperativas
como las tradicionales mingas indígenas, siguen trabajando y
cultivando. Se quedan, convencidos todavía de habitar un territorio
sagrado que deben defender. Así lo expresa uno de los vecinos de
don Luis: “Nosotros vemos el río como un modo de vida; ellos sólo
ven bajar los dólares”.
La inundación de sus tierras más fértiles, las de la orilla del río
Cauca antes de su desvío, fue un duro golpe, pero lo fue más aún el
abandono de Estado y empresas. Poco después de la inauguración
de la represa, los lugareños llegaron a un acuerdo con la empresa y
el Estado, conocido como Acta de 1986, que incluía la construcción
de caminos, escuelas y centros de salud para minimizar el impacto
de la obra sobre la vida de las comunidades. Los lugareños
denuncian que se hizo, como mucho, un 10% de lo prometido, y ya
está deteriorado; el Estado ha sido demandado por tales
incumplimientos.
“Si en Salvajina hubiésemos tenido conocimiento de los impactos,
no hubiéramos permitido las obras. Pero no había percepción a
futuro, y hoy vemos las consecuencias”, cuenta Eduardo Tamayo,
consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC),
la organización que agrupa a la gran mayoría de los cabildos
indígenas de la región. Tamayo asegura que, a día de hoy, ni el
Estado ni las empresas se han responsabilizado de la situación.
Cuando Unión Fenosa adquirió EPSA, en el año 2000, se
desentendió del caos que había dejado el consorcio empresarial que
la precedió. Nueve años después, tras la adquisición de Gas Natural
de la mayoría accionarial de Unión Fenosa y tras una serie de
complejas operaciones financieras, la multinacional española optó
por deshacerse de EPSA. Mientras van y vienen fusiones,
adquisiciones y compraventa de acciones, los habitantes afectados
por la Salvajina siguen esperando una solución.
Siendo propiedad de Unión Fenosa, EPSA reavivó un viejo proyecto
que a finales de los 90 había sido desechado por su impacto
ambiental: la desviación del río Ovejas, que reactivaría la
generación de energía ahora que Salvajina se encuentra al fin de su
vida útil. La nueva obra afectaría, sobre todo, a las comunidades
afrodescendientes de Suárez, que ya han mostrado su firme
rechazo al proyecto. Una de esas comunidades, La Toma, ha
protagonizado una campaña de resistencia que es mucho más
reciente para los afrodescendientes que para los indígenas del
Cauca. La nueva EPSA, participada por empresas colombianas,
consintió en elaborar un plan ambiental con la participación de las
comunidades. Pero, según el consejero mayor del CRIC, Eduardo
Tamayo, ese plan “sólo identifica los impactos ambientales y las
posibles compensaciones: se olvidan los impactos sociales,
económicos y culturales. Y entonces, ¿qué precio le pones al río, a
nuestra cultura?”, se pregunta.
Represas y extractivismo
Colombia no es una excepción. En Brasil hay medio centenar de
represas proyectadas en la selva amazónica. La mayor de ellas se
ha convertido en todo un símbolo: Belo Monte, una megaobra que,
encabezada por un consorcio de empresas entre las que se
encuentra capital español, pretende construir una de las tres
mayores hidroeléctricas del mundo. El proyecto, que data de
tiempos de la dictadura militar y que ha contado con el firme apoyo
de los presidentes Lula da Silva y Dilma Rousseff, ha sobrevivido
pese a los múltiples procesos judiciales, a la resistencia de los
pueblos indígenas y a una opinión pública en contra no sólo en
Brasil sino en el resto del mundo: incluso caras famosas, como
Sting y David Cameron, pusieron rostro a ese rechazo. Belo Monte
es sólo una, la mayor y más simbólica, de las decenas de represas
que el Gobierno brasileño tiene pensado levantar en la mayor selva
tropical del planeta. Al otro extremo del continente suramericano,
en otro ecosistema único y vulnerable como es la Patagonia chilena,
Enel Endesa, a través de su filial chilena Enersis, proyecta construir
cinco grandes represas.
Al tiempo que las grandes centrales hidroeléctricas comienzan a ser
cuestionadas en Europa por sus consecuencias sobre los ciclos
hídricos y los ecosistemas, en América Latina estos modernos
dinosaurios están más de moda que nunca. Se proyectan grandes
represas en serie, como las once centrales que Hydrochina pretende
construir sobre el río Magdalena, y también microcentrales, como
las de la región colombiana de Sumapaz. Gobernantes y
empresarios defienden estos proyectos aludiendo a la soberanía y la
seguridad energética de los estados y, en definitiva, las necesidades
del progreso. Un buen número de organizaciones y movimientos
sociales consultados aportan otra visión: las represas se construyen
para satisfacer las necesidades del modelo extractivista –
principalmente de la minería, muy demandante de energía barata- y
no las de la población local. Lo cierto es que, en Colombia, las
industrias pagan, como media, 100 pesos por KW/h, mientras los
ciudadanos de bajos recursos abonan unos 350 pesos.
El extractivismo se presenta como el único camino posible para el
desarrollo en toda América Latina. El presidente colombiano, Juan
Manuel Santos, ha definido ese modelo en una expresión que el
Gobierno repite sin cesar: la “locomotora minero-energética” debe
tirar de la economía del país. La minería, la explotación de
hidrocarburos y la instalación de centrales hidroeléctricas se suma
así al monocultivo de café o caña, consagrado a la exportación, en
el contexto del modelo extractivo que se ha generalizado en todo el
continente. “El Huila es la puerta de entrada a la Amazonia. Los
recursos más importantes están en el sur”, recuerda el profesor
Miller Dussán. En Caquetá o Putumayo se encuentran importantes
reservas de oro, coltán, petróleo. El suroccidente y el sur
colombiano son espacios de disputa y, cada vez más, las
comunidades locales se organizan para defender lo que para ellos
no es sino vulneración de sus derechos. No sin riesgos…
Cuando defender el río cuesta la vida
En Colombia no pocos saben que los críticos con el sistema corren
peligro de muerte y, por si a alguien se le olvida, las intimidaciones
y amenazas son moneda común. En Cali, en la sede de la
Asociación para la Acción Social Nomadesc, Olga Arauco me habla
de la violencia que acompañó la construcción de la represa de la
Salvajina. “Las autoridades militarizaron el territorio, quemaron
casas y cultivos, y hubo desaparecidos. Hoy, en la comunidad de La
Toma, los activistas se han acostumbrado a las amenazas y a llevar
chaleco protector. A quienes osan defender su territorio, se les
acusa de ser opositores al desarrollo. “Nos dicen que no permitimos
el progreso, y lo que quieren es saquear las riquezas que hay en
nuestro territorio”, afirma Alfredo Campos, director de la emisora
indígena del municipio de Morales, en el Cauca.
De Cali, la tercera ciudad más importante de Colombia y eje del
suroccidente del país, viajamos a Popayán, la capital del
departamento del Cauca. Es una ciudad tranquila, de arquitectura
colonial, de esas con edificios muy blancos y muchas plazas
públicas. Allí, en la sede del CRIC, nos atiende Martín Vidal, que se
encarga de cuestiones territoriales en el cabildo indígena. Martín
pone el dedo en la llaga: “Las comunidades indígenas, campes inas y
afrodescendientes son los sectores abandonados, que sufren las
peores consecuencias del modelo económico. La población rural es
la gran víctima del sistema, y el problema de fondo en Colombia es
el acceso a la tierra”, afirma. Los números respaldan sus palabras:
Colombia sigue siendo uno de los países más latifundistas del
planeta. La concentración de la tierra alcanza un sorprendente
índice Gini del 0,87. El acaparamiento de tierras avanza al ritmo de
los megaproyectos mineros o hidroeléctricos, que, necesariamente,
le roban tierras productivas al campo. Por eso se rebelan las
comunidades indígenas y campesinas, y, frente a esos procesos de
resistencia, “los poderosos utilizan la estrategia de la división, la
confrontación interétnica, la división de las comunidades. Las
multinacionales ofrecen prebendas y cooptan a los líderes
comunitarios, mientras el Estado mira hacia otro lado”, sostiene
Martín.
Si los intentos de cooptación y división no dan los frutos deseados,
la vía es la violencia. En el Huila, el profesor Dussán ha recibido
amenazas por su labor en Asoquimbo, y un joven oriundo de
Gigante, Bladimir Sánchez, ha tenido que abandonar su tierra por
las amenazas que ha recibido a raíz de su labor documental. Hace
unos meses, en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad del
Estado, otro vecino perdió un ojo. Con todo, el Huila no es de las
zonas más violentas de Colombia: sí lo es el departamento de
Antioquia. Allí, el 17 de septiembre, mataron a balazos a Nelson
Giraldo Posada, líder del Movimiento Ríos Vivos, que defendía al
medio centenar de personas afectadas por la central de
Hidroituango. En la Costa Atlántica, en Barranquilla, varios
activistas sociales han dado cuenta de amenazas de personas
desconocidas y armadas en barrios de bajos recursos.
No es ninguna novedad que, en Colombia, defender los derechos
humanos es una actividad de alto riesgo. En el primer semestre de
2013, cada día fue agredido un activista y cada cuatro días uno de
ellos fue asesinado, según un informe del programa Somos
Defensores. Hubo 153 agresiones y 37 líderes fueron
extrerminados. En seis meses. En Colombia la violencia atraviesa la
política desde hace más de medio siglo. El Grupo de Memoria
Histórica (GMH) cuantifica en 200.000 las muertes provocadas por
el conflicto en Colombia en el último medio siglo. Pero el conflicto
armado es sólo una parte del conflicto social, que precede en el
tiempo al levantamiento en armas de las guerrillas, y que se
resume en una palabra: desigualdad.
“Los paralimitares tienen funciones de control territorial”, sostiene
Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo
(CCAJAR), uno de los más beligerantes contra la violencia
paraestatal en Colombia. En Colombia se denominaparamilitares a
los grupos armados ilegales de extrema derecha, que se
denominaron a sí mismos autodefensas, y que generalmente están
ligados al narcotráfico. Comenzaron a cobrar fuerza en Colombia en
los años 80 y alcanzaron su época de mayor auge en tiempos de
Uribe Vélez. En 2006, tras la supuesta desmovilización de estos
grupos, se revelaron vínculos entre paramilitares y políticos; se
generalizó el término parapolíticapara definir esas amistades
peligrosas. Los grupos que antes conformaban las Autodefensas
Unidas de Colombia (AUC) hoy se denominan bacrim (bandas
criminales). Según CCAJAR y otras organizaciones de derechos
humanos, conservan el control sobre vastos territorios del país,
aunque la parapolítica es ahora menos visible.
La abogada Dora Lucy Arias vincula la violencia ejercida contra los
desplazados en Colombia con lo que el intelectual británico David
Harvey llamó acumulación por desposesión, esto es, el despojo de
pueblos enteros para satisfacer las necesidades del sistema de
acumular capital. Este proceso se da “por la imposición de la fuerza:
a través de los actores armados, pero también de las leyes” y a
través de esa coerción, las elites “socavan la dignidad de los
pueblos: les quitan su narrativa”, añade la letrada.
Multinacionales frente al conflicto armado
“La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de
desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo
económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, sostiene el
politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad
Nacional. En su opinión, desde los años 80 Colombia vive un ciclo
de violencia destinado a consolidar el modelo extractivista en
América Latina: una economía basada en la exportación de materias
primas y recursos naturales se convierte en el eje de economías de
la región. En este contexto, “empresarios y latifundistas requieren
de un nuevo ciclo de violencia para posibilitar la apropiación del
territorio y sus recursos”, explica el profesor Medina. Es la época en
que llega masivamente el capital extranjero y, paralelamente, los
grupos armados –principalmente, los paramilitares- comienzan a
presionar en los territorios con muertes y amenazas. El resultado es
aterrador: en 20 años, entre 4,5 y 5,5 millones de habitantes –el
10% de los 46 millones de colombianos- fueron desplazados
mientras se imponía la cultura del miedo. La gran mayoría eran
pequeños campesinos que dejaron tras de sí alrededor de seis
millones de hectáreas de tierra productiva de la que se apropiaron
terratenientes y paramilitares. Para el discurso oficial, los
desplazados son producto del fuego cruzado entre guerrilleros,
militares y paramilitares. Los movimientos sociales hacen la lectura
inversa: se ha generado un escenario de guerra y miedo,
precisamente, para obligar a huir a los campesinos y despojarlos así
de sus tierras.
En Colombia se entremezcla la acción de diversos actores armados:
grupos insurgentes, fuerzas armadas, paramilitares; cada uno de
ellos, a su vez, mantiene nexos con los narcotraficantes. En este
complejo escenario, resulta difícil discernir la implicación de las
empresas transnacionales en el conflicto. Para Pedro Ramiro, que
investigó las operaciones de Repsol en el Arauca colombiano,
parece obvio: “Como mínimo, comparten intereses: las empresas se
benefician de la acción de las fuerzas armadas y los paramilitares”.
Por su parte, el senador Robledo recuerda que “el Ejército protege
oleoductos e infraestructuras: es una política de Estado” que
conforma uno de esos pilares sobre los que se asienta la atracción
de IED hacia Colombia. Seguridad democrática, lo llamó Álvaro
Uribe.
En algunos pocos casos se han encontrado más evidencias: se sabe
que la bananera Chiquita Brands –antigua United Fruit Company-
transportaba armas en sus barcos. En 2007, el paramilitar y
narcotraficante desmovilizado Salvatore Mancuso armó un gran
revuelo al acusar a un buen puñado de grandes empresas
extranjeras y colombianas, entre ellas Chiquita, de financiar a los
paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En
2008, Mancuso fue extraditado a Estados Unidos y, como él, otros
exdirigentes paramilitares se encuentran extraditados o
incomunicados.
El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) intenta erigirse como
una alternativa frente a la dificultad de que depurar las
responsabilidades. En sus tres últimas sesiones, celebradas entre
2006 y 2010, la actuación de las transnacionales españolas en
América Latina –especialmente, Unión Fenosa y Repsol- tuvo un
gran protagonismo. Lo que intenta demostrar el TPP es que estas
denuncias no suponen casos aislados, sino que responden a un
“patrón de conducta global” que incluye violaciones de derechos
humanos, inaccesibilidad a servicios básicos y deterioro de las
relaciones laborales. Las transnacionales se apoyan en un marco
legal global muy favorable, impulsado por organismos
internacionales como el FMI, la Organización Mundial del Comercio y
el Banco Mundial. Reciben, también, el apoyo de los estados que
reciben la IED y de los estados donde está la matriz de la
multinacional.
Colombia es, en muchos sentidos, el caso más extremo de un
modelo de desarrollo que se expande por todo el continente
latinoamericano. Un modelo que expulsa a los campesinos hacia las
favelas de las periferias urbanas y que encuentra su razón de ser en
la depredación de los recursos naturales. Las comunidades
indígenas y campesinas denuncian la violencia que sufren a lo largo
y ancho del continente, pero en Colombia esa violencia se destaca
por su brutalidad y cotidianeidad. No por ello los poderosos han
conseguido imponer su ley del silencio: Colombia pasa por un
momento de agitación social como no vivía desde los años 80. En El
Quimbo, en la Salvajina, por todo el país los pueblos organizan sus
resistencias. Como casi siempre, la otra cara de la miseria es la
esperanza.
Nazaret Castro es periodista y vive desde hace cinco años en
América Latina. Este artículo forma parte de la investigación Cara y
cruz de las multinacionales españolas en América Latina, financiado
por los lectores de FronteraD a través de uncrodwfunding en la
plataforma Goteo. En FronteraD ha publicado reportajes como Una
flor en medio del asfalto, La matanza de Carandiru o La sociedad
carioca, en estado de apartheid, y mantiene el blog Entre la samba
y el tango.
En la próxima entrega de esta serie llegaremos hasta Barranquilla,
en la Costa Atlántica colombiana, para investigar cómo afecto la
privatización de la distribución de energía eléctrica, hoy a cargo de
las filiales de Gas Natural Fenosa. Veremos también cuál ha sido el
impacto de la petrolera Repsol en Colombia y analizaremos el
impacto de la llegada de las transnacionales sobre las condiciones
laborales en el país.
Los cofinanciadores del proyecto recibirán, junto con los reportajes
en ebook, una serie de materiales extra vinculados a los contenidos
de la serie.
Para más información:
Javier Sulé, Unión Fenosa en Colombia. Una estrategia socialmente
irresponsable. Observatorio de la Deuda de la Globalización.
Cátedra Unesco en Tecnología y Desarrollo. 2006.
Argumentos y acciones jurídicas en defensa del territorio, el
patrimonio nacional y de las comunidades afectadas por el proyecto
hidroeléctrico El Quimbo, Miller Armín Dussán Calderón, Asoquimbo.
Neiva, 2013.
Informe Los nuevos conquistadores, Greenpeace, 2009.
Pedro Ramiro, Erika González y Alejandro Pulido, Las
multinacionales españolas en Colombia, Asociación Paz con
Dignidad/OMAL, 2007.
Pedro Ramiro y Alejandro Chaparro, Colombia en el pozo. Los
impactos de Repsol en el Arauca, Asociación Paz con
Dignidad/OMAL, 2006.
Pablo Dávalos, La democracia disciplinaria. El proyecto neoliberal
para América Latina. 2010.
Jesús Carrión, Erika González, Tom Kuchard et. al., Beneficios a
costa de los pueblos y de los derechos humanos. Corporaciones
Transnacionales Europeas en América Latina y el Caribe. Enlazando
Alternativas.
Veredicto de la sesión de 2010 del Tribunal Permanente de los
Pueblos.
OMAL.
Censat Agua Viva.
Enlazando Alternativas.
Documental TV3.
Dictamen del TPP sobre Unión Fenosa.
Violaciones de Unión Fenosa en Centroamérica y
Colombia (documento del ODG).
El juicio contra Unión Fenosa.
Artículo de OMAL sobre Asoquimbo.
Cuaderno de bitácora (artículos del blog relacionados):
Aterrizando en Colombia, país de contrastes
El río Magdalena, visto desde La Jagua
El Cauca colombiano, en el epicentro del conflicto
Dos días con el profesor Miller Dussán
En la casa de don Luis y doña Natividad (en la Salvajina)
Panorámica del Río Magdalena en el departamento del Huila-
Colombia, territorio amenazado por el proyecto hidroeléctrico El
Quimbo
Vista del río Magdalena, en el lugar donde la empresa Emgesa está
recogiendo el material para la construcción del muro de la represa de
El Quimbo.
El profesor Miller Dussán, durante una asamblea de Asoquimbo,
celebrada el pasado mes de julio en el municipio de Gigante.
Los vecinos de La Jagua hacen guardia a la salida del pueblo, en el
camino hacia las fincas de La Virginia.
Zoila, activa luchadora contra la represa de El Quimbo, en su casa de
La Jagua.
Vecinos de La Jagua en la finca de La Guaca, que ocuparon para
iniciar un proyecto productivo.
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