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  • 34 F. HOLDERLIN

    Pero, qu estoy contando de todo aquello? Como si pudiramos hacernos una idea de lo que fueron aque-llos das! Ay, bajo el peso de la maldicin que nos abru-ma no puede prosperar ni aun tan slo u n bello sueo. Como el viento del norte que pasa aullando, devasta el presente las flores de nuestro espritu y las mustia ape-nas abiertas. Y sin embargo, qu da magnfico el que me rode, all en el Cintho! Amaneca an y ya estba-mos arriba. Entonces surgi en su eterna juventud el viejo dios solar, contento y sereno, como siempre, vol hacia lo alto el Titn inmortal con sus mil alegras pro-pias, y sonri sobre su desolado pas, sobre su templo, sus columnas que el destino haba derribado ante l como los ptalos de rosa marchitos que un nio al pasar, sin pensarlo, arranc del rosal y esparci por el suelo.

    S como l!, me dijo Adamas, cogindome de la mano y extendindola hacia el dios, y fue para m como si los vientos matinales nos arrastraran consigo y nos llevaran hasta el cortejo del ser sagrado que entonces ascenda hacia la cumbre del cielo, amistoso y enorme, y nos llen, maravilloso, al mundo y a nosotros, con su fuerza y su espritu.

    Todava se entristece y se regocija mi interior ms profundo con cada palabra de las que entonces me dijo Adamas, y no comprendo mi miseria cuando a menu-do me sucede lo que entonces tena que sucederle a l. Qu es el dao, cuando el hombre se encuentra as en su propio mundo? Todo est en nosotros. Preocupa entonces al hombre que caiga un cabello de su cabeza? Por qu busca la esclavitud cuando podra ser un dios? T estars solo, amigo mo! me dijo entonces Adamas tambin, sers como la grulla a la que susv hermanas abandonan en la estacin ruda mientras ellas buscan la primavera en el pas lejano.