LA ESCRITURA
COMO COSTURA
El crochet de la universidad
Julio César Correa Díaz
ENSAYO
LA ESCRITURA COMO COSTURA, EL CROCHET DE LA UNIVERSIDAD
Por Julio Cesar Correa Díaz
Pórtico
Los últimos días han sacado a flote la escritura de los jóvenes estudiantes, primero
a través de la columna de opinión de una connotada poeta, en el diario El
Espectador; luego, como resonancia, aparece una nota en la revista Semana,
recordando, de paso, la carta de renuncia del profesor Camilo Jiménez a su cátedra
en la universidad porque los estudiantes no sabían redactar un sencillo párrafo. La
escritura pocas veces es noticia, salvo para señalar lo mal que escribimos los
colombianos. Pero, la escritura no es la preocupación mayor de las universidades,
ni siquiera allí donde hay facultades de comunicación.
En lo que sigue señalaré algunos dilemas de la escritura en la universidad, la
percepción que predomina entre directivos, docentes y estudiantes; asimismo diré
que su reducción a técnica, a orfebrería y a filigrana de taller artesanal es lo que la
ha convertido en un asunto de corte y confección.
Entrada
La escritura se ha vuelto -ha sido- un asunto marginal en las escuelas y colegios,
pero, sobre todo, en las universidades. Con marginal quiero decir de segundo orden
o de importancia menor, de mal necesario, de “relleno” o de “costura” como suelen
llamarla los jóvenes estudiantes. Con la denominación “costura” se hace referencia
a un oficio generalmente casero y doméstico, a cargo de la madre o de alguna
empleada que se encarga de zurcir los calcetines. Costura viene de costurero que,
por lo general, es un encuentro de señoras desocupadas que se entregan a
degustar el té mientras despellejan al prójimo. La costura es un oficio menor, hecho
con las manos, por ello menospreciable, puesto que nada tiene que ver con el
intelecto. Al menos, eso es lo que se cree.
Se percibe allí una división social del trabajo. Mientras el hombre se encarga de los
asuntos importantes de la casa, la mujer de los oficios y de los asuntos menores.
Lo importante tiene que ver con el pensar; lo secundario y accesorio con las manos,
en consecuencia, con las manualidades. Lo artesanal no alcanza la categoría de
arte. Y la escritura tiene más de artesanía que de arte, por aquello quizás de la
proliferación de talleres, de operarios y de trabajadores manuales. Existe la creencia
de que la escritura, su dominio y ejecución, nada tiene que ver con la subjetividad,
menos aún con las capacidades cognitivas del ejecutante. Daniel Cassany (2006)
dice: “Raramente somos conscientes de la estrecha interrelación que existe entre la
escritura, pensar, saber y ser. Tendemos a creer que leer y escribir son simples
canales para transmitir datos, sin más trascendencia.” (p.17) Producto de ésta
creencia se ha preferido dejar la escritura en manos de ciertas personas que tienen
esa “habilidad”, como si se tratara de un asunto deleznable, puesto que se hace un
señalado énfasis en la labor manual, en la destreza y en la habilidad para “engarzar
palabras”.
Como artesanía, la escritura no pasa de ser un oficio; si es oficio entonces es
delegable. Para dar cumplimento a dicho oficio existen ciertos funcionarios de la
repetición: escribanos, secretarias y tomadores de nota (en nuestro medio existen
los tinterillos muy semejantes a los Bartlebys de Melville). La escritura como costura,
como artesanía, sería una labor mecánica, repetitiva y aburridora. Vista así, la
artesanía produciría artefactos en serie: un cesto es igual a otro y a miles de cestos.
En cambio, una obra de arte es irrepetible, única y singular; lo aurático, según W.
Benjamin, haría la distinción fundamental de la obra de arte y de aquella otra que
se puede reproducir mecánicamente.
Así, en este orden de cosas, la escritura se convierte en un mal necesario; es ese
algo aburrido que ni los estudiantes desean ni los profesores expresan o enseñan
de la mejor manera. La general resistencia de los estudiantes a las clases de lectura
y escritura está bien avalada por la misma negligencia con que las universidades
asumen su responsabilidad en estos menesteres. Nada distinto a la forma en que
la cultura contemporánea niega o desconoce la escritura, en la mayoría de sus
formas, salvo la digital, sobre todo si se trata de chatear o enviar esos seudo
mensajes donde se intercalan letras con números y emoticones.
En la universidad hay costuras. Según ésta consideración, en la universidad hay
otras formas de pensamiento que legítimamente reclamarían para sí el calificativo
de asignaturas fundamentales, importantes o serias. Y las costuras harían parte de
aquel grupo que, en términos generales, suelen llamar humanísticas o
humanidades. Lo curioso de ésta clasificación, -que los estudiantes traen de sus
casas, de lo que escuchan en la calle o en los medios, y que terminan reforzando
en la universidad-, es que las costuras se encargarían de la formación “humanística”
de los estudiantes, es decir, de lo fundamental del ser humano. Y claro, una cosa
es la formación como tal y otra muy distinta la que, en efecto, se termina ofreciendo
y recibiendo en la universidad. “La formación no es, por lo tanto, intercambiable con
el aprendizaje de destrezas” (Gadamer, 2000 p. 129) Para el estudiante todo lo
humanístico es un embeleco de las universidades y de la sociedad de los adultos
para mantenerlos ocupados. Y para las universidades algo así como una formalidad
que va incluida en el paquete que se ofrece a los padres de familia, envuelto en el
eufemismo de “formación integral”.
En esa clasificación-exclusión, la universidad privilegia las llamadas “ciencias
duras”, mientras se compadece de las “blandas”. Las “duras” se envuelven en un
aire de supremo respeto. Se caracterizan porque los estudiantes cuando ingresan
al aula, lo hacen en una actitud de solemnidad absoluta. Van envueltos en un aire
casi místico, embebidos, absortos. La clase transcurre en un silencio respetuoso. El
maestro va llenando con su marcador (ya no se usa tiza) el tablero de superficie
acrílica con una serie de fórmulas, ecuaciones y cifras que los estudiantes no se
atreven a cuestionar. (Primeras páginas de Un mundo feliz, de Huxley) Y cuando
salen de las clases de física algunos llegan a levitar. “En la enseñanza de las
ciencias no solamente se transmite a los niños unos conocimientos, sino unos
valores, un currículum oculto en el que la ciencia aparece rodeada por un aura de
respeto.” (Mélich, 1998 p. 30) En cambio, cuando se asiste a una clase de lectura y
escritura, se revive la idea de aquel viejo programa de la televisión gringa El Zoo
del Bronx.
El pragmatismo más gris se fue tomando las universidades, aún aquellas de signo
cristiano y del orden privado. Ya lo dijo Martha Nussbaum (2011), las humanidades
están siendo arrinconadas, desplazadas o excluidas de los programas de formación
universitaria: “En casi todas las naciones del mundo se están erradicando las
materias y las carreras relacionadas con las artes y las humanidades, tanto a nivel
primario y secundario como a nivel terciario y universitario” (p.20) El pensamiento
tecno-científico y su espíritu positivista, que se pensaba superado, siguen
extendiendo su sombra hasta cobijar toda forma de pensamiento. Si hoy se habla
de pensamiento único éste tiene que ver con las políticas avaladas por los
organismos multilaterales y la OCDE, con repercusiones en nuestro país en
entidades como Colciencias. Como bien se sabe, Colciencias resultó ser el principal
promotor de las políticas delineadas por la banca mundial. Es así como las
humanidades no encajan en el patrón de medida que utiliza ésta entidad para
valorar los tipos de investigación. A las humanidades se les descarta por no ser
ciencias (¿por ser costuras?) y porque, en últimas, los resultados de sus
investigaciones tienen poco impacto económico y de trasformación, es decir, no son
rentables.
Sin espacios para el debate o el pensamiento crítico, la universidad se convirtió en
ese espacio amorfo que ya no requiere docentes con tradición de escritura ni con
producciones escritas, que valoren y evalúen su propia experiencia como docentes
universitarios; ni los profesores escriben ni la universidad requiere de docentes que
escriban. Esa suerte de anacronismo, el de la tradición de la escritura, no hace falta
en la universidad moderna, guiada por la idea de negocio y orientada por el mantra
de lo digital. En la era de la libre empresa, escribir no es una necesidad ni una
concepción sobre la universidad y sus docentes; y como no es una necesidad, se
relega a ciertos personajillos simpáticos que circulan por los corredores de la
universidad y son vistos como “bichos raros”; son esa suerte de Bartlebys, que
andan creyendo que la universidad es la casa y, por eso, andan siempre con libros
en la mano, en ademanes de discusión académica, corrigiendo textos, enarbolando
plumas, dejando señas en las márgenes de los trabajos, haciendo acotaciones, en
últimas, fastidiando a sus estudiantes.
El conocimiento devenido mercancía y la educación negocio y empresa, reformula
el estatus del saber tanto como las formas de conseguirlo. El conocimiento es
medible, pero, además, debe ser aprovechable en tanto mercancía. El conocimiento
debe servir para algo. Y sólo sirve aquel conocimiento que sea útil, si se entiende
por útil aquello que se traduzca de manera inmediata en ganancia. De allí que todo
saber y toda in-formación que no sea útil, medible, aprovechable y rentable, deberá
ser considerado una costura. Es así como la escritura y la lectura se convierten en
costuras, en asuntos menores, “rellenos” que sirven para pasar el rato y para
pasarla bien. Este pragmatismo es el que se ha tomado las aulas, excluyendo toda
otra forma de pensamiento, en particular, aquel que busca enriquecer la imaginación
a través de la lectura y la literatura. Por supuesto, nada más contrario a la
imaginación que el negocio, el resultado y la rentabilidad. A nuestras aulas ya no
entra la imaginación porque perturba, intranquiliza, cuestiona o, simplemente,
ironiza la cuadratura de los círculos académicos, embriagados en una supuesta
superioridad de las “ciencias duras”.
Ésta taxonomía (cabe el término), de la vida y de la cultura, es la que nos convierte
en una suerte de Frankenstein moderno: la mano nada tiene que ver con el resto
del cuerpo; la cabeza está plantada para producir ideas valiosas, es decir, debe ser
rentable. Si la mano sirve de algo, pues que sirva para mover piezas, conectar
cables, apretar botones, ajustar los engranajes de algún mecanismo averiado. Si
hay que especializar la mano, entonces, que se instrumentalice para que sea útil.
Una mano que sólo acaricie, no sirve; no es útil. La mano debe agarrar, atrapar,
sostener, encajar, apretar, sujetar. Pero la mano no puede señalar, mostrar, sugerir
o comunicar. La mano que escribe debe ser domesticada, reeducada. La mano que
escribe es una mano subutilizada; es una mano débil, improductiva. La mano que
escribe es una mano perniciosa, proclive a las perversiones; es una mano erotizada,
volátil, huidiza, grácil, sensible. La mano que escribe es apenas una mano; manos
para la costura y para los oficios, manos para el desperdicio.
Refiriéndose a la mano, Gadamer (2000), escribe:
Este órgano está estrechamente vinculado al lenguaje. La mano no es sólo la mano
que produce y manipula algo, sino que también es la mano que muestra algo. Hay
también un lenguaje de las manos, y así como la voz humana, la mano no es sólo
un órgano de comunicación: involuntariamente expresa algo del hombre. Así como
en la mano está el hombre, así también el lenguaje contiene el universo entero de
la experiencia humana. Ambos, la mano y la voz que habla, representan la
realización más grande de la no especialización humana. (p.125)
En la cultura de la máxima ganancia, escribir no pasará de ser una costura. Enseñar
(aprender) a escribir no es un asunto que genere réditos. La escritura -como
costura- y la mano son subestimadas en la formación universitaria, quizás porque
existe la creencia de que la imaginación y la fantasía, y todo aquello que desborde
los límites, debe ser contenido, reprimido, reeducado. La mano, separada del resto
del cuerpo, es domesticable. Es la mano que se utiliza para la redacción, vista la
escritura como simple técnica, tanto como la artesanía de zurcir frases o el crochet
de los párrafos y las oraciones.
Separar la mano del resto del cuerpo es indispensable para seguir pensando en
términos de oficios y profesiones. Las manos son para los oficios; la cabeza para
las profesiones. Pero, me temo, que la educación, tal como está diseñada, separa
las manos, la cabeza y el cuerpo, y no los vuelve a juntar. Pareciera que la pedagoga
que inspirara nuestros proyectos educativos fuese Mary Shelley. O, tal vez, ésta
forma de seccionar los cuerpos ya haga parte de nuestra cultura, que se podría
resumir, entonces, en los primeros capítulos de Vigilar y Castigar, de Michel
Foucault.
Telón
La escritura que no forma, aquella que es solamente normativa, es la que se impone
puesto que se trata de ejercer control sobre el cuerpo. “La maestra no se informa
cuando pregunta a un alumno, ni tampoco informa cuando enseña una regla de
gramática o de cálculo. ‘Ensigna’, da órdenes, manda.” (Deleuze, 2000 p.81) Es la
escritura que se convierte en técnica, en redacción, en una gramática sorda, cuyo
ánimo correctivo termina apropiándose de los espacios que aún quedan en la
universidad. Es la técnica que sirve para aprender a guardar silencio, puesto que
callar y repetir es mucho más prudente que hablar y expresar de manera genuina
emociones y sentimientos. El que sólo memoriza y repite normas gramaticales,
termina interiorizando toda forma de autoridad y poder. La universidad –la escuela
en sus distintos niveles- forma en competencias para la repetición y la reproducción
de la autoridad y el poder a través de la instauración de la gramática de la obediencia
y la sumisión. En cambio, la escritura como costura, desviriliza la educación para
señalar senderos que se bifurcan a través de los jardines de la imaginación.
Manizales 10 de diciembre de 2015
Referencias.
Cassany, D. (2006) Taller de Textos. Leer, escribir y comentar en el aula. España.
Paidós Editorial.
Deleuze, G y Guattari, F. (2000) Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. España.
Editorial Pretextos.
Gadamer, H.G. (2000) Elogio de la teoría. Discursos y artículos. España. Editorial
Península.
Mélich, J.C. (1998) Totalitarismo y fecundidad. La filosofía después de Auschwitz.
Barcelona. Anthropos Editorial.
Nussbaum, M. (2011) Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las
humanidades. Bogotá. Katz Editores.