Fernando García Pañeda
© Fernando García Pañeda
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Edita: Opinión con Valor, S. L.
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TRES GYMNOPEDIAS
Fernando García Pañeda
A Elena, con amor
Agradecimientos
prestado por mi amigo Txetxu Barandiarán para lanzarme a la loca aventura que supone la publicación de esta novela en esta forma y tiempo. Sin él, creo que este libro no habría visto la luz. O, al menos, habría tardado mucho más tiempo en verla.
en cuanto a forma y estilo. Una parte de ella está entre las líneas de cada una de estas Gymnopedias.
Y gracias a todas las demás personas que, conociendo o no a su autor, han leído las páginas subsiguientes en todo o en parte, y las han valorado en términos justos.
Gracias también a Noemí Pastor por sus inestimables apreciaciones
Quiero agradecer sobremanera la colaboración absoluta y el ánimo
TRES GYMNOPEDIAS
Armonías estáticas
Gymnopedia:
Palabra tomada de la obra para piano de Erik Satie Trois Gymnnopédies.
Composición de estructura diáfana, austera, desnuda, en la cual melodías tristes, con una atmósfera de vaga melancolía, dan vueltas como hojas cayendo en otoño, con una línea de acompañamiento monótona y grave que choca contra acordes disonantes y en la que se repite constantemente un ritmo yámbico.
GYMNOPEDIA I
(Lento y doloroso)
EMMA
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A veces, cuando releo estos cuadernos de diario, siento vergüenza;
vergüenza ajena, porque parecen escritos por otra persona, una persona hace
tiempo perdida en la marea del acontecer. Otras veces, nostalgia. Otras, pena
(honda, demasiado honda). Casi nunca satisfacción. Y, menos aún, orgullo. He
tenido la tentación de arrojarlos a la basura, aunque no lo voy a hacer. Al
contrario, voy a intentar enmendarlos. Voy a intentar escribirlos yo misma, sin
espejos, ni artificio, ni brumas literarias. Desde hoy. Por eso he vuelto a tomar el
bolígrafo y a dejarme llevar entre las cuadrículas, línea tras línea. Dejarme llevar
sin tachadura ni retoque.
Desde hoy. Tres años y medio después de haber escrito la última página.
No lo sé por la fecha, porque nunca pongo la fecha; poco me importa el día en
que vivo. ¿O sí? Lo sé porque, según lo que cuento en ella, está escrita justo
antes de perder a mi bebé. Tres años y medio, un tiempo vacío, estéril,
absolutamente malogrado. Un vértigo, un ahogo, una parálisis que sólo he
podido soportar viviendo como una sonámbula. Porque supongo que he
vivido, o esa impresión tengo. Si ese vivir ha merecido la pena, eso ya es
cuestión distinta.
Ahora, después de recobrar algo de sentido, de lentitud, de cuidar mis
días y los vestigios de mis anhelos, sé, me consta que estoy viva. Viva para
poder desdoblarme, repartirme, abismarme, llenarme de otro ser que me está
esperando. Lo único bueno en tantos años. El único y todo sentido. Lo demás es
hastío y abulia (no debería pensar así, pero así lo siento).
Por eso, para disolver ese hastío y esa abulia, para guarecer esa nueva
esperanza, voy a intentar recuperar los restos del desastre. Me va a doler
escribirlos, pero es la única manera de ignorarlos. La única que yo conozca, al
menos. Y para ello necesito centrarme, recuperar mi propia forma, mi aún
borroso contorno.
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En fin, ya está hecho. He recomenzado. No me ha resultado tan difícil
como esperaba. Me había propuesto escribir sólo una página, tomar contacto
con el papel, y con esta letra grande y redonda que tengo han sido casi una y
media. No creo que le haya costado a nadie tanto tiempo escribir página y
media.
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Hace tres días que retomé este diario, pero hasta hoy, y no por falta de
ganas, no he podido continuar. Nunca lo hubiera imaginado: me siento
impaciente por tomar el bolígrafo y escribir. Lo malo es que no puedo tanto
como quisiera. Tengo las tardes libres con el nuevo trabajo, es cierto; pero
almuerzo tarde porque me cuesta llegar a casa con dos transbordos de metro,
descanso un poco y, cuando no es mi turno de hacer la compra o la limpieza,
me quedan un par de horas libres. Menos mal que atinamos al contratar una
asistenta. La buena de Elsa viene cada martes a hacernos una limpia general, lo
que nos ahorra una buena ración tanto de trabajo como de broncas. Y, con estos
madrugones a los que nunca me acostumbraré, por las noches termino
demasiado cansada para hilar tres frases seguidas.
Estoy contando los días: quince. Dentro de quince días estaré, a estas
horas, aterrizando en el aeropuerto de Szohôd. Y a la mañana siguiente
conoceré a mi pequeña Smirna. Smirna. Me gusta. No es largo ni corto; no es
seco ni melodioso. Claro y directo. Debe de ser bastante corriente en Borduria,
según dicen, aunque aquí llamará algo la atención. De todos modos, no pienso
cambiárselo. Es suyo. Alguien se lo dio; posiblemente su madre biológica, o
alguna cuidadora del orfanato, y yo no soy quién para quitárselo. No quiero
conjugar los verbos quitar o cambiar con mi pequeña. Que sea la vida, no yo,
quien lo haga.
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El viernes, pasado mañana, comienzo un permiso laboral que enlazaré
con las vacaciones no disfrutadas. Esto sí que es un empleo cómodo. Bien
pagado, poco esforzado; sin hacer horas cada día, con permisos para todo y, lo
más importante, con tiempo libre para poder dedicarlo a mi hija. Un chollo. La
primera (¿la única?) decisión acertada que he tomado en muchos años. No
entiendo cómo algunos tienen el cinismo maquinal de quejarse. Nunca podré
agradecerle lo bastante a ese tal Marty, o como se llame, haberme enchufado (sí,
enchufado es el término exacto, por mucha aptitud y capacidad que me sobren)
en una agencia pública y en un cómodo puesto técnico; y mucho menos a mi
Julia, que no sólo urdió la trama, sino también se encargó de convencer al
susodicho desplegando unas sorprendentes artes de seducción.
Estoy contenta de estar donde estoy, aunque no haya terminado de
sacudirme las sombras. Las sombras de todos. Todos los que se empeñaron en
perjudicarme, rebajarme, anularme; los que me pusieron zancadilla tras
zancadilla en la consultoría; los que utilizaron mi cabeza como trampolín; los
que no dudaron en hundir mi reputación; y, especialmente, el que hizo todo lo
que pudo para relegarme a la posición de florero (ya que no consiguió
convertirme en felpudo) mientras iba de cama en cama dejándome en ridículo
antes de marcharse de casa a la francesa. Sin una palabra. Ni siquiera un «adiós,
ahí te quedas». Burlada. Jodida.
A veces pienso que han ganado; que, al final, de un modo u otro, se han
salido con la suya. Luché a brazo partido día a día, hora a hora, en un medio
hostil, sola, ciega, herida. ¿Quién puede ganar así? Me rendí.
¿Sí? ¿Me he rendido? ¿Han ganado de verdad? Al principio así lo
pensaba. Una retirada estratégica, calculada; pero retirada. No conseguí llegar
arriba, no pude seguir. Caí en el pozo de los chupatintas, eso es innegable;
cómoda, aquietada y aún envidiada, en cierto modo, pero de mandadera.
¿Me rendí? No. Ahora ya no lo creo. Sinceramente. Estoy donde estoy
porque, en última instancia, así lo he querido. Las circunstancias me han traído
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hasta aquí, es cierto, pero el camino lo he encontrado yo. ¿A quién no le tuercen
los días las llamadas “circunstancias”? ¿Quién se libra de las putadas del azar?
En fin, podría admitir, de manera dialéctica, que hayan ganado. Ahora
bien, yo no he perdido. Y me siento satisfecha.
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Tengo todo un fin de semana por delante. Espero recuperar algo de
tiempo y unas cuantas líneas atrasadas.
Ahora estoy sola, como de costumbre. Es como me siento desde… ¿desde
cuándo? Me parece mentira que vivamos las tres juntas. No es para menos. Julia
aún no ha vuelto de su maldito trabajo y Celina ha salido. Como de costumbre.
Como aquella vez, aquel maldito día. Pero ahora no quiero ir por ese camino.
Más tarde, puede ser.
Desde hace unas pocas horas estoy de permiso por adopción. Hoy me
han dado los billetes de avión y la reserva de hotel en Szohôd. Y Julia ha
aparecido con la cuna de viaje (preciosa, enorme) que me han regalado Celina y
ella. Sólo falta contar hacia atrás.
Tengo que nivelarme un poco más. Ideas y sensaciones se dispersan y
acaban evaporándose. Yo no lanzo las palabras, ellas se me escapan. No me
concentro.
¿Estoy realmente preparada? ¿Debería acompañarme alguien? Me he
empecinado en ir, desenvolverme, afrontar la situación yo sola (luego me
quejo). Acostumbrarme… No, no es eso. No es que una se acostumbre a todo, es
que acaba buscando lo que ya tiene. Así que he de centrarme más y ampliar mi
visión de presente; el futuro y el pasado no se pueden ver, ni enfocar, ni filtrar.
Si consigo desentenderme de ellos puede que consiga mi propósito; aunque
antes me convendría más concretarlo, por no decir conocerlo.
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Tengo sueño, estoy cansada. Lo escribo para no avergonzarme
demasiado mañana, cuando relea este folio.
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Es un domingo mustio, no estival, como debiera ser.
Hoy me he levantado la primera. Es temprano, la verdad, pero no tengo
sueño y sí ganas de sentarme a conformar estas líneas. Mirando por la ventana.
Sigue lloviendo. Cuando escribía, la lluvia me inspiraba, hacía correr la
tinta de mi bolígrafo con facilidad. Reminiscencias. Al levantarme y ver este día
me ha asaltado la vieja emoción.
Me equivoqué el otro día al pensar en asumir mi soledad. Porque ya no
estoy sola, ni voy a estarlo. Si tan solo me hubiera tomado la molestia de mirar
hacia un lado u otro, si hubiera tenido el coraje de quitarme las orejeras, lo
habría descubierto siglos atrás. Habría descubierto a mis dos hermanas. Una
obviedad, aunque para mí nunca lo haya sido. En estos momentos me doy
cuenta. Y deduzco que para ellas tampoco, después de lo vivido ayer.
Ayer. A la hora del desayuno nos encontramos las tres sentadas a la
mesa. Por distintos motivos nos levantamos tarde las tres, con hambre y
urgencia de café. «Esto es la conjunción de los planetas», dijo Julia. Un cúmulo
de casualidades, sin duda. En cuestión de minutos, espontáneamente, brotaron
todas nuestras aflicciones y cuidados. Fue curioso: a Julia y a mí nos preocupa
Celina; a Celina y a mí nos preocupa Julia; y a Julia y a Celina les preocupo yo y
mi impredecible porvenir; si bien sospecho que en el pasado reciente les he
dado yo a ellas muchas más preocupaciones que ellas a mí.
Fue la de ayer una jornada casi onírica. Terminamos el desayuno
llorando y comenzamos la cena riendo sin parar. Decidimos pasar el día juntas,
deshaciendo cada una los tristes planes que teníamos por separado. Como un
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reencuentro. Como tres hermanas que viven muy lejos unas de otras y se juntan
al cabo de los años. Sólo que nosotras vivimos en el mismo piso.
Después de la catarsis inicial todo fue desenvolviéndose mejor. Nos
animamos, nos desinhibimos, nos aparecimos. El día proceloso no invitaba
mucho a salir, así que nos quedamos en casa. Charlamos, vimos películas («de
esas antiguas, en blanco y negro», según la neófita Celina), almorzamos sobras,
cenamos comida china (pese a las protestas de la minoría Julia) y descorchamos
tras el postre una botella de Commandaria (la traje de Chipre hace cuatro o
cinco años, ni me acuerdo) de la que dimos buena cuenta.
Tendría que revisar buena parte de mi diario para encontrar un día
parecido. Para mí ha sido un bálsamo. El único capaz de quitar la mordaza a mi
dolor, desnudarlo y tornarlo visible. Necesito más; y así se lo he hecho saber.
Ellas también. ¿Cómo hemos retorcido tanto la vida teniéndolo tan fácil? O
quizá sólo parece fácil en la distancia, desde la barrera de lo ya vivido.
Experiencia: lo escribo y me sonrío. «Anda, pos no te quea ná», me diría
Elsa en su habla franca. Con razón. El caso es que ahora tengo ganas, más ganas
de que llegue.
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Hoy Julia me ha roto el corazón. En realidad, ella se lo ha roto a sí misma
y, de paso, a mí. A veces pienso que nunca vamos a escapar del desamor en que
nos hemos reconcentrado. Los días ya no se suceden entre sí; se arrojan contra
nosotras con crueldad incendiada: el tiempo sólo nos daña, nos frena.
Ha llegado a casa consumida y ahogada en lágrimas contenidas. Después
de mucho insistir he conseguido saber que ha roto su principio de noviazgo, o
relación, como dice ella, con ese tal Marty. Martín prefiere llamarle. Ha sido ella
quien lo ha roto; pero, viéndola, nadie lo diría. No he conseguido saber muy
bien… mejor dicho, no he conseguido saber cómo ha sucedido. Sólo ha dejado
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caer vaguedades inconexas y frases sin acabar. Tampoco me hacen demasiada
falta las explicaciones. Ya se lo dije el otro día a Celina: sabemos el cómo, no
sabemos el porqué.
Mucho tiempo de miedos, inseguridades enclaustradas en la
insensibilidad. En eso se parece a mí, aunque yo lo conseguí reprimir casi hasta
el punto de olvidarlo; no me daba tiempo a pensar. Julia, en cambio, no ha
llegado a someterlo tanto. Por impericia desconfiada nunca ha conseguido
mantener una relación estable o, al menos, positiva; y con el tiempo sólo ha
llegado a diferenciar lo malo de lo peor. Ni siquiera tiene amigas, o una amiga
de verdad.
Es gracioso, ¿estoy escribiendo sobre Julia o sobre mí misma? También
podría estar refiriéndome a Celina. En esto sí se nota que somos hermanas.
Al final, una tiene la impresión de notar la fatalidad dondequiera. Un
círculo de frustración envenenado: frustración que genera pesar, que causa
escepticismo, que produce rechazo, que provoca frustración. Se rehuye todo
cambio porque, pensamos, siempre será a peor. Me asusta ese futuro. Al menos
escribiendo esto me desahogo. Y queda el asidero de la esperanza; el dolor y el
miedo no siempre pueden con ella.
Todo el mundo necesita alguien en quien volcarse y desdoblarse para
que el tiempo no se torne una piqueta implacable. Alguien o algo. Un porqué.
Yo no me atrevo ni a expresar mi anhelo; sólo espero realizarlo. Y deseo que
mis hermanas se encuentren con el suyo, o al menos lo busquen. Celina aún
tiene que arrancar. Pero Julia podía haber tenido más lucidez. Martín, si no me
falla el ojo, y últimamente parece infalible, podría haber sido ese apoyo,
consuelo y aliado de sus días. Hace poco, en una comida de trabajo, decía
Valeria, una veterana colega, ingeniosa y sensata (tengo que acercarme más a
ella), que hay cierta clase de hombres que a los veinte años resultan romos y
aburridos debido a su sentido del ridículo, y son relativamente abundantes; que
a los treinta empiezan a adquirir un notable atractivo con su sosiego y cordura,
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aunque son escasos; y que a los cuarenta resultan imprescindibles por su
amistad y lealtad, pero ya no queda ninguno. Martín es uno de ellos. Podría
hacerle la vida feliz a mi hermana colmando sus honduras afectivas, no me cabe
duda. Hace falta que ella se dé cuenta antes de agotar su momento. Otras
muchas, como yo, no hemos sabido aprovechar el nuestro.
Hemos estado conversando durante mucho tiempo. No he tenido el
valor de darle un repaso, aunque tampoco he ahorrado argumentos e
insistencia. Es dura. Es la más dura de las tres, aunque no lo parezca. No hay
nada ni nadie que pueda doblegarla. Hubo de aprenderlo desde pequeña, pues
el viejo tópico se cumplió al pie de la letra: nunca ha tenido un papel claro en la
familia; no podía ni superar a la mayor ni ser querida como la pequeña, sin que
nadie se preocupara de ello; su déficit sentimental no se ha enjugado (peor aún,
ha crecido con el tiempo), ni aún transformando sus lógicos celos infantiles
hacia sus hermanas por un cariño inexorable. Pero no es de piedra. Me
conformo con que alguno de mis argumentos haya colado.
Y espero que mañana sea otro día.
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Es mejor que no lo piense. Si lo pienso me acecha el pánico y me entran
ganas de salir corriendo. ¿Adónde? ¿Para qué? No pensar. Actuar y seguir
adelante. Además, con lo que me ha costado, con lo que he tenido que luchar y
sufrir para llegar hasta aquí, sería una imbecilidad abrumadora.
Reconozco que va a ser el torcimiento definitivo de mi vida; una
mudanza terminante. Pero he de afrontarlo con serenidad y racionalidad. Casi
con inconsciencia. Para alguien como yo, tan baqueteada y tan bisoña al mismo
tiempo, tener una hija va a ser una conmoción irremediable y (así lo espero)
gratificante. Un cataclismo vital de magnitud insospechable.
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Ya casi no recuerdo cómo empezó. Cadena de antecedentes. Tendría que
remontarme a la época del abandono de nuestro padre. Fue durante aquellos
aciagos días cuando me propuse firmemente no tener hijos. «Nunca», decía, «de
ninguna manera» (no sé si a los demás le salen los propósitos tan descarriados
como a mí, para mal o para bien). Durante muchos años lo proclamé urbi et
orbi. Hasta que llegó el asedio.
Comenzó con mi matrimonio. Yo no tenía intención de casarme cuando
lo hice; no lo descartaba, pero prefería esperar un tiempo. Lo tenía todo
bastante claro; mis defensas vitales funcionaban bien. Hasta que dejaron de
funcionar. La muerte de mamá supuso para mí un mazazo tal que barrió mi
estabilidad y agrietó esas orgullosas defensas. Yo no era consciente de ello (así
lo he comprobado en este diario), pero Daniel sí se debió de percatar. Con gran
talento seductor orientó hacia sí mi norte afectivo sin que yo acertara a
encontrar otra salida mejor. Ni siquiera me detuve a escuchar (¿hubiera
podido?) las advertencias de mis hermanas. Me dejé llevar, sin más, y acabé
embarrancando en un matrimonio yerto. Día a día fui cediendo espacio y
tiempo, fuerza y dignidad, consciente e inconscientemente, a oscuras y a plena
luz, hundiéndome en el fango de una tiranía sutil e implacable, un vacío
asfixiante que respiraba altanera, con nefasta fruición. Y no tardé en ahogarme.
Daniel quería tener hijos. Rectifico: quería que yo los tuviera; una forma
más, menos sutil que otras, de sujetarme, de lastrarme. En aquel entonces yo no
sabía qué hacer y decidí que era mejor esperar. Mi negativa nos costó horas
enteras, días, meses de disputas tortuosas. Una vez incluso llegó a engañarme
con la píldora intentando dejarme embarazada por la fuerza. Me ofreció unas
que, según un amigo suyo farmacéutico, eran nuevas y tenían un efecto más
duradero. Yo desconfié porque sólo traía el envase, sin prospecto («Es que son
una muestra», se justificó). Luego indagué y resultaron ser otra cosa… unas
vitaminas o no sé qué. ¡Dios, qué ciega viví! ¡Y durante cuánto tiempo! Yo ni
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siquiera le devolvía el golpe. Sólo lloraba. Ni siquiera llegué a anotarlo en este
diario (el diario de otra, sí). Engañada y cegada por mí misma.
Fue muy curioso: al separarme, una especie de reacción al rechazo inicial
me fue inundando poco a poco. Una marea tan sorda como implacable: el deseo
de ser madre. Un deseo que fue sobreponiéndose a otros muchos, a todos los
demás. Lo cual no era algo improbable ni dificultoso, porque todos los demás
navegaban a la deriva sin más opciones que irse a pique de uno en uno. Quizá
también por urgencia de revancha. En realidad, sobrevino como un antideseo;
una respuesta a la abulia y el hastío que imbuía todo a mi alrededor.
En esas estuve durante los meses posteriores a la separación. Dolida y
airada, pero apática. Fue entonces cuando «te has enrollado con un tío
supermacizo», en palabras de Celina. De Gus el supermacizo recuerdo su perfil
apolíneo, sus proyectos empresariales y su notable inteligencia. Y su
analfabetismo, cuya cota sólo era comparable con su torpeza en la cama;
torpeza no reñida, en todo caso, con su capacidad reproductora. No duró
mucho. Unos dos meses. Gus pasó dos meses por mi vida, pero ésta no se dio
mucho por enterada. Con la primera falta y el positivo del predíctor di por
concluido el affaire. Sin ruido ni malas caras.
De alguna manera, a partir de ese momento, de ese positivo, comencé a
experimentar el comienzo de una existencia recobrada; estrenaba una persona
distinta en mí misma… No, no era exactamente esa la sensación. Se me antoja
inútil tratar de describirla porque tampoco supe ni tuve tiempo de
aprehenderla. En resumidas cuentas, estaba embarazada. Cada una lo define,
acoge y sobrelleva según su entender, no pocas veces de forma contradictoria.
En mi caso, parecía que alguien hubiera pulsado la tecla de avance hasta
pasar a la cara B. Eso sí, con alguna ligera náusea matinal y una subversión del
sentido del gusto. Y, lo que era mejor, sin esa hijaputa (hasta Julia la llama así)
dolorosa y sangrienta viniendo cada veintiocho días clavaditos: no me lo creía.
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Supuso el inicio de un relativismo, poderoso y, hasta la fecha, creciente en el
gobierno de mi vida.
Todas mis prioridades se hundieron estrepitosamente. Sobre todo el
trabajo. De todos modos, aunque no hubiera perdido todo el interés en aquella
maldita guerra de desgaste, habría tenido que capitular: la soledad y el asedio
unidos al embarazo formaban una carga insoportable para una ejecutiva
puntera, como me consideraba yo por entonces.
No me interesaba cambiar de empresa, así que me mantuve en mi
puesto, contemplando cómo menguaban y se degradaban sus funciones. Lo
veía en la distancia. Y no me importó. Ahora incluso me espanta la indecisión
que me obligó a tardar tanto en dar aquel paso atrás (apartándome de esa regla
general, según la cual una mujer sólo retrocede para tomar carrerilla). Alguna
que otra vez me percaté de las jetas con aire de triunfante desdén cruzando los
pasillos o pasando por delante de mi mesa (perdí hasta el despacho propio). Y
no me importó.
Sin embargo, como estaba previsto, con mis hermanas no pudo ser todo
más distinto. Había vuelto a casa después de la separación; aunque me
ofrecieron quedarme con la casa, no soportaba seguir viviendo bajo un techo
donde tuve que tragar tanta quina en tan poco tiempo. Mi retorno, y eso sí me
sorprendió, fue motivo de júbilo. No sólo por el hecho de volver a estar juntas;
es que, aunque yo no he llegado a odiar a Dani, ellas sí, y mucho. Especialmente
Julia.. Ellas lo vivieron como una (mi) liberación.
Durante unas cuantas semanas nuestra casa se convirtió en un sucedáneo
de hogar feliz. Proyectos, bromas, ilusiones, ropitas, cunas, libros y revistas,
comidas, recuerdos desempolvados. Todo abundancia y desbordamiento. Todo
frágil y huidizo. Tan pronto como vino se marchó.
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Me había propuesto no seguir, pero creo que debo hacerlo. No puedo
dormir esta noche. Me he levantado para hacerlo de una vez por todas. Son las
tres de la mañana. Tengo sueño pero no puedo dormir. Y ahora tampoco puedo
volver a la cama sin tapar ese hueco que dejé hace algo más de tres años.
Era sábado. Estaba casi de doce semanas. Había ido de compras con
Celina. Julia trabajaba esa tarde y le dio pena no poder venir. Elegíamos
camisitas de batista, chaquetitas, pijamas, bodies y cosas para el aseo del bebé.
Llevábamos un buen rato cuando noté (¿supe?) que algo no marchaba. Un flujo
distinto, una alteración indefinida. En un aseo lo comprobé: tenía pérdidas.
Eran escasas, pero estaban ahí. Rojo, peligro. No quise ponerme nerviosa;
tampoco lo quiso Celina cuando se lo dije. No tardamos en llegar a urgencias.
Se debió a algún tipo de hemorragia en el útero; no recuerdo muy bien los
detalles. No afectaba al bebé y su cordón umbilical, así que no era grave, si bien
debía guardar reposo durante diez días como mínimo. Así lo hice, controlando
los nervios a duras penas. Diez días después, todo volvía a la tranquilidad tras
el control con mi ginecóloga; apenas quedaba un resto, que debería irse por sí
mismo. Vida reposada, pero normal. Y así fue. Pero aquello volvió a aparecer.
Reposo absoluto esa vez. En cualquier otra circunstancia no hubiera sido capaz.
Ni me acuerdo cuántos días estuve así; al filo, creyendo lograrlo paso a paso.
Estaba segura.
Aquel día, otro sábado, me encontraba sola en casa. Había anochecido.
Lo de siempre: Celina había salido con sus amigos (no quería dejarme sola y la
eché de casa a empujones verbales) y Julia volvería tarde del trabajo. Me
encontraba tumbada en la cama, leyendo, cuando me alcanzó. No necesitaba
comprobarlo: el salvaslip volvía a estar manchado. Llamé a mi ginecóloga a su
casa. Me dijo que no se podía hacer nada más que esperar y seguir con el
reposo: si pasaba la crisis podría ir bien o continuar en la misma situación; si
seguía sangrando significaba que había perdido, y no tendría más remedio que
aguantar «hasta expulsarlo todo». Al día siguiente me vería en su consulta.
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Expulsarlo. Eso dijo, ése fue el término. ¡Por Dios, cómo odio esa maldita
palabra! Siempre me había sido ingrata; ahora la odio. Y seguía sangrando.
Cada vez más. Me metí de nuevo en la cama y rompí a llorar. Lloré hasta
quedarme seca, entumecida, insensible. Dentro de mí no quedaban más que las
vísceras. Alguien estaba desgarrando con saña mi esencia, mi conciencia, pero
no lo sentía, no me dolía. Cuando quise darme cuenta, el pijama, las sábanas,
todo se había puesto perdido. Me cambié, mudé la cama. Expulsarlo todo. Seguía
sangrando. Cada vez más. Traté de calmarme; necesitaba algo para ocupar mi
vacío. Encendí la televisión y me senté a verla. Pero tenía que ir constantemente
al baño para seguir vaciándome y cambiarme. Empapaba una compresa tras
otra. No sé cuántas bragas arruiné; manché otro pijama, el sofá, una alfombra; el
baño daba grima. Me propuse no mirar de frente a la amargura, soportar la
devastación sin pensar, cuanto antes. Pasaron las horas. Expulsarlo todo. No iba a
acabar nunca. En una última chispa de lucidez me di cuenta de que no sería
capaz de controlar la situación. No era que no quisiera pensar: no podía.
Entonces vino el miedo; me noté débil y empecé a sentir mareos. Julia había
vuelto y yo no me había enterado. Hasta que percibí ruido en la cocina. Yo me
disponía a salir del baño cuando me asaltó un mareo más fuerte que los
anteriores. Casi inconscientemente llamé a mi hermana; la llamé con las escasas
fuerzas que me quedaban. Y perdí el conocimiento. El resto me lo contó ella. Era
casi medianoche. Venía cansada y aburrida; también hambrienta. Se quitó el
abrigo, se descalzó y, aún sin cambiarse, fue a buscar algo de comer en la
cocina. Al abrir un armario se le vinieron encima las cajas de galletas y cayeron
todas al suelo (Celina las deja siempre de cualquier manera). Al momento me
oyó llamarla. ¿El tono de voz? ¿El simple hecho de llamarla? Intuición. Por algo
somos hermanas. Salió corriendo y llegó justo a tiempo para sujetarme e
impedir que me abriera la cabeza contra el bidé o el lavabo. Me llevó a la cama
como pudo, donde me repuse levemente, y llamó a urgencias. Me cambió de
nuevo; en lugar de una compresa utilizó una toalla. No tuve que darle una sola
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explicación, ni una palabra (no hubiera podido). Poco después nos vimos juntas
en una ambulancia. Tres días permanecí en el hospital después del legrado. En
el ala de maternidad; qué gracia. Mis hermanas no me dejaron sola ni por un
instante; Julia venía en cuanto podía y Celina se quedaba por las noches. Pero
no proferimos ni una palabra sobre lo sucedido. Hasta semanas después,
incluso. Yo, desde luego, no hubiera podido. Me sentía… No, estaba vacía.
Expulsarlo todo. Sí, lo había expulsado todo. Toda mi vida. Todo lo que era y
había sido. Todo lo que tenía y pude haber tenido. No quedaba nada. Me sumí
en una debilidad extrema. Anímica, pero también física: había perdido mucha
sangre y la anemia campaba por sus respetos. Tuve que atiborrarme a píldoras
de hierro para recomponer mi organismo; y llorar y llorar sin tregua para
terminar de expulsar los residuos de mi vida anterior. No pude dejar de ser
otra.
Ya está, lo he soltado. Tan breve como he podido. Más de tres años para
escribir estos párrafos. Unos párrafos. Cuando la separación, según he
comprobado, me explayé durante páginas y páginas lanzando rabia y bilis
contra Dani, contra todos los hombres y contra todo el mundo. Esto es
distinto…
Me vuelvo a la cama. Estoy desvelada y me duelen mis días y mis
pensamientos. Así que leeré un poco antes de dormir. No hay mal ni disgusto
que resista una hora de buena lectura.
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No todo se fue con mi bebé. Una luz diminuta, apenas perceptible
después de recobrado el sentido, permaneció titilando en medio de la más
nauseabunda nada. Y fue el bebé quien me la dejó. Esa lucecilla, ese minúsculo
deseo era el principio y el todo para construir una vida nueva. Había estado
muy cerca de ser madre y quería volver a intentarlo.
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Sabía que no iba a ser fácil. Después del legrado tuve que esperar varios
meses antes de hacer vida normal porque durante la convalecencia sufrí una
extraña infección. Además, quedaba el principal problema: ¿cómo? No podía ni
quería repetir la experiencia. Una locura aislada es sólo eso, una locura; una
locura repetida se convierte en estupidez. Tuve mucho tiempo para pensar y
llegar a una conclusión. Y llegué a ella. Sólo quedaba una vía.
Adopción. Difícil, tortuosa vía para una mujer sola, divorciada, sin más
apoyo ni aval familiar que dos hermanas solteras. Mis supuestas amigas se
desavinieron cuando les participé mi deseo; alguna intentó convencerme de lo
descabellado de mi actitud.
Con semejante impedimenta, los funcionarios de la Administración
encargada de darme la autorización se cebaron conmigo a la hora de valorar mi
petición y mi aptitud. Debía de ser de las escasísimas mujeres con tales
antecedentes que lo habían solicitado. En tales casos la regla es clara: búsquense
todos los motivos posibles e imposibles para denegar la solicitud. Todo antes
que abrir nuevos caminos. Y, como rezaba el guión, cumplidos los trámites
pertinentes, se me denegó la idoneidad.
Es humillante y doloroso reconocerlo: pensé en apagar la pequeña luz, el
don que se me había preservado. De no ser por el tenaz apoyo de mis hermanas
y el buen hacer de la abogada que me consiguieron, habría renunciado. Di en
mi interior un último voto de confianza no a la fé y a la ilusión, sino al azar.
Y el milagro (¿o la pura justicia?) se realizó. Un tribunal (una juez, al final
siempre se trata de personas) advirtió el error sañudo de la Administración y
ordenó que se realizara una nueva valoración de mis aptitudes por un equipo
independiente; valoración que resultó positiva, pero de validez muy limitada.
La adopción nacional aún me estaba prohibida. En cuanto a la internacional, no
servía para todos los países; éstos también aportaban sus amplias cuotas de
trabas. Sólo Borduria y Hatay aceptaban antecedentes como el mío (es decir,
aceptaban cualquier cosa con tal de quitarse de encima pequeñas molestias
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lloronas); y el segundo de los países estaba a punto de derogar sus leyes y
permisos de adopción. No había mucho que pensar. Aunque, entre tanto
escollo, surgió una nota positiva: Borduria no tardaba más de tres o cuatro
meses en tramitar los expedientes (eliminan rápidamente las pequeñas
molestias).
Nueve semanas (contadas una a una) después de obtener mi idoneidad
como adoptante y cumplimentar con la agencia de adopción el sinfín de
obligatorios documentos, me asignaron una niña; una niña de nueve meses con
unos informes de salud inmejorables llamada Smirna. Una asignación
acompañada de una pregunta grotesca: «¿Está usted de acuerdo con la
asignación efectuada o prefiere cambiarla según su indicación de
preferencias?». No me lo creía. Hube de preguntar más de una vez si se trataba
de un error de traducción. Y me recordaron unas casillas absurdas tituladas
preferencias que figuraban en la solicitud inicial y me obstiné en dejar en blanco.
Pero ya nada importaba de todo eso. Y por una razón en especial: la foto.
Una foto de calidad infame en la que una niña muy pequeña se enfrentaba a la
cámara con ojitos de sorpresa y expresión rebelde. La primera imagen de mi
hija. ¿Qué decir de mi corazón desbocado y mis lágrimas de victoria siempre
inconclusa?
No todo se fue con mi bebé. Me dejó el legado más precioso. Me hizo
madre de verdad. Se fue para traerme a la pequeña Smirna.
···································
Arranqué con muchas ganas, pero ahora me vuelve a costar esfuerzo
tomar el bolígrafo. Sentarme ante hojas en blanco. Quizá se deba a la
irresistibilidad del pasado. No lo poseo, se me escapa. No termino de librarme
de su sombra, pero ya no lo tengo. Sólo tengo futuro, aunque también es volátil;
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o peor, incógnito. O quizá es que ya he expulsado todo; todo lo que aún resistía
de mí.
Así pues, seguiré por lo menos difícil.
Ayer nos visitó nuestro tío, después de los años. Estuvimos cenando en
casa y lo pasamos bastante bien; demasiado bien, porque acabamos tardísimo
(me he pasado el día medio ida y tengo las mandíbulas desencajadas de tanto
bostezar). Es nuestra única familia. Nuestro padre, por llamarlo de algún modo,
también se supone que lo es. Aunque no para mí. Nos dejó, nos ignoró, así que
dejó de serlo. Yo le ignoro todavía más. No merece más palabras.
Jaime sigue teniendo el aspecto de un playboy mal vestido. A pesar del
lamentable aspecto de esos trajes mal cortados con que maltrata su porte, sigue
pareciendo muy guapo y elegante; como lo era mamá. Los años no le han
estropeado, a pesar de las condiciones en que vive allí, en la misión de San
Teodoro. Nos ha contado lo suficiente para estropearnos la cena (o casi).
Miseria y destrucción, en resumen. Y él allí, tratando de vaciar el océano con un
balde; sin cansarse, sin protestar, sin mirar más allá de sus propósitos. Lo suyo
es voluntad, fuerza, vocación. No sé si todos los jesuitas serán iguales. Supongo
que no, habrá de todo, como en todas partes; pero arrastra por momentos, y
dan ganas de seguirle.
De entrada una piensa lo más fácil: cómo diablos tenemos la osadía de
preocuparnos por nuestras insignificantes cuitas, habiendo tanta gente con tan
grandes sufrimientos, existiendo tanta miseria y destrucción. Así lo he creído
siempre. Sin embargo, hoy pienso que esa reflexión es una trampa. Cada cual
carga con sus propias miserias, se debate contra la destrucción propia (de sí
mismo o de los suyos).
Es necesario que haya gente como Jaime, voluntades como la suya; pero
no lo es menos que los demás nos mantengamos firmes en nuestras casillas del
tablero. Algo en modo alguno fácil para muchas de nosotras. Es más, estoy
convencida de que, en cierto modo, lo nuestro es igual de duro. Quien tenga
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que perdonarme que me perdone, pero es lo que honestamente pienso. No sé
cómo matizarlo. No es mucho más fácil vivir que sobrevivir; el azar, juez y
parte en todo, no distingue al colocar sus trampas. Celina dice que es más
cómodo derribar un muro y volver a levantarlo que reparar una grieta surgida
en un lugar incómodo (o algo así, con más jerga técnica). A eso me refiero.
Tampoco estoy muy inspirada. Con lo que me gusta (¿o me gustaba?)
escribir, cada vez se me antoja más engorroso. Todo aparece cada vez más
difícil. Pesimismo nocturno. Será mejor descansar y probar otro día.
···································
Celina se nos va. Se va con Jaime a San Teodoro. No me podré
acostumbrar jamás a la idea de no tenerla con nosotras. Me he tenido que tragar
las lágrimas, mi egoísmo lacrimoso, porque es lo mejor para ella. Sin duda.
Necesita un revulsivo, sí. Aunque dudo. Dudo: no sé si será un deseo
demasiado riguroso y repentino. Celina es fuerte, pujante, como las demás; me
consta, aunque no haya tenido demasiadas ocasiones para demostrarlo. Pero
ocurre que Julia y yo hemos recibido los reveses de uno en uno, no todos a la
vez. A lo mejor estoy exagerando y no todo es tan terrible. Jaime ha dicho que,
por muy duro que sea, tiene sus compensaciones. Al menos, y por fin, va a
hacer algo provechoso para sí misma y para otros. Dejará esta vida inane en que
se halla envuelta no sólo por su culpa, sino también por la de quienes la hemos
protegido en exceso (empezando por su padre). Ser la pequeña de la casa le ha
hecho más daño incluso que su defecto físico. Es la más guapa y la más
inteligente de las tres; ahora espero de todo corazón que sea también la más
satisfecha. La más feliz. Mi pequeña Celina… Cabe la posibilidad de que no se
vaya definitivamente. Primero estará unas semanas comprobando si puede
adaptarse al nuevo plan de vida. Si es así, volverá para arreglar sus cosas y
prepararse para una larga temporada (eso han dicho); si no, volverá para
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quedarse. Pero, conociéndola, no creo que vuelva. La voy a echar de menos.
Qué vida tan miserablemente tópica. Mientras estaba aquí no le hacía ni caso; o
le recriminaba su actitud continuamente…
¿Por qué todo, hasta lo bueno, tiene que ser tan duro? ¿Por qué nada nos
resulta mínimamente fácil, y hay que arrancárselo a la vida con lucha y precio?
¿Les ocurrirá a los demás lo mismo? ¿O no se dan cuenta?
Luego Julia se ha puesto en evidencia a causa de su mal llevada relación
con Martín. ¡Pobrecilla! Entre Celina y yo le hemos dado un repaso difícil de
olvidar. Y con razón. Es como si se hubiera propuesto ahogar cualquier
sentimiento confortante, y ese hombre es de lo mejor que podría ocurrirle en la
vida. En todo caso, me he mostrado muy dura con Julia. Esa dureza, esa actitud
de lucha continua parece no querer abandonarme ni en la intimidad, ni con mis
seres más queridos. Luchas, peleas, sacrificios… ¿Es que no hay otro camino?
¡Estoy tan cansada!
···································
El otro día Celina me recordó mis tiempos de excelencia literaria, de
emperatriz de las letras. Emperatriz revolucionaria, claro. ¿Qué otra cosa se
puede ser a los diecisiete años? Nunca he mencionado sino de refilón esa época
en este diario; será porque lo empecé más tarde, cuando tamaña revolución se
había extinguido.
Lo recuerdo con más nostalgia que vergüenza. Éramos un grupito de
compañeras de colegio dispuestas a dejar en evidencia a toda la carcunda de la
nouvelle vague, de la beat generation y de cualquier otra tendencia que ya
considerábamos pasada de vueltas con que pretendían lavarnos el cerebro los
profesores o las revistas literarias. Según Celina, yo era la líder indiscutible; las
demás me seguían como perritas falderas, aunque sólo por motivos
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inconfesables, ajenos, en todo caso, al estrictamente artístico. Yo no lo recuerdo
así; lo cual no quiere decir nada, conociendo mi carácter.
Toda mi ilusión era convertirme en escritora. De culto, famosa, maldita,
controvertida, escandalosa o lo que fuera, pero siempre escritora. Ni siquiera
cuando me matriculé en la Facultad de Economía (por las presiones de mi
padre y la aquiescencia de mamá) dejé de albergar ese empeño. Sólo el tiempo
fue capaz de anularla. El grupo se dispersó: unas se fueron a Filología y otras al
extranjero, a no sé qué; y a mí me atrapó en la Facultad un grupo de empollonas
a las que permití comerme el tarro. Para el segundo año ya no escribía nada que
no tuviera relación con el análisis macroeconómico o la matemática financiera.
Supongo que en aquella época sobrevino mi ansia competitiva.
Nunca tiré mis escritos. Por apego, no por valía; aunque sí hay ciertas
cosas bastante buenas, he de reconocer. Comparándolas con estas líneas, se
diría que pertenecen a personas distintas. Las primeras páginas del diario (qué
poco me gusta este nombre) sí se parecen aún a mis escritos juveniles:
barroquismo, frases largas, sinuosas, preñadas de coordinadas y subordinadas,
de adjetivos, metonimias y sinécdoques, estirando la forma de un fondo rígido.
Con el tiempo, imperceptiblemente, las frases se fueron acortando. Después los
epítetos y los tropos forzados menguaron sin remedio. Hoy no queda sino una
sombra de aquellas luces.
He cambiado sin darme cuenta; y al no darme cuenta no he podido
tomar el timón. Me he dedicado a vagar a la deriva, creyendo llevar un rumbo
adecuado. ¿O no se nota leyendo estos bandazos?
Necesito tranquilidad. Casi aburrimiento. Es la única manera de parar el
mundo (mi mundo) y volver a impulsarlo y a encauzarlo. Debo, puedo. De lo
contrario, no me espera más que la misma agitación y la misma vida a la deriva.
Y con una niña a la que sacar adelante y educar…
Lo tengo todo preparado. Mi maleta y la suya. Me marcho pasado
mañana. No estoy nerviosa. Veremos. Contra todo pronóstico, Celina y Julia me
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están ayudando al máximo. Pensaba que iban a ponerme la cabeza loca con
admoniciones y recordatorios. Todo lo contrario: me oyen, me miman y me dan
ánimos de verdad. Al parecer, vamos escuchándonos más. Paso a paso.
¿Demasiado tarde? Celina se marchará; Julia podría no tardar. ¡Cuánto tiempo,
cuánta vida derramada sin tino ni provecho!
Julia podría no tardar. Sí, las tres nos vamos abriendo. Nos ha confesado
(eso parecía, un secreto de confesión, aunque bienvenido sea) que Marty, o
Martín, estaba esperándola a la salida del trabajo. El pobre se ha tragado
desaires y mortificaciones una vez más, insistiendo en afrontar tan destemplado
amor. Ella no ha podido por menos que acceder a escucharle; se ha dignado a
«darle una oportunidad», según palabras de él repetidas por ella. Celina y yo
hemos sido unánimes: como le vuelva a plantar sin motivo le retiramos el
saludo y el apellido antes de darle una paliza. Se ha reído. Llevaba siglos sin
hacerlo. Mi Julia, mi hermana menor y mayor, espejo y guía, ¡cuánto le debo!
Necesito calma chicha. Siquiera durante estos días.
Lo más probable es que retome estas líneas a mucha distancia (no sólo
espacial) de esta habitación.
···································
Hotel Sznôrr. Habitación 918. Interior y lejos del ascensor, como a mí me
gusta.
Si no fuera porque he venido a encontrarme con mi hija, sería todo muy
desalentador. Al principio lo he achacado al atraso del país, a su falta de
recursos. Pero pronto he comprobado que no es así. Desidia, inoperancia; nada
importa, o no parece importar. Todo se cae a pedazos de puro viejo o, aunque
no lo sea, por falta de cuidado y mantenimiento. Automóviles, edificios, calles,
decoraciones… producen una impresión de ruina más o menos incipiente.
Incluso el propio hotel donde me alojo. Según dicen, es el mejor y más lujoso
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del país; un edificio que domina toda una manzana del centro de Szohôd,
erigido con el estilo constructivista de los años 50. A simple vista se confunde
con uno de esos lugares decadentes en los cuales el paso del tiempo deja un
barniz especial, una mezcla de esplendor estropeado y languidez desaliñada.
Aunque pronto he comprobado que no es así (siento repetirme, no es culpa
mía). Yo he conocido establecimientos realmente decadentes; los he visto en
Lisboa, en Roma, en Estambul, en Biarritz, en Buenos Aires, donde la vejez es
respetable y elegante. Aquí el entorno da la impresión de envejecer zafia y
prematuramente. La mitad de las cosas no funciona; la otra mitad funciona mal.
Eso no es decadente; tiene otro nombre.
Después de cenar (llamémoslo así) he salido a dar un paseo; respirar y
estirar las piernas, entumecidas por un avión clase turista y un autobús
prehistórico. Al verme salir, los recepcionistas no han dejado de repetir, con sus
mejores intenciones, que no me aleje del centro, que así y todo vaya con mucho
cuidado y que regrese pronto; creo que, de haber podido, me hubieran
impedido abandonar el hotel. Ramalazos de decenios bajo una bota militar,
supongo. Sus mejores intenciones. Al contrario de lo que ocurre con los objetos,
las personas sí funcionan. No a primera vista, porque, salvo raras excepciones,
su aspecto es taciturno y cauteloso, con una chispa de hostilidad; hasta que
desaparece con el trato, frío pero cortés, distante pero considerado.
El paseo ha sido breve, desde luego. Poco había que ver. He llegado a la
antigua Plaza de Plekszy-Gladz, una explanada rodeada de edificios ciclópeos
(oficiales, por supuesto), mal iluminada y sin atractivo. Las calles adyacentes,
semidesiertas e igualmente mal iluminadas, apenas mostraban unos comercios
vulgares sepultados en portaladas larguísimas que soportan bloques grises,
mustios, de viviendas u oficinas (no podría distinguirlas). Un par de garitos
abiertos, poco concurridos (clientela masculina), como extraídos de épocas
pasadas, tampoco invitaban a alargar el tiempo.
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Así que he regresado pronto al hotel, para alivio de los recepcionistas.
No es esta habitación un hogar acogedor, pero es lo mejor que hay. Están
esparcidos algunos juguetes y varias ropitas de la niña, lo que sí le da un toque
entrañable.
Lo único positivo de verdad ha sido el guía-intérprete de la agencia de
adopción (de nombre impronunciable, Bejín o similar). Es un joven muy serio,
voluntarioso y algo torpe; acaba de terminar estudios de Medicina, según me ha
dicho, si bien no tiene experiencia ni expectativas de conseguir un trabajo digno
en dicho campo. Se gana la vida con la asignación de la agencia y redactando
una especie de panfletos propagandísticos para el departamento de sanidad del
Ayuntamiento. Ha sido el único punto coincidente con el estándar de la
avanzada civilización finisecular de Occidente. Me irá bien con él. Lo justo, pero
bien.
He llamado a mis hermanas y se han desecho en expresiones de aliento.
Pero me siento un poco sola. ¿Causas? Puede que ninguna, puede que un
centenar.
Eso es todo; no mucho. Tenía que dejar constancia de este día, nada más.
El último. Mañana todo será distinto. No sé cómo. Distinto.
···································
Venía llorando desconsoladamente. Daba patadas y manotazos, se ponía
rígida, gritaba a pleno pulmón. No lo pude evitar: cuando la encargada del
orfanato me le entregó, la dejó en mis brazos, mis lágrimas se sumaron a las de
ella. La primera suma. Me lo había prometido, jurado, miles de veces: «no voy a
llorar, no voy a llorar… es ridículo, de tontas, de ñoñas sin criterio». Palabras,
promesas vanas.
Parecía no tener consuelo. Mi pequeña Smirna no dejaba de llorar. La
estuve meciendo, le ofrecí el sonajero de colores, un chupete, uno de los ositos
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de peluche que le había traído... Nada. No había consuelo. Siguió llorando con
más o menos intensidad durante todo el tiempo que permanecimos en el
orfanato. Sólo empezó a calmarse cuando salimos; se fijó en los coches y
autobuses en movimiento, las pocas personas que pasaban por la calle y en el
taxi que nos esperaba a la salida. A entrar en éste y sentarla en mi regazo, el
llanto regresó. Sólo se me ocurrió tararearle al oído la canción de cuna de
Brahms. Y, como por ensalmo, me miró y se calló. Ella sola se puso el chupete
que le ofrecí. La recosté sobre mi hombro y tomé su cabecita con una mano
mientras seguía susurrando la melodía. Ella fue hipando durante casi todo el
trayecto, recobrando poco a poco la calma, como resignada. Antes de bajarnos
del vehículo, le limpié con un pañuelo la carita llena de chorretones de
lágrimas, mocos y sudor.
Al llegar al hotel, el intérprete (Bakhine se llama, por fin lo puedo
escribir) se ha ofrecido para acompañarme mañana y me ha dado su número de
teléfono para contactar con él en caso de surgir el menor problema. No sé si lo
ha hecho por pura amabilidad o por lástima. La verdad es que tanto el
encargado como el intérprete me han facilitado los trámites y han conseguido
postergar para mañana la firma de las actas notariales. Se han portado conmigo
de una forma exquisita.
Smirna tiene diez meses y veinte días. Todavía no anda; gatea con
facilidad inestable, sobre todo marcha atrás. Y es una suicida: si la dejas sola
encima de la cama o en el sofá de la habitación, parece no dudar en lanzarse de
cabeza (sólo de cabeza) al suelo. Creo que está más delgada de lo normal. Su
cuerpo está recubierto de ronchas rojizas y la piel de su cara y extremidades es
áspera (nada de esa piel suave de bebé). Venía vestida con un chándal viejo,
raído y enorme para su talla; y descalza, sin patucos, ni zapatitos ni unos
simples calcetines. Es cierto que hace calor, pero la pobre no tiene
absolutamente nada, ni un miserable chupete. Es muy débil, y de aspecto algo
enfermizo. Es mi niña.
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Al llegar a la habitación se ha quedado dormida. Nada de extrañar, con
tamaño berrinche. La he acostado en su cuna. Me he quedado mirándola
embobada, llorando en silencio durante casi una hora, el tiempo que ha tardado
en despertarse con otro berrinche desolador. He intentado consolarla en mis
brazos, sin gran fortuna. Pero el biberón ha sido mano de santo. Le he
preparado uno con más cantidad de lo normal para su edad y se lo ha
devorado. No ha sido fácil, sin embargo, dada mi falta de experiencia; además,
debía evitar que se atragantara a cada momento. Al terminar, después de un
par de eructos cuarteleros, ha protestado como si quisiera más, pero no lo he
considerado conveniente; tendrá todos los que quiera, pero sin indigestarse. Es
tan delgadita… no parece una tragona.
Luego he preparado un baño caliente, con esponjas, muñequitos de
goma, jabón sin jabón (así lo llama Julia) hipoalergénico, aceite balsámico y
cremita especial para pieles estropeadas. No sé si alguna vez la habrán bañado;
lo que sí sé es cómo se ha puesto al ver el agua: histérica, aterrada. Ha vuelto a
los manotazos, las patadas, la rigidez, el llanto. Tiraba al suelo los chupetes que
le ofrecía… Casi no podía sujetarla. ¿De dónde sacará esa fuerza siendo tan
pequeñita y tan delgada? No he querido ceder porque necesitaba ese baño (el
agua dejada lo ha demostrado) y porque he de marcarle ciertos límites e
inculcarle ciertas normas desde el principio. Pero no ha sido una experiencia
satisfactoria, precisamente. Después le he puesto un pañal nuevo, una muda
limpia y un vestido fresquito. Su aspecto frágil y compungido ha mejorado un
poco.
Con tanta pelea y tanto trajín se me ha pasado la hora del almuerzo e
incluso ha llegado la de la cena. Al intentar montarla en la silla de paseo ha
regresado su miedo violento: esto no lo he conseguido; como tampoco he
podido sacarla de la habitación. Quizá en este ambiente ha ganado algo de
seguridad y no quiere perderla. He pedido algo al servicio de habitaciones (con
enorme dificultad: el inglés de los bordurios no destaca por su excelencia).
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Luego hemos gateado juntas, hemos jugado con sus muñecos, hemos lanzado
cosas al aire. Pero nada parece complacerla por entero. Se aburre de las cosas y
los juegos con rapidez. Es terriblemente inquieta.
He cenado como he podido un bocadillo incomible (no tengo hambre)
antes de prepararle otro biberón, antes de que lo devorase, antes de que
volviera su llanto inexplicable, antes de que haya caído en un sueño revuelto y
antes de oír llorar emocionadas a mis hermanas (y ellas a mí) al otro lado del
teléfono.
Aunque no es muy tarde, estoy agotada. He dormido muy mal la pasada
noche; hoy se han unido el esfuerzo y la tensión. Pero me resultaba forzoso
escribir estas líneas (que se me antojan deshilvanadas y oscuras). A partir de
hoy sólo me queda un mañana.
···································
Han pasado ya tres días. He tenido que acudir al recuento porque he
perdido por completo el sentido del tiempo y del espacio. Porque Smirna ocupa
todo mi espacio y mi tiempo. Nadie dijo que fuera fácil. Mi pequeña está
contradiciendo todas mis vivencias y reubicando todos mis sentimientos. No,
no es fácil. Al principio creí estar agotada. ¡Ilusa! Estoy alcanzando niveles de
cansancio hasta hoy insospechados. No sólo por tener que andar detrás de mi
gateadora para que no se desgracie tirándose al suelo, tratando de dar sus
primeros pasos o metiendo los deditos en los enchufes; o por tener que
acarrearla (sí, acarrearla como un fardito) hasta la calle para que respire aire
fresco siquiera durante unos minutos (ni que sufriera agorafobia); sino por las
luchas con el biberón y los pañales, las protestas airadas contra el baño diario y,
lo que es peor, por la falta de sueño. Si alguien me hubiera dicho que poseo
tanta paciencia y capacidad de aguante le habría tomado por ignorante. Y si las
mañanas son duras, las noches son horribles. La niña se despierta entre cinco y
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seis veces, siempre con ese llanto capaz de romper el corazón más pétreo. En
algunas ocasiones vuelve a dormirse a los pocos minutos; pero en otras tarda
media o hasta una hora en caer dormida de nuevo. Como si luchara contra el
sueño; como si creyera que al dormirse no despertará de nuevo. Estoy
escribiendo tonterías… ¡Cómo va a tener esa sensación! Su sueño, además, suele
ser ligero y agitado; se mueve mucho, da grititos o lloriquea (¿serán
pesadillas?); se despierta en cuanto oye un ruido algo más fuerte de lo normal.
¿Cómo se habrá sentido en el orfanato? ¿Cuánto habrá sufrido? ¡Si pudiera
remediar al menos un poco esa angustia! ¡Si pudiera actuar ya como una madre
de verdad! Por las mañanas su cansancio la hace estar muy pesada; es decir, no
duerme porque no quiere, no porque no lo necesite. Ambas sufrimos por la
mañana, porque yo, por mi parte, me paso el resto del día entre bostezo y
bostezo; tan cansada estoy que a veces me distraigo y la niña, incapaz de
permanecer quieta, se cae o se da un coscorrón contra la esquina de un mueble
(y de nuevo el llanto desgarrador); o aprovecho sus dos pequeñas siestas
diurnas para dormir un poco más. Menos mal que, de puro cansada, no siento
casi hambre, puesto que la comida del hotel es malísima.
Tengo que dejar esto. No hago más que lamentarme irracionalmente de
lo único bueno que me ha pasado en muchos años, de mi única buena suerte. Se
nota que necesito descansar. Ya seguiré.
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Aunque estuviera en mi mejor momento, y estoy a años luz de ese
estado, no sabría cómo expresar la enorme desazón que he de tragar. Ni
comprendo cómo soy capaz de sentarme a escribir y gastar así las escasas
fuerzas que me quedan. Veo dormir a Smirna hecha un ovillo, acurrucada
contra un rincón de la cuna, succionando ávidamente su chupete… y una
congoja desconocida hasta ahora me ahoga, me quiebra por completo. Me
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disuelvo en un dolor cristalizado por el agobio, la incomprensión y la culpa.
Incluso ha empezado a asaltarme en ocasiones la idea de no ser capaz de
sobrellevar este cuidado, de no servir como madre; la rechazo con rapidez, pero
es un pensamiento que jamás hubiera deseado que me alcanzara. Y es que no es
lo mismo pensar que algo no va a ser fácil a constatarlo en alma y carne propias.
Mi pequeña necesita mucha, muchísima quietud emocional; muchísimo
sosiego, cariño, seguridad. Y yo… ¿se lo estoy proporcionando? Por las noches
sigue despertándose continuamente; la hora del baño no deja de ser un trauma
para ambas; me sigue costando horrores sacarla a pasear; tan pronto me sonríe
como me grita y llora sin motivo aparente. Yo no sé qué hacer muchas veces. Su
sueño es una tortura para mí: casi no me atrevo a moverme para que no se
despierte; pero, cuando llega a dormir tres o cuatro horas seguidas, me asaltan
temores (espectros espantosos de muerte súbita y asfixia de bebés) y de he
asegurarme de que está bien, o simplemente de que respira. Los eritemas
salpicados por todo su cuerpecito no terminan de desaparecer. Le he
preguntado a Bakhine, que es médico, si pudiera ser grave; no me ha sabido
responder con seguridad, si bien a él no le parece importante. Mi intención era
poner una queja ante la agencia, pues los informes médicos nada decían de este
problema; su salud se suponía perfecta. ¿Entonces qué le ocurre? Le he pedido
que gestione una consulta en un hospital. Estoy empezando a preocuparme de
verdad; no quiero descuidarme en este problema, no vaya a ser que traiga
consigo males mayores (si no lo supone ya). Bakhine ha intentado tran-
quilizarme asegurando que los informes médicos de los bebés suelen ser
correctos; sin embargo, no me ha recomendado lo del hospital, sin especificar el
porqué. Me ha conseguido un medicamento antihistamínico por si creyera
conveniente utilizarlo y me ha sugerido acudir, en caso necesario, a un
especialista privado (un alergólogo, epidemiólogo, o algo así). También le he
rogado que procure agilizar en algunos días el regreso. Llevo aquí ocho o nueve
días (ya ni lo sé) y no creo que pueda aguantar una semana más. Me siento sola.
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Una soledad inmensurable. Mis hermanas tenían razón. Insistieron e insistieron
en vano. ¡Soy tan terca! La hermana mayor… ¡quién lo diría! Tiene razón
Celina: las cosas tienen que ser como yo diga, o nada. Si me empeño en ser
madre, ha de ser a toda costa, aunque mi propia hija salga perjudicada y acabe
al arbitrio de una mujer incapaz. La más inestable, la más errónea. El caso es
que no tengo a nadie con quien descargar mi angustia, con quien compartir la
desazón. El pobre Bakhine bastante me ha aguantado y ha hecho por mí; me
daría vergüenza cargarle, además, con todas mis tribulaciones. Aunque, en
realidad, sí que hablo, y mucho. Hablo con la pequeña Smirna. Le hablo de la
nueva familia que va a tener, de los lugares que va a conocer, de todo lo que
vemos y oímos, de ella y de mí, de lo que vamos a vivir y descubrir juntas… Y
ella no pierde el mínimo detalle. Todo lo escucha, lo procesa; y lo mismo hace
con todo lo que ve. Todo es nuevo, todo le llama la atención, lo escruta y
analiza. Ella vive y yo me desvivo. Ni me atrevo a mirarme en el espejo. No
quiero ver una imagen tan patética; y menos en estas circunstancias. Hace dos o
tres o no sé cuántos días que no me ducho, y más de una semana que no me
lavo el pelo (al salir a la calle me lo recojo para disimularlo). Como muy mal,
duermo peor, me siento tan sola y tan responsable de mi hija… Me duele no ser
capaz de afrontar con más recursos estas dificultades. Me duele no sentirme
feliz (odio que a las mujeres siempre nos digan cuándo tenemos que ser felices).
Me duele el miedo que no quería reconocer. Miedo a no ser capaz de algo por
primera vez en mi vida. A no poder ser una madre de verdad, como lo fue mi
madre no con una, sino con tres hijas. Pánico a no identificarme con mi hija, a
no ensamblar nuestras vidas. Me repito, pero es mi pesadumbre constante. ¿Por
qué tiene que ser todo tan difícil, tan jodidamente difícil? ¿Por qué (o quién) a
ciertas personas nos lo ponen todo tan cuesta arriba? ¿Por qué nos tenemos que
ganar cualquier cosa que valga la pena con tantos afanes y sacrificios? ¿Por qué?
¿Por qué?
Necesito cambiar. Y Smirna necesita que lo haga.
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Se acaba de despertar.
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No tengo fuerzas. No tengo deseos. Sólo algunas esperanzas. En este
momento no soy más que un puñado de esperanzas inmaduras. Esperanza:
buena compañía, pero mala consejera. Así me siento contemplando a mi niña
dormida sobre la cama. Estamos esperando al taxi que nos va a llevar hasta el
aeropuerto. El bueno de Bakhine ha conseguido que nos reduzcan la estancia en
dos días. El bueno de Bakhine… Si no me equivoco, pertenece a esa «cierta clase
de hombres» a que se refería Valeria. Lástima que viva en este lejano y abstruso
país.
Nos vamos por fin. He conseguido llamar y hablar con mis hermanas
para prevenirlas. No van a encontrarse con una sobrinita de anuncio, sino una
criatura de aspecto triste y enfermizo, con el cuerpo lleno de eccemas y la piel
casi acartonada. Dicen que no será para tanto, que no exagere ni me preocupe;
pero no quiero verlas desagradablemente sorprendidas. Aunque no sé… Tenían
razón cuando insistieron en acompañarme y no les hice caso. Y es posible que
también la tengan ahora. Ahora, hoy, presente. Ahora espero salir de esta
penosa situación en la que derivo sin memoria ni horizonte. La verdad es que
no puedo expresarme. Sólo quiero querer a mi hija, amarla con todas mis
fuerzas. Embarcarme en una vida cuyas dimensiones no imagino. Sin metas, sin
límites.
Me llaman. El taxi debe de haber llegado.
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Ha sido un instante extraordinariamente maravilloso. No puedo dejar de
recordarlo una y otra vez; y, por supuesto, de anotarlo en este cuaderno de
experiencias (me niego a seguir llamándolo diario).
Ayer por la tarde regresamos de Borduria. Un viaje agotador, lleno de
retrasos, esperas y desesperos, compensado por unas azafatas que se
desvivieron por complacer y entretener a mi niña y, sobre todo, por una
expresión a coro que nos asaltó nada más cruzar la puerta de salida en el
aeropuerto. «¡Qué bonita es!». Mis hermanas, emocionadas, contemplando
arrobadas a la pequeña Smirna, exclamaron con toda sinceridad las palabras
más hermosas que jamás he oído. «¡Qué bonita es!». Una vez más no pude
reprimir las lágrimas; son demasiadas lágrimas torpemente embalsadas durante
años. Ellas tampoco.
La niña, cansada y aturdida, se dejó llevar; se dejó bañar sin gritos por
primera vez; y se dejó dar su biberón sin sobresaltos. La acosté. Yo fui detrás a
dormir; Julia y Celina comprendieron que tendremos mucho tiempo para
hablar.
Luego ha llegado lo más extraordinario: Smirna ha dormido toda la
noche de un tirón. Se ha despertado haciendo ruiditos y jugueteando con sus
chupetes, no envuelta en llanto. Yo, al abrir los ojos, pensaba que aún sería de
madrugada, como de costumbre. Pero la luz filtrada por las ventanas y el
despertador de la mesilla (eran más de las ocho) me han sacado del error.
Y más. Al acercarme a la cuna me ha sonreído. Una sonrisa. Una sonrisa
larga, larga. La más larga de sus días. Cálida, inocente. Una sonrisa que se ha
ampliado al sumarle yo la mía. Nuestra segunda suma.
Hemos comido, jugado, reído, sesteado y paseado todas juntas. Smirna
ha sufrido alguna rabieta, pero nada que ver con las de días pasados. Su
inquietud se ha diluido entre los seis brazos que pugnaban por sostenerla. Todo
ha sido (¿y será?) diferente.
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«¡Qué bonita es!» Sí, mi hija es bonita; es preciosa, y lo será más cada día.
Y duerme. Y sonríe como un ángel.
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Quizá me precipité un poco pensando que las cosas podían cambiar de la
noche a la mañana.
Llevamos ya cinco días en casa. Celina se ha marchado hoy a San
Teodoro; volverá dentro de unas tres semanas o algo más. Era un apoyo
magnífico estando todo el día en casa. Pero sigo yo (aún no me creo lo de este
permiso; tengo la impresión de llevar años sin trabajar). Y Julia no quiere
perderse un minuto de estar con la niña; alguna vez hasta la he tenido que
obligar a salir de casa.
Han sido unas jornadas muy intensas; de mucha comunicación, de tiras y
aflojas, aceptaciones y rechazos, de actividad incesante. Smirna sufre a veces
una especie de indescifrables ataques de pánico, en los que llora con rabia. Los
eccemas y granitos de su piel apenas remiten; ya hemos probado varias cremas
de farmacia sin éxito. El pediatra le hizo una revisión a fondo y la encontró en
buen estado de salud física y psíquica; dijo que ese problema remitirá
persistiendo en la higiene y la alimentación con vitaminas y proteínas
suficientes. «Menos biberones y más sustancia». Pero hay comidas en las que
tenemos que montar auténticas funciones teatrales para conseguir que abra la
boca. También ha recibido (muy mal) sus primeras vacunas. Incluso han
retornado los problemas con el baño. Y vuelve a despertarse algunas veces por
las noches. No es como en los días de Szohôd, pero me preocupa. En ocasiones
me puede la tensión y el cansancio. Si no fuera por la ayuda de mis hermanas es
probable que todo siguiera marchando a peor.
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Quizá me precipite de nuevo al pensar que no hay manera de cambiar las
cosas; que haya problemas invisibles (al menos para mí) o sin reparación
posible.
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Me alivia más de lo imaginable juntar estas palabras inconexas. El
porfiado cariño de Julia y estas ruinas escritas sirven para recargar mi
capacidad de resistencia, que diariamente vacío con mi pequeña Smirna. Así,
entre impulsos inaprensibles y descansos intermediados, pasan los días,
menguan las fuerzas y se estrechan los lazos. Sí, la relación es dura, pero cada
vez menos difícil y más estrecha. No sé cómo, pero me identifico más con ella,
con su sufrimiento, su desamparo (aunque todavía no lo he asimilado para mí
misma). Por eso me siento culpable; y, en último término, agobiada. Culpable
por transmitirle ese agobio, por salpicarla con mi inseguridad. Culpable por no
permitir que se sienta relajada; que se sienta en su casa, en un hogar, con una
madre de verdad. Salvo cuando está Julia, o en su breve siesta del mediodía, no
puedo ni sé moverme sin ella. Si hace gestos raros, o no duerme, o no come,
pienso que tiene algún problema serio. Hablo con otras madres, la comparo, me
comparo; al final tengo que reprimir la angustia. Y así me vacío y me pierdo.
Julia se esfuerza en darme ánimos y consejos. Todos muy sensatos y fáciles de
aplicar a simple vista. Yo reflexiono y me hago propósito de cumplirlos. Sin
embargo, a la hora de la verdad una nada irresistible me atenaza, derramo
torpeza tras torpeza y vuelvo a caer en ese círculo vicioso. Esta tarde me ha
venido a la mente lo que me dijo un día Valeria, mi compañera de trabajo, sobre
la responsabilidad desmedida. Según ella, hay personas en las cuales el sentido
de la responsabilidad llega a degenerar, creciendo como un cáncer y
destruyendo su equilibrio anímico y afectivo; la diligencia, el afecto y el
cuidado decaen poco a poco, transformándose en obcecación, egoísmo y
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apremio. No es difícil imaginar cómo acaban sus relaciones personales.
Preocupada, se lo he contado a mi hermana y le he preguntado si yo soy una de
esas enfermas de responsabilidad. Me ha respondido que no… todavía. Pero le
ha impresionado mucho ese diagnóstico. Por lo visto, conoce a alguien que
responde a esa descripción. Yo no encajo (me fío de Julia, le confiaría mi vida; o,
aún más, a mi hija). Pero si continuo por el mismo camino puede que engruese
la lista. Ahora me incumbe a mí rectificar el rumbo y librar a mi pequeña de ese
mal.
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Hoy la felicidad ha regresado al alma y al cuerpecito de Smirna. Y, en
consecuencia, también al mío.
Al despertarme por la mañana he visto que ella ya lo había hecho; y no
envuelta en llanto, sino descansada y en paz. Ha dormido otra vez sin
interrupciones. Nada más verme despierta me ha dedicado su sonrisa, indecible
de puro hermosa. Yo se la he devuelto: volvemos a sumar. Nunca me había
dominado una sensación de semejante intensidad. Un fragor de calidez, un
acceso de inmaterialidad...
Es ridículo que siga concatenando palabras de insignificancia casi
absoluta respecto de la idea que quisiera expresar. La idea de un cuaderno de
experiencias sirve, sin duda, de alentador espejo para un sinfín de situaciones,
pero no para una madre recentísima; no, al menos, para la madre de Smirna.
Quien empieza a preocuparme es Julia. No ha venido a dormir la pasada
noche. Es mediodía y aún no ha llamado. Ya sé que es fin de semana, tiene
derecho a divertirse (en su caso, más bien tiene obligación) y es sobradamente
mayorcita para obrar a su antojo. Pero no es normal que actúe de esta manera.
Salía con su Martín, un hombre responsable. A veces demasiado. No, rectifico:
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un hombre, al contrario que una mujer, nunca es demasiado responsable. En
cualquier caso, si no llama ni aparece a lo largo del día tendré que hacer algo.
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Julia ha llamado. Está perfectamente bien; ayer no pudo avisarme por
razones «que ya te contaré».
Tal y como he sugerido en alguna página anterior, y tratándose de mi
hermana, he podido ver con total claridad por el teléfono su sonrojo al intentar
explicarse. «Mañana entro de tarde, vendré pronto por la mañana, para dar el
desayuno a Smirna», y cosas por el estilo. Por supuesto, le he recordado que no
tiene por qué darme explicaciones, sino vivir su vida. Y le he prohibido venir
pronto.
He visto cómo se sonrojaba, sí, y también he palpado a flor de sus
palabras la dulzura de sus sentimientos, normalmente oculta y encerrada
debajo de siete llaves en sus adentros. Y eso me produce una inmensa alegría
porque, tratándose de Julia, no puede dejar de ser algo bueno, quizás óptimo.
¿Será que empiezo a sentir y comprender como una verdadera hermana?
Smirna duerme. Acabo de asomarme a su habitación. No está
acurrucada, hecha un ovillo contra un lateral de la cuna, sino boca arriba, con
los bracitos un poco abiertos y el chupete caído a una costado de su carita de
ángel. Relajada por completo. Parece sentirse segura. Al menos esa es la
sensación que he tenido. Ya no me pesa tanto la angustia de sus despertares, sus
enfados; no sólo porque han remitido algo, sino también porque empiezo a
encararlos mejor, con más recursos (los que ella misma me proporciona) y más
éxito. ¿Será que empiezo a sentir y presentir como una verdadera madre?
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Llevo unos cuantos días sin escribir. Todo mi tiempo lo dedico a vivir
con Smirna. Vivir, con todo y sólo su significado.
No puedo explicar cómo o por qué ha ocurrido. Sin darme cuenta, las
cosas entre mi hija y yo han mejorado mucho. Su sueño, sus enormes sonrisas al
despertar, sus juegos… y los paseos, los baños y las comidas, que tantos
sinsabores nos costaban, han pasado a ser motivo de alegría encadenada. Por
fin sumamos nuestras existencias de continuo.
¿Será casualidad que Julia esté encontrando un camino hacia la
estabilidad emocional al mismo tiempo? Su desenfoque, su exterior brumoso y
translúcido se aclara día a día. Y la alegría que está dejando florecer también
alcanza a su sobrinita. A veces, cuando las veo juntas, jugando, bromeando,
enseñándose la una a la otra sus mejores reversos, tengo que contener las
lágrimas. Son escenas ya indelebles en mi mente; escenas que ni en el más
iluminado de mis sueños hubiera concebido.
Sería demasiado largo de narrar la manera estrambótica, estrambótica
tanto por la situación como por lo simple, de encontrar un criterio vital con el
que ha topado Julia días atrás (aquella noche en que no regresó a casa);
demasiado largo para estos apuntes de experiencias. Lo único importante es
que lo ha conseguido por el momento. Acaba de empezar, como yo.
Mi Julia, callada y grave; dulcemente gris; sabia y sencilla. La joya de la
familia, ignorada en su bondad rebelde. Siempre ahí, necesaria y desapercibida.
Nunca tendrá cuanto se merece, porque se merece todo. Lo perfecto y absoluto.
Y yo no puedo ofrecerle sino una ínfima parte de ese mérito.
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Aprendemos juntas.
Unas sencillas, cariñosas mañas facilitan nuestra armonía. Puedo dejarla
en su cuna con algún muñeco o juguete mientras me visto o me aseo; puedo
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tenerla junto a mí, sentada en su trona, comiendo o jugando con trocitos de pan
o de frutas, mientras preparo su comida (o la de su mamá y su tía) o mientras
como; puedo aprovechar sus siestas para arreglar la casa, planchar, leer, escribir
estas líneas o simplemente descansar. Podemos vivir juntas sin coartarnos la
una a la otra. Mi respiro, a fin de cuentas, es su seguridad. Sí, aprendemos
juntas.
Y también salimos juntas a pasear. En el parque ha conocido a otros
niños y niñas; le gustan. Ya aprecié, desde aquel primer día, que es muy
expresiva; pero también, en contra de lo previsto, es muy sociable. Sólo
necesitaba una oportunidad para demostrarlo.
Sí, vivimos juntas: aprendiendo a caminar, probando nuevas comidas,
estrenando habitación propia, chapoteando en la piscina, escuchando música de
todas clases, probando la resistencia de los juguetes… Todo lo observa, lo
procesa, lo asimila, minuciosa, exhaustivamente. Su desarrollo no deja de
asombrarme y conmoverme. El más hermoso de mis sueños de madre se ha
vuelto insignificante comparado con estas vivencias.
Hemos aprendido últimamente a acostarnos relajadas por las noches.
Después de cenar, Smirna duerme de un tirón rodeada de sus muñecos y sus
chupetes. Porque ahora lo sabe: mañana habrá más comida, más juegos y
palabras, más mamá, más tía, más amigos, más amor y mucho más. Nadie
vendrá a quitarle nada. Sabe que cuando me llame, acudiré; cuando llore,
intentaré consolarla; cuando no pueda hacer algo, allí estaré para ayudarla. Allí
estaré siempre. Nunca estará sola. Estamos aprendiendo a conocernos mirando
al futuro.
Estamos aprendiendo a querernos.
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Celina ha regresado, impresionada y sugestionada. Pero, como preví, se
marchará de nuevo a San Teodoro; esta vez de forma definitiva. Dos o tres años,
calcula ella; yo, varios más.
Julia sigue discerniendo su vida y sus circunstancias; sólo le falta fiar y
porfiar en sí misma.
Smirna ha terminado de descubrir a los demás: sus tías, mis amigas, los
demás niños… Un entorno muy sugerente para ella. En cuanto conoce a una
persona nueva, en seguida la calibra, mide las distancias entre ambas y se suelta
con sus pautas a conquistarla. Es matemático. ¡Qué decir!
Yo, con mi hija, largando las amarras de mi nuevo tiempo, me he
transformado en algo futuro.
Ahora, hoy, las cuatro somos futuro.
Hoy, en este día, hemos vivido las cuatro bajo el mismo techo. No se
repetirá muchas veces, pero ha valido la pena.
Estamos aprendiendo a querernos.
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GYMNOPEDIA II
(Lento y triste)
CELINA
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CELINA, JULIA Y EMMA.
EMMA.- Ya ni me acordaba de la última vez que estuvimos las tres juntas,
así, en una misma habitación, en la misma mesa.
JULIA.- Y menos a la hora del desayuno. Esto parece la conjunción de los
planetas.
CELINA.- ¿Eso es una indirecta?
EMMA.- ¿El qué?
CELINA.- Lo de la hora.
JULIA.- ¿Y por qué iba a serlo?
CELINA.- Porque siempre estáis con ese rollo de que si estoy de juerga
todo el día por aquí, que si no paro en casa por allá…
JULIA.- Anda, no seas tan susceptible. No he querido decir más que lo que
he dicho. ¿Es que alguna recuerda la última vez que desayunamos juntas, aquí
o en otra parte?
EMMA.- Sí, yo sí. Creo… Fue allá en el otoño del cincuenta y seis. ¿O fue
en el cincuenta y siete?
CELINA.- Payasa.
EMMA.- Si tú lo dices... Pásame otra tostada.
JULIA.- ¿Queréis más zumo?
EMMA.- Queremos que estés quieta, sentada y tranquilita. Si quieres,
pásame la mermelada. Esa no, la de naranja.
CELINA.- Estás muy gacetilla últimamente, hermanita.
JULIA.- ¿Yo? No sé a qué te refieres.
CELINA.- Sí que lo sabes. ¿Nos lo cuentas tú misma o voy a tener que
preguntárselo directamente al bueno de Marty?
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EMMA.- ¿Marty? ¿Qué Marty? ¿Tu amigo?
CELINA.- El mismo.
EMMA.- Ah, pero… ¿Es que…?
JULIA.- ¡No!
CELINA.- Sí. A ver, Julia, ¿cuál es el problema? No entiendo qué es lo que
te pasa...
JULIA.- A mí no me pasa nada, ¿y a ti?
CELINA.- Otra vez. Mira, no quiero discutir. Era una broma inocente,
¿vale? Pero, de todos modos, no sé por qué te alteras tanto.
JULIA.- Me voy a hacer más zumo. Ahora vuelvo.
CELINA.- Julia, por favor…
[JULIA SALE]
EMMA.- ¿Me quieres explicar qué ocurre?
CELINA.- Shhh… Baja la voz. Está saliendo con Marty. Bueno, sólo han
sido un par de veces, y al cine y eso, muy pureta y muy formal. Ya sabes cómo
es Marty.
EMMA.- Y sé cómo es mi hermana. Así, de entrada, no hay tío con huevos
para tocarla siquiera.
CELINA.- Pues eso. Está histérica con el asunto. O sea, salta a la menor, no
para quieta, no sé…
EMMA.- Más motivos debería tener yo para estar histérica, y no lo dem…
CELINA.- Tú te los aguantas. Ella no puede.
EMMA.- Yo…
CELINA.- Tú. Cada cual es como es. Si te pinchan ahora mismo, no te
sacan ni gota de sangre. ¿O crees que no me doy cuenta? Pero casi ni se te nota.
Estás hecha… o te han hecho así.
EMMA.- Ya. Pero el caso es que últimamente no me entero de nada.
[JULIA ENTRA]
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JULIA.- Porque últimamente ni nos vemos. Parece mentira que vivamos
juntas. ¿Quién quiere más?
EMMA.- Yo, un poco.
CELINA.- Yo no, gracias.
JULIA.- Tampoco creas que las demás estamos tan al tanto de las cosas.
¿Al final cuándo te vas?
EMMA.- Ej… dame un poco de azúcar. ¡Qué amargo está esto! El
veintinueve.
JULIA.- Eso no son ni dos semanas.
EMMA.- Es el jueves. De esta semana que viene no, de la siguiente. El
avión sale a primera hora, aunque primero me llevan a tomar por saco a hacer
un transbordo. Ya tengo los billetes, el pasaporte, la ropita… todo.
CELINA.- Ya sé que lo hemos hablado, pero yo no tengo otra cosa mejor
que hacer y…
EMMA.- No, no y no. ¿Cómo tengo que decirlo? Es algo que debo afrontar
yo sola, sin nadie más. Ya me dirás qué voy a hacer si no puedo sacar adelante a
la niña yo sola durante unos días.
CELINA.- Si no es eso. Es que pueden pasar mil cosas, y tener al lado a
alg…
EMMA.- ¡Coño, que no! He dicho que no y se acabó. ¿Vale? Ah, pero no te
creas que vamos a pasar por alto tu cumpleaños.
JULIA.- Es verdad, es el domingo que viene. Vamos, cariño, ponlo un
poco fácil para variar. ¿Qué podemos regalarte?
CELINA.- Qué mal cambiáis de tema.
EMMA.- Déjame que lo adivine con mis portentosas dotes telepáticas.
Eh… vamos a ver… Ya lo sé. ¡Nada!
CELINA.- Exacto.
EMMA.- Allá tú. A nosotras nos da igual, ¿verdad?
JULIA.- Sí. No vamos a dejar de darte tu regalo, te guste más o menos.
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EMMA.- Hay cosas que no van a pasar y otras que no van a dejar de
hacerlo. Al menos mientras yo esté aquí.
JULIA.- Y yo.
CELINA.- Joder, siempre igual. ¿Es que no os dais cuenta? Si os digo que
no quiero nada es porque no sé lo que quiero. Lo he tenido todo y lo tengo todo.
Vivo como quiero, todo me da igual. Me he pasado la vida siendo la niña
malcriada, sobre todo cuando estaban papá y mamá. Y vosotras no dejáis de…
seguís siempre con lo mismo.
EMMA.- Cielo, no te pongas así. Te queremos, nada más.
JULIA.- Y mucho. No es por…
CELINA.- Ya lo sé. Sé que me queréis y hasta me idolatráis sin motivo.
Pero no se trata de eso. Me queréis, sí, pero ¿me comprendéis? ¿Llegáis a
comprender cómo soy?
JULIA.- Pues claro que sí.
EMMA.- Claro que te comp…
CELINA.- No, no os engañéis. Lo creéis, pero no es cierto. Y ni siquiera me
queréis tanto como pensáis.
JULIA.- ¿Pero qué dices? ¿Por qué dices eso? ¿Por qué ahora? Nunca nos
habías dicho nada de…
CELINA.- Bueno, pues a lo mejor va siendo hora. ¿Y ese silencio? ¿Alguna
más quiere café?
JULIA.- Sí, un poco más.
EMMA.- Y yo. Creo que voy a necesitarlo. A ver, ¿qué es eso de que no te
queremos?
CELINA.- No, espera, yo no he dicho eso exactamente. Lo que quería decir
es que… creo que se puede querer a alguien sin comprenderle bien, o sin llegar
a conocerle del todo.
EMMA.- Estoy segura.
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CELINA.- Pero será un amor sin verdadera base. Sin esencia. Será un amor
ciego, incondicional, loco… todo lo que se quiera, pero no un amor arraigado,
firme, que procure serenidad, felicidad.
EMMA.- ¡Felicidad! ¡Qué palabro!
JULIA.- Celina, cariño, ¿es que no te queremos lo suficiente? ¿Acaso te
hemos hecho infeliz por no quer…?
CELINA.- ¡Y dale! ¡Que no! No es eso. Sólo hablaba de distintas formas de
querer que pueden ser chocantes, contraproducentes… Ya me entendéis. Pero
no estaba refiriéndome a vosotras. Además, si no soy… si no fuera feliz, no
sería culpa vuestra ni de nadie más. Sólo mía.
JULIA.- Por lo visto, nosotras no te hemos ayudado mucho.
CELINA.- No se trata de ayuda, se trata de… cómo decirlo… Todos,
mamá, papá, vosotras… todos me habéis querido mucho, pero sólo por ser lo
que soy, la hermana pequeña, la hija bonita… no por ser como soy. Os hubiera
dado igual que fuera una ladrona, una asesina o una zafia sin escrúpulos. O que
fuera una santa. Me hubierais querido lo mismo. Sin condiciones. Desde el
principio estuve condenada a que me quisierais por lo que soy, no por ser como
soy. En su día preferí seguir así, dejarme llevar. Todo el mundo adorándome.
Todos ciegos queriéndome a rabiar sin… Al final, ¿quién sabe de verdad cómo
soy? Ni yo misma lo sé. Tendría que ponerme a pensarlo… y os juro que no me
apetece nada.
EMMA.- ¿Y qué? Tú no eres… no eres nada de esas cosas que has dicho.
Al contrario, eres un encanto, eres dulce, inteligente…
CELINA.- Y además guapísima, ¿no? Claro, lo tengo todo. Y vivo de las
rentas que me pasa mi padre. Qué desastre de niña. No le falta de nada y
encima se queja. ¡Habrase visto cosa igual!
EMMA.- No termino de comprender por dónde vas.
JULIA.- ¿Por qué esa amargura, cariño? No sé… no sé qué decirte.
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CELINA.- Es que no tienes por qué decir nada. Sólo intenta
comprenderme, nada más. Soy muy dulce, soy un encanto, ¿no? ¿Y de qué me
sirve? ¿A quién le importa que seas dulce o no lo seas? Vosotras también sabéis
algo de eso, si no me equivoco. La gente sólo ve en mí una cara bonita y algunos
un cuerpo apetecible. Hum, ¡qué bien! Pero en cuanto aparece mi pie derecho…
¡Zas, se acabó! La guapa coja. Desde que era una cría. ¿O es que ya no os
acordáis de las palizas que endosabais a diestro y siniestro cuando se reían de
mí? Ah, pero ojo, que no me acordaba, soy la más inteligente, la Einstein de la
familia, cómo no. Insisto, ¿y para qué? Además, es mentira, no soy ni más ni
menos que vosotras. Si acaso menos. Tendré mucha cabeza, mucha capacidad y
todo eso que se dice, pero sólo soy una inútil.
JULIA.- ¿Qué vas a ser una…?
EMMA.- ¡Y una mierda, Celina! No mientas. Siempre nos has sacado
ventaja en todo. Lo hacías todo sin esforzarte, sacaste la carrera como el que da
un paseo, y la número uno…
CELINA.- No tiene mérito.
EMMA.- ¿Cómo que no?
CELINA.- Me gustaba, eso es todo. Estudié lo que quise, lo que me
apasionaba, por eso se me dio bien. No hay más historia. Papá me lo inculcó
desde niña casi sin querer. Ya sabéis la vieja historia. Como no podía hacer otras
cosas, tenía mil juegos de construcciones, mecanos, maquetas… Él empezó, y
luego vino toda la familia con lo mismo. A veces me iba yo sola a las obras que
había por el barrio o en los alrededores, cuando levantaban edificios o cuando
construyeron el parking, y me quedaba embobada mirando cómo excavaban,
cómo levantaban, por dónde…
EMMA.- Ya lo sabíamos.
CELINA.- Vaya… Ahora me... Creía que nadie me veía.
EMMA.- Nunca te hemos quitado el ojo de encima.
JULIA.- Para bien o para mal.
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CELINA.- Es que me gustaba. Siempre me ha gustado, me ha apasionado
crear, construir, dar una forma real a las cosas que imagino… vencer el reto,
calcular las resistencias, eliminar la nada... Ya lo sabéis. Es mi pasión, mi
habilidad. No me cuesta nada. Pero me crié en una burbuja con mi familia y
esos sueños, y lo único que se me da bien es quedarme dentro de ella. Ya no me
atrevo a salir... y aunque me atreviera, no sé si querría volver a salir.
EMMA.- Entonces tienes que romperla. Romper esa burbuja.
CELINA.- ¿Romperla? ¿Me habláis ahora de romperla, cuando vosotras
mismas la habéis mantenido a toda costa?
JULIA.- ¿Nosotras? ¿Cuándo hemos hecho eso?
CELINA.- Siempre. Sobre todo desde la muerte de mamá. Desde
entonces... nos encerramos en nosotras mismas como ostras. Y claro, a mí me
protegisteis más aún, porque os servía también de consuelo, como una especie
de refugio para vuestros propios dolores. Tú, cuando estabas a punto de
separarte de tu marido. Y tú, otra que tal baila, dando coces a todo macho
viviente por el mero hecho de serlo, sin ton ni son. Estabais tan dolidas... Y más
tarde volvieron a repetirse las cosas.
EMMA.- Todo eso es agua pasada, no puede servir de explicación.
CELINA.- ¿Ah, no? El agua pasaría, pero yo me quedé en el mismo lugar,
ahogada con tanto cariño y protección. Protección frente a no sé qué, todo sea
dicho. He vivido siempre tan, tan, tan protegida, tan sobreprotegida, que nunca
ha habido nada malo, nada feo, nada doloroso para mí, o, al menos, estaba tan
cegada que no podía verlo. Hasta… Por ejemplo, vosotras sabéis a qué se debió
esta malformación del pie, ¿verdad? Yo, no. ¿Os lo podéis creer? Sé que se debió
a un problema en el parto y nada más. Nunca me lo dijeron, se me ocultó, como
todo lo demás que no fuera bueno. Ni mamá, ni papá, ni vosotras, nadie me
habló abiertamente de ello, y yo aprendí a no preguntarlo, a no mencionarlo
siquiera. Sólo los demás me lo veían, o se reían de mí, y vosotras salíais a
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apalearles, sin más, sin darme argumentos para que yo supiera defenderme por
mí misma. Y eso es sólo un ejemplo.
JULIA.- ¿Y tus amigos también hacen lo mismo?
CELINA.- ¿Amigos? Yo no daría ese título tan a la ligera.
EMMA.- No pareces estar muy a disgusto con ellos. A veces no nos vemos
el pelo durante días, con esos horarios cambiados…
CELINA.- No sigas por ahí. Esos amigos no valen más que yo, es decir,
nada. Lo único que tienen es que no les molesta llevar consigo a la coja… que al
fin y al cabo está muy buena, y en el sofá o en la cama no se le nota.
JULIA.- ¡Celina!
CELINA.- No te asustes, hermanita. No voy de eso. Es lo que quisieran
muchos, pero me da asco. Sólo un par de veces me dejé llevar, y de eso hace ya
tiempo. Me dejó tan mal sabor de boca, fue tan… tan humillante, que no me
quedaron ganas de repetirlo. Prefiero montármelo yo sola, te lo juro.
JULIA.- ¡Por favor, Celina!
CELINA.- ¿Qué pasa? ¿Nos seguimos sofocando a estas alturas? ¿O es que
me vas a decir que tú no…?
JULIA.- ¡Basta! ¡Ya vale! No quiero que hables así. A mí no me vengas con
esas cosas.
EMMA.- No seas tan bruta, Celina, y no hagas rabiar a tu hermana. Cada
cual es cada cual.
CELINA.- Bueno, sí, es verdad… lo siento. Perdóname, Julia, yo no
quería… A veces me dejo llevar por mi simpleza.
JULIA.- No importa, no importa, cariño, está bien. Sólo que… sabes que
no me gusta hablar de esas cosas así, de ese modo…
EMMA.- También es cierto que ya no somos unas crías, Julia, que tienes
treinta años. Me parece bien que no te guste hablar en público de tus
intimidades, pero a veces soltarse un poco con tus propias hermanas...
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CELINA.- No, tiene derecho a callarse o a hablar cuando y con quien
quiera. Ha sido culpa mía meterme con ella de ese modo.
JULIA.- Bueno, dejadlo ya. No tiene por qué haber culpas ni nada por el
estilo, al menos entre nosotras. Cada cual es como es, y punto. ¿Queréis algo
más? ¿Más ca…?
EMMA.- Queremos que te estés quieta de una pu…ñetera vez. La que
quiera algo ya sabe...
JULIA.- Ay, Celina, por Dios, ¿qué pasa?
EMMA.- Cielo, ¿a qué viene esa lágrima ahora?
CELINA.- No… no es nada. Lo siento. Qué tonta.
JULIA.- No tengo… voy a por un pañuelo.
EMMA.- ¡Quieta aquí! Toma un kleenex. Anda, suénate.
CELINA.- Gracias.
EMMA.- ¿Se puede saber por qué te pones así? ¿Por esa tontería?
JULIA.- Yo… no era mi intención dejarte así, hacerte llorar.
CELINA.- No, no es eso. Es que… a veces pienso… a veces me da la
impresión de que por mucho que vaya de todo eso de construir y crear, sólo
sirvo para destruir lo que me gusta, lo que más me gusta. Sólo para hacer daño
y tratar.
EMMA.- No digas bobadas.
CELINA.- Sí, lo digo. Mira cómo os trato a veces a vosotras. O cómo le
trato a papá cua…
EMMA.- No me hables de ese cabrón.
CELINA.- Es que… él también me quiere y...
EMMA.- Sólo a ti, sabe Dios por qué. No quiero ni oír hablar de él, ya lo
sabes.
JULIA.- Emma tiene razón. Has sido la niña de sus ojos, pero eso no le
exculpa de todo lo demás.
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CELINA.- Ya… Pero para el caso es lo mismo. A todo el que me quiere le
trato igual. Como a… como al pobre Rafa.
JULIA.- Pero bueno, ¿aún te acuerdas de él?
CELINA.- ¿Cómo no voy a acordarme? Es el único hombre decente que
me he echado a la cara, el único que me ha querido de verdad. Ni siquiera papá
me ha querido tanto y tan bien. Le daba igual que fuera guapa o fea, coja o
manca. Tan dulce, tan alegre, tan ingenioso. Y no se me ocurrió mejor cosa que
darle pista y hacer que se hundiera, dejarle hecho una mierda, jodido… Para
eso sí que valgo, para joderle la vida a…
EMMA.- Ya está bien, Celina. Acaba de una puta vez con esa
autocompasión. ¿Es que no te das cuenta de que no haces más que machacarte a
ti misma?
JULIA.- Sigues teniendo razón, Emma, pero el caso es que ninguna de
nosotras puede predicar con el ejemplo.
EMMA.- Vale… Quiero decir que al menos hay que mirar adelante, hacia
el futuro, y no quedarse ancladas en lo que pudo ser y no fue.
CELINA.- Adelante, ¿eh? ¿Y qué hay allí? ¿Hay algo?
EMMA.- Sí.
CELINA.- ¿El qué?
EMMA.- No lo sé, pero no puede ser mucho peor.
CELINA.- Siempre puede ser peor.
EMMA.- ¡Mierda, sois imposibles! Es como darse de cabezazos contra la
pared.
JULIA.- No te pongas así.
EMMA.- ¡Cómo quieres que me ponga!
JULIA.- No grites. Habla, pero no grites.
CELINA.- Tomas demasiado café.
EMMA.- Buf… bien, de acuerdo. Me sereno. Vamos a ver, con eso de
predicar con el ejemplo… Yo he dado un paso importante, muy importante.
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Dentro de unos días voy a encontrarme con mi hija. No sé cómo es, no sé cómo
me irá, pero es lo mejor que va a pasarme en la vida, estoy segura. Eso es ir
hacia delante. Tú, Julia, por lo visto, estás saliendo con Marty…
JULIA.- Yo no…
EMMA.- ¡Calla!
JULIA.- Ese nombre es ridículo, de maricona de pueblo. Se llama Martín.
EMMA.- Lo que tú digas. Por lo poco que le conozco no deberías dejarle
escapar. Échale el lazo.
CELINA.- Dos lazos, a ser posible.
EMMA.- ¿O no quieres tener al lado alguien que te haga la vida un poco
más fácil y agradable? Si fuera yo, no perdería la ocasión, te lo aseguro.
CELINA.- Ni yo.
EMMA.- Y tú no creas que te vas a ir de rositas, que también hay para ti.
CELINA.- ¿Ah, sí? Qué bien.
EMMA.- No te hagas la graciosilla. En cuanto salgas de una puta vez a la
vida real, con lo que eres y lo que vales, te puedes comer el mundo.
CELINA.- No tengo hambre. Además, seguro que antes me comerían a mí.
EMMA.- No te lo crees ni tú. Lo que pasa es que en lugar de encerrarte en
tu estudio y dedicarte a esas utopías de proyectos tan bonitos y tan inútiles
podrías ingresar en un estudio de los buenos, o presentarte a concursos, o…
CELINA.- No ganaría ni el de los tontos.
EMMA.- No me toques… Eso es mentira, y tú lo sabes. Me he procurado
enterar de lo que haces con un par de opiniones bastante fiables, y…
CELINA.- ¿Qué? ¿Quién? ¿A quién has traído? ¿Me has estado espiando?
EMMA.- No he traído a nadie. Y yo no espío.
CELINA.- ¡Ni se te ocurra!
EMMA.- ¡No se me ocurre! Además, ¿qué pasa? ¿Es secreto lo que haces?
¿Es que tus hermanas no pueden verlo?
CELINA.- Por supuesto que sí, pero sin traer a nadie a que…
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EMMA.- Sólo pretendía confirmar lo que ya sabía, que mi hermanita
pequeña es un genio, un jodido genio. Eso sí, un genio que pasa de todo cristo,
empezando por sí misma. Es probable que, de ser una mediocre, no hiciera lo
mismo y se creyera la reina de Saba, pero ha tenido la mala suerte de ser como
es.
CELINA.- ¡Que te den!
EMMA.- Pues que me den, pero después de que me oigas.
CELINA.- No me interesan tus sermones.
EMMA.- ¡Ni a mí tus chiquilladas!
JULIA.- ¡Pero bueno! ¿Os queréis calmar? Las dos tenéis razón… a vuestra
manera. Emma tiene razón, cariño, no puedes seguir con esa actitud toda la
vida, tendrás que tomar una decisión algún día si no quieres acabar como una
vieja amargada antes de tiempo, y entonces sí que todo el mundo te dejaría más
sola que la una. Y tú, Emma, tú deberías saber que no es tan fácil salir por
primera vez a esa jungla de ahí fuera. Y menos aún salir sin experiencia,
después de haber estado toda la vida bajo cien palios que le hemos puesto entre
todas… Porque en eso también tiene razón. Aunque tenga una capacidad
enorme para hacer lo que quiera, eso no es suficiente para salir airosa. Necesita
experiencia, consejo… tiempo.
EMMA.- Cuanto más tarde en salir, más y más le va a costar y más cuesta
arriba se le va a poner todo.
JULIA.- Sí, es cierto, aunque…
CELINA.- ¿Y si no quiero? ¿No habéis pensado en esa posibilidad?
EMMA.- ¿Pero sabes realmente lo que quieres? ¿Lo sabes? ¿O es que dices
que no quieres para no enfrentarte a la realidad?
CELINA.- La verdad es que… no sé… no sé lo que quiero ni lo que no
quiero.
EMMA.- Quizás sí lo sabes y no quieres afrontarlo.
CELINA.- ¿Qué quieres decir?
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EMMA.- Es muy sencillo. Tú misma lo has dicho hace un momento.
CELINA.- ¿Yo?
EMMA.- Sí. Antes has dicho que tu pasión es construir, crear… ¿Cómo
era? Ah, sacar cosas de la nada y traerlas a la realidad. Y, sin embargo, te sientes
inútil.
CELINA.- No me siento, lo soy.
EMMA.- No, no lo eres. Te sientes así, que es distinto, y el matiz es muy
importante en este caso.
CELINA.- Pues yo no lo veo.
EMMA.- Como he dicho, es sencillo… bueno, al menos es sencillo en
apariencia. Sobre todo en tu caso, porque eres una privilegiada. Normalmente,
la gente cabal ajusta sus deseos a sus capacidades. Pero a ti no te hace falta. Te
puedes permitir el lujo de ajustar tu capacidad a tus deseos. Ya sé que parece
una simpleza, que suena muy bonito, pero poco práctico y todo eso…
CELINA.- Desde luego.
EMMA.- Pero déjame que te explique. Tu problema es más sencillo de
resolver, en principio, que el de Julia o el mío. Nosotras sabemos el cómo, pero
no el porqué. Tú, en cambio, sabes el porqué, y eso es lo verdaderamente difícil.
Ahora sólo te falta averiguar el cómo. Por desgracia, no podemos ayudarte, es
algo que tú misma habrás de averiguar. Pero, si te lo propones de verdad, si te
lo tomas en serio, no tardarás en encontrar la respuesta.
CELINA.- ¡Qué bonitooo…! Hay que reconocer que cuando te pones en
ese plan eres única. Eso sí, ¿me vas a traducir ese galimatías para ver si lo
entiendo?
EMMA.- No, no lo necesitas. Lo has entendido muy bien.
CELINA.- Al menos explícame cómo debo encontrar ese… cómo.
JULIA.- De entrada, dejando de hacer el tonto y haciendo caso de verdad a
tu hermana, que no está diciendo más que cosas sensatas y sólo quiere
ayudarte.
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CELINA.- Una vez más.
JULIA.- ¡Y las que hagan falta! Acabarás por hacerme enfadar.
EMMA.- No hay que buscar en la calle, ni en un cofre, ni hay un plano con
una equis que indique dónde está la respuesta, como en los juegos de cuando
éramos pequeñas. Se trata de abrir los ojos y esa cabecita sublime al mundo
exterior… Y sí, es cierto que es más fácil decirlo que hacerlo, pero lo que nunca
se empieza nunca se acaba, ¿no? Si no das el primer paso, y luego un segundo y
un tercero, uno tras otro, nunca llegarás a ninguna parte. Más tarde o más
temprano darás con la respuesta.
CELINA.- Tú lo has dicho, suena demasiado fácil.
EMMA.- Nadie ha dicho que sea fácil. Es más, cuando encuentres la
respuesta, ahí, en ese momento, es cuando van a venir las dificultades de
verdad. Pero tú puedes con eso y con mucho más, cielo. Hazme caso.
JULIA.- Creo que Emma tiene razón.
EMMA.- ¿Es que alguien lo duda?
CELINA.- Eso, ¿quién duda del oráculo?
JULIA.- Idiota… Mira, no hay nada que importe de verdad y sea fácil. No
sé si para otras personas lo habrá, pero no para nosotras. A nosotras nos ha
tocado ser de las que tienen que pelear a brazo partido y sufrir por todo lo que
busquemos, lo que queramos, ganárnoslo a pulso, a…
EMMA.- Sí, dilo, a puro huevo.
JULIA.- Emma…
CELINA.- Vosotras sí sois fuertes, duras, aguantáis todo lo que os echen.
Yo no. No sé sufrir como vosotras, me derrumbo a las primeras de cambio y
cualquier cosa que intente que no sea en la mesa de dibujo o en el ordenador
está condenado al fracaso.
JULIA.- ¡Si ni siquiera lo intentas!
CELINA.- No suspires, Emma, que es verdad.
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EMMA.- Suspiro para coger fuerzas… A ver, para que luego digas que soy
inflexible e intolerante… Vamos a ponernos serias. Serias de verdad. Está bien,
cierto, eres una inútil, una débil y además la coja del barrio. Vamos, de dar asco.
JULIA.- ¡Emma!
EMMA.- Calla. Y tú escucha. Hasta ahí de acuerdo, ¿no?
CELINA.- Yo no…
EMMA.- Eso es, muy bien. Entonces habrá que echarte de casa. Esta casa
tiene unos gastos considerables y no pode…
JULIA.- ¡Emma! ¿Se puede saber qué…?
EMMA.- ¡A callar he dicho! Bueno, o si no habrá que buscar otra solución.
Mejor esto último que lo primero, ¿verdad, cielo?
CELINA.- Ss…
EMMA.- ¡Ajá! ¿Ves como nos vamos entendiendo? Esto… Ahora bien,
para encontrar esa solución no creo que lo mejor sea irse un día sí y otro
también de farra con esos cagamandurrias a los que te da por llamar amigos. Ni
que te encierres en tu habitación poniendo una y otra vez esa musiquilla…
CELINA.- ¿Qué… qué musiquilla?
JULIA.- Sí, Celina, lo sabes muy bien. La del joyero de mamá. Te juro que
a veces me entran ganas de estamparla contra la pared… Te pasas horas enteras
dándole cuerda, oyéndola, oyéndola una y otra vez, como cuando eras una
niña. Y también te pasas horas muertas mirando la calle apoyada contra el
marco de la ventana, en tu habitación, como cuando mirabas las obras. Creías
que no lo sabíamos, ¿no? Supongo que a veces crees que vives sola. Pero
estamos aquí, contigo.
CELINA.- ¡Esta sí que es buena! Si salgo porque salgo, si me encierro en
mi habitación porque me encierro.
EMMA.- No digo que no vayas de vez en cuando por ahí y te corras una
juerga. Pero para divertirte, no para esconderte. Ni que no tengas derecho a
estar de bajón, metida en tu dormitorio. Pero algunas veces, no siempre.
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Mientras sigas así, los demás van a abusar de ti, te van a manipular, a engañarte
como a una niña… te van a joder la vida, pero porque tú lo estás queriendo. Tú
misma vas a joderte la vida. Por mucho que no quieras saber la causa, seguirás
cojeando. Por mucho que bebas, y te rías, y fumes por las noches, seguirás con
esa cara de pena. Por mucho que te esfuerces en ir descuidada y como una
pordiosera, con esas ropas de mierda de tercera mano, seguirás siendo guapa
de cojones. Por mucho que lo intentes, no vas a perder de vista ese coco
privilegiado que te ha dado la vida y que trabaja sin pausa y sin defecto. Nunca
vas a perderte de vista a ti misma, con lo que eres y lo que tienes encima,
virtudes y defectos. Quiero que pienses que las hostias que te estás llevando
cada día contra el muro con que tú misma te has rodeado, hacen mucho más
daño que las que te vas a llevar ahí fuera cuando tengas el valor de salir. Porque
éstas sí te enseñan. Duelen, pero te enseñan y te hacen salir adelante aunque
sólo sea por rabia y amor propio. Pero esos puñetazos bajos y sordos que tu
propia sombra te está dando no sirven más que para hundirte en la miseria.
Sólo duelen con el tiempo, cuando es demasiado tarde para reaccionar porque
ya no queda nada con qué… ni rabia, ni amor propio, ni fuerza, ni ganas.
[CELINA SE LEVANTA Y SE ACERCA A UNA VENTANA POR LA QUE MIRA]
CELINA.- ¿Queda más café?
JULIA.- Sí. ¿Quieres un poco más? Aún está caliente. Oh, por favor, deja
de llorar.
EMMA.- Déjala. ¿Si no se desahoga con sus hermanas con qui…?
CELINA.- Sí, un poco de café por favor. No es nada… ya está, ¿ves?
EMMA.- Yo también quiero un poco más, si queda.
JULIA.- Y si no, hago más.
EMMA.- Ni lo pienses.
CELINA.- ¿Por qué no hemos hablado antes de estas cosas? ¿Por qué no
me habíais…?
[JULIA LE LLEVA LA TAZA A CELINA]
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JULIA.- Supongo que no hemos tenido ocasión, o no la hemos propiciado.
Aunque vivimos juntas, nos hemos encerrado cada cual en su propio dolor, en
nuestras miserias personales y... bueno, al final estamos lejos unas de otras.
CELINA.- Podríamos… Podríamos intentar dejar de estarlo.
JULIA.- Por favor, cariño, no vuelvas a…
EMMA.- No, Julia, que la dejes. Si no lo hace con nosotras, ¿con quién
mejor? ¿Sola, acaso? ¿O con algún hijoputa que saque provecho del asunto?
Llora, cielo, llora a gusto, y mucho. Hazlo, desahógate. Nos pasamos la vida
reprimiendo las putas lágrimas. ¿Y para qué? Para nada, para que no nos vean...
para demostrar lo fuertes que somos aunque creamos no serlo. Cuando hay que
llorar se llora, y ya está. Se sigue el camino con menos peso, con menos
angustia. Estamos a falta de llorar. “No lloréis, que no es de niñas fuertes”, nos
decían de pequeñas. Pero era mentira. Nos tenían que haber enseñado a hacerlo
en su momento.
[EMMA SE LEVANTA Y SE ACERCA A SUS HERMANAS; ABRAZA A CELINA, QUE
RECUESTA LA CABEZA SOBRE SU PECHO, Y ACERCA A JULIA CON UN BRAZO]
EMMA.- Anda, deja esa taza ahí. Mi tesoro, mi pequeña… Ven, Julia, mi
Julia… ¡Os quiero tanto! Os quiero tanto a las dos…
JULIA.- Mujer, no digas esas cosas, que vamos a acabar llorando todas.
EMMA.- ¿Y qué? Pues vamos a llorar. A llorar mientras podamos,
mientras estemos juntas. Si no lloramos juntas tampoco podremos reír juntas. Y
nos hace tanta falta…
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CELINA Y JAIME
CELINA.- ¡Qué alegría, tío Jaime!
JAIME.- Mi sobrinita loca… ¡Venga ese abrazo! Válgame Dios, sigues igual
de guapa, si no más.
CELINA.- Calla, calla. Vamos, entra. Siéntate. ¿Quieres tomar algo? ¿Un
refresco, una cerveza, un café?
JAIME.- Tranquila, tranquila, que te noto muy alterada.
CELINA.- Sí, sí… ¡Es que me alegro tanto! No habíamos sabido nada de ti
desde… bueno, desde lo de mamá. Y cuando nos dijo ayer Julia que habías
llamado y estabas aquí… bueno, bueno, bueno…
JAIME.- Ya, claro. Oye, estaría bien lo del café. Pero si lo hacemos juntos.
CELINA.- Ni hablar. Lo tengo todo preparado. No tardo ni un minuto.
Anda, ponte cómodo.
[SALE. REGRESA]
CELINA.- ¿Ves? Aquí está.
JAIME.- Dame, ya sirvo yo. Eh… ¿cómo era? Mucha leche y poco azúcar,
¿no?
CELINA.- ¡Al revés! Siempre me haces lo mismo. Cómo nos has hecho reír
a todas siempre, desde niñas. Cuando nos dijo Julia que ibas a venir… bueno,
hacía tanto tiempo que no estábamos así… Qué tonta, mira que me pongo
nerviosa. Oye, te quedas a cenar, ¿no? Digo yo. Julia me ha d…
JAIME.- Sí, mujer, tranquila, tranquila. Cómo podría dejar de estar estos
días con mis princesas. Pero como no te calmes un poco, me voy y no vuelvo
hasta la noche, ¿entendido?
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CELINA.- ¿Pero qué noche ni nada? Si son ya las ocho. No me digas que es
verano y se te va la olla, porque allí siempre estáis en verano.
JAIME.- Será el cambio de horario, que me tiene aún confundido.
CELINA.- Ah, claro. Fue antes de ayer cuando volviste de San Teodoro,
¿no?
JAIME.- Sí, y aún no sé a ciencia cierta en qué hora vivo, ni cuándo tengo
sueño o hambre. Ni siquiera es hora de café, ahora que lo pienso.
CELINA.- En esta casa siempre es hora de café, ya lo sabes.
JAIME.- Cosas de familia, no hay duda. Eso viene de vuestra madre. Y
bien, dime, ¿qué tal van las cosas por aquí? ¿Cómo os va todo?
CELINA.- Bien, bien... Vamos tirando. Sin novedades, ya sabes. Ah, salvo
lo de Emma, por supuesto. No sé si te lo han dicho.
JAIME.- Lo sé, lo sé. Me lo contó Julia, pero en dos palabras. Cuánto me
alegro por ella. Es lo mejor que le podía pasar.
CELINA.- Sí, desde luego. Pero se lo ha tenido que currar a base de bien,
como siempre, por eso de estar separada y demás milongas. Lo único que no
me gusta es que vaya sola. Le hemos dicho una y mil veces que deberíamos
acompañarla una de las dos, que pueden pasar cosas, imprevistos… Todo el
mundo sabe cómo están en ese país desde que cayó el régimen de Sponsz. Está
muy mal, no es seguro… y todo este tema de la adopción es muy nuevo, sobre
todo para ellos. Pero ya la conoces. ¡Es burra y terca como ella sola!
JAIME.- Celina, esa boca… Ni que fueras tú la hermana mayor. Creo que
ya tiene edad para saber lo que hace y cómo lo hace, y si ha decidido ir sola será
por algo. En vez de presionarla deberíais darle todo vuestro apoyo.
CELINA.- ¡Si ya lo hacemos! ¿O qué te figuras? Eso es lo único en lo que
no estamos de acuerdo. Por lo demás, estamos muy ilusionadas con nuestra
sobrinita. Smirna se va a llamar. Es su nombre original. Qué bonito… ¿Lo
sabías? ¡Tenemos unas ganas de verla!
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JAIME.- ¡Pobrecilla! Una madre y dos tías de armas tomar. Uy, uy, uy,
cómo va a salir.
CELINA.- La admiración. Ni las reinas van a ir como ella.
JAIME.- No lo dudo, no. Con tal de que no me la malcriéis demasiado…
En fin, y aparte de esa alegría, ¿qué tal mis otras dos locas? ¿Cómo le va a Julia?
Ella me dijo que muy bien, como siempre decís todas. Pero yo la noté triste,
apagada. No, no la noté bien.
CELINA.- ¡Cómo sois los curas! Ni por teléfono se os pasa nada.
JAIME.- No se trata de ser cura, se trata de tener algo de experiencia,
conocer a la gente. Ver y escuchar solamente. Y también cuentan las canas.
CELINA.- Vamos, vamos, no te las des de viejo. ¡Si estás hecho un pincel!
Y esas canas te dan mucho atractivo. Con ese moreno y esa pinta, vas a tener
que ponerte el alzacuellos… o resistir muchas tentaciones.
JAIME.- Me gusta oírte reír… aunque sea de mí.
CELINA.- ¡Que no, que va en serio! Me río porque es divertido. Como te
presente a mis amigas te aseguro que no sales vivo.
JAIME.- Déjate de guasas y cuéntame qué pasa con tu hermana Julia.
CELINA.- Pues que acaba de tirar por la borda una muy buena
oportunidad.
JAIME.- Te refieres a un chico.
CELINA.- Sí, el mejor tío del mundo… no tío en sentido literal, que ése
eres tú. Además es amigo mío, por más señas, o sea que le conozco bien. Y no se
le ocurre otra cosa que mandarle a paseo. Debe ser otra de las especialidades de
la familia.
JAIME.- Debe de haber algún motivo, aunque no lo haya dicho.
CELINA.- ¡Qué va a haber! Si no, ¿a cuento de qué se queda hecha polvo?
El único motivo es que es tonta de remate. A veces me saca de quicio con tanto
fatalismo, te lo juro.
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JAIME.- No jures tanto, que no es sano para la mente. Ni para la memoria.
Ahh… esto sí que es café. Duro, contundente. ¡Qué ganas tenía!
CELINA.- No puedo creer que no haya por allí un café mucho mejor. Si no
hay en San Teodoro, ¿entonces dónde?
JAIME.- No creas. Casi todo lo que se cultiva, prácticamente toda la
producción, se vende fuera, se exporta, porque se saca más dinero con ello, y la
gente se conforma con sucedáneos mucho peores. Son cosas de este sistema tan
justo en el que vivimos. ¿Te puedes creer que un café cuesta allí más que aquí?
Teniendo en cuenta que los salarios son muchísimo más bajos, la décima parte o
menos, puedes imaginar quiénes toman café. Pero bueno, ya hablaremos de
esas cosas. Ahora faltas tú.
CELINA.- ¿Yo?
JAIME.- No me has dicho nada de ti. ¿Qué hay de tu vida?
CELINA.- Nada especial. Como siempre.
JAIME.- Como siempre, ¿eh? ¿Y eso es bueno o malo?
CELINA.- Pche… Ni bueno ni malo.
JAIME.- Sino todo lo contrario.
CELINA.- Algo así.
JAIME.- Entonces es malo, rematadamente malo.
CELINA.- Vaya… sí que debe de ser contundente el café.
JAIME.- No, la contundencia la dan otras cosas, ya sabes… Dime, ¿a qué te
dedicas últimamente?
CELINA.- A lo mismo de siempre. A nada. En mi vida no hay nada, por
eso tampoco hay nada que contar.
JAIME.- Para que luego me hables de contundencia.
CELINA.- Sí, a mí también me afecta el café, por lo visto.
JAIME.- ¿Y tus proyectos?
CELINA.- Bien, gracias.
JAIME.- Al menos seguirás con ellos, ¿no?
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CELINA.- Sí, más o menos.
JAIME.- ¿Por qué no me enseñas algo de lo último que hayas hecho?
CELINA.- Los… bueno, eh… los últimos, lo último lo he roto. Lo tiré.
JAIME.- ¿Roto? ¿Lo has tirado, dices?
CELINA.- Sí… No valía nada. Cada vez me salen peor las cosas. Ya no
tengo casi ni imaginación.
JAIME.- Pero algo guardarás, ¿no? Con esas maquetas tan bonitas que
haces…
CELINA.- Algo, sí…
JAIME.- Enséñamelo, ¿quieres?
CELINA.- ¿Ahora tiene que ser?
JAIME.- No va a haber un momento mejor. Vamos, levanta.
CELINA.- Te advierto que no hay gran cosa, ¿eh?
[SALEN. REGRESAN.]
JAIME.- No me extraña que todo el mundo esté de acuerdo. Brillante,
Celina, es brillante, la fantasía de un genio.
CELINA.- Te veo un poco essagerao, tío Jaime. Definitivamente, el café
estaba excesivamente cargado.
JAIME.- Lo digo y lo repito. Es de una audacia… pasmosa. ¡A saber qué
joyas habrás tirado!
CELINA.- Calla, calla.
JAIME.- ¿Cómo quieres que me calle ante semejantes maravillas? O…
Mejor dicho, ¿por qué quieres que me calle?
CELINA.- Porque no es cierto, para que no digas burradas. Estás
exagerando demasia…
JAIME.- No exagero ni un ápice. No hace falta ser un gran experto. Lo que
he visto es sencillamente genial.
CELINA.- No, no es nada de eso… o, aunque lo fuera, concediendo que
tuvieras razón, sería un genialidad inútil, una mierda genial. Eso es lo que vale.
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JAIME.- El genio es un tesoro, un don que recibe una persona, no es algo
inútil. Es un valor en sí mismo, pero también puede, o se debe poner al servicio
de los demás.
CELINA.- ¡Qué enrollado! Palabras, palabras… Tendrás razón, pero ese
don que dices no vale si el que lo posee es un inútil, una inútil como yo.
JAIME.- ¿Inútil? A mí me…
CELINA.- Sí, una inútil integral que no sirve más que para hacer sus
garambainas encerrada en su estudio, y punto. Muy audaz, muy lo que quieras,
pero si me sacas de aquí se acabó lo que se daba. Como en la película aquella…
no me acuerdo cómo se llamaba… que si sacaban a la tía quesito del valle se
acartonaba hasta quedarse hecha una momia, ¿recuerdas? Pues yo igual. Si me
sacas ahí fuera valgo menos que un sello usado. ¿Qué? No pienses tanto, que no
tiene vuelta de hoja.
JAIME.- ¿Queda más café?
CELINA.- Sí, claro. Dime basta.
JAIME.- Un poco, sólo un poquito. Así está bien.
CELINA.- Luego hacemos más, si quieres. Después de la cena. Te veo muy
pensativo. ¿Qué está pasando por esa cabeza?
JAIME.- Umm… Puede que al intentar salir… no hayas escogido la
dirección adecuada. Este mundo es un verdadero laberinto, hay que
reconocerlo. Algunos tardan más o menos en encontrar su camino. Otros
muchos no llegan a encontrarlo jamás. Aunque también hay quien ni siquiera lo
intenta.
CELINA.- Como yo, ¿no?
JAIME.- No lo sé. ¿Como tú?
CELINA.- Yo sí que lo he intentado. De verdad que sí. Lo que pasa es que
a nadie le interesan mis ideas. Sólo quieren gente que les haga esa mierda de
adosados y de colmenas de pisos. Y a los que llaman genios son a los que se les
ocurre construir un cubo tras otro, o un prisma al que llaman torre. “Toma, ahí
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tienes. ¡Toma gran idea!” Y hala, venga a ganar un concurso tras otro. ¿Y luego?
¡Otro cubo y otra torre! ¡Venga, más! Así vamos como vamos.
JAIME.- Seguramente no te falta razón en ciertos aspectos.
CELINA.- Ni un poco.
JAIME.- Pero hay más cosas en el mundo.
CELINA.- Sí, también hay derribos… de cubos.
JAIME.- No creo que te fuera muy bien con eso. Mira, Celina, tú eres una
privilegiada. Buena cuna, buen colegio, buenos estudios, buena chica, muy lista,
muy bonita…
CELINA.- ¿Sólo eso?
JAIME.- Ya sé, no hace falta que me lo recuerdes. Pero, lo que quiero decir
es que una vida así no puede desperdiciarse. Sería un pecado… no, no pecado
de catecismo, no te rías. Sería un pecado frente a Dios porque ese Dios está en
tus semejantes. Una afrenta para los que no tienen nada, nada de nada.
CELINA.- Ya empezamos. El sermón de la montaña. Si no tenía bastante
con los de Sor Emma, ahora me vienes tú con lo mismo.
JAIME.- No sé lo que te dirá tu hermana, pero yo no voy a largarte ningún
sermón. A lo mejor, si me atiendes, si me escuchas bien, puedo intentar
ayudarte, echarte una mano. Sin palabrería. Tú sólo intenta escucharme, abrirte
un poco a…
CELINA.- ¿No ves? Lo mismo, igualito que Emma.
JAIME.- Entonces tienes una suerte increíble. Mira: recuerdo que desde
muy pequeña… recuerdo lo mucho que te gustaban los juegos de
construcciones…
CELINA.- Los más bonitos me los regalaste tú, que los traías de no sé
dónde… y aquel mecano gigante.
JAIME.- Sí. Recuerdo que desde muy pequeña te quedabas embobada
mirando cómo trabajaban los hombres y las máquinas en las obras y había que
alejarte a rastras. «¡Qué ocurrencias tiene esta niña!», decía todo el mundo.
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CELINA.- Yo también me acuerdo. Papá era el único que lo comprendía,
más o menos. Luego, ya más mayor, iba yo sola… y aunque creía que nadie me
veía, resulta que lo sabe todo el mundo. Por lo menos mis hermanas. Para mí
era mejor, más divertido que cualquier otra cosa, mucho más que las
diversiones de los demás… ya sabes.
JAIME.- Y si te gusta tanto construir, ¿por qué no construyes? ¿Por qué no
construyes de verdad?
CELINA.- Ah, ¿y qué quieres que haga? ¿Monto una constructora?
JAIME.- Me refiero a dejar de lado esas audacias barrocas, esas florituras,
que son muy especiales, si duda, y bajar al suelo. Dedicarte a construir casas,
escuelas, hospitales, fábricas, puentes, carreteras…
CELINA.- Eso son los ingenieros.
JAIME.- Me da igual. Construir todo eso tan necesario allí donde es
necesario. Ser útil hasta el colmo, ya que me dices sentirte tan inútil con lo que
haces.
CELINA.- O más bien lo que no hago.
JAIME.- Aprovecha todo ese inmenso talento, esa enorme inteligencia que
te ha sido dada y esa capacidad de trabajo en favor de los demás.
CELINA.- Ay, ay, ay… Oye, no estarás intentando captarme….
JAIME.- No soy de ninguna secta.
CELINA.- Pero eres jesuita. No sé qué es peor.
JAIME.- Depende de quién y cómo se lave el cerebro. Y para qué fin.
Vamos a ver, es sólo una idea que se me acaba de ocurrir.
CELINA.- ¿Pero de verdad que… que me estás proponiendo…?
JAIME.- ¿El qué? ¿Hacerte monja o meterte misionera? Nada más lejos de
mi intención.
CELINA.- ¿Entonces?
JAIME.- Verás… No sé si sabes algo sobre San Teodoro.
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CELINA.- Pues… lo que sale en la tele y algo que nos cuentas tú. Que es
una república bananera de esas, lo del huracán de hace unos meses…
JAIME.- Es decir, nada, como casi todo el mundo.
CELINA.- Bueno, y lo mal que están y todo eso.
JAIME.- ¿Mal? ¿Lo mal que están, dices? Décadas de dictadura corrupta,
quince años de guerra civil, con terremoto incluido, y luego dos huracanes, uno
detrás de otro y a cuál más fuerte. ¿A eso le llamas simplemente mal? No voy a
darte datos de nivel de vida, ni analfabetismo, ni esperanza de vida, ni a
contarte un montón de historias que he vivido… porque no acabaría.
CELINA.- Bueno, bueno, era una forma de hablar.
JAIME.- Llevo allí unos cuantos años, ya lo sabes. Los suficientes para
darme cuenta de que lo único que sirve de verdad en lugares como aquél es el
talento y las manos. Más aún que el dinero.
CELINA.- Aquí lo que hacen es programas de televisión para recaudar
dinero y luego se les llena la boca con las millonadas que dicen dar. ¿Es eso
cierto? ¿Es cierto que todo ese dinero llega a su destino?
JAIME.- A veces. Pero, aunque llegue, para nosotros no es lo más
importante. Como te estaba diciendo, necesitamos gente que lo sepa
aprovechar. Y de eso no abunda. Mira, con lo que llega a la zona donde yo estoy
siempre tengo que andar haciendo trampas con las justificaciones porque, si no,
tendría que devolverlo. ¿Cómo? Sencillamente porque no tengo a nadie que me
ayude a emplearlo de verdad. Si alguien me dijera qué tengo que comprar, qué
materiales y herramientas, si me dijera dónde se puede emplazar una escuela o
dónde un hospital para que no se los lleven las riadas, si alguien pudiera
reparar de una vez una carretera medio hundida que nos enlaza con Los
Dópicos y Sanfación, si hubiera alguien capaz de dirigir a la gente para levantar
una pared como es debido, si tuviera allí a alguien que me indicara cómo
reconstruir las casas para que la gente deje de vivir en tiendas de campaña
después de los meses, entonces sí que podría emplear bien los recursos que me
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llegan, entonces sí que podría hacerse algo de verdad por aquella gente. ¿Me
entiendes? ¿Ves por dónde voy?
CELINA.- Si… No puedo creer que con la cantidad de gente que estudia y
se dedica a esto no contéis con nadie.
JAIME.- Aunque te cueste creerlo, faltan manos, faltan las personas. Falta
gente que sepa y quiera construir, levantar edificios, tender puentes,
carreteras… Yo doy de sí lo que doy, pero es muy poco. Por nuestro centro sólo
ha pasado un ingeniero italiano de voluntario. Estuvo algún tiempo, pero hará
ya un par de años que se fue.
CELINA.- ¿No aguantó?
JAIME.- Sí, aguantaba bien. Pero su novia despampanante, su suegro
empresario de una multinacional, un piso de lujo en la Plaza de España de
Roma y otras cosas por el estilo eran competidores demasiado fuertes. El primer
año mandó una postal por Navidad con un aguinaldo de mil dólares, y luego ni
eso. Pero, atiende, mientras estuvo allí llegó a idear en un altillo un pequeño
edificio que hacía de escuela, orfanato e iglesia a la vez. Ahora que tú me lo
recuerdas, en su día me dijo algo relativo a que no era su especialidad, o algo
parecido… El caso es que se metió con ello y lo terminó. Cuando pasó el último
huracán allí no quedó nada, toda la región quedó arrasada con los vientos y las
riadas. ¿Sabes lo único que permaneció en pie en muchos kilómetros a la
redonda? Aquel bendito edificio. Si no hubiera sido por esa construcción, bien
proyectada, bien ubicada y bien hecha, por alguien con ganas y capacidad,
aunque no fuera el más grande experto, todos los que pudimos refugiarnos allí
estaríamos en alguna fosa común. Yo mismo no podría estar aquí ahora,
charlando contigo. Una cosa tan simple, tan aparentemente simple… y un
montón de vidas salvadas.
CELINA.- Si, ya veo.
JAIME.- Algo útil, ¿no crees? Sin embargo, como puedes suponer, quedó
bastante dañado, sobre todo el tejado y una de las fachadas, la que resistió el
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embate de frente. Y no hay quien nos ayude a repararlo. Como venga una
simple tormenta tropical un poco fuerte, se viene abajo… Hemos tenido que
evacuar a los niños a unas tiendas y las clases se dan en un cobertizo muy
precario. Y no te he hablado de los fondos para crear una granja escuela, ni la
falta que hace un hospital fijo, ni las viviendas… ¿Qué? ¿No te parece eso algo
útil? ¿Algo para sentirse útil? Callas… No podría imaginar mejor comienzo. Ten
en cuenta que las mejores ideas vienen casi siempre sin pensar.
CELINA.- ¿Es que me vas a hacer creer que no lo tenías ya pensado?
JAIME.- Llámame lo que quieras, pero no mentiroso.
CELINA.- Lo siento, no quería…
JAIME.- A veces voy a algunas jornadas y seminarios que organizamos…
y ahí sí suelo ir de pescador de hombres, con muy escasa o nula fortuna, por
cierto. Pero nunca se me había ocurrido pensar en mi propia familia. Mi tan
escasa familia. Hasta este momento.
CELINA.- Yo… Yo me siento muy halagada con todo esto, con ese
ofrecimiento. Pero no sabría… No sé si serviría.
JAIME.- Después de lo que he visto no puedes decirme eso, niña mía.
Hoy, a mí, no.
CELINA.- Ni siquiera sé si me podría acostumbrar a la vida en esas
condiciones. O, mejor dicho, seguro que no soy capaz de acostumbrarme. Llevo
demasiados años viviendo entre algodones.
JAIME.- Ahí sí que puede estar el problema. Ciertamente, no es fácil
adaptarse. Nunca diré que lo sea. Pero merece la pena el esfuerzo. De todos
modos, sea cual sea la salida que pretendes encontrar para tu vida, puedes estar
segura de que será dificultosa. Mira a tu alrededor, sin ir más lejos. ¿Cómo les
ha resultado a tus hermanas? Normalmente, a nadie le resulta fácil llegar a un
punto de encuentro consigo mismo, con su verdadera vocación. De hecho, muy
poca gente lo consigue. Sinceramente, creo que tú sí tienes una buena
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oportunidad, quizá más accesible que las que puedan tener muchos de tus
semejantes.
CELINA.- Me da vértigo sólo el pensarlo.
JAIME.- Eso es bueno. Señal de que te asomas al vacío, a lo desconocido. Y
cuanto más miedo te dé, mejor. Te… ¿Te atreverías a ello? ¿A pensarlo, al
menos?
CELINA.- Me lo preguntas así, a pelo, de sopetón…
JAIME.- Sí. No debe hacerse de otro modo. Es más, no sé si sabría hacerlo
de otro modo.
CELINA.- Bueno… quizá me atreva a pensarlo.
JAIME.- ¡Bien! Otro pasito más.
CELINA.- ¿Estarás aquí el domingo, para mi cumpleaños?
JAIME.- Claro que sí, y otros diez días.
CELINA.- ¿Y vendrás a celebrarlo por la tarde con nosotras?
JAIME.- No habrá nada capaz de impedirlo. Aquí estaré.
CELINA.- Me alegro mucho, de verdad. Y, cuando lo tenga pensado…
uno de estos días, te lo hago saber, ¿vale?
JAIME.- Muy bien. Además, tendrás que hablarlo con tus hermanas.
CELINA.- No. Esto no. Esto, si lo hago, tengo que afrontarlo yo sola.
JAIME.- Eso está bien, muy bien. Tienes mucho más... más fuerza y más
valor de lo que quieres aparentar. ¿Lo sabías? Eso sí, recuerda que te estoy
ofreciendo ir a pasarlo mal. Ir a sufrir y a que algunas… o muchas veces te
lleven los demonios tantas dificultades a sortear, la miseria, la pobreza… No
tiene absolutamente nada que ver con el mundo que conoces. Pero puede que
detrás de todo ello esté lo que estás buscando. Puede que esos ojos tan tristes
recuperen su viveza.
CELINA.- Podría llevar mis materiales, las tablas de cálculo y todo eso,
¿no?
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JAIME.- Me parece que sería muy recomendable, si lo necesitas. No
esperes encontrar nada de eso allí, desd… ¿Llaman a la puerta?
CELINA.- Sí, es abajo. Seguramente será Julia, que viene con las cosas para
la cena. ¿Nos vas a ayudar a prepararla?
JAIME.- De mil amores. Sobre todo si es Julia quien nos manda en la
cocina.
CELINA.- Oye, no estarás pensando también en pescar buenas cocineras,
¿no?
JAIME.- Ah, no se me había ocurrido, pero ahora que lo dices…
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CELINA, JULIA, EMMA Y JAIME
EMMA.- Venga, ahora vamos a brindar. Por ti, hermanita, por que vivas
muchos, muchos años más y recuperes la sonrisa más bonita del mundo. ¡Por
Celina!
JAIME.- ¡Por Celina!
JULIA.- ¡Por nuestra Celina!
CELINA.- Gracias… Muchas gracias. Sois… sois una familia estupenda, de
verdad.
EMMA.- Vamos, vamos, no empecemos con lagrimitas, ¿eh?
CELINA.- No… de verdad, lo sois. Es que me he emocionado mucho. Esta
vez son lágrimas de alegría.
EMMA.- Bueno, siendo así… no lo tendremos en cuenta. Pero que no se
repita. A ver, ¿quién trae esa tarta?
CELINA.- Eso, eso. ¿De qué es?
EMMA.- No sé. ¿Quién la ha traído?
JAIME.- Si está la mitad de buena que todo lo demás, me puede dar algo.
JULIA.- Ahora voy. Pero me parece que vamos a repetir mucho más a
menudo estas comidas.
CELINA.- Madre mía. ¿Y me lo voy a perd…?
JULIA.- ¿A qué? ¿A perder? ¿Y por qué ibas a perdértelo?
EMMA.- Eso, ¿qué tontería estás diciendo?
CELINA.- Eh… no, no…
EMMA.- ¿Qué pasa, Celina?
JULIA.- Pero di algo, mujer. ¿Qué ocurre?
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EMMA.- ¿Por qué miras tanto a…? ¿Qué pasa, tío Jaime? ¿Tú sabes algo?
¿Nos quiere decir alguien qué coj… qué pasa aquí?
JAIME.- Ya que has empezado, creo que tus hermanas tienen algo que
saber, ¿no crees?
CELINA.- Sí… sí, claro. Yo… esto…
EMMA.- Me estoy empezando a mosquear, ¿sabes?
JAIME.- No, no pasa nada, no os asustéis. Sólo se trata de algo… nuevo
para vuestra hermana.
CELINA.- Yo… Mi intención era contarlo más tarde. Pero ya se me ha
escapado y… bueno, es igual. El caso es que… bueno, estos días he estado
pensando… El tío Jaime me ha contado cosas que yo… Siempre estáis con que
tengo que salir al mundo real y todo eso, ¿no es verdad? Pues bien, voy a
hacerlo.
JULIA.- ¡Qué bien, qué alegría, cariño!
EMMA.- Esa es la mejor noticia del mundo. ¿Por qué tanta reticencia?
JULIA.- ¿De qué se trata?
CELINA.- Pues… me voy a ir a San Teodoro, de voluntaria, con el tío
Jaime. ¿Qué? ¿Por qué os quedáis mudas?
EMMA.- ¿Que vas a dónde, dices? No, no entie… ¿Que te vas de
misionera?
CELINA.- ¡No, qué va! ¡Qué dices! No es eso...
EMMA.- ¿Ah, no? ¿Entonces? A ver, a ver, ¿qué está pasando aquí, tío
Jaime? ¿Nos lo quieres explicar? ¿Es que le has metido pájaros en la cabeza a
nuestra hermana?
JAIME.- Quieta, alto ahí. No he venido a meter nada en la cabeza de nadie,
ni a captar adeptos ni nada de...
EMMA.- ¿Que no, dices? ¿Y tengo que creer eso de un jesuita?
JAIME.- No saques las cosas de madre, Emma. Mira, ¿por qué no dejas
que te lo explique tu hermana más despacio? Déjale hablar un poco, ¿quieres?
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CELINA.- Es verdad, dejadme explicarlo un momento. No voy a meterme
monja, ni misionera, ni nada por el estilo.
JAIME.- De hecho, nuestro centro no es una misión. No se denomina así,
ni responde a los criterios de lo que eran o son las misiones.
CELINA.- Eso es. Y dejadme hablar de una vez. Bien, el otro día ya nos
puso al corriente de cómo está aquello, ¿no? Allí hace falta gente para todo.
Gente con conocimientos y habilidades como los que yo tengo. Me parece una
oportunidad que puedo aprovechar. Necesitan escuelas, hospitales, casas… y
mucha imaginación y voluntad para levantarlas con pocos recursos. Yo… yo
podría intentar hacer algo útil por fin, algo bueno por los demás.
EMMA.- A mí… Vamos por partes. ¿Tú crees que es tan fácil coger la
maleta, plantarse allí y, hala, una casa por aquí, una escuela por allá, así, con los
planitos en la mesa? Os lo digo a los dos, no porque sepa mucho del asunto, no,
pero lo que tú mismo nos has contado es para poner los pelos de punta.
JAIME.- Por supuesto que no es fácil. Hace falta mucha fuerza de
voluntad, mucho coraje y…
EMMA.- ¿Y todo eso le sobra a mi hermana? Vamos a ser un poquito
serias, ¿eh? O sea, ya sé que hemos hablado de lanzarse al mundo real y hacer
cosas. Pero ni tanto ni tan poco. De no hacer nada a ir de golpe a aquel infierno,
así, por las buenas. ¿Os parece normal?
JAIME.- Tampoco es tan infernal. Es duro, es muy difícil… pero tiene su
lado bueno, sus compensaciones, su gente…
JULIA.- Sí, pero a mí también me parece un pelín excesivo, si me permitís
la...
CELINA.- ¿Y a mí por qué no me permitís terminar de explicarme? No, no
me voy a plantar allí por las buenas, como tú dices. Mira, se trata de ir primero
unos cuantos días sólo para ver si podría adaptarme, conocer algo del país, de
la situación real… es decir, acostumbrarme o hacerme a la idea. Sólo eso. Lo
otro ya se vería después. Si veo que no puedo con ello o que no encajo, o qué sé
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yo, me vuelvo de la misma y se acabó. Pero si me gusta, a pesar de lo duro que
pueda ser, o veo que puedo desenvolverme con dignidad y sirve para sacarme
del marasmo, es posible que vuelva para quedarme un cierto tiempo.
JAIME.- No hay ningún compromiso. Celina sólo vendría conmigo
durante tres o cuatro semanas, no más. La decisión la tomaría al volver,
después de lo que vea y viva. Y vosotras le ayudaréis a tomarla, sin duda.
CELINA.- No penséis que ha sido algo impulsivo y alocado. Llevo varios
días dándole vueltas a la cabeza...
JULIA.- Ya te veía yo algo ida...
CELINA.- ...y la idea me atrae.
EMMA.- Así que esto viene de atrás y estamos ante hechos consumados,
¿no?
JAIME.- Te doy mi palabra de que no ha habido por mi parte ni un plan,
ni intención premeditada alguna. Simplemente el tema surgió el otro día,
mientras Celina me contaba la…
EMMA.- ¡Tío Jaime! ¿Te crees que aún nos chupamos el dedo? A Celina
quizá puedas engatusarla, pero las demás ya tenemos más conchas que un
galápago.
CELINA.- Qué desagradable te pones algunas veces.
JULIA.- De todos modos, eso me parece lo menos importante, Emma. Ya
he dicho que, de entrada, no me hace gracia la idea. Pero, tal y como lo han
planteado ahora, no me parece tan mal. Lo que de verdad importa es si se trata
de una buena idea o no, si le conviene a Celina o no.
EMMA.- ¿Y eso cómo vamos a saberlo?
JAIME.- No a priori, desde luego.
CELINA.- Más claro no lo hemos podido explicar.
EMMA.- ¿Hemos? Luego tengo razón, esto es cosa de dos.
CELINA.- ¿Y qué más da?
EMMA.- ¡Joder, que no lo veo claro! Eso es lo que da.
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JULIA.- Si moderamos un poco el lenguaje, mucho mejor, ¿no crees?
EMMA.- Este ahora no es un cura, es mi tío.
JAIME.- ¿Ahora? Me parece que para ti siempre he sido y seré tu tío,
nunca un cura. Y no me parece mal, que conste.
CELINA.- Pues a mí sí. Y ese es el problema. El problema es que Emma
sólo acepta un punto de vista, el suyo. Las cosas tienen que ser así o asá, de
rompe y rasga. Nunca hay matices, ni ambigüedades, ni puede haber dos cosas
al mismo tiempo. Papá es un cabrón, mamá era una santa, Julia es la hermana
sabia, yo la niña bonita y frágil y tú su tío a secas, y no hay más, esa es la verdad
absoluta y rígida, que nadie puede discutir. No hay peros, ni matices, ni nada…
EMMA.- Al parecer, no puedo opinar.
CELINA.- Opinar sí, pero contradecirte no. Lo que no puede ser es que
hace unos días me eches la gran bronca porque no me muevo ni me atrevo a
salir de casa, me voy a joder la vida y todo ese rollo, y ahora, cuando por fin me
decido a hacerlo, también te opongas.
EMMA.- Pero e…
CELINA.- No, no me vengas con que es demasiado fuerte y blablablá y
blablablá. Las oportunidades no vienen hechas a medida… Por cierto, ¿de quién
es esa frase? ¡De mi hermana mayor, qué casualidad! No sé cuántas veces la
habré oído. Eso sí, cuando llega la hora de ponerla en práctica, ¡qué curioso, ya
no vale! Por lo visto, es una frase para enmarcar y dejarla ahí, no para cumplir.
Salvo… salvo, claro está, que la cuestión sea otra, y sea que haya que proteger y
mantener a la hermanita pequeña en su urna de cristal a toda costa por los
siglos de los siglos, no sea que se vaya a disgustar o a hacer daño.
EMMA.- Sabes que no es eso. Sabes que soy la primera en animarte a que
te muevas y a darte de... bueno, a pelearte y a zurrarte bien ahí fuera, para que
salgas adelante con tu valía y…
CELINA.- ¿Entonces? No lo entiendo.
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EMMA.- ¡Cómo quieres que te lo diga! ¿Más claro? ¡Pues que las vas a
pasar más putas que Caín!
CELINA.- De eso se trata.
JULIA.- Igual yo te lo explico mejor. Me parece que lo que no le gusta
nada a tu hermana no es el hecho de que tomes esa decisión, sino el que te
vayas… que te vayas tan lejos y a un lugar tan... tan…
JAIME.- Bien, por fin lo ha dicho alguien.
JULIA.- Quizá no hemos estado muy unidas últimamente, pero lo cierto es
que llevamos muchos años juntas. Juntas y solas desde que mamá nos dejó. Es
cierto que Emma estuvo fuera algún tiempo, pero no mucho, y, dadas las
circunstancias, volvió a casa con más apego aún que antes. Hemos vivido
prácticamente aquí, en esta casa, toda nuestra vida, y lo hemos hecho juntas. Si
ahora una de nosotras se va, el vacío se va a notar. Se va a notar mucho. Es
posible que ni tú misma te des cuenta, Emma, pero, o mucho me equivoco o ese
es el principal problema. Sin ir más lejos, ¿cómo crees que me sentí yo cuando te
casaste y te fuiste?
EMMA.- Pero yo… no…
JULIA.- Es cierto que venías mucho por aquí, y eso aliviaba la ausencia,
pero había veces, cuando Celina salía y yo llegaba a casa, y no había nadie…
yo… Bueno, eso ya pasó, y además esto es distinto. No creo que te vayamos a
ver mucho, Celina, de eso se trata. Y yo seré la primera que te voy a echar en
falta, no creas. Pero todo se acaba en la vida, lo malo y lo bueno.
CELINA.- No hay que hacer un drama de esto, me parece a mí. Insisto en
que es posible que no aguante y me vuelva a los pocos días.
EMMA.- Como si no te conociéramos… Tío Jaime, tú vas a estar con ella,
al menos al principio, ¿verdad?
JAIME.- Sí, por supuesto, todo el…
CELINA.- Ojalá estuviera a más de mil kilómetros. Vamos a ver, no se
trata de ir con niñera.
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EMMA.- No hablo de niñeras, hablo de alguien de confianza que te
oriente y te guíe para dar los primeros pasos, ¿o es que te conoces aquello como
la palma de tu mano?
JAIME.- No sé si lo haces para pincharla, pero sabes que tiene razón tu
hermana. No es nada fácil aterrizar en el país en esas condiciones, ya lo hemos
hablado. Yo mismo, cuando llegué, tuve que apoyarme mucho en un hermano
de la orden que estaba allí desde el principio. Y fueron varios los meses de
adaptación. Por eso no os preocupéis vosotras, os prometo que no voy a
consentir que se lleve un choque muy fuerte y mucho menos gratuito. Yo seré el
primero que se ocupará de mandarla a casa si no veo claro el asunto.
EMMA.- Calla, calla, que tú eres el culpable de este enredo.
JAIME.- Siento que lo veas así. Más bien creo que es una gran oportunidad
para tu hermana.
JULIA.- No seas injusta, Emma. ¿Crees que el tío Jaime haría algo que no
fuera bueno por cualquiera de nosotras? A lo mejor tienes que pensarlo un poco
más despacio.
CELINA.- Por si no os acordáis, hoy cumplo un añito más. No es que sea
ya de las ancianas de la tribu, pero me parece que empieza a ser una edad
considerable, sobre todo para alguien que aún no se ha estrenado. Ya me
entendéis. O igual no… Hay tantas cosas que no he hecho, hay tantas cosas que
no he podido hacer, o no he sabido… No sé por qué me ha venido a la cabeza
ahora, pero… ¿Sabéis que es lo que más he echado de menos desde que tengo
uso de razón? Bailar. Sí, qué tontería, ¿verdad? Es por lo único que más he
sentido tener este defecto. ¡Cómo me hubiera gustado bailar libremente! Podría
haberlo intentado, pero hubiera sido mucho peor… ridículo, grotesco. Siempre
me he quedado mirando con envidia cómo lo hacían los demás. No sé si… ¿Os
he contado alguna vez que fue así como conocí a Rafa?
JULIA.- No, que yo sepa.
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CELINA.- Pues fue así, mientras miraba con envidia cómo bailaba el
personal en no sé qué fiesta… de eso no me acuerdo ahora. Entonces se me
acercó y me preguntó si quería bailar. ¿Os imagináis la escena?
EMMA.- No lo sabía. ¿Pero cómo pudo…? ¡Hay que ser gilipollas!
JULIA.- ¿Es que no se daba cuenta de… de que tú no…?
CELINA.- ¡Por supuesto que no! Aún no nos conocíamos y no tenía ni idea
el pobre. Sospecho que alguien le gastó un bromazo de pésimo gusto. Y, claro,
picó de lleno. Nunca he visto a nadie tan descompuesto.
EMMA.- Seguro que yo sí.
JULIA.- Y yo también.
EMMA.- Bueno, ¿y tú qué hiciste?
CELINA.- Yo… en fin, literalmente le dije que si quería reírse de alguien
que lo hiciera de su puta madre, que ya encontraría motivos de sobra y además
estaría acostumbrada.
JULIA.- ¡Celina!
EMMA.- Conque literalmente, ¿eh?
CELINA.- ¿Qué? ¿Te extraña acaso? O sea, estaba yo allí carcomiéndome
por no poder siquiera moverme, y viene un tío a tocarme los… narices.
JULIA.- Pero él no sabía que tú no pod…
CELINA.- Yo tampoco. Yo menos. No sabía ni de qué iba ni lo que
pretendía. ¿Cuánta gente se ha reído de mí a costa de mi defecto? Por eso
mismo nunca quería ir a discotecas ni sitios por el estilo.
EMMA.- ¿Y con ese comienzo tan bonito cómo pudo seguir la historia?
CELINA.- Pues porque, para mi asombro, al día siguiente se plantó a la
salida de la Facultad para pedirme… o mejor, suplicarme excusas, diciendo que
no se trataba de una broma pesada, sino de un malentendido, que él no sabía
nada y…
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EMMA.- ¡Joder! Conociendo el percal, seguro que tuvo que sudar sangre
para obtener la absolución. [GUIÑA UN OJO A JAIME] Pobre chico, ya desde el
principio. Desde luego contigo lo tuvo m…
CELINA.- ¿Te estás acatarrando, Julia? Vigílate, ese carraspeo no es bueno.
Sí, Emma, dilo, termina. Conmigo lo tuvo más que crudo. ¿No es eso? Menuda
cruz tuvo que soportar durante aquel año.
JULIA.- A ver, bonitas, ¿qué tal si lo dejamos? Nos pasamos la vida
removiendo agua pasada. Vaya familia, ¿eh, tío Jaime? Parece un culebrón
continuo.
JAIME.- No es ni mejor ni peor que otras. Pero, ¿qué es eso de culebrón?
EMMA.- Una telenovela, hombre. Te veo muy al día, ¿eh?
JAIME.- En ciertas cosas no, ni mucho menos. Y tú, Celina, aparte de
bailar, por lo que has dicho antes, ¿qué otras cosas te hubiera gustado hacer?
CELINA.- No sé… Igual se debe a mis circunstancias, pero yo nunca he
tenido grandes ilusiones, ni sueños… Bueno, sí, cuando era una adolescente sí
que me imaginaba fundando una corriente artística genial, una nueva
arquitectura, como una nueva Bauhaus o algo por el estilo, y todo el mundo se
quedaba anonadado con mis ideas revolucionarias… Chiquilladas.
EMMA.- Nosotras nunca hemos sido muy soñadoras.
CELINA.- Pero bueno, ¿y tú a quién intentas engañar a estas alturas? Me
he pasado años viéndote inclinada sobre el papel con pose a lo Virginia Woolf.
¿Te acuerdas tú, Julia? Iba vestida de chico, con aquella corte de medio colegas,
medio admiradoras que se echó, y que andaban reverenciándola siempre un
paso por detrás… pero no por lo bien que escribía, sino porque eran todas
bolleras.
JULIA.- ¿Pero cómo dices esas cosas?
EMMA.- A veces das la impresión de no saber decir más que tonterías.
Además, eran frivolidades de pija engreída y esnob.
CELINA.- Ah, ¿es que no sigues siéndolo?
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EMMA.- No te pases.
CELINA.- No me paso, no. ¿O es que nunca te lo han dicho, sobre todo en
el trabajo? ¿Y a ti, Julia? Tú allí, en aquel ambiente, más todavía. La jefa del
súper… ¿o cómo te llaman? Y yo más pija y más esnob que ninguna. ¿Y qué?
Las demás tienen otras cosas.
EMMA.- Sí, pero algunas parece que hacemos colección de esas cosas.
JULIA.- Vaya tabarra que le estamos dando a nuestro tío. Ya veréis cómo
no vuelve más a…
JAIME.- No, no, en absoluto. Reconozco que en algunas cosas me pierdo,
pero me estoy poniendo al día con esta terapia familiar. ¿Esto lo hacéis muy a
menudo?
CELINA, EMMA Y JULIA.- Nunca. [SE RÍEN]
CELINA.- Aunque últimamente parece que nos está dando por ahí.
JAIME.- Ah… Pensaba que a lo mejor aprovechabais los cumpleaños u
otras celebraciones para echar fuera los demonios internos.
EMMA.- No, sólo aprovechamos cuando vienes tú, como puedes ver.
JAIME.- Entonces tendré que venir más a menudo.
EMMA.- Ya, sobre todo cuando te lleves a Celina.
CELINA.- ¡Ya está bien, Emma! A mi no me lleva nadie, entérate de una
vez. Soy yo quien se quiere ir. Bueno, no… A ver si me explico, no es que quiera
irme de aquí, es que...
EMMA.- Está bien, está bien... Eh, ¿y adónde vas tú ahora?
JULIA.- Tranquila, ahora vuelvo.
JAIME.- ¿Qué ocurre?
[JULIA REGRESA TRAYENDO UNA TARTA Y UNA BOTELLA DE CHAMPÁN]
JULIA.- Nos habíamos quedado aquí, ¿no es cierto? Y aquí están las velas.
CELINA.- ¡Julia, pero si has hecho tu tarta de limón! Qué ganas tenía de
volver a probarla.
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EMMA.- Es verdad. Yo tampoco lo sabía. Pensaba que habíais comprado
una en la pastelería. Eres un cielo, Julia. Ven aquí…
JULIA.- Quita, quita, moscarda.
CELINA.- Pues si no te achucha Emma lo haré yo.
JULIA.- ¿Queréis parar quietas? Además, esto no es nada. Veréis la de
cosas que voy a hacer para mi sobrina. Ni os lo vais a creer.
EMMA.- ¡Pues claro que sí!
JAIME.- Por lo que deduzco, debe de estar buenísima.
CELINA.- ¿Buenísima? No la menosprecies. Es sublime.
EMMA.- Está cojonuda. Hecha con manos de ángel, como todo lo que
hace mi hermana en la cocina. Y fuera de ella.
JULIA.- Dejad de decir bobadas y sacad las copas. Y ahora vamos a sacar
los regalos, que ya va siendo hora. Venga, no os hagáis las longuis. Yo tengo el
mío preparado.
CELINA.- Cuando se pone así no hay quien la tosa. Así que les lleva a
todos firmes en el trabajo.
JULIA.- Menos cachondeo.
JAIME.- Yo no he traído más que una tontería.
CELINA.- Tío Jaime, por favor, menos rendibú.
JULIA.- Pues claro, no tienes por qué andar con rem…
EMMA.- Tú le has traído el mejor regalo que podría recibir. El mejor.
JULIA.- Qué silencio… ¿Es que ha pasado un fantasma?
JAIME.- Me.. me alegro de que al final pienses así.
CELINA.- ¿Lo has dicho en serio, Emma?
EMMA.- Sí, claro que sí, cielo. Claro que sí… [LE ACARICIA EL PELO] Ni se te
ocurra soltar esa lágrima, ¿me oyes?
CELINA.- ¿No ves cómo te contradices? Unas veces es necesario llorar,
otras que ni se me ocurra…
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EMMA.- Hoy no toca llorar. No siempre vamos a estar así. ¡Venga, a ver si
de una pu…ñetera vez celebramos algo en esta santa casa!
JULIA.- Eso es. A ver, ¿quién enciende las velas? Yo voy descorchando la
botella.
CELINA.- ¡Bien! ¡Bien!
JULIA.- Acercadme las copas. Así… Venga, en pie. Ahora a soplar.
[CELINA SOPLA LAS VELAS. SE BESAN.]
JULIA.- Por nuestra Celina y su futuro.
EMMA.- Por su largo futuro.
JAIME.- ¡Por Celina!
[BEBEN. SE SIENTAN.]
CELINA.- Gracias, muchas gracias…
JULIA.- No empieces.
EMMA.- ¿Estarás aquí para cuando venga la niña?
CELINA.- ¡Pues claro! Estaré aquí para recibir y comerme a besos a mi
sobrinita.
JAIME.- Podéis contar con ello.
CELINA.- También había pensado… En fin, ya sé que no os hace mucha
gracia, pero había pensado hablarlo con papá antes de m…
EMMA.- ¿Hablarlo? ¡Qué chorrada! Como mucho se lo dices por teléfono
y punto. Faltaría más.
JAIME.- No pensáis perdonarle nunca, ¿no?
EMMA.- Tú lo has dicho. Ni en sueños.
JULIA.- Tampoco él ha pedido que lo hagamos. Pero bueno, eso es otro
tema. Dime, cielo, ¿has quedado hoy con tus amigos?
CELINA.- ¡Qué va! Este día lo he reservado para mi familia en exclusiva.
Querían que celebráramos hoy mismo el cumpleaños, pero me negué en
redondo. Lo hemos dejado para mañana.
JULIA.- Ah. Pero… ¡si mañana es lunes!
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CELINA.- ¿Y qué?
EMMA.- O sea, que mañana les toca a ellos la sorpresa.
JULIA.- Y… también estará… Martín, supongo. ¿Le… vas a ver mañana?
JAIME.- Vaya cuadro. La una suspira, otra se ríe y la otra se pone como un
tomate… ¿Quién me lo va a contar?
EMMA.- Julia. Sí, que te lo cuente ella misma.
CELINA.- Huy, entonces estamos apañadas. Quita, quita… No seas mala,
Emma, y no te rías. Hoy, por ser mi cumpleaños, y sin que sirva de precedente,
voy a ser buena y voy a explicarte yo la historia como es debido. Lo dicho…
¡Vaya culebrón de familia!
JULIA.- Hay que abrir los regalos. ¿No habíamos quedado en eso? Aquí
está el mío.
CELINA.- Como quieras, pero no pienses que se me va a olvidar. Y, antes
que nada, deberías saber que si estás a punto de encontrar lo que nunca te
habías molestado en buscar, es gracias a una servidora. Y me ha costado lo mío,
no creas, porque mira que eres difícil de narices, ¿eh? ¿Qué? ¿Y esas miradas?
¿Acaso pensáis que sois las únicas en enredar y conspirar a espaldas de las
demás? ¡Me hacéis una gracia! Por un lado decís que soy muy lista, listísima,
pero por otro pensáis que soy tonta de remate. En fin, a ver qué maravillas se os
han ocurrido este año. Me hacen unos regalos preciosos, tío Jaime, ya verás. Y
eso que no me lo merezco…
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GYMNOPEDIA III
(Lento y grave)
JULIA
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Lunes 5
- Pero… ¿qué haces tú aquí?
- Hola. Yo… había pensado… Creo que no… —balbucea él— Creo que a
lo mejor podría explicarme… quiero decir, tener una oportunidad de…
Un vigilante cierra con estrépito la persiana del supermercado, e
interrumpe las vacilaciones del recién aparecido.
- Vamos. Aquí no —dice ella tomándole por un brazo; le arrastra fuera
de los soportales, calle abajo—. Si quieres, acompáñame a casa —añade, unos
cuantos pasos más tarde.
- ¿No… no te importa?
- Ya ves que no. ¿Has traído el coche?
- No, está en el taller. Se me ha roto la caja de cambios.
- ¿La caja de cambios? ¿Cómo puede ser? Vaya mierda de coche… A ver
si te estiras con uno nuevo.
- Ya. Pero, espera, llamaré a un taxi.
- No, no, déjalo, vamos en autobús. Así es como voy y vengo todos los
días, ¿sabes? Aunque sea una superpija —afirma ella con una media sonrisa—.
A estas horas hay poco tráfico y sólo tarda tres cuartos de hora, más o menos.
Hala, vamos.
Apenas se ve gente por la calle en ese barrio suburbano. Caminan en
silencio durante un par de minutos. Ella, cabizbaja; él, mirándola de reojo de
vez en vez. Se detienen junto a la parada del autobús. Están solos.
- Ahora dime por qué has venido.
Él tarda en contestar; cuando lo hace, vacila.
- Yo… había… había pensado un… un montón de cosas, de motivos.
Pero ahora no sé cómo empezar.
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- ¿Tanto miedo te doy?
- No, no es…
- Espera, ahí viene… sí, el 94. Qué pronto. Hay que hacerle una seña, que
si no, no para. Deja, deja, tengo mi bono —le exhorta ella rebuscando en su
bolso.
Suben al vehículo, que arranca de inmediato. Él se muestra torpe al
recorrer el pasillo entre bandazos.
- No estás muy acostumbrado, ¿eh? Ahí estaremos bien.
Se sientan en la parte trasera, sin nadie alrededor, en silencio.
Contemplan a través de la ventanilla el transcurrir de personas, vehículos y
calles.
- En realidad, tú no tienes por qué decir ni explicar nada —termina ella
por romper el mutismo—. Ni tenías por qué haberte tomado la molestia de…
Quiero decir que no estabas obligado a hacer nada. De haber alguien obligada a
algo, esa sería yo.
- No es cuestión de obligaciones, sino de voluntad. Y de necesidad.
Necesitaba venir a verte y saber… Necesito saber por qué.
- Sabemos cómo, pero no sabemos por qué —dice ella al cabo de unos
instantes como para su coleto, pensativa, reclinando la cabeza sobre la
ventanilla.
- Yo ni siquiera sé cómo. No sé cómo algo que funcionaba bien, sin
problemas, al menos que yo supiera, se viene abajo de buenas a primeras, en un
instante…
De nuevo el silencio, el paisaje monótono del ensanche.
- Sería un buen principio. Si no el porqué, saber al menos el cómo —
acaba por pedir él.
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Cuando nació Celina, Julia aún no había cumplido dos años; por eso
nunca llegó a disfrutar de manera consciente la condición de pequeña de la
casa. Su madre y la nanny estuvieron demasiado ocupadas tratando de apagar
los celos de la hermana mayor; y su padre, para cosas tales, no existía. Celina
ocupó ese lugar desde su primer día de vida gracias al magnetismo inexplicable
e irresistible que ejercía con su sola presencia. Hasta Emma, la mayor, parecía
encantada con el nuevo bebé, olvidándose de cualquier tentación competidora.
Sin embargo, Julia nunca tuvo celos de la usurpadora; al contrario, se
unió al entusiasmo general con ese afán mimético de las niñas que deshacen el
ovillo de sus primeros pensamientos. Aunque nunca le faltaron motivos, su
espíritu ordenado y sus sentimientos limpios impidieron desde siempre que el
resentimiento o la bajeza mancillaran el apego natural hacia sus hermanas. A
sus adentros no les atraían las puertas cerradas ni las alturas inalcanzables.
Con el tiempo, ese carácter ambivalente le permitiría salir adelante con
soltura, pero también le pasaría una factura inapelable. Fue asumiendo año a
año el papel de hermana mediana como quien asume sus cualidades congénitas
—las menos molestas, claro está—. Y es que sus hermanas —no sus padres, ni
persona otra— fueron siempre las varas de medir y medirse, su espejo y su
ceguera, su apoyo y su postración.
Rebeldía. Si fuera necesaria una sola palabra para describir el fondo de
su carácter, la constante de sus actos o su actitud ante y frente al resto de la
creación, ésa sería la precisa. Rebeldía heterogénea y multipolar; una resistencia
frente a todo tipo de constantes injusticias y mezquindades inevitables a priori;
o, ya que se menciona el concepto, sería más exacto decir frente a todo
apriorismo. Y también rebeldía de verdad, de fondo, no la resistencia a comerse
el plato de verduras o a no querer regresar a casa después de jugar en el parque;
rebeldía hermética e inquebrantable.
Sus determinantes familiares —tópicos, sin atenuantes— y el hecho de ser
la mediana sacaron a flote ese fondo innato desde un primer momento. Julia lo
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tenía todo para convertirse en una resentida pura y dura, de las de manual de
psicopatología. Lo tenía todo, especialmente contra sus hermanas. Siempre se
vio obligada a navegar entre dos aguas, sin la autoridad de la mayor ni los
mimos de la pequeña; obligada a pasar desapercibida, a perder siempre en el
reparto afectivo. Su cuota de caricias, besos y halagos siempre quedaba por
debajo de la suficiencia más elemental. Nadie, excepto a veces la cariñosa nanny,
supo ni quiso tener paciencia con ella, regalarle un poco de tiempo —unos
pocos minutos más de los imprescindibles— o hacerla sentirse única y especial
como era, como todos podemos serlo.
Emma, la mayor, había sido la favorita de su madre, la primera hija, la
más parecida a ella en lo físico y en lo psíquico, en firmeza y elegancia, en
maneras y disposición; las demás no tuvieron opción para competir con tales
privilegios. La debilidad única y entera de su padre fue —y seguía siendo—
Celina. ¿Por su belleza, su inteligencia, su natural cariñoso, su defecto físico o
por todo a la vez? Tampoco en este caso tuvieron opción las demás. Y con sus
abuelos nunca conservaron gran contacto, a causa de la distancia que impuso el
trabajo de su padre. Sin embargo, lejos de convertirse al resentimiento, Julia
optó por actuar conforme a sus instintos: se rebeló contra ese apriorismo y
derrochó amor hacia su familia como ningún otro miembro de ésta.
Cuando se referían a ella, oía hablar de la mediana, y esa palabra se le
indigestó para siempre. Su disgusto fue mayor cuando un mal día se topó con
ella en el diccionario, por casualidad, mientras cumplía —de manera
excepcional— con los deberes escolares: «Mediano-a: De calidad intermedia; ni
grande ni pequeño; coloq. casi nulo y aun malo de todo punto. Medianía: persona que
carece de prendas relevantes». ¿Así que era eso? La mediocre, la vulgar, la menos
valiosa, la menos lista, la más fea... Ni hablar. Nunca. No iba a ser lo que los
demás quisieran o lo que le impusieran las circunstancias, sino lo que ella y sólo
ella decidiera día a día. Y así, día a día, decidió acostumbrarse a dar, poner,
hacer y casi nunca recibir; poco le importaba, luego poco le costaba.
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Sí, la llegada de Celina se convirtió, sin lugar a dudas, en uno de los
condicionantes de su vida. Celina nació con un defecto en el pie derecho que le
producía una ostensible cojera y ensombrecía en parte su extraordinaria belleza.
Conforme fue creciendo, padres y hermanas se volcaron en atenciones y
protección hacia la cojita —palabra maldita y condenada—; nada se consideraba
demasiado para mullir y dulcificar su vida. Incluso su tío Jaime, único pariente
cercano, acudía de vez en cuando con algún regalo —juegos de construcciones,
por lo general— para Celina, sin haber realizado ese gesto con la misma
frecuencia para con sus hermanas. Y Julia, en lógica consecuencia, no quiso
quedarse atrás, aunque su actitud conllevara una merma aún mayor de su
menguada cuota de afecto. En casa, en la calle o en el colegio era siempre la
primera en cerrarse como un escudo —bien secundada por Emma— para
defender a su hermana de regañinas, insultos o cualquiera otra contrariedad.
Tenía doce años cuando estuvo a punto de ser expulsada del colegio por
endosar una generosa paliza a otra alumna, dos años mayor y treinta
centímetros más alta, que osó mofarse de Celina cantando aquello de
«disimular que soy una cojita / disimular, lo disimulo bien…».
Todo hay que decirlo, sus hermanas, con limitaciones y un poco a su
estilo, devolvían una parte significativa de ese amor que ella les entregaba; un
amor teñido de respeto, porque tanto Celina como Emma tenían a Julia por la
más fuerte en todos los aspectos, y le habían concedido tácitamente cierta
superioridad física y moral. A pesar de ser la mediana.
···································
- Tengo miedo —afirma ella poco después en voz más baja—. Miedo de
que esto acabe en un desastre, como otros muchos que he visto y sufrido.
- No tendría por qué.
- O sí.
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- Pero eso no es un motivo. Nadie que se embarca en una relación… o
nadie que se enamora de otra persona sabe si será lo mejor de su vida o un
desastre —argumenta él manteniendo el tono bajo—. Es imposible saberlo.
- Hay casos en que se ve venir claramente —replica ella algo sombría.
- Ah… Y éste es uno de ellos.
- No lo sé… De verdad, no lo sé.
- ¿Cuál…? ¿Cuál es el problema en realidad? Me gustaría saberlo. Tiene
que haber algo que te lleve a pensar esas cosas.
- Tú —replica lacónica.
- ¿Yo? ¿Yo qué? ¿Yo soy el problema?
- No se trata de eso, de un problema. Es que… la gente no es como tú, y
eso no…
- Porque yo no soy la gente —interrumpe él recalcando con desdén las
últimas palabras—, ni maldita la falta que me hace. Si fuera como la gente no
estaría aquí ahora.
- Nadie es como tú —insiste ella mirándole a los ojos—. Eso es lo que
quería decir, ¿me entiendes? No hay nadie con quien te pueda comparar, no
tengo una referencia que me diga si todas esas diferencias son sólo una pose
forzada o son de verdad.
- Joder, no te andas por las ramas, no. Harías buen papel en la carrera
diplomática.
- Me sale así —replica con seriedad—. Además, deberías saber a qué me
refiero.
- ¿Sí? ¿Debería? Pues lamento decirte que no tengo ni idea.
- Esa misma forma de hablar, por ejemplo… ¿Quién habla así? Nadie. Si
quieres nos vamos al principio de todo, cuando te quedabas mirándome
embobado cada vez que me veías, sin atreverte ni a dirigirme la palabra. Y así
durante años. ¿Es eso normal?
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- Supongo que intuía el resultado, ¿o qué ocurrió cuando por fin me
atreví?
- Te llevaste tu merecido, nada más. Y no me interrumpas, que no he
acabado.
Fuera del autobús oscurece. El tráfico se vuelve denso. Se acercan, poco a
poco, al centro; pero más despacio. Las paradas se suceden. Salen más pasajeros
de los que entran.
- Tampoco me parece ni medio normal que te invite a cenar en casa y que
ni siquiera se te ocurra tirarme los tejos. ¿Lo recuerdas? ¿Cuánto tiempo
llevamos y no has hecho casi ni mención de llevarme a la cama? ¿Te parece
normal? He pensado de todo… —añade ella apoyando levemente la sien en la
ventanilla— hasta que eres de los que no quieren salir del armario. Siempre tan
cortés, tan comprensivo, tan dispuesto a echar una mano. Tan inteligente, tan
culto… No, tiene que haber algún fallo muy serio por algún otro sitio. No hay
gente así más que en esas películas romanticonas, de las antiguas. Todo es
demasiado bonito, demasiado bueno para ser verdad.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos bajan la vista.
- Di algo, no te quedes así, callado, como un pasmarote —exige ella
volviendo el rostro hacia él.
- Que diga algo… —duda él evadiendo la mirada hacia el frente— ¿Eso
es todo? ¿Éste es el motivo de la espantada, de los tumbos que vamos dando?
- Sí, muy resumido, pero sí.
Él enarca las cejas y baja la vista. No responde.
- ¿Qué? ¿No vas a decir nada? —inquiere ella.
- ¿Qué quieres que diga? Ya lo has dicho tú todo. Las cosas son así, por
más que intento que no lo sean… En otras condiciones todo eso sería un halago,
pero veo que en este caso es mi perdición.
- No sé… intenta rebatirme o convencerme de lo contrario.
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- Quizá lo mejor fuera dejar de ser como soy. ¿Qué tal si me pongo en
plan borde y gilipollas? Seguro que produzco mejor efecto. Anda, dame otra
oportunidad, quedamos para otro día y ya verás como a primeras de cambio te
dejo sin bragas.
- No hay que ponerse tan grosero. Eso no viene a cuento.
- ¿Cómo que no? Al parecer, es lo más conveniente para que le
consideren a uno parte de la especie, o para que le tomen a uno en serio.
- Sabes perfectamente que no quería decir eso.
- No, no lo sé.
Ahora es ella quien tarda en contestar.
- Además, no deberíamos estar aquí, ¿sabes? —espeta ella antes de
apoyarse de nuevo en la ventanilla— No entiendo por qué tengo que darte
explicaciones.
- Porque se debe terminar lo que se empieza. Reconozco que tienes
razón, al menos en parte, y no estás obligada a darme explicaciones. Ahora
bien, si has recogido el guante que te he arrojado, deberías seguir hasta el final.
- Ya… —ella mantiene su aire pensativo—. Hoy va muy rápido esto. Sólo
quedan tres paradas.
- Ah.
Casi ha anochecido. Las luces de farolas, automóviles y letreros
luminosos se deslizan sobre sus semblantes.
- Déjame ordenar un poco las ideas. No me resulta fácil explicarme… —
vuelve ella al hilo.
- Sí, claro. De todos modos, tampoco quiero presionarte, ni ponerte en
aprietos. No es esa mi intención… si es que tengo alguna. Si así lo prefieres, me
voy y ya habl…
- No —le interrumpe ella súbitamente, antes de proseguir más
calmada—: No, no quiero que te vayas ahora. Quédate… por favor.
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El silencio vuelve a atrapar el momento. Ella le mira con expresión de
curiosidad, pero grave, como si nunca se hubiera fijado bien en los detalles de
esa faz que intenta sostener la mirada sin pleno éxito.
- ¡Eh, que es aquí! Vamos.
Se levantan para dirigirse apresuradamente a la salida y bajar los
escalones. Nada más poner el pie en tierra, el autobús arranca con la misma
prisa que al principio. Lo ven alejarse desde la parada, de pie, inmóviles.
···································
Fortaleza. No se puede ser rebelde sin poseer una notable fuerza anímica,
de voluntad; una fuerza que Julia podía despilfarrar sin miedo al agotamiento,
aunque la ocultase bajo una capa de indiferencia. Emma, quien mejor la conocía
y la única capaz de interpretar su forma de ser, le concedió el título de «la más
fuerte de la familia».
Y no se trataba únicamente de fortaleza interior, sino de resistencia y
capacidad corporal, cualidad asimismo disimulada dentro de un cuerpo poco
llamativo en cuanto a figura, aunque perfecto en su funcionamiento.
Enfermedades que a sus hermanas alcanzaban simultáneamente a ella no le
hicieron mella; nunca había estado de baja en el trabajo, no renunciaba a
esfuerzos insuperables para sus iguales y, en caso de pérdida de fuerzas, unas
pocas horas de sueño bastaban para recuperarlas.
Fue en su última adolescencia cuando apareció el único punto
vulnerable, la única adversidad capaz de arruinar su dureza somática: la
migraña. Ésta se presentaba en su vida mes sí y mes no en sociedad con la regla,
fundiendo sus parietales y tumbándola sobre la cama con paños mojados en
agua fría sobre la frente, a oscuras y en absoluto silencio. Durante esos dos días
—o, con suerte, día y medio— que tardaba en largarse la jaqueca, Julia cesaba
en su existencia; no era, ni estaba; el mundo —y ella con él— desaparecía.
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Después de probar todos los medios y remedios posibles para acabar con
semejante enemigo puntual, tuvo que reconocerle invencible y acostumbrarse a
vivir en su compañía a lo largo de esos huecos temporales. En todo caso,
pensaba, lo que no la mataba la hacía más fuerte.
Teniendo en cuenta esa fortaleza y sus dotes temperamentales, los
choques —fuertes choques— contra las sinrazones y los desafueros de la vida
iban a ser inevitables.
En el colegio no tardó mucho en ganarse una fama —no demasiado
injustificada— de camorrista, negando cuartel a toda aquella que se atreviera a
meterse con ella o sus hermanas de alguna manera, sin importar edad ni
tamaño, motivo éste por el cual no siempre salía victoriosa. Igualmente
adquirió fama —justificada por completo— de estudiante inaplicada, cuya
cuota de suspensos superaba con mucho la media, pero desaparecía
misteriosamente en los exámenes finales de cada curso; demostraba así, para
exasperación de sus educadores, que tan bajo rendimiento no se debía a falta de
capacidad, por cuyo motivo se achacaba a una suerte de burla; y si se añade el
hecho de que Emma y Celina pasaban por alumnas modélicas, venía servido el
agravante. No obstante, Julia no pretendía burlarse de los enseñantes, y ni
siquiera del sistema de enseñanza —aunque estuviera justificado—;
simplemente, no comprendía por qué ni para qué ese concepto de educación
implicaba tanto empeño en tanta inutilidad, ni el porqué de tanta exaltación del
buen comportamiento externo y tamaña ignorancia de los sentimientos y las
voluntades. A ella no le hubiera costado esfuerzo adaptarse a unas normas de
conducta, absurdas e inaprensibles a simple vista, cuyas supuestas bondades
nadie se tomó la molestia de esclarecer; pero, por esa misma razón, no quiso
avenirse.
Sus padres tampoco supieron —o quizá no quisieron— enseñarle o
siquiera acercar a su comprensión esas adultas reglas del juego; peor aún, no se
molestaron en entender su forma —estilizada y artificiosa, sí, aunque también
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espontánea y coherente— de descifrar y manejar la vida. Se limitaron a
compararla con sus hermanas y a aplicarle castigos casi de continuo, sin atender
a causas, consecuencias ni todavía menos, a resultados, puesto que no era difícil
comprobar la inutilidad de aquellos métodos para modificar —no digamos
doblegar— el carácter de una Julia creciente en edad y juicio. El único resultado
de tantos enfrentamientos y sanciones fue alimentar una rebeldía ya de por sí
bien cebada; crear un círculo vicioso de castigo-desobediencia-castigo, que obró
como levadura en la ruptura familiar.
Ni qué decir tiene que el principal contrincante de Julia en las batallas
familiares era su padre, el destinatario de un amor desdeñado, el beneficiario de
una admiración ignorada; ése que nunca la subió a sus rodillas para juguetear
con sus trenzas, que nunca acudió a la vera de su cama para contarle un cuento,
que nunca cedió un beso no solicitado, que nunca admiró ni ponderó un solo
detalle, logro o regalo de la mediana. Para ser exactos, hubo una excepción que
recordaba como uno de los momentos más placenteros de su vida: una única
tarde de verano —una Arcadia perdida antes de haberla poseído—, allá por sus
ocho o nueve años, en la que, estando en brazos de su padre, se quedó
confortadora y mansamente dormida. Una primera y última, única y
extraordinaria vez que disfrutó de una necesidad primordial que, en cambio, a
sus hermanas les sobraba.
Durante su infancia, Julia hubiera matado o se hubiera dejado matar por
su padre. De las tres, era ella quien más le quería; la más anhelante y la menos
anhelada. Emma se inclinaba más por corresponder al afecto incondicional de
su madre y Celina repartía su cariño por igual; Julia, sin embargo, volcó su
amor desde muy pequeña en un padre refractario a aceptarla. Pero llegó un
momento en que descubrió lo obvio, que algo no marchaba bien, que ese amor
asimétrico supuesto por ella no era para él sino un desamor categórico. Y
cualquiera hubiera achacado este desapego al monopolio ejercido por Celina en
el afecto de su padre; cualquiera menos Julia, cuya intuición la llevó a
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considerar esa inclinación por su hermana pequeña como la anomalía, la
inexplicable desviación de la norma en un sujeto incapaz de amar algo situado
más allá de su epidermis.
De ese modo, cuando su padre abandonó el hogar familiar para irse a
vivir con la joven —más conocida entre las hermanas como esa puta— que le
había sorbido el seso hasta tal extremo, casi todo fue desolación y crujir de
dientes: su madre cayó en una depresión insalvable; Emma, encenagada en ira,
se deshizo en imprecaciones e insultos continuos, angustiada más por el daño
infligido a su madre que por verse impelida a borrar de su vida a un ex padre; y
Celina sufrió durante cierto tiempo una congoja mitigada a duras penas por el
cariño protector que seguía recibiendo de todo el mundo, incluyendo al
evadido de su condición de padre. Casi todo fue desolación, pues a Julia, para
asombro general y a pesar de haberse consumado el abandono dos días
después de su decimoséptimo cumpleaños, no le produjo gran conmoción;
renegó como la que más de la bajeza de su precursor, pero tenía la impresión de
deja connu, de haberlo sabido, en el fondo, desde tiempo atrás, como si su más
íntimo ser hubiera tenido la certeza de que tarde o temprano habría de llegar
ese momento.
Esta desgraciada relación con el primer hombre que había conocido y
querido, le causaría un evidente perjuicio emocional en lo sucesivo: condicionó,
desvirtuó sus relaciones con los demás, especialmente con los hombres, a
quienes siempre valoraría desde una perspectiva contradictoria y, en buena
parte de los casos, errónea —para bien y para mal.
Contradicción. Una severa derrota para una amante de la coherencia
honesta.
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- Entonces, ¿te acompaño a casa? —pregunta él.
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- No, no me apetece ir a casa ahora.
- Ah, bueno, entonces…
- ¿Por qué no vamos mejor a ese café al que me llevaste la última vez? —
sugiere ella repitiendo su sonrisa a medias— No me acuerdo cómo se llama…
- Sí, claro, eh… sí, el República.
- Sí, ése. Y así, de paso, damos un paseo. ¿Te parece bien?
- ¿Bien? Nada me parecería mejor.
Ella termina por reír sin reparos.
Recorren algunas aceras y cruzan varios pasos de peatones sin proferir
palabra. Él, quizá algo más relajado, continua mirándola de reojo. Ella aún
mantiene el rastro de su sonrisa; pero ésta se disuelve cuando él rompe la
mudez, cruzando su mirada con la de ella y con voz queda pero firme.
- No estás acostumbrada a que te quieran, ¿verdad?
- ¿Qué? ¿Qué…?
- No sabes muy bien cómo querer, porque no estás acostumbrada,
porque no ha habido mucha gente que te haya querido. Al menos como yo
pretendo hacerlo.
El centro de la ciudad se ha vaciado al anochecer. Sólo el ruido del tráfico
menguante enturbia el silencio. Ella ha roto el paso y le mira con intensidad
antes de reanudar el camino pausadamente.
- Me da igual lo que pienses y hagas —prosigue él a poco—. Si quieres,
no vuelvas a dirigirme la palabra, pero tenía que decírtelo. Alguien que te
quiera y que se dé cuenta de las cosas tenía que decirlo. Para que tú también te
des cuenta.
Los pasos se acortan y el silencio se alarga hasta llegar a las puertas del
Café República. Entran, abriendo él la puerta para ceder el paso. Una melodía de
jazz mezclada con bossa nova se contonea por el local a medio llenar. Las
tertulias apenas llegan a un rumor audible.
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- Ahí me gusta —señala ella—. Ahí, junto a la ventana, en la mesita
pequeña.
- Perfecto. Eh… ¿Te pido lo… de siempre o prefieres otra cosa?
- No, no… lo de siempre.
- Bien… Yo me pediré otro.
- Uy, entonces no vas a pegar ojo esta noche. ¿No dices que no pruebas el
café por las noches entre semana?
- Me parece que no voy a pegar ojo de cualquier modo.
Él pide en la barra, vuelve con dos tazas de café irlandés y se asienta
frente a ella. Miran a través del ventanal el pobre espectáculo de la noche
mientras prueban sus bebidas. A ella le queda un cerco de nata sobre el labio
superior. Él sonríe.
- ¡Qué! Me gusta, ya lo sabes. Desde luego, aquí es donde mejor los
hacen, ¿no te parece?
Él asiente con la cabeza. Pierden el supuesto interés en la calle y se
centran en sí mismos. Ella se limpia el cerco primero con la lengua y después
con la servilleta. Su sonrisa se desdibuja antes de seguir el hilo.
- ¿Por qué no me explicas un poco mejor? Ya sabes, lo que me has dicho
antes.
- No sé si sabré decirlo mejor o más claro —duda él—. Yo lo veo así de
sencillo, tal y como te lo he dicho. No estás acostumbrada, salvo por tus
hermanas, por supuesto, a que te quieran, a que salga alguien de la nada, te
conozca, decida quererte y te lo demuestre de al…
- ¿Qué es eso de que decida quererte? —pregunta ella con un gesto de
extrañeza— ¿Es que acaso el querer se decide? No lo sabía —añade con un
acento de sorna—. Tenía entendido, más bien, que esos sentimientos surgen,
vienen de improviso… no se deciden.
- Ya. Puede que no sea esa la expresión más acertada. Quizá no se decide,
pero sí se elige.
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- Tampoco veo claro eso de elegir.
- Sí, el amor, como todo lo decisivo en la vida, implica una elección. Uno
debe elegir amar o no amar a alguien antes de hacerlo de verdad. Y eso sin
contar, a su vez, con otra elección previa, es decir, elegir a una persona
dependiendo de lo que…
- No sé si me estás hablando en serio o me tomas el pelo —corta ella.
- No puedo hablar más en serio.
- Entonces tienes una idea absurda y muy pobre del amor —remata ella
demostrando indignación.
- Convengo en que no coincide con la de las novelas y las películas
románticas, esas que has machacado antes —replica él—. O quizás sí, y lo que
yo hago es una disección del proceso, un proceso del que en las novelas sólo se
cuenta lo superficial. En todo caso, es mi forma de querer.
- Muy propio de ti. Lo que dices y la ironía con que lo dices.
- En efecto. Pero me gustaría hacerte saber que esa elección de la que
hablo, esa decisión de querer a alguien, en mi caso es siempre firme, duradera,
y la llevo hasta sus últimas consecuencias.
- Es que… todo esto que me estás contando, o es un disparate o no lo
entiendo. Se elige querer —recalca ella—. No lo veo por ningún lado.
- Es gracioso que tú, precisamente tú, digas eso.
- ¿Yo? ¿Por qué yo?
- Tú eres un caso palmario de lo que estoy diciendo.
- ¿Yo? —repite ella abriendo considerablemente los ojos.
- Sí, tú. Tú eliges por encima de todo. ¿Quieres un ejemplo? Pues bien, tú
has decidido no quererme a mí —dice él más despacio de lo habitual—. Lo has
decidido expresa y claramente.
Ella menea la cabeza con aparente perplejidad.
- Así es —insiste él—. Los motivos… por llamarlo de alguna manera, los
motivos que me has expuesto antes lo demuestran. Según tú misma, después de
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conocerme y valorarme has concluido que falla algo. No sabes el qué, pero algo
falla, algo no es como debiera, y lo que decides, o eliges, es romper el juego,
acabar con la relación… por llamarla también de algún modo. Podrías haber
continuado conmigo, porque todo era bueno, demasiado bueno, según tú. Pero,
al final, no quisiste. Dime si eso es o no es una elección consciente —él hace una
pausa breve y reanuda de improviso su argumentación—. Me parece lógico…
o, mejor dicho, me parece normal que tomes una decisión de ese tipo, por
supuesto. Pero es lo que es, una elección.
Ella se centra en su copa de cristal, de la que acaba dando un sorbo. Él
hace lo mismo instantes después.
- De todos modos —prosigue él al cabo de un largo minuto—, a lo que
iba al principio es que no estás acostumbrada a este tipo de elecciones, o
decisiones, como prefieras llamarlas. Eso es lo que quería decir en el fondo.
Él la mira fijamente: ¿busca el efecto de sus palabras? Ella suspira antes
de retomar la palabra.
- No creas… No creas que me has convencido del todo con esa verborrea
inacabable —afirma tranquila—. Es cierto que no estoy acostumbrada a…
bueno, a encontrarme con personas como tú.
- Lo tomaré como un cumplido.
- El cumplido es que vuelva a estar aquí, ahora, aguantándote toda esa
chapa después de haberte dado la patada.
- Si crees que no me he dado cuenta hace rato… —ataja él meneando la
cabeza— Pero eso no es un cumplido, es un privilegio.
Confrontan sus miradas. Ella hace un gesto de indiferencia, atusa y
recoge su melena, la lanzar hacia atrás y vuelve a su café.
- Entonces debo suponer… —dice mucho más seria— que tú sí has
decidido quererme, como dices, con todas sus consecuencias.
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Cuando, mediado el bachillerato, parecía levantar cabeza en cuanto a sus
calificaciones, decidió no aguantar más. Abandonó el colegio para ponerse a
trabajar. Hubo mucho —si bien corto— revuelo y sobreabundancia de críticas y
denuestos, pero no gran insistencia en que obtuviera al menos dicha titulación.
Tampoco le importó mucho; incluso lo agradeció, porque era lo que realmente
quería. Los ruegos de madre y hermanas no consiguieron modificar su postura.
Su padre le advirtió que ya podía buscarse un trabajo bien pagado porque, a
partir de ese momento, no viviría a sus expensas, no recibiría una sola moneda
de su parte y gracias si le permitía seguir viviendo en aquella casa. Ese fue el
último enfrentamiento: desde entonces apenas cruzaron palabra y procuraron
evitarse.
Pero Julia no se arredró. Se lanzó a probar todo tipo de trabajos. De
escasa cualificación y mal pagados, por supuesto; lo que fuera con tal de no dar
un paso atrás. A duras penas, pero permitiéndose el lujo de rechazar las ayudas
ofrecidas subrepticiamente por sus hermanas, consiguió su propósito.
Al mismo tiempo, no conforme con esa caridad de permitirle vivir en la
casa, pensó en marcharse a compartir con dos compañeras de trabajo los gastos
de un apartamento en el extrarradio. Descartó esta idea sólo in extremis,
cuando su padre se marchó de casa. En ese momento se impuso una vez más su
espíritu ingobernable y le pareció poco digno marcharse ella también: no iba a
ser de las primeras en huir de aquel barco a punto de naufragar. No podía
consentir que su hogar se fuera a pique por culpa de ese necio egoísta; y con su
ayuda ni siquiera podía permitir que la imagen de la familia sugiriera tal
sensación. Por eso no sólo no se marchó, sino que se cerró junto con sus
hermanas para mantener el tipo por dentro y por fuera. Además, con sus
ingresos paliaría en cierta medida el quebranto económico del hogar, ya que, si
bien les cedió la vivienda, su padre les pasaba una asignación económica
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suficiente para sufragar los estudios de Emma y Celina, mantener los gastos
corrientes y poco más.
Su primer trabajo consistió en repartir pizzas a domicilio; cobraba la
tercera parte del salario mínimo trabajando casi la jornada completa, además de
aportar su propio ciclomotor. Pero, como el ejercer de semiesclava no era lo
suyo, cambió rápidamente. Siguiendo con su afición a las dos ruedas, entró a
una mensajería (en la que sí tuvo a su disposición un vehículo de la empresa),
aunque duró poco tiempo por su escaso sentido de la orientación y nulo
conocimiento de los barrios periféricos y las localidades cercanas. Después no
encontró nada mejor que incorporarse de pinche en una cadena de comida
rápida y de repartidora de propaganda, empleos en los que hubo de
permanecer sin remedio más tiempo del deseado. Pero la necesidad de
mantenerse a flote la disciplinó con argumentos contundentes. No preparó bien
una oposición para administrativos de una agencia estatal, si bien consiguió un
contrato de varios meses de interinidad como conserje. Al final, acabó en un
supermercado de reponedora y cajera.
Durante varios años peregrinó entre esa clase de empleos —y alguna
racha sin empleo—, acostumbrándose, a base de sacrificios, humillaciones y
fuertes ramalazos de coraje, a situaciones, mentalidades y actitudes
desconocidas e incomprensibles para ella hasta entonces. No le fue fácil cambiar
de ritmo, entorno, recepción y asimilación de la vida. No le fue fácil abrir una a
una todas las puertas de su pasado (familia, infancia, amigas, holganza…) para
salir a un futuro abrupto y hostil. Entró a ese ruedo siendo una adolescente
párvula, sin armas ni escudos, sin retaguardias ni escondites, sin más opciones
que avanzar o avanzar. Y, a pesar de todo, siguió manteniendo el estandarte de
la Julia anterior. Avanzó; no siempre en línea recta, a veces con caídas, pero
avanzando y ganándole la partida a… ¿a quién?, ¿a qué? Eso habría de costarle
todavía bastantes esfuerzos averiguar. El caso es que no se vio obligada a
derruir todo su interior para rehacerlo chapucera e improvisadamente al tempo
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de los vaivenes y los sinsabores. Tuvo suerte, porque hay que estar bien visto
por la cara amable de la suerte para llegar hasta donde llegó sin pisar alguna
trampa abandonada en el tablero por la cara adversa. Y tuvo la valiente rebeldía
de afrontar el camino según venía porque, a veces, nosotros no vamos, es el
camino el que viene; como, también a veces, no hacemos el camino, sino que
éste nos hace a nosotros.
Tampoco torció el gesto la fortuna cuando aceptó su primer empleo en
aquel supermercado, aunque ella pensara lo contrario en un principio.
Ciertamente, era uno más de esos trabajos duros, deslucidos, alejados —en
todos los sentidos— de su casa, mal pagados y de escasa duración a los que se
estaba acostumbrando. Un tumbo más para su desastroso currículum. Entró
para acarrear cajas, empujar carretillas y reponer montañas de artículos en
interminables estanterías. Pero poco después le ofrecieron la posibilidad de
ejercer como cajera permanente, y se amplió la duración de su contrato de
trabajo. Fue poco antes de finalizar éste cuando, debido a la facilidad y
precisión con que manejaba las cifras (ni una duda, ni un error en muchos
meses), le encomendaron realizar durante unos días las labores de encargada,
un puesto que había quedado vacante repentinamente. Cumplió con sus
habituales empeño y diligencia, de suerte que, por primera y única vez en su
vida, alguien se fijó y valoró en su justa medida estas cualidades, hasta el punto
de preguntarse por qué necesitaban seleccionar a nadie para proveer ese puesto
teniendo entre sus empleadas una inmejorable candidata.
Este ofrecimiento laboral se diferenció enormemente de los anteriores en
todos sus aspectos —menos en el referente a la lejanía espacial y moral—: iba a
ser la encargada (Jefe de Establecimiento, era el nombre técnico) del local, con
un contrato indefinido, un salario duplicado, vacaciones reglamentarias y dosis
masivas de responsabilidad y mando. El trabajo seguía siendo duro, e incluso
hacía muchas más horas que antes, casi siempre de manera voluntaria; pero,
aún sin ser la panacea, le pareció mucho más gratificante y satisfactorio. Sus
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nuevos subordinados, en cambio, no hallaron tanta satisfacción. El relativo
nivel de relajación —en lo concerniente a la forma de ejecutar sus tareas y no en
la amplitud de éstas— del que disfrutaban fue menguando gradual y
rápidamente con la nueva jefa hasta desaparecer. Una jefa metódica,
escrupulosa, tenaz e inflexible en el cumplimiento cabal de las normas para
consigo misma no podía dejar de exigir la correlativa adecuación al buen hacer
de los empleados a su cargo.
Al parecer, poseía dotes para la organización; y, en cuanto al mando, su
inexperiencia en el ejercicio quedaba compensada con la asimilación de la
ingente cantidad de órdenes recibidas a lo largo de los últimos años. Su único
propósito era hacer lo mejor posible su trabajo, y no llevarse bien con la gente,
ni promocionar, ni adocenarse cobrando un sueldo fijo. Sólo cumplir con lo
suyo; un propósito digno que le fue granjeando un puñado de enemigos y
malquerencias entre iguales e inferiores. El sambenito de niña pija combinado
con un marcado perfeccionismo, exigido a los demás casi tanto como a sí
misma, daba lugar a un inconveniente insoslayable para ser aceptado por el
común. Pero, es preciso insistir, nada de eso le importaba.
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- ¿Es así? —insiste ella— ¿Tú has decidido quererme?
- Yo no podría decirlo de mejor forma.
- ¿A pesar de todo?
- A pesar de todo.
- ¿A pesar de la mala fama que dices que tengo, de mis desplantes y
desprecios, de mis… incongruencias?
- Sí, a pesar de todo. Podría haber elegido lo contrario y entonces no
estaría… ¿cómo es?.. ah, dándote la chapa.
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- Claro, y pasarías de todo. ¡Vaya un amor de chichinabo! Ahora quiero,
ahora no quiero. O sea, en un momento dado decides no quererme, y ya está, te
quedas tan ancho.
- No, no, no, no —se opone él con sosiego—. Creo que me he explicado
mal.
- Seguro.
- Si yo hubiera elegido no quererte, lo estaría pasando mal, muy mal…
Casi tanto como ahora.
Ella, a punto de atragantarse, ríe suavemente con otro cerco de nata
sobre su labio.
- No te rías, que es verdad. Lo digo en serio —él hace una pausa
pensativa—. No se trata de una elección de sentimientos, sino de… un camino a
seguir para mitigarlos o, en su caso, realizarlos. Me explico: si yo eligiera no
quererte, supondría hacer todo lo posible para olvidarte poco a poco y en lo
posible, tratando de evitarte, de no recordar lo vivido, de buscar otra vía. Pero,
por supuesto, no dejaría de sentir este amor.
- Y eso es lo que se supone que he hecho yo —afirma ella después de
limpiarse—. Tú lo has hecho al revés, muy bien. ¿Y eso qué quiere decir,
concretamente? ¿Qué significa?
- Significa perseverar… en mis sentimientos, en mis recuerdos. Es todo lo
contrario de lo anterior —baja algo la vista y la voz—. En el fondo, intentar que
tú me quieras.
Pasan de nuevo a compartir, entre sorbo y sorbo, un par de minutos de
silencio resistente al murmullo de otras conversaciones y de las síncopas de jazz
que escapan por los altavoces.
- ¿Y cómo piensas conseguirlo? —pregunta ella instantes después
clavándole su mirada expectante.
Él, reflexivo, no tarda mucho en contestar.
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- No sé maldita la forma. Haré todo lo que pueda. Haré lo que pueda —
repite despacio con un deje despreciativo—. Qué mal suena…
- Pues… A mí no me suena tan mal. Es sincero. Será la falta de costumbre
o será lo que sea… —se trabar durante unos instantes— Nadie, o casi nadie, ha
sabido ser sincero conmigo. No estoy acostumbrada a la sinceridad, así que eso
es lo más… lo más bonito que me ha dicho nadie en mucho tiempo. Vas a hacer
lo que puedas por mí, por que te quiera. ¿Quién, cuánta gente puede decir que
hay alguien dispuesto a hacer todo lo que pueda por ellos? Y piensa cumplirlo,
que es lo importante. Decir cosas es fácil.. Pero me consta que tú cumples lo que
dices —añade con su suave sonrisa—. Igual que eso de que has decidido
quererme. Es lo mejor que nadie me ha dicho nunca.
Él no reacciona; se limita a contemplarla. Ella hace rebotar su mirada con
aspecto complacido.
- Vaya, ahora te callas —le asalta ella.
- Sí… es que… tienes la virtud de confundirme de continuo.
- ¿Yo? Pobre de mí.
- Lo cierto es que me esperaba reproches, desplantes y malas caras, y me
encuentro con sonrisas, calma, halagos…
- Ah, si lo prefieres, saco la cara de perro, te pongo de vuelta y media y te
corro a palos.
- No, no, por mí no te molestes. Mejor seguimos como estábamos.
Ella apura la taza y se vuelve a manchar con la nata ostentosamente,
conteniendo la risa. Él da la impresión de no atreverse a sonreír.
- Tengo un hambre de lobo, ¿sabes? Casi no he almorzado porque tenía
mucho que hacer, llegaba tarde al trabajo… y ahora estoy desfallecida. ¿Por qué
no vamos a cenar? —propone ella.
- No veo motivo para no ir. Si quieres te invito a…
- Nada de invitaciones. En casa, que tengo cosas preparadas. Si está
Celina, bien. Si no, ella se lo pierde.
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- No sé. Parece un poco arriesgado.
- ¿Arriesgado? ¿El qué es arriesgado?
- Lo de invitarme a cenar. Si no viene Celina… Lo digo por ti.
- ¿De qué me hablas?
- Bueno… después de todo lo que se me ha echado en cara sobre la
primera vez… a lo mejor me enmiendo y acabamos en…
- ¡Acabamos como yo te diga! —corta ella— Eso es lo a ti que te gustaría,
iluso.
Él se ríe abiertamente, con aire satisfecho. Ella repiquetea sobre el suelo
con un pie.
- Sólo era una idea llevada hasta sus últimas consecuencias.
- Déjate de ideas y de consecuencias, o volverás a salir pelado.
Él se levanta y paga en la barra; mientras, ella extrae del bolso un
pequeño neceser y se retoca.
- Por cierto, ¿qué sabéis de Emma? Y de la niña, claro —pregunta él nada
más regresar.
- ¡Ya están juntas! —salta ella con animación—. Llamó el otro día. El
viernes le entregaron la niña por fin. Estamos locas por verlas, pero no vienen
hasta mediados de la semana que viene. ¡Qué ilusión! Y, sin embargo, cada vez
que lo pienso se me saltan las lágrimas.
- Me alegro mucho por ella, de verdad. Y por las dos tías.
- Eres muy malo haciendo la pelota, ¿sabes? Demasiado descaro. ¿Nos
vamos?
Saliendo del café, él reitera sus modales. Ella se queda plantada en la
acera nada más salir, con la vista perdida; menea la cabeza y susurra:
- Cuántos errores.
Él la mira expectante, pero no dice nada.
- Cuántos errores cometidos —repite ella con voz más alta—. Sobre todo
contigo.
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- No, Julia, yo no…
- Sí, demasiados. Y tú… —se corta, se vuelve y acerca su rostro al de él,
clavándole su mirada— ¿Sabes una cosa, Martín? Nunca, nunca, pase lo que
pase, podré olvidar todo lo que hoy has hecho por mí… Sshhh —pone un índice
sobre la boca de él— Sólo que… soy tan ruin y egoísta que voy a pedirte que
vuelvas otro día a buscarme a la salida del trabajo, como hoy. Otro día que
prefieras y puedas. Pero no me lo digas, ni me avises. Prefiero no saberlo, ¿vale?
···································
Sería incierto afirmar que su situación familiar, el ser esa mediana
ninguneada, minusvalorada y rebelde, no afectó ni modificó su natural
afectuoso y abierto en buena manera. Como ya he dicho, sus hermanas eran su
espejo y su medida de todas las cosas; pero el reflejo y la medición que obtenía
erosionaban su autoestima.
Se consideraba la fea de la familia al comparar su estatura y atributos con
la prestancia cautivadora de su madre y Emma. O con la belleza desatendida de
Celina. Su tocador no sólo se encontraba siempre repleto de cosméticos de toda
índole, leches hidratantes, autobronceadores y otros compuestos de belleza,
sino también de cremas reductoras, moldeadoras y reafirmantes, geles
anticelulitis, tonificantes y antioxidantes absolutamente imprescindibles para
tratar de conseguir un vientre plano que le hacía maldita la falta y eliminar unas
pistoleras de las que carecía. Las fichas de inscripción a gimnasios y salones de
estética se sucedían por temporadas. Y los productos dietéticos aparecían
infaliblemente en su despensa conforme a sus cambios de humor.
También era la del genio áspero, con sus juicios tajantes, a veces
mordaces, sobre una gran parte de amistades y familiares, allegados o lejanos
—aunque con el tiempo Emma la superaría en tajaduras y mordacidades—. La
enemistad con el sistema escolar no la ayudó a sentirse mejor ni a granjearse la
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estima ajena; como tampoco la favoreció su actitud casi autista —obligada o
no— en el trabajo.
A partir de ahí, los problemas para relacionarse con los demás vinieron
por sí solos, sin resistencia ni límite. Su concepto de amistad no se limitaba al
«llevarse bien para tomar unas copas juntas y echar unas risas», que denostaba
tanto como practicaba a su pesar. Tuvo una amiga de verdad, Ángela, su amiga
del alma, parecida en carácter y en gustos, hija de unos cuasi vecinos y con
quien compartió la mayoría de sus pupitres en el colegio. Pero desapareció al
marcharse junto con sus padres al extranjero. Al principio solía regresar unas
pocas semanas al año por el verano; luego, ni eso. Exceptuando a sus hermanas
y a Ángela, era realmente difícil oírle hablar bien de nadie.
En cuanto a los hombres, de ningún modo cabía hablar de relación —
fuera buena o mala—, sino de conflicto; un conflicto permanente que hacía
pensar en una incompatibilidad irremediable. Siendo adolescente, sus
relaciones con los chicos se contaban por horas o, en el mejor de los casos, por
días. Sentía, en cierta manera, una diferencia de madurez y, en numerosos
casos, de intelecto difícilmente tolerable. Ella buscaba amistad, cariño y
raciocinio —sus necesidades y carencias básicas— que dieran paso a otras
profundidades, pero sólo encontraba el acceso directo a esas profundidades sin
más trámite que el intento de «aquí te pillo, aquí te mato». Las primeras
piruetas sexuales en que participó tampoco resultaron gratificantes; al contrario,
le imprimieron un recuerdo repulsivo, motivo por el que fueron tan escasas. La
procacidad de los sujetos con que se inició sería, sin duda, determinante en esa
impresión, de modo que su idea de la unión sexual era la de un acto ofuscado,
agresivo, una contienda de cuerpos y voluntades sin más fin que el
aplacamiento de los impulsos dominadores masculinos a costa del yo primitivo
e irracional femenino, a costa de rebajarse a la categoría de mero ser atractivo
para el individuo complementario de la especie. Un juego sin juego, sin
aliciente, sin placer, sin nada que ganar ni, en el mejor de los supuestos, que
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perder. Un acto ajeno al refinamiento erótico, al escarceo amoroso, y al que, por
lo visto, en absoluto le han afectado los millones de años de supuesta evolución.
Pero también un acto de dominio violento y transformable debido a la ausencia
del amor, del deseo y del placer. Según razonó y comprobó, si ella no sentía
placer —al menos nunca había experimentado esas sensaciones que se suponen
tan arrebatadoras y extáticas— y el otro sí, entonces podía manejar a su antojo
la voluntad de ese otro con su cuerpo. Podía pasar de dominada a dominante
con pueril facilidad. Ahora bien, una contienda de cuerpos y voluntades en la
que siempre iría un paso por delante… ¿qué atractivo podía tener? Ella, al
menos, no lo encontraba.
Llegó a desconfiar tanto de estas relaciones que acabó por
desnaturalizarlas, pasando al extremo contrario: se las tomaba con una ligereza
absoluta, sin importarle cómo era o dejaba de ser su antagonista en cada caso.
No fue un buen papel el que desarrolló —y, en el fondo, lo sabía—, pero quiso
desempeñarlo así; de nuevo se impuso su rebeldía sobre todo lo demás,
independientemente del fin y de los medios en juego. Hacía pasar muy malos
ratos por igual a sinvergüenzas y a incautos que se le acercaban impelidos por
esa atracción natural de los (más los que las) seres humanos por lo
placenteramente dañino. Sin embargo, no percibió que la escasa satisfacción
íntima reportada por esa malévola actitud no compensaba los sinsabores diarios
de vacuidad en que malgastaba fuerza y talento, ni la indefectibilidad de los
pasos que daba hacia el farallón nebuloso de la soledad; quizá porque, a pesar
de los pesares, quien tuviera la oportunidad de asomarse al pozo de su
intimidad encontraría un fondo de candor evidente, todo ese candor
secuestrado en su infancia luchando hasta el paroxismo por salir a flote, un
candor congelado en un piélago de amor incógnito y no correspondido, un
candor embalsamado en esperanzas («Esperanza, buena compañía y mala
consejera», decía Emma), contradictor de mala fama y rebeldía. Contradicciones
de una amante de la prudencia infectada de soledad.
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Soledad. Distanciada de las raíces familiares, sin amigas, enemistada con
el género masculino y desenvolviéndose en trabajos alienantes, surgieron vastos
desiertos en su tiempo que fueron invadidos por la soledad. Esta soledad se le
hizo más patente desde la desaparición de su madre, muerta prematuramente
por culpa de un corazón demasiado débil. Fue ella, en dicha ocasión, la primera
sorprendida por la honda y retorcida —aunque muda— aflicción que la golpeó
tras la muerte de una madre un tanto alejada y desapegada para con ella. Torpe,
aislada, huérfana: ¿qué más podía pedir?
Puede que esa constatación de orfandad abrumadora, para alguien ya
huérfana en la práctica, se debiera a la consumación definitiva de la ausencia de
ambos padres, y que, por esa misma razón —un sentimiento demasiado
prolongado en una vida demasiado apretada—, brotara de golpe ante su
porvenir el inhóspito rostro de la soledad.
El hecho de vivir en compañía de sus hermanas no sirvió de bálsamo
para la herida, pues, aunque fuera difícil de creer, rara vez coincidían sus
horarios laborales o sus momentos de ocio. Emma pasaba mucho tiempo fuera
de casa; al principio debido al trabajo, luego a un lacerante divorcio y al final
con el farragoso procedimiento de adopción, sin contar el tiempo de
matrimonio, durante el que vivió en otra casa, y normalmente se acostaba muy
temprano o se dedicaba a holgazanear en la cama leyendo, escuchando música
o hablando por teléfono. Celina se pasaba la vida encerrada en su estudio o
trasnochando con sus amigos, durmiendo a deshoras, sin importar el día de la
semana. Y ella había tenido que trabajar casi siempre los fines de semana o en
horarios ingratos, incluyendo su trabajo a turnos de lunes a sábado en el
supermercado; repartía sus ratos de ocio entre lecturas de evasión —que Emma
no se cansaba de vituperar—, el cine a solas o esporádicas celebraciones con
algunas conocidas.
No era extraño, por tanto, que al verse con una jefatura laboral y
necesitada de experiencia, se volcara en el trabajo. Se empleó a fondo —para
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mortificación de subalternos— y metió horas sin reparo —ni compensación—;
de paso, reducía las horas de punzantes recuerdos y silencioso aislamiento que,
como alternativa, acechaban en el domicilio familiar.
Y es que las experiencias de Emma y Celina tampoco supusieron un
aliciente para eliminar sus problemas relacionales. La hermana menor poseía
una concepción de sus semejantes —en especial los masculinos— aún más dura
y cáustica que la suya, sin que la fortuna la hubiera discriminado
favorablemente en este asunto respecto de las otras dos. Y los problemas de
Emma sobrepasaron cualquier medida razonable. Era como para pensar si
había algún designio genético que las hubiera marcado en tal sentido.
Estuvo segura, aún antes de la boda, de que el matrimonio de su
hermana mayor acabaría derrumbándose. Recordaba el fracaso de sus padres
—con la traumática separación— y el alma le dolía al pensar que Emma fuera a
sufrir el mismo tormento. Y, sin tardar, sucedió. No exagero si afirmo que Julia
fue quien más sufrió con la separación, porque su hermana se vio ofuscada —y
sedado su espíritu— por la rabia y la decepción, mientras que ella revivió lo
indeseable y contempló impotente cómo Emma pagaba en rigurosos plazos la
nueva cuenta de la vida hasta encallar en una maraña de desconcierto. La fugaz
tregua que subsiguió no fue capaz de engañar al instinto de Julia, a quien los
mazazos existenciales no conseguían doblegar por mucho que le dolieran. Le
tocó a ella asistir en primera línea —y embotando deliberadamente su
sensibilidad para mantenerse en pie— al aborto sufrido por Emma, una
experiencia de amargura inabarcable que, para ella, empezó sosteniendo a su
hermana a punto de desmayarse y acabó limpiando los restos de sangre
esparcidos por la casa.
Tan devastador le resultó aquel episodio que incluso Emma lo superó
mejor y más rápidamente. Al igual que ésta, Julia se había acostumbrado a
seguir respirando, seguir andando por duras que fueran las situaciones y los
golpes, y, lo que es más, a salir fortalecida de cada tropiezo. Sin embargo, en
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esta ocasión la sensación producida quedó emponzoñada por la crueldad de la
madrastra naturaleza. Pensaba de forma recurrente —identificándose,
añorando— en aquella criatura deseada y querida que no tuvo la menor
oportunidad, en esa vida por llenar pero truncada desde un principio por la
nada vertiginosa de la muerte. Su rebelión ante el absurdo de una ilusoria lucha
por la vida quedó sepultada en el cenagal de la incomprensión dolorosa. A esas
alturas, los sentimientos se habían convertido para ella en una especie de masas
viscosas que se colaban sin permiso en su interior y se le atragantaban
dejándole un sabor emético, amargándole sus expectativas y achicando su
jornada.
···································
Sábado 17
A esa hora del verano tardío no hace mucho calor. El sol va a irse a pique
en poniente, o así lo parece desde el mirador situado en un altozano del Parque
del Norte. Algunas parejas, corros de niños y lectores solitarios puntean el
parque. Ellos dos, sentados en un banco, están solos en el mirador. El banco
parece un confidente impropio: ella, sentada a lo largo, da la espalda al sol y
apoya la cabeza sobre el hombro de él; él, cara al sol, la rodea con sus brazos. Su
mutismo, su quietud y las gafas de sol les confieren un aspecto hierático, grave.
- Me temo que no vas a mejor, ¿no?
- No, voy a peor. Y ahora empieza a molestarme el estómago. Siempre es
así… me repercute —explica ella en voz baja.
- ¿Por qué no pruebas a tomar otra pastilla de esas?
- Ya te he dicho que no puedo. Tengo que esperar por lo menos ocho
horas entre una y otra. Además, ahora me sentaría peor aún —suspira con
fuerza antes de proseguir—. Lo siento.
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- Por favor, no digas eso.
- Lo siento mucho. pPor ti y por mí. Para una vez que libro todo el
sábado, tiene que adelantarse esta hijaputa… Siempre con la migraña a cuestas.
- Eh, vaya forma de hablar para una superpija.
- Calla… No tengo ganas ni de reírme. ¡Qué rabia! Quería que fuera una
tarde… un día especial. Me hacía mucha ilusión salir hoy, volver aquí.
- Al final no me has dicho si te trae recuerdos el lugar.
- A ti sí, claro.
- Claro.
- Cómo no. Aquí aprovechaste la ocasión para abusar de una débil,
desvalida y candorosa chica a base de malas artes y falsas apariencias —hace
una pausa en su broma susurrante, pero ni siquiera le mira; la luz parece poder
con ella—. Callas, ¿eh? Te remuerde la conciencia.
- No, sólo estaba pensando. Lo de candorosa, vale. Pero lo de débil y
desvalida no cuela.
Ella no contesta, se lleva una mano a la sien y vuelve a suspirar.
- Quizá no teníamos que haber quedado —dice él al cabo de un rato,
acariciando delicadamente la melena recostada en su hombro.
- Siempre lo estropeo todo, de una forma u otra. Es mi especialidad, lo
único que hago bien, fastidiar y fastidiar.
- Si eso es lo único que se te ocurre decir, más vale que no malgastes
fuerzas.
- Pero es verdad —protesta manteniendo siempre el tono quedo.
- Bueno, está bien. Tienes razón, eres un desastre total, no sirves para
nada y no eres capaz de hacer una a derechas. A ver si así te quedas más
tranquila.
- Tonto…
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- Ya veo que no tengo escapatoria —vuelve a acariciar su pelo antes de
continuar—. Esto… ¿y si nos fuéramos a casa? No te veo en condiciones de
seguir así por más tiempo.
- Creo… que va a ser lo mejor —confirma ella al tiempo que cambia de
postura y se sienta echando los pies al suelo; ahora el sol le da de frente—. Por
Dios… ese sol… no puedo con él, me está machacando.
- Procura no ponerte de frente. Además, no me extraña que te haga daño
si hasta a mí, que no tengo cabeza que me pueda doler, me molesta este sol tan
bajo.
- Buff... Me estoy poniendo cada vez peor —ella agacha la cabeza y el
cabello le cae ocultando su rostro; presiona las sienes con los dedos—. Lo siento
mucho, mucho… pero, ¿me acompañas a casa? Necesito un lugar fresco y
oscuro. Y está claro que acabaré devolviendo. Jo, lo siento, vaya marrón que te
estás comiendo a lo tonto.
- Mentiría si te diera la razón.
Él se levanta y le ofrece una mano como ayuda; ella le coge del brazo y se
pega a él. Comienzan a caminar lentamente.
- Te voy a acompañar a casa —afirma él—. Pero no a la tuya, sino a la
mía.
- No estoy para bromas.
- Cuando tú estas mal, yo tampoco. Quiero decir que para llegar a tu casa
tenemos que tomar un taxi o cruzar media ciudad, mientras que la mía, como
bien sabes, está ahí mismo, al borde del parque.
- No… no sé… lo que quieras. Lo dejo en tus manos. No tengo fuerzas ni
para tomar decisiones.
- Me parece una delegación muy acertada. De todos modos, estaremos
allí hasta que se te pase o hasta que te encuentres mejor. Luego te llevaré a tu
casa.
- Genio y figura… Eres un caso —musita ella.
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- ¿Yo? ¿Un caso yo? ¿Por q…? —él se interrumpe y sonríe— Ah, ya.
Puede, pero no creo ser el único por estos lares.
Siguen caminando en la misma postura, optando por una vereda
sombría y evitada por los demás.
- Vaya plan que estoy montando, ¿eh? —insiste ella al de poco.
- ¿Plan? No sé en qué sentido lo dices, pero yo no le veo defecto alguno.
Un plan perfecto. El mejor de los posibles.
Ella no replica.
···································
Fue entonces, tras perder el bebé su hermana, cuando tomó conciencia de
la futilidad de sus días, de la necesidad imperiosa de recuperar esos desiertos
vitales cedidos de antemano a la nada con una ilusión propia, una ilusión que
pudiera realizarse sin depender de nadie y por la que mereciera la pena hacerse
un poco más vieja a cada instante.
Más resuelta y algo más favorecida por la suerte, Julia recuperó fuerzas,
recompuso sus días y recobró la visión de su horizonte durante una época
tranquila, bendecida por la inacción.
Luego se volcó en ayudar a Emma en su lucha por conseguir la
idoneidad como adoptante; y la alegría de su hermana le devolvió multiplicada
la suya propia. Los trámites de adopción, la asignación de una niña («Smirna…
¡Qué bonito! ¡Qué sugerente!»), las compras de ropita, de enseres para la nueva
habitación… ese futuro renovado consiguió resucitar las ilusiones, reanimar las
estimas.
No era ésa exactamente la ilusión que buscaba, pero al menos le sirvió
para levantar cabeza. Volvió a ser Julia: la tierna rebelde, el ángel de mala fama,
la hermana intransigente con el mal de sus hermanas, la inocente de armas
tomar; y no la sombra de Julia: el eco de su silencio, el peso ingrávido de su
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tristeza. Recopiló —para desechar— errores, caídas y desconciertos; se aprestó a
retomar un rumbo cierto en su travesía, a recobrar el fondo y la forma, a
averiguar de una vez por todas los porqués, habiendo ya conocido los cómos.
Incluso dejó de fumar; dejó sin esfuerzo alguno —no era buena ni
contumaz fumadora— ese hábito que en su adolescencia había adquirido
únicamente como un gesto más de trasgresión.
Fue una suerte, una gran suerte que en aquel momento atravesara una
racha bonancible y receptiva. Fue una gran suerte para mí, quiero decir, porque
por entonces, y sólo entonces, acerté a aparecer (a entrometerme, le pareció a
ella) en su vida.
En realidad, yo conocía a Julia desde mucho tiempo antes; y, en todo
caso, mucho antes (hablo de años) de que ella me conociera a mí. Primero
conocí a Celina. Fue en la Facultad; cuando ella entró yo empezaba a
marcharme; únicamente me faltaba por entregar el proyecto de fin de carrera.
Me la presentó mi hermana Helena, con quien había confraternizado
rápidamente, al poco de comenzar el curso, como un fenómeno de la
naturaleza: un intelecto prodigioso envuelto en una belleza superlativa; y, por
cierto, la descripción no se apartaba de la realidad. Además de como amiga, mi
hermana se había fijado en ella como la candidata perfecta para encandilar a un
hermano realmente difícil en cuestiones de emparejamiento; y se aplicó a fondo
en alcanzar ese objetivo, con resultados desalentadores de sumo —y por
motivos que ahora no vienen al caso—. No obstante, hubo quien trazó otro plan
bien distinto. La propia Celina, para ser exactos.
Celina y Helena se las apañaban para pegarse de manera ocasional a un
grupo de amigos mayores que ellas —entre los que yo figuraba—, en la
cafetería de la Universidad y más tarde en otros establecimientos no
académicos, llevadas por un cierto afán de codearse «con gente que tiene ideas
de verdad y las cosas claras, no con esos petardos inmaduros de nuestra edad»
—amén del motivo expresado en el caso de Helena—. Y fue en una de esas
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ocasiones, encontrándose casualmente Celina en compañía de su hermana,
cuando la vi por primera vez.
Me impresionó su expresión de severidad implorante; una adustez
encubridora de un fondo inescrutable y emisora de continuos destellos de
compostura refinada que, a mi entender, le conferían una belleza paradójica. Su
fama de arisca y ahuyentadora, de la que me enteré después y que no encajaba en
mis impresiones, excitó mi curiosidad y mis deseos de tratarla. Pero no me
resultó fácil: aunque Celina me la había presentado y llegué a coincidir un par
de veces más con ella, ignoraba que yo existiese; ignorancia que no me
diferenciaba del resto de mis congéneres y en absoluto habría de extrañar, dado
mi escaso atractivo físico, mi carácter reservado y el extraordinario número de
fracasos habidos en mis relaciones —tentativas de relación, en su mayor parte—
con las mujeres.
Durante años (dos que pasé estudiando en Tokio y otros dos largos
trabajando en otra ciudad, ya en nuestro país) no supe nada de ella. Al regresar
tampoco contacté durante algunos meses, es decir, lo que tardó Helena en
conseguir que me topara de nuevo con Celina más lo que ésta tardó en llevarme
hasta Julia y hacernos coincidir en varias reuniones. La encontré mejorada en su
aspecto, pero no en su talante. Cierta ocasión en que me decidí a iniciar una
conversación me encontré con un humillante «Tú… ¿quién me has dicho que
eres?».
···································
El dormitorio se halla a oscuras, con las persianas cerradas. El silencio es
casi total. Ella está tendida sobre la cama, vestida tan sólo con una camiseta
enorme —masculina— y la ropa interior; un paño mojado le cubre la frente y
los ojos. Él, en una esquina, aún con la ropa de calle pero descalzo, se ha
sentado en una butaca; apoya la cabeza contra la pared y tiene cerrados los ojos.
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- ¿Estás ahí todavía? —pregunta ella con un hilo de voz mientras voltea
el paño sin abrir los ojos.
- Sí —contesta él incorporándose.
- Te he dicho que te vayas, que te entretengas—continúa ella con el
mismo tono—. No puedes hacer nada.
- Cierto. No tengo nada mejor que hacer.
Ella suspira y no deja de moverse, como si ninguna postura le resultara
cómoda.
- Tengo mucho calor… ¿Te importa si me quito la camiseta? —pregunta
claramente abatida.
- A mí no me tiene que importar. Además, estás sudando —contesta él
antes de ayudarle a incorporarse y quitarse la camiseta.
- Ah… así, gracias —le reconoce ella antes de volver a tumbarse; sus ojos
siempre cerrados—. Menos mal que no me veo...
Él permanece unos instantes de pie a un costado de la cama,
contemplándola con aire incierto, inexpresivo. Es probable que no esté
acostumbrado a ver dolientes mujeres semidesnudas en su cama; o puede ser
que el cuerpo de ella sea más hermoso de lo imaginado, si bien la lencería al
descubierto —unas bragas altas de algodón, blancas, lisas, y un sostén de color
carne con tirantes de silicona transparente— es ideal para atemperar el erotismo
de la situación. Mira a través de las rendijas de la persiana: en la calle está
anocheciendo. Luego retorna a la butaca esquinera.
Durante unos minutos devuelven su ser al silencio, cada vez más oscuro,
hasta que ella se incorpora lentamente —abriendo ya los ojos—, resopla y se
sienta en el borde de la cama.
- Necesito ir al baño. Creo… que voy a vomitar.
Él, puesto en pie, le ayuda a levantarse. Ella le toma de una mano y se
deja guiar hasta el baño.
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- Ven. Puedes apoyarte aquí, si quieres —indica él, que levanta la tapa
del inodoro y despliega sobre el suelo una alfombrilla—. Pon aquí los pies.
Ella suspira de nuevo, llevando una mano al estómago.
- Ya… gracias. Déjame sola.
- No. Voy a quedarme contigo.
- Déjame sol…
Ella no puede continuar. Le sobreviene una arcada. Se agacha justo a
tiempo sobre el inodoro para expulsar el vómito, que fluye de manera
entrecortada. Una de sus manos, apoyadas en los bordes, resbala, seguramente
debido a su debilidad, pero no se abre la cabeza contra el sanitario porque él la
sostiene por la frente y la cintura. Lo que no pueden evitar es que parte de lo
expulsado salpique el suelo. Suda copiosamente. Continúa vomitando entre
toses, eructos y estertores con la cabeza prácticamente dentro del inodoro; él
sigue sosteniéndola como puede y procura enjugar con una toalla el sudor por
todo su cuerpo casi inerte.
Acaba exhausta al de un buen rato, aún jadeante, con la glotis irritada. Su
rostro y el resto del cuerpo están salpicados de mocos y restos de vómito. Han
vaciado varias cisternas y reducido a la mitad el rollo de papel higiénico.
Después de sentarse a descansar durante otra buena porción de tiempo sobre el
inodoro ya cerrado, ella se asea y enjuaga la boca con agua y un dentífrico
tratando de matar el mal sabor.
- Voy a prepararte una manzanilla, ¿vale? —ha propuesto él, profiriendo
la primera palabra en mucho tiempo.
- No, no, que sabe a rayos… como a enfermedad.
- Te sentará bien. Espérame en el cuarto. Y metida dentro de las sábanas,
que tendrás frío.
Ella obedece. Él regresa de la cocina poco después con la infusión y una
servilleta de hilo.
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- He procurado no calentarla mucho, pero de todos modos déjala enfriar
un par de minutos.
- Gracias —susurra ella sentada, apoyada en el cabezal con las piernas
semiflexionadas y tapada hasta el pecho con una sábana—. Ah… me siento
mucho mejor. Menos mal que se te ha ocurrido traerme aquí. No creo que
hubiera llegado a mi casa. ¡Uf, quema!
- Qué va a quemar. Es la taza —replica él—. Dime, ¿esto es siempre…
todos los meses así?
- No siempre, pero sí la mayoría de las veces. Tampoco me da por igual.
Unas veces es llevadero y otras me pongo a morir. Ésta es de las normales, por
así decirlo… o eso espero. ¿A que es para echar cohetes?
- Me dejas de piedra. En fin, ya ha pasado. Ahora a…
- ¿Pasado? Que Dios te oiga, pero mucho me temo que esto acaba de
empezar.
- ¿Qué?
- Sí, majo, sí. Ojalá tuvieras razón y esta vez me venga suave. Pero llevo
así desde los dieciséis años y empiezo a tener algo de experiencia. Ahora estoy
bien, pero espera un rato y verás...
···································
Ahora bien, la vida no sólo otorga disgustos y frustraciones, aunque a
veces así lo parezca.
Un buen día, Celina me pidió con insistencia que le prestara algunos
libros sobre estructuras de grandes luces que me había traído de Japón, aunque
me constaba que no le iban a servir de gran cosa para esos revolucionarios
proyectos que ideaba en su estudio. Me presenté en su casa a la hora convenida,
pero no se encontraba allí. Quien sí acababa de llegar era Julia. Para variar, me
reconoció y me saludó con imprecisa amabilidad, que luego supe traducir en
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compasión al imaginarse que Celina no aparecería y yo, enésimo pretendiente
sin esperanzas, quedaría muy desilusionado. Sin embargo, esa conmiseración, o
lo que fuera, me permitió descubrir a una Julia muy distinta de la cruel
ahuyentadora que anunciaba su fama: más ingeniosa que mordaz, más
cautelosa que huraña y más tierna de lo imaginable —fue determinante hablar
de sus hermanas—. Incluso me invitó a tomar café, un ritual inexorable para
ella al regresar a su hogar; y, al contestarle que aceptaría sólo si me permitía
ayudarle a prepararlo, pude contemplar y admirar una primera sonrisa en sus
labios.
Me sentí analizado, deconstruido y sistematizado mientras tomábamos el
café. Pero no me importó; y así se lo hice saber, arrancando una segunda
sonrisa, más abierta y larga que la anterior. Se interesó por mis andanzas
orientales y más aún por mi actual trabajo en la agencia pública, lo cual,
observando su aire pensativo, tampoco me pareció gratuito. Mantuvimos
durante bastante tiempo esos juegos psicoverbales de los que —como siempre,
más tarde habría de enterarme— no sólo yo extraje conclusiones expresivas y
sorprendentes.
Como Celina no aparecía, no quise tirar de la cuerda demasiado y
comencé a despedirme. Mientras me levantaba del cómodo sofá, me acercaba a
la salida y soltaba cierta palabrería de agradecimiento, acopié fuerzas para
lanzar una invitación «si no te parece un atrevimiento absurdo, por supuesto, a
ver una de esas películas de las que hemos hablado antes, o a tomar un café
en…». Para mi asombro, no fui despedido de la casa con cajas destempladas y
mi invitación no fue rechazada, sino sólo suspendida: antes tendría que
quedarme a cenar, y si la experiencia no resultaba incómoda —para ella, se
entiende— sería aceptada.
A mí la experiencia me resultó no sólo grata en extremo, sino
provechosa, pues descubrí a una cocinera de gran talento, amén de una
conversadora excepcional —de la que obtuve varias sonrisas más— y conseguí
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la aquiescencia para mi propuesta, con la condición, eso sí, de que fuera ella
quien fijara fecha, hora y lugar, «pero vete haciéndote a la idea de que será el
próximo fin de semana». Para Julia, por el contrario, no debió de resultar muy
amena, dado que no volví a tener noticias de ella hasta varios meses más tarde.
Cuando el azar volvió a situarnos cara a cara (Celina cumplía veintisiete
años) me saludó y entabló una charla casual conmigo como si tal cosa; mejor
dicho, sin esforzarse demasiado en ocultar su actitud provocadora. Estaba claro,
a simple vista, que aquel balbuceo de relación carecía de futuro.
···································
El dormitorio sigue a oscuras. El silencio sigue siendo casi total. Ella está
de nuevo tendida sobre la cama, bajo una delgada sábana. Todo parece igual.
Sólo que la cosa ha seguido bastante mal en las últimas horas.
Ella ha vomitado otras dos veces con la misma angustia, dormitando a
ratos entre una y otra. El esfuerzo la ha llevado a la extenuación, reflejada en su
semblante sombrío, ojeroso, con la melena revuelta y algunos mechones
pegados a la frente y a las mejillas por el sudor recurrente.
Él entra sigilosamente con otra infusión de manzanilla, que deposita en
la mesilla de noche junto a la servilleta. Ella le mira de reojo y resopla.
- Como vuelvas a traerme otra mierda de ésas te la tiro a la cabeza —le
espeta con las que se diría sus últimas fuerzas—. Quítala de mi vista.
Cariacontecido, él obedece y la devuelve a la cocina.
- Creo… Otra vez… ¿Me ayudas, por favor? —ruega ella al verle
regresar.
- En el baño se repite la escena: ella, vomitando entre convulsiones,
reclinada sobre el inodoro; él, tratando de sujetarla y transmitirle una
infundada calma. El patetismo de la situación se acentúa cuando a ella, debido
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al esfuerzo que ha de realizar su ya incontrolado cuerpo, se le escapan varias
ventosidades.
- Oh, por Dios… ¡Joder... qué asco! —atina a decir después de la última
arcada entre estertores y escupiendo algunos hilos de baba salival—. Y ahora
me salen... Es… es… —se entrecorta— No tengo fuerzas ni para llorar.
- Mejor. Lágrimas, las justas. Venga, por favor, no te preocupes. Bastante
tienes con aguantar. Refréscate un poco con agua. Déjame que te ayude. Así.
- Sí, gracias. Ahora, si me dejas un momento… Tengo que… bueno, pues
eso.
Al quedarse sola se mira en el espejo: desgreñada, sudorosa, ataviada
con una ropa interior que inhibiría a un sátiro, el aliento apestando a vómito y
sonándose los mocos por enésima vez. Tras hacer sus necesidades intenta
maquillar el desastre con agua, jabón, un peine y un cepillo dental prestado.
Mientras, él deambula por la casa después de rehacer la cama. Vuelve a
mirar el reloj en el aparador del salón: casi la una y media. Hace un leve gesto
de asombro, como si le pareciera ver volar el tiempo.
- Vaya, estás como nueva —opina al verla salir al cabo de unos minutos.
- Bueno… Pero necesito tumbarme. ¿Dónde está la camiseta de antes? Me
quiero quitar esto. Me molesta —dice ella tirando de una esquina del sostén.
- La he echado a lavar porque estaba toda sudada. Ahora te traigo otra. Si
quieres, vete yendo a la cama
- Ah, si no te importa… Siento ser tan pesada. ¿Te importaría ayudarme
a…? ¡Pero si ya la has hecho!
- ¿La cama? —pregunta regresando con una camiseta y ofreciéndosela—
Sí, no iba a estar con los brazos cruzados todo el tiempo. Mientras te cambias
voy a calentar la manzanilla de antes. Y no admito discusión esta vez, ¿vale?
Después de beber a pequeños sorbos la infusión ella se tumba en la cama
y se acurruca tapándose con la sábana.
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- Tendría que llamar a casa, a Emma… Puede preocuparse —estima con
los ojos cerrados y bostezando.
- Es posible, pero llamando a estas horas creo que la preocuparías aún
más. Al menos de entrada.
- ¿Por qué? ¿Qué hora es?
- Eh… las dos y cinco.
- ¡Mier...! —suspira con fuerza— Estoy hecha polvo. ¿Te molesta que me
quede dormida un rato más aquí?
- No consentiría otra cosa. Anda, quédate tranquila y duerme. Mañana
por la mañana llamas a tu hermana.
- Bien. Me da que por hoy ya ha terminado el espectáculo. Parece que
esta vez me ha sentado bien la manzanilla.
- A ver si es verdad. Yo voy a ponerme más cómodo y a tumbarme un
rato en el sofá.
- No, no, no, por favor —ruega ella abriendo los ojos e incorporándose a
medias—. Quédate aquí, por favor. Túmbate aquí, conmigo. No me dejes sola
ahora… Ven, ven aquí —insiste dando palmadas en el trozo de cama libre.
···································
Por fortuna, la simple vista no está catalogada como una fuente de
conocimiento fiable, y este caso ilustra el porqué.
Después de pasar la página (eso creí) de Julia en mi vida, ésta reapareció
súbitamente en forma de llamada telefónica. Con un desparpajo que apenas
intuí en nuestra aleatoria velada, me emplazó «para quedar mañana a tomar ese
café que me prometiste y aún sigo esperando». Naturalmente, accedí sin réplica
ni objeción —ociosas de todo punto—, guiado más por la curiosidad que por
una falsa perspectiva.
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Llegó puntual y se mostró encantada con la cita, lo que evidenciaba una
notable caída en sus defensas, pero se rehizo en parte concediendo una
prolongada y amena conversación, del mismo tipo que la de aquella noche en
su casa, antes de abordar directamente la cuestión de su interés. Por decirlo en
dos palabras y sin tantos rodeos como ella dio, quería saber si tendría
posibilidad y, en caso afirmativo, si sería capaz de echar una mano a su
hermana Emma para acceder a un puesto vacante de economista en la Agencia
donde trabajo, ya que, por eventualidades que tampoco vienen ahora al caso, le
sería muy beneficioso cambiar de empleo. En realidad, según me lo vendió, no
se trataba de enchufar a nadie, sino de prestar un buen servicio a la entidad
pública integrando en su personal a una candidata de impecable currículum y
portentosa valía.
Debo decir que no me sorprendió la petición —algo en absoluto
infrecuente—, sino la forma en que la realizó: la cita, el prólogo, los rodeos, el
marketing fraterno… Desde luego, no tenía la menor estima por mi perspicacia,
pues no era necesario poseerla en abundancia para advertir todos y cada uno de
los detalles de la envolvente. Y, por eso mismo, fue igual de sorprendente que,
desactivadas por el propósito de ayudar a su hermana a toda costa, sus
defensas hubieran caído hasta el punto de dejar al descubierto su juego con
escarpada e inapelable candidez. El montaje era demasiado ingenuo, demasiado
altruista y demasiado transparente; me lo estaba poniendo en bandeja: no había
ogro alguno, sólo un burdo disfraz.
Así que contraataqué, enardecido por un deseo de ínfima venganza y sin
ser consciente de estar consiguiendo uno de los mayores aciertos de mi vida,
replicándole que ayudaría a Emma con todos los recursos que estuvieran en mi
mano o en mano ajena, fingiendo una consternación por el hecho de que
hubiera dado tantos rodeos para pedirme «un favor tan pequeño» y rogándole
que, si me veía de nuevo favorecido por la fortuna para prestar cualquier otro
tipo de ayuda a ella o a sus hermanas, me lo hiciera saber abierta e
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inmediatamente. Tardó en reaccionar —seguramente más de lo que ella misma
hubiera deseado—; y, cuando al final lo hizo, fue sólo para esbozar una sonrisa
y musitar un escueto agradecimiento. El resto de la velada se prolongó más de
lo imaginable en un principio; recuperamos el distendido tono inicial y
abandonamos las maniobras de estrategia.
Esa circunstancia dio pie a posteriores contactos, pero éstos no se
produjeron como yo había previsto, es decir, llamándole para darle cuenta de
novedades y, en su caso, de progresos, los cuales llegaron con facilidad y
rapidez —aunque, en honor a la verdad, mía sólo fue la mitad del mérito—,
sino a la inversa; era ella quien me llamaba por teléfono de vez en cuando
interesándose por «lo mío, ya sabes», si bien en más de una ocasión se limitó a
preguntar fugazmente por lo suyo para, acto seguido, saltar a otros temas de
interés común que desde un principio habíamos hallado.
Cuando por fin se encarriló lo suyo, me invitó a pasar una desapacible
tarde de invierno en su casa, en compañía de su hermana mayor («porque
tienes que conocerla… ¿o vas a vender el producto sin siquiera haberlo visto?»).
Emma me produjo una impresión formidable con su vivacidad, su
espontaneidad y su agudeza, cualidades envueltas en una mirada de
inquietante escrutinio —no accesible como la de Celina, ni acorazada como la
de Julia—; armas todas ellas que fueron empleadas a fondo para someterme a
un tercer grado muy poco sutil.
Encontré, sin saberlo, una nueva y definitiva aliada, puesto que Emma se
sumó decidida, aunque sin saberlo, a la insistente campaña que Celina venía
desarrollando en mi favor desde hacía años. Contra la decisión de sus
hermanas, ni la gravedad solitaria ni la aridez sentimental de Julia pudieron
aguantar mucho tiempo.
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Lunes 19
Se despierta alterada. Por unos instantes parece no saber dónde está.
Bosteza. Mira el despertador en la otra mesilla: las siete menos cuarto. Lleva
puesto un pijama masculino que le queda excesivamente amplio.
- ¡Mierda! —masculla con irritación levantando la sábana. El pijama tiene
una mancha y la sábana bajera una tenue sombra. Al parecer, la compresa de
noche (una de las que él ha comprado en un abierto 24 horas cercano) no ha sido
suficiente.
- ¿Martín? —llama en voz alta— ¿Martín?
Se levanta, abre la puerta y sale del dormitorio.
- ¿Martín? —vuelve a llamar desde el salón.
- ¿Qué haces? —pregunta él apareciendo en la entrada de la cocina
vestido con un albornoz— ¿Cómo estás? ¿Te pasa algo?
- No… No, nada, es que me he despertado con una pesadilla horrible.
- Vaya por Dios. ¿Qué tal la cabeza?
- Bien, parece que ya no me duele. Estoy casi al cien por cien. ¿Y tú qué
estás haciendo a estas horas?
- Me he duchado y preparaba el desayuno, como de cost…
- ¿Pero por qué tan…? ¿Qué día es hoy?
- Lunes.
- Claro. No sé ni en qué día vivo.
- Eso no está nada mal. Por cierto, ¿estás en condiciones de ir a trabajar?
Porque si quieres llamo para decir que no…
- No, no, no hace falta. Estoy bien. Lo que pasa es que hoy entro al
mediodía. Los lunes siempre entro al mediodía. ¿Y tú? Vaya fin de semana más
bonito que te has… que te he hecho comer.
- Es el mejor que recuerdo en muchos años.
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- No digas tonterías. Llevas dos días soportando vomitonas, quejidos,
dolores de cabeza… y otras cosas. No quiero ni acordarme. ¡Qué vergüenza!
- Pero he estado contigo.
- Y ahora una de gore. Te he puesto perdido el pijama y un poco la
sábana. ¡No mires! Luego lo lavo bien lavada.
- Faltaría más. Ya puestos también me barres, me planchas y me haces el
resto de la casa.
- Después de esto me parece que te vas a pensar muy mucho el seguir
conmigo.
- Eso ya lo pensé hace tiempo.
Se miran a los ojos con detenimiento.
- ¿Por qué no te vuelves a la cama y descansas un poco más, que buena
falta te hace? —sugiere él al verla bostezar— Voy a llevarte un café calentito
para que te ayude a conciliar el sueño.
- No quiero entretenerte. Vas a llegar tarde… Eh, ¿adónde vas ahora?
- Hoy me apetece llegar tarde —puntualiza él desde el dormitorio.
- ¿Pero qué dices? Te meterán un buen puro.
- No lo creo. Digamos que tengo ciertos… ¿cómo lo diría? Ciertas
dispensas —elucida según regresa—. Toma, cámbiate de pijama y acuéstate. El
café estará a punto de salir. Vamos —le insta empujándola suavemente.
- Oye —se resiste ella atusándose el cabello—, ¿contigo todo sería
siempre así? ¿Así de increíble?
- ¿Así? No, de ningún modo —interrumpe él—. ¿Qué te habías figurado?
Sería mucho mejor. No quisiera que te llevaras una mala impresión de mis
posibilidades de convivencia. Ya sé que estoy siendo un poco grosero, pero es la
inexperiencia. No estoy acostumbrado a estos lances y me puede la tensión.
- Eres de tonto… No sé si comerte a besos o darte una paliza.
- Procede por ese orden. Y luego te paras en el primer punto.
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Toman café recostados sobre la almohada. Por las rendijas de la persiana
se cuelan unos hilos de luz. Un leve rumor llega de la calle agrietando el
silencio.
Ella termina su taza y la deposita con la servilleta en la mesilla. Vuelve a
tumbarse acurrucada y se queda mirándole fijamente, con una gravedad serena.
Él, entre sorbo y sorbo, le responde con el mismo gesto, si bien éste deriva
pronto en una sonrisa contenida.
- ¿De verdad que puedes llegar un poco más tarde? —termina por
preguntar ella.
- De verdad de la buena.
- ¿Entonces te quedarás un ratito aquí?
- Todo el tiempo que haga falta —sentencia él después de dejar su taza
en la otra mesilla.
- Gracias —susurra ella; luego se incorpora para sentarse junto a él, le
besa y, sin palabras, le pide que la abrace. Cuando unos brazos grandes y
cálidos la rodean, cierra los ojos con un gesto de añoranza satisfecha. No tarda
mucho en quedarse dormida.
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Aunque manida, resultó eficaz la encerrona. Emma, nada más tomar
posesión de su cargo en la Agencia, propuso celebrarlo invitándonos a sus
hermanas y a mí a cenar en un estupendo restaurante. Pero ni ella ni Celina
aparecieron a la hora convenida. Cuando decidimos esperarles sentados a la
mesa, comprobamos que la reserva se había verificado sólo para dos personas.
Nos lo tomamos con buen humor, pues al fin y al cabo no era la primera vez
que ocurría. «Esto lo hacemos muy a menudo. Es… como una tradición
familiar, ¿sabes?». Un buen humor dilatado por el buen vino y el buen armagnac
postrero.
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Luego paseamos cogidos del brazo («para que piensen que soy tu novia o
tu mujer, y rabies un poco»), silenciosos y complacidos, acabando en el mirador
del Parque del Norte. No sabría decir cómo ni en qué momento nuestras bocas
se ensimismaron la una en la otra, generando una sed inextinguible, un
insaciable deseo de búsqueda, de encuentro y de unión. Pero sí sé que toda una
vida pudo cobrar sentido por ese y para ese momento; un momento que no
pertenecía a una determinada vida, sino, al contrario, era esa misma vida la que
pertenecía al momento. Un instante de intensidad tan incontrolable que
dificultó sobremanera el manejo de la inmediatez.
Yo, pillado por sorpresa y sin recursos, me dejé arrastrar por la corriente,
intuyendo que la mejor —¿única?— opción sería tratar de averiguar adónde nos
conducía. Pero Julia no quiso: revolviéndose de nuevo contra su propia
determinación, dio marcha atrás. Rechazó durante varias semanas todas mis
invitaciones y evitó cualquier contacto conmigo.
Poco después, sin embargo, se tornó su voluntad y pareció querer
volcarse sobre nuestra relación —o lo que fuera aquello—. Buscó citas para casi
todos los días y me abrumó a cariños y halagos —es un decir, porque,
proviniendo de Julia, dos piropos seguidos o un solo beso bastaban para
abrumarme—. Yo, rehuyendo el desconcierto, seguí dejándome llevar, sin
tomar iniciativas pero sin dejar de secundarlas; es decir, jugando mi única baza:
ponérselo fácil. Reconozco que no resultaba cómodo, pero más incómodo era
permanecer clavado al suelo mientras veía volar mis anhelos muy por encima
de la punta de mis dedos.
Así transcurrió algún tiempo. Tonteábamos como inocentes salvajes, sin
plan ni rutina, sin pensamiento ni decisión, ajustando el paso al ritmo de
nuestros días.
Y una vez más, todo se vino abajo como empezó, sin saber cómo ni en
qué momento. Julia, con pretextos de certeza variable, volvió a darme largas:
que si mucho trabajo, que si le faltaban fuerzas y no se encontraba bien… Acabó
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por citarme el último martes del mes pasado en nuestro rincón favorito. No
hubo preámbulo, ni cuidado, ni anestesia: teníamos que dejarlo, porque «esto
no tiene sentido ni forma… no sabemos lo que somos ni lo que hacemos», y no
había vuelta de hoja. Aguantó con penoso estoicismo un repertorio de
argumentos y deshizo sin respuesta alguna todas las preguntas que pude
imaginar. Mi desesperada facundia sólo cesó con su acceso de llanto (tampoco
en esto hubo previos), convirtiéndose en susurros de ánimo y consuelo. La
escena adquirió una burda comicidad con el trueque de papeles, pareciendo ella
la inconsolable abandonada y yo el amable dejador.
Mientras no hubiera explicación habría esperanza (esperanza, torpe
consejera), pensé mientras hacía acopio de más argumentos y valor; sin
embargo, no me hubiera atrevido a nada de no ser por el ánimo que me
infundió Celina unos días después del último desastre. Según ésta, su hermana
no las tenía todas consigo y distaba mucho de encontrarse satisfecha con una
ruptura descabellada, provocada en un rapto de pánico irracional (sí, al parecer
también a ella le alcanzaba en ocasiones la marea de la irracionalidad), y no me
haría falta más que esperar a una materialización de su arrepentimiento.
Además, ya se habían encargado Emma y ella misma de abonar el terreno a tal
efecto, endosándole a Julia un repaso de los buenos, lo bastante directo y
terminante «como para quitarle las ganas de repetir el disparate».
No esperé más que hasta el siguiente lunes. Hora y media antes de su
salida del trabajo (¡qué angustioso error!) me aposté a la puerta del
establecimiento, sin atreverme siquiera a asomarme al interior. Al menos,
siendo verano, no había anochecido, lo que me infundía un cierto optimismo
injustificado. Siempre entraba la primera y salía la última, y ese día no fue la
excepción. Cuando la vi, me pareció la persona más hermosa, desamparada y
solitaria del mundo. «Chaval, lo tienes claro… No tienes ni una posibilidad
entre mil, ¿o qué te crees? Anda, aún estás a tiempo, vete y no hagas el ridículo
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otra vez». Y eso es lo que hubiera hecho de no estar hasta las narices de mi
insufrible conciencia.
Así que me decidí a encarar lo que hubiera de ser. Abandoné la columna
tras la que estaba escudado y salí a su encuentro, sin palabras, sin demandas,
sin explicaciones. Y mi estrella volvió a recompensar mi audacia: no me di de
bruces con un silencio desdeñoso, no recibí un bofetón airado ni me ahogó una
retahíla de insultos. No, lo que oí fue el sonido de una llave abriendo la entrada
de emergencia para el amigo inesperado.
- Pero… ¿qué haces tú aquí?
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Ilustración de la cubierta: John Singer Sargent, Las señoritas Vickers, 1884. Sheffield Galleries and Museums Trust, Sheffield.
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