En prensa en Política y Sociedad (2008, Bogotá).
Regímenes autoritarios electorales en el mundo contemporáneo
Andreas Schedler, CIDE, Ciudad de México [Versión 12 de febrero de 2008]
Un fantasma recorre el llamado mundo en desarrollo: el fantasma del autoritarismo
electoral. Lo bueno es que ahuyentar fantasmas es una tarea fácil, en particular para quienes
no creemos en criaturas metafísicas que espantan a durmientes inocentes a la medianoche.
Lo malo es que los fantasmas son una metáfora, mientras que el autoritarismo electoral es
una realidad.1 Un gran número de regímenes políticos en el mundo contemporáneo, que
abarcan desde Azerbaiyán hasta Zimbabwe, desde Rusia hasta Singapur, desde Bielorrusia
hasta Camerún, desde Egipto hasta Malasia, han establecido la fachada institucional de la
democracia, incluyendo elecciones multipartidistas regulares para presidente, a fin de
ocultar (y reproducir) la dura realidad de prácticas autoritarias. Si bien en perspectiva
histórica, el uso autoritario de las elecciones no es ninguna novedad, los regímenes
autoritarios electorales contemporáneos llevan la consagrada práctica de la manipulación
electoral a nuevas cotas.
El presente artículo aborda tres cuestiones analíticas medulares con las que lidia el
incipiente estudio comparado de los regímenes autoritarios electorales: el concepto de
autoritarismo electoral, su observación y medición, y su dinámica endógena. En la primera
sección, dedicada a problemas conceptuales, el texto explica cómo han respondido los
estudiosos de la democratización comparada a la proliferación de regímenes políticos que
combinan instituciones democráticas formales (elecciones multipartidistas) con prácticas
autoritarias. Asimismo, ofrece y justifica una definición formal de regímenes autoritarios
electorales que toma en cuenta tanto las propiedades constitucionales como las cualidades
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democráticas de los procesos electorales. En la segunda sección, enfocada en cuestiones de
medición, el artículo analiza un problema metodológico fundamental: en los regímenes
autoritarios electorales, los resultados oficiales de las elecciones son el producto combinado
de dos variables desconocidas e inobservables: las preferencias populares y la manipulación
autoritaria. Como el texto sostiene, podemos resolver este problema de observación usando
la competitividad de los partidos de oposición como un indicador de la manipulación
autoritaria. O bien podemos estudiar el régimen político en cuestión de manera cercana y
profunda a fin de llegar a un juicio informado sobre la calidad democrática global de un
proceso electoral determinado. En la tercera sección, centrada en la dinámica endógena del
autoritarismo electoral, el artículo analiza las elecciones autoritarias como instituciones
“creativas” que constituyen a un conjunto de actores (ciudadanos, actores de oposición y
partidos gobernantes) y los dotan de un conjunto de estrategias. Además, los empujan a
entrar en un conflictivo “juego anidado” (nested game), en el cual la competencia por votos
dentro de las reglas vigentes toma lugar junto con la lucha competitiva por las reglas del
juego. Las campañas electorales y las luchas institucionales se despliegan de manera
simultánea e interactiva.
El concepto de autoritarismo electoral
Los albores de los años 1990 fueron tiempos de optimismo democrático. América del Sur
había completado su viaje hacia la democracia electoral, el imperio soviético se había
desintegrado en relativa paz, y África subsahariana estaba pasando por una serie de
elecciones multipartidistas sin precedentes. Éstos fueron los tiempos en que leímos sobre el
fin de la historia, el triunfo de la democracia, el orden mundial liberal. Sin embargo, tanto
los observadores académicos como los observadores políticos son entrenados para ser
escépticos. Pocos, si acaso algunos, albergaron ilusiones teleológicas acerca de la
expansión de la democracia. Si alguna vez el mundo se iba a volver abrumadoramente
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liberal, democrático y pacífico, no sucedería de un golpe, sino poco a poco, con altas y
bajas y a largo plazo. Desde su mismo surgimiento, la idea de “olas” globales de
democratización se acompañó de advertencias en contra de “olas inversas” de regresión
autoritaria. Las olas van y vienen.2
Desde la Revolución Portuguesa de los Claveles en 1974, el drama político que marca el
inicio oficial de la “tercera ola” de democratización global, el número de regímenes
democráticos en el mundo se ha más o menos duplicado. Aunque diferentes conteos
producen diagnósticos algo diferentes, la tendencia general es bastante clara. Por ejemplo,
el informe anual de Freedom House sobre derechos políticos y libertades civiles en el
mundo catalogó 42 países como “libres” en 1974. Tres décadas después, en 2004, identificó
a 89 países como “libres” (de un total de 118 naciones a las que clasificó como
“democracias electorales”).3 Sin duda, estos números son impresionantes. La extensión y la
resiliencia de la expansión democrática reciente no tiene precedentes en la historia del
sistema internacional. Sin embargo, hoy en día la oleada de optimismo que acompañó al fin
de la guerra fría ha decaído. Una parte del escepticismo resurgido se debe a la irrupción de
la violencia política en muchas esquinas del pueblo global: en las guerras civiles e
internacionales en las repúblicas sucesoras de la Unión Soviética, en los genocidios de
Yugoslavia y Rwanda, en los estados colapsados y guerras regionales de África
subsahariana, en el terror desencadenado por la organización criminal transnacional Al
Qaeda en el seno de las democracias avanzadas y en las guerras civiles actuales en
Afganistán e Irak después de su invasión y ocupación extranjera. La otra parte del nuevo
escepticismo la explican las realidades persistentes de gobierno autoritario en amplias
partes del mundo.
Por un lado, un número significativo de antiguas autocracias ha sobrevivido en diferentes
partes del mundo, sin ser sacudidas por serias crisis de régimen. Éste es el caso, por
4
ejemplo, de los regímenes unipartidistas de Cuba, China, Laos, Corea del Norte, Vietnam,
Eritrea, Libia y Siria y de las monarquías tradicionales del mundo árabe. Por otro lado, aun
cuando hayan llevado a una apertura inicial coronada por elecciones libres y equitativas
(como en varias partes de África subsahariana y la antigua Unión Soviética), numerosos
procesos de transición dieron pie finalmente a nuevas formas de autoritarismo ocultas tras
una fachada electoral. Terminaron estableciendo lo que hoy día posiblemente representa el
tipo más difundido de régimen político en el mundo en desarrollo: el autoritarismo
electoral.
Los regímenes autoritarios electorales entran al juego de las elecciones multipartidistas, ya
que celebran comicios regulares para la presidencia y una asamblea legislativa nacional. No
obstante, vulneran los principios democráticos de libertad y equidad de una manera tan
profunda y sistemática que convierten las votaciones en instrumentos del dominación
autoritaria, más que en “instrumentos de la democracia” (Powell 2000). Bajo un gobierno
autoritario electoral, las elecciones son en general inclusivas (se celebran bajo el principio
del sufragio universal), así como mínimamente pluralistas (se invita la participación de
partidos de oposición), mínimamente competitivas (aunque se les niega la victoria, a los
partidos de oposición se les permite ganar votos y escaños), y mínimamente abiertas (los
partidos de oposición no son sometidos a represión masiva, aunque es posible que reciban
un tratamiento represivo de manera selectiva e intermitente). Sin embargo, todo en todo, las
contiendas electorales están sujetas a un nivel de represión y manipulación tan elevado,
generalizado y sistemático que no se pueden considerar democráticas. La manipulación
autoritaria puede presentarse con varios disfraces, todos los cuales sirven para contener la
inquietante incertidumbre de los resultados electorales. Los gobernantes pueden idear
reglas electorales discriminatorias, dejar fuera de la arena electoral a partidos y candidatos
de la oposición, violar sus derechos políticos y libertades civiles, restringir su acceso a los
medios de comunicación y al financiamiento para campañas, imponer restricciones
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formales o informales al sufragio de sus seguidores, coaccionarlos o corromperlos para que
abandonen el bando opositor, o simplemente redistribuir votos y escaños por medio del
fraude electoral.4
Una lista incompleta de ejemplos contemporáneos de regímenes autoritarios electorales (de
principios de 2008) incluye, en la antigua Unión Soviética, Armenia, Azerbaiyán,
Bielorrusia, Kazajstán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán; en Nordáfrica y Oriente Medio,
Argelia, Egipto, Túnez y Yemen; en África subsahariana, Burkina Faso, Camerún, el Chad,
Congo (Kinshasa), Etiopía, Gabón, Gambia, Guinea, Mauritania, Togo y Zimbabwe; y en el
sur y el este de Asia, Camboya, Malasia y Singapur. Dada su contradictoria mezcla de
procedimientos democráticos y prácticas autoritarias, estos nuevos regímenes autoritarios
han perturbado las rutinas conceptuales de la política comparada. Para comprender la
ambigüedad institucionalizada que caracteriza los regímenes autoritarios electorales, los
especialistas han adoptado tres estrategias conceptuales alternativas. Han concebido esos
regímenes como democracias defectuosas, como regímenes híbridos o como nuevas formas
de autoritarismo.
(a) Democracias defectuosas. Desde los primeros días de la “tercera ola” de
democratización, hemos sido testigos del surgimiento de regímenes políticos que cumplen
las condiciones mínimas de la democracia electoral, mientras carecen de atributos
esenciales de la democracia liberal. A fin de capturar tales desviaciones de las mejores
prácticas, los autores han ido colocando adjetivos distintivos a los multifacéticos “subtipos
disminuidos” de democracia que han observado (véase Collier y Levitsky 1997). Las
etiquetas específicas que han elegido para describir tales “democracias con adjetivos”
(ibid.) tienen por objeto llamar la atención hacia déficit y debilidades estructurales
específicos. Por ejemplo, las democracias “delegativas” carecen de pesos y contrapesos
institucionales (O’Donnell 1994), las democracias “iliberales” no logran construir un
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Estado de derecho (Zakaria 2003), y las democracias “clientelistas” son débiles en política
partidista programática (Kitschelt 2000). Ahora bien, ante regímenes que no cumplen ni
siquiera con las normas democráticas mínimas, la noción de “subtipos disminuidos” de
democracia pierde su validez. Cuando tal noción se aplica a contextos no democráticos, en
lugar de afinar nuestra comprensión de carencias democráticas, merma nuestro sentido de
realidades autoritarias (véanse también Levitsky y Way 2002, Howard y Roessler 2006).
(b) Regímenes mixtos. Si describimos los regímenes no democráticos como instancias de
democracia, aunque sea deficiente, cometemos el pecado metodológico de “sobre-
estiramiento conceptual” (conceptual stretching) del que Giovanni Sartori nos ha alertado
con mucha elocuencia (Sartori 1984). Conscientes de esta falla potencial, algunos autores
han concebido los regímenes electorales de baja calidad que pueblan el mundo
contemporáneo como auténticos puntos intermedios entre la democracia y el autoritarismo.
Dado que estos regímenes combinan rasgos democráticos y autoritarios, estos analistas los
sitúan en el centro mismo del espectro conceptual, equidistantes de los dos polos, ni carne
ni pescado, ni democráticos ni autoritarios. Conceptos como “regímenes híbridos”
(Diamond 2002), “semidemocracia” (Smith 2005), “semiautoritarismo” (Ottawa 2000),
“semidictadura” (Brooker 2000: 252) y “la zona gris” (Carothers 2002) expresan la idea de
“regímenes genuinamente mixtos”, situados en el nebuloso terreno intermedio entre la
democracia y la dictadura.
(c) Nuevo autoritarismo. Una tercera manera de abordar las nuevas formas de gobierno
autoritario es reconocerlas como tales: como casos de gobiernos no democráticos. A
medida que los estudiosos han ido introduciendo conceptos como “pseudodemocracia”
(Diamond, Linz y Lipset 1995: 8), “dictadura disfrazada” (Brooker 2000: 228) y
“autoritarismo competitivo” (Levitsky y Way 2002), han abandonado la suposición de que
estos regímenes todavía de algún modo mantienen contacto con la tradición democrática-
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liberal. Muy por el contrario, los han descrito como casos de gobierno no democrático que
nos muestran “el disfraz pero no la sustancia de la participación democrática efectiva”
(Marshall y Jaggers 2002: 12). Los han analizado como regímenes que practican “la
democracia como engaño” (Joseph 1998b: 59), regímenes que instauran, para citar al
clásico John Stuart Mill, “instituciones representativas sin gobierno representativo” (1991:
89).
Evidentemente, la noción de “autoritarismo electoral” que defiende este artículo se inscribe
en esta última perspectiva. Supone la tesis de que muchos de los nuevos regímenes
electorales no son ni democráticos ni democratizadores, sino simple y llanamente
autoritarios – aunque de maneras que se alejan de las formas de gobierno autoritario tal
como las conocemos. La noción de “autoritarismo electoral” toma en serio tanto la calidad
autoritaria que estos regímenes poseen, como los procedimientos electorales que ponen en
práctica. El énfasis en el autoritarismo sirve para distinguirlos de las democracias
electorales; el énfasis en las elecciones, para separarlos de las autocracias “cerradas”. Las
democracias electorales carecen de algunos atributos de la democracia liberal (como los
pesos y contrapesos institucionales, la integridad burocrática y un sistema de justicia
efectivo e imparcial), pero sí celebran elecciones libres y equitativas, lo que no hacen los
regímenes autoritarios electorales. La categoría residual de autocracias “cerradas” designa a
todos los regímenes no democráticos que se abstienen de organizar elecciones
multipartidistas como la ruta de acceso oficial a los poderes ejecutivo y legislativo.
La incipiente literatura sobre regímenes autoritarios electorales ha centrado su atención en
la controvertida frontera que los separa de las democracias electorales (véase Schedler
2002b). Aquí quisiera examinar el umbral que los separa de sus vecinos autoritarios,
agrupados en la amplia categoría de “autocracias cerradas”. La pregunta clave es: ¿hasta
qué punto son distintivos los regímenes autoritarios electorales dentro del más amplio
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“espectro de regímenes no democráticos” (Snyder 2006)? Desde luego, el hecho de que los
regímenes no democráticos empleen las formas y la retórica de la democracia no es nada
nuevo. Aun antes de la actual ola de democratización, las elecciones políticas, la institución
central de la democracia representativa, se usaban casi universalmente. Como Guy Hermet,
Richard Rose y Alain Rouquié lo plantearon en el prefacio de Elections without Choice, ya
a fines de los años 1970 “se celebraron elecciones en casi todos los países del mundo”
(Hermet et al. 1978: viii). Asimismo, casi todos los regímenes – democracias y dictaduras
por igual – pretendieron encarnar el principio de la soberanía popular. Sin embargo,
mientras que los regímenes autoritarios electorales abren los cargos más altos del poder
ejecutivo y del legislativo a elecciones que son tanto participativas como competitivas en
forma, otros tipos de regímenes autoritarios, si acaso recurren de algún modo a procesos
electorales, lo hacen de maneras mucho más limitadas.
A diferencia de los regímenes autoritarios que permiten formas limitadas de pluralismo en
la sociedad civil, los regímenes electorales autoritarios van un paso adelante y abren
también la sociedad política (el sistema de partidos) a formas limitadas de pluralismo. A
diferencia de los regímenes bonapartistas que de vez en cuando orquestan plebiscitos para
demostrar el consentimiento popular sobre asuntos constitucionales o de políticas, los
regímenes electorales autoritarios invitan a los ciudadanos a participar en procesos
electorales que sirven (oficialmente) como mecanismos de selección para altos cargos
públicos. A diferencia de las oligarquías competitivas, como las de América Latina durante
el siglo XIX o de Sudáfrica bajo el apartheid, los regímenes electorales autoritarios no
controlan las elecciones restringiendo el derecho al voto, sino que operan sobre la base del
sufragio universal. A diferencia de las monarquías tradicionales (o algunos regímenes
militares como el de Brasil entre 1964 y 1989), los regímenes electorales autoritarios
someten al jefe del gobierno a la ratificación electoral, no sólo a la asamblea legislativa (o
al gobierno local, como en Taiwán bajo el Kuomintang [KMT]). A diferencia de los
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regímenes unipartidistas que organizan elecciones de un solo partido (o frente nacional),
sea con o sin competencia intrapartidista, los regímenes electorales autoritarios permiten la
disidencia organizada en forma de competencia multipartidista.
La noción de autoritarismo electoral pone el énfasis en el acceso al poder (mediante
elecciones populares), mientras que las tipologías convencionales del gobierno autoritario
ponen el énfasis en el ejercicio del poder (excepto para la categoría de las monarquías, que
se definen por sucesión hereditaria).5 Estas tipologías preguntan por la identidad de los
gobernantes, sus modos de ejercer el poder y sus fuentes de legitimación. Por ejemplo, la
distinción seminal de Juan Linz entre gobierno totalitario y autoritario (Linz 2000) giraba
en torno a la estructura de las relaciones de poder (monismo frente a pluralismo), las
estrategias de legitimación (ideologías frente a mentalidades) y el papel de los individuos
(movilización frente a despolitización). Otras tipologías más recientes de gobiernos no
democráticos tienden a centrarse en la naturaleza de la coalición gobernante. Por ejemplo,
la muy difundida distinción entre regímenes militares, regímenes de un partido único y
dictaduras personales preguntan por las bases de organización del gobierno autoritario
(véanse, por ejemplo, Brooker 2000, Geddes 1999 y 2004, Huntington 1991, Morlino 2005:
capítulo 2).
Cuando la noción de autoritarismo electoral traslada el foco de su análisis del ejercicio no
democrático del poder al acceso no democrático al poder, las preguntas por el gobierno
autoritario (quién gobierna cómo) no dejan de ser relevantes; más bien se vuelven
contingentes, sin respuestas uniformes para todos los casos (por lo que pueden servir para
diferenciar subtipos de regímenes autoritarios electorales).6 Además, las cuestiones de
acceso al poder y ejercicio del poder interactúan. Por un lado, a largo plazo, el ejercicio
autoritario del poder es incompatible con los procedimientos democráticos de acceso al
poder. El gobierno autoritario tiende a subvertir las condiciones de libertad que las
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elecciones democráticas demandan. Por el otro, las elecciones autoritarias no imponen las
mismas restricciones a los gobernantes como las elecciones democráticas. Si lo que
determina los resultados electorales no son las preferencias populares, sino las habilidades
estatales para la manipulación, los comicios no servirán como mecanismos de rendición de
cuentas. Así como los gobiernos autoritarios engendran elecciones autoritarias, las
elecciones autoritarias alimentan a los gobiernos autoritarios.
La medición del autoritarismo electoral
¿Cómo reconocemos un régimen autoritario electoral cuando estamos ante él? Parece ser
más sencillo definir el concepto de autoritarismo electoral que operacionalizarlo y medirlo
con el propósito de hacer comparaciones entre países. Como predican la democracia
mientras practican la dictadura, los regímenes autoritarios electorales tienden a suscitar
intensos debates en el seno de cada país acerca de la “verdadera” naturaleza de su sistema
político. Como una regla simple, quienes ejercen el poder tratan de vender su régimen
como democrático (o al menos como inmerso en un proceso democratizador), mientras que
los actores de oposición lo denuncian como autoritario. Cuanto más represor, excluyente y
fraudulento sea un régimen, más probable resultará que observadores desinteresados de
buena fe, sean de la sociedad civil o de la comunidad internacional, concuerden en sus
evaluaciones y clasifiquen el régimen como autoritario, en coincidencia con las acusaciones
de la oposición. En los casos más turbios, sin embargo, trazar la línea divisoria entre
democracia electoral y autoritarismo electoral puede resultar complicado y polémico, y no
surgirá nada que se parezca a un “consenso de expertos”. Ahora bien, si el conocimiento
detallado de observadores competentes no basta para resolver disputas sobre la
clasificación de los “casos difíciles”, ¿cómo podremos aspirar a clasificar grandes números
de regímenes políticos de manera válida y confiable?
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El consejo metodológico estándar nos dice que basemos nuestras decisiones de medición en
“observaciones, más que en juicios” (Przeworski et al. 2000: 55). Esto quiere decir,
entiendo, que debemos dividir la compleja empresa de conceptualización y medición en dos
fases. En una primera etapa, habremos de hacer todos los juicios que sean necesarios para
seleccionar y definir los fenómenos empíricos que admitimos como evidencia
observacional; también tendremos que establecer las reglas de codificación que nos
permitan asignar categorías o números a nuestros casos. En una segunda etapa, en cambio,
habremos de desterrar todo elemento de juicio personal y nos limitaremos a aplicar de
manera mecánica las reglas de codificación que elaboramos anteriormente. La primera fase
es deliberativa y exige la justificación intersubjetiva de todas las decisiones conceptuales y
operacionales; la segunda es observacional y exige la recopilación transparente de
información y la aplicación cuasi burocrática de reglas preestablecidas.
A fin de establecer esa separación funcional entre deliberación y observación, necesitamos
indicadores empíricos que sean válidos, visibles y legibles. La evidencia empírica que
estamos buscando debe tener sentido teórico en diferentes contextos sociales (validez);
debe estar abierta a la inspección ocular (visibilidad); y tiene que ser lo suficientemente
obvia como para ser procesada a partir de reglas de interpretación simples que transformen
posibles ambigüedades fácticas en claridad operacional (legibilidad). Queda claro que la
principal dificultad metodológica para identificar regímenes autoritarios electorales radica
en los obstáculos que los regímenes mismos establecen para impedir la visibilidad de sus
prácticas de manipulación.
En su muy (y muy justamente) aclamada obra Democracia y Desarrollo, Adam Przeworski
y sus colaboradores toman tres atributos institucionales para identificar los regímenes
democráticos: (a) el jefe del ejecutivo es elegido en elecciones populares, (b) también la
legislatura nacional se elige en elecciones populares, y (c) en ambas elecciones, se admite
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más de un partido a la competencia electoral (para una síntesis, véase Przeworski et al.
2000: 28–29). Hasta este punto, su definición operacional de democracia es idéntica a la
definición de autoritarismo electoral que propuse antes. Lo que distingue a las autocracias
electorales de las democracias electorales no son las propiedades formales de las elecciones
políticas, sino sus cualidades autoritarias. No es en la superficie de las instituciones
electorales formales donde las democracias electorales difieren de los regímenes
autoritarios electorales, sino en las condiciones de libertad política y seguridad jurídica que
ofrecen. Los regímenes autoritarios electorales, al igual que sus contrapartes democráticas,
celebran elecciones multipartidistas para jefe de gobierno y la asamblea legislativa. No
obstante, someten estos procesos a controles autoritarios tan profundos y sistemáticos que
privan a las elecciones de su esencia democrática. Ahora bien, aunque los hechos
institucionales formales son fáciles de establecer, las prácticas de manipulación electoral
son mucho menos accesibles a la inspección pública.
Lo que podemos ver en los regímenes autoritarios electorales son los resultados de los
comicios, la distribución oficial de los votos y los escaños entre partidos y candidatos. Bajo
condiciones de autoritarismo, sin embargo, las cifras electorales no pueden ser tomadas
como expresiones confiables de “la voluntad del pueblo”. Más bien representan el resultado
combinado de la manipulación autoritaria y las preferencias populares. Si v representa los
votos, i la integridad de las elecciones y p las preferencias de los ciudadanos, podemos
escribir:
v = i * p
En condiciones de integridad electoral (i = 1), los resultados de la elección corresponden a
las preferencias populares; en condiciones de manipulación electoral (i ≠ 1), la distribución
oficial de los votos distorsiona la distribución real de las preferencias de los ciudadanos. En
1 3
el primer caso, el democrático, las instituciones y las prácticas de la gobernación electoral
son fundamentalmente neutrales; en el segundo caso, el autoritario, ambas son gravemente
redistributivas.7 Para el propósito de la clasificación de regímenes, el problema radica en el
hecho de que normalmente desconocemos dos de las tres variables de la ecuación. A
menudo, las cifras oficiales de una elección son un “espejo deformador” (Martin 1978: 127)
de preferencias ciudadanas, poco confiables e imprecisas. Pero al menos están a la luz
pública, como productos tangibles de algún organismo estatal central. Los actos de
manipulación autoritaria y las pautas de preferencias populares, en cambio, son sombras en
la oscuridad.
En una buena medida, la manipulación electoral es una actividad clandestina. Podemos ver
algunas cosas, como la promulgación de leyes electorales discriminatorias, la represión de
manifestaciones de protesta, o la exclusión de candidatos por orden administrativa. Tales
intentos de manipulación ocurren a plena luz del día, movilizan a agentes del Estado central
e invocan el discurso de la legalidad y la razón pública para su justificación. En contraste,
muchas otras estrategias autoritarias de control electoral, como la alteración del padrón
electoral, la compra de votos y la intimidación de los votantes, o la falsificación de boletas
el día de los comicios, constituyen actividades más bien descentralizadas que involucran a
un sinnúmero de agentes públicos y privados que tratan de hacer su trabajo sin dejar rastros
públicos. A pesar de toda la información que seamos capaces de reunir, sea episódica o
sistemática, narrativa o estadística, el ámbito oculto de la ingeniería electoral autoritaria
constituye una caja negra impenetrable que (casi) nunca podemos transparentar en su
totalidad. Son muy pocos los regímenes que tienen las aspiraciones panópticas del régimen
Fujimori-Montesinos en Perú, cuyo extenso sistema de extorsión, vigilancia y video
grabación permitió al público inspeccionar la caja negra de las maniobras autoritarias al
menos después de los hechos, una vez que el régimen había caído (ver Cameron 2006,
Conaghan 2005). Normalmente, sin embargo, no llegamos a saber ni remotamente qué es lo
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que están haciendo los actores no democráticos fuera de nuestro campo de vista, entre los
bastidores de la política electoral. Es más, aun cuando estuviéramos al tanto de todo, no
podríamos saber que sabemos todo. La lógica de la desconfianza que prevalece bajo los
gobiernos autoritarios nos haría sostener la sospecha de que lo peor puede estar escondido
de nuestra vista. La regla informática de WYSIWYG (what you see is what you get; lo que
ves es lo que obtienes) nunca opera bajo el autoritarismo. Los actores políticos saben que
normalmente lo que ven no es lo que obtienen del régimen autoritario. Saben que, si desean
sobrevivir, tienen que practicar el antiguo arte de la dietrología, el estudio de la política
detrás de la escena.8
Con respecto a las preferencias populares, la tercera variable en nuestra ecuación de
elecciones autoritarias, enfrentamos una situación similar de conocimiento parcial edificado
sobre cimientos de ignorancia fundamental. Podemos enterarnos de algo acerca de las
preferencias populares, sea mediante el acceso a “conocimientos locales” (Geertz 1983) o
mediante encuestas representativas de opinión pública. Sin embargo, en condiciones
autoritarias, nunca sabemos hasta qué grado participan los ciudadanos en la falsificación
pública de sus preferencias privadas (Kuran 1995). Tampoco sabemos hasta qué punto sus
preferencias privadas supuestamente auténticas son generadas por el mismo gobierno
autoritario. A falta de autonomía y libertad individuales, las actitudes populares siempre
están sospechosas de ser productos de la manipulación autoritaria. Un régimen autoritario
distorsiona la formación de preferencias populares, no solamente la expresión de
preferencias populares.
Podemos manejar estos problemas de información imperfecta de dos maneras. (a) Una
opción es limitarnos al ámbito fáctico de los resultados oficiales de las elecciones. A
sabiendas de que no podemos tomar las cifras oficiales como expresiones simples de las
preferencias de los votantes, podemos tratarlas como indicadores de la manipulación
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electoral. (b) Alternativamente, podemos expandir nuestro campo de visión y reunir
evidencia sistemática acerca de la manipulación electoral o de las preferencias populares, o
de ambas. Ya conociendo los resultados oficiales de una votación, enterarnos acerca de
cualquiera de nuestras dos variables desconocidas (manipulación electoral y preferencias de
los votantes) debería permitirnos estimar la otra. También, con sentido práctico aunque
menor elegancia matemática, podemos combinar información sobre las tres variables a fin
de llegar a un juicio aproximado acerca de la calidad autoritaria del proceso electoral bajo
escrutinio. Discutiré brevemente la “regla de alternancia” propuesta por Przeworski et al.
(2000) como ejemplo de la primera opción (el uso de los datos sobre la elección como
indicadores indirectos de manipulación), y los datos de derechos políticos ofrecidos por
Freedom House como representativos de la segunda (el uso de múltiples fuentes de
información para llegar a un juicio sobre la calidad autoritaria de las elecciones).
Resultados electorales como indicadores de integridad electoral. Adam Przeworski alguna
vez afirmó que si quienes detentan el poder ganan más del 60 por ciento del voto popular
en dos elecciones subsecuentes, con toda seguridad podemos asumir que el sistema no es
democrático.9 Junto con sus colaboradores en Democracy and Development, Przeworski
adoptó un estándar aún más riguroso: la regla de la alternancia. Como él y sus coautores lo
propusieron, si un régimen político selecciona al jefe de gobierno y los legisladores
nacionales en elecciones multipartidistas, pero el partido gobernante “nunca perdió
elecciones”, el régimen no debería ser clasificado como democrático (Przeworski et al.
2000: 27). La democracia requiere incertidumbre, es decir, la posibilidad de una alternancia
en el poder. Sin embargo, sin la experiencia real de la alternancia no podemos saber a
ciencia cierta si un partido gobernante realmente estaría dispuesto a dejar el cargo
pacíficamente en el caso de una derrota electoral. Como Przeworski y sus colaboradores
admiten sin reparos, tomar los resultados de las elecciones y, en particular, la alternancia en
el cargo como evidencia primaria de la integridad del proceso, corre el riesgo de clasificar
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equivocadamente algunos regímenes. No obstante, la regla de alternancia tiene sentido en
términos democrático-normativos; ofrece un criterio de clasificación nítido y fácilmente
discernible; evita las imponderabilidades que acompañan el razonamiento contrafáctico
(¿cómo respondería el régimen a una derrota electoral?); y permite al analista quedarse con
los hechos simples y observables, en vez de batallar por descifrar un sinnúmero de hechos
ambiguos y dispersos.
Juicios comprensivos de integridad electoral. Przeworski y sus coautores sostienen que
emitir un juicio sobre la calidad autoritaria de las elecciones es una empresa que se escapa a
nuestras capacidades. Como sostienen, intentar de “evaluar el grado de represión,
intimidación o fraude … no es algo que se pueda hacer de manera confiable” (Przeworski
et al. 2000: 24). Si su escepticismo pretende sañalarnos de que nuestros juicios sobre la
calidad democrática de las elecciones suelen ser polémicos, al menos en casos complejos y
ambiguos, están en lo correcto. Yerran si pretende implicar que los observadores electorales
desinteresados son en general incapaces de llegar a evaluaciones convergentes que puedan
sobrevivir a cuestionamientos públicos hechos por los políticos y expertos. Tomemos, por
ejemplo, los informes anuales sobre libertades civiles y derechos políticos en el mundo que
el think tank neoyorkino Freedom House ofrece desde 1973. A pesar de su notoria
inclinación por la opacidad metodológica (véase Munck y Verkuilen 2002), Freedom
House lleva a cabo un trabajo razonable al evaluar la calidad democrática de los regímenes
electorales (además de hacer también un cierto esfuerzo por mejorar su transparencia
metodológica).
En sus valoraciones de derechos políticos, Freedom House plantea más preguntas de las
que necesitamos; aun así formula las preguntas precisas que necesitamos para juzgar la
calidad democrática de los procesos electorales. Algunos rubros en su lista de derechos
políticos se relacionan con el ejercicio del poder, más que con el acceso al poder, que es lo
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que nos interesa aquí. Esto es cierto para sus preguntas sobre la soberanía nacional, la
integridad burocrática y la rendición de cuentas de los funcionarios electos. No obstante, las
preguntas que primero aparecen en la encuesta de derechos políticos tienen que ver con la
integridad procedural de las elecciones: ¿El presidente y la asamblea legislativa nacional –
pregunta el equipo de investigación de Freedom House – son elegidos “mediante elecciones
libres y equitativas”? ¿Disfrutan los ciudadanos de libertad de asociación y hay “leyes
electorales equitativas, oportunidades justas de hacer campaña, un proceso de votación
correcto y un conteo honesto de votos”? Además de los procedimientos electorales,
Freedom House también examina los resultados de la elección, cuando investiga, en base a
distribución final de votos, el grado de competencia entre partidos: ¿está el sistema político
– pregunta el equipo de investigación – “abierto al ascenso y la caída de … los partidos
contendientes”? ¿Observamos “un importante voto opositor, un poder real de la oposición y
una posibilidad realista de que aumente su apoyo o acceda al poder mediante las
elecciones”?10
Freedom House formula sus preguntas normativas y empíricas en un nivel de abstracción
bastante elevado. Como es natural, traducirlas en evaluaciones concretas de procesos
políticos nacionales exige un buen sentido del juicio, además de conocimiento empírico y
sensibilidad moral. Aun así, al evaluar información procedural y sustantiva recurriendo a
una amplia gama de evidencia y de fuentes, el equipo de Freedom House logra evaluar la
calidad de los procesos electorales de una manera que en términos generales parece
fundamentalmente razonable. En particular, las evaluaciones cualitativas de derechos
políticos que Freedom House ofrece en sus informes narrativos de cada país siempre
enuncian en su oración inicial si “los ciudadanos son capaces de cambiar su gobierno
mediante elecciones regulares”. En general (de hecho, no estoy consciente de ninguna
excepción reciente), estos juicios sucintos acerca de la efectividad de los procesos
1 8
electorales son sólidos y defendibles a la luz de la evidencia disponible y las normas
democráticas.
A pesar de su aparente validez, hay obvios problemas metodológicos asociados al uso de
las calificaciones de derechos políticos de Freedom House como una base para clasificar
regímenes. Como ya lo mencioné, para el propósito específico de distinguir democracias
electorales de regímenes autoritarios electorales, su nivel de agregación es demasiado alto,
ya que combina preocupaciones acerca de las elecciones (el acceso al poder) con
inquietudes acerca del gobierno (el ejercicio del poder). Además, ya que el intento de
medición es multidimensional, no está claro cómo los juicios cualitativos sobre varias
dimensiones se traducen en la escala de siete puntos que Freedom House usa (aunque hay
que añadir que desde el reporte anual de 2006 se están publicando los valores de las
subdimensiones tanto de libertades civiles como derechos políticos) (ver
www.freedomhouse.org). Tampoco queda claro qué exactamente pretenden expresar las
calificaciones específicas y las diferencias entre ellas. Por la misma razón, cualquier intento
por traducir la escala numérica del 1 al 7 en categorías cualitativas de los regímenes
necesariamente tiene un aire de arbitrariedad.
No obstante, en general, como las preguntas de Freedom House sí tocan las inquietudes
centrales que motivan nuestra distinción entre democracias electorales y autoritarismo
electoral, sus datos sirven razonablemente bien para identificar regímenes autoritarios
electorales, cuando se complementan con algunos datos electorales básicos. Por ejemplo,
podemos clasificar (con un grado bastante alto de certeza) como autoritarios electorales a
todos aquellos regímenes que (a) celebran elecciones multipartidistas para elegir al
presidente así como a una asamblea legislativa, mientras al mismo tiempo (b) reciben
calificaciones de derechos políticos entre 4 y 6 de parte de Freedom House (véase Schedler
2004). Tales reglas simples de delimitación operacional (que, por ejemplo, algunos autores
1 9
en Schedler 2006 y Lindberg [en prensa] también usan) parecen servir de manera bastante
razonable para identificar a los regímenes autoritarios electorales contemporáneos.11
La dinámica del autoritarismo electoral
Los regímenes autoritarios electorales establecen todo el paisaje institucional de la
democracia representativa. Establecen constituciones, elecciones, parlamentos, tribunales
de justicia, gobiernos locales, legislaturas subnacionales e incluso organismos de rendición
de cuentas. Asimismo, permiten la operación de medios de comunicación privados, grupos
de interés y asociaciones cívicas. Si bien no introducen a ninguna de estas instituciones con
el propósito de establecer contrapesos reales, todas ellas representan sitios potenciales de
disidencia y conflicto. Sin ignorar estos múltiples espacios de contestación, la noción de
autoritarismo electoral privilegia uno de ellos – la arena electoral. Asume que las elecciones
constituyen la arena central de lucha (véase también Levitsky y Way 2002: 54).
Designar las elecciones como el rasgo definitorio de un categoría distinta de regímenes no
democráticos cobra sentido sólo si son más que meros ornamentos del gobierno autoritario.
Hablar de autoritarismo electoral supone la tesis de que las elecciones importan, e importan
mucho, aun en contextos de manipulación autoritaria. Lo que es todavía más fuerte,
involucra la tesis de que es el intrínseco “poder de las elecciones” (Di Palma 1993: 85),
antes que cualquier otra cosa, lo que mueve la dinámica de estabilidad y cambio en tales
regímenes. En los regímenes autoritarios electorales, si han de merecer ese nombre, las
elecciones son mucho más que rituales de aclamación. Son constitutivas del juego político.
Aun cuando sean distorsionadas por la represión, la discriminación, la exclusión o el
fraude, son constitutivas del campo de juego, de las reglas, los actores, sus recursos y sus
estrategias disponibles.
2 0
Juegos a dos niveles
Si bien los regímenes autoritarios electorales establecen las elecciones competitivas como
la ruta de acceso oficial al poder del Estado, no establecen, naturalmente, la competencia
electoral como el “único juego en el pueblo”. Al mismo tiempo que instauran el juego
electoral (la competencia por votos), introducen el meta-juego de la lucha institucional (la
competencia por reglas). En este meta-nivel, los partidos gobernantes buscan controlar los
resultados sustantivos de la competencia electoral por medio de la manipulación autoritaria,
mientras los partidos de oposición buscan establecer condiciones más libres y equitativas de
competencia por medio de reformas democratizadoras. Las elecciones autoritarias no son
entonces “juegos” convencionales en los cuales los jugadores compiten dentro de un marco
institucional determinado, conocido, aceptado y respetado por todos. Son juegos fluidos,
adaptables y controvertidos. En lugar de asumir sus reglas básicas como restricciones
dadas, los jugadores tratan de redefinirlas sobre la marcha del juego. Según la terminología
propuesta por George Tsebelis, forman “juegos anidados” (nested games) en los cuales la
interacción estratégica dentro de las reglas va de la mano con la competencia estratégica
por las reglas (Tsebelis 1990). Las instituciones formales existentes no constituyen
equilibrios estables, sino treguas temporales. Si los resultados sustantivos del juego
cambian, o si las correlaciones de fuerza subyacentes cambian, los actores lucharán por
alterar las reglas básicas – sea para prevenir o para promover resultados más democráticos.
La lucha partidista por los votos está anidada en una lucha partidista por las condiciones
fundamentales de la votación (véase también Schedler 2002a). De la misma manera el la
que las elecciones autoritarias constituyen el juego de la competencia electoral,
perpetuamente puesto en tela de juicio por el meta-juego de la manipulación y la reforma,
también constituyen sus componentes, en particular, a sus protagonistas y las estrategias
con las que cuentan.
2 1
Los ciudadanos
Al abrir las cimas del poder estatal a las elecciones multipartidistas, los regímenes
autoritarios electorales establecen la primacía de la legitimación democrática. Pueden
alimentarse de diversas fuentes ideológicas de legitimidad: revolucionarias (la creación de
una nueva sociedad), trascendentales (la inspiración divina), tradicionales (la sucesión cuasi
hereditaria), comunitarias (la construcción de la nación, el antiimperialismo, la
movilización étnica), carismáticas (el liderazgo mágico) o sustantivas (el bienestar material,
la integridad pública, la ley y el orden, la seguridad exterior). En última instancia, sin
embargo, el consentimiento popular triunfa sobre los demás principios de legitimación del
poder. Las elecciones competitivas reconocen a los sujetos como ciudadanos. Los dotan del
“máximo poder de control” (Mill 1991: 97) sobre la ocupación de la cumbre del Estado. Al
establecer elecciones multipartidistas para el cargo más alto, los regímenes autoritarios
electorales instituyen el principio del consentimiento popular, aun cuando lo subviertan en
la práctica.
Las concesiones institucionales que las autocracias electorales hacen al principio de
soberanía popular dotan a los ciudadanos tanto de recursos normativos como
institucionales. Ante todo, las elecciones abren avenidas de protesta colectiva. Ofrecen
“puntos focales” (focal points) que pueden crear expectativas sociales convergentes y así
permitir a los ciudadanos superar los problemas de coordinación estratégica. Las elecciones
constituyen a los ciudadanos como portadores individuales de roles políticos, pero también
les permiten convertirse en actores colectivos, sea en las votaciones o en las calles.12
2 2
Los partidos de oposición
Al admitir la competencia multipartidista por posiciones de poder del Estado, los regímenes
autoritarios electorales legitiman el principio de oposición política. En muchos casos,
todavía intentan moldear el campo de los actores de oposición a su propio gusto. Algunos
regímenes crean partidos oficiales de oposición e incluso les atribuyen posiciones
ideológicas convenientes, como en Egipto bajo Anuar el Sadat, y en Senegal bajo Léopold
Senghor. Otros excluyen a partidos y candidatos de oposición incómodos a su
conveniencia, lo que es un procedimiento de operación estándar en los regímenes surgidos
en Euroasia tras la disolución de la antigua Unión Soviética. Sin embargo, las autocracias
electorales de todos modos tienen que convivir con fuerzas de oposición que gozan al
menos de grados mínimos de autonomía. Por el simple hecho de instituir una política
multipartidista, abandonan ideologías de armonía colectiva, aceptan la existencia de
divisiones sociales y renuncian a su control monopólico de la definición del bien común.
Someter a la oposición a un tratamiento represivo no afecta su legitimidad básica encarnada
en la institución formal de elecciones competitivas. Muy por el contrario, una vez que los
regímenes reconocen el principio de pluralismo político, es probable que silenciar a la
disidencia resulte contraproducente y que eleve el estatus de las fuerzas de oposición, en
lugar de disminuirlo.
Como las autocracias electorales son sistemas en los que (se supone que) los partidos de
oposición pierden elecciones, las contiendas electorales son un asunto profundamente
ambivalente para esos partidos. En la medida en que sirven para legitimar el sistema,
demostrar el poder y la popularidad del partido gobernante, así como la debilidad de sus
oponentes, las elecciones tienden a desmoralizar y desmovilizar a las fuerzas opositoras. En
la medida en que permiten a las fuerzas de oposición fortalecerse y demostrar que el
emperador está desnudo y que su permanencia en el poder se basa en la manipulación más
2 3
que en el consentimiento popular, las elecciones tienden a infundir nuevo vigor a los
partidos de oposición. En todo caso, las elecciones autoritarias no ofrecen ninguna de las
razones normativas para aceptar la derrota que los perdedores tienen en condiciones
democráticas. No se caracterizan por la equidad procedural ni la incertidumbre sustantiva
que hacen que las elecciones democráticas sean normativamente aceptables; tampoco
ofrecen las perspectivas de un gobierno pro tempore ante el cual los perdedores puedan
tener la esperanza de reemplazarlo después de la siguiente ronda electoral. Lo que les queda
a los actores de la oposición es un cálculo de protesta en el cual tienen que ponderar los
inciertos costos y beneficios de sus diferentes opciones estratégicas, tanto dentro como
fuera de la arena electoral. Ante todo, cuando los gobernantes autoritarios convocan a
elecciones, las fuerzas de oposición tienen que decidir si entran al juego amañado de la
competencia asimétrica o si abuchean desde la barrera (participación versus boicot).
Después, cuando las casillas electorales ya cerraron y se van publicando los resultados
electorales, los partidos de oposición tienen que decidir si se resignan al resultado o llevan
sus quejas a los medios, los tribunales, las calles o la arena internacional (aceptación versus
protesta).13
Los partidos gobernantes
Las autocracias electorales pueden presentar ciertas tendencias personalistas, con
gobernantes patrimonialistas que ratifican su permanencia en el poder a través de
elecciones multipartidistas periódicas. Sin embargo, las exigencias organizacionales de las
elecciones autoritarias limitan el grado de personalismo que pueden soportar. Los
gobernantes que desean gobernar mediante elecciones multipartidistas controladas
necesitan un partido (así como un Estado subsidiario) para movilizar a los votantes, y
necesitan un Estado (así como un partido subsidiario) para controlar las elecciones.14 Los
2 4
regímenes autoritarios electorales no se apoyan en un partido único, pero sí se apoyan en
partidos.
Para el partido gobernante, las elecciones también son herramientas ambivalentes, al igual
que para los partidos de oposición. Crean oportunidades para distribuir influencia, resolver
controversias y reforzar la coalición gobernante, pero también movilizan amenazas de
disidencia y escisión. Como sus rivales del bando opositor, los gobernantes tienen que
tomar algunas decisiones clave en lo que concierne a su conducta estratégica en la arena
electoral. Primeramente, tienen que decidir cómo balancear la manipulación electoral y la
persuasión electoral a fin de seguir ganando las contiendas electorales. ¿Hasta qué punto
deben basarse en controles autoritarios, y qué estrategias deben elegir del amplio menú de
la manipulación electoral? ¿Y hasta qué punto deben basarse en la persuasión de los
votantes, y qué estrategias deben elegir del amplio menú de la movilización electoral?15
Las elecciones autoritarias son instituciones creativas en la medida en que constituyen a
estas tres clases de actores (ciudadanos, partidos de oposición y partidos gobernantes) y sus
respectivos paquetes de estrategias básicas. Sin embargo, no son determinantes, ya que los
resultados de la interacción conflictiva entre los tres grupos no están definido de antemano.
El “juego anidado” de elecciones autoritarias puede facilitar procesos graduales de
“democratización por la vía electoral”, como en Senegal o México. Puede conducir a la
democracia a través de la caída súbita del autoritarismo, como en Perú y Serbia en el 2000.
Puede provocar una regresión autoritaria, con una interrupción del ciclo electoral por medio
de la intervención militar, como en Azerbaiyán en 1993 y Costa de Marfil en 1999.
Asimismo, puede conducir a periodos prolongados de guerra estática en los cuales los
gobernantes autoritarios mantienen la ventaja frente a partidos de oposición que ni logran
ganar terreno ni llegan a disolverse y abandonar la desigual batalla.
2 5
¿En qué condiciones las elecciones autoritarias cumplen un papel “estabilizador” (Martin
1978: 120) y cuándo actúan como fuerzas “subversivas” (Schedler 2002a)? ¿En qué
condiciones el gobierno y las fuerzas de oposición logran mantener su coherencia y actúan
como actores unitarios? ¿En qué condiciones los gobernantes y los partidos de oposición
adoptan qué clase de estrategias y con qué consecuencias? ¿Cuándo tienen éxito sus
elecciones estratégicas y cuándo conducen al fracaso? ¿Hasta dónde impactan sus jugadas
en sus correlaciones de fuerza? ¿En qué medida la naturaleza de los actores y sus opciones
responden a la dinámica endógena de la competencia electoral no democrática y hasta qué
punto son moldeadas por condiciones estructurales, factores institucionales y actores
externos? La literatura creciente sobre regímenes electorales autoritarios en el mundo está
proporcionando cada vez más respuestas empíricas a estas interrogantes.16 Sin embargo,
claramente hace falta más investigación comparada para resolver una buena parte de estos
complejos enigmas que atañen a la dinámica interna de las autocracias electorales.
Notas
La elaboración de este texto contó con el apoyo financiero del proyecto 36970-D del Consejo Nacional
de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Una versión anterior fue publicada en inglés bajo el título “The
Logic of Electoral Authoritarianism” en Electoral Authoritarianism: The Dynamics of Unfree
Competition, editado por Andreas Schedler, copyright © 2006 por Lynne Rienner Publishers (Boulder,
Colorado, y Londres). Agradecemos la autorización de su publicación en castellano. La traducción del
Inglés estuvo a cargo de Laura Manríquez.
1 La metáfora del fantasma político, de aparición frecuente en los textos sobre populismo y otras
amenazas esquivas a la tranquilidad pública, fue presentada originalmente por Karl Marx y Friedrich
Engels en la introducción a su Manifiesto del Partido Comunista de 1848. Ellos describieron el
“fantasma del comunismo” como una “cuento de hadas” que trataron de disipar por medio de su
declaración pública de principios (se pueden encontrar versiones del Manifiesto en Internet en
www.marxists.org).
2 6
2 En realidad, no se supone que las olas alteren el nivel del mar. Sobre la “tercera ola” de democracia,
véanse, entre otros, Huntington (1991), Diamond (1999: capítulo 2) y Doorenspleet (2004). Para una
posición contrastante que observa una gradual acumulación de democracias, más que la ocurrencia de
olas, véase Przeworski et al. (2000).
3 Véase los Reportes Anuales sobre Derechos Políticos y Libertades Civiles de 1975 y 2005 presentados
por Freedom House (www.freedomhouse.org). Como el número de Estados nacionales aumentó en el
período, en particular con la desintegración del imperio soviético en 1991, las cifras proporcionales
son un poco menos impresionantes.
4 Sobre los fundamentos normativos de las elecciones democráticas y el correspondiente repertorio de
estrategias de manipulación que minan estos fundamentos, véase Schedler (2002b).
5 Sobre la distinción entre acceso al poder y ejercicio del poder, y su importancia para la bibliografía
especializada en regímenes políticos, véase Mazzuca (2007).
6 Por ejemplo, si nos enfocamos en las bases institucionales del gobierno autoritario (quién gobierna)
podemos distinguir entre autoritarismos electorales “basados en partidos” que se reproducen mediante
partidos gobernantes bien institucionalizados, “militares” en los que las elecciones ratifican el dominio
militar de la política, y “personalistas” que concentran el poder del Estado en manos de un individuo
(véase también Thompson y Kuntz 2006).
7 Sobre instituciones “neutrales” (imparciales) frente a “redistributivas” (discriminatorias), véase
Tsebelis (1990: 117). Sobre la noción de gobernación electoral, véase Mozaffar y Schedler (2002).
8 Debo la noción de dietrología a Philippe Schmitter (véase su entrada correspondiente en Les
Intraduisibles: The Dictionary of Untranslatable Terms in Politics, www.concepts-methods.org).
Sobre los problemas más generales de realizar estudios empíricos bajo los mantos de secreto de una
dictadura, véase Barros (2005).
9 “No country in which a party wins 60 percent of the vote twice in a row is a democracy” (Przeworski
1991: 95).
2 7
10 Las citas provienen de la lista “Political Rights and Civil Liberties Checklist” incluida (en la página
697) en el apéndice metodológico a la investigación de derechos políticos y libertades civiles de
Freedom House en 2002 (Karatnycky, Piano y Puddington 2003).
11 Desde luego, ninguna regla de codificación es perfecta, y es casi seguro que basarse rígidamente en las
calificaciones de Freedom House produzca falsos positivos en el extremo inferior. Freedom House
asigna una doble calificación de 4 (en los terrenos de derechos políticos y libertades civiles) a algunos
regímenes que no están en manos de dictadores que ejercen controles autoritarios centralizados, sino
bajo la presión de rebelión violenta, crimen organizado o descontento militar que ponen en duda la
autoridad de los actores del Estado elegidos. Ejemplo de ello son Colombia a fines de los años 1990 y
Guatemala en años más recientes.
12 Sobre el papel de las elecciones robadas en la coordinación de los ciudadanos y el desencadenamiento
de movimientos de protesta, véase Thompson y Kuntz (2004).
13 Para una discusión algo más extensa de las opciones y los dilemas de la oposición véase Schedler
(2002a).
14 Sobre las exigencias organizacionales del fraude electoral, véase Way (2006).
15 Sobre el menú de la manipulación electoral, véase Schedler (2002b). Sobre el menú de la movilización
electoral, junto con la distinción orientadora entre movilización “clientelista” y “programática”, véase
Kitschelt (2000).
16 Una lista incompleta de investigaciones empíricas recientes e innovadoras sobre autocracias
electorales, algunas de ellas estudios de caso y otras investigaciones comparadas, incluiría Aspinall
(2005), Beaulieu (2006), Brownlee (2007), Bunce y Wolchik (2007), Conaghan (2005), Donno (2006),
Eisenstadt (2004), Fish (2005), Greene (2007), Howard y Roessler (2006), Lindberg (2006 y 2009),
Lust-Okar (2005), Magaloni (2006), Ottaway (2003), Schedler (2006), Wilson (2005).
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