Los Cuadernos del Pensamiento
PORT-ROYAL: LA
PALABRA EN EL
DESIERTO*
Gabriel Albiac
e uál puede ser la voz del ángel? -Silencio. Como silencio. es el lenguaje del dios. Y, sin embargo, en su búsqueda de la palabra angélica, Port-Royal no
ha hecho otra cosa que enredarse en la maraña verbal de una polémica inacabable: porque también es palabra, al fin, la reivindicación militante del silencio.
* * *
«Toujours des requetes! Toujours des paperasses! C' est le monastere de l' écritoire». El exabrupto del Arzobispo Pereyre ante las mo�jas reunidas para escuchar la noticia de su excomunión, es, en la estupefacción misma que manifiesta, expresión fiel de paradoja, modélica en un siglo modélicamente paradójico. Extraño fenómeno, en verdad, éste de Port-Royal. Y es el asombro del obispo de París, en buena parte al menos, el nuestro. Nadie como sus gentes ha reclamado, en el XVII, el abandono de toda palabra como residuo último y malévolo de lo mundano en el desierto ascético ... Nadie ha producido tampoco tal acumulación literaria para defender su tesis. Las religiosas de Port-Royal, argumentando inacabablemente · su obligación estricta de renunciar a toda argumentación en materia teológica, constituyen, sin duda, uno de los espectáculos más patéticamente hermosos que el siglo nos ofrece. Persistencia del clamor en lo hondo del desierto: hablar sólo de la necesidad de renunciar a hablar. Hasta el agotamiento o la muerte.
Esta situación no siempre induce una actitud estrictamente trágica (entendiendo por tal, aquella que renuncia, por principio, a resolver el dilema y opta por afincarse en el desgarramiento mismo de la paradoja). Antaine Arnauld (como buen teólogo y buen cartesiano) apuesta decididamente por la palabra académica. Como por el silencio apostara Martin de Barcos. Oscila permanentemente Jacqueline Pascal, entre el silencio intransigente que desprecia toda componenda en el asunto de la firma del Formulario y la correspondencia apasionada en la que trata de fundamentar -con auténtico horror por parte del propio Martín de Barcossus tesis; su muerte revela una pasión mucho más honda que lo que la impecable certeza de su vida parece querer dejar traslucir. Pero tal vez sólo Blaise Pascal haya sabido o querido llevar a sus
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últimas consecuencias la intuición misma que Philippe de Champaigne proyectara sobre el espacio silencioso de lienzo: decisión de permanecer, hasta el final, en el seno de la contradicción sin buscar resolverla. Seguir hablando -seguir escribiendo- contra toda palabra -contra toda escritura. Palabra del desierto -tal vez, palabra-desierto. Por eso es Pascal -como lo es Champaignemetáfora privilegiada de un tiempo que vive en y de la tragedia.
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En la noche del 23 de noviembre de 1654, Blaise Pascal -matemático célebre a sus 29 años y hombre mundano notorio- levanta acta de su decisión de acabar con el mundo del saber ( con el mundo a secas) que, hasta ese día, ha sido el suyo. El texto del Memorial es bien conocido. Se abre con una invocación excluyente:
«Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob no de los filósofos ni de los sabios ... »,
para cerrarse con un proyecto claro: « ... Renuncia total y dulce» (1).
¡Renuncia total y dulce! No es tan asombroso, al fin. Hace ya diecisiete años que las fugas jansenistas a la soledad han comenzado. Salvo que, en este caso, es un filósofo, uno de esos seres a destruir, el que toma el camino del desierto. Y es esto algo que va a complicar enormemente las cosas, al convertir la fulminación en suicidio -y, ¿hay acaso, suicidio cristiano, suicidio jansenista?
Goldmann ha puesto suficientemente al descubierto, en páginas que apenas si es preciso recordar, hasta qué punto la existencia de Blaise Pascal ha estado, como la del fenómeno jansenista en general, marcada con todos los estigmas de un fin de época, de la lenta extinción del efímero papel protagonista de la noblesse de rob en la gestación de la monarquía absoluta en Francia (2). Bástenos subrayar aquí cómo en el caso de la familia Pascal «el comportamiento ha sido anterior a la ideología. Mucho antes de conocer las ideas de SaintCyran, Etienne Pascal vendió en 1634 su cargo de Presidente del Tribunal de Ayudas de Montferrand para retirarse a la vida privada e instalarse en París. Sabemos que en 1638 figuró entre los dirigentes de una manifestación contra los retrasos en los pagos de las rentas y que se vio obligado a ocultarse a pesar del enérgico apoyo que los sediciosos encontraron en el Parlamento; sólo volvió a gozar del apoyo oficial aceptando una tarea especialmente penosa, por ser antiparlamentaria, en la represión de los V-nu-pieds en Normandía. Puede comprenderse que en la familia Pascal estuviera abonado el terreno del jansenismo» (3).
Blaise Pascal va a formarse en el interior de un sector social que ha perdido ya toda posibilidad de intervención pública. Y, ¿qué queda sino el juego, cuando todo lo serio -todo lo que con el poder se relaciona- se esfuma inesperadamente? Desde el otro lado de la vitrina que nunca más volverán a
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atravesar, los grandes señores caídos se aprestan a aceptar el reino de la absoluta gratuidad, en el que han sido benévolamente confinados. Enfrentada a un sentimiento de hastío irreparable, el siglo va a ver una generación de grandes jugadores, de libertinos o de matemáticos (al fin, la misma cosa). De hombres que apuestan. Y no olvidemos -Dostoyevski obliga- que el gentleman
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-o lo que es lo mismo, el verdadero jugador- sóloapuesta a perder.
Así andan las cosas, así está el «mundo», cuando el joven Blaise comienza a anunciarse precozmente como una luminaria con futuro. Más vale que retorne a casa (o que no salga de ella). Más vale volver la vista al juego con que llenar el ocio inevitable, el hastío previsible; volverla hacia
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esas distintas formas del divertissement, de las que el ex-magistrado Etienne Pascal le enseñara a considerar la más elevada, el juego inacabable de la matemática. El otro divertissement, vendrá a él ligado.
Pero nos hemos preguntado: «¿qué queda sino el juego?». No es una pregunta retórica, tiene una, aunque no sea ésta aún pensable por el joven Pascal: queda el desierto, la renuncia a todo juego, el abandono de la mesa (Jacqueline Pascal la encontrará muy pronto). Pues bien, es precisamente a eso a lo que venimos llamando jansenismo .
El primer encuentro con la doctrina de PortRoyal se ha producido hacia 1646, y aún cuando sus efectos tardarán aún en manifestarse, cabe imaginar los efectos que, sobre el joven científico, han debido producir las palabras de J ansenius, que parecen hechas a la medida de su propia condición:
«Aquel que haya vencido la concupiscencia de la carne ... se verá atacado por otra tanto más engañosa cuanto más honesta parece.
Se trata de esa Curiosidad siempre inquieta, que ha sido llamada con ese nombre a causa del vano deseo que tiene de saber, y que se ha enmascarado bajo el nombre de ciencia.
Ella ha puesto la sede de su imperio en el espíritu, y allí es donde, habiendo reunido un gran número de diferentes imágenes, lo perturba mediante toda suerte de ilusiones ...
Si queréis reconocer qué diferencia hay entre los movimientos de la Voluptuosidad y los de esta pasión, no tenéis más que considerar que la Voluptuosidad carnal no tiene más finalidad que las cosas agradables, mientras que la curiosidad recae incluso sobre aquellas que no lo son, divirtiéndose en intentar alcanzar, experimentar y conocer todo aquello que ignora.
El mundo está tanto más corrupto a causa de esta enfermedad, cuanto que ella se desliza bajo el velo de la salud, es decir, de la ciencia ...
De ahí viene la búsqueda de los secretos de la naturaleza que en nada nos conciernen, que es inútil conocer y que los hombres desean saber tan sólo por el placer de saber. .. (4)
En la meditación de tales textos, Pascal ha comenzado a sospechar algo extremadamente radical: el hundimiento de todos sus proyectos juveniles. Y, cuando un mundo se acaba, fuerza en buscar otro, antes de optar definitivamente por el vacío. Una intuición clara se va abriendo paso: la de que nada podré comprender que no sea mi incapacidad intrínseca para comprender nada, nada me será dado vivir que no sea mi propia muerte. La palabra va a ser muy pronto dicha y la derrota aceptada. Comienza ahora el largo vía crucis final. Y, en el inicio de esa larga noche, el
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libertino que no pudo o no supo ser hasta el fin, lentamente va quedándose a solas en la frontera del derrumbe. «Es indispensablemente necesario que el alma se vea despojada de todo objeto de felicidad» (5). La angustia y la desesperanza lo van ganando. «No puede ya el alma gozar con tranquilidad de las cosas que le resultaban encantadoras. Un continuo escrúpulo la combate en ese gozo, y esa visión interior no le hace encontrar aquella acostumbrada dulzura entre las cosas a las que se abandona con plena efusión de su corazón. Y aún mayor amargura encuentra en los ejercicios piadosos que en las vanidades del mundo. Por una parte, la presencia de los objetos visibles la afecta más que la esperanza de los invisibles, y, por otra, la solidez de los invisibles la afecta más que la vanidad de los visibles. Y así,
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la presencia de los unos y la solidez de los otros excitan su aversión; de tal modo que nacen en ella un desorden y una confusión que apenas puede ella desentrañar» (6). Todo se esfuma en el horizonte de un pasado muy cercano, parece ya perdido en el infinito hastío: ... todo perdido en vano, como en vano perdido fuera el tiempo aquel otorgado al juego de la ciencia. A su alrededor la muerte ha tejido un círculo del que él mismo se sabe geómetra certero. «Yen la visión cierta de la aniquilación de todo cuanto ama, se estremece ante esta consideración y, viendo que cada instante le arranca el goce de su bien y que lo que le es más querido huye a cada momento, y que finalmente llegará, con certidumbre, el día en que se encuentre despojado de todas las cosas en las que puso su esperanza» (7). El horror que Blaise Pascal ha sentido ante su obra (porque obra suya es, al fin, esta catástrofe), al ver desaparecer bajo sus propios golpes, una tras otra, las últimas certidumbres, sus últimas esperanzas, ha sido, desde luego, mucho más explícito que el de Philippe de Champaigne; así hay, en efecto, que apreciarlo, a poco que nos tomemos en serio ese su propio testimonio, en que nos es narrado cómo el alma del pecador arrepentido «entra ante la visión de las grandezas de su Creador y en humillaciones y adoraciones profundas. Se aniquila consiguientemente y, no pudiendo formarse de sí misma una idea lo suficientemente baja, concebir una lo suficientemente elevada del soberano bien, hace nuevos esfuerzos por rebajarse hasta los últimos abismos de la nada» (8).
En esta sistemática rigurosa de la desesperanza terrena, que Port-Royal acabará encarnando, va a cifrar, paradójicamente, Pascal su última y más desmedida esperanza: la de «adorar a Dios como criatura, rendirle gracias como deudor, satisfacerlo como culpable y rogarle como indigente» (9). Y así, en el momento mismo en que parece querer abandonar el juego, Blaise Pascal emprende la última y más fuerte de sus apuestas. Port-Royal será su última pasión. Y las puertas del desierto se abren, y la tentación del silencio comienza a invadirlo todo.
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«C' est une chose horrible de sentir s' écouler tout ce qu'on possede» (10). La larga crisis iniciada en la noche del 23 de noviembre del 54, provisionalmente diferida por el entusiasmp militante de las Provinciales, irá horadando el espíritu pascaliano. Toda ruta de esperanza se cierra; el abismo se abre de nuevo a los pies de Pascal. Port-Royal incluso, va a aparecer desprovisto, ahora, de la catártica serenidad soñada. En el silencio del retiro, lejos del calor -a fin de cuentas, mundano- de las grandes polémicas públicas, las certidumbres van perdiendo consistencia, la voluntad misma de hablar va cobrando el tinte de una empresa vana y temeraria. Ultima huella de la
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soberbia y del orgullo. ¿Por qué hablar mejor que guardar silencio? ¿Para qué discutir, discurrir ... ? Todo hasta aquí no habría sido más que palabra, divertissement, feroz huida, inacabable fuga hacia delante, para escapar a la presencia insufrible de lo más espantoso: la imagen de mi rostro, que es imagen de mundo. Todo habrá sido intentado. La matemática, el mundo, Port-Royal incluso, no han sido más que los juegos con que traté de ocupar un tiempo que me distrajera de este momento ahora inevitable. Todo no habrá sido, al fin, más que paréntesis torpemente condenado al fracaso. Fin del juego, pues. El momento irreparable se ha producido. No quedan ya recursos, no hay huida posible; sólo desvelar la trama: decir que se ha jugado, y decir a qué y por qué. Dar muerte al juego, explicitándolo.
¿Por qué el juego? -Por miedo a lo más insoportable. «Nada es tan insoportable para el hombre como el hallarse en un absoluto reposo, sin pasiones, sin negocios, sin diversiones, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incontinente sacará del fondo de su alma el hastío, el pesimismo, la tristeza, la melancolía, el despecho, la desesperación» (11). Porque la condición del desterrado es en sí misma intolerable, perfectamente insufrible, y porque, frente a ella «el único bien de los hombres consiste en ser distraídos de pensar en su condición, bien sea por una ocupación que los aleja de ella, bien por
cualquier pasión amable y nueva que los ocupe, bien mediante el juego, la danza, cualquier espectáculo atractivo, y, en definitiva, por todo aquello a lo que se llama divertissement ... Y así se nos va la vida toda. Buscamos el descanso, combatiendo algunos obstáculos determinados; y, una vez que los hemos superado, el descanso se nos hace insoportable» (12). En la batalla ineludible contra la muerte, vanamente el divertissement trata de esfumar, mediante el juego, la sombra permanente del hastío. «No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido, para ser felices, no pensar en ello ... La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es la distracción, y es ella, sin embargo, la más grande de nuestras miserias. Puesto que es ella principalmente quien nos impide pensar en nosotros y nos hace perdernos insensiblemente. Sin
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ella, nos hallaríamos sumidos en el hastío, y este hastío nos empujaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero la distracción nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte» (13). Permanentemente empeñados en abolir la imagen de nuestro propio drama, «corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos colocado delante de él algo que nos impida verlo» (14).
Violentamente instalado en la rigurosa paradoja, el hecho religioso mismo es, para Blaise, más patético que consolador, su incertidumbre, no menos paradójica que el drama del jugador mundano. «El conocimiento de Dios sin el de la miseria es
fuente de orgullo. El conocimiento de ta propia miseria sin .el conocimiento de Dios es causante de desesperación» (15).
En realidad, la paradoja planteada es rigurosamente insalvable y, a fin de cuentas, expresión, perfectamente plástica, del drama pascaliano en el momento de redactar Pensées. Expresión lúcida de una rigurosa desconfianza hacia la palabra, frente a la cual no parece caber más alternativa que la del silencio invocado en el fragmento 102: «Es necesario mantenerse en silencio siempre que sea posible» (16). Ese silencio que Martín de Barcos esgrimiera como único argumento cuando el affaire de la signature, y que Jacqueline llevará hasta su consecuencia última. Jacqueline ha sabido escoger, como lo supo Barcos: Dios contra conocimiento, silencio contra palabra, oración contra razonamiento, muerte contra mundo. Apolíneos a su manera y seguros de sí mismos, cartesianos, al fin, en forma paradójica, su decisión ante los términos de la oposición está siempre de antemano tomada. Pero, ¿y Blaise? -Blaise Pascal pertenece a una raza muy diferente; la tragedia no es nunca en él simplemente metódica, y la contradicción no se agota jamás, ni en sus textos ni en su vida apasionada y rigurosa, en simple artilugio retórico; dionisíaco en esto como en tantas otras cosas, decir, para Pascal, A contra B, no significa optar entre A y B, sino adoptar el juego mismo que la contradicción genera, estar en A y en B, estar en la imposible conjugación de los contradictorios, y con ellos desgarrarse en este universo imposible y necesario, imposiblemente necesario que es el del Barroco: ser silencio y palabra, palabra de silencio, mundo y muerte, razón contra razón, Dios contra hombre y hombre contra todos. «Deseamos la verdad y no hallamos más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no hallamos más que miseria y muerte. Somos incapaces de no desear la verdad y la felicidad, y somos incapaces para la certidumbre y la felicidad. Este deseo nos es permitido, tanto para castigarnos como para hacernos sentir hasta dónde hemos caído» (17). Pensamiento de continuo bailando sobre la navaja de su propio vacío, lucidez de la locura más alta, más perfecta, la de «querer no estar loco», la de pensar, con loca voluntad de consumir hasta la llama última de todo pensa-
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miento. Ultima y patética arrogancia de una razón desmedida en su pasión, ésta que quiere que el largo y sistemático camino final hacia la autodestrucción sea racionalmente planificado y ejecutado, que nada quepa en él de arbitrario. Destruir, con lucidez absoluta, las bases de toda lucidez. «La razón nos rige mucho más imperiosamente que un amo; porque, al desobedecer a un amo, uno es desdichado, y, al desobedecer a la razón, estúpido» (18).
De las fórmulas frecuentes con las que Pascal invoca la humillación de la razón ( «¡Cómo me gusta ver a esa soberbia razón humillada y suplicante!») (19), conviene no sacar conclusiones demasiado precipitadas; porque, no lo olvidemos, es la razón la que procede a la humillación de su propia soberbia, es ella misma quien se fustiga y se impone una disciplina que no hace, en cierto modo, sino culminar su arrogancia más desmesu-
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rada. Y si el cristianismo de Pascal viene a resumirse en «sumisión y uso de la razón» (20), su sentido último resulta mucho menos sencillamente humilde de lo que pueda aparecer a una lectura piadosa, si lo releemos a la luz, infinitamente más compleja, del fragmento 465, texto que encierra, el solo, todo lo más profundo de la trayectoria de ese racionalismo anticartesiano que define el espíritu trágico: «Nada hay de más conforme a la razón que la desautorización de la razón» (21).
Asentado sobre la angustia metódica, Pascal va lentamente tejiendo el horizonte de un pensamiento que trata sistemáticamente de autodisolverse en el seno de una muerte que se dibuja en filigrana como horizonte último. No es difícil la pasión un tanto horrorizada que esta tarea suicida y rigurosa habría de producir en Nietzsche. Todo en ella anuncia ya, en efecto, un horizonte nuevo, un horizonte que exige acabar con Descartes, para poder pasar a ser verdaderamente racionalistas, acabar con la ingenuidad del universal geometrismo, para entrar de lleno en el barroco, y con él en el umbral de nuestro propio universo discursivo.
Y, ante todo, consideremos que si algún efecto ha inducido la experiencia de Port-Royal, en el terreno de la filosofía, sobre Pascal éste ha sido la clara enseñanza del carácter imaginario, y por tanto irresolublemente odioso, de eso a lo que llamamos yo. «Le moi est haissable» (22). La fórmula puede parecer chocante o excesiva para un lector cartesiano: en el siglo del cogito, en el siglo del descubrimiento del sujeto, ¿qué puede querer significar esta invocación abrupta del odio hacia el yo? -Tal vez, precisamente, la más alta profundización del tema mismo del sujeto en cuestión: la comprensión de su carácter fantasmático, imaginario, mil veces camuflado y mimado por nuestra ilusoria pretensión de autoconsciencia. «Incesantemente trabajamos en el embellecimiento y conservación de nuestro ser imaginario y dejamos de lado el verdadero» (23).
La práctica religiosa puesta en funcionamiento concreto por Port-Royal, es aquí esencial para comprender lo sucedido. Esa testaruda sistematicidad con la que Port-Royal ha ido rechazando toda forma de compromiso con el mundo, esa búsqueda ardiente del desierto, de la lenta e implacable disolución de sí mismo en la espera y la escucha del Señor, ante la cual toda autonomía del individuo cae, en la cual no queda ya lugar más que al silencio y a la espera de la muerte, es ya, mucho antes de su teorización, la ejemplificación más detallada y rigurosa del odio radical hacia ese yo, en cuya identidad el mundo intenta un último asalto de penetración en el propio desierto. En la soledad del convento, el yo no es otra cosa que el otro nombre que recibe el mundo. Por lo demás, «¿dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? Y ¿cómo amar el cuerpo o el alma, si no es en función de las cualidades que no son lo constitutivo del yo, puesto que son perecederas?
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... No amamos jamás a persona alguna, sino tan sólo cualidades» (24).
De otro modo dicho: llamo yo a la costumbre, a esa pereza remolona de la identidad en que soñar y soñarme; en que jugar a perder de vista el caos inevitable de un ser trágicamente desgarrado por la contradicción.
El yo es, pues, odioso. Disolver la estabilidad del yo cartesiano ha sido, para Pascal, un radical esfuerzo (cuyos referentes biográficos e históricos no son, por lo demás, excesivamente difíciles de delimitar) por destrozar sistemática y racionalmente, razonada y rigurosamente, todo lo que configura el universo sistemático y razonable del sujeto, mediante la apertura a la apuesta, al juego, a través del cual me sea dado ver las cosas «no desde otras perspectivas, sino con otros ojos»: ojos en que la indigencia primera de la filosofía parece culminar (¡ extraña pirueta socrática!) en ese punto en que -como se formula en el fragmento 24- «burlarse de la filosofía es la verdadera forma de filoso! ar».
Y, en la autodestrucción final de la razón a la que Pascal aboca a la filosofía, la propuesta inicial de la deleznabilidad del yo halla, finalmente, su paralelo correlato en la ruina de la razón por la filosofía cumplimentada. «Toda la filosofía no merece más de una hora de esfuerzo» (25).
El hombre pascaliano, así, más allá de todos sus ensueños y esperanzas de roseau pensant, queda, de pronto, enfrentado a la radical constatación de
la hecatombe de su esfuerzo por autofundamentarse. «Descripción del hombre -anota con crueldad lúcida-: dependencia, deseo de independencia, necesidad» (26). Frustración y muerte, nada hay en el hombre que no sea ilusoria imagen de sí mismo. Nada es su vana pretensión de ser sí mismo que no derive del implacable peso de una ineludible sumisión en la que es configurado y aplastado. No es el sujeto humano un punto de partida, tan sólo de llegada; un constructo de fuerzas incontrolables, regidas, a fin de cuentas, por el peso remolón de la costumbre. Porque «es la costumbre una segunda naturaleza que destruye la primera. Ahora bien, ¿qué es esta naturaleza? ¿Por qué no es natural la costumbre? Mucho me temo que esta naturaleza no sea a su vez, más que una primera costumbre, al modo en que
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la costumbre es una segunda naturaleza» (27). La costumbre (a la que, un par de siglos más tarde, Marx llamará historia) tal vez sea, en verdad, nuestra única naturaleza, y ello hasta el punto de ser la verdadera gestora de aquello que para Pascal aparece como la más alta de las actividades humanas: incluso el hecho religioso es un fruto cálido de la costumbre. Del poder humano al divino, toda creencia es sumisión, automatismo dulce de un hábito consagrado. ¿ Queréis creer?, se pregunta Pascal. -Haced comme si. Fingirse enamorado, es ya, muy profundamente, estarlo (28), «tomar agua bendita, hacer decir misas», repetir incansable los mil ritos que acompañan al ser religioso, es ya, muy estrictamente, serlo: tal vez todo ser no sea otra cosa que el conjunto articulado de sus máscaras, de sus superficies lisas y brillantes, de su liturgia perfecta y autosuficiente. Uno son el actor y su máscara; no hay más ser del actor que la serie inacabable de sus máscaras. Toma, pues, ese papel, esa careta, abrázalos sin miedo, «cela vous faira croire et vous abé tira» (29). Y, en el final, el yo odiado, definitivamente quedará relegado en el subsuelo del olvido. Porque «quien se acostumbra a la fe cree en ella y no puede ya dejar de temer el infierno y no cree en cosa otra alguna» (30). Sorprendente lucidez -casi materialista- en la delimitación del ámbitodel saber como constructo de poder y persuasión.La sombra nocturnal de la pesadilla spinozistasobrevuela nuestras cabezas en el momentomismo de releer a Pascal. Porque, si, en efecto,las tesis morales y religiosas que sobre tal artefacto trata de asentar el jansenista francés, sonestrictamente opuestas a las que soñará, en larepublicana Holanda, el cauteloso tallador de lentes ( liberación radical en éste, donde en aquélsumisión absoluta), no disminuye ello un ápice lafundamental identidad formal del descubrimientofascinante de ambos: el momento, crucial para laHistoria de la Filosofía Moderna en que conocimiento pasa a ser pensado como momento de poder, como constructo imaginario de poder, lugarprivilegiado de la elaboración sumisa de esa ruinade penosa grandeza a la que llamamos sujeto humano. «No hay que engañarse: somos autómata,tanto como espíritu» (31). Las cartas están echadas. Insalvable es, pues, la servidumbre. Y tantomás amarga cuanto que «sólo el señorío y el imperio hacen la gloria, la servidumbre sólo la vergüenza» (32).
De la esperanza de victoria sobre el olvido, que la propia actividad literaria pudiera aún encerrar en el espíritu de un Pascal atrapado en el callejón sin salida de la proximidad de la muerte, no va a quedar, al final, sino ese último resquicio de señorío que se encierra en el acto de aceptar la insoportabilidad misma de la condición humana. Fin de toda esperanza. Aceptación de la miseria y de la densa noche oscura. Nada queda ya que hacer, que no sea aguardar la llamada del ángel, que vendrá a fulminar mi torpe intento de haber sido
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imagen mundana suya. Con el espíritu quebrantado y marchito. Con el horror inevitablemente delante de la vista. Y no cerrar los ojos, y callar, callar ... «Miserias de un rey desposeído» (33).
¡Por qué camino tan largo y tortuoso ha llegado, finalmente Pascal a la vieja palabra platónica, que dice que filosofía no es más que muerte y aprendizaje de muerte!. La muerte, «una muerte inevitable, que nos acecha a cada instante» (34), es la compañera inseparable del filósofo. Esa presencia dulce y resignada, que hace de la escritura el juego más arriesgado. Ese suave atardecer de la palabra hacia el silencio. ¿La vida misma? -No otra cosa que «un ensueño apenas una pizca menos inconsistente» (35) . . . ¡ Por qué camino tan largo y tortuoso!
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«Imaginemos una multitud de hombres encadenados, todos ellos condenados a muerte, varios de los cuales son degollados a diario a la vista de los demás, los que quedan ven su propia condición en la de sus semejantes, y, contemplándose unos a otros con dolor y sin esperanza, esperan su turno. Tal es la imagen de la condición humana» (36).
La Caverna se cierra. La historia termina. Un mundo acaba.
NOTAS
e
* El presente artículo es parte de un proyecto más ampliode investigación sobre la temática port-royalina, en la actualidad en curso de realización.
(I) Mémorial, en Oeuvres Completes. Texte établi, présenté et annoté par Jacques Chevalier; Paris, Gallimard, Collection de la Pléiade, 1954 (en adelante, OC), pp. 553-554.
(2) Goldmann, L.: Le Dieu caché; Paris, P. U .F., 1955. Hay traducción castellana: El hombre y lo absoluto; Barcelona, Península, 1968. Cfr. igualmente, del mismo autor, la documentada Introducción a su edición de la correspondencia de Martin de Barcos, París, P.U .F., 1955.
(3) El hombre y lo absoluto, ed. cit., p. 178.(4) Jansenius, C.: De la reformation de /'homme (Traduc-
ción al francés de Arnauld d'Andilly, libro II, c. VIII. (5) oc, p. 550.(6) [bid., p. 548.(7) [bid., p. 549. (8) [bid., p. 551. (9) [bid., p. 552. (10) Pensées, Ch. 350, B. 212, L. 757. (En las citas de
Pensées, daré si'empre sucesivamente las numeraciones Chevalier, Brunschvicg y Lafuma).
(11) /bid., Ch. 201, B. 131, L. 622.(12) /bid., Ch. 205, B. 139, L. 136.(13) /bid., Ch. 213 y 217, B. 168 y 171, L. 134 y 414.(14) Ibid., Ch. 226, B. 183, l. 166.(15) /bid., Ch. 75, B. 527, L. 192.(16) Ibid., Ch. 102, B. 536, L. 99.(17) /bid., Ch. 270, B. 437, L.(18) /bid., Ch. 266, B. 345, L. 768.(19) /bid., Ch. 381, B. 388, L. 52.(20) lbid., Ch. 463, B. 269, L. 167.(21) /bid., Ch. 265, B. 272, L. 182.(22) /bid., Ch. 136, B. 455, L. 597. (23) /bid., Ch. 145, B. 147, L. 806. (24) /bid., Ch. 306, 324, L. 101. (25) Ibid., Ch. 192. (26) /bid., Ch. 160, B. 126, L. 78. (27) lbid., Ch. 120, B. 93, L. 126. (28) Cfr. OC., p. 540. (29) Pensées, Ch. 451, B. 233, L. 418.(30) /bid., Ch. 449, B. 89, L. 418.(31) /bid., Ch. 470, B. 252, L. 821.(32) /bid., Ch. 267, B. 160, L. 795.(33) lbid., Ch. 269, B. 398, L. 116.(34) /bid., Ch. 8, B. 766, L. 607.(35) lbid., Ch. 341, B. 199, L. 434.(36) /bid., Ch. 341, B. 199, L. 434.
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