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E n el principio fue la luz, que le sacaba esquirlas como diamantes líquidos al río que discurría plácidamente por el curso bajo de su valle para buscar la eternidad del mar.

Un río que no tenía nombre, pero que estaba desti-nado a convertirse en el Betis de los romanos, en el Río Grande al que los árabes llamaron Guadalquivir. Ahora es una dársena por la que no pasa la corriente del agua. En Sevilla, Heráclito podría bañarse dos veces en el mismo río, en ese espejo que le sirve a la luz para contemplarse a sí misma en un ejercicio de narcisismo que caracteriza a la Ciudad.

ESA lUz, que define como ningún otro elemento la esencia in-material de Sevilla, es una naranja madura cuando la mañana disuelve la tinta apretada de la noche. Antes, ese amanecer que enamoró a Juan Ramón Jiménez cuando asistió al renacimiento de la luz durante la Madrugada del Viernes Santo. Ese día en que em-pieza el año sentimental para el sevillano cuando la luz ilumina el rostro de la palabra que mejor define las entrañas de la Ciudad: la Esperanza.

Sobre las calles que huelen a cera, sobre las azoteas con macetas, se va viendo una luz de plata, y en el fresco y puro azul matutino, aún negro, se oyen volar palomas que no se ven.

Juan Ramón JiménezMadrugada de Viernes Santo

HAy CiUdAdES nocturnas donde el noctámbulo se refugia para huir de la luz. En Sevilla, la noche dura lo preciso. la noche es un descanso para los ojos que se han embriagado de luz durante las horas que marcan el carácter solar de la Ciudad. El tránsito de la sombra al alba es delicado, como si se rasga-ran las alas de tul del sueño, que diría Bécquer. luz de plata como azahar que renace, y que muy pronto se convertirá en esa naranja que incendia los cielos reconquistados por la claridad. de ahí, al celeste

La lu zEn el principio fue la luz. La Ciudad vino luego.

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tibio, casi gris, que durante un instante nos dejará la instantánea de una Sevilla en blanco y negro. Es el regalo que la Ciudad guarda para los que la ma-drugan, para los que empiezan el día con ella, a su lado, con los ojos abiertos por la infinita capacidad del asombro.

A pARtiR de ese momento, el sol se hará fuerte en las espadañas, esos lugares de privilegio que reciben el primer beso de la luz, y que se despi-den de ella con la última caricia de la tarde. Sevilla es ciudad de torres y espadañas, de campanarios y azoteas que buscan el alfa y el omega de la luz, de linternas y vidrieras que filtran el poder del sol para deshacerlo en los colores que pintarán de rosa y malva la piedra inerte. Ese sol tempranero alum-brará los retablos barrocos que son, en la poesía visionaria de Cernuda, una confusión de oros per-didos en la sombra.

EStA lUz se recorta en los prismas huecos de los patios, traza diagonales de sombra que convierten una pared cualquiera en un reloj de sol donde se marca el otro principio de la ciudad: Sevilla es una

SEVillA ES un puro laberinto de luces entrecortadas, de tiem-pos que se han ido sucediendo a través de los pue-blos y las civilizaciones que todo lo ganaron y todo lo perdieron, como nos recuerda a cada momento Manuel Machado. Sus conquistadores caen rendi-dos ante el encanto de esta luz que sigue brillando en el oro fenicio que servía para enjoyar a una diosa, en las columnas romanas que buscan la luz total en el mármol que vence al tiempo, en la preclara biblio-teca que concentraba la sabiduría visigótica de San isidoro, o en los azulejos que descomponen los colo-

conjunción de luz y tiempo. Barroca como la som-bra que le sirve a la luz para hacerse presente con la fuerza del contraste. Así es la Ciudad donde el tiem-po va pasando como la mañana que se alza hasta el rejón clarísimo del mediodía. Ese brillo vertical que cae a plomo sobre las plazas es capaz de cegar a quien se atreva a contemplarlo de un golpe de vis-ta. tocamos aquí uno de los secretos de Sevilla. lo escribió pessoa en la primera página del libro del desasosiego: “pero todo fragmentos, fragmentos, fragmentos...” Así es Sevilla. Una sucesión de frag-mentos, un mosaico infinito que hay que recompo-ner continuamente para que se haga posible la vi-sión total de esta ciudad llana como la palma de una mano abierta.

Soy sevillano de nación. Allí están mis raíces. Las que definen, pasada la infancia y la juventud, lo que uno es para toda la vida.Sevilla es una ciudad llena de encanto. Una ciudad en la que se puede pasear saboreando rincones maravillosos. Desde Santa Cruz hasta la Macare-na, para asomarse por la calle Torneo a la orilla del Guadalquivir y pasar a través del río a uno de sus barrios más emblemáticos, Triana.Como el niño de la novela histórica, Un puente so-bre el Drina, acercándome a los 50 años, tuve la ocasión de modernizar mi ciudad haciendo puen-tes sobre el río, incorporando la Isla de la Cartuja, revolucionando las infraestructuras para que fuera fácil disfrutar de esta bella ciudad.Pero en todo lo que hice para modernizarla, inten-taba preservar su identidad, su sabor incompara-ble. Creo que lo conseguimos y hoy millones de personas cada año pueden disfrutar de su belleza con más facilidad y comodidad que nunca.En Sevilla todos los sentidos se despiertan. Todos los momentos se disfrutan.»

Felipe González

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res alicatados para que lo luminoso se vuelva táctil, para que el ciego pueda tocar la luz con las yemas de sus dedos. Esa luz convirtió a los cristianos que la reconquistaron en sevillanos conquistados por la Ciudad. y los llevó, río abajo, hasta las indias para que el oro y la plata siguieran alumbrando sus calles: soles y lunas acuñados en la Casa de la Moneda.

SEVillA ES barroca como la sombra que acecha a cada momento, y que le hizo escribir a Chaves Nogales una de las grandes verdades sobre la Ciudad: en Sevilla, la muerte siempre es un asesina-to. los sevillanos contagian al visitante esta pasión por la vida que se traduce en el lenguaje universal de la luz. No hacen falta guías ni traductores. tampoco es preciso que se permanezca mucho tiempo en sus calles. Basta con esa mirada becqueriana que es un mundo, la misma que le sirvió a Valdés leal para pintar sus postrimerías en el Hospital de la Caridad. “in ictu oculi”, o sea, en un abrir y cerrar de ojos, el viajero habrá experimentado la primera razón para venir a Sevilla: la luz.

tRAS El deslumbramiento, esa tormenta que agi-ta las pupilas y araña para siempre la retina donde queda grabada la imagen luminosa de la ciudad, la calma de la tarde. Un enemigo de los tópicos como Eugenio Noel, cayó preso de ese encanto que raya en el encantamientoy le dedicó su libro sobre la Semana Santa a Sevilla, la de los incomparables atardeceres. En Sevilla las tardes suceden muy despacio, como si la hora fugitiva pudiera remansarse en las fuentes y en los estanques que multiplican la lenta agonía del sol. Es la hora de la plenitud, de la madurez, del tiempo decantado y filtrado por los entreluces más suaves del día. Quien pasee durante una tarde por Sevilla, ya estará cautivo de su gracia. porque la luz

es eso: la gracia incorpórea, intangible y femenina que se curva en los teoremas de Einstein... y en los cuerpos de las sevillanas que se visten de flamenca con el noble fin de lucir un número indeterminado de lunas o de lunares sobre el tejido que se adhiere a su piel. la ecuación está abocada al resultado inevi-table. Si sumamos la luz y la gracia, no tenemos más remedio que llegar al destino que todo lo marca en Sevilla: la belleza.

lA fUNCióN última de la luz no es otra que la visión de esa belleza fragmentada, sorprendente, que sale al paso del visitante cuando menos la espera. Comete un error quien se acerque a Sevilla con una idea pre-concebida de belleza, quien crea que su hermosura es teatral y previsible. Una belleza efímera como el rayo del sol que se refleja durante el tiempo exacto de un instante en un cristal que al momento se que-dará huérfano de su presencia. Sevilla es una ciudad emocional que va mucho más allá de lo racional. André Breton pensó en ella cuando nos dejó la fra-se que define la conmoción que provoca: la belleza es convulsa o no será. Hay que preparar el espíritu para asimilarla, porque se cuela hasta la médula de los huesos, porque trasciende lo bonito, porque no tiene nada que ver con el concepto insustancial de lo agradable. digámoslo de una vez: la belleza en Sevilla tiene peligro. Mucho peligro.

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Si No, que se lo pregunten a los exiliados como Al Mutamid, aquel rey árabe que sufrió el destierro como un alejamiento de la belleza que había co-nocido en el primitivo Alcázar, en la orilla del río donde la tarde se demora, donde resuena el eco de Quevedo: “Huye lento sin percibirse el día”. Entonces sucede el prodigio de la simetría tem-poral, mucho más enigmática que la espacial. la naranja del amanecer reaparece en el poniente, ese punto cardinal que en Sevilla tiene nombre

propio: triana. la luz ha cruzado el río del tiem-po. Ese naranjal de luz es la pantalla que nos con-vierte en contraluces del anochecer, en siluetas recortadas por la tijera de la penumbra. El día se resiste a entregarse en los brazos insinuantes de la noche. El último sol apenas puede despedirse de las espadañas, de los azulejos que pintan de blanco y azul las cúpulas de las iglesias.

llEGA lA noche como un descanso. los ojos ne-cesitan ese paréntesis de sombra que permita el ejer-cicio de la memoria. Quien ha paseado por Sevilla se ha convertido, inevitablemente, en un pintor de cuadros que se han ido sucediendo con la lentitud de la mirada. Esas imágenes irán adelgazándose has-ta quedarse en un recuerdo. de ahí nacerá la imagen de la ciudad que se llevará el viajero cuando vuelva a su tierra de origen con la palabra Sevilla rondándole por dentro. la Ciudad se habrá reducido a una vaga paleta de colores puros. Es la abstracción llevada al extremo de la evocación.

ENVUElto EN el celofán translúcido de las som-bras, el laberinto se hará más fragmentario aún. para recorrerlo, el viajero deberá dejarse de planos y de mapas. Su intuición le bastará para dar con la luz de una taberna, con la lámpara encendida de un café, con ese rincón acurrucado junto a una farola que se quedará grabado en el fondo romántico de su alma. Una plaza ligeramente encendida. Una calleja donde la oscuridad huele a jazmín. Una luna que lo persigue más allá de las palmeras que se afanan por

hundirse en el agujero negro de la madrugada. Es la hora de las confidencias. El momento justo en que los amantes de la Ciudad echan mano del silencio para recorrerla mientras las calles son el eco de los pasos perdidos y ganados para la vida.

lA CiUdAd duerme como una amante que sueña con su pro-pia belleza. Sabe que dentro de unas horas volverá a suceder el prodigio. Entonces volverá a sentir la caricia primera de la luz, principio y fin de su ser.

Sevilla no se puede explicar, hay que vivirla.Tiene un alma única. Cuando aterrizas en la ciudad y comienzas a pasear por sus ca-

lles, sientes pura magia... Yo que soy de Barcelona, puedo decir que Sevilla es una de las ciudades más increíbles que he visto en todo el mundo.»

Ferrán Adriá

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S ostiene Silvio, el rockero que les rezaba a las Vírgenes al ritmo italianizante del pregherò, que la música es el silen-cio bien cortado. y es cierto. Quien quiera comprobarlo,

sólo tiene que buscarse en las calles que repiten la melodía rítmica de los pasos del paseante. de la len-titud de la redonda o la negra, al repiqueteo de los tacones en forma de corcheas o semicorcheas. En Sevilla, el suelo de sus callejas es un instrumento de percusión presto para el allegro del caminante, para el andante que quien anda de aquí para allá buscan-do la belleza de lo imposible, para el adagio de quien se demora en la contemplación de sus formas. En Sevilla, los adarves son esos callejones sin salida que ofrecen un muro como el eco que repite los pasos perdidos que le vamos ganando a la vida.

El SilENCio es una obra colectiva de esta ciudad cuando se encierra en la plaza de los toros y se tiñe con el color solar del albero. tambor del miedo, el piso de la plaza siente las embestidas sonoras de la fiera mientras el torero mece el silencio en el capote, o lo ralentiza en la muleta que se mueve al compás de

la lentitud. Cuando los aficionados de otros lares acuden a una corrida de toros en Sevilla, les sor-prende ese silencio compacto, mineral, que se crea en la plaza cuando el torero y el toro se quedan a solas en el ruedo. Es un silencio teatral, pura música que aísla los sonidos más leves para elevarlos a la categoría de arte: el piar de los vencejos que sobre-vuelan el escenario de la tragedia, la voz del hombre que llama al toro, el mugido lorquiano del animal, el tranco sonoro de la embestida...

Si lA faena es sublime, entonces sonará la música. pasodobles para redoblar la belleza mientras el artis-ta doblega la fuerza ciega del tótem. Es la misma música, con los matices del ritmo y la melodía, que suena en la calle cuando la ciudad celebra la gran tragedia de la historia, cuando el drama sa-grado se desangra en las calles por donde la cera ha ido dejando un rastro caliente. la misma banda

El silencio

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de música que acompañó a las imágenes sagradas, durante la Semana Santa, es la que interpreta los alegres pasodobles en la Maestranza.

dURANtE loS días de la pasión según la ciudad, podemos escuchar esa música masculina, valiente en el metal de la corneta y en el rugir del tambor, que acompaña al Cristo doliente. o podemos extasiarnos con la mú-sica dulce, femenina y melancólica, tras los pasos de palio que le sirven de refugio al dolor de la Madre. A

ESE SilENCio es el órgano sin notas que no deja de tocar su melodía hueca en las iglesias de Sevilla. templos que surgen de la raíz mudéjar de la ciudad, y que son un refugio para los oídos torturados por el ruido de nuestra época. Silencio de piedra, de la-drillo, de cal, de retablos dorados por el esmero del artista. Silencio de imágenes que nos hablan en voz baja desde los retablos. Silencio de bancos de ma-dera que nos invitan a la contemplación. Silencio de clausura en los conventos donde no se oye ni el paso del tiempo. patios silenciosos cortados por las diagonales de la luz, arqueados sobre columnas que sirven para sostener el bisbiseo de la oración. Silencio femenino, entrecortado por las cuentas de un rosario, por el toque de maitines o de laudes, por las completas que cerrarán el día con el telón silente de la noche.

ESE SilENCio llega a los jardines nocturnos, allí donde la os-curidad es la mejor aliada para esta forma de conce-bir la música. Bajo las sombras sin luz de los árboles, el paseante gozará de ese encuentro consigo mismo que le ofrece esta ciudad. porque Sevilla, como las viejas ciudades atravesadas por la sabiduría de los siglos, es un espejo que nos permite reconocernos en esos silencios que nos llevan de la mano hasta nuestro interior más profundo. Sevilla es una ciudad que se presta para el paseo solitario, pensativo, pe-ripatético, filosófico. Ese silencio desconocido para los que no han entrado en el cofre de los secretos sevillanos, es uno de los tesoros más hondos y pre-ciados de la ciudad.

QUiEN VENGA a Sevilla en busca de la fiesta, la encontrará. pero ha de saber que también existe esa hondura del silencio que sirve como cimiento inmaterial para el ramaje colorista de la alegría. Se recoge el silencio en los templos donde el incienso frío es la memoria de la pasión. y entonces renace, como la primavera que todo lo puede, ese gozo que se contagia a través del aire. El viento es el pentagrama donde se escriben las sevillanas que le cantan al amor, a la belleza, a la vida. Esa música se alza en los brazos altivos de las mujeres que bailan para curvar la luz de la tarde, para demostrarle al mundo que hay más horizontes que la pena y el dolor.

las cuerdas de la fiesta. pero todo tiene su reverso en esta Ciudad dual. y la guitarra, como cantó el poe-ta Gerardo diego, es un pozo con viento en vez de agua. o viceversa. En los jardines, ocultas por los arrayanes y los parterres, hay guitarras de agua con forma de fuentes. Allí, en esos reductos de la delica-deza vegetal, el paseante puede escuchar la música del agua que que baja desde las nieves antiguas. En las tazas pétreas de las fuentes, asciende de forma incesante el sonido que tanto se parece al que des-tila la lluvia cuando cae mansamente sobre el már-mol delicado de sus patios. Suenan con esa melodía machadiana que nos recuerda el paso del tiempo, el transitar de la vida.

El limonero lánguido suspendeuna pálida rama polvorientasobre el encanto de la fuente limpia,y allá en el fondo sueñan los frutos de oro…Es una tarde clara, casi de primavera,tibia tarde de marzo,que el hálito de abril cercano lleva;y estoy solo, en el patio silencioso,buscando una ilusión cándida y vieja:alguna sombra sobre el blanco muro,algún recuerdo, en el pretil de piedrade la fuente dormido, o, en el aire,algún vagar de túnica ligera.

lAS fUENtES están afinadas por el Músico que todo lo rige en el universo. En Sevilla, las fuentes son guitarras con agua en vez de viento. Suenan con ese acorde limpio, inmaculado, transparente. Nos lle-van hasta la eternidad que tantas veces ha soñado el hombre a lo largo de su historia, y que en Sevilla puede encontrar gracias a una cofradía que le rinde culto al Silencio. El Silencio ignoto, inconmensura-ble, enigmático de dios. Aunque en la Biblia es la palabra, en esta ciudad dios también es el Silencio. Un Silencio de naves góticas, altísimas, catedralicias en la honradez metafísica de la piedra insobornable. Un Silencio de clarinete, oboe y fagot que suena con la timidez de quien sabe dónde está la llave del misterio.

veces, la música puede parecer alegre para quien no está habituado a llorar la alegría, a gozar de la pena. Sentimientos encontrados que encontrará en cual-quier plaza, que no en una plaza cualquiera, quien abra los ojos y los oídos a esta contradictoria ciudad.

SEVillA, tan musical y tan flamenca, está presa del tópico que la reviste de juerga y de jarana, de cas-tañuelas que aquí se llaman palillos, de zapateados por sevillanas, de guitarras que no cesan de rasguear

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QUiEN No ha visto a una mujer vestida de flamen-ca bailando por sevillanas, no sabe lo que se está perdiendo. En esas muñecas está marcado el com-pás del baile, que baja por el talle después de haber-se insinuado en el pecho florecido como primavera femenina y deseosa. El reloj de arena se estrecha en la cintura y luego se explaya en las caderas que le sirven para que la música se haga la dueña del ins-tante. la flamenca es una guitarra con la cintura de agua, como entrevió lorca en aquellas bailaoras que giraban ajenas a la muerte que nos espera.

EN lA feria de Abril, los sonidos de la ciudad se concentran y se multiplican en los cascabeles que alegran el trote de los caballos y las mulas, en los cascos que marcan el compás sobre la dureza ado-quinada del pavimento, en las palmas que jalean el jolgorio en una caseta, en la calle del infierno que se llama así porque todos los ruidos del mundo se concitan en sus calles, efímeras como la infancia que ve la gloria precisamente en el averno. la misma ciu-dad que le rindió culto al silencio unos días antes, se transforma en este caos sonoro que llega al extremo de lo ruidoso, como si le hiciera falta probarlo todo para quedarse en el equilibrio que le marca su torre fortísima.

Si AlGUiEN quiere escuchar el sonido que marca el alma de Sevilla, que se detenga ante el bronce de sus campanas. Campanas de la Giralda, que bajan desde el mismo cielo para traernos el divino repique del gozo eterno. Campanas de las iglesias que re-cuerdan los lugares donde hubo mezquitas musul-manas, donde basílicas paleocristianas se hunden en los estratos de la memoria. Campanas humildes que dan lo único que tienen: la hora. Campanas que brillan como el sonido del mediodía, que se apagan en el último eco del crepúsculo, que despiertan a las palomas rosadas del amanecer. Campanas que hacían llorar a Juan Ramón Jiménez cuando las es-cuchaba en el patio de los Naranjos, bajando desde la altura mudéjar y cristiana de la Giralda hasta sus privilegiados oídos de poeta.

SEVillA ES una ciudad de matices. Quien no lo entienda así, se perderá lo mejor de ella. Sus encantos se sugieren en medio de esos silencios que son el umbral de la música, el patio interior donde los sonidos brotan en la armonía de sus fuentes. y rasgándolo todo, el eco lastimero de una soleá, de una seguiriya, de una sae-ta que se clava en la imagen misma del dolor. óperas escritas por los mejores músicos de la historia suce-den en esta ciudad donde el silencio, como se dijo antes, es la música bien cortada. o viceversa.

A los catorce años de mi vida (a esa edad en la que se adquiere la certeza de que el mundo de alrede-dor no va a servirnos, y habremos de inventar, de arriba abajo, otro, que luego tampoco inventamos), a esa edad me sobrevinieron juntos dos terremo-tos: la adolescencia y Sevilla. Quizá fue demasiado. Por eso, como Gil Vicente, pude cantar: Ay, mis pri-meros amores / en Sevilla quedan presos. / Malha-ya quien los envuelva. Por eso, igual que el barco ebrio de Rimbaud, vi a veces en Sevilla lo que otros creyeron ver. Y en Sevilla me sucedió lo que a casi todos: que, por decir las cosas indecibles, me dejé sin decir las otras.»

Antonio Gala

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E n Sevilla se puede tocar la luz con los ojos. la ciudad es una sinestesia total, una mezcla de sentidos que convier-te la música en algo dulce, que le arranca notas musicales

al arpa quieta de los estanques, como si las cuerdas fueran rayas afinadas en el agua. En Sevilla se pue-de tocar la luz en la sinfonía de los azulejos que van desde el verde a la sombra, desde el destello al azul cobalto, desde el negro riguroso al blanco que aprie-ta el arco iris en su esmalte. No hace falta acercar los dedos para comprobar la perfección esférica de la cerámica que se curva en los jarrones que decoran sus rincones más íntimos.

SEVillA ES un roce del aire sobre la piedra, una fusión de lo etéreo con lo más sólido, de lo efímero con lo peren-ne. Su Catedral siente esa caricia del aire tibio que envuelve la rugosidad de los contrafuertes y arbo-tantes. Ese mismo aire es capaz de abrazar el talle de su torre mayor, de esa Giralda que siente el tacto del frío en el ladrillo que nació del horno donde el calor alcanza las cifras de lo absoluto. por eso su piel femenina se eriza en la forma caprichosa, y sin em-

bargo matemática, de las sebkas. Aquí damos con uno de los secretos mejor guardados de la ciudad. Quien la ve desde fuera piensa que todo es posible, que todo vale. Negativo. En Sevilla el tacto es más que un sentido: es una forma de relacionarse con la ciudad y con aquéllos que la habitan.

El tACto no sólo reside en las yemas de los de-dos que sienten la frescura de la cerveza, la hume-dad que empaña una copa de Jerez, o una caña de manzanilla sanluqueña. El tacto también está en esa forma de actuar que caracteriza al sevillano. Hay que tener cuidado con eso, o sea, tacto. Mucho tacto re-quiere esta ciudad para no pasarse de listo. Siempre existe la tentación, para el visitante, de creer que ha comprendido a Sevilla en un minuto. Es tanto lo que entra por los sentidos, que el paseante se siente de repente el dueño de la ciudad, como si hubiera reco-

El tacto

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librio está la virtud, o viceversa. la media distancia es lo ideal en estos casos. En los bares se puede conversar con cualquier sevillano que comparta la barra, que aquí se dice el mostrador. pero de ahí a creer que ya se ha entrado en la intimidad del na-tivo, hay un abismo. El sevillano es muy reservado para sus cosas, aunque aparente lo contrario. por eso no hay que llevar al extremo esa hospitalidad que lo caracteriza. Quien pretenda forzar la amis-tad, sin dejar que el curso natural la lleve a buen puerto, está condenado a quedarse en el umbral, en el zaguán donde la cancela impide el paso al pa-tio interior.

rrido sus calles y sus plazas desde los orígenes de su propia infancia. En ese momento, la tentación cobra forma, y el engaño se hace presente: quien está em-pezando a descubrir la ciudad puede creer que ya lo sabe todo de ella. y evidentemente, no es así.

pARA ANdAR por las entrañas de Sevilla hay que tener tacto. Mucho tacto. Esta ciudad tan antigua encierra el peligro de la belleza que deslumbra, y que ciega el intelecto. para relacionarse con Sevilla y con los se-villanos, es fundamental guardar ciertas distancias. Ni muy lejos, ni demasiado cerca. Como si el es-pectador fuera un torero. En el sitio justo del equi-

que descargan esa lluvia que convierte la ciudad en un espejo de sí misma. los pies rompen el cristal de los charcos al caminar, como si quisieran constatar que no se trata de una alucinación. y Sevilla se toca y se retoca en el tocador de los cristales donde revive el mito de Narciso.

EStA CiUdAd es capaz de provocar esa sines-tesia que confunde los sentidos hasta convertirlos en variaciones de una misma percepción. No hace falta pasar las yemas de los dedos por las texturas que adivina el ojo a medida que vamos recorriendo la ciudad. la piedra romana es el símbolo de la ro-bustez que acompañó al impero cuando Híspalis e itálica eran dos ciudades separadas por el río Betis. las aguas encauzadas por la dársena tienen el brillo terso de un cristal que a veces siente el rizo del vien-to que entra con la marea. Esa suavidad líquida con-trasta con la piedra que se alza en las ojivas góticas, en los pináculos que a veces son llameantes, como un fuego mineral coagulado en la verdad del Arte.

HAy QUE entrar en los patios de Sevilla para apreciar, en toda su riqueza, esta variedad de texturas que se acumu-lan hasta conformar la superficie barroca de la ciu-dad. El suelo de mármol o de ladrillo, dualidad entre el poderío del primero y la humildad del segundo. zócalos de azulejos donde aún se pueden percibir los puzles cortantes del alicatado. yeserías que nos hablan en el Braille de la lengua árabe, que empujan

ESto últiMo sólo sucede cuando el visitante se pasa de listo. Si se comporta con esa franqueza que caracteriza a quien se acerca a una ciudad para vivirla y conocerla en su plenitud, entonces gozará del encanto que pervive en ella y en sus moradores. Entablar una conversación con un sevillano es tarea sencilla. Si se le habla bien de su barrio o de su co-fradía, o de su caseta de feria, entonces se tiene un amigo en potencia para toda la vida. Hay que dejar que sea el sevillano quien exponga los defectos de la ciudad. defectos que nacen del amor desmedido por ella, ya que sólo sufre esos males sobrevenidos por el inevitable paso del tiempo quien ama de ver-dad a una ciudad. lo dicho: tacto y media distancia. Ni lejanías que impiden la comunicación, ni el exce-so de cercanía que la ahoga.

UNA VEz establecida esta relación con la ciudad, el reto que se presenta está definido por una palabra: gozo. Maneras de gozarla hay tantas como personas la han recorrido, la han disfrutado, la han contem-plado, la han escuchado en esos silencios tan hon-dos que se pierden en el pozo sin fondo del misterio. Una forma del tacto reside en la sensación térmica. El cuerpo está envuelto en el aire tibio de marzo, en el calor suavísimo que despunta en abril y que repunta en mayo, en las tardes interminables de junio, en las calores de julio y agosto que nos llevan al placer de la sombra y el frescor. El alma se deja llevar por el dorado de un atardecer de otoño, cuando los termó-metros marcan la temperatura exacta que nos recon-cilia con el mundo. y se repliega en esos días breves que anuncian el invierno, cuando el río se sale del cauce y deja en el aire esa humedad que nos recuer-da a la bruma de Bécquer. Nieblas como gasas que van besando los labios mudos de quien contempla el verdor del parque de María luisa. Nubes bajas

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las grafías hacia nuestros ojos como si así pudiéra-mos descifrarlas. Alfarjes tallados para recubrir los techos con la calidez de la madera. y cristales que dejan pasar la luz, que la filtran con los lápices de colores de las vidrieras. Hierro forjado en fraguas que tal vez recuerden el sonido primitivo del marti-nete flamenco. Hierros que suenan al compás libre

SEVillA ES una ciudad para tocar y para ser tocada. para to-carse. Sevilla también es una alcoba donde las ca-ricias se hunden en el fuego del deseo, donde los labios sienten la espina amorosa del beso, donde los poetas siempre estarán presentes en el roce sutil del aire, en la brisa que desordena el cabello de una mujer hermosa. Sevilla no es un museo. En Sevilla

del cante grande, hondo y jondo a un tiempo. y cu-briéndolo todo, ese mar detenido en el barro ondu-lante de las tejas que se unen en el oleaje del tejado.

El tACto también reside en la sensación corpo-ral que nos indica si estamos cansados o dispuestos para acometer un esfuerzo físico de importancia. Ese cansancio es el que experimenta el sevillano cuando se somete a los grandes ritos de la ciudad. Es el es-tar cansado que sucede a la gran noche de Sevilla, a esa Madrugada que invierte el orden de los relojes. las cofradías salen durante la noche, y vuelven a sus templos cuando el día está rayando en la luz azul del alba, o cuando el mediodía se ha adueñado del espacio vertical con un sol que todo lo puede. Ese cansancio del cuerpo corre parejo con el bienestar del alma, con la purificación interior que trasciende lo visto y oído, lo que ha entrado por los sentidos hasta llegar al sinsentido del alma.

El ViSitANtE debería seguir al sevillano en estos ritos. dejarse llevar. olvidar los relojes y las conven-ciones, los almanaques y los horarios que encarrilan nuestra existencia. Ese tiempo sin tiempo es similar al de la infancia, al de la juventud que pasó de largo, al de los dioses que no conocen más limitaciones que las impuestas por su propia voluntad. durante esa Madrugada, el Cristo siente en sus manos la as-pereza de la soga que las amarra, o el rigor rugoso de la cruz que será el instrumento de su martirio. El costalero se agarra a la madera donde se asienta el paso. los nazarenos acarician su túnica de ruán o su antifaz de terciopelo, y dejan que sus dedos se hundan levemente en la blandura luminosa del ci-rio. otros tendrán el privilegio de leer el repujado de las varas, de las bocinas, de las insignias o de los ciriales que portan. Hasta llegar al músico, que toca lo que le sirve para tocar la marcha que suena tras un palio donde las texturas se adivinan en la plata repujada, en la cera llameante, en la flor trémula, en el terciopelo bordado por unas manos que dejaron sus huellas de oro en el terciopelo.

Mi Sevilla es Mateos Gago y el barrio de Santa Cruz, el sonido de pasos y risas que me despertaban por la noche y los cascos de los caballos por la maña-na, tras una larga madrugá. También las tortas de aceite, los cortadillos y las tortas de polvorón. Los preciosos bares donde siempre te reciben como si estuvieran contentos de verte. Mi Sevilla también es el color de la piedra de la Catedral iluminada por la noche, el olor del azahar y los caballos. El chi-rriar de los neumáticos sobre la cera de los pasos en Semana Santa. Inevitablemente, mi Sevilla está ligada a mi familia sevillana, tanto Milá como Men-cos, a la que quiero mucho. ¡Gracias Sevilla!»

Lorenzo Milá

hay que tocarlo todo con los ojos, con las yemas florecidas de los dedos. Su piel está compuesta de ladrillo y cal, de cerámica y cristal, de hierro forjado y piedra tallada, de yeso modelado en la blandura del recargado equilibrio. Epidermis presta para la caricia. ¿No tocar? A Sevilla hay que tocarla para que ella nos pueda tocar con el ángel inefable e invisible de la gracia.

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E l olor es el sentido que nos lleva directamente a la me-moria, al tiempo pasado, al niño que fuimos y que vuel-ve cuando siente el aroma de la infancia. El olor es la

punzada que nos devuelve al territorio convulso de la adolescencia, a la espina aguda del deseo que se nos clavó para siempre en los años claroscuros de la juventud. El olor es la esencia de esta ciudad, la materia intangible que flota en su aire inacabado, en ese espacio que está esperando el perfume de cada época, de cada estación marcada por los raíles del almanaque. porque en Sevilla el tiempo se mide en la sucesión de olores que van marcando el calenda-rio hispalense.

El Año no comienza el uno de enero, sino más adelante. Una mañana transparente como el cristal de marzo, o una tarde que se prolonga sobre los cielos tranquilos de triana. Un paseo por las calles que empiezan a caldearse con el primer sol de la primavera. Unos ojos que se entregan al paraíso efímero de la luz que se resiste a ahogarse en el pantano sin límites de la noche. de pronto, el cuerpo se estremece sin que

nadie lo note. Mariposas asimétricas recorren ese lugar sin anatomía que se encuentra entre el pecho y el estómago. Un calambrazo sutil y decadente des-pierta el alma de poeta que todos llevamos dentro. y entonces...

ENtoNCES comprendemos que todo acaba de empezar. Que el milagro de la primavera está anun-ciando resurrecciones gloriosas que le toman el rele-vo a la tristeza gris del invierno. los ojos ya no ven. los oídos se sumergen en un silencio de naufragio. El tacto se queda suspendido en el aire, como si flo-tara algo que acapara toda la atención del cuerpo, todas las facultades del espíritu. Es el olor de esa flor que se abre como las tres vocales que la nombran: azahar. No es un tópico, sino una realidad que el se-villano espera cada año como si le fuera la vida en ello. Es la magia del embrujo que siente el visitante cuando se da cuenta de algo inexplicable: su cuerpo

El olor

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y desarmados, sin más resistencia que esa razón que no llega a entender lo que está sucediendo en las en-trañas del misterio. oler a azahar en Sevilla es algo que va mucho más allá de una experiencia sensorial. oler a azahar en Sevilla es pisar el umbral de la pri-mavera, es rozar el dintel del paraíso que tiene fecha de caducidad, aunque eso no le importe a nadie. oler a azahar en Sevilla es aspirar esa eternidad a la que aspira el ser humano.

está envuelto por la gasa de ese aroma que lo rodea como una cadena, como el vínculo que acaba de establecer con una ciudad que no olvidará jamás. Sevilla, generosa y cruel como una amante posesi-va, le ha impreso su olor en lo más profundo de la memoria.

ESE AzAHAR recién renacido de las humedades del invierno, ese tiempo moribundo al que nadie re-cuerda ya, luce en los pétalos de su blancura toda la pureza de la vida. Es un canto callado a la esperanza, un salmo sin letra que se eleva hasta los cielos que acogen esa sutileza con los azules que llegan hasta el extremo del ultramar y del cobalto. de pronto, ese asalto se convierte en una declaración de amor y de deseo, en unas ganas irreprimibles de besar los labios inexistentes de esta ciudad con alma, con cuerpo, con aroma... Sevilla es una mujer irresistible cuando se coloca las gotas del azahar en su perfil de diosa, cuando nos embriaga con esta esencia que re-coge en el cristal finísimo del aire, en ese relicario de vidrio que es tan reducido como el universo.

HAy SEVillANoS de vocación que se enamora-ron de la ciudad en un instante. Una línea marcó la frontera entre la admiración y el amor, entre el gozo estético y la entrega absoluta al ideal de Sevilla. fue en ese momento sin relojes ni cronómetros, en ese punto concreto del tiempo en que la esencia del aza-har los cogió desprevenidos, en medio de una plaza

Nunca olvido mi agradecimiento a Sevilla, que es la ciudad más maravillosa del mun-do, de la que me enamoré desde el primer

momento que la conocí y este sentimiento no ha hecho sino crecer a lo largo del tiempo. Al mismo tiempo, muchas veces siento nostalgia de calles, de jardines, de rincones que no han de volver, pero ese sentimiento desaparece cuando fi-naliza el invierno para dejar paso a la exuberancia de la primavera, y a las sensaciones de sevillanos y visitantes ante la Semana Santa. Puedo asegurar que es una experiencia inolvidable caminar cuando toda Sevilla aparece engalanada para gozar de su semana mágica.»

Du quesa de Alba

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l o escribió luis Cernuda en Ocnos, el libro que mejor retrata la esencia de Sevilla sin necesidad de nombrar a la ciudad. para este poeta difícil y esquivo, comerse

una yema de San leandro es morder los labios de un ángel. En esa definición está encerrado el sentido que mejor define al sevillano: el gusto. para cono-cer y amar a esta ciudad hay que poseer una cua-lidad compleja que algunos llaman paladar, y que otros denominan buen gusto. Sevilla está perma-nentemente preocupada por su belleza, el rasgo que la identifica y que le permite vencer al tiempo... o crearse esa barroca ilusión.

Si lAS yemas del convento de San leandro son los labios de un ángel, ¿qué podemos decir de la memelada de naranja amarga que fabrican en el monasterio de Santa paula? tras una de las fachadas más her-mosas que ha levantado el Renacimiento español, las monjas convierten la amargura de las naranjas agrias en una ambrosía propia de reyes y de reinas, como la de inglaterra sin ir más cerca. Mermelada que resume las dos caras de esta ciudad contradic-

toria y dual, acíbar y miel al mismo tiempo. Mieles derramadas sobre los pestiños o las torrijas, esos dulces que lleven en sus formas el anticipo de la Navidad y de la Semana Santa.

EN SEVillA también existe un calendario de sa-bores que va unido al almanaque gustoso de la ciu-dad. El año termina y empieza con las almendras de los alfajores, con la canela de los polvorones y de los mantecados, con la forma barroquísima de esos pestiños que crujen como el tiempo que se nos va. desde la cercana Estepa llegan estos manjares que endulzan el tránsito temporal. En sus conventos, tras los muros que protegen el silencio claustral y la penumbra donde dios vela, las delicadas manos monjiles hacen filigranas con el huevo y la lecha, con la almendra y la harina, con la canela y el ajonjolí, con el indiano chocolate y con el azúcar que todo lo puede. A través de los tornos se comunican con el paladar más exigente. todo es tan natural como esa luz de diciembre que parece lavada en el agua fría de la aurora.

El gu sto

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y dE las espinacas, al bacalao. Este pescado salado y desa-lado forma una trinidad gastronómica, artística y urbanística. Además de ser un pez, el bacalao es la insignia donde va bordado el escudo de cada cofradía. Al ir recogido ese estandarte en señal de luto, su forma se asemeja, para el pueblo, a la del bacalao cuando se expone en los escaparates de las tiendas donde lo venden... o en la esquina de la cuesta a la que le da su nombre. porque en Sevilla las calles pueden tener dos nombres perfectamen-te. ¿No estamos hablando continuamente de una ciudad dual? pues eso. la calle Argote de Molina se llama, sobre en todo durante la Semana Santa, la Cuesta del Bacalao. Un comercio que lo merca-

cluye sentimientos tan contrarios como la alegría y el dolor, la nostalgia y la esperanza.

dURANtE lA Cuaresma, los guisos tradicionales vuel-ven a los hogares y a los bares y restaurantes don-de se disfruta de esta tradición. Es imprescindible señalar que existen dos platos que son lo mismo, pero no son lo mismo. las cosas de Sevilla... No es lo mismo comerse unas espinacas con garban-zos, que unos garbanzos con espinacas. El orden de los factores altera el producto, y de qué manera. Aunque en los dos casos podamos levitar gracias a la fina conjunción de una humilde verdura que para algunos no pasa del rango inferior que la si-

túa a la altura, o a la bajura, de la hierba. Esas es-pinacas, conveniente guisadas y tratadas con las especias que las elevan hasta la altura de manjar, forman parte de la memoria sentimental del se-villano. El aceite ha de ser virgen, algo natural en una ciudad tan mariana... y el pan, de bollo si es posible, para mojarlo en la salsa de las espinacas con garbanzos, o en el caldo del potaje de garban-zos con espinacas.

lUEGo llEGARáN las vísperas de la Semana Santa. Entonces será tiempo de vigilia. El sevillano es ca-paz de convertir una penitencia en un placer. Eso no lo entienden en muchos lugares del mundo, pero ya es tarde para corregirlo. Son siglos de torrijas ba-ñadas en leche o en vino, y perfumadas con la miel que les dan una pátina de imagen barroca. Herencia islámica santificada por el rito cristiano. El concep-to híbrido de lo mudéjar también llega a las papi-las gustativas. tardes que se alargan en esa luz que dora las torrijas y que el sevillano espera como una Resurrección anticipada. Ahí está la calve del gozo, esa praxis que va más allá del hedonismo porque in-

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ba había allí, y el bacalao de mentirijillas que daba aviso del género se repuso no hace mucho para re-cordar semejante enclave. pescado, insignia y calle. No hay nada más sevillano, pues, que un plato de bacalao con ese tomate que llegó desde América a través del río. Bacalao con tomate, pavía de bacalao, tortillitas de bacalao, garbanzos con bacalao... todas las variantes posibles se dan con este pescado que antaño era patrimonio de las clases más humildes, y que hoy se venera en los templos gastronómicos de la Sevilla que se inclina por la tradición en el buen comer.

EN CUARESMA, y en cualquier momento del año, se puede y se debe comer uno de los platos que los más integristas prefieren en papel de estraza con forma de cartucho: el pescado frito. En Sevilla se llamó siempre ‘pescao’, aunque ahora se denomine, por influencias internas y externas, con el diminu-tivo ‘pescaíto’. El pescao frito es santo y seña de las reuniones que celebran los cofrades, cariñosamente llamados capillitas, tras sus cabildos y reuniones de la Cuaresma. después de echar horas de trabajo en el montaje de los pasos que han de procesionar en Semana Santa por amor al arte, nunca mejor dicho, nada supera un buen papelón de pescao frito para calmar el hambre y darle juego a la conversación.

besado las aguas y las arenas del Guadalquivir en su desembocadura sanluqueña, incluso las miniaturas de las puntillitas tienen cabida en un papelón de pescao frito. para regarlo, nada mejor que una ru-bia muy fría, como aquí se denomina a la cerveza. y para acompañarlo, las regañás: una delicadeza de pan finísimo y crujientísimo imposible de descri-bir... y de olvidar.

El pESCAo frito no falta en la feria de Abril, donde los platos estelares son el marisco y el jamón para los pudien-tes, y la tortilla de patatas o el sabrosísimo y humil-de pimiento frito para los que anden más estrechos que las calles de la Judería. En la feria, las gambas y los langostinos lucen en las mesas junto al jamón: si

EN UN buen papelón de pescao frito no pueden fal-tar las rodajas finas y crujientes de merluza, que aquí se llama pescada. Cuando se trata de los pedazos menos nobles, aunque más sabrosos que los demás, entonces se denominan pedacitos. tampoco pue-de faltar ese adobo que se preparaba con un aliño mágico destinado a conservar el pescado cuando no había cámaras frigoríficas, y que hoy se ha queda-do en una cuestión de buen gusto. Calamares fritos como mandan los cánones, chocos recién llegados de Huelva, pijotas y boquerones, acedías que han

Una vez más se me pide que comente mi vincula-ción con Sevilla. Mi mundo, mi pasión es la música en general y la Ópera en particular. En Sevilla, pa-seando por sus calles, siguiendo el rumbo que la grácil y hermosa mujer que se esconde en el alma de su veleta me marque, puedo soñar, mejor diría vivir, casi sin transición los mil personajes que la ciudad ha inspirado. Así, puedo reír con Fígaro en Santa Cruz y encontrarme con Don Juan toman-do una manzanilla en la Hostería del Laurel mien-tras planea seducir a Doña Elvira bajo un cielo que Velázquez soñara pintar. Puedo apasionarme ante la antigua Fábrica de Tabacos imaginando el cante de Carmen y emocionarme al despedirme del re-cuerdo de la mirada profunda y altiva de la famosa cigarrera ante la Real Maestranza. Sevilla es para mí especial por mil razones. ¿Cómo no enamorarse de una ciudad que ha fascinado a los grandes de la música, desde Mozart a Beethoven, de Donizetti a Rossini, de Verdi a Bizet?.Como ya dije en otra ocasión pero es algo que ex-presa realmente lo que siento por ella: Sevilla es especial porque emociona y se emociona, porque da cuerpo a la belleza y a la gracia de los sueños. Porque es Musa y Artista a un tiempo, porque vive el presente proyectando su Historia en el futuro.»

P lácido Domingo

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dE tApitA puedo ponerle un aliño de huevas, un poquito de carne con tomate, un chipirón a la plan-cha, el caballito de jamón, el solmillito al güisqui, la carrillada en salsa, la sangre encebollada, un cóctel de marisco, los huevos a la flamenca o el arroz en paella, que acaba de salir...

El ARRoz siempre acaba de salir, por eso nunca está pa-sado. Como siempre acaba por salir, en cualquier visita a la ciudad, el gazpacho. Estamos ante uno de los platos más logrados, más redondos, más saludables, y más recomendados en las épocas de calor. Gazpacho bebido o tomado con cucha-ra y guarnición. Gazpacho que nutre y refresca. Gazpacho que une el aceite de la Bética con el tomate y el pimiento de las indias. Gazpacho que todo lo mezcla en esta ciudad donde la pureza está precisamente ahí: en el paladar que se deja llevar por los placeres que se sobreponen en ese retablo barroco del gusto.

es de bellota, entonces su reino no es de este mun-do, sino de la sierra de Huelva, vulgo Jabugo. Esas delicadezas forman un conjunto insuperable si se acompañan con la manzanilla de Sanlúcar o el fino de Jerez, conocido en el mundo entero como Sherry. En la feria no se come. En la feria se tapea, que es distinto. durante el resto del año se puede hacer eso mismo en la ciudad. tapear no es comer de tapas. tapear es entregarse a un rito donde se conjugan el beber con el hablar, la comida con la conversación. El ritmo es más pausado. No hay orden ni concier-to, aunque todo esté perfectamente afinado por la costumbre del sevillano. Hay que dejarse guiar por el tapeo, como hay que dejarse llevar por la ciudad. las horas irán pasando y el cuerpo irá sintiendo esa mezcla de placeres carnales e intelectuales, espiri-tuales y espirituosos...

tApEAR ES ir de la ligereza que debe adornar a la tapa sevillana por antonomasia, que es la ensaladilla, hasta las tripas de su cocina: el menudo con garban-zos o sin garbanzos, pero siempre acompañado del pan que se moja en la salsa gelatinosa. El menudo es algo distinto a los callos, aunque forman parte del mismo árbol gastronómico. En el tapeo caben los guisos, los asados a la plancha, las ensaladas que aquí se llaman aliños, los emparedados o montadi-tos, los fiambes y las conservas, lo más elaborado y lo más sencillo. En el tapeo cabe absolutamente todo. y para beber, desde la cerveza hasta el fino, desde la manzanilla hasta el tinto, pasando por es mezcla tan propia en esta ciudad que consiste en rebujar el tinto con la gaseosa: tinto de verano, que se toma durante todo el año como su propio nombre indica.

UNo dE los placeres auditivos más impresionantes es escuchar a un camarero de la vieja escuela el arte del recitado. Va pronunciando con unción sagrada, y con gracia sevillana, las tapas que puede degustar el cliente, añadiendo sus particulares inflexiones sin-tácticas que le quiten aridez a la enumeración:

El Gusto

Sevilla siempre será especial para mí. De aquí tengo mi primer gran recuerdo como

profesional. Pero lo que la hace realmente especial es el calor de su gente y la belleza de sus calles y monumentos. Sevilla siempre en mi corazón... Gra-cias.»

Rafa Nadal