GASTÓN LENÔTRE
Nació el 28 de Mayo de 1920 en Normandía y murió el 8 de Enero del 2009 en su residencia
de Sologne.
Su padre, Gastón, fue jefe de repostería en el Gran Hotel de Paris y su madre Eleonor, fue
una de las primeras jefes de cocina en Francia, que trabajó para la familia del barón
Rothschild, en sus residencias de París y Burdeos, por lo que el ambiente familiar fue
totalmente influyente, aunque desde muy joven se interesó por la pastelería.
Con sólo 12 años entró de aprendiz de pastelería. Entonces, a pesar de su alergia a
la harina, pasaba las horas junto a su padre, otro cocinero que le enseñó, sobre todo,
la ética de los fogones.
Cuando joven desistió de encontrar trabajo en los restaurantes de París donde se habían
ganado la vida sus padres durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, lo
primero que se le ocurrió fue ponerse a hacer pasteles de chocolate y venderlos por las
calles en bicicleta. Pronto, con su hermano Marcel, sueñan con aligerar los productos y, a
pesar del racionamiento de la guerra, imaginan una teoría del dulce -menos azúcar, poca
crema, mantequilla en lugar de margarina-, que impondrán al mundo.
Sus pinitos en una pastelería parisiense, en 1936, le permitieron regresar a su Normandía,
en 1942, como jefe de pastelería. Un año después se casa con Colette, su primera esposa.
Años más tarde, cuando terminó la Guerra, en 1947 abre las puertas de su primera tienda
en Normandía. Allí es donde comienza a realizar sus primeras tartas, espumas y pasteles
creándose una gran clientela. Con esta confianza en el trabajo bien hecho, diez años
después vende su negocio y ayudado por su mujer Colette abre su primera tienda (que aún
conserva) en el 44 de la rue D´Auteuil en París. En un momento en el que la pastelería y
repostería elaboraba dulces muy pesados y recargados, Lenôtre crea y desarrolla nuevas
formas, sutiles, elegantes y sobre todo atractivas al paladar . En 1957 inaugura tienda en
París, con diez empleados. , la más importante de las suyas en París y vendía
exclusividades. Y, a pesar del éxito, con 37 años, hijos y fama, Lenôtre se inscribió en
secreto en una escuela de chocolate y pasteles de Basilea: "Suiza era líder en el tratamiento
del chocolate". Así fue como en 1960 elabora “Opera” un pastel compuesto de bizcocho
embebido en licor de naranja, con una ganache con café y una crema de mantequilla
recubierta con un glaseado de chocolate. Otra de sus grandes creaciones es conocida como
Succès (éxito) a base de pasta dulce y crema de avellanas.
TORTA OPERA
SUCCÈS
En 1964, con sus primeros veinte profesionales formados en casa, crea el servicio "traiteur"
y recepciones; cuatro años más tarde, compró 8.000 hectáreas, a 20km. de París, entre
vacas y trigo donde crea laboratorios modelo, abre aulas para su personal y, luego, para
todos los profesionales. Actualmente, 3.000 graduados por año. Y, en el mundo, más de
60.000 graduados.
"Aquí se aprende -dice Lenôtre- con manos, ojos, cabeza; desde el respeto por las materias
primas hasta la higiene. Más que recetas hay que grabarse la ética de un oficio bien
realizado, adquirir la vocación de transmitir conocimientos y el sentido del honor de un buen
obrero". Si la escuela posee un fondo de 30.000 recetas es, entre otras cosas, gracias a su
vecino, el laboratorio de producción e investigaciones, que, a partir de 4.000 materias
primas, fabrica 1.500 variedades de productos frescos por día. No es raro, entonces, que
cada mes utilicen nueve toneladas de mantequilla y 83.500 huevos; o que las cinco
toneladas y media de chocolate compradas mensualmente permitan elaborar, por año, cien
toneladas de chocolate.
“La repostería me enseñó el gusto por la precisión, la medida, la disciplina, no soporto las
cosas hechas a medias”. Esta frase refleja su espíritu organizado, metódico y constante
para realizar con excelencia su trabajo. Una vez ganada su fama con creaciones de
pastelería, se lanzó a elaborar platos salados, creando un servicio de comida por encargo
que se fue ampliando.
También crea en 1971 la escuela de cocina Lenôtre con el fin de enseñar y formar a
profesionales del mundo entero. A esta escuela instalada en París, le da el nombre de
“Plaisir” (Placer), desde entonces se han formado unos cuatrocientos profesionales con una
alta cualificación.
En 1975 abre su primera tienda Lenotre extranjera en Berlín, amplía su red de boutiques,
haciéndose internacional, Estados Unidos, Japón, China o Marruecos son algunos de los
lugares donde Lenôtre está presente.
En 1978 apertura su primera tienda en Tokio; en 1982, con sus amigos Paul Bocuse y
Roger Vergé funda Les Chefs de France, restaurante del Pavillon Français de Disney
World en Florida".
En 1985 el pastelero se asoció al mayor hotelero de Europa, el grupo Accor, que cinco
años más tarde se queda la totalidad del capital. El eclipse de Gaston dura seis años.
En 1996, Scicard, fichado por Accor para enderezar la empresa, sabe lo que es un
grupo familiar y no sólo convierte a Lenôtre en presidente honorario, sino en su
consejero personal y el sabio de la casa.
El respeto al oficio, la generosidad de transmitir los conocimientos y lo que él llamaba
"el sentido del honor del buen obrero" eran para él los pilares del gremio. Ahora, con
esa filosofía, en la escuela Lenôtre se preparan 3.000 profesionales al año y se
maneja un fondo de 30.000 recetas. "Vamos, niños, yo cuento con vosotros", les decía
siempre a sus pupilos.
Gaston Lenôtre fallece el 8 de enero del 2009, en una casita en Sologne (Francia),
donde vivía retirado con su esposa y dejando un imperio gastronómico (Desde que
abrió su primera tienda en París hasta el actual imperio Lenôtre -su empresa
de catering tiene un volumen de negocio de 81 millones de euros- han pasado 50
años).
Él solo revolucionó los principios y los finales de la repostería clásica y fundó las bases de la
moderna, dotándola de finura y ligereza.
Lenôtre en vida derrochó amistad y buen humor, compartió cuanto supo -y supo
mucho- con quien quiso aprender de él. Uno de ellos fue el gurú de la repostería
francesa Pierre Hermes, famoso por sus macarrons (delicados pastelitos de
almendras) que son ya, como la Torre Eiffel o las baguettes, puro París.
Su generosidad sin miramientos con la vida contrasta con su severa precisión en la
cocina, la verdadera divisa del maestro pastelero. Su amor por las materias primas, su
permanente investigación sobre los procesos de transformación hicieron de cada uno
de sus pasteles una pieza de joyería. Ese afán de perfeccionamiento le llevó a
elaborar él mismo la mantequilla que utilizaba y su humildad y su inteligencia le
condujeron a algo bastante infrecuente en el star system de los cocineros: con todas
las medallas de la repostería internacional, a los 40 años acudió de alumno a una
escuela de chocolate y pasteles en Basilea.
Así, poco a poco, fue reinventando los cimientos de la repostería clásica y la elevó en
altura gracias al uso de la mantequilla en lugar de margarina, al ahorro en las
cantidades de azúcar y cremas. Fue el creador de la torta Opera, un clásico de la
repostería francesa que debe su nombre a la Ópera Garnier París. Es una torta
rectangular de almendras formada por diez finísimas capas bañadas con almíbar y
rellena de crema de café y garnache de chocolate. Casi nada. Su otra gran creación,
el Succes (éxito en francés) es una pasta merengada con almendras.
Lenôtre Paris es uno de los tres mayores catering de la capital; un Café Lenôtre;
media docena de tiendas; flamante Pavillón Élysée -restaurante; tienda; escuela para
los aficionados; la escuela profesional famosa en el mundo; y, desde 1976, Le Pré
Catelan, un dos estrellas Michelin en el Bois de Boulogne.
LE PRÉ CATELAN
Gastón era zurdo, un poco sordo y de marcado carácter adusto. Paraba bien
engominado y con las uñas cortadas al ras del dedo, salvo la del dedo meñique de la
mano derecha, que le servía para trazar algunos delineados en sus tartas. “Me
acostumbré a hacerlo con el dedo que con el cuchillo, como me enseñó mi padre”,
comentó en una entrevista que le hizo la BBC de Londres hace unos meses. Tras
terminar sus estudios, regresó a su pastelería y emprendió todos los conocimientos
adquiridos. Así revolucionó los principios y los finales de la repostería clásica y fundó
las bases de la moderna, dotándola de finura y ligereza. En esta vorágine de
genialidad y un fino equilibrio en su cocina, casi tocado por una divinidad, creo sus
apetitosos macarrons (delicados pastelitos de almendras), así la clásica Torta Opera,
un clásico de la repostería francesa que debe su nombre a la Ópera Garnier París. Es
una torta rectangular de almendras formada por diez finísimas capas bañadas con
almíbar y rellena de crema de café y garnache de chocolate. Casi nada. Su otra gran
creación, el delicioso Succes (significa éxito en francés) es una pasta merengada con
almendras. Fanático de las almendras.
“Gastón Lenôtre sacó la repostería de sus arcaísmos”, afirmó tras su deceso el
reputado repostero Pierre Hermé, quien aprendió, codo a codo, los secretos de la
repostería con él. “Allí aprendí las bases de la profesión, el rigor del trabajo, la
preocupación por el detalle, el sentido de la calidad”, declaró Hermé. Fueron varios los
chefs de primer orden que sintieron la partida de Lenôtre. “Transformó la repostería
con su creatividad”, estimó Alain Passard, chef tres estrellas del restaurante l'Arpège
de París durante su funeral. Otro gran chef francés, Paúl Bocuse, expresó que, en
materia de repostería, hay que hablar simplemente de “Carême y Lenôtre”. Y esto es
cierto, antes de la aparición de Lenôtre en el circuito gastronómico, en Francia se
denominaba al padre de la repostería a Marie-Antoine Carême (1783-1833). Fue un
gastrónomo y cocinero, además de un arquitecto francés, nacido en la Rue du Bac, en
Parí. Conocido por haber sido el primer estudioso europeo de las salsas en la cocina
francesa en su obra: L'Art de la Cuisine Française (1833–34). Carême sobresalió en
su época por practicar los principios de arquitectura en las estructuras de sus postres.
Considerado el real padre de la pastelería moderna, Lenôtre supo renovar el recetario
más tradicional. Su éxito se basó en crear dulces más livianos con sabores inéditos.
Otro de sus atributos fue su constante investigación y su constante búsqueda de
materia prima de calidad. Tanto buscó la perfección en sus ingredientes que elaboró
su propia mantequilla. “Soy un hombre de investigación y de laboratorio, pero todo
debe hacerse con métodos artesanales, incluso si hay que servir a 5.000 comensales”,
afirmaba. Lenôtre también tuvo su aventura culinaria, al explorar la cocina tradicional
francesa, haciendo platos salados. En este nuevo rumbo fue cuando encontró la
riqueza. Apostó por el catering, negocio que se fue ampliando hasta convertirse en un
imperio, construido metódicamente y dirigido con mano de hierro. A partir de 1975, el
imperio Lenôtre atravesó las fronteras de Francia para llegar a Alemania, Japón,
Estados Unidos y China.
"Siempre hago las cosas con pasión, con el corazón, jamás pensé en ganar dinero",
dijo en una entrevista en el Diario El País hace ya mas de veinte años. Casado y padre
de tres hijos, aficionado a la caza y al golf, Gastón Lenôtre es asimismo autor de
varios libros de cocina. Gaston Lenôtre también poseía restaurantes prestigiosos: Le
Pré Catelan, Le Pavillon Elysée y el Panoramique du Stade de France, dignos palacios
dedicados a los deleites del paladar. Otro de sus establecimientos, Le Pavillon de
France, ubicado en Disneyworld, constituye una alternativa más elegante y selecta, a
los fast food de este concurrido parque de atracciones. Sorprendente la vida de este
francés que a base de empeño construyó un imperio de la repostería, cambiando todo
el concepto que se tenía sobre esta rama de la gastronomía. Sus recetas, regadas por
todo el mundo, dan fe de la calidad de chefs que era.
MARIE ANTOINE CARÊME
Marie-Antoine Carême nació en 1783, en la Rue du Bac, en París, fue un niño de la
Revolución Francesa quien se convirtió en un revolucionario del arte culinario. Murió
antes de los cincuenta años como un hombre orgulloso de su propio éxito quién no
solo sobrevivió sino que prospero dentro de los múltiples cambios del régimen en
Francia entre 1789 y 1830. Así como el conto en su historia, el fue uno de los quince
hermanos que fue abandonado por su despreocupado e imprudente padre en las
calles de Paris con el mandato de hacer su propio camino. Por fortuna pudo
conseguirlo, el niño de once años siguió la providencial luz de su interior cuando
comenzó a trabajar en la cocina.
cambio su trabajo por la creadora moda pastelera, donde mostró sus pièces montées
(pieza central de confitería), la espectacular creación arquitectónica pastelera con lo
cual el pudo hacer su carrera, captando los ojos del influyente Due de Talleyrand, y
pronto llego a ser el más confiable consejero de Napoleón. Lo más importante para el
futuro de la cocina francesa, es que este consumado gastrónomo también sirvió como
el anfitrión oficial de la gastronomía francesa.
Carême, incluso después del citado Talleyrand como el patrón ideal, fue un completo
creador en la realización de la grandeza de la culinaria, aunque su más grande virtud a
sido su buena voluntad para presentar su libro de bolsillo. Tal generosidad fue esencial
para la visión de Carême sobre la cocina francesa que dependió de una prodigiosidad
de fondo, provisiones e inversión.
Esta extravagancia culinaria satisfizo a las empresas comerciales quienes explicaron
por que Carême pronto se deshizo de la tienda de pastelería que el había abierto en
los inicios del siglo y que no tuvieron nada que ver con restaurantes, los cuales se
convirtieron rápidamente en centros históricos urbanos parisinos
En esos años, Carême asiduamente frecuentó la Biblioteca Nacional para prepararse
en historia de la cocina, así el incluyó una buena combinación entre la cocina antigua y
moderna.
Su gran aporte literario, sin embargo, consiste en la escritura de varios libros de cocina
que por primera vez fueron dirigidos al gran público: “Mis libros no han sido escritos
solo para las grandes casas. Por el contrario, quiero que se conviertan en algo de
utilidad general”. Es muy probable que su antiguo perfil popular haya primado sobre
sus intereses elitistas. Carême fue el primer cocinero profesional, entrenado en las
mansiones aristocráticas, que escribió un tratado colosal pensando en los aficionados.
Pionero en el afán didáctico, en el ansia por transmitir su erudición gastronómica,
incluyó en sus textos muchas tablas y detalles que resumían los hallazgos de su obra,
a la que siempre consideró “enteramente nueva”. Son libros que aún hoy pueden ser
consultados por cualquiera de sus colegas, pero Carême, en los tempranos inicios del
siglo XIX, ya mencionaba en sus páginas a las sufridas amas de casa: “Quisiera yo
que en nuestra bella Francia todo ciudadano pudiese comer suculentos manjares. Eso
quisiera”.
Con el triunfo de la revolución, los cambios sociales afectaron de manera profunda el
oficio de los cocineros profesionales, y todos tuvieron que adaptarse. Antonin Carême
advirtió que la nueva aristocracia francesa, surgida del Consulado (período autocrático
de cinco años, de 1799 a 1804, y que tuvo a Napoleón como líder), también aspiraba
al lujo que solía reservarse a la monarquía disuelta. Con la caída del Antiguo Régimen,
y luego durante la hegemonía de Bonaparte, los grandes cocineros se encontraron
ante una disyuntiva: o se marchaban con sus patrones nobles rumbo al exilio, o
permanecían en Francia gestando una profunda conversión profesional. Muchos
eligieron lo segundo, y dieron el impulso definitivo al nuevo negocio de la restauración.
Los grandes cocineros, antes encerrados en los palacios, con su bienestar asegurado,
tuvieron que ganarse el favor de los nuevos señores, que ya empezaban a consolidar
su poder económico y político. Tuvieron que aferrarse a sus sartenes y cocinar bajo
las nuevas circunstancias.
Napoleón fue el patrón más célebre y poderoso que tuvo Carême. Lo conoció mientras
trabajaba para Talleyrand, cuando frecuentó también a muchos de los grandes
estadistas y aristócratas europeos. Se dice que Napoleón no apreciaba la buena
comida, pero sí entendía su importancia en el cálculo político. Napoleón, el líder
supremo, solo podía emplear al cocinero más grande, y el hombre indicado para
colaborar en sus objetivos era Carême. Por eso imitó a sus predecesores y lo contrató.
En 1810, mientras buscaba aliados en Europa, Napoleón se casó con María Luisa de
Austria, de la poderosa familia Habsburgo, y buscó con ella el heredero varón que
Josefina no había podido darle. A Carême le encargaron el pastel de bodas, pero esta
petición lo ofendió. ¿Solo el pastel? Un artista de su categoría debía encargarse de
todo el banquete. Napoleón aceptó su error y el cocinero se lució con una receta
llamada Gâteau Mont-Blanc: una mezcla extravagante de merengue ligero y
quebradizo, cubierto con crema de castañas y decorado con castañas confitadas. En
su versión para la boda, siempre extravagante, Carême preparó merengues en forma
de cisnes de dos metros de altura.
Al año siguiente se cumplió el deseo de Napoleón: María Luisa le dio un varón,
llamado Napoleón II, emperador de los franceses y rey de Roma. Con el nacimiento
del heredero se selló la alianza política, y el pastel del bautizo, una vez más, fue obra
del cocinero de los reyes.
Carême siempre estuvo cerca del poder, y entendió muy pronto el impacto social de su
oficio. Él demostró que un cocinero podía tener conocimientos elevados, que los
intereses de un verdadero artista estaban mucho más allá de los fogones.
Pronto habré completado la tarea más difícil y laboriosa que jamás “hombre de boca”
se atreviera a emprender. Esta honorable ambición habrá ocupado toda mi vida y este
consolador pensamiento me eleva por encima de mis detractores, celosos de estos
grandes trabajos.
Con la llegada de los nuevos tiempos, los amos recientes descubrieron el placer de la
buena comida ayudados por una disciplina inédita: la literatura gastronómica. En este
oficio se destacaron hombres como Brillat-Savarin, quien publicó con éxito
su Fisiología del gusto en 1825 (Carême, lleno de celos, lo criticó con fiereza: “No es
un verdadero gastrónomo”), y Grimod de la Reynière, que editó el Almanaque de los
golosos de forma continua entre 1803 y 1812. Ambos figuran como los inventores de
la crítica gastronómica. Pero Carême solo reconoció a Vincent de la Chapelle, quien
sirvió en la corte de Luis XV y publicó su libro Le cuisinier moderne mucho antes, en
1742: “Es el único libro digno de atención entre todos los que se imprimieron antes del
Imperio (1804)”. Carême jamás regaló un elogio. Desde el siglo XVII hasta el XIX, solo
consideró dignos de su atención dos libros: el de Vincent de la Chapelle y otro
llamado Las cenas de la corte. Desdeñó lo demás, doscientos años de pensamiento
gastronómico, sin asomo de dudas, pues todos esos textos eran para él simples
“platos recalentados”.
Antonin Carême disfrutaba la polémica y podía casar una discusión en torno a
cualquier nimiedad aparente, desde las propiedades de la harina frita hasta las
bondades digestivas de este o aquel condimento. A los críticos que consideraba poco
rigurosos (casi todos), los acusaba de ignorantes, los llamaba “lamentables escritores”
y “paridores de libros ridículos”. Eran hombres que manchaban su honorable oficio
pero, por fortuna, según él, frente a ellos siempre aparecía “el profesional ilustrado, el
vengador de la ciencia”, que hacía desaparecer a los charlatanes del escenario del
mundo. Incluso regañaba en sus textos a los nobles que escatimaban en recursos, a
los príncipes que ahorraban dinero en detrimento del caldo sustancioso, y los invitaba
a defender el honor de la cocina francesa, que había ganado supremacía durante
siglos “sobre el resto de la Europa golosa”. .
Carême fue también un historiador y un concienzudo investigador de los hábitos
alimentarios. Le interesaba conocer todo lo que se comía, cómo se comía y, sobre
todo, por qué se comía. Sabía perfectamente qué había ocurrido en la cocina europea
antes de su aparición. Le apasionaba la ciencia detrás de los alimentos, lo que él
llamaba “la química alimenticia”. Los efectos del calor y el frío, del tiempo y los
materiales en la cocción de los alimentos.
Uno de sus principales objetivos, confesado varias veces en artículos, era describir en
un libro el estado de su profesión en la época que le tocó vivir. Y lo hizo con su obra
monumental L’art de la cuisine française au xixe siècle (1833), publicada en cinco
volúmenes, tres de los cuales escribió él, y otros dos que completarían, después de su
muerte, dos de sus discípulos.
El antiguo niño analfabeto pudo leer a Plutarco, a Racine, a Buffon, a Chateaubriand y
a tantos otros. Fue el primer cocinero profesional cuyos libros de recetas se volvieron
éxitos de ventas y fueron traducidos a varios idiomas. Se convirtió en un grafómano.
Escribió Le pâtissier royal parisien (1815), publicado en dos volúmenes, que incluye 41
ilustraciones realizadas por él mismo, buen dibujante y arquitecto empírico.
Después, Le pâtissier pittoresque (1815), también ilustrado por él con 128 planchas.
Le siguieron Le maître d’hôtel français (1822), en dos volúmenes, construido según el
orden de los menús y publicado en París, San Petersburgo, Londres y Viena, y
luegoLe cuisinier parisien (1828). Por último su obra maestra, el mencionado L’ art de
la cuisine au xixe siècle (1833).
Otro aspecto que no podemos dejar de mencionar es su gusto decorativo: Carême
pretende que la comida satisfaga tanto al ojo como al estómago. Su gusto por la
decoración no se limita a la belleza cromática de platos y guarniciones; lo amplía hasta
el punto de diseñar en papel espectaculares montajes o diseñar personalmente las
vajillas, encargándolas a los más célebres vidrieros de París.
Carême vivió al final convencido de haber logrado dignamente su meta, “hacer
retroceder los límites del arte culinario e incrementar todas sus distintas facetas”.
En todas partes el gusto preside nuestros trabajos. Esta gran proeza proviene de que
hemos empezado a prever y diseñar nuestros platos. He aquí el noble sello de la
industria francesa en el siglo XIX, y el arte culinario ha llegado ahora a la cima de su
esplendor.
Infatigable, siempre creando, carême llevó el frío a la cocina, inaugurando esa técnica
de conservación para impedir que los guisos perdieran su sabor original. Fue el
inventor del popular vol-au-vent(volován, pastel de hojaldre relleno), que une sus dos
destrezas, la de cocinero y pastelero. También elaboró, según el registro del marqués
de Cussy, no menos de 196 sopas francesas y 103 extranjeras. Clasificó en cuatro
categorías las llamadas “salsas madres”: la bechamel (harina, mantequilla y leche), la
alemana o parisina (reducción de caldo oscuro, yemas de huevo y gotas de limón), la
española (mantequilla, cebolla, zanahoria y caldo de carne reducido) y lavelouté o
aterciopelada (harina, mantequilla y caldo claro). Y demostró que era posible
jerarquizar todo el “sistema francés de salsas” partiendo de este canon.
Nada especial habría ocurrido en la cocina francesa si Antonin Carême hubiera sido
solo un experto en la práctica. En ese caso, como había ocurrido desde siempre, su
experiencia habría pasado de maestro a alumno, y el verdadero cambio en el oficio
habría esperado otra coyuntura histórica. Pero no, Carême fue el gran codificador, el
hombre que convirtió en disciplina profesional una vieja artesanía. El genio obseso que
rediseñó los uniformes y las herramientas, las baterías, las sartenes, las cacerolas y
las vajillas. El que promovió normas de salubridad que aún hoy rigen la industria de la
restauración. Fue el primer sintetizador de la cocina, el inventor de los recetarios tal
como los conocemos hoy. El primer profesional de la cocina moderna.
Marie-Antoine Carême, llamado Antonin, el niño abandonado, rey de los cocineros y
escritor prolífico, trabajó de forma incansable hasta coronar la cumbre. Y una tarde de
1833, poco antes de cumplir cincuenta, se paseó por los salones de su residencia y
entró por última vez a la cocina. Allí, con afán pedagógico, dedicó varios minutos a
corregir las albóndigas que uno de sus alumnos había preparado. Luego se retiró al
estudio, donde dictó las últimas páginas a su hija, que desde hacía un tiempo lo asistía
en sus escritos. Después se apagó, como dijo Laurent Tailhade, “consumido, a la vez,
por la llama de su genio y el fuego de sus hornos”.
SANDRA ELVIRA PIERANTONI GRELLAUD
Sandra Plevisani, considerada la mejor repostera hoy en el Perú, nació en Lima en el año
1963. Casada con Ugo Plevisani. De abuelo materno francés (monsieur Grellaud nació en
Macon, ciudad francesa famosa por sus vinos, y especialmente por su cepa Chardonnay) y
padre italiano (Piero Pierantoni, genovés), Sandra conoció el Mundo y sus tiendas de
postres y dulces desde muy chica. “A mi papá le encantaba llevarnos de viaje, primero fui a
Disneylandia, luego a Europa y después a Nueva York”. Y claro, lo que más llamaba su
atención eran esas vitrinas repletas de caramelos, chocolates, trufas, panes, bizcochos,
nueces, frutas confitadas, galletas, tartas y demás, en las que pegaba la nariz fascinada. “El
brillo y el color me llenan de alegría. No me gustan los espacios (o platos) muy vacíos. No
soy minimalista, todo lo contrario, soy barroca”, afirma.
Entonces comenzó a comprar libros de recetas y a seguir paso a paso lo que grandes
reposteros como Jacques Tomes, Françoise Ruyard o Emily Luchetti le enseñaban. Cada
viaje, además, significaba una visita obligada a famosísimos lugares –cafeterías o tiendas
de delicatessen–: Hediard y Fauchon en París, La Bouette en Roma o Balducci en Nueva
York.
Aplicada alumna del Villa María, llevaba al colegio sus trufas y postres y los vendía.
“No me interesaba hacer negocio, lo que quería era que mis amigas los probaran”.
Nunca pensó, más bien, estudiar ni cocina ni repostería ni pastelería. Ni lo hizo. Una
vez que terminó los estudios se matriculó en el Instituto Montemar, pues quería ser
diseñadora gráfica. Pero seguía haciendo postres. Cada vez más sofisticados, cada
día diferentes. Sandra tiene la peculiaridad, por cierto, de descubrir qué ingredientes
componen cada dulce bocado que prueba por primera vez.
Después se dedicó a hacer chompas tejidas a mano, que exportaba con bastante
éxito. Por esos días conoció a Ugo Plevisani, peruano de origen romano y griego, y
gran cocinero. Sus padres eran muy amigos, se enamoraron y se casaron. Poco
tiempo después juntos abrieron el restaurante La Trattoria di Mambrino. Allí comenzó a
preparar sus célebres mousses y elaboró una simpática y extensa carta de postres
que cautivó a sus comensales, siendo uno de los restaurantes más apetecidos del
limeño barrio de Miraflores, cada postre es una obra de arte. Todos saben, sin
embargo, que el imprescindible es la Bocanera de chocolate: un bizcocho de chocolate
con centro líquido caliente, acompañado de bolas de helado de vainilla y canela,
espolvoreado con pecanas y decorado con rulos de caramelo. Sencillamente,
espectacular.
Receta que mantiene secretamente y que lo patentó el 05 de febrero del 2010.
Ha publicado varios libros de recetas de pastelería y cocina, con el fin de ayudar a
instituciones de salud publica en especial al los orientados a la lucha de los niños
contra el cáncer, minusválidos, o para los que nacen con Sida y no pueden ir al
colegio. Compromiso que mantiene con su hija a raíz de una penosa enfermedad.
En el 2011 publica el Libro del Gran Postre Peruano, ganadora en París el Gourmand
2011 en la categoría "Mejor Libro de Cocina Latinoamericana", editado por el Fondo
Editorial USMP.
Esta última publicación no es solamente un libro de recetas, que las tiene y muchas,
sino que además de explicarnos el origen de cada una de ellas, nos brinda un capítulo
dedicado a la historia de la repostería peruana, donde podremos conocer el origen del
azúcar, la llegada del azúcar a América y al Perú, los antecedentes de la repostería
que llegó al Perú y su desarrollo en el Virreynato, etc. Mención especial merece el
relato acerca de Flora Tristán y sus observaciones acerca de comida arequipeña y de
sus dulces y postres.
La más sofisticada repostería nacional nació en los conventos de monjas que se
establecieron durante la Colonia. Allí, mujeres españolas, mestizas, indias y negras
elaboraron los más delicados postres y dulces para deleite de nobles y plebeyos de la
época. La dulcería traída por los españoles tenía una notable in fluencia mora, pero en
el Perú adquirió su propia personalidad con ingredientes exóticos y diferentes logrando
los inigualables sabores de los que hoy podemos disfrutar.
Afortunadamente sus “secretos” no se quedaron encerrados en las paredes
monacales sino que salieron a las calles y se hicieron populares. Sandra ha viajado
por muchas provincias del país con la finalidad de rescatar la mayor cantidad de
dulces y postres regionales para poder brindarnos aquí las recetas que nos permitirá
prepararlos y disfrutarlos. Como dice Sandra en la presentación, “espero que disfruten
de este libro, de la historia que contamos en sus páginas y de sus recetas... Es tarea
de todos conservar nuestro más delicioso patrimonio.”
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