1. Len Trotsky Mi vida pgina 1 de333 Leon Trotsky MI VIDA
(1930)
2. Len Trotsky Mi vida pgina 2 de333 MI VIDA Para ofrecer al
lector garantas de autenticidad, en una obra de la importancia de
sta, hubo de hacerse la versin sobre el texto alemn, revisado por
el autor. Damos las gracias a Frau Alejandra Ramm, traductora al
alemn del original ruso, que desinteresadamente puso su trabajo a
nuestra disposicin Prlogo Puede que nunca hayan abundado tanto como
hoy los libros de Memorias. Es que hay mucho que contar! El inters
que despierta la historia del da se hace ms apasionado cuanto ms
dram- tica y ms accidentada es la poca en que se vive. En los
desiertos del Sahara no pudo nacer la pintura paisajista. Nos
hallamos en un momento de transicin entre dos pocas, y es natural
que sintamos la necesidad de mirar a un ayer, que, con serlo, queda
ya tan lejano, con los ojos de quienes lo vivieron activa y
afanosamente. Tal es, a nuestro parecer, la causa del gran auge que
ha tomado, desde la guerra para ac, la literatura autobiogrfica. Y
en ello puede residir tambin, acaso, la justificacin del presente
libro. Ya el mero hecho de que pueda publicarse obedece a una pausa
en la vida poltica activa de su autor. En el proceso de mi vida,
Constantinopla representa una etapa imprevista, aunque nada casual.
Acampado en el vivac -y no es este el primer alto en m camino-
espero sin prisa lo que ha de venir. La vida de un revolucionario
sera inconcebible sin una cierta dosis de "fatalismo". De cualquier
modo, ningn momento mejor que este entreacto de Constantinopla para
volver la vista sobre lo andado, entretanto que las circunstancias
nos permiten reanudar la marcha interrumpida. Mi primera idea fu
limitarme a trazar, rpidamente, unos cuantos esbozos
autobiogrficos, que vieron la luz en los peridicos. Advertir que,
desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la forma en que esos
ensayos llegasen a manos del lector. Mas, como todo trabajo tiene
su lgica, cuando los artculos periodsticos iban tocando a su fin,
era cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el tema. En vista de
ello, decid escribir un libro, acometiendo de nuevo el trabajo so-
bre una escala mucho mayor. Los primitivos artculos publicados en
los peridicos y el presente libro de Memorias, no guardan ms
afinidad que la del tema. Fuera de esto, tratase de obras per-
fectamente distintas. Me he detenido especialmente en el segundo
perodo de la revolucin de los Soviets, que se inicia con la
enfermedad de Lenin y el comienzo de la campaa contra el
"trotskismo". La lucha enta- blada por los epgonos en tomo al
poder, no tiene, como pretendo demostrar aqu, un carcter pu-
ramente personal, sino que revela una fase poltica: la reaccin
contra el movimiento de Octubre y los primeros sntomas del giro
termidoriano. Y as surge, casi espontneamente, la pregunta que
tantas veces he escuchado: -Pero, cmo se las arregl usted para
perder el Poder? La autobiografa de un poltico revolucionario tiene
por fuerza que tocar una serie de problemas tericos, relacionados
unos con la evolucin social de su pas, y otros con la marcha de la
huma- nidad, y muy especialmente con esos perodos crticos a que
damos el nombre de revoluciones. Como se comprende, estas pginas no
eran el lugar ms adecuado para ahondar en problemas tericos tan
complejos. La llamada teora de la revolucin permanente, que tanta
influencia ha tenido en mi vida, y que est cobrando un inters tan
grande en la Actualidad para los pases orientales, resuena a lo
largo de las pginas de este libro como un remoto leitmotiv. El
lector a quien esto no baste confrmese con saber que el anlisis
detenido del problema de la revolucin ser objeto de otra obra, en
la cual tratar de deducir y exponer las experiencias tericas ms im-
portantes de estos ltimos decenios.
3. Len Trotsky Mi vida pgina 3 de333 Por estas pginas desfilarn
buen golpe de personajes enfocados con una iluminacin un poco
distinta de aquella en que a los propios interesados hubiera
placido ver a su persona o a su partido. Y as, es natural que ms de
uno tache mis Memorias de poco objetivas. Ha bastado que los pe-
ridicos publicasen algunos fragmentos de esta obra, para que
empezasen a sonar las protestas y refutaciones. Era inevitable. Un
libro autobiogrfico como ste, aunque el autor hubiera consegui- do
hacer de l -y no se lo propuso, ni mucho menos- un fro daguerrotipo
de su vida, no poda menos de despertar, al publicarse ahora, un eco
de aquellas polmicas que acompaaron en vivo a las colisiones en l
relatadas. Pero estas Memorias no son una fotografa inanimada de mi
vida, sino un trozo de ella. En sus pginas, el autor sigue librando
el combate que llena su existencia. La exposicin es anlisis y es
crtica; el relato es a la par defensa y ataque, y ms ste que
aqulla. Creo sinceramente que es la nica manera de imprimir a una
biografa una elevada objetividad; es decir, de darle una fisonoma
en la que vivan los rasgos de una persona y de una poca. La
objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia
con que una hipocresa ave- riada trata al amigo y al adversario,
procurando sugerir solapadamente al lector lo que sera inco- rrecto
decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional
-que no otra cosa son- yo no pienso servirme. Ya que me he sometido
a la necesidad de hablar de m mismo -hasta hoy no s que nadie haya
conseguido escribir una autobiografa sin hablar de su persona-, no
tengo por qu ocultar mis simpatas y mis antipatas, mis amores mis
odios. He escrito un libro polmico. En l se refleja la dinmica de
una sociedad cimentada toda ella sobre antagonismos y
contradicciones. El estudiante que se insolente con su profesor;
los aguijo- nes de la envidia escondidos entre las zalemas de los
salones; en el comercio, una rabiosa compe- tencia, y como en el
comercio en la tcnica, en la ciencia, en el arte, en el deporte;
choques parla- mentarios bajo los que palpitan hondos conflictos de
intereses; la furiosa guerra diaria de la Pren- sa; huelgas
obreras; manifestantes ametrallados en las calles, maletas cargadas
de gases asfixian- tes con que se obsequian mutuamente por los
aires las naciones civilizadas; las lenguas de fuego de las guerras
civiles, que no dejan de azotar un instante la superficie de
nuestro planeta: he ah otras tantas formas y modalidades de
"polmica" social, que van desde lo cotidiano, normal, con-
suetudinario, y a fuerza de serlo, pese a su intensidad, casi
imperceptible, hasta ese grado: mons- truoso, explosivo, volcnico
de polmica que culmina en las guerras y las revoluciones. Es la
imagen de nuestra poca. De la poca con la que nos criamos, en la
que respiramos y vivimos. Imposible ser apolmicos sin hacerle
traicin. Pero hay otro criterio, un criterio ms escueto y
elemental, y es el que consiste en exponer con- cienzudamente los
hechos. As como el revolucionario ms intransigente no puede volver
la es- palda a las circunstancias de lugar y tiempo, el polemista
ms fogoso tiene que guardar las pro- porciones de las personas y
las cosas. A esta norma confo en que habr sabido mantenerme fiel en
el conjunto de la obra y en sus detalles. A veces, pocas,
reproduzco en forma dialogada antiguas conversaciones. A nadie se
le ocurrir exigir una reproduccin literal, a la vuelta de tantos
aos. No est tampoco en mi propsito asig- narles ese valor. Algunos
de los dilogos tienen carcter puramente simblico. Pero hay ciertas
conversaciones -todo el mundo lo sabe- que se graban con especial
relive en la memoria. Las co- munica uno a los amigos y allegados.
Y a fuerza de repetirlas, las palabras se quedan indelebles en el
recuerdo. Me refiero, en primer trmino, naturalmente, a las
conversaciones de carcter pol- tico. Yo soy hombre acostumbrado a
fiar en la memoria. Cuantas veces he contrastado objetivamente sus
recuerdos, los he encontrado justos. En efecto; aunque mi memoria
topogrfica-y no hablemos de la musical-es harto endeble, y la
plstica y la lingstica bastante mediocres, mi capacidad re- tentiva
para las ideas descuella considerablemente sobre el nivel medio. Y
las ideas, el desarrollo de las ideas y las luchas de los hombres
en torno a ellas, llenan la parte principal de esta obra. Cierto
que la memoria no es una mquina registradora cine funcione
automticamente. Ni tiene nada de desinteresado. Tiende con
frecuencia a descartar o dejar recatados en un rincn sombro
aquellos episodios que no le parecen favorables al instinto vital
que la vigila, y claro est que no
4. Len Trotsky Mi vida pgina 4 de333 lo hace generalmente por
altruismo. Pero dejemos estas cuestiones al "psicoanlisis",
ingenioso y divertido a ratos, aunque ms arbitrario y caprichoso
que ameno casi siempre. Huelga decir que he procurado revisar
celosamente los datos de la memoria sobre las piezas do- cumentales
de que dispona. A pesar de todas las trabas y dificultades que se
me ofrecieron para poder consultar las bibliotecas y los archivos,
los datos ms importantes en que se basa este traba- jo han sido
objeto de comprobacin. Desde 1897, he batallado casi siempre con la
pluma en la mano. Gracias a esto, los episodios de mi vida han ido
dejando, durante ms de treinta y dos aos, un rastro casi
ininterrumpido en el papel impreso. Con el ao 1903, empiezan las
luchas intestinas dentro del partido, ricas en duelos personales.
Ni mis adversarios ni yo rehuimos nunca los golpes, y en la letra
de imprenta han quedado las cicatrices. Desde el alzamiento de
Octubre, la historia del movimiento revolucionario comienza a
ocupar lugar preeminente en las investigaciones de los
historiadores e institutos hist- ricos rusos. De los Archivos de la
revolucin y del Departamento de polica de los zares van sa- liendo
a la luz y entregndose a la imprenta, con notas y comentarios
aclaratorios, todos los mate- riales que encierran algn inters. En
los primeros aos, cuando an no haba por qu ocultar ni disfrazar
nada, este trabajo llevbase concienzudamente. Las "Ediciones del
Estado" han publica- do las obras completas de Lenin y parte de las
mas, provistas de notas que llenan docenas de p- ginas de cada
volumen y contienen los datos indispensables para situar la
actividad de sus autores y los sucesos de la poca que abarcan. Esto
me ha ayudado mucho, naturalmente, guindome con segura orientacin
en la trama cronolgica de los hechos y librndome de incurrir, a lo
menos, en errores de bulto. No niego que mi vida no ha discurrido
por los cauces ms normales. Pero las causas de ello no hay que
buscarlas en m mismo, sino en las condiciones de la poca en que mi
vida se ha desarro- llado. Por supuesto, que para llevar a cabo la
labor, buena o mala, que me cupo en suerte, hacan falta ciertas
dotes personales. Pero, en otro ambiente histrico, estas dotes
hubieran dormitado tranquilamente, como tantas y tantas capacidades
y pasiones humanas que no tienen, salida en el mercado de la vida
social. En cambio, es posible que hubiesen surgido en m otras
condiciones, hoy anuladas o cohibidas. Por encima de la
subjetividad se alza lo objetivo, que es siempre, en ltima
instancia, lo que decide. El curso consciente de mi vida, que
empieza hacia los diez y siete o los diez y ocho aos, ha sido una
constante lucha por ideas determinadas. En mi vida personal no hay
nada que merezca de por s la publicidad. Todo lo que en mi pasado
pueda haber de ms o menos extraordinario, hllase asociado
ntimamente a las luchas revolucionarias y recibe de stas su relieve
y valor. Es la nica razn que, puede justificar el que salga a luz
esta autobiografa. Pero, la razn es a la par la dificultad. Los
sucesos de mi vida personal estn de tal manera pren- didos en la
trama de los hechos histricos, que es punto menos que imposible
arrancarlos a ella. Sin embargo, este libro no pretende hacer
historia. No destaca los hechos por lo que en s objeti- vamente
signifiquen, sino en lo que tienen de contacto con las vicisitudes
de la vida del autor. Nada tendr, pues, de extrao, que en la
pintura de momentos o etapas enteras falten las propor- ciones que
seran de rigor en una obra histrica. Para trazar la lnea divisoria
entre la autobiografa y el proceso de la revolucin, no hemos tenido
ms remedio que proceder de un modo emprico. Sin convertir por ello
el relato de una vida en un estudio de historia, haba que ofrecer
al lector un punto de apoyo en los hechos que informaron el giro de
aqulla. Dando por supuesto, naturalmen- te, que quien leyere estas
pginas conoce las lneas generales de nuestra revolucin y que hasta
con avivar rpidamente en su recuerdo los hechos histricos y sus
consecuencias. Cuando este libro salga a luz, habr cumplido
cincuenta aos. Mi cumpleaos cae en el da de la Revolucin de
Octubre. Un pitagrico o un mstico argiran de aqu grandes
conclusiones. La verdad es que yo no he venido a parar mientes en
esta curiosa coincidencia hasta que ya haban pasado tres aos de las
jornadas de Octubre. Hasta la edad de nueve aos, viv sin
interrupcin en
5. Len Trotsky Mi vida pgina 5 de333 una aldea apartada del
mundo. Pas ocho estudiando en el Instituto. Al ao de salir de sus
aulas, fui detenido por vez primera. Mis Universidades fueron, como
las de tantos otros en aquella po- ca, la crcel, el destierro y la
emigracin. Dos veces estuve preso en las crceles zaristas, por es-
pacio de cuatro1 aos en total; las deportaciones del antiguo rgimen
me alcanzaron otras tantas veces, la primera dos aos poco ms o
menos, la segunda unas semanas. Las dos veces pude huir de Siberia.
He vivido emigrado, en junto, unos doce aos, en varios pases de
Europa y Amrica: dos aos antes de estallar la revolucin de 1905 y
hacia diez despus de su represin. Durante la guerra, fui condenado
a prisin en rebelda en la Alemania de los Hohenzollers (1905); al
siguien- te ao, expulsado de Francia a Espaa, donde, tras breve
detencin en la crcel de Madrid y un mes de estancia en Cdiz bajo la
vigilancia de la polica, me expulsaron de nuevo rumbo a Nor-
teamrica. All, me sorprendieron las primeras noticias de la
revolucin rusa de Febrero. De vuel- ta a Rusia, en marzo de 1917,
fui detenido por los ingleses e internado durante un mes en un cam-
po de concentracin del Canad. Tom parte activa en las revoluciones
de 1905 y 1917, y ambos aos fui Presidente del Soviet de
Petrogrado. Intervine muy de cerca en el alzamiento de Octubre y
pertenec al Gobierno de los Soviets. En funciones de Comisario del
pueblo para las relaciones exteriores, dirig en Brest-Litovsk las
negociaciones de paz entabladas con Alemania, Austria- Hungra,
Turqua y Bulgaria. Ocup el Comisariado de Guerra y Marina, y desde
l dediqu cinco aos a la organizacin del Ejrcito rojo y la
reconstruccin de la flota. En el ao 1920, me encar- gu, adems, de
dirigir los trabajos de reorganizacin de los ferrocarriles, que
estaban en el mayor abandono. Dejando a un lado los aos de la
guerra civil, la parte principal de mi vida la llena mi actividad
de escritor y militante dentro del partido. Las "Ediciones del
Estado" emprendieron en 1923 la publi- cacin de mis obras
completas. De entonces ac, han visto la luz, sin contar los cinco
tomos en que se coleccionan mis trabajos sobre temas militares,
trece volmenes. La publicacin fue sus- pendida en el 1927, cuando
empez a agudizarse la campaa de persecucin contra el "trotskis-
mo". En enero de 1928 me envi al destierro el actual Gobierno ruso,
y hube de pasar un ao junto a la frontera china. En febrero de 1929
fui expulsado a Turqua, y escribo estas lneas en Constantino- pla.
No puede decirse que mi vida, aun presentada en tan rpida sntesis,
tenga nada de montona. Ms bien cabra afirmar, por el nmero de
virajes bruscos, sbitos cambios y agudos conflictos, por los
vaivenes que en ella tanto abundan, que es una vida pletrica de
"aventuras". Y, sin em- bargo, permtaseme afirmar que nada hay que
tanto repugne a mis naturales inclinaciones como una vida
aventurera. Mi amor al orden y mis hbitos conservadores puede
decirse que rayan en lo pedantesco. Amo y s apreciar el mtodo y la
disciplina. No con nimo de paradoja, sino porque es verdad, dir que
me indignan la destruccin y el desorden. Fui siempre un discpulo
aplicado y puntual, dos condiciones que he conservado a lo largo de
toda la vida. Durante los aos de la gue- rra civil, cuando en mi
tren cubra distancias varias veces iguales al Ecuador, me recreaba
ver, de trecho en trecho, una empalizada nueva de tablas de pino.
Lenin, que me conoca esta pequea Debilidad, sola burlarse
cariosamente de m a causa de ella. Para m, los mejores y ms caros
productos de la civilizacin han sido siempre -y lo siguen siendo-
un libro bien escrito, en cuyas pginas haya algn pensamiento nuevo,
y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los dems los
mos propios. Jams me ha abandonado el deseo de aprender, y cuntas
veces, en me- dio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la
sensacin de que la labor revolucionaria me impeda estudiar
metdicamente! Sin embargo, casi un tercio de siglo de esta vida se
ha consa- grado por entero a la revolucin. Y si empezara a vivir de
nuevo, seguira sin vacilar el mismo camino. Vome obligado a
escribir estas lneas en la emigracin, la tercera de la serie,
mientras mis mejo- res amigos, que lucharon con denuedo decisivo
por ver implantada la Repblica de los Soviets, pueblan sus crceles
y sus estepas, presos unos y otros deportados. Algunos hay que
vacilan, que 1 El "5" era la nota mejor, y el "1" la peor.
6. Len Trotsky Mi vida pgina 6 de333 retroceden y se rinden al
adversario. Unos, porque estn moralmente agotados; otros, porque,
con- fiados a sus solas fuerzas, son incapaces para encontrar una
salida a este laberinto en que los colo- caron las circunstancias;
otros, en fin, por miedo a las sanciones materiales. Es la tercera
vez que presencio una desercin en, masa de las banderas
revolucionarias. La primera fu tras el reprimi- do movimiento de
1905; la segunda, al estallar la guerra. Conozco harto bien, por
experiencia, lo que son estas mareas y reflujos. Y s que estn
regidos por leyes. No vale impacientarse, pues no han de cambiar de
rumbo a fuerza de impaciencia. Y yo no soy de esos que acostumbran
a enfocar las perspectivas histricas con el ngulo visual de sus
personales intereses y vicisitudes. El deber primordial de un
revolucionario es conocer las leyes que rigen lo sucesos de la vida
y saber en- contrar, en el curso que estas leyes trazan, su lugar
adecuado. Es, a la vez, la ms alta satisfaccin personal que puede
apetecer quien no une la misin de su vida al da que pasa. L.
TROTSKY Prinkipo, 14 de septiembre de 1929. I a n o v k a Tinese a
la infancia por la poca ms feliz de la vida. Lo es, realmente? No
lo es ms que para algunos, muy pocos. Este mito romntico de la niez
tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados.
Los que gozaron de una niez holgada y radiante en el seno de una
familia rica y culta, sin carecer de nada, entre caricias y juegos,
suelen guardar de aquellos tiempos el recuer- do de una pradera
llena de sol que se abriese al comienzo del camino de la vida. Es
la idea perfec- tamente aristocrtica, de la infancia, que
encontramos canonizada en los grandes seores de la literatura o en
los plebeyos a ellos enfeudados. Para la inmensa mayora de los
hombres, si por acaso vuelven los ojos hacia aquellos aos, la niez
es la evocacin de una poca sombra, llena de hambre y de sujecin. La
vida descarga sus golpes sobre el dbil, y nadie ms dbil que el ni-
o. La ma no fu una infancia helada ni hambrienta. Cuando yo nac, mi
familia haba conquistado ya el bienestar. Pero era ese duro
bienestar de quienes han salido de la miseria a fuerza de priva-
ciones y no quieren quedarse a mitad de camino. En aquella casa,
todos los msculos estaban ten- sos, todos los pensamientos
enderezados hacia una preocupacin: trabajar y acumular. Ya se
comprende que, en tales condiciones, no quedaba mucho tiempo libre,
para dedicarlo a los nios. Y si es verdad que no supimos lo que era
la miseria, tampoco conocimos la abundancia ni las ca- ricias de la
vida. Para m, los aos de la niez no fueron ni la pradera soleada de
los privilegiados ni el infierno adusto, hecho de hambre, violencia
y humillacin, que es la infancia para los ms. Fu la niez montona,
incolora, de las familias modestas de la burguesa, soterrada en una
aldea, en un rincn sombro del campo, donde la naturaleza es tan
rica como mezquina y limitadas las costumbres, las ideas y los
intereses. La atmsfera espiritual que envolvi mis primeros aos y
aquella en que haba de discurrir mi vida desde que tuve uso de
razn, son dos mundos distintos entre los que se alzan, aparte de
las distancias y los aos, una cordillera de grandes acontecimientos
y toda una serie de conmociones interiores, que no por quedar
recatadas son menos decisivas para la vida de quien las
experimenta. Cuando por vez primera me puse a abocetar estos
recuerdos, cercbame, obstinada, la sensacin de que no era mi propia
niez la que evocaba, sino un viaje ya casi olvidado por lejanas
tierras. Y hasta llegu a pensar en poner el relato en tercera
persona. Pero me abstuve de hacerlo, para que esta forma
convencional no fuese a dar cierto aire "literario" a mis
recuerdos, pues nada hay que tanto me preocupe como el huir de
hacer en ellos literatura. Mas, aunque se trate de dos mundos
antagnicos, hay no s qu sendas subterrneas por las que la unidad de
persona se trasplanta del tino al otro. Es lo que explica, en
general, el inters por las Memorias y autobiografas de hombres que,
por una razn o por otra, llegaron a ocupar puestos destacados en la
sociedad. Intentar, pues, referir con algn detalle lo que fueron mi
niez y mis
7. Len Trotsky Mi vida pgina 7 de333 primeras letras,
procurando no incurrir en anticipacin ni prejuicio; es decir, no
dar a los hechos un enfoque predeterminado, sino exponerlos
sencillamente, tal como fueron, o tal como, al me- nos, se han
conservado en mi memoria. Ms de una vez me ha acontecido creer
recordar hasta los tiempos en que andaba colgado del pe- cho de mi
madre. Hay que suponer, sin embargo, que transpondra
inconscientemente a mi pasado la sugestin de lo que ms tarde hube
de observar en mis hermanos, pequeos. Guardo un recuer- do confuso
de no s qu escena que debi de desarrollarse debajo de un manzano,
en una huerta, teniendo yo unos diez y ocho meses. Mas tampoco este
recuerdo es seguro. En cambio, se me fij bastante bien en la
memoria el sucedido siguiente: Haba ido con mi madre de visita a
casa de la familia Z. de Bobrnez, que tena una nia de dos o tres
aos. Me dijeron que yo era su novio. Nos pusimos a jugar en una
sala, sobre el piso encerado. A poco, desaparece la nena y el rapaz
se que- da slo, arrimado a una cmoda: vive un momento de pasmo,
como en un sueo. Entra mi madre con la seora de la casa. Mi madre
se queda mirando para el chiquillo, luego para un charquito que hay
junto a l, toma a mirar al chico, menea la cabeza con gesto de
reproche, y dice: -No te da vergenza?... El chico mira para la
madre, se mira a s y mira al charco, como a algo que nada tuviese
que ver con l. -Por Dios, djalo; no tiene ninguna importancia!-dice
la seora de la casa-. Los pobres, estaban distrados jugando... El
nio no se siente avergonzado ni arrepentido. Qu edad poda tener?
Unos dos aos, acaso tres. Fue por entonces cuando, paseando con la
chacha por la huerta, vi la primera culebra. -Mira, mira, Liova
-dijo la chica, apuntando para algo que brillaba entre la yerba-;
mira dnde est enterrada una tabaquera! Y cogiendo un palito, se
puso a escarbar. La niera era tambin una nia, pues no tendra ms de
diez y seis aos. La tabaquera, al hurgarla, se desenroll y result
ser una culebra, que se desliz silbando por entre la maleza del
huerto. La niera, toda asustada, rompi a chillar, me cogi del brazo
y salimos corriendo. A m, me costaba trabajo todava mover las
piernas a prisa. Todo jadeante, les cont a los de casa cmo habamos
credo encontrar entre la yerba una tabaquera y haba resultado ser
una culebra. Me acuerdo tambin perfectamente de otra escena
ocurrida por aquellos aos en la cocina "blan- ca". Mis padres han
salido y en la cocina estn la criada, la cocinera y una visita. Est
tambin Alejandro, mi hermano mayor, que ha venido a casa a pasar
las vacaciones. Mi hermano se enca- rama con los dos pies en lo
alto de una pala de madera, tomndola a guisa de zancos, y se pone a
andar a saltitos por el piso de barro de la cocina. Le pido que me
deje la pala, intento hacerlo yo tambin, caigo de bruces contra el
suelo y me echo a llorar a gritos. Alejandro me levanta, me besa y,
en brazos, me saca de la cocina. Acaso tuviese cuatro aos cuando me
montaron en una yegua grande, de pelaje gris, mansa como un
cordero; estaba a pelo, sin freno ni silla, con un ramal al
pescuezo solamente. Abra las piernas cuanto pude y me aferr a la
crin con las dos manos. La yegua me llev, con un andar muy suave, y
acert a pasar por debajo de un peral, una de cuyas ramas me azot en
el vientre. Sin darme cuenta de lo que pasaba, resbal por el lomo
del animal y fui a dar con el cuerpo entre la yerba. No me doli,
pero no saba cmo explicarme aquello. Juguetes de tienda, apenas
tuve nunca ninguno. Unicamente un caballito de cartn y una pelota
que mi madre me trajo un da de Kharkof. Mi hermana la pequea y yo
jugbamos con muecas caseras de trapo, que nos hacan ta Fenia y ta
Raisa, hermanas de mi padre, y a las que la ta Fe- nia pintaba con
lpiz ojos, boca y nariz. Aquellas muecas me parecan a m algo
extraordinario, y todava me parece estarlas viendo. Una tarde de
invierno, Ivn Vasilievich, el mecnico de la fin- ca, me hizo un
coche de cartn con ventanas y las ruedas pegadas con engrudo. Mi
hermano, ma- yor, que estaba en casa pasando las Navidades, dijo
que un coche como aquel lo haca l de dos guantadas. Como primera
providencia lo desmont, armse de regla, lpiz y tijeras y se estuvo
dibujando largo y tendido, pero luego, al recortar los dibujos,
result que no casaban.
8. Len Trotsky Mi vida pgina 8 de333 Los parientes y conocidos
que salan de viaje me solan preguntar: -Qu quieres que te traigamos
de Ielisavetgrado o de Nikolaief? Los ojos se me saltaban. Qu les
pedira? Alguien vena en mi auxilio, y me aconsejaba: un caba- llito
o libros, o lpices de colores, o unos patines. -Unos
patines!-conclua yo-. Pero que sean de tal marca- y deca una que le
haba odo a mi her- mano. Mas los viajeros, apenas trasponan el
umbral, se olvidaban de la promesa. Y yo viva das y se- manas
enteras alimentando mi esperanza, para luego atormentarme con el
desengao. En la huerta que haba delante de casa posse una abeja
sobre una flor de girasol. Yo saba que las abejas picaban y que
haba que andarse con precauciones. Arranqu, pues, una hoja de
salvia y cog con ella el animalillo. De pronto sent una punzada
horrible, y sal corriendo y chillando por el corral adelante hasta
el taller en que trabajaba Ivn. Este me sac el aguijn y me unt el
dedo con un lquido, que me quit los dolores. Ivn Vasilievich tena
un vago con tarantelas puestas en aceite de girasol. Era el remedio
que se consideraba ms eficaz contra las picaduras. Las tarantelas
las habamos cazado Vitia Gertopanoff y yo, con un hilo que tena
atado a uno de los extremos un pedacito de cera y que se meta en el
agujero. La tarantela quedbase pegada con las patitas a la cera.
Luego, la guardbamos en una caja de cerillas. Pero no aseguro que
esto de andar a caza de tarantelas no ocurriese ya en una poca ms
tarda. Me acuerdo de haber odo hablar en una de aquellas charlas
con que se distraan las largas veladas invernales, de cmo y cundo
haban comprado mis padres la finca de Ianovka, de la edad que
tenamos entonces los nios y de cundo haba entrado al servicio de la
casa Ivn. -A Liova -dijo m madre, mirndome con ojos de malicia- le
trajimos ya listo de la alquera. Yo echo mis cuentas para m y digo
luego, en voz alta: -Entonces, yo nac en la alquera? -No-me
contestan-; naciste aqu, en Ianovka. -Pues, no dice mam que me
trajeron listo de la alquera? -Lo ha dicho por decirlo, por gastar
una broma... Sin embargo, la explicacin no me satisface del todo, y
pienso que es una broma un poco extraa; pero nada digo. Me basta
con leer en la cara de las personas mayores que me rodean esa
sonrisa caracterstica e insoportable de los iniciados. Del recuerdo
de aquella velada junto al t invernal, en que nadie tiene prisa,
brota una cronologa. Pues habiendo yo nacido el 26 de Octubre, ello
quiere decir que mis padres se debieron de trasladar de la alquera
a la finca de Ianovka en la pri- mavera o en el verano de 1879. Fu
el ao en que estallaron las primeras bombas de dinamita contra el
zarismo. El 26 de agosto de 1879, dos meses antes de nacer yo el
partido terrorista "Narodnaia Wolia2 ", que acababa de crearse,
decret la muerte de Alejandro II. El 19 de noviembre estall la
bomba al paso del tren real. Y comenz la cruzada de terror que el
da 1. de marzo de 1881 haba de costarle la vida al Zar, a la vez
que exterminaba al propio partido ejecutor. Un ao antes haba
terminado la guerra ruso-turca. En agosto de 1879, Bismarck pona la
primera piedra de la alianza germano-austriaca. Fu el mismo ao en
que Zola public aquella novela "Nana" donde apareca el futuro
organizador de la "Entente", a la sazn prncipe de Gales, lucien- do
su talento de conquistador de artistas de opereta. El vendaval de
la reaccin, que haba arrecia- do desde la guerra franco-prusiana y
la represin de la Comuna de Pars, segua adueado de la poltica
europea. En Alemania regan ya las leyes de excepcin dictadas por
Bismarck contra el socialismo. En el mismo ao -1879- Vctor Hugo y
Luis Blanc presentaban a la Cmara francesa la peticin de amnista a
favor de los communards. Pero a la aldehuela donde yo vine al mundo
y pas los nueve primeros aos de mi vida no llega- ban ni el eco de
los debates parlamentarios, ni el de las transacciones diplomticas,
ni aun siquiera el que levantaban las explosiones de la dinamita.
En las estepas inmensas de la provincia de Kher- 2 "Voluntad del
pueblo": es el nombre de un peridico y de una tendencia poltica de
aquella poca.
9. Len Trotsky Mi vida pgina 9 de333 son y en toda Novorosia
reinaban con reino indisputado y regido por sus propias leyes el
trigo y las ovejas. Su dilatada extensin y la falta de
comunicaciones tenanlas inmunizadas contra toda posible infeccin
poltica. Innmeros montculos esteparios eran claro indicio de la
gran emigra- cin de los pueblos derramada en tiempos sobre aquellas
comarcas. Mi padre era un terrateniente que empez trabajando en
condiciones muy modestas y fu agran- dando su hacienda poco a poco,
a fuerza de sacrificios. Habase emancipado de chico con su fami-
lia del suelo judo donde naciera, en la provincia de Poltava, para
probar suerte en las estepas li- bres del Sur. En las provincias de
Kherson y Iekaterinoslavia haba por entonces unas cuarenta colonias
agrcolas judas, pobladas por veinticinco mil almas aproximadamente.
Hasta el ao 1881, el agricultor judo hallbase equiparado al mujik,
no slo en derechos, sino en pobreza. A fuerza de trabajar
infatigable, dura e inexorablemente sobre la primera tierra
adquirida, con sus brazos y los ajenos, mi padre fu saliendo
adelante poco a poco. En la colonia de Gromokley no llevaban el
Registro civil con gran rigor. Muchas partidas sent- banse a medida
que iban conviniendo. Mis padres decidieron que ingresase en una
escuela gra- duada, y como result que no tena edad legal, en la
certificacin, hubo de anticiparse el naci- miento un ao, del 79 al
78. De modo que haba que llevar la cuenta de mis aos por partida
do- ble: una para la edad oficial y otra para la autntica. Durante
los nueve primeros aos de mi vida, puede decirse que apenas
traspuse la raya de la aldea paterna. Esta tena su nombre, Ianovka,
del anterior propietario Ianovky, a quien mi padre com- prara la
tierra. De soldado raso haba llegado a Coronel, y como gozaba del
favor de sus superio- res, le dieron a elegir, reinando Alejandro
II, 500 desiatinas de tierra en las estepas, todava yer- mas, de la
provincia de Kherson. El Coronel levant en la estepa una casuca de
barro techada de paja y una granja igualmente primitiva. Pero no
consigui sacar adelante la explotacin. Su fami- lia, al morir l,
volvise a Poltava. M padre les compr unas cien desiatinas, tomando
adems en arriendo hacia 200. Todava me acuerdo perfectamente de la
Coronela, una vieja seca, que sola presentarse en nuestra casa una
o dos veces al ao a cobrar la renta y a ver cmo andaban las co-
sas. Haba que mandar el "coche" a buscarla a la estacin y ponerle
una silla para que pudiera descender de l ms cmodamente. Era un
carro al que le haban puesto muelles habilitndole para "coche",
pues hasta mucho ms tarde no tuvimos faetn y un buen tiro de
caballos. A la Co- ronela ponanle caldo de gallina y huevas
blandas. La vieja sala a pasear a la huerta con mi her- mana, y an
me parece verla araar con sus uas secas la resina cuajada en los
troncos de los r- boles y comrsela, pues aseguraba que era una
deliciosa golosina. Gradualmente iba dilatndose en nuestra posesin
la superficie de tierra labranta y el nmero de yuntas y cabezas de
ganado. Mi padre intent aclimatar en la finca las merinas, pero el
ensayo no cuaj. En cambio, tenamos una piara grande de cerdos, que
se movan a sus anchas por el corral, hozndolo todo y acabando con
la huerta. La explotacin llevbase celosamente, pero a la antigua.
All, nadie se preocupaba de averiguar ms que a ojo y por tanteo qu
ramas rendan beneficios y cules prdidas. Por lo mismo, hacase
tambin imposible de todo punto tasar la hacienda. Toda nuestra
fortuna estaba en la tierra, en las espigas, en el trigo; y ste,
amontonado en las paneras o camino del puerto. Muchas veces, mi
padre acordbase de pronto a la hora del t o de la cena, y deca:
-Apunta que hoy se han recibido 1.300 rublos del comisionista, 660
se mandaron a la Coronela y 400 se los di a Dembovsky. Y apunta,
adems, que di cien rublos a Feodosia Antonovna la prima- vera
pasada, cuando estuve en Ielisavetgrado. Ese era, poco ms o menos,
el mtodo de contabilidad que se llevaba all. Y, a pesar de todo, mi
padre iba saliendo adelante, lenta y porfiadamente. Vivamos en la
misma casucha de barro que haba levantado nuestro antecesor. Estaba
cubierta de paja, y debajo del alero albergaba innumerables nidos
de gorriones. Por fuera, las paredes estaban todas agrietadas y
eran nido de culebras. No nos cansbamos de echar en los resquicios
agua hir- viendo del samovar. Cuando llova fuerte, el agua se
colaba por el techo, que era muy bajo, sobre todo en el portal.
Para recogerla, ponan en el suelo barreos y palanganas. Los cuartos
eran pe-
10. Len Trotsky Mi vida pgina 10 de333 queos, los cristales de
las ventanas turbios, los pisos de los dos dormitorios y del cuarto
de los nios, de barro, donde anidaban a sus anchas las pulgas. El
comedor estaba entarimado y todas las semanas fregaban el piso con
arena. El del cuarto principal de la casa, que meda ocho pasos de
largo y al que daban el pomposo nombre de "saln", estaba encerado.
En esta sala era donde se alojaba, cuando vena, la Coronela. En el
jardincillo que haba delante de casa se alineaban unas cuantas
acacias amarillas y rosales blancos y colorados, y en el verano
grandes matas de "habas de Espaa". El patio o corral no estaba
cerrado con empalizada. En un pabelln grande de barro, techado con
teja y construido ya por mi padre, se albergaban el taller, la
cocina para el personal y el cuarto de la servidumbre. A
continuacin estaba el granero "pequeo", de madera, y luego ve- na
el granero "grande" y en seguida el "nuevo", todos con techumbre de
caa. Para que no pudie- ra penetrar el agua y el trigo no se
pudriese, los graneros estaban levantados sobre piedras. En la
cancula y en la poca de los hielos se recogan aqu, entre el suelo y
las tablas, los perros, los cerdos y las aves. Las gallinas
buscaban, para poner, los rincones ms recatados. Muchas veces, tena
que ir yo, arrastrndome por entre las piedras, a sacar los huevos
del nido, pues el cuerpo de un adulto no hubiera podido colarse por
all. Sobre la techumbre del granero grande venan a ani- dar todos
los aos las cigeas, y levantando al cielo su pico colorado, se
tragaban ranas y cule- bras. Era muy desagradable de ver. Se vea
colgar el cuerpo de la culebra y pareca como si estu- viese
devorando por dentro al pjaro. En el granero, dividido en varios
compartimentos, se amon- tonaban el oloroso trigo candeal, la
cebada, de speras aristas; las simientes del lino, suaves, escu-
rridizas, casi fluidas; las negras perlas de la colza, con sus
reflejos azulinos; la avena, delgada y ligera. Cuando en casa hay
una visita de respeto, a los chicos nos es permitido ir a jugar al
escondite a los graneros. Y heme aqu trepando por el tabique de uno
de los compartimentos, tirndome a lo alto de un montn de trigo y
dejndome resbalar por la otra vertiente. Los brazos se entierran
hasta el codo y las piernas hasta la rodilla en la avalancha de
trigo, los zapatos, no pocas veces agujerea- dos, y la camisa se
llenan de granos. La puerta del granero est cerrada; alguien ha
colgado por fuera el candado, para disimular, pero sin echar la
llave, pues as lo requieren las reglas del juego. Me veo tumbado en
el frescor del granero, enterrado entre el trigo, respirando el
polvillo vegetal, y oigo a Senia W. o a Senia Ch. o a Senia S., a
mi hermana Lisa o a cualquiera de los otros rondar por la corraliza
y descubrir a los que se han escondido; pero conmigo, enterrado
entre el trigo fresco, no consiguen dar. Las cuadras y los establos
de los caballos, las vacas y los cerdos y las jaulas de las aves
estn del otro lado de la casa. Todo construido primitivamente, con
argamasa de barro, ramaje y paja. Co- mo a unos cien pasos de la
casa est el pozo, y detrs una presa que riega los huertos de los
cam- pesinos. Todas las primaveras la crecida rompa la presa, y
haba que volver a reforzarla con paja, tierra y boigas secas. En un
pequeo altozano, junto a la presa, levantbase el molino, una barra-
ca de madera que daba albergue a una pequea mquina de vapor de diez
caballos de fuerza, y a dos muelas. Aqu se pasaba mi madre la mayor
parte de su afanosa vida, durante los primeros aos de mi niez. El
molino no trabajaba slo para la finca, sino para cuantos quisieran
venir a moler a l, en diez o quince vertstas a la redonda. Los
campesinos acudan con sus sacos de trigo y pagaban un diezmo por la
molienda. En tiempo de calor, antes de la trilla, el molino
trabajaba las veinticuatro horas del da, y cuando yo supe ya
escribir y contar, me mandaban muchas veces pesar el trigo de los
campesinos y calcular lo que haba que separar por la maquila. Una
vez reco- gida la cosecha, el molino se cerraba, emplendose la
mquina para trillar. Ms adelante, instala- ron un motor fijo, y las
paredes del nuevo molino eran de piedra y la techumbre de teja. La
anti- gua casucha del Coronel cedi tambin el puesto a una casa
grande de ladrillo con techumbre de chapa ondulada. Pero todo esto
ocurra cuando yo tena ya cerca de diez y siete aos. Recuerdo que en
las ltimas vacaciones haba intentado calcular la distancia entre
las ventanas y la medida de las puertas, pero no lo consegu. Cuando
volv a la aldea, ya estaban echados los cimientos, de piedra. No
volvi a presentrseme ocasin de habitar la nueva morada, donde hoy
tiene su hogar una escuela de los Soviets...
11. Len Trotsky Mi vida pgina 11 de333 Muchas veces, los
labriegos tenan que estarse semanas enteras esperando la molienda.
Los que vivan cerca, ponan los sacos en turno y se iban a sus
casas. Pero los que tenan la casa lejos, se acomodaban en sus
carros, y cuando llova dorman encima de los sacos, en el molino. A
uno de estos aldeanos le desapareci un da una brida del aparejo.
Alguien le dijo que haba visto a un muchacho, hijo de otro
labriego, andar con su caballo. Revolviendo en el carro de su
padre, apareci la brida escondida entre el heno. El padre del
ladronzuelo, un aldeano barbudo de rostro sombro, santiguse vuelto
hacia Oriente y jur que la culpa era toda del maldito mucha- cho,
que era un pillo, que l no tena arte ni parte en el robo y que iba
a arrancarle las entraas. Pero el otro no le crea. Entonces, el
padre, cogiendo al chico por el pescuezo, le derrib en tierra y se
puso a azotarlo despiadadamente con el cuerpo del delito. Yo
observaba esta escena por entre las espaldas de los mayores, que
hacan corro. El muchacho clamaba y juraba que no volvera a hacerlo.
Y aquellas almas de Dios escuchaban impasibles los chillidos de la
vctima, fumando tranquilamente los cigarrillos liados por su mano y
mascullando para sus barbas que el otro daba de azotes al rapazuelo
para descargar sobre l la culpa, pero que a quien haba que azotar
era al padre. Detrs de los graneros y los establos alzbanse los
cobertizos, techumbres gigantescas de ms de setenta pies de largo
-unas de paja y otras de caa-, sostenidas sobre estacas, y sin
muros. Bajo estos cobertizos se amontonaban grandes parvas de
trigo, que luego, en los tiempos de lluvia o de tormenta, se
aventaban o trillaban. Detrs de los cobertizos estaba la era, donde
se haca la trilla. Y ms all, separado por una zanja, el aprisco,
hecho todo de estircol seco. Mi niez se halla toda asociada a la
casucha del Coronel y al viejo sof del comedor. En este sof,
chapado de madera roja imitando caoba, era donde yo me sentaba para
tomar el t, para comer, para cenar, donde jugaba con mi hermana a
las muecas y donde, ms tarde, me entregaba a la lectura. La tela
estaba rota por dos sitios. Tena un agujerito pequeo del lado donde
se sentaba Ivn Vasilievich y otro, bastante mayor, donde yo tomaba
asiento junto a mi padre. -Ya va siendo hora de ponerle otra tela
al sof- dice Ivn. -S, ya va siendo hora -asiente mi madre-. No
hemos vuelto a forrarlo desde el ao en que mataron al Zar. -No
llevo otra cosa en el pensamiento -alega mi padre- cuando bajo a la
villa. Pero, ya sabis lo que ocurre, se harta uno de correr de ac
para all, el cochero le clava a uno, no se mira ms que salir de all
cuanto antes, y todo se deja olvidado. Sosteniendo el techo
achaparrado, corra a lo largo del comedor una viga pintada de
blanco, en la que solan colocarse los objetos ms diversos: platos
con comida, para que no los alcanzase el gato, clavos, cuerdas,
libros, un tintero taponado con papel, un palillero con una pluma
vieja, toda oxidada. En aquella casa, no abundaban las plumas. Haba
semanas en que tena que cortar con un cuchillo de mesa una pluma de
madera, para copiar los caballitos que venan en las ilustraciones
de unos cuantos nmeros viejos de la "Niva". Arriba, en lo alto del
techo, en un saliente hecho para recoger el humo, moraba el gato.
All traa al mundo a sus cras, y, cuando apretaba el calor, bajaba
con ellas entre los dientes, dando -un salto magnfico. Las visitas
un poco altas tropezaban irremisiblemente con la cabeza contra la
viga, al levantarse de la mesa, y era costumbre advertir- las del
peligro, dicindoles: Cuidado!, a la par que se apuntaba con la mano
hacia arriba. El mueble ms notable que haba en la salita, ocupando
un espacio considerable, era el piano. Este piano haba entrado en
casa en una poca de que yo me acuerdo ya perfectamente. Una
propietaria arruinada que viva a unas 15 20 verstas de nuestra
finca, se fue a vivir a la villa y puso en venta los muebles.
Nosotros le compramos un sof, tres sillas vienesas y un piano viejo
y averiado que llevaba ya la mar de tiempo arrinconado en el
granero con las cuerdas rotas. Nos cost 16 rublos y lo trajeron a
Ianovka en un carro. Al desarmarlo, aparecieron debajo de la caja
de resonancia dos ratones muertos. Durante varias semanas de
invierno, el taller no tuvo ms ocupacin que arreglar el piano. Ivn
Vasilievich limpiaba, encolaba, brua, sacaba las cuerdas, las pona
tensas, las afi- naba. Las teclas volvieron a ocupar su sitio, y a
los pocos das el piano sonaba en la sala, con un timbre bastante
quebrado, pero irresistible. Los maravillosos dedos de Ivn pasaron
de los regis-
12. Len Trotsky Mi vida pgina 12 de333 tros del acorden a las
teclas del piano, arrancando a sus cuerdas los acordes de la
"Kamarins- kaia", un polka y el cupl de "Mi amado Agustn". Mi
hermana mayor se puso a estudiar msica, y a veces cencerreaba
tambin en el piano mi hermano Alejandro, que haba estudiado violn
en Ielisavetgrado un par de meses. Al cabo de algn tiempo, yo me
puse tambin a querer deletrear con un dedo las notas por las que
haba estudiado mi hermano. Pero no tena odo, y el sentido de la
msica se me qued dormido e impotente toda la vida. En la primavera,
el corral convertase en un mar de lodo. Ivn andaba en zuecos de
madera, que eran verdaderos coturnos, de su propia confeccin, y yo,
por la ventana, veale entusiasmado, pues los zuecos aadan ms de
media arquina a su estatura. A poco, presentse en la finca un
talabar- tero viejo, cuyo nombre no conoca seguramente nadie.
Tendra sus buenos ochenta aos. Haba servido veinticinco aos en el
ejrcito, reinando el Zar Nicols I. De talla gigantesca, ancho de
hombros, barba y pelo blancos, levantando con trabajo las piernas
del suelo, iba camino del grane- ro, donde haba montado su taller
ambulante... -Estas piernas ya no rigen! Hace diez aos que el viejo
se lamenta con las mismas palabras. Pero, en cambio, sus manos, que
huelen siempre a cuero, son recias como tenazas. Las uas, como
puntas de marfil, duras y pun- tiagudas. -Quieres ver Mosc? -Pues
claro que quera verlo! Y el viejo me coge con sus dedazos por
debajo de las orejas y me levanta en vilo. Siento que las terribles
uas se me clavan en la carne, y me echo a llorar. Me han engaado.
Pataleo, y le mando que me baje. -Ah, no quieres?-torna a preguntar
el viejo-. Pues bien, all t! Pero, a pesar, del engao de que me ha
hecho vctima, no me voy de junto a l. -Sube por la escalera al
granero, y mira a ver qu es aquello que se divisa all, tirado en el
suelo. Yo sospecho que es una nueva aagaza y titubeo. Y resulta que
"aquello" es Constantino, el moli- nero, un mozo joven y Katiuska,
la cocinera. Los dos bellos y con ganas de retozar, los dos bue-
nos peones. -Cundo vas a casarte con Katiuska?-le pregunta mi madre
al molinero. -Para qu? Nos va bien as!-responde Constantino-. El
casarse cuesta diez rublos, y por ese di- nero prefiero comprarle
unos zapatos a Katia. Tras el ardoroso y fatigante verano de la
estepa, que culmina en las faenas de la recoleccin en los lejanos
campos, se acerca el temprano otoo, con su carga, en que se resume
todo un ao de traba- jos forzados. La trilla est en su apogeo.
Ahora, el centro de toda la actividad es la era, situada como a un
cuarto de versta de la casa. Una nube de polvillo de paja se
extiende sobre ella. El tam- bor de la mquina trilladora atruena el
espacio. Felipe, el molinero, armado de gafas, lo alimenta. Tiene
la barba negra cubierta de polvillo gris. Desde lo alto del carro
le alargan las gavillas, que l toma sin levantar la vista, las
desata, las desparrama un poco y las deja deslizarse tambor
adentro. La mquina se ha tragado la gavilla y alla como perro que
ha hecho presa en un hueso. Por los canales, va saliendo la paja
trillada, mientras la manga vomita el tamo. La paja es arrastrada a
la parva. Yo, de pie al borde de una tabla, me agarro a la cuerda.
-Ten cuidado, no vayas a caer!-me grita mi padre. Pero es ya la
dcima vez que caigo, ora contra la paja, ora entre el trigo. Una
nube espesa de pol- vo gris se apelotona sobre la era, el tambor
ruge, el tamo se le cuela a uno por la camisa y la nariz, provoca
el estornudo. -Eh, t, Felipe, ms despacio!-ordena mi padre, desde
abajo, cuando el tambor rompe a retumbar con demasiada furia. Me
agarro a la correa, y sta se suelta de repente con toda su fuerza y
me da en los dedos. Y es un dolor tan fuerte, que se me nubla la
vista y no distingo nada. A rastras, me aparto a un lado para que
no me vean llorar, y escapo corriendo a casa. Mi madre me lava la
mano con agua fra y me venda el dedo. Pero el dolor no cede. Anduve
con el dedo hinchado varios das, que fueron das de
13. Len Trotsky Mi vida pgina 13 de333 tortura. Los sacos, de
trigo llenan los graneros y las eras, y se apilan debajo de un
toldo, en el patio. Y no es raro ver al dueo de la finca plantado
delante de la criba, entre las estacas, enseando a su gen- te cmo
hay que dar al volante para que el aire se lleve el tamo y luego,
con un golpe seco, caiga sobre la lona el trigo limpio, sin que se
pierda un solo grano. En las eras y en los graneros, al abri- go
del aire, trabajan las mquinas de aechar y clasificar. El trigo
sale limpio, en disposicin de lanzarse al mercado. Presntanse los
tratantes, con sus medidas y balanzas de metal en estuches de
madera barnizada. Examinan el trigo, proponen un precio, hacen lo
indecible por entregar una cantidad en seal. Los dueos de la finca
los reciben cortsmente, los obsequian con t y rebanadas de pan
untado de manteca, pero el trigo se queda sin vender. Estos
traficantes ya no estn a la altura de nuestra ex- plotacin. Mi
padre ha rebasado los mtodos tradicionales y tiene su agente propio
en Nikolaief. -No me corre prisa vender-dice mi padre-. El trigo no
va a pudrirse. A los ocho das llega una carta de Nikolaief, o tal
vez un telegrama, anunciando que el precio del trigo ha subido en
cinco copeques el pud. -As como as-comenta mi padre-, nos hemos
ganado mil rublos, que no se los encuentra uno tira- dos en la
calle... Claro que, a veces, aconteca tambin lo contrario, que los
precios bajaban. Los misteriosos eflu- vios del mercado universal
llegaban hasta Ianovka. De vuelta de la villa, mi padre vino
diciendo un da, con gesto ensombrecido: -Dicen que... cmo se
llama?... ah, s, la Argentina, ha lanzado este ao al mercado mucho
trigo. En el invierno todo es quietud en la aldea. Slo el molino y
el taller trabajan incansablemente. En las estufas se quema paja,
que los criados traen en grandes brazadas, regndola por el camino,
para recogerla luego. Da gusto meter la paja en el hogar y ver cmo
arde. Un da, el to Grigory vino a sacarnos del comedor, que estaba
todo lleno de humo azulado, a Ola, mi hermana peque- a, y a m. Yo
no poda ya tenerme en pie. Andaba aturdido, sin distinguir los
objetos, y ca des- mayado al or la voz del to, que me llamaba. Los
das de invierno solamos quedamos solos en casa, sobre todo, cuando
mi padre estaba de viaje, y todo el gobierno de la finca corra, d--
cuenta de mi madre. Yo me estaba muchas veces en la penumbra,
apretado contra mi hermanilla pequea, recostados los dos en el sof
con los ojos muy abiertos, sin atrevernos a respirar. De vez en
cuando, irrumpa en el sombro comedor, de- jando entrar una bocanada
de hielo, un coloso calzado con gigantescas botas de fieltro y
forrado en una pelliza gigantesca, con un cuello imponente, gorro
de piel y guantes voluminosos, con la barba cuajada de carmbanos y
gritando en la sombra con voz de gigante: -Buenas tardes,
muchachos! Acurrucados en una esquina del sof, llenos de miedo, no
encontrbamos fuerzas para contestarle. El gigante encenda una
cerilla y nos descubra escondidos en un rincn. Y, entonces,
resultaba que el gigante era nuestro vecino. Cuando la soledad del
comedor se nos haca ya intolerable, yo sala corriendo al portal, a
pesar del fro que haca, abra la puerta, saltaba encima de la
piedra-una piedra grande y lisa que haba delante del umbral-y me
pona a gritar con todas mis fuerzas, en las tinieblas de la noche:
-Maska, Maska, ven al comedor, ven al comedor! Gritaba muchas,
muchsimas veces, sin conseguir que Maska acudiese en nuestro
socorro, pues a aquella hora la muchacha estaba ocupada en la
cocina, en el cuarto de la servidumbre o en otro sitio con sus
quehaceres. Por fin, llegaba mi madre del molino, encenda la
lmpara, y el samovar empezaba a echar humo. Por la noche, nos
estbamos generalmente en el comedor hasta que, nos renda el sueo.
Era un constante ir y venir, traer y llevar fuentes y platos, dar
rdenes y hacer preparativos para el da siguiente. Durante estas
horas, mis hermanas y yo, y a veces tambin la niera, vivamos en un
mundo sujeto al de los mayores, oprimido por ellos. De vez en
cuando, stos pronunciaban una palabra que evocaba en nosotros no s
qu especiales sugerencias. Entonces, yo guiaba el ojo a
14. Len Trotsky Mi vida pgina 14 de333 la hermanilla, y sta
echbase a rer disimuladamente, bajo las miradas distradas de los
mayores. Le hago otra guisada, ella se esfuerza por esconder la
risa debajo del tapete de hule, y se da con la frente contra la
mesa. Esto me contagia y, a veces, contagia tambin a mi hermana
mayor, que procura comportarse con la dignidad de una mujercita de
trece aos y oscila entre los pequeos y las personas mayores. Acaso
la risa se hace ya demasiado escandalosa, y, entonces, tengo que
esconderme debajo de la mesa, deslizarme por entre las piernas de
los grandes e ir a recatarme, despus de haber pisado el rabo al
gato, al cuarto de al lado, que llamaban "el cuarto de los ni- os".
A los pocos minutos volva a reproducirse la tempestad de risa. Los
dedos, crispados, nos temblaban, y no haba manera de sostener un
vaso. La cabeza, los labios, los brazos, las piernas, todo se
desmadejaba y funda en aquel mar de risas. -Qu os pasa?-nos
preguntaba mi madre, con un gesto de fatiga. Por un momento
cruzbanse los dos mundos, el de arriba y el de abajo. Los mayores
se quedaban mirando inquisitivamente para los nios, con mirada
cariosa unas veces y otras, las ms, con ceo duro. En este instante,
la risa, sbitamente sorprendida y contenida, volva a estallar. Olia
tornaba a esconder la cabeza debajo de la mesa, yo me dejaba caer
sobre el sof, Lisa se morda el labio y la niera desapareca. -Los
nios a la cama!-deca la voz de los mayores. Pero no nos marchbamos,
sino que nos escondamos por los rincones, temerosos de mirarnos a
la cara. A la hermanilla pequea la cogan y se la llevaban; yo me
quedaba, generalmente, dormido en el sof, hasta que vena alguien y
me coga en brazos. A veces, medio en sueos, rompa a llo- rar a
gritos. Veame cercado de perros o de serpientes que silbaban, o era
una cuadrilla de ladro- nes que me asaltaban en despoblado. La
pesadilla del nio invada por un instante el mundo de los mayores.
Por el camino, tranquilizbanme, me acariciaban y me besaban. Tal
era la cadena: de la risa al sueo, de ste a la pesadilla, de la
pesadilla al despertar y vuelta al sueo, esta vez entre los
edredones de la tibia alcoba. El invierno era la estacin en que se
haca ms vida de familia. Haba das en que ni mi padre ni mi madre
salan de casa. Los hermanos mayores venan a pasar con nosotros las
vacaciones de Navidad. Los domingos sola presentarse Ivn armado de
peine y tijeras, bien lavado y peinado, y nos cortaba el pelo,
primero a mi padre, luego a Sacha, el que estudiaba en el
Instituto, y, por fin, a m. -Sabe usted el corte de pelo la
Capule?-pregunta el estudiante bisoo. Todos se quedan mirndole, y
Sacha cuenta lo maravillosamente que le haba cortado el pelo un
peluquero en Ielisavetgrado y cmo ello le vali al da siguiente una
severa reprensin del inspec- tor del colegio. Despus de cortarnos
el pelo, nos sentbamos a comer. Mi padre e Ivn ocupaban los dos
sillones de las cabeceras de la mesa y los nios nos acomodbamos en
el sof, con la mam enfrente. Ivn se sent siempre a la mesa con
nosotros hasta que se cas. Las comidas, en invierno, discurran
lentamente y con largas sobremesas. Ivn ponase a fumar y lanzaba al
aire graciosos anillos de humo. A veces, mandaban a Sacha o a Lisa
que leyesen en voz alta. Mi padre dormitaba en el banco de la
estufa, y le molestaba que le sorprendisemos cabeceando. Por la
noche, despus de cenar, alguno que otro da, se jugaba a las cartas,
a un juego familiar muy gracioso, entre chanzas y risas, aunque
ponamos en l mucha pasin, y no faltaban, de vez en cuando, las
disputas. Lo que ms nos tentaba era hacerle trampas a mi padre, que
jugaba sin poner atencin y se echaba a rer si perda; en cambio, mi
madre jugaba mejor, se apasionaba por las jugadas y pona todos sus
cinco sentidos en no dejarse engaar por el hermano mayor. De
Ianovka a la oficina de Correos ms prxima habla 23 kilmetros, hasta
la ms cercana esta- cin de ferrocarril, 35. Vivamos lejos de las
autoridades, del comercio, de los centros urbanos, y mucho ms lejos
todava de los grandes acontecimientos histricos. All, la vida
estaba regida exclusivamente por el ritmo de las labores del campo.
Todo lo dems era indiferente. Todo, me- nos los precios del mercado
de granos. Por entonces an no llegaban a las aldeas peridicos ni
revistas. Esto, aconteci mucho despus, cundo yo estudiaba ya en el
Instituto. Y slo de tarde
15. Len Trotsky Mi vida pgina 15 de333 en tarde, cuando se
presentaba la ocasin de mandarlas por mano de alguien, se reciban
cartas. A lo mejor, un pariente o un vecino a quien entregaban en
Bobrinez una carta para nosotros la traa en el bolsillo un par de
semanas. En aquellos tiempos, recibir una carta era un
acontecimiento, y recibir un telegrama no digamos, una catstrofe.
Me haban asegurado que los telegramas iban por un alambre, pero yo
vea por mis propios ojos que el despacho lo traa de Bobrinez un
mandadero a caballo, a quien le daban por el servicio dos rublos y
50 copeques. Los telegramas eran papelitos con unas cuantas
palabras escritas a lpiz. Cmo iba a pasar aquello por el alambre
empujado por el viento? Es por electricidad, me expli- caron. Pero
la explicacin lo pona todava ms oscuro. Mi to Abrahn se esforz un
da por acla- rarme el misterio. -Mira, por el alambre pasa una
corriente y marca signos en una cinta de papel. A ver, reptelo! -La
corriente-torn a decir yo-pasa por el alambre y marca signos en una
cinta papel. -Entendido? -Entendido... Pero entonces, de dnde sale
la carta?-le pregunt, con el pensamiento puesto en el papelito azul
del telegrama. -La carta viene aparte-me contest el to. Yo no me
explicaba para qu la corriente, si la "carta" haba de traerla un
propio a caballo. Mi to empez a enfadarse y a chillar. -Deja la
carta estar, chiquillo. Estoy explicndole el telegrama, y l vuelta
con la dichosa carta! Y el misterio se qued sin aclarar. Recuerdo
que tenamos en casa de visita a una seora joven de Bobrinez, Polina
Petrovna, con unos grandes pendientes y un mechn de pelo que le caa
sobre la frente. Mi madre la acompa en su viaje de regreso a la
villa y me llev con ella. Al doblar el alto, como a unas once
verstas de la aldea, vimos los postes del telgrafo y los hilos
empezaron a zumbar. -Cmo se pone un telegrama?-le dije a mi madre.
-Pregntale a Polina Petrovna; ella te lo dir-me contest mi madre,
un tanto perpleja. He aqu la explicacin de Polina: -Los signos que
aparecen en la cinta representan letras, el telegrafista las
escribe en un papel y el repartidor, a caballo, lo lleva al punto
de destino. Esto ya se entenda. -Y por dnde va la corriente, que no
se ve?-volv a preguntar, apuntando para los hilos. -La corriente va
por dentro-me contest la seora-. Los alambres son una especie de
tubitos que llevan por dentro la corriente. Tambin esto se entenda.
Por algn tiempo, me qued tranquilo. Aquello de los fludos electro-
magnticos de que, aos ms tarde, haba de hablarnos el profesor de
Fsica, me pareci bastante menos fcil de comprender. Mis padres, de
carcter tan distinto, se llevaban bastante bien, aunque en una vida
de trajn como la suya no poda faltar, naturalmente, alguna que otra
desavenencia. Mi madre descenda de una de esas modestas familias
burguesas de las ciudades que miran con desdn a los aldeanos de ma-
nos encallecidas. En sus aos mozos, mi padre haba sido un hombre
hermoso, esbelto, de rostro enrgico y varonil. A fuerza de ahorros,
consigui reunir algn dinero, con el que ms tarde ad- quiri la finca
de Ianovka. Su mujer, trasplantada de pronto de la capital
provinciana a la estepa, tard en adaptarse a las duras condiciones
de la vida del campo, hasta que se entreg a ellas por entero, para
no dejar ya, en cerca de cuarenta y cinco aos afanosos, el yugo del
trabajo. De ya, en cerca de cuarenta y cinco aos afanosos, el yugo
del trabajo. De los ocho hijos que tuvo slo vi- vieron cuatro. Yo
era el quinto. Cuatro murieron de nios, unos de la difteria, otros
de la escarla- tina, inadvertidos casi, como los que quedbamos. La
tierra, el ganado, el molino, la recoleccin, absorban todas las
energas y preocupaciones de aquella casa. Las estaciones se
sucedan, y la rotacin de las faenas no dejaba tiempo ni humor para
emplearlos en la vida de familia. All no haba -a lo menos, no las
hubo en los primeros aos-caricias ni ternuras. Pero entre mis
padres reinaba esa profunda unin que hace la comunidad en el
trabajo.
16. Len Trotsky Mi vida pgina 16 de333 -Dale a tu madre una
silla-sola decirnos mi padre, tan pronto como aqulla apareca en el
umbral de vuelta del molino, toda cubierta de harina. -Prepara
aprisa el samovar, Maska!-ordenaba ella, apenas entraba en casa-
que tu padre va a lle- gar de un momento a otro. Los dos saban bien
lo que era estarse trabajando de la maana a la noche y volver a
casa agotados por la fatiga. Mi padre era, indudablemente, superior
a mi madre, lo mismo en inteligencia que en carcter. Era ms
profundo, ms ponderado, ms sociable. Tena un golpe de vista
sorprendentemente certero, igual para las cosas que para las
personas. En los primeros aos sobre todo, en mi casa se com- praban
muy pocas cosas, pues all se conoca el valor del dinero; pero mi
padre saba siempre lo que compraba. Lo mismo daba que se tratase de
telas, de sombreros o de zapatos, que de un caba- llo o una mquina;
acertaba siempre a elegir lo bueno. -No creas que amo el
dinero-sola decirme aos ms tarde, disculpndose de su espritu
ahorrati- vo-, lo que no me gusta es verme en falta. Hablaba una
mezcla rara: de ruso y ukraniano, en la que predominaba el dialecto
regional. A las personas las juzgaba por sus maneras, por la cara,
por su modo de comportarse, y rara vez se equi- vocaba. Los muchos
partos y trabajos acabaron por enfermar a mi madre, que hubo de
irse a consultar con un mdico de Kharkof. Un viaje de estos
constitua un acontecimiento magno para el que haba que prepararse
con gran antelacin. Mi madre se estuvo varios das pertrechando de
dinero, tarros de manteca, una saquita de bizcochos, pollos asados
y qu s yo cuantas cosas ms. Se preparaban grandes desembolsos. El
mdico cobraba tres rublos por la consulta. Era una cantidad
inaudita, y nos lo contbamos unos a otros y se lo referamos a las
visitas con gesto muy solemne; un gesto que expresaba el respeto
que sentamos por la ciencia y el dolor de que costase tan cara, a
la par que un cierto orgullo de poder resistir tarifas tan
considerables. Todos esperbamos ansiosamente el regreso de la
viajera. Esta presentse ataviada con un vestido nuevo, que puso una
nota de gra- ve solemnidad en el comedor aldeano. De pequeos, mi
padre nos trataba con ms dulzura, y de un modo ms igual que mi
madre, la cual se senta muchas veces irritada, en ocasiones sin
saber por qu, y descargaba sobre nosotros su cansancio o el
malhumor que le causaban los reveses econmicos. A lo primero era ms
cuerdo entenderse con mi padre que con ella. Pero con los aos,
tambin l fu hacindose ms severo. Contribuan a ello las dificultades
de los negocios, las preocupaciones, que aumentaban conforme se iba
extendiendo la hacienda, y que se agudizaron especialmente al
sobrevenir la crisis agraria del ltimo cuarto de siglo, y los
disgustos y desengaos que le daban los hijos. En las largas horas
del invierno, cuando la nieve de la estepa envolva por todas partes
la aldea, llegando hasta el alfizar de las ventanas, mi madre
gustaba de entregarse a la lectura. Sentbase en el banquito
triangular de la estufa que haba en el comedor, con las piernas
puestas en una silla, o se acomodaba en el silln de mi padre, junto
a la ventana cubierta de hielo, ya atardecido, y se pona a leer,
mascullando la lectura en voz alta, una novela toda manoseada,
trada de la Bibliote- ca pblica de Bobrinez, y conforme lea, iba
pasando por las lneas sus dedos encallecidos. Mu- chas veces, perda
las palabras y detenase en las frases ms difciles. Y no era raro
que alguno de sus hijos le interpretase de palabra lo ledo, aunque
cambiando el sentido de raz. No importa; ella segua leyendo,
obstinada e incansablemente, y en las horas libres de los
tranquilos das inverna- les, oase ya desde la puerta el rtmico
mascullar de su lectura. Mi padre aprendi a deletrear de viejo,
para poder, cuando menos, descifrar los ttulos de mis li- bros. En
1910, estando en Berln, me emocionaba ver a aquel hombre que haca
esfuerzos porfia- dos por entender el ttulo de mi obra sobre la
Socialdemocracia alemana. Al estallar la revolucin de Octubre, mi
padre gozaba ya de una posicin bastante holgada. Mi madre muri en
1910, pero l alcanz an a conocer el rgimen sovitico. En el apogeo
de la guerra civil, tan furiosa y tan larga en las regiones del
Sur, y acompaada de un eterno cambio de gobiernos, hubo de recorrer
a pie, a los setenta y cinco aos, cientos de kilmetros, hasta
encontrar refugio, por poco tiempo, en
17. Len Trotsky Mi vida pgina 17 de333 Odesa. Tena que huir de
los rojos, que le perseguan por ser terrateniente, y de los
blancos, que no podan olvidar que era mi padre. Cuando las tropas
soviticas se aduearon del Sur y lo limpia- ron de blancos, pudo
trasladarse a Mosc. La revolucin le despoj, naturalmente, de todo
lo que tena. Estuvo dirigiendo ms de un ao una pequea fbrica de
harinas del Estado, situada en las inmediaciones de la capital.
Zuriupa, que rega entonces el Comisariado de Subsistencias, gustaba
de departir con l sobre asuntos econmicos. Mi padre muri del tifus
en la primavera de 1922, en el preciso momento en que yo
desarrollaba un informe ante el Cuarto Congreso de la Internacio-
nal comunista. El lugar ms importante de Ianovka era, sin duda
alguna, el taller en que trabajaba Ivn Vasilie- vich Grebeni. Haba
entrado a servir con mis padres a los veinte aos, precisamente en
el ao en que nac yo. Nos tuteaba a todos los hermanos, aun a los
mayores, y nosotros le tratbamos de usted y le llambamos Ivn
Vasilievich. Cuando le lleg la edad de entrar en filas, se fue mi
padre con l a la ciudad, soborn a no s quin y consigui que Ivn
siguiese en la finca. Era hombre de gran valer y hermosa estampa;
gastaba bigote de color castao y perilla. Sus conocimientos mec-
nicos eran universales: lo mismo reparaba mquinas de vapor y
limpiaba calderas que torneaba bolas de metal y de madre, o funda
bronce y construa coches de muelles; arreglaba relojes, afi- naba
pianos y tapizaba los muebles, y haba llegado a construir, pieza
por pieza, una bicicleta, a la que slo faltaban los neumticos. En
esta bicicleta aprend yo a montar durante las vacaciones que tuve
entre la enseanza primaria y el ingreso en el Instituto. Los
colonos alemanes de las inmedia- ciones traan al taller sus mquinas
segadoras y agavilladoras para que Ivn se las arreglase, y tomaban
su consejo antes de decidirse a comprar una mquina trilladora o de
vapor. Mi padre servales de consejero en cuestiones econmicas; Ivn
era su asesor tcnico. En el taller trabaja- ban oficiales y
aprendices. Y en no pocas cosas, yo era aprendiz de los aprendices.
Era entretenidsimo aquello de forjar tornillos y clavos, pues en
seguida vea uno entre las manos, tangible, el fruto de su trabajo.
A veces, poname a batir colores sobre una piedra bien pulida, pero
me cansaba pronto y no se cesaba de preguntar si ya era bastante.
Ivn, tocaba la mezcla grasa con la punta de los dedos y meneaba
negativamente la cabeza. Y yo, que no poda ms, entregaba la tarea a
uno de los aprendices. Algunos ratos, Ivn Vasilievich se sentaba en
un rincn encima de la caja de la herramienta, de- trs del banco, y
ponase a fumar con la mirada distrada, acaso pensativo o entregado
a sus re- cuerdos, acaso simplemente descansando sin pensar en
nada. Yo sola acercarme a l de lado y me pona a retorcerle
suavemente una de las guas de su magnfico bigote, o me quedaba
mirando con atencin para sus manos, aquellas manos extraas de
maestro y de obrero. Tenan toda la piel sal- picada de puntitos
negros: esquirlas casi invisibles que se quedaban, all enterradas.
Los dedos, duros como races, pero sin ser speros, anchos en la yema
y rapidsimos de movimiento; el pul- gar, bastante separado de los
dems y un poco arqueado. Cada uno de aquellos dedos pareca po- seer
una conciencia propia, viva y se mova a su manera, y todos juntos
formaban un falansterio extraordinario. A pesar de ser tan pequeo,
yo vea y comprenda que aquellas manos empuaban el martillo y las
tenazas de modo distinto a las de los otros. Una cicatriz le
cruzaba al sesgo el pulgar de la mano izquierda. El mismo da en que
yo nac, Ivn se haba dado con el hacha en el dedo que le qued
colgando, adherido nada ms por un trocito de piel. El maquinista,
que era en- tonces muy joven, coloc la mano sobre una tabla, y ya
se dispona a cortar el dedo del todo, cuando mi padre, que le vi
desde lejos, le grit: -Eh, quieto, que el dedo se volver a unir!
-Cree usted que se volver a unir?-preguntle el maquinista, dejando
a un lado el hacha. Y en efecto, el dedo volvi a adherirse y
trabajaba concienzudamente, aunque no alcanzaba a do- blarse tanto
como el de la mano derecha. Ivn haba remontado para perdign la
vieja carabina de chispa, y probaba la precisin del tiro. Todos
fueron desfilando por turno; la prueba consista en apagar una vela
encendida disparando a unos cuantos pasos. Pero no todos lo
conseguan. Por casualidad, presentse mi padre y quiso
18. Len Trotsky Mi vida pgina 18 de333 probar tambin su
puntera. Las manos le temblaban y sostena torpemente la escopeta.
No obs- tante, apag la vela. Tena para todo un ojo certero, e Ivn
lo saba. Entre ellos, no surgan nunca disputas ni diferencias, y
eso que mi padre era de un carcter bastante ordenancista y dado a
la crtica y a la censura. Yo no careca nunca de ocupacin en el
taller. Unas veces tiraba del fuelle-era un sistema de ven- tilacin
inventado por Ivn, en que el ventilador no estaba a la vista, sino
que quedaba oculto en el suelo, cosa que causaba la admiracin de
todos los visitantes-y otras veces daba hasta que no po- da ms al
torno del banco, sobre todo cuando se trataba de tornear bolas de
madera seca de acacia para jugar al crocket. En el taller
escuchbanse conversaciones interesantsimas, en las cuales no
siempre se respetaban los lmites de lo honesto. Al contrario,
muchas veces se faltaba a ellos abiertamente. Mis horizontes iban
dilatndose por das y por horas. Foma nos contaba las fincas en que
haba servido e inacabables aventuras de sus seores y de sus seoras.
Y no parece que sintiese gran simpata por ellos. Felipe, el
molinero, enhebraba en este tema los recuerdos de sus tiempos de
soldado. Ivn Vasilievich haca preguntas, mediaba, completaba. Yaska
el fogonero, que a veces desempeaba tambin funciones de herrero,
hombre rubio y seco como de unos treinta aos, no saba estarse
quieto mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando le acometa el
arrebato, fuese en el otoo o en la primavera, desapareca, para
reaparecer a la vuelta de medio ao. Beba pocas veces, pero cuando
beba era a grandes dosis y alcohol muy fuerte. Senta una pasin
ciega por la caza, pero haba convertido la carabina en aguardiente.
Foma con- taba que un da se haba presentado en una tienda de
Bobrinez descalzo, con los pies cubiertos de tierra negra, pidiendo
pistones para cartuchos de caza. Dej caer la caja que estaba sobre
el mos- trador, se agach a recoger los pistones cados, y como el
que no quiere la cosa, puso el pie enci- ma de uno y se lo llev
pegado a la tierra. -Es verdad eso?-pregunt Ivn. -Pues claro que lo
es-contest Yaska-. Qu quera usted que hiciese, si no tena un
cuarto? A m, este procedimiento para conseguir un objeto apetecido
o necesario parecame plausible y diario de ser imitado. -Ha venido
nuestro Ignacio-dijo Maska la criada-y Dunika se ha marchado a su
casa a pasar las fiestas. Llamaba a Ignacio, el fogonero, el
"nuestro" para distinguirlo de Ignacio el giboso, antecesor de
Taras en la alcalda de la aldea. "Nuestro" Ignacio, que haba
entrado en quintas, volva de la ciudad. Ivn midile el pecho antes
de marchar y asegur que le daran por intil. La comisin de
reclutamiento le tuvo un mes re- cludo en el hospital, en
observacin. Aqu trab conocimiento con unos cuantos obreros y deci-
di probar suerte en una fbrica. Ignacio volva ahora a la aldea,
calzado con botas urbanas, en- vuelto en una pelliza con vueltas de
color y hacindose lenguas de la ciudad, del trabajo, del or- den,
de los tornos, de los jornales. -Claro, una fbrica!...-le
interrumpi Foma, gruendo. -Has de saberte que una fbrica no es un
taller-intervino Felipe. Y las miradas de todos vagaron
distradamente por el taller adelante. -Muchos tornos?-pregunt
codicioso Vctor. -Pareca un bosque. Y yo, que escuchaba sin
pestaear aquella conversacin, imaginbame la fbrica como un tupido
bosque de mquinas: mquinas arriba y abajo, a derecha e izquierda,
delante y detrs, y movin- dose por entre ellas, Ignacio, ceido por
un cinturn de cuero. Adems, Ignacio haba trado de su excursin un
reloj, que pasaba de mano en mano, entre la admiracin de todos. Al
atardecer, mi padre pasebase por las inmediaciones de la casa con
el recin llegado, seguidos ambos por el inspector de la finca. Yo
seguales afanoso, tan pronto al lado de mi padre como junto al
fogonero. -Bien, y la comida? No tienes que comprarte el pan y la
leche y pagar el cuarto? -S, es verdad-asenta Ignacio-, hay que
pagarlo todo... pero el jornal da para ello.
19. Len Trotsky Mi vida pgina 19 de333 -Ya s, ya s que los
jornales son mayores que en la aldea, pero todo lo que se gana se
gasta en mantenerse. -Pues mire usted-debatase Ignacio con tesn-, a
pesar de todo, en el medio ao que llevo ya me he hecho un poco de
ropa y he comprado un reloj. Aqu lo tiene usted-y volva a sacar el
meca- nismo. Este argumento era irrebatible. El patrn guardaba
silencio un momento, para volver en seguida al ataque: -Y dime
Ignacio, no te has aficionado a beber? No faltarn buenos maestros
que te enseen... -No, no me da por el aguardiente. -Y qu, piensas
llevar contigo a Dunika?-pregntale mi madre. Ignacio sonre, como si
rehuyese la pregunta sabindose culpable, y no contesta. -Ah, ya
veo-torna a decir mi madre-que te has echado otra por all!
Confisalo, bribn! E Ignacio se fue definitivamente a trabajar a la
ciudad. A los nios nos estaba prohibido entrar en el cuarto de la
servidumbre. Pero cuando no nos vea nadie, nos introducamos all.
Siempre haba alguna novedad interesante. Durante mucho tiempo,
tuvimos de cocinera a una mujer de pmulos salientes y nariz medio
en ruinas. Su marido, un vie- jo de cara casi paraltica, era
pastor. Los llamaban "kazapos", porque eran oriundos de una pro-
vincia del interior. Tenan una nia de unos ocho aos, muy bonita,
rubia, de ojos azules, que es- taba acostumbrada a que sus padres
anduviesen siempre a la grea. Los domingos, las muchachas se
ocupaban en mirar la cabeza a los chicos y ellas entre s. Encima de
un manojo de paja, en el cuarto de la servidumbre, descansaban una
al lado de otra, las dos Tatianas, la grande y la pequea. Afanasy,
el mozo de cuadra, hijo de Pud el inspector y hermano de Parasika,
la cocinera, se sentaba atravesado entre las dos, con las piernas
puestas encima de la pequea y la cabeza a poyada en la mayor. -Qu
te parece, qu vago!-deca envidiosamente el inspector joven-No es
hora de ir a dar de beber a los caballos? Este Afanasy, el rubio, y
Mutusok, el moreno, eran los espritus malos que me atormentaban.
Siempre que me presentaba all a la hora de repartir la sopa o la
"kacha", sonaba inevitablemente la misma voz burlona: -Por qu no te
sientas a comer con nosotros, Liova?-O bien: Vamos, Liovita, vete a
decirle a tu mam que nos mande unos pollos... Yo me retiraba,
perplejo. En Pascua, les ponan pasteles pascuales y huevos pintos.
Mi ta Raisa era maestra en esto de pintar huevos. Un da, trajo
varios de la colonia, y me dio dos. Detrs de la bodega en un poco
de pendiente, estaban jugando a los huevos echndolos a rodar para
que cho- casen y ver cual era el ms fuerte. Yo llegu ya al final;
todos se haban ido, menos Afanasy. -Mira qu bonito!-le dije,
ensendole uno de los huevos que me haba regalado la ta. -No est
mal-replic el otro, en tono displicente-. Quieres que los echemos a
reir a ver cul es ms fuerte? No me atrev a rechazar el reto.
Afanasy ech los dos huevos a rodar, y el mo se descascar por la
punta. -Ha vencido el mo-dijo mi contrincante-. Veamos ahora el
otro. Sin atreverme a replicar, le entregu el segundo, y Afanasy
repiti la prueba. -Tambin ste es mo. Y guardndose los dos huevos se
alej muy tranquilamente sin mirar para atrs. Yo le segu con la
vista, todo asombrado y a punto de romper a llorar; pero la cosa no
tena remedio. Los obreros que trabajaban en la finca todo el ao
eran pocos. La mayora de los que hacan las faenas de la recoleccin,
que llegaban a cientos, eran obreros de temporada, de las
provincias de Kier, Tchernigof y Poltava, a los que se ajustaba
hasta el 1. de octubre. Cuando la cosecha vena buena, la provincia
de Kherson ocupaba hasta 200 300 mil jornaleros de estos. Los
segadores cobraban de 40 a 50 rublos por los cuatro meses del
verano, y mantenidos, y las mujeres de 20 a 30 rublos. Dorman a
campo raso, y en tiempo de lluvia en los pajares. Les daban de
comer, a medio da una especie de pote, el "borchtch", y la "kacha",
y para cenar una papilla de mijo. Car-
20. Len Trotsky Mi vida pgina 20 de333 ne, no la vean nunca, y
la grasa era toda vegetal, y tampoco muy abundante. La comida daba
lu- gar, a veces, a pequeos plantes. Los jornaleros abandonaban los
campos, congregbanse en el patio, se tumbaban boca abajo a la
sombra de los graneros con las piernas desnudas, todas picadas y
araadas por la paja, y esperaban tranquilamente. Dbanles leche
cuajada o melones, o medio saco de pescado seco, y se volvan al
trabajo, a veces cantando. As ocurra en todas las fincas. Haba
segadores viejos, nervudos, tostados por el sol, que llevaban diez
aos viniendo a Ianovka, pues saban que para ellos nunca faltaba
trabajo. Estos cobraban unos cuantos rublos ms que los otros y se
les daba de vez en cuando un vasito de vodka, porque eran los que
llevaban el ritmo del trabajo. Muchos traan detrs a sus numerosas
familias. Venan a pie desde sus provincias, andan- do un mes entero
muchas veces, alimentndose de pan y durmiendo al cielo raso. Un
verano, to- dos los jornaleros se enfermaron de ceguera nocturna.
Al trasponerse el sol perdan la vista y se movan lentamente, con
los brazos extendidos. Un sobrino de mi madre, que estaba con
nosotros pasando unos das, mand un artculo a un peridico sobre el
caso, y no pas desapercibido, pues a los pocos das el "zemstvo"
envi a un inspector. Mi padre y mi madre queran mucho al articu-
lista, pero aquello no les gust. Tampoco l estaba contento. Sin
embargo, la cosa no trajo conse- cuencias desagradables. De la
inspeccin result que la enfermedad era debida a la falta de grasa
en la alimentacin y que estaba extendida por casi toda la
provincia, pues en todas partes se daba la misma comida a los
jornaleros, y en algunos sitios todava peor. En el taller, en el
cuarto de la servidumbre, en los rincones del patio, la vida me
ofreca una faz distinta y ms gozosa que en el seno de la familia.
La pelcula de la vida no tiene fin, y yo estaba empezando. Mi
presencia, mientras fui pequeo, no estorbaba a nadie. Las lenguas
se desataban, sobre todo cuando no estaban delante Ivn ni el
administrador, pues estos dos pertenecan ya, en parte, al crculo de
los seores. Iluminados por el resplandor de la fragua o de la
cocina, mis pa- dre, familiares y vecinos cambiaban de aspecto.
Muchas de las conversaciones escuchadas enton- ces se me han
quedado grabadas para siempre en la memoria. Y no pocas de las
cosas que all o echaron los cimientos sobre los que haba de
levantarse ms tarde la actitud adoptada ante la so- ciedad.
Nuestros vecinos. Mis primeras letras Situada a una versta, o acaso
menos, de Ianovka, estaba la finca de los Dembovsky. Mi padre lle-
vaba unas tierras suyas en renta y mantena con ellos relaciones de
negocios desde haca mucho tiempo. La finca perteneca a Feodosia
Antonovna, una vieja terrateniente polaca, que haba sido en tiempos
ama de llaves. Al morir su primer marido, un hombre rico, se cas
con su administra- dor, Casimiro Antonovich, al que llevaba veinte
aos. Pero ya haca mucho tiempo que no viva con l, aunque el
Casimiro segua administrando la finca como antes de casarse. Era un
polaco alto, alegre y bullicioso, con grandes bigotes. Varias veces
le habamos visto sentado a nuestra mesa tomando el t y contando
ruidosamente historias insubstanciales, siempre las mismas, repi-
tiendo varias veces algunas palabras y chasqueando los dedos.
Casimiro Antonovich tena grandes colmenas, bastante alejadas de las
cuadras del ganado, pues las abejas no toleran el olor a caballo.
Aquellas abejas libaban de los rboles frutales, de las aca- cias
blancas, de la colza, del trigo, hasta emborracharse. De vez en
cuando, el propio Casimiro vena a traernos, en una servilleta,
entre dos platos, un hermoso panal de miel, nadando en oro fluido.
Un da, fuimos a su finca Ivn y yo, a recoger unas palomas para la
cra. Casimiro nos obsequi con t en un cuartito de aquella casa
espaciosa y vaca. En la mesa, haba varios platos hmedos con manteca
cuajada y miel. Yo beb el t por el plato y me puse a escuchar la
lenta conversacin. -No se nos har tarde?-le pregunt en voz baja a
Ivn. -No, ten paciencia-contest Casimiro Antonovich-, hay que
darles tiempo a que se apacigen en el palomar. No tiene cuenta las
que all hay! Yo ansiaba marcharme cuanto antes. Por fin, nos
arrastrbamos, linterna en mano, por el suelo del
21. Len Trotsky Mi vida pgina 21 de333 palomar. -Ahora, ten
cuidado-me dijo el de la finca. Era un desvn largo, oscuro, cruzado
por vigas en todas direcciones. Ola a ratn, a polvo, a telas de
araa y a palomina. Apagaron la linterna. -Aqu estn, cheles usted
mano!-dijo Casimiro, en voz baja. Apenas haba pronunciado estas
palabras, ocurri algo indescriptible. En medio de aquella pro-
funda tiniebla, comenz una zambra infernal; el desvn zumbaba y se
agitaba como en un torbe- llino. Por un momento, me pareci que el
mundo se estrellaba, que todo estaba perdido. Poco a poco, fui
volviendo en m y o voces contenidas: -Todava hay ms, por aqu, por
aqu... mtalas usted en el saco... Ea, ya tenemos bastantes! Ivn
Vasilievich se ech el saco al hombro, y durante todo el camino de
vuelta, la agitacin del desvn prosegua sobre sus espaldas.
Instalamos el palomar debajo del tejado del taller. Yo suba,
trepando, a visitar a las palomas mis buenas diez veces al da, les
llevaba agua, mijo, trigo, migajas de pan. Como a la semana, apare-
cieron dos huevecillos en un nido. Pero no habamos tenido tiempo a
regocijarnos de este hecho, cuando ya las palomas haban vuelto
volando, una pareja tras otra, a su viejo palomar. Slo se quedaron
tres parejas que tenan las alas cortadas y que al cabo de otros
ocho das, cuando haban vuelto a crecerles, abandonaron tambin el
hermoso palomar nuevo, construido por el sistema de corredores. As
acab el ensayo de criar palomas en nuestra finca. Mi padre tom en
arriendo unas tierras cerca de Ielisavetgrado, de propiedad de una
seora viuda, la T-skaia, de cuarenta aos, fuerte de carcter. Viva
con ella un pope, tambin viudo, aficionado a la msica, al naipe y a
muchas otras cosas. Un da, la propietaria se presenta con el
"padrecito" en Ianovka, a examinar las condiciones del arriendo.
Les instalan en la sala y en el cuarto de al lado. Para comer, les
ponen un pollo asado y licor y pasteles de cereza. Yo permanezco en
la sala despus de levantarse los manteles, y veo que el pope se
acerca a la seora y le dice al odo una gracia. Luego, remangndose
la sotana, saca del bolsillo del pantaln un estuche de plata con
ini- ciales; enciende un cigarrillo, y dndole elegantes chupadas,
se aprovecha de una breve ausencia de la seora a quien acompaa,
para contar de ella que en las novelas no lee ms que los dilogos.
Los presentes sonren todos por cortesa, pero se guardan de
comentar, pues saben que el "padre- cito" se lo contara en seguida
a la seora, aderezando el cuento a su manera. Mi padre tom unas
tierras en renta a la T-skaia junto con Casimiro Antonovich. Por
entonces, ya Casimiro haba enviudado, y su aspecto cambi de
repente, como por ensalmo. Desapareci el color gris de su barba.
Empez a ponerse cuellos duros y elegantes corbatas adornadas con
alfile- res. En el bolsillo llevaba el retrato de una dama. Y
aunque se rea un poco, como todos, del to Grigory, era el nico a
quien haca confidencias de lo que pasaba en su corazn; un da le
ense el retrato, sacndolo de un sobre: -Eh, qu le parece a usted la
dama?-dijo el galn al to Grigory, que se derreta de entusiasmo. Y
le cont que un da le haba dicho: Seora, vuestros labios se han
hecho para besar y ser besados. Por fin, Casimiro Antonovich se cas
con ella, pero al ao o ao y medio de estar casado, un buey le mat
de una cornada en la finca de la T-skaia que llevaba en arriendo...
Como a unas ocho verstas de distancia de la nuestra, estaba la
finca de los hermanos F-ser, que abarcaba miles de desiatinas de
tierra. La casa en que vivan los dueos tena forma de castillo, y
estaba instalada lujosamente, con numerosos cuartos para los
huspedes, una sala de billares y todo lo apetecible. Eran dos
hermanos-Leu e Ivn-, que haban heredado la posesin de su padre
Timofei y que, poco a poco, iban acabando con ella. La finca estaba
por entero en manos de un administrador, y, a pesar de llevar la
contabilidad por partida doble, no arrojaba ms que prdidas. -David
Leontievich, aunque viva en una casucha de barro, es ms rico que
yo-sola decir el her- mano mayor, refirindose a mi padre, que di
muestras de agradarle mucho el dicho cuando se lo contaron. Un da
se present en nuestra finca Ivn, el hermano menor, acompaado por
dos cazadores con las carabinas a la bandolera y una trailla de
perros blancos de caza. En Ianovka no se haba visto
22. Len Trotsky Mi vida pgina 22 de333 nunca nada semejante.
-Pronto, pronto acabarn con cuanto tienen-deca mi padre, con gesto
de reproche. Estas familias seoriales de la provincia de Kherson
tenan los das contados. Todas caminaban rpidamente hacia la ruina,
lo mismo las de la nobleza hereditaria y las de antiguos
funcionarios recompensados por sus servicios, que las de los
polacos, alemanes y judos a quienes haba sido dado adquirir tierras
antes de 1881. Los fundadores de muchas de estas dinastas de la
estepa eran, a su modo, hombres extraordinarios, caballeros de
fortuna y, en rigor, verdaderos bandidos. Yo no alcanc a conocer
personalmente a ninguno, pues en mi tiempo ya haban desaparecido
todos del horizonte. Muchos de ellos haban empezado a vivir en la
nada, llegando a hacerse con riquezas fabulosas mediante audaces
golpes de mano, que no pocas veces caan de lleno dentro de la ley
penal. La segunda generacin cribase ya en un ambiente de seoro
recin fraguado, con sus conversaciones en francs, su billar y todo
gnero de disipaciones. La crisis agraria que sobrevino en el ltimo
cuarto de siglo, provocada por la competencia de Amrica, trajo su
ruina, y cayeron todos, como cae la hoja seca del rbol. La tercera
generacin no era ya ms que una muchedum- bre de estafadores
arruinados, de vagos indolentes y de viejos prematuros y caducos.
La familia Gertopanof era el prototipo del linaje noble arruinado.
Su finca, Gertopanovka, haba dado nombre a una gran parroquia y a
una comarca extensa, pertenencia toda ella, en otro tiempo, de la
familia. Ahora, la antigua propiedad quedaba reducida a 400
desiatinas, y aun stas cargadas de hipotecas y gravmenes. Mi padre,
que llevaba la tierra arrendada, tena que entregar las rentas a un
Banco. Timofei Isaievich, el dueo de la finca, viva de escribir
cartas, instancias y memoria- les para los labriegos. Cuando alguna
vez vena de visita a nuestra casa, se llevaba escondido en las
mangas tabaco y azcar. Y lo mismo su mujer. Esta, salpicando
saliva, nos contaba sus re- cuerdos de juventud, de aquellos tiempo
en que viva rodeada de esclavas, pianos, sedas y perfu- mes. De sus
hijos, dos se criaban casi como analfabetos: el ms pequeo, Vctor,
estaba de apren- diz en nuestro taller. A cinco o seis verstas de
nuestra casa, viva un terrateniente judo llamado M-sky: Aquella era
una familia fantstica y medio loca. El viejo, Moiss Kharitonovich,
hombre de unos sesenta aos, haba sido educado a la manera noble;
hablaba francs de corrido, saba tocar el piano y conoca algo de
literatura. Apenas poda manejar la mano izquierda, pero le bastaba
con la dere- cha, segn l, hasta para dar conciertos. Sus uas
abandonadas sonaban como castauelas sobre las teclas del viejo
piano. Empezaba por una polonesa de Oginsky, y de ella se pasaba
impercepti- blemente a una rapsodia de Liszt, para acabar con la
Oracin de una doncella. Y lo mismo era en la conversacin, saltaba
constantemente de unos temas a otros. De pronto, dejaba de tocar,
se iba al espejo y, si nadie le vea, con un cigarrillo encendido se
quemaba la barba por todas partes, para darle forma. Fumaba
incesantemente, jadeando y haciendo gestos de asco. Haca lo menos
quince aos que no cambiaba palabra con su mujer, una vieja obesa.
Tena un hijo de treinta y cinco aos, llamado David, que andaba
siempre con una venda blanca en la cara, y un ojo convulso, todo
inyectado, encima del vendaje; era un suicida fracasado. En el
servicio le dijo no s qu inso- lencia, delante de la tropa, al
oficial, y ste le peg. David, contestle con una bof