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CONCLUSIÓN

Al decidirnos a dar por concluido el presente trabajo, consideramos indis­pensable formular, a manera de breve esbozo de síntesis, un último conjunto de reflexiones:

Perspectiva histórica

La rebelión acaudillada por Pablo Zarate W illka, en el curso de los últimos años del pasado siglo, fue una de las más grandes conm ociones sociales promovidas y realizadas por la población indígena de Bolivia. N i antes ni después, registra el acontecer nacional un movimiento similar de tan vastas proporciones ni de tan ambiciosos fines e impresionantes hechos.

Precedida por aisladas reacciones emocionales y locales contra la creciente expansión del latifundio, fue la más acabada expresión de las aspiraciones de reivin­dicación agraria y emancipación social y política de las nacionalidades indígenas de la República de Bolivia.

Apreciada en la natural perspectiva histórica configurada por la sucesión de los hechos históricos que le preceden desde la fundación de la República, fue la culminación de dos grandes procesos de conflagración social ocurridos entre las minorías dominantes del país y las mayorías agrarias del mismo, procesos gestados y provocados por dos causas: La primera se hallaba representada, en primer lugar, por el menospreciado estado de opresión económ ica y social en que, dentro la subsistente sociedad de castas, se encontraban las poblaciones indígenas conver­tidas, a partir de la conquista peninsular, de prósperas y florecientes nacionalidades en castas subyugadas, y, en segundo lugar, por la natural necesidad de liberación resultante de ese estado. La segunda, que en realidad no es nada más que un parti­cular fenóm eno de las generales condiciones de opresión económ ica anterior­mente mencionadas, se encontraba encarnada por la conversión de la propiedad comunal en pertenencia particular, por un lado, y en la consiguiente tendencia a la recuperación de la tierra usurpada.

La creciente acentuación experimentada por estos agentes de perturbación social a raíz de la progresiva ruina industrial de la nación en los primeros años de vida republicana, ocasionaron esos dos grandes procesos de conm oción social en el campo.

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El primero se inició por efecto de la usurpación de tierras comunarias autori­zada por el decreto de 20 de marzo de 1866 y por la ley de 28 de septiembre de 1868, llegó a su instante de crisis con los muchos levantamientos y consiguientes expediciones punitivas ocurridas en los años 1869 y 1870, y culminó con la inter­vención de las comunidades indígenas en la insurrección que abatió y derrocó al responsable de esas medidas depredatorias.

El segundo se inició com o consecuencia del despojo de tierras de comunidad operado al amparo de las leyes de ex-vinculación promulgadas entre los años 1874 y 1895, alcanzó su mayor desarrollo en los años 1895 y 1896 y term inó con la rebelión indígena provocada por la revolución político-regional proclamada a fines de 1898 en la ciudad de La Paz.

Cuando, con anterioridad a este pronunciamiento, la plutocracia del sur, repre­sentada por las fracciones políticas conservadoras, tom ó el poder, la gran mayoría de la población indígena se hizo adicta fanática del partido liberal. Admitió la prédica demagógica de aquél y cifró sus esperanzas de una vida m ejor en los fementidos propósitos pregonados por los agentes proselitistas de ese partido.

Llegado el año 1898, la crisis política entre las facciones en pugna, por un lado, y la social entre los pueblos del norte y del sur, por el otro, alcanzaron su momento de mayor vicisitud.

Proclamada en La Paz la mal llamada revolución federal, com o directa conse­cuencia de ambas, fraternizaron en esa ciudad los partidos políticos rivales con el aparente propósito de perseguir la realización de un fin común.

Com o la rebelión, en las condiciones que los revolucionarios se encontraban, importaba una empresa descabellada, acudieron aquéllos a la utilización de recursos extremos: gestionaron la adquisición de armas en la vecina República peruana y llamaron en su auxilio a la población campesina tradicionalmente adicta ya al partido liberal cuya jefatura dirigió, a la postre, la revolución.

La participación de las nacionalidades autóctonas en la guerra civil emergente, llevó al terreno de la lucha las particulares tendencias de emancipación y reivindi­cación de la población campesina.

Las proporciones nacionales de la guerra civil generalizaron el levantamiento en la mayor parte de la zona andina e hicieron posible la unificación de miras y la centralización del alzamiento indígena bajo un solo mando, excluida la actitud disidente de algunas comunidades indígenas cismáticas com o la de Uníala.

La violencia de la guerra civil enconó y estimuló el furor bélico de colonos y comunarios, de tal suerte que en determinado m om ento de la guerra civil, el levan­tamiento indígena com enzó a orientarse gradual y paulatinamente hacia metas propias, inevitable resultado de las particulares ambiciones con que la población indígena concurría a la conflagración civil.

La lucha prosiguió, y, en medio de la atmósfera de iniquidad y barbarie desatada por la rebelión del norte, acabó por abrirse paso una fuerte corriente de liberación

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social puesta en marcha, con empuje vigoroso, por una gran parte de la población aborigen encabezada por Zarate Willka y por un puñado de audaces caudillos indígenas.

Es grandemente penoso que, en lo concerniente a estas tendencias, la escasez de documentos no nos permita hacer afirmaciones con absoluta entereza de convic­ción, afirmaciones claramente formuladas. Es, por otra parte, desalentador tener que sentirnos obligados a confesar nuestra íntima inconformidad con las muchas lagunas e interrogantes que infortunadamente deben permanecer sin solución ni respuesta. N o son pocos los frutos provechosos de nuestro empeño inquisitorio, pero son muchas también las sombras que impiden la deseable percepción del campo estudiado. Diferentes y crecidos en número han sido los escollos y difi­cultades que nos fue imperioso salvar y superar para obtener nociones aproxi­madas de la realidad sujeta a examen. Muchas son las sugestiones procedentes de la tradición oral, y escaso el número de los testimonios veraces que las confirman o rectifican. Por esto, muchas de nuestras aseveraciones no tienen otro carácter que el de simples enunciados hipotéticos sujetos a verificación posterior, aunque los esclarecimientos de esta segunda edición les proporcionen mayor elocuencia, firmeza y verosimilitud.

En tal situación se encuentra la conjetura según la cual el caudillo Zárate Willka fue el inspirador y promotor de las tendencias de liberación total, demostradas por la población indígena en el curso de la guerra civil y con posterioridad a ella. Por desgracia, no existen documentos que permitan aseverar con convencimiento absoluto este aserto. Tal suposición se halla fundada en declaraciones judiciales de sindicados y testigos, y en inferencias expuestas por jueces, defensores y acusadores públicos, y no en testimonios que, a semejanza de las proclamas o cartas confiden­ciales, sean capaces de revelar directamente que, en efecto, Zárate W illka indujo a las poblaciones autóctonas a levantarse contra las minorías blancas.

Sin duda, la proclama de Caracollo formulada por los W illka en 28 de marzo de 1899, sólo conocida por el autor con posterioridad a la primera edición de este libro, es un docum ento que contribuye grandemente a iluminar la responsabi­lidad de Zárate W illka en la obra de reorientación y consiguiente conversión del movimiento autóctono de apoyo a la revolución liberal del norte en movimiento independiente de emancipación indígena. Gracias a ella sabernos, por ejemplo, que Zárate W illka profesaba la doctrina según la cual: la sociedad andina debía retornar un día al antiguo orden prehispánico o por lo menos a uno parecido, y esto hace suponer su intención de favorecer, en los hechos, la vuelta del mismo aprovechando el estado de guerra (“Pachacuti”) en el que intervino.

N o es tampoco desestimable, com o elem ento de verificación, el sugestivo hecho constituido por la estrecha unidad de pretensiones demostradas por todos aque­llos levantamientos iniciados a instancias de Pablo Zárate W illka con el aparente propósito de coadyuvar a la revolución del norte.

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Es sugerente que justam ente los levantamientos producidos por obra de las instrucciones escritas de Zarate W illka se hallen animados, por lo menos, de cinco pretensiones: I a La restitución de las tierras de origen. 2a La guerra de exterm inio contra las minorías dominantes. 3a La constitución de un gobierno indígena. 4a El desconocim iento de las autoridades revolucionarias. 5a El reconocim iento de Zarate W illka com o je fe supremo de la insurrección autóctona.

Tales circunstancias se presentan, de modo uniforme, en los sucesos de M ohoza, Peñas y Sacaca, es decir, en tres series de acontecim ientos ocurridos una vez que Zárate W illka solicitó a las parcialidades indígenas de esos lugares su concurso a las fuerzas revolucionarias. Ninguna de esas circunstancias, por el contrario, se presentan en la rebelión de Umala, lo que parece indicar que fue realmente Zárate W illka el promotor de las tendencias de liberación que tuvo su más audaz expre­sión en la constitución del gobierno indígena de Peñas.

Causalmente considerada la rebelión indígena acaudillada por Zárate Willka resulta de causas que, de manera esquemática, se reducen a cuatro: dos necesarias y dos contingentes. Es la primera, el estado de opresión social de las mayorías campe­sinas, y la segunda, la creciente expansión del latifundio en perjuicio de las tierras de comunidad. La tercera se halla encarnada por la acción instigadora desplegada por los revolucionarios del norte en su desesperado empeño de imponer sus ambi­ciones de poder. La cuarta, finalmente, se encuentra representada por las provoca­ciones y agravios infligidos a los indígenas por las fuerzas beligerantes.

La rebelión indígena fracasó, por otra parte, debido a las siguientes causas: I a La deficiencia de los elementos bélicos utilizados por las huestes de Zárate Willka. 2a La conducta disidente de muchas comunidades indígenas aimaras m condicio- nalmente puestas al servicio de los intereses políticos de los revolucionarios. 3a La actitud represiva de las fuerzas rebeldes. 4a La prematura conclusión de la guerra civil.

Fuentes prehispánicas de inspiración en la ideologíadel movimiento

Hoy más que ayer, finalmente, nos encontramos lejos de considerar a los levan­tamientos campesinos com o simples y desordenadas reacciones del instinto o del espíritu de represalia provocado por el resentimiento nacido de la opresión en el fuero interno de los expoliados labriegos andinos.

Ellos se levantaron, sin duda, al calor de esos incentivos pero, ante todo, no sólo por estímulos de orden incidental o por factores de hecho, sino por obra de una conciencia básicamente iluminada por sus antiguas tradiciones histórico-políticas y religiosas.

Tal hecho no tiene nada de particular. Ha ocurrido también en otras latitudes que por lo enteramente distantes de las nuestras no admite ser concebido como resultado de ninguna dependencia genética posible.

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El doctor don Manuel Sarkisyanz.de la Universidad de H eidelberg,por ejemplo, nos ha hecho conocer las más sobresalientes características del 'budismo popular mesiánico com o ideología de las rebeliones campesinas birmanesas durante la deci­monovena y vigésima centurias’,1 y es sorprendente comprobar com o el concepto del declive del orden moral del mundo com o síntoma de la term inación de un ciclo fue, allí com o aquí, el pensamiento que condicionó la creencia en la proxi­midad del retorno de la regeneración de la sociedad y en la consiguiente necesidad de seguir al conductor mesiánico, en nuestro caso: el Willka, hom bre-sol o jefe sagrado y providencial predestinado al triunfo.

Tal convergencia es enteramente explicable si recordamos que — com o lo ha explicado José Im belloni— tanto el sudeste del Asia com o la zona andina perte­necen al mismo ámbito de los grandes estados protohistóricos del mundo, y — sin que nos sea imprescindiblemente necesario admitir las conclusiones difusionistas del expresado etnólogo— preexistían, por lo mismo, en una y otra, en lo esencial, las analogías seculares que hicieron posible la referida convergencia.

Lo evidente de todo es que — según acabamos de sugerir— el mito de las cuatro edades y sus consiguientes convicciones cíclicas regenerativas particular­mente la relativa a la esperanza mesiánica de una nueva edad, “son compartidas — en términos del profesor Sarkisyanz— por las más representativas culturas humanas, desde las arcaicas o protohistóricas hasta las ‘postmedievales’ en contextos de reli­giones universales” profesadas precipuamente por las poblaciones campesinas, tal como lo han documentado, aparte del profesor Sarkisyanz en 1955, Clem eña Ileto en 1979 respecto al “catolicismo rural” com o ideología de los “levantamientos rurales filipinos” , y Servier en 1967 respecto a la “tradición de los paraísos terres­tres” o “ islas benditas” .2

Quizá la universalidad de tales “arquetipos” míticos se explica — más que por la preexistencia de una sola tradición universalmente difundida en tiempos proto­históricos— por la observación espontáneamente universal del acaecer natural del día y la noche, del mes lunar y del año solar, y de la vuelta cíclicam ente repetida de las estaciones, observación independientemente posible, de acuerdo con los principios básicos de la teoría de la convergencia postulada en el siglo pasado por Adolfo Bastián, a la que no es ajeno el análisis de la universalidad del concepto de la regeneración cíclica del mundo vegetal prioritaria y seductoramente estudiado y documentado por James Frazer en L a ram a de oro.

Tales conceptos filosóficos básicos no pudieron ser, así, simple herencia muerta del pasado protohistórico sino corolario permanente de une función viva, propia de las sociedades rurales ordinariamente contraídas a la observación de las regulari­

1 M. Sarkisyanz, Mesianic Folk-Buddihisin as idiology o f peasant revolts in mineteentha and early twentieth century Burma, Apud R eview o f R eligious Research, fall, 1968. Fragenzum problem des chronologis- chen Verhaltnisses des Buddhistischen Modernismus in Ceylon und Birma, apud Buddhism in Ceylon, etc. A Abhandlungen der Akademie der Wissenschaften in Góttingen, Gottinga, 1978.

2 Del Ph. D. don Manuel Sarkisyanz a R . Condarco Morales, Heildelberg, 13 de mayo de 1983.

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dades anuales gracias a las cuales la vida se regenera cíclicam ente. Desde este punto de vista, quizá no es casual que W illka en jaqaru signifique sol, es decir el astro que siempre vuelve.

El liberalismo y federalismo del movimiento indígena

Si bien no cabe duda que la ideología de la rebelión campesina acaudillada por Zárate W illka se encontraba fundamentalmente inspirada en el tradicional pensamiento prehispánico superviviente particularmente relativo al concepto del acaecer histórico cíclico y consiguiente proximidad de una nueva edad esencial­mente parecida a la prehispánica, no conviene olvidar que tal pensamiento sólo tuvo lugar en las bases tradicionales de inspiración, y que las nacionalidades de origen se encontraban en una época completamente diferente dentro de la cual ellas habían adoptado nuevas concepciones religiosas y — quizá— también polí­ticas.

Quizá entre los jefes indígenas de mayor ilustración los hubo de entendimiento capaz de concebir el liberalismo com o ideología no sólo adversa a los privilegios externos de casta y a las inherentes instituciones socio-económ icas de prestaciones de servicio personal, obviamente existentes en las relaciones entre patrones y auto­ridades, por un lado, e indígenas por el otro, sino, también, com o ideología expli­cablemente contraria a los privilegios internos de casta com o los representados por la vieja institución del cacicazgo hispano-colonial en sus formas supervivientes o vicariantes.

N o hay que olvidar, pues, que, en el curso de la guerra civil, hubo familias indígenas a las que la población nativa hostilizó y aún exterm inó.Tal el caso de la familia Warachi de Ancocala en Carangas, literalmente acabada, según carta de 29 de marzo de 1899 del comandante militar de Llanquera: el ciudadano liberal don Miguel G. Zorrilla, a Pando.

El federalismo, por su parte, tampoco, dejó de ser, al parecer, ajeno a las inquie­tudes innovadoras de la población indígena en campaña.

Políticamente dentro el liberalismo cabía el federalismo. Quizá ni W illka ni los suyos ni la gran masa indígena deseaba por gobernante al je fe de una familia teocrática con rango de monarca o emperador o inka. El propio W illka dijo en ju icio haber luchado por la defensa de las “ instituciones republicanas” . Es evidente que el nombre W illka denota sol o hijo del sol, y parece apuntar hacia el concepto teocrático de la autoridad y el poder, pero, quizá, este nombre tenía más de nacio­nalmente simbólico que de otra cosa, y en lo que atañe a Zárate W illka denotaba al parecer, más que nada, persona de alto rango político y social representativa de una época de regeneración.

Tal hecho se halla sugerido por la existencia de tres W illka con títulos y rangos más o menos idénticos. Naturalmente el triunvirato se hallaba jerárquicamente

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ordenado de Pablo Zárate W illka, a Manuel W illka y a Feliciano W illka, com o es natural que haya sido así en una organización suprema de mando.

Dentro del orden general de la República, W illka y los suyos aspiraban, al parecer, a tener acceso al segundo puesto de la misma, constitucionalmente a la vice-presidencia, por lo menos por de pronto. N o otra cosa parece significar que cientos de documentos indígenas proclamaban a ‘Pando y W illka’juntos com o los artífices del nuevo orden de cosas.

D e tal suerte que cuando la tradición urbana nos asegura que W illka había concebido atrevidamente la ‘osadía de compartir el poder con Pando, tal idea era, en lo esencial, fundamentalmente cierta.

Quizá ello suponía la necesidad de un acuerdo de proporciones para una alianza entre el partido liberal y los jefes de la población indígena, pero éste es hecho que continúa en el misterio, pues Pando, a tenor de la tradición urbana, negó todo entendimiento contractual con W illka, sobre la cuestión, a diferencia de éste que parece haberlo afirmado, pero no hay que perder de vista que Pando y los libe­rales — mientras confesaban en documentos reservados la participación de Willka y los suyos en las operaciones del ejército federal— negaban de manera expresa y explícita toda conexión del movimiento liberal con el indígena.

Es, además, pues, muy sospechoso que en el numeroso archivo de Pando sólo haya quedado una sola carta de Zárate W illka, y nada menos que de 1896. Hay razón para preguntarse sin duda: ¿qué pasó con las de 1898 y 1899 en un archivo tan cuidadosa y escrupulosamente conservado?

Por otra parte, es difícil imaginar que Zárate W illka haya alentado un movi­miento indígena tan vasto sin contar con la expectativa de éxito anticipadamente fundado en un acuerdo previo.

Tales convenios resultarían de conversaciones habidas entre Pando y W illka, tanto con anterioridad a los acontecim ientos detonantes de fines de 1898, cuanto de entendimientos más precisos y claros establecidos en el curso de los hechos de presión y fuerza sucesivamente ocurridos a lo largo del tiempo de duración de la guerra civil de 1899, especialmente en aquellos instantes de incertidumbre poco anteriores a la llegada de armamento para los revolucionarios de Lima, o en los que, con alguna posterioridad a la recepción del mismo, Pando com o guerrero com petente consideró que, con todo, la situación del llamado ejército federal era aún tan comprometida que hubo momentos en que, a instancias de un movi­miento de ánimo muy hondo, confesó públicamente sus propósitos de ‘disciplinar y armar la indiada’ ( I o de febrero), poco después de la retirada del ejército consti­tucional deViacha.

Lo evidente es que una vez surgida la revolución al impulso de las ambiciones políticas de los liberales y de los intereses regionalistas de los conservadores de La Paz, bajo el engañoso ropaje de la federalización, la mayor parte de la población campesina — no sólo de La Paz sino de la zona andina de Bolivia— la apoyó

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decididamente no sólo por liberal o anti-conservadora, sino por federalista o anti­centralista.

La sugestión llegó, al parecer, a seducir de una manera amplia la expectativa indígena que todo parece indicar que la población nativa creyó que aquélla estaba llamada a abrir el camino definitivo de su liberación.

En efecto, la población indígena creyó en que el triunfo del movim iento iba a traer consigo la posibilidad de su acceso al nombramiento de corregidores sin esperar procedieran — de acuerdo con la ley de 23 de enero de 1826 confir­mada por la Carta Magna en lo posterior-— por vía gubernativa de las autoridades centrales, y así comenzaron a nombrarlos por voto directo de la comunidad aún en los casos de mayor sujeción a la causa liberal com o en los de Corque y Huachacalla, hacia mediados de marzo de 1899.

La descentralización del poder no sólo debía afectar a la constitución de las autoridades locales sino a las de la propia estructura central donde, al parecer, debía caber la representación política de la población campesina, concretamente ejercida por Zárate W illka y por los otros W illka que con su simple — aunque ilusoria— pretensión a formar parte de la cúpula de gobierno encarnaban — de por sí y de hecho— la dram ática‘búsqueda de expresión nacional’ de la población indígena andina com o nacionalidad de origen o com o ‘roca madre’ de las otras nacionalidades filiales de posterior conform ación, pues no hay que olvidar que la nacionalidad —-según M ac Iver y Page— se refleja ante todo en el deseo de “tener un gobierno com ún especial o exclusivamente propio” .3

De ahí la grandeza y la importancia de las aspiraciones que con la suya personi­fica y simboliza el ínclito caudillo indígena don Pablo Zárate Willka.

Entre ambos extremos: el de cúspide y el de base político-administrativa, las autoridades intermedias debían también surgir de acuerdo con el implícito prin­cipio de la descentralización federal, y de ahí el hecho, al parecer nada casual, de haber nombrado la población campesina, tanto autoridades de alto, medio y menor rango, de una manera aparentemente caótica y anárquica.

En el curso del precedente relato, en efecto, hemos visto que mientras se insti­tuyeron W illka[s], es decir autoridades de primer rango político-administrativo y militar, en el norte; hubo por lo menos dos presidentes en el sur: el uno en Peñas: Juan Lero, y el otro en Challoma de Sacaca: M ariano Góm ez, cuya autoridad no dejaba de reconocer expresamente la superior de Zárate en el primer caso, y la del “Presidente V illca” en el segundo.

Todo esto quería decir que, mientras Zárate W illka pretendía ejercer la repre­sentación máxima de las nacionalidades andinas de origen dentro el contexto de la estructura política de la República, los otros dos W illka adoptaban el rango de

3 R . Mac Iver y Charles H. Page, Sociología,Tecnos. Madrid. 1966. P. 312.

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primer y segundo vice-presidentes, pues no hay que olvidar que el tercer Willka: Feliciano Willka se tituló también “presidente” .

N o hay que perder de vista, además, que los tres Willka constituyeron, al parecer, un consejo de Estado de carácter colegiado y de índole confederativa, tanto por la naturaleza misma de las tradicionales instituciones confederativas propias del ayllu milenario, com o por ser probablemente los tres W illka, de tres diferentes circuns­cripciones territoriales de importancia para el destino del movimiento.

En aparente contradicción con la supremacía de los W illka, vemos, en el sur, según anticipamos ya, dos “presidentes” : Lero y Góm ez, pero se trata en todo caso, de dos ‘presidencias’ de jurisdicción local, dado que ambas reconocen la autoridad suprema de Zárate W illka, de una manera muy similar a las “presidencias departa­mentales” instituidas por la ley 19 de 11 de diciembre de 1825, y posteriormente llamadas prefecturas.

La propia duplicidad de rango de “presidente” y “ministro” de Juan Lero, parece ratificar la explicación, pues mientras éste era “presidente” ante sus vasallos de Peñas, no era más que “ministro” ante Zárate W illka, quien — en su carta de 20 de marzo— lo llamaba “G obernador” .

Finalmente, por debajo de esta suerte de gobernaciones rurales de orden regional que pudieron establecerse con diferentes nombres sin desdeñar los simple­mente castrenses com o el de Lorenzo Ram írez de M ohoza, se constituyeron — sin aguardar reforma constitucional previa— los corregim ientos cantonales ordinarios y de capitales de provincia — según anticipamos ya— por voto directo de la com u­nidad indígena zonal.

Por lo que externam ente se ve, no dudamos que los indígenas de 1899 no sólo habían abrazado de manera más sincera que los liberales del mismo año, los prin­cipios del federalismo, sino que sus concepciones federalistas eran más orgánicas, más liberales, más republicanas y más revolucionarias que las de los federalizadores nominales del primer trimestre de 1899. N o podía ser de otro modo, todos los hechos ocurridos en el levantamiento indígena de 1899 acaecieron a impulsos del sentimiento nacional que — según M ac Iver y Page— es un “sentimiento esen­cialmente dem ocrático”4 y ante todo fundamentalmente innovador en su clásico estado de ‘búsqueda de expresión’.

Desde luego, el deber “quererse com o entre herm anos” los “hijos de una sangre” : “blancos” e “indianos” , deontológicam ente formulado por la proclama de Caracollo — de una manera por tanto algo diferente al sentido ‘querer ser una nación de herm anos’ con que el juram ento del Rütli coronó la busca de expresión estatal de la nación suiza— , fue el llamado más sobresaliente y admirable que un vástago de las nacionalidades de origen pudo haber hecho a la sinceridad con que la nación dominante debió abrazar su propio ‘vouloir-vivre co lle c tif sin desmedro

4 lb„ P. 310.

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del ‘querer ser de sí m ism o’ de su milenaria ‘roca madre’ dentro de una sola com u­nidad republicana, para la cual, proponía la proclama — sin dejar de manifestar implícitamente la integridad de su propia búsqueda— , el ideal de una nueva convi­vencia entre hermanos sin sentimiento de exclusión alguno.

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