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Aprendiz de diosa aimee carter

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Todas las chicas que habían hechola prueba habían muerto. Ahora esel turno de Kate.

Kate siempre había vivido sola consu madre, y esta se estabamuriendo. ¿Su último deseo?Regresar al lugar donde habíapasado su infancia. Así que Kate ibaa empezar el curso en un institutonuevo, sin amigos, sin familia y conel temor a que su madre murieraantes de que acabara el otoño.Entonces conoció a Henry.

Misterioso, atormentado. Y

fascinante. Aseguraba ser Hades, eldios del Inframundo y, si Kateaceptaba el trato que le ofrecía,mantendría a su madre con vidamientras ella intentaba superar sietepruebas. Kate pensó que estabaloco… hasta que lo vio resucitar auna chica. De pronto, salvar a sumadre le pareció posible. Y sisuperaba las pruebas, se convertiríaen la esposa de Henry. En una diosainmortal…

Aimée Carter

Aprendiz dediosa

Aprendiz de diosa - 1

ePub r1.0Haiass 23.10.14

Título original: The Goddess TestAimée Carter, 2011Traducción: Victoria E. Horrillo Ledesma

Editor digital: HaiassePub base r1.2

Para papá, que ha leído cadapalabra: tenías razón.

Y en recuerdo de mi madre.

Prólogo

—¿Cómo ha sido esta vez?Henry se puso tenso al oír su voz y

apartó los ojos del cuerpo inerte tendidosobre la cama el tiempo justo paramirarla. Diana, su mejor amiga, suconfidente, su hermana en todos lossentidos menos en el de la sangre, estabaen el umbral, pero ni siquiera supresencia le sirvió para refrenar su ira.

—Se ha ahogado —dijo volviéndosehacia el cadáver—. La encontré flotandoen el río esta mañana, temprano.

No oyó a Diana acercarse a él, perosintió su mano sobre su hombro.

—¿Y seguimos sin saber…?—Sí —su voz sonó más brusca de lo

que pretendía y se obligó a suavizarla—. No hay testigos, ni pisadas, ni ningúnrastro que indique que no saltó al río porpropia voluntad.

—Puede que así fuera —dijo Diana—. Quizá se apoderó de ella el pánico.O puede que fuera un accidente.

—O puede que haya sido alguien —se apartó y comenzó a pasearse por lahabitación, intentando alejarse delcuerpo todo lo posible—. Once chicasen ochenta años. No me digas que es unaccidente.

Diana suspiró y acarició la blancamejilla de la chica con la yema de los

dedos.—Estuvimos muy cerca con esta,

¿verdad que sí?—Bethany —replicó Henry—. Se

llamaba Bethany y tenía veintitrés años.Y ahora, por mi culpa, no cumplirá losveinticuatro.

—No los habría cumplido si hubierasido la elegida.

La furia se agitó dentro de él yamenazó con desbordarse. Pero cuandomiró a Diana y vio su miradacompasiva, su cólera se disipó.

—Debería haber pasado la prueba—dijo con voz crispada—. Deberíahaber vivido. Yo pensaba…

—Todos lo pensábamos.

Se dejó caer en una silla y ella seacercó enseguida y frotó su espalda congesto maternal, tal y como él esperaba.Henry metió los dedos entre su cabellooscuro y se encorvó, abrumado por elpeso de la culpa. ¿Cuántas veces mástendría que pasar por aquello antes deque le liberaran por fin?

—Todavía hay tiempo.El optimismo de Diana le produjo

una punzada más dolorosa que todo losucedido esa mañana.

—Todavía quedan décadas…—Me rindo.Su voz resonó en la sala. A su lado,

Diana comenzó a respirar agitadamente.Tardó unos segundos en responder, y

entre tanto Henry pensó en retirar lo quehabía dicho, en prometerle que volveríaa intentarlo. Pero no pudo. Ya habíanmuerto demasiadas.

—Henry, por favor —susurró ella—. Quedan veinte años. No puedesrendirte.

—No servirá de nada.Se arrodilló delante de él, le hizo

apartar las manos de la cara y lo obligóa mirarla y a ver su miedo.

—Me prometiste un siglo y vas acumplirlo, ¿entendido?

—No voy a permitir que muera otrapor mi culpa.

—Y yo no voy a permitir que teconsumas así. No, si puedo hacer algo

por evitarlo.Él arrugó el ceño.—¿Y qué vas a hacer? ¿Buscar otra

chica que esté dispuesta? ¿Traer unacandidata cada año hasta que unaapruebe? ¿Hasta que alguna supere lasNavidades?

—Si es preciso, sí —entornó losojos con una expresión que irradiabadeterminación—. Pero hay otraalternativa.

Henry desvió la mirada.—Ya te he dicho que no. No vamos

a volver a hablar de eso.—Y yo no voy a permitir que te

rindas sin luchar —afirmó ella—. Nadiepodrá reemplazarte por más que diga el

consejo, y te quiero demasiado parapermitir que te des por vencido. No medejas otra elección.

—No serás capaz.Diana se quedó callada.Henry apartó la silla, se levantó y

desasió su mano de la de ella.—¿Le harías eso a una hija?

¿Traerla a este mundo para meterla enesto? —señaló el cadáver tendido sobrela cama—. ¿Lo harías?

—Si es para salvarte, sí, lo haría.—Podría morir, ¿es que no lo

entiendes?Sus ojos centellearon y se irguió

para mirarlo.—Lo que entiendo es que, si ella no

lo hace, te perderé.Henry se apartó de ella, intentando

calmarse.—No perderías gran cosa.Diana lo obligó a girarse para

mirarla.—¡No! —le espetó—. ¡No te atrevas

a rendirte!Él parpadeó, sorprendido por la

vehemencia de su voz. Cuando abrió laboca para contestar, Diana lo detuvoantes de que pudiera decir nada.

—Ella tendrá una oportunidad, losabes tan bien como yo, pero pase loque pase no acabará así, te doy mipalabra —señaló el cadáver—. Serájoven, pero no será una necia.

Henry tardó un momento enencontrar una respuesta y, cuando por fincontestó, lo hizo a sabiendas de que seestaba aferrando a una falsa ilusión:

—El consejo no lo permitirá.—Ya se lo he preguntado. Como

queda dentro del plazo, han dado suconsentimiento.

Henry apretó los dientes.—¿Se lo has preguntado sin

consultarme primero?—Sí, porque sabía lo que ibas a

decir —repuso ella—. No puedoperderte. No podemos perderte. Eres loúnico que tenemos y sin ti… Por favor,Henry, déjame intentarlo.

Cerró los ojos. Si el consejo había

dado su autorización, no le quedaba otroremedio. Intentó imaginar cómo sería lachica, pero cada vez que en su cabezacomenzaba a formarse una imagen, seinterponía el recuerdo de otra cara.

—No podría quererla.—No haría falta. —Diana le dio un

beso en la mejilla—. Pero creo que, detodos modos, la querrás.

—¿Y eso por qué?—Porque te conozco, y porque sé

los errores que he cometido. Y no serepetirán.

Él suspiró, su determinación sedesmoronó mientras Diana lo mirabafijamente, suplicándole en silencio. Soloquedaban veinte años. Podía aguantar

hasta entonces, si con ello conseguía nohacerle más daño del que ya le habíahecho. Y esta vez, pensó lanzando unamirada al cadáver, él tampoco repetiríasus errores.

—Te echaré de menos mientras estésfuera —dijo, y Diana dejó caer loshombros, aliviada—. Pero esta será laúltima. Si fracasa, me rindo.

—Está bien —contestó ellaapretando su mano—. Gracias, Henry.

Asintió con un gesto y Diana se alejócon intención de salir, pero al acercarsea la puerta ella también miró hacia lacama y Henry se prometió que aquellono volvería a ocurrir. Costara lo quecostase, superara la prueba o fracasara,

aquella viviría.—No es culpa tuya —dijo sin poder

evitarlo—. Lo que ha pasado… Yo lo hepermitido. La culpa no es tuya.

Ella se detuvo en el vano de lapuerta y le dedicó una sonrisamelancólica.

—Sí que lo es.Antes de que él pudiera decir algo

más, se marchó.

1. Edén

Pasé el día de mi dieciocho cumpleañoshaciendo el viaje en coche entre NuevaYork y Eden, Michigan, para que mimadre pudiera morir en su pueblo natal.Mil quinientos treinta y cuatrokilómetros de asfalto sabiendo que cadaseñal que dejábamos atrás me acercabamás y más al que sin duda sería el peordía de mi vida.

En cuestión de cumpleaños, no lorecomendaría.

Pasé todo el día conduciendo. Mimadre estaba tan enferma que no podíapasar mucho tiempo despierta y menos

aún conducir, pero a mí no me importó.Tardamos dos días, y una hora despuésde cruzar el puente hacia la PenínsulaSuperior de Michigan mi madre parecíaagotada y entumecida por llevar tantotiempo en el coche. En cuanto a mí,habría preferido no tener nunca más antemi vista un tramo de carreteradespejada.

—Toma ese desvío, Kate.Miré extrañada a mi madre, pero

puse el intermitente de todos modos.—Se supone que no tenemos que

desviarnos hasta dentro de cincokilómetros.

—Lo sé, pero quiero enseñarte unacosa.

Hice lo que me pedía, suspirandopara mis adentros. Mi madre ya estabadesahuciada: era muy poco probable quedispusiera de un día. No podíamosdejarlo para después.

Había pinos por todas partes, altos yamenazadores. No vi indicadores, nipuntos kilométricos, ni nada exceptoárboles y un camino de tierra. Cuandollevábamos recorridos ocho kilómetros,empecé a preocuparme.

—¿Estás segura de que es por aquí?—Claro que estoy segura —pegó la

frente a la ventanilla y su voz sonó tansuave y quebradiza que a duras penas laoí—. Quedan menos de dos kilómetros.

—¿Para qué?

—Ya lo verás.El seto empezó a verse un kilómetro

y medio después. Se extendía junto a lacarretera, tan alto y tupido que eraimposible ver lo que había al otro lado,y debieron de pasar otros treskilómetros antes de que virara en ángulorecto formando una especie de lindero.Todo ese tiempo, mientrasavanzábamos, mi madre no dejó demirar por la ventanilla, cautivada.

—¿Es esto? —no quería parecerenfadada, pero de todos modos ella nopareció notarlo.

—Claro que no. Gira a la izquierdaaquí, cielo.

Hice lo que me decía y el coche

dobló la esquina.—Es muy bonito —dije con cautela,

porque no quería disgustarla—, pero noes más que un seto. ¿No deberíamosbuscar la casa y…?

—¡Aquí!Me sobresalté al oír su voz débil

pero ansiosa.—¡Justo ahí!Estiré el cuello y vi a qué se refería.

Empotrada en medio del seto había unaverja de hierro forjado negro. Cuantomás nos acercábamos, más parecíacrecer. No era solo una impresión mía:era una reja colosal. Y no estaba allípara adornar, sino para ahuyentar acualquiera que tuviera idea de abrirla.

Paré el coche delante de ella eintenté mirar entre los barrotes, perosolo vi más árboles. El terreno parecíadescender bruscamente a lo lejos, peropor más que estiré el cuello no pude verlo que había más allá de la loma.

—¿A que es precioso? —su vozsonó vivaz, casi ligera, y por unmomento pareció la de antes.

Sentí que su mano se deslizaba en lamía y la apreté todo lo que me atreví.

—Es la entrada a Eden Manor.—Parece… grande —dije,

mostrando todo el entusiasmo que pude,pero no tuve mucho éxito—. ¿Algunavez has entrado?

Fue una pregunta inocente, pero sentí

por su forma de mirarme que deberíahaber sabido la respuesta a pesar de nohaber oído hablar nunca de aquel lugar.Un momento después pestañeó ydesapareció aquella mirada.

—Hace mucho tiempo que no —dijocon voz hueca, y me mordí el labio,arrepentida de haber roto el hechizo quese había apoderado de ella por uninstante.

—Lo siento, Kate, solo quería verla.Deberíamos seguir.

Soltó mi mano y sentí de pronto lofrío que era el aire. Al pisar elacelerador, volví a deslizar mi mano enla suya. No quería soltarla aún. Ella nodijo nada y cuando la miré había vuelto

a apoyar la cabeza contra el cristal.Sucedió medio kilómetro después.

La carretera estaba despejada y depronto, en un abrir y cerrar de ojos,apareció una vaca en medio de lacalzada, a menos de cinco metros denosotras, cortándonos el paso. Pisé elfreno a fondo y giré el volante. El cochehizo un trompo sacudiéndome de un ladoa otro. Me golpeé la cabeza con laventanilla mientras intentaba controlar elcoche sin conseguirlo. Sirvió de tanpoco como si hubiera intentado hacerlovolar.

Por fin nos paramos derrapando. Fueun milagro que no chocáramos con losárboles. Se me había acelerado el pulso

y respiré a grandes bocanadas paraintentar calmarme.

—Mamá… —dije, frenética.Sacudió la cabeza, a mi lado.—Estoy bien. ¿Qué ha pasado?—Hay una… —me detuve y volví a

mirar la carretera.La vaca había desaparecido.Miré por el retrovisor, atónita, y vi

una figura parada en medio de lacarretera: un chico moreno, más o menosde mi edad, vestido con un abrigo negroque ondeaba al viento. Fruncí el ceño yme giré para mirar por la luna trasera,pero el chico también se habíaesfumado.

¿Habían sido imaginaciones mías?

Hice una mueca y me froté la cabezadolorida. El golpe no me lo habíaimaginado.

—Nada —dije, temblorosa—. Esque llevo demasiado tiempoconduciendo, nada más. Lo siento.

Arranqué con cautela y miré unaúltima vez por el retrovisor. El seto y lacarretera desierta. Agarré con fuerza elvolante con una mano y con la otra volvía tomar la de mi madre, intentando envano olvidarme de la imagen de aquelchico, grabada a fuego en mi cerebro.

El techo de mi habitación teníagoteras. El agente inmobiliario que nos

había vendido la casa sin que fuéramosa verla había jurado y requetejurado queno le pasaba nada, pero por lo visto elmuy capullo nos había mentido.

Cuando llegamos solo saqué lascosas que íbamos a necesitar esa noche,incluido un barreño para recoger el aguade la gotera. No habíamos llevado grancosa, solo lo que cabía en el coche, y yame había encargado de que llevaran unjuego de muebles de segunda mano.

Aunque mi madre no se hubieraestado muriendo, estaba convencida deque iba a ser muy infeliz allí. Losvecinos más cercanos vivían a casi doskilómetros por la carretera, todo aquellugar olía a naturaleza y en el pequeño

pueblo de Eden nadie repartía pizza adomicilio.

No, pequeño, no: llamarlo así seríademasiado generoso. Eden ni siquieraaparecía en el mapa de carreteras quehabía usado para llegar hasta allí. Lacalle principal tenía unos ochocientosmetros de largo, y todas las tiendasparecían ser de comida o deantigüedades. No había tiendas de ropa,o al menos ninguna que vendiera algoque valiera la pena ponerse. Ni siquierahabía un McDonald’s, ni un Pizza Hut, niun Taco Bell. Nada. Solo una cafeteríavieja y anticuada y una tienducha quevendía chucherías al peso.

—¿Te gusta?

Mi madre se había acurrucado en lamecedora, junto a su cama, con lacabeza apoyada en su cojín favorito. Elcojín estaba tan raído y descolorido queyo ya no sabía de qué color había sidoen un principio, pero había sobrevividoa cuatro años de ingresos hospitalarios yquimioterapia. Igual que ella, contratoda probabilidad.

—¿La casa? Sí —mentí mientrasremetía las esquinas de la sábana parahacer la cama—. Es… bonita.

Sonrió y sentí sus ojos clavados enmí.

—Te acostumbrarás. Puede quehasta te guste lo suficiente para quedarteaquí cuando yo haya muerto.

Apreté los labios y me negué acontestar. Era una norma tácita entrenosotras: no hablar nunca de lo queocurriría después de su muerte.

—Kate —dijo con voz suave, y lamecedora crujió cuando se levantó.

Levanté la vista automáticamente,lista para saltar si se caía.

—Tenemos que hablar de elloalguna vez.

Sin dejar de mirarla por el rabillodel ojo, acabé de remeter la sábana,agarré una colcha gruesa y la extendísobre la cama. Después puse lasalmohadas.

—Ahora no —abrí la cama y meaparté para que pudiera acostarse.

Se movía con lentitud, agónicamente,y aparté los ojos. No quería verla sufrirasí.

—Todavía no.Cuando se hubo tumbado me miró.

Tenía los ojos cansados y enrojecidos.—Pronto —dijo con voz débil—.

Por favor.Tragué saliva, pero no dije nada. No

podía imaginarme la vida sin ella, ycuanto menos pensara en ello, mejor.

—La enfermera va a venir temprano—le di un beso en la frente—. Measeguraré de que esté bien instalada y deexplicárselo todo antes de irme a clase.

—¿Por qué no duermes aquí estanoche? —preguntó, dando unos

golpecitos a su lado, en la cama—.Hazme compañía.

Dudé.—Necesitas descansar.Rozó mi mejilla con sus dedos fríos.—Descansaré mejor si estás aquí.La tentación de acurrucarme a su

lado como cuando era niña erademasiado fuerte, sobre todo porquecada vez que me separaba de ella lohacía con la duda de si sería esa laúltima vez que la vería con vida. Esanoche, me permitiría el lujo deahorrarme ese dolor.

—Está bien.Me metí en la cama, a su lado, y me

aseguré de que estaba bien arropada

antes de taparme las piernas con lacolcha. Cuando estuve segura de que nopasaría frío, la rodeé con mis brazos yaspiré su olor. A pesar de que llevabaaños entrando y saliendo del hospital,seguía oliendo a manzanas y freesias.Cerré los ojos antes de que empezaran ahumedecérseme.

—Te quiero —murmuré. Deseabaapretarla con fuerza, pero sabía que sucuerpo no podría resistirlo.

—Yo también te quiero, Kate —contestó suavemente—. Estaré aquí porla mañana, te lo prometo.

Pero por más que yo lo deseara,sabía que esa era ya una promesa que nosiempre podría cumplir.

Esa noche me acosaron laspesadillas: soñé con vacas de ojosrojos, con ríos de sangre, con agua quesubía y subía a mi alrededor hasta queme desperté respirando ansiosamente,casi sin aire. Aparté la colcha y mesequé la frente sudorosa. Temía haberdespertado a mi madre, pero seguíadormida.

Dormí mal, pero no pude tomarme eldía libre. Era mi primer día en elinstituto de Eden, un edificio de ladrilloque parecía un establo grandote, másque un colegio. Había tan pocos alumnosque casi no había merecido la pena

construir uno, y mucho menosmantenerlo en funcionamiento.Matricularme había sido idea de mimadre. Había perdido el último cursopara cuidar de ella, y ahora estabaempeñada en que acabara elbachillerato.

Llegué al aparcamiento dos minutosdespués de que sonara el primer timbre.Mamá se había mareado esa mañana yno me fiaba de la enfermera, unamujerona gorda llamada Sofía. No esque tuviera nada de sospechoso, perome había pasado casi cuatro añoscuidando de mi madre y por lo que a mírespectaba nadie podía hacerlo mejorque yo. Estuve a punto de saltarme las

clases para quedarme con ella, pero mimadre insistió en que me fuera. El día yahabía sido bastante difícil, aunque yoestaba segura de que solo podíaempeorar.

Por lo menos no tuve que hacer solael camino de la vergüenza al cruzar elaparcamiento. Cuando estaba a mediocamino del edificio, noté que detrás demí iba un chico. No tenía edad suficientepara conducir y el pelo, tan rubio que lotenía casi blanco, le sobresalía de puntacasi tanto como sus enormes orejas. Ajuzgar por su expresión alegre, parecíaimportarle un pimiento llegar tarde.

Corrió para llegar a la puerta antesque yo y vi con sorpresa que me la

abría. No se me ocurría ni un solo chicode mi antiguo instituto capaz de haceruna cosa así.

—Después de usted, mademoiselle.¿Mademoiselle? Me quedé mirando

el suelo para no mirarlo como a unbicho raro. No convenía ponerse groserael primer día.

—Gracias —mascullé, y al entrarapreté el paso, pero era más alto que yoy me alcanzó enseguida.

Y para mi espanto, en vez de pasarde largo, siguió caminando a mi lado.

—¿Te conozco?Dios mío. ¿De verdad esperaba que

le contestara? Por suerte pareció que no,porque no me dio tiempo a responder.

—No, no te conozco.Brillante observación, Einstein.—Pero debería conocerte.Justo antes de llegar al despacho se

giró y se interpuso entre la puerta y yo.Me tendió la mano y me miró conexpectación.

—Soy James —dijo, y por fin pudeverle bien la cara. La tenía de niño, peroquizá fuera mayor de lo que yo pensaba.Tenía los rasgos más definidos, másmaduros de lo que esperaba—. JamesMacDuffy. Ríete y me veré obligado aodiarte.

No me quedó más remedio quecomponer una sonrisita y darle la mano.

—Kate Winters.

Se quedó mirándome algo más de loestrictamente necesario, con una sonrisabobalicona. Yo me quedé allí paradamientras pasaban los segundos,removiéndome, inquieta, y por fin meaclaré la garganta.

—Eh… ¿podrías…?—¿Qué? Ah —soltó mi mano y de

nuevo me abrió la puerta—. Tú primero,Kate Winters.

Entré, apretando con fuerza mibolso. Dentro del despacho había unamujer vestida de azul de la cabeza a lospies, con un pelo liso de color castañorojizo que yo habría dado el pie derechopor tener.

—Hola, soy…

—Kate Winters —me interrumpióJames poniéndose a mi lado—. No laconozco.

La recepcionista logró suspirar yreírse al mismo tiempo.

—¿Qué ha pasado esta vez, James?—Se me ha pinchado una rueda —

sonrió—. La he cambiado yo mismo.Ella anotó algo en una libreta de

hojas rosas, arrancó la hoja y se la dio.—Tú vienes andando al instituto.—¿Sí? —su sonrisa se hizo más

amplia—. ¿Sabes, Irene?, si siguesdudando así de mí, voy a empezar apensar que ya no te gusto. ¿Mañana a lamisma hora?

La mujer se rio y James desapareció

por fin. Me resistí a mirarlo y clavé lamirada en un anuncio que había pegadoal mostrador.

—Katherine Winters —dijo lamujer, Irene, cuando se cerró la puertadel despacho—. Estábamosesperándote.

Se puso a mirar en un archivador yyo me quedé allí, incómoda, y deseé quehubiera algo que decir. No era muyhabladora, pero al menos podíamantener una conversación. A veces.

—Tienes un nombre muy bonito.Levantó sus cejas perfectamente

depiladas.—¿Sí? Me alegro de que te guste. A

mí también me gusta. Ah, aquí está —

sacó una hoja y me la pasó—. Tuhorario y un plano del centro. No te serádifícil encontrarlo. Los pasillos estánpintados según el curso, y si te pierdessolo tienes que preguntar. Somosbastante amables por aquí.

Asentí mientras me fijaba en miprimera clase. Álgebra. Genial.

—Gracias.—De nada, querida.Me volví para marcharme, pero

cuando toqué el pomo de la puerta,carraspeó.

—¿Señorita Winters? Solo… soloquería decirte que lo siento mucho. Lode tu madre, quiero decir. La conocíhace mucho tiempo y… En fin, lo siento

mucho.Cerré los ojos. Todo el mundo lo

sabía. Yo no me explicaba cómo, perolo sabían. Mi madre decía que su familiahabía vivido en Eden generación trasgeneración, y yo había sido lo bastanteidiota como para creer que mi llegadapasaría desapercibida.

Parpadeé para contener las lágrimas,giré el pomo y salí rápidamente con lacabeza gacha, confiando en que Jamesno intentara hablar conmigo otra vez.

Nada más doblar la esquina metropecé con una especie de muro. Perdíel equilibrio, me caí y el contenido demi bolso se desparramó por todaspartes. Me puse colorada y procuré

recoger mis cosas mientras farfullabauna disculpa.

—¿Estás bien?Levanté la vista y me hallé cara a

cara con una chaqueta beisbolera. Lamuralla humana me miraba desde sualtura. Al parecer, James y yo no éramoslos únicos que llegábamos tarde esamañana.

—Soy Dylan —se arrodilló a milado y me ofreció la mano.

La agarré el tiempo justo paraincorporarme.

—Kate —dije.Me pasó mis cuadernos y yo se los

quité y volví a meterlos en mi bolso.Dos libros de texto y cinco carpetas

después, me levanté y me sacudí losvaqueros. Fue entonces cuando me fijéen lo mono que era. No solo para unpueblucho como Eden; también habríaparecido muy mono en Nueva York. Aunasí, había algo en su forma de mirarmeque me dio ganas de apartarme de él.Pero antes de que pudiera hacerlo, unachica rubia muy guapa se adosó a él yme miró de arriba abajo. Puede quesonriera, pero se inclinaba contra Dylany se agarraba a su brazo de un modo queparecía estar orinando encima de él paramarcar su territorio.

—¿Quién es tu amiga, Dylan? —preguntó, agarrándolo aún más fuerte.

Él la miró inexpresivamente y tardó

un momento en rodearla con el brazo.—Eh… Kate. Es nueva.Su sonrisa falsa se hizo más grande y

me tendió la mano.—¡Kate! Soy Ava. He oído hablar

tanto de ti… Mi padre tiene unainmobiliaria y me ha hablado de ti y detu madre.

Al menos ahora tenía alguien a quienculpar de la gotera de mi cuarto.

—Hola, Ava —dije, picando elanzuelo, y tomé su mano—. Encantadade conocerte.

Su mirada dejaba bien claro quenada la habría hecho más feliz quellevarme al bosque y enterrarme viva.

—Lo mismo digo.

—¿Qué clase tienes primero? —preguntó Dylan estirando el cuello paramirar mi horario—. Álgebra. Puedo…podemos enseñarte dónde es si quieres.

Abrí la boca para decir que no,pensando que no había razón para tentarmás aún al destino ahora que habíaaparecido Ava, pero antes de quepudiera decir nada me agarró por elbrazo y me llevó por el pasillo. Miré aAva dispuesta a disculparme porsecuestrar a su novio, pero cuando vi locoloradas que tenía las mejillas y lotensa que estaba su delicada mandíbulame quedé sin habla.

Quizá mi madre me sobreviviera,después de todo.

2. Ava

Yo no era espectacularmente guapa.Ojalá lo hubiera sido, pero no: era soloyo. Nunca había trabajado comomodelo, nunca había tenido a los chicosbabeando a mi alrededor, nunca mehabía parecido ni de lejos a las pijas demi antiguo colegio, a las que la genéticahabía bendecido desde su nacimiento.

De ahí que no me explicara por quéno paraba de mirarme Dylan.

Estuvo mirándome toda la clase deHistoria, toda la clase de Química ytoda la hora de la comida. Comí sola, enel extremo desocupado de una mesa, con

la nariz metida en un libro. No queríamolestarme en hacer amigos. No iba apasar allí mucho tiempo, así que ¿paraqué? En cuanto aquello acabara teníaintención de regresar a Nueva York, arecoger los pocos pedazos de mi antiguavida que aún pudiera encontrar.

Además, estaba acostumbrada acomer sola. En casa tampoco habíatenido nunca muchos amigos. Mi madrese había puesto enferma nada másempezar mi primer año en el instituto, ydesde entonces me había pasado lastardes acampada junto a su cama en elhospital mientras ella pasaba por unatanda tras otra de radio y quimioterapia.No me había quedado mucho tiempo

para ir a dormir a casa de amigas, parasalir con chicos o verme con gente queno podía entender por lo que estábamospasando mi madre y yo.

—¿Está ocupado este sitio?Levanté la vista, sobresaltada, casi

esperando ver a Dylan allí parado. Peroel que me miraba fijamente era James.Llevaba unos enormes auriculares que letapaban las orejas de elefante y unasonrisa airosa en la cara. No supe sisentir alivio o pánico.

Negué con la cabeza sin decir nada,pero no importó: ya se estaba sentando.Volví a fijar la mirada en mi libro yprocuré no mirarlo con la esperanza deque se marchara. Pero las letras se

emborronaban delante de mis ojos y leíla misma frase cuatro veces, incapaz deconcentrarme.

—Técnicamente estás en mi sitio —comentó tranquilamente.

Metió la mano en su mochila, sacóun bote grande de ketchup y a mí casi seme salieron los ojos de las órbitas. Dejéde fingir que estaba leyendo. ¿A quiénse le ocurría llevar un bote de ketchupencima?

Debió de notar mi mirada porquemientras echaba un buen chorro deketchup sobre el gran montón de patatasfritas arrimó su bandeja a la mía.

—¿Quieres?Dije que no con la cabeza. Llevaba

un sándwich y una manzana, pero lallegada de James me había revuelto unpoco el estómago. Y no porque pensaraque era mal chico. Simplemente queríaque me dejaran en paz. Para no tener quehablar con él, di un mordisco a mimanzana y mastiqué despacio. Jamesempezó a comerse sus patatas y duranteunos segundos tuve la esperanza de quela conversación se hubiera acabado.

—Dylan te está mirando —dijo, yantes de que me diera tiempo a tragar y adejarle claro que no quería tener nadaque ver con Dylan, señaló hacia atráscon la cabeza—. Ahí llega.

Arrugué el entrecejo y me giré, peroDylan seguía sentado al otro lado de la

cafetería. Sin embargo, no tardé endarme cuenta de a qué se refería: Avaiba derecha hacia nosotros.

—Genial —mascullé, y dejé mimanzana sobre una servilleta.

¿Acaso era pedir demasiado que medejaran terminar el instituto ilesa? Y side verdad era imposible, ¿no podíandejarme al menos un día para que meinstalara antes de que empezara todo eljaleo?

—¿Kate? —la voz aguda de Ava erainconfundible.

Suspiré para mis adentros y meobligué a girarme con una sonrisainocente en la cara.

—Ah, hola. Ava, ¿verdad?

La comisura de sus labios se tensó.Seguro que era la primera vez quealguien le preguntaba su nombre dosveces.

—¡Exacto! —contestó con vozrebosante de entusiasmo fingido—.Cuánto me alegro de que te acuerdes.Oye, quería preguntarte una cosa.¿Tienes planes para mañana por lanoche?

¿Aparte de fregar cuñas, cambiar lassábanas de mi madre y preparar sumedicación para la semana siguiente?

—Tengo un par de cosas que hacer,¿por qué?

Soltó un bufido altanero, pero luegopareció acordarse de que estaba

intentando hacerse la simpática.—Vamos a hacer una hoguera en el

bosque. Una especie de acampada soloque… Bueno, no la patrocina el instituto—soltó una risilla y se puso un mechónde pelo detrás de la oreja—. El caso esque me preguntaba si querías venir. Hepensado que sería un buen modo de queconozcas a todo el mundo —miró haciaatrás, hacia una mesa larga llena dejugadores de fútbol, y sonrió—. Sé debuena tinta que algunos están deseandoconocerte.

¿De qué iba aquello? ¿Queríabuscarme novio para que Dylan medejara en paz?

—No salgo con chicos.

Se quedó boquiabierta.—¿En serio?—En serio.—¿Por qué no?Me encogí de hombros y miré a

James, que parecía decidido a no mirara Ava mientras construía un complicadotipi hecho de patatas fritas. No iba aecharme un cable.

—Mira —dijo Ava, dejándose defingimientos—, no es más que una fiesta.En cuanto te conozcan todos, dejarán demirarte embobados. No es para tanto.Una hora o así, y luego no tendrás quevolver a hacerlo. Hasta te ayudaré conel pelo y el maquillaje y esas cosas. Ypuedo prestarte un vestido si no te están

demasiado pequeños.¿Se daba cuenta siquiera de que

acababa de insultarme? Intenté rehusar,pero siguió hablando.

—Por favor —dijo, y su voz sequebró, llena de sinceridad—, no hagasque te lo suplique. Sé que seguramenteno es a lo que estabas acostumbrada enNueva York, pero será divertido, te loprometo.

Me lanzó una mirada indefensa ysuplicante, y la miré fijamente. Estabaclaro que no iba a aceptar un no porrespuesta.

—Está bien —dije—. Me quedaréuna hora, pero no necesito que memaquilles ni que me prestes un vestido,

y después me dejaréis en paz, ¿deacuerdo?

Volvió a sonreír, y esa vez susonrisa no era fingida.

—Trato hecho. Pasaré a buscarte alas siete.

Después de que le anotara midirección en una servilleta, volvióalegremente a su mesa, contoneando lascaderas con descaro. Prácticamentetodos los chicos se volvieron paramirarla. Yo miré con enfado a James,que seguía concentrado construyendo suridícula choza de patatas fritas.

—Pues sí que eres de ayuda.—Parecías estar arreglándotelas

bastante bien tú sola.

—Sí, bueno, gracias por arrojarme alos lobos —alargué el brazo y tomé lapatata que sostenía toda la torre. Sedesmoronó, pero a James no parecióimportarle. Se metió otra patata en laboca y masticó pensativamente.

—En fin —dijo después de tragar—,parece que tienes una cita formal con eldiablo.

Yo solté un gruñido.

Cuando iba camino del coche,después de que sonara el último timbre,James volvió a alcanzarme. Llevaba losauriculares colgando del cuello y deellos salía una música atronadora, pero

al menos no dijo nada. Yo seguíaenfadada porque no me hubiera echadouna mano con Ava, así que esperé allegar a mi coche para darme porenterada de que estaba allí.

—¿Se me ha caído algo? —pregunté.No se me ocurrió un modo mejor dedejarle claro que no quería hablar conél.

—¿Qué? No, claro que no. Si se tecayera, te lo devolvería.

Su confusión me pilló por sorpresa.¿De verdad no me entendía? Me quedécon la llave metida en la cerradura,preguntándome cuánto iba a duraraquello. ¿Sería solo ese día o tendríaque esperar hasta que dejara de ser una

novedad? La gente no había parado demirarme en todo el día, pero solo Dylan,James y Ava se habían acercado ahablarme. Pero no me sorprendió. Seconocían todos desde que estaban enpañales y era más que probable que losgrupos de amigos estuvieran formadosdesde la guardería. Allí no había sitiopara mí. Yo lo sabía, ellos lo sabían y amí me parecía de perlas.

—No salgo con chicos —dije sinpensarlo, pero ya que lo había dichotenía que continuar—. En casa tampoco.Es solo que… No salgo con chicos y yaestá. No es nada personal, no es que estébuscando una excusa. Lo digo en serio.No salgo con chicos.

En lugar de parecer decepcionado odeprimido, James me miró con los ojosazules abiertos de par en par y unaexpresión de pasmo. Con el paso de lossegundos empecé a ponerme colorada.Al parecer, ni se le había pasado por lacabeza pedirme salir.

—Me pareces muy guapa.Parpadeé. O quizá sí.—Pero eres un ocho, por lo menos, y

yo me quedo en un cuatro. No nos estápermitido tener citas. Así lo dicta lasociedad.

Lo miré intentando averiguar siestaba hablando en serio. No parecíabromear, y me miraba otra vezfijamente, como si esperara alguna

respuesta que no fuera un bufido burlón.—¿Un ocho? —balbucí. Fue lo

único que se me ocurrió.—Puede que un nueve si te

maquillas un poco. Pero me gustan losochos. A los ochos no se les sube a lacabeza. A los nueve sí. Y los diez nosaben hacer otra cosa que ser eso,dieces. Como Ava.

Hablaba en serio. Giré la llave en lacerradura y lamenté no tener un teléfonomóvil para fingir que me llamabaalguien.

—Bueno… gracias, creo.—De nada —se quedó callado un

momento—. Oye, Kate, ¿puedopreguntarte una cosa?

Me mordí el labio para no decirleque ya lo había hecho.

—Claro, adelante.—¿Qué le pasa a tu madre?Me quedé paralizada y me dio un

vuelco el estómago. Pasaron unossegundos sin que dijera nada, peroJames siguió esperando una respuesta.

Mi madre… De lo último que queríahablar en ese momento era de suenfermedad. Me parecía mal difundirlopor ahí. Era como si la estuvieraexhibiendo a ella. Y egoístamente queríaguardarla para mí sola esos últimosdías, semanas o meses. El tiempo queme quedara con ella, quería queestuviéramos solas las dos. Mi madre no

era una atracción de feria que mirar, niun cotilleo que pudieran llevar y traer.No lo permitiría. No permitiría quemancharan así su recuerdo.

James se apoyó contra mi coche y viun destello de compasión en su mirada.Pero yo odiaba que se compadecierande mí.

—¿Cuánto tiempo le queda?Tragué saliva. Para tener cero

habilidades sociales, me estaba leyendocomo si fuera un libro abierto. O quizásfuera así de evidente.

—Los médicos le dieron seis mesesde vida cuando yo estaba en primero —agarré las llaves de mi coche tan fuerteque se me clavaron en la piel. El dolor

me distrajo, pero no bastó para hacerdesaparecer el nudo que tenía en lagarganta—. Lleva mucho tiempoaguantando.

—Y ahora está lista.Asentí, aturdida. Me temblaban las

manos.—¿Y tú? ¿Lo estás?A nuestro alrededor el aire parecía

de pronto extrañamente denso para estaren septiembre. Cuando volví a mirar aJames, mientras me devanaba los sesosbuscando algo que decir para que semarchara antes de que me echara allorar, me di cuenta de que elaparcamiento estaba ya casi vacío.

James alargó el brazo y abrió la

puerta.—¿Estás bien para llegar a casa?¿Lo estaba?—Sí.Esperó a que subiera al coche.

Luego cerró la puerta con suavidad.Bajé la ventanilla en cuanto encendí elmotor.

—¿Quieres que te lleve?Ladeó la cabeza y sonrió como si

hubiera dicho algo increíble.—Hasta ahora siempre he venido

andando a clase, con lluvia, con nieve,con ventisca, con granizo, da igual. Eresla primera persona que se ofrece allevarme.

Me sonrojé.

—No tiene importancia. La ofertasigue en pie, si quieres.

Se quedó mirándome un momentocomo si intentara tomar una decisiónrespecto a mí.

—No, no pasa nada, iré andando.Pero gracias.

No supe si alegrarme o si sentirmeculpable por querer alegrarme.

—Hasta mañana, entonces.Asintió con un gesto y puse el coche

marcha atrás, pero justo antes de quelevantara el pie del freno se inclinó otravez hacia la ventanilla.

—Oye, Kate, puede que tu madreaguante un poco más.

No dije nada, no sabía si podría

mantener la compostura. Estuvomirándome mientras daba marcha atrás yal salir a la carretera le vi un instanteatravesando a pie el aparcamiento.Había vuelto a ponerse los grandescascos en la cabeza.

A medio camino de casa tuve quepararme a llorar largo y tendido.

Mi madre se pasó casi toda la nocheencorvada sobre una palangana,vomitando, y yo sujetándole el pelo.Cuando se hizo de día y apareció Sofía,la enfermera, mi madre tuvo las fuerzasjustas para llamar al instituto y avisar deque no iba a ir a clase, y nos pasamos

las dos el día durmiendo.Después de una tanda de pesadillas

espeluznantes, me desperté pocodespués de las cuatro con el corazónacelerado y la sangre helada en lasvenas. Todavía sentía cómo me llenabael agua los pulmones mientras intentabarespirar, sentía los oscuros remolinos desangre que me envolvían mientras lacorriente tiraba de mí hacia abajo, ycuanto más me debatía, más me hundía.Tardé unos minutos en tranquilizarme, ycuando por fin pude respirar connormalidad me puse un poco decorrector bajo los ojos para disimularlas ojeras. No quería preocupar a mimadre.

Cuando fui a ver cómo estaba, meencontré a Sofía sentada en una silla,frente a su puerta, canturreando en vozbaja mientras tejía lo que parecía ser unjersey de color rojizo. Parecía tancontenta que nadie habría adivinado queal otro lado de la puerta mi madre seestaba muriendo.

—¿Está despierta? —pregunté, ynegó con la cabeza—. ¿Has puesto lamedicación en el gotero?

—Claro, querida —contestó conamabilidad, y dejé caer los hombros—.¿Vas a ir a la fiesta de esta noche?

—¿Cómo sabes eso?—Me lo ha dicho tu madre. ¿Vas a ir

con eso?

Miré mi pijama.—No voy a ir.Era una hora con mi madre que no

podría recuperar, y no nos quedabanmuchas para estar juntas. Cloqueó,contrariada, y la miré con enfado.

—¿Tú no harías lo mismo si fuera tumadre? Prefiero pasar la noche con ella.

—¿Eso es lo que ella querría quehicieras? —preguntó, dejando su punto—. ¿Dejar tu vida en suspenso mientrasesperas a que se muera? ¿Crees que esova a hacerla feliz?

Aparté la mirada.—Está enferma.—Estaba enferma ayer y seguirá

estándolo mañana —repuso con

suavidad.Sentí su mano cálida en la mía y la

aparté. Crucé los brazos sobre el pecho,tensa.

—Ella querría que tuvieras unanoche para ti sola.

—Tú qué sabes —le espeté, y metembló en la voz una emoción que senegaba a permanecer enterrada—. Tú nola conoces, así que deja de hacer comoque sí.

Se levantó y colocó con cuidado sulabor sobre la silla.

—Lo que sé es que solo habla de ti—me dedicó una sonrisa triste que nopude soportar, y fijé la mirada en lamoqueta—. Lo que más desea en el

mundo es saber que vas a ser feliz y queestarás bien sin ella. ¿No crees que valela pena invertir una o dos horas de tutiempo para darle un poco de paz y deconsuelo?

Rechiné los dientes.—Claro que sí, pero…—Pero nada —cuadró los hombros

y, aunque era de mi altura, de prontopareció mucho más alta—. Tu madrequiere que estés contenta y tú puedesdarle ese consuelo saliendo esta noche yhaciendo amigos. Yo me quedaré aquí yme aseguraré de que tenga todo lo quenecesite, y no pienso aceptar un no porrespuesta.

No dije nada, me quedé mirándola

fijamente mientras me ardía la cara derabia y frustración. Me sostuvo lamirada sin ceder ni un ápice y por fintuve que apartar los ojos. Ella no sabíalo precioso que era cada minuto para míy no había forma de hacérselo entender,pero tenía razón sobre mi madre. Si esola hacía feliz, lo haría.

—Está bien —me limpié los ojoscon la manga—. Pero si le pasa algomientras estoy fuera…

—No le pasará nada —contestó convoz de nuevo cálida—. Te lo prometo.Puede que ni siquiera se dé cuenta deque te has ido y cuando vuelvas tendrásalgo que contarle, ¿no crees?

Si Ava se salía con la suya, no me

cabía ninguna duda de que sí.

3. El río

Mi última esperanza era que a Ava se leolvidara ir a buscarme, pero cuando alas siete y cinco salí al porche de malagana vi un enorme Range Roveraparcado frente a la casa. A su lado, micoche parecía de juguete. Había ido aver cómo estaba mi madre antes de salir,pero seguía durmiendo y en lugar dedejar que la despertara paradespedirme, Sofía me había ahuyentadode allí. Cuando salí por fin, estaba de unhumor de perros.

—¡Kate! —chilló cuando abrí lapuerta del copiloto, sin reparar en mi

mal humor—. Cuánto me alegro de quevengas. Lo tuyo no es contagioso,¿verdad?

Subí con esfuerzo y me abroché elcinturón de seguridad.

—Yo no estoy enferma.—Vaya —dijo Ava—, tienes mucha

suerte de que tu madre te deje escaparte.Cerré los puños y no dije nada.

«Suerte» no era la palabra que mejor lodescribía.

—Lo de esta noche te va a encantar—añadió sin molestarse en mirar por elretrovisor cuando salió marcha atrás—.Viene todo el mundo, así que vas aconocer a un montón de gente.

—¿James también viene? —me armé

de valor cuando pisó a fondo elacelerador y el Range Rover saliódisparado hacia delante, llevándoseconsigo mi estómago.

Durante una fracción de segundopuso tal cara de asco al pensar queJames pudiera presentarse en la fiestaque estuve a punto de retirar la pregunta,pero aquella expresión se esfumó tanrápidamente como había llegado.

—James no está invitado.—Ah —preferí dejar el tema. De

todos modos no esperaba que fuera a lafiesta; a fin de cuentas, Ava y él no semovían en los mismos círculos—.¿Dylan sí va?

—Claro —su tono alegre sonó tan

falso como sus uñas, y cuando la miréentre la penumbra del coche vi undestello extraño en sus ojos. Ira, quizás,o celos.

—No me interesa Dylan —dije porsi aún no había captado el mensaje—.Lo de que no salgo con chicos iba enserio.

—Lo sé —pero su manera deesquivar mi mirada hablaba por sí sola.

Suspiré. No debía importarme, peroen Nueva York había visto a muchoschicos aprovecharse de sus noviasmientras miraban a otra por el rabillodel ojo. Y eso nunca acababa bien. Pormás que me odiara Ava, no se merecíaeso.

—¿Por qué estás con él, de todosmodos?

Pareció sorprendida un instante.—Porque es Dylan —contestó como

si fuera evidente—. Es guapo, listo y esel capitán del equipo de fútbol. ¿Por quéno iba a querer estar con él?

—Bueno, no sé —dije—. Porque esun cerdo que seguramente solo salecontigo porque eres guapísima y casiseguro que eres del equipo deanimadoras.

Resopló.—Soy la capitana del equipo,

además de la capitana del equipo denatación.

—Exacto.

Giró el volante y las ruedaschirriaron cuando el coche viróbruscamente. Pensé en una vaca enmedio de la carretera, cerré los ojos yrecé en silencio.

—Hace siglos que estamos juntos —dijo Ava—. Y no pienso dejarlo porqueuna chica que se cree mejor quenosotros venga a decirme que soy unaimbécil.

—No me creo mejor que tú —contesté, molesta—. Pero no he venidoaquí a hacer amigos.

Se quedó callada mientrasavanzábamos a través de la oscuridad.Al principio pensé que no iba a decirnada, pero cuando volvió a hablar, un

minuto después, su voz sonó tan débilque tuve que esforzarme para oírla.

—Mi padre me ha dicho que tumadre está muy enferma.

—Pues sí, tu padre tiene razón.—Lo siento —dijo—. No sé qué

haría yo sin mi madre.—Sí —mascullé—. Lo mismo digo.Esa vez, cuando dobló la curva, no

tuve la sensación de que volábamos porel aire.

—Kate…—¿Mmm?—Quiero de verdad a Dylan, aunque

solo esté conmigo porque soyanimadora.

—Puede que no sea así —dije

apoyando la cabeza contra la ventanilla—. Puede que él sea distinto.

Suspiró.—Puede.Aparcó su monstruo devorador de

gasolina a un lado de la carretera, aoscuras. Los árboles se alzaban porencima de nosotras y la luna proyectabasombras sobre el suelo, pero yo nohabría podido adivinar dónde estábamosni aunque mi vida hubiera dependido deello. No había coches ni ninguna casa ala vista.

—¿Dónde estamos? —preguntécuando me condujo hacia el bosque.

—La hoguera es en el bosque —contestó mientras esquivaba hábilmente

las ramas bajas de los árboles.Yo no tenía tanta suerte.—No es muy lejos.La seguí mascullando una sarta de

improperios. Aquello daba al traste conmi plan de marcharme temprano: tendríaque quedarme allí hasta que se marcharaAva, a no ser que me llevara alguno demis muchos pretendientes.

Hice una mueca al pensarlo. Preferíavolver andando.

—Está justo al otro lado del seto —dijo, y me paré.

¿El seto?—¿El seto que rodea esa finca

enorme, dices?Se volvió para mirarme.

—¿La conoces?—Mi madre me ha hablado de ella.—Ah. Bueno, pues es donde

hacemos las fiestas. Mi padre conoce aldueño, y no le importa nada quevayamos allí.

Por cómo lo dijo, se me hizo un nudoen el estómago al acordarme de la figuraque me parecía haber visto por elretrovisor, pero no había gran cosa quepudiera hacer al respecto. Tal vez decíala verdad. A fin de cuentas, no teníamotivos para mentirme, ¿verdad?Además, hasta donde yo sabía, el únicomodo de traspasar ese seto era la verjaprincipal, y hacía rato que habíamosdejado atrás la carretera.

—¿Cómo vamos a entrar?Siguió caminando y no tuve más

remedio que seguirla.—Hay un riachuelo un poco más

arriba. En el seto hay un hueco por elque podemos pasar, y la fiesta es justoal otro lado.

Me asaltó de pronto el recuerdo delas pesadillas en las que me ahogaba ypalidecí.

—No tendré que nadar, ¿verdad?—No, ¿por qué? —pareció notar

algo en mi tono de voz, porque se detuvootra vez para mirarme.

—No sé nadar, nunca he aprendido—era la verdad, pero además no queríahablarle de las pesadillas. Ya era

bastante duro revivirlas por las noches.Estaba segura de que, si le hablaba deellas, se serviría de ellas comomunición para atacarme.

Soltó una risa ligera y yo habríajurado que su tono se volvía más jovial:

—Bah, no te preocupes, no hacefalta nadar. Hay piedras y cosas en lasque se puede pisar, así es más fácilentrar.

Yo había empezado a ver el seto.Tenía las manos sudorosas y respirabaagitadamente, y no creía que fuera por laenérgica caminata por el bosque.

—Es justo ahí —señaló un lugar aunos cinco metros en línea recta.

El aire arrastraba hacia nosotras el

fragor del agua, y tuve que reunir todami fuerza de voluntad para seguirla.

Cuando llegamos al riachuelo, mequedé boquiabierta. No era unriachuelo: era un río en toda regla. Lacorriente no parecía muy fuerte, pero sílo suficiente para arrastrarme si me caía,y había tan poca luz que apenas se veíanlas piedras de las que me había habladoAva. En cambio, había dicho la verdadrespecto a la abertura en el seto: erapequeña, como si el río se encogiera lojusto para que el seto se irguiera sobreél. Tendríamos que caminar por laspiedras y pasar por el hueco agachandola cabeza, pero podía hacerse sin nadar.

—Sígueme —dijo Ava en voz baja.

Estiró los brazos para mantener elequilibrio, se metió en el río y buscó unapiedra ancha.

—Aquí está el camino. ¿Estás bien?—Sí —mascullé entre dientes.Tuve cuidado de apoyar el pie

exactamente donde pisaba ella y yotambién extendí los brazos, pero a cadapaso me sentía como si estuviera a puntode caer al agua oscura de abajo.

Ava pasó bajo el seto y dejé deverla. Se me encogió el estómago demiedo, apoyé una mano temblorosa en elseto, me incliné y avancé pasito a paso.

Llegué seca al otro lado casi pormilagro. Las piedras acababanbruscamente y tuve que dar un salto para

llegar a tierra firme, pero lo conseguí:estaba a salvo. Dejé escapar un suspirode alivio. Si Ava creía que iba a volvera salir por aquel agujero, lo llevabaclaro.

Al levantar la vista lo primero quevi fue a Ava bajándose la cremallera dela falda. La camiseta ya se la habíaquitado. Debajo llevaba un bikini cuyoscolores difuminaba la oscuridad.

—¿Qué haces?No me hizo caso. En lugar de

insistir, me tomé un momento para mirara mi alrededor. Estábamos en una zonaboscosa. De no haber sabido que no eraasí, habría pensado que seguíamos alotro lado del seto. El paisaje era

exactamente el mismo.—Perdona, Kate —dijo Ava. Se

sacó una bolsa de basura del bolsillo ymetió dentro su ropa doblada.

—¿Perdona? ¿Por qué?—Por marcharme —se echó la bolsa

al hombro y me dedicó una sonrisaancha y radiante—. No te lo tomes comoalgo personal. Si no le gustaras tanto aDylan, puede que hasta fuéramosamigas. Pero estoy segura de queentiendes por qué tiene que ser así.

—¿Por qué tiene que ser así qué?—Esto —se metió en el agua y se

estremeció. Por lo visto estaba tan fríacomo parecía—. Considéralo unaadvertencia, Kate. No toques a mi novio.

La próxima vez será mucho, mucho peor—y acto seguido se lanzó de cabeza alrío.

Entonces ocurrieron dos cosas almismo tiempo: primero me di cuenta delo que estaba pasando. Ava iba adejarme allí, sabiendo perfectamenteque me daba miedo el agua. No habíaninguna hoguera: lo había hechopremeditadamente. Lo segundo ocurriócuando Ava se lanzó al río. En lugar deverla alejarse a nado, oí un crujidoespeluznante. Se había golpeado lacabeza con una roca y la corriente se lallevó enseguida, flotando inerme.

Hice una mueca. El agua la arrastrócasi cinco metros mientras estaba allí

mirando, pero ella no se movió. Elgolpe debía de haberla dejado sinsentido.

«Mejor».No, mejor no, me dijo la parte más

ecuánime de mi cerebro. En absoluto. Side verdad estaba inconsciente y no soloaturdida, se ahogaría si la corriente nola empujaba hasta la orilla.

Gruñí para mis adentros. «Quesufra». De todos modos, el río no eramuy ancho. Volvería en sí y acabaríapor llegar a la orilla. Pero la vocecillacompasiva de mi cabeza respondió que,si le ocurría algo, sería culpa mía. Yque, aunque hubiera intentado hacermeuna jugarreta, no podía soportar que le

ocurriera una desgracia a otra personacercana a mí. Estaba harta de tragedias.

Mi cuerpo se puso en movimientoantes de que mi mente tomara unadecisión. Quizá no se me diera muy biennadar, pero podía correr. Me quité lostacones y cuando me di cuenta de lo queestaba haciendo, ya había recorrido lamitad de la distancia que nos separaba.La corriente era fuerte, pero no tanrápida como me había parecido alprincipio. Alcancé enseguida a Ava yme paré en la orilla llena de barro, peroenseguida me enfrenté a un nuevoproblema: el agua.

El recuerdo de mis pesadillasdesfiló por mi cabeza, pero lo alejé de

mí. Ava estaba en medio del río y bocaabajo, lo que significaba que no podíaesperar a que se acercara. Solo teníados opciones: dejar que se ahogara ometerme en el río a buscarla. O sea, queno tenía elección.

Encogiéndome de temor, me metí enel agua helada y chapoteé hacia ella,saltando torpemente para mantenerme enpie. Tropecé con una piedra y me caí.Un instante después, la corriente mehabía arrastrado a mí también.

El pánico se apoderó de mí encuanto me vi con la cabeza sumergida,pero estaba consciente y, aunque nosabía nadar, el río no era profundo. Nosucedió como en mis pesadillas:

conseguí hacer pie e impulsarme haciala superficie. Luché por llegar hasta Avay, cuando por fin lo logré, la agarré delbrazo y tiré de ella hacia mí. El corazónme latía tan deprisa que me dolía, peroseguí respirando con la mayor calma quepude. Mataría a Ava en cuanto volvieraen sí, y si había justicia en este mundo,tendrían que darle puntos y su preciosacara quedaría marcada para siempre.

Tiré de ella hacia la orilla y la saquédel agua gélida. Sentí un inmenso alivioal encontrarme otra vez en tierra.Aunque solo había pasado medio minutoen el agua, su piel ya había empezado avolverse azul. La puse de lado,confiando en que sirviera de algo si

había tragado agua.—¿Ava? —dije al arrodillarme a su

lado. Me castañeteaban los dientes—.Ava, despierta.

Siguió inmóvil. Me incliné haciaella y esperé a que respirara, pero norespiró. Noté un nudo de angustia en lagarganta y tragué saliva. Un masajecardíaco. Eso podía hacerlo.

La puse boca arriba, apoyé lasmanos sobre su diafragma, uno, dos,tres, cuatro, cinco, seis…

La miré, esperando. Nada.—Si esto es una broma… —lo

intenté otra vez. No pensaba hacerle elboca a boca a no ser que fueraabsolutamente necesario.

Fue entonces cuando reparé en labrecha que tenía en la cabeza. No sécómo no la vi antes: tenía el pelo todomanchado de rojo. Dejé un momento elmasaje cardíaco para ver si era grave.No era solo un corte. Se me revolvióviolentamente el estómago cuando leaparté el pelo para ver la herida. Sucráneo no era redondeado por la partede la coronilla: era plano.

Chillé y me tapé la boca, a punto devomitar. Hasta a oscuras saltaba a lavista que lo que tenía delante de misojos no era solo pelo y sangre. Tenía elcuero cabelludo expuesto y desgarradoen parte, y a través de la brecha se veíael cráneo aplastado y trozos de… Dios

mío, no quise ni pensarlo.Palpé rápidamente su cuello

intentando encontrarle el pulso, pero fueen vano. Había empezado a respiraragitadamente y la cabeza me dabavueltas cuando empecé otra vez ahacerle el masaje cardíaco,maquinalmente. No podía ser, no podíaestar muerta. Era solamente una broma,una travesura cruel, y yo solo tenía quebuscar patéticamente la verja de entraday regresar a casa a pie. Ava no teníaque…

—¡Socorro! —grité tan fuerte comopude mientras me corrían lágrimascalientes por la cara—. ¡Que alguien meayude!

4. El desconocido

Sin dejar de sollozar, apreté el vientrede Ava con las manos. No podía estarmuerta. Dos minutos antes me estabadiciendo que me alejara de… ¿de qué?¿Qué importaba eso? Me sequé los ojoscon el dorso de la mano y respiré hondo,trémula. No, no era posible. Aquello noestaba pasando.

—¡Socorro! —grité de nuevo,mirando frenética a mi alrededor con laesperanza de ver algún signo de vida.

Pero solo vi árboles a ambos lados,y el único ruido que oí fue el de lacorriente del río. Si en aquella finca

vivía alguien, podía estar a kilómetrosde allí.

Volví a mirar a Ava y vi su caraborrosa entre mis lágrimas. ¿Qué podíahacer?

Me temblaron los hombros, micuerpo quedó inerme. Caí hacia atrás yme quedé sentada, con los ojos fijos enella. Tenía los ojos abiertos de par enpar, no parpadeaba y parecía muerta, yde su frente seguía manando un hilillo desangre. Todo era inútil.

Acerqué las rodillas al pecho,incapaz de dejar de llorar. ¿Qué pasaríaahora? ¿Quién nos encontraría? Nopodía dejarla allí. Tenía que quedarmeallí hasta que nos encontraran. Dios mío,

mi pobre madre… ¿Qué diría todo elmundo? ¿Pensarían que había matado aAva? ¿La había matado, en ciertosentido? Si no hubiera accedido a ir conella, no se habría lanzado de cabeza alrío.

—¿Puedo ayudarte?Me dio un vuelco el corazón. A mi

lado, de pie, había un hombre. ¿O unchico? No pude verlo bien, la oscuridadtapaba en parte su cara. Pero lo que vihizo que me quedara sin aliento. Teníael pelo oscuro y la chaqueta que llevaba,negra y larga, ondeaba a la fría brisanocturna.

Así pues, no era fruto de miimaginación.

Se arrodilló junto a Ava y laexaminó. Tuvo que ver las mismas cosasque yo: la cabeza ensangrentada, elcuerpo inmóvil, el ángulo del cuello.Pero en vez de asustarse me miró y unescalofrío sacudió mi espalda. Sus ojoseran del color del claro de luna.

Oí un ruido a unos metros de allí.Me giré, asustada, y vi que se acercabaa nosotros, meneando la cola, un grandanés negro. El perro se sentó junto a ély el desconocido le acarició detrás delas orejas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó concalma.

Me puse el pelo mojado detrás delas orejas con las manos temblorosas.

—K-Kate.—Hola, Kate —su voz sonaba

tranquilizadora, casi melodiosa—. Yosoy Henry y este es Cerbero.

Ahora que estaba más cerca pudever su cara claramente, y me pareciómuy extraña. No podía ser más que unpar de años mayor que yo, como mucho.Y era demasiado guapo para estar enmedio del bosque. Debería haber estadoen las portadas de las revistas, y no allí,escondido en la Península Superior deMichigan. Pero fueron sus ojos lo quemás me llamó la atención: incluso aoscuras brillaban con fuerza, y me costóapartar la mirada de ellos.

—M-mi amiga —dije con voz

entrecortada—, está…—Está muerta.Lo dijo con tanta naturalidad que de

nuevo me dio un vuelco el estómago.Vomité lo poco que había cenado y elhorror de lo sucedido me golpeó con talfuerza que sentí que me faltaba el aire.

Por fin, cuando acabé de vomitar,volví a sentarme y me limpié la boca.Henry había colocado a Ava de talmanera que parecía estar dormida y memiraba fijamente, como si yo fuera unanimal desconocido al que no queríaahuyentar. Desvié la mirada.

—Entonces, ¿es amiga tuya?Tosí débilmente, intentando que el

sollozo que borboteaba dentro de mí no

estallara de una vez. ¿Era amiga mía?Claro que no.

—S-sí —logré decir—. ¿Por qué?Oí un susurro de tela y cuando abrí

los ojos estaba poniendo su chaquetasobre Ava, como cuando se cubría uncadáver.

—No sabía que las amigas setrataran como te ha tratado ella.

—Era… era una broma.—A ti no te ha hecho mucha gracia.No, era cierto. Pero ya no

importaba.—Te da miedo el agua y sin

embargo has saltado al río pararescatarla, aunque tenía pensado dejarteaquí sola.

Me quedé mirándolo. ¿Cómo sabíaeso?

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó.

Me encogí de hombrospatéticamente. ¿Qué esperaba quedijera?

—Porque… —dije—, porque no semerecía… no se merecía morir.

Henry se quedó callado un rato,mirando el cuerpo de Ava.

—¿Qué harías para que volviera?Me esforcé por entender lo que

estaba diciendo.—¿Para que volviera?—Para que vuelva a estar como

antes de saltar al río. Para que vuelva a

vivir.Estaba tan angustiada que ya sabía la

respuesta. ¿Qué haría para que Avavolviera a vivir? ¿Qué haría paraimpedir que la muerte siguieraestrangulando con sus garras los jironesde vida que aún no me había arrancado?Había sentenciado a mi madre y estabaagazapada, esperando paraarrebatármela, acercándose un poco máscada día. Tal vez mi madre estuvieradispuesta a rendirse, pero yo no, yo nodejaría de luchar por ella. Y no pensabapermitir que la muerte se cobrara otrapresa ante mis propios ojos, sobre todosiendo culpa mía que Ava estuviera allí.

—Cualquier cosa.

—¿Cualquier cosa?—Sí. ¿Puedes ayudarla? —dentro de

mí se agitó una esperanza irracional. Talvez Henry fuera médico. Tal vez pudierasalvarla.

—Kate, ¿alguna vez has oído lahistoria de Perséfone?

Mi madre era una apasionada de lamitología griega, y solía leerme sushistorias de niña, pero ¿a qué veníaaquello?

—¿Qué? Yo… sí, hace muchotiempo —contesté, desconcertada—.¿Puedes salvarla? ¿Está…? ¿Puedes?Por favor.

Se levantó.—Sí, si me prometes una cosa.

—Lo que quieras —yo también melevanté, esperanzada.

—Vuelve a leer el mito de Perséfoney lo entenderás —dio un paso hacia mí yrozó mi mejilla con las yemas de losdedos.

Me aparté, pero sentí que me ardíala piel allí donde me había tocado. Semetió las manos en los bolsillos,indiferente a mi rechazo.

—El equinoccio de otoño es dentrode dos semanas. Léelo y lo entenderás.

Retrocedió y me quedé allí,aturdida. Volviéndome hacia Ava dije:

—Pero ¿qué va a…?Cuando levanté la vista, había

desaparecido. Me precipité hacia

delante con los pies entumecidos y miréa mi alrededor, frenética.

—¿Henry? ¿Qué va a…?—¿Kate?El corazón se me subió de un salto a

la garganta. Ava… Caí de rodillas a sulado. Tenía tanto miedo que no pudetocarla, pero tenía los ojos abiertos y yano sangraba. ¡Estaba viva!

—Ava… —gemí.—¿Qué ha pasado? —preguntó

mientras luchaba por levantarse y selimpiaba la sangre de los ojos.

—Te… te has dado un golpe en lacabeza y… —me interrumpí. ¿Y qué?

Se levantó y comenzó a tambalearse,pero estiré los brazos para sujetarla.

—¿Estás bien? —pregunté, aturdida,y asintió con la cabeza.

Rodeé con el brazo su cinturadesnuda para sostenerla en pie. Lachaqueta de Henry también habíadesaparecido.

—Vamos a casa.

Esa noche, cuando me metí en lacama después de quitarme la sangre dedebajo de las uñas, casi me habíaconvencido de que Henry no era real.De que no lo había visto esa noche, ni unpar de días antes, desde el coche. Deque eran todo imaginaciones mías. Erala única explicación lógica. Me había

golpeado la cabeza al saltar al río, y enel coche, cuando había creído verlo,estaba agotada. A Ava no le habíapasado nada desde el principio yHenry…

Henry era solo un sueño.

Ese fin de semana sonó el teléfonocasi cada hora, a las horas en punto,hasta que por fin lo desenchufé. Mimadre necesitaba descansar y despuésde lo que había pasado yo solo teníaganas de apartarme del mundo y hacerlecompañía. No sabía quién era, ni meimportaba.

El agua helada del río no me había

hecho ningún bien, y me pasé casi todoel fin de semana dormitando en lamecedora, junto a la cama de mi madre.Fue un sueño inquieto, salpicado por lasmismas pesadillas que había tenido casitodas las noches desde mi llegada aEden, a las que se sumó una nueva. Enella sucedía exactamente lo mismo quehabía sucedido esa noche: Ava selanzaba al río y se golpeaba la cabeza, yyo saltaba al agua para salvarla. Perocuando sacaba su cuerpo del río no erasu cara pálida y muerta la que veía. Erala mía.

Tuve que ponerme una mascarillacada vez que me acercaba a mi madre.Me sentía febril y me dolía todo el

cuerpo, y no podía sacudirme una tosronca que tenía agarrada al pecho, peroalguien tenía que cuidar de ella. Traguéuna buena cantidad de jarabe para ver sime encontraba mejor, y cuando llegó ellunes me sentía lo bastante bien comopara aventurarme a volver al instituto.

En cuanto entré en la cafetería a lahora de la comida, James se adosó a mícon su bandeja llena de patatas fritas.Estuvo hablando por los codos sobre undisco nuevo que había comprado ese finde semana y me invitó a escucharlo,pero rehusé con un gesto. No meapetecía escuchar música.

—Kate —dijo. Nos habíamossentado y él ya había embadurnado sus

patatas con ketchup—, hoy estás muycallada. ¿Tu madre está bien?

Levanté la vista de mi sándwichtodavía intacto.

—Sigue aguantando.—¿Qué pasa, entonces? —su mirada

dejaba claro que no pensaba dejarcorrer el asunto.

—Nada. Es que he estado enfermatodo el fin de semana, nada más.

—Ah, sí —se metió una patata en laboca—. El viernes no viniste. Te anotélos deberes.

—Gracias —por lo menos noparecía dispuesto a insistir.

—¿Fuiste a esa fiesta con Ava?Me quedé paralizada. ¿Tan obvio

era? ¿Lo había notado por mi expresión?No, solo lo preguntaba por hablar dealgo.

—¿Kate?Estupendo. Ahora ya sabía que

pasaba algo raro.—Perdona —mascullé, y me

encorvé en mi asiento.—¿Pasó algo en la fiesta?—No hubo ninguna fiesta —no tenía

sentido mentirle. Si se molestaba enhablar con alguien, podía preguntar porahí y enterarse—. Fue solo una bromapesada de Ava.

—¿Qué clase de broma pesada?Debería haberme alarmado al ver

cómo se endurecían sus ojos y bajaba la

voz, pero estaba demasiado ocupadaintentando dar con una respuesta creíble.¿Cómo iba a describir aquella cosaabsurda que había pasado junto al río?James no me creería, era imposible. Nisiquiera yo lo creía. Y en cuanto aAva…

Me di mentalmente un guantazo.Había sido todo una broma. ¿Verdad?No solo el hecho de dejarme allí sola,sino el golpe que supuestamente se habíadado en la cabeza, la aparición de Henryy… y lo que había hecho, fuera lo quefuese. Seguramente era el hermanomayor de alguien. Puede que hasta deAva.

Pero ¿y su cráneo? ¿Y el hecho de

que hubiera dejado de sangrarrepentinamente? ¿Y su cuello torcido?¿Eso podía fingirse?

—Hablando del rey de Roma —masculló James, levantando las cejasmientras miraba hacia atrás.

No tuve que volverme para saberquién era.

—¡Kate! —chilló Ava, y se sentó ami lado sin esperar invitación.

Me puse tensa y agarré tan fuerte mimanzana que sentí cómo se magullababajo la presión de mis dedos.

—Eh, hola —¿qué se suponía quetenía que decirle?—. ¿Qué… qué tal elfin de semana?

Columpió las piernas bajo la mesa y

dejó su bandeja de comida, cargada conun sándwich de pollo y un montón depatatas fritas. Era imposible quecomiera eso todos los días y consiguieramantenerse tan flaca.

—No ha estado mal. Ya sabes, hedescansado, he nadado y esas cosas —dio un mordisco a su sándwich y no semolestó en tragar antes de añadir—: Tehe llamado, pero no contestabas alteléfono. Puede que mi padre seequivocara al darme el número.

Estuve a punto de atragantarme.¿Había sido Ava?

—N-no, era mi casa —miré a Jamessuplicándole en silencio que dijera algo,pero estaba superconcentrado en no

mirarnos—. He estado mala, por eso nocontestaba.

—Pero ya estás mejor, ¿no?Dudé.—Sí, estoy mejor.—¡Perfecto, entonces! Se me había

ocurrido que vinieras a mi casa algúndía de esta semana. Tenemos una piscinay he pesando que podía enseñarte anadar.

Me quedé mirándola, patidifusa.Después de lo que había pasado, ¿queríaque fuera a nadar con ella?

—Yo no… no nado.Y después de lo que había pasado el

viernes, no quería volver a acercarme aninguna masa de agua. Me parecía

absurdamente cruel alargar así unabroma pesada, y deseé que lo dejara deuna vez.

Frunció los labios. Algo en mi tonode voz o mi expresión debía de haberlapuesto sobre aviso.

—No me guardas rencor por lo quepasó, ¿verdad?

Quizá fueran imaginaciones mías,pero parecía casi nerviosa.

—Porque… verás, de eso queríahablarte…

—Ava —la interrumpí—, ¿por quéte has sentado aquí?

Puso mala cara y dejó su sándwich.—He roto con Dylan.—¿Qué? ¿Por qué? —miré otra vez

a James, que estaba absortoconstruyendo un fuerte de patatas fritas—. Creía que habías dicho que loquerías.

—¡Y es verdad! O lo era.—Entonces ¿por qué has roto con

él?—Porque… —miró hacia la mesa

de los futbolistas.Había al menos seis pares de ojos

observándonos. Ava bajó la voz ypreguntó con un susurro:

—Me salvaste, ¿verdad? Me lancéal río y me di un golpe en la cabeza, y losiguiente que recuerdo es que estabatendida en el suelo con una jaquecaespantosa.

Me encogí de hombrosforzadamente.

—Sí, te diste un golpe en la cabeza yte saqué del agua antes de que teahogaras. No es para tanto.

—Sí que lo es —bajó la voz—.Había sangre por todas partes. Mi madreme vio cuando llegué a casa y le dio unataque. Tuve que decirle que la sangreera tuya.

—Pero no era mía.Nos miramos a los ojos. Ella los

tenía rojos y brillantes, llenos delágrimas.

—Lo sé —susurró—. ¿Qué me pasó,Kate?

Al otro lado de la mesa James se

quedó muy quieto, y noté que ya nollevaba los cascos puestos. Además dedecirle a Ava lo que había pasado,ahora tendría que explicárselo a éltambién cuando ella se marchara. No mecreería, claro: nadie en su sano juiciome habría creído. Ni siquiera estabasegura de creerlo yo, y seguía sin estarconvencida de que no fuera todo unajugarreta muy complicada.

Ava me observó atentamente,esperando a que dijera algo, ycomprendí que no podría salir del pasocontándole una mentira. Aunquecreyeran que estaba loca, la necesidadde contárselo a alguien, de comprenderlo que había pasado, era arrolladora.

Respiré hondo, me despedí de micordura y se lo conté todo.

Cuando acabé, Ava seguíamirándome fijamente con ojos brillantes.

—Dios mío, Kate… ¿de verdad telanzaste al río para salvarme?

Me encogí de hombros y antes deque me diera tiempo a reaccionar merodeó con sus brazos y escondió su caraen mi cuello. El abrazo duró casi mediominuto, y yo fui sintiéndome más y másavergonzada con cada segundo quepasaba. Por fin me soltó, pero siguióapoyando las manos sobre mis hombros.

—Es lo más bonito que nadie hahecho por mí. Cuando intenté decírselo aDylan… —se mordió el labio—. Se rio

de mí y me dijo que dejara deinventarme cosas.

Dylan estaba sentado con sus amigosen la mesa de los futbolistas, riéndose acarcajadas. A mi lado, Ava parecíahecha polvo.

—Entonces, ¿es verdad que has rotocon él? —pregunté.

—No importa —contestó, y tomóotra vez su sándwich—. Dentro de unasemana estará rogándome que volvamos.Pero ¿y Henry? ¿De verdad leprometiste cualquier cosa? ¿Qué quería?

Vi por el rabillo del ojo que Jameslevantaba la mirada.

—No estoy segura, la verdad —dije—. Me preguntó si conocía el mito de

Perséfone y me dijo que el equinocciode otoño era dentro de dos semanas.Que cuando leyera sobre Perséfonesabría lo que quería que hiciera.Conozco esa historia, pero no entiendoqué tiene que ver con…

Al otro lado de la mesa, James sepuso a hurgar en su mochila y empezó asacar libracos y carpetas. Aterrizabansobre la mesa con un golpe seco, y lamitad de la cafetería empezó a mirarnos.Agaché la cabeza, asombrada de que lecupieran tantas cosas en la mochila,pero por fin sacó un libro muy grueso:nuestro manual de lengua. Lo abrióaparentemente al azar, pero cuandoestiré el cuello para ver la página, me di

cuenta de que no había sido casualidad.—Esta es la historia de Perséfone —

dijo, señalando a una chica que salía deuna cueva. Sobre la hierba había unamujer de pie, con los brazos abiertos depar en par como para recibir a la chica—, reina del Inframundo.

—¿El Inframundo? —Ava se inclinópara ver mejor el libro—. ¿Cuál?

James le lanzó una mirada capaz demarchitar una planta.

—Al que van los muertos. ElTártaro, los Campos Elíseos.

—Mitología griega —dije pasandola página—. ¿Ves a este tío? —señalé aun hombre moreno, medio envuelto ensombras—. Es Hades, el dios del

Inframundo. El señor de los muertos.—Como Satanás —agregó James.—No, como Satanás, no —dijo Ava

con un deje de enfado, pero James nopareció notarlo, o no le importó—.Satanás es cristiano y el Inframundo noes el infierno. Hades no es un demonio.Solo es… un tipo al que encargaronocuparse de las almas de los muertos.Clasificarlas y esas cosas.

La miré extrañada.—Pensaba que no sabías nada de

este tema.Se encogió de hombros y miró el

libro.—Habré oído algo alguna vez.—La raptó —dijo James en voz tan

baja que sentí un escalofrío—. Estabajugando en un campo y se la llevó con élal Inframundo para que fuera su esposa.Ella se negó a comer y mientras sumadre, Deméter, imploraba a Zeus, elrey de los dioses, el mundo se cubrió defrío. Por fin Zeus obligó a Hades adevolver a Perséfone, pero entre tantoella había comido unas cuantas semillas,y Hades se empeñó en que esosignificaba que tenía que pasar parte delaño con él. Así que cuando está con élen calidad de esposa, llega el invierno.Es el mito con que los griegosexplicaban las estaciones.

De pronto, la temperatura pareciódescender veinte grados. Se me ocurrió

una idea espantosa y miré a Jamesintentando descubrir si lo quesospechaba respecto a mi trato conHenry tenía algún viso de ser cierto.

Ava soltó un bufido.—Se sentía solo, pero no por eso

era mal tipo. No sabemos si ella queríairse con él. Puede que sí, ¿sabes?

No le hice caso y miré a James.—¿Crees que Henry va a intentar lo

mismo conmigo?—Qué tontería —dijo Ava,

poniendo los ojos en blanco—. Siquisiera secuestrarte ya lo habría hecho,¿no? Pudo hacerlo cuando estábamos enel bosque.

—No sé —dijo James—, es posible.

Puede que esté esperando al equinocciode otoño. Solo quedan un par desemanas, es a fines de septiembre —memiró fijamente, con los ojos azules tanabiertos que me pareció que iban asalírsele de las órbitas—. ¿Y si quiereque te quedes con él todo el invierno?

—No puede esperar que lo deje todoy me mude a su casa una temporada —dije, insegura—. O para siempre.

—Quizá no te lo pregunte —añadióJames—. ¿Qué pasará entonces?

Se hizo el silencio entre nosotros.Solo se oían los ruidos de la cafetería anuestro alrededor. Por fin erguí loshombros y dije con toda la convicciónde que fui capaz:

—Pues le daré una patada en el culoy la policía lo detendrá. Fin de lahistoria.

Pero no era el fin de nada, porqueninguno había hablado de lo que habíasucedido en la orilla del río. Henry selas había arreglado de algún modo pararesucitar a Ava, y yo no alcanzaba aexplicármelo.

Me sobresalté cuando James cerró ellibro de golpe.

—Puede que sí —dijo—, pero esono cambia nada. La verdad es que hasaceptado casarte con un perfectodesconocido.

5. El equinoccio

Durante las dos semanas siguiente notuve más remedio que olvidarme delpacto que había hecho, tacharlo deridículo y seguir adelante con mi vida.Aunque hubiera tenido otra alternativa,la salud de mi madre exigió toda miatención.

James y Ava, sin embargo, nopermitieron que me olvidara de aquelasunto. Todos los días cuchicheaban envoz baja sentados el uno frente al otro enla mesa de la cafetería. A veces hastaparecía olvidárseles que estaba allí.James parecía empeñado en

convencerme de que no cumpliera miparte. Decía que apenas conocía a Henryy que tenía que estar como una cabra sise le había pasado por la cabezainvitarme a vivir con él la mitad delresto de mis días. Pero para cada pegaque sacaba a relucir James Ava teníauna respuesta. Defendía a Henryincansablemente a pesar de que ningunode los tres sabía nada de él. Pero erafácil descubrir por qué: sin suintervención, ella habría seguido muerta,así que era lógico que le tuviera ciertalealtad.

Diseccionaron el mito y ambosextrajeron de él argumentos en los queapoyar sus respectivas tesis y me

pidieron una y otra vez que les dijeraexactamente qué había dicho Henry.Pero no había mucho más que pudieradecirles. Yo estaba preocupada en parte,y contaba los días con ellos, peropensaba sobre todo en mi madre.Además, seguía teniendo pesadillas ysolo conseguía dormir bien unas horascada noche. Nadie, sin embargo, hizocomentarios sobre mis ojeras. Eden eraun pueblo pequeño: todo el mundo sabíalo de mi madre.

Un par de días antes de queempezara el otoño, llegué a casa y meencontré a mi madre sentada en el suelo,en medio del jardín lleno de malashierbas. Un nudo de angustia se formó en

mi garganta. Salí del coche, corrí a sulado y me arrodillé junto a ella para verbien su cara.

—Mamá —dije con la voz ahogadapor la preocupación—, deberías estardentro, descansando.

¿De dónde había sacado fuerzas parasalir? Miré con enfado a Sofía, queestaba sentada en el porche, tejiendo.

Se encogió de hombros.—Ha insistido ella.—Estoy bien, me he pasado todo el

día durmiendo —dijo mi madre,apartándome. Pero yo ya habíaconseguido verla bien. Estaba muypálida y tenía la piel fina como papel,pero sus ojos poseían un brillo que

hacía semanas que no veía.—Vamos —dije, agarrándola del

hombro, e intenté levantarla.Siguió tercamente sentada y me dio

miedo hacerle daño si tiraba demasiado.—Unos minutos más —dijo con una

mirada implorante—. Hacía siglos queno salía. El sol sienta de maravilla.

Me dejé caer de rodillas. No teníasentido discutir con ella.

—¿Necesitas ayuda? —hice unamueca, mirando los hierbajosenmarañados.

¿Cuánto tiempo hacía que nadie seocupaba de aquel jardín?

Su cara se iluminó.—No, pero me gustaría que me

echaras una mano. Empieza a arrancar.Era un trabajo sucio, pero seguimos

escardando juntas el pequeño claro queya había despejado. Yo no quería pensaren cuánto tiempo llevaba allí fuera. Notenía energías para malgastarlas encosas así, pero cuando algo se le metíaen la cabeza no había forma deconvencerla de lo contrario.

—Enseguida vuelvo —dijo Sofíadesde el porche. Entró, cerró la puerta ynos dejó solas.

Estuve mirando a mi madre de reojomientras arrancaba una mata que mellegaba casi a la cintura. Al primersíntoma de agotamiento, la haría entrar.

Pero hacía días que no la veía tan

lúcida y tan llena de energía. No lehabía contado lo que había pasado en lafiesta porque no quería preocuparla,pero a medida que se acercaba elequinoccio y James y Ava seguíandiscutiendo, había ido dándome cuentade que me apetecía contárselo, si notoda la historia, al menos sí una parte.Nunca antes le había ocultado nadaimportante, y no tendría muchas másoportunidades de hablar con ella sobreaquel asunto.

—Mamá —dije, indecisa—,¿conoces Eden Manor?

—Claro —la arruga que había enmedio de su frente se hizo más hondamientras tiraba de un hierbajo

especialmente terco—. ¿Por qué?Agarré la base del tallo por debajo

de su puño y la ayudé. Tiramos a la vezy salió entre una lluvia de tierra.

—¿Vive allí un tal Henry?Se incorporó y ni siquiera intentó

disimular su sorpresa.—¿Por qué lo preguntas?—Porque… —me removí, inquieta,

sobre la hierba. Ya empezaban adolerme las rodillas. Sabía que deberíahabérselo contado y que ella querríasaberlo, pero ¿y si intentaba hacer algoal respecto? ¿Y si se asustaba yempeoraba su estado?

Así pues, le mentí:—Porque unos chicos del instituto

estaban hablando —dije, incapaz demirarla. Nunca le mentía, a no ser quefuera absolutamente necesario—, yquería preguntarte si sabías algo de él.

Dejó caer los hombros y alargó elbrazo para ponerme un mechón de pelodetrás de la oreja.

—Ya que te empeñas en hablar detemas difíciles, ¿qué te parece si almenos hablamos de lo que va a pasarcuando yo muera?

Me levanté de un salto y enseguidadejé de pensar en Henry.

—Es hora de entrar.Entornó los ojos.—Entraré cuando accedas a hablar

conmigo.

—Estoy hablando contigo —dije—.Por favor, mamá. Vas a ponerte peor.

Sonrió sin ganas.—No veo cómo. ¿Hablamos o no?Cerré los ojos y procuré hacer caso

omiso del escozor de las lágrimas. Noera justo. Todavía nos quedaba algúntiempo. ¿Verdad? Había llegado hastaallí, seguro que podía aguantar unosmeses más. Hasta Navidad, pensé. Solouna Navidad más juntas, y luego podríaaceptar despedirme de ella. Llevabacuatro años haciendo el mismo pactoconmigo misma, y de momento habíafuncionado.

—No quiero que me eches de menos—dijo—. Debes vivir tu vida, cariño.

No quiero seguir siendo una carga parati, y mucho menos cuando haya muerto.

Sentí áspera la garganta, pero nodije nada. No sabía cómo vivir mi vida.Hasta en Nueva York mi madre habíasido siempre mi mejor amiga, mi únicaamiga desde hacía cuatro años. ¿Quéesperaba que hiciera, hacer borrón ycuenta nueva?

—Y quiero que te enamores y quetengas familia, y que esa familia te duremucho más de lo que he durado yo —agarró mi mano y la apretó suavemente—. Encuentra a alguien que sea perfectopara ti y no lo dejes marchar,¿entendido?

Sentí que me ahogaba.

—Mamá —dije—, yo no sé cómohacer esas cosas.

Me sonrió con tristeza.—Nadie sabe, Kate, por lo menos al

principio. Pero estás lista, te lo aseguro.He hecho todo lo que he podido —sequedó callada un momento y mirónuestras manos unidas—. Estás lista yvas a ser maravillosa, cariño. Vas ahacer cosas increíbles, lo noto, y aunquecreas que no estoy contigo, siempreestaré a tu lado. No voy a dejarte nunca.Recuérdalo, ¿quieres? Puede que aveces te parezca que me he ido, perosiempre estaré ahí cuando más menecesites.

Me sequé los ojos con la mano libre

y apreté la suya con la otra. Dentro demí algo se estaba derrumbando a todavelocidad, y ya no sabía qué hacer. Nopodía imaginar mi vida sin ella, niquería hacerlo, pero pronto tendría queafrontar la realidad, y no me sentíapreparada. La quería a ella, a mi madre,no un recuerdo.

—Prométeme que serás tú misma yque harás todo lo necesario para serfeliz, pase lo que pase —dijo, tomandomi mano entre las suyas—. Estásdestinada a grandes cosas, cielo, perocuanto más te resistas a ser quien eres,más difícil será. Sean cuales sean losobstáculos a los que te enfrentes,recuerda que puedes superar cualquier

cosa si lo deseas con suficienteintensidad. Y lo harás —sonrió, y lopoco que quedaba en pie dentro de mí sederrumbó—. Eres mucho más fuerte delo que crees. ¿Me prometes queintentarás ser feliz?

Quise decirle que no sabía cómo serfeliz sin ella, que no sabía quién eracuando ella no estaba, y que no teníafuerzas para superar aquello, pero nopude soportar su mirada de súplica. Asíque mentí por segunda vez:

—Está bien —mascullé—. Te loprometo.

Su sonrisa solamente consiguió queme sintiera mucho peor.

—Gracias —dijo—. Será más fácil

irme sabiendo que vas a estar bien.La ayudé a levantarse, pero no me

atreví a decir nada. Dejé los hierbajosarrancados en medio del prado, lesacudí el polvo de las rodillas y la llevécasi en brazos a casa, deseando contodas mis fuerzas que no tuviera quemorir.

Al día siguiente, mientras laprofesora nos explicaba monótonamentela conjugación de los verbos irregularesen francés, se abrió la puerta del aula yentró Irene, la del despacho desecretaría. Nos volvimos todos paramirarla, pero ella solo me miró a mí.

Sintiendo que me licuaba por dentro,me levanté y noté las miradas de Jamesy de Ava clavadas en mi nuca. Crucé laclase a trompicones, sin hacer caso delos murmullos que dejé atrás.

—Kate —dijo Irene con voz suavecuando estuvimos en el pasillo y lapuerta se hubo cerrado con firmeza a miespalda—, ha llamado la enfermera detu madre.

Las paredes empezaron a darmevueltas, y por un momento me olvidé derespirar.

—¿Ha muerto?—No —contestó, y me inundó una

oleada de alivio—. Está en el hospital.Sin decir palabra di media vuelta y

corrí por el pasillo sin pensar en misclases. Solo quería llegar al hospitalantes de que fuera demasiado tarde.

—¿Kate?Era por la tarde, a última hora, y

estaba sentada en la sala de espera delhospital, agotada. Llevaba tres horassola, hojeando un montón de revistas sinleer una sola palabra mientras esperabaa que los médicos fueran a decirmecómo estaba mi madre.

—¡James! —me levanté con laspiernas flojas y lo abracé como si mefuera en ello la vida. El abrazo duró másde lo estrictamente necesario, pero

necesitaba sentir sus brazos cálidosenvolviéndome. Hacía tanto tiempo queno abrazaba a alguien que no fuerafrágil…

—Mi madre está mal y no medicen…

—Lo sé —dijo él—. Me lo ha dichoIrene.

—¿Y si ha llegado la hora? —pregunté, escondiendo la cara en supecho—. Ni siquiera he podido decirleadiós. No he podido decirle que laquiero.

—Ella lo sabe —murmuró, y pasólos dedos por mi pelo—. Puedes estarsegura de que lo sabe.

Pasó las horas siguientes conmigo.

Solo se ausentó un par de veces paratraer algo de comer, y estaba a mi ladocuando por fin apareció el médico paradecirme lo que tanto temía: que mimadre había entrado en coma y que yano faltaba mucho. Se quedó a mi ladocuando entré a verla. Parecía tanpequeña y tan frágil tumbada en mediode la cama, conectada a aquel montón demáquinas y monitores… Repasé dememoria todo lo que había pasado el díaanterior, y cada vez que pensaba quehabía permitido que se quedara fuera, enel jardín, me odiaba más a mí misma.Tal vez si no se hubiera agotado así,todavía seguiría aguantando.

Ahora no quedaba ni rastro de ella

en aquel cuerpo moribundo. No era asícomo quería recordarla, como uncascarón inerte, pero tampoco podíasepararme de ella.

Poco antes de las diez entró unaenfermera a decirme que la hora devisita había acabado. Unos minutosdespués, como no encontraba valor paramarcharme, se acercó James.

—Kate —sentí su mano en miespalda y me tensé—. Cuanto antes tevayas a dormir, antes podrás volver averla por la mañana. Vamos, te llevo acasa.

—Esa ya no es mi casa —dije convoz hueca, pero dejé que me llevarafuera de allí.

Mientras íbamos en mi coche haciaEden, estuve mirando por la ventanilla yle agradecí que no intentara trabarconversación. Aunque lo hubieraintentado, quizá no hubiera podidocontestarle. No dijo nada hasta quellegamos frente a mi casa. El motorestaba aún encendido y de fondo, en laradio, sonaba una canción tansuavemente que tuve que aguzar el oídopara entenderla. Estaba intentando ganartiempo. No quería volver a entrar enaquella casa. Llevaba añospreparándome para lo que iba a ocurrir,y ahora que había llegado el momento nosoportaba la idea de estar sola.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí —mentí.Sonrió con tristeza.—Mañana vendré a recogerte a

primera hora.—No voy a ir a clase.—Lo sé —no apartó sus ojos de mí

—. Te llevaré al hospital.—James… no tienes por qué

hacerlo.—¿No es eso lo que hacen los

amigos? —dolía oír su tono deincertidumbre—. Tú eres mi amiga,Kate, y lo estás pasando mal. ¿Quépuede haber más importante que cuidarde ti?

Me tembló la barbilla y solo eracuestión de tiempo que empezara a

llorar. Como no sabía qué hacer, meincliné y lo abracé. Nunca había tenidoun amigo como él, un amigo capaz dedejarlo todo para acompañarme junto allecho de muerte de mi madre. Habíallegado a Eden pensando que estaríasola cuando todo aquello acabara, yhabía encontrado a James. Si habíaalguna razón para quedarme allí, era él.

—Por lo menos llévate el coche —dije—. Es de noche, no puedes volverandando a casa.

Hizo intento de protestar, pero meretiré, le lancé una mirada y asintió conun gesto.

—Gracias.Cuando conseguí apartarme de él y

salir del coche estaba llorando,moqueaba y estaba hecha un desastre,pero no me importó. Vi junto a la acerael trozo de tierra que habíamos limpiadoy los hierbajos todavía amontonadossobre el césped.

—Mañana nos vemos —dijo Jamesdetrás de mí.

Asentí, incapaz de decir nada, ledije adiós con la mano y con las pocasfuerzas que me quedaban compuse unasonrisa.

Cuando entré me temblaban lasmanos aunque sabía que no había nadaque temer en aquella casa vacía, pormás fuerte que fuera el olor de mi madreque aún lo impregnaba todo. Iba a vivir

sola mucho tiempo.Paseé sin rumbo por la casa,

apáticamente, pasando las manos porcada cosa, con la mirada perdida en laoscuridad. Esa noche señalaba el fin delúnico capítulo de mi vida que habíaconocido, y no sabía cómo enfrentarmeal vacío que me aguardaba.

Cuando llegó la medianoche y sonóel timbre estaba acurrucada en la camade mi madre, con la ropa todavía puesta.Llamaron dos veces antes de que medecidiera a abrir, y aun así me costótrabajo levantarme y bajar las escaleras.Abrí con el cojín de mi madre pegado al

pecho, esperando que fuera James.Pero era Henry.Se me cayó el estómago a la altura

de las rodillas y la niebla que envolvíami cabeza se disipó de pronto.

—Hola, Kate —su voz era comomiel.

De pronto caí en que estaba hechauna calamidad.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó.¿Cómo iba a olvidarme de él?—Sí —contesté con voz ronca—.

Eres Henry.—En efecto —su sonrisa tenía un

asomo de tristeza, un sentimiento con elque no me costó nada identificarme—.Este es Walter, mi asistente.

Miré al otro hombre, con la manotodavía en el pomo de la puerta. Eramayor que él, tenía el pelo canoso, lapiel arrugada y la cara pálida ydemacrada.

—Hola —dije, indecisa.—Hola, señorita Winters —sonrió

afectuosamente—. ¿Podemos pasar?Era absurdo preocuparse por si

habían ido a secuestrarme. Ava teníarazón: si ese hubiera sido el plan deHenry, ya me habría metido en unafurgoneta con las manos atadas con cintaaislante. Además, ¿qué me importabaya?

Dije que sí con la cabeza y abrí lapuerta lo justo para que pudieran entrar.

Los conduje al cuarto de estar, nerviosa.Después de encender la luz me senté enel sillón y no les quedó más remedio quesentarse en el sofá. Henry tomó asientocomo si hubiera estado allí mil vecesantes, y a la luz pude ver claramente sucara. Parecía tan joven y guapo como laprimera vez.

—¿Sabes qué día es?Ya ni siquiera estaba segura de en

qué mes estábamos, pero si se habíapresentado en mi casa solo podía serpor una cosa:

—Es el… el equinoccio de otoño,¿no?

—Muy bien —dijo, satisfecho—.¿Leíste acerca de Perséfone?

Se me quedó la boca seca y asentí.—¿Y estás dispuesta a cumplir tu

parte del pacto?Miré a uno y a otro, indecisa. Quizá

hubieran ido a raptarme, después detodo.

—La verdad es que no sé muy biencuál es nuestro pacto.

Fue Walter quien respondió:—A cambio de la vida de su amiga,

aceptó pasar el otoño y el invierno enEden Manor. Todos los otoños y todoslos inviernos si las cosas salenconforme a lo previsto.

Me quedé mirándolo.—¿Cómo ha dicho?—Será nuestra invitada de honor,

desde luego —añadió—. Se la tratarácon el mayor respeto y atención, y tendrátodo lo que pueda desear.

—Espere —me levanté rápidamentey la sangre se me agolpó en la cabeza.Intenté no marearme; no queríatambalearme delante de ellos—.¿Significa que el resto de mi vida tendréque pasar seis meses en tu casa? ¿Eseera nuestro acuerdo?

—Sí —contestó Henry. Levantó unamano para hacer callar a Walter y éltambién se levantó—. Soy consciente deque no será fácil y de que tendrás queafrontar ciertos… obstáculos. Pero teaseguro que haré todo lo que esté en mimano para asegurarme de que estés a

salvo y contenta. Durante los otros seismeses del año puedes hacer lo que teplazca. Puedes tener otra vida si así lodeseas. Gozarás de completa libertad. Ymientras estés conmigo serás tratadacomo una reina. Haré todo lo que esté enmi poder para hacerte feliz.

Me di cuenta de que hablaba muy enserio. Entonces me acordé del mito y seme heló la sangre en las venas.

—Reina —dije con amargura—.¿Quieres decir que esperas que sea tumujer?

Arrugó el ceño.—No te estoy proponiendo

matrimonio, Kate. Con la muerte de tumadre, pronto no tendrás nada que te ate

aquí, y te estoy ofreciendo laposibilidad de vivir una vida que nisiquiera te imaginas.

Me puse en guardia. ¿Cómo sabía lode mi madre?

—¿Y tú qué obtienes a cambio?Porque no pienso acostarme contigo, sieso es lo que pretendes. No soy de esaspersonas.

Walter y él se miraron, divertidos.—Te aseguro que lo único que

deseo es el placer de tu compañía. En unsentido platónico.

Tuve la impresión de que no decía laverdad, pero no tenía sentido fingir quecabía esa posibilidad. No pensaba pasarseis meses de cada año de mi vida con

un desconocido, fuera lo que fuese loque me ofreciese.

—No —dije—. Gracias por tuofrecimiento, pero es una locura, así quela respuesta es no. Ahora, si no teimporta, necesito dormir.

No protestaron. Walter se levantó,los acompañé a la puerta y la abrí paraque no tuvieran excusa para demorar suvisita. Al salir, Henry se paró a menosde treinta centímetros de mí. Erarealmente guapo, y teniéndolo tan cercacostaba recordar por qué exactamenteera tan mala idea pasar seis meses a sulado.

—¿Entiendes lo que ocurrirá si nocumples tu parte de nuestro acuerdo?

Ah, sí. Porque, por guapo que fuera,seguía estando como una regadera.

—No lo sé, ni me importa —dijecon firmeza—. Ahora, por favor,marchaos.

—Te doy hasta medianoche —contestó al reunirse con Walter en elcamino de entrada—. Me temo que nopuedo esperar más. No te apresures arechazar mi oferta, Kate. No volveré ahacerla.

En lugar de responder cerré de golpey procuré ignorar el violento temblor demis manos.

James fue a buscarme a la mañana

siguiente y tuvo el detalle de llevarmeun bollo. Tomé uno o dos pellizcosmientras me llevaba al hospital: no teníaapetito. Por suerte, James no me hizohablar.

Cuando me senté junto a la cama demi madre y tomé su mano, una ideainsidiosa se coló en mi cabeza. Si Henryhabía salvado a Ava, si de verdad nohabían sido imaginaciones mías, ni unahorrible broma, ¿podría salvar tambiéna mi madre?

Rechacé la idea. No podíapermitirme pensar en eso. Lo que debíahacer era prepararme para el inminentefinal. Además, lo que había hecho Henryera imposible. Una casualidad, o un

efecto óptico, o una jugarreta que Avatodavía no me había confesado. Fuera loque fuese, mi madre estaba a las puertasde la muerte, y ningún truco de magiaiba a salvarla. Había aguantado años, yyo sabía que debía dar gracias por eltiempo que la había tenido a mi lado,pero me era imposible hacerlo mientrasla veía apagarse, hora tras hora.

A James no le conté lo que habíapasado hasta esa tarde, cuando íbamoscruzando lentamente el aparcamiento delhospital. Se quedó callado cuando acabéde hablar, con las manos metidas en losbolsillos de la chaqueta negra.

—¿Quieres decir que se presentaronen tu casa así como así, sin previo

aviso?Asentí. Me sentía tan vacía que ya

no me importaba.—No fueron nada bruscos, creo,

pero fue… muy raro.Me abrió la puerta del coche y me

senté en el lado del copiloto.—No puedes ir, Kate —dijo cuando

se hubo sentado detrás del volante.—No pensaba hacerlo. Mi madre no

se apartaría de mi lado si fuera yo la queestuviera enferma.

—Bien —contestó.Cuando cruzamos el aparcamiento el

sol había empezado a ponerse delante denosotros. Me tapé los ojos mientrasintentaba reunir el valor necesario para

expresar lo que llevaba todo el díaqueriendo decir.

—¿Y si él puede salvar a mi madre?—¿Qué más te exigiría por hacerlo?—Valdría la pena, fuera lo que fuese

—respondí con calma—. Si ellasiguiera viva.

Alargó el brazo y posó su manosobre la mía.

—Lo sé, pero a veces lo único quepodemos hacer es decir adiós.

Me puse colorada y se me nubló lavista.

—¿Qué crees que pasará cuando nome presente? —pregunté, mirando por laventanilla—. ¿Le hará algo a Ava? Eseera nuestro trato: yo hacía lo que él

quería y él la salvaba.—No le hará nada —contestó James,

pero vi por el rabillo del ojo queapretaba con más fuerza el volante—.Por lo menos, si es humano.

Me sequé los ojos con la manga dela sudadera.

—No estoy muy segura de que losea.

Cuando llegué a casa tenía seismensajes en el contestador. El primeroera del instituto; me habían llamado parasaber dónde estaba. Los otros cinco erande Ava, que parecía más y máspreocupada en cada nueva llamada.

Me sentía agotada, pero aun así lallamé. Me sentó bien oír su voz, a pesarde que estaba tan alegre y parlanchinacomo siempre. Parloteó por las dos y nopareció importarle que yo apenasabriera la boca. James estabaconvencido de que no iba a pasarlenada, pero yo no conseguía sacudirmeese temor. Aunque solo hacía unassemanas que la conocía, después de loque había pasado en el río me sentíaresponsable de ella. A mi madre nopodía hacer nada por ayudarla. Pero si aAva le ocurría algo por mi culpa… nopodría soportarlo.

—Ava… —dije cuando yaestábamos a punto de colgar.

—¿Qué? —parecía distraída.—Hazme un favor y ten mucho

cuidado esta noche, ¿vale? No hagasninguna tontería como subirte a unaescalera o hacerle carantoñas a un león.

Se rio.—Sí, vale. Mañana te llamo. Da

recuerdos a tu madre de mi parte.Después de colgar no pude dormir.

Estuve mirando cómo pasaban lossegundos en el reloj entre las 23:59 y las00:00, y empezó a invadirme unasensación de angustia. ¿Y si le ocurríaalgo a Ava? ¿Qué haría entonces? Seríaculpa mía. Nos habíamos hecho amigasa pesar de tener todas lasprobabilidades en contra, y se suponía

que tenía que protegerla de esas cosas,no enfrentarla premeditadamente a unhombre que por lo visto creía que ledebía la vida. Y que yo le debía la mía.

No quería pensar en Henry. Noquería pensar en cómo le había devueltola vida junto al río aquella noche, nitampoco en su oferta. Intenté imaginarmela cara de mi madre, pero solo la veíatumbada en la cama del hospital,agonizando.

Me giré en la cama y escondí la caraen la almohada. Ya no podía hacer nada,y sentirme tan inútil me producía unaangustia desgarradora. Pero ya habíatomado una decisión y pensaba ceñirmea ella. Si me salía con la mía, jamás

volvería a ver a Henry.

A las siete y media me despertaronlos fuertes golpes que alguien estabadando en mi puerta. Solté un gruñido.No me había quedado dormida hastapasadas las cuatro, pero no podíaignorar que estaban llamando. Abrí degolpe y la sarta de maldiciones que teníaen la punta de la lengua se desvaneció alinstante. Era James. Tenía pinta de nohaber pegado ojo. Abrí del todo y mepasé los dedos por el pelo revuelto, decolor castaño ceniza.

—James… ¿qué ocurre?—Es Ava.

Me quedé paralizada.—Está muerta.

6. Eden Manor

Por el pueblo corría el rumor de quehabía sufrido un aneurisma cerebral,pero yo sabía que no era así. Cuandopasamos por delante del instituto,camino del hospital, vi a todos losalumnos apiñados en el aparcamiento,abrazándose unos a otros y sollozando.No pude apartar la mirada.

—Da la vuelta.—¿Qué?—He dicho que des la vuelta, James.

Por favor.—¿Y adónde vamos?Me quedé mirando por la ventanilla,

incapaz de apartar los ojos de sus caras.Hasta quienes odiaban a Ava estabanllorando. Respiré entrecortadamente yprocuré contener las lágrimas.

Era culpa mía. Ava tenía diecisieteaños. Tenía toda la vida por delante yhabía muerto por mi culpa. Si Henryquería matar a alguien, ¿por qué no mehabía matado a mí? Era yo quien habíacometido la estupidez de desdeñar suadvertencia, no ella.

Cerré los ojos con fuerza cuandodejamos atrás el instituto, pero laimagen de la gente agolpada, llorando,había quedado impresa detrás de mispárpados. ¿Sería así siempre? ¿Moriríantodos a mi alrededor? ¿Sería James el

siguiente, o con un poco de suerte seríayo?

La ira brotó dentro de mí y se tragómis remordimientos; agarré tan fuerte elreposabrazos que mis uñas dejaronmarcas indelebles en forma de medialuna en el cuero desgastado. Ava no semerecía aquello, y por más que ladetestara Henry por la mala pasada queme había jugado, eso no le daba derechoa hacerle aquello, ni a ella, ni a sufamilia, ni al pueblo. ¿Y todo por qué?¿Porque yo no le había creído? ¿Porqueno quería malgastar la mitad de mi vidasatisfaciendo los deseos de un chiflado?¿Era así como reaccionaba cuando no sesalía con la suya, montando una pataleta

y matando a alguien?Hice oídos sordos de la vocecilla

que me recordó que, si Ava habíasobrevivido aquella noche en el río,había sido únicamente gracias a Henry.

No podía hacer nada por ayudar a mimadre, pero podía ayudar a Ava. Ypensaba arreglar aquello.

—Kate —dijo James con voz suave,posando su mano sobre la mía—, no esculpa tuya.

—Y un cuerno —repliqué, y apartéla mano—. Ava no estaría muerta si nofuera por mí.

—Habría muerto hace semanas si nohubiera sido por ti.

—No, no es cierto —contesté—. No

habría intentado gastarme esa bromaidiota si yo no hubiera accedido a ir conella. No se habría golpeado la cabeza siyo no hubiera venido a vivir a Eden.Nada de esto habría pasado si nohubiera venido aquí.

—Así que, como te mudaste aquí, estodo culpa tuya —agarró con más fuerzael volante, irritado—. Fue Ava quien selanzó de cabeza al río. Y tú fuiste quienaceptó renunciar a la mitad de tu vidapara que siguiera viva. Le diste mástiempo, Kate, ¿es que no lo entiendes?

—¿Y de qué sirven unas pocassemanas más? —repliqué mientras mesecaba los ojos con furia—. Es absurdo.Esto no debería haber pasado.

—Kate… —comenzó a decir, perovolví la cara otra vez.

—Sigue conduciendo, James, porfavor.

—¿Adónde vamos?—Si le devolvió la vida una vez,

puede volver a hacerlo.Suspiró y dijo en voz tan baja que no

supe si le había oído bien:—No estoy seguro de que funcione

así.Tragué saliva con esfuerzo.—Si quieres volver a ver a Ava,

más vale que sí.

Llegamos a la verja diez minutos

después. Yo iba temblando de furia y dedesesperación. ¿Cómo se atrevía Henrya hacer algo así? Tenía que saber que yono había entendido o no creía lo que mehabía contado, y aun así lo había hecho.

Tenía que devolverle la vida a Ava.Le obligaría a hacerlo, costara lo quecostase.

La verja no estaba cerrada, comocuando había pasado por allí con mimadre, sino entreabierta, lo justo paraque me colara por ella. Miré a James sinsaber qué decirle.

—No deberías hacerlo —me dijo—.No hay ninguna garantía de que puedaresucitar a Ava, y una vez entres ahíquizá no puedas volver a salir.

—Me da igual. Tengo que conseguirque la salve.

—Kate, tú sabes que eso esimposible.

Rechiné los dientes.—Tengo que intentarlo. No puedo

permitir que muera, James. No puedo.—Ava no es tu madre —dijo él con

calma—. Por más que luches por suvida, no cambiará nada. No va asalvarla a ella, ni tampoco salvará a tumadre.

—Lo sé —contesté con voz ahogada,aunque una pequeña parte de mí sepreguntaba si, en efecto, lo sabía.

Pero ya había visto a Henry hacer loimposible una vez. Podía volver a

hacerlo, estaba segura… y tal vez sihacía lo que él quería esta vez no solosalvaría a Ava.

—Soy yo quien debe decidirlo, y sihay alguna posibilidad de cambiar lascosas, pienso descubrir cómo. Por favor—dije, trémula—, por favor, déjameintentarlo.

Se quedó callado un momento peropor fin asintió con la cabeza sinmirarme.

—Haz lo que tengas que hacer.Me temblaron las manos cuando

intenté desabrocharme el cinturón deseguridad. Al final, lo hizo James.

—Pero ¿y si habla en serio? —preguntó—. ¿Y si quiere que te quedes

seis meses?—Entonces lo haré —contesté con la

vista fija en la verja gigantesca mientrasme invadía un mal presentimiento.

Me quedaría el año entero a cambiode que Henry salvara a Ava. A cambiode que las salvara a las dos.

—Seis meses no es el fin del mundo.Haré lo que tenga que hacer.

Asintió otra vez con una miradadistante en los ojos.

—Estaré aquí, esperando, cuandollegue ese momento, pero Kate… —titubeó—. ¿De verdad crees que es loque dice ser?

Se me aceleró el corazón.—No creo que haya dicho qué es.

James suspiró. Le estaba haciendodaño al comportarme así, pero no teníaelección.

—¿Qué crees tú que es?Arrugué el ceño y me acordé de las

palabras de Ava.—Un tipo muy solitario.Si Henry hubiera tenido intención de

matarme, ya lo habría hecho. Era lo másprobable. Yo conocía un modo deescapar si de verdad intentabaconvertirme en su rehén, pero si hubieraquerido obligarme, habría podidohacerlo el día anterior. En realidad lohabía dejado a mi elección. Era yo quienme había equivocado al elegir. Podíaaceptar la muerte de Ava o hacer algo al

respecto. Y, francamente, estaba hartade que muriera gente a mi alrededor. Noiba a permitir que ocurriera de nuevo.

Acordándome de todo lo que lehabía prometido a mi madre, respiréhondo y deseé poder hablar con ella.Ella sabría qué hacer.

—Cuidarás de mi madre, ¿verdad?James comprendió que no debía

decirme que mi madre seguiría allícuando yo volviera, fuera cuando fuese.

—Te lo prometo. También avisaréen el instituto de que no vas a volver.

—Gracias —dije. Una cosa menosde la que preocuparse.

El trecho entre el coche y la verja seme hizo eterno, pero si recorriéndolo

conseguía devolverle la vida a Ava,estaba dispuesta a entregarle mi libertada Henry. A fin de cuentas, él tenía razón:solo tenía a mi madre, no me quedabanada más. Una vez muerta ella, mi vidaestaría vacía. Ahora, sin embargo, teníala oportunidad de ofrecer lo quequedaba del cascarón vacío en que sehabía convertido mi vida para ayudar aalguien que sabría sacarle el mayorpartido. Ava tenía toda la vida pordelante. Lo mejor de la mía, en cambio,ya formaba parte del pasado. Mi madrequería que saliera y que fuera feliz, perono podía serlo sin ella. Al menos de esemodo no desperdiciaría lo poco que mequedaba.

Crucé la verja y entré en losjardines, y el ambiente cambió deinmediato. Allí hacía más calor y el aireestaba impregnado de una especie deelectricidad que no lograba identificar.Al avanzar unos pasos oí que la puertase cerraba con estruendo detrás de mí yme sobresalté. Me volví y vi a Jamesjunto al coche, con los ojos fijos en mí.Le dije adiós con la mano y me dedicóuna sonrisa angustiada.

El camino ascendía suavemente,bordeado por árboles espaciados atrechos regulares. Tardé unos minutos enllegar a lo alto de la loma y cuandollegué me paré, boquiabierta. No sé quéesperaba, pero en todo caso no era

aquello.Una enorme mansión se extendía por

el jardín. Era tan grande que ni siquieradesde la cima de la colina se veía lo quehabía detrás. El camino estabapavimentado a partir de allí y securvaba frente a la puerta principalformando un óvalo perfecto.

Solo había visto edificios comoaquel en fotografías de palacioseuropeos, y estaba segura de que en laPenínsula Superior (en todo el estado,quizá) no había otro semejante. Relucía,blanco y dorado, y todo en él eramajestuoso.

Estando allí parada, tardé unmomento en darme cuenta de que no

estaba sola. Una docena de jardineros ytrabajadores me miraban extrañados. Depronto tuve un ataque de timidez. Yaestaba al otro lado de la verja. ¿Y ahoraqué?

Vi a lo lejos a una mujer quecaminaba a paso vivo hacia mí, colinaarriba, levantándose el bajo de la falda.En lugar de retroceder, me quedé allí,presa del asombro, el miedo y ladeterminación. La casa era muyhermosa, pero yo seguía necesitando vera Henry… enseguida.

—¡Bienvenida, Kate! —exclamó lamujer, y al oír su voz tuve que mirarlados veces.

—¿Sofía?

En efecto, al acercarse vi que era laenfermera que me había ayudado acuidar a mi madre esas últimas semanas.Me quedé mirándola, atónita, pero ellase comportó como si todo aquello fueraperfectamente normal. Cuando llegó ami lado tenía las mejillas sonrosadas ysonreía de oreja a oreja. Me agarró delbrazo.

—Nos estábamos preguntando siaparecerías alguna vez, querida. ¿Cómoestá tu madre?

Tardé un momento en recuperar elhabla.

—Se está muriendo —dije—. ¿Quéhaces tú aquí?

—Vivo aquí —empezó a llevarme

hacia la casa y me dejé llevar,intentando no mirarla boquiabierta.

—¿Conoces a Henry?—Claro que sí —respondió—. Todo

el mundo conoce a Henry.—¿Tú también puedes resucitar a

los muertos? —mascullé, y chasqueó lalengua.

—¿Puedes tú?Cerré los puños.—Necesito ver a Henry.—Lo sé, querida. A eso vamos.Le lancé una mirada, sin saber si

solo me estaba siguiendo la corriente oera una evasiva o las dos cosas a la vez.Hizo caso omiso de mi mirada y mellevó por el camino ovalado hasta que

llegamos a las puertas de la mansión,que se abrieron sin que las empujara. Enlugar de seguirla dentro, me paré,pasmada.

La fachada no era nada comparadacon el magnífico vestíbulo de lamansión. Era sencillo y elegante y,aunque no tenía nada de chillón o dechabacano, distaba mucho de sercorriente. El suelo era de mármol blancoen su mayor parte, y al otro lado delvestíbulo me pareció ver una mullidaalfombra. Las paredes y el techo estabanhechos de espejos que hacían parecer laenorme estancia mucho más grande de loque ya era.

Pero fue sobre todo el suelo de la

parte central lo que llamó mi atención.Había allí un círculo perfecto de cristalque era sin duda la cosa más increíblede aquel vestíbulo. Relucía, los coloresparecían flotar y fundirse dentro de él,mezclándose y separándose mientras losmiraba. Me quedé con la boca abierta,pero no me importó: todo en aquel lugarera irreal, y me costaba creer que aúnestaba en Michigan.

—¿Kate?Conseguí reponerme de la impresión

y mirar por fin a Sofía. Estaba unospasos por delante de mí y me miraba conuna sonrisa vacilante.

—Perdona —dije.Caminé hacia ella y bordeé el

círculo de cristal como si estuvierahecho de agua. Que yo supiera, así era.

—Es… es…—Precioso —dijo alegremente, y

agarrándome del brazo otra vez me hizopasar delante de una gran escalera curvaque subía a otra parte de la mansión queyo no veía desde allí. No me atreví aintentar echar un vistazo. No queríaperder ni un minuto más.

—Sí —fue lo único que se meocurrió decir. Aparte de eso, estaba sinhabla. Nada de aquello era lo que yoesperaba.

Me condujo a través de una serie dehabitaciones, todas ellas decoradas demanera única y con gusto exquisito. Una

era roja y dorada; otra, azul cielo, confrescos en las paredes. Había cuartos deestar, salones de juego, despacho y hastados bibliotecas. Parecía imposible quetodo aquello estuviera en la misma casa,y que al parecer perteneciera a un chicono mucho mayor que yo (a no ser que suspadres vivieran también allí).

La casa parecía extenderseinfinitamente, pero por fin tomamos otropasillo y entramos en un salón con lasparedes de color verde oscuro y adornosdorados. Allí los muebles parecían másgastados y confortables que en otrashabitaciones, y Sofía me condujo hastaun sofá de cuero negro.

—Siéntate aquí. Yo voy a pedir que

te traigan algún refrigerio. Henry estarácontigo enseguida.

Me senté. No quería que me dejarasola, pero tenía que seguir adelante.Tenía que hacerlo. Estaba en juego lavida de Ava y no tendría másoportunidades de plantear la cuestión. SiHenry quería retenerme allí, loaceptaría. Con tal de que devolviera lavida a Ava, haría cualquier cosa que mepidiera, aunque ello significara tenerque pasar el resto de mis días detrás deaquellos setos. Intenté olvidar lo que mehabía dicho James en el coche sobre queAva no era mi madre. No era por esopor lo que estaba allí.

Pero mientras lo pensaba comprendí

que me estaba mintiendo a mí misma.¿Acaso no estaba allí precisamenteporque tenía la esperanza de que Henrypudiera salvar a mi madre, o al menossalvarme a mí de algún modo del dolorde perderla? Haría todo lo que pudierapor salvar a Ava, pero ella llevabahoras muerta y todo el pueblo lo sabía.Henry sin duda exigiría un precio másalto por devolverle la vida por segundavez, y por más que me esforzara enparecer valiente, lo cierto era que meaterrorizaba la idea de quedarme detrásde aquellos setos el resto de mi vida.Decía en serio que haría cualquier cosapor intentar salvar a Ava, pero aunqueeso fuera imposible, como decía James,

mi madre aún no había muerto. Todavíacabía la posibilidad de que Henrypudiera salvarla de la muerte.

No sé cuánto tiempo estuve allísentada en silencio, mirando vacuamenteuna librería llena de volúmenesencuadernados en piel. Repasé decabeza mi discurso y me aseguré de quecontuviera todo lo que quería decir.Henry tenía que escucharme. ¿No?Aunque no quisiera hacerlo, al menostendría que escucharme. Tenía queintentarlo.

Lo vi por el rabillo del ojo de pie enla puerta, cargado con una bandeja llenade comida. Hundí los dedos en el sofá yel discurso que había estado ensayando

se esfumó de mi cabeza como por artede magia.

—Kate —dijo con voz suave yagradable.

Entró, dejó la bandeja sobre la mesabaja que había delante de mí y se sentóen el sofá de enfrente.

—He-Henry —dije, tartamudeando—. Tenemos que hablar.

Inclinó la cabeza como si me dierapermiso para continuar. Abrí la boca yla cerré sin saber qué decir. Mientrasesperaba, sirvió sendas tazas de té. Yonunca había tomado té en una taza deporcelana fina.

—Perdona —dije con la gargantaseca—. Por no escucharte ayer, quiero

decir. No sé en qué estaba pensando,pero no pensé que hablaras en serio. Mimadre está muy enferma y yo… Porfavor. Estoy aquí y voy a quedarme.Haré lo que quieras, pero haz que Avavuelva a vivir.

Bebió un sorbo de té y me indicóque bebiera yo también. Obedecí conmanos temblorosas.

—Tiene diecisiete años —dije, cadavez más desesperada—. No puedeperder así la vida solo porque yo cometíun error estúpido.

—El error no fue tuyo —dejó su tazay fijó su mirada en mí.

Sus ojos seguían siendo de aquelinsólito tono luz de luna, y la intensidad

de su mirada me puso aún más nerviosa.—Tu amiga decidió su destino al

saltar al río y abandonarte. No te hagoresponsable de su muerte. Ni tú debessentir que lo eres.

—Tú no lo entiendes. No sabía quehablabas en serio. No lo entendí. Nosabía que Ava iba a morir de verdad,pensé que estabas bromeando o que…No sé. No que era una broma, sino otracosa. No sabía que podías hacer eso yahora que lo sé… Por favor. Ella no semerece morir por haber cometido algunaequivocación.

—Y tú no mereces tener querenunciar a la mitad de tu vida por ella.

Suspiré, tan enojada que estaba al

borde de las lágrimas. ¿Qué quería demí?

—Tienes razón, no quiero quedarmeaquí. Este lugar me da pánico. Tú medas pánico. No sé qué eres ni qué es estesitio, y lo último que quiero es pasar elresto de mi vida aquí. Puede que Ava nose portara muy bien conmigo alprincipio, pero ahora somos amigas. Nomerecía morir y su muerte… su muertees culpa mía. No puedo mirarme alespejo cada mañana sabiendo que esculpa mía que su familia tenga que pasarpor el dolor de perderla así… —medetuve. Igual que yo iba a pasar por eldolor de perder a mi madre—. Nopuedo. Así que, si devuelves la vida a

Ava, estoy dispuesta a quedarme aquí eltiempo que quieras. Te doy mi palabra.Por favor.

No era exactamente el discurso quehabía ensayado, pero se le parecíabastante. Cuando acabé tenía lágrimasen los ojos y agarraba tan fuerte la tazaque fue un milagro que no se rompiera.

Delante de mí, Henry siguió callado,con los ojos fijos en su taza de té. Yo notenía ni la menor idea de qué estabapensando, y tampoco sabía si queríasaberlo. Lo único que me importaba eraque dijera que sí.

—¿Estás dispuesta a entregar seismeses al año el resto de tu vida parasalvar a tu amiga, a pesar de lo que te

hizo? —había una nota de incredulidaden su voz.

—Lo que hizo Ava no la hacemerecedora de una pena de muerte —contesté—. Ahí fuera hay mucha genteque la quiere, y no tienen por qué sufrirasí por mi culpa.

Y tal vez saber que yo la habíasalvado me ayudaría a sufrir un pocomenos.

Tamborileó con los dedos sobre elbrazo del sofá, mirándome de nuevofijamente.

—Kate, yo no invito a cualquiera ami casa. ¿Entiendes por qué te lo ofrecí?

¿Porque estaba como una cabra?Negué con la cabeza.

—Porque aunque Ava te abandonóen el río, en lugar de dejarte vencer porel rencor o permitir que muriera, hicistetodo lo que estaba en tu poder, incluidoafrontar uno de tus mayores miedo, parasalvarla.

No supe qué decir a eso.—¿No es lo que habría hecho

cualquiera?Esbozó una sonrisa cansina.—No. Muy pocas personas habrían

considerado siquiera esa posibilidad.Eres extraña, y me intrigas. Ayer,cuando rehusaste mi oferta, pensé que talvez me había equivocado, pero al veniraquí hoy has demostrado que eres aúnmás valiosa y capaz de lo que

imaginaba.Parpadeé, alarmada.—¿Valiosa y capaz de qué?Ignoró la pregunta.—Solo haré mi ofrecimiento una vez

más. A cambio, no puedo devolverte a tuamiga. Ha muerto y me temo que si ladevolviera a su cuerpo ahora, sería algocontra natura y jamás podría encontrar lafelicidad. Pero te doy mi palabra de queestá contenta, tal y como está ahora.

Sentí un vacío en el pecho.—Entonces, ¿ha sido todo para

nada?—No —ladeó la cabeza y entornó

los párpados ligeramente—. No puedodeshacer lo que ya está hecho, pero

puedo evitar que ocurra algo.—¿Evitar que ocurra qué?Se quedó mirándome y una oleada

de esperanza se apoderó de mí. Pensabaque era yo quien tendría que sacar arelucir el asunto, pero había sido él.

Podía impedir que mi madremuriera.

—¿De veras… de veras puedeshacer eso?

Dudó un momento.—Sí, puedo. No puedo curar a tu

madre, pero puedo mantenerla con vidahasta que estés lista para decirle adiós.Puedo darte la oportunidad de pasar mástiempo con ella, y cuando estés lista measeguraré de que su muerte sea apacible.

Un extraño calor me envolvió al oírsus palabras.

—¿Cómo? —susurré.Sacudió la cabeza.—No te preocupes por eso. Si

aceptas, tienes mi palabra de quecumpliré mi parte del trato.

Siempre había creído que podríadespedirme de mi madre. Nunca habíacontemplado la posibilidad de que fueraa caer en coma y a apagarse sin que mediera tiempo a decirle que la quería unaúltima vez, y ahora…

—Está bien —dije en voz baja—.Tú… tú mantenla con vida. Tiene untipo de cáncer muy agresivo, así quepuede… puede que sea difícil.

De pronto se me llenaron los ojos delágrimas.

—Pero no sufrirá, ¿verdad? Yosolo… solo quiero poder decirle adiós.

—No sufrirá en absoluto, measeguraré de ello —sonrió con tristeza—. ¿Hay alguna otra cosa que desees?Vas a renunciar a muchas más cosas queyo, y quiero que estés segura.

Tragué saliva.—¿No puedes mantenerla viva? ¿No

puedes… no puedes curarla?—Lo siento —dijo—. Pero el adiós

no es para siempre. El amor que sientespor tu madre no es de los que puedequebrantar la muerte.

Agaché la cabeza y miré fijamente

mi té. No quería que me vieradeshacerme en lágrimas.

—Sin ella no sé quién soy.—Entonces tendrás ocasión de

averiguarlo antes de que se vaya. —Henry dejó su taza—. Y cuando te hayasdespedido de ella, tendrá la tranquilidadde espíritu de saber que estarás bien.

Asentí con la cabeza. Tenía lagarganta tan cerrada que no podíahablar. Así pues, también iba a hacerlopor ella. Mi madre quería que estuvierabien, y yo aún no podía prometérselo.Pero merecía la pena aceptar la ofertade Henry por tener la oportunidad dehablar con ella una última vez, dedecirle que la quería y de mirarla a los

ojos y prometerle que estaría bien paraque pudiera dejar este mundo sinangustia ni mala conciencia.

—Entonces, trato hecho —dijoHenry suavemente—. Serás mi invitadadurante el invierno. Sofía te acompañaráa tu habitación y hasta mañana no se tepedirá nada.

Asentí de nuevo. Ya estaba hecho:estaba atrapada. Aquel sería mi hogardurante los seis meses siguientes. Depronto la habitación me pareció muchomás pequeña que antes.

—Henry… —dije con voz chillona.—¿Sí?—¿Sofía sabía que iba a pasar esto?Se quedó mirándome unos segundos

como si intentara decidir si iba a creerleo no.

—Sí, te hemos estado vigilando.No me atrevía a preguntar a quién se

refería exactamente.—¿Qué es este sitio?Pareció divertido.—¿Aún no te has dado cuenta?Sentí que me ponía colorada, pero

por lo menos me quedaba algo de sangreen la cabeza, así que podía levantarmesin correr el riesgo de desmayarme.

—He estado un poco ocupadapensando en otras cosas.

Se levantó y me ofreció su mano. Nola acepté, pero no pareció importarle.

—Recibe diversos nombres. Elíseo,

Annwn, Paraíso… Algunos incluso lollaman el Jardín del Edén.

Sonrió como si hubiera contado unchiste. No lo entendí, y debió de notarmi perplejidad, porque añadió:

—Es la puerta entre la vida y lamuerte. Tú todavía vives. Los demáshabitantes del jardín murieron hacemucho tiempo.

Sentí un escalofrío.—¿Y tú?—¿Yo? —esbozó una sonrisa—. Yo

reino sobre los muertos. No soy uno deellos.

7. Lo imposible

Mis habitaciones eransorprendentemente cómodas. Adiferencia del resto de la mansión, allíno se hacía evidente a cada paso queaquellas estancias formaban parte de unacasa riquísima y poderosa. Por elcontrario, mi suite era relativamentemodesta. Lo más lujoso era la cama, queera enorme, con dosel, una de esascamas con las que yo siempre habíasoñado. Me preguntaba si Henry tambiénsabía eso.

Todo el mundo parecía saber queestaba allí, como si fuera famosa. De

vez en cuando oía murmullos y risas envoz baja al otro lado de mi puerta, ycada vez que me asomaba al enormeventanal veía a los trabajadores de lafinca levantar la vista hacia mí como sisupieran que los estaba observando. Nome gustaba ser objeto demurmuraciones, pero no podía hacernada al respecto, salvo correr lascortinas y esconder la cabeza bajo unmontón de almohadas.

El día pasó deprisa y Sofía no tardóen llevarme la cena. Yo seguía enfadadaporque no me hubiera avisado de queformaba parte de todo aquello, así quele di las gracias a regañadientes, sinmirarla, y me negué a responder a sus

preguntas. De todos modos, saltaba a lavista cómo me encontraba.

Después de que se marchara, picoteéun poco. Estaba tan preocupada por loque iba a ocurrir al día siguiente que nopodía comer. Aunque no estabaencerrada en mi habitación, no habíamucho más que pudiera hacer, al menosde momento. A fin de cuentas, sabía queme sería muy fácil perderme.

Pero por bonita que fuera lahabitación, por amable que fuera lagente y por buena que estuviera lacomida, lo cierto era que seguía siendouna prisionera. Pensé en James y mepregunté cuánto tiempo habría esperadoen la verja y si después habría ido a ver

a mi madre. Aquellos seis mesesparecían extenderse delante de míinterminablemente, sin que atisbara sufinal. ¿Cumpliría James su promesa?¿Estaría allí cuando acabara aquello, ose habría olvidado de aquel asunto? Enel fondo, sabía que allí estaría. No memerecía un amigo así.

Pero ¿seguiría allí mi madre cuandoyo volviera? ¿Cumpliría Henry lo queme había prometido? ¿Podía hacerlo?Yo quería creerle, quería creer queaquello era posible, porque si de verdadpodía mantenerla con vida quizá notuviera que despedirme de ella nunca, oal menos no hasta que a mí también mellegara mi hora. O quizá podría

mantenerla viva hasta que encontraranuna cura para su enfermedad.

No podía salvar a Ava, pero todavíatenía esperanzas de salvar a mi madre, ymerecía la pena luchar por ello, costaralo que costase.

No recuerdo haberme quedadodormida, pero cuando abrí los ojos yano estaba en Eden Manor. Estabatendida en una manta en medio deCentral Park, mirando el cielodespejado del verano, con el calor delsol dándome en la cara. Me senté,desorientada, y miré a mi alrededor. Ami lado había una cesta de merienda, ydispersas por la hierba había otraspersonas disfrutando del día. Estábamos

en Sheep Meadow, mi lugar favorito delparque. Desde allí se veía el lago, perolas aglomeraciones de turistas estaban lobastante lejos como para que noresultara agobiante. Hacía años que nopodía ir allí con mi madre. Empecé alevantarme, decidida a descubrir quéestaba pasando, y de pronto me quedépasmada de asombro.

Mi madre, tan sana como diez añosatrás, mucho antes de que el cáncerhiciera presa en ella, subía por la suaveladera vestida con una falda larga devuelo y una blusa que no se ponía desdehacía mucho tiempo, desde que estabatan delgada que aquella ropa le quedabagrande.

—¿Mamá?Sonrió. Una sonrisa de verdad, no

una sonrisa enfermiza, ni la sonrisa queponía cuando intentaba disimular eldolor que sentía.

—Hola, cariño —se sentó a mi ladoy me besó en la mejilla.

Me quedé quieta un momento, tanperpleja que no podía moverme, perocuando por fin me di cuenta de que deverdad estaba allí, sana yresplandeciente, la rodeé con los brazos,la estreché con fuerza y aspiré su olor,tan conocido para mí. A manzanas y afreesias. Su cuerpo ya no parecía frágil,y me abrazó con la misma fuerza que yoa ella.

—¿Qué está pasando? —preguntémientras luchaba por no llorar.

—Que vamos a hacer un picnic —me soltó y comenzó a vaciar la cesta.

Estaba llena de mis comidasfavoritas de cuando era niña:sándwiches de mantequilla de cacahuetey gelatina, gajos de mandarina,macarrones con queso en recipientes deplástico, y flan de chocolate suficientepara dar de comer a un batallón. Pero lomejor de todo fue verla sacar una cajade pastelillos de nueces como ella solíahacerlos. La miré con asombro,preguntándome qué había hecho paramerecer un sueño tan delicioso, aunquepara mí pareciera tan real. Sentía cada

brizna de hierba bajo mis manos, y mipelo, empujado por la brisa cálida,rozaba mis brazos desnudos. Era comosi estuviéramos allí de verdad.

Entonces una idea se abrió paso pormi cabeza como un gusano, y miré a mimadre con recelo:

—¿Te ha traído Henry?Su sonrisa se hizo más amplia.—¿A que es un encanto?Respiré hondo y todos los malos

pensamientos que había tenido sobreHenry se esfumaron al instante. Estabacumpliendo su promesa. Podía hacerlo.

—Entonces, ¿esto es un sueño? ¿Oes… real?

Me dio un recipiente de macarrones

y me lanzó una mirada que solo ellapodía poner.

—¿Hay alguna norma que diga queno puede ser las dos cosas a la vez? Sila hay, no la conozco.

Me embargó una esperanzairracional.

—¿De veras es quien dice ser?—¿Y quién dice ser? —preguntó

mientras desenvolvía un sándwich.Le expliqué atropelladamente todo

lo que había pasado desde nuestrallegada a Eden: que había visto a Henrydespués de estar a punto de estrellarnoscontra una vaca imaginaria; lo que habíapasado en el río aquella noche y cómohabía resucitado a Ava; lo del trato que

habíamos hecho y cómo había intentadodisuadirme James; la visita de Henry yla muerte de Ava al día siguiente; midecisión de ir a Eden Manor paraintentar salvarla y, por último, elacuerdo al que había llegado con Henry.De pronto quedarme con él seis mesesya no me parecía tan malo. Sobre todo,si podía ver a mi madre cada noche.

—Es curioso —comentó ella,aunque sus ojos brillaban divertidos.

Yo no veía nada de gracioso enaquella situación.

—Ojalá me lo hubieras contadoantes, Kate.

Me puse colorada.—Lo siento —contesté, mirándome

las manos—. Pensaba que me estabavolviendo loca o algo así.

—Qué va —agarró mi barbilla y mehizo levantar la cara para mirarla—.Prométeme que a partir de ahora mecontarás todo lo que pase, ¿de acuerdo?No quiero perderme nada.

Dije que sí con la cabeza. Mástiempo con ella: era todo lo que podíapedir.

—Mamá… —dije con una vocecilla—. Te quiero.

Sonrió.—Lo sé, cariño.

A la mañana siguiente, cuando me

desperté, al principio no supe dóndeestaba. Notaba todavía en la piel elcalor del sol de mi sueño y abrí los ojosmedio esperando ver a mi madre a milado, pero solo vi el dosel de mi cama.

Solté un gruñido, me incorporé yparpadeé para despejarme. Algo no ibabien, aunque no sabía qué era. Luego,pasado un momento, me invadió elrecuerdo del día anterior, recordé eltrato que había hecho con Henry y elcorazón se me paró por un instante. Asípues, había sido todo un sueño, despuésde todo.

—¿Crees que ya está despierta?Debería estarlo, ¿no?

—Si no lo estaba, seguro que ahora

lo está.Me quedé paralizada. Los murmullos

procedían del otro lado de las cortinasque rodeaban mi cama, y eran vocesdesconocidas para mí. La primera eraalegre y chispeante. La segunda daba laimpresión de estar allí a su pesar, locual no me extrañó.

—¿Cómo crees que será? Mejor quela última, ¿verdad que sí?

—Cualquiera será mejor que laúltima. Ahora cierra la boca o ladespertarás de verdad.

Me quedé allí parada un rato,intentando asimilar lo que acababa deoír. La noche anterior había cerrado lapuerta con llave, estaba segura, así que

¿cómo habían entrado? ¿Y quién era «laúltima»?

Antes de que pudiera decir nada mesonaron las tripas. Estrepitosamente.Como cuando te suenan en clase y todoel mundo se vuelve para mirarte y se ríemientras tú agachas la cabeza e intentasno ponerte como un pimiento.

Por culpa de mi estómagotraicionero, no podría seguir escuchandoa escondidas.

—¡Está despierta!Las cortinas se abrieron de repente y

me tapé los ojos, huyendo de la luz de lamañana.

—¡Vaya! ¡Qué guapa es!—Y morena. Hacía décadas que no

venía una morena.—Gracias, supongo —mascullé,

aunque con el resplandor del sol no veíacon quién estaba hablando—. ¿Quiénessois?

—¡Calíope! —contestó la quehablaba con signos de exclamación, laque me había llamado guapa.

Abrí bien los ojos y la miré conatención. Era más baja que yo, tenía elpelo rubio, por debajo de la cintura, yuna cara redonda que se sonrojaba defelicidad. Parecía tan entusiasmada quepensé que iba a ponerse a dar brincos dealegría.

—Yo soy Ella —dijo la otra chicacon aire apagado.

Todavía con los párpadosentornados, conseguí verla bien y sentíuna punzada de envidia. Tenía el pelooscuro, era alta, bellísima, y parecíaaburrirse como una ostra.

—Y tú eres Katherine —dijoCalíope—. Sofía nos lo ha contado todosobre ti, que viniste para ayudar a tuamiga y que vas a quedarte con nosotrosseis meses y…

—Para, Calíope, la estás asustando.Quizás ese no fuera el término más

exacto, pero de momento servía.Mientras Calíope daba saltitos,acercándose más a mí con cadamovimiento, empecé a retroceder. Suvehemencia daba miedo.

—Ay, perdona —dijo dando un pasoatrás, y se sonrojó de nuevo—. ¿Tieneshambre?

«Respira hondo», me dije. Dentro,fuera, dentro, fuera… Quizás así todoaquello empezara a tener sentido.

—Primero tiene que vestirse —dijoElla, dirigiéndose al armario—.Katherine, ¿cuál es tu color favorito?

—Kate, llamadme Kate —dije entredientes.

Era demasiado temprano paraaquello.

—Y no tengo ninguno.—¿No tienes un color preferido? —

preguntó Calíope con incredulidad al ira ayudar a Ella.

Me levanté y me estiré un poco, perono pude ver qué estaban haciendoexactamente. Estaban las dos delante delarmario, que parecía lleno de ropa hastarebosar.

—Hoy no —contesté, molesta—.Pero puedo vestirme sola, ¿sabéis?

Sacaron algo largo, suave y azuladodel montón de ropa. Se volvieron haciamí con un…

Ay, no.—A menos que tengas un don

sobrenatural para ponerte un corsé,vestirte sola está descartado —dijo Ellacon un destello en los ojos. No supe siera de ironía o de malevolencia. Quizáde ambas cosas.

Levantaron un vestido azul tanescotado que ni siquiera Ava se habríaatrevido a ponerse. Las mangas, largas yestrechas, se ensanchaban hacia el final,y había encaje por todas partes. Encaje.

Puse unos ojos como platos.—No lo diréis en serio.—¿No te gusta? —Calíope arrugó el

ceño y pasó una mano por la tela suave—. ¿Qué te parece algo amarillo?Estarías muy guapa de amarillo.

—Yo no llevo vestidos —dijeapretando los dientes—. Nunca.

Ella soltó un bufido.—Me da igual. Ahora, sí. La

encargada del guardarropa soy yo, y ano ser que quieras llevar esa ropa hasta

que huelas tan mal que nadie quieraacercarse a ti, vas a ponerte esto.

Me quedé mirando aquel esperpentoazul.

—Yo no soy tu muñequita. Nopuedes obligarme a ponerme eso.

—Sí que puedo —repuso Ella—. Ylo haré. Tengo miles de estilos entre losque elegir, y puedo convertir tu vida enun infierno si intentas resistirte. ¿Algunavez has intentado sentarte llevando unmiriñaque? —me lanzó una miradacargada de intención—. Pórtate bien yquizá te dé un día de respiro de vez encuando. Pero en esto soy yo quien elige,no tú. Renunciaste a ese derecho desdeel momento en que accediste a quedarte

aquí.—Además, aquí todas llevamos

vestido —añadió Calíope jovialmente—. No puedes decir que no te gustahasta que no lo pruebes.

Ella me tendió el vestido.—Tú eliges. Vestidos cómodos y

carísimos con los que dentro de un día odos estarás tan cómoda que ni losnotarás, o unos vaqueros que dentro deuna semana se sostendrán solos de pie.

Gruñí, le arranqué el vestido de lasmanos y entré en el cuarto de baño hechauna furia. Podía obligarme a ponérmelo,pero eso no significaba que tuviera quegustarme.

Tardaron casi veinte minutos enabrocharme el vestido, y eso que no mepuse el corsé. A eso me negué enredondo, y Ella era lo bastante listacomo para no intentar obligarme. Elvestido me quedaba como un guante y nome apretaba en absoluto. Con eso erasuficiente. No necesitaba que además mesubiera el pecho hasta la barbilla.

En cuanto acabaron de vestirme,Calíope me hizo sentar y estuvo un ratotrasteando con mi pelo. Canturreabamientras me peinaba y hacía como queno oía mis preguntas, o las interrumpíaelevando el tono de su canción. Justocuando empezaba a preguntarme si no

iba a acabar nunca, anunció que yaestaba lista y que me esperaba eldesayuno.

El desayuno. Tenía tanta hambre queni siquiera protesté cuando me obligarona ponerme unos zapatos de tacón. De esohablaríamos más tarde, sobre todo siesperaban que bajara las escalerascalzada así. De momento, sin embargo,me aguantaría.

Todavía un poco perdida, las seguífuera de la habitación. Lamentaba notener una idea más precisa de lo queestaba pasando. ¿Iban a ser todas lasmañanas así, o en algún momentopermitirían que me vistiera sola? ¿Erande veras mis amigas, como parecía

desear Calíope, o solo estaban allí paravigilarme por si intentaba escapar? Noeran los interrogantes que más mepreocupaban, pero sospechaba que aesos solo podía responder Henry. Entretanto, Calíope y Ella me debían almenos una respuesta.

—Calíope —dije mientras meguiaban por el laberinto de pasillos yhabitaciones. Al parecer había una salade desayuno en la enorme mansión, peroyo ya no sabía si creerlas. Tenía lasensación de llevar horas caminando sinrumbo—, ¿a qué te referías antes,cuando has dicho que era mejor que laúltima?

Me miró extrañada.

—¿Que la última?—Antes, cuando pensabais que

estaba dormida, has dicho que era mejorque la última. ¿Qué última?

Se quedó pensando un momento.Luego pareció comprender por fin a quéme refería.

—¡Ah, la última! La última chica,quería decir. La última que tuvo Henry.

¿Había habido otra chica?—¿Cuánto tiempo hace de eso?Cambió una mirada con Ella, que

guardó silencio.—¿Veinte años, quizá?Así que tenía que haber sido casi un

bebé. A no ser que estuviera diciendo laverdad y reinara sobre los muertos. Eso,

sin embargo, todavía me costabaaceptarlo.

—¿Para qué me ha hecho venir,entonces? ¿Por qué ya no está esa chica?

—Porque mu…Ella le tapó la boca con la mano tan

fuerte que el ruido que hizo resonó enlas paredes.

—Porque no —contestóenérgicamente—. Eso no es cosanuestra, Katherine. Si quieres saber porqué estás aquí, pregúntaselo a Henry. Ytú… —miró a Calíope con enfado.

—Ah —dije en voz baja cuando seme ocurrió otra idea—. Henry me… medijo que aquí todo el mundo estabamuerto. ¿Es eso verdad? ¿Vosotras

estáis…?Mi pregunta no pareció

sorprenderlas. Ella retiró la mano y dejóque contestara Calíope:

—Sí, aquí todo el mundo está muerto—dijo mientras se frotaba la mejilla,lanzando a Ella una mirada fulminante—. O es como Henry, que nunca haestado vivo.

—¿Vosotras cuándo… eh… cuándonacisteis?

—Una señora nunca revela su edad—dijo Calíope con un soplido.

Ella bufó y Calíope la miró conenfado.

—Ella es tan vieja que ya ni siquierasabe en qué año nació —dijo como si

fuera algo de lo que avergonzarse.Sacudí la cabeza, atónita, sin saber

si de verdad esperaban que me locreyera o no. Ella no dijo nada. Selimitó a abrir otra puerta, detrás de lacual apareció por fin otra sala con unamesa tan larga que fácilmente cabían enella treinta comensales. Yo estabatodavía aturdida por lo que me habíacontado Calíope y tardé un momento endarme cuenta de que la sala estaba yallena de gente.

—Tu corte —dijo Ella con sorna—.Sirvientes, tutores, todos aquellos conlos que vas a tener contacto. Queríanconocerte.

Me paré en seco en el umbral y sentí

que me ponía pálida. Había un montónde ojos mirándome, y de pronto sentíuna timidez espantosa.

—¿Van a quedarse aquí mientrasdesayuno? —susurré. No se me ocurríaun modo mejor de quitarme el apetito.

—Puedo decirles que se vayan si loprefieres —contestó Calíope, y asentícon la cabeza.

Se adelantó, dio dos palmadas y lamayoría de los sirvientes comenzaron adesfilar por la puerta. Solo se quedaronlos que se encargaban de la comida ydos guardias apostados a los lados yprovistos de armas formidables. El altoestaba tan inmóvil que parecía unaestatua, y el moreno se removía inquieto,

como si no estuviera acostumbrado aestar quieto y en silencio. No podíatener más de veinte años.

—Estarás escoltada en todomomento —dijo Ella, y la miré consobresalto. Debía de haberme pilladomirando a los guardias. Se adelantó conla agilidad y la elegancia de un gamo yseñaló un sitio en la cabecera de la mesa—. Tu asiento.

La seguí, haciendo esfuerzos por nopisarme el bajo del vestido, y me senté.Ya solo quedaba un puñado de personasen la sala, pero todas me observabancon atención.

Un hombre se acercó y depositódelante de mí un plato tapado.

—Vuestro desayuno, Alteza —dijo.Ella levantó la tapa sin darme

tiempo a levantarla yo. Seguíapareciendo tan aburrida como en mihabitación.

—Eh, gracias —dije, perpleja.¿Alteza? Agarré un tenedor, preparadapara pinchar un trozo de fruta ycomérmelo, pero una mano blanca meagarró de la muñeca antes de quepudiera hacerlo.

Levanté los ojos, sorprendida, y vi aCalíope a mi lado, con los ojos azulesabiertos de par en par.

—Tengo que probarlo primero —dijo con insistencia—. Es mi deber.

—¿Tienes que probar mi comida?

—balbucí, pasmada.—Sí, cuando decidas comer —dijo

tímidamente—. También probé tu cenaanoche. Pero no tienes por qué comermientras estés aquí, ¿sabes? Al final sete olvidará cómo es. Pero si aun asíquieres, tengo que…

—No —dije, empujando la sillahacia atrás tan bruscamente que chirrióal rozar el suelo de mármol.

El estrés del día anterior y las cosasdesconcertantes que habían sucedido esamañana se apoderaron de mí de golpe, yperdí por completo el control.

—No, de eso nada. Es ridículo.¿Catadores? ¿Guardias armados?¿Alteza? ¿Por qué? ¿Qué se supone que

tengo que hacer aquí?Parecieron asombrados por mi

estallido, y tardaron unos segundos enreaccionar. Fue Ella quien respondió:

—Has accedido a pasar aquí seismeses al año, ¿no es así?

—Sí —contesté, llena defrustración. Ellos no lo entendían—.Pero no he accedido a tener catadores nia… ni a nada de esto.

—Sí que lo has hecho —contestócon calma—. Es parte del acuerdo.

—¿Por qué?Nadie respondió. Me agarré la falda

tan fuerte que pensé que iba a rasgarla.—Necesito ver a Henry —dije—.

Quiero hablar con él.

El silencio era ensordecedor, y sentíque dentro de mí se quebraba algo.

—¡Dejadme hablar con él!—Estoy aquí.Su voz grave y tersa me sobresaltó.

Me giré bruscamente y logré mantener elequilibrio agarrándome a la silla. Estabadelante de mí, mucho más cerca de loque esperaba. Su rostro perfecto yjuvenil carecía de expresión, y elcorazón me dio un vuelco. Cuandoconseguí recuperar el habla mi voz sonóchillona, pero no me importó.Necesitaba respuestas.

—¿Por qué? —dije—. ¿Por quéestoy aquí? No soy tu princesa y no heaccedido a nada de esto, así que ¿por

qué está pasando?Me ofreció su mano y dudé, pero

finalmente la acepté. Su piel me parecióextrañamente cálida. No sé quéesperaba: que fuera fría como el hielo,quizá. No caliente. Que no tuviera nirastro de vida.

—Cierra los ojos —murmuró, y loscerré.

Un instante después, sentí el roce deuna brisa fresca en mi mejilla y abrí losojos. Estábamos al aire libre, en mediode un hermoso jardín con fuentessilenciosas dispersas entre los setos ylas flores. Un sendero de piedra llevabadesde allí hasta la parte de atrás de lagran mansión, que se cernía a lo lejos, a

casi un kilómetro de distancia. Cerbero,el enorme perro que yo había visto en elbosque, se acercó a saludar a Henry y élle acarició detrás de las orejas.

Se me cayó el estómago a la alturade las rodillas y me puse aún máspálida, si eso era posible.

—¿Cómo has…?—A su debido tiempo —me

interrumpió.Me senté, aturdida, en el borde de

una fuente.—Ayer dijiste que no querías

quedarte, y no te lo reprocho. Pero unavez hecho el trato, no puede deshacerse.Demostraste tener valor la noche en quesalvaste a tu amiga, y te pido que

vuelvas a hacer acopio de él.Respiré hondo e intenté buscar el

valor que, según él, había dentro de mí.Pero solo encontré miedo.

—En Eden dijiste… dijiste queleyera el mito de Perséfone, que asíentendería lo que querías —dije con voztemblorosa—. Mi amigo James me dijoque era la reina del Inframundo, y yotambién lo leí en un libro cuando era…—sacudí la cabeza. Aquello carecía deimportancia—. ¿Es cierto?

Asintió con un gesto.—Era mi esposa.—¿Qué? ¿Es que existió?—Sí —contestó con voz más suave

—. Murió hace muchos años.

—¿Cómo?Su rostro no desveló ninguna

emoción.—Se enamoró de un mortal y,

cuando él murió, decidió reunirse conél. Yo no se lo impedí.

Había tantas partes de aquellaafirmación que no entendía que no supepor dónde empezar.

—Pero Perséfone es un mito. No esposible que existiera de verdad.

—Puede ser —contestó con unamirada distante—. Pero si esto estápasando, ¿quién puede decir qué esposible y qué no?

—La lógica —respondí—. Las leyesde la naturaleza. La razón. Algunas

cosas son sencillamente imposibles.—Entonces dime una cosa, Kate.

¿Cómo hemos salido al jardín?Miré a mi alrededor otra vez,

esperando a medias que se desvanecieracomo una especie de ilusión óptica.

—¿Me has dejado inconsciente deun golpe y me has traído aquí? —pregunté débilmente.

—O puede que haya una trampillaque no has visto —me ofreció de nuevola mano y me alarmé.

Suspirando, rozó sus dedos con losmíos y apartó la mano.

—Siempre hay una explicaciónracional, pero a veces las cosas puedenparecer irracionales o imposibles si no

se conocen todas las normas.—¿Y entonces qué? —pregunté—.

¿Me estás diciendo que a un dios griegose le antojó construir una mansión en elbosque, en un país al otro lado delmundo?

—Cuando uno vive siglos y siglos,el mundo se vuelve un lugar mucho máspequeño —contestó—. Tengo casas enmuchos países, incluida Grecia, pero megusta esta soledad. Es un lugar muyapacible, y disfruto del paso de lasestaciones y del largo invierno.

Me quedé muy quieta, sin saber quédecir.

—¿Podrías hacer un esfuerzo porcreerme? —preguntó Henry—. Solo por

ahora. Aunque para ello tengas que dejara un lado todo lo que has aprendido, ¿meharías el favor de intentar aceptar lo quete digo, por improbable que te parezca?

Apreté los labios y me miré lasmanos.

—¿Eso es lo que haces tú? ¿Hacercomo que te lo crees?

—No.Sentí una sonrisa en su voz.—Pero tú puedes hacerlo si quieres.

Puede que así te sea más fácil.Aquello no iba a desaparecer.

Aunque fuera todo un inmenso truco,aunque estuviera todo planeado desde elprincipio para hacerme parecer idiota ocualquier otra cosa, lo único que yo

podía hacer era esperar el desenlace.Pero el recuerdo de Ava tendida en

medio de un charco de sangre, con elcráneo aplastado, desfiló por mi mente yme acordé de la fresca brisa que habíasentido en la mejilla unos minutos antes,cuando estábamos en la mansión. Meacordé de mi madre, vivita y coleandoen Central Park. No sabía lo que estabapasando, pero tarde o temprano tendríaque asumir que nunca habíaexperimentado nada parecido.

—Está bien —dije—. Vamos ahacer como que esto es de verdad elParaíso y que están todos muertos, y queElla y Calíope tienen un millón de añosy que tú eres quien dices ser…

Esbozó una sonrisa.—No pretendo ser nadie, más que

quien soy.Hice una mueca.—De acuerdo, entonces finjamos

que todo esto es real, que existen lamagia y el Ratoncito Pérez. Y que ni yome he dado un golpe en la cabeza ni túestás como una regadera. ¿Qué tiene quever conmigo la muerte de tu mujer?

Se quedó callado un rato.—Como te decía, Perséfone prefirió

morir a quedarse conmigo. Yo era sumarido, pero sencillamente lo queríamás a él.

A juzgar por su expresiónmelancólica, la cosa no tenía nada de

sencillo, pero no quise insistir.—Sabes que pareces demasiado

joven para haber estado casado,¿verdad? —pregunté, intentando quitarhierro al asunto—. ¿Cuántos añostienes?

En sus labios se dibujó de nuevo unasonrisa.

—Más de los que parece —pasadoun momento añadió—: Puede que mequisiera, pero no fue decisión suya. Fuemi último regalo, dejarla marchar.

Había en su voz una nota de tristezaque entendí muy bien.

—Lo siento —dije—. De veras.Pero… sigo sin entender qué hago aquí.

—Llevo casi mil años gobernando

solo, pero hace un siglo me comprometía reinar solo cien años más. Después,mis hermanos y hermanas me quitaríanmi reino. No puedo seguir reinandosolo, ya no. Sencillamente, sondemasiados para mí solo. Desdeentonces he estado buscando unacompañera, y tú eres la últimacandidata, Kate. Esta primavera setomará la decisión final. Si te aceptan,reinarás conmigo como mi reina seismeses al año. Si no, regresarás a tuantigua vida sin guardar ningún recuerdode todo esto.

Yo tenía los labios secos y tuve quehacer un esfuerzo por preguntar:

—¿Eso fue lo que les pasó a las

otras?—Las otras… —fijó la mirada a lo

lejos—. No quiero asustarte, Kate, perotampoco voy a mentirte. Necesito queconfíes en mí y necesito que entiendasque tú eres especial. Antes de queaparecieras, me había dado por vencido.

Junté las manos para que dejaran detemblarme.

—¿Qué les pasó a las otras?—Algunas enloquecieron. Otras

sufrieron sabotajes. Ninguna llegó alfinal, ni mucho menos pasó las pruebas.

Lo miré extrañada.—¿Las pruebas? ¿Y qué sabotajes?—Si supiera algo más te lo diría,

pero por ese motivo hemos tomado

precauciones extremas para protegerte—titubeó—. En cuanto a las pruebas,habrá siete y servirán de base paradecidir si mereces reinar.

—Yo no he accedido a hacerninguna prueba —me quedé callada unmomento—. ¿Qué pasará si apruebo?

Se miró las manos.—Que te convertirás en una de

nosotros.—¿De vosotros? ¿Quieres decir que

moriré?—No, no es eso lo que quiero decir.

Piensa. Conoces el mito, ¿verdad?¿Quién era Perséfone? ¿Qué era?

Sentí que una punzada de temor meatravesaba de dentro afuera. Si lo que

decía era cierto, entonces había raptadoa Perséfone y la había obligado acasarse con él, y dijera lo que dijese yono podía evitar preguntarme si intentaríahacer lo mismo conmigo. Mi razón, sinembargo, no podía pasar por alto loevidente.

—¿De veras crees que eres un dios?Parece una locura, lo sabes, ¿no?

—Soy consciente de cómo suenapara alguien como tú, sí —contestóHenry—. A fin de cuentas, no es laprimera vez que hago esto. Pero sí, soyun dios. Un inmortal, si prefieresllamarlo así. Una representación físicade un aspecto de este mundo, y mientrasel mundo exista, existiré yo también. Si

pasas las pruebas, eso es en lo que teconvertirás tú también.

Atónita, me levanté todo lo rápidoque pude con aquellos malditos tacones.

—Mira, Henry, todo eso suenagenial, pero lo que me estás contandoprocede de un mito inventado hace milesde años. Perséfone nunca existió y,aunque existiera, no era una diosaporque los dioses no existen…

Él también se levantó.—¿Cómo quieres que te lo

demuestre?—No sé —dije, titubeando—. Haz

algo propio de un dios.—Creía que ya lo había hecho —el

fuego de sus ojos no se disipó—. Puede

que haya cosas que no te diga, que nopuedo decirte, pero no soy un mentirosoy jamás intentaré engañarte.

Me asustó la intensidad de su voz.Creía de veras lo que estaba diciendo.

—Es imposible —dije en voz baja—. ¿No?

—Pero está sucediendo, así que talvez sea hora de que revises tu idea de loque es posible y lo que no.

Me dieron ganas de quitarme lostacones, tomar el camino que llevaba ala verja y marcharme de allí, pero medetuvo el recuerdo de mi sueño. La partede mi ser que quería quedarse por ellase impuso al escepticismo y latemperatura bajó veinte grados de golpe.

Me estremecí.—¿Kate?Me quedé paralizada, con los pies

pegados al suelo. Yo conocía esa voz, ydespués de lo sucedido el día anteriorno esperaba volver a oírla.

—Cualquier cosa es posible si ledamos la oportunidad de suceder —dijoHenry con la mirada fija en algo quehabía detrás de mí.

Me giré.A menos de tres metros de nosotros

estaba Ava.

8. El regreso de Ava

No sé cuánto tiempo estuve allí,abrazando a Ava tan fuerte queseguramente no la dejaba respirar. Eltiempo pasó muy despacio, y solo podíapensar en cómo me estrechaba loshombros mientras intentaba no llorar.

—Ava —dije con voz ahogada—,creía que… James me dijo… Todo elmundo pensaba que estabas muerta.

—Y lo estoy —respondió con vozsuave pero reconocible—. O, por lomenos, eso dicen.

No pregunté qué había pasado.Henry lo había hecho una vez, y aunque

decía que no podía repetirlo, tal vez lohubiera intentado después de todo.Quizás hubiera descubierto que no eratan imposible.

Pero si estaba muerta (muerta deverdad), ¿significaba eso que Henrydecía la verdad? ¿Era así comointentaba demostrármelo? Sentí ceder elsuelo bajo mis pies. Mi razón decía agritos que aquello no podía estarpasando, pero estaba abrazando a Ava,sentía su cuerpo cálido y era imposibleque alguien se tomara tantas molestiaspara gastar una inocentada. En elinstituto todo el mundo la creía muerta.James la creía la muerta y yo confiabaen él, estaba segura de que no me

mentiría así.—Kate —dijo, apartándome—,

cálmate. No voy a ir a ninguna parte.Me aparté. Notaba el escozor de las

lágrimas en los ojos y veía borroso.—Más te vale. ¿Puedes quedarte?—Todo el tiempo que tú quieras.Vi a Henry por encima del hombro

de Ava. Se había apartado y estabamirando hacia otro lado.

—Henry, ¿puede quedarse?Asintió.—Puede quedarse en la finca, pero

no puede salir.Miré otra vez a Ava y me sequé los

ojos con el dorso de la mano.—Esto no es justo.

—¿Qué no es justo? —preguntó.—Que yo pueda marcharme y tú no.Se rio, y su risa alegre me crispó los

nervios.—No seas absurda, Kate. Tengo

unos cuarenta años antes de que lleguenmis padres y me digan lo que puedo o nopuedo hacer, y apuesto a que aquí haymontones de chicos guapísimos. Voy atener un montón de cosas que hacer.

—No demasiadas, espero —dijoHenry—. Ava, ¿te importaría dejarnossolos unos minutos?

Ella sonrió.—Sí. Pero ¿puedo ponerme otra

ropa?Me fijé entonces en que solo llevaba

puesta una larga túnica blanca.—Arriba tengo un armario lleno de

cosas —dije—. Pregunta por Ella. Teenseñará dónde está todo.

—Gracias —me dio un últimoabrazo y me susurró al oído—: Estábuenísimo —luego se alejó brincandohacia la casa.

La vi marchar.—Creía que no volvería a verla.—Es lógico —comentó Henry.

Estaba tan cerca de mí que sentí el calorde su cuerpo—. A veces juzgamos mallo que es posible y lo que no.

Lo miré y una tensión extraña ydesagradable se extendió por mi cuerpo.Por mi cabeza desfilaron un montón de

preguntas, pero solo una de ellas ibaenvuelta en una delicada burbuja deesperanza. Tal vez, si esperaba paraformulársela, estallaría la burbuja.

—Entonces, ¿el sueño con mi madreera real?

Pareció muy satisfecho de sí mismo.—¿Disfrutaste?—Sí —titubeé—. ¿No… no volverá

a repetirse?—Sí —me miró atentamente, como

si temiera que fuera a desmayarme.Y estuve a punto.—Mientras estés aquí podrás verla

cada noche.Estudié el dibujo de la fuente de

mármol, siguiendo con los ojos las

líneas quebradas y las volutas.—Gracias. Muchísimas gracias.—No tienes por qué dármelas —

pareció desconcertado—. Te dije quecumpliría nuestro acuerdo y voy ahacerlo.

—Lo sé —pero en realidad no habíacreído que de verdad eso significara queiba a poder pasar más tiempo con mimadre. Y no junto a su lecho de muerte,tomándole la mano con la esperanza deque se despertara, sino hablando conella como cuando no estaba enferma,como si los cuatro años anteriores sehubieran esfumado. Aquello superabacon creces todas mis esperanzas.

Pero que él cumpliera su parte del

acuerdo significaba que yo también teníaque cumplir la mía, y eso me asustaba.El miedo comenzó a invadir poco apoco mi mente y mi cuerpo cuando me dicuenta de que tendría que intentar lo quenadie antes había logrado. En ciertomodo, era como si hubiera firmado mipropia sentencia de muerte.

—¿Y ahora qué? ¿Qué se supone quetengo que hacer?

—Ser tú misma, nada más —posó lamano sobre mi hombro, como habíahecho con Ava. Pero parecía temerosode tocarme y el contacto duró solo unossegundos—. Es probable que laspruebas sean cuando menos de loesperes. No soy yo quien se encarga de

administrarlas, ni soy quien debe tomarla decisión final.

—La verdad es que no se me danmuy bien los exámenes sorpresa —dije.

Se rio y su risa me envolvió y ayudóa disipar parte de mi nerviosismo.

—No son exámenes de ese tipo,ningún profesor va a ponerte nota.Evalúan cómo eres, no lo que tienesalmacenado en el cerebro. Es posibleque te des cuenta de que se trata de unaprueba en el momento en que estépasando, y es posible que no. Pero, entodo caso, sé tú misma. Es lo único quese te puede pedir.

Rozó mi mejilla con los dedos uninstante. Esa vez, no me aparté.

—Pero ¿para qué las pruebas? —pregunté—. ¿Por qué son necesarias?

—Porque el premio no es algo quepodamos entregar a la ligera y tenemosque asegurarnos de que puedes asumirlo.

—¿Cuál es el premio?—La inmortalidad.Sentí que un bloque de hielo se

formaba en la boca de mi estómago. Asíque ahora mi disyuntiva era vivir parasiempre o morir en el intento… o bienrenunciar a las últimas conversacionesque podía tener con mi madre. Noparecía justo.

—Lo harás bien —afirmó—. Lopresiento. Y después me ayudarás ahacer algo que nadie más es capaz de

hacer. Tendrás un poder inimaginable, yno volverás a temer a la muerte. Noenvejecerás y siempre serás hermosa.Tendrás la vida eterna para pasarlacomo desees.

Me recorrió un escalofrío y no supesi era por cómo hablaba, por lo quedecía o por cómo me miraba. No queríapensar en vivir eternamente sin mimadre. Pero si Henry había podidodevolverme a Ava…

—Quizá —dijo en voz baja—, hastapuedas aprender a nadar.

Aquello rompió el hechizo. Solté unbufido sin poder evitarlo.

—Lo dudo mucho.Sonrió.

—O puede que algunas cosas seanimposibles, después de todo.

Después de que Henry medevolviera a la sala del desayuno, comítan deprisa que apenas me dio tiempo asaborear la comida a pesar de que teníaun aspecto delicioso. Había una montañade tostadas untadas con mantequilla,beicon en cantidad, hasta una bandeja detortitas con sirope de arce, pero Avaestaba en alguna parte de la mansión yquería volver a verla. Necesitabacerciorarme de que de verdad estabaallí. Solo después de comerme unoshuevos cocinados exactamente como los

hacía mi madre caí en la cuenta de queesa noche, por primera vez desde hacíasemanas, no había tenido pesadillas.Tomé nota de que debía preguntarle aHenry si se debía a que había soñadocon mi madre. Tenía que ser por eso,aunque lo cierto era que yo habíaesperado que Eden Manor empeoraramis pesadillas, más que ahuyentarlas.

Antes de que pudiera ir en busca deAva, sin embargo, Calíope me informóde que tenía que conocer a mi tutor.Cuando acabé de desayunar soloquedaba ella para servirme de guía;Ella, en cambio, había desaparecido.Confié en que estuviera ocupadaayudando a Ava, aunque teniendo en

cuenta lo mucho que parecía detestarme,me pareció lo más lógico que procuraraevitar mi presencia.

Cuando íbamos de camino pasamosjunto a una fuente llena de fruta y meacordé de una pregunta que no habíapodido hacerle a Henry.

—¿Por qué catas mi comida?Calíope me abrió una puerta.—Para asegurarnos de que nadie

intenta matarte.—¿Y por qué iban a intentar

matarme?Me miró de un modo que me hizo

sentir idiota por no saber ya larespuesta.

—Porque si Henry cede el control

sobre el Inframundo, otro ocupará sulugar. No todo el mundo está loco por ti,¿sabes?

—Espera. ¿Qué has dicho? —habíaestado tan preocupada pensando en loque sería de mí si pasaba las pruebasque no me había parado a pensar en loque le sucedería a Henry si fracasaba—.¿A quién te refieres?

—Eso no puedo decírtelo. ¡Cuidado!Me paré en seco cuando estaba a

punto de chocar contra un jarróncolocado en un pedestal. Parecía muycaro. Y antiguo. Y hecho a mano.Contuve la respiración y lo bordeé concuidado.

—Por aquí —dijo señalando otra

puerta. La empujó y al entrar me fijé enla única cosa que parecía digna deatención: una mesita de madera con unasilla a juego a cada lado. Todo lo demásera de un blanco apagado, y olía arecién pintado.

—Luego nos vemos —dijo Calíopeal cerrar la puerta a mi espalda.

Me giré e intenté seguirla, perotropecé con la gruesa alfombra.

—¡Espera! —grité, pero erademasiado tarde. La puerta ya se habíacerrado y vi con espanto que no habíapicaporte. Era imposible abrirla si nohabía alguien al otro lado.

Me quedé allí como una idiota casiun minuto, intentando descubrir cómo

salir. En la pared del fondo había unventanal, pero estábamos en el segundopiso de la mansión. Saltar no sería unsuicidio posiblemente, pero dolería.Aparte de la puerta no había otrassalidas, así que no me quedó másremedio que esperar.

Me quité los zapatos, me senté a lamesa con los pies doloridos y crucé losbrazos. La silla era incómoda y hacíacalor en la habitación, pero por lomenos ya no tenía que andar con losdichosos tacones.

El fuerte olor a incienso queimpregnaba el aire me hizo estornudar.Miré hacia atrás, vi de pronto una caraconocida y los ojos estuvieron a punto

de salírseme de las órbitas. Detrás demí, de pie, estaba Irene, la secretaria delinstituto, vestida con una túnica blancaparecida a la de Ava. La túnica erapreciosa y se hinchaba, ondulando, trasella, pero no era nada comparado con supelo. Si antes lo tenía rojo, ahora lotenía de color rubí, y brillaba tanto alsol que casi deslumbraba. Era imposibleque fuera natural.

—Hola, Kate —dijo con una sonrisaamistosa—. Me alegro de volver averte.

Titubeé.—Lo mismo digo.Se sentó delante de mí con una

gracilidad que cualquier bailarina

habría dado un brazo por tener, y sinpoder evitarlo sentí una punzada deamargura. ¿Qué se suponía que iba aenseñarme? ¿A ser hermosa?

—¿Hay en la casa alguna otrapersona de Eden y aún no me heenterado? —pregunté. Primero Sofía yahora Irene. ¿Aparecería también Dylanmisteriosamente?

Esbozó una sonrisa divertida.—Supongo que tendrás que esperar,

a ver qué pasa, ¿no crees? Disculpa elsubterfugio, querida. Te doy mi palabrade que fue por tu bien.

—Sí, ya me lo imagino —mascullé.No me gustaba saber que me habíanengañado—. Entonces, ¿tú vas a ser mi

tutora? ¿Vas a enseñarme Álgebra yCiencias y esas cosas?

Se rio, y su risa sonó como untintineo.

—No, cosas más interesantes.Mucho más interesantes. Henry quiereque estés preparada por si pasas laspruebas, de modo que tienes queaprender acerca de las personas. Cómoactúan, cómo se ven a sí mismas y a losdemás, por qué toman ciertasdecisiones. Psicología, principalmente.Y también algo de Astronomía y deAstrología. Aparte de eso, lo másimportante es que aprendas sobre estemundo. No solamente sobre elInframundo, sino sobre todo él.

—¿Sobre Mitología? —la palabrame pareció pastosa al pronunciarla.

—Aquí no es Mitología —contestócon un guiño—. Mientras lo recuerdes,todo irá bien —sacó un grueso librocomo de la nada y lo depósito sobre lamesa, que chirrió.

—¿Tengo que leerlo? —pregunté.—No te preocupes —dijo—, tiene

ilustraciones.No me pareció una respuesta muy

tranquilizadora.—¿Por qué tengo que aprender todo

eso?No tuvo ocasión de responder. La

puerta sin picaporte se abrió de pronto yempezaron a oírse gritos ininteligibles.

Me levanté tan deprisa que estuve apunto de volcar la silla. Irene parecióirritada, pero siguió sentada y no abrióla boca.

Calíope, Ella y Ava entraron comosi las tres estuvieran empeñadas en serlas primeras en irrumpir en lahabitación. Ava llevaba un vestido rosaque yo habría preferido quemar antesque ponérmelo, y Ella la seguía hechauna furia.

—¡No puedes apropiarte de lo queno te pertenece! —gritó con la caracolorada por la rabia.

—Díselo, Kate —me suplicó Ava.—Lo siento —dijo Calíope,

abriéndose paso a empujones—. He

intentado detenerlas, pero no hanquerido escucharme…

—Es ella la que no escucha —dijoElla señalando a Ava.

—¿Perdona? Eres tú quien no quierehacerme caso.

Se miraron como si fueran a lanzarsea degüello la una contra la otra. Por finsalí de mi estupor y me acerqué.

—Parad las dos de una vez. ¿Todoesto es por el vestido?

Se quedaron calladas y sentí lasoleadas de resentimiento que despedíanambas. Fue Calíope quien contestó:

—Tu amiga ha entrado en tuhabitación buscando algo que ponerse yElla le ha dicho que no podía. Dice que

tú le has dado permiso y que no tienenada más que ponerse, pero Ella le hadicho que hay otras cosas y que siesperaba un poquito podía…

—¡Estaba desnuda y esta brujaquería que me marchara! —exclamóAva, y se puso a mi lado.

Vi de reojo que lanzaba una miradafulminante a Ella, cuyo rostro parecíaperfectamente inexpresivo ahora que sehabía calmado.

—Estaba en tu habitación —dijo confrialdad—. Y nadie puede entrar en ellasin mi permiso expreso.

—Es mi habitación —contesté—.Parece lógico que si yo le digo quepuede entrar, pueda entrar, ¿no crees?

Se quedó callada. Suspiré.—Está bien, escuchad. Ava puede

entrar en mi cuarto siempre que quiera,¿de acuerdo? Pero necesita tener unahabitación para ella si es que hay algunalibre.

Ava resopló.—En este sitio hay montones de

habitaciones.No le hice caso.—Y también necesita ropa. Portaos

bien las dos, ¿de acuerdo? Por favor.La cara que puso Ella me heló la

sangre en las venas.—Como deseéis, Alteza —dijo con

voz crispada antes de girar sobre sustalones y marcharse.

Si antes no estaba segura de si meodiaba, ahora ya lo sabía. Tendría quepasarme los seis meses siguientesembutida en corsés y miriñaques.

—Bueno —dijo Calíope con unavocecilla—, me llevo a Ava parabuscarle una habitación.

Ava dio un respingo.—No soy una niña. No hace falta

que me lleves de la mano.—Está bien, Calíope —dije—. Ya

lo haré yo cuando acabemos aquí. Detodos modos, tengo que explorar la casa.Puedes acompañarnos si quieres.

—Ya hemos terminado —dijo Irene,exasperada—. Lee las páginas que hemarcado para mañana. Haré que lleven

el libro a tu habitación.Asentí sin saber qué decir. Al mirar

a Ava sentí una punzada de malaconciencia. Era culpa mía que estuvieraallí y que tuviera que aguantar todoaquello. Ella no parecía llevarse biencon nadie, pero era mi deber asegurarmede que Ava no lo pasaba mal. El hechode que yo estuviera allí atrapada nosignificaba que ella también tuviera quepagar los platos rotos.

El resto de la mañana no fue muchomejor, y la tarde fue cien veces peor.Después de comer, Ella se reunió connosotras y nos siguió en silencio, como

una sombra, mientras recorríamos lamansión. Me puso tan nerviosa que medieron ganas de tirarme del pelo. Porsuerte, después de algunas pullas biendirigidas, procuró evitar a Ava y Avahizo un esfuerzo por ignorarla.

Para mí era tranquilizador que Avaestuviera allí. Era un trozo de larealidad que conocía y del que meservía para anclarme, la prueba quenecesitaba de que todo no era unaextraña y compleja alucinación. Con ellaallí me resultaba más fácil creer que nome estaba volviendo loca. Tal vez esoera lo que pretendía Henry.

Mientras recorríamos los pasillos yexplorábamos las innumerables

habitaciones, no me despegué de Ava. Aella no pareció importarle, y hasta meagarró del brazo, me llevó de un lado aotro y fue describiéndome lashabitaciones como si intentara vendermeuna casa. Calíope también intervenía,pero Ella siguió manteniendo lasdistancias. A pesar de la tensión, fuedivertido. Pero las cosas se volvieroninsoportables cuando volvimos a misuite, y todo por culpa de la noticia queSofía nos llevó a media tarde.

—¿Un baile? —dije, desanimada—.¿De los de bailar?

A las demás no pareció importarles.Calíope soltó un chillido de contento yhasta Ella pareció animada.

—¿Un baile? —preguntó Avamientras daba palmas de emoción—. Yyo sin nada que ponerme. ¿Qué voy ahacer?

—¿Saquear otro armario? —dijoElla, pero no le hicimos caso.

—Un baile formal, mañana por lanoche —explicó Sofía—, celebrado porel consejo en tu honor. Casi siempre secelebra en el solsticio de invierno, perodado que eres la última y todo el mundoestá ansioso por conocerte, lo hanadelantado.

—¿Quieres decir que no tiene nadaque ver con el hecho de que la mitad delas chicas murieran en sus bailes debienvenida y con que Henry quiera

asegurarse de que va a sobrevivir antesde invertir más tiempo en ella? —preguntó Ella con aire inocente.

Sofía le lanzó una mirada y sevolvió hacia mí.

—Considéralo tu presentación ensociedad.

Respiré hondo y procuré hacer casoomiso de lo que había dicho Ella. Henryno permitiría que me ocurriera nada.Sobre todo teniendo en cuenta que yoera su última oportunidad.

—No necesito presentarme ensociedad. La sociedad y yo no nostratamos desde hace años, y nos vaperfectamente a las dos, muchísimasgracias.

—¿Esta vez viene todo el consejo?—preguntó Calíope con nerviosismo.

—Es por Henry —afirmó Ella conuna mueca de fastidio—. ¿De verastienes alguna duda de que quierenconocerla todos?

—¿Qué es el consejo? —pregunté—. ¿Y por qué os da tanto miedo?

—No nos da miedo —respondióElla al sentarse en un sillón, algoapartada—. Es la familia de Henry. Sushermanos, hermanas y sus sobrinos ysobrinas, aunque en realidad no sonparientes consanguíneos. Es más bienque se han adoptado los unos a los a losotros, puesto que comparten al mismocreador y son los seis dioses originales.

En todo caso, así se llaman entre sí, y esuna forma de hacerlo tan buena comootra cualquiera.

—¿Zeus y tal? —preguntó Ava,sentada sobre mi cama—. ¿El de losrayos?

Casi vi cómo empezaba a salir humopor las orejas de Ella.

—¿Estás loca o sencillamente es queeres idiota?

Ava soltó un bufido.—Ninguna de las dos cosas, si no te

importa. Calíope, ¿es el de los rayos?—Sí, ese es —dijo Calíope desde el

sillón en el que se había dejado caer alsaber la noticia—. Es el hermano deHenry.

Me mordí el labio sin saber quédecir. Ya me costaba creer todo aquello.Si además aparecía el rey de los dioses,sería casi imposible que me lo tomaraen serio. Además, no me cabía ningunaduda de que si empezaba a creerme loque estaban diciendo, me desmayaría enel acto, y no me apetecía nada. Demomento, el consejo era solo la familiade Henry. Una familia muy grande eimponente, pero su familia. Lo de losrayos y los truenos podía olvidarlomientras tanto.

—Una nueva norma —dijetragándome el nudo que tenía en lagarganta—. Nadie puede hablar de ellosa menos que yo pregunte. Me estáis

asustando y no lo conseguiré si estoyasustada, así que… dejémoslo. Por lomenos hasta que pase el baile, ¿deacuerdo?

No pareció disgustarles la idea yasintieron, incluso Ava.

—De todos modos, no se nospermite contarte gran cosa —reconocióCalíope.

Fruncí el ceño, pero no insistí. SiHenry no quería contármelo, tendría quedescubrirlo por mis propios medios.

—Una cosa más —dijo Ella—. Eslo último que digo, pero es necesarioque lo sepas. El consejo será quiendecida si superas las pruebas o no. Y sino apruebas, serán ellos quienes decidan

qué hacer contigo después.Empezó a darme vueltas la cabeza y

dije con una vocecilla:—¿Qué hacer conmigo después?

Creía que Henry había dicho que no meacordaría de nada.

Calíope lanzó una mirada asesina aElla.

—¡No te preocupes! —dijo—. Norecordarás nada. Y no te harán daño ninada parecido. Al menos, eso creo —titubeó—. Hasta ahora nadie ha llegadoa ese punto.

Por cómo me miró Ella tuve lasensación de que no me estabandiciendo toda la verdad. Me dio unvuelco el estómago y por un momento

pensé que iba a vomitar. Si no lesgustaba lo tenía crudo, y a nadie leimportaría lo que hicieran conmigo.

9. El baile

—¿Un baile? —la risa cantarina de mimadre se elevó por encima del gentío.

Íbamos paseando por una calle deNueva York repleta de gente que ibacamino de casa, al trabajo o a otrossitios importantes.

—No te conocen en absoluto,¿verdad?

—No tiene gracia —me metí lasmanos en los bolsillos y me quedémirando Central Park, al otro lado de lacalle—. ¿Y si no le gusto a la familia deHenry?

—Supongo que cabe esa posibilidad

—me dio el brazo y me atrajo hacia sí—. Pero lo dudo mucho. ¿Por qué no vasa gustarles?

Puse los ojos en blanco y preferí nodecirle que por lo visto había alguiendentro de la mansión que prefería vermemuerta.

—Tú eres mi madre. Se supone quetienes que decir eso.

—Tienes razón —sonrió—. Peroeso no significa que no lo diga en serio.

Allí cerca un coche tocó el claxoncon impaciencia. El tráfico se movíadespacio y mi madre y yo nos veíamoszarandeadas continuamente mientrasavanzábamos por la acera a nuestroritmo, no al paso vivo de los demás

peatones. Cerré los ojos, levanté lacabeza y respiré profundamente. Olía aNueva York, y aquel olor me recordócuánto echaba de menos la ciudad.Cuánto echaba de menos estar allí conmi madre.

—Henry cree que es un dios.—¿Sí? —levantó una ceja—. Bueno,

resucitó a Ava, ¿no?Antes de que me diera tiempo a

responder, vio un puesto de perritoscalientes. Intenté decirle que no teníahambre, pero no me hizo caso. Dosminutos después volvimos a entrar en elparque con sendos perritos calientes. Elsuyo con todo y el mío solo con ketchup.

—Me contó que había estado casado

con Perséfone —dije de mala gana.Hasta a mí me sonaba a disparate.

—Entonces es Hades —lo dijo contanta naturalidad que la miré conasombro. Por desgracia, se dio cuenta—. ¿Qué ocurre?

—¿De veras le crees? —pregunté.—¿Tú no? ¿Qué más tiene que hacer

para demostrártelo, cariño? —se inclinóy me dio un beso en la frente—. Siemprehas sido más práctica de lo que teconviene.

—Pero… —respiré hondo,intentando centrarme—. Pero ¿por qué?¿Por qué le crees?

Hizo un gesto abarcando todo elparque.

—¿Cómo explicas esto, si no?Tenía razón. Aunque no acabara de

creerme lo de Ava o lo que había hechoHenry, o lo que me había dicho, aquello(estar con mi madre, hablar con ella,tener otra oportunidad) era demasiadoreal para ser un sueño. Demasiadotangible para ser producto de miimaginación.

—Me ha dado más tiempo para estarcontigo —dijo mi madre, abrazándome—. ¿Cómo no voy a creerle después deeso?

Seguimos caminando en silencio,nos acabamos los perritos calientes ytiramos los envoltorios a una papeleracamino del centro del parque. Mi madre

siguió rodeándome los hombros con elbrazo y yo, que no quería soltarla, laenlacé por la cintura.

—Mamá —dije—, tengo miedo.—¿De qué?—De las pruebas —me quedé

mirando el suelo—. Henry dijo que teníaque superarlas todas. ¿Y si no puedo?¿Qué pasará entonces?

—¿Y si las superas? —me frotó laespalda con gesto tranquilizador—. ¿Ysi eres lo que ha estado esperandoHenry todo este tiempo?

Parecía absurdo, pero el modo enque había hablado de la pérdida de suesposa… Ava tenía razón: quizá fueraun dios todopoderoso capaz de resucitar

a los muertos, pero también estaba muysolo. Yo sabía lo que era la soledad, ysi podía hacer algo por impedir que sesintiera así, lo haría.

Tal vez, después de todo, no mehubiera elegido por accidente.

Mi vestido para el baile no solo erafeo: también era incómodo. Ella se saliócon la suya y me embutió, para miespanto, en un corsé. Después se pasócasi media hora tensando las cintas lomás fuerte que pudo. Yo accedí aregañadientes y exhalé cuando tenía quecontener la respiración, pero medescubrió enseguida.

—Puedo esperar hasta que tomesaire —me dijo—. Tendrás que hacerloen algún momento.

—¿Por qué tengo que ponermecorsé? —pregunté—. ¿Es que te moristeen el siglo XVIII o algo así?

Puso mala cara.—Nada de eso. Me gusta cómo

quedan, y disfruto torturándote. Ahora,contén la respiración.

La única a la que no obligó aponerse corsé fue a Ava, que estabaespectacular con un vestido azul a juegocon sus ojos. Mientras íbamos por lospasillos, procuré respirar despacio y tanprofundamente como me lo permitía elcorsé. Podía salir airosa. Solo eran unas

horas, y luego se acabó.—¿Lista? —preguntó Ava,

brincando de puntillas.Estábamos frente a la puerta del

salón de baile, esperando a que nosanunciaran. Calíope y Ella, que yaestaban dentro, se habían pasado latarde dándome instrucciones sobre cómodebía comportarme. «Ponte derecha,saluda a todo el mundo con una sonrisa,sé amable, no digas nada que puedameterte en un lío, no hables del mundode fuera, no le digas a nadie lo queopinas de verdad de todo esto, y bajoningún concepto te comportes connaturalidad». Estaba chupado.

—No creo que tenga elección —

mascullé.Se suponía que tenía que entrar en el

salón en cuanto me anunciaran. Apasitos cortos, me había dicho Calíope,estirando bien las punteras de los pies alcaminar. Cuando le había dicho quenadie podría verme los pies debajo detanto raso y tanto encaje, no me habíahecho caso.

—¿Y si quien mató a las otras chicasintenta matarme a mí también?

—Yo estaré contigo todo el tiempo—dijo Ava—. Y también Henry y elconsejo. Si alguien intenta matarte,primero tendrá que darnos esquinazo atodos. Y, ahora, no te olvides derespirar.

Desmayarme habría sido el modoperfecto de escapar de todo aquello,pero con mi mala pata seguro quecelebraban otro baile en cuanto merecuperara.

Los dos hombres que flanqueaban lapuerta la abrieron para que pasáramos.A mí me latía el corazón tan fuerte queseguramente se oía al otro lado delsalón. Durante un instante no distinguínada en medio de la penumbra del salónde baile, pero enseguida empecé a vercon claridad su interior. Era una salagigantesca, más grande que la cafetería yel gimnasio del instituto de Eden juntos,y la única luz procedía de varias arañasmuy recargadas. Todo el mundo vestía

tan elegantemente como yo, y tuve laclara impresión de que aquello era elacontecimiento social del siglo.

Centenares de ojos estaban fijos enmí.

—Kate —dijo Ava.Debí de tambalearme porque me

agarró por el brazo con más fuerza de laque yo esperaba.

—Respira, Kate.Dentro, fuera, dentro, fuera… ¿Por

qué me resultaba tan difícil?—¡Haz algo, Kate! —siseó Ava—.

Todo el mundo nos está mirando.Ese era el problema.Nunca me había gustado ser el

centro de atención. Una vez, estando en

el colegio, mucho antes de queenfermara mi madre, mis presuntasamigas me habían convencido para quehiciera un número de baile en el festivalescolar. Me puse tan nerviosa que nisiquiera fui capaz de salir al escenariopor mi propio pie, y cuando meempujaron y me vi delante de todaaquella gente vomité allí mismo, enpleno teatro. No fue mi momento másairoso.

Esa vez lo único que me salvó fuetener el estómago vacío. Podía hacerlo,pensé. Un pie delante del otro, no hacíafalta nada más.

—Está bien —dije, y di un pasoadelante.

El silencio que había caído sobrelos invitados se transformó en unmurmullo nervioso, y con cada gesto quehacía sentía la quemazón de sus miradasfijas en mí.

—Señoras y señores —anunció elheraldo—, les presento a la señoritaKatherine Winters.

Los invitados prorrumpieron enaplausos y yo sentí tanta vergüenza quequise morirme. Por lo menos Ava seguíaa mi lado, agarrándome el brazo. Todaslas cosas malas que había pensado deella se evaporaron.

—¡Mira, Kate, los guardias! Míralos—susurró emocionada—. ¿Verdad queestán buenísimos?

Vi por el rabillo del ojo a los doshombres en los que me había fijadodurante el desayuno, el día anterior. Mehabía dicho Ella que me acompañarían atodas partes, pero no había vuelto averlos desde entonces. El moreno mesonreía… no, era a Ava… con unsonrisa coqueta y traviesa, y el rubioestaba tan quieto como antes yobservaba a la multitud con diligencia.

Fue un alivio ver a Henry sobre unatarima, al otro lado del salón. Conaquella luz tenue estaba más guapo quenunca, pero en realidad no fue él lo quemás me llamó la atención.

A su espalda se alzaban catorcetronos. Tronos de verdad, de los del

mundo real. Estaban vacíos, pero notenían por qué estarlo, eso lo entendíenseguida.

El consejo estaba allí.Si Henry tenía razón y lo imposible

era posible, aquellas catorce personasestaban hechas del mismo material quelos mitos, y se suponía que yo debía…¿qué? ¿Acercarme a ellas, estrecharlesla mano y presentarme?

Seguí avanzando, no sé cómo. Antesde que me diera tiempo a asimilar todolo que sucedía a mi alrededor llegamosa la tarima y Calíope me ayudó a subirlos escalones con la excusa de echarmeuna mano con la larga falda del vestido.Cuando estuve arriba se acercó Henry y

me saludó con una inclinación decabeza.

—Kate —su voz tranquilizadora nome calmó lo más mínimo—, estáspreciosa.

—Gra-gracias —tartamudeé altiempo que intentaba hacer unareverencia. No me salió muy bien—.Veo que a ti no te han obligado a llevarvestido.

Se rio.—Aunque me hubieran obligado, no

estaría ni la mitad de guapo que tú.Me tendió la mano y la agarré: no

tuve más remedio si no quería caerme debruces. Me llevó al centro de la tarima,de espaldas al público.

—Mi familia —me dijo señalandovagamente los tronos.

—¿Son invisibles? —pregunté envoz baja.

Sonrió con ironía.—No, están entre nosotros, pero

quieren conservar el anonimato.Asentí con la cabeza e hice una

mueca confiando en que pasara por unasonrisa. Así que después de todo no ibaa conocerlos cara a cara, lo cualresultaba infinitamente más aterrador:significaba que cada persona a la queconociera esa noche era un juez enpotencia. Tal vez no fuera tan mala ideadesmayarme.

Pasé la noche sentada junto a él en

una tarima más baja, viendo cómo sedivertían los demás. Me preocupaba quealguien diera un salto e intentaraestrangularme, y no me atreví a beber nia comer nada de lo que me ofrecieron,pero me sentía segura con Henry a milado. O al menos todo lo segura quepodía sentirme. Estuve callada y procuréno mirar los tronos vacíos. Podíasuperar aquella noche, aunque no lesgustara. Tenía que hacerlo.

Vi a Ava bailar con el guardiamoreno, que parecía divertirse más delo que convenía a un escolta de servicio.Era muy guapo, pero yo tenía lainsidiosa sospecha de que el únicohombre con el que se me permitiría salir

era el que estaba sentado a mi lado, ensilencio. Ahuyenté aquella idea.Habíamos acordado que me quedaríaallí, no que haría algo tan ridículo comocasarme con él, fuera o no reina. Aunquecuanto más lo pensaba, más mepreguntaba si ser su presunta reina noimplicaba también tener que casarmecon él.

—¿Quiénes son todos esos? —pregunté por fin.

Nadie se había acercado a Henry, nia mí, pero de vez en cuando alguien separaba delante de la tarima y saludabacon una reverencia. Me habían dichoque respondiera con una sola inclinaciónde cabeza lo más regia posible, y estaba

tan asustada que de todos modos nopude hacer otra cosa.

—Mis súbditos —contestó Henry—.Algunos han pedido venir para poderconocerte, y otros se han portado bienconmigo en el pasado.

—Ah. ¿Están muertos?—Sí, aunque no en el sentido que tú

le das, evidentemente.Los observé, fascinada, intentando

ver algún indicio de que no estabanvivos. Algunos bailaban de una maneraarcaica, pero aparte de eso no encontréni una sola diferencia con los vivos.

Miré a mi alrededor y posé los ojosen Ava. Por lo menos ella parecíaencantada de estar allí.

—Y uno de ellos me quiere muerta—comenté.

Henry se puso tenso a mi lado, y nonecesité más confirmación que esa.

—No temas —dijo—, conmigo estása salvo.

—¿Sabes quién es? —pregunté, ynegó con la cabeza—. ¿Qué hay de lapersona que tendría que sucederte si nopaso las pruebas? ¿Podría ser él o ella?

Hizo una mueca.—Creo que no —contestó, y no dijo

más.Era casi medianoche cuando se

levantó y todo el mundo guardó silencio.El trasero me estaba matando y aunquehacía horas que no daba ni un paso me

dolían los pies por culpa de los taconesque Calíope me había obligado aponerme. Estaba deseando que seacabara aquello, pero en lugar deconducirme fuera del salón Henry seencaminó hacia el escenario. Metemblaron las piernas y fue un milagroque consiguiera sostenerme en pie.

—Es fácil —dijo en voz baja—,solo tienes que decir «sí» y aceptar lassemillas.

Subí tras él las escaleras,desconcertada, y estuve a punto de caerde bruces cuando llegamos arriba. Porsuerte me agarró y conseguí mantener elequilibrio mientras él hablaba.

—Katherine Winters —dijo con una

voz retumbante que me hizo dar unrespingo—. ¿Accedes a permanecer enEden Manor durante el otoño y elinvierno, a someterte a las pruebas delos miembros del consejo y, en caso deque las superes, a ser la reina delInframundo?

Se había hecho el silencio en elsalón de baile. Nada de presión, qué va.

—Sí.En su mano apareció un platillo con

seis semillas colocadas cuidadosamenteen el centro. Tomé la primera entre losdedos y miré a Henry. Inclinó la cabezapara darme ánimos y yo me metí lasemilla en la boca y procuré no ponercara de asco. Odiaba las semillas, por

eso nunca comía sandía. Por desgracia,las semillas mitológicas no sabíanmucho mejor.

Me las tragué a toda prisa,intentando ignorar la sensación viscosaque noté cuando se deslizaron por migarganta. Me dieron ganas de vomitar,pero conseguí mantener la boca cerrada.Cuando me tragué la sexta, los invitadosprorrumpieron en vítores, pero eso nofue nada comparado con cómo memiraba Henry. Tenía una expresiónextrañamente tierna. No entendí por qué,pero tuve la impresión de que aquellosignificaba para él mucho más de lo queyo creía.

Entonces, por fin, me sacaron de

aquel apuro. Calíope y Ella aparecierona mi lado y me ayudaron a bajar lasescaleras antes de que me diera cuentade lo que ocurría. El gentío se abriópara dejarnos pasar y entre el muro dehombros y pechos se alargaron manospara tocar mi pelo, mi vestido…Algunos incluso lograron tocarme lacara. Al final mis guardias se reunieroncon nosotras y me protegieron de ellos.Fue humillante.

—¡Ay, Kate, es tan mono! —exclamó Ava mientras volvíamos a mihabitación con Calíope y Ella—. Me hadicho que se llama Xander, y además deestar como un tren es listo y divertido, ytan mono…

—Eso ya lo has dicho —contesté,pero siguió como si no hubiera dichonada.

—Y me ha dicho que va aenseñarme algunos trucos de magia.Bueno, ya sé que la magia es un poco depardillos, pero también mola, ¿verdad?Aunque sea un poco ridículo.

Siguió parloteando tanto tiempo quecuando llegamos a mi habitación hastaCalíope parecía un poco harta. Porsuerte Ella, que cada vez me caía mejor,acudió en mi auxilio.

—Kate necesita dormir —dijo,cortándole el paso a mi habitación—. Laverás mañana.

Ava entornó los ojos y presentí que

iba a haber pelea.—¿Quién lo dice?—Yo —contestó Ella irguiéndose en

toda su altura, y le sacaba por lo menosun palmo—. Tiene cosas másimportantes de las que preocuparse queescucharte parlotear sin ton ni son sobreXander. Y Xander también tiene cosasmás importantes que hacer que aguzar eloído —añadió alzando la voz un pocomás de lo estrictamente necesario.

Su voz resonó en el pasillo. Oí untosido avergonzado a lo lejos y me lasarreglé para disimular una sonrisa.

—Lo siento, Ava —dije, divididaentre mi deseo de ser buena amiga y minecesidad de que dejara de dolerme la

cabeza—. Hablamos mañana, ¿vale?Estoy cansadísima.

Miró a Ella con enfado.—Como quieras.Se fue hecha una furia y Ella y

Calíope se volvieron hacia mí,expectantes. Suspiré.

—Vosotras dos también, chicas.Puedo desvestirme sola, os lo prometo.Hace años que aprendí.

Ella resopló.—Buena suerte con el corsé —dijo,

y se marchó sin decir nada más.Calíope se ofreció a quedarse para

ayudarme, pero también le dije que sefuera. En el peor de los casos, le meteríala tijera al dichoso corsé. Quizás así

Ella dejara de intentar embutirme enaquellas cosas.

Aliviada por estar sola al fin, cerréla puerta y eché la llave. Lancé miszapatos a un rincón y me desabroché elvestido, ansiosa por respirar otra vez amis anchas. Sintiéndome como siestuviera a punto de desmayarme, retiréla cortina del dosel y sofoqué un grito.

Había alguien en mi cama.

10. La primeraprueba

Me quedé sin habla. Tendido de lado enla enorme cama estaba Henry, vestidocon una bata de seda y unos pantalonesde pijama. Sostenía en la mano unagruesa novela y, en lugar de saludarme ode disculparse, me miró como si lehubiera interrumpido en medio de unpasaje apasionante.

—¿Qué…? ¡Esta es mi cama! —como todavía llevaba puesto el corsé,me costó recuperar el aliento—. ¿Quéhaces tú aquí?

—Estoy leyendo —contestó,sentándose—. ¿Quieres que te ayude coneso?

Me di cuenta entonces de que estabacasi arañando mi vestido, intentandoliberar a mis pulmones de su prisión.Henry no me dio ocasión de responder:se acercó a mí en un segundo y desatólos lazos con rapidez.

—Ya está —dijo cuando acabó y yopor fin puede respirar hondo—. Todoarreglado.

—Necesito… Tengo que cambiarme—dije tontamente mientras me agarrabael vestido por delante.

—No voy a mirar.Se tumbó en mi cama y volvió a

abrir el libro como si no pensaramarcharse de allí en un buen rato. Crucéla habitación dando traspiés, hasta elrincón donde estaba el biombo. Escogíel pijama más oscuro que encontré y mecambié rápidamente, sin hacer caso delrasgón que oí cuando tiré del vestidopara sacármelo por encima de lascaderas.

Salí menos de un minuto despuésenvuelta en una gruesa bata. Aquello erauna locura. ¿De veras creía Henry queiba a dormir allí? Eso no formaba partedel trato. Si quería quedarse en aquellacama, yo me buscaría otra. Dormiría enel suelo si hacía falta. En todo caso, nopensaba quedarme allí con él.

—¿Qué haces aquí? En serio, quierodecir —le pregunté mientras meacercaba a la cama con cautela—. Y nome digas que estás leyendo, eso ya lo sé.Lo veo, y… —me detuve—. ¿A qué hasvenido?

Dejó marcada la página del libro yme miró. Su mirada seguía siendo tanturbadora como el día anterior en eljardín, solo que esa vez yo estaba tancansada y molesta que no me importó.

—He venido porque el consejo hadecidido que debo pasar tiempo contigocada noche. Tanto tiempo como túpermitas. Si deseas que me vaya, loharé. De lo contrario, si no me lo pides,me quedaré.

Me quedé mirándolo con un nudo enel estómago.

—¿A pasar la noche? ¿Toda lanoche?

Levantó una ceja.—Estoy seguro de que esta noche me

pedirás que me vaya mucho antes de queeso sea posible.

—¿Y las demás noches? —preguntécon voz chillona—. ¿Vas a…? ¿Sesupone que tengo que… que tenemos quehacer… eso?

Yo no lo había hecho con nadie. Nohabía tenido tiempo de salir con chicosmientras mi madre había estado enferma,y mucho menos de llegar a aquello, y nopensaba empezar ahora. Si creía que

porque me había hecho comer un puñadode semillas podía controlarme, estabamuy equivocado.

Se rio y yo me sonrojé. Lo menosque podía hacer era no tratarme como sifuera idiota.

—No, eso no es necesario, ni lo seránunca.

Tuve que hacer un esfuerzo para nosuspirar de alivio. Era superatractivo,pero por guapo que fuese no me haríatransigir con eso.

—Entonces, ¿para qué estás aquí?—Porque deseo conocerte mejor —

me miró fijamente—. Me intrigas y, siconsigues superar las pruebas que teponga el consejo, algún día serás mi

esposa.Abrí la boca y volví a cerrarla,

intentando decir algo.—Pero… has dicho que no tendría

que casarme contigo.—No —contestó con paciencia—.

Lo que dije fue que no te estabaproponiendo matrimonio. Y no te loestoy proponiendo todavía. No hacefalta que lo haga a menos que pases laspruebas. Si lo haces, entonces sí, serásmi esposa seis meses al año.

Me removí, nerviosa.—¿Y si no quiero ser tu esposa?Se quedó quieto y su sonrisa

desapareció.—Entonces te será bastante fácil

fracasar en las pruebas a propósito.Su frío tono de voz hizo que me

sintiera culpable de inmediato.—Lo siento, no quería…—No te disculpes —su voz siguió

sonando desprovista de emoción, y yome sentí aún peor—. Es decisión tuya.Si en algún momento te pido demasiado,puedes marcharte.

Y entonces mi madre moriría.Cerré los puños con tanta fuerza que

me clavé las uñas en las palmas y tardéun momento en dar con algo que decir.Podía ofrecerle una tregua, aunque solofuera eso. Tal vez si fingía que cabía laposibilidad de que me casara con él, noparecería tan desanimado.

—¿Y luego qué? —pregunté—. Sinos… si nos casamos… ¿tendré que…?Ya sabes.

—No —pareció ablandarse un pococuando volvió a mirarme.

Yo estaba convencida de que meveía claramente las intenciones.

—Serás mi esposa solonominalmente, y ni siquiera te pediríaeso si no fuera necesario para que elInframundo te reconozca como sugobernante del mismo modo quereconoció a Perséfone. No espero queme ames, Kate. No me atrevo a abrigarla esperanza de que me veas como otracosa que como un amigo, y sé que hastaeso debo ganármelo. Entiendo que este

no es tu ideal de vida, y no quieroponerte las cosas más difíciles de lo queya son. Mi único deseo es ayudarte asuperar las pruebas.

Y también impedir que alguien mematara. Me senté con cautela al borde dela cama. Seguíamos estando lo bastanteseparados como para que me sintierasegura, pero aun así el aire parecíachisporrotear entre nosotros.

—¿Qué hay del amor? ¿No…? Yasabes, ¿no quieres tener pareja?¿Familia y esas cosas?

—Ya tengo familia —repuso, peroantes de que yo pudiera explicarmeañadió—: Si te refieres a hijos, larespuesta es no. Nunca he creído que

eso formara parte de mi futuro.—Pero ¿es lo que deseas?Esbozó una sonrisa.—Llevo mucho tiempo solo. Sería

una tontería esperar otra cosa delporvenir.

A pesar de que parecía solo unosaños mayor que yo, me resultabainimaginable lo viejo que tenía queser… y en realidad no sabía si queríasaberlo.

Pero ¿cómo podía alguien vivir tantotiempo y estar solo? Yo a duras penashabía podido soportar las pocas nochesque había pasado en casa sin mi madre.Si eso se multiplicaba por unaeternidad… No alcanzaba a entenderlo.

—Henry…—¿Sí?—¿Qué pasará contigo si no

apruebo?Se quedó callado un rato mientras

deslizaba ociosamente los dedos por laseda de su bata.

—Que me desvaneceré —contestócon calma—. Otro se hará cargo de mireino, de modo que no habrá razón paraque siga existiendo.

—Entonces, morirás —comprendíde pronto la gravedad de la situación ydesvié los ojos, incapaz de mirarlo. Noera solo la vida de mi madre la quedependía de que pasara aquellaspruebas.

—Me desvaneceré —puntualizó—.Los vivos mueren y sus almaspermanecen en el Inframundo para todala eternidad. Mis congéneres, encambio, no tienen alma. Dejamos deexistir por completo, sin que quede unsolo jirón de nuestra existencia previa.No se puede morir si nunca se ha estadovivo.

Cerré la mano sobre la colcha.Entonces, era aún peor que morir.

—¿Quién?Me miró con desconcierto.—¿Quién qué?—¿Quién te sucederá si renuncias?—Ah —sonrió con tristeza—. Mi

sobrino.

—¿Quién es? ¿Cómo se llama?¿Forma parte del consejo?

—Sí, así es —contestó—, pero metemo que no puedo decirte su nombre.

—¿Por qué? —allí no parecía habernadie dispuesto a confiar en mí, yaunque podía entender que Calíope nome lo contara todo, Henry estaba alcorriente de lo que sucedía. Debíadecírmelo.

Carraspeó y al menos tuvo ladecencia de mirarme a los ojos.

—Porque temo que te disgustes y yaeres suficientemente desgraciada. Noquiero empeorar las cosas.

Me quedé callada intentando deducirquién podía ser para que pudiera

llevarme un disgusto si me enteraba. Nose me ocurrió nadie.

—No entiendo.—Ya lo entenderás.Me sentí incapaz de decir nada y

pareció notarlo, porque en lugar demirarme con expectación volvió a fijarla mirada en su libro.

Estuve observándolo en busca dealgún indicio de que no era humano. Susfacciones eran demasiado simétricaspara ser normales, en su piel tersa no seadivinaba ni un asomo de barba, elcabello, abundante y negro como elazabache, le llegaba hasta los hombros,y el inquietante color de sus ojos… Eransus ojos los que lo delataban, aquellas

balsas de plata que parecían enconstante movimiento.

Casi relucían en la penumbra.Solo cuando se aclaró la garganta

me di cuenta de que estaba mirándolofijamente. Seguía enfadada porque noquisiera decirme la verdad, pero detodos modos quería romper la tensión,así que dije lo primero que se me pasópor la cabeza:

—¿Qué haces durante el día?Cuando no estás aquí, quiero decir. ¿Oestás siempre aquí?

—No, no siempre —deslizó denuevo un marcapáginas dentro del libroy lo dejó a un lado—. Mis hermanos yhermanas y yo tenemos

responsabilidades que atender. Yogobierno sobre los muertos, así que pasola mayor parte del tiempo en elInframundo, supervisando decisiones yasegurándome de que todo marcha comodebe. Es mucho más complicado queeso, claro, pero si pasas las pruebas yaaprenderás con todo detalle este oficio.

—Ah —me mordí el labio—. ¿Ycómo es el Inframundo?

—Todo a su debido tiempo —contestó, y puso un instante su manosobre la mía. Su palma era cálida, y tuveque hacer un esfuerzo para noestremecerme al sentir su contacto—. ¿Ytú? ¿A qué te gusta dedicar tu tiempo?

Me encogí de hombros.

—Me gusta leer. Y dibujar, aunqueno se me da muy bien. A mi madre y amí nos gustaba trabajar en el jardín, yella me enseñó a jugar a las cartas —lomiré—. ¿Tú sabes jugar?

—Conozco un par de juegos, pero nosé si siguen estando de moda.

—Quizá podríamos jugar alguna vez—propuse—. Si vas a venir todas lasnoches, quiero decir.

Asintió.—Estaría bien.Nos quedamos callados otra vez. Él

parecía a gusto tumbado en la cama,como si hubiera vivido aquella situacióncien veces antes.

Y así era, que yo supiera, aunque no

quería pensar en eso. Yo no era laprimera, pero sería la última.Rechazarle no nos favorecería a ningunode los dos (se me aceleró el corazón alpensarlo) y ya que tenía que pasar allíseis meses, no me apetecía ver su ladomalo. Pero de todos modos, estabaagotada.

Me debatí unos segundos, oscilandoentre lo que me parecía lo correcto y loque deseaba. Debería haber hablado conél, haberle hecho más preguntas paraconocerlo mejor, pero lo único que meapetecía era dormir y no podría hacerlosi se quedaba, aunque no hiciera ningúnruido. Dijera lo que dijese sobre susexpectativas, mi inquietud no se

disiparía de la noche a la mañana.—Henry —dije en voz baja.Estaba otra vez leyendo, pero

enseguida me miró.—Por favor, no te lo tomes a mal,

pero estoy cansadísima.Se levantó con el libro en las manos.

Pero no pareció enfadado, ni dolido. Suexpresión era tan neutra como decostumbre.

—Ha sido un día muy largo para losdos.

—Gracias —le lancé una sonrisaagradecida con la esperanza de que nome guardara rencor.

—No hay de qué —se acercó a lapuerta—. Buenas noches, Kate.

La nota de cariño que advertí en suvoz hizo que me pusiera colorada.

—Buenas noches —contesté,confiando en que no viera mi rubordesde el otro lado de la habitación.

—Así que te gusta —no era unapregunta, y miré enfadada a mi madre,que sonreía sentada en un banco, a milado, mientras veíamos pasar a loscorredores y a la gente que paseaba asus perros.

—Yo no he dicho eso —respondí,hundiéndome en el banco.

A mi lado, mi madre se sentaba muyerguida, como si estuviéramos cenando

con la realeza y no en Central Park,pasando la mañana.

—Es solo que… no quiero quemuera, nada más. No quiero que mueranadie más por mi culpa.

—Nadie ha muerto por tu culpa —contestó, y pasó los dedos por mi pelo,apartándomelo de los ojos—. Aunque noapruebes, no será culpa tuya. Mientraslo hagas lo mejor que puedas, todo irábien.

—Pero ¿cómo voy a hacerlo lomejor que pueda si ni siquiera sé cuálesson las pruebas? —metí las manos entrelas rodillas—. ¿Cómo voy a hacerlo?

Me pasó el brazo por los hombros.—Todo el mundo confía en ti menos

tú, Kate —dijo con ternura—. Quizádebas tenerlo en cuenta.

Aunque confiaran en mí, eso nopresuponía que tuvieran razón o quefuera a pasar las pruebas. Solosignificaba que además tenía quepreocuparme de no decepcionarles. O,en el caso de Henry, de no obligarle auna jubilación forzosa de su existenciaen general.

—Pero te gusta, ¿a que sí? —preguntó mi madre pasados unosminutos.

Estiré el cuello para mirarla y mesorprendió ver una expresiónpreocupada en su cara.

—Es simpático —dije

precavidamente mientras me preguntabaadónde quería ir a parar—. Creo quepodríamos ser amigos.

—¿Te parece mono?Puse cara de fastidio.—Es un dios, mamá. Claro que es

mono.Una sonrisa irónica se extendió por

su cara.—Ya era hora, por fin admites que

es un dios.Me encogí de hombros y aparté la

mirada.—Sería difícil negarlo a estas

alturas. Pero es amable, así que supongoque, mientras no intente convertirme enun montón de ceniza, podré

acostumbrarme a ello.—Bien —me abrazó y me dio un

beso en la sien—. Me alegro de que teguste. Puede que sea muy bueno para ti,y no debes estar sola.

Suspiré para mis adentros, pero nome molesté en sacarla de su error. Si erafeliz pensando que me gustaba Henry,mejor así. Se merecía un poco defelicidad antes de llevarse unadesilusión.

Esperaba que los días en EdenManor se me hicieran eternos, perosucedió al contrario: la rutina hizo quepasaran a toda velocidad. Calíope y Ella

me ayudaban a arreglarme por lamañana, y Ava se sentaba siempre alborde de mi cama y hablabaanimadamente sobre su nueva conquista.Después de salir un par de semanas conXander, el guardia, había pasado página.

—Se llama Theo —dijo, tanemocionada que apenas podía estarsequieta—. Está buenísimo, es muy alto ymuy listo, y dice que tengo los ojos másbonitos que ha visto nunca.

Vi por el espejo que el semblante deElla se endurecía.

—Apártate de él —le espetó.Intenté volverme para verlas a las

dos, pero Calíope, que todavía no habíaacabado de peinarme, me obligó a

permanecer en la misma postura.—¿Por qué? —preguntó Ava

altivamente—. ¿Es que es tu novio?Ella entornó los párpados.—Es mi hermano gemelo.Suspiré.Si iba a tener que soportar aquello

cinco meses más, acabaría por haceralgo drástico.

—¿Y qué? —Ava cruzó los brazos—. Le gusto y él a mí. Yo no veo elproblema.

Yo no me explicaba cómo era capazde mirar a la cara a Ella y noacobardarse, pero Ava sería Ava pormás que Ella la fulminara con la mirada.

—Si le haces daño, te daré caza y

volveré a matarte, y esta vez measeguraré de que no puedas volver alparaíso —dijo Ella en tono amenazador.

Abrí la boca para decirle lo queocurriría si lo intentaba siquiera, peroAva se me adelantó.

—¿Y si es él quien me hace daño amí?

—Entonces seguro que habrás hechoalgo para merecértelo.

A partir de ese día, apenassoportaron estar juntas en la mismahabitación, y no pude reprochárselo.

Yo me fui acostumbrando poco apoco a mi nuevo entorno y comprendíque Henry tenía razón: cuando aceptépor fin que aquello no era una broma de

mal gusto, todo se volvió mucho másfácil y dejé de agotarme intentando darsentido a lo incomprensible.

Siguió sin gustarme la idea de tenerescolta o de que Calíope tuviera queprobar mi comida (a pesar de que Ellaintentó con denuedo que Ava se hicieracargo de esa tarea). Fingí que estabaatrapada en el siglo XVIII, y eso meayudó a asimilar todo lo que sucedía ami alrededor, con la sola excepción demi extraña relación con Henry.

Con el paso de las semanas la nochese convirtió rápidamente en mi partefavorita del día, debido en parte a que aesas horas no tenía que oír las pullasque Ava y Ella se lanzaban

constantemente. Henry y yo hablábamosde lo que había hecho ese día. Encambio, nunca hablábamos de lo quehabía hecho él, y aunque Henry intentabadistraerme, yo nunca dejaba de notarlo.

Le enseñé a jugar a mis juegos decartas preferidos y pareció gustarleaprender. Me preguntaba educadamentey nunca interrumpía mis largas yfarragosas respuestas. A veces yotambién reunía valor para preguntarlealgo, pero contestaba con vaguedades, sillegaba a contestar. Seguía negándose adecirme cuáles eran las pruebas, peroparecía deseoso de que me sintiera lomás a gusto posible.

En mi rutina cotidiana todo estaba

cronometrado. Media hora para eldesayuno, que siempre se componía demis platos favoritos. Como noengordaba, tenía la excusa perfecta paracomer cuanto quería. Después deldesayuno, tenía cinco horas de clasedurante las cuales estudiaba Mitología,Arte, Teología, Astronomía y todoaquello que Irene consideraba necesarioque aprendiera. Tampoco podíaquedarme pensando en las musarañas,dado que era su única alumna, y ellajamás se compadecía de mí: leimportaba muy poco que me interesara ono lo que estaba aprendiendo. Aun así,el Álgebra no entraba en el programa yeso, al menos, era un consuelo.

Pasamos un montón de tiempohablando de los Olímpicos, los diosesgriegos que regían el universo y podíandecidir mi suerte.

—La mayoría de la gente cree quesolo eran doce —me dijo Irene—, perosi analizas la historia con atención tedarás cuenta de que son catorce.

Enseguida comprendí lo quesignificaba aquella cifra: catorce diosesolímpicos, catorce tronos. Serían ellosquienes decidirían mi destino, así quepresté especial atención a aquellaslecciones, como si el hecho de aprendertodo lo que podía sobre ellos pudieradarme alguna ventaja.

Aprendí acerca de Zeus, de Hera y

sus hijos, sobre los hijos que tuvo Zeuscon otras mujeres, así como sobreAtenea, que brotó ya completamentecrecida de su cabeza. Y también acercade Deméter y su hija, Perséfone, y elpapel que desempeñaba Hades.

Mi madre tenía razón: Henry eraHades, y resultaba muy extraño estudiarla Mitología sabiendo que para aquellaspersonas era simple historia. Que, alparecer, Henry había hecho de verdadtodas esas cosas. Pero cuanto másaprendía, más fácil me resultabaaceptarlo, y en cuanto Irene estuvosegura de que sabía todo lo que podíasaber sobre los miembros del consejo,pasamos a otros mitos. Pero los

Olímpicos también aparecíanconstantemente en esas historias, lo cualno contribuyó en absoluto a calmar minerviosismo.

Por las tardes se me permitía hacerlo que me apeteciera. A veces mequedaba en la mansión y me ponía aleer, o pasaba un rato con Ava, y aveces salía a explorar. Más allá dellindero del magnífico jardín había unbosque que crecía salvaje y que seextendía hasta los confines de la finca,ocultando el río. Como no queríaacercarme al agua, procuraba tenersiempre la mansión a la vista. Todavíame duraba el susto que me había dadoaquel día, en el río.

A finales de octubre me encontré conPhillip, el jefe de los establos. Era unhombre torvo y de pocas palabras, conuna cabellera agreste que le hacíaparecer aún más temible, pero parecíasentir pasión por sus caballos.

—Los caballos tienen tantapersonalidad como las personas —medijo hoscamente cuando me enseñó a losquince caballos que había en losestablos—. Si no conectas con ninguno,no intentes forzarlo. Es como forzar unaamistad: es absurdo y violento, y los dosos sentiréis desgraciados. Mientras lorecuerdes, no pasará nada.

Sus caballos eran potentes yveloces, y con mi mala pata seguro que

me habría caído y me habría roto algo,así que aunque me encantaba cuidar deellos, nunca le pedí que me dejaramontar uno.

Al principio no me dejó que meacercara a ellos con el cepillo, pero nome lo tomé demasiado a mal. Phillip nodejaba que nadie se acercara a suscaballos, y a mí al menos me permitíaentrar en los establos a verlos, cosa quea Ava le estaba vedada. Al tercerintento, sin embargo, me dio permiso aregañadientes para que ayudara acuidarlos, con tal de que él estuvierapresente. Sospeché que Henry tenía algoque ver con su cambio de opinión, perono pregunté. Pasé así las tardes del resto

del otoño, y aunque el tiempo fuehaciéndose más y más frío, en losestablos siempre hacía calor.

Con el transcurso de las semanas fuisintiéndome cada vez más a gusto en minuevo hogar. Los sirvientes dejaron demirarme pasmados cuando pasaba ypoco a poco se acostumbraron a mipresencia y yo a la suya. Vivía en unambiente casi de placidez: pasaba lasmañanas con Irene, las tardes conPhillip y Ava y las veladas con Henry.

Y las noches… Yo vivía paraaquellas noches, cuando podía contarlea mi madre todo lo que ocurría y ellaestaba allí para escucharme. Más alládel seto se estaba muriendo, pero dentro

de mis sueños seguía estando llena devida, y yo quería que siguiera así todo eltiempo posible. Sabía que no podíaescapar a la sombría realidad que meaguardaba cuando todo aquello acabara,pero de momento podía fingir que viviren Eden Manor equivalía a estar a salvode la realidad.

A mediados de noviembre, Ireneanunció que la primera prueba sería ellunes siguiente. Cuando salí del aula,estaba casi enferma de preocupación, ydebía de notárseme.

—¿Kate? —dijo Calíope,preocupada, cuando cerré la puerta a miespalda.

—Hay una prueba —dije,

temblorosa—, el lunes.No pareció muy preocupada.—¿Es que nunca has hecho un

examen?Sacudí la cabeza. Ella no lo

entendía.—Una prueba —repetí—. De las

que van a decidir mi destino. Sisuspendo…

Abrió los ojos de par en par.—Ah, esa clase de prueba.—Sí —eché a andar hacia mi

dormitorio. No me apetecía comer.Había perdido el apetito.

—Eh, Kate… El comedor está poraquí. Han hecho pollo frito para ti.

La oí trotar para alcanzarme, pero no

aflojé el paso.—Tengo que estudiar.Si suspendía, todo lo que había

hecho hasta ese momento no serviría denada. Mi madre moriría, Henry perderíasu puesto como gobernante y Ava habríamuerto para nada. No pensabapermitirlo.

Pasé los dos días siguientes taninmersa en la Mitología griega (o en laHistoria griega, como la llamaban allí, eIrene siempre me dejaba claro quéhistorias eran solo leyendas) que hastaHenry me dejó en paz por las noches. Enlugar de ir al comedor, me llevaban la

comida a la habitación, pero comía tandeprisa que no saboreaba nada. Dormíaexactamente ocho horas, ni un minutomás, pero hasta cuando dormía mi madreme preguntaba la lección.

Me aprendí de memoria los dieztrabajos de Hércules, los nombres de lasnueve Musas y las plagas que sedesataron cuando Pandora abrió su caja,pero todavía quedaban cientos dehistorias más. El rey Midas, queconvertía en oro todo lo que tocaba,hasta a su hija; Prometeo, que les robóel fuego a los dioses para entregárselo alos humanos y fue castigado por ello;Ícaro, que escapó volando de su prisióny se elevó tan alto que el sol derritió la

cera de sus alas. Los celos de Hera, labelleza de Afrodita, la furia de Ares…Aquello no tenía fin, y yo estaba tanabsorta en aquel mundo que empecé amezclarlo todo. Pero tenía que aprobar.

—Te estás haciendo daño.Me sobresalté al oír la voz de Henry

a mi espalda. Era domingo por la noche,quedaban menos de doce horas para quehiciera el examen y aún tenía querepasar unos cuantos capítuloscomplicados. Si no aprovechaba hasta elúltimo minuto (y me saltaba el desayunoal día siguiente), no lo conseguiría.

—Estoy bien —mascullé mirándolosolo un momento antes de volver aclavar los ojos en el enorme libro que

me había dado Irene.Estaba intentando leer sobre el

Minotauro, pero las palabras se meemborronaban delante de los ojos y tuveque entornar los párpados para fijar lavista. Me dolía la cabeza y tenía elestómago revuelto, pero debía seguir.

—Si no te conociera, podría tomartepor una muerta —me dijo Henry al oído.

Cerré los ojos y no me atreví amoverme, estando él tan cerca. Sentí elcalor que se desprendía de su cuerpo,mucho más cálido que el aire fresco demi habitación, y el deseo de acercarme aél me embargó por completo. Meestremecí. Normalmente, cuando noestaba tan cansada, era capaz de ignorar

aquella sensación. Estaba allí por mimadre, no por Henry.

Pero en lugar de sentir el contacto deHenry, oí un ruido de páginas. Cuandomiré, el libro estaba cerrado y puesto aun lado de la mesa y Henry se habíasentado enfrente de mí.

—Lo que no sepas ya, no te darátiempo a aprenderlo antes de la prueba—dijo con voz suave—. Necesitasdormir.

—No puedo —contesté, abrumada—. Tengo que aprobar.

—Aprobarás, te lo aseguro.Me hundí en mi asiento.—¿Qué pasa, es que ahora también

eres adivino? Eso no puedes

asegurármelo. Puedo fracasar tanestrepitosamente que quizá vayan abuscarme en pleno examen para sacarmede aquí. Quizá no vuelvas a verme.

Se rio, y yo resoplé indignada.—Nunca había visto a nadie estudiar

tanto para un examen como hasestudiado tú este fin de semana. Si tú noapruebas, los demás no tenemos nadaque hacer.

Justo antes de que le dijera que solíatener muy mala suerte, se abrió la puertade mi habitación y entró Ava seguida decerca por Calíope y por un hombre alque no reconocí.

—¡Kate! —exclamó Avaprecipitándose hacia mí.

Lancé una mirada de disculpa aHenry, pero no parecía molesto. Estabamirando al hombre, que llevabauniforme negro y miraba fijamente elsuelo como si hubiera preferido estar encualquier parte menos allí.

—Ava, se supone que estoyestudiando —contesté, pero no me hizocaso.

—Venga, llevas todo el fin desemana estudiando. En algún momentotendrás que salir a jugar —hizo unmohín sacando el labio inferior—. Estántodos en el jardín, divirtiéndose. Haymúsica y se puede nadar y hacer todaclase de cosas. Todavía tengo queenseñarte a nadar, ya sabes.

La idea de verme obligada a nadarbastó para desanimarme del todo.Además, no sabía si sería capaz debajar, y menos aún de divertirme. Erauna fiesta, así que era casi seguro queno.

—Estoy muy cansada, de verdad —dije, mirándola a ella y a Calíope, quese había quedado en la puerta y estabamirando a Henry.

—¿Y qué? Luego puedes dormir —repuso Ava—. Eres muy lista, seguroque apruebas. Además, tienes queconocer a Theo…

—¿Todavía no os conocéis? —Henry pareció sorprendido.

Se levantó e hizo una seña para que

se acercara el hombre que se habíaquedado atrás. Theo se movíaairosamente y tenía pinta de tomarsemuy en serio a sí mismo.

—Kate, este es Theo, el jefe de miguardia. Su labor consiste en vigilarcuanto sucede en la mansión. Theo, estaes Kate Winters.

—Un placer —dijo inclinando lacabeza.

Le dediqué una sonrisa cansada y letendí la mano. Me la estrechó concuidado, como si temiera rompérmela.Su palma era más tersa que la mía.

—Yo también me alegro deconocerte —dije—. Ava habla muchode ti.

—No es cierto —protestó ella. Miróa Theo y arrugó el ceño—. No es cierto.

—Claro que sí —dije, y Theosonrió.

No vi ningún parecido entre Ella yél.

—Venga, vamos —dijo Ava,malhumorada, tirándole del brazo.

Como noté que había herido suorgullo, cuando me miró al salir meencogí de hombros con aire de disculpa.

—Iré a la próxima, te lo prometo.—Como quieras —contestó, y se

llevó a Theo a rastras.Él consiguió hacer una rápida

reverencia mirando a Henry antes desalir, y me quedé a solas con Henry y

Calíope, que seguía en la puerta.—Bueno, entonces hasta mañana,

supongo —dijo con las mejillas muycoloradas.

—Hasta mañana —dije con unasonrisa forzada que no convenció anadie. Hasta yo notaba lo nerviosa quesonaba mi voz.

Cuando Calíope salió y cerró lapuerta, Henry se levantó y se acercó algran ventanal del otro lado de lahabitación. Miró la noche negra como lapez y me hizo señas para que meacercara.

—No puedo, Henry —dije con unsuspiro—. Tengo que estudiar.

—Le diré a Irene que no te pregunte

las cien últimas páginas —dijo Henry—. Ahora ven a sentarte conmigo, porfavor.

—No creo que Irene esté de acuerdo—mascullé, pero hice lo que me pedía.

Arrastré los pies por la alfombra.Me pesaba mucho la cabeza, pero dealgún modo conseguí cruzar lahabitación sin desmayarme. Una vez allí,me rodeó con el brazo y sentí que merecorría otro delicioso escalofrío. Era elcontacto más íntimo que había tenidocon él desde mi llegada, y me resultómuy fácil apoyarme contra él y dejar quesostuviera mi peso.

—Mira arriba —dijo,estrechándome los hombros cuando me

recliné contra su cuerpo.Levanté la cabeza hacia el techo,

pero la habitación solo estaba iluminadapor la luz de las velas, y no vi nada en lapenumbra. Henry se rio.

—No. El cielo. Mira las estrellas.Me sonrojé, avergonzada, y fijé la

vista en el cielo negro del otro lado dela ventana. Solo distinguí minúsculosalfileres de luz.

—Son preciosas.—Sí —dijo—. ¿Sabías que se

mueven?—¿Las estrellas? Claro —¿aquello

también formaba parte de la lección?—.Se ven distintas estrellas según la épocadel año.

Hizo que nos sentáramos los dos enel banco, tan cerca que casi me sentéencima de él. Pero tenerlo tan cerca eramucho más agradable de lo que yoestaba dispuesta a admitir. Todavía noestaba dispuesta a darme por vencida.

—No me refiero a las estaciones —dijo—, sino a los milenios. ¿Ves esaestrella de ahí?

Señaló hacia arriba y vi a duraspenas hacia donde señalaba.

—Sí —contesté, aunque no sabía dequé estrella estaba hablando.

Si se dio cuenta de que mentía,decidió pasarlo por alto.

—Cuando conocí a Perséfone, esaestrella no pertenecía a esa

constelación.—¿En serio? —a mi cabeza

atiborrada de datos le costó asimilaraquella información, y mucho más lo queentrañaba—. No sabía que eso podíapasar.

—Todo cambia con el tiempo —añadió, y sentí su aliento cálido en mioreja—. Solo hay que tener paciencia.

Sí, pensé, todo cambiaba con eltiempo. Ese era el problema, ¿no?

Pero si lo que intentaba Henry eraque me olvidara de la prueba, loconsiguió. Esa noche, en lugar de hablarde ninfas y héroes, mi madre y yopaseamos sin rumbo por Central Park,visitamos el zoo y dimos vueltas y más

vueltas en el carrusel hasta que nosmareamos las dos de tanto reírnos.Dormí a pierna suelta y me desperté conuna sonrisa.

A la mañana siguiente estabademasiado nerviosa para probarbocado, pero Calíope me hizo tragarmeun trozo de tostada untada conmermelada de fresa, y hasta eso estuve apunto de vomitarlo cuando iba caminode la clase. Solo por pura fuerza devoluntad logré mantenerlo en elestómago.

Podía conseguirlo. Henry confiabaen mí y no permitiría que me hicieran

suspender injustamente. Había estudiadoy a fin de cuentas aquello no era Físicacuántica. Era Mitología. No era paratanto, ¿no?

—¿Lista? —preguntó Irene cuantoestuve sentada.

—No —contesté lisa y llanamente.Nunca estaría lista. Pero en vez de

mostrar un ápice de compasión, se rio yme puso delante el examen. Sentí unnudo de angustia en la garganta cuandolo hojeé hasta llegar a la últimapregunta. Veinte páginas.

—Doscientas preguntas —dijo comosi me leyera el pensamiento—. Solopuedes fallar veinte.

—¿Cuánto tiempo tengo? —pregunté

con voz ahogada.—Todo el que necesites.Su amable sonrisa no me tranquilizó

lo más mínimo. Haciendo acopio devalor, agarré el lápiz y empecé.

Tres horas después estaba sentadaen el rincón, hecha un manojo denervios, mientras Irene leía mi examen.Yo había repasado las preguntas una yotra vez, dudando siempre de misrespuestas. ¿Y si había confundido aAtenea con Artemisa? ¿O a Hera conHestia? ¿Y si había estudiadodemasiado y mezclaba lugares, historiasy cronologías?

¿Y si suspendía?Irene dejó sobre la mesa su pluma y

con expresión impasible cruzó lahabitación y me entregó el examen sindecir nada. Me temblaban tanto lasmanos que temí que se me cayera. Nadaen su expresión delataba cuál podía sermi nota. Me obligué a mirar, perodurante un rato mis ojos no consiguieronenfocar el número garabateado en laparte de arriba.

—Lo siento —dijo, pero no la oí.Me precipité hacia la puerta y salí

corriendo de la habitación. Tenía lavisión tan borrosa que no veía adóndeiba. Pasé junto a Calíope y Ella sinapenas verlas, crucé la primera puerta

que vi y salí al jardín. Sin hacer caso delas voces que me llamaban, me quité loszapatos y corrí hacia el bosque mientrasel fuerte viento entumecía mi piel.

Había suspendido.

11. Suspenso

No podía respirar.Me ardían los pulmones y me dolía

todo el cuerpo por el esfuerzo de lacarrera. Estaba en medio del bosque,aunque no había salido de la finca deHenry. No veía el seto por ningunaparte, pero no era eso lo que buscaba.Quería encontrar el río.

Siete puntos menos de los quenecesitaba para aprobar: las sietepreguntas que mediaban entre el éxito yfracaso, entre la posibilidad dequedarme y la de tener que irme, entre lavida y la muerte de mi madre. Entre la

vida y la muerte de Henry.No importaba lo a gusto que me

sintiera allí o si me gustaba estar con él.Si solo hubiera querido tener a alguienque le hiciera compañía podría haberelegido a cualquiera, pero me habíaelegido a mí, confiaba en mí, y le habíafallado. Si estaba allí era únicamentepara superar aquellas pruebas, y ni esohabía podido hacerlo.

No sé cuánto tiempo pasé corriendopor el bosque. Me sangraban los pies,los tenía amoratados, y más de una veztropecé y me caí, me hice daño en lostobillos, en los codos y las rodillas,pero aun así seguí adelante.

Había suspendido. Se había

acabado, y no tendría otra oportunidad.Necesitaba ver a mi madre antes de quemuriera. Tenía que decirle adiós aunqueya no pudiera oírme. Tendría queconformarme con eso: había incumplidomi parte del trato y por tanto Henry notenía motivos para cumplir la suya. Nohabía ninguna garantía de que volviera averla si me dormía, y necesitaba decirleadiós antes de que fuera demasiadotarde.

Por fin encontré el río donde habíaempezado aquel embrollo. Me habíatorcido el tobillo y cojeaba, pero loseguí corriente arriba hasta que aparecióla abertura en el seto. Parecía máspequeña de lo que recordaba, y no sabía

cómo iba a llegar al otro lado, perotenía que hacerlo. Más tarde medisculparía con Henry.

Me limpié las mejillas sucias yllenas de lágrimas con el dorso de lamano, metí el pie descalzo en el agua ysofoqué un gemido. Estaba helada. Lacorriente era fuerte y sabía que, siresbalaba, no podría llegar a la orillanadando. Aun así, tenía que intentarlo.Un pie delante del otro, era lo único quehacía falta.

—Kate…Estuve a punto de caer hacia delante

al oír la voz de Henry. Estaba a unospasos de la orilla, en equilibrio sobrelas mismas piedras resbaladizas que

habían matado a Ava, y a duras penasconseguí mantener el equilibrio.

—Déjame en paz —mi voz no sonótan tajante como esperaba.

—Me temo que no puedo hacerlo.—He suspendido —no me atreví a

mirarlo.—Sí, Irene me lo ha dicho. Pero eso

no explica por qué te estás jugando lavida para pasar por un agujero del seto.Si quieres marcharte, es mucho máscómodo salir por la verja.

Tenía los pies entumecidos, así queme movía aún con más torpeza queantes.

—Necesito ver a mi madre.Sin previo aviso me enlazó por la

cintura y me atrajo hacia sí. Antes deque pudiera protestar, mis pies tocaronel suelo.

—¡Suéltame!Me sujetó lo justo para que

recuperara el equilibrio. Me aparté deél, temblando, aunque no supe si de fríoo de furia.

—Si te vas —dijo con paciencia—,tu madre morirá. Y no creo que quierasque eso ocurra.

Abrí la boca y volví a cerrarla.—Pero… he suspendido.Me lanzó una mirada curiosa.—No castigo los suspensos con la

muerte, no soy tan estricto.—Pero nuestro acuerdo… Dijiste

que mantendrías viva a mi madremientras estuviera aquí. Y ya no puedoquedarme, he suspendido el examen.

Se quedó callado y su expresiónpareció suavizarse como si hubieraentendido por fin.

—Kate… ¿de eso se trata?—Tú mismo dijiste que no podía

suspender ninguna prueba —dije,insegura.

—No puedes suspender ninguna delas siete pruebas que te ponga elconsejo. El examen que te ha hechoIrene no era una de ellas —sonrió—. Demomento, lo estás haciendo demaravilla.

Se me quedó la boca seca.

—¿De momento?—Sí —pareció divertido, y no supe

si alegrarme o borrar de su cara aquellaexpresión satisfecha—. De momento tehas enfrentado a tres. Solo una haterminado, pero la has superadoimpecablemente.

¿Cómo era posible que meestuvieran examinando sin que meenterara? Cuando abrí la boca parapreguntar, me cortó limpiamente:

—Debes de estar helada. Ten —meechó la chaqueta sobre los hombros yme aferré a ella, dejando que su calorme envolviera—. Volvamos, ¿deacuerdo?

Asentí con la cabeza. Se me había

pasado el ataque de histeria. Henry merodeó delicadamente con los brazos,como si le diera miedo que fuera aromperme.

—Cierra los ojos —murmuró, y loscerré.

Esa vez, cuando los abrí, solo mesorprendió ligeramente encontrarme enmi habitación. Henry estaba a mi lado.

—Veo que te estás acostumbrando ami forma de viajar.

—Ajá —tragué saliva. Todavíaestaba un poco desorientada—.Debería… eh… —señalé mi vestido.Estaba roto y manchado de barro.

—Me parece que ha quedadoinservible. Quizá debamos buscarte

otro.—La verdad es que los hay a

toneladas —miré mi armario—. Ellaseguramente ni se dará cuenta.

—Hazme caso —dijo Henry—.Cámbiate y ponte un poco de hielo en eltobillo. Dentro de un rato vendré abuscarte.

Suspirando para mis adentros, medije que era inútil: al igual que Ella,parecía empeñado en que me pusieraaquellos vestidos picajosos. Yo estabadeseando que llegara el verano, aunquesolo fuera por poder ponerme otra vezunos vaqueros.

Henry se volvió hacia mí antes desalir de la habitación.

—Kate…Miré con el ceño fruncido el

laberinto de botones del vestidoestropeado. Intentaba desabrocharlos,pero todavía me temblaban los dedos.

—¿Sí?—Yo solo acerté ciento sesenta y

cuatro preguntas.

Al final había necesitado la ayuda deElla para desabrocharme el dichosovestido en el que me había obligado aembutirme esa mañana. A Ella habíaparecido entristecerle que hubiera quetirarlo, pero yo me había puesto loca decontento… hasta que había visto el que

me tenía preparado.Mientras recorría cojeando el

pasillo de un ala de la mansión que aúnno conocía, acompañada por Henry yElla, me apoyé en Henry y procuré norascarme. La tela del vestido era ásperay picaba.

Era completamente injusto. Henrypodía ponerse pantalones, hasta Avapodía ponérselos si quería, pero estandoElla al mando de mi guardarropa, yotenía que aguantarme con aquellos trajessalidos de la Edad Media. A ella podíanparecerle preciosos, pero yo habríapreferido una toga a aquellosinstrumentos de tortura. Por más que melos pusiera no iba a conseguir que me

gustaran. Jamás. Y Ella lo sabía. Por esolo hacía, estaba convencida de ello.

Mientras me preguntaba si mepondrían una mala nota por hurgar unpoco en mi armario, Henry abrió lapuerta de una habitación que yo no habíavisto hasta entonces. Al principio nodistinguí gran cosa detrás de él, perocuando se apartó me quedé boquiabiertay la nube de angustia que me envolvíadesde que había visto mi nota se disipópor completo.

La sala estaba llena a rebosar deropa colgada de grandes percheros,ordenada por talla y color y sabe Diosqué más. Había ropa de tantas épocasque parecía una tienda de disfraces.

Había vestidos, zapatos, chales y…Se me aflojaron las rodillas.Sudaderas y vaqueros.—Ella me ha dicho que no te sentías

cómoda con la ropa que había elegidopara ti —dijo Henry—. Comorecompensa por haber suspendido unexamen con más nota que yo, creo que temereces un vestuario nuevo.

Me quedé mirándolo y luego miré aElla, que me lanzó una extraña sonrisa.¿Hablaban en serio?

—¡Ay, Dios mío!No fui yo quien lo dijo, sino una

vocecilla aguda que salió de detrás demí. Cuando me giré, vi a Ava allíparada, con la boca abierta. Calíope

estaba por allí cerca y parecía tanemocionada como yo.

—¿Todo esto es para ti? —balbucióAva, pasando junto a Ella para ponersea mi lado.

—Creo que sí —dije con unasonrisa—. ¿Quieres unos cuantos?

Me miró como si me hubiera crecidootra cabeza.

—¿Que si quiero unos cuantos?Me reí y miré a Henry.—¿Puede?—Naturalmente.Ava no necesitó oír más. Un segundo

después desapareció y se puso a buscarentre los vestidos antiguos que yo notenía intención de ponerme. En lugar de

seguirla, me volví hacia Calíope y Ella.—Vosotras también podéis elegir lo

que queráis —dije, mirando a Henry—.Si te parece bien, claro.

Asintió con la cabeza. Al igual queAva, Ella y Calíope entraronapresuradamente en la sala y me dejaroncon Henry en la puerta. Él señaló mitobillo.

—¿Podrás cruzar la habitación sinayuda?

—Sí, estoy perfectamente —contestésin quitar ojo a los montones de jerséis.

Hasta de lejos parecían llamarme.Me encantaba estar con Henry, peroseguía avergonzada por mi crisisnerviosa y no quería que pensara que era

incapaz de pasar el día sin él, a pesar deque parecía saber exactamente cómoanimarme.

Había llegado cojeando a la mitadde la sala cuando me di cuenta de queiba detrás de mí. Miré hacia atrás yarrugué el ceño.

—En serio, Henry, me encuentrobien. Ya ni siquiera me duele.

—No pienso ayudarte a caminar —dijo con una voz llena de candor que noconsiguió engañarme—. Solo iba aofrecerme a llevarte las cosas.

—Si tú lo dices… —levanté unaceja, pero aunque no quería reconocerlo,me alegré de que estuviera allí.

Esa noche, mucho después de que semarchara Henry, estaba a punto dedormirme cuando me espabilé al oír quellamaban suavemente a mi puerta.Gruñendo, me froté los ojos, salí de lacama y me acerqué a la puerta.

Llevaba toda la tarde esperando elmomento de decirle a mi madre quehabía superado una prueba y que aún nohabía defraudado a Henry, así que aquien estuviera llamando le conveníatener una buena razón para ir amolestarme.

—¿Qué pasa? —pregunté al entornarla puerta. La luz del pasillo medeslumbró y guiñé los ojos.

Era Ava.—¿Todavía estás despierta? —

susurró, y la miré con enfado.—No, soy sonámbula.—Ah —me miró como si estuviera

intentando decidir si decía la verdad ono—. Bueno, ya que estás levantada,vamos, quiero enseñarte una cosa.

Alargó el brazo para agarrarme de lamano, pero me resistí.

—Yo solo quiero volver a la cama.—Pues es una lástima —me agarró

de la mano tan fuerte que si hubieraintentado apartarla me habría partido losdedos, y ya tenía bastante con el tobillodolorido—. Volveremos antes de queamanezca, te lo prometo.

No era una propuesta muytranquilizadora, pero no iba a dejarmeelección.

Por fin la seguí, resoplando para queno tuviera dudas sobre mi mal humor.Iba descalza, así que noté lo áspera queera la moqueta.

—¿Adónde vamos? —pregunté, peroAva me mandó callar cuando doblamosla esquina.

Había guardias apostados en lospasillos que llevaban a mishabitaciones, y ya nos habían visto porlo menos tres, así que no entendí por quéde pronto le pareció necesario queavanzáramos a hurtadillas.

La molestia que notaba en el tobillo

se convirtió en un dolor agudo y mecostaba un montón seguirla, pero aun asíno aflojó el paso. Por fin, cuandollegamos a un pasillo a oscuras, se paróy señaló una puerta a unos tres metros deallí.

Era distinta a las demás puertas dela mansión: de madera oscura, conadornos labrados que parecían formaruna escena que no pude distinguir. Seveía luz al otro lado y Ava se acercó depuntillas y me hizo señas de que lasiguiera.

Esa vez no hice preguntas. Avancétorpemente, apoyándome con una manoen la pared para no tropezar y advertirde nuestra presencia a quien estuviera al

otro lado de la puerta.Cuanto más nos acercábamos, más

nítida se hacía la escena labrada en lapuerta y enseguida me di cuenta de loque era. En la mitad superior había unprado precioso, con minúsculasflorecillas labradas en la madera yárboles a ambos lados. El artista se lashabía ingeniado de algún modo para quepareciera soleado, y me recordó tanvivamente a Central Park que sentí unnudo en la garganta.

Pero la escena cambiaba más abajo.Una franja de tierra separaba el pradode un río oscuro junto al cual creía undelicado jardín. Pero en vez de crecerdel suelo, crecía sobre piedras

aserradas. Los árboles no eran árboles;estaban hechos de una materia sólida y,aunque solo era una obra de arte, notéclaramente que no estaban destinados aestar vivos. En el centro de la escena sealzaban varias columnas de piedraspreciosas que formaban un arco sobreuna sola flor, pequeña y débil en mediode aquel entorno.

Los bellos bajorrelieves mefascinaron, pero aun así escuché lasvoces que se colaban a través de larendija de la puerta. Al principio no lasdistinguí con claridad, pero Ava meanimó a acercarme y, haciendo acopiode valor, me asomé a la habitación.

Henry estaba de espaldas a mí,

mirando algo que yo no podía ver, conlos hombros encorvados. Se volvió losuficiente para que lo viera de perfil yalgo se encogió dentro de mí cuando vique tenía los ojos colorados.

No era él quien hablaba, sinembargo. La otra voz era más aguda quela suya, pero aun así masculina yconocida. Hablaba en voz baja, en tonoapremiante y cargado de frustración.

—No puedes retenerla aquí.No veía a quien hablaba, pero estaba

segura de que conocía aquella voz.—Formaba parte del trato. No

puedes obligarla a quedarse si noquiere.

Me acerqué un poco más. Debajo de

mí chirrió una tabla del suelo y mequedé paralizada. Desde donde estabavi que Henry también se quedabainmóvil y el corazón comenzó a latirmetan fuerte que pensé que podría oírlodesde donde estaba. Pero pasados unossegundos siguió hablando y yo volví arespirar.

—No quería marcharse —dijocansinamente—. Pensaba que nuestrotrato había llegado a su fin porque habíasuspendido el examen.

—Pero aun así la detuviste —replicó la otra voz.

Yo la conocía, estaba segura, perohablaba tan bajo que no conseguíasituarla.

—Te dijo dos veces que la dejarasen paz y no le hiciste caso.

—Pero ella no lo entendía. —Henrymiró con enfado hacia atrás, hacia ellugar donde estaba su interlocutor,detrás de la puerta.

—No importa —contestó el otro convehemencia, y miré a Ava, que se habíaquedado junto al rincón—. Le impedistemarchar.

—Podríamos estar discutiendo todala noche sobre ese pequeño matiz, perolo cierto es que no ha salido de lamansión —repuso Henry—. No tienesderecho a pedir a los demás miembrosdel consejo que pongan fin al acuerdo.

—Lo tengo y lo haré —una sombra

pasó por encima de mí y me encogí,retirándome de la puerta—. No voy apermitir que la obligues a quedarsecomo hiciste con Perséfone. No es tuprisionera, ni tú su guardián. No puedesmanipularla y luego hacerte elsorprendido si te odia y quieremarcharse.

Su voz rezumaba veneno y malicia.Henry se puso tenso al otro lado de lahabitación, pero no dijo nada. Sentí eldeseo abrumador de defenderlo, dedecirle a quien fuera que era idiota yque estaba allí porque quería ayudar aHenry, no porque él me estuvieraobligando, pero las palabras semarchitaron en mis labios. Llevaba

meses sin conseguir respuesta a mispreguntas. No podía perder laoportunidad de conseguir alguna.

—Déjala ir —dijo la otra personaen tono más suave—. Perséfone no tequería y no puedes reemplazarla pormás que busques. Y aunque pudieras,Kate no es esa persona.

—Podría serlo —la voz de Henrysonó ahogada—. Mi hermana cree quelo es.

—Mi tía está tan cegada por su malaconciencia y su obstinación que no veclaramente cuál es la situación. Porfavor, Henry —el suelo chirrió de nuevocuando avanzó hacia él.

Vi su brazo. Llevaba una chaqueta

negra que parecía muy fina para estar ennoviembre.

—Deja que se marche antes de queella también muera. Los dos sabemosque solamente es cuestión de tiempo. Site importa aunque sea un poco, ladejarás marchar antes de que seconvierta en una nueva víctima —hizouna pausa y yo contuve la respiración—.Ya han muerto once chicas por tu causa.No conviertas a Kate en la duodécimasolo por egoísmo.

Se oyó un estrépito de cristales rotosa unos centímetros de mí. Gemí, metambaleé hacia atrás y de nuevo me torcíel tobillo.

Solté un grito al caer al suelo. Se

abrió la puerta y, al ver quién había alotro lado, palidecí de pronto.

Era James.No podía respirar.

12. James

—¿Tú también estás metido en esto? —pregunté con voz ronca, mirándolo conincredulidad.

Estaba exactamente igual que comolo recordaba del instituto: las orejas desoplillo, el pelo rubio enmarañado y losenormes auriculares colgados alrededordel cuello.

—Kate… —comenzó a decir, peroHenry apareció en la puerta y lo empujóa un lado.

Me ofreció la mano y la acepté sindejar de mirar con furia a James.

—¿Qué está pasando? —la voz me

salió estrangulada. Estaba aturdida, perono pensaba permitir que se escaparan—.Decídmelo. Primero Sofía, luego Irene yahora tú…

—Quizá convenga que continuemosdentro esta conversación —dijo Henrycon una mueca.

Rechiné los dientes, pero asentí conla cabeza y me apoyé en él para entraren la habitación.

Vi entonces que era un dormitorio.No estaba polvoriento, pero reinaba enél cierta atmósfera de abandono, ycuando Henry me ayudó a sortear loscristales rotos desperdigados por latarima, vi un marco roto en el suelo. Lafotografía que contenía estaba doblada y

rasgada. En ella aparecía una chicasonriente, más o menos de mi edad, conlas mejillas pecosas y el pelo rubiorojizo. A su lado estaba Henry. En lafotografía parecía muy contento, como sitoda la tensión de su cuerpo se hubieradesvanecido.

—¿Quién es esa? —pregunté,aunque tuve la horrible sensación desaberlo ya.

Henry miró la fotografía y una muecade dolor contrajo su rostro. Esperó hastaque llegamos a la cama antes deresponder, y cuando lo hizo no me miróa los ojos.

—Perséfone —dijo con una voz tanfrágil que parecía a punto de quebrarse

—. Hace mucho tiempo.—No tanto —contesté sin apartar la

vista de la fotografía—, si ya habíacámaras de fotos.

—No es una fotografía —respondió,y se agachó para recogerla—. Es unreflejo. Mira.

Le temblaron las manos cuando medio la imagen y al examinarla advertíque tenía una profundidad impropia deuna fotografía. Parecía rielar como unestanque, y Perséfone y Henry semovían. No tanto como en un vídeodoméstico, pero ella parpadeó y vi queél la estrechaba entre sus brazos.

—Es guapísima —dije en voz baja.Sentí celos al comprender que nunca

estaría a la altura de su recuerdo, perome sentía tan triste por lo mucho quetenía que haber sufrido Henry que apartéla imagen—. Lo siento.

Hizo un ademán para quitarleimportancia al asunto, como si no fueranada del otro mundo, pero cuando ledevolví la imagen la tomó condelicadeza y pasó la mano sobre susuperficie. Se alisó como si no hubierasufrido ningún daño.

—Como te decía, fue hace muchotiempo.

Oí un tosido y al levantar los ojos via James junto a la puerta. Entorné lospárpados.

—¿Qué pasa?

—Has preguntado qué hago aquí —cruzó los brazos y se apoyó en la puerta,cerrándola con firmeza. Detrás de ellase oyó un chillido. Ava seguía allí, peroyo prefería que no oyera aquello.

—Y aún no me lo has dicho —hiceuna mueca de dolor cuando Henry palpócon cuidado mi tobillo.

—Es mi sucesor —dijo Henry, y lomiró bruscamente—. Él me sustituirá sime desvanezco.

Me embargó una oleada de horror ymiré James con repulsión.

—¿Por eso intentaste que noviniera? ¿Sabías que era su últimaoportunidad y pensaste que, si medetenías, serías el vencedor?

—Aquí no hay ningún vencedor —contestó James—. No se trata de unacompetición, ¿entendido? Esto es muyduro para todos nosotros. Llevamos unsiglo intentando encontrar a alguien queocupe el lugar de Perséfone y si no loconseguimos…

—Si no lo conseguís, tú ocuparás ellugar de Henry —repliqué—. Y sinembargo aquí estás, intentando echarlotodo a perder.

—Porque pensaba que queríasmarcharte —afirmó con la mandíbula tantensa que me pareció ver vibrar unmúsculo—. Dijiste…

—Henry tiene razón. No entendí loque pasaba, y no quiero marcharme ni

que él muera mientras yo pueda evitarlo.Se removió, incómodo.—Eso pensaba yo, pero los términos

del acuerdo son muy claros y, si quieresmarcharte, nosotros no podemos hacernada por impedírtelo. Si Henry teretiene aquí contra tu voluntad, tenemostodo el derecho a intervenir.

—Espera —dije cuando empecé aentender lentamente lo que ocurría—.¿A quién te refieres exactamente?

Henry arrugó el ceño a mi lado, y sufrente se frunció tanto que por unmomento pareció otra persona.

—James… —dijo en tono deadvertencia.

James se irguió y dejó caer los

brazos.—No me importa que lo sepa.—A los demás sí les importará —

repuso Henry, pero no hizo intento dedetenerlo.

James dio un paso indeciso hacia mí,como si quisiera tenderme los brazos,pero le lancé una mirada llena defrialdad y se detuvo.

—Soy uno de los miembros delconsejo.

Estuvo a punto de parárseme elcorazón.

—¿Tú formas parte del consejo? —balbucí—. No puede ser. Tú eres… tú.

—Sagaz observación —comentómás para sí mismo que para mí—.

Escucha, Kate… Me da igual que mecreas o no. Bueno, no, me gustará queme creyeras, pero no espero que lohagas. Puedes odiarme todo lo quequieras por intentar apartarte de Henry,pero solo estoy intentando hacer lo quemás te conviene.

—¿Y crees que lo que más meconviene es vivir el resto de mis díassabiendo que Henry murió por mi culpa?—estuvieron a punto de saltárseme laslágrimas, pero conseguí contenerlasparpadeando y obligué a mi voz a sonarfirme y serena—. Eso por no hablar delo que pasa con mi madre.

—No recordarás nada de esto sidecides marcharte —contestó James—.

Eso también forma parte del trato.—Ya basta de hablar de ese

estúpido trato —se me quebró la voz ysentí que me ardía la cara—. Esto esdecisión mía, no tuya. No puedes actuara mis espaldas y acabar con esto porquecrees saber qué es lo que más meconviene. Yo diré cuándo se ha acabadoesto, no tú —los miré a ambos paracerciorarme de que me estabanescuchando, pero Henry seguíaconcentrado en mi tobillo. Tenía lacabeza agachada y los ojos cerrados.Sentí que un calor denso se extendíadesde mi rodilla hasta los dedos de mipie y Henry envolvió la articulación consus manos y comenzó a moverla

suavemente, en círculos.—¿Te duele?Negué con la cabeza. Dejó mi pierna

y yo la flexioné con cuidado y moví losdedos del pie. Ya no me dolía.

Olvidé por un momento mi enfado.—¿Cómo has…? —comencé a

preguntar, pero se encogió de hombros.—No debes curarla —dijo James

desde el otro lado de la habitación.Henry se estiró y, aunque estaba de

lado, vi la expresión agotada de susojos.

—Parece que esta noche estamosinfringiendo toda clase de normas —selevantó—. Si me disculpáis…

Se marchó antes de que yo pudiera

decir nada, dejándome a solas conJames en la habitación. Yo también melevanté para probar mi tobillo. Mesostenía perfectamente.

—No fue decisión mía, ¿sabes? —dijo James en voz baja—. Sustituir aHenry si no apruebas. Soy el únicomiembro del consejo que conoce elInframundo tan bien como él.

—Pero aun así querías —dije.Apartó los ojos y se quedó mirando

los jardines a través de un ventanal. Laluna estaba casi llena y vi las copasdesnudas de los árboles agitándose alviento de noviembre.

—Duramos tanto tiempo como duralo que representamos. Constantemente se

desvanecen dioses menores, olvidados,pero los miembros del consejo no somosdioses menores. Mientras exista lahumanidad siempre habrá amor y guerra.Habrá música y arte, literatura y paz,matrimonio, hijos y viajeros. Pero lahumanidad no durará eternamente, ycuando desaparezca tambiéndesapareceremos nosotros. Soloquedará la muerte.

—¿Y si controlas el Inframundoconseguirás sobrevivir incluso despuésde que todo lo demás hayadesaparecido? —pregunté, pero ya sabíala respuesta, y un nudo se formó en migarganta—. ¿De eso se trata?

—No. Se trata de asegurarnos de

que sobrevives. No quiero que mueras,Kate. Por favor. Ninguno de nosotrosquiere, y Henry se dio por vencido hacemucho tiempo. Puede que lo estéintentando por ti, pero no porque quieracontinuar. Es simplemente que no quiereque te maten, nada más.

Me quedé callada un momento.—¿Es probable que eso ocurra?Me miró y vi miedo en sus ojos.—Ninguna ha sobrevivido más allá

de Navidad. Por favor. Henry no quiereque esto continúe. Siempre estaráenamorado de Perséfone, no de ti. Miraa tu alrededor. Fíjate en dónde estás.Esta era su habitación.

La habitación no tenía nada de

particular, excepto la fotografía queHenry le había lanzado a James, perocuanto más me fijaba en ella, másclaramente la veía. Era como el cuartode una niña que un padre no quiere tocardespués de una tragedia. Sobre eltocador del rincón había horquillasanticuadas, y las cortinas estabandescorridas para dejar entrar la luz delsol. Hasta había un vestido extendido enun rincón, esperando a que alguien se lopusiera. Parecía congelada en el tiempo,intacta desde hacía siglos, hasta queregresara Perséfone.

—Ese reflejo… —señaló la imagende Perséfone y Henry juntos,aparentemente tan felices—, no es real.

Es un deseo, un sueño, una esperanza, noun recuerdo. Henry la quería tanto quehabría hecho pedazos el mundo si ella selo hubiera pedido, pero ella apenassoportaba mirarlo. Desde que murióPerséfone, Henry no ha cesado desuplicar al consejo que le deje libre, quepermita que se desvanezca. ¿De verascrees que puedes competir con eso?

—Esto no es una competición —contesté con aspereza, repitiendo lo queél mismo había dicho minutos antes.

Pero mientras lo decía me di cuentade que sí lo era. Si no conseguía queHenry me quisiera, él no tendría motivospara continuar y nunca dejaría decompararme con Perséfone. Pero esa no

era razón para dejar de luchar por él. Semerecía la oportunidad de ser feliz,igual que yo, y no estaba dispuesta adecir adiós a otra persona que formabaparte de mi vida.

El semblante de James se suavizó.—Nunca te querrá, Kate, al menos

no como mereces que te quieran. Se diopor vencido hace mucho tiempo, y loúnico que estás haciendo es prolongar sudolor. Lo más generoso sería dejarlo enpaz.

Me acerqué a él, dividida entre laira y una necesidad urgente de tocarlo,de cerciorarme de que mi James seguíaallí, bajo la apariencia de aquel diosastuto en el que se había convertido de

pronto. Un dios dispuesto a decir todo loque creyera necesario para convencermede que me marchara. Para robarle laeternidad a Henry y ocupar su lugar.

—¿Y crees que yo también debohacerlo? —pregunté cuando estuve amenos de medio metro de él—. ¿Creesque debería darme por vencida yabandonar a Henry como lo abandonóPerséfone?

—Perséfone tenía sus motivos —contestó—. Henry la arrancó de todo loque amaba y la obligó a permanecer conél contra su voluntad. Tú habrías hecholo mismo.

Me quedé callada. La diferenciaentre Perséfone y yo era que a ella aún

le quedaba algo que perder. Jamesalargó el brazo tímidamente y dejé queme abrazara, escondiendo la cara en mipelo. Lo oí respirar hondo y me preguntési olía la lavanda de mi champú, o sisentía mi miedo, mi mala conciencia ymi determinación. Después de unmomento de tensión, yo también loabracé.

—Por favor, no te hagas esto a timisma, Kate —murmuró a mi oído.

Cerré los ojos y fingí por unmomento que era de nuevo solo James,no el rival de Henry, no el diosempeñado en beneficiarse de mi fracaso,sino mi James.

—¿Puedes hacerme un favor? —dije

apoyada en su pecho.—Claro que sí —contestó—. Lo que

quieras.Me aparté de él.—Mantente alejado de mí y no

vuelvas hasta la primavera.Abrió mucho los ojos.—Kate…—Lo digo en serio —me tembló la

voz, pero me mantuve firme—. Fuera deaquí.

Retrocedió, perplejo, y se metió lasmanos en los bolsillos. Por un instantepareció que iba a decir algo; luego, sinembargo, dio media vuelta y salió,dejándome sola en la habitación dePerséfone.

Había pasado cuatro añosnegándome a permitir que mi madre sediera por vencida, y no estaba dispuestaa que Henry tirara la toalla. Si no queríaseguir por sí mismo, encontraría elmodo de que siguiera por mí.

Horas más tarde, mucho después deque la luna ascendiera tanto en el cieloque ya no la veía desde mi ventana,miraba fijamente el techo tumbada en lacama. Quería dormir y contarle a mimadre todo lo que había descubierto,preguntarle qué podía hacer paraconvencer a Henry de que lo intentara,pero sabía que no podía decirme nada

que no supiera ya. No era ella quiendebía solucionar aquello. Era yo quienhabía hecho aquel trato, y no pensabarendirme tan fácilmente.

Al alba oí que tocaban suavemente ami puerta y escondí la cara en laalmohada. Al salir de la habitación dePerséfone, Ava ya se había ido, y ahorano me apetecía contarle lo ocurrido.Necesitaba un día o dos para ordenarmis ideas antes de que se enterara todala mansión, si no lo sabían ya.

Aunque no contesté, oí que la puertase abría y se cerraba y sentí pasos sobrela alfombra. Me quedé tan quieta comopude, con la esperanza de que quienfuera se marchase.

—¿Kate?No hizo falta que me volviera para

reconocer a Henry. Sentí una especie detamborileo dentro de mí y una oleada decalor embargó mi cuerpo tenso, pero aunasí no lo miré.

Se movía con tanto sigilo que nosupe si estaba cerca hasta que sentíhundirse el colchón. Pasó un rato sin quedijera nada.

—Lo siento —su voz sonóinexpresiva—. No deberías haberpresenciado esa escena.

—Me alegro de haberlo hecho.—¿Y eso por qué?Me negué a contestar. ¿Cómo iba a

decirle que no quería que se rindiera?

Lo estaba arriesgando todo por él, y lohacía de buena gana, pero no quería quefuera por nada. No podía obligarlo aluchar, pero encontraría una razón paraque no se desvaneciera.

Le oí suspirar. Aquel silencio soloestaba empeorando las cosas, así quepor fin dije sin levantar la cabeza de laalmohada:

—¿Por qué no me habías contado lode James?

—Porque me imaginaba quereaccionarías así y quería evitarte esedolor mientras fuera posible.

—No me duele saber que es él —contesté. Lo que me duele es que aquínadie confíe en mí.

Sentí su mano sobre mi brazo, perosolo fue un instante.

—Entonces me esforzaré porcontarte más cosas. Te pido disculpas.

No supe si era sincero o no.—Si apruebo cambiarán las cosas,

¿verdad? No seguirás manteniéndome almargen de todo, ¿verdad? Porque si norespondes con un sí rotundo, no creo quepueda seguir adelante.

Acarició mi mejilla con el dorso dela mano, pero de nuevo su contacto durósolo un instante.

—Sí, rotundamente —dijo—. No esque no confíe en ti. Es solamente quehay cosas que todavía no puedes saber.Puede que sea frustrante, pero te doy mi

palabra de que es por tu bien.Por mi bien. Por lo visto, aquella era

su excusa preferida cuando hacían algoque no me gustaba.

—Y Perséfone… —añadí, y mealegré de no estar de cara a él para nover la melancolía de su mirada—. Yo nosoy ella, Henry. No puedo serlo, y nopuedo pasarme toda la eternidadintentando estar a la altura de surecuerdo. Ahora mismo no soy nadapara ti, eso lo sé…

—Te equivocas —contestó consorprendente vehemencia—. No pienseseso.

—Déjame acabar —abracé másfuerte mi almohada—. Entiendo que no

soy ella y que nunca lo seré. Y de todosmodos no quiero ser ella, sabiendo eldaño que te ha hecho. Pero si esto salebien, si paso las pruebas, necesito saberque cuando me mires me estarás viendoa mí, y no solo a su sustituta. Que meespera algo más que estar siempre a lasombra de su recuerdo mientras tú dejasque tu vida se consuma. Porque si Jamestiene razón y puedo marcharme cuandoquiera, y si estás haciendo esto asabiendas de que vas a ser infelizpasando la mitad de tu vida conmigohaga yo lo que haga, prefiero que me lodigas ahora y que nos ahorremos los dosese mal trago.

Pasaron unos segundos sin que

dijera nada. Era injusto que estuvieradispuesto a renunciar a su eternidadcuando había otras personas, entre ellasmi madre, que ansiaban vivir y nopodían. Mientras miraba resueltamentepor la ventana empecé a sentir ira y medieron ganas de gritarle antes de quetuviera oportunidad de responder, perono pude hacerlo.

—Te he traído un regalo.Volví la cabeza hacia él unos

centímetros, sin poder evitarlo.—Eso no es una respuesta.—Sí que lo es —dijo, y noté una

sonrisa en su voz—. No te habría traídoalgo así si no quisiera que te quedaras.

Arrugué el ceño.

—¿Qué clase de regalo es?—Lo verás si te das la vuelta.Antes de que pudiera hacerlo, sentí

que algo rozaba mi hombro. Algo frío,húmedo y lleno de vida.

Me giré bruscamente, me incorporéy me quedé mirando la bola de peloblanca y negra sentada a mi lado en lacama. Me miraba con ojos líquidos,meneando el rabo. Se me derritió elcorazón y me olvidé al instante de mi iray mi frustración.

—Si no creyera de veras que puedescambiar las cosas, no habría puesto enpeligro tu vida desde el principio —añadió Henry—. Lamento que creas queno eres nada para mí, Kate, porque te

equivocas por completo. Y no esperoque seas Perséfone —dijo con aquelmismo deje de melancolía—. Tú eres túy en cuanto pueda te lo contaré todo. Tedoy mi palabra.

Miré al perrito. Me daba miedodecir algo y que cambiara de idea. ¿Eracomo James, estaba diciendoúnicamente lo que creía que yo queríaoír? ¿O hablaba en serio?

—Hoy has perdido a un amigo pormi culpa y no quiero que te sientas sola—dijo mientras acariciaba al cachorro,cuya cola golpeaba el colchón—. Tengoentendido que uno no comparte unamascota con otra persona si no confía…—titubeó—. Si no espera pasar mucho

tiempo con esa persona.Confiar, esperar… ¿Qué quería

decir en realidad?Quise decirle dónde podía meterse

James nuestra presunta amistad, perotardé un momento en recuperar el habla.De pequeña no había parado deincordiar a mi madre pidiéndole unperrito, pero ella siempre se negaba. Ydespués, cuando enfermó, renuncié aaquella idea porque no podía ocuparmede ella y de un perro al mismo tiempo.

¿Cómo lo había sabido Henry? ¿Osolo lo había adivinado?

—¿Es chico o chica?—Chico —esbozó una sonrisa—.

No quiero que Cerbero se altere

demasiado.Vacilé.—¿Es mío?—Todo tuyo. Hasta puedes

llevártelo en primavera si quieres.Tomé al perrito en brazos y lo acuné

contra mi pecho. Se encaramó sobre mibrazo y me lamió a duras penas labarbilla.

—Gracias —dije suavemente—.Eres muy amable.

—Para mí es un placer —dijo,levantándose—. Ahora os dejo para quevayáis conociéndoos. Es bastantecariñoso, te lo aseguro, y tiene muchaenergía. Todavía está aprendiendobuenos modales, pero aprende deprisa.

El perrillo dio un saltito hacia arribay consiguió alcanzar mi mejilla. Sonreí ycuando Henry puso la mano sobre lapuerta dije:

—Henry…—¿Sí?Apreté los labios mientras intentaba

encontrar las palabras justas parahacerle desear seguir allí. Para quequisiera intentarlo, no solamente por mí.Pero no se me ocurrió nada y, pasado unmomento que se alargó demasiado,añadí con una vocecilla:

—Por favor, no te rindas.Cuando por fin contestó su voz sonó

tan baja que apenas pude oírle:—Lo intentaré.

—Por favor —repetí con urgencia—. Después de todo lo que ha pasado…no puedes rendirte. Sé que la echas demenos, pero…

Se hizo de nuevo el silencio.—¿Pero qué?—Por favor… dame una

oportunidad.Desvió la mirada y vi en la

penumbra que bajaba los hombros comosi intentara encogerse todo lo posible.

—Claro —dijo al abrir la puerta—.Que duermas bien.

Froté la nariz contra la cabeza de miperrito. No quería que Henry semarchara. Quería que jugáramos a lascartas, que habláramos o leyéramos…

Cualquier cosa que no le recordara aPerséfone. Después de la noche quehabía tenido, se merecía al menos eso.Nos lo merecíamos los dos.

—Quédate —balbucí—. Por favor.Pero cuando levanté la mirada ya se

había ido.

13. Navidad

Durante las dos semanas siguientes, eltiempo que pasé con Henry se me hizocasi insoportable. Seguimos pasando lasveladas juntos, pero ya no era fácilcomo antes, y cada conversación, cadaroce accidental, parecía cargado detensión. Él nunca me miraba a los ojos ycuanto más se acercaba Navidad másparecía distanciarse de mí. Cuanto másse distanciaba él, más ganas me daban amí de tirarme del pelo y de decirle sinrodeos que o las cosas cambiaban o melargaba. Pero era una amenaza hueca yél se daría cuenta, ese era el problema.

Y lo que era peor aún: me daba miedoque me tomara la palabra.

—No lo entiendo —dije,paseándome de un lado a otro por laacera—. Se comporta como si ya noquisiera tener nada que ver conmigo.

Estaba con mi madre cerca de unparque infantil, en Central Park, y apesar de que ya había pasado la primeramitad de mi estancia en Eden Manor yuna gruesa capa de nieve había rodeadola mansión con la llegada del solsticiode invierno, allí estábamos en plenoverano. Oía a lo lejos los gritos de losniños, pero estaba tan absorta pensandoen la conducta de Henry que no podíadisfrutar de nada.

—¿A qué crees que se debe? —preguntó mi madre. Estaba sentada en unbanco y me miraba tranquilamente.

—No lo sé —contesté, exasperada—. ¿Y si de veras se ha dado porvencido? ¿Qué voy a hacer entonces?

—Seguir intentándolo hasta que note queden más oportunidades —contestócon una nota acerada que me hizopreguntarme si de veras le preocupabaaquello tan poco como parecía—. Y sieso pasa, seguir adelante aun así.

Me metí las manos en los bolsillos.No era tan fácil y ella lo sabía.

—James dijo que ninguna de lasotras chicas había sobrevivido más alláde Navidad. ¿Crees que puede ser por

eso por lo que me evita? ¿Que tal vezcrea que voy a caer fulminada encualquier momento?

—Puede ser —dijo—. O puede quese haya dado cuenta de que le importas ytema perderte a ti también.

Solté un bufido.—Lo dudo mucho. Ni siquiera me

mira.Mi madre suspiró.—Eres tú quien pasa tiempo con él,

Kate, no yo. Yo solo puedo juzgar por loque me dices, y si Henry de verdad estan infeliz como parece, dudo que hayaotra persona aparte de ti capaz desacarlo de su tristeza.

—¿Y cómo sugieres que lo haga? —

pregunté con más aspereza de la quepretendía. Enseguida me sentí culpable yme acerqué a ella. Se retiró paradejarme sitio en el banco y me senté a sulado.

—Como puedas —contestó mientrasme apartaba un mechón de pelo de losojos—. Si quieres hacer esto por él, novas a tenerlo fácil. No será fácil superarel resto de las pruebas, pero tampocoserá fácil darle un motivo paracontinuar.

Fruncí el ceño y me devané lossesos por enésima vez, intentando darcon algún motivo, pero no se me ocurrióninguno. Había tenido una ocurrenciabrillante para hacerle un regalo de

Navidad a Henry, pero hasta eso era unriesgo.

—Pero estás teniendo cuidado,¿verdad? —preguntó mi madre,preocupada—. No quiero que te pasenada, y si lo que dice es cierto y haypeligro…

—No pasa nada —dije—. En serio.Nadie ha intentado liquidarme todavía,te lo aseguro. Y si no consigo convencera Henry de que merece la pena seguiradelante, puede que de todos modos mematen.

—No hables así. No me importa loque pase en los próximos tres meses,pero no puedes darte por vencida, ¿mehas entendido?

Hablaba con tanta pasión que mesobresalté, y me erguí en el banco.

—No voy a darme por vencida —dije—. Pero si Henry ni siquiera lointenta, morirá y tú…

Y ella moriría también. Yo sabíaque era inevitable, pero aún no estabalista para decirle adiós. Quedabantodavía tres meses para el equinoccio deprimavera, y pensaba disfrutar de cadasegundo que pasáramos juntas. No iba apermitir que Henry me lo impidiera.

—Tú seguirás viviendo, pase lo quepase con Henry o conmigo —afirmó mimadre, aunque con voz más suave—.Ninguno de los dos merece querenuncies a tu vida por nosotros, y si lo

haces serás igual que Henry. Pero yo séque eso no va a pasar, ¿verdad?

Asentí en silencio. Si hubiera tenidoel ímpetu y la convicción de mi madre,estaba segura de que no me habría sidotan difícil convencer a Henry.

—Quizá deberías hablar con él.Seguro que a ti te haría caso.

—Seguramente.Vi un destello en sus ojos que no

entendí.—Pero eso es asunto tuyo, cariño, y

sé que puedes hacerlo.No me quedaba otro remedio, si no

quería que se muriera todo el mundo ami alrededor.

—Espero que tengas razón.

Me dio un sonoro beso en la mejilla.—Yo siempre tengo razón.No pudimos decir nada más porque

el cielo se oscureció de pronto. Levantéla vista, sorprendida, y cuando me volvíhacia mi madre para preguntarle quéocurría, había desaparecido y en sulugar estaba la última persona a la queme apetecía ver.

James.Me levanté de un salto.—¿Qué diablos haces tú aquí? ¿Qué

has hecho con mi madre?—No pasa nada —dijo, poniéndose

en pie.Eché a andar a toda prisa por el

sendero en busca de mi madre, pero me

alcanzó enseguida.—Escucha, Kate… Tu madre está

perfectamente. Quiero hablar contigo.—¿Y por eso me robas el único rato

que puedo pasar con ella? —me giré yse paró en seco, a unos centímetros demí—. El hecho de que seas una especiede dios no te da derecho a hacerme esto.Te dije que no te acercaras a mí.

—Lo sé —se metió las manos en elbolsillo. Tenía una mirada tan triste queolvidé por un momento que era el malode la película—. Solo necesito que meconcedas unos minutos, y te prometo queluego todo volverá a la normalidad. Porfavor.

Suspiré, irritada.

—Está bien. Tienes cinco minutos.—Es más que suficiente —sonrió,

pero al ver que seguía mirándolo conenfado su sonrisa se borró lentamente—.No soy yo quien intenta matarte.

Parpadeé, sorprendida. No meesperaba que dijera aquello.

—Sería lo más lógico que fueras tú—dije despacio—. Puedes negarlo todolo que quieras, pero sería una idiota si tecreyera sin más, sin ninguna prueba.

Inclinó la cabeza, haciendo unextraño y arcaico gesto de asentimiento,lo cual me hizo recordar quién y qué era.

—Yo no te pediría tal cosa, pero siquieres puedes preguntar a Henry.Nunca he participado en las pruebas por

razones obvias. Eres mi amiga y jamáste haría daño.

—¿Por eso he sobrevivido tantotiempo? —dije con acritud—. ¿Porquesomos amigos?

Su semblante se ensombreció.—Ya te he dicho que no soy el

asesino. Tú me conoces, deberíassaberlo.

—Últimamente tengo la sensación deno conocerte en absoluto —repliqué, yal menos tuvo la decencia de pareceravergonzado.

—Has sobrevivido tanto tiempoporque todos hemos tomado medidasextraordinarias para mantenerte a salvo—dijo—. Los guardias, las damas de

compañía, los catadores… No tienes niidea de lo atentamente que te vigilan.

Sentí un escalofrío.—Después de un siglo, ¿en serio no

tenéis ni idea de quién es el asesino?Creía que los dioses erais omniscientes.

Se rio, pero su risa sonó hueca.—Sería estupendo, ¿verdad?

Resolvería un montón de problemas.Pero no, no lo somos. Hemos seguidolas pistas, hemos cambiado al servicio,hemos interrogado a todo el mundo, perono hemos llegado a ninguna conclusión.Henry hasta ha bajado al Inframundo ainterrogar a las chicas que fueronasesinadas, pero no vieron ningúnindicio de lo que iba a ocurrir.

Fruncí el ceño. Sabía que paraHenry era muy duro saberme en peligro,pero no podía ni imaginar lo terrible quetenía que haber sido para él hablar conlas chicas que habían muerto por él.

—Entonces, ¿qué? —pregunté,exasperada, para disimular mi miedo—.Si a vosotros no se os ocurre nada, yono tengo nada que hacer. No podrédescubrirlo, así que ¿por qué me cuentastodo esto?

—Porque no quiero que te pase nada—respondió—. No hace falta queconfíes en mí, pero al menos escucha loque te digo y haz lo que tengas que hacerpara protegerte. Henry se ha aseguradode que el asesino no pueda volver a

utilizar ninguno de los métodos queempleó con las otras chicas, pero esosolo significa que intentará hacerlo deotro modo. Henry lo sabe, todos losabemos, y tú también debes saberlo.

—Genial —contesté poniendo carade fastidio—. Así que en lugar de temerque me envenenen con la comida,¿debería estar atenta por si me ataca unenjambre de abejas asesinas? ¿O por sime cae un yunque encima de la cabeza?

—Debes estar atenta a cualquiercosa que se salga de lo normal —dijo—. Y si alguna vez sospechas queocurre algo raro, sal de donde sea, ¿deacuerdo? Da igual que parezcas caerlesbien. Alguien en esa casa te quiere

muerta, y si quieres tener algunaoportunidad de sobrevivir, no debesolvidarlo.

No respondí. Me habíaacostumbrado a vivir en Eden Manor y,aunque no era perfecto, al menos ya nome sentía desgraciada. Sin embargo, laidea de que la persona que intentabamatarme podía ser alguien a quienconocía me impresionó másprofundamente de lo que quisereconocer. Por primera vez comprendíque no eran solamente las vidas de mimadre y de Henry las que estaban enjuego, sino también la mía.

—¿Por qué me cuentas esto? —pregunté en voz baja mientras se oía un

trueno—. Si muero, Henry sedesvanecerá y tú conseguirás todo loque deseas.

Fijó la mirada en el suelo.—Todo, no.Antes de que me diera a tiempo a

pensar si se refería a perderme a mí o aperder a Henry, empezó a llover a marespor primera vez en mis sueños.

—Prométeme que tendrás cuidado—dijo James—. Prométeme que noharás ninguna tontería.

Asentí. Ardía en deseos de encontrarun pedacito de felicidad entre losjirones de mi vida, pero no estabadispuesta a morir por ello. Por mimadre, sí, pero no por mí misma.

—Gracias —dijo, aliviado—. Nosveremos en primavera. Y Kate…

Lo miré en silencio mientras elparque empezaba a emborronarse.

—Lo siento —añadió, y fue loúltimo que oí antes de que meenvolviera por completo la oscuridad.

Seguía furiosa con él, pero cuandome desperté sola en mi cama, no pudeevitar pensar que, mientras luchaba contanto ahínco por salvar la vida de mimadre y la de Henry, quizá James solointentaba luchar por salvar la mía.

La Navidad era la única fiesta quecelebrábamos mi madre y yo, y siempre

era muy alegre. En nuestro minúsculoapartamento de Nueva York apenashabía sitio para un árbol, pero aun asímetíamos uno en el rincón del cuarto deestar y nos pasábamos horasdecorándolo. Un trocito de naturaleza enuna jungla de metal, decía mi madrecuando nos retirábamos para admirarnuestra obra, al acabar.

Al lado de los enormes árbolesnavideños dispersos por Eden Manor,los nuestros habrían parecido ramitas.Parecieron crecer de la noche a lamañana por toda la mansión, y el aromaa galletas impregnó los pasillos durantesemanas. Los sirvientes parecían flotarde contento, y en todas partes se

respiraba una atmósfera alegre que nopodía ignorar ni en mis peoresmomentos. Yo esperaba que celebraranel solsticio de invierno y no la Navidad,pero Ella me aclaró que iban acelebrarla en mi honor.

Tenía siempre presente que ningunade las demás chicas había sobrevividomás allá de Navidad, y pese a loenfadada que estaba con Jamesprocuraba no quedarme nunca sola. Peroa medida que se acercaba la Navidadveía cada vez menos a Henry, y esodificultaba las cosas. Durante el otoñonos veíamos de vez en cuando por lamansión, pero ahora solo conseguíaverlo por las noches. Las cosas entre

nosotros iban de mal en peor, y pese alconsejo de mi madre no encontraba elmodo de insuflarle el deseo de vivir.Confiaba en sobrevivir a la Navidad,pero de todos modos eso no megarantizaba nada. Y en cuanto a laposibilidad de que me asesinaran, nisiquiera me permitía pensarlo.

Sabía, no obstante, que quería queHenry pasara una Navidad feliz. Sesuponía que todos los habitantes de lacasa cenaríamos juntos y, aunque eso eraun buen comienzo, yo quería enseñarlecómo solíamos pasar la Navidad mimadre y yo. Tal vez si lo invitaba acompartir una parte íntima de mi vida élharía lo mismo por mí, o al menos

dejaría de ponerme mala cara. Además,egoístamente, no quería pasar laNavidad sola.

El día de Nochebuena, mientrasdesayunaba, apareció en mi habitaciónun árbol de Navidad gigantesco, juntocon dos grandes cajas de adornos. Misclases se habían suspendido con motivode las fiestas, así que llevé a Ava arastras a mi cuarto para que me ayudaraantes de que tuviéramos que arreglarnospara la cena. Cuando no estaba conHenry, ella era la única persona con laque me atrevía a estar sola. A fin decuentas, no había coincidido allí con lasotras chicas, y yo estaba más o menossegura de que no iba a intentar matarme

por no aceptar el ofrecimiento de Henryen el equinoccio de otoño.

A primera hora de la tarde, sinembargo, empecé a arrepentirme dehaberla invitado.

—Si llego tarde a mi cita conXander esta noche, te haré responsable ati personalmente —dijo malhumoradamientras intentaba desenredar una sartade bombillitas.

Pogo, mi perrito, nos observaba coninterés.

—No tires tan fuerte —dije,saltando por encima de un montón deespumillón para quitarle las luces de lasmanos—. Son muy delicadas. Y no vas allegar tarde. Además, ¿no estabas

saliendo con Theo?—Ya no —contestó con voz

cantarina—. He vuelto con Xander y meha invitado a su habitación para quecenemos en privado en vez de ir albanquete.

No contesté.—Ten, ayúdame con esto —le ofrecí

un extremo de la sarta de luces ydesenredé el nudo hábilmente—. Ahorarodea el árbol… ¡y no pises losadornos! Sí, así.

Sujetó las luces mientras yo lascolocaba, pero para decorar las ramasmás altas tuve que servirme de ungancho.

—¿Qué vais a hacer Henry y tú esta

noche?—Es un secreto —contesté. Cuando

di la vuelta al árbol y vi su cara tuve queponer los ojos en blanco—. Eso no.¿Qué vais a hacer Xander y tú?

—Eso —me lanzó una miradamaliciosa y fruncí el ceño—. ¿Qué?Estoy muerta. Ya no importa.

—No juegues con ellos, Ava —meagaché para recoger algunos adornos decristal y procuré olvidar la imagen deHenry y Perséfone que me asaltó depronto. Necesitaba creer que Ava no leharía eso a alguien a quien amaba—. Lodigo en serio. Esto no es un juego. AHenry no le gusta que la gente líe lascosas, y no creo que te convenga hacerle

enfadar. Por favor, hazlo por mí. Ten,coloca estos.

Ava agarró los adornos y empezó acolgarlos de cualquier forma,amontonándolos o poniéndolos en ramasque se inclinaron peligrosamente por supeso. Hice una mueca y empecé acambiarlos de sitio. Seguimos así unosminutos, hasta que por fin se giróbruscamente para mirarme.Sobresaltada, dejé caer el adorno quetenía en la mano, pero por suerte cayósobre la alfombra.

—Crees que soy una zorra, ¿verdad?—¿Qué? —dije, fijándome en sus

mejillas coloradas y sus ojosenrojecidos. Estaba a punto de llorar—.

¿Por qué piensas eso?—Porque… —se puso otra vez a

colgar adornos, haciendo temblar todoel árbol al tirar de las ramas. Se cayóotro adorno, y finalmente Ava se sentóen el suelo—. Creo que a Xander solo legusto porque me acuesto con él.

—¿Y eso por qué? —pregunté concautela al arrodillarme a su lado. Eramuy posible que tuviera razón, pero esono significaba que fuera el único motivo.Excepto Henry, todos los hombres lamiraban allí donde iba, así que yo noentendía muy bien qué esperaba, si noeso.

—No sé —dijo—. Nunca hablamos.Me cuenta cosas o me enseña cosas, o

me besa, pero si no me acuesto con él depronto siempre encuentra algo quehacer. O intenta ponerme celosa conotras chicas.

—Entonces es que es un capullo —dije tajantemente—. Y estarás mejor sinél.

Sollozó.—¿Tú crees?—Sí, eso creo —hice una pausa—.

¿Y Theo? Era majo, ¿no?Puso cara de fastidio.—Me protegía tanto que casi no me

dejaba respirar. Pero sí —añadiósuavemente—, era majo. Muy sensible,pero majo.

—Entonces, ¿por qué no rompes con

Xander? —pregunté—. Sobre todo sivas a ser más feliz sin él.

—Pero no voy a serlo —me miróllorosa—. Aquí estoy muy sola, Kate, túlo sabes. Tú estás todo el tiempoocupada y a Ella no le caigo bien, y a míno me cae bien Calíope, y… Si no tengoa Xander, ¿quién me queda?

Intenté pensar en algo que decirle,pero no se me ocurrió nada. Ava estabatan sola allí como yo, y aunque nosteníamos la una a la otra, o algo así, ellahabía perdido tantas cosas como yo almorir. Había perdido a sus padres, yaunque ella lo disimulaba bien,momentos como aquel servían pararecordármelo.

—Lo siento —dije, abrazándola—.Aunque a veces esté ocupada, siemprepuedes recurrir a mí, siempre estaré a tulado. Te lo prometo. Pero ten cuidado,¿de acuerdo?

Tardó unos segundos en reaccionar.Luego escondió la cara en el hueco demi cuello y me rodeó con los brazos. Seechó a llorar, le temblaban los brazos yrespiraba entrecortadamente. Le froté laespalda para tranquilizarla y lamentéque no se me dieran mejor aquellascosas. Nadie a quien conociera enNueva York se había deshecho enlágrimas delante de mí. Pero de todosmodos pareció ayudarla, así que mequedé quieta y esperé a que se

desahogara por completo.Por fin se apartó lo justo para

mirarme. Al ver su mohín, comprendíque lo peor había pasado.

—¿Cómo podemos ser amigas si nisiquiera me dejas que te enseñe a nadar?—preguntó mientras se enjugaba losojos con delicadeza.

—A mí no vas a convencermeponiendo esa cara, Ava —le advertí—,por más que te haya servido con tusnovios.

Dejó caer los hombros otra vez y yosuspiré.

—No quiero aprender a nadar, perono es por ti, es porque me da miedo elagua. No me puedo lanzar a aprender

como si nada, ¿entiendes?Abrió mucho los ojos.—¿Te da miedo el agua? ¿Me lo

dices de verdad?No parecía dispuesta a facilitarme

las cosas.—Me aterroriza —contesté—.

Cuando tenía cuatro o cinco años, se meocurrió que sería divertido nadar en ellago de Central Park, así que me tiré alagua y me hundí como una piedra. Mimadre tuvo que lanzarse a salvarme, ydesde entonces ni siquiera me atrevo aintentarlo.

Hablar de mi madre tantranquilamente me puso un nudo en lagarganta, pero por suerte Ava no pareció

notarlo. Me miró con aire calculador yyo comprendí que me había metido en unlío.

—¿Sabes qué te digo? —dijo,irguiéndose—. Que cuando haga mejortiempo yo te enseñaré a nadar y tú… Nosé, te deberé un enorme favor, ¿qué teparece?

—No puedes ofrecerme nada paraconvencerme de que me meta en el agua—me incorporé de nuevo y empecé arecoger adornos. Solo quedaban unospocos y debajo de ellos había una cajitaen forma de corazón, envuelta endelicado papel de seda rosa. En unatarjeta, escrito con letra florida, se leíami nombre. Fruncí el ceño y tomé la

cajita—. ¿Esto es tuyo?Ava la miró.—No. ¿Dónde estaba?—Con los adornos —desaté la cinta,

pero Ava me apartó la mano de un golpe—. ¡Eh!

—No lo toques —dijo, y dejó lacaja sobre la cama como si fuera unabomba a punto de estallar—. No sabesde dónde viene.

Me volví hacia los adornos, irritada.—Es un regalo de Navidad, Ava,

¿has oído hablar de ellos?La advertencia de James resonaba en

mi cabeza, pero solo había intentadodesenvolver el regalo. No era tan idiotacomo para comerme o ponerme algo sin

saber de dónde procedía. Además, quizádentro hubiera una tarjeta firmada.

—El tuyo está debajo de la cama silo quieres.

Se metió bajo la cama y sacó unacajita envuelta en papel azul, con sunombre puesto. La vi abrirla y sacar losaros de oro que había dentro, peroaunque intentó parecer entusiasmada noparaba de mirar mi regalo inesperado.

—Gracias —dijo mientras se poníalos pendientes—. Son preciosos.

—De nada —me acerqué a la cama—. En serio, Ava, solo es un regalo.Estoy segura de que no va a intentarmorderme ni…

—¡Para!

La voz de Henry resonó en lahabitación y mi mano se detuvo a unoscentímetros del envoltorio de color rosa.Estaba en la puerta, delante de unadocena de guardias armados. Irradiabapoder en oleadas, y la temperatura habíacaído tan bruscamente que me parecióver mi aliento convertido en vaho.Entonces entendí por primera vez porqué todo el mundo se mantenía a unadistancia respetuosa de él, sobre todocuando estaba enfadado.

Intenté refrenar mi nerviosismo.—Es un regalo…—Kate —dijo con frialdad—,

apártate.Obedecí a regañadientes. Crucé los

brazos y lo vi recoger el regalo. Depronto se formó una burbuja irisada quelo envolvió por completo. Yo me quedéboquiabierta.

—¿Cómo has…?—Tengo que abrirlo —dijo—. Es la

manera más segura.La tapa de la caja se levantó sin que

nadie la moviera. Dentro había unsurtido de bombones, todos distintos enforma y color. Uno adornado con unaflor morada se elevó por encima de losotros y se partió por la mitad.

Pero dentro no había una avellana, nimermelada de fresa, sino un líquidoverdoso que al gotear sobre el papel deseda rosa emitió una especie de siseo

que yo oí a un metro de distancia.—Cancelad la cena —ordenó Henry

a los guardias—. Aseguraos de que todoel mundo esté en su habitación. Quieroun registro exhaustivo de la mansión.

Tardé un momento en recuperar elhabla, y cuando por fin lo logré me salióla voz ronca:

—No puedes cancelar la cena deNavidad.

—Puedo y voy a hacerlo —dijo—.Y tú no saldrás de tu habitación estanoche, ¿entendido?

¿Entendido? ¿Es que se había vueltoloco?

—No saldré de mi habitación condos condiciones —dije enérgicamente

—. Una, que después de que hayanregistrado la mansión dejes que secelebre la cena. Hay tiempo suficientepara hacer las dos cosas.

Tensó la boca, molesto, pero asintió.—Está bien. ¿Y la segunda

condición?Titubeé. Había otras cosas en juego,

además de las fiestas, y si se negaba…Pero por lo menos tenía que intentarlo.

—Dos, que pases la noche conmigo.Y que te diviertas todo lo que puedas. Y—añadí— que dejes de estar tan tensotodo el tiempo. Me saca de quicio.

Tardó unos segundos en contestar ycuando lo hizo se limitó a asentir con lacabeza, pero por un instante me pareció

que esbozaba una sonrisa.—Vendré en cuanto nos hayamos

asegurado de que no hay peligro.Mientras tanto, no abras ningún paqueteraro.

Al salir le indicó a Ava que losiguiera. Ella se encogió de hombros, setocó los pendientes nuevos y me guiñóun ojo antes de salir, dejándome sola enmi suite. Suspiré, me dejé caer en lacama y procuré no pensar en cuántotiempo tardarían en registrar lamansión… ni en por qué habíasospechado Ava del regalo envenenado.

Pasé el resto de la tarde decorando

mi habitación para no pensar en loocurrido. Con las luces bajas el árbolestaba espléndido, y hasta habíaconseguido ponerle una estrello en loalto. Pero lo mejor eran las sartas delucecitas extendidas por el dormitorio.Cuando lo crucé, vi sus coloresreflejándose en mi piel. Hasta olía agalletas. Lo único que faltaba era lamúsica.

Cuando acabé, estaba convencida deque Henry no aparecería. Fuera estabaoscuro y era tan tarde que me sonabanlas tripas. Pregunté varias veces a misguardias, pero nadie parecía dispuesto adecirme cuándo iba a llegar Henry.

Como pensaba que iba a pasar la

noche sola, me puse el pijama y mefabriqué un nido de mantas y almohadasen el suelo, en medio de la habitación.Pero justo cuando me estaba poniendocómoda oí que se abría la puerta. Henryentró llevando una bandeja de platacargada con manjares, seguido porCerbero y Pogo. Me ofreció en silenciouna taza de chocolate caliente.

Acepté la taza y bebí un sorbo. Mepareció ver que en la bandeja habíapastelillos de nueces. Olía igual que losque solía hacer mi madre, y se me hizola boca agua.

—Como te has perdido la cena, hepensado que tendrías hambre —su tonosonó penosamente neutral, como si se

esforzara por ser amable. Miró indecisolas mantas que había amontonado en elsuelo—. ¿Hay sitio para uno más?

—De sobra —dije, intentandoparecer acogedora—. Pero si no te gustasentarte en el suelo puedes traer unasilla. Funciona casi igual de bien.

Después de dudar un momento sesentó a mi lado y me moví para dejarlesitio. Se removió un poco, incómodo,pero por fin se quedó quieto.

—¿Tu madre y tú hacéis esto todoslos años? —preguntó—. ¿Amontonáislos cojines y miráis las luces?

—Sí, normalmente —bebí un sorbode mi cacao—. Las tres últimasNavidades las ha pasado en el hospital,

pero aun así siempre nos lasapañábamos. ¿Habéis encontrado algoen el registro?

—No —contestó—, pero el servicioha tenido su fiesta, como te prometí.

Asentí, y se quedó en silencio, tenso,a mi lado. Pero al menos estaba allí.Estuve mirando el árbol hasta que elresplandor de las luces hizo que meescocieran los ojos, y cuando miré paraotro lado seguí viendo su filigrana decolores.

—¿Cómo es estar muerto?Me puse colorada al darme cuenta

de lo que había preguntado, y él tardó encontestar, lo cual solo empeoró lascosas.

—No lo sé —dijo por fin—. Perotampoco sé cómo es estar vivo.

Apreté los labios. Estupendo.Siempre se me olvidaba.

—Pero si quieres —añadió—,puedo hablarte de la muerte.

Lo miré.—¿Qué diferencia hay?—La muerte es el proceso de morir.

Estar muerto es lo que sucede despuésde la muerte.

—Ah —yo procuraba no pensar enla agonía de mi madre, en sí seríadolorosa o no, en si vería una luzbrillante o si sería consciente de lo quele estaba pasando. Pero Henry hablabacon conocimiento de causa—. Por

favor…Extendió el brazo, indeciso, y vi con

sorpresa que lo posaba sobre mishombros. Seguía estando tenso, perohacía semanas que no estábamos tancerca.

—No es tan terrible como soléispensar los mortales. Es muy parecido aquedarse dormido, o eso me han dicho.Hasta cuando se trata de una heridadolorosa, dura muy poco.

—¿Qué…? —tragué saliva—. ¿Quésucede después de lo de quedarsedormido? ¿Hay una… una luz brillante?

Tuvo al menos la delicadeza de noreírse.

—No, no hay ninguna luz blanca.

Pero sí una puerta —añadió, y me lanzóuna mirada cargada de intención. Yo, sinembargo, no entendí qué quería darme aentender, y dándose por vencido añadió—: La verja de entrada a Eden Manor.

Parpadeé.—Ah —luego me lo pensé—. Ah.

¿Quieres decir que aquí…?—A veces, cuando pueden ser útiles

—contestó—. La gran mayoría sonenviados directamente al más allá.

—¿Qué es el más allá?—El Inframundo, donde permanecen

las almas para toda la eternidad.—Entonces, ¿existe el paraíso?Rodeó lentamente con los dedos mi

brazo desnudo y me recliné contra él.

Quizá mi madre tuviera razón; quizá sehabía mostrado tan distante porque temíaque no sobreviviera a la Navidad. Oquizá solo intentaba reconfortarme. Encualquier caso, era agradable estar a sulado, y yo ansiaba su contacto.

—Al principio había muchascreencias distintas, así que era unámbito indefinido —explicó en tonoclínico—. Luego aparecieron religionesmás sólidas y con ellas se formaron elTártaro y los Campos Elíseos, entreotras cosas. A partir de entonces, con eldesarrollo de las religiones… —hizouna pausa, como si escogiera con todocuidado sus palabras—, la vida despuésde la muerte es lo que el alma desea o

cree que ha de ser.En mi cabeza se agolpó de pronto un

sinfín de posibilidades y me sentíaturdida.

—¿Eso no complica mucho lascosas?

—Sí —sonrió—. Por esoprecisamente no puedo gobernar solo.James ha estado ayudándometemporalmente.

Se me agrió el buen humor deinmediato.

—Si no puedes gobernar solo,¿cómo va a hacerlo él si te desvaneces?

Cambió de postura y temí por unmomento que fuera a apartarse. Puse mimano sobre la suya y se quedó quieto.

—No sé. Si las cosas llegan a esepunto, ya no será asunto mío, peroteniendo en cuenta cómo se hacomportado contigo, yo diría que piensapedírtelo a ti, pero el dictamen delconsejo es definitivo. Si no te dan elvisto bueno para mí, tampoco te lo daránpara él.

Nunca se me había ocurrido que aJames le gustara lo suficiente como paraque estuviera dispuesto a aguantarmetoda la eternidad. Respiré hondo,intentando no moverme de puronerviosismo. Quizá Henry seequivocara. James y yo solo éramosamigos, y quizá ya ni eso. Él lo sabía.Los dos lo sabían.

—¿Qué tendría que hacer? Siapruebo, quiero decir. ¿Cómo funciona?

—Es un trabajo, como casi todo —contestó, y vi las luces del árbolreflejadas en sus ojos—. Consiste en sumayor parte en mediar en disputas o,cuando un alma está indecisa, enayudarla a llegar a una comprensión másamplia de las cosas. No intervenimos ano ser que el alma crea que va a serjuzgada.

—¿Y qué ocurre entonces? —pregunté, intentando recordar qué era mimadre. ¿Metodista? ¿Luterana?¿Presbiteriana? ¿Tenía algunaimportancia lo que fuese?

—Eso depende únicamente de su

corpus de creencias —explicó—. Sicreen que van a andar por ahí con formahumana, eso es lo que sucede. Si creenque solo van a ser una bola de luz ycalor, eso son.

—¿Y si lo que creen y lo que deseanson dos cosas distintas?

—También intervenimos en esoscasos.

Me quedé callada. La perspectiva depasar el resto de la eternidad reinandosobre los muertos me parecía imposible,como una cosa lejana que jamás lograríaalcanzar, ni sabía si quería alcanzar. Noestaba haciendo aquello por el trabajo;ni siquiera para conseguir lainmortalidad. Después de ver a Henry,

podía imaginarme lo solo que debía desentirse uno siendo inmortal, y no meapetecía vivir esa experiencia.

—¿Y si no puedo soportarlo? —pregunté—. ¿Y si fracasoestrepitosamente y tienes que buscar aotra persona?

Pasó un rato antes de que contestara:—Para eso son las pruebas. Yo ya

hice mi parte al escogerte, y creo queeres capaz de soportarlo. Mis hermanosy hermanas te ponen a prueba porque setrata de una enorme responsabilidad yno hay cabida para el error. Si nopuedes hacerlo, no lo harás. Es así desencillo.

No tenía nada de sencillo, pero no

podía concentrarme en lo que sucederíadespués. A fin de cuentas, aún tenía quellegar a la primavera. Aunque aprobaratodas las pruebas, si no le gustaba alconsejo todas aquellas especulacionesserían inútiles. Ya tenía un voto encontra: el de James. Si hacía falta que ladecisión fuera unánime, ya habíasuspendido.

—Henry… —dije en voz baja.Él estaba mirando el árbol fijamente.—Sabes que quiero aprobar,

¿verdad?—Eso he deducido, sí, ya que sigues

aquí.Hice caso omiso de su sarcasmo.

Apreté su mano cálida.

—No es solo por mi madre.También es por ti. Sé que llevas muchotiempo intentándolo y que no soy másque una tontuela más que intenta echarteuna mano, y sé que crees que voy afracasar, pero… Me gustas, Henry, ytambién estoy haciendo esto por ti, ¿deacuerdo? No quiero que te desvanezcas.

No me estaba mirando, pero vi quesus labios dibujaban una sonrisadesganada.

—Tú jamás serás una tontuela más—afirmó—. No quiero influirte, niponerte las cosas más difíciles, pero nocreas que no me importa lo que te pase,Kate. Quizá sea imposible que alguienocupe el lugar de Perséfone, pero si así

es, no será por tu culpa. Y si alguien escapaz de ocuparlo, estoy seguro de queeres tú.

—Entonces, por favor, no te rindas—dije—. Nunca seré Perséfone y lo sé,pero… Podríamos ser amigos. Y ya notendrías que estar solo.

Apartó la mirada, ocultando porcompleto su cara a mi vista. Cuandohabló, su voz sonó tensa, como siestuviera haciendo un esfuerzo porhablar con firmeza.

—Me gustaría muchísimo —dijo, yyo dejé escapar el aire que había estadoconteniendo sin darme cuenta, y meaparté de él.

No me miró, pero posó la mano

sobre su regazo.—¿Puedo darte ya mi regalo? —

pregunté—. Te prometo que no estáenvenenado.

Respondió a mi estúpida broma conuna media sonrisa. Me desenredé de lasmantas, metí la cabeza bajo la cama,saqué un paquete grande envuelto enpapel dorado y se lo llevé. Me llevé unasorpresa al ver que había otro regalo enel sitio donde había estado sentada unminuto antes.

—Tu regalo —dijo—. Tampoco estáenvenenado.

—Gracias.Me senté y le di el suyo, pero lo

puso a un lado mientras me miraba abrir

el mío. Quité el papel plateado y vi unacaja corriente. Entornando los párpadosen medio de la penumbra, levanté la tapay aparté el papel de seda, dejando aldescubierto una fotografía en blanco ynegro enmarcada.

Me quedé de piedra. Era mifotografía preferida con mi madre, decuando tenía siete años. Estábamos enCentral Park, el día de mi cumpleaños,en el mismo sitio donde nosencontrábamos todas las noches en missueños. Habíamos desplegado toda unacomida campestre, pero un perrazo quese había escapado de su dueño nos lahabía echado a perder. Solo se habíansalvado los pastelitos que yo había

ayudado a hacer a mi madre.En la fotografía aparecíamos

sentadas en medio del estropicio en elque se había convertido nuestra comida,cada una con un pastelito en la mano.Chocolate con crema de color lila,recordé esbozando una sonrisa. Mimadre me rodeaba con los brazos yaunque las dos sonreíamos no estábamosmirando a la cámara. El dueño del perronos había hecho unas cuantas fotos paracompensarnos por haber dado al trastecon nuestro picnic, y al final había sidoaquella la que se había pasado onceaños colocada en un marco encima demi mesita de noche.

Pero mientras la miraba me di cuenta

de que no era la misma. Aquella teníaprofundidad, como la imagen del cuartode Perséfone. Un reflejo, había dichoHenry, pero a diferencia del dePerséfone y él, aquel no era unaesperanza, ni un anhelo. Era real.

Me sequé los ojos con el dorso de lamano.

—Henry, no sé…Levantó una mano y me quedé

callada.—Espera a que yo abra el tuyo.Esperé con la vista borrosa mientras

desenvolvía la gran caja. Me habíacostado cuatro intentos envolverla bien.Cuando levantó la tapa, se quedóparado.

—¿Qué es esto? —preguntó,perplejo, mientras examinaba la mantaque yo había decorado con todo esmero.Me había negado a que me ayudaran, apesar de que sabía que, si hubieraaceptado ayuda, habría tardado días enlugar de semanas.

—Es el firmamento —contesté conmi fotografía pegada al pecho—. ¿Veslos puntos? Son estrellas. Me acordé delo que dijiste sobre el movimiento de lasestrellas. Dijiste que habían cambiadode lugar desde que conociste aPerséfone y… Así son ahora. Cuandome has conocido a mí.

Contempló las constelaciones que yohabía bordado meticulosamente sobre la

manta, y rozó suavemente con los dedosla de la Doncella. Virgo. Kore.

—Gracias —me miró con sus ojoshechos de luz de luna y de pronto sentíque algo había cambiado.

La barrera que había estado allí todoese tiempo había desaparecido, y por uninstante casi pareció otra persona.

—Por todo. Nunca me habían hechoun regalo tan maravilloso.

Levanté una ceja.—No sé si creerte.—Debes creerme —siguió pasando

la mano por la tela—. Hacía muchotiempo que no recibía un regalo tanextraordinario.

Seguí mirándolo, incapaz de apartar

los ojos, absorta en cada detalle de sucara. Desaparecida aquella barrera, eracasi como si pudiera ver cómo era enrealidad: un ser bondadoso, asustado ysolitario cuyo mayor deseo era seramado.

—¿Puedo probar una cosa? —pregunté—. Si no te gusta, paro.

Asintió y yo respiré hondo y procuréque mi estómago dejara de dar saltosmortales. Haciendo acopio de todo elvalor que pude encontrar, me inclinéhacia delante y pegué mis labios a lossuyos. Solo había besado a un par dechicos en mi vida, y me pareció extraño,pero no violento. Agradable, pensé. Eraagradable.

Pareció sorprendido, pero no seresistió. Pasaron unos segundos un tantopenosos, pero por fin se relajó y medevolvió el beso, apoyando la manosobre mi cuello. El calor de su piel encontacto con la mía era casiinsoportable.

No sé cuánto tiempo tardé enapartarme, haciendo un esfuerzo.Contuve el aliento y lo miré indecisa,temiendo que se asustara y salieracorriendo. Pero se quedó muy quieto,con el semblante inexpresivo, yfinalmente no pude resistir más elsilencio.

—Ha sido… —titubeé y le ofrecíuna sonrisa—. Me ha gustado. Mucho.

Después de que pasara un siglo, oeso me pareció, respondió a mi sonrisacon otra muy tenue.

—A mí también.Alargué la mano con nerviosismo

para entrelazar sus dedos con los míos ymiré nuestras manos unidas en vez demirarlo a la cara. Mi mano era tanpequeña que parecía perdida entre lasuya.

—Henry… No te lo tomes en el malsentido…

Noté que se ponía tenso y enseguidame sentí culpable, aunque procurédisimular con una mirada provocativa.

—Déjame acabar —dije—. No te lotomes en el mal sentido, pero como es

Navidad y todo eso… ¿te importaríaquedarte conmigo esta noche?

Sus ojos se dilataron ligeramente yenseguida sacudí la cabeza y me pusecolorada de vergüenza.

—No me refiero a eso. Eso tienesque ganártelo, y cuesta más que una foto,¿sabes? —mi débil intento de bromearconsiguió romper la tensión lo justo paraque esbozara una sonrisa de disculpa—.Pero ¿podrías… quedarte a pasar lanoche?

Pasaron unos segundos y meabofeteé para mis adentros porhabérselo preguntado así, como si fuerauna adolescente poseída por lashormonas que solo pensaba en eso. Pero

no era lo que yo buscaba, en absoluto.Buscaba su compañía. Me hacía feliz, yesa noche, más que ninguna otra, noquería estar sola. Y tampoco quería quelo estuviera él.

—Sí —contestó—. Me quedo.

No ocurrió nada.Pasamos el resto de la velada

charlando y mirando las luces del árbol.Cuando llegó la hora de irse a dormir,me acurruqué a su lado y me serví de supecho como almohada sin ningún pudor,pero eso fue todo.

No volví a besarlo, me encontrabademasiado a gusto como para

arriesgarme a echarlo todo a perder.Henry no se merecía que lo presionaraasí, y yo de momento solo anhelaba sucompañía, aunque dar el paso siguienteabría un montón de nuevasposibilidades. Habría sido muy violentopara los dos, y ambos nos merecíamosdisfrutar tranquilamente de la Navidad.

Mi madre y yo paseamos por CentralPark, agobiadas por la canícula delverano en la ciudad. Pareció ponersecontenta cuando le conté lo que me habíapasado con Henry, y me abrazó cuandole dije que nos habíamos besado.

—Esa es mi niña —dijo, feliz comonunca desde hacía años.

Pasamos nuestra última Navidad

juntas comiendo helado y vagando porlos jardines al sol ardiente del verano.Fue señalándome las variedades deflores que crecían silvestres sin apartarel brazo de mis hombros, y cuando sentíque empezaba a despertarme le deseéfeliz Navidad por última vez.

Pero mi dicha no duró muchotiempo. Al despertar oí que alguienaporreaba mi puerta. Me incorporé,aturdida y despeinada, y me pasé losdedos por el pelo mientras Henry selevantaba e iba a abrir. En ese momentolo odié. Estaba impecable, sin un solopelo fuera de su sitio, y se movía con lamisma elegancia de siempre. Yo, encambio, me pasaría el día pagando las

consecuencias de haber dormido en elsuelo.

—¿Sí? —preguntó al abrir la puerta.Vi con sorpresa que Ella entraba

rápidamente, seguida por Calíope. Ellaestaba llorando y tenía la cara coloradacomo un tomate y Calíope parecíadestrozada, con los hombros hundidos yel semblante acongojado.

—¡Quiero que se marche! —gritóElla furiosa, mirándonos a los dos.

—¿Es una petición —preguntóHenry mientras regresaba al lecho demantas y almohadas hecho en el suelo—o una exigencia?

—¡Le ha hecho daño! —continuóElla, mirándolo fijamente—. Le ha

hecho daño y él ha intentado encontrarlay ahora…

Yo me levanté con esfuerzo.—Espera. ¿Quién? —pregunté—.

¿Qué está pasando?Ella se deshizo en llanto. Henry, que

estaba a mi lado, miró a Calíope conexpectación, pero ella clavó la miradaen el suelo.

—Ava —dijo—. Ha pasado lanoche con Xander y Theo los haencontrado esta mañana, se han peleadoy…

Henry se puso tenso y a mí se meheló la sangre en las venas.

—¿Y? —preguntó.—Xander ha pasado al más allá.

14. Juicio

Ava estaba acurrucada en el rincón delaposento, sin un solo rasguño, perosobre la cama se veían los restosensangrentados del cuerpo de Xander.La habitación estaba impregnada de unolor a podrido. Yo me tapé la nariz,pero a Henry no pareció importarlecuando se puso a examinar el cadáver.

Ella y Calíope no nos habíanacompañado, habían preferido quedarseen otra ala de la mansión, con Theo, que,por lo que había dicho Calíope, estabaherido pero no de gravedad.

Al parecer, para los moradores de

Eden Manor pasar al más allá era elequivalente a morir en el mundoexterior: un final idéntico a la muertepara los vivos. Hasta que sus seresqueridos no pasaran también al más allá,no podían volver a verlos. Xander sehabía ido, se había perdido en elInframundo, y el único que podíaencontrarlo ahora era Henry. Me costóasimilar que aquello no era el verdaderofinal, que podía perder a Ava otra vez,igual que a todas las personas con lasque había trabado amistad desdeseptiembre, y que esta vez noreaparecerían. Aquella muerte era elpaso final para los habitantes de EdenManor. Para Xander no habría más

intermedios. Pese al doloroso vacío quedejaba su muerte en la mansión, mereconfortó un poco saber que aquel lugartodavía formaba parte del mundo que yocomprendía. Un puñal en la espaldaequivalía a sangre, y un exceso desangre equivalía a la muerte.

—¿Ava? —dije al acercarme a ella.Parecía un animal asustado, listo

para huir al menor movimiento.—Yo no quería —musitó, llorando.

Tenía manchas de sangre debajo de losojos. Debía de habérselas dejado allimpiarse las mejillas—. Pensaba…pensaba que no quería volver a verme, yXander estaba ahí y yo…

—Está bien —dije, aunque estaba

claro que no era así. Me sentía mareaday me costó un enorme esfuerzo novomitar al ver aquella carnicería, peroaparté la mirada de ella y la fijé en Ava—. Deberíamos lavarte un poco.

La ayudé a llegar al cuarto de bañomientras Henry proseguía con suinspección. En cuanto me aseguré de queno iba a desmayarse, le busqué una batay me puse a lavarle la sangre de la piel yel pelo. Ninguna de las dos dijo nada.Yo no quería conocer los detalles y ellaestaba demasiado trémula para hablar.Cuando estuvo seca, me asomé a lahabitación procurando no mirar lahorrible escena de la cama.

—¿Qué quieres que haga con ella?

—pregunté.Henry no se había movido.—Los guardias la acompañarán a

otra habitación. Se quedará allí hastaque decidamos si merece castigo.

Palidecí.—¿Esto es… es otra prueba?Se acercó a mí en un instante, a

velocidad increíble.—No —contestó—. Xander ha

pasado al otro lado. Ahora ven. Ellos seocuparán de Ava.

Me condujo hacia la puerta,tapándome con su cuerpo la visión delcadáver. Cuando salimos entró unamujer de uniforme, pero apenas me fijéen ella.

—¿Adónde vamos? —preguntédespués de respirar una bocanada deaire fresco cuando llegamos al pasillo.

—A ver a Theo —dobló una esquinay lo seguí sin protestar.

Se me encogió el estómago al pensaren qué estado podía estar Theo, peroprocuré no pensarlo. Que yo supiera,estaba bien.

Pero en cuanto entramos en suaposento se hizo evidente que no era así.Ella estaba junto a la cama de suhermano. Estaba demacrada y letemblaban las manos. Cuando entramosHenry y yo, me miró con rabia y me paréjunto a la puerta.

—¿Cómo está? —preguntó Henry al

llegar a los pies de la cama.Theo estaba inconsciente.—Tiene una herida en el pecho que

me preocupa. Todas las demás sonsuperficiales, pero ha perdido muchasangre —contestó Ella con voz ronca.

—¿Se despertará pronto? —no habíani una sola nota de pena ni depreocupación en la voz de Henry.Sonaba hueca, y ese vacío me asustómás que cualquier otra cosa esa mañana.

Ella negó con la cabeza.—No lo sé.—¿Podrá soportar el dolor si le

despierto?Lo miramos las dos con enfado.

Busqué algún rasgo del Henry al que

había besado esa noche, pero no loencontré. Una parte de mí sintió alivio:no quería enamorarme de aquel fríocascarón. Otra parte, en cambio, sepreguntó cuál de los dos era de verdadél.

—S-sí —contestó Ella, desviando lamirada después de unos segundos—. Losoportará.

Hasta yo noté que no estaba muysegura, pero al parecer Henry nonecesitaba más confirmación. Soltó mimano y dio un paso hacia la cama,cerniéndose sobre ella. Un momentodespués, sin que nada indicara que sehabía obrado un cambio, Theo dejóescapar un gemido. Tenía los ojos tan

hinchados que a duras penas pudoabrirlos el ancho de una rendija. Tosiódébilmente, y el estertor de su pecho mehizo estremecerme.

—¿Qué ha pasado? —preguntóHenry con calma.

Theo se esforzó por responder, abrióy cerró la boca varias veces.

—¿Ava?—Se ha ido —dijo Ella en tono

extrañamente tierno—. No tendrás quevolver a verla.

En lugar de parecer reconfortado,Theo desorbitó los ojos e hizo intento deincorporarse.

—¡No! —gimió, y hasta desde elotro lado de la habitación noté cuánto

sufría—. Yo no… no quería…—Ava sigue aquí —añadió Henry, y

Ella se giró, asombrada—. Xander se haido.

Theo se dejó caer en la cama y cerrólos párpados con fuerza.

—Me atacó —farfulló—. Fui adesearle feliz Navidad a Ava y me losencontré juntos. Xander… debió deolvidar las normas. Pensó que iba aatacarle. Sacó su espada y saltó hacia míy… tuve que defenderme.

Le costaba hablar. Yo ignoraba porqué le estaba haciendo pasar Henry poraquello cuando podía haberlointerrogado una vez recuperado. Omejor todavía, ¿por qué no le curaba,

como me había curado a mí?Sospechaba que sus facultades desanador no se limitaban a los tobillos.

—Cálmate —dijo Henry, e hizo unaseña a Ella, que acercó una taza a loslabios de su hermano.

Theo bebió, aunque derramó casitodo el líquido sobre su pecho. Ella lolimpió metódicamente con una toalla,como si estuviera acostumbrada ahacerlo, a pesar de que un ceño muymarcado fruncía su frente. Unossegundos después de beber aquellíquido, Theo volvió a relajarse.

—¿Esa es tu versión, entonces?¿Que no tenías malas intencionesrespecto a Xander y que fue él quien te

atacó? ¿Solo te defendiste?—A mí y a Ava —se le cerraron los

ojos—. Pensó que iba a por ella.Henry esperó mientras volvía a

quedarse dormido. Cuando surespiración se aquietó, se acercó a mí y,poniéndome una mano en la espalda, mecondujo fuera de la habitación.

—¿Ha dicho la verdad? —pregunté.Henry me miró. Su semblante seguía

desprovisto de cualquier rastro dehumanidad.

—¿Qué crees tú?Tragué saliva. Me sentía como si de

pronto me hubiera lanzado de cabeza enmedio de un lago y ni siquiera atisbarasu superficie.

—Creo que necesito hablar con Ava.

Me dejó entrar sola en la habitación,aunque él y dos guardias se quedaronfuera, junto a la puerta, desde donde sinduda podría oír claramente todo lo quedijéramos. No me importó, sin embargo:no era la intimidad de Ava lo que mepreocupaba, sino descubrir la verdad. SiTheo había sido sincero, entonces ellano había hecho nada de malo, ¿verdad?Xander había pasado al más allá, sinembargo, y eso no podía ignorarse.

Estaba tumbada de lado en medio deuna cama grande, con las rodillaspegadas al pecho. Me senté con cuidado

al borde de la cama y toqué su mano.—¿Estás bien? —la respuesta era

evidente, pero fue lo único que se meocurrió.

—No —contestó con vozestrangulada—. Xander ha muerto.

—Ya estaba muerto —contesté conla mayor suavidad de que fui capaz—.Solo ha pasado al siguiente nivel, nadamás.

Se quedó callada. Pasé los dedospor su pelo trigueño, todavía mojado decuando le había lavado la sangre.

—¿Te han hecho daño? ¿Necesitasque te vea un médico?

—No —masculló—. Estoy bien.Saltaba a la vista que no estaba bien,

pero el trauma de haber perdido aXander no invalidaba la posibilidad deque hubiera tenido algo que ver en elasunto.

—¿Qué ha pasado?Dudó y por un segundo pensé que no

iba a decir nada. Después habló en voztan baja que tuve que hacer un esfuerzopor oírla, a pesar de que la habitaciónestaba en silencio.

—No lo sé. Solo… me desperté yTheo estaba allí, mirándonos a Xander ya mí como… No sé.

Me mordí el labio.—¿Fue Theo quien atacó a Xander o

al revés?—No lo sé. Me desperté, vi una

espada, grité y corrí al rincón. No miré.No podía… —se puso boca arriba y memiró fijamente, con los ojos rojos yllenos de lágrimas—. Había sangre y yochillaba y ellos se insultaban y no sé quéocurrió, ¿de acuerdo?

Asentí. Había cerrado los puños yme estaba clavando las uñas en laspalmas. Me hacía daño.

—¿Quieres contarme algo más?¿Algo que vieras u oyeras o…?

—No —se apartó de mí—. Y detodos modos, ya no importa, ¿verdad?

No supe muy bien qué ocurrió, perofue como si algo se quebrara dentro demí. Me había pasado meses (años, mejordicho) intentando impedir que la gente a

la que quería se muriera, y Ava, pese aque afirmaba amar a Xander, ni siquieraquería hacer el esfuerzo de averiguarqué había ocurrido.

Me levanté bruscamente y de prontola habitación me pareció mucho máspequeña que antes.

—¿Es que no lo entiendes, Ava?Xander está muerto. Muerto de verdad,para siempre. No va a volver nunca. Yahora mismo todo indica que Theo loasesinó porque te pilló en la cama conél.

Pareció reaccionar. Se giró y memiró con la boca abierta.

—Te diré cómo van las cosas —añadí con vehemencia—. O Theo es

inocente y fue Xander quien lo atacó, oTheo es culpable y Xander solo estabadefendiéndose. ¿Te importa siquiera, osolo estás enfadada porque has perdidoun juguete?

Empecé a pasearme por lahabitación, indignada. No recordabahaber estado nunca tan enfadada.

—Entiendo que estás muerta, que tuvida se ha terminado y que te estásdivirtiendo mientras puedes, pero estoya no tiene gracia, por lo menos para losdemás. Estabas jugando con esos chicoscomo si solo estuvieran aquí paraentretenerte. Te comportas como si losdemás solo importaran en función de sitú obtienes lo que quieres o no, y ahora

Xander está muerto.—¿Me estás culpando? —preguntó

—. Pero yo no lo he matado…—No lo has hecho pedacitos, pero si

esto ha pasado es por culpa tuya —meparé delante de la cama, pasándome losdedos por el pelo—. Ella quiere que tevayas. Y francamente, si lo único quevas a hacer es perder el tiempoacostándote con todos los tíos de lamansión y comportándote como si elmundo girara a tu alrededor, más valeque te vayas. Aquí no sirves de nada. Loúnico que has hecho ha sido pelearte conElla y conseguir que mataran a Xander.

Me arrepentí en cuanto lo dije, perono podía retirarlo. Era la verdad, o al

menos una exageración de la verdad.Cuando miré a Ava, sin embargo, vi auna chica asustada que era amiga mía, yno a la zorra egoísta y odiosa a la queacababa de retratar. Se me revolvió elestómago y la culpa me embargó tan degolpe que sentí que me ahogaba.

—Henry dejó que te quedarasporque somos amigas —logré decir, yaunque mi voz sonó más calmada, habíaen ella una nota de frío reproche—. Y losomos, Ava, o al menos creo que loéramos. Pero Henry se arriesgó por mí,y tú lo único que has hecho es conseguirque muera uno de sus hombres y que aotro lo tachen de asesino. ¿Tienes ideade lo mal que me siento?

Me miró fijamente mientras letemblaba el labio.

—Lo que pasa es que estás celosa—musitó—. Tú tienes que cargar conHenry toda la vida mientras que yopuedo estar con quien me apetezca.Reconócelo. Te estás comportando asíporque yo puedo elegir y tú no.

Le lancé una mirada fulminantemientras intentaba ignorar el eco de suspalabras dentro de mi cabeza. ¿Acaso nohabía pensado yo lo mismo un par demeses antes? En cualquier caso, no iba adarle la satisfacción de creer que teníarazón. No la tenía, ya no.

—No intentes devolverme la pelota—dije—. Pude elegir y lo hice. Y lo que

es más importante, me alegro de habertomado esa decisión y estoy haciendotodo lo posible por hacer un buen papel.No estoy celosa de ti, Ava. Meavergüenzas.

Me dolió ver su mirada herida, perome obligué a continuar. Tenía queentender que había ciertos límites, y quehasta que no aprendiera a dejar delastimar a los demás, yo no podríaquedarme de brazos cruzados, mirando.

—Quédate en Eden todo lo quequieras, pero no te atrevas a acercarte amí, ni a Ella, ni a Theo, ni a ningún otrohombre de esta casa, ¿entendido?Déjalos en paz. Déjame en paz a mí.Tengo muchas cosas de las que

ocuparme en estos momentos. No quierotener que preocuparme además de sialguien más va a morir por tu culpa.

Habría reculado si Ava me hubieramirado, así que salí de la habitación ydejé atrás a Henry, que me siguió hastami suite. Me dieron ganas de cerrar deun portazo, pero estaba justo detrás demí. Pogo y Cerbero seguían acurrucadosen el suelo, el uno al lado del otro. Diuna patada a una almohada, y cayó apocos centímetros de ellos.

—¿Y ahora qué? —dijevolviéndome hacia Henry—. ¿Nossentamos aquí a hablar de lo que hapasado? ¿Qué somos nosotros? ¿Losjueces? ¿El jurado? ¿Qué va a pasar

ahora?—Nada —respondió mientras

acariciaba las orejas de Cerbero—. Yahas dictado sentencia.

Me quedé callada un momento.—¿Qué?—Ava no volverá a tener ningún

contacto romántico con un hombre, nivolverá a tener contacto contigo o conElla —contestó, y me dejé caer en lacama—. En cuanto a Theo, no puedopedirte que lo juzgues. Aún no.

—¿Por qué? —pregunté con lagarganta seca al darme cuenta de que novolvería a ver a Ava.

Después de todo lo que habíamospasado juntas desde septiembre, tenía la

sensación de haberle fallado. Pero encierto modo ¿no se había fallado a símisma? Yo sabía que no era culpa suyaen realidad. Ella no podía prever lo queiba a pasar. Pero aun así había sido unairresponsable, y yo se lo habíapermitido. Aquello pesaba tambiénsobre mis hombros. Pero fuera de quienfuese la culpa, Xander seguía estandomuerto.

—Porque todavía no tienescapacidad para descubrir una mentira —se acercó a mi armario y comenzó amirar la ropa como si estuviéramoshablando del tiempo o de algo igual deprosaico.

Levanté las cejas.

—¿Y tú sí?No me hizo caso.—Y tampoco puedes entrar en el

Inframundo para interrogar a Xander.Por suerte, no será necesario. Ya sé quéha ocurrido.

Tomé a Pogo entre mis brazos y loacerqué a mi pecho. Su calor mereconfortó. No quise preguntar, me dabamiedo que Theo fuera culpable, así queno dije nada. Henry no podía seguirrebuscando en mi armario eternamente, ytarde o temprano me lo diría, aunque yono quisiera oírlo.

Pasó un minuto. Por fin dejó unosvaqueros limpios y una sudadera blancasobre la cama.

—Theo dice la verdad y por tanto noserá juzgado. El castigo que le hasimpuesto a Ava es justo y no hace faltaque yo intervenga. Daré orden de que secumplan tus restricciones, y todo habráterminado.

Asentí, aturdida. Dejé a Pogo en elsuelo, recogí mi ropa y fui a cambiarmedetrás del biombo del rincón. No habíanada más que decir, y el peso de lasentencia que había dictado agobiabamis hombros. ¿Había hecho lo correctoo había reaccionado movida por lafuria? ¿Y cómo soportaría Ava verseprivada también de Theo y de mí,sintiéndose tan sola como se sentía enaquella casa?

—Te veré en el desayuno —dijoHenry, aunque a mí se me revolvió elestómago con solo pensar en comer.

Oí que la puerta se abría, pero no laoí cerrarse. Distraída aún pensando enlo que le había hecho a mi única amigaen Eden Manor, me abroché lospantalones y salí de detrás del biombo.Henry seguía allí. Una carga invisibleparecía encorvar sus hombros, y almeterse las manos en los bolsillos penséque se parecía tanto al Henry que habíavisto en la habitación de Perséfone quesentí una punzada de temor. Sus ojos, sinembargo, no estaban muertos, como unassemanas antes. Estaba cansado, pero aúnno se había dado por vencido.

—Lo que has hecho nunca es fácil—dijo—, pero era necesario. No puedoni imaginar lo difícil que ha sido para ti,sobre todo teniendo en cuenta que Avaes tu amiga.

—Era mi amiga —susurré, pero nosupe si me oyó.

—No te sientas culpable. Sus actosno son los tuyos. No me arrepiento dehaberla invitado a quedarse. Hasta hoyha sido una buena compañía. Tuseguridad y tu felicidad son lo que másme importa.

Asentí con un gesto y se marchó. Almirar el reflejo que me había regalado, yque ahora reposaba sobre mi mesita denoche, me sentía más culpable que antes.

Por culpable que fuera Ava, si nisiquiera podía protegerla a ella, ¿cómoiba a proteger a Henry?

Aunque aquello no hubiera sido unaprueba, aún me quedaban varias porpasar. Una palabra equivocada, una ideaerrónea, un mal paso y todo se acabaría.La vida de Henry era tan frágil como lade Xander o la de mi madre, y sentí queempezaba a resquebrajarme. Meabrumaba tener que luchar sola por él.Henry se había quedado en el banquilloporque yo lo había obligado, porque lohabía llevado allí a rastras y lo habíaobligado a seguir expectante, amantenerse en guardia. No podía, sinembargo, obligarlo a que aquello le

importara. Yo era la única que luchabapor él, y ya no estaba segura de estar ala altura de las circunstancias.

15. Veneno

El destierro de Ava y el peligro de queintentara vengarse tuvieron comoconsecuencia el que un altísimo guardiame siguiera a todas partes, un rubiograndullón al que yo había visto en elbaile, en septiembre. Medía casi dosmetros y caminaba con una cojera queno parecía afectar a su velocidad y cuyomotivo no me atreví a preguntarle. Nohablaba mucho. Calíope lo llamabaNicholas y, aunque podía habermeaplastado con el pulgar, era un tipobastante simpático.

Ya nunca estaba sola. Cuando no me

encontraba con Nicholas, estaba conHenry, y siempre había guardiasapostados en la puerta de mi cuartocuando dormía. Su presencia erasuperflua, en realidad: desdeNochebuena, Henry pasaba todas lasnoches conmigo. Las cosas habíancambiado por completo desde Navidad.Era como si yo hubiera logradotraspasar una barrera invisible, y ahoraen lugar de evitarme y confiar en que memantuviera viva por mis propiosmedios, parecía decidido a defendermea toda costa.

Por las noches no sucedía nada,salvo que de vez en cuando nos dábamosun beso o Henry me acariciaba el pelo.

Nunca me presionaba, ni pedía nadamás. Yo me alegraba de tenerlo a milado, y cuanto más veía su lado humano,más confiaba en poder convencerlo deque se quedara.

No estaba fingiendo. No lo besabapara hacerle creer que me importaba oporque me diera lástima. Me estabaenamorando de él poco a poco, día adía, aunque en el fondo sabía que eramala idea. No había ninguna garantía deque fuera a superar las pruebas, ni nadaque me diera motivos para creer queentre nosotros podía haber una relaciónduradera, una relación que se prolongaramás allá del invierno. Pero si seproducía un milagro y lo lograba, Henry

necesitaría una razón para quedarse, yyo sería esa razón.

Así que por primera vez en mi vidadejé a un lado mis preocupaciones y misdudas y bajé la guardia. De pronto lastardes me parecían un suplicio, unashoras que tenía que soportar para quellegara la noche y estuviéramos juntos, ycada vez que lo veía, por poco tiempoque lleváramos separados, se meaceleraba el corazón. Había sobrevividoa la Navidad y por fin me atrevía aabrigar esperanzas, a hacerme ilusiones.

Cuando me despertaba antes que él,lo miraba dormir mientras los primerosrayos de sol se colaban por las cortinas,e intentaba imaginarme despertando así

el resto de la eternidad. Era extrañopensar que, si sucedía lo imposible ylograba superar las pruebas sin que memataran, Henry sería mi futuro. Todo mifuturo, sin el miedo a la muerteacechando en cada esquina. Mi marido.

Aquella palabra me resultabainconcebible, sonaba extraña en miboca, y estaba convencida de que jamáspodría hacerme a la idea. Pero por másque me resistiera (era demasiado joven,estaba demasiado sola, y no estaba listapara esa clase de vida), empecé acomprender que no sería tan terrible.Henry tenía el corazón roto, perotambién lo tenía yo, y pasar mi vida conél no sería un infierno, como me lo había

parecido durante las semanasposteriores a la resurrección de Ava. Yopodía darle lo que necesitaba, podía seruna amiga, una esposa, una reina, y acambio él podía ser mi familia.

A medida que se acercaba laprimavera, mis sueños fueronhaciéndose más solemnes. Cadamomento que pasaba con mi madre eraun tesoro, pero la mayor parte deltiempo no sabía qué decirle.Caminábamos de la mano por el parquecasi todos los días, y ella dirigía laconversación hablando de todo y denada. Todas las noches me decía loorgullosa que estaba de mí, cuánto mequería y cuánto deseaba que fuera feliz

sin ella, que no la necesitara paracontinuar como Henry me necesitaba amí. Yo, en cambio, solo podía asentirrígidamente con la cabeza y apretar sumano.

Las cosas que era incapaz de decirlese me agolpaban en la garganta,formando un nudo que no podía tragar.Con el paso de los días, al ir escaseandomis oportunidades de decírselo,comprendí que en algún momentotendría que decirle lo que sentía. Perotodavía no. Mientras hubiera un mañanaen la mansión, podía fingir que aúnhabía esperanzas de que mi madre notuviera que morir.

Cuanto más unida me sentía a Henry,

más ajena me sentía al mundo real.Aunque empezaba a sentir que novolvería nunca al mundo real, queaquellos seis meses se prolongarían dealgún modo toda la eternidad, sabía queno era cierto. Que había un final y quenos acercábamos rápidamente a él.

A pesar de la compañía de Henry yde estar constantemente vigilada, mesentía muy sola. Ella pasaba casi todo eldía con Theo, y aunque Calíope sequedaba conmigo cuando no estabaHenry, hasta ella parecía desanimadadespués de lo sucedido en Navidad.James era ahora mi enemigo, peropensaba a menudo en él. Nuestraamistad no podía haber sido del todo

fingida, y echaba de menos poderañorarlo sin enfadarme. No era él quienintentaba matarme, de eso ya estabasegura, y de algún modo mereconfortaba saber que estaba de miparte aunque yo no estuviera de la suya.

Pero sobre todo echaba de menos aAva. Cada vez que me encontraba conalgo que quería enseñarle o se meocurría algo que quería decirle, tardabaunos segundos en recordar que nuncavolvería a verla, al menos como amiga.De vez en cuanto la vislumbrabasaliendo de una habitación cuandoentraba yo, o al fondo de un pasillo,pero enseguida desaparecía.

Henry nunca me hacía hablar del

dolor y la culpa que me producíaaquella separación, aunque a veces meimpidieran dormir. Dejaba que fueraasimilándolo sola, y yo no sabía siagradecérselo o reprochárselo. Saberque Ava tenía que sentirse tan mal comoyo solo empeoraba las cosas. Quizá nofuera la mejor amiga del mundo, y quizáfuera demasiado egoísta a veces, peroyo tampoco era perfecta. Cada día quepasaba me arrepentía más y más de midictamen. Ava podía cometer errores.Todos los cometíamos. ¿Y qué me dabael derecho a castigarla por ellos cuandolo único que había hecho había sidointentar paliar un poco su soledad?

Para llenar las horas vacías, o

intentarlo, pasaba cada vez más tiempoen los establos, con Phillip. Allí habíamucha paz, y él nunca buscabaconversación. Parecía comprender porlo que estaba pasando y se ofreció adejarme pasar todo el tiempo quequisiera con los caballos. Fue unofrecimiento muy generoso teniendo encuenta lo mucho que los protegía, perono bastó para hacerme olvidar lo quehabía perdido y lo que iba a perder.

Una tarde de fines de enero, Henryme encontró en el jardín envuelta en unmanto y arrodillada junto a un rosalcubierto de nieve. Yo guardaba unrecuerdo muy vago de cómo habíallegado hasta allí, pero no me importó

especialmente. Después de que Irene medijera la fecha en medio de nuestra clasetodo se había vuelto borroso, y fue lavoz de Henry la que me devolvióbruscamente a la realidad.

—¿Kate? —cubierto con un gruesogabán negro, se destacaba nítidamentesobre la nieve, de pie a unos pasos demí. No levanté la vista.

—Es el último cumpleaños de mimadre.

Se quedó inmóvil. Quise decirle enparte que se mantuviera alejado, pero enel fondo deseaba que me conociera losuficiente como para saber cuántonecesitaba desesperadamente un abrazo.

—Siempre odió haber nacido en

enero —añadí con voz inexpresivamientras miraba la planta inerme quetenía delante—. Decía que no leapetecía celebrar nada cuando no habíaflores y todos los árboles estabanmuertos.

—Dormidos —dijo Henry—. Losárboles solo están dormidos.Despertarán cuando llegue el momento.

—Mi madre no —me senté en lanieve sin importarme que se me mojaranlos vaqueros—. Desde que lediagnosticaron el cáncer hemoscelebrado cada cumpleaños como sifuera el último. Pero esta vez lo es deverdad.

—Lo siento —se sentó a mi lado, me

rodeó con el brazo y el calor de sucuerpo impidió que el mío seentumeciera—. ¿Puedo hacer algo?

Negué con la cabeza.—No sé qué voy a hacer sin ella.Se quedó callado un rato y cuando

volvió a hablar su voz sonó lejana.—¿Puedo enseñarte una cosa?—¿Qué cosa?—Cierra los ojos.Obedecí, segura de lo que iba a

pasar. Esperaba sentir el cambio deambiente, pero en lugar de pasar del fríode fuera al calor de dentro de lamansión, sentí una brisa cálida y el solen mi cara. Seguíamos fuera.

Cuando abrí los ojos, esperando a

medias estar aún en el jardín, tuve quesujetarme a Henry. Estábamos en mediode Central Park, un día de verano, igualque mi madre y yo en sueños, salvoporque el parque estaba desierto. De mimadre no había ni rastro.

—Henry… —dije, indecisa,mientras miraba alrededor.

El lago estaba cerca y oí a lo lejoslas notas de una canción conocida, peroestábamos solos.

—¿Qué estamos haciendo en NuevaYork?

—No estamos en Nueva York —parecía melancólico.

Me arrimé a él, asustada y fascinadaal mismo tiempo por aquel lugar.

—Esto es tu otra vida, tu vida en elmás allá.

Lo miré perpleja. Tardé unossegundos en asimilar sus palabras.

—¿Quieres decir que esto es… queestamos…?

—Este es tu rincón del Inframundo—levantó una ceja al ver la cara quepuse—. No te preocupes, solo estemporal. Quería que lo vieras.

Miré a mi alrededor ansiosamente,confiando en que apareciera mi madre,pero seguíamos estando solos.

—¿Por qué?—Para que sepas que… —se

detuvo, pero no hizo falta que acabarapara que le entendiera.

Quería enseñarme adónde iría yocuando muriera. Se me hizo un nudo enel estómago y me quedé mirandofijamente un trozo de hierba. Así pues,él no estaba luchando en absoluto.

—Te lo he enseñado —añadió conlos ojos fijos en el suelo—, para quetengas una experiencia de primera manosi superas las pruebas —era mentira,pero intenté creérmelo—. Cuando seasinmortal y estés aquí, el Inframundo semanifestará tal y como lo ve el mortal—pasaron unos segundos y añadió convoz más suave—: También quería quesupieras que al final serás feliz si elconsejo no decide a tu favor.

A mi favor, no al suyo. No al

nuestro.Me giré bruscamente para mirarlo.—¿Por qué te dejas avasallar de esa

manera? El consejo, tu familia, quienessean… Si crees que soy lo bastantebuena, ¿por qué no les dices que te dejenen paz y respeten tu decisión?

Su expresión era ilegible.—No soy omnipotente —contestó

dando un paso cauteloso hacia mí.No me aparté.—Ese tipo de decisiones debe

tomarlas el consejo, no yo.—Pero al menos podías intentarlo, y

últimamente no te veo hacer nada alrespecto —le espeté.

Dio un respingo, pero seguí:

—¿No eres miembro del consejo?—Sí y no —me indicó que me

sentara en la hierba, pero me negué yseguí de pie con los brazos cruzados—.Paso la mayor parte del tiempo apartadode ellos. Cuando desean mi opinión, ocuando se trata de una decisión queafecta directamente a misresponsabilidades, me reúno con ellos.Pero sus decisiones afectan al mundo delos vivos. Y esa no es mi esfera.

—Entonces, ¿por qué no les dicesque te dejen tranquilo y acabas con estode una vez? Si ellos gobiernan sobre losvivos y tú no estás vivo, ¿por qué tienenque juzgar si haces bien tu trabajo o no?

Miró a lo lejos, hacia el lago

brillante.—Son ellos los que pueden

concederte la inmortalidad, no yo.Quizás al principio habrían confiado enmí para tomar esa decisión, pero loserrores que cometí con Perséfone leshan hecho dudar de mi criterio.

Rechiné los dientes al oír mencionarel nombre de Perséfone, y el odio mereconcomió por dentro. Aunque Henryfuera el responsable de que Perséfoneno le hubiera amado, era ella quien lehabía hecho daño.

—¿Puedo hacerte una pregunta?Respondió con un sonido gutural que

tomé por un sí. Me acomodé en lahierba, a su lado.

—¿Por qué raptaste a Perséfone?Se apartó lo justo para mirarme a los

ojos y el dolor que vi en su semblantehizo que me arrepintiera de habérselopreguntado.

—Lo siento —dije enseguida—. Notienes que decírmelo si no quieres.

Sacudió la cabeza.—No, no. No estoy enfadado. Solo

estoy intentando entender cómo esposible que la verdad de lo que sucedióse haya desvanecido hasta tal punto conel paso del tiempo.

Esperé a que continuara, sin hacercaso de la humedad de la hierba, queempezaba a calarme los pantalones.Parecía pensativo, como si estuviera

buscando el modo exacto de contarmealgo de lo que muy pocas veces hablaba.

—No la rapté —dijo por fin—. Fueun matrimonio pactado que ella aceptó,puesto que eran sus padres quienes lohabían negociado.

Titubeé, intentando recordar laslecciones de Mitología que habíaestudiado.

—¿Zeus y Deméter?—Muy bien —sonrió, pero no con la

mirada—. Supongo que ya te habrásdado cuenta de que mi familia es muyextraña. Nos llamamos hermanos yhermanas, pero en realidad no lo somos.Sencillamente, llevamos juntos tantotiempo que no existe una palabra que

describa el lazo que nos une. Solopodemos compararnos con una familia,aunque sea una comparación un tantoendeble.

—Me dijo Ella que en realidad nosois hermanos.

—¿Sí? —pareció extrañamentedivertido al oírlo—. Todos tenemos elmismo creador, pero no somosparientes, estrictamente hablando. Dehecho, mi hermano, que en realidad noes mi hermano, claro, está casado conmi hermana. Y su hijo está casado connuestra otra hermana.

Hice una mueca, intentandoentenderlo.

—Entonces no sois parientes, ¿no?

—No, ni siquiera remotamente —medio un beso en la frente, una especie dedisculpa tácita. O quizás estuvieraintentando disipar mi enfado.

—La madre de Perséfone es mihermana favorita, y fue ella la quepropuso la boda. Perséfone y yo nosllevábamos bien cuando nos veíamos, ysu madre insistía en que quería que losdos fuéramos felices. Yo estabaacostumbrado a estar solo, pero megustaba la idea de pasar tanto tiempocon Perséfone. Como ella no pusoobjeciones, sellamos el acuerdo y seconvirtió en mi esposa.

En su esposa… Eso sería yo sisuperaba las pruebas. Si bien pensaba a

menudo en lo que podía depararme unfuturo con Henry, aún no había encajadola idea de ser su mujer; de estar casada,sencillamente. Quizá fuera porque solotenía dieciocho años, o quizá porque mimadre nunca se había casado. El casoera que no lograba imaginármelo.

Claro que quizá fuera mejor así. Deese modo, no tenía ninguna expectativa ymi deseo de casarme no era mayor quemi deseo de estar con Henry, comosospechaba que podía haber sucedido enel caso de Perséfone.

—Me ayudó a gobernar —continuó—, como con un poco de suerte harás túdentro de poco. Pero era muy jovencuando nos casamos y… —apartó la

mirada—. Con el tiempo empezó averme como un carcelero, no como unmarido. Estaba enormemente resentidaconmigo y aunque al principio me teníacariño, creo que nunca me quiso, nocomo la quiero yo.

«Como la quiero yo», no «como laquería». Exhalé un suspiro.

—La historia se ha puesto de suparte, claro, y tengo sospechas alrespecto, pero la verdad es que no laobligué a casarse conmigo. La queríamuchísimo y fue un tormento para míverla tan infeliz. Pasados variosmilenios, se enamoró de un mortal ydecidió renunciar a su inmortalidad porél. Yo la dejé marchar. Me dolió mucho,

pero sabía que sería mucho peor si laobligaba a quedarse.

Estuve callada unos segundosmientras digería lo que acababa decontarme. El amor no correspondido erauna cosa, pero pasar una eternidadsufriendo de ese modo… Me resultabainconcebible. Ni siquiera quería intentarimaginármelo.

—Lo siento —dije, y mi enfado sedisipó. Me habría gustado que hubieraalgo más que decir.

—No lo sientas —esbozó unasonrisa tan cargada de mala concienciaque me dieron ganas de golpearle—.Fue decisión suya. Tú has tomado latuya. Es lo máximo que puedes hacer.

Asentí de nuevo, sin saber aún quédecir. James tenía razón. Henry siempreestaría enamorado de Perséfone, hicierayo lo que hiciese. Eso tenía queaceptarlo. Pero en parte quería que a mítambién me amara. Me bastaría con quele sirviera para pasar la primavera, soloeso.

—Henry… —dije con un nudo en lagarganta mientras intentaba hacer acopiode valor—. ¿Crees que alguna vezpodrás quererme? ¿Aunque sea solo unpoco?

Pareció atónito al oír mi pregunta,frunció el ceño y entreabrió la boca.Pero yo necesitaba saberlo, no podíaesperar un final de cuento de hadas, pero

de todos modos nunca había sido esa miidea. En mi cuento de hadas, mi madre yHenry estarían aún vivos, y dado queeso era imposible en el caso de mimadre, todas mis esperanzasdescansaban sobre los hombros deHenry.

Por fin me dio un beso pudoroso enla comisura de la boca y dijo en vozbaja:

—Sí, todo lo que soy capaz dequerer a alguien.

Se me cayó el alma a los pies, peroaunque no era la respuesta que anhelaba,tendría que conformarme con ella. Tomómi mano entre las suyas y me miró comosi me desafiara a apartar los ojos. No lo

hice.—Has luchado por mí, no creas que

no me he dado cuenta. Crees en mí, apesar de que muy pocos lo hacen ya, yno puedo explicarte lo mucho que esosignifica para mí. Siempre consideraréun tesoro tu amistad y tu afecto.

Amistad y afecto. Esas palabrasfueron como un mazazo, pero procurérecordar que eran preferibles a sualternativa. Sentí no obstante un vacíodentro de mí, como si me hubierarobado algo precioso. Tal vez entrenosotros no hubiera sido todo de colorde rosa, pero me había hecho ilusionesde que hubiera algo más y no sabíacómo mostrarle lo que anhelaba. Al

menos, sin ofrecerme a él por completo,y eso no podía hacerlo mientras nosupiera si él sentía lo mismo.

Cuando volvió a hablar, quiseapartar la mirada pero no pude.

—Si no te consideran válidarenunciaré, y confío en que, si lo deseas,podamos pasar algún tiempo juntos antesde que me desvanezca por completo.

Sentí una oleada de sorpresa yparpadeé para contener las lágrimas queempezaban a formarse en mis ojos.

—¿Cuánto tiempo sería?—No lo sé —dijo—. Pero sospecho

que duraré hasta que mueras, si lascosas llegan a ese punto. Si todavíaquieres aceptarme cuando esto acabe.

Forcé una pequeña sonrisa.—Sería estupendo —dije—. Ser…

ser tu amiga.—Eres mi amiga —repuso, y yo no

dije nada.Amigos. Solo amigos, nada más.

Intenté sentirme aliviada, recordarmeque nada de aquello había sido idea mía,pero solo sentí un dolor que embotabami mente.

Henry decía que me querría, y yo lecreía, pero nunca me querría como yoanhelaba. Ignoraba cuándo habíadecidido que quería más (quizá cuandolo había besado en Navidad, o cuandohabía vuelto a perder a Ava y habíallegado a la conclusión de que no podía

soportar perder a nadie más), pero asíera. Henry, sin embargo, jamás podríadarme lo que deseaba, y el dolor desaberlo me resultaba insoportable.

Pasó casi todo febrero con aquellamisma monotonía. Comía sola y dabaclase con Irene casi todos los días.Después de aquel primer examen, novolvió a hacerme ninguno, no sé siporque así lo tenía decidido desde elprincipio o porque se lo pidió Henry.

Lo único que no era monótono era eltiempo que pasaba con él. Nuestraconversación en el Inframundo habíamarcado un punto de inflexión, y aunque

pasar las veladas con él era siempre lomejor del día, había siempre presente undolor soterrado al que no encontrabaexplicación. Él había expuesto lo quequería, y yo sabía que tenía querespetarlo. No podía tenerle, pero concada noche que pasaba me sentía másenamorada de él, como si cayera enpicado hacia un lugar en el que lapalabra «amor» era sinónimo de«sufrimiento».

Cada mirada, cada caricia, cadaroce de sus labios, por inocentes quepudieran ser… ¿Cómo podía decir quesolo quería amistad cuando me tratabacomo si fuera su compañera, cuandoquería que fuera su esposa? No lo

entendía, y a medida que pasaba eltiempo me sentía cada vez más confusa.

Ignoraba cómo era aquella clase deamor, pero cuando el invierno comenzóa tocar a su fin me sentía más unida a élque a cualquier otra persona, con la solaexcepción de mi madre. Sufría cuandoestaba lejos de él, pero a veces, cuandome contaba cosas de su vida anterior, desu vida con Perséfone, era una torturaestar a su lado. Aun así, nuestra amistadera tan fuerte que parecía lo más naturaldel mundo. No habría preferido pasar mivida con otro hombre, por más que medoliera.

Por fin, aunque me quedaban aúnmuchas pruebas por pasar, llegó marzo,

el último mes que debía quedarme enEden Manor. Por un lado meemocionaba la idea de poder salir deallí y ver otra vez el mundo; y por otrosabía lo que me esperaba cuandosaliera. Con un poco de suertedispondría de un día más para sentarmejunto a mi madre y hablarle, aunque nopudiera oírme. Luego, cuando mehubiera despedido de ella, moriría.Empecé a prepararme para afrontar larealidad, aunque me resistía a aceptarla,como me había resistido siempre.¿Cómo iba a decirle adiós?

A principios de marzo, Henry sereunió con el consejo. A mí no se mepermitió asistir, y de todos modos no me

apetecía ir y volver a ver a James, asíque me entretuve jugando con Pogo en elsalón verde y dorado mientras Henryestaba fuera. Sospechaba que aquellareunión tenía algo que ver con laspruebas, que parecían haberseinterrumpido después de Navidad, perono se lo había preguntado a Henry antesde marcharse.

De lo único de lo que estaba seguraya era de que ninguna otra chica habíallegado tan lejos como yo, y de que concada día que pasaba aumentaba elpeligro. A menos que hubiera sidoJames quien había matado a todas esaschicas (y a pesar de lo enfadada queestaba con él, me negaba a creer que

fuera capaz de matar a nadie), elculpable seguía suelto, aguardando unaocasión propicia.

—¿Crees que crecerá mucho más?—preguntó Calíope mientrasesperábamos el regreso de Henry yacariciaba la tripa sonrosada de Pogo.

—Lo dudo —contesté—.Últimamente casi no ha crecido.

—¿Vas a llevártelo cuando te vayas?Me encogí de hombros.—Puede ser. Aún no lo he decidido.

Aunque seguramente él preferirá estaraquí, ¿no crees?

Antes de que Calíope pudieraresponder, se abrieron las puertas y elfrío invadió la habitación. Calíope se

levantó con esfuerzo, sosteniendo aún aPogo, y yo me giré para ver quién habíaentrado. Henry estaba en la puerta.Irradiaba oleadas de furia.

—Tengo… tengo que irme —dijoCalíope. Me puso a Pogo en brazos ysalió corriendo de la habitación.

Al pasar al lado de Henry le lanzóuna mirada extraña, pero no le dijonada.

Pasaron unos segundos antes de queHenry hablara por fin.

—Necesito que dejes de comer.Sujetando a Pogo contra mi pecho,

me senté en uno de los sofás.—¿Por qué? Me gusta comer. Es

importante para mantenerse vivo,

¿sabes?, y da la casualidad de que yoestoy viva, no como vosotros.

—Aquí no necesitas comer —cerróla puerta y se acercó a mí, pero no sesentó—. Es innecesario y debesadaptarte.

Dejé a Pogo lentamente en el suelo ytuvo el buen sentido de correr aesconderse detrás del sofá. Yo, encambio, me quedé allí como una tonta.

—Me gusta comer, no estoyengordando y no veo a qué viene esto.

Sus ojos eran de un tono gristormentoso que me hizo estremecerme.

—¿Y Calíope?—¿Qué pasa con ella?—Cada vez que te sientas a comer la

pones en peligro.Me quedé mirándolo.—Es horrible que me eches eso en

cara. ¿Qué se supone que tengo quecontestar?

—Es la verdad —dijo con aspereza—. Y preferiría que dijeras que es razónsuficiente para que dejes de comer.

Rechiné los dientes.—¿A qué viene esto ahora?Cerró los ojos y en medio de su

frente se formó un surco. Nunca lo habíavisto tan enfadado, ni siquiera cuandohabían matado a Xander. Pero se tratabade comida. ¿Qué le pasaba?

—Es una prueba —dijo en voz baja,como si no quisiera que nadie le oyera

—. Si no dejas de comer antes de que elconsejo tome una decisión, suspenderás.

¿Comer era una prueba?—¿Cómo es posible que eso sea una

prueba? —balbucí—. ¿Para quéserviría? ¿Para ver si puedo matarme dehambre hasta que esté tan flaca que memuera en cuanto salga de aquí?

—Gula —contestó ásperamente, ycerré la boca—. Y para ver si puedesadaptarte. Para eso es. No me grites,Kate. No soy yo quien decide en quéconsisten las pruebas.

Gula. Tuve que pensar un momento,pero en cuanto recordé dónde había oídoantes esa palabra, me quedé de piedra.

—¿Los siete pecados capitales?

¿Esas son las pruebas?Henry se retorció las manos.—No puedo contestar a esa

pregunta. Si el consejo descubre que telo he dicho, es muy posible quesuspendamos automáticamente.

«Que suspendamos». Lo dijo conuna voz ronca que removió algo dentrode mí, y de pronto me di cuenta de quepor fin lo había logrado. Junté lasmanos. Me daba miedo abrigaresperanzas.

—¿Te importa? —pregunté—.Pensaba que…

Comenzó a pasearse por lahabitación sin mirarme.

—Has sido infeliz conmigo, ¿por

qué?Abrí la boca para protestar, pero no

salió ningún sonido. Henry tenía razón.—Porque —dije con voz afligida, y

me odié por ello— no quiero ser solo tuamiga.

Se detuvo y se volvió hacia mí,aunque no pareció sorprendido. Me mirócomo si intentara juntar las piezas de unrompecabezas.

—Pensaba que no querías ser miesposa.

Hice una mueca.—Hay ciertos pasos entre ser una

amiga y ser una esposa, ¿sabes? Ya séque eres muy antiguo y todo eso, perosupongo que habrás oído hablar de los

noviazgos.No sonrió, pero su semblante se

suavizó.—Si apruebas, serás mi esposa.

¿Ahora estás dispuesta a aceptarlo?Asentí con la cabeza, intentando no

parecer muy nerviosa. O que nopareciera que pensaba mucho en ello.

—¿Porque te importo?—Sí —balbucí, avergonzada—. Y si

me lo reprochas…No tuve tiempo de acabar. Henry se

sentó de pronto a mi lado y me besó contanta pasión que cuando por fin se apartócasi me había quedado sin aire.

—¿Qué…? —comencé a decir, perome puso un dedo sobre los labios.

—Me importas, sí —dijo con voztrémula—. Me importas tanto que no sécómo decírtelo sin que parezca unabobada comparado con lo que siento. Sia veces me muestro distante y pareceque no quiero estar contigo es solamenteporque yo también estoy asustado.

Lo miré fijamente. Se inclinó y besóde nuevo mis labios hinchados. Yotambién lo besé. El tiempo pareciódisolverse a nuestro alrededor y solopude verlo, oírlo, saborearlo, olerlo,sentirlo a él. Sentí que un deliciosocalorcillo se extendía por mi cuerpo,aunque esa vez no era mi tobillo lo queestaba curando.

Cuando volvió a apartarse, quité las

manos de su pelo y lo miré sin saber quéhacer. Se levantó sin dejar de mirarme.

—Por favor —dijo—, deja decomer.

Asentí, demasiado aturdida paraprotestar.

—Gracias —acarició mi mejilla conlos dedos y se dirigió hacia la puerta.

Desapareció antes de que me dieratiempo a formular una idea coherente.Me pasé la lengua por los labios, sentísu sabor y sonreí. Por fin, después decasi seis meses, lo estaba intentando.

Esa noche, Henry entró en mi cuartouna hora después de que yo acabara de

cenar. Había pasado la tardepreguntándome qué iba a ocurrir, si todovolvería a ser como antes o si habríamás besos como aquellos, pero paracuando llegó ya había decidido que noimportaba. Me bastaba con saber que yano estaba sola en la lucha por suexistencia.

—Lo siento —dijo, quedándosejunto a la puerta.

Yo estaba en la cama jugando conPogo, que tenía juguetes nuevos paraentretenerse. Levanté la vista a tiempode verlo cerrar la puerta.

—Lo de antes ha estado fuera delugar.

Por un instante pensé angustiada que

se estaba disculpando por habermebesado. Luego, cuando sentí que meponía pálida, me di cuenta de que lo quesentía era haberse enfadado porque aúnsiguiera comiendo. Solté una risanerviosa.

—Solo intentabas advertirme. Estanoche he tomado una última comida,pero a partir de ahora se acabó, te loprometo.

La pasta con marisco a la griega, quesolía parecerme deliciosa, me habíasabido a serrín y solo había conseguidocomer un par de bocados. A partir deentonces, sin embargo, no habría máscomida. Se lo había prometido a Henryy no iba a romper mi promesa.

Dio un par de pasos hacia mí,indeciso.

—Aun así, no debería habertegritado. Tú no habías hecho nada.

—Estabas preocupado —me encogíde hombros—. Quiero aprobar y nohabría dejado de comer si no me lohubieras dicho. Así que gracias.

Cruzó la habitación, se sentó en lacama, a mi lado, y recogió uno de losjuguetes de Pogo. Mi cachorro ladróalegremente, soltó el hueso que yo lehabía dado y acercándose a Henrycomenzó a tirar del trozo de cuerda.

—Es muy decidido —comentóHenry con una sonrisa.

—Es terco como una mula —

respondí—. Y además se cree que tieneel tamaño de una mula.

Henry se rio, y me alegré tanto deverlo feliz otra vez que casi no oí quellamaban suavemente a la puerta.

—¿Kate? —era Calíope.—Entra —dije, y abrió la puerta.

Sostenía una bandeja con las dos tazasde chocolate caliente que nos llevabatodas las noches.

Miré a Henry pidiéndole permiso ensilencio y asintió. Cuando Calíope dejóla bandeja sobre la mesita de noche, éllevantó la mano para detenerla. Aunquetenía la vista fija en la alfombra,Calíope se quedó paralizada.

—¿Estás segura de que no hay

peligro?Era la primera vez que la

interrogaba delante de mí. Desde elincidente de Navidad no había vuelto apasar nada, pero Calíope seguíaprobando todo lo que yo comía.

—Sí, estoy segura —contestó en voztan baja que casi no la oí, y se pusocolorada—. ¿Puedo irme ya, por favor?

Henry hizo un gesto de asentimientoy Calíope salió tan deprisa que no medio tiempo a darle las gracias. Me quedémirando la puerta, preguntándome quéocurría, pero me distraje al sentir el olordel chocolate. Tras pasarle una taza aHenry, tomé la mía y bebí un sorbo. Memiró atentamente y se me aceleró el

pulso, no sé si porque pensaba quepodía ocurrir algo o por cómo memiraba. Tal vez por las dos cosas.

Puse cara de fastidio, en broma.—No voy a morirme hoy, Henry, te

lo aseguro. Ahora, ¿vas a decirme porqué te tiene tanto miedo Calíope?

Hizo una mueca y bebió, sin dudauna maniobra para ganar tiempo.

—Me temo que es así desde haceunos cuantos años. La tranquilidad quedemuestras tú cuando estamos juntos esmuy extraña. La mayoría me tienemiedo.

—Eso es absurdo —aunque yo enparte sabía que no lo era. Estaba segurade que Henry se refrenaba cuando estaba

conmigo.—Si eres el rey de los muertos, es

fácil comprender por qué los demás note tienen mucha simpatía —hizo unademán, quitándole importancia alasunto—. Con la mayoría de lossirvientes ocurre lo mismo. Son muypocos los que se atreven a mirarme a losojos cuando les hablo.

—A mí no me das miedo —y parademostrárselo, me incliné y lo besécomo me había besado él en el salón,con cuidado de no verter el chocolate.

Se me aceleró el corazón mientrasesperaba a que reaccionara, y confíe enque no se apartara y me dijera que habíasido todo un error. Sentí alivio cuando

comenzó a besarme. Sentí sus labioscálidos sobre los míos. Sabían achocolate.

Pasado un rato se apartó, me quitó lataza y dejó la mía y la suya sobre lamesita de noche.

—Creo que a Pogo no le gusta quelo ignoren.

El cachorro estaba tumbado bocaabajo y nos miraba intensamente.Cuando me vio mirarlo, meneó el rabo.

—Fuera, Pogo —dije, lanzando unpar de juguetes fuera de la cama, haciala almohada que le servía de cama.

Obedeció, se bajó de un salto y nosdejó solos.

Cuando me volví hacia Henry, me

sentía más relajada y contenta que entodo el día.

—Ya está —dije, inclinándome denuevo hacia él—. Mucho mejor.

Su forma de besarme me hacíazozobrar y al mismo tiempo me llenabade felicidad. Cada vez que me tocaba yoesperaba que saltaran chispas, y el calorde su palma cuando tocaba mi cuellodesnudo era casi imposible de soportar.Me senté sobre su regazo, le rodeé lacintura con las piernas y lo besé conansia. Era yo quien había tomado lainiciativa, pero él parecía tan ansiosocomo yo, y daba la impresión de quenuestras emociones iban a desbordarsepor fin. Unos instantes después, me

aparté.—Henry… —pasé los dedos por su

pelo mientras recuperaba el aliento—,¿puedo contarte una cosa sin que te ríasde mí?

—Yo jamás me reiría de ti —susojos reflejaban el mismo anhelo quesentía yo, y comprendí que podía confiaren él.

Tragué saliva y dije en voz baja:—No se me da muy bien esto. Todo

lo de… enamorarme de alguien, estarcon esa persona… Ni siquiera se me damuy bien besar.

Empezó a protestar, pero seguíhablando. Ahora que sabía que leimportaba tanto como él a mí, tenía que

decírselo.Quizá debería haberle dado más

tiempo para hacerse a la idea, pero unaespecie de urgencia se había apoderadode mí y las palabras salieron de mi bocasin que nada pudiera detenerlas.

—No se me da muy bien, aunque túcreas que sí. Da igual cómo empezaraesto. No sé si fue un accidente, o eldestino, pero no importa. Me alegro deque me encontraras esa noche. No por loque pasó, sino por esto. Por poder estaraquí, contigo. También estoy asustada,pero… pero gracias por decirme lo deantes. Gracias por confiar en mí. Nuncame había… —apreté los labios mientrasintentaba buscar las palabras justas—.

Nunca había sentido esto por nadie. Yno estoy muy segura de qué se siente alestar enamorada, pero creo… sé que mehe enamorado. De ti.

No fue el discurso más elocuente dela historia, pero a él no parecióimportarle. Por primera vez desde quenos conocíamos parecía boquiabierto, yme preocupó haberme pasado de la raya.

—¿Sabías —dijo, y sentí su alientocálido en la mejilla— que es la primeravez que alguien me dice que me quiere?

Sorprendida, hice lo único que seme ocurrió: volví a besarlo.

—Pues más vale que te acostumbresa oírlo a menudo, porque piensodecírtelo mucho.

Me besó y a mí empezó a darmevueltas la cabeza mientras ledesabrochaba la camisa. Esa vez, noparamos.

A la mañana siguiente desperté entreuna maraña de brazos y piernas. Medolía la cabeza y tenía agujetas en todoel cuerpo, pero no me importódemasiado. Me sentía tan a gusto, tanembriagada en brazos de Henry, queaquello bastó para hacerme feliz. Meembargó el recuerdo de esa noche, y meacordé claramente de que había evitadohablar de Henry con mi madre. Me dabavergüenza decirle que me había

acostado con él, aunque no mearrepintiera de ello. Sencillamente, noquería decírselo hasta que no mequedara más remedio. Prefería quepensara que no iba a suceder hastadespués de la boda, en caso de quellegara a suceder.

—Mmm, buenos días —dijehaciendo un esfuerzo por abrir los ojos.

Pero en lugar de sonreír, Henry memiraba como si me hubiera crecido depronto otra cabeza. Desconcertada,intenté incorporarme apoyándome en elhombro, pero sentí que una horriblepunzada me atravesaba un lado de lacabeza. Hice un mueca y volví aapoyarme con cuidado en la almohada.

Al volver a mirar a Henry, comprendíque yo solo había conseguido empeorarlas cosas.

Se levantó, sacó una bata de sedanegra de la nada y se envolvió en ellarápidamente sin dejar de mirarme. Perosus ojos no tenían la expresión amorosade esa noche.

—¿Te duele la cabeza?Parecía una pregunta tonta teniendo

en cuenta lo que había pasado, peroasentí con un gesto… y enseguidalamenté haberlo hecho.

—¿Te encuentras mal?—Un poco —reconocí, cerrando los

ojos—. ¿Qué ocurre?No respondió. Me obligué a abrir

los ojos otra vez y lo vi inclinado sobrelas tazas, olisqueando lo que quedabadel chocolate caliente.

—Henry… —dije alzando la voz—.¿Qué ocurre?

Sin previo aviso, lanzó las dos tazasal otro lado de la habitación. Seestrellaron contra la pared, manchandoel papel.

—¡Maldita sea! —rugió, y siguiómaldiciendo en otros veinte idiomas queno reconocí.

Me esforcé por sentarme, intentandoignorar el dolor. Me tapé el pecho conla sábana y lo miré, tan asombrada queno pude articular palabra.

—¡Calíope! —gritó con voz

retumbante, pero no hubo respuesta.Nicholas abrió la puerta y evitó

mirarme.—Está en la cama —dijo

hoscamente—. Está enferma.Henry cerró los puños con tanta

fuerza que temí que se liara a golpes ydestrozara la mansión entera.

—Cuida de ella —dijo mientras sedirigía hecho una furia hacia la puerta—. Que nadie entre o salga de estahabitación sin mi permiso, ¿entendido?

Nicholas asintió, impasible. Noestaba siendo de gran ayuda.

—Henry —dije con una vocecilla.El corazón me latía a toda prisa en elpecho—, ¿qué está pasando?

—Lo siento —me miró de un modoque hizo que se me helara la sangre enlas venas—. Lo siento muchísimo.

Y sin darme otra explicación, semarchó.

16. El río Estige

Me pasé el resto de la mañana en lacama, llorando. Me dolía la cabeza ytenía el cuerpo tan agarrotado que meparecía imposible levantarme pero, apesar de todo, solo podía pensar encómo me había mirado Henry antes demarcharse. Como si no fuera a volvermea ver.

No era justo, y yo no alcanzaba aentender por qué se comportaba así.¿Era porque había dicho que lo quería?Había sido todo muy rápido y no habíapensado mucho en ello, pero después dedecírselo me había dado cuenta de que

era la verdad.Estaba dispuesta a hacer todo lo que

fuera preciso para darle otraoportunidad, aunque para ello tuvieraque renunciar a la posibilidad de decidirmi destino, y si eso no era amor, nosabía qué era. De todos modos, noesperaba que él me correspondiera.

Cuanto más lo pensaba, más ibanencajando las piezas. La confesión quehabía escapado de mi boca como untorrente irrefrenable (la súbitanecesidad de estar con él), laadvertencia de que no comiera… Mehabían envenenado. Solo que esta veztambién habían envenenado a Henry y aCalíope, y los tres habíamos

sobrevivido.El veneno no estaba pensado para

matarme. Era un afrodisíaco.En cuanto lo entendí, todo me

pareció más claro.La cuestión era quién. ¿Intentaba

alguien darnos un empujoncito por elbuen camino, o el fin era otro? Y si asíera, ¿quién me odiaba lo suficiente paraintentarlo siquiera?

La única persona que se me ocurriófue Ella. Odiaba a Ava, y tal vez sipensaba que yo estaba de su parte… Oquizás había llegado a la conclusión deque librándose de mí se libraría tambiénde Ava. Teniendo en cuenta cómo sehabía comportado Ava últimamente, casi

no podía reprochárselo. Pero ¿en québeneficiaba eso a Ella?

¿Habría sido James? Descarté laidea en cuanto apareció en mi cabeza.Lo último que quería James era unirnosmás aún a Henry y a mí. Cabía laposibilidad de que su intención fueraque Henry se apartara de mídefinitivamente y me ignorara el resto demi estancia en Eden Manor, pero ese eraun riesgo que yo estaba segura de que noquerría correr. Sería peligroso dar aHenry una excusa para enamorarse de míy luchar por su reino. Además, el únicomodo seguro de impedirlo era hacermefallar una prueba y…

Se me congeló la sangre en las

venas. Claro. Las pruebas.La gula, los siete pecados

capitales… La lujuria.Una oleada de desesperación se

apoderó de mí. Había fracasado,¿verdad? Poco importaba que no fueraculpa mía, que me hubieran dado unafrodisíaco. Por eso estaba Henry tanfurioso. Todo lo demás no tenía sentido,a no ser que en realidad hubiera estadofingiendo que me quería.

No quería pensar en eso. Y tampocoquería pensar en que posiblemente habíafracasado, así que salí de la cama comopude, contenta de que Nicholas estuvieraapostado fuera de la habitación y nodentro. No tenía calmantes, así que tuve

que aguantarme con los dolores y lasmolestias que al parecer eran efectossecundarios de la droga que me habíandado. De pronto, sin embargo, hastaesos dolores me parecían amortiguados.

Me vestí y, aunque mi cuerpoprotestó, recogí mi ropa de la nocheanterior e hice la cama. El consejo teníaque saber lo que había pasado, tenía quesaber que nos habían tendido unatrampa. Si eran justos y ecuánimes, nome suspenderían por eso. Me aferré aesa esperanza, a esa última oportunidad,y me obligué a no pensar en lo contrario.Todo saldría bien. Tenía que salir bien.

Calíope fue a verme poco antes deque se pusiera el sol. Parecía

encontrarse tan mal como yo. Estabapálida y temblorosa, y en lugar dedecirle que se marchara, como habíahecho con los demás sirvientes quehabían ido a interesarse por mí,Nicholas le ofreció el brazo y laacompañó dentro.

—Calíope —dije desde mi sitiojunto a la ventana, acurrucada en unmullido sillón—, ¿estás bien?

—Sí, estoy bien —dijo con unasonrisa cansina mientras Nicholas laayudaba a sentarse en una silla—. Perolo que importa es cómo estás tú.

Esperé a que Nicholas se marcharapara contestar, aunque estaba segura deque podía oírlo todo a través de la

puerta.—Cansada —reconocí—. Tengo

muchos dolores.Mis palabras surtieron un efecto

inesperado: el semblante de Calíope secontrajo y en menos tiempo del quetardé en levantarme del sillón estaballorando.

—¡Ay, Kate, cuánto lo siento! No medi cuenta hasta después de traer elchocolate. Intenté mandar a alguien aavisaros, pero ya era demasiado tarde yno sabía qué hacer…

Me arrodillé junto a su silla y tomésu mano.

—No te disculpes. Tú no podíassaberlo. Siento que te haya tocado a ti

también.Le tembló la barbilla, pero pareció

hacer un esfuerzo decidido pordominarse.

—Debería haber esperado unosminutos. Fue una tontería por mi parte, ypor mi culpa podrían haberte matado.

—Pero no ha sido así —contesté—.Estamos bien las dos. Los tres.

Me miró fijamente, con los ojos muydilatados.

—Pero ¿Henry y tú…?Me tragué el nudo que tenía en la

garganta.—No pasa nada, Calíope, de

verdad. Si esto sale bien, de todosmodos seguramente habría pasado en

algún momento. Y si no, no me acordaré,así que en cualquier caso da igual.

Comprendí por su expresión que nome creía. Yo tampoco me creía lo queacababa de decir. La reacción de Henryal descubrir que nos habían drogado mehabía distraído hasta el punto deimpedirme pensar en lo que habíasucedido esa noche. Tenía la sensaciónde no haberlo asimilado del todo. Sesuponía que tenía que ser de sumaimportancia. Que debía estar angustiada,o sentirme sucia, o al menos confusarespecto a cómo encajarlo. Pero en esemomento estaba mucho más preocupadapor Henry que por mí misma.

—¿Por qué crees que era inevitable

que se acostara contigo? —preguntóCalíope en un tono cauteloso que noconseguí entender—. Se rumorea quenunca ha… Que Perséfone y él nisiquiera… —se interrumpió,visiblemente incómoda.

Abrí la boca con intención decontestar algo inteligente, pero solopude balbucir:

—¿Henry era virgen?—Nadie lo sabe con certeza —se

apresuró a decir—. Era muy posesivocon Perséfone, pero la quería. Ella, encambio, no lo quería a él, eso es todo.Tenían habitaciones separadas y todoeso.

Arrugué el ceño.

—Conmigo no tiene que preocuparsepor esa parte.

—¿Por qué parte?—Por que no vaya a corresponderle.

Si nos hubiéramos conocido en la calleo algo así, seguramente ni me habríamolestado. Quiero decir que estábuenísimo —recordé lo que había dichoJames hacía muchos meses y esbocé unasonrisa—. Henry es un diez. Un doce,incluso, y yo ni me acerco a eso. Yosola ni siquiera me habría atrevido ahablarle. Pero ahora que lo conozco…—era patético y me costaba muchoreconocerlo, pero era la verdad. Y talvez si Calíope lo entendía, no se sentiríatan culpable por haber permitido que

ocurriera—. Lo quiero. No entiendocómo es posible que alguien conozca aHenry y no lo quiera.

Se quedó mirando la alfombra, conlas mejillas coloradas.

—Yo tampoco.Me quedé callada, sin saber qué

contestar. ¿Había querido siquiera queyo oyera lo que había dicho? Pero comono dijo nada más, no la presioné. Pasadoun rato me levanté y volví a mi sillón.Me dolían las piernas y mi cabezaprotestaba. No era el fin del mundo,pero me alegré de no tener que bajar acenar al comedor.

—Tengo una idea —dijo Calíopealegremente. Su buen humor, tan distinto

al de unos segundos antes, mesorprendió.

—¿Sí? —pregunté con másdesconfianza de la que pretendía.

— Un picnic, mañana, cuando noshayamos recuperado. Podemos bajar alrío, llevar una manta y todo eso. Sesupone que va a hacer calor.

Después de ver cómo sonreía, nopude decirle que no. Se sentía culpablepor habernos metido en un lío a Henry ya mí, y pasar una tarde lejos de lamansión sonaba de maravilla. Pensar enel río seguía produciéndome escalofríos,pero procuré ignorarlos.

—Me parece genial —dije, yCalíope sonrió.

Al menos sería una distracciónagradable. Así tal vez dejaría de pensaren que quizás ya había suspendido.

Esa noche Henry no se presentó ydormí sola por primera vez desdeNavidad. Intenté no pensar demasiadoen ello, pero a oscuras, con Pogoenroscado a mi lado, era imposibleevitarlo. ¿Estaba enfadado porque lehabía hecho acostarse conmigo y, portanto, había suspendido? Pero yo no lehabía obligado, ¿no? Él no habíaintentado detenerme.

¿Estaba enfadado porque le habíadicho que lo quería y al disiparse el

efecto de la droga se había dado cuentade lo estúpido que sonaba? ¿O acaso sesentía culpable? No me importaba quetodavía quisiera a Perséfone. Aunque nome caía bien ella, Henry era fiel yconstante, y el hecho de que todavíapudiera amar a alguien que se habíaportado tan mal con él… No tenía porqué sentirse culpable.

A no ser que se sintiera culpableporque amaba demasiado a su mujer.¿Sentía quizá que la había traicionado?

Había sido un accidente, no un error,a no ser que él lo considerara como tal.Tal vez las cosas no habían sucedidoexactamente como yo me las habíaimaginado, pero tampoco habían sido

tan terribles como para llegar a laconclusión de que debía mantenerseapartado de mí. ¿Verdad?

O quizá se sentía mal por habercedido a la tentación y haber contribuidoasí a mi fracaso. Pero aunque fuera así,eso no explicaba su ausencia. No habíasido culpa suya, y si de veras yo habíasuspendido, no tenía sentido quesiguiera en Eden Manor. Sin embargo,allí seguía, y eso tenía que significaralgo.

Dormí mal. Ni siquiera soñar con mimadre consiguió tranquilizarme. Estuvecallada y encerrada en mí misma, yaunque ella me preguntó una y otra vezqué me pasaba, no me atrevía a

decírselo. Me odiaba a mí misma por loocurrido, no quería estropear misúltimas semanas con ella, pero aunquehubiera podido hablar con ella alrespecto, no habría sabido qué decirle.Mi madre había puesto todas susesperanzas en mi futuro con Henry, y nopodía decirle que lo había echado todo aperder. Le rompería el corazón, y almenos una de las dos merecía ser feliz.

Me dolía pensar en Henry, y lallegada del nuevo día no hizo que mesintiera mejor. Intenté salir de mi cuarto,pero las órdenes de Henry seguían enpie: debía quedarme en mi habitaciónhasta que alguien de su confianza (o sea,él mismo, Nicholas o Calíope) fueran a

buscarme. No había dónde ir, pero aunasí odiaba sentirme encerrada.

Pero ¿acaso no llevaba seis mesesde encierro?, preguntó con sorprendenteamargura una vocecilla dentro de micabeza. ¿No había estado todo aqueltiempo enjaulada como un animal, comosi le perteneciera?

No. Me había metido en aquellovoluntariamente, y él me había dejadoclaro que no me estaba reteniendo contrami voluntad. Era terrible por mi partepensarlo siquiera. Yo no era Perséfone.

Calíope fue a buscarme a mediodía,con la cesta de la comida en la mano.Estaba tan contenta que parecía quenuestra conversación del día anterior no

había tenido lugar, y no me atreví ahablarle de ella. Salimos tomadas delbrazo y mientras recorríamos lospasillos estuve atenta por si veía aHenry. Siempre había estado allí cuandoquería verlo. Ahora, en cambio, nohabía ni rastro de él.

Cuando salimos de la casa, Nicholasnos siguió a corta distancia. Metranquilizaba que estuviera allí, aunquetodavía me molestaba que me siguiera atodas partes. Cojo o no, nadie habríacometido la locura de meterse con él.Además, Pogo parecía muy encariñadocon él y lo seguía por el jardín, pegado aél en vez de a mí.

—¿Kate?

Levanté los ojos al oír mi nombre,pero no pude hacer nada más. Nicholasse interpuso de inmediato entre Ava yyo. Ava estaba al otro lado de la fuente.Desde Navidad no habíamos estado tancerca.

No quería ignorarla, pero despuésde lo que había pasado con Henry, nome sentía con fuerzas para hablar conella. Hacía que me sintiera culpable, yya me sentía suficientemente mal sinañadirle también eso.

—Kate… —intentó sortear aNicholas, pero era inmenso—. Porfavor. No me dejan entrar en tuhabitación y necesito…

—¿Es que no lo entiendes? —

preguntó Calíope con tanta furia que lamiré con sorpresa—. No quiere hablarcontigo.

Vi la expresión de Ava por debajodel codo izquierdo de Nicholas. Parecíaperpleja.

—Kate —dijo con los ojosrebosantes de lágrimas—, por favor,solo un minuto.

Me quedé allí, con los pies clavadosal suelo. Nunca la había visto tanasustada y, aunque sabía que era unaimprudencia, dije:

—¿Qué ocurre?Miró a Nicholas y a Calíope con

nerviosismo.—¿Podemos hablar a solas?

Nicholas puso mala cara.—Nadie puede hablar a solas con

ella.—Por favor, Nicholas —dijo Ava

con tanta familiaridad que me preguntési también se habría liado con él—.Solo necesito un momento…

—Nos vamos —dijo Calíope,interrumpiéndola. Tiró de mi brazo y mellevó hacia el bosque.

No me resistí, aunque apenas dosdías antes me habría empeñado enhablar con Ava. Pero alguien nos habíahecho aquello a Henry y a mí y, por másque me horrorizara la idea, Ava teníasus motivos para hacerlo. Solo habríatenido que colarse en la cocina y

ponernos algo en el chocolate.Tal vez solo había intentado ayudar,

darnos un empujoncito, sin darse cuentade cuáles serían las consecuencias. Oquizá había intentado hundirme porcompleto, para que me sintiera tan solacomo ella. Ninguna de las dosposibilidades resultaba agradable.

Al llegar al lindero del bosque miréhacia atrás y vi a Nicholas agarrando aAva del brazo para impedir que nossiguiera. Ella se resistió, se giróbruscamente para mirarlo y le echó unabronca que me alegré de no oír. Pero almenos no nos seguía.

—Qué vergüenza —comentóCalíope mientras pasaba con cuidado

por encima de una gruesa raíz que salíadel suelo—. Debe de ser horrible estaren su posición, pero eso no es excusapara comportarse así.

Me atreví a echar otra ojeada.Nicholas nos seguía y Ava estabasentada en el borde de la fuente, con loshombros caídos. Me miraba fijamente.

Giré la cabeza hacia el frente y novolví a mirar atrás. Me quedé callada eintenté ordenar mis ideas, pero seguía unpoco abotargada por lo que me habíanpuesto en el chocolate. ¿Había hechomal? ¿Era posible que Ava se hubieraenterado también de lo del veneno?¿Estaba preocupada?

Pero cuanto más lo pensaba más me

daba cuenta de que era la sospechosamás probable. Después de lo que habíapasado en Navidad, no podíareprocharle que estuviera enfadadaconmigo, y yo tenía muchas cosas de lasque ella carecía: estaba viva, tenía unaoportunidad… y, al menos durante undía, había tenido a Henry.

¿Cuál era el paso siguiente? ¿Estabatan celosa que intentaría matarme? ¿O sehabría enterado de la reacción de Henryy se daría por satisfecha con eso?

—El río está por aquí —dijoCalíope, sacándome de mispensamientos mientras avanzábamos porel bosque pisando con cuidado. Yocaminaba con los ojos fijos en el suelo.

No quería tropezar.Me costó encontrar algo que decir

sin mencionar a Ava.—¿Atraviesa toda la finca? —no

recordaba haber visto ningún río al otrolado del seto.

—Se vuelve subterráneo —contestóCalíope como si fuera de lo más normal—. He oído decir que Ava estuvo apunto de ahogarse en él una vez. ¿Escierto?

—No estuvo a punto de ahogarse —contesté haciendo una mueca alrecordarlo—. Se ahogó. Tuve quelanzarme al agua para sacarla. Así fuecomo murió. Se golpeó la cabeza conuna piedra —como no quería pensar en

aquella noche, me concentré en el suelodel bosque.

—¿Qué crees que estarías haciendoahora si no estuvieras aquí, si Ava nohubiera muerto?

Era la pregunta que había procuradono hacerme a mí misma en los últimosseis meses.

—No lo sé. Supongo que habríavuelto a Nueva York.

—¿Con tu madre?Suspiré.—No, mi madre ya habría muerto —

me costó mucho menos decirlo de lo queesperaba—. Ella quería que me quedaraen Eden y acabara el curso, pero no creoque hubiera podido hacerlo.

Me lanzó una mirada apenada, peroyo no quería que me compadeciera.

—El claro está justo ahí —dijo, y almirar entre los árboles lo vi: un pradodel tamaño aproximado de mihabitación.

Oí allí cerca el borboteo del río.—¿Y tu padre?—¿Qué pasa con él? —pregunté—.

Nunca ha formado parte de nuestrasvidas. No sé dónde está, ni me importa.Siempre nos ha ido muy bien sin él.

—Pero ahora ya no os va tan bien —comentó Calíope en voz baja.

No le hice caso. Mi madre rara vezhablaba de mi padre, y yo habíaaprendido desde muy niña a no

mencionarlo. Y no porque mi madreestuviera furiosa con él, o amargada.Sencillamente, no había mucho quedecir. No se habían casado, yo no habíapreguntado qué había ocurrido, y eso eratodo.

Las fantasías que había tenido deniña, en las que mi padre se presentabade pronto en nuestra puerta y meabrazaba y me compraba helados yregalos, se habían desvanecido hacíamucho tiempo. Mi madre y yoformábamos un equipo. Nonecesitábamos a nadie más.

Calíope y yo nos preparamos paranuestro picnic en silencio. Mientras ellaextendía la manta, eché un vistazo a la

comida. Me costó acordarme de lo quele había prometido a Henry cuando vi lacesta llena a rebosar de sándwiches,macarrones, pollo frito y postresdeliciosos como los que me servíancada noche, pero lo conseguí. A duraspenas.

—Lo siento. Esto tiene una pintaestupenda, pero no puedo comer —dije—. La verdad es que no tengo muchahambre.

—Claro que sí —dijo, estirando unaesquina de la manta. Después se sentó enel centro.

Nicholas se había quedado al bordedel prado y parecía enfurruñado.

—No has desayunado. Además, yo

también voy a comer, ¿recuerdas?—No es… —me mordí el labio. No

quería ofenderla, pero tampoco podíadecirle que se trataba de una prueba—.Después de lo que ha pasado… Se loprometí a Henry, eso es todo. Lo siento.Debería habértelo dicho antes de hacertecargar con todo esto.

Esperé a que dijera algo, pero pusouna cara que no alcancé a entender. Porfin sonrió, aunque no con la mirada.

—No hay ningún problema. ¿Teimporta si yo…?

—En absoluto —dije—. Sírvete, enserio. Y no te preocupes si me suenanlas tripas.

Comenzó a sacar el contenido de la

cesta y yo me senté frente a ella con lasrodillas pegadas al pecho. Noestábamos muy lejos del lugar dondehabía conocido a Henry. Me dolíapensar en ello, así que me volví y mepuse a mirar a Pogo, que estaba dandobrincos por la hierba.

—Calíope… ¿puedo hacerte unapregunta personal?

Siguió sacando cosas de la cesta sinlevantar la vista.

—Claro.Miré a Nicholas, que podía oírnos

desde donde estaba.—Tiene que ver con lo de… eh…

con lo que había en el chocolate.—Ah —se puso colorada—. Quizá

sea mejor que Nicholas…—Sí —carraspeé—. Nicholas, ¿te

importa dejarnos solas unos minutos?Nos miró a las dos con

desconfianza.—Te prometo que nadie va a salir

del bosque para atacarme —dije con unasonrisa amarga—. Y si sale alguien,tengo a Calíope y a Pogo paraprotegerme. Solo un par de minutos, tedoy mi palabra.

—Yo cuidaré de ella —afirmóCalíope, y Nicholas desapareció entrelos árboles.

—¿Cómo te las apañaste con esacosa que hizo que Henry y que yo…? —ahora fui yo quien se sonrojó. Calíope,

en cambio, no se puso colorada. Undestello incomprensible brilló en sumirada.

—No tengo pareja y la dosis quetomé no era suficiente como para que mesubiera por las paredes, como debió depasaros a vosotros, así que me eché adescansar —hablaba en tono seco yáspero.

Arrugué el ceño. ¿Qué había dicho?—¿Por qué no tienes pareja? —dije,

pensando que era una preguntainofensiva—. Quiero decir que eresguapísima, y lista, y divertida, y debesde conocer a todo el mundo aquí…

—Eres muy amable —dijo, crispada—, pero me temo que nunca seré lo

bastante buena para la persona a la quedeseo.

Arrugué el ceño más aún.—Claro que sí. Ese hombre está

loco si no te quiere, ¿sabes?—No, Kate —respondió en tono

gélido—. No soy lo bastante buena paraél ni nunca lo seré. Ha dejadoperfectamente claro que la única queestá a la altura de sus expectativas erestú.

Me quedé pasmada.—Calíope, yo… —balbucí

atropelladamente—. Lo siento, no era miintención… Sea quien sea, puedo hablarcon él y descubrir si…

—¿Tan tonta eres?

Me quedé callada. Por lo visto, sí.—Es tu Henry —me espetó—. Llevo

décadas viéndolo escoger a chicas comotú. Yo no le importo. Para él no soy másque la que se ocupa de sus invitadas —sus ojos brillaron, llenos de lágrimas—.Se lo dije una vez, ¿sabes? La primeravez que invitó a venir a una chica. Ledije que sería perfecta para él, que loquerría y que lo trataría mil veces mejorque Perséfone. ¿Y sabes qué hizo? Semarchó y no volvió a dirigirme lapalabra como no fuera para algorelacionado con sus niñas mimadas.

No supe qué pensar, ni qué decir.¿Qué debía hacer? ¿Por eso estabaenfadada conmigo? ¿Porque me había

acostado con él estando bajo los efectosde un afrodisíaco?

—Lo siento —dije, intentandocontrolar mi voz—. Esto no fue decisiónmía. Puede que si Henry no se ha fijadoen ti… Quizá no sea ese tu destino.

—¡Claro que lo es! —estalló—.¿Cómo no va a serlo? Lo quiero. Loquiero desde mucho antes de que túnacieras.

Su semblante perdió toda suexpresión y por un momento sus ojosparecieron completamente muertos.

—Y lo querré mucho después de quetú te hayas ido.

Sacó de la cesta algo metálico yafilado. No tuve tiempo de escapar. Se

movió tan deprisa que solo vi un borróny aunque intenté apartarme, darle unapatada y huir, me agarró del pelo y meechó la cabeza hacia atrás con tantafuerza que temí que me rompiera elcuello.

—¡Nicholas! —grité, pero erademasiado tarde.

Primero sentí una presión, unextraño empujón en el costado. El dolorno apareció hasta que extrajo elcuchillo. Fue entonces cuando grité.Llevada por el instinto, la golpeé con elcodo y sentí que algo se rompía, perosolo conseguí dejar expuesta otra partede mi cuerpo. Gemí cuando me hundió elcuchillo en el vientre y al instante sentí

un dolor intensísimo. Ya notaba el saborde la sangre.

—Qué desilusión —dijo mientras selimpiaba la sangre que caía de su narizrota—. ¿Eso es todo lo que sabes hacer?

Con un último estallido deadrenalina, me lancé hacia ella y laagarré por el cuello. Pero estabaperdiendo sangre rápidamente y no tuvefuerzas para hacerle daño. Cerré losojos, indefensa, cuando me asestó elgolpe final apuñalándome en el centrodel pecho. Esa vez no se molestó ensacar el cuchillo.

Apartó mis manos de su cuello y melevantó con facilidad. Oí ladrar a Pogo alo lejos y quise llamarlo, pero de mi

garganta solo salió un gorgoteoespeluznante. El dolor me quemabacomo fuego. Empecé a marearme comosi estuviera cayendo a través de un túnely no tuviera nada a lo que agarrarme.

Un chapoteo de agua helada meespabiló lo suficiente para que abrieralos ojos. Vi borrosamente que Calíopese cernía sobre mí. Su cuerpo se alejóde mí, y sin embargo ella permanecióquieta. Estaba tan mareada que tardéunos segundos en darme cuenta de queestaba flotando en el río.

Todo había acabado. Aquello era loque se sentía al morir. Frío, humedad,aturdimiento y fuego, como si algo mequemara. Intenté respirar, pero no

conseguí llenar mis pulmones. En lugarde asustarme sentí alivio. Después detodo, no tendría que despedirme de mimadre. Si Henry tenía una pizca decompasión, la dejaría marchar en cuantosupiera que yo había muerto.

Henry…Después de haberle hecho bajar la

guardia, después de haber alimentadosus esperanzas, había dejado que memataran. Y si yo moría, él tambiénmoriría. Él no me había dejado en laestacada, así que ¿por qué iba a hacerloyo con él?

Luché débilmente con la corriente,pero era inútil. Apenas podía moverme,y menos aún intentar llegar a la orilla. El

río se llevaría mi cuerpo. Con un pocode suerte, encontrarían mi cadáver en laribera, no muy lejos de allí.

El sol se colaba entre las ramasdesnudas de los árboles por encima demí. Me dejé zozobrar en la oscuridad.Ya no sentía frío. Sentía calor, como siHenry estuviera abrazándome, y me loimaginé llevándome a la orilla. El airefresco rozaría mi piel mojada, ytemblaría. Él me curaría y al final todose arreglaría.

Pero era demasiado tarde parafinales felices. Ya estaba muerta.

17. Muerte

No sé qué esperaba cuando abrí losojos, pero desde luego no esperaba vera mi madre. Y, sin embargo, allí estaba,aparentemente tan sana como cada nochecuando me quedaba dormida. En lugarde saludarme con su sonrisa decostumbre, tenía una expresión adusta ymiraba fijamente a lo lejos.

—¿Mamá? —dije, y cuando me mirótenía los ojos tan rojos y hundidos queno parecían los suyos.

Ni en los peores días de suenfermedad me había parecido tandesanimada. Siempre había en ella algo,

una chispa, una sonrisa o algo que merecordaba que seguía siendo mi madre.Esa vez, en cambio, no fue así.

Intenté agarrar su mano, pero elsuelo se movió y volví a caer sobre elbanco. Fuera estaba oscuro, no había elfulgor de los días que solíamos pasarjuntas, pero la luna llena y las estrellasdaban luz suficiente para que vieradónde estábamos. Seguíamos en CentralPark, aunque por primera vez desde quehabían empezado los sueños noestábamos en Sheep Meadow, sino enuna barca, en medio del lago.

Me quedé paralizada. Así era comohabía estado a punto de ahogarme depequeña.

—Mamá… —se me quebró la voz,más débil de lo normal. Estaba agotaday tenía unas ganas inmensas de cerrarlos ojos y olvidarme de todo aquello.Dejar que se desvaneciera como el restode mi vida—. Lo siento.

Siguió mirando a lo lejos. Laangustia se pintaba tan claramente en surostro que yo podía sentirla.

—No es culpa tuya —dijo, y su vozhendió el extraño silencio que nosrodeaba.

Hasta las cosas que solían hacerruido, como los grillos al cantar o lashojas al agitarse movidas por la brisa,guardaban silencio. Solo oía su voz y elruido de las olas lamiendo el costado de

la barca. Era como si fuéramos losúnicos seres vivos en toda la ciudad.

Estaba tan cansada que no podíamoverme, pero ansiaba cruzar la barca ytocar a mi madre. Demostrarle queseguía allí, aunque fuera por pocotiempo.

—Claro que es culpa mía. EraCalíope todo el tiempo y no me he dadocuenta. Debería haber…

—Hay muchos otros que la conocendesde mucho antes que tú —repuso mimadre—. En todo caso, son ellosquienes deberían haberse dado cuenta,no tú. No puedes culparte por algo queera imposible que supieras.

—Pero debería haberlo sabido —

dije con una voz tan tenue que temía quedejara de oírse—. Sabía que alguienquería hacerme daño y debería haberintentado averiguar quién era, peroestaba tan preocupada por Henry…Pensaba… pensaba que nadie seatrevería estando él cerca. Pensaba queestaba a salvo.

—Deberías haber estado a salvo —vi la luz de la luna reflejada en susmejillas, señal segura de que estaballorando—. Yo debería haber hechoalgo más.

Titubeé.—¿Qué quieres decir?En lugar de contestar, se irguió y

cruzó la barca, haciendo que se

tambaleara. Me agarré al borde tanfuerte como pude, aunque no temíaahogarme. Si no estaba ya muerta, loestaría dentro de poco. Se sentó a milado y me rodeó con sus brazos. Mecostó un gran esfuerzo conservar lacompostura, pero una de las dos teníaque mantenerse fuerte.

No sé cuánto tiempo estuvimos allísentadas, escuchando el ruido que hacíala barca al mecerse en el agua. Puedeque fueran minutos o quizás horas. Eltiempo parecía haberse detenido, y suabrazo era la única protección quenecesitaba contra el aire frío de lanoche. Repasé lo que había sucedidojunto al río, cómo había pasado Calíope

de ser mi amiga a ser mi asesina. ¿Cómoera posible que no me hubiera dadocuenta? Pero, pensándolo bien, ¿quépodía haberla delatado?

—¿Por qué crees que lo ha hecho?—mascullé, apoyada en el hombro de mimadre—. Me dijo que quería a Henry,pero ¿por qué matarnos a todas? ¿Porqué arriesgar así la vida de Henry?

Pasó los dedos por mi pelo. Yosabía que quería reconfortarme, perosolo consiguió recordarme lo que iba aperder. Lo que íbamos a perder las dos.Le había fallado tanto como a Henry,pero al menos ella me perdonaba. Ojaláhubiera podido perdonarme yo también.

—¿Tú qué crees? —preguntó con

voz suave, y me encogí de hombros.—No sé —pensé en Calíope, en

Henry y en Ava, que tandesesperadamente había buscado elamor—. Puede que esté tan sola comoél. Quizá pensara que podía salvarlo.Pero… si de verdad lo quiere, ¿cómo esposible que arriesgue así su existencia?Si yo estuviera en su lugar, habríapreferido verlo con otra a no verlonunca más.

—Hay muchos tipos de amor —dijomi madre—. Puede que esa sea ladiferencia entre Calíope y tú. Quizá poreso tú fuiste elegida y ella no.

Cerré los ojos mientras intentabapensarlo, pero ya nada tenía sentido más

allá del balanceo de la barca y delsonido de la respiración de mi madre.

—No quiero irme —susurré—. Noquiero decir adiós.

Escondió la cara en mi pelo.—No tendrás que hacerlo.Antes de que pudiera preguntarle

qué quería decir, la barca se aproximó ala orilla. Cuando se detuvo, abrí losojos y vi en el agua el reflejo de unasilueta distorsionada por las ondas.Unos brazos musculosos sustituyeron alos de mi madre y sentí que me sacabande la barca. Quise resistirme, insistir enquedarme con mi madre, pero tenía lalengua pastosa y mis pensamientos seagolpaban desordenadamente.

—Ya la tengo —dijo una vozangustiada. Henry…

—Gracias —contestó mi madre conuna nota extraña que no entendí. Rozó mimejilla con la mano y se inclinó parabesar la de él—. Cuida de ella, Henry.

—Descuida —dijo él.Mi madre se inclinó y besó mi

frente. Yo ansiaba tomar su mano, perofue ella quien tomó la mía y,sirviéndome de mis últimas fuerzas,conseguí apretar sus dedos suavemente.

—Mamá… —mi voz me sonóextraña, forzada, como si estuvieraaprendiendo a articular las palabras.

—No pasa nada, cariño —se apartóy vi lágrimas en sus ojos—. Te quiero y

estoy muy orgullosa de ti. No lo olvidesnunca.

La angustia se apoderó de mí, perono tenía forma de liberarla y un dolorespantoso me estrujó el corazón. Mimadre iba a marcharse. Aquello era elfinal. Se suponía que aún me quedabanvarias semanas con ella, ¿no era esenuestro acuerdo?

Tonta de mí. ¿Cómo iba a pasartiempo con ella si estaba muerta y ellano?

—Yo también te quiero —dije, yaunque mi voz sonó como un borboteo,sonrió.

Cuando Henry dio media vuelta y mellevó hacia la negrura de la noche, volví

la cabeza y la vi hacerse más y máspequeña a lo lejos. Finalmente pareciódesvanecerse y desapareció porcompleto. Me aferré a sus últimaspalabras, el pegamento que me sosteníaunida mientras luchaba por resistirme aun intenso sopor. Volvería a verlacuando ella muriera, y los días deverano que podríamos pasar juntas enCentral Park serían infinitos.

Pero aunque lo sabía, aunque Henryme llevaba hacia mi muerte, no pudeevitar que una palabra se formara en mislabios, una palabra que llevaba muchosaños negándome a pronunciar. La únicapalabra que esperaba no tener que decirnunca.

Adiós…

Esperaba que la muerte fuera fría, ysin embargo lo primero que sentí fuecalor, una deliciosa tibieza que llenabami cuerpo, o al menos lo que quedaba deél, y se difundía a través de mí comomiel. ¿Era aquello lo que le habíapasado a Ava? ¿Se había despertadosintiendo aquel calor? Parecíademasiado fácil.

Entonces empecé a sentir dolor. Undolor arrollador, angustioso, en el pechoy en el costado, justo donde me habíaapuñalado Calíope. Gimiendo, meabofeteé mentalmente por haber pensado

que sería tan sencillo. A fin de cuentas,a Ava no le había quedado ni rastro dela herida en la cabeza, y mi cuerpo teníaque sanar antes de que pudieralevantarme y andar por ahí.

Oí susurros, pero no pudeentenderlos. ¿Eran las almas de otrosmuertos? ¿Estaría ya allí mi madre,esperándome? Cuando abriera los ojos,¿vería hierba, árboles y sol, o algunaotra cosa? Debería habérselopreguntado a Henry cuando aún teníaoportunidad.

Parecieron pasar siglos antes de quelograra mirar. Al principio la luz mequemó y cerré los ojos otra vez. Luegolos abrí despacio y por fin se

acostumbraron. Esa vez, cuando gemí,no fue por el dolor.

Estaba en mi cuarto, en la mansión,rodeada por caras conocidas. Ava yElla, Sofía y Nicholas… Incluso Walterestaba allí, y todos parecíanpreocupados. Por el rabillo del ojo lo via él. A Henry.

Me dio un vuelco el corazón, peroestaba tan desorientada que ni siquierame pregunté por qué seguía latiendo.Aquello no era Central Park.

—¿Estoy muerta? —al menos, esoera lo que pretendía decir. Mi voz sonóronca y me ardió la garganta, pero ¿quémás daba? Henry estaba allí.

Hizo una mueca y un bloque de hielo

pareció llenar mi estómago. Estabamuerta, ¿verdad? Henry apenas memiraba.

—No —contestó, mirando mismanos entre las suyas—. Estás viva.

Mi corazón se las ingenió parahundirse y alzar el vuelo al mismotiempo. Eso significaba que aquello nohabía acabado, que todavía podíamoslograrlo, que quizá consiguieraaprobar…

Me acordé entonces de las palabrasde despedida de mi madre y comprendílo que había querido decir. No era yoquien había muerto, sino ella. El espantose apoderó de mí y no pude refrenar laslágrimas, estaba demasiado cansada.

Luché por incorporarme, pero el pechome dolía horriblemente.

—Quédate tumbada —dijo Walterseveramente mientras acercaba a mislabios una copa con un líquido tibio.

Bebí la medicina dulce sin dejar dellorar. Todos me miraban, pero yo noaparté la vista de Henry. Estaba tantriste que no sentía vergüenza.

—Henry… —dije con voz pastosamientras la medicina comenzaba a hacerefecto—. ¿Por qué…? —no conseguíacabar la frase. Resistiéndome al deseode cerrar los ojos, intenté mover losdedos de los pies para mantenermedespierta, pero hasta eso me dolía.

—Duerme —dijo—. Estaré aquí

cuando te despiertes.Como no me quedaba otro remedio,

me aferré a sus palabras y a la esperanzade que estuviera diciendo la verdad, yme quedé dormida.

Esa noche no soñé con mi madre ycomprendí que no volvería a soñar conella. Fueron horas llenas de pesadillas,de imágenes de agua, cuchillos y ríos desangre. Pero por más que grité no logrédespertarme. Las pesadillas erandistintas a las que había tenido antes demudarme a Eden Manor: aquellas habíansido amenazadoras, en cierto modocomo una advertencia. Las de esa noche

eran recuerdos.Me desperté por fin, después de lo

que me pareció una eternidad. Abrí losojos de pronto. Aún me dolía el cuerpoy tenía los músculos agarrotados.Esperaba ver luz, pero durante unossegundos solo vi oscuridad. Cuando seme acostumbraron los ojos, distinguí aHenry.

Había arrimado un sillón a la cama yaunque las otras tres cortinas del doselestaban echadas, la cuarta estaba corridalo suficiente para que lo viera. Seguíateniendo mi mano entre las suyas.

—Buenos días —dijo. Había en suvoz una lejanía que no entendí.

—¿Días? —balbucí, intentando

mover la cabeza para mirar por laventana, pero las cortinas estabancerradas.

Henry pasó la mano sobre elcandelero de la mesita de noche y lamecha de la vela se prendió con unsuave estallido. No daba mucha luz,pero sí la suficiente para que viera loque había a mi alrededor.

—Es muy temprano. Fuera todavíaestá oscuro —titubeó—. ¿Cómo estás?

Buena pregunta. Me lo pensé unmomento y me sorprendió comprobarque el dolor había disminuido. PeroHenry no se refería a eso y los dos losabíamos.

—Ha muerto, ¿verdad?

—Pidió ocupar tu lugar y yo se lopermití —dijo con los ojos fijos ennuestras manos unidas—. Solo así podíasacarte del Inframundo. Una vida porotra. Ni siquiera yo puedo quebrantar laley de los muertos.

Sus palabras fueron como unmazazo. Me pasé la lengua por loslabios resecos.

—¿Entregó su vida por mí?—Sí —me ofreció una copa de agua.La tomé con manos temblorosas y

derramé más de la que conseguí beber.Henry volvió a llenarla y me la acercó alos labios.

—Estabas muerta y no podía curarte.Fue su último regalo para ti.

Dejé escapar un suave sollozomientras me invadía la pena. Mi madrehabía muerto, y todo por mi error.Porque había permitido que Calíope seacercara demasiado. Porque habíaconfiado en la persona equivocada.Sentí que un trozo de mi ser habíadesaparecido, como si hubiera perdidoalgo vital que jamás podría recuperar.Me sentí al mismo tiempo vacía y llenade tristeza, y pensé que todo aquello eraun inmensa equivocación.

Pasaron unos minutos antes de quepudiera mirar de nuevo a Henry. Cuandopor fin pude hacerlo, las lágrimasemborronaron mi visión y mi voz sonóronca y forzada.

—¿Qué pasó después de lo del río?Apretó mi mano.—Fue Ava quien encontró tu cuerpo.

Pasó mucho tiempo intentando salvarte,pero a pesar de sus esfuerzos no habíaninguna esperanza.

Se me cerró la garganta. Después delo que le había hecho, Ava habíaintentado salvarme.

—¿Y Calíope?Su semblante se endureció.—Nicholas la apresó. Será juzgada

y castigada por sus actos, y te doy mipalabra de que, mientras yo reine en elinfierno, no volverás a verla.

Me estremecí y Henry me tapó otravez con la manta. No tuve ánimos para

decirle que no tenía frío.—Fue ella quien te envió esas

pesadillas —añadió—. Y quien intentóque te salieras de la carretera. Vio tupotencial, como todos, y creo que llegóa la conclusión de que el único modo dedetenerte era matarte antes de quellegaras a Eden Manor.

Y casi lo había conseguido. Si antesno había estado segura, ahora lo estaba:si nuestro coche no se había estrelladocontra los árboles había sido únicamenteporque Henry había estado allí paraprotegernos.

—¿Qué va a ser de ella?—Aún no lo sé. Debía de saber que

no podría salir impune, porque no

intentó escapar ni negar lo que habíahecho, pero… —vaciló—. Sospechoque pensaba que no recibiría ningúncastigo. Teniendo en cuenta todo lo queha pasado, me ha parecido apropiadoque tú también puedas opinar cuandollegue la hora de decidir su suerte.

Hice amago de preguntarle por quécreía Calíope que no sería castigada,pero en parte ya lo sabía.

—Te quiere tanto que no soportabapensar que estuvieras con otra. Creíaque era la única persona que podíahacerte feliz.

—Y ha estado a punto de arruinar elresto de mi existencia —se inclinó ybesó mis nudillos.

Sentí otro escalofrío, completamentedistinto del primero.

—Soy yo quien ha fallado, no tú, yharé todo lo que sea preciso paracompensarte mientras estemos juntos.

—No me has fallado —intentéponerme de lado para mirarlo, perocualquier movimiento me causaba dolor—. Soy yo quien te ha fallado.

Debía de saber que me refería a laprueba, pero sacudió la cabeza de todosmodos.

—Tú nunca podrías fallarme.Debería haberme dado cuenta muchoantes de que pasara esto y no haberpermitido que se acercara a ti. Lo sientomuchísimo.

Me quedé callada un rato y por findije con una vocecilla:

—¿Estamos bien? No… no merefiero a esto, sino a la bebida y a…

—Sí —contestó—. Te pidodisculpas por cómo reaccioné esamañana. No estaba enfadado contigo,estaba enfadado con… —se interrumpióy la furia crispó un momento su rostro,pero cuando parpadeé su expresiónvolvía a ser neutra—. No fue culpa tuya.Era una droga muy suave, nada más.

—Aunque haya suspendido, sigoqueriéndote, ¿sabes?

Pasaron unos segundos y cuandoquedó claro que no iba a responder,cerré los ojos y suspiré. Mi cuerpo

ansiaba dormir, y la pérdida de mimadre había embotado mi mente. Estabasegura de que cualquier intento deresistirme al sueño era una batallaperdida.

Cuando estaba a punto de sumirmeen la inconsciencia, me pareció oír suvoz, suave y cálida. Era todo cuantonecesitaba oír.

—Yo también te quiero.

18. El ofrecimiento

Henry se quedó a mi lado toda lasemana siguiente. El dulce tónico queWalter me daba a beber surtía efecto yyo pasaba la mayor parte del tiempodurmiendo. Las pesadillas acabaron pordesaparecer, pero seguí despertándomejadeando, incapaz de olvidar lo quesentía cuando el agua helada del río meenvolvía por completo.

El dolor por la muerte de mi madreno se embotó, pero poco a pococonseguí asumir que iba a estar ahímucho tiempo y que dejándome vencerpor la tristeza cuando se suponía que

debía curarme solo conseguiría lastimara Henry. Sería una ofensa, un desprecioal regalo que me había hecho mi madre,y los seis meses anteriores me habíanpreparado para afrontar aquello. Mehabían dado la oportunidad dedespedirme de ella de un modo que, sinHenry, me habría estado vedado.

Aunque el dolor fuera el mismo,sentía dentro de mí una especie de pazque, de otra manera, habría sidoimposible. Me aferré a la esperanza deque, si el consejo decidía aceptarme apesar de lo que había ocurrido entreHenry y yo, algún día podría visitarla,hablar con ella y caminar de nuevo a sulado. La muerte no era el final, Ava era

la prueba de ello. Pero aun así llorabasu ausencia. La echaba de menos.

Tuve un goteo constante de visitas.Al principio solo eran Henry y Walter,pero después, por insistencia mía,también permitieron entrar a Ava en mihabitación. En cuanto me vio voló a micama, con los ojos rojos e hinchados.

—¡Kate! ¡Dios mío, estás bien! Mehabían dicho que estabas bien, pero medaba miedo que solo lo dijeran porquesí, ya sabes cómo es la gente. Pero estásde verdad aquí, y estás despierta y…¡Dios mío!

Me rodeó con sus brazos con tantadelicadeza que casi no los noté, pero nome importó que me hiciera un poco de

daño. La abracé tan fuerte como pude yluego pasé treinta segundos pagando lasconsecuencias. El dolor me llegó hastalas puntas de los dedos de las manos ylos pies, pero había merecido la pena.

—¡Perdona! —dijo, poniéndosecolorada cuando me vio gemir.

Al otro lado de la cama, Henrypareció preocupado, pero ya estabaacostumbrado a que me pasara de laraya. Mientras mis puntos no empezarana sangrar, todo iba bien.

—No me pidas perdón —dijecuando pude hablar otra vez—. Teníaganas de abrazarte. Siento muchísimotodo lo que ha pasado. Siento habertegritado por lo de Theo, haberte dicho

todas esas cosas horribles… No te lomerecías.

Hizo un ademán, quitándoleimportancia al asunto.

—No importa. Tenías razón. Meestaba comportando como una idiota.¡Pero estás viva! Vas a lograrlo, y ya notendré que estar aquí encerrada sin mimejor amiga —me lanzó una mirada quepretendía ser severa, pero que me hizosonreír—. ¿Sabes?, nada de esto habríapasado si hubieras dejado que teenseñara a nadar.

—Sí, en eso tenías razón —contesté,aunque preferí omitir que me habíanapuñalado antes de lanzarme al río.Dudaba que a ella le importara mucho

—. ¿Sabes qué te digo? En cuanto Henrydiga que estoy bien, podemos buscaralgún sitio en la finca para que meenseñes.

Iba a costarme mucho volver ameterme en el agua, pero de todosmodos valía la pena intentarlo solo porver la sonrisa que puso Ava.

Esa tarde, después de que ella semarchara, Henry y yo jugamos a lascartas. Aunque estaba convaleciente ledi una buena paliza, pero no parecióimportarle. Al contrario, parecíadisfrutar viéndome ganar, y yo me lopasé en grande.

—Voy a echarte de menos en verano—dije después de ganar cinco partidas

seguidas—. Y voy a echar de menosganarte a las cartas.

Me miró mientras barajaba.—Yo también voy a echarte de

menos a ti —lo dijo en un tono que measustó.

Yo tenía esperanzas de que elconsejo entendiera que si nos habíamosacostado no era por culpa nuestra, pero¿y él? ¿Acaso se había pasado la semanaanterior preparándose para decirmeadiós?

—Henry —dije en voz baja—, ¿teimporta que juguemos un rato a lo quepodría ser?

No me miró.—Claro que no.

Respiré hondo.—¿Puedo venir a verte de vez en

cuando? Ya sé que se supone que tengoque salir a explorar el mundo, estudiar,aprobar el bachillerato y todo eso, perohe pensado que si acabo quedándome enEden podría pasarme por aquí de vez encuando, antes de septiembre.

Dudó un momento.—Pensaba esperar hasta después de

la reunión del consejo para hablarlocontigo.

—¿Para hablar conmigo de qué?—De tu libertad —me miró, y me

quedé quieta—. Después de todo lo quehas pasado por mi causa, no puedopedirte que vuelvas en otoño, sea cual

sea la decisión del consejo.Intenté disimular mi resquemor, pero

comprendí por el brillo de sus ojos quelo había notado.

—¿No quieres que vuelva?—Si fuera por mí, no te irías nunca.

Pero no fue eso lo que acordamos. Y,además, has sufrido mucho por mí. Noquiero hacerte aún más desgraciadaobligándote a volver. Así que te estoyofreciendo tu libertad, decida lo quedecida el consejo. Tu libertadpermanente.

Tardé unos segundos en comprenderlo que estaba diciendo. Quería que mequedara, pero se sentía culpable… ¿porqué? ¿Por lo que había hecho Calíope?

—Pero yo quiero volver —dijeatropelladamente. Pensar en no volver averlo hizo que se me acelerara elcorazón. Tal vez él no lo entendiera,pero Eden Manor era lo único que mequedaba—. ¿Qué voy a hacer si no medejas volver? Tú, y Ava, y Ella, y Sofíay… y …

Me interrumpí, demasiadoangustiada para continuar, y me sequélos ojos. Henry dejó sus cartas yacarició mi mejilla con el dorso de lamano.

—Si deseas volver, me encantaríaque lo hicieras. Eres tú quien debedecidirlo, y no puedo explicarte lomucho que significa para mí que elijas

quedarte aquí en lugar de vivir tu vida…—Pero voy a vivir mi vida —dije,

afligida—. Puedo vivirla contigo. Quizásea una vida poco convencional, peroeso no significa que sea peor que lo quehay ahí fuera. Es mejor, incluso.Muchísimo mejor.

Titubeó.—Eres muy amable, y para mí

significa mucho que pienses así, pero, yespero que no te lo tomes a mal, tú noestabas viviendo, Kate. Ni conmigo, nien el mundo real. Estabas esperando aque muriera tu madre, y ahora que hamuerto…

—Ahora que mi madre ha muerto, loúnico que me queda es este lugar, y la

única persona que me queda eres tú —contesté—. Hará falta mucho más queuna asesina armada con un cuchillo paraobligarme a renunciar a ti.

En lugar de contradecirme, su rostrose distendió en la primera sonrisaauténtica que le había visto desde mimuerte.

—Bien, entonces lo mismo digo —levantó la baraja de cartas—.¿Seguimos? He oído decir que a la sextava la vencida.

Puse cara de fastidio.—Quizá ganes cuando se hiele el

infierno.Levantó una ceja.—Eso podría arreglarse sin ningún

problema.

Cuando se reunió el consejo, lavíspera del equinoccio de primavera,aún no estaba lo bastante recuperadapara caminar sin ayuda. Ava y Ellatuvieron que ayudarme a vestirme ycuando acabamos estaba tan agotada quesolo tenía ganas de volver a meterme enla cama.

—Quizá puedan esperar un día más—dijo Ava, mordisqueándose el labiomientras me miraba.

Yo estaba sentada en el sillón quesolía ocupar Henry, con la cabezaapoyada en las manos.

—No —dije con una mueca—.Estoy bien. Dadme solo un minuto, ¿deacuerdo?

Me habían obligado a ponerme unvestido blanco y me daba tanto miedoque se me saltara un punto que no queríamoverme. Lo único bueno de las heridasera que el corsé estaba descartado, peropor otro lado sin él había muy pocorelleno entre la tela y mis vendajes. Unmal movimiento y me presentaríadelante del consejo con el pechocubierto de sangre.

—¿Quieres que vaya a buscar aHenry? —preguntó Ella. Seguía tratandoa Ava con distancia, pero desde elincidente del río parecía esforzarse por

soportarla. Seguramente no le hacíaninguna gracia que Theo y ella volvierana estar juntos, pero aun así procurabaponer buena cara, y eso la honraba.

—No hace falta —dijo una vozprofunda.

Levanté la cara de las manos lo justopara ver a Henry de pie en la puerta.

—Chicas, podéis marcharos.Salieron enseguida, aunque Ava se

paró a darme un beso rápido en lamejilla.

—Buena suerte —susurró, y se fue.Henry estaba a mi lado antes de que

consiguiera ponerme derecha.—¿Estás bien?—Tengo la sensación de que voy a

vomitar.Esbozó una sonrisa.—Yo también —me ofreció su mano

y la acepté, apoyándome en él allevantarme.

Era imposible que llegara hasta elsalón de baile, donde iba a celebrarse lareunión.

—¿Tengo que llevar zapatos? —pregunté, mirando los tacones que habíasacado Ava.

—El vestido es muy largo, no severá que vas descalza —contestó. Luegodudó y añadió en voz baja—. ¿Estássegura, Kate?

—¿Segura de que no quiero llevarzapatos? Sí. Casi no puedo caminar.

—No, me refiero a… ¿Estás segurade que no quieres aceptar mi oferta?

No volver a verlo nunca, ni regresara Eden Manor. No se me ocurría nadaque me apeteciera menos.

—Segurísima —dije al apoyarme enél—. Si no nos vamos ya, llegaremostarde. No estoy precisamente en formapara correr por el pasillo.

—No te preocupes por eso —acarició mi mejilla con las yemas de losdedos—. ¿Entiendes lo que implicaaprobar y lo que implica suspender?

—Si suspendo, regresaré al mundoreal con la memoria borrada —y Henryse disolvería en la nada—. Pero siapruebo, tendré que quedarme aquí seis

meses al año, contigo.—Para toda la eternidad, a no ser

que decidas poner fin a tu vida —añadióél—. Serás eternamente como eres hoy yel consejo te concederá la inmortalidad.No es una cosa fácil, la inmortalidad.Crearás vínculos con mortales yseguirás viviendo cuando ellos hayanmuerto. Nunca habrá un fin. Tu vida serácontinua, y al final perderás el contactocon la humanidad. Olvidarás lo que esestar viva.

Daba vértigo pensar en la eternidad,porque borraba la única certeza de lavida, o sea, la muerte, pero ¿qué ventajatenía morir? La muerte solo traía dolor,y ya estaba harta de ella.

—Bueno, entonces supongo que esuna suerte que mi mejor amiga ya estémuerta, ¿no?

—Sí —contestó Henry con vozapagada—. Eres bastante afortunada.

—Nadie dijo que esto fuera a serfácil —añadí—. Eso lo sé.

—En efecto —fijó los ojos en algoque yo no podía ver—. ¿Entiendestambién que, si sales airosa, noscasaremos?

No supe si el escalofrío que sentíera de emoción o de nervios.

—Sí, eso ya lo he pillado. A ti no teimporta, ¿verdad? Porque sé que es unpoco precipitado y todo eso.

Sonrió.

—No, no me importa. ¿Y a ti?¿Me importaba? No estaba lista para

ser esposa ni reina, pero casarnosequivalía a permanecer a su lado. Henryhabía dicho que sería libre para estarcon otros o para vivir mi vida durantemis seis meses de ausencia, si quería, yaunque me parecía imposible encontrara alguien que pudiera compararse conél, aquello ayudaba a aliviar lasensación de estar atrapada. Sacudí lacabeza.

—Con tal de que no me obligues aponerme un vestido para la boda…

Me lanzó una mirada.—¿Por qué crees que vas vestida de

blanco?

—Ah —hice una mueca—. Eso noes justo, ¿sabes?

—Sí, lo sé —me rodeó con el brazo—. Ahora tenemos que irnos ollegaremos tarde de verdad. Cierra losojos.

Obedecí, deseando que mi estómagodejara de dar saltos mortales el tiempojusto para pasar por aquello sinestropearme el vestido. Cuando abrí losojos estábamos en el salón de baile.Estaba vacío, de no ser por los catorcemagníficos tronos dispuestos en círculoque yo había visto en el baile deseptiembre. Cada uno de ellos eraúnico: algunos estaban hechos demadera, otros de piedra, de plata o de

oro. Uno parecía estar hecho de ramas yvides, pero no pude acercarme losuficiente para verlo bien.

En el centro, esperándome, había untaburete con un cojín. Aparecimos apoca distancia de él, Henry me ayudó allegar y no soltó mi mano hasta queestuve sentada.

—¿Estás cómoda? —preguntó.Asentí y me dio un largo beso en la

frente.—Pase lo que pase, siempre estaré a

tu lado, aunque no recuerdes quién soy.Mientras escrutaba mis ojos,

compuse una leve sonrisa, pero estabatan nerviosa que no pude ponerle muchoempeño. Notaba debajo de mí el roce

exasperante del encaje del cojín, perono quise moverme.

—Es imposible que me olvide de ti—dije—, hagan lo que hagan.

Vi un destello de tristeza en sus ojosantes de que apartara la vista yretrocediera.

—Nos vemos dentro de un rato —dijo—. No te muevas.

Parpadeé y desapareció. Paraentretenerme, me puse a observar lostronos intentando adivinar quiénespodían ser sus propietarios. El másgrande, que parecía hecho de cristal,estaba colocado justo delante de mí.Verlos a mi alrededor hizo que se meacelerara el corazón y que empezaran a

sudarme las manos, y tuve que hacer unesfuerzo para mantener la calma. Miré ami alrededor y procuré adivinar cuál delos tronos era el de James. El que estabahecho de conchas, no. El de oro o plata,quizá, o tal vez el que refulgía como siestuviera hecho de brasas.

Pensar en James me dio dolor decabeza, así que cerré los ojos. Habíallegado el momento decisivo. No habríamás oportunidades y ya no podía hacernada por cambiar el dictamen delconsejo. La idea me resultóextrañamente reconfortante: a fin decuentas, las pruebas ya habían acabado.Pasara lo que pasase, habíasobrevivido. Por los pelos.

Pero mi madre no, y haberla perdidoempañaba todo cuanto hacía. Me sentíamal estando allí, sabiendo que ellaestaba sola. Era lo más importante de mivida, y me parecía una traición pensaren algo que no fuera la añoranza quesentía de ella. Hacía solo una semanaque había muerto, yo no lo habíasuperado aún y temía que ella pensaraque sí.

Era una tontería y lo sabía. Despuésde todo, aquello era lo que quería mimadre para mí, ¿no? ¿Seguiría estandoorgullosa de mí si fracasaba? ¿Habríacambiado su vida por la mía de habersabido que no serviría de nada?

Claro que sí. Me quería tanto como

yo a ella. Eso no lo cambiaba la muerte,ni tampoco el hecho de que yo nohubiera superado las pruebas. Pero sime quedaba alguna oportunidad, sipodía, aprobaría. Por ella y por Henry.

Unos gritos lejanos me sacaron demi ensimismamiento. De pronto se abrióuna puerta en el lado izquierdo del salónde baile y entró Henry hecho una furia.

—No —dijo con furia—. Le hiceuna promesa y pienso cumplirla.

—No te correspondía a ti hacer esapromesa.

Intenté ver a quién hablaba, pero melo impedía un trono que parecía estarlleno de agua.

—Es una de los nuestros y tiene que

quedarse —añadió la voz desconocida.—No es bienvenida en mi casa —

contestó Henry con un gruñido que meerizó el vello de la nuca.

—O se queda o nos vamos todos.Vi asombrada que Henry daba un

puñetazo en la pared. Tembló toda lasala. Yo empecé a bajarme del taburete,pero me detuve con una mueca de dolor.No era buena idea moverme, y soloconseguiría que Henry se enfadara aúnmás.

—Está bien, pero tendrá quemarcharse en cuanto esto acabe.

—De acuerdo.Henry cruzó la habitación, iracundo,

y se acercó a mí. Rozó mi mejilla con

sus labios y me susurró:—Lo siento mucho, Kate.—No importa, sea lo que sea —dije,

intentando recordar una promesa que mehubiera hecho y que ahora podía verseobligado a romper. No se me ocurriónada.

Se irguió y puso la mano sobre mihombro. Sentí lo tenso que estaba, y nocontribuyó precisamente a aplacar misnervios.

—Hermanos y hermanas, sobrinos ysobrinas, os presento a KatherineWinters.

Hice intento de reprenderle porhaberme presentado usando mi nombrecompleto, pero se me cortó la

respiración cuando vi la procesión degente que caminaba hacia nosotros. Meagarré al borde del asiento, tan atónitaque no pude moverme.

Primero iba Walter, vestido con unasencilla túnica blanca. Después de élentró Sofía, que se puso coloradacuando me sorprendió mirándola. Luegoiba James, con la vista clavada en elsuelo. Me dieron ganas de apartar lamirada, pero lo seguí con los ojos hastaque llegó a su trono. El suyo era el quetenía los brazos como dos serpientes.Me estremecí. A continuación entróIrene, y después Nicholas y Phillip, elgruñón encargado de los establos.

Y luego Ella, de la mano de Theo.

Y también Dylan, el del instituto deEden, un rostro tan lejano ya en mirecuerdo que tardé un momento enreconocerlo.

Para cuando Xander cruzó la puertavivito y coleando, estaba tan estupefactaque ni siquiera me pregunté cómo es quehabía vuelto del Inframundo.

Henry me apretó un poco más elhombro cuando una persona más entróen el círculo, y enseguida comprendí porqué estaba tan enfadado.

Era Calíope.Pero no fue la última. Se me encogió

el estómago cuando vi quién ocupaba elúltimo puesto de la fila.

Ava.

Se quedaron todos de pie delante desus respectivos tronos y me dieron unossegundos para que dejara de darmevueltas la cabeza. Advertí vagamenteque dos de los tronos estaban vacíos yque Walter se había colocado delantedel enorme trono de cristal, pero estabatan aturdida que apenas podíaconcentrarme.

—Kate —dijo Henry—, te presentoal consejo.

19. El consejo

Me costó un esfuerzo inmenso seguirrespirando mientras contemplaba lascaras de los miembros del consejo. Eranamigos o enemigos, pero no losdesconocidos con los que esperabaencontrarme. Por mi cabeza desfilarondecenas de preguntas, pero ninguna deellas se quedó el tiempo suficiente paraque la formulara en voz alta, lo cual fueposiblemente una suerte, pese a que noentendía nada. ¿Aquel era el consejo?

Miré a Henry y me lanzó una sonrisatranquilizadora. No sirvió de nada.

—Estoy aquí al lado —dijo antes de

ir a sentarse en uno de los dos tronosvacíos.

No me había sentido tan sola en todami vida.

—Yo no… —empecé a decircuando por fin recuperé el habla—.¿Cómo…? ¿Quién…?

Fue Ava quien respondió:—Lamento haberte mentido, Kate.

Hablo en nombre de todos, pero asíhabía de ser.

—Necesitábamos asegurarnos deque eras capaz de desempeñar estepapel y merecedora de él —añadió Ellasin un solo rastro de amargura en la voz—. Puede que parezca que te hemostraicionado, pero en realidad es lo

contrario. Ahora te conocemos losuficiente para decidir si reúnescondiciones para convertirte en uno denosotros.

Fijé la mirada en Henry, el único decuya sinceridad podía fiarme.

—¿Fue todo un montaje? ¿Lo de Avaen el río, lo de Xander, lo de Theo, lode Calíope…?

—No —su voz sonó tan firme queme quedé callada de inmediato—. Notodo. Ten paciencia, Kate. Pronto seaclarará todo.

No me costó ningún esfuerzo cerrarla boca y dejar que siguieran adelante.Si antes ya estaba nerviosa, ahora meencontraba petrificada.

Al mirar a James noté que esquivabami mirada. Poco a poco, elresentimiento fue abriéndose paso entrelas demás emociones que bullían dentrode mí y cerré los puños. Dijera Henry loque dijera, era imposible que aquellofuera una coincidencia. Todas laspersonas a las que conocía en Edenestaban allí.

—Antes de que empecemos —dijoHenry dirigiéndose al consejo—, creoque hay una cuestión que aún está pordecidir.

Calíope, que estaba a mi derecha,dio un paso al frente. Parecía furiosa.

—Hermana —continuó él con unavoz retumbante que resonó en el salón

—, has reconocido haber matado asangre fría al menos a once mortales enlos últimos cien años. ¿Te declarasculpable?

Calíope soltó un bufido y entornó lospárpados.

—Sí.Henry me miró con gravedad y a mí

se me aceleró el corazón.—Puesto que eres la única

superviviente, Kate, eres tú quien debecastigarla.

Los miré a ambos, perpleja,intentando descubrir si se trataba de unabroma. No, no lo era.

—Yo no… —me quedé helada.¿Cómo iba a hacer algo así? Respiré

hondo y dije con voz débil—: ¿Cuálesson las alternativas?

—Las que tú desees —repusoHenry, y miró a Calíope con ojos duroscomo diamantes.

Abrí la boca y volví a cerrarla. Enaquello consistía el trabajo, ¿no? Eltrabajo al que iba a dedicarme. Decidirel destino de otras personas. Si no podíadar una respuesta cuando era a mí aquien habían intentado matar, ¿cómo ibaa decidir sobre la suerte de personas alas que no conocía de nada?

Mientras miraba fijamente la carapálida de Calíope, me di cuenta de queno era el hecho de conocerla lo que memantenía paralizada. Era saber por qué

lo había hecho. Amaba a Henry y, aligual que yo, debía de odiar verlo sufrir.Aguantar a Perséfone sabiendo que no loquería, tener que verlo sufrir trasperderla… y luego tener que soportar alas chicas que presuntamente iban aocupar el lugar de Perséfone, cuandoella lo amaba desde siempre. Nadiedebía de haberle parecido lo bastantebuena para él, estando ella allí mismo,esperando a que se fijara en ella. No eraexcusa para matar a nadie, claro, podíacomprender que hubiera ansiado ser ellaquien hiciera feliz a Henry.

Escogí mis palabras con cuidado yno dejé de mirarla a los ojos. Estabaenfrente de mí y tenía cara de querer

matarme otra vez.—Sé que no te gusto. Sé que crees

que no soy lo bastante buena para Henry,y sé que quieres que esté contigo.Entiendo por qué. Entiendo que loquieres y que solo deseas que sea feliz.Entiendo que posiblemente creyeras quelas chicas que me precedieron erandemasiado estúpidas, o mezquinas, oegoístas para amarlo como lo amas tú, ysé que a veces el amor empuja a laspersonas a hacer cosas absurdas ydañinas —miré a Henry, pero tenía unaexpresión ilegible—. No puedocondenarte al suplicio eterno ni a nadaparecido solo porque hayas amado yhayas intentado proteger a quien amas.

Te equivocaste, pero entiendo cuál eratu intención. Y eso hace que esto seamuy, muy difícil.

Miré de nuevo a Henry y esta vez lovi mirando al suelo.

—Quiero que pases tiempo contodas las chicas a las que has matado —dije, y se me quebró la voz—. Quieroque llegues a conocerlas y a valorarlaspor cómo son. Quiero que te quedes conellas, una por una, hasta que comprendassu valía personal. No puedo obligarte atenerles afecto, pero quiero que lasrespetes y las valores como personas.No puede ser algo superficial. Ha de sersinceramente. Y quiero que les pidasperdón.

Calíope me miró con tal ferocidadque me consideré afortunada por seguirde una pieza. Enfurecer a una diosa noera lo más sensato si quería seguir convida, pero confiaba en que Henryimpidiera que acabara convertida en unmontón de ceniza.

—Cuando eso suceda, y cuando teperdonen por lo que les hiciste, podrásseguir adelante con tu vida, pero a partirde este día no volverás a vernos ni aHenry ni a mí. Y no porque quierahacerte daño, ni porque te odie. No teodio. Como te decía, entiendo en ciertomodo por qué lo hiciste. Pero ya noconfiamos en ti.

Estaba segura de que mi decisión era

justa, pero aun así me pareció cruel.Calíope amaba a Henry. A mí, laposibilidad de no volver a verlo merompía el corazón, y solo hacía seismeses que lo conocía. ¿Cómo no iba asentirme mal por separarla de la personaa la que amaba para el resto de laeternidad?

—Y quiero que sepas que yotambién lo quiero —añadí con calma—.Si… si supero las pruebas, jamás leharé daño como se lo hizo Perséfone, yharé todo lo que pueda por asegurarmede que sea feliz. Es una promesa.

Calíope tardó un momento enreaccionar. Yo esperaba que se pusieraa gritar y que me dijera que estaba

siendo injusta, pero asintió con lacabeza, con los ojos rebosantes delágrimas. Retrocedió hacia su tronohecho de encaje y cojines y se sentócomo si acabara de arrancarle elcorazón. Me sentí la persona más cruelsobre la faz de la Tierra. Lo único queme impidió retractarme fue el dolor quesentía en el vientre, donde me habíaapuñalado.

—La decisión está tomada —anunció Henry en tono de adustasatisfacción—. Me atendré a lasentencia de Kate, con independencia delo que decida el consejo.

—Lo mismo digo —dijo James convoz débil.

Sentí una punzada de pena por él,pero no podía hacer nada al respectomientras no entendiera la situación.

Henry volvió a sentarse y pasaronunos segundos antes de que alguientomara la palabra. Me quedé mirando miregazo, demasiado asustada paramirarles a la cara. ¿Había sido justa? ¿Otambién ellos pensaban que era cruel?

Por fin Walter se levantó.—Katherine Winters —dijo, y alcé

los ojos—. Se te han impuesto sietepruebas, distribuidas a lo largo de tuestancia en Eden Manor. Si no hassuperado alguna de ellas, regresarás acasa y seguirás viviendo sin guardarrecuerdo alguno de estos últimos seis

meses. Si has superado las sietepruebas, te desposarás con nuestrohermano y gobernarás en su reino a sulado tanto tiempo como desees. ¿Estásconforme?

Ya no había marcha atrás.—Sí.Se levantó Irene, con la cabellera

flameando a la luz brillante del salón debaile.

—La prueba de la pereza, Kate lapasó —me dedicó una sonrisa traviesa—. Tus hábitos de estudio son todo unejemplo a seguir, ¿sabes?

¿Era eso a lo que se refería Henry aldecir que no podía suspender despuésde haberme matado a estudiar para aquel

estúpido examen? Tenía que ser eso,pero no todas las pruebas podían ser tansencillas.

La siguiente fue Sofía. Tenía unaspecto tan maternal y acogedor comosiempre, y costaba imaginar que pudieraformar parte de algo tan ceremonioso yaterrador.

—La prueba de la avaricia, Kate lapasó —pareció advertir mi mirada dedesconcierto, porque añadió con unasonrisa—: Tu ropa, querida. Cuando teofrecieron un guardarropa nuevo, nodudaste en compartirlo con tus amigas.

Exhalé un suspiro de alivio. Por lovisto, era una virtud que no me gustaranlos vestidos.

—La gula —dijo Ella al ponerse enpie.

Arrugué la frente. Pensaba queaquello sería asunto de Calíope.

—Kate era consciente de que setrataba de una prueba y, aunque pasóinconsciente gran parte del tiempoposterior, tomó voluntariamente ladecisión de dejar de comer —levantóuna ceja—. Aunque, fuera de estasparedes, yo recomendaría sin dudarlotres comidas diarias.

Ava fue la siguiente en ponerse enpie, retorciéndose de un lado a otro conuna sonrisa infantil en la cara.

—En cuanto a la envidia, Kate haaprobado con matrícula de honor.

—¿Envidia? —pregunté, y se mequebró la voz mientras intentabarecordar a qué podía referirse.

—El día de la muerte de Xander —le lanzó una mirada de disculpa y él leguiñó un ojo—. No permitiste que laenvidia interfiriera en tu decisión. No tepusiste celosa, eso es lo que cuenta.Fuiste justa y paciente conmigo, a pesarde que no me lo merecía.

Así que Xander (o como se llamara)había sido asesinado de verdad. O algoasí, porque si de algo estaba segura erade que los dioses no morían. Sentí ciertoalivio al saber que no todo había sido unmontaje durante aquellos seis meses.

La siguiente en levantarse fue

Calíope. Estaba pálida y trémula, perosu voz sonó extrañamente firme:

—Ira —dijo, mirándome a los ojos.Me pareció verla esbozar una

sonrisa fugaz, pero fue solo un instante.—Con su decisión acerca de cómo

castigar mis actos, Kate ha superado laprueba.

Estaba segura de que lo que habíahecho Calíope tampoco había formadoparte de un guión, lo que significaba queno todas las pruebas estaban decididasde antemano. ¿En qué habría consistidola prueba si no hubiera intentadomatarme? En todo caso, había superadocinco. Quedaban dos.

A continuación se levantó Walter.

—Lujuria —dijo, y se me encogió elcorazón. No podía suspenderme por eso.Tenían que saber lo que había hechoCalíope—. Mantuviste relacionescarnales con nuestro hermano, lo cualestá estrictamente prohibido antes deque el consejo tome una decisión y seefectúe el matrimonio —apretó suslabios finos y de pronto me costórespirar.

¿Es que no entendía que nos habíantendido una trampa? Tenía que haberalgún truco, alguna escapatoria, algo queles hiciera olvidar lo ocurrido aquellanoche.

—Pero… —comencé a decir, perola voz de Walter atajó la mía.

—Lo siento, Katherine, pero en laprueba de la lujuria has suspendido.

Suspendido…Aquella palabra resonó en mi cabeza

infinitamente. Todo empezó a darmevueltas y solo gracias a que estaba bienagarrada al taburete conseguí no caerme.Me dolió el pecho y sentí que el aire meagobiaba, aprisionándome eimpidiéndome respirar.

Aquello no podía estar pasando.—Hermano —dijo Henry con voz

crispada—, quisiera rebatir el dictamendel consejo en ese punto.

—¿Sí? —dijo Walter.Los miré a ambos, esperanzada,

mientras luchaba por no caer en el

desánimo.Todavía había una posibilidad.—Como sabéis, esa prueba fue

manipulada. Nos administraron a ambosgrandes dosis de un afrodisíaco queafecta tanto a la mente como al cuerpo yque hizo posible que nosdesprendiéramos de nuestrasinhibiciones. Si alguien tiene la culpa delo sucedido esa noche, soy yo.

—No —dijo una vocecilla. EraCalíope—. La culpa es mía. Fui yoquien lo hizo. Pensé… pensé que si nosuperaba una prueba…

Walter arrugó el ceño.—Sí, soy consciente de ello, pero tú

sabes tan bien como yo que nuestras

reglas son inamovibles. Han decumplirse, sean cuales sean lascircunstancias.

Henry suspiró y dentro de mí sequebró algo. Parecía tan afligido comome sentía yo, pero fue su forma demirarme lo que más me dolió. Tenía losojos empañados por la angustia yempecé a sentir que se alejaba de mí. Sehabía atrevido a abrigar esperanzas solopor mí. Lo había intentado porque yo lohabía impulsado a hacerlo, y era culpamía que se viera en aquella situación.Era culpa mía que lo estuviera pasandotan mal.

—No —balbucí—. Henry no semerece esto. Calíope ha dicho que era

culpa suya, que lo hizo a propósito. Esaprueba no debería contar. No puedecontar.

—Me temo que no te corresponde ati decidir. —Walter frunció la frente y,aunque sabía que era una imprudencia,lo miré con furia.

—Es tu hermano y si tomas esadecisión va a morir o a… adesvanecerse, o lo que sea. No meimporta lo estrictas que sean vuestrasreglas. Si lo quieres la mitad que yo,debes darte cuenta de que es injusto.

—No siempre se trata de justicia —su voz sonó más suave de lo que yoesperaba, y su expresión eraextrañamente compasiva—. Aunque

parezca lo contrario —miró a Ava, yella puso cara de fastidio—, notoleramos la lujuria.

—¡Pero no fue lujuria! —cometí laestupidez de intentar levantarme y eldolor me atravesó el pecho, pero aun asíme negué a aceptar que aquello fuera elfinal—. No soy culpable de lujuria,porque quiero a Henry. No podéisacusarme de una falta que no hecometido, y menos si Henry va a morir.Lo demás no me importa. Hacedconmigo lo que queráis, no me importa.Pero no le hagáis esto a él —dije conlos ojos llenos de lágrimas—. Por favor.Haré lo que sea.

—Kate —dijo Henry. Tenía la cara

crispada y los hombros tensos, como sile estuviera costando quedarse quieto—,no pasa nada.

—No, claro que pasa. No es justo.—Katherine —dijo Walter—,

afirmas estar dispuesta a hacer cualquiercosa y sin embargo no haces lo únicoque te pedimos.

—¿Qué? —me limpié las mejillascon la manga del vestido.

—¿Aceptas tu fracaso y susconsecuencias?

No, claro que no. Aquello era unabroma cruel, un remedo de justicia.Henry y yo teníamos por fin laoportunidad de ser felices, y lahabíamos perdido. No pude mirarlo, ni

pude mirar ninguna de las demás carasque me rodeaban. Me sentía incapaz decontemplar su decepción.

—Acepto que el consejo hadecidido suspenderme, sí —contesté convoz estrangulada—. Y entiendo lo queeso significa —mejor que ellos, por lovisto—. Pero me parece injusto que lehagáis esto a Henry, y si hay algo quepueda hacer para que cambiéis de idea,lo haré.

Walter me miró con fijeza, y sumirada era tan contundente que mepregunté si iba a fulminarme, o lo quefuera que hicieran los dioses con lagente que no les caía bien.

—Has suspendido, Katherine. Nada

de lo que digas cambiará eso.Pestañeé rápidamente, intentando

dominarme. No quería que Henry merecordara así. Volviéndome en elasiento todo lo que me atreví, lo miré ylogré decir en voz baja:

—Lo siento.No me miró a los ojos, y no se lo

tuve en cuenta. Había fracasado, y éltenía que sufrir la consecuencias.

Atrapada entre la ira y ladesesperación, sentí que el salón secerraba en torno a mí, asfixiándome, ydeseé más que nada en el mundo poderdar marcha atrás en el tiempo, hastaaquella anoche, para cambiar las cosas.Henry se merecía mucho más que

aquello, pero yo no podía dárselo pormás que lo deseara.

El silencio pareció retumbar en elsalón de baile. Nadie dijo ni hizo nada.Pasaron solo unos segundos, pero a míme parecieron horas. Mientras la amargadesilusión se aposentaba en la boca demi estómago, en mi cabeza cristalizó unaidea: ¿y ahora qué?

Oí un ruido detrás de mí e intentédarme la vuelta para ver qué era, perocualquier movimiento hacía que meardiera el pecho. Oí el golpe sordo deuna puerta al cerrarse y el suavetamborileo de unos tacones sobre elsuelo de mármol del salón de baile.

—Hermana —dijo Henry, y su voz

sonó tan cálida, tan profunda, que midolor refluyó de pronto.

Al mirar las caras de los otrosmiembros del consejo, vi que todosparecían contentos y aliviados. Ysatisfechos, pensé al mirar a Ava. HastaJames parecía alegrarse de ver a larecién llegada.

—Hola, Henry.El aire abandonó de golpe mis

pulmones cuando oí aquella voz. Mispensamientos se dispersaron y dentro demi cabeza solo quedó su sonido.Olvidándome del dolor, estiré el cuellopara mirarla y la vi saludar a todos conuna sonrisa y un beso en la mejilla,salvo a Calíope. Cuando llegó al lugar

que ocupaba Henry, se fundió con él enun abrazo.

Comprendí vagamente que me habíaquedado boquiabierta, pero no pudeevitarlo. Ella se apartó de Henry y tomóasiento en el trono de al lado, el de lasramas y las vides que había estado vacíohasta entonces, y de pronto algo parecióencajar dentro de mí.

—Hola, Kate —dijo.Abrí y cerré la boca varias veces,

pero de ella no salió ningún sonido. Porfin me obligué a tragar y cuandoconseguí hablar pareció que croaba:

—Hola, mamá.

20. La primavera

Mi madre estaba exactamente igual queen mis sueños. Sana y en plena forma,como si no hubiera estado enferma ni unsolo día en toda su vida. Tenía, noobstante, algo más, una especie de matizindefinible que la hacía resplandecerdesde dentro, como una luz que pugnarapor liberarse.

—¿Qué haces tú aquí? —mientras lopreguntaba comprendí que era evidente.

Lo único que me impidió montar encólera fue la alegría de verla, pero hastaeso dio paso enseguida al desconcierto.

—Lo siento —dijo con la misma

sonrisa compasiva que yo había visto ensu rostro mil veces.

Cada vez que me hacía un arañazoen la rodilla, cada vez que me pasabahoras en casa haciendo deberes sinapenas tiempo para cenar, cada vez queun médico nos decía que solo lequedaban unos meses de vida… Enmuchos sentidos era una desconocida,pero cuando ponía aquella sonrisaseguía siendo mi madre.

—El único modo de someterte aprueba era el engaño. Nunca ha sido miintención herirte, cariño. Todo lo que hehecho ha sido para protegerte y parahacerte todo lo feliz que fuera posible.

Yo sabía que estaba diciendo la

verdad, pero no pude evitar sentirmehumillada. A fin de cuentas, me habíaengañado, aunque hubiera sido por mibien, y me sentía una idiota por nohaberme dado cuenta de quién era.

Mi madre también era una diosa.Aquello no era algo que pudiera aceptarencogiéndome de hombros como si talcosa.

—Diana —dijo Walter, y mi madrese acercó a mí.

La túnica de seda blanca que llevabaonduló a su alrededor como si estuvierasumergida en agua. No estaba tan cercacomo para que pudiera tocarme, peroaun así vi que sus ojos brillaban. Nosupe, sin embargo, si era por tristeza,

por orgullo o porque sus ojos rebosabanpoder, como los de Henry, hechos de luzde luna.

—La séptima y última prueba,orgullo y humildad —dijo mi madre ydespués hizo una pausa y sonrió—, Katela ha superado.

No entendí. El dictamen habíaterminado, ¿no? ¿No habían tomado yauna decisión? No podía suspenderninguna de las pruebas, el propio Walterlo había dicho. Esperé algunaexplicación, pero no me la dieron.

—¿Los que estén de acuerdo? —preguntó Walter.

Los miré uno a uno, ansiosamente,pero sus caras no permitían adivinar

nada. Ni Ava, ni Ella, ni Henry medieron pista alguna de lo que ocurría.Uno tras otro, murmuraron suasentimiento. Vi con sorpresa queCalíope, que parecía tan pálida yabatida que no pude evitar sentir unapunzada de pena por ella, tambiénasentía. Comprendí que estabandiciendo que sí. Estaban votando.Aunque me había acostado con Henry,por obra de algún milagro no habíafracasado del todo. Cuando le llegó elturno de votar a James, contuve larespiración, convencida de que iba adecir que no. Sin embargo, él tambiénasintió, sin mirarme a los ojos. Los otrossiguieron votando, pero yo me quedé

mirándolo fijamente y cuando por finlevanté los ojos le dije en silencio«gracias».

—Entonces, está decidido —anuncióWalter cuando le llegó el turno de votar—. Se concede la inmortalidad aKatherine Winters, que se desposará connuestro hermano y reinará a su lado en elInframundo mientras ella así lo desee —luego sonrió y sus antiquísimos ojosbrillaron—. Bienvenida a la familia. Selevanta la sesión del consejo.

Su tono tajante me desconcertó, yesperé asombrada mientras losmiembros del consejo se levantaban y seencaminaban hacia la puerta. Algunos(Ella, Nicholas, Irene, Sofía y hasta

Xander) me apretaron el hombro o medijeron una palabra de aliento al pasar.Ava sonrió de oreja a oreja. Otros,sobre todo Calíope, no dijeron nada almarcharse. James pasó también sin decirpalabra, encorvado y cabizbajo. Alacordarme de que había dicho que sí yde lo mucho que debía de haberlecostado, sentí el impulso de ir tras él,pero me quedé paralizada en mitaburete, incapaz de moverme por miedoa que todo aquello se hiciera añicos y nofuera más que un sueño.

Al poco rato solo quedamos tres.Henry, mi madre y yo. Mi madre selevantó después de que se marcharan losdemás y sin decir nada me rodeó con sus

brazos y me apretó suavemente. Apoyéla barbilla en su hombro y enterré lanariz entre su pelo. Olía a manzanas y afreesias. Era ella de verdad.

No sé cuánto tiempo estuvimosabrazadas, pero cuando nos soltamos medolía el pecho y me había deslizado amedias del taburete. Me ayudó aenderezarme, y vi a Henry a unos pasosde nosotras.

—¿Ha…? —me detuve y carraspeé,intentando que mi voz no sonara tandébil—. ¿Ha salido bien o mal?

Henry se acercó a mí y entre los dosme ayudaron a levantarme.

—Has aprobado —dijo él—.Espero que estés satisfecha.

«Satisfecha» no era la palabra másadecuada. Confusa, sí. Aturdida, desdeluego. Y no estaría satisfecha hasta queentendiera qué había ocurrido.

—Walter ha dicho que habíasuspendido —dije, tambaleándome—.¿Cómo es posible que haya aprobado, sisuspendí una prueba?

—Ha sido la séptima prueba —contestó mi madre—. No suspendiste laprueba de la lujuria. Aunque no hubierasestado enamorada de él, Henry seaseguró de que todos supiéramos lo quehabía ocurrido. Este era el único modoque tenía el consejo de poner a prueba tuorgullo. Al aceptar tu fallo pese a quedeseabas quedarte, y al respetar la

decisión del consejo, has demostradohumildad.

—Y al demostrar humildad, hassuperado la prueba final —añadióHenry.

—Entonces… —me detuve, y pese aque odiaba sentirme tan tonta y tan lentade reflejos, aquello era demasiadomaravilloso para ser cierto—. ¿Quésignifica esto? ¿Qué va a pasar ahora?

Henry se aclaró la garganta.—Significa que, si estás conforme,

nos casaremos al ponerse el sol.Casarnos al ponerse el sol… Lo que

unas horas antes me había parecido unafantasía absurda se había convertido depronto en un hecho inminente hacia el

que me precipitaba a toda velocidad.Pero aquello era lo que quería, ¿no? Nocasarme, sino dar una oportunidad aHenry. Darle la misma esperanza quedeseaba para mí misma, y ahora queestaba allí mi madre, aunque no fueraexactamente la misma, todos habíamossalido ganando, ¿no?

Bueno, no todos. Calíope no, nitampoco James. Para que Henryestuviera vivo y feliz, para que yorecuperara a mi madre, ellos habíanperdido. Calíope se lo había buscadoella sola, pero James… ¿A qué habíarenunciado él para que yo pudieradisfrutar de todo aquello?

Me di cuenta con un sobresalto de

que Henry y mi madre me estabanmirando. Habíamos cruzado el salón debaile y estábamos parados entre lasgruesas puertas, abiertas lo justo paraque saliéramos los tres.

—Sí, claro —dije, poniéndomecolorada—. Lo siento, no es queestuviera dudando, es solo que… estabapensando y… Todavía quiero seguiradelante.

Cuando Henry se relajó me di cuentade lo tenso que se había puesto derepente.

—Me alegra saberlo —dijo convisible alivio—. ¿Puedo preguntar enqué estabas pensando?

No quise decirle que estaba

preocupada por James, por si lemolestaba, así que hice la pregunta quetenía grabada a fuego en la mente desdeque Ava había cruzado aquellas mismaspuertas.

—¿Fue todo un montaje?Se hizo un tenso silencio y vi que

Henry y mi madre cruzaban una mirada,como si solo necesitaran eso paracomunicarse. No era imposible que asífuera, y me mordí el interior de lamejilla, enfadada por su complicidad.

—Sí y no —contestó mi madre.Seguimos caminando despacio por

el pasillo. Cada paso era más penosoque el anterior, pero lo que menos mepreocupaba en ese momento eran mis

heridas.—Cuando Henry llevaba décadas

buscando una nueva reina y se hizoevidente que su búsqueda no estabadando los frutos necesarios…

—Iba a darme por vencido —agregóHenry—. Todas las chicas fallabanantes de haber empezado, o si mostrabanalguna posibilidad de superar laspruebas, aparecían muertas. Ahorasabemos qué estaba ocurriendo, pero nopuedes imaginarte lo doloroso que eraver morir a todas esas jóvenes sabiendoque era culpa mía. No me atrevía avolver a poner a otra en peligro y estabadecidido a poner fin a esto.

—Y yo estaba igual de decidida a

que siguiera intentándolo hasta que ya noquedara más tiempo —explicó mi madre—. Así que llegamos a un acuerdo.Perséfone… —su cara cambióligeramente, y por un instante mepareció ver una expresión de vergüenza—. Perséfone era hija mía. Tu hermana.Fue culpa mía que no fuera feliz, y quedebido a ello Henry tampoco lo fueranunca.

—No fue culpa tuya —dijo Henrycon serena vehemencia—. No fue culpade nadie, más que mía. Fui yo quien nosupo hacerla feliz…

—Y fui yo quien os empujó acasaros —dijo mi madre—. No melleves la contraria, Henry. Lo digo en

serio.Se quedó callado, aunque me

pareció ver que esbozaba una sonrisa.—Como iba diciendo antes de que

me interrumpieran de esa forma tangrosera —mi madre pasó los dedos pormi pelo y comprendí que estababromeando—, tú siempre has podidoelegir, cariño. Si no hubieras queridoseguir adelante, todos lo habríamosaceptado y habríamos hecho lo precisosin ti. Siempre has estado al mando de tuvida. Lo único que hemos hechonosotros ha sido ofrecerte unaoportunidad.

Se me encogió la garganta alimaginar lo que podía haber ocurrido si

no hubiera sido así.—¿Por qué no me lo has dicho

antes?—Porque de ese modo habrías

tenido una ventaja injusta —contestó mimadre—. Tenía que ser decisión tuya.Yo no debía influirte, ni debías rechazarautomáticamente esa posibilidad porsaber dónde ibas a meterte. Además —añadió con suavidad—, si te lo hubieradicho, ¿me habrías creído?

Claro que no. Y cuando regresara almundo real, ¿quién me creería si ledecía cómo pasaba los inviernos? Nadieen su sano juicio, eso seguro.

—Pero ¿existe Eden? Todas laspersonas a las que conocí allí, hasta Ava

y Dylan… ¿Eso también formaba partedel plan?

—Eden no existe más allá de laspocas semanas que pasaste allí —contestó Henry—. Si decides volver allugar donde se levantaba el pueblo, noverás más que árboles y campos. Sientoel engaño.

Yo también lo sentía. Fruncí loslabios, intentando encontrar algo quedecir que no me hiciera parecer una niñade doce años.

—Pero… no volváis a hacerlo, ¿deacuerdo? —los miré a ambos—. Seacabaron las mentiras y el dejarme almargen.

Mi madre se rio, pero no con la risa

a la que yo estaba acostumbrada. Erauna extraña combinación de sonidos: unarroyo borboteante, el canto de losgrillos y el primer día de primavera. Eraincreíble.

—Claro —dijo con un cariño queme embargó por completo y me hizo másfácil dar los siguientes pasos—. Bueno,antes de que lleguemos a tu boda, ¿hayalgo más que quieras saber?

Mi boda… Se me hizo un nudo en lagarganta y me costó un gran esfuerzorecuperar el habla.

—Sí —dije con voz ronca—. ¿Quéclase de nombre es Diana para unadiosa?

Se rio otra vez, y el nudo de mi

garganta se aflojó.—Ella se enfadó bastante porque

adoptara su nombre romano, pero no loquería y a mí siempre me ha gustado.Todos elegimos nuevos nombres con elpaso de los años.

—Nombres que encajen con el lugary la época en los que estamos —añadióHenry—. Se nos conoce principalmentepor la mitología griega, de ahí que entodas partes suene más nuestro nombregriego.

—Pero en realidad no tenemosnombre —dijo mi madre—. Fuimoscreados antes de que hubiera nombres.

—Y sobreviviremos mucho despuésde que dejen de usarse —afirmó Henry.

Mi madre lo miró.—Algunos, por lo menos.Al oírla pensé de pronto en James.

Procuré olvidarme de él, pero me fueimposible.

—Entonces, ¿de verdad sois losOlímpicos?

—Sí, los trece —dijo mi madre—.Más Henry, cuando aparece.

Él refunfuñó y yo fruncí el ceñomientras intentaba encajar las piezas delrompecabezas.

—Entonces… ¿quién es quién?Porque sé quiénes sois vosotros dos,Hades y Deméter, pero ¿y los demás?

—¿Quieres decir que todavía no lohas adivinado? —preguntó Henry, y lo

miré con fastidio.—No todos somos omniscientes,

¿sabes?—Nosotros tampoco lo somos —

contestó con una mirada divertida.Me mordí el labio mientras lo

pensaba.—Seguramente podría adivinarlo,

aunque no en todos los casos —sacudíla cabeza—. Los Olímpicos… Es… —in-creíble. Inexplicable—. Habríaestado bien que me lo hubieraisadvertido.

Debí de hablar con más amargura dela que pretendía, porque mi madre meabrazó más fuerte y metió la nariz entremi pelo.

—Da igual cómo me llamen o quiénsea, sigo siendo tu madre y te quieromuchísimo.

Asentí con la cabeza porque no meatreví a hablar. Era mi madre, pero mimadre no tenía una risa que parecía unrayo de sol. Mi madre había dado suvida por mí, y lo que había quedado deella era una cosa fría y rígida, no aquelser cálido y chispeante, y mucho másfuerte de lo que yo sería nunca.

—Vamos —dijo Henry, que parecíahaber notado mi cambio de humor.

Nos detuvimos delante de unaspuertas hermosamente labradas en lasque estaban representados la Tierra y elmundo inferior, y me quedé sin

respiración. La habitación de Perséfone.—Henry… —dije, pero sacudió la

cabeza y sonrió.Tiré avergonzada del encaje blanco

de mi vestido para asegurarme de quemis vendajes no tenían goteras. Seabrieron las puertas y en lugar delsantuario que yo había visto unos mesesantes, vi una sala vacía en la que solohabía un pequeño arco blanco decoradocon un arcoíris de margaritas. A un ladoestaban nueve miembros del consejo,todos menos Calíope y James. Walter sehallaba de pie bajo el arco,esperándonos.

—Espero que baste —dijo Henry—.No sabía si querrías algo más

elaborado.—No —dije casi sin aliento—. Es

perfecto.Mi madre me tomó de la mano. Sus

ojos brillaban llenos de lágrimas.—Esa es mi niña —dijo, y aunque

no quería volver a separarme de ella,comprendí que era la hora.

Esta era mi vida ahora, y aunque mimadre siempre formaría parte de ella, yano sería su centro. Aquel era un cambioque no me esperaba, y sin embargo, dealguna manera, los seis meses anterioresme habían preparado para asumirlo.

Solté su mano y fue a reunirse conlos demás.

Henry me condujo hacia el arco y,

mientras Walter hablaba, sentí los ojosde todos fijos en nosotros. Henry y yorepetimos los sencillos votos nupcialesy, con una voz tan investida de autoridadque hasta las mismas piedras de lamansión parecieron temblar, Walter nosdeclaró marido y mujer.

Henry se inclinó para besarme y,cuando lo hizo, una oleada de calorinvadió mi cuerpo, extendiéndose desdemis labios y dejando tras de sí unafrescura que sustituyó al dolor. Cuandose apartó, mi cuerpo parecía completode nuevo, curado y fuerte como nuncaantes.

Pero no era eso lo que importaba. Loque realmente importaba era cómo me

miraba Henry, como si aquel momentofuera el más feliz de su larga vida.Entonces comprendí en lo más hondo demi ser que nunca volvería a estar sola.

Pasamos nuestra noche de bodas enmi suite, jugando a las cartas yprocurando no hablar de lo que pasaríaal día siguiente. Era la última noche quepasaría en Eden Manor hasta seis mesesdespués, y aunque sabía que regresaríatenía la sensación de que algo iba aacabarse. Medio año no era apenastiempo para Henry, pero para mí era unaeternidad cuyo fin ni siquiera podíavislumbrar.

Debía marcharme al día siguiente demi boda. No me parecía justo. Podíaregresar antes de tiempo si quería y losabía, pero mi madre insistió mucho enque pasara mi primer verano sin Henry.

A la mañana siguiente desayunamosen la cama, yo sentada a un lado con laspiernas cruzadas, en pijama, y él al otro.Ahora que era otra vez primavera se mepermitía comer, y aunque no tenía máshambre que de costumbre, ataqué mistortitas con extraño vigor y me puseperdida, de paso. A Henry no parecióimportarle. De vez en cuando seinclinaba hacia mí, limpiaba con un besoel sirope de mis labios y sonreía al verque me sonrojaba.

No tardé nada en hacer el equipaje,y mucho antes de lo que esperaba meencontré otra vez delante de mi nuevafamilia, en la sinuosa avenida quellevaba a la verja principal. Calíopetampoco estaba esa vez, pero fue laausencia de James la que hizo que se meencogiera el estómago.

Les di un abrazo de despedida, unopor uno, hasta al gruñón de Phillip, queolía a caballos y parecía desear estar encualquier parte menos allí,contemplando aquel despliegue desentimentalismo lacrimógeno. Ava sepuso a llorar antes incluso de quellegara a su lado, y me abrazó tan fuerteque pensé que no iba a soltarme.

—¡Ay, Kate! ¡Voy a echarte demenos!

—Yo también a ti —a pesar de loque había pasado entre nosotras eseinvierno, confié en que sus lágrimassignificaran que estaba todo perdonadoy que la vería allí cuando volviera enotoño—. Algún día tendrás quecontarme todo lo que ha pasado mientrasyo no miraba.

Asintió, demasiado emocionada parahablar, y después de darnos un últimoabrazo nos separamos por fin.

Mi madre fue la siguiente. Se alzabaserenamente a la luz del sol, como siresplandeciera, y por un instante me diomiedo tocarla. Pero ella lo arregló

estrechándome entre sus brazos ydándome un beso húmedo en la mejilla.

—Que te diviertas —dijocariñosamente, aunque por el brillo desu mirada comprendí que esperaba queyo cumpliera nuestro acuerdo—. Vete avivir la vida de los mortales, antes deque pase de largo.

Yo no sabía si aún sería capaz dedisfrutar de la vida mortal sabiendo loque me esperaba en el otoño, peroasentí.

—Te quiero —dije, de pronto tanemocionada como Ava.

Mi madre me miró fijamente y porun instante sentí que éramos las dosúnicas personas que había en el mundo.

Pero aquella sensación se desvanecióenseguida, y entonces le llegó el turno aHenry.

No supe qué decir, así que lo rodeécon mis brazos y me abrazó. Yo habíaempezado a llorar en serio, y el pocomaquillaje que me había puesto esamañana por insistencia de Ava quedóhecho un desastre, pero no me importó.

—Cuida de Pogo, ¿quieres? —dijeal apartarme para secarme los ojos.

—Cerbero y yo te lo prometemos —contestó sin apartar sus ojos de los míos—. Kate… Sea lo que sea lo que teespera fuera de esa verja, recuerda queel verano es tuyo para hacer lo que teplazca —su voz sonó tensa, pero

pareció hacer un esfuerzo parasobreponerse—. No es asunto mío loque decidas hacer con ese tiempo.

—Lo sé —contesté—. Y también séque lo que siento por ti no va a cambiarsolo porque cambien las estaciones. Asíque, si no te importa, voy a ceñirme alos votos que he hecho —le dediqué loque esperaba fuera una sonrisatranquilizadora—. No puedes librarte demí tan fácilmente.

Él también sonrió.—No sabes cuánto me alegra

saberlo, pero no cambia el…—Henry —dije con firmeza—, ya

basta. Vas a tener que aguantarme teguste o no, así que más vale que vayas

haciéndote a la idea.Titubeó, pero por fin se dio por

vencido.—Siempre que me necesites estaré a

tu lado. Tienes mi palabra.Asentí y me dio un beso en la frente.

Fue un beso tan casto que me pregunté siiba a darme un auténtico beso dedespedida o no. Seguramente no, pensé.A fin de cuentas, mi madre estabamirando.

—Te estaré esperando cuandoregreses —dijo—. Y te quiero.

Esa vez no me lo había imaginado,ni lo había soñado. Lo había dicho deverdad, y no porque fuera una prueba, niuna apuesta, ni una obligación, sino

porque lo sentía. Algo se hinchó dentrode mí y sentí que iba a estallar.

—Yo también te quiero.Entonces tomó mi cara entre sus

manos y me besó de verdad. Yo intentéprolongar el beso, pero él se apartó ycomprendí que había llegado elmomento de partir.

Eché a andar despacio por laavenida, mirando hacia atrás cada pocossegundos. La presencia de Henry tirabade mí hacia atrás y la certeza de quetenía que marcharme para poder volvera verlo me impulsaba a seguir haciadelante. Aquel era ahora mi hogar, ynada podría mantenerme alejada de élpara siempre.

Cuando llegué a lo alto de la suavecolina que ocultaba la mansión a ojosdel mundo exterior, me volví y saludécon la mano, y me sorprendió ver que elúnico que seguía allí era Henry. Levantóla mano y me obligué a seguir adelante.

Apareció la verja y, con ella, algoque me hizo pararme en seco. De prontoentendí por qué Henry había puesto tantoempeño en recordarme que podía hacerlo que quisiera con mis veranos.

James estaba apoyado contra elmismo coche en el que me había llevadoa Eden Manor y llevaba los mismosenormes auriculares que en septiembreanterior. Lo único que había cambiadoera su cara. Ya no sonreía.

Crucé la verja y dudé, sin saber quéhacer. Él se apartó en silencio paraabrirme la puerta del coche y le di lasgracias, pero no contestó. Solo cuandollevábamos un rato avanzando por elcamino de grava encontré valor parahablar, e incluso entonces mi voz sonóchillona.

—Lo siento —dije, con las manosentrelazadas con tanta fuerza que se metransparentaban los nudillos—. Portodo.

—No lo sientas —dobló la esquinay el seto desapareció de nuestra vista—.Has hecho lo que tenías que hacer, ytambién Henry. Y el consejo. De todosmodos, en cuanto te conocí supe que lo

tenía crudo.Apreté los labios sin saber qué

decir. Estaba segura de que lo habíadicho como un cumplido, pero aun asíseguía sintiéndome culpable.

—Vas a existir mucho tiempo,¿verdad? Quiero decir que el mundo nova a acabarse mañana, ¿verdad?

—No lo sé —contestó, y por uninstante creí oír al chico al que legustaba hacer construcciones con patatasfritas—. Con Calíope suelta, todo esposible.

Me recosté en el asiento y procurérelajarme. Al menos el antiguo Jamesseguía allí, en alguna parte.

—¿Adónde vamos?

—A un sitio al que creo que debes irantes de que te marches para pasar elverano fuera —dijo.

Cuando quedó claro que no iba adarme más pistas, me resigné a mirarpor la ventanilla y procuré pensar enalgo que decir que no fuera demasiadodoloroso.

Henry tenía razón: lo que antes habíasido la calle mayor de Eden, ahora eraun camino de tierra rodeado de árbolespor los dos lados, y el lugar donde sehabía alzado el instituto de Eden no eramás que un prado. Aunque solo habíapasado allí un par de semanas, sentí unapunzada de melancolía. No habríamarcha atrás, no podría volver a la vida

que había conocido siendo mortal, y noestaba preparada para afrontar esapérdida.

Cuando llegamos a nuestro destinohabíamos vuelto otra vez a lacivilización. No era Nueva York, perotampoco era todo tierra y árboles. Unoscuantos edificios se apiñaban paraformar un pueblo cerca del hospitaldonde había estado internada mi madre.Miré a mi alrededor intentandoencontrar algo que me sonara, pero solovi pequeñas fábricas, alguna que otraiglesia y unas cuantas tiendas.

James condujo el coche a través deunas puertas de hierro forjado y abrí losojos de par en par al ver dónde

estábamos. Oí el crujido de la grava delcamino bajo los neumáticos. Jamescondujo despacio por el camino y sedetuvo unos cientos de metros más allá.

—Vamos —dijo al abrir la puerta—. Quiero enseñarte una cosa.

Salí y miré el cementerio que nosrodeaba, las lápidas y las estatuas quesurgían de la hierba parda. Algunas erannuevas, con los nombres claros ylegibles, mientras que otras eran tanantiguas y estaban tan desgastadas queapenas se distinguían las inscripciones.James se mantuvo algo apartado de mí,con las manos en los bolsillos, como sitemiera tocarme, y yo lo seguí,concentrada en esquivar el barro y la

nieve que empezaba a derretirse.Se paró delante de una tumba

reciente, tan nueva que aún no teníalápida, sino solo una placa temporal conun nombre escrito en rotulador negro. Seapartó para que yo pudiera verla, aunqueen realidad no hacía falta: ya sabíadónde estábamos.

—Diana Winters —dije en voz baja,pasando los dedos temblorosos por lasletras que formaban su nombre—. Peropensaba que estaba…

—¿Viva? —preguntó James, y asentí—. Como deidad, sí, pero adoptó unaforma mortal para criarte, y esa formamortal murió hace diez días.

Me quedé callada, preguntándome

qué esperaba que dijera.—Sigue siendo tu madre —añadió

—, pero debes entender que a partir deahora las cosas no volverán a ser comoantes entre vosotras, ni entre Henry y tú,ni entre tú y el resto del consejo.

Me enfadé al oírle.—¿Igual que no lo son entre tú y yo?

—pregunté, pero en lugar de enojarse,se encogió de hombros.

—Eso es un poco distinto, dado queestás más unida a ellos, pero sí. Algoasí.

Pasé de nuevo los dedos por laplaca mientras miraba el montículo detierra que contenía el cuerpo mortal demi madre. No sabía qué sentir: tristeza,

inevitablemente, pero también unamezcla de emociones que no entendíadel todo. Alivio, quizá, porque subatalla hubiera terminado. Miedo a lanueva realidad que afrontaba y lo quehabía descubierto mientras ella seconsumía en una cama de hospital.

Pero sobre todo un vacío doloroso.Tardé unos segundos en darme cuenta deque echaba de menos la vida quehabíamos llevado antes de llegar aEden. No los años de enfermedad ysufrimiento, sino las visitas a CentralPark. Los árboles de Navidad. Lostiempos en que sabía que mi mejoramiga estaba solo a un corto paseopasillo abajo. Todo aquello había

acabado, y una existencia nueva sedesplegaba ante mí, vacía salvo por losrostros de Henry, de mi madre y delresto del consejo.

—Sé que es el fin —dije, poniendouna mano sobre la tierra amontonada—.Hace mucho tiempo que lo sé.

—No, no lo es —contestó James ami lado—. Es el principio.

Nos quedamos allí hasta que el fríocaló en mi ropa y la niebla se pegó a mipelo, dejándome fría y mojada. Aceptésu mano para que me ayudara alevantarme y toqué la placa una últimavez. Era la prueba de mi humanidad y demi breve existencia en un mundo en elque todo moría. Por fin me alejé de allí

con el corazón apesadumbrado.—Bueno, ¿qué vas a hacer en

verano? —preguntó James mientrasíbamos hacia el coche.

Era evidente que intentaba animarmeun poco, pero yo tenía la mente tannublada que tardé unos segundos encontestar. Me sentía anclada a la tumbade mi madre, pero con cada paso quedaba aquel peso parecía hacerse másleve, más fácil de soportar. Nuncapodría alejarme por completo, eso losabía, pero al menos estaba segura deque algún día sería capaz de aceptarlo.

—No sé —dije, y me quedé mirandoel suelo embarrado mientras barajabalas posibilidades que se desplegaban

ante mí.Podía volver a Nueva York, pero

allí no me quedaba nada. Podíaquedarme en Eden, con los árboles, perosupuse que pasado el primer mes seríaun aburrimiento.

—Puede que pruebe la auténticacomida griega. Nunca he estado enGrecia, ¿sabes?

—Grecia —dijo James, y noté en suvoz un vacío que me inquietó—. Esagradable en verano.

Estiré el brazo indecisa y tomé elsuyo. No se apartó.

—¿Quieres venir?Abrió los ojos de par en par.—¿En serio?

—Claro —sonreí con esfuerzo, perosinceramente—. No quiero ir a Greciasola, y no se me ocurre un guía mejorque uno de mis mejores amigos.

Una sonrisa se extendió poco a pocopor su cara, pero en sus ojos siguióhabiendo un ápice de lejanía que nopude ignorar por completo.

—Me encantaría.La grava crujió bajo nuestros pies

cuando llegamos al coche y James abrióla puerta. El silencio entre nosotros sehabía vuelto cómodo, en vez de tenso ydesagradable. Me senté y me relajé en elasiento mientras él se deslizaba tras elvolante. Al fondo de mi mente quedabaun resquicio de duda cuando le sonreí y

vi de nuevo aquella expresión en susojos, pero decidí no hacer caso. Lascosas distaban mucho de ser perfectaspero, pasara lo que pasase, al menoshabía recuperado a mi amigo.

Mientras nos alejábamos me girépara ver la tumba de mi madre, oscuraen contraste con los montones de nieveblanca que aún quedaban en elcementerio. James tenía razón: aquellono era un final. Era el principio que mimadre había querido para mí y el que yohabía deseado desde siempre. Quizá notuviera previsto vivir eternamente, peroahora que era inmortal pensaba disfrutara tope de cada momento.

Guía de dioses

Zeus Walter

Hera Calíope

Poseidón Phillip

Deméter Diana

Hades Henry

Hestia Sofía

Ares Dylan

Afrodita Ava

Hermes James

Atenea Irene

Apolo Theo

Artemisa Ella

Hefesto Nicholas

Dioniso Xander

Agradecimientos

De un modo u otro, todos aquellosque han formado parte significativa demi vida me han ayudado a recorrer estecamino, y a todos les estoy agradecida,pero quiero dar las gracias en especial alas siguientes personas:

A Rosemary Stimola, miencantadora agente, que nunca se rinde:gracias por arriesgarte conmigo.

A Mary-Theresa Hussey, miasombrosa editora, y a Natashya Wilson,directora editorial de Harlequin Teen:las dos habéis sido un apoyomaravilloso, y me apetece muchísimo

seguir embarcada en este viaje convosotras.

A los muchos maestros que he tenidoa lo largo de los años, y especialmente aTerry Brooks, Jim Burnstein, KathyChurchill, Larry Francis, WendyGortney, Kim Henson, Chris Keane, BobMayer, Mike Sacks y John Saul. Alenseñarme a contar una historia, mehabéis enseñado quién soy.

A Shannon y a John Tullius: vuestroapoyo incansable me hizo concebir laesperanza de no ser quizá tan mala comopensaba.

A Sarah Reck y Caitlin Straw, lasmejores amigas y primeras lectoras quepueda haber.

A Melissa Anelli, la mejoranimadora del mundo.

Y a Jo, que cambió mi vida con solovivir la suya.

Muchísimas gracias por todo.

AIMÉE CARTER (Detroit, EEUU,1986). Nacida y criada en Michigan,donde actualmente reside, Aimée Carteres una escritora de literatura juvenil.Comenzó escribiendo fanfictions a laedad de 11 años. Cuatro años después,escribió su primera novela original.

Carter se graduó en la Universidad de

Michigan, con un título de Artesescénicas. Además, es cinturón negro deTaekwondo. Publicó su primera novelaen 2003, pero se ha ganado gran parte desu fama con la saga «Aprendiz dediosa», (The Goddess Test), quecomenzó a publicarse en 2011 y secompone de cinco volúmenes.