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Desde mi lugar la quebrada grande

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Francisco González Cruz

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Desde mi lugar La Quebrada Grande

© Francisco González Cruz

Depósito Legal: lf9462013800499 ISBN: 978-980-7579-03-2

La mayoría de estos textos han sido publicados en el Diario los Andes

Diseño de portada, diagramación y montajes: Nubardo Coy

Fotografía de portada: de Francisco Javier González, desde un vuelo de parapente.

Impreso en Litografía Moderna c.a.El Vigía, Estado Mérida, Venezuela

Prólogo 9Todo comenzó en “La Matilde” / 13

La Quebrada Grande / 17Cabimbú / 23

Desde Chorro Blanco / 27De Tuñame,el Pajarito, Visún y otros páramos / 31

La Loma Tendida / 35Tres raudales / 39

Fortunato y los toros / 41Germán González Medici / 45Ah rigor… Delfín Moreno / 49

In memoriam / 53Elio González Médici / 57

Miguel Angel Burelli Rivas / 59Andrés Díaz / 63

Para Antonia Díaz / 67Adhemar y su mural sobre el planeta / 69

Germán González Medici / 73

Jesús Araujo Viloria / 77Pacífico Rangel / 81

Requiem por Tibisay / 85Gangrena en La Quebrada Grande / 87

Semana Santa en La Quebrada / 91Cuando el río se puso negro / 95

La muchacha que bailaba / 97Sobre un viaje a Alitasía / 99

Textos íntimos / 105

Índice

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Prólogo

Mi hermano gemelo ha hecho de la nos-talgia una causa, por más que la patéti-

ca realidad le transforme aquellos lugares de la niñez que saltan a borbotones en estos poemas en prosa, que son un fervoroso tributo a la fragua donde se templó el carácter.

Pueden imaginar los lectores lo que siento al leer estas páginas tan sentidas, cargadas de recuerdos gratos salpicados de algunos no tanto, pero todos for-mando parte de un trasfondo vivencial que se carga a cuestas como un bálsamo que alivia la existencia y que permiten explicar las actitudes, los compromisos, las maneras de ser, las causas asumidas, la línea trazada y cumplida sin meandros ni retrocesos.

La vida de Francisco José González Cruz está marcada por el compromiso con Trujillo, jalo-nado desde los lugares en los que vivimos una niñez feliz, muy pobre en lo material pero riquísima en pa-siones que van desde el amor compartido por todos los habitantes de un pueblo que adoptó como hijos al par de morochos de la señora Chana, hasta los valores sembrados muy temprano en la escuela “Tosta Gar-

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cía”, en la Casa Cural donde aprendimos las oraciones en latín, y en aquel Salón de Lectura que hoy sobrevive en medio de bares y kioscos, con su pequeño pero va-lioso tesoro literario. En él leímos los “Cuentos Gro-tescos” de José Rafael Pocaterra, algunos escritos de Cecilio Acosta, la revista Tricolor que comenzaba su largo recorrido editorial, y otros que se pierden en la memoria y que nos enseñaron el camino de la lectura. De esa fragua cultural también forma parte la antigua Filarmónica “Rosini”, fundada por don Murcio Murci a fines del siglo XIX, rebautizada como Banda Muni-cipal “Urdaneta”, que interpretaba melodías italianas, francesas y venezolanas todos los domingos y días de fiesta, y el coro de la iglesia que contaba con el talento musical de la familia Matheus. Nuestra vida infantil y juvenil tuvo siempre un sentido educativo, y recibi-mos lecciones permanentes de aquella naturaleza ro-deada de cafetales sembrados a la sombra de guamos y bucares, de los juegos con los muchachos del pue-blo y las aldeas cercanas, del trabajo prematuro que entretuvo algunos ratos libres, del trabajo tesonero y honrado de la gente, del intercambio con los mayores siempre dispuestos a contemplarnos, de inusitados acontecimientos que sorprendían la tranquilidad del poblado, y sobre todo de un madre que en medio de la pobreza siempre estaba alegre, y nos cantaba cancio-nes que había aprendido de los mayores.

La separación entre ambas vidas se produjo un buen día en Mérida, cuando Francisco decide ca-sarse y luego emprender el tornaviaje. Un pantalón

para uno, el siguiente para el otro; una camisa para uno, la otra para el otro; la ropa interior, todo, salvo algunos libros que se referían a la ciencia que cada uno cultiva. Me quedé en Mérida prendido de sus esencias, rendido al encanto de sus montañas y de sus ríos, com-prometido con su Mitra y su Alma Mater. Francisco tornó a los lugares íntimos para realizar la portentosa labor de crear una Universidad cargada con el espíritu que se revela en estas páginas. Asentado en Valera y La Quebrada, fundó una familia que ha fructificado en hijos y nietos, garantía de permanencia de la estirpe y tan metidos en sus cosas que han reproducido el amor por la tierra.

Francisco decidió echarse al hombro a Truji-llo desde su vocación de geógrafo humanista y embar-carse en la construcción de su futuro. En CORPOAN-DES comprometió su pasión y sus conocimientos a proyectos claves para el desarrollo del Estado: El Programa Valles Altos, la Zona Industrial de Agua Santa, el Eje Valera-Trujillo, el Tecnológico y muchos otros. Se involucró en toda actividad creadora como la ateneísta, la representación popular en el Concejo Municipal, en el Centro de Historia de Trujillo. En “PorTrujillo” avanza con el gran proyecto educativo para el mejoramiento de la enseñanza en todas las es-cuelas y el gran proyecto académico: Una Universidad para Trujillo que fuese como la ULA para Mérida: Su centro vital, el manantial del saber, la clave de la tru-jillanidad comprometida con el Desarrollo Humano Sustentable. Esta decisión había nacido algún tiempo

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Todo comenzó en “La Matilde”

Todo comenzó cuando llegó a La Que-brada Grande Don Luis Jugo Ferrer, un

tataranieto de Don Vicente de Bolívar y Ponce, padre del Libertador Simón Bolívar. Se había casado en Beti-joque con Rosalía Carrasquero una de las cuatro her-manas huérfanas que había criado el abnegado Padre Vetancourt Carrasquero. Estaba terminando el siglo XIX.

De esa pareja nacieron dos hijas: María Te-resa y Rosita. También Luis Jugo Carrasquero quien se casó con María Amador Arjona. La primera se casó con Fortunato Cruz Cruz, hijo de Jacinto y Lorenza-na. Se habían establecido en “La Matilde”, una her-mosa casa con su pequeña hacienda de café, situada a orillas del Mitifafé, el río que flanquea a La Quebrada Grande por el este. La casona de dos pisos y largo co-rredor que miraba al sur, tenía un molino de trigo de grandes piedras redondas. En el solar había una mata de limonzones dulces, los únicos que hemos visto en la vida. Tuvieron tres hijos: Aurora, Luisana y Jesús Alfonso. Al nacer este último murió la madre y la tía

atrás, refrendada en un retiro en San Javier del Valle de Mérida en compañía de guías excepcionales como monseñor Baltasar Porras y los sacerdotes jesuitas Luís Ugalde y Arturo Sosa.

No tiene dudas: El proyecto de Trujillo se construye en sus hogares y en sus aulas, de allí el em-peño en que la riqueza se fundamente en valores más que en bienes materiales, en una relación armónica entre prosperidad económica y preservación del am-biente; formación en valores y trabajo honrado; capa-cidad global y compromiso local; corazón y cerebro.

El proyecto vital de Francisco es hoy la Uni-versidad Valle del Momboy, cuyo espíritu académi-co recoge los valores que forman parte de su alma, puestos en evidencia en estas páginas, enriquecidos con los aportes de las nuevas corrientes filosóficas y pedagógicas en la línea del humanismo cristiano, sin quitarle nada de la riquísima experiencia vital narra-da en este viaje al interior de los recuerdos. Todo lo contrario, fortalecidos y profundizados por las nuevas vivencias, porque queda pendiente la historia más re-ciente menos nostálgica, sin duda, pero tan cargada de compromisos con el lugar trujillano que alcanza dimensión universal capaz de conmover experiencias repetibles en miles de lugares, si tan solo se sigue la ruta que marcan la pasión por vivir, por ser auténtico y reconocer los aportes que le dan direccionalidad y sentido a la existencia.

Fortunato José González Cruz.

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Rosita se hizo cargo de los tres hermanos. Al poco tiempo murió Fortunato por allá cerca de la Loma del Medio, de la patada de su mula favorita.

Temprano murió Rosita, que era una mujer soltera, bajita, que tocaba guitarra y tenía el orgullo más grande que su tamaño y sus ingresos. Los niños fueron repartidos: Aurora a los Jugo de Maracaibo, Jesús Alfonso a los Jugo de San Cristóbal y Luisana (Chana) a las tías maternas Emperatriz y Cecilia allí mismo en La Quebrada Grande.

Las hermanas Cruz vivían en una enorme casona de tapiales y tejas, zaguán de canto rodado, enormes aposentos, corredores, patio central y el so-lar atrás que llegaba al río. Una cocina enorme estaba entre el espacioso comedor y el salón de estudiar que tenía una biblioteca donde estaba la Biblia, la Historia Sagrada, dos tomos del Diccionario de la Real Aca-demia de la Lengua Española, la Geografía Moderna (de Ginn y Compañía Editores que aún conservo), di-versas obras literarias y mapas del mundo. Estaba esa casa en la calle Bolívar frente a la Casa Parroquial, a tres casas arriba de la escuela y a media cuadra de la Plaza Bolívar.

Tía Cecilia era una especie de bibliotecaria en el Salón de Lectura, situada unas cinco casas más abajo, en la casona que fue de Jacinto, frente a la Plaza. También era maestra en la escuela, al igual que Em-peratriz, ya jubilada. Ambas daban clases de buenos modales a las señoritas del pueblo.

Allí creció Chana, trabajando para las tías,

hasta convertirse en una hermosa mujer. Tejía, borda-ba y hacía manualidades. Echaba arepas, hacía cuaja-das, cocinaba guisados. Lavaba la ropa, plachaba y en la tarde, después del Ángelus, junto a las tías desgra-naba maíz mientras se rezaba el salterio.

Nunca las privaciones le agriaron su natural alegría. Hasta que naturalmente llegó el amor. Pero le tocó el parrandero del pueblo. Se casó, tuvo hogar y nació su primera hija – María Teresa - que murió a los meses de gastroenteritis. Luego llegaron los morochos Francisco y Fortunato, luego Mercedes, pero ya el es-poso no vivía con ella. Se había ido a probar suerte en Maracay y por allá se quedó. Apenas venía muy de vez en cuando a mostrarse con el carro y el liquilique a las muchachas del pueblo y dejarle algo a los hijos. Y pasaba a ver a Chanita que estuvo enamorada hasta la muerte.

Chanita tuvo que volverse a donde las tías, ahora con esa carga. Adelgazó hasta convertirse casi en un fantasma. Pasó hambre para alimentar a los hi-jos, pero recibió la solidaridad de las Niñas Balza y de algunos parientes por el lado de los Jugo. Hacía em-panadas que los muchachos vendíamos por las calle o llevábamos a los encargos. Faroles en Semana Santa. Flores el día de los Difuntos. Y tapetes, cobertores, manteles, escarpines, baberos, gorritos, ropita para el Niño Jesús. Pero no alcanzaba. Hasta que tuvo que irse, sola, a trabajar en Valera, de camarera en el Hos-pital La Paz, donde hubo gente amiga que le tendió la mano que escaseaba en su pueblo. Mientras prepa-

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raba el nuevo nido para vivir con los hijos. En Valera tomó color y ganó peso. Volvió a ser hermosa y desple-gó con mayor fuerza esa alegría bondadosa que no la abandonó ni en sus días más amargos.

La Quebrada Grande

La Quebrada Grande es un pueblito que nació hace quinientos años en una encru-

cijada entre los caminos que cruzaban de sur a norte la Cordillera de Trujillo con los que subían desde el Lago de Maracaibo con los valles del Burate y el Boconó.

El sitio es una pequeña explanada que baja de sur a norte y que fue primorosamente construida por las crecientes de su río el Mitifafé, que desciende raudo desde el páramo de El Salvaje. A la distancia se ve como un abigarrado conjunto de casas con la igle-sia en el medio y las imponentes montañas alrededor, entre las cuales la más alta, sexi y elegante es la Teta de Niquitao.

Las dos calles primerizas le dieron la identi-dad definitiva. Ambas parten desde La Capilla y bajan hasta a La Pueblita. Una a la derecha es la Bolívar y la otra a la izquierda la Sucre. Tres estrechas callecitas las unen para formar cuatro manzanas. Al centro está la plaza Bolívar y alrededor de esta, la iglesia de San Roque mirando al norte, al otro lado mirando al sur está la Alcaldía, al costado este unas antiguas casonas

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y la salida para la Cruz Verde, al poniente la policía y otras edificaciones públicas. Y algunos negocios.

De la calle de la Iglesia y hacia el oeste parte la calle Comercio o La Travesía que llega hasta el Ce-menterio, pasando por el “degüello”, para luego con-vertirse en el camino hacia Miquinoco, Tundá y otras comarcas. Y eso era todo, hasta que por los lados del pié de la plaza hicieron la avenida Milton y se pobló la hacienda de Ramón Barrios. Y ahora recientemente el pueblo se extiende por la vía hacia los Dos Caminos, tomando desordenadamente lo que fueran haciendas de café. Casas feas y costosas. Nada de la expansión del pueblo respetó la tradición, ni el buen gusto.

Porque las casas tradicionales del pueblo son (casi eran) de gruesos tapiales, techos de tejas de El Tendal, pisos de ladrillo, zaguanes de canto rodado, corredores alrededor del patio y el solar atrás, para criar los animales. En el patio compartían las matas de ornamento con las medicinales y las aromáticas: rosas, begonias, hortensias, calas, con ajenjo, manzanilla, ruda, malojillo, romero, orégano y cebolla de rama, ci-lantro y perejil. Y la mata de limón que no podía faltar. Con frecuencia en el solar: chirimoyas, limonzones, limas, cambures y naranjos. La salas y la habitación principal daban a la calle por unos grandes ventanales y por dentro tenía un poyo a cada lado, unas persia-nas y dos postigos. Las puertas altísimas. Eran casas preciosas.

Las montañas que entornan al pueblito son: al suroeste la Avispa que es un ramal que baja de El

Salvaje, al sureste la Loma de los Indios que baja del páramo del Tostao. Luego al norte el altivo “Cerro del Oro” y más allá el alto de Timbís, Los Cuartelitos y la Loma del Medio que bajan de la Teta de Niquitao y Chorro Blanco. Hacia el poniente el Alto de Esdovás y Los Árboles. Todos son soberbios relieves de la Cordi-llera de Trujillo.

Entre estas gigantescas murallas corren los ríos entrañables: el Miquinoco, el Miquimbox o Miti-fafé, las quebradas de Ceniza y Estapape y la quebrada de Timbís. Al pié del pueblo se unen para formar La Quebrada Grande que más abajo se integra al Mota-tán. De estas maravillas salen las aducciones que rie-gan las vegas y los cerros para que la gente produzca hortalizas, flores, frutales y tengan agua pura para su consumo doméstico. Arriba los bosques nublados cui-dan esas aguas, aunque en Miquinoco han abusado, esas selvas sagradas han sido profanadas y ya esa gen-te y sus sementeras sufren el castigo de la sed.

Sigue siendo La Quebrada Grande un cruce de caminos. De los que bajan de los páramos, los que relacionan a los pueblos de la vertiente occidental de la Cordillera de Trujillo: La Mesa de Esnujaque, Jajó, Montero, Santiago, San Lázaro y Trujillo. El que sube de Valera y la Zona Baja. Otros caminos más íntimos enredan las comarcas: de Estapape y Chorro Blanco; de El Potrerito y San Rafael; de Loma del Medio y Cabimbú; de Tubú; de Esdovás; de Tundá, Caquites y Curubuy; de El Algodón, Miquimbox y el Cordonci-llar; de La Avispa, del Alto de los Indios.

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Nada más importante en el pueblo que el templo parroquial. En él palpita todo el pueblo y su calendario anual está articulado a lo que suceda en ese templo. Consagrado a San Roque de Montpellier, resume toda la religiosidad de este pueblo católico que respeta todos los domingos y fiestas de guardar. Construida por el Padre José de los Ángeles Cano a principios del siglo pasado, es monumental. Hermoso. De enormes tapiales, altar mayor de calicanto, coro en la entrada y tres naves, la de la derecha de la Virgen de Coromoto, la de la izquierda consagrada al Santí-simo y la central al Patrono San Roque. “A mitad de la nave izquierda está la “Puerta del Perdón” que sale a la calle. Siempre impecable y adornada, de un sencillo estilo barroco colonial, es sobra y elegante”.

La vida en La Quebrada Grande está marca-da por la actividad rural. El cultivo del café era el prin-cipal oficio de su gente, junto a la caña de azúcar para hacer panela. Los páramos eran el reino del trigo, la avena, los garbanzos, la papa y la zanahoria. Frecuen-tes eran los molinos para producir harina. Desde hace tiempo todo retrocedió ante el avance de las hortali-zas, pues el Programa Valles Altos sembró de sistemas de riego por aspersión todos los paisajes. La prosperi-dad se instaló en los campos y en el pueblo, mejora-ron las casas, aparecieron los galpones, se llenaron de camiones las carreteras y las pulperías se surtieron de mercancías e insumos para las nuevas siembras. Pero con ello vinieron los pesticidas y las moscas.

Este carácter rural, campesino, es el de su

gente. Trabajadora, conservadora, reservada. Tiene una religiosidad formal, de ir a misa, participar en las cofradías, organizar procesiones, levantar capillas, ce-lebrar todas las fiestas de los santos. En la sala de cada casa hay un altar, con un Crucifijo, San Roque, San Isidro, el Santo Niño de Atocha, la Virgen del Carmen, José Gregorio Hernández y otros, todo adornado con papeles de colores, flores de plástico y la luz del hogar encendida.

A pesar de ello hay mucho consumo de alco-hol, abundan las ventas de aguardiente, son frecuen-tes los pleitos a cuchillo, el maltrato a los hijos y a las esposas. También mucha basura y mala educación que aumenta con el tiempo. Todas estas cosas se pudiesen mejorar con la influencia que tiene la iglesia católica y las fortalezas familiares que aún perviven.

Al fin, La Quebrada Grande es mi tierra, con sus ángeles y demonios, con sus lugares. Pero en don-de y por encima de todo se imponen su geografía en-trañable, aquella niñez que nos forjó nuestra manera de ser y los desafíos del ahora.

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Cabimbú

Cabimbú es un trabajo de orfebrería de la naturaleza. Es una joya que quiso Dios

hacerle a Trujillo. Un lugar espléndido, por el clima, por las formas del relieve, por los colores del tapiz ve-getal, por los riachuelos que lo bañan y por la gente que lo habita.

Su topografía fue trabajada lenta y cuida-dosamente por fornidas lenguas de hielo que bajaron desde las altas cumbres, y moldearon con gracia ca-prichosa las lomas redondeadas que circunvalan el anchuroso valle, que se sube por entre las morrenas laterales y los circos glaciares, dejando aquí y allá va-llecitos suspendidos, asientos de prósperas comarcas: Loma Tendida, Chacao, Llano Grande, Garabuya, El Cosito, Loma de la Mata, La Becerrera, El Cundingo, La Lomita, El Carrizal, (que corona a Cabimbú por el este), La Vega Arriba, El Arrendao, Los Montes, La Majada, La Ladera, El Gavilán y Vega Abajo (que cie-rra a Cabimbú por el oeste).

Este relieve amable está cubierto predomi-nantemente de frailejones y alisos como vegetación

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natural, y de kikuyo, papas y hortalizas donde el tra-bajo del hombre aporta al paisaje. Porque Dios fue ge-neroso con Cabimbú, no sólo dándole esta topografía de artesanía, y este nombre tan sonoro, sino llenándo-lo de gente buena y trabajadora.

Cabimbú es un páramo donde soplan vien-tos helados que obligan a vegetales, animales y a los hombres a adaptarse en formas y materiales para aprovechar o producir el calorcito. Aparte del airoso aliso, del lanudo frailejón, del complicado huesito, las plantas son chaparralitos o yerbas pegadas a la tierra. Como las casas, todas bajitas y protegidas del viento.

Los frailejones se reparten por todas partes, pero prefieren los cerros y las faldas, donde no son molestados. Los alisos se alinean siguiendo el curso de las aguas. El chirivital está más arriba. Cerca de las casas florecen las calas, las azucenas, las clavellinas y algunos heroicos rosales. También los pensamientos, manzanillas y hortensias.

Los cultivos ocupan los valles y suben por las faldas más suaves. El kikuyo ocupa todo el terreno que le dejen, pero prefiere tender su alfombra verde inten-so en las riberas de los riachuelos, en los caminos y en los cercados de piedra. El kikuyo es muy bonito, pero se mete por todas partes y hasta se sube a los tapiales.

Cabimbú era Rafael González, el marido de La Gila, hoy la verdadera matriarca de ese lugar. Su hogar, la casa obligada para la visita. Tiene la cocina más generosa del mundo y sus paredes son un tapiz multicolor de platos y pocillos de peltre. Don Rafael,

ya convertido en leyenda, está en todas partes, y en sus hijos, y en sus nietos y bisnietos, que mantienen la hidalguía de su padre. Lástima que a Arturo, el mayor, el marido de Bruna, la Maestra con M mayúscula, lo mató la mala praxis de una medicina mercantilizada. Pero en Cabimbú está La Gila, Gertrudis, Filiberta, Abigail y Carmen. Está Rosario, el menor. Y Arcadio, el fabricante de “dulces sueños”. Y Arístides, y regresó Chelo el hijo mayor de Arturo. Y está Víctor, el que saca de las raíces mágicas figuras, su mujer hace pan de horno y tiene un loro que en vez de plumas tiene lana como un ovejo.

También están muchos muchachos que ya no caben en las escuelas, ahora tan malas porque se les metió la politiquería. Pero esos muchachos salen buenos porque trabajan desde chiquitos. Como An-dresito, el hijo de Andrés Díaz, el hombre más trabaja-dor del mundo. Y Antonia Díaz que es hermosa como un ángel y trabajadora como un gañán.

En ese páramo encantador vive la mejor gen-te de Trujillo, que son sus agricultores, siempre los primeros para el trabajo y siempre los primeros para pretender ser engañados por los políticos. Pero la gen-te no es pendeja y no se deja engañar. Y en Cabimbú saben que no tienen buena carretera, pero que ha sido presupuestada muchas veces y se han cogido los co-bres. Y presupuestaron la luz trifásica y sólo llevaron unas líneas que no alcanzan, pero los reales segurito que se gastaron. Y las escuelas no tienen material. Pero son muy visitados ahora en tiempo de elecciones.

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Cómo no vienen antes… o después. O mejor, para qué vienen a molestar.

En Cabimbú quieren a la gente y sus habi-tantes son generosos, como el paisaje, como la tierra, como sus aguas que son la bendición. Cabimbú es un tesoro que tiene el estado Trujillo. Y ese tesoro debe ser bien cuidado y atendido. Cabimbú, el páramo al pié de la Teta de Niquitao, puente entre El Burate y el Motatán. Joya en pleno corazón de Trujillo.

Desde Chorro Blanco

Es hermosa la tierra trujillana y se ve im-ponente desde este páramo al amanecer.

El sol va iluminando, primero al cielo despejado, lue-go a las altas cumbres y poco a poco va llenando de luz y de color las laderas y los valles, los caminos y los sembradíos. Se llenan de brillo, aquí y allá, las ca-sas y los poblados. Trujillo despierta al pie de la Teta de Niquitao y la suave brisa mañanera desparrama el aroma de las albricias y los frailejones, de los claveles y las hortensias.

Llegan raudos los becerros y enseguida, len-tamente, las vacas, que son ordeñadas por las mucha-chas. Mientras tanto en el fogón despierta el aroma del café. Clímaco Araujo, su esposa y los hijos, Alirio, su mujer, los dos retoños y yo compartimos en la oscu-ra y tibia cocina el sabroso desayuno. También com-partimos la grata conversación.

Vuelvo a campo abierto a mirar, desde este sinigual balcón, la belleza de Trujillo. Amo a esta tie-rra, a este paisaje, a estas montañas que significan el principio y el fin de la enorme y larga mole de Los An-

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Francisco González Cruz 28 29 Desde mi lugar La Quebrada Grande

des. La tierra de la nación Kuika. La que conquistó el hijo del mejor extremeño, Don Diego García de Pare-des. La cantada por Ramón Palomares, José Ramón Heredia, Régulo Burelli Rivas y Ana Enriqueta Terán. La dolida por Mario Briceño Iragorry. La auscultada por Mario Briceño Perozo, Emigdio Cañizales Guedez y Arturo Cardozo. La contada por Pérez Carmona. La imaginada por Adriano González León. A veces escri-bes kuikas y a veces cuicas.

Subir a Chorro Blanco y estar en medio de la mayor tranquilidad y del afecto de Clímaco y su fami-lia es un verdadero solaz para el espíritu. Y para pen-sar, leer, meditar y para dejarse llevar por el silencio. Tan fácil que se ve desde aquí la tarea de hacer de esta porción de tierra venezolana la más feliz de sus regio-nes. Tanta gente buena y tantos recursos naturales y culturales que tiene.

Trabajar juntos, cooperación, solidaridad, unión. Palabras claves, fundamentales, que Krishna-murti destaca como Gurú del conocimiento y de la li-bertad. “Tiscachik” en la lengua Kuika, “todos somos hermanos”. Trabajar juntos responsablemente en la construcción de un presente mejor. Todos hermanos para que el amor fraternal logre atemperar las diferen-cias en pro del bienestar colectivo.

El agua cae sin descanso a la laguna. Su can-to, en armonía con el silencio del páramo, alivia el espíritu, eleva el pensamiento y despeja la imagina-ción. Armonía, todo es diferente pero en concierto, en acuerdo, para hacer de la realidad una totalidad supe-

rior, hermosa y grata. Trujillo de mis amores. Mereces un buen gobierno y una comunidad organizada que teja una red de solidaridad y de trabajo. Trujillo, mere-ces que la belleza de tu tierra esté en correspondencia con la felicidad de tu gente. Es posible. Sólo hay que hacerlo.

1995

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De Tuñame,el Pajarito, Visún y otros páramos

Las cabeceras del Motatán y del Burate se unen por el alto del Pajarito y de Visún en

paisajes parameños de espléndida belleza, en tierras de la más fértil productividad y poblada por la gente de la más acendrada vocación al noble trabajo de los suelos.

Quien quiera rescatar el optimismo por la tierra trujillana, debe darse una vuelta por estas co-marcas de clima frío y cálidos afectos, donde todo es formidable, como las montañas que entornan a los va-lles y las profundidades que definen los abismos.

Las altas cumbres coronan la cordillera de Trujillo y separan estos lugares de la cuenca alta del río Santo Domingo. Son riscos graníticos fracturados por los hielos que simbolizan recios guardianes de pá-ramos y lagunas.

Los valles en “u”, modelados por las lenguas de hielo que bajaron desde las alturas para suavizar el relieve y dejarlo tendido para recibir el trabajo del hombre, son extensos y polícromos lienzos para cuya

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Francisco González Cruz 32 33 Desde mi lugar La Quebrada Grande

realización se dieron la mano el creador supremo y los creadores cotidianos campesinos.

Los suelos profundos y negros, albergan la tierra nutricia que con el sudor del agricultor produce las suculentas papas, el oro de los trigales, las más her-mosas flores, las suculentas hortalizas y los más ver-des pastos que se salen de los potreros para alfombrar caminos y veredas.

En todas partes aparecen manantiales des-de donde salen hilos de agua que van conformando pequeños riachuelos que van a alimentar los ríos ma-yores. Riqueza de esta tierra, el agua que fecunda el suelo y que gracias al trabajo humano complementa el paisaje con las centenares de lluviecillas que brotan de los sistemas de riego.

Las casa se reparten por aquí y por allá con-forme al relieve y a la propiedad de la tierra. Antes era el noble caserón de tapiales y tejas, con corredores y el luminoso patio central, con el calorcito del fogón bueno para la conversa. Ahora las modernas casas de frío cemento y horrorosos techos de láminas metálicas (que deberían estar proscriptas), de todas maneras acogedoras por lo bueno de sus habitantes y por los colores y los olores de las hortensias, rosas y claveles.

Una buena carretera, que debería ser mejor, lo lleva a uno por esos paisajes y sube desde Jajó, mi-rando las inmensidades andinas, hasta ese milagro que es el valle de Tuñame. Sube al Pajarito que es una loma tendida desde los riscos del norte a los del sur, dilata-da y cultivada a medias. Baja por las neblinosas alturas

de Visún, falda que se desprende desde el páramo del Tostao y Chorro Blanco hasta caer abruptamente en el torrente del río Burate.

Heladas ventiscas, despeje de paisajes que de repente muestran una ventana de postal, criollos alisales y exóticos pinares, frailejones y huesitos, pas-tizales de esmeralda que se vienen a la carretera, yunta de bueyes desdibujados por la neblina, blancas casas adornadas de flores de vivos colores, los mil distintos tonos de verde de los diversos cultivos, el chocolate caliente y la conversación amable.

Son las tierras altas donde nacen el fecundo Motatán y el bravo Burate. Inmensas, allí tiene el esta-do Trujillo un presente y una esperanza. Aún hay allí muchas tierras fértiles que están esperando la buena mano que las fecunde, paisajes que aguardan la visi-ta siempre grata del visitante y oportunidades para la posada que le dé resguardo al viajero.

1994

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La Loma Tendida

Olas de verde y plata bajo el limpio azul del cielo. Trigales que se mecen suave-

mente con el viento, mientras se preparan para ves-tirse de oro. Allá, mas arriba de la casa, la era espera el trajín que vendrá luego.

El suave ondular de este pequeño lago ve-getal, en plena Loma Tendida, con el picacho de La Teta de Niquitao al fondo, es el centro de un paisaje que se extiende hacia abajo, por las profundidades de Loma del Pozo y Loma de María; y hacia arriba, hacia las cumbres de Cabimbù, el campo más hermoso que pueda ver la vista.

Las parcelas del tradicional trigo, las papas de año con sus flores color lila, los mechones crespos de las zanahorias y las elegantes hojas de los nuevos cultivos de bróculi y coliflor, junto a la verde alfombra del pastizal, conforman, al lado de las grandes exten-siones de frailejón, huesito y coloradito, el tapiz vege-tal de este páramo trujillano.

Por un camino bordeado de frailejones se lle-ga a la casa que fuera de Delfín Moreno y de su esposa

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Susana Rangel. Allí estaba, hasta hace poco, plantado en el centro de la cocina, el fogón de leña, con sus tres topias, el budare y la troja de ahumar quesos. La pared tapizada de los multicolores platos de peltre, el techo barnizado del negro humo y el piso de tierra. Una me-sita recostada a la pared, con el mantel de colores y el ajicero de leche.

La cocina en estos páramos es el centro de la vida familiar y comunitaria, el lugar de unión y para la grata tertulia, por más que la señora de la casa se esmere por tener su salita, con juego de muebles, flo-reros, las fotografías familiares colgadas de la pared o la de una lejana y despampanante artista de cine, y el altar con el nicho del Corazón de Jesús y las imágenes del Santo Niño de Atocha, San Isidro, el Arcángel San Gabriel, la Virgen del Perpetuo Socorro y San Roque, todas en medio de papeles de colores y flores de plás-tico. Al lado de la sala están los aposentos, siempre os-curos y calienticos.

Al frente, a tres pasos, estaba la escuelita. Apenas un brevísimo corredor, en cuyo pretil los mu-chachos dejábamos los sombreros, y un pequeño salón donde cabìan unas doce o quince sillas de cuero que los propios campesinos regalaban. Al frente una mesa con su silla para la maestra y el humilde pizarrón. Esa era toda la escuela. Los muchachos llevábamos una pizarra con el grafito y un cuaderno con el lápiz. Pero tenía una Maestra que se llamaba Gertrudis Rangel, una maravilla que a más de cuarenta años de distancia uno la recuerda como ahorita. Ella dormía allí mismo

cerquita, en el cuarto de la maestra, que aún está in-tacto en su minúsculo tamaño.

Ahora uno todo lo ve pequeño, pero en aque-llos lejanos años la Loma Tendida era una inmensidad, con sus riachuelos, el pozo de las truchas, los manan-tiales con calas y piñuelas, los montones de tamo de trigo y de habas donde jugueteábamos. El ordeño tem-pranero y la lidia con el becerro. Y el dulce cariño de Gertrudis, de Susana, de Bruna y Eusebia.

No sabemos porqué nos mandaron a Fortunato y a mí a ese lejano y hermoso páramo. Seguramente éramos muy pequeños aún para la for-malidad de la escuela del pueblo. Pero esas vivencias de la más temprana niñez nos sembraron en el alma el amor a estas tierras de climas fríos y almas cálidas. Ahora el reencuentro invita a los recuerdos de aquella dulce infancia.

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Tres raudales

Tres riachuelos de sonoros nombres abo-rígenes rodean el más hermoso pueblo

andino. Tres cristalinos torrentes que bajan ruidosos y alegres de las altas montañas, haciendo piruetas en-tre las piedras, formando blancos borbollones, jugue-teando en los pequeños saltos y lamiendo las orillas pobladas de cordoncillos, carruzos y pastizales. Son tres corrientes de aguas puras que invitan a sumer-girse en ellas, a sentir su fresco contacto, a calmar la sed con su sabor mineral. Son tres silvestres raudales que alegran los campos, riegan las sementeras y can-tan amoríos.

El Miquinoco, El Miquimbox y El Estapape son los tres dones de la fecundidad, la alegría y la paz que Dios generoso dio a mi pueblo. Son tres joyas que la naturaleza creó para recreación de los hombres. Tres nombres que recuerdan los ancestros Cuicas.

A través del milenario tiempo han venido construyendo cual experimentado albañil extensas y ricas vegas. Han tomado de los viejos glaciares las graníticas rocas de afiladas formas, las han moldeado,

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pulido y cariciosamente acomodado. Han permitido que los otros obreros de la naturaleza las plantas, las lluvias, el viento, el calor y el frío, los minúsculos se-res vivos en un trabajo lento y constante hayan con-formado el viviente y fecundo suelo donde ahora el hombre deja su sudor y arranca frutos.

Han moldeado el paisaje, hundiendo su cau-ce para crear terrazas y conos que contrastan con las empinadas faldas y elevadas cumbres. En multitud de planos dibujan perspectivas a cual más hermosa, los que a su vez van tomando la más increíble combina-ción de matices con las interminables variaciones de luz.

Abrazan desde hace cuatrocientos años el gran pequeño pueblo de La Quebrada. Le dan su música, su riqueza y su poesía. Luego, más abajo, se juntan para hacer de su nuevo recorrido el contraste más abrupto. Van a dejar atrás su prodigio de arqui-tectura y un monótono y estrecho valle los conducirá en rápido viaje a morir en el gran Motatán.

Fortunato y los toros

Mi gemelo Fortunato es un apasionado experto en el arte de la tauromaquia.

No un simple y silvestre aficionado. Sabe de toros de lidia, de dehesas donde se crían los diversos encastes, de toreros, de la lidia, de las plazas, de la afición, de normas y reglamentos taurinos, de su peculiar gastro-nomía, de su particular lenguaje, de su indumentaria, de cantos y de versos, de vacas y becerros, caballos y mulas, de mozos y cuadrillas.

Fortunato conoce cientos de toreros, rejo-neadores, picadores, banderilleros, mozos y alguaci-les. Conoce a la gente que ejerce de autoridad en las plazas. Y a periodistas taurinos, ganaderos, cocineros, cantaores y cantaoras, poetas y cronistas, empresa-rios…de todo sobre la fiesta de los toros. Es autoriza-do conferencista en la materia y se ha dado el lujo de dictar cátedra en la mismísima plaza de Las Ventas, la catedral del toreo. Y fundó la cátedra de Tauromaquia en la Universidad de los Andes.

Lo que poca gente sabe en que su pasión tau-rina comenzó en La Quebrada Grande, una fresca y

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soleada mañanita en que a la maestra de segundo gra-do de la escuela “Tosta García”, se le ocurrió llevar a los muchachos a mirar cómo aquella enorme máquina hacía la carretera de Quebrada de Cuevas a nuestro pueblito, un día cualquiera del año 1955.

Un gigante Caterpillar manejado por Gio-vanni Zordán peleaba con las piedras de Esdovás para avanzar unos metros. Antes ya habían sido dinamita-das las más grandes en ese sitio que a partir de ese día se llamaría “Las Piedras Totiadas”. Era una verdadera proeza hacer aquella carretera a media montaña por esos desfiladeros, con una garganta tan profunda has-ta allá abajo donde corría rauda la quebrada. Toda la montaña de dura roca caliza o de granito que se opo-nían al avance del progreso.

Mirábamos asombrados desde un cerrito lla-mado San Isidro, cuando un becerro muy bravo, asus-tado por el bramar de aquel tractor, rompió la cabuya que lo amarraba a un jumange y embistió a todo el que se le atravesaba, corriendo por la tierra recién removi-da o por las laderas vecinas.

El gañan corría como loco, unas veces atrás del animal para tratar de agarrar el pedazo de mecate, otras veces adelante tratando de evitar la cornada. Y nosotros asustados viendo para donde cogíamos si ese toro bravo se le ocurría venirse a donde estábamos. El joven hacía maromas entre piedras, cercas de alambre de púas, magueyes y jumangues. Quiebres a la izquier-da, a la derecha, saltos hacia atrás y hacia adelante, hasta que finalmente dominó al torito, lo amarró bien

y rompieron los aplausos de aquel público entre ate-rrado y admirado, en la improvisada plaza del cerrito.

Solo a un niño se le ocurrió agarrar un trapito blanco y agitarlo al aire, como homenaje al muchacho: a Fortunato.

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Germán González Medici

Germán es un niño de cincuenta y pico de años que juega con una montaña y unos

manantiales. Se divierte con ella desde una silla recos-tada en el corredor de su casa campesina. Le manda lienzos de neblina que se meten entre los tirindíes, trepan a los laureles y ocultan a las bromelias. Ger-mán y la neblina juegan al escondite con la montaña, hinchada de verde.

Germán conoce esa montaña mejor que la palma de su mano. Tiene mas de diez años viéndola palmo a palmo y mata a mata. Sabe cuando le falta un palo que alguien le cortó para apuntalar un caballete. Sabe cuando alguien viola su sagrada soledad. Sabe cuando el manantialito se resiente. La montaña es la compañera de Germán.

La casa la hizo él, con el barro y la piedra de por allí mismo. Con palos de su montaña. Corredo-res, trojas, horno y cocina de leña. Calor de nocheci-ta y fresquito de día da la casa de Germán. Naranjas, aguacates, cambures y muchos otros alimentos dan la finquita y la huerta. Orquídeas, amorardientes, hor-

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tensias, rosas y muchas otras flores adornan la casa de Germán.

Germán monta el caballo como si montara a un pajarito. Lo mete por esos caminos como si las riendas fueran de seda y las espuelas de algodón. Le habla a Lucero, le pasa la mano por el cuello, le acari-cia la crin y Lucero caracolea por el camino de tierra. Tiene dos ovejas, una vaca parida, tres perros: Chino, Chasqui y Onza; varios gatos, patos, gansos y gallinas. Además tiene todos los pájaros del monte.

Germán coge el café como si fueran pétalos de flor. Arranca los limones dándole vueltas a la fru-ta. Parte las ramas de orégano como si le dolieran las heridas del arbusto. Germán quiere a las matas, a los animales, al bosque, al aire del campo y a las aguas del Mititafé.

Germán es un viejo que se enojó cuando aquel tipo agarró el puerco espín. Machete en mano lo obligó a devolverlo al monte. Es un cascarrabias cuan-do alguien roza de mala manera el matorral. Se calien-ta cuando el Ministerio da un permiso para tumbar montaña. Se enoja cuando sabe que CONARE quiere ponerle uniforme de pinos a los cerros. Germán es un viejo regañón que se molesta con los que dañan las matas, tiran piedras a los pájaros, matan los animales del monte y con los que ensucian las aguas de los zan-jones.

Germán ríe y su risa trastumba la Cordillera de Los Indios, sube por Estapape, se encarama en el Tostao, corre por Chorro Blanco y encuentra el eco de

la mismísima Teta de Niquitao. La carcajada de Ger-mán humilla el trueno, acalla los torrentes, retumba en los zanjones y apaga la rockola de Natividad en Los Dos Caminos. Germán González nació en estos ce-rros, residía en Caracas y decidió vivir en Miquimbox.

1988

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Ah rigor… Delfín Moreno

Ah rigor Delfín Moreno, no fuiste a las Fiestas de San Roque de La Quebrada

Grande. Un personaje tan puntual, tan asiduo, tan vinculado a la tradición, no podía faltar a las fiestas. Sin embargo no te vimos en la misa, ni en la procesión, ni en el bullanguero rebullicio a la salida de la iglesia, cuando se saludan los viejos amigos que desde hace tiempo no se ven, donde se transmiten las noticias de familiares y allegados, se hacen encargos, se renuevan promesas y se conversa sobre todo un poco.

Ah rigor Delfín Moreno, no fuiste a San Ro-que. Ya la tradición no es la misma. Si ya no se ve a Delfín Moreno en las fiestas patronales de La Quebra-da es porque algo importante se está acabando. Y no es Delfín Moreno, que es un viejo roble viviendo allá en San Lázaro, con la buena de Susana y de sus hijos e hijas. Se está acabando lo que Delfín Moreno repre-senta. Y eso es malo para las fiestas, para la tradición, para el gentilicio trujillano.

La Loma Tendida, en mis recuerdos de la in-fancia, era una acogedora casa de cálidos aposentos y

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activa cocina, en medio del páramo más hermoso de la tierra. En frente la escuelita unitaria, con la Maestra (con M mayúscula) Gertrudis Rangel. Este era el en-torno íntimo de Don Delfín Moreno, su esposa doña Susana, sus hijas e hijos. Hogar honorabilísimo, de geste educada y trabajadora. Casa impecable, jardines de hortensias y claveles, huerta de coles, cebollas, ajos y plantas medicinales. Laboreo en los trigales, en la sementera de habas y de papas. Ordeño y fabricación de queso y mantequilla. Tejedura de lana para hacer cobijas.

Don Delfín era un hombre tan honrado que su oficio era ir a cobrar a Trujillo el salario de los maes-tros y repartir por cerros y páramos, por lomas y zan-jones, recorriendo todos los caminos de los campos desde La Quebrada hasta Cabimbú, la remuneración de cada quien. Cargado de dinero, en su mansa mula bien aperada, iba por esos senderos de piedra y musgo, de selva nublada o frailejón, de quemante sol o fiera ventisca, tranquilo y sereno, sabedor de que nada le pasaría que no fuese la oportuna taza de café en cual-quier ranchito, o la generosa posada si lo agarraba la noche por esas lejanías.

Era el hombre más conocedor de todos los lugares, y de todas las gentes, y de todas las leyendas, y de todas las frutas, y de todos los animales del mon-te, y de todas las plantas. Entonces era el hombre más confiable para el encargo, para la encomienda, para tráigame este remedio, llévele estos churupos a la co-madre. Hombre de prestigio. Hombre serio. Hombre

amable. Delfín Moreno es todo un personaje. Alguna vez le dieron el nombramiento de Comisario de todos esos campos. Algo así como un patrullero a lomo de mula. Ejerció la vigilancia de montañas y valles por so-potocientos años, sin nunca cobrar ni un solo bolívar.

Entonces don Delfín Moreno no tenía tiem-po para fiestas y parrandas. Su trabajo era delicado y exigía entrega, dedicación y mucho tiempo. No se podía dar el lujo de detenerse en el camino a disfrutar de algún baile, o del largo velorio de un difunto. Tenía que llegarle con los cobritos a los maestros, que bas-tante trabajaban en aquellas escuelitas tan humildes que eran tan buenas y ya se acabaron. Su deber estaba por encima de debilidades humanas y si no estaba de regreso a Trujillo, iba ya por esos campos o se detenía para el merecido descanso en su grata casa de Loma Tendida, allá arriba, al pié de la Teta de Niquitao, al fi-nal del camino. Por eso las fiestas que nunca se perdía Don Delfín eran las de San Roque, pues son en agosto, tiempo de vacaciones escolares y de breve alto en la dura faena del campo. Allí si es verdad que se dedi-caba en cuerpo y alma al disfrute. Llegaba en la tarde de la víspera, posaba donde don Santos Rangel y muy lueguito se iba para la retreta de gala y la coronación de la Reina. Mañaniaba para la iglesia el día de San Roque para confesarse y poder comulgar en la Misa Mayor. Al salir, la ceremonia ya descrita de la conver-sa amistosa y luego a visitar las exposiciones, montar a caballo para la carrera de cintas, reírse en los juegos populares, probar suerte en alguna mesa, saborear los

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chupabebes, o las delicias que hizo este año fulana de tal, admirar los fuegos artificiales y la quema del ar-bolito.

Don Delfín bailaba que era un runche y no se pelaba la Fiesta de Gala. Doña Susana no le pierde el pie, pero permite que demuestre habilidades en el vals o el pasodoble con alguna jovencita. Total, que hay tanto respeto. Todo el mundo se conoce y son tantas las familias que hay por aquí.

Ah rigor Delfín Moreno, ya no hay fies-tas en La Quebrada Grande. La solemnidad religiosa se mantiene a duras penas pero ya no es lo mismo. Las fiestas populares ahora son templete, potes de cerve-za, música de mal gusto y unos pollos en brasas que no saben ni a humo. Mucho borracho, pues ya no hay otra cosa que hacer. Casi ni gente a quien saludar.

Ah rigor Delfín Moreno. Se nos va la tradi-ción. Se acabaron las escuelitas como la de Loma Ten-dida, a pesar del esfuerzo que hace tu hija Bruna en la Vega Arriba de Cabimbú. Como ya en la huerta no hay coles, como se acabó la papa negra, y la reinosa. Ah rigor Delfín Moreno, sólo nos están quedando los recuerdos.-

1991

In memoriam

Hace un año se murió nuestra madre Lui-sana Cruz Jugo, conocida entre familia-

res y amigos como Chana. Había nacido en La Que-brada Grande, en la única casa que en ese pueblo tiene nombre: La Matilde. Estaba al lado de la quebrada de Mitifafé, a la vera del camino de Estapape, en el sitio llamado La Cruz Verde, y tenía debajo un molino de trigo, de enormes piedras y una rueda gigantesca.

En esa añorada casa vivía Fortunato Cruz Cruz con su esposa María Teresa Jugo Carrasquero, y con una hermana de esta última de nombre Rosita. Di-cen que era una extraordinaria mujer, fuerte de carác-ter, pequeña de tamaño y que tocaba guitarra. Del ma-trimonio nacieron dos niñas y un niño: Aurora, Chana y Jesús Alfonso, de cuyo parto murió la madre. Poco después, por causa de la patada de una mula, murió el papá, dejando a los tres huérfanos en manos de la tía y en medio de esa pobreza que en los pueblos se lleva con dignidad.

A la temprana muerte de Rosita los niños fueron repartidos. A la mayor se la llevaron los fami-

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liares maternos a Maracaibo y al menor a San Cris-tóbal. Chana se quedó en el pueblo en mano de dos tías paternas solteras que eran maestras: Emperatriz y Cecilia Cruz Cruz. Creció Chanita y llegó el amor, tuvo una hija que murió pronto, luego tuvo a los mo-rochos y más tarde a Mercedes Cecilia. Abandonada por el marido que se había ido en la emigración rural – urbana a probar suerte en el centro del país, le tocó sola criar a sus muchachos.

Hizo de todo lo que hace una mujer sola en un pueblo y criando tres hijos: lavar, planchar, hacer co-mida, tejer y coser. Un día se fue a Valera animada por una amiga y encontró trabajo de camarera del Hospi-tal La Paz y pronto ascendió a enfermera auxiliar. Allí encontró familias amables y buenas amistades, sobre todo entre el personal del hospital. Luego de vivir arri-mada aquí y allá, encontró en la Urbanización Lazo de la Vega la modesta casa para traerse a lo muchachos, para que estudiaran y trabajaran. Allí pasó buena parte de sus años más felices, con unos vecinos ma-ravillosos: Mendoza, Rivas, Ramírez, Rosario, Rangel, Molina, Briceño y tantos otros. También los Jugo y los Arjona, familiares solidarios y entrañables.

Al graduarse los hijos, renunció a su empleo y se mudó a Mérida, a la Urbanización Humboldt, don-de la familia estaba junta, se reencontró con su her-mana y la frecuentaba su hermano Jesús Alfonso y su familia, sumó nuevas y numerosas amistades… y siguió trabajando. Era la enfermera de todo el mundo, tejía y le llevaba escarpines a cuanto niño nacía por allí, hacía

empanadas y sancochos y repartía buena parte entre vecinos y familia. Con frecuencia iba a Valera y a La Quebrada para darle una vuelta a sus apreciadas amis-tades y familiares y dejarle algunos de sus bordados.

Mamá era feliz y trataba de hacer felices a los demás. Hace un año murió y vayan estos recuerdos como testimonio de amor, no solo a mi madre, sino a todas las madres que como ellas, tienen que lidiar solas para criar dignamente a sus hijos y dejarle por herencia una buena educación y un ejemplo de vida humilde, honesta y abnegada, llena de alegría.

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Elio González Médici

“Mi querido sobrino, murió un brega-dor” me dijo en la madrugada del sá-

bado el General ® Enerio González Médici para notifi-carme la muerte de mi Padre. Es que desde muchacho se fajó por esos campos de La Quebrada Grande y más allá, hasta Cabimbú y Chorro Blanco, Tuñame y Las Mesitas bajando reses para pesarlas en el “degüello” y abastecer de carne la comarca, sin dejar de llevarle los mejores trozos a Josefa Médici D’Alta, su mamá, que tenía que alimentar a los doce hijos que había tenido de su marido Germán González Matheus. En esos lu-gares dejaba muchachas enamoradas y padres preocu-pados.

Fue lo que hizo cuando se fue del pueblo para instalarse en Maracay, vendiendo cerveza en los pueblos de Aragua desde Villa de Cura hasta Choro-ní, Cagua, Turmero, Ocumare, Cata y más allá, donde muchas veces fue presidente de sus fiestas patronales. Y donde sembró amistades e hijos que hoy sienten su partida.

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Luego tuvo camiones y conoció tras el volan-te todos los lugares de Venezuela. Fue el que se atrevió a llevar desde Cagua en el centro del país hasta Rubio en la frontera con Colombia, las columnas y las vigas que se necesitaban para edificar el Centro de Forma-ción Rural. Nos contaba la odisea de llevar aquella carga por una interminable Trasandina de tierra, llu-via y neblina. O viajar al llano inundado y pasar los ca-miones por tablones de madera en aquella Venezuela por hacerse.

Quizás fue Villa de Cura el lugar que más amó, luego de La Quebrada Grande. Y en los dos lu-gares sentó la fama de bregador y parrandero. Trabajo y fiesta, en un trayecto vital que no conoció el abu-rrimiento. De una religiosidad particular, era muy devoto, sobre todo de San Roque y de la Virgen del Carmen, y allí quedan sus compromisos siempre cum-plidos con las iglesias, sus sacerdotes y sus cofradías.

Será recordado por su grata conversación, manifestada en los innumerables cuentos de sus pe-ripecias en el denso trajín que le tocó vivir sin reposo. También por su particular nobleza personal.

Sus numerosos hijos aprendimos a quererlo de una sola manera: sin condiciones. Así como era: bregador y parrandero.

Miguel Angel Burelli Rivas

Camino arriba, por la empinada vía de El Paramito, íbamos en la plataforma de la

camioneta rústica que a duras penas salvaba la em-pedrada cuesta. El Dr. Burelli se aferraba a la baran-da para no caer, mientras trataba de saludar a todos los que a la vera del camino le sonreían con familiar simpatía. Esas eran sus querencias y, orgulloso, nos mostraba los lugares que lo vieron de niño corretear por entre cercados de piedra y verdes sabanitas donde pastan los becerros.

Miguel Ángel Burelli Rivas, a pesar de todo, era feliz en su lugar nativo. Digo a pesar de todo por-que no le gustaba la suerte de su amado Estado Truji-llo ni el de su pueblo La Puerta. Con plena conciencia de la importancia histórica de esta provincia, de la valía de sus mujeres y de sus hombres, no toleraba la situación que vive gracias al cansancio histórico que sufre, la emigración selectiva que aventó sus mejores valores y los malos gobiernos que endémicamente ha soportado.

Su geografía íntima era la de los viejos pue-

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blos, humildes - pobres incluso - pero impecables en sus casas, en sus calles y en los hogares ejemplares de tradicional recogimiento. Su geografía íntima era también la de los verdes caminos bordeados de em-pedrados muros, la de los frescos manantiales y la de los cerros escondidos por la neblina. Por eso era así su casa en la parte más alta del valle del río Momboy y así el paisaje que desde allí se contempla.

Por ello tampoco soportaba el deterioro de su paisaje y soltaba sus gruesas frases al ver una vieja casona, orgullosa de sus tapias, humillada ahora con unas láminas de zinc por techumbre. O la ofensa al gusto de los “chalet” de carnaval. O el descuido crimi-nal del patrimonio histórico.

Hablaba con gusto de los viejos caudillos tru-jillanos, no tanto por las temerarias cargas a mache-te que los hicieron famosos, sino por su prestigio de hombres de palabra, por la solidaridad que mostraban con su gente, por el compromiso que sabían asumir con la tierra y con el lugar. De Godos y de Lagartijos dialogaba por igual, pues idénticos eran la mayoría en esas virtudes que admiraba.

De los antiguos maestros que enseñaban a ser y a vivir, hablaba con nostalgia. Aquellos hombres y mujeres que sin ostentosos títulos y postgrados se entregaban a formar más que a informar, eran para Burelli tema de largas pláticas. Y era muy severo en sus juicios sobre la educación de ahora, que ni enseña a leer ni a escribir, mucho menos valores elementales como la verdad, la libertad y la justicia.

No podía ser de otra manera ese hombre que nació y vivió sus primeros años en la humildad de un hogar honorable y en la serena tranquilidad de estos pueblos de provincia. Que logró la coronación de sus estudios luego de una trocha de trabajos y sacrificios. “De mi Madre – recordaba una vez Burelli Rivas – ha-blaba la gente como de la viuda pobre que tenía hijos doctores”. Orgulloso estaba de sus orígenes, de su Ma-dre, de sus hermanos y de toda su familia. De su tierra y de su pueblo.

De esos valores familiares, de la calidez de esa vida comarcal, de la excelencia de aquella educa-ción, del duro caminar en la búsqueda de labrarse su propia trayectoria, surgió la recia personalidad de este señor que deja buenos surcos y buena siembra. Noso-tros los trujillanos estamos orgullosos de este paisano nuestro, tan trujillano, tan venezolano, tan universal.

(Endnotes)

1 Rector Universidad Valle del Momboy

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Andrés Díaz

Los páramos trujillanos alimentaban cau-dillos. De allí salieron durante mucho

tiempo los hombres y los reales para sostener los bra-vos combatientes que cubrieron de sangre los pueblos y los campos andinos y de gran parte de la Venezuela del siglo XX.

Desaparecidos los caudillos, gracias a Juan Vicente Gómez y a la modernización de la política, aquellas tierras perdieron importancia estratégica, aunque sus hombres y mujeres continuaron casi es-clavizados a la tierra, ya no para la guerra, sino como medianeros de los herederos de los antiguos caudillos o para saciar los apetitos de los intermediarios.

Sin embargo ya no eran tan importantes sus productos y las importaciones sustituían el duro tra-bajo de los parameños. El trigo, su principal producto, era traído de otros países y era mejor y más barato. Las papas negras ya casi nadie las quería y solo quedaron para satisfacción de los gustos de los añorantes de la antigua cocina rural. Las habas y las coles desapare-cieron de los mercados. Los tiempos modernos acaba-ban con los páramos.

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Hasta que llegaron los “isleños”. Unos espa-ñoles que no eran de de la península, sino de unas islas situadas a medio camino entre Europa, África y Amé-rica. Rodeados por tres continentes, en un archipiéla-go volcánico, el mar era su límite, pues no conocían la navegación. Por ello los canarios se vieron obligados a doblarse sobre su misma tierra, a sacarle provecho a la fertilidad de sus feraces sementeras y desarrollar ha-bilidades y destrezas para enfrentarse a las rigurosas limitaciones de su geografía.

Por ello, cuando algunos de ellos llegaron a Tuñame, pensaron, como Colón hace quinientos años, que habían llegado al paraíso. Observaron la tierra negra y profunda, indicadora de una fertilidad sin lí-mites. El agua abundante, como era escasa en su Ca-narias remota. El clima frío, que les recordaba ciertas temporadas de enero. Hombres trabajadores, hones-tos, apegados a la tierra. Gente grata. Y se quedaron.

Pintado, Rovaina y Justo Medina fueron los primeros que llegaron para transformar los páramos trujillanos. Primero fueron recibidos con la recelosa cordialidad de los parameños, pero de inmediato se integraron al paisaje como uno cualquiera. Y los tuña-meros acogieron sus técnicas con comprobada maes-tría, apropiándose rápidamente de sus innovaciones.

Primero fue el riego por aspersión. Despre-ciado por los técnicos, desconocido por los campesi-nos, le tocó al Ing. Escalante del MAC (aquel MAC que era tan útil como lo es inútil el de ahora), a Pintao y a Rafael Ramón Briceño en su finca El Rodeo, al pri-

mera experiencia en Tuñame. Pusieron unos tubos y unas pistolas y allí comenzó la historia de la moder-nización de esos páramos, realmente pioneros en los Andes venezolanos.

Lo demás es historia que debería conocerse mejor. El rol de Jaime Soriano, del programa de Valles Altos, de Corpoandes y de otros protagonistas.

Pero queríamos hablar de Andrés Díaz. Siem-pre lo confundí con un “isleño”, pero era de Málaga, como me lo recordó en una grata conversación en la Semana Santa de hace tres años. Ni sospechaba de su enfermedad, pues derrochaba vitalidad. Era, como sus paisanos de las Islas, un agricultor nato y se le entre-gaba a la tierra como se le entrega un hombre al mejor de sus amores.

Se asentó en el páramo de Cabimbú, luego de hacer y deshacer en otros lugares. Vivía en Valera y salía para su finca como ir para la esquina, a pesar de la larga distancia y esa carretera infernal. Todas las ma-ñanas, incluido el domingo, subía Andrés Díaz para La Quebrada, pasaba por la Loma del Medio, y subía a la Vega Arriba de Cabimbú a disfrutar de su trabajo, de sus siembras y de sus cosechas.

Enseñó, como aquellos pioneros ya reseña-dos, sobre las nuevas técnicas de cultivo, sobre riesgos, semillas mejoradas, abonos y control de insectos y en-fermedades de las plantas. Produjo los más hermosos repollos y los más suculentos coliflores que yo haya conocido. Estaba orgulloso de algunos frutales de su tierra que ya florecían a la orilla del camino, frente a su

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casa parameña. Y era generoso, como los “isleños”, que fue otra de las enseñanzas que trajeron.

Andrés Díaz murió. También murió Rovai-na. Pintao se fue para Margarita y Justo Medina para el llano. Pero nunca morirán sus aportes sustantivos para la transformación de los páramos trujillanos. También quedan sus hijos y los herederos de sus co-nocimientos y de sus amores por la tierra.

1994

Para Antonia Díaz

El regreso fue para quedarse en estos pá-ramos que tanto quiso. Se vino desespe-

rada, corriendo, a subirse a la Loma del Medio y coger montaña arriba hacia Loma del Pozo y más allá, hasta Cabimbú, para permanecer para siempre con los he-lados vientos, entre los chirivitales y frailejones. La noche de menguante la envolvió en la negra mantilla, como esas malagueñas, pero sin flores de colores, y la dejó allí, en uno de esas profundas gargantas entre las lomas de la parte más alta de la Cordillera de Trujillo.

Un acto de amor, fue su último viaje. Que-ría reencontrarse con las faldas de la Teta de Niqui-tao que tanto había trabajado con sus propias manos. Era una hermosa mujer que sudaba a chorros en ple-nos fríos parameños, cultivando papas y zanahorias, llevándolas al mercado y regresando para preparar la nueva cosecha. Y enseñaba a los niños. Y ayudaba la gente. Y luchaba por el avance de esos lugares tan bo-nitos y tan abandonados. Y se iba para donde Filiberta a conversar y tomar café y a soñar con posadas, escue-las y futuros.

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Francisco González Cruz 68

Un día se fue al lugar de sus ancestros pater-nales, la Andalucía de Andrés Díaz, un constructor de tierras productivas conocido en todas las zonas altas de Trujillo y que murió hace tiempo, luego de sembrar muchas amistades por todas partes. Se fue a las orillas del Mediterráneo a buscar la prosperidad que le nega-ba este país harto de petróleo y de pobreza. Y encon-trar un mejor futuro para sus hijos. Se fue siguiendo al revés la ruta migratoria de su padre, como pasa ahora con muchos inmigrantes europeos y su descendencia. Pero se llevó en el alma a Cabimbú y su gente.

Ahora no aguantó más la nostalgia y mien-tras aquellas playas se llenaban de turistas, cogió sus maletas y vino a entregarse definitivamente a sus que-rencias. A dormir el sueño eterno con el último recuer-do del camino hacia las cumbres de Trujillo.

Me golpeó la noticia el día de San Juan y co-menzó un golpeteo en el corazón que no me deja en paz. No me imaginé que la quería tanto. Y ahora que no hay más remedio solo me queda escribir este testi-monio de cariño. Porque Antonia se queda por aquí, animando a la gente a querer a sus lugares, a disfrutar-los y a luchar por ellos.

Adhemar y su mural sobre el planeta

En un nidal de nubes vive el color. Hasta él se llega por una carretera que trepa hacia

la altura, bordeada de cerros verdes moteados de flo-res blancas y amarillas. Uno sube desde Valera con el río a la izquierda y son los caracolíes los dominantes, después de Quebrada de Cuevas el río allá abajo, las motas de algodón de los Yon salpican las vertientes y los elegantes magueyes las pintan de amarillo. Des-pués de la Quebrada Grande se toma el viejo camino de Santiago, ahora carretera hacia Trujillo a medio as-faltar, y en medio de cafetales sombreados de bucares y guamos de viejas barbas se sube a Timbís, se pasan Los Cuartelitos y se llega a la montaña, al corazón ver-de, a la tupida selva nublada poblada de grandes árbo-les, espeso sotobosque, alfombra de musgo y en el aire orquídeas, bromelias, lianas y toda clase de plantas. Es la tierra del Tirindí y del Jumangue, de la Mapora y de la Cobalonga.

Esta es la Loma del Medio, que separa o une a La Quebrada y a Santiago. Unos metros más allá se abre un claro y el paisaje se mete por todas partes. En

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ese sitio Adhemar González fijó residencia junto con Marita y los hijos. Acondicionó una vieja casa que te-nía Pablo Ignacio como bodega y como excusa para ejercer su oficio de conversador, el mejor de Tubú, El Humo, Loma del Medio y demás comarcas.

Adhemar juega con el color. Pareciera que la única forma que le interesa es el rostro y el cuerpo de mujer o ciertas caras misteriosas de antiguos guerreros mayas o incas que se adivinan entre azules, amarillos, rosados, verdes y otros mil colores que van forman-do una armonía que hechiza y embriaga. Hay cuadros azules que serenan, que producen paz y tranquilidad. Hay otros rojos que denuncian, que reclaman. Unos que se elevan hacia mundos cósmicos lejanos atraídos por esa imaginación inagotable. Otros que tienen la poesía de un bucare en flor.

Adhemar escribió un sorprendente libro de poemas. En realidad un solo poema que cuenta en ver-sos libres y en dibujos atrevidos la necesidad del reen-cuentro con la naturaleza. Nada mejor he leído sobre la conservación de los recursos naturales. Ese poema es un himno al hombre y a la belleza de su entorno que debe conservarse y mejorarse.

Adhemar tiene una idea que se le sale por to-das partes, que no lo deja quieto. Sus manos no resis-ten la fuerza de ir al pincel y al color para decir eso que tiene por dentro. Es la historia del planeta, desde que el cosmos hizo explosión y provocó el lento nacimien-to planetario, luego el agua y la tierra, los primeros se-res vivos, el hombre solar, las ciudades, las guerras, la

guerra final y de nuevo el comienzo. Será un gran mu-ral digno de la historia, pero requiere el sitio apropia-do y uno de los mejores sería el Aeropuerto Antonio Nicolás Briceño. Qué bonito sería que les diéramos la bienvenida y la despedida a nuestros visitantes con esa obra maestra que Adhemar quiere hacer. Ojalá las autoridades del Aeropuerto y del Ministerio de Trans-porte y Comunicaciones se movilicen para que Adhe-mar realice su sueño.

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Germán González Medici

Germán González Medici murió hace cinco años víctima de la irracional vio-

lencia, a pesar de que fue un hombre ganado para la paz.

Su querencia natal fue La Quebrada Gran-de, pueblo que amó sin medidas. Pensaba, como don Mario Briceño Iragorry, que el amor a la patria grande comienza por el amor a la patria chica. Por ello Ger-mancito, como le decían todos, quería intensamente cada piedra, cada camino, cada planta, cada animal de aquel lugar. El Miquinoco, el Estapape, el Timbís y el Mitifafé eran sus ríos y los contemplaba, se metía en ellos, se los bebía y eran como su propia corriente vi-tal.

Apenas muchacho se despide de su lugar para irse a Caracas con su familia. Trabaja en el ramo edi-torial y luego labora en el periodismo gráfico, trabajo que le reporta grandes satisfacciones. Es un fotógrafo de calidad. Sus gráficas son un portento periodístico y eso lo lleva a El Nacional, donde se gana el Premio Anual por sus fotografías.

Es el preferido para las páginas de arte y en

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Séptimo Día, suplemento cultural de El Nacional, publica varios reportajes con base a fotografías te-máticas. Viaja al exterior llevado por su oficio. Hace amistad con los grandes personajes. Se codea con la farándula, donde es apreciado por su carácter jovial y alegre.

Sus raíces andinas y su temperamento raizal lo llevan a incursionar en temas relacionados con la vida rural, con el ambiente, con la cultura vernácula y son frecuentes sus trabajos sobre los recursos natura-les, sobre el folklore, sobre las sencillas costumbres de los campesinos. Denuncia la contaminación de los pá-ramos, la arquitectura que rompe con los valores tra-dicionales, el crecimiento urbanístico desmesurado y la pérdida de la identidad local y nacional.

Su inconformidad con la falsedad de la ca-pital y la visión parcial que desde allí predomina so-bre la realidad nacional, lo hace tomar la decisión de abandonarlo todo y regresar a su tierra natal. Deja sus famosas amistades, renuncia al trabajo, abandona su apartamento de lujo y toma su rumbo definitivo hacia Trujillo.

Decide vivir en un humilde rancho campesi-no a orillas del Mitifafé, en la comarca de Miquimbox, más arriba de La Quebrada Grande. Su oficio ahora es cuidar cada mata de café como si fuera su única tarea en el mundo, cultivar la tierra con el amor del que sabe de dónde proviene y cuál es su destino. También cría animales, siembra frutales, cuida un hermoso jardinci-to y vive rodeado de su fieles perros y gatos.

Germancito se entrega a la tierra y a sus ele-mentos. Se convierte en su amante defensor y está pendiente que nadie por esos lares ofenda a la natu-raleza. Está pendiente de cada mata y de cada animal. Defiende la montaña y sus neblinas. Se bate por las aguas y sus fuentes. Valoriza la cultura campesina y participa en las alegres veladas musicales, en las fies-tas de niño,, rescata las corridas de cintas, se entusias-ma con las Locainas, convoca los mejores convites y alegra con sus chistes y carcajadas todas las fiestas.

Germancito recorre los campos quebradeños y en todas partes es recibido con cariño especial. Todo el mundo lo conoce como el hombre bueno incapaz de una vaina mala. Se le abren todas las puertas y en todas las casas entra hasta la cocina. Es el amigo de todos, y sólo le tienen alguna rabia los que se saben culpables de algún daño a la naturaleza. En su caballo “Lucero” va regando su simpatía por todas las comar-cas y en todas ellas recoge el fruto de la amistad.

El periodista que sigue siendo lo decide a sa-car la cámara y el Diario de los Andes le abre sus pági-nas. En esta casa de noble periodismo encuentra cause para sus luchas y mucho de aquellos campos empieza a salir por estas páginas. Y aquí conocen al campesino que hace noticias gráficas.

Vive modestamente en su “Germanera” y allí es visitado por algunos de sus antiguos amigos de Caracas, que lo tientan con ofertas para que regrese a la capital. Ya Germancito es parte del paisaje de este lugar de los Andes y el paisaje no se muda. Germán

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está sembrado en cada metro de tierra, en cada gota de agua y vive en cada mata y en cada animal del monte. Él lo sabe y toma plena conciencia de su destino.

Una mala tarde encontró la muerte y Ger-mancito se hizo eterno. Su cuerpo reposa en el cemen-terio del pueblo natal y su espíritu sigue vivo en todas las cosas que él amó: en la sonrisa alegre de un mucha-cho, en el canto libre de un pájaro, en el salto travieso del agua, en el trabajo fecundo de un labrador, en el calorcito sabroso de un fogón. En cada mancha de ver-de de los campos, allí está el espíritu franco y cordial de Germancito.

1994

Jesús Araujo Viloria

No me diga que no preparó las circuns-tancias de su propia muerte. Porque eso

de venirse a morir el propio día de San Roque, el Santo Patrono de La Quebrada Grande, no puede ser mera casualidad. Y después de misa, justo al terminar la procesión por las principales calles del pueblo. Y fren-te a la puerta principal de la Iglesia, a medio camino entre el Busto de Bolívar en la Plaza y el Altar Mayor.

Había tocado en la Banda Municipal “Urdaneta” la misa patronal y caminando la procesión y sonando su saxofón. Justo cuando se terminó la par-te musical, se quedó a la puerta, en medio del rebu-llicio producido por la gente que desde lejos y desde los cercanos campos y desde el mismo pueblo vienen a misa, y allí cayó muerto. Ni siquiera fue en la esquina del campanario, que era su lugar preferido. Ni un mi-nuto antes ni un minuto después del acto más solem-ne del año. Todo justo. Minuciosamente preparado.

Jesús Araujo Viloria era un prototipo de esos personajes que antes eran frecuentes en nuestros pueblos andinos. Culto, honorable, familiar, alegre

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y pulcro. Un hombre culto, a la altura de su tiempo. Autodidacta, ponía en evidencia sus lecturas sobre clásicos y sobre los acontecimientos recientes, y eran siempre muy certeras y sabias sus observaciones so-bre la realidad y sus tendencias.

Era un hombre entregado al trabajo por la comunidad. Abrazó una causa partidista cuando ese era el camino más apropiado para la lucha social, pero jamás fue sectario y no dudó en abandonarlo cuando consideró que ese ya no era su instrumento apropiado. Alcanzó todas las posiciones que se pueden alcanzar en una cabecera de municipio y todas las desempeñó con acierto, sin sectarismos y con absoluta decencia. Jamás nadie podrá decir que se lucró con los dineros públicos.

Era un hombre involucrado en todas las cau-sas de la comunidad y así como tocaba en la Banda Musical, colaboraba con la parroquia eclesiástica, con las instituciones escolares, con los grupos culturales y con las organizaciones de campesinos. Redactaba documentos, preparaba los manifiestos mediante los cuales la comunidad solicitaba alguna obra, encabeza-ba las comisiones para lograr alguna reivindicación y era el primero en atender a los visitantes ilustres.

Era la palabra más seria, sensata y serena de las organizaciones en que participó. Sus discursos te-nían el sabor de la buena oratoria, pues eran directos y elegantes. Sus cartas sobrias como su trato cotidiano.

Nadie pudo sentirse menos que él, pues era familiar con todo el mundo y trataba con igual respeto

tanto al personaje más encumbrado como al más hu-milde. Siempre atento a resolver o a canalizar un pro-blema, tanto de orden familiar como comunitario. Era cordial, siempre con una chanza o una broma a flor de labios, sin jamás perder su compostura y siempre an-daba derecho, mirando al frente, vestido con sencillez y elegancia. Siempre impecable.

Familiar, amaba profundamente a su esposa Armida, quien lo comprendía y hasta le perdonaba sus debilidades por la música y por una buena “Leche de Burra” (que preparaba excelente) o un buen brandy de vez en cuando. Dejaron muchos hijos fruto de este amor.

Esas cualidades, sencillas y claras como las aguas de los manantiales de Timbís, eran las que le adornaban. Por eso a la misa de réquiem fue tanta gen-te que mucha tuvo que oírla desde la calle. Y la proce-sión hacia el cementerio era la más larga que recuerde La Quebrada.

Quizás el único gesto fuera de su natural humildad, pero en perfecta armonía con su espíritu jovial, fue eso de prepararse a recibir ese fulminante infarto justo al pasar la misa de San Roque, en medio de la gente que tanto lo quería.

1999

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Pacífico Rangel

Pacífico Rangel es un hombre de bajísima estatura que escogió la más alta cumbre

trujillana para fijar residencia. Allá arriba, al pié de la Teta de Niquitao, cerca de la laguna, hizo su rancho, buscó mujer y procreó familia. De eso hace ya mucho tiempo, tanto que se confunde en los recuerdos de mis padres y mayores. Pacífico tiene todos los años, los refleja en su cara sembrada de arrugas, pero su vivaci-dad, su entusiasmo y su lucidez es la de un muchacho de veinte años.

Convive con los encantos de la laguna, con los que ha logrado un grato y feliz entendimiento, casi una amistad. Ellos se encargan de ahuyentar molestas visitas y él de acrecentar la fama de esos espíritus que salen de las frías aguas en medio del viento y la lloviz-na. Solo una vez que se perdió en el páramo le hicieron una mala jugada. Buscando una vaca de quien sabe qué patrón llegó un helado canicular, se cubrieron de niebla cerros y zanjones y perdió la pista del regreso. Los salvaron de emparamarse un bojote de chimó, un pedazo de panela y el escapulario de la Virgen del Car-men.

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Anécdotas mil tiene Pacífico. Casado con una mujer que le dobla en tamaño, cuentan que cada vez que se echaba una escapadita a Cabimbú, Chorro Blanco o Tuñame, al regresar esta lo sacaba a la os-curidad de la noche, donde daba traspiés entre rocas y barriales buscando otro nido. Reunió hasta poderse comprar una linterna de seis tacos. Ahora si se alzó Pacífico. “Que me saque que yo ya tengo mi foco” de-cía alegre.

Tiene un yerno que se lo quería llevar para Guárico. Fue a conocer aquello. ¡Que calorón! Los cristianos tienen que dormir como en costales colga-dos de pared a pared. Sudado todo el tiempo como las bestias después de faenar en la hera. Eso no es vida, lo mío es el páramo.

Pacífico es un filósofo de la vida. Es de los que creen que la felicidad no es un fin sino un camino. Disfruta del viento, del sol y de la luna. De la flor, de la trucha y del guache. Del sabor de la piñuela, del olor del frailejón y del color del pensamiento. De lo agreste del aciparrao. Alegre conversador, disfruta la plática. Liba la palabra. Sus historias le salen de adentro. Tie-ne la candidez de un niño, la fortaleza de la montaña, la franqueza del amigo. Pero el tamaño del romerito. Su concepto de la honestidad lo resume en un dicho preferido: “El buey por el cacho y el hombre por la pa-labra”.

Es uno de los pocos hombres que conozco que no le interesa el dinero. En realidad él tiene lo que quiere: su páramo. Por añadidura tiene a todo Trujillo

a sus pies. Tiene un don especial para calibrar a la gen-te, para mirar por dentro pues es fiel a su creencia del valor de un hombre por lo que es no por lo que tenga. La otra vez me dijo: “Sabe lo que vale del hombre: el espíritu”.

1974

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Requiem por Tibisay

El primer lunes de agosto raya el sol ma-drugador en el pedestal herbáceo de la

Teta de Niquitao, la cumbre más elevada de los Andes Trujillanos. Es la fecha justa en que los rayos del Astro Rey caen de tal manera que hacen brillar las doradas espigas del díctamo real, la hierba maravillosa en la que se transformara la hermosa Tibisay entre el acoso de los conquistadores, según la leyenda de los Timo-tes.

Recolectada ese día y a esa hora, la hierba tie-ne virtudes medicinales, afrodisíacos, revitalizadores y causantes de longevidad, razón por la cual la gente de los páramos espera ansiosa este día para aprovisio-narse y así tener, macerada en aguardiente, la milagro-sa pócima que aliviará males del cuerpo y del espíritu.

Salvador Valero, Elio Araujo y Chucho Quin-tero soportaron los intensos y gélidos vientos de la noche paramera, el maltrato del colchón de frailejones y la intranquilidad del sueño en una pequeña cueva para asegurar su presencia al filo de la madrugada. Amaneció y mis tres buenos amigos dieron la vuelta

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a la laguna observando detenidamente cada palmo de terreno, para solo encontrar desilusión.

El sagrado templo natural que preside la geo-grafía Trujillana ha sido profanado de mil maneras al punto que Tibisay huyó de nuevo, ya no del español que perseguía su pureza, sino de los modernos y civi-lizados visitantes que ni en tan remoto lugar respetan la naturaleza. La delicada hierba ya no se encuentra en los alrededores de la Teta de Niquitao.

Han quemado el dorado tapiz que bordeaba la laguna, arañado de raíz los frailejones e inundado de basura los campos aledaños. Se han atrevido a di-namitar las aguas para recoger las truchas reventadas por la detonación, les han colocado redes de arrastre ya prohibidas en todas partes donde prive el sentido común y les han disparado con escopetas cuando los salmónidos se asoman a tomar sol a la entrada de la laguna.

A la Teta de Niquitao es necesario hacerle un acto de purificación y desagravio. Hay que restaurarle su hermosura natural y crear los mecanismos para que los profanadores no regresen a dañarla. Quienes mejor guardianes generosos, sabios y diligentes que ciertos campesinos de aquellas alturas, de la estirpe de Delfín Moreno, Víctor González, Clímaco Araujo y tantos otros que saben disfrutar con amorosa pasión los altos lugares donde viven.

Gangrena en La Quebrada Grande

La gangrena se extiende más rápido de lo que uno piensa. Va destruyendo todo el

tejido natural. Todo el antiguo bosque. El musgo bajo el cafetal desde hace tiempo abandonado. Los bucares que ya no pintan de rojo el valle amado. Los guamos ya no extienden sus dulces ramas. La gangrena se lle-vó el viejo cementerio donde estaban descansando los históricos caudillos, los fundadores de las casonas que también se van acabando, las maestras cariñosas que formaron a los abuelos de los constructores de hoy.

La gangrena se extiende sin contemplacio-nes. Ella misma extirpando el paisaje ancestral que nos vio crecer. Y vio crecer a mis hijos y a mis nietos mayores. Y a mis padres y a mis abuelos y más atrás hasta los sembradores de estos cafetales. Extirpando hasta aquellas enormes piedras que el glaciar habían labrado y que bajaron en crecientes milenarias para descansar aquí junto a los muertos.

Ni siquiera los sacaron. Era tierra sagrada y no la respetaron. Allí quedaron ignorados los santos sacerdotes, las religiosas y los militantes de las sagra-

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das cofradías. Y las que cantaban en los coros, los sa-cristanes y todos los que rezaron cientos de salterios por el descanso eterno. Toda la historia sagrada de los hombres y las mujeres, los niños y las niñas, los ange-litos inocentes que se velaron con la alegría que da la certeza de su viaje expreso al paraíso. Y allí dejó de descansar en paz uno de los descendientes del padre del Libertador, nada más y nada menos que tataranie-to de Don Juan Vicente de Bolívar y Ponte: Don Luis Jugo Ferrer. Todo cayó en la fiebre constructora.

Ahora la basura y las cloacas de la nueva ur-banización caen a la quebrada que antes era tan lim-pia como las aguas en su nacimiento, al pie de Teta de Niquitao. Y ya no se puede beber. Ni los muchachos pueden hacer sus pozos. Y esas sucias aguas van a incrementar la contaminación del Motatán y al acue-ducto de Valera, ya insoportable.

La expansión del pueblo era necesario, no lo dudo, pero se hizo de la peor manera posible. Sin or-den ni concierto. Cuando está de moda hablar de sus-tentabilidad, de ecología, de guardar la armonía con el ambiente y las tradiciones, de la identidad, de evi-tar la contaminación, de preservar los bosques, en La Quebrada se toleró, quizás hasta se promovió el peor atentado al pueblito y a todo lo significa.

No dudo que no hubo intención expresa de dañar. Ni de perjudicar a nadie. Es más, creo que muchos de los constructores se lamentan que privó el desorden y la improvisación. Que hubiese sido in-finitamente mejor sentarse a conversar, planificar lo

que querían. Para que saliera la urbanización bonita. Pero gano la indolencia. El dejar pasar. Falto el lide-razgo de la Alcaldía, la previsión de los promotores y la iniciativa de los nuevos dueños. Y lo que pudo ser una excelente urbanización, grata, arbolada, con sus buenos servicios, calles, estacionamiento, plaza y todo lo que conlleva la normativa sobre este tipo de desa-rrollo urbanístico, devino en este lamentable resulta-do que está a la vista. En esta gangrena. Y un asunto que preocupa más es la indiferencia de la gente. Todo el mundo se queja, en silencio. A nadie le gusta este deterioro de nuestro pueblito. Pero continua La Que-brada Grande deteriorándose.

Ojalá que se pueda remediar en algo el daño causado, para bien de todos. Sobre todo de los pro-pios habitantes de esa zona. Y de todo el pueblito, el más agredido de todos estos pueblos de la cordillera de Trujillo.

Eso no se le hace al pueblo que uno quiere.2013

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Semana Santa en La Quebrada

La Semana Santa en La Quebrada es apaci-ble y serena, con largos y profundos lap-

sos de silencio que se alternan con la música sacra que viene desde los altavoces de la iglesia de San Roque.

Es también el encuentro de los familiares que vienen a la reunión fraterna con los que se quedaron, y a dar a conocer sus nativas querencias a los hijos que nacieron y crecieron en sus nuevos lugares. Es el reen-cuentro con la nostalgia.

Es apreciar de nuevo los tradicionales platos de la mesa del Viernes Santo: amasijo, arepa de horno, sopa de pan, sopa de garbanzos, pescado salado gui-sado, ensalada, macarronada, dulce de sapallo, dulce de coco, natilla, conserva de madre de apio con piña y coco, todo acompañado con papas, cambures, apio y yuca.

Es reunirse para jugar bolos, una partida de dominó, de ajiley, picar una troya (trompos) o tirar a la suerte unos dados. O para conversar. Es atender amigos.

Es visitar a la iglesia y asistir a lo oficios sa-

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grados. Acompañar las procesiones. Hacer el Vía Cru-cis. Rezar los treinta credos en la capilla del Santo Se-pulcro. Ir al cementerio para encender una vela a los difuntos.

Pero en La Quebrada el Padre Juan Vesperti-ni, de grata recordación, inició una tradición que aho-ra se rescata. Bajo el entusiasmo contagioso del Padre Gregorio Pérez, el arduo trabajo de Jesús Quintero, de Rubén Briceño y de más de sesenta colaboradores entre actores y los que se encargaron de diseñar y ha-cer el vestuario, la escenografía, disponer del sonido, filmar las diferentes escenas, montar y desmontar los decorados y la iluminación y demás asuntos propios de un trabajo de esta magnitud, recrearon la Pasión de Cristo con una calidad admirable.

El soberbio ambiente natural quebradeño puso su escenario para diversos actos, como el Bau-tizo de Jesús en las frescas y heladas aguas de la que-brada de Mitifafé, en el camino de Miquimbox. O la crucifixión en la entrada de la población, en medio de una siembra de repollo, a falta de olivos. La mayoría fueron en el altozano de la iglesia y en los alrededores de la plaza.

Los actores y actrices: agricultores, comer-ciantes, estudiantes, amas de casa, demostraron una calidad conmovedora. En medio de los diálogos se en-tremezclaban mensajes y rezos que implicaban la par-ticipación del público, compuesto casi en su totalidad por los propios lugareños, con la presencia determi-nante y entusiasta de la muchachada.

Los atuendos apropiados, los decorados ex-celentes, la iluminación adecuada, el sonido acepta-ble, la música sugerente, el público devoto y animado. Destacó el orden, la limpieza y la rápida y eficiente disposición de los decorados.

Los aplausos finales el sábado por la noche fue el mejor regalo que el pueblo satisfecho dio a ese grupo que celebraba emocionado el éxito alcanzado. Ahora se prepara para consolidarse en una agrupación estable que lleve a las calles otras escenas, como la Na-tividad y la vida del santo patrono San Roque.

Lo único que faltó para cerrar con broche de oro fue la quema de Judas y la lectura de su testamen-to. Ojalá que no signifique que queda por allí un Judas suelto.

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Cuando el río se puso negro

Las lluvias llegaron tarde. La gente extrañó el octubre medio seco y ahora extrañaba

este noviembre de fuertes aguaceros nocturnos, ma-ñanas neblinosas y tardes cargadas de bochorno.

El río fue el primero en dar evidencia de los cambios. Los peces subían atontados, desorientados, extrañados por ese río que ahora no conocían. Los po-bladores de Santa Bárbara y San Carlos acudían al Es-calante con largas varas terminadas en afiladas púas a engarzar bagres, bocachicos y manamanas.

Alegría la de los muchachos, que acudían a los puentes, al Paseo Colón y a los alrededores, donde ensartaban a los lentos peces que boqueaban en la ori-lla. Hasta las tenebrosas rayas ahora macilentas, eran presa fácil de los arpones. Los anzuelos no servían para nada pues estos peces no buscaban la carnada. No morían por la boca, como dice un refrán popu-lar. Morían enganchados por la cola, por los ojos, por cualquier parte.

Pero el río empezó a despedir un olor dife-rente, desagradable, que poco a poco se tornó nausea-

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bundo. Los muchachos abandonaron los bordes de los puentes y las orillas del caudaloso río. La gente se retiró del Paseo Colón y bajó el consumo de pescado. Los kioskos que ofrecían el armadillo asado y la mana-mana rellena permanecían solos. Se le daba la espalda al río.

Luego cambió de color. Si bien el río hace tiempo no es cristalino, siempre mantiene un color te-rroso. Ahora se tornó negro. De consistencia espesa. Río oscuro, pesado, feo. ¿Existe algo más triste que un río feo?

Las aguas putrefactas de ciénagas, lagunas y caños hace tiempo represadas fueron vertidas al Esca-lante empujadas por las lluvias. Aguas estancadas que criaban zancudos empezaron a correr por el río. Obras hidráulicas improvisadas para evitar las inundaciones de potreros, abrieron cauce para la salida de aguas vie-jas a la corriente del río.

Ahora la gente mira al río con pena y recuer-da que hace tiempo, cuando el río también se puso ne-gro, luego se tornó blanco por los vientres al sol de la mortandad de peces.

1984

La muchacha que bailaba

La muchacha no se explicaba por qué to-dos querían bailar con ella. Quien la sa-

caba a la pista no la quería soltar más. Pieza y pieza, baile y baile, sudor, resequedad en la garganta y sigue hasta que un amigo le hace señas para que le dé una oportunidad. Breve pausa para un refrescante trago y nuevamente a la pista.

No era atractiva. Bajita, gorda, rechoncha. Zapatos sin tacón, lentes negros de los que usan los ciegos y aquel vestido color sangre, de volados, que era un atentado contra el arte de la costura. Además bailaba fumando.

Pero los hombres deseaban bailar con ella y ella se dejaba llevar por su parejo. Se acoplaba perfec-tamente, independientemente del tamaño de aquel, y le seguía el ritmo que imponía. Un paso adelante y luego otro hacia atrás cuando el compañero avanzaba demasiado su pierna entre las de ella. Un giro lento a la derecha y luego otro a la izquierda, los dos cuerpos unidos, pegados.

Pastor López sonaba vallenato y ella bailaba

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acoplada a su compañero, Cheo García gritaba gua-rachas y ella pegada a su parejo. El Binomio de Oro daba alaridos debajo del higuerón y ella recostadita siguiendo el ritmo.

Lo que no se explicaba era por qué todos los hombres le decían esas cosas cuando bailaba. Ella que nunca oía un piropo en la calle, que jamás recibió una serenata, que nadie le dio un silbido a su paso, recibía en sus oídos esos susurros que le erizaban la piel, pero solo cuando, en brazos de un bailarín, llevaba suave-mente el ritmo que le imponían. Por eso, aunque can-sada, hinchados los pies, seca la garganta, ella bailaba, bailaba.

1984

Sobre un viaje a Alitasía

El canto de las paraulatas retozonas de Ulerí, la Laguna de los Pájaros, nos des-

piertan. El ancho chinchorro, de fina artesanía, lo re-tiene a uno en espera del primer rayo de sol. Poco a poco se van dibujando las formas y los colores de la tierra goajira. Cardonales, palmares y cujisales sobre la arena suelta. Cielo cardenal.

Habíamos llegado la noche anterior con Noé Montiel, de la casta Jayariyú, un ingeniero agrónomo de dilatada labor en la goajira venezolana. Hijo de Ne-mesio Montiel de la casta Epiayú y de Rina, una hija del famoso Jefe Uriana Torito Fernández, de grata re-cordación por su gran labor pacificadora, por la deci-dida defensa de su tierra y de su gente e inmortalizado por Don Rómulo Gallegos en su novela “Sobre la Mis-ma Tierra”.

Alitasía, como la bautizara permanentemen-te el novelista, es una aldea familiar, de casas distantes unos doscientos metros una de otras. Situada a unos cuantos kilómetros al norte de Paraguaipoa.

Sabana acariciada permanentemente por los

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vientos alisios del noreste, que obligan a los cujíes a vivir extendidos al poniente. Pastizales abiertos en la gran extensión que se detiene al oeste en la lejana si-lueta de la Serranía de Cojoro y que se hace infinita al este en el Mar Caribe.

Lagunas que refrescan el paisaje y dan gozo a los inditos traviesos que nadan su libertad. Manadas de ovejas, apacentadas por tranquilos jinetes, aprove-chan los pastos que hizo verdear las tardías lluvias de noviembre.

Se ven pocas cercas que solo aíslan de intru-sos los solares donde están las chozas, los corrales y algunos atrevidos sembradíos. También se encuen-tran demarcando la solemne y cercana presencia de los muertos.

La Goajira es seca pero agradable, árida y amable, calurosa pero acariciada por la brisa. Y así son sus habitantes. El trato es cordial pero distante. Con-serva la reserva y la prudencia de una raza que ha so-brevivido siete mil años en medio de tantos cambios. La amistad no se da a primera vista, lo que es propio de lo profundo y legítimo.

Durante la mañana la conversación discurre feliz en el encuentro familiar. Se desarrolla horas tras horas en la choza abierta por los cuatro costados y te-chada de enea. En la misma se sirve el sabroso desayu-no de carite y más tarde el suculento almuerzo a base de ovejo con abundantes vasos de chicha de maíz con panela. En la noche, luego de tragos de coquinche y chirrinche y sancocho de gallina, en sus pilares cuel-

gan los chinchorros para con la conversación picante esperar el sueño.

Conversar con Nemesio Montiel es recorrer largos años de aventuras por toda la Goajira, las islas del caribe y Centroamérica. En avión cuatrimotor de KLM, en barcos de todo tipo, en arreos de mulas por las trochas, llevando y trayendo mercancía a través de unas fronteras que para ellos poco significan. Las historias del Torito, como desarrollaba sus habilida-des diplomáticas arreglando pleitos entre castas y fa-milias, asumía la jefatura del ejército en Paraguaipoa cuando falló el gobierno, tomaba justa venganza sin temor a represalias aplicando con natural sabiduría la Ley Güayú o recibía el civilizado “alijuna” con cariño y consideración.

Recorrimos con Nemesio y su hijo Noé la fresca estancia de Alitasía. Rendimos culto al Torito en la que fue su casa y conocimos la anciana hermosa de arrugas de más de cien años que fue su esposa. Visi-tamos el sagrado cementerio familiar donde se reúnen parientes y amigos, en grandes comelonas y abundan-te aguardiente, a llorar en cada uno de los dos entie-rros que se le hacen a cada pariente muerto. Probamos el asado de cordero en Los Filúos, especie de mercado libre de mercancía internacional, de animales y ali-mentos. En la tarde nos zambullimos en las tranquilas playas del Golfo de Venezuela.

En la madrugada siguiente no son las pa-raulatas las que nos despiertan. Es Nemesio Montiel Fernández con un coquinche sabroso y fuerte. Antro-

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pólogo de dilatada trayectoria, es actualmente el Pre-sidente de la Asociación Indígena de Venezuela. In-cansable investigador, escritor y luchador por la causa del indígena. Llegaba a Alitasía a celebrar el cumplea-ños de su padre Nemesio y el suyo propio. Tremendo motivo para eternizarse en el chinchorro, con escapes ocasionales al “chozear”, es decir, beber de choza en choza.

Se van colgando más chinchorros, arrimando sillas y la choza se hace pequeña. La conversación se enriquece con varios familiares profesores de la Uni-versidad del Zulia, Colegio Universitario de Cabimas y Universidad Sur del Lago.

Se habla de la problemática de La Goajira y de la manera impropia y fuera de contexto como tanto Colombia como Venezuela, o, mejor dicho, sus cúpu-las gobernantes, han pretendido enfrentarla. Es este un amplio territorio cruzado de trochas pero con muy pocos caminos buenos. Casi sin carreteras, sin servi-cios y poca infraestructura. La presencia militar nos recuerda un estado de sitio. Con los abusos y atrope-llos típicos de estas situaciones.

Para el goajiro la frontera es una idea sin sig-nificado real. Una cosa artificial inventada por gente extraña. La viven por la presencia de la Guardia Na-cional y las frecuentes alcabalas y comandos, carros con tropas, helicópteros, controles y operativos. Se habla de la violencia y se señalan los muertos y los pagos hechos de acuerdo a la ley indígena. Del largo verano que acabó con los cocales de la familia y con

los rebaños de casi todos. Ahora, después de tres años vuelve a llover. De las tradiciones largamente guarda-das por tantas generaciones pero que están acusando el impacto del modernismo.

La tarde crece, alcanza su plenitud y comien-za a morir en el horizonte, dándole paso a la noche. Varias jarras de chicha, raciones de ovejo a la brasa y botellas de chirrinche hemos consumido. Larga con-versación con la madre, tías, padre y tíos de los Mon-tiel Fernández. Con sus hermanas y cuñados. Con sus traviesos muchachos. Corta visita para tanto que hay por conocer de nuestra tierra y para tantas atenciones de esta gente inolvidable.

1994

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Textos íntimos

I

La calle lucía muy pendiente y angosta y apenas habían corrido unos meses desde

la partida. Pero se hicieron largos y nos cambiaron la perspectiva. Nos llevaron a vivir en Maracay dadas las carencias de mama Chana, sometida a las estrecheces de las tías Cecilia y Emperatriz, dos niñas solteras que la había criado desde la temprana muerte de la madre María Teresa, del padre Fortunato y de Rosita, la hermana materna que se había encargado de los tres hermanos huérfanos.

Acostumbrados al frío y a la tranquilidad del pueblito, Maracay fue el infierno, desde todo punto de vista. Al cariño de la madre y de las tías sucedieron la indiferencia paterna y el deprecio de la “madrastra” y su familia. En La Quebrada trabajábamos, no hay duda, vendiendo en las calles domingueras o en los festivos religiosos las empanadas recién hechas. Pero en la barraca de Maracay lavamos un enorme camión que había transportado numerosos cochinos. Y el gra-to olor de la fritura fue sustituido por la de la inmun-dicia apestosa de la mierda de los puercos.

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Maracay fue el infierno. Con calor y todo. En La Quebrada el clima era celestial. Al caer la tarde empezaban a bajar los vientos parameños y la gente a ponerse las cobijas azules y rojas, o grises y blancas de la lana cruda. Hasta que al avanzar la mañana entraba el calorcito, también grato. Allá soplaban unos vientos húmedos y calientes que traían polvo que se le pegaba a uno en la piel.

En el pueblo natal la escuela estaba a dos ca-sas abajo, por la misma acera. Allá tan lejos que había que ir en autobús y luego esperar hasta que nos bus-caran, frecuentemente hasta cuando el último niño ya se había ido. Maestros desconocidos de los cuales no recordamos ningún nombre, ni enseñanza alguna. Solo el nombre de la escuela: «Valles de Aragua».

Maracay fue el infierno. Pasábamos hambre y no comíamos aquellas grandes arenas rellenas de cuajada tostadas en el fogón, sino unas arepitas con mortadela grasosa y fría. Nos acostábamos con ham-bre. Muchas veces llorando sin hacer ruido.

Maracay fue el infierno. La casa pequeña con un porchecito que daba a una calle polvorienta, sin forma, con los cuarticos alrededor de la sala, muy cer-ca del comedor y de una estrecha cocina. Todo amu-ñuñado. En la del pueblo un enorme zaguán unía la espaciosa sala con el jardín, con sus arbolitos de pino y de limón que aromaban el ambiente. Y las matas de hortensias, begonias y de rosas que ayudábamos a re-gar. Y luego aquel comedor grandísimo con la mesa de madera y sillas en rededor. Al lado la cocina que iba

desde aquí hasta el otro salón, con su largo cimiento, su fogón, sus trojas para ahumar el queso y la conser-var la cecina. Y una cocina «Perfection» a querosene. El otro salón, que tenía un escaparate con libros, la mesa redonda que había sido del abuelo Fortunato, era para la lectura, hacer las tareas y alguna labor.

Maracay fue el infierno. No había li-bros, ni flores, ni corredores, ni un rio detrás donde Mama lavaba la ropa y el mondongo que le regala-ba Pedro Balza. Y donde nosotros éramos felices. Maracay fue el infierno. Los vecinos eran or-dinarios, se emborrachaban al igual que la gente de la casa. Hasta que una tarde llegó la dicha. Una extravia-da viejita, mi tía Cecilia y mi mamá llegaron al rescate. Y nos reencontramos con nuestra calle, tan pendiente y angosta, pero nuestra.

II

Tomo conciencia de lo que pudo ser el primer desa-rraigo. Cuando seguramente nos arrancaron de mamá a los apenas seis años. Pero el instrumento fue un án-gel: Gertrudis Rangel. El lugar un paraíso: La Loma Tendida. La familia un amor: Delfín Moreno, Susana Rangel y sus hijos. Ese primer exilio fue una bendición pues sin saberlo, tuvimos padre, madre, hermanos. Un hogar. Una casa que casi toda era la cocina, el patio de atrás y la escuelita adelante. En aquel paisaje de mon-tañas y manantiales.

La Loma Tendida fue el paraíso. No tengo ya

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dudas que el sentimiento amoroso que siempre he te-nido por Trujillo y sobre todo por sus campos de las tierras altas, nació en aquellos tiempos y en esos luga-res. Sólo guardamos, mi hermano y yo, recuerdos gra-tos de esa estancia en esas montañas del alma.

Varias imágenes saltan en la memoria de ese paraíso. Del viaje, la parada en la casa materna de Ger-trudis en El Potrerito. Una casa en medio del río con un molino de trigo, con sus enormes piedras que gira-ban por la fuerza de aquel río torrentoso que en una crecida milenaria se llevó todo, menos los recuerdos. Y allí una catirita preciosa llamada Clara, como una mañanita de sol.

Arriba en el páramo la primera imagen es la geografía imponente de las altas montañas, las gar-gantas profundas, los arroyitos que salen de los zan-jones en minúsculas cascadas, en medio de calas, vicu-yes, alisos, coloraditos, huesitos, aciparrados y otras plantas que solo nacen en lo frío y en la humedad. Y la presencia dominante de los altivos frailejones, los pri-meros que se ven son como arbolitos, y a medida que se sube bajan de estatura y ganan en elegancia, hasta hacerse pequeñitos en el frailejón plateado, que es el que más se busca para ofrendar en Niño Jesús en el pesebre. Y el viento helado que casi arranca las casa de sus bases.

La casa es casi toda el fogón en medio de la cocina. Allí nos sentábamos muy cerca del fuego para calentarnos, escuchar la conversa de los mayores y compartir el café de habas, la arepa de harina rellena

con cuajada recién hecha. En la tarde a rezar el Santo Rosario. Y aquel terreno trasero donde se reunían las vacas y los becerros para el ordeño. La taza de leche caliente. Y la huerta con manzanilla, cebolla y coles; calas y hortensias.

Los juegos en el tamo de trigo con Bruna y Eusebia, con Francisco y Justo y los otros muchachos. Deslizándonos en el cuero por las laderas. Buscando piñuelas de dulces raíces. Los helados manantiales que calmaban la sed, y las ganas de jugar con barro. Era el paraíso.

Enfrente y cerquita la escuela. Los mucha-chos estudiaban en la misma salita primero, segundo y tercer grados. Nosotros éramos los más pequeños y creo que asistíamos sin estar inscritos, para aprender algo y dejar de hacer faterna en la casa. Había mucha-chos ya hombres que los pantalones cortos dejaban ver las piernas peludas. Y Gertrudis, aquella mucha-cha cariñosa y sabia que ejercía de maestra. Era el pa-raíso.

III

Llegó a La Quebrada Mariana Perdomo, una enfermera que encontró posada en nuestra casa y la amistad con mamá se hizo entrañable. Un día regresó a Valera llamada a trabajar el Hospital La Paz y co-menzó la insistencia para que Chana fuera a trabajar a ese lugar. Y al tiempo mamá se fue a Valera. Nos que-damos con la Tía Cecilia. Cada tanto tiempo venía a

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visitarnos. Las guardias y otros compromisos retra-saban con frecuencia su venida a La Quebrada. Hasta que Mariana le dio un lugar para ella sola en su casa y nos vino a buscar.

Estaba en un cerro detrás del hospital que para llegar había que subir una cuestecita de arena amarilla y piedras también amarillas y de arena, desco-nocidas para nosotros acostumbrados a piedras duras de punticos blancos y negros o veteadas con los mis-mos colores. El cariño de mamá y de Mariana atempe-raba el calor y la añoranza de nuestro lugar. Las arepas hechas al rescoldo de las brasas fueron sustituidas por el “pan viejo” de La Valerana que era bueno y muy ba-rato. La música de los Matheus Duran en la esquina, de valses y pasodobles, o los ensayos del tantum ergo dieron paso a “eres como una espinita que se me ha clavado en el corazón”.

Pronto consiguió una minúscula casita en la Avenida 15, donde gracias a Dios duramos poco. Lue-go una enorme en la calle 8, cerca de una bodega que a nosotros nos parecía muy cara: “La Mano Abierta”. Luego vino el lugar estable, gracias a las diligencias de Elena García, la Sra. Molina y el padre Contreras: el Lazo de La Vega, tercera avenida, número 17. Regresa-ron los días felices.

IV

Un día llegó Elio González Medici, nuestro Padre, en un Buick azul espectacular. Nos compró

ropa, una maleta para cada uno y nos llevó a La Grita a estudiar al liceo Militar Jaúregui. Quizás fue el primer viaje largo en un buen carro, pero de eso casi no hay casi nada en los recuerdos.

En el Liceo nos hicimos hombres, a punta de llevar vainas. Y también de escapadas que hasta esos momentos parecían insólitas. Nos raparon la cabeza, nos pusieron uniforme y nos alistaron en la cuarta es-cuadra, cuarto pelotón, cuarta compañía, es decir los últimos del batallón, los más chiquitos. Y comenzamos las clases del primer año de bachillerato. Apenas en la primera semana entra, enorme, el profesor Gandica a dar clases de matemáticas. Al vernos nos dijo en tér-minos definitivos: ¡a ustedes dos los raspo!. Y cumplió su palabra. Hoy se me de memoria la descomposición factorial y los productos notables de tanto repetirlos.

Los plantones hasta la madrugada, encima del escaparate de metal, desnudos y muertos de frío nos fueron templando el carácter. Junto con las infi-nitas vueltas al campo de futbol, el tiempo perdido de “¡A discre…ción¡¡Atención firrrrr¡!A la iz…quierrr¡” A la der…eh¡ ¡Un dos, un dos, un dos¡” Allí adquirimos la plena conciencia de que la vaina más inútil y más cara de un país son sus gloriosas fuerzas armadas.

Más felices fueron los días que nos sacaron de internos, y para no darle un disgusto mayúscu-lo a mamá nos quedamos en La Grita, alquilamos un cuartico y estudiábamos externos, que era como ser el perraje del liceo. Tuvimos novias, fuimos al Cine Jáu-regui a ver “París de Noche”, a los bailes del Club, al

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botiquín de la equina de la plaza donde oíamos hasta el cansancio a Julio Jaramillo llorar “hoy se cumplen dos años desde que te marchaste” y llorábamos tam-bién sin razón alguna. Y a bañarnos al río y a otras co-sas que no se le pueden contar a la gente decente.

Hasta el día que a Mamá se le ocurrió visitar-nos y se enteró de aquel desastre. El regreso a Valera y entrar al Liceo Rafael Rangel. Que es otro cuento.

Este libro se termino de imprimiren el mes de marzo de 2013, en los talleresde Litografía Moderna c.a. Se utilizo en su

composición tipografía, Californian FB y Segoe20 y 12 pt. Impreso en cartulina sulfato 12

y papel clase mandocream 90 gramos. Con un tiraje de 500 ejemplares

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