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El robo de la mona lisa carson morton

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Eduardo de Valfierno lleva una vidamuy respetable en Argentinadesplumando a los nuevos ricos:ellos le pagan para que robevaliosas obras de arte y Valfiernoles consigue impecablesfalsificaciones. Pero cuando conocea la hermosa mistress Hart, decidiráregresar a París después de muchotiempo. Allí reunirá a un equipo detimadores y especialistas en obrasde arte para cometer su último ymás ambicioso robo: la Mona Lisa.Basado en el robo de La Giocondadel Louvre en 1911, un episodio

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real que llevó a la detención dePablo Picasso y GuillaumeApollinaire como sospechosos, Elrobo de la Mona Lisa es una novelaatrevida y rebosante deimaginación sobre uno de losgrandes misterios artísticos delsiglo XX. «Un relato fascinante yencantador sobre una gran estafa,con un giro inesperado hacia elmundo de los timadores de arte, lasfalsificaciones de obras de arte y elmisterio».

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Carson Morton

El robo de laMona Lisa

ePUB v1.0NitoStrad 14.04.13

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Título original: Stealing Mona Lisa: AMysteryAutor: Carson MortonFecha de publicación del original: agosto2011Traducción: Pablo Manzano

Editor original: NitoStrad (v1.0)ePub base v2.0

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Para mis padres, Connie y Carson

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Basado en hechosreales

Se dice que no hay ningún sucesoque no pueda mejorarse al contarlo.Con esta idea y con fines narrativos, seha modificado la cronología dealgunos acontecimientos.

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Prólogo

PARÍS, 1925

La visión de la carroza fúnebretirada por caballos y de su macabroséquito surgiendo como un espectro dela vaporosa bruma del final de lamañana detuvo en seco a RogerHargreaves.

Atados a un carruaje de cuero negro,cuatro caballos azabache permanecíanantinaturalmente inmóviles, con suscabezas adornadas con penachos de

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plumas rojas. Tres frailes —manoscruzadas y rostros ocultos por lascapuchas de sus toscos hábitos—contemplaban los adoquines que estabanbajo sus pies. Un empleado de pompasfúnebres de larga levita negra estabasentado en el pescante; bajo un brillantesombrero de copa se adivinaba suadusto rostro. El mórbido cuadroabarcaba la mitad del primero de lostres patios conocidos colectivamentecomo la cour de Rohan, un frondosooasis al final de Saint-Germain-des-Prés.

La fantasmal escena le dio aHargreaves la inquietante sensación de

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que, de alguna manera, lo estabanesperando a él.

Aguantando la fuerte tentación dedar media vuelta y regresar al vivoajetreo del cercano bulevar Saint-Germain, Hargreaves dio un pasoadelante. El caballo principal y elempleado de pompas fúnebres volvieronsus cabezas casi al unísono.Momentáneamente paralizado por lafalta de expresión y la mirada penetrantedel cochero, Hargreaves lo saludó conuna ligera inclinación de cabeza, gestoque le devolvió el cochero de maneracasi imperceptible. Desvió la vista ycomprobó una vez más la dirección

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escrita en su cuadernillo de reportero:«23 cour de Rohan», presumiblementeuna de las estrechas y apiñadasresidencias de piedra rosácea de tresplantas, semiocultas por los troncosretorcidos y enredaderas silvestres queserpentean en torno a sus ventanas. Porun momento pensó en preguntar alcochero fúnebre cuál de las casas podríaser, pero descartó rápidamente la idea.No le apetecía en absoluto comunicarsecon aquel hombre. Además, él eraperiodista y podía encontrar sinproblemas una simple dirección.

Hargreaves miró el nombre escritoen su cuadernillo: Eduardo de Valfierno,

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una especie de marqués de algo. Porsupuesto, en estos días, media sociedadde París proclamaba su derecho a uno uotro título. Quienquiera que fuese, decíatener información relativa al robo de laMona Lisa —o, ¿cómo la llamaban losfranceses? La Joconde— del museo delLouvre en 1911. Noticia antigua,evidentemente. La recuperaron no muchotiempo después del accidente, pero allípodría haber un reportaje. El marqués sehabía puesto en contacto por teléfonocon su periódico, el London DailyExpress, y habían cerrado algúnacuerdo. Para reducir gastos, el directordel periódico había telegrafiado a

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Hargreaves —que ya estaba comocorresponsal en París— dándoleinstrucciones. Al menos, supondría uncambio de ritmo con respecto a cubrir laExposition Internationale en la Plazade los Inválidos. Si tuviese que escribirotro artículo sobre las maravillas delmobiliario art déco, él mismo se tiraríaal Sena.

Tratando de ignorar al cocherofúnebre y su séquito, Hargreaves pasópor delante de ellos y, a través de unacancela parcialmente abierta, entró en unpequeño patio. La suerte estaba de suparte. Pegada a la pared, al lado de unagran puerta verde, medio oculta por una

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ramita de hiedra, había una placa demadera con el número 23 inscrito enella. Levantó una aldaba de bronce conforma de cabeza de gato y golpeó tresveces con ella sobre una desgastadaplaca. Mientras esperaba respuesta, nopudo resistirse a dirigir una últimamirada al cortejo fúnebre a través de lacancela de hierro forjado.

—¿Qué desea, monsieur?Hargreaves se volvió, sobresaltado.

Una mujer bajita, corpulenta, de unossesenta y bastantes años se asomaba a lapuerta en postura un tanto desafiante,con los brazos en jarras.

—Bonjour, madame —dijo,

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quitándose el sombrero hongo—. RobertHargreaves. He venido a entrevistar almarqués de Valfierno.

La mujer lo examinó con la gélidamirada de una maestra. Después, con unbufido desdeñoso, se giró y, con laespalda sobre la jamba de la puerta, másque invitarlo a entrar, parecía retarlo aque lo hiciese.

Dejándola atrás, Hargreaves seintrodujo en un vestíbulo escasamenteiluminado.

—Los hombres esos que están en elpatio —dijo, tratando de entablarconversación— forman todo unespectáculo.

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La mujer no dijo nada. Cerró lapuerta y lo condujo hasta una salitaabarrotada de muebles disparejos, conlas ventanas adornadas con recargadascolgaduras. Trató de distinguir el aromadel aire. Jazmín, quizá. En todo caso,algo extrañamente exótico, mezcladocon un desagradable olor a humedad.

La mujer se sentó en una silla demadera de respaldo alto y le indicó unlujoso sofá. Hargreaves se hundió en losgastados muelles. Forzado a mirarla, sesentía como un escolar que fuese arecibir una buena regañina por algunafechoría. A esto siguió un silencio rotoúnicamente por el resoplido de uno de

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los caballos que estaban en el patio.—Madame —comenzó a decir

Hargreaves—, creo que sabe usted másde mí que yo de usted.

— S o y madame Charneau —dijoabruptamente—. Esta es mi casa dehuéspedes.

Hargreaves asintió. Más silencio.—¿El marqués —preguntó pasado

un momento— está aquí?—El marqués es uno de mis

huéspedes —replicó madame Charneau.—¿Puedo… verlo?—Usted es periodista, ¿no? —dijo

la mujer, en un tono que parecía más unaacusación que una pregunta.

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—Corresponsal, sí. Del LondonDaily Express.

—Y usted compensará al marquéspor esta… entrevista —dijo la palabracomo si fuese algo desagradable.

—Se ha hecho un trato, sí —dijoHargreaves, moviéndose, incómodo, enel sofá.

—El marqués es un gran hombre, sinduda —dijo la mujer, como si no locreyera durante un momento—. Ya se haretrasado tres meses en el pago de suhabitación. Y está muy enfermo. Ya havisto el cortejo fúnebre en la calle.

—Bueno, sí, claro.—Mi hermano se dedica a las

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pompas fúnebres. Como favor personal,ha traído a sus hombres, que tendríanque haber ido a hacer un trabajo en otrositio.

—¿Tan mal está el marqués?—Le seré franca, monsieur. Si

quiere verlo, tendrá que darme el dineroahora. Yo lo destinaré a pagar suhabitación y los honorarios del médico.

La garganta de Hargreaves se tensó.—Madame, no estoy… muy seguro

de que pueda hacer tal cosa…Ella empezó a ponerse en pie.—En ese caso, le deseo que pase un

buen día.Estaba hecho polvo. No quería

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regresar a Londres con las manosvacías, así que levantó la mano en señalde que se rendía. Madame Charneau sedetuvo y volvió a sentarse, con unamedia sonrisa en el rostro. Hargreavessacó el fajo de billetes de francos quehabía preparado y, tras hacer una brevey pesarosa evaluación, se lo entregó aella. En cuanto lo tuvo en sus manos, sudisposición cambió por completo.

Se puso rápidamente en pie y dijoalegremente:

—Ya lo ve, monsieur, la niebla seha levantado. Después de todo, va a serun bonito día.

Con un paso más ligero del que antes

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hubiese apreciado Hargreaves, locondujo fuera del vestíbulo y, por unaescalera, lo llevó hasta el primer piso.Mientras subían, miró subrepticiamentesu reloj de bolsillo. Un colega francéstenía entradas para ver a la sensacionalnorteamericana Josephine Baker y suRevue Nègre aquella misma noche en elMoulin Rouge. No estaba muy seguro deque le gustaran tales espectáculos, pero,a fin de cuentas, esto era París. En todocaso, esperaba que la entrevista no lellevara demasiado tiempo.

Al llegar al primer piso, se abrían alpasillo cinco puertas y había otraescalera estrecha que ascendía al piso

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superior. Madame Charneau abrió laprimera puerta a su derecha e introdujoa Hargreaves en una habitación oscura ycerrada a cal y canto. En la penumbra,solo pudo distinguir una figura tendidabajo una gruesa manta en una cama debronce. Madame Charneau se acercó ala ventana, descorrió una pesada cortinay una luz fuerte bañó la estancia. Elhombre que estaba en la cama se tapólos ojos y volvió la cara a la pared.

Madame Charneau era un modelo deviva y alegre eficiencia mientrasarreglaba la sábana y estiraba la mantadel hombre.

—Tiene visita, marqués —dijo ella

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con entusiasmo.El hombre de la cama no hizo

movimiento alguno mientras madameCharneau acercaba una silla de madera yle indicaba a Hargreaves que se sentase.

—Este es monsieur Hargreaves.Viene a escuchar sus historias.

Con cierta renuencia, Hargreaves sedejó caer lentamente en la silla.

—Bueno, los dejo solos, ¿no? —d i j o madame Charneau mientras seacercaba a la puerta—. Estaré aquícerca por si me necesitan —añadióantes de salir de la habitación y cerrar lapuerta tras ella.

La mirada de Hargreaves se clavó

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en el cogote del hombre. Su espesocabello era de un blanco casiluminiscente, apelmazado por elcontacto con la almohada.

—Marqués —comenzó Hargreaves;pero Valfierno, mirando a la pared,levantó la mano para que se callase.Después, lentamente, fue volviendo lacabeza hacia la luz, entrecerrando losojos frente a la claridad. Sin mirar aHargreaves, señaló una mesilla llena devarias jarras y botellas—. Claro, claro—dijo Hargreaves—. Tiene sed.

Agradecido por tener algo de lo queocuparse, Hargreaves cogió una jarra deagua y llenó un vaso. Se lo acercó a

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Valfierno que, impaciente, lo apartó,derramando parte de su contenido sobrela colcha. Señaló otra vez la mesa. Allado de la jarra de agua había unabotella medio llena de lo que parecíaser ginebra o vodka.

—¿La botella? —preguntóHargreaves.

Valfierno asintió.Hargreaves cogió la botella y

encontró un vaso pegajoso en elbatiburrillo de la mesa. Lo llenó y se lopasó al hombre. Valfierno se irguiósobre un codo, agarró el vaso y, conansia, bebió el líquido transparente.Saboreando la experiencia, le entregó a

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Hargreaves el vaso vacío y se tendió denuevo con una expresión que seacercaba a la satisfacción, o quizá solofuese un alivio momentáneo del dolor.

Después, empezó a toser de formaexplosiva.

—¿Se encuentra bien? —preguntóHargreaves, pensando que solo habíaacelerado el deceso del hombre.

Las toses fueron remitiendo poco apoco, como una tormenta que sedesvanece en la distancia.

—Ya me encuentro mejor —concedió. Su voz era hueca, tan secacomo el pergamino. Después, porprimera vez, miró directamente al inglés

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a través de unos ojos legañosos einyectados en sangre. Sus labios securvaron en una sonrisa ligeramentesardónica y añadió—: Pero gracias porpreguntar.

Aunque Hargreaves estimaba que elhombre quizá no tuviese aún sesentaaños, aparentaba más edad de la que enrealidad tenía, con su rostro cetrino ydemacrado, sin afeitar.

—¿Ha traído el dinero? —preguntóValfierno, aclarándose la voz y ganandoresonancia.

Hargreaves dudó.—¡Ah!, sí… el dinero. Para no

mentir, se lo entregué a madame

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Charneau para su custodia.—¡Esa bruja! —escupió Valfierno,

arrastrando otra serie de toses atroces—. Solo deseo vivir para atormentaralgo más a esa putain —añadió,tosiendo de nuevo y moviendo la cabezaresignado—. No se preocupe. No quedamucho tiempo. ¿Está preparado?

Hargreaves asintió y sacó delbolsillo de la chaqueta su cuadernillo yun lápiz.

—Completamente preparado. Estoyseguro de que nuestros lectores estarándeseando conocer con todo detalle lahistoria del robo de la pintura másgrandiosa del mundo. He preparado unas

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preguntas…Valfierno le cortó con un seco gesto

de la mano.—¡Nada de preguntas! ¡Nada de

respuestas!Hargreaves retrocedió ante la

explosión.—No tema —dijo Valfierno,

suavizando la voz—. No se va a ir conlas manos vacías. Le contaré unahistoria. ¿Le gustan las historias?

—Si son ciertas —replicóHargreaves, tirante.

Valfierno asintió.—En ese caso, le contaré una

historia verdadera.

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Valfierno hundió profundamente lacabeza en la almohada y se quedómirando el techo como si viera algooculto en la profundidad de las grietasdel yeso.

—¿Ha estado alguna vez en BuenosAires, señor…?

—Hargreaves, y no, no he tenido eseplacer.

—Placer, en efecto —dijoValfierno, ignorando el impacientesarcasmo en la voz de Hargreaves—. Lafragancia de los jacarandás llena el aire;las parrillas-café atraen con sustentadores aromas, y los tangosinterpretados por las orquestas típicas

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atormentan el alma con sus elusivaspromesas de amor.

Cerrando el puño y llevándoselo alcorazón, se volvió a mirar directamentea los ojos del reportero.

—¿Alguna vez ha experimentado lecoup de foudre[1], señor Hargreaves?¿Se ha enamorado alguna vez a primeravista?

Hargreaves se movió incómodo.—Yo diría que no.—¿Sabe que un hombre puede caer

bajo el hechizo de una mujer sin darsecuenta siquiera?

Hargreaves no estaba consiguiendoninguna información. Tenía que hacer

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que este hombre volviera al tema de laentrevista.

—Mencionó usted Buenos Aires.Valfierno volvió el rostro de nuevo

al techo. Sus ojos se cerraron y, por unmomento, Hargreaves creyó que sehabía dormido o algo peor. Peroentonces se abrieron, brillando conreluciente intensidad a través de lalechosa bruma.

—Sí —dijo—. Buenos Aires: allíempieza mi historia.

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PRIMERA PARTE

Ceba bien el anzuelo y el pez picará.

SHAKESPEARE, Mucho ruido ypocas nueces.

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E

Capítulo 1

BUENOS AIRES, 1910

l marqués de Valfierno estaba enpie dándose toquecitos en lapalma de la mano con la

empuñadura de su bastón de caballero,al pie de la escalinata del MuseoNacional de Bellas Artes. Su panamá leensombrecía el rostro y su inmaculadoterno blanco contribuía a reflejar elfuerte sol sudamericano, pero él seguíasintiendo un incómodo calor. Podría

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haber optado por esperar en la partesuperior de la escalera, a la sombra delpórtico del museo, pero preferíasiempre saludar a sus clientes al nivelde la calle y subir con ellos hasta laentrada. El hecho de subir juntos laescalinata encerraba algo que favorecíala conversación fácil y animada, como sisu cliente y él se embarcaran en untrascendental viaje, un viaje que losenriquecería a ambos.

Miró su reloj de bolsillo: las cuatroy veintiocho. Jo-shua Hart sería puntual.Había amasado su fortuna asegurándosede que sus trenes llegaran a su hora. Sehabía convertido en uno de los hombres

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más ricos del mundo llenando aquellosconvoyes de pasajeros que leían susperiódicos, y cargándolos con montañasde carbón y hierro con destino a suspropias fábricas para producir el aceroque necesitaban los nuevos EstadosUnidos.

Las cuatro y media. Valfierno repasóla plaza con la mirada. Joshua Hart, eltitán de la industria, llegaba como lalocomotora de uno de sus trenes: unhombre corpulento con forma de tonel,robusto a sus sesenta años, vestido conun terno negro, a pesar del calor.Valfierno casi podía ver el espeso humoascendente desde la chimenea de su

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sombrero de copa.—Señor[2] Hart —dijo Valfierno

cuando el hombre de menor estatura seplantó frente a él—, como siempre, esun honor, un placer y un privilegioverlo.

—Guárdese las gilipolleces,Valfierno —dijo Hart con solo un ligeroindicio de irónica camaradería—. Sieste país dejado de la mano de Diosfuese un poco más cálido, no meextrañaría descubrir que fuese el mismoHades.

—Me parece —dijo Valfierno—que el diablo se encontraría como encasa en cualquier clima.

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Hart se permitió una reticentesonrisa de aprecio por esta observaciónmientras se secaba la cara con unpañuelo blanco de seda. Solo entoncesse percató Valfierno de la presencia delas dos delgadas mujeres, ambas consendos vestidos blancos, de encaje, yambas más altas que Hart, juntas tras élcomo los coches de un tren enganchadoscon flexibilidad. Una de ellas tendríacincuenta y tantos años; la otra, unostreinta y pocos quizá. Con el paso de losaños, Valfierno había cerrado tratos conHart en diversas ocasiones, sabía queestaba casado, pero nunca habíaconocido a su esposa. Como no podía

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ser de otra manera, dio por supuesto quela mujer más joven era su hija.

Valfierno se quitó el sombrero amodo de saludo y, con la mirada, lepidió a Hart que se las presentase.

—¡Ah, sí!, claro —empezó Hart conun gesto de impaciencia—. Le presentoa mi esposa, mistress Hart…

Hart señaló a la mujer más joven,que sonrió recatadamente y soloestableció un breve contacto visual conValfierno.

—… y esta —dijo Hart con un dejede desaprobación en su voz— es sumadre.

La mujer mayor no dio respuesta

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alguna.Valfierno inclinó la cabeza.—Eduardo de Valfierno —dijo,

presentándose a sí mismo—. Es unplacer conocerlas.

El rostro de mistress Hart estabaparcialmente oculto por la amplia ala desu sombrero y la primera impresión deValfierno fue la de una piel blanca ysuave y un mentón delicadamenteapuntado.

La madre de mistress Hart era unamujer guapa, algo cansada, cuya plácidasonrisa estaba como petrificada, igualque su mirada, una mirada fija,concentrada en un punto más allá del

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hombro de Valfierno. Sintió lanecesidad de darse la vuelta para ver loque estaba mirando, pero lo pensómejor. «¿Era ciega acaso? No, no eraciega. Era otra cosa».

—Señoras mías, confío en que esténdisfrutando de su visita —dijo.

—Todavía no hemos podido vermucho —empezó a decir mistress Hart—, pero esperamos…

—Querida —la cortó Hart conforzada cortesía—, el marqués y yotenemos asuntos que tratar.

—Claro —dijo mistress Hart.Hart se volvió hacia Valfierno.—Vamos a ello, ¿no?

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—Naturalmente, señor —replicóValfierno con una breve mirada haciamistress Hart mientras ella apartabasuavemente una mosca del hombro de sumadre—. Después de usted —añadió,enfatizándolo con un amplio movimientode la mano.

Él había previsto que las damaspasaran primero, pero Hart comenzóinmediatamente a subir las escaleras.Mistress Hart pareció dudar unmomento y decidió seguir a su espososin esperar.

Valfierno tuvo el detalle de dejar unescalón de diferencia con respecto aHart con la idea de mantener sus

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cabezas al mismo nivel.—No quedará defraudado, se lo

aseguro.—Mejor así.Valfierno echó una mirada atrás.

Mistress Hart conducía a su madresubiendo la escalinata.

Cuando llegaron arriba, Valfiernosacó su reloj de bolsillo.

—El museo cierra en quince minutos—dijo—. Perfecta coordinación.

Entraron en el vestíbulo,deteniéndose y volviéndose cuandomistress Hart y su madre entraban trasellos.

—Creo que lo mejor es que os

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quedéis aquí, en el vestíbulo —dijo Hart—. Lo entiendes, ¿verdad, querida? —añadió en un tono atento pero firme.

—Había pensado que a madre y a mínos gustaría ver algunas de las…

—Volveremos mañana… y tendréismás tiempo para apreciar el arte. Yadije que creía que lo mejor era que osquedaseis en el hotel. Ahora, por favor,haz lo que te digo.

Valfierno notó que mistress Hartestaba a punto de protestar, pero, trasuna breve pausa, apartó la vista y dijosimplemente:

—Como quieras.La mirada que Hart dirigió a

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Valfierno era inconfundible: ¡basta decháchara! Con una breve inclinación decabeza hacia mistress Hart, Valfierno locondujo por el museo.

Los dos hombres atravesaron un granatrio, moviéndose a través del polvo ensuspensión, visible con los rayos del solvespertino. Los pocos visitantes queseguían en el museo se encaminaban yaen dirección opuesta, hacia la salida.

—Si se puede decir —comenzóValfierno—, su esposa es encantadora.

—Sí —dijo Hart, claramentedistraído.

—Y su madre…Hart lo cortó.

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—Su madre es imbécil.Valfierno no fue capaz de encontrar

respuesta a eso.—Está ida —continuó Hart—. No

tenía sentido traerla, pero mi mujerinsistió.

Un momento después, Valfierno yHart estaban ante La ninfa sorprendida,de Édouard Manet, colgado en una paredaislada que corría por el centro de lagalería conocida como Sala 17. Unaninfa rellenita y curvilínea sostienefirmemente un vestido blanco sedosocontra sus pechos para ocultar sudesnudez. Se vuelve hacia el intruso quela ha sorprendido sentada y sola en un

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bosque silvestre, preparándose quizápara bañarse en el estanque que se hallatras ella. Sus ojos están abiertos de paren par por la sorpresa, pero sus labioscarnosos, solo ligeramente abiertos,sugieren que, aunque sobresaltada, noestá asustada.

Valfierno había estado aquí muchasveces antes y siempre se preguntabaquién era el intruso: ¿un completoextraño? ¿Alguien a quien conocía queella esperaba que la siguiera? ¿O acasoel intruso era el mismo Valfierno ocualquier otro que se sintiera intimidadopor ella?

—Exquisito, ¿no? —dijo Valfierno,

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más como afirmación que comopregunta.

Hart lo ignoró. Estaba mirando lapintura, evaluándola con la miradasuspicaz de un hombre que trata deencontrar defectos en un caballo decarreras que está pensando comprar.

—Es más oscuro de lo que creía —dijo Hart por fin.

—Sin embargo, la suave luz de supiel aparta la mirada de la oscuridad,¿no le parece? —señaló Valfierno.

—Sí, sí —dijo Hart; la impacienciade su voz delataba su creciente agitación—. ¿Y dice usted que es una de susobras más celebradas?

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—Una entre muchas —concedióValfierno—. Pero, desde luego, muyfamosa.

Ninguna alabanza excesiva. Dejóque la pintura y la avaricia del clientehicieran todo el trabajo.

Valfierno dejó que el silencio quesiguió flotara en el ambiente. En estascuestiones, el ritmo lo era todo. Dejóq ue mister Joshua Hart, de Newport(Rhode Island), lo asimilara todo. Ledejó absorberlo hasta que elpensamiento de dejar Argentina sin elobjeto de su obsesión fuerainimaginable.

—Señor Hart —dijo por fin,

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mirando su reloj de bolsillo—, soloquedan cinco minutos para que cierren.

Joshua Hart inclinó la cabeza haciaValfierno, con los ojos fijos en lapintura.

—Pero, ¿cómo lo va a conseguir?Todo Buenos Aires se levantará enarmas. Vendrán a por nosotros.

—Señor, todo museo que se precietiene copias de sus obras másimportantes preparadas para exponerlassi le sucede algo a aquellas. El públicoen general nunca sabrá siquiera quefalta.

—Pero no es el público quien mepreocupa. ¿Y la policía? ¿Y las

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autoridades?Valfierno ya esperaba la reacción, el

momento en el que al cliente le asaltanlas dudas y trata de convencerse a símismo de que ha viajado miles dekilómetros para admirar el objeto de susdeseos, pero ahora teme que los riesgosimplicados sean demasiado grandes.

—Usted sobrestima lasposibilidades de las autoridadeslocales, señor. Cuando puedanarreglárselas para organizar suinvestigación, usted estará fumándose uncigarro en la cubierta de su barcomirando ya la costa de Florida.

Hart no supo qué decir durante un

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momento, buscando objeciones.Finalmente, dijo:

—¿Cómo puedo saber que usted nome entregará una copia en vez de la obraoriginal?

Esta era la pregunta que Valfiernohabía estado esperando. Miró a un ladoy a otro de la estrecha galería. Estabansolos y no por casualidad. Valfiernoavanzó hacia el cuadro e hizo señas aHart para que se le acercara. El rostrode Hart se tensó por la ansiedad, peroValfierno lo animó con una sonrisatranquilizadora. Hart miró también aambos lados de la galería antes de darun paso adelante. Valfierno sacó una

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adornada pluma estilográfica de subolsillo. Con estudiada parsimonia,desenroscó el capuchón, lo colocó sobrela parte trasera del cuerpo de la pluma yse la ofreció a Hart, que reaccionó comosi de una mortífera arma se tratase.

—Adelante, cójala —lo animóValfierno.

Con cautela, Hart aceptó laestilográfica. Valfierno agarró un ladode la parte inferior del marco y, concuidado, lo apartó de la pared.

—Haga una señal en la parte traserade la tela. Sus iniciales, si le parece.Algo que pueda reconocer.

Hart dudaba.

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—Nos queda poco tiempo, señor —lo dijo sin prisa ni preocupación. Unasencilla constatación de un hecho.

La respiración de Hart se hizotrabajosa y entrecortada mientras,inclinándose hacia la pared, agarraba laesquina inferior del marco con su manoizquierda y garabateaba algo en la partede atrás de la pesada tela. Valfiernodejó que la parte inferior del marcoquedara suavemente en su posición,asegurándose de que el cuadro quedaraderecho.

—Espero que sepa lo que estáhaciendo —dijo Hart, devolviéndole laestilográfica.

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Valfierno puso el capuchón en susitio.

—El resto déjemelo a mí.Al salir de la galería, Valfierno y

Hart se cruzaron con un desgarbadojoven del personal de mantenimiento,que llevaba un largo guardapolvosblanco y una capucha que le cubría lacara, mientras pasaba una fregona por elsuelo húmedo. A un lado del arco deentrada, habían colgado un letreroprovisional que rezaba: «GALERÍACERRADA». Hart lanzó al hombre unamirada de desprecio cuando se vioobligado a pisar sobre un pequeñocharco. No se dio cuenta de que

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Valfierno y el empleado demantenimiento intercambiaron una fugazmirada y, al pasar, el marqués le hizouna ligera y convenida inclinación decabeza.

Valfierno, Joshua Hart y las dosdamas fueron los últimos visitantes quesalieron del museo. Hart fue el primeroen bajar la escalinata, en evidenteestado de agitación. Valfierno descendiócon mistress Hart y su madre.

—Mañana —comenzó— tendránmucho más tiempo para disfrutar de lasjoyas del museo.

—Sí —dijo mistress Hart—. Esoespero.

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Joshua Hart estaba esperando alfinal de la escalera, dándoles la espalda.En cuanto pusieron el pie en la plazatras él, se volvió y le disparó aValfierno una pregunta en tonodesafiante:

—Y ahora, ¿qué pasa?Valfierno miró a su alrededor para

asegurarse de que no hubiera cercaningún oído indiscreto.

—Por la mañana, le llevaré elobjeto en cuestión a su hotel.

—Tengo que decirle —manifestóHart— que estoy empezando a sentirmeincómodo con toda esta cuestión.

Cierto grado de resistencia del

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cliente en el último minuto no era raro,por supuesto, pero Valfierno no habíaprevisto esta salida de Hart.

—No hay nada de que preocuparse;puedo asegurárselo.

—Necesitaré cierto tiempo parapensarlo. Quizá no sea una buena idea,después de todo. —Hart hablaba máspara sí mismo que para otra persona.

Valfierno tuvo que cambiar de temarápidamente. Lo último que deseaba eraque su cliente le diera demasiadasvueltas a los posibles riesgosimplicados.

—Me parece que necesita airear lamente un rato —dijo con su voz más

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tranquilizadora—. La noche estácayendo. La frescura del aire invita auna exploración de la ciudad.

—¿A esto le llama fresco? —dijoHart—. A duras penas puedo respirar.

—En realidad —comenzó mistressHart en respuesta a Valfierno—,habíamos hablado de hacer quizá unavisita al zoo —dijo, con una voz queparecía esperanzada, aunque indecisa.

—Una magnífica idea —dijo él,agradecido por la involuntaria ayudaprestada por la joven mujer—. Estáabierto por lo menos hasta las siete y elrecinto del jaguar es visita obligada.

—Mi madre tiene muchas ganas de

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ir a verlo, ¿no es así, madre?La mujer mayor solo mostró una

ligerísima reacción, más al tacto de lamano de su hija que a sus palabras.

Hart prestó atención a las mujerespor primera vez desde la salida delmuseo.

—No digas tonterías —dijo,enmascarando su irritación bajo unacapa de preocupación—. Hacedemasiado calor para eso y las callesson demasiado peligrosas por la noche.Es mejor que regresemos al hotel.

Los labios de mistress Hart seentreabrieron ligeramente como si fueraa responder, pero no dijo nada.

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Valfierno sintió la urgente necesidadde apoyar los deseos de la joven dama:

—Puedo asegurarle —dijo— quelas calles son perfectamente seguras enesta zona.

—¿Y quién es usted ahora? —preguntó, mordaz, Hart—. ¿El alcalde,acaso?

Valfierno sonrió, ladeandoligeramente la cabeza.

—No oficialmente, no.A Valfierno le encantó notar el

breve esbozo de sonrisa que atravesó elrostro de mistress Hart.

—Es hora de irnos —dijo Hart,cortante, volviéndose a su esposa—.

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Vamos, querida —añadió y, sin esperara las mujeres, comenzó a cruzar la plazaa grandes zancadas.

—Hasta mañana por la mañana,señor Hart —le dijo Valfierno.

—Debo pensarlo —le espetó Hartcon un movimiento desdeñoso de lamano—. Tengo que pensarlo.

Mistress Hart saludó a Valfiernocon una ligera inclinación de cabeza,mientras agarraba a su madre y seguía asu esposo.

Valfierno se quitó el sombrero.—Señoras —dijo a modo de

despedida.Hart y las dos mujeres se

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sumergieron en la muchedumbre queinvadía las calles al fresco de la caídade la tarde. Tras una profundainspiración, Valfierno se llevó unpañuelo blanco a la frente y se permitiósudar por primera vez en toda la tarde.

Dentro de la galería, el joven demantenimiento del guardapolvos blancose encontraba ante La ninfa sorprendidade Manet. Miró una vez más a todoslados para asegurarse de que estabasolo, dio un paso adelante y, con lamano izquierda, levantó la parte inferiordel marco, separándolo de la pared.Metió la mano derecha por detrás delcuadro; hizo presión sobre la parte

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trasera del lienzo y lo arrastró hasta queasomó su borde inferior. Lo agarró y,lentamente, tiró de él hacia abajo comosi estuviese corriendo una cortinillasobre una cortina. Poco a poco, fueapareciendo una segunda pintura, unacopia idéntica, la que había colocadodetrás de la original la tarde anterior.Siguió tirando ininterrumpidamentehasta retirar por completo la segundapintura sin perturbar la obra maestra,que seguía en su sitio dentro del marco.

Volvió a dejar suavemente el marcosobre la pared y empezó a enrollar lacopia, en la que aparecían las iniciales«J.H.» escritas al dorso con letras

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estilizadas.—¿Quién ha cerrado esta galería?El sonido de una voz autoritaria lo

sorprendió. Venía de la dirección de laentrada de la galería, invisible desdeeste ángulo a causa del muro aisladocentral. Uno de los vigilantes del museo,sin duda.

El eco de las pisadas le indicaba aljoven que solo disponía de unossegundos antes de que lo descubrieran.Con rápidos movimientos de muñeca,terminó de enrollar la copia. Deslizandoel cilindro bajo su largo guardapolvos,se dirigió con brío hacia el extremo dela galería más alejado de la entrada.

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Giró al final del muro central al mismotiempo que el vigilante hacía lo propiopor el extremo opuesto, por lo queninguno de los dos vio al otro.Caminando rápidamente hacia la entradade la galería, ajustó sus zancadas alsonido de los pasos del vigilante, quellegaban del extremo opuesto del muro.

—¿Hay alguien aquí? —Oyó quedecía el vigilante mientras atravesaba laentrada de la galería, dejando atrás laseñal que previamente había puesto.Cruzó el atrio principal y entró en unpasillo solo utilizado por el personal delmuseo, sacó una llave y abrió la puerta.Salió; cerró la puerta tras él y se alejó,

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adentrándose en la marea humanavespertina.

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L

Capítulo 2

AS sombras se alargaban y laprimera brisa de la tarderefrescaba el aire húmedo

mientras Valfierno regresaba sin prisa asu casa en el barrio de la Recoleta.Llevándose la mano al ala del sombreroante dos señoras[3] bien vestidas, ibapensando en realidad en la vuelta deÉmile del museo. No tenía sentidoesperar al joven. Podría haberse vistoobligado a secuestrarse a sí mismo en el

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edificio hasta que se fuese a casa todo elmundo, como él mismo había tenido quehacer la noche anterior, cuando colocóla copia detrás de la pintura auténtica.

De uno u otro modo, Émile volveríacon la tela en algún momento de estanoche; Valfierno estaba seguro de ello.En todo caso, él había hecho su parte y,por ahora, el asunto se escapaba de susmanos. Siempre era posible, aunqueimprobable, que hubiesen descubierto aÉmile con las manos en la masa, pero nopodía permitirse ninguna preocupaciónpor esa posibilidad antes de queocurriese. Necesitaba toda su energíapara considerar el asunto que tenía entre

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manos: la creciente posibilidad de queJoshua Hart incumpliera su acuerdo paraintercambiar cincuenta mil dólaresestadounidenses por lo que creía que eraLa ninfa sorprendida original de Manet.

Valfierno consideró el estado mentalde Hart. El hombre había viajado aSudamérica con una finalidad: adquiriruna pintura robada para su colección, lamisma colección en cuya constitución elmarqués había intervenido en nopequeña medida. Valfierno siempre lehabía facilitado falsificacionesperfectas, pero Hart estabaabsolutamente convencido de que todasellas eran originales. Hart había viajado

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a París y a Madrid, pero esta era ladistancia más lejana a la que se habíaaventurado. Quizá tuviera algo que vercon su inquietud. ¿Y por qué habíatraído a su joven esposa y a su madre,aparentemente enferma mental? A pesarde toda su urbanidad, no parecíaespecialmente preocupado por sucomodidad o disfrute.

Mistress Hart era, por lo menos,treinta años más joven que Hart y, por loque Valfierno había podido observar ensus limitadas interacciones, se trataba deuna mujer muy atractiva. Quizá Hart lahubiese traído con él para tenerla a lavista, para mantenerla a su alcance en

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todo momento, para apartarla detentaciones. Y quizá acceder al deseo desu esposa de que su madre laacompañase fuese su única concesión.Valfierno se preguntaba cómo podíahaber atrapado a una mujer tan joven yencantadora. «Supongo —pensó— quepor eso inventó Dios el dinero».

Dirigió de nuevo su pensamiento alproblema que tenía entre manos. ¿Quéharía si Joshua Hart decidía romper suacuerdo? Había demasiado en juegopara dejar que eso sucediera. Valfiernotendría que inventarse algo, algún tipode seguro, pero, por el momento, notenía ni idea de lo que haría.

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Una conmoción en un callejón lateraldistrajo la atención de Valfierno. Unabanda de golfillos —unas criaturaspatéticas que la pobreza y la injusticiahabían extendido como una plaga por lascalles de Buenos Aires— había rodeadoa una elegante joven, pidiéndole dinero.El pulcro vestido blanco de la mujercontrastaba descarnadamente con lossucios harapos de los niños. Al ver aValfierno, ella corrió hacia él y se echóen sus brazos como un náufrago seagarra a un salvavidas.

—Señor[4] —dijo, e imploró eninglés—: por favor, ¡son como unajauría de animales!

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Los pequeños mendigos seaglomeraron alrededor, importunando aambos con un vigor bien ensayado.

—¡Señor! ¡Señorita! —gritaban—.¡Por favor! ¡Unos pocos pesos!¡Tenemos hambre! ¡Tengan compasión,por favor, señor, señorita![5]

Valfierno puso un brazo, a modo deprotección, en torno al hombro de lajoven.

—Veo que se ha encontrado connuestros pequeños embajadores —dijoy, después, manteniendo en alto subastón para enfatizar lo que decía,añadió—: ¡Largaos, bestezuelas![6]

Pero su gesto no causó efecto alguno

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en la minúscula chusma, cuyas manosmugrientas y dañadas se alzaban comotentáculos de un monstruo de variascabezas. En un rápido movimiento,Valfierno pasó su bastón a la manoizquierda y hurgó en el bolsillo de suchaqueta. Sacó un puñado de monedas ylas lanzó al callejón a la mayor distanciade que fue capaz. Como una bandada depalomas que se arremolinaran en torno aunas migajas, los niños se lanzaron trasel reluciente tesoro, farfullandoincoherencias.

Mientras los golfillos se peleabanpor lo que pudiese tocarles de lasmonedas de plata y de cobre, Valfierno

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apartó rápidamente a la joven.—Gracias, señor[7] —dijo ella—.

Ha sido usted muy valiente.—No es nada. Las calles están

llenas de estos pobres desdichados. Nose los puede culpar por su infortunio.¿Se encuentra usted bien?

—Solo gracias a usted, señor[8].Ella alzó la vista y Valfierno pudo

verla bien por primera vez. Tendríaunos veinte años y mostraba unosgrandes ojos verdes como esmeraldasbajo unas cejas perfectamentearqueadas. De algún modo, se las habíaarreglado para crear con su boca, grandey sensual, con unos labios carnosos, una

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sonrisa inocente y humilde, digna de unavenus de Botticelli.

—Es usted estadounidense —dijo.—Sí. Soy estudiante. En la

universidad[9]. Aunque me temo que micastellano sea muy malo.

—En ese caso, tiene suerte, porquemi inglés es muy bueno.

Ella asintió y bajó la vista contimidez.

—No estoy muy seguro de que lascalles sean seguras para una joven sola—continuó diciendo—. ¿Adónde va?Quizá debiera acompañarla hasta sudestino.

—No, señor[10]. Estoy

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perfectamente, de verdad. Iré por lacalle principal hasta llegar a mihabitación. Usted ha sido más queamable. Debo irme.

Y, con una sonrisa más inocente, sevolvió hábilmente y se alejó por lacalle. Él la observó un momento antesde darse cuenta de que las voces de losgolfillos de la calle se habían detenido.Retrocedió unos pasos para echar unvistazo al callejón. Los pequeñosmendigos habían desaparecido, pero lellamó la atención algo curioso. Algunasmonedas de cobre y aun alguna de plataseguían en el suelo, allí donde él lashabía lanzado.

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Valfierno miró hacia atrás, en ladirección que había tomado la joven,pero no se la veía por ningún sitio. Dudósolo un instante antes de tocarse laamericana sobre su bolsillo interior, elbolsillo en el que guardaba la cartera.

El bolsillo estaba vacío. La carterahabía desaparecido.

Tocó también el bolsillo del reloj.También vacío.

Valfierno sonrió.—Buen trabajo, chicos. Hoy os

habéis ganado el dinero.La joven estaba de pie, de nuevo

rodeada por los mendigos callejeros,con los brazos extendidos y agarrando

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con sus pequeños dedos sucios losbilletes que ella les distribuíaextrayéndolos de la cartera de Valfierno.

—Hay de sobra para todos —dijoella en castellano—. En esta ocasión,hemos cogido a un pez gordo.

Estaba en un callejón sembrado debasura, donde no podían verla quienespasaran por la calle principal. Loschicos aullaban eufóricos mientrasrecogían sus recompensas. Pero, enmedio del entusiasmo, el chico más altovio algo por encima del hombro de Juliay se quedó helado. Los otros chicos losiguieron mientras se les abrían los ojoscomo platos de miedo y de sorpresa.

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Julia se volvió. Bloqueando lasalida del callejón estaba el caballerodel fino traje blanco. A su lado, unpolicía[11] uniformado con una miradade ufana satisfacción en su rostro. Porextraño que pareciera, la expresión delcaballero parecía indicar que estabamás divertido que irritado.

La escena inmóvil saltó por los airescuando los chicos salieron disparadoscomo insectos inmersos en un rayo deluz. Con infantil agilidad, saltaron sobremuros y vallas, dejando a la joven solacon todas las vías de escape cerradas.

—Señor[12] —dijo ella, volviendo alinglés con toda la sinceridad que pudo

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reunir—, una vez más me ha salvado deesos terribles niños…

Valfierno se rio.—Mire, si solo hubiese sido el

dinero de la cartera, bueno, se lo habríaganado. Pero me temo que el reloj quecogió tiene cierto valor sentimental paramí.

Aun sonriendo, le retuvo la mano. Suinocente expresión se transformórápidamente en otra de resignación. Seencogió de hombros y se adelantó,poniendo la cartera y el reloj de bolsillosobre la mano de Valfierno.

—Me temo que la cartera no esté tanabultada como antes —dijo ella,

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tratando de suavizar su culpa con unasonrisa coqueta.

—No esperaba que lo estuviese —dijo Valfierno—. Y puedo decirle quesu español ha mejorado muchísimodesde la última vez que la vi.

—Conozco a esta chica —dijo elpolicía[13], dando un paso adelante yagarrándola por el brazo—. Unacarterista gringa[14]. Esta vez, pasarámucho tiempo disfrutando de nuestrahospitalidad.

—Por favor, señor[15] —dijo ella,implorando a Valfierno—, usted meayudó una vez. Aquí las cárceles sonunos lugares terribles para los hombres;

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no digamos para una mujer indefensa.—¡Oh!, no sé —dijo Valfierno—.

Tengo la sensación de que usted sabrácuidar de sí misma. ¿Cómo se llama?

—¿Por qué voy a tener quedecírselo? —dijo enfadada.

—Por ninguna razón en absoluto.—Julia… Julia Conway.—El marqués de Valfierno. A su

servicio.Mientras el policía[16] la mantenía

agarrada, Valfierno dio unas vueltasalrededor de ambos, evaluándola.

—Se lo ruego, señor —imploró—.Yo no duraría un día en ese hoyoinfernal.

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—Bien pensado —consideróValfierno—, puede que haya unaalternativa, una forma de devolverme loque me ha robado y sacarla de esteapuro.

—Espere un momento —dijo Julia,girando la cabeza de un lado a otro paramantenerlo a la vista—. No sé qué clasede chica cree que soy, pero…

—No se haga ilusiones —lainterrumpió Valfierno mientras cogía losbilletes que todavía quedaban en sucartera y se los entregaba al policía[17].

—Gracias, Manuel. Ya me encargoyo de ella.

—De nada, señor[18].

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El policía[19] soltó el brazo de Juliay le dirigió una mirada un tanto lascivaantes de marcharse.

—No, yo tenía en mente otra cosacompletamente diferente —dijoValfierno, ofreciéndole el brazo—. Untrabajito para aprovechar sus destrezas.

Julia dudaba. Su expresión eradifícil de interpretar. Ella acababa derobarle y, sin embargo, parecía más quenada divertido. Fuera lo que fuese loque estuviese tramando, le hacía gracia.Y, si implicaba el uso de sus propiostalentos particulares, quizá también ellalo pasase bien.

—¿Y bien? —insitió él—. ¿Qué

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dice?Ella se encogió de hombros y tomó

su brazo.

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M

Capítulo 3

ISTRESS Ellen Hart estabasentada a una mesita de caobaen la sala de estar de la lujosa

suite de su esposo en el Gran Hotel dela Paix. Su madre estaba sentada frente aella, mirando por la ventana lasparpadeantes luces de gas que jalonabanla avenida Rivadavia. La mujer tenía lamisma expresión de siempre. Su carasolo revelaba una vaga satisfacción,como si estuviera mirando a través del

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mundo que la rodeaba algún lugar ytiempo distantes y felices. A Ellen lehubiese gustado poder hablar con sumadre incluso de las cosas máscorrientes y molientes; pensaba en lomaravilloso que sería oír su voz denuevo, mirarla a los ojos, decirle —decirle a todo el mundo— lo quealbergaba en los recovecos másprofundos de su corazón.

Pensaba en las últimas palabras quesu madre había dicho:

—Estoy cansada, querida. Creo quedebería irme y tumbarme un rato.

Fue la última vez que estaba segurade que su madre la había mirado y la

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había reconocido. Ella la había ayudadoa tumbarse en el sofá cama de suapartamento de Nueva York, el queestaba a continuación del ventanal quese asomaba a Central Park. Su madre lamiró a los ojos y le sonrió un «gracias»silencioso. Después, sus párpados secerraron como para dormir, pero acabóen un coma a causa del derrame cerebralque la asaltó silenciosamente durante elsueño. Pasó más de una semana hastaque recobró la consciencia. Su médicode cabecera dictaminó que estabafísicamente sana, sin trastornos de losmiembros ni del cuerpo, pero su menteera otro asunto. «Quizá con el

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tiempo…», dijo.Pero habían pasado diez años desde

entonces y Ellen sabía en su corazón quesu madre nunca volvería a ser la misma,que tendría que contentarse con lafotografía viviente en la que se habíaconvertido. Con mucha ayuda habíaaprendido a encargarse de satisfacermuchas de sus necesidades casi en lamedida en que podía hacerlo antes delderrame. Pero nunca recuperó sucapacidad de comunicación. Ellen notenía ni idea de si su madre comprendíaalguna de las palabras que le decía.Pero aún podía verla, sentir su mano,rodearla con sus brazos y oler su

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cabello. Y con estas cosas tenía queconformarse.

La puerta que daba al dormitorioprincipal se abrió y apareció JoshuaHart, sin el cuello duro y con losfaldones de la camisa colgando sobre elpantalón.

—Querido —dijo Ellen en tonoagradable, pero un poco sorprendida—,todavía no te has vestido para la cena.

—¿Qué has dicho? —preguntó éldistraídamente.

—La cena. Son las ocho pasadas.—¡Oh!, no vamos a ir a cenar —dijo

él como si ella ya debiera saberlo—.Pide que suban algo.

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—Pero madre y yo acabamos devestirnos, como puedes ver…

—Bueno. Quizá deberías habermepreguntado primero —dijo, cortante.

—Pero ya lo hice, querido.Hablamos de ello esta tarde.

—Simplemente, es que tengodemasiadas cosas en la cabeza —dijo,con una voz que delataba su irritación.Después, hizo una inspiración profunday añadió en un tono tranquilizadorforzado—: Lo comprendes, ¿no,querida? Y, desde luego, para ella nosupone ninguna diferencia.

Ellen se volvió a su madre, pero lamirada de la anciana estaba fija en algún

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punto distante, más allá de la ventana.—Únicamente, había pensado —

comenzó— que estaría bien salir unrato.

—Haré lo que quieras cuandoregresemos a Nueva York —dijo él, enun tono condescendiente—. Si queréiscomer algo, pide que lo suban, porfavor.

El hombre se sentó en una silla a unpequeño escritorio y cogió un periódico,poniendo fin a la conversación.

—Te sugerí —dijo ella, vacilante—que no viniésemos contigo a este viaje,que nos quedásemos en casa.

Hart levantó la vista de su

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periódico, manifiestamente irritado porque ella no dejara el tema.

—Tú eres mi mujer —empezó él,como si le explicara algo a un crío—.Adonde yo vaya, vienes tú. Así ha sidosiempre. Procura recordarlo.

Ella bajó la vista y respondió concalma:

—Naturalmente, querido.Él suspiró con impaciencia, dejó el

periódico y se levantó.—Ellen —dijo, conciliador ahora

—, trata de entenderlo, por favor. Tengomuchas cosas en qué pensar. Este es unasunto muy serio. Haré lo que quierascuando volvamos. Te lo prometo.

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Ella asintió con una sonrisaresignada mientras tomaba su mano.

Él elevó la suya y la besó.—Ahora —dijo con brío— tengo

trabajo que hacer —y, dicho esto, dio lavuelta y desapareció en su dormitorio.

Ellen sostuvo la mano de su madre,la apretó suavemente y dijo en voz baja:

—Debes de tener hambre. Voy apedir la cena, ¿vale?

* * *

Caminando a la luz de las farolas degas del barrio de la Recoleta, mientrasse dirigía a la casa de Valfierno y a un

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incierto futuro, Julia Conway empezó atener dudas y a considerar la posibilidadde escapar. Pero descartó rápidamentela idea. ¿Adónde iba a ir? ¿A volver aunir sus fuerzas con aquellos horriblesniños y sus lascivas y sugerentesobservaciones? ¿A volver a las calles apescar objetivos fáciles? No, había algoen este hombre elegante y sereno que laintrigaba. Le daría una oportunidad ydescubriría lo que tenía en mente, dandopor supuesto, evidentemente, que no setrataría de nada divertido. Si él…bueno, no tenía mal aspecto para ser unhombre mayor, pero incluso loscarteristas tienen sus principios. Y no

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sería la primera vez que alguien tratabade aprovecharse de ella. Ella se lashabía arreglado antes y confiaba en quetambién se las arreglaría ahora parasalir airosa.

Trató de sonsacarle algo en relacióncon los planes que tenía para ella, peroél no dijo gran cosa, asegurándoleúnicamente que no le acarrearía ningúndaño. Cuando llegaron a la casa deValfierno, en la avenida Alvear, solohabía descubierto que parecía poseer untalento ilimitado para unas evasivasencantadoras.

—¿Esta es su casa? —preguntó ellamientras atravesaba una decorativa

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verja de hierro forjado que daba paso aun camino adoquinado a la sombra deuna fila de magnolias en flor.

—La casa pertenece a mi familiadesde hace generaciones.

Julia siguió a Valfierno hacia unamansión de tres plantas que, en realidad,era relativamente pequeña y modesta encomparación con las demás grandescasas de la zona.

—¿Y, a todo esto, a qué se dedicausted?

—Digamos que me intereso por lasbellas artes.

Valfierno abrió una de las puertasdobles talladas y, con un gesto, la invitó

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a pasar. Julia entró en un enormevestíbulo circular dominado por unagran escalinata que ascendía hastadividirse en dos ramas, a izquierda yderecha, dando acceso a las plantassuperiores de la casa.

—Espera aquí —dijo Valfierno,dejando sus guantes sobre una mesita—.Y procura no robar nada —añadió antesde desaparecer tras la escalera.

—No se preocupe por mí —respondió ella, mientras examinaba conla mirada cada rincón de la estancia.

En el patio trasero, en el interior deuna cochera transformada, iluminada convelas y luz de gas, Yves Chaudron daba

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delicadas pinceladas a una copia fiel deLa ninfa sorprendida. Mientrastrabajaba, miraba una copia maestracolocada sobre un caballete situado a unlado. En realidad, casi podía haberpintado de memoria la obra maestra.Esta copia sería la número cinco… ¿oera la seis? Por supuesto, ahora que suspiernas habían empeorado, tenía mástiempo para pintar. Pensaba confrecuencia que debería esforzarse máspara moverse, pero, ¿para qué? A lossesenta y seis años, la pintura era todolo que le quedaba; con ella llenabaprácticamente todo su tiempo, conexclusión de todo lo demás. De hecho,

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no había abandonado la gran casa desdehacía casi un año. En todo caso, no teníamuchas razones para hacerlo. Ya habíavisto lo suficiente del mundo exterior.Recrear las pinceladas de los maestrosera lo único que le proporcionabaplacer en estos tiempos.

—¡Ah, Yves! —dijo Valfierno,entrando a grandes zancadas—, haslogrado mucho más de lo que habríapodido esperar. ¡Excelente! Si todo vabien, pronto tendremos que darnos unrespiro.

El hombre mayor puso la paleta quesostenía en la mano izquierda sobre lasuperficie de la pintura para dar apoyo a

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la mano que sostenía el pincel.—Entonces —dijo, aplicando

pintura a las delicadas facciones delrostro de la mujer—, ¿ha picado nuestropez?

A las palabras del hombre siguió unlargo, cansado suspiro.

—No del todo, pero pronto. Quizárequiera algo más de persuasión.Pareces cansado, Yves. Es tarde. Ya hashecho bastante por hoy —dijo Valfierno,contemplando la pintura—. Por lo queveo, casi has acabado.

—No se acaba nunca —dijo Yves—. Solo espero tener la sabiduríasuficiente para descubrir el momento

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adecuado para marcharme.—Entonces, este es el momento —

dijo Valfierno—. Además, quiero quevengas a la casa y conozcas a alguien.

En el vestíbulo, Julia permanecía enpie, admirando una figuritaparticularmente exquisita, parte de unjuego que adornaba la repisa de lachimenea de un gran hogar. La cogió y laexaminó brevemente antes deintroducirla en un bolsillo de su vestidocon diestra, practicada eficiencia.

—¿Qué haces?Sobresaltada, se volvió hacia la

entrada principal. Un hombre alto yjoven estaba en el umbral. En una mano,

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sostenía un arrugado guardapolvosblanco; en la otra, un lienzo enrollado.

—Solo estaba comprobando lacantidad de polvo que hay aquí —replicó Julia, pasando el dedo por larepisa para reforzar su afirmación.

El joven dejó el guardapolvos y ellienzo sobre una mesa antes deacercarse a ella, con la sospechagrabada en el rostro.

—En todo caso, ¿quién eres? —preguntó él.

—Podría preguntarte lo mismo —dijo ella con su voz más indignada.

—Émile —interrumpió Valfierno alsalir de detrás de la escalera—. Ya

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estás de vuelta. Y veo que ya conoces aMiss Conway.

—Julia, por favor —dijo ella concortesía teatral—. Encantada deconocerte.

—Acabo de atraparla robando —estalló Émile.

—¡Cómo te atreves a acusarme derobar! Estaba admirando las figuritas;eso es todo.

—Entonces, ¿qué tienes en elbolsillo?

—¿Por qué no lo averiguas?—Émile —dijo Valfierno haciendo

caso omiso de su conversación—,tendrás que trasladar tus cosas

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inmediatamente. Julia dormirá en tuhabitación.

—¿Qué?—Tú puedes dormir encima de la

cochera.—¡Pero si es una vulgar ladrona!—¿A quién estás llamando vulgar?

—protestó ella.Émile iba a decir algo cuando Yves,

apoyándose en un bastón, apareció pordetrás de la escalera.

—No puedo recordar la última vezque oí una conmoción así —dijo,divertido.

—Permíteme presentarte a nuestromaestro pintor —dijo Valfierno—.

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Monsieur Yves Chaudron, Miss JuliaConway.

Yves hizo una ligera inclinación decabeza.

—Enchanté, mademoiselle.—Eso está mejor —dijo Julia

dirigiendo una mirada mordaz a Émile.Émile respondió metiendo

rápidamente la mano en el bolsillo deella.

—¡Quítame las manos de encima! —gritó ella, mientras trataba de empujarlo.

Émile levantó la figurita con gestotriunfal.

—Voilà! Esto es lo que robó de larepisa.

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—No es más que una copia —dijoYves, encogiéndose de hombros—. Seabienvenida.

Émile y Julia se miraron mutuamentecomo un par de gatos beligerantes hastaque Valfierno detuvo la confrontación.

—Bien. Ahora que ya nosconocemos mejor todos, te mostraré tuhabitación.

Dando, desafiante, la espalda aÉmile, Julia se acercó a Valfierno quien,en vez de adelantarse para mostrar elcamino, se quedó parado frente a ellatendiéndole la palma de la mano. Ella ledirigió una mirada de inocenteincomprensión antes de meter finalmente

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la mano en su bolsillo y sacar de él unacartera.

La boca de Émile se abrió de par enpar mientras se tocaba el bolsillo vacío.Valfierno le cogió la cartera, pero siguiócon la palma de la mano tendida haciaella. Julia se encogió de hombros y, conuna sonrisa traviesa dirigida a Émile,sacó un reloj.

—Es muy buena —dijo Valfierno,cogiendo el reloj y devolviendo ambosartículos a Émile—, pero no puedesperderla de vista. —Puso una mano enel hombro de Julia y, con un gesto,señaló la parte trasera de la casa—. Porahí. Y creo que ya es hora de que

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tengamos una pequeña charla acerca decómo puedes sernos útil.

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A

Capítulo 4

VANZADA la mañana siguiente,Valfierno y Julia entraron en elvestíbulo del Gran Hotel de la

Paix. Valfierno, vestido, como decostumbre, con un impoluto ternoblanco, llevaba una larga maleta decuero. Julia llevaba el nuevo conjuntoque él le había comprado aquellamañana en la avenida Corrientes y, aojos de todo el mundo, parecía unajoven distinguida y elegante.

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—Dígame quién soy ahora —lepreguntó, divertida, mientras se ajustabael cuello alto de la camisa. Valfierno ledirigió una mirada de advertencia—.¡Oh, sí! —añadió—. Su sobrina. No esmuy emocionante.

—Eso habrá que verlo —dijo parasí mientras se acercaban al mostrador derecepción.

—¿Qué desea, señor? —preguntó unrecepcionista alto, mientras les dirigíasu evaluadora mirada apuntando alextremo de su larga y fina nariz.

—La habitación del señor[20] Hart,por favor —contestó Valfierno—. Nosestá esperando.

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Valfierno llamó a la puerta de lasuite de Joshua Hart.

—Recuerda que tienes que serencantadora —advirtió a Julia.

—Simplemente, fíjese en mí.La puerta se abrió, apareciendo

mistress Hart. Valfierno juraría que,cuando sus ojos se encontraron, el rostrode ella se había ruborizado ligeramente.

—Mistress Hart —dijo él,llevándose el sombrero al pecho—,buenos días[21].

—Buenos días, marqués —respondió ella, componiéndoserápidamente.

Era la primera vez que Valfierno la

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veía sin su sombrero de ala ancha. Hastaese momento, no se había percatado delo raro que le resultaba ver su rostro porcompleto. Ciertamente, era muysorprendente, aunque quizá, a primeravista, no pudiera decirse que fuese unabelleza manifiesta. De hecho, él nuncahabía visto antes un rostro como el suyo.Sus iris eran de un agradable color caféoscuro y su mirada caía ligeramentehacia las comisuras exterioressugiriendo un punto de tristeza. Tenía lanariz recta, aunque un poco ancha parasu cara, si bien este detalle quedaba másque compensado por su boca, que era unperfecto capullo de rosa de ese mismo

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color natural.—Eduardo, por favor —la corrigió.

Y esta es mi sobrina, Miss JuliaConway. Ha venido de visita desdeNueva York.

—Entren, por favor.La suite constaba de una gran sala

de estar con un mobiliario que, en unhotel parisiense, se habría consideradopasado de moda pero que, en BuenosAires, era el colmo de la elegancia. Aderecha e izquierda había puertas queValfierno supuso que conducían a losdormitorios. La madre de mistress Hartestaba sentada a la pequeña mesa allado de la ventana que daba a la bahía.

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Miraba al exterior sin reconocer a losvisitantes.

—Le haré saber a mi esposo queestán ustedes aquí —comenzó a decirmistress Hart, pero, antes de quepudiera dar un paso, Joshua Hart saliódel dormitorio principal, toalla en mano,con los tirantes caídos.

—Valfierno, me preguntaba cuándoaparecería…

Se detuvo a media frase cuando sepercató de la presencia de Julia,cambiando de inmediato sucomportamiento. Se limpió los restos decrema de afeitar del rostro, dejó latoalla en una mesa y se puso bien la

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camisa.—Buenos días, señor[22] Hart —dijo

Valfierno—. Le presento a mi sobrina,Miss Julia Conway. Como le he dicho amistress Hart, está de visita, procedentede Nueva York, y no hace falta decir quesu discreción es absoluta en estamateria.

—Encantado de conocerla —dijo,efusivo, Hart, colocándose los tirantessobre los hombros—. Perdone miaspecto, por favor.

—No se preocupe, por favor —dijoJulia con una ligera reverencia—. Es unplacer conocerlo, señor.

—Valfierno —dijo Hart mientras

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recogía su americana del respaldo deuna silla y se la ponía—, nunca me habíadicho que tenía una sobrina tan bella.

—Aquí la belleza sobreabunda —dijo Valfierno con una mirada a mistressHart, que rápidamente apartó la vista.

En el último momento, Hart dijo:—Ya conoce a mi esposa.Julia asintió con gracia.Cuando Hart terminó de ajustarse la

americana, se adelantó, tomó la mano deJulia y la besó con gesto dramático.

—Encantado, sin duda —dijo.Julia mostró una sonrisita

perfectamente modulada de vergüenza.«Es ciertamente muy buena», pensó

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Valfierno.Hart la llevó hasta una silla

acolchada.—Póngase cómoda, por favor.Julia se sentó, ejecutando una

elaborada representación de arreglarseel vestido.

—Bien —comenzó Valfierno—,¿vamos a los negocios?

El gesto de Hart adquirió unarepentina severidad. Se dio la vuelta,alisando la parte delantera de suamericana mientras murmuraba:

—Supongo que para eso estamos.Valfierno abrió la valija y extrajo la

pintura enrollada.

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—Evidentemente, teníamos querecortarlo de su marco, por lo que hayuna pérdida menor por los bordes, peronada significativo.

Desenrolló parcialmente la tela yseñaló las iniciales a tinta en unaesquina inferior del dorso.

—Es su marca, ¿no?Hart examinó cuidadosamente la

marca. Tras un momento, levantó lavista. Parecía casi enfadado por noencontrar nada que objetar.

—No ha habido ninguna noticia deun robo —dijo, más como acusación quecomo comentario.

—En el sitio del cuadro, en el muro

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de la galería, está colgada una copia. Enestas cuestiones, no se puede perder eltiempo. Sería malo para el negocio.

Hart se dio la vuelta.—No lo sé. Todavía no estoy seguro

de que sea prudente seguir con esto.—Pero, señor[23] —dijo Valfierno

en tono tranquilizador— es su marca.—Sí, sí, es mi marca —dijo Hart,

impaciente—. Pero lo que le estoydiciendo es que no estoy seguro de quesea una buena idea.

Valfierno actuaba como si esto notuviera ninguna consecuencia enabsoluto.

—Es una lástima. Ha hecho usted un

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largo viaje.—Este país me hace ser aprensivo.

¿Qué pasa si me detienen en el muelle?—Unos pocos dólares

norteamericanos solventarán cualquierdificultad, se lo aseguro.

—Necesito más tiempo parapensarlo —dijo Hart—. Vuelva por lamañana.

—Tenía entendido que usted semarchaba mañana —comenzó a decirValfierno—. ¿No cree que sería…?

Hart lo detuvo con un estallidorepentino:

—¡He dicho que necesito mástiempo!

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Durante un momento, todo el mundose quedó paralizado. Después, Hart sevolvió hacia Julia y forzó una sonrisa.

—Estas cosas no se deciden a laligera, comprende, ¿verdad?

Julia asintió con gracia.—Claro que no —dijo Valfierno,

plenamente de acuerdo—. Tiene todo eltiempo que necesite. ¿A qué hora estáprevisto que zarpe su barco?

—A las once y media —dijomistress Hart, procurando ser útil, perosuscitando únicamente una miradadesaprobadora de su marido.

—Entonces, me encontraré con usteden el muelle por la mañana —dijo

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Valfierno mientras enrollaba el lienzo—. ¿A las diez, por ejemplo?

Hart dudaba. En la habitación solose oía el crujido del lienzo mientrasValfierno terminaba de enrollarlo.

El marqués rompió el silencio:—Y quizá podamos convencer a la

señorita Julia de que se reúna connosotros de nuevo.

—¡Oh!, me encantaría —dijo Julia,añadiendo—: Es decir, si mister Hart notiene inconveniente.

Julia miró a Hart con una expresiónangelical y esperanzada en el rostro.

«¡Dios mío!», pensó Valfierno,«¡solo falta que le diga cuánto le gustan

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los barcos grandes!».—Naturalmente que no, querida —

dijo mister Hart—. Será un placer.—Entonces, en eso quedamos —dijo

Valfierno mientras devolvía la pintura ala valija—. Vamos, Julia.

Cuando Julia se levantaba de lasilla, su bolso se deslizó de su regazo alsuelo.

—Permítame —dijo Hart,agachándose para recogerlo.

—¡Oh, no se moleste! —dijo Julia,agachándose ella misma. Su movimientorepentino acabó en una colisión conmister Hart, obligándola a agarrarsemomentáneamente a su americana para

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no perder el equilibrio.—Lo siento, querida —dijo Hart

mientras recogía el bolso y se loentregaba.

Ella se irguió también y lo cogió.—No, he tenido yo toda la culpa.—No, yo he sido muy torpe —

insistió Hart.—Bueno, señor —intervino

Valfierno—, no parece que se hayaproducido ningún daño permanente.Debemos irnos —añadió; abrió lapuerta y dijo—: Julia…

Con una sonrisa final y unareverencia, Julia lo siguió al pasillo.

—Hasta mañana, entonces —dijo

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Valfierno con una venia de deferenciaantes de seguirla.

Hart cerró la puerta tras ellos. Sevolvió y vio a su esposa en pie, inmóvil,mirándolo.

—Una chica encantadora, ¿no? —dijo, un poco incómodo.

—Encantadora —replicó ella, antesde sentarse a la mesa y cubrir la manode su madre con la suya.

—Bien —fue todo lo que dijo Hartantes de desaparecer en su dormitorio.

En un callejón cercano al hotel, Juliale dio a Valfierno la cartera y elpasaporte de Hart.

—Precioso —dijo Valfierno.

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—Todo en un día de trabajo —dijoella, tratando de quitarle importancia,pero sin poder disimular del todo unasonrisa de satisfacción.

—Toma —dijo Valfierno,devolviéndole la cartera—. Te tocaguardarlo.

—Me voy a reservar un trozo de latarta.

—No seas codiciosa. —Laamonestó Valfierno mientras apretaba lacartera en su mano—. Y además, aún nohay tarta, y podría no haberla.

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V

Capítulo 5

ALFIERNO pasó el resto de lamañana sentado en un pequeñocafé con vistas a la entrada del

Gran Hotel. Su plan dependía de lareacción de Joshua Hart al descubrir ladesaparición de su pasaporte. Elobjetivo era explotar la vulnerablesituación del americano ofreciéndole unsimple quid pro quo: Hart compraría lapintura a cambio de un pasaportepresuntamente falsificado que le

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facilitaría Valfierno. El truco estaba enconseguir esto sin levantar sospechas.También requería otro encuentro conHart hoy mismo, y ese encuentro tendríaque producirse por casualidad.

Valfierno esperaba que, trasdescubrir la pérdida, Hart saliera delhotel, dirigiéndose al consulado de losEstados Unidos, en la avenidaSarmiento, en el barrio de Palermo.Sabía que la obtención de un nuevopasaporte podría llevar hasta seissemanas. Hart utilizaría su influenciapara agilizar el proceso, pero, aun así,le llevaría una semana, como mínimo.Hart volvería al hotel frustrado y de mal

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humor. Entonces Valfierno se lasarreglaría para toparse con él en lacalle. No estaba seguro de lo que lediría exactamente al hombre, perosiempre pensaba mejor sobre la marcha.

A mediodía, Hart seguía sinaparecer. Después, a primera hora de latarde, la espera de Valfierno se viorecompensada cuando vio a mistressHart, que salía del hotel escoltando a sumadre. Tenía que tomar una decisiónrápida: «¿esperaba a Hart oaprovechaba esta oportunidadpotencial?».

Dejando unas monedas sobre lamesa, se levantó y siguió a las dos

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mujeres a una distancia prudencialcuando entraron en una calle bulliciosasalpicada de restaurantes. Unos minutosdespués, mistress Hart estaba sentadacon su madre a una mesa al aire librebajo la sombra de un jacarandá, en elpatio de un pequeño café.

Valfierno se detuvo un momentoantes de cruzar la calle. Mientras seacercaba, una explosión de color atrajosu atención. Las panojas azules, casipúrpuras, de flores que adornaban elárbol se conjuntaban perfectamente conlos colores de la pamela de ala muyancha de mistress Hart.

—¡Mistress Hart —dijo Valfierno,

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deteniéndose frente a su mesa yfingiendo sorpresa—, qué inesperadoplacer!

Ella levantó la vista, un pocosobresaltada.

—Marqués…—¡Oh, no! —dijo Valfierno,

quitándose el sombrero mientras seacercaba a la mesa—. Eduardo, oEdward, si lo prefiere. Debo insistir,ciertamente.

Mistress Hart le devolvió unaeducada sonrisa.

—Veo que ha descubierto uno de lossecretos mejor guardados de BuenosAires —dijo Valfierno abarcando con

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un gesto del brazo el restaurante—. Elasador[24] prepara los mejoreschinchulines[25] de toda la ciudad.

—Pensé que dar un paseo y quizátomar un té le vendría bien a mi madre— d i j o mistress Hart—, aunque seespera que volvamos pronto. ¿Leimportaría… acompañarnos?

—¡Oh!, no querría molestarlas.Con una fugaz mirada a su madre,

ella se volvió y dijo:—Me gustaría que se quedara. Nos

gustaría que se quedara.—Bueno. Un momento, quizá —dijo

Valfierno mientras separaba la sillarestante y se sentaba.

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—El plato que ha mencionado —di j o mistress Hart—, la especialidaddel chef…

—¡Ah, sí! Los chinchulines[26]. Meparece que en el sur de los EstadosUnidos los llaman chitlins.

—Ya —dijo ella con un mohíndivertido—. De cerdo… —añadió,señalando discretamente el estómago.

—Así es —dijo Valfierno—.Mencionó usted el té. Le recomiendo layerba mate[27], una deliciosaespecialidad local.

Valfierno llamó al camarero[28] ypidió para los tres té y pasteles. Cuandoel hombre se apartó, Valfierno hizo

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algunos comentarios sobre el tiempo y lacalidad de los distintos restaurantes quehabía en aquella calle y después, comode pasada, le preguntó su opinión sobreBuenos Aires.

—A decir verdad —replicómistress Hart—, no hemos tenidomuchas oportunidades de ver la ciudad.Mi esposo prefiere quedarse en el hotella mayor parte del tiempo.

—Es una lástima. Dicen que BuenosAires es el París de Sudamérica, unafama bien merecida.

Llegó el té con unos pasteles decacao dulce. Valfierno, cuidando de noparecer demasiado inquisitivo, limitaba

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sus observaciones a lo relativo a lacomida y la bebida. Insistió en quebebieran el té mediante lasbombillas[29], las tradicionales cañasmetálicas que el camarero[30] habíatraído, y mistress Hart así lo hizo,divertida. Mientras comían y bebían, seprodujo una pausa bastante larga y algoincómoda. Valfierno esperó a que fueramistress Hart quien rompiera elsilencio. No se vio defraudado.

—Tengo que… pedirle disculpaspor mi esposo —comenzó a decir concierto titubeo—. Este viaje ha sido muyestresante y, aunque no puedo decir queapruebe del todo sus intenciones en la

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cuestión de la pintura, debe comprenderque sus preocupaciones contribuyen engran medida a su estado de ánimo engeneral y a su indecisión en particular.

—Naturalmente —dijo Valfierno,acompañando la palabra con un gesto dela mano—. Comprendo perfectamentesus dudas. Antes de proceder, debesentirse cómodo con la transacción; asíha de ser.

Ambos intercambiaron unas sonrisasatentas.

Se produjo otro silencio. Valfiernoesperaba que ella mencionara la pérdidadel pasaporte de su esposo. Tenía lasensación de que quería abrirse a él,

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pero se reservaba por alguna razón.Tenía que aventurarse; a veces, hacíafalta un empujón para penetrar inclusolos límites más externos de la intimidad.

—Me intriga, sin embargo, una cosa—comenzó, indeciso.

—¿Sí?—Bueno, perdone mi franqueza,

pero…Se detuvo, haciendo como si le

costara continuar. Como había previsto,la expresión de mistress Hart adoptó unaire inquisitivo, que él interpretó comouna autorización tácita para proseguir.

—Mistress Hart —continuó—, sime permite decirlo, es usted una mujer

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muy hermosa…—Marqués… —dijo ella,

aparentando sentirse ofendida por laobservación, pero revelando con unligero rubor que también la habíahalagado.

—Solo pongo en palabras loevidente. Lo que quiero decir es… meparece que usted podría haber escogidoa cualquier hombre. ¿A qué debe subuena fortuna mister Joshua Hart?

—Marqués —dijo ella en un intentoevidente de proyectar más indignaciónde la que sentía—, me temo que eso nole importa.

—Evidentemente no —concedió

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Valfierno—. A mi imprudencia solo lasupera mi curiosidad. Bueno, me temoque ya he abusado demasiado de sutiempo.

Puso unas monedas sobre la mesa.—¡Oh!, no hace falta —protestó

mistress Hart.—Naturalmente que no —dijo

Valfierno mientras cogía su sombrero yse levantaba de la mesa—, pero es unplacer hacerlo. Creo que la veré denuevo por la mañana.

—¡Oh! Pero ha ocurrido algo —dijo—. Ha estallado una crisis.

Valfierno respiró con alivio. Por unmomento, pensó que había cargado

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demasiado la mano, siendo demasiadoagresivo. Lentamente, tomó asiento denuevo, con la preocupación pintada ensu rostro.

—¿Una crisis? ¿Qué clase de crisis?—Bueno, verá —comenzó ella,

dudando un momento antes de continuar—, parece que mi esposo ha perdido sucartera y su pasaporte. En realidad,sospecha que una de las camareraspuede habérselos robado.

—Sin duda, puede ir al banco y alconsulado de los Estados Unidos parasolicitar un nuevo pasaporte —sugirióValfierno.

—El dinero no es problema. Pero su

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pasaporte… Telefoneó inmediatamenteal consulado, pero le informaron de que,en el mejor de los casos, pasaría unasemana o más antes de que le expidieranun nuevo documento. El viaje de regresodura casi dos semanas. Dos díasdespués de nuestra llegada prevista aNueva York, tiene que presidir unareunión para discutir la consolidaciónde los ferrocarriles de la Costa Este.

—Conoce bien los negocios de suesposo —dijo Valfierno.

—¿Acaso es tan raro? Él cree queno me interesa nada de lo que atañe asus asuntos, pero sé de ellos más de loque probablemente querría. Y sé que, si

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no está en esa reunión, podría costarlemucho dinero.

—Ciertamente, es una crisis —admitió Valfierno.

—De manera que —concluyómistress Hart— si mi esposo se veobligado a permanecer en Buenos Airesun día más de lo previsto, me temo quese pondrá completamente insoportable.

Valfierno se echó hacia atrás,tocándose los labios con la punta de losdedos. Se tomó su tiempo; no quería queella pensara que tenía preparado lo quediría a continuación. Después, como sise le hubiese encendido una luzrepentina en la cabeza, su mirada se

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clavó de repente en ella y se inclinóhacia delante con entusiasmo.

—Creo, mistress Hart, que nuestroencuentro de hoy estaba predestinado.Soy un hombre con muchas conexiones.Estoy seguro de que, con un poco desuerte, puedo tener los documentos quenecesita su marido para mañana por lamañana.

—¿Podría hacerlo? ¿Lo haría?—Desde luego —dijo Valfierno, y

se detuvo antes de añadir en voz baja—:Sobre todo por usted.

Ante estas palabras, ella retrocedióy su expresión, que un instante anteshabía mostrado entusiasmo, de repente

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se puso en guardia.—Y, por supuesto —corrigió

Valfierno—, por su querida madretambién.

—Se lo agradeceríamos mucho. Esusted muy amable.

Él hizo una ligera inclinación decabeza en señal de reconocimiento, peroentonces una sombra de preocupaciónatravesó su rostro, acompañada de unsuspiro de cansancio.

—¿Ocurre algo? —preguntómistress Hart.

—Bueno —comenzó Valfierno,enfatizando su aparente renuencia acontinuar—, sigue aún en pie la pequeña

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cuestión de mi acuerdo de negocio consu esposo.

—La pintura.—Sé que usted no lo aprueba —

prosiguió Valfierno—, pero corrí unriesgo importante para conseguir ellienzo, por no hablar de los gastos.

—Me lo imagino —dijo ella, alerta.—Parece que su esposo no está muy

seguro de si quiere que nuestro acuerdollegue a buen puerto, en mutuo beneficio.Si se viese obligado a permanecer enBuenos Aires durante una semana o más,yo dispondría de más tiempo paraconvencerlo de que sus temores soninfundados.

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Ella volvió a sentarse en la silla, sinpoder ocultar la decepción pintada en surostro.

—Lo entiendo perfectamente. Ustedtiene sus propias consideraciones enesta cuestión.

—Y, compréndalo, no solo piensoen mí mismo. Hay otras personasimplicadas que también han corrido ungran riesgo.

—Por supuesto, usted debe hacer loque crea conveniente —dijo ella,tratando de alterar la voz lo menosposible—. Ahora, creo que deberíamosvolver al hotel —añadió, y puso la manosobre el brazo de su madre.

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—Por favor —dijo Valfierno,tocando brevemente el antebrazo de ella—, mistress Hart. Solo menciono estascosas porque no tengo más remedio. Notengo intención de echarme atrás encuanto a mi oferta anterior.Naturalmente, supondrá algunos gastosmenores, pero su esposo tendrá losdocumentos necesarios por la mañana.

Ella iba a decir algo cuando éllevantó la mano.

—No, está decidido. Estoyencantado de serle útil. El acuerdo entresu esposo y yo no debe preocuparla.

Él había llegado hasta donde podía.A los ojos de Hart, Valfierno habría

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tenido conocimiento legítimo de lapérdida de su pasaporte por medio de suesposa. Ahora podía ponerse encontacto con Hart y ofrecerle susservicios. Naturalmente, tendría queconseguir su objetivo original relativo ala pintura antes de entregarle unpasaporte falsificado poco antes. Laoperación tenía un tufillo a chantaje unpoco fuerte para el gusto de Valfierno,pero no veía otra alternativa. Se sentíaextrañamente culpable de lamanipulación a la que había sometido amistress Hart, pero había sidoinevitable.

—Ahora, si me permite, haré las

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gestiones necesarias.Mientras recogía su sombrero y

echaba su silla para atrás, se percató deque mistress Hart miraba nerviosa a sumadre, como si buscara consejo.

Antes de que él pudiera levantarse,dijo ella, no muy convencida:

—Quizá…—¿Sí?—Quizá… haya una forma de que

ustedes, mi esposo y usted, puedanbeneficiarse de esta situación.

El corazón de Valfierno se aceleró.¿Acaso era posible que ella fuese afacilitar aún más el asunto?

—¿Y de qué modo? —preguntó

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Valfierno, sentándose de nuevo en susilla.

Ella se volvió una vez más hacia sumadre y Valfierno pudo notar el deseoque sentía de compartir la situación conella. Por fin, se volvió hacia él, con unafina expresión de resolución en surostro.

—Usted podría decirle a miesposo… —dijo, vacilante.

Valfierno la estimuló con una miradainquisitiva.

Ella inspiró un instante antes dedejar que brotaran las palabras.

—Podría decirle que solo leproporcionará el pasaporte si le compra

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la pintura.—Mistress Hart —dijo Valfierno

con auténtico asombro—, me sorprende.Ella se inclinó hacia delante.—Sería justo tener en cuenta la

cantidad de problemas a los que ustedha hecho frente. —Lo dijo con uninesperado fervor, pero rápidamenterecobró su aplomo, reforzando lo dichoal añadir—: Y, además, sé que a miesposo, a pesar de sus dudas, le siguegustando tener la pintura en sus manos.

Esto era más de lo que Valfiernopodía esperar. Si le proponíadirectamente el intercambio a Hart,corría el riesgo de infundirle sospechas.

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O bien Hart podría sentirse acorraladoy, simplemente, rechazarlo sin más.Pero, si su esposa le presentara la idea yle dijera que lo había pensado mejor yque, al menos en principio, lo aceptaba,Hart estaría más inclinado a seguiradelante. Por supuesto, podría reprochara su esposa que lo hubiese aceptado ensu nombre, pero Valfierno lo justificabadiciéndose a sí mismo que el hecho deabandonar Buenos Aires lo antesposible también la beneficiaba a ella ybeneficiaba a su madre.

—Como decía usted —musitóValfierno—, en beneficio mutuo.

—Yo se lo diré —añadió ella,

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plenamente comprometida ahora yacariciando su idea—. Le diré que meencontré en la calle con usted, hablamosy que yo le hice esta propuesta. Eltiempo revestía la máxima importancia,por lo que me tomé la libertad deaceptar ese acuerdo en su nombre. ¿Love? Resuelve los problemas de todos.Usted recibe el pago de sus esfuerzos ynosotros podremos regresar mañana aNueva York.

Valfierno simuló que sopesaba todoesto mentalmente mientras no salía de suasombro por el entusiasmo de ella conla idea.

—Puede que no le haga gracia que

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no se le consultara sobre la cuestión —dijo finalmente él.

—El dinero no tiene importanciapara él —respondió mistress Hart,tratando de vender la idea de nuevo—.Le preocupan hasta cierto punto lasautoridades, sí, pero eso no es nada encomparación con su deseo de abandonarsu hermosa ciudad lo antes posible.

Valfierno desvió la vista, moviendola cabeza y poniendo en su rostro unaexpresión de divertida incertidumbre.

—Bien —lo retó ella—, ¿qué dice?Valfierno la miró, dejando que el

momento se alargase un poco más, antesde que su cara se iluminara con una

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sonrisa apreciativa.—Digo, mistress Hart, que es usted

una mujer muy notable.Mistress Hart estaba visiblemente

encantada de que él hubiera aceptado supropuesta. Pero su sonrisa solo duróunos segundos.

—Muy bien, entonces —dijo,recuperando la compostura—. Madre,tenemos que irnos.

Valfierno se levantó mientrasmistress Hart ayudaba, solícita, a sumadre a ponerse en pie.

—Nos veremos mañana a las diez enel muelle —añadió ella, mientrasrecogía su sombrero y sus largos guantes

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blancos—, una hora antes de que zarpeel barco.

—¿Y está segura de que quierehacer esto?

—Sí, muy segura. Buenos días,marqués. Vamos, madre.

Mientras mistress Hart guiaba a sumadre de vuelta, en dirección al hotel,Valfierno experimentaba una extrañacombinación de sentimientos: euforia, asabiendas de que su plan había tenidoéxito, superando todas las previsiones, ycierta medida de culpa por haberimplicado a aquella mujer.

Al volverse para marcharse, se diocuenta de que un único guante blanco

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estaba en el suelo, bajo la mesa. Lorecogió y estaba a punto de llamarlacuando se detuvo. Sintió el sedosotejido de la prenda entre sus dedos,vaciló un momento y después lo deslizóen su bolsillo.

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A

Capítulo 6

QUELLA noche, en la cena,Julia demostró que era unainvitada muy amena, al menos

para Valfierno e Yves. Émile no hablómucho. El ama de llaves de Valfierno,María, sirvió carbonada criolla[31], unestofado de vacuno condimentado conrodajas de pera. A pesar de laincertidumbre acerca de lo que fuera atraerles el día siguiente, el grupo comiócon ganas y dio cuenta de varias botellas

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de vino tinto tempranillo. Tras acabar elpostre, a base de pastelitos de miel,Valfierno e Yves acribillaron apreguntas a la recién llegada.

—Cuéntanos, exactamente, ¿cómoadquiriste tu talento particular? —preguntó Valfierno, rozando las puntasdel pulgar y del índice para ilustrar susespeciales aptitudes.

—Sí —añadió Yves—. ¿Qué edadtenías cuando empezaste?

Ella tomó otro trago de vino y sonrióorgullosa.

—Once años.—¿Once? —preguntó Valfierno,

impresionado—. ¿Por qué tan tarde?

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Valfierno e Yves intercambiaronsonrisas, pero Émile se limitaba a mirarel interior de su copa de vino, mediovacía.

—Sí, ríanse —dijo ella de buenhumor—, pero once años es un pocotarde, en realidad.

—¿Y te han cogido alguna vez? —preguntó Valfierno—. Quiero decirantes de ayer, claro.

—En realidad, me pillaron con lasmanos en la masa la primera vez queintenté robar una cartera.

—¡Vaya! —dijo Yves, divertido porla forma de contarlo, como sin darleimportancia, enorgulleciéndose incluso

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—. ¡Qué mala pata!—En realidad, todo lo contrario —

lo corrigió ella—, porque me pilló mitío Nathan.

—¿Trataste de robar la cartera de tutío? —preguntó Valfierno, asombrado.

—No, el tío Nathan estabaenseñándome a robar carteras.

—Entonces creo que necesitamossaber algo más de este tío tuyo, Nathan—dijo Valfierno antes de indicar aMaría que rellenara la copa de Julia.

—Bueno —comenzó ella—,digamos que era la oveja negra de lafamilia…

Su padre era un oficial de banca de

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nivel medio en Manhattan y ella habíallevado una vida de clase media muyprosaica en Fort Lee (Nueva Jersey), enla orilla del río Hudson que estabafrente a la ciudad. Su familia habíaconsiderado siempre al tío Nathan comouna especie de paria, un individuodespreciable o, en el mejor de los casos,al que había que ignorar. Pero para Juliaera su pariente más fascinante condiferencia. No es que no mereciera sufama: había pasado tres largos años enla prisión de Sing Sing, al norte delestado de Nueva York, por falsificaciónde cheques. Aparentemente, habíaaprendido la lección y se había alejado

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del mundo del delito. Sin embargo, a losojos de la mayor parte de la familia,había cambiado ese mundo por otro aúnmás reprensible: la enseñanza deloficio.

Se ganaba la vida moviéndose porlos crispados márgenes del circuito delvodevil en un acto que consistía enrobar las carteras del público asistentepara diversión de sus hermanos de clasetrabajadora.

Le ayudaba en estas tareas una talLola Montez, su atractiva —al menos alfavorecedor brillo de las tenues luces delos escenarios— ayudante, otra ovejanegra para la familia de él.

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Pero no para Julia. En las rarasocasiones en que el tío Nathan llegabade la calle, ella pasaba con él todo eltiempo posible, empapándose de sussórdidas historias del escuálido aunquefascinante mundo del espectáculo. Y a élle encantaba transmitir el único talentoque había dominado sobre todos losdemás: el arte del carterismo. Viajabamucho y la obsequiaba con historias desus aventuras en el extranjero, sobretodo en Londres, París y Barcelona.Incluso le enseñó algo de francés y deespañol, el segundo de los cuales leresultaría particularmente útil con eltiempo. Como él decía siempre, cuanto

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más público, mayor el número deimbéciles.

Era una alumna rápida y el tíoNathan insistía en que podía haber hechouna fortuna con aquellas manitas y suslargos dedos. Incluso insinuó que algúndía Julia podría acompañarlo en escenay, entre los dos, elevarían la actuación aun nivel que llamaría la atención de lospromotores de primera categoría deNueva York y Chicago. La idea seintrodujo en sus sueños, poblándolos devisiones de un futuro emocionante yromántico.

Y un buen día, su madre anunció queel tío Nathan había muerto, tiroteado por

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el marido cornudo de su ayudante Lola.A su familia no le sorprendió enabsoluto. De repente, el mundo de Juliaperdió todo su brillo.

El día siguiente a su decimosextocumpleaños, se escapó de casa, con lacabeza llena de promesas de aventuraslejanas y los bolsillos repletos debilletes de dólares que su madreguardaba en su cesto de costura «para unmal día». Aquel día había sidociertamente malo: llovía a mares.

El dinero la llevó de Nueva Jersey aCharleston (Carolina del Sur), donde lastécnicas del tío Nathan le resultaronincalculablemente valiosas. Se introdujo

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en un grupo de jóvenes prostitutas ypropuso un plan infalible. Haciendo demujer de la calle —aunque, en realidad,nunca desempeñó ese papel, segúnaseguró a sus oyentes—, adularía yconvencería con halagos a un clienteansioso únicamente para fabricar algunapresunta ofensa y largarse indignada.Cuando el hombre se percatara de que lehabían limpiado la cartera, seríademasiado tarde.

En la mayoría de los casos, el pobretonto se obligaría a volver con el raboentre las piernas a su casa y su familia.Pero sabía que, más tarde o mástemprano, aparecería alguien lo bastante

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motivado para ir en su busca. Por eso,nunca se quedaba demasiado tiempo enel mismo lugar y continuó moviéndosehacia el sur, siguiendo la línea delFlorida East Coast Railway hasta lapopulosa ciudad de Miami. Tras abusarde la hospitalidad de la ciudad, tomó unbarco a São Paulo (Brasil) y, desde allí,terminó viajando a Buenos Aires.

—Y ahora —concluyó— parece quehe venido lo más al sur que puedollegar.

—Bueno —dijo Valfierno—, Tierradel Fuego ofrece pocas posibilidades aalguien que siga tu línea de trabajo.

—Además —añadió ella con

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indiferencia—, la policía local me retirómi pasaporte estadounidense hace unosmeses.

—Bueno —dijo Yves—, es toda unahistoria, ¿no crees, Émile?

Émile miró a Yves y se encogió dehombros.

—Si es cierta…Julia le lanzó una mirada.—Cierta o no —dijo Valfierno—, es

una historia genial.—¡Brindo por ella! —dijo Yves,

levantando su copa.—Has estado muy callado —le dijo

Julia a Émile, con un toque de desafío ensu voz—. ¿No tienes ninguna anécdota

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tuya que sea divertida?—Aunque la tuviese —respondió

Émile—, no habría podido meter baza.—No os peleéis en la mesa, enfants

—dijo Yves del modo más amistoso.—Me voy a la cama —anunció

Émile, levantándose de la mesa—.Bonne nuit.

—Buenas noches[32], Émile —dijoValfierno.

—No olvides esto —dijo Julia,mostrando el reloj de bolsillo de Émile.

Émile agarró el reloj y se fueenfadado.

—No deberías molestarlo tanto —dijo Valfierno después de que Émile

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hubiese salido de la estancia.—Es un chico mayor —dijo ella,

apurando lo que quedaba de vino en sucopa—. Puede cuidar de sí mismo.

Ya anochecido, Valfierno e Yves sesentaron al cálido brillo de una vela enla cochera, dando Valfierno unaschupadas a un cigarro y ambos consendas copas de tempranillo.

—No sé qué problema tiene Émile—dijo Yves—. Ella es una joven muysimpática.

—Siempre está quitándole cosas delbolsillo —dijo Valfierno encogiéndosede hombros—. Y él detesta eso.

La cochera era una auténtica galería

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de arte. Varios caballetes sosteníancopias de diversas obras maestras endiferentes estados de factura. Además,había decenas de lienzos amontonadossobre las paredes, en su mayoría obrasoriginales de Yves. Valfierno siemprehabía mantenido la opinión de que,aunque diera la sensación de que laspinturas de Yves carecían de laprecisión de las copias que creaba,poseían un estilo propio, característico yconvincente.

La obra original de Yves seagrupaba en dos categorías. En laprimera, unos edificios con paredesinclinadas hacia el interior se cernían

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sobre calles estrechas como si fueran asaltar sobre los pequeños y confiadospeatones que deambulaban por ellas;unos colores apagados y desvaídosaumentaban la sensación de opresión. Enla segunda, las personas, con ropas decolores poco naturales, brillantes ydesgarradores, se sentaban en terrazasde cafés, inclinándose unas hacia otrasigual que lo hacían las paredes de losedificios, pero la atmósfera era íntima,sensual incluso. La brillante luz solar sealargaba, con sombras intensas quecontrastaban con los luminosos coloresque amenazaban con quemar hasta elmismo lienzo.

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—¿Sabes, amigo mío? —dijoValfierno, tomando un trago de vino—.Son muy buenas realmente. Tus obras,quiero decir. Deberías dedicarles mástiempo.

Yves se encogió de hombros ante elcumplido.

—¿Cómo? Tú me haces trabajarcomo una mula. —Sonrió al decir esto.

—Después de que hayamosconcluido satisfactoriamente nuestroactual negocio, nos tomaremos undescanso. No más copias durante untiempo. Podrás concentrarte en tuspropios cuadros. ¿Qué tal suena eso?

—Como un trabajo duro —dijo el

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anciano.—¿Y copiar obras maestras no lo

es? —preguntó Valfierno.—La parte más difícil ya está hecha.

La elección del tema. La composición.La luz. La técnica. De todos modos,como sabes, siempre me las arreglo paraencontrar el modo de dejar mi sello.

Valfierno sonrió. Por regla general,los falsificadores de obras maestras nopodían resistirse a hacer algunamodificación, prácticamenteindetectable, en las composiciones queduplicaban. Si alguien dedicara algúntiempo a contar el número de perlas delcollar de la ninfa en la pintura del museo

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después de tomar posesión de su nuevaadquisición, descubriría que era elbeneficiario de una perla extra por sudinero.

—Lo que quiero decir —continuóYves— es que la técnica puedeaprenderse. Pero la inspiración viene deotro sitio completamente distinto, de unlugar misterioso, escondido —dijo,dándose con el puño en el pecho—.Solo la posee el auténtico artista.

—Te subestimas —dijo Valfierno—. Inspiración no es sino otro sinónimode corazón y tú siempre encuentras unmodo de poner tu corazón en todos tustrabajos.

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El anciano decidió aceptar esto.—Es verdad. Sin el corazón, todo se

queda en pintura y lienzo.—Entonces está hecho —declaró

Valfierno—. Crearás una obra originalprecisamente para mí. Un encargo, siquieres. Quién sabe, podría pagarteincluso.

En respuesta, Yves sonrió, tomó unlargo trago de su copa y preguntó:

—¿Pescaremos, pues, mañana anuestro pez?

Valfierno reflexionó unos momentossobre ello.

—Creo que mister Joshua Hart, deNewport (Rhode Island), llevará a cabo

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la transacción —dijo Valfierno,bebiendo un trago de su vino antes decorregirse—: Es decir, con la amableayuda de mistress Joshua Hart.

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J

Capítulo 7

OSHUA Hart, impaciente, miró unavez más su reloj de bolsillo. Trasél, en el muelle, su esposa estaba de

pie con su madre. Mistress Hartagarraba el asa de una abultada carterade mano, mientras movía ansiosamentela cabeza, tratando de escudriñar el marde rostros.

El casco del vapor Victorian, de11.000 toneladas, de la Allan Line, seerguía tras ellos como un sobresaliente

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acantilado de acero gris. El estruendo delas sirenas interrumpía el murmullo delos miembros uniformados de latripulación y los corpulentos estibadoresmientras trataban de embarcar a unamuchedumbre de personas.

—¿Dónde demonios está? —preguntó Hart a su esposa, que, a modode respuesta, solo podía negar con lacabeza y encogerse de hombros.

En ese mismo momento, Valfiernoestaba con Julia, oculto tras la pared dela cercana aduana. Él llevaba el largomaletín de cuero que contenía la pintura.Émile estaba asomado fuera delescondite, observando al

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norteamericano y su comitiva mientraspululaban por el muelle.

—Está previsto que el barco zarpedentro de quince minutos —dijo Émile,mirando, nervioso, su reloj de bolsillo.

—Paciencia —respondió Valfierno—. La oportunidad lo es todo.

Émile miró de nuevo su reloj antesde volverse hacia Julia pidiendo suapoyo, pero ella se limitó a irritarlo conuna mirada burlona a su reloj que indujoa Émile a guardárselo en el bolsillo.

En el muelle, un hombre de uniformeazul marino lanzó a gritos una últimallamada para embarcar.

—¡Maldita sea! —dijo bruscamente

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Hart—. ¿Dónde diablos está?—¡Allí! —gritó mistress Hart,

incapaz de resistir su agitación. Señaló aValfierno, que se abría paso a través dela muchedumbre que llenaba el muelle.Más allá, Émile y Julia iban tras él, perocuando Julia accedió al embarcadero,Émile se detuvo. Julia se paró y lo miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.Émile dirigió la mirada al

embarcadero de madera y al agua quebrillaba debajo, visible a través de lasgrietas de los tablones.

—No te dará miedo el agua, ¿no? —dijo ella, más como una provocacióninfantil que como una auténtica pregunta.

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Émile le dirigió una mirada glacial.—Eso es ridículo —contestó él,

inmediatamente antes de poner el pie apropósito en el embarcadero yabriéndose paso entre la gente a grandeszancadas, dejándola atrás.

Delante de ellos, Valfierno seacercaba a Joshua Hart.

—¿Dónde demonios se ha metido?—preguntó Hart, airado—. Casi mehace perder el barco.

—Perdóneme —dijo Valfierno sinaliento—. Nuestro coche perdió unarueda.

Émile y Julia aparecieron de entre lamuchedumbre y se detuvieron detrás de

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Valfierno.—¿Quién es este? —preguntó Hart,

señalando a Émile.—Mi ayudante, Émile. Él me ha

ayudado a conseguir los documentos.—Me alegro de verlo de nuevo,

mister Hart —dijo Julia.Ella dio un paso adelante,

extendiendo la mano hacia él parasaludarlo. Pero se hizo un lío con lospies y cayó hacia delante, lo que laobligó a agarrarse a las solapas delabrigo de Hart para no caerse.

—¡Oh, perdóneme! —dijo ella—.Soy un pato mareado.

Él la saludó brevemente, pero estaba

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demasiado distraído para darse cuentade lo que ocurría.

—Bueno, ¿los ha traído? —preguntóHart, apartándose de Julia.

—Naturalmente.Valfierno hizo una seña con la

cabeza a Émile. El joven sacó unpasaporte con varios papeles quesobresalían del mismo. Hart hizoademán de cogerlo, pero Valfiernointerpuso su mano, adelantándose a la deÉmile.

—Lo primero es lo primero, señor—dijo con un leve reproche.

Hart dudó.«No me diga que todavía tiene

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dudas», pensó Valfierno. «No puedeseguir pensando en esperar aquí, enBuenos Aires, a que el consulado leentregue un pasaporte nuevo».

Cuidando de mantener una expresiónde completa indiferencia en su cara,Valfierno se volvió a mistress Hart.Para un observador superficial, él selimitaba a saludarla con una educadasonrisa, pero sostuvo la mirada más delo necesario.

Mistress Hart dudó un momentoantes de decir:

—Querido, el barco va a zarpar.Hart se volvió hacia su mujer con

una dura mirada antes de asentir a

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regañadientes. Ella dio un pasoadelante, sosteniendo la cartera demano. Valfierno hizo una seña a Émile,quien, mientras entregaba el pasaporte amistress Hart con una mano, cogía lacartera de mano con la otra. Joshua Hartarrebató el pasaporte de las manos de sumujer y lo abrió, sacando losdocumentos, mientras Émilecomprobaba el contenido de la carterade mano.

—Confío en que lo encuentre a sugusto —dijo Valfierno.

—Sí —replicó Hart, un pocoreceloso—. Casi parecen losoriginales…

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—Y creo que esto también es suyo—dijo Valfierno, entregándole amistress Hart el maletín que contenía lapintura.

—Por favor, señor —lo llamó unoficial de uniforme—, debe embarcarinmediatamente.

Con una mirada dirigida a Valfierno,Hart se dejó guiar por el oficial hasta lapasarela . Mistress Hart lo siguióinmediatamente con su madre. Nada másempezar a subir por la pasarela,Valfierno se acercó.

—Mistress Hart —dijo él—, meparece que se le ha caído esto.

En su mano, Valfierno sostenía el

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guante blanco que había recogido en elcafé. Ella se detuvo, mirándolo a él yapenas el guante.

—Creo que está en un error,señor[33] —dijo con suavidad—. Elguante no es mío.

Ellen sonrió cortésmente,sosteniéndole la mirada durante otromomento. Después, centró la atención ensu madre y continuó subiendo a cubierta,dejando a Valfierno con el guante en lamano.

Quince minutos más tarde, la sirenad e l Victorian lanzó una atronadoradespedida a Buenos Aires mientras losremolcadores despegaban su enorme

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casco del muelle. Ellen Hart permanecíacon su madre apoyada en la barandilla.A su lado, Joshua Hart se congratulabacon otro hombre bien vestido por labuena fortuna que compartían de dejarpor fin aquel lugar dejado de la mano deDios.

En tierra, Valfierno y Juliaobservaban desde el extremo del muelleel barco que comenzaba su travesía delestuario del Río de la Plata hacia elvasto Atlántico Sur. Émile permanecíaunos pasos detrás de ellos. Julia sacó unreloj de bolsillo con un airosomovimiento y miró la hora.

—En punto —dijo ella, sosteniendo

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el reloj para que lo viera Émile.Inmediatamente, él buscó su reloj,

pero, para alivio y bochorno suyos,comprobó que estaba exactamente dondetenía que estar.

En la cubierta del barco, todavía enconversación con el otro caballero,Joshua Hart puso maquinalmente lamano sobre el bolsillo de su reloj. Sedetuvo a media frase, metió la mano yrebuscó frenéticamente con los dedoscomo si de alguna manera fuese aencontrar el reloj oculto allí.

A su lado, Ellen Hart miraba en ladistancia a Valfierno, de pie en elmuelle que se alejaba poco a poco.

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Resistió el impulso de agitar la mano enseñal de adiós. Se quedó mirando alhombre del traje blanco hasta que seconfundió con la muchedumbre,preguntándose si él también se habríaquedado mirándola.

En el viaje de vuelta desde elpuerto, Valfierno anunció al grupo quecelebrarían la satisfactoria conclusióndel negocio con una cena, aquella mismanoche, en la Cabaña Las Lilas. Enaquellas fechas, Yves raramente salía,pero Valfierno haría todo lo posiblepara persuadirlo.

—Julia —dijo Valfierno cuando seacercaban a la casa—, tus habilidades

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encierran un incalculable valor paranosotros. Sospecho que, sin ellas,nuestro pez podría habérselas arregladopara deshacerse del anzuelo.

—La fuerza de la costumbre —dijoella, encogiéndose de hombros—. Puedeincluso que me haya ganado todo undiamante tallado —añadió, mirandodirectamente la cartera que llevabaÉmile en la mano más próxima a ella.Después levantó la vista, mirándolo a él,y sonrió recatadamente, haciendo quefrunciera el ceño y se cambiara lacartera a la otra mano.

—No te preocupes —le aseguróValfierno—. Yo siempre recompenso a

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quienes tienen talentos útiles.—¿Tengo que mencionar —empezó

a decir Émile, en voz un poco alta— locerca que estuve de que me atraparan laotra noche, cuando recuperé la copia delmuseo? Unos segundos más y mehubiesen cogido.

—Tienes que ser muy valiente —dijo Julia, en el papel de la ardienteadmiradora incondicional.

—Sin tu inventiva, yo estaría fuerade juego, Émile —dijo Valfierno consincero aprecio—. Vamos —añadiócuando llegaron a la verja que estabafrente a la casa—. Anunciemos lasbuenas nuevas al maestro pintor.

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Ya en el interior, Valfierno atravesódirectamente el patio. Émile comenzó aseguirlo, pero Julia le puso una mano enel brazo, deteniéndolo con suavidad.

—¿Te gustaría esto? —le preguntó,mostrando el reloj de bolsillo de Hart.

Émile lo miró.—No, gracias —dijo con firmeza—.

Tengo el mío.—¿Estás seguro?Sonrojándose, Émile se obligó a

resistir la tentación de mirar en subolsillo. Iba a decir algo, pero lo pensómejor y se marchó.

—Pero este es de oro macizo —alcanzó a decirle ella en broma.

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Mientras cruzaba el patio, Valfiernopensaba en el tipo de pintura que leencargaría a Yves. Un retrato era laelección más obvia, por supuesto, peroquizá fuera mejor dejar que el tema loeligiera el artista. Sí, le daría libertadpara que pintara lo que quisiera.

Valfierno entró en la cochera-estudio y vio a Yves sentado, dándole laespalda, contemplando la nueva copia,casi terminada, de La ninfasorprendida.

—Los frutos de nuestros trabajos,amigo mío —dijo Valfierno, poniendo lacartera de mano sobre la mesa—. Nomás trabajo por hoy. La celebración

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empieza de inmediato.El anciano no respondió. A menudo

se quedaba dormido ante su caballete.Valfierno se adelantó y puso la manosobre el hombro de Yves.

—Creo que querrás despertarte paraesto…

Yves cayó hacia delante. Antes deque Valfierno pudiera impedirlo, elanciano rodó desde la silla al suelo, deespaldas.

Valfierno se puso de rodillas. Elrostro de Yves estaba lívido. Con losojos abiertos y las pupilas dilatadas, sumirada vacía se dirigía al techo.

Valfierno puso la mano en la mejilla

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de Yves. Su piel estaba fría. Estabamuerto.

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L

Capítulo 8

OS recargados mausoleos ycriptas de mármol del Cementeriode la Recoleta empequeñecían la

sencilla lápida de piedra que señalabael lugar del descanso final de YvesChaudron.

Valfierno estaba solo al lado de latumba, mirando la sencilla inscripción:«Yves Chaudron. 14 de junio de 1834—25 de abril de 1910. Descanse en paz».

Valfierno acaba de dar sepultura a la

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principal razón por la que abandonaraParís casi diez años antes.

Yves Chaudron había cometido unestúpido error. En París, trató de hacerpasar por el original una copia de unGreco a un hombre de negocios inglés.Yves era un excelente falsificador, peroun timador fatal. El inglés sospechó einformó a la policía.

Yves acudió a Valfierno, para quienhabía hecho algún trabajo ocasional, y lepidió ayuda. Y acudió precisamente enel momento adecuado. Valfierno habíaido desilusionándose paulatinamente conel escenario de París; el mercado deobras de arte obtenidas de forma

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creativa se había enfriado y llevabaalgún tiempo pensando en hacer algúncambio. Inmediatamente, llegó a unacuerdo con Yves: dejarían Franciajuntos, dirigiéndose al territorio virgende Buenos Aires, en la patria deValfierno: Argentina. Allí estaríanmenos sometidos al escrutinio de lasautoridades y él podría aprovecharsedel conjunto de los nuevos millonariosestadounidenses que trataban deestablecer su influencia en los mercadossudamericanos en expansión. Prometíaser un cambio de escenario fascinante,además de lucrativo. A cambio de laayuda de Valfierno, Yves Chaudron

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aceptó prestarle sus servicios enexclusiva.

En comparación con París, BuenosAires parecía una ciudad un tantomuerta, pero nunca lamentó su decisión.Valfierno hacía frecuentes viajes a losEstados Unidos para promover negocioscon los nuevos ricos desde Boston aFiladelfia. Acabó reuniendo unaimpresionante clientela, pero, desde lacrisis de Wall Street de 1907, losclientes eran más difíciles de convencer.Joshua Hart había capeado el temporalmejor que la mayoría, pero incluso élhabía requerido meses de persuasiónantes de aceptar viajar a Buenos Aires.

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Ahora había cambiado todo.—Adiós, viejo amigo —dijo

Valfierno con la vista puesta en la tumba—. Si hay un Dios, puedes hacerle suretrato y, si hay un cielo, tendrásinnumerables vistas para tus pinturas ypinceles.

Émile y Julia permanecían a ciertadistancia, observando a Valfierno.

—¿El anciano tenía alguna familia?—A nadie —respondió Émile sin

mirarla.—¿Amigos?—El marqués era su único amigo.—Es triste morir solo —dijo ella.

Pasado un momento, añadió—: Me

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pregunto quién se acercará a mi tumbacuando yo muera.

Émile la ignoró.—Quizá tú —añadió con una sonrisa

coqueta.—¡Oh, sí! Iré, claro —dijo él,

apartándose—. Incluso bailaré un poco.—¡Maravilloso! —dijo ella—. En

tal caso, ¡dejaré instrucciones escritaspara que me entierren en el mar!

Aquella noche, Valfierno se sentó enla cochera-estudio, con una copa demalbec en la mano y una botella casivacía en el suelo, a su lado. Dos velasdibujaban círculos de luz en laoscuridad, iluminando la caótica galería

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de lienzos, la obra de la vida de Yves.Valfierno había colocado uno de suslienzos originales —una escena de laterraza de un café, frenética de vida—en el caballete. La copia de La ninfasorprendida yacía boca arriba en elsuelo. Parecía terminada, pero Valfiernosabía que probablemente no loestuviese. Eso no importaba ahora.

A pesar del revoltijo de cosas, habíaun palpable vacío en el espacio. Elmagnífico arte todavía estaba allí, peroel artista había desaparecido; el corazónde la estancia había ido quedando cadavez más silencioso.

—Pensé que lo encontraría aquí —

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dijo Émile desde la puerta. Valfierno nodijo nada—. ¿Va a quedarse aquí toda lanoche?

Valfierno tenía fija la mirada en latela.

—¿Qué dejarás atrás, Émile? —preguntó en voz baja.

—Yo no voy a ninguna parte —replicó el joven.

—Al final de tu vida —aclaróValfierno—, ¿qué dejarás atrás?

Hasta que Émile habló, el silenciose mascaba en el aire.

—¿Importa eso?—No lo sé —musitó Valfierno—.

Para el que deja este mundo, quizá nada,

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pero para los que se quedan atrás… —dijo Valfierno, encogiéndose dehombros.

—El truco, entonces —empezó adecir Émile, hablando casi para símismo—, es no dejar atrás a nadie.

—Joven amigo —dijo Valfierno conun suspiro—, de todas las cosas quepuedes aprender de mí, esa no deberíaser una de ellas.

—Debe irse a la cama —instó Émile—. El sol saldrá pronto.

Y con eso, Émile salió de la estanciay subió, haciendo crujir la escalera, a suhabitación, encima de la cochera.

Valfierno se llevó la copa a los

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labios y la vació. Pensó llenarla denuevo, pero cambió de idea. Metió lamano en el bolsillo y sacó el guanteblanco de mistress Hart. Sintió sutextura sedosa entre los dedos antes dellevárselo a la nariz. El leve resto defragancia evocó el susurro de unrecuerdo que quedaba tentadoramentefuera de su alcance, o quizá fuera solo elaroma de los lapachos en flor queascendía en el aire caliente de la noche.

Bajó la mano y abarcó con la miradala estancia vacía.

—Tenías razón, viejo amigo —dijoa la oscuridad—. Sin el corazón, soloquedan pintura y telas.

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Para cuando las velas se derritieronhasta convertirse en pétalos de cera quegoteaban sobre la mesa y la promesa delalba teñía la estancia de una pálida luzgrisácea, Valfierno había tomado unadecisión.

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É

Capítulo 9

MILE estaba de pie en el muelle,lejos del borde, arrastrando,nervioso, los pies.

—Tranquilo —dijo Valfierno—.Este no será tu primer viaje por mar.Míralo como una gran aventura.

—Estoy bien —insitió Émile, entono demasiado fuerte—. Es únicamenteque no sé por qué tenemos quemarcharnos tan deprisa; eso es todo.

—Cuando se toma una decisión —

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dijo Valfierno—, no hay razón pararetrasarla. Necesitamos un nuevocolaborador; así de sencillo. Y en Paríslo encontraremos.

Émile miró aprensivamente lamuchedumbre.

—¿Qué buscas con la mirada? —preguntó Valfierno.

—Nada —replicó Émile—. Seríamejor que me acercara y viera qué hacenesos mozos con nuestro equipaje.

El joven dirigió sus pasos hacia lamuchedumbre. Sí, pensó Valfierno, sumaestro falsificador había muerto.Ahora tenían que regresar a París parabuscar a otro. Esa era, desde luego, una

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razón suficiente, pero había otratambién. La semilla de un plan habíaempezado a tomar forma en su mente, unplan que, si tenía éxito, podríacambiarlo todo.

—Ella está aquí —dijo Émile,saliendo de entre el gentío y señalandohacia el muelle. Sus palabras cayeroncomo un aviso nefasto—. Le dije quenos seguiría.

Interrumpidos sus pensamientos,Valfierno se volvió y vio a Julia, que seabría paso entre la gente detrás deÉmile. No le sorprendió en absoluto.

Cuando anunció por primera vez suplan de trasladar de nuevo el centro de

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operaciones a París, a ella le encantó.Sin embargo, él le había indicado queposiblemente no pudiese ir con ellos.Ella había rogado, primero a Valfierno,después a Émile, que la incluyeran ensus planes. Valfierno escuchó susrazonamientos, pero se mantuvo firme,recordándole que tenía suficiente dineropara hacer lo que quisiera, aun pararegresar a los Estados Unidos. Él se lashabía arreglado para conseguirle unnuevo pasaporte, aunque no lo tendríahasta un mes después. La casa la dejaríaa la familia de un hombre de negociosdel lugar, pero Julia podría vivir en ellahasta que se marchara. El ama de llaves,

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María, se quedaba y podría atenderla.Finalmente, Julia se dio por vencida

y se retiró a su habitación. Ni siquierasalió cuando Valfierno y Émile semarcharon esa mañana. A Valfierno lesorprendió que capitulara con tantafacilidad. Evidentemente, no lo habíahecho.

—Voy con ustedes —anunciócuando se detuvo delante de ellos—.Usted no puede decirme nada que medetenga.

Valfierno creyó haber detectadoauténtico miedo en sus ojos, a pesar desu exhibición de bravuconería.

—No tengo nada que decir ni hacer

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para detenerte —dijo él—. Por unaparte, no tienes pasaje y el barco estácompletamente lleno. Por otra, no tienespasaporte y, para cuando acabesconsiguiendo uno, comprenderás lasensatez de todo esto.

En realidad, durante algún tiempo nohubo camarotes disponibles en el vapor,pero Valfierno había sido tan decidido ala hora de poner inmediatamente enpráctica su plan que había utilizado suconsiderable influencia y pagado unaenorme cantidad de dinero paraconseguir los pasajes para Émile y paraél.

—Pero, ¿por qué no quiere que vaya

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con usted? —preguntó ella, incapaz demantener la petulancia en su voz.

—Querida, sencillamente no esposible. Émile y yo volvemos a Francia.Es su patria y la nación escogida por mí.No vamos a regresar.

—Pero usted me dijo que le era muyútil.

—Sí, y te he pagado muy bien portus habilidades.

—Émile —dijo ella, dirigiéndose aljoven—, ¿no quieres que vaya convosotros?

Aunque trataba de no mirarla, susojos se encontraron brevemente con losde ella antes de volverlos rápidamente a

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Valfierno.—Tenemos que embarcar —dijo,

dirigiéndose a la pasarela.—No te preocupes, querida mía[34]

—dijo Valfierno, inclinándose haciadelante y besando cariñosamente lafrente de Julia—. Si hay alguien quepueda cuidarse de sí misma, eres tú.Buena suerte[35].

Julia se quedó mirando a los doshombres mientras subían por lapasarela. Quiso llamarlos, pero sabíaque no había nada más que pudieradecir. Miró frenéticamente a sualrededor, en el atestado muelle, comosi allí se encerrara de alguna manera la

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respuesta a su problema. Volvió la vistahacia el barco y se dio cuenta de queÉmile la estaba mirando desde labarandilla antes de apartar la vista yalejarse de la borda, desapareciendo encubierta.

Una repentina conmoción atrajo suatención. Una joven bien vestida corríapor el muelle moviendo frenéticamentelas manos y gritando:

—¡Esperen! ¡Esperen!Dos hombres cubiertos de sudor la

flanqueaban, cargados ambos de maletasy sombrereras. Era evidente que estamujer había apurado mucho el momentode su partida y casi pierde el barco.

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Julia no lo dudó. Cuando la mujer,histérica, pasó a su lado a todavelocidad, ella se interpuso, cortándoleel paso.

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E

Capítulo 10

L vapor se deslizaba suavementepor la superficie especular delocéano, con el sol

resplandeciente como un rayo ante él.Émile había pasado la mayor parte delviaje en su camarote, pero, por lamañana del último día, solo unas horasantes de atracar en El Havre, Valfiernolo convenció de que subiera a cubiertapara disfrutar del inmejorable tiempo.

—Supongo que no te acordarás

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mucho de París —dijo Valfierno—.Cuando nos marchamos, no eras más queun niño.

—Recuerdo sobre todo el olor —dijo Émile, con una mueca al pensarlo—. Y las calles. Y el frío que hacía porla noche. Y el hambre que tenía siempre.

Valfierno miró a Émile apartándosede la barandilla, asombrado de lo muchoque había cambiado. Ahora era alto,aunque todavía un poco desgarbado porla torpeza de la juventud. Sus rasgosfaciales, contemplados por separado, noeran nada del otro mundo: sus cejas,demasiado espesas; sus ojos, demasiadohundidos; su nariz y sus orejas,

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excesivamente prominentes; su boca,demasiado ancha para acomodarse bienentre sus mejillas, acabando todo en unabarbilla alargada que le hacía la carademasiado larga. Pero había algo en lacombinación de estos elementos queconfiguraba un rostro atractivo, belloincluso. Pensaba Valfierno que solo conque sonriera de vez en cuando ganaríamucho. Y, por supuesto, iba limpio ybien arreglado, a diferencia del golfillode la calle que había sido, tan negro depolvo como un deshollinador.

Como las de Buenos Aires, lascalles de París estaban lamentablementellenas de niños que pedían, robaban,

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merodeaban en grupos, eternamenteacosadores y, a su vez, acosados por lasautoridades locales. Uno hacía todo loposible para evitarlos, para ignorarlossiempre que se pudiera, pero seguíansiendo una característica omnipresentede la ciudad. Lo peor que podíaocurrirle a uno era mirarlos a los ojos,especialmente si uno sentía ciertasimpatía por aquellas criaturas. Siconseguían despertar un poco delástima, te rodeaban como un enjambre,como una bandada de gaviotashambrientas, elevando sus manitaspidiendo unas monedas o, peor,hurgándote en los bolsillos para agarrar

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todo lo que pudiesen afanar. Pero Émilehabía sido diferente. Émile le habíasalvado la vida.

Todo empezó, como ocurre amenudo, con una mujer. Se llamabaChloé y era la esposa de Jean Laroche,un marchante de arte de la rue Saint-Honoré. Aparentemente, Laroche era unhonrado marchante de bellas artes, perosu auténtico capital procedía de la ventade falsas obras maestras y, en esa facetade su negocio, trabajaba en estrecharelación con Valfierno. Chloé era de esaclase de mujeres cuya sola presenciarecordaba constantemente a los hombresu sexualidad y, para empeorar las

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cosas, era extremadamente coqueta.Valfierno se divertía con susinsinuaciones traviesas, pero nunca lastomaba en serio. Después de todo, ellaflirteaba con todo el mundo. Con todo elmundo, excepto con su esposo. Y suesposo era un hombre celoso.

Al principio, cuando los cuatrojóvenes rufianes lo acorralaron en elcallejón que salía de la rue Saint-Martin, creyó que era un simple robo. Amenudo, los matones —a quienes losperiódicos llamaban apaches por sudespiadado estilo de violenciadescontrolada— recorrían las calles porla noche. Valfierno no se preocupó al

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principio. Tenía suficientes francos en elbolsillo —o eso creía— paraapaciguarlos. Pero, cuando el mayor delos jóvenes, aparentemente el jefe de labanda, le informó de que tenía unmensaje de monsieur Laroche para él,se dio cuenta de que tenía un problema.Mientras se dedicaban a darle una palizaen el suelo, se permitió aún unpensamiento irónico: «Si estos rufianesme van a matar, es una lástima que nosea culpable del crimen por el que meestán castigando».

Y sabía que lo hubiesen matado deno haber sido por Émile.

Valfierno estaba tendido sobre los

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duros adoquines tratando de protegersede las botas y garrotes que le caíanencima y había abandonado todaesperanza de sobrevivir cuando, derepente, se detuvo la paliza. Oyó que losapaches murmuraban entre ellos y searriesgó a abrir los ojos. Su atenciónquedó clavada en la delgada figura de unchico que estaba de pie, al otro lado dela postrada figura de Valfierno.

—¿Qué haces? —preguntó el jefe dela banda, evaluando al chico—. Allez,gamin! ¡Largo antes de que te lleves unapatada en el culo!

Pero el chico no se movió. Se quedóallí observando la escena con una

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expresión de curiosidad casi inocente.Uno de los jóvenes apaches se apartó deValfierno y levantó su garrote como parapegar al chico. Este se estremecióinstintivamente, pero no se movió.

E l apache del garrote se volvióhacia el jefe y se encogió de hombros.

—Vamos —dijo el jefe—. Dadleuna paliza al hijo de puta si no quieremarcharse.

El apache se volvió hacia el chico,blandiendo su garrote una vez más. Elchico se limitó a mirarlo.

—¡Ah, al demonio con él! —dijo elapache bajando el garrote y volviendoal grupo—. Esto no es divertido. Es

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demasiado fácil. Dale tú la paliza siquieres.

—Merde —dijo el jefe—. De todosmodos, ya hemos hecho bastante por estanoche. Le hemos dado a este guaperasuna lección que no olvidará pronto.

Los demás estuvieron de acuerdo y,con unas patadas de despedida comobuena medida, los apaches sedesvanecieron en las sombras.

Valfierno levantó la vista hacia elchico, mirándolo a través de suspárpados hinchados.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.El chico vaciló un momento.—Émile.

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—Bien. Muchas gracias, Émile.Estaba empezando a tener la claraimpresión de que yo no les gustabamucho. ¿Tienes hambre, Émile?

Unas semanas más tarde, después deque hubiesen lavado al chico y este sehubiese trasladado al dormitorio delático de la casa que Valfierno teníaalquilada en la rue Édouard VII,Valfierno le preguntó de pasada por quéno había huido aquella noche.

Émile le dirigió a Valfierno unamirada desconcertada. ¿No había sidoevidente?

—Estabas tirado en mi sitio.Valfierno se volvió a mirar al mar.

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—Sí, París es una ciudad dura paramuchos, pero también una ciudad llenade oportunidades para quienes tienen lostalentos adecuados.

Émile no respondió; simplementeasintió con la cabeza sin mayorentusiasmo. En realidad, había dichomuy poco desde que dejaron BuenosAires. Valfierno conocía demasiadobien la aversión que Émile sentía haciael agua, pero también imaginaba suaprensión con respecto a la vuelta acasa. Había procurado tirarle de lalengua en varias ocasiones, pero nuncalo había conseguido. Había otra cosaque preocupaba al joven.

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—Demos una vuelta —sugirióValfierno.

Cuando empezaban a dar una vueltapor la cubierta de paseo, Valfiernopensó probar con otra cosa.

—Siento no haber podido incluir aJulia en nuestros planes —dijo como depasada.

—¿Por qué lo siente? —dijo Émile—. Era más un problema que otra cosa.

—Ella tiene sus talentos. Sin ella,me temo que habríamos perdido a misterJoshua Hart y todo nuestro trabajo sehabría quedado en nada.

—Ya habríamos pensado algo. Noslas arreglamos sin ella durante años y

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volveremos a hacerlo.—Supongo que tienes razón —dijo

Valfierno sin mucha convicción.—A su alrededor, nada estaba

seguro —continuó Émile, interesado—.Era poco más que una ladrona corrientey moliente.

—¿Y qué somos nosotros, Émile? —preguntó Valfierno—. ¿Ladrones pococorrientes?

—Es completamente diferente. Poruna parte, ella nunca podía apartar lasmanos de ningún reloj, especialmentedel mío.

—Sin embargo, todavía lo tienes —apuntó Valfierno.

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—No por ella —dijo Émile, dandola vuelta a una esquina bajo el puente demando—. Si no vuelvo a verla, nuncahabrá pasado demasiado tiempo.

Émile lanzó una mirada a Valfiernomientras decía esto y no vio a la mujerque venía en dirección opuesta contiempo para evitar una desagradablecolisión.

—Perdone, madame…—Monsieur, quizá deba prestar más

atención al lugar al que se dirige —dijoJulia Conway.

—¿Cómo…? ¿Tú…? —farfullóÉmile, conmocionado—. ¿Qué hacesaquí?

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—Evidentemente, lo mismo que tú:ir a Francia —respondió ella,devolviéndole, como quien no quiere lacosa, su reloj de bolsillo—. Toma. Telo he cogido para no perder la práctica.

Completamente aturullado, Émile lorecogió.

Valfierno la valoró.—Así que —dijo sin alterar la voz

— de carterista a polizón.—¿A quién le llama polizón? Robé

mi pasaje honrada y abiertamente.—De nada te servirá cuando

desembarquemos —dijo Émile—.Nunca te dejarán entrar en Francia sinpasaporte.

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—¿Por qué no dejas que me ocupeyo de eso? —dijo Julia mientras sealejaba de ellos paseandotranquilamente por cubierta—. Puedocuidar de mí misma, ¿recuerdan?

Émile se quedó mirando su figuramientras se alejaba. Valfierno puso unamano sobre el hombro del joven.

—Ya me figuraba que noabandonaría con tanta facilidad —dijoValfierno con admiración antes deseguir adelante.

Émile se quedó donde estaba unmomento más antes de dar media vueltay seguirlo.

Valfierno y Émile pasaron la aduana

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de El Havre sin dificultad. Valfiernohabía contemplado siempre laposibilidad de tener que salirrápidamente de Buenos Aires, por loque se aseguró de que Émile tuvierasiempre un pasaporte francés en regla.Tras recoger su documentoconvenientemente sellado por uno de losagentes de la aduana, Valfierno tiró deÉmile, poniéndolo a su lado. Juliaestaba en la fila un poco más atrás yquería ver exactamente cómo habíaplaneado pasar la inspección.

Cuando le tocó el turno a Julia, unagente de la aduana de mediana edadabrió su pasaporte y lo examinó

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detenidamente.

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SEGUNDA PARTE

Para conseguir lo que queremos,no decimos lo que pensamos.

SHAKESPEARE, Medida por medida.

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L

Capítulo 11

PARÍS

a locomotora atronaba el espaciomientras atravesaba la verdecampiña francesa, manchando con

su nube de humo y vapor un cielo por lodemás impoluto. En el interior de undepartamento privado estaba sentadoValfierno con el rostro sepultado en unejemplar del día anterior de Le Matin.No había pronunciado una palabra desdeque el tren saliera de la estación de El

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Havre.Émile iba sentado junto a él, en la

ventanilla, frente a Julia, con la miradafija en el paisaje que iba quedandoatrás, menos por auténtico interés quepor evitar el contacto visual con ella.No podía dejar de pensar en la facilidadcon que Julia se había insinuado en supequeña fiesta. Y no parecía darsecuenta del hecho de que era una intrusa.En realidad, parecía tan entusiasmadacomo una escolar en una excursióndominical.

—Es fascinante, ¿no? —dijo Julia,atrayendo la mirada de Émile.

—¿El qué? —contestó Émile,

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apartando la vista de la ventanilla ytratando de parecer desinteresado.

—Todo. El viaje en barco, el tren,París.

Émile emitió una especie de gruñidoevasivo.

—Aún no estamos allí.—Me refiero a la expectativa. Es

fascinante.—¿Qué sabes de París? —le

preguntó en tono desafiante.—Solo lo que he leído en libros. Sé

que es la Ciudad Luz, la Ciudad delAmor, o eso dicen.

Émile levantó los ojos al cielo.—Entonces, me imagino los tipos de

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libros que habrás estado leyendo.—¿Sí? —preguntó ella, también con

un ligero tono de desafío en su voz—.Había un libro que era muy bueno. ¿Cuálera? Creo que el autor era Hugo algo uotra cosa. No. Algo Hugo. Víctor Hugo.Eso es. Era un libro muy grande. Teníaamor, guerra, prisioneros escapados,huérfanos, sacrificio. Era realmente muybueno. ¿Cómo se llamaba? Un nombregracioso. Algo sobre que todo el mundoera miserable todo el tiempo. ¿Lo hasleído?

Émile se volvió hacia ella.—Les Misérables —dijo de un

modo que daba a entender que solo los

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idiotas no conocerían el título—. Y túno lo has leído.

—Yo sí lo he leído. Solo que nopodía recordar el título. Hazme algunapregunta sobre él. Vamos, Pregunta.

—Olvídalo.Émile volvió de nuevo la cabeza

hacia la ventanilla.—Tú no lo has leído, ¿verdad? —

dijo ella alegremente en un tono triunfal—. No tienes ni idea de lo que estoyhablando.

Enardecida por la victoria, miró aValfierno, captando una breve ydivertida mirada suya mientras echabauna ojeada por encima del periódico.

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Miró hacia la ventanilla y se dejóhipnotizar por las filas de árboles queretrocedían hacia las colinas,moviéndose a diferentes velocidadessegún su distancia al tren. Mientrasdejaba que el suave balanceo del cochela sumiera en un ligero duermevela,recordó con cariño la época en la que eltío Nathan le había contado toda lahistoria de Les Misérables. Quizá algúndía la leyera realmente.

Valfierno, Émile y Juliadescendieron a un abarrotado andéniluminado por los rayos del sol que sefiltraban a través de las grandesclaraboyas abovedadas del artesonado

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de la estación de Orsay. Julia se quedóparalizada, mirando a un lado y a otro eltiovivo de color y ruido que la rodeaba.Émile, por su parte, se esforzaba porparecer displicente cuando encontró a unmozo que llevó su equipaje en unacarretilla.

—Vamos —dijo Valfierno a Julia—.Pero compórtate. Estamos aquí para unjuego mucho más serio que los pañuelosde seda y los relojes de bolsillo.

Valfierno dejó que subieran laescalera hacia el nivel principal en elque, tras atravesar la muchedumbre deviajeros, pasaron bajo el enorme relojdorado de la entrada principal. Salieron

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a una gran explanada embaldosada,bañada en la fuerte luz solar. Julia sedetuvo un momento, mirando a sualrededor. A su izquierda, los edificiosbarrocos coronados por mansardas quetapizaban la estrecha rue de Lilleofrecían una tentadora visión previa dela ciudad que se escondía tras ella; a suderecha, el puente Solférino saltaba porencima del río sobre sus arcos defundición. Una suave brisa procedentedel agua atemperaba la fragancia acre,pero vibrante, de la ciudad enexpansión.

Valfierno no perdió tiempo parasolicitar los servicios de un taxista

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motorizado. Estaban a menos de quinceminutos de su destino, pero optó por unaruta mucho más larga para dar una vueltapor el centro de la ciudad.

Siguiendo las instrucciones deValfierno, el taxista los llevó siguiendoel río hasta el pont au Double, dondecruzaron a la Île de la Cité ycontinuaron dejando atrás la grancatedral.

—Notre-Dame —dijo Julia,entusiasmada al verla por la ventanilla—. Tengo razón, ¿no?

—El centro espiritual de Francia —dijo Valfierno.

—Parece también el centro de la

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mendicidad —dijo ella, al ver la fila depedigüeños andrajosos, cojos, ciegos,contrahechos y jorobados, queesperaban a los turistas que salían de lacatedral.

—¿Dónde están las gárgolas? —preguntó ella, mirando hacia arriba ysacando la cabeza por la ventanillaabierta del taxi.

—En el tejado, por supuesto —dijoÉmile—. ¿Dónde van a estar?

Continuaron atravesando el puented’Arcole a la margen derecha, dondegiraron al oeste, dejando atrás el Louvrey el parque de las Tullerías. Cuandoentraron en la plaza de la Concordia,

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giraron en torno al obelisco de Luxorque se eleva en el centro de la granplaza pública.

—Parece una copia del monumento aWashington —comentó Julia.

—Si acaso, querida —dijoValfierno con suavidad—, sería alrevés.

—De todos modos —dijo ella,encogiéndose de hombros— el nuestroes mucho más grande.

Pasando entre los Caballos deMarly, giraron para entrar en losCampos Elíseos, que los conducíandirectamente al Arco del Triunfo.

—Es anchísima —dijo Julia,

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admirando las filas de olmosintercalados con kioscos y columnas conpáginas de periódicos y anunciospegados.

—Napoleón quería que sus callesfuesen suficientemente anchas para quesus ejércitos pudiesen desfilar por ellasy demasiado anchas para que la gentepudiera levantar barricadas atravesadas—explicó Valfierno.

—Podía hacer lo que quisiera —añadió Émile—. Después de todo, yahabía conquistado la mayor parte deEuropa.

—Me refiero, por supuesto, aNapoleón III —le corrigió Valfierno con

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la mayor delicadeza posible—, elsobrino de Napoleón Bonaparte.

Julia le dirigió a Émile una sonrisaburlona.

—Supongo que es fácil confundirsecon tantos —dijo ella.

Émile se quedó callado mientras eltaxi se unía al círculo de automóviles ycarruajes de caballos que rodeaban elArco del Triunfo. Tras dar dos vueltas,Valfierno indicó al taxista que girarahacia el sur, al puente de Iena.

Pasando el palacio del Trocadero,con sus torres a modo de arquitectónicasorejas de burro, entraron en el puente.Ante ellos, la gran estructura de hierro

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que lleva el nombre de su arquitecto yconstructor, Gustave Eiffel, surgíaimponente, haciendo pequeños todos losdemás edificios hasta donde alcanzabala vista.

—Nunca había visto algo tan alto —dijo Julia, mirando detalladamente laintrincada estructura de hierro—. Ni tanhermoso.

—Dicen —comenzó a decirValfierno— que el escritor Guy deMaupassant la detestaba tanto que solíacomer todos los días en su restaurantepara no tener que verla.

—Émile —dijo Julia en un tonoburlón—, quizá deberías llevarme a

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comer allí en alguna ocasión.Émile no respondió.—En realidad —añadió Valfierno

—, hay muchos que todavía consideranque no es más que un engendro, unmontón de chatarra.

Émile trataba de actuar como sihubiese visto todo antes, pero no pudoevitar estirar el cuello para observarmejor el intrincado encaje que seelevaba como sarmientos de hierrohacia el cielo.

—El lugar de eterno reposo deNapoleón —dijo Valfierno, señalándolocon la mano mientras pasaban frente a lacúpula dorada de los Inválidos.

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—¿El sobrino o el tío? —preguntóJulia con entusiasmo.

—El tío —dijo un divertidoValfierno.

Cuando su gira tocaba a su fin,Valfierno le indicó al taxista que entraraen el bulevar de Saint-Germain.

—Voilà le Quartier Latin ! —anunció Valfierno con un ampliomovimiento de la mano.

Inmediatamente, se vieronsumergidos en un bullicioso herviderode actividad en el que aparecíanexpuestos todos los estratos posibles dela sociedad parisiense: señoras vestidasa l style moderne, el último grito,

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cargadas de sombrereras; caballerosatrapados en uniformes trajes oscurosmanifestando su individualidad con unainfinita variedad de mostachos y barbascuidadosamente esculpidas; mujeresjóvenes con coiffes bretonnes[36], conlos brazos llenos de vestidos, cestas decomida o ramos de flores, yendo a todaprisa a entregar los encargos a sus amasde casa; ancianos sentados debajo detoldos sin adornos en los cafés,resolviendo los problemas del día enuna nube de humo de pipa; ancianas consosos y anchos vestidos grises, pelandopatatas y vendiendo verduras a lasombra de anchas sombrillas.

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—Casi hemos llegado —dijoValfierno un momento antes de que eltaxista tocara la bocina para protestarcontra un autobús que se le coló delanteen la congestionada calle.

Valfierno hizo una indicación y eltaxista giró a la izquierda, a la rue del’Éperon, continuando inmediatamentesu giro a la rue du Jardinet. Al final deesta tranquila y estrecha calle,estacionaron en la cour de Rohan.Cuando el taxi se detuvo sobre losdesiguales adoquines, Valfierno susurróalgo al oído del taxista y el hombre dioun salto para retirar una maleta del techodel vehículo. Una mujer gruesa de

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mediana edad, con el pelo recogido enun moño, salió de un pequeño patio concancela a saludarlos.

—¿Pero quién es esta? —preguntóValfierno con aire teatral cuando bajódel taxi—. Esperaba que saliera asaludarnos madame Charneau, y no unabella joven doncella.

—Hará falta algo más que halagospara que le perdone por haber estadotanto tiempo fuera —dijo madameCharneau, sonriendo mientras recogía unmanojo de pelo y lo sujetaba—. Perodespués, no mucho más.

—¿Recuerda a Émile? —dijoValfierno cuando el joven bajó del taxi.

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Madame Charneau juntó las manosen una palmada como una madreorgullosa.

—El chico se ha hecho un hombre.Me alegro mucho de verte de nuevo,Émile.

Émile, un tanto avergonzado, aguantóen silencio su abrazo. Tras él, Julia bajódel taxi y echó un vistazo a las altas yestrechas casas que sobresalían delpatio como paredes perfectamenteesculpidas de un cañón.

—Y esta es mademoiselle JuliaConway.

—¿Y dónde encontró a esta mujer?—preguntó madame Charneau con

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evidente aprobación.—Sería más exacto decir que nos

encontró ella —comentó Valfierno.—El marqués ha sido muy amable

permitiendo que los acompañase —dijoJulia con una pícara mirada a Valfierno.

—Bienvenue. Sea bienvenida a mihumilde casa.

—Madame Charneau regenta lamejor casa de huéspedes de todo París—dijo Valfierno.

—La más limpia, en todo caso —locorrigió madame Charneau.

—La mejor y la más limpia —continuó Valfierno—. Ella la cuidarámuy bien.

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—¿No se van a quedar ustedes aquítambién? —preguntó Julia, con un puntode preocupación en su voz.

—Émile y yo compartiremos unamodesta casa en la margen derecha —replicó Valfierno.

—Bueno, ¿y en qué margen estamos?—preguntó Julia.

Valfierno se encogió de hombroscon su mejor estilo francés.

—Por eliminación, la izquierda.—Como le mencioné en mi último

cable —dijo madame Charneau,entregándole a Valfierno un sobre con ladirección del que sobresalía un manojode llaves—, en cuanto recibí su primer

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telegrama, alquilé esta casa para usted.Creo que se adapta bien a lo quenecesita. Está en la rue de Picardie, unacalle muy tranquila. No está mal para tanpoco tiempo y el alquiler es muymoderado. He dispuesto un coche, talcomo me pidió. Le espera en un garajeen la rue de Bretagne, justo al final desu calle.

—Muchas gracias, madame —dijoValfierno—. Sus servicios, comosiempre, no tienen precio.

—No es más que mi manera de darlela bienvenida a su regreso a donde lecorresponde.

—Pero, espere un minuto —le dijo

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Julia a Valfierno—. ¿Por qué no puedoir con ustedes?

—Imposible —respondió Valfierno—. Nuestra casa será mucho máspequeña que la de Buenos Aires.Madame Charneau hará que te sientasextremadamente cómoda.

—Ven conmigo, muchacha —dijomadame Charneau, agarrando la maletade Julia—. Debes de estar cansada delviaje.

Julia dio un paso hacia Émile y lepuso las manos en el pecho en un gestode súplica.

—Pero tú vendrás a por mí —dijoella, más como pregunta que como

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afirmación.Émile se apartó y subió al taxi, pero

Valfierno se acercó a Julia y le puso unamano tranquilizadora en el hombro.

—Mañana —dijo, antes de darse lavuelta y sentarse junto a Émile en elasiento trasero—. Empezamos a trabajarmañana.

El taxi dio la vuelta en el pequeñopatio y desapareció, dejando una negranube de humo que se extendió sobre losadoquines. Julia se preguntó siintentaban abandonarla allí. Paratranquilizarse, abrió la mano y miró elreloj de bolsillo de Émile.

Sonrió. Ahora, tendrían que volver.

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M

Capítulo 12

NEWPORT

ás de cinco hectáreas dejardines de flores y de carocésped esmeradamente

cuidados adornaban lo que otrora fueraun achaparrado promontorio de tierraque se adentraba suavemente en elRhode Island Sound. El mantenimientode los terrenos —salpicados demontones de estatuas que habían sidocopiadas del palacio francés de

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Versalles— era un trabajo que consumíalos servicios de cinco jardineros quetrabajaban en exclusiva y de otros doceque lo hacían a tiempo parcial.Windcrest, la gran casona, con sustorres raquíticas, sus ventanas conparteluz, sus columnas y pilastras demármol, era un impresionante aunqueincómodo emparejamiento de los estilosrenacentista francés e isabelino inglés.Para su funcionamiento, requería losservicios de no menos de quincepersonas que viviesen en la casa.

Joshua Hart no había reparado engastos para crear el edificio másimpresionante de todo Newport. Había

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encargado el diseño y la construcción dela mansión Beaux Arts al gran arquitectode Boston, Robert Peabody, diez añosantes, en 1900; le había costado dosmillones de dólares, dos veces más quelos demás «chalés» que adornaban lacosta.

En el interior de la casa, Carter, elmayordomo de Hart, de mediana edad, yTamo, un joven criado filipino, bajabanun marco envuelto por unos estrechosescalones que conducían a una ampliabodega. Hart había pagado una pequeñafortuna a un experto artesano paramontar La ninfa sorprendida en unmarco antiguo, apropiadamente tallado y

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dorado. La mayor parte de la cantidadabonada al hombre garantizaba suabsoluta discreción al respecto.

—¡Cuidado ahí! —bramó Hart al piede la escalera.

Ellen Hart estaba a su lado.Normalmente, no la invitaban a losdominios de su esposo, pero él insistíasiempre en que lo ayudase cuandoañadía una nueva pintura a su galeríasecreta. Esas eran las únicas ocasionesen las que se le permitía compartir losplaceres de su colección.

Cuando los dos hombres llegaron ala bodega, Hart cogió el marco de lasmanos de Tamo.

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—Eso es todo. Vete —dijo él,enviando al muchacho escaleras arriba.Carter era el único de los sirvientes alque se le permitía adentrarse más allá deeste punto.

Ellen abría el paso a través delenorme sótano —saneado y protegidocontra la humedad del suelo a un costemuy elevado— hasta una gran puerta queestaba inmediatamente después de laentrada a una bodega bien provista devinos. De su bolsillo sacó la llave queél le había entregado unos minutos antes,la introdujo en la cerradura y la giró.Abrió la puerta y entró en el interior,buscando a tientas los interruptores

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eléctricos que había en la pared.—Solo el interruptor de arriba —

dijo Hart.Ella accionó el interruptor superior

y se encendió una bombilla que estabanada más pasar la puerta, revelando unasala de techo elevado de unos ochenta ycuatro metros cuadrados. Varias filas depinturas, escasamente visibles a la tenueluz, colgaban de las paredes comoimágenes espectrales.

En quince minutos, trabajando ensemioscuridad, Hart y Carter habíandesembalado y montado La ninfasorprendida de Manet. Una vezfinalizado el trabajo, Carter se retiró sin

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decir palabra. Hart se enjugó la frentecon un pañuelo y se percató de que suesposa todavía estaba al lado de lapuerta.

—Gracias —dijo Hart en un tonoque era tan displicente como cortés.

Ellen asintió y abandonó la estancia,cerrando la puerta tras ella.

En cuanto su esposa se hubo ido,Hart accionó los tres interruptoresrestantes en rápida sucesión. Una bateríade reflectores estratégicamentecolocados cobró vida, iluminando sugalería subterránea. Se quedó allí depie, como hacía siempre, en trémulosobrecogimiento mientras sus ojos se

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embriagaban con su colección de obrasmaestras. En realidad, le habría costadonombrar cada una de las pinturas y susautores, a excepción, quizá, de susadquisiciones más recientes. Loimportante era poseer estas obras dearte. Eran suyas y solo suyas. Unosidiotas confiados mirabanreproducciones, montadas a toda prisapara cubrir espacios vacíos en lasparedes de incontables museos, perosolo una persona en el mundo podíamirar la auténtica obra maestra, y esapersona única era Joshua Hart.

Tras un momento, se apartó de laspinturas y se dirigió a la parte trasera de

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la galería, en cuya pared había unapequeña puerta. Del bolsillo interior desu chaqueta sacó una llave, la insertó enla cerradura, giró el picaporte y entró.

Ellen Hart ascendió lentamente porla escalera hasta el nivel principal de lacasa. Allí, se detuvo un momento ydirigió la mirada hacia la oscurabodega. Su esposo se quedaría solodurante horas en su tenebrosa guarida,rodeado de las cosas que más amaba.

Ella no lo echaría de menos.

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E

Capítulo 13

PARÍS

n la mañana siguiente a su llegadaa París, Valfierno y Émile sedirigieron en un automóvil

Panhard Levassor descubierto a la courde Rohan, donde los estaba esperandoJulia a la puerta de la casa de huéspedesde madame Charneau. Sin decir palabra,subió al coche en el asiento trasero y ledevolvió a Émile su reloj de bolsillo. Élse lo cogió sin comentarios. Un

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divertido Valfierno se dirigióconduciendo al bulevar Saint-Germain,torciendo a la derecha a la rue du Bac.Cuando cruzaba el Sena por el pontRoyal, les hizo a Émile y Julia unresumen esquemático de lo que queríaque hiciesen. Se detuvo junto a los arcosque conducían a la plaza del Carrusel,uno de los accesos al museo del Louvre,y Émile y Julia se bajaron del coche.

—Recordad —les dijo Valfierno—:sois unos recién casados. Deambuladpor el interior. Haceos una idea dellugar.

Ellos trataron de conseguir que lesdiese unas instrucciones más detalladas,

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pero él les dijo que solo quería quediesen una vuelta y observaran.

—Poned especial atención en el alaDenon —añadió Valfierno mientrasmetía la velocidad—, pero, sobre todo,divertíos. ¡Sois jóvenes! ¡Se supone queestáis enamorados! ¡Esto es París!

Émile miró el coche mientras sealejaba y deseó estar allí.

—Bueno —dijo Julia, tomando elbrazo de Émile con evidente placer—,¿vamos?

Bajo los altos y abovedados techosde la larga Grande Galerie, en el alaDenon, un par de trabajadores demantenimiento, ataviados con

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guardapolvos blancos, trataban demontar sobre la pared una vitrinaacristalada. Al lado, dos caballerosestaban de pie, en el centro de la sala,observando. Uno de ellos, un señor deaspecto distinguido, de pelo blanco,vestido con un traje italiano de perfectocorte, no era otro que el director delmuseo, monsieur Montand. A su lado, elinspector de policía Alphonse Carnot,de la Sûreté. De mediana edad ycorpulento, llevaba un traje cuyoaspecto no había mejorado precisamentedesde que lo adquiriera en un rastrillo,en la plaza de la Bastilla, muchos añosantes.

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—Le digo, monsieur Montand —decía el inspector Carnot con evidenteorgullo—, que estas nuevas vitrinas sonlo último en seguridad. Acabarán conestos anarquistas y sus destrozos.

El inspector Carnot estaba llegandoa un momento de su carrera en el que, siquería conseguir nuevos ascensos, teníaque hacer méritos rápidamente. Siemprehabía sospechado que su estatura —másexactamente, su falta— frenaba susaspiraciones. Su volumen y su bajocentro de gravedad le conferían elaspecto de un trompo infantil, aunque elinspector se tomaba a sí mismo muy enserio. Tras un incidente en el que uno de

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esos sedicentes nuevos anarquistashabía escupido sobre un Rafael, lohabían llamado con el fin de quesugiriera mejoras para la seguridad delmuseo. Había persuadido al directorpara que colocara las pinturas másdestacadas en vitrinas de madera, encuyo interior estarían protegidas tras elcristal. Estaba convencido de que suintervención en relación con estainnovación supondría un pasoimportante para su muy anheladoascenso.

—Los patronos ya se están quejandode que el vidrio produce demasiadosreflejos —dijo Montand, mirando al

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inspector a través de sus gafas demontura fina—. Vienen a ver arte, no suspropias caras.

—Mejor será que refleje sus propiascaras que las babas de un escupitajoanarquista, ¿no le parece, monsieur ledirecteur?

Mucho más alejados, dentro de laGrande Galerie, Julia y Émilecaminaban del brazo en medio de lamultitud de parejas burguesas de untípico día laborable. La mayoría de loscaballeros parecían vagamenteaburridos, mientras que las señorasparecían más interesadas por losvestidos y adornos de las demás que por

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las obras expuestas. Unos pocoscopistas habían montado sus caballetes alo largo de la galería y, de vez encuando, se veía a algún oficial delejército, con el pecho cubierto demedallas, que compartía una carcajadacon la última demi-mondaine[37]

conquistada del brazo.—Este sitio es mucho mayor de lo

que pensaba —comentó Julia.—Es el mayor museo del mundo —

dijo Émile—. ¿Qué esperabas?—No lo sé —replicó ella

encogiéndose de hombros—. He estadoen algunos museos de Nueva York, quetambién son muy grandes.

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—No tiene comparación —dijoÉmile—. Mira todas estas obrasmaestras.

Julia se detuvo a contemplar unamadona de Botticelli, que colgaba en lapared al lado de otra de Fra Diamante.

—La mitad de ellas parecen ser delo mismo: una madre y su bebé. ¿Dóndeestán las flores?

La respuesta de Émile a estapregunta fue un intento de soltarse, peroella no le dejó hacerlo.

—Entonces —continuó ella—,¿tienes familia en París?

—¡Oh, sí! —replicó Émile—. Tengouna familia enorme: tíos, tías, abuelos,

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sobrinas, sobrinos. Demasiada gentepara contarla. Todos sonasquerosamente ricos y sigueninvitándome a vivir con ellos en suspalacetes en el campo.

—Huérfano, ¿eh? —dijo Julia,echando un vistazo a otra madona con elNiño—. Entonces, ¿cómo dio contigo elmarqués?

—Mira —dijo Émile, deteniéndosey soltándose por fin del brazo de ella—,se supone que estamos observando,sacando ideas, no manteniendo unaconversación inútil.

—Pero seguimos teniendo queparecer recién casados, ¿no? —dijo

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ella, volviendo a enlazar su brazo con elde él y descansando la cabeza en suhombro.

El penetrante estrépito de loscristales rotos hizo añicos la serenidadde la galería. La atención de todo elmundo se volvió hacia los dosempleados de mantenimiento a quienesse les acababa de caer la vitrina quehabía estado tratando de instalar.

Uno de los hombres, alto y delgado,de rostro duro, con aspecto de halcón,miraba fijamente al otro, un hombre conpinta de tonel y unos ojos demasiadopequeños para su ancha cara.

—Idiota! —gruñó en italiano el

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hombre alto antes de volver al francés—. ¡Mira lo que has hecho!

—No tengo yo la culpa de que mesuden las manos —replicó el más gruesomostrando sus pequeñas y regordetasmanos como prueba.

El director del museo y el inspectorCarnot se acercaron a los trabajadores.

—¿A qué demonios están jugando?—preguntó Montand.

Los hombres se quitaron las gorras yel menor hundió sus hombros en unintento de parecer más bajo.

—Lo siento, monsieur le directeur.Ha sido un accidente.

—¡Ha sido incompetencia! —bramó

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Montand.—Si mis agentes mostraran una

incompetencia así —intervino Carnot—los despediría de inmediato.

—La vitrina es muy pesada,monsieur —dijo el hombre alto—. Lapróxima vez tendremos más cuidado.

—Demasiado pesada para ustedes,¿no? —dijo Montand, dirigiendo unabreve mirada al inspector paraasegurarse de que estaba causandoimpresión—. Bien, no será lo únicodemasiado pesado, porque, de ahora enadelante, el tiempo les pesará mucho ensus manos. ¡Están despedidos!

El hombre corpulento parecía

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conmocionado. Su compañero más altoadoptó una expresión indignada.

—Pero ha sido un accidente —dijo.—¿De dónde es usted? —le

preguntó el inspector Carnot, moviendonervioso la nariz como si estuvieseolfateando al hombre—. ¿Ni siquiera esusted francés?

—No, signore. Soy italiano.—Italiano —dijo Carnot con un

gruñido despreciativo—. Eso explicatodo.

El italiano se irguió hasta alcanzarsu estatura real.

—Ustedes, los franceses, son todosiguales —comenzó a decir a propósito

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—. Roban las mayores obras de arte delmundo y después las exponen como sifueran suyas.

—¡Cuidado con lo que dice a unagente de la ley! —le advirtió Carnot,con la cara roja de furia.

—Ustedes dos tienen cinco minutospara salir de mi museo —declaróMontand—. Ya encontraré a alguiencompetente para arreglar este destrozo.Su última paga semanal compensará losdaños.

Cuando el inspector Carnot yMontand se alejaban, el trabajadorrechoncho arrugó la gorra en su mano y,en voz baja, dijo en dirección a los

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personajes que se retiraban:—Pero yo soy francés…Cerca, Émile apartó a Julia de la

escena.—Vamos —dijo—. Tenemos trabajo

que hacer.La fina punta del pincel aplicaba

reflejos en el pecho de la mujer, quesonreía amable. Otro pincel daba texturaa la superficie de un lago que estabalejos, tras ella; otro más añadía unaslíneas a una ventosa carretera queserpenteaba por detrás hacia un macizode picos rocosos. Uno aplicaba unespeso remolino de pintura marróngrisácea a la corona de pelo rígidamente

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pegado sobre la parte superior de lacabeza de la mujer. Otro toque aclarabasuavemente dando una calidadtraslúcida a la piel de sus manoscruzadas, una encima de la otra. Otroensombrecía un lado de su fina y larganariz, y otro más ponía una sombra enlos labios, en un intento de plasmar lasonrisa correcta.

Un grupo de estudiantes de arteestaban sentados con sus pinceles,pinturas y caballetes en el salón Carré,frente a La Joconde, El retrato de MonaLisa, de Leonardo de Vinci. La pinturaestaba encerrada en una vitrina, cuyocristal reflejaba las formas de los

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alumnos y de la multitud que pululabadetrás de ellos. Los lienzos de losestudiantes —en diversos estados derealización— eran de diferentestamaños; ninguno de ellos teníaexactamente las mismas dimensiones dela modesta tabla de la pared. Con sussetenta y siete por cincuenta y trescentímetros, el original parecía muypequeño, colocado, como estaba, entreMatrimonio místico de santa Catalina,de Correggio, y la Alegoría de Alfonsode Ávalos, de Tiziano. La vitrina en laque estaba instalada hacía que parecieseaún más pequeña.

Se permitía e incluso se fomentaba

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la copia, siempre que las dimensionesfueran diferentes de las de la obramaestra de Leonardo. El profesor dearte, con el rostro oscurecido casi porcompleto por una barba espesa,entrecana, manchada de tabaco, flotabadetrás de sus estudiantes dentro de suhinchado blusón, lanzando diversasmiradas de aprobación o emitiendogruñidos de disgusto.

Detrás de los aficionados estaba unconcurrido grupo de patronos del museoatentamente centrados en la mujer de lapintura, mientras sus comentariossusurrados revelaban unsobrecogimiento casi religioso. Émile y

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Julia se deslizaron tras la multitud; ellaalargaba el cuello sobre las cabezas dela gente para ver mejor.

—¿Qué están mirando? —preguntóJulia.

Algunos de los patronos volvieron lamirada hacia ella, con caras dedesaprobación.

—La Joconde, naturalmente —replicó Émile—. ¿Qué otra cosa podíaser?

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntóJulia.

—El marqués me traía aquí de niño—replicó él— y yo prestaba atención.

—¿Y qué tiene de especial? —

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preguntó ella.Émile le dirigió una mirada a medio

camino entre la lástima y el disgusto.—Solo es una de las pinturas más

grandiosas de la historia —dijo.—¿Hay algo en este museo que no

sea grande? —preguntó ella consarcasmo.

Émile le chistó para que callase.—Y, si es tan popular —continuó

Julia, bajando la voz hasta quedarse enun susurro—, ¿por qué no la copia elmarqués y se la vende a alguien?

Émile la agarró con fuerza por elbrazo y la sacó de entre la multitud.

—¡Baja la voz! —dijo severamente.

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—Bueno, ¿por qué no lo hace?—¿Estás loca? La Joconde es la

pintura más famosa del mundo. Nadieestaría tan loco como para comprarla.

Julia se encogió de hombrosmientras Émile se alejaba. Ella sevolvió a mirar la pintura.

—No entiendo por qué tantoescándalo —dijo ella sin dirigirse anadie en particular—. Ni siquiera esbonita.

Un poco más tarde, Julia y Émilesalieron del museo y caminaron a lolargo del muelle del Louvre.

—Hace un día precioso —dijo Julia,entusiasmada—. Bajemos la escalera y

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caminemos a la orilla del río.Una escalera de piedra descendía al

lado del puente de las Artes hacia unamplio embarcadero adoquinado casi alnivel del agua.

Émile vaciló.—Deberíamos irnos —dijo—. No

tenemos tiempo que perder.—¿Quién está perdiendo el tiempo?

Podríamos tener que bajar allí paraescapar. Deberíamos reconocerlo.

—¿Para qué íbamos a bajar allí sipodemos cruzar el puente?

—No lo sé —dijo ella, impaciente—. Vamos, el ejercicio nos vendrá bien.Además, ¿qué voy a hacer toda la tarde

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en casa de madame Charneau?Émile no dijo nada, por lo que Julia

lo cogió del brazo haciendo que bajarala escalera.

En una dirección, el embarcaderoestaba casi bloqueado por un grupo debarberos que afeitaban a hombressentados a la sombra del puente, por loque se volvieron en dirección a Notre-Dame. Una brisa ligera, fresca, veníadel río, rizando suavemente la superficiedel agua.

—Un sitio divertido para unabarbería —dijo Julia—, ¿no te parece?

Pero Émile no parecía oír unapalabra de lo que decía ella. En cambio,

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se apartó de su brazo y se alejó de laorilla del agua, acercándose a las rocasdel elevado muro de contención.

—¿Por qué te vas ahí? —preguntóJulia.

—Hace menos viento —replicóÉmile, aparentemente más interesadopor el muro que por el río.

—Haz lo que quieras —dijo ella,encogiéndose de hombros—. ¡Oh, mira!

Un largo barco fluvial, medio llenode turistas que iban en los asientos de lacubierta al aire libre, se detuvo en unpequeño muelle, frente a ellos, en elembarcadero.

—¿Qué clase de barco es ese? —

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preguntó Julia, impaciente.—Es un bateau-mouche[38] —dijo

Émile, tras una breve mirada.—Vamos a dar un paseo. Será

divertido.—Ni hablar.—¡Oh, por favor! —rogó Julia, con

un gemido exageradamente infantil.—Vete tú si quieres —dijo él,

irritado—. Yo ya he tenido bastante deeso.

Él se alejó rápidamente por elembarcadero antes de subir otro grupode escalones hasta llegar al nivel de lacalle.

—¿Te da miedo marearte? —gritó

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ella. Después abandonó la idea y losiguió, musitando para sí—:¡Aguafiestas!

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V

Capítulo 14

ALFIERNO estaba sentado auna mesa de la terraza del Caféde Cluny, en una esquina del

cruce de los bulevares de Saint-Michely Saint-Germain. Su silla miraba a lacalle, como todas las demás de lapequeña terraza. Después de todo, unono pasaba el tiempo en un café paraescapar del mundo, sino paraobservarlo. Hacía diez minutos quehabía llegado y se había estado

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entreteniendo mirando el ir y venir delflujo colorista de personas que pasabanpor el bulevar como si se tratara de unafluente humano del Sena. Un par demujeres jóvenes, que se atrevían a irdescubiertas para mostrar sus melenas alaire, se pavoneaban cogidas del brazopor el estrecho pavimento que estabafrente a él. Al pasar, volvieron la cabezapara dirigirle una mirada evaluadora. Susaludo no suscitó las sonrisas de lasmujeres, que rápidamente tornaron a susrisitas tontas mientras desaparecían a lavuelta de la esquina. De repente, se diocuenta de lo mucho que había echado demenos París.

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—¡Eduardo!Valfierno se volvió en la dirección

de la jovial voz. El hombre achaparradoque tenía ante sí tendía sus brazos en ungesto amplio que decía: «Bueno, aquíestoy. ¿No es maravilloso?».

—¡Guillaume! —exclamó Valfierno,poniéndose en pie y extendiendo lamano.

—Ni hablar —dijo el hombre,acercándose, cerrando los brazos entorno a Valfierno en un fuerte abrazo—.Mon Dieu! Veo que todavía utilizas lamisma colonia. Nunca olvido una cara niun olor.

Aparte de haber ganado unos cuantos

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kilos, Guillaume Apollinaire no habíacambiado mucho desde que Valfierno loviera por última vez. Aún abrazaba lavida con tal fervor que irradiaba energíay vigor. Valfierno siempre podríarecargarse estando cerca del hombre;por otra parte, era mejor hacerlo enpequeñas dosis.

—Me alegro de verte —dijoValfierno después de librarse del abrazode oso y hacerle un gesto, ofreciéndoleasiento.

Guillaume Apollinaire se quitó unsombrero de ala corta y enjugó unaspequeñas perlas de sudor de la frente.

—Nunca llegaste a despedirte… —

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dijo Apollinaire, moviendo el dedo conun gesto de amonestación.

—Acepta mis disculpas, por favor—dijo Valfierno con una ligerainclinación de cabeza un tanto hipócrita—. Todo ocurrió muy rápido entonces.

—Siempre sospeché que tenía algoque ver con la mujer de aquelmarchante, Laroche. ¿Cómo se llamaba?

—Chloé.—¡Ah, sí!, la bella Chloé, bella

como una rosa con espinas que encajar.—En realidad —explicó Valfierno

—, no me marché de París hasta algodespués de aquel incidente.

—Incidente, en efecto —dijo

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Apollinaire—. Aquellos despreciablesapaches callejeros —añadió,inclinándose hacia delante y entornandolos ojos—. ¿Sabes?, siempre sospechéque, cuando aquella pequeña descaradano consiguió llevarte a la cama, le diríaa su marido que habías tratado deseducirla. Ella sabía cuál sería sureacción.

—Nunca pensé que fuese capaz dehacer tal cosa —dijo Valfierno.

—Nunca sabes de lo que es capazuna mujer hasta que la contrarías,¡recuerda lo que te digo!

—¿Y tú? —comenzó Valfierno,tratando de cambiar de tema—. Entiendo

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que no has estado mano sobre mano, quehabrás publicado algún libro.

—Un poema épico, nada menos —dijo Apollinaire, comunicativo—.L’enchanteur pourrissant[39], undiscurso poético sobre los azares delamor —añadió, inclinándose haciadelante de un modo un tanto teatral—.Merlín el Encantador queda cautivadopor no otra que Viviana, la mismísimaSeñora del Lago. Él le revela todos sussecretos lo que, naturalmente, lo lleva ala perdición. Incluso ha previsto todoeso, pero es inútil resistir a susencantos. ¿Ves? A fin de cuentas, todoslos hombres se encaminan de buen grado

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a su perdición simplemente por la vagapromesa del placer de una mujer.

—Parece… fascinante —dijoValfierno, distraído—, aunque, sin duda,no todos los hombres carecen hasta esepunto de fuerza de voluntad.

Apollinaire se encogió de hombros.—Quizá no, pero la vida solo

merece la pena vivirse cuando caes enla tentación, al menos de vez en cuando.

Un camarero que llevaba un largodelantal negro hizo su aparición.

—¡Ah! —dijo Apollinaire conentusiasmo—, ¡ahí está nuestro hombre!

Valfierno pidió otro petit noir[40];Apollinaire, brandy. El hombre más

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corpulento dominaba la conversación,recordando a Valfierno todas lasmaravillas y placeres de París que habíaabandonado. Valfierno solo mencionóque le había ido muy bien con sunegocio de importación y exportación enBuenos Aires, pero había decidido queya era hora de regresar a París.

—Importación y exportación —comentó Apollinaire, sopesando laspalabras—. No creo que incluyeraciertas obras de arte de dudosaprocedencia.

—Digamos que los deseos delcliente deben satisfacerse siempre.

—Por cierto —dijo Apollinaire—,

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¿cómo está mi antiguo amigo, monsieurChaudron?

Valfierno suspiró.—Siento decirte que ya no está con

nosotros. Su salud nunca fue buena,aunque quiero pensar que el agradableclima de Sudamérica le alargó la vida.

—¡Qué lástima! Un hombre con unostalentos tan prodigiosos. Me temo que semalgastaron en aquellas pequeñascopias en las que ponía su corazón y sualma.

—Un hombre tiene que ganarse lavida —dijo Valfierno.

—En eso te equivocas —respondióApollinaire, fulminando a Valfierno con

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la mirada—. Un hombre tiene que crearvida. Hay una gran diferencia.

Se produjo una larga pausa cuandoel camarero llevó las bebidas frescas.

—Guillaume —comenzó a decir, porfin, Valfierno—, hay una razón por laque te pedí que te reunieras hoyconmigo.

—Naturalmente —dijo Apollinaire—. Por mi entretenida y estimulantecompañía.

Valfierno sonrió.—Desde luego, pero también por

otra cosa. Es la razón primordial por laque he vuelto. Sé que siempre tepreocupaste por los nuevos artistas que

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trataban de establecerse en París.Supongo que sigues haciéndolo.

—Pues claro. Es lo más fascinantede esta ciudad. No creerías lo que estáocurriendo. En cuanto se permitió quelos impresionistas se equipararan conlos clásicos, llegó el siguiente grupo derenegados. Ni siquiera tienen nombreaún, aunque he propuesto uno que esperoque se acepte. Al principio, pensé en laposibilidad del nombre anarquistas delarte, pero lo descarté. Ahora estoydándole vueltas a otro: surrealistas.¿Qué te parece? ¿Demasiado oscuro?

—Pero, sin duda, esa es la cuestión,¿no? —añadió Valfierno—. Y estos…

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—Surrealistas.—¿Ganan dinero?—Claro que no. Eso echaría todo a

perder.—Entonces, me pregunto si conoces

quizá a alguno que esté bien formado,bien versado en el estilo clásico depintura, a quien pudiera interesarleganar algún dinero y cuyos escrúpulossean… digamos flexibles.

—Un falsificador, quieres decir —aclaró Apollinaire.

Valfierno lo admitió con un ampliomovimiento de la mano.

—Pues —dijo Apollinaire— quizátenga justo el hombre adecuado para ti.

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Ha tenido algunos éxitos en su círculo,pero poca cosa fuera de ellos. Estáhartándose cada vez más del trabajo queha venido haciendo y de la gente queconoce, e incluso hasta el punto demarcharse de Montmartre, si puedescreerlo. Buscando inspiración o algoasí. Quiero decir que puedo entender lanecesidad de ideas nuevas, perolargarse de Montmartre…

Dejó el pensamiento en suspenso,como si fuera la idea más absurda delmundo.

—¿Cómo se llama?Apollinaire vaciló un momento antes

de responder.

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—Se llama… Diego. De hecho,tiene un pequeño estudio no muy lejosde aquí.

—¿Dónde exactamente?—¡Oh!, a la vuelta de la esquina, en

l a rue Serpente, pero no lo encontrarásallí. Ha estado haciendo algunos pinitosen copias del museo de alta calidad paravenderlas a los turistas. ¿Hasta quépunto es eso bueno para la inspiración?Resulta que lo he visto hace menos deuna hora, en la otra orilla del río, en elmuelle de la Mégisserie. Lo conocerásen cuanto lo veas. Tiene los precios másaltos y la peor técnica de ventas.

—Gracias —dijo Valfierno, dejando

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unos francos sobre la mesa.—Pero te lo advierto —dijo

Apollinaire con una sonrisa maliciosa—, a veces, puede ser un poco difícil.

Eduardo de Valfierno paseabatranquilamente por la fila de tenderetesde color verde oscuro que se extendíapor los parapetos de los muros del río alo largo del muelle de la Mégisserie.Disfrutando del sol de primera hora dela tarde, rechazaba educadamente lasnumerosas invitaciones a comprarcolecciones de sellos supuestamenteraros o a inspeccionar antigüedadesgarantizadas como auténticas. Dejó atráspuestos llenos de libros viejos y de

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postales a todo color con los andarestranquilos y confiados de un hombre sinpreocupaciones. A veces, se deteníapara coger un falso antiguo jarrón chinoo para examinar la trama de unaalfombra persa, pero siempre declinabael ofrecimiento cuando le presentabanunos precios iniciales astronómicamenteelevados antes de caer a una velocidadasombrosa.

Le interesaban de modo especial lostenderetes que exhibían copias degrandes obras maestras. Algunas no eranmalas, aunque la mayoría erandesesperadamente chapuceras. Aun así,Valfierno no insultaba nunca a los

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artistas, limitándose a excusarserespetuosamente, comentando que no eraeso lo que buscaba. Ninguno de aquellosartistas podía ser el hombre que habíadescrito Apollinaire.

Finalmente, se detuvo en un puestoque exhibía de forma destacada copiasde diversos tamaños de La Joconde,pintadas sobre tablas de madera. Eran,con gran diferencia, las obras de mayorcalidad que Valfierno había visto hastaentonces. El artista, un joven decomplexión fuerte, con una mata de pelonegro que amenazaba constantementecon caer sobre los ojos, estaba sentadoante su caballete trabajando en otra

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copia. Sostenía en la boca una pipa debrezo apagada, sin prestar atención a suposible cliente. O eso parecía.

—No se cobra por mirar —murmuróel artista sin apartar la vista de sutrabajo.

—Estos no son malos —dijoValfierno—, de ninguna manera.

El artista bajó el pincel y volvió aencender la pipa.

—Quizá quiera comprar uno —dijoen un tono que sugería que ya estabaaburrido con su conversación.

Valfierno se preguntó por el acentodel hombre. ¿Italiano? ¿Español, quizá?Y el artista aún no había establecido

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contacto visual alguno con él.Valfierno miró una etiqueta de

precio.—Los precios parecen un poco

excesivos.El artista reanudó su pintura.—Tiene que ver al toscano del

puesto siguiente, bajando por ahí —dijo—. Los produce como salchichas en unahora.

—No —dijo Valfierno—. Mellevaré este.

El artista levantó la vista haciaValfierno por primera vez, con unamirada evaluadora, casi como sisospechase de un cliente que estuviera

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dispuesto a pagar su precio. Después,volvió a su trabajo como si una ventacareciese de importancia para él.

—¿Puede enviármelo?El hombre se volvió hacia Valfierno.—¿Le parezco un cartero? —

respondió. Su tono era neutro, pero teníaun punto de desafío.

Valfierno sonrió mientras sacaba unfajo de francos del bolsillo. Este teníaque ser el artista de Apollinaire.

—Me pregunto, amigo mío —dijo,contando los billetes—, si le interesaríahacer un pequeño trabajo para mí.

—¿Y por qué iba a querer hacerlo?—preguntó el hombre, reanudando su

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pintura.—¿Qué diría si le dijera que podría

ganar mil veces más por una copia?—Diría que usted está loco de

atar… o que es un brillante juez deltalento.

Valfierno le tendió el dinero.—Me llamo Eduardo de Valfierno.El vehemente joven consideró la

oferta durante un momento antes delevantar la vista. Despacio ydeliberadamente, dejó el pincel y selevantó. Era un poco más bajo queValfierno, pero con su complexiónfornida y su postura de piernas abiertas,daba la impresión de un toro

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implacable. Cogió el dinero y guardó elfajo en el bolsillo sin contarlo.

Valfierno tendió la mano comosaludo. El artista lo consideró unmomento.

—Soy José Diego Santiago de laSantísima —dijo, estrechando la manocon un apretón firme, casi agresivo.

—Un placer conocerlo, don…—Diego.—Don Diego.Diego inclinó ligeramente la cabeza

antes de sentarse de nuevo ante sucaballete para coger el pincel y reanudarsu trabajo.

—Veo —dijo Valfierno— que pinta

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con la mano izquierda. Leonardo erazurdo, ¿no?

—Es esencial para hacer una buenacopia.

—Entonces, quizá sea esa la razónpor la que es tan bueno.

Diego detuvo el pincel y miró aValfierno. Por primera vez, sus labiosinsinuaban una sonrisa.

—No —dijo—. La razón de que yosea tan bueno —añadió, pasando elpincel a la otra mano— es que soydiestro.

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E

Capítulo 15

L gran acorazado blanco, erizadode cañones, con gallardetesflameando al viento, navegaba

hacia su presa, una elegante goleta demadera de tres palos. La afilada proadel buque de guerra cortaba el aguacomo una cuchilla. En un movimientodesesperado, la goleta metió toda lacaña a estribor para evitar una colisión,pero era demasiado tarde. El espolónmetálico que remataba por la proa la

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obra viva del buque embistió el cascodel velero con una fuerza escalofriante.El velero se escoró y solo sus grandesvelas evitaron que zozobrara.

Un niño vestido de marinero gritabatriunfalmente en la orilla del petitbassin[41] en el jardín de las Tullerías.Al otro lado del gran estanque circular,otro niño, que llevaba un suciotablier[42] amarillo y zuecos, acudíagimiendo a su madre por la injusticiaperpetrada por el buque de guerra dehojalata y de cuerda contra su indefensovelero. Ajenos al drama, muchoshombres reclinados en sillas alquiladasalrededor de la periferia del círculo

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leían sus periódicos bajo los panamáspuestos con desenvoltura sobre suscabezas. En el centro del estanque,chispeante por los reflejos naranjas delcarpín dorado, una fuente lanzaba aguaal aire, formando un borroso penachofrente a la ligera brisa.

A la sombra de un castaño cercano,un grupo de hombres y mujeres estabanagachados en diversas posturas en tornoa un mantel de cuadros extendido sobrela hierba. Las migas de pan cubrían elmantel; en su centro, un cesto de mimbrecontenía los restos de varias cuñas dequeso y rabillos de uvas. Unas botellasmedio vacías de vino tinto montaban

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guardia sobre las sobras. MadameCharneau, con la espalda apoyada en eltronco del árbol, parecía decidida aacabar con la única barra de pan quequedaba. Émile y Julia estaban sentadosfrente a frente en el suelo; el desfile delas parejas de la sociedad parisiensecogidas del brazo por el paseo central,e l axe historique, distraíaconstantemente la atención de Julia.

Diego estaba agachado, con lasrodillas abiertas en pronunciado ángulo,sosteniendo una botella de vino mientrasvaciaba su contenido en su copa.Valfierno, con el brazo posado en unarodilla levantada, contemplaba una uva

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negra que sostenía entre el pulgar y elíndice. De fondo, las distintas alas delLouvre rodeaban el gran patio abiertoque conducía a los jardines.

—Hay un problema —dijo Émilecon aire de forzada autoridad.

—No hay problemas —lo corrigióValfierno—, solo retos.

—Un reto, entonces —dijo Émile, unpoco exasperado—. Con la instalaciónde estas nuevas vitrinas, será imposiblecolocar una copia detrás de cualquierade las pinturas protegidas. Simplemente,no se puede hacer.

—Buena observación —dijoValfierno—, pero, en este caso,

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discutible.—Después de todo —dijo Julia—,

no todas las pinturas están dentro devitrinas de esas.

—Pero la pintura que queremosformará parte, sin duda, de eseexclusivo grupo —señaló Valfierno.

—¿Y qué pintura sería? —preguntóella.

—Esa es una pregunta estúpida —dijo Émile—. No sabremos de quépintura se trata hasta que no encontremosa nuestro cliente. Lo que importa es loque él quiera.

—Émile tendría razón —empezó adecir Valfierno— en circunstancias

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normales.—¿Lo ves? —dijo Julia, saboreando

un pequeño triunfo—. Después de todo,no era tan estúpida.

—En esta ocasión —continuóValfierno—, la pintura es lo primero.Concentraremos nuestros esfuerzos enuna pieza, algo que todo el mundo desee.

—¿Cómo qué? —preguntó Émile.Valfierno se volvió hacia el nuevo

miembro de su grupo.—Don Diego…El artista estaba dedicado al proceso

de tomarse su copa de vino tinto. Bebióun último trago antes de dejarla a sulado, en la hierba. Secándose la boca

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con el dorso de la mano, se estiró haciaatrás para sacar una tabla cubierta conun paño. Con un amplio movimiento dela mano, retiró el paño como un matadorecha atrás el capote, descubriendo unareproducción notablemente precisa deLa Joconde.

Madame Charneau se tapó la boca,reprimiendo una brusca inspiración. Elrostro de Julia se iluminó de entusiasmo.

—¡Eh, espera un minuto! —espetóJulia, volviéndose a Émile—. Ese es elque dijiste que nadie compraría.

—No se atreverían —insistió Émile—. Además, es una tabla de maderamaciza, sin contar con que está dentro de

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una vitrina. ¿Cómo vamos a autentificarla copia si el potencial comprador nopuede poner su marca en la parte deatrás?

—Tienes razón —dijo Valfierno—.No es fácil vender una copia no marcadacuando el original sigue colgado en lapared de la galería. Así que tendremosque asegurarnos de que el original noesté colgado en la pared de la galería.

—¿Y cómo espera que lo hagamos?—preguntó Émile.

—¡Robándolo, evidentemente! —exclamó Julia.

—¿Robar La Joconde del Louvre?—preguntó Émile, sin poder conservar

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la calma—. ¡Es imposible!—Es difícil, sí —concedió

Valfierno—, pero, ¿imposible? Bueno,no lo sabremos hasta que lo intentemos.

Madame Charneau habló por vezprimera:

—Pero, marqués, aunque podamosrobarlo, toda Francia se levantará enarmas. Nunca dejarían que saliese deParís.

—No tendremos que hacerlo. Sequedará aquí, en la ciudad.

—¡Sería como tratar de agarrar uncarbón al rojo! —dijo ella—. ¡Ningúnfrancés se atrevería a tocarlo!

—En realidad, estoy pensando más

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en la posibilidad de encontrar a un ricocliente norteamericano.

—Lo buscarán en cada maleta, cadabolsa, cada caja que deje el país —dijoÉmile.

Una niña pequeña pasó gritandoencantada mientras tiraba de la cometaen forma de caja que iba tras ella.Valfierno la observó un momento antesde responder.

—Por supuesto, revisarán todo —dijo—. Pero solo después del robo.

—¡Oh, claro! —comenzó Émile enplan burlón—. ¿Cómo no se me habíaocurrido? ¡Embarcaremos La Jocondehacia América antes de robarla!

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—Eso es exactamente lo que estoysugiriendo.

Antes de que Émile pudiera decirotra palabra, un viento repentino subiódesde el río, inflando el mantel yazotando sus rostros con la arena de loscaminos.

—Propongo también que nosretiremos al estudio de don Diego, alotro lado del río.

Diego tenía alquilado un abarrotadoestudio en un sótano del Barrio Latino,en la rue Serpente, una estrecha callemuy próxima al bulevar Saint-Michel. Ellugar, aunque muy alejado del enclaveartístico de Montmartre, se ajustaba a

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sus necesidades. Aunque solo estaba aunos pasos de un animado café-teatro,podía trabajar en relativa paz y soledad.Descubrió también que el hecho de serun artista en una zona que no destacabapor la presencia de ellos no solo lodefendía de influencias no buscadas,sino que lo hacía más interesante paralas chicas del café. Como ventajaañadida, la proximidad a los puestos delos vendedores de la orilla del río ledaba, al menos, la posibilidad de ganarsuficiente dinero para pagar un alquilermás alto.

Montones de libros, pilas de lienzos,gran cantidad de pinceles, pinturas y

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trapos cubrían el suelo. Una puertaabierta dejaba ver un gran armariotambién lleno de materiales. Un catreapilado con mantas arrugadas estabaatrapado en un rincón y una tina de zincen otro. Al lado de la tina, una macetade flores artificiales estaba sobre untaburete de madera.

Madame Charneau, Émile y Julia sesentaron en un par de bancos rústicoscomo alumnos en una clase. Valfierno sequedó de pie ante ellos, interpretando almaestro; Diego, fumando un Gauloise, sesentó en una banqueta, a un lado. EntreValfierno y Diego había un caballete quesostenía una tabla de madera en blanco.

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La tabla tenía las dimensiones exactasd e La Joconde: setenta y siete porcincuenta y tres centímetros.

—Don Diego creará una copiaperfecta —comenzó Valfierno—. Lacopia será enviada por mar aNorteamérica antes de que se produzcael robo. Nadie reparará en ella. No serámás que una de los cientos de copiasque se exportan a diario. Después delrobo, se entregará a su nuevopropietario.

—¿Qué pasará con la auténtica? —preguntó Julia.

—Transcurrido un tiempoapropiado, será devuelta al museo.

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Como ha señalado madame Charneau,las autoridades no dejarán de removerRoma con Santiago mientras no seencuentre.

—¿Y el americano? —preguntómadame Charneau.

—Le diremos que solo es cuestiónde tiempo que el museo la reemplacepor la copia que han tenido guardadapara una eventualidad así, anunciando aun mundo ávido de noticias que la obramaestra ha sido recuperadamilagrosamente. Además, si nuestroamericano sospechara algo, ¿a quién selo iba a revelar?, ¿a la policía?

—¿Estamos seguros —preguntó

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Émile— de que don Diego es capaz dehacer una copia que pase por la obraoriginal?

Todos se volvieron hacia Diego, quemiró fijamente a Émile mientrasapartaba lentamente el Gauloise de suslabios y bufaba una corriente de humoazul por las ventanas de la nariz.

—Soy el único hombre que hay enFrancia capaz de hacer ese trabajo —dijo en tono bajo y amenazante—. Lacuestión verdaderamente importante es:¿son ustedes capaces de robar el cuadroauténtico del museo?

—Soy el único hombre que hay enFrancia capaz de hacer ese trabajo —

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replicó Émile.Los dos hombres se miraron

mutuamente como dos gatos quereclamaran como suyo el mismocallejón.

—Bien —dijo Valfierno en su tonomás conciliador—, entonces tenemos lasuerte de contar con dos individuoscapaces de hacer tales trabajos: donDiego y Émile, que, por cierto, tendráque hacer el trabajo sin ninguna ayudamía.

—¿Dónde estará usted? —preguntóJulia.

—Por desgracia, mi nombreocuparía uno de los primeros puestos en

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una lista de posibles sospechosos de undelito así. Es esencial que mi coartadasea incuestionable y estar a cinco milkilómetros de distancia en el momentode los hechos será más que suficiente. Yrecordad que el robo de La Joconde essolo la mitad del trabajo. Encontrar a uncliente que esté dispuesto a pagar unprecio acorde al objeto en cuestión seráigual de difícil.

—Yo haré mi parte —dijo Émile.—Sé que lo harás —dijo Valfierno

—, pero para algo así necesitarás ayuda.—La tiene —dijo Julia—. Yo

misma.—¡Oh! Necesitaremos tu ayuda,

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claro —dijo Valfierno—, en el exterior.Trabajarás con madame Charneau. Paraeste trabajo, tendremos que encontrar aalguien de dentro, alguien con unconocimiento profundo delfuncionamiento interno del museo.

—Mi hermano Jacques ha hechoalgunos trabajos en el Louvre —dijomadame Charneau, ilusionada—. Hatrabajado en las calderas. Sería ideal.

—Sería ideal —asintió Valfierno—si no residiese en la actualidad en lacárcel.

—Es cierto —concedió madameCharneau. Para información de losdemás, añadió—: amañó la caldera de

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un banco para que explotase y trató deescapar con la caja fuerte aprovechandola confusión. Por desgracia, era máspesada de lo que había imaginado y noconsiguió llegar más que a la puertaprincipal antes de que se le cayese en elpie.

—Émile —dijo Valfierno—, empleaalgún tiempo en los cafés de los obrerosen el barrio de Saint-Martin. Mantén losoídos atentos y mira a ver de qué puedesenterarte.

—¿Sabes? —comenzó Julia,mirando fijamente la tabla del caballete—, es divertido.

—¿Sí? —inquirió Valfierno,

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volviéndose hacia ella.—Bueno, bien pensado, si el

original ha sido robado y solo estásvendiendo una copia, ¿por quéconformarse solo con una? ¿Por qué novender una docena de copias mientrasestás en ello?

Émile resopló con sorna.Julia lo miró frunciendo el ceño.—Interesante idea —dijo Valfierno,

considerándola—, pero no muy práctica.Por una parte, crear tantasfalsificaciones lleva demasiado tiempo.Por otra, encontrar tantos clientes seríacompletamente imposible; la logísticanecesaria sería demasiado compleja.

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Émile le devolvió la mirada a Juliacon una sonrisita satisfecha.

—Bien mirado —continuóValfierno, midiendo cuidadosamente suspalabras—, seis copias no estarían mal.

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L

Capítulo 16

A rue del Faubourg Saint-Martinresonaba con los timbres de lasbicicletas. Pocos obreros podían

permitirse el lujo de uno de estosmedios de transporte relativamentenuevos, pero eran cada vez máspopulares entre la burguesía que salía ala búsqueda del color local en los cafésllenos de humo de la zona. Las mesas dehombres toscos con gorras y boinasraídas llenaban las aceras. Las filles de

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joie[43], muy maquilladas y fumandocigarrillos, estaban sentadas, bebiendo,flirteando y acompañando a los hombresen sus lamentos. Hordas de gatosasilvestrados se restregaban con unbosque de piernas, pidiendo las migajas.

Émile hubiera deseado queValfierno no insistiera en que loacompañara Julia. Él conocía bien lazona. Como niño de la calle, habíapasado mucho tiempo aquí, dependiendode la benevolencia de hombres con pocodinero propio para gastar. En ciertosentido, pensaba, había pocasdiferencias entre él y las criaturas decuatro patas que serpenteaban alrededor

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de sus piernas. Valfierno le habíapedido que mantuviese bien abiertos susojos y oídos y eso era lo que estabahaciendo. Julia era una complicación.Encajaba bien, con su soltura y susonrisa amable, pero él se estremecíacada vez que ella se tropezaba conalguien. Se imaginaba que estabacoleccionando recuerdos de estoshombres y temía su cólera si la cogíancon las manos en la masa.

—¿Qué se supone que buscamos? —preguntó ella cuando entraban en unabarrotado café—. ¿Por qué hasescogido este sitio?

—No hagas tantas preguntas —dijo

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él inmediatamente antes de que unhombre corpulento, borracho, chocaracon ellos.

—¡Eh! Mira por dónde vas —protestó Julia, pero el hombre soloemitió un gruñido y tropezó.

—Cuidado con lo que dices —leadvirtió Émile—. Lo último quequeremos son problemas.

—¡Oye! —dijo Julia, sacandoalgunos billetes de francos de la carteradel hombre—, al menos pídeme unabebida.

Émile iba a reprenderla cuando losvio.

Los dos hombres se sentaron en la

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mesa de un rincón; ambos sedesplomaron sobre sendos vasos deabsenta, como si buscaran en el líquidoverde esmeralda alguna parte de susalmas que hubiesen perdidoirremediablemente.

—Déjame que hable yo —dijoÉmile.

—¿Qué? ¿Quién es? —preguntóJulia; pero él ya estaba atravesando lamultitud y la ignoró.

—Bon soir, monsieurs —dijo Émilecuando llegó a la mesa—. ¿Les importaque me siente aquí?

Julia reconoció a los hombrescuando levantaron la vista. Eran los dos

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trabajadores de mantenimiento delLouvre, los que habían despedido porhabérseles caído la vitrina.

—En realidad —dijo el de la carade halcón—, sí.

Su compañero perdióinmediatamente el interés y dedicó suatención a su vaso de absenta.

—Sé quiénes son ustedes —dijoÉmile.

El hombre se echó hacia atrás y lomiró con suspicacia.

—¿Sí?—Ustedes son los dos hombres a los

que despidieron del museo el otro día.Lo vimos todo.

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—¿Y qué pasa si somos nosotros?—Bueno —dijo Julia—, la forma de

tratarlos fue una vergüenza.Viendo su oportunidad, se sentó en

una silla, frente a los hombres. Émile ledirigió una dura mirada antes de que ellalo acercara a otra silla que estaba allado de la suya.

—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó el hombre, con tono suspicaz,pero ligeramente más suave.

Julia abrió la boca para hablar, peroÉmile se adelantó:

—Mi nombre es Émile —dijo, ytendió la mano para saludar—. Estamosencantados de conocerlos.

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El hombre no respondió. Émileretiró la mano.

—Y esta es… —añadió, vacilando ydejando en suspenso la frase.

—Soy su hermana.Émile le dirigió una mueca de

desconcierto antes de volverse hacia elhombre.

—Mi hermana —dijo, sin muchaconvicción.

El otro hombre levantó la vista de suvaso. Tenía los ojos desenfocados yllorosos, y su cabeza se balanceó comouna boya del puerto cuando trató decentrarse en Julia.

—¿Su hermana? —dijo—. No

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parece muy francesa.Émile miró a Julia, exigiéndole con

la mirada que se inventara algo.—Porque —dijo Julia con una

sonrisita petulante dirigida a Émile—después de que nuestros padres sedivorciasen, nuestra madre me llevó aEstados Unidos a vivir con unosparientes. Fue muy triste. Yo solo erauna niña en aquella época.

Esto pareció satisfacer al hombre yvolvió a centrar su atención en laabsenta.

—Yo me llamo Vincenzo —dijo porfin el hombre de la cara de halcón—.Vincenzo Peruggia. Pero llámenme

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Peruggia. Y este es Brique[44].—Llámenme Brique —dijo el otro

hombre, sin levantar la vista.—¿Puedo pedirles unas bebidas

para los dos? —preguntó Émile.—¿Por qué no? —dijo Peruggia.—Julia —dijo Émile, con la mano

abierta hacia ella—, déjame ver esedinero, sé buena.

Julia lo miró, pero hizo lo que lepedía.

Émile pidió una botella de vinotinto. Tras beber algunos vasos,aparentemente Brique se durmió, con lacara hundida en sus brazos doblados,pero a Peruggia se le soltó la lengua.

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Les dijo que había venido a París enbusca de empleo y había trabajado enuna serie de cosas de poca importanciaantes de que lo contrataran en el museo.

—Imagínese —continuó, tanto paraél mismo como para Émile y Julia—, unauténtico patriota italiano en el corazóndel país que engendró al mayor enemigode mi patria.

—¿Y quién era? —preguntó Julia.—Napoleón, naturalmente —

replicó, volviéndose hacia ella con ojoscentelleantes—. ¿Quién iba a ser si no?

—Claro —dijo y, tras mirar aÉmile, añadió con toda inocencia—:¿Cuál de ellos?

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—¿Cuál de ellos? —repitióPeruggia, golpeando la mesa con el puño—. El mismo demonio, naturalmente:Bonaparte.

—¡Oh, claro! —dijo Julia, tratandode reponerse—. Bonaparte. Pensé quequizá se refiriera al otro.

—En realidad, no sabe de qué habla—dijo Émile mientras golpeaba lapierna de Julia debajo de la mesa.

—Entonces, la ilustraré —comenzóPeruggia—. Sus ejércitos arrasaron latierra donde nací, expoliando yquemándolo todo a su paso, y élpersonalmente saqueó nuestros mayorestesoros para su propio enriquecimiento,

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los mismos tesoros que cuelgan en lasparedes del museo en el que hetrabajado para estos perros.

—Incluso La Joconde —añadióÉmile, azuzándolo.

La observación pareció impactar deun modo especialmente fuerte enPeruggia. Levantó su vaso y lo vació deun solo trago. Brique empezó a roncarcon fuerza.

—Sí, incluso La Gioconda —dijoPeruggia, remarcando el nombre italiano—, el mayor tesoro de todos, queexhiben ante el mundo como si lohubiese pintado un francés.

—Es indignante —dijo Julia,

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mirando a Émile en busca deaprobación.

—Es criminal, no hay otra palabra—afirmó Émile mientras rellenaba elvaso de Peruggia.

Pero los vapores ya estabanaplacando la cólera de Peruggia.

—Sí —dijo, asintiendo lentamentecon la cabeza—, criminal.

Elevó de nuevo el vaso y empezó abeber. Este era el momento.

—Hay algo que debe saber, amigomío —comenzó Émile.

Peruggia bajó el vaso y fijó unaintensa mirada en Émile.

—¿Y qué es?

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Émile se inclinó hacia él y le hablóen voz muy baja:

—Hay gente en este mundo, en estaciudad, que no puede tolerar la injusticiamás que usted.

Peruggia gruñó para demostrar queno lo creía.

—Hablo en serio —dijo Émile—.Hay personas que sienten esto con lamisma fuerza que usted.

—Continúe —dijo Peruggia,cauteloso.

Émile miró furtivamente en torno ala abarrotada estancia, captandorápidamente la mirada de Julia paracompartir un momento de triunfo.

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—Aquí no —dijo—. Hay alguien aquien quiero que conozca primero.

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P

Capítulo 17

ERUGGIA dijo:—No se equivoque, signore.

Yo no haría esto solo por dinero.—Por supuesto que no, amigo mío

—dijo Valfierno—. Comprendoperfectamente sus motivaciones. Antetodo y sobre todo, usted es un patriota.Eso es obvio.

Los dos hombres paseaban por elembarcadero que recorre la orilla delrío gris verdoso bajo el muelle del

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Louvre. Cuando Émile los presentó,Valfierno se había mostrado algodesconfiado del obsesivo italiano. Porregla general, podía formarse unaopinión de una persona de un vistazo,pero la intensidad de los ojos delitaliano le dificultó leerlos en un primermomento. Peruggia andaba encorvado,como un hombre perseguido que tratarade pasar desapercibido, una víctimainocente de un país que había sidocruelmente subyugado por el monstruo,Napoleón. Cuando comprendió lanaturaleza de la obsesión de Peruggiacon los acontecimientos que ocurrieranun siglo antes, su idée fixe[45], a

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Valfierno le resultó fácil centrar la ira yla frustración del hombre en el objeto desu rabia: el Louvre y sus antiguos jefes.A partir de ahí, tenía una vía directa a laidea de que el único camino pararestaurar la justicia en el mundo, talcomo lo veía Peruggia, era repatriar LaGioconda misma.

—Devolver el mayor tesoro de mipaís a su lugar —dijo Peruggia cuandopaseaban bajo la celosía de hierro delpuente Solférino—, arrancarlo de lasmanos manchadas de sangre del tiranoNapoleón, sería el mayor honor quepodría alcanzar nunca.

«El hombre daba la imagen de un

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perfecto revolucionario», pensóValfierno. La decidida convicción de larectitud de su causa era un poderosomotivo. Y el marqués se dio cuentarápidamente de la tendencia de Peruggiaa obsesionarse con los detalles, enespecial si creía que el plan eraenteramente de su cosecha.

—Repasemos de nuevo todo elasunto —dijo Valfierno, empujándolo—. Y no olvide el más mínimo detalle.

Animado, Peruggia describió unavez más su plan mientras pasaban anteuna flotilla de chalanas amarradas a laorilla en pendiente. Unas atareadaslavanderas colgaban ropa en las

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barcazas-lavandería, manteniendo a sushijos atados con correas para evitar quese cayeran por la borda. Una chalanagrande ofrecía una piscina al aire librerodeada por largos cobertizos demadera en los que se podía alquilar unacabina privada y darse un baño porveinte céntimos.

Valfierno escuchaba atentamente alitaliano, interrumpiéndolo a veces conpreguntas y comentarios, invitándoloamablemente a pasar por alto las partesdel plan carentes de interés yencaminándolo hacia las que tenían mássentido práctico. De hecho, la primeravez que escuchó el plan, Valfierno pensó

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que era demasiado ingenuo para quefuncionara, pero después empezó adescubrir que su fuerza radicaba en susimplicidad.

—Con un poco de suerte —dijoPeruggia cuando terminó—, ni siquieraecharán de menos el cuadro hasta el díasiguiente.

—Necesitará otro cómplice, ademásde Émile —dijo Valfierno—. ¿Tucompañero, el amigo Brique, es deconfianza?

—Sí, pero será mejor si no ledecimos nada hasta que llegue ese día.Trabaja mejor cuando no tiene tiempopara pensar en lo que hace. Si le paga

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bien, hará lo que se le diga.—Recibirá una buena paga —le

aseguró Valfierno—. Los dos tendránuna buena paga. Arreglaré las cosaspara que puedan alojarse los dos en lacasa de madame Charneau. Facilitará laplanificación.

El italiano se quedó mirando unabarcaza que pasaba deslizándose bajo elpuente corriente abajo.

—Respóndame a esto —empezóPeruggia sin mirar a Valfierno—. Émiley la joven…

—Julia.—Me dijeron que eran hermanos,

pero yo sé que no lo son. He visto su

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forma de actuar juntos. Como una viejapareja casada. ¿Por qué me mintieron?

—Signore —dijo Valfierno—, tieneque comprender que solo estabantratando de ser discretos. No tenían niidea de si ustedes eran los hombresadecuados para el trabajo.

Peruggia lo pensó, asintiendoligeramente con la cabeza.

—¿No habrá más mentiras?—Tiene mi palabra de caballero —

le aseguró Valfierno.Peruggia se volvió lentamente hacia

Valfierno, mirándolo atentamente a losojos.

—Lo ayudaré, signore, por una y

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única razón: para restaurar el honor demi país. Pero le advierto que, sipensara, aunque fuese por un momento,que está tratando de engañarme…

Las palabras quedaron en el airecomo una espada pendiente de un hilo.Valfierno sintió un momentáneoescalofrío de miedo, pero miró alhombre directamente a los ojos.

—No se preocupe, amigo mío —dijo, y le tendió la mano—. Usteddevolverá La Gioconda a su verdaderopropietario, el pueblo de Italia. Lorecibirán como a un héroe.

Los ojos de Peruggia seentrecerraron con intensidad.

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—Per l ’Italia! —entonósolemnemente mientras tomaba la manode Valfierno.

—Así sea —dijo Valfierno, tratandode aguantar la fuerza del apretón delhombre—. Per l ’Italia!

La pálida manta de nubes de colorblanco grisáceo que se cernía sobreParís atenuaba la luz que se filtraba porlas grandes claraboyas abovedadas de laestación de Orsay. Abajo, iban y veníancentenares de viajeros: elegantescaballeros parisienses con sombreros decopa que caminaban rígidos con susajustados ternos negros; mujeres deandares pesados con sus vestidos

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acampanados, rematados con chaquetasentalladas, y sus sombreros redondoscolocados sobre ramilletes de cabelloscardados; mozos que los seguían,luchando con maletas y enormessombrereras. Hombres de clasetrabajadora, con boinas, vestidos conchaquetas anchas y raídas de color azul,unos solos, otros conduciendo a susesforzadas esposas y bandadas de niños,se debatían con sus maletas de cartón enbusca del andén correcto.

Mientras Émile esperaba al final dela rampa de equipajes con motoreléctrico, supervisando el embarque delas maletas del marqués en el tren,

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Valfierno y Julia estaban sentados a unamesa de un pequeño café en la plantasuperior.

Valfierno tomó un sorbo de su cafénoir[46] y dijo:

—Probablemente, te gustaría ser túquien regresara a Estados Unidos.

Julia tomó un bocado de su briocheà tête[47].

—Ya lo conozco —dijo,encogiéndose de hombros—. Además,me gusta esto. Me siento como en micasa.

—Eso es lo que sienten la mayoríade las personas cuando llegan a París:como si llegaran a casa por primera vez.

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Estuvieron un momento sentados ensilencio: Valfierno bebiendo café y Juliatomando otro bocado.

—Parece que a Émile no le gustomucho —dijo finalmente ella de pronto.

—No hace amigos con facilidad —dijo Valfierno—. Y, para ser sincero,creo que te esfuerzas mucho para tratarde molestarlo.

—Pero yo solo me divierto un poco.¿No tiene sentido del humor?

—Él siempre ha sido muy serio, loha sido desde pequeño.

—¿Cómo se encontró con él?Valfierno la miró con suspicacia.—Prometo no reírme a su costa —

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añadió.Él sonrió y le contó la historia de su

encuentro callejero con los apaches ycómo lo dejaron a las puertas de lamuerte, así como el oportuno rescate deÉmile, sin mencionar a madame Larocheni a su celoso esposo.

—¡Dios! —dijo ella—. ¡Tuvosuerte! ¿Y nunca descubrió nada sobresu pasado?

—Yo no he dicho eso.—Cuéntemelo, entonces.Valfierno vaciló de nuevo.—Dígame lo que me diga, no lo

molestaré. Lo prometo.—No hay nada que pueda molestarlo

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—dijo Valfierno.—¿Y bien? —insistió Julia.—Te contaré lo que sé —dijo él,

inclinándose hacia ella—, pero solo conla esperanza de que quizá te hagacomprender mejor al chico.

—Desde luego. Puedo ser muycomprensiva… —dijo ella y, ante lamirada escéptica de Valfierno, añadió—: cuando quiero.

Valfierno levantó la vista hacia eladornado reloj dorado de la pared decristal traslúcido que cerraba la bóvedade la estación. Tras comprobar quehabía tiempo suficiente, se volvió denuevo hacia Julia.

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—Cuando lo encontré por primeravez, o quizá debería decir cuando él meencontró, era un niño muy callado. Casino hablaba y, en realidad, parecía norecordar nada de su vida antes deempezar a vivir en la calle. Yo no lopresioné. Pero tenía muchas pesadillas.Me despertaba en medio de la nochegritando. A menudo decía un nombre:«¡Madeleine, Madeleine!». A la mañanasiguiente, le pregunté por sus sueños,pero no me respondió. No estoy segurode que los recordara.

»Le comenté a madame Charneaumis inquietudes y ella recordó un trágicoaccidente unos años atrás. Una familia

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de cuatro personas, madre, padre, niñode ocho o nueve años y su hermana desiete, estaban de merienda a la orilla delSena, al norte de París. El río ibacrecido a causa de las recientes lluvias,la estación ya estaba avanzada y nohabía otras personas. Parece que lospadres fueron a dar un paseo y dejaronal pequeño al cuidado de su hermana.Aparentemente, los dos niños estabantrepando a un árbol grande, algunas decuyas ramas quedaban sobre el agua,cuando la niña se cayó al río. El niñotrató de alcanzarla, pero la fuertecorriente la arrastró rápidamente.Cuando los padres regresaron,

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encontraron a su hijo recorriendo arribay abajo la orilla llamando a la hermanapor su nombre, pero nadie volvió averla. Su cuerpo no se encontró nunca,perdido para siempre en losserpenteantes canales del río corrienteabajo.

—Es terrible —dijo Julia.—La desconsolada madre se ahogó

una semana más tarde en el mismo lugar,o quizá estuviese tratando de encontrar asu hija, ¿quién sabe? El padredesapareció poco después, aunque huboun informe que decía que había sidovisto viajando solo por Marsella un mesdespués. Nadie sabía qué había pasado

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con el niño. Simplemente desapareció.Valfierno se detuvo. Levantó la vista

de su café a Julia.—El niño se llamaba Émile.—Y el nombre de su hermana —dijo

Julia lentamente— era Madeleine.Valfierno tomó un sorbo de café.Julia se recostó en su silla.—Eso explicaría por qué no le gusta

el agua, claro.En ese momento, Émile apareció de

entre la multitud y se acercórápidamente a la mesa.

—Será mejor que bajemos —dijo—.El equipaje está cargado.

—Bien —dijo Valfierno, dejando

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unas monedas sobre la mesa ylevantándose del asiento—, parece queha llegado el momento.

Cuando llegaban a la escalerilla delcoche, un penacho de humo salía de lalocomotora del tren de coches demadera reluciente.

—El plan es sólido —dijo Valfierno—. Nuestro amigo italiano se imaginaque forma parte de una cruzada. Estoacentúa su talento para centrarse en losdetalles de la operación hasta el puntode la obsesión. Haced lo que diga, perosolo hasta que tengáis en vuestro poder ya buen recaudo la pintura.

—Sigo pensando que yo sería más

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útil en el interior —dijo Julia—, dondese desarrollará la acción.

—No levantes la voz —advirtióÉmile, mirando alrededor en el andén.

Valfierno le tocó amablemente lamejilla.

—Mi querida Julia, ya hablamos deesto antes. Piensa que eres un engranajede una máquina.

—Los engranajes no se divierten enabsoluto —dijo con un mohín.

Valfierno se le acercó, bajando lavoz.

—Tu parte quizá sea la másimportante de todas. Es esencial que elobjeto que quede en poder de nuestro

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amigo italiano sea una copia y, másimportante aún, que crea con toda sualma que es la pintura auténtica.

—Esa parte será fácil —dijo Julia.—Tu confianza es admirable —

continuó Valfierno—, pero me temo queno sea tan previsible como parece aveces. No des nada por supuesto.

—¡Pasajeros al tren para El Havre!—gritó el jefe del convoy mientras unoschorros de vapor salían por la chimeneade la locomotora.

—Émile. —Valfierno miródirectamente a los ojos del joven y lepuso la mano en el hombro—. Cuentocontigo. Y no me cabe la menor duda de

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que eres el mejor hombre para eltrabajo.

—No se preocupe —dijo Émile,confiado—. Todo irá según el plan.

—Así lo espero —dijo Valfierno—,pero recuerda: un plan no es más que unmapa de carreteras. Lo importante esllegar al destino con independencia delos obstáculos.

Émile asintió, ahora un poco menosseguro de sí mismo.

Valfierno besó a Julia en una mejillay, mientras se movía para besarla en laotra, le susurró en un oído:

—No lo pierdas de vista, en minombre. ¿Lo harás?

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Julia le dirigió a Valfierno unasonrisa de complicidad mientras él seapartaba y subía por la escalerilla delcoche.

El tren dio una sacudida haciadelante, cobrando vida.

—¡Deseadme suerte! —dijoValfierno, elevando la voz sobre elcreciente estrépito.

—Bon voyage! —gritó Juliamientras movía la mano frenéticamente.

—Bonne chance! —dijo Émile.—Entonces —le dijo Julia a Émile

mientras el tren desaparecía envuelto ensu propia nube de humo—, ¿crees deverdad que todo irá bien?

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—Por supuesto —dijo Émile—,siempre que hagas lo que se supone quetienes que hacer.

—¿No lo hago siempre? —dijo Juliacon una sonrisa.

Y después, antes de que Émilepudiera hacer nada al respecto, ella sepuso de puntillas y lo besó en la mejilla.Él retrocedió, asombrado, llevándosereflexivamente la mano a la cara.

—¿Por qué has hecho eso? —dijoél.

Julia se encogió de hombros, conuna sonrisa juguetona en los labios.

—Simplemente, creo quedeberíamos ser amigos —dijo ella como

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quien no quiere la cosa.Julia dio media vuelta y avanzó

pavoneándose hacia los escalones delandén, deteniéndose solo para lanzar unabreve mirada hacia atrás.

Émile la observó un momento, conuna expresión desconcertada en surostro. Después se palpó el bolsillo. Alsentir el tranquilizador bulto de su reloj,se permitió una sonrisa aliviada antes deseguirla.

Valfierno se relajó en el lujosoasiento de su departamento privado. Enpoco más de una semana, comenzaríaquizá la parte más difícil de toda laoperación. Tendría que convencer no a

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uno, sino a seis capitanes de la industrianorteamericana para que cada uno segastara una pequeña fortuna en un tesoroque nunca podrían exhibir a nadie másen el mundo. Lo había hecho muchasveces antes, por supuesto, pero nunca aesta escala.

Repasó los nombres que tenía enmente. Había mucho donde escoger. Contodos ellos había hecho negocios antes yla mayoría lo recibirían con los brazosabiertos. Excepto, quizá, mister JoshuaHart, de Newport (Rhode Island). Allípodría encontrar cierta resistencia.

Repasó de nuevo la lista de loscandidatos, pensando en la mejor

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manera de abordar a cada uno. Pero,mientras lo hacía, en sus pensamientossurgió algo más. Trató de centrarse,pero le resultaba difícil. Mientras el trendejaba atrás los suburbios de París,metió la mano en el bolsillo y sacó unúnico guante blanco de seda. No estabaseguro de por qué se había molestado entraerlo. Ridículo, ciertamente.

Liberándose de su ensoñación,volvió a guardarlo y se arrellanó en elasiento para tratar de dormir.

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E

Capítulo 18

N el estrecho sótano de suestudio, de la rue Serpente,Diego aleccionaba a Émile, Julia

y Peruggia:—Una tabla de álamo, de setenta y

siete por cincuenta y tres centímetros,reforzada con tiras de madera al dorso.

Tenía el aire de un profesorimpaciente no especialmente dispuesto acompartir su conocimiento superior consus alumnos. Estaba sentado en una

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banqueta, delante de su caballete, en elque se apoyaba la copia de La Jocondeque les había mostrado primero en lasTullerías. Para mayor ilustración, unaserie de tablas en diversos grados determinación descansaba en la mesa quetenía junto a él.

—Así que no se puede enrollar —comentó Julia.

Émile le dirigió un gruñido dedesaprobación, pero Diego sonrió.

— N o , querida mía[48], no puedeenrollarse.

Julia se volvió hacia Émile.—¿Qué pasa? —le dijo ella—. Solo

estaba pensando en voz alta.

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—¿Es así como lo llamas? —dijoÉmile.

—Creí que íbamos a ser amigos —dijo Julia, un tanto sarcástica.

—Es bastante pequeña —dijoPeruggia—. La sacaremos de allí, no tepreocupes.

—Si habéis acabado… —interrumpio Diego antes de darle lavuelta a la tabla—. Al dorso…

—¿Qué tamaño tiene esta? —dijoÉmile, interrumpiéndolo.

Diego le dirigió una dura mirada.—Tiene el tamaño correcto.—Creía que las copias tenían que

ser mayores o menores.

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—Esas son las normas del museo, sí—dijo Diego, sacando un Gauloise deuna cajetilla que estaba encima de lamesa y encendiéndolo—, siempre quehagas caso a las normas.

Émile se enfadó ante el desafío noexpresado con palabras.

—¿Normas? —dijo, lanzando unarápida mirada a Julia—. No, yo nuncales hago ningún caso.

—Un auténtico cimarrón[49], ¿eh? —dijo Diego, mencionando el antiguonombre español de un caballo mesteño.

—Si te parece —dijo Émile, comosi conociese el significado de lapalabra.

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Diego soltó una risita mientrasvolvía a centrar la atención en su tabla.

—Esta copia concreta es mioriginal, por así decir. Pasé muchotiempo sentado frente al original… antesde que lo metieran en ese horrible cajón,por supuesto.

—¿Y nadie le llamó la atención portener una tabla del mismo tamaño? —preguntó Peruggia.

—¡Oh, claro que me llamaron laatención! —dijo Diego con una sonrisamaliciosa—, pero lo único que tuve quehacer fue sacar esto. —Cogió de la mesauna cinta métrica de sastre—. Una jovenseñora a la que conozco tuvo la

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amabilidad de cortar un trozo de otracinta métrica y coserlo al principio deesta. Yo la ponía simplemente sobre elborde de la tabla para demostrar que, enrealidad, era más pequeña.

—Muy inteligente —dijo Julia.Diego se encogió de hombros.—¿Y todas las copias que has hecho

hasta ahora —comenzó Émile— son deesta calidad?

—No seas ridículo —dijo Diego—.Son buenas, pero no tanto.

—Pero las nuevas serán perfectas,¿no? —persistió Émile.

—¿Y qué crees tú? —le espetóDiego, aumentando su nivel de irritación

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con cada pregunta—. Ahora, si se mepermite continuar, es vital recordar queel dorso de la tabla es tan importantecomo el frente.

Indicó una tira de madera de colorclaro, pegada verticalmente justo a laizquierda del centro, en el extremosuperior de la tabla. Una pieza en formade lazo había sido añadidatransversalmente como refuerzo.

—Esta cola de milano se insertó enla madera para reparar una grietacausada por algún imbécil en el siglopasado cuando quitó el marco original.

La reparación le recordó a Julia unpequeño crucifijo.

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—¿Cómo te las has arreglado paraver la parte de atrás? —preguntó ella,claramente impresionada.

—No fue tan difícil —comenzóDiego aprovechando el interés de Julia,que lo miraba con unos ojos abiertos depar en par—. Tuve la oportunidad devisitar el estudio del fotógrafo en el quela estaban fotografiando. Uno de losayudantes me debía algún dinero y medejó examinarla brevemente. Pensé quele añadiría un toque interesante, aunqueni una entre mil personas lo supiese.

—Quizá este ayudante pudierasernos de utilidad —sugirió Julia algrupo.

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—No debemos cambiar el plan aestas alturas —dijo Peruggia.

A Émile también le molestó:—Lo último que necesitamos es

otro…—Podría haber sido útil —

interrumpió Diego—, pero el caso esque debía dinero a un montón de gente.Y no todo el mundo era tan tolerantecomo yo. Pescaron su cadáver en el río.Aparentemente, se olvidó de que nosabía nadar.

Diego sonrió sardónicamente aÉmile, como si él apreciara esta muestrade humor negro. Julia sintió una punzadade empatía cuando Émile hizo una débil

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tentativa de sonrisa.Diego dio la vuelta a la pintura y

volvió a colocarla sobre el caballete;después cogió una tabla en blanco.

—La preparación lo es todo. Paraconservar la tabla a salvo de lahumedad, se cubren ambos lados conyeso mate. —Manteniendo en equilibriola tabla sobre una rodilla, cogió un tarrode cristal pegajoso medio lleno dellíquido oscuro—. Está hecho de pielanimal. Sirve también de imprimaciónpara la pintura al óleo.

—¿Cómo harás que parezca quetiene cientos de años? —preguntó Julia.

—Quinientos años, en realidad —

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replicó Diego—. Y no olvidéis que estácubierto con varias capas de barnizañadidas a lo largo de los siglos,tratando de conservarla. Pero, como enla mayoría de las cosas, hay un trucopara eso. Yo uso dos capas de laca yhago que cada una seque a unatemperatura diferente. Esto hace que lasuperficie se cuartee… craquelado lellaman. Solo comparando todas y cadauna de las microfisuras con el originalpuede comprobarse que no coincidenexactamente.

—El marqués me dijo una vez quelos falsificadores siempre dejan unamarca diminuta en algún lugar de la

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pintura —dijo Julia—. ¿Dónde está latuya?

—Yo no me permito esos juegosinfantiles —dijo Diego, mientras en sucara aparecía una sonrisa de suficiencia—. Nadie que mire esta imagenencontrará la más ligera alteración.

—¿Pero cuánto tiempo llevará esto?—preguntó Peruggia bruscamente.

—Para captar el genio de una obramaestra no se puede correr. Aunque lohaga otro maestro.

Diego lanzó directamente este últimocomentario a Julia. El intento de ella demantener su ecuanimidad se veíatraicionado por un ligero rubor en su

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rostro.Poco después, Peruggia fue

impacientándose cada vez más y semarchó. Su partida puso punto final a lademostración formal y Émile se puso aexaminar en plan informalmente losdistintos lienzos esparcidos por laestancia. Solo Julia parecía aúninteresada, presionando al pintor con suspreguntas. Diego le hizo una indicaciónpara que se acercase más a la copiamaestra.

—El fondo es importantísimo —dijoél, disfrutando con su atención—, unpaisaje de otro mundo, ni real niimaginado. Y la señora misma, posando

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serenamente sin prestar atención algunaal mundo. Está sentada con su cuerpocontrapposto, vuelto ligeramente al ladoopuesto del espectador, pero gira sucabeza hacia nosotros, como si lahubiésemos sorprendido en medio de unpensamiento prohibido. —Cuando dijoesto, Diego se volvió hacia Julia paraenfatizar lo que decía, satisfecho al verque ella estaba pendiente de cada una desus palabras—. Su boca —prosiguió—.¿Esa sonrisa, la pintura del bienestar, osus apretados labios fruncidos guardanalgún secreto profundo que le hatransmitido un saber escandaloso, oincluso peligroso, que nadie más posee?

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—Eso tiene que ser difícil de copiar—dijo ella.

—No basta con hacer una meracopia. Hay que comprender. Sentir.Introducirse en la mente del creador.Para recrear la obra de un genio, hayque ser un genio.

Desde un rincón de la estancia,Émile emitió un gruñido audible.

—Evidentemente —continuó Diego,dirigiendo una mirada despreciativa aÉmile—, dicho y hecho todo esto, hayciertas técnicas que es preciso dominar.Por ejemplo, está lo que los italianosl laman sfumato, la estratificación decapas de pintura, de oscura a clara, la

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mezcla de muchos colores paradesdibujar las líneas muy marcadas. —Para demostrar la técnica, retiró la tabladel caballete y la reemplazó por un grancuaderno de papel. Cogió un pincel yuna paleta, dio rápidamente una serie dedelicadas pinceladas en una hoja enblanco—. Si se hace correctamente, lostrazos desaparecen. Es una forma decaptar las profundidades ignotas de lasonrisa de una mujer, del corazón de unamujer. —De nuevo, le dirigió unapenetrante mirada que parecía llegar asu interior de un modo que era a la vezplacentero e incómodo.

—La mayoría de estas son copias —

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dijo Émile, señalando las distintastablas esparcidas por la sala—. ¿Notienes ninguna obra original?

Diego se encogió de hombros yencendió otro Gauloise.

—Por supuesto, pero no aquí. Lasguardo en otro lugar, de manera que nome recuerden dónde he estado. Aquíbusco algo nuevo, algo revolucionario.Pruebo mi mano en muchas cosas.Retratos, por ejemplo. De hecho —sevolvió hacia Julia—, quizá a la jovendama no le importe posar para mí enalgún momento.

—¿Y por qué demonios ibas aquerer pintarme a mí? —preguntó Julia,

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simulando no sentirse halagada.—No hay mayor inspiración que una

mujer hermosa.—¡Oh! Estoy seguro de que sería

una obra maestra —dijo Émile sindirigirse a nadie en particular—. Vamos—añadió, volviéndose a Julia—, ya eshora de marcharnos. Dejemos trabajar almaestro.

—Yo me quedo —dijo Julia, conobstinación.

—Haz lo que te dé la gana. —Émilese puso el abrigo y desaparecióescaleras arriba.

Diego se puso el Gauloise entre loslabios y miró a Julia con los ojos

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entornados a través de las volutas dehumo. Ella se permitió disfrutar de supequeño triunfo durante unos segundos,pero rápidamente empezó adesvanecerse bajo su mirada.

—Es un crío —dijo Julia, desviandosu mirada de Diego y dirigiéndola a lapintura.

—Te resulta molesto, ¿verdad?—A veces.—¿Y qué te parezco yo? ¿Cómo te

resulto?Julia sintió una oleada de calor que

le subía por el rostro. Esperaba queDiego no se diese cuenta.

—¡Oh!, no sé qué decir —replicó,

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tratando de parecer despreocupada—.Ni siquiera se me ha pasado por lacabeza.

Diego se echó a reír.—Ya, supongo que no se te ha

pasado por la cabeza —dijo sonsuavidad—. Pero quizá deberíaspensarlo.

—Creo que quizá deba irme. —Recogió sus cosas—. A madameCharneau no le gusta que llegue tarde acenar.

—Desde luego, nosotros noquerríamos que llegaras tarde a cenar —dijo Diego mientras hacía unas floriturasabstractas sobre el papel.

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—Buenas noches, entonces —respondió ella mientras subíarápidamente la escalera hasta la calle.

—Si no tienes más remedio —dijoDiego sin levantar la vista de suimprovisada pintura—. Bon soir,mademoiselle.

Levantó la mano que sostenía elpincel para añadir algo al cuaderno,pero lo pensó mejor y, en cambio, tiró elpincel, disgustado. Arrancó la hoja delcuaderno, la arrugó y la lanzó al otroextremo del estudio.

—Bon soir.

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A

Capítulo 19

NEWPORT

unque Valfierno había visitadolas casas de algunos de loshombres más ricos de los

Estados Unidos, nunca había dejado desobrecoger lo Windcrest, el reinopersonal de Joshua Hart. Mirando por laventanilla del taxi que lo había traídodesde la estación de ferrocarril, podíaimaginarse con facilidad que estabaentrando en el dominio privado de la

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testa coronada de algún oscuro príncipeeuropeo.

Valfierno había desembarcado delRMS Mauretania dos semanas antes yse hospedaba en el hotel Plaza, frente aCentral Park. Aunque no se quedaríamucho tiempo aquí, cuando venía aNueva York, siempre tomaba como baseen la ciudad ese edificio de estilocastillo del Renacimiento francés.

A la mañana siguiente a su llegada,tomó el tren en la Grand Central Stationpara viajar hacia el norte, siguiendo elrío Hudson, camino de su primerdestino. Desde la Van Cortland Manor ,en Croton, a Lyndhurst, en Tarrytown,

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el Hudson estaba salpicado demansiones y palacios de los capitanesde la industria de Estados Unidos. Laopulencia de estas estructuras hacía fácilolvidar que habían sido construidassobre las espaldas de miles de hombres,mujeres y niños que habían trabajado encondiciones muy difíciles durantemuchas horas por una remuneraciónmísera.

En unos cuantos días de viajes,había visitado a muchos de sus clientesmás valiosos para tentarlos con suapetecible oferta. En la mayoría de loscasos, sus anfitriones lo habían recibidocon impaciente ilusión. Mientras hacía

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su ruta hacia el norte, la recepción quele brindaban en cada parada se habíaconvertido en una rutina casi previsible.Primero estaban el obligado brandy ylos exquisitos cigarros servidos enimponentes bibliotecas o en vastasverandas sobre el caudaloso río, con sumajestuoso telón de fondo de lasmontañas Catskill que se elevaban sobrela neblina distante. Después lo llevabana la galería secreta. Esta estancia,vedada a todos salvo a una selectaminoría, exhibía las obras de arte que eldueño de la casa había obtenido pormedios nada honestos. Valfiernosiempre escogía una o dos obras sobre

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las que hacer algún comentario másconcreto, piezas que a menudo él mismohabía facilitado. Y, por último, iba algrano cuando su anfitrión se interesabapor la razón de su visita. CuandoValfierno revelaba el título de la pinturaen cuestión, siempre se encontrabaprimero con la incredulidad, hasta quela codicia y la avaricia acababanelevando sus feas cabezas en señal detriunfo.

Solo en unos días siguiendo el cursodel río Hudson, había conseguido cerrarsatisfactorios acuerdos para tres de lasseis copias planeadas. El precio quepedía variaba según el tamaño de los

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grupos de empresas de su anfitrión, perosiempre era desmesurado y nunca menorde trescientos cincuenta mil dólares. Sí,el precio era ridículamente elevado,pero, ¿cuándo se presentaría otraoportunidad de adquirir para la propiacolección la manifestación suprema dela creatividad humana? Le había llevadomuchos años cultivar la confianza deestos hombres y había llegado elmomento de extraer todo el valor de esaconfianza.

En las semanas siguientes a superiplo por el río Hudson, siguióviajando constantemente; encontró a uncliente en la North Shore de Long Island

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—la legendaria Gold Coast— y a otroen Chicago. Probablemente podría haberencontrado al menos dos en la granciudad a la orilla del lago, pero, encambio, para su último cliente, habíahecho un viaje especial, siguiendo entren la costa de Connecticut hasta lasfabulosas y opulentas mansiones deNewport. En el taxi que lo llevabadesde la estación, Valfierno fue tomandonota de la gran cantidad de los llamadoschalés que tapizaban la costa, cada unomás ostentoso que el anterior. «Si estosson chalés», pensaba, «la Mona Lisa esuna ilustración del Saturday EveningPost».

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Entregó al taxista un billete de diezdólares y le dijo que esperase. Unafresca brisa marina animaba las grandesfranjas de flores y juncos de los jardinesdelanteros. Unos anchos escalones demármol conducían a un pórticoabovedado. Antes de que hubieraalcanzado las enormes puertas frontalesde roble, se abrieron como por arte demagia.

Carter, el mayordomo de Hart,saludó a Valfierno con practicadadeferencia.

—Marqués —entonó—, bienvenidoa Windcrest. Mister Hart lo espera.

Carter condujo a Valfierno a un

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enorme vestíbulo de mármol adornadocon pinturas y esculturas. Reconoció unKlimt auténtico, aunque menor, pero, ensu mayor parte, las obras no eranespecialmente destacadas. Carter pasóante la amplia escalinata central hastauna pequeña puerta desde la que hizo ungesto al marqués para que entrara.

Valfierno se adentró en una granbiblioteca e inmediatamente se detuvo.Mistress Hart estaba en el centro de lasala; llevaba un vestido ligero deverano, con las manos cruzadas anteella. Era la primera vez que la veía conel pelo suelto y, aunque, desde luego, nola había olvidado, a veces le había

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resultado difícil recordar la fisonomíade su rostro. Verla de nuevo tan derepente era, al mismo tiempo, unaplacentera sorpresa y un sustodesconcertante.

—Marqués —dijo ella, acercándosea él—, es un placer verlo de nuevo.

—Le aseguro, madame —comenzó,vacilando ligeramente con unainesperada falta de aliento—, que elplacer es mío.

Valfierno detectó un ligero ruborcuando ella inclinó la cabeza en señalde reconocimiento.

—Y sería aún mayor —continuó él— si me llamara Edward.

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Su única respuesta a esto fue unaligera pero auténtica sonrisa.

—Por favor —dijo ella—, miesposo lo está esperando.

Mientras lo conducía a través de labiblioteca, Valfierno sintió un ligeromovimiento por el rabillo del ojo. Sevolvió hacia las ventanas y vio a lamadre de ella sentada en una sillaacolchada, concentrada intensamente ensus manos mientras tricotaba algo apartir de una bola de hilo verde.

—Madame —dijo Valfierno a modode saludo, pero ella siguió tricotando sinreconocerlo.

—Está en su estudio —dijo mistress

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Hart con una amable sonrisa.Entró en un estrecho pasillo al fondo

de la estancia. Valfierno la siguió,cautivado por su forma de andar. Suspies pisaban con suavidad, uno casidirectamente frente al otro, mientras suscaderas oscilaban fluida ygraciosamente a cada paso. No había unsolo movimiento en balde y él seimaginaba que probablemente ella notuviese ni idea de lo placentero que paraél era observarla.

Ella lo condujo a un estudio de techobajo y panelado en roble, con lospostigos entornados para evitar el sol dela tarde. Los finos fragmentos de

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penetrante luz solo servían para acentuarla penumbra. Joshua Hart estaba sentadoa una enorme mesa de despacho deroble. De pie, al lado de Hart, estaba unhombre alto y fornido de unos cuarentaaños. Tenía la cabeza afeitada y llevabaun traje oscuro muy caro perfectamenteajustado a su envergadura muscular.

—Bueno, el marqués de Valfierno—dijo Hart dramáticamente mientrasdejaba una pluma y hacía girar suasiento—. ¿Y cómo está el alcalde deBuenos Aires?

Divertido con su pequeño chiste,levantó la mirada hacia el otro hombrepara ver su reacción. El hombre saludó

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con una mínima sonrisa forzada.—Yo estoy bien, gracias —replicó

Valfierno, inclinando levemente lacabeza—, pero en la actualidad residoen París.

—Me imagino que allí no serámucho más que concejal, ¿eh? —dijoHart bromeando.

—No más que un turista atento, enrealidad —dijo Valfierno con unamirada de reojo a mistress Hart en unintento de incluirla en la conversación.

—Estoy olvidando mis modales —dijo Hart, levantándose de su asiento—.Este es mi nuevo socio, mister Taggart.Mister Taggart se ha retirado

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recientemente de la Pinkerton DetectiveAgency. Ahora trabaja exclusivamentepara mí. Últimamente, han surgidoconflictos laborales y he tenido lasensación de que necesito ciertaprotección.

—Mister Taggart —dijo Valfierno,saludando al hombre con un ligeromovimiento de cabeza.

Taggart dirigió a Valfierno unahelada mirada evaluadora antes deasentir lentamente como respuesta.Valfierno pensó que los ojos gris acerodel hombre y su cabeza afeitada ledaban el aspecto de un gladiador,transportado de un tiempo y un lugar

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distantes, y un poco anacrónico respectoa su ropa moderna.

—Y dígame, por favor, ¿dónde estásu encantadora sobrina? —preguntóHart, arrellanándose.

—Le habría gustado muchoacompañarme, pero está asistiendo aclase en París, estudiando arte.

—¡Lástima! —Hart seleccionó uncigarro de una caja de plata—. Ha dedecirle que, si viene a los EstadosUnidos, tiene que dejarse caer por aquípara saludarla. —Hart miró a su esposapor primera vez desde que había entradoen la estancia antes de añadir—: Paraestudiar mi colección, por supuesto.

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—Bueno —dijo mistress Hart—, sime excusan, caballeros…

Valfierno se volvió y se inclinóligeramente mientras abandonaba elestudio.

—Tome asiento —dijo Hart,indicando una lujosa silla de cuero—.Ha hecho un largo viaje. Quizá unbrandy le venga bien.

Valfierno se sentó mientras Taggartse acercaba a una mesa lateral y servíabrandy de un decantador en dos copasde cristal.

—¿Sabe? —continuó Hart—, elpasaporte falsificado que me dio esverdaderamente interesante. En cuanto

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regresé a Estados Unidos, obtuve unonuevo, naturalmente, pero, a pesar deintentarlo, no pude encontrar diferenciasentre los dos. El que usted me facilitótenía incluso el sello de entradacorrecto, con fecha y todo.

Taggart entregó una copa a cada uno.—Yo solo trabajo con los mejores

—dijo Valfierno, cogiendo la bebida—.El trabajo que hacen es de la máximacalidad.

Hart hizo un sonido gutural dereconocimiento antes de levantar sucopa y consumir el líquido rojo oscurode un trago.

Cuando Valfierno tomó un trago de

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su copa, cruzó la mirada con la deTaggart. El hombre estaba mirándolo.

—Entonces, mister Hart —dijoValfierno, con ganas de cambiar de tema—, ¿qué tal con su reciente adquisición?

—¿Por qué no viene a verla con suspropios ojos?

Cuando Hart accionó el interruptorde la luz de su galería subterránea, losojos de Valfierno se vieroninmediatamente atraídos por la piezacentral de la colección: La ninfasorprendida, de Manet.

—¡Magnífico! —dijo Valfierno,extendiendo las manos para reforzar suexclamación—. Siempre ha sido mi

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Manet favorito. Esa profundidad, esaemoción. Una verdadera obra maestra.

—Debe serlo por el precio quepagué —dijo Hart.

Valfierno se volvió y vio a Taggartde pie, en la puerta. El hombrón lomiraba fijamente; su cara era unamáscara inexpresiva.

—¿Qué pasa con la copia —continuó Hart—, la que ocupa su lugaren el museo?

—Allí está, cumpliendo con sucometido —replicó Valfierno—. Creoque tuvieron que atenuar algo las lucespara completar el efecto.

—¿Es cierto? —dijo Hart,

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volviendo sus ojos a la pintura—. Aquíno es preciso hacer eso, evidentemente.

Estudió la pintura un momento antesde volverse a Valfierno, repentinamenteentregado a los asuntos de negocios.

—Bien, permítame ir al grano,marqués. He aceptado verlo por cortesíay, tengo que admitirlo, con la esperanzade ver de nuevo a su encantadorasobrina, pero me temo que usted havenido hasta aquí para nada. Tengo todolo que he deseado aquí, en estasparedes. Un hombre tiene que sabercuándo es suficiente lo que tiene, ¿no leparece?

Valfierno empezó a caminar

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lentamente por la sala.—Tiene usted una colección

considerable, se lo aseguro. Losespañoles, los británicos, losneerlandeses están bien representados.Ahora tiene su obra maestra francesa,por supuesto, pero… —vaciló como siestuviese configurando lentamente suspensamientos— los italianos no tienenuna representación suficiente, ¿no leparece?

—No se moleste en intentarlo —leadvirtió Hart afablemente—. Sea lo quesea lo que esté vendiendo, no lo compro.

—Había previsto que me dijera eso—dijo Valfierno, dando muestras de

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alivio—. Tengo que visitar a otrocliente y, en realidad, le habíaprometido la primera opción de compradel objeto en cuestión. Solo he venidoaquí por cortesía. De hecho, hará muyfeliz a la persona a la que me refiero. —Como si hubiese aclarado todo,Valfierno sacó su reloj de bolsillo paraver la hora—. ¡Ah, mi tren! Tengo untaxi esperándome fuera. Si salgo ahora,llegaré a tiempo.

—No es que me importe —dijoHart, tratando de parecer desinteresado—, pero, ¿a quién va a ver,exactamente?

—¡Oh, nunca hablo de un cliente con

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otro!—Vamos, vamos —dijo Hart—, sin

duda me lo debe.Valfierno vaciló, como si lo

estuviese considerando. Después, trasmirar de reojo a Taggart, se acercó aHart, se inclinó hacia delante y lesusurró el nombre al oído.

Los ojos de Hart se abrieron de paren par.

—¡Ese viejo pirata! ¡Podría comprarla mitad de las pinturas del BritishMuseum y su colección aún no lellegaría al tobillo a la mía!

—Cierto —concedió Valfierno—, yasí seguirá siendo. Hasta que tenga en

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sus manos el objeto en cuestión,evidentemente.

Agitado, Hart recorrió nervioso laestancia, con un amplio movimiento delbrazo.

—¡No tiene sentido! Él no podríaigualar mi colección en un millón deaños. Mire, mire: ¡Manet, Constable,Murillo, un Rembrandt, incluso! ¿Quécree que va a comprar, la Mona Lisa?

La mirada de Valfierno, unida a unaligera inclinación de su cabeza, no podíaser más reveladora.

La expresión petulante de Hart sedisolvió instantáneamente.

—¡Madre de Dios!

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De vuelta a su estudio, Joshua Hartdeambuló por la estancia, chupandofrenéticamente un cigarro.

—Y esta vez —dijo, con laexcitación elevando el tono de la voz—nada de esta mierda de la copia en elmuseo. Quiero ver todos los condenadosperiódicos del mundo salpicados connoticias del robo. ¿Nos entendemos?

Valfierno se sentó en la lujosa sillaocultando con éxito su propiaexcitación. Contempló un cigarro noencendido que Hart le había obligado acoger.

—Nos entendemos perfectamente,señor[50] Hart.

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—¿Cuánto tiempo tardará?—No se puede correr, por supuesto.

Implica una considerable planificación.Pongamos, ¿seis meses?

—¿Y está usted seguro de que puedeconseguirlo?

—Me juego la vida en ello. Fracasaren este trabajo sería fatal. Lo menos quepodría esperar es pasar el resto de mivida pudriéndome en la isla del Diablo.

—El fracaso es una cosa —dijo Hart—. Puedo aceptarlo. Después de todo,no me cuesta nada: solo pago a laentrega. Pero si sospecho que, de algunamanera, trata de jugármela… —Sedetuvo para causar efecto.

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Valfierno sonrió despreocupado.—Puedo asegurarle, señor…—Mister Taggart —dijo Hart,

cortándolo y haciendo una pausamientras paseaba por detrás de la sillaen la que estaba sentado Valfierno—,díganos, por favor, en el curso de sutrabajo, ¿a cuántos hombres ha matado?

Taggart estaba sentado en una sillade madera en un oscuro rincón delestudio. Al principio no respondió, perodespués se inclinó hacia delante,dejando que lo iluminase un rayo de luzsolar.

—Dependiendo de cómo los cuente—dijo, pensando—, a once o doce.

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Hart sacudió la ceniza de su cigarroen un cenicero de plata incrustado enuna mesita de madera.

—¿Estoy siendo demasiado sutilpara usted, marqués?

—¿Demasiado sutil? —dijoValfierno, deslizando su cigarro en elbolsillo interior de su chaqueta ylevantándose—. En absoluto.

—Excelente —dijo Hart—.Entonces, ¡trato hecho! Y, con suerte,todavía llegará a tiempo de tomar sutren.

El evidente entusiasmo de Hart conrespecto al trato que acababa denegociar despertaba su locuacidad. Al

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conducir a Valfierno a través de labiblioteca hasta el vestíbulo principal,fue hablando de la obsesión de susempleados por cosas tan insignificantescomo las condiciones de falta deseguridad en el trabajo y la viviendainsuficiente. Sus constantes protestas lohabían forzado a contratar a un hombrecomo Taggart en primer lugar. En suopinión, la chusma debería estarcontenta por tener trabajo. Valfiernoasentía una y otra vez para dar laimpresión de que prestaba atención,pero sus pensamientos estaban en otraparte. Cuando llegaron a la entrada, Harttendió su mano y Valfierno la estrechó.

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—En seis meses, pues —dijo Hart.Valfierno se volvió y vio a mistress

Hart de pie, en medio de la escalinataprincipal. El cruce de sus miradas fuebreve, pero había algo en su expresiónque indicaba que estaba tratando dedecirle algo, algo que no podíaexpresarse hablando. O quizá él loestuviese imaginando. En cualquiercaso, fue una imagen que recordaríamuchas veces en los meses posteriores.

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J

Capítulo 20

PARÍS

ulia estaba en el centro de laGrande Galerie del Louvre. Convoz alta y petulante dijo:

—¡Pero dijiste que te casaríasconmigo! ¡Prometiste que harías de míuna mujer honesta!

—Dije un montón de cosas. ¿Por quémontas esta escena?

La mirada de Émile revoloteó por lagalería; era plenamente consciente de

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que estaban llamando la atención detodo el mundo.

—¡Todos los hombres sois iguales!Los visitantes del museo los miraban

de reojo y murmuraban entre ellos dandomuestras de desaprobación. Por encimade los hombros de Émile, Julia se diocuenta de que un vigilante, un hombrevoluminoso de unos cincuenta y tantosaños con un gran mostacho sin recortar,se les acercaba lo más rápido que podía.

—Lo único que os interesa es robarla virtud de una chica —añadió Juliapara enfatizar lo que había dicho cuandoel vigilante puso la mano sobre elhombro de Émile y le hizo volverse.

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—¡Por favor! —dijo el hombre,medio airado y medio rogando—, debenbajar la voz. Están causando unalboroto.

—Monsieur —le suplicó Julia,suavizando la voz—, usted es un hombrede mundo. ¿Engañaría usted a una joveninocente con promesas vacías y luego laabandonaría como un periódico viejo?

La reacción aturullada del vigilanteera justo la que esperaba Julia.

—Mademoiselle —dijo él, mirandoa su alrededor a los visitantes que loobservaban—, este no es lugar para unaconversación así.

Julia lanzó una mirada a Émile.

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Ahora le tocaba a él.—¿Acaso no puede un hombre

divertirse un poco sin tener queprometerle las estrellas a una chica? —dijo tratando de ganarse su simpatía.

—¡Oh, tú me prometiste las estrellas—dijo Julia—, pero lo único que hashecho es arrastrar mi reputación por elbarro!

—Se lo ruego, mademoiselle —dijoel vigilante—, por favor, mantenga lavoz… —Pero antes de que pudieraacabar, Julia se volvió hacia él conmayor fervor aún.

—¡Dígaselo! —le pidió al vigilante—. ¡Dígale que no puede tratar a una

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joven como si fuese poco más que unamujer de la calle!

—Por favor —le imploró elvigilante—, tiene que ser razonable.Tiene que bajar la voz.

—¿Es que no hay un solo hombre entoda Francia que me defienda?

A regañadientes, el vigilante seirguió y levantó la vista hacia Émile.

—Monsieur —comenzó en tonosolemne—, no debe tratar a esta pobrejoven con tan poco respeto.

Julia dirigió la vista al pequeñoanillo de latón enganchado en el cinturóndel vigilante. De él pendía una solallave.

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—¡Ahora todo el mundo está de suparte! —exclamó Émile—. ¡Si supieranqué difícil puede ser! ¡Si supieran todolo que me hace pasar! —Para causarmayor efecto, levantó dramáticamentelos brazos y se alejó.

—Muchas gracias, monsieur —dijoJulia, tocando el brazo del vigilante—.Es usted un caballero y eso es raro enestos días.

Con su sonrisa más dulce, Juliarodeó con sus brazos al hombre y le dioun fuerte abrazo.

—Mademoiselle —le suplicó elhombre.

En un rápido movimiento, Julia

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desenganchó al anillo con la llave y loescondió en la palma de la mano. Soltóal hombre y retrocedió, brindándole unaúltima sonrisa antes de alejarse. Elvigilante, con el rostro de color carmesí,se quitó el quepis y se enjugó la frente.

Un momento después, Julia se reuníacon Émile en un pequeño lavadero alfinal de la adyacente Sala de losEstados. Tras asegurarse de que nadielos observaba, ella le entregó el anillode latón con la única llave que colgabade él.

—¿Estás segura de que no se hadado cuenta? —preguntó Émile.

—Estoy segura, pero se percatará

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pronto si no te das prisa.Émile sacó una pequeña lata del

bolsillo y abrió la tapa, mostrando unacapa sobreelevada de cera. Se llevó lallave a la boca y calentó las muescascon su aliento antes de hacercuidadosamente un molde de amboslados en la cera.

—No tenemos todo el día —dijoJulia, vigilante.

—Hay que hacerlo bien —dijo él,despacio y deliberadamente.

—Vamos —susurró ella cuando élcerró por fin la tapa y le devolvió elanillo con la llave.

Ella limpió el residuo de cera con un

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pañuelo, la deslizó en el bolsillo de suabrigo y se dirigió rápidamente a laGrande Galerie.

—Monsieur, monsieur ! —gritómientras se deslizaba sobre el suelohacia el vigilante que, instintivamente,se volvió—. ¡Maravillosas noticias! Nosé cómo agradecérselo. —Se plantófrente a él, sin aliento, juntando lasmanos bajo la barbilla—. Su severareprimenda ha hecho el milagro. Haaceptado casarse conmigo. Y todogracias a usted. ¡Es usted mi héroe!

Mientras decía esto último, susmanos se abrieron para abrazarlo,arrancándole el quepis en el intento.

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—¡Oh, soy una patosa! Permítameque lo coja.

—No, por favor, mademoiselle —balbuceó—, no debe armar unescándalo.

Mientras él se inclinaba pararecoger su gorra, ella volvió aengancharle el anillo de la llave en sucinturón.

Nervioso, se irguió y volvió aponerse el quepis en la cabeza,ajustándoselo para asegurarse de quequedase bien puesto.

—Bueno —comenzó ella—, ahoradebo irme. ¡Tengo que contarle amaman las buenas noticias! —Y con eso

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desapareció, dejando al hombre conunos ojos como platos, ligeramenteaturdido y con la cara roja como untomate.

Émile esperaba al lado de laescalinata que descendía hasta elvestíbulo. Julia subió corriendo y lorodeó con sus brazos.

—¡Lo hemos hecho! —dijo ella.—Sí, lo hemos hecho —asintió,

dándole una palmadita, más bienrecatada, en la espalda—. Pero noexageremos.

Se separaron y ella se estiró elabrigo.

—Bueno —dijo ella—, creo que

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hacemos una pareja excelente.Ella lo cogió del brazo y

comenzaron a bajar la escalera.

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E

Capítulo 21

NEWPORT

l empleado de la Hudson RiverImport and Export Company de laorilla oeste de Manhattan tenía

toda la razón para estar encantado con lallegada de Valfierno. El bien vestidocaballero aparecía cada mes más omenos como un reloj. Volvería dos otres días consecutivos hasta que hubiesellegado el paquete que esperaba. Y,ciertamente, daba propinas muy

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generosas.—¡Ah, hoy está de suerte, señor! —

dijo el empleado, con su acento irlandésde West Cork solo ligeramentesuavizado por los años que llevabaviviendo en Nueva York—. Creo quetengo lo que viene a buscar.

Ignorando a otros clientes, el hombrerecuperó un cajón rectangular de unmetro por setenta y seis centímetros ytrece centímetros de grosor. Lo pusosobre el mostrador.

—Hace el número seis, si no mefalla la memoria —dijo el empleadoalegremente.

—Sí, y me parece que es el último.

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—Necesitará ayuda ahí fuera —sugirió el empleado, ilusionado.

—Muchas gracias, puedoarreglarme.

Valfierno sacó del bolsillo un billetenuevecito de veinte dólares, cuatroveces su propina habitual.

—Muchas gracias, señor —dijo elempleado, radiante—. Muchísimasgracias, señor.

Valfierno se limitó a asentir con lacabeza y, con una ligera inclinación decabeza a los ignorados clientes delempleado, agarró el cajón y salió.

Como conocido importador decopias de obras de arte, no era nada raro

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que Valfierno regresara al hotel con susnuevas remesas. Quizá resultara algoextraño que prefiriera subirpersonalmente los cajones a suhabitación sin ayuda, pero susexcentricidades eran igualmenteconocidas para el personal del hotel. Y,después de todo, era francés, italiano ode algún país por el estilo. En todo caso,no era estadounidense, desde luego, yera previsible un comportamiento pococonvencional y había que tolerarlo.

De vuelta a sus habitaciones,Valfierno abrió el cajón con todocuidado. Retiró una tabla envuelta entela y apartó a un lado el cajón de

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madera. Después de desenvolver latabla, no tuvo más que echar un brevevistazo al trabajo terminado para quedarsatisfecho. Desde la primera copia, aValfierno le había impresionado la obrade Diego. Este era tan preciso que lehubiese gustado compararla con eloriginal colgado en el Louvre. Sabía queresistiría el escrutinio de cualquiera,salvo del experto en arte más perspicaz.

Diego había protestado al principiodiciendo que sería imposible crear sietecopias, incluyendo la que acabaría enlas manos de Peruggia, en el tiempo quele permitían. En consecuencia, se habíallegado a un compromiso. Las copias

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serían de diversa calidad y llegaríandesde París en ese orden, empezandopor la de menor. Valfierno sabía quiéneseran sus clientes y sería bastante fácilhacer concordar la calidad de la copiacon la perspicacia de su comprador. Dehecho, la primera copia que habíarecibido, aunque era una excelentereproducción, iba destinada a undeterminado capitán de la industria queestaba más o menos ciego.

La copia que tenía en sus manos era,en realidad, la penúltima versión; lafinal iba a quedarse en París y tenía queser de suficiente calidad para engañar aPeruggia, que, con un poco de suerte,

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pronto iba a tener un contacto muypróximo, aunque breve, con el original.

Valfierno volvió a envolvercuidadosamente la tabla en el paño y lallevó a un gran armario fuera de la salade estar. La puso con las otras cinco,cubiertas del mismo modo, apoyada enla pared del fondo. Tocó cada una deellas por turno, empezando por la máspróxima a la pared, la primera copia quehabía recibido. Una, dos, tres, cuatro,cinco, seis. El juego estaba completo.

Al volver a la habitación, cogió suejemplar del libro que había escritoApollinaire: L’enchanteur pourrissant—«El encantador en putrefacción»—.

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Era una extraña alquimia de relatomoderno y verso clásico que narra laobsesión de Merlín con la Dama delLago. Este enamoramiento acaba en suentierro en una cueva, una suerte en laque, extrañamente, no parece haberpensado en absoluto. Un poco esotéricopara el gusto de Valfierno.

Valfierno dejó el libro y se acercó ala ventana. Ante él se extendía elhorizonte de Manhattan, mientras el solponiente se reflejaba en las ventanas delempaquetado bosque de edificios. Unaimagen de Ellen Hart se formó en sumente, pero se obligó a abandonarladirigiendo sus pensamientos a sus

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cohortes de París.—Bonne chance, mes amis —dijo

en voz alta—. Bonne chance.Ahora, solo podía esperar.

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TERCERA PARTE

No somos ladrones,sino hombres acuciados por la

necesidad.

SHAKESPEARE, Timón de Atenas.

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V

Capítulo 22

PARÍS

incenzo Peruggia estaba sentado,completamente vestido, en laestrecha cama de su habitación

del primer piso de la casa de huéspedesd e madame Charneau. Se habíalevantado y vestido algún tiempodespués de medianoche; su inquietamente y la noche inusualmente cálida lehabían impedido pegar ojo. Cuando lasprimeras luces del alba pintaron la

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habitación en tonos sepias, pensó entodo lo que tenía que hacer en el cursode los días siguientes. Si las cosas ibansegún el plan, mañana por la nochetendría en su poder una de las pinturasmás veneradas del mundo. Habría dadoel primer paso para realizar su sueño derestaurar la dignidad de su país deorigen.

Llevaba viviendo en la casa dehuéspedes casi seis meses, como sucompañero, Brique, que estaba alojadoen una habitación al otro lado delvestíbulo. Se había decidido desde elprincipio que no sería prudente decirlenada al torpe francés, aparte del día y la

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hora en que sería necesario que ayudaseen una tarea que le haría ganar dinerosuficiente para vivir cómodamentedurante muchos años.

Con la excepción de Brique, todosconocían el papel de cada uno de losotros en el plan, pero había una partevital que solo conocía Peruggia que,para él, era la más importante de todas.Comprendía que, a veces, la gente lotomara por loco. Valfierno le habíaasegurado que, al final, la pintura seríasuya para devolverla a su lugar propio.Pero Peruggia sabía que solo a él letocaba garantizar que eso ocurriese.

No había ninguna urgencia especial

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aquella mañana. No tenía que llegar almuseo hasta la tarde, alrededor de unahora antes de la de cierre. Pero Peruggiaestaba cada vez más impaciente sentadoen la cama, con la mente acelerada, y nopodía esperar más. Miró su reloj: lassiete y cuarenta y cinco. Decidió que yaera hora de despertar a su compañero yponerlo al día del plan para las dosjornadas siguientes.

Peruggia llamó a la puerta deBrique. No hubo respuesta. En sí, estono era raro. A menudo, Brique regresabatarde por la noche, casi demasiadobebido para tenerse en pie. Se pasabagran parte del día siguiente durmiendo la

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mona, roncando con suficiente fuerzapara poner de los nervios al resto de losocupantes de la casa. Pero, en estaocasión, la estancia estaba en silencio.Peruggia llamó de nuevo, más fuerte.Tampoco hubo respuesta. Empujó lapuerta y la abrió. La habitación estabavacía. La cama estaba hecha.

Peruggia despertó a Julia y amadame Charneau, que se apresuró aacercarse a la cercana boulangerie[51]

para comprar pan recién hecho,deteniéndose en el hotel de Fleurie parallamar por teléfono a Émile desde elvestíbulo del mismo.

En media hora, estaban todos

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reunidos en la cocina. MadameCharneau estaba de pie, haciendo caféen una cafetera de émbolo. Émile estabasentado a una larga mesa de maderafrente a Julia. Peruggia paseabanervioso por la estancia.

—Debe de haber sido él a quien oíla noche pasada —dijo madameCharneau mientras cortaba en rebanadasuna baguette en una tabla de madera—.Era casi medianoche cuando salió, perono lo oí regresar.

Peruggia pensó en el ruido que lodespertó en medio de la noche. No lehizo caso porque le pareció el sonido deBrique al volver y cerrar su puerta de un

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portazo. Pero debía de estar saliendo.—Se suponía que nadie tenía que

salir anoche —le dijo Émile a Peruggia—. Y se suponía que te encargarías devigilarlo.

—A veces, un hombre se siente solo—dijo Peruggia.

—Parece que tu amigo se sentía muysolo —añadió Julia, sin darle mayorimportancia.

—¿Dónde puede estar? —preguntóÉmile, cuya agitación le daba a su vozun tono cortante.

—Probablemente esté inconscienteen algún callejón, firmemente agarrado auna botella vacía de absenta —dijo

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madame Charneau—, o tumbado enestado de sopor en alguna casa de putas.Es bueno que no sepa nada de losdetalles del plan.

—Excepto que tenía que ser hoy —añadió Julia, mordaz.

—Esto puede dar al traste con todo—dijo Émile.

Peruggia se detuvo y se volvió haciaÉmile.

—Todavía tiene tiempo.—¿Pero en qué estado? —preguntó

Émile—. Tendremos que dejarlo fuera.—No podemos hacer eso —dijo

Julia.—Ella tiene razón —coincidió

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Peruggia—. Ha llegado el momento.—Pero no podemos hacerlo sin tres

personas en el interior —insistió Émile.—Tenemos a tres personas —dijo

Julia.—No, si Brique no vuelve a tiempo

—dijo Émile, cada vez más exasperado— o si no está en condiciones de…

—No importa —insistió Julia—.Está usted, signore Peruggia —continuóe hizo una pausa antes de añadir—: yestoy yo.

El puño de Émile se estrelló sobrela mesa.

—¡No seas ridícula!Julia levantó las palmas de las

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manos para recalcar su razonamiento.—¿Qué diferencia hay? Tres son

tres.—¡Tres hombres! —dijo Émile,

exasperado—. ¡Tres hombres capaces!—¡Oh!, tu tercer hombre era

realmente capaz, naturalmente. —Julialevantó los ojos al cielo.

—Os lo aseguro —dijo Émile,dirigiéndose a los demás—, el plantiene un grave problema si Brique noaparece.

Peruggia había estado observando laconversación con sombríaconcentración.

—Ella tiene razón —dijo con voz

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tranquila y regular—. Si no regresa enuna hora, ella tendrá que ocupar sulugar.

—¿Estás loco? —estalló Émile—.Se supone que somos personal demantenimiento, ¡todos hombres!

—Ella podría ir como una mujer dela limpieza —sugirió madameCharneau.

—Eso no serviría —dijo Peruggia,pensativo—. Las mujeres de la limpiezanunca trabajan con los hombres. Y no seles permite que manipulen las pinturas.

—Ya lo veis —dijo Émile.—Esto es una pérdida de tiempo

colosal —dijo Julia, levantándose del

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asiento—. Dame una de esas gorras.Émile dejó escapar un irritado

gruñido mientras Peruggia agarraba unade las tres gorras de trabajador queestaban encima de la mesa. Julia cogióla gorra, se dio la vuelta y se la puso enla cabeza, recogiéndose el pelo dentrode la gorra. Se paró y se volvió hacialos otros.

—¡Venga, holgazanes hijos de puta,ya es hora de que levantéis vuestrosculos gordos! —bramó, con voz ronca yprofunda—. ¡Tenemos un trabajo quehacer!

Émile se puso en pie de un salto ydejó caer las manos, consternado.

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—Esto es absurdo —les dijo a losdemás.

Pero madame Charneau asintió conla cabeza, en señal de aprobación, yPeruggia, dirigiendo una fría miradaevaluadora a Julia, anunció finalmente:

—Ella lo hará.

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T

Capítulo 23

RAS caminar al norte, hacia elrío, y atravesar el puente de lasArtes, pagaron sus entradas en la

cour carrée y entraron en el Louvre.Habían esperado a Brique hasta mediatarde, pero no había ni rastro de él. Sinotra opción, Émile aceptó aregañadientes que Julia los acompañaseal interior.

Su atuendo era respetablementeburgués y se mezclaron con facilidad

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con la multitud de turistas de visita eldomingo por la tarde. Julia llevaba unvestido largo y una blusa blanca e ibatocada con un sombrero modesto peroelegante. Peruggia llevaba un maletínque, examinado con cierto detenimiento,parecería inusualmente grande para unvisitante típico de un museo.

Cuando Peruggia no podía oírla,Julia le susurró al oído a Émile unapregunta:

—Tuviste ocasión de probar lallave, ¿no?

—Ni siquiera se supone que estésaquí —replicó él, despreciativo—. Note importa.

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—Pero estoy aquí —le espetó ella—y, si esa llave no funciona, ninguno denosotros podrá salir.

—Limítate a hacer tu trabajo y todoirá bien —dijo Émile antes de apartarsede ella y acercarse a Peruggia.

En ese momento, Peruggia vio aldirector del museo, monsieur Montand,acompañando con deferencia a unaanciana pareja de aire arrogante al piede la escalinata principal del ala Denon.Todos habían contado desde el principiocon la posibilidad de encontrarse conMontand, pero habían decidido —habida cuenta de la enorme magnitud delLouvre— que era un riesgo que podían

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asumir.Por desgracia, era imposible que

supiesen que, los domingos, el directorprocuraba alternar con las personas dela alta sociedad que solían visitar elmuseo después de ir a misa por lamañana.

Peruggia bajó la visera de la gorra ycondujo a Émile y a Julia hasta más alláde donde estaba el director y subieronjuntos la amplia escalinata que llevabahacia la decapitada Victoria alada deSamotracia. Al llegar hasta laimponente estatua, giraron a la derechapara entrar en una estrecha galeríailuminada por ventanas abiertas sobre la

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Cour du Sphinx, un gran patio interior.Al pasar por una exposición defotografías egipcias en la pequeña salaDuchâtel, Peruggia movió la cabeza paradirigir brevemente su atención a un parde grandes puertas de almacén situadasen la pared.

Llegaron al salón Carré, muy bieniluminado por las claraboyas delabovedado techo rococó. La multitud depersonas que trataban de acceder a unabuena posición frente a La Joconde —segura en su vitrina— era grande inclusopara un domingo. Los hombres setiraban de los cuellos de sus camisas enla caldeada estancia mientras que las

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mujeres se refrescaban con abanicos deencaje. Repetida en gran número deidiomas, se oía alguna variante de lamisma expresión:

—No me imaginaba que fuese tanpequeña.

Los tres se situaron detrás de lamuchedumbre.

—En esta multitud podría hacermecon una fortuna —le susurró Julia aÉmile.

Él le dirigió una miradaamenazadora.

—Por esto, precisamente, nopermiten que se pinten copias losdomingos —dijo Peruggia, mirando por

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encima de los hombros de la multitud—.No hay sitio para que se siente ningúnartista.

—Al menos, es fácil mezclarse —comentó Julia.

El italiano miró su reloj.—Es casi la hora de cerrar —dijo, e

hizo una seña a los otros para que losiguiesen.

Peruggia los condujo por dondehabían venido, pero, en vez de girarhacia la sala Duchâtel, continuaron hastala enorme Galería de Apolo. Aquí, bajoel recargado techo abovedado adornadocon una serie de tablas quehomenajeaban a Luis XIV, el Rey Sol,

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esperaron a que hubiese salido el últimovisitante. Cuando dejaron de oírse lossonidos de las pisadas, Peruggia hizouna seña con la cabeza a los otros yvolvieron sobre sus pasos a la salaDuchâtel.

—Aquí es. —Peruggia señaló ladoble puerta de almacén que les habíanindicado antes. En la planta baja, lostimbres anunciaban la hora de cierre.

Peruggia tiró de una de las puertasdel almacén para abrirla. La mantuvoabierta y echó un vistazo a la galeríamientras Émile y Julia se deslizaban alinterior. Tras asegurarse de que nadielos hubiese visto, Peruggia los siguió,

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cerrando la puerta tras él.El interior del almacén estaba negro

como boca del lobo.—Esperemos que ese cacharro tuyo

funcione —dijo Julia a media voz.—Funcionará —dijo Émile, sacando

de su bolsillo un cilindro de metal—. Almenos, espero que lo haga.

Émile deslizó hacia delante unacorredera que estaba sobre el cilindro.Instantáneamente, un rayo de luz sedesprendió de su linterna eléctrica demano.

—¿Lo ves? Funciona.—¿Pero seguirá funcionando? —

preguntó Julia.

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—Claro que sí —replicó Émile,algo irritado—, es norteamericana. Enesta clase de cosas son muy buenos.

—Yo he traído velas, por si acaso—añadió Peruggia.

El museo permitía a los estudiantes ycopistas que guardasen sus trebejos enel almacén, que era del tamaño de unpequeño dormitorio. Cajas, caballetes,pinturas y lienzos ocupaban la mayorparte del espacio.

—¿Dónde vamos a dormir? —preguntó Julia mientras Peruggia y Émilese tiraban al suelo.

—Donde puedas —respondióPeruggia.

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—Tú eres la que quería venir —lerecordó Émile.

—Vale, mueve los pies; estásocupando la mitad del almacén —protestó Julia, tratando de tumbarse enuna postura cómoda—. Todavía noentiendo por qué no podemos esperarunas horas y coger la pintura por lanoche.

—Los suelos crujen —dijo Peruggia—. Los vigilantes que hacen la ronda denoche nos oirían.

Julia le dio una patada a Émile en elpie.

—¡Mueve las piernas!—¡Cállate! —dijo bruscamente

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Peruggia—. Escuchad.Todos contuvieron la respiración.

Desde el vestíbulo llegaba el sonido deunos pasos que se acercaban.

—¡La luz! —susurró Peruggia.Émile buscó a tientas un momento

antes de encontrar el interruptor decorredera y deslizarlo hacia atrás,sumiéndolos de nuevo en lo que deberíahaber sido una oscuridad completa. Sinembargo, un estrecho rayo de luzpenetraba en la estancia. Una de laspuertas del almacén había quedadoligeramente abierta.

Las pisadas se detuvieron y la puertacrujió al abrirse lentamente. Contra la

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tenue luz del corredor se proyectaba laforma de un hombre que llevaba unquepis de vigilante. Permanecióinmóvil, mirando en la penumbra.

En ese momento, los pies de Julia,que ella había recogido hacia el cuerpo,se deslizaron de repente hacia delante,haciendo un chirrido. El vigilanteretrocedió alarmado. Un instantedespués, un animalito salió disparadopor la puerta, pasando sobre los pies delvigilante. Las pisadas retrocedieronrápidamente por el vestíbulo hasta queel único sonido que se oía en la estanciaera el de su respiración.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Julia en

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un tenso susurro.—Una rata —dijo Peruggia.—No te darán miedo las ratas, ¿no?

—preguntó Émile.—No si estás tú para protegerme.—Ella estaba más asustada que

nosotros —dijo Peruggia.—Ahí hay otra —dijo Julia de

repente.Émile dio un salto cuando sintió la

cosa que correteaba por su brazo. Conun grito ahogado, buscó a tientas elinterruptor de su linterna eléctrica.Deslizó la corredera y vio cómo losdedos de Julia se deslizaban hacia suhombro.

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—¡Deja de hacer idioteces! —gruñóÉmile—. Nos vas a delatar.

—Lo siento, no pude resistirme.—Si habéis terminado de jugar —

dijo Peruggia—, tenemos que dormiralgo. Mañana tenemos mucho que hacer.

Trataron de adoptar unas posturasmás cómodas, pero era imposible. Juliase quedó en una postura apretada, casifetal, haciendo muecas al inhalar el airehúmedo, rancio. Aquella iba a ser unalarga noche.

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L

Capítulo 24

A cerilla brilló en la oscuridad,dejando una nubecilla de humossulfurosos. Peruggia la levantó y

el débil halo de luz reveló a Émiledoblado, profundamente dormido, con lacabeza en el regazo de Julia. Julia gimióligeramente y cambió de postura, perose resistía a despertar. Peruggiaencendió una vela con la cerilla y sacóel reloj. Después de mirar la hora, le dioun golpecito a Émile en el pie.

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—Despierta.Émile no se despertó, pero los ojos

de Julia se abrieron, primero uno ydespués el otro, mientras se adaptaba ala luz de la vela y se reorientaba. Bajóla vista y vio la cabeza de Émile en suregazo. Sonriendo, empezó a acariciarlesuavemente el pelo.

—Despierta, dormilón —susurrócon exagerada familiaridad.

Émile se movió en busca de unapostura más cómoda. Sus ojosparpadearon, miraron los pliegues delvestido de Julia y se cerraron de nuevo.

—¿Cómodo? —preguntó ella.Émile lanzó un gruñido. Después,

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sus ojos se abrieron de par en par. Derepente, muy despierto, dio un salto,quedándose sentado.

—¿Qué…? —tartamudeó—. ¿Quéestaba…? No me di cuenta…

—Está bien —dijo Julia con unasonrisa de oreja a oreja—. Al menos, noeres una rata.

—Tenías que haberme apartado.—Pero parecías tan tranquilo —dijo

ella con un tono socarrón en su voz—,como un bebé.

—Tenemos que ponernos en marcha—dijo Peruggia.

Peruggia sacó media baguette y unbotellín de vino de su maletín, que

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compartieron rápidamente. Después,empezaron a quitarse sus chaquetasmientras Peruggia sacaba tres hatos.Julia comenzó inmediatamente adesabrocharse su camisa. Un pocoaturdido todavía, Émile se dio cuenta deque estaba mirándola.

—Quizá deberías encender tulinterna —dijo ella con sorna—.Tendrías una vista mejor.

Aun a la tenue luz, ella pudo ver lamirada mortificada en el rostro de Émilecuando él se dio rápidamente la vuelta.

—Como si me interesara siquiera.—No te preocupes —dijo Peruggia

—, estos blusones lo tapan todo.

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—Está muy bien —dijo Julia,haciéndole una mueca a Émile mientrasse abrochaba de nuevo la camisa.

Los dos hombres se pusieron unospantalones bastos sobre los suyos antesde colocarse los largos blusonesblancos y las gorras de trabajadores queconstituían el uniforme de los empleadosde mantenimiento del museo. Julia tuvoque subirse la falda, arrugándola,cuando se puso su pantalón. Por fortuna,el bulto alrededor de la cintura quedabacubierto por el blusón, que le llegabacasi a las rodillas.

—¿Qué tal estoy? —preguntó,recogiéndose el pelo bajo su gorra.

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—Perfectamente —respondióPeruggia.

—Trata de mantener la boca cerrada—añadió Émile adrede—. Aunque ya sélo difícil que te resulta.

—Alguien se ha levantado con el pieizquierdo —comentó Julia.

Peruggia metió sus chaquetas juntocon el sombrero que había llevado Juliaen su maletín.

—Estamos preparados. Aseguraosde que no os dejáis nada.

Satisfecho, Peruggia se puso derodillas al lado de la puerta y escuchó.Hizo una seña a los otros con la cabezay sopló la vela.

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Peruggia abrió la puerta lentamente.El almacén se llenó de la pálida luz dela primera hora de la mañana queentraba por las ventanas que daban a laCour du Sphinx.

—Tenemos cinco minutos antes deque se abran las puertas del museo —dijo en voz baja.

Émile y Julia se levantaron ysiguieron a Peruggia a la sala Duchâtel.Mientras sus ojos se adaptaban a la luzdiurna, estiraron con cuidado lasextremidades, tratando de desentumecerlos músculos después de la larga eincómoda noche. Peruggia comprobó elequipo de Émile y después el de Julia.

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Su blusón era grande y su gorra,demasiado grande para su cabeza, peroasintió satisfecho.

—Émile está bien —dijo Peruggia—. Es mejor que nos dejes hablar anosotros. ¿Estáis preparados?

Julia y Émile se miraron mutuamentey después asintieron con la cabeza.

—Muy bien —dijo Peruggia—. Notardaremos mucho.

Detrás de una de las entradasabovedadas más pequeñas del museo, enel muelle del Louvre, François Picquetmiró su reloj de bolsillo. Era casi lahora. Se estiró el traje recién planchado.Como supervisor jefe de mantenimiento,

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ya no tenía que llevar un blusón blanco ysuspiraba por el día en que pudierapermitirse adquirir un traje nuevo. Elque llevaba ahora no era exactamenteviejo, pero estaba peligrosamente cercade serlo.

A las siete en punto de la mañana,abrió las puertas de la verja.Inmediatamente, un pequeño ejército detrabajadores vestidos con blusonesblancos y mujeres de la limpiezauniformemente vestidas se pusieron enuna fila irregular. Los hombres ibanprimero, tocando cada uno su gorra oboina cuando se comprobaba su nombreen la lista que Picquet tenía en sus

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manos. A continuación iban las mujeres,elevando sus largas faldas al caminararrastrando los pies. Hoy era un grupoespecialmente grande, como siempre losprimeros lunes de mes.

Fuera, un vigilante hablaba con dosturistas muy decepcionados.

—Lo siento —decía, aplicandorígidamente las normas—, pero elmuseo cierra siempre los lunes.

Escaleras arriba, en el primer piso,Peruggia había ubicado a Émile y a Juliay se había colocado él mismo endistintos sitios en torno al gran rellanopresidido por la Victoria alada deSamotracia. Esperó hasta que un grupo

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de trabajadores de mantenimiento subiópor la ancha escalinata antes de haceruna seña a los otros. Cuando lostrabajadores llegaron al rellanoprincipal y empezaron a ir a derecha eizquierda, Peruggia y Émile salieron yse mezclaron con ellos. Sin embargo,cuando Julia salió de donde seencontraba, detrás de una estatua, se diode bruces con un hombrón que llevabaun tubo largo al hombro. El hombresoltó un taco sofocado mientras ellaretrocedía.

Julia recuperó el equilibrio y seobligó a mantener la cara vuelta hacia ellado opuesto a él.

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—¡Mira por donde vas, mastuerzo!—dijo ella, con una voz lo más ronca ybaja que pudo.

El hombre soltó otro taco y siguió sucamino. Émile miró hacia atrás y, con unseco movimiento de cabeza, le indicóque se pegara a ellos. Los tresatravesaron la sala Duchâtel, giraronhacia el salón Carré y se dirigieron a LaJoconde mientras los trabajadores demantenimiento seguían pasando trasellos. Durante un momento,permanecieron en silencio ante lapintura, con la mirada fija en los ojospenetrantes aunque evasivos de la dama.

—¿Y ahora, qué? —murmuró Julia.

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—Ahora —dijo Peruggia lenta ydeliberadamente, sin quitar los ojos dela pintura— la descolgamos de la pared.

Julia se volvió hacia él.—¿Eso es todo? —dijo ella—. ¿Ese

es tu plan? ¿Descolgarla de la pared?Peruggia volvió lentamente la

cabeza hacia ella y le dirigió una duramirada. Después observó a Émile yhabló en un tono bajo, de advertencia:

—Y procura que no se te caiga.Julia miró con aprensión alrededor

mientras Peruggia ponía su maletín en elsuelo y él y Émile tomaban posiciones aambos lados de la vitrina. Sosteniendoel marco, los dos hombres empezaron a

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levantarla de la pared.Émile hizo una mueca.—No sabía que fuese tan pesada.—Te lo dije —dijo Peruggia—.

Solo la vitrina pesa casi cuarenta kilos.Émile sacudió la cabeza.—No sale.—Tenemos que levantarla juntos.—Tened cuidado —añadió Julia.Émile la miró.—Gracias por el consejo.—¿Estás preparado? —preguntó

Peruggia—. Contaré hasta tres.—Quieres decir uno, dos, tres y

después arriba o uno…Pero Peruggia ya había comenzado

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su cuenta.—¡Uno, dos, tres!Juntos levantaron la vitrina de sus

escarpias. Émile, sin embargo, no sehabía preparado adecuadamente para elpeso, tropezó y se tambaleó, tratandodesesperadamente de mantenerlaagarrada. Julia avanzó rápidamente yconsiguió aguantar la vitrina, evitandoque se le escapara de las manos.

—Ponedla en el suelo —dijoPeruggia, y los tres la bajaronsuavemente hasta el suelo. Julia observóa Émile, pero sus miradas solo secruzaron un instante.

—¡Bienvenida! —dijo ella.

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Peruggia miró alrededor. Habíaotras cuatro personas en la sala, todasmujeres de la limpieza: dos barriendo elsuelo y dos limpiando los cristales deotras vitrinas. Ninguna de ellas parecíaespecialmente interesada por el hechode que tres tipos de mantenimientoacabaran de retirar de la pared lapintura más famosa del Louvre.

—¿Preparado? —preguntó Peruggia.Émile asintió con la cabeza y los dos

hombres se arrodillaron, volvieron aagarrar la vitrina por cada extremo y lalevantaron del suelo. Ajustaron su formade agarrarla para equilibrar el pesoentre ellos y la levantaron del suelo y

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empezaron a recorrer la galeríaarrastrando los pies como un par decargadores de muebles, yendo Peruggiahacia atrás. Julia recogió el maletín delitaliano y los siguió. Solo tuvieron quedar unos pasos hasta llegar al final delsalón Carré y a la entrada de la GrandeGalerie. Sin embargo, antes de quepudieran atravesarla, Picquet, elsupervisor de mantenimiento, se detuvode repente en la esquina cortándoles elpaso.

—¿Qué es esto? —preguntó Picquet—. ¿Adónde vais?

Sabiendo que lo reconocería,Peruggia solo pudo bajar la cabeza y

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mirar al suelo. Émile abrió la boca parahablar, pero no le salió ni palabra.

—¿Y bien?Julia dio un paso adelante.—Estamos llevándolo al estudio de

los fotógrafos —dijo con voz áspera.La pausa que siguió pareció

extenderse al infinito.Finalmente, Picquet habló:—¿Otra vez? ¿No le han hecho ya

bastantes fotografías?Julia se encogió de hombros.—Yo hago lo que me han dicho.—En todo caso, ¿quién eres? —

preguntó Picquet—, ¿uno de los chicosnuevos?

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—Acabo de empezar hoy —respondió Julia.

Picquet la miró de arriba abajo ydespués se volvió a los otros.

—Muy bien. —Se hizo a un lado—.¡Adelante! —Mientras lo dejaban atrásarrastrando los pies, Picquet añadió—:Pero decidles que la próxima vez me lohagan saber de antemano.

Una vez dentro de la GrandeGalerie, el trío giró de inmediato a suderecha, entrando en una galería larga yestrecha conocida como la sala desSept-Mètres. Inmediatamente a suderecha había una puerta doble con laspalabras «ACCÈS INTERDIT»[52]

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grabado en ellas. Julia tiró de una de laspuertas, abriéndola, y los dos hombresllevaron la vitrina a un pequeño rellano,delante de una escalera que llevaba a laplanta inferior. Con una rápida miradaalrededor para asegurarse de que nadielos estaba mirando, Julia los siguió,cerrando la puerta tras ella.

—Por los pelos —dijo Émilemientras Peruggia y él bajaban al suelola vitrina.

—Yo no podía hablar —dijoPeruggia—. Habría reconocido mi voz.

—¿Y cuál era tu excusa? —preguntóJulia, incisiva—. ¿Te comió la lengua elgato?

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—Tenemos trabajo que hacer —dijoPeruggia antes de que Émile pudieraresponder.

Peruggia se puso de rodillas y sacóalgunas herramientas de su maletín.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Julia.

—Con suerte, toda la mañana —replicó Peruggia mientras metía unapalanca en una junta de la vitrina.

—¿Y qué hacemos si a alguien se leocurre hacer una visita al estudio de losfotógrafos? —preguntó Émile con unamirada a Julia.

—Eso —comenzó Peruggia, tratandode sacar la cubierta trasera de la vitrina

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— iría más bien por el lado de la malasuerte.

—Es lo único que se me ocurrió —dijo Julia—. Recordé lo que contóDiego de su amigo.

—Hiciste bien —dijo Peruggiacuando saltaba un clavo de la cubiertatrasera y tintineaba en el suelo—. Pon lamano ahí y tira —le dijo a Émile.

Émile metió los dedos en la ranuraque se ensanchaba entre la cubiertatrasera y el marco de la vitrina y tiró.Con un crujido, la cubierta se aflojó,revelando la parte trasera de la tabla.Julia se fijó en la reparación en formade crucifijo mientras Peruggia la

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retiraba de la vitrina. Sacó un pequeñodestornillador y quitó cuatro tornillospequeños que unían unos tirantesmetálicos con los tirantes cortos demadera pegados al dorso de la tabla,sacándola del marco. Le dio la vuelta ala tabla y se quedó mirándola unmomento. Después, levantó la vistahacia Émile y Julia con una expresión detranquila satisfacción.

—Ahora parece aún más pequeña —observó Julia.

—Y eso es bueno para nosotros —dijo Peruggia.

Émile arrimó a la pared el marco ylos restos de la vitrina, dejándolos en un

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rincón oscuro del rellano. Peruggia selevantó y deslizó la tabla bajo su largoblusón blanco. Una atenta observaciónpermitiría distinguir una formarectangular, pero la pintura quedaríabien oculta a los ojos de un observadorcasual.

Peruggia hizo una seña con la cabezaa los otros y los condujo escalerasabajo. Tras una serie de vueltas yrevueltas, llegaron a otra puerta.

—Esta es la que da al patio —dijoPeruggia.

Agarró el picaporte y trató degirarlo. Como preveía, estaba cerradacon llave.

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Peruggia se volvió hacia Émile.—La llave.Émile sacó del bolsillo una brillante

llave nueva de latón y la metió en lacerradura. Durante un momento le costóintroducirla.

—¡Date prisa! —dijo Julia.Probó de nuevo y esta vez entró del

todo. La giró. Se movió solo unafracción antes de quedarse comobloqueada. Émile hizo más fuerza, pero,a pesar de sus intentos, la llave nogiraba en la cerradura.

Peruggia y Julia estaban paralizados,mirándolo.

—Está un poco dura —dijo Émile,

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tratando de girarla con todas sus fuerzas.Seguía sin moverse.

—Creí que habías dicho que laprobarías antes —dijo Julia.

—No dije nunca que la hubieseprobado. —Émile movió la llavefrenéticamente—. Quise hacerlo, perosiempre había demasiada gentealrededor.

—No me lo creo —rezongó Julia.—Es una copia exacta. —Émile

empleó toda su fuerza esta vez—. Tieneque funcionar.

Nada.—Quizá cogieras otra llave —le

dijo Émile a Julia.

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—No —dijo Peruggia—, las llavesgrandes que llevan los vigilantes sirvenpara todas las puertas exteriores.

El pánico asomó en la voz de Émile.—Entonces, quizá hayan cambiado

la cerradura.—Tenemos que conseguir que la

puerta se abra ahora mismo —dijo Julia.Peruggia señaló el maletín que

llevaba Julia.—Pásame eso.Abrió el maletín y sacó un gran

destornillador. Empujó a Émile a unlado, se puso de rodillas y empezó adesatornillar la placa del picaporte.

—Os lo aseguro —dijo Émile—,

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tiene que pasarle algo a la cerradura. Lallave tenía que haber funcionado.

—Escuchad —murmuró Julia,poniendo una mano en el hombro dePeruggia—. ¿Oís eso?

Se quedaron paralizados. La miradade Julia se dirigió de Émile a Peruggiamientras el miedo se apoderaba de sucorazón.

Un repiqueteo de pisadas llegabadesde la escalera. Alguien se acercaba.

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É

Capítulo 25

MILE murmuró, frenético:—¡Rápido!Peruggia continuó trabajando

con el destornillador.—Casi lo tengo —dijo.Las pisadas se oían cada vez más

fuertes.—¿Qué hacemos ahora? —preguntó

Julia, con la voz entrecortada por ladesesperación.

—Santa Maria! —exclamó Peruggia

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mientras el picaporte quedaba suelto ycaía al suelo en un repiqueteo. En esemismo momento, un hombre daba lavuelta a la esquina, llegaba al rellano yse paraba en seco.

Tendría sesenta y tantos años, elpelo ralo de color gris y un granmostacho blanco en forma de U.Asimilando la escena a través de unosojos legañosos y saltones, parecía unretrato de Rembrandt que hubieracobrado vida. Su blusón manchado y lagran llave inglesa de fontanero quellevaba en una mano revelaban suprofesión.

Nadie se movió ni habló. El

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fontanero bajó la vista hacia elmecanismo de la cerradura allí tirado ysuspiró.

—Creíais que ya habrían arregladoesta puerta —dijo con resignadocansancio—. ¿Tenéis unos alicates?

Intercambiando miradas con losotros, Peruggia sacó unos alicates de sumaletín y se los ofreció. El fontanerodejó en el suelo su llave inglesa, cogiólos alicates y los cerró sobre elmecanismo. Con la otra mano, sacó unallave de un bolsillo de su blusón y laintrodujo en la cerradura. Movió losalicates y la llave hasta que oyó un claroy satisfactorio clic. Después empujó la

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puerta entreabierta, dejando que entraraun rayo de luz exterior.

—Mejor dejarla abierta —dijo elviejo fontanero mientras le devolvía losalicates a Peruggia— por si acasoalguien más tiene que pasar por aquí.

Y con un cansado movimiento decabeza, se guardó la llave en el bolsillo,recogió su llave inglesa y continuóescaleras arriba.

Los tres miraron cómo desaparecía ala vuelta de la esquina antes de mirarseunos a otros.

—Bueno —dijo Julia, saliendo porla puerta por delante de los dos hombres—, seguidme.

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—Eso ha sido un golpe de suerte —dijo Émile siguiéndola.

Peruggia se limitó a gruñir en señalde acuerdo mientras seguía a Émile a unpequeño patio abierto, rodeado por unosarbustos espesos y grandes. Al fondo delpatio, un largo corredor abovedadollevaba a la calle. A través de estapequeña arquería, podían ver el muelledel Louvre y el puente del Carruselcruzando el Sena.

—Este patio no tiene acceso a laszonas principales del museo, por lo queno está vigilado —dijo Peruggia.

—¿Sí? —dijo Julia—. Entonces,¿quién es aquel?

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Julia señaló con la cabeza endirección al corredor. Peruggia y Émilese volvieron a tiempo de ver a unvigilante uniformado que salía de unapequeña garita acristalada colocada enel muro, hacia la mitad de la arquería.Ellos retrocedieron hasta quedar detrásde los arbustos mientras el vigilanteestiraba los brazos y los hombros antesde desaparecer en el interior.

—Nunca podremos pasar —dijoÉmile.

—Esto es nuevo —añadió Peruggia— y es una mala suerte para nosotros.

—Entonces, es el momento deempezar a crear nuestra propia suerte —

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dijo Julia.Se quitó la gorra, se subió el blusón

de trabajador, sacándoselo por lacabeza, y dejó el pantalón basto. Leentregó la ropa a Émile, se estiró lafalda y se soltó el pelo.

—Dame mi chaqueta y mi sombrero.Peruggia extrajo los artículos del

maletín y ella se los puso,ajustándoselos lo mejor que pudo.

—Dadme cinco minutos —dijo ella.—¿Qué vas a hacer? —preguntó

Émile.—No me quites los ojos de encima y

lo descubrirás al mismo tiempo que lohago.

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Julia fue bordeando la pared hasta elcorredor abovedado y lentamente fueasomando la cabeza por la esquina paraver la garita del vigilante y la calle trasella. Él estaba dentro, apoyado en unescritorio elevado, dándole la espalda aella. Volviéndose brevemente paramirar a Peruggia y a Émile, inspiróprofundamente. Después, con muchocuidado, salió de su escondite de cara alpatio y de espaldas al corredor y lacalle. Mirando por encima del hombro,con los ojos fijos en la garita, empezó acaminar lentamente de puntillas haciaatrás.

Émile y Peruggia intercambiaron

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unas miradas desconcertadas.—¿Qué está haciendo? —murmuró

Émile.Peruggia se encogió de hombros y

sacudió la cabeza.Con unos pasos medidos, Julia fue

dándose la vuelta, forzando el cuellopara tener siempre a la vista el cogotedel vigilante. Bastaría con quepermaneciera así un poco más. Solounos pasos más para salir.

El hombre cambió de postura. Juliase detuvo, conteniendo la respiración,pero no se volvió. Esperó unos segundosantes de continuar andando hacia atrás.Tras dar unos cinco o seis pasos más,

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estaba casi al nivel de la garita cuandopisó un canto rodado más bien grande,provocando un ruido sobre losadoquines que tenía bajo los pies. Unafracción de segundo antes de que elvigilante se volviera, ella giró la cabezapara mirar hacia delante y en direccióninversa, de manera que ahora caminabanormalmente desde la calle hacia elpatio.

—Mademoiselle —dijo el vigilante,sorprendido—, no la he visto llegar. Nopuede entrar por aquí.

—¡Oh! —dijo Julia, con unos ojosabiertos de par en par que destilabaninocencia—. ¿No es esta la entrada al

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museo?—No, desde luego que no —replicó

el vigilante, saliendo de su garita—, y,además, hoy el museo está cerrado.

El vigilante tendría unos cuarentaaños y lucía un recortado bigote delancho de un lápiz. Su ajustado uniforme,brillante por el uso, probablemente lehubiese quedado perfectamente diezaños antes.

—¡Oh, tenía tantas esperanzas de vertodos esos hermosos cuadros…! —susurró ella.

—Lo siento, mademoiselle —dijo elvigilante—, pero tiene que volvermañana y utilizar una de las entradas

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principales.—¡Oh!, pero estoy aquí ahora —dijo

ella, haciendo un mohín—. ¿No podríasaltarse un poquito las normas… solopor mí?

—Es… no es posible —dijo elhombre, descomponiendo un poco sufachada oficial—. El museo estácerrado.

—¡Qué lástima! —dijo ella, con unaire de resignación—. Y, encima, creoque me he perdido.

—Está usted en el museo delLouvre, mademoiselle, como debe desaber.

El hombre se estiró la guerrera, en

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un vano intento de presentar un aspectode mayor autoridad.

—Claro. Pero después del museo,tenía que visitar a una amiga en la ruede Chartres y no tengo ni idea de dóndeestá.

De repente, el rostro del vigilante seiluminó.

—¡Ah!, en eso sí puedo ayudarla.Tengo un plano.

—¡Un plano! —repitió Julia, comouna niña entusiasmada—. ¡Qué suerteque estuviera usted aquí! ¡Y con unplano, nada menos!

—Por supuesto —dijo él, radiante—. Aquí está; yo le indicaré.

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La garita era pequeña; difícilmentecabían en ella dos personas. El vigilanteentró primero. Mientras Julia daba unospasos tras él, miró hacia el patio.Peruggia la estaba observando, con lacabeza ligeramente asomada tras unarbusto. Con un pequeño gesto con lamano, ella le hizo una seña.

—Veamos, la rue de Chartres —dijoel vigilante, desplegando un plano en laestrecha balda que le servía deescritorio—. Tengo que admitir que noestoy muy familiarizado con él.

—¡Oh, es muy pequeña! —dijo Julia—. Quizá ni siquiera figure en su plano.

—No —dijo él con gran confianza

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—, si está en París, estará en el mapa.Mientras el vigilante miraba el plano

desplegado entornando los ojos, Juliaechó una mirada furtiva tras ella.Peruggia y Émile pasaban lenta ysilenciosamente de puntillas bajo laarquería hacia la calle. Con cuidado,ella cambió ligeramente de postura paraevitar que el vigilante pudiera verlosmientras pasaban frente a la garita.

—Es usted muy amable, monsieur—dijo Julia con una voz cantarina.

—De rien, mademoiselle. A ver sipuedo encontrar su calle…

Julia volvió a mirar hacia atrás.Peruggia y Émile estaban casi al nivel

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de la puerta de la garita, pero encuestión de segundos estarían en unaposición en la que sería casi imposibleque el vigilante no los viera.

Julia echó un vistazo alrededor deldiminuto reducto. Lanzó el brazo frente ala cara girada del vigilante y señaló lapared trasera.

—¿Qué es eso?—¿Eh? —dijo el vigilante,

quedando bloqueada su visión delcorredor por el brazo estirado de Julia.

—Eso. En la pared.El vigilante se volvió para mirar. El

dedo de Julia señalaba una hoja depapel pegada con una chincheta en un

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soporte vertical de madera.Garrapateada en ella había una lista denombres y horas.

—¿Qué? ¡Ah!, es nuestro cuadrante,mademoiselle, con los nombres de todoslos vigilantes y sus horas de servicio.

—¿Dónde está usted? —preguntóJulia, como si fuese lo más fascinantedel mundo.

—Ese soy yo —dijo el vigilante,señalándolo, orgulloso—. AlfredBellew. Desde las siete de la mañanahasta las doce.

—¡Qué emocionante! —exclamóJulia, echando un vistazo hacia atrás atiempo de ver que Émile y Peruggia

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salían a la calle.—Sí —dijo el vigilante, un poco

inseguro acerca de cómo reaccionar—.Pero el plano… todavía tenemos queencontrar su calle.

Julia miró de reojo el mapa yescogió al azar el nombre de una callecercana al museo.

—¡Oh, qué tonta soy! —dijo—. Esla rue Bonaparte, no la rue de Chartres.

—Pero eso está aquí al lado. —Elvigilante indicó un punto en el plano—.Cruce el puente del Carrusel y gire a laizquierda. La calle es la segunda a suderecha. No tiene pérdida.

—No sé cómo agradecérselo,

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monsieur —ronroneó Julia mientrassalía de la garita y se encaminaba haciala calle—. Ha sido usted muy, muyamable y, permítame decírselo, es ustedmuy guapo también.

Esto produjo el efecto deseado deruborizar aún más al hombre.

—Bueno, puede decirlo, porsupuesto, pero la amable es usted yverdaderamente encantadora, si mepermite el atrevimiento.

—Me parece que está tratando decautivarme, monsieur —dijo Julia conuna sonrisa coqueta y un gesto dedesaprobación con el dedo—. Y, si esasí, lo está consiguiendo.

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Ya entonces había llegado hasta lacalle con el vigilante siguiéndola comoun perrito faldero.

—Quizá, cuando vuelva mañanapara ver los cuadros —añadió ella—,pueda acercarme y hacerle una visita.

—Estaría encantado, mademoiselle—dijo él—. Es más, venga por estapuerta y la dejaré pasar al museo sin quetenga que pagar.

Ella comenzó a andar por la calle yse volvió para mirarlo.

—No querría causarle ningúnproblema.

—La esperaré —respondió él.Con un movimiento final de la mano,

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ella le mandó un beso. El hombre sequedó mirándola un momento mientrasella cruzaba la calle hacia el puente delCarrusel. Después, dejó escapar unprofundo suspiro antes de volver aregañadientes a su puesto.

Caminando con brío por el puente,Julia examinó la multitud que paseabapor el muelle Voltaire, pero no habíarastro de Émile y Peruggia. Sin duda,Peruggia se había apresurado a seguiradelante para encontrarse con madameCharneau, que los estaba esperando enel automóvil de Valfierno en la rue delos Saints-Pères. Émile iría con él, asabiendas de que era imprescindible no

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perderlo de vista ahora que tenía lapintura.

Al llegar a la margen izquierda, pasópor delante de un artista callejero quevoceaba una serie de copias de pinturasde factura un tanto grosera.

—¡Oferta especial! —decía elhombre, sosteniendo una patética copiad e La Joconde—. ¡Quince francossolamente para la dama!

—No, gracias, monsieur —dijoJulia, apretando el paso—. Ya tengouna.

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M

Capítulo 26

ADAME Charneau casi nohabía tenido tiempo de abrir lapuerta de su casa, en la cour

de Rohan, cuando Peruggia la empujó,entrando en el vestíbulo. Sacó la tablade debajo del blusón y subió la escaleraa toda velocidad, apretándolafuertemente contra su pecho. Los demásentraron en la casa a tiempo de oír lapuerta de su habitación cerrándose trasél.

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—¿Qué le ha entrado? —dijo Émileen voz baja—. No ha dicho una solapalabra desde que salimos del museo.

—Creí que tendríamos más tiempopara hacer el cambio —dijo madameCharneau.

—¿Dónde pusiste la copia? —preguntó Émile a Julia.

—En el ático —respondió ella—.Vamos a tener que trabajar rápido.

Julia condujo a Émile escalerasarriba. En el primer piso, se detuvieronante la habitación de Peruggia. Émilehizo una seña con la cabeza a Julia, quellamó a la puerta. Pasado un momento,la puerta se abrió unos centímetros y

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Peruggia miró.—¿Sí? ¿Qué queréis?Julia creyó detectar un elemento de

suspicacia en su tono.—Entrar —dijo Émile lo más

alegremente que pudo.—¿Por qué?—Para celebrarlo, claro —intervino

Julia.Peruggia dudó un momento antes de

abrirles la puerta. Inmediatamenteretrocedió hasta una maleta abierta quehabía sacado de debajo de su cama. Lapintura estaba sobre el colchón bocaarriba. Peruggia se arrodilló, levantó latabla y la colocó en la maleta.

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—Deberíamos pensar en un lugarseguro para esconderla —sugirió Julia.

—Quizá deberíamos guardarla en elático —dijo Émile, como si se leacabara de ocurrir la idea.

Peruggia no dijo nada. Cubrió latabla con unas camisas dobladas, bajó elcierre y cerró la maleta con llave.

—Aquí estará segura —dijo él,deslizando la maleta bajo la cama. Selevantó y guardó la llave en el bolsillode su chaqueta—. No voy a salir de lahabitación. Comeré aquí.

—No es necesario —dijo Émile—.Realmente, creo que en el ático…

Pero Peruggia lo detuvo con una

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mirada glacial.—Le dije al marqués que esperaría y

esperé. Pero no para siempre. Lapróxima vez que salga de esta habitaciónserá para devolver La Gioconda a suhogar, adonde debe estar.

—Por supuesto, pero… —empezó adecir Émile, pero Julia le cortó.

—Estoy segura de que, si el signorePeruggia la vigila, estará perfectamentesegura —dijo ella con una sutil mirada aÉmile—. Después de todo, sin él,todavía estaría colgada en el museo. Dehecho, todos le estamos muyagradecidos. —Y después, sin previaadvertencia, se volvió y echó los brazos

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rodeando a Peruggia, cogiéndolo porsorpresa en un fuerte abrazo.

—Bueno, me parece que todostenemos que estar cansados —dijo ella,retirándose, cogiendo a Émile yretrocediendo hasta la puerta—. Quizádebamos posponer nuestra celebraciónpara otro momento. Gracias por todo loque ha hecho, signore.

En cuanto la puerta se cerró trasellos, Peruggia se sentó en la cama.Todavía con los zapatos puestos,levantó las piernas y se tumbó deespaldas, mirando al techo.

Émile apartó a Julia de la puerta y lesusurró frenéticamente:

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—¿Y ahora, qué?Julia abrió la palma de la mano,

dejando ver la llave de la maleta dePeruggia. Émile sonrió.

—Tendré que devolvérsela cuandole suba la comida —dijo ella—, así quesé rápido. Y asegúrate de hacerlo bienesta vez.

—No te preocupes —dijo Émile,confiado—. Esta será mi obra maestra.

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CUARTA PARTE

¡Mal haya cuando los ladronesno pueden fiarse el uno del otro!

SHAKESPEARE, Enrique IV, I parte.

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P

Capítulo 27

ARA Louis Béroud, los martesnunca variaban. Se enorgullecíade ser el primero de la fila cuando

el Louvre abría sus puertas y siemprepasaba el día sentado frente a esta oaquella obra maestra, tratando de emularlas pinceladas del artista. Esta mañana,sin embargo, le retrasó un problema consu patrona. Iba a aumentarle la renta elprimero del mes siguiente. Era este unanuncio con consecuencias

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potencialmente catastróficas.Monsieur Béroud había planificado

su vida para que fuese tan previsiblecomo una ecuación matemática. Diezaños atrás, un tío lejano había fallecidoy le había legado una modesta herencia.Era suficiente para liberarlo de laslimitaciones normales de un empleo fijoy permitirle el capricho de dedicarse asu pasatiempo favorito: pintar. Sinembargo, esto no ocurría sin sacrificiopor su parte. Su herencia solo duraría siél vivía en las condiciones másespartanas. Tenía alquilado un ático deuna sola habitación en el barrio deMontparnasse; su guardarropa constaba

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únicamente de seis artículos, y sucomida era a base de sopa, pan, queso yel más barato de los vinos tintos baratos.Estas economías le compraban el tiemponecesario para pasar sus díasdeambulando por París, pintando lo quele apeteciera. Los martes los pasabasiempre en el Louvre. Aunque su talentoera mínimo, su aprecio por los cuadrosera prodigioso, y esto era suficiente paramonsieur Béroud.

Se tomó el tiempo necesario pararecordar a su patrona que había sido uninquilino leal durante ocho años y notenía intención de pagar más de lo queya le había causado llegar al museo diez

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minutos después de que abrieran laspuertas. Cuando llegó al almacén de lasala Duchâtel, ya había formada unacola y se vio obligado a esperar a quelos artistas que habían llegado antesrecogieran sus instrumentos antes depoder recoger él los suyos. Bajo lamirada atenta de un vigilante del museo,el grupo de ocho o nueve hombresrecogió sus caballetes, sus pinturas y suspinceles del almacén. Cuando, por fin,le tocó el turno a Béroud, vio a unhombre cuyo nombre había olvidado quetodavía estaba rebuscando entre losmateriales.

—Béroud —dijo el hombre—, mis

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pinceles no están donde los dejé. ¿Tefalta alguno de los tuyos?

—No, aquí están todos —dijoBéroud cuando reunió rápidamente sustrebejos y dejó al hombre que rezongabapara sí en el almacén.

Tratando de recuperar el tiempoperdido, Béroud entró a paso rápido enel salón Carré y le agradó notar quenadie más había optado por ponerse allíesa mañana. Se detuvo en su puntofavorito, dejó sus cosas en el suelo yabrió una pequeña banqueta de lona.Desplegó su caballete, colocó en él unapequeña tabla de madera y preparó supaleta, sus pinturas y sus pinceles.

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Satisfecho, se sentó e hizo los ajustesfinales. Solo entonces levantó la vista ala pared.

Su rostro se descompuso por ladecepción. Entre el Correggio de laizquierda y el Tiziano de la derecha nohabía nada sino cuatro escarpias dehierro y una forma rectangularfantasmagórica en la que la pared estabaligeramente más oscura. La Joconde noestaba.

Béroud buscó inmediatamente a unvigilante para quejarse. El vigilanteinformó a monsieur Montand. Eldirector del museo lo comprobó por símismo, pero solo se irritó levemente al

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ver el espacio vacío en la pared. Mandóllamar a monsieur Picquet, el jefe demantenimiento, y le pidió unaexplicación.

—No hay de qué preocuparse,monsieur —le dijo Picquet al directorcon aire confiado—. Ayer, losfotógrafos bajaron La Joconde a suestudio.

Al director, que, en general, noaprobaba la moderna ciencia de lafotografía, no le gustó oír esto.

—No hacía dos meses que lo habíanbajado. ¿Cuántas más fotografíasinfernales necesita?

La pregunta no requería respuesta

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alguna, pero Picquet no estaba muy altanto de las cuestiones más finas de laretórica.

—No lo sé, monsieur le directeur.Aumentando por minutos su

irritación, pasando por el entresuelo y laplanta baja, Montand bajó al laberintode catacumbas en el nivel más bajo delmuseo, lo que quedaba de la fortalezamedieval sobre la que el rey Felipe IIhabía construido su palacio original. Alllegar al final de un pasillo de areniscaescasamente iluminado, irrumpió en elestudio de los fotógrafos einmediatamente le impactó el fuerte olorde los productos químicos utilizados

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para revelar las placas de cristal.Monsieur Duval, el fotógrafo oficial delmuseo, estaba colocando una de lasnuevas placas Autochrome,desarrolladas por los hermanosLumière, en una gran cámara de fuelle.Un Rubens descansaba en un caballetesituado frente a él. Un joven aprendizestaba de pie, a un lado, preparado parahacer los ajustes precisos.

—Ya le había advertidopreviamente —empezó Montand con suvoz más oficial— de que tenía queinformarme al menos un día antes deretirar alguna de las obras principales.

Duval le dirigió a Montand una

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mirada desdeñosa antes de volver a sutrabajo.

—Le hablé de esta la semana pasada—dijo, con una voz que sugería que nole gustaban las interrupciones sinmotivo.

—No me refiero a esta —dijoMontand, cuya impaciencia aumentabapor momentos—. La Joconde.

—No estará en nuestra lista durantevarios meses. Se lo haremos saber contiempo suficiente.

—¡Necesito que vuelva a su sitioinmediatamente!

—Puede que sí, pero no puedo hacernada al respecto.

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La actitud despreocupada delhombre irritaba aún más a Montand.

—¿Se da cuenta de que hoy esmartes? ¡La mitad de los estudiantes dearte de París estarán aquí antes de quefinalice la mañana con la idea decopiarla!

—Ese no es mi problema, monsieur—dijo Duval mientras ajustaba la lenteen su cámara.

—¡Ah!, pero en eso se equivoca. Esmi problema, y lo que es mi problema essu problema.

Duval se encogió de hombros.—Aun así, no puedo ayudarlo.—¿Y por qué no?

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—Por la evidente razón de que noestá aquí.

—¿Qué quiere decir con que no estáaquí?

—Es una simple afirmación,monsieur, aunque no tengoinconveniente en repetírsela: no estáaquí.

Montand empezó a respirar en cortasy rápidas boqueadas.

—Entonces, si no está aquí —dijo,tratando en vano de suprimir sucreciente ansiedad—, ¿dónde está?

Una hora después, el inspectorAlphonse Carnot de la Sûreté irrumpíaen el salón Carré con cuatro agentes

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elegantemente vestidos a la zaga.Monsieur Montand, flanqueado por losvigilantes jefe del museo, lo esperaba enel centro de la sala.

—Inspector —comenzó Montand,pero Carnot le cortó.

—Monsieur le directeur —empezóa decir el inspector con dureza—, ¿porqué veo todavía a gente que pulula porlas otras galerías? Tenía que habercerrado el museo ya.

—Eso habría sido completamenteinútil —dijo Montand, un poco nervioso—. Hemos cerrado el ala Denon, porsupuesto, pero no veía razón alguna paracausar una alarma indebida.

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—Hay que cerrar todo el museo a lavez —continuó Carnot—. El comisariode policía en persona se reunirá connosotros en una hora. No le gustará nadasi no está cerrado.

A Montand no le satisfacía enabsoluto este giro de losacontecimientos. Todavía era posibleque el cuadro estuviese mal colocado enalguna parte del museo. Hacer salirahora a todos los visitantes del museopodría ser una reacción excesiva.

—Bien —dijo Carnot—, ¿a quéespera?

A regañadientes, Montand se volvióa su vigilante jefe.

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—Haga lo que dice.—Pero, monsieur le directeur… —

comenzó el vigilante.—¡Ahora mismo! —ordenó

Montand.El vigilante se cuadró, dio media

vuelta y se ausentó rápidamente.—Ahora —dijo Carnot, satisfecho y

con aire de suficiencia—, ¿procedemos?Cuando los últimos contrariados

visitantes salieron escoltados del museo,el mismísimo comisario de la Sûreté,Jean Lépine, acompañado por unpequeño séquito de ayudantes vestidosde paisano, hizo su entrada en el alaDenon. No le llevó mucho tiempo

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localizar al inspector Carnot en el salónCarré. Con un metro ochenta centímetrosde estatura, la cabeza afeitada y, encompensación, un mostacho en forma deU invertida, Lépine sobrepasaba alinspector en más de una cosa.

—¡Inspector Carnot —bramó,prescindiendo de formalidades—, suinforme, por favor!

—Señor comisario —empezóCarnot—, el jefe de mantenimiento,Picquet, informa que vio un grupo detres hombres vestidos de porteros quellevaban el cuadro ayer por la mañana.El museo está cerrado siempre los lunespara…

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—Sí, sí —lo interrumpió elcomisario—, ¡continúe con su informe!

Carnot se aclaró la garganta.—Estos hombres informaron a

Picquet que lo estaban transportando alestudio de los fotógrafos escalerasabajo, un movimiento rutinario. Nuncallegaron a entregarlo. En mi opinión,señor comisario, este fue un trabajohecho desde dentro.

El comisario dirigió a Montand unamirada desdeñosa antes de volversehacia Carnot.

—Resolver este delito lo másrápidamente posible y recuperar LaJoconde es de máxima importancia. No

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toleraré errores en esta investigación.—Naturalmente que no, señor

comisario.Con un perfecto sentido de la

oportunidad, un joven agente uniformadose detuvo, se cuadró y saludó alcomisario.

—Inspector —comenzó,dirigiéndose a Carnot—, algunos de loscopistas informan que sus utensilios hansido desplazados en el almacén.

—Los ladrones deben de haberloutilizado como escondite antes del robo—observó Carnot.

—También hemos localizado elmarco vacío y su vitrina en el hueco de

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una escalera —continuó el agente—. Yademás, hemos encontrado una huelladactilar en el cristal.

—¡Excelente! —exclamó Carnot—.Ahora los tenemos.

—¿Una qué? —preguntó,impaciente, el comisario.

—Una huella dactilar, señorcomisario —explicó Carnot,regodeándose en la evidencia de que élsabía algo que desconocía su superior—. Es una nueva ciencia. Las líneas delas huellas de los dedos de cada hombreson diferentes de las de todos los demásy…

—¿Pero cómo nos ayudará eso? —

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preguntó el comisario.—Previendo esta eventualidad, el

año pasado tomé las huellas de todos ycada uno de los empleados del museo.Si, como sospecho, este es un trabajorealizado desde dentro, tendremos anuestro hombre en un día, se lo prometo.

—Ocúpese de hacerlo —dijo elcomisario.

Carnot solo pudo sonreír, incómodo.Ahora no tenía otra opción que cumplirsu precipitada promesa.

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L

Capítulo 28

A prefectura de policía compartíala Île de la Cité con tres edificiosque databan de la Edad Media y

definían el alma de París: la imponenteConciergerie, la iglesia de la Sainte-Chapelle y el más divino de losedificios: la catedral de Notre-Dame. Laisla y su hermana, la Île Saint-Louis,estaban amarradas en medio del ríoSena como dos majestuosas señoronas.Siempre habían sido el corazón, la cuna

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de París, el centro espiritual de todaFrancia. Aquí, las legiones romanasconquistaron la tribu de los parisiospoco después del tiempo de Cristo; aquí,los habitantes originales de la ciudad serefugiaron de los ataques de losbárbaros y de los vikingos; aquí, en lamisma Conciergerie, María Antonietapasó sus horas finales antes de su citafatal con madame Guillotine, y aquí, elinspector Carnot esperaba impresionaral comisario de policía Lépinemostrándole al hombre que había robadoLa Joconde.

El inspector estaba frente a unapared blanca en una sala del tercer piso

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de la prefectura. En medio de la sala, unjoven agente llamado Brousard, queayudaba a menudo a Carnot, preparabados primitivos proyectores, conocidoscomo linternas mágicas, encima de unamesa. Otro agente estaba preparado allado de la ventana y, a una mesaseparada, estaba sentado el comisarioLépine en persona junto con variosmiembros de su plana mayor. Pordesgracia, un cambio repentino en laagenda del comisario había impedido unensayo completo de la presentación. Apesar de ello, y de un hormigueo deexcitada aprensión, Carnot se sentíaconfiado. Sabía que el comisario era

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escéptico con respecto a las llamadasinnovaciones científicas y que solo unademostración concreta de su utilidadpodría convencerlo de su valor. Aunquehubiese deseado disponer de más tiempopara prepararla, era la oportunidadperfecta para esa demostración.

El arte de las huellas digitales sevenía utilizando desde la década de1850, cuando un magistrado inglés en laIndia instruyó a dos comerciantesanalfabetos para que sellaran el acuerdoque estaban celebrando haciendoimpresiones de las palmas de sus manosen el contrato. En 1901, las huellasdactilares se utilizaban en Inglaterra

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para identificar a delincuentes y, en unavisita a Scotland Yard, en Londres, en elcurso de una investigación, el inspectorCarnot había asistido a la impresión delas huellas dactilares de lossospechosos.

Pensando que podría utilizar estanueva técnica para distinguirse ypromover su ascenso, había tratado deintroducir la nueva ciencia en la Sûreté.Sus ideas fueron recibidas conindiferencia, si no con descaradoescepticismo.

Sus superiores seguían confiando enla antropometría, la ciencia deidentificar a un delincuente reincidente

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conservando medidas precisas de suscaracterísticas físicas, como su altura yla longitud de sus orejas. No importabaque, a veces, se enviara a algún doble ala isla del Diablo, en el mejor de loscasos, o, en el peor, a la guillotina. Lajusticia no significaba nunca serperfectos, sino solo coherentes.

Carnot no se había amilanado ante laresistencia a la nueva ciencia de lashuellas dactilares y se había preocupadopor aprender todo lo que podía sobre elprocedimiento. Había perseverado y,aunque todavía tenía que ser aceptadapor sus colegas, la había utilizado aveces él mismo, si bien con poco éxito

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hasta ahora.Mientras investigaba un robo menor

en el Louvre el año anterior, habíaconvencido al director Montand deadoptar la norma de tomarrutinariamente las huellas dactilares detodos los empleados del museo.Recopiló y archivó cuidadosamente esashuellas ante la posibilidad de quepudieran necesitarse. Y ahora habíallegado el momento y su oportunidad.

Satisfecho de que todo estuviesepreparado, Carnot hizo un gesto alagente que estaba al lado de la ventana.El hombre bajó una persiana,oscureciendo la sala.

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—Puede empezar —le dijo Carnot aBrousard.

El joven agente giró una manivela dela linterna y una gran imagen de unaúnica huella dactilar se proyectó en lapared.

—Este es nuestro hombre —prosiguió Carnot con autoridad—. Suhuella dactilar fue recuperada del cristalde la vitrina que guardaba La Joconde.Aplicando unos finos polvos de talco ycepillándolos cuidadosamente después,se revela la huella dactilar. Acontinuación, se levanta de la superficiemediante la aplicación de una películade celulosa transparente. Esta imagen,

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por supuesto, está ampliada muchasveces.

Las espiras concéntricas de la huelladactilar recordaban a Carnot el artemoderno que se había puesto de modarecientemente, el impresionismo o algoasí, aunque, personalmente, preferíaunas pinturas que se parecieranrealmente a los objetos quesupuestamente representaban. Hizo unaseña a Brousard, que giró una maniveladel otro proyector, y otra gran huelladactilar apareció al lado de la primera.

—Esta es la huella dactilar de unode los casi cien empleados que hantrabajado en el Louvre en el último año.

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Simplemente, presionamos las puntas delos dedos en un tampón y después en unpapel fino.

Carnot hizo un gesto con una reglade madera.

—Comparando las líneas de aquí yde aquí, podemos ver si las dosimpresiones coinciden. Como puedenver, esta claramente no. La siguiente,por favor.

Brousard pasó la diapositivasiguiente.

—De nuevo, podemos verclaramente por estas líneas que estetampoco es nuestro hombre.

El comisario intercambiaba miradas

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impacientes con los miembros de suséquito.

—¿Cuánto tiempo durará esto?—Creo que no mucho más, señor

comisario. —Carnot notó que estabaempezando a sudar.

Una docena, más o menos, deimpresiones pasaron sin éxito. Carnotprocuraba mantener su seguridad en símismo mientras el comisario estabacada vez más inquieto. Una docena máspasó sin coincidencias. En este punto,Brousard se levantó, se acercó a Carnoty le susurró algo al oído. De repente, elrostro de Carnot perdió el color.

—¿Está seguro? —preguntó Carnot

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en voz muy baja.—Sí. Estoy completamente seguro.—¿Por qué no lo ha mencionado

antes?—Acabo de darme cuenta, inspector.—¿Qué pasa? —preguntó el

comisario.Brousard se retiró y un

conmocionado Carnot hizo un gesto alagente de la ventana para que levantasela persiana. El agente lo hizo,provocando que los ocupantes de la salase protegieran los ojos ante la claridad.

—¿Y bien? —dijo el comisario—.¿Por qué lo ha detenido?

—Lo siento mucho, señor comisario

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—empezó a decir Carnot, con vozentrecortada—, pero me parece quetenemos un pequeño problema.

—¿Qué clase de problema?—Parece —dijo, haciendo una

profunda inspiración— que la huella queencontramos era de la mano izquierdadel ladrón.

—¿Y?—Y las huellas digitales de los

trabajadores del Louvre —contuvo unmomento la respiración— se tomaronsolamente de sus manos derechas.

—¿Y esto importa?—Me temo, señor comisario… que

sí.

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El comisario dirigió a Carnot unalarga mirada despectiva. Carnot casipodía oír el portazo que le cerraba susaspiraciones de ascenso. El comisariorecompensaba los trabajosexcepcionales de sus subordinados,pero, por regla general, todo lo queconsiderara una muestra deincompetencia relegaba a su responsablea un despacho sin ventanas en el sótano,condenándolo a un montón infinito detareas burocráticas insignificantes.

Después de lo que le pareció unaeternidad, el comisario se levantó,seguido por su plana mayor, con elsonido de un montón de patas de sillas

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arrastradas por el suelo.—Me decepciona, Carnot. Esperaba

más de usted. —Y con eso, dio mediavuelta y condujo a su personal mayorfuera de la sala.

Carnot se quedó paralizado,mientras la luz de la linterna mágicasilueteaba su rostro en la pantalla.Brousard estaba ocupándose dedesenchufar y desmontar el equipo deproyección. El agente de la ventanaseguía a las órdenes de Carnot, con lamirada fija en un punto de la paredopuesta.

Carnot estaba furioso, pero noconsigo mismo ni con el comisario. La

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rabia que sentía en su interior se dirigíasolo a un objetivo: los perpetradores deeste delito. No solo habían arrebatadoLa Joconde, sino que le habían robadola única oportunidad que podría tenernunca de demostrar al mundo que él eraalgo más que un insignificante y anónimofuncionario civil; que, en realidad, eraun gran detective, merecedor de los másaltos honores que Francia pudieraotorgar.

En ese instante, hizo un solemnejuramento: no se detendría ante nadapara someter a estos descaradosdelincuentes y entregarlos postradosante el despiadado dios de la justicia.

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Capítulo 29

THE NEWYORK TIMES

1 de octubrede 1911

¡SIGUEN SINENCONTRARSEPISTAS DELROBO DE LAMONA LISA

DELLOUVRE!

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¡La obramaestra de

Leonardo daVinci

desapareciósin dejarrastro!

¡DESPUÉSDE DOS

MESES, LAPOLICÍA

FRANCESASIGUE SIN

SABERNADA!

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ENEWPORT

duardo de Valfierno puso elejemplar del New York Timessobre el asiento adyacente al

suyo. El tren traqueteó en una ligeracurva y él echó un vistazo al paquete desetenta y siete por cincuenta y trescentímetros que se mecía en elportaequipajes que estaba sobre losasientos. La última entrega, por fin.

Pensó en las semanas anteriores.Cada entrega había requerido un viajediferente desde Nueva York con otra

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tabla; era demasiado arriesgadotransportar más de una a la vez.

Las entregas de las cinco copiasprimeras acabaron siendo casirutinarias. Un deferente mayordomoconducía a Valfierno a la presencia desu cliente, que esperaba —con febrilexpectación— en un estudio o galeríaprofundamente escondido en su mansión.A continuación, una pequeñaconversación, durante la que los ojosdel cliente permanecían clavados en latabla embalada, hasta que llegaba elmomento de mostrarla, con la inevitablereacción de asombro. Después, estaba elintercambio del dinero, que nunca se

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contaba o al que ni siquiera prestabaatención Valfierno, y la bromavertiginosa con el satisfecho cliente casiembriagado de deliciosa codicia. Porúltimo, Valfierno se despedía,esperando hasta que se sentaba en sutaxi para dar un suspiro de alivio cuandosentía el reconfortante peso del pequeñomaletín o portafolios lleno de billetes decien dólares sobre sus rodillas.

Solo había habido un momentodelicado. En la cuarta entrega, a lanueva perra de caza del cliente —unagalga inglesa de color negro azabachellamada Maggie— Valfierno le cayómal desde el primer momento. Al

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principio, el cliente bromeó con ello,pera el persistente gruñido de la perra lerecordó que el anterior propietariohabía presumido de la aptitud del animalpara juzgar las personalidades de loshombres. Valfierno conocía demasiadobien la tenue línea en la que se movíansus clientes entre el autoengaño y lasuspicacia —sobre todo cuando la galgacomenzó a olfatear la misma pintura—,por lo que empleó todos sus poderes depersuasión para dirigir amablemente alhombre hacia el lado humorístico de lasituación. Al despedirse, Valfierno seatrevió aún a hacer un chiste, diciendoque, si el hombre se cansaba alguna vez

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de su perra, siempre podría encontrarletrabajo como evaluadora en una de lasgalerías más elegantes de Nueva York ode París.

El repentino torbellino de un trenque pasaba en dirección opuesta por lavía paralela devolvió a Valfierno alpresente. Cuando la locomotora acelerópor la costa de Connecticut en su marchahacia Newport, sus pensamientosvolvieron a su actual destino:Windcrest, la magnífica mansión y lossoberbios jardines a la orilla delAtlántico, el hogar de mister JoshuaHart y señora.

Desde el momento en que Taggart —

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en vez del mayordomo de Hart, Carter—abrió las enormes puertas frontales deroble de Windscrest, Valfierno supo queesta transacción iba a ser muy diferentede las demás. El guardaespaldas de Hartno dijo nada, pero sus ojos grises acerose clavaron en Valfierno como los de undepredador que evalúa su presa.

—Mister Taggart, ¿no? —dijoValfierno, enmascarando su aprensión—. Creo que mister Hart me estáesperando.

Taggart lo hizo entrar con unasacudida de cabeza.

Valfierno siguió al hombre por elvestíbulo hasta la biblioteca. Sintió una

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punzada de desilusión al no ver amistress Hart esperándolo, como habíaocurrido en su visita anterior. Dirigióuna breve mirada a la mesita de laventana en la que su madre se sentaba.Por supuesto, había estado en la mansiónen diversas ocasiones en los añosanteriores sin que se hubiera percatadosiquiera de que Joshua Hart estuvieracasado; las dos mujeres debían de haberestado en otro lugar de la vasta mansiónen aquellas ocasiones. Quizá ahoraestuvieran en otra parte del edificio.

Taggart condujo a Valfierno alestudio. Hart estaba sentado, leyendo elNew York Times en un gran sillón de

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cuero al lado de la ventana. Los ojos deValfierno dirigieron una breve mirada almaletín de piel que estaba sobre unamesa lateral.

—¡Ah, Valfierno! —dijo Hart,levantando la vista—. ¡Por fin havenido!

La mirada de Hart se dirigió a latabla embalada que Valfierno llevababajo el brazo. Se levantó, tiró elperiódico al suelo y se acercó, con losojos fijos en el objeto.

—Confío en que mistress Hart y sumadre se encuentren bien —dijoValfierno, procurando parecerdespreocupado.

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—¿Qué? —respondió Hart,momentáneamente distraído—. ¡Oh, sí!—Después añadió algo más—: La viejamurió. —Entonces, en un tono quesugería que Valfierno lo comprenderíaperfectamente y aceptaría, añadió—:Por fin.

Cuando Hart volvió a fijarse en latabla envuelta, Valfierno experimentóuna incómoda sensación de desazón.Trató de imaginar el efecto que elfallecimiento de su madre habría tenidoen mistress Hart.

—Su esposa debe de estarprofundamente afligida.

—Eso es quedarse muy corto —dijo

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Hart—. Yo no podía aguantar sus llantosy su abatimiento constantes, por lo quela envié con sus parientes de Filadelfia,donde podrá llorar todo lo que quiera.

—Siento no poder saludarla —dijoValfierno.

—Bueno, ya es suficiente —dijoHart, con la atención puesta en la tabla—. Veámosla.

Valfierno la depositó en una mesa decaoba. Con gran parsimonia, desató lacuerda y apartó los pliegues, revelandoel dorso de la tabla de madera. Con unamirada a Hart, la levantó y le dio lavuelta, mostrando la pintura. Los ojos deHart se abrieron como platos. Durante

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un momento, dio la sensación de que leasustaba acercarse.

—Es la cosa más bella que he vistonunca —dijo finalmente, antes devolverse a Taggart y añadir—: aunquees un poco más pequeña de lo que habíaimaginado.

Pero Taggart no estaba mirando lapintura. Estaba de pie, tan quieto comouna estatua, con los ojos fijos enValfierno.

Hart se volvió a Valfierno con unamirada que parecía pedir permiso paraacercarse. El marqués sonrióligeramente y asintió con un movimientoapenas perceptible. Hart dio un paso

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adelante y, con cautela, tomó la tabla ensus manos, la levantó y se la acercó alrostro. Valfierno podía ver la imagendistorsionada de la mujer de la pinturareflejada en las dilatadas pupilas delhombre. Hart le dio brevemente lavuelta a la tabla y asintió con aparenteaprobación.

Después, Hart puso la pintura sobrela mesa e hizo una señal con la cabeza aTaggart, que se acercó y le entregó unacinta métrica.

—El test más básico —comenzóHart—. Veinte pulgadas y siete octavosde pulgada por treinta pulgadas. Exacto.Pero no se inquiete. Sé que es real. Es

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inconfundible. Nadie sino un maestropodría haber creado esta obra.

«No falla», pensó Valfierno. «Unhombre ve siempre únicamente lo quequiere ver; se convence siempre de loque ya está seguro de que es cierto».

Hart hizo de nuevo una seña aTaggart. Esta vez, el hombrón cogió elmaletín de piel.

—Cuatrocientos cincuenta mildólares —dijo Hart—. Un montón dedinero. —Lentamente, levantó la pinturade la mesa y añadió—: Pero merece lapena cada penique.

Valfierno recogió el maletín einclinó levemente la cabeza hacia Hart,

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en muestra de respetuosa gratitud.—Ahora —dijo Hart—, veamos

cómo queda. ¿Vamos?En la galería subterránea, Hart

colocó el borde inferior de la pinturasobre una mesa antigua. La mesa estabaapoyada en la pared principal bajo unespacio vacío, su futuro lugar de honor.Apoyó la tabla en la pared y retrocedió.

—He encargado un marco a unafuente muy discreta. Cuando estéacabado, yo mismo lo colgaré —dijoHart, admirando la pintura—. No puedofiarme de nadie más.

Aun colocada sobre una mesa, lapintura era impresionante. Valfierno

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tuvo que admitir para sí que Diego habíahecho un trabajo sobresaliente. Podíapasar por la obra auténtica.

—Ahora, mi colección estácompleta —dijo Hart, saboreándola.

—¡Imponente! —dijo Valfierno—.Es una lástima que el mundo no puedacompartir esto.

—Pero esa es la cuestión —dijoHart con entusiasmo mientrasaprovechaba el momento para ilustrar aValfierno con su filosofía—. Todasestas grandiosas obras de arte existenahora para mi exclusivo placer. Soloviven para mis ojos. Eso es lo que lashace tan especiales, únicas. Ahora, solo

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yo puedo admirarlas.—En efecto —dijo Valfierno,

empezando a sentir la falta de oxígenoen la estancia.

—Y cuando muera —añadió Hart,caminando en un pequeño círculo,contemplando la colección entera—, heacordado con mister Taggart que seasegure que todas y cada una de ellassean destruidas. Será como llevármelasconmigo, como los faraones del AntiguoEgipto.

Hart se volvió a Valfierno, buscandoalguna reacción, esperando unarespuesta.

Valfierno se encontró en la extraña

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situación de no encontrar nada quedecir.

Cuando el tren de Valfierno llegabaa las afueras de Nueva York, se habíaconvencido ya de que había tenidomucha suerte de que mistress Hart noestuviera en Newport. Si ella hubieseestado allí, no estaba seguro de cómohubiera reaccionado ni de qué hubiesedicho. Como mínimo, habría sido unacomplicación que era mejor evitar.Sentía, no obstante, auténtico pesarpor la muerte de su madre, dejándolasola con su marido. Y la visión delabultado maletín que estaba en elasiento adyacente no le procuraba

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gran satisfacción. El placer que podríahaberle proporcionado la hazaña deengañar a Hart quedaba mermado porla simpatía y la preocupación quesentía por su esposa.

Cuando el tren descendió bajo elnivel de la calle en su recorrido finalhasta la Grand Central Station, seesforzó por alejar de su mente lospensamientos relativos a mistress Hart.

Valfierno se dirigió al recepcionistaque estaba tras el mostrador principaldel vestíbulo del Plaza.

—La llave de la habitación 137, porfavor.

—Naturalmente, señor. —El hombre

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se volvió hacia las filas de pequeñascasillas que tapizaban la paredposterior.

Valfierno se permitió disfrutar deuna sensación de alivio. Habíaconcluido. Mañana tomaría un barcopara Francia y en una semana estaría devuelta en París.

—¡Ah, sí! —dijo el recepcionista—,tiene usted una visita, señor. —En unamano tenía la llave. En la otra, unatarjeta.

Valfierno sintió una punzada deaprensión.

—¿Una visita? —Nadie a este ladodel océano, ni siquiera sus clientes,

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sabía dónde se alojaba.—Sí, señor. Una señora. Ha estado

aquí todo el día. En realidad, creo quetodavía podría seguir aquí. Sí, allí está.

Una mujer estaba sentada en undiván en la zona de espera del vestíbulo.Su rostro estaba parcialmenteoscurecido por un sombrero de alaancha, pero Valfierno la reconocióinstantáneamente. Era mistress Hart.

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E

Capítulo 30

NUEVA YORK

ra tarde para comer y pronto paracenar, por lo que Valfierno yEllen Hart se sentaron solos en el

comedor tapizado de roble del hotel.Estaba cerrado, pero, con la ayuda deuna importante propina, Valfiernoprevaleció sobre la dirección para queles permitieran sentarse y les sirvieranunos vinos. La copa de cristal de ellapermanecía intacta.

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—Llegué de Filadelfia hace tresdías. Tengo una prima segunda que viveaquí y ha tenido la amabilidad depermitirme que me aloje con ella. Mimarido me dijo que usted llegaría con lapintura esta semana; de hecho, esa fue larazón de que me permitiera viajar aFiladelfia. No quería que mi dolor porla muerte de mi madre le arruinara sumomento. ¿En qué otro lugar iba a estarusted que no fuese Nueva York? Yestaba segura de que solo podría estaren el mejor de los hoteles, por lo quesolo hacía falta visitar cada uno deellos. Tuve suerte. Solo tardé tres díasen encontrarlo.

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—Estoy impresionado por superseverancia —dijo Valfierno—,aunque le confieso que estoy algoconfundido en cuanto a sus motivos.

Eso la hizo ruborizarse ligeramente,volviéndose para mirar a otro lado, conevidente turbación.

—Me entristeció mucho la noticia dela muerte de su madre —añadióValfierno.

—Muchas gracias —dijo ella,volviéndose y recuperando lacompostura—. Por fortuna, falleciómientras dormía. En cierto sentido, fuecomo si ella no se hubiese despertadodespués de un pacífico sueño en el que

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cayera hace muchos años, como si paraella, en realidad para nosotras dos, todohubiese sido un largo sueño final. —Sedetuvo e hizo una profunda aspiración—. Me estoy poniendo muy tonta.Perdóneme.

—En absoluto —dijo Valfierno conuna cariñosa sonrisa.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarseen Nueva York? —preguntó ella.

—En realidad, mañana parto paraFrancia.

—Comprendo.Él tomó un sorbo de vino. El

silencio quedaba interrumpido por eldistante sonido de platos que llegaba de

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la cocina del hotel.—En una ocasión me preguntó —

dijo finalmente Ellen— por qué mehabía casado con mi esposo.

Valfierno elevó las cejas.—¿Lo hice? Toda una impertinencia

por mi parte.—Sí, fue impertinente. Sin embargo,

en aquel momento, parte de mí deseabaresponder a la pregunta.

—Desde luego, no era de miincumbencia.

—Y sigue sin serlo —dijo ella—.Pero ahora me gustaría decírselo.

Valfierno se irguió en su silla,indicando su disposición a escuchar.

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Ella bajó la vista hacia la mesa.—Mi padre dejó muchas deudas

cuando murió. —Dejó las palabrassuspendidas en el aire durante unmomento, antes de levantar la vistahacia Valfierno—. Supongo que hubo untiempo en el que fuimos muy ricos. Pero,al final, nuestra prosperidad se convirtióen una ilusión.

Valfierno escuchaba con atención,haciendo a veces pequeños comentariosde aclaración pero cuidando de nointerrumpir el curso de la historia.Aunque el tema era obviamentedelicado, se dio cuenta de que, a medidaque ella profundizaba en él, las palabras

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empezaban a surgir mientras sushombros descendían y su cuerpoaparecía físicamente relajado, como sihubiera estado conteniendo larespiración durante mucho, muchotiempo.

Ellen Edwina Beach había vividocon su padre y con su madre en un granpiso con vistas a Central Park en NuevaYork. Su padre era inversionista. Suhumor se elevaba y se hundía con suséxitos y fracasos, pero, en su mayorparte, sus inversiones eran sólidas y sudisposición, alegre. Los ferrocarrileshabían resultado particularmentelucrativos. De hecho, por medio de sus

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negocios con los ferrocarriles, la familiaconoció a mister Joshua Hart.

Ellen Beach se crio en medio de uncuento de hadas. Tenía una niñera ypasaba mucho tiempo jugando en elparque, con aros en verano y patinandosobre hielo en invierno. Era muysimpática con los porteros, que hacían lavista gorda cuando ella patinaba sobreruedas en el vestíbulo de su bloque depisos.

Cuando se hizo mayor, le resultabacada vez más difícil pasar tanto tiempocomo hubiera deseado con su padre;siempre estaba fuera por negocios y,cuando regresaba, se dedicaba la

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mayoría de las noches a acompañar a sumadre a una serie de reuniones sociales.Eso era cuando los negocios marchabanbien. Cuando no iban bien, se pasabahoras solo, sentado, inabordable,meditando en la biblioteca. En estasocasiones, por mucho que lo deseara,nunca lo molestaba, aunque le resultaradifícil resistir el impulso de ir y sentarseen su regazo como había hecho tantasveces cuando era muy pequeña. Noobstante, durante la mayor parte de suinfancia disfrutó de una vida deprivilegio y satisfacciones.

Cuando Ellen tenía quince años, sumadre cayó sin previo aviso en la

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situación en la que pasó el resto de susdías. Al principio, su padre se pasabahoras sentado a la cabecera de su madreen el soleado dormitorio que daba alparque, pero pronto empezó adesaparecer durante largos períodos detiempo. Ellen solo lo veía a altas horasde la noche; ella miraba a hurtadillasdesde la puerta de su dormitorio cuandoél entraba tambaleándose, a menudodespeinado y dando traspiés,desprendiendo ligeros olores decigarros, alcohol y perfumes.

Su madre pasaba todo el díatumbada en la cama, mirando al cielo ysin responder a nada ni a nadie.

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Posteriormente, mejoró lo suficientepara levantarse y una enfermera internala vestía, le daba de comer y leenseñaba de nuevo lo más básico delcuidado personal. Pero ella pasaba lamayor parte del tiempo sentada al ladode la ventana, mirando al parque. Elmédico informó a Ellen de que lo másprobable era que la enfermedad de sumadre no mejorara más. No se podíahacer nada.

Ellen tenía dieciséis años cuando seenteró de que su padre había muerto.Había estado de viaje de negocios delarga duración en California y ella no lohabía visto durante varios meses. Su

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reacción a la noticia había sidoimprevisible: se irritó enormemente.«¿Por qué había estado tanto tiempolejos de ella cuando murió? ¿Por qué lahabía dejado sola?».

La tía soltera de Ellen, Sylvia —hermana de su madre— se trasladó parallevar la casa. Ellen nunca se habíallevado bien con las mujeres tristes yautoritarias, y su presencia constantesolo servía para recordarle a Ellen lapérdida —a todos los efectos prácticos— de su madre. Un día, mister JoshuaHart, un socio de negocios de su padreal que había visitado en diversasocasiones desde la muerte de su padre,

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hizo que se sentara para explicarle quesu padre había dejado muchas deudas yya no había dinero para mantener elpiso, la enfermera y las dos sirvientasque tenían. La tía Sylvia no tenía muchosrecursos propios, pero Joshua Hart leaseguró a Ellen que no tenía quepreocuparse. Él se encargaríapersonalmente de arreglar las cosas paraque todo siguiera como estaba,permitiéndoles vivir en el piso, comosiempre.

En el decimoctavo cumpleaños deEllen, Hart le propuso matrimonio y ellaaceptó. Aunque era treinta años mayorque ella, había sido generoso,

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bondadoso incluso. Además, ella sentíaque no tenía elección. Estaba,ciertamente, muy agradecida por todo loque Hart había hecho por su familia,aunque no sintiera apego hacia él. Perolos sentimientos no habían desempeñadoningún papel en su decisión. Haría loque fuera necesario para asegurar elbienestar de su madre, aunque esosignificara casarse con un hombre al quesabía que nunca podría amar.

Finalmente, apartando la vista deValfierno, dijo:

—Yo no estaba en condiciones derechazar aquella oferta.

—Desde luego —le aseguró él.

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—Al principio, fue bastanteagradable —continuó ella—, pero, conel paso del tiempo, fue apartándose cadavez más por sus muchos asuntos denegocios. Yo empecé a sentirme comouno de sus cuadros, como una parte desu colección, con la única diferencia deque, en vez de estar colgada en unapared, siempre tenía que servirle parapresumir.

Ella tomó su primer sorbo de vino.—Creo que nunca le había contado a

nadie esta historia.—Es un honor para mí —dijo

amablemente Valfierno.—Y ahora —añadió ella— parece

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que mi marido ha adquirido su máximaposesión.

—Sí, supongo que sí.—¿Y le ha pagado bien?—Muy bien.—Estoy segura de que se lo ha

ganado.—Admito que no ha sido un objeto

fácil de obtener.—Imagino que no. —Ellen sonrió

débilmente mientras bajaba la vista ycogía suavemente el pie de su copa devino entre el índice y el pulgar. De lacocina llegaba un lejano sonido devoces.

Finalmente, dijo:

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—Me pregunto si podría pedirle unfavor.

Valfierno se inclinó ligeramentehacia delante y cruzó su vista con la deella cuando la levantaba.

—Naturalmente. Cualquier cosa queesté en mi mano hacer.

—Marqués —empezó Ellen—,Edward… quizá yo pueda ser tanatrevida con usted como usted lo fueconmigo.

—No espero menos.—Con mi querida madre difunta, no

tengo ya ninguna razón para seguir conmi esposo.

Ella se detuvo, esperando alguna

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reacción. El corazón de Valfiernoempezó a latir más deprisa, pero noestaba seguro de si se debía a la purasorpresa o a algo más. Sabía que teníaque decir algo, pero no estaba seguro delo que iba a decir.

—Mistress Hart… —empezó adecir, indeciso.

—Por favor, permítame terminar.Esto no es fácil para mí. Yo creo queusted conoce bien a mi marido, la clasede hombre que es, quiero decir. Puedoasegurarle que su aprecio por sucolección sobrepasa con mucho suconsideración hacia mí. Sin embargo, nopermitiría que me fuese antes de lo que

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renunciaría a cualquiera del resto de susadquisiciones.

—Quizá subestime su consideraciónhacia usted o malinterprete su forma dedemostrarle su afecto.

Una mirada ligeramentedesconcertada cruzó el rostro de Ellen.

—El deseo de posesión es muydiferente del sentimiento de amor.

Valfierno admitió esto con un ligeromovimiento de cabeza.

—En consecuencia —continuó ella,con una inspiración mientras reunía cadaelemento de su resolución—, le pediría,le rogaría que me llevara con usted aFrancia.

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Valfierno dio un respingo en su silla,incapaz de ocultar su sorpresa.

—Mistress Hart, yo…—Ellen. Me llamo Ellen.—Ellen, no sé qué decir.—Quizá, entonces, tenga que

reformularlo como una simple pregunta:¿me llevará con usted?

Él hizo una profunda inspiración yexhaló despacio.

—Creo, mistress Hart… Ellen…,que comprendo su situación, el dilemaen el que se encuentra y, si pudieraayudarla de alguna manera, estaríaencantado de servirle de ayuda. Perodebe comprender que lo que me está

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pidiendo es imposible. Conindependencia de las circunstancias, suhogar está aquí. El mío está en Francia.Me temo que sea imposible. Lo siento.Si puedo ayudarla económicamente dealguna manera…

—No carezco por completo demedios. El quid de la cuestión es que nosabría lo primero que tendría que hacerpara… escapar, fugarme, porque eso eslo que sería. Y para lo que necesitaríasu ayuda.

Ella apartó la vista mientraslevantaba su copa y tomaba otro sorbode vino.

Valfierno sintió un diluvio de

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emociones contrapuestas. ¿Era esto loque quería oír por encima de todo? ¿Erael apuro de la excitación que sentía loque le decía que abrazara con todo sucorazón este giro de losacontecimientos? ¿O se trataba de unaseñal de advertencia, una alarmaemocional que le aconsejaba noimplicarse en una situación que solopodía estar cargada de complicacionesimprevistas?

—Ellen —comenzó a decir por fin,sorprendido por la dificultad que teníapara hilvanar sus pensamientos—, meencantaría ayudarla de alguna manera;simplemente no me puedo permitir

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concitar tanta atención indebida sobremí mismo. Tiene que entenderlo.

Ella asintió, aceptando la evidentelógica de su exposición. Valfierno podíasentir lo difícil que esto era para ella;las bravuconadas no servían con estamujer. Ella tomó otro sorbo de vinocomo si tratara de reunir todo su valor.

—Edward —comenzó a decir lentay deliberadamente—, sé mucho acercade usted y estoy segura de que lo que sésería de gran interés para la policía,para las autoridades. —Las palabrassalían vacilantes; no había una pizca deamenaza en su voz.

—Eso es cierto —respondió

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Valfierno, tranquilo—, pero nuncapodría decir nada sin desvelar el papeldesempeñado por su esposo en el delito.

—¿Y cree de verdad que eso medisuadiría?

Valfierno suspiró.—Me sorprende usted —dijo con

aire de discreta indignación—. Quizá lahaya imaginado como muchas cosas,pero nunca como chantajista.

Ella dejó asomar una sonrisitairónica.

—Tampoco yo. Quizá se deba a miconocimiento de algunos tratos de miesposo. E incluso, quizá, a usted mismo.

—¿No irá a acusarme ahora de

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haberla convertido en una cínica? —Valfierno sonrió—. Si mal no recuerdo,el pequeño plan para obligar a suesposo a consumar el trato que cerramosen Buenos Aires fue idea suya.

—O, al menos, usted me permitióque creyera que lo era —dijo ella.

—Bueno, no lo sé, pero…—Siendo franca de nuevo —

continuó ella—, aunque usted y yo solonos hayamos encontrado unas pocasveces, había imaginado, quizá esperado,que no fuese usted tan poco comprensivocon respecto a mi situación.

—Puedo asegurarle que lacomprendo perfectamente, pero lo que

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usted sugiere…—Y además —continuó ella,

apartando, nerviosa, la mirada—, queusted recibiría gustoso incluso laoportunidad de ayudarme.

Valfierno no dijo nada. Levantó sucopa, consumiendo con parsimonia ellíquido rojo oscuro. Hacía muchotiempo que había aprendido a ocultar laduda, la confusión, el miedo incluso queeran inevitables en su línea de trabajo.Y, aunque en esa fachadacuidadosamente elaborada habíanaparecido en los meses anterioresalgunas pequeñas grietas, todavía estabaseguro de una cosa: un hombre no puede

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controlar sus sentimientos sobre elmundo, pero siempre puede controlar lasacciones que lleva a cabo en respuesta aese mundo.

—Ya veo —dijo ella—. Su silencioes suficiente respuesta y no me deja otraopción que prometerle tomar medidasmás drásticas para forzar su ayuda enesta materia.

Valfierno la miró. Por supuesto, ellapodía estar tirándose un farol, pero algole decía que no. Había afrontadoamenazas —si esto era, en realidad, unaamenaza— en muchas ocasiones.Siempre le había parecido mejorconsiderarlas nada más que como

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desafíos bienvenidos.—Ellen —comenzó, tratando de

conservar el tono de un bondadosoprofesor que ilustra a un estudianteingenuo—, dice usted que cree que sabemucho sobre mí, pero me pregunto si esrealmente así. En mi vida he hechocosas que son, como mínimo,lamentables. He sido amenazado, sipuedo utilizar una palabra tan fuerte,antes, pero puedo asegurarle que esasamenazas nunca han tenido el efectodeseado. He hecho siempre, sin dudarlo,lo que era necesario para contrarrestaresos intentos de coacción. No laaburriré con los detalles de estos

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episodios, pero me parece que hay doscuestiones que debe plantearse en estemomento. Primero, ¿cómo sabe que, conel fin de protegerme, no he llegadonunca al extremo, incluso hasta el puntode, digamos, eliminar todas lasamenazas contra mí? Y segundo, y másen concreto: si es así, ¿cómo sabe queno haría lo mismo de nuevo?

Sus palabras no produjeron el efectoesperado.

—Creo que hay algo que usted noentiende —dijo Ellen fríamente—. Nisiquiera la muerte me atemoriza enabsoluto. Por el contrario, preferiría conmucho morir a volver a vivir con mi

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esposo.Ella levantó la copa y la vació. Y

Valfierno supo que, por el momento almenos, ella había ganado.

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C

Capítulo 31

NEWPORT

uatro días más tarde, sonó elteléfono en el estudio de lamansión de Joshua Hart en

Newport. Hart agarró la base negra enforma de palmatoria, levantó el receptorde su soporte y se lo llevó al oído. Suvoz era brusca e impaciente.

—¿Sí?—Soy Taggart.—Sí, sí, ¿qué ha descubierto?

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—He hecho algunas averiguacionessobre el personal del caballero encuestión.

Poco después de tomar posesión dela Mona Lisa, a Hart le asaltó una vagasospecha de que había algo que no eracomo debía ser. Al principio, le poníaeufórico el hecho de saber que ahoraposeía el colmo de las obras maestras;al final, su colección estaba completa.Ningún otro hombre en la Tierra podíaigualarla.

Pero en su mente rondaba la cuestióndel pasaporte. Una vez más comparó eldocumento falsificado con el emitido ensustitución del perdido. Aparte de las

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huellas del tiempo en la falsificación,los dos eran completamente idénticos entodos los aspectos. Esto significaba unade dos cosas: o los cómplices deValfierno eran capaces de hacer copiassin defecto alguno —hasta el punto defalsificar artificialmente la edad de losdocumentos— o el hombre se las habíaarreglado de alguna manera para robarlesu pasaporte auténtico y hacerlo pasarpor una copia falsificada. Si había sidolo segundo, bien, el negocio es elnegocio; él mismo había recurrido amedios poco limpios para conseguir unaposición de poder sobre sus rivales a lahora de las negociaciones.

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Pero si había sido lo primero, siValfierno tenía recursos capaces decrear falsificaciones perfectas, ¿por quéiba a detenerse en los pasaportes?

Hart empezó a examinar sucolección, pieza a pieza. La mayoría delas obras de arte se las había procuradoel persuasivo caballero argentino.Valfierno se había adelantado siempre aexplicar que los museos teníanreproducciones de máxima calidad queexponer sin previo aviso, pero, ¿porqué, de todas las obras que Valfiernohabía obtenido, nunca había habidoninguna noticia del robo hasta ahora?¿Podía deberse a que Hart había

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insistido en que, en esta ocasión, teníaque haber una prueba absoluta de que laMona Lisa había sido robada?

Acosado por las dudas, Hart habíapuesto a trabajar a Taggart. Recordó elnombre del potencial cliente queValfierno le había susurrado al oído ensu anterior visita, un conocido ypoderoso rival en los negocios. Esesería un buen punto de partida y, sialguien podía obtener algunainformación, ese era Taggart.

—Encontré a uno de sus criadosdispuesto a compartir información acambio de algo de calderilla —informóTaggart—. Poco antes de entregarle el

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paquete a usted, Valfierno visitó alcaballero en cuestión con un paquete dedimensiones similares. Se marchó pocodespués con un maletín lleno.

Hart empezó a jadear.—¿Qué entregó exactamente?—El criado lo vio brevemente. Le

enseñé la fotografía. Era lo mismo queValfierno le entregó a usted.

Las manos de Hart aferraron la basey el receptor del teléfono con tantafuerza que sus brazos empezaron atemblar. Así que era cierto. Valfierno lohabía engañado. Había hecho doscopias, incluso más, para todos los queconocía. ¿Cuántas condenadas cosas

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había vendido Valfierno?Taggart rompió el silencio.—Eso no es todo. Usted me pidió

que investigara sobre mistress Hart.Hart solo escuchaba a medias, con la

mente consumida por los pensamientossobre Valfierno y cómo había dejadoque el hombre lo engañase.

—Descubrí —continuó Taggart—que había viajado a Nueva York en trenpara quedarse con una pariente.

Hart trató de centrarse en lo queestaba diciendo Taggart.

—¿Nueva York? —dijo Hart—.Pero no estaba previsto que abandonaraFiladelfia.

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—Hice algunas averiguaciones —dijo Taggart— y descubrí que habíacomprado un pasaje en el vapor PrinzJoachim. Zarpó hace tres días hacia ElHavre.

—¿Qué está diciendo?Taggart hizo una pausa antes de

seguir.—Cuando embarcó, estaba en

compañía de cierto caballero extranjero.Un crujido eléctrico atravesó la

línea.—Valfierno… —dijo Hart, siseando

el nombre como si le hubiesen perforadolos pulmones. El silencio al otro lado dela línea era la confirmación que

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necesitaba—. Mister Taggart —dijoHart, controlando rígidamente la voz.

—¿Señor?—Quiero que se quede donde está.

Muy pronto, tendrá noticias mías.—Sí, señor.Hart colgó el receptor y depositó

lentamente el teléfono sobre elescritorio.

Joshua Hart atravesó rápidamente sugalería subterránea, con la espaldaencorvada y los ojos fijos en el suelopara evitar mirar su colección colgadaen las paredes. Todo había cambiado;sus sospechas se habían confirmado y enel estómago se le había formado una

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espesa masa de terror como una roca.Atravesó la galería a grandes zancadas,dejando atrás la Mona Lisa, hasta lapequeña puerta que había al fondo. Sacóla llave, abrió la puerta y entró,encendiendo una luz. La estancia erapequeña, de dos metros setentacentímetros por tres metros sesenta ycinco centímetros, y en ella solo habíatres cosas: un taburete, un caballete yuna mesa redonda con una pequeña cajatallada sobre ella. Sobre el caballete,había un lienzo en blanco enmarcado.

Hart se mantuvo inmóvil un momentoantes de sentarse en el taburete. Sedetuvo a mirar la tela en blanco durante

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todo un minuto. Después, centró suatención en la caja, levantando la tapaabisagrada. Contenía una fila de tubosde pintura y una colección de pincelesde diversos tamaños. Una paleta deartista de tamaño infantil encajabaperfectamente en la tapa. Con cuidado,sacó un pincel de punta fina. Locontempló durante un momento, dándolevueltas entre los dedos. Después, sacóla paleta en forma de riñón, sucia ysalpicada de pequeñas manchas depintura. Pasó el pulgar sobre el huecopara el dedo, adecuado para un niño ydemasiado pequeño para él.

Joshua Hart se sintió paralizado un

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momento antes de devolver la paleta y elpincel a la caja y cerrar la tapa. Duranteunos momentos, se detuvo a mirar ellienzo en blanco. Después, con unrepentino y violento movimiento debarrido del brazo, golpeó la mesita,desparramando el contenido de la cajapor el suelo. Se levantó abruptamente ysalió de la estancia, acercándosedirectamente a su última adquisición. Laagarró y la arrancó de las escarpias. LaMona Lisa. De valor inestimable. Laposesión más magnífica que cualquierhombre pudiera decir suya, un tesoroque había resistido el paso de los siglos,mientras los simples mortales se

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acercaban a la conclusión de sus brevese insignificantes vidas. Y ahora erasuya. Ningún hombre volvería a fijar lavista en ella. Él y solo él estaba en elcentro del universo.

Y, en ese momento, no tenía la másmínima duda de que era falsa. Lasemilla de esa duda —tan mínima quesolo le había dedicado un fugazpensamiento— había tomado cuerpo yflorecido en una terrible constatación: lohabía engañado, le había dado gato porliebre un hombre que ahora se habíallevado a su esposa.

Miró la mujer de la pintura, susonrisa ligeramente condescendiente, los

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ojos algo entrecerrados, distante yburlona. Lo miraba directamente a él,engreída y segura de sí misma. Puso latabla en el suelo, inclinada formando unángulo con la pared. Tranquila ymecánicamente, levantó una pierna y,con todas sus fuerzas, lanzó el pie contrael rostro de la mujer. Una grieta se abrióen un ángulo a través de un ojo y suslabios fruncidos. Procurando mantenerel equilibrio, levantó el pie y volvió adescargarlo una vez más, aplastando yastillando la tabla en la que había estadoel rostro.

Un poco después, Joshua Hart sesentaba agotado y empapado de sudor en

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su estudio, con la base del teléfono enuna mano y el auricular en la otra.

—¿Sí, mister Hart? —dijo la voz deTaggart.

—Vamos a encontrarlos —dijo Hartlenta y deliberadamente—. Y, cuando lohagamos, después de que hayamosrecuperado mi dinero… ¿estáescuchando, mister Taggart?

—Sí, señor.—Quiero que, por sus pecados, este

hombre, Valfierno, sufra y muera.¿Puede hacer eso por mí, misterTaggart?

Se produjo un breve silencio antesde que Taggart replicara:

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—Sí, mister Hart. Puedo hacerlo.

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S

Capítulo 32

PARÍS

entado en una banqueta, en suestudio del sótano de la rueSerpente, con una pierna

ligeramente levantada y el pie encima deun cajón de embalaje que estaba en elsuelo, a su lado, Diego dijo:

—Se te está cayendo la cabeza.¡Mantenla levantada! ¿No puedes mirarhacia delante?

Frente a él, al otro lado de su

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caballete, Julia Conway estaba sentadaen otra banqueta. Excepto por la largabufanda que llevaba puesta alrededordel cuello y le caía por la espalda,estaba desnuda.

Julia levantó la cabeza, mientras elpersistente dolor de cuello le recordabaque llevaba sentada casi dos horasseguidas. Nunca antes había posado paraun pintor. Siempre había imaginado quesería un trabajo fácil. Después de todo,te limitas a sentarte sin hacer nada. Peroahora le dolía la espalda, tenía irritadoel culo, se le habían dormido las piernasy estaba cansada, por no hablar del frío.

Al principio, había rehusado

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quitarse la ropa, pero Diego no habíademostrado el más mínimo interés porpintarla de otra manera. No parecíainsinuante ni provocativo al respecto; enrealidad, los calificativos quedescribían mejor su postura eran clínicoy desinteresado. Había coqueteado conella antes, pero, en cuanto aceptó posarpara él, su comportamiento cambió.Estaba completamente volcado en sutarea, o quizá fuese mejor hablar de suarte.

No es que ella se sintieraparticularmente atraída por él. Erademasiado intenso para su gusto y,aunque su físico bajo y fornido y sus

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penetrantes ojos le conferían ciertapresencia animal, no era su tipo enabsoluto. De todos modos, se sentíavagamente insultada por el hecho de quepareciese más interesado por su arte quepor ella.

Entonces, se preguntaba ella, ¿porqué había accedido a posar para él a laprimera? La respuesta más obvia era elaburrimiento. Durante meses habíaestado viviendo en la casa de madameCharneau y, aunque hubiera dedicadoalgún tiempo a pasear por la ciudad yvisitar sitios interesantes, sus paseos lehabían servido para sentir la tentaciónde practicar sus habilidades en medio de

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las omnipresentes masas de turistas.Le había divertido especialmente el

sórdido barrio de Pigalle, que habíavisitado tomando una serie de tranvías,después de haber aguantado lasadvertencias de madame Charneau. Alhaber tenido muchos contactos con lasprostitutas durante su estancia enCharleston, reconoció al instante elcarácter de las calles que conducían a laplaza Pigalle. De hecho, al cabo de unosminutos de bajar del tranvía, no solo lehabía pedido sexo una joven muyatractiva, sino que también la habíanimportunado dos veces para que seuniera a las filas de las pobres

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grisettes[53] recién llegadas deprovincias, que se ganaban la vidaviviendo como filles de joie.

Al final, encontró el camino a travésdel estrecho laberinto de calles hasta elpie de la loma de Montmartre en cuyacima estaba la basílica del Sacré-Coeur,el templo católico romano que tienecierto parecido a una mezquitamusulmana. Había tomado el funicularhasta la cima y la llenó de orgullo elhecho de reconocer con facilidad elpequeño ejército de carteristas que secernía sobre los turistas. Lo másdestacable había sido cuando un joventropezó accidentalmente delante de ella,

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manchándole el vestido de sirope delpastel al ron que llevaba en la mano.Casi no había empezado su rosario dedisculpas cuando ella se dio la vuelta yle estrelló en la cara al cómplice elmismo bolso que había tratado de robar.Había disfrutado de modo especial alreprender a los dos ladrones frustradospara diversión de los turistas.

Sintió la tentación de demostrar aaquel par de aficionados cómo se hacíaen realidad. El problema era que lehabía prometido a Valfierno queresistiría el impulso y se sentía obligadaa cumplir su promesa.

Hasta cierto punto, en todo caso.

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Bajando de la basílica en elfunicular, iba sentada detrás de un turistaalemán grandote que se quejaba en vozalta de una u otra cosa a su pobre mujer,molestando a todo el coche. Cuando losviajeros salían en fila al pie de lacolina, se colocó detrás de él y lo liberóde su cartera. El hombre se lo merecía,razonó ella, y además, tenía quepracticar. Aun así, en deferencia a supromesa a Valfierno, momentos despuésde bajar del funicular, tiró la cartera alestuche del violín de un chico quetocaba, animoso, su instrumento paraganarse algunas monedas de los turistas.

Le había divertido observar las

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distintas técnicas utilizadas en lasdiversas atracciones de la ciudad. Loscarteristas que trabajaban con lasmuchedumbres que esperaban para subiral Arco del Triunfo, por ejemplo,tendían a presentarse como amablespaseantes por los bulevares quedistraían a las jóvenes parejas conconversaciones encantadoras mientrasun cómplice liberaba al caballero de sucartera; los que trabajaban entre lashordas que pululaban entre las patas dela Torre Eiffel parecían ser adeptos aechar subrepticiamente cagadas depaloma en las elegantes levitas yofrecerse amablemente a limpiarlas

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mientras un colega aligeraba la cargadel caballero; por las abarrotadasaceras de Saint-Germain abundabanbandas de chicos, dos de los cualeshacían como que se peleaban mientraslos otros se trabajaban al públicoespectador. Todo muy entretenido; perola imposibilidad de participar hacía quepara Julia perdiese interés y, antes deque se diese cuenta, ya se había cansadode las muchas diversiones de París.

—¿No has terminado todavía? —preguntó, petulante, a Diego—. ¿Cuándopuedo verla?

—La impaciencia es el mayorenemigo del arte —replicó en un tono

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monótono y enfadado—. ¿Tratarías deapresurar el florecer de una rosa?

—Bueno, esta rosa está empezando ahartarse.

Ella había estado mirando todo eltiempo su bañera de zinc.

—¿De verdad te bañas en esa cosamugrienta? —le preguntó con una muecadesdeñosa.

—A veces.El hombre no le estaba prestando

apenas atención. Parecía imposiblefastidiarlo.

—¿Y por qué tienes floresartificiales? —dijo ella, aludiendo alramo dispuesto en el jarrón que estaba

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en un taburete al lado de la bañera—.¿No puedes permitirte las de verdad?

—Me gustan más los colores —respondió él en un tono tranquilo,distraído.

—De todos modos —insistió ella—,tengo el culo escocido.

Diego sonrió. En ese mismomomento, había estado tratando de hacerjusticia a aquella parte particularmenteagradable de su anatomía. Pero susonrisa se apagó. Aquello no iba bien deninguna manera y no estaba seguro de larazón. Era una obra de arteperfectamente aceptable —aunqueinacabada—, pensó. Hacía justicia a un

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motivo muy atractivo; no había ningúnerror. Pero entonces se dio cuenta decuál era el problema: no había erroresen la pintura. Era como otros cientos deellas que había hecho en los últimosaños. Sus colegas —cuya opinión acercade su obra había pasado de una inicialsuspicacia e incluso animosidad a unaaceptación irritantemente pasiva— laconsiderarían como una mera adiciónmás a su creciente corpus pictórico. Estano era la razón por la que se habíaaislado del mundo que conocía con elfin de abrir nuevos caminos.

Julia se volvió al oír un sonido depasos por la escalera.

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—Por favor —imploró Diego—, ¿nopuedes estarte quieta?

—¿Hola? ¿Diego? —La voz deÉmile resonó desde arriba.

—Tu amor está aquí —dijo Diego aJulia, con evidente fastidio.

—No seas ridículo —dijo ella,volviendo el rostro hacia la pared—. Noes más que Émile.

Émile bajó la escalera y se paró enseco, con la boca abierta por lasorpresa.

—¿Qué está pasando? —preguntó.—¿Qué haces aquí? —inquirió Julia,

sin mirarlo a propósito.—No importa lo que yo esté

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haciendo aquí —dijo—. ¿Qué estáshaciendo tú aquí?

—¿Qué te parece? José estápintando mi retrato.

—¿José? —tartamudeó Émile,incrédulo.

—Toma asiento —dijo Diego—.Aprende del maestro.

Émile se acercó hacia Julia,observando la ropa amontonada en unasilla cercana.

—Te has quitado toda la ropa.—Tus poderes de observación son

notables —comentó ella con sequedad.—Y estás desnuda.—A menudo, las dos cosas ocurren

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al mismo tiempo. ¿Y por qué no deberíaestarlo? Soy la modelo de un artista.

—¿La modelo de un artista? —dijoel joven con desprecio—. ¿Y es asícomo lo llaman ahora?

—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó ella, volviendo la cabezabruscamente.

—Esto es inútil —dijo Diego,tirando el pincel, frustrado—. Estásarruinando la atmósfera, ¿sabes? —añadió, dirigiéndose a Émile.

—¿Arruinando la atmósfera? —dijoÉmile—. Yo te enseñaré cómo searruina la atmósfera. —Y diciendo eso,cogió el montón de ropa y lo arrojó al

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regazo de Julia.—Ponte eso.—¿A ti que te importa? —dijo ella,

poniéndose el vestido por delantemientras se ponía de pie de un salto.

Émile no dijo nada,momentáneamente paralizado ante lavisión de las curvas exteriores de suscaderas que el vestido no llegaba acubrir.

—Quizá deberías quitarte también túla ropa —sugirió Diego— y juntarte conella.

—¡Pedazo de cabrón! —bramóÉmile, y dio un paso hacia él.

Diego retrocedió con una divertida

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sonrisa en su rostro, que solo sirvió paraenfurecer aún más a Émile.

—No te salgas de tus casillas,Romeo —dijo el pintor mientras Émileavanzaba otro paso hacia él.

Pero antes de que pudiera entrar encontacto con él, Émile tropezó con elcajón que Diego había estado utilizandocomo escabel y trastabilló. Se agarró alcaballete en busca de apoyo, pero sederrumbó tras él y él dio con sus huesosen el suelo, encima del lienzo.

—¡Estás destrozando mi pintura! —gritó Julia mientras cogía una manta delcatre de Diego y se envolvía en ella.

Diego cogió su raída chaqueta y su

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gorra.—De todos modos, no era buena —

dijo despectivamente.—¿Qué quieres decir con que no era

buena? —chilló Julia—. ¿Por qué no?Émile trató de levantarse, pero

resbaló en los pegotes de pintura de lapaleta de Diego.

—El tema no inspiraba lo suficiente—dijo Diego.

—¿Que no inspiraba lo suficiente?—dijo Julia, indignada.

Diego había llegado al pie de laescalera cuando ella le lanzó un bote debarro lleno de pinceles. Él desviófácilmente el bote con el brazo,

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estrellándolo contra la pared.—¡Necesito beber! —dijo él

mientras subía rápidamente la escalera—. ¡Quizá un madeira me dé lainspiración que ansío!

Émile se levantó con dificultad,mirando en la dirección de la escalera.Cogió un trapo y trató de eliminar lospegotes de pintura de su chaqueta,consiguiendo únicamente que lasmanchas aumentaran.

Julia dirigió su atención al revoltijodel suelo, agachándose y levantando lapintura.

La boca se le abrió de puroasombro. La mujer —si podía

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llamársele tal cosa— se parecía a lo quese vería en un espejo de la casa de larisa del carnaval. Por una parte, todaslas proporciones estaban mal, con loscontornos dibujados caprichosamente.Los pechos —más parecidos a un par demangas de masa pastelera de las que seutilizan para adornar un pastel—parecían salir de su espalda. Laexagerada curva de su talle se extendíahasta unas nalgas de tamañodesmesurado que, de alguna manera, aúnconseguía transmitir sensualidad.

—¡Mi culo no es tan grande! —bramó ella—. ¿Y qué se supone que sonestas cosas? —Señaló, horrorizada, las

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mangas pasteleras de puntas rojas.—¿Qué quieres? —dijo Émile en

tono de burla—. Me parece que esclavada a ti.

Julia lanzó un gruñido de frustración.—Te gusta exhibirte. Sabes que lo

haces —dijo Émile mientras trataba dequitarse pintura de la cara, con el únicoresultado de extenderla, dándole elaspecto de un indio del oeste.

Julia cogió un cuchillo que habíacaído del bote roto y, por un momento,Émile creyó que iba a utilizarlo contraél. Sin embargo, ella le dio la vuelta allienzo, adornándolo con una serie deairadas cuchilladas.

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—Solo puedes culparte a ti misma—dijo Émile con aire altanero.

—¿Qué decías? —dijo Julia entredientes mientras se volvía hacia él, conel cuchillo dispuesto.

—Cuidado con ese cuchillo. —Émile retrocedió.

Julia miró el arma que tenía en lamano como si la viese por primera vez yla tiró al suelo, indignada. Cogió lapaleta manchada de pintura de Diego yla estrelló contra lo que quedaba de suretrato hecho jirones en el suelo. Por siacaso, tiró al revoltijo una mesita,desparramando un periódico viejo,trapos y un cenicero lleno.

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—Estás loca, lo sabes, ¿no? —dijoÉmile.

—¡Lárgate! —bramó ella—.¡Lárgate!

Agarrando la manta y levantándolahasta el cuello con una mano, estaba apunto de empujarlo físicamente por laescalera con la otra cuando los distrajouna voz que llegaba desde arriba.

—¡Julia! ¡Émile! —gritó madameCharneau mientras arrastraba los piesbajando la escalera, recogiéndose lafalda para evitar pisar el dobladillo—.¿Se lo has dicho?

—¿Decirme qué? —preguntó Julia.—El signore Peruggia —empezó a

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decir Émile, haciendo un gesto queindicaba que ella era la culpable de queno hubiese tenido oportunidad dedecírselo antes—. Está decidido amarcharse.

Segura al pie de la escalera,madame Charneau contempló eldesorden que la rodeaba.

—¿Qué ha pasado aquí?—Pregúntele a ella —dijo Émile,

señalando con la cabeza a Julia.—Deberías habérmelo dicho

inmediatamente —reprendió Julia aÉmile.

—Está bien —dijo Émile a ladefensiva—. No se irá durante unos

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días.—Pero esa es la cuestión —dijo,

frenética, madame Charneau—, meacaba de informar de que se va estamisma tarde. Y se lleva la pintura conél.

—La copia, querrá decir —dijoÉmile.

Madame Charneau miró a Julia.—Cambiaron las pinturas, ¿no? —

preguntó él a ambas.La mirada que Julia intercambió con

madame Charneau le dio la respuesta.—¡No puedo creerlo!—Dadme un minuto para vestirme

—dijo Julia, exasperada—. Os lo

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explicaré sobre la marcha.

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M

Capítulo 33

IENTRAS se apresuraban parallegar a la cour de Rohan,Julia decía sin aliento:

—Era raro que saliera de suhabitación. Nunca ha habido tiemposuficiente para entrar y dar el cambiazo.

—Pero tú tenías una copia de lallave desde hace meses —dijo Émile.

—¿Me has escuchado? —dijo ella—. Él solo salía de su habitación paraatravesar el vestíbulo unos pocos

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minutos cada día. Simplemente, no hahabido tiempo y no sabía que se fuese air tan pronto.

—¿A qué hora dijo que salía sutren? —preguntó Émile a madameCharneau.

—Me dijo que su tren paraFlorencia sale de la estación de Lyon alas cuatro en punto.

—Entonces, es mejor que nosapresuremos —dijo él antes de volversehacia Julia—. ¡Tú solo tenías que haceruna cosa!

Julia iba a responderle cuandoÉmile apretó el paso y tomó ladelantera. Ella se limitó a gruñir,

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frustrada, mientras cogía del brazo amadame Charneau para ayudar a lamujer mayor a seguir el ritmo.

Por fortuna, cuando llegaron a lacasa de huéspedes poco después de launa, todavía pudieron oír a Peruggiamoviéndose por su habitación.

—Muy bien, genio —le dijo Julia aÉmile a modo de reto—, ¿qué sugieres?

—No lo sé —dijo bruscamenteÉmile, tratando de mantener baja la voz—. Tú eres quien tenía que habersehecho cargo de todo esto hasta ahora.

Julia dudó, pensando.—Muy bien —dijo finalmente—.

Madame Charneau, coja la garrafa de

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brandy de la sala de estar y llévela a mihabitación con dos copas. —La ancianaasintió y fue a hacer lo que le pedía—.Émile, sube al ático. No dejes que teoiga. Coge la copia y espera una señalen lo alto de la escalera. —Ella sacórápidamente la llave de su bolsillo y sela entregó—. Solo espero que hiciesesun trabajo mejor al copiarla que en laocasión anterior.

—¿Ahora quieres que lo haga yo? —murmuró mientras ella lo apremiabapara que subiese la escalera.

De camino al segundo piso, Juliaexplicó rápidamente y en voz baja loque quería que hiciera Émile.

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Julia dejó a Émile al pie de otraescalera pequeña que llevaba al ático yse encaminó al primer piso. Llegó a lapuerta de su habitación en el precisomomento en que madame Charneausalía. Julia le susurró unas instruccionesantes de desaparecer en el interior.Madame Charneau recompuso su batade casa y llamó a la puerta de Peruggia.Un momento después, apareció elitaliano. Había comido muy poco en losúltimos meses y su terno de viaje, másbien raído, le quedaba demasiado anchoy le colgaba por todas partes.

—¿Qué pasa? —preguntó, suspicaz.—Monsieur Peruggia —comenzó a

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d e c i r madame Charneau—,mademoiselle Julia desea despedirse deusted.

Él la miró de arriba abajo,desconcertado; después, asomó lacabeza y echó un vistazo al pasillo.

—¿Dónde está?—Ella me dijo que quería

despedirse de usted en su habitación.Peruggia dudó un momento,

examinando minuciosamente la cara demadame Charneau. Ella se encogió dehombros, le dirigió una agradablesonrisa y empezó a manosear un jarrónde flores que estaba encima de unamesita lateral. Peruggia se quedó un

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momento en la puerta; después, salió desu habitación y la cerró con llave.Atravesó el vestíbulo hasta la habitaciónde Julia, se alisó un mechón de pelo yllamó a la puerta. Casi inmediatamente,se abrió.

Julia levantó la vista hacia él conuna sonrisa simpática.

—Signore Peruggia —dijo ella conevidente alegría.

—Madame Charneau me ha dichoque quería despedirse de mí.

—Sí, por favor, entre.Él permaneció inmóvil.—Por favor —repitió ella,

haciéndose a un lado y haciendo un

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gesto con la mano.Él dudó; después, entró. Julia le

dirigió una rápida mirada cómplice amadame Charneau y cerró la puerta.

Madame Charneau salió disparadahacia la escalera. Émile estaba en losescalones superiores con la tablaenvuelta bajo el brazo. Ella le hizo ungesto con la mano y él bajó a todavelocidad y la siguió hasta la habitaciónde Peruggia. Con su llave maestra,madame Charneau abrió la puerta.

Julia levantó la garrafa de la mesa,sirvió dos copas de brandy y ofrecióuna a Peruggia, que permanecía de pie,más bien rígido, al lado de la puerta.

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—Siento que se vaya —dijo ella,tomando un sorbo de su copa.

Peruggia cogió la copa, se la llevó alos labios y la vació.

—Echaré de menos su hermosa carapor aquí —continuó ella—. No lo hemosvisto mucho últimamente.

Él seguía inexpresivo.Julia le dirigió una sonrisa amable y

relajada.—¿Y adónde irá ahora? —preguntó

Julia, preguntándose si el hombre diríaalgo siquiera.

Émile desenvolvió la copia de LaJoconde y la puso encima del colchón.Metió la mano bajo la cama y sacó la

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maleta. Sacó también la copia de lallave de su bolsillo, la metió en lacerradura y la giró.

La cerradura no respondió.Finalmente, Peruggia respondió:—A Florencia. Voy a Florencia.—Florencia —dijo Julia, rellenando

la copa de él—. Suena muy romántico.—Italia es mi patria.—¡Oh!, estoy segura de que tendrá

alguna amiga que lo espera, ¿no, signorePeruggia?

—Mi madre vive allí —dijo él, conuna expresión adusta en su cara—. Perono tengo un especial deseo de verla.

—¡Oh!, pero seguro que habrá

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alguien.Peruggia miró con suspicacia a

Julia. Después, levantó su copa y lavació de nuevo.

—Hubo alguien… alguna vez.Émile empezó a sentir un sudor frío.

Esto no podía estar ocurriendo otra vez.Cuando se trataba de cerradurascomplicadas, como las que seencuentran en pequeñas cajas fuertes,podría pensarse que una copia nofuncionase sin algún perfilado adicionalpara hacer ajustes finos. Pero concerraduras bastas, como las de lasmaletas de este tipo, incluso una copiapoco pulida tenía que funcionar.

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Trató de girar la llave varias veces,sin éxito. La sacó y la examinó. Vio unaligera rebaba en uno de los dientes. Dealguna manera, había escapado a suatención cuando copió la llave. Sacandouna pequeña lima del bolsillo de suchaqueta, pulió la rebaba a todavelocidad. Volvió a introducir la llaveen la cerradura, hizo una profundainspiración y la giró. La cerradura seabrió.

Rellenando de nuevo la copa dePeruggia, Julia dijo:

—Lo sabía. Era difícil de imaginarque un partido como usted pasaradesapercibido demasiado tiempo.

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Peruggia miró el líquido oscuro desu copa como si fuese alguna especie debola de cristal.

—Se marchó con un carnicero.—Un carnicero… —dijo Julia,

tratando desesperadamente de pensaralgún comentario adecuado mientrasvaciaba de nuevo su copa. Finalmente,tratando de parecer lo más comprensivaposible, dijo:

—Por la carne… sin duda.Peruggia asintió con hosca

aquiescencia.—Siempre tuvo un apetito

insaciable.—Ahí está, entonces —dijo Julia.

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Hubo un momento de incómodosilencio mientras el tema se ibaagotando como una brizna de humo quese extingue. De repente, Peruggia salióde su ensoñación.

—Tengo que irme.—¡Oh!, ¿tan pronto? —protestó Julia

—. Pero si tiene mucho tiempo. Porfavor, quédese un poco más.

Él fijó la mirada en ella.—¿Por qué quiere que me quede?—Porque disfruto con su compañía,

evidentemente. —Trató de rellenar sucopa, pero él la cubrió con la mano.

—No más —dijo, dándose la vueltapara salir.

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—Y además —dijo ella,interponiéndose entre él y la puerta—,cuando se vaya, quedará esto muysolitario.

Émile abrió la maleta y sacó unascuantas camisas dobladas hastaencontrar La Joconde. Con cuidado,agarró ambos lados de la tabla y la pusosobre la cama, al lado de la copia.

—Émile. —La voz de madameCharneau llegaba desde la puerta.

Apartándose del objeto de suatención, Émile se acercó a la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó, tratandode que su voz fuese un susurro.

—¡Tienes que darte prisa! —dijo

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ella a través de la puerta.—Sí, sí —dijo Émile, impaciente,

antes de volver a la cama.Arrodillándose de nuevo, cogió lacopia.

Se quedó petrificado.Miró las dos pinturas idénticas, una

al lado de la otra. ¿Cuál de las dos erala copia? ¿Cuál de ellas había dejadomás tarde?

«Esto es ridículo», pensó. Habíavuelto a dejar las dos. «¡Ah, sí, claro!».La de la derecha era la copia. ¿O era lade la izquierda? No, la de la derecha.Ahora lo recordaba con claridad.

Deslizó en la maleta la pintura de la

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derecha. Volvió a meter las camisas,cerró la tapa, dejó cerrada la cerraduray volvió a meter la maleta bajo la cama.

Julia estaba entre Peruggia y lapuerta. Su cara mostraba una sonrisaprovocativa.

—¿Y por qué, de repente, le gustotanto? —preguntó él, poniendo su copavacía en la repisa de la pequeñachimenea—. Pocas veces me ha dirigidola palabra en varios meses.

—Usted se mostraba muy reservado—dijo ella tímidamente— y además, yaconoce a las mujeres. No conocemosnunca nuestras propias mentes.

Sin cambiar su expresión, Peruggia

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cerró los ojos y acercó su cara a la deella.

«Va a besarme», pensó Juliafrenéticamente. «Es la única manera deretenerlo aquí. Tengo que hacerlo».

Pero no pudo. Ella se hizo a un lado,haciendo que Peruggia perdieraligeramente el equilibrio. Él abrió losojos y se encontró acercándose a lapuerta y apoyando la mano en ella.

—¿Ve lo que quiero decir? —dijoella, sonriendo sin convicción.

Peruggia sonrió satisfecho,encogiéndose ligeramente de hombros.Después, giró el pomo de la puerta.Cuando la puerta se abrió, Julia volvió a

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interponerse en su camino, lo cogió porlas solapas y le hizo girar sobre sustalones, de manera que diera la espaldaal pasillo.

—Pero lo echaré de menos —dijoella. Por el rabillo del ojo vio amadame Charneau al lado de la puertade Peruggia indicándole frenéticamenteque Émile todavía estaba dentro.

Julia no tenía elección. Tirando dePeruggia hacia delante y hacia abajo, leplantó firmemente sus labios sobre lossuyos. Los notaba húmedos y correososy estaba segura de que podía apreciar elsabor de la morcilla belga que le habíallevado la noche anterior para cenar. Se

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las arregló para ver cómo salía Émile dela habitación de Peruggia con la tablaenvuelta bajo el brazo. Siguió besando aPeruggia hasta que Émile y madameCharneau desaparecieron escalerasabajo. En cuanto se fueron, ellaretrocedió. De repente, Julia cobró unaspecto formal cuando tendió su mano.

—Bueno —dijo ella—. Bon voyage!Antes de que él pudiera hacer o

decir nada, ella lo empujó suavemente,haciéndole salir de su habitación.Cerrando la puerta tras él; se apoyó deespaldas a ella, completamente agotada.

Diez minutos más tarde, Peruggiaestaba con madame Charneau en la

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puerta principal. Llevaba puestos suabrigo y su sombrero; en una mano,transportaba su maleta. Bajo el otrobrazo, sostenía la tabla, que habíaenvuelto en unas telas.

—Adiós, madame —dijo con unabrusca inclinación de cabeza—. Graciaspor su hospitalidad.

—El placer ha sido mío, signorePeruggia. Espero que tenga un agradableviaje.

Peruggia comenzó a andar, pero separó y se volvió.

—Me parece —comenzó a decir,con voz baja y seria— que la jovendama necesitaría un poco de atención

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extra durante algún tiempo.—Por supuesto, comprendo.Con una torpe inclinación de cabeza

final, Peruggia se alejó. MadameCharneau esperó hasta que desapareciódel patio interior antes de cerrar lapuerta. Inmediatamente, Émile apareciódesde la cocina mientras Julia bajaba atoda prisa la escalera.

—Estaba cerrado —dijo Émile.—¿Conseguiste dar el cambiazo? —

preguntó Julia jadeando.—Naturalmente —respondió Émile.—¿Y la llave?—Funcionó perfectamente a la

primera.

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—¡Eres mi héroe! —dijo ellaalegremente, rodeándolo con sus brazos.

—Bien hecho, Émile —dijomadame Charneau.

Cuando Julia lo soltó, él se quedó unmomento un poco deslumbrado.Después, se tanteó rápidamente elbolsillo para asegurarse de que su relojseguía en su sitio.

—Y tú también —le dijo él a Juliaantes de incluir rápidamente a madameCharneau—, las dos. Bien hecho.

—El marqués estará orgulloso detodos nosotros —dijo madameCharneau.

—¿Cómo te las arreglaste para

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distraerlo? —le preguntó Émile a Julia.Ella compartió una rápida sonrisa

cómplice con madame Charneau antesde responder.

—No te gustaría saberlo.Y con eso, ella se lanzó hacia

delante y le dio un rápido beso en lamejilla antes de girar rápidamente ysalir a escape escaleras arriba. Émile lamiró, estupefacto.

—Es la segunda vez que hace eso.—Es la tercera vez que tienes que

preocuparte por eso —le dijo madameCharneau con un guiño. Después, sepuso seria—. ¿Dónde guardarás ahora lapintura?

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—Una muy buena pregunta. Enrealidad, he estado pensándolo mucho.

—¿Y?—Y, ¿qué mejor sitio para ocultar

un elefante —comenzó Émile— que enuna manada de otros elefantes?

Iba a mitad de camino por Saint-Germain cuando se dio cuenta de que lefaltaba su reloj de bolsillo.

Con la tabla empaquetada bajo elbrazo, Émile llamó a la puerta delestudio de Diego a nivel de la calle.

—¿Diego? —llamó. No huborespuesta—. ¿Diego?

Como había previsto, el artista nohabía vuelto aún. Con la llave

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escondida que Diego guardaba siempreen una vieja y herrumbrosa lámpara degas pegada a la pared —la misma queÉmile había dejado allí cuando Julia,madame Charneau y él salieronapresuradamente unas horas antes—entró y descendió por la escalera hastael sótano.

Pasando por encima del revoltijo delsuelo, fue inmediatamente al pequeñocuarto que el artista utilizaba comoalmacén. Era una jungla de caballetes,cajones, lienzos, tablas y materialesdiversos. El único mueble era un pupitreescolar infantil de madera arrumbado enun rincón. Diversas copias de La

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Joconde estaban apoyadascaprichosamente sobre las paredes.Algunas estaban incompletas, pero una odos parecían terminadas. Algunas de lascopias de Diego eran más pequeñas queel original y otras, ligeramente mayores.Émile razonó que debían de haber sidoreproducciones legítimas que habíacreado para el comercio turístico. Diegodebía de haber incluido su copiaprincipal con las dimensiones correctascon las tablas que había enviado aValfierno. En consecuencia, Émilepensó, cuando colocó el original entreellas, que sería fácil recogerla cuandollegara el momento, a causa de su

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tamaño único y su evidente calidadsuperior.

Encantado con su engaño, dejó elcuarto y subió a la calle.

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V

Capítulo 34

PRINZ JOACHIM

alfierno estaba con Ellen Hart enla cubierta de popa del PrinzJoachim contemplando el sol

poniente que teñía de rojo el horizonte.Ellen tuvo que elevar la voz para

hacerse oír sobre el ruido del viento y elrumor sordo de las hélices bajo sus pies.

—He oído a otros pasajeros queatracaremos en El Havre a medianoche,hacia las dos, como máximo.

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Ella se apoyaba en la barandilla allado de Valfierno, sosteniendo en unamano su sombrero a pesar de la anchacinta que lo sujetaba alrededor labarbilla.

—Y, por la mañana, en París —dijoValfierno.

El viaje desde Nueva York habíasido en su mayor parte desagradable. Unnor’easter[54] trajo lluvias torrenciales yfuertes vientos procedentes de NuevaEscocia que azotaron el barco durantegran parte de la travesía. Solo cuando seaproximaban a la costa europea amainóla tormenta. Valfierno y Ellen pasaronprácticamente todo el tiempo bajo

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cubierta, en sus camarotes individuales.Su principal contacto se producía a lamesa de la cena, cuando coincidían conotros pasajeros de primera clase y, aveces, con el capitán, por lo quetuvieron pocas oportunidades paramantener una conversación personal.

Ellen sospechaba que esto le veníamuy bien a Valfierno. Era obvio que lahabía evitado y esto la llevaba apreguntarse por la motivación de él paraaceptar llevarla con él a la primera. ¿Nole había dejado ella otra salida o fue élquien optó por llevarla? En todo caso,ahora mantenía su opción en un estrictonivel de negocios, el nivel en el que

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parecía encontrarse más cómodo.Un día antes de la llegada a El

Havre, el tiempo mejoró y, tras una cenatemprana, ella le pidió que laacompañara a tomar el aire en lacubierta.

Ambos contemplaron cómo unarodaja de fuego naranja pintaba elhorizonte antes de extinguirse en el mar.

Pasado un momento, Valfierno sevolvió hacia ella y le preguntó:

—¿Qué piensa hacer?—No tengo ni idea. Mi familia tenía

amigos en París, pero de eso hacemucho tiempo, cuando yo era pequeña.Ni siquiera sabría cómo dar con ellos.

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—Mi amiga, madame Charneau,regenta una casa de huéspedes cerca delBarrio Latino —dijo Valfierno—. Estoyseguro de que podría quedarse allí hastaque se establezca.

Ella asintió. Era obvio que esta noera la cuestión que más la preocupaba.

—Edward —comenzó ella,vacilante—, siento que no hayamostenido muchas oportunidades de hablar.

Él asintió, pero no respondió.Ella añadió:—¿Puedo hacerle una pregunta?Valfierno se detuvo un momento

mirando el mar que se iba oscureciendoantes de responder:

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—Naturalmente.—¿Por qué lo hace? ¿Es solo por el

dinero?—¿Por qué qué? —dijo él,

encogiéndose de hombros ante lapregunta.

—No sé —dijo ella, respondiendo asu pregunta retórica—. Por la emoción,quizá; por la emoción de la estafa. —Adornó la última palabra con unmovimiento dramático de la mano.

—Me parece que ha leídodemasiadas novelas —dijo él, conindulgencia.

—Tiene que haber algo más.Consideremos la situación presente.

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Ayudarme no le reporta beneficioalguno.

—Usted me obligó.—Tengo la sensación de que nadie

puede obligarlo a hacer nada.—Además —dijo él en broma—,

¿cómo sabe que no la retendré parapedir un rescate?

—No es mala idea —dijo ella conuna recatada sonrisa—. Podría cortarmeun dedo y enviárselo a mi esposo. Estecasi no lo utilizo.

Ella levantó el meñique. Como todolo demás en ella, pensó Valfierno, eratan fino y perfecto como el de unamuñeca de porcelana.

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—Demasiado truculento —dijo él,con aire displicente—. Además, usted esquien me chantajeó, ¿recuerda?

Ellen abandonó su tono de broma yse puso seria.

—¿Quién me iba a creer aunquehubiese ido a la policía? E incluso si mehubiesen creído, mi esposo se habríaasegurado de que se echara tierraencima.

—Es cierto —dijo él,considerándolo—. Es un hombrepoderoso.

—Entonces, ¿por qué me haayudado?

—Digamos —respondió, con un

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breve contacto visual con ella— que elpensamiento de otro largo viajetransoceánico sin la compañía de unahermosa mujer era insoportable.

Ella miró seriamente su perfilmientras él seguía con la mirada fija enlo que quedaba de horizonte. No seríafácil conseguir que este hombre le dijerala verdad.

Estuvieron allí quietos un momento,mirando los dos la estela que seensanchaba y disipaba en la superficiecobriza y ondulada del mar. Finalmente,él se apartó de la barandilla.

—Debemos volver y descansar algomientras podamos —dijo él—. Mañana

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será un día de mucho ajetreo. Le deseoque pase una buena noche. —Tocó el alade su sombrero y se dio la vuelta parairse.

—Edward.Se detuvo y se volvió hacia ella.

Ambos se miraron en silencio durante unmomento. Después, ella se adelantó,puso suavemente sus manos en losbrazos de él, levantó ligeramente sucabeza y apretó sus labios contra los deél. Él no se resistió. Mientras el besopersistía, los dedos de ella se tensaronsobre los brazos de él. ¿Detectó Ellenuna mínima respuesta o estaba actuandoúnicamente el caballero? Lo soltó y

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retrocedió.—Gracias por ayudarme —dijo ella

en voz baja.Él hizo una inspiración como para

decir algo, pero se detuvo. En cambio,inclinó ligeramente la cabeza y dijo:

—De nada[55].Ellen se quedó mirando cómo se

volvía y se alejaba por la cubierta.Después de que desapareciera escalerasabajo, volvió a dirigir la vista al mar.Todo lo que quedaba del día era unatenue capa ocre que se prolongaba en elhorizonte. Cuando desaparecieron lasúltimas trazas de luz y las primerasestrellas reclamaron su puesto en el

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cielo nocturno, comprendió que ya nohabía vuelta atrás.

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L

Capítulo 35

FLORENCIA

os edificios de colores amarillo ynaranja tostado que tapizan elpuente Vecchio resurgían a la

vida con una sonata de repiqueteos deapertura de los postigos de madera.Vincenzo Peruggia atravesó el puente endirección al edificio más imponente deFlorencia, la catedral de Santa Mariadel Fiore, Il Duomo, y se detuvo a mirara través de un hueco en las tiendas que

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se amontonaban unas al lado de otras.Bajo sus pies, el Arno pasaba tranquilo,alejándose del anillo de distantescolinas verdes, con su corona decipreses que perforaba el cielo azulpálido y sin nubes, sobreponiéndose aúna la oscuridad de la noche que seretiraba. Por fin estaba en casa y lapersistente humedad que ascendía delrío bien podría haber sido la pesadaniebla que se levantaba de su corazón.Cogiendo los primeros aromas dulces delos cornetti[56] recién horneados en lacálida brisa, volvió a colocarse bajo elbrazo la tabla envuelta y siguió cruzandoel puente.

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Le quedaban dos horas para su citaen la Galería de los Uffizi y Peruggiadio un paseo por la via por Santa Mariahasta la plaza del Duomo. Dio variasvueltas alrededor de la gran catedralabovedada, tratando de disipar laintensa energía y las expectativas que loembargaban. La piazza volvía a la vida.Los mendigos empezaban a pedir,asumiendo sus puestos de penitentes a laentrada de la catedral; los vendedoresdisponían sus mercancías en mesasimprovisadas; los artistas colocaban sustaburetes y caballetes para exponer suscaricaturas; los turistas iban llegando al a piazza acompañados del repiqueteo

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constante de sus tacones sobre losadoquines.

A las diez en punto, Peruggia estabaa la puerta de los Uffizi. Estaba segurode que no pasaría mucho tiempo antes deque su nombre fuera aclamado por todasu amada patria. Sería el hombre, elhéroe, que había devuelto al lugar que lecorrespondía el mayor tesoro de Italia.Sería famoso, aunque lo importante noera esa fama, por supuesto. Era justicialo que ansiaba, justicia para el pueblode Italia, justicia para la nación quesiempre estaba a merced de tiranosrapaces, déspotas que se llevaban lo quecodiciaban sin piedad ni compasión; y

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justicia era lo que él estaba a punto deimpartir.

Peruggia se sentó en una antesala sinventilación en un banco de madera, conla tabla envuelta en el suelo, a su lado,apoyada en su rodilla. Miró de nuevo sureloj de bolsillo. Eran casi las tres.Llevaba esperando cinco horas. ¿Acasono apreciaban la importancia de supresencia aquí? No importaba. Encuanto se dieran cuenta de su error, lellovería un río del tamaño del Arno depeticiones de excusas.

Finalmente, se abrió la puerta de unaoficina interior y salió una mujercorpulenta, elegantemente vestida, con

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el pelo recogido en un apretado moño.—Lo verá ahora —dijo ella, con una

expresión tan inexpresiva como lasparedes de la antesala.

Al entrar en la oficina, lo primeroque vio Peruggia fue a un hombre —presumiblemente, el director del museo— que escribía algo en un pulidoescritorio de caoba. Estaba tan absortoen su tarea que ni siquiera levantó lavista. Cuando se diera cuenta de laimportancia del objeto que tenía en supoder, pensó Peruggia, se volvería loco.

Solo cuando la mujer corpulentacerró la puerta, el hombre del escritoriose percató y levantó la cabeza. Tenía

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unos sesenta y tantos años; el pelo,antinaturalmente negro, muy corto, en unestilo que recordaba a los antiguosemperadores romanos. Su expresión noreflejaba una bienvenida, sino solo unavaga y sorprendida curiosidad.

—¡Ah! —comenzó—. Signore…—Peruggia.—Sí, sí, claro. Signore Peruggia.

Soy el signore Bozzetti. Prego.Siéntese, por favor.

Extendiendo una mano pequeña,regordeta, indicó una silla de madera alotro lado del escritorio. Peruggia sintióuna repentina punzada de aprensión,como si una voz interior le dijera que se

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marchara inmediatamente, que huyese lomás lejos posible. Pero contuvo sustemores y se sentó, apretando la tablacontra su pecho.

—Confío en que haya tenido un buenviaje.

E l signore Bozzetti no eraexactamente gordo, pero su cuerposuave, redondeado, le recordaba aPeruggia la masa de pan. La piel que lerodeaba el cuello colgaba tan holgadacomo un traje poco ajustado, y era obvioque no se había gastado muchos cuartosen ajustar su traje a su amplio cuerpo. Elcorte del sayo era bueno y brillaba, loque hizo que Peruggia tuviera muy

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presente que su traje estabaverdaderamente desgastado.

—Debo admitir —continuó elsignore Bozzetti— que, cuandotelefoneó, estaba un tanto escéptico.Comprenderá que mucha gente dicetener en su poder cosas que, en realidad,solo existen en algún recovecofantástico de su mente.

¿Acaso lo estaba insultando?Peruggia no estaba seguro, por lo quepermaneció en silencio.

—Tengo curiosidad —persistióBozzetti, indicando la tabla—. ¿Qué hehecho yo para merecer tal honor?

—Comprendo —empezó Peruggia,

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despacio— que usted tiene ciertareputación de discreción.

—Eso es muy cierto —dijo Bozzetti,asintiendo con la cabeza, orgulloso, yañadiendo rápidamente—: dependiendode la situación, naturalmente. Ustedmencionó que su motivación primordialera devolver la pintura a su debidolugar.

—Mi única motivación —locorrigió Peruggia.

—Aparte de las cincuenta mil lirasque mencionó.

—Eso es solo por los problemas quehe tenido que arrostrar —dijo Peruggia.«¿Acaso no comprende este hombre la

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naturaleza de la equidad, que la justiciano llega sin pagar un precio?».

—Entonces, tiene que haber hechofrente a muchos problemas. Suponiendo,naturalmente, que la pintura seaauténtica.

Aquí es adonde Peruggia queríallegar. Con una sonrisa de satisfacción,comenzó a desenvolver la tabla, conparsimonia, como si estuviese retirandolos pétalos de una rosa.

Cuando el paño cayó, Peruggia giródespacio la tabla, dejando ver la pinturaal director del museo, con una sonrisade suficiencia en su rostro.

Bozzetti unió sus índices, formando

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con ellos una aguja bajo su mentónmientras lo evaluaba, reduciendo susojos a auténticas ranuras. Pasado unmomento, asintió con cauta aprobación ymiró a Peruggia, mientras en su bocaaparecía una sonrisa condescendiente.

—¿Puedo? —dijo, abriendo lasmanos.

Peruggia vaciló un momento antes deseparar la tabla de su cuerpo.Levantándose de su asiento, Bozzetti seinclinó sobre su escritorio y tomó latabla de las manos de Peruggia. Seacercó a la ventana, le dio la vuelta a latabla y examinó el dorso, bizqueando unpoco mientras examinaba cada

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cuadrante. Tras unos momentos, le diode nuevo la vuelta a la tabla. Su examende la pintura misma pareció superficialen comparación con la atención queprestó al dorso.

—Muy interesante —dijo Bozzetti,tratando de que su voz no delataseconcesión alguna—. Dígame, ¿cómo selas arregló para atravesar la frontera conesto?

—Tomé un tren que sabía que iríaabarrotado —dijo Peruggia—. Penséque era un riesgo que merecía la penacorrer. Como esperaba, el aduanero selimitó a pasar por el coche y solocomprobó unos cuantos pasaportes.

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—Entiendo. —Bozzetti volvió acentrar la atención en la tabla—. ¿Leimporta que pida a algunos colegas queme ayuden a autentificarla?

Peruggia se puso en pie de un salto.—Acordamos que nadie más

intervendría.—Solo nos llevará un minuto —dijo

Bozzetti mientras se acercaba delescritorio a la puerta.

Peruggia se sintió atrapado y derepente la estancia se puso al rojo vivo.

Bozzetti abrió la puerta. Doshombres, que llevaban sendos trajesoscuros que parecían demasiadopequeños, entraron sin decir palabra.

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Sus expresiones duras no revelabannada.

—Signore Peruggia, permítamepresentarle al signore Pavela y alsignore Lucci de los Carabinieri.

¡Las fuerzas de seguridad italianas!El estómago de Peruggia dio unasacudida.

Pavela se acercó y agarrófirmemente el brazo de Peruggia.

—Signore Peruggia —dijo con vozplana, de oficio—, queda detenido porel robo de La Gioconda.

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S

Capítulo 36

PARÍS

epultado en su dimunuto nuevodespacho del sótano de laprefectura de policía en la Île de

la Cité, el inspector Alphonse Carnotfrunció el ceño ante el expediente quetenía delante en su mesa. Detallaba elcaso de un tal Claude Maria Ziegert, unciudadano alemán que había vivido enParís durante varios años. Herr Ziegerthabía atraído la atención de la policía al

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asesinar a su casera, madame Villon, decuarenta y siete años en el momento desu fallecimiento. Ziegert tenía treinta otreinta y un años —el dato no estabaclaro— y probablemente los dostuvieran una aventura amorosa. Carnotconsideró que quizá gozara de undescuento de su renta por acostarse conla mujer; o quizá estuvieran enamoradosy hubiesen tenido una pelea de amantes.A juzgar por la fotografía del generosocuerpo de madame Villon —con lagarganta seccionada por un corte nodemasiado limpio—, probablementefuese lo primero.

El caso estaba abierto desde hacía

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más de tres meses y nadie tenía la másligera idea del paradero de HerrZiegert. Todo el asunto estaba tan fríocomo el pescado que venden en losmercados de Les Halles y, en lo queconcernía a Carnot, apestaba igual queaquel.

Por eso se lo había encomendado elcomisario, evidentemente. Carnot nosolo había cometido el fatal error dehacer perder el tiempo al comisario,sino también el de decepcionarlo, yahora estaba pagando por ello.

Disgustado, cerró el expediente y lodejó en un montón creciente deabultadas carpetas. Unos segundos

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después, se abrió la puerta y entró elagente que le habían asignado a Carnotcuando gozaba del favor del comisario.Aunque el joven estaba presente en elfiasco de las huellas dactilares, Carnotno podía recordar su nombre.

—Inspector —comenzó a deciralegremente el joven—, los Carabinieriitalianos han detenido en Florencia a unhombre por tratar de vender LaJoconde.

Los ojos de Carnot se centraron enel expediente siguiente.

—¿Y qué importa eso —preguntó,displicente—, la décima o undécima vezque alguien trata de colar alguna copia

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de aficionado?—No, inspector —insistió el joven

—. Este es un antiguo empleado delLouvre.

Carnot levantó la vista.—Entre. Dígame.El agente entró, encantado por que

sus noticias hubiesen dado en el clavo.—Yo estaba allí cuando llegó el

telegrama. Lo pusieron en un montón contodos los demás papeles, pero recuerdoel nombre. El año pasado, hubo unapelea en uno de los cafés del barrio deSaint-Martin. El hombre que empezó lapelea era un italiano apellidadoPeruggia, y recuerdo que estaba

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empleado como trabajador demantenimiento en el Louvre.

—Muy perspicaz —dijo Carnot—.Buen trabajo… ¿Cómo se llama usted…una vez más?

—Brousard, inspector —dijo eljoven, un poco desalentado.

—Claro, Brousard —dijorápidamente Carnot.

—Estaba pensando —continuóBrousard— que quizá debiera enviar aalguien a interrogar al hombre, quierodecir antes de que la información llegueal comisario.

—Quizá tenga razón —dijo Carnoty, levantándose, añadió—: De hecho,

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creo que iré yo mismo.—Pero, inspector, creía que el

comisario lo había confinado al trabajode despacho.

—¿Sí? —dijo Carnot mientras cogíasu sombrero y su abrigo de un perchero—. Brousard, ha hecho un buen trabajo.Si este telegrama lleva a algún sitio,será muy bueno para mí. Y,naturalmente, me aseguraré de quetambién sea muy bueno para usted.

—Muchas gracias, inspector —dijoBrousard, cuadrándose.

—¡Oh! —añadió Carnot antes desalir—, si el comisario pregunta por miparadero, dígale que he salido a tomar

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un cruasán.

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E

Capítulo 37

L atraque del Prinz Joachim en ElHavre se había retrasado por laniebla, por lo que, cuando el tren

salió hacia París, ya era pleno día.Valfierno y Ellen Hart pasaron la mayorparte del viaje en silencio. Él se sumióen un montón de periódicos; ella mirabapor la ventanilla observando el campoque, sin solución de continuidad, pasabaante ella, salpicado por pequeñasgranjas y poblaciones, cada una marcada

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por su propio característico campanario.El contraste de los árboles que pasabanante la ventanilla a toda velocidad conel paso más tranquilo de las colinas ycampos distantes tenía un efecto casihipnótico, permitiéndole dejar su menteen blanco durante un buen rato.

Reflexionó sobre la última noche enel barco. Pudo racionalizar confacilidad el beso como un gesto degratitud, una forma de agradecerle suayuda. Pero, si era sincera consigomisma, sabía que había habido algo más,aunque no estaba muy segura de lo queera. ¿Había querido que él la tomara ensus brazos y le declarara un amor

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inmortal? ¿Había sido una prueba dealgún tipo? En ese caso, ¿habíafracasado? Él no había hecho nada enrespuesta, o muy poco, en todo caso.Ahora, era difícil recordarlo. Él no sehabía marchado, pero tampoco habíadado ningún indicio de que el besohubiese sido especialmente bienrecibido.

Trató de apartar el pensamiento. Erainútil especular. Ella le habíaagradecido su ayuda y eso era todo. Otropensamiento hizo que apareciera unaíntima sonrisa irónica en su rostro.Quizá solo hubiese conseguido hacer uncompleto ridículo.

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—Pronto llegaremos a las afueras dela ciudad —dijo Valfierno en tonopuramente objetivo.

Ella lo miró brevemente; después,volvió su rostro hacia la ventanilla.

Al descender del tren en la estaciónde Orsay, Ellen sintió una ráfaga deemoción cuando la frenética energía dela ciudad comenzó a penetrar en ella. Yaantes había estado dos veces en París:una, cuando tenía doce años, con sumadre, antes de que hubiera entrado encoma. En aquella ocasión, habíanvisitado la Exposition Universelle de1889, pero aun viendo la reciénconstruida Torre Eiffel y los pabellones

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gigantes en los que se exhibían lasmaravillas sin fin de la era industrial, nole hizo sentir tan llena de júbilo comoahora. La sensación de aventura y laposibilidad hacían que su corazónlatiera rápidamente ante la expectativa,una impresión que no habíaexperimentado de niña. Era purafelicidad, aun teñida, como estaba, porel espectro de un futuro incierto.

Al salir de la estación, Valfiernoencontró rápidamente un taxi a motor.Cargó en el vehículo el reducidoequipaje que llevaba y le dio al taxistala dirección de la casa de madameCharneau para que fuera directamente

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allí. Valfierno viajaba con dos maletas,una de tela y la otra de cuero. Siempreprestaba especial atención a la de piel yEllen imaginó que contenía los frutos desus trabajos más recientes.

Para el gusto de Ellen, el viaje porSaint-Germain-des-Prés resultódemasiado corto. Miraba fascinada elcontinuo desfile de trolebuses, cochesde caballos, automóviles que competíancon los acicalados caballos quetransportaban a elegantes caballeros debarba gris en sus calesas de cuatroruedas, hombres anuncio quepromocionaban las maravillas del grandmagasin[57] más moderno y

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comerciantes que cargaban con cestas demimbre de bordes altos. Naturalmente,los estilos habían cambiado desde suúltima visita. Era un nuevo siglo. Lasmujeres ya no acentuaban el busto, lacintura de avispa y unas caderas quedieran al cuerpo una exagerada figura deguitarra; ahora, las líneas eran máslargas y más delgadas, con abrigosribeteados de piel que encerraban elcuerpo en elegantes líneas rectas. Lossombreros eran más pequeños y ya noiban rematados como auténticos jardinesmóviles de flores. Una cosa no habíacambiado: las mujeres conducidas porperritos al final de tensas correas,

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guardando el equilibrio con sombrillasde seda con borlas, y con sus mascotasataviadas con unos diminutos conjuntosa juego con los atuendos de sus amas.

«¡Ojalá el viaje perdurara porsiempre!», pensaba cuando el taxi entróen la cour de Rohan.

Madame Charneau dijo con unasonrisa de bienvenida:

—Naturalmente, cualquier amiga delmarqués es bienvenida aquí comohuésped durante el tiempo que desee.

Ellen se sentó frente a madameCharneau en la sala de estar de su casade huéspedes. Valfierno se quedó de piedetrás de Ellen, mientras Émile y Julia

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observaban desde lados opuestos de laestancia.

—Es usted muy amable, madame —dijo Ellen—. Por supuesto, le pagaré.

—Solo lleva aquí unos minutos —bromeó madame Charneau de cara a losdemás— y ya me está insultando.

—Su amabilidad me confunde —dijo Ellen, con un ligero rubor en elrostro.

—Bueno —comenzó madameCharneau—, ha hecho un largo viaje.Debe de estar cansada. Le mostraré suhabitación.

Ellen se levantó y miró a Émile yluego a Julia, sonriendo con gratitud.

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Volviéndose a Valfierno, dijo:—Quizá, Edward, lo vea más tarde.La única respuesta de Valfierno fue

una ligera inclinación de cabeza enseñal de reconocimiento.

—Por aquí, chérie —dijo madameCharneau, conduciéndola desde la sala.

En cuanto madame Charneau y Ellendesaparecieron escaleras arriba, Juliacomenzó a asaetear a Valfierno conpreguntas ansiosas:

—¿Qué demonios está pasando?¿Cómo diablos ha acabado ella aquí?¿Qué ha ocurrido? ¡Cuéntemelo todo!

—Ahora no, Julia, por favor —dijoValfierno.

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—Pero…—¿Está todo ahí? —interrumpió

Émile, centrando su atención en lamaleta de cuero que estaba a los pies deValfierno.

Para Valfierno fue un alivio elcambio de tema.

—Menos algunos gastos necesariosy un incentivo razonable para que losfuncionarios de aduanas miraran paraotra parte, y ahí se quedará por ahora.No podemos permitirnos llamar laatención tratando de cambiar talcantidad de dinero; desde luego, noantes de que la pintura haya vuelto sanay salva al museo.

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—Entonces, devolvámosla ahora —dijo Émile—. La dejamos a la puerta oalgo así.

—Todo en su momento —dijoValfierno—. Se hará pronto, pero hayque hacerlo bien. Tenemos queasegurarnos de que no hayaabsolutamente ninguna conexión, ningunapista que pueda llevar hasta nosotros. —Tras una pausa, preguntó—: ¿Dónde estáPeruggia? —La pregunta era informal,casi una ocurrencia casual.

Valfierno captó la mirada furtiva quese dirigieron ambos.

—¿Y bien?—Se fue —dijo Émile, un poco

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tímidamente.—Volvió a Italia —añadió Julia.La mirada de Valfierno pasó de uno

a otra antes de asentir con la cabeza,resignado.

—Era inevitable. Estaba decidido.Esperaba que hubiese aguantado almenos hasta pagarle.

—No hubo forma de detenerlo —dijo Émile.

—Y no porque no lo intentásemos—intervino Julia a modo de coro.

Había algo en el tono de sus vocesque indicaba una confianza compartida.

—Y no tuvisteis dificultades paracambiar las pinturas. —Era tanto una

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afirmación como una pregunta.—Claro que no —dijo Julia.—¿Y el original está en un lugar

seguro?—Absolutamente seguro —comenzó

a decir Émile—. Está en…—No —lo detuvo Valfierno—. No

tengo que saber dónde está. Confío en ti,Émile. Y, si no sé dónde está, no sentiréla tentación de verla y, si no la veo, noestaré tentado de guardármela. Nadie esinmune al atractivo de una gran belleza.

Julia se dio cuenta de que, despuésde decir esto, Valfierno dirigió lamirada a la escalera del vestíbulo.

—Bueno, no importa —continuó,

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volviéndose hacia ellos—. Esperaremosunas semanas, quizá, a ver si Peruggiadice algo. Mientras tanto, pensaremos enla mejor manera de devolverla. —Relajó el tono—. Me impresionaronmucho las noticias que leí sobre vuestraactuación. Fue una auténtica hazaña.

—En realidad, no estuvo mal —dijoÉmile, con una mirada a Julia.

—Fue asombroso —dijo Julia,excitada como una niña—, y tuve queapuntarme en el último minuto paraentrar en el museo. Ese idiota deBrique…

—Sí —interrumpió Valfierno—,¿dónde está?

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—Desapareció antes del robo y novolvimos a saber de él —dijo Émile—.Por suerte para nosotros, nunca suponada de lo que planeábamos.

—Tuve que entrar y ocupar su lugar—insistió Julia—. No te creerías lo quetuve que…

Valfierno la detuvo con un suavemovimiento de la mano.

—Pronto podréis contármelo todo,pero ahora estoy muy cansado del viaje.Dormí poco la noche pasada.

—Claro —dijo Julia, incapaz deocultar la decepción en su voz.

—Émile —dijo Valfierno—, ¿seríastan amable de llevar mi maleta al coche?

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Émile se agachó y agarró el asa dela maleta de cuero.

—No, la otra maleta, por favor. Yollevaré esta.

Con una sonrisa incómoda, Émilevolvió a dejar en el suelo la maleta decuero y salió al vestíbulo a recoger labolsa de viaje de Valfierno.

Valfierno agarró la maleta y él yJulia siguieron a Émile al vestíbulo.

—¿Y vosotros dos os estáisllevando bien? —preguntó Valfierno aJulia después de que Émile saliera alpatio con la maleta.

—¿Nosotros dos? —dijo Juliaalegremente—. Como dos gotas de agua.

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En realidad, entre usted y yo, creo queestá locamente enamorado de mí.

Valfierno se detuvo en la puertaprincipal.

—Bueno —dijo con una sonrisa—,me alegro de que al menos os llevéisbien.

—Hablando de… —Julia hizo ungesto con la mano señalando escalerasarriba.

—¿La señora[58] Hart? —respondióValfierno, casi despreciativamente—.Te aseguro que no fue idea mía traerlaaquí. No me dejó otra salida.

—Ya veo. Y, dígame, ¿qué piensamister Hart de todo esto?

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—¿Sabes? Es divertido —dijoValfierno con una sonrisa maliciosamientras salía al patio—, pero no tuve laoportunidad de preguntárselo.

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E

Capítulo 38

FLORENCIA

n cuanto llegó a Florencia, elinspector Carnot fue directamentea l Commando Provinciale, en

Borgo Ognissanti, y pidió ver alcomandante provincial de losCarabinieri, el signore Caravaggio.

Al presentarse como oficialrepresentante de la Sûreté de París quehabía venido a hacerse cargo de la obramaestra robada y a llevar bajo su

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custodia al ladrón de la misma, Carnotsabía que estaba asumiendo el mayorriesgo profesional de su vida. Elcomisario Lépine no le había conferidotamaña autoridad. Si tenía éxito, lacuestión sería discutible. Los periódicosde París estamparían su nombre enprimera plana. El comisario seaseguraría de que su nombre tambiénapareciese destacado, naturalmente,pero no sería capaz de emprenderninguna acción contra Carnot, el hombreque habría recuperado La Joconde yentregado al ladrón de la misma.

Si fracasaba… bueno, no fracasaría;no podía fracasar. Tanto la pintura como

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el hombre estaban en manos de losagentes italianos. Solo había queconvencerlos de que le entregasen aambos a su custodia.

O eso pensaba.—Me temo, inspector —comenzó a

decir el signore Caravaggio— que lapintura en cuestión es una falsificación.

—¿Una falsificación? —dijo Carnot—. ¿Está seguro?

—La han examinadoconcienzudamente tres peritos —dijoCaravaggio con aire de autoridadimpaciente—. Eso sí, es unafalsificación muy buena. Hecha conmano experta, dicen, pero, en todo caso,

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una falsificación. Si lo desea, puedediscutir la cuestión con el director delmuseo, el signore Bozzetti.

A Carnot se le revolvieron lastripas. Ahora ya se habría descubierto suausencia de la Sûreté. En realidad,tendría que haberlo pensado mejor;quizá debiera haber fingido que estabaenfermo para explicar su ausencia.Ahora era demasiado tarde y eraimpensable volver a París con las manosvacías. Perdería su puesto,probablemente lo degradasen a simpleflic[59] y le asignaran el turno de nocheen Pigalle, convirtiéndose en elhazmerreír de la fuerza. Pero quizá no

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todo estuviera perdido.—Al detenido —comenzó a decir

Carnot con una autoridad que no poseíani sentía—, ¿le han dicho que la pinturaes una falsificación?

Carnot observó a Peruggia a travésde la mirilla de la puerta de su celda. Eldetenido estaba sentado al borde de sucatre, sosteniendo la cabeza entre lasmanos. Una pequeña ventana conbarrotes era la única entrada de luznatural. ¿Este hombre era simplementeun oportunista a cuyas manos habíallegado una falsificación muy buena oestaba implicado en el robo? Si era loprimero, Carnot no tenía nada que hacer.

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Pero, si era lo segundo…Carnot asintió al guardia

uniformado, que abrió el cerrojo y tiródel pomo. La puerta se abrió con unchirrido y el detenido alzó la vista,entrecerrando los ojos ante la luzbrillante que entraba del pasillo. Lasilueta de Carnot se proyectó en laclaridad un momento antes de hacer suentrada, mientras le hacía un gesto alguardia para que dejara abierta lapuerta.

—Signore Peruggia, soy el inspectorCarnot de la Sûreté de París.

La única respuesta del detenidoconsistió en bajar la cabeza y mirar sus

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zapatos. Carnot dio unos pasos hacia lapared, mirando la pequeña ventana conbarrotes próxima al techo. No se veía elcielo, sino solo los muros de la prisión,grises y amenazadores.

—No es la vista más bonita deFlorencia.

Tampoco hubo respuesta. Le hizouna seña al guardia, que trajo unabanqueta y la colocó al lado de la cama.El agente salió de la celda,permaneciendo al lado de la puerta. Lamole de Carnot se sentó sobre labanqueta.

—Su cara —comenzó Carnot— meresulta familiar. ¿Nos hemos visto

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antes?Peruggia elevó lentamente la cabeza

y miró a Carnot.—Sí —continuó Carnot—, el

Louvre. Usted trabajaba allí, ¿no es así?Peruggia no dijo nada, bajando la

vista al suelo.A pesar de la ausencia de respuesta,

la confianza de Carnot en sí mismoaumentó. Peruggia era uno de los doshombres que habían dejado caer lavitrina. Un auténtico exaltado, recordó.Esto había que explotarlo.

—Su impulso para devolver LaJoconde a su país de origen esencomiable.

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Peruggia levantó la vista de nuevo yhabló en tono grave:

—Injusticia es solo una palabrahasta que un hombre actúa pararemediarla.

Eso parecía más bien una excusa,pensó Carnot, aunque le sorprendió quela voz del hombre transmitiera tantaconvicción. Tenía algo que ver con elasunto.

—Encomiable —dijo—, peroequivocado.

—No espero que lo entienda unfrancés.

—¿Entender qué?—Lo que siente un patriota cuando

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los tesoros de su patria los saquea uninvasor.

—Un invasor —dijo Carnot,pensando—. Supongo que se refiere aNapoleón Bonaparte.

—¿A qué otro puedo referirme? —leespetó Peruggia—. Mi único deseo erasalvar el honor de Italia devolviendo LaGioconda. Pero ahora este país estágobernado por idiotas, que no soncapaces de reconocer el corazón de unverdadero patriota.

—Un verdadero patriota —dijoCarnot, sopesando la expresión—,aunque muy estúpido.

—Mi madre no parió a ningún

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estúpido —dijo bruscamente Peruggia,entrecerrando los ojos.

—Me parece que el expedientemuestra otra cosa.

Peruggia se irguió, irritado.—Si ha venido aquí a insultarme…—Eso sería lo último que vendría a

hacer aquí —dijo Carnot. Después, suvoz adoptó un tono casi profesional—.Quizá sea conveniente una pequeñalección de historia.

Tras su entrevista con el signoreCaravaggio, Carnot había visitado a losUffizi, donde el signore Bozzetti volvióa asegurarle que la pintura era, enefecto, una copia excelente. En el curso

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de esta entrevista, también descubrióalgunos datos interesantes, datos que levenían muy bien.

—En pocas palabras —comenzóCarnot—, Napoleón no robó LaJoconde.

—¡Usted no sabe de qué habla!—Siento decirle que sí. La historia

demuestra que Francisco I, rey deFrancia, se la compró en 1516 almismísimo Leonardo da Vinci. Creo quepagó por ella cuatro mil monedas deoro. —Se había preocupado dememorizar algunos detalles importantes—. La pintura estuvo colgada durantealgún tiempo en el dormitorio de

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Napoleón, pero finalmente fue legada alLouvre. Así que, ya ve, en el mejor delos casos, su pequeña cruzada estababasada en información errónea y, en elpeor, fundada en una pura fantasía.

—No lo creo.—Solo tiene que consultar cualquier

libro de historia o a cualquier expertopara confirmar la exactitud de lo que leacabo de decir.

—No me preocupa lo que digan —dijo Peruggia, aunque su posturadesafiante empezaba a mostrar algunasgrietas.

—Pero el problema es —dijoCarnot, añadiendo un toque de

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impaciencia a su voz para darle unefecto dramático— que al resto delmundo sí.

Peruggia bajó la vista y volvió asumirse en el silencio. Carnot sonrió.Estaba haciendo progresos.

—Y además, naturalmente —continuó, haciendo un esfuerzo paramostrarse comprensivo—, tenga encuenta la cuestión de las cincuenta milliras que usted pidió. Es difícil pensarque un verdadero patriota pensara sacarun beneficio de su noble gesto.

—Ningún italiano condenaría a uncompatriota por devolver La Giocondaa la tierra en que nació —dijo Peruggia.

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La convicción del hombre ibadesapareciendo, pensó Carnot.Lentamente se puso en pie y avanzóhacia la pared, bajo el ventanuco. Era elmomento.

—Quizá no —dijo—. Sin embargo,sí condenaría a un mezquinosinvergüenza por tratar de engañarlo.

—¿Engañarlo? —explotó Peruggia—. Yo no estaba tratando de engañar anadie.

—¿Pretende decirme que no sabíaque la pintura es falsa? ¿Unafalsificación? Sin duda, usted no puedeser tan ingenuo.

—Ahora, usted está tratando de

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engañarme a mí.—¿Por qué iba a hacerlo? Si la

pintura fuese auténtica, ni siquiera mehubiese molestado en venir a verlo.Simplemente, regresaría a Francia ydejaría que usted se pudriese aquí.

—No, no es posible —dijoPeruggia.

—Ha sido evaluada por tresexpertos —dijo Carnot con aire desuficiencia—. Puede que los italianos nosepan mucho más, salvo usted,aparentemente, pero conocen su arte.

—Pero no la perdí nunca de vista —dijo Peruggia, más para sí mismo quepara Carnot. Se levantó y empezó a

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caminar, mirando el suelo de la celdacomo si, de alguna manera, encerrara laverdad.

Carnot sintió que la esperanza seagitaba en su pecho. Esta era la primeraadmisión concreta de culpabilidad quehacía el hombre.

—¿Nunca? —preguntó.Peruggia se paró en seco. Carnot

contuvo la respiración. Casi lo tenía.—¡Esos perros! —dijo finalmente

Peruggia, tanto para sí mismo como paraCarnot—. ¡Ellos me timaron!

Carnot sonrió satisfecho.—Hábleme de esos perros, amigo

mío —dijo, con voz empapada de

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empatía.Peruggia se volvió a Carnot,

entrecerrando los ojos.—¿Por qué? —dijo el italiano,

cauteloso—. ¿Por qué le voy a decirnada? ¿Qué gano yo?

Carnot se encogió de hombros,tratando de indicar que no tendríamayores consecuencias para él.

—Si no dice nada, no solo irá a lacárcel por falsificación y fraude, sinoque también se convertirá en unapestado en su propio país, un traidorque trató de engañar al pueblo de Italia.Y, encima, quedará usted ante todo elmundo como el clásico tonto del bote.

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Por otra parte, si me cuenta algo, es muyposible que se convierta en el héroenacional que aspira a ser…, el hombreque recuperó la auténtica Gioconda.

Peruggia levantó la vista hacia elpequeño y elevado ventanuco y losmuros grises de la prisión que sedivisaban tras él. Apretando el puño,levantó lentamente el brazo hacia lapálida luz. Después, con un repentino yviolento movimiento, estampó de lado elpuño cerrado en la pared de piedra de lacelda.

Y Carnot supo que lo tenía en susmanos.

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L

Capítulo 39

A gente que vivía en la ciudad deDijon y en los pueblecitos delplateau de Langres no recordaba

un invierno peor. Los cortos días, máscortos aún a causa de las nubes negras,cargadas de agua, que ocultaban el sol yel cielo durante semanas, se habíancobrado su cuota en el estado de ánimode la población. Y ahora habían vueltolas lluvias. Durante toda la noche, lasabundantes precipitaciones

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tamborilearon en los tejados,manteniendo despiertos a los habitantes.Durante el día, llovía a cántaros,convirtiendo a las personas enprisioneras virtuales dentro de suspropias casas, oscuras y fétidas.

Los arroyos y afluentes quedesembocaban en el Sena ya se habíanconvertido en rápidos y crecidostorrentes. La gente que se ganaba la vidacargando las péniches[60] con vino ybienes de consumo que llevaban a losmuelles de Bercy y a las naves que sesucedían en la ribera de París sabíanque, si se mantenía esta situación,tendrían que soportar malos tiempos.

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Cuando el río se desbordaba, lanavegación se tornaba demasiadopeligrosa.

Todo el mundo estaba de acuerdo.Nadie recordaba una época en la quehubiera llovido tanto.

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QUINTA PARTE

Porque todos los días diluvia.

SHAKESPEARE, Noche de Reyes.

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D

Capítulo 40

PARÍS

esde su llegada a París, tressemanas antes, Ellen Hart habíasentido que se aligeraba la carga

que había llevado durante casi tantotiempo como tenía memoria. Habíaestado rodeada de lujos, atendida día ynoche por un pequeño ejército desirvientes, con todos sus deseosmateriales cubiertos. Pero todas estascosas se habían convertido en una

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piedra de molino pendiente de su cuelloque la ataba a una vida que se habíavisto obligada a escoger. Su devociónpor su madre le había dado el únicoincentivo para seguir adelante; su muertele había dejado una tristeza en elcorazón que le pesaba como el plomo, alhaberse extinguido de repente y parasiempre su razón de vivir. Solo unaesperanza se le había presentado, unaluz distante en el horizonte: EduardoValfierno. Y esa esperanza la habíatraído ahora a París, donde, a pesar deun futuro incierto, la sentía tan cálida yluminosa como los ritmos fluidos delidioma que la rodeaba. Parte de su

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amplia educación como joven damaconsistió en aprender a hablar francés,el idioma de los diplomáticos. Dehecho, ella había hablado en francés consu madre muchas veces y su uso actualle traía recuerdos queridos de aquellasconversaciones. Incluso se encontróconversando con Julia en francés.Imaginaba que Julia sentía lo mismo queella: que era más que una lengua unaforma diferente de pensar, derelacionarse, de vivir.

Su estancia en la casa de madameCharneau, en la cour de Rohan, habíasido cómoda y agradable. La anciana eracomo una tía bondadosa que hacía todo

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lo posible para que se sintiese en casa;Julia podría haber sido una prima másjoven que charlaba sin parar sobre loingenuo que era Émile y de cómo Diegoestaba siempre dirigiéndole miradaslascivas y sugerentes, aunque a veces nole resultara fácil decidir si a Julia estole parecía mal o bien. Ellen encontrabaamable y divertida a la joven, aunquetenían poco en común.

Los patios enclaustrados y latelaraña de caminos y soportales a losque daban los escalones de la puertaprincipal de madame Charneau eran unoasis en medio de la ciudad. La cercanacour du Commerce Saint-André estaba

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llena de pequeñas tiendas y negocios,cada cual más encantador y fascinanteque el anterior. Las tiendas deantigüedades estaban pared con paredcon pequeños restaurantes, papeteries,salones de té y chocolateries. Lapreferida de Ellen era una juguetería conlos escaparates engalanados conmuñecas, barcos de juguete y soldaditosde plomo, todo ello dispuesto en torno aun magnífico globo de aire caliente, conla tela que lo cubría, sobre la cesta delmismo, tan cuidadamente decorada quele recordaba un huevo de Fabergé.

A pesar de la persistente lluvia quehabía caído sobre París durante las

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últimas semanas, casi todos los díaspaseaba hacia el río y cruzaba el PetitPont hacia la Île de la Cité. El mercadopermanente de flores que discurre por elmuelle de las Flores, en la orillanordeste del río, nunca dejaba deelevarle el espíritu. Ellen echaba demenos el verano, con su conciertoolfativo silvestre de perfumes yfragancias naturales interpretado por unaprofusión de jazmines, dalias yarrayanes; y el otoño, cuando le llamabala atención una inacabable variedad decrisantemos. Pero aun ahora, en plenoinvierno, los invernaderosmediterráneos y los remotos jardines de

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Chile contribuían a la abundancia deramos, cada uno de los cuales pugnabapor eclipsar al anterior.

Ellen había llevado tantas flores yplantas en maceta que, a veces, madameCharneau se quejaba con una sonrisa desentirse mareada por el aroma. ¡Menosmal que la norteamericana no seobsesionó tanto con el Mercado de losPájaros de los domingos! ¡Lo último quenecesitaba era una casa llena decanarios, pinzones y cacatúas!

Émile visitaba la casa de vez encuando, sobre todo para hablar conmadame Charneau. Cuando estaba en lacasa durante estas visitas, Julia parecía

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verdaderamente encantada de verlo.Émile raramente mostraba ningún signoevidente de entusiasmo hacia Julia, peroEllen sospechaba que él tambiéndisfrutaba con estos encuentros. Detodos modos, se interrumpían confrecuencia cuando Émile anunciaba queya era hora de regresar a la casa deValfierno.

Ella no había visto a Valfiernodesde el día en que habían llegadojuntos a París, hacía ya tres semanas, y,aunque sus excursiones y observacionesfueran una distracción, aún albergaba laesperanza de que le hiciera una visita.En alguna ocasión, había oído un

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vehículo a motor en el patio y sucorazón empezó a latir un poco másfuerte, pero, al ver que nadie llamaba ala puerta, la decepción que sentía erapalpable.

Y así, finalmente, había optado porencargarse ella misma de sus propiosasuntos.

Por medio de Émile, habíasolicitado reunirse con Valfierno en lacasa de este. Él había contestadodiciendo que esperaba visitar pronto lacour de Rohan y la vería allí entonces,pero Ellen insistió. Por fin, se concertóel encuentro a las tres de la tarde delsábado siguiente.

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Madame Charneau se había ofrecidoa llevar a Ellen a la casa de Valfierno o,al menos, a hacer que Émile viniera abuscarla, pero ella insistió en ir por sucuenta. Lo prefería así. Tenía sudirección y unas orientaciones generalesy podría encontrar la casa. Y, por elcamino, quería quedarse a solas con suspensamientos.

Salió de la cour de Rohan pocodespués de la una, con mucho tiempopor delante. Por fortuna, la lluviamatutina había cesado, aunque el cielotodavía amenazaba con nubes grises ycargadas. Al cruzar el Petit Pont hacia laÎle de la Cité, le llamó

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momentáneamente la atención un grupode jóvenes —estudiantes de la Sorbona,a juzgar por sus indumentarias bohemiasa la moda— que dirigían con interés susmiradas al río. Ella desvió brevementela mirada hacia aquel lado para ver quépodían estar observando. El aguapresentaba un color gris oscuro y unoscuantos chicos jóvenes estaban en laparte baja del muelle con los tobillos enel agua y chapoteando en ella. Miró unmomento antes de volverse y seguiradelante.

Al llegar a la isla, echó un vistazo ala gran catedral mientras se encaminabaal puente de Notre-Dame. Cuando llegó

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a la margen derecha, giró hacia el este,siguiendo el río, atravesando después laplaza de Hôtel de Ville . La gran plaza alpie del palaciego edificio delayuntamiento de la ciudad —normalmente desbordante de actividad— aparecía vacía y triste; en ella elbrillo del agua de lluvia reflejaba latenebrosa nube que la cubría. Siguiendoadelante, pronto se encontró en una delas partes más antiguas de París: elMarais.

En solo unos minutos, acabócompletamente perdida en el berenjenalde calles que serpenteaban en unaespecie de laberinto urbano. Este barrio

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antiguo y poco elegante había escapadoal masivo rediseño de París del barónHaussmann, cincuenta años antes, por suescasa importancia y su fama debarriada pobre. Su enrevesada marañade estrechos caminos medievales, allídejados sin el beneficio de la rima o larazón, todavía confundía y atormentabaal viajero desprevenido.

Aquí no había amplios bulevaresdominados por paredes de edificiosuniformes de cinco plantas y mansardas.En cambio, cada inmueble parecía habersido erigido en una época diferente, conuna finalidad diferente y en un estilocompletamente diferente. Grandes hôtels

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particuliers[61] con verjas de entrada,rodeados por altos muros, se elevabanal lado de diminutos cafés; estrechosedificios de pisos construidos unos allado de otros, separados únicamente porparques en miniatura que bullían —aunen pleno invierno— con ruidosos yfogosos niños; judíos de Europa del Estecon grandes barbas ejercían sus oficiosen una miríada de talleres de peletería yjoyería; carniceros y pescaderosexponían sus mercancías en docenas depequeños establecimientos abiertos a lacalle; librerías, magasins d’antiquités[62] y galerías, con susfachadas de madera pintadas de colores

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rojo brillante, azul y verde, setambaleaban a lo largo de los petitstrottoirs[63]. Este era un mundo apartede los amplios y abiertos bulevares delnuevo París.

No todo el Marais se resumía entiendas y pobreza. Muchos de losburgueses de la ciudad preferían laatmósfera de la ciudad vieja a la de lamoderna y renovada ciudad. Y aquí lavida era mucho más barata, por nohablar de su colorido, mucho másacentuado.

Al principio, Ellen se sintiócompletamente desorientada por elrompecabezas de callejuelas y

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callejones, pero, a pesar de losesporádicos chubascos que la obligabana buscar cobijo en pasadizosabovedados o bajo marquesinascercanas, comenzó a disfrutar del hechode estar perdida por las calles de París.En realidad, nunca se había sentido máslibre en toda su vida: dar la vuelta poraquí y por allá, avanzar a empujonesentre la gente sobre la estrecha cinta dela acera, asombrarse ante todas lasmaravillas que la rodeaban, rebosantede emoción y de ilusión ante lo quepudiese encontrar a la vuelta de lasiguiente esquina en pronunciado ángulo.

Y la multitud de distracciones

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mantuvo su mente ajena a la aprensiónque sentía por su inminente encuentrocon Valfierno. Ella había queridodisponer de tiempo para considerar loque iba a decirle, pero cuanto máspensaba en ello, más difícil le resultabadar con algo. Lo único que sabía eraque, de alguna manera, habíadescubierto, de una vez por todas,cuáles eran sus verdaderos sentimientos.Se había educado en una cultura en laque la franqueza se consideraba elcolmo de la grosería, pero estabacansada de esos juegos —porque juegoseran— y, si llegaba el caso, lepreguntaría simplemente si ella le

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gustaba. Entonces, ¿por qué tenía lasensación de que algo tan sencillo seríalo más difícil que había hecho nunca?

A veces, se paraba para preguntareducadamente por la dirección, pero lasrespuestas no le servían de muchaayuda. Todo el mundo parecía tener laactitud de que era inconcebible que noconociese la zona y, por tanto, nadienecesitaba indicaciones para moversepor allí. Y así, fue un tantodesconcertante que, al mencionar la ruede Picardie a un carnicero que disponíalas piezas de carne delante de supequeña tienda de la rue de Bretagne,señalara impaciente una esquina de la

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calle hacia la mitad de la manzana.—C ’est là, madame —dijo, en un

tono que sugería que solo una estúpidano sabría que estaba ya allí—, c ’est là!

Y llegaba más de media hora antes.La viñeta editorial presentaba un

grupo de vigilantes del Louvre,desafiantes ante el espacio vacío en elque había estado La Joconde. El jefe delos vigilantes protesta: «No se podíarobar; nosotros la vigilamoscontinuamente, salvo los lunes».Valfierno estaba pensando sientretenerse leyendo un editorial de LeMatin deplorando la ineptitud de laseguridad del museo cuando el sonido

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metálico del llamador de su puertaprincipal captó su atención.

Sacó su reloj de bolsillo. Todavíano eran siquiera las dos y media. Asabiendas de la acordada visita deEllen, Émile había salido antes almercado de Les Halles, por lo queValfierno estaba solo en la casa y nohabía previsto que Ellen llegara tanpronto. Había tratado de evitarla desdesu llegada a París. Había pensado quesería lo mejor para ambos. Podríahaberla dejado fácilmente en NuevaYork. Sus amenazas, tal como lasplanteara, tenían poco peso. Pero lehabían dado la justificación para decidir

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llevarla con él, una idea muy mala portodos los conceptos, pero que, sinembargo, le había encantado. En todocaso, podía permitirse justificarloúnicamente por su deseo de ayudarla;cualesquiera otros sentimientos pondríanen peligro todo por lo que tanto habíantrabajado él y otras personas.

Se acercó a la ventana del primerpiso. Al mirar hacia abajo, viobrevemente la estampa de una mujerbajo el pequeño alero, ante la puertaprincipal.

Aunque había estado tratando deprepararse durante todo el día, Valfiernosintió que su corazón se aceleraba.

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Mientras bajaba la escalera, serecordó que haría todo lo que estuvieseen su mano para ayudarla, pero no más.

Se detuvo ante la puerta,permitiéndose el breve gozo de anticiparel momento de ver su rostro de nuevo.Alargó la mano y giró el picaporte.

—Eduardo —dijo la mujer cuandola puerta se abrió—, creí que ibas adejarme aquí de pie en la acera todo eldía.

—Chloé —exclamó Valfierno,sorprendido.

La última persona que habríaesperado ver a su puerta era la esposadel marchante de arte Jean Laroche, el

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hombre que, muchos años atrás, habíacontratado una banda de matonescallejeros para que lo atacaran,posiblemente a sugerencia de su esposa.

—¿Y bien? —dijo ella concoquetería—. ¿No vas a invitarme aentrar?

—Estoy esperando a una persona.—¿Sí? Bueno, no querría echar a

perder tu pequeño tête-à-tête, peroseguro que no querrás negarle a unavieja amiga unos minutos de tu tiempo.

Valfierno vaciló, echando un vistazoa la estrecha calle vacía.

—Naturalmente que no —dijofinalmente—. Entre, por favor.

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Chloé entró en el vestíbulo,dirigiéndole una mirada presumidamientras pasaba ante él. Ella se detuvo yse dio la vuelta, fijándose en el entornomientras se quitaba sus guantes negrosde seda.

—Así que aquí es donde has estadoescondiéndote —dijo ella,entrecerrando, coqueta, sus ojos azulpálido—. No ha sido fácil encontrarte,¿sabes?

—Una deliciosa sorpresa que lohaya conseguido —dijo Valfierno sinalterar la voz—. ¿Y cómo está monsieurLaroche?

—¡Oh!, ¿no lo sabes? Murió. ¿No lo

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ves? Estoy de luto.Ella ejecutó una pequeña pirueta

para mostrar su vestido negro,perfectamente ajustado, desde su ampliobusto hasta su cintura de avispa. Suscaderas estaban deliciosamenteacentuadas por los pequeños aros, muyde moda, que se escondían bajo eltejido. De alguna manera, pensóValfierno, ella siempre se las arreglópara ser pequeña y pechugona al mismotiempo.

—La acompaño en el sentimiento,madame.

—Gracias —dijo ella con irónicosarcasmo—, pero ya tengo todas las

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condolencias que necesito.—¿Cómo falleció su esposo…?—Él se encargó de matarse —dijo

ella a modo de simple constatación—,con una pistola. Al menos, tuvo ladecencia de hacerlo fuera, en el bois deBoulogne, y no en nuestra casa. Almenos eso, Y, por supuesto, la pequeñafortuna que dejó.

Valfierno iba a indagar más, pero lopensó mejor.

—Bueno —empezó—, como le hedicho, estoy esperando a una persona.

—Por favor, Eduardo —dijo ella,con tímida coquetería—, solo cincominutos de tu tiempo y me iré. Lo

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prometo.Tras una breve vacilación, le indicó

un pequeño recibidor justo al lado delvestíbulo.

Se sentaron Chloé, en un pequeñosofá; Valfierno, en una silla tapizada.Ella se compuso como una flor quedispusiera sus pétalos y lo miródirectamente a los ojos. Tenía la cara deuna de esas muñecas de porcelana quevendían en La Samaritaine, redonda yexquisitamente proporcionada, con ojosgrandes y expresivos.

—Y bien —dijo Valfierno—, ¿a quédebo el placer de su visita?

—¡Ah, sí! Bueno, es muy sencillo,

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en realidad. Mi esposo, siendo unmarchante, dejó tras él montones de…bueno, tú sabes, pinturas y pequeñasesculturas y otras cosas por el estilo, yahora necesito ayuda para deshacermede todo.

—Entonces, ha venido al sitioadecuado —dijo Valfierno vivamente—.A poca distancia de esta casa,encontrará, al menos, a una docena delos mejores marchantes de arte de París.

—Pero yo esperaba poderconvencerte de que me ayudaras. Enrealidad, estoy convencida de queseríamos unos socios ideales.

—Por desgracia, madame…

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—Chloé.—Chloé. Me he retirado de este

negocio y, aunque le agradezco muchoque haya pensado en mí, me temo quedebo declinar su amable oferta. Bueno,realmente ha sido encantador verla.

Valfierno empezó a levantarse de susilla.

—Tienes razón, naturalmente —dijoella—. Es un negocio aburrido. Nopuedo esperar para alejarme de ellotodo lo posible, lo que me lleva a larazón real de mi visita.

Valfierno, a regañadientes, volvió asentarse.

—No te preocupes. No te voy a

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echar a perder tu pequeña cita. Te dirélo que tengo que decirte y desapareceré.Como un pajarito. —Ella hizo unrebuscado gesto con la mano antes dedejarla sobre él, con ojos parcialmentecerrados—. Tú sabes, Eduardo, quesiempre lamenté que… no llegáramos aconocernos mejor.

—No estoy muy seguro de que suesposo lo hubiese aprobado.

—Cierto. Naturalmente, ahora que élestá fuera del cuadro, esa cuestión ya notiene importancia.

—Me halaga, madame —dijoValfierno—, me halaga ciertamente,pero el tiempo tiene la testaruda

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costumbre de moverse constantementehacia adelante. Uno tiene las mismasposibilidades de dar marcha atrás alreloj como de invertir el curso de un río.

—¡Oh, Eduardo! —dijo ella con unsuspiro de decepción—, de verdad quedeberías haber sido un poeta en vez deechar a perder tu vida como un charlatánbarato.

—Madame —dijo él con fingidaindignación—, un charlatán, quizá, peronunca barato.

—Dime —continuó ella, señalandosu cuerpo con un gesto dramático de lasmanos—, sinceramente, ¿cómo puedesrechazar esto?

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«Debe de tener cuarenta y tantos, almenos», pensó Valfierno, pero seguíasiendo una de las mujeres másseductoras que había visto nunca.

—No es fácil, lo admito —dijo élmientras se levantaba de la silla—, perohay que ser fuerte. En fin, ha sido buenoverla de nuevo, Chloé.

Ella se levantó, con una miradapícara en su rostro.

—Esta persona a la que esperas es,naturalmente, una mujer.

—Una buena amiga mía.Bromeando, ella puso las manos en

el pecho de él.—Tenía yo razón, ¿no es así? —De

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repente, se volvió, alegremente petulante—. Puedes decírmelo. Exactamente,¿hasta qué punto es buena amiga tuya?—Su tono estaba marcado con celosteatrales.

Él tomó amablemente su manos enlas suyas y las levantó.

—Chloé. No ha cambiado y nuncacambiará. El mundo necesita mujerescomo usted, aunque solo sea pararecordar a los hombres qué es realmentela pasión, por no hablar de lo hermosa ylo peligrosa que puede ser una personade su sexo.

—Lo tomaré como un cumplido.—Debería. —Él le soltó las manos

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—. Solo espero que su próximo esposoaprecie la rosa exquisita que tendrá.

—Dime —dijo ella, poniéndose losguantes—, ¿es más hermosa que yo?¿Más joven, quizá?

—Madame —replicó Valfiernomientras ella abandonaba el recibidor—, con respecto a lo primero, no esposible encontrar a una mujer máshermosa que usted en todo París, y conrespecto a lo segundo, bueno, comousted no tiene edad, la cuestión esdudosa.

—Eres muy zalamero, Valfierno —concedió Chloé—, pero dudo que estamujer, quienquiera que sea, sea buena

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pareja para ti. Si fueses listo, te daríascuenta de que, si te enamoraras de mí,no habría nada en el mundo que nopudieras conseguir. No solo saborearíasunos placeres que van más allá de tusimaginaciones más salvajes, sino que,entre nosotros dos, podríamos tener todoParís en la palma de las manos almomento.

—Chloé —dijo Valfierno sinacrimonia—, el problema que tenemoslas personas como nosotros es quehemos olvidado, si es que alguna vez losupimos, cómo enamorarnos. Nosaferramos demasiado rígidamente anuestros pequeños mundos, los mundos

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que hemos creado y que conocemos muybien. Abandonarlos es demasiadodoloroso.

—¡Oh, ya veo! —dijo Chloé en tonode broma—. Ahora hablamos de amor.No me había dado cuenta de que esto eratan serio. ¡Qué generoso por tu partepermitir que esta pobre criatura ingenuapenetre en tu pequeño y sórdido mundo!

—Ha sido encantador —dijoValfierno, dando por terminada laconversación mientras abría la puerta yla guiaba amablemente hasta la delgadacinta de la acera.

—Es, desde luego, un hombre raroel que con tanta impaciencia me muestra

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el camino a la calle.Valfierno lo recibió con una sonrisa

cómplice y una ligera oscilación de lacabeza.

—Muy bien —dijo ella, resignada—. Lo último que puedes hacer esdarme un beso de despedida.

—Adiós, Chloé —dijo él, dejándolamarchar—. Espero que encuentres loque buscas.

Ella se encogió ligeramente dehombros, enmascarando el rostro conuna sonrisa angelical.

—Y lo sentiré de verdad si no loencuentras.

Ella se puso de puntillas, le cogió la

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barbilla entre sus manos enguantadas yle dio un prolongado y apasionado beso.Después, con una coqueta mirada atrás,se alejó con paso ostentoso hacia la ruede Bretagne.

Después de cerrar la puerta tras ella,Valfierno sacó su reloj de bolsillo paraver la hora.

Ellen levantó la vista para mirar laplaca esmaltada de color azul colocadaen un lado de la pared de ladrillo: ruede Picardie. Poco más que un callejón,la anchura de la calle de adoquinesdifícilmente permitiría el paso de uncarro o de un automóvil. Los edificiosque se elevaban a ambos lados a

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diferentes alturas, pintado cada uno deun color pastel diferente, daban a lacalle un agradable toque desordenado.

Tras mirar su reflejo en elescaparate de una tienda, se estiró elabrigo. Cuando quedó satisfecha, sevolvió a tiempo de ver surgir a dospersonas de la tercera casa de laderecha.

Su corazón dio un salto.Valfierno estaba de pie, de espaldas

a ella, hablando con una mujer a la quesacaba por lo menos la cabeza, vestidade negro.

Valfierno tomó las manos de lamujer, las levantó y las besó. Cuando la

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dejó marchar, la mujer dijo algo antesde ponerse de puntillas, poner las manossobre el rostro de él y darle unprolongado beso. No pudo ver lareacción de Valfierno. Solo le vio tocarsuavemente el brazo de ella.

La mujer retrocedió y, dirigiendouna mirada a Valfierno, comenzó acaminar hacia Ellen. Cuando Valfiernoentró en la casa y cerró la puerta, Ellense dio rápidamente la vuelta, mirando elescaparate de la tienda con el corazóndesbocado.

Mientras la mujer se acercaba, Ellenno pudo resistirse a mirar hacia un lado,cruzándose brevemente sus miradas.

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Ella se volvió de nuevo hacia elescaparate y vio el reflejo de la mujermientras pasaba tras ella, cruzándose denuevo sus miradas en la luna delescaparate. La mujer avanzó unos pasospero, en vez de girar hacia la rue deBretagne, se detuvo. Tras unamomentánea vacilación, se volvió decara a Ellen.

—Excuse, madame —dijo la mujer,acercándose.

Ellen se volvió hacia ella.—Perdóneme —continuó la mujer

—, pero, ¿ha venido a ver a monsieurValfierno?

Ellen sintió de repente que le faltaba

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el aliento. Miró a la mujer durante unmomento que le pareció una eternidad.Le resultaba difícil cifrar su edad. Noera alta, pero sí tenía buen tipo, condelgados brazos y piernas. Ibacompletamente vestida de negro yllevaba recogido su cabello oscuro bajoun tocado de terciopelo.

—Sí —dijo Ellen, por fin, aturdida—. Sí, a eso vengo.

—Lo sabía —dijo Chloé—. Tengoun sentido especial para estas cosas.¡Oh!, lo siento, estoy siendoterriblemente grosera. Soy madameLaroche. Chloé Laroche.

Chloé tendió una mano enguantada.

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Ellen la miró un momento antes deestrecharla.

—Encantada… de conocerla —dijoEllen.

La mujer entrecerró los ojos, conuna sonrisa de cierta complicidad en elrostro.

—Usted es estadounidense.—Sí —dijo Ellen—. Me temo que

mi francés no sea tan bueno comodebería.

—Mais non. Es excelente. Usteddebe de ser la nueva amiga de Eduardo.Él la ha mencionado.

Había algo en los modales de estamujer que hacía que Ellen se sintiera

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incómoda. Daba la sensación de que laestuviera sondeando para algo, como situviera una especie de conocimientosuperior que estuviera tratando deverificar.

—Sí —respondió Ellen—. Yo soymistress Hart, mistress Ellen Hart.

—Mistress Hart —repitió Chloé conevidente sorpresa—. Enchantée.¿Conoce bien a Eduardo?

—En realidad, no muy bien.¿Usted… es amiga suya?

—¡Oh, sí! Yo diría que sí —respondió Chloé—. Somos amigosdesde hace bastante tiempo. Desde antesde que se fuera a Buenos Aires. Fue una

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lástima que tuviera que irse de París tande repente. Entre usted y yo, creo que sunegocio de exportación encierra a vecesmás de lo que él confiesa.

Ellen sintió la repentina necesidadde averiguar más cosas por medio deesta mujer.

—Bueno, ha sido un placerconocerla. —Ellen inclinóeducadamente la cabeza e hizo ademánde alejarse.

—Madame Hart. —Chloé puso lamano sobre el brazo de Ellen pararetenerla—. Creo que sé por qué estáusted aquí.

—¿Sí?

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—Naturalmente. Es muy claro. Ustedse ha enamorado de él.

Ellen hizo una brusca inspiración.—No creo que sea de su…—Pero, querida, él confía en mí

totalmente. Como se hace siempre conune amante. Comprenez? ¿Cuál es lapalabra? Una amiga muy especial, unaamante, ¿comprende?

De repente, Ellen sintió que sedesmayaba.

—¿No se lo ha dicho? —preguntóChloé con fingida sorpresa teñida desimpatía—. Bueno, ese es un hombrepara usted. Nunca quiere hacer daño auna mujer, en especial a una mujer bella.

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Y usted es muy bella. Parece que estápálida. ¿Se encuentra bien?

Ellen no sabía qué decir. Y lamirada de lástima, comprensiva, que leestaba dirigiendo la mujer le hacíaquerer darle una bofetada con el dorsode la mano.

—Perdone —dijo finalmente Ellen,rodeándola para pasar.

—¡Otra vez! —dijo Chloé hacia ella—. Digo lo que se me ocurre, lo que mepasa por mi estúpida cabeza. Estoysegura de que Eduardo lo aclarará todo.

Chloé Laroche dejó que una sonrisasatisfecha atravesara su cara mientras sedaba la vuelta y se alejaba hacia la rue

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de Bretagne, haciendo que las cabezasde varios hombres se volvieran haciaella mientras pasaba.

Tratando de contener las lágrimas,Ellen se acercó a la puerta de Valfierno,deteniéndose finalmente sobre losadoquines mientras levantaba la manopara amortiguar los sollozos.Permaneció solo un instante antes de darla vuelta y caminar rápidamente hasta elfinal de la rue de Picardie.

Alejándose apresuradamente por larue de Bretagne abajo, con las lágrimascorriendo por sus mejillas, recibió conagrado la lluvia que empezó a caer denuevo, con más fuerza que nunca.

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Incluso la lluvia que caía acántaros no pudo hacer mucho paralavar el polvo negro de carbón de lascaras de los mineros mientrasrecorrían penosamente las embarradascalles de Lorroy de camino a su comidade mediodía. Las vidas de todos losintegrantes de la pequeña comunidadsituada a ochenta kilómetros al sur deParís dependían de una sola cosa: elcarbón. La mayoría de los hombrestrabajaban largas horas en los pozosde la mina perforados en las colinas;otros cargaban el carbón en lasgabarras del canal para llevarlo Senaabajo en su viaje a París y a puntos

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situados más al norte. Las fuerteslluvias hacían imposible que lasbarcazas volvieran a recoger máscargas. Los crecidos y torrencialesafluentes del Sena habían detenidotodo el tráfico fluvial, los muelles delcanal se habían inundado y lasvagonetas de la mina estaban paradas,cargadas con un carbón que no podíandescargar. Pero el peligroso trabajo derascar el oro negro de las colinas deLorroy continuaba.

Los hombres estabanacostumbrados a la dureza, pero laincesante lluvia hacía aún másinsoportable su difícil existencia. En

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esta época del año, todavía era denoche cuando partían de sus casas porla mañana, y de noche era cuandosalían de los túneles al final de lajornada. El camino a casa a la una dela tarde para la comida de mediodíaera su única oportunidad de ver el sol.Pero aquel día no había sol, comotampoco había salido en variassemanas. Unas nubes espesas ycargadas pendían sobre sus cabezas,oscureciendo las cimas de las colinasque revestían el canal. En el mejor delos casos, lo que la poca luz lespermitía era atravesar un constantesucio anochecer.

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Mientras se acercaban a susmodestas casas de ladrillo alineadas alpie de una colina, podían ver laslámparas que ardían en el interior ysus espíritus se elevaban al pensar enel vino, el pan y los quesos dejados porsus esposas e hijos.

Iban caminando con dificultad, conlas cabezas agachadas frente a lalluvia. De repente, todos a una, loshombres se pararon en seco eintercambiaron rápidas y confusasmiradas.

—¿Qué es eso? —preguntó unhombre.

—No lo sé —replicó otro.

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Todos habían sentido lo mismo. Elsuelo bajo sus pies estaba vibrando,rizando los charcos de agua a sualrededor.

Durante un momento,permanecieron como hipnotizadosantes de que uno gritara:

—¡La colina!Los hombres levantaron la vista. La

colina se estaba moviendo.—¡Avalancha! —gritó uno de ellos,

aterrado.Los árboles entrecruzados en

ángulos inverosímiles en la falda de lacolina se desprendían y el lodazallicuado se deslizaba hacia las casas,

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sus casas. En un instante, el muro debarro y madera sepultó las estructuras,derribando los tejados, rompiendo lasventanas, arrancando las puertas desus goznes, apagando las lámparas quelos recibían.

Levantando las botas del barroviscoso y pegajoso, los hombresavanzaron mientras gritaban losnombres de sus esposas e hijos.

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E

Capítulo 41

L inspector Carnot no tuvo granproblema para convencer a lasautoridades italianas de que le

dejasen llevarse detenido a Peruggia. Asu modo de ver, su delito había sidorelativamente menor. Simplemente,había tratado de vender una falsificaciónde una pintura robada recientemente. Lacopia que había intentado vender era tanbuena que el precio que había pedidoera verdaderamente razonable. Así que

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la galería de los Uffizi se quedó con lapintura, pensando en exponerla como unejemplo excelente de reproducción.Carnot se preguntó al principio siestarían mintiéndole al decirle que lapintura era una falsificación, pero notenía mucho sentido que lo engañasen,pues nunca podrían exponerla como sifuese la original. En todo caso, tenía loque buscaba: al hombre que lo llevaríahasta la obra auténtica y, más importanteaún, hasta el cerebro del robo.

Las autoridades italianas aún nohabían dado noticia de la detención a losperiódicos y Carnot las convenció paraque no lo divulgaran. Cuantos menos

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seguidores de Peruggia conocieran susituación, mejor.

Peruggia habló poco en el viaje devuelta en tren a París. Se portó bien conCarnot. El hombre había sido cruelmentetraicionado. El inspector quería tenertodo el tiempo necesario para que loasumiera. Carnot no esposó al italiano.Contaba con el deseo de Peruggia devengarse para que no tratara de escapary necesitaba ganarse la confianza delhombre.

Carnot había mantenido en elmáximo secreto posible sudescubrimiento de Peruggia. Habíatelegrafiado a su superior inmediato en

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la Sûreté para informarle de que habíaviajado a Florencia simplemente parainterrogar a alguien que podría tenerinformación sobre el robo. Ahora teníaque orquestar muy cuidadosamente suplan. Tendría que dar explicaciones alcomisario, pero, si podía resolver elcaso, todo se lo perdonarían.

Al llegar a París, Carnot llevó en untaxi automóvil a Peruggia, por unascalles empapadas de lluvia, a la Île dela Cité y lo introdujo por una entradalateral en la prefectura de policía.Inmediatamente buscó al joven agente,Brousard, que le había llevado lainformación relativa a Peruggia, y le

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asignó el papel de vigilante deldetenido.

—Póngalo en una celda cómoda —le dijo Carnot—. Asegúrese de quetenga todo lo que necesite.

—¿Qué hacemos con respecto alcomisario? —preguntó Brousard—. ¿Nohay que informarle?

—Todavía no. Si lo hacemos bien,en unos días tendremos a toda la banda.Y eso será un triunfo enorme para losdos.

—Entiendo, inspector —dijoBrousard, radiante. Después añadiórápidamente—: Hay algo más. Hay doscaballeros estadounidenses esperando

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en su despacho. Han estado aquí todo eldía.

—¿Estadounidenses? ¿Quiénes son?—No lo sé, monsieur.—Entonces, ¿por qué los ha llevado

a mi despacho?—Insistieron. Parece que uno de

ellos cree que es muy importante.—Muy bien. —Carnot se preguntaba

qué querrían estos hombres. Noimportaba. Se desharía de ellos yvolvería sobre el asunto que le ocupaba.

Despidió a Brousard y bajó a sudespacho del sótano. Al entrar, vio a unhombre alto y muy corpulento, con lacabeza afeitada, de pie al lado de la

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ventana. Un hombre mayor que elprimero, bien vestido, estaba sentado,fumando un cigarro, en la silla queestaba tras el escritorio de Carnot.

—¿Es usted Carnot? —preguntó elhombre de la silla.

—Soy el inspector Carnot —respondió, irritado—. ¿Y quién esusted?

—Supongo que podría sercualquiera, pero, en realidad, soy JoshuaHart. Quizá haya oído hablar de laEastern Atlantic Rail and Coal.

Carnot no dijo nada. ¿Quién no habíaoído hablar de la Eastern Atlantic, unode los mayores imperios empresariales

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del mundo? Y el nombre, Joshua Hart,sí, lo había oído antes. El inspectorcerró la puerta tras él. Había algo enestos hombres que le ponía nervioso.

—Sí, creo que sí —dijo, tratando deparecer despreocupado mientras sequitaba el sombrero y el abrigo y loscolgaba en un perchero.

—Este es mi socio, mister Taggart.Taggart asintió, con una expresión

impenetrable en el rostro. Hart selevantó y se adelantó al lado delescritorio, indicando que renunciaba a lasilla con un gesto de la mano hacia ella.

Carnot se sentó.—¿Y qué puedo hacer por ustedes,

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caballeros? —preguntó, esperando daruna sensación de autoridad—. Soy unhombre muy ocupado.

—Creo —empezó a decir Hart—que se trata, más bien, de lo quepodemos hacer por usted.

—Ciertamente, no le entiendo. Y,como les he dicho, estoy muy ocupado.

Para enfatizar lo que decía, Carnotcogió algunos papeles de su mesa yempezó a hojearlos.

—Tengo información relativa alrobo de la Mona Lisa —dijo Hart.

Carnot dejó los papeles y pasó lavista de un hombre a otro.

—¿La Joconde?

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—Como quiera usted llamarla, sí.Carnot bajó la vista a sus papeles,

fingiendo indiferencia.—¿Y por qué han acudido a mí?—Hemos hecho algunas

averiguaciones y descubrimos que quizátuviese algún interés personal por lacuestión.

Carnot levantó la vista bruscamente.—¿Sí? Entonces, en ese caso,

caballeros, han perdido el tiempo. Miinterés es puramente profesional y,además, tengo toda la información quenecesito. En realidad, solo es cuestiónde tiempo antes de que detenga a losculpables.

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—Estoy impresionado —concedióHart—. Entonces, quizá deberíamos unirnuestras fuerzas.

—Monsieur —dijo Carnot con tantaindignación como pudo mostrar—, soyinspector de policía. No tengo intenciónde unir fuerzas con nadie.

Hart cruzó una mirada con Taggart.Carnot creyó ver el tenue brillo de unasonrisa que atravesaba el rostro delhombre más grande.

—Ya veo —dijo Hart, tirando laceniza del cigarro en un pequeñocenicero de lata que había sobre lamesa.

Carnot se levantó. Esto había

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llegado demasiado lejos.—Me temo que no tengo más tiempo

para esto —dijo—. Debo pedirles quese vayan.

—Permítame preguntarle algo,inspector —dijo Hart en un tonoinformal—. Siento curiosidad.

La estancia quedó un momento ensilencio. Después, Hart se inclinó sobreel escritorio y fijó en Carnot una duramirada. Sus ojos eran tan penetrantesque, involuntariamente, Carnot se echóatrás.

—¿Cuánto gana un inspector depolicía?

A su pesar, Carnot pudo sentir cómo

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su corazón se aceleraba de repente.—A juzgar por este despacho —

continuó Hart—, me imagino que no serámucho.

—No es de su incumbencia,monsieur.

—Pero me gustaría hacer que lofuese.

—¿Está tratando de sobornar a unagente de la ley?

—Eso dependerá… —dijo Hart,aplastando su cigarro en el cenicero delata— del agente.

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A

Capítulo 42

medida que iba pasando la tardey empezaba a anochecer el díade la esperada visita de Ellen, la

impaciencia de Valfierno fuetransformándose poco a poco en unaextraña mezcla de irritación ydecepción. Desde que llegó a París, nose había dirigido a ella de ningunamanera. Por el contrario, había hechotodo lo posible para evitarla, con el finde no transmitirle una idea equivocada.

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Cada vez que trataba de ordenar sussentimientos por ella, acababa en uncallejón sin salida. Y así se habíaconvencido a sí mismo de que solocuando todo este asunto concluyera —cuando La Joconde hubiera vuelto alLouvre, cuando supiera de la suertecorrida por Peruggia, cuando hubierapasado suficiente tiempo— podríaresolver su dilema emocional.

Tendría que haberle aliviado queella no hubiera acudido al encuentrosolicitado, pero la decepción inicial quesintió era tan profunda que acabóenfadándose consigo mismo por dejarque esos sentimientos lo invadiesen sin

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control.Cuando Émile regresó aquella tarde

y preguntó sin mayor interés por la visitade Ellen, Valfierno le informósecamente de que ella no habíaaparecido.

La situación no hizo más queempeorar cuando Valfierno, que seenorgullecía de su capacidad de dormirprofundamente aun en medio de laspeores crisis, no pudo hallar descansodurante la noche. El constante azote dela lluvia sobre las ventanas tampococontribuyó y él no logró dormirse hastaque la luz blanca grisácea de la mañanacomenzó a penetrar por las ventanas. Se

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despertó al final de la mañana solo paracomprobar que las pocas horas dedescanso no habían servido para aliviarla confusión del día anterior.

A mediodía, sin dar la más mínimaexplicación a Émile, Valfierno se acercóandando al garaje, subió a su automóvily se dirigió al oeste, siguiendo el río.No prestó atención a los mironescongregados en el Pont-Neuf paraobservar el espectáculo del constanteascenso del nivel del agua; en estaépoca del año, solía subir, y este habíasido un invierno especialmente húmedo.Cruzó a la margen izquierda y continuópor la rue Dauphine.

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Al poco rato, entraba en la cour deRohan. Detuvo el coche al lado de unmurete y corrió bajo la lluvia hasta lapuerta principal de la casa de madameCharneau, utilizando la aldaba de bronceen forma de cabeza de gato paraanunciar su presencia. La puerta se abriócasi inmediatamente.

—¡Marqués! —exclamó madameCharneau, asombrada—. Entre. Entre.Va a coger lo que no tiene.

—He venido a ver a la mistress Hart—dijo Valfierno, entrando en elvestíbulo.

—¿Mistress Hart? —dijo madameCharneau, sorprendida—. ¿Pero no lo

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sabe?—¿Saber qué?—Bueno, creí que ella lo había

visitado ayer para despedirse.—¿Despedirse? ¿Dónde está?—Se fue. Hace solo unas horas.

Hizo sus maletas y tomó un taxiautomóvil a la estación de Orsay.

—¿Adónde iba?—A Viena, creo que dijo. Fue todo

muy de repente.—¿Le dijo ella por qué?—No. Estuvo hablando un rato con

mademoiselle Julia, pero…—¿Julia está aquí?—Sí, quería ir con madame Hart a

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la estación, pero…—¿Dónde está?—Arriba, en su cuarto.Valfierno dejó atrás a madame

Charneau y subió a toda velocidad laescalera al primer piso.

—Julia —dijo, llamando a la puerta—. Julia, abra la puerta, por favor.

—¡Váyase! —Llegó desde elinterior la voz de Julia.

—¿Qué le dijo mistress Hart?—¡Le he dicho que se vaya!—Por favor, Julia.—¿Cómo ha podido? Váyase, ahora

mismo.Frustrado, Valfierno golpeó con el

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puño la puerta antes de salir corriendoescaleras abajo hasta madameCharneau.

—Ella no me dijo nada —comenzó—, solo me agradeció…

—¿Qué tren va a coger?—No lo sé. Como le digo, todo

ocurrió muy rápido. Ella anunció que semarchaba…

Pero Valfierno ya había salido ycorría hacia su automóvil.

—¡Marqués! —dijo madameCharneau mientras Valfierno ya sealejaba—. ¡Creí que lo sabía!

Valfierno se dio cuenta de su errordemasiado tarde. Se dirigía por la rue

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Mazarine hacia el río cuando seencontró bloqueado el paso. Un agentede policía le dijo que se habíaproducido un ligero desbordamiento másabajo. Dio la vuelta y se encaminó a larue de Lille, encontrándose conretenciones provocadas por la masa detráfico desviada de las rutas cercanas alrío. Finalmente, llegó a la fachada de laestación de Orsay y salió corriendohacia la entrada principal.

La tenue luz que penetraba a travésde la enorme claraboya daba a la ampliaestación un inquietante ambienteclaustrofóbico. Valfierno se acercó agrandes zancadas al tablón de anuncio

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de llegadas y salidas. Estirando elcuello, lo inspeccionó hasta que loencontró: salidas, Viena, a la una ymedia. Se volvió para mirar el reloj queestaba sobre la entrada principal.Marcaba la una y dieciséis.

Corrió hacia la barandilla desde laque se veían los andenes dobles de laplanta inferior. Solo había un tren, decuya locomotora se desprendían nubesde humo blanco mientras aumentaba lapresión de vapor. Empujando, llegó a laescalera y bajó a toda velocidad.

En el andén, se abrió paso a travésde la masa de viajeros y acompañantesque iban a despedirlos y de mozos que

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cargaban los equipajes en los coches.Llegó al final del andén, donde solohabía un pequeño grupo de personas. Nohabía ni rastro de Ellen.

—Edward.Al sonido de la voz, se dio la vuelta.Ellen Hart estaba en medio de la

muchedumbre, entre empujones. Llevabaun vestido blanco con una chaqueta deviaje marrón; había echado ligeramentehacia atrás su ancho sombrero, dejandover una mirada cautelosa en su rostro.

Valfierno se acercó a ella.Estuvieron un momento, frente a frente,mientras un torbellino de gente losrodeaba antes de mezclarse en una masa

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indiferenciada.—Ellen, ¿qué estás haciendo?—Me voy, Edward. Siento no

haberme despedido, pero…Ella dejó la palabra en el aire.—Pero, ¿por qué te vas?—Tengo un primo en Viena. Se

llama Jonathan. En realidad, es un primotercero o cuarto. Pasamos mucho tiempojuntos cuando mi padre vivía.

—Pero, ¿por qué te vas tan derepente?

—Este no es mi sitio, Edward. Aveces, no estoy muy segura de que hayaalgún sitio para mí.

Valfierno vaciló.

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Ellen continuó:—Mi primo y yo nos hemos escrito

varias veces durante las pasadassemanas. Tengo razones para creer queme recibirá con gusto, que puedeayudarme. Y quizá más.

A su alrededor, los viajeros subían alos coches y sus seres queridos lesdecían los últimos adioses.

—Tengo que subir al tren.Valfierno se acercó aún más.—Ellen, tu esposo puede estar

buscándote. Te seguirá la pista. Estaríasmás segura si te quedaras en París.

—Yo nunca estaré a salvo de miesposo, pero cuanto más lejos, mejor.

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—Pero yo garantizaré tu seguridad.—Tú ya has hecho más de lo

necesario. No estoy segura de habertedemostrado bastante gratitud por todo loque has hecho.

—Entonces, demuéstraloescuchándome, quedándote.

—¡Pasajeros al tren! —bramó en elandén la estentórea voz del jefe de tren.

—Tengo que irme. —Se volvióhacia el coche.

Valfierno le puso una mano en subrazo.

—Estás cometiendo un error.—¿Yo? ¿Y por qué? Me has dicho

que crees que no debo marcharme, pero

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no me has dicho por qué. ¡Oh!, ya sé,por mi seguridad. Pero eso no essuficiente.

Ella lo miró directamente a los ojos,desafiándolo a decir algo.

—Porque… —dijo finalmente—porque quiero que te quedes.

Ella esperó que dijera algo más. Dosfinos y agudos pitidos del silbato deljefe de tren se dejaron oír entre labarahúnda de voces a su alrededor. Unhombre empujó a Valfierno desde atrás,como si lo animara a hablar, pero nodijo nada.

—Edward —dijo finalmente Ellen—, una vez me dijiste que solo tomabas

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de las personas lo que ellas están másque dispuestas a compartir. Me preguntosi también les dices solo lo que ellasquieren oír.

Un trueno apagado hizo temblar laclaraboya superior, en respuesta alestridente sonido del silbato del tren.

—Adiós, Edward.Dejó que un mozo la ayudara a subir

al coche. Sin mirar hacia atrás,desapareció en el pasillo. Valfierno seechó a un lado, tratando de verla através de las ventanillas de losdepartamentos, pero solo habíaextraños.

Con un chirrido de metales y un

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bufido de vapor, el tren cobró vida yempezó a rodar paralelo al andén.Valfierno solo pudo ver cómo sealejaba.

Los espectadores que estaban sobreel puente del Alma mirabanasombrados la estatua de piedra delzuavo que monta guardia sobre elpuente.

El soldado, esculpido en piedra,que adorna un pilar, había servidodurante cincuenta y seis años deindicador del nivel del río. Orgulloso ydesafiante, con su mano izquierda en lacintura y la derecha cruzando supecho, sus pies quedaban normalmente

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justo por encima del nivel del agua. Enocasiones de crecida estacional, lasuperficie del río le llegaba por encimade los dedos de los pies y, en momentosde crecidas inusualmente grandes, elagua le llegaba a los tobillos. Ahora, elrío había subido hasta cubrir la manoque descansaba en la cintura. Muchosde los espectadores especulaban sobrela altura a la que podría llegar.

Ellen miraba su reflejo en laventanilla mientras el tren atravesabael túnel y aumentaba su velocidad.Realzada frente al muro negro deltúnel, su cara parecía vieja y gastada.O quizá fuera solo su estado de ánimo.

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Ahora sus sentimientos contrastabandrásticamente con la exaltación quesintió menos de un mes antes, cuandosubió al tren que la llevara a París.

Una repentina sacudida del cochela sacó de su ensoñación. Miró a sualrededor; los otros viajeros volvían lacabeza y murmuraban preocupados. Eltren estaba frenando. Después sedetuvo, impulsándola ligeramentehacia delante. Un interventor pasórápidamente ante ella hacia lacabecera del tren. Un viajero preguntópor qué se habían detenido, pero elhombre uniformado solo le dijo:

—Estoy seguro de que solo nos

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retrasará un momento, monsieur.Ellen oyó el débil siseo del vapor

que salía. No le hacía feliz estar dejandoParís, sobre todo en estascircunstancias, pero el movimientofísico del tren siguiendo su camino haciaalgún lugar, en todo caso, le habíatransmitido cierto impulso a su vida.Pero ahora, allí sentada, inmóvil, podíasentir cómo todas sus dudas y temores secernían sobre ella como las negrasparedes del túnel. Sintió unaabrumadora urgencia de salir del tren atoda costa. El creciente pánico ambientequedó cortado en seco al aparecer elinterventor en la parte delantera del

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coche:—Messieurs e mesdames —

comenzó a decir, jadeando—, me temoque tenemos un pequeño problema. —Un leve murmullo se extendió entre lospasajeros. El interventor pidió silenciocon un gesto—. Nos han informado deque se han producido algunosdesbordamientos menores a lo largo dela línea. Me temo que tendremos quevolver a la estación de partida.

Un torrente de preguntas asaltó alinterventor mientras trataba de atravesarel coche para pasar al siguiente, perosolo hizo gestos con la mano, repitiendo:

—Je suis désolé, monsieur, je suis

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désolé…El tren dio una sacudida y comenzó a

andar hacia atrás. Mientras el resto delos viajeros murmuraban sus quejas,Ellen se volvió de nuevo hacia laventanilla. Lentamente, una tenue sonrisade alivio se extendió por el reflejo de surostro.

En cuanto el tren hubo regresado a laestación término, comunicaron a losviajeros que se habían suspendido todoslos servicios a causa de lasinundaciones en las vías. Cuando subióla escalera, Ellen se dio cuenta de que lagente abarrotaba la barandilla yseñalaba hacia abajo. Vio una extraña

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capa, como un espejo, bajo el tren,donde deberían estar los raíles.

—El río —dijo alguien, y ella sepercató de que los raíles estaban ahoracompletamente sumergidos bajo unmanto de agua que ya cubría la parteinferior de las ruedas.

—Madame —dijo el mozo quehabía subido su equipaje—, trataré deencontrarle un taxi automóvil.

Con una última mirada al reflejo delas luces de la estación en la superficiede agua grasienta, Ellen se volvió y losiguió hasta la entrada.

Mientras ponía las maletas de Ellenjunto a la pared del vestíbulo, madame

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Charneau dijo:—Nunca había visto un tiempo así.

Una inundación en la estación del tren.¿Qué más va a ocurrir?

El taxi de Ellen había tardado másde una hora en llegar hasta la casa demadame Charneau. Las calles estabanatascadas a causa de los carros yvehículos motorizados desviados de lazona del río.

—¿La encontró el marqués, querida?—Sí —dijo Ellen—. Vino a

despedirme.—¡Qué alboroto hizo!—¿Qué quiere decir?—No sé lo que le dio. Entró aquí

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excitadísimo y parecía no saber queusted se marchaba. Sin embargo, yocreía que la había visto ayer. Seguro quese lo diría.

—¿Qué dijo?—¡Oh! No se preocupe por eso

ahora, querida. Primero séquese, ypuede quedarse aquí el tiempo quequiera. La lluvia parará pronto y todovolverá a estar en orden.

—¡Ellen!Ambas se volvieron para ver a Julia,

que estaba de pie en el descansillo delprimer piso.

—¿Qué ha pasado? —dijo ellamientras bajaba a toda velocidad la

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escalera.—La estación se inundó —dijo

madame Charneau—. No la molestesahora con preguntas. Ayúdala a quitarselas cosas mojadas. Prepararé un té.

C u a n d o madame Charneaudesapareció en la cocina, Julia recogióel abrigo mojado de Ellen.

—Estuvo aquí preguntando por ti.—Lo sé —dijo Ellen—. Me

encontró en la estación inmediatamenteantes de que saliera el tren.

—¿Qué te dijo?—No sé —comenzó Ellen con una

voz que delataba su cansancio—. Dijoque no quería que me fuera.

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—¿Te dio alguna razón?—Solo dijo que no estaría segura si

me marchaba de París.—¿Eso es todo lo que pudo decir?—Yo le indiqué que mi primo lejano

de Viena era un hombre joven y quehabía mostrado interés por mí.

—¿Tu primo? —preguntó Julia—.Me dijiste que ella tenía unos cincuentaaños o así, ¿no?

—Me temo que sí —dijo Ellen conuna sonrisa avergonzada.

Julia se llevó la mano a la boca parareprimir una risa involuntaria.

Ellen asintió con la cabeza mientrastambién empezaba a encontrarlo

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divertido. De repente, las dos tratabanen vano de suprimir su carcajada refleja.

—En realidad, no es divertido —dijo Julia en un vano esfuerzo paracontrolarse.

—No, no lo es —dijo Ellen, sinconseguir mantener una cara seria.

Les llevó un momento sofocar surisa.

—De todos modos —dijo finalmenteJulia, enjugando una lágrima de risa—,después de lo que te dijo de él esahorrible mujer, Chloé, se lo merecía.

Los últimos restos de la risa deEllen se transformaron de repente enauténticas lágrimas, lo que hizo que

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Julia la arropase con sus brazos.—No te preocupes. Te traeremos

ropa seca para que puedas descansar.Yo te llevaré el té.

Antes de que Julia pudiera guiar aEllen escaleras arriba, se oyeron unasinsistentes llamadas a la puerta. Las dosmujeres se separaron e intercambiaronunas miradas desconcertadas.

—Quizá —comenzó Julia— hayaoído que los trenes se han cancelado.

Otra serie de aldabonazos. Ellenvaciló. Julia le hizo una seña estimulantecon la cabeza, levantó el pestillo y abrióla puerta.

De pie, contra el muro de lluvia

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torrencial, estaba un hombre bajo ycorpulento de cara redonda.

El inspector Carnot se quitó elsombrero; su boca dibujó una sonrisacondescendiente.

—Madame Hart, supongo.

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A

Capítulo 43

Ellen se le cortó la respiraciónun momento. ¿Debía negarlo,decir simplemente que se había

equivocado? Pero era obvio que elhombre, quienquiera que fuese, sabíaque no. Y entonces, el miedo que lainvadía desapareció como por ensalmoal caer en la cuenta de que, en lo másprofundo de su alma, ella ya no eramistress Hart y podía decirlesencillamente la verdad.

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—Mi nombre es Beach —dijo ellafinalmente, irguiéndose—. Ellen EdwinaBeach.

—Soy el inspector Carnot, de laSûreté, y, con el nombre que prefiera,tengo que pedirle que me acompañe a laprefectura.

—¿Por qué razón? Yo no he hechonada.

—Naturalmente que no. Nos gustaríahacerle algunas preguntas. Una meraformalidad, se lo aseguro.

—¿Preguntas sobre qué?—Todo quedará explicado en la

prefectura, madame.—No tiene usted derecho a llevarla

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a ninguna parte —dijo Julia,acercándose tras Ellen.

—¡Ah!, la otra estadounidense. —Elinspector le dirigió a Julia una miradaevaluadora—. Mademoiselle Conway,creo.

—¿Y a usted qué le importa?—Un golpe de suerte. Para que vea,

también nos gustaría hacerle unaspreguntas.

—¿Tiene un mandamiento? —preguntó Julia.

—¿Para qué quiero un mandamiento,mademoiselle? —respondió Carnot,tratando de controlar su impaciencia—.Por el momento, no se la busca en

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relación con ningún delito. Además,usted está ahora en Francia. No damosla lata con cosas como mandamientos.Naturalmente, si lo prefiere, puedovolver con algunos agentes…

—Está bien —le dijo Ellen a Julia—. Yo puedo ir con él. No tengo nadaque ocultar.

—Muy inteligente, por su parte,madame —dijo Carnot—. Tengo uncoche, por lo que no nos mojaremosdemasiado.

—Yo iré con ella —dijo Julia,desafiante, antes de añadir en inglés—:pero solo para asegurarme de que todose desarrolle honesta y respetablemente.

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Sonriendo amigablemente, elinspector Carnot se hizo a un lado.Cuando Ellen y Julia estaban saliendopor la puerta, madame Charneauapareció tras ellas.

—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Adónde las lleva?

—Está bien —dijo Ellen—. Vamosa ir con el inspector a responder algunaspreguntas.

—¿Qué clase de preguntas?—¿Y usted es…? —inquirió Carnot

en un tono desafiante.—Yo soy madame Charneau y esta

es mi casa. —Se irguió, orgullosa.—Ya veo. En algún momento, puede

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que tenga que hacerle también unaspreguntas a usted. Mientras tanto,madame, ¿sabe dónde para el marquésde Valfierno?

—Nunca he oído hablar de él —dijorápidamente.

—¡Lástima!, porque querrá leer esto.—Sacó un sobre cerrado de su bolsillointerior y se lo entregó.

La respuesta de madame Charneauconsistió en cruzarse de brazos ydirigirle una mirada desafiante.

Carnot sonrió y dejó la carta en unpequeño estante del vestíbulo.

—Asegúrese de que lo recibe.El inspector Carnot escoltó a Ellen y

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a Julia hasta un coche que estaba en elpatio, con el motor ronroneando alralentí. Abrió la puerta trasera e indicóa las dos mujeres que subiesen. Él sesentó en el asiento del conductor y, conuna desconcertante vibración, el cochese puso en marcha. Madame Charneaulo vio desaparecer en una cortina delluvia antes de cerrar la puerta y cogerel sobre sellado.

Madame Charneau se apresuró aatravesar el Pont-Neuf, temiendo que elviento y la lluvia pudieran arrastrarlahasta la rápida corriente del río. Era unavisión inquietante. Sin su tráficohabitual, el río hervía y se presentaba

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como una oscura y furiosa amenaza.Nunca lo había visto tan alto, tanpoderoso. Unos pocos espíritus fuertes,con los abrigos firmemente cerrados ylas manos sosteniendo sus sombrerossobre sus cabezas, permanecían en labalaustrada del puente mirandosobrecogidos cómo rompían las olascontra los embarcaderos tratando dealcanzar los muelles que estaban al nivelde la calle. Antes, madame Charneauhabía tratado de llamar por teléfono aValfierno desde el hotel de Fleurie, perolos teléfonos no funcionaban.

Llegó a la margen derecha y seapresuró por el muelle de la Mégisserie

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en dirección al ayuntamiento. Era difícilmantenerse fuera de los charcos ypequeñas corrientes que se habíanformado en la calzada y pronto tuvo loszapatos completamente empapados.

Cuando llegó a la entrada de la casade Valfierno, en la rue de Picardie,estaba completamente calada. Aporreóla puerta, con el recuerdo del inspectorde policía llevándose a Ellen y a Juliadándole vueltas en la mente.

Valfierno abrió la puerta y ella entrórápidamente en el vestíbulo.

—Madame! —dijo sorprendido—,¿qué ha pasado? ¿Ocurre algo malo?

Ella hizo una profunda inspiración y

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empezó:—Un policía se ha llevado a

madame Hart y a mademoiselle Juliapara hacerles unas preguntas.

—¿Qué me está diciendo? —dijoValfierno—. Mistress Hart dejó Paríshace varias horas. Yo la vi subir al tren.

—No —dijo sin aliento madameCharneau—, su tren tuvo que regresar ala estación por las inundaciones.

—¿Qué pasa? —dijo Émile, bajandola escalera.

—Han detenido a mistress Hart y aJulia —dijo Valfierno.

—¿Detenidas? —explotó Émile—.No lo entiendo. Usted dijo que mistress

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Hart se había…—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó

Valfierno a madame Charneau.—No hace media hora. Y el

inspector me dijo que le diera esto.Ella le entregó la carta, arrugada y

húmeda a pesar de sus esfuerzos paraprotegerla de la lluvia.

Valfierno cogió un abrecartas conmango de marfil de una mesa lateral yabrió el sobre. Desdoblócuidadosamente una única hoja. Parte delo escrito estaba corrido, pero aún eralegible. Leyó en voz alta.

—«Monsieur, no hemos tenido elplacer de conocernos, pero espero que

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esto se solucione pronto. Miproposición es sencilla: vengainmediatamente a la estación de metrode Saint-Michel trayendo con usted lapintura original —usted sabe a qué merefiero— junto con todo el dinero que haobtenido de su clientela en América. Notrate de engañarme, se lo advierto. Sémás de su plan de lo que posiblementecrea. Esta, se lo aseguro, no será unatransacción unidireccional. Como sabrá,tengo detenida a madame Hart. Sinuestro negocio no concluyesatisfactoriamente, las consecuenciasque para ella se deriven serán bastantegraves. Tenga presente que esta

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transacción tendrá un carácter privadoentre nosotros dos. Una vez concluida,mi interés por usted habrá finalizado:una ventaja añadida, dado que lefacilitaré que escape a la persecución.Lo espero a las cuatro, exactamente.Contando con su oportuna respuesta,espero que acepte, monsieur, missaludos. Inspector Alphonse Carnot».

—Es, desde luego, muy educado —comentó madame Charneau.

Valfierno le pasó la carta a Émile ysacó su reloj de bolsillo. Eran las tres ycinco.

—Esto es indignante —dijo Émile,alterado, leyendo detenida y

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rápidamente la carta—. ¿Quién es el talCarnot?

—Creo que es un estimado miembrode la Sûreté —respondió Valfierno, conun brusco atisbo de sarcasmo.

— ¿ U n flic? —dijo Émile,sorprendido—. ¿Por qué juega a estetipo de juego con nosotros?

—Diría que la gran cantidad dedinero que todavía tenemos en nuestropoder quizá tenga algo que ver con ello.

—¿Pero cómo lo ha descubierto?—No estoy seguro. Quizá nuestro

amigo, el signore Peruggia, esté dealguna manera en el ajo.

—Esto es lo que pasa cuando trae a

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gente de fuera —dijo Émile,exasperado.

—Pero tú fuiste quien nos lo trajoprimero —señaló madame Charneau.

—Madame Charneau —dijoValfierno—, estoy olvidando mismodales. Acérquese al fuego.

Él la guio hasta la sala de estar,donde unos troncos encendidoschisporroteaban en la chimenea.

—Nunca he visto una lluvia así. —Ella se frotó las manos sobre el fuego—.Si esto sigue así, el río pasará porencima de los puentes.

—La estación de metro mencionadaen la carta —le dijo Valfierno a Émile

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—, ¿la conoces?—Sí, está justo cruzando el río, al

lado del puente Saint-Michel. Es una delas estaciones nuevas que todavía estánen construcción.

—Y completamente abandonada endomingo —añadió Valfierno—. El lugarperfecto para evitar miradas indiscretas.

Valfierno miró atentamente el fuego,pensando febrilmente.

—Émile —dijo tras unos tensossegundos—, recoge la pintura. Nopodemos usar el coche; la policía habrábloqueado todas las calles que llevan alrío. Quiero que la lleves a la estación demetro cuanto antes, pero es imperativo

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que no te dejes ver hasta que yo tellame. ¿Comprendido?

—Será demasiado peligroso parausted —protestó Émile—. Déjeme ir.Yo le llevaré tanto la pintura como eldinero.

—Me temo que no sea eso lo quequiere —dijo Valfierno, pensativo.

—Pero aquí dice que no loperseguirá si sigue sus instrucciones —dijo Émile.

—Quizá no me persiga, perosospecho que hay más de lo que dice enesta carta.

—No lo entiendo —dijo Émile.—Carnot puede haber sabido de la

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pintura por Peruggia, eso está claro. Sinembargo, Peruggia no sabía nada demistress Hart, lo que me hace pensarque nuestro policía, o alguien más, nosolo quiere la pintura y el dinero.

—¿Qué?Valfierno metió la mano por detrás

del reloj de la repisa de la chimenea ysacó un largo guante blanco. Locontempló un momento, sintiendo elsuave y sedoso tejido entre los dedos.

—A mí.

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ÉM

Capítulo 44

ILE salió inmediatamente de lacasa para recuperar la pinturadel estudio de Diego, al otro

lado del río. Cuando más se acercaba alSena, más espectacular resultaba lainundación en las estrechas y retorcidascalles del Marais. El agua suciaburbujeaba en torno a las cubiertas delas alcantarillas, haciéndolas girar ybailar como si fuesen tapas de ollashirvientes; unos ríos en miniatura

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llenaban los bordes de la calzada a cadalado de la calle. La lluvia mezclada concopos de nieve caía de unas nubesplomizas. La escarcha de color blancoplateado se pegaba a los troncosdesnudos de los árboles y a los bancosvacíos del parque, en incongruentecontraste con el barro y el fangograsiento que cubrían las calles.

A una manzana del río, un carrotirado por un caballo, cargado con sacosterreros, pasó traqueteando y obligó aÉmile a saltar fuera del camino. Unsoldado con pinta de malas pulgasarreaba al caballo, reacio a seguiradelante, y, cuando llegó a la altura de

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Émile, un saco se cayó de la parte deatrás en un profundo charco,salpicándolo con agua fría y mugrienta.

Empapado hasta la piel, se detuvo enel pont au Change que llevaba a la Îlede la Cité. El agua había subido muy porencima de los embarcaderos bajo elnivel de la calle. Las arcadas que losbarcos atravesaban normalmente habíandesaparecido. Quedaba un metro escasode espacio entre las aguas torrenciales yla parte superior de los arcos. Trozos demuebles, toneles de madera y toda clasede desechos y basuras se acumulabancontra la acera del puente que mirabarío arriba.

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Suprimiendo un tirón de miedo en elestómago, Émile hizo una inspiraciónprofunda y se apresuró a atravesarlo.

En el estudio del sótano de la rueSerpente, el agua había empezado afiltrarse por el suelo. Diego reuniórápidamente las obras que planeaballevarse. Las últimas semanas habíansido una locura de trabajo; no habíacreado tantas obras nuevas en tan cortoespacio de tiempo en más de dos años.

En un montón colocado al lado de subañera de zinc, había encontrado lacopia principal de La Joconde, la quehabía utilizado como punto de referenciapara hacer todas las demás. Durante un

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instante, pensó en llevársela, perodescartó la idea; había alcanzado unanueva cumbre de creatividad artística yya no le interesaban los frutos de superíodo sabático de creación.

La copia de La Joconde le recordóel montón de falsificaciones incompletasy las otras telas que tenía en su almacén.Cogió la copia principal, se dirigió alpequeño cuarto, la apoyó en la pared yrepasó las reproducciones en busca dealgo interesante que hubiese pasado poralto. No encontró nada y volvió a suestudio, dejando atrás la copia.

Émile pasó rápidamente por delantede la prefectura de policía hasta el

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puente de Saint-Michel, que unía la islacon la margen izquierda. Lasalborotadas aguas parecían aun másferoces aquí, pero se tragó sus miedos yempezó a cruzarlo, dejando atrás ungrupo de curiosos que observaban lasturbulentas aguas.

El río había tomado un coloramarillento y se parecía poco alusualmente plácido y majestuoso Sena.El canal estaba obstruido por losdesechos. Un atasco de barriles ytablones pugnaba por romper a través delos arcos del puente que ibandesapareciendo a ojos vista. Losmuebles chocaban contra los

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contrafuertes y se partían en milpedazos. Aún le pareció ver algo comoel cadáver de un cerdo que giraba sinparar como un extraño tiovivo en eltorbellino del agua.

En la otra orilla, un barbado oficialordenaba a un grupo de doce o mássoldados que descargaran el mismocarro que había visto pasar antes.

—¡Rápido ahí! —bramaba el oficial—. ¡No dejéis huecos entre los sacos!

El militar se volvió hacia la genteque estaba en el puente.

—¡Ustedes! —gritó el hombre—.¡Todos ustedes! ¡Fuera del puente ahoramismo! ¿Es que no se dan cuenta del

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peligro?Aquellos ciudadanos de París

giraron las cabezas hacia el oficial conmás curiosidad que alarma.Intercambiando entre risas algunasobservaciones, optaron por ignorarlo yvolvieron a centrar la atención en elfurioso espectáculo que tenían bajo suspies. Un hombre —con la ayuda de otroque lo sostenía por el cinturón— estabatratando incluso de bajar y recuperar unbarril de vino.

—Imbéciles! —gritó el oficial antesde volverse para gritar una vez más asus hombres—. ¡Más deprisa! ¡Tenemosque reforzar todo este sector! ¡Levantad

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las losas del suelo y utilizadlas si hacefalta!

Émile cruzó la calle hasta la plazade Saint-Michel, donde reparó en elvistoso arco de hierro que sostenía uncartel en el que podía leerse:«MÉTROPOLITAIN». Debajo de él,una choza provisional tapaba la boca deentrada de la futura estación de metro deSaint-Michel, el lugar de encuentroseñalado por el inspector Carnot.

Cruzó la plaza y se apresuró hacia larue Danton. El agua que burbujeaba porlas tapas de las alcantarillas llenaba lacalle con una profundidad de ocho onueve centímetros, dificultando el

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avance de Émile, pero finalmente pudollegar a la rue Serpente. Fuera delestudio del sótano de Diego había ungran carro de mano. Lo cubría una lona,pero podían verse los bordes de unaserie de tablas que se perfilaban debajo.Émile levantó la lona y pudo ver unconjunto de lienzos. Los revisó, pero noencontró trazas de La Joconde. Enrealidad, no reconocía en absolutoningunas de aquellas pinturas. Subió dela calzada inundada a la acera deledificio, que todavía no estaba mojada yactuaba como una especie de presa,protegiendo la escalera que llevaba alsótano.

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Émile entró por la puerta abierta ydescendió al estudio. El piso estabaresbaladizo a causa de las grandesfiltraciones de humedad. Diego estabadelante de una mesa llena de lienzospintados extendidos sobre marcos demadera. Estaba envolviéndolos, uno auno, en telas.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóÉmile.

—Las ratas ya se han marchado.Sigo su sabio ejemplo.

Émile cogió un lienzo del montón.Era la imagen más extraña que habíavisto en su vida. Una mujer o, más bien,partes de una mujer estaban

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amontonadas en el asiento de un sillón.La mitad de su cabeza había sidolimpiamente rebanada en un ángulo decuarenta y cinco grados; riachuelos decabello multicolor caían en cascadadesde un rostro parcial, sin facciones;algo —una mano, quizá, o una garra—sostenía parte de un periódico, unperiódico real, Le Journal, que habíasido pegado sobre el lienzo, como teníaauténtico papel pintado en la pared queestaba detrás de la silla. Los pechos dela mujer flotaban libremente. —¡Diosmío!, eran los pechos de Julia, los de supresunto retrato, que parecían mangas demasa—. Parecía como si los hubiesen

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cortado y pegado en el centro. Su traseroestaba parcialmente cubierto por untrozo de tela pintado de manera quepareciera una especie de cancán. Teníala sensación de estar mirando a travésde una especie de caleidoscopio depesadilla las piezas separadas de unrompecabezas humano que solo pudierahaber imaginado un loco ciego.

—¿Te gusta? —preguntó Diego.—Ni siquiera sé qué es —dijo

Émile.Diego cogió lo que quedaba del

retrato original de Julia. Faltabangrandes trozos. El lienzo rajado,emborronado y corrido por la paleta que

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le había tirado Julia, evocaba la mismacalidad deslavazada del que sosteníaÉmile.

—¡Inspiración! —dijo Diego.—Pero este no es tu nombre —dijo

Émile, señalando la firma que aparecíaen la esquina inferior del lienzo quetenía en sus manos.

—¡Ah, pero sí lo es! Es el nombreque reservo para mi verdadero arte. Mellamo Pablo Diego José Francisco dePaula Juan Nepomuceno María de losRemedios Cipriano de la SantísimaTrinidad Ruiz y Picasso. —Diego tomóaire y se encogió de hombros—.Abreviado: Picasso.

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Dejando la pintura dañada, Picassocogió su original de las manos de Émiley lo añadió a su fardo.

—La inspiración me vino como unrelámpago, gracias a tu bella y fogosaJulia.

Émile miró a Picasso a los ojos. Eraevidente que el hombre estaba lococomo una espuerta de grillos.

—Au revoir, monsieur Émile. Ypuedes guardarte mi parte del dinero. Heredescubierto algo que ninguna cantidadde dinero puede comprar. Mi alma. Dalepor mí un beso de despedida a laencantadora Julia. Creo que le gustará.

Picasso se puso en la cabeza una

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boina manchada de pintura ydesapareció escaleras arriba con susúltimos lienzos. Émile se quedó unmomento mirando cómo se iba antes deentrar en el almacén.

La estancia era un caos, con lienzosy materiales esparcidos por el suelomojado. Rechazando un ataque depánico, Émile se arrodilló y empezó amoverse entre el revoltijo de cosas.Recogió todas las tablas con imágenesd e La Joconde, descartando lasreproducciones manifiestamenteincompletas hasta quedarse con cuatro.

Despejó el pequeño escritorio delrincón, colocando encima las cuatro

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tablas. Dos eran de idénticasproporciones; las otras dos eranligeramente mayores, pero tambiénidénticas de tamaño.

El pánico volvió. No debería haberotras del mismo tamaño que la original.Buscó de nuevo entre las tablas restantesen el suelo. Era obvio que todas estabansin terminar, así que se levantó, con lamente acelerada. Había visto todas laspinturas que Diego había cogido y noestaba entre ellas. Tenía que estar aquí.Seguramente, cuando ocultó por primeravez el original, no cayó en la cuenta dela copia de idéntico tamaño.

Después lo recordó: la copia

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principal. Era del mismo tamaño que eloriginal. Esa debía de ser la otrapintura.

Esto no era un problema. Podíareconocer la auténtica. Pensaba querecordaría las dimensiones exactas —noes que importara mucho, porque no teníauna cinta métrica—. Examinó las dostablas más pequeñas. Ambas eranexcelentes, pero, evidentemente,demasiado pequeñas. Tenía que ser unade las pinturas más grandes, pero, ¿cuálde ellas? Les dio la vuelta. Ambastenían en la parte superior la reparaciónen forma de crucifijo. Para asegurarse,comprobó el dorso de cada una de las

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tablas más pequeñas. Tenían remiendossimilares, aunque en lados opuestos. Esono tenía sentido. No importaba. Erandemasiado pequeñas.

Comparó las dos tablas más grandes,poniéndolas una al lado de la otra sobreel escritorio. Miró primero una y luegola otra, y a la inversa. Eran idénticas.

El tiempo pasaba rápidamente. Pusouna encima de la otra y volvió alestudio. Envolvió ambas en una pieza detela y subió la escalera de dos en dosescalones.

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V

Capítulo 45

ALFIERNO convenció amadame Charneau de que habíahecho todo lo que había podido

y de que se quedase en su casa. No saliómucho después que Émile, pero casi noconsigue llegar a tiempo al pont auChange. Policías y soldados estabanlimpiando la calle de mirones y tratandode impedir el acceso a la Île de la Cité.Un agente estaba más preocupado porcolgar un cartel de un árbol anunciando

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que los ciudadanos tenían veinticuatrohoras para entregar cualesquiera cosassacadas del río. Agarrando con fuerza elasa de su maletín de cuero, Valfiernoaprovechó la confusión y atravesó elpuente antes de que expulsaran delmismo al último grupo. Pasó por detrásde un oficial del ejército que discutíacon un agente. El oficial estabadefendiendo el uso de dinamita paralimpiar el atasco de desechos con el finde reducir la presión que ejercía sobreel puente. El agente de policía trataba deexplicar que las paredes de sacosterreros no podrían resistir el empujerepentino del agua.

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Cuando llegó al otro extremo delpont au Change, Valfierno se detuvo unmomento a mirar el río. Lleno deespuma y de fango, había tomado unpálido color gris plomo. Las aguaschocaban con los contrafuertes delpuente con tal fuerza que Valfierno nopudo menos de preguntarse si serían lobastante fuertes para aguantarlas.Después, en medio de los restos quearrastraba el río, vio el cuerpo de unamujer que flotaba cabeza abajo. Ibavestida con ropas de campesina y teníasus brazos y piernas extendidos mientrasgiraba lentamente en medio de latorrencial corriente. Observó,

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paralizado, cómo se golpeaba con uncontrafuerte del puente un momentoantes de ser succionada por una estrechaabertura en la parte superior de uno delos arcos casi tapados por los desechos.Valfierno se dio la vuelta y se apresuróa atravesar la Île de la Cité hasta elpuente de Saint-Michel, y cruzó a lamargen izquierda.

No pasó mucho tiempo hasta quellegó al mismo letrero adornado con lapalabra «MÉTROPOLITAIN» ante elque antes había pasado Émile. Valfiernoprobó a empujar la puerta de la choza demadera levantada delante de la entradadel metro y comprobó que estaba

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abierta. Se deslizó hacia el interior.El agua resbalaba escalera abajo

mientras Valfierno descendía hacia laoscuridad. Tras doblar dos esquinas,entró en un andén de la estacióntenuemente iluminado por una línea debombillas incandescentes que recorríala bóveda. Colgada hacia la mitad de lapared curvada había una gran placaesmaltada con «SAINT-MICHEL» enletras blancas sobre un fondo azul.

A Valfierno, aquel espacio leparecía una enorme cripta. La primeralínea de metro se había abierto en 1900,poco antes de su partida a Buenos Aires.Las pocas veces que había utilizado el

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metro, no lo había impresionado. No legustaba que hubiera restado negocio alos autobuses que circulaban al nivel dela calle y a los antes populares bateaux-mouches. El metro le había parecidopoco natural, por no decir desagradable;ocupaba un oscuro mundo de tinieblasque llenaban el estruendo y elrepiqueteo de las ruedas de acero queresonaban en las paredes alicatadas.Prefería los vigorizantes paseos por lasuperficie o las observaciones deopinión de los taxistas. No veía grandiferencia entre los trenes del metro ylos carritos mecánicos que habíaninstalado en alcantarillas seleccionadas

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para satisfacer a los turistas curiososllamados por la atracción subterráneamás inverosímil de París.

Un coche de madera del metro, decolor rojo oscuro, estaba parado sobrelas vías inundadas. La trinchera querecorrían los carriles también estaballena de agua hasta una profundidad demedio metro. Extendiéndose quizá unosdieciocho metros de largo, el andénterminaba en una salida traseraabovedada con una escalera ascendente.Un lienzo de pared plano y alicatadoseparaba esta salida trasera de labóveda del túnel. No todas las lucesestaban encendidas y el sonido de gotas

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de agua que se filtraban de las paredescontribuía a la fría, húmeda yamenazadora atmósfera.

—¿Marqués de Valfierno?Valfierno se dio la vuelta. Una figura

parcialmente oculta por la oscuridad seerguía en la boca de un pasaje pedestrede conexión no iluminado.

—¿Inspector Carnot?Carnot avanzó hasta la tenue luz.—Oficialmente, sí —dijo el

inspector—, pero, para estos fines,monsieur Carnot es suficiente. Creo queconoce al signore Peruggia.

El desgarbado italiano salió delpasaje detrás de Carnot.

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Valfierno trató de ocultar susorpresa.

—Sí, nos conocemos bien —dijo,asintiendo ligeramente con la cabeza—.Me alegro de verlo de nuevo, signore.

—Usted me engañó —murmuróPeruggia—. Usted cambió la pintura poruna copia.

—Y le pido disculpas, pero, en todocaso, amigo mío, las autoridadesitalianas hubiesen devuelto la pintura aFrancia. Y, después de todo, le pagaronbien.

Peruggia miró a Valfierno. Después,una incómoda sonrisa iluminó su rostro.

—Y ahora me pagarán mejor.

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—Sí —dijo Valfierno. Dirigió suatención a Carnot—. ¿Vamos al negocioque tenemos entre manos antes de queesto nos arrastre a todos? —Paraenfatizar lo que decía, levantó un pie delandén y se sacudió el agua.

—Pronto —dijo Carnot—, pero nohe acabado con las sorpresas.

Carnot miró hacia atrás, hacia elpasaje, y se hizo a un lado. Valfiernosiguió su mirada, esperando ver a Elleny a Julia.

De la oscuridad salió Hart, seguidopor Taggart. Valfierno no pudo ocultarsu sorpresa al ver a estos dos hombres.

—Marqués —dijo Hart con áspera

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amabilidad—, es un placer verlo denuevo.

Valfierno hizo todo lo que pudo pararecuperar la compostura.

—Como siempre, señor, el placer esmío.

Hart avanzó.—Creo que tenemos que atender un

negocio que no se cerró. En primerlugar, me gustaría que me entregara lapintura que ya le pagué. Además, nosolo me gustaría recuperar mi dinero,los cuatrocientos cincuenta mil dólares;creo que también me llevaré el dinerode los otros. Si mis cálculos soncorrectos, creo que asciende a casi tres

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millones de dólares.—Me temo —comenzó Valfierno,

incapaz de reprimir una sonrisa— quesus cálculos son un tanto optimistas. Adecir verdad, los otros compradorespagaron considerablemente menos queusted.

La mandíbula de Hart se tensómientras trataba de controlar su ira.

—No obstante, ciertamente —añadió Valfierno—, supone una grancantidad de dinero.

—Y eso no es todo —dijo Hart,recuperando su compostura con unasonrisita—. Me gustaría también unasdisculpas. Unas sinceras disculpas.

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Valfierno se las arregló para mostraruna pequeña sonrisa.

—Las dos primeras cosas que hamencionado no serán ningún problema,pero la tercera… ¿Por qué voy a tenerque pedirle disculpas?

—Para empezar, podría disculparsepor fugarse con mi esposa.

—Quizá sea usted quien debadisculparse ante ella.

—¿Y por qué demonios voy adeberle yo una disculpa a ella?

—¡Oh!, no sé —dijo Valfierno conmansedumbre—, ¿quizá por ser un piratafalto de escrúpulos y malvado, que seaprovecha de la miseria de otros, que

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trata de arrebatar todo lo bello delmundo solo para encerrarlo para supropio pervertido placer y que, enrealidad, no sabría distinguir un Pissarrode un orinal?

La sonrisita de la cara de Hart seevaporó. Taggart avanzó haciaValfierno, pero Hart interpuso la manopara detenerlo.

—Todavía no —dijo Hart. Despuésseñaló con la cabeza el maletín quellevaba Valfierno—. El dinero. ¿Estátodo ahí?

—La mayor parte. Nueva York,como sabe, suele ser algo cara.

Hart hizo una seña a Taggart, que

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cogió el maletín de Valfierno. Abrió elcierre y hurgó entre los fajos de billetes;después se volvió y asintió mirando aHart antes de cerrarlo de nuevo.

—Bien —dijo Hart—. Esto es,sobre todo, para castigarlo. Lo quequiero realmente es la pintura. Yasegúrese de que esta vez sea laauténtica.

—¿Dónde están? —preguntóValfierno.

—Supongo que se refiere a mi mujery a su encantadora… sobrina, ¿no?

—Primero, tengo que ver que estánsanas y salvas.

—No está usted en condiciones de

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negociar —le espetó Hart.—Quizá no, pero, aun así, tengo que

verlas.—Están cerca. ¿Dónde está la

pintura?—También está cerca.Hart y Valfierno se miraban

fijamente uno a otro.—Taggart —dijo Hart.Sin soltar el maletín, Taggart cruzó

el andén hasta la puerta del coche delmetro. Giró la manivela y la abrió.Valfierno se acercó. Ellen y Juliaestaban sentadas en un banco, con lasmanos atadas por detrás y amordazadas.Julia se debatía con las ataduras. Ellen

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estaba sentada e inmóvil, mirando aValfierno; su compostura estaba porencima del aprieto en el que seencontraba.

—Suéltelas primero —dijoValfierno.

Hart explotó en un ataque de ira.—¡Basta ya! ¿Dónde está la

condenada pintura?Taggart cerró de un portazo la puerta

del coche.Valfierno se volvió hacia Hart.—¿Acaso cree que soy tan estúpido

como para entregársela? La Mona Lisaestá tan bien escondida que, si no lassuelta ahora mismo, no sueñe con llegar

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a poseerla. A menos que hagaexactamente lo que le digo, puedoasegurarle que ni usted ni nadie másvolverá a ver la pintura.

La declaración de Valfierno pareciósurtir el efecto deseado en Hart, que nopudo encontrar las palabras adecuadaspara responder de inmediato. Al menos,podría haberlo tenido si el momento nose hubiese visto interrumpido por ungrito de pánico. Todo el mundo sevolvió hacia la entrada principalmientras Émile se deslizaba de espaldaspor los escalones hasta dar con el andén,se le escapaban de las manos las tablasenvueltas y resbalaba por el suelo hasta

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detenerse a los pies de Peruggia.Valfierno miró con estupefacción el

rostro horrorizado y avergonzado deljoven.

—Lo siento —dijo Émile, con unrictus de dolor y señalando con lacabeza la escalera—. Resbalé.

Mientras Émile trataba de ponersede pie, Carnot lo cogió por el brazo y loempujó hacia Valfierno.

—Evidentemente, tienes quecontrolar tu don de la oportunidad —dijo Valfierno con una cautelosa sonrisa.

Peruggia recogió las tablas, mirandoambas, asombrado.

—¿Qué es esto? —gruñó Hart,

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señalando con un gesto las pinturas.—No estaba seguro de cuál era —

dijo Émile—, así que traje las dos.Hart miró un momento las tablas

antes de rebuscar en su bolsillo y sacaruna cinta métrica de sastre. MientrasPeruggia sostenía aún las pinturas, élcomenzó a medir apresuradamente loslados.

—¿Dónde están? —preguntó Émileen voz baja a Valfierno.

Valfierno le hizo una seña con lacabeza hacia el coche.

Antes de que Émile pudiera decirnada más, Hart bramó a voz en grito:

—¡Ambas son demasiado grandes!

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Arrancando las tablas de las manosde Peruggia, Hart las tiró por el andén yse acercó, amenazante, a Émile.

—Estaba seguro de que era una deellas —tartamudeó Émile—, peropodría haberme equivocado. Había otrasdos.

Hart se volvió a Valfierno, con lacara roja de ira.

—¿Después de todo, todavía trata detimarme?

—No —protestó Émile, volviéndosea Valfierno—. Traté de coger la buena.Todo estaba hecho un batiburrillo.

—¿El estudio de Diego? —preguntóValfierno.

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—Sí —replicó Émile, y añadió—:solo que ahora se llama de otra manera.

—Está diciendo la verdad —le dijoValfierno a Hart—. Está solo a unascalles de aquí. Lo traeré.

—Si no está allí —dijo Hart,controlando apenas su rabieta—, lolamentará, se lo prometo. ¡Todos lolamentarán!

—Su esposa no tenía nada que vercon la pintura —dijo Valfierno. No lacastigue.

Hart se le acercó, con lasmandíbulas rechinando de tensión.

—¿Acaso cree que todavía la tengopor mi esposa después de lo que me ha

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hecho? ¿Después de lo que ustedes hanhecho? ¡Ustedes están juntos en esto ysufrirán juntos si no consigo lacondenada pintura! —Y volviéndosehacia Taggart, añadió—: No lo pierdasde vista. Ya sabes lo que hay que hacer.

Taggart sonrió mientras sacaba unapistola automática Colt 45, plateada, deuna sobaquera oculta bajo su chaqueta.Dejando el maletín en un banquitocolocado en la pared, a su lado, tiróhacia atrás de la corredera para extraerun cartucho del cargador e introducirloen la recámara.

Los ojos de Carnot se abrieron comoplatos.

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—Usted dijo que no habríaviolencia.

—Y si todo el mundo coopera —dijo Hart en tono alarmante—, no lahabrá.

Tras una señal con la cabeza deValfierno, Émile condujo a Hartescaleras arriba y salió de la estación.Valfierno, Carnot y Peruggiapermanecían de pie, en el andénempapado, mirando a Taggart. Del túnelllegaba el sonido del agua que goteaba.

Finalmente, habló Peruggia, con suhosca voz, espesa por el resentimiento.

—Nadie dijo nada de armas.

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H

Capítulo 46

ART siguió a Émile calle abajopor la rue Danton alejándose delrío. El agua fría y sucia le

calaba los zapatos de charol y lasondulantes cortinas de lluvia leempapaban el abrigo. Al hombre mayorle costaba seguir el ritmo y esto leproporcionaba a Émile ciertasatisfacción. Hart se merecía todas lasincomodidades a las que lo estabasometiendo.

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—¿Siempre llueve así aquí? —gruñó Hart mientras trataba en vano deevitar que las vueltas de su pantalónrozaran el agua.

—Solo cada cien años, más o menos—respondió Émile con una rápidamirada por encima del hombro.

El pie de Hart se enredómomentáneamente en un periódicoempapado, que, furioso, trató de quitarsede encima de un puntapié.

—Tenemos que darnos prisa —dijoÉmile, indicándole con la mano queavanzara.

Deshaciéndose del periódico, Hartchapoteó tras él.

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En la estación del metro, Carnotcaminaba, nervioso, por el andén.Taggart permanecía, implacable, en pie,toqueteando con el cañón de su arma lapalma de su mano izquierda. Peruggia seacercó a Valfierno y le susurró:

—Esto no ha sido idea mía.—Me parece —dijo Valfierno,

bajando la voz y apartando la vista deTaggart— que el señor Hart y su amigotienen suficientes ideas por todosnosotros.

—Será mejor que se den prisa —dijo Carnot, sin dirigirse a nadie enparticular, con los ojos fijos en el aguaque bajaba constantemente por la

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escalera—. No me voy a quedar aquíabajo para siempre.

Cuando Émile y Joshua Hart girarona la rue Serpente, un agente los llamó,mientras corría por el lado opuesto de lacalle.

—Tienen que alejarse del río —gritó el policía—. Van a dinamitar lasobstrucciones de los arcos de lospuentes que miran río arriba. ¡Es posibleque los sacos terreros no resistan laavalancha! ¡Los soldados dispararánunos tiros de advertencia antes!¡Aléjense todo lo que puedan!

Hart parecía preocupado, peroÉmile lo cogió del brazo y lo condujo

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hasta la puerta del estudio. La abrió y leindicó a Hart que tenía que bajar laescalera.

—Yo no voy allá abajo —protestóHart.

—Usted verá —dijo Émile mientrassalía disparado hacia abajo—, pero aquíes donde están las pinturas.

Hart vaciló un momento antes deseguirlo con pies de plomo.

El agua del piso le llegaba ahora aÉmile a la altura de los tobillos.

—¿Dónde están? —dijo Hart,mirando alrededor.

—Aquí dentro.Émile lo condujo hasta el pequeño

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almacén. Hart reparó en el desorden delienzos, tablas y materiales esparcidosmientras Émile se acercaba al escritoriode madera en el que estaban las dostablas más pequeñas.

—Tiene que ser una de estas —dijoÉmile.

Hart sacó del bolsillo su cintamétrica y midió los lados de cada tabla.

—Sí —dijo, mientras la expectativaempezaba a vencer su aprensión—. Sondel tamaño correcto.

Sus ojos iban de una a otra pintura.Eran indistinguibles.

El estampido distante de fuego defusilería penetró por la ventana al nivel

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de la calle.—Tenemos que irnos ahora mismo

—dijo Émile, agarrando a Hart por elbrazo—. Esa es la advertencia.

Hart se soltó airado, sin apartar lavista de las pinturas.

El sonido de otra descarga defusilería llegó a sus oídos.

—Coja las dos —dijo Émile—.¡Tenemos que irnos! ¡Vamos!

—Pero, si hay dos, puede haber más—dijo Hart, mirando alrededor de laestancia.

Émile sintió un impulso casiinsuperable de agarrar a este hombrepor el cuello y estrangularlo allí y en

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aquel momento. En cambio, lo miró condesprecio y dijo:

—Entonces, ahóguese por todos losque me preocupan.

Con eso, Émile salió corriendo de laestancia y subió la escalera de dos endos peldaños.

Hart sudaba profusamente, con losojos pasando de una pintura a otra. Nocabía el error. La de la derecha. Laprofundidad. Los colores apagados. Lasensación eléctrica del genio quetransmitía. ¡Esa era! Era positivo.

Después miró de nuevo la de laizquierda y rápidamente volvió a la otra.Su confianza desapareció. No podía

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distinguirlas.El pánico y la duda llenaron su

pecho. ¿Y qué pasaría si no fueseninguna de las dos? ¿Si estuviese en otrolugar de la estancia?

Hart oyó una explosión amortiguada,como la detonación del disparo de uncañón distante. Fue seguido de unavibración del suelo con un ruido sordo.Era el momento de marcharse. Colocóuna tabla encima de la otra, las cogió ysalió de la habitación a toda prisa.

En cuanto Émile salió del estudio,oyó una explosión distante que venía enla dirección del río. La lluvia habíadisminuido hasta quedarse en una

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llovizna constante y, durante un momentose produjo un ominoso silencio, seguidode un amenazante y sordo rumor, comosi de una estampida de cientos decaballos con los cascos amortiguados setratara. A sus pies llegaban trozos dedesechos. Un pequeño ejército de ratastrataba frenéticamente de abrirse caminopor el agua mientras la corriente se lasllevaba. Miró escaleras abajo. No habíaseñales de Hart. Ya había visto y oídobastante. Tenía que volver a la estacióndel metro lo antes posible, pero nopodía regresar por donde había venido.Alejándose de donde procedía elsonido, corrió todo lo que pudo por el

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agua mugrienta que le llegaba a lostobillos.

Cuando Hart puso el pie en losescalones, el ruido apagado se habíahecho mucho más fuerte. Aferrando lasdos tablas de la Mona Lisa ypegándolas a su cuerpo, trató de subir,con el corazón latiendo de tal maneraque parecía que fuese a escapársele delpecho.

Llegó a la calle, se detuvo y seinclinó, buscando desesperadamente elaire. El ruido de su pesada respiracióncomenzó a dar paso a un nuevo sonido:el rugido del agua torrencial. Se irguió ygiró hacia la rue Danton cuando un muro

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de agua, de más de un metro de alto,surgió a la vuelta de la esquina. Con uncrescendo, el agua chocaba contra losedificios del lado opuesto y retrocedíahacia la rue Serpente, hacia él. A pesardel efecto canalizador de la estrechacalle, parecía al principio que la ola quellegaba había perdido parte de su fuerzay, por un momento, pensó que podríaaguantarla. Pero la creciente presión entorno a sus piernas le hizo cambiar deidea y se volvió para huir. Solo pudodar un paso vacilante antes de que elmuro de agua lo golpeara con la fuerzade una ola de marea, tirándolo yarrancándole una de las tablas de las

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manos.

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E

Capítulo 47

N el preciso momento en que elmuro de agua entraba en la rueSerpente, Émile llegaba a la rue

Hautefeuille, una estrecha calle lateralde unos cincuenta metros hacia el este.Miró hacia el río y vio otra ola,comprimida en el reducido espacio, queavanzaba hacia él y amenazaba concortarle la retirada. Corriendo, alcanzóel lado opuesto segundos antes de que eldiluvio pasara tras él. La oleada

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repentina creó un embolsamiento móvilque atravesaba la rue Serpente,desviando el muro principal de agua.Momentáneamente a resguardo de lacorriente, Émile continuó tratando derecorrer la rue Serpente, levantando lospies para sacarlos fuera del agua a cadapaso.

Detrás de él, Joshua Hart todavía selas arreglaba para aferrardesesperadamente una tabla mientras elembolsamiento móvil de agua loarrastraba, sin que pudiese hacer nadapara impedirlo, alejándolo del río por larue Hautefeuille.

Émile llegó a la intersección con

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Saint-Michel, un ancho bulevar quellevaba directamente al río, dondecoincidía con la rue Danton en la plazade Saint Michel. A ambos lados, surgíandel agua unas filas de castaños quedaban a la escena un aura casipantanosa. A diferencia de las estrechascalles que había dejado atrás, el ampliobulevar permitía que la corriente deagua se expandiese, reduciendo dealguna manera su ferocidad. Aquí, elagua, aunque todavía se movíavelozmente, le llegaba escasamente a lasrodillas, facilitándole el movimiento.

La estación de metro de Saint-Michel estaba a su izquierda,

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directamente hacia las furiosas aguasgrisáceas que surgían por la ahoraindistinguible orilla del río. Para llegara la estación, tendría que lucharcontracorriente. El instinto desupervivencia le gritaba que se alejaratodo lo posible del río. Si la estación yase hubiese inundado, sería demasiadotarde para salvarlos y no tendría sentidoexponer su propia vida. Tomó unadecisión.

Observando el patrón creado por losdesechos en la corriente arremolinada,Émile juzgó que la corriente era másfuerte en medio del bulevar y más débila los lados. Pegado a las fachadas de los

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edificios, comenzó a andar hacia el río.El camino era difícil. El agua estaba fríay había perdido gran parte de lasensibilidad de los pies; le llegaba a lasrodillas y los muslos le dolían por elesfuerzo hecho para avanzar.

A unos dos tercios del camino haciala estación del metro, Émile perdió pie yse cayó en el agua hacia delante.Inmediatamente, la corriente lo agarró y,jadeando en busca de aire, todo él sesacudió tratando de encontrar algo a loque agarrarse. Aunque el agua teníanoventa centímetros escasos deprofundidad, un pánico frío deindefensión prendió en su pecho. Trató

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de volver hacia atrás, pero la corrienteera demasiado fuerte. Cuando tragó unbuche de agua sucia, su mano izquierdabarrió violentamente una hilera debarras metálicas. A pesar del dolorlacerante, consiguió agarrarse a una delas barras para detener su impulso. Contodas sus fuerzas, se acercó más a laverja, consiguió asirse con la otra manoy se levantó.

Aferrándose a las barras, trató derecuperar el aliento mientras calculabala distancia restante hasta la estación delmetro. El agua que llegaba y la fuerzacreciente de la corriente que learrastraba las piernas hicieron que le

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pareciera imposible alejarse de allí.Tratando todavía de conseguir aire,

una pesada capa de agotamientoabsoluto se abatió sobre él. Sentía laspiernas como bloques de piedra, yestaba indeciso entre el impulso deseguir adelante y rendirse a las aguastorrenciales. Pensó en Valfierno. ¿Quédiría? «Has hecho todo lo que haspodido», quizá, o: «sería una estupidezque arriesgases más tu vida». Sabía loque Julia estaría pensando: Ella noesperaba que la rescatara. Después detodo, ni siquiera había podido duplicarcorrectamente una llave. Pensar en estolo enfadó. Ella creía que lo sabía todo,

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pero, en realidad, no sabía nada de él.No tenía ni idea de lo que él era capaz.Sintió cómo la rabia ascendíalentamente en su pecho, superando latorpe fatiga.

Levantó el pie y dio un pasoadelante.

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E

Capítulo 48

L inspector Carnot miraba,nervioso, el flujo creciente deagua que entraba por la escalera

desde la calle.—Esto está empeorando —dijo, con

la voz tensa por la aprensión.—No tiene buena pinta —remachó

Peruggia.Las miradas de Valfierno y Taggart

no se despegaban una de otra mientras elagua se arremolinaba alrededor de sus

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pies buscando el nivel inferior de lasvías inundadas.

—Está bien —dijo Valfierno,tratando de parecer razonable—.Tenemos que salir todos de aquí ahoramismo.

Taggart levantó ligeramente el cañónde su arma.

—Nos quedaremos.—Entonces, tenemos, al menos, que

sacarlas de aquí. —Valfierno indicó elcoche del metro.

Taggart movió lentamente la cabeza.—No haremos nada hasta que vuelva

mister Hart.—¿Y si no vuelve? —preguntó

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Carnot, con un agudo tono de pánico ensu voz.

Los ojos de Taggart no se apartabande Valfierno.

—Nos quedaremos aquí.El sonido de un disparo amortiguado

se filtró desde la calle.—¿Qué es eso? —preguntó

Peruggia.—Fuego de fusilería —dijo Carnot

—. Es una señal de advertencia de algúntipo.

—Mister Taggart —dijo Valfierno,con un tono de urgencia en su voz—, esevidente que este no es un lugar en elque se deba estar si la inundación

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empeora.—Esto ha ido demasiado lejos —

dijo Carnot, avanzando hacia Taggart—.En mi condición de oficial de laprefectura de policía, insisto en que…

En un rápido movimiento, Taggartdirigió su arma hacia Carnot y disparó.En aquel espacio cerrado, la explosiónfue atronadora. Cuando el inspectorcayó hacia atrás sobre el empapadoandén, estaba muerto. A pesar del efectoamortiguador del agua, la detonaciónresonó en las paredes de la estación.

—Madonna! —murmuró Peruggia,bajando la vista hacia el cuerpo sin vidade Carnot.

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—Nos quedaremos aquí —dijoTaggart, apuntando con el arma aValfierno. Su tono seguía siendotranquilo y uniforme.

Otro disparo amortiguado de fusilpenetró desde fuera. Valfierno tomó unadecisión.

—Voy a sacarlas de aquí ahoramismo. —Se volvió hacia el coche.

—Yo no lo haría —advirtió Taggart.—¿Va a dispararnos a todos? —

preguntó Valfierno sin mirar atrás.Taggart levantó el arma hacia la

espalda de Valfierno, con el dedoapretando el gatillo.

Valfierno llegó hasta la puerta del

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coche y agarró la manivela.La pistola disparó.Valfierno se encogió, pero no sintió

ningún impacto. Se volvió y vio aPeruggia y a Taggart peleándose en elandén, luchando salvajemente por laposesión del arma.

Valfierno oyó otra explosióndistante. Se volvió hacia el coche, abrióla puerta y entró.

Los ojos de Ellen lo miraronilusionados y él le quitó la mordaza.

—Sabía que vendrías —jadeóentrecortadamente.

—Nunca te decepcionaría —dijoValfierno antes de desatarle las manos.

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Con las manos libres, Ellen comenzóa soltarse los pies. Valfierno se volvióhacia Julia y le quitó su mordaza.

—¡Ya era hora!—Lo siento, mademoiselle —dijo

Valfierno, luchando con las atadurasalrededor de sus muñecas—, pero meretrasó el mal tiempo.

Valfierno miró hacia el andén.Taggart y Peruggia estaban ambos de pieen un cuadro inmóvil. Taggart habíarecuperado su arma y la sostenía amenos de medio metro del rostro dePeruggia.

Valfierno se aproximó a la puertadel coche. Mientras lo hacía, el vagón

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empezó a vibrar. Un temblor y un ruidosordo, como un pequeño terremoto,atravesó la estación.

Taggart sonrió.—¡No dispare! —gritó Valfierno.La mirada de Taggart se dirigió a

Valfierno. Estaba sonriendo con aire desuficiencia. Había recuperado elcontrol.

Las vibraciones aumentaron deintensidad como si algo abominable seacercara desde las profundidades delnegro túnel.

—Se lo advertí —dijo Taggart, convoz fría y monótona.

Ajeno a todo lo demás, Taggart se

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volvió a Peruggia y apretó el gatillo.Solo el sonido de un brusco clic penetróel rumor sordo. Una mirada de sorpresareemplazó la dura sonrisa en el rostro deTaggart. Tiró de la corredera. Peruggiasaltó sobre Taggart, en pugna por lapistola un segundo antes de que el rumorse convirtiera en un fuerte rugido. Untorrente de agua entró por la escalera almismo tiempo que una violenta oleadallegaba del túnel hasta la parte traseradel vagón. Las ocupantes del coche seabrazaron mientras el diluvio laslanzaba de lado a lado. La agitada paredde agua tiró a Peruggia y a Taggart comosi fuesen un par de bolos, barriéndolos,

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junto con el cuerpo de Carnot, hasta lasvías y llevándolos a la oscura boca deltúnel, frente al vagón.

Después, tan rápido como habíaaparecido, la corriente de agua empezóa decrecer.

—¿Qué les ha pasado? —preguntóEllen.

—Peruggia, Taggart y el policía handesaparecido —dijo Valfierno—. El ríodebe de haber roto a través de la paredde sacos terreros. Ahora irá aflojando.En unos minutos, podremos salir a lacalle.

Julia miró, estupefacta, el andéninundado.

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—¿Y Émile? —preguntó, frenética—. ¿Está bien?

Valfierno la miró.—No lo sé.Émile se movió pegado a las

fachadas de los edificios hasta queestuvo en paralelo con la entrada almetro, al otro lado del ancho bulevarde Saint-Michel. La pequeña brecha enla pared de sacos terreros habíaprovocado el torrente inicial de agua,pero parecía que la mayor parte de labarrera estaba en su sitio, manteniendoa raya el río. Al menos por ahora. Elagua se filtraba entre los sacosrestantes y Émile se dio cuenta de que

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solo era cuestión de tiempo antes deque toda la barrera se desplomara.

Bajo el cartel de«MÉTROPOLITAIN», sostenido aúnpor su soporte de hierro en forma dearco, la entrada a la estación era unagujero enorme; la choza provisionalde madera había desaparecido. Unacorriente constante de agua se colabapor la enorme boca como si fuera unsumidero gigante. El pensamiento debajar aquella escalera le llenaba aÉmile de un terror helado y se quedóparalizado. Morir aquí, al aire libre,era una cosa, pero no soportaba elpensamiento de quedar atrapado en los

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sofocantes e inundados túneles.De repente, le llamó la atención un

fardo de ropa andrajosa que pasaba através del hueco de los sacos terreros.Atravesó la calle a toda velocidad y sequedó atascado en un revoltijo desillas y mesas que se habíanamontonado contra la fachada de uncafé que hacía esquina. Una tira depaño que estaba atrapada en una de lassillas empezó a desenrollarse sin cesarcomo la rotura del fardo. Después seliberó y se dirigió arremolinada haciaél.

Vio que, después de todo, no era unfardo de ropa. Era un cuerpo, el

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cuerpecito de un niño. Émile vio conhorror cómo se acercaba a él en unrumbo directo de colisión.

Y entonces, cuando estaba solo aunos metros, una de las piernas seenganchó en algo bajo la superficie. Elcuerpo giró alrededor, volviéndoseligeramente hacia su lado y revelandouna cara.

Émile sintió como si hubiesensuccionado violentamente el aire desus pulmones.

El sonido del agua torrencial seapagó cuando se dio cuenta de que elcuerpo que estaba en el agua era el desu hermana Madeleine. Un silencio

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nada natural descendió a su alrededory Émile volvió de nuevo a sus nueveaños. Su corazón se llenó con unacuriosa mezcla de alegría e inmensatristeza: alegría porque, al final, lahabía encontrado, y una tristezadesgarradora porque había llegadodemasiado tarde para salvarla. Lossentimientos irracionales loatravesaron en una terrible oleada deemociones contradictorias.

Después, la realidad del momento ylos sonidos de la ciudad inundadavolvieron cuando el cuerpo se liberó yse alejó de él, revelando el cadáver deuna anciana. El cuerpo desecado,

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pequeño y débil como el de un niño,debía de haber salido de su tumba enalgún lugar río arriba. Paralizado,Émile lo vio adentrarse en el centro delbulevar en el corazón de París.

Otra explosión, más cercana estavez, dirigió su atención hacia el río. Elagua estaba pasando por encima de lasbarricadas. Lo que quedaba de lapared de sacos terreros estabaempezando a derrumbarse.

De pie en la puerta del coche,Valfierno miró el andén, tratando decalibrar la fuerza de la corrientemientras el agua seguía descendiendo.

—¿Es seguro? —preguntó Ellen.

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—No mucho —replicó Valfierno—.Pero me parece que es más seguro delo que era. ¿Estáis preparadas?

—¿Tenemos elección? —preguntóJulia, tratando de impulsar su valor.

Valfierno les dirigió a ambas unamirada tranquilizadora.

—Tendremos que utilizar laentrada principal. —Indicó la escaleraque estaba a la derecha—. La otrasalida puede estar bloqueada.

Julia siguió la mirada de Valfiernohacia el maletín que todavía estaba enel banco, al lado de la pared.

—¿Es lo que creo que es? —preguntó.

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—Sí, y supongo que sería buenaidea llevárnoslo con nosotros —replicócon una sonrisa sardónica—. Noscogeremos las manos. Yo iré primero ycogeré el maletín al pasar.

Él le dio la mano a Ellen. Ella lacogió y, a su vez, le dio su mano aJulia. Valfierno salió al andén. El aguales llegaba por encima de los tobillos,pero la corriente no parecía demasiadofuerte. Sosteniéndose unos a otroscomo los eslabones de una cadena,fueron atravesando el andén hacia lapared curvada. Cuando Valfiernoalcanzó y agarró el asa del maletín conla mano izquierda, oyó el estampido

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distante de la segunda explosión ysintió un temblor bajo sus pies.

Sobre ellos, la pared de sacosterreros comenzó a derrumbarse. Soloera cuestión de segundos antes de quela sección restante de la pareddesapareciera. Émile corrió hacia laentrada de la estación. Impulsandosalvajemente las piernas por encima dela corriente, cubrió rápidamente ladistancia que faltaba. En el mismoinstante en que agarraba una pata delarco de hierro que sostenía la señal de«MÉTROPOLITAIN», lo que estaba ala izquierda de la barrera de sacosterreros se derrumbó, dando paso a un

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diluvio de agua hacia la calle.Miró la escalera hacia abajo, se

agarró a una barandilla lateral yempezó a descender por el agujeronegro. Cuando estaba a mitad decamino, el muro de agua llegó arriba ala entrada y un segundo después logolpeaba con el impacto de un puñogigante. La irresistible fuerza lo soltóde la barandilla y lo arrojó a unestrecho pasaje lateral. Dando tumbossin poder impedirlo en el agua turbia,contuvo la respiración y buscó atientas algo a lo que agarrarse. Suspulmones a punto de explotar iban allenarse de agua de forma refleja

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cuando abrió los ojos y la vio de nuevo.Delante de él, reluciendo confusa

su pequeña figura en el agua, suhermana Madeleine le ofrecía su mano.Perdiendo rápidamente la consciencia,Émile la alcanzó y la agarró, pero, envez de la manita suave de una niña,sintió el frío y duro acero de unabarandilla metálica.

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C

Capítulo 49

ON las manos firmementeentrelazadas, Valfierno, Ellen yJulia estaban a unos metros de la

escalera que llevaba a la entradaprincipal cuando los zarandeó un chorrorepentino de aire que llegaba desdearriba.

—¿Qué es eso? —gritó Ellen.Valfierno vaciló solo un segundo.—Tenemos que dar la vuelta —gritó

—. ¡A la otra entrada, rápido!

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Ellen y Valfierno soltaron las manosy se volvieron al mismo tiempo. Juliasintió que la mano de Ellen se leescapaba de la suya y vio una pared deagua que bajaba por la escalera. Empezóa correr hacia la salida trasera. Era másfácil correr a favor de la corriente quecontracorriente, pero se hacía máscomplicado mantener el equilibrio.

Valfierno tendió su mano vacía aEllen. Antes de que ella pudiera cogerla,sus pies salieron disparados desde atrásy ella se cayó en el andén, amortiguandosu caída el agua que entraba. Valfiernoestaba a punto de levantarla cuando lapared de agua helada chocó contra ellos.

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Corriendo por delante de Valfierno yEllen, Julia casi había llegado a lasalida trasera cuando la alcanzó lacolumna de agua. La arrojóviolentamente contra la escalera dondeesta se unía con la pared lateral queseparaba la salida trasera del túnel.Tambaleándose por el dolor, tratódesesperadamente de resistir lacorriente que la empujaba hacia las vías.Trató de llegar a la esquina de la salidatrasera para buscar algo a lo queagarrarse, pero lo único que encontrófue la resbaladiza superficie de losescalones.

Después, unos segundos antes de que

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el agua embravecida se la llevara,alguien la agarró por la cintura, la sacóde la corriente y la subió hasta laescalera.

Sin aliento, levantó la vista a la carade su rescatador.

—¡Émile! —exclamó asombrada,con los ojos como platos.

—¿Estás bien? —preguntó él,arrodillándose.

Durante un momento, ella lo miró alos ojos, con los suyos abiertos de paren par, encantada. Después, su rostro setensó.

—¿Dónde has estado? —Ellafrunció el ceño, dejando que la tensión

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de las últimas horas la abandonara en unramalazo de alivio.

—Tratando de no ahogarme —dijo,antes de añadir con urgencia—: ¿Dóndeestán los demás?

—No lo sé. Venían justo detrás demí.

Émile miró a través de la masa deagua enfurecida que bajaba por laescalera de la entrada principal yatravesaba en diagonal el andén,golpeando lateralmente el vagón antesde deslizarse hacia las vías. No se veíaa nadie. Después oyó que alguien gritabael nombre de Julia.

La fuerza de la terrible oleada tiró a

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Valfierno. Arrastrado por la corrientesin poder remediarlo, consiguió sacar lacabeza a tiempo para ver a Ellen, que sedeslizaba a toda velocidad por el andénhasta las vías antes de desaparecer en eltúnel. Llegó a ver brevemente quealguien sacaba a Julia hasta la escalerade la salida trasera antes de que la olalo pegara literalmente a la pareddivisora. Sin aliento, miró hacia lasalida trasera directamente a suizquierda.

—¿Julia? —preguntó.Émile asomó la cabeza a la vuelta de

la esquina. Una gran sonrisa sorprendidailuminó la cara del joven mientras se

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acercaba y gritaba:—¡Cójame la mano!—¡Agarra esto! —Valfierno

balanceó el maletín y lo lanzó hacia laescalera. Émile se estiró para agarrarlo,pero el empapado contenedor pesabamás de lo que calculara Valfierno y noalcanzó su destino. Valfierno no lo dudó.Sacrificando su equilibrio, se estiró conambas manos y agarró el asa cuando elmaletín se deslizaba delante de él. Uninstante después, el torrente de agua loarrastraba fuera del andén y se lollevaba a las oscuras fauces del túnel.

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J

Capítulo 50

ULIA agarró a Émile por el brazocuando, instintivamente, trató deacercarse al andén.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntóella.

—Ir tras él.—¿Sabes siquiera nadar?Émile vaciló.—No.—Entonces, ¡no vas a ayudarlo

ahogándote tú!

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Émile gruñó, frustrado, y,completamente agotado, se sentó,desalentado, en los escalones,enterrando la cara en sus manos. Julia leechó los brazos alrededor de sushombros.

—Émile —dijo ella—, has hechotodo lo que has podido. Me has salvadola vida.

Él no respondió. Ella acercó lamano a su barbilla y le levantó su carahacia ella. En la otra mano sostenía elreloj de bolsillo del joven.

—Mira, quizá esto te anime un poco—dijo ella, sonriendo con ciertavacilación.

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Él lo miró con expresióndesconcertada antes de levantar la vistahacia ella. En su rostro se formó unacansada sonrisa mientras lo cogía condulzura.

—Y toma esto también —añadióella; después se inclinó hacia delante ylo besó en los labios.

Él le devolvió el beso un momento ydespués se echó atrás.

—Es la tercera vez que haces eso —dijo él, un poco perplejo.

—No tenía ni idea de que losestuvieses contando.

—No lo vuelvas a hacer —dijo él.Ella lo miró, dolida y confusa.

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—¿El qué? ¿Besarte?—No —dijo él, como si le explicara

algo a un niño—, robarme el reloj.La sonrisa volvió a iluminar la cara

de ella mientras le echaba los brazos entorno al cuello y lo besaba. Después, élla cogió por las muñecas, retiró susbrazos y, con delicadeza, la apartó.

Una nueva determinación encendiósu mirada.

—Vamos. Todavía no hemosterminado.

Valfierno logró salir a la superficiedel agua. Detrás de él, la abovedadaboca del túnel disminuía con la distanciamientras el río subterráneo lo arrastraba

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y la oscuridad eclipsaba la tenue luz delandén. La corriente era irresistible, peroel agua tenía menos de un metro ochentade profundidad, por lo que podíamantener los pies en el suelo del túnel ytomar aire. El agua glacial le abrasabala piel de la cara y las manos. A pesardel urgente deseo de soltar el maletínpara liberar el brazo, se obligó a símismo a aferrar con fuerza el asa.

Cada quinientos metros, más omenos, una tenue lámpara en el techoiluminaba débilmente el túnel como sifuese la casa encantada de una feria.Siguiendo hacia delante, poco más podíaver que la larga línea curvada de

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bombillas. Después, algo blancoapareció en la pared, a su derecha. Seacercó rápidamente y, estupefacto, vioque era Ellen, agarrada a una tuberíavertical que subía por la pared hacia eltecho. A unos dos metros, una escalerametálica estaba pegada a la pared,ascendiendo paralela al tubo. Con solounos segundos para reaccionar, pasó elmaletín a su mano izquierda, extendió laderecha y agarró la barra lateral de laescalera.

Valfierno se detuvo con una bruscasacudida y poco faltó para que sedislocara el hombro. Pero siguióagarrado y se las arregló para afianzarse

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en uno de los peldaños, pasando elbrazo alrededor de la barra lateral de laescalera. Miró a su alrededor paraorientarse. La tubería y la escaleraestaban pegadas a un tramoperpendicular de pared instalado en eltúnel abovedado. Estaba demasiadooscuro para ver con claridad la partesuperior de la escalera, pero supuso quellevaría a algún tipo de puerta deacceso.

Ellen estaba agarrada a la tubería ametro y medio, más o menos. Se sosteníacon ambos brazos, pero la rápidacorriente le arrastraba las piernas,levantándole el cuerpo casi

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horizontalmente. Valfierno podía ver elagotamiento y el miedo en sus ojos.

—Edward —le gritó sobre el ruidodel agua torrencial—, no puedo más.

—Tienes que aguantar —dijo él.Pasó el maletín de una mano a otra,

cambió el brazo alrededor de la barralateral de la escalera en el sentido de lacorriente y volvió a coger el maletín conla mano izquierda. Esto le permitióagarrar con el mismo brazo la escalera yel maletín. Se estiró todo lo que pudo,con la espalda mirando al túnel. Ellaestaba todavía a una distancia de casi unbrazo.

—¿Puedes acercarte más? —le gritó

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él.Con gran esfuerzo, ella se arrimó

más a la tubería y estiró la mano cuantopudo hacia Valfierno, pero la fuerza delagua retenía su espalda y las puntas desus dedos apenas se tocaban.

—No puedo… —jadeó Ellen, convoz cada vez más débil.

—Un poco más —dijo él, pero ellahabía llegado al límite. Valfierno sabíaque en cuestión de segundos perdería lafuerza que le quedaba para mantenerseagarrada y quedaría a merced de lacorriente.

Tenía que hacer algo rápidamente.Miró el maletín. No era precisamente

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una cantidad de dinero sin importancia.Se volvió a Ellen y, en un instante,comprendió la terrible verdad: nopodría salvar a ambas…

Las insistentes y rotundas llamadasa la puerta arrancaron a RogerHargreaves de la historia de Valfiernocomo un despertador saca a unapersona dormida de un vívido sueño.

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L

Capítulo 51

PARÍS, 1925

as repentinas llamadas a la puertadejaron a Valfierno con lapalabra en la boca. Exhaló un

largo y triste suspiro y su cabeza sehundió más en la almohada.

Hargreaves se volvió hacia lapuerta, con la cara tensa por laagitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó.A pesar de la insistente llamada

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precedente, la voz de madame Charneausonaba apagada e indecisa a través de lapuerta.

—Solo estaba tratando deasegurarme de que todo está bien,monsieur.

—Sí, sí —dijo bruscamenteHargreaves—. Todo está perfectamente.—Se volvió de nuevo a Valfierno—.¿Qué ocurrió? ¿Logró salvarla? ¿Quépasó con el dinero? ¿Y con el cuadro?

Las palabras de Valfierno seescurrían como el siseo agonizante de unneumático pinchado.

—Dudé… un momento demasiadolargo…

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Ahora apenas se le oía. Hargreavesse inclinó hacia delante, tratando deescuchar, pero Valfierno se estabaalejando.

—… Y al final —su voz se ibaapagando— lo perdí todo.

Valfierno se tensó, atragantándose enuna brusca y desesperada inspiración deaire. Hargreaves y él se miraban fija yfrenéticamente, y la mano de Valfiernoagarró las solapas del hombre y se cerrósobre ella. Levantando ligeramente lacabeza, Valfierno tiró hacia abajo deHargreaves hasta que sus carasestuvieron a unos centímetros dedistancia.

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—Casi tuve el mayor tesoro quepueda poseer un hombre… pero dejéque se me escapase entre los dedos…

—¿A qué se refiere? —resoplóHargreaves—. ¿Al cuadro? ¿Al dinero?¿A mistress Hart? ¿A qué tesoro?

La expresión de Valfierno era tensapor el miedo; sus ojos estaban clavadosen algún terror sin nombre que seacercaba desde lejos. El corresponsaltrató de echarse para atrás, peroValfierno no lo soltó. Hargreaves sentíauna terrorífica fascinación mientras losojos del hombre perdían su enfoque,como si se retrocedieran a unos negrospozos sin fondo. Las pupilas dilatadas

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iban a la deriva bajo sus párpadoshundidos, antes de que se cerraranagitados, sellando para siempre aquellospozos cerrados.

Un último aliento vibrante se escapóde la garganta de Valfierno mientras seescapaba la fuerza de los músculos desus brazos y él mismo se hundía en lacama, con la boca abierta bloqueada enun ahogado grito silencioso.

Un helado y espantoso silencio sehizo en la habitación antes de queHargreaves se percatara de que la manode Valfierno seguía firmemente aferradaa su solapa. Asqueado, tuvo que hacerconsiderable fuerza para liberarse de la

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fría garra de la muerte antes delevantarse y apartarse de la cama.

—Madame —consiguió articular—.Madame! ¡Venga deprisa!

Madame Charneau entró volando enla habitación y se acercó rápidamente ala cama; allí cogió la mano de Valfierno,buscando el pulso. Después, bajó lacabeza y puso la oreja al lado de suboca abierta.

—Ha muerto, monsieur —dijo ellasolemnemente—. ¡Que Dios se apiadede su alma!

Sacó una caja de cerillas delbolsillo del delantal y encendió unalámpara en la mesa lateral. La noche se

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había colado en la habitación sin queHargreaves se diera cuenta siquiera.Cuando madame Charneau se acercó ala ventana y utilizó la lámpara paraindicar a los hombres que esperaban enel patio, un objeto que estaba sobre lamesa llamó la atención de Hargreaves.Lo cogió.

Era un guante, un único, largo ysedoso guante blanco de señora.

Roger Hargreaves y madameCharneau estaban de pie, en el patio,observando a los frailes quedepositaban el pesado féretro en la partetrasera de la carroza funeraria. Elempleado de pompas fúnebres y los tres

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hombres encapuchados no habían dichouna palabra cuando subieron el ataúd ala habitación de Valfierno, lo colocarondentro y lo bajaron de nuevo.

Los frailes subieron a la partetrasera de la carroza y el empleado depompas fúnebres cerró la puerta trasellos. El hombre alto volvió a subir alpescante y se quitó solemnemente elsombrero de copa ante madameCharneau. Tomando las riendas, arreólos caballos con un latigazo. Losanimales se pusieron en marcha y lacarroza funeraria salió traqueteando delpatio.

—Bueno, monsieur —dijo madame

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Charneau con aire conclusivo—, esperoque haya conseguido lo que buscaba.Bonne nuit.

Madame Charneau desapareció en elinterior de la casa. Echando un vistazoal patio vacío, Hargreaves cayó en lacuenta de que había estado tanembelesado con el relato de Valfiernoque se había olvidado de tomar notas. Yhabía perdido todo interés por elentretenimiento vespertino en el MoulinRouge. Se sentía agotado y exhausto ysolo quería regresar al hotel para dormirunas horas antes de coger el tren paraCalais para allí tomar el ferry de vueltaa Inglaterra.

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Mientras salía caminando de la courde Rohan hacia Saint-Germain,reflexionó sobre todo lo que Valfiernole había contado. Parecía tener lacalidad de un sueño, con algunas partesindeleblemente grabadas en su mente yalgunas otras que empezaban adesvanecerse.

Los detalles no eran importantes,pensó. Lo esencial era que ahoraconocía casi toda la historia del delitomás intrigante del nuevo siglo. Ahorapodía darse la agridulce conclusión almisterio y todo el crédito sería suyo.

El marqués de Valfierno,naturalmente, seguía siendo la clave,

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pero probablemente fuese para mejor.Aunque al público le gustara ver atadostodos los cabos, también disfrutaba conque los datos estuviesen sazonados conuna dosis de misterio. Probablementetuviera que inventarse una historia sobrelos orígenes del hombre, convertirloquizá en un noble cuya familia hubiesevenido a menos en tiempos difíciles —ciertamente, había bastantes de ellas enParís— y se viera obligado por lascircunstancias a llevar una vida deengaño y delitos. Sí, eso sonaba bien.

Pero podría pensar en todo esomañana. Ahora se sentía agotado ycansado. Dormiría en el tren y después

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en el ferry. Sí, cuando llegara a Doverdescansaría y después recordaría todocon más claridad.

Los tres frailes, sentados en unbanco de madera al lado del féretro, sebalanceaban ligeramente al ritmo delmovimiento de la carroza. Bajo sus pies,una rueda se metió en un agujero entrelos adoquines y el carruaje dio unasacudida, obligándolos a apoyarseinvoluntariamente cada uno en los demáspara no caerse. También provocó que latapa no trabada ni asegurada sedeslizara parcialmente. Los frailes nohicieron nada para volver a ponerla ensu sitio, sino que observaron en silencio

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cómo de su interior emergíasilenciosamente una mano y sus dedosagarraban el borde de la tapa. Con unenérgico empujón, la mano levantó latapa y Valfierno se elevó lentamentehasta quedarse sentado.

—¿Es que nunca van a arreglar estacalle? —dijo con una sonrisa diabólica.

Uno de los frailes elevó los brazos,se quitó la capucha y la cabeza de Émileapareció tras la tosca vestimenta.

—Casi no puedo respirar con esto—dijo.

—No fue idea mía llevar estas cosas—dijo Julia mientras se echaba paraatrás la capucha de su ropaje.

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Ellen echó atrás su capucha y dijo:—Ya está bien para nuestros votos

de silencio.Todos se volvieron al sonido de la

llamada. Vincenzo Peruggia, sentado enel asiento del cochero, los miró,sonriendo, mientras tocaba con losnudillos el cristal que dividía elcarruaje.

—Bien —dijo Ellen, tendiendo unamano a Valfierno para ayudarlo—,¿contaste nuestra pequeña historia amister Hargreaves?

—Por supuesto —replicó Valfierno,cogiendo su mano para apoyarsemientras salía del ataúd—, aunque

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puede que me dejara uno o dos detallessin importancia…

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V

Capítulo 52

PARÍS, 1913

alfierno soltó el maletín deldinero. Inmediatamente, lacorriente se apoderó de él,

llevándoselo a la oscuridad. Soltó elbrazo de la barra de la escalera, se dejóllevar un instante y agarró el barrote conla mano izquierda. Ahora, que llegabamás lejos, extendió el otro brazo yagarró la muñeca de Ellen.

—¡Coge mi muñeca! —gritó.

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Ella hizo lo que le decía, reforzandosu conexión.

—¡Suelta la tubería!Él respondió a la mirada temerosa

de los ojos de Ellen, animándola con ungesto de la cabeza.

—No te suelto.Ella hizo una profunda inspiración y

soltó la tubería. El río subterráneo seesforzó por llevársela, sin quererrenunciar a su presa. Valfierno tiró deella con toda la fuerza que pudo reunir,acercándola poco a poco a la escalera.Cada vez más débil, Ellen hizo unesfuerzo final y agarró la barra con lamano que tenía libre. En unos segundos,

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ambos estaban bien colocados sobre lospeldaños de la escalera.

Recuperando poco a poco susfuerzas, Ellen escudriñó un momento eltúnel antes de volverse a Valfierno.

—El dinero…Él sonrió y se encogió de hombros.—Solo era papel.—¿Y la pintura?—Solo pintura y madera. Ni siquiera

pude empezar a decirte dónde está ahoramismo.

Ella le dirigió una sonrisa cansada y,haciendo frente a la corriente, inclinó surostro hacia él. Él se encontró con ella amedio camino y se besaron tan

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apasionadamente como pudieron, dadaslas circunstancias.

Lentamente, ella se volvió y dijo:—Te amo, Edward.Él sonrió, con una cálida y sincera

sonrisa.Pasado un momento, ella dijo:—¿Y bien?Él vaciló un momento más antes de

hablar.—Y yo…Un fuerte ruido chirriante atrajo su

atención. Levantaron la vista,entrecerrando los ojos a causa de laligera lluvia que les cayó en la cara: unaluz plateada, como una luna en cuarto

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creciente que aumentara hasta hacersellena mientras una tapa de alcantarilla sedeslizaba haciendo un fuerte ruido. Lacara de Julia, iluminada desde atrás porla fuerte luz de una bombillaincandescente, apareció sobre el borde.

—¡Están ahí abajo! —gritó.La cara de Émile apareció al lado de

la de ella.—¿Estáis bien? —preguntó él.—Émile —dijo Valfierno, aliviado

—, no cabe duda de que tu sentido de laoportunidad ha mejorado mucho.

El derrumbe de los sacos terrerosque provocó la inundación de las callesredujo la presión de la subida del río,

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permitiendo que el agua empezara adescender. Mucho más abajo, cerca dela estación de Orsay, un grupo desoldados exhaustos descansaba sobre unmontón de sacos terreros.

—Mirad —gritó un sargento,señalando un cuerpo que se dirigía atoda velocidad hacia la orilla—. Acabade salir por esa tubería. —Señaló unaancha cañería de desagüe de hierro quesalía del muro del río. Los soldadosbajaron gateando por los escalones depiedra a tiempo para enganchar la ropadel hombre y sacarlo del agua.

—¿Está muerto? —preguntó unjoven soldado.

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Como si respondiera, el cuerpo delhombre convulsionó y empezó aexpulsar agua tosiendo. El sargentoabofeteó la cara del hombre y los ojosde Vincenzo Peruggia se abrieron.

La caída de la noche cubrió laciudad de París con una oscuridadturbia como no se había conocido encasi un siglo. Las cuadrillas de obraspúblicas no podían emplear las lucesde gas para iluminarse; las plantasgeneradoras de electricidad de laciudad, río arriba, en Bercy, habíandejado de funcionar. Los generadoresde emergencia mantenían encendidasalgunas luces en edificios públicos y

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las lámparas de petróleo que llevabanlos soldados y los agentes de policíaperforaban la noche como mariposasen una noche de verano.

Las calles del Barrio Latino aúnestaban inundadas. Una luna llenamenguante, que acechaba tras un finovelo de nubes, lavaba la escena conuna luz de otro mundo. Las passerelles,pasarelas y puentes de madera parapeatones construidas apresuradamente,ya habían empezado a aparecer entrelos edificios. Plataformas improvisadasde toneles y planchas compartían loslagos urbanos con los botes Berthon,tripulado cada uno por dos marineros

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que impulsaban los botes con velasplegables que manejaban con largosmástiles. Desde la proa de uno de estosbotes, un agente divisó algo al bordedel círculo de luz que proyectaba sulinterna. El cuerpo inerte de un hombreestaba tendido sobre una verja dehierro forjado, con la chaquetaatrapada en las puntas de losbalaustres. Llevaba algo en los brazos.Tenía los ojos cerrados, pero su cabezase movía ligeramente y parecía quetrataba de hablar.

—Aún está vivo —dijo el agentecuando el bote se acercó.

El agente y uno de los marineros

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izaron a la víctima por la borda. Elhombre era de mediana edad, corpulentoy bien vestido. Llevaba una pequeñatabla de madera.

—No tema, monsieur —dijo elagente—, ahora está a salvo.

Tras ordenar a los dos marinerosque se dirigieran a un hospital decampaña instalado en una iglesiacercana, el agente dejó la linterna y tratóde liberar la tabla rectangular de losbrazos del hombre, que la aferraban. Apesar de estar solo semiinconsciente, lavíctima rehusó dejarla, agarrándola contodas sus fuerzas.

Joshua Hart protestó con

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incomprensibles gruñidos cuando, porfin, lograron liberar la tabla. El agentele dio la vuelta, levantó su linterna y seencontró con la sonrisa vagamenteburlona de La Joconde.

Río abajo, a unos kilómetros de laciudad, donde el Sena recorre uno desus muchos meandros en su caminohacia el norte, el cuerpo de un hombrecalvo y grande iba a la deriva, bocaabajo. Iba acompañado en su viaje poruna flotilla de billetes de cien dólares.Flotaban a su alrededor, como liriosverdes, muchos de ellos con el perfil deBenjamin Franklin mirandomaravillado el cielo nocturno que

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clareaba poco a poco.Cerca, a la orilla del río, un

agricultor de nombre Girard buscabaen las aguas poco profundas a la tenueluz de la luna velada un ternero quepensaba que podría haberse ahogadoen la riada. Algo le llamó la atención yse acercó caminando por el aguasomera hasta una tabla rectangular demadera atascada en unas ramassobresalientes. La recogió. Era unapintura de una mujer con las manoscruzadas en su regazo y una levesonrisa en la cara. No estaba mal. Y ensus ojos había algo vagamentefamiliar.

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Tenía suerte, porque el cumpleañosde su esposa era pronto. La tablaestaba mojada, pero parecía que noestaba dañada. Quizá le gustara aClaire como regalo.

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M

Capítulo 53

ONSIEUR Duval, fotógrafooficial del Louvre, estaba enmedio de la muchedumbre

reunida en el salón Carré para lareposición oficial de La Joconde.Políticos, dignatarios, oficiales delejército y sus esposas llenaban el salón,dejando un reducido espacio para unaarpista y un cuarteto de cuerdaconfinado en un rincón. Habían pasadoescasamente dos semanas desde que un

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agente de policía recuperara la pinturade las calles inundadas del BarrioLatino. Era digno de mención el hechode que ni la pintura ni la tabla hubiesensufrido prácticamente daño alguno. Lasmuchas capas de barniz que se le habíanaplicado durante cientos de años tantopor delante como por detrás de la tablala habían protegido durante el tiempoaparentemente corto que había estado amerced de los elementos. Bajo lasupervisión de monsieur Montand, eldirector del museo, variosconservadores habían autenticado lapintura y se había preparadoapresuradamente esta ceremonia.

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A Duval mismo solo se le habíapermitido un examen somero de lapintura. Su trabajo había consistido encompararla con fotografías recientes,cosa que no había servido de mucho.Siempre había sido difícil captar laimagen con una iluminación constante yesto hacía problemática unacomparación precisa. De todos modos,su inclusión en el proceso había sidoúnicamente formal. A los pocos minutos,le recogieron la tabla y le agradecieronsus servicios. Evidentemente, Montandtenía prisa en devolver la pintura a susitio y dejar atrás el desafortunadoincidente. Tras el robo, pensó Duval,

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Montand tendría que haber echado manode todos los favores que le debieranpara mantenerse en el puesto.

Como diversos políticos y patronospudieron comprobar, la pintura —yaencerrada en una nueva vitrina— fueizada y puesta sobre sus escarpias en lapared, entre el Correggio y el Tiziano.Fue en ese momento cuando Duval sedio cuenta de lo que le había estadoinquietando desde su examen. La pinturamisma parecía auténtica; era difícilimaginar que un artista pudiera recrearde un modo tan perfecto la técnica delmaestro. No, era otra cosa. Algo de latabla en sí y no de la parte delantera,

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sino del dorso. De todos modos, eraimposible estar seguro.

Después lo recordó: de todas lasfotografías hechas a la obra maestra,solo una se había realizado a la tablaposterior para documentar unareparación del siglo pasado.

Naturalmente.Se abrió paso entre la masa de

espectadores que trataban de conseguirun mejor punto de vista. Tenía quevolver a su despacho para ver lafotografía.

De pie ante la impacientemuchedumbre, monsieur Montand pensóbrevemente en el inspector Carnot

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cuando reconoció al comisario depolicía Lépine de pie en primera fila.Carnot había desaparecido dos semanasantes. Se dijo que había perecido en lainundación, quizá incluso aprovechandola oportunidad de ahogarse en vez detener que soportar la vergüenza de sumiserable fracaso para detener a losladrones. Carecía de importancia. AMontand nunca le gustaron mucho losmodales del hombre, por no hablar desus trajes baratos que no le quedabanbien.

Y ahora, diversos dignatarios habíanpronunciado sus discursos, elogiandotanto a la policía como a los

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conservadores del museo —incluyendo,naturalmente, al mismo monsieurMontand— por haber hecho posible estedía. Montand podía confiar en que supuesto de director —que había estadopeligrosamente en el alero— estabaahora asegurado, al menos durante elfuturo previsible.

Después de la recuperación, losotros conservadores habían estadocompletamente de acuerdo: cuanto antesocupara La Joconde su lugar en la pareddel salón Carré, mejor. No hacía faltaesperar la llegada de losautoproclamados expertos italianos quehabían ofrecido sus servicios para

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autenticar la pintura; los francesespodían encargarse muy bien solos delasunto, muchas gracias. Duval habíainsistido en intervenir en elprocedimiento, de manera que Montandse vio obligado a dejar que examinara latabla, aunque durante el menor tiempoposible.

Y ahora ya estaba. El mundo habíaexigido que la obra de arte fueradevuelta al pueblo de Francia y así sehabía hecho.

Por supuesto, había habido unpequeño detalle del que Montand habíatenido que encargarse para asegurarsede que todo marchara bien. Aunque era

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experto en muchas cosas relacionadascon las miles de obras de arte a sucuidado, estas lo dejaban extrañamenteimpasible. Le interesaban más losaspectos técnicos del arte y empleababuena parte de su tiempo estudiando latécnica de los falsificadores conocidos.Con esta visión había evaluado LaJoconde. La pintura recuperada de lainundación —la misma que ahoracolgaba en la pared, dentro de la vitrina— era exquisita. El hombre tuvo que serun maestro por derecho propio y habríaengañado al mismo Montand, si nohubiese sido por una cosa.

Con independencia de la bondad de

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su técnica, la naturaleza de su trabajorelegaba a los falsificadores a unacompleta oscuridad. Para contrarrestaresto, muchos habían puesto una señal —una especie de firma— que solo ellosreconocerían. Este hombre había sidoendiabladamente listo. Mientras que lamayoría de los falsificadores cambiabanalgún aspecto minúsculo de la imagen—un cabello o una brizna de hierba demás—, él había puesto su señal en eldorso de la tabla. Nadie entre uncentenar de personas se hubierapercatado de que la tira cruzada demadera, aplicada en el pasado siglopara reparar el daño causado por la

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eliminación del marco original, deberíaestar a la derecha del centro y no a laizquierda como estaba en esta.Consideró la posibilidad de que estopudiera haber sido un error delfalsificador, pero la pintura misma erademasiado perfecta, demasiado carentede errores; la posición incorrecta de lacruz tenía que ser la marca delfalsificador. Eso le había hecho sonreíra Montand. Ese simple cambio. Esaaudaz declaración. Ese perverso genio.

Y entonces había recordado a Duval.El hombre siempre lo había irritado.

Montand nunca había visto el valor delas contribuciones del estudio de los

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fotógrafos; resultaba caro, sobre todocuando se pensaba en el salario deDuval. En varias ocasiones, habíatratado, infructuosamente, de quecerraran aquel departamento. Por eso,siempre estaba pendiente de todo lo quehacía Duval, y recordó algo que habíavisto en una visita por sorpresa quehabía hecho poco antes del robo. Habíapedido ver todas las fotografías hechas aLa Joconde a lo largo de la existenciadel departamento. Había muchasimágenes y Montand había esperadoutilizar este dato como prueba de ungasto innecesario. En todo caso, ¿porqué se habían hecho tantas fotografías y

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tan caras? ¿No había ya suficientes?Pero el consejo de administración habíahecho oídos sordos a su queja; estabandemasiado cautivados por esta cienciarelativamente nueva.

Pero, poco después de autenticar lapintura, había recordado una fotografíaconcreta que había visto, diferente delas demás. En su momento, pareciócarente de interés. ¿Qué utilidad podíatener una fotografía del dorso de lapintura? Era un tanto irónico que estaúnica fotografía pudiera echarlo todo aperder, incluyendo la reputación quetanto le había costado recuperar. Perono había ninguna razón para

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preocuparse. Ya se había encargado deello personalmente.

Monsieur Duval abrió los grandescajones deslizantes que contenían sucolección fotográfica. Era un hombremeticuloso y localizó inmediatamente laserie de fotografías de La Joconde.Estaban numeradas sucesivamente yrecordaba que la imagen del dorso de latabla estaba, más o menos, en el medio.

Metódicamente, fue ojeando lasfotografías. La que había tomado deldorso de la tabla no estaba. Los númerossaltaban abruptamente del 26 al 28.Alguien había retirado la número 27.Acudió a un gran armario en el que

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estaban almacenadas las placas decristal negativas Autochrome originales.Cada una estaba en su propia carpeta decartón para evitar tocar las placas.Como se temía, también faltaba la placanúmero 27.

No cabía duda. Alguien habíaretirado la placa de cristal negativa y laúnica fotografía que había tomado delpanel trasero de La Joconde. No habíapodido poner en pie lo que le habíallamado la atención y, sin la fotografía,no había pruebas de que la pintura quese estaba montando para su exposiciónen ese momento no fuese la original. Esmás, sin la fotografía, ni él mismo

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podría estar seguro.

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SEXTA PARTE

Y así se venga el torbellino del tiempo.

SHAKESPEARE, La noche de Reyes.

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T

Capítulo 54

NEWPORT (RHODE ISLAND), 1925

res semanas después de supublicación en el London DailyExpress, la historia de

Hargreaves aparecía reimpresa en elNew York Times , como una curiosidad,enterrada en las críticas de arte. Alaparecer, como lo hizo, casi quince añosdespués del sensacional robo, el artículono causó gran revuelo, aunque sí sepercató del mismo el secretario

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financiero de mister Joshua Hart, que selo leyó a su patrono.

Hart estaba sentado en el asiento demimbre de su silla de ruedas, colocadafrente al caballete en su estrecho estudioal fondo de su galería subterránea. A lossetenta y cinco años, podíaconfundírsele con facilidad con unhombre diez años mayor. Paralizado dela cintura para abajo a consecuencia delas lesiones prolongadas sufridas en lagran inundación de París, habíamandado construir un ascensor, enrealidad no más que un montaplatosglorificado, para transportarlo al y delestudio. En los años transcurridos desde

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la inundación, su mente había idodeteriorándose de forma constante yahora dependía de la ayuda de unpequeño ejército de enfermeras ysirvientes que lo atendían lasveinticuatro horas del día.

Seguía convencido de dos cosas:había tenido en sus manos —aunquesolo durante un tiempo trágicamentecorto— la mayor obra maestra de todoslos tiempos, y, aunque nunca volviera aecharle la vista encima, le seguíaperteneciendo a él y solo a él. Y ahoratenía la satisfacción de saber, de una vezpor todas, que el marqués de Valfierno—el hombre que había osado engañarlo

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— estaba muerto. Siempre habíaesperado que hubiera sucumbidoahogado, pero nunca tuvo ningunaprueba. Ahora, el artículo del periódicoconfirmaba que, aunque Valfiernosobreviviera a la inundación, acabó susdías en la indigencia, agotado yestragado por una vida de pecado ymentiras.

El artículo no hacía mención de laparte que Hart había desempeñado en elasunto. Los abogados del London DailyExpress se habían puesto en contactocon el secretario financiero de Hart yllegaron rápidamente a un acuerdo quegarantizaba una discreción completa al

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respecto. La historia sí mencionaba quela compañera de Valfierno —a la que sealudía en el artículo como Ellen Stokes— se había ahogado en la inundación.Hart sintió un deje de inesperadoremordimiento. El sentimiento se apagórápidamente, reemplazado por el alivio.Siempre había temido que ella pudieratener la tentación de utilizar contra élsus conocimientos de sus diversasoperaciones de negocios pocoescrupulosas, por no hablar de lasrelacionadas con el arte. Además, teníabien merecido lo que le ocurrió. Durantemuchos años, había gastado grancantidad de dinero en detectives

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privados, tratando de cazar tanto aValfierno como a Ellen. Ya nonecesitaría sus servicios nunca más.

En estas fechas, Hart contemplaba sucolección solo mientras lo empujaban ensu silla de ruedas en su ir y venir al ydel diminuto estudio al fondo de lagalería. En esta estancia era dondepasaba la mayor parte del tiempo.

Levantó el pincel y añadió másdetalles al árbol de la pintura. Habíaestado trabajando en él durante variosmeses, ¿o eran años? Los árboles quehabía pintado eran tan realistas queparecía que sus ramas se balanceaban ala suave brisa que atravesaba el paisaje

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imaginado. La luz de un solresplandeciente tostaba las oscilanteshojas, reflejándose en un cielo azul,emplumado con tenues nubes. Unafamilia —madre, padre e hijo— estabadándose las manos en corro sobre lasuave pendiente de la falda de unacolina.

La puerta que estaba detrás de Hartse abrió y Joseph —un hombre grandecuya piel negra como el carbóncontrastaba con su inmaculado uniformeblanco— se acercó a la silla de ruedas.Era el único de los ayudantes autorizadopara entrar en la galería.

—¿Está bien, señor? —preguntó

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Joseph, observando el sudor quebrillaba en el rostro de su patrono—.Hace mucho calor aquí abajo. Quizá seahora de que lo lleve arriba.

Joshua Hart habló con voz fina yáspera:

—Joseph, ¿qué piensas de esto?Joseph miró el lienzo que estaba

sobre el caballete. Vio una mezclaimposible de colores y unas formas sinsentido desparramadas al azar por ellienzo, como de un niño pequeño. Unoschorritos de pintura habían saltado delborde del caballete, formando manchassecas en el suelo. En realidad, un niñopodría haber hecho algo mejor que crear

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este batiburrillo, un batiburrillo queparecía empeorar día a día.

—Es realmente bello, mister Hart.Realmente bonito.

—¿Ves los árboles, el cielo, el sol,Joseph?

—Bueno, naturalmente.—¿Ves la familia?—Una familia verdaderamente

bonita, mister Hart. Es la pintura másbonita que he visto nunca, y eso es así.

Hart gruñó, cansándose ya delesfuerzo que le suponía hablar.

—Es hora de subir, señor.Joseph retiró suavemente el pincel

de la mano de Hart y lo metió en un tarro

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lleno de agua sucia. Soltó el freno de lasilla de ruedas y la giró, maniobrandopara salir de la estancia.

—Quizá debería encender algunasluces más aquí abajo, señor —dijoJoseph mientras empujaba la silla deruedas a través de la galería débilmenteiluminada—. Así podría ver todas estasbellas pinturas.

Hart no respondió. Mantenía la vistafija en el suelo, sin levantarla nunca.

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C

Capítulo 55

PARÍS, 1925

inco meses después de lapublicación del artículo delLondon Daily Express sobre el

robo de la Mona Lisa, diecisietehombres, incómodos por el calor en suscuellos almidonados y sus ternos,estaban sentados en tres filas de sillaselegantemente labradas en el salón delúltimo piso del hotel Athénée. Suimpaciencia había ido aumentando

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mientras esperaban sometidos alopresivo calor veraniego, de maneraque, cuando por fin se abrió la puerta yun caballero bien vestido de unoscincuenta y tantos años entró en el salón,lo recibieron con un murmullo deexcitada anticipación. Con un séquito dedos hombres y dos mujeres, el hombremayor, cuyo cabello gris acero flotabahacia atrás como la estela de un buque,se acercó a grandes zancadas a un juegode pesadas cortinas colgadas ante ungran ventanal y levantó las manos enseñal de silencio.

—Soy Victor Lustig —comenzó—, yles ruego me disculpen por haberles

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hecho esperar. Mis colaboradores y yose lo agradecemos de todo corazón y lespuedo asegurar que la paciencia de, almenos, uno de ustedes será bienrecompensada.

Sus colaboradores se sentaron enunas sillas dispuestas en una fila, detrásde él.

—Ustedes han sido cuidadosamenteseleccionados —continuó Lustig—como el afortunado grupo que tendrá elprivilegio de pujar por esta oportunidadúnica en la vida. Ustedes se handistinguido entre los empresarios másexitosos y más sagaces de su singular ynoble profesión.

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Era patente que los hombres nocabían en sí de orgullo.

—Como extraordinarios vendedoresde chatarra, han alcanzado su posiciónentre la élite de los auténticos líderes dela Tercera República. Pero nadie los hapreparado para el monumental encargoque el más audaz de ustedes tendrá queemprender ahora.

Hizo una seña con la cabeza a una desus colaboradoras. Ella se levantó, seacercó a las cortinas y asió un gruesocordón que colgaba.

—El esfuerzo requerido serámonumental —continuó—, pero losbeneficios que se consigan han

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pertenecido hasta ahora al terreno de lossueños, porque quien puje más alto enlos próximos minutos tendrá eldistinguido honor de desmontar comochatarra el mayor engendroarquitectónico creado nunca por elhombre…

Algunos de los hombres del públicose inclinaron hacia delante, con los ojosabiertos de par en par por susexpectativas.

—… esa odiosa columna de metalatornillado…

Un zumbido de cuchicheos, como elruido de abejas privadas de néctar, seelevó de entre los reunidos.

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—… esa monstruosa construcción…La colaboradora joven todavía

sentada dejó escapar una sonrisitainfantil que cortó en seco el codazo deljoven que estaba a su lado.

—… ese esqueleto gigante ymalhadado… ese horroroso espárragode hierro…

Cuando su discurso in crescendollegaba a su máximo, Valfierno sevolvió a Ellen y le hizo una leveinclinación de cabeza. Con un tirón,abrió los dos pesados cortinajes,bañando en luz el salón y revelando unaperfecta visión a través del Sena. La vozde Valfierno se elevó en un clímax:

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—La Tour Eiffel!Un grito ahogado se elevó del

público. Émile, Julia y Peruggia sepusieron en pie y empezaron a aplaudir.En ese mismo momento, los hombresrompieron en una ovación, saltandocomo marionetas movidas por cuerdasocultas en el techo.

Ellen y Valfierno intercambiaronsonrisas triunfantes con los hombresque, con todas las cautelas hechasañicos por la representación deValfierno, gritaban sus frenéticasofertas.

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S

Epílogo

GIVERNY, 1937

i un hombre es capaz de morir desoledad, esa es la fatalidad que lesucedió al agricultor llamado

Girard. Su esposa, Claire, habíafallecido repentinamente un año antes;en un minuto estaba ocupándose de sujardín, detrás de la casa, y al siguientese había ido para siempre. Con ella, sellevó el corazón y el alma de Girard,dejando tras de sí a un hombre tan

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hundido y frágil como un troncoputrefacto.

Las cosas que ella dejó en la casa delabranza proporcionaban ciertascomodidades al principio, pero prontose convirtieron en dolorososrecordatorios y él fue retirándolasmetódicamente para no verlas. Guardólas figuritas que tanto le habían gustadoen cajas colocadas al fondo de oscurosarmarios; reunió y empaquetó toda suropa y la llevó a la iglesia para que ladistribuyeran a los pobres; incluso ladecorativa fuente en la que conservabalos tomates y las peras frescos fuerelegada a un oscuro rincón de la

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despensa.Y después estaba la pintura, la que

le había regalado por su cumpleaños,hacía ya muchos años. Ella la habíaconsiderado como un tesoro, por encimade todo lo demás que poseía. Durantecuarenta y cuatro años había adornado larepisa de la chimenea. Todas las noches,cuando se sentaba a hacer punto delantedel fuego, levantaba de vez en cuando lamirada y sonreía. Girard había vistoincluso cierto parecido entre su esposa yla mujer de la pared. Naturalmente, lamujer no envejecía, nunca sufrió losestragos del tiempo, mientras que elrostro de su esposa mostraba con

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demasiada claridad la dureza de la vidaconyugal con un simple campesino. Sololos ojos de Claire nunca parecieronenvejecer. Como los de la mujer de lapintura, siguieron siendo claros, bienenfocados y bondadosos hasta el final.

Por eso, cuando llegó el día en queya no pudo soportar aquellos ojos, retiróla pintura, la llevó a uno de los granerosy la dejó en un estante del mismo.

Después de eso, cada noche, antesde dejar reposar su cabeza en laalmohada, musitaba solo una oración,rogando que nunca volviera adespertarse sino que, en cambio, pudieraunirse con su amada Claire en el Reino

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del Padre. Y una noche, hacía unospocos días, sus oraciones habían sidopor fin escuchadas.

Monsieur Pilon, el juez municipal,cerró la puerta de la casa de labranza,puso un candado en la cerradura reciéninstalada y lo cerró con llave. Girard, elagricultor que fuera propietario de lacasa, no tenía hijos y, de acuerdo con lainformación que monsieur Pilon pudoreunir, carecía de parientes vivos. Lacasa de labranza permanecería cerradahasta que pudiese resolverse lasucesión. Para empeorar las cosas,aquel era un mal momento para estascuestiones. Hacía unos meses que

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corrían rumores de una próxima guerra ynadie se atrevía a vaticinar lo quetraería el futuro. Lo único que sabíaPilon era que él ya había hecho lo suyoen la guerra anterior. Que los jóvenes selas arreglaran ahora.

Pilon regresó a su coche, tirándosedel cuello de la camisa porque el calordel día perduraba aun ahora que el soldescendía al oeste. Cuando llegó hastael picaporte, el graznido chillón de uncuervo le hizo volverse hacia el granero.Silueteados contra el sol de la caída dela tarde, una línea de grandes avesnegras adornaba el caballete del tejadocomo si esperaran pacientemente a

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tomar posesión de la casa. Enjugándoseel sudor de la frente con la manga de lachaqueta, Pilon subió al coche, apretó elbotón de arranque y se marchó.

En cuanto desapareció el gemido delmotor del coche, los cuervos levantaronel vuelo desde el caballete del tejadodel granero y se dirigieron a los camposa aprovechar la cosecha olvidada. Peroun ave solitaria rompió el orden,posándose en el umbral del graneroabierto. Pequeñas nubes de polvomezcladas con partículas de heno secose elevaron del suelo del graneromientras el cuervo saltaba en busca dealgún insecto o ratón muerto. El sonido

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de algo que raspaba en la oscuridaddetuvo en seco al ave, que se quedóquieta como una estatua. La cabeza de lacriatura se movió de un lado a otro, enalerta ante el peligro. Un movimientosobre la pared llamó su atención. Undelgado rayo de luz solar habíaatravesado una hendidura lateral e ibaserpenteando lentamente por lasplanchas de madera.

Reflejándose como puntitos blancosen los ojos negros del cuervo, la luz semovió a través de un parche de piel,revelando otros dos ojos que mirabandirectamente al ave como un depredadorque esperara en la oscuridad. Otro

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sonido de raspadura procedente delrincón movió al ave a la acción.Graznando a lo loco, el ave movió susalas y, en una nube de polvo, escapó porla puerta del granero al encuentro de lanoche.

En la pared, el rayo de luz se moviólentamente entre los ojos, pasando poruna larga nariz aguileña a los labiosfruncidos en una paciente y eternamentedivertida sonrisa.

En menos de un minuto, la luz habíapasado, velando una vez más el rostrocon la oscuridad.

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ENota del autor

L retrato de Mona Lisa deLeonardo da Vinci —conocido en Francia como La

Joconde y en Italia como LaGioconda— fue robado del museo delLouvre en 1911 de manera similar a larelatada en esta novela. Dos años mástarde, un italiano de nombre VincenzoPeruggia trató de devolverla a Italia.Fue detenido por su acción. En 1925,apareció un artículo en el SaturdayEvening Post que decía ser unaentrevista con un tal Eduardo deValfierno, autoproclamado estafador que

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afirmaba haber sido el cerebro del roboen el contexto de un elaborado plan defalsificación. El artista de fama mundialcon el que me he tomado inexcusableslibertades fue, en realidad, interrogadopor la policía en relación con el robo.Jean Lépine era el prefecto de policía enla época de este relato. Todos los demáspersonajes son en su totalidad productode mi imaginación.

En la primera mitad del siglo XX, elrío Sena desbordó sus famosas orillas,inundando calles, estaciones de metro ydejando sin hogar a millares deparisienses. L’inondation de Paris tuvolugar, realmente, en 1910, un año antes

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del robo de la Mona Lisa. Confío en queel lector me perdone por atrasar esehecho histórico a efectos dramáticos.

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UAgradecimientos

NA novela, como un hijo,necesita gente a sualrededor. En orden

cronológico por sus aportaciones a estelibro, tengo que manifestar miagradecimiento a Paul Samuel Dolman,por leer la encarnación primigenia comoguion cinematográfico, y de cuyoestímulo siempre pude depender; JulieBarr McClure, por escuchar mi historiaantes de que se hubiese escrito una solapalabra; Cody Morton, Toni Henderson,Beverly Morton, Jim Herbert y PeterDergee, por ser unos primeros lectores

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intrépidos y facilitarme retroinformacióny sugerencias de incalculable valor; JillSpence, por prestar sus oídos a lalectura final; Marie Bozzetti-Engstrom,por estar dispuesta a ser mi primeraeditora y por todos los desayunos enBongo Java; Gretchen Stelter, por susincisivas sugerencias editoriales; miagente en la Victoria Sanders Agency,Bernadette Baker-Baughman, por suconfianza en mí y su tenacidad; todo elequipo de St. Martin’s Press por sushabilidades profesionales, y mi editoraen Minotaur Books, Nichole Argyres,por su brillante dirección editorial y suinfatigable apoyo.

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Toda persona interesada en leer másacerca de los lugares y acontecimientospresentados en este libro deben pensaren los siguientes libros, que me fueronextremadamente útiles en miinvestigación: Paris Then and Now, dePeter y Oriel Caine; Becoming MonaLisa: The Making of a Global Icon, deDonald Sarason; Paris: Memoires ofTimes Past with 75 Paintings byMortimer Menpes, de Solange Hando,Colin Inman, Florence Besson y RobertaJaulhaber-Razafy, y Paris Under Water:How the City of Light Survived theGreat Flood of 1910, de Jeffrey H.Jackson.

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Notas

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[1] Una pasión violenta y súbita. (N. del T.

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[2] En español en el original. (N. del T.) <<

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[3] En español en el original. (N. del T.).

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[4] En español en el original. (N. del T.).

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[5] En español en el original. (N. del T.).

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[6] En español en el original. (N. del T.) <<

Page 1093: El robo de la mona lisa   carson morton

[7] En español en el original. (N. del T.).

Page 1094: El robo de la mona lisa   carson morton

[8] En español en el original. (N. del T.).

Page 1095: El robo de la mona lisa   carson morton

[9] En español en el original. (N. del T.).

Page 1096: El robo de la mona lisa   carson morton

[10] En español en el original. (N. del T.).

Page 1097: El robo de la mona lisa   carson morton

[11] En español en el original. (N. del T.).

Page 1098: El robo de la mona lisa   carson morton

[12] En español en el original. (N. del T.).

Page 1099: El robo de la mona lisa   carson morton

[13] En español en el original. (N. del T.).

Page 1100: El robo de la mona lisa   carson morton

[14] En español en el original. (N. del T.).

Page 1101: El robo de la mona lisa   carson morton

[15] En español en el original. (N. del T.).

Page 1102: El robo de la mona lisa   carson morton

[16] En español en el original. (N. del T.).

Page 1103: El robo de la mona lisa   carson morton

[17] En español en el original. (N. del T.).

Page 1104: El robo de la mona lisa   carson morton

[18] En español en el original. (N. del T.).

Page 1105: El robo de la mona lisa   carson morton

[19] En español en el original. (N. del T.).

Page 1106: El robo de la mona lisa   carson morton

[20] En español en el original. (N. del T.).

Page 1107: El robo de la mona lisa   carson morton

[21] En español en el original. (N. del T.).

Page 1108: El robo de la mona lisa   carson morton

[22] En español en el original. (N. del T.).

Page 1109: El robo de la mona lisa   carson morton

[23] En español en el original. (N. del T.).

Page 1110: El robo de la mona lisa   carson morton

[24] En español en el original. (N. del T.).

Page 1111: El robo de la mona lisa   carson morton

[25] En español en el original. (N. del T.).

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[26] En español en el original. (N. del T.).

Page 1113: El robo de la mona lisa   carson morton

[27] En español en el original. (N. del T.).

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[28] En español en el original. (N. del T.).

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[29] En español en el original. (N. del T.).

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[30] En español en el original. (N. del T.).

Page 1117: El robo de la mona lisa   carson morton

[31] En español en el original. (N. del T.).

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[32] En español en el original. (N. del T.).

Page 1119: El robo de la mona lisa   carson morton

[33] En español en el original. (N. del T.).

Page 1120: El robo de la mona lisa   carson morton

[34] En español en el original. (N. del T.).

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[35] En español en el original. (N. del T.).

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[36] Cofia formada por un gorro de cierta profundidad,con una especie de barboquejo y unas como aletas quecaen sobre la nuca. Típica de Bretaña. (N. del T.

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[37] En francés en el original. La palabra no tiene unatraducción precisa al castellano. Literalmente sería“semimundana”, que puede interpretarse, en la práctica,como una “querida”. El término francés se deriva deltítulo de una obra de Alejandro Dumas, hijo: monde, publicada en 1885, refiriéndose al «mundo delas mujeres venidas a menos [socialmente]», adiferencia de las cortesanas. Sin embargo, el national de ressources textuelles et lexicalesindica que en el uso de la palabra no se hace nunca esadistinción. (N. del T.). <<

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[38] Barcos turísticos que recorren varios tramos delSena dentro de París. Bateaux Mouchesregistrada de la Compagnie des Bateaux-Mouchesempresa más conocida dedicada a estos viajes. Porextensión, la denominación se aplica a todos. (<<

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[39] El encantador en putrefacción. (N. del T.

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[40] Taza de café fuerte: petit café, expresshabitual, petit noir. (N. del T.). <<

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[41] En francés en el original. Pequeño estanque. (T.). <<

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[42] En francés en el original. Significa “bata”,“guardapolvos”. (N. del T.). <<

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[43] Prostitutas. (N. del T.). <<

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[44] Brique significa “ladrillo” en francés. (

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[45] Obsesión. (N. del T.). <<

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[46] Café solo. (N. del T.). <<

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[47] Bollo ligero típico de París. (N. del T.

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[48] En el original: “mi querida”, en español. Al resultaruna expresión extraña, se ha modificado como apareceen el texto. (N. del T.). <<

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[49] Cimarrone en el original. (N. del T.).

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[50] En español en el original. (N. del T.)

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[51] Panadería. (N. del T.). <<

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[52] Prohibido el paso. (N. del T.). <<

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[53] Modistillas llegadas a París que terminabanganándose la vida como prostitutas. (N. del T.

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[54] Ciclón extratropical que se desarrolla a lo largo dela costa oriental de los EE.UU. a causa de lasdiferencias de temperatura y humedad entre la corrientede aire frío procedente de Canadá y el aire caliente delAtlántico. (N. del T.) <<

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[55] En español en el original. (N. del T.).

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[56] Variante italiana del cruasán. (N. del T.

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[57] Grandes almacenes. (N. del T.). <<

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[58] En español en el original. (N. del T.).

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[59] Denominación coloquial de los agentes de policíauniformados. (N. del T.). <<

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[60] Gabarras. (N. del T.). <<

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[61] Palacetes particulares. (N. del T.). <<

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[62] Tiendas de antigüedades. (N. del T.).

Page 1149: El robo de la mona lisa   carson morton

[63] Pequeñas aceras. (N. del T.). <<