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Infierno dan brown

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En sus bestsellers internacionales Elcódigo Da Vinci, Ángeles ydemonios y El símbolo perdido, DanBrown aunó con maestría historia,arte, códigos y símbolos. En sufascinante nuevo thriller, Inferno,Brown recupera su esencia con sunovela más ambiciosa hasta lafecha. En el corazón de Italia, elcatedrático de Simbología deHarvard Robert Langdon se vearrastrado a un mundo terroríficocentrado en una de las obrasmaestras de la Literatura másimperecederas y misteriosas de la

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Historia: el Infierno de Dante. Coneste telón de fondo, Langdon seenfrenta a un adversarioescalofriante y lidia con un acertijoingenioso en un escenario de arteclásico, pasadizos secretos y cienciafuturista. Apoyándose en el oscuropoema épico de Dante, Langdon,en una carrera contrarreloj, buscarespuestas y personas de confianzaantes de que el mundo cambieirrevocablemente.

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Dan Brown

InfernoRobert Langdon - 4

ePUB v1.2Elv y s 18.5. 13

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Dan Brown, 2013Traducción: Aleix Montoto, 2013Diseño portada: Johannes WiebelGráficos: “Special Report: How OurEconomy Is Killing the Earth” (NewScientist, 16/10/08)

Editor original: Elvys (v1.0 a v1.2)ePub base v2.1

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Para mis padres…

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Los lugares más oscuros delinfierno están reservados para

aquellos que mantienen suneutralidad en épocas de crisis

moral.

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LOS HECHOS

Todas las obras de arte, la literatura, laciencia y las referencias históricas queaparecen en esta novela son reales.

El Consorcio es una organizaciónprivada con oficinas en siete países. Elnombre ha sido cambiado por cuestionesde seguridad y de privacidad.

Inferno es el averno tal y como sedescribe en la Divina Comedia, el

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poema épico de Dante Alighieri, queretrata el infierno como un reinoaltamente estructurado y poblado porentidades conocidas como «sombras»,almas sin cuerpo atrapadas entre la viday la muerte.

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PRÓLOGO

Yo soy la Sombra.A través de la ciudad doliente,

huyo.A través de la desdicha eterna, me

fugo.Por la orilla del río Arno, avanzo

con dificultad, casi sin aliento… tuerzoa la izquierda por la via dei Castellani yenfilo hacia el norte, escondido bajo lassombras de los Uffizi.

Pero siguen detrás de mí.

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Sus pasos se oyen cada vez másfuertes, me persiguen con implacabledeterminación.

Hace años que me acosan. Supersistencia me ha mantenido en laclandestinidad…, obligándome a viviren un purgatorio…, a trabajar bajo tierracual monstruo ctónico.

Yo soy la Sombra.Ahora, en la superficie, levanto la

vista hacia el norte, pero soy incapaz deencontrar un camino que me llevedirecto a la salvación…, pues losApeninos me impiden ver las primerasluces del amanecer.

Paso por detrás del palazzo con su

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torre almenada y su reloj con una solaaguja…; me abro paso entre losprimeros vendedores de la piazza di SanFirenze, con sus roncas voces y sualiento a lampredotto y a aceitunas alhorno. Tras pasar por delante delBargello, me dirijo hacia el oeste endirección a la torre de la Badia y llego ala verja de hierro que hay en la base dela escalera.

Aquí ya no hay lugar para lasdudas.

Abro la puerta y me adentro en elcorredor a partir del cual —lo sé— yano hay vuelta atrás. Obligo a mispesadas piernas a subir la estrecha

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escalera… cuya espiral asciende ensuaves escalones de mármol, gastados yllenos de hoyos.

Las voces resuenan en los pisosinferiores. Implorantes.

Siguen detrás de mí, implacables,cada vez más cerca.

No comprenden lo que va a tenerlugar… ¡Ni lo que he hecho por ellos!

¡Tierra ingrata!Mientras voy subiendo, acuden a mi

mente las visiones…, los cuerposlujuriosos retorciéndose bajo latempestad, las almas glotonas flotandoen excrementos, los villanos traidorescongelados en la helada garra de Satán.

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Asciendo los últimos escalones yllego a lo alto. Tambaleándome y mediomuerto, salgo al aire húmedo de lamañana. Corro hacia la muralla, que mellega a la altura de la cabeza, y miro porsus aberturas. Abajo veo labienaventurada ciudad que heconvertido en mi santuario frente aaquellos que me han exiliado.

Las voces gritan, están cada vez máscerca.

—¡Lo que has hecho es una locura!La locura engendra locura.—¡Por el amor de Dios! —exclaman

—, ¡dinos dónde lo has escondido!Precisamente por el amor de Dios,

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no lo haré.Estoy acorralado, tengo la espalda

pegada a la fría piedra. Miran en lo máshondo de mis ojos verdes y susexpresiones se oscurecen. Ya no sonaduladoras, sino amenazantes.

—Sabes que tenemos nuestrosmétodos. Podemos obligarte a que nosdigas dónde está.

Por eso he ascendido a mediocamino del cielo.

De repente me doy la vuelta,extiendo los brazos y me encaramo a lacornisa alta con los dedos, y me alzosobre ella primero de rodillas yfinalmente de pie, inestable ante el

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precipicio. Guíame, querido Virgilio, através del vacío.

Sin dar crédito, corren hacia mí eintentan agarrarme de los pies, perotemen que pierda el equilibrio y mecaiga. Ahora suplican con desesperacióncontenida, pero les he dado la espalda.Sé lo que debo hacer.

A mis pies, vertiginosamente lejos,los tejados rojos se extienden como unmar de fuego… iluminando la tierra porla que antaño deambulaban los gigantes:Giotto, Donatello, Brunelleschi, MiguelÁngel, Botticelli.

Acerco los pies al borde.—¡Baja! —gritan—. ¡No es

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demasiado tarde!¡Oh, ignorantes obstinados! ¿Es

que no veis el futuro? ¿No comprendéisel esplendor de mi creación?, ¿sunecesidad?

Con gusto haré este sacrificiofinal…, y con él extinguiré vuestraúltima esperanza de encontrar lo quebuscáis.

Nunca lo encontraréis a tiempo.A cientos de metros bajo mis pies, la

piazza adoquinada me atrae como unplácido oasis. Me gustaría disponer demás tiempo…, pero ése es el único bienque ni siquiera mi vasta fortuna puedeconseguir.

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En estos últimos segundos distingoen la piazza una mirada que mesobresalta.

Veo tu rostro.Me miras desde las sombras. Tus

ojos están tristes y, sin embargo, enellos también advierto admiración porlo que he logrado. Comprendes que notengo alternativa. Por amor a lahumanidad, debo proteger mi obramaestra.

Que incluso ahora siguecreciendo…, a la espera…, bajo lasaguas teñidas de rojo sangre de lalaguna que no refleja las estrellas.

Finalmente, levanto la mirada y

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contemplo el horizonte. Por encima deeste atribulado mundo hago mi últimasúplica.

Querido Dios, rezo para que elmundo recuerde mi nombre, no como elde un pecador monstruoso, sino comoel del glorioso salvador que sabes queen verdad soy. Rezo para que lahumanidad comprenda el legado quedejo tras de mí.

Mi legado es el futuro.Mi legado es la salvación.Mi legado es el Inferno.Tras lo cual, musito mi amén… y

doy mi último paso hacia el abismo.

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Los recuerdos comenzaron a tomarforma lentamente…, como burbujasemergiendo a la superficie desde laoscuridad de un pozo sin fondo.

«Una mujer cubierta con un velo.»Robert Langdon la contemplaba

desde el otro lado de un río cuyasturbulentas aguas estaban teñidas desangre. En la orilla opuesta, la mujerpermanecía de pie, inmóvil, solemne ycon el rostro oculto por un velo. En la

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mano sostenía una cinta tainia que alzóen honor al mar de cadáveres que habíaa sus pies. El olor a muerte se extendíapor todas partes.

«Busca —susurró la mujer—. Yhallarás.»

Langdon escuchó las palabras comosi las hubieran pronunciado en elinterior de su cabeza.

—¡¿Quién eres?! —exclamó, pero suboca no emitió sonido alguno.

«El tiempo se está agotando —susurró ella—. Busca y hallarás.»

Langdon dio un paso hacia el ríopero advirtió que, además de estarteñidas de sangre, sus aguas eran

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demasiado profundas. Cuando volvió aalzar la mirada, los cuerpos que había alos pies de la mujer se habíanmultiplicado. Ahora había cientos, milesquizá. Algunos todavía estaban vivos yse retorcían agonizantes mientras sufríanmuertes terribles e impensables…Consumidos por el fuego, enterrados enheces, devorándose los unos a los otros.Desde la otra orilla del río, Langdonpodía oír sus angustiados gritos desufrimiento.

La mujer dio un paso hacia él yextendió sus delgadas manos como si lepidiera ayuda.

—¡¿Quién eres?! —volvió a gritar

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Langdon.A modo de respuesta, la mujer fue

retirando poco a poco el velo de surostro. Era increíblemente hermosa y,sin embargo, también mayor de lo que élhabía imaginado. Debía de tener más desesenta años, pero su aspecto eramajestuoso y fuerte, como el de unaestatua atemporal. Tenía una mandíbulapoderosa, unos ojos profundos yconmovedores, y un cabello largo yplateado cuyos tirabuzones le caíansobre los hombros. De su cuello colgabaun amuleto de lapislázuli con unaserpiente enroscada alrededor de unbastón.

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Langdon tuvo la sensación de que laconocía…, y de que confiaba en ella.«Pero ¿cómo?, ¿por qué?»

Ella le señaló unas piernas quesalían de la tierra y que pertenecían aalgún pobre desgraciado que había sidoenterrado boca abajo hasta la cintura. Enel pálido muslo del hombre se podía veruna letra escrita en barro: «R.»

«¿Erre? —pensó Langdon,confundido—. De… ¿Robert?»

—Ése soy… ¿yo?El rostro de la mujer permaneció

impasible. «Busca y hallarás», repitió.De repente, comenzó a irradiar una

luz blanca…, cada vez más y más

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brillante. Todo su cuerpo comenzó avibrar intensamente hasta que, con elrugido de un trueno, estalló en milastillas de luz.

Langdon se despertó de golpe,gritando.

Estaba en una habitación que tenía laluz encendida. Solo. Olía a alcoholmedicinal y, en algún lugar, una máquinaemitía un pitido al ritmo de su corazón.Intentó mover el brazo derecho, pero undolor punzante se lo impidió. Bajó lamirada y descubrió que una víaintravenosa colgaba de su antebrazo.

Se le aceleró el pulso, y el pitido delas máquinas también se avivó.

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«¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?»Langdon sentía un dolor intenso y

palpitante en la parte posterior de lacabeza. Con cuidado, levantó el brazolibre y se tocó el cuero cabelludo paraintentar localizar su origen.

Bajo el pelo apelmazado notó lasprotuberancias de una docena o más depuntos recubiertos de sangre seca.

Cerró los ojos e intentó recordar elaccidente.

Nada. Completamente en blanco.«Piensa.»Sólo oscuridad.Un hombre ataviado con un pijama

quirúrgico entró apresuradamente,

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alertado por la aceleración del monitorcardíaco de Langdon. Lucía una barba yun bigote hirsutos y espesos y, bajo unascejas igualmente pobladas, sus amablesojos irradiaban una reflexiva calma.

—¿Q… qué… ha sucedido? —preguntó Langdon—. ¿He sufrido unaccidente?

El hombre de la barba se llevó undedo a los labios indicándole que nohablara y volvió a salir de la habitaciónpara avisar a alguien que se encontrabaen el pasillo.

Langdon volvió la cabeza, pero esemovimiento le provocó una punzada dedolor que se extendió por todo el

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cráneo. Respiró hondo varias veces yesperó a que pasara. Luego,metódicamente y con mucho cuidado,inspeccionó la estéril habitación dehospital.

Sólo había una cama. Ninguna flor.Ninguna tarjeta. Langdon vio su ropasobre un mostrador cercano, doblada enel interior de una bolsa de plásticotransparente. Estaba cubierta de sangre.

«Dios mío. Debe de haber sidograve.»

Langdon volvió la cabeza lentamentehacia la ventana que había junto a lacama. El exterior estaba oscuro. Era denoche. Lo único que podía ver en el

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cristal era su propio reflejo: undesconocido demacrado, pálido yfatigado, cubierto de tubos y cables yrodeado de instrumental médico.

Oyó unas voces en el pasillo y sevolvió hacia la puerta. El médico entróacompañado de una mujer.

Debía de tener unos treinta y pocosaños, iba vestida con un pijamaquirúrgico de color azul y llevaba elpelo rubio recogido en una coleta que sebalanceaba al caminar.

—Soy la doctora Sienna Brooks —dijo al entrar, y sonrió a Langdon—.Esta noche trabajo con el doctorMarconi.

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Langdon asintió levemente.Alta y ágil, la doctora Brooks se

movía con el paso asertivo de una atleta.Incluso vistiendo el holgado uniforme sepodía advertir su esbelta elegancia. Apesar de no llevar maquillaje, su rostroera extremadamente terso, apenasmancillado por un pequeño lunar quetenía justo sobre los labios. Sus ojos, decolor castaño, parecían inusualmentepenetrantes, como si hubieran sidotestigos de profundas experiencias pocohabituales en una persona de su edad.

—El doctor Marconi no hablamucho inglés —dijo, sentándose a sulado—, y me ha pedido que complete su

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formulario de ingreso. —Volvió asonreír.

—Gracias —dijo Langdon con vozronca.

—Muy bien —repuso ella en tonoformal—. ¿Cómo se llama?

Tardó un momento en contestar.—Robert… Langdon.Le iluminó los ojos con una linterna

de bolsillo.—¿Ocupación?Esa información tardó todavía más

en acudir a su mente.—Profesor. Historia del arte… y

simbología. Universidad de Harvard.La doctora Brooks bajó la linterna

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con expresión alarmada. El médico delas cejas pobladas se mostró igualmentesorprendido.

—¿Es… norteamericano?Langdon la miró confundido.—Es sólo que… —vaciló—, cuando

llegó anoche no llevaba encimaidentificación alguna. Como iba vestidocon una americana Harris de tweed yunos mocasines Somerset, supusimosque era inglés.

—Soy estadounidense —le aseguróél, demasiado cansado para explicarlesu preferencia por la ropa de buen corte.

—¿Le duele algo?—La cabeza —respondió Langdon.

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La brillante luz de la linterna no hacíasino empeorar el palpitante dolor quesentía en el cráneo. Afortunadamente, ladoctora se la guardó en el bolsillo yempezó a tomarle el pulso.

—Se ha despertado gritando —dijola mujer—. ¿Recuerda por qué?

La extraña visión de la mujercubierta por el velo y rodeada decuerpos retorciéndose de dolor volvió aacudir a la mente de Langdon. «Busca yhallarás.»

—Estaba teniendo una pesadilla.—¿Sobre?Langdon se lo contó.La expresión de la doctora Brooks

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permaneció impasible mientras tomabanotas en un portapapeles.

—¿Tiene alguna idea de qué puedehaberle provocado una visión tanaterradora?

Langdon hurgó en su memoria yluego negó con la cabeza, que protestócon un martilleo.

—Está bien, señor Langdon —dijoella sin dejar de tomar notas—. Le voy ahacer un par de preguntas rutinarias.¿Qué día de la semana es?

Langdon se lo pensó un momento.—Sábado. Recuerdo estar

caminando por el campus…, me dirigíaa un ciclo vespertino de conferencias y

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luego… Bueno, básicamente, eso estodo lo que recuerdo. ¿Me he caído?

—Ya llegaremos a eso. ¿Sabe dóndeestá?

—¿El Hospital General deMassachusetts? —aventuró él.

La doctora Brooks hizo otraanotación.

—¿Quiere que llamemos a alguien?¿Esposa? ¿Hijos?

—No, a nadie —respondió Langdoninstintivamente. Siempre habíadisfrutado de la soledad y laindependencia que le proporcionaba lavida de soltero que había escogido. Aunasí, debía admitir que, en su situación

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actual, habría preferido tener a alguienconocido a su lado—. Podría llamar aalgún colega, pero no hace falta.

La doctora Brooks terminó y elmédico se acercó. Tras alisarse laspobladas cejas, sacó del bolsillo unapequeña grabadora y se la enseñó a ladoctora Brooks. Ella asintió y se volvióhacia el paciente.

—Señor Langdon, cuando llegóanoche, balbuceaba algo una y otra vez.—Se volvió hacia el doctor Marconi,que alzó la grabadora digital y presionóun botón.

Comenzó a sonar una grabación yLangdon oyó su propia voz mascullando

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repetidamente las mismas palabras eninglés:

—Ve… sorry. Ve… sorry.—Parece que dice «Very sorry.

Very sorry» —dijo la mujer.Langdon estuvo de acuerdo y, sin

embargo, no lo recordaba.La doctora Brooks se lo quedó

mirando con una intensa e inquietantemirada.

—¿Tiene alguna idea de por quéestaba diciendo eso? ¿Hay algo quelamente?

Al hurgar de nuevo en los oscurosrecovecos de su memoria, Langdonvolvió a ver a la mujer cubierta por el

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velo. Estaba en la orilla de un río teñidode sangre y se encontraba rodeada decadáveres. Volvió a percibir el hedor dela muerte.

De repente, le sobrevino unarepentina e instintiva sensación depeligro… No sólo era él quien locorría…, sino el mundo entero. El pitidodel monitor cardíaco se acelerórápidamente. Sus músculos se tensaron eintentó incorporarse.

La doctora Brooks le colocó unamano en el esternón, firme, obligándoloa tumbarse de nuevo. Luego se volvióhacia el doctor y éste se dirigió a unmostrador cercano y comenzó a preparar

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algo.La doctora Brooks se inclinó

entonces hacia Langdon y le susurró:—Señor Langdon, la ansiedad es

común cuando se ha sufrido una lesióncerebral, pero debe mantener laspulsaciones bajas. No se mueva. No seexcite. Quédese tumbado y descanse.Poco a poco recuperará la memoria.

El doctor regresó con unajeringuilla, que entregó a la doctoraBrooks. Ésta inyectó su contenido en lavía intravenosa de Langdon.

—Un sedante suave paratranquilizarle —le explicó—, y tambiénpara aliviar el dolor —se incorporó

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para marcharse—. Se pondrá bien,señor Langdon, procure dormir. Sinecesita alguna cosa, presione el botónque hay en la cabecera de la cama.

La doctora Brooks apagó la luz ysalió de la habitación con el doctor.

En la oscuridad, Langdon sintiócómo la droga se propagaba por sucuerpo casi instantáneamente,arrastrándole de nuevo a ese profundopozo del que había emergido.Resistiéndose, se esforzó en mantenerlos ojos abiertos e intentó incorporarse,pero su cuerpo pesaba como el cemento.

Langdon se dio la vuelta y volvió aencontrarse de cara a la ventana. Como

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ahora las luces estaban apagadas, sureflejo había desaparecido del cristal yhabía sido reemplazado por la silueta deuna ciudad.

En un mar de torres y cúpulas, unafachada iluminada dominaba el campode visión de Langdon. El edificio erauna imponente fortaleza de piedra, conun parapeto dentado y una torrealmenada y con matacán, que se elevabahasta los noventa metros de altura.

Langdon se incorporó de golpe, locual provocó una explosión de dolor ensu cabeza. Haciendo caso omiso alsuplicio palpitante que sentía, se quedómirando la torre.

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Conocía bien esa estructuramedieval.

Era única en el mundo.Lamentablemente, también se

encontraba a seis mil quinientoskilómetros de Massachusetts.

En la calle, oculta entre las sombrasde la via Torregalli, una mujer decomplexión atlética descendió ágilmentede su BMW y comenzó a caminar con laintensidad de una pantera al acecho desu presa. Su mirada era afilada. Elcabello corto, que llevaba de punta,sobresalía por encima del cuello vuelto

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de su traje de motorista. Tras comprobarsu pistola con silenciador, levantó lamirada hacia la ventana de RobertLangdon, cuya luz se acababa de apagar.

Unas horas antes, su misión originalse había malogrado.

«El arrullo de una única paloma loha cambiado todo.»

Ahora tenía que arreglarlo.

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«¿Estoy en Florencia?»Robert Langdon tenía un intenso

dolor de cabeza. Sentado en su cama dehospital, presionó varias veces el botónde ayuda. A pesar de los sedantes que lehabían suministrado, el corazón le latíacon fuerza.

La doctora Brooks entróapresuradamente. Su coleta sebalanceaba de un lado a otro.

—¿Se encuentra bien?

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Langdon negó con la cabeza,desconcertado.

—Estoy en… ¡¿Italia?!—Bien —dijo ella—. Comienza a

recuperar la memoria.—¡No! —Langdon señaló el

imponente edificio que se veía a lolejos, a través de la ventana—. Hereconocido el Palazzo Vecchio.

La doctora Brooks volvió aencender la luz y la silueta de Florenciadesapareció. Luego se acercó a la camay susurró con calma:

—Señor Langdon, no tiene de quépreocuparse. Sufre una ligera amnesia,pero el doctor Marconi ha confirmado

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que sus funciones cerebrales estánintactas.

El doctor de la barba también entróen la habitación. Comprobó el monitorque controlaba el ritmo cardíaco deLangdon mientras la joven doctora ledecía en un italiano rápido y fluido algosobre que Langdon estaba «agitato» trasdescubrir que se encontraba en Italia.

«¿Alterado? —pensó Langdon,enojado—. ¡Más bien estupefacto!»

Una oleada de adrenalina habíaempezado a plantar cara a los sedantes.

—¿Qué me ha sucedido? —inquirió—. ¡¿Qué día es hoy?!

—No pasa nada —dijo ella—. Es la

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madrugada del lunes dieciocho demarzo.

«Lunes.» Langdon obligó a sudolorida mente a revisar las últimasimágenes —frías y oscuras— querecordaba. Caminaba a solas por elcampus de Harvard en dirección a unciclo de conferencias vespertino. «¿Esosucedió hace dos días?» Al intentarrecordar la conferencia o algúnacontecimiento posterior sintió un dolortodavía más agudo. «Nada.» El pitidodel monitor cardíaco se aceleró.

El doctor se rascó la barba y siguiómanipulando el equipo médico mientrasla doctora Brooks se sentaba de nuevo

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junto a Langdon.—Se pondrá bien —le tranquilizó

—. Le hemos diagnosticado una amnesiaretrógrada, algo muy común tras sufrirun traumatismo encefálico. Puede que norecuerde nada de los últimos días opuede tener recuerdos desordenados,pero no parece haber sufrido ningunalesión permanente —se quedó unmomento callada—. ¿Recuerda minombre de pila? Se lo he dicho al entrar.

Langdon lo pensó un momento.—Sienna.«Doctora Sienna Brooks.»Ella sonrió.—¿Lo ve? Ya está creando nuevos

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recuerdos.El dolor que Langdon sentía en la

cabeza era casi insoportable, y su visiónde cerca seguía borrosa.

—¿Q… qué… ha sucedido? ¿Cómohe llegado aquí?

—Creo que debería descansar yquizá…

—¡¿Cómo he llegado aquí?! —exigió. El monitor cardíaco se acelerótodavía más.

—Está bien. Respire hondo —dijola doctora Brooks al tiempo queintercambiaba una mirada de inquietudcon su colega—. Se lo diré. —El tonode su voz se volvió más serio—. Señor

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Langdon, hace tres horas ha aparecidoen urgencias tambaleándose ysangrando, con una herida en la cabeza,y se ha desplomado. Nadie tenía ni ideade quién era usted o cómo había llegadohasta aquí. Mascullaba palabras eninglés, así que el doctor Marconi me hapedido que le echara una mano. Soyinglesa. He venido a trabajar un año aItalia.

Langdon tenía la sensación dehaberse despertado dentro de un cuadrode Max Ernst. «¿Qué diantre estoyhaciendo en Italia?» Normalmente, élsolía ir en junio con motivo de algunaconferencia de arte, pero estaban en

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marzo.En ese momento notó el efecto de los

sedantes. Tuvo la sensación de que lagravedad de la tierra aumentaba sufuerza por momentos y tiraba de él haciael colchón. Intentó resistirse alzando lacabeza, y se esforzó por permaneceralerta.

La doctora Brooks se inclinó sobreél como lo haría un ángel.

—Por favor, señor Langdon —susurró—. Las primeras veinticuatrohoras tras sufrir un traumatismoencefálico son muy delicadas. Debedescansar o su situación podríaempeorar.

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Una voz sonó en el intercomunicadorde la habitación.

—Doctor Marconi?El doctor presionó un botón que

había en la pared y respondió.—Sì?La voz del intercomunicador dijo

algo en italiano. Langdon no lo entendió,pero sí captó la mirada de sorpresa queintercambiaron los dos médicos. «¿O hasido de alarma?»

—Un minuto —respondió Marconi,poniendo fin a la conversación.

—¿Qué sucede? —preguntóLangdon.

La doctora Brooks frunció

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ligeramente el ceño.—Era la recepcionista de la UCI.

Alguien ha venido a visitarle.Un rayo de esperanza se abrió paso

a través del embotamiento que sentíaLangdon.

—¡Eso son buenas noticias! Puedeque esta persona sepa qué me haocurrido.

Ella no parecía estar tan segura.—Es extraño que haya venido

alguien a verle. No teníamos su nombre,y todavía no lo hemos registrado en elsistema.

Langdon intentó combatir el efectode los sedantes y se incorporó como

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pudo en la cama.—¡Si sabe que estoy aquí tiene que

saber qué me ha pasado!La doctora Brooks se volvió hacia el

doctor Marconi, que inmediatamentenegó con la cabeza y le dio unosgolpecitos al reloj. Ella se volvió otravez hacia Langdon.

—Ésta es la unidad de cuidadosintensivos —explicó—. Nadie podráentrar, como muy pronto, hasta las nuevede la mañana. El doctor Marconi saldráa ver quién es el visitante y qué quiere.

—¿Y qué hay de lo que yo quiero?—reclamó Langdon.

La doctora Brooks sonrió con gesto

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paciente, se acercó a él y, bajando eltono de voz, dijo:

—Señor Langdon, hay cosas sobrelo que le pasó anoche que no sabe… Yantes de que hable con nadie, creo quees justo que esté al tanto de todas lascircunstancias. Lo lamento, pero no creoque se encuentre suficientemente bienpara…

—¡¿Qué circunstancias?! —preguntóen seguida Langdon, e intentóincorporarse. Sintió la punzada de la víaintravenosa y tuvo la sensación de quesu cuerpo pesaba varios cientos de kilos—. Lo único que sé es que estoy en unhospital de Florencia y que he llegado

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repitiendo las palabras «very sorry…».—Entonces se le ocurrió unaposibilidad terrible—. ¿Acaso he sidoresponsable de un accidente de tráfico?¡¿He herido a alguien?!

—No, no —dijo ella—. No lo creo.—¿Entonces qué? —insistió

Langdon, mientras observaba con furia aambos doctores—. ¡Tengo derecho asaber qué está pasando!

Hubo un largo silencio. Finalmente,el doctor Marconi hizo un gesto deasentimiento a su atractiva colega,aunque su rostro mostraba serias dudasal respecto. La doctora Brooks suspiró yse acercó a la cama.

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—Está bien, deje que le cuente loque sé… Pero procure permanecer encalma, ¿de acuerdo?

Langdon asintió. El movimiento decabeza le provocó una punzada de dolorque se extendió por todo su cráneo. Loignoró, sediento como estaba derespuestas.

—En primer lugar…, la herida de sucabeza no ha sido causada por unaccidente de tráfico.

—Bueno, eso es un alivio.—En realidad, no. Su herida la ha

producido una bala.El pitido del monitor cardíaco de

Langdon se aceleró.

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—¿Cómo dice?La doctora Brooks hablaba

rápidamente pero con firmeza.—Una bala le ha rozado la parte

superior del cráneo y le ha provocadouna contusión. Tiene mucha suerte deestar vivo. Un centímetro más abajo y…—Negó con la cabeza.

Langdon se la quedó mirando,incrédulo. «¿Alguien me ha disparado?»

Se oyeron unos gritos en el pasillo.Parecía como si la persona que habíaido a visitar a Langdon no quisieraesperar. Acto seguido, el profesor oyóel ruido de una pesada puerta al abrirse,al final del pasillo. Y, a continuación,

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vio la silueta de alguien que seacercaba.

Se trataba de una mujer vestida porcompleto en cuero negro. Era atlética yfuerte, y tenía el cabello oscuro y enpunta. Se movía con agilidad, como sisus pies no tocaran el suelo, y se dirigíadirectamente hacia la habitación deLangdon.

Sin vacilar, el doctor Marconi salióal pasillo para cerrarle el paso.

—Ferma! —ordenó el hombre, yalzó la palma de la mano como unpolicía.

Sin detenerse, la desconocida sacóuna pistola con silenciador, apuntó al

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pecho del doctor Marconi y disparó.Se oyó un sonido agudo y sordo.Langdon observó horrorizado cómo

el doctor Marconi retrocedía unos pasosy caía al suelo con las manos en elpecho. Una mancha roja comenzó aextenderse por su bata blanca.

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A ocho kilómetros de la costa de Italia,el Mendacium, un yate de lujo de setentametros de eslora, avanzaba a través dela niebla que se elevaba al amanecerentre las suaves olas del Adriático. Elsigiloso casco del barco era de colorgris metálico, lo cual le proporcionabauna distintiva y poco acogedoraapariencia militar.

Valorado en más de trescientosmillones de dólares, el navío contaba

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con todos los lujos: spa, piscina, cine,submarino y helipuerto. Lascomodidades del barco, sin embargo,carecían de interés para el dueño, que sehabía hecho con el yate cinco años atráse inmediatamente hizo desmantelar lamayoría de espacios para instalar en sulugar un centro de mando electrónico decategoría militar.

Conectada a tres satélites propios,así como a una serie de repetidoresterrestres, la sala de control delMendacium contaba con un personal decasi veinticuatro personas entretécnicos, analistas y coordinadores deoperaciones, que vivían a bordo y

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permanecían siempre en contacto conlos diversos centros de operacionesterrestres de la organización.

La seguridad del barco incluía unapequeña unidad de soldados conpreparación militar, dos sistemas dedetección de misiles y un arsenal quecontaba con las armas másrecientemente desarrolladas. El resto depersonal de apoyo (cocineros, limpiezay servicio) elevaba el total de latripulación a más de cuarenta personas.El Mendacium era, a todos los efectos,una oficina móvil desde la cual elpropietario dirigía su imperio.

Éste era un hombre pequeño y

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delgado, de piel bronceada y ojoshundidos, al que sus empleadosconocían como «preboste». Su físicopoco imponente y su personalidaddirecta parecían perfectos para alguienque había hecho una vasta fortunaproporcionando un menú privado deservicios muy codiciados en los oscuroslímites de la legalidad.

Le habían llamado muchas cosas:mercenario sin alma, facilitador delpecado, posibilitador del diablo…, perono era nada de eso. El prebostesimplemente proporcionaba laoportunidad de llevar a cabo, sinconsecuencias, las ambiciones y deseos

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de sus clientes; que la naturaleza de lahumanidad fuera pecaminosa no eraproblema suyo.

A pesar de los detractores y susobjeciones éticas, la brújula moral delpreboste era una estrella fija. Habíaconstruido su reputación —y la delmismo Consorcio— en base a dos reglasdoradas:

No hacer nunca una promesa que nopudiera mantener.

Y no mentir nunca a un cliente.Nunca.En su carrera profesional, el

preboste no había roto ninguna promesani había renunciado a un acuerdo hecho.

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Su palabra era sagrada, una garantíaabsoluta, y si bien había algunoscontratos que lamentaba haber realizado,echarse atrás era una opción que nocontemplaba.

Esa mañana, al salir al balcónprivado de su camarote, el prebostemiró el mar revuelto e intentó alejar lainquietud que sentía en sus adentros.

«Las decisiones del pasadodeterminan nuestro presente.»

Las elecciones que el preboste habíahecho en el pasado le permitían lidiarcasi con cualquier asunto, por delicadoque fuera, y salir siempre victorioso.Ese día, sin embargo, mientras miraba

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las lejanas luces de la costa italiana, sesentía inusualmente intranquilo.

Un año atrás, en ese mismo yate,había tomado una decisión cuyasramificaciones ahora amenazaban conechar por tierra todo lo que habíaconstruido. «Acepté proporcionarnuestros servicios al hombreequivocado.» Por aquel entonces elpreboste no podía saberlo, pero su errorde cálculo provocaría una tempestad dedesafíos imprevistos y le obligaría arecurrir a algunos de sus mejoresagentes y ordenarles que hicieran «loque fuera necesario» para evitar que subarco se fuera a pique.

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En ese momento, el preboste estabaesperando noticias de un agente enparticular.

«Vayentha», pensó, y visualizó a lafornida especialista del cabello depunta. Vayentha, que hasta esta misiónsiempre le había servido con granprofesionalidad, había cometido unerror catastrófico la noche anterior. Lasúltimas seis horas habían sido un caos,un desesperado intento de retomar elcontrol de la situación.

«Ella asegura que su error fue unacuestión de mala suerte: el inoportunoarrullo de una paloma.»

El preboste, sin embargo, no creía

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en la mala suerte. Todos sus actosbuscaban erradicar la aleatoriedad yevitar el azar. El control era suespecialidad: prever todas lasposibilidades, anticipar cualquierrespuesta y amoldar la realidad alresultado deseado. Tenía un expedienteinmaculado de éxitos y discreción, y conél una impresionante cartera de clientescompuesta por millonarios, políticos,jeques e incluso, también, gobiernosenteros.

Al este, las primeras y débiles lucesdel amanecer habían comenzado aconsumir las estrellas más bajas delhorizonte. De pie en la cubierta, el

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preboste esperaba pacientemente lanoticia de que la misión de Vayenthahabía salido tal y como estaba planeada.

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4

Por un instante, Langdon tuvo lasensación de que el tiempo se habíadetenido.

El doctor Marconi yacía en el suelo,inmóvil y con el pecho ensangrentado.Sobreponiéndose a los sedantes que lehabían inyectado, levantó la miradahacia la asesina, que estaba recorriendolos últimos metros del pasillo endirección a la puerta abierta. Alacercarse al umbral, miró a Langdon y

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levantó el arma… Le apuntabadirectamente a la cabeza.

«Voy a morir —pensó Langdon—.Aquí y ahora.»

El estallido que resonó en lapequeña habitación del hospital fueensordecedor.

Langdon se encogió, convencido deque la mujer le había disparado. Sinembargo, el ruido no lo había provocadoel arma de la asesina sino la puerta alcerrarse de golpe. La doctora Brooks sehabía abalanzado sobre ella antes de quela desconocida disparara.

Con expresión de pánico, la doctorase dio la vuelta y se agachó junto a su

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colega cubierto de sangre, y empezó abuscarle el pulso. El doctor Marconitosió y un pequeño hilo de sangrecomenzó a recorrer su mejilla hasta laespesa barba. Luego se quedó inmóvil.

—Enrico, no! Ti prego! —gritó ladoctora.

Una ráfaga de balas impactó contrael exterior metálico de la puerta, y en elpasillo se oyeron gritos de alarma.

De algún modo, Langdon consiguióponerse en movimiento. El pánico y elinstinto de supervivencia le hicieronsobreponerse al efecto de los sedantes.Al salir de la cama sintió una punzadade dolor en el antebrazo. Por un instante,

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creyó que una bala había atravesado lapuerta y le había alcanzado, pero, albajar la mirada, vio que se había roto lavía intravenosa. El catéter de plásticocolgaba de su antebrazo, y la sangrecaliente comenzaba a recorrer el tubo ensentido inverso.

Langdon se despejó completamente.Agachada junto al cuerpo de

Marconi, la doctora Brooks seguíabuscándole el pulso al tiempo que laslágrimas comenzaban a aflorar a susojos. Como si hubieran accionado uninterruptor en su interior, se puso en piey se volvió hacia Langdon. La expresiónde su rostro había cambiado. Sus

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jóvenes rasgos se habían endurecido yahora transmitían el aplomo de unexperimentado doctor de urgenciashaciendo frente a una crisis.

—Sígame —le ordenó.La doctora Brooks lo agarró por el

brazo y tiró de él. Con paso inestable,Langdon comenzó a recorrer lahabitación mientras en el pasillo seseguían oyendo disparos. Su menteestaba alerta pero a su cuerpo, muydrogado, le costaba reaccionar.«¡Muévete!» Las baldosas del sueloestaban frías, y la fina bata de hospitalno era lo bastante larga para su metroochenta. En la palma de la mano podía

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notar la sangre que goteaba desde elantebrazo.

Mientras las balas seguíanimpactando con fuerza en el pomo de lapuerta, la doctora Brooks metió aLangdon en un pequeño cuarto de baño.Antes de ir detrás de él, sin embargo, sedetuvo, dio media vuelta y corrió paracoger la ensangrentada americana detweed Harris.

«¡Deje mi maldita americana!»La doctora Brooks regresó con la

americana y rápidamente cerró la puertadel baño. Justo entonces, la puerta de lahabitación se abrió con gran estruendo.

Sin vacilar, la joven doctora cruzó

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el pequeño cuarto de baño en direccióna una segunda puerta, la abrió y condujoa Langdon a la sala de recuperacióncontigua. Los disparos sonaban a susespaldas. La doctora asomó entonces lacabeza a un pasillo, agarró a Langdonpor el brazo y lo llevó hacia unaescalera. El brusco movimiento le hizosentirse mareado; tenía la sensación deque iba a desmayarse en cualquiermomento.

Los siguientes quince segundosapenas consiguió mantener la concienciadespierta… Bajaron escaleras…,tropezó…, se cayó al suelo. El martilleoque sentía en la cabeza era casi

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insoportable. Su vista era más y másborrosa, y sus músculos, más torpes,como si respondieran con efectoretardado.

Y hacía más frío.«Estoy en la calle.»Mientras recorrían un oscuro

callejón, Langdon tropezó y cayó alsuelo. Con gran esfuerzo, la doctoraBrooks consiguió ponerle en pie,maldiciendo en voz alta por el hecho deque estuviera sedado.

Al llegar al final del callejón,Langdon tropezó de nuevo. Esta vez ellalo dejó allí, avanzó unos pasos y llamó aalguien. Él pudo distinguir la tenue luz

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verde de un taxi aparcado delante delhospital. El coche no se movía. Elconductor debía de estar durmiendo. Ladoctora siguió gritando y agitando losbrazos con fuerza. Al fin, los faros delcoche se encendieron y comenzó aavanzar perezosamente hacia ellos.

Una puerta en el callejón se abrió degolpe. Langdon pudo oír unas pisadasque se acercaban a ellos con rapidez y,al volverse, vio la oscura silueta quevenía en su dirección. Mientrasintentaba ponerse en pie, la doctora loagarró y lo metió en el asiento traserodel coche. La mitad del cuerpo delprofesor aterrizó ahí y la otra, en el

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suelo del vehículo. La doctora Brooksse le echó encima y cerró la puerta.

El soñoliento taxista se volvió y sequedó mirando a la extraña pareja queacababa de meterse en su taxi: una jovencon coleta ataviada con un pijamaquirúrgico y un hombre con una bata dehospital medio rasgada y el brazoensangrentado. Estaba a punto dedecirles que salieran del coche cuandouno de los retrovisores laterales estallóen pedazos. La mujer vestida de cueronegro se acercaba con el arma en alto.Se volvió a oír el silbido delsilenciador y, rápidamente, la doctoraBrooks cogió a Langdon por la cabeza y

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tiró de ella hacia abajo. La luna traserareventó, y una lluvia de cristales lescayó encima.

El conductor no necesitó másmotivos. Apretó a fondo el pedal del gasy el taxi salió pitando.

Langdon se encontraba al borde dela conciencia. «¿Alguien está intentandoasesinarme?»

Cuando doblaron la esquina, ladoctora Brooks se incorporó y cogió elensangrentado brazo de Langdon. Elcatéter le colgaba de una aparatosaherida en la piel.

—Mira por la ventanilla —leordenó ella.

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Langdon obedeció. En la oscuridadexterior pudo distinguir unas tumbas conaspecto fantasmal. De algún modo, lepareció apropiado estar pasando junto aun cementerio. Notó que los dedos de ladoctora cogían el catéter y, sin previoaviso, tiraban de él.

Un intenso dolor le recorrió elcuerpo en dirección a la cabeza. Sintióque todo le daba vueltas y, al fin, perdióel sentido.

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5

El agudo sonido del timbre del teléfonohizo que el preboste apartara la miradade la relajante neblina del Adriático, yvolvió a entrar rápidamente a sudespacho.

«Ya era hora», pensó, ávido denoticias.

La pantalla del ordenador de suescritorio se encendió, informándole deque la llamada provenía de un teléfonosueco encriptador de voz Sectra Tiger

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XS. Antes de contactar con el barco,había sido redirigida a través de cuatrorouters.

Se puso los auriculares.—Aquí el preboste —contestó.

Pronunciaba las palabras lenta ymeticulosamente—. Diga.

—Soy Vayentha —respondió ella.El preboste advirtió un nerviosismo

inusual en su voz. Los agentes de camporara vez hablaban con el preboste, ytodavía era menos frecuente quepermanecieran en su puesto tras unadebacle como la de la noche anterior.No obstante, el preboste necesitaba unagente que le ayudara a remediar la

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crisis, y Vayentha era la mejor para esetrabajo.

—Tengo noticias —empezó.El preboste permaneció en silencio,

indicándole con ello que continuara.Cuando Vayentha habló, lo hizo en

un tono frío y procurando sonar lo másprofesional posible.

—Langdon ha escapado —dijo—.Tiene el objeto en su poder.

El preboste se sentó a su escritorio ypermaneció un largo rato en silencio.

—Comprendido —dijo al fin—.Imagino que se pondrá en contacto conlas autoridades tan pronto como pueda.

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Dos cubiertas por debajo delpreboste, en su cubículo en el centro decontrol del barco, el facilitador seniorLaurence Knowlton advirtió que lallamada encriptada del preboste habíaterminado. Esperaba que las noticiasfueran buenas. Los últimos dos días latensión del preboste había sidopalpable, y todos los operarios a bordohabían notado que en esta operaciónhabía muchas cosas en juego.

«Sí, hay mucho en juego. Será mejorque esta vez Vayentha no falle.»

Knowlton estaba acostumbrado acoordinar planes cuidadosamenteelaborados, pero el caos en el que había

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degenerado esta situación habíaprovocado que el preboste decidieraencargarse de ella en persona.

«Nos encontramos en territorioinexplorado.»

La media docena de misiones que elConsorcio tenía en marcha alrededor delmundo se habían asignado a las diversasoficinas locales de la organización,permitiendo así que el preboste y elequipo a bordo del Mendacium seconcentraran exclusivamente en ésa.

Unos días atrás, su cliente se habíasuicidado en Florencia arrojándose alvacío. Sin embargo, el Consorciotodavía tenía en su agenda algunos

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servicios pendientes (tareas específicasque él había confiado a la organizaciónfueran cuales fuesen las circunstancias),y, como siempre, iban a llevarse a cabosin la menor vacilación.

«Tengo mis órdenes y piensocumplirlas», pensó Knowlton. Luegosalió de su cubículo insonorizado y pasópor delante de otra media docena decámaras —algunas transparentes, otrasopacas— en las que otros agentesestaban lidiando con distintos aspectosde la misión.

Knowlton atravesó la sala de controlprincipal, donde se respiraba un aireenrarecido y artificial, le hizo una señal

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con la cabeza al equipo técnico y entróen una pequeña cámara acorazada en laque había doce cajas fuertes. Abrió unay retiró su contenido. Era una tarjeta dememoria de color rojo brillante. Segúnla nota adjunta, contenía un archivo devídeo que el cliente quería que enviarana medios de comunicación clave a unahora concreta de la mañana del díasiguiente.

El envío anónimo era una tarea sinmayor dificultad, pero según elprotocolo que seguían con todos losarchivos digitales, el archivo debía serrevisado ese mismo día —veinticuatrohoras antes—, para asegurarse de que el

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Consorcio tenía tiempo suficiente pararealizar cualquier descifrado,compilación u otro preparativonecesario antes de enviarlo a la horaseñalada.

«No hay que dejar nada al azar.»Knowlton regresó a su cubículo

transparente, cerró la pesada puerta decristal y quedó aislado del mundoexterior.

Accionó un interruptor que había enla pared y al instante su cubículo sevolvió opaco. Por cuestiones deprivacidad, todas las oficinas conparedes de cristal a bordo delMendacium estaban construidas con un

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material provisto de un «dispositivo departículas suspendidas». Latransparencia del vidrio inteligente secontrolaba con facilidad mediante laaplicación de una corriente eléctrica quealineaba o desordenaba millones dediminutas partículas cilíndricassuspendidas en el interior del panel.

La compartimentación era una piedraangular del éxito del Consorcio.

«Conoce únicamente tu misión. Nocompartas nada.»

Una vez instalado en su espacioprivado, Knowlton insertó la tarjeta dememoria en el ordenador y abrió elarchivo para realizar su evaluación.

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De inmediato, la pantalla se fundió anegro y los altavoces comenzaron areproducir el suave sonido del chapoteodel agua. Una imagen apareció poco apoco en pantalla y, emergiendo de laoscuridad, un escenario comenzó atomar forma… Era el interior de unacueva o una cámara gigante de algúntipo. El suelo era líquido, como si setratara un lago subterráneo. Por algunarazón, el agua parecía estar iluminada…desde dentro.

Knowlton nunca había visto nadaigual. La caverna resplandecía con unaespeluznante tonalidad rojiza. En laspálidas paredes se reflejaban las

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intrincadas ondulaciones del agua.«¿Q… qué es este lugar?»

De repente, la imagen descendíaverticalmente hasta que se sumergía enla superficie iluminada. Un escalofriantesilencio subacuático reemplazabaentonces el chapoteo del agua. Lacámara descendía varios metros máshasta que se detenía y enfocaba el suelolodoso de la caverna.

Atornillada en el suelo había unareluciente placa de titanio.

En ella se podía leer unainscripción:

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,EL MUNDO CAMBIÓ PARA

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SIEMPRE.

Al pie de la placa había un nombre yuna fecha grabados.

El nombre era el de su cliente.La fecha…, el día siguiente.

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Langdon sintió que unas manos firmes lolevantaban… le despertaban de sudelirio y le ayudaban a salir del taxi.Luego notó el frío pavimento bajo suspies desnudos.

Medio apoyado en el delgadocuerpo de la doctora Brooks, Langdonrecorrió con pie vacilante el desiertopasaje que había entre dos edificios deapartamentos. El aire matutino agitabasu bata de hospital y sentía frío en

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lugares en los que sabía que no deberíasentirlo.

El sedante que le habían inyectadoen el hospital le había dejado la mentetan emborronada como la vista. Sesentía como si estuviera debajo del aguae intentara abrirse paso a través de unmundo viscoso y poco iluminado. SiennaBrooks tiraba de él y lo sostenía consorprendente fuerza.

—Escalera —dijo ella, y Langdonse dio cuenta de que habían llegado a laentrada lateral del edificio.

Se agarró a la barandilla y, con laayuda de la doctora Brooks, comenzó asubir penosamente los escalones, uno

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detrás de otro. Cuando al fin llegaron aldescansillo, la doctora marcó unosnúmeros en un viejo y herrumbrosoteclado numérico, y se abrió una puerta.

El aire del interior del edificio noera mucho más cálido, pero las baldosasle parecieron una suave alfombra encomparación al rugoso pavimento de lacalle. La doctora Brooks condujo aLangdon hasta un pequeño ascensor y,tras abrir una puerta corredera, lointrodujo en un cubículo del tamaño deuna cabina telefónica. El interior olía acigarrillos MS, una fragancia agridulcetan ubicua en Italia como el aroma a caféexpreso recién hecho. Aunque no del

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todo, ese olor le despejó un poco lacabeza. La doctora presionó un botón ysobre sus cabezas se oyó el ruidometálico de una serie de engranajesponiéndose en marcha.

Hacia arriba…Mientras ascendía, el compartimento

comenzó a oscilar y a vibrar. Como lasparedes no eran placas lisas de metal,Langdon se quedó mirando por laventanilla del ascensor. Incluso en suestado medio inconsciente, el pánico alos espacios cerrados que siempre habíasentido seguía bien vivo.

«No mires.»Se apoyó en la pared e intentó

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recobrar el aliento. Le dolía elantebrazo, y cuando bajó la mirada, vioque la manga de su americana de tweedHarris estaba incongruentemente atadaalrededor de su brazo a modo devendaje. El resto de la americana,deshilachada y sucia, colgaba hasta elsuelo.

El martilleante dolor de cabeza leobligó a cerrar los ojos y la oscuridadvolvió a engullirle.

Una visión ya familiar acudió denuevo a su mente: la escultural mujercubierta por un velo y con el amuleto yel cabello lleno de tirabuzones. Estabaen la orilla de un río teñido de sangre,

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como antes, rodeada de cuerposretorciéndose de dolor. Se dirigió aLangdon en un tono de voz suplicante.«¡Busca y hallarás!»

Langdon tenía la sensación de quedebía salvarla…, de que debía salvarlosa todos. Las piernas de los cuerposmedio enterrados boca abajo fueronquedando inertes… Una a una.

«¡¿Quién eres?! —exclamó él ensilencio—. ¿Qué es lo que quieres?»

Una ráfaga de aire caliente comenzóa agitar el exuberante cabello plateadode la mujer. «El tiempo se estáagotando», susurró, y se tocó el amuletoque colgaba de su cuello. Entonces, sin

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previo aviso, de su cuerpo brotó unacegadora columna de fuego que seextendió a través del río y los engulló aambos.

Langdon gritó y abrió los ojos.La doctora Brooks se lo quedó

mirando con preocupación.—¿Qué sucede?—¡Sigo teniendo alucinaciones! —

exclamó él—. La misma escena.—¿La mujer del cabello plateado?

¿Y los cadáveres?Langdon asintió. En su frente

comenzaron a formarse gotas de sudor.—Te pondrás bien —le aseguró

ella, pero su voz temblaba—. Las

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visiones recurrentes son habituales enlos casos de amnesia. La funcióncerebral que clasifica y cataloga tusrecuerdos ha sufrido una conmocióntemporal, de modo que lo reconstruyetodo en una sola imagen.

—Una imagen muy poco agradable—añadió él.

—Lo sé, pero hasta que te cures,esos recuerdos seguirán desordenados ysin catalogar, de modo que mezclaráspasado, presente y fantasía. Como en lossueños.

El ascensor se detuvo y la doctoraBrooks abrió la puerta corredera.Volvieron a ponerse en marcha y

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recorrieron un estrecho y oscuro pasillo.Al pasar por delante de una ventana,Langdon advirtió que la luz delamanecer comenzaba a iluminar lasilueta de los tejados de Florencia.Cuando llegaron al final del pasillo ladoctora se agachó, cogió una llave quehabía bajo una planta de aspectosediento y abrió una puerta.

El apartamento era pequeño, y suinterior olía a una mezcla imposible develas con aroma a vainilla y tapiceríavieja. Los muebles y los cuadros eran,como poco, escasos, como si hubieransido adquiridos en un mercadillo. Ladoctora Brooks ajustó un termostato y

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los radiadores se encendieronruidosamente.

La doctora se quedó un momento depie con los ojos cerrados y respiróhondo, como para recobrar lacompostura. Luego se volvió haciaLangdon y le ayudó a entrar en unamodesta cocina donde había una mesade formica y un par de endebles sillas.

Langdon hizo el amago de sentarseen una de ellas, pero la doctora Brookslo cogió del brazo mientras, con la otramano, abría un armario. Estaba casivacío: galletas saladas, unos pocospaquetes de pasta, una lata de Coca-Cola y una botella de NoDoz.

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La doctora cogió la botella y le dio aLangdon seis comprimidos.

—Cafeína —dijo—. La tomo cuandotengo que hacer guardias, como anoche.

Langdon se llevó las píldoras a laboca y miró a su alrededor en busca deagua.

—Máscalas —dijo ella—. Te haránefecto más de prisa y contrarrestarán elefecto del sedante.

Langdon comenzó a hacerlo, y alinstante hizo una mueca. Eran demasiadoamargas. Estaba claro que había quetragárselas enteras. La doctora Brooksabrió la nevera, sacó una botella de SanPellegrino y se la dio a Langdon.

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Agradecido, él le dio un largo trago.Sienna Brooks le cogió entonces el

brazo derecho, retiró el improvisadovendaje que había hecho con laamericana y la dejó sobre la mesa de lacocina. Luego examinó cuidadosamentela herida. Él pudo sentir el temblor desus delgadas manos.

—Vivirás —le anunció ella.Langdon esperaba que ella también

se recompusiera. Apenas podía concebirlo que ambos acababan de vivir.

—Doctora Brooks —dijo él—,tenemos que llamar a alguien. Alconsulado…, a la policía…, a alguien.

Ella asintió.

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—También podrías dejar dellamarme doctora Brooks. Me llamoSienna.

Langdon asintió.—Gracias. Yo, Robert. —Sin duda,

el vínculo que se había forjado entreambos al huir para salvar sus vidasjustificaba el tuteo—. ¿Dijiste que erasinglesa?

—De nacimiento, sí.—No noto ningún acento.—Me alegro —contestó ella—. Me

costó mucho perderlo.Langdon iba a preguntarle por qué,

pero Sienna le indicó que le siguiera ylo condujo por un pasillo hasta un

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pequeño y lúgubre cuarto de baño. En elespejo que había encima del lavabo,Langdon pudo verse por primera vezdesde que se había visto en la ventanade la habitación del hospital.

«Qué mal aspecto.» Tenía el cabelloapelmazado y los ojos cansados,inyectados en sangre. Una barbaincipiente oscurecía su mandíbula.

Ella abrió el grifo y condujo elantebrazo herido hasta el agua helada.Langdon sintió un agudo dolor e hizo unamueca, pero mantuvo el brazo quieto.

Sienna cogió entonces una toallitalimpia y echó un chorro de jabónantibacteriano.

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—Será mejor que mires hacia otrolado.

—No pasa nada. Puedo aguantarun…

De repente, Sienna comenzó afrotarle la herida con fuerza y Langdonsintió un dolor extremo en el brazo quele obligó a apretar los dientes para nogritar.

—Hay que evitar que se infecte —dijo ella, y siguió, todavía con mayorempeño—. Además, si vas a llamar alas autoridades, será mejor que teencuentres más despejado de lo queestás ahora. Nada activa la producciónde adrenalina como el dolor.

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Langdon aguantó lo que leparecieron diez segundos eternos, hastaque finalmente apartó con brusquedad elbrazo. «¡Basta!» Tenía que reconocer,no obstante, que ahora se sentía másfuerte y despierto; el dolor que sentía enel brazo había eclipsado por completoel entumecimiento de la cabeza.

—Bien —dijo ella. Tras cerrar elgrifo, le secó el brazo con una toallalimpia y seca y le puso un pequeñovendaje en el antebrazo. Mientras lohacía, a Langdon le distrajo algo queacababa de advertir y que le entristeciómuchísimo.

Durante casi cuatro décadas había

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llevado un reloj de Mickey Mouse; unaedición de coleccionista que le habíanregalado sus padres. El rostro sonrientede Mickey y sus brazos en continuomovimiento siempre habían sido para élun recordatorio diario de que debíasonreír con más frecuencia y tomarse lavida un poco menos seriamente.

—M…mi… reloj —tartamudeó—.¡No está! —Sin él, de repente, se sintióincompleto—. ¿No lo llevaba cuandollegué al hospital?

Sienna se lo quedó mirando conincredulidad, desconcertada por elhecho de que a él le preocupara algo tantrivial.

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—No recuerdo ningún reloj. Lávateun poco; volveré en unos minutos ypensaremos un modo de conseguirayuda. —Se volvió para marcharse,pero se detuvo en la entrada y miró sureflejo en el espejo—. En mi ausencia,te recomiendo que pienses bien por quérazón hay alguien que quiere matarte.Imagino que es la primera pregunta quete harán las autoridades.

—Espera, ¿adónde vas?—No puedes hablar con la policía

medio desnudo. Voy a buscarte algo deropa. Mi vecino tiene más o menos tutalla. Está de viaje y me dio la llavepara que diera de comer a su gato. Me

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debe una.Tras lo cual, se marchó.Robert Langdon se dirigió hacia el

diminuto espejo que había sobre ellavabo. Apenas reconoció a la personaque le devolvía la mirada. «Alguienquiere matarme.» En su mente, todavíapodía oír la grabación de sus balbuceosdelirantes.

«Very sorry. Very sorry.»Langdon volvió a hurgar en su

memoria por si recordaba algo más…,lo que fuera. Nada. Lo único que sabíaera que estaba en Florencia y que teníauna herida de bala en la cabeza.

Al ver sus fatigados ojos en el

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espejo, se preguntó si en algún momentose despertaría en el sillón de lectura desu casa, con una copa vacía en una manoy un ejemplar de Almas muertas en laotra, tras lo cual se recordaría a símismo que no debería mezclar nuncaBombay Sapphire y Gógol.

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Langdon se quitó la ensangrentada batade hospital y se ató una toalla alrededorde la cintura. Después de limpiarse unpoco la cara, se tocó con cuidado lospuntos que tenía en la parte posterior dela cabeza. Tenía una herida en la piel,pero se alisó el cabello apelmazado yquedó casi oculta. Las píldoras decafeína comenzaron a hacer efecto y alfin notó que su cabeza comenzaba adespejarse.

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«Piensa, Robert. Intenta recordar.»El cuarto de baño sin ventanas le

pareció de pronto claustrofóbico, demodo que salió y se dirigió de manerainstintiva al otro lado del pasillo, donde,a través de una puerta parcialmenteabierta, veía que entraba la luz natural.La habitación era una especie de estudioprovisional. En ella había un escritoriobarato, una gastada silla giratoria,varios libros en el suelo y, por suerte,una ventana.

Langdon se acercó a la luz diurna.A lo lejos, el sol naciente de la

Toscana comenzaba a besar las agujasmás altas de la ciudad: el Campanile, la

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Badia, el Bargello. Langdon pegó lafrente al cristal. El aire de marzo eravivificante y frío, y amplificaba elespectro de luz que ahora asomaba porencima de la ladera de las montañas.

«La luz del pintor», la llamaban.En el centro de la silueta de la

ciudad se elevaba una gigantesca cúpulade tejas rojas cuya cúspide estabaadornada con una bola de cobre doradoque relucía como un faro. El Duomo.Brunelleschi había hecho historia en laarquitectura al diseñar la enorme cúpulade la basílica y, ahora, más dequinientos años después, la estructura deciento quince metros todavía se

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mantenía firme en la Piazza del Duomo,como un gigante inamovible.

«¿Por qué estoy en Florencia?»Esa ciudad se había convertido en

uno de los destinos europeos favoritosde Langdon, que había sido aficionadodesde siempre al arte italiano. Ésa era laciudad en cuyas calles Miguel Ángelhabía jugado de niño, y en cuyosestudios había surgido el Renacimientoitaliano; la ciudad cuyas galerías atraíana miles de viajeros para admirar Elnacimiento de Venus de Botticelli, laAnunciación de Leonardo, o el orgullode la ciudad: el David.

Esta obra de Miguel Ángel le

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impresionó muchísimo cuando, en laadolescencia, la vio por primera vez.Recuerda entrar en la Galleriadell’Accademia…, avanzar con lentituda través de la sombría falange de lostoscos Prigioni de Miguel Ángel… y, alfin, levantar inexorablemente la miradahacia la obra maestra de cinco metros dealtura. La inmensidad y la definidamusculatura del David maravillaban amuchos visitantes que lo veían porprimera vez y, sin embargo, lo queLangdon encontró más fascinante fue lapostura en la que se encontraba. MiguelÁngel había empleado la clásicatradición del contrapposto para crear la

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ilusión de que David estaba inclinadohacia la derecha y que la piernaizquierda casi no soportaba peso algunocuando, en realidad, estaba sosteniendotoneladas de mármol.

E l David supuso para Langdon laprimera apreciación verdadera delpoder de una gran escultura. Sepreguntaba si habría visitado la obraesos últimos días. Lo único querecordaba era haberse despertado en elhospital y ver cómo asesinaban a unmédico inocente ante sus ojos. «Verysorry. Very sorry.»

El sentimiento de culpa que sentíaera casi nauseabundo. «¿Qué he hecho?»

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Mientras miraba por la ventana,advirtió que sobre el escritorio que teníaal lado descansaba un ordenador portátily se le ocurrió que en internet quizáhabía alguna noticia sobre lo que lehabía pasado.

«Puede que encuentre algunarespuesta.»

Langdon se volvió hacia la puerta yexclamó:

—¡¿Sienna?!Silencio. Debía de estar todavía en

el apartamento del vecino buscandoropa.

Convencido de que comprendería laintrusión, Langdon abrió el portátil y lo

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encendió.La pantalla cobró vida con un

parpadeo. El fondo era la típica «nubeazul» de Windows. Acto seguido, abrióla página de Google Italia y tecleó«Robert Langdon».

«Si mis alumnos pudieran vermeahora», pensó mientras comenzaba labúsqueda. No dejaba de reprenderlespor buscarse en Google, un nuevopasatiempo que reflejaba la obsesióncon la celebridad personal que habíaposeído a la juventud estadounidense.

La página mostró cientos deresultados relacionados con él, suslibros y sus conferencias. «Esto no es lo

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que estoy buscando.»Langdon seleccionó el botón de

noticias para restringir la búsqueda.Apareció una nueva página:

Resultados de noticias para «RobertLangdon».

Firmas de libros: Robert Langdonaparecerá…

Discurso de graduación de RobertLangdon…

Robert Langdon publica un manualbásico sobre símbolos para…

La lista se extendía varias páginas,pero no encontró nada reciente y, desdeluego, nada que explicara su aprietoactual. «¿Qué sucedió anoche?»

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Langdon abrió entonces la página webd e The Florentine, un periódico enlengua inglesa publicado en Florencia.Revisó los titulares, la sección deúltimas noticias y el blog de la policía,pero sólo encontró artículos sobre unincendio en un apartamento, unescándalo sobre malversación de fondosy diversos incidentes relacionados condelitos menores.

«¡¿No hay nada?!»Se detuvo un momento en una noticia

de última hora sobre un alto cargomunicipal que había muerto la nocheanterior de un ataque al corazón en laplaza que había delante de la catedral.

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El nombre de la víctima todavía nohabía sido revelado, pero no sesospechaba que fuera un acto criminal.

Sin saber qué más hacer, finalmenteLangdon entró en su cuenta de correoelectrónico de Harvard para echar unvistazo a sus mensajes, por si ahíencontraba alguna respuesta. Lo únicoque halló, sin embargo, fue la habitualristra de e-mails de colegas, alumnos yamigos, la mayoría de los cuales estabanrelacionados con citas de la semanasiguiente.

«Es como si nadie supiera que me heido.»

Con creciente incertidumbre,

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Langdon apagó el ordenador y cerró latapa. Estaba a punto de salir de lahabitación cuando algo llamó suatención. En un rincón del escritorio deSienna, en lo alto de una pila de viejasrevistas médicas y papeles, había unavieja Polaroid. La instantánea mostrabaa Sienna Brooks y a su compañero de labarba riendo en un pasillo del hospital.

«El doctor Marconi», pensóLangdon al coger la fotografía ycontemplarla; no pudo evitar sentirseculpable.

Cuando volvió a dejarla sobre lapila de libros, advirtió con sorpresa elcuadernillo amarillo que había en lo

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alto: un maltrecho programa del teatroGlobe de Londres. Según la portada, erade una producción de Sueño de unanoche de verano, de Shakespeare…,que se había representado hacía más deveinticinco años.

En la parte superior había unmensaje escrito en rotuladorpermanente: «Cariño, nunca olvides queeres un milagro.»

Langdon cogió el cuadernillo y unoscuantos recortes de periódico cayeronsobre el escritorio. Se dispuso acolocarlos de nuevo en su sitio pero, alabrir el programa por la desgastadapágina de la que habían caído, se detuvo

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en seco.Ante sí tenía una fotografía de la

actriz infantil que interpretaba a Puck, eltravieso duende de Shakespeare. Era unaniña que no debía de tener más de cincoaños, y llevaba el cabello recogido enuna familiar coleta.

En el texto que había debajo sepodía leer:

HA NACIDO UNA ESTRELLA.Era un efusivo relato acerca de una

niña prodigio —Sienna Brooks— con uncociente intelectual fuera de lo común.En una sola noche, la niña habíamemorizado las líneas de todos lospersonajes y, durante los ensayos

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iniciales, a menudo les daba el pie a losdemás miembros del reparto. Entre susaficiones se encontraban el violín, elajedrez, la biología y la química. Erahija de una adinerada pareja delsuburbio londinense de Blackheath, yuna celebridad en los círculoscientíficos: a los cuatro años habíavencido a un maestro de ajedrez en supropio juego, y leía en tres idiomas.

«Dios mío —pensó entoncesLangdon—. Sienna. Esto explica unascuantas cosas.»

Recordó que uno de los graduadosde Harvard más famosos había sido unniño prodigio llamado Saul Kripke que,

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a los seis años, había aprendido hebreopor sí mismo y, a los doce, había leídolas obras completas de Descartes.También recordaba a otro jovenfenómeno más reciente llamado MosheKai Cavalin que, a los once años, habíaobtenido un grado universitario con unanota media de 4.0 y había conseguido untítulo nacional de artes marciales; a loscatorce había publicado un libro tituladoPodemos hacerlo.

Langdon cogió otro recorte deperiódico. Era un artículo con unafotografía de Sienna a los siete años:

GENIO INFANTIL CON UN COCIENTEINTELECTUAL DE 208.

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Él no sabía que los cocientesintelectuales llegaban a esa cifra. Segúnel artículo, Sienna Brooks era unavirtuosa violinista, podía dominar unidioma en un mes, y estaba aprendiendopor sí misma anatomía y fisiología.

Luego vio otro recorte de una revistamédica:

EL FUTURO DEL PENSAMIENTO: NOTODOS LOS ANIMALES HAN SIDOCREADOS IGUALES.

En ese artículo había una fotografíade Sienna con unos diez años, tan rubiacomo siempre, de pie junto a un enormeaparejo médico. El artículo contenía unaentrevista con un doctor que explicó que

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los escáners PET del cerebelo de Siennahabían revelado que era físicamentediferente de otros cerebelos. El suyo eraun órgano más grande y aerodinámico,capaz de manipular el contenido visual-espacial de un modo en que la mayoríade seres humanos no podía siquieraimaginar. El médico achacó la ventajafísica de Sienna a un inusual crecimientoacelerado de las células de su cerebro;algo parecido al cáncer salvo que, envez de peligrosas células cancerígenas,lo que se había acelerado era elcrecimiento de tejido cerebral benigno.

Langdon encontró otro recorte más,ése de un periódico local.

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LA MALDICIÓN DE LA BRILLANTEZ.Esa vez no había ninguna fotografía.

El artículo hablaba de una joven genio,Sienna Brooks, que había intentadoasistir a escuelas normales. En éstas, sinembargo, se burlaban de ella porque noencajaba. Luego describía la soledadque sentían los jóvenes superdotadoscuyas herramientas sociales no estabanal nivel de su intelecto, y que a menudose veían marginados por los demás.

Según el artículo, Sienna habíahuido de casa a los ocho años y habíasido capaz de vivir sola durante diezdías sin que la descubrieran. Finalmente,la habían encontrado en un lujoso hotel

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londinense, donde se había hecho pasarpor la hija de un huésped, había robadouna llave y había subsistido gracias alservicio de habitaciones, que cargaba anombre de otra persona. Al parecer, sehabía pasado la semana leyendo las milseiscientas páginas de la Anatomía deGray. Cuando las autoridades lepreguntaron por qué estaba leyendotextos médicos, ella les contestó quequería averiguar qué le pasaba a sucerebro.

Langdon se compadeció de esa niña.Era incapaz de imaginarse lo solitariaque debía de ser la vida de alguien tanprofundamente distinto. Volvió a doblar

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los artículos, y se detuvo un momentopara mirar por última vez la fotografíade Sienna a los cinco años,caracterizada como Puck. Teniendo encuenta las surreales circunstancias de suencuentro, Langdon tenía que admitirque su interpretación del traviesoduende inductor de sueños parecíaadecuada. Deseó entonces poderdespertar y, al igual que los personajesde la obra, descubrir que todos losacontecimientos recientes no habían sidomás que un sueño.

Langdon volvió a colocar concuidado todos los recortes en la páginadonde estaban antes y cerró el programa.

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Al ver la nota de la portada volvió asentir una inesperada melancolía:«Cariño, nunca olvides que eres unmilagro.»

Se fijó entonces en el familiarsímbolo que adornaba la portada delprograma. Era el mismo pictogramagriego que decoraba la mayoría deprogramas teatrales del mundo, unsímbolo de dos mil quinientos años quese había convertido en sinónimo deteatro dramático.

Le maschere.

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Langdon se quedó mirando losicónicos rostros de la Comedia y laTragedia y de repente oyó un extrañozumbido, como si un cable se tensarapoco a poco en el interior de su mente.Una punzada de dolor le atravesó elcráneo y ante sus ojos comenzó adesfilar la visión de una máscara

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flotante. Dejó escapar un grito ahogadoy se llevó las manos a la cabeza. Actoseguido se sentó en la silla y cerró losojos con fuerza.

Al hacerlo, las extrañas visionesvolvieron a su mente… con toda sucrudeza.

La mujer del cabello plateado y elamuleto le llamaba desde el otro ladodel río teñido de sangre. Susdesesperados gritos atravesaban elpútrido aire y se oían con claridad porencima de los sonidos de los cuerposatormentados y moribundos que seextendían hasta donde llegaba la vista.Langdon volvió a ver el cuerpo medio

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enterrado boca abajo que agitaba condesesperación las piernas en el aire.Justo en ellas se distinguía claramenteuna letra erre.

—¡Busca y hallarás! —le dijo lamujer a Langdon—. ¡El tiempo se estáagotando!

Langdon volvió a sentir laabrumadora necesidad de ayudarla…,de ayudarlos a todos.

—¡¿Quién eres?! —gritó él desde elotro lado del río teñido de sangre.

De nuevo, la mujer levantó losbrazos y se retiró el velo, dejando a lavista el mismo rostro cautivador queLangdon había visto antes.

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—Yo soy la vida —dijo ella.Sin más aviso, una colosal imagen

apareció en el cielo sobre la cabeza dela mujer: una aterradora máscara conuna nariz larga y picuda y dos ojosverdes e inexpresivos que observaban aLangdon.

—Y… yo soy la muerte —dijo unaresonante voz.

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8

Sobresaltado, Langdon abrió los ojos yprocuró recobrar el aliento. Seguíasentado al escritorio de Sienna con lasmanos en la cabeza, y el corazón le latíacon fuerza.

«¿Qué diantre me está pasando?»No podía dejar de pensar en la

imagen de la mujer del cabello plateadoy la máscara picuda. «Yo soy la vida.Yo soy la muerte.» Intentódesembarazarse de la visión, pero

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parecía haberse grabado con fuerza ensu mente. Las dos máscaras delprograma teatral lo miraban desde elescritorio.

«Tus recuerdos seguirándesordenados y sin catalogar —le habíadicho Sienna—. Mezclarás pasado,presente y fantasías.»

Langdon se sintió mareado.En algún lugar del apartamento, sonó

un teléfono. Era un timbre agudo yanticuado que parecía provenir de lacocina.

—¡¿Sienna?! —exclamó Langdon altiempo que se ponía en pie.

Nadie respondió. Todavía no había

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vuelto. El timbre sonó dos veces más yluego saltó el contestador automático.

«Ciao, sono io —declaróalegremente la voz de Sienna en elmensaje—. Lasciatemi un messaggio evi richiamerò.»

Se oyó un pitido, y luego el mensajede una asustada mujer con un marcadoacento de Europa del este. Su vozresonó por el pasillo.

«¡Szienna, soy Danikova! ¡¿Dóndeestász?! ¡Terrible! Tu amigo doctorMarconi, ¡muerto! ¡Hoszpital todo elmundo frenético! ¡Polizía aquí! ¡¿Gentedice que tú salir corriendo para salvarpaciente?! ¡¿Por qué?! ¡No lo conoces!

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¡Ahora polizía querer hablar contigo!¡Tener tu expediente! ¡Yo sé queinformación mentira (dirección mala, nonúmeros teléfono, visa trabajo falsa), asíque no encontrarán hoy, pero pronto sí!Quería avisar. Lo siento, Szienna.»

La llamada terminó.Langdon sintió que le embargaba una

nueva oleada de remordimiento. Ajuzgar por el mensaje, el doctor Marconihabía permitido a Sienna trabajar en elhospital de forma irregular. La apariciónde Langdon, sin embargo, le habíacostado la vida al doctor, y salvar a undesconocido tendría durasconsecuencias para ella.

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Justo entonces oyó que al otroextremo del apartamento se cerraba lapuerta de entrada.

«Ha regresado.»Un momento después, oyó que

Sienna reproducía el mensaje que lehabían dejado en el contestador.

«¡Szienna, soy Danikova! ¡¿Dóndeestász?!»

Langdon no pudo evitar hacer ungesto de disgusto al pensar en elmensaje que Sienna estaba a punto deoír. Mientras éste se reproducía, volvióa dejar en su sitio el programa teatralpara despejar la mesa y luego cruzórápidamente el pasillo de vuelta al

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cuarto de baño. Se sentía algo incómodopor su pequeña intrusión en el pasado deSienna.

Diez segundos después, oyó que suanfitriona llamaba con suavidad a lapuerta.

—Te dejo la ropa en el pomo de lapuerta —dijo Sienna, con la vozquebrada por la emoción.

—Muchas gracias —contestóLangdon.

—Cuando hayas terminado ven a lacocina, por favor —añadió ella—. Hayalgo importante que debo enseñarteantes de que llamemos a nadie.

Sienna recorrió cansinamente el

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pasillo hasta el modesto dormitorio delapartamento. Tras coger unos vaqueros yun suéter de la cómoda, se dirigió a sucuarto de baño.

Sin apartar la mirada de su reflejoen el espejo, extendió los brazos, cogióun mechón de su espesa coleta rubia ytiró con fuerza. La peluca dejó a la vistasu cuero cabelludo.

Una mujer calva de treinta y dosaños le devolvió la mirada en el espejo.

Sienna había tenido que vérselas conno pocos desafíos en la vida, y a pesarde que siempre había contado con elintelecto para superar las adversidades,la situación actual la había alterado

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profundamente a nivel emocional.Dejó la peluca a un lado y se limpió

la cara y las manos. Tras secarse, secambió de ropa y puso de nuevo lapeluca, con mucho cuidado. Laautocompasión era un impulso queSienna rara vez toleraba, pero ahora quelas lágrimas surgían de lo más hondo,sabía que no tenía otra opción quedejarse llevar.

Y así lo hizo.Lloró por la vida que no podía

controlar.Lloró por el mentor que había

muerto ante sus ojos.Lloró por la profunda soledad que

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atenazaba su corazón.Y, sobre todo, lloró por el futuro…,

que de repente le parecía tan incierto.

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9

En las entrañas de la embarcación delujo, el facilitador Laurence Knowltonpermanecía sentado en su cubículo decristal y contemplaba con incredulidadla pantalla de su ordenador después dehaber visto el vídeo que su cliente leshabía dejado.

«¿Se supone que debo enviar esto alos medios de comunicación mañana porla mañana?»

En los diez años que llevaba

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trabajando para el Consorcio, Knowltonhabía realizado todo tipo de extrañastareas que —era consciente de ello— seencontraban en algún lugar entre lodeshonesto y lo ilegal. Actuar en unterreno moralmente ambiguo era algohabitual en el Consorcio, unaorganización cuya única directriz éticaconsistía en hacer todo lo que fueranecesario para mantener la promesahecha a un cliente.

«Llegamos hasta el final. Sin hacerpreguntas. Cueste lo que cueste.»

La perspectiva de hacer público esevídeo, sin embargo, le inquietabamucho. En el pasado, por extraña que

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fuera la tarea que le tocara realizar,siempre había comprendido su lógica…,los motivos que había detrás…, elresultado deseado.

Ese vídeo, en cambio, resultabadesconcertante.

En él había algo distinto.Muy distinto.Knowlton decidió ver otra vez el

vídeo con la esperanza de que unsegundo visionado pudiera arrojar másluz al respecto. Subió el volumen y sepreparó para revisitar los nueve minutosde grabación.

Como antes, el vídeo comenzaba conel suave sonido del chapoteo del agua en

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el interior de la espeluznante cavernabañada por una luz roja. De nuevo, laimagen se sumergía bajo la superficiedel agua hasta llegar al suelo lodoso dela caverna. Y, de nuevo, Knowlton leyóel texto de la placa sumergida:

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,EL MUNDO CAMBIÓ PARA

SIEMPRE.

Que la brillante placa estuvierafirmada por el cliente del Consorcioresultaba inquietante. Que la fecha fueramañana… no hacía sino preocupar cadavez más a Knowlton. Era lo queaparecía a continuación, sin embargo, lo

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que le ponía nervioso de verdad.La imagen se desplazaba entonces

hacia la izquierda y enfocaba undesconcertante objeto que permanecíasuspendido junto a la placa.

Ahí, sujeta al suelo mediante uncorto filamento, había una ondulanteesfera de plástico muy fino. Meciéndosecon delicadeza, como una enormeburbuja de jabón, ese objetotransparente flotaba como un globosubmarino… lleno no de helio, sino deuna especie de líquido gelatinosoamarillo pardusco. El diámetro de esaamorfa bolsa distendida parecía de unostreinta centímetros. Dentro de sus

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paredes transparentes, la turbia nube delíquido parecía arremolinarselentamente, como el ojo de una tormentagestándose en silencio.

«Dios mío», pensó Knowlton, ysintió un sudor frío. La bolsa suspendidaparecía incluso más siniestra la segundavez.

Poco a poco, la imagen se fundía anegro.

Y luego aparecía otra nueva: lahúmeda pared de la caverna, con elreflejo de las ondulaciones del lagoiluminado. En la pared, aparecía unasombra…, la sombra de un hombre… depie en la cueva.

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Su cabeza, sin embargo, eradeforme.

En vez de nariz, el hombre tenía unlargo pico… como si fuera mediopájaro.

Al hablar, su voz sonaba apagada…,y lo hacía con una elocuenciafantasmagórica y una cadenciamedida…, como si fuera el narrador deuna especie de coro clásico.

Knowlton permanecía inmóvil, sinapenas respirar, atento a las palabras dela sombra picuda.

Yo soy la Sombra.Si estás viendo esto, es que mi alma ha encontrado al fin la

paz.

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Empujado a la clandestinidad, me veo obligado a dirigirme almundo desde las entrañas de la Tierra, confinado a esta lúgubrecaverna cuyas aguas teñidas de rojo conforman la laguna que norefleja las estrellas.

Pero éste es mi paraíso…, el útero perfecto para mi frágilhijo.

Inferno.Pronto sabréis qué he dejado tras de mí.Y , sin embargo, incluso aquí percibo los pasos de las almas

ignorantes que me persiguen…, dispuestas a hacer lo que hagafalta para frustrar mi empresa.

«Perdónales», podríais decir, «pues no saben lo quehacen». Pero llega un momento en la historia en el que laignorancia ya no es un defecto disculpable…; llega un momentoen el que sólo la sabiduría tiene el poder de la absolución.

Con pureza de conciencia os lego el regalo de la Esperanza,de la salvación, del mañana.

Y , sin embargo, todavía hay quienes me persiguen como sifuera un perro, alimentados por la arrogante creencia de queestoy loco. ¡Como la hermosa mujer del cabello plateado que se

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atreve a llamarme monstruo! Igual que los clérigos ciegos queconspiraron para que se ajusticiara a Copérnico, me despreciacomo a un demonio, temerosa de que haya atisbado la Verdad.

Pero yo no soy un profeta.Yo soy vuestra salvación.Yo soy la Sombra.

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10

—Siéntate —dijo Sienna—, tengo quehacerte unas preguntas.

Langdon entró en la cocina. Ahora supaso ya era mucho más firme. Llevaba eltraje Brioni de su vecino, y habíadescubierto con sorpresa que le quedababastante bien. Incluso los mocasineseran cómodos y, mentalmente, tomó notade pasarse al calzado italiano cuandollegara a casa.

«Si es que llego a casa», pensó.

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Sienna, toda una belleza, se habíatransformado por completo. Ahora ibacon unos vaqueros entallados y un suéterde color crema. Ambas prendasrealzaban su ágil figura. Seguía llevandoel cabello recogido en una coleta y sinel aire autoritativo del pijamaquirúrgico, parecía más vulnerable.Langdon advirtió que tenía los ojosrojos, como si hubiera estado llorando,y volvió a sentirse embargado por unabrumador sentimiento de culpa.

—Lo siento, Sienna. He oído elmensaje telefónico. No sé qué decir.

—Gracias —respondió ella—, peroahora debemos centrarnos en ti. Por

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favor, siéntate.Ahora su tono era más firme, y

Langdon recordó los artículos queacababa de leer sobre su intelecto y suinfancia.

—Necesito que pienses —dijoSienna, indicándole que se sentara—.¿Puedes recordar cómo hemos llegado aeste apartamento?

Langdon no estaba seguro de quéimportancia tenía eso.

—En un taxi —dijo, sentándose a lamesa—. Alguien nos estaba disparando.

—Disparándote a ti, profesor.Dejemos eso claro.

—Sí. Lo siento.

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—¿Y recuerdas algún disparomientras estabas en el taxi?

«Qué pregunta más extraña.»—Sí, dos. Uno ha impactado en el

retrovisor lateral, y el otro ha hechopedazos la luna trasera.

—Está bien, ahora cierra los ojos.Langdon comprendió que estaba

examinando su memoria. Cerró los ojos.—¿Qué llevo puesto?Langdon la visualizó a la perfección.—Zapatos planos de color negro,

vaqueros y un suéter de color crema conel cuello de pico. Tienes el cabellorubio, te llega a los hombros y lo llevasrecogido. Tus ojos son marrones.

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Langdon abrió los ojos y se la quedómirando, satisfecho de comprobar quesu memoria eidética funcionaba a laperfección.

—Muy bien. Tu capacidad cognitivavisual es excelente, lo cual confirma quetu amnesia es sólo retrógada, y que en elproceso de creación de recuerdos no hayninguna lesión permanente. ¿Te hasacordado de algo de los últimos días?

—Lamentablemente, no. Y cuando tehas ido he tenido otra oleada devisiones.

Langdon contó la alucinación de lamujer del velo, la multitud de cadáveresy las piernas del cuerpo medio

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enterrado, agitándose y marcadas con laletra erre. Luego le explicó lo de la raramáscara picuda suspendida en el cielo.

—¿«Yo soy la muerte»? —preguntóSienna con preocupación.

—Eso es lo que decía, sí.—Está bien. Supongo que eso gana a

«Soy Vishnú, destructor de mundos». —La joven acababa de citar lo que dijoRobert Oppenheimer al hacer laspruebas de la primera bomba atómica—.¿Y la máscara de ojos verdes… connariz en forma de pico? —preguntó condesconcierto—. ¿Tienes alguna idea depor qué tu mente ha evocado esaimagen?

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—No, pero se trata de un tipo demáscara bastante habitual en la EdadMedia. —Langdon se detuvo unmomento—. Se llama máscara de lapeste.

Sienna se mostró extrañamenteintranquila.

—¿Máscara de la peste?Langdon le explicó que en el mundo

de la simbología, la especial forma deesa máscara de largo pico era casisiempre un sinónimo de la Peste Negra,la plaga mortal que barrió Europa en elsiglo XIV y mató en algunas regioneshasta un tercio de la población. Muchoscreían que lo de «negra» era una

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referencia al oscurecimiento de la carnede las víctimas debida a la cangrena y alas hemorragias subepidérmicas, pero enrealidad se debía al hondo pavor que lapandemia causó entre la población.

—Esa máscara de largo pico —dijoLangdon— la llevaban los médicosmedievales para mantener la pestilencialejos de sus orificios nasales cuandotrataban a sus pacientes. Hoy en día,sólo se ve en algunos disfraces duranteel carnaval de Venecia, un escalofrianterecordatorio de ese sombrío período dela historia de Italia.

—¿Y estás seguro de que has vistouna de estas máscaras en tus visiones?

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—preguntó Sienna con voz trémula—.¿La máscara de un médico medieval dela peste?

Langdon asintió. «Una máscarapicuda no se confunde con facilidad.»

Por cómo Sienna frunció elentrecejo, Langdon tuvo la impresión deque estaba intentando averiguar el mejormodo de darle malas noticias.

—¿Y la mujer no dejaba de decirteque «buscaras y hallarías»?

—Sí. Igual que antes. El problemaes que no sé qué debo buscar.

Sienna dejó escapar un largosuspiro.

—Creo que yo sí lo sé. Es más…,

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creo que ya lo has encontrado.Langdon se la quedó mirando

fijamente.—¡¿De qué estás hablando?!—Robert, cuando anoche llegaste al

hospital, llevabas algo inusual en elbolsillo de la americana, ¿recuerdas quéera?

Langdon negó con la cabeza.—Llevabas un objeto…

sorprendente. Lo encontré porcasualidad cuando te estábamoslimpiando. —Se volvió hacia ladesmejorada americana de tweed Harrisque descansaba sobre la mesa—. Siquieres echarle un vistazo, todavía está

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en el bolsillo.Langdon se volvió hacia su

americana. «Al menos eso explica porqué volvió para rescatarla.» Cogió laensangrentada prenda y revisó uno a unotodos los bolsillos. Nada. Lo comprobóde nuevo. Finalmente, se volvió haciaSienna y se encogió de hombros.

—Aquí no hay nada.—¿Y qué hay del bolsillo secreto?—¿Cómo? Mi americana no tiene

ningún bolsillo secreto.—¿No? —Parecía desconcertada—.

Entonces…, ¿es de otra persona?Langdon se volvió a sentir

confundido.

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—No, ésta es mi americana.—¿Estás seguro?«Por supuesto que lo estoy —pensó

—. De hecho, era mi Camberleyfavorita.»

Langdon le dio la vuelta a laamericana para dejar el forro a la vista yle mostró a Sienna la etiqueta con susímbolo favorito del mundo de la moda,el icónico logo del tweed Harris: unaesfera adornada con trece joyas enforma de botón y coronada por una cruzde Malta.

«Sólo a los escoceses se lesocurriría invocar a los guerreroscristianos en una prenda de tela

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asargada.»—Mira esto —dijo Langdon,

señalando las iniciales «R. L.» bordadasa mano en la etiqueta. Siempre llevabamodelos de tweed Harris hechos amedida, y por eso siempre pagaba unpoco más para que bordaran susiniciales en la etiqueta. En un campusuniversitario en el que cientos depersonas se quitaban y poníancontinuamente americanas de tweed encomedores y aulas, Langdon no teníaintención alguna de salir perdiendo enun intercambio accidental.

—Te creo —dijo ella cogiéndole laamericana de las manos—. Ahora fíjate

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bien.Sienna abrió todavía más la

americana para dejar a la vista el forro ala altura de la nuca. Ahí, muy bienoculto, había un amplio bolsillo.

«¡¿Qué diablos…?!»Langdon estaba seguro de que nunca

lo había visto.Se trataba de una costura

perfectamente disimulada.—¡Eso no estaba antes ahí! —

insistió él.—¿Entonces nunca habías visto…

esto? —Sienna metió la mano en elbolsillo y sacó un reluciente objetometálico que dejó en las manos de

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Langdon.Él bajó la mirada, estupefacto.—¿Sabes qué es? —preguntó

Sienna.—No… —balbuceó él—. Nunca

había visto nada igual.—Bueno, por desgracia yo sí lo sé.

Y estoy bastante segura de que es larazón por la que alguien está intentandomatarte.

Sin dejar de dar vueltas alrededorde su cubículo en el Mendacium, elfacilitador Knowlton pensó en el vídeoque debía hacer público al día siguiente

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por la mañana y no pudo evitar sentiruna creciente inquietud.

«¿Yo soy la Sombra?»Según los rumores, meses atrás ese

cliente en particular había sufrido unacrisis psicótica. El vídeo parecíaconfirmarlo más allá de toda duda.

Knowlton sabía que tenía dosopciones. O bien dejaba listo el vídeopara su envío tal y como habíanprometido, o se lo mostraba al prebostepara una segunda opinión.

«Aunque en realidad ya sé cuál será—pensó, pues nunca le había visto hacerotra cosa que no fuera lo prometido alcliente—. Me dirá que haga público el

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vídeo, sin hacer más preguntas…, y seenfadará por haber sido molestado.»

Knowlton volvió entonces suatención al vídeo, que había rebobinadohasta un punto particularmenteperturbador, y lo reprodujo de nuevo. Lasiniestra caverna iluminada reapareciójunto a los sonidos del agua. Y lasombra de un hombre alto con un largopico de pájaro se proyectó una vez másen la húmeda pared.

Entonces, la sombra deformecomenzaba a hablar con voz apagada:

Estamos en una nueva Edad Media:Siglos atrás, Europa estaba inmersa en su propia miseria;

la población vivía hacinada, muerta de hambre y sumida en el

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pecado y la desesperanza. Era como un bosque demasiadopoblado y asfixiado por la sequedad, a la espera del rayo de Dios,la chispa que finalmente encendería un fuego que se extenderíapor la Tierra y la despejaría de vegetación seca, y permitiría quela luz del sol llegara de nuevo a las raíces sanas.

El sacrificio selectivo es el Orden Natural de Dios.Pregúntate: ¿Qué siguió a la Peste Negra?Todos sabemos la respuesta.El Renacimiento.Un renacer.Siempre ha sido así. A la muerte le sigue el nacimiento.Para alcanzar el paraíso, el hombre debe pasar por el

infierno.Eso es lo que nos enseñó el maestro.¿Y esa ignorante del cabello plateado todavía se atreve a

llamarme monstruo? ¿Es que no entiende las matemáticas delfuturo? ¿Los horrores que nos esperan?

Yo soy la Sombra.Yo soy vuestra salvación.De modo que aquí estoy, en lo más hondo de esta caverna,

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contemplando la laguna que no refleja las estrellas. Hundido eneste palacio sumergido, el infierno se cuece bajo las aguas.

Pronto estallará en llamas.Y , cuando lo haga, nada en la Tierra será capaz de

detenerlo.

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El objeto que Langdon tenía en lasmanos era sorprendentemente pesadopara su tamaño. Se trataba de un cilindrometálico estrecho y liso, de unos quincecentímetros y con los extremosredondeados, como un torpedo enminiatura.

—Antes de manipularlo conbrusquedad —dijo Sienna—, será mejorque mires el otro lado. —Le sonrió connerviosismo—. ¿No decías que eras

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profesor de simbología?Langdon bajó la mirada y le dio la

vuelta al tubo hasta que el brillantesímbolo rojo quedó a la vista.

Al instante, su cuerpo se tensó.Como especialista en iconografía,

Langdon sabía que muy pocas imágenestenían el poder de inspirar un miedoinstantáneo en la mente humana… Elsímbolo que tenía ante sí sin dudaformaba parte de esa lista. Su reacciónfue visceral e inmediata. Dejó el tubo enla mesa y echó la silla hacia atrás.

Sienna asintió.—Sí, ésa también fue mi reacción.La imagen que había en el tubo era

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un sencillo icono trilateral.

Langdon había leído que eseafamado símbolo había sidodesarrollado por la empresa DowChemical en la década de 1960 parareemplazar toda la serie de inútilessímbolos de advertencia que se habíanestado usando hasta entonces. Comotodos los que tienen éxito, era sencillo,distintivo y fácil de reproducir. Elsímbolo moderno para advertir de

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«riesgo biológico» evocaba hábilmentemultitud de elementos peligrosos, queiban desde las pinzas de un cangrejo alos cuchillos arrojadizos de los ninjas, yse había convertido en una marca globalque transmitía la idea de peligro encualquier idioma.

—Este pequeño bote es un biotubo—dijo Sienna—. Se utiliza paratransportar sustancias peligrosas. Enmedicina los vemos de vez en cuando.En el interior hay una funda de espumadonde se insertan las probetas conmuestras para poder transportarlas deforma segura. En este caso… —Señalóel símbolo de riesgo biológico—,

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imagino que se trata de un agentequímico mortal…, o quizá de un virus.—Se detuvo un momento—. Lasprimeras muestras de Ébola las trajeronde África en un tubo parecido a éste.

No era lo que a Langdon le hubieragustado oír.

—¡¿Y qué diantre está haciendo enmi americana?! Soy profesor de historiadel arte, ¡¿por qué llevo algo así?!

Recordó las violentas imágenes decuerpos retorciéndose y, suspendida enel aire encima de ellos, la máscara de lapeste.

«Very sorry… Very sorry.»—Sea cual sea su origen —dijo

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Sienna—, se trata de una unidad de altagama. Titanio revestido de plomo. Casiimpenetrable, ni siquiera por radiación.Imagino que pertenece a algún gobierno.—Señaló un sensor negro del tamaño deun sello que había al lado del símbolode riesgo biológico—. Reconocimientode huella dactilar. Una medida deseguridad por si lo roban o se pierde.Tubos como éste sólo los puede abriruna persona determinada.

Aunque la mente de Langdon yafuncionaba a velocidad normal, todavíatenía la sensación de que debíaesforzarse para entender lo que estabasucediendo. «He estado transportando

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un bote sellado biométricamente.»—Cuando descubrí este bote en tu

americana, quise mostrárselo al doctorMarconi en privado, pero no tuveoportunidad. Pensé en probar tu pulgaren el sensor mientras estabasinconsciente, pero no tenía ni idea de loque había en el tubo, y…

—¡¿MI pulgar?! —Langdon negócon la cabeza—. Es imposible que estacosa esté programada para que yo laabra. No sé nada de bioquímica. Nuncahabía visto algo como esto.

—¿Estás seguro?Langdon estaba condenadamente

seguro. Extendió la mano y colocó el

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pulgar en el sensor. No pasó nada.—¡¿Lo ves?! Ya te lo…El tubo de titanio hizo clic, y

Langdon retiró la mano de golpe, comosi se hubiera quemado. «Dios mío.» Sequedó mirando el bote como si estuvieraa punto de desenroscarse por sí solo yfuera a emitir un gas mortal. Tressegundos después, volvió a hacer clic yse cerró de nuevo.

Langdon se volvió hacia Sienna, sinsaber qué decir.

La joven doctora suspiró hondo.—Bueno, parece bastante claro que

está pensado para que seas tú quien lotransporte.

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A Langdon todo eso le parecía unsinsentido.

—Eso es imposible. En primerlugar, ¿cómo iba a pasar este objeto demetal a través de la seguridad delaeropuerto?

—Quizá volaste en un aviónprivado. O te lo dieron al llegar a Italia.

—Sienna, debo llamar al consulado.Inmediatamente.

—¿No crees que antes deberíamosabrirlo?

Langdon había cometido muchasimprudencias en su vida, pero abrir elenvase de un material peligroso en lacocina de esa mujer no sería una más.

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—Pienso entregar esto a lasautoridades. Ahora.

Sienna apretó los labios mientrasconsideraba las opciones.

—Está bien, pero en cuanto llames,pasarás a depender sólo de ti mismo. Yono puedo estar implicada. Y de ningunamanera puedes quedar aquí con ellos.Mi situación legal en Italia es…complicada.

Langdon la miró directamente a losojos y le habló con el corazón.

—Lo único que sé, Sienna, es queme has salvado la vida. Me ocuparé deesta situación como tú me pidas.

Ella asintió, agradecida. Luego se

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acercó a la ventana y miró a la calle.—Muy bien, así es como debemos

hacerlo.Expuso su plan con rapidez. Era

sencillo, inteligente y seguro.Langdon observó cómo Sienna

bloqueaba el identificador de llamadade su teléfono móvil y marcaba. Susdedos eran delicados, pero se movíancon determinación.

—Informazioni abbonati? —dijoSienna con un impecable acento italiano—. Per favore, può darmi il numero delConsolato americano di Firenze?

Esperó un momento, y luego anotó unnúmero de teléfono.

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—Grazie mille —dijo, y colgó.Sienna le dio el número a Langdon

junto con su teléfono móvil.—Ya está. ¿Recuerdas qué tienes

que decir?—Mi memoria funciona

perfectamente —le contestó él con unasonrisa mientras marcaba el númeroescrito en el papel. La línea comenzó asonar.

«Que sea lo que Dios quiera.»Activó el altavoz y dejó el teléfono

sobre la mesa para que Sienna pudieraoír la conversación. Salió un mensajeautomático con información generalsobre los servicios del consulado y el

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horario de atención. No abrían hasta lasocho y media.

Langdon consultó la hora en elteléfono móvil. Eran sólo las seis de lamañana.

—Si se trata de una emergencia —dijo a continuación la grabación—,marque la extensión setenta y siete parahablar con el operador nocturno.

Langdon lo hizo.La línea volvió a sonar.—Consolato americano —dijo una

voz cansada—. Sono il funzionario diturno.

—Lei parla inglese? —preguntóLangdon.

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—Por supuesto —dijo el hombre eninglés norteamericano. Sonabavagamente molesto, como si le hubierandespertado—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Soy estadounidense. Estoy devisita en Florencia y me han atacado.Me llamo Robert Langdon.

—Número de pasaporte, por favor.—Se oyó cómo el hombre bostezaba.

—He perdido el pasaporte. Creoque me lo han robado. Me han disparadoen la cabeza. He estado en el hospital.Necesito ayuda.

El operador se espabiló de golpe.—¡¿Qué dice, señor?! ¿Que le han

disparado? ¿Cómo ha dicho que se

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llama?—Robert Langdon.Se oyó un ruido en la línea y luego

cómo el hombre tecleaba. Un ordenadoremitió un pitido. Hubo una pausa. Luegotecleó algo más. Otro pitido. Luego trespitidos agudos más.

Una pausa más larga.—Señor —dijo el hombre—. ¿Ha

dicho que se llama Robert Langdon?—Así es. Y estoy en un aprieto.—Está bien, señor, su nombre tiene

una alerta indicándome que le ponga encontacto con el administrador jefe delcónsul general. —El hombre se quedóun momento callado, como si no se lo

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pudiera creer—. No cuelgue.—¡Espere! ¿Puede decirme…?La línea ya estaba sonando.El timbre sonó cuatro veces y

descolgaron.—Aquí Collins —contestó una voz

ronca.Langdon respiró hondo y habló con

la mayor serenidad y claridad con quefue capaz.

—Señor Collins, me llamo RobertLangdon. Soy estadounidense y estoy devisita en Florencia. Me han disparado.Necesito ayuda. Quiero irinmediatamente al consulado. ¿Puedeayudarme?

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Sin vacilación, la voz profundacontestó.

—Gracias a Dios que está vivo,señor Langdon. Le hemos estadobuscando.

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«¿En el consulado saben que estoy enFlorencia?»

Para Langdon, esa noticia fue unalivio inmediato.

El señor Collins —que se habíapresentado como el administrador jefedel cónsul general— hablaba con unacadencia firme y profesional, pero en suvoz también era perceptible ciertoapremio.

—Señor Langdon, tenemos que

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hablar en seguida —dijo Collins—. Yobviamente, no por teléfono.

A esas alturas, a Langdon nada leparecía obvio, pero no iba ainterrumpirle.

—Enviaré a alguien que le recoja —sentenció Collins—. ¿Dónde seencuentra?

Al escuchar eso, Sienna se removióen su asiento nerviosamente. Langdonhizo un gesto con la cabeza paratranquilizarla e indicarle que teníaintención de seguir su plan al pie de laletra.

—Estoy en un pequeño hotelllamado Pensione la Fiorentina —dijo

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Langdon con la vista puesta en elhumilde establecimiento que había alotro lado de la calle, y que Sienna lehabía mostrado unos minutos atrás. Ledio a Collins la dirección.

—De acuerdo —contestó el hombre—. Quédese donde está. Permanezcaahí, alguien irá inmediatamente. ¿En quénúmero de habitación se encuentra?

Langdon se inventó una.—Treinta y nueve.—Muy bien. Veinte minutos —

Collins bajó el tono de voz—. Y, señorLangdon, parece que se encuentra ustedherido y confuso, pero necesitosaberlo…, ¿todavía está en su posesión?

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«En su posesión.» Langdon no tuvoninguna duda de que la pregunta, si biencríptica, sólo podía tener un significado.Volvió la mirada hacia el biotubo que seencontraba sobre la mesa de la cocina.

—Sí, señor, todavía lo tengo.Collins suspiró hondo.—Al no tener noticias suyas

pensamos… Bueno, francamente,supusimos lo peor. Es un alivioconfirmar que está bien. Permanezcadonde está. No se mueva. Veinteminutos. Alguien llamará a la puerta desu habitación.

Collins colgó.Langdon sintió que sus hombros se

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relajaban por primera vez desde que sehabía despertado en el hospital. «En elconsulado saben qué está pasando, ypronto tendré respuestas.» Cerró losojos y dejó escapar un lento suspiro.Cada vez se sentía mejor, y ya casi no ledolía la cabeza.

—Bueno, todo esto ha sido muy MI6—dijo Sienna medio en broma—.¿Acaso eres un espía?

En aquel momento, Langdon ya nosabía quién era. La idea de que pudieraperder dos días de recuerdos yencontrarse en una situacióndesconocida le parecía impensable y,sin embargo, ahí estaba…, a veinte

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minutos de un encuentro con unfuncionario del consuladoestadounidense en un hotel de malamuerte.

«¿Qué está pasando aquí?»Se volvió hacia Sienna y cayó en la

cuenta de que sus caminos estaban apunto separarse. Por alguna razón, sinembargo, tenía la sensación de que entreambos todavía había un asuntopendiente. Pensó en el doctor de labarba, muriendo en el suelo del hospitalante sus ojos.

—Sienna —susurró—, tu amigo… eldoctor Marconi…, lo lamento mucho.

Ella asintió inexpresivamente.

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—Y lamento mucho haberteinvolucrado en esto. Sé que tu situaciónen el hospital es anómala, y que si hayuna investigación… —fue bajando eltono de voz hasta quedarse callado.

—No pasa nada —dijo ella—. Estoyacostumbrada a los traslados.

Langdon advirtió en su miradadistante que para ella esa mañana habíacambiado todo. Y, a pesar de que supropia vida se encontraba sumida en elcaos, no pudo evitar compadecerse de lajoven.

«Me ha salvado la vida…, y yo hearruinado la suya.»

Permanecieron un minuto entero

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sentados en silencio. La tensión entreambos había ido creciendo. Era como siambos quisieran decir algo, pero nosupieran qué. Al fin y al cabo, eran unosdesconocidos que el azar había unido enun breve y extraño viaje que estaba apunto de llegar a una bifurcación. Ahoracada uno debería seguir su propiocamino.

—Sienna —dijo finalmente Langdon—, cuando solucione esto con elconsulado, si hay algo que pueda hacerpor ti…, no dudes en pedírmelo.

—Gracias —susurró ella contristeza, y se volvió hacia la ventana.

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Pasaron los minutos. Mientrasmiraba por la ventana de la cocina,Sienna se preguntó adónde la llevaríaese día. Dondequiera que fuera, no teníaninguna duda de que, al final del mismo,su mundo sería muy distinto.

Sabía que con toda seguridad sedebía a la adrenalina, pero se sentíaextrañamente atraída por el profesor.Además de apuesto, parecía poseer buencorazón. En una remota vida paralela,Robert Langdon hubiera sido alguiencon el que habría podido tener unarelación.

«Él nunca me habría querido —pensó—. Para mí ya no hay remedio.»

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Sienna recobró la compostura al veralgo en el exterior que llamó suatención. Se puso en pie de un salto yacercó el rostro al cristal.

—¡Robert, mira!Langdon miró por la ventana y vio la

lustrosa motocicleta BMW de colornegro que acababa de detenerse ante laPensione la Fiorentina. La conductoraera esbelta y fuerte, e iba ataviada conun traje de cuero negro. Mientrasdescendía ágilmente de la moto y sequitaba el lustroso casco negro, Siennaadvirtió que a Langdon se le cortaba larespiración.

El cabello de punta de la mujer era

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inconfundible.La motorista sacó una pistola,

comprobó el silenciador y se la volvió aguardar en el bolsillo de la cazadora.Luego, moviéndose con letal elegancia,entró en el hotel.

—Robert —susurró Sienna con lavoz quebrada por el miedo—. Elgobierno estadounidense acaba deenviar a alguien para matarte.

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Robert Langdon sintió una oleada depánico. La mujer del cabello de puntaacababa de entrar en el hotel que habíaal otro lado de la calle, pero él nocomprendía cómo podía haberconseguido la dirección.

Sentía cómo la adrenalina fluía porsu cuerpo, alterando una vez más suproceso de pensamiento.

—¿Mi propio gobierno ha enviado aalguien para matarme?

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Sienna parecía igualmentesorprendida.

—Robert, eso significa que elanterior intento del hospital también fuecosa suya. —Se puso de pie y comprobóla cerradura de la puerta delapartamento—. Si el consulado tienepermiso para asesinarte… —No terminóla frase, pero tampoco hacía falta. Lasimplicaciones eran terroríficas.

«¿Qué diantre creen que he hecho?¿Por qué mi propio gobierno va detrásde mí?»

De nuevo, Langdon oyó las dospalabras que al parecer balbuceabacuando entró tambaleándose en el

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hospital.«Very sorry… Very sorry.»—Aquí no estás a salvo —dijo

Sienna, y se volvió hacia la calle—. Noestamos a salvo. Esa mujer nos ha vistohuir juntos del hospital. Me apuesto loque quieras a que tu gobierno y lapolicía también están intentandolocalizarme a mí. El alquiler de esteapartamento está a nombre de otrapersona, yo lo tengo subarrendado, perotarde o temprano me encontrarán. —Volvió a fijarse en el biotubo que estabaen la mesa—. Tienes que abrir eso,ahora.

Langdon se quedó mirando el

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artilugio de titanio. Sólo veía el símbolode riesgo biológico.

—Probablemente —dijo Sienna—,en su interior hay algún códigoidentificativo, la pegatina de unaagencia, un número de teléfono, algo.Necesitas información. ¡Y yo también!¡Tu gobierno ha matado a mi amigo!

El dolor que percibía en la voz deSienna hizo que Langdon dejara a unlado sus reticencias. Asintió, conscientede que ella tenía razón.

—Sí…, l… lo siento —titubeóLangdon, sintiéndose culpable.

Luego se acercó al bote que había enla mesa, preguntándose qué respuestas

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se esconderían en su interior.—Abrirlo podría ser muy peligroso.Sienna lo consideró.—Lo que haya dentro estará

excepcionalmente bien resguardado, contoda probabilidad, en una probeta deplexiglás inastillable. El biotubo no esmás que un caparazón exterior para quesu traslado sea más seguro.

Langdon miró por la ventana lamotocicleta negra que estaba aparcadadelante del hotel. La mujer seguíadentro, pero pronto se daría cuenta deque él no se alojaba ahí. Se preguntó quéharía a continuación…, y cuánto tiempopasaría antes de que estuviera llamando

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a la puerta del apartamento.Al fin, se decidió. Cogió el tubo de

titanio y colocó el pulgar en el sensorbiométrico. Un momento después, elbote hizo clic y se abrió.

Antes de que se cerrara otra vez,Langdon comenzó a girar las dos partesen direcciones opuestas. Cuando hubodado un cuarto de vuelta, el bote volvióa hacer clic y Langdon supo que ya nohabía marcha atrás.

Siguió abriendo el tubo con manossudorosas. Las dos mitades sedeslizaban con suavidad en su roscaperfectamente torneada. Langdon sesentía como si estuviera a punto de abrir

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una valiosa muñeca rusa, salvo que eneste caso no tenía ni idea de quéencontraría en su interior.

A la quinta vuelta, el artilugio seabrió. Langdon respiró hondo y separólas dos mitades con mucho cuidado. Elhueco entre ambas se fue ampliandohasta dejar a la vista el interior.Langdon lo dejó sobre la mesa. Elrelleno protector recordaba de maneravaga a una pelota de gomaespuma, peromás alargada.

«Que sea lo que Dios quiera.»Retiró con cuidado la parte superior

del material protector y dejó a la vista elobjeto que había en su interior.

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Sienna bajó la mirada y ladeó lacabeza, desconcertada.

—Definitivamente, no es lo queesperaba.

Langdon había imaginado que setrataría de alguna especie de frasco deaspecto futurista, pero el contenido delbiotubo no tenía nada de moderno. Eraun objeto ornamentado que parecía estarhecho de marfil tallado, y que tenía máso menos el tamaño de un paquete decaramelos Life Savers.

—Parece antiguo —dijo Sienna—.Una especie de…

—Es un sello cilíndrico —siguióLangdon, soltando por fin el aire que

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contenía en los pulmones.Inventados por los sumerios en el

año 3500 a. J.C., los sellos cilíndricoseran los precursores de la técnica deimpresión del grabado calcográfico.Tallado con imágenes decorativas, elsello contenía un cilindro hueco a travésdel cual se insertaba un eje para poderhacer girar el tambor sobre la arcillahúmeda o la terracota, como un rodillomoderno, y así «imprimir» una serierecurrente de símbolos, imágenes otexto.

Ese sello en particular, supusoLangdon, debía de ser raro y valioso.Pero no entendía por qué estaba

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guardado dentro de un bote de titaniocomo si fuera una especie de armabiológica.

Mientras le daba vueltas concuidado en las manos, advirtió que laimagen tallada en este sello en particularera especialmente macabra: un Satáncornudo de tres cabezas que devoraba atres hombres a la vez, uno con cadaboca.

«Qué agradable.»Langdon observó entonces las siete

letras talladas debajo del diablo. Comotodos los textos de los rodillos deimpresión, la ornamentada caligrafíaestaba escrita de forma especular. Aun

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así, no tuvo dificultad alguna en leer lasletras: SALIGIA.

Sienna aguzó la mirada y leyó lapalabra en voz alta.

—¿Saligia?Langdon sintió un escalofrío al oír la

palabra en voz alta, y asintió.—Es un recurso mnemotécnico en

latín inventado por el Vaticano en laEdad Media para recordar a loscristianos los Siete Pecados Capitales.Saligia es un acrónimo de: superbia,avaritia, luxuria, invidia, gula, ira yacedia.

Sienna frunció el entrecejo.—Orgullo, avaricia, lujuria, envidia,

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gula, ira y pereza.Langdon se quedó impresionado.—Sabes latín.—Mi educación es católica. Sé lo

que es el pecado.Langdon sonrió y, volviendo la

mirada al sello, se preguntó otra vez porqué había sido guardado como si fuerapeligroso.

—Creía que era de marfil —dijoSienna—, pero es hueso. —Colocó elartilugio bajo la luz del sol y señaló laslíneas del material—. Las estrías delmarfil son translúcidas con forma dediamante; las de los huesos, en cambio,son paralelas y tienen pequeños hoyos

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oscuros.Langdon cogió el sello con cuidado

y examinó la talla más atentamente. Enlos sellos sumerios originales setallaban figuras rudimentarias y textos enescritura cuneiforme. Éste, en cambio,era mucho más elaborado. Medieval,supuso. Además, su iconografía teníauna inquietante conexión con lasalucinaciones que había estadosufriendo.

Sienna lo miró con preocupación.—¿Qué sucede?—Un tema recurrente —dijo

Langdon sombríamente, y señaló una delas tallas del sello—. ¿Ves este Satán de

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tres cabezas que devora a tres hombres?Es una imagen común de la Edad Media.Un icono asociado a la Peste Negra. Lastres bocas simbolizan la eficiencia conla que la plaga diezmó la población.

Sienna observó con inquietud elsímbolo de riesgo biológico quedecoraba el tubo.

Esa mañana, las alusiones a la plagaparecían ser más frecuentes de lo queLangdon quería admitir y, aregañadientes, advirtió otra conexiónmás.

—Saligia hace referencia a lospecados colectivos de la humanidad…,que, según la doctrina religiosa

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medieval…—… fueron la razón por la cual

Dios castigó al mundo con la PesteNegra —dijo Sienna, terminando lafrase.

—Sí. —Langdon perdió el hilo desus pensamientos y se quedó callado uninstante. Acababa de darse cuenta deque había algo extraño. Normalmente,era posible ver a través del centro huecodel cilindro, como si fuera la sección deuna tubería vacía. En ese caso, sinembargo, no se podía. «Hay algoinsertado en el interior del hueso.»Colocó el extremo bajo la luz ycomprobó que brillaba—. Hay algo

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dentro —dijo—. Y parece de cristal. Ledio la vuelta al cilindro para ver el otroextremo y, al hacerlo, se oyó el suaverepiqueteo de un pequeño objeto que sedesplazaba de un extremo del interiordel hueso al otro, como una bola dentrode un tubo.

Langdon se quedó inmóvil al tiempoque Sienna dejaba escapar un débil gritoahogado a su espalda.

«¡¿Qué ha sido eso?!»—¿Has oído el ruido? —susurró

Sienna.Langdon asintió y observó

atentamente el extremo del cilindro.—La abertura parece estar

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bloqueada por algo… metálico.«¿La tapa de una probeta, quizá?»Sienna retrocedió.—Está… ¿roto?—No lo creo. —Con mucho

cuidado, volvió a darle la vuelta alartilugio para examinar de nuevo elextremo de cristal y se oyó otra vez elruido. Un instante después, el cristal delcilindro hizo algo inesperado.

Comenzó a iluminarse.Sienna abrió los ojos como platos.—¡Robert, detente! ¡No lo muevas!

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Langdon se quedó inmóvil, sosteniendoel cilindro de hueso con la mano en alto.Sin duda alguna, el cristal que había a unextremo del tubo emitía una luz…, comosi de repente su contenido hubieracobrado vida.

Un momento después, la luz volvió aapagarse.

Sienna se acercó. Su respiración eraentrecortada. Ladeó la cabeza y estudióla sección de cristal que había dentro

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del hueso.—Vuelve a darle la vuelta —susurró

—. Poco a poco.Langdon puso el cilindro boca

abajo. De nuevo, un pequeño objetorecorrió la extensión del hueso y sedetuvo en el otro extremo.

—Otra vez —dijo ella—. Consuavidad.

Langdon repitió el proceso, y denuevo se oyó el ruido. Esta vez, elinterior del cristal resplandeciódébilmente durante un instante antes deapagarse otra vez.

—Debe de ser una probeta con unabola agitadora —declaró Sienna.

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Langdon estaba familiarizado con lasbolas agitadoras que se utilizaban en laslatas de pintura en spray, esas esferasque ayudaban a remover la pinturacuando uno agitaba la lata—. Puede quecontenga alguna especie de componentequímico fosforescente —continuóSienna—, o un organismobioluminiscente que resplandece cuandose estimula.

Langdon no estaba tan convencido.Aunque había visto varitas luminosasquímicas y también planctonbioluminiscente que resplandecíacuando una embarcación removía suhábitat, estaba prácticamente seguro de

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que el cilindro que tenía en la mano nocontenía ninguna de esas cosas. Le diovarias vueltas más al tubo hasta que seiluminó y entonces apuntó el extremoluminiscente a su palma. Comoesperaba, una luz rojiza se proyectó ensu piel.

«Es bueno saber que alguien con uncociente intelectual de 208 tambiénpuede equivocarse.»

—Mira esto —dijo Langdon, ycomenzó a agitar el tubo violentamente.El objeto que había en el interiorrepiqueteaba cada vez más rápido.

Sienna retrocedió dando un salto.—¡¿Qué estás haciendo?!

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Sin dejar de agitar el tubo, Langdonse acercó al interruptor de la luz y laapagó, dejando la cocina en relativaoscuridad.

—Lo que hay en el interior no es unaprobeta —dijo, agitando el cilindro contanta fuerza como podía—. Es unpuntero de corriente faradaica.

Uno de los alumnos le había dadouna vez a Langdon un artilugio similar:un puntero láser para conferenciantes alos que no les gustaba malgastar pilasAAA y a quienes no les importabarealizar el esfuerzo de agitar el punterodurante unos segundos para transformarenergía cinética en electricidad cuando

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lo necesitaban. Al agitar el artilugio, unabola metálica alojada en el interior ibade un lado a otro, atravesando una seriede paletas y accionando con ello undiminuto generador. Al parecer, alguienhabía decidido insertar un puntero comoése en un hueso hueco y tallado; unenvoltorio antiguo para un modernojuguete electrónico.

Ahora, el extremo del puntero quetenía en la mano resplandecíaintensamente, y Langdon se volvió haciaSienna con una sonrisa en el rostro.

—Comienza el espectáculo.Orientó el puntero con la funda de

hueso hacia un espacio desnudo de la

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pared de la cocina. Cuando se iluminó,Sienna dejó escapar un grito. FueLangdon, sin embargo, quien retrocediósorprendido.

En la pared no apareció un pequeñopunto rojo, sino una vívida fotografía enalta definición. El tubo la emitía como sifuera un antiguo proyector dediapositivas.

«¡Dios mío!» Al ver la macabraescena reproducida en la pared, aLangdon le comenzó a temblar la mano.«No es de extrañar que haya estadoteniendo visiones relacionadas con lamuerte.»

A su lado, Sienna se llevó la mano a

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la boca y dio un vacilante paso haciaadelante, claramente fascinada por loque estaba viendo.

La escena que proyectaba el huesotallado era una lúgubre representación alóleo del sufrimiento humano: miles dealmas padeciendo espantosas torturas enlos distintos niveles del infierno. Elinframundo estaba representado como lasección transversal de un fosocavernoso en forma de embudo quedescendía en la Tierra a unaprofundidad incalculable. Ese fosoinfernal estaba dividido en terrazasdescendentes de un sufrimiento que ibaen aumento, y cada uno de los niveles

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estaba poblado por atormentadospecadores de todo tipo.

Langdon reconoció la imagen alinstante.

La obra maestra que tenían delante,el Mappa dell’Inferno, la había pintadouno de los gigantes del Renacimientoitaliano: Sandro Botticelli. Consistía enun elaborado plano del inframundo, y setrataba de una de las visiones deultratumba más aterradoras jamáscreadas. El cuadro era oscuro, lúgubre yterrorífico, e incluso hoy en díasobrecogía a quienes lo veían. Adiferencia de sus vibrantes y coloristasPrimavera o El nacimiento de Venus ,

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Botticelli había elaborado este mapa delinfierno con una deprimente paleta derojos, sepias y marrones.

Langdon volvió a sentir de repenteun lacerante dolor de cabeza y, sinembargo, por primera vez desde que sehabía despertado en el hospital, sintióque una pieza del rompecabezasencajaba en su lugar. Parecía evidenteque sus sombrías alucinaciones estabanprovocadas por ese famoso cuadro.

«Debo de haber estado estudiando elMapa del infierno de Botticelli», pensó,aunque no tenía ni idea de por qué.

Si bien la pintura en sí resultabaperturbadora, era el origen del cuadro lo

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que provocaba en Langdon una crecienteinquietud. Sabía bien que la inspiraciónde esa apocalíptica obra maestra nohabía tenido lugar en la mente del mismoBotticelli…, sino en la de otra personaque vivió doscientos años antes que él.

«Una gran obra de arte inspirada porotra anterior.»

E l Mapa del infierno de Botticelliera en realidad un tributo a una obraliteraria del siglo XIV que se habíaconvertido en una de las piezas máscélebres de la historia…, una visiónbastante macabra del infierno, el eco decuyas imágenes llegaba hasta laactualidad.

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El Inferno de Dante.

Al otro lado de la calle, Vayenthaascendió con sigilo una escalera deservicio y llegó al tejado de laadormecida Pensione la Fiorentina.Langdon le había dado a su contacto delconsulado un número de habitacióninexistente y un punto de encuentro falsoo «secundario», como lo llamaban en sulínea de negocio; una técnica habitualque le permitía a uno valorar lasituación antes de revelar la verdaderalocalización. Invariablemente, lalocalización falsa o secundaria se

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seleccionaba porque estaba a la vista dela verdadera.

En el tejado, Vayentha encontró unlugar estratégico desde el que podía vertoda la zona. Con calma, empezó ainspeccionar el edificio de apartamentosque había al otro lado de la calle.

«Su turno, señor Langdon.»

Mientras tanto, a bordo delMendacium, el preboste salió a lacubierta de caoba y respiró hondo,saboreando con ello el salado aire delmar Adriático. La embarcación habíasido su hogar durante los últimos años.

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En ese momento, sin embargo, la seriede acontecimientos que estaban teniendolugar en Florencia amenazaban conechar por tierra todo lo que habíaconstruido.

Su agente de campo Vayentha lohabía puesto todo en peligro, y si biensería amonestada cuando terminara estamisión, ahora mismo el preboste todavíala necesitaba.

«Será mejor que vuelva a hacersecon el control de la situación.»

El preboste oyó unos rápidos pasosa su espalda y se dio la vuelta. Una desus asistentes se acercaba a él a todavelocidad.

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—¿Señor? —preguntó casi sinaliento cuando llegó a su lado—.Tenemos noticias. —Su voz atravesó elaire matutino con rara intensidad—.Parece que Robert Langdon acaba deacceder a su cuenta de correoelectrónico de Harvard desde unadirección IP abierta. —Se detuvo y miróal preboste directamente a los ojos—.Su localización exacta ha quedadoexpuesta.

Al preboste le sorprendió quealguien pudiera ser tan imprudente.«Esto lo cambia todo.» Juntó las yemasde los dedos y se quedó mirando la líneade la costa, considerando las

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implicaciones.—¿Sabemos cuál es la situación de

la unidad AVI?—Sí, señor. Se encuentra a menos

de tres kilómetros de la posición deLangdon.

El preboste sólo necesitó unmomento para tomar la decisión.

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—L’inferno di Dante —susurró Siennaacercándose más a la cruda imagen delinframundo que había ahora en la paredde su cocina.

«La visión del infierno de Dante —pensó Langdon—, proyectada con tododetalle.»

Considerada una de las obras másimportantes de la literatura mundial, elInferno fue el primero de los tres librosque conforman la Divina Comedia de

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Dante Alighieri, un poema épico de14.233 versos que describía su brutaldescenso al inframundo, el tránsito através del purgatorio, y la llegada finalal paraíso. De las tres secciones de laComedia —Inferno, Purgatorio yParadiso—, la primera era de lejos lamás leída y memorable.

Compuesto a principios del sigloXIV, Inferno redefinió la percepciónmedieval de la condenación eterna.Nunca antes el concepto de infiernohabía cautivado a las masas de un modotan intenso. De la noche a la mañana, laobra de Dante convirtió el conceptoabstracto del inframundo en algo

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aterrador. Era una visión visceral,palpable e inolvidable. No sorprendeque, tras la publicación del poema, lasiglesias católicas disfrutaran de unimportante incremento en la asistenciade pecadores aterrados que queríanevitar caer en la versión del averno quehabía concebido el poeta florentino.

Retratada aquí por Botticelli, estaterrorífica visión del infierno consistíaen un embudo subterráneo desufrimiento; un desolador paisaje defuego, azufre, aguas residuales,monstruos y el mismísimo Satán en sucentro. En el foso había nueve niveles,los nueve círculos del infierno, en los

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cuales se distribuían los pecadores deacuerdo con la profundidad de su culpa.Cerca de la cúspide, los lujuriosos o«pecadores carnales» sufrían lasembestidas de una tempestad eterna,símbolo de su incapacidad paracontrolar los deseos. Bajo ellos, losglotones yacían boca abajo en unarepugnante ciénaga de aguas residuales,con la boca llena del producto de susexcesos. Más abajo, los herejes estabanatrapados en unos sepulcros en llamas,condenados al fuego eterno. Y asísucesivamente… Cuanto más sedescendía, peor era el castigo.

En los siete siglos que habían

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pasado desde su publicación, la visiónque Dante creó del infierno habíainspirado a algunas de las mentes máscreativas de la historia la realización detributos y variaciones. Longfellow,Chaucer, Marx, Milton, Balzac,Borges…, e incluso varios papas habíanescrito obras basadas en el Inferno. Porsu parte, Monteverdi, Liszt, Wagner,Tchaikovski y Puccini habían compuestoasimismo piezas basadas en la obra deDante, al igual que una de las cantantesfavoritas de Langdon, LoreenaMcKennitt. Y en el mundo moderno delos videojuegos y las aplicaciones deiPad no faltaban las propuestas

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relacionadas con el poeta florentino.Langdon, deseoso de compartir con

sus alumnos su vibrante riquezasimbólica, impartía a veces un cursosobre la imaginería recurrente en Dantey las obras que había inspirado a lolargo de los siglos.

—Robert —dijo Sienna,acercándose más a la imagen de la pared—. ¡Mira eso! —Y señaló un punto en labase del infierno con forma de embudo.

La zona que señalaba se conocíacomo Malebolge (que significaba algoasí como los «fosos del mal»). Era eloctavo y penúltimo círculo del infierno yse dividía en diez fosos distintos, cada

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uno de los cuales estaba dedicado a untipo de fraude específico.

—¡Mira! ¿No decías que en tu visiónveías esto? —exclamó ella con granexcitación.

Langdon se fijó en el punto queseñalaba Sienna, pero no vio nada. Elpequeño proyector estaba perdiendoenergía, y la imagen se había comenzadoa desvanecer. Volvió a agitar elartilugio hasta que el cuadro volvió aser visible. Esta vez colocó el cilindromás lejos de la pared, en el borde delmostrador que había al otro lado de lapequeña cocina, para que la imagenproyectada se viera más grande. Luego

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se acercó a Sienna para examinar conella el reluciente mapa.

De nuevo, Sienna le señaló el octavocírculo del infierno.

—Mira, ¿no decías que en tusalucinaciones veías un par de piernasque salían de la tierra, y que teníanmarcada la letra erre? —Tocó un puntoconcreto de la pared—. ¡Aquí están!

Como había visto muchas veces enese cuadro, el décimo foso delMalebolge estaba lleno de pecadoresmedio enterrados boca abajo con laspiernas en el aire. Curiosamente, en estaversión un par de piernas tenían la letraerre escrita en barro, igual que en la

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alucinación de Langdon.—¡Dios mío! —exclamó él,

fijándose bien en ese pequeño detalle—.¡Esta letra… no aparece en el originalde Botticelli!

—Ahí hay otra letra —dijo Sienna,señalándola.

Langdon miró el punto de los diezfosos del Malebolge que le señalaba eldedo de la joven y vio una letra egarabateada sobre un falso profeta quetenía la cabeza al revés.

«¡¿Qué diablos…?! ¡Este cuadro hasido modificado!»

Luego vio otras letras, todasgarabateadas en distintos pecadores de

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los diez fosos del Malebolge. Una ce enun seductor al que unos demoniosestaban azotando; otra erre en un ladrónal que mordían perpetuamente unasserpientes; una a en un político corruptoque se encontraba sumergido en un ríode pez hirviendo.

—Sin duda alguna, estas letras —dijo Langdon sin la menor vacilación—no forman parte del original deBotticelli. Esta imagen ha sido retocadadigitalmente.

Volvió a mirar el foso superior delMalebolge y comenzó a leer las letrasque había en cada uno de los fosos, dearriba abajo.

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C… A… T… R… O… V… A… C…E… R

—¿Catrovacer? —dijo Langdon—.¿Es italiano?

Sienna negó con la cabeza.—Tampoco es latín. No lo

reconozco.—Quizá… ¿una firma?—¿Catrovacer? —repitió ella poco

convencida—. No me parece ningúnnombre. Mira aquí. —Señaló uno de losmuchos personajes del tercer foso delMalebolge.

Cuando los ojos de Langdonlocalizaron la figura, sintió unescalofrío. Entre la multitud de

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pecadores del tercer foso había unafigura icónica de la Edad Media: unhombre con una capa, una máscara conun largo pico como el de un pájaro y losojos muertos.

«La máscara de la peste.»—¿En el original de Botticelli hay

algún médico de la peste? —preguntóSienna.

—Para nada. Esa figura también hasido añadida.

—¿Y firmó Botticelli su original?Langdon no lo recordaba, pero sus

ojos se desplazaron al rincón inferiorderecho, donde solían estar las firmas, yse dio cuenta de por qué lo preguntaba.

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A lo largo del borde marrón oscuro delMappa de Botticelli se podía ver unalínea de texto en pequeñas letras deimprenta: LA VERITÀ È VISIBILE SOLOATTRAVERSO GLI OCCHI DELLA MORTE.

Langdon sabía suficiente italianopara comprender el significado:

—La verdad sólo es visible a travésde los ojos de la muerte.

Sienna asintió.—Extraño.Los dos permanecieron en silencio

mientras la siniestra imagen comenzabaa apagarse. «El Inferno de Dante —pensó Langdon—. Inspirando obras dearte apocalípticas desde el siglo XIV.»

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El curso sobre Dante que impartíaLangdon siempre incluía una secciónsobre las obras de arte inspiradas por elInferno. Además del celebrado Mapadel infierno de Botticelli, estaba laatemporal escultura de Rodin Las tressombras, incluida en Las puertas delinfierno; la ilustración de Flegiaremando entre los cuerpos sumergidosen el río Estigia realizada por Stradano;los lujuriosos pecadores de WilliamBlake arremolinándose bajo unatempestad eterna; la extraña visiónerótica de Bouguereau en la que Dante yVirgilio contemplaban dos hombresdesnudos enzarzados en una pelea; las

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torturadas almas de Bayros, acurrucadasbajo un torrente de guijarros ardientes ygotas de fuego, las excéntricas series deacuarelas y grabados en madera deSalvador Dalí… Y la enorme colecciónde grabados en blanco y negro de Doré,en los que el artista retrató desde laentrada en forma de túnel al Hades…hasta el mismísimo Satán alado.

Ahora parecía que, además de influiren los artistas más reverenciados de lahistoria, la poética visión del infierno deDante había inspirado a otro individuomás: un alma torcida que había alteradodigitalmente el famoso cuadro deBotticelli para añadirle diez letras, un

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médico de la peste y una siniestra frasesobre ver la verdad a través de los ojosde la muerte. Este artista habíaescondido luego la imagen en unproyector de alta tecnología insertado enel interior de un extraño hueso tallado.

Langdon era incapaz de imaginarquién podría haber creado un artilugioasí y, sin embargo, en ese momento lacuestión parecía secundaria encomparación a otra todavía másinquietante.

«¿Por qué diantre soy yo quien lolleva encima?»

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Mientras Sienna y Langdonpermanecían en la cocina considerandoel siguiente paso a dar, el inesperadorugido de un motor de gran cilindradaresonó en la calle, seguido de una rápidasucesión de chirridos de frenos yportazos de coches.

Desconcertada, Sienna corrió haciala ventana y se asomó a ver qué pasaba.

Una furgoneta negra sin ningúnletrero identificativo se había detenidoen medio de la calle. De ahí salió unequipo de hombres ataviados con ununiforme negro con medallones

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circulares de color verde en el hombroizquierdo. Llevaban rifles automáticos yse movían con enérgica eficienciamilitar. Sin la menor vacilación, cuatrode ellos se dirigieron a la entrada deledificio de apartamentos.

Sienna sintió que se le helaba lasangre.

—¡Robert! —exclamó—. ¡No séquiénes son, pero nos han encontrado!

En la calle, el agente ChristophBrüder gritaba órdenes a sus hombresmientras corrían hacia el edificio. Eraun individuo de robusta constitución,

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cuya formación militar le había imbuidode un frío sentido del deber, así como deun respeto absoluto por la cadena demando. Conocía su misión, y también losriesgos.

La organización para la quetrabajaba Brüder tenía muchasdivisiones, pero la suya —la Unidad deApoyo para la Vigilancia y laIntervención— sólo entraba en accióncuando una situación llegaba al estatusde «crisis».

En cuanto sus hombresdesaparecieron en el interior deledificio de apartamentos, Brüder sedetuvo en la puerta de entrada, sacó su

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teléfono móvil y se puso en contacto conla persona al cargo.

—Soy Brüder —dijo—. Hemoslocalizado a Langdon a través de ladirección IP de su ordenador. Mi unidadacaba de entrar. Le avisaré cuando lotengamos.

Desde el tejado de la Pensione laFiorentina, Vayentha contempló conhorrorizada incredulidad cómo losagentes entraban a toda velocidad en eledificio.

«Pero ¡¿qué están haciendo ELLOSaquí?!»

Mientras se pasaba una mano por elcabello de punta, volvió a pensar en las

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consecuencias de la metedura de pataque había cometido la noche anterior.Por culpa del simple arrullo de unapaloma, ahora todo estaba fuera decontrol. Lo que había comenzado comouna misión rutinaria se había convertidoen una absoluta pesadilla.

«Si la unidad AVI está aquí, yo yano tengo nada que hacer.»

Desesperada, Vayentha cogió suteléfono móvil Spectra Tiger XS y llamóal preboste.

—¡S… señor! —tartamudeó—. ¡Launidad AVI está aquí! ¡Los hombres deBrüder han entrado en el apartamento!

Esperó su respuesta, pero sólo oyó

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unos agudos pitidos, seguidos de unavoz electrónica que anunció conserenidad: «Protocolo dedesautorización iniciado.»

Vayentha apartó el teléfono de suoreja y miró la pantalla justo a tiempode ver cómo el dispositivo se apagaba.

Sintió cómo su rostro palidecía, yfinalmente la agente no tuvo másremedio que aceptar lo que estabasucediendo. El Consorcio había cortadotodo vínculo con ella.

Ningún nexo. Ninguna asociación.«He sido desautorizada.»La conmoción duró sólo un instante.Luego sintió miedo.

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—¡Date prisa, Robert! —exclamóSienna—. ¡Sígueme!

Con la mente todavía puesta en laslúgubres imágenes del inframundo deDante, Langdon corrió hacia la puerta ysalió al pasillo del edificio. Hasta esemomento, Sienna había conseguidomantener a raya el tremendo estrés deesa mañana y comportarse con ciertacompostura, pero ahora su aplomo habíadado paso a una emoción que hasta

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entonces Langdon todavía no había vistoen ella: auténtico miedo.

En el pasillo, la joven pasó a todavelocidad por delante del ascensor, queya había comenzado a bajar, sin dudalos hombres que habían entrado en elvestíbulo lo habían llamado. Corrióentonces hasta el final del corredor y,sin mirar atrás, desapareció por laescalera.

Langdon la seguía de cerca,deslizándose a toda velocidad con susnuevos mocasines prestados. Notabacómo el pequeño proyector, que llevabaen el bolsillo interior de su traje Brioni,le iba golpeando el pecho. Pensó

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entonces en las extrañas letras queadornaban el octavo círculo del infierno,CATROVACER, y luego en la máscara dela peste y en la extraña firma: «Laverdad sólo es visible a través de losojos de la muerte.»

Langdon había intentado estableceralguna relación entre estos elementosdispares, pero hasta el momento no se lehabía ocurrido nada que tuviera sentido.Cuando al fin llegó al rellano de laescalera, Sienna permanecía inmóvil,aguzando el oído. Langdon tambiénprestó atención y escuchó los pasos deunos soldados que estaban subiendo laescalera.

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—¿Hay otra salida? —susurróLangdon.

—Sígueme —dijo ella.Esa madrugada, Sienna ya le había

salvado la vida en una ocasión, así que,sin otra opción mejor que confiar en lamujer, Langdon respiró hondo y bajó laescalera tras ella.

Descendieron un piso. El ruido delas botas de los soldados se oía ahoramás cerca. Parecían estar a uno o dospisos de distancia.

«¿Por qué corre directamente haciaellos?», pensó Langdon.

Antes de que pudiera protestar, ellale cogió la mano y tiró de él hacia un

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pasillo desierto en el que había variaspuertas cerradas.

«¡Aquí no hay ningún lugar en el queesconderse!»

Sienna presionó un interruptor y unascuantas bombillas se apagaron, pero elpasillo, aunque a oscuras, seguíaofreciendo escaso refugio. Aún podíanverles. Los atronadores pasos resonabancada vez más cerca, y Langdon sabíaque sus perseguidores aparecerían porla escalera en cualquier momento.

—Necesito tu americana —susurróSienna al tiempo que ella mismacomenzaba a quitársela con brusquedad.Luego le obligó a acuclillarse detrás de

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ella en el hueco de una puerta—. No temuevas.

«¿Qué está haciendo? ¡Está a plenavista!»

Los soldados aparecieron y sedetuvieron de golpe cuando vieron aSienna en el pasillo a oscuras.

—Per l’amor di Dio! —exclamóella en un agrio tono de voz—. Cos’èquesta confusione?

Los dos hombres aguzaron lamirada, sin estar del todo seguros de quéera lo que estaban viendo.

Sienna siguió gritándoles.—Tanto chiasso a quest’ ora!

¡Tanto ruido a estas horas!

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Langdon vio entonces que Sienna sehabía envuelto la cabeza y los hombroscon la americana como si fuera el chalde una anciana y luego había encorvadoel cuerpo para taparle a él, quepermanecía acuclillado en las sombras.Del todo transformada, dio unrenqueante paso hacia ellos gritandocomo una mujer senil.

Uno de los soldados alzó la mano,indicándole que regresara a suapartamento.

—Signora! Rientri subito in casa!Sienna dio otro paso tambaleante,

mientras agitaba airadamente el puño enel aire.

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—Avete svegliato mio marito, che èmalato!

Langdon la escuchó, perplejo. «¿Quehan despertado a tu marido enfermo?»

El otro soldado levantó suametralladora y la apuntó con ella.

—Ferma o sparo!Sienna se detuvo de golpe y, sin

dejar de maldecirles acaloradamente,comenzó a retroceder.

Al fin, los hombres siguieron sucamino y desaparecieron escaleraarriba.

«No ha sido lo que se dice unainterpretación shakespeariana —pensóLangdon—, pero sí bastante

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impresionante.» Al parecer, laformación dramática podía ser un armaversátil.

Sienna se quitó la americana de lacabeza y se la arrojó a Langdon.

—Vamos, sígueme.Él lo hizo sin vacilar.Descendieron la escalera hasta el

rellano que había justo encima delvestíbulo, y desde ahí vieron como otrosdos soldados se introducían en elascensor. En la calle, un soldado másmontaba guardia junto a la furgoneta. Sumusculoso cuerpo se marcaba en elceñido uniforme negro. En silencio,Sienna y Langdon descendieron un piso

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más hasta el sótano.El aparcamiento subterráneo era

oscuro y olía a orina. Sienna corrióhacia una esquina repleta de escúters ymotocicletas y se detuvo junto a unamoto de tres ruedas plateada, queparecía el improbable resultado de uncruce entre una Vespa y un triciclo paraadultos. La joven metió entonces lamano debajo del guardabarros delanteroy cogió una pequeña cajita imantada.Dentro había una llave que insertó en elcontacto. El motor se puso en marcha.

Segundos después, Langdon se sentótras ella. Precariamente encaramado enel pequeño asiento, buscó a tientas algo

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a lo que sujetarse.—No es momento de andarse con

tonterías —dijo Sienna, mientras lecogía las manos y las colocabaalrededor de su delgada cintura—. Serámejor que te agarres a mí.

Langdon lo hizo, al tiempo que ellatomaba la rampa de salida. Elciclomotor tenía más potencia de la queél había imaginado, y casi dio un saltocuando llegaron a lo alto y salieron delgaraje, a unos cuarenta y cinco metrosde la entrada principal. El fornidosoldado que estaba junto a la furgonetase volvió de golpe y no pudo hacer másque ver cómo se alejaban a toda

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velocidad. Sienna dio gas y el motoremitió un agudo gruñido.

Encaramado en la parte trasera,Langdon echó un vistazo por encima delhombro y vio cómo el soldado levantabasu arma y les apuntaba minuciosamente.Se preparó para el disparo, que impactóen el guardabarros trasero, y no leacertó por poco en la base de lacolumna vertebral.

«¡Dios mío!»Al llegar a una intersección, Sienna

torció con brusquedad a la izquierda, yél notó que perdía el equilibrio yresbalaba a un lado.

—¡Pégate a mí! —exclamó ella.

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Langdon consiguió estabilizarse y seinclinó hacia adelante al tiempo que lamoto enfilaba una calle más grande.Hasta que no hubieron recorrido unamanzana entera, no recobró el aliento.

«¡¿Quién diablos eran esoshombres?!»

Sienna estaba completamenteconcentrada en la conducción,serpenteando con habilidad a través delos escasos vehículos del tráficomatutino, y varios peatones se volvieronal verlos pasar. Parecía sorprenderlesque un hombre de metro ochentaataviado con un traje Brioni fuera detrásde una delgada mujer.

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Langdon y Sienna habían recorridotres manzanas y se estaban acercando auna intersección importante cuandooyeron un estruendo de bocinas unosmetros más adelante. De repente, unalustrosa furgoneta negra apareció en laesquina, derrapó y aceleró en sudirección. Era idéntica a la que estabaaparcada delante del edificio deapartamentos.

Sienna giró a la derecha, se metiódetrás de un camión de repartoestacionado y frenó de golpe, lo queprovocó que Langdon se pegara a suespalda. Acto seguido, acercó tantocomo pudo la moto al parachoques

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trasero del camión y apagó el motor.«¡¿Nos habrán visto?!»Los dos se agacharon y contuvieron

el aliento…, a la espera.La furgoneta pasó a toda velocidad.

Al parecer, no les habían visto.Langdon, en cambio, sí distinguió aalguien en su interior.

En el asiento trasero, una atractivamujer mayor iba entre dos soldados,como si fuera su prisionera. Tenía lamirada perdida y la cabeza le iba de unlado a otro como si estuviera delirandoo la hubieran drogado. Llevaba unamuleto alrededor del cuello y elcabello le caía en largos tirabuzones.

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Creyendo haber visto un fantasma,Langdon sintió un nudo en la garganta.

Era la mujer de sus visiones.

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El preboste salió de la sala de controlhecho una furia y comenzó a recorrer lacubierta de estribor del Mendaciumpara intentar poner en orden suspensamientos. Lo que acababa desuceder en ese edificio de apartamentosde Florencia era inconcebible.

Tras dar dos vueltas completas albarco, regresó a su despacho y cogióuna botella de Highland Park de una solamalta, cincuenta años. Sin servirse un

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vaso, la dejó a un lado y le dio laespalda; un recordatorio personal de quetodavía lo tenía bajo control.

De manera instintiva, se volvióhacia un tomo grueso y gastado quehabía en su biblioteca. Era un regalo deun cliente… al que ahora desearía nohaber conocido nunca.

«Hace un año… ¿Cómo podríahaberlo sabido?»

El preboste no solía entrevistar enpersona a los posibles clientes, pero ésehabía llegado a través de alguien deconfianza, de modo que había hecho unaexcepción.

El cliente llegó a bordo del

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Mendacium en su propio helicópteroprivado un día de calma chicha. Setrataba de un hombre muy importante ensu campo, de cuarenta y seis años,pulcro, excepcionalmente alto y conunos penetrantes ojos verdes.

—Como sabe —comenzó a decir elhombre—, alguien a quien ambosconocemos me ha recomendado susservicios. —El visitante estiró suslargas piernas y se puso cómodo en ellujoso despacho del preboste—.Permítame explicarle lo que necesito.

—En realidad, no —le interrumpióel preboste, dejando claro quién estabaal mando—. Mi protocolo requiere que

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no me cuente nada. Seré yo quien leexplique los servicios que ofrecemos, yentonces usted podrá decidir cuáles leinteresan, en caso de que así sea.

El visitante se sintió algodesconcertado, pero se mostró deacuerdo y escuchó con atención. Alfinal, lo que el cliente deseaba resultóser el servicio más habitual delConsorcio: la posibilidad depermanecer «invisible» durante untiempo para poder llevar a cabo unaempresa personal alejado de miradascuriosas.

«Pan comido.»El Consorcio le proporcionaría una

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identidad falsa y una localización seguraque nadie conocería y en la que podríallevar a cabo su proyecto en secreto,fuera cual fuese. El Consorcio nuncapreguntaba la razón por la que un clienterequería un servicio, pues prefería saberlo menos posible sobre aquellos paraquienes trabajaba.

A cambio de unos beneficios nadadespreciables, durante todo un año elpreboste le había proporcionado unrefugio seguro al hombre de ojos verdes,que había resultado ser un cliente ideal.El preboste no tenía contacto alguno conél, y pagaba todas las facturas a sudebido tiempo.

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Hasta que, dos semanas atrás, todocambió.

Inesperadamente, el cliente solicitóun encuentro privado con el preboste.Teniendo en cuenta la suma de dineroque había pagado, éste accedió.

El desaliñado hombre que llegó alyate poco tenía que ver con la pulcra yequilibrada persona que el prebostehabía visto hacía un año. Tenía unamirada desquiciada y parecía casi…enfermo.

«¿Qué le ha pasado? ¿Qué ha estadohaciendo?»

El preboste hizo entrar al nerviosohombre en su despacho.

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—L…la mujer del cabello plateado—tartamudeó el cliente—. Está cada díamás cerca.

El preboste bajó la mirada hacia elexpediente de su cliente y observó lafotografía de la atractiva mujer.

—Sí —dijo—, su diablo de cabelloplateado. Estamos al tanto de susenemigos. Por poderosa que sea, duranteun año hemos conseguido mantenerlaalejada de usted, y eso es lo queseguiremos haciendo.

El hombre de ojos verdes retorciónerviosamente un grasiento mechón decabello con los dedos.

—No se deje engañar por su belleza.

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Es peligrosa.«Cierto», pensó el preboste, todavía

molesto por el hecho de que el clientehubiera llamado la atención de alguientan influyente. La mujer del cabelloplateado contaba con un tremendacantidad de recursos a su disposición;no era alguien a quien el preboste legustara tener de adversario.

—Si ella o sus demonios melocalizan… —comenzó a decir elcliente.

—No lo harán —le aseguró elpreboste—. ¿Acaso hasta la fecha no lehemos proporcionado todo lo que nos hapedido?

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—Sí —dijo el hombre—. Y, sinembargo, dormiría más tranquilo si… —Se quedó un momento callado parareformular lo que iba a decir—.Necesito saber que si me pasa algo,usted llevará a cabo mi última voluntad.

—¿Y en qué consiste?El cliente metió la mano en una

bolsa y sacó un pequeño sobre cerrado.—Lo que hay aquí dentro

proporciona acceso a la caja deseguridad de un banco de Florencia. Ensu interior hay un pequeño objeto. Sialgo me sucede, necesito que entregue elobjeto en mi nombre. Es algo así comoun regalo.

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—Muy bien. —El preboste tomónota—. ¿Y a quién debo entregárselo?

—Al diablo de cabello plateado.El preboste levantó la mirada.—¿Un regalo para su enemiga?—Algo así como un caramelo

envenenado. —Sus ojos centellearonnerviosamente—. Un ingenioso artilugiocon forma de hueso que, comodescubrirá, es un mapa…, su Virgiliopersonal…, que la escoltará al centro desu propio infierno.

El preboste se lo quedó mirando unlargo rato.

—Como desee. Considérelo hecho.—La fecha es de suma importancia

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—advirtió el hombre—. El regalo nodebe ser entregado antes de tiempo.Debe permanecer oculto hasta… —Sequedó callado y se sumió en suspensamientos.

—¿Hasta cuándo? —inquirió elpreboste.

De repente, el hombre se puso en piey, tras acercarse al escritorio delpreboste, cogió un rotulador rojo ymarcó frenéticamente un círculo en unafecha en su calendario personal.

—Hasta este día.El preboste apretó los dientes y

luego exhaló un suspiro, apenas podíacontener la repulsión que sentía por la

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desfachatez del hombre.—Entendido —dijo—. No haremos

nada hasta el día señalado, momento enel que entregaremos el objeto de la cajade seguridad, sea lo que sea, a la mujerdel cabello plateado. Tiene usted mipalabra. —Contó los días hasta la fechaseñalada en su calendario—. Llevaré acabo su deseo en exactamente catorcedías.

—¡Y ni un solo día antes! —leadvirtió el cliente de manera febril.

—Sí —le aseguró el preboste—. Niun solo día antes.

El preboste cogió el sobre, lo metióen el expediente del hombre y tomó las

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anotaciones necesarias para asegurarsede que los deseos de ese hombre secumplían al pie de la letra. No le habíadescrito la naturaleza exacta del objetoque estaba guardado en la caja deseguridad, pero el preboste lo preferíaasí. La discreción era una piedra angularde la filosofía del Consorcio. «Ofrece elservicio. No preguntes. No juzgues.»

El cliente relajó los hombros y dejóescapar un suspiro.

—Gracias.—¿Algo más? —preguntó el

preboste, deseoso de librarse de esecliente transformado.

—Sí, en realidad hay una cosa más.

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—Metió la mano en el bolsillo y sacóuna pequeña tarjeta de memoria, quedejó en la mesa—. Dentro hay unarchivo de vídeo. Me gustaría que loenviaran a los principales medios decomunicación mundiales.

El preboste estudió cuidadosamenteal hombre. El Consorcio solía distribuirinformación de forma masiva en nombrede los clientes, pero había algo en lapetición de ese hombre que resultabainquietante.

—¿El mismo día? —preguntó elpreboste, señalando la fecha marcada ensu calendario.

—El mismo —respondió el cliente

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—. Ni un momento antes.—Comprendido. —El preboste

etiquetó la tarjeta de memoria con lainformación correspondiente—. ¿Eso estodo? —Se puso en pie con la esperanzade que la reunión hubiera terminado.

Pero el cliente permaneció sentado.—No. Una última cosa.El preboste volvió a sentarse.La mirada del cliente era ahora casi

salvaje.—Poco después de que distribuya el

vídeo, me convertiré en un hombre muyfamoso.

«Ya es un hombre muy famoso»,pensó el preboste mientras consideraba

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los impresionantes logros de su cliente.—Y parte del mérito le corresponde

a usted —siguió el hombre—. Elservicio que me ha proporcionado me hapermitido crear mi obra maestra…; unaobra que cambiará el mundo. Deberíaestar orgulloso de su papel.

—Sea cual sea esta obra maestra —dijo el preboste con crecienteimpaciencia—, estoy contento de quehaya contado con la privacidadnecesaria para crearla.

—A modo de agradecimiento, le hetraído un regalo de despedida. —Eldesgreñado hombre metió la mano en subolsa—. Un libro.

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El preboste se preguntó si ésa seríala obra en la que el cliente había estadotrabajando todo ese tiempo.

—¿Lo ha escrito usted?—No. —El hombre dejó un enorme

tomo sobre la mesa—. Más bien alcontrario… Este libro fue escrito paramí.

Desconcertado, el preboste se quedómirando el volumen que su cliente habíadejado encima de la mesa. «¿Cree queesto lo escribieron para él?» Se tratabade un clásico de la literatura…, escritoen el siglo XIV.

—Léalo —le dijo el cliente con unasonrisa siniestra—. Le ayudará a

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comprender todo lo que he hecho.Tras lo cual el desaliñado visitante

se puso en pie, se despidió y se marchóabruptamente. El preboste contempló através de la ventana de su despachocómo el helicóptero del hombredespegaba de la cubierta y regresaba ala costa italiana.

Luego volvió su atención al libroque tenía ante sí. Con dedos vacilantes,abrió la cubierta de piel y comenzó aleer el principio. La estrofa inicialestaba escrita en una caligrafíaelaborada y ocupaba toda la primerapágina.

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I N F E R N OA m i t a d d e l c a m i n o d e l a

vi d ay o m e e n c o n t r a b a e n u n a

s e l va o s c u r a ,c o n l a s e n d a d e r e c h a y a

p e r d i d a .

En la anterior, el cliente habíaescrito el siguiente mensaje:

Mi querido amigo, gracias por ayudarmea encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

El preboste no tenía ni idea de quésignificaba eso, pero ya había leídosuficiente. Cerró el libro y lo dejó en su

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biblioteca. Por suerte, su relaciónprofesional con ese extraño individuoestaba a punto de terminar. «Catorcedías más», pensó el preboste, y volvió amirar el círculo rojo garabateado en sucalendario personal.

Los días siguientes, el preboste sesintió inusualmente inquieto. Ese hombreparecía haber perdido la razón. Noobstante, a pesar de sus miedos, los díaspasaron sin incidentes.

Antes de la fecha indicada, sinembargo, tuvieron lugar en Florencia unserie de acontecimientos calamitosos. Elpreboste intentó contener la crisis, peropronto todo estuvo fuera de control. El

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punto más álgido llegó cuando su clientesubió a lo alto de la torre de la Badia.

«Se suicidó…, se arrojó al vacío.»A pesar del horror que le provocaba

la pérdida de un cliente, en especial deese modo, el preboste seguía en estemundo. Rápidamente, pues, se dispuso acumplir la promesa que había hecho alfallecido: entregar a la mujer delcabello plateado el contenido de la cajade seguridad del banco florentino. Lafecha, le había advertido el cliente, erade gran importancia.

«No antes de la fecha indicada en elcalendario.»

El preboste le dio el sobre con los

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códigos de la caja de seguridad aVayentha, que había viajado a Florenciapara entregar el objeto que contenía, ese«caramelo envenenado». CuandoVayentha le llamó, sin embargo, susnoticias fueron tan intranquilizadorascomo alarmantes. El contenido de lacaja de seguridad ya había sido retirado,y a Vayentha casi la detienen. De algúnmodo, la mujer del cabello plateadohabía sabido de la cuenta y habíautilizado su influencia para tener accesoa la caja de seguridad. También habíaemitido una orden de arresto contra todoaquel que se presentara para abrirla.

Eso había sucedido tres días atrás.

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Estaba claro que el cliente pretendíaque el objeto robado fuera su insultofinal a la mujer del cabello plateado;una burla desde la tumba.

«Y, sin embargo, ha salido a la luzdemasiado pronto.»

Desde entonces, el Consorcio seencontraba en una situación muydelicada y había tenido que utilizartodos sus recursos para proteger laúltima voluntad de su cliente, así comola propia seguridad de la organización.Para ello, el Consorcio había cruzadouna serie de líneas de las cuales elpreboste sabía que sería difícil regresar.En ese momento, con todo lo que estaba

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ocurriendo en Florencia, el prebostebajó la mirada a su escritorio y sepreguntó qué le depararía el futuro.

En su calendario, vio la fechaindicada por el cliente, un círculo detinta roja alrededor de un díaaparentemente especial.

«Mañana.»A regañadientes, el preboste miró la

botella de whisky que descansaba sobrela mesa. Luego, por primera vez encatorce años, se sirvió un vaso y se lotomó de un trago.

Bajo cubierta, el facilitador

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Laurence Knowlton retiró la tarjeta dememoria del ordenador y la dejó sobreel escritorio. Ese vídeo era una de lascosas más extrañas que había vistonunca.

«Y dura exactamente nueveminutos…, ni un segundo más.»

Alarmado, algo poco habitual, sepuso en pie y comenzó a dar vueltas ensu pequeño cubículo, preguntándose denuevo si debía avisar al preboste delcontenido del vídeo.

«Limítate a hacer tu trabajo —sedijo Knowlton—. No preguntes. Nojuzgues.»

Intentando no pensar en las imágenes

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que había visto, marcó en su agenda latarea a realizar. Al día siguiente, tal ycomo había solicitado el cliente,enviaría el vídeo a los medios decomunicación.

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18

La Viale Niccolò Machiavelli estabaconsiderada la más elegante de lasavenidas florentinas. Sus amplias curvasrodeadas de frondosos setos y árbolesde hoja caduca la convertían en uno delos lugares favoritos de ciclistas yentusiastas de los Ferraris.

Sienna condujo con pericia por lascerradas curvas de la calle y, al poco,dejaron atrás el humilde barrioresidencial en el que vivía ella y

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llegaron a la elegante rivera oeste de laciudad, donde el aire era más despejadoy olía a cedro. Un campanario dio lasocho de la mañana justo cuando pasabanpor delante.

Langdon no podía dejar de pensar enlas perturbadoras imágenes del infiernode Dante…, ni en el misterioso rostro dela mujer que acababa de ver sentadaentre dos fornidos soldados en el asientotrasero de la furgoneta.

«Quienquiera que sea —pensóLangdon—, ahora la tienen en supoder.»

—La mujer de la furgoneta —dijoSienna por encima del ruido del motor

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de la moto—. ¿Estás seguro de que setrata de la mujer de tus visiones?

—Absolutamente.—Entonces debes de haberte

encontrado con ella en algún momentode los últimos dos días. La pregunta espor qué sigues viéndola en tusvisiones…, y por qué no deja de decirteque busques y hallarás.

Langdon estuvo de acuerdo.—No lo sé…, no recuerdo haberla

conocido, pero cada vez que veo surostro, tengo la abrumadora sensaciónde que debo ayudarla.

«Very sorry. Very sorry.»Langdon se preguntó si esa extraña

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disculpa se dirigía a la mujer delcabello plateado. «¿Le he fallado dealgún modo?» Al pensarlo, se le hizo unnudo en la garganta.

«No tengo memoria.» Langdon sesentía como si hubieran sustraído unarma vital de su arsenal. Su memoria,eidética desde la infancia, era el activointelectual del que más dependía. Paraun hombre acostumbrado a recordarhasta el más pequeño detalle de lo queveía a su alrededor, desenvolverse sinmemoria era como intentar aterrizar unavión en la oscuridad y sin radar.

—Parece que el único modo deencontrar respuestas es descifrar el

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Mappa —dijo Sienna—. Sea cual sea elsecreto que contiene…, todo indica quees la razón por la que te estánpersiguiendo.

Langdon asintió y pensó en lapalabra catrovacer esbozada sobre loscuerpos retorcidos del Inferno de Dante.

De repente tuvo una idea.«Me he despertado en Florencia…»Ninguna otra ciudad de la tierra

estaba más ligada a Dante que ésa.Dante Alighieri había nacido enFlorencia, se había criado en Florencia,se había enamorado de Beatrice enFlorencia (contaba la leyenda), y habíasido cruelmente desterrado de su casa

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florentina. Obligado a errar durante añospor la península itálica, en todo esetiempo no dejó de añorar con dolor suhogar.

«Todo lo que más amas sin tardanzahas de dejar —escribió Dante sobre elexilio—; y ésta es la primera flecha queel arco del destino lanza.»

Al recordar esas palabras deldecimoséptimo canto del Paradiso,Langdon se volvió hacia la derecha ycontempló el perfil del centro históricode la ciudad al otro lado del río Arno.

Pensó entonces en su trazado, uncongestionado laberinto repleto deturistas y coches deambulando de un

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lado a otro por las estrechas calles querodeaban las catedrales, los museos, lascapillas y la zona comercial deFlorencia. Estaba seguro de que si él ySienna se deshacían de la moto, sepodrían mezclar fácilmente con lamultitud.

—Tenemos que ir a la parte antigua—declaró Langdon—. Si hay respuestas,lo más probable es que estén ahí. Lo quepara nosotros es la Florencia antigua,para Dante era el mundo entero.

Sienna asintió y dijo por encima delhombro:

—También será más seguro. Haymuchos sitios en los que esconderse. Iré

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hasta la Porta Romana, ahí podremoscruzar el río.

«El río», pensó Langdon con unestremecimiento. El famoso viaje deDante hacia el infierno tambiéncomenzaba atravesando un río.

Sienna aceleró. Mientras recorríanla ciudad, Langdon revisó mentalmentelas imágenes que acababa de ver: elinfierno, los muertos y los moribundos,los diez fosos del Malebolge con elmédico de la peste y esa extrañapalabra, catrovacer. También reflexionósobre las palabras garabateadas en laparte inferior del Mappa («La verdadsólo es visible a través de los ojos de la

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muerte»), y se preguntó si ese sombríomensaje sería una cita de Dante.

«No la reconozco.»Langdon conocía bien la obra de

Dante, y debido a su preeminencia comohistoriador del arte especializado eniconografía, de vez en cuando lellamaban para interpretar el vastoconjunto de símbolos que poblaban laobra del poeta italiano. Casualmente, oquizá no tanto, un par de años atráshabía dado una conferencia sobre elInferno.

«Dante divino: Símbolos delinfierno.»

Dante Alighieri se había convertido

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en un auténtico icono histórico, y en todoel mundo existían sociedades sobre supersona. La más antigua de EstadosUnidos, había sido fundada en 1881 enCambridge, Massachusetts, por HenryWadsworth Longfellow. El famosointegrante de los Fireside Poets, deNueva Inglaterra, fue el primernorteamericano en traducir la DivinaComedia (versión que seguía siendo unade las más respetadas y leídas).

Como celebrado especialista en laobra de Dante, a Langdon le habíanpedido que diera una charla en una delas más antiguas sociedades dedicadasal poeta florentino: la Società Dante

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Alighieri Vienna. El evento tendría lugaren la Academia Austríaca de lasCiencias. Su principal patrocinador —un rico científico, miembro de laSociedad Dante— había conseguido queles permitieran utilizar el auditorio de laacademia, con capacidad para dos milpersonas.

A Langdon lo recibió el director delcongreso. Al cruzar el vestíbulo, nopudo evitar advertir las cinco palabrasescritas en una pared del fondo conletras gigantescas: ¿Y SI DIOS ESTUVIEREEQUIVOCADO?

—Nuestra última instalaciónartística —susurró el director—. Es un

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Lukas Troberg. ¿Qué le parece?Langdon contempló las enormes

letras sin saber qué contestar…—Esto…, las pinceladas son

ciertamente majestuosas, pero suconocimiento del subjuntivo parece algodeficiente.

El director lo miró desconcertado.Langdon esperaba que el públicorespondiera mejor.

Cuando por fin subió al escenario,un auditorio lleno a rebosar dio labienvenida a Langdon con una enérgicaronda de aplausos.

—Meine Damen und Herren —resonó la voz de Langdon por los

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altavoces—. Willkommen, bienvenue,welcome.

La famosa cita de Cabaret arrancóuna risa del público.

—Me han informado de que laaudiencia de esta noche no sólo estáformada por miembros de la SociedadDante, sino que también se encuentranentre nosotros muchos científicos yalumnos que están empezando a explorarla obra del artista florentino. Así pues,teniendo en cuenta a aquellos que hanestado demasiado ocupados estudiandosu disciplina para leer poemas épicosmedievales, he pensando en comenzarcon una rápida introducción a Dante: su

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vida, su obra y por qué está consideradouna de las figuras más influyentes detoda la historia.

Más aplausos.Mediante un minúsculo control

remoto, Langdon comenzó a proyectaruna serie de diapositivas con la imagende Dante, la primera de las cuales fue elretrato realizado por Andrea delCastagno, que mostraba al poeta de pieante una puerta y con un libro defilosofía en la mano.

—Dante Alighieri —comenzóLangdon—, escritor y filósofo florentinoque vivió de 1265 a 1321. En esteretrato, como en prácticamente todos los

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que tenemos de él, el poeta lleva en lacabeza un cappucio rojo (una entalladacapucha a cuadros y con ligaduraslaterales), que, junto con su túnicaLucca, se ha convertido en el atuendomás reconocible del poeta.

Langdon fue pasando lasdiapositivas hasta llegar al retrato deBotticelli que se encuentra en la galeríade los Uffizi, un cuadro que subrayabalos rasgos más característicos de surostro: la marcada mandíbula y su narizaguileña.

—En este retrato, la cabeza delpoeta vuelve a estar enmarcada por elcappucio rojo, pero Botticelli le ha

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añadido una corona de laurel, untradicional símbolo de maestría (en estecaso en las artes poéticas) que el pintortomó prestada de la antigua Grecia y quetodavía hoy se utiliza en las ceremoniasde condecoración a poetas y a premiosNobel.

Langdon pasó rápidamente otra seriede imágenes en las que aparecía Dantecon el gorro rojo, la túnica roja, lacorona de laurel y su prominente nariz.

—Y para completar su imagen deDante, les mostraré la estatua que seencuentra en la Piazza di Santa Croce…Y, por supuesto, el famoso fresco de lacapilla del Bargello, atribuido a Giotto.

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Langdon dejó la diapositiva deGiotto en la pantalla y se dirigió alcentro del escenario.

—Como sin duda saben, a Dante sele conoce sobre todo por su monumentalobra maestra, la Divina Comedia, unrelato brutalmente vívido del descensodel autor al infierno, su paso a través delpurgatorio, y la ascensión final alparaíso para encontrarse con Dios.Según los estándares modernos, laDivina Comedia no tiene nada decómico. Se llama así por otra razón. Enel siglo XIV, la literatura occidental sedividía en dos categorías: la tragedia,formada por la literatura culta y que

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estaba escrita en latín, y la comedia,escrita en lengua vernácula, que ibadirigida al pueblo.

Langdon fue pasando diapositivashasta llegar al icónico cuadro deMichelino que mostraba a Dante ante lasmurallas de Florencia con un ejemplarde la Divina Comedia en la mano. Alfondo, la escalonada montaña delpurgatorio se elevaba sobre las puertasdel infierno. En la actualidad, el cuadrose encontraba en la catedral de SantaMaria del Fiore de Florencia, másconocida como el Duomo.

—Como se habrán imaginado por eltítulo, pues, la Divina Comedia fue

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escrita en lengua vernácula, la lengua dela gente. A pesar de ello, fusionó conmaestría religión, historia, política,filosofía y comentarios sociales sobreun tapiz de ficción que, si bien erudito,no dejaba de ser totalmente accesiblepara las masas. La obra se convertiríaen un pilar tal de la cultura italiana queal estilo de Dante se atribuye nadamenos que la codificación de la lenguaitaliana moderna.

Langdon se detuvo un momento yluego susurró:

—Amigos míos, es imposibleexagerar la influencia de la obra deDante Alighieri. A lo largo de la

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historia, y con la sola excepción de lasSagradas Escrituras, ninguna otra obrade literatura, pintura o música hainspirado más tributos, imitaciones,variaciones y anotaciones que la DivinaComedia.

Después de enumerar la grancantidad de compositores, artistas yescritores que habían creado obrasbasadas en el poema épico de Dante,Langdon se quedó mirando al público ypreguntó:

—Díganme, ¿tenemos a algúnescritor entre nosotros esta noche?

Casi un tercio del auditorio levantóla mano. Langdon se quedó

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boquiabierto. «Vaya, o se trata delpúblico más talentoso del mundo, o laautopublicación digital realmente estácomenzando a funcionar.»

—Bien, como todos ustedes saben,pues, no hay nada que un escritoraprecie más que una frase de apoyo; unarecomendación que un individuoinfluyente escribe para que otros quierancomprar nuestra obra. En la Edad Mediaya existían. Y Dante recibió unascuantas.

Langdon cambió de diapositiva.—¿Qué les parecería contar con

algo así en la cubierta de su libro?

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No ha existido un hombre más grandesobre la faz de la Tierra.

MIGUEL ÁNGEL

Un murmullo de sorpresa recorrió elauditorio.

—Sí —continuó Langdon—, se tratadel mismo Miguel Ángel que conocen dela Capilla Sixtina y del David. Ademásde pintor y escultor genial, también fueun soberbio poeta que publicó más detrescientos poemas, entre los cuales unotitulado «Dante», dedicado al hombrecuyas lúgubres visiones del infierno lehabían inspirado El juicio final. Y, si nome creen, lean el tercer canto del

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Inferno de Dante, y luego visiten laCapilla Sixtina; justo encima del altar,verán esta familiar imagen.

Langdon pasó unas cuantasdiapositivas hasta el aterrador detalle deuna bestia musculada agitando un remogigante ante un grupo de personasencogidas de miedo.

—Se trata del barquero delinframundo de Dante, Caronte, quegolpea a los pasajeros rezagados con unremo.

Langdon pasó a otra diapositiva, unsegundo detalle de El juicio final: unhombre que está siendo crucificado.

—Éste es Amán el Agagueo, quien,

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según las Sagradas Escrituras, fueahorcado. En el poema de Dante, sinembargo, lo crucifican. Como puedenobservar, Miguel Ángel prefirió para laCapilla Sixtina la versión de Dante a lade la Biblia. —Langdon sonrió y bajó lavoz—: No se lo digan al papa.

El público se rió.— E l Inferno de Dante creó un

mundo de dolor y sufrimiento más alláde todo lo que hasta entonces lahumanidad había imaginado, y suescritura ha definido, literalmente,nuestra visión moderna del infierno. —Langdon se quedó un momento callado—. Y créanme, la Iglesia Católica tiene

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mucho que agradecerle a Dante. Sinduda, su Inferno hizo que los temerosostriplicaran su asistencia a las misas, y haaterrorizado a sus fieles durante siglos.

Langdon cambió de diapositiva.—Lo cual nos conduce a la razón

por la que estamos todos aquí estanoche.

En la pantalla se podía leer el títulode la conferencia: DANTE DIVINO:SÍMBOLOS DEL INFIERNO.

—El Inferno de Dante es un paisajetan rico en símbolos e iconografía que amenudo le dedico un curso entero. Estanoche, he creído que no habría mejormodo de descubrir estos símbolos que

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caminar junto al poeta…; atravesar conél las puertas del infierno.

Langdon se dirigió hasta el bordedel escenario y se quedó mirando alpúblico.

—Si pretendemos dar un paseo porel infierno, recomiendo encarecidamenteque utilicemos un mapa. Y no hay mapadel infierno de Dante más completo yfiel que el que realizó Sandro Botticelli.

Presionó un botón del control remotoy el apocalíptico Mappa dell’Inferno deBotticelli apareció en la pantalla. Seoyeron varios gritos ahogados depersonas sobrecogidas al ver losdiversos horrores que tenían lugar en la

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caverna subterránea con forma deembudo.

—A diferencia de la de otrosartistas, la interpretación de Botticellifue extremadamente fiel. De hecho, sepasó tanto tiempo leyendo a Dante queGiorgio Vasari, el gran historiador delarte, dijo que su obsesión con el poetaflorentino acabó provocando «seriosdesórdenes en su vida». Botticellirealizó más de dos docenas de obrasrelacionadas con Dante, pero la másfamosa es este mapa.

Langdon se volvió y señaló el rincónsuperior izquierdo del cuadro.

—Nuestro viaje comenzará ahí, en la

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superficie terrestre, donde pueden ver aDante vestido de rojo junto a su guía,Virgilio, de pie ante las puertas delinfierno. Luego comenzaremos adescender por los nueve círculos delinframundo hasta encontrarnos cara acara con…

Langdon pasó a una nuevadiapositiva, una ampliación del Satándibujado por Botticelli en su cuadro: unterrorífico Lucifer de tres cabezasdevorando a tres personas distintas consus bocas.

El público dejó escapar un gritoahogado.

—Un anticipo de las atracciones que

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nos esperan —anunció Langdon—. Elviaje de esta noche terminará aquí, en elnoveno círculo del infierno, dondereside el mismo Satán. Ahora bien… —Langdon hizo una pausa—. Llegar ahísólo supone una parte de la diversión,así que rebobinemos un poco…, devuelta a las puertas del infierno, dondecomienza nuestra aventura.

Langdon pasó a la siguientediapositiva, una litografía de GustaveDoré que mostraba una oscura entradacon forma de túnel en la pared de unaustero acantilado. En la inscripción quehabía encima se podía leer:ABANDONAD TODA ESPERANZA,

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AQUELLOS QUE ENTRÁIS.—Bueno… —dijo Langdon con una

sonrisa—. ¿Entramos?De repente, se oyó un frenazo y la

visión del público se evaporó. Langdonsalió impulsado hacia adelante y chocócon la espalda de Sienna, que se habíadetenido en mitad de la VialeMachiavelli.

Langdon vaciló. Todavía tenía lamente puesta en las puertas del infiernoque se cernían ante él. Al volver en sí,vio dónde se encontraba.

—¿Qué sucede? —preguntó.Sienna señaló la Porta Romana, que

estaba a unos trescientos metros. La

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antigua puerta de piedra que servía deentrada a la parte antigua de Florencia.

—Robert, tenemos un problema.

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19

El agente Brüder estaba en el humildeapartamento intentando encontrarle unsentido a lo que estaba viendo. «¿Quiéndiantre vive aquí?» La decoración eraescasa y destartalada, como la de undormitorio universitario amueblado sinapenas presupuesto.

—¿Agente Brüder? —exclamó alfinal del pasillo uno de sus agentes—.Venga a ver esto.

Mientras recorría el pasillo, el

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agente Brüder se preguntó si la policíalocal habría detenido ya a Langdon. Élhabría preferido solucionar esa crisispersonalmente, pero la huida delprofesor no le había dejado másremedio que solicitar apoyo a la policíalocal y establecer controles en lascalles. En las laberínticas calles deFlorencia una moto podía eludir confacilidad las furgonetas de Brüder,cuyas ventanillas de gruesopolicarbonato y sólidos neumáticos aprueba de pinchazos las hacíanimpenetrables pero poco prácticas. Lapolicía italiana tenía reputación de serpoco cooperativa con los extranjeros,

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pero la organización de Brüder tenía unasignificativa influencia en la policía, losconsulados y las embajadas. «Cuandohacemos una petición, nadie se atreve aignorarla.»

Brüder entró en el pequeño estudio,donde se encontraba su hombre junto aun portátil abierto, tecleando algo conlas manos enfundadas en unos guantes delátex.

—Éste es el ordenador que Langdonha utilizado para consultar su correoelectrónico y hacer algunas búsquedas—dijo el hombre—. Los archivos siguenen el historial.

Brüder se acercó al escritorio.

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—No parece que sea su ordenador—dijo el técnico—. Está registrado anombre de alguien con las iniciales «S.C.» Dentro de poco sabré a quiénpertenecen.

Mientras esperaba, Brüder cogió unmontón de papeles que había en elescritorio y les echó un vistazo. Setrataba de un viejo programa del teatroGlobe de Londres y una serie deartículos de periódico. Cuanto más leía,más se le abrían los ojos.

Con los documentos en la mano,Brüder salió al pasillo y llamó a susuperior.

—Soy Brüder —dijo—. Creo que he

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identificado a la persona que estáayudando a Langdon.

—¿De quién se trata? —respondiósu superior.

Brüder dejó escapar lentamente unsuspiro.

—No se lo va a creer.

A tres kilómetros de allí, Vayenthahuía de la zona con su BMW. Unoscoches de policía con las sirenas enmarcha pasaron en dirección opuesta.

«He sido desautorizada», pensó.Por lo general, la suave vibración de

la motocicleta de cuatro tiempos le

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calmaba los nervios. Ese día, no.En los doce años trabajados para el

Consorcio, Vayentha había idoascendiendo poco a poco en sujerarquía, pasando de mero apoyoterrestre a coordinadora de estrategia,hasta llegar finalmente a agente decampo de alto rango. «Mi carrera estodo lo que tengo.» Los agentes decampo llevaban una dura vida desecretismo, viajes y largas misiones, locual impedía cualquier intento de vidanormal o relación sentimental.

«Le he dedicado un año entero a estamisión», pensó, todavía incapaz de creerque el preboste la hubiera desautorizado

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con tal rapidez.Durante los últimos doce meses,

Vayentha se había encargado desupervisar los servicios que elConsorcio había estado ofreciendo a unmismo cliente, un excéntrico genio deojos verdes que sólo quería«desaparecer» una temporada paratrabajar sin que lo molestaran rivales yenemigos. Rara vez había viajado y,cuando lo había hecho, había sido sinque le viera nadie. Básicamente, sehabía dedicado a trabajar. Elladesconocía la naturaleza de esaempresa. Su cometido se había limitadoa mantenerle oculto de las poderosas

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personas que intentaban dar con él.Vayentha había realizado el servicio

con consumada profesionalidad, y todohabía salido a la perfección.

Hasta la noche anterior, claro está.Desde entonces, había perdido el

control de su estado emocional y de sucarrera.

«Ahora estoy fuera.»El protocolo de desautorización

requería que el agente abandonarainstantáneamente su misión y saliera del«campo de juego» de inmediato. Si elagente era capturado, el Consorcionegaría toda relación con él. Los agentessabían que no debían tentar su suerte,

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pues conocían de primera mano lacapacidad de la organización paramanipular la realidad y amoldarla a susnecesidades.

Vayentha sólo conocía a dos agentesque hubieran sido desautorizados.Curiosamente, no había vuelto a ver aninguno. Siempre había creído que loshabían llamado para amonestarlos demanera oficial, los habían despedido yles habían indicado que no volvieran aponerse en contacto con los empleadosdel Consorcio.

Ahora, Vayentha no estaba tansegura.

«Estás reaccionando de forma

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exagerada —intentó decirse a sí misma—. Los métodos del Consorcio sonmucho más elegantes que el asesinato asangre fría.»

Aun así, un escalofrío le recorrió elcuerpo.

Había sido el instinto lo que la habíaimpelido a huir del tejado del hotel encuanto había visto llegar el equipo deBrüder, y ahora se preguntaba si eseinstinto la habría salvado.

«Ahora nadie sabe dónde estoy.»Mientras recorría a toda velocidad

la recta del Viale del Poggio Imperiale,se dio cuenta de la diferencia que habíansupuesto para ella unas pocas horas. La

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noche anterior le preocupaba proteger sutrabajo. Y en ese momento, su vida.

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Antaño, Florencia había sido una ciudadamurallada y, por aquel entonces, laentrada principal era la Porta Romana,construida en 1326. Si bien la mayorparte de la muralla había sido derribadahacía siglos, esta entrada de piedrasigue existiendo, y el tráfico todavíaaccede a la ciudad por debajo del arcoprincipal de la colosal fortificación.

La entrada en sí misma es unabarrera de quince metros de altura hecha

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de ladrillos y piedras. El arco principalconserva todavía sus puertas de maderacon enormes cerrojos (aunquepermanecen abiertas a todas horas paraque el tráfico pueda pasar). Seisimportantes calles convergen delante enuna rotonda cuyo centro estabadominado por una gran estatua dePistoletto que representa a una mujeralejándose de las puertas de la ciudadcon un enorme fardo en la cabeza.

Aunque actualmente es una marañacirculatoria de pesadilla, esta austerapuerta de entrada a la ciudad deFlorencia fue en su día el lugar en el quese celebraba la Fiera dei Contratti, la

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feria de los contratos, donde los padresconcertaban los matrimonios de sushijas, a menudo obligándolas a bailar demanera provocativa para conseguir unmejor partido.

Esa mañana, Sienna se habíadetenido a varios cientos de metros dela puerta y señalaba un punto, alarmada.Desde la parte trasera de la moto,Langdon miró lo que le indicaba y deinmediato compartió su aprensión. Anteellos había una larga hilera de cochesparados: el tráfico en la rotonda estabadetenido por un control policial, yestaban llegando más policías. Agentesarmados iban de coche en coche

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haciendo preguntas.«Esto no puede ser por nosotros —

pensó Langdon—. ¿O sí?»—Cos’è successo? —le preguntó

Sienna a un sudoroso ciclista que seacercaba a ellos. Iba en una bicicletaespecial, reclinada, y pedaleaba con lospies en alto.

—E chi lo sa? —contestó él, conpreocupación—. Carabinieri. —Y pasóde largo a toda velocidad, impacientepor abandonar la zona.

Sienna se volvió hacia Langdon conexpresión sombría.

—Un control policial.De repente, a sus espaldas se oyeron

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unas sirenas y Sienna se dio la vuelta. Elmiedo era visible en su rostro.

«Estamos atrapados», pensóLangdon mientras buscaba una salida dealgún tipo —una bocacalle, un parque,un camino de entrada a alguna casa—.Lo único que veía, sin embargo, eranresidencias privadas a la izquierda y unaalta pared de piedra a la derecha.

Las sirenas sonaban cada vez másfuertes.

—Por ahí —dijo Langdon señalandounas obras desiertas que había a unostreinta metros y en las que unahormigonera parecía ofrecer laposibilidad de esconderse.

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Sienna subió a la acera y se dirigióhacia las obras. Aparcaron detrás de lahormigonera y en seguida se dieroncuenta de que a duras penas tapaba lamoto.

—Sígueme —dijo entonces ella, ysalió corriendo hacia un pequeñocobertizo que se encontraba entre losarbustos, junto a la pared de piedra.

«Esto no es un cobertizo —pensóLangdon al acercarse—, es un sanitarioportátil.»

Cuando llegaron al váter químico delos operarios, oyeron unos coches depolicía que se acercaban a sus espaldas.Sienna tiró de la manilla, pero la puerta

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no se abrió. Estaba cerrada con unagruesa cadena. Langdon la agarróentonces del brazo y la metió en la partetrasera de la estructura, en el estrechoespacio que había entre el lavabo y lapared de piedra. Apenas cabían, y elolor era nauseabundo.

Langdon se deslizó detrás de ellajusto cuando aparecía un SubaruForester de color negro con la palabraCARABINIERI escrita en las puertas. Elvehículo pasó lentamente por delante delescondite.

«La policía italiana», pensó Langdoncon incredulidad. Se preguntó si estosagentes también tenían órdenes de

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disparar en cuanto les vieran.—Alguien quiere encontrarnos a

toda costa —susurró Sienna—. Y, dealgún modo, lo han hecho.

—¿GPS? —se preguntó Langdon envoz alta—. Puede que el proyector tengaun dispositivo de localización.

Sienna negó con la cabeza.—Créeme, si ese objeto fuera

localizable, ya tendríamos a la policíaencima.

Langdon cambió de posición paraacomodarse al angosto espacio, y derepente se encontró cara a cara con unelegante graffiti garabateado en la partetrasera del baño.

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«Sólo un italiano podía hacer algoasí.»

Muchos sanitarios portátilesestadounidenses estaban cubiertos depueriles dibujos que vagamenterecordaban a pechos o penes enormes.La pared trasera de éste, sin embargo, separecía más al cuaderno de dibujo de unestudiante de arte: en él había un ojohumano, una mano trazada a laperfección, un hombre de perfil y undragón fantástico.

—La destrucción de la propiedad nosiempre es así en Italia —dijo Siennacomo si hubiera leído la mente deLangdon—. Al otro lado de esta pared

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de piedra se encuentra el InstitutoEstatal de Arte de Florencia.

Como para confirmar el comentariode Sienna, de repente un grupo deestudiantes apareció a lo lejos conportafolios bajo el brazo. Ibancharlando, fumando cigarrillos y sepreguntaban unos a otros por el controlpolicial que había en la Porta Romana.

Langdon y Sienna se agacharon paraque no les vieran. Al hacerlo, de repenteél cayó en la cuenta de una cosa.

«Los pecadores medio enterradoscon las piernas en el aire.»

Puede que se debiera al hedor adesechos humanos, o quizá al ciclista

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recostado pedaleando con las piernas enalto. En cualquier caso, Langdonrecordó el pútrido mundo delMalebolge y las piernas desnudas quesalían de la Tierra.

Se volvió hacia Sienna.—En nuestra versión del Mappa, los

cuerpos medio enterrados estaban en eldécimo foso, el más bajo delMalebolge, ¿verdad?

Sienna se lo quedó mirandoextrañada, como si ése no fuera elmomento.

—Sí, el último.La mente de Langdon volvió a

evocar su conferencia vienesa. De

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repente, se encontró de nuevo en elescenario, a punto de terminar su charladespués de haberle mostrado al públicoel grabado que Doré hizo de Gerión, elmonstruo alado con cola venenosa quevivía justo encima del Malebolge.

—Antes de llegar ante Satán,debemos pasar por los diez fosos delMalebolge, donde se castiga a losfraudulentos; es decir, aquellosculpables de actuar mal de formadeliberada —declaró. Su voz resonaba através de los altavoces.

Langdon pasó de diapositiva paramostrar un detalle del Malebolge yluego fue mostrando al público los

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fosos, uno a uno.—De arriba abajo tenemos: los

seductores, azotados por demonios; losaduladores, sumergidos en excrementoshumanos; los simoníacos, medioenterrados boca abajo y con las piernasen el aire; los adivinos, con la cabezavuelta del revés; los corruptos, en pezhirviendo; los hipócritas, ataviados conpesadas capas de plomo; los ladrones,atacados por serpientes; los malosconsejeros, consumidos por el fuego; lossembradores de discordias,despedazados por demonios…, y,finalmente, los mentirosos, desfiguradosmás allá de todo reconocimiento. —

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Langdon se volvió hacia el público—.Lo más probable es que Dante reservaraeste foso final para los mentirososporque una serie de mentiras sobre élprovocaron que lo desterraran de suquerida Florencia.

—¿Robert? —era la voz de Sienna.Langdon volvió al presente.Sienna lo estaba mirando

desconcertada.—¿Qué sucede?—Nuestra versión del Mappa —

dijo con excitación— ¡está modificada!—Sacó el proyector del bolsillo de suamericana y lo agitó lo mejor que pudoen ese estrecho espacio. La bola

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repiqueteó ruidosamente, pero lassirenas ahogaban el ruido—.¡Quienquiera que creara esta imagen,reconfiguró los niveles del Malebolge!

Cuando el artilugio comenzó aresplandecer, Langdon lo apuntó haciala lisa superficie que tenían delante. ElMappa dell’Inferno apareció, brillandoen la tenue luz de su escondite.

«Botticelli en un váter químico»,pensó Langdon, avergonzado. Éste teníaque ser el lugar menos elegante en el quese hubiera mostrado nunca un cuadro deBotticelli. Luego comenzó a repasar losdiez fosos y asintió con excitación.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Está mal! ¡El

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último foso del Malebolge debería estarlleno de enfermos, no de gente enterradaboca abajo! ¡El décimo foso es el de losmentirosos, no el de los simoníacos!

Sienna parecía intrigada.—Pero… ¿por qué alguien querría

cambiar el orden?—Catrovacer —susurró Langdon,

mirando las pequeñas letras que habíansido añadidas en cada nivel—. No creoque sea eso lo que realmente dice.

A pesar de la herida que le habíaborrado los recuerdos de los dosúltimos días, Langdon notaba que sumemoria funcionaba a la perfección.Cerró los ojos y pensó en las dos

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versiones del Mappa para cotejarlas ydetectar las diferencias. No había tantoscambios como había imaginado… y, sinembargo, sintió como si un velo hubierasido retirado.

De repente, todo estuvo claro.«¡Busca y hallarás!»—¿Qué ocurre? —preguntó Sienna.Langdon sintió que se le secaba la

boca.—Ya sé porqué estoy en Florencia.—¡¿Lo sabes?!—Sí, y también adónde se supone

que debo ir.Sienna le cogió del brazo.—¡¿Adónde?!

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Langdon tuvo la sensación de pisartierra firme por primera vez desde quese había despertado en el hospital.

—Esas diez letras —susurró—.Señalan una localización precisa en laparte antigua de la ciudad. Ahí es dondeestán las respuestas.

—¡¿En qué lugar de la parteantigua?! —preguntó Sienna—. ¿Qué hasaveriguado?

Unas risas resonaron al otro lado delsanitario portátil. Otro grupo deestudiantes estaba pasando por delante,bromeando y charlando en variaslenguas. Langdon se asomó con cuidadopor la esquina del cubículo, y vio cómo

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se alejaban. Luego miró a la policía.—Tenemos que ponernos en marcha.

Te lo explicaré de camino.—¡¿De camino?! —Sienna negó con

la cabeza—. ¡Nunca podremos cruzar laPorta Romana!

—Espera aquí treinta segundos —ledijo—, y luego ven y sígueme lacorriente.

Tras decir eso, Langdon se marchó,dejando a su nueva amiga desconcertaday sola.

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—Scusi! —le dijo Robert Langdon algrupo de estudiantes—. Scusate!

Todos se volvieron y él hizo ver quemiraba a su alrededor como si fuera unturista.

—Dov’è l’Istituto Statale d’Arte?—preguntó en un italiano chapurreado.

Un joven tatuado le dio una calada asu cigarrillo y respondió con sarcasmo:

—Non parliamo italiano —dijo conacento francés.

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Una de las chicas reprendió a suamigo y le señaló a Langdon una largapared que había cerca de la PortaRomana.

—Più avanti, sempre dritto.«Todo recto», tradujo mentalmente

Langdon.—Grazie.Tal y como le había indicado

Langdon, Sienna salió de detrás delsanitario portátil y se acercó al grupo.Cuando la esbelta mujer de treinta y dosaños llegó a su lado, él se volvió haciaella y le colocó una mano en el hombro.

—Ésta es mi hermana, Sienna. Esprofesora de arte.

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—A esta profesora sí que me latiraría —dijo en voz baja el chicotatuado, y provocó con ello la risa delos otros chicos.

Langdon los ignoró.—Estamos en Florencia

informándonos sobre posibles centros enlos que dar clase durante un año en elextranjero. ¿Podéis acompañarnos?

—Ma certo —dijo la chica con unasonrisa.

En cuanto el grupo comenzó acaminar hacia la Porta Romana, Siennase puso a charlar con los estudiantes yLangdon se metió entre los jóvenes paraintentar pasar desapercibido.

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«Busca y hallarás», pensó. Elcorazón le comenzó a latir con fuerza alrepasar mentalmente los diez fosos delMalebolge.

Catrovacer. Langdon había caído enla cuenta de que estas diez letrasconstituían la esencia de uno de losmisterios más enigmáticos de la historiadel arte. Un antiguo acertijo que nuncahabía sido solucionado. En 1563, lasdiez letras fueron utilizadas paraescribir un mensaje en clave en lo altode un mural que hay en el célebrePalazzo Vecchio de Florencia, a docemetros del suelo. Apenas visible sinbinoculares, el mensaje había

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permanecido oculto durante siglos hastaque fue descubierto en la década de1970 por un experto, ahora famoso, quese había pasado mucho tiempo desdeentonces intentando descifrar susignificado. Pero a pesar de numerosasteorías, seguía siendo un enigma.

Para Langdon, los códigos eran unterreno familiar; un puerto seguro enmedio de ese mar extraño y agitado en elque se encontraba. Al fin y al cabo, lahistoria del arte y los secretos antiguoseran su especialidad, no los tubos deriesgo biológico y las armas de fuego.

Aún más coches de policía llegarona la Porta Romana.

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—Dios mío —dijo el chico tatuado—. La persona a la que están buscandodebe de haber hecho algo terrible.

El grupo llegó a la puerta principaldel instituto, donde se habíancongregado una gran cantidad dealumnos para ver lo que sucedía en lacalle. El malpagado guardia deseguridad de la escuela comprobaba condesgana las identificaciones de loschicos que entraban, pero estabaclaramente más interesado en laoperación policial.

Un fuerte frenazo resonó por lapiazza y Langdon advirtió que acababade llegar una familiar furgoneta negra.

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No necesitó echar un segundovistazo.

Sin decir palabra, él y Siennaaprovecharon la ocasión y cruzaron lapuerta con sus nuevos amigos.

El sendero de entrada al IstitutoStatale d’Arte era increíblementehermoso, de apariencia casi regia. Unosrobles enormes lo bordeaban a cadalado, creando una especie de dosel queenmarcaba el edificio del fondo: unaenorme estructura de color amarillodesvaído, con un triple pórtico y unaamplia extensión ovalada de céspedenfrente.

Langdon sabía que, como tantos

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otros de la ciudad, el edificio había sidoun encargo de la misma ilustre dinastíaque había dominado la políticaflorentina durante los siglos XV, XVI yXVII.

«Los Medici.»El nombre mismo se había

convertido en todo un símbolo deFlorencia. Durante tres siglos, la casa delos Medici amasó una riqueza y unainfluencia incalculables. Además defundar la institución financiera másimportante de toda Europa en esa época,aportaron al mundo cuatro papas y dosreinas de Francia. Aún hoy en día, losbancos modernos utilizan el método de

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contabilidad inventado por los Medici:el sistema de partida doble.

El mayor legado de esta familia, sinembargo, no había tenido lugar en elámbito de las finanzas ni en el de lapolítica, sino en el del arte.Posiblemente se trataba de los mecenasmás pródigos jamás conocidos en lahistoria del arte, y la generosa serie deencargos que realizaron impulsó elRenacimiento. La lista de artistas querecibieron su mecenazgo iba deLeonardo da Vinci a Galileo, pasandopor Botticelli (el cuadro más famoso deeste último, El nacimiento de Venus , sedebía a un encargo de Lorenzo de

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Medici, que quiso regalarle a su primopor su boda una pintura sexual yprovocativa para que la colgara sobre lacama marital).

Lorenzo de Medici —conocido en sudía como Lorenzo el Magnífico por sugenerosidad— fue él mismo unconsumado artista, y se decía que teníaun gran ojo artístico. En 1489, porejemplo, se encaprichó con la obra deun joven escultor florentino e invitó almuchacho a vivir en el palacio Medicipara que pudiera practicar su oficiorodeado de arte, poesía y cultura. Bajola tutela de Lorenzo, el adolescenteprosperó y terminaría realizando dos de

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las esculturas más celebradas de toda lahistoria: la Pietà y el David.Actualmente le conocemos como MiguelÁngel, un gigante creativo que seconsidera el mayor regalo de los Medicia la humanidad.

Teniendo en cuenta la pasión de estafamilia por el arte, Langdon imaginabaque les alegraría saber que el edificioque ahora tenía delante, en su inicioconcebido como su establo principal,había sido reconvertido en el vibranteinstituto artístico. Ese tranquiloemplazamiento, que ahora inspiraba ajóvenes artistas, había sido escogidoespecíficamente para construir los

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establos debido a su proximidad con unade las zonas para pasear más hermosasde toda Florencia.

«Los jardines Boboli.»Langdon echó un vistazo a la

izquierda y vio las copas de los árbolesque asomaban por encima de un altomuro. La vasta extensión de estosjardines era una popular atracciónturística. No dudaba de que, siconseguían entrar ahí, podrían rodear laPorta Romana sin que los descubrieran.Al fin y al cabo, el espacio queocupaban era enorme, y no faltabanescondites (bosques, laberintos, grutas,ninfeos). Y, lo que era más importante,

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si atravesaban los jardines llegaríandirectamente al Palazzo Pitti, lafortaleza de piedra que antaño fue lasede principal del gran ducado de losMedici, y cuyas ciento cuarentahabitaciones se habían convertido en unade las atracciones turísticas másvisitadas de la ciudad.

«Si llegamos al Palazzo Pitti —pensó Langdon—, el puente que conduceal centro de la ciudad estará a tiro depiedra.»

Se acercó con tranquilidad al altomuro.

—¿Cómo podemos entrar a losjardines? —preguntó—. Me encantaría

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enseñárselos a mi hermana antes de ir alinstituto.

El chico tatuado negó con la cabeza.—Desde aquí no se puede. La

entrada se encuentra en el Palazzo Pitti.Tendréis que ir por la Porta Romana.

—¡Anda ya! —soltó Sienna.Todo el mundo se volvió hacia ella

y se la quedó mirando, Langdonincluido.

—¿Me estás diciendo que no oscoláis nunca a los jardines para fumarhierba y hacer el tonto? —dijo a losestudiantes con una sonrisa decomplicidad y sin dejar de acariciarsela coleta.

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Todos los chicos intercambiaronmiradas y estallaron en carcajadas.

El muchacho tatuado parecía ahoracompletamente encandilado.

—Señora, sin duda usted deberíadar clase aquí. —Acompañó a Sienna aun lateral del edificio y le señaló la zonade aparcamiento que había detrás de unaesquina—. ¿Ve ese cobertizo a laizquierda? En la parte posterior hay unavieja plataforma. Suba al techo y desdeahí podrá saltar al otro lado del muro.

Sienna ya se había puesto en marcha.Miró por encima del hombro a Langdony le dijo burlonamente:

—Vamos, hermano Bob, a no ser

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que seas demasiado viejo para saltar unmuro.

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La mujer del cabello plateado apoyó lacabeza contra la ventanilla a prueba debalas y cerró los ojos. Tenía lasensación de que todo daba vueltas a sualrededor. Las drogas que le habíandado la habían indispuesto.

«Necesito atención médica», pensó.Aun así, las órdenes del guardia

armado que estaba a su lado eranestrictas: las necesidades de la mujerdebían ser ignoradas hasta que la tarea

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hubiera sido completada con éxito. Y, ajuzgar por el caos que había alrededor,estaba claro que eso no iba a ser pronto.

El mareo iba en aumento y ahora lecostaba respirar. Tras contener unanueva oleada de náuseas, se preguntócómo había llegado a esa surrealencrucijada. En su actual estado,averiguar la respuesta era una tareademasiado compleja, pero sin dudasabía dónde había comenzado todo.

«Nueva York.»Dos años atrás.»Había volado a Manhattan desde

Ginebra, donde trabajaba comodirectora de la Organización Mundial de

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la Salud, un puesto altamente codiciadoy prestigioso que ocupaba desde hacíacasi una década. Como especialista enenfermedades contagiosas yepidemiología, había sido invitada a lasNaciones Unidas para dar unaconferencia sobre la amenaza de laspandemias en los países del TercerMundo. Su charla había sido optimista ytranquilizadora. Había presentadovarios sistemas nuevos de deteccióntemprana y planes de tratamientodiseñados por la Organización Mundialde la Salud y otras instituciones, y alterminar había recibido una granovación.

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Después de la conferencia, mientrasse encontraba en el vestíbulo charlandocon algunos especialistas, un empleadode las Naciones Unidas con una insigniadiplomática de alto nivel se acercó aella e interrumpió la conversación.

—Doctora Sinskey, alguien delConsejo de Relaciones Exterioresquiere hablar con usted. Un coche laespera fuera.

Desconcertada y un poco enervada,la doctora Elizabeth Sinskey se disculpóy cogió su maleta. Mientras su limusinarecorría la Primera Avenida, comenzó asentirse extrañamente inquieta.

«¿El Consejo de Relaciones

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Exteriores?»Como muchos otros, Elizabeth

Sinskey había oído los rumores.Fundado en la década de 1920 como

un comité de expertos privado, el CREhabía contado entre sus miembrospasados casi con todos los secretariosde Estado del gobierno estadounidense,más de media docena de presidentes, lamayoría de los jefes de la CIA ydiversos senadores y jueces, así comoleyendas dinásticas como los Morgan,los Rothschild y los Rockefeller. Lacapacidad intelectual, la influenciapolítica y la riqueza sin parangón de susmiembros había otorgado al Consejo de

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Relaciones Exteriores la reputación de«el club privado más influyente de la fazde la Tierra».

Como directora de la OrganizaciónMundial de la Salud, Elizabeth estabaacostumbrada a relacionarse conpersonas importantes. Su largatrayectoria en la OMS, así como sunaturaleza extrovertida, le habían hechomerecedora recientemente de una señalde aprobación por parte de unaimportante revista del ámbito de lasalud, que la había incluido en su listade las veinte personas más influyentesdel mundo, algo que a Elizabeth lepareció irónico teniendo en cuenta lo

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enfermiza que había sido de niña.A los seis años sufrió una severa

asma que le trataron con una alta dosisde una prometedora droga —la primeradel mundo de los glucocorticoides, uhormonas esteroides— que le curó lossíntomas de la enfermedad conmilagrosa rapidez. Lamentablemente, losimprevistos efectos secundarios de esadroga no salieron a la luz hasta variosaños más tarde, cuando Sinskey dejóatrás la pubertad… sin llegar adesarrollar el ciclo menstrual. Nuncaolvidaría el oscuro día en la consultadel médico, a los diecinueve años, en elque descubrió que el daño a su sistema

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reproductivo era irreversible.Elizabeth Sinskey nunca podría tener

hijos.«El tiempo curará el vacío», le

aseguró el médico, pero la tristeza y larabia no hicieron sino crecer. Lasdrogas que le habían privado de lacapacidad de concebir un hijo habíansido tan crueles que no habían hecho lomismo con el instinto animal de tenerlo.Durante décadas, había intentadoaplacar el deseo de cumplir ese sueñoimposible.

Incluso entonces, a los sesenta y unaños, todavía sentía una punzada deamargura cada vez que veía a una madre

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con su hijo.—Estamos llegando —le anunció el

conductor de la limusina.Elizabeth se pasó la mano por su

cabello de largos tirabuzones plateadosy se miró en el espejito que llevaba.Antes de que pudiera darse cuenta, elvehículo se detuvo en una adineradazona de Manhattan y el conductor laayudó a bajar.

—La esperaré aquí —dijo elconductor—. Cuando haya terminadopodemos ir directamente al aeropuerto.

Los cuarteles generales del CRE seencontraban en un edificio neoclásico enla esquina de Park Avenue con la Calle

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68 que antaño había sido el hogar de unmagnate de la Standard Oil. Su discretoexterior se fundía a la perfección con elelegante paisaje de los alrededores, y noofrecía ninguna pista de su singularpropósito.

—Doctora Sinskey —dijo unacorpulenta recepcionista—. Por aquí,por favor. Le está esperando.

«Muy bien, pero ¿de quién se trata?»La recepcionista condujo a la doctoraSinskey por un lujoso pasillo. Al llegara una puerta cerrada, llamó con losnudillos, luego abrió y le indicó quepasara.

La doctora entró y la puerta se cerró

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tras ella.La pequeña y oscura sala de juntas

estaba iluminada únicamente por elresplandor de una pantalla de vídeo.Bajo ésta, distinguió una silueta muy altay delgada. Aunque no podía ver surostro, pudo advertir que se trataba deuna persona poderosa.

—Doctora Sinskey —dijo eldesconocido—. Gracias por venir. —Suinglés, de sobria precisión, sugirió aElizabeth que debía de ser suizo, o quizáalemán—. Por favor, siéntese —dijo,señalándole una silla del centro de lahabitación.

«¿No se presenta primero?»

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Elizabeth hizo lo que le decía. Laextraña imagen proyectada en la pantallade vídeo no contribuía a calmarle losánimos. «¿Qué…?»

He asistido a su conferencia de hoy—declaró la silueta—. He venido desdemuy lejos para escucharla. Un discursoimpresionante.

—Gracias —contestó ella.—Permítame decirle que es usted

mucho más hermosa de lo que habíaimaginado…, a pesar incluso de su edady de su miope visión de la saludmundial.

Elizabeth se quedó anonadada.Había sido un comentario de lo más

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ofensivo.—¿Cómo dice? —preguntó,

observando la oscura silueta—. ¿Quiénes usted? ¿Y por qué me ha hecho veniraquí?

—Disculpe mi fallido comentariohumorístico —respondió entonces laespigada sombra—. La imagen de lapantalla le explicará por qué está aquí.

Sinskey miró la horrendadiapositiva: el cuadro mostraba un vastomar de personas enfermas que trepabanunas sobre otras formando una densamaraña de cuerpos desnudos.

—Es del gran artista Doré —anunció el hombre—. Se trata de una

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sombría interpretación del infierno deDante. Espero que no le resultedemasiado perturbadora…, porque ahíes adonde nos dirigimos. —Se quedó unmomento callado y luego comenzó adirigirse lentamente hacia ella—.Permita que le explique por qué.

Siguió acercándose a la doctora. Sufigura parecía hacerse más alta a cadapaso.

—Si cojo esta hoja de papel y larompo por la mitad… —Se detuvo juntoa la mesa, cogió una hoja de papel y larasgó—, y luego coloco las dos mitadesjuntas, y repito el proceso… —Volvió aromper los papeles y a juntar sus

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mitades—, obtendré una pila de papelcuatro veces más gruesa que la original,¿verdad? —En la oscuridad de lahabitación, parecía que sus ojosrelucían.

A Elizabeth le molestó su tonocondescendiente, y también su actitudhostil. No dijo nada.

—Hablando hipotéticamente —prosiguió él, acercándose a la doctoratodavía más—, si el grosor de la hoja depapel original no fuera más que de unadécima de milímetro y repitiera elproceso, digamos…, cincuenta veces,¿sabe qué altura alcanzaría la pila?

Elizabeth se sentía indignada.

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—Lo sé —respondió con máshostilidad de la que pretendía—. Seríauna décima de milímetro multiplicadapor dos y elevada a la quincuagésimapotencia. A eso se le llama progresióngeométrica. ¿Puedo preguntarle quéestoy haciendo aquí?

El hombre sonrió con satisfacción yasintió, impresionado.

—Sí, ¿y se puede imaginar usted quéaspecto tendría ese valor? ¿Una décimade milímetro multiplicada por dos yelevada a la quincuagésima potencia?¿Sabe lo alta que sería nuestra pila depapel? —Calló sólo un instante—. Trasrealizar esa operación tan sólo cincuenta

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veces, esa pila llegaría casi… hasta elsol.

A Elizabeth no le sorprendía. Elasombroso poder de la progresióngeométrica era algo con lo que estabaacostumbrada a lidiar en su trabajo.«Círculos de contaminación…,replicación de células infectadas…,estimaciones de víctimas mortales.»

—Le pido perdón si parezco ingenua—dijo la doctora, sin molestarse enocultar su contrariedad—, pero noentiendo qué quiere decir.

—¿Qué quiero decir? —rió él entredientes—. Lo que quiero decir es que lahistoria del crecimiento de la población

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mundial es cada vez más dramática.Igual que la pila de papel, la poblaciónde la Tierra comenzó siendo muyescasa…, pero su potencial esalarmante.

El hombre se puso a caminar denuevo de un lado a otro de la habitación.

—Considere esto: la población de laTierra tardó miles de años en llegar alos mil millones de personas, desde losinicios de la humanidad hasta principiosdel siglo XIX. Luego, sólo le llevó unossorprendentes cien años doblar lapoblación hasta los dos mil millones,cifra a la que llegó en la década de1920. Después de eso, tardó apenas

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cincuenta años en volver a doblarlahasta los cuatro mil millones, esto es, enla década de 1970. Como sabrá, muypronto alcanzaremos los ocho milmillones. Sólo en un día como hoy, laraza humana ha añadido otro cuarto demillón de personas al planeta. Un cuartode millón. Y esto ocurre todos los días,llueva o truene. A día de hoy, en un añoañadimos a la Tierra el equivalente a lapoblación de Alemania.

El alto hombre se detuvo de golpedelante de Elizabeth.

—¿Cuántos años tiene?Otra pregunta ofensiva aunque, como

directora de la OMS, estaba

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acostumbrada a manejar el antagonismocon diplomacia.

—Sesenta y uno.—¿Sabía que si vive otros

diecinueve años, hasta los ochenta,habrá sido testigo de cómo la poblaciónmundial se triplica? Una vida,triplicación de la población. Piense enlas implicaciones de esto. Como sabe,su Organización Mundial de la Salud havuelto a incrementar sus previsiones yahora prevé que antes de llegar a lamitad del siglo alcanzaremos los nuevemil millones de personas. Las especiesanimales se están extinguiendo a unritmo vertiginoso. La demanda de

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nuestros menguantes recursos naturalesse ha disparado. El agua potable es cadavez más escasa. Desde cualquierperspectiva biológica, nuestra especieha superado la cantidad sostenible. Yante este desastre, la OrganizaciónMundial de la Salud (guardianes de lasalud mundial) se dedica a cosas comocurar la diabetes, llenar bancos desangre o batallar contra el cáncer. —Elhombre se detuvo y se quedó mirandofijamente a la doctora—. De modo quele he pedido que venga hoy aquí parapreguntarle de manera directa por quédiantre la Organización Mundial de laSalud no tiene las agallas de afrontar

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este problema sin miramientos.Al oír eso, Elizabeth se enfureció.—Quienquiera que sea usted, sabe

perfectamente bien que la OMS se tomala superpoblación muy en serio. Hacepoco, hemos gastado millones dedólares en enviar médicos a África paraque repartan preservativos de maneragratuita y eduquen a la gente sobre laimportancia del control de natalidad.

—¡Ah, sí! —dijo el hombre alto enun tono burlón—. Y un ejército todavíamás grande de misioneros católicos haido detrás para decirles a los africanosque si usan condones irán al infierno.Ahora África tiene un nuevo problema

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medioambiental: vertederos llenos decondones sin usar.

Elizabeth tuvo que hacer un esfuerzopara morderse la lengua. En ese puntotenía razón, aunque también habíacatólicos modernos a los que no lesparecía bien que el Vaticano seinmiscuyera en cuestionesreproductivas. Era destacable el caso deMelinda Gates, una devota católica quehabía tenido la valentía de enfrentarse asu propia iglesia e invertir 560 millonesde dólares en la mejora del acceso alcontrol de natalidad en todo el mundo.Elizabeth Sinskey había declaradomuchas veces públicamente que Bill y

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Melinda Gates merecían sercanonizados por todo lo que habíanhecho con su fundación por la mejora dela salud mundial. Por desgracia, la únicainstitución con potestad para conferir lasantidad no apreciaba la naturalezacristiana de sus esfuerzos.

—Doctora Sinskey —prosiguió lasombra—, lo que la OrganizaciónMundial de la Salud no consigueentender es que sólo existe un problemade salud global. Y es éste. —Señaló denuevo el sombrío mar de cuerposenmarañados de la pantalla, y se quedóun momento callado—. Soy conscientede que es usted una científica y que es

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posible que no conozca los clásicos olas bellas artes. Permítame que lemuestre otra imagen que comprenderámejor.

La habitación se quedó un instante aoscuras y luego la pantalla se volvió ailuminar.

Elizabeth había visto muchas vecesla nueva imagen…, y siempre leprovocaba una siniestra sensación deinevitabilidad.

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En la habitación se hizo un profundosilencio.

—Sí —dijo al fin el hombre alto—.El pánico mudo es una respuestaadecuada. Ver esta imagen es un poco

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como mirar fijamente el faro de unalocomotora que está a punto deatropellarle a uno. —Poco a poco, elhombre se volvió hacia Elizabeth ysonrió con condescendencia—. ¿Algunapregunta, doctora Sinskey?

—Sólo una —respondió ella—. ¿Meha hecho venir aquí para sermonearme opara insultarme?

—Ninguna de las dos cosas. —Sutono de voz se volvió siniestramentezalamero—. La he traído para trabajarcon usted. No tengo la menor duda deque comprende que la superpoblaciónsupone un serio problema de salud. Loque quizá no tiene tan claro es que se

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trata de una cuestión que afectará alalma misma del hombre. Bajo la presiónde la superpoblación, aquellos quenunca habían considerado la posibilidadde robar se verán obligados a hacerlopara alimentar a sus familias. Lospecados de Dante (la avaricia, la gula,la traición, el asesinato, etcétera)comenzarán a aflorar por doquier…,amplificados por nuestros menguantesrecursos. Nos encontramos ante unabatalla por el alma misma del hombre.

—Yo soy bióloga. Salvo vidas…,no almas.

—Bueno, puedo asegurarle quesalvar vidas se volverá cada vez más

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difícil en los próximos años. Lasuperpoblación provocará mucho másque descontento espiritual. Hay unpasaje de Maquiavelo…

—Sí —le interrumpió ella, y recitóde memoria la famosa cita—: «Cuandotodas las provincias del mundo estén tanrepletas de habitantes que no puedanvivir donde están ni trasladarse a otrositio…, el mundo se purgará a símismo.» —Se lo quedó mirandofijamente—. En la OMS conocemos bienesa cita.

—Bien, entonces sabe queMaquiavelo consideraba las plagas laforma natural que tenía el mundo de

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purgarse a sí mismo.—Sí, y como he mencionado en mi

conferencia, somos totalmenteconscientes de la directa correlaciónque existe entre la densidad depoblación y la probabilidad deepidemias a gran escala, pero nodejamos de diseñar día a día nuevosplanes de detección y tratamiento. En laOMS estamos seguros de que podremosprevenir futuras pandemias.

—Qué lástima.Elizabeth se lo quedó mirando con

incredulidad.—¡¿Cómo dice?!—Doctora Sinskey —respondió el

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hombre con una extraña sonrisa—, hablausted del control de epidemias como sifuera algo bueno.

Ella no daba crédito a lo que estabaoyendo.

—He ahí el problema —siguió elhombre alto, como un abogado quepresentara sus pruebas—. Y es usted ladirectora de la Organización Mundial dela Salud, lo mejor que puede ofreceresta institución. Una idea aterradora, siuno lo piensa bien. Le he mostrado estaimagen del sufrimiento que nos espera.—Volvió a mostrar los cuerpos en lapantalla—; le he recordado el increíblepoder del crecimiento incontrolado de la

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población mundial. —Señaló la pequeñapila de papel—; la he ilustrado sobre elhecho de que estamos al borde delcolapso espiritual… —Se quedócallado y se volvió hacia ella—. ¿Ycuál ha sido su respuesta? «Condonesgratis en África» —dijo en undespreciativo tono burlón—. Eso escomo intentar detener con unmatamoscas un asteroide que está apunto de chocar con la Tierra. La bombade tiempo ya no hace tictac, doctoraSinskey. Ya ha estallado. Y si notomamos medidas drásticas, lamatemática exponencial se convertirá ensu nuevo Dios… Y se trata de un Dios

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vengativo, que traerá la visión delinfierno de Dante al mismo ParkAvenue… Masas apiñadas revolcándoseen sus propios excrementos… Unproceso de selección global orquestadopor la misma Naturaleza.

—¿Eso cree? —contestó de prontoElizabeth—. Dígame, en su visión de unfuturo sostenible, ¿cuál es la poblaciónideal de la Tierra? ¿Cuál es el númeromágico que permitiría a la humanidadsostenerse indefinidamente…, y en unrelativo bienestar?

El hombre alto sonrió al oír esapregunta.

—Cualquier biólogo o estadista

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medioambiental le dirá que el límite dela posibilidad de supervivencia a largoplazo se encuentra en una población deunos cuatro mil millones.

—¡Cuatro mil millones! —exclamóElizabeth—. Ahora somos siete milmillones, creo que ya es un poco tarde.

Los ojos verdes del hombrerelucieron intensamente.

—¿Lo es?

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23

Robert Langdon aterrizó pesadamentesobre la mullida tierra que había al otrolado del muro. Se encontraba en laboscosa zona sur de los jardines Boboli.Sienna lo hizo a continuación y, trasponerse en pie y sacudirse un poco elpolvo, echó un vistazo a su alrededor.

Estaban en un claro de musgo yhelechos que había al borde de unapequeña arboleda. Desde ahí no se veíael Palazzo Pitti, y Langdon tuvo la

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sensación de que se encontraban en laotra punta de los jardines. Al menos, aesa hora no había ningún trabajador oturista que hubiera llegado tan lejos.

Langdon contempló el sendero degravilla que serpenteaba con eleganciacolina abajo y se introducía en laarboleda que tenían enfrente. En el puntodonde el sendero desaparecía entre losárboles había una estatua de mármol. ALangdon no le sorprendió. El diseño delos jardines Boboli se debía alexcepcional talento de Niccolò Tribolo,Giorgio Vasari y Bernardo Buontalenti;un increíble grupo de expertos que habíaconvertido esas tres hectáreas en una

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obra de arte paseable.—Si nos dirigimos hacia el noroeste

llegaremos al palacio —dijo Langdon,señalando el sendero—. Ahí seguro quepodremos mezclarnos con los turistas ysalir sin que nos vean. Imagino que abrea las nueve.

Bajó la mirada para consultar lahora pero en su muñeca desnuda seguíafaltando el reloj de Mickey Mouse. Sepreguntó si todavía estaría en el hospitalcon el resto de su ropa y si llegaría arecuperarlo.

De repente, Sienna se detuvo conaire desafiante.

—Robert, antes de dar otro paso

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más, quiero saber adónde vamos. ¿Quéhas descubierto antes sobre elMalebolge? Has dicho que estabadesordenado.

Langdon señaló la zona arbolada quetenían delante.

—Antes ocultémonos. —La condujopor un sendero que descendía a unahondonada cercada por árboles (una«habitación», en términos dearquitectura paisajística) donde habíaalgunos bancos faux-bois y una pequeñafuente. El aire ahí dentro era más frío.

Langdon sacó el proyector de subolsillo y comenzó a agitarlo.

—Sienna, quienquiera que creara

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esta imagen digital no sólo añadió letrasa l Malebolge, sino que también cambióel orden de los pecados. —Se subió albanco y apuntó el proyector a sus pies.E l Mappa dell’Inferno de Botticelliapareció débilmente en el asiento.

Langdon señaló la zona escalonadaque había en el fondo del embudo.

—¿Ves las letras de los diez fososdel Malebolge?

Sienna las leyó de arriba abajo.—Catrovacer.—Correcto. Una palabra sin sentido.—Pero ¿dices que el orden de los

fosos está cambiado?—En realidad, algo todavía más

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sencillo. Si estos niveles fueran unabaraja de diez cartas, sería como si lahubieran cortado una vez. La baraja,pues, seguiría manteniendo el ordencorrecto, pero comenzaría con la cartaequivocada. —Langdon volvió a señalarlos diez fosos del Malebolge—. Segúnel texto de Dante, el nivel superiordebería ser el de los seductoresazotados por demonios, pero según estaversión, sin embargo, los seductoresaparecen… en el séptimo foso.

Sienna examinó la imagen, cada vezmás desvaída, y asintió.

—Ajá, ya lo veo. El primer foso esahora el séptimo.

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Langdon volvió a guardarse elproyector en el bolsillo y bajó delbanco. Entonces cogió un pequeño paloy comenzó a escribir las letras en unaextensión de tierra que había junto alsendero.

—Éstas son las letras tal y comoaparecen en nuestra versión modificadadel infierno:

CATROVAC

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ER

—Catrovacer —leyó Sienna.—Sí. Y aquí es donde la «baraja» ha

sido cortada. —Langdon trazó una líneadebajo de la séptima letra y esperó aque Sienna volviera a examinar elresultado.

CATROVA—

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CER

—Muy bien —dijo rápidamente—.Catrova. Cer.

—Sí, y para ordenar de nuevo lascartas, sólo tenemos que volver a cortarla baraja y colocar de nuevo la parteinferior en su lugar, intercambiando conello la posición de las dos mitades.

Sienna miró las letras.—Cer. Catrova. —Se encogió de

hombros. No parecía muy impresionada—. Sigue sin tener sentido…

—Cer catrova —repitió Langdon.Un momento después, volvió a decir las

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palabras, esta vez juntas—. Cercatrova.—Al fin, las dijo con una pausa enmedio—. Cerca… trova.

Siena soltó un grito ahogado ylevantó la mirada hacia Langdon.

—Sí —dijo él con una sonrisa—.Cerca trova.

Las dos palabras italianas cerca ytrova significan literalmente «buscar» y«hallar». Al combinarlas en una oración—cerca trova—, eran sinónimas delaforismo bíblico «busca y hallarás».

—¡Tus alucinaciones! —exclamóSienna, casi sin aliento—. ¡La mujer delvelo! ¡No dejaba de decirte quebuscaras y hallarías! —Se puso en pie

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de un salto—. Robert, ¿te das cuenta delo que significa esto? ¡Las palabras«cerca trova» ya estaban en tusubconsciente! ¿No lo ves? ¡Debistedescifrar esta frase antes de llegar alhospital! ¡Probablemente, ya habíasvisto la imagen de este proyector…,pero te olvidaste!

«Tiene razón», se dio cuentaLangdon. Había estado tan centrado enel código mismo que no se le habíaocurrido que ya hubiera pasado por todoeso.

—Robert, antes has dicho que elMappa señala una localización concretade la parte antigua de la ciudad. Pero yo

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sigo sin ver cuál.—¿Cerca trova no te dice nada?Ella se encogió de hombros.Langdon sonrió para sus adentros.

«Por fin, algo que Sienna no sabe.»—Resulta que esta frase hace

referencia a un famoso mural que cuelgaen el Salón de los Quinientos delPalazzo Vecchio: la Battaglia diMarciano, de Giorgio Vasari. En laparte superior del cuadro, apenasvisible desde el suelo, Vasari escribiólas palabras «cerca trova» en letrasminúsculas. Existen muchas teoríassobre por qué lo hizo, pero no se hadescubierto ninguna prueba concluyente.

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De repente, oyeron sobre suscabezas el agudo zumbido de unapequeña aeronave que sobrevolaba elarbolado dosel de los jardines. A juzgarpor el ruido, se acercaba a granvelocidad, y tanto Langdon como Siennase quedaron inmóviles cuando les pasópor encima.

En cuanto comenzó a alejarse,Langdon miró la aeronave a través delas ramas de los árboles.

—Es un helicóptero de juguete —dijo, recobrando el aliento, mientrasobservaba el artilugio teledirigido de unmetro de largo. Sonaba como unmosquito gigante y enojado y, a lo lejos,

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parecía que estaba dando la vuelta.Efectivamente, el pequeño

helicóptero regresó hacia ellossobrevolando las copas de los árboles.Esta vez pasó por encima de un claroque quedaba a su izquierda.

—Eso no es un juguete —susurróSienna—. Es un drone dereconocimiento. Probablemente tieneuna cámara incorporada que envíaimágenes en directo a… alguien.

Langdon apretó los dientes yobservó cómo el helicóptero regresabaal punto del que había partido: la PortaRomana y el instituto de arte.

—No sé qué has hecho —dijo ella

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—, pero está claro que hay gentepoderosa que tiene muchas ganas deencontrarte.

El helicóptero volvía a dar la vueltay pasaba por encima del muro por el queacababan de saltar.

—Alguien debe de habernos visto enel instituto de arte y habrá dicho algo.Tenemos que salir de aquí. Ahora —dijo Sienna, y comenzó a recorrer elsendero

Mientras el drone se alejaba haciael otro extremo de los jardines, Langdonborró con el pie las letras que habíaescrito junto al sendero. Luego fuedetrás de Sienna. No podía dejar de

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pensar en las palabras cerca trova , elmural de Giorgio Vasari y en lo quehabía dicho Sienna de que anteriormentepuede que ya hubiera descifrado elmensaje del proyector. «Busca yhallarás.»

De repente, justo cuando entraban enun segundo claro, Langdon cayó en lacuenta de algo. Se detuvo en el senderoarbolado con una expresión deperplejidad en el rostro.

Sienna también se paró.—¿Robert? ¿Qué sucede?—Soy inocente —declaró.—¿De qué estás hablando?—La gente que me persigue…

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Pensaba que era por algo que habíahecho.

—Sí, en el hospital no dejabas dedecir «very sorry».

—Lo sé. Pero vosotros pensabaisque estaba hablando en inglés.

Sienna se lo quedó mirando,desconcertada.

—Es que estabas hablando en inglés.La excitación era perceptible en los

ojos azules de Langdon.—Sienna, cuando no dejaba de decir

«very sorry», no estaba pidiendoperdón. ¡Estaba balbuceando algo sobreel mensaje secreto en el mural delPalazzo Vecchio! —Todavía podía oír

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la grabación de su propia voz delirante:«Ve… sorry. Ve… sorry.»

Sienna parecía perdida.—¡¿No lo ves?! —dijo Langdon con

una amplia sonrisa—. No estabadiciendo «very sorry, very sorry», sinoel nombre de un artista: «Va… sari.Vasari.»

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24

Vayentha frenó de golpe.Su motocicleta derrapó con gran

estrépito, y dejó una larga marca en elpavimento del Viale del PoggioImperiale. Finalmente se detuvo detrásde una inesperada hilera de coches. Eltráfico en el Viale del Poggio estabaparado.

«¡No tengo tiempo para esto!»Vayentha se asomó por encima de

los coches para intentar ver qué estaba

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provocando el atasco. Ya se había vistoobligada a dar un rodeo para evitar launidad AVI y todo el caos del edificiode apartamentos, y ahora necesitaballegar cuanto antes a la parte antiguapara vaciar la habitación del hotel en laque se había hospedado los últimosdías.

«He sido desautorizada… ¡Tengoque salir pitando de la ciudad!»

Su racha de mala suerte, sinembargo, parecía seguir. La ruta quehabía escogido parecía bloqueada. Sinintención alguna de esperar más tiempo,comenzó a adelantar los coches por elestrecho arcén hasta que la

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congestionada intersección, una rotondaen la que convergían seis importantesvías públicas, quedó a la vista. Setrataba de la Porta Romana, uno de lospuntos más concurridos de Florencia, yel acceso al centro de la ciudad.

«¿¡Qué está pasando aquí!?»Vayentha vio que toda la zona estaba

llena de policías. Era un control dealgún tipo. Un momento después, vioalgo en el centro que la dejó estupefacta:una familiar furgoneta negra alrededorde la cual varios agentes ataviados denegro daban órdenes a la policía local.

Sin duda alguna, esos hombres eranmiembros de la unidad AVI, pero

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Vayentha no entendía qué estabanhaciendo allí.

«A no ser que…»Tragó saliva, sin atreverse apenas a

considerar siquiera la posibilidad.«¿Langdon había eludido a Brüder?»Parecía imposible. Las opciones dehuida habían sido prácticamente nulas.Aunque claro, Langdon no estaba solo, yVayentha había experimentado deprimera mano hasta qué punto la mujerrubia era capaz.

A unos pocos metros, apareció unagente de policía. Iba enseñando decoche en coche la fotografía de unapuesto hombre con abundante cabello

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castaño. Vayentha lo reconoció alinstante: era Robert Langdon. El corazónle dio un vuelco.

«¡Ha esquivado a Brüder…!»¡Langdon sigue libre!»Vayentha, estratega experimentada,

comenzó a evaluar en seguida en quémedida ese cambio en losacontecimientos modificaba susituación.

«Primera opción: marcharse segúnlo requerido.»

Había arruinado una importantemisión de la organización y, a causa deello, había sido desautorizada. Si teníasuerte, sería amonestada y, con toda

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probabilidad, despedida. Si, por elcontrario, había infravalorado laseveridad de su jefe, se pasaría el restode su vida mirando hacia atrás ypreguntándose constantemente si elConsorcio la estaría acechando.

«Ahora tengo una segunda opción.»Completar la misión.»Permanecer en su puesto era un

desafío directo al protocolo dedesautorización, pero si Langdon seguíalibre, Vayentha tenía la oportunidad decumplir la directriz original.

«Si Brüder no consigue capturar aLangdon —pensó al tiempo que se leaceleraba el pulso— y yo sí lo hago…»

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Vayentha sabía que era improbable,pero si Langdon conseguía eludir aBrüder y ella intervenía y terminaba sutrabajo, habría salvado ella sola lacrítica situación del Consorcio, con loque el preboste no tendría más remedioque mostrarse indulgente.

«Conservaría mi trabajo —pensó—.Puede que incluso me ascendieran.»

Al instante, Vayentha cayó en lacuenta de que todo su futuro dependía deun único y crucial cometido. «Debolocalizar a Langdon… antes de que lohaga Brüder.»

No sería fácil. Brüder tenía a sudisposición un gran número de soldados,

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así como una gran variedad de modernosequipos de vigilancia. Vayentha, encambio, trabajaba sola. Pero sabía algoque Brüder, el preboste y la policíadesconocían.

«Sé exactamente adónde se dirigeLangdon.»

Vayentha dio media vuelta con suBMW y se fue por donde había venido.«Ponte alle Grazie», pensó, visualizandoel puente que había más al norte. Habíamás de una ruta para llegar al centro dela ciudad.

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25

«No era una disculpa —pensó Langdon—, sino el nombre de un pintor.»

—V…Vasari —dijo tartamudeandoSienna mientras avanzaba por el sendero—. El pintor que escondió las palabras«cerca trova» en su mural.

Langdon no pudo evitar sonreír.«Vasari. Vasari.» Además de arrojar luzsobre su extraña situación, esarevelación también suponía que ya notenía que seguir preguntándose qué

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terrible acto había cometido por el queno dejaba de pedir disculpas.

—Robert, está claro que antes deresultar herido ya habías visto la imagende Botticelli del proyector y sabías quecontenía un código que apuntaba almural de Vasari. Por eso repetías sunombre.

Langdon intentó evaluar quésignificaba todo eso. Giorgio Vasari —un pintor, arquitecto y escritor del sigloXVI— era un hombre al que él se solíareferir como «el primer historiador delarte del mundo». A pesar de los cientosde cuadros que pintó y de las docenas deedificios que diseñó, su legado más

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perdurable era el seminal libro Lasvidas de los más excelentes pintores,escultores y arquitectos , una colecciónde biografías de artistas italianos queaún entonces seguía siendo una lecturaindispensable para los estudiantes dehistoria del arte.

Las palabras «cerca trova» habíanvuelto a situar a Vasari en el imaginariocolectivo unos treinta años atrás, cuandoese «mensaje secreto» fue descubiertoen su mural del Salón de los Quinientosdel Palazzo Vecchio. Las minúsculasletras aparecían en un estandarte verde,apenas visibles en medio del caos de labatalla. Si bien todavía no se había

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llegado a un consenso respecto a porqué Vasari había añadido ese extrañomensaje, la teoría más aceptada era quese trataba de una pista para lasgeneraciones futuras respecto a laexistencia de un fresco de Leonardo daVinci oculto en la pared, trescentímetros por detrás del mural deVasari.

Sienna buscó nerviosamente eldrone entre las ramas de los árboles.

—Todavía hay una cosa que noentiendo. Si no estabas intentando decir«very sorry, very sorry», ¿por qué haygente que intenta matarte?

Langdon se preguntaba lo mismo.

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Volvieron a oír el lejano zumbido, yLangdon supo que había llegado elmomento de tomar una decisión. Noentendía la relación que podía haberentre la Battaglia di Marciano deVasari y el Inferno de Dante o la heridade bala que había sufrido y, sinembargo, al fin veía ante sí un senderotangible.

«Cerca trova.»Busca y hallarás.»De nuevo, Langdon pensó en la

mujer del cabello plateado dirigiéndosea él desde el otro lado del río. «¡Eltiempo se está agotando!» Si habíaalguna respuesta, intuía Langdon, la

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encontrarían en el Palazzo Vecchio.Le vino entonces a la memoria un

viejo dicho popular de los antiguospescadores griegos que se sumergían apulmón en las cuevas de coral de lasislas Egeas para coger langostas. «Alnadar por un oscuro túnel, llega unmomento en el que ya no tienessuficiente aire para deshacer el camino.La única posibilidad es seguir nadandohacia lo desconocido… y rezar paraencontrar una salida.»

Langdon se preguntó si él y Siennahabían llegado a ese punto.

Miró el laberinto de senderos quetenían delante. Si conseguían llegar al

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Palazzo Pitti y, con ello, a la salida deljardín, el centro de la ciudad, estaríanjusto al otro lado del puente peatonalmás famoso del mundo: el PonteVecchio. Siempre estaba abarrotado degente y sería fácil pasar sin llamar laatención. Desde ahí, el Palazzo Vecchioestaba a unas pocas manzanas.

El zumbido del drone se oía cadavez más cerca, y por un momentoLangdon sintió que el cansancio hacíamella en él. El descubrimiento de que nohabía estado diciendo «very sorry» lehizo plantearse si hacía bien en huir dela policía.

—En algún momento u otro me

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atraparán, Sienna —dijo Langdon—.Quizá sería mejor que dejara de huir.

Sienna se volvió hacia él alarmada.—¡Robert, cada vez que te detienes

en algún sitio, alguien comienza adispararte! Tienes que averiguar en quéestás metido. Ver el mural de Vasariquizá te ayude a recordar de dónde hasalido el proyector y por qué lo llevabasencima.

Langdon pensó entonces en la mujerdel cabello de punta asesinando a sangrefría al doctor Marconi…, en lossoldados disparándoles…, en el controlde la policía en la Porta Romana… Yahora el drone de reconocimiento que

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les buscaba en los jardines Boboli. Sequedó un momento en silencio y,frotándose los cansados ojos, considerósus opciones.

—¿Robert? —dijo Sienna—. Hayotra cosa…, algo que en su momento nome pareció importante, pero que ahoracreo que quizá lo sea.

Langdon percibió su tono de voz ylevantó la mirada.

—Quería decírtelo en elapartamento —dijo ella—, pero…

—¿De qué se trata?Sienna frunció los labios. Parecía

incómoda.—Cuando llegaste al hospital

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delirabas e intentabas decir algo.—Sí —dijo Langdon—, estaba

balbuceando «Vasari, Vasari».—Sí, pero antes de eso…, antes de

que te grabáramos, al poco de llegar,dijiste otra cosa. Sólo lo hiciste una vez,pero estoy segura de haberla entendido.

—¿Qué dije?Sienna levantó la mirada hacia el

drone y luego se volvió hacia Langdon.—Dijiste: «Yo tengo la clave para

encontrarlo… Si fracaso, todo serámuerte.»

Langdon no supo qué decir, de modoque Sienna prosiguió:

—Creía que te referías al objeto que

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llevabas en el bolsillo de la americana,pero ahora no estoy tan segura.

«¿Si fracaso, todo será muerte?»Esas palabras le conmocionaron.Inquietantes imágenes relacionadas conla muerte comenzaron a desfilar anteél… El infierno de Dante, el símbolo deriesgo biológico, el médico de la peste.Una vez más, el rostro de la hermosamujer del cabello plateado se dirigió aél desde el otro lado del río teñido desangre. «¡Busca y hallarás! ¡El tiempo seestá agotando!»

La voz de Sienna le devolvió a larealidad.

—Sea lo que sea lo que señale este

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proyector o lo que estés buscando, debetratarse de algo muy peligroso. El hechode que haya gente intentando matarnos…—La voz se le quebró, y se tomó unmomento para recobrar la compostura—. Piensa en ello. Te han disparado aplena luz del día… Y a mí también, sólopor estar a tu lado. Nadie parece querernegociar. Tu propio gobierno se havuelto en tu contra… Les has llamadopidiendo ayuda y han enviado a alguienpara matarte.

Langdon se quedó mirando el suelo.Poco importaba si el consulado deEstados Unidos había compartido sulocalización con el asesino o lo había

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enviado directamente. El resultado erael mismo. «Mi propio gobierno no estáde mi lado.»

Langdon miró los ojos castaños deSienna y vio en ellos valentía. «¿En quéla he metido?»

—Ojalá supiera qué estamosbuscando. Eso ayudaría a ponerlo todoen perspectiva.

Sienna asintió.—Sea lo que sea, creo que tenemos

que encontrarlo. Al menos nosproporcionará cierta ventaja.

Su lógica era difícil de rebatir. Aunasí, había algo que seguía preocupandoa Langdon. «Si fracaso, todo será

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muerte.» Durante la mañana se había idotopando con macabros símbolos deriesgo biológico, plagas, el infierno deDante. Ciertamente, no tenía indiciosclaros de qué estaba buscando, pero noera tan ingenuo como para no consideraral menos la posibilidad de que esasituación implicara una enfermedadmortal o una amenaza biológica a granescala. Ahora bien, si eso era cierto,¿por qué su propio gobierno intentabaeliminarlo?

«¿Acaso creen que estoy implicadode algún modo en un posible ataque?»

No tenía ningún sentido. Debíatratarse de alguna otra cosa.

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Langdon volvió a pensar en la mujerdel cabello plateado.

—También está la mujer de misvisiones. Tengo la sensación de quetengo que encontrarla.

—Entonces confía en tus instintos —dijo Sienna—. En tu condición, elsubconsciente es la mejor brújula de laque dispones. Es psicología básica: sicrees que debes confiar en esa mujer,deberías hacer exactamente lo que ellate pide que hagas.

—Buscar y hallar —dijeron alunísono.

Langdon tuvo la sensación de que elcamino se había despejado y respiró

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hondo.«Lo único que puedo hacer es seguir

buceando por este túnel.»Con renovada determinación, se

volvió y miró a su alrededor paraintentar situarse.

«¿Por dónde se sale de este jardín?»Se encontraban debajo de unos

árboles que había en el borde de unaamplia plaza en la que confluían variossenderos. A su izquierda, Langdon viouna laguna elíptica con una pequeña islaen medio adornada con limoneros y unaestatua. El Isolotto, pensó, al tiempo quereconocía la famosa escultura de Perseosobre un caballo medio sumergido que

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cabalgaba a través del agua.—El Palazzo Pitti está por ahí —

dijo Langdon señalando al este, endirección a la principal vía del jardín, elViottolone, que recorría todo el recintode este a oeste. Era una vía amplia comouna carretera de dos carriles y estababordeada por esbeltos cipreses decuatrocientos años de edad.

—No hay nada que nos cubra —dijoSienna al ver la avenida abierta yseñalando el drone.

—Tienes razón —dijo él con unasonrisa torcida—. Por eso iremos por eltúnel que hay al lado.

Le señaló un denso cerco de setos

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contiguo al inicio del Viottolone. Elmuro de densa vegetación tenía unapequeña abertura arqueada. Más allá, unestrecho sendero se perdía en ladistancia. Era un túnel que corría enparalelo al Viottolone, cercado a cadalado por una falange de encinas quedesde el siglo XVII habían ido podando yarqueando para que formara unentoldado de follaje sobre el sendero. Elnombre de este pasaje, La Cerchiata —que literalmente significa «circular» o«arqueado»—, se debía a ese dosel deárboles curvados que parecían aros debarril o cerchi.

Sienna corrió hacia la entrada y echó

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un vistazo al interior del oscuro canal.Un momento después se volvió haciaLangdon con una sonrisa.

—Mejor.Sin perder más tiempo, se metió por

la abertura y comenzó a recorrer elsendero cercado por árboles.

Langdon siempre había consideradoLa Cerchiata uno de los lugares mástranquilos de Florencia. En esemomento, sin embargo, al ver a Siennadesaparecer por el oscuro pasaje, pensóotra vez en los pescadores griegosbuceando a pulmón por los túneles decoral rezando para encontrar una salida.

Langdon musitó una pequeña oración

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y corrió tras Sienna.

A casi un kilómetro de allí, frente alinstituto de arte, el agente Brüder seabrió paso entre la multitud de policíasy estudiantes de arte con su gélidamirada, y llegó al puesto de mando quesu especialista en vigilancia habíaimprovisado en la capota de la furgonetanegra.

— D e l drone aéreo —dijo elespecialista, mostrándole a Brüder lapantalla de una tableta—. Tomada haceapenas unos minutos.

Brüder examinó los fotogramas del

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vídeo y se detuvo en la borrosaampliación de dos rostros, un hombre decabello oscuro y una mujer rubia concoleta, que permanecían escondidos enlas sombras y miraban hacia arriba através del dosel de árboles.

Robert Langdon.Sienna Brooks.Sin ninguna duda.Brüder volvió entonces su atención

al mapa de los jardines Boboli queestaba extendido sobre la capota. «Hantomado una pésima decisión», pensó alver el trazado del enorme parque. Sibien era intrincado y con múltiplesescondites, también estaba rodeado por

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unos altos muros. Era lo más cercano auna «zona de muerte» que Brüderhubiera visto nunca en la vida real.

«No podrán escapar.»—Las autoridades locales están

bloqueando todas las salidas —dijo elagente—. Y han comenzado labúsqueda.

—Manténgame informado —respondió Brüder.

Lentamente, levantó la mirada a laventanilla de policarbonato de lafurgoneta, al otro lado de la cual podíaver a la mujer de cabello plateadosentada en el asiento trasero delvehículo.

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Las drogas que le habíanadministrado habían embotado sussentidos más de lo que Brüder esperaba.Aun así, el temor de su miradaevidenciaba que seguía siendoconsciente de lo que sucedía a sualrededor.

«No parece contenta —pensóBrüder—. Aunque, claro, ¿por qué iba aestarlo?»

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El chorro de agua se elevaba hasta seismetros en el aire.

Langdon contempló cómo caíasuavemente de nuevo a tierra y supo quese estaban acercando al palacio. Habíandejado atrás el frondoso túnel de LaCerchiata y luego habían atravesado unaextensión abierta de césped hasta unaarboleda de alcornoques. Seencontraban delante del surtidor másfamoso de los jardines Boboli, la estatua

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de bronce de Neptuno y su tridenterealizada por Stoldo Lorenzi. Esesurtidor ornamental, conocido por losflorentinos más irreverentes como «Lafuente de la horca», estaba consideradoel punto central de los jardines.

Sienna se detuvo en la linde de laarboleda y levantó la mirada.

—No oigo el drone.Él tampoco lo oía; aunque, claro, la

fuente hacía bastante ruido.—Debe de estar repostando —dijo

Sienna—. Es nuestra oportunidad. ¿Enqué dirección tenemos que ir?

Langdon la condujo a la izquierda ycomenzaron a descender una

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pronunciada pendiente. Al salir de laarboleda, el Palazzo Pitti quedó a lavista.

—No está mal la casita —susurróSienna.

—Sí. Discreta, como les gustaba alos Medici —respondió Langdonirónicamente.

La fachada del Palazzo Pitti, quetodavía se encontraba a quinientosmetros, dominaba el paisaje. Elalmohadillado rústico de la fachada ledaba al edificio un aire de autoridadimplacable; la repetición de ventanascon postigos y puertas arqueadasacentuaba este efecto. Tradicionalmente,

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los palacios se construían en un terrenoelevado para que todo el mundo tuvieraque levantar la mirada hacia el edificio.El Palazzo Pitti, en cambio, estabasituado al fondo de un valle bajocercano al río Arno, con lo que la genteque se encontraba en los jardines teníaque bajar la mirada para verlo.

Ese efecto no hacía sino añadirdramatismo al edificio. Un arquitectodeclaró que el palacio parecía habersido construido por la mismanaturaleza…, como si un alud hubieraprecipitado las enormes piedras por lalarga cuesta y al aterrizar hubieranformado una elegante pila en el fondo. A

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pesar de su posición escasamentedefensiva, la sólida estructura de piedrad e l palazzo era tan imponente queNapoleón lo utilizó en una ocasión comobase de operaciones mientras seencontraba en Florencia.

—Mira —dijo Sienna, señalando laspuertas más cercanas del palacio—.Buenas noticias.

Langdon también lo había visto. Enesa extraña mañana, lo que másagradeció ver no fue el edificio en sí,sino a los turistas que salían a losjardines. Ya estaba abierto al público,lo cual significaba que Langdon y Siennano tendrían problemas para cruzarlo y

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salir de allí. Una vez en la calle,Langdon sabía que el río se encontraba ala derecha y, al otro lado, el centro de laciudad.

Él y Sienna siguieron avanzando,medio corriendo por la inclinadapendiente. Al descender, cruzaron elanfiteatro Boboli, un recinto con formade herradura construido en la ladera deuna colina, donde tuvo lugar la primerarepresentación de ópera de la historia.Luego, pasaron por delante del obeliscode Ramsés II y la desafortunada «obrade arte» que había en su base. Las guíasse referían a ella como una «colosalbañera procedente de las termas

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romanas de Caracalla», pero Langdonsabía lo que era en realidad: lapalangana más grande del mundo.«Deberían colocar esa cosa en otrolugar.»

Finalmente llegaron a la partetrasera del palacio y ralentizaron lamarcha, mezclándose con disimulo entrelos primeros turistas del día. Avanzandoa contracorriente, descendieron unestrecho túnel hasta el cortile, un patiointerior en el que los visitantes sesentaban para disfrutar de un caféexpreso matutino. El olor a café reciénhecho provocó que Langdon sintiera unrepentino deseo de sentarse y disfrutar

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de un desayuno civilizado. «Hoy no esel día», pensó mientras seguían adelantey entraban en un amplio corredor depiedra que conducía hasta las puertasprincipales del palacio.

A medida que se acercaban a laentrada, advirtieron una crecientecantidad de turistas que se habíancongregado en el pórtico para observaralgo que sucedía en la calle. Langdonestiró el cuello para echar un vistazo.

La majestuosa entrada del PalazzoPitti era tan sobria y poco acogedoracomo la recordaba. En vez de cuidadocésped y una zona ajardinada, el patioexterior consistía en un amplio espacio

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que descendía por la ladera de unacolina hasta llegar a la Via deiGuicciardini cual gigantesca pista deesquí pavimentada.

En la base de la colina, Langdon viola razón de la multitud de mirones.

En la Piazza dei Pitti había mediadocena de coches de policía aparcadosy un pequeño ejército de agentes estabasubiendo por la pendiente pistola enmano, desplegándose para impedir queél y Sienna salieran del palacio.

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Cuando la policía entró en el PalazzoPitti, Sienna y Langdon ya se habíanpuesto de nuevo en marcha y habíancomenzado a desandar sus pasos. En elcortile y la cafetería empezaba aagolparse una muchedumbre de turistasque querían saber cuál era el origen deese alboroto.

A Sienna le sorprendía la rapidezcon que las autoridades les habíanencontrado. «El drone debe de haber

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desaparecido porque ya nos habíalocalizado.»

Ella y Langdon encontraron elestrecho túnel por el que habíandescendido y, sin vacilar, se metierondentro y comenzaron a subir. Al llegararriba, torcieron a la izquierda ycomenzaron a correr junto a un muro decontención. A medida que avanzaban, sefue haciendo más bajo hasta que,finalmente, la vasta extensión de losjardines Boboli quedó a la vista.

Langdon cogió entonces a Sienna delbrazo y tiró de ella para esconderladetrás del muro. Ella también lo habíavisto.

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A unos trescientos metros, en lapendiente que había encima delanfiteatro, se había desplegado unafalange de policías que les buscabanentre los árboles, interrogaban a losturistas y se coordinaban entre sí conradios.

«¡Estamos atrapados!»Sienna no había imaginado que

conocer a Robert Langdon la llevaría aesa situación. «Esto es más de lo quepodría haber esperado.» Al salir delhospital con Langdon creía que huían dela mujer armada del cabello de punta.Ahora lo hacían de toda una unidadmilitar y de las autoridades italianas.

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Era consciente de que sus posibilidadeseran prácticamente nulas.

—¿Hay alguna otra salida? —preguntó Sienna, casi sin aliento.

—Creo que no —dijo Langdon—.Este jardín es una ciudad amurallada,como… —Se quedó callado de golpe yse volvió hacia el este—. Como… elVaticano. —Un extraño destello deesperanza iluminó su rostro.

Sienna no entendía qué tenía que verel Vaticano con su situación actual pero,de repente, Langdon comenzó a asentircon la vista puesta en el extremo orientalde los jardines.

—Es arriesgado —dijo, tirando de

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ella—. Pero puede que sí exista otraforma de salir de aquí.

En ese momento aparecieron doshombres por la esquina del muro decontención y casi chocan con ellos.Ambos iban vestidos de negro y, por uninstante, Sienna creyó que se trataba delos soldados que había visto en laescalera del edificio de apartamentos.Al llegar a su lado, sin embargo,comprobó que se trataba de turistas;italianos, supuso, a juzgar por suelegante ropa de cuero negro.

Sienna tuvo un idea. Cogió a uno delos turistas del brazo y le sonrió tanafectuosamente como pudo.

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—Può dirci dov’è la Galleria delcostume? —preguntó en italiano—. Io emio fratello siamo in ritardo per unavisita privata.

—Certo! —El hombre les sonrió aambos, deseoso de ayudarles—.Proseguite dritto per il sentiero! —Sevolvió y señaló un punto al otro lado delos jardines.

—Molte grazie! —dijo Sienna conotra sonrisa, y los dos hombressiguieron su camino.

Langdon asintió impresionado aldarse cuenta de lo que había hechoSienna. Si la policía preguntaba algo aesta pareja de turistas, éstos les dirían

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que los fugitivos habían ido a la Galeríade los Trajes, un lugar que, según elmapa que tenían delante, se encontrabaal oeste…, en dirección completamenteopuesta.

—Tenemos que seguir ese senderode ahí —dijo Langdon, señalando uncamino de gravilla que había al otrolado de una plaza abierta. Uno de loslaterales estaba protegido por enormessetos que les permitirían avanzar acubierto de las autoridades que bajabanla colina a apenas cien metros.

Sienna calculó que sus posibilidadesde cruzar la plaza para llegar al senderosin que los vieran eran muy escasas. Allí

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se había congregado una pequeñamultitud de turistas que observaban a lapolicía con curiosidad. Y a lo lejosescuchó de nuevo el leve zumbido deldrone.

—Ahora o nunca. —Langdon lecogió de la mano y tiró de ella endirección a la plaza abierta, dondecomenzaron a serpentear a través de lamuchedumbre de turistas. Sienna sintióel impulso de ponerse a correr, pero élse lo impidió y atravesaron la multitud apaso rápido pero sin perder la calma.

Cuando finalmente llegaron alprincipio del sendero, Sienna echó unvistazo por encima del hombro para

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comprobar si les habían visto. Losúnicos agentes de policía a la vistaestaban de espaldas a ellos, observandoel drone que se acercaba por el cielo.

Ella volvió a mirar al frente ycomenzó a recorrer el sendero conLangdon.

Ante ellos, el perfil de Florenciaasomaba por encima de los árboles.Sienna contempló la cúpula de tejasrojas del Duomo y la torre verde, roja yblanca del campanario de Giotto. Por uninstante, también distinguió la torrealmenada del Palazzo Vecchio —sudestino aparentemente inalcanzable—,pero cuando descendieron por el

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sendero, los altos muros perimetralesles engulleron de nuevo y les bloquearonla vista.

Al llegar a la base de la colina,Sienna estaba casi sin aliento ycomenzaba a preguntarse si en realidadLangdon tenía idea de adónde sedirigían. El sendero conducíadirectamente a un laberinto de setos,pero él torció a la izquierda sin vacilar,manteniéndose a la sombra de losárboles. El patio estaba desierto;parecía más un aparcamiento deempleados que una zona de turistas.

—¡¿Adónde vamos?! —preguntóSienna, sin aliento.

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—Ya casi hemos llegado.«Pero ¿adónde?» El patio estaba

cercado por unos muros que tenían, almenos, tres pisos de altura. La únicasalida que Sienna veía era un acceso devehículos a la izquierda, cerrado poruna enorme reja de hierro forjado queparecía remontarse a la época de laconstrucción del palacio original, en lostiempos de los ejércitos saqueadores.Más allá de la barricada, se podía ver ala policía congregada en la Piazza deiPitti.

Langdon siguió adelante, avanzandoa lo largo del perímetro de vegetaciónen dirección al muro que tenían delante.

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Sienna examinó su lisa superficie enbusca de alguna puerta, pero lo únicoque vio fue un nicho que contenía laestatua más horrenda que hubiera vistojamás.

«Dios mío, ¿los Medici se podíanpermitir cualquier obra de arte yeligieron esto?»

La estatua que tenían delantemostraba un enano obeso y desnudosentado a horcajadas sobre una tortugagigante. Los testículos del enano estabanaplastados contra el caparazón de latortuga, y su boca manaba agua, como siestuviera enferma.

—Sí, ya lo sé… —dijo Langdon, sin

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detenerse—. Es Braccio di Bartolo, unfamoso enano de la corte. En mi opinión,deberían esconderlo junto con aquellapalangana gigante del anfiteatro.

Langdon se volvió a la derecha endirección a una escalera que Sienna nohabía visto hasta ese momento.

«¿Una salida?»El destello de esperanza fue efímero.Al torcer la esquina y comenzar a

descender la escalera, se dio cuenta deque estaban en un callejón sin salida, uncul-de-sac de paredes el doble de altasque las demás.

Sienna vio entonces la entrada de lacaverna que había al fondo y tuvo la

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sensación de que su largo viaje estaba apunto de terminar en esa profunda grutacavada en la pared. «¡Ése no puede serel lugar al que nos dirigimos!»

En la entrada de la cueva había unasimponentes estalactitas con aspecto dedagas y, en el interior, se adivinabanunas retorcidas figuras geológicas queemergían de las paredes, como si lapiedra se estuviera derritiendo ymetamorfoseando, para alarma deSienna, en seres humanoides medioenterrados, o quizá engullidos por lapiedra. Le vinieron a la cabeza lasimágenes que acababa de ver del Mappadell’Inferno de Botticelli.

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Por alguna razón, Langdon siguiócorriendo sin dudarlo hacia la entradade la caverna. Había hecho uncomentario sobre la Ciudad delVaticano, pero Sienna estabaconvencida de que en la Santa Sede nohabía ninguna cueva extraña.

Al acercarse más, pudo ver bien lacornisa de la entrada. En ella, unafantasmagórica serie de estalactitas eimprecisas figuras de piedra parecíanengullir a dos mujeres reclinadas queflanqueaban un escudo con seis esferas opalle, el célebre blasón de los Medici.

De repente, Langdon se volvió haciaa la pequeña puerta gris que había a la

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izquierda de la caverna, y que Sienna nohabía visto. Se trataba de una sencillapuerta de madera gastada que parecíaconducir a un cuarto de almacenaje o aun cobertizo para guardar herramientasde jardinería.

Langdon corrió hacia allí con laesperanza de que estuviera abierta, peroal llegar descubrió que no tenía manilla,sino una cerradura de latón que, alparecer, sólo podía abrirse desdedentro.

—¡Maldita sea! —El optimismo deLangdon había desaparecido, y ahora suexpresión evidenciaba la preocupaciónque sentía—. Esperaba que…

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De repente, el penetrante zumbidodel drone resonó entre los altos muros.Sienna se dio la vuelta y vio que elartilugio se elevaba por encima delpalacio y avanzaba hacia donde seencontraban.

Al verlo, Langdon agarró a Siennade la mano, tiró de ella hacia la cavernay se escondieron bajo las estalactitasque colgaban en la entrada de la gruta.

«Un final adecuado —pensó ella—.Cruzando a toda velocidad las puertasdel infierno.»

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Vayentha aparcó su motocicleta a apenasmedio kilómetro al este. Había accedidoa la parte antigua de la ciudad por elPonte alle Grazie. Después de atar elcasco a la moto, se dirigió hacia elPonte Vecchio, el célebre puentepeatonal que conectaba el Palazzo Pitticon el centro, y se mezcló con losturistas más madrugadores.

Al llegar al río, la fresca brisa demarzo que soplaba agitó su corto

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cabello de punta, y eso le hizo recordarque Langdon conocía su aspecto. Sedetuvo entonces en una de las muchasparadas que había en el puente y, trascomprar una gorra en la que ponía AMOFIRENZE, se la caló hasta los ojos.

Una vez en el centro del puente, sealisó el traje de cuero para disimular laprotuberancia de la pistola y se apoyódespreocupadamente en una columna.Desde ahí podría examinar sin problemaa todos los peatones que cruzaban el ríoArno en dirección al centro deFlorencia.

«Langdon va a pie —se dijo—. Siconsigue pasar la Porta Romana, este

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puente es la ruta más lógica para llegaral centro.»

Hacia el oeste, en dirección alPalazzo Pitti, oyó las sirenas de lapolicía y se preguntó si serían buenas omalas noticias. «¿Todavía le estánbuscando o ya le han atrapado?» Aguzóel oído por si podía obtener algunaindicación más de lo que estabasucediendo, y percibió un nuevo ruido:un zumbido agudo. Levantóinstintivamente la mirada y en seguidadivisó el pequeño helicópteroteledirigido que se elevaba sobre elpalacio y las copas de los árboles endirección al rincón nordeste de los

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jardines Boboli.« U n drone de reconocimiento —

pensó, y sintió un fugaz destello deesperanza—. Si está en el aire es queBrüder todavía no ha encontrado aLangdon.»

E l drone se acercaba a todavelocidad. Parecía estar vigilando lazona del jardín más cercana al PonteVecchio y a la posición de Vayentha, locual la animó todavía más.

«Si Langdon ha eludido a Brüder,sin duda vendrá en esta dirección.»

Pero de repente el drone descendióen picado por detrás del alto muro. Ajuzgar por el ruido que hacía, parecía

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haberse quedado suspendido al otrolado de la línea de árboles…, como sihubiese localizado algo de interés.

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«Busca y hallarás —pensó Langdonmientras permanecía acurrucado junto aSienna en la oscura gruta—.Buscábamos una salida… y hemoshallado un callejón sin salida.»

La amorfa fuente que había en elcentro de la cueva era un buen refugio,pero cuando Langdon asomó la cabeza,tuvo la sensación de que se habíanescondido demasiado tarde.

E l drone había descendido al cul-

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de-sac amurallado y se había detenidojusto en la puerta de la caverna, dondeahora permanecía suspendido en el airesólo a tres metros del suelo y zumbandointensamente, como un insectoenfurecido a la espera de su presa.

Langdon volvió a esconder la cabezay le susurró las malas noticias a Sienna.

—Creo que sabe que estamos aquí.En el interior de la caverna, el agudo

zumbido del drone reverberaba en lasparedes de piedra y resultabaensordecedor. A Langdon le costabacreer que fueran rehenes de un pequeñohelicóptero mecánico no tripulado y, sinembargo, sabía que intentar darle

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esquinazo sería inútil. «¿Qué hacemosentonces?, ¿esperar?» Su plan original,acceder a lo que había detrás de lapequeña puerta gris, había sidorazonable salvo por el hecho de que esapuerta sólo se podía abrir desde dentro.

Cuando sus ojos se ajustaron aloscuro interior de la gruta, Langdoninspeccionó el lugar en el que seencontraban, y se preguntó si habría otrasalida, pero no vio nada que lopareciera. Las extrañas paredes conformas líquidas del interior de lacaverna estaban adornadas conesculturas de animales y humanos a losque parecían estar engullendo. Abatido,

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levantó la mirada hacia el techo deamenazadoras estalactitas que colgabansobre sus cabezas.

«Un buen lugar para morir.»La gruta de Buontalenti —así

llamada por su arquitecto, BernardoBuontalenti— era posiblemente el lugarcon el aspecto más peculiar de todaFlorencia. La decoración de la suite detres cavernas, en su origen concebidascomo un divertimento para los invitadosmás jóvenes del Palazzo Pitti, era unamezcla de fantasía naturalista y excesogótico compuesta por una serie deformas colgantes y piedras pómez conaspecto líquido que parecían tragarse o

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exudar una multitud de figurasesculpidas. En la época de los Medici,el efecto de la gruta estaba acentuadopor el agua que fluía por el interior delas paredes, algo que servía tanto pararefrescar el espacio durante loscalurosos veranos de la Toscana comopara dar la sensación de que se tratabade una verdadera caverna.

Langdon y Sienna estaban en laprimera cámara, la más grande,escondidos detrás de la fuente central. Asu alrededor había un variopinto surtidode figuras de pastores, campesinos,músicos y animales, e incluso copias delos cuatro prisioneros de Miguel Ángel.

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Todos parecían estar forcejeando paraliberarse de las rocas que las estabanengullendo. En lo alto, la luz matutina sefiltraba a través de un óculo; allí, antañose había construido una gigantesca bolade cristal llena de agua donde una carparoja nadaba bajo la luz del sol.

Langdon se preguntó cómo habríanreaccionado los visitantes renacentistasoriginales al ver un helicóptero deverdad —en tanto que invención soñadapor el mismísimo Leonardo da Vinci—suspendido en el aire en la entrada de lagruta.

De repente, el zumbido del dronedejó de oírse. No parecía que se hubiera

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alejado, sino más bien que se hubieradetenido.

Desconcertado, Langdon asomó lacabeza y vio que había aterrizado enmedio de la plaza de gravilla. Ahí suaspecto era mucho menos amenazante,especialmente porque la lente con formade aguijón que tenía en la partedelantera apuntaba a un lado, endirección a la pequeña puerta gris.

La sensación de alivio que sintióLangdon fue fugaz. Unos cien metrosdetrás del drone, cerca de la estatua delenano y la tortuga, tres soldadosfuertemente armados comenzaron adescender la escalera en dirección a la

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gruta.Iban ataviados con los familiares

uniformes negros con medallones verdesen los hombros. A Langdon, la miradavacía del musculado cabecilla lerecordó la máscara de la peste de susvisiones.

«Yo soy la muerte.»Langdon no vio ni la furgoneta ni a

la misteriosa mujer del cabelloplateado.

«Yo soy la vida.»Al llegar al pie de la escalera, uno

de ellos se detuvo y dio media vueltapara evitar que nadie más descendiera aesa zona. Los otros dos siguieron

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adelante.Aunque probablemente sólo estaban

retrasando lo inevitable, Langdon ySienna se pusieron de nuevo en marchay, a gatas, se metieron en la segundacaverna, que era más pequeña, profunday oscura. También tenía una obra de arteen el centro; en ese caso, se trataba de laestatua de dos amantes entrelazados trasla cual se escondieron.

Agazapado en las sombras, Langdonasomó la cabeza y vio que uno de lossoldados se detenía junto al drone, lorecogía y examinaba su cámara.

«¿Ese artefacto nos habrá visto?», sepreguntó Langdon por un momento, pero

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creía saber la respuesta.El tercer y último soldado, el

musculoso de la mirada fría, siguióavanzando con gélida determinaciónhasta la entrada de la caverna. «Va aentrar.» Justo cuando iba a volversehacia Sienna para decirle que todo habíaacabado, Langdon vio algo que noesperaba.

En vez de entrar en la gruta, elsoldado giró a la izquierda ydesapareció de su vista.

«¡¿Adónde va?! ¿Acaso no sabe queestamos aquí?»

Unos momentos después, Langdonoyó unos fuertes golpes: un puño

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llamando a una puerta de madera.«La pequeña puerta gris —pensó

Langdon—. Debe de saber adóndeconduce.»

El guardia de seguridad del PalazzoPitti, Ernesto Russo, siempre habíaquerido jugar a fútbol. Con veintinueveaños y sobrepeso, al fin habíacomenzado a aceptar que su sueño deinfancia no se haría realidad. Desdehacía tres años, Ernesto trabajaba comoguardia en este palacio, siempreencerrado en el mismo despacho deltamaño de un armario, y siempre

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realizando las mismas tareas rutinarias.Ernesto estaba acostumbrado a que

turistas curiosos llamaran a la pequeñapuerta gris que daba al despacho dondeestaba apostado, y en general se limitabaa ignorarlos hasta que dejaban dehacerlo. Ese día, sin embargo, losgolpes eran intensos y continuos.

Molesto, volvió a centrar suatención en el aparato de televisión, queemitía un partido de fútbol entre laFiorentina y la Juventus. Los golpes, sinembargo, eran cada vez más fuertes.Finalmente salió del despachomaldiciendo a los turistas y recorrió unestrecho pasillo en dirección al ruido. A

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medio camino se detuvo ante la enormeverja de acero que, a excepción de unaspocas horas, siempre estaba cerrada.

Introdujo la combinación en elcandado y abrió la verja. Después decruzarla, siguió el protocolo y volvió acerrarla. Luego recorrió el tramo depasillo que conducía a la puerta demadera gris.

—È chiuso! —exclamó desde elotro lado de la puerta, esperando que lapersona que había fuera pudiera oírle—.Non si può entrare!

Siguieron llamando.Ernesto se armó de paciencia.

«Neoyorquinos —supuso—, lo quieren

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todo y lo quieren ahora.» La única razónpor la que su equipo de fútbol, los RedBulls, tenía éxito, era porque le habíanrobado a otro equipo uno de los mejoresentrenadores de Europa.

Los golpes seguían y, aregañadientes, Ernesto abrió la puertaunos pocos centímetros.

—È chiuso!Por fin dejaron de dar golpes y

Ernesto se encontró cara a cara con unsoldado de mirada tan fría que,literalmente, le hizo retroceder. Elhombre le mostró entonces una tarjetaidentificativa oficial con un acrónimoque no reconoció.

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—Cosa succede?! —preguntóErnesto, alarmado.

Detrás de ese soldado había otroagachado junto a lo que parecía ser unhelicóptero de juguete. Y, todavía máslejos, un tercero hacía guardia en laescalera. A lo lejos, se oían sirenas depolicía.

—¿Habla inglés? —Sin duda alguna,el acento del soldado no era de NuevaYork. ¿Europeo, quizá?

Ernesto asintió.—Un poco, sí.—¿Ha entrado alguien por esta

puerta hoy?—No, signore. Nessuno.

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—Bien. Manténgala cerrada. Quenadie entre o salga. ¿Está claro?

Ernesto se encogió de hombros. Eneso consistía precisamente su trabajo.

—Sí, comprendo. Non deve entrare,né uscire nessuno.

—Dígame, ¿esta puerta es la únicaentrada?

Ernesto consideró la pregunta.Técnicamente, la puerta estabaconsiderada una salida, por eso no teníamanilla en el exterior, pero comprendiólo que le preguntaba el soldado.

—Sí, esta puerta es el único acceso.No hay otro. —La entrada original en elinterior del palacio llevaba muchos años

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cerrada.—¿Y hay alguna otra salida oculta

en los jardines Boboli aparte de lasverjas tradicionales?

— N o , signore. El parque estárodeado de altos muros. Esta puerta esla única salida secreta.

El soldado asintió.—Gracias por su ayuda. —Y le

indicó a Ernesto que cerrara la puerta.Desconcertado, éste obedeció.

Luego desanduvo el pasillo, abrió laverja, la cruzó, la cerró a su espalda yregresó a su partido de fútbol.

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Langdon y Sienna habían aprovechado laoportunidad.

Mientras el soldado musculosogolpeaba la puerta, ellos se habíanadentrado más en la gruta y ahoraestaban en la última cámara. El pequeñoespacio estaba adornado con toscosmosaicos y sátiros. En el centro habíauna escultura a tamaño real de unaVenus en el baño que parecía mirarrecatadamente por encima del hombro.

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Permanecían escondidos detrás de laestrecha base de la estatua, con la vistapuesta en la estalagmita globular que seelevaba al fondo de la gruta.

—¡Todas las salidas han sidobloqueadas! —exclamó un soldado en elexterior. Hablaba inglés con un ligeroacento que Langdon no pudo ubicar—.Envía el drone de vuelta a la base. Yoinspeccionaré la cueva.

Segundos después, oyeron cómo losfuertes pasos del soldado cruzaban laprimera cámara de la gruta y luego lasegunda. Iba directamente hacia ellos.

Langdon y Sienna se encogierontodavía más.

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—¡Ey! —exclamó otra voz en ladistancia—. ¡Los tenemos!

Los pasos se detuvieron.Langdon oyó entonces que alguien

corría por el sendero de gravilla endirección a la gruta.

—¡Los han identificado! —declaróel soldado casi sin aliento—. Acabamosde hablar con dos turistas. Hace unosminutos, el hombre y la mujer les hanpreguntado la dirección de la Galería delos Trajes del palacio…, que está en elotro extremo de los jardines.

Langdon se volvió hacia Sienna, queparecía sonreír levemente.

El soldado recobró el aliento y

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prosiguió:—Las salidas occidentales han sido

las primeras en ser bloqueadas… Todoparece indicar de que los tenemosacorralados en los jardines.

—Ejecute su misión —dijo elsoldado que estaba más cerca—. Yllámeme en cuanto los haya atrapado.

Hubo una confusión de pasosalejándose por la gravilla, el dronedespegando de nuevo y, finalmente…,silencio absoluto.

Langdon estaba a punto a asomarsepor detrás de la base de la estatuacuando Sienna lo agarró del brazo y lodetuvo. Se llevó entonces un dedo a los

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labios y le indicó con la cabeza una levesombra de forma humana que había en lapared del fondo. El soldado todavíaestaba en la entrada de la gruta.

«¡¿A qué está esperando?!»—Soy Brüder —dijo el soldado de

repente—. Los tenemos acorralados. Enbreve podré confirmar su captura.

El hombre había llamado a alguien,y su voz sonaba inquietantemente cerca,como si estuviera justo detrás de ellos.La caverna producía el efecto de unmicrófono parabólico, y proyectaba todoel ruido al fondo.

—Hay más —dijo Brüder—. Acabode recibir noticias del equipo científico.

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Al parecer, el apartamento de la mujerestá subarrendado. Y tiene muy pocosmuebles. Está claro que su estanciapretendía ser breve. Hemos localizadoel biotubo, pero no el proyector. Repito,el proyector, no. Suponemos que sigueen posesión de Langdon.

Robert sintió un escalofrío al oír queel soldado pronunciaba su nombre.

Los pasos se acercaron todavía más,y Langdon se dio cuenta de que elhombre estaba adentrándose en la gruta.Su zancada no tenía la intensidad deantes y parecía más bien que estuvieradando vueltas de un lado a otro mientrashablaba por teléfono.

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—Correcto —dijo el hombre—. Elequipo científico también ha confirmadoque han hecho una llamada poco antesde que llegáramos al apartamento.

«El consulado», pensó Langdon,recordando su conversación telefónica yla rápida llegada de la asesina delcabello de punta. La mujer parecía haberdesaparecido, reemplazada por unaunidad de soldados.

«No podremos esquivarlos parasiempre.»

Los pasos se oían ahora a unos seismetros. El hombre había entrado en lasegunda cámara y, si llegaba hasta elfinal, sin duda los vería agazapados

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detrás de la estrecha base de la Venus.—Sienna Brooks —declaró el

hombre de repente.Ella se sobresaltó y levantó la

mirada, esperando encontrarse con elrostro del soldado. Por suerte, no habíanadie.

—Ahora están inspeccionando suportátil —prosiguió la voz, a unos tresmetros—. Todavía no tengo un informe,pero sin duda es el mismo ordenadordesde el que Langdon ha accedido a sucuenta de correo electrónico deHarvard.

Al oír esto, Sienna se volvió haciaLangdon y se lo quedó mirando

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boquiabierta. Además de desconcertadatambién parecía sentirse… traicionada.

Langdon estaba igualmentesorprendido. «¡¿Así es como nos hanlocalizado?!» Cuando lo hizo ni se lehabía ocurrido la posibilidad.«¡Necesitaba información!» Antes deque pudiera musitar una disculpa, Siennaapartó la mirada y su expresión seensombreció.

—Correcto —dijo el soldado ya enla entrada de la tercera cámara, a apenasdos metros de Langdon y Sienna. Dospasos más y los vería—. Efectivamente—añadió, acercándose un paso más. Derepente, sin embargo, se detuvo—.

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Espere un segundo.Langdon se quedó inmóvil y se

preparó para lo peor.—Un momento, estoy perdiendo la

señal —dijo el soldado, y retrocedióunos pasos hacia la primera cámara—.Casi no tenía cobertura. Ya puedecontinuar… —Escuchó un momento loque le decían y luego contestó—: Sí,estoy de acuerdo, pero al menossabemos con quién estamos tratando.

Tras lo cual, los pasos salieron de lagruta, se alejaron por la superficie degravilla y, finalmente, dejaron de oírse.

Langdon relajó los hombros y sevolvió hacia Siena, cuyos ojos ardían

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con una mezcla de miedo y rabia.—¡¿Utilizaste mi portátil para

consultar tu correo electrónico?! —exclamó.

—Lo siento… Pensaba que locomprenderías. Necesitaba averiguar…

—¡Así es como nos han encontrado!¡Y ahora saben mi nombre!

—Lo siento, Sienna. No me dicuenta… —Langdon se sentíaconsumido por la culpa.

Ella se volvió y se quedó mirando labulbosa estalagmita que había al fondode la caverna. Ninguno de los dos dijonada durante casi un minuto. Langdon sepreguntó si Sienna recordaba los objetos

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personales que había sobre su escritorio—el programa de Sueño de una nochede verano y los recortes sobre suinfancia—. «¡¿Sospechará acaso que loshe visto?!» Aunque así fuera, no se lopreguntó y él tampoco pensabamencionarlo.

—Saben quién soy —dijo ella en untono de voz tan bajo que Langdon apenasla pudo oír. A continuación, Siennarespiró hondo varias veces, como si conello intentara asimilar su nueva realidad.Mientras lo hacía, Langdon tuvo lasensación de que poco a poco recobrabala determinación.

De repente, Sienna se puso en pie.

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—Tenemos que movernos —dijo—.No tardarán en descubrir que no estamosen la Galería de los Trajes.

Langdon también se puso en pie.—Sí, pero… ¿adónde vamos?—¿Ciudad del Vaticano?—¿Cómo dices?—Por fin me he dado cuenta de lo

que querías decir antes… Lo que laCiudad del Vaticano tiene en común conlos jardines Boboli… —Señaló lapequeña puerta gris—. Ésa es laentrada, ¿verdad?

Langdon asintió.—En realidad es la salida, pero

pensé que valía la pena probarlo.

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Lamentablemente, no podemos pasar porahí. —Después de lo que le había dichoel soldado al guardia, Langdon teníaclaro que la puerta gris no era unaopción viable.

—Pero si consiguiéramos pasar porella —dijo Sienna. En su voz volvía ahaber cierto tono travieso—, ¿sabes loque significaría? —Un tenue asomo desonrisa se dibujó entonces en sus labios—. Que el mismo artista renacentistanos habría ayudado hoy dos veces.

Langdon se rió entre dientes. Unosminutos atrás había pensado lo mismo.«Vasari, Vasari.»

Sienna sonrió con franqueza, y

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Langdon tuvo la sensación de que lehabía perdonado, al menos por elmomento.

—Creo que es una señal de loscielos —declaró, medio en serio—.Tenemos que ir por esa puerta.

—Muy bien…, ¿y qué hacemos conel guardia?

Sienna se crujió los nudillos y seencaminó hacia la salida de la gruta.

—Yo hablaré con él. —Se volvióhacia Langdon, y sus ojos volvían abrillar con intensidad—. Confíe en mí,profesor. Cuando me lo propongo,puedo ser muy persuasiva.

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Volvieron a llamar a la puerta.Los golpes eran firmes y constantes.El guardia de seguridad Ernesto

Russo refunfuñó. Al parecer, el extrañosoldado de mirada fría había regresado.Lamentablemente, el momento elegidono podía haber sido peor. El partidoestaba en el tiempo añadido. LaFiorentina estaba con un hombre menosy pendía de un hilo.

Siguieron llamando a la puerta.Ernesto no era idiota. A juzgar por

todas esas sirenas y soldados, estabaclaro que esa mañana sucedía algo raro.Sin embargo, él siempre procurabamantenerse alejado de los asuntos que

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no le afectaban directamente.«Pazzo è colui che bada ai fatti

altrui.»Pero también resultaba obvio que

ese soldado parecía alguien importante eignorarlo parecía poco aconsejable.Encontrar trabajo en Italia no era fácil,aunque fuera uno aburrido. Tras echar unúltimo vistazo al partido, Ernesto seencaminó a la puerta.

Todavía no se podía creer que lepagaran por pasarse todo el día sentadoen su despacho viendo la televisión. Unpar de veces al día, llegaban visitas VIPprocedentes de la galería de los Uffizi.Ernesto las recibía, abría la verja de

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hierro y permitía que el grupo pasarapor la pequeña puerta gris para terminarsu recorrido en los jardines Boboli.

Los golpes eran cada vez másintensos. Ernesto abrió la verja deacero, la cruzó, y luego la cerró tras desí.

—Sì?! —exclamó por encima de losgolpes, de camino a la puerta gris.

No contestaron.«Insomma!» Finalmente abrió la

puerta esperando ver la misma miradasin vida de antes.

Pero el rostro que ahora tenía ante síera mucho más atractivo.

—Ciao —dijo una hermosa rubia

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con una dulce sonrisa y ofreciéndole unahoja de papel doblada que, sin pensarlo,él cogió. En seguida se dio cuenta deque no era más que basura del suelo,pero la mujer ya le había cogido de lamuñeca con sus delgadas manos y lehabía clavado el pulgar en la zona de loshuesos del carpo que conectan lamuñeca y la mano.

Ernesto tuvo la sensación de que uncuchillo le atravesaba la muñeca. A ladolorosa punzada le siguió un repentinoentumecimiento. La mujer dio entoncesun paso hacia adelante y la presiónaumentó terriblemente, haciendo que elciclo de dolor volviera a comenzar.

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Ernesto retrocedió para intentar liberarel brazo, pero sus piernas flaquearon ycayó de rodillas.

El resto sucedió en un instante.Un hombre alto ataviado con un traje

oscuro apareció en la entrada, cruzó lapuerta y en un momento la cerró tras desí. Ernesto intentó coger la radio, perouna suave mano le apretó un punto de lanuca que le agarrotó los músculos y ledejó sin respiración. La mujer le quitóentonces la radio mientras el hombrealto se acercaba a ellos. Parecía tanalarmado por la forma de actuar de lamujer como Ernesto.

—Dim mak —dijo

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despreocupadamente la rubia—. Puntosde presión chinos. Por algo se utilizandesde hace tres milenios.

El hombre alto se la quedó mirandoasombrado.

—Non vogliamo farti del male —lesusurró luego la mujer a Ernesto,aflojando la presión en el cuello—. Noqueremos hacerte daño.

En cuanto la presión se redujo,Ernesto intentó liberarse, pero entoncesregresó y sus músculos volvieron aagarrotarse. Casi sin respiración, soltóun grito ahogado.

—Dobbiamo passare —dijo ella, yseñaló la verja de acero, que

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afortunadamente Ernesto había cerrado—. Dov’è la chiave?

—Non ce l’ho —consiguió decir él—. No la tengo.

El hombre alto pasó a su lado endirección a la verja y examinó elmecanismo.

—Es un candado de combinación —le dijo a la mujer. Su acento eranorteamericano.

La mujer se arrodilló junto aErnesto. Su mirada era gélida.

—Qual è la combinazione? —preguntó.

—Non posso! —Respondió—. Nome está permitido…

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La mujer le hizo algo en la nuca, y elguardia notó que todo su cuerpoflaqueaba. Un instante después, sedesmayó.

Cuando volvió en sí, Ernesto tuvo lasensación de que habían transcurridounos minutos. Recordaba vagamente unadiscusión…, más punzadas de dolor…¿Le habían arrastrado, quizá? Era todomuy confuso.

En cuanto las telarañas comenzarona despejarse, vio algo extraño ante él:sus zapatos sin cordones. Entonces sedio cuenta de que apenas se podía

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mover. Estaba tumbado de costado, en elsuelo, con las manos y los pies atados asu espalda, al parecer con los cordonesde los zapatos. Intentó gritar, pero nopudo. Tenía uno de sus calcetines en laboca. El verdadero miedo, sin embargo,llegó un momento después, cuandolevantó la mirada y vio su televisoremitiendo el partido de fútbol. «¡¿Estoyen mi despacho… AL OTRO LADO de laverja?!»

A lo lejos, Ernesto oyó unos pasosque se alejaban por el pasillo. «Non èposibile!» De algún modo, la rubia lehabía persuadido para hacer la únicacosa que no le estaba permitida…,

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revelar la combinación del candado queimpedía el paso al célebre CorredorVasariano.

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31

La doctora Elizabeth Sinskey sintió unanueva oleada de náuseas y mareo.Estaba tumbada en el asiento trasero dela furgoneta aparcada enfrente delPalazzo Pitti. El soldado que había a sulado la observaba con crecientepreocupación.

Un momento antes, por la radio delsoldado alguien había dicho algo sobreuna galería de trajes, y había despertadoa Elizabeth del siniestro sueño que

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estaba teniendo con el monstruo de losojos verdes.

En él volvía a encontrarse en laoscura habitación del Consejo deRelaciones Exteriores, en Nueva York,escuchando los desvaríos del misteriosodesconocido que la había convocado. Elhombre no dejaba de dar vueltas de unlado a otro de la habitación, y su altasilueta se recortaba contra la espantosaimagen de multitudes de personasdesnudas y moribundas inspiradas por elInferno de Dante.

—Alguien tiene que tomar cartas eneste asunto —concluyó la figura— oéste será nuestro futuro. Las matemáticas

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lo garantizan. La humanidad se encuentraahora en un purgatorio deprocastinación, indecisión y avariciapersonal…, pero los círculos delinfierno nos aguardan justo bajo nuestrospies, a la espera de consumirnos atodos.

Elizabeth todavía estaba asimilandolas monstruosas ideas que ese hombre leacababa de exponer. En un momentodado, no pudo más y se puso en pie.

—Lo que está sugiriendo es…—Es nuestra única opción —le

interrumpió en ese momento el hombre.—En realidad —dijo ella—, iba a

decir ¡«un crimen»!

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El hombre se encogió de hombros.—El camino al paraíso pasa a través

del infierno. Dante nos lo enseñó.—¡Está loco!—¿Loco? —repitió él,

aparentemente dolido—. ¿Yo? No locreo. Locura es que la OMS contempleel abismo y niegue su existencia. Locuraes que un avestruz meta la cabeza bajola arena mientras una jauría de hienas larodean.

Antes de que Elizabeth pudieradefender su organización, el hombrecambió de imagen de la pantalla.

—Y hablando de hienas —dijo,señalando la nueva diapositiva—. He

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aquí la jauría que rodea actualmente a lahumanidad…, y que se está acercandocon gran rapidez.

A Elizabeth le sorprendió la imagenque tenía delante. Era un gráfico quehabía publicado la OrganizaciónMundial de la Salud el año anteriorsobre los problemas medioambientalesque, según la organización, en el futurotendrían un mayor impacto en la saludglobal.

Entre otros, la lista incluía:La demanda de agua potable, el

aumento de la temperatura global de laTierra, la disminución de la capa deozono, el descenso de los recursos de

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los océanos, la extinción de especies, laconcentración de CO2, la deforestacióny el aumento del nivel de los mares.

Todos estos indicadores negativoshabían ido en aumento durante el últimosiglo. En ese momento, sin embargo, seestaban acelerando a un ritmo aterrador.

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Elizabeth siempre tenía la mismareacción al ver el gráfico: una oleada dedesesperanza. Era una científica quecreía en la utilidad de las estadísticas, yla escalofriante imagen que dibujabanesas líneas no pertenecía a un futurolejano… sino muy cercano.

Muchas veces, Elizabeth Sinskeyhabía lamentado la imposibilidad dequedarse embarazada. Y, sin embargo,cuando veía este gráfico se sentía casialiviada de no haber traído a un hijo almundo.

«¿Éste es el futuro que le estaríaofreciendo?»

—Durante los últimos cincuenta

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años —declaró el hombre alto—,nuestros pecados en contra de la MadreNaturaleza han ido creciendo de maneraexponencial. —Hizo una pausa—. Temopor el alma de la humanidad. Cuando laOrganización Muncial de la Saludpublicó este gráfico, políticos,dirigentes en la sombra y líderesecologistas del mundo celebraroncumbres de emergencia para intentarevaluar cuál de los problemas era mássevero y qué podían hacer parasolucionarlo. ¿El resultado? En privado,se llevaron las manos a la cabeza ylloraron. En público, nos aseguraron queestaban trabajando en diversas

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soluciones, pero que los problemas erancomplejos.

—¡Es que estos problemas sonrealmente complejos!

—¡Y una mierda! —dijo conviolencia el hombre—. ¡Usted sabe queeste gráfico dibuja la más simple de lasrelaciones, una función basada en unaúnica variable! Todas las líneasaumentan en proporción a un únicovalor…, sobre el cual nadie se atreve adiscutir: ¡La población mundial!

—En realidad, creo que es un pocomás…

—¿Un poco más complicado? ¡Noes cierto! No hay nada más simple. ¡Si

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queremos más agua potable por persona,necesitamos menos gente en la Tierra!¡Si queremos reducir las emisiones delos vehículos, necesitamos menosconductores! ¡Si queremos que losocéanos se vuelvan a llenar de peces,necesitamos que menos gente comapescado!

Se la quedó mirando y su tono devoz se volvió aún más enérgico.

—¡Abra los ojos! Estamos al bordedel fin de la humanidad, y nuestroslíderes mundiales se limitan a encargarestudios sobre energía solar, reciclaje yautomóviles híbridos. ¿Cómo puede serque usted, una cualificada científica, no

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se dé cuenta? La disminución de la capade ozono, la falta de agua y la poluciónno son la enfermedad… sino lossíntomas. La verdadera enfermedad es lasuperpoblación. Y a no ser queabordemos el problema de frente, noestamos haciendo más que aplicar unatirita en un tumor cancerígeno de rápidocrecimiento.

—¿Considera la raza humana uncáncer? —preguntó Elizabeth.

—El cáncer no es más que unacélula sana que comienza a reproducirsesin control. Comprendo que mis ideas lepuedan parecer desagradables, pero leaseguro que, cuando llegue, la

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alternativa lo será mucho más. Si nohacemos algo drástico…

—¡¿Drástico?! —soltó ella—.«Drástico» no es la palabra que estábuscando. ¡Yo diría demencial!

—Doctora Sinskey —dijo el hombreen un tono de voz que pasó a ser derepente sereno—. La he convocado aquíporque esperaba que usted, una vozsabia de la Organización Mundial de laSalud, estaría dispuesta a trabajarconmigo en una posible solución…

Elizabeth se lo quedó mirando conincredulidad.

—¿Cree que la OrganizaciónMundial de la Salud colaborará con

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usted para llevar a cabo… una ideacomo ésta?

—Pues sí —dijo él—. Suorganización está constituida pormédicos, y cuando un doctor tiene unpaciente con gangrena no vacila encortarle la pierna para salvarle la vida.A veces el único camino posible es elmal menor.

—Esto es muy distinto.—No. Es idéntico. La única

diferencia es la escala.Elizabeth ya había oído suficiente.—Tengo que coger un avión.El hombre alto dio un amenazante

paso en su dirección, impidiéndole la

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salida.—Le advierto que puedo llevar a

cabo esta idea con o sin su cooperación.—Y yo le advierto —replicó ella, y

cogió su teléfono móvil— que consideroesto una amenaza terrorista y la tratarécomo tal.

El hombre se rió.—¿Va a denunciarme por hablar en

términos hipotéticos? Siento decirle quetendrá que esperar para hacer sullamada. Esta habitación está protegidaelectrónicamente, su teléfono no tienecobertura.

«No la necesito, maldito lunático.»Elizabeth alzó el teléfono y antes de que

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el hombre se diera cuenta de qué estabapasando, hizo una fotografía de su cara.El flash se reflejó en sus ojos verdes y,por un momento, creyó reconocer surostro.

—Quienquiera que sea usted —dijoella—, ha cometido un error al hacermevenir a aquí. Para cuando llegue alaeropuerto ya sabré quién es y estaráconsiderado como potencialbioterrorista en las listas de la OMS, elCDC y el ECDC.[1] Le vigilaremos día ynoche. Si intenta comprar materiales, losabremos. Si construye un laboratorio,nos enteraremos. No podrá esconderseen ningún lugar.

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El hombre permaneció en tensosilencio durante un largo rato, como sifuera a abalanzarse sobre ella paracogerle el teléfono. Finalmente se relajóy se hizo a un lado mientras en su rostrose dibujaba una siniestra sonrisa.

—Entonces parece que hacomenzado nuestro baile.

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32

El Corredor Vasariano fue diseñado porGiorgio Vasari en 1564 bajo las órdenesdel dirigente Medici de la época, elGran Duque Cosme I, para que éstepudiera contar con un pasaje seguroentre su residencia del Palazzo Pitti ylas oficinas administrativas del PalazzoVecchio, al otro lado del río Arno.

Parecido al célebre Pasetto de laCiudad del Vaticano, el CorredorVasariano era el pasadizo secreto por

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excelencia. Se extendía a lo largo de unkilómetro desde el rincón oriental de losjardines Boboli hasta el corazón delmismo palacio, pasando por el PonteVecchio y la mundialmente famosagalería de los Uffizi.

Hoy en día, el corredor todavíasirve de refugio, aunque no para losaristócratas Medici, sino para obras dearte: su interminable extensión deparedes alberga incontables cuadrospoco comunes que no cabían en elmuseo.

Unos años atrás, Langdon habíarealizado una tranquila visita privada alpasadizo. En esa ocasión pudo detenerse

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para admirar la impactante cantidad decuadros allí expuestos; entre ellos seencontraba la colección de autorretratosmás grande del mundo. También sehabía detenido varias veces para echarun vistazo por los miradores, quepermitían a los visitantes comprobar suprogreso a través del pasaje elevado.

Esa mañana, sin embargo, Langdon ySienna lo recorrían a la carrera,deseosos de poner tanta distancia comofuera posible entre ellos y susperseguidores. Langdon se preguntócuánto tardarían en descubrir al guardiaatado. A medida que avanzaban por eltúnel, Langdon tuvo la sensación de que

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a cada paso estaban más cerca de lo quebuscaban.

«Cerca trova…, los ojos de lamuerte…, la identidad de misperseguidores.»

El zumbido del drone dereconocimiento estaba ahora muy lejos.Mientras recorría el pasadizo, Langdonvolvió a admirar lo ambiciosa que habíasido esa hazaña arquitectónica. Elevadopor encima de la ciudad durante casitoda su extensión, el Corredor Vasarianoera como una amplia serpiente queavanzaba entre los edificios en zigzag,desde su origen en el Palazzo Pitti hastael corazón de la antigua Florencia. El

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pasadizo estrecho y encalado parecíaextenderse sin fin, torciendoocasionalmente a la izquierda o laderecha para evitar un obstáculo, perosin dejar de avanzar siempre hacia eleste.

De repente, oyeron unas voces ySienna se detuvo de golpe. Langdontambién lo hizo, y le colocó una mano enel hombro para tranquilizarla,indicándole que se asomara a unmirador cercano.

«Turistas.»Langdon y Sienna echaron un vistazo

por el mirador. Estaban en el PonteVecchio, el puente medieval de piedra

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que servía de acceso peatonal al centrode la ciudad. A sus pies, los turistasdisfrutaban del mercado que secelebraba en el puente desde el sigloXV. En la actualidad, los puestos eran ensu mayoría de bisutería y joyas, pero nosiempre había sido así. Originalmente,el puente era la sede del mercado decarne. En 1593, sin embargo, loscarniceros fueron expulsados porque elrancio olor a carne en mal estadollegaba hasta el Corredor Vasariano yagredía la delicada nariz del GranDuque.

En algún lugar del puente, recordabaLangdon, estaba el lugar exacto en el

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que se había cometido uno de losasesinatos más famosos de Florencia. En1215, un joven noble apellidadoBuondelmonte rechazó el matrimonioque le había concertado su familia y secasó con su verdadero amor, lo cualprovocó que la familia agraviada loasesinara brutalmente.

Su muerte está considerada desdeentonces el «asesinato más sangriento deFlorencia» porque marcó, en la ciudad,el inicio de la contienda quemantendrían las poderosas faccionespolíticas de los güelfos y los gibelinos,y que duraría siglos.

Como el consiguiente conflicto

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político fue el causante del destierro deDante de Florencia, el poeta loinmortalizó con amargura en su DivinaComedia: «¡Oh, Buondelmonte,malamente huiste de las nupcias, porqueotra feliz fuera!»

En la actualidad, cerca del lugar delasesinato se pueden encontrar tresplacas distintas, cada una de las cualescita una línea del canto dieciséis deParadiso:

MAS CONVENÍA QUE FLORENCIAHICIESE

A LA PIEDRA QUE, ROTA, GUARDAEL PUENTE

UN SACRIFICIO MIENTRAS PAZ

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TUVIESE.

Langdon levantó la mirada hacia lasturbias aguas sobre las que pasaba elpuente. Al este se elevaba la torre delPalazzo Vecchio.

Aunque sólo habían cruzado la mitaddel río Arno, Langdon ya no teníaninguna duda de que hacía mucho quehabían dejado atrás el punto de noretorno.

A apenas diez metros de allí, de pieen el adoquinado del Ponte Vecchio,Vayentha inspeccionaba el gentío con

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creciente inquietud, sin imaginar que suúnica posibilidad de redención acababade pasar por encima de su cabeza.

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33

En lo más profundo de las entrañas delMendacium, el facilitador Knowltonpermanecía sentado a solas en sucubículo e intentaba en vanoconcentrarse en su trabajo. Presa de lainquietud, durante la última hora habíaestado analizando el contenido delvídeo. El soliloquio de nueve minutososcilaba entre la genialidad y la locura.

Knowlton avanzó el vídeo avelocidad rápida en busca de alguna

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pista que se le hubiera podido pasar poralto. Volvió a ver la placa sumergida…,y la bolsa suspendida con el turbiolíquido amarillo pardusco en suinterior…, hasta que llegó al momentoen el que aparecía la sombra de narizpicuda; una silueta deformada que seproyectaba en la húmeda pared de lacaverna iluminada por una tenue luzroja.

Knowlton volvió a escuchar la vozapagada e intentó descifrar su elaboradolenguaje. A mitad del discurso, lasombra de la pared se hacía más grandey el sonido de la voz se intensificaba.

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¡El infierno de Dante no es ficción…, esuna profecía!

Miserable sufrimiento. Horrenda desgracia.Éste es el paisaje del mañana.

Sin control, la humanidad se comportacomo una plaga, un cáncer… Con cada nuevageneración, la población ha ido en aumento,hasta que los bienes terrenales que antañoalimentaron nuestra virtud y nuestra fraternidadhan quedado reducidos a nada… Han provocadoque salga a la luz el monstruo que habita ennuestro interior…, y que luchemos a muertepara alimentar a nuestros hijos.

Éste es el infierno de nueve círculos deDante.

Esto es lo que nos aguarda.El futuro se yergue amenazante ante

nosotros, alimentado por las inflexiblesmatemáticas de Malthus. Estamos en el bordedel primer círculo…, a punto de caer más

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rápido de lo que hubiéramos imaginado.

Knowlton detuvo el vídeo. «¿Lasmatemáticas de Malthus?» Buscó eninternet y rápidamente encontróinformación sobre el prominentematemático y demógrafo inglés del sigloXIX Thomas Robert Malthus, célebrepor su predicción de un eventualcolapso global debido a lasuperpoblación.

Para alarma de Knowlton, lainformación de Malthus incluía unangustioso pasaje de su libro Ensayosobre el principio de la población.

El poder de la población es tan

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superior al poder de la Tierra paraproducir subsistencia, que la muerteprematura deberá de un modo u otrovisitar a la raza humana. Los vicios de lahumanidad son ministros dedespoblación activos y capaces. Son losprecursores del gran ejército de ladestrucción; y a menudo terminan elatroz trabajo ellos mismos. En caso deque no concluyan esta guerra deexterminio, estaciones enfermizas,epidemias, pestilencia y plaga asolaránla Tierra y eliminarán a miles y adecenas de miles. En caso de que suéxito sea aún incompleto, unagigantesca e inevitable hambruna vendrádetrás y, con un poderoso golpe,nivelará la población con la comidadisponible en el mundo.

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Con el corazón latiéndole confuerza, Knowlton volvió a mirar laimagen en pausa de la sombra picuda.

«Sin control, la humanidad secomporta como un cáncer.

»Sin control.» A Knowlton no legustaba cómo sonaba eso.

Con el dedo tembloroso, reanudó lareproducción del vídeo.

La voz apagada prosiguió sudiscurso.

No hacer nada es dar la bienvenida al infierno de Dante…, unasfixiante y estéril maremágnum de Pecado.

Así pues, he decidido tomar medidas drásticas.Algunos se sentirán horrorizados, pero toda salvación tiene

su precio.

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Algún día, el mundo comprenderá la belleza de mi sacrificio.Pues yo soy vuestra Salvación.Yo soy la Sombra.Yo soy la puerta de acceso a la edad Posthumana.

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34

El Palazzo Vecchio parecía una grantorre de ajedrez. El imponente edificio,de robusta fachada y sólidas almenascuadrangulares, estabaconvenientemente situado en la esquinasudeste de la Piazza della Signoria.

Su inusual torre, que se elevaba enel centro de la fortaleza, destacaba en elperfil de Florencia y se había convertidoen un inimitable símbolo de la ciudad.

El edificio, construido para albergar

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la sede del gobierno del ducado,imponía al visitante recién llegado unasestatuas masculinas intimidantes. Elmusculoso Neptuno de Ammannati seerguía desnudo sobre cuatro caballos,símbolo del dominio marítimo de laciudad; una réplica del David de MiguelÁngel —sin duda el desnudo masculinomás admirado del mundo— se alzaba entoda su gloria en la entrada del palazzo.Al lado del David había dos colosaleshombres desnudos más, Hércules yCaco, que, junto a los sátiros deNeptuno, elevaban a más de una docenalos penes que recibían a los visitantesdel palacio.

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Normalmente, las visitas de Langdonal Palazzo Vecchio comenzaban en laPiazza della Signoria (que, a pesar de susobreabundancia de falos, siempre habíasido una de sus favoritas de todaEuropa). Ninguna visita al lugar estabacompleta sin un café expreso en el CaffèRivoire, seguido de una visita a losleones Medici de la Loggia dei Lanzi, lagalería de esculturas al aire libre de lapiazza.

Ese día, sin embargo, Langdon y suacompañante iban a entrar al PalazzoVecchio como los duques Medici en suépoca, siguiendo el serpenteantetrayecto del Corredor Vasariano, por

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encima de puentes, calles y edificios,hasta llegar al corazón mismo del viejopalacio. De momento, no habían oídopasos a sus espaldas, pero Langdonestaba impaciente por llegar al final delpasadizo.

«Y ahora por fin hemos llegado —advirtió al ver la pesada puerta demadera que se levantaba ante ellos—.La entrada al viejo palacio.»

A pesar del elaborado mecanismode su cerradura, la puerta estabaequipada con una barra antipánico quele permitía ser una salida de emergenciaal tiempo que evitaba que nadie del otrolado entrara en el corredor sin una

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tarjeta de acceso.Langdon pegó la oreja a la puerta y

aguzó el oído. Al no escuchar nada alotro lado, colocó las manos en la barra ypresionó suavemente.

La cerradura hizo clic.Abrió unos centímetros la puerta de

madera y echó un vistazo por la pequeñaabertura. Una pequeña estancia. Vacía.En silencio.

Con un pequeño suspiro de alivio,Langdon entró y le indicó a Sienna quele siguiera.

«Hemos llegado.»De pie en la silenciosa alcoba,

Langdon se tomó un momento para

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ubicarse. En un pasillo que había a suizquierda oyó unas voces tranquilas yjoviales. Al igual que el Capitolio deEstados Unidos, el Palazzo Vecchio eraal mismo tiempo atracción turística yoficina gubernamental. A esa hora, lasvoces que escuchaban con todaseguridad eran de funcionarios queentraban y salían de sus despachos,preparándose para la jornada.

Langdon y Sienna fueron hasta laesquina y asomaron la cabeza.Efectivamente, al fondo había un atrio enel que una docena de funcionariostomaban expresos matutinos y charlabanentre sí antes de comenzar la jornada.

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—¿Has dicho que el mural de Vasariestá en el Salón de los Quinientos? —susurró Sienna.

Langdon asintió y señaló un pórticoque había al otro lado del atrio.

—Lamentablemente, tenemos quecruzar el patio.

—¿Estás seguro?Langdon asintió.—No podremos llegar sin que nos

vean.—Son funcionarios. No tienen el

más mínimo interés en nosotros. Hazcomo si trabajaras aquí.

Dicho lo cual, Sienna alisó laamericana Brioni de Langdon y le puso

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bien el cuello de la camisa.—Tienes muy buen aspecto, Robert

—dijo con una recatada sonrisa. Luegoajustó el cuello de su propio suéter y sepuso en marcha.

Langdon fue tras ella. Al llegar alatrio, Sienna comenzó a hablar con él enitaliano —algo sobre subsidiosagrícolas— mientras gesticulabaapasionadamente. Avanzaron pegados ala pared exterior, manteniéndosealejados de los funcionarios. Parasorpresa de Langdon, ni uno solo lesprestó atención.

De camino al pasillo, Langdonrecordó el programa de la obra de

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Shakespeare y el travieso Puck.—Eres una gran actriz —susurró.—No he tenido más remedio —dijo

ella en un tono de voz extrañamentedistante.

Una vez más, Langdon tuvo lasensación de que en el pasado de Siennahabía más dolor del que él podíaimaginar, y sintió una punzada deremordimiento por haberla involucradoen esa peligrosa situación. Se recordó así mismo que ya no podía hacerse nadasalvo seguir adelante.

«Sigue nadando por el túnel…, yreza para encontrar la luz.»

A medida que se acercaban al

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pórtico, Langdon volvió a comprobar,aliviado, que su memoria funcionabaperfectamente. Una pequeña placa conuna flecha señalaba la esquina del finaldel pasillo y anunciaba: SALONE DEICINQUECENTO. «El Salón de losQuinientos —pensó Langdon, y sepreguntó qué respuestas encontrarían enél—. “La verdad sólo es visible a travésde los ojos de la muerte.” ¿Quésignificará esto?»

—Puede que el salón todavía estécerrado —advirtió Langdon al acercarsea la esquina. Aunque se trataba de undestino turístico popular, parecía que elpalazzo todavía no había abierto sus

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puertas al público.—¿Has oído eso? —preguntó

Sienna, deteniéndose de golpe.Langdon lo había oído. Al otro lado

de la esquina se oía un fuerte zumbido.«Por favor, que no sea un drone deinterior.» Con cuidado, Langdon asomóla cabeza. A unos treinta metros, veía lapuerta de madera —sorprendentementesencilla— que daba acceso al Salón delos Quinientos. Pero entre ellos y lapuerta había un corpulento conserje queempujaba con hastío una pulidora desuelos.

«El guardián de la puerta.»Langdon advirtió entonces los tres

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símbolos de un letrero de plástico quehabía junto a la puerta. Descifrablesincluso por el simbólogo menosexperimentado, esos iconos universaleseran: una videocámara con una Xencima, un vaso con una X encima y unpar de figuras de palo, una femenina yotra masculina.

A Langdon se le ocurrió algo ycomenzó a caminar velozmente hacia elconserje, acelerando a medida que seacercaba a él. Sienna tuvo que apretar elpaso para no quedarse rezagada.

El conserje levantó la mirada,sobresaltado.

—Signori?! —Levantó los brazos

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para indicarles que se detuvieran.Langdon sonrió al hombre con una

expresión de dolor en el rostro —másbien una mueca—, y señaló en tono dedisculpa los símbolos del letrero.

—¡Baño! —declaró en un tono devoz apremiante. No era una pregunta.

El conserje vaciló un momento.Parecía que iba a denegarles el paso,pero al fin, al ver cómo Langdon seretorcía incómodamente ante él, asintióy les indicó que pasaran.

Cuando llegaron a la puerta,Langdon le guiñó un ojo a Sienna.

—La compasión es un lenguajeuniversal.

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En su momento, el Salón de losQuinientos fue la sala más grande delmundo. Fue construido en 1494 para lacelebración de las juntas del ConsiglioMaggiore, el consejo mayor de larepública (formado por quinientosmiembros, de ahí su nombre). Algunosaños después, a requerimiento de CosmeI, el hombre más poderoso de lapenínsula itálica, el salón fue renovadoy ampliado sustancialmente. El

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arquitecto y supervisor del proyecto fueel gran Giorgio Vasari.

En una excepcional proeza de laingeniería, Vasari hizo elevar el tejadooriginal para permitir que la luz naturalentrara a través de tragaluces por loscuatros costados del salón. El resultadofue una elegante sala de exposición paraalgunas de las mejores obras pictóricasy escultóricas de Florencia.

Lo primero que a Langdon siemprele llamaba la atención de ese salón erael suelo, que ya indicaba que no setrataba de un espacio convencional. Lacuadrícula negra sobre el fondo carmesíconfería al amplio espacio, de más de

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mil metros cuadrados, solidez,profundidad y equilibrio.

Langdon levantó la mirada hacia elotro extremo del salón, donde seisdinámicas esculturas —Los trabajos deHércules— se erguían como un grupo desoldados. Ignoró deliberadamente la deHércules y Diomedes, a menudodenostada, y que representaba suscuerpos desnudos enzarzados en unextraño combate de lucha libre en el quese incluía un agarrón de pene, ante elcual Langdon siempre se encogía dedolor.

Más agradable a la vista era elimpresionante El genio de la Victoria ,

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de Miguel Ángel, que dominaba el nichocentral de la pared sur. De casi tresmetros de altura, esta escultura fuecreada para la tumba del papaultraconservador Julio II —Il PapaTerribile—; un encargo que a Langdonsiempre le había parecido irónico,teniendo en cuenta la postura delVaticano sobre la homosexualidad. Laestatua representaba a Tommaso deiCavalieri, el joven del que MiguelÁngel estuvo enamorado durante granparte de su vida y a quien dedicó más detrescientos sonetos.

—No me puedo creer que nuncahubiera estado aquí —susurró Sienna a

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su lado, en un tono de voz de repentesereno y reverencial—. Esto es…hermoso.

Langdon asintió, y recordó suprimera visita a ese espacio en ocasiónde un espectacular concierto de músicaclásica que había ofrecido la pianistaMariele Keymel. Si bien originalmenteese majestuoso salón había albergadoencuentros políticos privados yaudiencias con el Gran Duque, en laactualidad acogía veladas musicales,conferencias o cenas de gala (aquí sehabían celebrado conferencias delhistoriador del arte Maurizio Seracini oeventos plagados de celebridades, como

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la inauguración del Museo Gucci). Aveces, Langdon se preguntaba qué lehabría parecido a Cosme I compartir suaustero salón privado con presidentes deempresas y modelos.

Langdon centró su atención en losenormes murales que decoraban lasparedes. Su extraña historia incluía unafracasada técnica experimental deLeonardo da Vinci que dio comoresultado una «obra maestradeteriorada», o el «enfrentamiento»artístico alimentado por Pietro Soderiniy Maquiavelo, que encararon a dostitanes del Renacimiento —MiguelÁngel y Leonardo— encargándoles

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murales en paredes opuestas del mismosalón.

En ese momento, sin embargo,Langdon estaba más interesado en otrade las rarezas históricas de la sala.

«Cerca trova.»—¿Cuál es el de Vasari? —preguntó

Sienna mirando los murales.—Casi todos. —Langdon sabía que,

al renovar la sala, Vasari y susasistentes lo habían repintadoprácticamente todo, desde los muralesoriginales de las paredes hasta lostreinta y nueve paneles que adornaban sucélebre techo «suspendido».

—Pero ése de ahí —dijo Langdon,

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señalando el mural que había a suderecha—, es el que hemos venido aver. La batalla de Marciano.

El tamaño de esa tremendaconfrontación militar era descomunal:quince metros de largo y más de trespisos de altura. En tonos marrones yverdes, la enorme pintura mostraba unaviolenta colisión de soldados, caballos,lanzas y estandartes en una laderapastoral.

—Vasari, Vasari —susurró Sienna—. ¿Y en algún lugar de este mural seencuentra su mensaje secreto?

Langdon asintió, al tiempo queaguzaba la mirada para localizar el

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estandarte verde sobre el que el artistahabía pintado su misterioso mensaje:Cerca trova.

—Desde aquí es casi imposibleverlo sin binoculares —dijo él,señalándolo—, pero en la parte superiorde la sección media, justo debajo de lasdos granjas que hay en la ladera de lacolina, se puede ver un pequeñoestandarte verde y…

—¡Lo veo! —exclamó Sienna,señalando el cuadrante superiorderecho, justo el lugar exacto.

Langdon deseó tener unos ojos másjóvenes.

Se acercaron al imponente mural y él

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levantó la mirada para admirar suesplendor. Al fin, habían llegado. Elúnico problema ahora era que no estabaseguro de por qué estaban ahí. Se quedóen silencio un largo rato, contemplandolos detalles de la obra maestra deVasari.

«Si fracaso… todo será muerte.»A sus espaldas se abrió una puerta

con un crujido, y apareció el conserjecon la pulidora de suelo. Sienna lesaludó alegremente. El trabajador se losquedó mirando un momento y acontinuación cerró la puerta.

—No tenemos mucho tiempo, Robert—le urgió Sienna—. Tienes que pensar.

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¿Te dice algo la pintura? ¿Recuerdasalgo?

Langdon examinó la caótica escenabélica.

«La verdad sólo es visible a travésde los ojos de la muerte.»

Langdon había creído que quizá elmural incluía un cadáver cuyos ojosmuertos miraran alguna otra pista en elmismo cuadro… o quizá en algún otrolado de la sala. Lamentablemente, en elmural había docenas de cadáveres,ninguno más destacable que los demás, yninguno que mirara a algún punto enparticular.

«¿La verdad sólo es visible a través

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de los ojos de la muerte?»Intentó visualizar las líneas que

conectaban los cadáveres entre sí, y sepreguntó si crearían alguna forma, perono vio nada.

Hurgó en las profundidades de sumemoria y la cabeza le comenzó a dolerotra vez. En algún lugar, la voz de lamujer del cabello plateado no dejaba desusurrar: «Busca y hallarás.»

«¡¿Hallar qué?!», quería gritarLangdon.

Cerró los ojos y respiró hondo.Estiró varias veces los hombros pararelajarlos e intentó liberar su mente detodo pensamiento consciente, a ver si así

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fluía sin obstáculos hacia su instinto.«Very sorry.»Vasari.»Cerca trova.»La verdad sólo es visible a través

de los ojos de la muerte.»Su instinto le dijo que, sin lugar a

dudas, se encontraba en el lugaradecuado. Y, si bien no sabía muy bienpor qué, tenía la sensación de que estabaa punto de encontrar lo que había venidoa buscar.

El agente Brüder se quedó mirandoinexpresivamente los pantalones de

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terciopelo rojo y la túnica expuestos enla vitrina que tenía delante y maldijo susuerte en voz baja. Su unidad habíaregistrado toda la Galería de los Trajesy no había ni rastro de Langdon ySienna.

«Apoyo para la Vigilancia y laIntervención —pensó enojado—.¿Desde cuándo un profesor universitarioelude una unidad AVI? ¡¿Dónde diantrese han metido?!»

—Todas las salidas habían sidobloqueadas —insistió uno de sushombres—. La única posibilidad es quetodavía estén en los jardines.

Aunque eso parecía lógico, Brüder

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tenía el presentimiento de que Langdon ySienna habían encontrado alguna otrasalida.

—Vuelva a poner en marcha eldrone —soltó Brüder—. Y diga a lasautoridades locales que amplíen la zonade búsqueda al otro lado de lasmurallas. «¡Maldita sea!»

Mientras sus hombres se alejabancorriendo, Brüder cogió su teléfonomóvil y llamó a la persona a cargo.

—Soy Brüder —dijo—. Me temoque tenemos un serio problema. Bueno,en realidad varios.

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«La verdad sólo es visible a través delos ojos de la muerte.»

Sienna repitió las palabras para símientras seguía examinando cadacentímetro de la brutal escena bélica deVasari, esperando encontrar algo que lellamara la atención.

Por todas partes veía ojos muertos.«¡¿Cuáles son los que estamos

buscando?!»Se preguntó si lo de los ojos de la

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muerte sería una referencia a todos loscadáveres en descomposicióndiseminados por toda Europa a causa dela Peste Negra.

«Al menos eso explicaría lo de lamáscara de la peste…»

De repente, Sienna recordó unaantigua canción infantil: «Un anillorosado. El bolsillo lleno de flores.Cenizas, cenizas. Todos caemos.»

De niña solía recitar ese poema,hasta que descubrió que aludía a la granplaga de Londres de 1665. Al parecer,el anillo rosado era una referencia a laspústulas rosadas de las personasinfectadas. Las víctimas llevaban el

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bolsillo lleno de flores para intentardisimular el olor de sus cuerpos endescomposición, así como el hedor de laciudad misma, en la que cientos devíctimas morían todos los días, y cuyoscadáveres eran luego incinerados.«Cenizas, cenizas. Todos caemos.»

—Por el amor de Dios —dijoLangdon de repente, volviéndose haciala pared opuesta.

Sienna se volvió hacia él.—¿Qué sucede?—Es el nombre de una obra de arte

que una vez se expuso aquí. Por el amorde Dios.

Desconcertada, Sienna observó

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cómo Langdon cruzaba la sala endirección a una pequeña puerta decristal e intentaba abrirla. Estabacerrada. Acercó entonces la cara alcristal y ahuecó las manos a los ladospara poder mirar su interior.

Sienna no sabía qué estaba haciendoLangdon, pero esperó que lo hicierarápido; el conserje había regresado, yparecía extrañarle que Langdonestuviera fisgoneando el espacio quehabía detrás de una puerta cerrada.

Sienna volvió a saludarlealegremente. El hombre se limitó amirarla un largo rato, y luegodesapareció.

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Lo Studiolo.En la pared opuesta al mural de

Vasari, justo enfrente de las palabrasocultas «cerca trova» , y detrás de lapuerta de cristal, había una pequeñacámara sin ventanas. Se trataba delestudio secreto de Francesco I, cuyo altotecho abovedado proporcionaba aquienes se encontraban en su interior lasensación de estar dentro de ungigantesco baúl del tesoro.

Y, efectivamente, su interior estabarepleto de hermosas obras de arte. Másde treinta pinturas adornaban lasparedes y el techo, tan cerca unas de

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otras que casi no había espacio vacío.El vuelo de Ícaro…, La alegoría de lossueños… , Prometeo recibiendo lasjoyas de la Naturaleza…

Al ver el deslumbrante espacio através del cristal, Langdon susurró parasí: «Los ojos de la muerte.»

Langdon había estado por primeravez en Lo Studiolo durante una visitaprivada a los pasadizos secretos delpalazzo que había realizado unos pocosaños atrás, y se quedó asombrado aldescubrir la enorme cantidad de puertassecretas, escaleras y pasajes que habíaen el edificio, entre los cuales habíavarios que se ocultaban tras las pinturas

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de esa cámara.Los pasadizos secretos, sin embargo,

no eran lo que acababa de recordarLangdon. Lo que había acudido a sumente era una pieza de arte moderno quehabía visto una vez allí: Por el amor deDios, una controvertida obra de DamienHirst que causó cierto revuelo cuando laexpusieron.

Se trataba de la reproducción atamaño real de una calavera humanahecha de platino, y cuya superficieestaba recubierta con más de ocho milrelucientes diamantes incrustados. Elefecto era deslumbrante. Las cuencas delos ojos resplandecían con luz y vida…,

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belleza y horror. Aunque la calavera dediamantes de Hirst hacía tiempo que yano estaba en Lo Studiolo, su recuerdo lehabía dado una idea.

«Los ojos de la muerte —pensó—.Los de las calaveras deben de contarcomo tales, ¿no?»

Las calaveras eran un temarecurrente en el Inferno de Dante. Erafamoso, por ejemplo, el cruento castigoal conde Ugolino, sentenciado a devorareternamente la calavera de un perversoarzobispo en el círculo más bajo delinfierno.

«¿Estamos buscando una calavera?»Langdon sabía que el enigmático

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Studiolo había sido construido siguiendola tradición de los «gabinetes decuriosidades». Casi todos sus cuadrostenían bisagras ocultas, y tras ellos seescondían alacenas en las cuales elduque guardaba extraños objetos de suinterés: muestras de minerales raros,hermosas plumas, el fósil de una conchade nautilus e, incluso, la tibia de unmonje decorada con plata repujada.

Lamentablemente, Langdonsospechaba que todos los objetos habíansido retirados hacía tiempo y, que élsupiera, no se había vuelto a exponerninguna otra calavera salvo la de Hirst.

Sus pensamientos se vieron

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interrumpidos de golpe por un fuerteportazo procedente del otro extremo dela sala, seguido de unos rápidos pasosque se acercaban a él.

—Signore! —exclamó una enojadavoz—. Il salone non è aperto!

Langdon se volvió y vio a unaempleada del palacio que veníadirectamente hacia él. Era pequeña, ytenía el cabello castaño y corto.También lucía un avanzado embarazo.La mujer se movía rápida, señalando sureloj. En cuanto estuvo lo bastante cercacomo para verle bien, sin embargo, sedetuvo de golpe y se llevó la mano a laboca.

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—¡Profesor Langdon! —exclamó.Parecía avergonzada—. ¡Lo sientomucho! No sabía que estaba aquí.¡Bienvenido de nuevo!

Él se quedó de piedra.Estaba absolutamente seguro de que

nunca antes había visto a esa mujer.

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—¡No le había reconocido, profesor! —dijo la mujer en inglés con acentoitaliano—. Es por la ropa que lleva. —Sonrió afectuosamente y asintió, dándoleel visto bueno a su traje Brioni—. Muy ala moda. Casi parece usted italiano.

A Langdon se le había secado laboca de golpe, pero se las arregló parasonreír con educación cuando la mujerllegó a su lado.

—Buenos… días —dijo, vacilante

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—. ¿Cómo está?Ella se rió y se llevó las manos a la

barriga.—Agotada. La pequeña Catalina ha

estado toda la noche dando patadas. —La mujer echó un vistazo alrededor de lasala, desconcertada—. Il Duomino nomencionó que fuera a regresar usted hoy.¿También él está aquí?

La mujer pareció advertir laconfusión de Langdon y, tras soltar unarisa ahogada, añadió:

—No pasa nada, todo el mundo enFlorencia le llama así. A él no leimporta. ¿Ha sido él quién le ha dejadopasar?

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—Así es —dijo Sienna, acercándosedesde el otro lado de la sala—, perotenía un desayuno. Nos ha dicho que austed no le importaría que echáramos unvistazo. —Al llegar junto a ellosextendió la mano con entusiasmo—. SoySienna, la hermana de Robert.

La mujer le dio un apretón de manosexageradamente oficial.

—Yo soy Marta Álvarez. Qué suertela suya, poder contar con el profesorLangdon de guía privado.

—Sí —dijo Sienna, apenasdisimulando un mohín—. ¡Es tan listo!

Hubo un incómodo silencio duranteel cual la mujer examinó a Sienna.

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—Es curioso —dijo finalmente—,no encuentro ningún parecido entreambos. Excepto, quizá, en la altura.

«Ahora o nunca», pensó Langdon,temiendo que les pillara.

—Marta —la interrumpió,esperando haber oído bien su nombre—,lamento molestarle, pero, bueno…,supongo que ya se puede imaginar porqué estoy aquí.

—En realidad, no —respondió ellaentornando los ojos—. No tengo lamenor idea de qué está haciendo ustedaquí.

A Langdon se le aceleró el pulso y,durante el desagradable silencio que

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hubo a continuación, temió lo peor. Derepente, sin embargo, Marta sonrió ysoltó una carcajada.

—¡Estoy bromeando, profesor!Claro que imagino por qué ha regresado.No tuvo suficiente con la hora queanoche pasó ahí arriba con il Duomino yahora ha regresado para enseñársela asu hermana, ¿no es así? La verdad,todavía no sé por qué la encuentra tanfascinante.

—Así es… —dijo Langdon—. Si noes ninguna molestia…, me encantaríaenseñársela a Sienna.

Marta levantó la mirada hacia elbalcón del segundo piso y se encogió de

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hombros.—No hay ningún problema. Justo

ahora iba hacia allí.Con el corazón latiéndole con

fuerza, Langdon levantó la mirada hastael balcón del segundo piso que había alfondo de la sala. «¿Anoche estuve ahíarriba?» No recordaba nada. Sabía que,además de estar exactamente a la mismaaltura que las palabras «cerca trova», elbalcón también servía de entrada almuseo del palazzo, que siempre visitabacuando iba allí.

Marta estaba a punto de conducirlosal otro lado la sala cuando de repente sedetuvo y, como si se lo hubiera pensado

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mejor, dijo:—Pero, profesor, ¿está seguro de

que no prefiere enseñarle a suencantadora hermana algo un pocomenos lúgubre?

Langdon no tenía ni idea de cómoresponder a eso.

—¿Vamos a ver algo lúgubre? —preguntó Sienna—. ¿Qué es? No me loha dicho.

Marta sonrió ligeramente y se volvióhacia Langdon.

—¿Se lo digo yo o prefiere hacerlousted, profesor?

Langdon se apresuró a aprovechar laoportunidad.

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—Oh, no, Marta, hágalo ustedmisma, por favor.

Ella se volvió hacia Sienna ycomenzó a hablar con calma.

—No sé lo que le ha contado suhermano, pero vamos al museo a ver unamáscara muy especial.

Sienna abrió los ojos como platos.—¿Qué tipo de máscara?, ¿una de

esas tan feas que llevan aquí enCarnaval?

—Buen intento —dijo Marta—, perono, no es una máscara de la peste. Esalgo muy distinto. Se trata de unamáscara mortuoria.

Langdon dejó escapar un grito

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ahogado, y Marta le reprendió con lamirada. Pensaba que lo había hecho paraasustar a su hermana.

—No haga caso a su hermano —dijo—, las máscaras mortuorias eran unapráctica muy extendida en el siglo XVI.Básicamente consisten en una máscarade yeso del rostro de alguien, hechamomentos después de su fallecimiento.

«Una máscara mortuoria. —Langdontuvo el momento de mayor claridaddesde que se había despertado enFlorencia—. El Inferno de Dante…,cerca trova…, mirar a través de losojos de la muerte. ¡La máscara!»

—¿Y qué rostro se utilizó para hacer

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la máscara? —preguntó Sienna.Langdon le puso una mano en el

hombro y le contestó lo más serenamenteque pudo.

—Un famoso poeta italiano llamadoDante Alighieri.

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Las olas del mar Adriático mecían elMendacium y el sol brillaba con fuerzaen sus cubiertas. El preboste vació susegundo whisky y miró por la ventana desu despacho, se sentía cansado.

Las noticias de Florencia no eranbuenas.

Quizá fuera porque hacía muchotiempo que no probaba el alcohol, perose sentía extrañamente desorientado eimpotente…, como si el barco hubiera

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perdido el motor y estuviera a mercedde la marea.

Esa sensación le resultabadesconocida. En su mundo, siemprehabía contado con una brújula fiable, elprotocolo, que nunca había dejado deindicarle el camino. Era lo que lepermitía tomar decisiones difíciles sinechar jamás la vista atrás.

Era el protocolo lo que habíarequerido la desautorización deVayentha, y él la había llevado a cabosin la menor vacilación. «Ya meencargaré de ella cuando esta crisis hayapasado.»

Era el protocolo lo que requería que

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supiera lo menos posible sobre susclientes. Había decidido hacía muchoque el Consorcio carecía deresponsabilidad ética para juzgarlos.

«Ofrecer el servicio.»Confiar en el cliente.»No hacer preguntas.»Al igual que los directores de la

mayoría de las empresas, el prebostesimplemente ofrecía sus servicios con lapresunción de que serían implementadosdentro del marco de la ley. Al fin y alcabo, no era responsabilidad de Volvoasegurarse de que las madres condujerancon cuidado en las zonas escolares, nitampoco se podía culpar a Dell por el

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hecho de que alguien utilizara uno de susordenadores para piratear una cuentabancaria.

En ese momento, con todo lo queestaba pasando, el preboste maldijopara sí el contacto que le había sugeridoque se hiciera cargo de ese cliente.

—Esfuerzo mínimo y dinero fácil —le había asegurado—. Se trata de unhombre brillante, una estrella en sucampo, y es absurdamente rico. Sóloquiere desaparecer durante uno o dosaños. Necesita estar un tiempo fuera dela vista de todo el mundo para trabajaren un proyecto importante.

Tras darle muchas vueltas, el

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preboste aceptó. Las recolocaciones porperíodos largos siempre suponían dinerofácil, y él confiaba en el instinto de sucontacto.

Efectivamente, el trabajo había sidomuy sencillo.

Hasta la semana anterior, claro.A raíz del caos creado por ese

cliente, el mismo preboste se encontrabadando vueltas alrededor de una botellade whisky y contando los días para queel compromiso que les unía a esehombre llegara a su fin.

El teléfono de su escritorio sonó y elpreboste vio que se trataba deKnowlton, uno de sus principales

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facilitadores.—Sí —contestó.—Señor… —comenzó a decir

Knowlton. La intranquilidad era patenteen su voz—. Odio molestarle con estopero, como sabe, mañana estáprogramado el envío a los medios de unvídeo.

—Sí —contestó el preboste—. ¿Loha dejado preparado?

—Sí, pero creo que sería mejor quelo viera antes de hacer nada con él.

El preboste se quedó un momentocallado, desconcertado por elcomentario.

—¿Acaso nos menciona o

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compromete de algún modo?—No, señor, pero el contenido es

bastante perturbador. El cliente apareceen él y dice que…

—No diga nada más —ordenó elpreboste, escandalizado por el hecho deque un facilitador experimentado seatreviera a sugerir siquiera unainfracción tan clara del protocolo—. Elcontenido es irrelevante. Diga lo quediga, el vídeo habría sido distribuidocon o sin nuestra ayuda. El clientepodría haberlo hecho electrónicamente,pero nos contrató. Nos pagó. Confió ennosotros.

—Sí, señor.

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—Su trabajo no consiste en sercrítico de cine —le reprendió elpreboste—, sino en mantener promesas.Hágalo.

En el Ponte Vecchio, Vayenthaseguía examinando cientos de rostros deturistas. Había permanecido alerta yestaba segura de que Langdon todavía nohabía pasado, pero ya no oía el drone.Eso quería decir que ya no eranecesario.

«Brüder debe de haberlo atrapado.»A regañadientes, empezó a

considerar la sombría perspectiva de

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una amonestación del Consorcio. «Oalgo peor.»

Vayentha volvió a pensar en los dosagentes que habían sidodesautorizados… Nunca había vuelto asaber nada de ellos. «Seguramente estántrabajando en otro campo», se dijo paratranquilizarse, pero no pudo evitarpreguntarse también si no sería mejordirigirse a las colinas de la Toscana,desaparecer y utilizar sus conocimientospara construirse una nueva vida.

«Pero ¿durante cuánto tiempo podréesconderme de ellos?»

Incontables objetivos habíanaprendido de primera mano que cuando

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uno se encontraba en el punto de miradel Consorcio, la privacidad no era másque una ilusión. Era sólo cuestión detiempo.

«¿De verdad mi carrera va aterminar así?», se preguntó, incapaz deaceptar todavía que sus doce años en laorganización hubieran llegado a su finpor una serie de desafortunadosincidentes. Durante un año habíaatendido las necesidades del cliente deojos verdes. «No fue culpa mía que sesuicidara arrojándose al vacío… y, sinembargo, ahora parece que estoycayendo con él.»

Su única posibilidad de redención

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pasaba por ser más astuta que Brüder…,pero desde el principio había sabidoque las probabilidades de éxito eranremotas.

«Anoche tuve mi oportunidad, yfallé.»

Cuando ya volvía de mala gana a sumotocicleta, oyó un sonido a lo lejos…,un zumbido agudo que le resultabafamiliar.

Desconcertada, levantó la mirada.Para su sorpresa, el drone dereconocimiento volvía a estar en el aire,esta vez en el extremo más lejano delPalazzo Pitti. Vayentha observó cómo elpequeño artilugio comenzaba a dar

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vueltas desesperadamente sobre eledificio.

Eso sólo podía significar una cosa.«¡Todavía no han capturado a

Langdon!»¿Dónde demonios estará?»

El penetrante zumbido despertó denuevo a la doctora Elizabeth Sinskey desu delirio. «¿El drone vuelve a estar enel aire? Pensaba que…»

Se removió en el asiento trasero dela furgoneta, donde el mismo agente deantes seguía sentado a su lado. Luegovolvió a cerrar los ojos, presa del dolor

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y de las náuseas. Pero lo que más sentía,sin embargo, era miedo.

«El tiempo se está agotando.»A pesar de que su enemigo se había

suicidado arrojándose al vacío, en sussueños ella todavía podía ver su silueta,sermoneándola en la oscura sala delConsejo de Relaciones Exteriores.

«Es imperativo que alguien hagaalgo —había declarado con un fulgor ensus ojos verdes—. Si no lo hacemosnosotros, ¿quién? Si no ahora,¿cuándo?»

Elizabeth sabía que debería haberlodetenido entonces, cuando tuvo laoportunidad. Nunca olvidaría ese día.

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Tras salir apresuradamente de lareunión, recorrió Manhattan en direcciónal aeropuerto internacional JFK.Deseosa de saber quién era estemaníaco, mientras iba en la parte traserade la limusina cogió su teléfono móvil ymiró la fotografía que le había hecho.

Cuando la vio, no pudo evitar ungrito ahogado. La doctora ElizabethSinskey sabía muy bien quién era esehombre. La buena noticia era que seríamuy fácil localizarlo. La mala, que eraun genio en su campo, y una persona muypeligrosa si se lo proponía.

«Nada es más creativo…, odestructivo…, que una mente brillante

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con un propósito.»Cuando llegó al aeropuerto, treinta

minutos después de la reunión, llamó asu equipo e hizo que lo incluyeran en laslistas de bioterroristas de las agenciasmás relevantes: CIA, CDC y ECDC, ytodas sus organizaciones filialesalrededor del mundo.

«Esto es todo lo que puedo hacerhasta que llegue a Ginebra», pensó.

Agotada, se dirigió al mostrador defacturación con su equipaje y le mostró ala empleada de la aerolínea su pasaportey su billete.

—Oh, doctora Sinskey —dijo laempleada con una sonrisa—. Un

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caballero muy amable acaba de dejar unmensaje para usted.

—¿Cómo dice? —Elizabeth no sabíade nadie que tuviera acceso a lainformación de su vuelo.

—Un señor muy alto, con los ojosverdes —dijo la empleada.

A Elizabeth se le cayó la bolsa delas manos. «¿Está aquí? ¡¿Cómo?!» Sedio la vuelta y miró los rostros de losdemás pasajeros.

—Ya se ha ido —dijo la empleada—, pero nos ha pedido que le diéramosesto. —Y le entregó a Elizabeth unpapel de carta doblado.

Temblando, Elizabeth desdobló el

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papel y leyó la nota manuscrita.Era una famosa cita inspirada en la

obra de Dante Alighieri.

L o s l u g a r e s m á s o s c u r o s de l i n f i e r n o

e s t á n r e s e r v a d o s p a r a a qu e l l o s

q u e m a n t i e n e n s u n e u t r a l id a d

e n é p o c a s d e c r i s i s m o r a l.

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39

Marta Álvarez se quedó mirando laempinada escalera que conducía almuseo de la segunda planta.

«Posso facerla —se dijo a sí misma—. Puedo hacerlo.»

Como administradora de arte ycultura en el Palazzo Vecchio, Martahabía subido incontables veces esaescalera. Últimamente, sin embargo,embarazada de más de ocho meses, leresultaba mucho más dura.

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—Marta, ¿estás segura de que noprefieres coger el ascensor? —RobertLangdon parecía preocupado, y señalóun pequeño montacargas cercano quehabían instalado en el palazzo para losvisitantes minusválidos.

María agradeció su oferta con unasonrisa, pero negó con la cabeza.

—Como le comenté anoche, mimédico dice que el ejercicio es buenopara el bebé. Además, profesor, sé quees usted claustrofóbico.

Langdon se mostró extrañamentesorprendido por su comentario.

—Ah, es verdad. Se me habíaolvidado que lo mencioné.

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«¿Ha olvidado que lo mencionó? —pensó Marta—. Lo hizo ayer mismo, yme contó con todo detalle el incidentede su infancia que le provocó la fobia.»

La noche anterior, mientras elacompañante de Langdon, el obesoDuomino, subía con el ascensor, elprofesor lo hizo a pie con Marta. Decamino, le contó con todo detalle lacaída en un pozo abandonado que lehabía provocado ese miedo paralizadorque desde entonces sentía por losespacios estrechos.

Con el balanceo de la coleta rubiade la hermana del profesor ante ellos,ahora Langdon y Marta ascendieron la

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escalera poco a poco, deteniéndosevarias veces para que ella pudierarecobrar el aliento.

—Me sorprende que quiera volver aver la máscara —dijo ella—. De todaslas piezas que hay en Florencia, éstapodría considerarse una de las menosinteresantes.

Langdon se encogió de hombrosevasivamente.

—Más que nada, he regresado paraque Sienna pueda verla. Por cierto,gracias por dejarnos entrar otra vez.

—No hay de qué.La reputación de Langdon habría

bastado la noche anterior para persuadir

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a Marta de que le abriera la galería,pero el hecho de que fuera acompañadode il Duomino no le dejó otra opción.

El hombre conocido como ilDuomino, Ignazio Busoni, era toda unainstitución en el mundo cultural deFlorencia. Director desde hacía muchotiempo del Museo dell’Opera delDuomo, Ignazio supervisaba todos losaspectos del edificio histórico másprominente de la ciudad: el Duomo, laenorme catedral cuya cúpula rojadominaba tanto la historia como el perfilde la ciudad. Su pasión por el edificio,junto con su peso de casi ciento ochentakilos y su rostro siempre colorado,

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habían propiciado que recibiera elcariñoso apelativo de il Duomino, «lapequeña cúpula».

Marta no tenía ni idea de cómo sehabían conocido los dos hombres, peroil Duomino la había llamado el díaanterior por la tarde y le había dicho quequería ir con un conocido a hacer unavisita privada a la máscara mortuoria deDante. Cuando descubrió que elmisterioso invitado era el famososimbólogo e historiador del arte RobertLangdon, Marta se sintió entusiasmadaante la oportunidad de guiar a esos doshombres tan famosos a la galería delpalazzo.

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Al llegar a lo alto de la escalera,Marta se detuvo con los brazos en jarraspara recobrar el aliento. Sienna ya sehabía asomado al balcón.

—Mi vista favorita de la sala —dijoMarta, todavía jadeante—. Desde aquíse tiene una perspectiva completamentedistinta de los murales. Supongo que suhermano ya le ha explicado lo delmisterioso mensaje oculto en ese de ahí,¿verdad? —dijo, y señaló la Battagliadi Marciano.

Sienna asintió con entusiasmo.—Cerca trova.Marta se fijó entonces en Langdon

mientras él también echaba un vistazo a

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la sala desde el balcón, y no pudo evitaradvertir que no tenía el mismo buenaspecto de la noche anterior. El nuevotraje le quedaba bien, pero necesitaba unafeitado, y su rostro parecía pálido yfatigado. Además, esa mañana el pelo sele veía apelmazado, como si todavía nose hubiera duchado.

Marta se volvió hacia el mural antesde que el profesor se diera cuenta deque le estaba mirando.

—Estamos prácticamente a la mismaaltura que el mensaje —dijo Marta—.Desde aquí casi se pueden ver laspalabras.

A la hermana de Langdon parecía

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darle igual el mural.—Hábleme de la máscara mortuoria

de Dante. ¿Por qué está en el PalazzoVecchio?

«Se nota que son hermanos», pensóMarta, refunfuñando para sí y sincomprender la fascinación que los dossentían por esa máscara. Aunque, claro,debía reconocer que su historia eraextraña, sobre todo la más reciente, yLangdon no era el primero en mostraruna fascinación casi maníaca por ella.

—Bueno, dígame, ¿qué sabe sobreDante?

La hermosa rubia se encogió dehombros.

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—Básicamente, lo que todo elmundo aprende en la escuela. Es unpoeta que se hizo famoso por ser elautor de la Divina Comedia, quedescribe su viaje imaginario a través delinfierno.

—Parcialmente correcto —respondió Marta—. En su poema, Danteconsigue salir del infierno, atraviesa elpurgatorio y al final llega al paraíso. Sialguna vez lee la Divina Comedia,comprobará que su viaje está divididoen esas tres partes: Inferno, Purgatorio,Paradiso. —Marta les indicó que lasiguieran en dirección a la entrada delmuseo—. La razón por la que la máscara

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se encuentra en el Palazzo Vecchio, sinembargo, no tiene nada que ver con laDivina Comedia, sino con la biografíade Dante. Adoraba Florencia tanto comouna persona puede adorar una ciudad. Apesar de ser un florentino muyprominente y poderoso, hubo un cambiode poder y, como él había apoyado elbando equivocado, le desterraron y leprohibieron que regresara.

Marta se detuvo para recobrar elaliento. Ya estaban cerca de la entradadel museo. Con los brazos de nuevo enjarras, echó la espalda hacia atrás ysiguió hablando:

—Algunas personas aseguran que el

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exilio es la razón por la que su máscaramortuoria tiene un aspecto tan triste,pero yo prefiero otra teoría. Soy un pocoromántica, pero creo que su melancólicaexpresión se debe a una mujer. Dante sepasó toda la vida desesperadamenteenamorado de Beatrice Portinari. Pordesgracia, ella se casó con otro hombre,lo cual significa que él no sólo tuvo quevivir alejado de su querida Florencia,sino también de la mujer a la que amaba.Su devoción por Beatrice se convirtióen un tema central de la DivinaComedia.

—Interesante —dijo Sienna en untono que sugería que no le había

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prestado la más mínima atención—. Sinembargo, todavía no me ha quedadoclaro por qué la máscara mortuoria seencuentra en este palazzo.

A Marta, la insistencia de la joven lepareció inusual y rayana en ladescortesía.

—Bueno, Sienna —prosiguió Marta,poniéndose de nuevo en marcha—,cuando Dante murió todavía teníaprohibido entrar en Florencia, de modoque lo enterraron en Ravena. Pero comoel cuerpo de su verdadero amor,Beatrice, estaba en Florencia, y Danteamaba tanto esta ciudad, traer sumáscara mortuoria aquí se consideró un

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generoso tributo al poeta.—Comprendo —dijo Sienna—. ¿Y

por qué eligieron este edificio enparticular?

—El Palazzo Vecchio es el símbolomás antiguo de Florencia, y en la épocade Dante era el corazón de la ciudad. Dehecho, en la catedral hay un famosocuadro en el que aparece el poeta fuerade las murallas y en el que al fondo sepuede ver la torre del palazzo. En ciertomodo, acoger aquí la máscara mortuoriade Dante es un modo de permitirleregresar al fin a casa.

—Un bonito gesto —dijo Sienna,aparentemente satisfecha—. Gracias.

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Marta llegó junto a la puerta delmuseo y llamó tres veces.

—Sono io, Marta! Buongiorno!Se oyó un ruido de llaves al otro

lado, y luego la puerta se abrió. Unguardia ya mayor sonrió a la mujer ymiró la hora.

—È un po’ presto —dijo con unasonrisa—. Temprano.

A modo de explicación, Martaseñaló a Langdon y de inmediato alguardia se le iluminó el rostro.

—Signore! Bentornato!—Grazie —respondió Langdon

cordialmente cuando el guardia les hizopasar.

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Atravesaron un pequeño vestíbulo enel que el guardia desactivó un sistemade seguridad y abrió una segunda puertamás gruesa. Luego se hizo a un lado y,con un amplio movimiento de brazo, lesindicó que pasaran.

—Ecco il museo!Marta le dio las gracias con una

sonrisa y condujo a los invitados alinterior.

Originalmente, el espacio que ahoraocupaba el museo había sido diseñadopara albergar las oficinasgubernamentales, lo cual significabaque, en vez de amplias galerías,consistía en un laberinto de salas de

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reducido espacio y pasillos quecircundaban la mitad del edificio.

—Las máscara mortuoria de Danteestá a la vuelta de esa esquina —le dijoMarta a Sienna—. Se exhibe en unestrecho espacio llamado l’andito que,en esencia, es un corredor que une dossalas más grandes. La máscara estádentro de una vieja vitrina que lamantiene oculta hasta que uno seencuentra a su altura. Por esta razón,muchos visitantes pasan de largo sin nisiquiera verla.

Langdon aceleró el paso e iba con lamirada al frente, como si la máscaraejerciera un extraño poder sobre él.

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Marta le dio un leve codazo a Sienna ysusurró:

—Está claro que a su hermano no leinteresan ninguna de las otras piezas,pero ya que está usted aquí, no deberíaperderse nuestro busto de Maquiavelo oel globo terráqueo que se exhibe en laSala de los Mapas Geográficos, elMappa Mundi.

Sienna asintió con educación ysiguió adelante, también con la miradaal frente. Marta apenas podía mantenersu paso. Al llegar a la tercera sala sehabía quedado un poco rezagada, y alfinal se detuvo.

—¡¿Profesor?! —exclamó jadeante

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—. ¿No le gustaría… enseñar a suhermana… otras piezas de la galería…antes de ver la máscara?

Langdon se volvió hacia ella.Parecía distraído, como si tuviera lamente puesta en un lugar muy lejano.

—¿Cómo dice?Casi sin aliento, Marta señaló una

vitrina cercana.—Uno de los primeros ejemplares

impresos… de la Divina Comedia.Al advertir que la mujer se secaba el

sudor de la frente e intentaba recobrar elaliento, Langdon se sintió muyavergonzado.

—¡Oh, Marta, discúlpeme! Por

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supuesto que nos encantaría echarle unrápido vistazo al texto.

Langdon se acercó a Marta, quienles guió hasta la antigua vitrina. En suinterior había un gastado libro de piel,abierto en una ornamentada portadilla:Divina Commedia: Dante Alighieri.

—Increíble —manifestó Langdon,sorprendido—. Reconozco elfrontispicio. ¡No sabía que aquí había unejemplar original de la ediciónNumeister!

«¡Claro que lo sabe —pensó Marta,desconcertada—. Se lo mostré anoche!»

—A mediados del siglo XV —seapresuró a explicarle Langdon a Sienna

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—, Johann Numeister realizó la primeraedición impresa de esta obra. Imprimióvarios cientos de copias, pero sólo unadocena han sobrevivido. Son muy rarasde ver.

Marta pensó entonces que quizáLangdon se había estado haciendo eltonto para poder fardar ahora ante suhermana pequeña. Le pareció unapresuntuosidad impropia de un profesorcon reputación de humilde académico.

—Este ejemplar es un préstamo dela Biblioteca Laurenciana —explicóMarta—. Si usted y Robert todavía no lahan visitado, deberían hacerlo. Tienenuna espectacular escalera diseñada por

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Miguel Ángel que conduce a la primerasala de lectura pública del mundo. Loslibros estaban encadenados a losasientos para que nadie se los pudierallevar. Aunque, claro, muchos de esosejemplares eran los únicos que había enel mundo.

—Increíble —dijo Sienna, con lamirada puesta en el fondo del museo—.¿Y la máscara también está por aquí?

«¿A qué viene tanta prisa?» Martatodavía necesitaba otro minuto pararecobrar el aliento.

—Sí, pero quizá les interese esto —señaló una pequeña escalera que habíaal otro lado de una alcoba y que

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desaparecía en el techo—. Esa escaleraconduce a una plataforma que hay sobrelas vigas del Salón de los Quinientos ydesde donde se puede ver el famosotecho suspendido de Vasari desdearriba. No tengo ningún inconveniente enesperarles aquí si quieren…

—Por favor, Marta —le interrumpióSienna—. Me gustaría ver la máscara.Vamos algo justos de tiempo.

Marta se quedó mirando a la guapajoven con perplejidad. No le gustaba lamoderna costumbre de que losdesconocidos se llamaran entre sí por elnombre de pila. «Soy la señora Álvarez—la amonestó en silencio—, y le estoy

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haciendo un favor.»—Está bien, Sienna —dijo Marta

con sequedad—. La máscara está poraquí.

No perdió más tiempo enexplicaciones y se limitó a llevarlos porla serpenteante sucesión de galerías queconducía a la máscara. La nocheanterior, Langdon e il Duomino sehabían pasado una hora en el estrechoandito contemplándola. Intrigada por lacuriosidad de los hombres por la pieza,Marta les había preguntado si sufascinación estaba relacionada de algúnmodo con la inusual serie deacontecimientos que habían rodeado la

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máscara durante el último año. Langdone il Duomino se mostraron reservados alrespecto, y no llegaron a contestarle.

Ahora, mientras se acercaban alandito, Langdon comenzó a explicarle asu hermana el proceso de creación deuna máscara mortuoria. Su descripción,apreció Marta, era absolutamentecorrecta (y no como la falsa afirmaciónde que no había visto nunca el raroejemplar de la Divina Comedia que seexhibía en el museo).

—Al poco de morir —explicóLangdon—, se cubre el rostro delfallecido con aceite de oliva y luego sele aplica en la piel de la cara una capa

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de yeso líquido hasta cubrirlo todo —boca, nariz, ojos—, desde el nacimientodel cabello hasta el cuello. Una vezendurecido, este yeso se retirafácilmente y se utiliza de molde parahacer réplicas detalladas del rostro delfallecido. Esta práctica se solía llevar acabo para conmemorar personaseminentes y de talento excepcional. Así,por ejemplo, existen máscarasmortuorias de gente como Dante,Shakespeare, Voltaire, Tasso o Keats,entre muchos otros.

—Y por fin hemos llegado —anunció Marta al llegar al andito. Sehizo a un lado y les indicó a Langdon y a

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su hermana que entraran primero—. Lamáscara está en la vitrina de la paredizquierda. Les pido por favor quepermanezcan detrás del cordón deseguridad.

—Gracias. —Sienna entró en elestrecho pasillo, se dirigió a la vitrina ymiró en su interior. Al instante, abrió losojos como platos y se volvió haciaRobert con expresión de pánico.

Marta había visto esa reacción milesde veces. La visión de la siniestra fazarrugada, de nariz aguileña y con losojos cerrados sobresaltaba a muchosvisitantes.

Langdon se acercó a Sienna. Al

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llegar a su lado, echó un vistazo a lavitrina e, inmediatamente, retrocediócon expresión de sorpresa.

Marta dejó escapar un leve gruñido.«Che esagerato.» Sin embargo, cuandoal fin se acercó y miró, también elladejó escapar un grito ahogado.

—Oh mio Dio!Marta Álvarez esperaba encontrarse

ante el familiar rostro de Dante. En vezde eso, lo único que veía era el interiorde satén rojo y el gancho del quesiempre colgaba la máscara.

Horrorizada, se llevó una mano a laboca y se quedó mirando la vitrinavacía. Notó que se le aceleraba la

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respiración y tuvo que agarrarse a unode los postes del cordón de seguridadpara no caer. Finalmente, apartó lamirada de la vitrina vacía y se volvióhacia los guardias nocturnos de laentrada principal.

—La maschera di Dante! —gritócomo una loca—. La maschera di Danteè sparita!

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Marta Álvarez comenzó a temblar antela vitrina vacía. Esperaba que la tirantezque se extendía por su abdomen sedebiera al pánico y no fuerancontracciones.

«¡La máscara de Dante hadesaparecido!»

Los dos guardias de seguridadhabían llegado al andito y, al ver la quela máscara no estaba, se habían puestoinmediatamente en marcha. Uno se había

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dirigido a toda prisa a la sala devigilancia para revisar la grabación delas cámaras de la noche anterior, y elotro acababa de denunciar por teléfonoel robo a la policía.

—La polizia arriverà tra ventiminuti —le dijo el guardia a Marta alcolgar el teléfono.

—¡¿Veinte minutos?! —exclamó—.¡Acaban de robar una importante obrade arte!

El guardia le explicó que, alparecer, en esos momentos había unacrisis muy seria y la mayoría de losagentes de policía de la ciudad estabanlidiando con ella, y que intentarían

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encontrar a alguien que se acercara atomarles declaración.

—Che cosa potrebbe esserci di piùgrave? —protestó Marta—. ¿Qué puedeser más grave?

Langdon y Sienna intercambiaronuna mirada de inquietud, y Marta creyóque sus dos invitados estaban sufriendouna sobrecarga sensorial. «Normal.»Habían ido a echar un rápido vistazo ala máscara y estaban siendo testigos delas consecuencias del robo de unaimportante obra de arte. De algún modo,la noche anterior alguien se las habíaarreglado para acceder a la galería yhabía robado la máscara mortuoria de

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Dante.Marta sabía que podrían haber

robado otras obras mucho más valiosasque había en el museo, de modo quetodavía podía considerarse afortunada.Aun así, se trataba del primer robo en lahistoria del centro. «¡Ni siquieraconozco el protocolo!»

De repente, se sintió débil y tuvoque apoyarse otra vez en uno de lospostes del cordón de seguridad.

Consternados, los dos guardias deseguridad le detallaron a Marta todossus movimientos y los acontecimientosde la noche anterior: alrededor de lasdiez, apareció ella con il Duomino y

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Langdon. Al cabo de un rato, los tresvolvieron a salir juntos. Los guardiascerraron las puertas, reactivaron laalarma y, que ellos supieran, nadie máshabía entrado o salido de la galeríadesde ese momento.

—¡Imposible! —le reprendió Martaen italiano—. Cuando nos fuimos, lamáscara todavía estaba en la vitrina, asíque, obviamente, alguien entró despuésen la galería.

Los guardias se encogieron dehombros, estupefactos.

—Noi non abbiamo visto nessuno!Mientras llegaba la policía, Marta se

dirigió a la sala de vigilancia tan

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rápidamente como le permitía su cuerpo.Langdon y Sienna fueron tras ella.

«La grabación de las cámaras deseguridad nos mostrará quién estuvoaquí anoche», pensó Marta.

A tres manzanas de ahí, en el PonteVecchio, Vayentha se ocultó en lassombras al ver a una pareja de agentesde policía que avanzaba entre la gentepreguntando y mostrándole a todo elmundo una fotografía de Langdon.

Cuando estaban cerca, Vayenthapudo oír el rutinario aviso de la centrala todas las unidades que emitió una de

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sus radios. Fue breve y en italiano, peroella entendió lo esencial: cualquieragente disponible en la zona del PalazzoVecchio debía acudir al museo delpalacio.

Los agentes apenas parpadearon,pero Vayentha aguzó rápidamente eloído.

«Il Museo di Palazzo Vecchio?»La debacle de la noche anterior —el

fiasco que había destruido su carrera—había tenido lugar en los callejonescercanos al Palazzo Vecchio.

El italiano y las interferenciashicieron casi ininteligible el resto delboletín, salvo dos palabras que oyó con

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toda claridad: el nombre DanteAlighieri.

De inmediato, todo su cuerpo setensó. ¡¿Dante Alighieri?! No podíatratarse de una coincidencia. Dio mediavuelta y localizó la torre almenada delPalazzo Vecchio entre los tejados de losedificios que lo rodeaban.

«¿Qué debe haber sucedido en elmuseo? —se preguntó—. ¡¿Y cuándo?!»

Dejando a un lado los detalles,Vayentha había sido analista de campoel tiempo suficiente para saber que lascoincidencias son mucho menoscomunes de lo que la mayoría de lagente piensa. ¿El museo del Palazzo

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Vecchio… y Dante? Eso tenía que estarrelacionado con Langdon.

Vayentha ya sospechaba que elprofesor regresaría al centro de laciudad. Tenía sentido: allí era dondeestaba la noche anterior cuando todocomenzó a irse a pique.

Se preguntó si Langdon habríaregresado a la zona del Palazzo Vecchiopara encontrar lo que fuera que estababuscando. De lo que sí estaba segura eraque no había ido a través de este puente.Había muchos otros que conducían alcentro, aunque lo cierto era que parecíanestar demasiado lejos para ir a piedesde los jardines Boboli.

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Vayentha vio entonces un bote deremos con cuatro hombres que en esemomento pasaba por debajo del puente.En el casco se podía leer SOCIETÀCANOTTIERI FIRENZE / FLORENCEROWING CLUB. Sus llamativos remos decolor rojo y blanco subían y bajaban almismo tiempo.

«¿Había cruzado Langdon el río enun bote?» Parecía improbable, y sinembargo algo le decía que el aviso de lapolicía acerca del Palazzo Vecchio erauna pista que debía seguir.

—¡Saquen sus cámaras, per favore!—dijo una mujer en inglés con fuerteacento italiano.

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Vayentha se volvió y vio el pompónnaranja del bastón de una guía turísticaque trataba de conducir a su grupo através del Ponte Vecchio.

—¡Sobre sus cabezas se encuentra lamayor obra maestra de Vasari! —exclamó la guía con profesionalentusiasmo, y alzó el pompón paradirigir la mirada de todos hacia arriba.

Vayentha no se había dado cuentaantes, pero sobre las tiendas del puenteparecía haber una segunda estructura,una especie de apartamento estrecho querecorría toda su extensión.

—El Corredor Vasariano —anuncióla guía—. Hace casi un kilómetro de

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largo y servía a la familia Medici depasadizo privado entre el Palazzo Pitti yel Palazzo Vecchio.

Vayentha abrió los ojos como platosal recordar en qué consistía la estructuraen forma de túnel que tenía encima,hasta ahora no había caído.

«¡Conduce al Palazzo Vecchio!»—Los afortunados que tienen

contactos VIP —prosiguió la guía—pueden acceder al Corredor. Hoy en día,es una espectacular galería de arte quese extiende del Palazzo Vecchio alextremo nordeste de los jardines Boboli.

Vayentha no oyó lo que dijo la guía acontinuación.

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Ya había salido corriendo hacia sumotocicleta.

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Cuando Langdon y Sienna entraron en lasala de vigilancia con Marta y los dosguardias, Langdon notó que le volvían adoler los puntos que tenía en el cuerocabelludo. El angosto espacio no eramás que un antiguo guardarropía con unpanel de ruidosos discos duros ymonitores de ordenador. El aire en suinterior era asfixiante, y olía a tabacorancio.

De inmediato, sintió que las paredes

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se estrechaban a su alrededor.Marta se sentó delante de un monitor

de vídeo en el que ya se estabareproduciendo una grabación. Se tratabade una imagen granulosa en blanco ynegro del andito visto desde encima dela puerta. La fecha sobreimpresaindicaba que había sido rebobinadoveinticuatro horas, hasta la mañana deldía anterior; justo antes de que el museoabriera y mucho antes de que Langdon yel misterioso Duomino llegaran.

El guardia presionó el botón deavance rápido y Langdon observó cómolos grupos de turistas fluíanaceleradamente por el andito. Desde esa

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perspectiva, la máscara no era visible,pero estaba claro que todavía seencontraba en su lugar en la vitrina, yaque los turistas se detenían delante paraverla o fotografiarla antes de seguiradelante.

«De prisa, por favor», pensóLangdon, consciente de que la policíallegaría de un momento a otro. Sepreguntó si no sería mejor que él ySienna se disculparan y salierancorriendo, pero necesitaban ver elvídeo: lo que hubiera en esa grabacióncontestaría muchas preguntas sobre quéestaba pasando.

La grabación prosiguió todavía más

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rápido, y las sombras del atardecercomenzaron a oscurecer la sala. Losturistas siguieron saliendo y entrando,hasta que la cantidad de gente comenzó adisminuir y, al fin, desaparecía porcompleto. Al llegar las 17.00 horas, lasluces del museo se apagaron y todoquedó en calma.

«Las cinco en punto. Hora decierre.»

—Aumenti la velocità —le ordenóMarta al guardia, inclinándose haciaadelante en la silla y mirando fijamentela pantalla.

El guardia dejó que el vídeocontinuara, y la hora sobreimpresa

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siguió avanzando a toda velocidad hastaque, alrededor de las 22.00 horas, lasluces del museo volvieron a encenderse.

El guardia presionó entonces unbotón y la grabación pasó a reproducirsea velocidad normal.

Poco después, aparecía la yafamiliar silueta embarazada de MartaÁlvarez, seguida de cerca por elprofesor Langdon, vestido con suamericana Camberley de tweed Harris,sus pantalones chinos y sus mocasinesde cordobán. Robert pudo atisbarincluso el resplandor de su reloj deMickey Mouse asomando por debajo dela manga.

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«Ahí estoy…, antes de que medispararan.»

A Langdon le resultó profundamenteperturbador verse a sí mismo haciendocosas de las cuales no tenía el menorrecuerdo. «¿Estuve aquí anoche…mirando la máscara mortuoria?» Poralguna razón, entre ese momento y elpresente había perdido la ropa, su relojde Mickey Mouse y dos días de su vida.

La reproducción de la grabaciónprosiguió. Él y Sienna se acercaron aMarta y los dos guardias para ver mejorlo que sucedía. En ella, Langdon y Martallegaban a la vitrina y contemplaban lamáscara. Poco después, una amplia

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sombra oscurecía el pasillo a susespaldas y, de repente, un hombreextremadamente obeso aparecía enpantalla. Iba vestido con un traje decolor marrón claro, llevaba un maletínen la mano y apenas cabía por la puerta.Su prominente barriga hacía que, a sulado, incluso Marta pareciera delgada.

Langdon reconoció al hombre deinmediato. «¡¿Ignazio?!»

—Ése es Ignazio Busoni —susurróLangdon al oído de Sienna—. Eldirector del Museo dell’Opera delDuomo. Lo conozco desde hace años.Nunca había oído que le llamaran ilDuomino.

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—Un epíteto adecuado —respondióSienna en voz baja.

Años atrás, Langdon le había hechoa Ignazio varias consultas relacionadascon unos objetos y la historia delDuomo, del que era responsable, perouna visita al Palazzo Vecchio parecíaestar fuera de sus dominios. Aunqueclaro, además de ser un influyentepersonaje del mundo cultural florentino,Ignazio Busoni también era un entusiastaespecialista en Dante.

«Una fuente de información lógicasobre la máscara mortuoria del poeta.»

Langdon volvió a presar atención alvídeo, y pudo ver que Marta esperaba

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pacientemente junto a la pared traserad e l andito mientras él e Ignazio seinclinaban sobre el cordón de seguridadpara acercarse lo más posible a lamáscara. Mientras los hombres seguíanexaminándola y discutiendo entre sí,Marta consultaba con discreción la horaa sus espaldas.

Langdon deseó que la grabaciónincluyera audio. «¿De qué carayhablamos Ignazio y yo? ¿Qué estamosbuscando?»

De repente, Langdon pasaba porencima del cordón de seguridad y seinclinaba justo delante de la vitrina, conel rostro a apenas unos centímetros del

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cristal. Marta intervenía en seguida,amonestándole, por lo que Langdon sedisculpaba y volvía a retroceder.

—Lamento haber sido tan estricta —dijo Marta por encima del hombro—,pero, como le dije anoche, la vitrina esmuy antigua y extremadamente frágil. Elpropietario de la máscara insiste en quemantengamos a la gente detrás delcordón de seguridad. Ni siquierapermite que nuestro personal abra lavitrina si él no está presente.

Langdon tardó un momento enregistrar las palabras de Marta. «¿Elpropietario de la máscara?» Creía queera propiedad del museo.

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Sienna parecía igualmentesorprendida e intervino en seguida.

—¿No es el museo el propietario dela máscara?

Marta negó con la cabeza y volvió afijar los ojos en la pantalla.

—Un rico benefactor se ofreció acomprar la máscara mortuoria de Dantede nuestra colección y dejarla aquí parasu exposición permanente. Ofreció unapequeña fortuna, así que aceptamosencantados.

—Un momento —dijo Sienna—.¿Pagó por la máscara…, y os dejatenerla aquí?

—Es un acuerdo muy común —dijo

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Langdon—. Consiste en una adquisiciónfilantrópica; un modo mediante el cuallos donantes pueden ofrecer importantescontribuciones a los museos sin quequeden registradas como merosdonativos.

—El donante fue un hombre especial—dijo Marta—. Un auténtico experto enDante, y sin embargo…, cómo lo diría…¿Fanático?

—¿Y quién es este misteriosodonante? —preguntó Sienna. Sudespreocupado tono de voz estabateñido de cierta urgencia.

—¿Quién? —Marta frunció el ceño,pero no apartó los ojos de la pantalla—.

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Bueno, puede que lo hayan visto en lasnoticias recientemente… Elmultimillonario suizo Bertrand Zobrist.

A Langdon el nombre le resultaba dealgún modo familiar; Sienna, en cambio,lo agarró del brazo y apretó con fuerza.Parecía que hubiera visto un fantasma.

—Ah, sí… —dijo Sienna en un tonovacilante y con el rostro lívido—.Bertrand Zobrist, el famoso bioquímico.Hizo una fortuna a temprana edad conpatentes biológicas. —Se quedó unmomento callada y tragó saliva. Luegose inclinó hacia Langdon y le susurró—.Básicamente, inventó el campo de lamanipulación de la línea germinal.

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Langdon no tenía ni idea de qué erala manipulación de la línea germinal,pero no le parecía que sonarademasiado bien, sobre todo teniendo encuenta la reciente retahíla de imágenesde plagas y muerte con la que se habíanido encontrando. Se preguntó si Siennasabría tanto acerca de Zobrist por loversada que estaba en medicina o si sedebía a que ambos habían sido niñosprodigio. «¿Siguen las personasexcepcionales el trabajo de otrosgenios?»

—Oí hablar por primera vez deZobrist hace unos años —explicó Sienna—, cuando hizo unas declaraciones muy

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provocativas en los medios decomunicación sobre el crecimiento de lapoblación. —Se detuvo un momento. Laexpresión de su rostro era sombría—.Zobrist es un defensor de la Ecuacióndel Apocalipsis de la Población.

—¿Cómo dices?—Básicamente, consiste en la

explicación matemática del hecho deque la población de la Tierra va enaumento, la gente vive durante más añosy los recursos naturales, en cambio, nodejan de disminuir. La ecuación prediceque este curso de los acontecimientos nopuede tener otro resultado que elapocalipsis de la sociedad. Zobrist ha

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vaticinado de manera pública que laraza humana no sobrevivirá otrosiglo…, a no ser que tenga lugar algúntipo de extinción masiva. —Siennasuspiró hondo y cruzó la mirada conLangdon—. De hecho, en una ocasiónZobrist llegó a declarar que «lo mejorque le ha pasado nunca a Europa ha sidola Peste Negra».

Langdon la miró, escandalizado.Pudo notar cómo se le erizaba el vellode la nuca al tiempo que, una vez más, laimagen de la máscara de la peste volvíaa acudir a su mente. Se había pasadotoda la mañana intentando resistirse a laidea de que todo este asunto estaba

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relacionado de algún modo con unaplaga mortal… pero esa idea era cadavez más y más difícil de rechazar.

Que Bertrand Zobrist describiera laPeste Negra como lo mejor que habíapasado nunca en Europa era ciertamentesobrecogedor y, sin embargo, Langdonsabía que muchos historiadores habíandocumentado los beneficiossocioeconómicos a largo plazo que tuvola extinción masiva en el continentedurante el siglo XIV. Antes de la plaga,la superpoblación, las hambrunas y laspenurias económicas asolaban la EdadMedia. Si bien espantosa, la repentinallegada de la Peste Negra mermó la

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población humana, y provocó unarepentina abundancia tanto de comidacomo de oportunidades que, segúnmuchos historiadores, fue el principalcatalizador del Renacimiento.

Al recordar el símbolo de riesgobiológico del biotubo que contenía elmapa modificado del infierno de Dante,una escalofriante idea comenzó a tomarforma en la mente de Langdon: Elsiniestro proyector había sido creadopor alguien…, y Bertrand Zobrist —bioquímico y fanático de Dante—parecía ser el candidato ideal.

«El padre de la manipulación de lalínea germinal.» Langdon tuvo la

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sensación de que las piezas delrompecabezas comenzaban a encajar.Lamentablemente, la imagen que se ibaconformando resultaba cada vez másaterradora.

—Avanza esta parte —le ordenóMarta al guardia, impaciente por pasarla parte en la que Langdon e IgnazioBusoni estudiaban la máscara y llegar alfin al momento en el que alguien entrabaen el museo y la robaba.

El guardia presionó el botón deavance rápido y la hora que aparecía enla grabación se aceleró.

«Tres minutos…, seis minutos…,ocho minutos.»

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En la pantalla se veía a Marta detrásde los dos hombres, cambiando el pesodel cuerpo de un pie a otro cada vez conmás frecuencia y consultandorepetidamente la hora en su reloj.

—Lamento haber estado hablandotanto rato —dijo Langdon—. Pareceusted incómoda.

—Es culpa mía —respondió ella—.Ustedes dos no dejaban de decir que mefuera a casa y que los guardias ya lesacompañarían a la salida, pero meparecía de mala educación.

De repente, Marta desaparecía de lagrabación. El guardia presionó un botóny la grabación volvió a reproducirse a

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velocidad normal.—No pasa nada, recuerdo haber ido

al baño —dijo Marta. El guardia asintióy volvió a extender la mano hacia elbotón de avance rápido, pero antes depresionarlo, Marta lo agarró del brazo—. Aspetti!

Ladeó la cabeza y, confusa, se quedómirando fijamente el monitor.

Langdon también lo había visto.«¡¿Qué diantre…?!»En la grabación, Langdon había

cogido un par de guantes quirúrgicosque llevaba en un bolsillo de laamericana de tweed y se los estabaponiendo en las manos.

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Al mismo tiempo, il Duomino secolocaba detrás de Langdon y miraba endirección al lugar por el que unosmomentos antes Marta habíadesaparecido para ir al cuarto de baño.Un momento después, el hombre obesole indicaba a Langdon con unmovimiento de cabeza que no seacercaba nadie.

«¡¿Qué diablos estamos haciendo?!»Langdon observó cómo extendía las

manos enguantadas hasta el borde de lavitrina…, y luego, con mucho cuidado,tiraba hasta que la antigua bisagra cedíay la puerta se abría poco a poco…,dejando a la vista la máscara mortuoria

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de Dante.Horrorizada, Marta Álvarez soltó un

grito y se llevó las manos a la cara.Langdon no podía creer lo que veía.

Compartía totalmente el horror quesentía Marta mientras se veía metiendolas manos en la vitrina y cogiendo concuidado la máscara de Dante.

—Dio mi salvi! —exclamó Marta.Se puso en pie y se volvió haciaLangdon—. Cos’ha fatto? Perché?

Antes de que él pudiera responder,uno de los guardias desenfundó unaBeretta negra y apuntó directamente alpecho de Langdon.

«¡Dios mío!»

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Bajó la mirada hasta el cañón de lapistola y sintió que las paredes de lapequeña habitación se estrechaban aúnmás a su alrededor. Marta Álvarez lomiraba con expresión de absolutaincredulidad. En el monitor de seguridadque había tras ella, Langdon sostenía lamáscara bajo la luz y la estudiaba.

—La cogí sólo un momento… —dijo Langdon, rezando para que fueracierto—. ¡Ignazio me dijo que a usted nole importaría!

Marta no contestó. Estabaestupefacta. E intentaba comprender porqué Langdon le había mentido… ytambién por qué había permanecido

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tranquilamente ahí con ellos, viendo lagrabación, si ya sabía lo que iba arevelar.

«¡Yo no tenía ni idea de que habíaabierto la vitrina!»

—Robert —susurró Sienna—.¡Mira, encontraste algo! —La jovenseguía con la atención puesta en lagrabación, todavía impaciente porobtener respuestas a pesar deldesarrollo de los acontecimientos.

En la grabación, Langdon sostenía lamáscara en alto y la inclinaba bajo de laluz. Al parecer, algo en la parteposterior del objeto había llamado suatención.

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Desde esa perspectiva, la máscaratapó parcialmente el rostro de Langdonde un modo que durante un segundo losojos de Dante quedaron alineados conlos suyos. Fue entonces cuando Langdonrecordó la frase del Mappa, «La verdadsólo es visible a través de los ojos de lamuerte», y sintió un escalofrío.

No tenía ni idea de qué podía estarexaminando en el dorso de la máscara,pero en la grabación compartía sudescubrimiento con Ignazio, y el hombreobeso retrocedía un paso, buscaba atientas sus gafas, se las ponía y lo volvíaa mirar. Luego negaba con la cabeza y seponía a dar vueltas por el andito en un

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estado de gran agitación.De repente, ambos parecían oír algo

en el pasillo y levantaban la mirada.Debía de tratarse de Marta, queregresaba del cuarto de baño. Langdonsacaba entonces una bolsa de plásticotransparente de su bolsillo, metía lamáscara en su interior y se la daba aIgnazio, quien, con aparente reticencia,la guardaba dentro de su maletín. LuegoLangdon volvía a cerrar la vitrina decristal, ahora vacía, y los dos hombressalían rápidamente al encuentro deMarta antes de que ella descubriera elrobo.

Ahora los dos guardias apuntaban a

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Langdon con sus pistolas.Marta se tambaleó y tuvo que

apoyarse en la mesa.—¡No lo entiendo! —exclamó—.

¡¿Usted e Ignazio Busoni robaron lamáscara?!

—¡No! —insistió Langdon, e intentómarcarse un farol lo mejor que pudo—:El propietario nos dio permiso pasasacar la máscara del edificio.

—¿El propietario les dio permiso?—preguntó—. ¡¿Bertrand Zobrist?!

—¡Sí! ¡El señor Zobrist estuvo deacuerdo en dejarnos examinar unasmarcas del dorso! ¡Lo vimos ayer por latarde!

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Marta echaba fuego por los ojos.—Profesor, estoy absolutamente

segura de que ayer por la tarde no vio aBertrand Zobrist.

—Desde luego que…Sienna lo interrumpió, tirándole del

brazo.—Robert… —suspiró con pesar—.

Hace seis días, Bertrand Zobrist searrojó de lo alto de la torre de la Badia,a unas pocas manzanas de aquí.

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Vayentha había dejado su motocicletajusto al norte del Palazzo Vecchio yahora se acercaba a pie por el perímetrode la Piazza della Signoria. Mientras seabría paso entre la gente a través delsantuario al aire libre de la Loggia deiLanzi, no pudo evitar advertir que todaslas estatuas parecían representarvariaciones del mismo tema: violentasmuestras de dominación masculina sobrela mujer.

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El rapto de la Sabina.El rapto de Polixena.Perseo con la cabeza de la Medusa.«Encantador», pensó. Se caló

entonces la gorra hasta los ojos yatravesó el gentío matutino en direccióna la entrada del palacio, dondecomenzaban a entrar los primerosturistas del día. A juzgar por lasapariencias, en el Palazzo Vecchio eraun día como todos los demás.

«No se ve ningún policía —pensóVayentha—. Al menos, todavía no.»

Tras subirse la cremallera de lacazadora hasta el cuello para asegurarsede que la pistola quedaba bien oculta, se

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dirigió hacia la entrada. Siguiendo losletreros de IL MUSEO DI PALAZZO , pasópor dos ornamentados atrios y luegosubió por una escalera enorme queconducía a la segunda planta.

Mientras subía los escalones, volvióa pensar en el aviso de la policía quehabía escuchado.

«Il Museo di Palazzo Vecchio…Dante Alighieri.

»Langdon tiene que estar aquí.»Los letreros del museo la condujeron

a una enorme galería suntuosamentedecorada —el Salón de los Quinientos—, por la que deambulaban grupos deturistas entusiasmados con los colosales

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murales de las paredes. Vayentha notenía interés en observar las obras dearte y en seguida localizó en el rincónizquierdo de la sala un letrero del museoque señalaba una escalera.

Al atravesar la sala, llamó suatención un grupo de universitarioscongregado alrededor de una estatua. Nodejaban de reírse y tomar fotografías.

En la placa se podía leer: HÉRCULESY DIOMEDES.

Vayentha vio la estatua e hizo unmueca de dolor.

La escultura mostraba a dos héroesde la mitología griega completamentedesnudos y enzarzados en una pelea de

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lucha libre. Hércules sostenía aDiomedes boca abajo y parecía a puntode tirarle al suelo; Diomedes, por suparte, tenía agarrado a Hércules confuerza por el pene, como diciéndole:«¿Estás seguro de que me quieres tirar?»

«Eso es tener a alguien bienagarrado por los huevos», pensó ella.

La agente apartó la mirada de laestatua y ascendió rápidamente losescalones que conducían a la planta delmuseo.

Llegó a un balcón desde el que sepodía ver toda la sala. En la entrada delmuseo había una docena de visitantes.

—La apertura se ha retrasado —le

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dijo un risueño turista, asomándose pordetrás de su videocámara.

—¿Se sabe por qué? —preguntóella.

—¡No, pero al menos mientrasesperamos podemos disfrutar de unavista increíble! —Y con un movimientode brazo señaló el Salón de losQuinientos.

Vayentha se acercó a la barandilla yobservó la extensa sala que teníadebajo. Advirtió entonces que acababade llegar un policía. Su presenciaapenas llamaba la atención. Cruzólentamente la sala en dirección a laescalera sin la menor urgencia.

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«Ha venido a tomar declaración aalguien», supuso Vayentha. El fatigosoandar con el que subía los escalonesindicaba que debía de tratarse de larespuesta rutinaria a una llamada. Notenía nada que ver con la caóticabúsqueda de Langdon en la PortaRomana.

«Si Langdon está aquí, ¿por qué noestá el edificio lleno de policías?»

O Vayentha estaba equivocada, o lapolicía local y Brüder todavía no habíanatado los cabos sueltos.

Cuando el policía llegó a lo alto dela escalera y comenzó a caminar sin lamenor prisa hacia la entrada del museo,

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Vayentha apartó la vista distraídamentey fingió mirar por una ventana. Teniendoen cuenta su desautorización y el largoalcance del preboste, no pensabaarriesgarse a que la reconocieran.

—Aspetta! —exclamó una voz.A Vayentha el corazón le dio un

vuelco cuando el agente se detuvo justodetrás de ella. La voz, cayó en la cuenta,provenía de su walkie-talkie.

—Attendi i rinforci! —repitió lavoz.

«¿Que espere refuerzos?» Vayenthatuvo la sensación de que algo acababade cambiar.

Justo entonces, vio por la ventana

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que un objeto negro se acercaba volandoa toda velocidad al palazzo procedentede los jardines Boboli.

« E l drone —advirtió Vayentha—.Brüder se ha enterado. Y viene haciaaquí.»

El facilitador Laurence Knowltonseguía reprochándose haber llamado alpreboste. No debería haberle sugeridoque viera el vídeo del cliente antes deenviarlo a los medios.

El contenido era irrelevante.«El protocolo lo es todo.»Knowlton todavía recordaba el

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mantra que repetían a los jóvenesfacilitadores cuando comenzaban aencargarse de asuntos para laorganización. «No preguntes. Sóloejecuta.»

A regañadientes, colocó elcontenido de la pequeña tarjeta dememoria en la cola para la mañanasiguiente, y se preguntó cuál sería lareacción de los medios de comunicaciónante su extraño mensaje. ¿Loreproducirían?

«Claro que sí. Es de BertrandZobrist.»

No sólo era una figuraincreíblemente exitosa en biomedicina,

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sino que estos últimos días tambiénhabía sido noticia a causa de su suicidiola semana anterior. Ese vídeo de nueveminutos sería considerado un mensajedesde la tumba, y sus macabrascaracterísticas harían que la gente nopudiera dejar de verlo.

«Este vídeo se volverá viral enpocos minutos.»

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Marta Álvarez salió de la sala devigilancia hecha una furia y dejó aLangdon y a su maleducada hermanapequeña con los guardias. Al asomarse auna ventana, vio un coche de policíaaparcado delante del museo y se sintióaliviada.

«Ya era hora.»Todavía no comprendía por qué un

hombre tan respetado como RobertLangdon la había engañado de esa

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manera, aprovechándose de su cortesíaprofesional para robar una obra de artevaliosísima.

«¿E Ignazio Busoni le ayudó?¡Increíble!»

Con la intención de decirle a Ignaziolo que pensaba, Marta cogió su teléfonomóvil y llamó a la oficina de il Duominoen el Museo dell’Opera del Duomo, aunas pocas manzanas de allí.

La línea sólo sonó una vez.—Ufficio di Ignazio Busoni —

respondió una familiar voz de mujer.Marta conocía a la secretaria de

Ignazio, pero no estaba de humor paraconversar amigablemente con ella.

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—Eugenia, sono Marta. Devoparlare con Ignazio.

Hubo una extraña pausa al otro ladode la línea y, de repente, la secretariarompió a llorar desconsoladamente.

—Cosa succede? —preguntó Marta.Entre lágrimas, Eugenia le contó que

al llegar a la oficina se había enteradode que la noche anterior Ignazio habíasufrido un infarto en un callejón cercadel Duomo. Alrededor de medianoche,llamó a una ambulancia, pero losmédicos no llegaron a tiempo. Busoniestaba muerto.

A Marta le flaquearon las piernas.Esa mañana había oído en las noticias

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que un alto cargo municipal noidentificado había muerto la nocheanterior, pero no se le había ocurridoque pudiera ser Ignazio.

—Eugenia, ascoltami —le instóMarta y, tan serenamente como pudo, leexplicó lo que acababa de ver en lagrabación de las videocámaras delpalazzo: el robo de la máscaramortuoria de Dante llevado a cabo porIgnazio y Robert Langdon, a quien ahoratenían retenido a punta de pistola.

Marta no tenía ni idea de quérespuesta esperaba de Eugenia, perodesde luego no la que oyó.

—¡¿Roberto Langdon?! —exclamó

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—. Sei con Langdon ora?Eugenia parecía no haber entendido

bien lo que le había dicho.—Sí, estoy con él, pero la

máscara…—Devo parlare con lui! —dijo

Eugenia a gritos.

A Langdon le seguía doliendointensamente la cabeza. Se encontrabaencerrado junto con Sienna en la sala devigilancia, ambos estaban vigilados porlos dos guardias. De repente MartaÁlvarez se asomó de nuevo.

A través de la puerta abierta,

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Langdon pudo oír el lejano zumbido deldrone. Su amenazante sonido ibaacompañado del ulular de unas sirenasque parecían acercarse. «Handescubierto dónde estamos.»

—È arrivata la polizia —les dijoMarta a los guardias, y envió a uno arecibir a las autoridades. El otropermaneció en la sala con el cañón de lapistola todavía apuntando a Langdon.

Para sorpresa de éste, Marta lemostró un teléfono móvil.

—Alguien quiere hablar con usted—dijo. La confusión era perceptible enel tono de su voz—. Aquí dentro no haycobertura, tendremos que salir al

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pasillo.El grupo se trasladó de la angosta

sala de vigilancia a la galería que habíajusto delante, donde la luz del solentraba por unos grandes ventanales queofrecían espectaculares vistas a laPiazza della Signoria. Aunque seguíaretenido a punta de pistola, Langdon sesintió aliviado de salir de ese pequeñoespacio cerrado.

Marta lo llevó junto a un ventanal yle dio el móvil.

Langdon lo cogió y, vacilante, se lollevó a la oreja.

—¿Sí? Soy Robert Langdon.—Señor —dijo la mujer en un

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vacilante inglés con acento italiano—,soy Eugenia Antonucci, la secretaria deIgnazio Busoni. Nos conocimos anoche,cuando usted vino a su oficina.

Langdon no recordaba nada.—¿Sí?—Lamento mucho decirle esto, pero

anoche Ignazio murió de un ataque alcorazón.

Langdon apretó con fuerza elteléfono móvil. «¿Ignazio Busoni estámuerto?»

La mujer se puso a llorar.—Ignazio me llamó antes de morir y

dejó un mensaje para usted. En éltambién pedía que me asegurara de que

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usted lo oía. Se lo voy a reproducir.Langdon escuchó un crujido y, un

momento después, una grabación de lavoz de Ignazio Busoni, débil y casi sinaliento.

«Eugenia —decía el hombre,jadeante, claramente estaba sufriendo—.Por favor, asegúrate de que RobertLangdon oye este mensaje. No meencuentro bien. No creo que puedallegar a la oficina. —Se oía un gruñido yluego un largo silencio. Cuando volvió ahablar, su voz era todavía más débil—.Robert, espero que hayas podidoescapar. A mí todavía me estánpersiguiendo…, y no…, no me encuentro

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bien. Estoy intentando encontrar unmédico, pero… —Había otra largapausa, como si il Duomino estuvierahaciendo acopio de sus últimas fuerzas,y luego—: Robert, escucha atentamente.Lo que buscas está a salvo. Las puertasestán abiertas para ti, pero debes darteprisa. Paraíso Veinticinco. —Sequedaba un momento callado, y al finalsusurraba—: Buena suerte.»

El mensaje terminó.Langdon notó cómo se le aceleraba

el pulso. Lo que acababa de oír eran lasúltimas palabras de un hombremoribundo. Que esas palabrasestuvieran dirigidas a él no hacía sino

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aumentar ansiedad. «¿ParaísoVeinticinco? ¿Las puertas están abiertaspara ti?» Langdon lo consideró. «¡¿Aqué puertas se refiere?!» Lo único quetenía algo de sentido era que Ignaziodecía que la máscara estaba a salvo.

Eugenia regresó a la línea.—Profesor, ¿comprende algo de

esto?—En parte, sí.—¿Hay algo que pueda hacer?Langdon lo consideró un momento.—Asegúrese de que nadie oye este

mensaje.—¿Ni siquiera la policía? Pronto

llegará un detective para tomarme

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declaración.Langdon se puso tenso y echó un

vistazo por encima del hombro alguardia que lo vigilaba. Rápidamente, sevolvió hacia la ventana y bajó el tono devoz. Casi susurrando, le dijo:

—Eugenia…, esto le pareceráextraño, pero necesito que borre estemensaje y que no le mencione a lapolicía que ha hablado conmigo. ¿Lo haentendido? La situación es muycomplicada y…

Langdon notó el cañón de la pistolaen un costado y, al volverse, vio alguardia a unos pocos centímetros y conla mano extendida para que le

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devolviera el teléfono de Marta.Tras una larga pausa, Eugenia dijo:—Señor Langdon, si mi jefe

confiaba en usted…, yo también lo haré.Y colgó.Langdon le dio el móvil al guardia.—Ignazio Busoni está muerto —le

dijo luego a Sienna—. Sufrió un infartoanoche, al poco de salir del museo. —Hizo una pausa—. La máscara está asalvo. Ignazio la escondió antes demorir, y creo que me ha dejado una pistade dónde encontrarla.

«Paraíso Veinticinco.»Sienna sintió un destello de

esperanza, pero cuando Langdon se

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volvió hacia Marta, no pudo evitar serpresa del escepticismo.

—Marta —dijo Langdon—. Sécómo recuperar la máscara de Dante,pero necesito que nos deje marchar.Ahora mismo.

Marta soltó una carcajada.—¿Por qué tendría que hacer algo

así? ¡Fue usted quien robó la máscara!La policía está al llegar y…

—Signora Álvarez —la interrumpióSienna—. Mi dispiace, ma non leabbiamo detto la verità.

Langdon se quedó estupefacto.«¿Qué está haciendo?» Habíacomprendido lo que había dicho.

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Marta parecía igualmentedesconcertada por las palabras deSienna, si bien en gran medida se debíaal hecho de que de repente hablara en unitaliano fluido y sin acento.

—Innanzitutto, non sono la sorelladi Robert Langdon —declaró Sienna entono de disculpa—. No soy la hermanade Robert Langdon.

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Marta Álvarez retrocedió un paso y, trascruzar los brazos sobre el pecho, sequedó mirando a la mujer rubia quetenía delante.

—Mi dispiace —prosiguió Sienna,todavía en fluido italiano—. Leabbiamo mentito su molte cose.

El guardia parecía tan perplejocomo Marta, pero mantuvo su posición.

Sienna le explicó entonces quetrabajaba en el hospital de Florencia, al

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que anoche llegó Langdon con unaherida de bala en la cabeza, que él norecordaba los acontecimientos que lehabían llevado ahí y que estaba tansorprendido por lo que había visto en lagrabación de las cámaras de seguridadcomo ella.

—Enséñale tu herida —le ordenóSienna a Langdon.

Después de ver los puntos queLangdon tenía bajo el apelmazadocabello, Marta se sentó en el alféizar dela ventana y se tapó la cara con lasmanos unos segundos.

En los últimos diez minutos habíadescubierto no sólo que la máscara

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mortuoria de Dante había sido robadadelante de sus narices, sino que los dosladrones eran un respetado profesornorteamericano y un colega florentinoque ahora estaba muerto. Encima, lajoven Sienna Brooks, que se habíapresentado como la hermana deLangdon, resultaba ser una doctora quehablaba en perfecto italiano.

—Marta —dijo Langdon en un tonode voz grave y comprensivo—. Sé quedebe de ser difícil de creer, pero deverdad no recuerdo nada de lo quesucedió anoche. No tengo ni idea de porqué Ignazio y yo cogimos la máscara.

Marta tuvo la sensación de que

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Langdon estaba diciendo la verdad.—Devolveré la máscara —

prosiguió Langdon—, tiene mi palabra.Pero no puedo recuperarla a no ser quenos deje ir. La situación es complicada.Tiene que dejarnos marcharinmediatamente.

A pesar de que quería recuperar lavaliosísima máscara, Marta no tenía lamenor intención de dejar que nadie semarchara de allí. «¡¿Dónde está lapolicía?!» Echó un vistazo al solitariocoche aparcado en la Piazza dellaSignoria. Resultaba extraño que losagentes todavía no hubieran llegado almuseo. También podía oír un extraño

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zumbido a lo lejos; sonaba como sialguien estuviera utilizando una sierramecánica. Y cada vez se oía más fuerte.

«¿Qué es eso?»El tono de Langdon era ahora

implorante.—Marta, usted conocía a Ignazio. Él

nunca habría cogido la máscara sin unabuena razón. La situación es máscompleja de lo que parece. Elpropietario, Bertrand Zobrist, era unhombre muy perturbado. Creemos queestaba implicado en algo terrible. Notengo tiempo de explicárselo todo, perole suplico que confíe en nosotros.

Marta se lo quedó mirando

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fijamente. Nada de esto tenía ningúnsentido.

—Señora Álvarez —dijo Sienna,endureciendo su expresión—. Si leimporta su futuro y el de su bebé, serámejor que nos deje ir ahora mismo.

Marta cruzó los brazos sobre elabdomen como queriendo protegerlo,molesta por la velada amenaza a su bebénonato.

El agudo zumbido se oía cada vezmás fuerte. Marta echó un vistazo por laventana. No vio el origen del ruido, perosí otra cosa.

El guardia también lo vio, y sus ojosse abrieron como platos.

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En la Piazza della Signoria, lamuchedumbre de turistas se habíaechado a un lado para dejar paso a unalarga hilera de coches policiales que,con las sirenas apagadas, se acercaba almuseo detrás de dos furgonetas negras.De éstas descendieron unos soldados deuniforme negro y fuertemente armados,que se apresuraron a entrar en elpalacio.

El miedo invadió a Marta.«¿Se puede saber qué está

sucediendo?»El guardia de seguridad parecía

igual de alarmado.El zumbido agudo se volvió más

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penetrante, y Marta se apartó de laventana de un salto al ver un pequeñohelicóptero suspendido en el aire.

El artilugio estaba suspendido a nomás de diez metros, y parecía queestuviera mirando a la gente que habíaen la sala, apuntando hacia ellos con uncilindro.

—¡Va a disparar! —exclamó Sienna—. Sta per sparare! Tutti a terra! —Y,rápidamente, se escondió debajo delalféizar de la ventana. Presa del pánico,Marta la imitó. El guardia también seechó al suelo y, de forma refleja, apuntócon su pistola el pequeño aparatovolador.

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Agazapada en su escondite, Martaadvirtió entonces que Langdon seguía enpie y miraba a Sienna con ciertaperplejidad, como si en realidad nohubiera peligro alguno. Siennapermaneció en el suelo apenas uninstante, se puso de nuevo en pie, agarróa Langdon por la muñeca y tiró de él. Unmomento después, ambos estabancorriendo en dirección a la entradaprincipal del edificio.

El guardia se dio la vuelta sobre lasrodillas y, acuclillado como unfrancotirador, levantó su arma endirección a los fugitivos.

—Non spari! —le ordenó Marta—.

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Non possono scappare! ¡No dispare!¡No pueden escapar!

Langdon y Sienna desaparecierondetrás de una esquina, pero Marta sabíaque era cuestión de segundos que seencontraran cara a cara con lasautoridades que llegaban en la otradirección.

—¡Más rápido! —exclamó Sienna altiempo que deshacían a toda velocidadel camino por el que habían venido. Suintención era llegar a la entradaprincipal antes de toparse con la policía,pero se estaba dando cuenta de que las

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posibilidades de que eso sucediera eranprácticamente nulas.

Langdon parecía tener las mismasdudas. Sin previo aviso, se detuvo en elamplio cruce de dos pasillos.

—Nunca podremos salir por ahí.—¡Vamos! —Sienna le indicó que la

siguiera—. ¡No podemos quedarnosaquí!

Langdon parecía distraído. Sevolvió hacia la derecha, hacia un cortocorredor que parecía conducir a unapequeña cámara poco iluminada. Lasparedes de la estancia estaban cubiertaspor antiguos mapas, y en el centro habíaun enorme globo terráqueo. Langdon se

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quedó mirando la gran esfera metálica ycomenzó a asentir, primero poco a poco,y luego con más vigor.

—Por aquí —dijo entonces, y saliócorriendo en dirección al globo.

—¡Robert! —Sienna fue tras él aunsabiendo que era un error. Ese pasilloparecía adentrarse todavía más en elmuseo, se alejaba de la salida.

—¿Robert? —preguntó cuandofinalmente lo alcanzó—. ¡¿Se puedesaber adónde vas?!

—Por Armenia —respondió él.—¡¿Cómo dices?!—Armenia —repitió Langdon con la

mirada al frente—. Confía en mí.

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En el piso de abajo, escondida entrelos asustados turistas que se encontrabanen el balcón del Salón de losQuinientos, Vayentha bajó la miradacuando la unidad AVI de Brüder pasó asu lado en dirección al museo. En laplanta baja pudo oír cómo la policíacerraba las puertas del palacio ybloqueaba con ello las salidas.

Si Langdon se encontraba allí,estaba atrapado.

Pero Vayentha también.

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Con su revestimiento de roble y susartesonados techos de madera, ladecoración de la Sala de los MapasGeográficos estaba muy lejos del sobriointerior de piedra y yeso del PalazzoVecchio. En su origen, ese espacio condocenas de armarios y vitrinas habíasido el guardarropía, donde secustodiaban las pertenencias másvaliosas del Gran Duque. Ahora susparedes estaban decoradas con mapas

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—cincuenta y tres ilustraciones pintadasa mano sobre piel— que mostraban elmundo tal y como se conocía a mediadosdel siglo XVI.

Esa increíble colección cartográficaestaba dominada por la presencia en elcentro de la sala de un enorme globoterráqueo conocido como MappaMundi. En su época, esta esfera de casidos metros de altura estaba consideradael mayor globo giratorio, y se dice quesólo con tocarlo con el dedo se ponía enmovimiento. Hoy en día, este lugar no esmás que la parada final de los turistasque dejan atrás la larga sucesión degalerías y, al encontrarse en un callejón

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sin salida, rodean el globo y se van pordonde han venido.

Langdon y Sienna llegaron sinaliento. Ante ellos se alzaba majestuosoe l Mappa Mundi, pero Langdon nisiquiera lo miró. Sus ojos se posaron encambio en la pared del fondo de laestancia.

—Tenemos que encontrar Armenia—dijo Langdon—. ¡El mapa deArmenia!

Claramente desconcertada por lapetición, Sienna corrió hacia la paredderecha de la sala y se puso a buscarlo.

Langdon hizo lo propio en laizquierda, recorriendo con el dedo el

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perímetro de la habitación.«Arabia, España, Grecia…»Cada país estaba delineado con

sorprendente detalle, teniendo en cuentaque estos mapas habían sidoconfeccionados hacía más de quinientosaños, en una época en la que gran partedel mundo todavía tenía que sercartografiado o explorado.

«¿Dónde está Armenia?»En comparación con el resto de su

memoria, habitualmente eidética, losrecuerdos de la visita privada a lospasadizos secretos que había hecho unosaños atrás eran nebulosos, en granmedida a causa del segundo vaso de

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Gaja Nebbiolo que había disfrutadoantes de la visita. No dejaba de resultarpertinente que la palabra nebbiolosignificara «pequeña niebla». Aun así,Langdon recordaba que en esa sala lehabían enseñado un mapa único, el deArmenia, que poseía una singularcaracterística.

«Sé que está aquí», pensó Langdonsin dejar de examinar lo que parecía unainterminable lista de mapas.

—Armenia —anunció Sienna—.¡Aquí!

Langdon corrió a su lado y ella leseñaló el mapa de Armenia con unaexpresión que parecía decir: «Hemos

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encontrado Armenia, ¿y ahora qué?»Langdon sabía que no había tiempo

para explicaciones. En vez de eso,extendió la mano, agarró el mapa por sugrueso marco de madera y tiró de él. Elmapa, junto con una amplia sección dela pared y su revestimiento de madera,se abrió, y dejó a la vista un pasajeoculto.

—Vaya con Armenia —dijo Sienna,impresionada.

Al instante, se adentró sin miedo enel oscuro espacio. Langdon la siguió yrápidamente cerró la puerta tras ellos.

A pesar del brumoso recuerdo de suvisita a los pasadizos secretos, Langdon

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recordaba éste en concreto con todaclaridad. Él y Sienna acababan de pasaral otro lado del espejo y se habíanadentrado en el Palazzo Invisibile, elmundo clandestino que existía detrás delas paredes del Palazzo Vecchio; undominio secreto que en su momento sóloera accesible para el Gran Duque y susallegados más próximos.

Langdon se detuvo un momento y sequedó mirando el pasillo de clarapiedra, iluminado únicamente por la luznatural que se filtraba a través de unaserie de vidrieras. El pasadizodescendía unos cincuenta metros hastauna puerta de madera.

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Una vez ubicado, giró a la izquierda,donde había una estrecha escaleraascendente cerrada al paso por unacadena. Un letrero advertía: USCITAVIETATA.

Langdon corrió hacia la escalera.—¡No! —dijo Sienna—. Por ahí no

hay salida.—Gracias —contestó Langdon con

una sonrisa irónica—. Sé leer italiano.Desenganchó la cadena y la llevó de

vuelta a la puerta secreta por la quehabían entrado. Ahí, ató la manilla de lapuerta a un elemento fijo cercano parainmovilizar la pared, de manera que nopudiera abrirse desde el otro lado.

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—Oh —dijo Sienna tímidamente—.Buena idea.

—No les mantendrá ocupadosmucho tiempo —dijo Langdon—. Perotampoco necesitamos demasiado.Sígueme.

Cuando el mapa de Armeniafinalmente cedió con gran estruendo, elagente Brüder y sus hombres seinternaron en el estrecho corredor y seapresuraron hasta la puerta de maderaque había al otro extremo. Al cruzarla,Brüder sintió un ráfaga de aire frío y sequedó un momento cegado por la

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brillante luz del sol.Había llegado a un pasillo exterior

que cruzaba el tejado del palazzo.Recorrió el sendero con la mirada yadvirtió que conducía directamente aotra puerta que había a unos cincuentametros, por la que se volvía a entrar aledificio.

Brüder miró entonces a su izquierda.El abovedado tejado del Salón de losQuinientos se alzaba como una montaña.«Imposible pasar.» Luego se volvió a suderecha, y vio que el camino estabaflanqueado por una pronunciadapendiente que desembocaba en unprofundo patio de luces. «Muerte

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instantánea.»Volvió la vista al frente.—¡Por aquí!Brüder y sus hombres recorrieron a

toda velocidad el sendero mientras eldrone de reconocimiento daba vueltassobre sus cabezas como un buitre.

Al cruzar la puerta de madera, lossoldados que iban en cabeza sedetuvieron de golpe, provocando casi unchoque en cadena.

Se encontraban en una diminutacámara sin otra salida que la puerta porla que acababan de entrar. Dentro sólohabía un solitario escritorio de maderacontra la pared. Sobre sus cabezas, las

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grotescas figuras del fresco del techoparecían mirarlos burlonamente.

Era un callejón sin salida.Uno de los hombres de Brüder se

adelantó y examinó el rótulo informativoque había en la pared.

—Un momento —dijo—. Aquí poneque en este lugar hay una «finestra».¿Una ventana secreta?

Brüder miró a su alrededor pero novio nada que lo pareciese. Se acercó alrótulo y lo leyó él mismo.

Al parecer, tiempo atrás ese espaciohabía sido el estudio privado de laduquesa Bianca Cappello, y en él habíauna ventana secreta —la finestra

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segreta—, a través de la cual podíaobservar de manera encubierta lasintervenciones de su marido en el Salónde los Quinientos.

Brüder volvió a examinar lasparedes de la estancia, y distinguió unadiminuta abertura discretamente ocultaen una pared lateral y cubierta por unarejilla. «¿Han escapado por ahí?»

Se acercó y examinó la abertura.Parecía ser demasiado pequeña paraalguien del tamaño de Langdon. Acercóel rostro y, al echar un vistazo, confirmóque nadie había podido escapar por esecamino; al otro lado de la rejilla habíauna caída de varios pisos hasta el suelo

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del Salón de los Quinientos.«¿Entonces adónde han ido?»Al darse la vuelta, Brüder sintió que

la frustración acumulada durante el díallegaba a su límite. En un arrebatoincontenible poco frecuente en él echó lacabeza hacia atrás y soltó un rugido derabia.

En ese reducido espacio, el gritoresultó ensordecedor.

Los turistas y los agentes de policíaque estaban en el Salón de losQuinientos se dieron la vuelta de golpe ylevantaron la mirada hacia una rejillaque había en lo alto de una pared. Ajuzgar por lo que habían oído, en el

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estudio secreto de la duquesa ahorahabía encerrado un animal salvaje.

Sienna Brooks y Robert Langdon seencontraban en la más absolutaoscuridad.

Minutos antes, ella había observadocómo Langdon utilizaba hábilmente lacadena para obstruir el mapa giratoriode Armenia.

Para su sorpresa, sin embargo, envez de enfilar el corredor, Langdonhabía subido la empinada escalera conel letrero de USCITA VIETATA.

—Robert —susurró confundida—.

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¡Por aquí no se puede pasar! Además,¿no deberíamos ir hacia abajo?

—Así es —dijo Langdon, porencima del hombro—. Pero a veces parabajar… hay que subir. —Le guiñó unojo—. ¿No recuerdas el ombligo deSatán?

«¿De qué diantre está hablando?»Sienna no entendía a qué se refería.

—¿No has leído Inferno? —preguntó Langdon.

«Sí…, pero debía de tener unos sieteaños.»

Un instante después, Sienna cayó enla cuenta de lo que le estaba diciendo.

—¡Ah, el ombligo de Satán! —

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exclamó—. Ahora lo recuerdo.Le había llevado un momento, pero

Sienna al fin se había dado cuenta deque Langdon se refería a los cantosfinales. Para escapar del infierno, Dantedebe descender por el estómago peludodel enorme Satán. Cuando llega alombligo —que representa el centro de laTierra—, la gravedad se invierte y, paraseguir descendiendo y llegar alpurgatorio…, tiene que comenzar aascender.

Sienna recordaba poco de Inferno,pero sí su decepción ante las absurdasreacciones de la gravedad en el centrode la Tierra; al parecer, el talento de

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Dante no incluía conocimientos de físicavectorial.

Llegaron a lo alto de la escalera yLangdon abrió la única puerta que había.En ella se podía leer: SALA DEIMODELLI DI ARCHITETTURA.

Langdon la dejó pasar y luego cerróla puerta con cerrojo tras de sí.

La habitación era pequeña ysencilla. Había una serie de vitrinas enlas que se exhibían modelos de losdiseños arquitectónicos que había hechoVasari para el interior del palazzo.Sienna apenas reparó en ellos. Síadvirtió, sin embargo, que la habitaciónno tenía puertas, ni ventanas, ni —claro

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— salida.—A mediados del siglo XIV —

susurró Langdon—, el duque de Atenasse hizo con el poder y construyó estasalida secreta para escapar en caso deque lo atacaran. La llaman la Escaleradel Duque de Atenas, y desciende hastauna angosta puerta que tiene salida a unacalle lateral. Si llegamos a ella, nadienos verá salir del edificio. —Señaló unode los modelos—. Mira, ¿la ves aquí enel costado?

«¿Me ha traído aquí para enseñarmelos modelos?»

Sienna le echó un vistazo a laminiatura y vio la escalera secreta que,

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oculta entre las paredes interiores yexteriores del edificio, descendía de loalto del palacio hasta el nivel de lacalle.

—Veo la escalera, Robert —dijoSienna, irritada—, pero está al otro ladodel palacio. ¡Nunca podremos llegarahí!

—Un poco de fe —dijo él con unasonrisa torcida.

El repentino estruendo procedentedel piso de abajo les indicó que susperseguidores acababan de abrir lapuerta del mapa de Armenia. Langdon ySienna oyeron luego los pasos de lossoldados por el corredor. Ninguno de

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ellos pensó que los fugitivos hubieranascendido todavía más…, en especialpor una estrecha escalera sin salida.

Cuando dejaron de oír el ruido depasos, Langdon cruzó la habitación endirección a lo que parecía una enormealacena en la pared opuesta. Medía unmetro cuadrado y estaba más o menos aun metro del suelo. Sin más dilación,Langdon cogió la manilla y abrió lapuerta.

Sienna retrocedió sorprendida.El interior parecía ser un hueco

cavernoso…, como si la puerta de laalacena fuera un portal a otro mundo.Más allá no se veía nada.

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—Sígueme —dijo Langdon.Cogió una linterna que colgaba de la

pared junto a la abertura, se metióhábilmente en esa madriguera de conejoy desapareció en su interior.

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«La Soffitta —pensó Langdon—. Elático más impresionante del mundo.»

El aire en el interior del hueco eramohoso y vetusto, como si, tras variossiglos, el polvo de yeso se hubieravuelto tan fino y ligero que no se posaraen el suelo y permaneciera suspendidoen la atmósfera. Los crujidos ychasquidos que se oían en el vastoespacio provocaban en Langdon lasensación de que acababa de

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introducirse en el estómago de un animalvivo.

En cuanto su pie encontró un puntode apoyo sólido en una amplia vigahorizontal, alzó la linterna y dejó que elhaz de luz perforara la oscuridad.

Extendiéndose ante él había un túnelaparentemente interminable, atravesadoen todas direcciones por un complejoentramado de triángulos y rectángulos demadera. Eran los postes, vigas,travesaños y demás elementosestructurales que conformaban elesqueleto invisible del Salón de losQuinientos.

Langdon había visto ese enorme

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ático durante la visita a los pasadizossecretos de años atrás, en la que habíatomado unas copas de Nebbiolo de más.La ventana con aspecto de alacena habíasido abierta en la pared de la sala demodelos arquitectónicos para que,después de inspeccionar los modelos dela armadura del techo, los visitantespudieran asomarse con una linterna paraver cómo era en realidad.

Ahora que estaba dentro del desván,a Langdon le sorprendió hasta qué puntosu arquitectura se parecía a la de ungranero de Nueva Inglaterra: se tratabade una tradicional armadura de dosaguas con ensambladuras en «flecha de

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Júpiter».Sienna también había pasado por la

abertura y ahora estaba a su lado.Parecía desorientada. Langdon movió laluz de un lado a otro para mostrarle elinusual paisaje.

Desde ese extremo, el desván eracomo una larga hilera de triángulosisósceles que se perdía en un lejanopunto de fuga. No había ningún tipo deentarimado, y los travesaños estabancompletamente a la vista, como si fueranuna serie de traviesas gigantes.

Langdon señaló el otro extremo ydijo en voz baja:

—Nos encontramos justo encima del

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Salón de los Quinientos. Si llegamos alotro lado, podremos acceder a laEscalera del Duque de Atenas.

Sienna miró con escepticismo ellaberinto de vigas y soportes que seextendía ante ellos. La única forma deavanzar por el desván era ir saltando detravesaño en travesaño como niños enuna vía de tren. Cada uno estabaformado por varias vigas unidas congruesas abrazaderas de hierro, de modoque había suficiente espacio parahacerlo sin perder el equilibrio. Elproblema, sin embargo, era que habíademasiada distancia entre cada uno deestos conjuntos.

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—No podré saltar entre esas vigas—susurró Sienna.

Langdon también dudaba que élpudiera hacerlo. Y caer suponía unamuerte segura. Con la linterna, iluminóel espacio abierto entre los travesaños.

A unos dos metros y medio pordebajo de donde se encontraban,observó una polvorienta superficiehorizontal suspendida mediante unasvaras de hierro. Era una especie desuelo que se extendía hasta dondellegaba la vista. A pesar de suapariencia sólida, Langdon sabía queconsistía básicamente en telasextendidas y cubiertas de polvo. Era la

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«parte trasera» del techo suspendido delSalón de los Quinientos. Una vastaextensión de casetones de maderaenmarcaba los treinta y nueve lienzos deVasari, montados en horizontal, comouna especie de colcha de retazos.

Sienna indicó la polvorientasuperficie.

—¿No podemos ir por ahí?«No, a no ser que quieras atravesar

un lienzo de Vasari y caer al Salón delos Quinientos.»

—Hay un camino mejor —dijoLangdon serenamente, para no asustarla,y comenzó a recorrer el travesaño endirección a la viga maestra central del

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desván.En su anterior visita, además de

asomarse al mirador de la sala demodelos arquitectónicos, Langdon habíaentrado al desván por una puerta quehabía al otro lado del ático. Si sumemoria empañada de vino no leengañaba, una robusta pasarela recorríaesa viga maestra central, yproporcionaba a los turistas acceso auna plataforma de observación quehabía en el centro del ático.

Sin embargo, cuando Langdon llegóal centro del travesaño, la pasarela quevio no se parecía en nada a la querecordaba de su visita.

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«¿Cuánto Nebbiolo tomé ese día?»En vez de una robusta estructura

pensada para que los turistas la pudieranrecorrer con total seguridad, ante élhabía una serie de tablones sueltos,dispuestos formando un inestablecamino a través de los travesaños. Esarudimentaria pasarela se parecía más auna cuerda floja que a un puente.

Al parecer, la robusta pasarela paraturistas que nacía en el otro lado sólollegaba hasta la plataforma central.Desde ahí, los turistas tenían queregresar y volver sobre sus pasos. Losprecarios tablones que Langdon y Siennatenían delante debían de haber sido

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instalados para que los ingenierospudieran realizar tareas demantenimiento en el resto del desván.

—Parece que vamos a tener que irpor esta pasarela —dijo Langdon,mirando los estrechos tablones conescasa convicción.

Sienna se encogió de hombros,impasible.

—No es peor que Venecia en laestación de las inundaciones.

Langdon tuvo que reconocer quetenía razón. En su último viaje a esaciudad, la plaza de San Marcos estababajo medio metro de agua, y tuvo querecorrer el espacio que separaba el

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Hotel Danieli de la basílica por unostablones de madera colocados sobrebloques de hormigón y cubos invertidos.Por supuesto, el riesgo de mojarse losmocasines era mucho menos inquietanteque el de precipitarse al vacío yatravesar una obra de arte renacentista.

Tras alejar ese pensamiento,Langdon comenzó a recorrer el primertablón con una seguridad fingida que,esperaba, calmara cualquier temor queSienna pudiera sentir. A pesar de esaconfianza exterior, el corazón le latíacon fuerza. Al llegar a la mitad, eltablón se arqueó bajo su peso y crujióde forma amenazadora. Langdon aceleró

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el paso y finalmente llegó a la relativaseguridad del segundo travesaño.

Tras exhalar un suspiro, se dio lavuelta para iluminar el camino a Siennay ofrecerle palabras de ánimo. Alparecer, la joven no las necesitaba. Encuanto el haz de luz iluminó el tablón, lorecorrió con admirable agilidad. Lamadera apenas se arqueó bajo sudelgado cuerpo, y a los pocos segundosya había llegado a su lado.

Animado, Langdon se dio la vuelta ycomenzó a recorrer el siguiente tablón.Sienna esperó que le iluminara elcamino y fue tras él. Y así siguieronavanzando con un ritmo constante; dos

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figuras moviéndose una detrás de la otracon la luz de una única linterna. A travésdel delgado techo podían oír el ruido delos radiotransmisores de la policía.Langdon no pudo evitar sonreírligeramente. «Ahora mismo estamossobre el Salón de los Quinientos,ingrávidos e invisibles.»

—Entonces, Robert, ¿Ignazio tedecía en su mensaje dónde encontrar lamáscara? —susurró Sienna

—Así es…, pero lo hizo medianteuna especie de código… —Langdon leexplicó entonces a Sienna que, alparecer, Ignazio no había querido dejargrabada de forma explícita la

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localización exacta de la máscara, y quelo había hecho de un modo más críptico—. Con una referencia al paraíso, locual imagino que es una alusión a lasección final de la Divina Comedia. Suspalabras exactas fueron «ParaísoVeinticinco».

Sienna levantó la mirada.—Querría decir canto veinticinco.—Estoy de acuerdo —dijo Langdon.

Un canto era el equivalente aproximadode un capítulo actual. La palabra sedebía a la tradición oral de los poemasépicos «cantados». La Divina Comediacontiene precisamente cien cantos entotal, divididos en tres secciones:

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Inferno 1-34Purgatorio 1-33Paradiso 1-33

«Paradiso Veinticinco —pensóLangdon, deseando que su memoriaeidética recordara el texto—. Ni porasomo…, tendremos que buscar unejemplar.»

—Aún hay más —prosiguió Langdon—. Lo último que decía Ignazio en elmensaje era: «Las puertas están abiertaspara ti, pero debes darte prisa.» —Sedetuvo y se volvió hacia Sienna—.Probablemente, el canto veinticincohace referencia a una localizaciónespecífica de Florencia. Al parecer, a un

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lugar con puertas.Sienna frunció el ceño.—¡Pero en esta ciudad hay miles de

puertas!—Efectivamente, por eso tenemos

que leer el canto veinticinco deParadiso. —Sonrió Robert conoptimismo—. ¿Por casualidad no tesabrás toda la Divina Comedia dememoria?

Ella lo miró extrañada.—¿Catorce mil versos en lengua

vulgar que leí de niña? —Negó con lacabeza—. El de la memoriaextraordinaria es usted, profesor, yosólo soy una simple doctora.

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A Langdon le entristeció que,después de todo lo que habían pasadojuntos, Sienna siguiera prefiriendoocultarle la verdad sobre su excepcionalintelecto. «¿Una simple doctora?»Langdon no pudo evitar reír entredientes. «La más humilde del mundo»,pensó, recordando los recortes deperiódico que había leído sobre susincreíbles aptitudes; una capacidad que—era una pena, pero tambiéncomprensible— no le había animado amemorizar uno de los poemas épicosmás largos de la historia de la literatura.

Siguieron adelante en silencio. Trasdejar atrás unos cuantos travesaños más,

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Langdon vio al fin una forma alentadoraen la oscuridad. «¡La plataforma deobservación!» Los precarios tablonessobre los que avanzaban conducíandirectamente a una estructura mucho másrobusta y con barandillas. Si llegaban aella, podrían salir del desván por unapuerta que —recordaba Langdon—estaba muy cerca de la Escalera delDuque de Atenas.

Al acercarse a la plataforma,Langdon bajó la mirada al techosuspendido a casi tres metros. Hastaentonces, los casetones habían sido muyparecidos entre sí. El siguiente, encambio, era mucho más grande que los

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demás.—La apoteosis de Cosme I —

musitó Langdon.Ese enorme casetón circular era la

pintura más preciada de Vasari, y la queocupaba el espacio central del techo delSalón de los Quinientos. Langdon solíamostrar diapositivas de esa obra a susalumnos para mostrarles sus similitudesc o n La apoteosis de Washington quehabía en el Capitolio de Estados Unidos;un humilde recordatorio de que la jovenNorteamérica debía muchas más cosas aItalia, además del concepto derepública.

En ese momento, sin embargo,

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Langdon estaba mucho más interesadoen pasar de largo que en estudiar lapintura. Aceleró el ritmo y le dijo aSienna por encima del hombro que yacasi habían llegado.

Al hacerlo, erró el paso y sumocasín prestado pisó el borde deltablón, lo cual le hizo dar un traspié.Para intentar recuperar el equilibrio,Langdon se inclinó, mediotambaleándose hacia adelante.

Pero era demasiado tarde.Cayó de rodillas sobre el tablón.

Rápidamente, estiró los brazos, seimpulsó con las piernas y alcanzó demilagro el travesaño justo antes de que

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el tablón cayera. La linterna fue a pararal lienzo, que la recogió como una red.El tablón, por su parte, lo hizo sobre elartesón de madera que rodeaba el lienzode la Apoteosis de Vasari.

El estruendo resonó por todo eldesván.

Horrorizado, Langdon se puso en piey se volvió hacia Sienna.

Apenas iluminados por el tenueresplandor de la linterna, que ahoradescansaba sobre el lienzo que teníandebajo, Langdon advirtió que Siennaestaba de pie en el travesaño, atrapada,sin forma de cruzar. Su expresiónevidenciaba lo que Langdon ya sabía. El

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ruido del tablón debía de haberlesdelatado.

Vayentha levantó la mirada hacia eladornado techo.

—¿Ratas en el ático? —bromeónerviosamente el hombre de lavideocámara al oír el ruido.

«Ratas muy grandes», pensó ellamirando la pintura circular que había enel centro del techo. Vio que caía unapequeña nube de polvo y también lepareció ver una ligera protuberancia enel lienzo…, casi como si alguien loestuviera empujando por el otro lado.

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—Quizá a uno de los agentes se leha caído el arma mientras estaba en laplataforma de observación —dijo elhombre al ver el bulto en la pintura—.¿Qué cree que están buscando? Todoesto es realmente excitante.

—¿Una plataforma de observación?—preguntó Vayentha—. ¿Se puede subirahí arriba?

—Claro. —El hombre señaló laentrada del museo—. Detrás de esapuerta hay otra que conduce a unapasarela del ático. Desde ahí se puedever la armadura diseñada por Vasari. Esincreíble.

La voz de Brüder volvió a resonar

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por el Salón de los Quinientos:—¡¿Se puede saber dónde diantre se

han metido?!Al igual que el grito anterior, sus

palabras se habían colado por unapequeña reja que se hallaba en lo alto dela pared, a la izquierda de Vayentha. Alparecer, Brüder se encontraba en unahabitación que había detrás…; un pisopor debajo del ornamentado techo de lasala.

Vayentha volvió a mirar laprotuberancia del lienzo.

«Ratas en el ático —pensó—.Intentando encontrar una salida.»

Le dio las gracias al hombre de la

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videocámara y se dirigió con rapidez ala entrada del museo. La puerta estabacerrada pero, con todo ese movimientode agentes entrando y saliendo, habíauna posibilidad de que no la hubierancerrado con llave.

Efectivamente, su instinto estaba enlo cierto.

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En medio del caos de policías que ibanllegando a la piazza, un hombre demediana edad permanecía en lassombras de la Loggia dei Lanzi, lugardesde el que había estado observandotoda esa actividad con gran interés.Llevaba unas gafas Plume Paris, unacorbata de cachemira y un pequeñopendiente de oro en la oreja.

Mientras observaba el revuelo, sedio cuenta de que se estaba rascando el

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cuello otra vez. La noche anterior lehabía salido un sarpullido en la piel queparecía estar empeorando pormomentos. Tenía pequeñas pústulas enla mandíbula, el cuello, las mejillas ysobre los ojos.

Al mirarse las uñas, vio que teníasangre. Cogió entonces el pañuelo y selimpió los dedos. Luego se lo pasó porlas pústulas del cuello y las mejillas.

Cuando hubo terminado, volvió amirar las dos furgonetas negras queestaban aparcadas enfrente del palazzo.En el asiento trasero de la más cercanahabía dos personas.

Una era un soldado vestido de negro

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y armado.La otra, una mujer mayor pero muy

hermosa, con el cabello plateado y unamuleto azul alrededor del cuello.

El soldado parecía estar preparandouna jeringuilla hipodérmica.

Mientras miraba de manera ausenteel palazzo, la doctora Elizabeth Sinskeyse preguntó cómo podía ser posible queesa crisis hubiera degenerado hasta esepunto.

—Señora —dijo una profunda voz asu espalda.

Ella se volvió hacia el soldado que

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estaba a su lado. Éste la había cogidodel antebrazo y sostenía una jeringuilla.

—No se mueva.La doctora sintió entonces una aguda

punzada en la carne.El soldado terminó de inyectarle la

droga.—Ahora, a dormir otra vez.Antes de cerrar los ojos, la doctora

creyó ver un hombre que la mirabadesde las sombras. Llevaba gafas dediseño y una elegante corbata. Su rostroparecía enrojecido por un sarpullido.Por un momento, creyó reconocerlo,pero al abrir los ojos para observarlobien, ya había desaparecido.

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Un hueco de seis metros separaba ahoraa Langdon y Sienna en el desván aoscuras. A dos metros y medio bajo suspies, el tablón descansaba sobre elmarco de madera que sostenía el lienzode la Apoteosis de Vasari. La linterna,todavía encendida, lo hacía sobre elmismo lienzo, provocando una pequeñahendidura, como una piedra en una camaelástica.

—El tablón que tienes detrás —

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susurró Langdon—. ¿Crees que puedesarrastrarlo hasta mi travesaño?

Sienna se quedó mirando el tablón.—No sin que el otro extremo caiga

al lienzo.Eso había temido Langdon. Y lo

último que necesitaban era un tablón queatravesara un lienzo de Vasari.

—Tengo una idea —dijo Sienna, ycomenzó a recorrer el travesaño endirección a la pared lateral. Langdonhizo lo propio en el suyo, con paso cadavez más inseguro a medida que sealejaban de la luz de la linterna. Cuandollegaron a la pared, estaban casi aoscuras.

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—Ahí abajo —susurró Sienna,señalando la oscuridad a sus pies—. Elborde del artesón. Tiene que estarempotrado en la pared. Debería sostenermi peso.

Antes de que Langdon pudieraprotestar, Sienna ya había descendido desu travesaño utilizando una serie devigas de soporte que había en la pared amodo de escalera. El artesón crujió unavez, pero aguantaba su peso. Luego, bienpegada a la pared, Sienna comenzó aavanzar tan lentamente como si estuvierarecorriendo la cornisa de un rascacielos.La madera volvió a crujir.

«Peligro —pensó Langdon—.

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Mantente cerca de la orilla.»Cuando Sienna llegó a la mitad del

camino y comenzó a acercarse altravesaño en el que estaba él, Langdontuvo la sensación de que quizá lograríansalir de ahí a tiempo.

De repente, sin embargo, oyeron unportazo y unos rápidos pasos queavanzaban por la pasarela. Luego vieronel haz de una linterna, moviéndose de unlado a otro. Langdon sintió entonces quesus esperanzas se iban a pique. Alguiense acercaba por la pasarela principal yles cerraba el paso de la única vía deescape.

—Sigue avanzando, Sienna —dijo

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Langdon, reaccionando instintivamente—. Encontrarás una salida al otro lado.Yo despejaré el camino.

—¡No! —susurró ella—. Regresa,Robert.

Pero Langdon ya se había alejadopor el travesaño, dejando a Sienna solaen la oscuridad.

Cuando llegó a la viga maestracentral, Langdon advirtió que había unasilueta sin rostro en la plataforma deobservación. Esa persona se detuvojunto a la barandilla y le alumbró con lalinterna.

El resplandor era cegador, yLangdon levantó inmediatamente los

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brazos en señal de rendición. No podíasentirse más vulnerable: en equilibriosobre una viga del Salón de losQuinientos y cegado por una brillanteluz.

Langdon esperó un disparo o unaorden autoritaria, pero sólo hubosilencio. Un momento después, el haz deluz se apartó de su rostro y comenzó aescudriñar la oscuridad a su espalda,como si buscara otra cosa…, o a otrapersona. Langdon distinguió entonces lasilueta de quien tenía delante. Era unamujer, esbelta y vestida de negro. Notenía ninguna duda de que, bajo la gorrade béisbol que cubría su cabeza, tenía el

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cabello de punta.Langdon recordó la muerte del

doctor Marconi e, instintivamente, susmúsculos se tensaron.

«Me ha encontrado. Ha venido aterminar el trabajo.»

Langdon pensó entonces en lospescadores griegos que buceaban apulmón en un túnel tras haber pasado elpunto de no retorno… Al final, él habíaencontrado el paso cerrado por lasrocas.

La asesina volvió a enfocar sulinterna hacia el profesor.

—Señor Langdon —susurró—.¿Dónde está su amiga?

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Langdon sintió un escalofrío. «Havenido a por los dos.»

Con la intención de desviar laatención de la asesina del lugar en elque se encontraba Sienna, Langdon echóun vistazo por encima del hombro endirección a la oscuridad por la quehabían estado avanzando.

—Ella no tiene nada que ver conesto. Es a mí a quien buscas.

Langdon rezó para que Siennasiguiera avanzando por la pared. Siconseguía pasar de largo la plataformade observación y accedía a la pasarelacentral por detrás de la mujer delcabello de punta, podría llegar a la

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puerta.La asesina volvió a alzar su linterna

y examinó el desván vacío. Langdonvislumbró entonces una oscura formadetrás de ella.

«¡Oh, Dios, no!»Efectivamente, ahora Sienna estaba

avanzando por un travesaño en direccióna la pasarela central. Estaba a apenasdiez metros de la asesina.

«¡No, Sienna! ¡Estás demasiadocerca! ¡Te oirá!»

—Escuche con atención, profesor —susurró la asesina—. Si quiere seguircon vida, le sugiero que confíe en mí.Mi misión ha concluido. No tengo razón

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alguna para hacerle daño. Ahora usted yyo estamos en el mismo equipo, y puedeque sepa cómo ayudarle.

Langdon apenas la escuchaba. Todasu atención estaba puesta en Sienna,cuyo perfil podía distinguir ligeramente,y que ahora estaba trepando a lapasarela que había detrás de laplataforma de observación, demasiadocerca de la mujer con la pistola.

«¡Corre! —le urgió mentalmente—.¡Sal de aquí!»

Para su alarma, sin embargo, Siennase quedó ahí, agachada en las sombras yobservando en silencio.

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Vayentha seguía escudriñando laoscuridad detrás de Langdon. «¿Dóndediablos está? ¿Se han separado?»

Vayentha tenía que encontrar unamanera de mantener a la pareja alejadade las manos de Brüder. «Es mi únicaesperanza.»

—¡¿Sienna?! —dijo Vayentha con ungutural susurro—. Si puedes oírme,escúchame bien. Será mejor que no tecapturen los hombres que hay en el pisode abajo. No serán indulgentes. Yoconozco una vía de escape. Puedoayudarte. Confía en mí.

—¿Confiar en ti? —dijo undesafiante Langdon elevando el tono de

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voz; cualquiera que estuviera cerca lepodría oír—. ¡Eres una asesina!

«Sienna está cerca —cayó en lacuenta Vayentha—. Langdon estáhablando más alto… para advertirla.»

Vayentha volvió a intentarlo.—Sienna, la situación es

complicada, pero puedo sacarte de aquí.Considera tus opciones. Estás atrapada.No tienes elección.

—Sí tiene elección —dijo Langdonen voz alta—. Y es suficientementeinteligente para huir de ti tan lejos comopueda.

—Todo ha cambiado —insistióVayentha—. No tengo razones para

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haceros daño a ninguno de los dos.—¡Has asesinado al doctor

Marconi! ¡Y estoy seguro de que eres túquien anoche me disparó en la cabeza!

Vayentha sabía que Langdon nuncacreería que no tenía ninguna intención dematarle.

«El tiempo de las palabras haterminado. No hay nada que pueda hacerpara convencerle.»

Sin mayor dilación, metió la manoen el interior de su cazadora de cuero ycogió su pistola con silenciador.

Sienna permanecía agachada en la

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pasarela, a unos diez metros de la mujer.Incluso en la oscuridad, la silueta de laasesina era inconfundible. Para suhorror, advirtió que ahora empuñaba lamisma pistola que había utilizado contrael doctor Marconi.

«Va a disparar», pensó, fijándose enel lenguaje corporal de la mujer.

La asesina dio dos amenazadorespasos hacia Langdon y se detuvo junto ala barandilla de la plataforma deobservación, que quedaba justo encimade la Apoteosis de Vasari. En cuantoestuvo tan cerca como podía deLangdon, levantó el arma y le apuntó alpecho.

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—Esto sólo dolerá un momento —dijo—, pero es mi única opción.

Sienna reaccionó instintivamente.

La inesperada vibración de lostablones bajo sus pies fue suficientepara que Vayentha se diera la vueltajusto cuando estaba disparando, lo cualprovocó que errara el tiro.

Algo se acercaba a ella por laespalda.

«Muy rápido.»Dio media vuelta, apuntó a su

atacante y volvió a disparar, peroSienna la embistió por debajo de la

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altura del cañón. La asesina apenas pudover un destello de cabello rubio en laoscuridad.

Vayentha chocó a la altura de lacintura contra la barandilla de laplataforma de observación y saliódespedida por encima. Intentó agarrarsea algo y evitar la caída, pero fuedemasiado tarde, y se precipitó al vacío.

Cayó a través de la oscuridad, y seestaba preparando para desplomarsecontra el polvoriento suelo que había ados metros y medio de la plataforma.Por alguna razón, sin embargo, suaterrizaje fue más suave de lo que habíaesperado…, como si hubiera caído

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sobre una hamaca que ahora se combababajo su peso.

Desorientada, abrió los ojos yobservó que su atacante, Sienna Brooks,la miraba desde la plataforma. Abrió laboca para decirle algo pero, de repente,oyó el ruido de algo rasgándose.

Era la tela que soportaba su peso.Vayentha volvió a caer.Esta vez lo hizo durante tres largos

segundos. Durante ese tiempo pudo verun techo cubierto de hermosas pinturas.La que tenía justo encima —un enormelienzo circular que mostraba a Cosme Isobre una nube celestial y rodeado dequerubines— tenía un oscuro desgarrón

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en el centro.Y, de repente, su cuerpo impactó

contra el suelo y todo su mundodesapareció en la oscuridad.

Estupefacto, Robert Langdon echó unvistazo por el agujero del lienzorasgado. La mujer del cabello de puntayacía inmóvil en el suelo de piedra delSalón de los Quinientos y un charco desangre comenzaba a extenderse a sualrededor. Todavía tenía la pistola en lamano.

Luego levantó la mirada haciaSienna, que también estaba

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contemplando la espantosa imagen delsalón. Su expresión indicaba que estabaabsolutamente conmocionada.

—No pretendía…—Has reaccionado por instinto —

susurró Langdon—, iba a matarme.A través del lienzo rasgado pudieron

oír los gritos de alarma.Con cuidado, Langdon apartó a

Sienna de la barandilla.—Tenemos que seguir adelante.

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Desde el estudio secreto de la duquesaBianca Cappello, el agente Brüder oyóun espeluznante batacazo seguido de unacreciente conmoción. Corrió a la reja dela pared y echó un vistazo al Salón delos Quinientos. Tardó unos segundos enprocesar la escena.

La administradora embarazada habíallegado poco antes al estudio y tambiénse acercó a la reja. Se tapó la boca,horrorizada ante lo que veían sus ojos:

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en el suelo había un cuerpo rodeado deturistas aterrorizados. Luego levantólentamente la mirada y, al llegar al techodel salón, soltó un grito ahogado. Brüdertambién se fijó entonces en el panelcircular y advirtió que en el centro dellienzo había un enorme desgarrón.

Se volvió hacia la mujer:—¡¿Cómo podemos llegar ahí

arriba?!

En el otro extremo del edificio,Langdon y Sienna salieron del ático atoda velocidad. Unos segundos después,Langdon ya había encontrado la pequeña

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alcoba, oculta tras una cortina carmesí.La recordaba claramente de su visita alos pasadizos secretos.

«La Escalera del Duque de Atenas.»Por todas partes se podían oír pasos

y gritos, y Langdon sabía que lesquedaba poco tiempo. Descorrió lacortina y él y Sienna accedieron a unpequeño rellano.

Sin más dilación, comenzaron abajar la escalera de piedra. El pasadizoera zigzagueante y muy angosto. Cuantomás avanzaban, más parecía estrecharse.Afortunadamente, justo cuando Langdoncreía que las paredes iban a aplastarlo,llegaron al final.

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«El nivel del suelo.»El espacio en el que se encontraban

era una pequeña cámara de piedra y, apesar de que su salida parecía ser unade las puertas más pequeñas que hubieravisto nunca, Langdon se alegró de verla.Medía poco más de un metro de altura,estaba hecha de gruesa madera conremaches de hierro y un pasador interiorimpedía la entrada desde el exterior.

—Oigo el ruido de la calle al otrolado —susurró Sienna.

—La Via della Ninna —respondióLangdon, visualizando la abarrotadacalle peatonal—. Pero puede que hayapolicía.

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—No nos reconocerán. Estánbuscando a una mujer rubia y un hombremoreno.

Langdon se la quedó mirandoextrañado.

—Eso es precisamente lo que…Sienna negó con la cabeza. Langdon

advirtió su melancólica determinación.—No quería que me vieras así,

Robert, pero éste es mi aspecto real. —De repente, Sienna agarró un mechón decabello rubio y tiró con fuerza, dejandoa la vista su cuero cabelludo desnudo.

Langdon retrocedió un paso,sorprendido tanto por el hecho de queSienna llevara peluca como por su

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aspecto sin ella. Era totalmente calva.Su cuero cabelludo estaba liso y pálido,como el de un paciente de cáncer enpleno tratamiento de quimioterapia.«Encima ¿está enferma?»

—Lo sé —dijo ella—. Es una largahistoria. Ahora, inclínate. —Siennalevantó la peluca, con la clara intenciónde ponérsela a Langdon.

«¿Está de broma?» Sin demasiadoentusiasmo, Langdon se inclinó y Siennale puso la peluca rubia en la cabeza.Apenas le cabía, pero ella se esmeró encolocársela lo mejor posible. Luegoretrocedió un paso y lo examinó. Noconvencida todavía con el resultado, le

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desanudó la corbata del cuello y se laató alrededor de la cabeza como si setratara de un pañuelo, asegurando depaso la peluca a la cabeza.

Luego le tocó a ella. Se puso laamericana de Langdon, se enrolló lasperneras y se bajó los calcetines pordebajo de los tobillos. Cuando se irguióde nuevo, en sus labios se habíadibujado una mueca desdeñosa. Laencantadora Sienna Brooks era ahorauna skinhead. La transformación de laantigua actriz shakespeariana había sidoincreíble.

—Recuerda —dijo ella—: elnoventa por ciento del reconocimiento

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personal se debe al lenguaje corporal,así que cuando te muevas, hazlo como unviejo roquero.

«Lo de viejo puedo hacerlo… —pensó Langdon—, lo de roquero, noestoy tan seguro.»

Antes de que pudiera discutírselo,Sienna había abierto la pequeña puerta yhabía salido a la abarrotada calle deadoquines. Langdon fue tras ella y,cruzando el umbral casi a gatas, salió ala luz del día.

Aparte de algunas miradas deextrañeza al ver a la incongruente parejasalir por una pequeña puerta que habíaen la base del Palazzo Vecchio, nadie

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les prestó excesiva atención. Unossegundos después, Langdon y Sienna seencaminaban hacia el este, mezcladosentre el gentío.

Sin dejar de rascarse el sarpullido,el hombre con las gafas Plume Parisavanzaba entre la multitud, a unadistancia prudente de Robert Langdon ySienna Brooks. A pesar de sus hábilesdisfraces, los había visto salir de lapuerta de Via della Ninna y los habíareconocido de inmediato.

Unas pocas manzanas después, tuvoque detenerse. Sentía un intenso dolor en

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el pecho y le costaba mucho respirar.Era como si le hubiesen dado unpuñetazo en el esternón.

Apretando los dientes, volvió acentrar la atención en la pareja defugitivos y prosiguió su persecución porlas calles de Florencia.

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El sol ya estaba en lo alto, y proyectabalargas sombras en los estrechosdesfiladeros que formaban lasserpenteantes callejuelas de la viejaFlorencia. Los dueños de las tiendas ylos bares habían comenzado a abrir lasverjas que protegían susestablecimientos, y el aire olía a caféexpreso y a cornetti recién hechos.

A pesar del hambre voraz que tenía,Langdon siguió adelante. «Tengo que

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encontrar la máscara… y ver qué seesconde en el dorso.»

Le estaba costando acostumbrarse alaspecto de la cabeza calva de Sienna. Suapariencia radicalmente diferente lerecordó al profesor que apenas laconocía. Avanzaban hacia el norte por laVia dei Leoni, en dirección a la Piazzadel Duomo, el lugar en el que habíanencontrado muerto a Ignazio Busoni trasrealizar su última llamada.

«Robert —había conseguido decirIgnazio, casi sin aliento—. Lo quebuscas está a salvo. Las puertas estánabiertas para ti, pero debes darte prisa.Paraíso Veinticinco. Buena suerte.»

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«Paradiso Veinticinco», se dijoLangdon para sí, todavía sorprendidopor el hecho de que Busoni recordara eltexto de Dante tan bien para hacerreferencia a un canto específico dememoria. Al parecer, en él había algomemorable para Ignazio. Fuera lo quefuese, Langdon sabía que lo averiguaríaen cuanto tuviera acceso a un ejemplardel texto de Dante, cosa que haría tanpronto como fuera posible.

A pesar de que la peluca le picaba yde que se sentía un poco ridículo, teníaque admitir que la caracterizaciónimprovisada por Sienna había sido unardid realmente efectivo. Nadie se había

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fijado en ellos, ni siquiera los refuerzospoliciales que acababan de pasar por sulado en dirección al Palazzo Vecchio.

Sienna llevaba varios minutos ensilencio y Langdon se volvió hacia ellapara asegurarse de que se encontrababien. Parecía absorta. Probablemente,estaba intentando aceptar el hecho deque acababa de matar a la mujer que leshabía estado siguiendo.

—Te doy una lira si me dices lo quepiensas —dijo Langdon en un tono queintentaba ser animado. Esperaba alejarde su mente la imagen del cadáver de laasesina en el suelo del palazzo.

Sienna salió poco a poco de su

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ensimismamiento.—Estaba pensando en Zobrist —

dijo—. Intentando recordar todo lo quesé sobre él.

—¿Y?Se encogió de hombros.—Casi todo se debe a un

controvertido artículo que escribió ypublicó hace unos años. Entre lacomunidad médica se volvió viral. —Hizo una mueca—. Lo siento, no heutilizado las palabras más adecuadas.

Langdon no pudo evitar reír entredientes.

—Sigue.—Básicamente, en ese artículo

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Zobrist afirma que la raza humana estáal borde de la extinción y que, a no serque ocurra una catástrofe que reduzca demanera drástica la población mundial,nuestra especie no sobrevivirá otroscien años.

Langdon se volvió hacia ella.—¿Sólo un siglo?—Era una tesis muy sombría. El

plazo que daba era mucho más breveque el de otras estimaciones anteriores,pero estaba apoyado en datos científicosmuy contundentes. Zobrist se hizomuchos enemigos al declarar que todoslos médicos deberían dejar de practicarmedicina porque extender la vida

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humana no hacía sino agravar elproblema de la población.

Langdon comprendía ahora por quéese artículo se había extendido tanrápidamente entre la comunidad médica.

—Como era de esperar —prosiguióSienna—, a Zobrist lo atacó todo elmundo: políticos, la Iglesia, laOrganización Mundial de la Salud…;todos lo tildaron de lunáticocatastrofista que sólo pretendía causarpánico entre la gente. Se escandalizaronen especial por la afirmación de que ladescendencia de los jóvenes de hoy endía literalmente sería testigo del final dela raza humana. Zobrist ilustró su idea

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con un «Reloj del Juicio Final» según elcual, si el lapso de tiempo de la vidahumana en la Tierra fuera de una hora…,ahora nos encontraríamos en los últimossegundos.

—He visto ese reloj en internet —dijo Langdon.

—Pues es suyo, y causó bastanterevuelo. Los mayores ataques contraZobrist, sin embargo, llegaron cuandodeclaró que sus avances en ingenieríagenética serían mucho más útiles para lahumanidad si, en vez de para curarenfermedades, se utilizaban paracrearlas.

—¡¿Qué?!

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—Sí, Zobrist argumentó que sutecnología debería usarse para limitar elcrecimiento de la población creandocepas híbridas de enfermedades que lamedicina moderna no pudiera curar.

A la mente de Langdon acudieronimágenes de extraños «virus de diseño»híbridos que una vez liberados fueranimparables, y no pudo evitar sentir unacreciente inquietud.

—En unos pocos años —dijo Sienna—, Zobrist pasó de ser el niño mimadodel mundo médico a un paria. Unanatema. —Sienna se quedó un momentocallada y Langdon creyó adivinar en surostro cierta compasión—. No

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sorprende que se viniera abajo yterminara suicidándose. Y lo más tristede todo es que su tesis, con todaprobabilidad, sea cierta.

Langdon casi se tropieza.—¡¿Cómo?! ¿Crees que tenía razón?Sienna se encogió de hombros.—Robert, desde un punto de vista

meramente científico, atendiendo sólo ala lógica, no a los sentimientos, puedoasegurarte que, si no tiene lugar uncambio drástico, el fin de nuestraespecie se acerca. Y ocurrirá conrapidez. No consistirá en fuego, azufre,el Apocalipsis o una guerra nuclear…,sino en el colapso total a causa de la

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cantidad de gente que habita el planeta.Las matemáticas son indiscutibles.

Langdon se puso tenso.—He leído bastantes textos de

biología —dijo Sienna—, y es bastantehabitual que una especie se extingadebido a la sobrepoblación de suentorno. Imagina una colonia de algas desuperficie que vive en la pequeña lagunade un bosque, disfrutando de losnutrientes en equilibrio de su entorno.Sin control, las algas se reproducen contal rapidez que, al poco, cubren toda lasuperficie de la laguna, impidiendo elpaso de los rayos del sol y evitando elcrecimiento de los nutrientes. Tras

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agotar todos los recursos de su entorno,las algas mueren y desaparecen sin dejarel menor rastro. —Suspiró hondo—. Undestino parecido nos aguarda a nosotros.Más pronto y de manera más rápida delo que ninguno de nosotros se imagina.

Langdon se sintió perturbado.—Pero… eso parece imposible.—No lo es, Robert, sólo

impensable. La mente humana tiene unprimitivo mecanismo de defensa queniega cualquier realidad que provoqueun estrés excesivo al cerebro. Se lellama negación.

—Sí, he oído hablar de la negación,pero no creo que exista —respondió

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Langdon con sarcasmo.Sienna entornó los ojos.—Muy ingenioso, pero créeme, se

trata de algo muy real. La negación esuna parte esencial del mecanismo dedefensa del ser humano. Sin ella, cadamañana nos despertaríamosaterrorizados ante la posibilidad demorir. La mente bloquea nuestrosmiedos existenciales y se centra encuestiones que podamos afrontar, comollegar a tiempo al trabajo o pagarnuestros impuestos. Para sobrevivir, nosdeshacemos de los miedos existencialestan rápido como podemos, y dedicamosnuestra atención a tareas simples y

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trivialidades diarias.Langdon recordó un estudio reciente

sobre los hábitos de navegación porinternet de los estudiantes de algunasimportantes universidadesestadounidenses. En él se revelaba queincluso los usuarios altamenteintelectuales demostraban una tendenciainstintiva a la negación. Según elestudio, después de leer un artículodeprimente sobre el derretimiento de losglaciares o la extinción de algunaespecie, la gran mayoría de alumnosbuscaba algo trivial que purgara elmiedo de su cerebro; entre suselecciones favoritas estaban las noticias

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de deportes, los vídeos graciosos degatos y los cotilleos de celebridades.

—En la mitología antigua —explicóLangdon—, el héroe que niega larealidad es la manifestación definitivad e hibris y orgullo. Ningún hombre esmás orgulloso que aquel que se creeinmune a los peligros del mundo. Danteestaba de acuerdo. En Inferno considerael orgullo el peor de los siete pecadoscapitales…, y castiga a los orgullososen el último círculo del infierno.

—El artículo de Zobrist —prosiguióSienna— acusaba a la mayoría de loslíderes mundiales de negar la realidad yde esconder sus cabezas en la arena. Era

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particularmente crítico con laOrganización Mundial de la Salud.

—Seguro que les encantó oír eso.—Reaccionaron comparándole con

un fanático religioso apostado en unaesquina con un cartel en el que pusieraEL FIN DEL MUNDO ESTÁ CERCA.

—En Harvard Square hay un par deésos.

—Sí, y todos los ignoramos porquenadie puede imaginar que eso ocurra deverdad. Pero créeme, el hecho de que lamente humana no pueda imaginar quesuceda algo… no significa que no vaya ahacerlo.

—Casi pareces una seguidora de

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Zobrist.—Soy seguidora de la verdad —

respondió enérgicamente—, aunque seadolorosa y difícil de aceptar.

Langdon se calló. Intentócomprender la extraña combinación depasión y desapego de la que hacía galaSienna y, de nuevo, se sintió muyalejado de ella.

Sienna se volvió hacia él. Su rostrose había suavizado.

—Mira, Robert, no estoy diciendoque una plaga que mate la mitad de lapoblación mundial sea la respuesta a lasuperpoblación. Ni tampoco quedebamos dejar de curar a los enfermos.

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Lo que digo es que el camino actualconduce a la destrucción. El crecimientode la población es una progresiónexponencial en un sistema de espaciofinito y recursos limitados. El finalllegará de forma abrupta. No será comoquedarse poco a poco sin gasolina…,sino como precipitarse por unacantilado.

Langdon exhaló un suspiro e intentóprocesar todo lo que estaba oyendo.

—Hablando de lo cual —añadió,señalando hacia la derecha—, creo queése es el sitio desde el que Zobrist searrojó al vacío.

Langdon levantó la mirada y vio que

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estaban pasando por delante de laaustera fachada del museo Bargello.Detrás, la afilada aguja de la torre Badiase elevaba por encima de las estructurascircundantes. Se quedó mirando lapunta, preguntándose por qué debía dehaber saltado Zobrist, y esperando queno hubiera hecho algo terrible de lo quedespués se hubiera arrepentido.

—A los críticos de Zobrist —dijoSienna— les gusta señalar lo paradójicoque resulta que gran cantidad de latecnología genética que desarrolló estéahora aumentando la esperanza de vida.

—Lo cual sólo agrava el problemade la población.

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—Exacto. Zobrist declaró una vez enpúblico que desearía poder meter denuevo al genio en la botella y borrar sucontribución a la longevidad humana.Supongo que ideológicamente tienesentido. Cuanto más vivimos, másrecursos hay que destinar a ancianos yenfermos.

Langdon asintió.—He leído que, en Estados Unidos,

el sesenta por ciento del gasto desanidad se dedica a mantener apacientes que se encuentran en los seisúltimos meses de su vida.

—Cierto, y mientras nuestroscerebros dicen «esto es una locura»,

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nuestros corazones dicen «mantengamosviva a la abuela tanto tiempo comopodamos».

Langdon volvió a asentir.—Es el conflicto entre Apolo y

Dioniso, un famoso dilema mitológico.La vieja batalla entre mente y corazón,que rara vez quieren lo mismo.

Langdon había oído que esareferencia mitológica se solía usar enlos encuentros de AlcohólicosAnónimos para describir al enfermo. Sumente sabe que la bebida le hará daño,pero su corazón anhela el bienestar quele proporcionará. El mensaje parecíaser: No te sientas solo, incluso los

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dioses están enfrentados.—¿Quién necesita agathusia? —

susurró Sienna de repente.—¿Cómo dices?Ella levantó la mirada.—Acabo de recordar el título del

artículo de Zobrist. Era: «¿Quiénnecesita agathusia?»

Langdon no había oído nunca esapalabra, pero supuso su significado enbase a las griegas que la formaban:agathos y thusia.

—Agathusia… ¿quiere decir «buensacrificio»?

—Casi. Su significado actual es«autosacrificio por el bien común». —

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Hizo una pausa—. También se conocecomo «suicidio altruista».

Langdon sí había oído ese términoantes. Una vez en relación a un padreinsolvente que se había suicidado paraque su familia pudiera recibir su segurode vida, y otra para describir a unasesino con remordimientos que temíano poder controlar sus impulsosasesinos y se suicidó.

El ejemplo más escalofriante querecordaba Langdon, sin embargo, seencontraba en la novela de 1967 Lahuida de Logan, donde se describía unasociedad futura en la que todo el mundohabía accedido de buen grado a

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suicidarse a los veintiún años; asípodían disfrutar de su juventud sin quela cantidad ni la edad de la poblaciónmermara los recursos limitados delplaneta. Si Langdon recordabacorrectamente, la versióncinematográfica había aumentado la«edad límite» de los veintiuno a lostreinta años, sin duda para hacer lapelícula más accesible al crucialsegmento demográfico de espectadoresque iba de los dieciocho a losveinticinco años.

—Entonces, el artículo de Zobrist…—dijo Langdon—. No estoy seguro deentender el título. «¿Quién necesita

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agathusia?» ¿Lo decía en un sentidoirónico? ¿Algo así como «todosnecesitamos suicidarnosaltruistamente»?

—En realidad, no. El título es unabroma, pero iba dirigida a alguien enconcreto.

Langdon negó con la cabeza.—En su artículo, Zobrist hacía

referencia a la directora de laOrganización Mundial de la Salud, ladoctora Elizabeth Sinskey, que llevasiglos en el cargo. En el artículo,despotricaba de ella porque, según él,no se estaba tomando en serio el temadel control de la población. Su artículo

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decía que a la OMS le iría mejor si ladirectora Sinskey se suicidaba.

—Un tipo compasivo.—El peligro de ser un genio,

supongo. Con frecuencia, estos seresexcepcionales capaces de ver más alláque los demás lo hacen a expensas de sumadurez emocional.

Langdon recordó los artículos quehabía visto sobre la joven Sienna, laniña prodigio con el cociente intelectualde 208 y unas funciones intelectualesexcepcionales. Se preguntó entonces si,en cierto modo, al hablar de Zobrist nolo estaría haciendo también sobre ellamisma; y también, cuánto tiempo más

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seguiría guardando su secreto.Langdon divisó entonces el lugar al

que se dirigían. Después de cruzar laVia dei Leoni, llegaron a la intersecciónde una calle excepcionalmente estrecha,casi un callejón. En el letrero se podíaleer VIA DANTE ALIGHIERI.

—Parece que sabes mucho sobre elcerebro humano —dijo Langdon—. ¿Eraésa tu especialidad en la facultad demedicina?

—No, pero de niña leí mucho alrespecto. Me comencé a interesar en laciencia cerebral porque tenía unos…problemas médicos.

Langdon la miró con curiosidad,

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esperando que continuara.—Mi cerebro… —dijo Sienna—

crecía de forma distinta al de los demásniños, y me causaba algunas…dificultades. Me pasé mucho tiempointentando averiguar qué me ocurría y,de paso, aprendí mucho sobreneurociencia. —Se volvió hacia él—. Ysí, mi calvicie está relacionada con miproblema médico.

Langdon apartó la mirada,avergonzado por haber preguntado.

—No te preocupes —dijo ella—, heaprendido a vivir con ello.

Mientras se adentraban en el oscurocallejón, Langdon pensó en todo lo que

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acababa de descubrir sobre Zobrist y sualarmante posición filosófica.

Había algo a lo que no dejaba dedarle vueltas.

—Esos soldados —comenzó a decirLangdon—, los que están intentandomatarnos. ¿Quiénes son? No tienesentido. Si Zobrist planeaba crear unaplaga, ¿no debería estar todo el mundodel mismo lado, intentando evitarlo?

—No necesariamente. Puede queZobrist fuera un paria en la comunidadmédica, pero con toda seguridad, cuentacon una legión de devotos seguidores desu ideología; gente que está de acuerdocon que el sacrificio selectivo es un mal

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necesario para salvar el planeta. Quesepamos, estos soldados pueden estarintentando asegurarse de que la visiónde Zobrist se lleve a cabo.

«¿Un ejército privado dediscípulos?» Langdon consideró laposibilidad. Ciertamente, la historiaestaba llena de fanáticos y sectas que sesuicidaban por muy distintas creencias(porque su líder es el Mesías, o porqueuna nave espacial les está esperandodetrás de la luna, o quizá porque elJuicio Final es inminente). Al menos, laespeculación sobre el control de lapoblación estaba fundamentada demanera científica. Sin embargo, había

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algo acerca de esos soldados que noacababa de encajar.

—Me cuesta creer que un grupo desoldados entrenados acepte matar masasde personas inocentes… sabiendo queellos mismos enfermarán y morirán.

Sienna lo miró desconcertada.—Robert, ¿qué crees que hacen los

soldados cuando van a una guerra?Matan gente inocente y arriesgan supropia vida. Todo es posible cuando unapersona cree en una causa.

—¿Una causa? ¿Propagar una plaga?Los ojos marrones de Sienna lo

miraron inquisitivamente.—Robert, la causa no es propagar

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una plaga…, sino salvar el mundo. —Sedetuvo un momento—. Uno de lospasajes del artículo de Bertrand Zobristque dio más que hablar era una preguntahipotética. Quiero que la contestes.

—¿Cuál es?—Zobrist preguntaba lo siguiente: Si

pudieras accionar un interruptor y matara la mitad de la población de la Tierra,¿lo harías?

—Claro que no.—Muy bien. ¿Y si te dijeran que, en

caso de no accionarlo ahora mismo, laraza humana se extinguiría en lospróximos cien años? —Hizo una pausa—. ¿Lo harías entonces?, ¿aunque

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supusiera la muerte de amigos,familiares y posiblemente la tuyapropia?

—Sienna, no puedo…—Es una pregunta hipotética —dijo

—. ¿Estarías dispuesto a matar hoy a lamitad de la población si con esopudieras salvar a nuestra especie de laextinción?

El macabro tema que estabandiscutiendo había alteradoprofundamente a Langdon, de modo queno pudo evitar sentirse aliviado al ver elfamiliar cartel rojo en la fachada deledificio de piedra que tenían enfrente.

—Mira —anunció, señalándolo—.

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Hemos llegado.Sienna negó con la cabeza.—Como he dicho antes. Negación de

la realidad.

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51

La Casa di Dante estaba localizada en laVia Santa Margherita y era fácilmenteidentificable por el gran cartel rojo quecolgaba en su fachada de piedra: MUSEOCASA DI DANTE.

Sienna se mostró extrañada:—¿Vamos a la casa de Dante?—No exactamente —dijo Langdon

—. Dante vivía a la vuelta de la esquina.Esto es más bien un… museo. —Langdon había visitado el lugar en una

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ocasión para ver su colección, peroconsistía en poco más quereproducciones de obras relacionadascon la obra del poeta florentinoprocedentes de todo el mundo. Aun así,no dejaba de ser interesante verlas todasjuntas reunidas bajo un mismo techo.

De repente, Sienna parecióanimarse.

—¿Y crees que tendrán algúnejemplar antiguo de la Divina Comedia?

Langdon soltó una risa ahogada.—No, pero sé que tienen una tienda

que vende pósters con todo el textoimpreso en letra microscópica.

Sienna lo miró ligeramente

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horrorizada.—Ya, pero es mejor que nada. El

único problema es que mi vista ya no eslo que era, de modo que tendrás queleerlo tú.

—È chiusa —dijo un hombre mayoral ver que se acercaban a la puerta—. Èil giorno di riposo.

«¿Cerrado por descanso?» Langdonvolvió a sentirse desorientado. Sevolvió hacia Sienna.

—Pero ¿hoy no estamos a… lunes?Ella asintió.—Los florentinos prefieren celebrar

el descanso semanal en lunes.Langdon maldijo entre dientes al

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recordar el inusual calendario laboralde la ciudad. Como el dinero de losturistas entraba en mayor cantidad losfines de semana, muchos florentinoshabían decidido trasladar el día dedescanso al lunes para que no seinterpusiera en exceso con su principalmedio de subsistencia.

Lamentablemente, cayó en la cuentaLangdon, eso también descartaba su otraopción, la librería Paperback Exchange,una de sus favoritas de la ciudad. Ahísin duda habrían encontrado ejemplaresde la Divina Comedia.

—¿Alguna otra idea? —preguntóSienna.

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Langdon lo pensó un momento y alfin asintió.

—Hay un lugar a la vuelta de laesquina donde se reúnen los entusiastasde Dante. Estoy seguro de que algunotendrá un ejemplar.

—Seguramente también está cerrado—le advirtió Sienna—. Casi todos losestablecimientos de la ciudad cierran ellunes.

—Este lugar jamás haría algo así —respondió Langdon con una sonrisa—.Es una iglesia.

A menos de cincuenta metros, al

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acecho entre el gentío, el hombre delsarpullido y el pendiente de oropermanecía apoyado en la pared,aprovechando esa oportunidad pararecobrar el aliento. Su respiración, sinembargo, no mejoraba, y la erupción desu rostro era casi imposible de ignorar,sobre todo en la zona más sensible justoencima de los ojos. Se quitó las gafasPlume Paris y se frotó suavemente lascuencas con la manga, procurando noreventar las pústulas. Cuando volvió aponerse las gafas, advirtió que su presase había puesto en marcha de nuevo.Tras hacer un rápido acopio de fuerzas,prosiguió la persecución.

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A varias manzanas de allí, en elinterior del Salón de los Quinientos, elagente Brüder se encontraba ante eldescoyuntado cadáver de la mujer delcabello de punta, a la que conocíademasiado bien y que ahora yacía en elsuelo en medio de la sala. Se arrodilló asu lado, cogió su pistola y la entregó auno de sus hombres después de ponerleel seguro.

La administradora, Marta Álvarez,estaba a su lado. Le acababa de ofreceruna breve pero sorprendente relación detodo lo que había ocurrido con RobertLangdon desde la noche anterior…,

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incluida una noticia que Brüder todavíaestaba intentando procesar.

«Langdon asegura que sufreamnesia.»

Cogió su teléfono móvil y marcó elnúmero. La línea sonó tres veces y luegocontestó una voz distante y trémula.

—¿Sí, agente Brüder? Diga.Él habló con lentitud para asegurarse

de que le comprendía bien.—Todavía estamos intentando

localizar a Langdon y a la chica, perohay una novedad —hizo una breve pausa—. Y, si es cierta…, lo cambia todo.

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El preboste iba de un lado a otro desu despacho, resistiéndose a la tentaciónde servirse otro whisky y obligándose ahacer frente de una vez a esa situaciónque no dejaba de empeorar.

Nunca en toda su carrera habíatraicionado a un cliente ni había dejadode cumplir un acuerdo. Y no teníaintención de comenzar a hacerlo. Pero,por otro lado, sospechaba que se habíavisto involucrado en una situación cuyopropósito divergía del que habíaimaginado en un principio.

Un año atrás, el famoso genetista

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Bertrand Zobrist había acudido a bordod e l Mendacium para solicitar que leproporcionaran un refugio seguro en elque pudiera trabajar. Por aquelentonces, el preboste creía que Zobristestaba planeando desarrollar unamedicina secreta cuya patenteincrementaría su ya vasta fortuna. No erala primera vez que el Consorcio eracontratado por un científico o uningeniero paranoicos que preferíantrabajar del todo aislados para evitarque les robaran sus valiosas ideas.

Con eso en mente, el preboste aceptótrabajar para él. No le sorprendió que lagente de la Organización Mundial de la

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Salud hubiera comenzado a buscarlo.Tampoco le dio mayor importancia alhecho de que la directora misma de laOMS, la doctora Elizabeth Sinskey,pareciera haber convertido lalocalización de su cliente en una misiónpersonal.

«El Consorcio se ha enfrentadodesde siempre a adversariospoderosos.»

Como habían acordado, elConsorcio había cumplido su parte delacuerdo con Zobrist sin hacer preguntas,y había frustrado todos los intentos que,durante el período estipulado en elcontrato, la doctora Sinskey había

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llevado a cabo para localizarle.«O, mejor dicho, durante casi todo

el período.»Menos de una semana antes de que

el acuerdo expirara, la doctora Sinskeyse las había arreglado para localizar aZobrist en Florencia y le había estadohostigando y acosando hasta que elcientífico se había suicidado. Porprimera vez en su carrera, el preboste nohabía podido proporcionar a un clientela protección que le había prometido, yeso le obsesionaba… Igual que lasextrañas circunstancias de su muerte.

«¿Prefirió suicidarse… antes de quelo capturaran?»

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«¿Qué estaba protegiendo?»Después de la muerte de Zobrist, la

doctora Sinskey había confiscado unobjeto de su caja de seguridad, y ahorael Consorcio estaba enzarzado en unadura batalla con Sinskey en Florencia;una suerte de caza del tesoro en buscade…

«¿En busca de qué?»Instintivamente, el preboste echó un

vistazo al grueso tomo que le había dadodos semanas atrás un desquiciadoZobrist.

«La Divina Comedia.»El preboste cogió el ejemplar y lo

dejó caer sobre el escritorio. Con dedos

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temblorosos, lo abrió por la primerapágina y volvió a leer la dedicatoria.

Mi querido amigo, gracias porayudarme a encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

«En primer lugar —pensó elpreboste—, usted y yo nunca hemos sidoamigos.»

Leyó la dedicatoria tres veces más, yluego se volvió hacia el círculo rojo quehabía garabateado en su calendario. Eldía siguiente.

«¿El mundo se lo agradece?»Se quedó mirando el horizonte un

largo rato.

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En medio del silencio, pensó en elvídeo y recordó la llamada delfacilitador Knowlton. «Señor, creo quesería mejor que viera este vídeo antesde hacer nada con él…, el contenido esbastante perturbador.»

Esa llamada todavía desconcertabaal preboste. Knowlton era uno de susmejores facilitadores, y era muy extrañoque hubiera realizado una petición comoésa. Sabía que era mejor no sugerir talinfracción del protocolo decompartimentalización.

Después de colocar el ejemplar del a Divina Comedia en un estante, elpreboste se acercó a la botella de

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whisky y se sirvió un vaso.Debía tomar una decisión muy

difícil.

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A pesar de ser conocido como la iglesiade Dante, el santuario de la Chiesa diSanta Margherita dei Cerchi en realidades más una capilla que una iglesia. Estepequeño templo de una estancia estáconsiderado entre los devotos de Danteel lugar sagrado en el que tuvieron lugardos momentos fundamentales de la vidadel gran poeta.

Según la tradición, fue en estaiglesia donde Dante vio por primera vez

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a los nueve años de edad a BeatricePortinari, de quien se enamoró a primeravista y a quien siguió amando durantetoda la vida. Para gran consternación delpoeta, Beatrice se casó con otro y murióa los veinticuatro años.

Fue también en esta iglesia dondeDante se casó algunos años más tardecon Gemma Donati, una mujer que,según el testimonio del gran poetaBoccaccio, no estaba a la altura deDante. A pesar de tener hijos, la parejaofrecía escasas muestras de afectomutuo y, tras el destierro de Dante,ninguno de los dos hizo demasiadosesfuerzos para intentar volver a verse.

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El verdadero amor del poetaflorentino, pues, siempre fue lamalograda Beatrice Portinari, a quienapenas conoció pero cuyo recuerdo fuetan poderoso que fue capaz de inspirarsus mejores obras.

Su celebrado volumen de poesía LaVita Nuova, por ejemplo, está repleto deversos elogiosos dedicados a «labendita Beatrice». Y en la DivinaComedia, todavía más laudatoria, suamada es nada menos que quien le guía através del paraíso. En ambas obras elpoeta demuestra lo mucho que añoraba asu inalcanzable dama.

Hoy en día, la iglesia de Dante se ha

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convertido en un santuario para quienessufren mal de amores. La tumba mismade la joven Beatrice está dentro de laiglesia, y su sencillo sepulcro ha pasadoa ser un destino de peregrinación tantopara los seguidores de Dante como paralos amantes desconsolados.

Langdon y Sienna siguieronavanzando por las callejuelas de la viejaFlorencia, algunas tan estrechas queapenas se las podía considerar poco másque pasajes peatonales. De vez encuando aparecía un coche que intentabaabrirse paso lentamente a través de eselaberinto, lo cual obligaba a lospeatones a pegarse bien a los edificios

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para dejarlo pasar.—La iglesia está a la vuelta de la

esquina —le dijo Langdon a Sienna.Esperaba que algún turista que estuvieradentro pudiera ayudarlos. Sabía que susposibilidades de encontrar a un buensamaritano eran mayores ahora queSienna le había cambiado la americanapor la peluca y ambos habían vuelto aadoptar su verdadera personalidad. Yano eran un roquero y una skinhead…,sino un profesor universitario y unajoven acicalada.

Langdon se sentía aliviado de volvera tener su aspecto.

Al internarse en una callejuela

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todavía más angosta —la Via del Presto—, Langdon comenzó a examinar laspuertas una a una. La entrada de laiglesia siempre era difícil de identificarporque el edificio no era muy grande,carecía de decoración exterior y estabaencajonado entre otros dos. Era fácilpasar por delante sin reparar en él.Curiosamente, a veces era más fácillocalizar esta iglesia con los oídos quecon los ojos.

Una de las peculiaridades de SantaMargherita dei Cerchi era que confrecuencia albergaba conciertos, o,cuando no había ninguno programado,sonaban grabaciones de los mismos para

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que los visitantes pudieran disfrutar demúsica a cualquier hora.

Tal y como esperaba, en un momentodado Langdon comenzó a oír débilesnotas de música grabada cuyo volumenfue en aumento a medida que avanzaban.La única indicación de que éste era ellugar correcto era un pequeño letrero —antítesis del reluciente cartel rojo delMuseo Casa di Dante— que anunciabahumildemente que se trataba de laiglesia de Dante y Beatrice.

Al entrar en sus oscuros confines, elaire pasó a ser más fresco y la músicamás alta. El interior era austero ysencillo…, y más pequeño todavía de lo

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que Langdon recordaba. Apenas se veíaun puñado de turistas que conversabanentre sí, escribían en sus diarios,permanecían sentados en silencio en losbancos disfrutando de la música oexaminaban la curiosa colección de artede la iglesia.

Salvo el retablo de Neri di Biccidedicado a la Madonna, casi todas lasobras de arte originales de la capillahabían sido reemplazadas con piezascontemporáneas que representaban a lasdos celebridades por las que losvisitantes iban hasta allí: Dante yBeatrice. La mayoría de los cuadrosrepresentaban la famosa escena en la

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que el poeta había visto a su amada porprimera vez; el momento en el que,según contaba el propio Dante, cayóenamorado al instante. La calidad de laspinturas era muy diversa y, para el gustode Langdon, en general parecíanexcesivamente kitsch y fuera de lugar.En una de ellas, el icónico gorro rojocon ligaduras de Dante casi parecíasalido del guardarropa de Santa Claus.A pesar de todo, el tema recurrente de laávida mirada del poeta a su amadaBeatrice dejaba bien claro que setrataba de una iglesia consagrada alamor desgraciado; el no correspondido,incumplido e inalcanzable.

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Langdon se volvió instintivamentehacia la izquierda y echó un vistazo a lamodesta tumba de Beatrice Portinari.Era la principal razón por la que lagente visitaba esa iglesia; aunque notanto para ver la tumba misma como porel famoso objeto que había a su lado.

«Una canasta de mimbre.»Como siempre, esa mañana se

encontraba junto al sepulcro. Y, comosiempre, estaba repleta de papelesdoblados: cartas y notas manuscritas delos visitantes a Beatrice.

Se había convertido en algo asícomo la santa patrona de los amantesdesgraciados y, según una larga

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tradición, éstos depositaban la peticiónmanuscrita en el cesto con la esperanzade que Beatrice interviniera en nombredel poeta e hiciera que alguien lesquisiera más, o les ayudara a encontrarel verdadero amor o, quizá, les diera lafortaleza necesaria para olvidar un amorque había fallecido.

Muchos años atrás, mientras seencontraba inmerso en el farragosoproceso de investigación para un librosobre la historia del arte que iba aescribir, Langdon se detuvo en esaiglesia para dejar una nota en la canastay pedirle a la musa de Dante no que leconcediera el verdadero amor, sino

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parte de esa inspiración que habíapermitido a Dante escribir su obramaestra.

«Cuéntame, Musa, la historia delhombre de muchos senderos.»

La primera frase de la Odisea deHomero le pareció una oraciónadecuada, y en su fuero interno creía quesu mensaje efectivamente habíasuscitado la inspiración divina deBeatrice, pues al regresar a casa pudoescribir el libro con inusual facilidad.

—Scusate! —oyó que decía Siennade repente—. Potete ascoltarmi tutti?¿Todo el mundo?

Langdon se volvió y vio que se

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estaba dirigiendo a un grupo de turistasque la miraban extrañados.

Sienna les sonreía dulcemente y lespreguntó en italiano si alguien tenía unejemplar de la Divina Comedia.Después de unas cuantas miradas dedesconcierto y varias negaciones con lacabeza, lo volvió a preguntar en inglés,pero el resultado fue el mismo.

Una mujer mayor que estababarriendo el altar la hizo callarllevándose un dedo a los labios paraindicarle que mantuviera silencio.

Sienna se volvió hacia Langdon conel ceño fruncido, como preguntándole:«¿Y ahora qué?»

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La petición «a todas las unidades»de Sienna no era exactamente lo queLangdon había planeado, pero tampocohabía contado con obtener un fracaso tanestrepitoso. En anteriores visitas, habíavisto a no pocos turistas leyendo laDivina Comedia en este espaciosagrado, disfrutando de una inmersióntotal en la experiencia de Dante.

«Hoy no.»Langdon se fijó entonces en una

pareja mayor que estaba sentada en laparte delantera de la iglesia. El hombretenía la cabeza calva inclinada haciaadelante, con la barbilla pegada alpecho. No había duda de que estaba

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echando una cabezadita. La mujer quehabía a su lado, en cambio, parecía biendespierta. Bajo su cabello gris seadivinaban un par de cables blancos quele colgaban de las orejas.

«Un rayo de esperanza», pensóLangdon, y enfiló el pasillo hasta llegarjunto ellos. Como esperaba, los cablesblancos de la mujer conducían a uniPhone que descansaba sobre su regazo.Al advertir que alguien la miraba, lamujer levantó la vista y se quitó losauriculares.

Langdon no tenía ni idea de quéidioma hablaba, pero la proliferaciónglobal de iPhones, iPods y iPads había

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extendido un vocabulario tan conocidouniversalmente como los símbolos dehombre y mujer que decoraban loscuartos de baño de todo el mundo.

—¿iPhone? —preguntó Langdon,señalando el aparato.

Al instante, el rostro de la mujer seiluminó y asintió orgullosa.

—Un artilugio increíble —susurróen un inglés con acento británico—. Melo compró mi hijo. Estoy escuchando micorreo electrónico. ¿Se lo puedecreer…? ¡Escuchando mi correoelectrónico! Este pequeño tesoro me lolee. Con lo mal que tengo la vista, estoda una ayuda.

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—Yo también tengo uno —dijoLangdon con una sonrisa, y se sentó a sulado, con cuidado de no despertar almarido dormido—, pero anoche loperdí.

—¡Pero qué tragedia! ¿Ha probadola función «Encuentra tu iPhone»? Mihijo dice que…

—Idiota de mí, nunca la llegué aactivar. —Langdon la miró conexpresión desconsolada y, taneducadamente como pudo, le pidió elmóvil—: Si no es molestia, ¿leimportaría prestarme el suyo unmomento? Necesito consultar una cosaen internet y sería de gran ayuda.

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—¡Por supuesto! —La mujerdesenchufó los auriculares del aparato yse lo ofreció—. ¡No hay ningúnproblema!

Langdon le dio las gracias y cogió elteléfono. Mientras ella explicaba lo malque se sentiría si perdiera su iPhone, élabrió la ventana de búsqueda de Googley presionó el botón del micrófono. Trasoír el pitido, Langdon pronunció laspalabras a buscar.

— D a n t e , Divina Comedia,Paradiso, canto veinticinco.

La mujer se quedó sorprendida,como si todavía no conociera esafunción. Mientras esperaba que los

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resultados aparecieran en la pequeñapantalla, Langdon echó un vistazo aSienna, que estaba hojeando unosfolletos que había cerca de la canasta decartas a Beatrice.

No lejos de ella, había un hombrecon corbata que rezaba con la cabezagacha y arrodillado en las sombras.Langdon no podía verle la cara, perosintió una punzada de tristeza al pensarque este hombre solitario seguramentehabía perdido a su amada y había venidoaquí en busca de consuelo.

Langdon volvió a prestar atención aliPhone y, unos segundos después,encontró un enlace a una edición digital

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de la Divina Comedia, la traducción yaera de dominio público. Cuando lapágina se abrió justo en el cantoveinticinco, Langdon tuvo que admitirque se sentía realmente impresionado.«Tengo que dejar de ser tan esnob —serecordó a sí mismo—, los ebooks tienensus cosas.»

La mujer le miraba ahora conpreocupación y decía algo acerca de laselevadas tarifas del acceso a internet enel extranjero. Langdon tuvo la sensaciónde que esa oportunidad sería breve y seapresuró a examinar la página web.

El texto era muy pequeño, pero latenue luz de la capilla hacía más legible

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la pantalla iluminada. A Langdon lealegró haber dado por casualidad con latraducción al inglés realizada por elfallecido profesor norteamericano AllenMandelbaum. Por esta deslumbrantetraducción, Mandelbaum había recibidola máxima condecoración que seconcedía en Italia, la Orden de laEstrella de la Solidaridad Italiana. Sibien no era tan poética como la deLongfellow, se trataba de una versiónbastante más comprensible.

«Hoy me interesa más la claridadque la poesía», pensó Langdon,esperando encontrar lo más rápidoposible la referencia a una localización

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específica de Florencia: el lugar en elque Ignazio había escondido la máscaramortuoria de Dante.

La pequeña pantalla del iPhonemostraba sólo seis versos a la vez. Encuanto comenzó a leer, Langdon recordóde qué pasaje se trataba. Al principiodel canto, Dante hacía referencia a lapropia Divina Comedia y el desgastefísico que su escritura le habíaacarreado. También mostraba su deseode que ese poema sacro le permitierasobreponerse del cruel destierro que lemantenía alejado de su queridaFlorencia.

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CANTO XXV

S i a c o n t e c i e s e q u e e l p o e m a s ac r o

e n e l q u e h a n p u e s t o m a n o c i e l oy t i e r r a,

y p o r e l q u e h a c e m u c h o m e d e m ac r o,

v e n c i e r a l a c r u e l d a d q u e m e d e st i e r r a

d e l r e d i l e n e l q u e y o e r a c o r d e ru e l o,

c o n t r a l o s l o b o s q u e l e m u e v e n al a g u e r r a…

Si bien el pasaje era un recordatoriode que Florencia era el hogar que Danteañoraba mientras escribía la DivinaComedia, Langdon no vio en él ninguna

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referencia a ningún lugar específico dela ciudad.

—¿Sabe cuáles son las tarifas detransmisión de datos? —le interrumpióla mujer, que parecía cada vez máspreocupada—. Recuerdo que mi hijo meadvirtió de que tuviera cuidado sinavegaba en el extranjero.

Langdon le aseguró que sería sólo unminuto y se ofreció a pagárselo. Aun así,le quedó claro que no le dejaría leerenteros los ciento cuarenta versos delcanto.

Rápidamente, pues, pasó a las seislíneas siguientes y siguió leyendo.

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c o n d i f e r e n t e v o z, c o n o t ro p e l o

r e t o r n a r é p o e t a, y e n l a f u en t e

d e m i b a u t i s m o t o m a r é e l ca p e l o;

p o r q u e e n a q u e l l a f e, q u e ha c e q u e c u e n t e

e l a l m a p a r a D i o s, a l l í e n t ré, y l u e g o

P e d r o p o r e l l a m e r o d e ó l af r e n t e.

Langdon también recordaba esepasaje. Era una oblicua referencia alpacto político que le habían ofrecido sus

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enemigos. Según la historia, los «lobos»que desterraron a Dante de Florencia ledijeron que podría regresar siempre ycuando se sometiera a un escarniopúblico: presentarse ante toda unacongregación, en su fuente bautismal,ataviado únicamente con un sambenito amodo de admisión de culpa.

En el pasaje que acababa de leer,Dante rechaza la propuesta y proclamaque si alguna vez regresa a su fuentebautismal, lo hará no con el sambenitode un hombre culpable, sino con lacorona de laurel de un poeta.

Langdon levantó el dedo índice parapasar de página, pero al parecer la

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mujer había reconsiderado su préstamoy había extendido la mano para que ledevolviera el iPhone.

Él hizo caso omiso. Cuando iba apasar de pantalla, algo en uno de losversos que acababa de leer llamó suatención…

r e t o r n a r é p o e t a, y e n l a f u en t e

d e m i b a u t i s m o t o m a r é e l ca p e l o;

Langdon se quedó mirando laspalabras. En su ansia por encontrar lamención a un lugar específico, casi pasapor alto la prometedora perspectiva que

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ofrecían esos versos iniciales.

e n l a f u e n t e d e m i b a u t i s mo

En Florencia se encontraba una delas fuentes bautismales más famosas delmundo. Durante más de setecientos añoshabía sido utilizada para purificar ybautizar a jóvenes cristianos, entre loscuales se encontraba Dante Alighieri.

Langdon evocó entonces la imagendel edificio en el que se encontraba lafuente. Se trataba de un espectacularedificio octogonal que, en muchossentidos, era más espectacular que elmismo Duomo. Se preguntó entonces si

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no habría leído ya todo lo quenecesitaba.

«¿Será este edificio el lugar al queIgnazio se refería?»

Un dorado rayo pasó por la mente deLangdon, y una hermosa imagen sematerializó de repente: un espectacularjuego de puertas de bronce, radiante yreluciente bajo la luz de la mañana.

«¡Ya sé lo que intentaba decirmeIgnazio!»

Cualquier duda que todavía pudieratener se evaporó un instante después,cuando cayó en la cuenta de que IgnazioBusoni era una de las pocas personasque podía abrir esas puertas.

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«Robert, las puertas están abiertaspara ti, pero debes darte prisa.»

Langdon le devolvió el iPhone a lamujer mayor y le dio las graciasprofusamente.

Regresó junto a Sienna y, en vozbaja, le anunció emocionado:

—¡Sé de qué puertas hablabaIgnazio! ¡Las puertas del paraíso!

Sienna lo miró confundida.—¿Las puertas del paraíso? ¿Pero

ésas no están… en el cielo?—En realidad —dijo Langdon con

una irónica sonrisa y mientras ya seencaminaba hacia la puerta—, si unosabe dónde buscar, Florencia es el

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paraíso.

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«Retornaré poeta… a la fuente de mibautismo.»

Las palabras de Dante seguíanresonando en la mente de Langdonmientras conducía a Sienna al norte porel estrecho pasaje conocido como Viadello Studio. Su destino se encontraba alfinal de la calle y, a cada paso, Langdonestaba más convencido de que la pistaque seguían era buena y que habíandejado a sus perseguidores atrás.

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«Las puertas están abiertas para ti,pero debes darte prisa.»

Al acercarse al final del callejón,estrecho como una sima, Langdoncomenzó a oír el leve murmullo delbullicio que les esperaba delante. Derepente, las oscuras paredes que había acada lado dieron paso a una ampliaextensión luminosa.

La Piazza del Duomo.Esta enorme plaza y su compleja red

de edificios eran el antiguo centroreligioso de Florencia. Con el tiempo,sin embargo, se había convertido en unconcurrido enclave turístico, y a esahora ya estaba repleta de autobuses y

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multitudes de visitantes que abarrotabanlos alrededores de la célebre catedralde Florencia.

Langdon y Sienna se encontraban enel lado sur de la plaza y tenían ante sí ellateral sur de la catedral, con sudeslumbrante exterior de mármol verde,rosa y blanco. Ese edificio, tansobrecogedor en tamaño como en lapericia artística empleada en suconstrucción, se extendía en ambasdirecciones hasta alcanzar una distanciarealmente increíble: era casi tan extensocomo alto el monumento a Washingtonde la capital norteamericana.

A pesar de su abandono de la

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tradicional filigrana de piedramonocromática en favor de una mezclade colores inusual y llamativa, laestructura era puramente gótica: clásica,robusta y perdurable. En su primeravisita a la ciudad, Langdon encontró suarquitectura casi chillona. En viajesposteriores, sin embargo, se pasó horasestudiando la estructura, cautivado porsus inusuales efectos estéticos y, al fin,había llegado a apreciar su espectacularbelleza.

Además de motivar el apodo deIgnazio Busoni, el Duomo —o, másformalmente, la catedral de Santa Mariadel Fiore— le había proporcionado a

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Florencia no sólo un corazón espiritual,sino siglos de dramas e intrigas. Elvolátil pasado del edificio iba desde loslargos y encendidos debates sobre elmuy criticado fresco de Vasari quehabía en el interior de la cúpula… hastala disputada competición paraseleccionar el arquitecto que laterminaría.

Finalmente, fue Filippo Brunelleschiquien consiguió el lucrativo contrato ycompletó la cúpula —la más grande delmundo en su época—. Hoy en día sepuede ver una escultura dedicada a él enun nicho de la fachada del Palazzo deiCanonici, sentada frente al Duomo y

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admirando su obra maestra consatisfacción.

Esa mañana, al alzar la vista hacia lacélebre cúpula de tejas rojas que en sumomento había supuesto un hitoarquitectónico, Langdon recordó el díaen que decidió subir a lo alto ydescubrió que sus estrechas escalerasrepletas de turistas eran tan angustiantescomo cualquiera de los claustrofóbicosespacios en los que tenía fobia a entrar.Aun así, agradeció la dura experienciade subir la «cúpula de Brunelleschi»,pues le animó a leer un entretenido librode Ross King con ese título.

—¿Robert? —preguntó Sienna—.

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¿Vienes?Langdon volvió en sí y se dio cuenta

de que se había detenido para admirar laarquitectura.

—Lo siento.Siguieron adelante por el perímetro

de la plaza, con la catedral a su derecha,y Langdon advirtió que de las puertaslaterales comenzaban a salir turistas queya habían tachado el nombre del edificiode su lista de lugares por ver.

Sobre ellos se alzaba lainconfundible silueta del Campanile, lasegunda de las tres estructuras queformaban el complejo de la catedral. Sela conocía popularmente como el

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Campanario de Giotto, y su fachada demármol rosa, verde y blanco no dejabaduda alguna sobre su relación con lacatedral que tenía al lado. Esta torrecuadrangular se elevaba hasta lamareante altura de ochenta y cuatrometros. A Langdon siempre le habíasorprendido que su esbelta estructurahubiera resistido terremotos ytemporales y que todavía permanecieraen pie después de tantos siglos, sobretodo teniendo en cuenta lo pesada queera su parte superior: las campanaspesaban más de nueve mil kilos.

Sienna iba a su lado sin dejar demirar nerviosamente el cielo por si

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aparecía el drone. Por suerte, el dichosoartilugio no se veía por ningún lado. Apesar de lo temprano que era en la calleya había mucha gente, y Langdon dijoque lo mejor sería avanzar entre lamuchedumbre.

Al acercarse al Campanile pasaronpor delante de una hilera decaricaturistas que abocetaban a turistasante sus caballetes: un adolescente sobreun monopatín, una chica con dientes decaballo blandiendo un palo de lacrosse,una pareja de recién casados besándosesobre un unicornio… A Langdon leparecía gracioso que esa actividadestuviera permitida en los mismos

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adoquines sagrados sobre los queMiguel Ángel había apoyado sucaballete.

Tras rodear la base del Campanariode Giotto, Langdon y Sienna torcieron ala derecha y salieron a la plaza quehabía delante de la catedral. Ahí todavíahabía más gente. Turistas de todo elmundo apuntaban sus cámaras de fotos yde vídeo a la colorista fachadaprincipal.

Langdon apenas se fijó. Su atenciónestaba puesta en el edificio mucho máspequeño que acababa de quedar a lavista. Justo enfrente de la entradaprincipal de la catedral se encontraba la

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tercera y última estructura del complejocatedralicio.

También era la favorita de Langdon.El Baptisterio de San Juan.Adornado con el mismo mármol

polícromo y las mismas pilastras a rayasque la catedral, el baptisterio sediferenciaba del edificio principal porsu sorprendente forma: un octágonoperfecto. De aspecto parecido al de unpastel, decían algunos, la estructura deocho lados tenía tres niveles y estabacoronada por un techo bajo y blanco.

Langdon sabía que la formaoctogonal no tenía nada que ver con laestética sino con el simbolismo. Para el

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cristianismo, el número ochorepresentaba renacimiento y recreación.El octágono era un recordatorio visualdel octavo día, en el que los cristianos«renacían» o «se recreaban» a travésdel bautismo, después de los seis quetardó Dios en construir el cielo y laTierra y del séptimo de descanso. Eloctágono se había convertido en unaforma común en los baptisterios de todoel mundo.

Aunque Langdon lo consideraba unode los edificios más impresionantes deFlorencia, su localización siempre lehabía parecido un poco injusta. Encualquier otro lugar del mundo, ese

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edificio habría sido el centro deatención. Allí, sin embargo, a la sombrade sus dos colosales estructurashermanas, daba la impresión de ser elmás insignificante del grupo.

«Hasta que uno entra», se recordó así mismo Langdon, y pensó en elimpactante mosaico del techo, tanespectacular que sus primerosadmiradores aseguraron que parecía elmismo cielo. «Si uno sabe dónde mirar—le había dicho irónicamente a Sienna—, Florencia es el paraíso.»

Durante siglos, en ese santuario deocho lados se había celebrado elbautismo de incontables celebridades,

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entre las cuales estaba el mismo Dante.«Retornaré poeta…, a la fuente de

mi bautismo.»A causa de su destierro, no le

permitieron regresar a ese lugarsagrado, pero Langdon sentía lacreciente certidumbre de que su máscaramortuoria, a través de la inverosímilserie de acontecimientos que tuvieronlugar la pasada noche, sí habíaconseguido regresar.

«El baptisterio —pensó Langdon—.Éste tiene que ser el lugar donde Ignazioescondió la máscara antes de morir.»Recordó entonces el mensajedesesperado que le había dejado su

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amigo y, por un escalofriante momento,se imaginó al corpulento hombreagarrándose el pecho y atravesando atumbos la piazza hasta un callejón parahacer la que sería su última llamada.

«Las puertas están abiertas para ti.»Langdon se abría paso entre el

gentío con la mirada puesta en elbaptisterio. Sienna andaba ahora a talvelocidad que él casi tenía que correrpara mantener el paso. Incluso desde ladistancia, pudo distinguir las enormespuertas principales del edificioreluciendo bajo la luz del sol.

Estaban hechas de bronce dorado ymedían más de cuatro metros de altura.

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Su creador, Lorenzo Ghiberti, habíatardado más de veinte años enterminarlas. Los diez intrincadospaneles de figuras bíblicas que lasadornaban eran de tal calidad queGiorgio Vasari las consideró«incuestionablemente perfectas en todoslos sentidos…, y la obra maestra másgrande jamás creada».

Fue otro efusivo artista, sinembargo, quien acuñó el sobrenombreque todavía se usa para designarlas.Miguel Ángel había proclamado queeran tan hermosas que eran dignas deconsiderarse… las puertas del paraíso.

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«La Biblia en bronce», pensó Langdonmientras admiraba las hermosas puertasque tenía delante.

Las relucientes puertas del paraísode Ghiberti estaban adornadas con diezpaneles cuadrados, cada uno de loscuales representaba una importanteescena del Antiguo Testamento. Deljardín del Edén a Moisés, pasando porel templo del rey Salomón, la narraciónesculpida por Ghiberti se desarrollaba a

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través de dos columnas verticales decinco paneles cada una.

Esta impresionante serie de escenasindividuales había originado unaespecie de concurso de popularidadentre artistas e historiadores del arte.Desde hacía siglos, todo el mundo —deBotticelli a los críticos modernos—debatía cuál era «el mejor panel». Porconsenso general, el ganador era el deEsaú y Jacob (el panel central de lacolumna de la izquierda), supuestamenteescogido por la impresionante cantidadde técnicas artísticas utilizadas en suelaboración. Langdon sospechaba, sinembargo, que la verdadera razón de la

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hegemonía de ese panel era el hecho deque el mismo Ghiberti hubieraestampado en él su firma.

Unos pocos años antes, IgnazioBusoni le había enseñado las puertas aLangdon con orgullo, si bien luego habíaadmitido que, tras estar medio milenioexpuestas a inundaciones, vandalismo ypolución, las puertas doradas habíansido reemplazadas por unas réplicasexactas y ahora las originales seencontraban en el Museo dell’Opera delDuomo para ser restauradas. Langdon seabstuvo de decirle a Busoni que sabíaperfectamente que habían estadoadmirando unas copias y que, de hecho,

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se trataba del segundo juego de puertas«falsas» de Ghiberti que veía. Elprimero fue por casualidad: mientrasinvestigaba los laberintos de la catedralGrace de San Francisco, descubrió que,desde mediados del siglo XX, laspuertas de su entrada principal eran unaréplica de las de Ghiberti.

Mientras permanecía ante la obramaestra de Ghiberti, a Langdon le llamóla atención una sencilla frase en italianoque había en un pequeño rótuloinformativo.

La Peste Nera. La Peste Negra.«¡Dios mío! —pensó Langdon—, estápor todas partes.» Según el rótulo, las

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puertas habían sido encargadas a modode ofrenda votiva a Dios; una muestra degratitud por el hecho de que la ciudadhubiera sobrevivido a la plaga.

Langdon volvió a mirar las puertasdel paraíso mientras en su cabeza nodejaban de resonar las palabras deIgnazio. «Las puertas están abiertas parati, pero debes darte prisa.»

A pesar de la promesa de Ignazio, enrealidad estaban definitivamentecerradas. Como siempre, de hecho,salvo unos pocos días con motivo dealguna fiesta religiosa. Los turistasentraban al baptisterio por la puertanorte.

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Sienna estaba a su lado de puntillas,intentando ver algo por encima de lascabezas de la gente.

—No hay manilla —dijo—. Nicerradura. Nada.

«Cierto», pensó Langdon, conscientede que Ghiberti no iba a arruinar su obramaestra con algo tan mundano como unpomo.

—Las puertas se abren hacia dentro.La cerradura está en el interior.

Sienna se quedó un momentopensativa.

—Entonces, ¿desde fuera… nadiepuede saber si las puertas están cerradascon llave o no?

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Langdon asintió.—Espero que fuera eso lo que

Ignazio tuviera en mente.Dio unos cuantos pasos a la derecha

y miró hacia el lado norte del edificio,en dirección a una puerta mucho menosornamentada —la entrada de turistas—,donde un guía con aspecto de estaraburrido fumaba un cigarrillo y selimitaba a responder las preguntas delos visitantes señalándoles un letreroque había encima de la entrada:APERTURA 13.00-17.00.

«Todavía faltan varias horas paraque abra —pensó Langdon, aliviado—.Y hoy aún no ha estado nadie dentro.»

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Consultó la hora instintivamente, yde nuevo volvió a encontrarse con queya no tenía el reloj de Mickey Mouse.

Cuando regresó junto a Sienna, habíallegado un nuevo grupo de turistas queestaban tomando fotografías a través dela sencilla verja de hierro que había aescasa distancia de las puertas delparaíso para evitar que los visitantes seacercaran demasiado a la obra maestrade Ghiberti.

La verja protectora estaba hecha debarrotes de hierro forjado coronadospor unas puntas onduladas y doradas.Parecía más bien una de esas verjas quesuelen cercar las casas suburbanas.

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Como el cartel informativo quedescribía las puertas del paraíso noestaba colocado en las mismas puertasde bronce sino en esta verja protectora,Langdon había oído que solía provocarno pocas confusiones entre los turistas.

Y, efectivamente, de repente unamujer rechoncha con un suéter de JuicyCouture se abrió paso entre la multitudy, tras ver el letrero, se quedó mirandola verja con el ceño fruncido y dijo contono de burla: «¿Puertas del paraíso?¡Pero si parece la cerca de mi perro!» Yse fue antes de que nadie pudiera sacarlade su error.

Sienna extendió las manos y se cogió

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a la verja protectora para mirardisimuladamente el mecanismo de cierreque había detrás.

—Mira —susurró, volviéndosehacia Langdon con los ojos abiertoscomo platos—. El candado está abierto.

Langdon miró a través de losbarrotes y comprobó que tenía razón. Elcandado estaba colocado como siestuviera cerrado, pero, al examinarlocon cuidado, podía verse quedefinitivamente estaba abierto.

«Las puertas están abiertas para ti,pero debes darte prisa.»

Langdon levantó la mirada hacia laspuertas del paraíso. Si efectivamente

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Ignazio había dejado abiertas esaspuertas, sólo tendrían que empujar. Eldesafío sería hacerlo sin llamar laatención de las personas que se hallabanen la plaza, entre las cuales había, claro,la policía y los guardias del Duomo.

—¡Mirad! —exclamó de repente lavoz de una mujer que se encontrabacerca—. ¡Va a saltar! —El pánico eraperceptible en su voz—. ¡Ahí arriba, enel campanario!

Langdon se dio media vuelta ydescubrió que la mujer que gritabaera… Sienna. Estaba a unos cincometros y señalaba el campanario deGiotto.

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—¡Ahí arriba! ¡Va a saltar!De inmediato, todo el mundo se dio

la vuelta y levantó la mirada hacia allí.Algunos comenzaron a señalar,aguzando la mirada y haciendocomentarios en voz alta.

—¡¿Alguien va a saltar?!—¡¿Dónde?!—¡No lo veo!—¡¿Ahí en la izquierda?!El resto de la plaza apenas tardó

unos segundos en advertir el pánico deestos primeros turistas y siguió suejemplo. Con la furia de un incendio enun campo de heno seco, la oleada demiedo se fue extendiendo por la piazza

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hasta que, finalmente, todo el mundoestuvo mirando hacia arriba y señalandoel campanario.

«Marketing viral», pensó Langdon,consciente de que sólo tenían unmomento para actuar. Agarró la verja dehierro forjado, la abrió al mismo tiempoque Sienna regresaba junto a él y ambosse metieron en el pequeño espacio quehabía detrás. Entonces, esperando haberentendido bien a Ignazio, Langdon apoyóel hombro en una de las enormes puertasy empujó con fuerza.

Al principio no se movió, perofinalmente, con gran lentitud, lavoluminosa sección comenzó a ceder.

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«¡Las puertas están abiertas para ti!» Encuanto las puertas del paraíso seabrieron un poco, Sienna se metió dentrosin perder tiempo siquiera en mirar sialguien les veía. Langdon fue detrás. Sedeslizó de lado por la estrecha aberturay se internó en la oscuridad delbaptisterio.

Una vez dentro, ambos se dieron lavuelta y empujaron la puerta para volvera cerrarla. Al instante, el ruido y el caosexterior se evaporaron y todo quedó ensilencio.

Sienna señaló una larga viga demadera que había a sus pies. Estabaclaro que se trataba del travesaño con el

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que se atrancaba la puerta.—Ignazio debió de retirarlo anoche

para que pudieras entrar —dijo.Juntos lo cogieron y lo volvieron a

colocar en su sitio, cerrando de nuevolas puertas del paraíso…, yrecluyéndose a salvo en su interior.

Durante un momento, permanecieronen silencio, recobrando el alientoapoyados en la puerta. En comparacióncon la ruidosa piazza exterior, elinterior del edificio parecía tan pacíficocomo el mismo paraíso.

Fuera del baptisterio, el hombre de

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las gafas Plume Paris se abrió pasoentre la muchedumbre, ignorando lasmiradas de asco de aquellos queadvertían su sangriento sarpullido.

Al fin, llegó a las puertas de broncetras las cuales Robert Langdon y suacompañante rubia habían desaparecidohábilmente; a pesar del ruido que habíafuera, pudo oír cómo la atrancaban pordentro.

«Por aquí ya no se puede entrar.»Poco a poco, la plaza fue volviendo

a la normalidad. Los turistas que habíanestado mirando hacia el campanariohabían ido perdiendo interés en elsupuesto suicida y todo el mundo volvió

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a lo suyo.El hombre se volvió a rascar. La

erupción iba a peor. Ahora las yemas desus dedos también estaban hinchadas ycuarteadas. Se metió las manos en losbolsillos para evitar rascarse. A pesardel dolor que seguía sintiendo en elpecho, comenzó a rodear el octágono enbusca de otra entrada.

Apenas había llegado a la esquinacuando sintió un agudo dolor en la nuezde Adán y cayó en la cuenta de que seestaba rascando otra vez.

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Dice la leyenda que al entrar en elBaptisterio de San Juan es físicamenteimposible no levantar la mirada. Apesar de haber visitado muchas veces ellugar, Langdon volvió a sentir esamística atracción y dejó que su vista sealzara al techo.

Sobre su cabeza, la superficie de laoctogonal bóveda del baptisterio seextendía más de veinte metros de unlado al otro. Brillaba y relucía como si

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estuviera hecha de brasas ardientes. Subruñida superficie dorada reflejaba laluz ambiental de forma desigualmediante más de un millón de azulejossmalti; pequeñas piezas de mosaico desilicio cristalino tallado a mano yorganizadas en seis círculosconcéntricos que representaban distintasescenas de la Biblia.

La luz natural añadía dramatismo ala lustrosa sección superior de la sala;perforaba la oscuridad del espacio através de un óculo central —muyparecido al del Panteón de Roma— ymediante una serie de ventanas pequeñasy muy profundas entraban haces de luz

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tan definidos y delimitados que casiparecían vigas estructurales situadas enángulos cambiantes.

Al entrar en la sala junto a Sienna,Langdon admiró una vez más ellegendario mosaico. En él serepresentaban los distintos niveles delcielo y el infierno de un modo muyparecido al de la Divina Comedia.

«Dante Alighieri vio esto de niño —pensó Langdon—. Esto sí es inspiracióndivina.»

Se fijó entonces en el elementocentral del mosaico: cerniéndose justoencima del altar principal había unJesucristo de ocho metros de altura

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juzgando a los salvados y loscondenados.

A su derecha, los honrados recibíanla recompensa de la vida eterna.

A la izquierda, sin embargo, lospecadores sufrían lapidaciones, ardíanen estacas y eran devorados por todotipo de criaturas.

Supervisando las torturas había uncolosal Satán retratado como unainfernal bestia devoradora de humanos.A Langdon siempre le sobresaltaba veresa imagen, la misma que setecientosaños atrás había contemplado desde lasalturas al joven Dante, al que aterrorizóy, posteriormente, inspiró el vívido

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retrato del ser que moraba en el últimocírculo del infierno.

El aterrador mosaico que teníansobre sus cabezas mostraba a un diablocornudo engullendo a un ser humano porla cabeza. Las piernas de la víctimacolgaban de la boca de Satán de unmodo muy parecido al de las piernasagitándose en el aire de los pecadoresdel Malebolge de Dante.

«Lo ‘mperador del dolorosoregno», pensó Langdon, recordando eltexto de Dante. El césar del imperiodoloroso.

De las orejas de Lucifer salían dosenormes serpientes que también estaban

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devorando a unos pecadores. Laimpresión que daba era que Satán teníatres cabezas, tal y como lo describíaDante en el canto final de su Inferno.Langdon hurgó en su memoria y recordófragmentos de la imaginería de Inferno.

«Tenía tres caras en la testa… Deseis ojos sus lágrimas brotando, con susangrienta baba se mezclaban… Concada boca estaba triturando a unpecador.»

Langdon sabía que el hecho de queSatán tuviera tres cabezas estabacargado de simbolismo: le colocaba enperfecto equilibrio con la gloria triplede la Santísima Trinidad.

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Mientras contemplaba la horrendaimagen, intentó imaginarse el efecto quepudo tener el mosaico en el joven Dante,que había atendido servicios en esaiglesia durante años, y había rezado bajola atenta mirada de Satán. Esta mañana,sin embargo, Langdon tuvo ladesagradable sensación de que el diablole estaba mirando directamente a él.

Bajó la mirada hacia la galería delsegundo piso —la única zona desde laque las mujeres podían ver losbautismos—, y luego a la tumbasuspendida del antipapa Juan XXIII,cuyo cuerpo yacía en sepultura en lo altode la pared como si fuera un cavernícola

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o el sujeto de un truco de levitación.Finalmente, su vista se posó en el

ornamentado suelo, que según muchoscontenía referencias a la astronomíamedieval. Recorrió entonces con lamirada los intrincados dibujos en blancoy negro hasta que llegó al centro de lacámara.

«Ahí está», pensó. Ése era el lugarexacto en el que Dante Alighieri habíasido bautizado en la segunda mitad delsiglo XIII.

—«Retornaré… a la fuente de mibautismo» —declaró Langdon. Su vozresonó por el espacio vacío—. Aquíestá.

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Sienna se quedó mirando,desconcertada, el lugar que señalabaLangdon.

—P…pero… aquí no hay nada.—Ya no —respondió Langdon.Lo único que quedaba era un

octágono rojizo-marrón de pavimento.Esta zona de ocho lados erainusualmente sencilla e interrumpía demanera muy evidente el patrón del suelocircundante, más elaborado. Parecía másbien un gran agujero tapado y, en efecto,eso mismo era.

Langdon explicó de manera rápidaque la fuente bautismal original era unapiscina octogonal localizada en el centro

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de la cámara. Mientras que las fuentesmodernas solían ser pilas elevadas, lasantiguas eran más fieles al significadoliteral de la palabra fuente(«manantial»). En ese caso, se trataba deuna profunda piscina de agua en la quelos fieles se podían sumergircompletamente. Langdon se preguntócómo debía sonar esta cámara de piedramientras los niños asustados gritaban demiedo al ser bañados en la gran piscinade agua helada que antaño había en elsuelo.

—Los bautismos aquí eran fríos yaterradores —explicó Langdon—.Incluso peligrosos. Auténticos ritos de

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iniciación. Se dice que una vez Dante searrojó a la piscina para salvar a un niñoque se estaba ahogando. En cualquiercaso, la fuente original fue cubierta enalgún momento del siglo XVI.

Sienna comenzó a mirar a sualrededor con evidente preocupación.

—Pero si la fuente bautismal deDante ya no está…, ¡¿dónde escondióIgnazio la máscara?!

Langdon comprendió su alarma. Enesa enorme cámara no faltaban losescondites: detrás de alguna columna,estatua o tumba, dentro de un nicho, enel altar…, o incluso en los pisossuperiores.

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Langdon, sin embargo, se volvióhacia la puerta por la que acababan deentrar.

—Deberíamos comenzar por ahí —dijo, señalando una zona cercana a lapared que había justo a la derecha de laspuertas del paraíso.

Sobre una plataforma elevada,detrás de una puerta decorativa, había unalto pedestal hexagonal de mármoltallado que parecía un pequeño altar ouna mesa de servicio. El exterior estabatan tallado que parecía un camafeo denácar. Sobre la base de mármol habíauna cubierta de madera pulida deaproximadamente un metro de diámetro.

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Sienna fue detrás de Langdon,aunque no estaba del todo convencida.Sin embargo, en cuanto subió losescalones y cruzó la puerta protectora,vio mejor la plataforma y no pudo evitarsoltar un grito ahogado al darse cuentade qué era.

Langdon sonrió. «Exacto, no es unaltar ni una mesa.» La cubierta demadera pulida era en realidad la tapa deuna estructura hueca.

—¿Una fuente bautismal? —preguntó ella.

Langdon asintió.—Si a Dante lo bautizaran hoy, lo

harían en esta pila de aquí. —Y, sin más

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dilación, respiró hondo y colocó lasmanos sobre la cubierta de madera.Cuando se preparaba para retirarla,sintió un cosquilleo de anticipación.

La cogió con fuerza por el borde y,cuidadosamente, la levantó y la dejó enel suelo junto a la fuente. Luego miró elinterior del oscuro espacio de mediometro de diámetro.

La siniestra visión le hizo tragarsaliva.

Desde las sombras, el rostro muertode Dante Alighieri le devolvía lamirada.

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«Busca y hallarás.»De pie junto a la fuente bautismal,

Langdon contempló la máscaramortuoria de color amarillo pálido cuyoarrugado semblante miraba de manerainexpresiva hacia arriba. La narizaguileña y la barbilla protuberante eraninconfundibles.

«Dante Alighieri.»El rostro sin vida ya era de por sí

suficientemente inquietante, pero algo en

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su posición en la fuente le confería unaire casi sobrenatural. Por un momento,Langdon dudó de lo que veían sus ojos.

«Está… ¿flotando?»Se inclinó y observó con atención el

interior de la fuente. Tenía varios metrosde profundidad —era más un pozovertical que una pila poco profunda—, ysus paredes descendían hasta undepósito hexagonal que estaba lleno deagua. La máscara parecía estarsuspendida como por arte de magia…encima de la superficie del agua.

Tardó un momento en darse cuentade qué provocaba esa ilusión. La fuentetenía un tronco central que se elevaba

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verticalmente hasta una especie debandeja pequeña y metálica que quedabajusto encima del agua. Parecía unaespecie de surtidor decorativo, quizá unlugar donde apoyar el trasero del bebé.En cualquier caso, servía de pedestalpara la máscara, que permanecía asíelevada y a salvo del agua.

Langdon y Sienna contemplaron ensilencio el anguloso rostro de Dante, queseguía dentro de la bolsa de plásticotransparente como si hubiera perecidoasfixiado. Por un momento, la imagen deuna cara mirándole desde una fuentecubierta de agua le recordó a Langdonsu propia experiencia de niño, atrapado

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en el fondo de un pozo y mirando haciaarriba desesperado.

Tras alejar ese pensamiento, estirólos brazos y, con mucho cuidado, cogióla máscara por donde habrían estado lasorejas. Aunque la cara era pequeña paralos estándares modernos, el antiguo yesoera más pesado de lo que esperaba.Poco a poco, sacó la máscara de lafuente y la sostuvo en alto para que tantoél como Sienna pudieran examinarla.

Incluso a través de la bolsa deplástico, la máscara parecíaincreíblemente realista. El yeso habíacapturado cada arruga y cada marca delrostro del poeta. A excepción de una

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vieja grieta que había en el centro,estaba en perfectas condiciones.

—Dale la vuelta —susurró Sienna—. Veamos el dorso.

Langdon ya lo estaba haciendo. Lagrabación de las cámaras de seguridaddel Palazzo Vecchio había mostradoclaramente que él e Ignazio habíandescubierto algo en la parte posterior;algo de un interés tal que los doshombres habían decidido llevarse elobjeto del palacio.

Con cuidado de que no se le cayerael frágil yeso, Langdon le dio la vuelta ala máscara y la dejó boca abajo sobre supalma derecha para poder examinar el

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dorso. A diferencia de la parte frontal,gastada y con textura, el interior era lisoy suave. Como la máscara no era paraser llevada, su dorso había sidorecubierto de yeso para darle mássolidez. El resultado era una superficiecóncava y sin rasgos, como un platosopero poco hondo.

Langdon no sabía qué esperabaencontrar en la máscara, pero desdeluego no era eso.

Nada.Nada de nada.Sólo una superficie lisa y vacía.Sienna parecía igualmente confusa.—Es yeso blanco —susurró—.

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Entonces, ¿qué visteis Ignazio y túanoche?

«No tengo ni idea», pensó Langdon,y tensó el plástico de la bolsa sobre lasuperficie de la máscara para verlamejor. «¡Aquí no hay nada!» Concreciente preocupación, Langdon colocóentonces la máscara bajo un haz de luz yla estudió con atención. Mientras ledaba la vuelta, creyó ver por un instanteuna leve decoloración en el dorso,bastante cerca de la parte superior; unalínea de marcas que recorríanhorizontalmente el interior de la frentede Dante.

«¿Una mancha natural? O quizá…

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otra cosa.» Se dio la vuelta y señaló unpanel de mármol con bisagras que habíaen el muro.

—Mira si ahí dentro hay paños —ledijo a Sienna.

Sienna se mostró escéptica, peroobedeció. La discreta alacena conteníatres objetos: una válvula para controlarel nivel del agua de la fuente, uninterruptor para controlar la luz que lailuminaba y… una pila de paños de lino.

Sienna miró a Langdon sorprendida,pero él había visitado suficientesiglesias alrededor del mundo para saberque, cerca de una fuente bautismal, lossacerdotes casi siempre contaban con

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acceso rápido a pañales de emergencia:la imprevisibilidad de la vejiga de losniños es un riesgo universal en losbautizos.

—Fantástico —dijo al verlos—.¿Puedes sostener un momento lamáscara? —Con mucho cuidado la dejóen las manos de Sienna y se puso manosa la obra.

En primer lugar, cogió la tapahexagonal y volvió a colocarla sobre lafuente para dejar la pequeña mesa conaspecto de altar tal y como estabacuando habían llegado. Luego, accionóel interruptor de la luz de la fuente parailuminar la zona bautismal y la fuente

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cubierta.Sienna dejó la máscara encima

mientras Langdon cogía más paños y losutilizaba como guantes de cocina parasacar la máscara de la bolsa de plásticosin tocarla directamente con las manos.Momentos después, la máscaradescansaba ya sin funda y desnuda bajola brillante luz como si se tratara de lacabeza de un paciente anestesiado enuna mesa de operaciones.

Iluminada, la textura de la máscaraparecía todavía más inquietante; el yesodescolorido acentuaba los pliegues y lasarrugas de la edad. Langdon no perdiómás tiempo y utilizó sus guantes

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improvisados para darle la vuelta ydejarla boca abajo.

El dorso de la máscara parecíamenos envejecido que la parte frontal;estaba limpio y blanco en vez de sucio yamarillo.

Sienna ladeó la cabeza,desconcertada.

—¿Este lado no te parece másnuevo?

Efectivamente, la diferencia de colorera más marcada de lo que Langdonhabría imaginado, pero sin duda estelado era igual de antiguo que el otro.

—Envejecimiento desigual —dijo—. El dorso está protegido por la

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vitrina, de modo que no ha sufrido losefectos de la luz del sol —Langdon tomónota mental de doblar el factor de suprotector solar.

—Un momento —dijo Sienna,inclinándose sobre la máscara—. ¡Mira!¡En la frente! ¡Eso debe de ser lo quevisteis!

Los ojos de Langdon distinguieronentonces la misma decoloración quehabía visto antes a través del plástico,una leve línea de marcas que recorría enhorizontal el interior de la frente deDante. Ahora, sin embargo, bajo la luzdirecta, podía advertir claramente queestas marcas no eran una mancha natural

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sino que… estaban hechas por alguien.—Es… texto —susurró Sienna, con

un nudo en la garganta—, pero…Langdon estudió la inscripción del

yeso. Era una única hilera de palabras,escrita a mano con una florida letra decolor amarillo pardusco.

—¿Eso es todo lo que dice? —dijoSienna. Parecía casi indignada.

Langdon apenas la oyó. «¿Quién haescrito esto? —se preguntó—. ¿Alguiende la época de Dante?» Parecíaimprobable. En ese caso, algúnhistoriador del arte lo habríadescubierto durante una limpieza orestauración rutinaria y el texto habría

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pasado a formar parte de la tradición dela máscara. Langdon, sin embargo, nuncahabía oído hablar de ello.

Un origen mucho más probable levino a la cabeza.

«Bertrand Zobrist.»Era el propietario de la máscara y,

por tanto, podía haber solicitado accesoprivado en cualquier momento. Así,podría haber escrito el texto en el dorsode la máscara recientemente y luegohaberla devuelto a la vitrina sin quenadie se enterara. «El propietario de lamáscara —les había dicho Marta— nisiquiera permite que nuestro personalabra la vitrina si él no está presente.»

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Langdon le explicó rápidamente suteoría a Sienna.

Ella pareció aceptar su lógica y, sinembargo, estaba claro que esaperspectiva la inquietaba.

—No tiene sentido —dijo condesasosiego—. Si Zobrist escribió algoen el dorso de la máscara y se tomó lamolestia de crear ese pequeño proyectorque indicaba su localización… ¿por quéno escribió algo más significativo? ¡Esabsurdo! ¿Llevamos todo el díabuscando la máscara y esto es lo únicoque encontramos?

Langdon volvió a centrar su atenciónen el dorso. El mensaje manuscrito era

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muy breve, de sólo siete letras, y,efectivamente, no parecía tener unpropósito claro.

«Entiendo la frustración de Sienna.»Él, sin embargo, comenzó a sentir la

excitación de una inminente revelación,pues había caído en la cuenta de queesas siete letras le indicarían todo loque necesitaba saber sobre lo que él ySienna debían hacer a continuación.

Es más, había detectado un leveolor, una fragancia familiar queexplicaba por qué el yeso de la parteposterior era mucho más blanco que elde la frontal…, y la diferencia no teníanada que ver con el envejecimiento o la

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luz del sol.—No lo entiendo —dijo Sienna—.

Todas las letras son iguales.Langdon asintió con calma mientras

seguía estudiando la línea de texto: sieteletras idénticas cuidadosamente escritasa mano a lo largo de la frente de Dante.

PPPPPPP

—Siete pes —dijo Sienna—. ¿Quése supone que debemos hacer con esto?

Langdon sonrió y levantó la miradahacia ella.

—Sugiero que hagamos exactamentelo que este mensaje nos dice quehagamos.

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Sienna se lo quedó mirando.—Siete pes son… ¿un mensaje?—Lo son —dijo Langdon con una

amplia sonrisa—. Y si has estudiado aDante, uno muy claro.

Fuera del Baptisterio de San Juan, elhombre de la corbata se limpió losdedos con un pañuelo y luego se lo pasósuavemente por las pústulas del cuello.Intentó ignorar el picor que sentía en losojos y posó la mirada sobre su destino.

La entrada de visitantes.En la puerta, un cansado guía

ataviado con un blazer fumaba un

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cigarrillo y redirigía a los turistas que alparecer no podían descifrar el horariodel edificio, escrito en el sistemahorario de veinticuatro horas:

APERTURA 13.00-17.00.El hombre del sarpullido consultó la

hora. Eran las 10.02. El baptisteriotodavía estaría cerrado unas pocas horasmás. Se quedó mirando un momento alguía y finalmente tomó una decisión. Sequitó el pendiente de oro de la oreja y selo guardó en el bolsillo. Luego cogió sucartera y comprobó el contenido.Además de varias tarjetas de crédito yun fajo de euros, llevaba más de tres mildólares norteamericanos en efectivo.

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Afortunadamente, la avaricia era unpecado internacional.

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«Peccatum… Peccatum… Peccatum…»Las siete pes escritas en el dorso de

la máscara mortuoria de Dantetransportaron la mente de Langdon altexto de la Divina Comedia. Por unmomento, volvió a estar en el escenariode Viena, ofreciendo su conferencia«Dante divino: Símbolos del infierno.»

—Hemos descendido los nuevecírculos del infierno hasta el centro dela Tierra —su voz resonó por los

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altavoces—, y nos hemos encontradocara a cara con el mismísimo Satán.

Langdon mostró una serie dediapositivas en las que aparecíandistintos diablos de tres cabezas: elMappa de Botticelli, el mosaico delbaptisterio de Florencia y el aterradordemonio negro de Andrea di Cione conla piel manchada con la sangre de susvíctimas.

—Juntos —prosiguió— hemosdescendido por el peludo pecho deSatán, hemos cambiado de dirección alinvertirse la gravedad y, finalmente,hemos dejado atrás el sombríoinframundo… Ahora podemos ver de

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nuevo las estrellas.Langdon pasó varias diapositivas

hasta llegar a la imagen que habíamostrado antes, la del icónico cuadro deDomenico di Michelino en el Duomo, enel que se veía a Dante con túnica roja yde pie ante las murallas de Florencia.

—Y, efectivamente, si se fijanbien…, podrán ver esas estrellas.

Langdon señaló el cielo repleto deestrellas que se arqueaba sobre lacabeza de Dante.

—Como pueden ver, el cielo estáconstruido como una serie de nueveesferas concéntricas que orbitanalrededor de la Tierra. Esta estructura

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del paraíso pretende reflejar y mantenerel equilibrio con los nueve círculos delinframundo. Como probablementehabrán advertido, el número nueve esrecurrente en Dante.

Langdon se detuvo un segundo, tomóun sorbo de agua y dejó que el públicorecobrara el aliento después delangustioso descenso por el infierno.

—Bueno, después de soportar loshorrores del inframundo, deben de estartodos ustedes muy excitados ante laperspectiva de llegar por fin al paraíso.Lo lamento, pero en el mundo de Dantenada es tan sencillo. —Exhaló entoncesun dramático suspiro—. Para llegar al

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paraíso primero debemos (figurativa yliteralmente) ascender una montaña.

Langdon señaló el cuadro deMichelino. Detrás de Dante, en elhorizonte, el público vio una montañacon forma de cono que se elevaba hastael cielo. Alrededor de esta montaña, unsendero ascendía en espiral, rodeándolanueve veces, y formando unas cornisascada vez más estrechas. A lo largo delcamino, una figuras desnudas sufríandiversas penitencias según su pecado.

—Ante ustedes, el monte Purgatorio—anunció Langdon—.Lamentablemente, este penoso ascensode nueve pisos es la única ruta que

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conduce de las profundidades delinfierno a la gloria del paraíso. En él,pueden ver cómo las almas arrepentidasascienden…, pagando todas ellas unprecio adecuado al pecado quecometieron. Los envidiosos, porejemplo, deben hacerlo con los ojoscosidos para no codiciar; los orgullososdeben cargar con pesadas piedras queinclinen sus espaldas en señal dehumildad; los glotones deben ascendersin comida ni agua, sufriendo con ello unhambre atroz, y los lujuriosos debenascender a través de las llamas parapurgar así el calor de su pasión. —Hizouna breve interrupción—. Ahora bien,

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antes de que se les conceda el granprivilegio de subir por esta montaña ypuedan purgar sus pecados, debenhablar con este individuo.

Langdon pasó a una diapositiva quemostraba un detalle del cuadro deMichelino. En él se podía ver a un ángelalado sentado en un trono a los pies delmonte Purgatorio. Ante él, una hilera depecadores penitentes esperaban permisopara acceder al sendero ascendente. Poralguna razón, el ángel blandía una largaespada, cuya punta parecía estarclavándose en el rostro de la primerapersona de la cola.

—¿Quién sabe qué está haciendo

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este ángel? —preguntó Langdon.—¿Le clava la espada en la cabeza?

—dijo una voz.—No.—¿Le clava la espada en el ojo?Langdon negó con la cabeza.—¿Alguien más?—Escribe algo en su frente —dijo

una voz al fondo.Langdon sonrió.—Parece que alguien sí ha leído a

Dante —volvió a señalar el cuadro—.Soy consciente de que parece que elángel esté clavando la espada en lacabeza de este pobre desgraciado, perono es así. Según el texto de Dante, el

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ángel que vigila el purgatorio utiliza lapunta de la espada para escribir algo enla frente de los penitentes antes depermitirles el acceso. «¿Y quéescribe?», se preguntarán ustedes.

Langdon se detuvo un momento.—Curiosamente, una única letra…,

que se repite siete veces. ¿Sabe alguiencuál es la letra que el ángel escribe en lafrente de Dante?

—¡La pe! —exclamó una voz delpúblico.

Langdon sonrió.—Sí. Esta pe significa peccatum, la

palabra latina que significa pecado. Y elhecho de que esté escrita siete veces

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simboliza los septem peccata mortalia,también conocidos como…

—¡Los siete pecados capitales! —exclamó otra persona.

—Bingo. Así, sólo pasando portodos y cada uno de los niveles delpurgatorio, puede el penitente expiar suspecados. En cada nivel, un ángel limpiauna de las pes de su frente, hasta quellega a la cumbre limpio… y con el almapurgada de todo pecado. Por algo ellugar se llama purgatorio —dijo, y guiñóun ojo.

Langdon volvió de sus pensamientosy vio que Sienna estaba mirándole juntoa la fuente bautismal.

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—¿Las siete pes? —dijo, trayéndolede nuevo al presente mientras señalabala máscara mortuoria de Dante—.¿Dices que son un mensaje que nosindica qué debemos hacer?

Langdon le explicó rápidamente lavisión de Dante del monte Purgatorio,las siete pes que representaban lossiente pecados capitales y el proceso delimpiar la frente de los pecadores.

—Obviamente —concluyó Langdon—, como buen conocedor de Dante,Bertrand Zobrist sabía lo de las sietepes y el proceso de ir limpiándolas de lafrente para poder seguir avanzandohacia el paraíso.

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Sienna no parecía muy convencida.—¿Crees que Bertrand Zobrist

escribió esas pes en la máscara porquequiere que…, literalmente…, laslimpiemos? ¿Eso es lo que crees quedebemos hacer?

—Me doy cuenta de que es…—Robert, aunque lo hiciéramos,

¡¿en qué nos ayudaría eso?! Nosquedaríamos con una máscara en blanco.

—Quizá sí. —Langdon sonrióesperanzado—. O quizá no. Creo queaquí hay más de lo que se ve a primeravista. —Señaló la máscara—.¿Recuerdas que te he dicho que el colordel dorso era más claro a causa del

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envejecimiento desigual?—Sí.—Puede que estuviera equivocado

—dijo—. La diferencia de color parecedemasiado marcada para deberse alenvejecimiento, y la textura del dorsotiene mordiente.

—¿Mordiente?Langdon le mostró que el dorso era

más rugoso que la parte frontal… ytambién más arenoso, como si fuerapapel de lija.

—En el mundo del arte, a estatextura áspera se la llama así. Lospintores prefieren pintar en unasuperficie que tiene mordiente porque la

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pintura se adhiere mejor.—No entiendo adónde quieres

llegar.Langdon sonrió.—¿Sabes qué es el gesso?—Sí, los pintores lo utilizan para

aplicar una capa de imprimación a loslienzos y… —Se detuvo de golpe alcaer en la cuenta de qué quería decireso.

—Exacto —dijo Langdon—.Utilizan gesso para crear una superficiecon mordiente, y a veces para cubriralgo que han pintado si quieren volver autilizar el lienzo.

Ahora Sienna parecía animada.

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—¿Y crees que Zobrist cubrió eldorso de la máscara con gesso?

—Eso explicaría el mordiente y elcolor más claro. También por qué quiereque limpiemos las siete pes.

Sienna no pareció entender la últimaobservación.

—Huele —dijo Langdon, acercandola máscara a su rostro como unsacerdote ofreciendo la comunión a susfieles.

Sienna hizo una mueca.—¿El gesso huele a perro mojado?—No todos. El normal huele a tiza.

El acrílico, a perro mojado.—¿Y eso qué quiere decir?

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—Quiere decir que es soluble enagua.

Sienna ladeó la cabeza y Langdonnotó cómo los engranajes de su cabezase ponían en funcionamiento. La jovenvolvió la mirada hacia la máscara yluego otra vez hacia Langdon con losojos muy abiertos.

—¿Crees que hay algo debajo delgesso?

—Eso explicaría muchas cosas.Sienna agarró la cubierta de madera

de la fuente y la empujó hasta dejar a lavista el agua. Luego mojó un paño delino y le dio el trozo de tela mojada aLangdon.

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—Deberías hacerlo tú.Langdon se colocó la máscara boca

abajo sobre la palma de una mano y conla otra cogió el paño. Tras escurrirlopara eliminar el exceso de agua,comenzó a aplicarlo con cuidado sobreel interior de la frente de Dante,humedeciendo la zona de las siete pescaligráficas.

Después de aplicar la tela variasveces con el dedo índice, volvió a mojarel paño en la fuente y prosiguió la tarea.La tinta negra comenzó a correrse.

—¡El gesso se está disolviendo! —dijo con excitación—. Y la tinta con él.

Mientras realizaba el mismo proceso

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una tercera vez, Langdon comenzó ahablar en un tono de voz retumbante ysombrío que resonó por el baptisterio.

—Con el bautismo, nuestro señorJesucristo te libera del pecado y te hacenacer de nuevo mediante el agua y elEspíritu Santo.

Sienna se quedó mirando a Langdoncomo si se hubiese vuelto loco.

Él se encogió de hombros.—Me ha parecido apropiado.Ella entornó los ojos y volvió a

centrar su atención en la máscara. Amedida que Langdon le iba aplicandoagua, el yeso original que había bajo elgesso comenzó a ser visible. Su

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tonalidad amarillenta estaba más acordecon lo que Langdon había esperadoencontrar en un objeto tan antiguo.Cuando la última de las pes hubodesaparecido, secó la zona con un pañoseco y sostuvo en alto la máscara paraque Sienna también pudiera verla.

Sienna soltó un grito ahogado.Tal y como Langdon había predicho,

efectivamente, debajo del gesso habíaalgo oculto. Una segunda capa de textomanuscrito: ocho letras escritas encimade la superficie amarilla y pálida delyeso original.

Esta vez, sin embargo, las letrasformaban una palabra.

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—¿«Poseídos»? —preguntó Sienna—.No lo entiendo.

«Yo tampoco estoy seguro dehacerlo.» Langdon estudió el texto quehabía aparecido debajo de las siete pes:una única palabra decoraba el interiorde la frente de Dante.

—¿Se refiere a «poseídos por el

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diablo»? —preguntó Sienna.«Posiblemente.» Langdon se volvió

hacia el mosaico de Satán engullendoinfelices que no habían llegado a purgarsus pecados. «Dante… ¿poseído?» Noparecía tener mucho sentido.

—Tiene que haber algo más —aseguró Sienna, y cogió la máscara delas manos de Langdon para estudiarlaatentamente. Un momento después,asintió—. Sí, fíjate en el principio y enel final de la palabra…, hay más texto acada lado.

Langdon volvió a mirar y vio la levesombra de texto adicional que seadivinaba a través del gesso húmedo en

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cada extremo de la palabra «poseídos».Con impaciencia, Sienna cogió el

paño y frotó un poco más la superficiehasta que apareció más texto escrito enuna línea ligeramente curva.

Langdon soltó un leve silbido.—«Oh, vosotros, poseídos de sano

entendimiento… descubrid la doctrinaque se oculta… bajo el velo de tanextraños versos.»

Sienna se lo quedó mirando.—¿Cómo dices?—Es de una de las estrofas más

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famosas de Inferno —dijo Langdon conexcitación—. En ella, Dante anima a suslectores más inteligentes a buscar lasabiduría que se oculta bajo suscrípticos versos.

Langdon solía citar ese verso cuandodaba clases de simbología literaria. Erael mejor ejemplo posible de un autoragitando los brazos y gritando: «¡Hey,lectores, esto tiene un doble sentidometafórico!»

Sienna siguió frotando el dorso de lamáscara, ahora con más ahínco.

—¡Cuidado! —le advirtió Langdon.—Tienes razón —admitió ella,

afanándose en eliminar todo el gesso—.

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Aquí está el resto de la estrofa, tal ycomo la acabas de recitar. —Se detuvoun momento para volver a sumergir elpaño en la fuente y enjuagarlo.

Langdon observó con pesar cómo elagua de la fuente bautismal se enturbiabacon gesso disuelto. «Nuestras disculpasa san Juan», pensó, lamentando que lafuente sagrada estuviera siendo utilizadacomo fregadero.

Sienna sacó el paño del agua yapenas lo escurrió antes de volver aaplicarlo en el centro de la máscara ycomenzar a frotar como si estuvieralimpiando un plato sopero.

—¡Sienna! —la reprendió Langdon

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—. Es una pieza antigua que…—¡Toda la parte posterior tiene

texto! —anunció ella, mientras seguíarestregando el dorso de la máscara—. Yestá escrito en… —Se detuvo unmomento y ladeó la cabeza hacia laizquierda y la máscara a la derecha,como si intentara leer de lado.

—¿Escrito en qué? —preguntóLangdon, que no lo veía.

Sienna terminó de limpiar lamáscara y la secó con una toalla limpia.Luego la dejó delante de ambos parapoder estudiar el resultado.

Cuando Langdon vio el interior de lamáscara se quedó estupefacto. Toda la

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superficie cóncava estaba cubierta detexto. Había al menos cien palabras.Comenzaba en la parte superior con elverso «Oh, vosotros, poseídos de sanoentendimiento…», y luego el textocontinuaba en una única líneaininterrumpida… que recorría el bordederecho de la máscara hasta llegar a laparte inferior. Ahí volvía a subir por elborde izquierdo y llegaba de nuevo alprincipio, donde repetía el mismopatrón, pero esa vez formando un círculomenor.

La trayectoria que seguía el textorecordaba al sendero en espiral queascendía por el monte Purgatorio hasta

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llegar al paraíso. El simbólogo enLangdon identificó al instante la precisaforma. «Espiral de Arquímedes.»También había advertido el número devueltas completas que daba el textodesde la primera palabra, «Oh», hastallegar al punto final.

«Nueve.»

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Casi sin aliento, Langdon comenzó agirar lentamente la máscara para poderleer el texto que se introducía en espiral

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hasta el mismo centro de la concavidad.—La primera estrofa es Dante, casi

al pie de la letra —dijo Langdon—.«Oh, vosotros, poseídos de sanoentendimiento… descubrid la doctrinaque se oculta… bajo el velo de tanextraños versos.»

—¿Y el resto? —preguntó Sienna.Langdon negó con la cabeza.—No lo creo. Está escrito siguiendo

un patrón similar, pero no lo reconozco.Parece alguien imitando el estilo deDante.

—Zobrist —susurró Sienna—. Tieneque ser él.

Langdon asintió. Era una suposición

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ciertamente plausible. Al fin y al cabo,al alterar el Mappa dell’Inferno deBotticelli, Zobrist ya había mostrado supropensión a aprovecharse de losmaestros y modificar grandes obras dearte para ajustarlas a sus necesidades.

—El resto del texto es muy extraño—dijo Langdon, rotando de nuevo lamáscara para seguir leyendo—. Hablade… cortar cabezas de caballo…,arrancar huesos de los ciegos… —Saltóal verso final, que formaba un pequeñocírculo en el centro de la máscara, ydejó escapar un grito ahogado—.También menciona «aguas teñidas derojo sangre».

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Sienna enarcó las cejas.—¿Como en tus visiones de la mujer

del cabello plateado?Langdon asintió, desconcertado por

el texto. «¿Las aguas teñidas de rojosangre de la laguna que no refleja lasestrellas?»

—Mira —susurró ella, que lo estabaleyendo por encima del hombro deLangdon, y señaló una palabra de laespiral—. Una localización específica.

Los ojos de Langdon encontraron lapalabra, que se había saltado al leer eltexto por primera vez. Era el nombre deuna de las ciudades más espectacularesy singulares del mundo. No pudo evitar

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sentir un escalofrío al recordar quetambién era la ciudad en la que DanteAlighieri se había contagiado de laenfermedad debido a la cual murió.

«Venecia.»Langdon y Sienna estudiaron los

crípticos versos en silencio durante unmomento. Era un poema perturbador ymacabro. Y difícil de descifrar. El usode palabras como «dux» y «laguna»confirmó a Langdon más allá de todaduda que efectivamente el poema serefería a Venecia; una ciudad únicaformada por cientos de islasinterconectadas en una gran laguna y quedurante siglos había sido dirigida por un

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gobernante que recibía el nombre dedux.

A simple vista, Langdon no supo verqué lugar exacto de Venecia señalaba elpoema, pero sin duda sus versosparecían urgir al lector a seguir susindicaciones.

«Pegad la oreja al suelo… para oírel rumor del agua…»

—Señala un lugar bajo tierra —dijoSienna, leyendo el poema con él.

Langdon asintió y pasó al siguienteverso.

«Adentraos en el palaciosumergido… pues aquí, en la oscuridad,el monstruo ctónico aguarda.»

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—¿Robert? —dijo Sienna, inquieta— ¿a qué tipo de monstruo se refiere?

—Ctónico significa algo así como«el que mora bajo tierra» —respondióLangdon.

Antes de que pudieran continuar, elruido metálico de un cerrojo resonó derepente en el baptisterio. Al parecer,acababan de abrir la entrada de turistas.

—Grazie mille —dijo el hombrecon el sarpullido en el rostro.

El guía del baptisterio asintiónerviosamente mientras se metía en elbolsillo los quinientos dólares en

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efectivo y miraba a su alrededor paraasegurarse de que nadie le veía.

—Cinque minuti —le recordó elguía, abriendo con discreción la puertapara que el hombre pudiera pasar. Luegovolvió a cerrarla y la encerró dentro,bloqueando todo ruido exterior. «Cincominutos.»

Al principio, el guía se había negadoa apiadarse del hombre que asegurabahaber venido de Estados Unidos pararezar en el Baptisterio de San Juan conla esperanza de que éste le curara suterrible enfermedad cutánea. Finalmente,sin embargo, se había mostradocomprensivo. Sin duda, a ello había

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contribuido la oferta de quinientosdólares por dejarle estar cinco minutosdentro a solas…, además del crecientemiedo ante la perspectiva de que esapersona con una enfermedad de aspectocontagioso estuviera a su lado durantelas tres horas que faltaban hasta que eledificio abriera.

Ahora, mientras avanzaba con sigilopor el santuario octogonal, el hombrenotó que algo en el techo atraía sumirada. «Dios mío.» No se parecía anada que hubiera visto hasta entonces:un demonio de tres cabezas le mirabadirectamente. Acongojado, él bajó lamirada hacia el suelo.

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El lugar parecía estar desierto.«¿Dónde se habrán metido?»Mientras inspeccionaba el espacio,

sus ojos se posaron en el altar principal.Era un enorme bloque rectangular demármol situado frente a un nicho y conun cordón de seguridad alrededor paraevitar que los visitantes se acercarandemasiado.

El altar parecía ser el únicoescondite de toda la sala. Además, unode los cordones se balanceabaligeramente…, como si acabaran demoverlo.

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Langdon y Sienna permanecíanagazapados en silencio detrás del altar.Apenas habían tenido tiempo de recogerlos paños sucios y colocar bien lacubierta de la fuente antes de escondersecon la máscara mortuoria en las manos.Su plan era permanecer allí hasta que lasala estuviera llena de turistas y luegosalir discretamente entre el gentío.

Sin duda, la puerta norte delbaptisterio se había abierto durante unmomento, pues, además del cerrojo,Langdon había podido oír el ruido de lapiazza. Luego, igual de abruptamente, la

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cerraron y todo había vuelto a quedar ensilencio.

Podía oír el ruido que hacían lospasos de un hombre en el suelo depiedra.

«¿Un guía inspeccionando la salaantes de abrirla a los turistas?»

No había tenido tiempo de apagar laluz que iluminaba la fuente bautismal yse preguntó si el guía se daría cuenta.«Al parecer, no.» Los pasos avanzabanrápidamente en su dirección. Sedetuvieron junto al altar, justo enfrentedel cordón por encima del cual él ySienna habían pasado.

Hubo un largo silencio.

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—Soy yo, Robert —dijo una vozenojada—. Sé que estás ahí detrás. Sal yexplícame qué diantre estás haciendo.

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«De nada sirve hacer ver que no estoyaquí.»

Langdon le indicó por señas aSienna que permaneciera escondida conla máscara mortuoria de Dante, quevolvieron a meter en la bolsa de plásticotransparente.

Luego, se puso poco a poco en pie.Cual sacerdote en el altar delbaptisterio, Langdon contempló a suescasa congregación. El desconocido

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tenía el cabello castaño claro, llevabagafas de diseño y sufría un terriblesarpullido en el rostro y el cuello. Serascaba nerviosamente y sus ojoshinchados parecían echar fuego.

—¡¿Puedes decirme qué estáshaciendo, Robert?! —preguntó enojadoal tiempo que pasaba por encima delcordón de seguridad y se acercaba aLangdon. Su acento era norteamericano.

—Por supuesto —respondió él coneducación—. Pero, antes, dígame quiénes usted.

El hombre se detuvo de golpe.—¡¿Qué has dicho?!Langdon percibió algo familiar en

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los ojos del hombre…, y quizá tambiénen su voz. «Le he visto… en algúnlugar.» Langdon volvió a repetir supregunta.

—Por favor, dígame quién es usted yde qué le conozco.

El hombre levantó ambos brazos sindar crédito a lo que oía.

—¿Jonathan Ferris? ¿OrganizaciónMundial de la Salud? ¡¿El tipo que vinoa buscarte a Harvard?!

Langdon intentó procesar lo queestaba oyendo.

—¿Por qué no nos has llamado? —preguntó el hombre, sin dejar derascarse el cuello y las mejillas,

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enrojecidas y llenas de pústulas—. ¡¿Yquién diantre es la mujer con la que te hevisto entrar aquí?! ¿Es que ahoratrabajas para ella?

Sienna se puso en pie junto aLangdon y en seguida se hizo cargo de lasituación.

—¿Doctor Ferris? Yo también soymédico. Trabajo aquí en Florencia. Alprofesor Langdon le dispararon anocheen la cabeza. Sufre amnesia retrógrada,y no sabe quién es usted o qué le hapasado estos últimos dos días. Estoyaquí porque le estoy ayudando.

Mientras las palabras de Siennatodavía resonaban en el baptisterio

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vacío, el hombre ladeó la cabeza,desconcertado, como si no hubieraentendido del todo lo que acababan dedecirle. Cuando lo hubo asimilado,retrocedió un paso y se apoyó en uno delos postes del cordón de seguridad.

—Oh… D… dios mío —tartamudeó—. Eso lo explica todo.

Langdon advirtió que la expresióndel desconocido se suavizaba.

—Robert —susurró el hombre—,creíamos que habías… —Negó con lacabeza, como si todavía estuvieraintentando encajar todas las piezas—.Creíamos que habías cambiado debando…, que quizá te habían

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sobornado…, o amenazado… ¡Nosabíamos qué te había ocurrido!

—Soy la única persona con la queha hablado —dijo Sienna—. Lo únicoque sabe es que se ha despertado en mihospital y que unas personas lo queríanmatar. También ha estado sufriendoterribles alucinaciones: cadáveres,víctimas de plagas, y una mujer con elcabello plateado y un amuleto con unaserpiente que le decía…

—¡Elizabeth! —exclamó el hombrede repente—. ¡Es la doctora ElizabethSinskey! ¡Robert, ésa es la persona quete reclutó para que nos ayudaras!

—Pues si se trata de ella —dijo

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Sienna—, espero que sepa que tieneproblemas. La hemos visto en la partetrasera de una furgoneta llena desoldados, y parecía drogada o algo así.

El hombre asintió lentamente con losojos cerrados. Tenía los párpadoshinchados y rojos.

—¿Qué le sucede en la cara? —preguntó Sienna.

El hombre abrió los ojos.—¿Cómo dice?—Su piel. Parece que ha contraído

usted algo. ¿Está enfermo?El hombre parecía desconcertado y,

si bien la brusquedad de la pregunta deSienna rozaba la mala educación,

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Langdon se había estado preguntando lomismo. Teniendo en cuenta la cantidadde referencias a plagas con las que sehabía encontrado ese día, la visión deuna piel roja y con pústulas resultabaciertamente intranquilizadora.

—Estoy bien —dijo el hombre—.Es el maldito jabón del hotel. Soyalérgico a la soja, ingrediente principalde la mayoría de estos jabonesperfumados que utilizan en Italia. Idiotade mí por no comprobarlo.

Sienna exhaló un suspiro de alivio yrelajó los hombros.

—Suerte que no se lo ha comido. Ladermatitis de contacto no es nada en

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comparación a un shock anafiláctico.Ambos rieron incómodamente.—Dígame —dijo Sienna—, ¿el

nombre de Bertrand Zobrist le dicealgo?

El hombre se quedó de piedra.Parecía que acabara de encontrarse caraa cara con el diablo de tres cabezas.

—Creemos que acabamos deencontrar un mensaje suyo —prosiguióSienna—. Señala un lugar de Venecia.¿Tiene eso algún sentido para usted?

La mirada del hombre se habíavuelto frenética.

—¡Dios mío! ¡Desde luego que sí!¡¿Qué lugar señala?!

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Ella se disponía a explicarle alhombre todo lo del poema en espiral queacababan de descubrir en la máscara,pero, instintivamente, Langdon la cogióde la mano, interrumpiéndola. El hombreparecía ser un aliado, pero después delos acontecimientos de ese día, algo ledecía que no debía confiar en nadie.Además, la corbata del hombre leresultaba familiar, y tenía la sensaciónde que podía tratarse de la mismapersona que había visto antes rezando enla pequeña iglesia de Dante. «¿Nos haestado siguiendo?»

—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó.

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El hombre todavía parecía estarasimilando el hecho de que Langdonsufriera amnesia.

—Robert, anoche me llamaste paradecirme que habías quedado con undirector de museo llamado IgnazioBusoni. Luego desapareciste. Y novolviste a llamar. Cuando me enteré deque habían encontrado muerto a Busoni,temí lo peor. Llevo toda la mañanabuscándote. He visto que habíaactividad policial en el PalazzoVecchio, y mientras trataba de averiguarqué había pasado, por casualidad te hevisto salir de una pequeña puerta con…—se volvió hacia Sienna con expresión

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interrogativa.—Sienna Brooks —dijo ella.—Encantado… Te he visto salir con

la doctora Brooks. Y os he seguido paraver qué hacías.

—Te he visto rezando en la iglesiade Cerchi, ¿no?

—Estaba intentando averiguar qué tetraías entre manos, pero no tenía ningúnsentido. Y, de repente, te has marchadode allí como un hombre con una misión,así que he ido detrás de ti. Cuando hevisto que te metías en el baptisterio, hedecidido que había llegado el momentode encararme contigo y he sobornado alguía para que me dejara entrar.

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—Una decisión atrevida —advirtióLangdon—, si creías que os habíatraicionado.

El hombre negó con la cabeza.—Algo me decía que tú nunca harías

algo así. ¿El profesor Robert Langdon?Sabía que tenía que haber otraexplicación. Ahora bien, ¿amnesia?Increíble. Nunca lo habría imaginado.

Volvió a rascarse nerviosamente.—Escucha. El guía sólo me ha dado

cinco minutos. Tenemos que salir deaquí, ahora. Si yo te he encontrado, lagente que intenta matarte también lohará. Hay muchas cosas que todavía nosabes. Debemos ir a Venecia. Ahora

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mismo. Lo difícil será salir de Florenciasin que nos vean. La gente que tiene a ladoctora Sinskey…, los que tepersiguen…, tienen ojos en todas partes.—Se volvió hacia la puerta.

Langdon permaneció inmóvil.Primero quería obtener algunasrespuestas.

—¿Quiénes son los soldados denegro? ¿Por qué quieren matarme?

—Es una larga historia —dijo elhombre—. Te la explicaré de camino.

Langdon frunció el ceño. Esarespuesta no le convencía. Se volvióhacia Sienna y la llevó aparte parapoder hablar con ella en voz baja.

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—¿Confías en él? ¿Qué piensas?Sienna miró a Langdon como si

estuviera loco por preguntar.—¿Que qué pienso? ¡Pienso que

pertenece a la Organización Mundial dela Salud! ¡Y que es nuestra mejoroportunidad de encontrar respuestas!

—¿Y el sarpullido?Sienna se encogió de hombros.—Es exactamente lo que ha dicho…,

dermatitis de contacto severa.—¿Y si no es lo que dice? —susurró

Langdon—. ¿Y si… es otra cosa?— ¿Otr a cosa? —Lo miró con

incredulidad—. No es una plaga,Robert, si es lo que estás preguntando.

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Es médico, por el amor de Dios. Sisufriera una enfermedad mortal y supieraque es contagiosa, no sería tanimprudente de infectar a todo el mundo.

—¿Y si no supiera que ha contraídola plaga?

Sienna frunció los labios y loconsideró.

—Entonces me temo que tú y yo yaestamos jodidos…, al igual que toda lagente de esta zona.

—¿Sabes que tu forma de tratar a lospacientes podría mejorar?

—Estoy siendo honesta. —Sienna ledio a Langdon la bolsa de plástico conla máscara—. Ten, lleva tú a nuestro

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amigo.Al volver junto al doctor Ferris, se

dieron cuenta de que estaba terminandode hablar con alguien por teléfono.

—Acabo de llamar a mi conductor—dijo—. Nos recogerá enfrente de…—El doctor Ferris se quedó callado degolpe, al ver por primera vez el rostromuerto de Dante Alighieri que Langdonllevaba en las manos.

»¡Dios mío! —exclamó, y retrocedióun paso—. ¡¿Qué es eso?!

—Es una larga historia —respondióLangdon—. Se la explicaré de camino.

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60

En Nueva York, el editor Jonas Faukmanse despertó al oír el teléfono deldespacho de su casa. Se dio la vuelta yconsultó la hora: las 4.28 de lamadrugada.

En el mundo editorial, lasemergencias nocturnas eran tan extrañascomo un éxito de la noche a la mañana.Molesto, Faukman se levantó de la camay corrió hacia su despacho.

—¿Hola? —La profunda voz de

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barítono que se oía al otro lado de lalínea le resultó familiar—. Jonas,gracias a Dios que estás en casa. SoyRobert, espero no haberte despertado.

—¡Claro que me has despertado!¡Son las cuatro de la madrugada!

—Lo siento, estoy fuera de casa.«¿Es que en Harvard no enseñan las

zonas horarias?»—Tengo un problema, Jonas, y

necesito un favor. —Langdon parecíatenso—. Relacionado con tu tarjetaNetJets.

—¿NetJets? —Faukman se rió,incrédulo—. Robert, trabajo en elmundo editorial. No tenemos acceso a

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aviones privados.—Ambos sabemos que eso es

mentira, amigo mío.Faukman suspiró.—Está bien, deja que reformule eso.

No tenemos acceso a aviones privadospara autores de libros sobre historiareligiosa. Aunque si estás pensando enescr ibi r Cincuenta sombras de laiconografía podríamos hablarlo.

—Jonas, cueste lo que cueste elvuelo, te lo devolveré, tienes mipalabra. ¿Acaso he faltado alguna vez aella?

«¿Aparte de retrasarte tres años enla entrega de tu último libro?», pensó

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Faukman, pero podía advertir laurgencia del tono de voz de su amigo.

—Dime qué está pasando. Intentaréayudarte.

—No tengo tiempo de explicártelo,pero necesito que hagas esto por mí. Escuestión de vida o muerte.

Faukman había trabajado conLangdon el tiempo suficiente para estarfamiliarizado con su irónico sentido delhumor. En ese momento, sin embargo, ensu tono de voz no había rastro alguno dehumor. «Está hablando completamenteen serio. —Jonas suspiró y tomó unadecisión—. Mi director financiero meva a matar.» Treinta segundos después,

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Faukman había anotado los detalles delvuelo que había solicitado Langdon.

—¿Algún problema? —preguntóLangdon. Había advertido ciertavacilación y sorpresa en su editor al oírlos detalles.

—Sí, es que creía que estabas enEstados Unidos —dijo Faukman—. Mesorprende que estés en Italia.

—A mí también —dijo Langdon—.Gracias de nuevo, Jonas. Ahora mismovoy al aeropuerto.

El centro de operaciones de NetJetsse encontraba en Columbus, Ohio, y

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contaba con personal de guardia lasveinticuatro horas del día. La operadoraDeb Kier acababa de recibir la llamadade un miembro de una empresacopropietaria de Nueva York.

—Un momento, señor —dijomientras se ajustaba los auriculares ytecleaba algo en su ordenador—.Técnicamente, este vuelo deberíacoordinarlo nuestra filial europea, peropuedo encargarme yo—. Accedió alsistema europeo de NetJets, cuya centralestaba en Paço de Arcos, Portugal, ycomprobó la localización actual de susaviones en Italia.

—Muy bien, señor —dijo—, parece

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que en Mónaco tenemos un CitationExcel que puede estar en Florencia enmenos de una hora. ¿Le iría eso bien alseñor Langdon?

—Esperemos que sí —respondió eleditor en un tono de voz cansado y unpoco molesto—. Se lo agradezco.

—No hay de qué —dijo Deb—. ¿Ydice que el señor Langdon quiere volara Ginebra?

—Eso parece.Deb siguió tecleando.—Listo —dijo finalmente—. El

señor Langdon tiene confirmado unvuelo en el aeropuerto de Tassignano, enLucca, que está a ochenta kilómetros de

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Florencia. El despegue es las 11.20,hora local. El señor Langdon tendrá queestar en el aeropuerto diez minutosantes. No ha solicitado transporte nicatering, y ya me ha dado su número depasaporte, así que esto es todo. ¿Deseaalguna otra cosa más?

—¿Un nuevo trabajo? —dijo, y serió—. Gracias. Ha sido de gran ayuda.

—No hay de qué. Que pase unabuena noche. —Deb terminó la llamaday se volvió hacia la pantalla paracompletar la reserva. Introdujo elnúmero de pasaporte de Langdon e iba acontinuar cuando, de repente, en lapantalla apareció una alerta roja. Deb

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leyó el mensaje y sus ojos se abrieroncomo platos.

«Debe de tratarse de un error.»Volvió a introducir el número de

pasaporte de Langdon. La alertaparpadeante apareció de nuevo. Habríaocurrido lo mismo en cualquierordenador del mundo en el que Langdonhubiera intentado reservar un vuelo.

Deb Kier se quedó mirando la alertaun momento, sin dar crédito. Sabía queNetJets se tomaba la privacidad de susclientes muy en serio, pero ésa seencontraba por encima de todas lasregulaciones de privacidad de suempresa.

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Deb Kier llamó de inmediato a lasautoridades.

El agente Brüder colgó su teléfonomóvil y ordenó a sus hombres queregresaran a las furgonetas.

—Hemos localizado a Langdon —anunció—. Está a punto de tomar unavión privado con destino a Ginebra.Despega en menos de una hora delaeropuerto de Lucca, que se encuentra aochenta kilómetros al este de Florencia.Si salimos ahora, llegaremos antes queél.

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En ese mismo momento, un Fiatsedán alquilado dejaba atrás la Piazzadel Duomo y se dirigía a toda velocidadhacia el norte por la Via dei Panzini, endirección a la estación de tren de SantaMaria Novella.

En el asiento trasero viajabanLangdon y Sienna, acurrucados, mientrasel doctor Ferris iba sentado delantejunto al conductor. Lo de la reserva deNetJets había sido idea de Sienna. Consuerte, ese engaño les permitiría cogerun tren sin que los descubrieran, pues deotro modo la estación habría estadollena de policías. Afortunadamente,Venecia sólo estaba a dos horas en tren,

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y los viajes nacionales no requeríanpasaporte.

Langdon se volvió hacia Sienna, queparecía estar examinando al doctorFerris con preocupación. Estaba claroque ese hombre lo estaba pasando mal.Además del sarpullido, respiraba condificultad, como si al hacerlo le doliera.

«Espero que tenga razón sobre lo desu enfermedad», pensó Langdon posandosu mirada en el sarpullido del hombre eimaginando todos los gérmenes flotandoen el interior del pequeño coche. Hastalas puntas de sus dedos estabanhinchadas y rojizas. Finalmente,Langdon apartó ese pensamiento de su

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cabeza y se puso a mirar por laventanilla.

Al acercarse a la estación de tren,pasaron por delante del Grand HotelBaglioni, que a menudo acogía eventosrelacionados con una conferencia de artea la que Langdon solía acudir todos losaños. Al verlo, se dio cuenta de queestaba a punto de hacer algo que nohabía hecho nunca.

«Voy a irme de Florencia sin visitarel David.»

Tras disculparse en silencio conMiguel Ángel, volvió la mirada hacia laestación de tren que tenían delante y sepuso a pensar en Venecia.

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61

«¿Langdon se dirige a Ginebra?»Todavía mareada por las drogas que

le habían inyectado, la doctora ElizabethSinskey se balanceaba de un lado a otroen el asiento trasero de la furgoneta, queahora dejaba atrás Florencia endirección a un aeropuerto privado quehabía al oeste de la ciudad.

«Eso no tiene sentido», pensó.La única conexión relevante con

Ginebra era que se trataba de la sede de

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las oficinas centrales de la OMS. «¿Meva a buscar a mí?» No tenía ningúnsentido, pues Langdon sabía que ellaestaba en Florencia.

De repente se le ocurrió otra cosa.«Oh, Dios mío… ¿Zobrist piensa

atacar Ginebra?»Zobrist era un hombre con una gran

tendencia al simbolismo y, teniendo encuenta la batalla que ambos habíanestado librando durante el último año,que la «zona cero» fuera la sede centralde la Organización Mundial de la Saludera una posibilidad bastante plausible,al fin y al cabo. Por otro lado, si lo queZobrist estaba buscando era un lugar

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receptivo para iniciar una plaga,Ginebra no era una buena elección.Comparada con otras metrópolis, setrataba de una ciudad geográficamenteaislada y, en esa época del año, másbien fría. La mayoría de las plagasarraigaban mejor en entornossobrepoblados y cálidos. Ginebra seencontraba a más de trescientos metrospor encima del nivel del mar. No era ellugar idóneo para comenzar unapandemia. «Por mucho que Zobrist meodie.»

De modo que, ¿por qué querríaLangdon dirigirse allí? El extrañodestino del profesor era otra

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extravagancia más en una lista crecientede actos inexplicables que habíancomenzado la noche anterior. A pesar desus esfuerzos, a Sinskey le costaba cadavez más encontrarles una explicaciónracional.

«¿De qué lado está?»Era cierto que Sinskey lo conocía

desde hacía sólo unos pocos días, perosolía juzgar bien a las personas, y senegaba a creer que a un hombre comoRobert Langdon le pudieran seducir condinero. «Y, sin embargo, anoche rompiótodo contacto con nosotros.» Ahoraparecía ir de un lado a otro como sifuera por libre. «¿Acaso le han

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persuadido de que los actos de Zobristtienen algún sentido, por retorcido quesea?»

La idea le provocó un escalofrío.«No —se dijo—. Conozco muy bien

su reputación; es mejor que eso.»Sinskey había conocido a Robert

Langdon dos noches atrás, en laremodelada cabina del avión detransporte C-130 reconvertido queservía a la Organización Mundial de laSalud de centro móvil de coordinación.

Acababan de dar las siete cuando elavión aterrizó en Hanscom Field, a unosveinticinco kilómetros de Cambridge,Massachusetts. Sinskey no sabía qué

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esperar del profesor al que habíacontactado por teléfono, pero se sintiógratamente sorprendida cuando le vioaparecer por la pasarela de la partetrasera del avión y la saludó con unadespreocupada sonrisa.

—¿La doctora Sinskey? —Langdonle dio un firme apretón de manos.

—Es un honor conocerlo, profesor.—El honor es mío. Gracias por todo

lo que hace.Langdon era un hombre alto, de

buena apariencia y con voz profunda. Laropa que llevaba (americana de tweed,pantalones chinos y mocasines) debía deser su atuendo para dar clase, supuso

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Sinskey, lo cual era razonable si se teníaen cuenta que lo habían sacado delcampus sin advertencia previa. Tambiénparecía más joven y en forma de lo quehabía imaginado, lo cual no hizo sinorecordarle a Elizabeth su propia edad.«Casi podría ser su madre.»

Sonrió. Parecía cansada.—Gracias por venir, profesor.Langdon señaló al hombre de rostro

serio que Sinskey había enviado arecogerle.

—Su amigo no me ha dado muchasopciones.

—Para eso le pago.—Bonito amuleto —dijo Langdon al

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ver su collar—. ¿Lapislázuli?Sinskey asintió y bajó la mirada

hasta su amuleto azul, donde se podíaver una serpiente enroscada alrededorde una barra vertical.

—El símbolo moderno de lamedicina. Como ya debe de saber, sellama caduceo.

Langdon levantó la mirada, como sihubiera algo que quisiera decir.

Ella esperó. «¿Sí?»Pensándoselo mejor, se limitó a

sonreír educadamente y cambió de tema.—Bueno, dígame, ¿por qué estoy

aquí?Elizabeth señaló una improvisada

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zona de reuniones alrededor de unamesa de acero.

—Por favor, siéntese. Quieroenseñarle algo.

Langdon se dirigió a la mesa, yElizabeth advirtió que, a pesar deparecer intrigado ante la perspectiva deun encuentro secreto, no se le veíainquieto. «He aquí un hombre seguro desí mismo.» Se preguntó si se mostraríatan relajado cuando supiera por qué lehabían llamado.

Se sentaron y, sin más preámbulo,Elizabeth le mostró el objeto que ella ysu equipo habían confiscado en la cajade seguridad de un banco de Florencia

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hacía menos de doce horas.Langdon estudió detenidamente el

pequeño cilindro tallado durante unosminutos y luego le ofreció a Elizabethuna rápida sinopsis de lo que ella yasabía. Se trataba de un antiguo sello quese usaba para imprimir. En él había unaespeluznante imagen de un Satán de trescabezas y una única palabra: «Saligia.»

—Saligia —dijo Langdon—, es untruco mnemotécnico en latín para…

—Los siete pecados capitales —dijo Elizabeth—. Sí, lo hemos mirado.

—Muy bien… —Langdon parecíadesconcertado—. ¿Hay alguna razónespecial por la que quería que viera

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esto?—La verdad es que sí. —Sinskey

volvió a coger el cilindro y comenzó asacudirlo con violencia. La bola deagitación repiqueteó ruidosamente.

Langdon se sintió algodesconcertado, pero antes de quepudiera preguntarle a la doctora quéestaba haciendo, un extremo del cilindrocomenzó a relucir, y ella lo apuntó a unazona lisa del material aislante que habíaen la pared del avión.

Langdon soltó un silbido y se acercóa la imagen proyectada.

— E l Mapa del infierno deBotticelli —anunció—. Basado en el

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Inferno de Dante. Aunque imagino queeso ya lo sabe.

Elizabeth asintió. Ella y su equipohabían usado internet para identificar elcuadro. Le había sorprendido descubrirque era de Botticelli, un pintor conocidopor los mundos luminosos e idealizadosde obras maestras como El nacimientode Venus y Primavera. A Sinskey leencantaban ambos cuadros, a pesar deque representaban la fertilidad y lacreación de vida, lo cual no hacía sinorecordarle su trágica incapacidad paraconcebir; el único lamento significativoen una vida por lo demás muyproductiva.

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—Esperaba —dijo Sinskey— queme pudiera hablar del simbolismo quese oculta en este cuadro.

Langdon no pudo evitar sentirse algoirritado.

—¿Por eso me ha llamado? Creíaque se trataba de una emergencia.

—Por favor.Langdon suspiró hondo, cargándose

de paciencia.—Doctora Sinskey, en general, si

uno quiere saber algo sobre un cuadroespecífico, lo mejor es que contacte conel museo en el que se conserva eloriginal. En este caso, se trata de laBiblioteca Apostólica del Vaticano,

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donde hay una gran cantidad desoberbios iconógrafos que…

—El Vaticano me odia.Langdon la miró sorprendido.—¿A usted también? Creía que era

el único.Ella sonrió con tristeza.—La OMS opina que el acceso

generalizado a los métodosanticonceptivos es una de las claves dela salud mundial, tanto para combatirenfermedades de transmisión sexual,como el caso del Sida, como para elcontrol de la población.

—Y el Vaticano no está de acuerdo.—Así es. Gastan enormes

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cantidades de energía y dinero enadoctrinar a países del tercer mundosobre las maldades de la contracepción.

—Claro —dijo Langdon con unasonrisa de complicidad—. ¿Quién mejorque un grupo de octogenarios célibespuede decirle al mundo cómo debepracticar sexo?

A Sinskey cada vez le caía mejor elprofesor.

Volvió a agitar el cilindro pararecargarlo y proyectó la imagen en lapared.

—Profesor, examine la imagenatentamente.

Langdon se acercó y la estudió de

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cerca. En un momento dado se detuvo degolpe.

—Es extraño. Ha sido alterada.«Ha tardado poco.»—Efectivamente, y lo que quiero

que me diga es qué significan esasalteraciones.

Langdon examinó toda la imagen ensilencio, deteniéndose al ver las diezletras que formaban la palabra«catrovacer»… La máscara de lapeste… Y la extraña cita en el bordesobre «los ojos de la muerte».

—¿Quién ha hecho esto? —preguntóLangdon—. ¿De dónde ha salido?

—En realidad, cuanto menos sepa,

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mejor. Lo que esperaba era que fueracapaz de analizar estas alteraciones ypudiera decirnos qué significan. —Señaló un escritorio que había en unrincón.

—¿Aquí? ¿Ahora?Ella asintió.—Soy consciente de que supone un

abuso, pero no se puede imaginar loimportante que es para nosotros. —Sequedó un momento callada—. Podría serun asunto de vida o muerte.

Langdon se la quedó mirando conpreocupación.

—Descifrar esto puede que me lleveun buen rato, pero supongo que si es tan

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importante…—Gracias —le interrumpió la

doctora Sinskey antes de que cambiarade idea—. ¿Hay alguien a quien deballamar?

Langdon negó con la cabeza y le dijoque había planeado pasar un tranquilofin de semana a solas.

«Perfecto.» Sinskey lo instaló en elescritorio con el proyector, papel, lápizy un ordenador portátil con conexión aun satélite seguro. Langdon no entendíamuy bien por qué la OMS estaba taninteresada en un cuadro modificado deBotticelli, pero se puso manos a la obra.

La doctora había imaginado que se

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pasaría horas estudiando la imagen hastaobtener algún resultado, de modo que sepuso a hacer trabajo pendiente. De vezen cuando le oía agitar el proyector yanotar cosas en un cuaderno. No habíanpasado ni diez minutos cuando elprofesor dejó a un lado el lápiz yanunció: «Cerca trova.»

Sinskey se volvió hacia él.—¿Cómo dice?—Cerca trova —repitió—. «Busca

y hallarás.» Eso es lo que dice elcódigo.

La doctora Sinskey se sentó al ladode Langdon y, fascinada, escuchó suexplicación sobre que los niveles del

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infierno de Dante habían sidodesordenados y que, al colocarlos en lasecuencia adecuada, formaban la fraseitaliana «cerca trova».

«¿Busca y hallarás? —se preguntóSinskey—. ¿Ése es el mensaje que eselunático me ha dejado?» Parecía undesafío directo. El perturbador recuerdode las últimas palabras de ese locodurante su encuentro en el Consejo deRelaciones Exteriores volvió a acudir asu mente: «Entonces parece que hacomenzado nuestro baile.»

—Está pálida —dijo Langdon,mirándola—. ¿No es éste el mensaje queesperaba?

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Sinskey se recompuso y se colocóbien el amuleto del cuello.

—No exactamente. Dígame…, ¿creeusted que este mapa del infierno estásugiriendo que busque algo?

—Sí. Cerca trova.—¿Y sugiere dónde debo buscar?Langdon se acarició la barbilla

mientras otros empleados de la OMScomenzaban a reunirse a su alrededor,ansiosos por obtener más información.

—No abiertamente…, pero sí se meocurre en qué lugar debería comenzar.

—Dígamelo —le exigió Sinskey deforma más imperativa de lo que Langdonhabría esperado.

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—Bueno, ¿qué le parece Florencia,Italia?

Sinskey apretó los dientes y seesforzó para controlar su reacción. Susempleados, sin embargo, no hicierongala de la misma discreción. Todosintercambiaron miradas de alarma. Unocogió un teléfono e hizo una llamada.Otro corrió hacia la puerta que conducíaa la parte delantera del avión.

Langdon no entendía nada.—¿Es por algo que he dicho?«Desde luego», pensó Sinskey.—¿Qué le ha hecho decir Florencia?—Cerca trova —respondió, y le

contó el misterio que rodeaba el fresco

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de Vasari del Palazzo Vecchio.Sinskey ya había oído suficiente. «A

Florencia, pues.» Obviamente, no podíaser mera coincidencia que su némesis sehubiera suicidado arrojándose al vacío amenos de tres manzanas del PalazzoVecchio.

—Profesor —dijo—, cuando antesle he enseñado mi amuleto y he dichoque era un caduceo, me ha dado lasensación de que quería decirme algo,pero ha cambiado de idea. ¿Qué iba adecir?

Langdon negó con la cabeza.—Nada, es una tontería. A veces no

puedo evitar que el profesor que hay en

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mí salga a la luz.Sinskey se lo quedó mirando

directamente a los ojos.—Se lo pregunto porque necesito

saber si puedo confiar en usted. ¿Quéiba a decir?

Langdon tragó saliva y se aclaró lagarganta.

—Nada importante. Antes ha dichoque su amuleto era el símbolo antiguo dela medicina, lo cual es correcto. Peroluego lo ha llamado caduceo. Hacometido un error muy común… Elcaduceo tiene dos serpientes y unas alasen la parte superior. Su amuleto sólouna, y ninguna ala. Su símbolo se

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llama…—Vara de Asclepio.Langdon ladeó la cabeza,

sorprendido.—Sí. Exacto.—Ya lo sabía. Estaba poniendo a

prueba su sinceridad.—¿Cómo dice?—Quería saber si me diría la

verdad, por incómoda que pudiera serpara mí.

—Parece que he fallado.—No lo vuelva a hacer. La

honestidad total es la única forma en queusted y yo podremos trabajar juntos enesto.

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—¿Trabajar juntos? ¿No hemosterminado?

—No, profesor, no hemosterminado. Necesito que venga aFlorencia para ayudarme a encontraralgo.

Langdon se la quedó mirando conincredulidad.

—¿Esta noche?—Eso me temo. Todavía tengo que

explicarle cuán crítica es la naturalezade esta situación.

Langdon negó con la cabeza.—No importa lo que me diga. No

quiero ir a Florencia.—Yo tampoco —dijo Elizabeth

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sombríamente—, pero el tiempo se estáagotando.

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El sol de mediodía resplandecía en ellustroso tejado del tren de altavelocidad italiano, el Frecciargento, quese dirigía hacia el norte recorriendo ungrácil arco a través de la campiñatoscana. A pesar de alejarse deFlorencia a 280 kilómetros por hora, el«flecha de plata» prácticamente no hacíaningún ruido. El leve traqueteo y elsuave balanceo tenían un efecto casirelajante en los viajeros.

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Para Robert Langdon, la última horahabía resultado muy confusa.

Ahora, a bordo del tren de altavelocidad, Langdon, Sienna y el doctorFerris iban sentados en uno de lossalottini del tren; una pequeña cabinaprivada de clase ejecutiva con cuatroasientos de piel y una mesa plegable.Ferris la había reservado con su tarjetade crédito. Y con ella también habíapagado el surtido de bocadillos y elagua mineral que Langdon y Siennahabían consumido con gran voracidadtras asearse un poco en el cuarto debaño contiguo a su cabina privada.

En cuanto los tres se hubieron

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acomodado para el viaje de dos horas aVenecia, el doctor Ferris posó sus ojossobre la máscara mortuoria de Dante,que descansaba sobre la mesa que habíaentre ellos en su bolsa de plásticotransparente.

—Tenemos que averiguar a quélugar de Venecia nos conduce estamáscara.

—Y rápido —añadió Sienna. Laurgencia era perceptible en su tono devoz—. Probablemente, es nuestra únicaesperanza de evitar la plaga de Zobrist.

—Un momento —dijo Langdon,colocando una mano sobre la máscara—. El doctor Ferris me ha prometido

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que, cuando estuviéramos a salvo abordo del tren, me contaría algunascosas sobre los últimos días. Demomento, lo único que sé es que la OMSme reclutó en Cambridge para ayudarlesa descifrar la versión que Zobrist habíahecho del Mappa. Aparte de eso, no meha dicho nada más.

El doctor Ferris se removióincómodo en su asiento y comenzó arascarse otra vez el sarpullido que teníaen la cara y en el cuello.

—Entiendo tu frustración —dijo—.Estoy seguro de que resultadesconcertante no recordar qué te hapasado, pero hablando en términos

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médicos… —Miró a Sienna en busca deconfirmación y prosiguió—, recomiendoencarecidamente que no malgastesenergía intentando averiguar detallesque no puedes recordar. En los casos deamnesia, es mejor no remover el pasado.

—¡¿No removerlo?! —Langdonsintió que su enojo iba en aumento—.¡Al diablo con eso! ¡Necesitorespuestas! ¡Tu organización me trajo aItalia! ¡Aquí me han disparado y heperdido varios días de mi vida! ¡Quierosaber qué ha pasado!

—Robert —dijo Sienna en un tonode voz suave para intentar tranquilizarle—. El doctor Ferris tiene razón. No es

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recomendable exponerse de golpe a unacatarata de información. Concéntrate enlos detalles que sí recuerdas: la mujerdel cabello plateado, «busca yhallarás», los cuerpos retorciéndose delMappa; esas imágenes acudieron a tumemoria en una serie de fragmentosdesordenados e incontrolables que tedejaron casi incapacitado. Si el doctorFerris comienza a contarte lo sucedidolos últimos días, sin duda desencadenarácon ello otros recuerdos y podríasvolver a sufrir alucinaciones. Laamnesia retrógrada es una condiciónmuy seria. Sacar a la luz recuerdosolvidados puede resultar

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extremadamente perjudicial para lapsique.

Langdon no había pensado en eso.—Imagino que debes de sentirte muy

desorientado —añadió Ferris—, perode momento necesitamos que tu psiqueesté intacta para poder seguir adelante.Es imperativo que averigüemos qué nosintenta decir esta máscara.

Sienna asintió.Los médicos, advirtió Langdon en

silencio, parecían estar de acuerdo.Intentó sobreponerse a esa sensación

de incertidumbre. Era muy extrañoencontrarse con un absolutodesconocido y descubrir que en realidad

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le conocía desde hacía varios días.«Aunque también es cierto —pensó—que hay algo en sus ojos que me resultavagamente familiar.»

—Robert —dijo el doctor Ferris entono comprensivo—, me doy cuenta deque todavía no confías en mí, pero esoes comprensible, teniendo en cuentatodo por lo que has pasado. Entre losefectos secundarios de la amnesia seencuentran la leve paranoia y ladesconfianza.

«Eso tiene sentido —pensó Langdon—, teniendo en cuenta que ni siquierapuedo confiar en mi mente.»

—Hablando de paranoia —bromeó

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Sienna, para animar un poco la cosa—.Al ver tu sarpullido, Robert creyó quehabías contraído la Peste Negra.

Los hinchados ojos de Ferris seabrieron como platos y soltó una sonoracarcajada.

—¿Este sarpullido? Créeme, Robert,si tuviera la Peste Negra no la estaríatratando con un antihistamínicocomprado sin receta médica. —Sacó unpequeño tubo medio vacío de su bolsilloy se lo lanzó a Langdon. Efectivamente,era una crema para aliviar el picor delas reacciones alérgicas.

—Lo siento —dijo Langdon,sintiéndose algo tonto—. Ha sido un día

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muy largo.—No pasa nada.Langdon se volvió hacia la ventana y

observó cómo las tonalidadescambiantes de la campiña italianaformaban un pacífico collage. Losviñedos y las granjas habían comenzadoa escasear en el momento en que lallanura había dado paso a los montesApeninos. El tren pronto comenzaría arecorrer la sinuosa cordillera y luegovolvería a descender hasta el marAdriático.

«Voy a Venecia —pensó—. Enbusca de una plaga.»

Ese extraño día estaba dejando a

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Langdon con la sensación de queavanzaba por un paisaje compuesto porformas difusas sin detalles particulares.Como si fuera un sueño. Ahora bien, laspesadillas solían despertar a la gente…Aunque, irónicamente, Langdon se sentíacomo si se hubiera despertado en una.

—Te doy una lira si me dices lo quepiensas —susurró Sienna a su lado.

Langdon levantó la mirada y sonriócansinamente.

—No dejo de pensar que medespertaré en casa y descubriré que todoesto no es más que una pesadilla.

Sienna ladeó la cabeza con unaexpresión juguetona.

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—¿No me echarías de menos si tedespertaras y descubrieras que no soyreal?

Langdon no pudo evitar reír.—Bueno, un poco quizá sí.Ella le dio unas palmaditas en la

rodilla.—Deje de soñar despierto, profesor,

y póngase a trabajar.A regañadientes, Langdon se volvió

hacia el arrugado rostro de DanteAlighieri, que les mirabainexpresivamente desde la mesa. Concuidado, Langdon cogió la máscara deyeso, le dio la vuelta para ver elcóncavo interior y leyó el primer verso:

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Langdon no creía encontrarse en esacondición.

Aun así, se puso manos a la obra.

A unos trescientos veinte kilómetrosdel veloz tren, el Mendaciumpermanecía anclado en el Adriático.Bajo cubierta, el facilitador LaurenceKnowlton oyó que llamaban suavementeal cristal de su cabina. Presionó unbotón que había bajo su escritorio paravolver transparente el vidrio opaco, y alotro lado apareció una figura menuda y

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bronceada.«El preboste.»Parecía apesadumbrado.Sin decir palabra entró en el

cubículo, cerró la puerta con llave yvolvió a presionar el interruptor quevolvía opaco el cristal. Olía a alcohol.

—El vídeo que nos dejó Zobrist —dijo el preboste.

—¿Sí, señor?—Quiero verlo. Ahora.

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Robert Langdon había transcrito el textoen espiral de la máscara mortuoria a unpapel para poder analizarlo atentamente.Sienna y el doctor Ferris se habíanacurrucado a su lado, y Langdon hizotodo lo posible para ignorar el hecho deque este último no dejaba de rascarse yrespiraba con dificultad.

«No le pasa nada», se dijo a símismo, y se obligó a prestar atención alos versos que tenía delante.

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—Como he mencionado antes —comenzó a decir Langdon—, la estrofainicial del poema de Zobrist estáextraída del Inferno de Dante casi al piede la letra; es una advertencia al lectorde que los versos tienen un significadomás profundo.

La obra alegórica de Dante está tanrepleta de comentarios velados sobrereligión, política y filosofía que confrecuencia Langdon sugería a susalumnos que estudiaran al poeta italiano

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como lo harían con la Biblia, leyendoentre líneas y esforzándose en hallar elsignificado que se ocultaba a simplevista.

—Los especialistas en alegoríamedieval —prosiguió— suelen dividirsus análisis en dos categorías: «texto» e«imagen». El texto es el contenidoliteral de la obra, y la imagen, elmensaje simbólico.

—O sea —dijo Ferris conimpaciencia—, que el hecho de que elpoema comience con este verso…

—Sugiere —le interrumpió Sienna— que una lectura superficial sólorevelará parte del mensaje. El

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verdadero significado puede que estéoculto.

—Algo así, sí. —Langdon volvió aposar la mirada sobre el texto y siguióleyendo en voz alta.

—Bueno —dijo Langdon—, todavíano sé a qué hace referencia lo de loscaballos sin cabeza y los huesos de losciegos, pero parece que tenemos queencontrar a un dux específico.

—Es decir…, ¿la tumba de un dux?—aventuró Sienna.

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—O una estatua, o un retrato —añadió Langdon—. Hace siglos que nohay dux.

Los dux de Venecia eran muyparecidos a los duques de otrasciudades Estado de la península itálicay, desde el año 697 d. J.C., más de cienhabían gobernado Venecia durante unperíodo de mil años. Su linaje terminó afinales del siglo XVIII con la conquistade Napoleón, pero su gloria y poderseguían generando una intensafascinación entre los historiadores.

—Como quizá sabéis —dijoLangdon—, las dos atraccionesturísticas más populares de Venecia, el

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Palacio Ducal y la basílica de SanMarcos, fueron construidas por y paralos dux. Muchos de ellos estánenterrados ahí mismo.

—¿Y sabes si hubo un dux que fueraparticularmente malvado? —preguntóSienna con los ojos puestos en el poema.

Langdon bajó la mirada al verso encuestión. «Buscad al traicionero dux deVenecia.»

—Ninguno, que yo sepa, pero elpoema no utiliza la palabra «malvado»,sino «traicionero». Hay una diferencia,al menos en el mundo de Dante. Latraición es uno de los siete pecadoscapitales; el peor de ellos, en realidad, y

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está castigado con el noveno círculo delinfierno.

La traición, tal y como la definióDante, era el acto de traicionar al seramado. El ejemplo más conocido de esepecado era la traición de Judas a Jesús,un acto que Dante consideraba tan vilque confinó a Judas a una región situadaen el centro mismo del infierno, y que sellamaba Judeca en honor a su residentemás indigno.

—O sea, que estamos buscando a undux que cometió un acto de traición —dijo Ferris.

Sienna asintió.—Eso nos ayudará a limitar las

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posibilidades. —Se quedó un momentocallada, mirando el texto—. Pero elsiguiente verso… ¿Un dux que «cortólas cabezas de los caballos»? —Levantóla mirada hacia Langdon—. ¿Existe eso?

Lo que acababa de leer Sienna hizoque Langdon evocara la espeluznanteescena de El Padrino.

—No me suena. Pero, según esto,también «arrancó los huesos de losciegos». —Se volvió hacia Ferris—. Tuteléfono tiene conexión a internet,¿verdad?

Ferris cogió su móvil, pero tenía losdedos demasiado hinchados y rojizos.

—Con estos dedos no puedo teclear.

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—Ya me encargo yo —dijo Sienna,y cogió el móvil—. Buscaré «duxvenecianos» y cruzaré las referenciasque obtenga con «caballos sin cabeza» y«huesos de los ciegos». —Se puso amarcar rápidamente en el pequeñoteclado.

Langdon volvió a centrar su atenciónen el poema, y siguió leyendo en vozalta.

—Nunca he oído hablar de ningúnmouseion —dijo Ferris.

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—Es una palabra antigua que serefiere a un templo protegido por musas—respondió Langdon—. En la época delos primeros griegos, el mouseion era ellugar donde los ilustrados se reuníanpara compartir ideas y discutir deliteratura, música y arte. El primermouseion fue construido por Ptolomeoen la Biblioteca de Alejandría, siglosantes del nacimiento de Jesucristo, yluego cientos más comenzaron a aflorarpor todo el mundo.

—Sienna —dijo Ferris, esperanzado—, ¿puedes buscar si hay algúnmouseion en Venecia?

—En realidad, hay muchos —dijo

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Langdon con una sonrisa juguetona—.Ahora se llaman museos.

—Ahhh… —respondió Ferris—.Entonces tendremos que ampliar labúsqueda.

—O sea que estamos buscando unmuseo en el que podamos encontrar a undux que cortó cabezas de caballos yarrancó los huesos de los ciegos.Robert, ¿se te ocurre algún museo enparticular que pueda ser un buen lugarpara comenzar la búsqueda? —preguntóSienna mientras seguía tecleando en elteléfono, sin problema alguno para hacerdos cosas a la vez.

Langdon ya estaba considerando los

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museos más conocidos de Venecia: laGallerie dell’Accademia, el Ca’Rezzonico, el Palazzo Grassi, laColección Peggy Guggenheim o elMuseo Correr, pero ninguno parecíaencajar con la descripción.

Volvió a mirar el texto.

Langdon sonrió irónicamente.—En Venecia hay un museo que

cumple con todos los requisitos para serconsiderado un «mouseion dorado desanta sabiduría».

Tanto Ferris como Sienna se loquedaron mirando expectantes.

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—La basílica de San Marcos —declaró—. La iglesia más grande deVenecia.

Ferris no parecía muy convencido.—¿La iglesia es un museo?Langdon asintió.—Algo así como los Museos

Vaticanos. Es más, el interior de SanMarcos es conocido por estarcompletamente adornado con azulejosdorados.

— U n mouseion dorado —dijoSienna. La excitación era perceptible ensu voz.

Langdon asintió. No tenía duda deque la basílica de San Marcos era el

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templo dorado al que hacía referencia elpoema. Durante siglos, los venecianos lahabían llamado «La Chiesa d’Oro» —laiglesia de oro—; y él consideraba suinterior el más deslumbrante de todaslas iglesias del mundo.

—El poema dice que nos«arrodillemos» ahí —añadió Ferris—.Y una iglesia es un lugar lógico parahacerlo.

Sienna ya estaba tecleandofuriosamente.

—Añadiré «San Marcos» a labúsqueda. Ése debe de ser el lugar en elque tenemos que buscar al dux.

Langdon sabía que encontrarían no

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pocos dux en San Marcos. No en vano,había sido su basílica. Algo másanimado, volvió a posar sus ojos en elpoema.

«¿Rumor del agua?», se preguntóLangdon. «¿Hay agua bajo la basílica deSan Marcos?» Inmediatamente se diocuenta de que esa pregunta era estúpida.Había agua debajo de toda la ciudad.Todos los edificios de Venecia seestaban hundiendo poco a poco.Visualizó entonces la basílica e intentó

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imaginar dónde podía arrodillarse unopara oír el rumor del agua. «Y cuando looigamos…, ¿qué hacemos?»

Langdon volvió a mirar el poema yterminó de leerlo en voz alta.

—Muy bien —dijo Langdon,perturbado por la imagen—. Al parecer,debemos seguir el rumor del agua…,hasta llegar a una especie de palaciosumergido.

Ferris se rascó la cara. Parecíanervioso.

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—¿Qué es un monstruo ctónico?—Subterráneo —le contestó Sienna,

que seguía tecleando en el teléfono—.Ctónico significa «bajo tierra».

—En parte sí —dijo Langdon—.Aunque la palabra tiene otra implicaciónhistórica asociada en general con diosesmíticos y monstruos. Los ctónicosconforman toda una categoría: lasErinias, Hécate y la Medusa, porejemplo, lo son. Se les llama así porqueresiden en el inframundo y estánasociados con el infierno. —Langdonhizo una pausa—. Históricamente, salena la superficie para crear el caos en elmundo de los humanos.

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Hubo un largo silencio y Langdontuvo la sensación de que todos estabanpensando lo mismo. «Este monstruoctónico… sólo puede ser la plaga deZobrist.»

—En cualquier caso —dijoLangdon, intentando no salirse del tema—, está claro que la localización quebuscamos es subterránea, lo cual, almenos, explica la referencia a «la lagunaque no refleja las estrellas» del últimoverso.

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—Bien visto —dijo Sienna,levantando la mirada del teléfono deFerris—. Si una laguna es subterráneano puede reflejar el cielo. ¿Hay algunasubterránea en Venecia?

—Ninguna, que yo sepa —respondióLangdon—. Pero en una ciudadconstruida sobre el agua, lasposibilidades son probablementeinfinitas.

—¿Y si la laguna está dentro de unedificio? —preguntó Sienna de repente,mirándoles a ambos—. El poema hacereferencia a la «oscuridad del palaciosumergido». Antes has mencionado queel Palacio Ducal está relacionado con la

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basílica, ¿no? Esto significaría que lasdos estructuras cuentan con todo lo quemenciona el poema: un mouseion desanta sabiduría, un palacio, relación conlos dux…, y está todo situado en lalaguna principal de Venecia, al nivel delmar.

Langdon consideró lo que habíadicho Sienna.

—¿Crees que el «palaciosumergido» del poema es el PalacioDucal?

—¿Por qué no? El poema nos diceque debemos arrodillarnos en la basílicade San Marcos y luego seguir el rumordel agua. Puede que ese ruido nos

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conduzca al palacio contiguo; puede quesus cimientos estén sumergidos.

Langdon había visitado el PalacioDucal muchas veces y sabía que laextensión que ocupaba era enorme, puesestaba conformado por un vastocomplejo de edificios: un museo de grantamaño, un verdadero laberinto decámaras, apartamentos y patiosinstitucionales, y una red de prisionestan extensa que estaba repartida envarios edificios.

—Puede que tengas razón —dijoLangdon—, pero una búsqueda a ciegasen ese palacio podría llevarnos días.Sugiero que hagamos exactamente lo que

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nos dice el poema. En primer lugar,vayamos a la basílica de San Marcos,encontremos la tumba o estatua de esedux traicionero, y arrodillémonos.

—¿Y luego? —preguntó Sienna.—Luego —dijo Langdon con un

suspiro—, recemos para oír el rumordel agua…, y que nos conduzca a algúnlado.

En el silencio que se hizo acontinuación, Langdon visualizó laexpresión de inquietud que teníaElizabeth Sinskey en sus alucinaciones,llamándole desde el otro lado del río.«El tiempo se agota. ¡Busca y hallarás!»Se preguntó dónde estaría la doctora en

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ese momento…, y si estaría bien. Sinduda, a esas alturas los soldados denegro ya se habrían dado cuenta de queél y Sienna se habían escapado.«¿Cuánto tardarán en dar con nuestrapista?»

Reprimiendo una oleada decansancio, Langdon volvió a mirar elpoema. Al leer el último verso se diocuenta de otra cosa. Se preguntó simerecía la pena mencionarla. «La lagunaque no refleja las estrellas.»Probablemente era irrelevante para subúsqueda, pero decidió compartirlo detodos modos.

—Hay otra cosa que debería

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mencionar.Sienna levantó la mirada del

teléfono móvil.—Las tres secciones de la Divina

Comedia de Dante —dijo Langdon—.Inferno, Purgatorio y Paradiso. Todasterminan con la misma palabra.

Sienna parecía sorprendida.—¿Cuál es? —preguntó Ferris.Langdon señaló el final del poema

que había transcrito.—La misma con la que termina este

poema: «estrellas». —Cogió la máscaramortuoria de Dante y señaló el centro dela espiral.

«La laguna que no refleja las

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estrellas.»—Es más —prosiguió Langdon—.

Al final del Inferno, Dante oye el rumordel agua en el interior de una sima y,siguiéndolo a través de una abertura…,consigue salir del infierno.

Ferris palideció ligeramente.—Dios mío.Justo entonces, el Frecciargento se

metió en el túnel de una montaña y unaensordecedora ráfaga de aire sacudió lacabina.

En la oscuridad, Langdon cerró losojos e intentó relajarse. «Puede queZobrist fuera un lunático —pensó—,pero sin duda poseía un sofisticado

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conocimiento de la obra de Dante.»

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Laurence Knowlton sintió una oleada dealivio.

«El preboste ha cambiado de idearespecto al vídeo de Zobrist.»

Knowlton prácticamente se abalanzósobre la tarjeta de memoria de colorrojo y la insertó en su ordenador paracompartir el contenido con su jefe.Llevaba horas obsesionado con losnueve minutos del extraño videomensajede Zobrist, y estaba impaciente por que

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lo viera alguien más.«Ya no será sólo mi

responsabilidad.»El vídeo comenzó a reproducirse, y

Knowlton no pudo evitar contener elaliento.

La pantalla se oscureció y el rumordel agua invadió el cubículo. La imagenavanzaba a través de la neblina rojiza dela caverna subterránea y, a pesar de queel preboste no mostraba reacción alguna,Knowlton pudo advertir que se sentíaalarmado y confundido.

De repente, la cámara detenía suavance y se sumergía bajo el agua de lalaguna. Descendía varios metros hasta

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llegar a una lustrosa placa de titanioatornillada al suelo.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,EL MUNDO CAMBIÓ PARA

SIEMPRE.

El preboste dio un ligero respingo.—Mañana —susurró al ver la fecha

—. ¿Y sabemos dónde se encuentra«este lugar»?

Knowlton negó con la cabeza.La cámara giró entonces a la

izquierda y enfocó la bolsa de plásticorellena de un gelatinoso fluido de coloramarillo pardusco.

—¡¿Qué diablos…?! —El preboste

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cogió una silla y se sentó, sin dejar demirar la burbuja ondulante quepermanecía suspendida bajo el aguacomo un globo amarrado.

A medida que el vídeo avanzaba, sehizo un incómodo silencio en elcubículo. Al poco, la pantalla seoscureció y en una pared de la cavernaapareció una extraña sombra de narizpicuda que comenzó a hablar en unlenguaje arcano:

Yo soy la Sombra.Empujado a la clandestinidad, me veo obligado a

dirigirme al mundo desde las entrañas de la Tierra,confinado a esta lúgubre caverna cuyas aguas teñidas

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de rojo conforman la laguna que no refleja lasestrellas.

Pero éste es mi paraíso…, el útero perfecto parami frágil hijo.

Inferno.

El preboste levantó la mirada.—¿Inferno?Knowlton se encogió de hombros.—Como le he dicho antes, es

realmente perturbador.El preboste volvió a centrarse en la

pantalla.La sombra picuda siguió hablando

varios minutos sobre plagas, lanecesidad de purgar la población, su

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glorioso rol en el futuro, la batallacontra las almas ignorantes queintentaban detenerle, y los pocos fielesque se habían dado cuenta de que unamedida drástica era el único modo desalvar el planeta.

Fuera sobre lo que fuese esa guerra,Knowlton se había estado preguntandotoda la mañana si el Consorcio noestaría luchando en el bandoequivocado.

La voz prosiguió:

He creado una obra maestra que nos salvaráy, sin embargo, mis esfuerzos no se han vistorecompensados con trompetas y laureles…,sino con amenazas de muerte.

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No temo a la muerte… Ella transforma alos visionarios en mártires…, y convierte lasideas nobles en movimientos poderosos.

Jesús. Sócrates. Martin Luther King.Un día me uniré a ellos.La obra maestra que he creado es la del

mismo Dios…, es Él quien me ha dotado delintelecto, de las herramientas y del corajenecesarios para dar forma a una creación comoésta.

Ahora el día se acerca.Inferno duerme bajo mis pies,

preparándose para venir al mundo desde suútero acuático…, bajo la atenta mirada delmonstruo ctónico y todas sus Furias.

A pesar de la virtud de mis actos, no soyextraño al pecado. Incluso yo soy culpable delséptimo; la solitaria tentación de la cual muypocos encuentran refugio.

El Orgullo.

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Sí, al grabar este mensaje he sucumbido a lapoderosa tentación del Orgullo…, deseoso deque el mundo conociera mi obra.

¿Y por qué no?La humanidad debería conocer el origen de

su propia salvación… ¡El nombre de aquel queselló para siempre las puertas del infierno!

A cada hora que pasa, el desenlace es másindiscutible. Las matemáticas —tanimplacables como la ley de la gravedad— soninnegociables. El mismo florecimientoexponencial de vida que está a punto de acabarcon la humanidad también será su liberación.La belleza de un organismo vivo —sea éstebueno o malo— es que sigue la ley de Dios consingular eficiencia.

Ser fecundo y multiplicarse.De modo que combato el fuego… con el

fuego.

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—Ya basta —dijo el preboste envoz tan baja que Knowlton apenas looyó.

—¿Cómo ha dicho, señor?—Detenga el vídeo.Knowlton presionó un botón.—Señor, el final es todavía más

aterrador.—Ya he visto suficiente. —El

preboste parecía enfermo. Dio variasvueltas al cubículo y, finalmente, le dijoal facilitador—: Debemos ponernos encontacto con FS-2080.

Knowlton consideró la maniobra.FS-2080 era el nombre en clave de

uno de los contactos de confianza del

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preboste; el mismo que le había remitidoa Zobrist. Sin duda alguna, en esemomento el preboste estaba lamentandohaber confiado en el juicio de FS-2080.La recomendación de tomar comocliente a Zobrist sólo había traído caosal estructurado mundo del Consorcio.

«FS-2080 es la razón de esta crisis.»La creciente cadena de desgracias

que rodeaban a Zobrist sólo parecía ir apeor; no solamente para el Consorcio,sino con toda probabilidad…, para elmundo entero.

—Debemos descubrir lasverdaderas intenciones de Zobrist —declaró el preboste—. Quiero saber con

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todo detalle qué ha creado, y si laamenaza es real.

Knowlton sabía que si alguien teníarespuestas a esas preguntas, sería FS-2080. Nadie conocía mejor a Zobrist.Había llegado el momento de romper elprotocolo y corregir la locura en la que,sin saberlo, la organización hubierapodido estar involucrada durante elúltimo año.

Knowlton consideró las posiblesconsecuencias de encararse con FS-2080. El mero acto de ponerse encontacto conllevaba ciertos riesgos.

—Obviamente, señor —dijoKnowlton—, si pretende comunicarse

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con FS-2080, tendrá que ser muycuidadoso.

El preboste cogió su teléfono. Susojos echaban fuego.

—Ya no es momento de sercuidadosos.

Sentado en la cabina delFrecciargento con sus dos compañerosde viaje, el hombre de la corbata decachemira y las gafas Plume Paris seesforzaba por no rascarse el sarpullido,que no dejaba de empeorar. El dolor quesentía en el pecho también parecía ir enaumento.

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Cuando el tren salió del túnel, elhombre observó a Langdon, que abriólentamente los ojos como si regresara deun profundo ensimismamiento. A sulado, Sienna extendió la mano paracoger otra vez el móvil, que habíadejado a un lado mientras recorrían eltúnel por la falta de cobertura.

Parecía deseosa de continuar subúsqueda en internet, pero, antes decoger el aparato, el teléfono comenzó avibrar y a emitir unos pitidos enstaccato.

El hombre del sarpullido conocíabien ese timbre. Cogió el teléfono enseguida y, al ver el número que aparecía

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en la pantalla, hizo lo posible pordisimular su sorpresa.

—Lo siento —dijo, poniéndose enpie—. Mi madre está enferma, tengo quecoger la llamada.

Sienna y Langdon asintieron y, trasdisculparse, el hombre salió de lacabina y se metió en el cuarto de bañocontiguo. Cerró la puerta del cuarto debaño y contestó la llamada.

—¿Diga?Le respondió una voz grave.—Soy el preboste.

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El cuarto de baño del Frecciargento noera más grande que el del avión de unalínea comercial. Apenas había espaciopara darse la vuelta. El hombre delsarpullido terminó su llamada con elpreboste y se guardó el móvil.

«La situación ha cambiadoradicalmente», advirtió. De repente,todo estaba del revés y él necesitaba unmomento para orientarse.

«Mis amigos son ahora mis

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enemigos.»El hombre se aflojó la corbata de

cachemira y se quedó mirando supurulento rostro en el espejo. Su aspectoera peor de lo que había esperado.Aunque, en realidad, la cara lepreocupaba poco comparada con eldolor que sentía en el pecho.

Con mucho cuidado, se desabrochóvarios botones de la camisa y seexaminó el pecho desnudo en el espejo.

«Dios mío.»La zona ennegrecida había crecido.El centro del pecho tenía un tono

negro azulado. La noche anterior, esamisma zona tenía el tamaño de una

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pelota de golf, pero había crecido y enese momento era más bien como unanaranja. Al tocarse ligeramente la piel,no pudo evitar hacer una mueca dedolor.

Se apresuró a abrocharse de nuevola camisa y esperó disponer de la fuerzanecesaria para llevar a cabo lo quedebía hacer.

«La siguiente hora será decisiva —pensó—. Hay que realizar una delicadaserie de maniobras.»

Cerró los ojos y, preparándose paralo que vendría a continuación, procurórecobrar la compostura. «Mis amigos sehan convertido en mi enemigos», volvió

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a pensar.Respiró hondo varias veces. Le

costaba y le dolía, pero tenía que calmarsus nervios. Sabía que, si queríamantener ocultas sus intenciones, debíapermanecer sereno.

«La calma interior es decisiva parauna actuación convincente.»

Estaba acostumbrado al engaño y,sin embargo, su corazón latía con fuerza.A pesar del dolor que sentía al hacerlo,respiró hondo otra vez. «Llevas añosengañando a la gente —se recordó—. Esa lo que te dedicas.»

Una vez recompuesto, se dispuso aregresar junto a Langdon y Sienna.

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«Mi última actuación», pensó.A modo de precaución final, antes

de salir del cuarto de baño le quitó labatería a su teléfono móvil paraasegurarse de que quedara inoperativo.

«Parece más pálido», pensó Siennacuando el hombre del sarpullido volvióa entrar en la cabina y se sentó con unsuspiro de dolor.

—¿Va todo bien? —preguntó,genuinamente preocupada.

Él asintió.—Sí, gracias. Todo va bien.Tras haber recibido la información

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que el hombre parecía dispuesto acompartir, Sienna cambió de tema.

—Necesito tu teléfono otra vez —dijo—. Si no te importa, me gustaríaseguir buscando información sobre losdux. Quizá podemos obtener algunarespuesta antes de llegar a la basílica deSan Marcos.

—Ningún problema —dijo. Cogió elteléfono móvil y miró la pantalla—. Oh,maldita sea. La batería se estabaagotando durante la llamada. Parece queahora ya se ha quedado sin. —Consultóla hora—. Pronto llegaremos a Venecia.Tendremos que esperar.

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A ocho kilómetros de la costaitaliana, a bordo del Mendacium, elfacilitador Knowlton observaba ensilencio cómo el preboste deambulabapor el perímetro del cubículo como unanimal enjaulado. Después de lallamada telefónica, el preboste se habíapuesto a darle vueltas a la situación, yKnowlton sabía bien que no debía emitirsonido alguno mientras lo hacía.

Finalmente, el bronceado hombrehabló con la voz más tensa queKnowlton pudiera recordar.

—No tenemos alternativa. Tenemosque compartir este vídeo con la doctoraElizabeth Sinskey.

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Knowlton permaneció inmóvilintentando no mostrar su sorpresa. «¿Eldiablo del cabello plateado? ¿Lapersona que hemos mantenido alejada deZobrist durante todo un año?»

—De acuerdo, señor. ¿Busco unmodo de enviarle el vídeo por correoelectrónico?

—¡Dios, no! ¿Y arriesgarnos a queel vídeo se filtre al público? Provocaríaun ataque masivo de histeria. Quiero a ladoctora Sinskey a bordo tan prontocomo sea posible.

Knowlton se lo quedó mirando conincredulidad. «¿Quiere traer a ladirectora de la OMS a bordo del

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Mendacium?»—Señor, esta violación de nuestro

protocolo de seguridad pone en riesgo…—¡Limítese a hacerlo, Knowlton!

¡AHORA!

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FS-2080 miró el reflejo de RobertLangdon en la ventanilla del velozFrecciargento. El profesor seguíapensando en posibles soluciones alacertijo de la máscara mortuoria quehabía compuesto Bertrand Zobrist.

«Bertrand —pensó FS-2080—.Cómo le echo de menos.»

Su pérdida, tan reciente, todavíadolía. Recordaba la noche en la que seconocieron como si fuera un sueño

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mágico.Chicago. La ventisca.Enero, seis años atrás…, pero

todavía parece ayer. Camino condificultad por las aceras cubiertas denieve de la Milla Magnífica, bajo elazote del viento y con el cuello vueltohacia arriba para protegerme de lacegadora blancura. A pesar del frío,esta noche nada puede evitar quecumpla mi destino. Por fin escucharé algran Bertrand Zobrist… en persona.

He leído todo lo que ha escrito, y séla suerte que he tenido de haberconseguido una de las quinientasentradas para el evento.

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Llego al auditorio con el cuerpomedio entumecido por el viento heladoy siento una oleada de pánico aldescubrir que el lugar está mediovacío. ¿Es que la charla ha sidocancelada? Sé que la ciudad está apunto de suspender sus actividades acausa del mal tiempo… ¡¿Acaso haprovocado que Zobrist no pueda estaraquí esta noche?!

Y entonces aparece.Una imponente y elegante figura

sale al escenario.Es alto…, muy alto…, y sus

vibrantes ojos verdes parecen contenertodos los misterios del mundo. Mira la

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sala vacía —apenas hay una docena deseguidores incondicionales—, y sientovergüenza por la pobre concurrencia.

¡Se trata de Bertrand Zobrist!Hay un terrible momento de

silencio en el que nos mira conexpresión severa.

Entonces, de repente, estalla encarcajadas y sus ojos verdes relucen.

—Al diablo con este auditorio vacío—declara—. Mi hotel está aquí al lado.¡Vayamos al bar!

Se oyen unos vítores, y unoscuantos nos trasladamos con él al bardel hotel, donde ocupamos una granmesa y pedimos bebidas. Zobrist nos

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obsequia con historias sobre suinvestigación, su ascenso a lapopularidad, y sus ideas sobre el futurode la ingeniería genética. A una copa lesiguen otras, y la conversación pasa atratar la reciente pasión de Zobrist porla filosofía transhumanista.

—Creo que el transhumanismo esla única esperanza para lasupervivencia a largo plazo de lahumanidad —explica Zobrist,arremangándose la camisa ymostrando el tatuaje que lleva en elhombro: «H+»—. Como podéis ver,estoy completamente comprometidocon la causa.

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Me siento como si disfrutara de unaaudiencia privada con una estrella derock. Nunca imaginé que el celebrado«genio de la genética» sería tancarismático y seductor en persona.Cada vez que me mira, sus ojos verdesencienden un inesperado sentimientoen mi interior…, y siento el profundotirón de la atracción sexual.

A medida que avanza la noche, elgrupo se va reduciendo. Poco a poco,los invitados se disculpan y regresan ala realidad. A medianoche, sólo quedoyo.

—Gracias por esta noche —le digo.He bebido alguna copa de más y se me

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ha subido un poco a la cabeza—. Eresun profesor increíble.

—¿Adulación? —Zobrist sonríe y seinclina hacia mí. Nuestras piernas setocan—. Te llevará a donde quieras.

El flirteo es claramenteinapropiado, pero es una noche deventisca en un hotel desierto deChicago, y parece como si todo elmundo se hubiera detenido.

—¿Qué te parece? —dice Zobrist—. ¿La última en mi habitación?

Me quedo inmóvil, consciente deque mi expresión debe de ser la de unciervo iluminado por los faros de uncoche.

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Los ojos de Zobrist destellanafectuosamente.

—Deja que lo adivine —me susurra—. Nunca has estado con un hombrefamoso.

Noto que me sonrojo e intentodisimular la oleada de emociones quesiento: vergüenza, excitación, miedo.

—En realidad —le digo—. Nuncahe estado con ningún hombre.

Zobrist sonríe y se acerca a mí.—No estoy seguro de qué has

estado esperando, pero me encantaríaser tu primero.

En ese momento, todos los miedos yfrustraciones sexuales de mi infancia

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desaparecen… evaporándose en lanoche de ventisca.

Por primera vez en la vida, sientoun deseo libre de toda vergüenza.

Lo deseo.Diez minutos después, estamos en

su habitación de hotel, desnudos y enbrazos del otro. Zobrist se toma sutiempo. Sus pacientes manos despiertanen mi inexperto cuerpo sensaciones quenunca había sentido.

Ha sido mi elección. No me haobligado.

En sus brazos, me siento como sitodo estuviera bien en el mundo. Mirola noche de ventisca por la ventana y

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sé que seguiré a este hombre a dondesea.

De repente, el tren ralentiza sumarcha. FS-2080 emerge de su recuerdodichoso y regresa al triste presente.

«Ya no estás… Bertrand.»Su primera noche juntos fue el

primer paso de un viaje increíble.«Me convertí en algo más que su

amante. Me convertí a su causa.»—Puente Libertà —dijo Langdon—.

Ya casi hemos llegado.FS-2080 asintió melancólicamente

con la mirada puesta en las aguas de lalaguna Véneta. Recordó la vez quenavegó ahí con Bertrand… Una pacífica

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imagen que luego dio paso al horrendorecuerdo de la semana anterior.

«Presencié cómo se arrojaba de loalto de la torre de la Badia.»

«Los míos fueron los últimos ojosque vio.»

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El Citation Excel de NetJets atravesóunas grandes turbulencias al poco dedespegar del aeropuerto de Tassignanoen dirección a Venecia. La doctoraElizabeth Sinskey, sin embargo, apenasreparó en ellas. Iba con la miradaperdida, acariciando distraídamente suamuleto.

Por fin habían dejado de ponerleinyecciones, y ya sentía la cabeza másdespejada. A su lado, el agente Brüder

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permanecía en silencio, probablementedándole vueltas al extraño curso queacababan de tomar los acontecimientos.

«Todo está del revés», pensóSinskey, esforzándose por asimilar loque acababa de pasar.

Treinta minutos antes, habíanirrumpido en el pequeño aeropuerto conla intención de interceptar a Langdonantes de que embarcara en el aviónprivado que había reservado. En vez dedar al fin con el profesor, se habíanencontrado con un Citation Excel paradoy dos pilotos de NetJets dando vueltasde un lado a otro de la pista mientrasconsultaban sus relojes.

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Robert Langdon no se habíapresentado.

«Y luego, la llamada.»Cuando sonó el teléfono móvil,

Sinskey se encontraba en el mismo lugaren el que había pasado todo el día: elasiento trasero de la furgoneta. Trasentrar en el vehículo, el agente Brüder ledio el teléfono con una expresión deestupefacción en el rostro.

—Una llamada urgente para usted,señora.

—¿Quién es? —preguntó ella.—Me ha pedido que le diga

únicamente que tiene informaciónurgente sobre Bertrand Zobrist.

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Sinskey cogió el teléfono.—Aquí la doctora Sinskey.—Doctora Sinskey, usted y yo no

nos conocemos, pero mi organización hasido la responsable de ocultar aBertrand Zobrist durante este últimoaño.

Sinskey se irguió de golpe.—¡Quienquiera que sea usted, sepa

que ha estado dando refugio a uncriminal!

—No hemos hecho nada ilegal, peroeso no…

—¡Por supuesto que sí!El hombre exhaló un largo suspiro y

siguió hablando sin perder la calma.

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—Ya tendremos tiempo de debatir laética de mis acciones. Sé que no meconoce, pero yo sí sé unas cuantas cosassobre usted. El señor Zobrist me haestado pagando este último año paramantenerle alejado de usted y de otros.Al ponerme en contacto ahora con ustedestoy violando mi estricto protocolo.Pero creo que no hay otra opción salvoaunar nuestros recursos. Temo queBertrand Zobrist pueda haber hecho algoterrible.

Sinskey no podía imaginarse quiénera ese hombre.

—¡¿Se acaba de dar cuenta ahora?!—Sí, así es. Justo ahora. —Su tono

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era honesto.La cabeza de Sinskey se había

despejado del todo.—¿Quién es usted?—Alguien que quiere ayudarla antes

de que sea demasiado tarde. Tengo enmi poder un videomensaje de BertrandZobrist. Me pidió que lo hicierapúblico… mañana. Creo que deberíaverlo inmediatamente.

—¿Qué dice?—Por teléfono no. Tenemos que

vernos.—¿Cómo sé que puedo confiar en

usted?—Porque voy a decirle dónde está

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Robert Langdon…, y la razón por la queha estado actuando de forma tan extraña.

Sinskey dio un respingo al oír elnombre de Langdon, y escuchó laexplicación. El hombre con el queestaba hablando había sido cómplice desu enemigo durante el último año y, sinembargo, al escuchar lo que le estabacontando, el instinto le decía que debíaconfiar en él.

«No tengo otra opción que acceder alo que pide.»

Tras requisar el Citation Excel deNetJets que Langdon había «dejadoplantado», la doctora Sinskey y lossoldados se dirigían ahora a Venecia,

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lugar al que, según la información de esehombre, Langdon y sus dosacompañantes estaban llegando en trenen esos mismos momentos. Erademasiado tarde para poder contar conlas autoridades locales, pero el hombreal otro lado de la línea aseguró saberadónde se dirigía Langdon.

«La plaza de San Marcos.» Sinskeysintió un escalofrío al imaginar lacantidad de gente que habría en la zonamás abarrotada de toda Venecia.

—¿Cómo lo sabe?—Por teléfono no —dijo el hombre

—. Pero debería saber que RobertLangdon viaja con alguien muy

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peligroso.—¡¿Quién?! —preguntó Sinskey.—Uno de los confidentes más

íntimos de Zobrist. —El hombre suspiróhondo—. Alguien en quien yo confié.Equivocadamente, al parecer. Alguienque puede suponer una severa amenaza.

Mientras el avión privado seaproximaba al aeropuerto Marco Polode Venecia con Elizabeth Sinskey y losseis soldados a bordo, la doctora volvióa pensar en Robert Langdon. «Haperdido la memoria. No recuerda nada.»Sin bien eso explicaba varias cosas,hizo que se sintiera todavía peor porhaber implicado al distinguido profesor

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en esa crisis.«No le di ninguna opción.»Casi dos días atrás, cuando reclutó a

Langdon, ni siquiera le dejó ir a casapara coger su pasaporte. Ella lo arreglótodo para que pudiera pasar el controldel aeropuerto de Florencia comoenviado especial de la OrganizaciónMundial de la Salud.

En cuanto el C-130 comenzaba aatravesar el Atlántico, Sinskey habíaadvertido que Langdon no tenía buenaspecto. Permanecía con la mirada fijaen el fuselaje del avión sin ventanillas.

—Profesor, es consciente de queeste avión no tiene ventanillas, ¿verdad?

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Hasta hace poco se utilizaba comotransporte militar.

Langdon se volvió, con el rostrolívido.

—Sí, me he dado cuenta nada mássubir a bordo. No me siento cómodo enlos espacios cerrados.

—¿Y entonces finge que mira poruna ventanilla imaginaria?

Él sonrió tímidamente.—Algo así, sí.—Bueno, puede mirar esto —sacó

una fotografía de su némesis de ojosverdes y la dejó en su regazo—.Bertrand Zobrist.

Sinskey ya le había hablado a

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Langdon de su encuentro con Zobrist enel Consejo de Relaciones Exteriores, dela pasión del hombre por la Ecuacióndel Apocalipsis de la Población, de sudifundido comentario sobre losbeneficios de la Peste Negra y, lo queera todavía más inquietante, de sudesaparición del mapa ese último año.

—¿Cómo puede alguien tanprominente permanecer oculto durantetanto tiempo? —preguntó Langdon.

—Contó con mucha ayuda.Profesional. Quizá incluso de un paísextranjero.

—¿Qué gobierno aprobaría lacreación de una plaga?

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—Los mismos que intentanconseguir cabezas nucleares en elmercado negro. No olvide que una plagaefectiva es el arma bioquímicadefinitiva, y costaría una fortuna. Zobristpodría haber engañado fácilmente a sussocios y haberles asegurado que elalcance de su creación es limitado. Élsería el único que tendría alguna idea desu poder real.

Langdon se quedó en silencio.—En cualquier caso —prosiguió

Sinskey—, quienes ayudan a Zobristpuede que no lo hayan hecho a cambiode poder o dinero, sino porquecomparten su ideología. La realidad es

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que cuenta con no pocos discípulos queharían cualquier cosa por él. Es toda unacelebridad. De hecho, dio unaconferencia en su universidad no hacemucho.

—¿En Harvard?Sinskey cogió un bolígrafo y

escribió en un borde de la fotografía deZobrist la letra H seguida de un signomás.

—Usted que es especialista ensímbolos —dijo—, ¿le suena éste?

H+

—H+ —susurró Langdon, asintiendo

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ligeramente—. Sí, hace unos veranosestaba por todo el campus. Supuse quehacía referencia a alguna convención dequímicos.

Sinskey soltó una risa ahogada.—No, eran los carteles de la

Cumbre 2010 de Humanidad+, uno delos encuentros sobre transhumanismomás concurridos jamás celebrados. H+es el símbolo del movimientotranshumanista.

Langdon ladeó la cabeza como siintentara ubicar el término.

—El transhumanismo —dijo Sinskey— es un movimiento intelectual, o unaespecie de filosofía, que se está

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extendiendo como la pólvora entre lacomunidad científica. En esencia, lostranshumanistas defienden que el serhumano debería utilizar la tecnologíapara trascender las carencias inherentesa nuestros cuerpos. En otras palabras,que el siguiente paso de la evoluciónhumana debería consistir en quecomenzáramos a manipularnosgenéticamente a nosotros mismos.

—Eso no suena nada bien —dijoLangdon.

—Como todo cambio, es cuestión deproporción. Técnicamente, llevamosaños haciéndolo. Por ejemplo, conciertas vacunas que inmunizan a los

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niños frente a ciertas enfermedades: lapolio, la viruela, la fiebre tifoidea… Ladiferencia es que ahora, con losdescubrimientos de Zobrist en el campode la manipulación de la línea germinal,hemos aprendido a desarrollarinmunizaciones heredables, queafectarían al receptor a un nivelgenético, convirtiendo a todas lasgeneraciones subsiguientes en inmunes aesa enfermedad determinada.

Langdon parecía sorprendido.—¿De modo que el ser humano

experimentaría una evolución que leharía inmune, por ejemplo, a la fiebretifoidea?

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—Es más bien una evoluciónasistida —le corrigió Sinskey—.Normalmente, el proceso evolutivo (seaun pez pulmonado que desarrolla pies oun mono que desarrolla pulgaresoponibles) tiene lugar a lo largo demilenios. Ahora, en cambio, podemoshacer adaptaciones genéticas radicalesen una única generación. Los defensoresde la tecnología consideran que el hechode que el ser humano haya aprendido amejorar su propio proceso evolutivo esla expresión definitiva de la darwiniana«supervivencia del más apto».

—Parece más bien que estánjugando a ser Dios —respondió

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Langdon.—Estoy completamente de acuerdo

—dijo Sinskey—. Zobrist, sin embargo,al igual que muchos otrostranshumanistas, afirmaba que es unaobligación evolutiva del ser humanoutilizar todo aquello a nuestradisposición (la mutación genética de lalínea germinal, por ejemplo) paramejorar como especie. El problema esque nuestra composición genética escomo un castillo de naipes, cada una delas piezas depende de otras y todas estánrelacionadas entre sí. A menudo deformas que desconocemos. Si intentamoseliminar un único rasgo humano,

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podemos provocar cambios en otroscien, y es muy posible que con efectoscatastróficos.

—La evolución no es un procesogradual porque sí —asintió Langdon.

—¡Exacto! —exclamó Sinskey,sintiendo que su admiración por elprofesor aumentaba cada vez más—.Estamos jugando con un proceso quetardó eones en ocurrir. Vivimos tiempospeligrosos. Ahora tenemos la capacidadde activar ciertas secuencias genéticasmediante las cuales nuestrosdescendientes pueden mejorar laagilidad, el aguante, la fortaleza eincluso la inteligencia. Esto supone, en

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esencia, la creación de una razasuperior. Estos individuossupuestamente «perfeccionados» son loque los transhumanistas llaman«posthumanos», y algunos creen queserán el futuro de la especie.

—Esto me recuerda siniestramente ala eugenesia —respondió Langdon.

Esa referencia hizo que a la doctoraSinskey se le erizara el vello.

En la década de 1940, los científicosnazis desarrollaron una tecnología quellamaron «eugenesia», que consistía enuna rudimentaria manipulación genéticacon la intención de incrementar el índicede natalidad de ciertos rasgos genéticos

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«deseables» y disminuir el de los«menos deseables».

«Limpieza étnica a nivel genético.»—Hay similitudes —admitió

Sinskey—, y si bien cuesta imaginar laposibilidad de la creación de una nuevaraza humana, hay mucha gente inteligenteque considera de gran importancia paranuestra supervivencia que iniciemos eseproceso. Uno de los colaboradores de larevista transhumanista h+ describió lamanipulación de la línea germinal como«el siguiente paso» y aseguró que setrataba de la máxima expresión delpotencial de nuestra especie. —Sinskeyse detuvo un momento—. Aunque, en

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defensa de la revista, también hay quereconocer que publicaron un artículo deDiscover titulado: «La idea máspeligrosa del mundo.»

—Creo que estoy más de acuerdocon el segundo —dijo Langdon—. Almenos desde un punto de vistasociocultural.

—¿Y eso?—Bueno, imagino que las mejoras

genéticas, al igual que la cirugíaestética, cuestan mucho dinero, ¿verdad?

—Por supuesto. No todo el mundopodría permitirse mejorarse a sí mismoo a sus hijos.

—Lo cual significa que esas mejoras

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genéticas crearían un mundo de ricos ypobres. Hoy en día ya existe un abismoque no deja de ensancharse entre ambos,pero la manipulación genéticaprovocaría la división entre una raza desuperhumanos y… supuestossubhumanos. ¿Cree que a la gente lepreocupa que el multimillonario uno porciento de la población dirija el mundo?Imagine si ese uno por ciento tambiénfuera, literalmente, una especie superior;más inteligente, más fuerte, más sana.Esa situación terminaría provocandoesclavitud o limpieza étnica.

La doctora Sinskey sonrió al apuestoprofesor que tenía delante.

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—Profesor, ha sabido ver muyrápidamente cuál es, para mí, elprincipal escollo de la ingenieríagenética.

—Bueno, puede que eso lo hayaentendido, pero sigo confundidorespecto a Zobrist. Todas estas ideastranshumanistas parecen estarencaminadas a la mejora de lahumanidad, a hacernos más sanos, curarenfermedades mortales, alargar la vida.Sin embargo, las opiniones de Zobristsobre la superpoblación parecenfomentar el exterminio de la población.Sus ideas sobre el transhumanismo y lasuperpoblación parecen ser opuestas,

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¿no?Sinskey exhaló un solemne suspiro.

Era una buena pregunta, y por desgracia,la respuesta era alarmante.

—Zobrist creía incondicionalmenteen el transhumanismo y en la mejora dela especie a través de la tecnología,pero también creía que nuestra especiese extinguiría antes de que tuviéramos laoportunidad de llevar a cabo esamejora. En efecto, si nadie hace nada alrespecto, la superpoblación provocaráque la especie se extinga antes de quetengamos oportunidad siquiera dedescubrir las virtudes de la ingenieríagenética.

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Los ojos de Langdon se abrieroncomo platos.

—De modo que Zobrist quiereeliminar a parte de la población… ¿paraganar tiempo?

Sinskey asintió.—Una vez se describió a sí mismo

como alguien que intentadesesperadamente construir un botesalvavidas en un barco cuya cantidad depasajeros se duplica a cada hora y que,por tanto, está condenado a hundirse porsu propio peso. —Se detuvo unmomento—. Así que propuso arrojar porla borda a la mitad de la gente.

Langdon hizo una mueca.

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—Una idea aterradora.—Bastante —dijo ella—. Zobrist

estaba convencido de que una drásticareducción de la población humana seríarecordada un día como un acto de granheroísmo…; el momento en el que laraza humana eligió sobrevivir.

—Como he dicho, aterrador.—Y lo es más todavía, porque

Zobrist no es el único que lo cree. Almorir se convirtió en un mártir paramucha gente. No tengo ni idea de quénos vamos a encontrar cuando lleguemosa Florencia, pero tendremos que ser muycuidadosos. No seremos los únicos queandan detrás de esta plaga y, por su

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seguridad, no podemos permitir quenadie sepa que usted se encuentra enItalia buscándola.

Langdon le habló de su amigoIgnazio Busoni, un especialista en Danteque podría ayudarle acceder al PalazzoVecchio fuera del horario de visita paraexaminar tranquilamente el mural conlas palabras cerca trova . Busonitambién podría ayudarle a analizar laextraña cita sobre los ojos de la muerte.

Sinskey echó hacia atrás su largocabello plateado y miró a Langdon.

—Busque y halle, profesor. Eltiempo se está acabando.

Sinskey fue entonces a un cuarto de

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almacenaje que había a bordo del avióny cogió el tubo de material peligrosomás seguro de la OMS; un modelo concierre biométrico.

—Deme su pulgar —dijo trascolocar el envase delante de Langdon.

El profesor parecía desconcertado,pero lo hizo.

Sinskey programó el tubo para queLangdon fuera la única persona quepudiera abrirlo. Luego cogió el pequeñoproyector y lo metió dentro.

—Considérelo una caja fuerteportátil —dijo con una sonrisa.

—¿Con un símbolo de riesgobiológico? —A Langdon no parecía

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hacerle mucha gracia.—Es lo único que tenemos. Lo

bueno es que nadie querrá acercarse aél.

Langdon se disculpó y se levantópara estirar las piernas e ir al cuarto debaño. Mientras estaba fuera, Sinskeyintentó meter el envase cerrado en elbolsillo de su americana, pero no cabía.

«No puede llevar este proyector a lavista de todo el mundo», pensó. Loconsideró un momento y luego volvió alcuarto de almacenaje, cogió un bisturí yun kit de costura. Con gran precisión,hizo un corte en el forro de la americanade Langdon y le cosió un bolsillo

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secreto exactamente del tamañonecesario para ocultar el biotubo.

Cuando Langdon regresó, ella estabaterminando de dar las últimas puntadas.

El profesor se quedó mirando a ladoctora como si hubiera desfigurado laMona Lisa.

—¿Ha hecho un corte en el forro demi americana de tweed?

—Relájese, profesor —dijo—. Soyuna cirujana experimentada. Estaspuntadas son profesionales.

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La estación de tren de Santa Lucía esuna elegante estructura baja hecha depiedra gris y cemento. Fue diseñada enun estilo moderno y minimalista, y sufachada está libre de todo adorno salvoun único símbolo: unas letras FS aladas(el logotipo de la red ferroviarianacional, Ferrovie dello Stato).

Como está localizada en el extremomás occidental del Gran Canal, lospasajeros que llegan a Venecia en tren

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sólo tienen que dar un paso paraencontrarse completamente inmersos enel paisaje, los olores y los sonidoscaracterísticos de la ciudad.

A Langdon, lo primero que siemprele llamaba la atención era el aire salado;una límpida brisa marítimacondimentada con el aroma de la pizzade los vendedores ambulantes que habíafrente a la estación. Ese día el vientosoplaba del este, de modo que en el airetambién se podía percibir el gasóleo dela larga hilera de taxis acuáticos queesperaban en las aguas del Gran Canal.Docenas de patrones agitaban sus brazosy gritaban a los turistas con la esperanza

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de atraer nuevos clientes a sus taxis,góndolas o lanchas privadas.

«Caos en el agua», pensó Langdon alver el atasco acuático. Por alguna razón,una congestión que sería desesperante enBoston, allí en Venecia resultabapintoresca.

A tiro de piedra, justo al otro ladodel canal, la icónica cúpula verdigrís deSan Simeone Piccolo se elevaba en elcielo del atardecer. La arquitectura deesa iglesia era una de las más eclécticasde toda Europa. La inusual y prominentecúpula y su santuario circular eran deestilo bizantino, mientras que la pronaoscon columnas de mármol había sido

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claramente construida siguiendo el estilogriego del Panteón de Roma. Esaentrada estaba coronada por unespectacular frontispicio de intrincadomármol, que mostraba a los santosmártires en relieve.

«Venecia es un museo al aire libre—pensó Langdon mientras miraba elagua que bañaba la escalera de laiglesia—. Un museo que se hunde pocoa poco.» Aun así, la posible inundaciónparecía irrelevante comparada con laamenaza que acechaba en las entrañasde la ciudad.

«Y nadie sospecha nada…»Langdon seguía dándole vueltas al

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poema escrito en la máscara mortuoria,y se preguntaba adónde les conduciríansus versos. Llevaba la transcripción delpoema en el bolsillo, pero —porsugerencia de Sienna— habían envueltola máscara en papel de periódico y lahabían escondido en una discretataquilla de la estación de tren. Si bien setrataba de un lugar claramenteinadecuado para guardar un objeto tanvalioso, sin duda era una opción muchomás segura que llevarla encima en unaciudad rodeada de agua.

—¿Robert? —Sienna iba por delantede Ferris, en dirección a los taxisacuáticos—. No tenemos mucho tiempo.

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Langdon apretó el paso aunque,como gran entusiasta de la arquitectura,le parecía casi impensable recorrer conprisas el Gran Canal. Pocasexperiencias venecianas eran másplacenteras que subir, preferiblementede noche, a bordo del Vaporetto 1 —elprincipal autobús acuático de la ciudad— y sentarse al aire libre a ver pasar lascatedrales iluminadas.

«Hoy no hay vaporetto», pensóLangdon. Los vaporetti eran lentos, y sinduda un taxi acuático era una opciónmucho más rápida. Pero la cola paracoger uno de los que había en la paradade la estación parecía interminable.

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Sin intención alguna de esperar,Ferris se hizo cargo del asunto y, con ungeneroso fajo de billetes, rápidamenteconvocó una lustrosa lancha hecha decaoba sudafricana; toda una limusinaacuática. Aunque la eleganteembarcación era sin duda excesiva, elviaje de apenas quince minutos por elGran Canal hasta la plaza de SanMarcos sería al menos privado y rápido.

El conductor era un hombreincreíblemente apuesto vestido con untraje de Armani. Parecía más unaestrella de cine que un patrón de barco;aunque, claro, estaban en Venecia, tierrade la elegancia italiana.

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—Maurizio Pimponi —dijo elhombre, guiñándole un ojo a Sienna ydándoles la bienvenida a bordo—.¿Prosecco? ¿Limoncello? ¿Champán?

—No, grazie —respondió ella, y ledio instrucciones en fluido italiano paraque los llevara a la plaza de San Marcostan rápido como pudiera.

—Ma certo! —Maurizio volvió aguiñarle un ojo—. Mi bote es el másrápido de toda Venecia…

Después de acomodarse en losmullidos asientos situados en la popa,Maurizio arrancó el motor Volvo Pentadel bote y desatracó con gran pericia lalarga embarcación. Luego giró a la

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derecha y, tras maniobrar a través deuna multitud de góndolas, dejó atrás unagran cantidad de gondolieri concamisetas a rayas agitando sus puños enel aire mientras sus embarcacionesnegras se balanceaban de un lado a otroen su estela.

—Scusate! —dijo Maurizio en tonode disculpa—. VIPs!

Unos segundos después, Maurizio sehabía alejado de la congestión de laestación de Santa Lucía y se dirigía aleste por el Gran Canal. Al pasar pordebajo del elegante Ponte degli Scalzi,Langdon percibió el característico olordulzón de la especialidad local seppie

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al nero —sepia en su tinta—,procedente de la terraza de uno de losrestaurantes que había en la ribera. Altomar uno de los recodos del canal, laenorme cúpula de la iglesia de SanGeremia quedó a la vista.

—Santa Lucía —susurró Langdon,leyendo el nombre de la santa en lainscripción que había en un lateral de laiglesia—. Los huesos de los ciegos.

—¿Cómo dices? —Sienna se volvióhacia él con la esperanza de queLangdon hubiera averiguado algo mássobre el misterioso poema.

—Nada —dijo él—. Una idea unpoco extraña. Seguramente no es nada.

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—Señaló la iglesia—. ¿Ves lainscripción? Ahí está enterrada santaLucía. A veces doy clases de artehagiográfico (el arte relacionado con lossantos cristianos), y he recordado quesanta Lucía es la patrona de los ciegos.

—Sì, santa Lucia! —intervinoMaurizio, con ganas de serles deutilidad—. ¡La santa de los ciegos!Conocen la historia, ¿no? —dijo suconductor alzando la voz para que se lepudiera oír por encima del ruido delmotor—. Lucía era tan hermosa quetodos los hombres la deseaban. Paramantener su pureza y virginidad, decidióarrancarse los ojos.

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—Eso es compromiso —comentóSienna sarcásticamente.

—Como recompensa por susacrificio —añadió Maurizio—, ¡Diosle obsequió con unos ojos todavía máshermosos!

Sienna se volvió hacia Langdon.—Es consciente de que eso no tiene

sentido, ¿verdad?—Los caminos del Señor son

inescrutables —comentó Langdon,visualizando los veinte cuadros o másde los Viejos Maestros querepresentaban a Santa Lucía con sus ojosen una bandeja.

Aunque había muchas versiones de

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la historia de la santa, en todas searrancaba esos ojos que inducían a losdemás a la lujuria, los colocaba en unabandeja y se los ofrecía a su ardientepretendiente con actitud desafiante:«Aquí tienes lo que tanto deseas…, encuanto a los demás, ¡os suplico queahora me dejéis en paz!» Las SagradasEscrituras habían inspirado laautomutilación, y eso la ligó parasiempre a la famosa admonición deJesucristo: «Si tus ojos te ofenden,arráncatelos y arrójalos lejos de ti.»

«Arrancar —pensó Langdon al darsecuenta de que en el poema se utilizaba lamisma palabra—. Buscad al traicionero

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dux de Venecia que arrancó los huesosde los ciegos.»

Animado por la coincidencia, sepreguntó si eso no sería una crípticaindicación de que santa Lucía era lapersona ciega a la que el poema hacíareferencia.

—¡Maurizio! —exclamó Langdon,señalando la iglesia de San Geremia—.Una parte de los huesos de santa Lucíase encuentra en esa iglesia, ¿verdad?

—Unos pocos sí —dijo Mauriziopor encima del hombro, conduciendohábilmente con una mano e ignorando eltráfico que tenía delante—. Pero lamayor parte no. Santa Lucía es tan

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querida que su cuerpo está repartido envarias iglesias de todo el mundo. Losvenecianos somos los que más laqueremos, claro está, de modo quecelebramos…

—¡Maurizio! —exclamó Ferris—.Santa Lucía era ciega, tú no. ¡Mira alfrente!

El gondolero soltó una sonoracarcajada y volvió a mirar haciaadelante justo a tiempo de evitar elchoque con un bote que se acercaba endirección contraria.

—¿Qué has desentrañado? ¿El duxtraicionero que arrancó los ojos de losciegos? —le preguntó Sienna a Langdon.

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Él frunció el gesto.—No estoy seguro.Rápidamente, le contó a Sienna la

historia de los restos de santa Lucía, unade las más extrañas de toda lahagiografía. Al parecer, cuando lahermosa Lucía rechazó los avances deun influyente pretendiente, éste ladenunció e hizo que la quemaran en lahoguera. Según la leyenda, sin embargo,su cuerpo no llegó a arder, de modo quea sus restos se le atribuyeron poderesespeciales, y se pasó a creer que quienlos poseyera disfrutaría de unalongevidad inusual.

—¿Unos huesos mágicos? —

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preguntó Sienna.—Ésa era la creencia, sí, y por eso

sus restos están repartidos por todo elmundo. Durante dos milenios, muchoslíderes poderosos se hicieron con loshuesos de santa Lucía con la esperanzade combatir el envejecimiento y burlar ala muerte. Su esqueleto ha sido robado,vuelto a robar, reubicado y dividido másveces que el de ningún otro santo. Sushuesos han pasado por las manos de almenos una docena de las personas máspoderosas de la historia.

—¿Entre las cuales —preguntóSienna— hay un dux traicionero?

«Buscad al traicionero dux de

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Venecia que cortó las cabezas de loscaballos y arrancó los huesos de losciegos.»

—Posiblemente —dijo Langdon,cayendo en la cuenta de que en elInferno de Dante santa Lucía ocupaba unlugar muy prominente. Era una de lastres mujeres benditas; le tre donnebenedette que convocan a Virgilio paraque ayude a Dante a escapar delinframundo. Teniendo en cuenta que lasotras dos eran la Virgen María y suquerida Beatrice, está claro que Dantesituó a Santa Lucía en la más altacompañía.

—Si tienes razón —dijo Sienna,

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apenas disimulando la excitación en suvoz—, el mismo dux traicionero quecortó las cabezas de los caballos…

—… se hizo con los huesos de santaLucía. —Langdon concluyó la frase.

Sienna asintió.—Lo cual debería reducir bastante

nuestra lista. —Se volvió hacia Ferris—. ¿Estás seguro de que tu teléfonomóvil no tiene batería? Podríamosbuscar en internet…

—Agotada —dijo Ferris—. Loacabo de comprobar, lo siento.

—Llegaremos pronto —dijoLangdon—. No tengo duda alguna deque en la basílica de San Marcos

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encontraremos algunas respuestas.San Marcos era la única pieza del

rompecabezas de la que Langdon estabacompletamente seguro. «El mouseion desanta sabiduría.» Esperaba que labasílica les revelara la identidad deldux misterioso…, y a partir de ahí, consuerte, llegarían al palacio concreto queZobrist había elegido para propagar suplaga. «Pues aquí, en la oscuridad, elmonstruo ctónico aguarda.»

Langdon intentó alejar de su mentecualquier imagen de la plaga, pero nosirvió de nada. A menudo se habíapreguntado cómo debía de haber sidoesa increíble ciudad cuando todavía era

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el centro comercial de Europa, antes deque la plaga la diezmara y fueraconquistada por los otomanos, y luegopor Napoleón… A decir de todo elmundo, no había ciudad más hermosa, yla riqueza y la cultura de su poblaciónno tenían parangón.

Irónicamente, fue el gusto por loslujos extranjeros lo que provocó suocaso: la plaga mortal viajó de China aVenecia en las ratas que abarrotaban losbarcos comerciales. La misma plaga queacabó con dos tercios de la poblaciónchina llegó, pues, a Europa, y mató a unade cada tres personas; jóvenes y viejos,ricos y pobres…, todos por igual.

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Langdon había leído descripcionesde Venecia durante el surgimiento de laplaga. Debido a la escasa o nula tierraseca de la que disponían para enterrar alos muertos, los cadáveres tumefactosflotaban por los canales. Había zonascon tantos de ellos que tuvieron que usarbicheros con los cuerpos para sacarlosdel agua. Por mucho que rezaran, la irade la plaga no parecía disminuir. Paracuando las autoridades de la ciudaddescubrieron que las causantes de laenfermedad eran las ratas, ya erademasiado tarde y habían emitido undecreto por el cual todos los navíosdebían anclar cerca de la costa durante

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cuarenta días antes de que lespermitieran amarrar en el puerto ydescargar. El número cuarenta—quaranta en italiano— servía desombrío recordatorio de los orígenes dela palabra «cuarentena».

Al tomar otro recodo del canal, unalegre cartel rojo hizo que Langdondejara a un lado sus sombríospensamientos y se fijara en el eleganteedificio de tres pisos que había a suizquierda.

CASINO DI VENEZIA: UNA EMOCIÓNINFINITA

Langdon nunca había llegado aentender el sentido de las palabras del

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cartel del casino. En cualquier caso, eseespectacular palacio de estilorenacentista había formado parte delpaisaje de la ciudad desde el siglo XVI.Antaño había sido una mansión privada,pero en la actualidad albergaba una salade juegos de etiqueta famosa por ser ellugar en el que, en 1883, el compositorRichard Wagner murió a causa de unataque al corazón poco después determinar su ópera Parsifal.

Más allá del casino, a la derecha,divisó una fachada barroca con un carteltodavía más grande, azul oscuro, queanunciaba el CA’ PESARO: GALLERIAINTERNAZIONALE D’ARTE MODERNA.

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Años atrás, Langdon lo había visitado yhabía tenido la oportunidad de ver laobra maestra de Gustav Klimt, El beso,cedida en préstamo por un museovienés. La deslumbrante imagen en pande oro de los amantes entrelazadoshabía despertado en él una gran pasiónpor la obra del artista y, hasta la fecha,consideraba el Ca’ Pesaro de Venecia elresponsable del nacimiento de su aficiónpor el arte moderno.

Maurizio siguió adelante por elamplio canal.

Ante ellos apareció de repente elfamoso puente Rialto, indicándoles quehabían recorrido ya la mitad del camino

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hasta la plaza de San Marcos. Cuandoestaban a punto de pasar por debajo,Langdon levantó la mirada y vio unafigura solitaria que permanecía inmóviljunto a la barandilla, mirándoles conexpresión sombría.

La cara era familiar…, y aterradora.Langdon se sobresaltó.Tenía unos fríos ojos, muertos, y una

larga nariz picuda.Cuando finalmente el bote pasó por

debajo de la siniestra figura, Langdoncayó en la cuenta de que no era más queun turista luciendo una compra reciente:una de las muchas máscaras de la pesteque se vendían en el mercadillo.

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Ese día, sin embargo, el disfraz lepareció cualquier cosa salvoencantador.

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69

La plaza de San Marcos se encuentra enel extremo sur del Gran Canal, donde laabrigada vía acuática llega al marabierto. En esa peligrosa intersección seencuentra la austera fortaleza triangularde la Dogana di Mar —la AduanaMarítima—, desde cuya torre sevigilaba que ningún país extranjeroinvadiera Venecia. Hoy en día, la torreha sido reemplazada por un enormeglobo dorado y una veleta que

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representa a la diosa de la fortuna, ycuya dirección cambiante sirve derecordatorio a los navegantes de loimpredecible que es el destino.

El lustroso bote llegó al final delcanal y ante ellos se extendía ahora elencrespado mar. Robert Langdon habíahecho ese trayecto muchas veces, perosiempre en un vaporetto mucho másgrande, y no pudo evitar cierta inquietudcuando su limusina comenzó a surcar lasgrandes olas.

Para llegar a los muelles de la plazade San Marcos, su lancha tendría quecruzar un tramo de la laguna repleto deembarcaciones; de yates de lujo a

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buques cisterna, pasando por botesprivados o cruceros. Parecía que habíandejado atrás una carretera secundaria yse encontraban en una superautopista deocho carriles.

Sienna también se sintió intranquilaal ver el alto crucero de diez pisos quepasaba a unos trescientos metros deellos. Las cubiertas del barco estabanrepletas de pasajeros mirando por lasbarandillas y tomando fotografías de laplaza de San Marcos desde el agua. Enla agitada estela del enorme barco habíaotros tres esperando la oportunidad depasar por delante del enclave másvisitado de Venecia. Langdon había oído

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que, en los últimos años, la cantidad debarcos que pasaban por ese lugar habíaaumentado hasta el punto de que nodejaban de hacerlo durante todo el día ytoda la noche.

Desde el timón de la lancha,Maurizio miró la hilera de cruceros yluego el embarcadero cubierto por untoldo que había a su izquierda.

—¿Aparco en el Harry’s Bar? —dijo, refiriéndose al famoso restaurante,conocido por haber inventado el Bellini—. La plaza de San Marcos está a muypoca distancia.

—No, llévanos a la plaza —leordenó Ferris, señalando los barcos que

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había al otro lado de la laguna.Maurizio se encogió de hombros.—Como quieran. ¡Agárrense!El motor aceleró y la lancha

comenzó a surcar el agitado mar por unode los carriles señalizados por boyas.Los cruceros parecían edificios deapartamentos y sus estelas hacían quelos demás botes se agitaran comocorchos.

Para sorpresa de Langdon, docenasde góndolas hacían ese mismorecorrido. Sus esbeltos cascos —de casitrece metros de eslora y unos cientoochenta kilos de peso— parecíanestables sobre las encrespadas aguas.

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Cada una de esas embarcaciones estabapilotada por un gondolero que iba de pieen la plataforma que había a la izquierdade la popa, ataviado con su tradicionalcamiseta a rayas azules y blancas, y quemanejaba un único remo sujeto aestribor. A pesar del estado del mar, sepodía ver que todas las góndolas seinclinaban misteriosamente hacia laizquierda, algo que —sabía Langdon—se debía a la asimétrica construcción delbote: el casco de las góndolas estabacurvado hacia la derecha paracompensar su tendencia a escorarse a laizquierda por la propulsión desdeestribor.

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Al pasar al lado de una de lasgóndolas, Maurizio la señaló conorgullo.

—¿Ven la pieza que hay en la proa?—dijo por encima del hombro al tiempoque indicaba el elegante ornamento delextremo delantero del arco que formabael casco—. Es la única pieza metálicaen toda la góndola. Se llama ferro diprua; es decir, hierro de la proa. ¡Setrata de una representación de Venecia!

Maurizio les explicó entonces que elelemento decorativo con forma de hozque había en la proa de todas lasgóndolas tenía un significado simbólico.La forma curvada del ferro representaba

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el Gran Canal; sus seis dientes, los seissestieri o distritos de Venecia, y la hojaoblonga era el estilizado tocado del dux.

«El dux —pensó Langdon, y recordóla tarea que tenían por delante—.Buscad al traicionero dux de Veneciaque cortó las cabezas de los caballos yarrancó los huesos de los ciegos.»

Langdon levantó la mirada y vio unpequeño parque que había en la orilla.Por encima de los árboles, silueteadopor un cielo sin nubes, se elevaba elcampanario de ladrillo rojo de labasílica de San Marcos, coronado porun arcángel Gabriel dorado, y quellegaba hasta unos mareantes noventa

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metros de altura.En una ciudad en la que las grandes

alturas eran inexistentes por su tendenciaa hundirse, el elevado Campanile di SanMarco servía de faro de navegaciónpara todos aquellos que se aventurabanpor el laberinto de canales de la ciudad.Con sólo levantar la mirada, cualquierviajero perdido podía encontrar elcamino de vuelta a la plaza de SanMarcos. A Langdon todavía le costabacreer que en 1902 esa enorme torre sehubiera derrumbado, dejando unaenorme pila de escombros en la plaza.Sorprendentemente, la única víctima deldesastre había sido un gato.

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Los visitantes de Venecia podíanexperimentar la inimitable atmósfera dela ciudad en una gran cantidad delugares. El favorito de Langdon, sinembargo, siempre había sido Riva degliSchiavoni. El amplio paseo marítimoque había sido construido en el siglo IXcon cieno dragado, que va desde elviejo Arsenale hasta la plaza de SanMarcos.

Repleta de cafeterías, eleganteshoteles e incluso la iglesia de AntonioVivaldi, la Riva comenzaba su recorridoa la altura del Arsenale —el antiguoastillero de Venecia—, donde antaño elaroma a savia de pino inundaba el aire,

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y los constructores de barcos seafanaban en aplicar pez hirviendo a loscascos de los botes para calafatearlos.Supuestamente, una visita a esasatarazanas había inspirado a Dante latortura de los ríos de pez hirviendo desu Inferno.

La mirada de Langdon recorrió laRiva hasta llegar al final del paseomarítimo. Allí, en el extremo sur de laplaza de San Marcos, la vasta extensiónde pavimento, de unos cien metros, seencontraba con el mar abierto. Durantela época dorada de Venecia, a eseaustero precipicio se le llamaba «lafrontera de toda la civilización».

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Ese día, el espacio estaba ocupado,como siempre, por no menos de ciengóndolas negras que se balanceaban ensus amarres. Sus arqueados ornamentosmetálicos subían y bajaban ante losedificios de mármol blanco de la piazza.

A Langdon todavía le costaba creerque esa pequeña ciudad —que apenashacía dos veces el tamaño del CentralPark de Nueva York— hubiera sido unavez el imperio más grande y rico deoccidente.

El bote se iba acercando a la plaza,y Langdon pudo ver que estabaabarrotada de gente. Napoleón se habíareferido una vez a ella como «el salón

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de Europa». Y a juzgar por el aspectoactual, este «salón» estaba celebrandouna fiesta para demasiados invitados.Parecía como si la piazza fuera ahundirse por el peso de sus visitantes.

—Dios mío —susurró Sienna al verla multitud de gente.

Langdon no estaba seguro de si lohabía dicho por el hecho de que Zobristhubiera escogido un lugar tan repleto degente para propagar su plaga… o porquepensaba que el científico tenía razón aladvertir de los peligros de lasuperpoblación.

Venecia recibía al año unadescomunal cantidad de turistas: se

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estimaba que el tercio de un uno porciento de la población mundial, es decir,unos veinte millones en el año 2000.Teniendo en cuenta que desde entoncesla población de la Tierra habíaaumentado en mil millones de personas,la ciudad se veía desbordadaactualmente por tres millones más deturistas anuales. Al igual que el planeta,el espacio de esa ciudad era finito, y enalgún momento dado sería imposibleimportar suficiente comida, deshacersede suficientes desperdicios o encontrarsuficientes camas para todos aquellosque querían visitarla.

Ferris, en cambio, no miraba la

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plaza sino los barcos que se acercaban ala ciudad por el mar.

—¿Estás bien? —preguntó Siennamirándole con curiosidad.

Ferris se volvió de golpe.—Sí, sí…, sólo estaba pensando. —

Luego miró a Maurizio y le dijo—:Déjenos tan cerca de la plaza comopueda.

—¡Ningún problema! —Elconductor hizo un gesto con la mano—.¡Dos minutos!

Al llegar la limusina a la altura de laplaza, el Palacio Ducal se alzómajestuosamente a la derecha,dominando por completo su campo de

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visión.Ese palacio era un perfecto ejemplo

de arquitectura gótica veneciana, y unsubestimado ejercicio de elegancia.Carecía de los torreones o agujas que sesuelen asociar a los palacios de Franciao Inglaterra, y estaba concebido, encambio, como un enorme cuborectangular que ofrecía la mayorcantidad posible de metros cuadradosinteriores en los que alojar la multitudde empleados del gobierno del dux ydemás personal de apoyo.

Desde el mar, la inmensa fachada depiedra caliza blanca habría resultadoabrumadora si su efecto no hubiera sido

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suavizado con multitud de pórticos,columnas, lóbulos y una loggia. ALangdon, los dibujos geométricos depiedra caliza rosa que adornaban lafachada le recordaban a la Alhambra deGranada.

Al acercarse a los amarraderos, aFerris le sorprendió una granaglomeración de gente que había frenteal palacio, mirando el puente que unía elPalacio Ducal con el edificio que habíaal otro lado del estrecho canal.

—¿Qué están mirando? —preguntóFerris con nerviosismo.

—Il Ponte dei Sospiri —respondióSienna—. Un famoso puente veneciano.

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Langdon echó un vistazo al estrechocanal y vio el hermoso pasaje que uníalos dos edificios. «El puente de lossuspiros», pensó, y recordó una de laspelículas favoritas de su infancia, Unpequeño romance, basada en la leyendade que si dos amantes se besaban bajoese puente durante la puesta de sol ymientras sonaban las campanas de labasílica de San Marcos, se amarían parasiempre. Esa idea romántica habíacalado hondo en Langdon. Sin duda, aello había contribuido el hecho de que lapelícula estuviera protagonizada de unaadorable novata de catorce añosllamada Diane Lane, de quien

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inmediatamente Langdon quedóprendado…, sentimiento que, enrealidad, en la actualidad seguía bienvivo.

Años después, a Langdon lehorrorizó enterarse de que el puente delos suspiros no debía su nombre a lossuspiros de la pasión…, sino a los de ladesdicha. Al parecer, el pasadizoconectaba el Palacio Ducal y la prisiónde la Inquisición, donde losencarcelados languidecían y morían, ycuyos gemidos de angustia resonaban enel estrecho canal.

Langdon había visitado la prisión enuna ocasión, y le sorprendió descubrir

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que las celdas más aterradoras no eranlas del nivel del mar, que se inundabancon frecuencia, sino las que seencontraban justo debajo del techo,llamadas piombi por unos tejados deplomo que tenían, y que las hacíanasfixiantes en verano y gélidas eninvierno. El gran amante Casanova habíasido prisionero en las piombi, acusadopor la Inquisición de adulterio yespionaje. Tras pasar quince mesesencarcelado, se escapó seduciendo a suguardián.

—Stai attento! —le gritó Maurizio aun gondolero cuando su limusina sedisponía a atracar en el embarcadero

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que la góndola estaba dejando libre enese momento. Finalmente, habíanencontrado un hueco delante del HotelDanieli, a apenas cien metros de laplaza de San Marcos y el Palacio Ducal.

Maurizio ató la lancha a un poste deamarre y saltó a tierra como si estuvierahaciendo una toma para una película deaventuras. En cuanto el bote estuvocompletamente sujeto, se dio la vuelta yextendió una mano para ayudar a suspasajeros.

—Gracias —dijo Langdon mientrasel musculoso italiano le ayudaba adesembarcar.

Ferris lo hizo a continuación.

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Parecía vagamente distraído y no dejabade mirar al mar.

Sienna fue la última en desembarcar.Mientras la ayudaba, el apuestoMaurizio le dedicó una profunda miradacon la que parecía querer insinuarle quese lo pasaría mejor si se desembarazabade sus dos acompañantes y permanecía abordo con él. Sienna ni siquiera reparóen ello.

—Grazie, Maurizio —dijo con losojos puestos en el Palacio Ducal.

Y, sin más dilación, condujo aLangdon y a Ferris a la muchedumbre.

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70

El aeropuerto internacional Marco Polodebía su acertado nombre a uno de losviajeros más famosos de la historia, yestaba ubicado al norte de la plaza deSan Marcos, a más de seis kilómetros,en las aguas de la laguna Véneta.

Gracias a las ventajas de los vuelosen avión privado, Elizabeth Sinskeyhabía desembarcado hacía apenas diezminutos y ya estaba surcando las aguasde la laguna en una futurista lancha negra

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—una Dubois SR52 Blackbird—enviada por el desconocido que la habíallamado antes.

«El preboste.»Después de haber pasado todo el día

inmovilizada en la parte trasera de lafurgoneta, el aire libre del mar resultabavigorizador. Volvió el rostro hacia elaire salado y dejó que su cabelloplateado ondeara al viento. Habíanpasado casi dos horas de su últimainyección, y ya se sentía completamentealerta. Por primera vez desde la nocheanterior, Elizabeth Sinskey era ellamisma.

El agente Brüder iba sentado a su

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lado con todos sus hombres. Ninguno deellos hablaba. Por más reservas quetuvieran respecto a ese inusualencuentro, sabían que su opinión erairrelevante; la decisión no lescorrespondía a ellos.

A medida que la embarcación ibaavanzando, una isla se hizo visible a suderecha. Su costa estaba salpicada conachaparrados edificios de ladrillo ychimeneas. «Murano», cayó en la cuentaElizabeth al reconocer las ilustres yconocidas fábricas de soplado devidrio.

«No me puedo creer que vuelva aestar aquí —pensó con una punzada de

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tristeza—. El círculo se ha cerrado.»Años atrás, cuando todavía

estudiaba en la facultad de medicina, fuea Venecia con su prometido y visitaronel Museo del Cristal de Murano. Al verun bonito móvil hecho de vidriosoplado, su prometido comentóinocentemente que, algún día, le gustaríacolgar uno como ése en la habitación delos niños. Consumida por la culpa dehaber mantenido un secreto tan dolorosodurante tanto tiempo, Elizabeth le contóentonces lo de su asma infantil y lostrágicos tratamientos conglucocorticoides que habían destruido susistema reproductivo.

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Elizabeth nunca sabría si había sidola falta de honradez o la infertilidad loque volvió de piedra el corazón deljoven, pero una semana después, ella semarchó de Venecia sin su anillo deprometida.

Su único recuerdo de esedesconsolador viaje era el amuleto delapislázuli. Desde entonces habíallevado ese símbolo de la medicina —amarga, en ese caso—, la vara deAsclepio.

«Mi precioso amuleto —pensó ella—. Un regalo de despedida del hombreque quería que fuera la madre de sushijos.»

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Para ella las islas venecianascarecían del menor romanticismo. Susaisladas villas no le hacían pensar en elamor, sino en las colonias de cuarentenaque antaño se habían establecido enellas para intentar frenar el avance de laPeste Negra.

Cuando la lancha Blackbird pasópor delante de la Isola San Pietro,Elizabeth descubrió que su destino eraun enorme yate que parecía estaranclado en un canal profundo, esperandosu llegada.

La embarcación, de color grisplomo, tenía aspecto de formar parte delprograma de camuflaje del ejército de

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Estados Unidos. El nombre que se podíaleer en la popa no ofrecía ninguna pistasobre qué tipo de barco era.

«¿Mendacium?»A medida que se acercaban, el barco

parecía más y más grande. Pronto, ladoctora Sinskey divisó una figura en lacubierta trasera; un menudo hombresolitario y muy bronceado que lesobservaba con binoculares. Cuando lalancha llegó a la enorme plataforma deembarque trasera del Mendacium, elhombre descendió la escalera pararecibirlos.

—Bienvenida a bordo, doctoraSinskey. —El hombre de piel atezada le

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dio la mano educadamente. Su palma eralisa y suave, desde luego no era la de unmarinero—. Le agradezco que hayavenido. Sígame, por favor.

Mientras el grupo descendía variascubiertas, Sinskey pudo atisbarfugazmente lo que parecían unasajetreadas granjas de cubículos. Eseextraño barco estaba en realidad llenode gente; pero nadie parecía descansar,todos estaban trabajando.

«¿En qué?»Sinskey oyó entonces que los

motores del barco se ponían en marcha.El yate comenzó a surcar el mar dejandotras de sí una agitada estela.

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«¿Adónde vamos?», se preguntó,alarmada.

—Me gustaría hablar con la doctoraSinskey a solas —les dijo el hombre alos soldados, y luego se volvió haciaella—: Si a usted le parece bien, claro.

Elizabeth asintió.—Señor —dijo Brüder

enérgicamente—, me gustaríarecomendar que a la doctora la examineel médico de a bordo. Ha tenido algunosproblemas médicos y…

—Estoy bien —le interrumpió ella—. De verdad. Gracias de todos modos.

El preboste se quedó mirando aBrüder un momento, y luego señaló una

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mesa con comida y bebida.—Será mejor que recobren fuerzas.

Lo necesitarán. En seguida volverán aestar en marcha.

Y, tras decir eso, el preboste le diola espalda al agente e hizo pasar a ladoctora Sinskey a un elegante camarotede lujo con despacho.

—¿Quiere beber algo? —lepreguntó, señalando el bar.

Ella negó con la cabeza. Todavíaestaba intentando comprender dóndeestaba. «¿Quién es este hombre? ¿A quése dedica?»

Su anfitrión entrelazó las manos y sela quedó mirando.

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—¿Sabía que mi cliente, BertrandZobrist, se refería a usted como «eldiablo de cabello plateado»?

—Yo también tengo algunosnombres afectuosos para él.

Sin mostrar reacción alguna, elhombre se acercó a su escritorio yseñaló un libro de gran tamaño.

—Me gustaría que le echara unvistazo a esto.

Sinskey se acercó y ojeó elejemplar. ¿La Divina Comedia deDante? Recordaba las terroríficasimágenes que le había enseñado Zobristen su encuentro en el Consejo deRelaciones Exteriores.

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—Zobrist me lo dio hace dossemanas. Hay una inscripción.

Sinskey estudió el texto manuscritoen la portada. Estaba firmado porZobrist.

Mi querido amigo, gracias porayudarme a encontrar la senda.

El mundo también se lo agradece.

Sinskey sintió un escalofrío.—¿Qué senda le ayudó a encontrar?—No tengo ni idea. O, mejor dicho,

hasta hace unas horas no tenía ni idea.—¿Y ahora?—Ahora he hecho una rara

excepción en mi protocolo…, y me he

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puesto en contacto con usted.Sinskey había hecho un largo viaje y

no estaba de humor para conversacionescrípticas.

—Señor, no sé quién es usted, ni quéasuntos lleva a cabo en este barco, perome debe una explicación. Dígame porqué ha estado protegiendo a un hombreque estaba siendo perseguidoactivamente por la OrganizaciónMundial de la Salud.

A pesar del acalorado tono deSinskey, el hombre respondió a mediavoz.

—Soy consciente de que usted y yohemos estado trabajando con propósitos

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contrarios, pero sugiero que loolvidemos. El pasado es el pasado. Elfuturo, me temo, es lo que exige nuestrainmediata atención.

Tras lo cual, el hombre sacó delbolsillo una pequeña tarjeta de memoriay la insertó en su ordenador. Luego leindicó a la doctora que se sentara.

—Bertrand Zobrist hizo este vídeo.Quería que mañana lo hiciera público ensu nombre.

Antes de que Sinskey pudieraresponder, el monitor del ordenador seoscureció y comenzó a oírse el suaverumor del agua. Una escena comenzó atomar forma en medio de la oscuridad…

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Era el interior de una caverna llena deagua…, una especie de estanquesubterráneo. Curiosamente, el aguaparecía estar iluminada desde dentro, yresplandecía con una extrañaluminiscencia rojiza.

En un momento dado, la imagen sesumergía en el agua y enfocaba el suelolodoso. Atornillada en el suelo habíauna placa rectangular con unainscripción, una fecha y un nombre.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,EL MUNDO CAMBIÓ PARA

SIEMPRE

La fecha era el día siguiente. El

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nombre era el de Bertrand Zobrist.Elizabeth sintió que un escalofrío le

recorría la columna.—¡¿Qué lugar es ése?! —preguntó

—. ¡¿Dónde está?!A modo de respuesta, el preboste

dejó entrever su primera muestra deemoción: un profundo suspiro dedecepción y preocupación.

—Doctora Sinskey —respondió—,esperaba que usted conociera larespuesta a esta pregunta.

A un kilómetro y medio de allí, en elpaseo marítimo de la Riva degli

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Schiavoni, el paisaje que se veía en elmar había cambiado ligeramente.Cualquiera que se fijara podía observarque un enorme yate gris acababa derodear una lengua de tierra que había aleste y ahora se dirigía hacia la plaza deSan Marcos.

«El Mendacium», pensó FS-2080, ysintió una oleada de miedo.

Su casco gris era inconfundible.«El preboste se acerca…, y el

tiempo se está agotando.»

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Abriéndose paso entre la muchedumbreque había en la Riva degli Schiavoni,Langdon, Sienna y Ferris avanzaronpegados a la orilla del mar y al finllegaron al extremo sur de la plaza deSan Marcos, donde la amplia extensiónabierta de la piazza se encontraba con elmar.

Allí, la multitud de turistas era casiimpenetrable. La gente se agolpabaclaustrofóbicamente a su alrededor para

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fotografiar las dos altas columnas queenmarcaban la plaza.

«La entrada oficial a la ciudad»,pensó Langdon con ironía, pues sabíaque hasta el siglo XVIII ese lugar tambiénse había utilizado para realizarejecuciones públicas.

En lo alto de una de las columnas deentrada se podía ver una extraña estatuade san Teodoro posando orgulloso conel legendario dragón que acababa dederrotar (y que a Langdon siempre lehabía parecido más bien un cocodrilo).

En lo alto de la segunda, estaba elubicuo símbolo de Venecia. En toda laciudad se podían ver varias

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representaciones del león alado con unlibro abierto, en el que se leía lainscripción en latín Pax tibi Marceevangelista meus («Que la paz estécontigo, Marcos, mi evangelista»).Según la leyenda, ésas fueron laspalabras que pronunció un ángel cuandosan Marcos llegó a la ciudad, junto conla predicción de que un día su cuerpodescansaría allí. Esa leyenda fue lajustificación que más adelanteesgrimirían los venecianos para exhumarlos huesos del santo en Alejandría ytraerlos a la basílica de San Marcos.

Langdon señaló el edificio, al otrolado de la plaza.

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—Si nos separamos, nos vemos enla puerta.

Los demás estuvieron de acuerdo ycomenzaron a avanzar pegados a lapared occidental del Palacio Ducal paraevitar la aglomeración. A pesar de lasleyes que prohibían darles de comer, lasfamosas palomas de Venecia parecíandisfrutar de una salud estupenda. Se laspodía ver picoteando tranquilamentealrededor de los pies de la gente orevoloteando por las terrazas de lascafeterías, donde saqueaban las panerasdescubiertas y atormentaban a loscamareros con esmoquin.

A diferencia de la mayoría de plazas

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de Europa, la de San Marcos no teníaforma cuadrada sino de letra ele. Eltramo más corto —conocido comopiazzetta— conectaba el mar y labasílica. Más adelante, la plaza hacía ungiro de noventa grados y comenzaba eltramo más largo, que iba de la basílicahasta el Museo Correr. Curiosamente, envez de ser rectilíneo, ese tramo era untrapezoide irregular que se estrechabade forma sustancial en un extremo. Esailusión hacía que la plaza parecieramucho más larga de lo que era enrealidad, un efecto acentuado por lacuadrícula de baldosas cuyos dibujosdelimitaban el espacio de las paradas de

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los vendedores callejeros del siglo XV.Mientras seguía avanzando hacia el

codo de la plaza, Langdon pudo ver a lolejos el reloj astronómico de la Torredell’Orologio de San Marcos; el mismoa través del cual James Bond arrojaba aun villano en la película Moonraker.

No fue hasta ese momento, aladentrarse en la plaza, que Langdonpudo apreciar del todo la característicamás singular de la ciudad.

«El ruido.»Como carecía de coches y vehículos

motorizados de tierra, en Venecia nohabía el habitual ruido del tráfico, losautobuses y las sirenas, y en sus calles,

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en cambio, se podía oír un inusual tapizde voces humanas, arrullos de palomas ycadenciosos violines en plena serenata alos clientes de las terrazas. Los sonidosde Venecia no se parecían a los deningún otro centro metropolitano delmundo.

El sol del atardecer iluminaba laplaza de San Marcos desde el oeste,proyectando alargadas sombras en lasbaldosas de la plaza. Langdon levantó lamirada hacia la alta torre delCampanile, que se elevaba sobre laplaza y dominaba el perfil de la ciudad.L a loggia superior de la torre estabaabarrotada con centenares de personas.

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La mera idea de estar ahí le dabaescalofríos, así que bajó la mirada ysiguió abriéndose paso entre el mar degente.

Sienna podría haber mantenidofácilmente el paso de Langdon, peroFerris iba algo rezagado y ella preferíatener a ambos hombres a la vista. En unmomento dado, sin embargo, la distanciaentre ellos se hizo demasiadopronunciada, y se volvió hacia atrás conimpaciencia. Ferris se señaló el pecho,indicándole que le faltaba resuello y quesiguiera adelante.

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Sienna le hizo caso y aceleró el pasodetrás de Langdon. Un momentodespués, sin embargo, una persistentesensación la detuvo. Tenía la extrañasospecha de que Ferris se habíaquedado rezagado intencionadamente…,como si quisiera poner distancia entreellos.

Hacía tiempo que había aprendido aconfiar en su instinto, así que seescondió en un portal y esperó a queapareciera.

«¡¿Dónde se ha metido?!»Era como si ya no intentara ir detrás

de ellos. Sienna comenzó a examinar losrostros de la gente y al fin lo encontró.

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Para su sorpresa, se había detenido yestaba tecleando algo en su teléfonomóvil.

«El mismo que supuestamente notenía batería.»

Sienna fue presa de un miedovisceral, y de nuevo supo que debíaconfiar en su instinto.

«En el tren me ha mentido.»Mientras lo observaba, intentó

imaginar qué estaba haciendo. ¿Enviabaun mensaje secreto a alguien?¿Investigaba a sus espaldas? ¿Intentabaresolver el misterio del poema deZobrist antes de que lo hicieran Langdony ella?

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Fuera cual fuese la explicación,estaba claro que antes le había mentidoabiertamente.

«No puedo confiar en él.»Sienna se preguntó entonces si debía

encararle, pero decidió que sería mejordesaparecer entre la multitud antes deque la viera y seguir avanzando endirección a la basílica. «Tengo queavisar a Langdon para que no le revelenada más a Ferris.»

Estaba a unos cuarenta y cincometros de la basílica cuando notó que leagarraban del suéter por la espalda.

Se dio la vuelta y se encontró cara acara con Ferris.

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El hombre del sarpullido respirabacon gran dificultad. Estaba claro quehabía corrido entre la muchedumbrepara darle alcance. En su expresión seadivinaba cierta desesperación queSienna no había advertido antes.

—Lo siento —dijo él, sin apenaspoder respirar—. Me he perdido entrela gente.

En cuanto lo miró a los ojos, losupo.

«Está ocultando algo.»

Cuando finalmente llegó a labasílica de San Marcos, a Langdon le

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sorprendió descubrir que sus dosacompañantes ya no iban detrás de él.También, que no hubiera ninguna colapara entrar en la iglesia; aunque, claro, aesa hora, la mayoría de los turistas —sinenergía tras un copioso almuerzo depasta y vino— preferían pasear por laspiazzas o tomar un café en vez de seguirabsorbiendo historia.

Suponiendo que Sienna y Ferrisllegarían en cualquier momento,Langdon aprovechó para admirar unavez más la entrada de la basílica. Aveces se le criticaba «un vergonzosoexceso de accesos», pues prácticamentetoda la fachada del edificio estaba

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ocupada por cinco grandes y profundasentradas cuyos haces de columnas, arcosabovedados y enormes puertas debronce hacían del edificio, cuandomenos, francamente invitador.

El aspecto de la basílica de SanMarcos, uno de los mejores ejemplos dearquitectura bizantina, era liviano ycaprichoso. En contraste con lasausteras torres grises de las catedralesde Notre Dame o Chartres, la de SanMarcos resultaba imponente y, sinembargo, también más terrenal. Era másancha que alta, y estaba coronada porcinco protuberantes cúpulasblanquecinas de apariencia ligera y casi

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festiva, razón por la cual algunas guíascomparaban el edificio con un pastel deboda cubierto de merengues.

Sobre la entrada principal de laiglesia, contemplando la plaza quellevaba su nombre desde las alturas,había una esbelta estatua de san Marcos.Sus pies descansaban sobre un arco decolor azul oscuro salpicado de estrellasdoradas; un colorista fondo en el quedestacaba un reluciente león alado.

Era debajo de ese león alado, sinembargo, donde se podía ver uno de lostesoros más famosos de la basílica:cuatro enormes caballos de cobre que enese momento relucían bajo la luz del sol

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del atardecer.Los caballos de San Marcos.En una posición en la que parecía

que iban a saltar en cualquier momento ala plaza, esos cuatro valiosísimoscaballos, como muchos otros tesoros enVenecia, habían sido robados enConstantinopla durante las Cruzadas. Enel rincón sudoeste de la iglesia seexhibía otra obra de arte obtenida en unsaqueo: una talla de pórfido púrpuraconocida como Los tetrarcas. La estatuaera famosa por el pie que le faltaba. Sehabía roto durante su robo deConstantinopla en el siglo XIII.Milagrosamente, en la década de 1960,

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el pie fue hallado en Estambul. Lasautoridades venecianas pidieronentonces la pieza que le faltaba a suestatua, pero los turcos respondieroncon un mensaje muy claro: «Vosotrosrobasteis la estatua; nosotros nosquedamos el pie.»

—¿Señor, compra? —dijo una vozfemenina, provocando que Langdonbajara la mirada.

Una corpulenta gitana sostenía unapértiga de la cual colgaba una colecciónde máscaras venecianas. La mayoríaseguían el popular estilo volto intero(las estilizadas máscaras blancas decara completa que solían llevar las

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mujeres durante el Carnaval), pero sucolección también contenía algunasalegres colombinas de media cara,bautas de prominente barbilla triangulary una moretta sin correa. A pesar de sucolorista oferta, fue una máscara gris ynegra que había en lo alto de la pértigala que llamó la atención de Langdon. Susamenazadores ojos muertos parecíanmirarlo directamente sobre una larganariz picuda.

«El médico de la plaga.» Langdonapartó la mirada. No necesitaba que lerecordaran qué estaba haciendo enVenecia.

—¿Compra? —repitió la mujer

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gitana.Langdon sonrió débilmente y negó

con la cabeza.—Sono molto belle, ma no, grazie.Langdon observó la siniestra

máscara de la plaga mientras se alejabaoscilando arriba y abajo entre la gente.Respiró hondo y volvió a alzar lamirada a los cuatro caballos del balcónde la primera planta.

Y, de repente, cayó en la cuenta.Sintió en su interior una repentina

colisión de una multitud de elementos:los caballos de San Marcos, lasmáscaras venecianas y los tesorossaqueados de Constantinopla.

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—Dios mío —susurró—. ¡Eso es!

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72

Robert Langdon se había quedadoparalizado.

«¡Los caballos de San Marcos!»Esos cuatro imponentes caballos —

de regios cuellos y llamativos collares— habían despertado en Langdon unsúbito e inesperado recuerdo queexplicaba un elemento clave delmisterioso poema escrito en la máscaramortuoria de Dante.

Una vez asistió al banquete de boda

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de una famosa pareja en el históricoRunnymede Farm de New Hampshire(hogar de Dancer’s Image, caballoganador del Derbi de Kentucky). Comoparte del lujoso espectáculo, losinvitados tuvieron la oportunidad dedisfrutar de la actuación de larenombrada troupe Behind the Mask. Ensu impresionante espectáculo equino, losjinetes actuaban ataviados condeslumbrantes disfraces venecianos y elrostro oculto con máscaras de voltointero. Los caballos frisones de colornegro azabache que montaban eran losmás grandes que Langdon hubiera vistonunca. El espectáculo de esos hermosos

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animales de estatura colosal, marcadosmúsculos, patas con cernejas y largascrines ondeando tras sus largos yelegantes cuellos causó una hondaimpresión en él.

Al llegar a casa miró en internet ydescubrió que antaño esa raza habíasido la preferida de los reyesmedievales para ir a la guerra, y quehacía pocos años habían estado a puntode extinguirse. Conocidos originalmentec o m o Equus robustus, el nombremoderno de la raza, frisón, se debía a sulugar de origen, Frisia, región de losPaíses Bajos en la que nació el artistagráfico M. C. Escher.

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Al parecer, los poderosos cuerposde los primeros caballos frisones habíaninspirado la robusta estética de loscaballos de San Marcos. Según lapágina web que estaba leyendo, éstoseran tan hermosos que se habíanconvertido en «la obra de arte másrobada de la historia».

Langdon siempre había creído queese dudoso honor le correspondía alPolíptico de Gante, y visitó un momentola página web de ARCA para confirmarsu teoría. La Asociación para laInvestigación de los Crímenes contra elArte no ofrecía ningún listado definitivo,pero en su página había un conciso

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artículo sobre la problemática historiade las esculturas de los caballos comoobjeto de robo y saqueo.

Los cuatro caballos de cobre habíansido fundidos en el siglo IV por undesconocido escultor griego de la islade Chios, donde permanecieron hastaque Teodosio II se los llevó aConstantinopla y los colocó en elhipódromo. Cuando las fuerzasvenecianas saquearon la ciudad durantela Cuarta Cruzada, el dux pidió que lascuatro preciadas estatuas fuerantransportadas en barco hasta Venecia,toda una hazaña debido a su tamaño y supeso. Los caballos llegaron en 1254 y

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fueron instalados ante la fachada de labasílica de San Marcos.

Más de medio milenio después, en1797, Napoleón conquistó Venecia y sellevó los caballos consigo. Una vez enParís, fueron colocados en lo alto delArco del Triunfo del Carrusel.Finalmente, en 1815, tras la derrota deNapoleón en Waterloo y su posteriordestierro, los caballos fueron enviadosde vuelta a Venecia, donde volvieron ainstalarlos en el balcón de la fachada dela basílica.

Aunque Langdon conocía la historiade los caballos, la página web deARCA contenía un pasaje que le había

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llamado la atención.Los collares decorativos fueron

añadidos por los venecianos en 1204para ocultar el lugar por el que habíancortado sus cabezas cuando lostransportaron de Constantinopla aVenecia.

«¿El dux ordenó que les cortaran lascabezas a los caballos de San Marcos?»A Langdon le parecía impensable.

—¡Robert! —exclamó la voz deSienna.

Langdon volvió de sus pensamientosy se volvió a tiempo de ver a Siennaabriéndose paso entre la muchedumbre ycon Ferris a su lado.

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—¡Los caballos del poema! —exclamó Langdon con excitación—. ¡Lohe resuelto!

—¿El qué? —preguntó Sienna,confundida.

—¡Estamos buscando un duxtraicionero que les cortó las cabezas alos caballos!

—¿Sí?—El poema no se refiere a caballos

vivos. —Langdon señaló la fachada deSan Marcos, donde los brillantes rayosdel sol iluminaban ahora las cuatroestatuas de cobre—. ¡Se refiere a esoscaballos!

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73

A la doctora Elizabeth Sinskeycomenzaron a temblarle las manos.Estaba en el estudio que el prebostetenía a bordo del Mendacium y, a pesarde haber visto muchas cosas aterradorasen su vida, ese inexplicablevideomensaje que Bertrand Zobristhabía grabado antes de su suicidio lehabía helado la sangre.

En la pantalla, la sombra de unrostro picudo se proyectaba en la pared

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goteante de una caverna subterránea. Lasilueta describía con orgullo su obramaestra, una creación llamada Infernoque salvaría al mundo eliminando aparte de la población.

«Que Dios se apiade de nosotros —pensó Sinskey—. D… debemos… —dijo con voz trémula—. Debemosencontrar esta localización subterránea.Puede que todavía no sea demasiadotarde.»

—Siga mirando —dijo el preboste—. Se vuelve más extraño.

De repente, la sombra de la máscarase hacía cada vez más grande en lapared mojada hasta que, finalmente, una

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figura aparecía en la pantalla.«Dios mío.»Se trataba de un médico de la peste,

con toda la vestimenta de rigor; capanegra y escalofriante máscara picudaincluidas. El médico se iba acercandopoco a poco a la cámara hasta que surostro ocupaba toda la pantalla, yentonces susurraba:

—Los lugares más oscuros delinfierno están reservados para aquellosque mantienen su neutralidad en épocasde crisis moral.

A la doctora Sinskey se le erizó elvello de la nuca. Era la misma cita queZobrist le había dejado en el mostrador

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de la compañía aérea un año atrás, enNueva York.

—Sé —seguía diciendo el médicode la peste— que algunos me llamanmonstruo. —Se detuvo un momento, ySinskey tuvo la sensación de que esaspalabras iban dirigidas a ella—. Sé quealgunos me consideran un animal sincorazón que se esconde detrás de unamáscara. —Se acercaba todavía más ala cámara—. Pero tengo rostro. Ycorazón.

Tras lo cual, Zobrist se quitaba lamáscara y se retiraba la capucha de lacabeza, dejando su rostro a la vista.Sinskey se puso tensa al reconocer los

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ojos verdes que había visto por últimavez en la oscuridad de una sala delConsejo de Relaciones Exteriores.Tenían la misma pasión y el mismofervor…, y también algo nuevo: elfrenesí de un loco.

—Mi nombre es Bertrand Zobrist —decía entonces, fijando la vistadirectamente en la cámara—. Y éste esmi rostro, descubierto y desnudo paraque todo el mundo lo pueda ver. Encuanto a mi alma…, si pudiera sosteneren alto mi corazón ardiente como hizoDante por su amada Beatrice, veríaisque está lleno de amor. El más profundoque existe. Por todos vosotros. Y, sobre

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todo, por alguien especial.Entonces Zobrist se acercaba

todavía más a la cámara y, hablándolesuavemente como a un amante, decía enun susurro:

—Amor mío. Has sido mi bendición.Mi salvación. A mi lado, destruistetodos mis vicios e intensificaste todasmis virtudes. Sin ser consciente de ello,me ayudaste a cruzar el abismo y mediste la fortaleza necesaria para hacer loque he hecho.

Sinskey lo escuchaba, asqueada.—Amor —seguía diciendo Zobrist

en un pesaroso tono que resonaba portoda la fantasmal caverna subterránea—.

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Has sido mi inspiración y mi guía, miVirgilio y mi Beatrice, y esta obramaestra es tan tuya como mía. Si tú y yo,como amantes desgraciados que somos,no nos volvemos a ver, encontraré la pazsabiendo que dejo el futuro en tus suavesmanos. Mi trabajo aquí abajo ya haconcluido. Ha llegado el momento deque vuelva a salir a la superficie… ycontemple de nuevo las estrellas.

Zobrist se quedaba callado y lapalabra «estrellas» resonaba unmomento en la caverna. Luego, muytranquilamente, extendía una mano ytocaba la cámara. Con eso terminaba lagrabación.

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La pantalla se quedaba en negro.—¿Reconoce la localización

subterránea? —dijo el preboste,apagando el monitor—. Nosotros no.

Sinskey negó con la cabeza. «Nuncahabía visto algo igual.» Pensó en RobertLangdon y se preguntó si habríaconseguido descifrar más pistas deZobrist.

—Por si resulta de alguna ayuda —dijo el preboste—, creo que sé a quiénse refiere Zobrist. —Se detuvo unmomento—. Su nombre en código es FS-2080.

Sinskey casi tira la bebida alponerse de pie de un salto.

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—¡¿FS-2080?! —Se quedó mirandoal preboste, estupefacta.

El preboste parecía igualmentedesconcertado.

—¿Le dice algo eso?Sinskey asintió, incrédula.—Ya lo creo que sí.Su corazón latía con fuerza. «FS-

2080.» Si bien no conocía la identidaddel individuo, sí sabía a qué hacíareferencia ese nombre en código. LaOMS llevaba años siguiéndoles la pistaa nombres similares.

—El movimiento transhumanista —dijo—. ¿Lo conoce?

El preboste negó con la cabeza.

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—Esencialmente —explicó ladoctora Sinskey—, el transhumanismoes una filosofía que afirma que el serhumano debería utilizar toda latecnología disponible para manipular laespecie y hacerla más fuerte.Supervivencia del más apto.

El preboste se encogió de hombros,impertérrito.

—En términos generales —prosiguió ella—, el movimientotranshumanista está conformado porindividuos serios: científicos, futuristasy visionarios éticamente responsables.Sin embargo, como en todos losmovimientos, existe una pequeña pero

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activa facción para la cual el fin de lahumanidad está muy cerca, y alguientiene que tomar medidas drásticas parasalvar el futuro de la especie.

—E imagino —dijo el preboste—que Bertrand Zobrist es una de esaspersonas.

—Así es —dijo Sinskey—. Un líderdel movimiento. Además de serinteligente, también tenía un grancarisma y escribió artículoscatastrofistas que generaron unfervoroso culto por el transhumanismo.Actualmente, muchos de sus fanáticosdiscípulos utilizan estos nombres encódigo. Todos son iguales: dos letras y

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un número de cuatro dígitos. Porejemplo, DG-2064, BA-2103, o el queacaba de mencionar usted.

—FS-2080.Sinskey asintió.—Eso sólo puede ser un nombre en

código transhumanista.—¿Tienen algún significado estos

números y letras?Sinskey señaló hacia el ordenador

del preboste.—Abra el navegador. Se lo

enseñaré.El preboste no parecía muy

convencido, pero se acercó a suordenador y abrió un motor de

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búsqueda.—Busque «FM-2030» —dijo

Sinskey tras colocarse detrás de él.El preboste tecleó «FM-2030» y

apareció un listado de miles de páginasweb.

—Abra cualquiera —dijo Sinskey.El preboste abrió la primera, que

resultó ser una página de Wikipedia quemostraba a un apuesto iraní—«Fereidoun M. Esfandiary»— al quese describía como escritor, filósofo yfuturista, y uno de los padres delmovimiento transhumanista. Nacido en1930, se le atribuía la difusión de esafilosofía entre la población, así como

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haber predicho la fertilización in vitro,la ingeniería genética y la globalizaciónde la civilización.

Según Wikipedia, la afirmación másosada de Esfandiary había sido que lasnuevas tecnologías le permitirían vivircien años, algo poco frecuente en sugeneración. Como muestra de suconfianza en la tecnología futura,Fereidoun M. Esfandiary se cambió elnombre por FM-2030, un nombre encódigo creado mediante la combinaciónde las iniciales de su nombre y primerapellido con el año en el que cumpliríacien años. Lamentablemente, murió decáncer de páncreas a los setenta y no

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llegó a cumplir su objetivo pero, en sumemoria, muchos transhumanistasseguían homenajeando a FM-2030adoptando su sistema de denominación.

Cuando el preboste terminó de leer,se puso en pie y se dirigió a la ventana,donde permaneció un largo rato mirandoel mar.

—Así pues —musitó al fin, como sipensara en voz alta—. La pareja deBertrand Zobrist, FS-2080, obviamentees… transhumanista.

—Sin duda alguna —respondióSinskey—. Lamento no saber quién esFS-2080, pero…

—Ésa es la cuestión —la

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interrumpió el preboste sin dejar demirar el mar—. Yo sí lo sé. Séperfectamente de quién se trata.

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«El mismo aire parece estar hecho deoro.»

Robert Langdon había visitadomuchas catedrales majestuosas en suvida, pero la atmósfera de la Chiesad’Oro de San Marcos siempre le habíaparecido singular. Durante siglos sehabía dicho que sólo con respirar el airede su interior uno se volvía más rico.Esa afirmación había que entenderla nosólo metafóricamente, sino también de

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forma literal.A causa de su revestimiento interior

de varios millones de antiguos azulejosdorados, se decía que la mayor parte delas partículas de polvo suspendidas enel aire eran verdaderas motas de oro.Este polvo de oro en suspensión,combinado con la brillante luz del solque entraba a través del gran ventanalque daba a occidente, le confería allugar una vibrante atmósfera queayudaba a los fieles a obtener tanto elbienestar espiritual como unenriquecimiento más mundano debido alo dorado de sus pulmones (siempre ycuando inhalaran profundamente).

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A esa hora, el sol bajo quepenetraba en la iglesia por la ventana deponiente se extendía por encima de suscabezas como un amplio abanicoreluciente o un radiante toldo de seda.Sobrecogido, Langdon no pudo evitardar un grito ahogado, y tuvo la sensaciónde que Sienna y Ferris hacían lo mismoa su espalda.

—¿Por dónde tenemos que ir? —susurró Sienna.

Langdon señaló un tramo deescaleras ascendentes. El museo seencontraba en el piso superior y en élhabía una amplia exposición dedicada alos caballos de San Marcos. Estaba

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convencido de que ahí averiguaríanrápidamente la identidad del misteriosodux que había cortado las cabezas a losanimales.

Mientras subían por la escalera,Langdon advirtió que Ferris, que ibadelante, volvía a respirar con dificultad.Luego, Sienna llamó su atención; yallevaba varios minutos haciéndolo. Conexpresión de alarma, la joven señaló aFerris con la cabeza y le dijo algo envoz baja que no pudo entender. Antes deque pudiera preguntarle qué estabaintentando decirle, Ferris volvió lacabeza. Por suerte, lo hizo una fracciónde segundo demasiado tarde, pues

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Sienna ya estaba mirándolo otra vez aél.

—¿Se encuentra bien, doctor? —preguntó inocentemente.

Ferris asintió y apretó el paso.«Qué buena actriz —pensó Langdon

—, ¿qué estaba intentando decirme?»Al llegar al balcón del primer piso

pudieron contemplar toda la basílicaextendiéndose a sus pies. La planta delsantuario era de cruz griega, de modoque su aspecto era mucho más cuadradoque los alargados rectángulos de SanPedro o Notre Dame. Como la distanciaentre el nártex y el altar era menor, SanMarcos transmitía una sensación de

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robustez y firmeza, así como de mayoraccesibilidad.

Para no parecer demasiadoaccesible, sin embargo, el altar de laiglesia se encontraba detrás de unapantalla de columnas coronada por unimponente crucifijo. Protegido por unelegante ciborio, en él se exhibía uno delos retablos más valiosos del mundo, elcélebre Pala d’Oro, un extenso telón defondo de plata dorada. Este «paño deoro» era una tela sólo en el sentido deque se trataba de una suerte de tapiz deobras diversas —la mayoría bizantinas— combinadas en un único marcogótico. Adornada con unas trescientas

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perlas, cuatrocientos granates,trescientos zafiros y multitud deesmeraldas, amatistas y rubíes, la Palad’Oro estaba considerada, junto con loscaballos de San Marcos, uno de losmayores tesoros de Venecia.

En arquitectura, la palabra«basílica» definía cualquier iglesia deestilo bizantino y oriental erigida enEuropa y Occidente. San Marcos, unaréplica de la basílica de los SantosApóstoles de Justiniano enConstantinopla, era tan oriental que nopocas guías sugerían que se trataba deuna alternativa viable a las mezquitasturcas, muchas de las cuales eran

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catedrales bizantinas reconvertidas entemplos musulmanes.

Si bien a Langdon jamás se leocurriría considerar la basílica de SanMarcos un mero sustituto de lasespectaculares mezquitas de Turquía,tenía que admitir que la pasión quepudiera sentir uno por el arte bizantinopodía verse satisfecha con una visita ala suite secreta que había en el aladerecha de la iglesia, donde se ocultabael supuesto tesoro de San Marcos, unarutilante colección de 283 iconos, joyasy cálices preciosos adquirida durante elsegundo saqueo de Constantinopla.

Langdon se alegró de encontrar la

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basílica relativamente tranquila esatarde. Todavía había grupos de gente,pero al menos disponían de suficienteespacio para moverse. Serpenteandoentre el gentío, Langdon guió a Ferris ySienna hasta el ventanal occidental, enel cual había una puerta por la que losvisitantes podían salir al balcón y verlos caballos. Aunque estaba convencidode que identificarían en seguida al duxen cuestión, le seguía preocupando elpaso que debían dar después: localizaral mismo dux. «¿Su tumba? ¿Suestatua?» Teniendo en cuenta los cientosde estatuas que había en la mismaiglesia, la cripta y las tumbas

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abovedadas del brazo norte, esorequeriría, sin duda, algún tipo deayuda.

Langdon vio entonces a una jovenguía en plena visita con un grupo y, taneducadamente como pudo, interrumpiósu discurso.

—Disculpe —dijo—. ¿Está aquíesta tarde Ettore Vio?

—Ettore Vio. —La mujer miró aLangdon extrañada—. Sì, claro, ma…—De repente se quedó callada y se leencendieron los ojos—. Lei è RobertoLangdon, non?! Usted es RobertLangdon, ¿verdad?

Langdon sonrió con paciencia.

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—Sì, sono io. ¿Es posible hablarcon Ettore?

—Sì, sì! —La mujer le indicó a sugrupo que esperara un momento y saliócorriendo.

Tiempo atrás, Langdon y elconservador del museo, Ettore Vio,habían aparecido juntos en un brevedocumental sobre la basílica, y desdeentonces se habían mantenido encontacto.

—Ettore ha escrito un libro sobre labasílica —le explicó Langdon a Sienna—. Bueno, en realidad, varios.

Ella todavía parecía extrañamentenerviosa con Ferris, que se mantenía

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cerca de ellos mientras Langdonconducía al grupo por el primer piso endirección al ventanal occidental y lapuerta por la que se podía salir albalcón donde estaban los caballos. Alllegar al ventanal pudieron discernir lasilueta de los musculosos cuartostraseros de los caballos recortada por elsol del atardecer. En el balcón, losturistas disfrutaban de un contactocercano con los caballos así como deuna espectacular vista de la plaza de SanMarcos.

—¡Ahí están! —exclamó Sienna,dirigiéndose hacia la puerta queconducía al balcón.

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—No exactamente —dijo Langdon—. Los caballos que vemos en el balcónno son más que réplicas. Los verdaderoscaballos de San Marcos se conservandentro por razones de seguridad ypreservación.

Langdon guió a Sienna y Ferris porun corredor hasta un receso bieniluminado en el que un idéntico grupo decuatro caballos parecía trotar haciaellos bajo unas bóvedas de ladrillo.

Langdon señaló las estatuas conadmiración.

—Aquí están los originales.Cada vez que Langdon veía los

caballos de cerca, no podía evitar

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maravillarse de la textura y el detalle desu musculatura. El suntuoso cardenillodorado verdoso que cubría la superficieno hacía sino intensificar el dramáticoaspecto de la textura de su piel. ParaLangdon, la existencia de esos cuatrocaballos perfectamente conservados apesar de su tumultuoso pasado era unrecordatorio de la importancia depreservar el gran arte.

—Los collares —dijo Sienna,señalando las colleras decorativas—.¿Has dicho que los añadieron másadelante? ¿Para tapar la juntura?

Langdon les había contado a Siennay a Ferris la extraña historia de las

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«cabezas cortadas» que había leído enla página web de ARCA.

—Al parecer, sí —dijo Langdon, yse acercó al rótulo informativo quehabía al lado.

—¡Roberto! —exclamó de repenteuna amigable voz a su espalda—. ¡Meinsultas!

Al volverse, Langdon vio que entrela gente se abría paso Ettore Vio, unhombre de cabello canoso y aspectojovial ataviado con un traje azul y quellevaba las gafas colgando de unacadena alrededor del cuello.

—¿Te atreves a venir a mi Venecia yno llamarme?

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Langdon sonrió y le dio la mano.—Me gusta sorprenderte, Ettore.

Tienes buen aspecto. Éstos son misamigos, la doctora Brooks y el doctorFerris.

Ettore los saludó, y luego retrocedióun paso para poder mirar a Langdon dearriba abajo.

—¿Viajas con médicos? ¿Estásenfermo? ¿Y la ropa que llevas? ¿Es quete estás volviendo italiano?

—Ninguna de las dos cosas —dijoLangdon con una risa ahogada—. Hevenido en busca de información sobrelos caballos.

Ettore parecía intrigado.

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—¿Hay algo que el famoso profesortodavía no sepa?

Langdon se rió.—Estoy interesado en la historia de

cómo fueron decapitados durante lasCruzadas para poder transportarlos.

Ettore Vio se quedó como siLangdon acabara de preguntar por lashemorroides de la reina.

—Por el amor de Dios, Robert —susurró—, de eso nunca hablamos. Siquieres ver cabezas cortadas, te puedoenseñar el célebre Carmagnoladecapitado o…

—Ettore, necesito saber qué duxhizo cortar sus cabezas.

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—Eso nunca sucedió —contestóEttore a la defensiva—. He oídoleyendas, por supuesto, perohistóricamente no hay nada que sugieraque ningún dux…

—Ettore, por favor —dijo Langdon—. Según la leyenda, ¿qué dux fue?

Ettore se puso las gafas y miró aLangdon.

—Bueno, según la leyenda, nuestrosqueridos caballos fueron transportadospor el dux más listo y mentiroso deVenecia.

—¿Mentiroso?—Sí, el dux que engañó a todo el

mundo para participar en las Cruzadas.

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—Se detuvo un momento y miró aLangdon, expectante—. El que debía ir aEgipto con dinero del ducado…, peroredirigió sus tropas y en vez de esosaqueó Constantinopla.

«Suena a traición», pensó Langdon.—¿Y cómo se llamaba?Ettore frunció el ceño.—Robert, pensaba que eras un

experto en historia mundial.—Sí, pero el mundo es muy grande,

y la historia, muy larga. Me vendría bienalgo de ayuda.

—Está bien, una última pista.Langdon iba a protestar, pero tuvo la

sensación de que malgastaría el aliento.

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—Tu dux vivió casi un siglo —dijoEttore—. Un milagro en su época. Lasuperstición atribuyó su longevidad alvaliente acto de haber recuperado loshuesos de Santa Lucía en Constantinoplay traerlos de vuelta a Venecia. SantaLucía perdió los ojos por…

—¡Recuperó los huesos de la ciega!—exclamó Sienna mirando a Langdon,que había pensado exactamente lomismo.

Ettore miró a Sienna, extrañado.—En cierto modo, supongo que sí.Ferris parecía cada vez más pálido.

Como si no hubiera recobrado el alientotras la larga caminata por la plaza y el

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ascenso por la escalera.—Debería añadir —dijo Ettore—

que el dux quería tanto a santa Lucíaporque él mismo era ciego. Cuando teníacasi noventa años, animó a la gente aunirse a la Cruzada en esta misma plaza.

—Sé quién es —dijo Langdon.—¡Bueno, eso espero! —respondió

Ettore con una sonrisa.Como a su memoria eidética se le

daban mejor las imágenes que las ideasdescontextualizadas, a Langdon larevelación le llegó en forma de una obrade arte, una famosa ilustración deGustave Doré en la que aparecía un duxciego con los brazos levantados e

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incitando a la gente a unirse a laCruzada. Recordaba bien el título de lailustración de Doré: Dandolo tomandola cruz.

—Enrico Dandolo —declaróLangdon—. El dux que vivióeternamente.

—¡Al fin! —exclamó Ettore—. Metemo que tu mente ha envejecido, amigomío.

—Sí, con el resto del cuerpo. ¿Estáenterrado aquí?

—¿Dandolo? —Ettore negó con lacabeza—. No, aquí no.

—¿Dónde? —preguntó Sienna—.¿En el Palacio Ducal?

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Ettore se quitó las gafas y loconsideró.

—Un momento, hay tantos dux queno recuerdo…

Antes de que Ettore terminara,apareció un guía y se lo llevó a un ladopara decirle algo al oído. Ettore se pusotenso y, alarmado, corrió a la barandillapara mirar la planta baja del santuario.Un momento después, se volvió haciaLangdon y dijo:

—Ahora vengo —y se marchóapresuradamente.

Desconcertado, Langdon se acercó ala barandilla y se asomó. «¿Qué estápasando ahí abajo?»

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Al principio no vio nada, sóloturistas que deambulaban de un lado aotro. Un momento después, sin embargo,se dio cuenta de que muchos de ellosestaban mirando en la misma dirección.Siguió su mirada y, de repente, vio elgrupo de soldados vestidos de negro queacababa de entrar en la iglesia y seestaba desplegando por el nártex parabloquear todas las salidas.

«Los soldados de negro.» Langdonnotó que sus manos apretaban con fuerzala barandilla.

—¡Robert! —gritó Sienna a suespalda.

Langdon seguía mirando a los

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soldados. «¿Cómo nos han encontrado?»—¡Robert! —volvió a gritar—.

¡Algo va mal! ¡Ayúdame!Langdon se volvió.«¿Dónde están?»Un instante después los vio. Frente a

los caballos de San Marcos, Siennaestaba arrodillada junto al doctor Ferris,que se agarraba del pecho y sufríaconvulsiones.

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—¡Creo que está sufriendo un ataque alcorazón! —exclamó de repente Sienna.

Langdon corrió hacia el lugar en elque el doctor Ferris yacía en el suelo,casi no podía respirar.

«¿Qué le ha pasado?» De repente,todo se había descontrolado. Entre lallegada de los soldados y eldesvanecimiento de Ferris, Langdon sesentía paralizado y sin saber qué hacer.

Sienna, que seguía agachada junto a

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Ferris, le aflojó la corbata y ledesabrochó varios botones de la camisapara que pudiera respirar mejor. Encuanto quedó abierta, sin embargo, seechó hacia atrás y soltó un grito dealarma con la mano en la boca y la vistapuesta en su pecho desnudo.

Langdon también lo vio.La piel del pecho de Ferris estaba

profundamente descolorida. En suesternón había una mancha negro-azulada del tamaño de un pomelo yaspecto inquietante. Parecía que hubierarecibido el impacto de una bala decañón.

—Es una hemorragia interna —le

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dijo Sienna a Langdon—. No me extrañaque le costara respirar.

Ferris ladeó la cabeza para deciralgo, pero sólo pudo emitir un débiljadeo. A su alrededor se habíancomenzado a congregar turistas, yLangdon tuvo la sensación de que lasituación estaba a punto de convertirseen un caos.

—Los soldados están en el piso deabajo —advirtió Langdon a Sienna—.No sé cómo nos han encontrado.

La expresión inicial de sorpresa ymiedo en el rostro de Sienna dieronpaso al enojo, y bajó la mirada haciaFerris.

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—Nos has estado mintiendo,¿verdad?

Ferris intentó volver a hablar, peroapenas podía emitir sonido alguno.Sienna registró entonces sus bolsillos yle cogió la cartera y el teléfono móvil.Luego se puso en pie y lo miróacusadoramente con el ceño fruncido.

En ese momento, una ancianaitaliana se abrió paso entre la gente.

—L’hai colpito al petto! —le gritóa Sienna mientras hacía el gesto dellevarse el puño enérgicamente al pecho.

—No! —respondió Sienna enseguida—. ¡La reanimacióncardiorrespiratoria lo mataría! ¡Mire su

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pecho! —Se volvió hacia Langdon—.Robert, tenemos que salir de aquí.Ahora.

Langdon bajó la mirada hacia Ferris.Éste lo miraba suplicante, como siquisiera decirle algo.

—¡No podemos dejarlo aquí! —exclamó Langdon, frenético.

—Confía en mí —dijo Sienna—.Esto no es un ataque al corazón. Y nosvamos. Ahora.

La multitud había comenzado aagolparse a su alrededor, y algunosturistas pedían ayuda a gritos. Siennaagarró entonces a Langdon por el brazocon sorprendente fuerza y, tirando de él,

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lo alejó del caos y lo sacó al balcón.Por un instante, Langdon quedó

completamente cegado. Tenían el soljusto enfrente. Había comenzado adescender por el extremo occidental dela plaza de San Marcos y ahora bañabade luz dorada todo el balcón. Siennatorció entonces a la izquierda ycomenzaron a abrirse paso a través delos turistas que habían salido a admirarl a piazza y las réplicas de los caballosde San Marcos.

Apretaron a correr a lo largo de lafachada de la basílica, con la laguna alfrente. En el agua, una extraña siluetallamó la atención de Langdon: un yate

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ultramoderno que parecía una especie debarco de guerra futurista.

Antes de que pudiera percatarse delo que estaba viendo, Sienna y élvolvieron a torcer a la izquierda yrodearon la esquina sudeste de labasílica en dirección a la «Puerta dePapel» —el anexo que conecta labasílica con el Palacio Ducal—,llamada así porque los dux colgaban allísus decretos para que los leyera lagente.

«¿No ha sido un ataque al corazón?»Tenía la imagen del pecho amoratado deFerris grabada en la mente, y laperspectiva de oír la diagnosis de

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Sienna le parecía temible. Algo habíacambiado y ella ya no confiaba en él.«¿Era por eso que antes estabaintentando llamar mi atención?»

De repente, Sienna se detuvo y seasomó por la elegante balaustrada.Abajo se podía ver un rincónenclaustrado de la plaza de San Marcos.

—¡Maldita sea! —dijo—. Estamosmás alto de lo que pensaba.

Langdon se la quedó mirando sin darcrédito. «¿Estabas pensando en saltar?»

Sienna parecía asustada.—¡No podemos dejar que nos

atrapen, Robert!Langdon se volvió hacia la basílica

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y miró la gruesa puerta de hierro ycristal que tenían justo detrás, por la queentraban y salían turistas. Si sus cálculoseran correctos, por ahí llegarían a laparte trasera de la iglesia.

—Han bloqueado todas las salidas—dijo Sienna.

Langdon consideró las opciones dehuida y llegó a una única conclusión.

—Creo que he visto algo dentro quepodría solucionar el problema.

Sin apenas reflexionar la idea queestaba considerando, Langdon guió aSienna al interior de la basílica yrodearon el perímetro del museo,procurando pasar desapercibidos entre

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los turistas. Muchos de ellos mirabanahora al otro lado del amplio espacioabierto de la nave central, en direcciónal tumulto que se había formadoalrededor de Ferris. Langdon advirtióentonces que la enojada anciana italianales señalaba a un par de soldadosvestidos de negro la puerta por la que ély Sienna habían salido al balcón.

«Tendremos que darnos prisa»,pensó Langdon mientras examinaba lasparedes. Finalmente encontró lo queestaba buscando cerca de unos grandestapices.

El artilugio que había en la paredera de color amarillo brillante y tenía

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una pegatina roja con una advertencia:ALLARME ANTINCENDIO.

—¿Una alarma de incendios? —dijoSienna—. ¿Éste es tu plan?

—Así podremos salir a hurtadillasentre la multitud. —Langdon extendió elbrazo y agarró la palanca de la alarma.«Que sea lo que Dios quiera.» Sinpensárselo dos veces, tiró hacia abajocon fuerza, rompiendo el pequeñocilindro de cristal que había en elinterior del mecanismo.

Las sirenas y el pandemónium queesperaba no llegaron.

Sólo silencio.Volvió a tirar.

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Nada.Sienna se lo quedó mirando como si

estuviera loco.—¡Robert, estamos en una catedral

de piedra repleta de turistas! ¡Crees queestas alarmas de incendios públicasestán activas para que un bromista…!

—¡Por supuesto! Las leyesantiincendios de Estados Unidos…

—Estás en Europa. Aquí hay menosabogados. —Y, señalando por encimadel hombro de Langdon, añadió—: Ynos estamos quedando sin tiempo.

Langdon se volvió hacia la puerta decristal por la que acababan de pasar yvio que por ella entraban

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apresuradamente dos soldados, quecomenzaban a examinar la zona conmirada severa. Langdon reconoció auno. Era el hombre musculoso que leshabía disparado cuando huían en motodel apartamento de Sienna.

Sin muchas opciones a sudisposición, Langdon y Sienna semetieron entonces en una escalera decaracol y comenzaron a descender devuelta a la planta baja. Al llegar alrellano, se detuvieron un momento.Agazapados bajo las sombras, vieronque al otro lado del santuario variossoldados hacían guardia en las salidascon la mirada puesta en la sala.

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—Si salimos de esta escalera, nosverán —dijo Langdon.

—La escalera baja todavía más —susurró Sienna señalando un cordón de«Accesso vietato» que impedía el paso.Más allá del cordón, la escaleradescendía en una espiral todavía másestrecha hacia la negrura total.

«Mala idea —pensó Langdon—. Esuna cripta subterránea sin salida.»

Sienna, sin embargo, ya habíapasado por encima del cordón ycomenzaba a bajar a tientas la escalera,desapareciendo en la oscuridad.

—Está abierta —susurró Sienna.A Langdon no le sorprendió. La

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cripta de San Marcos se distinguía deotros lugares similares en que era unacapilla en funcionamiento. En ella secelebraban servicios de forma regularen presencia de los huesos de sanMarcos.

—¡Creo que veo luz natural! —añadió Sienna.

«¿Cómo es posible?» Langdonintentó recordar sus anteriores visitas aese espacio subterráneo sagrado, ysupuso que probablemente Sienna estabaviendo la lux eterna; una luz eléctricaque permanecía encendida en el centrode la cripta para mantener iluminada latumba de san Marcos. Al oír que se

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acercaban unos pasos por la escalera,sin embargo, Langdon no se lo pensódos veces y se apresuró a pasar porencima del cordón asegurándose de notocarlo. Con la mano en la tosca paredde piedra, se internó también en laoscuridad.

Sienna le esperaba al pie de laescalera. A su espalda, la cripta apenasera visible en la oscuridad. Se tratabade una angosta cámara subterránea conun techo de piedra alarmantemente bajoy soportado por una serie de antiguascolumnas y arcadas de ladrillo. «El pesode toda la basílica descansa sobre estascolumnas», pensó Langdon, que ya

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comenzaba a sentir claustrofobia.—Te lo dije —susurró Sienna con el

rostro débilmente iluminado por untenue haz de luz natural. Señaló variasventanas pequeñas y arqueadas quehabía en lo alto de las paredes.

«Lumbreras», cayó en la cuentaLangdon. Se había olvidado de suexistencia. Los profundos pozos —diseñados para que entrara luz y airefresco en la angosta cripta— llegabanhasta la plaza de San Marcos. Susventanas de cristal, sin embargo, estabanreforzadas con un herraje de quincecírculos entrelazados. Y si bien Langdonsospechaba que se podían abrir desde

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dentro, se encontraban a la altura delhombro y costaría abrirlas. Peor aún:incluso en el caso de que consiguieranhacerlo e introducirse en el pozo, treparpor allí sería imposible, pues medíantres metros y la salida a la plaza estabacerrada por una gruesa reja.

Bajo la tenue luz que entraba por lostragaluces, la cripta de San Marcosparecía un bosque iluminado por la luzde la luna: una densa arboleda decolumnas proyectaba largas y gruesassombras en el suelo. Langdon se volvióhacia el centro de la cripta, donde unasolitaria luz iluminaba la tumba de sanMarcos. El santo de la basílica

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descansaba en un sarcófago de piedraque había detrás de un altar. Ante él, sepodían ver varias hileras de bancos paralos pocos afortunados a los queinvitaban a asistir a un servicio encentro del cristianismo veneciano.

Langdon advirtió entonces unparpadeo y, al volverse, vio que Siennahabía encendido el teléfono móvil deFerris y lo sostenía en alto.

—¿No ha dicho antes Ferris que labatería estaba agotada? —le preguntóLangdon, extrañado.

—Ha mentido —dijo ella mientrastecleaba algo—. Sobre muchas cosas.—Frunció el ceño y negó con la cabeza

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—. No hay cobertura. Pensaba que quizápodría encontrar la localización de latumba de Enrico Dandolo. —Se acercóentonces a lumbrera y acercó el teléfonopara ver si así conseguía obtener señal.

«Enrico Dandolo», pensó Langdon.Apenas había tenido tiempo de pensaren el dux antes de salir corriendo. Apesar de la situación en la que seencontraban, la visita a San Marcoshabía servido a su propósito: revelar laidentidad del dux traicionero que cortólas cabezas de los caballos… y se hizocon los huesos de santa Lucía.

Langdon no tenía ni idea de dónde seencontraba la tumba de Enrico Dandolo.

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Y, por lo visto, Ettore Vio tampoco. «Yél conoce cada palmo de estabasílica…, y probablemente también delPalacio Ducal.» El hecho de que Ettoreno supiera dónde se encontraba la tumbade Dandolo sugería que no debía deencontrarse cerca.

«Entonces, ¿dónde?»Langdon miró a Sienna, que ahora

estaba subida a un banco que habíaacercado a uno de los tragaluces. Habíaabierto la ventana y sostenía el teléfonode Ferris en el interior del pozo.

A través de éste se podía oír elruido de la plaza de San Marcos, yLangdon se preguntó si, después de todo,

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no habría una salida. Detrás de losbancos vio una hilera de sillas plegablesy se le ocurrió que si se subía a unaquizá podrían salir del pozo. «¿Y si lareja también se abre desde dentro?»

Langdon atravesó corriendo laoscura cámara en dirección a Sienna.Sólo había dado unos pasos cuando unfuerte golpe en la frente lo tumbó. Por unmomento creyó que le habían atacado,pero en seguida se dio cuenta de que no.Simplemente, su metro ochenta excedíala altura media para la que se habíanconstruido las bóvedas de esa criptahacía más de mil años.

Mientras seguía arrodillado

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recuperándose del golpe, vio unainscripción en el suelo de piedra.

Sanctus Marcus.Se la quedó mirando un largo rato.

No era el nombre de san Marcos lo quele llamaba la atención, sino el idioma enel que estaba escrito.

«Latín.»Tras la inmersión italiana de ese día,

a Langdon le desconcertó ver el nombrede San Marcos escrito en latín, unrápido recordatorio de que esa lenguamuerta era la lengua franca del Imperioromano en la época de la muerte de sanMarcos.

Y entonces cayó en la cuenta de otra

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cosa.A principios del siglo XIII —época

de Enrico Dandolo y la Cuarta Cruzada—, el idioma de las clases dirigentesseguía siendo el latín. Un dux venecianocomo aquél, que había proporcionadouna gran gloria al Imperio romano alreconquistar Constantinopla, no estaríaenterrado bajo el nombre de EnricoDandolo…, sino bajo su nombre enlatín.

«Henricus Dandolo.»Y, con eso, una olvidada imagen

acudió a su mente como una descargaeléctrica. Aunque había tenido larevelación mientras estaba arrodillado

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en una capilla, sabía que su inspiraciónno había sido divina. La repentinaconexión se debía más bien a una simplepista visual. La imagen que habíaemergido de las profundidades de sumemoria era la del nombre latín deDandolo…, grabado en una gastada losade mármol empotrada en unornamentado suelo de baldosas.

«Henricus Dandolo.»Langdon visualizó la sencilla lápida

de su tumba. «Yo he estado ahí.» Tal ycomo prometía el poema, EnricoDandolo estaba enterrado en un museodorado —un mouseion de santasabiduría—, pero no era en la basílica

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de San Marcos.Mientras asimilaba dicho

descubrimiento, se puso lentamente enpie.

—No tengo cobertura —dijo Sienna,que bajó del banco y se acercó a sulado.

—No la necesitas —contestóLangdon—. El mouseion dorado desanta sabiduría… —respiró hondo—.He… cometido una equivocación.

Sienna palideció de golpe.—No me digas que estamos en el

museo equivocado.—Sienna —susurró Langdon,

sintiéndose casi indispuesto—. Estamos

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en el país equivocado.

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La gitana que vendía máscarasvenecianas en la plaza de San Marcospermanecía apoyada en el muro exteriorde la basílica, tomándose un descanso.Como siempre, había ido a su lugarfavorito, un pequeño nicho que habíaentre dos rejas metálicas del suelo, idealpara dejar su pesada carga y disfrutar dela puesta de sol.

Había presenciado muchas cosas enla plaza de San Marcos a lo largo de los

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años. El extraño acontecimiento que enese momento llamaba su atención, sinembargo, no tenía lugar en la plaza…,sino debajo. Sobresaltada por un fuerteruido procedente de una de las rejas, lamujer se asomó al estrecho pozo de unostres metros que había detrás y vio que alfondo había una silla plegable.

Para sorpresa de la vendedora, derepente apareció una hermosa mujer conuna coleta rubia y, tras subirse a la silla,extendió los brazos para intentar abrir lareja.

«Eres demasiado baja —pensó lagitana—. ¿Exactamente qué pretendes?»

La mujer rubia bajó de la silla y

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habló con alguien que había dentro deledificio. Aunque en el estrecho pozoapenas había espacio, de repenteapareció a su lado un hombre alto y decabello oscuro ataviado con un elegantetraje.

Él miró hacia arriba y su mirada secruzó con la de la gitana a través de lareja de hierro. Luego, moviéndose congran dificultad en ese angosto espacio,intercambió su posición con la de lamujer rubia y se subió encima de latambaleante silla. Era más alto y, alextender las manos, pudo abrir elpestillo de seguridad de la reja. Luego,de puntillas sobre la silla, colocó las

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manos en la reja y empujó hacia arriba.Consiguió levantarla un par decentímetros, pero al final tuvo quedejarla caer.

—Può darci una mano? —le pidióla mujer rubia a la gitana.

«¿Echaros una mano? —pensó lavendedora, sin intención alguna deimplicarse—. ¿Qué estáis haciendo?»

La mujer rubia cogió entonces unacartera de hombre que llevaba encima,sacó un billete de cien euros y lo agitóen el aire. Era más dinero del queganaba en tres días con las máscaras.Experta negociadora, negó con la cabezay extendió dos dedos. La otra sacó un

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segundo billete.Sin creer en su buena suerte, la

mujer se encogió de hombros y, confingida indiferencia, se agachó y agarrólos barrotes al tiempo que miraba alhombre a los ojos para sincronizar suesfuerzo.

Él volvió a empujar la reja, y lagitana tiró entonces hacia arriba conunos brazos fortalecidos a base de añosde cargar peso. La reja se levantó…hasta la mitad. Justo cuando ella creíaque ya lo habían conseguido, se oyó unfuerte estrépito en el pozo y el hombredesapareció junto a la mujer y la sillaplegable.

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La reja de hierro era demasiadopesada para sus manos, y la gitana pensóque tendría que soltarla, pero lapromesa de los doscientos dólares ledio fuerzas. Consiguió levantarla deltodo y dejarla caer sobre la pared de labasílica, contra la que golpeóruidosamente.

Sin aliento, la gitana se asomó alpozo y vio en el suelo los cuerpos de lapareja y la silla rota. Cuando el hombrese puso en pie y comenzó a limpiarse, lagitana extendió la mano para que lediera su dinero.

La mujer de la coleta asintió ysostuvo en alto los dos billetes. La

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gitana extendió la mano, pero estabademasiado lejos.

«Dale el dinero al hombre.»De repente, en el pozo se produjo

una gran conmoción y se oyeron gritos.El hombre y la mujer se dieron la vueltahacia el interior de la basílica yretrocedieron un paso.

Luego se hizo el caos.Rápidamente, el hombre se hizo

cargo de la situación y, tras agacharse,le ordenó a la mujer que colocara el pieen sus manos entrelazadas. Ésta lo hizo,y él la alzó. Ella llevaba los billetes enlos dientes para dejar libres las manos.El hombre la alzó más alto…, más

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alto…, hasta que al fin ella pudocogerse al borde.

Con un gran esfuerzo, salió a laplaza como una mujer que saliera de unapiscina. Dejó los billetes en las manosde la gitana y en seguida se dio la vueltay se arrodilló en el borde para ayudar asalir al hombre.

Demasiado tarde.Unos poderosos brazos de mangas

negras aparecieron en el fondo del pozocual tentáculos de un hambrientomonstruo, agarraron las piernas delhombre y tiraron de él de vuelta a laventana.

—¡Corre, Sienna! —exclamó el

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hombre—. ¡Ahora!La gitana vio cómo intercambiaban

una mirada de pesar…, y luego todoterminó.

Al hombre lo arrastraron de vuelta ala basílica.

La mujer se quedó mirando unmomento el pozo, conmocionada y conlos ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento mucho, Robert —susurró. Y, tras una pausa, añadió—:Por todo.

Un momento después, saliócorriendo hacia la muchedumbre. Lagitana pudo ver cómo la coleta rubia sebalanceaba de un lado a otro mientras se

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alejaba por el estrecho callejón de laMerceria dell’Orologio… y desaparecíaen el corazón de Venecia.

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El suave sonido del rumor del agua hizoque Robert Langdon volviera poco apoco en sí. El olor de los antisépticos semezclaba con el aire salado del mar y elsuelo parecía balancearse.

«¿Dónde estoy?»Unos momentos antes se había

enzarzado en una refriega mortal contraunos poderosos brazos que lo habíanarrastrado de vuelta a la cripta. Poralguna razón, bajo su cuerpo ya no sentía

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el frío suelo de piedra de la basílica deSan Marcos…, sino el contacto de unsuave colchón.

Langdon abrió los ojos y examinó ellugar en el que se encontraba. Era unapequeña habitación de aspecto limpio ycon una única ventana. El movimiento debalanceo continuaba.

«¿Estoy en un barco?»Lo último que recordaba era haber

sido inmovilizado en el suelo por unsoldado vestido de negro que no dejabade decirle: «¡Deje de resistirse!»

Langdon se había puesto entonces agritar con todas sus fuerzas para pedirayuda mientras los demás hombres

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intentaban taparle la boca.—Tenemos que sacarle de aquí —le

dijo un soldado a otro.Su compañero asintió.—Hazlo.Langdon notó entonces que una mano

experta buscaba las arterias y venas desu cuello. Tras localizar el punto exactode la carótida, los dedos aplicaron unapresión firme y precisa. Unos segundosdespués, su visión se difuminó y notócómo se desvanecía por la falta deoxígeno en su cerebro.

«Me están matando —pensóLangdon—. Aquí mismo, en la tumba desan Marcos.»

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Todo se oscureció, pero de formaincompleta…, parecía más bien unavisión en gris salpicada de formas ysonidos apagados.

Langdon no tenía ni idea de cuántotiempo había pasado, pero parecía queel mundo volvía a tomar forma. Tenía lasensación de estar a bordo de algunaespecie de enfermería. La estérildecoración y el aroma de alcoholisopropílico creaban una extrañasensación de déjà vu; como si hubieraregresado al punto de partidadespertándose como la noche anterior,en la cama de un hospital desconocidocon apenas unos recuerdos borrosos.

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Pensó entonces en Sienna y sepreguntó si estaría bien. Todavíarecordaba sus ojos marrones mirándoledesde lo alto del pozo, llenos deremordimiento y miedo. Langdonesperaba que hubiera conseguidoescapar de Venecia a salvo.

«Estamos en el país equivocado», lehabía dicho Langdon al caer en la cuentade la verdadera localización de la tumbade Enrico Dandolo. El misteriosomouseion de santa sabiduría no estabaen Venecia… sino a un mundo dedistancia. Tal y como advertía el textode Dante, el críptico significado delpoema estaba oculto «bajo el velo de tan

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extraños versos».Langdon pretendía explicárselo todo

a Sienna en cuanto escaparan de lacripta, pero no había tenido oportunidad.

«Ha huido creyendo que he fallado.»Langdon sintió un nudo en el

estómago.«La plaga todavía está ahí fuera…, a

un mundo de distancia.»Oyó los pasos de unas gruesas botas

en el pasillo y, al volverse, vio que unhombre vestido de negro entraba en lahabitación. Se trataba del mismosoldado musculoso que le habíainmovilizado contra el suelo. Su miradaera gélida. Langdon sintió el instinto de

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huir, pero no había hacia dónde hacerlo.«Esta gente puede hacer lo que quieraconmigo.»

—¿Dónde estoy? —preguntóLangdon en el tono más desafiante delque fue capaz.

—En un yate anclado en las aguas deVenecia.

Langdon observó el medallón verdedel uniforme del hombre. Era un globoterráqueo rodeado por las siglas ECDC.Langdon no había visto nunca el símboloni el acrónimo.

—Necesitamos información —dijoel soldado—, y no tenemos muchotiempo.

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—¿Por qué iba a decirles nada? —preguntó Langdon—. Casi me matan.

—Para nada. Hemos utilizado unatécnica de inmovilización de judollamada «shime waza». No teníamosintención de hacerle daño.

—¡Esta mañana me habéisdisparado! —declaró Langdon,recordando claramente el tiro alguardabarros de la moto de Sienna—.Su bala no me ha dado por poco en labase de la columna vertebral.

El hombre le miró con el ceñofruncido.

—Si hubiera querido darle en labase de la columna vertebral, lo habría

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hecho. He disparado una sola vez a larueda de la moto para impedir quehuyeran. Mis órdenes consistían enestablecer contacto con usted yaveriguar por qué estaba actuando deforma tan errática.

Antes de que Langdon pudieraprocesar lo que el hombre le acababa dedecir, dos soldados más aparecieron porla puerta y se acercaron a su cama.

Entre ellos iba una mujer.Una aparición.Etérea e inmaterial.Langdon la reconoció de inmediato.

Era la visión de sus alucinaciones. Setrataba de una mujer hermosa, de largo

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cabello plateado y con un amuleto delapislázuli alrededor del cuello. Comose le había aparecido en medio de unterrorífico paisaje de cadáveres,Langdon necesitó un momento para creerque realmente la tenía delante en carne yhueso.

—Profesor Langdon —dijo ella alllegar al lado de la cama, y sonrió concansancio—. Es un alivio comprobarque se encuentra usted bien. —Se sentóa su lado y le tomó el pulso—. Me handicho que sufre amnesia. ¿Me recuerda?

Langdon examinó un momento a lamujer.

—He tenido… alucinaciones con

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usted, pero no recuerdo que noshayamos visto en la vida real.

La mujer se inclinó hacia él con unaempática expresión en el rostro.

—Mi nombre es Elizabeth Sinskey.Soy la directora de la OrganizaciónMundial de la Salud, y le recluté paraque me ayudara a encontrar…

—Una plaga —dijo Langdon—.Creada por Bertrand Zobrist.

Sinskey sonrió, animada.—¿Lo recuerda?—No, esta mañana me he despertado

en un hospital con un extraño proyectory sufriendo unas alucinaciones en lasque aparecía usted diciéndome que

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buscara y hallara. Eso era lo que estabaintentando hacer cuando estos hombreshan intentado matarme. —Langdon losseñaló.

El soldado musculoso parecióirritarse y quería decir algo, peroElizabeth Sinskey lo silenció con unmovimiento de mano.

—Profesor —dijo ella a media voz—, no tengo ninguna duda de que seencuentra muy confundido. Comopersona responsable de haberleinvolucrado en todo este asunto, mesiento horrorizada por lo que haocurrido, y me alegro de que esté asalvo.

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—¿A salvo? —respondió Langdon—. ¡Estoy prisionero en un barco!—.«¡Igual que usted!»

La mujer del cabello plateadoasintió comprensivamente.

—Me temo que, a causa de suamnesia, muchos aspectos de lo que levoy a contar le resultarándesconcertantes. No obstante, el tiempose agota y mucha gente necesita suayuda.

Sinskey vaciló, sin saber bien cómocontinuar.

—En primer lugar —comenzó adecir—, necesito que comprenda que elagente Brüder y su equipo nunca han

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intentado hacerle daño. Actuaban bajoórdenes directas de restablecer contactocon usted como fuera.

—¿Restablecer? No lo…—Por favor, profesor, limítese a

escuchar. Todo quedará aclarado. Se loprometo.

Langdon se recostó en la cama de laenfermería. Los pensamientos searremolinaban en su cabeza. La doctoraSinskey prosiguió.

—El agente Brüder y sus hombresson una unidad AVI: Apoyo para laVigilancia y la Intervención. Trabajanbajo los auspicios del Centro Europeopara la Prevención y Control de

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Enfermedades.Langdon miró los medallones con

las siglas ECDC. «¿Prevención yControl de Enfermedades?»

—Su equipo —prosiguió ella— estáespecializado en detectar y conteneramenazas de enfermedades contagiosas.Esencialmente se trata de un cuerpoespecial dedicado a la mitigación deriesgos graves para la salud a granescala. Usted era mi principal esperanzade encontrar el agente infeccioso queZobrist ha creado, de modo que, cuandousted desapareció, di órdenes a launidad AVI de que le encontraran…Previamente, les había hecho venir a

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Florencia para que me ayudaran.Langdon no entendía nada.—¿Estos soldados trabajan para

usted?Ella asintió.—Cedidos por el ECDC. Anoche,

cuando usted desapareció e interrumpióla comunicación telefónica, creímos quele había pasado algo. Hasta estamañana, cuando nuestro equipoinformático ha visto que consultabausted su cuenta de correo de Harvard,hemos descubierto que estaba vivo.Nuestra única explicación para suextraño comportamiento ha sido quehabía cambiado de bando…; creíamos

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que otra persona le había ofrecido unagran suma de dinero por el agenteinfeccioso.

—¡Eso es absurdo! —exclamóLangdon, negando con la cabeza.

—Sí, parecía un escenarioimprobable, pero era la únicaexplicación lógica; y como hay tanto enjuego, no podíamos correr ningúnriesgo. Por supuesto, nunca imaginamosque podía usted estar sufriendo amnesia.Cuando nuestro equipo informático havisto que su cuenta de correo deHarvard se activaba, hemos rastreado ladirección IP hasta un apartamento deFlorencia, al que hemos acudido de

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inmediato. Usted, sin embargo, se haescapado con la mujer en un ciclomotor,lo cual no ha hecho sino aumentarnuestras sospechas de que trabajabapara otro.

—¡Ha pasado por nuestro lado! —exclamó Langdon—. La he visto en elasiento trasero de una furgoneta negra,rodeada de soldados. Pensaba que erasu prisionera. Parecía que deliraba,como si la hubieran drogado.

—¿Nos ha visto? —La doctoraSinskey estaba sorprendida—.Efectivamente, tiene usted razón…, mehabían medicado. —Se detuvo unmomento—, pero sólo porque yo se lo

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había pedido.Langdon no entendía nada. «¿Les

pidió que la drogaran?»—Puede que no lo recuerde —dijo

Sinskey—, pero cuando nuestro aviónC-130 aterrizó en Florencia, la presióncambió y sufrí un ataque de lo que seconoce como vértigo posicionalparoxístico; una afección del oídointerno extremadamente debilitadora queya había experimentado alguna vez. Estemporal y no es grave, pero susvíctimas sufren mareos y náuseas, yapenas pueden tenerse en pie. Encircunstancias normales, me habría ido ala cama a esperar que remitieran las

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intensas náuseas, pero como nosencontramos en medio de esta crisis, mehe prescrito a mí misma inyecciones demetoclopramida cada hora para evitarlos vómitos. Esta droga provoca unaintensa somnolencia, pero al menos meha permitido dirigir las operaciones porteléfono desde la parte trasera de lafurgoneta. La unidad AVI queríallevarme al hospital, pero yo les heordenado que no lo hicieran hasta quehubiéramos restablecido contacto conusted. Afortunadamente, el vértigo haremitido durante nuestro vuelo aVenecia.

Desconcertado, Langdon se dejó

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caer sobre la cama. «Me he pasado todoel día huyendo de la OrganizaciónMundial de la Salud, la misma gente queme había reclutado en primer lugar.»

—Ahora nos tenemos que concentraren la plaga de Zobrist, profesor —declaró Sinskey en un tono de vozapremiante—. ¿Tiene alguna idea dedónde está? —Se lo quedó mirando conexpectación—. Nos queda muy pocotiempo.

«Está muy lejos», quiso decirLangdon, pero algo le detuvo. Levantó lamirada hacia Brüder, el hombre que esamañana le había disparado y que unahora atrás casi le estrangula. La

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situación había cambiado tanto y en tanpoco tiempo que Langdon ya no sabíaqué debía creer.

Sinskey se inclinó hacia adelante.—Creemos que el agente infeccioso

se encuentra aquí en Venecia. ¿Es así?Díganos dónde y enviaré un equipo atierra.

Langdon vaciló.—¡Señor! —exclamó Brüder con

impaciencia—. Está claro que sabealgo… ¡Díganos dónde está! ¿Es que nocomprende lo que está a punto deocurrir?

—¡Agente Brüder, ya basta! —leordenó la doctora Sinskey al soldado.

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Luego se volvió otra vez hacia Langdony siguió hablando a media voz—.Teniendo en cuenta todo por lo que hapasado, es absolutamente comprensibleque se sienta desorientado y no estéseguro de en quién puede confiar. —Lemiró a los ojos—. Pero nos queda muypoco tiempo, y le pido que confíe en mí.

—¿Puede ponerse en pie? —preguntó una nueva voz.

Un atildado hombre menudo ybronceado apareció en la puerta.Examinó a Langdon con estudiadaserenidad, pero la sensación quetransmitía su mirada era de peligro.

Sinskey le indicó a Langdon que se

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pusiera en pie.—Profesor, éste es un hombre con el

que preferiría no colaborar, pero lasituación es tan apremiante que notenemos otra elección.

Langdon deslizó las piernas por unlateral de la cama y, tras ponerse en pie,se tomó un momento para recobrar elequilibrio.

—Sígame —dijo el hombre, ya decamino a la puerta—. Hay algo que esnecesario que vea.

Langdon no se movió.—¿Quién es usted?El hombre se detuvo y juntó las

puntas de los dedos.

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—Los nombres no son importantes.Puede llamarme preboste. Dirijo unaorganización… que, lamento decirlo,cometió la equivocación de ayudar aBertrand Zobrist a conseguir suobjetivo. Ahora estoy intentandocorregir esa equivocación antes de quesea demasiado tarde.

—¿Qué quiere enseñarme? —preguntó Langdon.

El hombre se lo quedó mirando.—Algo que le dejará bien claro que

estamos todos en el mismo bando.

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Langdon siguió al hombre bronceadopor el claustrofóbico laberinto depasillos que había bajo cubierta. Ladoctora Sinskey y los soldados delECDC iban detrás, en fila india. Alacercarse a una escalera, Langdon deseósubirla y salir al aire libre, perodescendieron todavía más en el barco.

En lo más profundo de las entrañasde la embarcación, su guía les condujo através de un panal de cubículos de

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cristal. Algunos eran transparentes yotros opacos. Dentro de los cubículosinsonorizados se podía ver a empleadostecleando en sus ordenadores ohablando por teléfono. Los quelevantaron la mirada y repararon en elgrupo que pasaba a su lado parecíanseriamente alarmados de ver adesconocidos en esa parte del barco. Elhombre bronceado asintió paratranquilizarlos y siguió adelante.

«¿Qué es este lugar?», se preguntóLangdon mientras pasaban por otra zonade trabajo igual de asfixiante.

Al fin, su anfitrión llegó a una gransala de reuniones y entraron en ella. En

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cuanto estuvieron todos sentados, elhombre presionó un botón y las paredesde cristal se volvieron opacas con unsilbido, aislándolos dentro. Langdonnunca había visto nada igual.

—¿Dónde estamos? —preguntófinalmente.

—Éste es mi barco. El Mendacium.—¿Mendacium? —preguntó

Langdon—. ¿El nombre latino de losPseudologos, los dioses griegos delengaño?

El hombre se quedó impresionado.—No mucha gente sabe eso.«No es un apelativo muy noble»,

pensó Langdon. Los Mendacium eran

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oscuras deidades; los daimonesespecializados en falsedades, mentiras ypatrañas.

El hombre sacó una pequeña tarjetade memoria y la insertó en un equipoelectrónico que había en el fondo de lasala. Una enorme pantalla LCD seencendió y las luces se apagaron.

En medio de un expectante silencio,Langdon oyó de repente el suave rumordel agua. Al principio creyó queprovenía del exterior del barco, peroluego se dio cuenta de que salía de losaltavoces de la pantalla. Poco a poco,una imagen comenzó a tomar forma: lahúmeda pared de una caverna iluminada

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con una inconstante luz roja.—Bertrand Zobrist grabó este vídeo

—dijo su anfitrión— y me pidió quemañana lo hiciera público.

Langdon observaba el extraño vídeosin apenas dar crédito a sus ojos. En elcavernoso espacio había una laguna encuyas aguas se sumergía la cámara hastallegar al suelo de lodo. Ahí había unaplaca con el siguiente mensaje: EN ESTELUGAR, EN ESTA FECHA , EL MUNDOCAMBIÓ PARA SIEMPRE.

La placa estaba firmada porBERTRAND ZOBRIST.

La fecha era… el día siguiente.«¡Dios mío!» Langdon se volvió

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hacia Sinskey en la oscuridad, pero ellahabía bajado la mirada al suelo. Parecíaque ya había visto el vídeo y que no sesentía capaz de hacerlo otra vez.

La imagen viró hacia la izquierda yLangdon vio entonces unadesconcertante burbuja de plásticotransparente que contenía un líquidogelatinoso de color amarillo pardusco.La delicada esfera parecía estar sujetaal suelo para no ascender a lasuperficie.

«¿Qué…?» Langdon examinó labolsa distendida. El viscoso contenidoparecía arremolinarse…, casi como siardiera a fuego lento.

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Cuando al final cayó en la cuenta, sequedó sin aliento. «La plaga deZobrist.»

—Pare el vídeo —dijo Sinskey en laoscuridad.

La imagen quedó congelada: unabolsa de plástico suspendida bajo elagua; una nube de líquido flotando en elespacio.

—Creo que ya se imagina de qué setrata —le dijo Sinskey a Langdon—. Lapregunta es, ¿cuánto tiempo máspermanecerá el líquido en la bolsa? —Se acercó a la pantalla LCD y señalóuna diminuta marca que había en elplástico transparente—. Esto nos indica

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de qué está hecha. ¿Puede leerlo?Con el corazón latiéndole con

fuerza, Langdon aguzó la mirada y leyóuna palabra que parecía ser el nombredel fabricante: Solublon®.

—Es el fabricante de plásticossolubles en agua más grande del mundo—anunció Sinskey.

Langdon notó que se le hacía unnudo en el estómago.

—¡¿Está diciendo que esta bolsa seestá… disolviendo?!

Sinskey asintió.—Nos hemos puesto en contacto con

el fabricante y hemos averiguado quefabrican docenas de plásticos solubles.

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Lamentablemente, pueden tardar de diezminutos a diez semanas en disolverse,según cuál sea su uso. Asimismo, lavelocidad de descomposición tambiénvaría dependiendo del tipo de agua y latemperatura, pero no tenemos dudaalguna de que Zobrist tuvo en cuentaesos factores —se detuvo un momento—, y creemos que esta bolsa sedisolverá…

—Mañana —le interrumpió elpreboste—. Mañana es el día queZobrist marcó en mi calendario. Ytambién el día que aparece en la placa.

Langdon se había quedado sin habla.—Enséñele el resto —dijo Sinskey.

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La reproducción se reanudó. Lacámara hizo una panorámica de lasaguas resplandecientes y la cavernosaoscuridad. Langdon no tenía duda algunade que se trataba de la localización a laque hacía referencia el poema. «Lalaguna que no refleja las estrellas.»

Ese escenario evocaba las visionesdel infierno de Dante…, el río Cocitoque fluía a través de las cavernas delinframundo.

Dondequiera que se encontrara esacaverna, sus aguas estaban contenidaspor unas paredes húmedas y musgosasque —creía Langdon— parecían hechaspor el hombre. También tuvo la

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sensación de que la cámara sólomostraba un pequeño rincón del enormeespacio interior, idea que se veíareforzada por la presencia de unas levessombras verticales en la pared. Eranamplias y rectilíneas, y estabanespaciadas de forma regular.

«Columnas», cayó en la cuentaLangdon.

El techo de esa caverna estabasoportado por columnas.

La laguna no se encontraba en unacaverna, sino en una gigantesca sala.

«Adentraos en el palaciosumergido…»

Antes de que pudiera decir nada, la

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aparición de una nueva sombra en lapared llamó su atención… Se tratabauna forma humanoide con una larga narizpicuda.

«Oh, Dios mío…»La sombra comenzaba entonces a

musitar un poema con voz apagada y unasiniestra cadencia poética.

Yo soy vuestra salvación. Yo soy la Sombra.

Durante los siguientes minutos,Langdon contempló las imágenes másaterradoras que hubiera visto jamás. Elsoliloquio que Bertrand Zobrist ofrecíavestido de médico de la plaga estaba

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repleto de referencias al Inferno deDante y, a pesar de tratarse de losdesvaríos de un genio lunático, sumensaje estaba muy claro: elcrecimiento de la población humanaestaba fuera de control y lasupervivencia de la humanidad pendíade un hilo. En la pantalla, la voz entonó:

No hacer nada es dar la bienvenida al infierno deDante…, un asfixiante y estéril maremágnum dePecado. Así pues, he decidido tomar medidasdrásticas. Algunos se sentirán horrorizados, perotoda salvación tiene su precio. Algún día, el mundocomprenderá la belleza de mi sacrificio.

Langdon no pudo evitar echarse

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atrás cuando el mismo Zobrist aparecíaen pantalla y se quitaba la máscara.Observó su demacrado rostro y susdesquiciados ojos verdes, y se diocuenta de que estaba viendo al fin lacara del hombre que se encontraba en elcentro de esa crisis.

Zobrist comenzaba entonces aprofesar su amor por alguien a quiendecía deber su inspiración:

Dejo el futuro en tus suaves manos. Mi trabajoaquí abajo ya ha concluido. Ha llegado el momento deque vuelva a salir a la superficie… y contemple denuevo las estrellas.

Langdon advirtió que las últimas

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palabras de Zobrist eran prácticamenteuna copia de las de Dante en Inferno.

En la oscuridad de la sala dereuniones, Langdon se dio cuenta de quetodos los momentos de pánico que habíaexperimentado ese día acababan decristalizar en una única y aterradorarealidad.

Bertrand Zobrist tenía un rostro…, yuna voz.

Las luces de la sala se encendieron yLangdon vio que todo el mundo lomiraba a la expectativa.

Elizabeth Sinskey se puso en pie y,acariciando nerviosamente su amuleto,dijo:

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—Profesor, está claro que nos quedamuy poco tiempo. La única buena noticiahasta el momento es que no hemosdetectado ningún patógeno ni se nos hanotificado el surgimiento de ningunaenfermedad, así que suponemos que labolsa Solublon sigue intacta. Elproblema es que no sabemos dóndebuscar. Nuestro objetivo es neutralizaresta amenaza encontrando la bolsa antesde que se disuelva. El único modo dehacer eso, claro está, es sabiendo cuantoantes cuál es su localización.

El agente Brüder se puso en pie ymiró fijamente a Langdon.

—Suponemos que ha venido a

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Venecia porque ha descubierto que esaquí donde Zobrist ocultó su plaga.

Langdon se quedó mirando el grupode personas que tenía delante. En susrostros percibía el miedo. Todosparecían esperar un milagro pero,desgraciadamente, las noticias que teníano eran buenas.

—Estamos en el país equivocado —anunció—. Lo que están buscando seencuentra a unos mil seiscientoskilómetros de aquí.

Langdon sintió en su cuerpo lareverberación del profundo retumbar de

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los motores del Mendacium cuando éstecomenzó a dar la vuelta para regresar alaeropuerto de Venecia. A bordo sehabía desatado el caos. El preboste sehabía puesto a dar órdenes a gritos a suequipo. Elizabeth Sinskey había cogidoel móvil y había llamado a los pilotosdel avión de transporte C-130 de laOMS con el fin de que estuvieranpreparados para salir de Venecia deinmediato. Y el agente Brüder se habíaabalanzado sobre su ordenador portátilpara ver si podía coordinar unaavanzadilla internacional en su destinofinal.

«A un mundo de distancia.»

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El preboste regresó a la sala dereuniones y se dirigió a Brüder.

—¿Alguna noticia de las autoridadesvenecianas?

Brüder negó con la cabeza.—No hay ningún rastro. Están

buscando, pero Sienna Brooks hadesaparecido.

Langdon se quedó estupefacto.«¿Están buscando a Sienna?»

Sinskey terminó su llamadatelefónica y se unió a la conversación.

—¿Todavía no la han encontrado?El preboste negó con la cabeza.—Si está de acuerdo, creo que la

OMS debería autorizar el uso de la

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fuerza en caso de que sea necesaria paracapturarla.

Langdon se puso en pie de un salto.—¡¿Por qué?! ¡Sienna no está

implicada en nada de esto!El preboste clavó su mirada en él.—Profesor, hay algunas cosas que

debería saber sobre la señorita Brooks.

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Tras abrirse paso entre los grupos deturistas que abarrotaban el puenteRialto, Sienna Brooks apretó otra vez acorrer en dirección al oeste porFondamenta Vin Castello.

«Tienen a Robert.»Todavía recordaba la desesperación

de su mirada mientras los soldados loarrastraban por el pozo de vuelta a lacripta. No tenía duda alguna de que, deun modo u otro, sus captores no

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tardarían en persuadirlo para que lescontara todo lo que había descubierto.

«Estamos en el país equivocado.»Más trágico todavía, sin embargo,

era el hecho de que le revelarían laverdadera naturaleza de la situación.

«Lo siento mucho, Robert.»Por todo.»No he tenido elección, de verdad.»Extrañamente, Sienna ya le echaba

de menos. Aquí, en medio de la multitudde turistas de Venecia, comenzó a sentiruna soledad ya familiar.

No era una sensación nueva.Desde la infancia, se había sentido

sola.

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A causa de su excepcional intelecto,Sienna se había pasado la niñezsintiéndose como una extranjera en unpaís desconocido. Una alienígenaatrapada en un mundo solitario. Intentóhacer amigos, pero las frivolidades a lasque sus compañeros dedicaban suatención no tenían interés alguno paraella. Intentó respetar a los adultos, perola mayoría no parecían ser más queniños grandes que carecían de la másbásica comprensión del mundo que lesrodeaba y, todavía peor, no sentíanninguna curiosidad o preocupación alrespecto.

«No me sentía parte de nada.»

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De modo que aprendió a ser unfantasma. Invisible. Un camaleón. Unaactriz que interpretaba un papel enmedio de la multitud. Sin duda alguna,su pasión por la interpretación tenía suorigen en lo que con el tiempo seconvertiría en su sueño vital deconvertirse en otra persona.

«Alguien normal.»Su interpretación en Sueño de una

noche de verano le ayudó a sentirseparte de algo, y los actores adultos laapoyaron sin mostrarsecondescendientes. Su alegría, sinembargo, duró poco: se evaporó encuanto bajó del escenario la noche del

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estreno y se encontró ante una multitudde periodistas entusiasmados con ellamientras sus compañeros salían por lapuerta de atrás sin que nadie reparara enellos.

«Ahora ellos también me odian.»A los siete años, Sienna ya había

leído lo suficiente como paradiagnosticarse a sí misma una profundadepresión. Cuando se lo dijo a suspadres, se mostraron tan desconcertadoscomo siempre por las extrañezas de suhija. Aun así, la enviaron a unpsicólogo. Le hizo un montón depreguntas que ella ya se habíarespondido y, finalmente, le prescribió

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una combinación de amitriptilina yclordiazepóxido.

Sienna se puso en pie de un salto,furiosa.

—¿Amitriptilina? —dijo, desafiante—. ¡Quiero ser más feliz, no un zombi!

Afortunadamente, el psicólogo no sealteró lo más mínimo por su arrebato yle hizo una segunda sugerencia.

—Sienna, si prefieres no tomarmedicamentos, podemos intentar untratamiento más holístico. Parece queestás atrapada en un ciclo depensamientos negativos sobre ti misma yno puedes dejar de pensar que noencajas en el mundo.

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—¡Así es! —respondió ella—.¡Intento no hacerlo, pero no puedoevitarlo!

Él sonrió.—Claro que no puedes. Es

físicamente imposible no pensar ennada. El alma necesita emoción, y nuncadeja de buscar combustible, bueno omalo, para esa emoción. Tu problema esque le proporcionas el combustibleequivocado.

Sienna nunca había oído a nadiehablar de la mente en términos comoésos, y de inmediato se sintió intrigada.

—¿Cómo le proporciono otrocombustible?

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—Tienes que cambiar tu forma depensar —dijo—. Ahora, piensas sólo enti misma. Te preguntas por qué noencajas tú…, y qué hay de malo en ti.

—Así es —admitió Sienna—, peroestoy intentando solucionar el problema.Estoy intentando encajar. No puedosolucionar el problema si no pienso enél.

Él soltó una risa ahogada.—Creo que precisamente pensar en

el problema… es tu problema. —Elmédico le sugirió entonces que intentaradejar de pensar en sí misma y suspropios problemas…, y dedicara encambio su atención a lo que la rodeaba y

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a los problemas que había en el mundo.«Entonces todo cambió.»En vez de dedicar toda su energía a

sentir lástima de sí misma, comenzó asentirla por otros. Y dio inicio a susactividades filantrópicas. Daba sopa alos vagabundos y leía libros a losciegos. Curiosamente, ninguna de laspersonas a las que ayudaba parecíanadvertir que era distinta. Sólo estabanagradecidas de que alguien sepreocupara por ellos.

Sienna trabajaba cada semana másduro. Apenas podía dormir a causa detoda la gente que necesitaba su ayuda.

—¡Sienna, tómatelo con más calma!

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—le decía la gente—. ¡No puedes salvarel mundo!

«Qué comentario más terrible.»A través de sus diversos actos de

servicio público, Sienna entró encontacto con varios miembros de ungrupo humanitario. Cuando la invitaron aunirse a un viaje de un mes a lasFilipinas, ella no se lo pensó dos veces.

Sienna creía que darían de comer apobres pescadores o granjeros delcampo en un lugar que, según habíaleído, era de una belleza geológica sinpar, con vibrantes lechos marinos ymaravillosas llanuras. Así, cuando elgrupo se instaló en pleno Manila —la

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ciudad más densa del mundo—, Siennase quedó horrorizada. Nunca había vistopobreza a esa escala.

«¿Qué puede hacer una sola personapara cambiar la situación?»

Por cada individuo que alimentaba,había cientos más que la miraban conojos desolados. Manila padecía atascosde seis horas, una polución asfixiante yun aterrador comercio sexual formadobásicamente por niños. A muchos deellos sus padres los habían vendido aproxenetas, con la esperanza de que almenos así fueran alimentados.

En medio de ese caos deprostitución infantil, mendigos,

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carteristas y cosas peores, Siennacomenzó a sentir una crecienteimpotencia. A su alrededor, veía cómola humanidad se veía obligada a recurrira su instinto primario de supervivencia.«Ante la desesperación…, los sereshumanos se vuelven animales.»

Sienna volvió a caer en una oscuradepresión. Al fin había entendido lo queera realmente la humanidad: una especieal límite.

«Estaba equivocada —pensó—. Nopuedo salvar el mundo.»

Presa de un frenesí nervioso, un díaSienna se puso a correr a través de lascallejuelas de la ciudad, abriéndose

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paso a empujones entre las multitudes enbusca de espacio.

«¡La carne humana me asfixia!»Mientras corría, volvió a sentir que

se posaban sobre ella las miradas de losdemás. Ya no pasaba desapercibida. Eraalta, blanca y con una coleta rubia. Loshombres la miraban como si estuvieradesnuda.

Cuando finalmente sus piernasflaquearon, no tenía ni idea de ladistancia que había recorrido ni dedónde se encontraba. Se limpió laslágrimas y la suciedad de los ojos y vioante sí una especie de poblado dechabolas; una ciudad hecha de chapas

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metálicas y cartones. A su alrededor seoían lloros de bebés y el hedor aexcrementos humanos lo invadía todo.

«He cruzado las puertas delinfierno.»

—Turista —dijo alguien a suespalda en tono burlón—. Magkano?¿Cuánto?

Sienna se dio la vuelta y vio que tresjóvenes se le estaban acercando,salivando como lobos. De inmediatosupo que estaba en peligro e intentó salircorriendo, pero la acorralaron. Erancomo depredadores cazando en manada.

Pidió ayuda a gritos, pero nadie lehizo caso. A unos cinco metros, vio a

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una anciana sentada en un neumático,pelando una cebolla con un cuchillooxidado. La mujer ni siquiera levantó lavista.

Cuando los hombres la agarraron yla arrastraron a una pequeña choza,Sienna no tuvo ninguna duda de lo que leiba a pasar, y fue presa del pánico. Seresistió con todas sus fuerzas, pero elloseran más fuertes y la inmovilizaronsobre un colchón viejo y manchado.

Una vez ahí, le arrancaron la camisa,arañándole la suave piel, y le metieronlos jirones en la boca para que nopudiera gritar. Tenía la sensación de quese iba a asfixiar. Luego, le dieron la

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vuelta sobre el colchón y la colocaronde cara a la pútrida cama.

Sienna Brooks siempre había sentidolástima de las almas ignorantes capacesde creer en Dios a pesar de vivir en unmundo repleto de sufrimiento y, sinembargo, en ese momento se puso arezar… con todas sus fuerzas.

«Por favor, Dios, líbrame de todomal.»

Mientras rezaba, oyó cómo loshombres se reían y se burlaban de ella.Uno, pesado y pegajoso, se colocóencima; podía notar su sudor goteandosobre la espalda.

«Mi virginidad —pensó Sienna—.

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Así es como voy a perderla.»De repente, el hombre se retiró de un

salto y las burlas se volvieron gritos deira y miedo. El sudor que antes caíasobre la espalda de Sienna… pasó a sersangre que salpicaba el colchón.

Cuando se dio la vuelta para ver quéestaba ocurriendo, vio a la anciana de lacebolla y el cuchillo herrumbroso de pieante su atacante. La espalda del hombresangraba profusamente.

La anciana se volvió entonces hacialos otros dos y les amenazó con elcuchillo ensangrentado hasta que, al fin,todos se marcharon corriendo.

Sin decir una palabra, la anciana

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ayudó a Sienna a recoger su ropa y avestirse.

—Salamat —susurró Sienna entrelágrimas—. Gracias.

La anciana le indicó por señas queera sorda.

Sienna juntó entonces las palmas y,en señal de respeto, inclinó la cabezacon los ojos cerrados. Cuando losvolvió a abrir, la mujer ya se había ido.

Sienna se marchó de las Filipinas encuanto pudo, sin despedirse siquiera delos demás miembros del grupo. Jamásdijo una palabra a nadie sobre lo que lehabía pasado. Esperaba que ignorar elincidente la ayudara a olvidarlo, pero en

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realidad sólo empeoró la situación.Meses después, todavía tenía pesadillasy ya no se sentía a salvo en ningún sitio.Dio clases de artes marciales, peroaunque dominó en seguida la técnicamortal del dim mak, se sentía en peligroallá donde iba.

Volvió a caer en la depresión y,finalmente, incluso dejó de dormir.Comenzaron a caerle grandes mechonesde cabello. Para su horror, al cabo deunas pocas semanas se había quedadomedio calva. Había desarrolladosíntomas de lo que autodiagnosticócomo telegenic effluvium, una alopeciaprovocada por el estrés sin otra cura que

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la desaparición de ese estrés. Sinembargo, cada vez que se miraba en elespejo veía su cabeza medio calva y elcorazón le comenzaba a latir con fuerza.

«¡Parezco una anciana!»Al final no le quedó otra opción que

afeitarse la cabeza. Al menos ya noparecería vieja. Sólo enferma. Comotampoco quería dar la impresión de quetenía cáncer, se compró una peluca rubiaque llevaba recogida con una coletapara, al menos, volver a sentirse ellamisma.

Por dentro, sin embargo, SiennaBrooks había cambiado.

«Estoy tarada.»

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En un desesperado intento por dejarsu vida atrás, viajó a Estados Unidos yse matriculó en una facultad demedicina. Siempre se había sentidoatraída por esa disciplina, y esperabaque ser doctora le hiciera sentirseútil…, como si al menos estuvierahaciendo algo para aliviar el dolor deeste atribulado mundo.

A pesar de ser muy larga, la carrerale resultó fácil, y mientras suscompañeros estudiaban, ella se puso aactuar a tiempo parcial para ganarse undinero extra. No se trataba precisamentede obras shakespearianas, pero gracias asu talento para los idiomas y la

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memorización, en vez de un trabajo,actuar era como un santuario en el quepodía olvidarse de quién era…, y serotra persona.

Quien fuera.Desde que tenía uso de razón había

intentado escapar de sí misma. De niña,había dejado incluso de utilizar suprimer nombre, Felicity, en favor delsegundo, Sienna. Felicity significaba«afortunada», y ella sabía que eracualquier cosa menos eso.

«Deja de obsesionarte con tuspropios problemas —se recordó—.Concéntrate en los del mundo.»

El ataque de pánico que había

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sufrido en las abarrotadas calles deManila había despertado en Sienna unahonda preocupación por lasobrepoblación mundial. Fue entoncescuando descubrió los textos de BertrandZobrist, un ingeniero genético que habíapropuesto algunas teorías muycontrovertidas sobre la poblaciónmundial.

«Es un genio», pensó al leer sutrabajo. Sienna nunca había sentido esopor ningún otro ser humano, y cuantomás lo leía, más tenía la sensación deencontrarse ante un alma gemela. Elartículo «No puedes salvar el mundo» lerecordó lo que todo el mundo le decía

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de pequeña… con la diferencia de queZobrist defendía exactamente locontrario.

«Puedes salvar el mundo —habíaescrito Zobrist—. Si no tú, ¿quién? Si noahora, ¿cuándo?»

Sienna estudió las ecuacionesmatemáticas de Zobrist y analizó suspredicciones sobre una posiblecatástrofe malthusiana y el inminentecolapso de la especie. A nivelintelectual, se sentía atraída por lasavanzadas especulaciones de Zobrist,pero su nivel de estrés no hacía sinoaumentar todavía más al ver el futuroque le esperaba a la humanidad… Un

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futuro garantizado matemáticamente…,tan obvio…, e inevitable.

«¿Es que nadie lo ve?»A pesar de que las ideas de Zobrist

la asustaban, Sienna se obsesionó conél. Vio vídeos de todas suspresentaciones y leyó todo lo que habíaescrito. Cuando se enteró de que iría adar una conferencia a Estados Unidos,supo que debía ir a verle. Ésa fue lanoche en la que todo su mundo cambió.

Una sonrisa —un infrecuentemomento de felicidad— iluminó surostro al recordar esa velada mágica…,la misma que había recordado unashoras antes, mientras iba en el tren con

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Langdon y Ferris.Chicago. La ventisca.Enero, seis años atrás…, pero

todavía parece ayer. Camino condificultad por las aceras cubiertas denieve de la Milla Magnífica, bajo elazote del viento y con el cuello vueltohacia arriba para protegerme de lacegadora blancura. A pesar del frío,esta noche nada puede evitar quecumpla mi destino. Por fin escucharé algran Bertrand Zobrist… en persona.

Bertrand sale al escenario con elauditorio medio vacío. Es alto…, muyalto…, y sus vibrantes ojos verdesparecen contener todos los misterios

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del mundo.—Al diablo con este auditorio vacío

—declara—. ¡Vayamos al bar!Unos cuantos ocupamos una

tranquila mesa y él nos habla degenética, de población, y de su últimapasión… el transhumanismo.

A una copa le siguen otras, y mesiento como si disfrutara de unaaudiencia privada con una estrella derock. Cada vez que me mira, sus ojosverdes encienden un inesperadosentimiento en mi interior…, y siento elprofundo tirón de la atracción sexual.

Es una sensación del todo nuevapara mí.

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Y finalmente nos quedamos a solas.—Gracias por esta noche —le digo.

He bebido alguna copa de más y elalcohol se me ha subido un poco a lacabeza—. Eres un profesor increíble.

—¿Adulación? —Zobrist sonríe y seinclina hacia mí. Nuestras piernas setocan—. Te llevará a donde quieras.

El flirteo es claramenteinapropiado, pero es una noche deventisca en un hotel desierto deChicago, y parece como si todo elmundo se hubiera detenido.

—¿Qué te parece? —dice Zobrist—. ¿La última en mi habitación?

Me quedo inmóvil, consciente de

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que mi expresión debe de ser la de unciervo iluminado por los faros de uncoche. ¡No sé cómo se hace esto!

Los ojos de Zobrist destellanafectuosamente.

—Deja que lo adivine —me susurra—. Nunca has estado con un hombrefamoso.

Noto que me sonrojo e intentodisimular la oleada de emociones quesiento: vergüenza, excitación, miedo.

—En realidad —le digo—. Nuncahe estado con ningún hombre.

Zobrist sonríe y se acerca a mí.—No estoy seguro de qué has

estado esperando, pero me encantaría

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ser tu primero.En ese momento, todos los miedos y

frustraciones sexuales de mi infanciadesaparecen… evaporándose en lanoche de ventisca.

Poco después, estoy desnuda en susbrazos.

—Relájate, Sienna —me susurra, ysus pacientes manos despiertan en miinexperto cuerpo sensaciones quenunca había sentido.

En brazos de Zobrist, siento comosi todo estuviera bien en el mundo, y séque mi vida al fin tiene un propósito.

He encontrado el amor.Y lo seguiré a donde sea.

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80

Sobre la cubierta del Mendacium,Langdon se sujetó en la pulidabarandilla de teca, pues su equilibriotodavía era precario, e intentó recobrarel aliento. El aire marítimo era más frío,y el ruido de los aviones comercialesque volaban a baja altitud le indicó quese estaban acercando al aeropuerto deVenecia.

«Hay algunas cosas que deberíasaber sobre la señorita Brooks.»

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A su lado, el preboste y la doctoraSinskey permanecían en silencio paradejar que se ubicara. Lo que le habíandicho en el piso de abajo le habíadejado tan desorientado y molesto queSinskey había decidido sacarle fuerapara que le diera el aire.

El mar vespertino resultabavigorizador y, sin embargo, Langdonseguía sintiéndose igual de embotado.Lo único que podía hacer era mirardistraídamente la agitada estela delbarco mientras intentaba encontrarlealguna lógica a lo que acababa de oír.

Según el preboste, Sienna Brooks yBertrand Zobrist habían sido amantes

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durante años. Juntos militaban en unaespecie de movimiento llamadotranshumanismo. El nombre completo deella era Felicity Sienna Brooks, perotambién respondía al nombre en códigode FS-2080…, que tenía algo que vercon sus iniciales y el año en el quecumpliría cien años.

«¡Nada de esto tiene sentido!»—Conocí a Sienna Brooks a través

de otra persona —le había contado elpreboste a Langdon—, y confiaba enella. Así pues, cuando el año pasado mevino a ver y me pidió que me reunieracon un rico cliente potencial, acepté.Éste resultó ser Bertrand Zobrist, que

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me contrató para que le proporcionaraun refugio seguro en el que pudieratrabajar en su «obra maestra». Supuseque estaría desarrollando una nuevatecnología que no quería que lepiratearan…, o quizá realizando unaavanzada investigación genética que nocumplía con las regulaciones de laOMS… No hice preguntas, pero créame,nunca imaginé que estuviera creando…una plaga.

Langdon sólo pudo asentir. Estabacompletamente estupefacto.

—Zobrist era un fanático de Dante—siguió diciendo el preboste—, demodo que escogió la ciudad de

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Florencia para ocultarse. Miorganización le proporcionó todo lo quenecesitaba: un laboratorio discreto conalojamiento, varios alias y mediosseguros de comunicación. También unasistente que lo supervisaba todo, de laseguridad a la compra de comida ysuministros. Zobrist nunca utilizaba sustarjetas de crédito ni aparecía enpúblico, de modo que era imposiblelocalizarlo. Incluso le proporcionamosdisfraces y documentación alternativapara que pudiera viajar sin que nadie seenterara. —Se detuvo un momento, yluego añadió—: Eso es lo que debió dehacer cuando escondió la bolsa de

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Solublon.Sinskey exhaló un suspiro sin apenas

disimular su frustración.—La OMS se pasó un año

intentando localizarle, pero parecíahaber desaparecido de la faz de laTierra.

—Ni siquiera Sienna sabía dóndeestaba —dijo el preboste.

—¿Cómo dice? —Langdon levantóla mirada y se aclaró la garganta—. ¿Nohabía dicho que eran amantes?

—Lo eran, pero cuando se escondió,rompió todo vínculo con ella. A pesarde que Sienna había sido la persona quenos había puesto en contacto, yo el

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acuerdo lo había hecho con Zobrist, yparte del mismo consistía en que,cuando desapareciera, lo haría para todoel mundo, incluida Sienna. Al parecer,más adelante le envió una carta dedespedida en la que le revelaba queestaba muy enfermo, que moriría en unaño y que no quería que presenciara sudeterioro.

«¿Zobrist abandonó a Sienna?»—Ella intentó ponerse en contacto

conmigo para que le dijera dónde estaba—siguió el preboste—, pero me negué.Tengo que respetar los deseos de misclientes.

—Hace dos semanas —dijo Sinskey

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—, Zobrist acudió a un banco deFlorencia y alquiló de forma anónimauna caja de seguridad. Al salir, el banconos avisó de que su nuevo software dereconocimiento facial había identificadoal hombre como Bertrand Zobrist. Miequipo voló entonces a Florencia y tardóuna semana en dar con su escondite.Estaba vacío, pero dentro encontramospruebas de que había creado una especiede patógeno altamente contagioso, y quelo había ocultado en algún lugar. —Sinskey hizo un pausa—. Lo buscamosdurante horas sin descanso. A la mañanasiguiente, antes del amanecer, lolocalizamos caminando por la ribera del

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Arno y fuimos tras él. Fue entoncescuando subió a lo alto de la torre de laBadia y se suicidó arrojándose al vacío.

—Seguramente ya había planeadohacerlo —dijo el preboste—. Estabaconvencido de que le quedaba muy pocotiempo de vida.

—Al parecer —siguió diciendoSinskey—, Sienna también lo habíaestado buscando. De algún modo,descubrió que nos habíamos movilizadoen Florencia y siguió nuestrosmovimientos, convencida de que lohabíamos encontrado. Por desgracia,llegó justo a tiempo de verle saltar. —Sinskey suspiró—. Sospecho que para

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ella fue muy traumático ver cómo sesuicidaba su amante y mentor.

Langdon se sentía indispuesto yapenas podía comprender lo que leestaban diciendo. Sienna era la únicapersona en quien confiaba y esa gente leestaba diciendo que no era quien decíaser. Daba igual lo que le aseguraran, élera incapaz de creer que Siennarealmente estuviera de acuerdo con eldeseo de Zobrist de crear una plaga…

¿O sí lo hacía?«¿Estarías dispuesto a matar hoy a la

mitad de la población si con esopudieras salvar a nuestra especie de laextinción?», le había preguntado Sienna.

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Langdon sintió un escalofrío.—Cuando Zobrist murió —explicó

Sinskey—, utilicé mis influencias paraacceder a su caja de seguridad.Irónicamente, resultó que contenía unacarta para mí…, y un extraño artilugio.

—El proyector —aventuró Langdon.—Exacto. Su carta decía que quería

que yo fuera la primera persona envisitar la zona cero, situada en un lugarque nadie podría encontrar sin su Mapadel infierno.

Langdon visualizó el cuadro deBotticelli que escondía el pequeñoproyector.

—Zobrist me había pedido que le

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entregara a la doctora Sinskey elcontenido de la caja de seguridadmañana por la mañana, no antes, demodo que, cuando llegó a manos de ladoctora Sinskey antes de tiempo,entramos en pánico y nos pusimos enmarcha para recuperarlo de acuerdo conlos deseos de nuestro cliente —añadióel preboste.

Sinskey miró a Langdon.—No tenía muchas esperanzas de

descifrar el mapa a tiempo, así que lerecluté para que me ayudara. ¿Recuerdaalgo de todo esto ahora?

Langdon negó con la cabeza.—Le trajimos a Florencia, y quedó

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con alguien que nos podía ayudar.«Ignazio Busoni.»—Anoche se reunió con él —dijo

Sinskey—. Y luego desapareció.Creímos que le había ocurrido algo.

—Y, de hecho —dijo el preboste—,sí le pasó algo. Para intentar recuperarel proyector, una agente que trabajabapara mí llamada Vayentha empezó aseguirlo en el aeropuerto, pero perdió supista en la Piazza della Signoria. —Elpreboste frunció el ceño—. Fue un errorcatastrófico. Y encima tuvo ladesfachatez de culpar a un pájaro.

—¿Cómo dice?—Una paloma. Según Vayentha,

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estaba observándolo desde las sombrasde un nicho cuando un grupo de turistaspasó por delante de ella. Justo entonces,una paloma arrulló en una jardinera quehabía en una ventana sobre su cabeza, locual provocó que los turistas sedetuvieran y le bloquearan el paso.Cuando por fin llegó al callejón dondelo vio por última vez, usted ya habíadesaparecido. —Negó con la cabeza—.La cuestión es que perdió su pistadurante varias horas. Finalmente, volvióa dar con usted. Para entonces, iba conotro hombre.

«Ignazio —pensó Langdon—.Debíamos de estar saliendo del Palazzo

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Vecchio con la máscara.»—Ella les siguió hasta la Piazza

della Signoria, pero al parecer usted y elhombre decidieron marcharse endistintas direcciones.

«Eso tiene sentido —pensó Langdon—. Ignazio huyó con la máscara y laescondió en el baptisterio antes de sufrirun ataque al corazón.»

—Luego, Vayentha cometió unterrible error —dijo el preboste.

—¿Me disparó en la cabeza?—No. Le abordó demasiado pronto,

antes de que supiera usted nada.Necesitábamos saber si habíadescifrado el mapa o le había dicho a la

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doctora Sinskey lo que ésta necesitabasaber. Usted se negó a hablar. Decía queantes moriría.

«¡Estaba buscando una plaga mortal!¡Seguramente creí que erais mercenariosintentando conseguir un armabiológica!»

El barco se estaba acercando alembarcadero del aeropuerto y ralentizóla marcha. A lo lejos, Langdon pudodistinguir el anodino casco de un aviónde transporte C-130. En el fuselaje sepodía leer la inscripciónORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD.

Justo entonces apareció Brüder conexpresión sombría.

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—Acabo de enterarme de que elúnico equipo cualificado que seencuentra a menos de cinco horas dellugar es el nuestro, lo cual significa quedependemos únicamente de nosotrosmismos.

Sinskey fue presa del desánimo.—¿Coordinación con las

autoridades locales?Brüder se mostró receloso.—Todavía no. Al menos, ésa es mi

recomendación. Aún no sabemos cuál esla localización precisa de la plaga, demodo que no hay nada que puedan hacer.Es más, una operación de contenciónestá muy por encima de sus

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posibilidades, y corremos el riesgo deque hagan más mal que bien.

—Primum non nocere —susurróSinskey, repitiendo el preceptofundamental de la ética médica—: «Antetodo, no hacer daño.»

—Por último —dijo Brüder—,todavía no tenemos noticias sobreSienna Brooks. —Se volvió hacia elpreboste—. ¿Sabe si tiene algúncontacto en Venecia que la puedaayudar?

—No me sorprendería —respondióéste—. Zobrist tenía discípulos en todaspartes y, si conozco bien a Sienna,estará utilizando todos los recursos

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disponibles para llevar a cabo supropósito.

—Tenemos que evitar que salga deVenecia —dijo Sinskey—. No sabemosen qué condiciones se encuentraactualmente la bolsa de Solublon. Sialguien la descubre, puede que sólo hagafalta un pequeño contacto para romper elplástico y liberar el agente infeccioso enel agua.

Permanecieron un momento ensilencio, asimilando la gravedad de lasituación.

—Me temo que tengo más malasnoticias —dijo Langdon—. El mouseiondorado de santa sabiduría —se detuvo

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un momento—. Sienna sabe dónde está.Sabe adónde vamos.

—¡¿Cómo?! —exclamó Sinskey,alarmada—. ¿No decía que no habíatenido oportunidad de explicarle aSienna lo que había descubierto? ¿Quesólo le había dicho que estaban en elpaís equivocado?

—Así es —dijo Langdon—, peroella sabía que estábamos buscando latumba de Enrico Dandolo. Una búsquedaen internet le indicará rápidamentedónde se encuentra. Y cuando lodescubra…, el envase de la plaga nopuede andar lejos. El poema dice quesigamos el rumor del agua hasta el

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palacio sumergido.—¡Maldita sea! —exclamó Brüder,

y se marchó furioso.—Nunca llegará antes que nosotros

—dijo el preboste—. Le llevamosventaja.

Sinskey suspiró hondo.—No esté tan seguro. Nuestro medio

de transporte es lento, y Sienna Brooksparece ser alguien con muchos recursos.

Mientras el Mendacium atracaba,Langdon miró con inquietud elvoluminoso C-130 que les esperaba enla pista de despegue. No parecía untrasto capaz de volar y carecía deventanillas. «¿Ya he montado en esto?»

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Langdon no lo recordaba.Bien a causa del balanceo del barco

al atracar, o quizá debido a suscrecientes reservas respecto a laclaustrofóbica aeronave, de repenteLangdon comenzó a sentir náuseas.

Se volvió hacia Sinskey.—No sé si me encuentro bien para

volar.—No le pasa nada —dijo ella—.

Hoy ha pasado por muchas cosas y,además, su cuerpo todavía no haeliminado todas las toxinas.

—¿Toxinas? —Langdon retrocedióun paso—. ¿De qué está hablando?

Sinskey apartó la mirada. Había

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dicho más de lo que pretendía.—Profesor, lo siento.

Lamentablemente, he descubierto que sucondición médica es un poco máscomplicada que una simple herida en lacabeza.

Langdon sintió una punzada demiedo al recordar la mancha negra queFerris tenía en el pecho cuando sederrumbó en el suelo de la basílica.

—¿Qué me sucede? —preguntóLangdon.

Sinskey vaciló, como si no estuvieramuy segura de cómo explicárselo.

—Subamos primero al avión.

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Situado justo al este de la espectaculariglesia dei Frari, el Atelier PietroLonghi había sido desde siempre uno delos principales proveedores dedisfraces, pelucas y accesorios deVenecia. Su lista de clientes incluíaproductoras de cine y compañías deteatro, así como influyentes miembrosdel público que dependían de losconsejos de su personal para vestirse enlas fiestas más extravagantes del

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Carnaval.El dependiente estaba a punto de

cerrar cuando oyó que abrían la puerta.Al levantar la mirada, vio que entrabaapresuradamente una atractiva joven conuna coleta rubia. Estaba casi sin aliento,como si hubiera corrido varioskilómetros. Se acercó al mostrador conla mirada desquiciada y desesperada.

—Quiero hablar con Giorgio Venci—dijo entre jadeos.

«Eso es lo que queremos todos —pensó el dependiente—, pero nadiepuede ver al mago.»

Giorgio Venci —el diseñador jefedel estudio— trabajaba detrás de la

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cortina, rara vez hablaba con losclientes y nunca sin cita previa. Como setrataba de un hombre de gran riqueza einfluencia, a Giorgio se le permitíanciertas excentricidades, entre las cualesse contaba su pasión por la soledad:almorzaba solo, volaba en aviónprivado y se quejaba constantemente delnúmero de turistas que visitabanVenecia. No era de los que disfrutan dela compañía.

—Lo siento —dijo el dependientecon una sonrisa ensayada—. Me temoque el signore Venci no está. ¿Puedoayudarla yo en algo?

—Giorgio sí está —declaró ella—.

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Su apartamento se encuentra en el pisode arriba. Y he visto que tenía la luzencendida. Soy una amiga. Se trata deuna emergencia.

La mujer hablaba con una extrañaintensidad. «Una amiga, dice.»

—¿Cómo le digo a Giorgio que sellama?

La mujer cogió un papel delmostrador y anotó una serie de letras ynúmeros.

—Dele esto —dijo, entregándole aldependiente el papel—. Y, por favor,dese prisa. No tengo mucho tiempo.

El dependiente llevó el papel al pisode arriba y lo dejó en la larga mesa en la

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que Giorgio trabajaba inclinado sobresu máquina de coser.

—Signore —susurró—, ha venidoalguien a verle. Dice que es unaemergencia.

Sin dejar de trabajar ni levantar lamirada, el hombre extendió una mano ycogió el papel.

En cuanto lo leyó, la máquina sedetuvo.

—Que suba inmediatamente —leordenó Giorgio, y rompió el papel enminúsculos pedazos.

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El enorme avión de transporte C-130todavía estaba ascendiendo por encimadel Adriático cuando comenzó a virarhacia el sudeste. A bordo, RobertLangdon se sentía a la vez agobiado yperdido; oprimido por la ausencia deventanas en la aeronave y confundidopor todas las preguntas que searremolinaban en su cerebro.

«Su condición médica —le habíadicho Sinskey— es un poco más

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complicada que una simple herida en lacabeza.»

A Langdon se le aceleró el pulso.¿Qué podía ser lo que tenía que decirle?De momento, ella estaba ocupadadiscutiendo estrategias de contención dela plaga con la unidad AVI. Brüder, porsu parte, estaba al teléfono,informándose de los movimientos dediversas agencias gubernamentales paralocalizar a Sienna Brooks.

«Sienna…»Langdon todavía estaba buscándole

un sentido al hecho de que ella estuvieraimplicada en todo eso. Cuandofinalmente el avión se enderezó, el

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hombre menudo que se llamaba a símismo preboste cruzó la cabina y sesentó frente a Langdon. Juntó las puntasde los dedos bajo la barbilla y frunció ellabio.

—La doctora Sinskey me ha pedidoque hable con usted… e intente aclararlesu situación.

Langdon se preguntó qué podíadecirle ese hombre para clarificarsiquiera remotamente esa confusión.

—Como he comenzado a explicarleantes —dijo el preboste—, en granmedida todo esto comenzó cuando miagente, Vayentha, le abordó de formaprematura. No teníamos ni idea de

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cuánto había progresado usted en suinvestigación ni de cuánto le habíacontado a la doctora Sinskey. Perotemíamos que si ella descubría lalocalización del proyecto que nuestrocliente nos había encomendado proteger,lo confiscaría o lo destruiría. Teníamosque encontrarlo antes de que lo hicieraella, de modo que necesitábamos queusted trabajara para nosotros… en vezde para Sinskey. —El preboste sedetuvo un momento—.Lamentablemente, ya le habíamosenseñado nuestras cartas…, y noconfiaba en nosotros.

—¡¿Y entonces decidieron

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dispararme en la cabeza?! —respondióLangdon, enojado.

—Urdimos un plan para que confiaraen nosotros.

Langdon se sentía perdido.—¿Cómo puede uno confiar en

alguien… después de que le hayasecuestrado e interrogado?

El hombre se cambió de posición.Parecía incómodo.

—Profesor, ¿está familiarizado conla familia química de lasbenzodiazepinas?

Langdon negó con la cabeza.—Son unos nuevos fármacos que,

entre otras cosas, se utilizan para el

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tratamiento del estrés postraumático.Como sabe, cuando alguien sufre unaccidente de coche o una agresiónsexual, los recuerdos a largo plazopueden resultar incapacitantes de formapermanente. Mediante el uso debenzodiazepinas, los neurocientíficosson capaces de tratar el estréspostraumático como si éste no sehubiera producido.

Langdon le escuchaba en silencio,incapaz de imaginar hacia dónde sedirigía la conversación.

—Cuando se forman nuevosrecuerdos —prosiguió el preboste—, sealmacenan en la memoria de corto plazo

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durante unas cuarenta y ocho horas antesde migrar a la de largo plazo. Medianteel uso de nuevos compuestos debenzodiazepinas, uno puede actualizarfácilmente la memoria de corto plazo…y borrar su contenido antes de que esosrecuerdos pasen, digamos, a ser de largoplazo. Si se le administrabenzodiazepina a la víctima de unaagresión unas pocas horas después delataque, por ejemplo, se le puedeexpurgar ese recuerdo y, así, el traumanunca llegará a formar parte de supsique. El único aspecto negativo es queperderá todo recuerdo de varios días desu vida.

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Langdon se quedó mirando alhombre menudo sin dar crédito a lo queoía.

—¡Me provocaron amnesia!El preboste exhaló un hondo suspiro.—Eso me temo. Se la inducimos

químicamente. De forma muy segura.Pero sí, borramos su memoria de cortoplazo. —Hizo una pausa—. Mientrasestaba drogado, masculló algo sobre unaplaga, pero supusimos que hacíareferencia a las imágenes del proyector.Nunca imaginamos que Zobrist hubieracreado una auténtica plaga. —Se detuvoun momento—. También balbuceabaalgo que a nosotros nos pareció «Very

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sorry. Very sorry.»«Vasari.» Debía de ser todo lo que

había averiguado hasta ese momentosobre el proyector. Cerca trova.

—Pero… creía que mi amnesiaestaba provocada por una herida en lacabeza. Que alguien me había disparado.

El preboste negó con la cabeza.—Nadie le disparó, profesor. No

había ninguna herida en la cabeza.—¡¿Qué?! —Instintivamente,

Langdon se llevó la mano a la cabeza ysus dedos buscaron los puntos y lahinchada herida—. ¡Entonces, dígamequé diantre es esto! —Se apartó elcabello para mostrar la zona afeitada.

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—Parte del engaño. Le hicimos unapequeña incisión en el cuero cabelludo yacto seguido se la cosimos. Debía creerque había sido atacado.

«¡¿Esto no es una herida de bala?!»—Cuando se despertara —dijo el

preboste—, queríamos que creyera quehabía alguien intentando matarle…, queestaba en peligro.

—¡Es que había gente intentandomatarme! —exclamó Langdon. Suarrebato atrajo miradas de otraspersonas que iban en el avión—. ¡Hevisto cómo disparaban al médico delhospital, el doctor Marconi, a sangrefría!

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—Eso es lo que ha visto —dijo elpreboste sin alterar la voz—, pero no eslo que ha sucedido. Vayentha trabajabapara mí. Tenía un gran talento para esetipo de trabajo.

—¿Matar gente? —preguntóLangdon.

—No —dijo el preboste contranquilidad—. Hacer ver que matabagente.

Langdon se quedó mirando alpreboste largo rato, y pensó en el doctorde la barba gris y las cejas pobladascayendo al suelo con el pechoensangrentado.

—La pistola de Vayentha estaba

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cargada con balas de fogueo —dijo elpreboste—. Y lo que ha hecho esdetonar por radiocontrol una bolsa desangre que el doctor Marconi llevaba enel pecho. Él se encuentra bien, porcierto.

Langdon cerró los ojos sin darcrédito a todo lo que estaba oyendo.

—Y… ¿la habitación del hospital?—Un escenario improvisado a toda

prisa —dijo el preboste—. Profesor,soy consciente de que todo esto resultadifícil de asimilar. Teníamos pocotiempo, y usted estaba grogui, así que nohacía falta que fuera perfecto. Cuando seha despertado, ha visto lo que quería

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ver: el decorado de un hospital, unospocos actores, y un ataquecoreografiado.

Langdon estaba absolutamenteperplejo.

—Esto es a lo que se dedica miempresa —dijo el preboste—. Somosmuy buenos creando engaños.

—¿Y qué hay de Sienna? —preguntóLangdon, frotándose los ojos.

—Tuve que tomar una decisión, yfinalmente opté por trabajar con ella. Miprioridad era proteger a mi cliente de ladoctora Sinskey, y Sienna compartía esedeseo. Para ganarse su confianza, ella leha salvado de la asesina y le ha ayudado

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a escapar por un callejón trasero. El taxitambién era nuestro. Y en la ventanillatrasera del vehículo también había undetonador radiocontrolado que hemoshecho estallar para crear la ilusión deque les disparaban. El taxi les hallevado entonces a un apartamento quehabíamos preparado.

«El apartamento de Sienna», pensóLangdon, cayendo en la cuenta de porqué parecía haber sido decorado conmuebles comprados en un mercadillo.

Todo había sido una farsa.Incluso la llamada de la amiga de

Sienna desde el hospital había sidomentira. «¡Szienna, soy Danikova!»

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—El número de teléfono delconsulado de Estados Unidos que le habuscado Sienna —le explicó el preboste— era en realidad del Mendacium.

—O sea, que no me he puesto encontacto con el consulado…

—No, no lo ha hecho.«Quédese donde está —le había

dicho el falso empleado del consulado—. Alguien acudirá inmediatamente.»Luego, Sienna ha hecho ver que atabalos cabos al divisar a Vayentha al otrolado de la calle. «Robert, tu propiogobierno está intentando matarte! ¡Nopuedes involucrar a ninguna autoridad!¡Tu única esperanza es averiguar lo que

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significa ese proyector!»El preboste y su misteriosa

organización —o lo que fuera— habíanconseguido que Langdon dejara detrabajar para Sinskey y comenzara atrabajar para ellos. La farsa habíafuncionado.

«Sienna me ha engañado porcompleto», pensó, más triste queenfadado. A pesar del poco tiempo quehabían pasado juntos, le había cogidocariño. Lo que más le contrariaba, sinembargo, era el hecho de que un almatan brillante y afectuosa como la deSienna estuviera entregada por completoa la demente causa de Zobrist.

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«Puedo asegurarte que —le ha dichoantes Sienna—, si no tiene lugar uncambio drástico, el fin de nuestraespecie se acerca… Las matemáticasson indiscutibles.»

—¿Y los artículos sobre Sienna? —preguntó Langdon al recordar elprograma de la obra de Shakespeare ylos recortes sobre su increíble cocienteintelectual.

—Auténticos —respondió elpreboste—. Los mejores engañosutilizan la mayor cantidad posible deelementos reales. No hemos tenidomucho tiempo para prepararlo todo, y elordenador de Sienna y sus papeles

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personales han sido prácticamente loúnico con lo que hemos podido contar.No debería haberlos visto, a menos quedudara de Sienna.

—Ni debería haber utilizado suordenador —dijo Langdon.

—Sí, ahí es donde hemos perdido elcontrol. Sienna no esperaba que launidad AVI apareciera en elapartamento, de modo que, cuando hanllegado los soldados, ha sentido pánicoy ha improvisado. Su decisión ha sidomantener la farsa y huir con usted enciclomotor. Más adelante, a medida quese han ido desarrollando losacontecimientos, no he tenido otra

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opción que desautorizar a Vayentha,pero ella ha violado el protocolo y haseguido detrás de usted.

—Casi me mata —dijo Langdon, yle contó al preboste el enfrentamientoque había tenido lugar en el ático delPalazzo Vecchio, cuando Vayentha habíaalzado su arma y le había apuntado alpecho con la intención de dispararle aquemarropa. «Esto sólo dolerá unmomento… pero es mi única opción.»Afortunadamente, Sienna habíaintervenido y la había empujado por labarandilla, arrojándola al vacío.

El preboste suspiró hondo y pensóen lo que Langdon acababa de contarle.

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—Dudo que Vayentha intentaramatarle…, su pistola sólo disparababalas de fogueo. Su única posibilidad deredención pasaba por capturarle. Quizáha pensado que si le disparaba con unabala de fogueo, podría hacerlecomprender que no era una asesina y quetodo se trataba de una farsa.

El preboste se quedó un momentocallado y luego prosiguió:

—No me atrevo a decir si realmenteSienna quería matarla o sólo impedirque le disparara. Estoy comenzando apensar que no la conozco tan bien comopensaba.

«Yo tampoco», pensó Langdon,

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aunque al recordar la expresión dehorror y remordimiento de Sienna tuvola sensación de que lo que le habíahecho a la agente del cabello de puntaprobablemente había sido por error.

Langdon se sintió desamparado… ysolo. Se volvió hacia la ventanilla paramirar el paisaje, pero lo único queencontró fue la pared del fuselaje.

«Tengo que salir de aquí.»—¿Se encuentra bien? —preguntó el

preboste, mirando a Langdon conpreocupación.

—No —respondió el profesor—. Nipor asomo.

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«Sobrevivirá —pensó el preboste—. Sólo está intentando procesar sunueva realidad.»

El profesor norteamericano se sentíacomo si un tornado le hubiera levantadodel suelo, le hubiera zarandeado en elaire y finalmente lo hubiera depositadoen un país extranjero, conmocionado ydesorientado.

Los individuos a los que elConsorcio engañaba rara vez descubríanla verdad detrás de los acontecimientosfalsos que habían presenciado y, si lohacían, desde luego el preboste noestaba presente para ver las secuelas.Ese día, además de la culpa que sentía

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al ver de primera mano el desconciertode Langdon, no podía evitar sentirseparcialmente responsable de la crisisactual, lo cual le causaba una granturbación.

«Acepté el cliente equivocado,Bertrand Zobrist.

»Confié en la persona equivocada,Sienna Brooks.»

El preboste se encontraba volandohacia el ojo de la tormenta; el epicentrode lo que podía ser una plaga mortal conel potencial de causar el caos en todo elmundo. Aunque él consiguiera salir convida de todo eso, sospechaba que elConsorcio no quedaría indemne. Habría

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interminables investigaciones yacusaciones.

«¿Así es como termina todo paramí?»

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«Necesito aire —pensó Langdon—. Unavista…, lo que sea.»

Tenía la sensación de que el fuselajesin ventanas se estrechaba a sualrededor. Por supuesto, la extrañahistoria de lo que en verdad le habíapasado no ayudaba. Las preguntas sinrespuesta se agolpaban en su cerebro…La mayoría eran sobre Sienna.

Curiosamente, la echaba de menos.«Estaba actuando —se recordó—,

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utilizándome.»Sin decir palabra, Langdon dejó solo

al preboste y se dirigió a la partedelantera del avión. La cabina estabaabierta y la luz natural que entraba porla puerta le atrajo como un faro. De piesin que lo vieran los pilotos, Langdondejó que la luz del sol le iluminara elrostro. El espacio abierto que teníadelante era como manjar de los dioses.El cielo azul parecía tan pacífico…, taneterno.

«Nada es permanente», se recordó así mismo, intentando asimilar todavía lacatástrofe que podía tener lugar.

—¿Profesor? —dijo una voz a su

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espalda.Langdon se volvió y retrocedió,

asustado. Ante él estaba el doctorFerris. La última vez que le había vistoestaba tirado en el suelo de la basílicade San Marcos, retorciéndose de dolor ysin poder respirar. Sin embargo, lo teníadelante, apoyado en la mampara, conuna gorra de béisbol en la cabeza y lacara cubierta de una pastosa lociónrosada de calamina. Llevaba el pecho yel torso vendados, y respiraba con ciertadificultad. Si Ferris tenía la plaga, noparecía que nadie estuviera muypreocupado de que fuera a propagarla.

—Estás… ¿vivo? —dijo Langdon,

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mirando fijamente al hombre.Ferris asintió.—Más o menos. —Se le veía

cansado, pero su comportamiento habíacambiado radicalmente. Ahora parecíamucho más relajado.

—Pero, yo pensaba… —Langdon sequedó callado—. En realidad, ya no séqué pensar.

Ferris sonrió con expresiónempática.

—Hoy has oído muchas mentiras, yquería venir a pedirte perdón por laparte que me toca. Como ya debes haberimaginado, no trabajo para la OMS, y note recluté en Cambridge.

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Langdon asintió, demasiado cansadoa esas alturas para que nada lesorprendiera.

—Trabajas para el preboste.—Así es. Me ha enviado para

ofreceros apoyo a ti y a Sienna…, yayudaros a escapar de la unidad AVI.

—Entonces imagino que has hechomuy bien tu trabajo —dijo Langdon,recordando su aparición en elbaptisterio. Le había convencido de queera un empleado de la OMS, y luego leshabía facilitado el transporte necesariopara escapar del equipo de Sinskey—.Obviamente, no eres médico.

El hombre negó con la cabeza.

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—No, pero hoy he representado esepapel. Mi trabajo ha consistido enayudar a Sienna a mantenerte engañadopara que pudieras averiguar adóndellevaba el proyector. El preboste estabadecidido a encontrar la creación deZobrist y a protegerla de la doctoraSinskey.

—¿No teníais ni idea de que era unaplaga? —preguntó Langdon, todavíaextrañado por el raro sarpullido y lahemorragia interna que había sufridoFerris.

—¡Claro que no! Cuando hasmencionado lo de la plaga, he creídoque se trataba de una historia que Sienna

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te había contado para que estuvierasmotivado y le he seguido el juego. Heconseguido que subiéramos todos a untren en dirección Venecia… y, entonces,todo ha cambiado.

—¿Y eso?—El preboste ha visto el extraño

vídeo de Zobrist.—Y se ha dado cuenta de que estaba

loco.—Exacto. De repente ha

comprendido en qué estaba implicadorealmente el Consorcio y se hahorrorizado. Acto seguido, ha intentadohablar con la persona que conocía mejora Zobrist, FS-2080, para ver si sabía

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qué había hecho.—¿FS-2080?—Lo siento, Sienna Brooks. Ése era

el nombre en código que eligió para estaoperación. Al parecer es una cosatranshumanista. Y el preboste sólo podíaponerse en contacto con ella a través demí.

—La llamada de teléfono del tren —dijo Langdon—. Tu «madre enferma».

—Bueno, obviamente no podíaresponder la llamada del prebostedelante de ti. Cuando me ha contado lodel vídeo, me he asustado muchísimo. Élesperaba que Zobrist también hubieraengañado a Sienna, pero cuando le he

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dicho que tú y ella habíais estadohablando de plagas y que no parecíaistener intención de abortar la misión, seha dado cuenta de que ella y Zobristestaban juntos en esto. Sienna ha pasadoentonces a ser un adversario. Elpreboste me ha pedido que lemantuviera informado de nuestraposición en Venecia… Y me ha dichoque enviaría un equipo para detenerla.El agente Brüder casi la atrapa en labasílica de San Marcos…, pero haconseguido escapar.

Langdon se quedó mirandoinexpresivamente el suelo. Todavíapodía ver los bonitos ojos marrones de

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Sienna mirándolo antes de huir.«Lo siento mucho, Robert. Por

todo.»—Es una mujer dura —dijo el

hombre—. No has visto cómo me haatacado en la basílica.

—¿Te ha atacado?—Sí, cuando han entrado los

soldados. Yo iba a gritar para revelar laposición de Sienna, pero ella debe dehaberlo visto venir, y me ha golpeado enel pecho con la base de la mano.

—¡¿Qué?!—Una especie de golpe de artes

marciales, supongo. Como ahí ya teníauna herida, el dolor ha sido atroz. He

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tardado cinco minutos en recobrar elaliento. Y Sienna te ha arrastrado albalcón antes de que algún testigopudiera revelar lo que había pasado.

Langdon recordó a la ancianaitaliana que había gritado a Sienna—«L’hai colpito al petto!»— mientrashacía el gesto de llevarse el puñoenérgicamente al pecho.

«¡No puedo! —le había respondidoSienna—. ¡La reanimacióncardiopulmonar lo mataría! ¡Mire supecho!»

Al recordarlo, Langdon se diocuenta de lo rápido que le funcionaba lamente a Sienna. Había traducido mal lo

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que había dicho la italiana. «L’haicolpito al petto» no era una sugerenciapara que le hiciera compresionestorácicas…, sino una acusaciónenfurecida: «¡Le has golpeado en elpecho!»

Con todo el caos del momento,Langdon ni siquiera se había dadocuenta.

Una sonrisa torcida se dibujó en elrostro de Ferris.

—Como quizá ya sabes, SiennaBrooks es muy lista.

Langdon asintió. «Algo he oído.»—Luego, los hombres de Sinskey me

han llevado de vuelta al Mendacium y

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me han vendado. El preboste me hapedido que viniera y me uniera alequipo porque, aparte de ti, soy la únicapersona que ha estado hoy con Sienna.

Langdon volvió a asentir, distraídopor el sarpullido del hombre.

—¿Y tu cara? —preguntó Langdon—. ¿Y el moratón del pecho? No es…

—¿La plaga? —Ferris se rió y negócon la cabeza—. No estoy seguro de siya te lo han contado, pero en realidadhoy he interpretado a dos médicos.

—¿Cómo dices?—Cuando he aparecido en el

baptisterio has dicho que mi aspecto teresultaba familiar.

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—Así es. Vagamente. Tus ojos,creo. Me has dicho que se debía a queeras la persona que me había reclutadoen Cambridge… —Langdon se quedó unmomento callado—, lo cual ahora sé queno es cierto, de modo que…

—Mi aspecto te parecía familiarporque ya nos habíamos visto. Pero noen Cambridge. —El hombre se quedó unmomento callado para ver si Langdon lereconocía. Luego prosiguió—: Enrealidad, he sido la primera persona quehas visto cuando te has despertado estamañana en el hospital.

Langdon recordó la sórdidahabitación. Estaba aturdido y no veía

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bien, pero estaba seguro de que laprimera persona a la que había visto eraun pálido médico mayor que Ferris, conlas cejas pobladas y una hirsuta barbagris, y que sólo hablaba italiano.

—No —dijo Langdon—. El doctorMarconi ha sido la primera persona quehe visto cuando…

—Scusi profesore —el hombre leinterrumpió con un impecable acentoitaliano—. Ma non si ricorda di me? —Se inclinó un poco como alguien mayor,se alisó unas imaginarias cejas pobladasy se acarició una inexistente barbacanosa—. Sono il dottor Marconi.

Langdon se quedó boquiabierto.

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—Tú eras… ¿el doctor Marconi?—Por eso mis ojos te resultaban

familiares. Yo nunca había llevadobarba y cejas falsas, y no he descubiertohasta que ha sido demasiado tarde quesoy extremadamente alérgico aladhesivo de látex que he usado parapegármelas. La reacción alérgica me hadejado la piel en carne viva. Estoyseguro de que te has asustado cuando mehas visto…, teniendo en cuenta queestabais en alerta por una posible plaga.

Langdon recordó que el doctorMarconi se había rascado la barba antesde que el ataque de Vayentha le dejaratumbado en el suelo del hospital con el

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pecho ensangrentado.—Encima —dijo el hombre,

señalando el vendaje del pecho—, eldetonador que llevaba se ha movidocuando la operación ya estaba enmarcha. No he podido volver acolocarlo bien a tiempo y cuando haestallado me ha roto una costilla y me haprovocado un hematoma. He estadorespirando mal durante todo el día.

«Y yo pensaba que tenías la plaga.»El hombre respiró hondo e hizo una

mueca de dolor.—De hecho, creo que me convendría

ir a descansar otra vez. —Cuando ya semarchaba, señaló a alguien que se

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acercaba por el pasillo—. De todosmodos, parece que tienes compañía.

Langdon se volvió y vio que seacercaba la doctora Sinskey. Su largocabello plateado ondeaba a su espalda.

—¡Por fin le encuentro, profesor!La directora de la OMS parecía

exhausta y, sin embargo, Langdondetectó un destello de esperanza en susojos. «Ha encontrado algo.»

—Siento haberle dejado —dijo alllegar a su lado—. Hemos estadocoordinando la operación e investigandoun poco. —Señaló la puerta abierta dela cabina—. ¿Disfrutando de la luz delsol?

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Langdon se encogió de hombros.—Su avión necesita ventanillas.Ella sonrió compasivamente.—Hablando de luz, espero que el

preboste le haya aclarado algunosacontecimientos recientes.

—Sí, aunque no me ha hechoespecial ilusión averiguarlo.

—Ni a mí. —Ella se mostró deacuerdo, y luego miró a su alrededorpara asegurarse de que estaban solos—.Créame —susurró—, habrá seriasconsecuencias tanto para él como parasu organización. Me encargarépersonalmente de ello. De momento, sinembargo, debemos concentrarnos en

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encontrar la bolsa antes de que sedisuelva y el agente infeccioso sepropague.

«O antes de que Sienna llegue yprovoque su disolución.»

—Tengo que hablar con usted sobreel edificio en el que se encuentra latumba de Dandolo.

Langdon había estado pensando en laespectacular estructura desde que habíadescubierto que era su destino. Elmouseion de santa sabiduría.

—Acabo de descubrir algoalentador —dijo Sinskey—. Hemoshablado por teléfono con un historiadorlocal. No tenía ni idea de por qué

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estábamos interesados por la tumba deDandolo, claro, pero le he preguntado sitenía alguna idea de lo que había debajode la tumba, y a ver si adivina qué me hadicho… —La doctora Sinskey sonrió—:Agua.

Langdon se quedó sorprendido.—¿De verdad?—Sí. Al parecer, los pisos

inferiores están inundados. A lo largo delos siglos, el nivel del agua bajo eledificio ha ido subiendo y ha anegado almenos dos pisos. El historiador me hadicho que ahí abajo seguro que hay todotipo de bolsas de aire y espaciosparcialmente sumergidos.

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«Dios mío.» Langdon pensó en elvídeo de Zobrist y la extraña caverna encuyas paredes musgosas había visto laleve sombra vertical de unas columnas.

—Es una sala sumergida.—Exacto.—Pero entonces… ¿Cómo llegó

Zobrist a ella?Los ojos de Sinskey emitieron un

destello.—Eso es lo más sorprendente. No se

va a creer lo que acabo de descubrir.

En aquel momento, a menos de unkilómetro de la costa de Venecia, en la

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alargada isla conocida como Lido, unareluciente Cessna Citation Mustang seelevó de la pista del aeropuerto Nicelliy comenzó a surcar el cielo crepuscular.

El propietario del avión, elprominente diseñador de vestuarioGiorgio Venci, no iba a bordo, perohabía ordenado a sus pilotos quellevaran a su atractiva pasajera dondeella les dijera.

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La noche había caído sobre la antiguacapital bizantina.

A lo largo de la orilla del mar deMármara, las luces comenzaban aencenderse e iluminaban un perfil derelucientes mezquitas y esbeltosminaretes. Era la hora del aksam, y porlos altavoces de toda la ciudadresonaban los hipnóticos cantos de laadhan, la llamada a la oración.

La-ilaha-illa-Allah.

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«No hay más dios que Alá.»Mientras los fieles se apresuraban a

llegar a las mezquitas, el resto de laciudad seguía su curso con normalidad;los revoltosos estudiantes universitariosbebían cerveza, los empresarioscerraban negocios, los vendedorescallejeros pregonaban especias yalfombras, y los turistas locontemplaban todo con ojosmaravillados.

Se trataba de un mundo dividido, unaciudad de fuerzas opuestas: religiosas yseculares; antiguas y modernas;orientales y occidentales. Situada en lafrontera geográfica entre Europa y Asia,

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esta atemporal ciudad era literalmente elpuente entre el Viejo Mundo… y unmundo todavía más antiguo.

«Estambul.»Si bien ya no era la capital de

Turquía, durante siglos había sido elepicentro de tres imperios distintos: elbizantino, el romano y el otomano. Poresa razón, Estambul era con todaseguridad uno de los lugares másdiversos del mundo. Del palacio deTopkapi a la Mezquita Azul, pasandopor la Fortaleza de Yedikule, la ciudadera escenario de incontables leyendasfolclóricas de batallas, gloria y derrotas.

Esa noche, por encima del bullicio

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de la ciudad, un avión de transporte C-130 comenzó a descender hacia elaeropuerto Atatürk a través de unaincipiente tormenta. Desde el asientoplegable que había detrás de los pilotos,Robert Langdon miró por la ventanilla,aliviado por el hecho de que le hubieranofrecido un asiento con vistas.

Se sentía un poco mejor después dehaber comido algo y de haber disfrutadode casi una hora de necesario descansoechando una cabezada en la parte traseradel avión.

En ese momento, a su derecha podíaver las luces de Estambul. Unareluciente península en forma de cuerno

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que se internaba en la negrura del marde Mármara. Era el lado europeo,separado de su hermana asiática por unsinuosa cinta oscura.

«El estrecho del Bósforo.»A simple vista, el Bósforo parecía

un amplio corte que dividía Estambul endos. Langdon sabía, sin embargo, que elcanal era el alma del comercio de laciudad. Además de proporcionarle doscostas en vez de una, permitía el paso debarcos del Mediterráneo al mar Negro,lo cual convertía Estambul en unaestación de paso entre dos mundos.

Mientras el avión descendía, lamirada de Langdon examinaba la lejana

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ciudad, intentando divisar el enormeedificio por el que habían venido a laciudad.

«El lugar donde se encuentra latumba de Enrico Dandolo.»

Enrico Dandolo —el dux traicionero— no había sido enterrado en Venecia,sino en el corazón de la fortaleza quehabía conquistado en 1202…, la extensaciudad que Langdon observaba desdelas alturas. Sus restos descansaban en elaltar más espectacular que la ciudadcapturada podía ofrecer; un edificio quehasta la fecha seguía siendo la joya de lacorona de la región.

Santa Sofía.

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Construida originalmente en el año360 d. J.C., Santa Sofía había sido unacatedral ortodoxa hasta 1204, año en elque Enrico Dandolo conquistó la ciudaden la Cuarta Cruzada y la convirtió enuna iglesia católica. Más adelante, en els i g l o XV, Fatih Sultan Mehmedconquistó Constantinopla y lareconvirtió en una mezquita. Siguiósiendo una casa de oración islámicahasta que, en 1935, el edificio fuesecularizado y convertido en museo.

« U n mouseion dorado de santasabiduría», pensó Langdon.

Santa Sofía no sólo estaba adornadacon más azulejos dorados que la

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basílica de San Marcos, sino que sunombre significaba literalmente «santasabiduría».

Langdon visualizó el colosaledificio y recordó que, en algún lugar desus profundidades, una oscura lagunacontenía una bolsa ondulante quepermanecía bajo el agua, suspendida,disolviéndose lentamente hasta liberarsu contenido.

Langdon rezó para que no fuerademasiado tarde.

—Los pisos inferiores del edificioestán inundados —había anunciado unarato antes Sinskey, indicándole aLangdon que la siguiera a su zona de

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trabajo—. No se va a creer lo queacabamos de descubrir. ¿Ha oído hablaralguna vez de un director dedocumentales llamado GökselGülensoy?

Langdon negó con la cabeza.—Mientras estaba documentándome

sobre Santa Sofía —le explicó Sinskey—, he descubierto que hace unos añosGülensoy hizo un documental sobre eledificio.

—Se han hecho docenas de películassobre Santa Sofía.

—Sí —dijo ella, mientras llegaban asu zona de trabajo—, pero no como ésta.—Le dio la vuelta a su ordenador

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portátil para que pudiera verlo—. Lea.Langdon se sentó y echó un vistazo

al artículo (una mezcla de varias fuentesde noticias, entre las cuales el HürriyetDaily News). En él se comentaba lanueva película de Gülensoy: En lasprofundidades de Santa Sofía.

En cuanto comenzó a leerlo,Langdon se dio cuenta de por quéSinskey estaba tan animada. Sólo las dosprimeras palabras le hicieron levantar lamirada, sorprendido. «¿Submarinismo?»

—Efectivamente —dijo ella—. Sigaleyendo.

La mirada de Langdon volvió aposarse en el artículo

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SUBMARINISMO POR DEBAJO DE SANTASOFÍA: El director de documentales GökselGülensoy y su equipo de submarinismo hanlocalizado remotas estancias inundadas decenasde metros por debajo de la estructura religiosamás visitada de Estambul.

Durante el proceso, han descubiertonumerosas maravillas arquitectónicas, entre lascuales se encuentran las tumbas sumergidas deniños martirizados hace 800 años, así comotúneles que conectan Santa Sofía con el palaciode Topkapi, el palacio de Tekfur y las supuestasextensiones subterráneas de las mazmorras deAnemas.

«Creo que lo que hay debajo de Santa Sofíaes mucho más excitante que lo que hay en lasuperficie», dijo Gülensoy al explicar cómo seanimó a hacer la película tras ver una antiguafotografía de unos investigadores examinandolos cimientos del edificio en un bote, remando

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por una enorme sala parcialmente sumergida.

—¡Está claro que ha dado usted conel edificio correcto! —exclamó Sinskey—. Y parece que debajo hay grandesespacios navegables, muchos de loscuales son accesibles sin equipo desubmarinismo… Esto explicaría lo quevemos en el vídeo de Zobrist.

El agente Brüder se encontrabadetrás de ellos, examinando la pantalladel ordenador portátil.

—También parece que los canalesque hay debajo del edificio estánconectados con diversas zonas de lasuperficie. Si esa bolsa de Solublon se

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disuelve antes de que lleguemos, nohabrá forma de evitar que su contenidose propague.

—El contenido… —aventuróLangdon—. ¿Tiene alguna idea de lo quees? Quiero decir… con exactitud. Séque se trata de un patógeno, pero…

—Hemos estado analizando el vídeode Zobrist —dijo Brüder—, y susimágenes sugieren que no es un elementoquímico, sino biológico… es decir, algovivo. Teniendo en cuenta la pequeñacantidad que hay en la bolsa, suponemosque es altamente contaminante y quetiene la capacidad de reproducirse. Noestamos seguros de si es un agente

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infeccioso que se transmite por el agua,como una bacteria, o si puedepropagarse por el aire como un virus,pero ambas cosas son posibles.

—Ahora estamos recogiendoinformación sobre las temperaturas delas capas freáticas de la zona paraintentar evaluar qué tipo de sustanciascontagiosas podrían desarrollarse enesas aguas subterráneas. En cualquiercaso, Zobrist tenía un talentoexcepcional y podría haber creado algocon capacidades únicas. Y me veoobligada a sospechar que hay algunarazón por la que escogió estalocalización —dijo Sinskey.

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Brüder asintió con resignación y lesofreció su evaluación del inusualmecanismo de dispersión —la bolsa deSolublon sumergida—, cuya sencillabrillantez estaban comenzando acomprender. Al suspender la bolsa bajounas aguas subterráneas, Zobrist habíacreado un entorno de incubaciónexcepcionalmente estable: temperaturaconstante, sin radiación solar,amortiguación cinética y totalprivacidad. Tras escoger una bolsa conla durabilidad deseada, Zobrist podíadejar el agente infeccioso desatendidohasta su autoliberación en una fechadeterminada.

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«Aunque no regresara al lugar.»La repentina sacudida del avión al

aterrizar hizo que Langdon regresara asu asiento plegable de la cabina. Alpoco, los pilotos ralentizaron la marchay condujeron el aparato hasta un remotohangar.

Langdon medio esperaba que losrecibiera un ejército de empleados de laOMS con trajes de protección contramateriales peligrosos. La única personaque les estaba esperando, sin embargo,era el conductor de una gran furgonetablanca con el emblema de una brillantecruz.

«¿La Cruz Roja está aquí?»,

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Langdon volvió a mirar por la ventanillay cayó en la cuenta de que en realidad setrataba de otra entidad que utilizaba elmismo estilo de cruz. «La embajadaSuiza.»

Rápidamente, se desabrochó elcinturón y fue junto a Sinskey y losdemás, que ya estaban preparándosepara bajar del avión.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó—. ¿El equipo de la OMS?¿Las autoridades turcas? ¿Están ya todosen Santa Sofía?

Sinskey miró a Langdon con ciertaincomodidad.

—En realidad —explicó—, hemos

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decidido no alertar a las autoridadeslocales. Ya contamos con la mejorunidad AVI del ECDC y, de momento,es preferible mantener esta operación ensecreto y evitar una posible ola depánico.

A su lado, Langdon vio que Brüder ysu equipo metían en grandes bolsas todotipo de material de protección contramateriales peligrosos: trajes,mascarillas y equipos de detecciónelectrónica.

Brüder se cargó la bolsa en elhombro y se acercó a él.

—Estamos listos. Entraremos en eledificio, localizaremos la tumba de

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Dandolo, seguiremos el sonido del aguatal y como sugiere el poema y luego miequipo y yo evaluaremos de nuevo lasituación y decidiremos si llamar o no aotras autoridades.

Langdon ya le había encontrado unproblema a ese plan.

—Santa Sofía cierra a la puesta delsol, de modo que sin las autoridadeslocales ni siquiera podremos entrar.

—Ya lo he solucionado —dijoSinskey—. Conozco a alguien en laembajada suiza que se ha puesto encontacto con el conservador del MuseoSanta Sofía y le ha pedido una visitaprivada para un VIP. El conservador ha

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accedido.Langdon casi estalla en carcajadas.—¿Una visita VIP para la directora

de la Organización Mundial de la Salud?¿Y un ejército de soldados con bolsasllenas de equipamiento contra materialespeligrosos? ¿No cree que llamaremos laatención?

—La unidad AVI permanecerá en elcoche mientras Brüder, usted y yoevaluamos la situación —dijo Sinskey—. Por cierto, el VIP es usted, no yo.

—¡¿Cómo dice?!—Le hemos dicho al museo que un

famoso profesor norteamericano estabaa punto de llegar en avión con un equipo

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de investigación para escribir unartículo sobre los símbolos de SantaSofía, pero que su vuelo se habíaretrasado cinco horas y llegaría cuandoel edificio ya hubiera cerrado. Como elprofesor y su equipo se iban mañana porla mañana, les hemos pedido…

—Vale —dijo Langdon—. Ya lopillo.

—Nos recibirá un empleado delmuseo. Al parecer, es un gran seguidorde sus textos sobre arte islámico. —Sinskey sonrió, intentando mostrarseoptimista—. Nos han asegurado quetendrá acceso a todos los rincones deledificio.

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—Y, lo que es más importante —declaró Brüder—, dispondremos dellugar sólo para nosotros.

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Robert Langdon iba mirandodistraídamente por la ventanilla de lafurgoneta mientras ésta recorría a todavelocidad la carretera que conectaba elaeropuerto Atatürk con el centro deEstambul. Los funcionarios suizos se lashabían arreglado para agilizarles lostrámites aduaneros, y Langdon, Sinskeyy los demás se habían puesto en marchaen cuestión de minutos.

Sinskey había ordenado al preboste

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y a Ferris que permanecieran a bordodel C-130 con varios miembros de laOMS y que siguieran intentandoaveriguar el paradero de Sienna Brooks.

Si bien nadie creía que pudierallegar a Estambul a tiempo, temían quellamara a algún discípulo de Zobrist enTurquía y le pidiera ayuda para llevar acabo su plan antes de que el equipo deSinskey lo impidiera.

«¿De verdad sería capaz Sienna decometer un asesinato en masa?» ALangdon todavía le costaba asimilartodo lo que había pasado ese día pero,por más que le doliera hacerlo, no teníamás remedio que aceptar la verdad.

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«Nunca has llegado a conocerla. Te haengañado.»

Había comenzado a caer una ligeralluvia en la ciudad y, mientrasescuchaba el repetitivo movimiento dellimpiaparabrisas, Langdon sintió que leinvadía un repentino cansancio. A suderecha, en el mar de Mármara, podíaver las luces de los yates de lujo y delos enormes buques cisterna que iban yvenían del puerto. Por todo el litoral,esbeltos y elegantes minaretesiluminados se alzaban por encima de lascúpulas de las mezquitas, silenciososrecordatorios de que, a pesar de queEstambul era una ciudad moderna y

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secular, en su esencia siempre se habíaencontrado la religión.

A Langdon, este tramo de quincekilómetros siempre le había parecidouno de los más bonitos de Europa. Lacarretera, un perfecto ejemplo delchoque entre lo viejo y lo nuevo queofrecía Estambul, seguía parte de lamuralla de Constantino, construida másde dieciséis siglos antes del nacimientodel hombre que daba nombre a esaavenida, John F. Kennedy. El presidenteestadounidense había sido un granadmirador del sueño de Kemal Atatürk:una república turca alzándose sobre lascenizas de un imperio caído.

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Con unas incomparables vistas almar, la avenida Kennedy serpenteaba através de espectaculares bosques yparques históricos, pasaba por el puertoen Yenikapi y, después, se abría pasoentre los límites de la ciudad y elestrecho del Bósforo, desde dondecontinuaba al norte por el Cuerno deOro. Ahí, elevándose por encima de laciudad con una estratégica vista delestrecho, se alzaba la fortaleza otomanadel palacio de Topkapi. Ese palacio erauno de los lugares favoritos de losturistas, que lo visitaban para admirartanto las vistas como su increíblecolección de tesoros otomanos, además

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de una capa y una espada quesupuestamente habían pertenecido almismísimo profeta Mahoma.

«No llegaremos tan lejos», sabíaLangdon. Pensó entonces en su destino,Santa Sofía, que se alzaba en el centrode la ciudad, a escasa distancia dedonde estaban ahora.

Al dejar atrás la avenida Kennedy ycomenzar a recorrer la abarrotadaciudad, Langdon contempló la cantidadde gente que había en las calles y lasaceras, y recordó las conversacionesque había tenido ese día.

Superpoblación.La plaga.

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Las retorcidas aspiraciones deZobrist.

Aunque siempre había tenido claroadónde se dirigía la misión de la unidadAVI, hasta ese momento no lo procesódel todo. «Nos dirigimos a la zonacero.» Pensó en la bolsa de plásticodisolviéndose lentamente y se preguntócómo se las había arreglado paraencontrarse en esa situación.

El extraño poema que él y Siennahabían descubierto en el dorso de lamáscara mortuoria de Dante les habíatraído hasta allí, a Estambul. Langdonestaba conduciendo a la unidad AVI aSanta Sofía. Y sabía que cuando

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llegaran todavía habría mucho porhacer.

A Langdon volvió a inquietarle elhecho de que el canto final del Infernode Dante terminara con una escenaprácticamente idéntica: después de unlargo descenso al inframundo, Dante yVirgilio llegan al punto más bajo delinfierno. En busca de una salida, siguenel rumor del agua de un riachuelo que

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desciende por una sima cercana y, trascruzar una abertura… consiguen salir.

Dante escribió: «Hay allá abajo unacavidad… que no puede reconocersepor la vista, sino por el rumor de unarroyuelo que desciende por el cauce deun peñasco… Mi Guía y yo entramos enaquel camino oculto para volver alcamino luminoso.»

Estaba claro que Zobrist se habíainspirado en la escena de Dante, peroparecía haberle dado la vuelta a lasituación. Langdon y los demás tendríanque seguir el rumor del agua, pero adiferencia de la escena de la DivinaComedia, no les conduciría fuera del

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infierno… sino directamente a él.A medida que la furgoneta se

internaba por calles todavía másestrechas y barrios más densamentepoblados, Langdon comenzó a serconsciente de la perversa lógica quehabía conducido a Zobrist a escoger elcentro de Estambul como el epicentro deuna pandemia.

«El punto de encuentro entre Orientey Occidente.

»La encrucijada del mundo.»A lo largo de la historia, Estambul

había sucumbido a diversas plagasmortales que habían diezmado supoblación. De hecho, durante la fase

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final de la Peste Negra, la ciudad fueconsiderada el «centro de la plaga» detodo el imperio, y se dice que laenfermedad mataba todos los días a másde diez mil de sus residentes. Varioscuadros otomanos famosos mostraban aciudadanos cavando fosasdesesperadamente en los campos deTaksim para enterrar pilas de cadáveres.

Langdon esperaba que Karl Marxestuviera equivocado cuando dijo que«la historia se repite a sí misma».

Por las calles lluviosas, la gente,ajena a la situación, seguía con susasuntos como si nada. Una hermosa turcaavisaba a sus hijos de que la cena estaba

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lista; dos ancianos compartían unabebida en una terraza; una parejaelegantemente vestida caminaba de lamano bajo un paraguas; un hombre conesmoquin bajaba de un autobús y,protegiendo el estuche del violín bajo laamericana, apretaba a correr como sillegara tarde a un concierto.

Langdon examinaba los rostros queveía e intentaba imaginar las vicisitudesde la vida de cada persona.

«Las masas están hechas deindividuos.»

Apartó la mirada de la ventanilla ycerró los ojos para intentar escapar delsiniestro giro que habían tomado sus

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pensamientos. El daño, sin embargo, yaestaba hecho. En la oscuridad de sumente se materializó una imagen: eldesolador paisaje de El triunfo de lamuerte, de Brueghel, el terroríficopanorama de una ciudad asolada por lapeste, el sufrimiento y la tortura.

La furgoneta tomó la avenida Toruny, por un momento, Langdon creyó quehabían llegado a su destino. A suizquierda, alzándose entre la niebla,apareció una gran mezquita.

Pero no era Santa Sofía.«La Mezquita Azul», advirtió

rápidamente al ver sus seis esbeltosminaretes en forma de lápiz, cada uno de

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los cuales contaba con múltiplesbalcones serefe y estaba coronado poruna afilada aguja. Langdon había leídouna vez que el exotismo de cuento dehadas de los minaretes con balcones dela Mezquita Azul había sido lainspiración del icónico castillo deCenicienta en Disneylandia. La mezquitadebía su nombre al deslumbrante mar deazulejos azules que adornaba susparedes interiores.

«Ya estamos llegando», pensóLangdon cuando la furgoneta tomó laavenida Kabasakal y pasó junto a laextensa plaza de Sultanahmet, situada amedio camino entre la Mezquita Azul y

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Santa Sofía, y famosa por sus vistas deambas.

Langdon aguzó la mirada y buscó elperfil de Santa Sofía en el horizonte,pero la lluvia y los faros de los cochesdificultaban la visibilidad. Por si eso nofuera suficiente, el tráfico de la avenidaparecía haberse detenido.

Langdon no podía ver más que unahilera de resplandecientes luces rojas.

—Hay un concierto, creo —anuncióel conductor—. Será más rápido ir apie.

—¿Está lejos? —preguntó Sienna.—No. Al otro lado de este parque

que hay aquí delante. Tres minutos. Es

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muy seguro.Sinskey le hizo una señal con la

cabeza a Brüder, y luego se volvió haciala unidad AVI.

—Quedaos en la furgoneta yacercaos todo lo que podáis al edificio.El agente Brüder se pondrá en contactomuy pronto.

Tras lo cual, ella, Brüder y Langdonbajaron de la furgoneta y se dirigieronhacia el parque.

El grupo comenzó a recorrer losarbolados senderos del parqueSultanahmet. El dosel de grandes hojasde los árboles ofrecía cierto refugiofrente a la lluvia, que parecía ir a peor.

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Los caminos estaban plagados deseñalizaciones que indicaban a losvisitantes la localización de diversosmonumentos del parque: un obeliscoegipcio procedente de Luxor, laColumna de las Serpientes procedentedel templo de Apolo en Delphi, y elMilion, que antaño servía de «puntocero» de todas las distancias delImperio bizantino.

Finalmente, dejaron atrás los árbolesy llegaron a la orilla de la piscinacircular que se encontraba en el centrodel parque. Al llegar a la abertura,Langdon levantó la mirada al este.

«Santa Sofía.»

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Más que un edificio…, parecía unamontaña.

Su colosal silueta resplandecía bajola lluvia. Era como una ciudad en símisma: su cúpula central —increíblemente amplia y con estrías decolor gris plateado— parecía descansarsobre un conglomerado de cúpulas quese apilaban a su alrededor. Cuatro altosminaretes —cada uno de los cuales teníaun único balcón y una aguja grisplateada— se alzaban en las esquinasdel edificio, tan lejos de la cúpulacentral que uno apenas podía determinarsi formaban parte de una mismaestructura o no.

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Sinskey y Brüder, que hasta entonceshabían mantenido un paso constante, sedetuvieron de golpe y levantaron lamirada al tiempo que se esforzaban enasimilar la altura y amplitud del edificioque se alzaba ante ellos.

—¡Dios mío! —exclamó débilmenteBrüder, sin dar crédito a lo que veía—.¿Vamos a buscar algo… ahí dentro?

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«Soy su prisionero», pensó el prebostemientras iba de un lado a otro del aviónde transporte C-130. Había accedido air a Estambul para ayudar a Sinskey ahacer frente a esa situación antes de queestuviera completamente fuera decontrol.

Había esperado que cooperar conella ayudara a atenuar las consecuenciaspenales que pudiera sufrir por suimplicación involuntaria en esa crisis.

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«Pero ahora me tienen retenido.»En cuanto el avión había estacionado

en el hangar gubernamental delaeropuerto Atatürk, Sinskey y su equipohabían descendido y la directora de laOMS había ordenado al preboste y lospocos miembros del Consorcio quehabían venido con él que permanecierana bordo.

El preboste había intentado salir atomar aire fresco, pero se lo habíanimpedido unos pilotos de rostroimperturbable. Le habían recordado quela doctora había pedido que todo elmundo permaneciera en el avión.

«No es buena señal», pensó el

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preboste, sentándose. Comenzaba a serconsciente de lo incierto de su futuro.

Desde hacía mucho tiempo, estabaacostumbrado a ser el maestro demarionetas, la fuerza que tiraba de loshilos y, sin embargo, le habíanarrebatado todo el poder.

«Zobrist, Sienna, Sinskey.»Todos le habían desafiado… y

manipulado.Ahora, atrapado en la extraña celda

sin ventanas del avión de la OMS,comenzaba a preguntarse si no se lehabría acabado la suerte, y si susituación actual no se debería a algúntipo de retribución kármica por toda una

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vida dedicada a la improbidad.«La mentira es mi medio de vida.»Soy un proveedor de

desinformación.»Si bien el preboste no era la única

persona del mundo que se dedicaba avender mentiras, sí se había establecidocomo el mayor pez del estanque. Losdemás peces, más pequeños, le parecíanincluso otra raza, y le molestaba que lerelacionaran con ellos.

Accesibles a través de internet,negocios como Alibi Company y AlibiNetwork ganaban fortunas en todo elmundo proporcionando a parejasinfieles formas de engañar y no ser

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descubiertos. Esas empresas prometían«detener el tiempo» momentáneamentepara que sus clientes pudieran escaparsede maridos, esposas o hijos. Creabanfarsas como convenciones de negocios,citas con el médico, e incluso bodasfalsas. Esos eventos incluíaninvitaciones, folletos, billetes de avión,formularios de confirmación de hotelese incluso números de contactoespeciales que en realidad sonaban encentralitas de Alibi Company, dondeprofesionales especializados se hacíanpasar por recepcionistas o lo querequiriera el engaño.

El preboste, sin embargo, nunca

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había perdido el tiempo con artificiosintrascendentes. Él se encargabaúnicamente de engaños a gran escala.Sus servicios sólo estaban a disposiciónde aquellos que podían permitirse pagarmillones de dólares.

Gobiernos.Grandes empresas.Ocasionalmente, algún VIP

multimillonario.Para conseguir sus objetivos, esos

clientes tenían a su disposición todos losactivos, personal, experiencia ycreatividad del Consorcio. Y, porencima de todo, la seguridad de quecualquiera que fuera la farsa que se

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construyera para apoyar su engaño,jamás nadie podría vincularles a lamisma.

Bien fuera para sostener un mercadode valores, justificar una guerra, ganarunas elecciones o conseguir que unterrorista saliera de su escondite, loslíderes mundiales recurrían a planes dedesinformación masiva para modelar lapercepción pública.

Siempre había sido así.En la década de 1960, los soviéticos

establecieron una falsa red de espíasque estuvo suministrando de formadeliberada información errónea a losbritánicos durante años. En 1947, el

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ejército de Estados Unidos ideó unelaborado bulo sobre unos OVNI paraalejar la atención del accidente aéreoque había tenido un avión secreto enRoswell, Nuevo México. Y, másrecientemente, habían hecho creer almundo entero que en Irak había armas dedestrucción masiva.

Durante casi tres décadas, elpreboste había ayudado a diversaspersonas a proteger, retener eincrementar su poder. Aunque eraextremadamente cuidadoso con lostrabajos que aceptaba, siempre habíatemido que llegaría un día en el queaccedería a realizar el encargo

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equivocado.«Y ahora ese día ha llegado.»El preboste creía que siempre se

podía determinar el origen de toda grancaída: un encuentro al azar, una maladecisión, una mirada indiscreta.

En ese caso, el momento tuvo lugarhacía casi doce años, cuando decidiócontratar a una joven estudiante demedicina que quería ganar algo dedinero extra. El agudo intelecto de lamujer, sus increíbles dotes lingüísticas ysu capacidad de improvisación laconvertían en una persona idónea para elConsorcio.

«Sienna Brooks tenía un talento

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innato.»Ella comprendió de inmediato el

funcionamiento de la organización, y elpreboste tuvo la sensación de quetampoco era ajena a los secretos. Siennatrabajó para él durante casi dos años, enlos que ganó una importante cantidad dedinero que le ayudó a pagar la matrículade la facultad de medicina. Un día, sinembargo, anunció que lo dejaba. Queríasalvar el mundo y, dijo, eso no podíahacerlo ahí.

El preboste nunca imaginó quereaparecería casi una década despuéscon una especie de regalo: unmultimillonario cliente potencial.

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Bertrand Zobrist.El preboste dio un respingo al

recordarlo.«Todo esto es culpa de Sienna.»Formaba parte del plan de Zobrist

desde el principio.»A su lado, en la improvisada mesa

de reuniones del C-130, la conversacióntelefónica de un funcionario de la OMSse estaba acalorando.

—¡¿Sienna Brooks?! —preguntóéste, gritando al teléfono—. ¿Estásseguro? —El funcionario permaneció unmomento callado y luego frunció el ceño—. Está bien, dame los detalles. Espero.

Tapó el auricular con la mano y se

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volvió hacia sus colegas.—Parece que Sienna Brooks ha

despegado de Italia poco después de quelo hiciéramos nosotros.

Todo el mundo en la mesa se quedópetrificado.

—¿Cómo? —preguntó una mujer—.Teníamos controles en el aeropuerto, enpuentes, en la estación de tren…

—Aeropuerto de Nicelli —respondió—. En el Lido.

—No es posible —contestó lamujer, negando con la cabeza—. Nicellies pequeño. No hay vuelos regulares.Sólo helicópteros locales y…

—De algún modo, Sienna ha

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conseguido un avión privado que estabaestacionado ahí. Todavía no tengo losdetalles del vuelo. —Volvió a acercarel auricular a la boca—. Sí, estoy aquí,¿qué más tienes? —Mientras escuchaba,sus hombros se fueron desplomando másy más hasta que al fin se sentó—.Comprendo, sí, gracias. —Terminó lallamada.

Todos sus colegas se lo quedaronmirando a la expectativa.

—El avión de Sienna se dirigía aTurquía —dijo el hombre, frotándoselos ojos.

—Entonces ¡llama al Mando deTransporte Europeo! —exclamó alguien

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—. ¡Que obliguen al avión a dar lavuelta!

—No puedo —dijo el hombre—. Haaterrizado hace doce minutos en elaeropuerto privado de Hezarfen, a sóloveinticuatro kilómetros de aquí. SiennaBrooks sigue libre.

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La lluvia caía con fuerza sobre laantigua cúpula de Santa Sofía.

Durante casi mil años, había sido laiglesia más grande del mundo, e inclusoen la actualidad resultaba difícilimaginar algo más grande. Al volver averla, Langdon recordó la anécdota delemperador Justiniano, quien, tras lafinalización del edificio, se lo quedómirando y proclamó con orgullo:«¡Salomón, te he superado!»

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Sinskey y Brüder seguían avanzandocon determinación hacia el monumentaledificio, cuyo tamaño parecía aumentara medida que se acercaban.

El sendero que ahora recorríanestaba flanqueado por los antiguoscañones utilizados por las fuerzas deMehmet el Conquistador, un decorativorecordatorio de que cada conquista yreconversión del edificio para adaptarloa las necesidades espirituales de lafuerza victoriosa había supuesto unviolento capítulo en su historia.

Al acercarse a la fachada sur,Langdon contempló los tres apéndicescon cúpula y aspecto de silo que

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sobresalían a la izquierda. Eran losMausoleos de los Sultanes, uno de loscuales, Murad III, al parecer tuvo másde cien hijos.

De repente, sonó el timbre de unteléfono móvil. Brüder cogió el suyo,comprobó el identificador de llamada ycontestó con sequedad:

—¿Algo?Mientras escuchaba el informe,

comenzó a negar con la cabeza sin darcrédito a lo que oía.

—¿Pero cómo es posible? —Escuchó un poco más y suspiró—. Estábien, mantenedme informado. Estamos apunto de entrar. —Y colgó.

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—¿Qué sucede? —preguntó Sinskey.—Mantén los ojos abiertos —dijo

Brüder, mirando a su alrededor—.Puede que tengamos compañía. —Sevolvió hacia ella—. Parece que SiennaBrooks está en Estambul.

Langdon no se podía creer queSienna hubiera encontrado un modo dellegar a Turquía; ni tampoco que, trashaber conseguido escapar de Venecia,se arriesgara a ser capturada oasesinada para asegurarse de que el plande Zobrist se cumplía.

Sinskey se mostró igualmentealarmada y pareció que queríapreguntarle algo más a Brüder, pero se

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lo pensó mejor y se volvió haciaLangdon.

—¿Hacia dónde debemos ir?Langdon señaló la esquina sudoeste

del edificio.—La fuente de las abluciones está

por ahí —dijo.El punto de encuentro con el

contacto del museo era un ornamentadomanantial con enrejado que antañoutilizaban los musulmanes para susabluciones rituales antes de la oración.

—¡Profesor Langdon! —exclamóuna voz cuando estuvieron más cerca.

Un sonriente turco apareció pordebajo de la cúpula octogonal que

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cubría la fuente, agitando animadamentelos brazos.

—¡Por aquí, profesor!Langdon y los demás apretaron el

paso.—Hola, me llamo Mirsat —dijo, y

su inglés con acento rebosabaentusiasmo. Era un hombre delgado depelo ralo, llevaba unas gafas que ledaban un aire académico y vestía untraje gris—. Es un gran honor para mí.

—El honor es nuestro —respondióLangdon al tiempo que le daba la mano aMirsat—. Gracias por su hospitalidad apesar de la poca antelación con la queles hemos avisado.

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—Yo soy Elizabeth Sinskey —dijola doctora mientras le daba la mano.Luego señaló a Brüder—: Y éste esCristoph Brüder. Estamos aquí paraayudar al profesor Langdon. Lamento elretraso del avión. Es usted muy amablede atendernos.

—¡Por favor! ¡No es nada! —exclamó Mirsat—. Al profesor Langdonle ofrecería una visita guiada a cualquierhora. Su libro Símbolos cristianos en elmundo musulmán es uno de los másvendidos en la tienda del museo.

«¿De verdad? —pensó Langdon—.Ahora sé cuál es el único lugar delmundo en el que se puede encontrar el

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libro.»—¿Comenzamos? —dijo Mirsat,

indicándoles que le siguieran.El grupo cruzó un pequeño espacio

abierto, pasó de largo la entrada deturistas y siguió hasta lo queoriginalmente había sido la entradaprincipal del edificio: tres profundosarcos con unas enormes puertas debronce.

Dos guardias de seguridad armadosles estaban esperando. Al ver a Mirsat,abrieron una de las puertas.

—Sagolun —dijo Mirsat,pronunciando una de las pocasexpresiones turcas que Langdon

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conocía: una fórmula de agradecimientomuy formal.

El grupo entró en el edificio y losguardias cerraron la pesada puerta a susespaldas. El ruido resonó en el interiorde piedra.

Langdon y los demás se encontrabanen el nártex de Santa Sofía, una estrechaantecámara habitual en las iglesiascristianas, que servía de separaciónentre lo divino y lo profano.

«Fosos defensivos espirituales», lossolía llamar Langdon.

El grupo llegó a otro juego depuertas y Mirsat abrió una. Más allá, envez del santuario que esperaba

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encontrar, Langdon vio un segundonártex ligeramente más grande que elprimero.

«Un esonártex», cayó en la cuentaLangdon. Se le había olvidado que SantaSofía contaba con dos niveles deprotección del mundo exterior.

Como preparando al visitante paralo que se encontraría a continuación, elesonártex estaba significativamente másadornado que el nártex, y la bruñidapiedra de sus paredes relucía bajo la luzde unos elegantes candelabros. En unextremo del sereno espacio había cuatropuertas y, sobre ellas, unosespectaculares mosaicos que Langdon

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no pudo sino admirar.Mirsat se dirigió a la puerta más

grande; un colosal portal de bronce.—La Puerta Imperial —susurró con

gran entusiasmo—. En la época deBizancio, estaba reservada para el usodel emperador. Los turistas no suelenpasar por ella, pero ésta es una nocheespecial.

Mirsat extendió la mano para abrirla puerta, pero antes de hacerlo sedetuvo un momento.

—Antes de entrar —susurró—,¿puedo preguntarle si hay algo enespecial que quiera ver?

Langdon, Sinskey y Brüder se

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miraron.—Sí —dijo el profesor—. Hay

muchas cosas que ver, claro, pero si esposible nos gustaría comenzar por latumba de Enrico Dandolo.

Mirsat ladeó la cabeza como si no lehubiera entendido bien.

—¿Cómo dice? Quiere ver… ¿latumba de Dandolo?

—Así es.Mirsat pareció desanimarse.—Pero, señor, la tumba de Dandolo

es muy sencilla. No tiene símbolos. Haymejores cosas.

—Soy consciente de ello —dijoLangdon educadamente—. Aun así,

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estaríamos muy agradecidos sipudiéramos verla.

Mirsat se quedó mirando a Langdonun largo rato, y luego levantó la miradahacia el mosaico que había justo encimade la puerta, el mismo que había estadoadmirando Langdon. Era una icónicaimagen del siglo IX del CristoPantocrátor: Jesucristo con el NuevoTestamento en la mano izquierda ybendiciendo con la derecha.

Entonces, como si de repente cayeraen la cuenta de algo, en las comisuras delos labios de Mirsat se dibujó unasonrisa de complicidad y comenzó aagitar el dedo índice en dirección a

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Langdon.—¡Listo! ¡Muy listo!—¿Cómo dice? —preguntó Langdon.—No se preocupe, profesor —dijo

Mirsat en un susurro conspirativo—. Nole diré a nadie por qué está realmenteaquí.

Sinskey y Brüder miraron aLangdon, desconcertados.

Lo único que pudo hacer el profesorfue encogerse de hombros mientrasMirsat abría la puerta y les hacía pasar.

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Algunos habían llamado a ese espacio laoctava maravilla del mundo y, ahora quese encontraba en él, Langdon no iba aser quien rebatiera esa afirmación.

Nada más cruzar el umbral yadentrarse en el colosal santuario,recordó que en Santa Sofía sólo hacíafalta un instante para que sus visitantesadvirtieran la impresionante magnitud desus proporciones.

El espacio era tan vasto que parecía

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empequeñecer incluso las grandescatedrales de Europa. Langdon sabíaque, en parte, su abrumadora inmensidadera una ilusión, un dramático efectosecundario de su planta bizantina. Lanaos concentraba todo el espaciointerior en una única nave cuadrada envez de dividirlo en los cuatro brazos deuna planta cruciforme, el estilo queadoptaron las catedrales posteriores.

«Este edificio es setecientos añosanterior a Notre Dame», pensó Langdon.

Tras tomarse un momento paraasimilar la amplitud del espacio,Langdon levantó la mirada hacia laenorme cúpula dorada que coronaba el

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edificio, a más de cuarenta y cincometros de altura. Desde su punto central,cuarenta nervaduras se extendían, comosi fueran rayos del sol, hasta una arcadacircular de cuarenta ventanas. Durante eldía, la luz que entraba por allí sereflejaba —y ese reflejo se volvía areflejar— en los trozos de cristalincrustados en el mosaico dorado,creando la «luz mística» por la que erafamosa Santa Sofía.

Para Langdon, sólo había un pintorque había sabido capturar la atmósferadorada de ese espacio. John SingerSargent. No era de extrañar que, en sufamoso cuadro de Santa Sofía, el artista

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estadounidense hubiera limitado supaleta a múltiples tonos de un únicocolor.

«Dorado.»La reluciente cúpula dorada, a la que

se solía llamar «la cúpula del cielo»,estaba soportada por cuatro arcosgigantescos que, a su vez, sostenían unaserie de semicúpulas y tímpanos. Esossoportes daban paso a otro nivel desemicúpulas y arcadas más pequeñas, locual creaba el efecto de una cascada deformas arquitectónicas que descendíandel cielo a la Tierra.

También del cielo a la Tierra, perosiguiendo una ruta más directa, unos

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largos cables descendían desde lacúpula y sostenían unos resplandecientescandelabros que parecían colgar tancerca del suelo que los visitantes altostenían la sensación de que iban a chocarcon ellos. En realidad, ésa era otrasensación provocada por la magnituddel espacio, pues se encontraban a másde tres metros del suelo.

Como todos los grandes santuarios,el prodigioso tamaño de Santa Sofíaservía a dos propósitos. En primerlugar, era una prueba de las grandesdistancias que el hombre era capaz derecorrer para rendir tributo a Dios. Y,en segundo, servía de tratamiento de

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choque para los fieles: su espacio físicoera tan imponente que quienes entrabanen él sentían como si, ante la presenciade Dios, su persona empequeñeciera, suego se desvaneciera y su ser físico eimportancia cósmica se encogieran hastaquedar reducidos al tamaño de una motade polvo o un átomo en las manos delCreador.

«Hasta que un hombre no es nada,Dios no puede hacer nada con él»,Martín Lutero había pronunciado esaspalabras en el siglo XVI, pero la ideahabía estado presente en las mentes delos constructores desde los primerosejemplos de la arquitectura religiosa.

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Langdon se volvió hacia Sinskey yBrüder, que habían estado mirando eltecho y acababan de bajar de nuevo lamirada al suelo.

—¡Dios mío! —dijo Brüder.—¡Sí! —dijo Mirsat, animado—. ¡Y

también Alá y Mahoma!Langdon se rió entre dientes

mientras su guía le señalaba a Brüder elaltar principal. Ahí se podía ver unaltísimo mosaico de Jesús flanqueadopor dos enormes discos con los nombresde Mahoma y Alá escritos en unaornamentada caligrafía.

—Para recordarles a sus visitanteslos diversos usos de este espacio

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sagrado a lo largo de los siglos —explicó Mirsat—, este museo muestra ala vez la iconografía cristiana de cuandoSanta Sofía era una basílica, y laislámica de cuando era una mezquita. —Sonrió con orgullo—. A pesar de lafricción entre ambas religiones en elmundo real, nosotros creemos que sussímbolos funcionan bastante bien juntos.Sé que usted está de acuerdo, profesor.

Langdon asintió, y pensó en toda laiconografía cristiana que había sidoencalada cuando el edificio se convirtióen mezquita. La restauración de lossímbolos cristianos que había al lado delos musulmanes había creado un efecto

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muy sugerente, en particular porque losestilos y las sensibilidades de las dosiconografías eran polos opuestos.

Mientras la tradición cristianarecurría a imágenes literales de Dios ysus santos, el islam representaba labelleza del universo mediante lacaligrafía y los dibujos geométricos. Latradición islámica sostenía que sóloDios podía crear vida y, por lo tanto, elhombre no podía realizar imágenes deseres vivos; ni dioses, ni personas, nitampoco animales.

Langdon recordaba haber intentandoexplicar una vez ese concepto a susalumnos: «Un Miguel Ángel musulmán,

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por ejemplo, no habría pintado nunca elrostro de Dios en el techo de la CapillaSixtina; habría escrito su nombre.Dibujar su cara se habría consideradouna blasfemia.»

Langdon les explicó a continuaciónla razón de eso.

«Tanto el cristianismo como el islamson logocéntricos —les dijo a susalumnos—. Eso significa que sonreligiones basadas en “la Palabra”. Enla tradición cristiana, esta Palabra seconvierte en carne en el libro de Juan:“Y la Palabra se hizo carne, y habitóentre nosotros.” Por lo tanto, resultaaceptable representarla con forma

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humana. En la tradición islámica, sinembargo, la Palabra no se convierte encarne y, por lo tanto, necesitapermanecer como tal; en la mayoría delos casos, en forma de interpretacionescaligráficas de los nombres de lasfiguras santas del islam.»

Uno de los alumnos de Langdonresumió la compleja historia con unadivertida y acertada apostilla: «A loscristianos les gustan las caras, y a losmusulmanes, las palabras.»

—Ante nosotros —prosiguió Mirsat,señalando al otro lado del increíbleespacio— tenemos una mezcla única decristianismo e islam.

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Rápidamente, les mostró la fusión desímbolos que había en el enorme ábside,entre los que destacaba la Virgen y elNiño visibles sobre la mihrab, el nichosemicircular que en una mezquita señalala dirección de la Meca. A su lado, unaescalera conducía al púlpito del orador.Éste era parecido al que se utiliza en lossermones cristianos pero, en realidad, setrataba de una minbar, la plataformasagrada desde la que el imán conducíalos servicios del viernes. De igualmodo, la estructura que había al ladoparecía un coro cristiano, pero enrealidad era una müezzin mahfili, unaplataforma elevada en la que un muecín

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se arrodilla y canta en respuesta a lasoraciones del imán.

—Las mezquitas y las catedrales sonen realidad muy similares —proclamóMirsat—. ¡Las tradiciones de Occidentey Oriente no son tan distintas como unopodría imaginar!

—¿Mirsat? —dijo Brüder conimpaciencia—. Si no le importa, nosgustaría ver la tumba de Dandolo.

Mirsat se sintió ligeramente molesto,como si las prisas del hombre fueran unafalta de respeto al edificio.

—Sí —dijo Langdon—. Lamento laprisa, pero no disponemos de muchotiempo.

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—Está bien, pues —dijo Mirsat,señalando un balcón alto que había a suizquierda—. Vayamos al piso de arribaa ver la tumba.

—¿Arriba? —respondió Langdon,desconcertado—. ¿No está enterrado enla cripta? —Langdon recordaba lalápida, pero no el lugar exacto en el quese encontraba. Había creído que estaríaen una oscura zona subterránea deledificio.

A Mirsat le extrañó la pregunta.—No, profesor, la tumba de Enrico

Dandolo se encuentra arriba.

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«¿Qué está pasando aquí?», sepreguntó Mirsat.

Cuando Langdon le había dicho quequería ver la tumba de Dandolo, él habíacreído que se trataba de una especie deseñuelo. «Nadie quiere ver la tumba deDandolo.» Había supuesto que lo que enverdad quería ver era el enigmáticotesoro que había justo al lado: elMosaico de la Déesis, un CristoPantocrátor que posiblemente era una delas obras de arte más misteriosas detodo el edificio.

«Langdon está estudiando el

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mosaico, pero no quiere que se sepa»,había pensado Mirsat, creyendo que elprofesor estaba escribiendo un artículosecreto al respecto.

En ese momento, sin embargo,Mirsat se sintió confundido. Sin duda,Langdon sabía que el Mosaico de laDéesis se encontraba en el primer piso,¿por qué entonces se mostraba tansorprendido?

«A no ser que realmente quiera verla tumba de Dandolo.»

Desconcertado, Mirsat les condujohacia la escalera. De camino, pasaronpor delante de una de las dos famosasurnas de Santa Sofía: un enorme

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recipiente con capacidad para 1.250litros que había sido tallado en unaúnica pieza de mármol durante elperíodo helenístico.

Mientras ascendía en silencio con suséquito, Mirsat no pudo evitar sentirsealgo inquieto. Los colegas de Langdonno parecían académicos. Uno de ellos,musculoso y rígido, y vestido de negrode arriba abajo, parecía más bien unsoldado. Y la mujer del cabelloplateado le era familiar. La había vistoantes. «¿Quizá en la televisión?»

Comenzaba a sospechar que elpropósito de su visita no era el queparecía ser. «¿Por qué está en verdad

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aquí?»—Un tramo más —anunció con una

sonrisa Mirsat al llegar al rellano—. Enel siguiente piso encontraremos la tumbade Dandolo y, claro —se detuvo unmomento y miró a Langdon—, el célebreMosaico de la Déesis.

Ni siquiera un respingo.Al parecer, Langdon no había ido a

ver el mosaico. Él y sus acompañantesparecían inexplicablementeobsesionados con la tumba de Dandolo.

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Mientras Mirsat les conducía por laescalera, Langdon advirtió que Brüder ySinskey estaban preocupados. Subir alsegundo piso no parecía tener ningúnsentido. Langdon no dejaba de pensar enel vídeo subterráneo de Zobrist y en eldocumental sobre las zonas sumergidasque había debajo de Santa Sofía.

«¡Tenemos que bajar!»Aun así, si ése era el lugar donde

estaba la tumba de Dandolo, no tenían

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otra opción que seguir las indicacionesde Zobrist. «Arrodillaos en el mouseionde la santa sabiduría, y pegad la oreja alsuelo, para oír el rumor del agua.»

Cuando al fin llegaron al segundopiso, Mirsat torció a la izquierda. Lavista desde el balcón erasobrecogedora. Langdon, sin embargo,iba con la mirada al frente,absolutamente concentrado en su misión.

Mirsat se había puesto a hablar otravez sobre el mosaico, pero el profesorno le prestaba atención.

Ya podía ver su objetivo.La tumba de Dandolo.Tenía el mismo aspecto que

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recordaba: una sencilla piezarectangular de mármol blanco empotradaen el pulido suelo de piedra y protegidapor un cordón de seguridad.

Langdon se acercó y examinó lainscripción.

HENRICUS DANDOLO

Cuando los demás llegaron a sulado, pasó por encima del cordón deseguridad y se colocó justo delante de lalápida.

Mirsat protestó en voz alta, pero elprofesor no le hizo caso y se arrodillócomo si fuera a rezar a los pies del dux

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traicionero.A continuación, hizo algo que

provocó los gritos de horror de Mirsat:colocó las palmas de las manos en latumba y se inclinó. Mientras acercaba lacabeza al suelo, se dio cuenta de queparecía que estuviera rezando endirección a la Meca. La maniobrapareció desconcertar a Mirsat, que secalló de golpe. El eco de sus palabrasresonó por todo el edificio.

Tras respirar hondo, Langdon sevolvió hacia la derecha y pegó la oreja ala tumba. La piedra estaba fría.

El sonido que oyó a través de lalápida era inconfundible.

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«Dios mío.»El final del Inferno de Dante parecía

resonar bajo tierra.Poco a poco, Langdon se volvió

hacia Brüder y Sinskey.—Lo oigo —susurró—. El rumor

del agua.Brüder pasó por encima del cordón

y se agachó a su lado para escucharlo éltambién. Un momento después, asintió.

Ahora que podían oír el agua quecorría por debajo, la pregunta era:«¿Hacia dónde fluye?»

A la mente de Langdon acudieronimágenes de cavernas mediosumergidas, bañadas en una siniestra luz

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roja en algún lugar bajo tierra.

Cuando Langdon se puso en pie yvolvió a pasar por encima del cordón deseguridad, Mirsat lo estaba observandocon una expresión de alarma y traición.Langdon era casi medio metro más altoque el guía turco.

—Lo siento, Mirsat —comenzó adecir Langdon—, como puede ver, setrata de una situación muy inusual. Notengo tiempo de explicarle el motivo,pero debo hacerle una pregunta muy

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importante sobre este edificio.Mirsat asintió levemente.—De acuerdo.—Bajo la tumba de Dandolo se

puede oír un arroyo de agua.Necesitamos saber hacia dónde fluye.

Mirsat negó con la cabeza.—No entiendo a qué se refiere. Bajo

Santa Sofía se puede oír agua en todaspartes.

Todos se quedaron petrificados.—Sí —les explicó él—, sobre todo

cuando llueve. Santa Sofía tiene unostreinta mil metros cuadrados de tejado adesaguar, lo cual a veces lleva días. Yhabitualmente vuelve a llover antes de

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que haya terminado. El sonido del aguaes muy común aquí. Santa Sofía seencuentra encima de enormes cavernasde agua. Hay incluso un documental,que…

—Sí, sí —dijo Langdon—, pero¿sabe si el agua que se oye aquí en latumba de Dandolo fluye hacia algúnlugar en concreto?

—Por supuesto —dijo Mirsat—.Hacia el mismo lugar que el agua detodos los desagües de Santa Sofía. A lacisterna de la ciudad.

—No —declaró Brüder mientraspasaba por encima del cordón deseguridad—. No estamos buscando una

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cisterna. Lo que estamos buscando es ungran espacio subterráneo, puede que concolumnas.

—Sí —dijo el guía—. La antiguacisterna de la ciudad es precisamenteeso: un gran espacio subterráneo concolumnas. Bastante impresionante, laverdad. Fue construido en el siglo VIpara almacenar el suministro de agua dela ciudad. Hoy en día sólo contiene unmetro y medio de agua, pero…

—¡¿Dónde está?! —exclamóBrüder. Su voz resonó por toda labasílica.

—La… ¿cisterna? —preguntóMirsat, asustado—. A una manzana al

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este de aquí. Se llama Yerebatan Sarayi.«¿Sarayi? —se preguntó Langdon

—. ¿Como Topkapi Sarayi?» De caminoa Santa Sofía no había dejado de verletreros del palacio de Topkapi.

—Pero… ¿Sarayi no significa«palacio»?

Mirsat asintió.—Sí. El nombre de la cisterna es

Yerebatan Sarayi . Significa… palaciosumergido.

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Elizabeth Sinskey salióprecipitadamente de Santa Sofía conLangdon, Brüder y su desconcertadoguía. Fuera llovía a cántaros.

«Adentraos en el palaciosumergido», pensó Sinskey.

Al parecer, la cisterna de la ciudad—Yerebatan Sarayi — se encontraba endirección a la Mezquita Azul y un pocohacia el norte.

Mirsat les guiaba.

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La doctora no tuvo más remedio queexplicarle quiénes eran y que estaban enplena carrera contrarreloj para impedirque en el interior del palacio sumergidoestallara una posible crisis de saludpública global.

—¡Por aquí! —exclamó Mirsat,conduciéndolos a través del oscuroparque. Tenían la montaña de SantaSofía detrás, y los minaretes de cuentode hadas de la Mezquita Azul delante.

Al lado de Sinskey, Brüder hablabaa gritos por teléfono. Estaba poniendo altanto a la unidad AVI y ordenando a sushombres que se encontraran con él en laentrada de la cisterna.

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—Parece que el objetivo de Zobristes el suministro de agua de la ciudad —dijo el agente, casi sin aliento—. Voy anecesitar diagramas de todos losconductos de entrada y salida de lacisterna. Pondremos en marcha losprotocolos de aislamiento y contención.Necesitaremos barreras físicas yquímicas junto con…

—Un momento —dijo Mirsat—. Meha malinterpretado. La cisterna nosuministra agua a la ciudad. ¡Ya no!

Brüder apartó el teléfono de su orejay se quedó mirando fijamente al guía.

—¿Qué?—Antiguamente, ésa era su función

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—le aclaró el guía—, pero ya no. Noshemos modernizado.

Brüder se detuvo bajo un árbol paraprotegerse de la lluvia y todos lohicieron con él.

—Mirsat —dijo Sinskey—, ¿estáseguro de que nadie bebe el agua de lacisterna?

—Por el amor de Dios, no —dijo él—. Básicamente, el agua permanece ahí,filtrándose poco a poco en la tierra.

La doctora, Langdon y Brüderintercambiaron miradas deincertidumbre. La doctora no sabía sisentirse aliviada o alarmada. «Si nadieentra en contacto con el agua, ¿por qué

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Zobrist querría contaminarla?»—Cuando modernizamos el

suministro del agua décadas atrás —explicó Mirsat—, la cisterna dejó deutilizarse y pasó a ser un gran estanquesubterráneo —se encogió de hombros—.Hoy en día no es más que una atracciónturística.

Sinskey se volvió de golpe hacia él.«¿Una atracción turística?»

—Un momento… ¿Ahí abajo puedebajar gente? ¿A la cisterna?

—Por supuesto —dijo—. Miles depersonas la visitan cada día. Es bastanteimpresionante. Hay pasarelas sobre elagua, e incluso una pequeña cafetería.

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La ventilación es limitada, de modo queel aire está algo cargado y es muyhúmedo, pero aun así es un lugar muypopular.

Sinskey intercambió una mirada conBrüder y se dio cuenta de que ella y elagente estaban pensando lo mismo: unacaverna oscura y húmeda repleta deagua estancada en la cual se estabaincubando un patógeno. Para completarla pesadilla, había pasarelas quepermitían a los turistas pasear porencima de la superficie del agua.

—Ha creado un bioaerosol —declaró Brüder.

Sinskey asintió.

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—¿Y eso qué significa? —preguntóLangdon.

—Significa que se puede transmitirpor el aire —respondió Brüder.

El profesor se quedó en silencio ySinskey se dio cuenta de que estabaempezando a comprender la magnitudpotencial de esa crisis.

Ella ya había contemplado laposibilidad de un patógeno transmisiblepor el aire. Sin embargo, cuando todavíacreía que la cisterna suministraba agua ala ciudad, había supuesto que quizáZobrist hubiera elegido una bioformaacuática. Las bacterias acuáticas eranrobustas y resistentes a los cambios de

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temperatura, pero también sepropagaban con lentitud.

Los patógenos de transmisión aérea,en cambio, lo hacían con rapidez.

Mucha rapidez.—Si se transmite por el aire —dijo

Brüder—, probablemente es viral.«Un virus. —Sinskey estaba de

acuerdo—. El patógeno de propagaciónmás rápido que Zobrist podría haberelegido.»

Liberar bajo el agua un virustransmisible por el aire era algo pocofrecuente, pero había muchas formasvivas que se incubaban en un líquido yluego se propagaban por el aire: los

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mosquitos, las esporas de moho, labacteria que causaba la enfermedad dela Legionela, las micotoxinas, la marearoja, e incluso los seres humanos.

Mirsat se quedó mirando al otrolado de una calle repleta de coches conuna expresión de gran desasosiego, ySinskey siguió su mirada hasta unedificio achaparrado de ladrillos rojos yblancos. Su única puerta estaba abierta,y dejaba a la vista lo que parecía unaescalera. Un grupo de gente bien vestidaesperaba fuera bajo sus paraguasmientras un portero controlaba el flujode gente que bajaba al interior.

«¿Una especie de club de baile

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subterráneo?»La doctora vio entonces el letrero

dorado que había en la fachada deledificio y notó que se le hacía un nudoen el estómago. A no ser que ese club sellamara Cisterna y hubiera sidoconstruido en el año 523 d. J.C., yaentendía por qué su guía parecía tanpreocupado.

—E…el palacio sumergido —tartamudeó Mirsat—. Parece… que estanoche hay un concierto.

—¡¿Un concierto en una cisterna?!—preguntó ella con incredulidad.

—Es un espacio grande y cubierto—respondió—. Se suele usar como

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centro cultural.Brüder, al parecer, ya había oído

suficiente, y apretó a correr a través dela maraña de coches de la avenidaAlemdar. Sinskey y los demás fuerontras de él.

Cuando llegaron a la entrada, seencontraron con que la puerta estababloqueada por un puñado de asistentesal concierto que esperaban su turno paraentrar: tres mujeres con burka, un par deturistas cogidos de la mano y un hombrecon esmoquin. Se agolpaban todos en lapuerta para protegerse de la lluvia.

Las notas de la música que estabaninterpretando dentro llegaban hasta la

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calle. «Berlioz», supuso Sinskey al oírla idiosincrática orquestación. Fuera loque fuese, parecía algo fuera de lugar enlas calles de Estambul.

Al acercarse más a la entrada, ladoctora sintió una cálida ráfaga de aireprocedente de las profundidades de latierra, que trajo a la superficie no sóloel sonido de los violines sino uninconfundible olor a humedad y aaglomeración de gente.

También le causó un malpresentimiento.

Un grupo de turistas apareció en laescalera y salió del edificioconversando alegremente. El portero

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permitió entonces que bajara el siguientegrupo.

Brüder intentó entrar, pero elportero se lo impidió con un educadogesto.

—Un momento, señor. La cisternaestá llena. En menos de un minutosaldrán más visitantes. Gracias.

Brüder parecía dispuesto a entrar ala fuerza, pero Sinskey le colocó unamano en el hombro y le hizo a un lado.

—Espere —le ordenó—. El equipoestá de camino y usted no puederegistrar este lugar solo. —Le señaló laplaca que había en la pared—. Esenorme.

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Según la placa informativa, setrataba de una sala subterránea deltamaño de una catedral —su longitud erade casi dos campos de fútbol—, con untecho que se extendía más de treinta milmetros cuadrados y soportado por unbosque de 336 columnas de mármol.

—Mire esto, doctora —dijoLangdon, que se encontraba a unospocos metros—. No se lo va a creer.

Sinskey se dio la vuelta. El profesorle señalaba el cartel del concierto quehabía en la pared.

«Oh, Dios mío.»La directora de la OMS había

acertado al identificar el estilo de

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música como romántico, pero la piezaque se interpretaba esa noche no estabacompuesta por Berlioz, sino por otrocompositor del mismo período: FranzLiszt.

Esa noche, en las entrañas de latierra, la Orquesta Sinfónica Estatal deEstambul interpretaba una de las obrasmás famosas de Liszt: la SinfoníaDante, toda una composición inspiradapor el descenso al infierno del poetaflorentino.

—Se representa durante una semana—dijo Langdon tras leer la letrapequeña del cartel—. Es un conciertogratuito. Patrocinado por un donante

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anónimo.Sinskey apostó a que adivinaba su

identidad. En ese caso, el gusto deBertrand Zobrist por lo dramático eratambién una cruel estrategia. Esa semanade conciertos gratuitos atraería a lacisterna a más turistas de lo habitual.Ellos respirarían el aire contaminado yluego regresarían infectados a sus casas,allí o en el extranjero.

—¿Señor? —le dijo el portero aBrüder—. Tenemos espacio para dosmás.

El agente se volvió hacia Sinskey.—Llame a las autoridades locales.

No sé qué encontraremos ahí abajo, pero

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necesitaremos apoyo. Cuando llegue miequipo, que se pongan en contactoconmigo por radio. Mientras tanto, yobajaré e intentaré averiguar dónde puedehaber escondido Zobrist la bolsa.

—¿Sin mascarilla? —preguntóSinskey—. No sabe si la bolsa estáintacta.

Brüder frunció el ceño y alzó lamano en dirección al cálido aire quesalía por la puerta.

—Odio decir esto, pero si el agenteinfeccioso ya no está en la bolsa, lo másprobable es que toda la ciudad esté yainfectada.

Sinskey había estado pensando lo

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mismo, pero no había querido decirlodelante de Langdon o Mirsat.

—Además —añadió Brüder—, yahe comprobado en otras ocasiones loque sucede cuando mi equipo entra en unsitio con trajes de protección contramateriales peligrosos. Sin duda,provocaríamos una ola de pánicogeneral y una estampida.

Sinskey decidió hacer caso aBrüder; al fin y al cabo, él era elespecialista y se había encontrado antesen situaciones como ésa.

—Nuestra única opción realista —leexplicó Brüder— es confiar en que labolsa siga intacta y que todavía

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podamos contener el patógeno.—Está bien —dijo Sinskey—.

Hágalo.—Hay otro problema —interrumpió

Langdon—. ¿Qué hay de Sienna?—¿Qué sucede con ella? —preguntó

Brüder.—Sean cuales sean sus intenciones

en Estambul, se le dan muy bien losidiomas y probablemente hable turco.

—¿Y?—Pues que conoce la referencia que

el poema hace al «palacio sumergido» y,en turco, «palacio sumergido» señala…—se volvió hacia el letrero de«Yerebatan Sarayi» que había encima

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de la puerta—, aquí.—Es cierto. —Sinskey se mostró de

acuerdo—. Puede que se haya dadocuenta sin necesidad de ir a Santa Sofía.

Brüder se volvió hacia la puerta ymaldijo entre dientes.

—Bueno, aunque Sienna ya esté ahíabajo y planee romper la bolsa deSolublon antes de que podamoscontenerla, tampoco creo que llevemucho rato dentro. Además, es un lugarenorme, y probablemente no tiene niidea de dónde buscar. Y, con toda esagente alrededor, tampoco puede meterseen el agua sin que nadie se dé cuenta.

—¿Señor? —le volvió a decir el

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portero a Brüder—. ¿Quiere entrar ono?

Brüder vio otro grupo de asistentesal concierto que se acercaba por el otrolado de la calle, y le indicó al porterocon un movimiento de cabeza que sí.

—Yo voy con usted —dijo Langdon,siguiéndole.

Brüder se dio la vuelta y le cerró elpaso.

—Ni hablar.Langdon le respondió con firmeza.—Agente Brüder, una de las razones

por las que estamos en esta situación esque Sienna Brooks me ha estadoengañando todo el día. Y, como acaba

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de decir usted mismo, puede que yaestemos todos infectados, de modo quele voy a ayudar tanto si le gusta como sino.

Brüder se lo quedó mirando unmomento, y finalmente claudicó.

Cuando cruzaron la puerta ycomenzaron a descender la profundaescalera detrás de Brüder, Langdonsintió el cálido aire que procedía de lasentrañas de la cisterna. La húmeda brisatransportaba las notas de la SinfoníaDante de Liszt, así como un olorfamiliar pero inefable…, el de una

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multitud de gente congregada en unespacio cerrado.

Langdon sintió entonces que leenvolvía un fantasmal paño mortuorio;como si los largos dedos de una manoinvisible emergieran de la tierra y seaferraran a su carne.

«La música.»El coro de la sinfonía —de cien

voces— estaba cantando un conocidopasaje, pronunciando con claridad cadasílaba del siniestro texto de Dante.

«Lasciate ogne speranza —cantaban ahora—, voi ch’entrate.»

Esas seis palabras —el verso másfamoso de todo el Inferno de Dante—

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surgían del fondo de la escalera como unaciago hedor a muerte.

Acompañado por una oleada detrompetas y cornetas, el coro entonó unavez más la advertencia. «Lasciate ognesperanza, voi ch’entrate.»

«Los que entráis, abandonad todaesperanza.»

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Las notas de la música inspirada por elinfierno resonaban por toda la cavernabañada de luz roja; el gemido de lasvoces, el disonante pellizco de lascuerdas y el profundo redoble de lostimbales que retumbaban como untemblor sísmico.

Hasta donde podía ver Langdon, elsuelo de ese mundo subterráneoconsistía en una cristalina sábana deagua —oscura, inmóvil, lisa— similar a

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la fina capa de hielo de un estanquehelado en Nueva Inglaterra.

«La laguna que no refleja lasestrellas.»

Cientos de columnasmeticulosamente dispuestas emergíandel agua y se elevaban unos nuevemetros hasta el techo abovedado de lacaverna. Una serie de focos rojos lasiluminaban desde la base, creando lasurreal sensación de que se trataba de unbosque de troncos resplandecientes queascendían hacia la oscuridad cualimagen reflejada en un espejo.

Langdon y Brüder se detuvieron alpie de la escalera, momentáneamente

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paralizados en el umbral de la espectralcaverna que tenían ante sí. El lugarmismo parecía desprender una luz rojizay, mientras comenzaba a asimilar elespacio en el que se encontraba, elprofesor comenzó a respirar de la formamás superficial posible.

El aire estaba más cargado de lo quehabía esperado.

A su izquierda, vio la multitud degente que asistía al concierto. Éste sedesarrollaba en un extremo del espaciosubterráneo cercano a la pared delfondo. Varios cientos de espectadorespermanecían sentados en una serie deplataformas que habían sido dispuestas

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en círculos concéntricos alrededor de laorquesta, mientras unas cien personasmás permanecían de pie alrededor delperímetro. Otras se habían situado en laspasarelas cercanas, y escuchaban lamúsica apoyadas en las robustasbarandillas y con la vista puesta en elagua.

Langdon examinó el mar de amorfassiluetas en busca de Sienna. Nada. Sóloveía gente ataviada con esmoquin, trajesde noche, bishts, burkas e inclusoturistas en pantalones cortos ysudaderas. Langdon tuvo la sensación deque la variada muestra de personascongregadas bajo esa luz carmesí estaba

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celebrando una especie de misa negra.«Si Sienna está aquí —cayó en la

cuenta—, será prácticamente imposiblelocalizarla.»

En aquel momento, un corpulentohombre pasó a su lado y comenzó asubir la escalera sin dejar de toser.Brüder se dio la vuelta y lo examinó conatención. A Langdon le pareció sentir unpicor en la garganta, pero se dijo a símismo que eran imaginaciones.

Brüder dio un tentativo paso sobrela plataforma, mientras consideraba susnumerosas opciones. El sendero quetenían delante parecía el laberinto delMinotauro. Se dividía en tres, y cada

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una de las ramificaciones se volvía adividir otras tantas veces, creando unaespecie de laberinto suspendido sobre elagua que serpenteaba entre las columnasy se perdía en la oscuridad.

«Yo me encontraba en una selvaoscura —pensó Langdon, recordandolos versos del ominoso primer canto dela obra maestra de Dante—, con lasenda derecha ya perdida.»

Langdon se asomó por la barandilla.El agua tenía una profundidad de apenasun metro y medio y erasorprendentemente cristalina. Una finacapa de lodo cubría las baldosas delsuelo.

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Brüder echó un vistazo rápido,emitió un gruñido evasivo y volvió alevantar la mirada hacia el fondo de lahabitación.

—¿Ve algo que se parezca a la zonaque aparece en el vídeo de Zobrist?

«Todo», pensó Langdon mientrascontemplaba las húmedas paredes queles rodeaban. Señaló el rincón másremoto de la caverna, a la derecha, lejosde la aglomeración de gente que habíaen la plataforma de la orquesta.

—Quizá por ahí.Brüder asintió.—Opino lo mismo.Comenzaron a recorrer entonces la

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ramificación de la derecha, alejándosedel concierto y adentrándose en lasprofundidades del palacio sumergido.

Mientras avanzaba, Langdon se diocuenta de lo fácil que sería esconderseuna noche en ese espacio sin que nadiese diera cuenta. Zobrist debió de hacereso para grabar su vídeo. Aunque, claro,si había tenido la generosidad depatrocinar una semana de conciertos,también podría haber solicitado untiempo a solas en la cisterna.

«Ahora eso ya no importa.»Brüder apresuró el paso como si de

forma inconsciente siguiera el tempo dela sinfonía, que se había acelerado y se

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había convertido en una sucesióndescendente de semitonos suspendidos.

«El descenso al infierno de Dante yVirgilio.»

Langdon examinó las paredeshúmedas y musgosas que había a lolejos, e intentó compararlas con las quehabía visto en el vídeo. A cada nuevabifurcación de la pasarela torcían a laderecha, alejándose de la gente yadentrándose más de la caverna. En unmomento dado, Langdon echó la vistaatrás y le sorprendió la distancia quehabían recorrido.

Ya casi a la carrera, pasaron al ladode un grupo aislado de visitantes. A

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medida que se internaban en la zona másprofunda de la cisterna, la cantidad degente era cada vez menor.

Al poco, Brüder y Langdonestuvieron completamente solos.

—Todo tiene el mismo aspecto —dijo el agente—. ¿Por dóndeempezamos?

Langdon compartía su frustración.Recordaba el vídeo, pero no reconocíanada de lo que veía.

Se iba fijando en los letrerosinformativos que había por laplataforma: Uno se refería a lacapacidad de ochenta millones de litrosde la sala. Otro señalaba una columna

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despareja que había sido saqueada de unedificio vecino durante su construcción,y en la que podía verse el símbolo delas Lágrimas del Pavo Real, derramadaspor todos los esclavos que habíanmuerto durante la construcción de lacisterna.

Pero fue un letrero con una únicapalabra el que hizo que Langdon sedetuviera de golpe.

Brüder también se paró y se dio lavuelta.

—¿Qué sucede?El profesor señaló el letrero.En él, acompañado por una flecha

que indicaba su localización, se leía el

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nombre de un infame monstruo femenino;una de las temibles gorgonas.

MEDUSA →

Brüder leyó el letrero y se encogióde hombros.

—¿Y qué?A Langdon el corazón le latía con

fuerza. Sabía que la Medusa no era sóloel espantoso espíritu con serpientes enlugar de cabello que convertía en piedraa todo aquel que le miraba a los ojos,sino también un prominente miembro delpanteón griego de los espíritussubterráneos. Una categoría específica

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conocida como monstruos ctónicos.

«Nos está señalando el camino»,cayó en la cuenta Langdon y, siguiendolos letreros que indicaban dónde seencontraba la Medusa, apretó a correrpor la zigzagueante pasarela. Brüderapenas podía seguir su paso. Finalmente,llegó a una pequeña plataforma cercanaa la base de la pared que había más a laderecha de la cisterna.

La visión que tenía delante erasobrecogedora.

Del agua emergía un colosal bloque

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de mármol tallado: la cabeza de laMedusa y su cabello de serpientesretorciéndose. El hecho de que estuvieracolocada boca abajo hacía todavía másextraña su presencia.

«Invertida como los condenados»,pensó Langdon, y recordó el Mapa delinfierno de Botticelli y los pecadorescabeza abajo del Malebolge.

Brüder llegó a su lado casi sinaliento y se quedó mirando la Medusainvertida sin entender nada.

Langdon sospechaba que,originalmente, esa cabeza tallada que seutilizaba como base de una de lascolumnas debía de haber sido saqueada

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de algún otro sitio y se debió de utilizaraquí como un elemento de construcciónbarato. La posición de la Medusa sedebía sin duda alguna a la creenciasupersticiosa de que la inversión learrebataría sus poderes maléficos. Aunasí, Langdon no pudo evitar verseasaltado por una incesante colección depensamientos.

«El Inferno de Dante. El final. Elcentro de la Tierra. Donde la gravedadse invierte. Donde lo que está arribapasa a estar abajo.»

Tuvo un presentimiento y aguzó lamirada a través de la neblina rojiza querodeaba la cabeza esculpida. Gran parte

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del cabello de serpientes de la Medusaestaba sumergido bajo el agua, pero susojos quedaban por encima de lasuperficie y miraban a la izquierda.

Con miedo, Langdon se asomó por labarandilla y volvió la cabeza paraseguir la mirada de la estatua hasta unrincón del palacio sumergido que leresultó familiar.

Lo supo al instante.Ése era el lugar.La zona cero de Zobrist.

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Procurando que no le viera nadie, elagente Brüder pasó por debajo de labarandilla y se metió en el agua. Lellegaba a la altura del pecho y estabafría, lo cual provocó que, al filtrarse porla ropa, sus músculos se tensaran. Elsuelo de la cisterna era resbaladizo perofirme. Se quedó un momento inmóvil,evaluando la situación y observandocómo los círculos concéntricos en elagua se alejaban, como ondas

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expansivas.Contuvo un momento la respiración.

«Muévete despacio —se dijo a sí mismo—. No crees turbulencias.»

Langdon, que permanecía en laplataforma, miró a uno y otro lado.

—Adelante —susurró—. Nadie leve.

Brüder se volvió hacia la cabezainvertida de la Medusa. Un foco rojo lailuminaba y, ahora que se encontraba asu nivel, le pareció todavía más grande.

—Siga la mirada de la Medusa —lesusurró Langdon—. A Zobrist legustaban los juegos simbólicos, y teníatendencia al dramatismo. No me

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sorprendería que hubiera colocado sucreación a la vista de la letal mirada delmonstruo.

«Las grandes mentes piensan igual.»Brüder agradeció que el profesorhubiera insistido en bajar a la cisternacon él; sus conocimientos les habíanguiado casi directamente a ese lejanorincón de la cisterna.

Mientras las notas de la SinfoníaDante sonaban a lo lejos, Brüder cogiósu linterna de bolsillo impermeableTovatec, la metió debajo del agua y laencendió. Un brillante haz de luzhalógena atravesó el agua, iluminando elsuelo de la cisterna.

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«Con calma —se recordó a sí mismo—. No perturbes nada.»

Y, sin más preámbulo, se fuemoviendo a cámara lenta por la lagunasin dejar de mover metódicamente lalinterna de un lado a otro, como si fueraun rastreador de minas submarinas.

En la barandilla, Langdon habíacomenzado a sentir una molesta opresiónen la garganta. A pesar de la humedad,el aire de la cisterna le parecía viciadoy sin oxígeno. Mientras el agenteavanzaba con cuidado por el agua, elprofesor se dijo que todo iba a salir

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bien.«Hemos llegado a tiempo.»Está todo intacto.»El equipo de Brüder puede

contenerlo.»Aun así, se sentía intranquilo. A

causa de su claustrofobia, allí abajo sehabría sentido mal fueran cuales fuesenlas circunstancias. «Algo sobre miles detoneladas de tierra… soportadasúnicamente por columnas endescomposición.»

Apartó el pensamiento de su cabezay volvió a echar un vistazo por encimadel hombro por si alguien les habíavisto.

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«Nada.»Las únicas personas cercanas

estaban mirando en dirección contraria,hacia la orquesta. Nadie parecía habersedado cuenta de que Brüder se habíametido en el agua.

Langdon volvió mirar al líder de launidad AVI. La luz halógena de sulinterna seguía oscilando siniestramentedelante de él, iluminándole el camino.

De repente, la visión periférica delprofesor captó un movimiento: unaominosa forma negra se alzó en el agua asu izquierda. Se volvió y se quedómirando la amenazadora sombra, medioesperando encontrarse ante una especie

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de Leviatán emergiendo de lasprofundidades.

El agente se detuvo. Al parecer,también la había visto.

La fantasmal silueta negra medíaunos nueve metros de altura, y eraprácticamente idéntica a la del médicode la plaga que aparecía en el vídeo deZobrist.

«Es una sombra —cayó en la cuentaLangdon—. La de Brüder.»

Al pasar por delante de un focosumergido en la laguna, su sombra sehabía proyectado en la pared de unmodo muy parecido al de Zobrist en elvídeo.

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«¡Éste es el lugar! —exclamóLangdon—. Se está acercando.»

Brüder asintió y continuó avanzandolentamente. Langdon lo hacía por laplataforma, manteniéndose a su altura.Mientras el agente se alejaba más y más,Langdon volvió a mirar por encima delhombro para asegurarse de que nadiehabía reparado en ellos.

Nada.Al volver a posar sus ojos en la

laguna, algo en sus pies llamó suatención.

Bajó la mirada y vio un pequeñocharco de líquido rojo.

Sangre.

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Por alguna razón, había sangre cercade sus pies.

«¿Estoy sangrando?»No sentía dolor alguno, pero de

todos modos comprobó frenéticamenteque no tuviera alguna herida o se tratarade una posible reacción a alguna toxinaque hubiera en el aire. Se asegurótambién de que no le estuvieransangrando la nariz, las uñas o las orejas.

Sin entender de dónde procedía esasangre, miró entonces a su alrededor yconfirmó que estaba solo en la pasareladesierta.

Volvió a bajar la mirada al charco yesta vez advirtió un pequeño hilo que

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recorría la pasarela e iba a parar a suspies. El líquido rojo parecía procederdel final de la pasarela y descendíahasta sus pies por la inclinación de lostablones.

«Ahí hay alguien herido», pensóLangdon. Rápidamente, echó un vistazoa Brüder, que en esos momentos seestaba acercando al centro de la laguna.

Langdon comenzó a recorrer lapasarela siguiendo la corriente. Amedida que avanzaba, se hacía másamplia y fluía con mayor rapidez. «¿Quédiablos…?» Apretó a correr y siguió ellíquido hasta la pared, donde la pasarelaterminaba de golpe.

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Había llegado a un callejón sinsalida.

En la lúgubre oscuridad, distinguióuna gran charco de aguas rojas. Parecíaque alguien acabara de ser despedazado.

En ese instante, mientras observabacómo el líquido goteaba de laplataforma a la cisterna, cayó en lacuenta de que su primera impresiónhabía sido equivocada.

«No es sangre.»El color rojo de las luces y de la

pasarela habían conferido a esas gotastransparentes un tono rojizo y habíanprovocado esa ilusión.

«No es más que agua.»

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En vez de sentirse aliviado, larevelación le provocó más miedotodavía. Bajó la mirada al charco deagua y reparó en las salpicaduras quehabía en la barandilla. Y luego en lashuellas.

«Alguien ha salido del agua en estepunto.»

Langdon se dio la vuelta para llamara Brüder, pero estaba demasiado lejos yla música de la orquesta era ahora unfortissimo de vientos y timbales. Eraensordecedora. De repente, notó unapresencia a su lado.

«No estoy solo.»A cámara lenta, se volvió hacia la

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pared donde terminaba la pasarela. Atres metros, discernió una forma en lassombras. Parecía una gran piedraenvuelta en una capa negra. La formapermanecía inmóvil.

Y entonces se movió.Comenzó a erguirse, y una cabeza

sin rasgos que hasta entonces habíapermanecido inclinada comenzó aelevarse.

«Es una persona ataviada con unburka negro», se dio cuenta Langdon.

La tradicional vestimenta islámicano dejaba nada de piel a la vista, perocuando la cabeza se volvió haciaLangdon, él vislumbró dos oscuros ojos

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mirándole a través de una rejilla de laprenda.

Lo supo de inmediato.De repente, Sienna Brooks

reaccionó y apretó a correr. Trasembestir a Langdon y tirarlo al suelo, seescapó a toda velocidad por la pasarela.

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Mientras tanto, en la laguna, el agenteBrüder se había detenido. Algo metálicoen el suelo de la cisterna acababa dedestellar bajo el haz de luz de su linternaTovatec.

Conteniendo el aliento, el agente dioun paso hacia adelante intentando nocausar ninguna turbulencia en el agua. Através de la cristalina superficie,distinguió un reluciente rectángulo detitanio atornillado al suelo.

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«La placa de Zobrist.»El agua era tan transparente que casi

podía leer la fecha del día siguiente y eltexto que la acompañaba.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,EL MUNDO CAMBIÓ PARA

SIEMPRE.

«Me temo que no —pensó Brüder,sintiendo que su confianza iba enaumento—. Todavía tenemos variashoras para detener esto antes de queacabe el día.»

Visualizando el vídeo de Zobrist, elagente apuntó el haz de la linterna a laizquierda de la placa en busca de la

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bolsa Solublon. Mientras iba iluminandoel agua oscura, Brüder parecíaconfundido.

«No hay ninguna bolsa.»Movió el haz todavía más a la

izquierda, hacia el punto exacto en elque la bolsa aparecía en el vídeo.

Nada.«Pero… ¡Si estaba aquí!»Apretando los dientes, Brüder dio

otro paso hacia adelante y moviólentamente el haz de un lado a otro paraexaminar toda la zona.

No había ninguna bolsa. Sólo laplaca.

Durante un breve instante, se

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preguntó si quizá esa amenaza, comotantas otras cosas hoy en día, no habríasido más que una ilusión.

«¿Ha sido todo un montaje?»»¡¿Acaso Zobrist sólo quería

asustarnos?!»Y entonces la vio.A la izquierda de la placa, apenas

visible, había una correa. La flácidacuerda flotaba en el agua, como ungusano sin vida. En un extremo había unpequeño broche de plástico del cualcolgaban unos pocos jirones de plásticoSolublon.

El agente se quedó mirando losrestos de la bolsa transparente.

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Colgaban del extremo de la correa comoel nudo roto de un globo inflablereventado.

Lentamente, asimiló la realidad.«Hemos llegado demasiado tarde.»Visualizó la bolsa sumergida

disolviéndose y desmenuzándose. Sucontenido mortal propagándose por elagua. Y, luego, las burbujas emergiendohasta la superficie de la laguna.

Con un dedo trémulo, apagó lalinterna y permaneció un momento aoscuras, intentando poner en orden suspensamientos.

Los pensamientos dieron paso a unaoración.

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«Que Dios se apiade de nosotros.»

—¡Agente Brüder, conteste! —exclamó la doctora Sinskey a suradiotransmisor mientras descendía laescalera de entrada a la cisterna paraintentar recibir mejor la señal—. ¡No heentendido lo que ha dicho!

Volvió a sentir el aire cálido quesubía por la escalera en dirección a lapuerta. En la calle, la unidad AVI habíallegado y sus miembros se estabanpreparando detrás del edificio paraevitar que la gente viera sus trajesespeciales de protección contra

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materiales peligrosos.—… bolsa rota… —oyó que decía

la voz de Brüder en el radiotransmisor— y … propagado.

«¡¿Qué?!» Sinskey esperaba nohaberlo entendido bien y siguió bajandola escalera.

—¡Repita! —ordenó cuando ya casihabía llegado a la cisterna. La música dela orquesta se oía más fuerte.

Y la voz de Brüder con másclaridad.

—¡… y repito…, el agenteinfeccioso se ha diseminado!

Sinskey dio un traspiés y casi cayóen la entrada a la caverna al pie de la

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escalera. «¡¿Cómo puede habersucedido eso?!»

—La bolsa se ha disuelto —dijo lavoz de Brüder—. ¡El agente infecciosoestá en el agua!

La doctora levantó la mirada eintentó procesar el inmenso mundosubterráneo que ahora tenía delante. Unsudor frío comenzó a perlar su frente.

A través de la neblina rojiza,vislumbró una vasta extensión de aguade la cual emergían cientos de columnas.Sobre todo, sin embargo, lo que viofueron personas.

Cientos de personas.Sinskey se quedó mirando la

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multitud de gente, atrapada sin saberloen la mortal trampa subterránea deZobrist, y reaccionó instintivamente.

—Brüder, venga de inmediato.Tenemos que empezar a evacuar a lagente.

La respuesta del agente fueinstantánea:

—¡Ni hablar! ¡Cierre las puertas!¡Que nadie salga de aquí!

Como directora de la OrganizaciónMundial de la Salud, Elizabeth Sinskeyestaba acostumbrada a que sus órdenesse cumplieran sin rechistar. Por uninstante, creyó haber entendido mal allíder de la unidad AVI. «¡¿Que cierre

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las puertas?!»—¡Doctora Sinskey! —La voz

resonó por encima de la música—. ¡¿Meoye?! ¡Cierre las malditas puertas!

Brüder repitió la orden, pero nohacía falta. La doctora sabía que teníarazón. Ante una posible pandemia, lacontención era la única opción viable.

Instintivamente, se llevó la mano asu amuleto de lapislázuli. «Sacrificar aunos pocos para salvar a muchos.» Conrenovada determinación, se llevó elradiotransmisor a los labios.

—Confirmado, agente Brüder. Daréla orden de que cierren las puertas.

Justo cuando iba a alejarse del

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horror de la cisterna y dar la orden,advirtió una conmoción en la multitud.

A escasa distancia, una mujer con unburka negro corría por una abarrotadapasarela abriéndose paso entre la gentea empujones. Parecía dirigirsedirectamente hacia ella y la salida.

«La están persiguiendo», cayó en lacuenta Sinskey al ver que un hombrecorría detrás de la mujer.

De repente, se percató de quién era.«¡Langdon!»

La doctora volvió a mirar la mujerdel burka. Se acercaba con rapidez y derepente se puso a gritar algo en turco.Sinskey desconocía ese idioma, pero a

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juzgar por la reacción de pánico de todoel mundo, las palabras de la mujerequivalían a gritar «¡Fuego!» en unteatro abarrotado.

Una oleada de pánico se extendióentre la gente y, de repente, no eran sólola mujer y Langdon quienes corríanhacia la escalera. Todo el mundo lohacía.

Sinskey le dio la espalda a laestampida y comenzó a gritardesesperadamente a su equipo:

—¡Cierren las puertas! ¡Sellen lacisterna! ¡AHORA!

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Para cuando Langdon torció laesquina y comenzó a subir la escalera,Sinskey ya se encontraba a mediocamino de la superficie, pidiendo agritos que cerraran las puertas. SiennaBrooks le pisaba los talones a pesar decorrer con el pesado burka mojado.

A su espalda, Langdon podía notarla estampida de aterrorizados asistentesal concierto dirigiéndose hacia la salida.

—¡Cierren las puertas! —volvió agritar Sinskey.

Las largas piernas de Langdon lepermitieron subir los escalones de tres

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en tres y ganarle terreno a Sienna.Mientras subía, pudo ver que las gruesaspuertas de la cisterna comenzaban acerrarse.

«Con demasiada lentitud.»Sienna llegó a la altura de Sinskey,

la agarró por el hombro y se impulsócon fuerza hacia adelante. La doctoracayó de rodillas en las escaleras y suquerido amuleto se rompió por la mitadal golpearse con un escalón de cemento.

Langdon hizo caso omiso a suinstinto de detenerse para ayudar a lamujer y en vez de pararse pasó de largoen dirección al rellano superior.

Estaba a unos pocos metros de

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Sienna. Casi la tenía a su alcance, peroella llegó al rellano y las puertastodavía no se habían cerrado del todo.Sin aminorar el paso, la joven ladeóágilmente su delgado cuerpo y seescabulló por la estrecha abertura.

Su burka, sin embargo, se enganchóen el pestillo, y la detuvo de golpe seco,a escasos centímetros de la libertad.Mientras la joven intentaba liberarse,Langdon extendió la mano, agarró elburka y tiró con fuerza para volver ameterla dentro. Ella, sin embargo, seretorció frenéticamente, y de repente elprofesor se quedó con un trozo de telamojada en las manos.

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Las puertas se cerraron sobre laprenda y casi le aplastan la mano aLangdon. La ropa imposibilitaba que loshombres las pudieran cerrar del todo.

A través de la rendija, Langdon pudover la reluciente calva de Sienna Brooksalejándose por la concurrida calle.Llevaba el mismo suéter y los mismosvaqueros de antes y, de repente, elprofesor no pudo evitar sentir la intensapunzada de la traición.

Pero ese sentimiento sólo duró uninstante. Una súbita presión le aplastócontra la puerta.

La estampida había llegado.En la escalera resonaban gritos de

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terror y confusión, y la música de laorquesta dio paso a una confusacacofonía. Langdon podía notar cómo lapresión en su espalda se incrementaba amedida que llegaba más gente al atasco.Su caja torácica comenzó a comprimirsedolorosamente contra la puerta.

Al fin, las puertas se abrieron degolpe y Langdon salió despedido haciala noche como el corcho de una botellade champán. Se tambaleó en la acera ycasi cae al suelo. A su espalda, unariada de gente emergía de la tierra comohormigas huyendo de un hormigueroenvenenado.

Al oír el caos, los agentes de la

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unidad AVI salieron de detrás deledificio. Sus trajes y mascarillas deprotección contra materiales peligrososno hicieron sino amplificar el pánico.

Langdon se volvió y buscó a Siennacon la mirada. Lo único que podía verera tráfico, luces y confusión.

Entonces, fugazmente, divisó a suizquierda el pálido reflejo de una cabezacalva. Se alejaba por una abarrotadaacera y, de repente, desapareció por unaesquina.

Langdon echó un vistazo a suespalda en busca de Sinskey, la policíao un agente AVI que no llevara unvoluminoso traje de protección contra

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materiales peligrosos.Nada.Estaba solo.Sin pensárselo dos veces, salió

corriendo tras ella.

En las profundidades de la cisterna,el agente Brüder permanecía solo en elagua. El ruido del pandemóniumresonaba en la oscuridad. Turistas ymúsicos histéricos corrían hacia lasalida y desaparecían escalera arriba.

«Las puertas no se han cerrado —advirtió horrorizado—. La contenciónno se ha producido.»

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Robert Langdon no era un corredor, peroaños de natación le habíanproporcionado unas poderosas piernas,y su zancada era larga. Llegó a laesquina en cuestión de segundos. Aldoblarla, desembocó en una avenidamás amplia y rápidamente examinó lasaceras.

«¡Tiene que estar aquí!»Había dejado de llover y, desde esa

esquina, Langdon podía ver toda la calle

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iluminada. No había ningún lugar dondeocultarse.

Y, sin embargo, Sienna parecíahaber desaparecido.

Con los brazos en jarras y larespiración todavía jadeante, examinó lamojada calle que tenía delante. Sólo viomovimiento a unos cincuenta metros.Uno de los modernos otobüsler deEstambul había arrancado y se alejabapor la avenida.

«¿Ha subido Sienna a un autobús?»Parecía demasiado arriesgado. ¿Por

qué iba a encerrarse en un vehículo sisabía que todo el mundo la estababuscando? Aunque, claro, quizá creía

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que nadie la había visto doblar laesquina y justo entonces había visto queel bus se disponía a arrancar,ofreciéndole una oportunidadperfectamente sincronizada.

«Quizá.»En lo alto del bus había una matriz

de leds programable que indicaba sudestino: GALATA.

Langdon corrió hacia un hombremayor que se encontraba bajo el toldode un restaurante. Iba vestido con unaelegante túnica bordada y un turbanteblanco.

—Disculpe —dijo Langdon casi sinaliento cuando llegó a su lado—. ¿Habla

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usted inglés?—Por supuesto —dijo el hombre,

algo molesto por el tono apremiante deLangdon.

—¿Galata? ¿Es un lugar?—¿Galata? —respondió el hombre

—. ¿El puente Gálata? ¿El puerto deGálata?

Langdon señaló el otobüs que sealejaba.

—¡Gálata! ¿Adónde va?El hombre del turbante miró el

autobús y, tras considerarlo un momento,contestó:

—Puente Gálata. Sale de la parteantigua de la ciudad y cruza el puente.

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Langdon emitió un gruñido. Volvió aexaminar la acera a uno y otro lado,pero no parecía haber rastro de Sienna.Por la avenida no dejaban de pasarvehículos de emergencia en dirección ala cisterna. Sus sirenas resonaban portodas partes.

—¿Qué sucede? —preguntó elhombre, alarmado—. ¿Hay algúnproblema?

Langdon volvió a mirar el bus ysupo que se la jugaba, pero no tenía otraopción.

—Sí, señor —respondió—. Hay unaemergencia y necesito su ayuda. —Señaló entonces un reluciente Bentley

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plateado que un mozo acababa de dejarjunto a la acera—. ¿Es ése su coche?

—Así es, pero…—Necesito que me lleve —dijo

Langdon—. Sé que no nos conocemos denada, pero ha tenido lugar una catástrofey es un asunto de vida o muerte.

El hombre del turbante se miró alprofesor directamente a los ojos unlargo momento, como si le estuvieraescrutando el alma. Al fin, asintió.

—Entonces será mejor que suba.En cuanto el Bentley arrancó,

Langdon se tuvo que agarrar al asiento.Estaba claro que el hombre era unconductor experimentado y que parecía

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disfrutar del desafío de serpentear entreel tráfico jugando a las carreras con elautobús.

Tardó menos de tres manzanas enllegar a la altura del otobüs. Langdon seinclinó en el asiento y miró la lunatrasera. Las luces interiores eran tenuesy lo único que podía distinguir era lavaga silueta de los pasajeros.

—No pierda de vista el autobús, porfavor —dijo Langdon—. ¿Tieneteléfono?

El hombre cogió un móvil quellevaba en el bolsillo y se lo dio alprofesor. Tras agradecérseloprofusamente, Langdon se dio cuenta de

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que no tenía ni idea de a quién llamar.No tenía el número de contacto deSinskey ni el de Brüder. Y si llamaba alas oficinas de la OMS en Suiza tardaríasiglos en que le hicieran caso.

—¿Cómo me pongo en contacto conla policía local? —preguntó Langdon.

—Uno cinco cinco —respondió elhombre—. En cualquier lugar deEstambul.

Langdon marcó los tres números yesperó. La línea sonó varias veces.Finalmente, respondió una voz grabada.Le informó en turco y en inglés de que,debido a la gran cantidad de llamadas,permanecería un momento en espera.

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Langdon se preguntó si ese volumen dellamadas no se debería a la crisis en lacisterna.

Con toda probabilidad, el palaciosumergido se encontraba en un estado decaos absoluto. Recordó a Brüdercaminando por el agua y se preguntó quéhabría descubierto. Tuvo ladesagradable sensación de que ya losabía.

«Seguramente, Sienna se ha metidoen el agua antes que él.»

Las luces de frenado del autobús seencendieron al llegar a una parada. Elconductor del Bentley también lo hizo,pero a unos quince metros,

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proporcionándole a Langdon unaperfecta perspectiva de los pasajerosque entraban y salían. Sólo bajaron trespersonas y, a pesar de ser todoshombres, Langdon los estudió conatención, consciente del talento deSienna para los disfraces.

Luego volvió a mirar la luna traseradel autobús. Estaba ahumada, pero ahoralas luces interiores se habían encendidoy pudo ver con más claridad la gente quehabía dentro. Se inclinó hacia adelante,estiró el cuello y acercó la cara alparabrisas del coche.

«¡Por favor, que no me hayaequivocado!»

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Entonces la vio.En la parte trasera del vehículo,

mirando al frente, una cabeza calvasobre unos delgados hombros.

«Sólo podía ser Sienna.»Al arrancar, las luces interiores del

bus volvieron a apagarse. Antes dedesaparecer en la oscuridad, la cabezade Sienna se volvió hacia atrás y echóun vistazo por encima del hombro.

Langdon bajó la cabeza e intentóocultarse en las sombras del Bentley.«¿Me ha visto?» El conductor delturbante ya había arrancado y seguía denuevo al autobús.

La calle descendía hasta el mar, y al

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fondo Langdon pudo ver las luces de unpuente bajo que se extendía sobre elagua. Parecía saturado de tráfico. Dehecho, toda la zona cercana a la entradaestaba muy congestionada.

—El Bazar de las Especias —dijoel hombre—. Muy popular en nocheslluviosas.

El hombre señaló un edificioincreíblemente largo que había en laorilla del mar, a la sombra de unaespectacular mezquita (que, si Langdonno se equivocaba, a juzgar por la alturade sus minaretes era la MezquitaNueva). El Bazar de las Especiasparecía más grande que la mayoría de

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centros comerciales norteamericanos.Una gran cantidad de gente entraba ysalía por su enorme puerta arqueada.

—Alo?! —exclamó una tenue voz enel coche—. Acil Durum! Alo?!

El profesor bajó la mirada alteléfono que tenía en la mano. «Lapolicía.»

—¡Sí, hola! —respondió trasllevarse el aparato a la oreja—. Mellamo Robert Langdon. Trabajo con laOrganización Mundial de la Salud. Hatenido lugar una grave crisis en lacisterna de la ciudad y estoy siguiendo ala persona responsable. Va en unautobús que se encuentra cerca del

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Bazar de las Especias y se dirige a…—Un momento, por favor —dijo la

operadora—, deje que le pase con lacentral.

—¡No, espere! —Pero la llamada deLangdon volvió a quedar en espera.

El conductor del Bentley se volvióhacia él con una expresión de miedo enel rostro.

—¡¿Una crisis en la cisterna?!Langdon iba a explicarle qué había

sucedido cuando, de improviso, elrostro del conductor se volvió de colorrojo como si fuera un demonio.

«¡Unas luces de frenado!»El conductor volvió la mirada al

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frente y el Bentley se detuvo justo detrásdel autobús. Las luces interiores de éstese volvieron a encender y Langdon pudover claramente a Sienna. Estaba junto ala puerta trasera, tirando del cordel dela parada de emergencia y golpeando lapuerta para bajar del autobús.

«Me ha visto», se dio cuentaLangdon. Y, sin duda, también habíavisto el tráfico que había en el puenteGálata y sabía que no podía arriesgarsea que la pillaran en él.

De inmediato, Langdon abrió lapuerta del Bentley, pero Sienna ya habíabajado del autobús y se alejaba en lanoche. Langdon le arrojó el teléfono

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móvil a su dueño.—¡Dígale a la policía lo que ha

pasado! ¡Y que rodee la zona!Asustado, el hombre del turbante

asintió.—¡Y gracias! —exclamó Langdon

—. Tesekkürler!Tras lo cual salió corriendo detrás

de Sienna, que se dirigía hacia lamuchedumbre que abarrotaba la puertadel Bazar de las Especias.

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El Bazar de las Especias es uno de losmercados cubiertos más grandes delmundo. Construido hace más detrescientos años con forma de ele, elextenso complejo tiene ochenta y ochosalas abovedadas divididas en cientosde paradas, donde los vendedoreslocales pregonan una impresionantemiríada de placeres comestiblesprocedentes de todo el mundo: especias,frutas, hierbas y el ubicuo dulce típico

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de Estambul: la delicia turca.La entrada del bazar —un enorme

portal de arco gótico— se encuentra enla esquina de Çiçek Pazari y la calleTahmis, y se dice que por ella pasanmás de trescientos mil visitantes diarios.

Esa noche, a medida que se acercabaa la abarrotada entrada, Langdon tuvo lasensación de que esas trescientas milpersonas se encontraban ahí en esemomento. Seguía corriendo a todavelocidad sin apartar los ojos de ella.La tenía a apenas veinte metros. Ibadirecta hacia la entrada del bazar y noparecía tener intención alguna dedetenerse.

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Sienna llegó al portal arqueadorepleto de gente y comenzó a abrirsepaso entre la muchedumbre para entraren el bazar. Al cruzar el umbral, echó unvistazo por encima del hombro. Langdonvio en sus ojos una niña que huíaasustada, desesperada y fuera decontrol.

—¡Sienna! —exclamó.Pero ella se adentró en el mar de

humanidad y desapareció.Langdon fue tras ella. Avanzando

entre la gente a empujones y estirando elcuello para localizarla, finalmente la viohuyendo por el pasillo occidental, quequedaba a su izquierda.

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Toneles repletos de especiesexóticas —curry indio, azafrán iraní, téde flores chino— bordeaban el camino.Sus deslumbrantes colores conformabanuna especie de túnel de coloresamarillos, marrones y dorados. A cadapaso, Langdon olía un nuevo aroma —setas acres, raíces amargas, aceitesalmizclados— que inundaba el airecomo un ensordecedor coro de idiomasde todo el mundo. El resultado era unabrumador estallido de estímulossensoriales… dispuesto en medio de unincesante zumbido de personas.

De miles de personas.Una agobiante sensación de

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claustrofobia atenazó a Langdon y casile obliga a detenerse, pero se recompusorápidamente y siguió adentrándose en elbazar. A lo lejos, podía ver a Siennaavanzando entre la muchedumbre sinaflojar lo más mínimo el paso. Estabaclaro que llegaría hasta el final…,dondequiera que eso fuera.

Por un momento, Langdon sepreguntó por qué la seguía.

«¿Por justicia?» Teniendo en cuentalo que había hecho, no se le ocurría quécastigo podían aplicarle si la atrapaban.

«¿Para prevenir una pandemia?» Loque hubiera hecho ya no tenía remedio.

Mientras avanzaba a través de un

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océano de desconocidos, de repente fueconsciente de por qué quería realmentedetener a Sienna Brooks.

«Quiero respuestas.»A apenas diez metros, Sienna se

dirigía a una salida que había en elbrazo occidental del bazar. Volvió aechar un vistazo por encima del hombroy se alarmó al ver a Langdon tan cerca.Cuando volvió la mirada al frente,tropezó y se cayó.

Salió despedida y chocó con elhombro de la persona que tenía delante.Mientras caía, extendió la mano paraagarrarse a algo, pero sólo encontró elborde de un tonel de castañas secas. El

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recipiente volcó y las castañas sederramaron por el suelo.

A Langdon le llevó apenas treszancadas llegar al lugar en el que habíacaído la joven. Para entonces, sinembargo, sólo vio el tonel volcado y lascastañas.

El vendedor gritaba furiosamente.«¡¿Adónde ha ido?!», pensó

Langdon.El profesor dio una vuelta en

círculo, pero Sienna parecía haberdesaparecido. En cuanto su mirada seposó en la salida occidental que seencontraba a sólo quince metros, cayóen la cuenta de que la dramática caída

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de la joven no había tenido nada deaccidental.

Corrió hacia esa puerta y salió a unaenorme plaza que también estaba repletade gente, pero no había rastro de Sienna.

Justo enfrente, al final de unacarretera de múltiples carriles, el puenteGálata se extendía sobre las aguas delCuerno de Oro. Los minaretes duales dela Mezquita Nueva se elevaban a suderecha. A su izquierda sólo estaba laplaza abarrotada.

El ensordecedor ruido de lasbocinas de los coches volvió a llamar laatención de Langdon otra vez al frente.Se fijó en la carretera que separaba la

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plaza del mar y vio a Sienna a unos cienmetros, corriendo entre el veloz tráfico yesquivando por poco dos camiones quecasi la atropellan. Se dirigía al mar.

A su izquierda, en la orilla delCuerno de Oro, Langdon podía oír elbullicio de los transbordadores,otobüsler, taxis y botes turísticos de uncentro de transportes.

Cruzó corriendo la plaza endirección a la carretera. Cuando llegó ala valla de seguridad, se esperó a que nopasaran coches y cruzó el primero devarios carriles. Durante quincesegundos, Langdon fue avanzando demediana en mediana entre los cegadores

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faros y las enojadas bocinas de losvehículos. Deteniéndose, avanzando yserpenteando, consiguió llegarfinalmente a la valla que había al otrolado de la carretera y saltar a unaextensión de césped.

Aunque todavía podía verla, Siennaestaba ahora muy lejos. Había pasado delargo la parada de taxis y unos busesestacionados y se dirigía al muelle,donde había todo tipo de botesmeciéndose en el mar: barcazas deturistas, taxis acuáticos, botes de pescaprivados y lanchas. Langdon miróentonces las parpadeantes luces del ladooriental del Cuerno de Oro, y no tuvo

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ninguna duda de que si llegaba a la otraorilla no habría posibilidad alguna deencontrarla nunca más.

Cuando Langdon llegó al puerto, sevolvió hacia la izquierda y comenzó acorrer, llamando la atención de losturistas que estaban haciendo cola paraembarcar en una flotilla de barcazasrestaurante ostentosamente decoradascon cúpulas imitando las de lasmezquitas, florituras doradas y neonesparpadeantes.

«Las Vegas del Bósforo», pensóLangdon al pasar por delante a todavelocidad.

A lo lejos, Sienna ya no corría. Se

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había detenido en una zona del muellerepleta de lanchas privadas y hablabacon el propietario de una.

«¡No deje que suba a bordo!»Al acercarse más, pudo ver que el

joven al que Sienna intentaba engatusarse encontraba al timón de una relucientelancha a punto de desamarrar. El hombresonreía, pero negaba educadamente conla cabeza. La joven siguió gesticulando,pero el dueño de la lancha pareciódeclinar su oferta de forma irrevocabley volvió su atención a los mandos de laembarcación.

Sienna se volvió hacia Langdon. Enel rostro de la joven era perceptible su

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desesperación. A sus pies, los motoresfuera borda de la lancha se pusieron enmarcha y la embarcación comenzó aalejarse del muelle.

De repente, saltó por encima delagua y aterrizó sobre el casco de fibrade vidrio del bote. Al notar el impacto,el conductor se dio la vuelta sin darcrédito a lo que pasaba. Tras frenar elbote, que se encontraba a unos veintemetros del muelle, corrió hacia supolizón sin dejar de gritar furiosamente.

Cuando llegó a su altura, Sienna sehizo a un lado y, con gran agilidad, locogió de la muñeca y utilizó su propioimpulso para empujarlo por la borda de

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la lancha. El hombre cayó de cabeza almar. Un momento después, volvió a salira la superficie, agitando los brazos ygritando una retahíla de lo que sin dudaeran obscenidades en turco.

Impertérrita, Sienna le arrojó unchaleco salvavidas, se dirigió al timóndel bote y volvió a ponerlo en marcha.

Los motores rugieron y la lanchaaceleró.

Langdon permanecía en el muelle,recobrando el aliento mientras veíacomo el lustroso casco blanco surcabael agua y se convertía en una fantasmalsombra de la noche. Levantó entonces lamirada al horizonte y supo que Sienna

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tenía acceso no sólo a la otra orilla, sinoa la red casi infinita de canales que seextendían del mar Negro alMediterráneo.

«Se ha escapado.»El dueño del bote salió del agua y

corrió a llamar a la policía.A Langdon le embargó una poderosa

sensación de soledad al ver cómo lasluces de la lancha robada se ibanhaciendo pequeñas y el gemido de suspotentes motores se volvía cada vez másdébil.

Y entonces dejaron de oírse degolpe.

Langdon aguzó la mirada. «¿Ha

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apagado el motor?»Las luces del bote parecían haber

dejado de alejarse y ahora se mecíansuavemente en las olas del Cuerno deOro. Por alguna razón desconocida,Sienna Brooks se había detenido.

«¿Se ha quedado sin gasolina?»Al ahuecar las manos junto a las

orejas y aguzar el oído, pudo escuchar elleve gemido de los motores al ralentí.

«Si no se ha quedado sin gasolina,¿qué está haciendo?»

Langdon esperó.Diez segundos. Quince segundos.

Treinta segundos.Entonces, inesperadamente, los

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motores volvieron a ponerse en marcha,primero con cierta renuencia y despuéscon más decisión. Para desconcierto deLangdon, las luces del bote comenzarona dar un amplio giro hasta que la proaquedó de cara a él.

«Está regresando.»Cuando el bote estuvo más cerca,

pudo ver a Sienna al volante, mirandoinexpresivamente al frente. A treintametros, aminoró la marcha y volvió adejar la embarcación en el muelle delque había partido. Entonces detuvo elmotor.

Silencio.Langdon la miraba sin entender

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nada.Sienna no levantó la mirada.Hundió la cara en las manos y sus

hombros encorvados comenzaron atemblar. Cuando miró a Langdon, teníalos ojos llenos de lágrimas.

—Robert —sollozó—. No puedoseguir escapando. Ya no tengo adóndeir.

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«Se ha propagado.»Elizabeth Sinskey permanecía al pie

de la escalera de la cisterna y,respirando con dificultad a través de unamascarilla, contemplaba la cavernaevacuada. Aunque ya se había expuestoal patógeno que pudiera haber aquíabajo, cuando ella y la unidad AVIvolvieron a entrar en el espaciodesolado le alivió llevar puesto un trajede protección contra materiales

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peligrosos. Con esos holgados monosblancos sujetos a cascos herméticos, elgrupo parecía un equipo de astronautasinternándose en una nave alienígena.

Sinskey sabía que en la calle seagolpaban cientos de asistentes alconcierto y músicos asustados yconfundidos. Muchos de ellos estabanrecibiendo primeros auxilios por lasheridas sufridas durante la estampida.Otros habían huido de la zona. Ella seconsideraba afortunada de haberescapado sólo con una rodilla magulladay el amuleto roto.

«Sólo hay un agente infeccioso queviaje más rápido que un virus —pensó

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Sinskey—. El miedo.»Las puertas de la cisterna habían

sido herméticamente selladas y estabanvigiladas por las autoridades locales.Sinskey había temido alguna friccióndebido a cuestiones jurisdiccionales,pero todo posible conflicto se habíaevaporado al instante en cuanto vieronel material contra materiales peligrososde la unidad y oyeron sus advertenciasacerca de una posible plaga.

«Dependemos de nosotros mismos—pensó la directora de la OMSmientras miraba el reflejo del bosque decolumnas en la laguna—. Nadie quierebajar aquí.»

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A su espalda, dos agentes extendíanuna enorme sábana de poliuretano al piede la escalera y la fijaban a la pared conuna pistola de aire caliente. Otros doshabían encontrado un espacio abierto enuna pasarela y habían comenzado ainstalar una serie de aparatoselectrónicos. Parecían estarpreparándose para analizar la escena deun crimen.

«Eso es exactamente lo que es —pensó Sinskey—. La escena de uncrimen.»

La doctora volvió a visualizar lamujer con el burka mojado que acababade escapar de la cisterna. Todo indicaba

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que Sienna Brooks había arriesgado supropia vida para sabotear el intento decontención de la OMS y completar laretorcida misión de Zobrist. «Bajó yrompió la bolsa de Solublon…»

Langdon había salido corriendo trasSienna, y Sinskey todavía no habíarecibido noticia alguna sobre lo que leshabía pasado a ninguno de los dos.

«Espero que el profesor esté asalvo», pensó.

Brüder permanecía de pie en laplataforma, mirando inexpresivamente lacabeza invertida de la Medusa y

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preguntándose cómo proceder ahora.Como agente de la unidad AVI,

había sido entrenado para pensar a nivelglobal. Debía dejar a un lado cualquierpreocupación ética o personal ycentrarse en salvar tantas vidas comofuera posible. Hasta ese momento, nohabía sido del todo consciente delriesgo que corría su propia salud. «Hecaminado por el agua infectada —pensó,lamentando la arriesgada decisión quehabía tomado pero sabiendo que nohabía tenido otra opción—.Necesitábamos una valoracióninmediata.»

Brüder se obligó a pensar en la tarea

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que tenía entre manos: implementar unplan B. Por desgracia, en una crisis decontención, el Plan B siempre era elmismo: ampliar el radio. Con bastantefrecuencia, luchar contra unaenfermedad contagiosa era como hacerlocontra un incendio forestal: a veceshabía que recular o perder una batallacon la esperanza de ganar la guerra.

Todavía no había renunciado a laidea de que la contención total fueraposible. Lo más probable era que SiennaBrooks hubiera roto la bolsa unos pocosminutos antes del ataque general dehisteria y la evacuación. Si eso eracierto, a pesar de que cientos de

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personas habían huido de la escena, enel momento inicial de la propagacióntodos se encontraban demasiado lejosdel origen del virus y seguramente no sehabrían infectado.

«Todos salvo Langdon y Sienna —cayó en la cuenta Brüder—. Ambosestaban aquí, en la zona cero, y ahora seencuentran en algún lugar de la ciudad.»

Otra cosa preocupaba a Brüder, algoque no tenía sentido y que seguíafastidiándole. No había llegado aencontrar la bolsa de Solublon. SiSienna la había roto —con una patada,rasgándola o lo que hubiera hecho—,debería haber encontrado restos de

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plástico flotando en la zona.Pero no había. Todo resto de la

bolsa parecía haber desaparecido. Ydudaba mucho que Sienna se la hubierapodido llevar con ella, pues paraentonces ya se debía de estardeshaciendo.

«Así pues, ¿dónde ha ido a parar?»Brüder tenía la preocupante

sensación de que algo se le escapaba.Aun así, se concentró en preparar unanueva estrategia de contención, lo cualrequería contestar primero una preguntacrítica.

«¿Cuál es el radio de dispersiónactual del agente infeccioso?»

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El agente sabía que esa preguntatendría respuesta en cuestión de minutos.Su unidad había establecido una serie deaparatos portátiles de detección de viruspor las plataformas a una distanciacreciente de la zona cero. Esosdispositivos —conocidos comounidades PCR— utilizaban lo que sellamaba reacción en cadena de lapolimerasa para detectar la presencia decontaminación viral.

Se sentía optimista. Teniendo encuenta la ausencia de movimiento en elagua de la laguna y el hecho de quehubiera pasado muy poco tiempo, estabaconvencido de que los dispositivos PCR

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detectarían una zona de contaminaciónmuy pequeña y podrían atacarla conproductos químicos y usando la succión.

—¿Listo? —exclamó un técnico porun megáfono.

Los agentes estacionados alrededorde la cisterna alzaron sus pulgares.

—Analicen las muestras —se oyópor el crepitante megáfono.

Por toda la caverna, los agentes seagacharon y pusieron en marcha susdispositivos PCR. Cada aparatocomenzó a analizar una muestra dellugar en el que su operador seencontraba. Se habían situado alrededorde la placa de Zobrist en arcos

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concéntricos y a una distancia entre sícada vez más amplia.

En la cisterna se hizo un silencioexpectante y todo el mundo rezó paraque sólo se encendieran luces verdes.

Y entonces sucedió.En la máquina más cercana Brüder,

la luz roja que indicaba la detección deun virus comenzó a parpadear. Losmúsculos del agente se tensaron y sevolvió rápidamente hacia la siguiente.

La luz roja de ésta tambiénparpadeó.

«No.»Por toda la caverna comenzaron a

oírse murmullos de desconcierto.

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Brüder contempló horrorizado como,una a una, se encendían las luces rojasde todos los dispositivos PCR hasta laentrada de la caverna.

«Oh, Dios…», pensó. El mar deluces rojas de detección dibujaba unaimagen inconfundible.

El radio de contaminación eraenorme.

El virus había contaminado toda lacisterna.

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Sienna Brooks permanecía encorvadasobre el volante de la lancha robada.Robert Langdon la miraba fijamente eintentaba encontrarle un sentido a lo queacababa de ver.

—Estoy segura de que me odias —dijo Sienna entre sollozos y con los ojosllorosos.

—¡¿Odiarte?! —exclamó Langdon—. ¡Ni siquiera tengo la menor idea dequién eres! ¡Lo único que has hecho ha

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sido mentirme!—Ya lo sé —dijo ella en voz baja

—. Lo siento. Sólo intentaba hacer locorrecto.

—¿Propagando una plaga?—No, Robert, no lo entiendes.—¡Claro que lo entiendo! —

respondió Langdon—. ¡Entiendo que tehas metido en el agua de la cisterna pararomper la bolsa de Solublon! ¡Queríasliberar el virus de Zobrist antes de quenadie pudiera contenerlo!

—¿Bolsa de Solublon? —Undestello de confusión fue perceptible enlos ojos de Sienna—. No sé de qué estáshablando. Robert, fui a la cisterna para

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detener el virus de Bertrand. Miintención era robarlo y hacerlodesaparecer para que nadie pudieraestudiarlo, ni siquiera la doctoraSinskey y la OMS.

—¿Robarlo? ¿Por qué no queríasque lo encontrara la OMS?

Sienna respiró hondo.—Hay tantas cosas que no sabes…,

pero ahora ya da igual. Hemos llegadodemasiado tarde. Nunca tuvimos lamenor oportunidad.

—¡Claro que la teníamos! ¡El virusno se iba a propagar hasta mañana! Ésafue la fecha que escogió Zobrist, si no tehubieras metido en el agua…

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—¡Robert, yo no he liberado elvirus! —exclamó Sienna—. Cuando mehe metido en el agua he buscado labolsa, pero ya era demasiado tarde. Nohabía nada.

—No te creo —dijo Langdon.—Ya lo sé. Y no te culpo. Quizá

esto te ayude. —Metió la mano en elbolsillo, sacó un folleto empapado y selo arrojó a Langdon—. Justo antes demeterme en la laguna he encontrado esto.

El profesor lo cogió y lo desplegó.Era un programa de las sieterepresentaciones de la Sinfonía Dante.

—Fíjate en las fechas —dijo ella.Langdon lo hizo. Y luego volvió a

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hacerlo otra vez, desconcertado. Poralguna razón, había creído que larepresentación de esa noche era lainaugural; la primera de las sieteprogramadas para atraer gente a lacisterna infectada. Ese programa, sinembargo, indicaba otra cosa.

—¿Hoy era la última noche? —preguntó Langdon, levantando la miradadel papel—. ¿La orquesta ha estadotocando toda la semana?

Sienna asintió.—Me he quedado tan sorprendida

como tú. —Se quedó un momentocallada. Su expresión era sombría—. Elvirus ya se ha propagado, Robert. Lo

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hizo hace una semana.—Eso no puede ser cierto —

contestó Langdon—. Mañana es el día.Zobrist incluso hizo una placa con lafecha.

—Sí, he visto la placa en el agua.—Entonces sabrás que estaba

obsesionado con que el día fueramañana.

Sienna suspiró.—Robert, conocía bien a Bertrand,

mejor de lo que te he dado a entender.Era un científico, una persona orientadaa los resultados. Ahora me doy cuentade que la fecha de la placa no es la de laliberación del virus. Es otra cosa, algo

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más importante para su objetivo.—¿Y eso es…?De pie en el bote, Sienna se lo

quedó mirando fijamente y dijo consolemnidad:

—Es una fecha de saturación global;una proyección matemática del día en elque su virus se habrá propagado portodo el mundo y habrá infectado a todala población.

Esa perspectiva provocó unestremecimiento en Langdon y, sinembargo no pudo evitar la sospecha deque Sienna mentía. Esa historia conteníaun fallo crucial, y ella ya habíademostrado que era capaz de mentir

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sobre cualquier cosa.—Hay un problema, Sienna —dijo,

mirándola—. Si esta plaga ya se haextendido por todo el mundo, ¿por quéla gente no está muriendo?

—Porque… —comenzó a decir. Sele había hecho un nudo en la garganta ysus ojos volvían a estar llenos delágrimas—. Bertrand no creó una plaga.Creó algo mucho más peligroso.

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A pesar del oxígeno que respiraba através de la mascarilla, ElizabethSinskey se sentía algo mareada. Habíanpasado cinco minutos desde que losdispositivos PCR de Brüder habíanrevelado la aterradora verdad.

«La ventana de contención se hacerrado hace solamente una hora.»

Al parecer, la bolsa de Solublon sehabía disuelto en algún momento de lasemana anterior, probablemente la noche

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inaugural del ciclo de conciertos (puesSinskey había descubierto que habíanestado tocando la Sinfonía Dante lasúltimas siete noches). Los pocos restosde Solublon que colgaban de la correano se habían deshecho porque les habíanaplicado una capa adhesiva para fijarmejor la bolsa al broche.

«El agente infeccioso se propagóhace una semana.»

Sin posibilidad ya de aislar elpatógeno, los agentes de la unidad AVI,encorvados sobre las muestras en elimprovisado laboratorio de la cisterna,habían iniciado el protocolo habitual:análisis, clasificación y valoración de la

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amenaza. Hasta el momento, lasunidades PCR sólo habían revelado unaúnica información sólida, y eldescubrimiento no sorprendió a nadie.

«Ahora el virus se transmite por elaire.»

El contenido de la bolsa de Solublonhabía emergido a la superficie y laspartículas virales se habían diseminadopor la atmósfera. «No deben de haberhecho falta muchas —sabía Sinskey—.Sobre todo en una zona tan cerrada.»

A diferencia de una bacteria o de unpatógeno químico, los virus setransmiten a mucha velocidad, y tienenuna gran capacidad de penetración en la

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población. De comportamientoparasitario, los virus entran en losorganismos y se adhieren a una célulahuésped mediante un proceso llamadoadsorción. Entonces inyectan su propioADN o ARN en la célula para reclutarlay obligarla a reproducir múltiplesversiones. Una vez que existensuficientes copias, las nuevas partículasdel virus matan la célula y atraviesan lapared celular en busca de nuevas célulashuésped a las que atacar y repetir así elproceso.

Al exhalar o estornudar, el individuoinfectado expulsa gotitas respiratoriasfuera del cuerpo que permanecen

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suspendidas en el aire hasta que soninhaladas por otra persona. Entonces elproceso vuelve a comenzar.

«Zobrist está utilizando elcrecimiento exponencial de los viruspara combatir el de la gente», pensóSinskey, y recordó los gráficos queilustraban el crecimiento de lapoblación humana.

La cuestión candente ahora era:¿Cómo se comportaría el virus?

Dicho fríamente: «¿Cómo atacará asu huésped?»

El Ébola deteriora la capacidad decoagular de la sangre, lo cual causa quelas hemorragias sean imparables. El

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hantavirus provoca fallos en lospulmones. Toda una serie de virusconocidos como oncovirus soncancerígenos. Y el VIH ataca el sistemainmunológico, provocando laenfermedad del sida. No era ningúnsecreto en la comunidad médica que, dehaber sido transmisible por el aire, elVIH habría supuesto la extinción de lapoblación.

«Así pues, ¿qué diantre hace el virusde Zobrist?»

Estaba claro que los efectostardaban en salir a la luz… Loshospitales cercanos no habían informadoacerca de ningún paciente con síntomas

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fuera de lo normal.Impaciente por obtener alguna

respuesta, Sinskey se dirigió allaboratorio improvisado y vio a Brüdercerca de la escalera. Había conseguidoencontrar una débil señal y estabahablando por el móvil en voz baja.

Ella llegó a su lado justo cuandoestaba terminando la llamada.

—Está bien. Comprendido —dijo elagente. La expresión de su rostro seencontraba entre la incredulidad y elterror—. Y, de nuevo, no puedo hacersuficiente hincapié en laconfidencialidad de esta información.Sólo para tus ojos. Llámame cuando

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sepas algo más. Gracias. —Y colgó.—¿Qué sucede? —preguntó Sinskey.Brüder exhaló lentamente.—Acabo de hablar con un antiguo

amigo mío. Un importante virólogo delCDC de Atlanta.

—¿Ha alertado al CDC sin miautorización?

—He tenido que tomar una decisión—respondió—. Mi contacto serádiscreto, y vamos a necesitar mejorinformación de la que podemos obteneren este laboratorio improvisado.

La doctora echó un vistazo alpuñado de agentes de la unidad AVI queestaban tomando muestras de agua

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encorvados sobre aparatos electrónicosportátiles. «Tiene razón.»

—Mi contacto del CDC —prosiguióBrüder— se encuentra en un laboratoriomicrobiológico completamente equipadoy ya ha confirmado la existencia de unpatógeno viral muy contagioso y nuncaantes visto.

—¡Un momento! —le interrumpióSinskey—. ¿Cómo ha podido enviarleuna muestra tan de prisa?

—No lo he hecho —dijo Brüder enun tono seco—. Mi amigo ha analizadosu propia sangre.

Sinskey sólo necesitó un momentopara asimilar la información.

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«Ya es global.»

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Langdon caminaba con lentitud. Sesentía extrañamente incorpóreo, como sise encontrara en una pesadillademasiado real. «¿Qué puede ser máspeligroso que una plaga?»

Sienna no había dicho nada másdesde que había bajado del bote. Sehabía limitado a indicarle que lasiguiera por un tranquilo sendero degrava para alejarse del mar y de lamultitud.

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Aunque había dejado de llorar,Langdon podía percibir el torrente deemociones que la embargaban. A lolejos se oían sirenas, pero Siennaparecía absorta en sus pensamientos.Caminaba con la mirada puesta en elsuelo, aparentemente hipnotizada por elrítmico crujido de la grava bajo suspies.

Entraron en un pequeño parque y lajoven le condujo a una densa arboledaen la que se refugiaron del mundosentándose en un banco con vistas almar. En la orilla de enfrente, la antiguaTorre de Gálata relucía sobre lastranquilas residencias que salpicaban la

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ladera de la colina. El mundo parecíapacífico desde aquí. Algo muy distintode lo que debía de estarse viviendo enla cisterna, imaginó Langdon. Sinskey yla unidad AVI ya se habrían dado cuentade que habían llegado demasiado tardepara detener la plaga.

A su lado, Sienna miraba el mar.—No tengo mucho tiempo, Robert

—dijo—. Las autoridades no tardaránen encontrarme. Pero antes de que lohagan, necesito que oigas la verdad.Toda.

Langdon asintió en silencio.La joven se secó los ojos y cambió

de posición para mirarle de frente.

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—Bertrand Zobrist… —comenzó adecir—. Fue mi primer amor. Y seconvirtió en mi mentor.

—Ya me lo han dicho, Sienna —dijoLangdon.

Ella lo miró desconcertada, perosiguió hablando como si temiera perderel impulso.

—Le conocí a una edadimpresionable, y me cautivaron tanto susideas como su intelecto. Bertrand creía,como yo, que nuestra especie seencuentra al borde del colapso y que seencamina a un final terrible con másrapidez de la que nadie se atreve aaceptar.

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Langdon no contestó.—Me pasé toda la infancia —dijo

Sienna— queriendo salvar el mundo. Ylo único que me decían era: «No puedeshacerlo, así que no sacrifiques tufelicidad intentándolo.» —Se quedó unmomento callada. Parecía estarconteniendo las lágrimas—. Y entoncesconocí a Bertrand, un hombre hermoso ybrillante que no sólo me dijo que salvarel mundo era posible, sino que hacerloera un imperativo moral. Más adelante,me presentó a todo un círculo deindividuos con la misma mentalidad.Gente de capacidades e intelectosasombrosos; gente que realmente podía

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cambiar el futuro. Por primera vez en lavida no me sentí sola, Robert.

El dolor en sus palabras erapalpable.

—He vivido algunas cosas terribles—prosiguió Sienna con voz cada vezmás quebrada—. Cosas que me hacostado superar. —Apartó la mirada yse pasó la palma por el cuero cabelludo.Luego se recompuso y volvió a mirarle—. Y quizá por eso lo único que meimpulsa a seguir adelante es la creenciade que somos capaces de mejorar y detomar medidas para evitar un futurocatastrófico.

—¿Y Bertrand también lo creía? —

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preguntó Langdon.—Sí. Tenía una fe ilimitada en la

humanidad. Era un transhumanista quecreía que vivimos en el umbral de unabrillante edad «posthumana»; una era deauténtica transformación. Tenía la mentede un futurista y unos ojos que veían lascosas de un modo que pocos podíansiquiera imaginar. Comprendía elincreíble poder de la tecnología yopinaba que, en varias generaciones,nuestra especie sería por completodistinta. Habríamos mejoradogenéticamente, y seríamos más sanos,más listos, más fuertes e incluso máscompasivos. —Se detuvo un momento

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—. Sólo había un problema. No creíaque nuestra especie fuera a vivir eltiempo suficiente para darse cuenta deesa posibilidad.

—Debido a la superpoblación —dijo Langdon.

Ella asintió.—La catástrofe malthusiana.

Bertrand solía decirme que se sentíacomo san Jorge intentando matar unmonstruo ctónico.

Langdon no entendió a qué serefería.

—¿La Medusa?—Metafóricamente, sí. La Medusa y

todas las deidades ctónicas viven bajo

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tierra porque están asociadas con laMadre Tierra. Aunque de maneraalegórica, los monstruos ctónicos sonsiempre símbolos de…

—Fertilidad —dijo Langdon,sorprendido de que el paralelismo no sele hubiera ocurrido antes. «Fecundidad.Población.»

—Sí, fertilidad —respondió Sienna—. Bertrand utilizaba el término«monstruo ctónico» para referirse a laapocalíptica amenaza de nuestra propiafecundidad. Describía lasobreproducción de descendientes comoun monstruo acechando en el horizonte.Un monstruo que había que contener en

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seguida, antes de que nos consumiera atodos.

«Nuestra propia virilidad nosacecha —cayó en la cuenta Langdon—.El monstruo ctónico.»

—¿Y Bertrand Zobrist cómopretendía combatir a este monstruo?

—Por favor, comprende —dijo ellaa la defensiva— que no se trata deproblemas de fácil solución. El triaje essiempre un proceso complicado. Elhombre que le corta una pierna a un niñode tres años es un horrible criminal…,hasta que se trata de un doctor que losalva de la gangrena. A veces, la únicaopción es el menor de dos males. Creo

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que Bertrand tenía un objetivo noble,pero sus métodos… —Apartó la mirada.Parecía estar a punto de romper a llorar.

—Sienna —susurró Langdon—,necesito comprender todo esto. Necesitoque me expliques lo que ha hechoBertrand. ¿Qué ha propagado?

Sienna volvió a mirarle. Sus suavesojos marrones irradiaban un oscuromiedo.

—Un virus —susurró—. Un tipo devirus muy especial.

Langdon contuvo la respiración.—Cuéntame.—Bertrand creó algo conocido

como vector viral. Es un virus diseñado

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para instalar información genética en lacélula que ataca. —Sienna se detuvo unmomento para dejar que el profesorprocesara la idea—. En vez de matar lacélula huésped, el vector viral le insertauna determinada información genética ymodifica su genoma.

A Langdon le costaba entender loque quería decir. «¿Este virus cambianuestro ADN?»

—La naturaleza insidiosa de estevirus —prosiguió Sienna— es queninguno de nosotros sabe si estáinfectado. Nadie enferma. No provocaningún síntoma externo de que nos estácambiando genéticamente.

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Por un momento, Langdon pudo notarcómo la sangre corría por sus venas.

—¿Y qué cambios hace?Sienna cerró un momento los ojos.—Robert —susurró—, en cuanto

este virus fue liberado en la laguna de lacisterna, comenzó una reacción encadena. Todas las personas que seencontraban dentro y respiraron el airese infectaron y se convirtieron enhuéspedes del virus; cómplices que, sinsaberlo, transfirieron el virus a otros,iniciando una proliferación exponencialde la enfermedad que, a estas alturas, yahabrá asolado el planeta como si fueraun incendio forestal. Ahora el virus ya

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ha penetrado en toda la poblaciónmundial. Tú, yo… todo el mundo.

Langdon se levantó y comenzó a darvueltas frenéticamente de un lado a otro.

—¿Y qué nos hace? —preguntó denuevo.

Sienna se quedó callada un largomomento.

—El virus tiene la capacidad devolver el cuerpo humano… estéril. —Seremovió incómoda en el banco—.Bertrand creó una plaga que causainfertilidad.

Sus palabras fueron un mazazo paraLangdon. «¿Un virus que nos vuelveinfértiles?» Langdon conocía la

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existencia de virus que podían causaresterilidad, pero un patógenotransmisible por el aire y altamentecontagioso que pudiera hacerlo mediantealteración genética parecía algo de otromundo, como salido de una distopíafuturista de Orwell.

—Bertrand solía teorizar acerca deun virus así —dijo Sienna—, pero nuncaimaginé que intentara crearlo de verdad.Y mucho menos que tuviera éxito.Cuando recibí su carta y descubrí lo quehabía hecho, me quedé conmocionada.Le busqué desesperadamente parasuplicarle que destruyera su creación.Pero llegué demasiado tarde.

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—Un momento —la interrumpióLangdon, capaz al fin de hablar—. Si elvirus vuelve a todo el mundo infértil, nohabrá nuevas generaciones, y la razahumana comenzará a extinguirse…desde hoy mismo.

—Correcto —respondió ella conapenas un hilo de voz—. Pero elobjetivo de Bertrand no era la extinción.Más bien al contrario. Por eso creó unvirus que se activa de forma aleatoria.Aunque Inferno ya es endémico en elADN de todos los seres humanos y lotransmitiremos a todas las generacionesfuturas, sólo se «activará» en un ciertoporcentaje de personas. En otras

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palabras, todo el mundo es portador delvirus, pero sólo causará esterilidad enuna parte de la población seleccionadaal azar.

—¿Qué parte? —Langdon se oyópreguntar a sí mismo, sin creer siquieraque estuviera haciendo esa pregunta.

—Bueno, como sabes, Bertrandestaba obsesionado con la Peste Negra,la plaga que arrasó indiscriminadamenteun tercio de la población europea. Lanaturaleza, creía él, sabía cómo purgarsea sí misma. Cuando se puso a hacercálculos sobre la infertilidad, seemocionó al descubrir que esamortalidad de uno de cada tres parecía

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ser la proporción exacta para cribar lapoblación humana y reducirla a unacantidad aceptable.

«Eso es monstruoso», pensóLangdon.

—La Peste Negra purgó lapoblación y allanó el camino para elRenacimiento —dijo ella—. Bertrandc r e ó Inferno como una especie decatalizador para la renovación global.Una Peste Negra transhumanista. Ladiferencia es que, en vez de perecer,aquellos en quienes se manifieste laenfermedad simplemente no tendránhijos. Si el virus de Bertrand haarraigado, un tercio de la población es

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ahora estéril. Y así será ya siempre. Suefecto será similar al de un genrecesivo, que se transmite a toda ladescendencia, pero sólo ejerce suinfluencia en un pequeño porcentaje dela misma.

Sienna prosiguió. Le habíancomenzado a temblar las manos.

—En la carta que me escribió,Bertrand se mostraba muy orgulloso.Decía que consideraba Inferno unasolución muy elegante y humana alproblema. —En los ojos de Siennavolvieron a aparecer lágrimas, que sesecó—. Ciertamente, comparado con lavirulencia de la Peste Negra he de

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admitir que en su enfoque hay ciertacompasión. No habrá hospitalessaturados con enfermos y moribundos, nicadáveres descomponiéndose en lascalles, ni supervivientes llorando lamuerte de sus seres queridos.Simplemente, los seres humanosdejaremos de tener tantos bebés.Nuestro planeta experimentará unaconstante reducción del índice denatalidad hasta que la curva de lapoblación se invierta y la cantidad totalcomience a decrecer. —Hizo una pausa—. El resultado será mucho más potenteque el de la peste. Ésta sólo redujo lacantidad de forma temporal, provocando

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una breve caída en el gráfico de laexpansión humana. Con Inferno,Bertrand ha creado una solución a largoplazo, permanente. Una solucióntranshumanista. Era un ingeniero de lalínea germinal. Se dedicaba a solucionarlos problemas de raíz.

—Es terrorismo genético… —susurró Langdon—. Cambia lo quesomos y hemos sido siempre al nivelmás fundamental.

—Bertrand no lo veía así. Él soñabacon enmendar el defecto fundamental dela evolución humana: el hecho de quenuestra especie es demasiado prolífica.Somos un organismo que, a pesar de

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poseer un intelecto sin igual, no puedecontrolar su cantidad. No importan losesfuerzos educativos de nuestrosgobiernos en materia de contracepción.Seguimos teniendo bebés lo queramos ono. ¿Sabías que el CDC acaba deanunciar que casi la mitad de losembarazos en todo Estados Unidos sonno deseados? En los paísessubdesarrollados ese porcentaje llega alsetenta por ciento.

Langdon había visto esasestadísticas y, sin embargo, sóloentonces comenzaba a entender susimplicaciones. Como especie, el serhumano se comportaba como los conejos

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que fueron introducidos en determinadasislas del Pacífico, que se reprodujeronsin control hasta que diezmaron suecosistema y finalmente se extinguieron.

«Bertrand Zobrist ha rediseñadonuestra especie para salvarnos,transformándonos en una poblaciónmenos fértil.»

Langdon respiró hondo y se quedómirando el Bósforo. Se sentía tan a laderiva como los botes que veía a lolejos. Las sirenas procedentes de losmuelles se oían cada vez más fuerte, ytuvo la sensación de que el tiempo seagotaba.

—Lo más aterrador de todo —dijo

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Sienna— no es que Inferno causeesterilidad, sino que tenga la capacidadde hacerlo. Un vector viral transmisiblepor el aire es un importante saltocualitativo. Se avanza muchos años a sutiempo. Bertrand nos ha sacado de laedad media de la ingeniería genética ynos ha transportado directamente alfuturo. Ha desentrañado el procesoevolucionario y le ha proporcionado a lahumanidad la capacidad de redefinir laespecie. Pandora ha abierto la caja, y yano hay modo de volver a cerrarla.Bertrand ha creado las claves paramodificar la raza humana. Que Dios seapiade de nosotros si esas claves caen

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en las manos equivocadas. Estatecnología no debería haber sido creada.En cuanto leí la carta en la que Bertrandme explicaba que había conseguido suobjetivo, la quemé. Y luego me prometíencontrar su virus y destruir todo rastrode él.

—No lo entiendo —declaróLangdon con voz enojada—. Si queríasdestruir el virus, ¿por qué no cooperastecon la doctora Sinskey y la OMS?Deberías haber llamado al CDC, o aalguien.

—¡No lo dirás en serio! ¡Lasagencias gubernamentales deberían serlas últimas entidades en el mundo con

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acceso a esta tecnología! Piensa en ello,Robert. A lo largo de la historia de lahumanidad, todo descubrimientocientífico innovador ha sido convertidoen un arma, del simple fuego a la energíanuclear, y casi siempre en las manos dealgún poderoso gobierno. ¿De dónde tecrees que provienen nuestras armasbiológicas? Tienen su origen eninvestigaciones hechas en lugares comola OMS y el CDC. La tecnología deBertrand (un virus pandémico utilizadocomo vector genético) es el arma máspoderosa jamás creada. Allana elcamino a horrores que no podemos niimaginar, como armas biológicas

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dirigidas a sectores específicos. Imaginaun patógeno que atacara sólo a aquellaspersonas cuyo código genéticocontuviera ciertos rasgos. ¡Permitiríauna limpieza étnica total a nivelgenético!

—Entiendo tus preocupaciones,Sienna, de verdad, pero esta tecnologíatambién se puede utilizar para el bien,¿no? ¿No es este descubrimiento unregalo caído del cielo para la medicinagenética? Permitiría una nueva forma desuministrar vacunas a nivel global, ¿no?

—Quizá, pero he aprendido aesperar lo peor de la gente que ostentael poder.

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En la distancia, Langdon oyó elzumbido de un helicóptero. Echó unvistazo al Bazar de las Especias a travésde los árboles y vio las luces enmovimiento de un aparato quesobrevolaba la colina en dirección a losmuelles.

Sienna se puso tensa.—Tengo que irme —dijo,

poniéndose en pie y mirando hacia eloeste, en dirección al puente Atatürk—.Creo que puedo cruzar el puente a pie, yde ahí…

—No te vas a ir, Sienna —dijo élcon firmeza.

—Robert, he regresado porque creía

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que te debía una explicación. Ahora yala tienes.

—No, Sienna —insistió él—. Hasregresado porque te has pasado toda lavida huyendo y finalmente te has dadocuenta de que ya no puedes hacerlo más.

La joven pareció hacerse pequeña.—¿Qué otra opción tengo? —

preguntó mientras miraba loshelicópteros buscándola en el mar—. Encuanto me encuentren me meterán enprisión.

—No has hecho nada malo. No hassido tú quien ha creado este virus, nitampoco quien lo ha liberado.

—Cierto, pero he hecho todo lo

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posible para evitar que la OrganizaciónMundial de la Salud lo encontrara. Si notermino en una prisión turca, acabarésiendo juzgada por algún tipo de tribunalinternacional acusada de terrorismobiológico.

El zumbido del helicóptero era cadavez más fuerte. Langdon se volvió hacialos muelles. El aparato permanecíasuspendido sobre el mar. Sus hélicesagitaban fuertemente las aguas mientrasinspeccionaban los botes, iluminándoloscon potentes focos.

Sienna parecía estar a punto de salircorriendo.

—Por favor, escucha —dijo

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Langdon, suavizando su tono de voz—.Sé que has pasado por muchas cosas yque estás asustada, pero tienes queconsiderar la situación en su conjunto.Fue Bertrand quien creó este virus. Túhas intentando detenerlo.

—Pero he fracasado.—Sí, y ahora que el virus se ha

propagado, las comunidades científica ymédica necesitarán comprender sucomportamiento. Tú eres la únicapersona que sabe algo al respecto.Puede que haya algún modo deneutralizarlo, o de hacerse inmune a él.—Langdon la atravesaba con la mirada—. Sienna, el mundo necesita saber lo

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que tú sabes. No puedes desaparecer.El delgado cuerpo de Sienna

temblaba como si las compuertas delpesar y la incerteza estuvieran a puntode abrirse de golpe.

—Robert, y… yo no sé qué hacer.Ni siquiera sé quien soy. Mírame. —Sellevó una mano a la calva—. Me heconvertido en un monstruo. ¿Cómopuedo…?

Langdon dio un paso adelante y larodeó con los brazos. Podía sentir eltemblor de su frágil cuerpo contra elpecho.

—Sienna, sé que quieres huir, perono te lo voy a permitir. Tarde o

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temprano tienes que confiar en alguien—le susurró al oído.

—No puedo. —Estaba sollozando—. No sé si sabré cómo hacerlo.

Langdon la abrazó con fuerza.—Empieza poco a poco. Con un

pequeño paso. Confía en mí.

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El agudo ruido del metal golpeando elfuselaje del C-130 sin ventanillassobresaltó al preboste. Alguien estaballamando a la compuerta del avión conla culata de una pistola.

—Que todo el mundo permanezca ensu sitio —ordenó el piloto del aviónmientras se dirigía hacia a la puerta—.Es la policía turca. Ha venido hasta elavión.

El preboste y Ferris intercambiaron

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una rápida mirada.A juzgar por las llamadas de pánico

del personal de la OMS que estaba abordo, el preboste tenía la sensación deque la misión de contención habíafracasado. «Zobrist ha llevado a cabo suplan —pensó—. Y mi empresa lo hahecho posible.»

Al otro lado de la compuerta seoyeron unas autoritarias voces en turco.

El preboste se puso en pie de unsalto.

—¡No abra la puerta! —le ordenó alpiloto.

Éste se detuvo y se volvió hacia elpreboste.

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—¿Por qué no debería hacerlo?—La OMS es una organización

internacional —respondió el preboste—, y este avión es territorio soberano.

El piloto negó con la cabeza.—Señor, este avión se encuentra en

un aeropuerto turco, y hasta que salga desu espacio aéreo está sujeto a las leyesdel país. —El piloto extendió la mano yabrió la compuerta.

Aparecieron dos hombresuniformados. En su serio semblante nose apreciaba el menor atisbo deindulgencia.

—¿Quién es el comandante de esteavión? —preguntó uno con marcado

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acento turco.—Yo —dijo el piloto.Un agente le dio dos hojas al piloto.—Órdenes de arresto. Estos dos

pasajeros tienen que venir con nosotros.El piloto echó un vistazo a las hojas

y se volvió hacia el preboste y Ferris.—Llame a la doctora Sinskey —

ordenó el preboste al piloto de la OMS—. Estamos en una misión deemergencia internacional.

Uno de los agentes miró al prebostecon expresión burlona.

—¿La doctora Elizabeth Sinskey?¿La directora de la OMS? Ha sido ellaquien ha ordenado su arresto.

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—Eso es imposible —respondió elpreboste—. El señor Ferris y yo hemosvenido aquí a Turquía para ayudarla.

—Pues no deben de estar haciéndoloustedes demasiado bien —respondió elsegundo agente—. La doctora Sinskey seha puesto en contacto con nosotros y lesha acusado de formar parte de uncomplot bioterrorista en territorio turco.—Cogió unas esposas—. Debemosllevarles a ambos a comisaría para quelos interroguen.

—¡Exijo un abogado! —exclamó elpreboste.

Treinta segundos después, él yFerris habían sido esposados, les habían

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conducido a la fuerza por la pasarela delavión y les habían metido a empujonesen el asiento trasero de un coche negro.Luego el automóvil arrancó y recorrió lapista hasta un remoto rincón delaeropuerto donde la alambrada habíasido cortada y abierta para permitir quepasara el vehículo. Una vez fuera delperímetro, atravesó un polvorientodescampado con maquinaria de aviaciónaveriada y, finalmente, se detuvo junto aun viejo edificio de servicios.

Los dos hombres uniformadossalieron del coche e inspeccionaron lazona. Cuando estuvieron seguros de queno les habían seguido, se quitaron los

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uniformes de policía y los tiraron. Luegosacaron al preboste y a Ferris del cochey les quitaron las esposas.

Mientras se frotaba las muñecas, elpreboste se dio cuenta de que no se ledaría demasiado bien estar encautividad.

—Las llaves del coche están debajode la alfombrilla —dijo uno de losagentes, señalando una furgoneta blanca—. En el asiento trasero hay una bolsacon todo lo que ha pedido:documentación, dinero en efectivo,teléfonos de prepago, ropa, y otras cosasque hemos creído que le irían bien.

—Gracias —dijo el preboste—. Son

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buenos.—Hemos recibido buen

entrenamiento, señor.Tras lo cual, los dos turcos se

volvieron a meter en el coche negro y semarcharon.

«Sinskey no iba a dejar que meescapara», se recordó a sí mismo elpreboste. Se había dado cuenta duranteel vuelo a Turquía y había alertado pore-mail a la sucursal local del Consorcio,indicando que él y Ferris necesitaríanque los rescataran.

—¿Crees que nos buscará? —preguntó Ferris.

—¿Sinskey? —El preboste asintió

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—. Sin duda, pero sospecho que ahoramismo tiene otras preocupaciones.

Los dos hombres subieron a lafurgoneta blanca, y el preboste repasó elcontenido de la bolsa para comprobarque la documentación estuviera enorden. Vio también una gorra de béisboly, al cogerla, encontró dentro unapequeña botella de Highland Park deuna sola malta.

«Estos tipos son buenos.»El preboste miró el líquido de color

ámbar y se dijo que debería esperarhasta el día siguiente. Luego visualizó labolsa de Solublon de Zobrist y sepreguntó cómo sería ese día siguiente.

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«He roto mi regla cardinal —pensó—. He delatado a mi cliente.»

El preboste se sentía extrañamente ala deriva, consciente de que en lospróximos días las noticias de unacatástrofe en la que él habíadesempeñado un papel muy significativoinundarían el mundo. «Esto no habríapasado sin mi ayuda.»

Por primera vez en su vida, dejó deparecerle que la ignorancia leproporcionara carta blanca moral. Susdedos rompieron el sello de la botellade whisky.

«Disfrútalo —se dijo a sí mismo—.De un modo u otro, tienes los días

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contados.»Le dio un largo trago a la botella y

sintió la calidez en su garganta.De repente, la oscuridad se iluminó

con los focos y la luz estroboscópicaazul de los coches de policía que losrodeaban por todas partes.

El preboste miró con ansia en todasdirecciones, y luego se quedó inmóvil.

«No hay escapatoria.»Mientras los agentes de policía

turcos se acercaban a la furgoneta conlos rifles en alto, el preboste le dio unúltimo trago a la botella de HighlandPark y lentamente levantó las manos porencima de la cabeza.

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Sabía que esa vez los agentes noeran de los suyos.

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El consulado suizo en Estambul seencuentra en un ultramoderno yreluciente rascacielos situado en elnúmero uno de la plaza Levent. Enmedio del perfil de la antiguametrópolis, la cóncava fachada decristal azul del edificio parece unmonolito futurista.

Había pasado casi una hora desdeque Sinskey había dejado la cisternapara establecer un puesto de comando

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temporal en las oficinas del consulado.Las estaciones de noticias locales nodejaban de informar de la estampida quehabía tenido lugar durante lainterpretación de la Sinfonía Dante deLiszt. Todavía no disponían de losdetalles, pero la presencia de un equipomédico internacional con trajes deprotección contra materiales peligrososhabía desatado todo tipo deespeculaciones.

Sinskey miró las luces de la ciudadpor la ventana y se sintió completamentesola. En un gesto reflejo, se llevó lamano al cuello para tocar su amuleto,pero ya no estaba. Las dos mitades del

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talismán roto descansaban sobre suescritorio.

La directora de la OMS acababa decoordinar la celebración de una serie dereuniones de emergencia que tendríanlugar en Ginebra dentro de unas horas.Especialistas de varias agencias yaestaban de camino, y ella misma teníaplaneado tomar un avión en breve parainformarles de la situación. Por suerte,alguien del personal nocturno le habíallevado una humeante taza de auténticocafé turco, que había ingeridorápidamente.

Un joven empleado del consulado seasomó por la puerta abierta.

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—¿Señora? Robert Langdon estáaquí.

—Gracias —contestó ella—. Hágalepasar.

Veinte minutos antes, Langdon sehabía puesto en contacto con ella porteléfono y le había explicado que SiennaBrooks había robado un bote y habíahuido por mar. A Sinskey ya le habíandado esa noticia las autoridades, queseguían inspeccionando la zona sinéxito.

Cuando el alto profesornorteamericano apareció en la puerta,ella casi no le reconoció. Llevaba eltraje sucio, iba con el cabello

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desgreñado y en sus ojos hundidos eraevidente la fatiga.

—¿Está bien, profesor? —Sinskeyse puso en pie.

Langdon le sonrió.—He tenido mejores noches.—Por favor —dijo ella—, siéntese.—El agente infeccioso de Zobrist —

comenzó a decir Langdon sin máspreámbulo en cuanto se sentó—. Creoque fue liberado hace una semana.

Sinskey asintió con expresiónpaciente.

—Sí, hemos llegado a la mismaconclusión. Todavía desconocemoscuáles son sus síntomas, pero hemos

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aislado muestras y ya estamosrealizando pruebas intensivas. Puedeque tardemos días o semanas endescubrir en qué consiste realmente estevirus y cuáles son sus efectos.

—Es un vector viral —dijo él.Sinskey ladeó la cabeza, extrañada

de que Langdon conociera el término.—¿Cómo dice?—Zobrist creó un vector viral

transmisible por el aire y capaz demodificar el ADN humano.

«¡Eso ni siquiera es posible!», pensóSinskey poniéndose en pie de golpe yvolcando la silla.

—¿Qué le hace pensar eso?

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—Sienna —respondió él sin perderla calma—. Ella me lo ha dicho hacemedia hora.

Sinskey apoyó las manos sobre elescritorio y se quedó mirando a Langdoncon repentina desconfianza.

—¿No se había escapado?—Así es —respondió él—. Había

conseguido escapar y se alejaba por elmar en un bote. Podría haberdesaparecido para siempre. Pero se loha pensado mejor. Y ha regresado porvoluntad propia. Ahora quiere ayudar.

A la doctora se le escapó unaestentórea risa.

—Perdone que no confíe en la

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señorita Brooks. Y menos todavía sirealiza afirmaciones tan inverosímiles.

—Yo la creo —dijo Langdon confirmeza—. Y si asegura que se trata deun vector viral, creo que será mejor quese la tome en serio.

Mientras analizaba las palabras deLangdon, Sinskey sintió el peso delcansancio acumulado. Se acercó a laventana y miró la ciudad. «¿Un vectorviral que modifica el ADN?» Porimprobable y aterradora que fuera esaperspectiva, tenía que admitir que habíaen ello una lógica siniestra. Después detodo, Zobrist era un ingeniero genético ysabía de primera mano que la ligera

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mutación de un único gen podía tenerefectos catastróficos en el cuerpo(cáncer, fallo de órganos o afeccionessanguíneas). Incluso una enfermedad tanabominable como la fibrosis quística —que ahoga a la víctima en mucosidad—está causada por una minúsculaalteración en un gen regulador delcromosoma siete.

Los especialistas habían comenzadoa tratar estos trastornos genéticos conrudimentarios vectores virales queinyectaban directamente en el paciente.Esos virus no contagiosos estabanprogramados para viajar a través delcuerpo del paciente e instalar ADN de

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reemplazo que corregía las seccionesdeterioradas. Sin embargo, esta nuevaciencia, como todas, tenía un ladooscuro. Los efectos de un vector viralpodían ser favorables o destructivos,dependiendo de las intenciones delingeniero. Si se programaba para queinsertara ADN deteriorado en célulassanas, el resultado podía ser devastador.Y, si de algún modo ese virusdestructivo se diseñaba para seraltamente contagioso y transmisible porel aire…

La perspectiva hizo que Sinskey seestremeciera. «¿Qué horror genético hacreado Zobrist? ¿Cómo planea purgar la

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superpoblación humana?»La doctora sabía que encontrar la

respuesta podía llevarles semanas. Elcódigo genético humano contenía unlaberinto aparentemente infinito depermutaciones químicas. Examinarlo porcompleto para encontrar la alteraciónespecífica que había realizado Zobristsería como buscar una aguja en unpajar…, sin saber siquiera en quéplaneta se encontraba.

—Elizabeth. —La profunda voz deLangdon la hizo volver en sí.

Sinskey apartó la mirada de laventana y se volvió hacia él.

—¿Me ha oído? —preguntó

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Langdon, todavía sentado y en calma—.Sienna quiere destruir este virus tantocomo usted.

—Sinceramente, lo dudo.Langdon exhaló un suspiro y se puso

en pie.—Creo que primero debería

escucharme. Poco antes de morir,Zobrist le escribió una cartaexplicándole lo que había hecho. En estacarta le contaba con todo detalle cómose comportaría el virus, cómo nosatacaría y cómo conseguiría susobjetivos.

Sinskey se quedó petrificada. «¡¿Hayuna carta?!»

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—Al leer la descripción que Zobristhacía de su creación, Sienna horrorizó.Quiso detenerlo. Consideraba el virustan peligroso que no quería que nadietuviera acceso a él, ni siquiera laOrganización Mundial de la Salud. ¿Nose da cuenta? Sienna intentaba destruirel virus…, no liberarlo.

—¿Hay una carta con lascaracterísticas del virus? —preguntóSinskey.

—Eso es lo que Sienna me ha dicho,sí.

—¡Necesitamos esa carta! Nosahorraría meses de investigaciones paracomprender qué es esta cosa y cómo

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debemos tratarla.Langdon negó con la cabeza.—El problema es que, como he

dicho, Sienna se horrorizó y decidióquemarla. Quería estar segura de quenadie…

Sinskey dio un golpe en el escritoriocon la palma de la mano.

—¿Destruyó la única cosa que nospodría ayudar y quiere que confíe enella?

—Sé que, a la luz de sus actos, esoes pedir mucho, pero en vez decastigarla, convendría recordar queSienna posee un intelecto único. Y unamemoria increíble. —Langdon se detuvo

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un momento—. ¿Si ella misma pudieraexplicarle lo más importante delcontenido de la carta de Zobrist no leresultaría útil?

Sinskey entrecerró los ojos y asintióligeramente.

—Está bien, profesor, ¿en ese casoqué sugiere que haga?

Langdon señaló su taza de cafévacía.

—Sugiero que pida más café yescuche la única condición que pideSienna.

A la doctora se le aceleró el pulso yechó un vistazo al teléfono.

—¿Sabe cómo contactar con ella?

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—Sí.—Dígame qué pide.Langdon se lo dijo, y ella se quedó

un momento en silencio, considerando lapropuesta.

—Creo que es lo correcto —dijo elprofesor—. Y, además, usted no tienenada que perder.

—Si todo lo que me está diciendo escierto, le doy mi palabra. —Empujó elteléfono hacia él—. Por favor, haga lallamada.

Para sorpresa de la doctora,Langdon ignoró el teléfono. En vez dellamar, se puso en pie y, tras decirle quevolvería en un minuto, salió por la

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puerta. Desconcertada, Sinskey seasomó al pasillo y le vio cruzar la salade espera del consulado, empujar laspuertas de cristal y salir al rellano. Porun momento, creyó que se estaba yendo,pero en vez de llamar al ascensor, semetió en el baño de señoras.

Un momento después, Langdon saliócon una mujer de unos treinta y pocosaños. La doctora tardó un momento endarse cuenta de que en verdad se tratabade Sienna Brooks. La hermosa mujer decoleta rubia que había visto horas antestenía un aspecto muy distinto. Estabacompletamente calva, como si seacabara de afeitar el cuero cabelludo.

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Langdon y Sienna entraron en eldespacho y, sin decir nada, se sentarondelante del escritorio.

—Discúlpeme —dijo la joven sinmás preámbulo—. Sé que tenemosmuchas cosas pendientes, pero en primerlugar le agradecería que me permitieradecir algo.

La doctora advirtió la tristeza de sutono de voz.

—Por supuesto.—Señora —comenzó a decir con un

hilo de voz—, usted es la directora de laOrganización Mundial de la Salud. Sabemejor que nadie que nuestra especie seencuentra al borde del colapso. La

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cantidad de población está fuera decontrol. Durante años, Bertrand Zobristse puso en contacto con gente influyentecomo usted para tratar la inminencia dela crisis. Visitó incontablesorganizaciones que, según él, podíanhacer algo al respecto (el WorldwatchInstitute, el Club de Roma, PopulationMatters, el Consejo de RelacionesExteriores), pero no encontró a nadieque se atreviera a mantener unaconversación significativa sobre unasolución real. Todos respondieron conplanes para la mejora de la educaciónsexual, incentivos fiscales para lasfamilias poco numerosas o incluso

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proyectos de colonización de la Luna.No es de extrañar que Bertrand perdierala razón.

Sinskey se la quedó mirando. En surostro no se apreciaba ninguna reacción.

Sienna respiró hondo.—Doctora Sinskey, Bertrand acudió

a usted personalmente e intentó hacerlever que estamos al borde del abismo.Quiso mantener un diálogo con usted. Envez de escuchar sus ideas, usted le llamóloco, le incluyó en un listado deterroristas y le empujó a laclandestinidad —dijo la joven en untono de voz quebrado por la emoción—.Bertrand murió solo porque gente como

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usted se negó a abrir su mente y admitirque nuestras catastróficas circunstanciasquizá requieren una solución incómoda.Lo único que Bertrand hizo fue decir laverdad. Y, por ello, fue condenado alostracismo. —Sienna se secó laslágrimas y miró a la doctora Sinskey alos ojos—. Créame, sé lo que es sentirsesola. El peor tipo de soledad en elmundo es la de ser malentendido. Puedellegar a provocar que uno pierda elcontacto con la realidad.

Sienna dejó de hablar, y hubo unsilencio tenso.

—Eso es todo lo que quería decir —susurró Sienna.

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Sinskey la estudió durante un largomomento, y después se sentó.

—Señorita Brooks —dijo, tantranquilamente como le fue posible—,tiene razón. Puede que en el pasado yono haya escuchado. —Cruzó las manosencima del escritorio y miró a Siennadirectamente—. Pero ahora sí lo estoyhaciendo.

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El reloj del vestíbulo del consuladosuizo hacía rato que había marcado launa de la madrugada.

El cuaderno que Sinskey tenía en elescritorio era ahora un batiburrillo detexto, preguntas y diagramas hechos amano. La directora de la OrganizaciónMundial de la Salud llevaba más decinco minutos sin moverse o hablar.Permanecía junto a la ventana,contemplando el cielo nocturno.

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Detrás de ella, Langdon y Siennaesperaban sentados en silencio con lataza de café turco que se acababan detomar todavía en las manos. El fuertearoma de sus sedimentos pulverizados yde los pistachos inundaba la habitación.

El único sonido era el zumbido delas luces fluorescentes del techo.

Sienna podía sentir los latidos de sucorazón y se preguntaba qué estaríapensando la doctora Sinskey ahora queconocía la verdad con todo detalle. «Laplaga de Bertrand es un virus que causainfertilidad. Un tercio de la población sevolverá estéril.»

A lo largo de su explicación, Sienna

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se había ido fijando en la gama deemociones por las que había pasado ladoctora. En primer lugar, sorpresa porel hecho de que Zobrist hubiera creadorealmente un vector viral transmisiblepor el aire. A continuación, vio un fugazsentimiento de esperanza al descubrirque el virus no estaba diseñado paramatar personas. Finalmente, crecientehorror al enterarse de la verdad ydescubrir que grandes porciones de lapoblación de la Tierra se volveríanestériles. Estaba claro que la revelaciónde que el virus atacaba la fertilidadhumana había afectado a Sinskey a unnivel muy personal.

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En el caso de Sienna, la sensaciónpredominante había sido de alivio.Había compartido el contenido completode la carta de Bertrand con la directorade la OMS. «Ya no tengo más secretos.»

—¿Elizabeth? —la llamó Langdon.Sinskey volvió lentamente en sí.

Cuando les miró de nuevo, tenía elrostro lívido.

—Señorita Brooks —comenzó adecir en un tono de voz plano—, lainformación que me acaba desuministrar será muy útil a la hora depreparar una estrategia para lidiar conesta crisis. Agradezco su sinceridad.Como sabe, existe una discusión a nivel

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teórico sobre la posibilidad de utilizarlos vectores virales pandémicos parainmunizar a grandes cantidades depoblación, pero todo el mundo creía quetodavía faltaban muchos años para lacreación de esa tecnología.

La doctora regresó a su escritorio yse sentó.

—Perdone —dijo, negando con lacabeza—. Ahora mismo, todo estotodavía me suena a ciencia ficción.

«No me extraña», pensó Sienna.Todo gran salto cualitativo de lamedicina siempre lo ha parecido: lapenicilina, la anestesia, los rayos X, laprimera vez que un ser humano miró por

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un microscopio y vio cómo se dividíauna célula.

La doctora Sinskey bajó la mirada asu cuaderno.

—En unas pocas horas, viajaré aGinebra y seré avasallada a preguntas.No tengo ninguna duda de que la primeraserá si existe algún modo decontrarrestar los efectos de este virus.

Sienna sospechaba que tenía razón.—E imagino —prosiguió Elizabeth

— que la primera propuesta seráanalizar el virus, comprenderlo lo mejorque podamos y luego intentar diseñaruna segunda cepa que reprogramaremospara que devuelva nuestro ADN a su

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forma original. —Sinskey volvió mirar aSienna. No parecía demasiado optimista—. Que este contravirus sea posibletodavía está por ver pero, hablandohipotéticamente, me gustaría conocer suopinión al respecto.

«¿Mi opinión?» De forma refleja,Sienna se volvió hacia Langdon. Elprofesor asintió, enviándole un mensajemuy claro: «Es tu momento. Di lo quepiensas. Cuenta la verdad tal y como laves.»

Sienna se aclaró la garganta, sevolvió hacia a directora de la OMS yhabló en una voz clara y fuerte.

—Señora, gracias a Bernard,

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conozco el mundo de la ingenieríagenética desde hace muchos años. Comosabe, el genoma humano es unaestructura muy delicada. Un castillo denaipes. Cuantos más ajustes hacemos,mayores son las posibilidades de alterarsin querer la carta equivocada yprovocar que todo se venga abajo. Miopinión personal es que resulta muypeligroso deshacer lo que ya se hahecho. Bertrand era un ingenierogenético de un talento y una visiónexcepcionales. Estaba muchos años pordelante de sus contemporáneos. A estasalturas, no estoy segura de si me fiaríade que alguna otra persona hurgara en el

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genoma humano con la esperanza dearreglarlo. E incluso en el caso de quese diseñara algo que supuestamentefuncionara, probarlo implicaríareinfectar a toda la población con algonuevo.

—Cierto —dijo Sinskey. No parecíamuy sorprendida por lo que acababa deoír—. Aunque, claro, hay una cuestiónmás importante. Puede que ni siquieraqueramos contrarrestarlo.

Sus palabras pillaron a Sienna porsorpresa.

—¿Cómo dice?—Señorita Brooks, puede que no

esté de acuerdo con los métodos de

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Bertrand, pero su análisis del estado delmundo es preciso. El planeta tiene unserio problema de superpoblación. Siconseguimos neutralizar su virus sin unplan alternativo viable, volveremos aestar en la casilla de salida.

El desconcierto de Sienna debió deser evidente porque Sinskey se rió entredientes y añadió:

—¿No esperaba este punto de vista?Sienna negó con la cabeza.—Supongo que ya no sé qué esperar.—Entonces quizá puedo volver a

sorprenderla —continuó Sinskey—.Como he mencionado antes, líderes delas agencias de salud de todo el mundo

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se reunirán en Ginebra dentro de unashoras para tratar esta crisis y elaborarun plan de acción. No recuerdo unencuentro de mayor importancia entodos mis años como directora de laOMS. —Sinskey miró a Siennadirectamente a los ojos—. SeñoritaBrooks, me gustaría que usted asistiera aesta reunión.

—¿Yo? —Sienna reculó en suasiento—. No soy ingeniera genética, yya le he contado todo lo que sé. —Señaló el cuaderno de la doctora—.Todo lo que podía ofrecer está en susnotas.

—Ni mucho menos —la interrumpió

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Langdon—. Sienna, cualquier debatesignificativo sobre el virus requerirácontexto. La doctora Sinskey y su equiponecesitarán desarrollar un marco moraldesde el que elaborar una respuesta aesta crisis. Está claro que, en su opinión,tú te encuentras en una posición únicapara ofrecer eso al diálogo.

—Sospecho que a la OMS no legustará demasiado mi marco moral.

—Probablemente no —respondióLangdon—, lo cual hace todavía másnecesario que vayas. Formas parte deuna nueva línea de pensamiento.Proporcionarás un contrapunto. Puedesayudarles a comprender la forma de

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pensar de visionarios como Bertrand;individuos brillantes cuyas conviccionesson tan fuertes que deciden tomar cartasen el asunto.

—Bertrand no ha sido ni muchomenos el primero.

—No —intervino Sinskey—, ni seráel último. Cada mes, la OMS descubrenuevos laboratorios donde se trabaja encampos controvertidos de la ciencia: dela manipulación de células madrehumanas a la cría de mezclas deespecies que no existen en la naturaleza.Es perturbador. La ciencia progresa tanrápido que nadie sabe ya dónde seencuentran las fronteras.

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Sienna se mostró de acuerdo. Hacíapoco, dos virólogos muy respetados —Fouchier y Kawaoka— habían creado unvirus mutante H5N1 altamente patógeno.A pesar de las intenciones académicasde los investigadores, su nueva creaciónposeía ciertos atributos que alarmaron alos especialistas en bioseguridad ycrearon una gran controversia en la red.

—Me temo que esta situación sólova a ir a más —dijo Sinskey—. Nosencontramos en el umbral de nuevastecnologías que no podemos ni siquieraimaginar.

—Y nuevas filosofías —añadióSienna—. El movimiento transhumanista

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dejará de ser minoritario. Uno de susprincipios fundamentales es que, comoseres humanos, tenemos la obligación departicipar en nuestro procesoevolucionario, de utilizar la tecnologíapara que la especie progrese, y crearseres humanos más sanos, más fuertes ycon cerebros más potentes. Pronto todoesto será posible.

—¿Y no cree que esa forma depensar entra en conflicto con el procesoevolucionario?

—No —respondió Sienna sin lamenor vacilación—. Desde hacemilenios, el ser humano no ha dejado deevolucionar y de inventar nuevas

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tecnologías: ha frotado palos paraobtener fuego, ha desarrollado laagricultura para alimentarse, hainventado vacunas para combatir lasenfermedades y, ahora, está creandoherramientas genéticas para ayudar arediseñar nuestros propios cuerpos ysobrevivir en un mundo cambiante. —Hizo una pausa—. Creo que laingeniería genética no es más que otropaso en la larga lista de avanceshumanos.

Sinskey permanecía en silencio,considerando las palabras de Sienna.

—Entonces usted cree quedeberíamos aceptar estas herramientas

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con los brazos abiertos.—Si no lo hacemos —respondió

Sienna—, mereceremos tan poco la vidacomo el hombre de las cavernas quemuere congelado porque teme encenderun fuego.

Sus palabras quedaron flotando en elaire durante un largo rato hasta quealguien habló de nuevo.

Fue Langdon quien rompió elsilencio.

—No quiero sonar anticuado —comenzó a decir—, pero he sidoeducado con las teorías de Darwin y nopuedo evitar cuestionar la inteligenciade intentar acelerar el proceso de

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evolución natural.—Robert —dijo Sienna con empatía

—, la ingeniería genética no esúnicamente la aceleración del procesoevolucionario. ¡Es el propio cursonatural de los acontecimientos! Se teolvida que ha sido la evolución la queha creado a Bertrand Zobrist. Suintelecto superior fue el producto delmismo proceso descrito por Darwin:una evolución en el tiempo. Laexcepcional capacidad de Bertrand parala genética no se debía a la inspiracióndivina, sino a años de progresointelectual.

Langdon quedó en silencio,

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considerando la cuestión.—Y como darwinista —continuó

ella—, ya sabes que la naturalezasiempre ha encontrado un modo demantener la población humana bajocontrol: plagas, hambrunas,inundaciones… Pero deja que te hagauna pregunta: ¿No es posible que estavez la naturaleza haya encontrado otromodo de hacerlo? Quizá, en vez deenviarnos terribles desastres ydesgracias, mediante el procesoevolucionario ha creado al científicocapaz de desarrollar un nuevo métodode disminuir la cantidad de sereshumanos. Nada de plagas. Ni muertes.

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Sólo una especie más en armonía con elentorno.

—Señorita Brooks —la interrumpióSinskey—. Es tarde. Tenemos que irnos.Pero antes de hacerlo, necesito aclararuna cosa más. Esta noche me ha dichovarias veces que Bertrand no era unhombre malvado, que amaba lahumanidad y que simplemente deseabatanto salvar la especie que fue capaz deracionalizar la adopción de medidas tandrásticas.

Sienna asintió.—El fin justifica los medios —dijo,

citando a Maquiavelo, el notorio teóricopolítico florentino.

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—¿Lo cree de verdad? —preguntóSinskey—. ¿Piensa que el objetivo quetenía Bertrand de salvar al mundo eratan noble que sancionaba la propagacióndel virus?

En la habitación se hizo un tensosilencio.

Sienna se inclinó hacia adelante,acercándose al escritorio con expresióndecidida.

—Doctora Sinskey, como le hedicho, creo que la forma de actuar deBertrand fue imprudente yextremadamente peligrosa. Si hubierapodido detenerle, lo habría hecho.Necesito que me crea.

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Elizabeth Sinskey extendió lasmanos sobre el escritorio y, consuavidad, las posó sobre las de la joven.

—Te creo, Sienna, creo todo lo queme has dicho.

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103

La madrugada en el aeropuerto Atatürkera fría y brumosa. Una ligera neblinaflotaba sobre la pista alrededor de laterminal de vuelos privados.

Langdon, Sienna y Sinskey llegaronen coche y les recibió un empleado de laOMS que les ayudó a bajar del vehículo.

—Estamos listos, señora. Cuandoquiera, partimos —dijo el hombre,haciéndoles pasar al modesto edificiode la terminal.

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—¿Y el vuelo del señor Langdon?—preguntó Sinskey.

—Avión privado a Florencia. Sudocumentación temporal de viaje está abordo del avión.

Sinskey asintió.—¿Y el otro asunto que hemos

discutido?—Ya está en marcha. El paquete

será enviado en breve.Sinskey le dio las gracias al hombre

y éste comenzó a atravesar la pista endirección al avión. Luego, la doctora sevolvió hacia Langdon.

—¿Está seguro de que no quierevenir con nosotras? —Sinskey sonrió, se

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pasó una mano por el largo cabelloplateado y se lo colocó detrás de laoreja.

—Considerando la situación, noestoy seguro que un profesor de artetenga mucho que ofrecer —dijo Langdonen broma.

—Ya ha ofrecido muchas cosas —dijo Sinskey—. Más de las que seimagina. Y entre ellas destaca… —Señaló a Sienna, pero la joven ya noestaba con ellos. Se encontraba a veintemetros, frente a una gran ventana desdela que miraba ensimismada el C-130.

—Gracias por confiar en ella —dijoLangdon en voz baja—. Tengo la

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impresión de que no lo han hecho muchoa lo largo de su vida.

—Sospecho que Sienna Brooks y yoaprenderemos muchas cosas la una de laotra. —Sinskey extendió la mano—.Buena suerte, profesor.

—Y a usted también —dijo Langdonmientras se la encajaba—. Mucha suerteen Ginebra.

—La necesitaremos —dijo, y luegoseñaló a Sienna con un movimiento decabeza—. Les dejo un momento paraque se despidan, cuando hayanterminado dígale que vaya directamenteal avión.

Mientras cruzaba la terminal,

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Sinskey metió la mano en el bolsillo,sacó las dos mitades de su amuleto rotoy las apretó con fuerza.

—No tire esa vara de Asclepio —exclamó Langdon a su espalda—. Tienearreglo.

—Gracias —respondió,despidiéndose con la mano—. Esperoque todo lo demás también.

Sienna Brooks permanecía sola juntoa la ventana, mirando las luces de lapista. Tenían una apariencia fantasmalen medio de la niebla y las nubes bajas.A lo lejos podía ver la torre de control,

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sobre la cual ondeaba orgullosamente labandera turca. Un mar rojo con losantiguos símbolos de la media luna y laestrella, vestigios del Imperio otomanoque se mantenían vivos en el mundomoderno.

—Te doy una lira turca si me diceslo que piensas —dijo una profunda voza su espalda.

Sienna no se dio la vuelta.—Se acerca una tormenta.—Ya lo sé —respondió Langdon.Al cabo de un momento, la joven se

volvió hacia él.—Me gustaría que vinieras a

Ginebra.

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—Te lo agradezco —respondió—,pero estarás muy ocupada hablandosobre el futuro. Lo último que necesitases cargar con un viejo profesoruniversitario.

Ella lo miró desconcertada.—Crees que eres demasiado viejo

para mí, ¿verdad?Langdon soltó una carcajada.—¡Sin duda alguna soy demasiado

viejo para ti, Sienna!Ella bajó la mirada, incómoda y

avergonzada.—Bueno…, en cualquier caso, ya

sabes dónde puedes encontrarme. —Sonrió con timidez—. Es decir…, si

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quieres volver a verme.Él le devolvió la sonrisa.—Eso me encantaría.Ella se sintió algo más animada y,

sin embargo, se hizo un largo silencioentre ambos. Ninguno de los dos sabíamuy bien cómo despedirse.

Al levantar de nuevo la mirada haciael profesor, Sienna notó que laembargaba una emoción a la que noestaba acostumbrada. Sin advertenciaprevia, se puso de puntillas y lo besó enlos labios. Cuando se apartó, tenía losojos llorosos.

—Te echaré de menos —susurró.Langdon sonrió afectuosamente y la

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rodeó con sus brazos.—Yo también.Permanecieron un largo rato

envueltos en un abrazo que ninguno delos dos parecía dispuesto a terminar. Alfin, Langdon habló:

—Hay un dicho antiguo que se sueleatribuir a Dante. —Hizo una pausa—.«Recuerda esta noche, porque marca elprincipio de la eternidad.»

—Gracias, Robert —dijo ella, y laslágrimas comenzaron a rodarle por lasmejillas—, por fin siento que tengo unpropósito.

Langdon la atrajo hacia sí.—Siempre has dicho que querías

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salvar el mundo. Ésta es tu oportunidad.Sienna sonrió ligeramente y se dio la

vuelta. Mientras caminaba sola hacia elC-130, pensó en todo lo que habíapasado…, en todo lo que todavía podíapasar…, y en todos los posibles futuros.

«Recuerda esta noche —se repitió—, porque marca el principio de laeternidad.»

Mientras subía al avión, confió enque Dante tuviera razón.

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104

El pálido sol del atardecer descendíasobre la Piazza del Duomo haciendorelucir el mármol blanco delCampanario de Giotto y proyectandolargas sombras en la fachada de lamajestuosa catedral de Santa Maria delFiore.

El funeral de Ignazio Busoni yahabía comenzado cuando RobertLangdon entró en la catedral y encontróun asiento. Le hacía ilusión que la vida

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de Ignazio se homenajeara allí, en laatemporal basílica de la que el mismoBusoni se había ocupado durante tantosaños.

A pesar de su vibrante fachada, elinterior de la catedral florentina erasevero y austero. Aun así, el ascéticosantuario parecía irradiar un aire decelebración. Funcionarios del gobierno,amigos y colegas del mundo del artehabían acudido a la iglesia pararecordar al enorme y jovial hombre aquien cariñosamente llamaban Duomino.

Los medios de comunicacióninformaron de que Busoni habíafallecido mientras hacía lo que más le

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gustaba: dar un paseo nocturnoalrededor del Duomo.

El tono del funeral era muy animado,y amigos y familia hacían comentarioshumorísticos. Un colega recordó que,según había reconocido el mismoBusoni, su amor por el arte renacentistasólo era equiparable al que sentía porlos espaguetis a la boloñesa y el budinocon caramelo.

Después del servicio, mientras losasistentes al funeral charlaban entre sí yrecordaban anécdotas de la vida deIgnazio, Langdon deambuló por elinterior del Duomo y admiró lasmagníficas obras de arte que Busoni

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tanto adoraba: El juicio final de Vasaribajo la cúpula, los vitrales de Donatelloy Ghiberti, el reloj de Uccello o elmosaico que adornaba el suelo y quetanta gente pasaba por alto.

En un momento dado, Langdon seencontró ante un rostro familiar: el deDante Alighieri. En el legendario frescode Michelino, el gran poeta permanecíade pie delante del monte Purgatorio ysostenía en las manos su obra maestra,la Divina Comedia, como si la ofrecierahumildemente.

Langdon no pudo evitar preguntarsequé habría pensado Dante del efecto quesu poema épico tendría en el mundo

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siglos más tarde, en un acontecimientoque el poeta florentino no podríasiquiera haber imaginado.

«Encontró la vida eterna —pensóLangdon, recordando la idea de la famade los primeros filósofos griegos—.Mientras sigan mencionando tu nombre,nunca morirás.»

Acababa de caer la noche cuandoLangdon atravesó la PiazzaSant’Elisabetta de regreso al eleganteHotel Brunelleschi. Cuando llegó a suhabitación, sintió un gran alivio alencontrar un paquete esperándole.

Al fin, el envío ha llegado.«El paquete que le pedí a Sinskey.»

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Langdon se apresuró a cortar la cintaadhesiva y sacó con cuidado su preciadocontenido. Se tranquilizó al comprobarque había sido empaquetadometiculosamente y envuelto en plásticocon burbujas.

Para su sorpresa, sin embargo, lacaja contenía unos objetos adicionales.Al parecer, Elizabeth Sinskey habíautilizado su sustancial influencia pararecuperar más cosas de las que él habíapedido. La caja contenía toda su ropa —camisa con cuello de botones,pantalones chinos y americana de tweedHarris— limpia y planchada. Incluso susmocasines de cordobán estaban ahí,

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recién abrillantados, así como sucartera.

Fue el descubrimiento de un últimoobjeto, sin embargo, lo que le hizo soltaruna risa ahogada. Su reacción se debióen parte al alivio por haberlorecuperado, pero también a la ridiculezde que le importara tanto.

«Mi reloj de Mickey Mouse.»Se puso en seguida la pieza de

coleccionista en la muñeca. El tacto dela gastada correa de cuero contra la pielle hizo sentir extrañamente seguro. Unavez vestido con su ropa y con losmocasines calzados, Robert Langdon yacasi se sentía él mismo de nuevo.

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Salió del hotel con un delicadopaquete en una bolsa de tela del HotelBrunelleschi que había tomado prestadaen recepción. La noche era inusualmentecálida, lo cual confería una sensacióntodavía más onírica a su paseo por laVia dei Calzaiuoli en dirección a la altatorre del Palazzo Vecchio.

Al llegar, los guardias de seguridadapuntaron en el registro que venía a vera Marta Álvarez y le indicaron que fueraal Salón de los Quinientos, a esas horastodavía repleto de turistas. Habíallegado justo a tiempo y esperaba queMarta lo recibiera en la entrada, pero nola encontró en ninguna parte.

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Preguntó a un guía que pasaba porahí.

—Scusi. Dove posso trovare MartaÁlvarez?

En el rostro del guía se dibujó unaamplia sonrisa.

—Signorina Álvarez?! ¡Ella noaquí! ¡Ella tiene bebé! ¡Catalina! Moltobella!

Langdon se alegró de la buenanoticia.

—Ahhh… che bello! —respondió—. Stupendo!

Mientras el guía se alejaba, Langdonse preguntó qué debía hacer con elpaquete que llevaba.

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Tras tomar rápidamente unadecisión, cruzó el abarrotado Salón delos Quinientos y, procurando mantenersefuera de la vista de los guardias deseguridad, pasó por debajo del mural deVasari en dirección al museo delpalazzo.

Al fin, llegó al estrecho andito. Elpasadizo estaba oscuro y la entrada,cerrada con unos cordones de seguridady un letrero: CHIUSO-CERRADO.

Tras asegurarse de que nadie leveía, Langdon pasó por encima delcordón. Una vez dentro, sacó concuidado el delicado paquete que llevabaen la bolsa y retiró el plástico de

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burbujas.Ya sin el envoltorio, la máscara de

Dante lo volvió a mirar fijamente. Elfrágil yeso seguía en su bolsa deplástico transparente. Langdon habíapedido que la fueran a recoger a lastaquillas de la estación de tren deVenecia. Parecía estar en perfectascondiciones con una pequeña excepción:el añadido de un poema que dibujabauna elegante espiral en la parteposterior.

Langdon echó un vistazo a la antiguavitrina. «La máscara de Dante se exhibede frente, nadie se dará cuenta.»

Sacó la máscara de la bolsa de

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plástico transparente y, con muchocuidado, la volvió a colocar en sugancho. Por fin volvía a descansar en sudecorado de terciopelo rojo.

El profesor cerró la vitrina y sequedó un momento mirando el pálidorostro de Dante; una fantasmal presenciaen la oscura estancia. «Al fin en casa.»

Antes de salir, retiró sin que nadielo viera el cordón de seguridad y elletrero de la entrada. Luego cruzó lagalería y se acercó a una joven guía.

—Signorina? —le dijo—. Las lucesque iluminan la máscara mortuoria deDante deberían estar encendidas. Es muydifícil verla a oscuras.

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—Lo siento —respondió la joven—,pero esa sala está cerrada. La máscaramortuoria de Dante ya no está aquí.

—Qué raro. —Langdon fingiósorpresa—. La acabo de ver.

Confundida, la mujer fue corriendoa l andito, y Langdon aprovechó parasalir discretamente del museo.

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EPÍLOGO

A treinta y cuatro mil pies de alturasobre la oscura extensión del golfo deVizcaya, el vuelo nocturno de Alitalia aBoston se dirigía hacia el oeste bajo laluz de la luna.

A bordo, Robert Langdon leía confruición una edición de bolsillo de laDivina Comedia. La cadencia de laterza rima del poema, junto con elzumbido de los motores del avión, lehabían transportado a un estado casi

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hipnótico. Las palabras de Danteparecían fluir por la página y resonabanen su corazón como si hubieran sidoescritas específicamente para él en esemismo momento.

El poema de Dante, advirtióentonces Langdon, no trataba tanto delsufrimiento del infierno como del poderdel alma humana para afrontar cualquierdesafío, por amedrentador que fuera.

Por la ventanilla podía admirar ladeslumbrante luna, cuya luz impedía vercualquier otro cuerpo celeste. Absortoen sus pensamientos, Langdon se puso adarle vueltas a todo lo que habíaocurrido esos últimos días.

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«Los lugares más oscuros delinfierno están reservados para aquellosque mantienen su neutralidad en épocasde crisis moral.» Para Langdon, elsignificado de esas palabras nunca habíaestado más claro: «En tiempospeligrosos, no hay mayor pecado que lapasividad.»

Era consciente de que él mismo,como tantos otros millones de personas,era culpable de ello. En lo querespectaba a las circunstancias delmundo, la negación de la realidad sehabía convertido en una pandemiaglobal. Langdon se prometió a sí mismoque no lo olvidaría.

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Mientras el avión surcaba el cielo endirección al oeste, pensó en las dosvalientes mujeres que estaban ahora enGinebra, tomando decisiones sobre elfuturo y analizando las complejidades deun mundo que había cambiado.

Por la ventanilla vio que un bancode nubes aparecía en el horizonte ycruzaba lentamente el cielo hasta llegara la altura de la luna y tapar su radianteluz.

Robert Langdon se recostó entoncesen el asiento con la intención de ponersea dormir.

Apagó la luz del panel superior ymiró una última vez el cielo. Al caer de

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nuevo la oscuridad, el mundo se habíatransformado. El cielo era ahora unreluciente tapiz de estrellas.

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AGRADECIMIENTOS

Mis más humildes y sinceras gracias a:Como siempre, en primer lugar, mi

editor y buen amigo, Jason Kaufman, porsu dedicación y talento… pero, sobretodo, por su inagotable buen humor.

Mi extraordinaria esposa, Blythe,por su amor y su paciencia durante elproceso de escritura, también por sugran instinto y franqueza como editoraen la línea del frente.

Mi incansable agente y querida

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amiga Heide Lange, por llevar a buenpuerto y con gran pericia másconversaciones, en más países, y sobremás temas de lo que yo sabré nunca. Leagradezco eternamente su talento y suenergía.

Todo el equipo de Doubleday, por elentusiasmo, la creatividad y el esfuerzoque dedican a mis libros. Y gracias demanera muy especial a Suzanne Herz(por desempeñar tantas tareas… y todastan bien), Bill Thomas, MichaelWindsor, Judy Jacoby, Joe Gallagher,Rob Bloom, Nora Reichard, BethMeister, Maria Carella, LorraineHyland, y también el inagotable apoyo

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de Sonny Mehta, Tony Chirico, KathyTrager, Anne Messitte y Markus Dohle.A la increíble gente del departamento deventas de Random House…, no tenéisrival.

Mi sabio consejero Michael Rudell,por su atinado instinto sobre todos losasuntos, grandes y pequeños, y tambiénpor su amistad.

Mi irreemplazable asistente SusanMorehouse, por su gracia y vitalidad,sin ella todo se convertiría en un caos.

Todos mis amigos de Transworld,en particular Bill Scott-Kerr, por sucreatividad, su apoyo y su buen humor, ytambién a Gail Rebuck, por su magnífico

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liderazgo.Mi editorial italiana, Mondadori, y

en especial Ricky Cavallero, PieraCusani, Giovanni Dutto, AntonioFranchini, y Claudia Scheu; y mieditorial turca, Altin Kitaplar, enparticular Oya Alpar, Erden Heper, yBatu Bozkurt, por los serviciosespeciales que me han proporcionado enrelación con algunas localizaciones deeste libro.

Mis excepcionales editores en todoel mundo por su pasión, duro trabajo yentrega.

Por su impecable gestión de lasinstalaciones de Londres y Milán donde

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se han realizado las traducciones de laobra, Leon Romero-Montalvo y LucianoGuglielmi.

La brillante doctora Marta ÁlvarezGonzález, por pasar tanto tiempo connosotros en Florencia y hacer que el artey la arquitectura de la ciudad cobraranvida.

El incomparable Maurizio Pimponi,por todo lo que hizo para mejorarnuestra estancia en Italia.

Todos los historiadores, guías yespecialistas que generosamente pasarontiempo conmigo en Florencia y enVenecia compartiendo susconocimientos: Giovanna Rao y Eugenia

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Antonucci en la Biblioteca MedicaLaurenziana; Serena Pini y el personaldel Palazzo Vecchio; Giovanna Giusti enla Galería de los Uffizi; Barbara Fedelien el Baptisterio y el Duomo; Ettore Vioy Massimo Bisson en la basílica de SanMarcos; Giorgio Tagliaferro en elPalacio Ducal; Isabella di Lenardo,Elizabeth Caroll Consavari y ElenaSvalduz por todo Venecia; AnnalisaBruni y el personal de la BibliotecaNazionale Marciana; y a muchos otrosque me olvido de mencionar en esta listaabreviada, mis más sinceras gracias.

Rachael Dillon Fried y StephanieDelman, de Sanford J. Greenburger

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Associates, por todo lo que hacen aquí yen el extranjero.

Las excepcionales mentes de losdoctores George Abraham, John Treanory Bob Helm por sus conocimientoscientíficos.

Mis primeros lectores, que meproporcionaron perspectiva a lo largodel camino: Greg Brown, Dick y ConnieBrown, Rebecca Kaufman, Jerry yOlivia Kaufman y John Chaffee.

El experto en internet Alex Cannon,quien, junto con el equipo de SanbornMedia Factory, mantiene las cosas enfuncionamiento en la red.

Judd y Kathy Gregg, por

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proporcionarme un tranquilo santuarioen Green Gables donde escribí losúltimos capítulos del libro.

Los excelentes recursos en líneaDante Project de Princeton, DigitalDante de la Universidad de Columbia yWorld of Dante.

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DAN BROWN, se graduó en laUniversidad de Amherst y la academiaPhillips de Exeter, donde dedicó sutiempo como profesor de inglés antes deentregarse por completo a escribirnovelas. En 1996, su interés por loscódigos y las agencias secretas estataleslo condujeron a escribir su primeranovela, ‘La Fortaleza Digital’ que se

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convirtió rápidamente en un éxito.Sucedió lo mismo con su segundanovela, ‘Ángeles y Demonios’ trama desuspense versus religión. Su esposacolabora habitualmente en lasinvestigaciones necesarias para ladocumentación de las novelas de DanBrown y así lo la hecho también en ‘ElCódigo Da Vinci’.

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Notas

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[1] Los dos últimos organismos son,respectivamente y en sus siglas eninglés: Centros para el Control yPrevención de Enfermedades, y CentroEuropeo para la Prevención y Controlde Enfermedades. (N. del t.) <<