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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual. La Caballería Espiritual UN ENSAYO DE PSICOLOGIA PROFUNDA Carlos Javier Blanco. [email protected] 1

LA CABALLERÍA ESPIRITUAL. Un ensayo de Psicología Profunda

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Un ensayo de Psicología Profunda. Carlos Javier Blanco Martín revoluciona la filosofía del alma de la mano del gran psicólogo suizo Carl G. Jung.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

La Caballería

EspiritualUN ENSAYO DE PSICOLOGIA PROFUNDA

Carlos Javier Blanco.

[email protected]

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Prefacio

A ti te están reservadas estas páginas. Se han escrito con amor y delicadeza.

Para posarte sobre ellas debes guardar una actitud calmada y paciente. De

momento no es mucho lo que te pido. Te supongo un lector moderno y con

problemas. Casi todos somos así, personas “de nuestro mundo” y nunca libres

del todo de esos “problemas”. Grandes o pequeños, los problemas están ahí. A

veces crees que te va a aniquilar ese cúmulo de dificultades y, sin embargo, si

pudieses leer la mente de tus semejantes muy pronto llegarías a la firme

conclusión de que tus tropiezos son también normales, y que forman parte de la

lógica del universo. No vas a encontrar aquí un manual de “auto-ayuda”. Se

debe ayudar al desvalido, pero tú no tienes por qué serlo. La verdadera

medicina para la lógica defectuosa que estropea tu vida parte de una idea muy

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simple. Eres un ser sano. No hacen faltan medicinas para la lógica de tu vida,

ni para la del universo. Lo único que debes hacer es crecer.

Por supuesto, cuando el cuerpo está dolido es preciso tomarse una pastilla,

acudir al doctor. Si el dolor afecta al alma, la cosa se complica. Tu alma puede

verse alterada por disfunciones del sistema nervioso, por el estrés social del

medio que te rodea. Hay factores congénitos y experiencias negativas que se

pueden tener en cuenta para el alivio de una dolencia, para la sanación de

aquello que funciona mal, en suma, para cuanto forma parte de lo que en

medicina y psicología llamamos enfermedad. Acude al especialista, cuando en

esa categoría te sientas incluido, la categoría del enfermo.

Pero tanto si estás enfermo (¿y quién no lo está, en algún grado?) como si no,

es de todo punto esencial que te hagas una pregunta. ¿Has pensado alguna vez

en el crecimiento? ¿Has enumerado en algún momento los factores que

recortan tu vida, que te menguan como ser íntegro y pleno? Si lo has intentado

alguna vez, ya te hallas a un paso del comienzo. La carrera del crecimiento.

Pero ¿en qué consiste semejante cosa? ¿Crecer? Tu ves que tus hijos crecen,

física y mentalmente. Eso es lo normal, la lógica de la vida siempre incluye una

dinámica del crecimiento. No confundas crecimiento con aumento del tamaño.

Este aspecto físico y espacial tan solo es una manifestación externa de las

cosas, que con toda lógica y bajo fines que se nos escaparán siempre,

constituyen la vida y el universo. Pero en tus hijos, o si no los tienes, en los

niños en general, se observa que desde su etapa de simples células, desde su

estado embrionario, como bebés o como mozalbetes, en ellos acontece un

sinfín de variaciones en su cuerpo y en su alma. Se transforman drásticamente

antes de que tu, como observador externo, te llegues a dar cuenta de tales

cambios continuos. La cantidad se transforma en cualidad. Crecer es cambiar

en cualidad, regenerarse bajo la forma de un ser nuevo. Crecer es tomar el

camino de la mutación, ser más amplio, mutación de uno mismo en nuevas

especies y nuevos géneros. Mutación desde uno mismo, para uno mismo.

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Si quieres crecer, leerás con paciencia estas páginas. No necesito de ti una

adscripción religiosa ni política. Puedes tener un Dios, muchos, ninguno.

Puedes ser conservador, liberal, marxista, ácrata. Solo preciso de mis lectores

una especie de anhelo, un afán por crecer en todas las direcciones, en un

sentido ampliativo.

No hace falta que te explique en qué clase de mundo vivimos. Tú, mi lector,

creo que eres ese ser humano normal y corriente, que vive envuelto en un

sinfín de prisas, agobios, compromisos. ¡Qué mundo! Apenas ese mundo nos

deja unos minutos para el encuentro del yo consigo mismo. No hay ratos para

ti, instantes en los que hacer las paces con el pasado, ordenar tu caos cotidiano,

proyectar un futuro feliz y razonable. El reloj parece tu tirano, pero el reloj

carece de culpa. La sociedad entera ha empleado ese instrumento del diablo

para tenernos apresados. Si creaste una familia, o bien dependes de ella, sientes

que tu individualidad se diluye en cargas, tareas, ocupaciones. El trabajo llena

el calendario, domina por completo la agenda, y el hogar solo se te representa,

las más de las veces, como un lecho y una oscuridad en la que poder

desaparecer unas horas. Vendrá luego el grito horrible del despertador, y vuelta

a empezar. No hay tiempo en tu vida para lo más sagrado, tu yo y ese mundo

que un día comenzó a orbitar en torno a ti. Pero en las más variadas religiones

lo que se dio en llamar mundo resultó ser un trasunto del diablo. El mundo más

o menos infernal que creemos que se nos vino como algo dado, es el infierno

que nosotros mismos nos hemos hecho. El mundo lo has hecho tú, querido

amigo. Eres un demiurgo (un “artífice”, en griego). Por supuesto hay unos

materiales previos, un barro que accidentalmente te viene ofrecido por las

circunstancias. No elegimos nacer en un país o en otro. Nadie te ofreció vivir

en tal siglo o en tal periodo determinados. No hemos escogido a nuestros

padres ni el color natural de nuestra piel o de los cabellos. Pero con los barros y

materiales externos nosotros somos los verdaderos creadores de un mundo

interior, el mundo de la vida que gira a nuestro alrededor y que, una vez puesto

a andar, necesitará atenerse a la lógica universal.

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Una persona bonachona y simple, tendrá quizá por diablo, es decir, por mundo,

un simple y travieso espíritu burlón. Un ser humano retorcido y que no se ama

a sí mismo, vivirá en el más dantesco de los infiernos, y no tendrá por

enfermedad más que su propia esencia, su propio ser. La peor enfermedad es

no saber –no querer- crecer. La mejor sanación, por el contrario, consiste en

crecer sin parar, disparado hacia el infinito, superando cualquier tropiezo con el

mal, la enfermedad o la adversidad. El crecimiento consiste en una especie de

super-sanación. De ella quiero hablarte.

¿Cuántos mundos hay? La pregunta no debe desconcertarte, amigo lector. Ya

sabes que por mundos no quiero decir planetas, ni galaxias. Por mundo hemos

de entender en este libro nada más –y nada menos- que demonios, males y

sufrimientos. Por lo menos hay uno por persona. Y personas, ahora mismo

vivas sobre la tierra, hay miles de millones. Un enjambre de seres humanos que

crece geométricamente. Cada una lleva consigo su demonio particular. Unos

llevan a cuestas el hambre. Otros llevan consigo el SIDA o cualesquiera de las

pestes, viejas o nuevas, que asolan a la especie. Un demonio muy destacado,

tenaz y devastador, es la pobreza. La locura, el fanatismo, los complejos, el

vicio, todos son nombres que damos a nuestros males. Todos ellos son

demonios. Forman parte del mundo y constituyen el mundo mismo. ¿Cómo se

puede huir de ellos? ¿Existe alguna especie de prevención? Aquí no te

ofrecemos ninguna varita mágica. Solo una especie de pequeña orientación. El

camino has de hallarlo por ti mismo. Solo en cada uno existen las pistas por

donde encontrar la salida. Comencemos por ahí, por las pequeñas pistas e

indicios.

La estrategia de Pulgarcito

A casi todos nos ha encantado el famoso cuento infantil de Pulgarcito. El pobre

niño había albergado una idea excelente. Arrojar migas de pan a lo largo del

desgraciado camino del bosque que le conducía directamente hacia la soledad,

la separación de todo cuanto le había resultado hermoso, amado y conocido

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hasta entonces. Pulgarcito sabía que era de todo punto imprescindible guardar

un nexo con el pasado, con su raíz y el hogar maravilloso que flota en el

tiempo, y que para muchos seres humanos se denomina infancia. El propio

tiempo, que a veces los mitos pintan como un monstruo voraz, ejerce su

habitual labor destructora. En apariencia menos terribles que un monstruo, sin

embargo, los pajarillos del cuento de Pulgarcito acuden al sendero y van

haciendo desaparecer con avidez las miguitas que la Esperanza había

depositado en pleno trance de separación. No cabe duda: todos somos

Pulgarcitos. La vida es un camino muy largo hacia el bosque. El preámbulo de

la infancia es generalmente protector, al menos cuando somos seres

afortunados. Pero tarde o temprano nos sentimos abandonados. Es entonces

cuando la sanación espontánea que busca todo ser vivo normal comienza a

actuar. Se trata de la vis medicatrix naturae de la que nos hablaban los

antiguos. La propia lógica de la vida busca su salvación. Y lo hace tendiendo

puentes hacia aquel pasado, más o menos mítico que una vez fue su protección.

En los mitos de pueblos más diversos se expresa esta necesidad de volver hacia

atrás. La añoranza es un sentimiento universal, aun cuando nuestros

antepasados fueran nómadas. Adán y Eva añoraron el Paraíso del que fueron

expulsados durante el resto de sus días, y la progenie que esparcieron por el

mundo sufre por lo Perdido. Es un hecho que en el ámbito mitológico y al nivel

de psiquismo colectivo seguimos lamentando todos nosotros. Los griegos y

romanos, antes de trabar contacto con este mito judío del Paraíso Perdido,

creyeron por su parte en una Edad de Oro ya para siempre inalcanzable.

Después de esa Edad todo tiene que ser decadencia. Este psiquismo colectivo

de los mitos reproduce el psiquismo en evolución de los seres individuales. El

líquido amniótico que nos rodeó antes del parto fue la esfera de paz y

protección que jamás podrán suplir los sólidos muros de piedra, los seguros

contratados, las cuentas corrientes, el empleo fijo o la buena reputación.

Tampoco estas cosas substituyen al tierno abrazo de una madre. Nacemos no

siendo unidad. Esta ausencia de ruptura con la Madre, con la Naturaleza, con la

propia Lógica de la Vida, es el equivalente universal de la Felicidad. Luego,

empezamos a ser en el mundo. Viene la ruptura, el llanto ante los cambios

imprevistos en el entorno. Pulgarcito accede en soledad al Bosque Oscuro. El

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cuento narra en una sola secuencia lo que acontece en etapas graduales a todo

individuo humano. ¿Venimos al mundo –gradualmente- o es el mundo el que

gradualmente va llegando hasta nosotros?

Solo deseamos lo que añoramos. Con el paso de los años te vas dando cuenta,

incluso si aún eres muy joven. Tu edad de oro, tu paraíso perdido, la infancia

feliz, la casa o el país donde te criaste y donde una vez fuiste feliz: todo eso te

es necesario de una forma absoluta. Y es que el hombre es un animal

desarraigado, y por ese mismo motivo trascendental, necesita tener raíz. El ser

humano es el animal de las encrucijadas y de la dialéctica. Lo que nos falta

siempre estuvo con nosotros. Se sepultó, se olvidó. Conocer, como ya

advirtiera el gran Platón, es ante todo rescatar. Y si precisáramos de ejemplos,

echa una ojeada al mundo de los sueños. ¿Cuántos seres queridos que ya están

muertos y enterrados se te aparecen en sueños para entrar en un plácido diálogo

con tu yo?. No lo dudemos: mientras se aparezcan en tu conciencia dormida,

están vivos. Hay una laguna Estigia que separa su mundo del inconsciente

mundo tuyo. Las palabras de amor o comprensión que te faltaron cuando ellos

estaban en vida, ahora se las puedes comunicar por medios oníricos. Tu

inconsciente sigue ofreciendo oportunidades para el diálogo con ellos. Un

diálogo con los muertos que, en lo más hondo, no se diferencia del vulgar

contacto con los vivos. Esencialmente los otros son tú. Lo que ellos te dicen, lo

dice una parte de ti. Y lo que tú les cuentas te lo cuentas a ti mismo. Eso no

quiere decir que el solipsisimo, es decir, la concepción metafísica según la cual

el mundo se reduce a tu conciencia encapsulada, sea un punto de vista correcto.

Tan solo indicamos que la vida es uno mismo, ante todo, sin negar otras

existencias. Y también, lo repetiremos aquí, se te quiere enseñar que los

problemas del mundo, o mejor decir, el mundo mismo, son el demonio.

El Maestro Viajero

¿Quién enseña estas cosas? ¿Un filósofo? ¿Un Maestro Espiritual? El autor de

este librito, quien te habla, solo es un transmisor. Imagina, para no dar del todo

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la verdad, ya que la verdad nunca debe ser entregada de golpe, imagina -te

digo- que un Maestro Oriental enseñó ciertas verdades a un reducido grupo de

iniciados. Era hombre avezado a las teologías asiáticas, pero también contaba

con una sólida formación académica occidental. Tras mucho sufrimiento

personal, arrojó de su exterior a los falsos dioses o, lo que es más peligroso

aún, las falsas interpretaciones sobre tales dioses. Predicó humildemente,

aunque sin pretender hacer gala de santidad. Su fama personal no le preocupó

nunca. Dentro de su grupo de seguidores, gente corriente de diversas

nacionalidades y gustos culturales, también se impuso la discreción. Nadie

pretendió gozar de la Verdad absoluta del Maestro. La Verdad es algo que se

impone por sí misma. Y en tal convicción nos separamos unos de otros. Es

preciso que cada ser encuentre su camino. Y cuando el Maestro Viajero (así le

llamaremos aquí) partió para dejarnos, todos sus discípulos hemos asumido

nuestro traje de peregrinos, y adoptamos como verdadera Casa el camino.

Buscamos y buscamos. No solo los que tuvimos la fortuna de tratar con el

Viajero, todo ser humano busca.

Un grupo de buscadores se centró en mirar continuamente las estrellas. En el

cielo habría alguna señal del objeto buscado. Hay científicos que escrutan en el

firmamento alguna señal de vida extraterrestre. Buscan nuevos dioses, sin

querer reconocerlo. ¿Tendrán más inteligencia que el Homo sapiens? Su nivel

técnico, su moralidad ¿cambiarán definitivamente el curso evolutivo de esta

especie nuestra, de los simios evolucionados que damos en llamar hombres?

Otro grupo está convencido de que esos seres ya han venido a la Tierra. Las

naves estelares, los platillos volantes aterrizan en este planeta con mucha

frecuencia, casi a diario. Dicen algunos que esto sucede al menos desde los

tiempos de la Atlántida. Están con nosotros desde siempre, lo que es como

decir “ellos son nosotros”. El mensaje es claro, y consiste en restablecer un

equilibrio: no estamos solos. La soledad resulta insoportable.

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Hay muchos grupos de buscadores más. Algunos se refugian en el espiritismo,

y les agrada saber de la compañía de los muertos. No faltan los que ven en el

prójimo, generalmente un prójimo abstracto, el dios que les falta, y organizan

en torno a tal idea su compromiso, su tinglado administrador de la caridad.

Y también están los que aman a la Tierra, sin más, a esa gran abstracción que

es la Naturaleza. Activamente, como ejércitos a la defensiva, bucólicamente,

como poetas refugiados en el rumor de los bosques y lagos, siguen buscando a

su dios.

La Verdad se descubre sola. Y no necesita de un dios. Este autodescubrimiento

de la Verdad es como el caminar. Puedes tomar un bastón. Incluso a algunos

les resultará imprescindible. Pero no es estrictamente necesario si cuentas con

dos buenas piernas.

El Maestro Viajero nos dejó, y yo me puse a caminar. Una vida corriente, una

existencia anónima, un domicilio bastante estable y una profesión vulgar... Y

sin embargo, toda mi vida se tiñó de una especial coloración. Los demonios

comenzaron a hacerse más visibles, nítidos. Las neurosis, los complejos, las

preocupaciones, todo aquello que tenga que ver con la inseguridad. El Viaje es

destructivo en gran medida. Consiste en acabar con todo ese género de basura.

La Gran Búsqueda

El maestro viajero me contó en cierta ocasión que él nunca había albergado

ningún pensamiento original. ¡Qué importa eso en la Gran Búsqueda! Es

suficiente con ir recogiendo de aquí y de allá. De los libros, de mil lecturas de

las que uno no recuerda a veces ni el autor, ni la obra. De los viajes, de las

experiencias, de todo lo que se da en llamar Vida. Uno de los problemas de

nuestro mundo, me dijo, estriba en la frialdad. Frialdad es justamente el estado

de ánimo opuesto al amor. Lo había leído, esta vez sí lo recordaba, en el

filósofo Theodor W. Adorno. ¿Cómo pudieron los torturadores de Auschwitz

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tratar a otros semejantes como meras cosas, inflingirles semejante dolor y

humillación? ¿Estaban todos ellos locos? El filósofo de Frankfurt lo atribuía,

salvo una minoría de casos de patología individual, a la misma estructura de la

sociedad moderna. La Alemania nazi, como lo son todas nuestras sociedades

occidentales, capitalistas, industriales, era una estructura enloquecida. La

mayor locura consiste en la frialdad, en la persistente locura de tratar a los

demás y a la propia naturaleza como cosas.

Mira a tu alrededor. Seguro que hay cosas que aprecias en tu casa. Algún

recuerdo, algún regalo o detalle heredado de quienes quisiste o todavía te

quieren. Mira en tu entorno: incluso si estás solo ¿crees que lo estás

verdaderamente, de forma absoluta? El problema de las sociedades modernas,

es cierto, consiste en engendrar las llamadas “muchedumbres solitarias”. Nos

apretujamos en un metro, en un estadio de fútbol, en un atasco. Pero nos

sentimos solos rodeados, como estamos, de cuerpos de otros seres humanos.

Pero es una soledad querida por nosotros, aunque lleguemos a detestarla.

¡Cuántos han descubierto que la locura colectiva llamada soledad se cura

rompiéndola, abriéndose! A la persona tímida, le hace falta valor, desde luego,

pero una vez dado el paso, se rompe el hechizo.

¿Se puede predicar el amor? Esto lo han intentado las religiones. Que en las

personas haya frialdad significa, precisamente, cerrazón a la prédica amorosa.

Quizá el amor mueva, como se suele decir, el mundo. Pero lo único que derrite

la frialdad es el análisis. Sólo descubriéndose cada uno a sí mismo, y sintiendo

una enorme curiosidad por los seres que te rodean se puede deshacer el

encantamiento. La atención es la facultad privilegiada a este respecto. El

Maestro Viajero estuvo, en cierta ocasión en que fui a su casa a visitarle, cerca

de dos horas observando el trajín de las hormigas que le acompañaban en la

terraza, una calurosa tarde de primavera. Sus ojos reían ante tantas idas y

venidas. No hace falta ser entomólogo para querer ponerse unas lentes de

aumento y ver las grandes pequeñeces que nos rodean. ¡Cuánto no habría

avanzado la humanidad si las universidades y los colegios, con tantos estériles

procedimientos, no hubieran aplanado la innata curiosidad de los niños! . Fíjate

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en los niños, esos seres que también pueden observar durante horas las más

insignificantes criaturas del jardín, o las más diminutas estrellas del

firmamento! Ellos todavía no han aprendido conceptos para matar su atención

y curiosidad.

Atender y ser curioso es una forma de amar lo que nos rodea. Forma parte de la

vida, que ama la vida. En ocasiones, el concepto es la muerte de la vida

exploradora. La mente curiosa es juguetona, gusta de ir lejos y explorar

mundos nuevos. La estructura social, fría como hemos dicho, mata todo tipo de

inclinaciones. La escuela y los programas burocratizados se encargan de ésta

asfixia. Las mentes estériles sólo pueden aprender a partir de plantillas

socialmente creadas. La ciencia moderna no ama ni está viva.

Una faceta imprescindible de la sanación tuya, y del hombre moderno en

general, consiste en alzar dentro de sí mismo el Templo de la Nueva Ciencia.

Una búsqueda interna, ardiente, en la que los árboles, plantas, animales y

semejantes, todo el cúmulo de galaxias y universos, forman perlas y rubíes

brillantes con las que adornar ese edificio para la contemplación. Esa Nueva

Ciencia es amorosa. No tiene prisas. Reconoce como hermanas suyas las

sabidurías de Oriente y los devaneos de Grecia o la Edad Media. Piedras que

enlosan el camino. Una meta muy lejana en apariencia, pero que en gran

medida consiste en el crecimiento del sí mismo. ¿Cómo se ha de empezar? Por

no robar tiempo. Por saborear y rumiar el tiempo. Por aprender de los árboles.

Mira ese roble majestuoso en el parque, en el jardín, en el monte. Él sabe

esperar. Él no te pide nada. Crece poco a poco. Casi tiene vocación de

eternidad. No menos que El Partenón o la Catedral Gótica. Hay en su mera

materialidad una especie de sabiduría.

Sabiendo mirar alrededor, parece como si todo el universo fuera integridad. Un

todo enorme, muy rico y animado, que busca ante todo reintegrarse. Ese todo

que -por definición- nada puede dejar fuera, quiere no obstante devolver su ser

a sí mismo. Desea no perder jirones en el camino de su evolución. Anhela no

disociar parte alguna y dejarla en soledad. Ese todo, es unus mundus del que

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nos hablaba Carl G. Jung, es la psique misma. Como otros grandes filósofos

que le precedieron (Plotino, Spinoza, Schelling, Schopenhauer) el gran

psicólogo suizo hacía referencia a una psique originaria, previa a toda

diferenciación, una gran totalidad cuya voluntad contenía en potencia estos dos

aspectos, el puramente espiritual y el meramente físico. La psique originaria es

la contrafigura misma del universo físico en el que tanto ha ahondado la

ciencia moderna. Pero según Jung, la psique no es menos objetiva que el

mundo material. En un sentido ontológico la psique es idéntica con la realidad

energética fundamental de la que hablan los cosmólogos modernos. Toda la

materia, átomos, partículas subatómicas, fuerzas físicas básicas (nuclear débil,

nuclear fuerte, gravedad y electromagnetismo) en proceso de unificación

epistémica, consisten básicamente en energía. La energía es el fundamento de

toda fuerza y de toda materia; estas dos ideas, psique y materia, no son sino

expresiones de la energía. Y la psique entendida al modo jungiano no deja de

ser otra cosa que esa energía con sus propias transformaciones y leyes

dinámicas. En cierto sentido, como dice el Maestro Viajero, mirar a tu

alrededor, por ejemplo, a ese gigantesco roble que parece mirarte sin prisa, es

mirarte a ti mismo. Sólo nos encontramos dentro si sabemos que el “dentro” es

el reverso de un mismo guante, del “afuera”. La Psicología Profunda no puede

consistir en otra cosa que en mirar dentro y fuera. El “guante” del mundo es el

mismo desde ambos aspectos.

Esto es clave para la sanación y el crecimiento. Desde ese unus mundus

originario, la psique-mundo no ha hecho más que expansionarse y adoptar

numerosísimas diferenciaciones. Eso es el crecimiento. Una evolución de

acuerdo con un ciclo temporal. Un ciclo de vida, que no es cerrado salvo en

apariencia. Nos diferenciamos desde el momento en que los dos gametos se

fusionaron para constituir un nuevo ser. La multiplicación y la diferenciación

celular preludian –si es que no son simultáneas ya- a la diferenciación psíquica

trascendental que viene a llamarse periodo de la infancia. Nuestro ser animal e

infantil son un reino enorme para el Inconsciente. Da la impresión de que en

estas fases biológicas todo está por hacer. Recuerda a los paisajes que recrean

los geólogos cuando estudian las edades primitivas de nuestro planeta. Esa

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exhuberancia de formas y de experimentos de la vida, esa extrañeza de las

imágenes propias de mundos tropicales o gélidos, continentes irreconocibles,

criaturas monstruosas. Así acontece cuando el inconsciente domina, cuando él

se impone y no se han dado las diferenciaciones precisas para causar el

nacimiento de un yo.

Si la máquina del tiempo nos permitiera viajar a esa inconsciencia animal e

infantil, con la paradójica mirada de una conciencia actual, culta y adulta,

agazapada como espía, ésta conciencia paradójica y furtiva (nuestro yo actual)

no podría resistir la impresión. Un inmenso mundo salvaje se le vendría

encima. Sin embargo, el inconsciente ocupa de hecho la mayor parte de lo que

llamaríamos la persona en su integridad. Su exploración equivale a la

exploración del universo. Se trata de un viaje al infinito. Deshumaniza

profundamente a nuestra especie la renuncia o la pereza en ese viaje. Las naves

espaciales apenas dan, en nuestros días, unos breves paseos por nuestro sistema

solar. Alguna nave –no tripulada- ya ha saltado al espacio exterior. Tardará una

eternidad en llegar a otras estrellas. Esa infinitud –que apenas se mide en

millones de años-luz - es del todo paralela a la infinitud de la psique humana.

Es su otra faz.

La psique humana siempre ha de llevar esa infinitud consigo. Un error

conceptual básico en la filosofía occidental ha consistido en reducirla a una

pequeña y advenediza región suya, la conciencia o el yo. Sigmund Freud se

levantó sobre generaciones de filósofos y psicólogos que, desde Grecia –

pasando por toda la Escolástica, Descartes y el Idealismo- había entendido por

psique exclusivamente un yo consciente. La mayor parte del iceberg de la

mente humana, según la célebre metáfora, se encontraba sumergido. Con todo,

el pensamiento freudiano, tan causalista, tan reductivo, no había valorado de

manera ajustada la verdadera ontología del Inconsciente. El primer buzo que se

sumergió en las profundidades del Inconsciente realizó tal hazaña a pesar de

los lastres que su época y su formación le proporcionaban. A finales del siglo

XIX y comienzos del XX los lastres pesados eran los de un positivismo feroz,

que sólo podía conceptuar la Psicología bajo el prisma de la Física y del

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pensamiento causalista y reductor. Las causas de los acontecimientos psíquicos

debían limitarse a una serie básica de hechos y leyes biológicas, y a su vez

físicas. Fue su discípulo, y luego hereje de la Psicología, Carl G. Jung quien,

partiendo de los hallazgos freudianos, supo devolverle a la psique su propia

dignidad ontológica. La psique es. Tal aserto, en un mundo que todavía hoy

sigue preso de un materialismo vulgar, craso, deshumanizador, sigue siendo un

desafío para los ejércitos de científicos de bata blanca que pretender “traducir”

los procesos psíquicos en movimientos realizados por ratas o en activación de

neutransmisores y receptores del cerebro. Las manifestaciones somáticas de la

psique pueden cobrar un interés intrínseco, a qué dudarlo, pero en cualquiera

de los casos nunca son fenómenos que revelen el ser mismo de la psique.

Jung sostiene que la psique es de una amplitud infinita. El hecho de que otros

conceptos de idéntica infinitud, como el Cosmos o Dios, sean candidatos a ser

coextensivos con la psique misma no puede ser casualidad. La psique ab

origene es el Cosmos mismo y la Divinidad misma, como ya intuyeron grandes

filósofos y místicos del pasado. En comparación con tal infinitud, nuestra

reducida parcela de luz, el yo consciente, viene a parecerse a esa farola del

conocido chiste del borracho que busca en plena noche sus llaves perdidas.

Haciéndolo únicamente dentro de círculo iluminado por la farola de la Ciencia

lleva a cabo un verdadero sin sentido.

Hace falta otra Psicología, mucho más amplia en intereses, valentía y

profundidad. Una Psicología que nos adentre en las regiones más oscuras de la

mente humana, incluso en aquellas regiones sepultadas por millones de años de

evolución biológica y que podemos compartir con los demás animales y con

nuestros antepasados los homínidos. La “borrachera” de cientifismo de

nuestros días ha producido una psicología puramente mecánica y reduccionista.

Ya en tiempos de Freud, el racionalismo ilustrado del siglo XVIII había calado

entre médicos, psicólogos fisiológicos y demás especialistas, presentado

modelos de la mente en términos de resortes automáticos, enlaces puramente

físicos entre estímulos y respuesta, entre los cuales el cerebro habría de

funcionar como mero puente mediador. El auge actual de las llamadas

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“Neurociencias”, el conductismo y la psicología computacional (la mente

comparada con un ordenador y descrita acorde con el modelo de un programa

informático) nos hacen ver que esta estrechura sigue predominando entre los

psicólogos de hoy.

Pero si la psique es también el Inconsciente, y éste, a su vez, excede con mucho

lo que llamamos Inconsciente personal, hasta llegar a abarcar cuando menos, el

Inconsciente colectivo de la especie, tales estrechuras de una psicología

estímulo-respuesta quedan relegadas a su condición de juguetes. Juguetes

conceptuales y experimentales de unos “sabios” que han perdido por completo

su orientación humanística y todo sentido espiritual de aquel ser que

verdaderamente deberían estudiar: el ser espiritual.

El Maestro Viajero me dijo en una cierta ocasión: “en mí está Todo”. Acto

seguido me habló de la teoría de las Mónadas del filósofo Leibniz. La

posibilidad de que, no ya en el mar, sino en el simple estanque del parque

donde charlábamos, se escondiera una infinidad de seres vivos. Visibles e

invisibles. Además de hermosos cisnes y patos, y demás criaturas vivientes que

son compañeras palpables de nuestra existencia humana, habrá que contar con

millones de seres diminutos, incluyendo los microorganismos, que por doquier

posibilitan y acompañan la existencia de las criaturas más grandes. Pero es que

en una simple gota de agua puede acontecer justamente lo mismo. Esa gotita es

ya un cosmos viviente, un hervidero de infinitos seres que nos pueden saludar

desde el otro lado de la lente de un microscopio. La verdadera Ciencia, me dijo

el Maestro Viajero, no es patrimonio del racionalista estrecho actual que se

empeña por hacer encajar los fenómenos en sus esquemas pre-establecidos, en

sus “niveles de análisis”. La verdadera Ciencia, como ya afirmó Aristóteles, no

otra cosa es salvo Admiración y búsqueda de lo Universal. La gota de agua

bullendo en vida es el Cosmos. Mi ser, tan grande, qué digo grande, tan infinito

como es, apenas puede comprenderse salvo como Mónada de otras Mónadas

desbordantes.

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En mí está Todo. La investigación psíquica es la gran responsabilidad que debe

acometer el ser humano moderno. Ahora estamos a punto de rebasar los límites

de la existencia física en nuestro planeta. Justamente en este momento, los

datos nos ponen delante el panorama de un mundo inhabitable en un plazo no

muy largo, acaso en el plazo de medio siglo, las catástrofes que acarrearán el

Cambio Climático. Que el ser humano haya convertido su Casa (Ecología

viene del griego, oikos, casa) en un estercolero inhabitable, por causa de su

propia conducta habla mucho acerca del proceso de degradación de su propia

psique. Una Comunidad humana no deja de exteriorizar el grado de “pulcritud”

de su mente, de su forma de ser. El progreso de la sociedad entendido de una

forma unilateral, esto es, como una simple función lineal de acumulación de

cachivaches y de capital, nos ha traído un ensuciamiento de la Casa Común,

que es la Tierra. Una atmósfera recalentada progresivamente por la emisión de

gases contaminantes, así como una gradual contaminación de ríos, mares y

selvas, todo ello en el contexto de una Demografía humana irrefrenable, y un

reparto absolutamente injusto de la riqueza producida... La raíz de este

Capitalismo tan depredador y global, ¿dónde está? Obviamente el problema de

la Catástrofe inminente es un problema económico, y por ende, social. Pero en

este libro planteamos a su vez una raíz espiritual de todo este crimen colectivo,

sin negar la especificidad de la raíz económica del mismo. La raíz espiritual, un

“alma sucia” que acabará por hacer inhabitable la Casa de todos, estriba en esa

psique gravemente deteriorada. Esa psique echada a perder, por dos tendencias

opuestas que, no obstante se complementan.

Leer a Jung, curiosamente, recuerda a Hegel. También el psicólogo suizo

entiende la mente en unos términos dialécticos. Su Psicología Analítica

describe la dinámica psíquica en términos de pares de opuestos que, en un

proceso de enconada polaridad, se reafirman cada vez más y se tornan más y

más “oponentes” el uno respecto del otro. Básicamente, una existencia

neurótica consiste en una polaridad entre el yo consciente y el inconsciente.

Ambas fuerzas tratan de imponerse. Su ser estriba en no dejarse avasallar por el

polo contrario. Si en una persona hay una suerte de unilateralidad, de ausencia

de compensación, el individuo se ve sometido a una existencia falsa,

16

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

distorsionada. Así el caso de una persona cuyo consciente pretende ser

autárquico, y ejerce una suerte de imperialismo sobre cualesquier territorio

inconsciente de su vida. Mantener a raya ese inconsciente, con diques rígidos y

altos, se paga muy caro por medio de un evidente empobrecimiento de la

persona. Esa, la persona, no pasará de ser una máscara (en el sentido literal de

la palabra) con la cual el individuo buscará a toda costa una identificación.

Pero la máscara y un yo autoritario sobre unos territorios inconscientes, que no

por mucha rigidez consciente van a dejar de existir y empujar, no puede por

menos de desembocar en un yo pobre. Otro tanto se podría decir de un

individuo excesivamente abierto al inconsciente, a sus empujes y demandas.

Esa apertura a una energía tan descomunal puede acabar en un anegamiento de

la individualidad. En los casos positivos, normalmente en la creación artística,

el sujeto cede su protagonismo y más bien se convierte en un médium de la

idea artística, para que esta pueda plasmarse. Rayano en la locura, también ese

es el caso del profeta, del iluminado, del fanático. La idea (moral, religiosa,

política, etc.) se posesiona de un yo débil, profundamente neurótico o delirante,

y le emplea como títere. Pero esta idea, a su vez, no es apenas otra cosa que

una recomposición de imágenes brotadas del estrato más profundo del

inconsciente: el Inconsciente Colectivo. Es una especie de caudal de

representaciones que se van sedimentando, no con la literalidad misma que una

vez tuvieron en la filogénesis, sino como formas y predisposiciones (a priori) a

servir como formas de imágenes que asaltan al individuo como revelaciones,

sueños, profecías, mensajes salvíficos, etc., cuya elaboración final corresponde

a este ser personal débil en cuanto a su yo, así como a la sociedad y la época,

esto es, unos marcos a los que acabarán adaptándose.

También en lo que hace al crimen ecológico, el ser humano es víctima de una

terrible neurosis, esto es, un principio de escisión, que puede desembocar en

una verdadera locura que implica autodestrucción, suicidio colectivo,

monomanía. El enteco racionalismo de los últimos siglos, potenciado por la

monomanía capitalista que consiste en acumular ganancias a toda costa, podría

comparase al yo frágil y rígido que pone diques a una realidad mucho más

amplia y profunda, el Inconsciente, realidad la cual está ahí aunque no

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

queramos o deseamos verla. El Inconsciente, en el fondo, constituye la

contraparte psíquica de la Naturaleza y, para el creyente, la contraparte

espiritual de Dios. Nuestra individualidad no se puede permitir el lujo de

fundirse indiferenciadamente en esa infinitud. Ello sería como ir contra la

Vida. Una fusión integral con el Todo, es lo que habitualmente denominamos

Muerte. Nuestra reintegración en el Inconsciente ha de ser de otra forma.

Manteniéndole a rata a través de una serie de compensaciones,

sistemáticamente orientadas a que nuestro ser individuado perviva y crezca,

con toda la diferenciación posible respecto a un océano psíquico del que

venimos y hacia el que vamos, pero del que sin embargo nos distinguimos y

nos cerramos.

El Maestro Viajero explicó la solución a la angustia colectiva del hombre ante

el riesgo ecológico de la siguiente manera: Imagínate que alzamos una bonita

cabaña en medio del bosque, como las que aparecen en los cuentos infantiles.

Nuestra sensación de cómoda felicidad es esa paradójica síntesis de elementos.

La casita es de madera, esto es, materia obtenida a partir de unos elementos de

los que el propio Bosque (Inconsciente) es pródigo, generoso. Haber llevado

ladrillos u otros elementos artificiosos de construcción hubiera sido un

sacrilegio estético, un atentado al entorno (psíquico, ecológico) circundante. La

madera da calor y sensación de paz “orgánica”, esto es, armonía entre cosas

como los árboles, criaturas y uno mismo, hechos de una misma y esencial

pasta. La madera fue materia orgánica y viva y sigue siendo útil o funcional

para la vida. Ella protege, ella da calor. Incluso el leño de nuestra chimenea se

quema con la dulzura propia de algo que saber está devolviendo vida a lo vivo.

La utilidad (por cierto, ajena al “utilitarismo” de la economía crematística) del

árbol al que perteneció, llega hasta el fin, integrada en un ciclo ecológico

respetuoso, donde predomina el don y la generosidad, no la violación. La casita

de madera que el Maestro Viajero alzó en el Bosque, como ejemplo, no supone

una entrega al salvajismo, una vuelta a la ruda existencia primitiva en la que él

y otros humanos asilvestrados deciden dormir a cielo raso y exponerse a la

mordedura de las culebras y a la acechanza de las fieras. Alzar la casita en

medio del bosque simboliza defender un reducto de individuación (en el caso

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

de las personas particulares) o civilización, en medio de una Naturaleza (en el

plano físico) o Inconsciente (en el plano psíquico) que pueden por igual

verdaderos monstruos sin piedad, capaces de tragarse al individuo sin defensas.

Ese bosque de los cuentos de hadas, esa inmensa selva de la que el hombre

civilizado –especialmente el europeo- ha emergido, es terrible si nos

adentramos en él sin defensas ni muros de tabla que nos protejan, cuando

menos al caer la noche tenebrosa.

Pero, así prosiguió diciéndome el Maestro Viajero, ese europeo occidental,

burgués, utilitario, de un yo soberbio pero estrecho y por ende ciego, no se

conformó con la cabaña modesta y confortable. Ni con el arado sagrado que

hundía en unos palmos de tierra circundante. Ni con la música celeste de un

hato de vacas pastando alrededor, en las aún cercanas estribaciones del bosque.

No supo ser jardinero del Paraíso y él mismo se expulsó de él. Reduciendo a

cero la superficie arbolada, cambiando el verdor por humaredas negras

inmensas, horadando montes y creando con basura hediondos montes nuevos,

el yo autoritario pretendió mantener a raya –y si cabe- exterminar lo que de por

sí es infinito e inagotable: la Naturaleza o el Inconsciente.

En esto, mientras el Maestro miraba por la ventana y escrutaba la hilera de

viejos robles que lindaba con su pequeño huerto, al calor bendito de su

chimenea, concluyó su ya extensa analogía: “Y ¿sabes qué? Todo comenzó por

no saber amar, ni siquiera no saber mirar con agradecimiento y respeto a un

anciano árbol como ese.” Y entonces a mí me pareció que la hilera, la

estribación de un viejo bosque atlántico, había avanzado un poco más hacia

nosotros, tal y como se narraba en una antiquísima leyenda céltica. Pero este

avance no me pareció amenazador. Por esta vez, al menos, ellos, los elementos

vivientes del Inconsciente nos iban a respetar, sentían armonía y fuerza en

nuestro hogar de tablas, hecho con sencillez y ganas de vivir.

Somos plantas.

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Es cierto. Ya no he vuelto a pasar de largo ante un viejo roble. Pongo más

atención en la belleza de una hoja seca, caída por el viento. Me admiro de la

brizna de hierba verde que pugna por salir entre las grietas del asfalto de una

gran ciudad. La sanación y el crecimiento forman parte de la vida. Son

procesos inherentes a la vida misma. En el ser humano, y más en el ser humano

moderno, hay un Thanatos, un oscuro instinto destructivo, un rencor hacia la

vida, la belleza y la creatividad. Este instinto es parte nuestra, no obstante. Su

extirpación absoluta sería equivalente a agotar las fuentes mismas de nuestra

autodefensa y una parte esencial de la naturaleza total de la llamada

humanidad. Sin esa sombra, que ineludiblemente nos acompaña, no seríamos

tampoco ángeles, de ninguna de las maneras.

Recuerdo que en una escena de la famosa película de Stanley Kubrick, la

Naranja Mecánica, unos doctores habían logrado modificar la conducta de un

joven gamberro, miembro de una pandilla de violadores y asesinos. El

tratamiento era tan eficaz que, al restar toda agresividad al joven, éste adquiría

un aspecto totalmente inhumano precisamente por su impotencia ante las

agresiones que después le hacían sus antiguos compinches. El chico

rehabilitado era, de algún modo, inhumano en su falta de respuesta agresiva

ante la ofensa. Quizás exterminar la violencia en el ser humano no sea lo

mismo que eliminar la agresividad, y esta última disposición sea una parte

necesaria de nuestra naturaleza. En el mundo, a la postre, nunca van a faltarnos

enemigos. Los países siguen expuestos a invasiones. De golpe, la ley puede

dejar de existir y la defensa propia se convierte entonces en santa y justa.

Incluso en nombre de la paz se siguen usando armas y ejércitos. Como sucede

con el drama ecológico, y a resultas de él, nuestra probable desaparición como

civilización en un plazo no muy lejano, la temática de la guerra, la violencia y

la destructividad humana debe enfocarse adecuadamente desde los planos

económico y social, donde hallaremos las repuestas más directas y seguras. Sin

embargo, siendo como de hecho son éstos planos, centrales, ellos brotan

también de una raíz psicológica, de un daño espiritual hondo en nuestra

civilización y a él me quiero encaminar ahora.

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Una civilización surge de una fuente, que es una cierta cultura clásica que pudo

conocer su muerte precisamente por éxito. Una cultura en forma, como decía

O. Spengler, por ejemplo la grecorromana, cuyos sólidos cimientos se

generalizaron hasta llegar a rincones del mundo y contextos bien diferentes a

sus raíces. Jefes tribales africanos ciñendo coronas reales o imperiales al estilo

de monarcas europeos, y elecciones formalmente democráticas en países que

aún cuentan con la estructura de clan y más de un 90 % de analfabetismo, son

los ejemplos sarcásticos de lo que puede representar una cultura generalizada a

contextos ajenos a los originarios. Muchos países del orbe no han pasado por

las experiencias históricas que Europa ha atravesado. Su asimilación de la

cultura occidental, con todas sus luces y sombras, no ha sido nunca directa ni

posada. Asimilan “paquetes” y jirones de la cultura europea de forma artificial,

impostada, casi siempre a resultas de un proceso de colonización. Proceso, por

cierto, que si hoy no acontece de forma directamente política, sí que prosigue

su curso en el plano económico. Y es que, retomando las distinciones de

Spengler, acaso la cultura occidental ya no existe, sino más bien la civilización

occidental. Con todo lo que de viejo, erosionado y mestizo que hay en ese

término de “civilización”. La civilización es una cultura generalizada,

trasplantada a otros territorios y latitudes. Civilización es una cultura vieja e

hipertrofiada, tan grande en extensión y en pobladores que, necesariamente, ha

debido renunciar a sus raíces y adaptarse a condiciones completamente

distintas de las que en un principio le habían permitido florecer y dar de sí lo

mejor. No sin una profunda dosis de verdad, Spengler comparó las culturas y

las civilizaciones con las plantas. Ellas, igual que el alma del hombre, igual que

todo lo que es humano, en suma, no pueden por menos de obedecer a pautas y

ciclos de la vida orgánica. El ser humano, ya sea en su dimensión individual,

ya en la colectiva, no puede sino echar raíces a partir de unos gérmenes cuya

procedencia se hunde en la noche evolutiva. Al arraigar, la planta humana –su

alma o su cultura- tiende a alzar sus brazos al cielo y a pedirle a este todo su

calor radiante, la luz y la energía que impulsan el crecimiento. Crecer y

florecer se corresponden en la primera parte del ciclo con una expansión de la

vida. La fase expansiva de la vida es un proceso completamente natural que,

por lo general, no precisa de ayudas. Los seres naturales nacen con un

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

programa, más o menos complicado en su detalle, pero absolutamente simple

en lo que atañe a su telos, a la finalidad que le es propia: crecimiento,

ampliación. Puede que la planta humana sea la más propensa a equivocar sus

fines primordiales, los que vienen impuestos por su naturaleza. El intelecto

educado en unos valores sociales o “civilizados” a menudo no es una ayuda al

crecimiento natural de la planta-persona. Como si interpusiéramos ramas y

palos en los radios de la rueda, el carro de la vida ve imposibilitado su avance.

Se producen estancamientos y parciales deseos de regresar a las raíces de

donde venimos. Lo mismo ha de suceder con las culturas, como expresión de

un alma colectiva. Unas “superestructuras” morales, ideológicas, religiosas,

etc., completamente inadecuadas, son capaces de truncar una evolución natural.

Los valores que no son capaces de promover lo que ya debe estar precontenido

en una base social ancestral, a modo de raíces o fermentos, son valores

inadecuados que provocan la enfermedad cultural: regresión, atrofia,

hipertrofia de alguna de sus partes en detrimento de otras.

Sanación y crecimiento

En la naturaleza, y la psique humana tanto como su cultura son naturaleza, es

preciso curar con el mismo remedio con el que somos propensos a crecer. El

pharmakon en este caso, no consiste en otra cosa que en crecer. Sanación y

crecimiento se hallan íntimamente relacionados. Un mismo principio natural

anima a los seres a crecer. Si tú, querido lector, te encuentras bajo esa

agobiante sensación de cansancio, de ausencia de proyectos, o en medio de

una crisis en la que no se percibe salvo la futilidad de los mismos o el sin

sentido del conjunto, entonces debes reconocer de inmediato cuál es remedio:

el principio natural del crecimiento. La descripción de éste principio no es nada

fácil. Hacerlo consistiría en describir en su conjunto lo que es la vida. Arriba

hemos mencionado el principio de la Muerte y la Destrucción, Thanatos. La

vida es justamente su principio contrario, Eros. El afán de crecer y echar raíces.

Y el amor por abrazar a cuanto nos rodea, como la hiedra hace con los muros,

árboles y farolas. Expandir antenas y la receptividad de todo cuanto es y nace.

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Todo cuanto nosotros llamamos amistad, amor, curiosidad, ciencia (la

verdadera ciencia, que no es sino curiosidad organizada), todo eso conforma el

Eros en el ser humano.

Vives en una sociedad que se da en llamar “competitiva”. De hecho, se

estimulan sobremanera las ambiciones. Pero ¿qué ambiciones? No nos puede

sanar, y mucho menos nos hará crecer ese “deseo ardiente de conseguir poder,

riquezas, dignidades o fama” [Diccionario de la R.A.E.]. Millones de personas

viven, acaso como tú vives, en medio de una carrera loca en pos de algo que en

realidad es accidental a tu ser. Los clásicos ya nos han advertido innumerables

veces sobre la vanidad. Tu ser puede rodearse de mil esplendores. Pero todo el

mundo sabe lo que es un pobre obsequio envuelto en papel de primera clase, en

seda y oropeles. Se trata, nada más, que de un engaño.

No hagas de tu vida un engaño. El Maestro Viajero había recibido en cierta

ocasión un premio. La cortesía y el agradecimiento, más que la vanidad, le

obligaron a emprender un viaje largo para recogerlo. Cuando le pregunté si su

vanidad se había visto incrementada por ese reconocimiento, él me contestó:

“El premio ya lo tenía conmigo. Lo que hecho con amor, ya se veía

recompensado por sí mismo. Al darle las gracias a esas personas, me estoy

felicitando a mí mismo”. Tardé un tiempo en comprender el significado de

estas palabras. En cuanto supe que el Inconsciente no hace más que seguir el

dictado de Píndaro, el poeta griego de la Antigüedad, que dice “Aprende a ser

el que eres”, todo el enigma se me desveló. En efecto, todo está ya con

nosotros. El carácter se tiene desde siempre. Toda transformación verdadera no

supone más que un auto-conocimiento. El oráculo de Apolo en Delphos decía :

“Conócete a ti mismo”, y no hay otra verdad mayor en la Filosofía, la

Psicología o la Ética. Sócrates no enseñó un camino distinto del que el dios

Apolo indicó antes que él a los griegos. Todo nuestro pensamiento occidental

gira en torno a este núcleo, y acaso la sabiduría de Oriente también pueda

interpretarse bajo esta misma clave. Somos lo que somos, y la infelicidad

consiste en querer ser otro. Luchar por ambiciones impostadas, correr en pos de

metas fútiles y ajenas a nuestra verdadera constitución.

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La búsqueda de las raíces: el

Inconsciente

El Inconsciente de cada uno, como dice el gran psicólogo Carl G. Jung, es en sí

una masa compleja de ingredientes de lo más diverso. Una masa sobre la cual

debe sustentarse un yo consciente bien reducido, que se defiende a duras penas,

como puede, de las arremetidas e inundaciones que proceden de los estratos

más bajos. A su vez, este sótano no es un compartimiento cerrado. No es otra

cosa que el cuello de botella de un depósito colectivo, e infinitamente mayor,

de experiencias, imágenes, representaciones acumuladas durante miles o

millones de años por la humanidad, a lo largo de su historia. Una historia

propiamente humana, en los siglos recientes, pero una historia filogenética

cuando nos remontamos más atrás, a nuestro pasado animal. Conocernos,

obviamente, no puede consistir en ir tirando del hilo hasta tan lejanos rincones

de nuestro ser. Nuestro ser individual en rigor no es eso. El Inconsciente

Colectivo consiste más bien en la negación de nuestra individualidad, y a pesar

de todo siempre va con nosotros. La vieja sabiduría ya lo decía: en nosotros

llevamos un mundo infinito. Somos un microcosmos. Buceando en nuestros

adentros podríamos perdernos en un océano infinito de mundos, estrellas,

galaxias, a la infinitud horrenda que supone el espacio del universo. A Blaise

Pascal esa infinitud inmensa le horrorizaba, y sólo el dato de que la capacidad

humana de pensamiento podía intentar abrazar la inmensidad física le podía

resultar consolador. El auto-conocimiento, tal y como el Maestro Viajero me

enseñó, es mucho más que un consuelo.

Por que de lo que se trata no es de viajar a los confines del Inconsciente

colectivo. Más bien se trata de llevar una relación armónica, casi diría que

musical y dialogada con él. De ese depósito inmenso, podemos extraer, eso sí,

con sumo cuidado, los materiales que pueden darnos toda la creatividad y

positividad. Artistas y genios de toda índole han regalado a la humanidad sus

frutos, siempre hechos a partir de imágenes extraídas del Inconsciente

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Colectivo. Conocer es recordar, y crear también consiste en seguir fielmente un

Arquetipo que el tiempo, el olvido, la futilidad del día a día ha podido dejar

enterrado. Todos podemos ser arqueólogos de nuestro propio ser, y desenterrar

gustosos lo que más brilla y más vale en lo oculto de nuestra alma. Pero

¡cuidado!, allá abajo también se agitan monstruos desconocidos, seres

adormecidos que pueden un día despertarse y llevarnos con ellos hacia lo más

profundo. No pocos genios, que se sintieron Demiurgos (Artífices, en el sentido

de Platón) acabaron siendo arrastrados hacia los niveles inferiores de su ser.

Sucumbieron a la locura y al desgarro. En realidad, descender al Inconsciente

Colectivo sin tomar las debidas precauciones es algo así como pretender cruzar

a nado un océano, o descender a una fosa marina sin instrumentos especiales.

El crecimiento y la sanación son procesos naturales en los que uno mismo ha

de conocerse, preservar la identidad de su carácter y tomándolo como base,

profundizar en este nuestro único e irrepetible ser. El gran filósofo

Schopenhauer decía que el carácter era innato, y por tanto inmodificable. Las

desgracias acontecen al individuo cuando éste quiere impostarse otro carácter

que no es el suyo. A partir de esa enajenación que uno mismo se induce, viene

todo un sartal de desgracias e inadecuaciones. El auto-conocimiento, hacer

caso de veras al dios que habló en Delphos, es la clave de un crecimiento y una

sanación. El conocer, decía el pensador alemán, libera. El querer, en cambio,

querer ser otro, es la condena. En un sentido algo diferente, también Jung hace

referencia al proceso de individuación. Esta también sería una formulación

válida de nuestra idea de crecimiento y sanación. El individuo debe ser objeto

de un despliegue, de un desarrollo. Al nacer comenzamos esa ruptura para con

el resto de la naturaleza, que en nuestra condición de mamíferos también ha de

ser ruptura con nuestra madre. Además de cortarse el cordón umbilical

puramente somático, hay otros muchos hilos que nos vinculaban con la madre

y, con ella, a la especie y al cosmos entero. La psique infantil ha de procurarse

ese corte, pero en este caso el bisturí o las tijeras vienen dadas por la pequeña y

aún muy instintiva mente del bebé. Quizás sea cierto, por otra parte, lo que

afirman numerosos investigadores, y el proceso comienza atrás, antes del

alumbramiento, y los embriones comiencen su búsqueda de un yo con respecto

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

al medio uterino y el mundo en general. En cualquier caso no existen fechas

clave en este proceso. Es un continuum que difícilmente puede ser marcado

con un antes y un después. El yo nace como un acto de diferenciación. El yo

del individuo supone un acto afectivo y cognitivo al mismo tiempo en el que el

“medio” es separado poco a poco de mi ser. Al principio, ya se trate de un

embrión o de un niño de corta edad, este proceso es más instintivo que

consciente. Durante los primeros años, apenas puede separarse

conceptualmente un “medio externo” de otro “medio interno”, por emplear dos

términos usados ya por el gran médico y fisiólogo francés Claude Bernard. En

efecto, la diferenciación primaria (de la que va a nacer un yo consciente) es en

gran parte, y sobre todo en la gestación e infancia, un asunto de Homeostasis.

Los médicos y biólogos llaman Homeostasis a la búsqueda automática que los

organismos –los animales, las plantas, los humanos- deben emprender para

restaurar una y otra vez su equilibrio físico-químico interno. Por ejemplo, en

consonancia con la temperatura exterior, dada en el medio ambiente, los

animales cuentan con sistemas fisiológicos de termorregulación que sirven para

enfriar o calentar su medio interno y evitar así una muerte por calor o frío

excesivos. También en los sistemas no vivientes hay una homeostasis. El

ejemplo más conocido es el termostato de las viviendas. Por debajo de unos

umbrales de temperatura, cuando la casa se enfría, automáticamente se dispara

la calefacción que no cesará de trabajar hasta que por fin se alcanza un nivel

superior de temperatura, “que es como si le indicara al sistema” que debe

descansar y no calentar más la casa. En la psique, como parte de la vida

orgánica, no faltan sistemas homeostáticos y formas de autorregulación.

¿Qué es, al cabo, la vida psíquica de un ser humano? Un constante proceso de

autorregulación, de búsqueda del equilibrio para poder “nadar” entre

procelosos mares, exteriores e interiores. El yo, en buena medida, es ese

sistema homeostático que busca el equilibrio. Los pensamientos conscientes,

las reflexiones racionales, la propia lucha por la conservación de la identidad

ante el no-yo, son tareas importantes de cada uno. Al menos desde que cada yo

se diferenció en un largo proceso de infancia, y de lucha por no desaparecer

diluido en el no-yo. Según la teoría de Sigmund Freud, el yo se bate entre un

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inconsciente (puramente personal) salvaje, por un lado, y un super-yo

(sociedad, moral vigente) que le impide al yo dar satisfacción a las demandas

subterráneas. El yo debe emplearse a fondo para satisfacer un super-yo siempre

puritano, de moralidad estricta. Pero el yo también quisiera dar satisfacción, al

menos parcial, a las demandas libidinosas que botan de ese sótano salvaje y

ciego, demandas que buscan el placer a toda cota. Así pues, el yo freudiano, la

realidad personal, consciente y racionalista, se nos aparece como la cuerda del

conocido juego infantil. Un grupo de niños tira de un cabo, mientras que un

segundo equipo tira del otro. A veces puede suceder que ningún equipo gana y

la cuerda se muestra como de muy mala calidad: se rompe, y tanto el equipo

llamado “instintos bajos” como los contrincantes, que se dan en llamar

“conservadores estrictos”, se caen con estrépito y sus traseros tocan el suelo.

La cuerda rota, el yo consciente, quiebra bajo una neurosis. El yo no puede

mantener a raya dos tipos de fuerzas. Una, impulsiva. Otra, represiva. La vida

es lucha, tensión y dialéctica. El yo en que pensó el padre del psicoanálisis es

un yo complejo y dialéctico: hay opuestos y hay lucha entre ellos. Las torpes

metáforas que, muy al gusto de su época, usó Freud no pueden empañar sus

hallazgos. El yo no es exactamente un dique de contención. El censor que

llevamos dentro tampoco es en realidad un hombrecillo incrustado en nuestra

cabeza. Pero en todo este drama de la vida, es muy buena la idea freudiana de

una gran autorregulación como la que se da en la mente humana: una búsqueda

por compensar y adaptar niveles distintos de nuestra personalidad.

Que la vida psíquica es compensación, ante todo, fue muy bien visto por el

discípulo díscolo de Freud: Carl G. Jung. Ante todo, el yo que creemos ser

fundamentalmente, no es mucho más que el vértice de un cono cuya base es

infinita. Esto hay que explicarlo así debido a que Jung introduce un

Inconsciente Colectivo por debajo del Inconsciente Personal. Y este depósito

activo se identifica, a mi entender, con el universo en su conjunto. Es la cara

psíquica de toda la naturaleza infinita, entendida como sistema de seres físicos.

Por esto, el yo se podría comparar con la torre o pináculo de una casa que,

efectivamente, posee niveles más bajos, pre-conscientes, subconscientes y

finalmente el inconsciente personal (descubierto por Freud, pero ya intuido por

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

filósofos como Leibniz, Schelling, Schopenhauer). Pues bien, tal y como

sucede en las mejores historias de terror (estoy pensando en el genial escritor

americano H.P.L. Lovecraf), puede suceder que el habitante de esa torrecilla

decida explorar los niveles más profundos de su sótano. Quizás por curiosidad,

quizá movido por el loable intento de conocerse mejor, nuestro héroe no puede

reprimir la tentación de descender a ese sótano oscuro y descubrir que es tan

grande como el universo mismo. Un inframundo poblado por los más

fantásticos e insospechados seres. Un mundo de imágenes y experiencias que le

asaltan, y de las que nuestro explorador no puede ofrecer el más mínimo poder

de resistencia o control. Las imágenes le asaltan, le envuelven, y el yo se siente

pequeño y diluido. Es puramente pasivo y receptivo ante lo que está viendo. Si

no huye a tiempo, el Inconsciente Colectivo le atrapará para siempre. El yo no

va a regresar a su torrecilla, a la buhardilla, al alto pináculo. Allí la luz de la

mañana brillaba muy clara, y desde los cristales de las ventanas los pueblos y

paisajes lejanos se distinguían con nitidez.

Únicamente la Tradición es

revolucionaria

-- Maestro – le pregunté un día. -- ¿Cual es la teoría psicológica o metafísica

correcta?

-- ¿De las de hoy en día? – Me preguntó. Al ver que asentía, él me contestó

que ninguna. E hizo un gesto, como señalando a sus espaldas. Luego dijo:

-- En la Tradición únicamente habita la Revolución. Es ahí donde debe

buscarse.

En efecto, en la Tradición y sólo en ella brota la Novedad. El Universo en

mutación constante que deviene de unas estructuras ya largamente

consolidadas. La vida debe parecerse necesariamente a esas catedrales que van

sufriendo reformas y añadidos por espacio de mil años. En ellas se funden los

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más variados estilos, las más inconcebibles asimetrías y reformulaciones.

Alguna de sus criptas quizá conserve estructuras de lo que fue una pequeña

iglesia prerrománica. Después llegan los añadidos del románico, la enorme

ampliación vertical del gótico. Y en pleno renacimiento y barroco, los nuevos

tiempos dejan su impronta, desdibujando su anterior aspecto innegablemente

medieval. Eso es crecimiento. La vida de una persona consta de un número de

etapas de muy desigual longitud. Algunas de ellas se hunden en la oscuridad

casi animal de la infancia. Todo en ellas en dependencia, fusión absoluta con

un vientre materno que todavía concentra en realidad el Universo. Después

viene el despliegue. El yo normal que se despliega, que extiende sus tentáculos

sobre el resto del medio físico y social y lo explora, lo construye, lo recrea,

pues hacer eso es la única clave de la realización del propio yo. Sin embargo,

como veíamos en el capítulo anterior, el edificio de nuestra vida siempre

contiene unos sótanos y unos gérmenes que nos ponen en contacto con el no-

yo. Si denominamos no-yo al Universo, que por medio de nuestra madre nos

trajo al ser, o si le damos el nombre de Inconsciente, en cualquier caso nos

hallamos ante el problema de la individuación, de la Separación a partir de una

matriz cuya extensión y profundidad abarca el Todo.

Primero se corta el cordón umbilical físico. Después, a través de un proceso

largo y para el que no existen tijeras especiales, debe cortarse el cordón

umbilical psíquico. Las teorías de la psicología experimental no aciertan a dar

cuenta de este proceso tan trascendental. La psicología conductista, que

predominó en los Estados Unidos y, por colonización académica, en el resto de

Occidente, no puede estar en ese sentido más equivocada. Tal psicología, si

puede llamarse así a un mecanicismo que niega el alma, se limita a contemplar

el niño como una suerte de rata de laboratorio, encerrada en una Caja de

Skinner, su “mundo” de cuatro paredes donde toda variable se podrá controlar

y manipular a voluntad del experimentador. Así pues, el ser humano es ya un

dato preestablecido, como cuerpo animal influenciable, moldeable por factores

cambiantes en el ambiente. Lo único constante es el conjunto de parámetros

biológicos, que se dan como fijos y homogéneos en su especie. Un cuerpo

animal ya dado desde el momento en que viene al mundo y que va aprendiendo

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

respuestas: esa es toda la teoría conductista sobre la diferenciación del yo a lo

largo de la vida. El misterio de la vida queda reducido a un proceso mecánico.

El yo brota de la vida como la luz de una lámpara cuando se pulsa el

interruptor. No es de extrañar que en un mundo mecanizado, y por ende

deshumanizado, esta psicología del estímulo-respuesta, y su nueva versión, la

psicología computacional y cognitiva, haya gozado de tanto predicamento en

las universidades y laboratorios. La mente como máquina, la mente como

ordenador, ¿qué otra imagen podría adoptar el racionalismo irracional de

nuestros tiempos?

Porque reducir el alma humana y el misterio de su diferenciación a la

condición de una máquina es, al mismo tiempo, la culminación del

racionalismo y la mayor de las irracionalidades que puede cometer el ser

humano. La filosofía occidental de los últimos tres siglos ha persistido en

contemplar el universo como una máquina gigantesca, un conjunto inmenso de

engranajes perfectamente ajustados de acuerdo con leyes matemáticas precisas

y cognoscibles. Atrás quedaron sabidurías muy antiguas, que los griegos

compartieron con los sabios de Oriente, y que jamás se perdieron en los

tiempos del Medioevo y del Renacimiento: que el cosmos es, por el contrario,

un gran ser vivo, una unidad orgánica cuyas partes viven, crecen, respiran, y

realizan las demás funciones vitales acorde con el Todo al que pertenecen y al

que deben su ser, acreciéndole ellas por su parte. La idea antiquísima según la

cual un trozo de vida (ergo, un alma) es ya en sí un Microcosmos que

contribuye al Macrocosmos, y le aporta su hálito, su riqueza exuberante de ser,

y viceversa. Bajo este prisma de los filósofos antiguos, orientales, medievales y

renacentistas podríamos entender la Psicología de un modo muy distinto del

que nos ofrecen nuestros académicos de bata blanca actuales. Lejos de ser la

mente (o psique) una especie de apéndice insignificante del mundo material,

apéndice de aspecto residual (eso viene a significar en realidad el término

epifenómeno, lo mental como residuo de la materia) del universo físico-

matemático, o excreto del cerebro, la realidad psíquica se nos debería ofrecer

por el contrario como la faz rica y densa del ser de las cosas. El estudio de la

psique equivale punto por punto al estudio del universo y del Todo, toda vez

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

que dejamos de contemplar estas ideas como meras acumulaciones mecánicas

de átomos, estrellas, galaxias. Desde el momento en que sabemos a ciencia

cierta que más allá de las frías fórmulas y cálculos matemáticos, y envolviendo

a los millones de conexiones que las neuronas cerebrales producen en un

segundo de vida mental, hay un universo psíquico que preña esta complejidad

de la materia. Llegará un día en que la ciencia, si no degenera a causa de la

trivialidad que le imponen los estados, los ejércitos y las multinacionales,

pueda llegar a edificar el verdadero Materialismo. Este, paradójicamente, no

podrá ser otra cosa que un nuevo y más alto Panpsiquismo. Este punto de vista,

como dice la palabra (de pan, todo, y psique, alma) enseñará que la materia

toda, en sus más diversos grados de organización, no consiste en otra cosa que

la actividad vital del alma, de un punto o vértice siempre vivo en torno del cual

giran y se animan todos los seres. El universo que la mayoría de los científicos

de hoy en día nos enseñan, ellos que son unos meros especialistas pero casi

nunca sabios, no es otra cosa que un cúmulo de cadáveres y frías estructuras

vacías. Las ciencias aplicadas que puedan surgir de tan enteco prisma, por

ejemplo, la psicoterapia, la pedagogía, la psiquiatría, etc. , no pueden por

menos que dimitir de antemano de lo que sería su verdadero cometido: buscar

la felicidad del ser humano, garantizar su sanación y crecimiento en un mundo

cada vez más deshumanizado y amenazante.

Hacia una Gran Ciencia de la Psique

La era de la gran ciencia de la psique no ha llegado aún. Ella no podrá obviar

los resultados de nuestras disciplinas actuales. Desde la cosmología hasta la

neurobiología, desde la historia hasta matemáticas. Pero se tendrá que

abandonar por fuerza todo ese enfoque unilateral y reduccionista que les

preside. La psique es la gran olvidada, es el rincón donde se acumulan los

desechos conceptuales del materialismo empobrecido, del racionalismo

estrecho. Los especialistas de hoy se parecen a esa señora de la limpieza que

esconde el polvo barrido debajo de las alfombras. Alguien tendrá que recoger

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

el polvo acumulado en la ciencia moderna y restaurar a la psique su lugar en el

universo, un lugar que acaso sea el Todo.

Y en relación con ese Todo al que nos debemos, vino a mi recuerdo la

enseñanza del Maestro Viajero: “El Universo es tu terapeuta”.

¿Quién no vive angustiado en este mundo de prisas, competencia y

productividad? El maldito invento del reloj ha venido a dar al traste con lo más

valioso de la civilización occidental. La contemplación, el oteo amoroso de

cuanto nos rodea, la tranquila observación de las nubes por encima de nuestras

cabezas, el honesto tumbarse en el césped tras una santa jornada de trabajo,

animada charla y amor. El Eros, del que tanto sabían los griegos y los

orientales, es hoy un raquítico remedo del Amor en el sentido antiguo. La

inflación de la sexualidad en la vida cotidiana nos tiene que hacer sospechar. El

sexo es hoy una de las principales mercancías que, bajo mil formas, se compra

y se vende y sólo sirve para explotar al ser humano. Sigmund Freud consideró

que la sociedad –el Super Yo- entendida como conjunto de normas puritanas

que nuestra conciencia ha interiorizado, reprime sin cesar nuestros instintos y

pasiones, y pone diques a un inconsciente que, sumido en la urgencia, sólo

busca la satisfacción del placer. Tal psicología pudo crearse en unos tiempos

como los del Dr. Freud, a caballo entre los siglos XIX y el XX que, en Europa

Central y especialmente entre las clases medias y altas, era tiempos de

represión sexual y moral puritana. En un ambiente social de esas

características, era fácil considerar que los trastornos neuróticos debían su

génesis a una acumulación de energía que, procedente de las interioridades del

inconsciente, no hallaba canales de salida al exterior, hacia un objeto al cual

fijarse, con el cual alcanzar una satisfacción. Ese ambiente “victoriano” que

envolvía a Freud y a sus pacientes era, asimismo, un ambiente epistemológico

dominado por el positivismo y el irrefrenable prestigio de la Física como

ciencia dominante. Todo fenómeno debía ser enviado a un tipo de leyes y

explicaciones de índole física. La palabra energía referida a la actividad

psíquica era omnipresente en el psicoanálisis. El término libido se acuñó con el

fin de aludir a un tipo de energía que debía comprender la sexual, pero que en

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

realidad implicaba una “carga” instintiva o emocional de la psique. Fue el

discípulo díscolo de Freud, Carl G. Jung quien liberó por completo al

inconsciente humano de su papel poco brillante que el maestro y fundador del

psicoanálisis le había otorgado. Era algo más que un sótano donde el yo

guardaba las suciedades e inmoralidades que su vida social y su máscara

personal le obligaban a reprimir. Este sótano podía contener este tipo de deseos

eróticos, especialmente los no realizados. Pero su contenido, a medida que se

arrojaba más luz sobre el inframundo, iba mucho más allá. Tampoco se

limitaba a lo subliminal, es decir, al conjunto de aquellas imágenes cuya

intensidad energética no era lo suficientemente elevada como para salir fuera,

hacia la conciencia. El inconsciente no era únicamente un mundo oculto y

reprimido. Al abarcar un inconsciente colectivo idéntico en todo individuo

humano y por debajo y alrededor de todo inconsciente personal, la teoría del

contenido exclusivamente sexual de las motivaciones primarias del sujeto se

reveló como muy pobre e insatisfactoria.

Una vez, el Maestro Viajero charlaba con un joven discípulo, aquejado de esa

suerte de problemas que suele recibir el nombre de “eróticos”. El Maestro le

recordó que el Eros de los griegos, el de Platón era, básicamente, una fuerza

unitiva de rango cósmico. El instinto de unión carnal que experimentamos los

seres humanos debe verse siempre como instinto de unión espiritual, la única y

verdadera unión. La unión más brutal y deshumanizadora, como la que puede

hacerse con instinto sádico o en el contexto de la prostitución, no es más que

un “vaciado” o desviación de la plena unión, de la cual la carnal es sólo una

subespecie o un aspecto del Todo. “No es la pulsión la que habita en ti” –le

dijo entonces el Maestro. “Muy al contrario, tu habitas dentro de la Pulsión,

ella te arrastra y tu carne se deja llevar. El objeto al que te ha de conducir

dependerá de cómo procedas en la navegación. Si amas de verdad con

nobleza, si te olvidas del cascarón de tu barco y piensas que lo de veras resulta

importante es el puerto, esa unión es noble y verdadera”.

La pulsión no habita en ti, querido lector. Debes recordarlo. Todos nosotros

somos cuerpos arrastrados por una corriente. Nuestros brazos y piernas pueden

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

nadar. La nave que nos lleva puede gozar de mayor o menor estabilidad y

velamen. Pero lo que de veras importa es el objeto hacia el que los vientos nos

deben ser favorables. Ese objeto, ese puerto al que anhela llegar el marinero es

una persona, en muchas de las ocasiones. Un ser que nos espera, acaso lo hacía

desde antes de nacer y sin ninguna conciencia de una tal espera. Acaso, es el

cosmos entero el que aguarda una respuesta de nosotros. Un pequeño jardín

olvidado que espera de tus cuidados. Barre sus hojas, quita las zarzas y

enredaderas. Dale agua y sol a sus rosales. Quién sabe cuántos huertos esperan

de ti una dosis pequeña de belleza. Se puede volver a descubrir a los tuyos, que

los tienes ahí tan cerca. Cuando el Maestro Viajero hablaba de puertos donde

atracar, con ello no se estaba refiriendo exclusivamente a seres lejanos y

difíciles de alcanzar. Los folletines románticos suelen hablarnos de amores

imposibles, pero ¿qué hay de los posibles, de los cercanos, de los que esperan

de uno cuando menos la sonrisa y la caricia que, no pocas veces, separan la

tenue frontera entre el suicidio y las ganas eufóricas de vivir siempre?

La psique de cada uno, la psique individualizada, hunde sus raíces más

profundas en un Universo, en una Totalidad. En esencia, se confunde con esa

Totalidad, con lo cual podría decirse sin ambages que cada psique es un

aspecto de la Psique Total. Podría compararse adecuadamente con un

gigantesco océano cuyas olas y mareas afectan a miles de costas, cuya masa

líquida penetra por mil bocas y a todas llega. La Psique Total es una, es la

experiencia e infraexperiencia de todos los seres humanos, y Jung la denominó

Inconsciente Colectivo. De él brotan todos los esfuerzos unitivos que una

persona puede desplegar a lo largo de su vida. En el fondo, lo deseado por un

individuo, ya sea encontrar su media naranja ya alcanzar la fama, el poder o la

gloria, en suma, cualquier objeto cargado de libido y que le sirve de motivación

para actuar enérgicamente con vistas a atrapar su deseo, es ya algo conseguido

de antemano. En potencia, como en estado larvario, es algo que ya ha

alcanzado su unión antes del tiempo, fuera del tiempo. En el fondo, el mito de

la media naranja, en el que tantos enamorados se regocijan y al que tantos

creadores románticos se entregan, posee raíces más profundas que la de los

textos platónicos. Es una posibilidad ya dada en el Inconsciente colectivo: allí

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

se encuentran las imágenes que deseamos. La educación y las demás

imposiciones sociales pueden desviarnos hacia otros puertos en la navegación

de nuestra vida. Pero sólo podemos agotar en acto las posibilidades que ya nos

venían trazadas de antemano.

Vive el Destino

No otra cosa es el Destino, el fatum. Como decía San Agustín, Dios es ajeno a

la sucesión de acontecimientos en el tiempo. Que nuestra mente distinga el

antes, el ahora y el después, sólo obedece a una limitación intrínseca de este

órgano humano. Para Dios todo fenómeno es co-presente. Cuando un teólogo

cristiano alude a la Providencia, tal palabra viene a ser otra manera de

denominar esa simultaneidad esencial de todas las cosas desde un punto de

vista supremo, omnisciente. Con quién habremos de compartir nuestra vida, a

quién debemos amar o qué cosas en el fondo nos corresponden buscar sin

descanso, eso que en suma llamamos “sentido de la existencia” está ya previsto

de antemano como conjunto de disposiciones que el Inconsciente colectivo

almacena y, eventualmente, puede revelarnos.

El Maestro Viajero conoció en cierta ocasión a un hombre joven, pero muy

atribulado. Había iniciado ciertos proyectos de carácter profesional e

intelectual, pero todos ellos habían dado en fracaso. Se hacía evidente que era

una persona de talento, y lo que se suele llamar hoy una “sólida formación” no

le faltaba para poder salir adelante. Con todo, vivía muy por debajo de lo que

su mérito debía haberle deparado. Era un caso típico de persona que no se

había encontrado “en el lugar adecuado y en el momento justo”, como se suele

decir. Pero tras una conversación con el Maestro, y tras mucho tiempo

reordenando sus planteamientos vitales, este joven tuvo una especie de

revelación. ¿Qué mejor palabra que ésta, procedente del ámbito religioso, para

describir un estado mental en el que se caen los idola, es decir, los prejuicios,

las barreras, los dioses falsos, y todo se ve por una vez claro y nítido?. El

hombre abandonó de golpe una serie de proyectos y ataduras que no le

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

conducían sino a un callejón sin salida y programó a medio plazo un plan de

vida que, muy pronto, le permitió asegurarse una posición estable y cómoda en

la vida. En su decisión hubo, sin duda, una dosis de renuncia a objetos que

siempre le habían parecido halagüeños. Pero a cambio, una nueva vida de

posibilidades se le abría de golpe. Como sucede en los cuentos y en los sueños,

al doblar insospechadamente una esquina o al entrar por una angosta

portezuela, un paisaje maravilloso, lleno de luz y esperanza, se le abría de

repente.

Todo habita en nosotros. Cada yo es un pequeño dios, y como tal, en una

dimensión muy oculta y profunda, ese dios hecho hombre es sabedor de lo que

realmente le aguarda su destino. La persona (etimológicamente, del griego

prosopon, máscara), puede angostar muchas de esas posibilidades

enriquecedoras. Además de la máscara profesional o social que llevamos todos,

se agita dentro un yo que puede correr el peligro inmenso de verse anegado

súbitamente por un crecimiento del Inconsciente, cuyas dimensiones y

profundidades nos anulan, verdaderamente, si no somos capaces de establecer

sistemas compensatorios. El yo ha de ser la gran compensación, sostenida y

continua ante un Inconsciente vivo y en perpetuo movimiento, ante el cual ese

pequeño dios a que aspira el yo puede, por contra, pulverizarse.

El gran peligro del yo es esa pulverización. Tal suceso comienza ante un

crecimiento inusitado de uno o varios complejos. Un complejo consiste en una

entidad psíquica que habita dentro de nuestra mente y de la que es, en cierto

modo, parasitaria. En biología, los organismos parasitarios son entes intrusos

que viven dentro de otra criatura huésped a la cual no le procuran la más

mínima ventaja (de lo contrario, hablaríamos de una simbiosis), antes al

contrario, le detraen nutrientes, energía u otros aspectos fundamentales de la

existencia. En la psique sucede algo muy parecido. Un yo fragmentado es un

yo que ha consentido que desde las profundidades del Inconsciente se fueran

formando unas constelaciones de imágenes que, dotadas de vida propia y

persiguiendo sus propios fines, se lanzan a la conquista del yo e irrumpen en la

vida consciente, alterándola bajo diversos estados patológicos. Cuando la

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

ruptura es irreversible, la personalidad se fragmenta y el individuo cae en la

psicosis. Si la ruptura es sólo parcial y la conciencia es capaz de poner en

contacto los complejos autónomos, si bien no los domina y a menudo se deja

arrastrar por ellos, entonces la patología es la propia de una neurosis.

Se invierte mucha energía en controlar y dar satisfacción a los complejos.

Demasiada para que un ser humano pueda llamarse, sufriéndolos, un ser

“feliz”. Ninguna filosofía o religión enseña hoy al hombre moderno a ser feliz.

Esas funciones ya vienen usurpadas por la sociedad de consumo y la

machacona e ineludible publicidad. El gran peso de un yo impostado lo llevan

millones de personas que luchan por adecuarse a esas máscaras que el trabajo,

la clase social, el vecindario o el currículo familiar parece que nos imponen. Y

el Gran Hermano televisivo, por supuesto. Pero todo ello, impuesto de forma

supraconsciente no es otra cosa que un artificio para ocultar a otros

usurpadores que llevamos dentro. Los complejos constelizados a partir de una

imágenes o preformaciones que no son invenciones nuestras, sino que brotan

de muy abajo, de lo más hondo y oscuro del ser humano. La máscara, la

imagen externa, el rol social o profesional que diariamente se asume, todo eso

es mera actuación en comparación con las fuerzas ocultas que verdaderamente

nos dominan. El yo puramente sano sería una bendición, un sí-mismo de veras

integrado, una unidad cuyo fin es preservar esa misma unidad individuada.

Pero en la mayoría de los individuos el proyecto natural de todo sí-mismo se ve

truncado y desviado. Las zancadillas nos las ponen esos demonios ocultos que

trasguean con nuestra existencia, nos detraen energías, se imponen sobre el yo.

El Maestro Viajero me habló en cierta ocasión de un hombre joven dotado de

una actitud racionalista estricta, que la hacía extensible a todas sus relaciones

personales e intelectuales. Sin embargo este sujeto, en caso de permanecer solo

en un apatramento o tener que dormir sin su esposa al lado, sufría lo indecible,

y así le ocurría desde niño, por temor a un pensamiento: que las cosas se

volviesen locas de repente y, como sucede en los llamados fenómenos

poltergeist, éstas se suspendieran en el aire o se comportaran de la manera en

que nunca debieran hacerlo para no hacer tambalear sus “sólidas” bases

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

racionalistas. Sin lugar a dudas, ahí actuaba en su alma un complejo dominador

de su yo, y el rígido racionalismo compensador de su vida era una armadura

que pretendía hacer frente a inseguridades y acometidas muy antiguas y

profundas.

La Vida no se mideNo quieres perder el tiempo. Desde luego es útil y da placer aprovecharlo, pero

¿tan malo es perder el tiempo? A veces perderlo parece malgastarlo. Como si

se tratara de un capital cuantificado de una manera limitada. Como si fuera, en

verdad, un tesoro finito, con el que hubiera que llegar a fin de mes o a término

de una “buena vida”. Medir mucho nuestro tiempo es un horror. La civilización

devino en barbarie en cuanto se inventó el reloj. La vida, por supuesto, tiene su

fin. Pero la vida no se mide. La cualidad de la existencia es única, no ya para

cada organismo que la lleva a cabo, sino para cada instante. El primer beso, el

primer llanto, cualquier instante significativo de nuestra existencia, y como tal

nuestro e imborrable, no admite medida de peso, duración, precio. El valor que

para nosotros tuvo, eso es su ser. La intensidad de esos instantes, pocos o

muchos, es lo que hace la vida, y ninguna vida es comparable a otra. Grandes

viajeros o exploradores se aburrieron como ostras. Anónimos bibliotecarios de

provincias llenaron sus instantes de ilusión, intensidad, de fuego. Nada de lo

que llamamos “valor de nuestra vida” admite una comparanza. Cada vida es un

universo herméticamente cerrado a otra, salvo que el amor, la amistad o la

compasión nos tienda puentes de contacto con las vidas de otros, y pasemos a

ser –como decía Schopenhauer- no sólo actores protagonistas sino figurantes

de las obras de los otros.

El tiempo puede y debe ser nuestro pero, repitámoslo mil veces, nunca es una

sustancia o patrimonio finito. El “nuestro” al que se alude aquí no guarda la

menor relación con la avaricia. Podemos usar el posesivo –mío, tuyo, vuestro-

a condición de que ello no implique exclusividad. Lo mismo sucede con las

cosas. El ser humano pleno, quien vive autoeducado, se posesiona de los

objetos más insospechados, a menudo con nulo valor de mercado, a condición

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

de que para él representen recuerdos, emblemas y signos de una vida. Son

objetos que nos gusta guardar, o en caso de paisajes, lugares o bienes

inmuebles, se trata de experiencias que nos gusta atesorar y recrear en la

medida en que son espejos de nuestro propio existir. Ellos están ahí, y me dicen

que yo estoy o estive también allí.

En cierta ocasión, el Maestro Viajero daba cuerda a un viejo reloj dorado. Le

pregunté en cierta ocasión qué valor podía adquirir un objeto que, cada dos por

tres, retrasaba la hora y por ende no era fiable. El Maestro me contestó: “Hay

una cita a la que nunca debo faltar, y darle cuerda al reloj de mi abuelo me lo

indica a diario. El rostro de quien yo quise – no importa cuántas décadas

hayan transcurrido desde su muerte- vuelve a mi mente. Él y yo nos

reencontramos, entonces”. En efecto, también hay objetos que son oportunos

para las citas con los muertos. En la experiencia interna de cada cual todo

vuelve a cobrar vida. Lo pasado, lo presente y lo futuro coexisten y en ese

interior se actualiza.

El mundo de hoy, basado en el Mercado y en el culto a la Técnica, es un

mundo que ha enloquecido. El tiempo sirve para medirlo todo: el valor de las

cosas, el esfuerzo y el sufrimiento humanos, la maldita “competitividad”, la

nefasta “productividad”... Sin embargo el tiempo no se posee, aunque se

consume y en su consumo los seres humanos se aniquilan en masa, como

víctimas de un sacrificio fanático a ídolos de orden colectivo. Muchas personas

que se ven obligadas a salir de la vorágine del consumo de energías y de

tiempo, por las razones que sean (vejez, enfermedad, desempleo) entran

rápidamente en la senda de la autodestrucción al no sentirse “útiles”, al

sobrarles ese patrimonio del que siempre han carecido, acaso desde la infancia,

y con el cual ya nada saben qué hacer con él: el tiempo. Sin embargo, siempre

hay una hoja seca de otoño en la que fijarse. Una oruga afanosa en la que posar

la mirada. La brizna de la hierba, su crecimiento y renovado verdor. Los

reflejos del charco en la calle. La musicalidad de la risa infantil a la puerta de

un colegio. El blancor de la nieve en las cumbres. Todos estos son ejemplos de

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

fenómenos que, sin cesar, nos hablan del tiempo. De la presencia de las cosas.

Del ser, tan denso y misterioso como es.

Alguien me dirá que hay que ser filósofo o poeta para poder sentir de esa

manera las cosas. No penséis en especialistas de ningún tipo, en “hombres

superiores”. Cualquiera que inicie el camino del crecimiento y la sanación

podrá en efecto vibrar ante estas experiencias, podrá sentirse “real”, denso,

poseedor del tiempo y no consumidor de él.

La sociedad en la que nos educamos está recortada en intervalos de tiempo, y

el valor de lo que un ser humano hace se mide acorde con esos segmentos o

cantidades de tiempo medido. Ya en el colegio las horas se dividen a golpes de

timbre o campanilla. Con rapidez, los niños se acostumbran a cambiar de aula

o salir al patio exactamente de la misma manera en que la actividad de los

obreros en una fábrica es controlada por medio de cronómetros y pautas de

acción prefijadas. Hay quien sale a pasear, incluso, de una forma mecánica y

estrictamente regulada. Abundan los que se toman sus horas de placer y ocio

como una mera prolongación de su horario de oficina. Se habla de

“rentabilizar” su tiempo y de “aprovecharlo”. La Edad Media contaba con una

más exacta comprensión del tiempo. El tiempo del campesino y del monje se

subordinaba a la negación misma del tiempo, esto es, la Eternidad.

El inconsciente no mide el tiempo como nuestro yo, encadenado a un reloj. El

inconsciente personal no es en gran medida un poso, un pasado. Allí nos

enfangamos en el instante en cuanto las luces del día y el tictac que marca

nuestra sociedad se retiran. Sus sombras nos envuelven, acaso maternalmente,

también con gran peligro, pues las sombras atraen y la oscuridad protege al

furtivo y al ladrón, pero le hacen perderse para siempre. Un yo sumergido en su

propia oscuridad es un yo que puede haberse perdido y nunca más reconocerse.

El pasado entonces habría devorado al presente y cegaría la salida al túnel a

todo porvenir.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

El Todo Inconsciente

Mucho más terrible, e inasequible al tiempo es el inconsciente colectivo. Este

sí que ya no guarda ninguna relación con los posesivos en primera persona, no

es “mío”, no es “nuestro”. Es colectivo, universal, un “nuestro” que quizás no

se restrinja a la mera humanidad –presente y pasada, quien sabe si futura- sino

que puede ser el fondo oceánico de la misma animalidad. Fondo abisal al que

no podemos arrojar luz lo bastante potente, y menos con nuestras categorías

casuales, espaciales o temporales. Dentro de nosotros habita esa inmensidad

que las religiones monoteístas, por ejemplo, el cristianismo- atribuyeron a

Dios: un alma en la que coexiste el presente, pasado u futuro. Un alma en la

que no hay distancias ni diferencias entre “aquí” y “allí”, cerca y lejos. Un

alma en la que el efecto ya se da, aunque no se haya dado la causa, en que el

antes y el después no se encuentran ordenados, que coexisten. Y sin embargo

no es un alma omnisciente, como la teología dice de Dios. Es un todo revuelto,

un fondo dinámico que vive en nosotros y sin embargo no lo sabe todo: es lo

Inconsciente.

De ese ser colectivo y universal proceden todas las impresiones y

representaciones que no nos podemos explicar, pero que son las responsables

de súbitos cambios de nuestro rumbo, de ideas originales y repentinas, de

aciertos geniales o decisiones fatales. De ese océano turbulento y en gran

medida opaco surgen las representaciones fundamentales sobre las que se ha

asentado la cultura humana, e sus más diversas manifestaciones. Así, por

ejemplo, los símbolos de las religiones ya existían antes del surgimiento

histórico de éstas. Los arquetipos de nuestros sueños, de los cuentos de hadas

universales, de la mitología y la creación artística. Es de todo punto

imprescindible comprender que los arquetipos, esas estructuras básicas

emanadas del Inconsciente colectivo, no son buscados por el hombre. Éstos se

le aparecen a él. Los arquetipos son siempre revelaciones. El ser humano, ya

sea su cultura ésta o aquella, su circunstancia vital una u otra, o su grado de

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

desarrollo intelectual muy elevado o muy bajo, el arquetipo se parece a un dios

que se manifiesta. Su aparición equivale completamente a una teofanía.

En un tiempo en que el hombre vive envuelto, cuando no sumergido, en una

atmósfera religiosa y esta impregna a toda su cultura, es natural que al

arquetipo se le asigne un valor y un sentido religiosos. El filósofo de la religión

Rudolf Otto describió el proceso de la aparición de lo sagrado como un

proceso de dos caras. Por un lado, se da la atracción o fascinación que ese

objeto o representación causa en un sujeto, presente ante la misma. Por el otro,

existe la repulsión u horror que el arquetipo revelado provoca en ese

espectador. Que conste que el sujeto es aquí paciente, espectador, testigo. Su

imaginación re-productiva o su fantasía re-creadora sólo intervienen a

posteriori, cuando ya el sujeto ha trabado contacto con esa representación

numinosa, con lo sagrado.

En una sociedad mucho más secularizada, como puede ser la nuestra, el

contacto con esas revelaciones puede darse en otros muchos contextos. La

religión de otros días sigue siendo un caudal informe de energías y contenidos

que bien pueden encontrar su salida en otros trazados formales: las ideologías

políticas, la estética, la cultura de masas. En cualquier aspecto de la cultura de

masas y de la “Industria cultural” (Escuela de Frankfurt), hay oportunidad para

que los arquetipos se expresen y adquieran contenidos nuevos.

El ser humano moderno ha de precaverse ante cualquier señal que indique que

está siendo poseído por el inconsciente. Este es un depósito de imágenes que se

agitan vivas y son dinámicas. Poseen su propia vis, su fuerza. Visitar nuestro

Inconsciente Colectivo no se parece en nada a entrar en una especie de Museo.

Aquí las piezas están formando parte de nosotros, porque nosotros somos la

Humanidad. Estas piezas o imágenes bullen dentro de nuestra alma y se pueden

apropiar, a través del Inconsciente personal, de nuestra propia y singular

individualidad, echándola a perder.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

El sadomasoquismo que envenena el

alma

No cabe la menor duda de que esta humanidad descarriada se ha entregado a

arquetipos correspondientes a fases muy primitivas de su evolución, fantasmas

que han ido tomando densidad y que han devenido núcleos en torno de los

cuales se forman “constelaciones” de complejos que asolan a la cultura y la

hacen retrogradar. Por culpa de ello, la humanidad vive por debajo de sus

posibilidades morales y se entrega a orgías de primitivismo de las cuales no

será fácil salir. La estructura sadomasoquista de gran parte de la personalidad

contemporánea colectiva es una de esas enfermedades que más trabajo nos

costará extirpar. El ser humano contemporáneo es, en efecto, un enfermo, por

más sana que quiera considerar su psique. Lleva consigo una clase de pecado

original que le mancha, aunque solo sea por su pertenencia a una especie que

ha creado culturas y civilizaciones basadas en inflingir dolor ajeno y obtener a

cambio ganancias materiales o hedónicas por ello. Todas las perversiones del

pasado -la esclavitud, la servidumbre- han ido encaminadas hacia la

consideración del otro humano como un instrumento al servicio del propio yo.

Como decía Kant, deberíamos obrar de tal modo que tratáramos al otro como

un fin en sí mismo y no como un medio al servicio de nuestro propio yo. En

cuanto una estructura social o una fase histórica en la evolución de la

humanidad nos acostumbra a deshumanizar a los seres humanos, a verlos como

simples objetos mercantiles, cuerpos animales, maquinas de trabajo o dianas de

nuestro deseo, entonces hemos sembrado en nuestra alma todo ese germen de

podredumbre. El sadomasoquismo, como estructura básica de la personalidad

“civilizada” va creciendo más y más y en lugar de ir creciendo como un árbol

sano y robusto, armónicamente unido a su paisaje y ecosistema, nos volvemos

planta parasitaria, dependiente del otro de la forma más malsana, bien para

darle beneficio a él, bien para beneficiarnos a costa de él.

El extraño concepto de sociedad en que vivimos hoy es precisamente este de la

malsana dependencia recíproca. Cuando hablamos de sanación y crecimiento

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

no hacemos referencia a otra cosa, evidentemente, que a la vieja idea

humanista de la autosuficiencia personal. Construir un ser pleno es hacerse

autárquico. Sea cual sea el modelo social en que nos toque vivir, no habrá salud

y construcción de la persona si este marco social no nos permite unos espacios

libres y una confianza para ser cada cual uno mismo, para hacerse uno mismo.

Cualquier regresión al inconsciente colectivo en realidad equivale a una

inundación. ¿Quién desearía que en su casa penetrara el mar? Con el mar es

hermoso vivir. Nadar entre sus olas en verano, pasear al atardecer, escuchar la

música de las olas y sentir la espuma en las mejillas. Pero su capacidad de

dominio es terrible, y ha de estar delimitada una zona fluctuante de costa, a

salvo de las crecidas y las arremetidas. El Maestro me contó en cierta ocasión

que los marinos respetan al mar más que los de tierra adentro, y eso vale de

advertencia: la fuerza del Inconsciente colectivo puede compararse a la del

Universo, y quedar atrapado por él equivale a desaparecer. Nuestra vida es

individuación y es construcción.

Debemos aprender de nuevo a mirar

Pero construir no significa remover un entorno, cortar y aplanar, causar

destrozos para edificar un Templo nuevo sobre un erial. ¿De qué nos valdría

ese Templo si la auténtica casa de lo divino, la naturaleza y la belleza

espontánea de ésta, la hemos aniquilado? Lo bello es sencillo. Hay sencillas

casitas en el campo, hechas con orgullo por el trabajo sencillo y como cantando

loas a una rutina feliz entre la familia y el arado, unas granjitas coquetas y

plantadas en su paisaje, que superan en un ciento a los magníficos palacios de

los soberbios, alzados por encargo y sin amor. Hay ermitas envueltas en la

niebla y el verdor, hay ventanas iluminadas en los montes y campos que

infunden a todo caminante un placentero mensaje de paz, del sosiego amoroso

del que labra su campo todos los días y se afana por lo suyo y los suyos, que es

la forma de comenzar por afanarse en pro del Universo entero. Verdaderamente

este libro posee muy poca “filosofía”, casi nada de novedoso, y menos aún

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

revolucionario hay en estas líneas que se te ofrecen. Lo injusto y lo urgente en

el mundo quizá reclamen manifiestos, panfletos y revoluciones. Ahora, que

lees esto, no es el momento de ponernos con eso. Ahora es el momento de

mirar. Toda esta sabiduría, si así puede llamarse, consiste simplemente en

mirar. La contemplación no es un valor en alza en este mundo que tantas veces

te ha parecido estúpido y cruel. Los más antiguos pensadores supieron poseer

algo más que una mente analítica y calculadora. Supieron mirar. Mirar con

cariño, interés, curiosidad. El amor entendido dentro de la esfera de la

actividad intelectual es un misterio al que se le han puesto innumerables

nombres. Tanto da el rótulo que se establezca. Lo que debes hacer es empezar.

Una revolución contra el progreso

Podemos empezar de nuevo. Claro que sí. Esos campos a los que faltan

árboles, a los que se tala, asfalta y viola con brutal descaro tecnocrático... Esos

deben ser objetos de nuestro futuro amor y contemplación. Llénalos de retoños.

Sal fuera. Mira tu entorno más allá del asfalto. Hay que plantar miles de

árboles hasta que ahoguen las autovías y los raíles de la alta velocidad.

También hay que salir a hablar con nuestros mayores y con los que aún

mantienen una relación honesta con la Madre Naturaleza. Aprender el

Lenguaje de origen divino que todavía hablan. Hay que imitar lo sencillo, lo

sobrio, lo sano, lo fuerte. ¡Hay tanta costra de la cual despojarse! Un baño

lustral que dé brillo al poso del que venimos, a la madre que se agita en el

fondo, al tesoro que entre todos hemos violado y despreciado. Deberíamos

volver a caminar con los pies desnudos sobre la mullida pradera que un día fue

nuestro Jardín, y encerrar todos los ruidos de nuestras máquinas, empezando

por los coches, en un saco y arrojarlo a los abismos liminares: en el Fin del

Mundo ocuparán su lugar las tuercas, martillos, aviones y ordenadores

electrónicos.

En realidad no es tan difícil vivir.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Es fundamental que mantengamos la calma y sepamos mirar a nuestro

alrededor con dulzura. La prisa lesiona el corazón, destruye todo nuestro

aparato circulatorio y ahoga el riego del cerebro. Han montado un mundo de

prisas y relojes con el único fin de destruirnos y acabar con la civilización, así

como con la naturaleza. La medida más ecológica, de entre todas las leyes

conservacionistas que se podrían promulgar es esta: conservar el alma

humana. Si conserváramos lo más humano de nuestro ser, la existencia de las

demás especies animales estaría garantizada. Y para ello, sería higiénico arrojar

al fuego todos los relojes y medidas de productividad. Evidentemente, hacer

una cosa así habría de requerir unos cambios fundamentales en nuestra manera

de producir y en nuestra concepción de lo que es “riqueza”. Y ello implica una

clásica idea: autarquía. Los filósofos griegos sabían de lo que hablaban cuando

hacían mención a la autosuficiencia. Forma parte del saber vivir. La garantía de

toda supervivencia, no requerir de nadie y no crearse necesidades superfluas.

Estas pulsiones, evidentemente, si son superfluas no son necesidades. Hemos

de salir de todo el cúmulo de contradicciones y paradojas que ha creado el

capitalismo y, en general, el “desarrollismo”. La mentalidad desarrollista

nacida en Europa y exportada –a veces a cañonazos- a todas las demás culturas

del mundo es, curiosamente, la que más hambre y miseria, la que más

subdesarrollo ha creado a su alrededor. Culturas dignas, modos de vida nobles,

sanos y hermosos, han sucumbido en el altar del Progreso. El humo, la

contaminación, la basura, el expolio, el desierto, la esclavitud. Cuántas

miserias nos ha traído el Dios del Progreso. Y este Dios nace de un núcleo

fundamental: la medida del tiempo, la medida de cuanto hace un ser humano –

productivamente hablando- con el fin de hacerle dependiente de un pago por su

trabajo. La esclavitud del trabajo y la esclavitud del tiempo.

Ya solo pisamos asfalto y odiamos la hierba. En el campo, nos molesta el sol,

el hielo, la lluvia. Las hormigas y las abejas nos resultan compañías molestas.

La piel desarrolla sensibilidad al polen, al sol, al aire fresco de la montaña.

Todo nuestro cuerpo, artificial y urbano, experimenta poco a poco un rechazo.

Y lo peor de todo acontece cuando éste ruidoso y sucio habitante de la ciudad

quiere consumir naturaleza: elimina y destruye allí por donde va. Sus vehículos

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

sobre ruedas horadan la Madre Tierra, violan el Bosque, rompen las Sendas

Profundas. El vidrio y el fuego pueblan el Viejo Mundo, el Antiguo Cosmos

que era, sustancialmente, Verde de Bosque y Azul de Mar. La Naturaleza

siente rechazo ante este engendro de la ciudad. Y éste a su vez, repele a ese

Cosmos, repele la fuente y el cauce de toda sanación. Hay un rechazo

defensivo. Casi diría inmunológico, que es, sin lugar a dudas, recíproco. El

humano muere ante la naturaleza, ya no sabe vivir con ella. Y la Madre

Naturaleza se muere al contacto con esta clase de ser urbano.

Y si las cosas están así ¿cómo volver a ser naturales? Hay mucho camino por

desandar. Antes de que todos los rascacielos se hundan en la arena, como

castigo por su soberbia babélica, y antes de que los arquitectos vanguardistas

sean condenados a una cura de humildad, labrando los campos y viviendo en

casas de piedra y madera, mucho antes, todos podríamos hacer diversas cosas

buenas. A nuestro entorno deberíamos darle mucho más de lo que tomamos en

prenda de él. El ser humano, como la planta y el animal, establece ciclos de

relación con el medio formando parte de él desde siempre y hasta el final.

Antes de existir como individuos, ya había ciclos que nos precedían, por así

decir. Antes de la fusión de dos células germinales, la masculina y la femenina,

“ya éramos” en el sentido genérico: la Vida y una forma de vida (la especie)

nos precedieron. Y cuando seamos cadáver y luego, menos todavía que

cadáver, sino átomos desintegrados que se devuelven al infinito universo, la

Vida y la especie como forma de vida, seguirán con su continuo existir. Arthur

Schopenhauer supo muy bien ver este secreto de la Vida. Los individuos, en

cierto modo, somos apariencia que oculta una Realidad indivisible y ajena a

todo conocimiento, pues se trata ante todo de Voluntad. Todo el impulso de la

Vida que se manifiesta en una lucha incesante de las criaturas por escapar de la

muerte y alcanzar su propagación, aun a costa de mucha muerte, dolor y

absurdos anhelos, es algo que se puede explicar de forma radical y absoluta

apelando a esa Voluntad misma, a la Fuerza irresistible de la Naturaleza. Ella

ha creado individuos y dentro de ellos, especies de individuos con conciencia

de sí mismos (los humanos) sólo por seguir mejor su Impulso ciego

fundamental y esencial: continuar siendo.

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El Nuevo Panteísmo

No hay por qué ver una filosofía deprimente en todo esto. Al dejar este mundo,

el Impulso fundamental, el Ser, la Voluntad o como quiera denominarse,

seguirá su curso, acaso buscándose otros ropajes y formatos. Es claro que

destruir a otros seres equivale exactamente a destruirse a uno mismo. El

sadomasoquismo de la Civilización Occidental consiste precisamente en esta

relación perversa que el ser humano ha establecido con los demás y con la

Naturaleza, en suma, con el Cosmos. La Perversión consiste en una relación

inadecuada o dañada con el objeto. El Objeto Envolvente, en suma, el Cosmos,

debería ser objeto de nuestra más piadosa devoción. Ante tanta explosión de

los fanatismos e intolerancias religiosas, la mejor cura del ser humano moderno

consiste en este Nuevo Panteísmo (que algunos pueden interpretar como

Ateísmo, pues uno está a un paso del otro). Nadie ha mandado a las hogueras a

sus semejantes en el nombre de un Todo Cósmico al que se ama y se adora.

Imposible sería crear Iglesias y cleros en el que lo Divino hubiera de buscarse

por todas partes y sin Libro Sagrado alguno. Ese único Libro es la

multiplicidad pasmosa de lo que nos rodea, la belleza de un mundo que –a

pesar de muchas desgracias- nunca nos deja del todo de sonreír. Nos sonríe un

niño desconocido en la calle, nos deslumbra una flor que crece en una grieta de

la autopista, o un anciano nos da las gracias por llevarle la maleta hasta el

vagón de tren. Son muchas, muchas las risas con que el Dios de la Belleza, que

es siempre un Dios del Bien, nos alumbra el Camino.

¿Que te sientes pequeño en ese Macrocosmos infinito? Pero entonces dime,

¿para qué quieres ser grande?

El Maestro Viajero me contó una vez un viejísimo cuento oriental que se

refiere a esto mismo.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Trataba de un gigante al que su palacio se le había vuelto muy pequeño. El

gigante no cesaba de comer, y con su glotonería ya había asolado varios

reinos del contorno. El magnífico palacio que sus vasallos le habían alzado, a

medida de su tamaño colosal y de su gusto por el lujo esplendoroso, ya le

parecía una miserable choza donde tenía que entrar medio encogido. Un

aciago día, rompiendo la techumbre con su inmensa cabezota, bramó de forma

temible, y cuentan los ancianos que ese rugido llegó hasta la otra orilla del

mar. El gigante dejó atrás sus antiguos reinos y feudos, para alivio de las

pobres gentes que le servían, y cruzó el océano como si fuera un charco, pues

el nivel del mar le llegaba apenas a las rodillas. Cuando apareció en la otra

costa, en las playas de un exótico y lejanísimo reino, este ogro colosal había

crecido mucho entre tanto. Sus cuernos ya tropezaban con la luna, y a punto

estuvo de dejarla caer por el suelo. Varias estrellas se descolgaron al tropezar

con ellas, y algunas llegaron a caer sobre el océano o en mitad de los campos

y los bosques. Los ejércitos de arqueros querían acribillarle con sus diminutas

saetas, pero el gigante ya ni las veía ni sentía su débil pinchazo. Y llegó un

momento en que el gigante había tomado tal forma inabarcable que nadie lo

veía, igual que es difícil ver el mundo en su totalidad, porque es muy grande.

De la misma manera en que un horizonte da paso a otro horizonte y a otro más

y así muchas veces, durante la travesía del marino. Los sabios asiáticos que

recordaban esta historia eran muy conscientes que lo grande en exceso llega a

ser invisible o, por lo menos, poco de temer.

¿Por qué no hay que temer las grandes cosas del Mundo, como el Mundo

mismo, la Vida, la Muerte, el Ser de todo lo que nos rodea? Porque nuestra

pequeña existencia tiene ya bastante con crecer y sanar en el entorno que nos

ha tocado vivir, creando belleza y armonía en todo cuanto esté al alcance de

nuestras manos y pensamientos.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Soberbia humana, demasiado

humana

Ambiciones de “grandeza” no pueden hacer otra cosa que aniquilarnos. La

fuerza del Deseo en el ser humano se parece a una bola de nieve, cuyo volumen

y masa no cesan de aumentar al rodar por la pendiente. Y esa bola arrasa

pueblos y vidas a su paso si ningún obstáculo es capaz de ponerle freno. El

sujeto peligroso de nuestros tiempos no es el sujeto “espejo” que anhela reflejar

en sí un sinfín de imágenes que conforman su mundo, un mundo intocable en

el fondo, un cuadro sagrado que le infunde respeto y del que nada puede

retener, como los reflejos en la superficie pulimentada del espejo, que ninguna

huella dejan. El sujeto de los días clásicos, de las civilizaciones antiguas y del

medioevo quizá guardaba para sí un consuelo al sentirse hermano de todas las

criaturas que se reflejan en su superficie, al verse a sí mismo como parte del

inmenso tapiz de seres hermanados de una Creación bella y sabia desde su

mismo origen. Hoy esa fe no la tenemos. La fe en una “hermandad” universal

no ya solo entre humanos, sino también –aunque en otro orden distinto- entre

animales, vegetales y entes minerales, es cosa perdida. Una comunidad de

origen y disfrute recíproco entre todo ¿la sentimos? Nada queda de eso. La

soberbia antropocentrista ha alcanzado niveles difícilmente superables de

crueldad y abuso. Francis Bacon, en los inicios mismos del mundo moderno,

sostuvo que la ciencia era “violación de la naturaleza”. El abrazo amoroso a

quien se nos entrega también por amor, se sustituye ahora por un acto forzado e

infame. Bacon escribía acerca de los nuevos experimentos científicos como

“torturas” y “vejaciones” que era preciso cometer contra la Naturaleza con el

fin de arrancarle sus secretos. La Naturaleza de los tiempos antiguos, de las

civilizaciones de Oriente, del Medioevo, era la Madre nutricia, el regalo divino,

la mansión que nos fue dada para cuidarla. A partir de la Nueva Ciencia, la

Naturaleza es un solar para la extracción de bienes –cognitivos o materiales- y

cada vez más, una escombrera.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

El Templo de la Nueva Ciencia

Hay menester de una Nueva Ciencia, distinta de la violación sistemática y el

expolio continuo del mundo natural del que nos hablaba Bacon. Necesitamos

un Conocimiento con Conciencia, y no este ciego mecanismo de extracción de

datos y de saqueo de los cimientos mismos de la Vida. Las universidades y

grandes centros de investigación son hoy meras fábricas. Fábricas de datos.

Talleres ingentes que anhelan publicar más y más artículos, textos crípticos,

legibles solo para un reducido grupo de iniciados que, en su calidad de

receptores de la información, participan exactamente de los mismos valores y

de los mismos beneficios de jugar al mismo juego que da ventaja a los

emisores. Una humanidad desquiciada y cada vez más ignorante de la jerigonza

de los expertos, les paga y les honra, de manera parecida al condenado a

muerte de otros tiempos, obligado como estaba a pagar las costas de su propio

entierro y los servicios que le presta su propio verdugo. Por cada científico

ocupado en buscar remedios a enfermedades que asolan el mundo,

especialmente en las zonas más pobres de África, puede que existan mil o diez

mil que ocupan sus vidas en desarrollar cachivaches absolutamente dañinos

para el Planeta, para la juventud o para la dignidad humana. Una ciencia que,

primero, se plegó a los reyes y a los estados, con ánimo de hacerles ganar la

partida en su sucio juego de dominar el mundo. Eso fue ayer. Hoy, lo que

tenemos a la vista es una ciencia que se pone al servicio de unas grandes

multinacionales –los nuevos imperios- y cuyo fin único y último consiste en

crear beneficios para sus mentores: los fabricantes y vendedores de

cachivaches tecnológicos que sólo sirven para condenar al ser humano a

nuevas esclavitudes. La esclavitud del ser humano atado a su puesto de trabajo,

y la esclavitud simultánea del consumidor atado a su puesto de compra.

Pero es que ciencia no es Conocimiento. Cualquiera puede saber de esos

obreros de laboratorio, vestidos con bata blanca: especialistas en naderías,

ignoran de forma feroz la Historia, desprecian la Tradición. Hay en la

Tradición un factor asfixiante, tóxico para el Crecimiento y Sanación de

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nuestra especie. Pero hay también en la Tradición el hermoso legado del saber

de nuestros predecesores, la bella lección de humildad que nos reporta saber

que otros meditaron verdades eternas con mucho mayor tino y mucha mayor

hondura de lo que podamos hacer nosotros.

Conocimiento, en un sentido muy literal, es tomar contacto con las cosas, en un

abrazo que si no es amoroso, por el contrario, es infame y violento. Conocer es

saber mirar. A veces un poeta y un enamorado saben mirar mil veces mejor

que un reputado filósofo o científico, prisioneros de sus sistemas conceptuales.

La piedra que apartamos en el camino con la punta de nuestra bota, contiene

mayor complejidad, infinitamente mayor “densidad” para nuestro

entendimiento que todos los armazones conceptuales que el hombre de ciencia

construya para entenderla y explicarla. La realidad, incluso la más sólida y

perenne que nos parezca ser la realidad mineral, la contundente dureza de las

piedras, es tan poética o más que un florecer masivo en el campo primaveral,

que una sinfonía genialmente compuesta, que unos versos puestos con amor y

talento. La realidad está ahí, y ese estar implica un ser ya de por sí inexplicable

y esplendoroso. Un misterio irreducible a las ecuaciones, y muy pobremente

descrito por los diversos mitos de los más diversos pueblos y religiones. Nos

podrá intrigar el nacimiento de una estrella, la composición de un átomo, el

advenimiento de la inteligencia partiendo de un infusorio hasta desembocar en

la humanidad. Pero nada podrá intrigarnos tanto como el misterio de por qué la

piedra está ahí. Qué es lo que marca la diferencia extrema entre haber una mota

de polvo en mi despacho, y no haber tal humilde ente. Esta misma meditación

metafísica es la que debe obligarme a pensar qué es lo que yo hago aquí, y por

qué no podría ser, simplemente, un ente gaseoso o ubicuo, para el cual la

misma localización y el mismo verbo “estar” carecieran de sentido.

Ni un solo día de nuestra vida deberíamos dejar de meditar sobre este hecho

radical, sobre las que cosas que ahí están y que ahí son. Todas las alegrías y

tristezas de una persona se hacen a un lado, se diluyen en nada en comparación

con el dato incuestionable de que existen en el mundo cosas sólidas, duras,

grandes e inmensas. Uno podrá volverse muy escéptico ante la realidad de las

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cosas si considera que la percepción de las mismas se lleva a cabo como bajo

una niebla donde se difuminan los contornos de cada una. Hay momentos en la

vida que sí parecen ser como los días de niebla espesa. Pero nuestro

inconsciente siempre está ahí, y sus raíces son de la misma estirpe que las

raíces de las que brotan las altas cumbres y las imponentes cordilleras. Uno

podrá pensar que su inconsciente, en perpetuo movimiento y con sombras y

fantasmas dudosos, es una puerta abierta al no ser, que nuestra mente casi nos

dice que no somos. Nada más equivocado: igual que el Océano, esa masa

inmensa de agua de infinitas gotas, también nuestro inconsciente oculta las

fuentes de donde brota tanta inmensidad. Nosotros mismos, a escala personal,

somos gotas pequeñas, pero inmensos océanos. Esta cuestión de tamaños es

relativa, es un pluralismo radical, como el de las mónadas de Leibniz. Cuánta

vida no cabe en una gota de agua. Ella es el océano, la morada, para millares de

microorganismos. Así deberíamos vernos a nosotros mismos cuando posamos

ante el espejo. Tan pequeños. Tan grandes.

La Vida es aperturaUna cierta ocasión, el Maestro Viajero se hallaba en lo más profundo del

bosque. Parecía a lo lejos un anciano bardo. Sus cabellos blancos relucían entre

la hojarasca. Muy quieto su cuerpo, sin embargo la brisa hacía ondear

constantemente su cabellera blanca y sus ropajes amplios y ondulados. Portaba

un gran báculo que culminaba en un par de antenas, y todo él era torneado. Una

estatua viviente de los antiguos druidas. Se sentaba él sobre una piedra grande.

Una piedra que alguien, tiempo ha, debería haber transportado desde lejos a tan

profundo rincón de la selva. Nadie más le acompañaba... Nadie más humano.

Pues el Maestro, en efecto, parecía hablar en un raro lenguaje, una extraña

música que emanaba de sus labios y se confundía con el propio rumor de las

hojas mecidas por el dios viento. Y esa propia deidad invisible también

hablaba, como todas las cosas de la naturaleza saben hacerlo, sin estridencias y

acoplándose las unas a las otras. Había animalillos errabundos que al pasar

casualmente se habían parado, y no desaprovechaban la ocasión, al parecer, de

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recibir aquellas espléndidas lecciones de sabiduría, al igual que el viajero

fatigado se topa de repente con un cristalino manantial que le dice “¡bebe!”

Y esa escena, a la que comparecí furtivo, oculto como pude tras los troncos de

los robles y los espesos matorrales, fue la que me dio sentido a todo cuanto

había hecho y a cuanto debía seguir haciendo en la vida. Ninguna institución

salvadora me resultó convincente. Los Caminos y los Felices Encuentros deben

ser buscados por uno mismo. Si lo intentamos con sinceridad, lo lograremos. Y

nunca estaremos solos. El Maestro aprendía de la Naturaleza, y por eso

también podía instruirla. Decía a los demás seres: “¡Abrios!”. Aunque en

realidad eso no era necesario. De un ser natural resulta consustancial el abrirse.

Cada uno es él mismo, único e irrepetible como la gota de agua, que es tesoro

incomparable para la gota de agua vecina, que podía pasar por su gemela. Cada

árbol de aquel bosque profundo era distinto en todo de los demás. Se podía

percibir el rumor de su savia ascendiendo, recorriendo los pasillos internos del

tronco y las ramas, bombeándose con ansia y calor vital y diciéndole a aquel

pedazo de Vida y de Energía que era el árbol: ¡A vivir! ¡A vivir!

Cuando creí haber aprendido suficiente de aquel Maestro o Espíritu del

Bosque, tomé la senda que conduce al pueblo de los hombres. Allí parloteaban

todos sin cesar, y sin tregua también se embebían en sus cosas. El tráfico y los

afanes de la gente me parecieron desde entonces muy lejanos. Casi nada me

importaba ya, salvo el sufrimiento de mis hermanos y el latido del universo que

se enrosca y reproduce en cada pequeña criatura que se cruzaba en mi camino.

La Era de la Sencillez

Esto es lo que el Maestro siempre denominaba con una palabra: Sencillez. Es

preciso volver a una era de Sencillez. La angustia que, cual epidemia, llena las

consultas de los médicos y los psicólogos, procede las más de las veces de una

carencia absoluta de Sencillez. En contra de lo que suele pensarse, ser sencillo

no es la ausencia de un atributo positivo. Es un don. Lo sencillo en la

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naturaleza supera con creces a lo complicado y artificioso. Lo sencillo es el

camino de la virtud y elegancia, lo que brilla por sí y para sí. Lo autosuficiente.

Esto mismo puede comprobarse en los pueblos y las naciones. Allí donde se

viste sin recargo, sin afeites ni ostentación, allí se detecta una mayor pureza en

las almas y en las costumbres. En cambio, donde ha triunfado el barroquismo

o, peor aún, donde no ha podido ser superado, la humanidad se postra a los

demonios de la apariencia, la falsedad, la mentira. El adorno prevalece sobre

los cimientos y las estructuras, y éstas, a veces, fallan o se empodrecen. Se vive

falsamente y se presume mucho. Pero no se puede vivir a la larga de

“presunciones”. Cuando no hay sencillez, sin duda hay decadencia.

Es una hermosa lección contemplar la manera en que viven los pueblos

campesinos y sanos, cuando la pobreza no les atenaza y cuando la ciudad y el

progreso no les han llegado a arrebatar su autosuficiencia. Ellos son eternos,

como decía Spengler, en el sentido en que puede ser eterno un modo de vida

humano. Mira sus casas, observa su armonía a la hora de conducirse con la

naturaleza y extraer de ella sus riquezas, siempre de forma limpia y sana.

Sin embargo, el auge de una civilización única, homogénea y excluyente

exhibe hoy unos rasgos claramente demoníacos. Una cúpula de unos pocos

miles de “cosmopolitas” claramente despersonalizados está a punto de

destrozar para siempre a los miles de culturas milenarias y valiosas que

realmente aún existen en el mundo. Con un desprecio altanero por lo que

nuestros mayores fueron laborando paso a paso, con primor y dignidad, estos

agentes de un supuesto cosmopolitismo superior jamás serán capaces de

rectificar ante los abusos a los derechos humanos que día a día cometen en el

nombre de su dios sanguinario, Progreso.

Debes aprender a vivir sin rendir culto a ese dios. Huye de él en la medida en

que te sea posible. El Progreso es el enemigo irreconciliable de la Dignidad y

de la Espiritualidad. Comenzarás por pequeños actos, por renuncias poco

costosas. Deberás, al principio, aprender a vivir entre objetos que te resulten

imprescindibles y que nunca, en ningún momento y bajo ningún concepto,

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

supongan una alternativa a la lectura de obras serias y a la meditación en

soledad y silencio. Tus males y los de quienes zumban a tu alrededor son los

males de una raza alocada que gasta cuanto tiene en cachivaches ruidosos que

se han diseñado de manera perfecta para que no puedas leer, meditar y rumiar

como deben rumiar los animales intelectuales, los seres humanos de verdad.

Que tus conceptos, recuerdos y palabras más queridas se conviertan en la

hierba fresca y tierna que crece en los pastos de la alta montaña. Haz que corra

el aire fresco y la más dulce aventura interior penetre en las cabañas humildes

de tu alma. Humildes sí, pero que saben alzarse allá en lo alto, donde solo

vuelan alciones y otras criaturas con fuertes alas y una mirada penetrante, la

que sabe llegar con sus ojos muy lejos.

Es menester volver nuestros ojos hacia el pasado y hacia el recuerdo. Atesorar

los recuerdos que nos dejaron quienes se han ido. Es preciso dialogar con los

muertos, y tratan de aguzar el oído ante sus mensajes. El ruido de la gran

ciudad ya no nos permite tender puentes con los espectros, pero ellos moran

ahí, en un espacio intersticial y siempre tienen algo que buscar en nuestros

desvelos, algo que decir y que resolver desde el momento en que ellos se

fueron. Hay sobre nosotros el peso de una enorme Tradición que ya no

sabemos interpretar, que ya empieza a parecerse a un jeroglífico extraño, cuyos

signos remotos jamás podríamos comprender, pues son remotos los tiempos

que ya damos por perdido. Hay quien practica el espiritismo como si se tratara

de establecer comunicaciones telefónicas o por internet con unos seres que se

juzgan análogos a nosotros, y pocos se dan cuenta de lo fútil que es todo eso.

De lo que aquí se habla no es otra cosa que saberse rodeado de una tupida red

de “personalidades” que, a través del Inconsciente, le vienen a uno a pedir

ayuda o a ofrecerla. Trátales con respeto amigable, no huyas del silencio. Ellos,

los muertos, al igual que la naturaleza y todo sentimiento de lo “Sublime” son

fuerzas y entidades que brotan de ti mismo, lo que es tanto como decir, de tu

Inconsciente y Universo. Para el que escucha con atención y siente respeto,

nada malo hay en dejarse llevar por sus mensajes.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

En el más humilde paraje uno puede sentir el sentido de lo “Sublime”. Eso está

ahí, en un parque al que no se le han arrebatado las hojas del otoño, en un

atardecer de una playa solitaria, experiencia que te transporta a ese mismo

ocaso de cuando fuiste niña o niño. Sigue ahí, en un extraño “¡ya lo he visto!”,

que nos recuerda cada vez que la existencia no es un hilo recto y tenso, sino un

mandala o espiral que busca siempre el Centro, desde puntos y curvas donde

accidentalmente nos engolfamos, pero que sin duda conducen a ese Todo que

hemos perdido.

Puentes sobre el Tiempo

Todo lo pasado sigue existiendo. El futuro existe ya. Se ha atribuido a un punto

de vista divino –la Omnisciencia- esta capacidad de simultanear el pasado, el

presente y el futuro, la facultad de no estar ciego a las cosas no presentes. Eso

es un exclusivismo que no aceptamos, amigo lector. No es una capacidad

humana muy frecuente, pero si pudiéramos entrenarnos y alcanzar una cierta

Plenitud cognitiva, esas categorías temporales, el “antes”, el “todavía no”, el

“ahora”, se podrían anular definitivamente. De esa manera podríamos

comprender tantos y tantos fenómenos que se suelen explicar en términos de

mera casualidad: el presentimiento, la telepatía, la intuición, la concurrencia de

las cosas sin que exista un lazo causal empíricamente demostrable. Carl G.

Jung se refirió a este tipo de experiencias bajo el concepto de sincronicidad, es

decir, una conexión acausal entre dos hechos, que los hace aproximadamente

simultáneos dentro de un determinado intervalo temporal, y sin que medie

entre ellos un lazo causal, ni físico ni consciente. Pues bien, es precisamente el

Inconsciente, un Inconsciente Impersonal o Colectivo, el fondo común donde

se crean los lazos y conexiones que un espectador objetivo no puede registrar

por medios físicos, por influjo causal, o por trasvase de información entre

personas. Sea esto así, exactamente, o no, lo que no cabe duda es que la propia

ciencia física no puede ya sostener el rígido causalismo o determinismo de

otros tiempos. Es mucho lo que ignoramos de este universo, y los nexos que

rodean a las cosas y a las criaturas son complejas madejas y espirales y a todos

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

nos mantienen unidos. No hay nada más dignificante para la existencia humana

que la certeza de vivir en un universo repleto de misterios, cuyo desciframiento

–entre curioso y humilde- es sin duda una de las vías de nuestra teosis, es decir,

de nuestra lenta conversión en dioses. Pero la ciencia manipuladora y

tecnocrática de nuestros días desea endiosarnos antes de tiempo. Ha sustituido

la comprensión y la admiración como principios rectores del Saber, por una

manipulación ciega que busca ganancias a corto plazo. Así no hay teosis ni

dignidad humana. Solamente nos las vemos con un reflejo sin alma de una

humanidad esclava a la que también se le ha robado el alma. Los famosos

robots japoneses, con sus torpes movimientos y esa servil actitud hacia sus

creadores, no son sino el reflejo exacto de unos cuerpos humanos explotados y

alienados por el duro trabajo asalariado. Solo se pueden querer esclavos

electrónicos cuando ya existen de hecho esclavos humanos de carne y hueso.

Esta ciencia que dice buscar causas de hecho es la ciencia menos curiosa y

menos teórica de todas. Al construir sus rígidos entramados de relaciones

causa-efecto se vuelve ciega ante el verdadero tejido de la realidad, física y

psíquica al mismo tiempo.

Ciencia perversa

La ciencia y sus demoníacas posibilidades ya nos ponen ante la vista la

tangible realidad del Mal. La inocencia de Adán y Eva se ha perdido. El Árbol

del Conocimiento contenía todas esas posibilidades monstruosas que hoy ya

sabemos: hornos crematorios y tecnología mortífera. Toda una industria

lucrativa de la Muerte. Además, sabemos de toda clase de experimentación con

seres humanos, y del negocio de las patentes farmacéuticas, que priva de la

vida y la salud a naciones enteras. Sabemos que hay legiones enteras de

“cabezas de huevo” con bata blanca tratando de comprimir la imagen digital en

un minúsculo teléfono móvil, pero apenas hay quien se interese por las plagas

que arrasan vidas en los países pobres.

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

Gran parte de lo que hoy se llama ciencia no es conocimiento, es basura.

Recuerda el Maestro Viajero que en su mocedad trabajó en un laboratorio

científico. En su mente todavía están grabadas las imágenes de aquellas pobres

ratas sacrificadas absurdamente, sin ningún objetivo sano, solo con el afán de

producir datos publicables en revistas escritas en inglés que determinarán a

escala mundial qué es ciencia y qué no lo es. Por lo visto, unas pocas docenas

de enchipados “sabios” en el mundo velan por la limpieza de una serie de

correlaciones estadísticas en orden a las cuales se determina que A tiene que

ver con B, y B con C y así sucesivamente. Mientras, aquellos infelices

mamíferos criados en cautividad se desangraban, su cerebro se trepanaba y

cortaba en rodajas, sus gónadas se extirpaban, y todo ello bajo la distante

supervisión de un estirado sabio local, con cuyos cigarrillos con boquilla y su

corbata de lazo al estilo de los profesores de Cambridge, se creía un amo, y en

realidad lo era para las pobres ratas, de la Vida y la Muerte.

Pero el Mal no está solo del lado de esa (falsa) Ciencia. No habita únicamente

en las cabezas de los dictadores enloquecidos, en la Voluntad de Poder sin

límites de las Multinacionales y de los llamados brokers de las finanzas. El Mal

es una especie de sustancia positiva que se ha ido filtrando del casco de un

buque naufragado al poco de salir de puerto. El Mal es la antítesis antagónica

de un Dios que a fuerza de ser Infinitud, y por ende Infinitud de Bien, debe

entrañar al mismo tiempo el otro principio compensatorio y oponente. El Mal

es el Bien travestido que se escapa por las noches, que hace de las suyas al no

poder soportar infinitamente su carácter diurno, solar, cegador. El Mal es el

principio dionisiaco que cede lugar al otro, el apolíneo y diurno. No ya en la

vida misma, como subrayó Nietzsche, sino en el mismo Dios al que se le

imputa ser principio y fuente de Todo, allí habita ese Anti-Dios. El Anti-Dios

que ha diseñado un Paraíso del cual pueden cansarse sus no tan afortunados

moradores, pues en ellos habitaba la Curiosidad. Un Paraíso del cual su Ley

Suprema era un “¡No a la Curiosidad!”, era ya, desde el inicio, un Paraíso

Malsano.

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Y ese Dios Omnisciente, un puro Ojo que Todo lo ve: ¡ha permitido la entrada

de la sierpe tentadora! Muchas cabezas teológicas han sospechado siempre que

ese reptil diabólico, causante de todas las desgracias y todos los males del

género humano, y a través de él, de toda la Naturaleza planetaria, ese Demonio

no podía ser otro que Dios mismo que, poniendo a prueba al ser humano se

probaba a sí, requiriendo espejos donde mirarse, en los que poder ver su propia

Sombra, el lado reprimido y arrinconado que sólo puede vivir así, a modo de

exteriorización y objetivación del Ojo Luminoso.

Hasta la Luz Cegadora precisa de una sustancia residual de malignidad, un

“Oscuro” al que contraponerse y con ella dibujar todas las demás sombras del

mundo. El ser humano ya no puede seguir siendo esclavo de ese Ojo Cegador

ni de su alter ego, la Negra Sombra. Somos criaturas mixtas cuya dignidad y

grandeza ha de consistir en perseverar en un camino que nos hizo humanos,

ciertamente elegir, y elegir movidos por la Curiosidad tentadora de la Sierpe.

Pero, una vez que hemos elegido –cual Prometeo- ese camino, debemos evitar

a toda costa ser empujados por el Demonio, esto es, no convertir la santa

Curiosidad en Voluntad de Dominación, sino en proceso alquímico de teosis

verdadera: “Seréis como dioses...”. A ello debemos aspirar con todas las

energías de nuestro ser. No dioses omnímodos, como los que nos expulsaron

con ira y envidia de sus originarios paraísos, sino dioses compasivos y

juguetones, animales que aman y gozan, y no odian. ¿No son esos los “dioses”?

Nuestra propia mansión

El Maestro Viajero vino a mí, y me narró su sueño:

“Vivía en una casa grande, enorme. En la parte exterior se asemejaba a un

castillo medieval. Era una fortaleza imponente, de altos muros y torreones que

culminaban en pináculos. Sin embargo, en su interior, mi morada era un hogar

moderno, repleto de comodidades de todo género. Con placer y

despreocupación me movía por la casa, pero entonces comenzó a preocuparme

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la existencia de muchas habitaciones y alas enteras de la mansión que me

resultaban completamente desconocidas. Vagos temores comenzaron a hacer

mella en mí. Acaso algún intruso podría haber burlado las defensas exteriores

y agazaparse en alguna de aquellas innumerables habitaciones. Cualquier día,

o noche, podría tropezarme con algún desconocido, un ser extraño.”

“Incluso mientras dormía y soñaba esto, sabía que la mansión inmensa era mi

Inconsciente, con sus fuertes defensas interiores y la enrevesada acumulación

de experiencias y complejos que una persona va adquiriendo con los años. Sin

embargo, el miedo a una desagradable aparición no se extinguía en mí. Por

ello, opté por refugiarme en una sola de las alas del castillo, aquella que más

familiar me resultaba. Y lo más curioso de todo fue la forma en que la aislé de

todo el resto. Acumulé miles de pequeños lapiceros y éstos, como si fueran

troncos de árbol tal y como se disponían en los antiguos fuertes del Oeste

americano, afilados en su extremo superior, dispuse de pequeñas empalizadas

que me aislaba de un peligro inconcreto y que, de ningún modo, debía ser de

índole físico sino más bien espiritual”.

“Medité en torno a mi singular medida defensiva. Sin duda tenía que ver con

la escritura y mis anteriores dotes intelectuales. El lapicero era el instrumento,

a veces el arma, de aquel que vive de su cerebro. Una existencia demasiado

cerebral es una existencia recortada, como dotada de un solo lado. Supe que

la muralla de lápices era puramente defensiva y apenas podía conjurar a

cierto tipo de intrusos, aquellos que por así decir llevan sus “ideas” por

delante, como instrumento de combate. Pero hay en el mundo enemigos más

simples y ancestrales. Fuerzas brutas para las que nuestras exiguas líneas

defensivas nada valen.”

“Y así fue, en efecto. Una noche de mi sueño, en la que me encontraba

desvelado y ansioso, sentí unos pasos rotundos en la escalera. Yo siempre

había vivido solo en mi castillo. Sin criados, sin familia ni guardianes. El

visitante ¿había entrado esa misma noche? ¿Acaso llevaba tanto tiempo o más

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que yo bajo mi mismo techo, y desde su más remota infancia había crecido en

aquella inmensidad de casa? ¿Quién sería? ¿Algo o alguien?”

“Algo. Lo que se asomó a mi pasillo, lo que pude entrever apenas, me

recordaba remotamente una cara. Pero una cara que sólo por analogía uno

diría que pertenecía a un ser humano. En mi sueño, yo lo denominé El Rostro

de Dios.”

“Yo lo entendí todo incluso antes de despertarme. Él era el intruso. El divino

Poder puede ser cegador. La simple certidumbre de su existencia puede

inducir a la criatura a imitarle, a seguirle por el lado Oscuro. Desde entonces

decidí atender únicamente a las criaturas y cosas sencillas. Puesto a creer y

venerar, me hice politeísta y decidí que la pluralidad del mundo, su misma

belleza y ambivalencia merecen ese trato libérrimo que nos muestra el

conjunto de las mitologías antiguas.”

Yo también pude comprender muy bien al Maestro Viajero. El terror a las

fauces de un Dios rigorista y excluyente de su lado Oscuro, y por tanto

productor infinito de ese mismo lado Oscuro, es lo que me llevó a la búsqueda

de la teosis en todos los demás seres de la Naturaleza, en la Naturaleza misma

entendida como un todo. Lo divino mismo es proceso, consiste en un hacerse.

En el fondo, la historia de este Cosmos es una deflagración, y una

conflagración. Desde un primer momento ha explosionado esa unión de luz y

oscuridad, y todo lo real ha devenido en una lucha por la “pureza” cuando lo

originario es la mixtura de los dos principios, Bien y Mal, en un único Ser

Primigenio, en una Voluntad infinita que en cuanto explosionó quiso ya

concretarse. Es Conflagración, porque entonces los ejércitos comenzaron a

disponerse frente a frente, alternándose en sus papeles y admitiendo en sus filas

a traidores y conversos, olvidando las más de las veces, en Nombre de Quién

celebraban la fiesta de la Destrucción, con sus copas llenas de Sangre y sus

platos de cadáveres rebosantes como Ofrenda.

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¿Tiene esto que ver con tu Crecimiento y Sanación? Mucho. La enfermedad,

ya sea la psíquica o la orgánica, se basa siempre en una dialéctica. Dos

principios se disputan el terreno de la Salud, de la Individualidad Realizada.

Las fuerzas del organismo se disponen en una especie de campo de Marte,

frente a frente, sedientas de sangre y de muerte. Se quiere vencer. Pocos

médicos y psicólogos comprenden que el verdadero vencedor no es quien reta,

quien busca destruir, aunque lo que se pretenda destruir sea, ciertamente, la

Enfermedad, el Dolor y la Muerte, con la mejor intención del mundo. Pero es

que estos tres jinetes apocalípticos trotan sobre la Tierra desde siempre y nadie

hay quien les pueda hacer frente, ni con toda la ciencia ni con la mejor terapia

imaginable. No hay varitas mágicas. No hay guerras en tu proceso de teosis.

Aquí solo hay un proceso de Renacimiento continuo en el que uno mismo ha

de ser su Maestro, antes que Terapeuta. Se trata de un perfeccionamiento para

el que no existen modelos. El Dios que se le apareció en sueños al Viajero, es

un ser al que se le teme precisamente a causa de su “excesiva” perfección y su

condición de Causa Ejemplar que no puede dejar de ser Causa de Destrucción.

Somos plantas

Para ello, nada mejor que fijarse en las plantas. Admiremos como crecen.

Todas las plantas arraigan en un suelo, y buscan el cielo. En muchas de ellas

crecer y reproducirse son funciones que se confunden. No piensan en ser

mejores: ya lo son. Son agentes de su propio crecimiento junto con el sol, los

nutrientes del suelo, la bendita lluvia y el rocío de las mañanas. En cada

fragmento minúsculo de ellas suele contenerse el Principio Homeopático que

puede curar analógicamente otras enfermedades cualesquiera, males de seres

que, sin ser plantas, comparten con ellas un parentesco, una propiedad quizá

rara en la Galaxia, siempre enigmática: la Vida.

¡Y qué poco sabemos de la Vida! Los secretos del ADN y de la ingeniería

genética, así como los sueños del doctor Frankenstein hechos realidad en los

laboratorios de ciencia en nuestros días, nada tienen que ver con esa Realidad

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

inescrutable que damos en llamar Vida. Lo que ya se columbra en la más

humilde planta, en un simple infusorio dotado de un instinto de supervivencia

es un enigma que ningún laboratorio podrá reproducir jamás. La Vida tal y

como se concreta en los seres individuales no es más que un aspecto del Gran

Alma del Mundo cuya totalidad se escapa a cualquier análisis. Sólo es posible

intuirla.

La intuición del Gran Alma del Mundo fue dada, en un principio, a unas pocas

mentes privilegiadas. Los seguidores de Platón, y tras ellos, una pléyade de

místicos y de poetas. Esa intuición podía verse hasta ahora como un capricho o

locura (la divina locura, o manía de los griegos) de sectas minoritarias o

individuos marginales, amén de geniales. Hoy debería ser una cuestión crucial

para la gente corriente. Pues es un tema de vida o muerte. Estamos a punto de

convertir nuestro planeta en un pozo inmundo, lleno de basura, un lugar

inhóspito en el que no podremos rectificar todo el cúmulo de errores que

hemos ido acumulando a lo largo de los siglos. Llegaremos pronto (¿no

habremos llegado ya?) a un punto de no retorno. El antropomorfismo de la

tradición judeocristiana y el afán positivista de la ciencia moderna por dominar

y vejar la naturaleza, han cruzado sus terribles hebras y nos dejan delante este

espectáculo dantesco. Especies desconocidas, y algunas que no lo son,

desaparecen para siempre. Comunidades humanas, naciones enteras, obligadas

a desplazarse en busca de agua, en busca de suelo, por causa de los terribles

efectos de la desertificación, la sequía crónica, la deforestación, la guerra étnica

y la lucha por el pan. Nuestros hermanos los animales desaparecen, y tras ellos

vamos nosotros, derechos a la extinción, y ésta, no se olvide, siempre es

definitiva.

La violación de la Naturaleza

Siguiendo fielmente la consigna de Francis Bacon, los humanos, y

especialmente los occidentales, nos hemos dedicado sistemáticamente a la

violación de la naturaleza. A ella le hemos puesto la bota encima hasta no

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dejarla respirar. A base de someter a tortura a todas sus criaturas y a la mayoría

de sus ecosistemas, creemos conocer bastante acerca de sus engranajes. Pero

conocer el mecanismo es ignorar el misterio. Si los seres humanos hubiéramos

intuido apenas un pequeño soplo de esa divinidad que todo lo llena, y a todos

otorga su vida, que es la divina Naturaleza, al diablo habríamos mandado

nuestros “experimentos” y demás instrumentación inquisitorial, buscando su

abrazo y armonía, optando por esa vida sencilla y plena que es la vida del

campesino honesto, que al arar su campo y cuidar sus bestias sabe que él

mismo, junto con su pareja y sus retoños, no son más que una manifestación de

la misma anima mundi, que todo lo llena.

Alguien dijo “¡es tan difícil ser sencillo! El Maestro Viajero se lo había

escuchado a Jung, el psicólogo. En su torreón de Bollingen había prescindido

de la luz y del agua corriente. Partía troncos y hacía muchas cosas con las

manos. El hombre de la ciudad, el intelectual, mono que teclea ordenadores y

no puede vivir sin conexión a internet, ya apenas sabe hacer nada esencial con

sus manos. Aprender a teclear y dar órdenes a través de la pantalla es algo que

nos aleja profundamente de ese Alma del Mundo. Sólo en las grandes

soledades, sintiendo la música del mar, de los pájaros o del propio pensamiento

que es uno mismo el que siembra la tierra y recoge sus dones, sólo en esos

contextos uno puede intuirla, más allá de cualquier intento de análisis.

El alma del Todo

Formamos parte de una Totalidad, pero esa Totalidad no es ninguna

abstracción, no puede serlo. Hablamos de un Todo que regenera cuando

regeneramos nosotros. Somos seres en comunión con ese Todo, y la energía

sanadora que puede alimentar este sistema debe proceder de nuestro propio

interior. Hemos de formar una simbiosis con el Cosmos, renovar un verdadero

Pacto con él, de donde venimos. Si hemos de recoger una buena cosecha, esto

es, un entorno saludable, un clima natural, alimento y belleza para vivir en paz

y calma, entonces hemos de sembrar las pequeñas semillas de todas estas

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cualidades que se han nombrado. Y las semillas ya se ocultan en nosotros.

Cada persona es un depósito de simiente que garantiza su propio Crecimiento y

su propia Sanación. Nadie da nada gratis en esa simbiosis cósmica, en esta

Sagrada Alianza que es, y debería ser, la Vida y la integración en el anima

mundi. Si queremos que la energía universal vuelva a penetrar en nuestro

cuerpo y en nuestra mente, al Cosmos mismo deberíamos corresponder.

Sembremos. Volvamos a una vida en paz y en orden. Despertemos aquellos

sentidos que, heredados de un pasado ancestral, de los tiempos mismos en que

éramos bestias, el sentido de una red universal de dependencias. Los animales

que nos precedieron en la escala evolutiva intuían el mundo de forma instintiva

y poco nítida, pero de una manera biológicamente ajustada para no desajustar

esa red de dependencias que en el fondo es la Vida misma. Nosotros, primates

conscientes, simios habladores y altamente tecnologizados, hemos ganado

parcelas de claridad consciente pero, a cambio, nos hemos vuelto francamente

ciegos a otras esferas inconscientes de nuestra existencia mental. La claridad es

cegadora, sobre todo si se trata de una claridad relativa. Y así son la ciencia y

la conciencia del hombre moderno: relativas, nada más, absolutamente ciegas

respecto a la tupida y honda red de dependencias que se abre entre los seres, el

anima mundi que tan difícil nos resulta auscultar hoy.

Arquetipos

Una ojeada a nuestro propio cerebro, tal y como las neurociencias actuales nos

lo permite hacer, da buena cuenta de todo esto. El cerebro humano, semejante a

un árbol en su estructura, posee un tronco y una región inferior, sepultada bajo

una frondosa capa neocortical, que poseen una notable antigüedad y un “aire”

ciertamente primitivo. No nos es dado escapar de nuestro pasado. El repertorio

de antiguas conductas de reptiles, de monstruos sin alma aparente y sangre fría,

sigue ahí dentro, enterrados bajo capas de tejido cortical recién llegado en

términos evolutivos y que no cesan, noche y día, de vigilar y tomar control

sobre unos impulsos ancestrales. Al igual que algunos impulsos inconscientes

son completamente necesarios para nuestra supervivencia animal, y se limitan

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a una esfera de acción puramente fisiológica (hambre, temperatura, sexo,

sueño), otros impulsos –o más bien, estructuraciones a priori de impulsos-

penetran en la esfera de lo mental, pues allí tienen su diana, su telos. La psique

humana recibe, pues, un sinfín de estructuraciones que no se han aprendido

dentro de ningún marco cultural o social, plenamente innatas y que aguardan

desde el principio mismo de la vida orgánica a ser completadas con un

contenido empírico que sí dependerá del desenvolvimiento ontogénico del

individuo. Los arquetipos de que hablara Jung constituyen pues un analogon

de los instintos o patrones (filogenéticamente) heredados de comportamiento

tal y como han sido descritos por la Etología, esto es, la ciencia de la conducta

animal (y humana).

Los arquetipos son formas a priori que canalizan la experiencia, la moldean.

Ellos imprimen un sello, como el cuño de las monedas. La sociedad, y todos

los materiales aprendidos en ella, aportarán el metal que habrá de fundirse. La

marca impresa tampoco es un diseño fijado en todos sus detalles. Solamente

consiste en listas determinadas de condicionantes o restricciones. Nuestra

propia psique debe ser vista como una constelación de estos arquetipos que, a

su vez, funcionan como centros de atracción y constelación de otra clase de

materiales psíquicos. Es obvio que el proceso de Sanación y Crecimiento

constituye una unidad psico-física, y como tal, la vida saludable y encauzada

de un individuo, tomada desde el punto de vista de sus disposiciones físicas e

instintivas, también supone el despliegue de una mente que crece y armoniza

los arquetipos recibidos (por vía filogenética, hereditaria) dotándolos de un

contenido creativo, superador.

Entre esas estructuras recibidas deberíamos contar también aquellas que, por

culpa de una cierta orientación histórica o cultural, han caído en desgracia y se

suponen como inclinadas hacia el lado oscuro de la vida psíquica. Pero, no nos

engañemos: no hay luz sin lado oscuro. En nuestra mente aparecen

configuraciones que rechazamos, vivencias que conforman aquello que Carl G.

Jung denominó la Sombra. El mayor consejo terapéutico ante esta clase de

realidad no ha de ser otro que aceptar la Sombra, reconciliarse con ella. En

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modo alguno no es lícito dejarnos llevar por su influjo, ser arrastrados por su

inercia, caer en ese abismo desfondado. Muchas personas bienintencionadas no

han sabido resistirse y, buscando el mayor Bien han acabado sepultados en el

mayor Mal. Muchas almas ingenuas creyeron que la reconciliación con el Lado

Oscuro representa una suerte de rendición al mismo. La Sombra habita en una

parte de cada uno, igual que habita en una parte del Todo de la especie

humana. En la parte está el Todo, y cuantos horrores y tendencias oscuras

habitan en la psique colectiva del ser humano, también se puede hallar en uno

solo de sus representantes, sin excepción.

La fascinación del Horror

Sin duda el Mal y lo Oscuro son potencias que ejercen sobre todos nosotros un

enorme atractivo. Dentro de la experiencia numinosa, esto es, aquellas

vivencias que suponen un contacto (fenomenológico o mental, no físico) con lo

divino, desde siempre han ocupado un lugar preponderante las experiencias

diabólicas y el influjo atrayente de la Maldad y el Horror. No nos podemos

dejar engañar por la evolución reciente del cristianismo, en el sentido de ir

convirtiéndose poco a poco en una especie de ética filantrópica, en un

humanismo centrado en el Amor del que habrá que desterrar –como

mitológicos- los conceptos de Demonio, Infierno, Mal. Es un hecho en la

mayor parte de la historia del cristianismo y de buena parte de las demás

religiones que el Mal y sus agentes ocupan un lugar central del culto y del

mito. En la religión de la antigüedad, así como en muchas religiones que hoy

calificamos de “primitivas”, nos encontramos con que las divinidades y los

espíritus que reciben adoración de pueblos y naciones enteras nada tienen que

ver con un “padre” benévolo o una deidad amorosa. Los más inquietantes

monstruos, devoradores de hombres e insaciables torturadores de la vida y la

belleza, deben ser aplacados con ritos y sacrificios que, por su propia esencia,

nos parecen –desde un punto de vista racional y moderno- la más loca entrega

al desenfreno del Mal. La Sombra ha sido conocida desde siempre por la

Humanidad, y hasta hace muy poco ésta ha ideado mecanismos, a veces torpes

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y crueles, para mediar con ella, ponerle freno, asignarle un debido espacio

dentro del conjunto de la experiencia colectiva. No otra es la función de los

conceptos de Diablo e Infierno dentro de la tradición judeocristiana. Más allá

de haber sido utilizados como mecanismos para aterrorizar a las gentes

sencillas, fueron una representación de la Sombra del ser humano.

En el día a día de la Política y la Comunicación social se nos habla de peligros

poco concretos, escudados bajo los nombres de grupos terroristas o sectas

secretas que conspiran para acabar con el mundo y la sociedad tal y como nos

resultan conocidos. Nada se sabe, realmente, de las motivaciones profundas y

de los rostros reales de los “malvados”. Simplemente, a la psique colectiva se

le hace creer que ellos están ahí, encarnando el Mal. Y el Mal existe,

ciertamente. Existe mucho más allá de ser una simple privación del Bien, como

quería San Agustín. Es una fuerza, o un sistema heterogéneo de fuerzas que

deviene en la destrucción de la vida sencilla, bella, ingenua, esto es, la

destrucción del Bien. ¿Dónde ha de residir tal impulso hacia el Mal? Se

manifiesta a lo largo y ancho del mundo, es cierto, y se despliega

temporalmente en todas las épocas de la Historia. Ninguna época o cultura se

libra de su impulso destructivo. Pero ¿cuál es su fuente? No puede ser otra que

el interior del alma humana. Ese interior no puede existir completamente

“limpio” como una patena. Las sectas puritanas, desde los pitagóricos, pasando

por los gnósticos y los platónicos, y mil de ellas más, al ejercer tan dura

presión sobre el fondo del alma, sobre los tabiques protectores que disciernen

la luz de la oscuridad, han conseguido más bien lograr que la cultura pase “al

otro lado” al fondo oscuro que inicia entonces su afán explorador. De tanto

protegerse del Diablo, los clérigos y estrictos observantes de la Pureza han

sido, las más de las veces, sus agentes y emisarios. ¿O no se ha visto el Diablo

dentro del fondo oscuro de los inquisidores? A fuerza de pretender quemar

brujas y posesos en las hogueras, el Diablo consigue hacerse visible, ganar

fuerza, inundar muchos más corazones. El fondo oscuro debe estar ahí, como la

profundidad espantosa de los océanos. Nuestra travesía debe romper el mar por

su superficie y flotar sobre masas inmensas de líquido, el alma es grande e

infinita, pero debemos dejar tranquilos a los monstruos abismales. Y si alguno

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asoma, anunciándonos su presencia, es necesario tomar nota, acceder a niveles

superiores de conocimiento de uno mismo, pero jamás buscar una ascesis

peligrosa. Los ascetismos los carga el Diablo.

Nuestro propio agujero negro

Debes ocuparte de ti mismo. Eres un ser único en la naturaleza, una

combinación irrepetible de materia y elementos espirituales. Toda la energía

del universo se concentra en ese foco que su alma. En un alma se comprime

todo el cosmos y en un cuerpo hay potencial para mover montañas y hacer

saltar estrellas por los aires. Gran parte de la causa de las enfermedades

humanas consiste en un uso desarreglado de ese enorme potencial que habita

en la mente humana. La psique es el secreto mismo del universo, quizá el

agujero negro en torno al cual toda la materia gira y puede ser atrapada. Las

enfermedades psicosomáticas constituyen el reto verdadero de la medicina

occidental, y la asignatura pendiente de las terapias psicológicas. Una

redirección de nuestro potencial podría sanar órganos, restablecer tejidos,

recuperar la juventud y alargar la fecha de nuestra muerte. Pero ¡hay tanto por

averiguar! Siglos de mecanicismo, de dualismo dogmático, han impedido que

en nuestras universidades se recupere el sentido común. Mira tu alma, y

aprenderás que ella es la música de fondo, el vínculo mismo, el verdadero

motor de la salud de tu cuerpo. En el organismo habitan un sinfín de nodos de

energía, de puntos psicofísicos que pueden regular el sistema de nuestra salud.

Si una mente estúpida, de las que se dejan llevar por continuos estímulos

externos, no es capaz de coordinar con acierto ese micromundo en que consiste

nuestro ser, la enfermedad hará acto de presencia, de seguro.

Un sistema de integraciones

La vida no es sino un misterio, pero dentro del misterio envuelto en átomos,

células, tejidos e intercambios metabólicos, lo que se da de continuo es un

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sistema de regulaciones. Todo se regula a sí mismo, y los diversos niveles de

complejidad en que consiste un ser vivo no son sino planos en los que se da

una regulación psicofísica constante. Frente a la medicina mecanicista, siempre

debemos recalcar el aspecto psíquico de cuanto sucede incluso a los niveles

más ínfimos de intercambio metabólico de materia y energía. Por más que los

biólogos modernos deseen camuflarlo, la célula ya es en, en sí misma, un

agente psíquico y todo un ser viviente al servicio de una totalidad superior, a la

que está supeditada. Te dije que la vida es un sistema de regulaciones ¿verdad?

Pues bien, la vida también es un sistema de integraciones. Todos los seres en la

naturaleza son partes que se integran en un Todo mayor, y este a su vez no

dejar de ser un elemento integrante de una Totalidad todavía más extensa. Así,

una mayor evolución implica una mayor complejidad. El mundo es un Todo

que gana en complejidad a medida que sus seres integrantes se hacen

dependientes unos de otros. En el caso del organismo humano, no cabe duda de

que este es un mundo complejo en sí mismo. La mayor parte de las

enfermedades, ya sean psíquicas o físicas, brotan de los niveles más profundos

del ser y se hacen manifiestas únicamente a través de caminos indirectos, que

pueden estar marcados por predisposiciones genéticas, órganos vulnerables,

etc., pero la causa oculta muy a menudo se halla muy lejos del síntoma. El

monismo es el planteamiento según el cual el ser humano constituye realmente

una unidad psicofísica radical, y su psique es el cúmulo de energías de las que

todos los órganos y tejidos, todos sin excepción, sirven a los propósitos que

emanan, consciente o inconscientemente, de su psiquismo.

La propia orientación de la dolencia

Un cierto día apareció en el jardín del Maestro Viajero una dama aquejada de

ciertas dolencias, entre ellas el cansancio crónico, problemas en la piel y

dificultades circulatorias. Acudió al Maestro diciéndole: “Ya sé que no eres

médico, pero sé que mis males pueden curarse con otra orientación”.

Entonces, el Viajero la observó despaciosamente y dijo: “En efecto, no

abandones los consejos de un médico en quien confíes, pero todos estaríamos

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

a salvo de enfermedades con otra orientación en la vida, como bien dices. Tú

misma has de convertirte en tu doctora, y en tu propia sabiduría se encuentra

escondido el tratamiento. Corre, ve a tu propio jardín, retírate en él durante un

plazo considerable de tiempo, y luego procura ponerlo en práctica. Tú

solamente sabrás lo que te conviene”.

Mala practica es aquella de quien pasivamente cree que va a curarse con solo

ponerse en manos de alguien. No hay que ser pasivo, uno debe ser rector de su

propio viaje en la vida. Los demás pueden ayudarnos, pero indicar el camino a

un amigo no es lo mismo que conducir un rebaño de ganado. Al parecer, esta

señora notó un alivio en su estado físico tras hacer lo que el Maestro le pidió,

pero fue libre en su elección, y eso mismo constituyó clave para la mejoría.

Lejos está la medicina oficial de otorgar esta capacidad de autodominio en sus

pacientes. Estos entran en consulta como cuerpos inertes, y su voluntad se

reduce a cero, una nulidad completa, ante las posibles manipulaciones de los

doctores. Y entonces el poder de estos se vuelve poco más o menos que

sagrado y omnímodo. En muchos países del mundo los médicos parecen los

nuevos dioses, con soberanía absoluta sobre los cuerpos pasivos de quienes

entran en consulta y, en aras de su salud, deben “dejarse hacer”.

Es evidente que no es solo cada persona individualmente la que necesita de un

cambio, sino toda la medicina y con ella las demás ciencias que asisten al ser

humano (la psicoterapia, la pedagogía, etc.), también precisan urgentemente un

cambio de orientación. Pero tal cambio es radical por cuanto implica una

reordenación completa de nuestro sistema de valores, un nuevo humanismo,

una forma generalizada de entender la vida como disfrute y compasión

respecto de los otros... Lo opuesto a cuanto podemos observar en este mundo

en que vivimos.

Muchas de las enfermedades son en su profunda raíz dolencias del alma. Y de

estas, en su gran parte, provienen de un mundo anclado en la perversión de

hacer de la vida algo productivo, algo contable, como se hace del tiempo y del

dinero. A finales de la Edad Media cayó sobre el mundo occidental una especie

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

de Maldición, y esta maldición fue explotar al hombre y a la naturaleza y el

afán obsesivo de ganar dinero. Antes también hubo miseria y hombres ricos,

también se dio en el mundo la esclavitud y la servidumbre, la injusticia y la

desigualdad. Pero todos estos males se subordinaron a un único imperativo con

el auge del comercio y el deseo de producir por el mero hecho de acumular

beneficios. Con este capitalismo “moderno” Europa hundió en el fango sus

raíces espirituales, corrompió su alma e hizo cuanto pudo por transmitir ese

mismo mal a los demás pueblos de la tierra.

Hace ya muchos años que un experimento al que unos monos fueron sometidos

atestiguó el carácter mortífero del estrés. Sometidos a un continuo bombardeo

de estímulos estresantes, que equivale en nuestra vida moderna a una lluvia de

datos, citas, compromisos, objetivos exigentes, los monos del laboratorio

desarrollaron unas úlceras estomacales que, como se sabe, llegan a ser

mortíferas. Nosotros todos somos ya esos “monos ejecutivos” sumergidos en

una inmensa jaula que es el mundo del trabajo y la economía de tipo

competitivo. Atestamos las ciudades, como hormigas en los hormigueros,

respirando polución, dejando nuestra vida en transportes a la fábrica o a la

oficina. Mientras tanto, gran parte del campo se muere, porque en él, donde de

verdad se respira y donde de seguro se puede producir comida directamente sin

explotar a nadie y sin dar ganancias a una empresa explotadora. En el campo, y

solamente allí donde la vida podría volver a ser vida digna y realmente

humana. En el campo es donde se esconde la salvación, allí donde la población

podría ser redistribuida de acuerdo con la cercanía a las fuentes de energía y

alimento.

La Naturaleza se cura a sí misma

La naturaleza se cura a sí misma. Y esto es cierto tanto a escala del individuo

como en el nivel planetario. Esta enfermedad de la ciudad, la prisa, el tráfago y

la muchedumbre acabará siendo curada. Para tal curación hay dos vías

extremas. Una, la más sensata y verdaderamente humana será la vía consciente.

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Es decir, la vía que procura prevenir males mayores, aplicar la terapia

individual y colectiva, la que decide que las aguas retornen de una vez a su

cauce.

Pero luego tenemos la otra vía: la que deja a las cosas seguir su propio curso, y

que permite que la Naturaleza ciegamente aplique su fuerza curativa sin

importarle en ello el coste que en vidas humanas, en dolor y tragedias va a

suponer a los miembros de esta especie convertida en “plaga”. Una plaga

efímera según los patrones de medida de que hace gala la propia Naturaleza. El

hombre lleva, a fin de cuentas, unos pocos miles de años de historia civilizada

en algunas regiones del Planeta. Y tan solo en los siglos más recientes la

escalada de destrucción ha tomado indicios preocupantes, pues puede ser

irreversible en gran medida, a efectos de la supervivencia de esta especie

“racional”, que es la nuestra.

No es frecuente leer en libros de ayuda humana, que versen sobre la Sanación

y el Crecimiento el tratar temas de Ecología. El Maestro Viajero me enseñó

que ambos aspectos, el individual y el planetario, están unidos de la manera

más íntima. Debemos pensar globalmente y aplicarnos las consecuencias sobre

la escala más local que imaginarse pueda uno: la propia superficie de su

cuerpo, la misma paz de su mente, el conjunto mismo de sus actividades

diarias. El yo y su cuerpo son los puntos de partida y la meta de una Sanación

Cósmica. Y viceversa.

Este libro pretende, entre muchas otras cosas, edificar una Ecología de la

Persona. Seguí la senda que me trazó el Viajero, y en pos de él fui buscándome

a mí mismo, entendiendo mi ser como un entramado de interdependencias e

integraciones. Algo así debes buscar en tu propia complejidad. El mar más

profundo es como tú. Solamente la superficie es como un lienzo que sin cesar

se arruga y se encrespa. Pero hay que fijarse en el hecho de que bajo esa

superficie de arrugas y olas hay otro mundo oculto a la vista, lleno de criaturas,

con sus cordilleras, valles, planicies y simas. Bosques de algas y praderas

sumergidas, muchedumbres de peces, toda una explosión de vida. Deberías ser

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buzo de ti mismo, explorador del inmenso océano que siempre llevas en tu

interior. No sabes cuánta energía cabe en cada pequeña fibra de tu ser. Si

supieras canalizarla, podrías mover montañas.

La Nueva Caballería Espiritual

Yo te propongo formar una Nueva Caballería Espiritual. Una Orden de seres

humanos que han aprendido una lección fundamental: que el Santo Grial habita

dentro de sus corazones y en las profundas simas del alma. Hagamos esa Orden

de Caballeros del Espíritu. No adoraremos ídolos ni celebraremos ritos

absurdos o complejos. Lucharemos sin derramar sangre y sin atentar contra

nadie, pues la batalla está en ese Océano a explorar. Aprenderemos a fortificar

castillos en medio del Miedo y el Dolor, y en secreto prepararemos al

advenimiento de un mundo mejor.

El Maestro Viajero vino a hablarme un día de esa Orden. Tomó su espada y al

más viejo estilo de los tiempos feudales, me la puso sobre el hombro. “Ve y

escribe sobre la Caballería Espiritual”, dijo entonces. “Desde este momento te

concedo la potestad de nombrar por tu parte a nuevos caballeros”. La

Sanación y el Crecimiento se pueden comparar con un proceso alquímico.

Unos materiales que en sí mismos pueden parecer burdos contienen, no

obstante, todas las claves para su elevación a un plano superior y, en el límite,

su conversión en una realidad espiritual, superadora de la concreta forma que

antes exhibían. Ingresar en una Orden donde las almas se sientan sanas y hayan

experimentado una ampliación máxima de la psique puede ser el inicio de una

aventura fascinante. El mayor problema para la persona en el mundo moderno,

es el de hallar vías para esa ampliación. Le cuesta muchísimo trabajo salir

adelante, crecer, ampliar su psique alegre de tal modo que irradie a las demás.

La alegría de vivir es contagiosa. La presencia de una psique en proceso de

crecimiento no puede pasar inadvertida en su entorno. El mundo es un sistema

de relaciones, y si una de las partes crece, se amplía y ayuda a la sanación de

las restantes, es posible decir entonces que hay salud. La Caballería Espiritual

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

de la que habló el Maestro Viajero consiste precisamente en una suerte de

catapulta en la que cualquiera de nosotros puede ser lanzado al mundo, ya sano

y deseoso de contagiar salud en el entorno.

En este sentido, puede que resulte ilustrativo el siguiente cuento que el Maestro

me narró en cierta ocasión.

Hace cientos de años, en unos tiempos en los que el dinero carecía de

importancia y sólo las más nobles pasiones movían a los hombres, hubo un

caballero que juró a su Dama la realización de una Gran Hazaña con el fin de

hacerse merecedor de su Amor Sublime. El caballero partió de su castillo

entre un mar de lágrimas. Lloraban tanto la Dama como muchos otros seres

que le querían. Los corazones rotos sólo fueron el comienzo de una larga serie

de sufrimientos. Sólo en la vejez, o tras la muerte del héroe, cuando tal cúmulo

de dolor es cosa del pasado, los bardos llaman a esto “aventuras”. Ninguna

de las victorias del héroe fue fácil. En tierras inhóspitas, infestadas de

caballeros enemigos y de ejércitos salvajes, hubo de plantarles cara en

soledad. A todos venció, y las heridas del cuerpo se sanaban porque mucha

era la energía curativa que de su ser emanaba. Quien ya es sano y puro en su

interior, puede irradiar esas virtudes a dondequiera que una herida, un golpe,

una vía de infección quedara abierta. Lo peor de su Hazaña fue cuando el

caballero hubo de entrar en la Terra Incognita. Hasta entonces, los más

terribles peligros entraban dentro de las batallas previsibles, ante enemigos de

los que había oído hablar, y a los que era posible vencer con armas y tretas

conocidas. Pero el caballero hubo de dar el paso hacia el País de los

Monstruos y de las Brujas. Aquí, en medio de esa Negra Sombra, no sólo

existía el riesgo de ser vencido por demonios imprevisibles. El peligro

consistía, precisamente, en que aun siendo vencedor, era posible que héroe no

pudiera hallar nunca el camino de retorno, que las Sombras fueran de un

espesor tal que la visión de la Dama fuera, para la eternidad, una mera

quimera.

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El héroe de verdad es aquel que va a lo más profundo de la Oscuridad. Y

después, vuelve. ¿Cómo acaba este cuento? No voy a agotar la paciencia de

nadie. Quien es héroe, quien es Caballero Espiritual, ya sabe que ha de llegar

hasta las Profundidades. Muy lejos. El propio Inconsciente es el país que uno

mismo debe explorar bajo riesgo de quedarse allí dentro, atrapado en medio de

un bestiario de imágenes atroces, de fuerzas primitivas y de acertijos

demoledores que pueden minar, en caso de no resolverse con éxito, los

fundamentos de nuestro ser. Es un viaje largo, peligroso para cualquier mortal.

La Dama, es decir, aquello que sea el fin deseable de nuestra existencia, nos

está esperando. La Vida no puede dejar de ser un drama romántico o una

tragedia. No hay más remedio que desempeñar el papel que se nos ha asignado,

pero toda nuestra “actuación” ha de ser vivida con entrega. Del entorno

podemos obtener las armas y cabalgaduras que sean menester para el avance o

la defensa. Pero el papel que jugamos con sinceridad, ese guión abierto a

infinitas posibilidades en el futuro, eso es nuestro. Radicalmente nuestro. Para

ser Caballeros Espirituales debemos contar con un Santo Grial que adquiere

forma y detalle muy dispar en cada individuo. Ese Grial es una eterna

Recuperación. Cuando creemos avanzar en la Vida no hacemos otra cosa sino

Recuperar. Platón ya había dejado escrito que conocer en el fondo es recordar.

Pero no solo el Conocer, como aspecto básico de la Vida, sino la Vida misma

es una inmensa paradoja en movimiento. Vivir es Recuperar, dice el Maestro.

El caballero que parte de su castillo y deja a la Dama en lágrimas es un

paradigma del ser vivo. Todo ser viviente abandona al nacer una Patria perdida

(de pater, padre), pero también una Matria (de mater, madre). Atrás quedan

nuestras tierras y nuestros ancestros. Ellos reposan en sus mansiones o en sus

tumbas. Les debemos un respeto y un eterno recuerdo, incluso se lo debemos a

los que nunca hemos conocido o queden muy lejos en el tiempo. También,

vivir es partir hacia adelante dejando seres queridos a nuestras espaldas, lechos

cálidos, paisajes de niñez, momentos que -de ser capaces de congelarlos en el

tiempo- hubiéramos considerado eternos. Y todo lo que se ha ido, en un

pretérito perfecto, es eterno si nosotros deseamos que así sea. Cuando el

caballero parte a luchar a tierras lejanas, una de las cosas que hace – por amor-

es precisamente inmortalizar todo aquello que deja a sus espaldas. Va a hacer

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Carlos X. Blanco: La Caballería Espiritual.

de su Vida un Monumento a la Vida misma. Lo que él realiza no es otra cosa

que un paradigma de la misma totalidad de la existencia vivida. Una totalidad

que se parece al río de Heráclito, donde no puedes bañarte dos veces, pues ese

fluido siempre se va. La Vida ¿qué es sino eterna despedida? La Dama se

queda llorando, pero ella es el regazo mismo de donde todos hemos partido, la

mansión a la que anhelamos volver, llena de rincones que nos son familiares,

repletas de trofeos, libros, obsequios. Cada planta del jardín ha sabido de

nuestros mimos y cuidados, y hasta el eco de las pisadas de los difuntos nos

resultan familiares. ¿Quién puede partir de Viaje sin llevar a la Dama consigo,

sin transportar a la grupa un baúl repleto de fantasmas y de ancestros? El río de

Heráclito, el de la Vida, es el camino de la eterna despedida, sí, pero también

consiste en el círculo que se cierra. Es un Viaje en redondo. Y las tierras

desconocidas, los fantasmas peligrosos, los diablos vencidos, todo eso, no son

otra cosa que fases del proceso de autoconocimiento. Ese conocerse a uno

mismo es el proceso de Crecimiento y Sanación del que te venimos hablando.

Nada nuevo, ni extraordinario. Todo el mundo es valiente si ya sabe que hay un

Destino al que hacer frente. Todo el que haya salido de su castillo sabe de lo

que aquí se está hablando. Si la aventura ha tenido comienzo, eso indica que el

héroe llegará lejos. Pero lo más lejano es volver al punto de partida.

Índice

Prefacio............................................................ 2

La estrategia de Pulgarcito................................... 5

El Maestro Viajero............................................... 7Sanación y crecimiento........................................ 23La búsqueda de las raíces: el Inconsciente............ 25Únicamente la Tradición es revolucionaria............ 29Hacia una Gran Ciencia de la Psique.................... 32Vive el Destino.................................................... 36.

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La Vida no se mide.................................... ......... 39El Todo Inconsciente................................................. 42El sadomasoquismo que envenena el alma..................... 44Debemos aprender de nuevo a mirar............................ 45El nuevo Panteísmo.................................................... 49Soberbia humana, demasiado humana.......................... 50El Templo de la Nueva Ciencia.................................... 51La Vida es apertura...................................................... 54La Era de la Sencillez................................................... 56Puentes sobre el Tiempo.............................................. 58Ciencia perversa.......................................................... 60Somos plantas............................................................. 64La violación de la Naturaleza........................................ 66El alma del Todo......................................................... 67La fascinación del Horror............................................ 69Nuestro propio agujero negro..................................... 71Un sistema de integraciones........................................ 72La propia orientación de la dolencia............................. 73La Nueva Caballería Espiritual...................................... 76

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