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La reina sin nombre maria gudin

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La España goda y la Franciamerovingia.

Una niña huérfana es acogida porlos albiones, un pueblo que en els ig lo VI habitaba los montes delnoroeste de España. Conocida porellos como Jana, aprenderá lossecretos de las artes curativas de lamano del druida Enol y participaráactivamente en los conflictosterritoriales de su época. Su ímpetula situará en el trono de Albión juntoal rey Aster, su gran y único amor.No obstante, pronto descubrirá su

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ascendencia real y será reclamada yraptada por su verdadero pueblo:los godos.

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María Gudín

La reina sinnombre

El sol del reino godo - 1

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ePUB r1.0Tirith 27.04.13

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Título original: La reina sin nombreMaría Gudín, 2007Retoque de portada: Tirith

Editor digital: TirithePub base r1.0

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Omma vincit amor.

VIRGILIO

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PRIMERA PARTEBAJO UNA LUNA CELTA

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I. El cautiverio

Bajo una luna celta las sombras de losárboles se alargan hacia el valle. Heriday anhelante, rodeada de bosques enpenumbra, espero su regreso. Sé que élno volverá. La luna produce claros en laespesura, atravesando las ramas de losrobles renegridos. Huele a sangre ymadera quemada. El lugar de mi niñez,ahora en ruinas, es un mundo defantasmas donde la vida se ha esfumado.Tengo miedo y mis sentidos se embotan,pero el viento fresco y húmedo de la

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madrugada me devuelve a la realidad.Aún hay llamas en el antiguo castro, yano hay gritos. Ayer los había. Las gentesque lo habitaban gritaban de odio, demiedo y de dolor. Maldecían a Lubbo.Las construcciones de piedrasemicirculares, elípticas,cuadrangulares, han sido incendiadas ytodavía arden, otras son como yesca depiedra roja. Sólo yo, escondida,custodiando la copa de Enol, memantengo viva.

Dirijo mis pasos hacia la cañada delarroyo, camino cada vez más deprisahacia donde el agua viva surgemultisecular de la roca y forma un

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remanso. A lo lejos escucho cascos decaballos, ruidos de armaduras. Ellosposiblemente estarán al otro lado de lacolina, y siento miedo, al llegar a lacumbre quizá puedan divisar misvestiduras blancas, bajo la luna llena deinvierno. Si eso ocurre todo habráacabado.

En lo lejano aúlla un lobo.Emprendo una carrera atropellada

hacia el vado que cubren los robles aúnincandescentes, hacia donde la piedra seabrirá salvadora. Las ramas de losárboles ocultan en parte mi figura, meagacho. Una mata de acebo, todavíaverde, tiende sus ramas hacia el remanso

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del río. Me escondo tras ella.En lo alto de la colina, los guerreros

detienen su marcha y olisquean elviento. La luna, llena, alta en el cielo,ilumina con fuerza el valle.

Escondida en el suelo tras el acebo,contengo el aliento y me muevo hacia laroca plana tras la cascada, allí guardaréla copa. Es posible que al moverme,desde lo alto de la colina, los guerreroscuados me descubran, pero nada importaya. El agua helada hiere mis manos, misbrazos níveos, mi blanca ropa. Trasejecutar lo que Enol me indicó, muevocon gran esfuerzo la enorme roca eintroduzco la copa, cerrando con

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dificultad la losa. Suspiro ante elesfuerzo, y tiemblo por la humedad fríaque me atraviesa las ropas. Tras de mí,cae el agua, su ruido cubre mirespiración jadeante. Lentamente,encorvada, me retiro del manantial. Alfondo del estanque, en el agua ya mansa,la luna destella en mi pelo, trigo dorado,y lo transforma en plata. Ahora la caraque manifiesta el agua está herida, conrestos de sangre y arañazos, y me esextraña. Cierro los ojos y escuchosolamente el borboteo del agua vivacayendo. Un ruido, y al abrir los ojos, enel remanso se refleja la luz de la lunarebotando en la armadura de un

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guerrero. Tras de mí oigo un gritobronco y triunfal, y noto el dolor de unguante de hierro que coge mi cintura yme eleva hacia el cielo, por un segundodiviso la luna brillando en el agua, ungolpe seco en el cráneo y todo cesa paramí.

El dolor y el frío me despiertan, soyun fardo cargado en una carreta, lasangre brota de mis manos atadas.Escucho las voces extrañas de un idiomadesconocido. En el carro, sacos debellotas y centeno; el centeno robado delpoblado de Arán, de mi casa y de mis

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gentes.Al ir recuperando la conciencia, la

congoja regresa a mi ser. En el cielo, laluna va descendiendo, y desde micorazón una plegaria se eleva a ladeidad de la noche. Al lado del carrocabalga un guerrero, su casco terminadoen una punta que brilla por el rayo deluna, de él salen mechones pardos en lanoche. Es un hombre recio y barbudo.Mira al frente, hacia los otros hombresque escoltan al carro pero, de modorepentino, al percibir que le observo,gira la cabeza hacia la dirección dondeme oculto. Cierro los ojos, y escucho elestallido de un latigazo y un grito que no

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puedo entender. Una voz de mandodetiene el látigo y de mi captor sale ungrito enojado. Se oyen risotadas y aquelrumor de voces extranjeras que meaterra. Me adentro en la inconsciencia ypor ella cruzan a menudo las imágenesde un pasado que no ha de volver. Notengo nada, rota por dentro y herida porfuera. Nada aguardo del futuro. Adivinoel lugar adonde me conducen los quedestruyeron el poblado. En sus cascosbrilla plata, el último rayo de luna.

El bamboleo del carro prosigue sintérmino. Amanece. Un día gris y frío con

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el cielo surcado por nubes de tormenta.La marcha transcurre lenta. Con loshuesos entumecidos, no percibo nada.Intento recordar el pasado pero en granparte ha huido de mi mente. Corrieronrumores de guerra en el castro. Sinembargo, nada hacía presagiar labarbarie. Los hombres seguían cazandoy las mujeres cultivaban la tierra. Aquelmismo día busqué raíces para unpreparado con el que curar los doloresde un anciano. Los niños jugaban a laentrada del pueblo. Libres.

Tras muchas horas de camino, denuevo cae la noche. Mis raptores sedetienen junto al cauce de un río. Un

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sauce inclina las ramas sobre lacorriente y una muralla de castañoscobija un claro en el bosque. Con unavoz, el carretero detiene el armatoste demadera. Al cesar el vaivén de lasruedas, siento alivio, pero surge denuevo un temor oscuro. ¿Qué harán demí aquellos hombres desconocidos?

Mientras acampan, los guardianesparecen olvidarse de la cautiva. No séquiénes son. A mi lado unos guerreroshablan, sin importarles la existencia desu rehén. Comienzo entonces a entenderlas palabras del idioma distinto. Suconversación es lenta y pausada, no agritos como en el camino. Uno de los

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jefes de la comitiva habla con unsubalterno.

Sentí necesidad de amparo. Añorabaa Enol. De niña pensaba que él nomoriría jamás. Años atrás, cuandoaverigüé el destino de los hombres, élme prometió no morir. Y ahora… nosabía si él seguía entre los vivos y yodebía continuar, sola, entredesconocidos; con un destino que podríaser peor que la muerte.

Unos pasos se aproximan al carrodonde, atada de pies y manos, intentovanamente ocultarme sin ser vista. Unhombre, de unos cincuenta años, debarba oscura, vestido con pieles y con el

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casco brillante, con una túnica ceñidapor un cinturón de cuero, me suelta lasataduras de los pies. Por su atuendoparece un criado. A empellones meconduce junto al fuego, desata mismanos y me obliga a beber de unabazofia. Después a una señal de susjefes me sujeta de pie a un árbol y estiramis brazos alrededor del tronco. Sientocómo me crujen las articulaciones. Merodean varios guerreros que ríen sincompasión. Uno de ellos me levanta labarbilla para verme mejor la cara, lemiro desafiante y tuerzo la cabeza conbrusquedad. Al girar la cabeza, micabello le roza. Él lo coge con la mano y

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yo intento morderle. El hombre ríe y deforma que pueda entenderle me dice:

—Lubbo te domará.A la voz de un guerrero con casco,

uno de los capitanes, el criado se alejade mí, todavía riendo.

Los hombres visten cortas túnicas,con ásperas capas negras que recogencon una fíbula en el hombro. Portanescudos ligeros y cubren sus piernas conbandas de lana. Algunos llevan en suscabezas cascos de bronce; los jefes,cimeras plateadas.

Después del incendio de la aldea,pensé que no volverían, pero regresaronporque buscaban algo entre las ruinas de

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las casas, y así me encontraron junto almanantial. Quizá lo que perseguían era amí misma.

Comen alrededor de un fuego unpotaje de bellota, y comienzan a beberuna bebida fermentada de la que nopuedo conocer su origen. Suena unagaita primitiva, el sonido de una flauta yel tambor. Una melodía rítmica ysalvaje. Risotadas y palabras fuertes.Dos hombres pelean. El guerrero delcasco con punta les detiene y ellos,quizá para distraer al capitán, dirigensus miradas hacia mí bromeando. Todosríen y apuestan sobre mí.

Miro a la luna y una plegaria a la

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diosa madre sale de mi corazón. Mirespiración se hace cada vez másfatigosa por el miedo. Cuando están yacerca, a menos de unos pasos, entro entrance como en tantas otras ocasionesmuchos años atrás. El druida hubieracogido mi cabeza suavemente,acariciándome las sienes y calmando miturbación. Pero estoy sola y el tranceprosigue. Veo una gran luz, como unfogonazo blanco que todo lo envuelve,la luz se transforma en figurasgeométricas y por último aparece laamada figura de un hombre de barbagris. Comienzo a notar cómo un trancese apodera de mí, entonces me muevo

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convulsa, giro la cabeza en dirección ala luna, elevando el brazo izquierdo quecon la fuerza del trance rompe atadurasy señala al astro de la noche. Antes deperder por completo el sentido, veo elrostro de los bárbaros que muestrahorror y asombro.

Cuando recupero la conciencia, mismiembros se encuentran doloridos ydescoyuntados. Las manos, ya libres deataduras, han caído al suelo. Alincorporarme, los guerreros me rodean auna distancia prudente, y forman un grancírculo alrededor del árbol. Una risanerviosa remueve mis miembros,mientras un silencio tenso llena el claro

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del bosque. La luna brilla en lo alto,partida por una fina nube oscura. Loshombres tienen miedo de mí y de la luna.Todavía temblando me levanto delsuelo, una brisa fina hace que mis ropasblancas ondeen al viento. Los guerreroscuados se alejan atemorizados.

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II. El herido

Tras el trance, el cautiverio se hacemenos duro. Los hombres me temen.Vigilada por dos soldados a caballopero con las manos libres monto sobreun mulo de carga. Comienzo acomprender alguna de sus palabras.Durante el trance, mi madre la luna sehizo presente, y ellos empezaron allamarme «hija de luna». Me llamanJana, como Aster lo hizo meses atrás.Creen que soy una ninfa del bosqueencontrada junto al arroyo.

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Nos alejamos de la aldea de miinfancia y caminamos hacia el occidente,bordeando el mar. Atravesamossenderos entre bosques inmensos derobles. A veces veo acebos, el árbol deEnol, otras veces castaños y robles,adivino el muérdago colgando sobre susramas. Entre las voces de los guerrerosescucho el nombre de Albión una y otravez. Mis recuerdos me llevan atrás, aldía en que encontramos al guerrerohuido.

Han transcurrido ya muchas lunas yen aquella época yo había cumplido losquince años. Una mañana, Enol y yo,mientras recogíamos plantas en el

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bosque, encontramos un guerrero en laespesura. Un hombre herido y solo,oculto entre los árboles.

Recuerdo aquel día como si fuesehoy: habíamos salido de la casa depiedra muy de mañana en la hora en laque todavía el aire es fresco. Dejando lacasa atrás, giramos a la izquierda, haciael arroyo que circulaba con escasocaudal entre las piedras. El sol, no muyalto en el horizonte, introducía susbrazos de luz entre las ramas del roble,el castaño y el pino albar. Aquel caminode piedras y polvo aún serpentea hoyentre los bosques. Seguimosfatigosamente la ancha senda y después

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tomamos un camino lateral pocotransitado y amurallado por rocas. Elsendero se introducía en el bosque, a lolejos se mostraba desierto; sólo enalgunas épocas del año, en otoño yprimavera, los leñadores del pobladorecorrían aquella senda.

Dejamos el camino, que ancho yhendido por las ruedas de los carros,tras más de dos horas de marcha,conduce al castro vecino. Aquel día,Enol, nunca supe bien por qué, tomó uncamino lateral, casi cubierto por lavegetación y se alejó de todo lugarhabitado.

Enol cortaba el ramaje con una hoz

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grande y se abría paso, yo correteabatras él. A hurtadillas le observé ensilencio. Por allí, el bosque se volvíamás umbrío y en sus sombras crecíanhongos y setas. A veces al recoger lasplantas, Enol musitaba unas palabrasque parecían una oración. El sonidoarmónico de su voz se tornaba a menudoininteligible, y parecía expresaradoración a Algo o a Alguien.

Le pregunté:—¿A qué Dios rezas, Enol?En el poblado, algunos adoraban a

Lug, y las mujeres invocaban a Navea ensus partos; en plenilunio se daba culto ala diosa luna, y aun había alguno que

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rezaba a las viejas divinidades de losromanos. Yo conocía a quien adoraba aun solo Dios. Se les llamaba cristianos yno había muchos en nuestra aldea, peroen el poblado más allá de la colina —años atrás— se refugiaron algunos quehuían del occidente. A Enol no legustaban, los consideraba pobres,atrasados e incultos. Sin embargo, yosabía que Enol no adoraba a los antiguosdioses. Cuando me respondió, sinlevantar los ojos de las plantas quearrancaba, dijo:

—Al Único Posible…No me causó sorpresa su respuesta,

tantas veces le había visto rezando en el

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bosque o en la cámara alta de la casajunto a las pajas. La faz de Enol orantese metamorfoseaba en un rostro másjoven, intemporal y eterno; pero yosabía que en su oración él no encontrabasosiego. Era una oración tensa y triste,llena de pesar, sin paz alguna.

Por eso, el día en que encontramosal hombre en el bosque, después dehablar de su Dios prosiguió, sin apenasmirarme, y musitó para sí:

—… pero Él me ha dejado.Me daba miedo su actitud y no fui

capaz de proseguir la conversación,aunque en aquella época el tema de losdioses me interesaba mucho. A menudo

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había discutido sobre ello con los otroschicos del poblado. Cuando después deuna travesura buscábamos refugio tras latapia del lado sur del castro, donde nonos podían ver los guardias, hablábamosde los dioses y de los hombres.

Además de Lug y Navea, se adorabaal caballo —señor de fuerza— y almonte Cándamo, pero Enol adoraba alÚnico Dios Posible. Una vez me explicóque si un dios tenía rival dejaba deserlo, que el Único Posible tenía que serel Uno, el Verdadero. No le entendí. Amí me gustaban las figuras de los diosesantiguos y adorar al sol y a la luna que,ingenuamente, me parecían más cercanos

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que el Único Posible, el dios de Enol,que era un Dios lejano y celoso, que noquería a otros.

Los hombres del poblado respetabana Enol porque les infundía temor, curabasus enfermedades y adivinaba el futuro.Aunque el druida no compartía suscultos, los toleraba. Alguna vez le oídecir que cualquier rito sagrado erasiempre el culto al Único Posible. Así,Enol no se oponía a sus ritos, más deuna vez había presidido con respeto loscultos nocturnos, pero cuando la fiestase llenaba del olor del hidromiel y elalcohol, discretamente se retiraba.

El calor se volvía espeso entre las

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ramas de los pinos, caminábamosdespacio bajo la calima, ajena aaquellas tierras. Enol, siempreobservador, se detenía a menudo yrecogía plantas de diversas especies.Me enseñaba sus nombres ypropiedades. Algunas eran venenosas ymortales, otras curativas, estaban lasque serenaban el espíritu y las queproducían el sueño. Me gustaba conocerlas virtudes de las plantas y, poraquellos días, ya me adelantaba a lamirada de Enol, que a veces se volvíaimprecisa, y ayudaba a recoger lasplantas que el druida requería. Enolemitía un sonido polisilábico al recoger

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ramas y raíces, mientras su larga barbagris rozaba los pétalos de las flores.

Nos hundíamos en el bosque umbríoy espeso, yo recogía las raíces en unsaco pequeño. Los tubérculos pasabande las manos, grandes y huesudas deEnol, a las mías, pequeñas y blancas. Elsol fue ascendiendo en lo alto, meencontraba cansada por el trabajo queno había cesado desde el amanecer. Noshabíamos internado demasiado en elbosque cada vez más umbrío.

Enol sonrió al ver mis esfuerzos pormantenerme a su altura. Se detuvo, quizápara que yo le siguiera y me mostró unaflor con hojas picudas.

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—¿Ves esta flor? —me dijo.—Es el diente de león.—¿Sabes para qué sirve?—Facilita la digestión y calma los

cólicos.Enol sonrió. Le encantaba enseñar, y

sobre todo le gustaba comprobar que yoaprendía. Había logrado instruirme enlos nombres de todas las plantas enaquel bosque que tenían funciónmedicinal. Evitaba que aprendiese susenseñanzas como una cantinela, siempreme explicaba los porqués de cadatratamiento. Con pocos años, yo conocíaya muchos remedios y el cuerpo humano.Disfrutaba aprendiendo y Enol me

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confesó alguna vez que yo poseía el donde la sanación. Decía que quizá se debíaa que mi madre me había traído almundo una luna llena, por eso —afirmaba Enol— yo sabía relacionarmecon las plantas y con las enfermedadesde los hombres.

Nos detuvimos frente a un enormefresno de hoja ancha y alargada, con eltronco de corteza gris y resquebrajada.

—Al fresno le gusta el sur, necesitasol y aquí, exceptuando en el verano, nohace mucho. Es un árbol agradable, sushojas hervidas calman el dolor de mishuesos.

El druida, con una rama en quilla,

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tiró de las ramas del fresno e hizo quedescendiesen, después cortó unas hojas.Inmediatamente, prosiguió andando y sedirigió a un claro en lo más escondidodel bosque por donde corría unarroyuelo. Solía acudir a aquel lugarporque allí crecían multitud de setas porla humedad y la penumbra. Tras llenarun talego de hongos, nos sentamos sobreun tapiz de hierba y flores pequeñas; deuna faltriquera Enol sacó pan moreno yqueso. Con una escudilla tomó delarroyo agua transparente, muy fría.Después me acercó la vasija, y noté sumirada alegre al ver mis rizos doradosque se introducían en la escudilla sin

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dejarme beber.Fue entonces cuando le oímos.

Primero muy suave, después másprofundo, más alto, más agudo: unquejido proveniente de lo más recónditodel bosque, no muy lejos de dondecorría el arroyo.

Comenzó como un gemido que setransformó en lamento, en un sonidodoloroso y amargo. Enol se levantó,tomó la escudilla de mis manos y laguardó. A zancadas bruscas, atravesó elclaro seguido por mis pasos cortos deniña. Corrí tras él. Las aguas del arroyose originan en la montaña, y son frías.Nos mojamos los pies en el arroyo,

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chapoteando entre las rocas. Aúnrecuerdo su frescor después del calor deaquel día. Más adelante, en el cauce delrío, pudimos ver que las aguascristalinas del arroyo se encontrabanteñidas de un color sanguinolento. Enolaceleró el paso, y a lo lejos vimos unafigura de un hombre. Un viejo roblehundía sus raíces hacia el regato; sobreellas yacía el cuerpo de un joven que enmedio del río, sumido en lainconsciencia, gemía con aquel gritolento y doloroso que rebotaba en laprofundidad del bosque. Un hombre altoy fornido de cabello oscuro, entrado yaen la veintena, emitía aquel sonido del

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que el viento hacía eco. De repente, elsonido cesó pero Enol ya se encontrabajunto a él, examinándole de un mododetenido, tal y como suele hacer con losenfermos.

—Está grave, niña, acércate yayúdame.

Le ayudé, y retiramos el cuerpo delherido de la corriente. En su espaldahabía clavada una flecha, una flecha conpenacho negro. Enol tiró con cuidado deella. El desconocido vestía una túnicalarga marrón y una capa negra, con botasy calzas de cuero; la túnica estabadesgarrada y llena de sangre.

Pude ver la cara del forastero, de

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rasgos rectos, sin apenas barba; los ojosse entreabrían, dejando ver su color muyoscuro, las pestañas espesas y las cejasnegras, densas y casi juntas. El druidaescudriñó atentamente su cara, y pudeobservar una arruga en su frente, lamisma que se producía en él cuando seencontraba preocupado e indeciso.Adiviné una lucha en su interior. Siaquel hombre era un enemigo de laaldea, Enol tendría problemas conDingor. Y muy probablemente, no seríaun amigo, dado que huía hacia laprofundidad del bosque, lejos de loslugares poblados. Sin embargo, Enolnunca hubiera dejado abandonado a un

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herido.Además de la herida de flecha en su

espalda, en su vientre se adivinaba uncorte producido por una espada, no muyprofundo pero que sangrabaabundantemente y al caer se había rotouna pierna que se veía torcida.

—Ha recibido un buen tajo en elvientre, tiene la pierna rota, pero lo quele ha abatido ha sido la herida de flecha,está emponzoñada, ¿lo ves? —habló eldruida y mostró el veneno en la punta—.Ha ejercido su efecto mucho más tardede cuando fue clavada. Habrá sidolanzada a traición por la espalda.

Después me pidió la bolsa con las

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hierbas, las bayas y raíces. Condesasosiego buscó una determinada raíz.

—El antídoto. Ve a buscar agua delarroyo.

Cuando encontró la hierba, me pidióel agua, y después de lavar la herida dela espalda, mascó la hierba y laintrodujo en la estrecha herida de laflecha.

—Nunca introduzcas nada mascadoen una herida. Siempre ha de hervirantes, pero ahora hay veneno y loprimero ha de ser neutralizar los efectosnocivos de la ponzoña.

Giró una vez más al herido, y pudever su rostro contraído por el dolor.

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—Debemos hacer fuego, paracalentarle.

Con yesca y pedernal encendió lahojarasca; le traje ramitas secas ydespués algún tronco más grueso.Después Enol sacó la copa, su preciosacopa. La copa ritual de medio palmo dealtura, exquisitamente repujada con basecurva y amplias asas unidas conremaches con arandelas en forma derombo. Me atraía su visión; cada vezque Enol la sacaba a la luz, yo no podíaapartar mis ojos de ella, de susincrustaciones de coral y ámbar, de subase repujada en oro. Enol extrajo de sufaltriquera los ingredientes de la

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pócima, me envió a buscar alguna hierbaen el bosque y fue juntando loscomponentes, revolviendo todo concuidado. Me explicaba despacio lo queestaba haciendo; sentí que algún día lovolvería a necesitar.

—Los venenos de Lubbo sólo curancon este brebaje, que debe serpreparado en la copa. Lubbo tienemuchos venenos.

Mientras al fuego en la copa hervíala poción, colocamos al herido en unlecho improvisado de hojarasca; Enolcolocó mi capa de niña bajo el hombre,y le cubrió con su manto, más grueso. Elguerrero temblaba de fiebre, de vez en

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cuando penetraba en la inconsciencia;otras veces parecía despertar de suletargo y gritaba de dolor. Abrió losojos y pude ver sus ojos de coloroscuro, unos ojos brillando comocarbones negros sobre la piel pálida yblanca.

Cuando la pócima hubo hervido, elsanador limpió de nuevo las llagas conel líquido humeante. El herido protestóde dolor al sentir el escozor de laquemadura. Después Enol vendó laherida, y le hizo beber la infusión queactuó como un narcótico, y por fin entróen un sueño que reparaba heridas ypadecimientos ya pasados.

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Nos quedamos junto al herido todoel día sin movernos del bosque. Enolestaba extrañamente silencioso, hosco ycallado; en esas condiciones, sabía bienque era mejor no hablarle.

El día de verano se hace largo. Elsol va descendiendo entre los árbolesiluminando la penumbra de la fraga, almirarlo me deslumbro. Percibo que Enolse levanta.

—¿Qué vas a hacer?Enol responde bruscamente a mi

pregunta.—No lo sé.—¿Le llevaremos al poblado?—Sería su fin, Dingor le entregaría a

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sus perseguidores.—¿Quién es?Enol dudó en la contestación. Creo

que desde el primer momento supo quiénera él.

—Debe de ser un hombre de Ongar,quizá perseguido por los de Albión,posiblemente un rebelde a Lubbo.

Al oírle, pensé en Ongar, donde losinsumisos a Lubbo se habían refugiado,en las altas montañas de nievesperpetuas, junto a los lagos, y pensétambién en Albión, en las extrañashistorias que circulaban por el poblado.La antigua capital del país de loscastros, ocupada ahora por invasores a

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los que el poblado pagaba un tributoanual. Albión, la ciudad junto al Eo, elmás grande de los castros de la montaña,protegido por el mar y el río.

Llegó la noche y con ella una brisafresca; el hombre bajo la gruesa capa deEnol dormitaba. La luna menguaba entrelos árboles. En la fogata, lumbreaban losrescoldos de las brasas.

Sentados sobre el suelo apoyando laespalda sobre los troncos de los árbolesvelamos el sueño del herido. Cuando laluna menguante estaba ya muy alta sobreel horizonte, el hombre abrió los ojos, yal verse entre sombras intentórevolverse y coger su espada. Se oyó la

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risa de Enol, me pareció fría y dura, yonunca le había oído reírse así. Elhombre intentó levantarse y no pudo, undolor en el abdomen se lo impidió. Lavoz de Enol se volvió suave mientrasdecía:

—No te haremos ningún daño.El herido miró al frente y no vio sino

a un hombre casi anciano y unaadolescente casi una niña, se tranquilizó.

—¿Quiénes sois? —preguntó convoz débil el herido.

—No, no. Las preguntas las haremosnosotros. —Enol habló con aspereza, ydespués continuó en un tono más amable—. Vivimos en el castro de Arán.

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Al oír el nombre del castro,inmediatamente el joven preguntó:

—¿Servís a Lubbo?—Se le paga un tributo. No, no te

llevaremos al poblado, no es seguropara ti. Tras el río hay una cueva, allíestarás bien.

Antes de levantarle, Enol examinóde nuevo la pierna, torcida yposiblemente rota a mitad de pantorrilla.Con el cuchillo taló una rama de fresnoy, mediante un vendaje, inmovilizó laarticulación de la rodilla y el pie. Concuidado, Enol le ayudó a levantarse,todo su peso se reclinaba en nosotros.Entonces me di cuenta de la fortaleza de

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Enol; pasó uno de los brazos bajo elhombro del herido y con el otro lesostuvo por la espalda. Yo, débilmente,le así por la cintura y percibí su peso. Elapoyó un brazo sobre Enol y el otrosobre mi hombro. Noté que al rozar micabello extendido por los hombros, lohacía con suavidad, delicadamente.

Recorrimos con lentitud el espacioque nos separaba hasta la cueva, unlugar fresco y recogido, rodeado por elrío, oculto por sauces y álamos queformaban una cortina de verdor y loaislaban de miradas extrañas.

De nuevo, con mi capa Enol formóuna almohada, y con hojas secas un

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lecho, le cubrió con su manto, revisó laherida y sonrió.

—Necesitas descanso —dijo Enol.—¿Cómo agradecer vuestra ayuda?—Callando —contestó secamente

Enol—. Aquí estarás seguro, pero si teencuentran no hables de nosotros. Laniña te traerá comida, y yo cuando puedavendré a verte y revisaré tus heridas. Nosalgas de aquí. Si te encuentran los delpoblado… bien, no podré hacer nadapor ti.

Salimos de la cueva, era muy tarde,pero la luz de una luna que descendía enel cielo nos iluminaba en el camino. Enel poblado, los guardas habrían cerrado

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ya las puertas, pero la casa de Enol noestaba dentro de la muralla. Erantiempos de paz aparente y fuera de losmuros del castro vivían gentes sinrecursos, o extranjeros como Enol ycomo yo. Sobre la puerta de nuestra casanos recibió el escudo de acebo, símbolodel sanador. Enol no habló apenas por elcamino. Yo ardía en preguntas, peroconocía bien que en aquel momento élnunca las hubiera contestado.

Cada tarde, cuando las sombras delos árboles se volvían largas yestrechas, tomaba mi cántaro y en lugar

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de dirigirme a la fuente me adentraba enel bosque. Llevaba al herido agua ycomida. Yo no sabía quién era.

Tiempo después Aster me confesóque deseaba que el sol descendiera delcielo a la caída de la tarde sólo paraverme aparecer. Mi figura claraaparecía a su vista en el bosque umbríoy muchas veces creía ver a un hada ouna ninfa de las fuentes, o una jana delos bosques. Así comenzó a llamarme,Jana, el mismo nombre que tiempodespués me dieron mis captores. Medijo también que contenía la respiraciónal ver el sol de atardecer reflejándosesobre mi pelo dorado.

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Fueron días alegres y arriesgados.Deseaba que descendiese el sol para vera mi herido y durante el día meconsumía de impaciencia, temíaencontrarlo peor porque sus heridastardaban en curar. Anhelaba que llegaseel momento de volver a estar junto a él yentre mis ocupaciones diarias en elhogar, con Marforia, se me representabaa menudo su rostro maltrecho. Veía suboca firme y fina, sus cejas negras yarqueadas, sus ojos oscuros, casinegros, que se fijaban en mí al entrar enla cueva, como se fijan los ojos de unperrillo pendiente del amo. Su pielblanca se había tornado casi translúcida

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por la pérdida de sangre, la barbaescasa de hombre joven se iba formandoen un rostro anteriormente lampiño. Sucara angulosa, enmarcada por lospómulos elevados y rectos, mostraba amenudo un rictus de dolor. Ansiaba quellegase el momento de volverle a ver,pero no siempre era fácil escapar sin servista; los mozos del lugar, anteriormentemis compañeros, me seguían porquesospechaban que ocultaba algo.

Yo no había nacido en el poblado,Enol y yo llegamos a Arán en un tiempodel que no tengo memoria. Enolconstruyó la casa fuera del castro, labrótoscamente el escudo de piedra de

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sanador, y con su arte se ganaba la vida.Adquirió prestigio en el lugar comodruida y curandero, venían de lugareslejanos a que él les sanara. Me crié conun ama —la vieja Marforia— que menutrió, pero nunca hubo un sitio para míen el poblado. Al correr de los años,Enol se ausentaba a menudo, nunca medijo adónde se dirigían sus pasos, y amenudo me quedaba sola en la casa, o loque era peor, cuando Enol preveía quese iba a ausentar durante mucho tiempo,me recluía en la casa de la viejaMarforia. No trataba a las niñas de miedad porque sus madres las retiraban demí, apartándolas por ser extranjera. Sin

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embargo, nunca me vi sola en el pobladode Arán, los chicuelos del lugar jugabanpor el bosque y no me negaron sucompañía, me convertí en uno más deellos e incluso, no sé por qué extrañajugada del destino, aquellos muchachosme obedecían.

Entre nosotros se hablaba de lacaída del príncipe de Albión y delgobierno despótico de Lubbo; pero,niños aún, los sucesos no nos afectabanmás que por la cara adusta de losmayores.

Los habitantes del lugar, como losde los otros castros de las montañas,estaban divididos. Para algunos, los

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tiempos antiguos les parecían losmejores; éstos eran partidarios deLubbo, que había restaurado el ordentradicional. Lubbo permitió sacrificiosde animales e incluso de hombres en loscastros. Lubbo era cruel y se habíaaliado con los guerreros cuados paraderrocar a Nicer, princeps Albionis,príncipe de Albión.

Los hombres más sabios y prudentesde los castros odiaban a Lubbo. A éstos,los tiempos antiguos les causabanhorror; del sur llegaban aires nuevos, yhombres de paz predicaban una buenanueva. Los hombres prudentes habíanquerido a Nicer, príncipe de Albión, y

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sabían que la ocupación de Lubbo y loscuados era injusta, pero no se atrevían alevantarse en armas contra Lubbo. Sóloalgunos resistían en las montañas deOngar, proscritos de sus castros, pero ala vez siendo la esperanza de muchosotros, que confiaban en que la invasiónterminase y la tiranía de Lubboalcanzase un final. Dentro de lospoblados, nadie protestabaabiertamente, habían perdido todaesperanza; después de la muerte deNicer y la caída de Albión, todo habíaacabado y se sometieron a Lubbo.

Entre mis compañeros de juegos, losmás valientes odiaban a Lubbo, algunos

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habían perdido a parientes y familiarescercanos en la persecución que seoriginó tras la caída de Nicer. Lesso erauno de ellos, pensaba que Nicer oalguien como él volvería. Su hermanoTassio había escapado hacia Ongar.

Aquellos días, no podía ver a Lesso,no debía hablar del herido y Lesso, queme conocía bien, habría adivinado quetenía un secreto. Juré a Enol no hablarcon nadie del hombre del bosque ydebía cumplir mi palabra.

En cuanto a Enol, su actitud eraextraña, cuando en el poblado sehablaba de Lubbo y de Nicer, él semantenía al margen. Extranjero en

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aquellas tierras, no parecía interesarlela suerte de los albiones, de losluggones o de los pésicos. Sin embargo,yo intuí muchas veces que Enol odiaba aLubbo. Sí. No lo expresaba conpalabras, ni decía nada al respecto, perocuando el jefe del poblado se acercabatrayendo noticias de Albión y de lasiniquidades de Lubbo, una nube negracruzaba la mirada de Enol.

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III. El herrero

Sé lo que va a ocurrir. A menudo veo elpasado o lo que ocurre en cadamomento, a veces presiento el futuro.Enol se sorprendía por ese don, en elque él mismo me inició. El druida medecía que explorase en mi interior.Dentro de mí aparecerían ideas ysentimientos que me harían conocer alos hombres, de esa manera podría intuirlo que harían, y eso me permitiríapredecir el futuro. Adiviné que loscuados me llevaban a su poblado y no

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iban a matarme. Querían algo de mí, ysupuse qué querrían. Al principio temíque me sacrificaran a su dios cruel yávido de sangre, pero ahora percibíaque me consideraban valiosa paraLubbo.

Unos días después del trance, loshombres de la cuadrilla comenzaron aolvidarlo. Habían perdido el miedo. Esedía llamé a los gusanos de la noche. Enun alto del camino, cuando el sol lucíafuerte, me pude sentar en el suelo. Unospequeños animales, invisibles para miscaptores me rodearon, los introduje enuna faltriquera entre mis ropas. Nadie sedio cuenta. Prosiguió el camino, lento y

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fatigoso. Un guerrero de pelo rojizointentó tocarme, el capitán me defendió.Tenía miedo, en la noche nadie mesalvaría. La luz se fue apagandolentamente en aquel día de otoño y, alfin, llegó la noche. Cuando el fuego dela hoguera se volvió brasas, una luz deluciérnagas salió de mi pelo, de misropajes. El hombre pelirrojo quisoacercarse, pero al ver las lucespequeñas pensó que los duendes delbosque me protegían y salió corriendo.Los otros hombres, desde suduermevela, miraban y callabanasustados.

No conseguí conciliar el sueño. A

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pesar de las luces, los hombres podíanvolver. En el cielo, en una noche sinluna, las estrellas brillaban con luzdiáfana y suave. La Vía Láctea llenabade un polvo brillante el cielo, a lo lejosbrillaba Orión, la Estrella del Norte,Andrómeda, el Carro Mayor y el Menor.Más allá Vega, Sirio y Venuselevándose sobre el horizonte. Regresécon mi mente al pasado, al tiempo en elque Enol me explicaba los nombres delas estrellas, al tiempo en el queatendimos a un herido en el bosque.

Al caer la tarde, salía ocultamentedel poblado, en una ánfora grandeguardaba la comida y las vendas para

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curar al herido. Por el sendero que va alcastro, caminaba hacia la fuente, peroantes de llegar a ella, bruscamente torcíael rumbo. Así, si alguien del poblado meobservaba, no vería nada más que unajoven de las muchas que en las tardes deverano se dirigía a buscar agua almanantial. Después cruzaba el bosquede castaños que rodea el torrente, másallá de un robledal, giraba a laizquierda, alcanzaba el río y después elarroyo. Siguiendo su cauce, tras caminarmás de una hora llegaba a la cueva. Alprincipio me solía acompañar Enol,después iba sola. En los primeros díasde su enfermedad el herido deliraba y yo

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vigilaba atentamente su sueño. Despuésde depositar en el suelo la comida y laspócimas que Enol le había preparado,me sentaba a su lado mirando. Cuando éldespertaba, yo huía llena de temor. Meavergonzaba de algo que no sabía quéera. Su sueño, en cambio, me enternecía,me agradaba verle dormir. Día tras día,sentada junto a él, velé su sueño.

Un día, él abrió bruscamente losojos. Desde tiempo atrás, a través de suspárpados entrecerrados, acechaba mismovimientos. Sus ojos muy oscuros, casinegros, rodeados de pestañas oscuras yespesas sobre una piel blanca, seposaron en mí. Yo me fijé en sus rasgos

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recios, en los que una barba oscura ibacreciendo joven, sobre una bocapequeña, masculina e interrogadora.

Me asusté, e intenté irme.—No te vayas… —me dijo.—No puedo…—¿Por qué?Con timidez pero rápidamente me

levanté, y él cogió la falda de mi túnicapara evitar que huyera.

—Enol no quiere que hable contigo.—No entiendo a ese Enol, me ayuda

pero en su mirada hay odio, y no te dejahablar conmigo.

—Enol es un hombre bueno y justo,es sanador, protege a los desvalidos.

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Me miró asombrado y divertido.—Así que eso me consideras… —

Se rió—. ¿Un desvalido? Al hombremás peligroso y más buscado de todoslos astures y cántabros… ¿le llamáisdesvalido?

Yo callé, intentaba desprenderme desus manos, me sentía cada vez másasustada. Volvió a reír.

—No te dejaré ir hasta que me digastu nombre.

Callé obstinadamente.—Te llamaré Jana, eres como una

ninfa del bosque que surge junto a unmanantial, y tu pelo dorado brilla al sol.Sí, serás Jana, nombre de bruja y de

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hada del bosque. A lo mejor lo eres. —Suspiró y después me tomó el pelo—.Muy joven. ¿Cuál es tu edad? No tendrásmás de trece o catorce años.

Aquello me ofendió.—Ya he cumplido quince, muchas

de la aldea suelen estar casadas a miedad y algunas… —dudé— son madres.

—Sí, pero tú eres más niña. Te heobservado estos días, mientras muyseria creías velar mi sueño. No creo queseas hija del hombre que me curó.

—Enol.—¿Quién es?—Es mi padre —dije dudando.—Un hombre extraño. Conozco a los

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hombres por la expresión de sus rostros,es un don que heredé de mi padre. Meparece ver a veces a Enol entre losárboles. Aquel día vi una copa muyhermosa entre sus manos.

No debía hablar de la copa, pero élme había tratado como una niña y yoquería impresionarle.

—Es un druida, sabe sanar, utiliza lacopa para hacer las pócimas.

—¡Ah! Sí, las pócimas… —dijo conaparente desprecio para hacerme hablar—. Será un curandero.

—No, no es un curandero. Es unverdadero druida. Ha estado en el norte,en la isla de Man y en Britania.

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Sentí sus ojos escrutando mispalabras inquisitiva, atentamente, consorpresa y preocupación.

—Lubbo dice también que es druida.Quedan pocos. Son peligrosos. Guardantradiciones de tiempos antiguos y amanla sangre humana y de animales.

—Enol, en cambio, odia lossacrificios. Además, te ha salvado lavida —protesté yo— y le debesagradecimiento.

—Lo sé.Cerró los ojos. Cada vez que él

cerraba los ojos, la luz se apagaba en lacueva. Soltó mi manto, noté que estabafatigado.

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Me dejó ir y me alejé de él, alprincipio lentamente. Después atraveséel bosque deprisa y, al llegar al camino,la luz de entre los árboles se apagaba,atardecía en aquella tierra verde. A lolejos, vi a dos hombres cargando con ungran haz de hierba recién cortada para elganado, se daban prisa en llegar alpoblado antes de que se hiciese denoche y se cerrasen las puertas delmurallón de entrada. Llené con calma elcántaro en la fuente. Yo no tenía prisa,de lejos divisé la luz del hogar, Enolhabía llegado ya. Corrí hacia la casa,noté sus brazos, fuertes pero cansados,que me acogían, después me ayudó y

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puso a un lado mi cántaro lleno de agua.—¿Cómo está el herido?—Está mejor —respondí

tímidamente—, me ha hablado.Se puso serio. Elevó una de sus

cejas, de aquel modo que Enol solíahacer.

—Será inevitable que hables con él.—Suspiró y como si viese en la lejanía,después continuó hablando—. Debopartir de nuevo.

Me entristecí, y él me acaricióposando su mano en mi mejilla.

—Sé que no entiendes mis viajes yque no te gusta estar en la casa deMarforia, le he pedido que se traslade a

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vivir aquí.—No es lo mismo.—No sabes mucho de ti misma…

pero tú no eres de la raza de losalbiones, tú procedes de otra estirpe.Debes recobrar tu lugar. Yo tengo esadeuda contigo, pero todavía es pronto.

Le miré con asombro, intentandoaveriguar lo que querían decir aquellaspalabras, «otra estirpe».

—Prométeme que hablarás lo menosposible con el hombre del bosque.

—Lo menos posible —repetí sinconvencimiento.

—Está bien —aceptó conresignación.

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Yo asentí.Al amanecer, partió Enol en una

cabalgadura vieja, que solamente usabacuando sus viajes se iban a demorarlargo tiempo.

Los días de aquel verano pasaroncomo las nubes cuando amenazatormenta. Seguí yendo a visitar al heridoy gradualmente vencí la timidez inicial;ahora yo ardía en curiosidad, queríaconocer todo acerca de él.

—¿De dónde vienes?—Más allá —y señaló al oriente—,

en las montañas altas siempre cubiertasde nieve, hay un pueblo que es como eltuyo. Allí me crié, en el pueblo de mi

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madre, cerca de los lagos de Enol.Me observó alegre, unas semanas

atrás yo no habría pronunciado palabraen su presencia, a él le gustaba vermeasí preguntando mil cosas. Y yo, ahora,a su lado sentía como si hubiesedescubierto a un amigo, largo tiempo,esperado.

—Preguntas mucho —dijo él.—Bueno. Aquí nunca hay

novedades… los hombres van al sur yvuelven con botín, o cazan en el bosque.Las mujeres labran la tierra y cuidan lascasas. Alguien muere, una mujer pare, aotra la casan.

—Yo te saco de la rutina… —el

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herido me cortó meditabundo—, esoquiere decir que en tu poblado hay paz.

—A veces se pelean… me refiero alos hombres del poblado.

—Eso sigue siendo la paz y elorden, un orden relativo, claro está.

—Sí. Yo quiero conocer otrosmundos —le dije—, otras gentes.

—¿Y…? ¿Cómo sabes que hay otrosmundos?

—Enol me enseñó. Él sabe leer ytiene pergaminos, y yo he leído.

Me miró sorprendido, y susurró,como hablando consigo mismo.

—… entiendo las letras… pero sólomanejo bien la espada.

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Le observé atentamente, estabacansado y se reclinó hacia atrás, con lamirada en lo lejano. Sentí una profundacuriosidad por conocer de dóndeprovenía y cuáles habían sido sus pasoshasta ese momento.

—¿Cómo es tu tierra?—Es un lugar al norte, en los lagos.

Un lugar lleno de nieve en invierno y detorrenteras en verano… el hogar de lafamilia de mi madre. A lo lejos desde loalto de los picos, en los días claros seve el mar. Pero yo nací en Albión.

Calló. Parecía que el pasado volvíaa su mente, cerró los ojos y por suinterior pasaron los días de aventuras,

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los combates. Noté cómo un rictus dedolor cruzaba su cara, y sentícompasión. Con suavidad, con un dedo,dulcemente, toqué una de sus heridas enel brazo. El semblante del herido sedulcificó, abrió los ojos, y examinó micara anhelante. Yo quise conocer más ypregunté.

—¿Quién te hirió?—Lucho contra Lubbo. Desde la

montaña bajamos una partida dehombres para hostigarle. Caí prisionero.Me trasladaban hacia Albión, pero pudeescapar gracias a mis hombres, noobstante murieron. —No quería hablar,y finalmente cortó la conversación—.

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¡Preguntas mucho, niña!—Enol, bueno, es tan callado… casi

nunca me cuenta cosas que ocurrenfuera, me entero por los chicos delpoblado, y yo quiero saber qué ocurrelejos de aquí, en otros lugares.

—Lejos de aquí, en donde, a pesarde la tiranía de Dingor, hay paz, todo lodemás está en guerra, y Lubbo es unomás de este mundo revuelto.Anteriormente, hace muchos, muchosaños, Roma estaba abajo en la meseta,nosotros los pueblos cántabros vivíamosen paz y protegidos por sus leyes. Romacayó, entraron en las tierras del sur yhacia el oeste los suevos —cuados les

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llamáis vosotros—, los vándalos y másal sur y aún más tarde los pueblosgodos. Los albiones y las otras tribusdel norte siguieron libres,salvaguardados por las montañas. Sólolos suevos nos acosaban; fue entoncescuando Lubbo nos traicionó, mató aNicer y gracias a los guerreros suevosse hizo con el poder. Yo lucho contra él.A pesar de todo, aquí en el valle deArán hay paz, en este lugar escondido enlas montañas todavía hay paz. Sólopagáis un tributo a Lubbo pero no estáisenteramente dominados por él.

Le interrumpí. Entendí parcialmentelo que me explicaba, lo había oído

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relatar en el poblado, pero no sabía quéquería decir cuando decía «Hay paz», ensu expresión se apreciaba que él laañoraba. Yo no veía la paz, y menos aúnen los últimos tiempos desde que loshombres de Lubbo entraban y salían delpoblado, llevándose a menudo lascosechas.

—No hay tanta paz como dices. Loshombres del poblado se pelean porLubbo, a muchos no les gusta, aunquecallan —dije—; desde que Lubbosometió a Arán al poder de los cuadostodos tienen miedo. Por las noches secierran las puertas del poblado. Loslobos bajan de la montaña. Enol y yo

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nos quedamos en la casa aislados, aveces yo también siento miedo.

—Entonces —respondió él sonriente—, veo que por aquí tampoco la vida estranquila.

—Sí, pero para mí todos los díasson iguales, y… —repetí— quisiera verotros mundos.

Él rió de nuevo, vi sus dientesblancos brillar en la penumbra de lacueva, y un fulgor alegre en sus ojos.

—¿Otros mundos? —dijo él—. ¿Quémundos?

—Enol me ha explicado que alnorte, en las Galias, hay reinosgloriosos, que en las islas están los

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antiguos druidas, que muy lejos, enOriente, hay un imperio donde losnobles llevan joyas de oro y diademas.Yo he visto sus mapas y leído suspergaminos.

Cuando le hablaba de todo aquello,él me miraba sorprendido; yo proseguí:

—A Lesso y a los otros, nunca les hehablado de todo esto.

—¿De qué?—De que leo y de que hay otros

mundos.Después supe que a él le gustaba

verme así, niña y mujer, y sabia. Allí, enaquellas horas al lado del arroyo, élcomenzó a intuir el misterio que rodeaba

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a mis días, misterio del que yo misma noera plenamente consciente.

—¿Tú lees? —pregunté.—Hacia el oriente del país, en las

montañas, viven eremitas. De niñoaprendí algunas letras y los monjescristianos son sabios.

—¿Cristianos?Aquello me llenó de curiosidad. En

aquel tiempo del final de mi infancia, megustaban los dioses y las leyendas, y loscristianos, con su extraño Dios, divino yhumano, me intrigaban.

—¿Tú eres cristiano? —le pregunté.—No.Su respuesta sonó bruscamente,

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como si hubiese dado en algo que ledolía.

—No. No soy cristiano —repitiócon fuerza y después más despacioprosiguió—. Para eso hay que creer, yyo no creo.

—¿Creer en qué?No se sintió molesto ante mi

insistencia, continuó hablando consuavidad.

—En un Dios bueno que se ocupa desus criaturas. Creen en el perdón. Yo nopuedo perdonar a quien me hizo daño.Por eso no quiero creer.

Noté que el pasado había vuelto a sumente, un tiempo ya ido en el que un

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sufrimiento profundo había marcado suvida para siempre. Él necesitaba hablarde la herida de su espíritu, una heridamás profunda que las que marcaban sucuerpo.

—¿A quién no perdonas?—A Lubbo. Él mató a mi padre.

Quiero hacerle sufrir todo el daño queme causó a mí y a mi gente. Quierovengarme. —Después de un silenciotenso prosiguió—. Los cristianosperdonan pero yo no soy capaz. Megustaría ser como ellos. En el pobladohabía un monje, un ermitaño, te hehablado de él. Cuentan que se encontrócon el asesino de su familia, y no le

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mató, le perdonó y le bautizó. Yo, yo nopuedo perdonar y por eso no puedo sercristiano. Es imposible perdonar al quete ha causado el mal.

—¿Entonces…? —Me detuve unmomento sin entender—. Si no aceptasel perdón… ¿por qué te gustaría sercomo ellos?

—Porque odian los sacrificioshumanos. Porque adoran a un ÚnicoDios. Porque ese Dios camina a su ladoy… —se detuvo tomó aliento y continuócon esfuerzo— porque mi padre eracristiano. Él supo perdonar. Mi padreperdonó a su asesino, y yo estabadelante, atado, viendo cómo moría.

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Bajó la cabeza, como si hubierarevelado algo largamente guardado en sucorazón, algo que era una heridaprofunda, dolorosa, que le torturaba díay noche, atormentándole continuamente.Después susurró:

—Durante años, fui un esclavo enAlbión, esclavo del mismo hombre quemató a mi padre. Lubbo continuó suextraña venganza en mí.

Y a continuación en voz más altadijo:

—Pero no hay que pensar en elpasado. Ahora soy libre y llevaré atérmino mi destino.

No me atreví a hablar. La luz del

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verano se introducía entre los árbolesdel bosque, en el silencio se oían losgorjeos de los pájaros, y un vientocálido agitaba las hojas. Advertí que megustaba estar allí. Las venganzas detiempos pasados desaparecían ante lanaturaleza viva, y él, mi herido,alcanzaba una cierta paz en su almadolida. Sentí que manaba de mí un suaveconsuelo que curaba el alma afligida delherido.

Una ardilla trepó entre los castañosy mordisqueó un fruto verde de un árbol.Más allá, un pájaro carpintero picoteórítmicamente un quejigo. Mientras, miherido, callado y dolorido por las

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heridas del cuerpo y del espíritu,entraba en una duermevela. No quisedejarle solo, él necesitaba mi presenciapara dormir tranquilo. Pasado un tiempoen el que el sol se movió en el cielo ylas sombras de los árboles crecieron, elhombre despertó.

—Tengo sed —dijo.Bebió con ansia, luego levantó la

cabeza de la vasija, me sonrió, tomandomi mano con gratitud. Ambos callamospara mantener el hechizo y la voz de lanaturaleza se hizo presente. Una voz queyo reconocía a menudo.

Él se incorporó apoyándose contrala roca, su cara transmitía paz. Pensé

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que quizás hacía tiempo que no habíasentido una mano femenina que lecuidase; años huyendo, escapando deenemigos. Me sentí conmovida, y noquise dejarme llevar por aquellaemoción que me parecía inexplicable eimpropia. No quería alejarme de sulado, pero me puse en pie.

—¿Te vas?—Es tarde… debo volver; quizás

Enol haya regresado ya, y se preguntaráqué he estado haciendo aquí tantotiempo.

—¿Y qué le dirás?—No lo sé. Dijo que no hablara

contigo.

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—Y, sin embargo… has habladoconmigo.

—Contigo estoy a gusto —dijetímidamente—, sabes cosas de otroslugares. Me gustaría conocer tu nombre.

—No tengo nombre —negó él demodo misterioso—. Tú tampoco lotienes.

—Me iré si no me lo dices —insistí.Él no contestó a mis preguntas, sólo

pidió con voz suplicante:—¿Cuándo volverás?Me distancié de él y revisé las

vasijas a su lado para comprobar queestaban llenas de agua.

—Quizá mañana… tienes bastante

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hasta mañana. Volveré.Me alejé corriendo, él intentó

seguirme, pero sus heridas no estabantodavía bien cicatrizadas y el doloratravesó su cara. Yo me marché saltandoentre las piedras. Llegué a un grancastaño y lo rodeé dando vueltas entorno a su tronco grisáceo. El corazónme latía deprisa y supe que no era tansólo por la carrera.

Las puertas de la fortificación aúnestaban abiertas y por el caminotransitaba un carro lleno de hierba, yunos paisanos se daban prisa intentandoque la noche no les cogiese fuera. Lanoche les imponía respeto. Se escuchó a

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lo lejos el aullido del lobo.Pronto llegaría a casa, a lo mejor

Enol habría vuelto ya, a lo mejor sehallaría aún lejos. En cualquier casoMarforia me sermonearía por habertardado tanto en regresar. Aceleré elpaso, el sol se reclinaba sobre lasmontañas al fondo del valle, y seintroducía en ellas llenando el cielo deluz rojiza y violácea. Corriendo sobre elcamino, resbalaba en la cuesta abajo queconducía hacia la casa, pero antes dellegar en una vuelta del camino encontréa Lesso. Casi choqué con él; Lessointentó detenerme pero yo no quisehablar con él. Me conocía muy bien y

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era capaz de intuir las emociones queme embargaban.

—Déjame —le dije—, llevo prisa,Marforia me estará esperando.

—Espera, hija de druida —suplicó—, necesito tu ayuda, hay problemas encasa.

Me detuve, su voz sonaba lastimeray Lesso no acostumbraba quejarse.«Algo le sucede a los suyos», pensé. Meolvidé de Marforia, del herido, de miextraño estado de ánimo y pregunté:

—¿Qué ocurre?—Mi padre se hirió hace una

semana con una barra de hierrocandente, y ahora se ha hinchado, delira

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y arde de fiebre —me explicó Lesso—;he ido a buscar a Enol, pero no está. Túpuedes ayudarnos.

Conocía las formas de curar deEnol, pero nunca había aplicado ningunade ellas. No quería tener problemas enuna aldea donde me despreciaban porser extranjera. La mirada suplicante deLesso, sin embargo, me hizo recapacitary me decidió.

—Iré a casa, a buscar algunashierbas y las cosas de curar de Enol.Haré lo que pueda por tu padre.

Caminamos juntos, deprisa. Dejamosa un lado el poblado y subimos la cuestaque conducía a la casa del escudo de

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acebo.La casa de Enol es, era, grande,

mucho más grande que cualquiera de lasdel castro de Arán, rodeada de unacerca de laja de pizarra. Su estructuraera ovalada, con dos pisos, toda ella depiedra. La puerta se cerraba con unapesada tranca, y sobre el dintel se podíaver el árbol de Enol, un acebo cuajadode bayas. El portón de madera solíaestar abierto, pero en la casa penetrabala luz por la puerta y por un ventanucoque se cerraba con un contrafuerte demadera en invierno. La puerta de la casano estaba entornada y vimos la luz delhogar encendido en el que cocía una

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marmita.Dentro, la casa se hallaba dividida

en dos por una mampara de madera, poruna escala se accedía al piso de arriba,un almacén de grano, donde yo dormía.En la cámara posterior del piso bajo,moraba Enol, allí guardaba sus hierbas ypócimas. Me dirigí a su aposento abuscar lo necesario para atender alpadre de Lesso.

En la cerca me esperaba Marforia,me había visto subir por la cuesta haciala casa. No estaba muy contenta,mostraba su enfado con su actitud: losbrazos en jarras, apoyados en la ampliacintura y su cara de enfado.

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Sin hacer mucho caso a los sermonesde Marforia, me introduje en la casa, yella siguió detrás de mí gritandoimproperios, y haciendo aspavientos.

—Esta niña… es una cabra loca —Marforia no entendía que me dirigiese ala habitación de Enol y no respondiese asus gritos—, ¿se puede saber qué haces?

Detrás de mí entró Lesso.—Dejadla, señora, mi padre está

enfermo, y sólo ella puede ayudarnos.—¿La niña? ¿Ayudaros?Lesso me miró con sus grandes ojos

amables y serenos.—Ella acompaña a Enol en sus

curaciones. Es la única de nosotros que

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conoce algo del arte de la sanación.Me sentí halagada por sus palabras,

y escapé de las manos de Marforia. Meintroduje en la cámara de Enol y revolvíentre sus cosas, entre los pergaminosapilados, las cestas con hierbas aúnverdes y sustancias que todavíadesconocía. No encontré la copa, perodebajo del lecho, entre calderos llenosde hierbas, descubrí diversas plantassecas y raíces que introduje en un paño,anudé sus extremos y cerré la tela.

Marforia no se atrevió a entrar en lacámara de Enol. Respetabaprofundamente al druida, y le temía. Oícómo rezongaba fuera. Yo salí contenta

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con mi botín de hierbas, pero Marforiase escandalizó de mi atrevimiento yperseguida por sus gritos crucé la cerca.

—Cuando venga Enol, sabrá de esto—me dijo Marforia.

—No te preocupes, yo misma se lodiré.

Fuera me esperaba Lesso.—Date prisa —exclamó—, cerrarán

la puerta del poblado.—Hay tiempo —respondí.Me puse el manto sobre los

hombros, ocultando el hatillo con lashierbas. Sonreí a Lesso abiertamente, yél me miró con timidez agradecida.

—¿Tenéis leña en casa?

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Pregunté algo obvio, porque estabanerviosa.

—Somos herreros. Si no tenemosnosotros fuego, nadie tiene en elpoblado.

—Está bien.Lesso ayudaba en la fragua desde

niño; aunque de pequeña estatura,frisaba los trece años, era de portefortísimo, y sus músculos se habíandesarrollado en el trabajo cotidiano dela fragua. Era de piel cetrina yrechoncho, tenía las cejas juntas y unasonrisa amigable, con quien él quería.No hablaba mucho, pero lo que decíatenía sentido, y solía imponer su

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voluntad a los otros. A veces seencolerizaba, y las chispas de la fraguade su padre escapaban a través de susojos castaños. Hubo un tiempo en queLesso y sus amigos no me hablaban. Meconsideraban una intrusa, ajena a ellos.Sin embargo, le salvé en una ocasión delataque de Lone, el lobo, y desdeentonces estaba agradecido. Por él, susamigos me respetaban.

Lesso era el menor de los hombresde su familia, por debajo de él sólohabía mujeres. Los mayores murierontiempo atrás luchando en el sur; de loshombres de su estirpe solamentequedaba su hermano Tassio. Lesso

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adoraba a su hermano, uno de losmejores cazadores del poblado, fugadoahora del castro por rebeldía frente aDingor y a Lubbo.

Yo no conocía bien a la familia deLesso, sus hermanas huían de mí, quizásaleccionadas por la madre, que temíamis trances. Era ella la que las ocultabaa mi paso. Creía que les podía echar elmal de ojo. Guardaba celosamente a sushijas para algún día concertarles un buenmatrimonio. Eran pequeñas, morenas yasustadizas.

Lesso deseaba con todas sus fuerzascrecer y dirigirse a las montañas deloriente donde se refugiaban los rebeldes

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y donde moraba su hermano Tassio. Supadre, el herrero, no mencionaba jamása Tassio, a quien consideraba perdido, yvigilaba estrechamente a Lesso paraevitar malograr otro hijo en guerrasajenas a él, que nunca comprendería.

Aún no habían cerrado las puertascuando llegamos al castro, los guardiasme miraron con interés. Se preguntaron,quizá, cuál era el motivo por el que lahija de Enol se introducía en el pobladoa esas horas en las que pronto se iban acerrar las puertas. Dos niños muypequeños jugaban en el barro cerca dela torre de vigía. Pasamos la segundaguardia, y ascendimos por las estrechas

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callejas del poblado; a esas horas delatardecer, las gentes se dirigían a suscasas y la aldea estaba llena de vida. Uncarro rodó a nuestro lado y nos pegamosa la pared para permitirle el paso yevitar que nos atropellase. Al paso delcarro, el contenido de mis alforjas sederramó por el suelo y me detuve arecogerlo. Lesso me ayudó.

Seguimos caminando, llegamos a unaespecie de patio donde asomaban cincocabañas de estructura redonda. Enaquellas casas vivían familias de buenostejedores. Aun cuando todas las mujeresdel poblado tejían, si alguien queríahacerse un manto especial llevaba la

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lana a aquellas casas. Allí vivía Fusco.Estaba trasquilando una oveja y era buenamigo de Lesso y mío. Su cara estaballena de pecas y de sus ojos salía unamirada amable. Tenía el pelo fosco,pelirrojo y siempre enredado.

—¿Adónde vais? —nos preguntó.—Mi padre está enfermo. No está

Enol —explicó escuetamente Lesso— yella va a curarle.

Yo sonreí halagada por la confianza.—Voy con vosotros —dijo Fusco.De la casa salió una voz femenina

pero potente:—Tú no te mueves de aquí, hasta

que no estén trasquiladas las ovejas. Ya

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está bien de pasarte la vida trotando porlos montes con esa panda de vagos.

Después, una hembra grande, lamadre de Fusco, salió de detrás de lacasa y cogió por el pelo al chico, que —con una seña de resignación divertida—se despidió.

Girando a la derecha y dejando atráslas cabañas de la familia de Fusco,rodeamos las altas tapias de la acrópolisdel castro. La acrópolis, en aqueltiempo, me parecía un edificio enorme.En aquel lugar, protegidos por las altasparedes y diferenciados de los demás,moraban familias de cazadores yguerreros. Allí vivía el jefe Dingor.

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Por vericuetos llenos de barro, yentre animales domésticos dejamos delado unas cabañas humildes, ocupadaspor los servidores de la acrópolis quenos miraron con curiosidad. Una vezpasadas estas casas, más de madera quede piedra, giramos de nuevo hacia laizquierda. En la parte más alta delcastro, defendida por un taludmontañoso, encontramos la casa delherrero con la fragua al lado. Elmetalúrgico fabricaba las armas, aradosy hachas necesarios para el trabajo delpoblado. En la fragua el fuego ardesiempre, quizá por ello los hijos delherrero tenían un corazón belicoso que

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buscaba enardecerse en las batallas.La casa de Lesso era más espaciosa

que el resto de las cabañas, dondeapenas cabrían cuatro o cinco personas,era casi tan grande como la casa dondeyo vivía con Enol. Tenía cuatroestancias y corrales y estaba rodeadapor las cabañas de los tíos de Lesso.

Al llegar, cruzamos la tapia circularque rodeaba la casa y salieron arecibirnos varias mujeres de la familia,que me observaron con sorpresa ydesagrado.

Lesso habló.—El sanador no está. He traído a su

hija.

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—Más te valiera no haber traído anadie.

Lesso ni se inmutó. Su casa teníafama de gentes irascibles. La que habíahablado era una matrona bigotuda y derecio aspecto. Serena pero no muysegura contesté:

—Haré lo que pueda, Enol me haenseñado sus artes.

Ante mis palabras, viendo mi buenavoluntad la mujer suavizó su semblante,la conocía hacía tiempo y a pesar de suexpresión habitualmente adusta era unabuena mujer.

Entré en la cabaña, estaba oscura yel fuego de un hogar barbotaba en el

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centro. Junto a la pared y cerca de lalumbre, al fondo de la cabaña yacía elpadre de Lesso. Deliraba por la fiebre,se quejaba con un lamento lastimero yconstante. El enfermo sudabaprofusamente, me acerqué y vi sus ojoscasi en blanco, elevados. Los dientes lecastañeteaban. Me arrodillé junto a élpara examinarle. Al despojarme delmanto, mi cabello cayó sobre él como unmanto dorado, él lo acarició mientrassoñaba. Abrí su túnica. El torso velludo,oscurecido por el trabajo de la fragua,mostraba la piel enrojecida y tumefactasobre el costado derecho, donde seabría una herida profunda y mal cerrada.

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Palpé la zona delicadamente y él entróen un sueño más liviano y abrió con unquejido los ojos. Debajo de la pielcircundante de la herida se acumulaba elpus, que fluía por debajo de laepidermis.

Pedí que hirvieran agua, mientrasseguía examinando al enfermo. Noparecía haber ninguna otra fuente deinfección, ni ningún mal añadido, perola herida estaba turgente y abultada. Lamadre de Lesso acercó el agua hirviente,eché en ella las hierbas de Enol y lacasa se llenó de un perfume agradable amenta y a tomillo. Aquel aroma hizo quela actitud de las mujeres cambiase. Noté

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que confiaban más en mí, y sedispusieron a ayudarme.

Entonces mojé la infusión en un pañoblanco de lana fina, muy limpio, yrepetidamente froté la piel de la heridadel herrero. Un quejido salió de su bocaal notar el líquido hirviente. Las mujeresme observaban haciendo un semicírculoalrededor del enfermo.

De la faltriquera saqué una daga muyafilada. A mi derecha, Lesso observabacada uno de mis movimientos. Le pedíque calentara la cuchilla hasta ponerla alrojo vivo en el fuego de la fragua.Mientras Lesso volvía, acaricié la frentedel herrero, húmeda por la fiebre y

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limpié su sudor. La madre de Lesso memiró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Se pondrá bien?—No lo sé —dije.Lesso apareció con el estilete al rojo

vivo, agarrando el mango con un pañode lana. Con decisión sajé la heridahasta que manó de ella el humorpurulento mezclado con sangre, tenía unolor dulce y putrefacto. El herido sequejó y su gemido fue agudo y lastimero.Convocó en torno a sí a los hombres dela casa. No me asusté ante ellos.

Hablé claro y fuerte:—Son humores malignos que tiene

dentro, se pondrá bien, pero deben

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dejarme sola con una de las mujeres ycon Lesso.

Noté que mi voz salía con autoridad,y también que me obedecían. A mi ladose quedó la madre de Lesso mientrasque, junto a la puerta, mi amigo hacíaguardia para que no entrase nadie másen la pequeña cabaña.

Con el agua purificada, fuilimpiando la herida hasta dejarla encarne viva, retirando el pus suavementecon un lienzo. Mientras tanto el heridose quejaba de dolor; de nuevo calentéagua y confeccioné un caldo deadormidera que le administré. El padrede Lesso entró en un sueño profundo,

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agarrando fuertemente mi mano sinpermitir que me moviese de su lado.Junto al enfermo, Lesso y su madre memiraron con esperanza. Pasó lentamenteel tiempo, la noche se hizo densa y seoían a lo lejos los grillos y la lumbrechisporroteando junto al hogar. Cogidapor la mano del herrero, sentada en elsuelo junto a él, entré en un sueño ligero,despertando a cada momento paravigilarle.

Cuando cantó el gallo y el amanecerdel verano asomó precozmente por laentrada del chamizo, miré al hombre,que dormía quedamente y ya nodeliraba. Liberé mi mano de la suya, e

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intenté levantarme. Pero las piernas nome sostenían tras haber transcurridolargo tiempo en la misma postura. Lessose hallaba a mi lado, e impidió que mecayese. Noté su cara sonriente yaliviada. Salimos fuera, dejando a lamadre de Lesso con su esposo.

Fuera, el castro despertaba, se oía eltrajín en las cabañas. Expliqué a Lessolo que debía hacer con su padre, mecubrí el cabello con el manto y me alejéde la casa. Procuré caminar sin hacermenotar, pero algunos de los viandantes sesorprendieron de mi presencia en elcastro a horas tan tempranas. Oí quecomentaban que había curado al herrero

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y que lo había hecho bien. Me sentí felizy satisfecha.

Caminé deprisa por las callejashúmedas aún por el rocío de la noche,llenas de verdín entre las piedras,procurando no resbalar. Al atravesar lamuralla, me pareció sentir los rostros delos guardias sonriendo. Todo habíasalido bien, y tenía el íntimoconvencimiento de que el padre deLesso sanaría. El sol se había elevadoalgo sobre el horizonte cuando ascendíla cuesta que conducía a la casa de Enol.Marforia no estaba, a aquellas horas yahabría sacado el ganado a pastar e ido apor agua.

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Entré en la estancia de Enol, dondeguardé la daga, y dejé las hierbassobrantes en su sitio. Enol solía guardarla daga en un cofrecillo de madera. Allípermanecían muchos de los tesoros deEnol. Cerca del lugar donde se guardabahabitualmente la daga, había unapequeña caja de marfil labrado. Yoconocía su contenido. No me puderesistir y la abrí una vez más. En elinterior de la caja, Enol guardaba laúnica ligazón con los de mi sangre. Dela caja salió un hermoso mechón de pelodorado. Era de mi madre.

Enol amaba a mi madre. Lo averigüéaños atrás cuando descubrí aquel

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mechón dorado. Al preguntar de quiénera, Enol acercó el cabello de la caja deplata al mío propio, y dijo «Igual que eltuyo…» y prosiguió lentamente «es de tumadre».

Nunca me explicó quién era ella ypor qué poseía él aquel cabello, peropor algunas expresiones veladas pudededucir que muchas lunas atrás, Enolhabía sido servidor suyo y que habíavenido con ella desde un lejano lugar enel norte, hasta el sur, a las tierras de lameseta. Enol había conocido a mi madreen las Galias, la que ahora es la tierrade los francos, y había sido designadopor alguien importante para acompañar

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a mi madre hacia las luminosas tierrasdel sur. Pero Enol no era mi padre, yaunque cara al poblado yo era su hija,nunca permitió que le llamase padre,siempre le nombré como Enol, elnombre que le pusieron los habitantesdel castro de Arán al establecerse allí.

No. Enol no era mi padre, perodurante los años que viví con él fue másque un padre o una madre para mí. Enolconocía las letras y un saber antiguo,que desde niña me fue transmitiendo. Legustaban la noche y las estrellas.¡Cuántas noches nos subíamos a lo altode un cerro cercano y me enseñaba susnombres y sus círculos! Los ojos de

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Enol se volvían brillantes viendo titilara lo lejos las estrellas, y sobre todocuando relataba las antiguas leyendas entorno a ellas.

Con Enol aprendí a leer loscaracteres rúnicos, retorcidos ycomplicados, y las letras latinas ygriegas. Solía instruirme a la luz delfogón, cuando Marforia ya se habíaacostado y él gozaba advirtiendo misprogresos.

Cuando yo era niña, Enolprácticamente no se ausentaba de casa,pero en las últimas estacionestranscurrían muchas lunas sin verle.Entonces, cuando él comenzó a

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ausentarse, y me dejaba sola conMarforia o con el siervo, yo solíalevantarme cuando todos se habían yaacostado y leía los pergaminos a la luzde las brasas del hogar. Pergaminos detiempos remotos, que hablaban de lahistoria de los hombres, de los lejanostiempos de Roma, de los sabios griegos,de lugares ignotos. A veces en lospergaminos encontraba mapas y meabismaba en la visión de lugaresdistantes, que quizá yo nunca vería.

A su vuelta, el druida comprobabaque yo había tocado sus pergaminos,fingía enfadarse pero yo conocía bienque mi curiosidad le agradaba.

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Sí. Enol fue más que un padre paramí, y cuando surgía el mal sagrado quesolía dominarme y yo perdía el sentido,o me asustaba ante mis visiones, Enolsabía calmarme. En algún momento, meindicó que el mal cesaría en mimocedad, cuando llegase a ser madre. Élafirmaba que durante los trances un diosse hacía presente y que no debía tenerlemiedo. Después, me pedía que lecontase las visiones, que solían ser lasmismas: una mujer de cabello doradoque huía a un lugar extraño, casas muyaltas de piedra, mucho más elevadas quecualquiera de las cabañas del poblado, yun templo de airosas columnas.

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Enol decía que —en mis trances—el pasado volvía a mi mente. Nunca meexplicaba nada del pasado. Pero otrasveces, yo veía el futuro y Enol eraincapaz de interpretar mis sueños. Fueen aquellos sueños cuando vi la aldeaardiendo y después quemada, tal y comoestá ahora, cuando vi los pergaminosrobados y la copa escondida.

Guardé el mechón en su caja demarfil. Procuré dejarlo todo en el cuartode Enol igual que lo había encontrado, ysubí al desván de la casa, donde solíadormir entre sacas de bellotas y hacesde leña, en un lecho de paja.

En mis visiones de entonces se

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mezclaba el herido del bosque con elpadre de Lesso, distinguía una mujerrubia y hermosa que huía por un bosquedesconocido. Después, el tiempotranscurrió y soñé de nuevo con lamujer. Ahora era perseguida por unosgritos… y ella me llamaba.

Los gritos eran reales y medevolvieron la conciencia. Marforia mebuscaba, pero yo tenía tanto sueñodespués de la noche en vela que fingí nooírla. No transcurrió mucho tiempo sinque su cabeza asomase por el hueco dela escalerilla. La mujer andabapreocupada por mí.

—¿Dónde has estado? ¿Qué ha

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ocurrido?—El padre de Lesso se hirió con un

hierro, y la herida estaba infectada, lecuré las heridas, y le estuve velandotoda la noche —le contesté muyadormilada—. ¡Ay!, Marforia, tengosueño, estoy cansada, déjame dormir.

Marforia me acarició la mejilla, yme arropó. Quizás en el castro se habíaenterado de la mejoría del herrero yestaba contenta por ello. Siempre mesorprendía aquella mujer. Me quedé denuevo dormida y transcurrieron lashoras. Los rayos rojizos del atardecerpenetraron entre las pajas del techo dela cabaña y me despertaron. Sentía

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hambre. Junto al hogar quedaban losrestos de un potaje de bellotas que, trasbajar saltando desde el ático, comí conmucho apetito.

Tras la cerca Marforia ordeñaba lasovejas. Me acerqué a ella, su rostro denuevo era duro y muy serio. Paracontentarla tomé la rueca y comencé adevanar lana sentada en un poyete a lapuerta de la casa. Así, aplicada enaquella labor, me encontró Lesso, quevenía corriendo desde el poblado.

—Mi padre está mejor. Ya no deliray nos ha hablado. Lo has hecho muybien, hija de druida.

Le sonreí, entré en la cabaña y

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preparé unas hierbas. Después salí y ledi una buena cantidad de ellas,explicándole cómo debía dárselas.

Lesso se fue corriendo tal y comohabía venido, la luz del sol era ya casiun hilo en el cielo, una luna grande ynueva brillaba junto al horizonte. El soldescendió por completo. Hoy tampocovendría Enol. De pronto pensé en elherido del bosque, no había ido hoy averle, suspiré. Deseaba hacerlo, peroera ya muy tarde. Acudiría allí al díasiguiente, al amanecer.

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IV. En el bosque

A lo lejos se oye el aullido de un lobo.Los suevos se miran intranquilos entresí, no dicen nada. No les gusta aquelruido que interpretan como un malpresagio. Los aullidos se oyen máscercanos. El jefe detiene la comitiva, ycon un destacamento se adentra en elbosque.

Las luces de la tarde descienden enla floresta, y el color del bosque se tiñede tonos violáceos. Ha dejado de oírsela voz del lobo. Una sombra se

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introduce en la comitiva y se echa a mispies. Los hombres se distancian yapuntan con las lanzas hacia el enormeanimal, que como un manso cachorrolame mis manos. Le acaricio lapelambre. Es Lone, el lobo amansadoque vivía con Enol y conmigo en elpoblado.

Mi alegría dura poco, los hombresse abalanzan sobre el lobo, le hieren yéste huye. En los días siguientesrastreará los pasos de la comitiva, yoiremos sus aullidos a lo lejos.

Recordé que el día después de habercurado al padre de Lesso me despertémuy de mañana, procurando no hacer

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ruido para no despertar a Marforia, queaún dormía, y salí de la casa del acebo.En el camino hacia el bosque encontré aLone. Siempre me alegraba ver al lobo.Nadie se atrevería a seguirme estando élporque enseguida gruñía, amenazador,ante la presencia de extraños. Cubrí conun manto oscuro mi vestido de tonosclaros y el lobo se situó junto a mí,guardando mi paso.

Emprendimos el camino. Bajo elbrazo llevaba provisiones para el heridoocultas en el cántaro de agua. Al doblarun recodo del sendero vi a Fusco, cercadel vallado de piedra junto al camino. ALone se le erizó el pelo y comenzó a

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gruñir. Fusco se asustó mucho, conocíabien lo peligroso que podía llegar a serLone.

—Sujétalo.—Aléjate, Fusco, que hoy tengo

mucho que hacer y no estoy parabromas.

Fusco se subió al muro que rodeabael camino, mientras Lone seguíagruñendo.

—¿Adónde vas tan de mañana?—No te importa.—Pues ya puedes volver pronto.

¿Conoces las nuevas?Le miré interrogante.—Ayer llegaron hombres de Lubbo

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al poblado y hablaron con Dingor.—¿Y…?—No lo sé bien —explicó Fusco—,

creo que buscan a un fugitivo. Hanconvocado a todos los del poblado amediodía en la fortaleza. No puedefaltar nadie. Enol debería ir.

—No sé dónde está —dijepreocupada.

—Entonces debes ir tú. Podríaistener problemas con Dingor.

El lobo gruñó torvamente, notabaque algo desconocido me amenazaba.Cogí a Lone por el cuello, acariciándolepara que se tranquilizase y me alejé deFusco, que, asustado en lo alto de la

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tapia, me siguió con la mirada.Procuré dar un rodeo amplio y no fui

por el camino acostumbrado. No sabíasi me estaban acechando. Dejé a Lonedetrás de mí. De alguna manera, el loboentendía que no podía dejar que nossiguiesen. Caminé deprisa y meintroduje por el estrecho sendero queconducía al arroyo del bosque. A vecesdebía detenerme porque me golpeabanramas de espino, zarzas y tojos. Elbosque, a pesar del verano, era espeso yumbrío por aquella zona. Mi ánimo seoscureció: lo que Fusco me habíacomunicado era un gran problema; lapresencia de los hombres de Lubbo en el

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valle de Arán era lo peor que podíaocurrir.

Temía por el herido, desde lamarcha de Enol yo me encontraba sola yme sentía responsable de él. Enol sehabía ido hacía ya tres noches. El heridodebía marcharse: si los hombres deLubbo le descubrían, si sabían quealguien en el poblado le habíaayudado… destruirían el castro; perosus heridas no habían curado aún deltodo. Necesitaba ayuda y yo no sabía aquién pedírsela.

A pesar de la frondosidad delbosque, yo era capaz de movermerápidamente en él, sin apenas hacer

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ruido; conocía cada rama, cada arbustoy lograba moverme hacia donde lamarcha se volvía más fácil. Jadeantellegué al riachuelo que rodeaba lacueva. Cuando estuve segura de quenadie me había seguido, abandoné todaprecaución, y crucé el río chapoteandocontra el agua.

Él me oyó.Le encontré fuera de su refugio,

incorporado y apoyado en la paredrocosa, en la salida de la cueva. Alverme, se irguió, sujetándose a una rocay se acercó a mí, caminando con muchadificultad; la pierna seguía rígida debidoa la férula que Enol le había puesto, y se

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apoyaba en su espada. Era un hombremuy alto. Años más tarde, la diferenciaentre él y yo misma se iría acortando,pero en aquel momento me sentípequeña a su lado. El herido era másfuerte que cualquiera de los hombres delpoblado y en su porte dejaba ver unacierta nobleza. Aprecié que estabadeseoso de verme. Me habló conbrusquedad.

—Ayer no viniste.Le interrumpí, disculpándome. De

nuevo —y no sabía por qué— me sentíavergonzada en su presencia. Algo en élla causaba.

—Estuve atendiendo a un hombre

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enfermo en el poblado, el herrero.Tenías comida más que suficiente, y yono puedo estar siempre aquí. Enol noquiere que esté y en el poblado meecharían de menos.

El joven me miró escrutándome.Ante aquella mirada interrogadora muyoscura e intensa, sentí que mis mejillasse tornaban de color grana; sin embargo,proseguí.

—Te buscan. Me han dicho que hanllegado al poblado hombres de Lubboque buscan a un fugitivo. Si saben en elcastro que te hemos ayudado, Enol y yotendremos problemas.

Di un paso hacia atrás, su mirada se

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volvía iracunda al mencionar a Lubbo yal llamarle fugitivo. Asustada, retrocedíaún más. Torpemente, cojeando, él mesiguió y apoyándose en su espadaconsiguió sujetarse en mi hombro,advertí la palidez en su semblante.

—No estás bien —dije.—Estoy indudablemente mejor que

hace unas semanas cuando meencontrasteis y no quiero causarosproblemas a ti y a tu gente. Pero aún nopuedo andar bien, necesitaría un caballoy que avises a Tassio. Él es de Arán. Eshijo del metalúrgico de Arán.

—¿Cómo conoces a Tassio?—Es de los míos y me debe un

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favor.—Tassio no está en el poblado,

desapareció hace muchas lunas.Sospechábamos que andaba con losrebeldes.

De una faltriquera en su ropaje, elherido sacó una tésera.

—Necesito que le hagas llegar esto.—Y me entregó la pieza de piedra,rajada, complementaria quizá de otrapartida por el mismo lugar—. Dile queel que te da esto tiene problemas ynecesita un caballo. Es a caballo comopodré llegar a los míos.

Miré la tésera, pocas veces habíavisto una; en aquel lugar no había

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visitantes. El establecimiento de unarelación de hospitalidad suponía unagran deuda moral, posiblemente miherido habría salvado la vida a Tassio.

—Hace tiempo le salvé —explicóbrevemente— y él se obligó mediante unjuramento. Necesito un fuerte caballoasturcón.

Mientras él hablaba se oyó un ruidodetrás, y de un salto Lone se situóamenazador entre el guerrero y yo. Elhombre levantó la espada paradefenderme; pero yo me acerqué al lobopor detrás y le acaricié el lomoarqueado. Lone dejó de amenazar alherido y se dejó acariciar por mí,

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después se acurrucó a mis pies.—Es Lone, está domesticado.El guerrero dejó caer la espada,

mientras nos observaba confuso. Ellobo, de torvo y avieso, se transformó enun perrillo, lamió mis manos y yo reí.

—Eres extraña —dijo él—, sanas,dominas animales salvajes, creo cadavez más que eres una de las antiguasdiosas de los bosques.

Yo reí con fuerza, tímidamentehalagada. La luz de la mañana se filtrabaentre los árboles. Le miré a los ojos yme avergoncé de mi descaro. Conpretendida seguridad hablé:

—Lone se quedará contigo, te

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advertirá si algún extraño se acerca. Note dé reparos, acaríciale y él conoceráque eres mi amigo y que debeprotegerte.

Él dobló la rodilla sana, y se inclinócon dificultad, tocó a Lone, que en unprincipio arqueó el lomo condesconfianza pero después se dejóquerer. Así estábamos los dos,inclinados sobre Lone acariciando supelaje, cuando nuestras manos serozaron y sentí un calambre interior.

A pesar de mi timidez y de queconociese muy pocas cosas acerca de supersona, junto a él yo me sentía segura.Al rato, él cambió las tornas y comenzó

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a preguntar algo que debía de habermeditado en el largo tiempo que habíapasado a solas en la cueva del bosque.

—Ahora contesta tú, y lo que tepregunto es muy importante —me dijo—. Entre los albiones, cabarcos ylímicos no hay druidas, sólo losbretones del norte, los hombres de lasislas, los antepasados de nuestrospadres tuvieron druidas. Hace muchasestaciones que los druidasdesaparecieron de entre nosotros. Sóloquedan algunos en las islas del norte.Lubbo conoce las artes druídicas, y tupadre, real o adoptivo, también. Lubbotenía un hermano llamado Alvio… Hay

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algo extraño en tu Enol, ese hombre quete acompaña y que aparece y desaparecesin dar explicaciones de sus idas yvenidas.

Le miré con pena, yo —en esa época— quería mucho a Enol, y no podíadudar de su persona. Le contesté:

—Sí. —Y en mi mente cruzarontantas escenas de mi vida con el druida—. Sé que hay algo oculto en él. Es algoque le hace sufrir. Alguna noche le heoído gritar entre sueños por laspesadillas. A menudo siento que quiereprotegerme continuamente, como situviese una deuda conmigo.

Ante el herido me podía expresar

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con confianza, él actuaba como uncatalizador de mis preocupaciones. Anadie antes había podido confiar mismiedos. Claro está que yo sabía que enEnol había algo encubierto. Durantetodos los años de mi vida yo percibía unsufrimiento oculto, sordo, continuo, enlas acciones y palabras de Enol.

El joven guerrero habíacomprendido lo que ocurría en mimente. Proseguí:

—No hay nada deshonroso en Enol—las palabras me salían convehemencia, casi a gritos—, él es bueno,cuida de los demás y te ha salvado. Nodebes juzgarle mal.

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—Me atengo a lo que es evidente.De nuevo, se quedó pensativo. Yo

callé. Lone se acercó al río a beber, y sealejó de nosotros. Noté la luz del solacariciando mi pelo. Él alargó su manoy lo rozó.

—Tú… ¿quién eres? Tu raza no esde aquí, pareces germana, podrías seruna mujer de los cuados, o tal vez deraza goda.

—No lo sé, sólo sé que vinimos delejos. Enol y yo, cuando aún era unaniña. No tengo nombre, Enol me llamaniña, y en la aldea soy la hija del druida,o la hija de Enol. Él tampoco se llamaasí. Aquí le pusieron ese nombre porque

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pensaron que era el antiguo Enol de laleyenda. ¿Recuerdas? El viejo hechiceroque ayudó a los montañeses y después seconvirtió en lago. Sé que no soy de aquí,que soy extranjera, y que las mujeres delpoblado me desprecian. Pero desde niñahe vivido entre los albiones y son mipueblo.

—Pero no son tu raza. Eresdemasiado rubia, demasiado rosadapara ser de aquí.

—Vinimos años atrás desde algúnlugar en el norte. De las Galias. Creoque Enol servía a mi madre, pero élnunca ha querido contar la historia.

Me avergoncé. Enol me había

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prohibido contar aquello, y yo revelabael secreto a un desconocido. Meincorporé huyendo del herido. Él nopudo seguirme.

—Debo irme. Te dejo la comida y aLone. Él se quedará contigo, teprotegerá avisándote si llega algúnextraño. Escóndete en el fondo de lacueva, y él gruñirá. Nadie se atreverá aentrar dentro.

Retrocedí en el bosque, y mientrasme alejaba oí:

—Busca a Tassio.Aferré con fuerza la tésera y corrí

introduciéndome en la espesura.Caminando deprisa por el sendero entre

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los árboles, noté mi corazón latiendodescompasadamente. Veía sus ojososcuros, interrogadores diciéndome:«¿Quién eres?» Y me preguntaba a mímisma: «¿Quién soy?» Y sobre todo:«¿Quién es Enol?» Y dudaba de todo.

Los árboles se abrían en el camino,gradualmente en la senda entraba másluz, pero mis pensamientos eran oscuros.En los últimos meses, Enol había estadomuy extraño, no me hablaba como antes,ni me enseñaba con sus pergaminos.Viajaba al sur la mayoría del tiempo.¿Adónde se dirigía Enol cuando medejaba con Marforia? A todas mis dudassobre mi persona, en los últimos

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tiempos se sumaban las dudas sobre elherido. Algo en él me era familiar.Quizá tiempo atrás le había visto en unode mis sueños. O quizás algo en él merecordaba mi infancia, el tiempoperdido de toda noción. Desde que élestaba en la cueva del bosque me sentíafeliz, aunque un tanto asustada. En elfondo, casi prefería que Enol noestuviese cerca. No hubiera podido estartanto tiempo con él.

Enol no quería que me viese nadieajeno al poblado, me guardaba como unajoya preciosa. Cuando alguna vezcruzaban mercaderes por el poblado, meocultaba de su mirada, temeroso de algo.

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Quizá de que alguien me reconociese, oquizás evitaba que yo conociese misorígenes. En aquel tiempo yo me fiabade Enol, nunca dudaba de él. Fue elherido quien me hizo desconfiar deldruida.

Aquel verano hizo calor, una calimaimpensable en aquellas tierras; el sol, yamuy alto en el horizonte, me quemaba.Más adelante el camino estaríaresguardado por las sombras, pero depronto intuí algo: alguien me habíaseguido.

El camino hacía una curva, y yo meoculté tras un castaño de tronco nudosoy enredado que extendía sus ramas sobre

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el camino. Despacio, mi perseguidor separó. Era Lesso. Me encaré con él.

—¿Adónde vas? ¿Por qué me hasseguido?

—Tenía miedo que estuvieses enapuros, y sí que lo estás.

—¿Qué dices?—¿Sabes quién es ese hombre al que

proteges?Negué con la cabeza. Él prosiguió.—Es Aster, hijo de Nicer, el

príncipe de Albión hasta Lubbo.

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V. La elección deAster

La marcha de los cuados prosiguemientras cae lentamente la noche. Laoscuridad se hace cerrada pero, depronto, hacia el este amanece una lunallena de invierno. Todo cambia bajo suluz mortecina, brillan las armas de lossoldados y mi pelo refleja luz de luna.Un soldado me observa de reojo, quizátema un nuevo trance o un hechizo. Elgrupo de guerreros se apresura, no se

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detiene por las sombras y sigue sumarcha aprovechando la luz delplenilunio.

Y bajo esa luz vuelven misrecuerdos, a aquella primera noche en laque yo, casi una niña, conocí a Aster,hijo de Nicer, príncipe de Albión.

Nuestra aldea no era como las otras.Escondida en lo más profundo de losbosques de Vindión, era un lugarmágico. Cerca de ella, y equidistante deotros castros de la zona, había un claroen un bosque de robles, muy recóndito,donde se adoraba desde tiempos

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inmemoriales la luna. Aquel lugar eraprohibido para todos los de la aldea y alos niños se nos contaban mil historiaspara evitar nuestra presencia allí. De losárboles del claro colgaban amuletos,restos de sacrificios, ofrendas. En elbosque de Arán se adoraba a losantiguos dioses, y era uno de los lugaresdonde el Senado de los pueblosmontañeses podía reunirse para elegir alnuevo jefe de las tribus del norte. Trasla muerte de Nicer, por miedo a Lubbo,no se reunió ningún nuevo Senadodurante años, pero ahora corrían airesdistintos. El afán de dominio de Lubbohabía dañado a las diversas familias de

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los pueblos cántabros, galaicos yastures. Las tribus de las montañasquerían unirse para liberarse del tirano.

Así, en aquella época, más de dosaños atrás, tras el solsticio de verano, enla aldea comenzaron a correr losrumores. Nosotros éramos albiones,dependíamos del gran castro junto al Eo,pero en situaciones de guerra o dedesgracia nos agrupábamos con los delas otras gentilidades para protegernos.Por eso en aquel tiempo se podíanencontrar astures y cántabros de lugareslejanos en los caminos. Por los senderosdel bosque se veía a surros, pésicos dela zona del mar, vindinenses de las

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montañas, los cilenos —hombres de losríos Ulla y Lérez—, tamaricos de másallá del Tambre. No entraban en elpoblado porque temían a Dingor; perose los podía ver escondidos en losbosques, cazando o pescando. Todosaquellos hombres no se diferenciabandemasiado de nosotros, únicamente en lavestimenta. Cada uno tenía su propiatribu de la que estaban orgullosos, suclan familiar del que sus antepasadosprocedían durante generaciones. Enaquella época, todavía Tassio, elhermano de Lesso, vivía en el castro.Lesso se enteraba de muchas cosas através de él, y después las comunicaba a

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los chicos de la cuadrilla. Habíainquietud entre nosotros. Nos gustabaespiar a los hombres que acudían alSenado en el bosque, y subidos a losárboles les veíamos pasar.Distinguíamos a unos de otros por suatuendo: las largas capas de piel de topode los hombres de las montañas, loscascos con plumas de aves marinas delos hombres del mar, las hachas de loshombres de los bosques, las largascuerdas anudadas a la cintura de loshombres del río. Muchos hombres, muydiversos unos de otros, de lugaresalejados y que evitaban atravesar elpoblado.

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Llena de curiosidad, busqué a Lessoy a sus compañeros, los encontré detrásde la cabaña de un leñador perdiendo eltiempo y hablando muy animadamente.Lesso me avisó de lo que ocurría.

—Hoy es plenilunio, el pleniluniodel solsticio. En el bosque habrá unagran reunión, mucho más grande quenunca.

Le miré con curiosidad.—Se elegirá el nuevo jefe, alguien

que se oponga a Lubbo. Puedes venircon nosotros, hija de druida, pero nohagas ruido.

—Saltaré por la ventana, esperadmeen el camino tras la fuente. Enol no

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querrá que vaya.Volví a la casa del sanador, en un

estado de gran excitación que no podíadisimular bien. Descendió el sol. Enolsalió de la cabaña, y la cerró. Fueradejó a Lone. Pasado el tiempo escuchéel ruido de una piedra chocando contrami ventana, era Lesso, abrí con cuidadola tranca de la ventana y salté afuera.Escalé la tapia y en el camino, tras lafuente, estaban Lesso y Fusco con losdemás: Letondo, Docio y Aro. Nosocultamos. Los hombres de las montañastransitaban callados, ocultándose bajolos árboles del camino. Nos dirigimoshacia un lugar alejado de todo, al claro

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en el bosque. Allí subimos a las ramasde los árboles, Fusco me ayudó a trepara un nogal, y desde allí contemplé lareunión. En el centro del claro, ardía unafogata y cerca de ella vi a Enol.Alrededor se congregaban los hombresde las diversas tribus; estaban loscapitanes, los jefes de tribu, lospríncipes de cada clan. Vi a unoshombres de largas capas de piel de oso,en las que colgaban colmillos, parecíandirigir la reunión. Pregunté a Fusco:

—¿Quiénes son los hombres de capade piel?

—Hombres de Ongar. Los másopuestos a Lubbo.

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Comenzó una música extraña, consonido a gaita y a timbal, y de fondo unaflauta. La música sonó cada vez másrápida, más profunda, más intensa.Elevaron sus voces, y levantaron susbrazos, un grito salió de todas lasgargantas.

Pregunté a Lesso:—¿Qué hacen?Él contestó conmocionado:—Van a elegir un nuevo jefe, que

dirija a los hombres de Ongar y que seoponga a Lubbo. Están haciendo unaespecie de juramento de lealtad. Nadiedebe revelar lo que ocurrirá esta noche.

Un hombre alto, barbado, con largo

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pelo de color gris que le cubría laespalda, dio un paso al frente y comenzóa hablar con una voz profunda en la quepodía escucharse la sabiduría de lossiglos.

—¿Quién es?—Es Ábato, procede de Albión, no

sé cómo habrá podido llegar. Fue leal aNicer en los tiempos antiguos. Lesaconseja —contestó Lesso.

De lejos era difícil entender sudiscurso. Después supe que sus palabrasdecían algo semejante a: «Escoged alfuerte, al valeroso, al leal, al que semantendrá fiel a las tradiciones y sabráaprender de los jóvenes y aconsejarse

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de los mayores. Designad al que nobusque su propio beneficio, sino el biende los clanes. Elegid al de noblesangre.» Escuché el final del discurso,que en un tono de arenga decía:

—Habéis sido convocados,solamente los rebeldes a Lubbo, losfieles a la casa de Nicer. Debemosconocer vuestra lealtad y si seguís alclan primigenio o no.

Se adelantó un hombre de lospésicos:

—¿Qué más noble sangre que la deNicer? Él fue muerto por Lubbo.

Contestó un ártabro:—Nicer inició un nuevo camino, a

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muchos les disgustó y fue traicionado.Nicer no seguía a los dioses.

Habló Ábato:—¿Queréis eso? ¿Queréis seguir a

los antiguos dioses? Lubbo lo hace,Lubbo ha realizado de nuevo sacrificioshumanos, aquellos ritos que creíamos yaolvidados. Nuestras hijas, nuestros hijoshan muerto como sacrificio a sus diosessanguinarios. ¿Esa es la tradición quequeréis? Los pueblos del norteadoramos al Único Posible en laNaturaleza. El dios de Jafet, el dios deAster, de Tarsis, de Aitor. Presente enlos claros del bosque.

Rondal, jefe de los hombres de

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Ongar, habló con voz de aguas, suave ala vez que potente:

—El camino es volver a la casa deNicer. La casa de Nicer es fiel a lastradiciones. Nosotros los hombres deOngar llevamos años luchando y hemoshecho daño a Lubbo, atacando a sustropas. Por el sur hemos luchado contralos godos. Hemos parado durante añossu avance, pero si seguimos desunidossin una cabeza, todos nuestros clanesdesaparecerán.

Después habló el alto Mehiar, otrode los jefes de Ongar:

—Lubbo cree que el espíritu de losmontañeses ha muerto y no es así.

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Pervive en nosotros, en nuestras gentes.Lubbo utiliza a lo bajo de cada clan paraimponerse. Mirad, éste es nuestro lugarsagrado, el claro en el bosque de Arán.Durante generaciones los pueblos de lasmontañas nos reunimos aquí y ahoraDingor, jefe del castro de Arán, prestavasallaje a Lubbo. Eso es inicuo. Dingorobedece a los hombres suevos queesclavizan a las gentes para extraer eloro de Montefurado.

Tras las palabras de Mehiar, el jefeRondal se volvió, y levantó el brazo deun hombre a su lado.

—Mirad hacia Aster, hijo de Nicer,es a él a quien debemos sumisión.

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Las voces de los hombres de Ongarse elevaron entre las demás, prontofueron coreadas por los pésicos, por loscilenos; otros pueblos aún callaban.

—Aster, hijo de Nicer, príncipe delas montañas.

Un hombre dio un paso al frente. Yono pude verlo con claridad desde milugar de observación, pero debía de serjoven; desde mi escondite divisabaúnicamente un guerrero alto de largoscabellos oscuros. La luna habíaasomado en el claro del bosque y sesituó en el centro, bañó con su luz lafigura de Aster y divisé a lo lejos sucara de rasgos rectos y finos. La misma

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faz que tiempo después vería en elherido del bosque y no supe identificar.

Al fin se hizo un silencio y Asterhabló:

—Lubbo nos ha sometido a lossuevos. Se beneficia del oro deMontefurado. Ha esclavizado a losextranjeros. Sabéis que ha sacrificado avuestros hijos, rompiendo lastradiciones de siglos. Mató a mi padre ya muchos de vuestros clanes, pero yo nobusco sólo la venganza, que vendrádada, sino la justicia y la paz en elorden. Los hombres de las montañas nosuniremos una vez más, y después cadaclan: cabarcos, límicos, ártabros,

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cilenos seguirán su destino. Necesitamosla unión y la ayuda mutua. Si no nosunimos, seguiremos siendo esclavos deLubbo y de los cuados. Nos atacarán losgodos y no tendremos defensa. Yo serécomo mi padre en todo menos en suderrota. Os llevaré a la victoria. ¡Lojuro por el Único Posible!

Las palabras de Aster eran tajantes ydirectas, fuertes y austeras, llenaban deesperanza los corazones. Ante aquellaspalabras un grito unánime salió de todaslas gargantas:

—¡Aster! ¡Aster!Los hombres se reunieron en torno al

hijo de Nicer gritando y, subiéndole a un

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gran escudo de bronce, le elevaron. Vila cara de Enol. La luz de la hoguera lailuminaba, en su expresión se dibujabaun gesto que no supe interpretar, amargoy duro. Se inició un canto de guerra delucha y de poder. Los hombres chocaronlas espadas contra los escudos y unruido atronador llenó el claro. El escudoen el que estaba Aster fue pasando deunas tribus a otras elevado por susguerreros. Después lanzaron algo sobreel fuego, y unas luces de colores locambiaron, la luz azul del azufre y elgrito de mil hombres formó un trueno enel bosque. Después, otros hombrescomenzaron a escanciar sidra. Corría el

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hidromiel y la cerveza.Desde nuestro escondite en los

árboles, nos miramos contentos,sentíamos que habíamos participado enalgo muy importante. Sin embargo, yoestaba nerviosa y vigilabaconstantemente la figura alta de Enol,sabía que mi presencia en el bosque nole iba a gustar. Al poco tiempo me dicuenta de que su figura desaparecía deentre los hombres, y bajé del árbol.Lesso y Fusco me acompañaron, Docioy Aro siguieron allí subidos al árbol. Yodebía llegar a casa antes que Enol, corrípor el bosque, arañándome en losmatojos. Lesso y Fusco me ayudaron a

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saltar la tapia. Sigilosamente abrí laventana, pero Enol estaba allí.Esperándome.

—No has obedecido.—Vi la elección en el bosque.—Es peligroso —habló preocupado

—. Mira, niña, tengo un deber para ti.Tú no eres de este pueblo. Tu destino noestá entre estas tribus de montañas. Tulugar está en el sur. No eres uno deellos. Las tradiciones del bosque no sonpara los niños.

—Tengo doce años y ya soy mayor.Tú tampoco eres de aquí y estuvistepresente.

—En eso te equivocas, éste fue mi

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pueblo y durante siglos ha sido el linajede mis padres. —Después Enol hablócon más fuerza como si recordase unhecho doloroso—. Debo respeto aNicer, fue un hombre valiente y justo,aunque no supo apreciar lo que le ofrecíun día y me despreció.

Nunca había oído hablar a Enol desu pasado, noté que se conmovía;después siguió intentando explicarmealgo de aquel pasado pero sin llegar ahacerlo con claridad.

—No eres más que una niña, perotengo una grave deuda contigo. Debesvolver con los tuyos, pero he deprepararlo. En este momento, en el sur

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hay graves acontecimientos quepermitirán que vuelvas a tu lugar.

No entendí a qué se refería, peroantes de que pudiera preguntarle nada,como para castigarme, Enol dijo:

—Mañana no saldrás de la cabaña.Trabajarás con Marforia la lana.

Enol debió de notar mi cara dedesagrado, pero sin protestar asentí.

—Ahora duerme.Subí las escaleras al pajar. Desde

arriba podía ver a Enol, pensativo juntoal fuego, mirando crepitar las llamas.Frotaba una y otra vez las manos comopara calentárselas, con gesto nervioso,aunque no hacía frío.

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Todo aquello había ocurrido tiempoatrás, mucho tiempo atrás. Subida a losárboles, yo había vislumbradodifusamente los rasgos de Aster ydurante años, para mi mente de niña,Aster fue únicamente una figuralegendaria, nacida en un claro debosque, que había idealizado en alguiendistinto. Por eso le llevé comida y leatendí herido, sin reconocerle. FueLesso, el hijo del herrero, quienidentificó a mi herido con el hijo deNicer, el elegido como jefe de lospueblos de las montañas, que ahora eraya una leyenda entre nosotros. Por eso

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aquel día Lesso se sintió preocupado alconocer el secreto del bosque.

—Si Lubbo o Dingor se enterasen deque ocultamos a Aster moriríamostodos.

En las palabras de Lesso palpé lafuerza de su amistad y noté que queríaayudarme, pero yo le miré condesapego, no quería caer en la cuentadel peligro. En aquel tiempo, ya habíanacido en mi corazón una admiraciónciega hacia Aster; por ello respondí:

—Si Dingor lo sabe podríamosmorir… —dije en voz burlona, defalsete, y después proseguí con enfado—, pero tú no dirás nada, Lesso.

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Después con convencimiento habléintentando persuadirle:

—Lesso, debemos ayudarle. Vamucho en ello.

—¿Y cómo?—Me ha dado esto.Y extendí la tésera, una tabla de

arcilla rectangular en la que se veíangrabados algunos caracteres y que seveía partida.

—¿A quién pertenece?—Es del herido, de Aster, pero la

otra mitad la tiene… —dudé—, bueno,él dice que la tiene tu hermano Tassio.Aster me ha dicho que precisa encontrara Tassio y que quiere un caballo.

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Lesso no pareció estar sorprendidode que su hermano Tassio conociera aAster.

—La noche que siguió al día quecuraste a mi padre, Tassio estuvo en laherrería. Sólo hablé yo con él. Me dijoque habían atacado Albión y que Asterhabía caído herido y no lo encontraban.Creen que no debe de estar lejos. Mepidió que me enterase de algo. Yo sédónde está Tassio. Se fue camino deMontefurado. Fusco y yo leencontraremos.

Me alegré de haber confiado enLesso y asentí a lo que decía, pensé quedebía haberme fiado antes de los chicos

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del poblado.—Quisiera ir con vosotros.—¿Y quién cuidaría de Aster? Tú

eres la única que podrías hacerlo sinlevantar demasiadas sospechas.

—Hay una reunión en el castro, la haconvocado Dingor. Temo algo.

—No creo que ese zorro sepa nadade Aster, pero es posible que hayaescuchado rumores de que Tassio estuvoen el poblado. Querrá amedrentar a lagente. Dicen además que anda por ahí unhombre de Lubbo queriendo cobrar mástributos.

Caminamos hacia el poblado, vimosel humo saliendo entre las cabañas. Las

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mujeres estarían cocinando, era ya tardey los hombres volvían del campo acomer y a dormir la siesta. Algunos nossaludaron y le preguntaron a Lesso cómoestaba su padre. Quizá pensaron que yole estaba aclarando algún remedio.

Le pregunté a Lesso:—¿Sabes por qué Aster cayó

herido?—Tassio me contó que intentaron

entrar en Albión, dentro hay tambiénrebeldes que odian a Lubbo. Peroalguien les traicionó. Aster se defendióy fue herido, después huyó y ledispararon una flecha emponzoñada.Lubbo le busca vivo o muerto. Le odia

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porque sabe que mientras alguno de lacasa de Nicer esté vivo, su poder entrelos pueblos peligra. ¿Sabes que Lubbomató a Nicer?

—Eso he oído.—Lubbo mató a Nicer, lo sacrificó a

sus dioses sanguinarios abriéndole elcorazón, y lo hizo delante de Aster, suhijo. Dicen que ató al chico, que no teníamás de doce años, delante del lugar dela ejecución y le obligó a presenciarla.Después le esclavizó y Aster vivióalgún tiempo prisionero en Albión, perole ayudaron a huir a Ongar hasta lasmontañas donde vive la familia de sumadre.

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Entonces yo uní ideas y entendímejor lo que Aster me había relatadovarios días atrás.

—Cuando hablé con él me contó quealguien había matado a su padre… Perono quiso decirme cuál era su nombre…Yo no sabía que era el hijo de Nicer.

—Quizá lo hizo para protegerte.Lubbo daría la mitad de su poder porencontrar a Aster. Ahora se da cuentadel error que cometió al no ejecutarlecon su padre, Aster es la esperanza, elúnico que puede aglutinar a los clanes yahora son malos tiempos, las gentes serebelan contra el poder de los suevos ycontra Lubbo. Lubbo es cruel.

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Cualquiera que conozca el paradero deAster corre un grave peligro.

—Lubbo no puede conocer todos lossenderos del bosque.

Sensatamente, Lesso contestó:—No lo sabes. Él tiene muchos

espías.—Debemos ayudar a Aster.—Sí, él es la única posibilidad de

recuperar la libertad. Necesitamos estarunidos contra los suevos al este, contralos godos al sur.

No escuché lo que Lesso me decía,me paré a pensar en la extraña actitud deEnol; ayudaba a Aster pero guardabadesconfianza hacia él.

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—No entiendo a Enol. Él sabíaquién era Aster, podía haberlo puesto encontacto con su gente. Enol le curó en elclaro del bosque y odia a Lubbo. Desdehace unos meses está más tiempo en elsur que aquí, me dice que en la mesetahay novedades que nos afectan y —dudé— sobre todo a mí, que no soy de estelugar.

—El druida es difícil de entender.Para él los pueblos de las montañas nosomos lo primero. Es un extraño paranosotros, aunque dice que es de nuestraraza y que nació aquí, Enol es un hombreraro que guarda dentro algún secreto —dijo Lesso.

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—Aster adivinó algo. ¿Te suena elnombre de Alvio?

—Sí, pero no sé quién eraexactamente, sé que tenía algunarelación con Lubbo, que era uno de losnuestros que vivió tiempo atrás enAlbión.

Lesso no conocía bien las historiasantiguas, no iba a revelarme nada nuevo.Se hacía tarde, yo debía acudir a lareunión del poblado.

—Debemos separarnos.—Toma la tésera. Llévasela a

Tassio.Lesso examinó la tésera, intentando

descifrar los caracteres, pero Lesso no

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sabía leer. Seguimos caminando, vimoslas dos torres que flanqueaban lasmurallas del castro, y los dos guardas enla puerta. Dentro del poblado habíaruido y movimiento. Los hombres deguardia nos saludaron. Pasadas laspuertas del castro nos separamos y yome dirigí a la acrópolis, Lesso se fuepor un atajo a buscar a Fusco.

Las casas olían a comida, a verduracocida con algo de grasa, faltaba pocotiempo para mediodía. Los olores semezclaban y a mí no me gustaba aquellamezcolanza de diversos olores: el hedora heces y comida, a estiércol y ganado.

Algunas mujeres, las de la casa de

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Lesso, me saludaron. Me acerqué a veral herrero, que se había levantado y,aunque débil, tenía un buen aspecto. Alverme, se acercó, apoyó su enormemanaza sobre mi cabeza y sonrió. Mealejé animada y proseguí mi subida a laacrópolis a paso rápido por las callejas.En las otras cabañas, las mujeres meevitaban. Ocultaban a sus hijos puestemían que les pudiese echar el mal deojo. Pensé que me precedía mi fama debruja.

Aceleré aún más el paso, y prontollegué a la acrópolis en lo alto de lacolina. Era un lugar fortificado dentro delas murallas del castro, allí moraba

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Dingor en una casa cuadrada un tantomejor que las del resto del poblado,rodeada de las casas de sus hijos yhermanos. Junto a la fortificaciónprincipal se había reunido gente yDingor les estaba hablando. Dingor eraun hombre achaparrado, que tendía a laobesidad, con el pelo oscuro matizadopor hebras canosas y barba casi blancade aspecto hirsuto. El atrio de su casaera elevado y allí, en un improvisadoestrado, hablaba al pueblo. Junto aDingor vi a un oficial cuado y, cerca deél, a algunos hombres de Lubbo. Abajo,en la explanada, rodeando la acrópolis,se congregaba ya la gente. Hombres

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llegados del campo, leñadores, algunasmujeres… distinguí a Marforia.

Dingor habló:—Lubbo, señor de los albiones,

amigo de los suevos, precisa un nuevotributo. Nos ha enviado a Ogila, capitánde los cuados, que va a dirigiros unaspalabras.

El llamado Ogila habló en latínvulgar pero con un acento extranjero aestas tierras.

—Se ha conocido que un enemigo dela raza de Albión se esconde por estosmontes. Cualquiera que le presteacogida…

Se extendió un rumor ininteligible

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entre los hombres del pueblo. Unhombre a mi lado habló en voz baja:«Siempre buscando dinero y traidores,con esa excusa nos someten.» Otrosasintieron, pero nadie hablóabiertamente; todos tenían miedo.

—Si llegase un hombre de Albión,herido —prosiguió el hombre de Lubbo—, ha de serme entregado. Se busca a unhombre joven, moreno y alto, herido poruna flecha. Si en este poblado se leprotegiese el poblado será destruido.

El hombre de Lubbo continuóamenazando al poblado. Dingor, a sulado, obsequioso, se mostraba acordecon todo lo que decía Ogila, pero me

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fijé que Dingor buscaba a alguien entrela concurrencia y cuando me distinguió,fijó su mirada en mí y se volvió parahablar a uno de sus hombres, alguno desu familia. Este dejó el atrio de la casade Dingor y se acercó a mí. Sentí miedoal verle acercarse.

—Hija de druida, te busca el jefeDingor.

Me tomó de un brazo y me llevó a laacrópolis, introduciéndome por la partetrasera por la zona del establo, Oía elmugir de vacas detrás de mí y el ruidode moscas zumbando. Por el calormuchos insectos alados sobrevolaban elpatio. Me llené de angustia pensando

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qué querrían de mí. Hacia el frente, lacasa de Dingor me protegía, vi a laesposa de Dingor, una pequeña mujer derasgos asustadizos, que me sonreíasuavemente. Desde lejos, se podíaescuchar muy apagado el rumor dedescontento de la gente y las amenazasde Ogila. Al fin todo acabó y la multitudse alejó de allí.

Dingor rodeó la casa y se acercó ala zona trasera donde yo le aguardaba.Le acompañaba Ogila, los otros suevosse quedaron fuera.

El jefe habló:—Has curado al herrero, hija de

druida, te estamos agradecidos.

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En los años que Enol y yollevábamos en el poblado, el jefeDingor nunca se había dirigido a mí. Yoera poco menos que una cosa que eldruida poseía; sin embargo aquel día mipersona debía de ser importante paraDingor, por eso se esforzaba en seramable y conciliador. El jefe de Aránprosiguió:

—Tenemos un enviado de Lubbo,príncipe de Albión. Es Ogila, viene arecoger impuestos, pero sobre todo estáinteresado por algo que tú podríasposeer, o tal vez indicarnos dónde seoculta.

Le miré interrogadora, pensé qué

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sería aquello por lo que Lubbo mostrabatanto interés.

—Lubbo quiere una copa doradaque, al parecer, está en posesión deEnol. Algunos hombres del poblado sela han visto utilizar para las curaciones,¿sabes algo de esto, hija de druida?

—Enol está lejos —contesté contimidez, me asustaba el semblante durode Ogila y la actitud del jefe—, no sé delo que hablas, Enol tiene susinstrumentos y yo no los veo.

—Muy bien, hija de druida —dijoDingor con decepción—, si no quierescolaborar, Ogila y sus hombresregistrarán la cabaña de Enol, y te

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obligaremos a revelar dónde está esacopa. Si nos ocultas algo seráscastigada.

—¡No! —grité—. No tenéis derechoa entrar en la casa de Enol.

Dingor rió mostrando sus dientesprominentes y amarillos, después Ogilay los guardias me hicieron avanzar.Frente a la acrópolis la multitud sedispersaba, los hombres se retiraban conun murmullo de descontento. En algunosojos se distinguía la repulsa y eldisgusto hacia el jefe Dingor. Loshombres se alejaban de la fortaleza yentre los corrillos se preguntaban quiénsería el herido; suponían que alguno de

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los rebeldes de Ongar. Mucha gente delpoblado tenía familiares en Ongar, poreso en muchos rostros se palpaba lapreocupación y la pena. Al verme pasar,escoltada por la guardia de Ogila, con eljefe Dingor a un lado, un movimiento decólera surgió en algún grupo:

—¿Adónde llevas a la hija deldruida? ¡No es más que una niña! Si lehaces algo, te las verás con nosotros. Ycuando vuelva Enol… te convertirá ensapo. —La voz salía del grupo de lafamilia de Lesso, agradecida aún por lacuración del herrero.

Dingor se disculpó, temía al herrero,que era un hombre importante y muy

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considerado en el castro.—No se le hará nada —dijo Dingor

—, necesitamos algo para Lubbo, quepodría tener ella.

Los guardias apartaron ceñudos a lagente que se arremolinaba alrededor denosotros. Sentí a mi lado una miradacompasiva. Era Marforia. Nos seguía delejos y en su gesto latía una granpreocupación. Gran parte de losasistentes también nos siguieron. No vi aLesso ni a Fusco. Pensé que habríaniniciado su viaje para encontrar aTassio.

Entre las callejas del castro, algunoshombres se alejaron; otros, llenos de

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curiosidad, nos siguieron. Salimos porel portón superior, más cercano a laacrópolis y a la casa de Dingor, losguardias no nos miraron al pasar. Luegodescendimos por la montaña en la que sesituaba el castro, siguiendo la falda dela muralla. Mientras caminábamosrepasé todo lo que había en la casa quequizá podría comprometernos. Losrecuerdos de mi madre, las pócimas deEnol, los pergaminos. Cualquiera deaquellas cosas podría hacernossospechosos a los hombres de Lubbo.Lo único que me tranquilizaba eraconocer que la copa no estaba allí, lahabía buscado para curar al padre de

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Lesso y no estaba en su lugar. Conocíaintuitivamente que la copa era muyvaliosa y también sospechaba que nodebía caer en manos de Lubbo.

Atrás quedó la fuente y el bosque derobles que separaba la casa de Enol delcastro, llegamos frente a la puerta denuestra casa y pedí al Dios de Enol, siera tan poderoso, que me protegiese. Mequedé fuera, custodiada por losguardias, Marforia se acercó y me tomópor los hombros, detrás se situó elherrero con una pequeña multitud delpueblo, intentando protegernos de lacólera de Ogila si llegaba a producirse.Dentro de la casa se producían sonidos

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de saqueo, los ruidos de los hombres deOgila buscando y destruyendo. Yolloraba. Revisaron palmo a palmo lapequeña casa de Enol. Por último,subieron al desván donde yo dormía, yescuché cómo dejaban caer a través delhueco de la escalera los sacos conbellotas y grano. Temí que prendieranfuego a la casa, pero no lo hicieron,quizá respetaban a los hombres delpueblo que, fuera de la casa, montabanguardia. Al fin, los vimos salir de lapequeña vivienda. Ogila cargaba conalgunas cosas de Enol.

—Llevaré esto a Lubbo, leinteresará.

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Me lancé hacia ellos.—¡No podéis hacer esto! —grité.Los guardias me contuvieron y

contestaron riendo como si fuese unaniña sin sentido.

—Sí, podemos.El herrero y sus vecinos nos

ampararon y, al fin, los hombres deLubbo y la guardia de Dingoremprendieron la retirada. Marforia y yonos quedamos paradas en la puerta de lacasa sin saber qué hacer, los paisanos seacercaron preguntando si precisábamosalguna ayuda. Les agradecimos el gesto,pero preferimos estar solas y ellos seretiraron.

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Entramos en la casa, la destrucciónera mucho peor de lo que yosospechaba. Sollocé en el umbral. Lavieja Marforia se me acercó y meabrazó con cariño, me volví sorprendiday vi lágrimas en sus ojos. Habíanrevisado todo, hasta levantado laspiedras del hogar, y las lajas del suelo,las cosas estaban desbaratadas y rotas.Las marmitas de cobre abolladas, loscántaros de barro quebrados. Entre todoaquel caos busqué, en primer lugar,aquello que me ligaba con el pasado: lapequeña caja de metal en donde seencontraba el cabello de mi madre. Nola hallé. Pasé a la cámara del druida,

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donde el desorden era aún mayor,rebusqué por toda la estancia y en unaesquina encontré la caja de plata abiertay partida. Dentro había desaparecido elcabello dorado que perteneció a mimadre. Los pergaminos estabandesparramados por el suelo, muchos deellos rasgados y arrugados. Llorésentada en el suelo de tierra mientras ibacolocando pergaminos, en ellos se veíandibujos de plantas, de constelaciones yletras latinas y griegas. Los fui estirandocon las manos, alisándolos y con unpaño de lana los sequé; al poco noté unamano sobre mi cabeza. Era Marforia.

—No llores, niña.

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Miré la caja rota y mis lágrimasmojaron su interior.

—Lo único que tenía de mi madre.No sé quién soy. Y nunca le podré decira él quién soy.

Callé, asustada por mis propiaspalabras, él era Aster. No debía hablarcon nadie del herido que encontré en elbosque. Marforia respondió en ese tonode burla tan característico suyo:

—Así que hay un «él».Enrojecí.—Pues ese «él» —prosiguió ella—

debería saber que no hay nadavergonzoso en tu pasado.

Intenté que Marforia me revelase

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algo de ese pasado mío que tanto meintrigaba, pero ella de nuevo setransformó en la mujer huraña desiempre. Después, entre las dos,comenzamos a limpiar y ordenar el caos.Amontonamos fuera los cacharros rotosy barrimos el suelo lleno de hollín delfogón. Yo no me encontraba bien yseguía a Marforia como si flotase en unanube. Encontró un cántaro íntegro, sinromper, y fue a por agua. Detrás de lacasa, en el gallinero, donde las aveshabían volado, descubrí un huevo yMarforia lo coció con verdura. Comenzóa oscurecer y tomamos el potaje, luegosubimos en silencio al desván a

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acostarnos. No hacía frío pero Marforiame cubrió afectuosamente con unamanta. No pude dormir, oía las ratasentre las sacas de cebada y bellotas; deltecho se colaban entre las tablas losrayos de luz de la luna llena.

En la madrugada cantó un gallo.Desperté intranquila, la congoja henchíami corazón. En mis sueños había visto aAster y a mi madre. El fin de loconocido estaba llegando, y la tristezame oprimió el pecho, después perdí elsentido en un sueño inquieto en el que viel castro de Arán ardiendo, destruido.Tal y como está ahora.

Desperté cuando el sol se alzaba en

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el horizonte. Marforia trajinaba en elfogón. La manta con la que ella me habíacubierto estaba a un lado, seguramentepor la noche yo la había apartado por elcalor. Me incorporé pensando en Aster ybajé por las escaleras, Marforia mesaludó con un gesto y me indicó un tazónde leche de oveja:

—La he ordeñado esta mañana.Yo le sonreí mientras bebía la leche

tibia. No hablamos, pues estábamostodavía con la impresión de lo ocurridola tarde anterior. Después tomé elcántaro y metí unas tortas y manzanas.

—Ten cuidado, niña, sé que ocultasa un hombre en el bosque. Si es el que

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busca Lubbo, destruirán el poblado ymucha gente va a morir. Lubbo no tienerespeto a nada.

—Le cuido porque me lo encomendóEnol.

—Mientras dormías he estado en elpueblo; los hombres de Lubbo se hanido, pero han amenazado con volver y sino aparece el hombre y la copaarrasarán el poblado casa por casa. Yasabes que cumplen sus amenazas.

—La copa la tiene Enol y el huidosólo es responsabilidad mía.

—He visto al tejedor que fue haciaAlbión a comprar género, me dijo quevio a Enol cruzando el Esva camino

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hacia aquí, es posible que vuelva hoy.—Si Enol vuelve, dile que he ido

adonde él sabe, en el bosque.Salí deprisa de la cabaña, y

Marforia me siguió hasta la cerca. Vi surostro preocupado pero no pensé en ellasino en mi herido. Deseaba volverle aver con ansiedad. El bosque estaba máscallado que otras veces, o quizá mispensamientos no me permitían oír losruidos externos, abismada en mi interior.Aster debía irse y debía hacerlo cuantoantes, su vida y la de todos corríanpeligro.

Al acercarme al refugio saltó Lone.Después vi la figura de Aster surgiendo

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de la cueva, muy alto, muy serio. Mesentí intimidada ante su presencia, paramí no era ya un evadido de Albión, sinoel príncipe de nuestras gentes. Le ofrecílo que portaba en el cántaro, y balbucí:

—Sé… sé… quién eres… —lentamente pronuncié su nombre y suestirpe—, Aster, hijo de Nicer, príncipede los albiones. ¿Por qué no me dijistenada?

Él repitió lo que un tiempo atrás mehabía dicho:

—Hay cosas que no debenconocerse…

Le miré, y le vi nimbado por la luzdel sol colándose entre los árboles, sentí

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su fuerza. De modo repentino me eché allorar:

—Ha venido un hombre de Lubbo.Te buscan a ti, y quieren la copa deEnol, debes huir. Han destruido todo enmi casa y Enol no está, y yo estoy sola,sola con Marforia y no sé quién soy…

Bajé la cara empapada en lágrimas,y noté su mano sobre mi pelo. Oí su vozamable, que hablaba como si consolasea un niño pequeño:

—¡Eh! Niña de los bosques, nodebes llorar.

Caí sentada en el suelo, y él se situóinclinado a mi lado; después preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

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—Ayer llegó un hombre de Albión,y convocó a todos los del poblado,quiere un nuevo tributo y te buscan a ti.

—¿Quién es el hombre de Albión?—Dice llamarse Ogila.—Sé quién es.Levanté la cabeza y noté que al oír

aquel nombre, el odio afloraba a losojos antes tranquilos de Aster. Proseguí:

—Registró toda la cabaña, ydestruyó algunos pergaminos, buscandola copa de Enol.

—Sí, pude ver esa copa cuando mecurasteis. ¿La ha encontrado?

—No. Cuando Enol se ausentalargamente la lleva siempre consigo.

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¿Conoces la historia de la copa?—Esa copa es muy importante —

contestó Aster—. Sé que Lubbo la buscadesde hace años. No puedo asegurarlo,pero quizá podría adivinar la historiaque ha conducido a que el que tú llamasEnol posea la copa.

Aster comenzó a hablar y narró unaantigua historia, en la que aquella copaera una parte importante.

—Hace mucho tiempo, antes de losabuelos de mis abuelos, los hombres delas islas llegaron a estas costas. Huíande la crueldad del norte, los ritosinhumanos. Aquellos hombres, bretoneso celtas les llamáis, se unieron a las

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mujeres de las montañas en ladesembocadura del Eo y formaron unnuevo linaje: se llamaron los albiones,porque los hombres provenían de la islade Albión. El jefe de aquellos hombrestenía por nombre Astur o Aster, tal ycomo yo me llamo, y contrajomatrimonio con Ilbete, la reina de estastierras. Los hombres de Albión no eranmuy distintos de las gentes de lasmontañas astures y cántabras porquetodos los pueblos atlánticos somoshermanos. Desde entonces, los albionessiempre han tenido un jefe natural,elegido entre los hombres de mi estirpey descendientes de aquel primer Aster o

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Astur y de Ilbete. Aquel primer Astertrajo consigo un adivino-sanador —undruida le llamarían en el norte— quefundó en Albión un linaje de magos yhechiceros. Antes de que yo naciera, enla familia del druida nacieron dos hijos,el mayor se llamaba Alvio y el menor eseste Lubbo a quien conoces. Alvio, alser el mayor, heredaría los poderes,pero los dos fueron desde niñosadivinos y sanadores. Al nacer, su padreentró en trance y tuvo una visiónprofética: uno de sus hijos encontraría lacopa de poder perdida años atráscuando los druidas fueron vencidos porRoma. Lubbo y Alvio crecieron y ambos

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amaban los conocimientos ocultos, peroeran distintos: Lubbo envidiaba a Alvio,que poseía un talento natural paraadivinar el porvenir y para curar. Alviono sentía rivalidad frente a su hermano.El padre de ambos quería que llegasen aser sabios y poderosos, y los envió a lasislas del norte, a aprender la sabiduríainmemorial de los videntes, invitándolesa buscar la antigua copa céltica paradevolver el esplendor a la familia.

Aster narraba la historia como sifuera un bardo, y yo me hundía en suspalabras.

—Pasaron muchas lunas, el padre deambos murió y su historia y la de la

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copa sagrada se convirtió para nosotrosen leyenda. Pero un día, cuando todoslos dábamos por muertos, regresóLubbo. Dijo que su hermano Alvio sehabía perdido. Lo acogimos en Albióncomo el druida que durante añosesperábamos. Siempre fue un hombreextraño, pero a su regreso tenía la fazdeformada, muy atormentado por elpasado. Mi padre descubrió quepracticaba la magia negra. En los díasde la llegada de Lubbo, desapareció lahermosa mujer de uno de los hombres deAlbión y se encontró su cadáver muertopor un rito macabro. Mi padre sospechóde Lubbo, aunque no pudo demostrarse

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nada, y le expulsó de Albión. Años mástarde volvió Alvio, traía una copa con ély dicen que a una niña; mi padre noquiso que se estableciese en Albión,veía algo raro en él, pero le permitióasentarse en las montañas. Nunca seconoció bien el lugar donde Alvio sehabía establecido. Diez años más tardeLubbo volvía con los suevos, se vengóde mi padre y conquistó Albión.

Su tono cambió y sus palabrascesaron. Entendí que no quería recordarsu pasado, doloroso y lejano.

—¿Crees que Enol es Alvio y que sucopa es la antigua copa de los bretones?—pregunté.

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—No lo sé, tú la has visto, hija dedruida, yo casi no pude verla. Mi padrellegó a examinar la copa de Alvio, decíaque era muy antigua, de base curva y conremaches con arandelas en forma derombo, tenía unos caracteres druídicosgrabados. Es una copa de poder. Se diceque el que la posea podrá curar todaslas enfermedades y, a través de ella,encontrar la sabiduría.

Callamos. El verano tocaba a su fin,la temperatura era suave. Me olvidé porun instante de las amenazas que secernían sobre nosotros y pensé en lostiempos pasados, en la vida de Alvio yde Lubbo, en los hombres de las islas,

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en la raza de los albiones a la que yo nopertenecía.

—Ya no lloras —dijo él.—Contigo es difícil llorar —

contesté ingenuamente—, lloraba porquetenía miedo y porque me duele no saberquién soy, ni quién es mi padre, pero atu lado me siento calmada. No sé elporqué.

Le sonreí y noté que él, de algúnmodo, se emocionaba. Yo, sentada aúnen el suelo, le observaba conadmiración, habría hecho cualquier cosapor él. Me ayudó a levantarme. Lonecomenzó a dar vueltas alrededor denosotros alegremente, pero de pronto se

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detuvo y comenzó a correr hacia elbosque.

—¿Qué habrá encontrado? —dijoAster, mientras suavemente me reteníajunto a sí.

—No sé —dije yo—. Algún animalde monte.

Se oyó ruido entre los árboles. En elbosque junto a Lone, apareció Enol, seveía su cara muy fatigada. Avergonzadame liberé del suave abrazó de Aster, yme lancé hacia Enol, quien me acogióapretándome fuertemente contra él.

—¡Oh! Enol, estaba asustada, creíque no volverías. Ayer llegaron loshombres de Lubbo y destruyeron los

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manuscritos y destrozaron la casa.—Lo sé. He visto a Marforia, sé lo

que buscaban pero afortunadamente estáa salvo.

Se volvió a Aster.—Tus heridas están mejor. Debes

irte.Aster asintió.—Pero ¿cómo?Enol silbó y en el bosque se oyó el

ruido de un caballo que avanzabalentamente entre la maleza. Despuésaparecieron Fusco y Lesso, tirando deun enorme caballo asturcón en el quemontaba un hombre joven, de corta talla:Tassio.

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—Los encontré camino de aquídespués de cruzar el Esva y me hablaronde que corrías peligro en la aldea.

La cara de Aster se llenó de alegría,y mientras Tassio desmontaba, ambos seestrecharon dándose palmas mutuamenteen la espalda como dos hombres jóvenesque no se ven desde hace tiempo.

—¡Tassio! Pocas veces me hesentido tan contento al ver a alguien.

—Te creí muerto —oí decir aTassio.

—Ya sabes que no es tan fácilacabar conmigo.

—En Ongar comenzó a correr eserumor, pero el ermitaño tuvo una visión

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de que estabas vivo. Al ver tu tésera mevolví loco de alegría.

Me sentí al margen de aquellacamaradería masculina.

Enol habló:—Debéis iros de aquí cuanto antes.

Los hombres de Ogila volverán y si teencuentran todos estaremos en peligro.

Tassio ayudó a Aster a subir al grancaballo de color melaza y de patasblancas, que relinchó al sentir su peso.Aster, todavía dolorido, se inclinó haciael cuello del bruto. Tassio tiró de lasriendas. Vi a Fusco y a Lesso seguirles.

—¿Os vais? —les dije.—Sí. Dile a mi padre que me voy

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con Tassio. ¡Pero a nadie más!—¿Adónde vais?—A Ongar, donde las montañas de

Vindión son más altas y nadie puedellegar.

Los vi alejarse por un estrechosendero en el bosque. Apartándome deEnol corrí tras Aster, él acarició micabeza. Le miré expectante.

—Te esperaré —dije en voz baja.—Algún día, cuando vuelva la rutina

que tanto te disgusta, nos encontraremos.Acarició mi cara, y recogió una

lágrima que me caía sobre las mejillas,la besó. Luego se alejaron y Enol meretuvo a su lado. Su expresión era

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extraña. Limpiamos cualquier rastro deque alguien hubiera permanecido allí ehicimos una hoguera en un lugarapartado. Después Enol se despidió demí.

—¿Cuándo te volveré a ver?—Pronto tendrás noticias. Te

enviaré a Lone y deberás seguirle.Enol le hizo un gesto a Lone, que le

siguió mansamente. Me quedé sola en elbosque. Sin Aster todo parecía vacío.Lentamente emprendí el camino devuelta al poblado.

Pasado el tiempo supe que Aster,Fusco, Tassio y Lesso caminaron sindetenerse día y noche hacia las

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montañas siempre nevadas de Ongar.

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VI. Lubbo

Seguimos el curso de un río. Las aguasturbulentas por las últimas lluvias saltanentre las rocas. La naturaleza llorahumedad. Escucho el rumor de las avesmarinas y tras una vuelta del camino seabre el mar inmenso, azul oscuro,inabarcable. El dios de las aguas mesaluda con un rugido. En el océano,lleno de brumas, desemboca el caudaltumultuoso de un río. La comitiva se vaacercando a la costa y se detiene en elacantilado. Los hombres se alegran

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cuando divisan a lo lejos, rodeada porun despeñadero, la silueta de Albión. Lacosta es rocosa, con peñascos de colorazabache que se zambullen en el mar,con playas de arena blanca que seextienden por delante del negroacantilado; desde allí, los pies de uninmenso gigante de piedra se sumergenen el mar.

Ante la luz que lo inunda todo, fueradel bosque umbrío, siento que voy aentrar en trance, intuyo que ya he estadoaquí, siglos atrás, mucho antes de queAlbión existiese. Comienzo a ver la luzblanca que me traerá a Enol en unavisión. Miro a lo lejos, al mar, respiro

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hondo y la serenidad vuelve a mí.Despacio, al doblar el estrecho

sendero que discurre a lo largo de lacosta, la algarabía de las gaviotas y loscormoranes nos rodea. La silueta deAlbión se oculta, pero adivino cada vezmás cerca el castro, la ciudadela en eldelta del río. Seguimos nuestro caminoy, más adelante, desde la altura delacantilado comienzo a divisar algunascasas redondeadas, o cuadradas. En elcentro, una edificación más elevada, conaltos muros de piedra. Es la antiguafortaleza de los príncipes de Albión,ahora morada de Lubbo. Alrededor deella, las casas, mucho más grandes que

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las del castro de Arán, se distribuyendesordenadamente. En el lado opuesto alacantilado hay una construcción extraña,cuadrada y rodeada de un antemuro bajoque no puedo identificar; quizá sea eltemplo del que tanto se habló en Arán,días atrás, el templo que Lubbo edificó aun dios cruel. Todo el poblado se rodeade varios fosos llenos de agua del río.Un humo blanco sale de las casas y elviento describe curvas irregulares conlas humaredas que salen de los hogares.

El gran castro sobre el Eo estárodeado por una fuerte muralla, y esromboidal. En la parte oeste, la murallaestá separada por un foso natural del

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acantilado, una lengüeta de mar cuandola marea está alta, y una línea de arenacuando ya ha bajado. El acantiladoforma como una segunda muralla por ellado oeste y constituye una barrerainaccesible, que protege la fortaleza.Después el acantilado tuerce hacia eleste y limita por el sur con el río, elprecipicio va descendiendogradualmente y con el paso de las gentesse ha formado un camino que llega hastaun embarcadero en el río.

El camino se va haciendo más y másescarpado en el descenso, llega a sercasi un despeñadero. Los hombrescaminan despacio, atentos al estrecho

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sendero, pero no dejan sin embargo devigilarme. Intuyo que debo ser la partemás importante de la misión que lesllevó a Arán.

Llegamos al final del precipicio. Enla parte más baja de la barranca seextiende ante nosotros una explanada dehierba rala, seguida de una planicie dearena, más amplia ahora que la mareaestá baja. Es la desembocadura del río.Avanzamos a favor de la corriente yalcanzamos un embarcadero. Varioshombres con calzas oscuras y túnicascortas, saludan a los guerreros,mirándome sorprendidos. Después, loscaballos y pertrechos suben a grandes

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balsas de troncos unidos entre sí. Losremeros empujan a las embarcaciones ypor último saltan sobre ellas. Lasbarcazas se adentran grácilmente en elrío, cruzan la corriente en la que semezcla el agua dulce con la salada. Lasgaviotas planean sobre las barcas.Gritan el nombre del río, «¡Eo!, ¡Eo!».En lontananza, la luz blanca de un cielocubierto de nubes se refleja en el mar ylo torna grisáceo.

Desde el embarcadero hemosavanzado a través del río que lame lamuralla por el este, y constituye un fosonatural. Llegamos al embarcadero dondelos caballos y vituallas saltan al dique

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de piedra. La ciudad en aquel lugar estábordeada de campos verdes. Rodeamosla gran muralla de Albión hacia el este yen su lado más oriental nos encontramoscon la puerta más noble de Albión, conun amplio arco en la entrada y dostorretas con vigías a los lados. Elportón, ahora que es de día, está bajoformando un gran puente sobre el río. Alatardecer, los vigías levantan concadenas la puerta y la ciudad se vuelveinexpugnable.

Entramos en la fortaleza, me doycuenta de que es algo más que un simplecastro. Una ciudad de construccionesmucho más complejas que las de la

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aldea. Es casi una isla, por un lado elacantilado por el que descendimos, porotro el río y, por el tercer lado, el mar;formando los tres un gran triángulo quese introduce en el océano; en esapenínsula se encuentra Albión.

Sigo en la cabalgadura que me hanasignado pero en aquel momento doshombres me atan las manos. Miscaptores se yerguen, enhiestos en suscaballos, orgullosos de su victoria,exhiben sus trofeos ante las gentes deAlbión: centeno, figuras de plata, joyas.Los restos de mi pasado. Y sobre todo,me exhiben a mí.

Hombres y mujeres de piel blanca y

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cabellos castaños salen a recibir a lacomitiva, gritan. Me miran con sorpresay admiración, les sorprenden miscabellos rubios casi blancos. Escuchode nuevo el nombre que me dieron losguerreros: Jana. Entiendo lo que dice lagente del poblado, hablan el mismolenguaje de las montañas, en latínvulgar, aunque varía algo el acento. Lasnoticias parecen correr deprisa. Piensanque soy bruja; desde entonces siemprelo pensarán. Observo a aquellas gentesdesconocidas con preocupación y temor.

Las mujeres nos siguen, alguna tienealgún gesto hostil pero las más jóvenesme miran con curiosidad. Alcanzamos el

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gran edificio central. No he salido nuncadel valle de Arán y la fortaleza de lospríncipes de Albión me asombra. Murosde piedra, una entrada con un enormearco y columnas pétreas rematadas porcapiteles de hojas. Se detiene lacomitiva. Escucho el sonido detrompetas, dos heraldos de vestidurasblancas las hacen sonar con fuerza.Esperamos a la entrada de la fortaleza,rodeados por las gentes de Albión. Elcapitán se revuelve nervioso en sucaballo. Del gran palacio surge la figurade un oficial de mediana edad queindica a los hombres que desmonten.Los criados y hombres del séquito son

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despedidos, el capitán y los guerrerosde más importancia son autorizados apenetrar en el reducto. Con las manosatadas me hacen caminar entre dos deellos.

Las estancias son oscuras. Rodeadapor los soldados suevos atravieso unlargo corredor iluminado por la luzmortecina de las teas. El capitán caminapor delante, detrás los hombres y yoentre ellos. Alcanzamos una estanciacircular y abovedada, la luz penetra através de una cavidad en el techo, esblanca y tenue y provoca una sensaciónde irrealidad. En el centro un hombremayor, de edad indefinida, pelo rojizo y

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vestiduras pardas nos recibe sentado enun asiento elevado, similar a un trono.Sobre él sobrevuelan dos pájaros que nopuedo distinguir bien, sólo aprecio queuno es blanco y el otro es negro.

El capitán se dirige al hombre deltrono, hablando un idioma extraño —ellenguaje germánico de los suevos—; nopuedo entender bien las palabras peroacierto a comprender el sentido de loque dicen; explica cómo ha sidodestruido el enemigo, las bajas que hansufrido, el botín, y por último se vuelvea la prisionera. Describe mi trance, lasluces sobre mi cuerpo por las noches, yel episodio del lobo. El anciano escucha

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interesado y fija su mirada en mí. Elhombre ve solamente por un ojo, el otropermanece cerrado y su órbita estáhueca. Su rostro es atemporal, como unamáscara sembrada de cicatrices. Sehalla encolerizado y eleva el párpadofijando sobre mí su cavidad rojiza. Meexamina de arriba abajo. La suciedadcubre mi cuerpo, mi cabello estáenmarañado y lleno de polvo. En lasfaltriqueras se esconden las luciérnagas.Me siento inmunda y tengo miedo. Nosoy nadie. Sé que ese hombre es Lubbo,el hombre que ordenó la destrucción delpoblado. Puede matarme cuando leplazca o respetarme la vida.

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El senescal hace salir al capitán. Enla sala, la luz que penetra del techo caesobre el pelo rojizo de Lubbo, y le haceadoptar un aspecto estremecedor. Dossoldados, imperturbables cual figuras depiedra, miran al frente, la vista perdidaen el infinito. Tiemblo. Después, Lubbodirige hacia mí su faz aguileña. Escuchosorprendida palabras en mi propioidioma.

—¿Conoces a un tal Enol?—Es mi padre.—No sabía que Enol tuviera hijas

—dijo el anciano con sarcasmo— o queamase mujeres. Él vivía para su cienciay para los dioses de la naturaleza. No.

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No eres su hija. Tú eres de una razadiversa a la suya, diferente de la deAlbión.

Bajó del trono y se acercó hacia mí.—Estos cabellos nunca los tuvo el

que tú llamas Enol. Ni esos ojos.Metió la mano en mi faltriquera y yo

asustada me retiré. Los soldados noparpadeaban. En su mano una pequeñaluciérnaga de la noche brillabatenuemente en la semipenumbra de lasala.

—Es un viejo truco. Quizá te loenseñó el que tú llamas Enol. Te enseñómuchas cosas. También domesticar a unlobo es propio de él, y tus trances

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convulsos. ¿Te enseñó todo eso Enol?—Sí —dije y mi voz sonó asustada.—Dime, hija mía, ¿dónde está ese

que tú llamas Enol?—Ha muerto.—No, hija mía —exclamó el

senescal—, Enol no ha muerto. Lesindiqué a mis hombres claramente quetrajesen el cadáver del druida, y no hanpodido. ¿Dónde está?

Me estremecí ante esas palabras.Recordaba su capa llena de sangre y mihuida hacia el valle con la copa entremis manos. Un hálito de esperanza llegóa mi corazón. Quizás Enol no habíamuerto. La habitación se llenó de luces

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que procedían de un trance que seapoderaba de mi cuerpo. El anciano seretiró de mi lado, y sentí alivio. Subiólas escaleras del trono. De nuevo fijó enmí sus ojos.

A lo lejos vi la cara del príncipe deAlbión, ávida de poder, que me decía:

—¿Dónde está la copa? ¿Dónde sehalla la copa de Enol?

Intuí entonces que aquello era lo quehabían buscado todo el tiempo pero, porun prodigio de los dioses, la copa sehallaba a salvo.

—Él, Enol… —dije arriesgándome—, la tendrá, si está vivo.

—Si Enol tiene la copa, le

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encontraré, sé que volverá a por ti. Túserás mi señuelo.

Aquello era lo que buscaban loshombres de Lubbo, lo que había hechoque destrozasen el poblado. La copa queEnol poseía era la antigua copa bretona,la copa que quizá tiempo atrás Lubbohabía disputado a su hermano Alvio yque había desaparecido.

Miré la cara amenazante de aquelhombre, Lubbo, el enemigo de Aster,quien había destruido el poblado. Sentíun terror irracional, extraño, profundo,que no pude dominar, y entré en trance.Entonces perdí prácticamente todocontacto con la realidad, pero no caí al

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suelo. En mi sueño oí las palabras deLubbo llamando a los guardias, y alnotar cómo me desataban las manos, fuivolviendo en mí. Los dos hombres mecondujeron hacia la luz solar, lejos de lacámara oscura y regia. La luz del sol medeslumbró.

Me conducían a mi cautiverio,mientras caminaba sin apenasconciencia en la luz blanca de la mañanalloré por el pasado y por Enol y recordélos últimos días en Arán…

Tras la marcha de Aster, losacontecimientos se sucedieron muy

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deprisa. Marforia y yo volvimos aaquella rutina de la que Aster se reía.Yo pensaba en él a menudo, su promesade regresar se me hacía unas vecescercana y otras lejana. El pobladopermaneció aparentemente tranquilopero había miedo. Me dirigía al bosquey recorría los lugares que me habíanunido a Aster: la cueva junto al río, losárboles… Me parecía extraño que élhubiese estado allí.

La marcha de Lesso y Fusco nosorprendió a nadie. El herrero se hundióen el trabajo, y en la tristeza. Todos sushijos varones se habían ido. Se oía sumartillar junto al yunque, día y noche.

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En su casa solamente quedaban lasmujeres.

Ahora yo tenía más trabajo en elpoblado, Enol no regresó y después dela mejoría del herrero la gente delpoblado confiaba en mí. A menudo mellamaban y yo aplicaba los antiguosremedios que años atrás Enol me habíaenseñado.

Con Marforia atendía a los partos delas mujeres y las heridas de loshombres. Leía mucho, con avidezescrutaba los pergaminos, allí sealbergaba la sabiduría de siglos y lleguéa aprenderlos de memoria. Habíatratados de Hipócrates, de Galeno y de

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Celso. Me sumergí en todo aquello paraintentar olvidar mi soledad y mispreocupaciones. Me sentía vacía sinAster y sin Enol, temía que no volviesenya más. Por otro lado, sin Lesso y Fuscono podía hablar con nadie de loocurrido, Docio y Aro me evitaban yMarforia se volvió hosca. Sin embargo,todo parecía en paz, con la antigua rutinaque antes me aburría y ahora calmabamis temores pero que también meenervaba de impaciencia, porque sabíaque algo iba a ocurrir.

Un mañana volvió Lone. Giraba entorno a mí como queriéndome enseñaralgo, y me empujaba con el hocico. Intuí

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que aquello era de lo que Enol me habíahablado, debía seguirle al bosque,barrunté que Enol no estaba lejos y queme quería para algo. Seguí a Lone através del bosque, caminé detrás dellobo hasta la caída del sol hacia un lugarno muy lejano pero desconocido paramí. A veces yo dudaba y no queríaseguir pero Lone me rodeabaamenazador y describía círculos entorno a mí evitando que me alejase, meempujaba continuamente hacia un lugardonde algo le llamaba. Corrí tras ellobo, siguiéndole a través de losbosques. Con la carrera no sentí el fríode la noche, llegaba ya el invierno a

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aquellas tierras.Lone y yo avanzábamos hacia el sur,

internándonos en las montañas deVindión. En lo alto de una montaña, avarias horas de marcha desde el castro,llegamos a una cabaña en el bosque, noera nada más que una choza, de troncosinforme. Una luz brillaba en las sombrasy Lone se dirigió en aquel sentido sindudar. Aulló suavemente como un perroherido, entonces se abrió una puerta ysalió un hombre desgreñado con carahuraña. Al verme me miró como si meconociese, me hizo una señalinvitándome a pasar. Dentro seacurrucaban los hijos del paisano y junto

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al fuego una mujer muy sucia. Al entraren aquel lugar divisé junto al hogar, enun lecho de hojarasca, una figuraacostada. Era Enol. Le cubría su capa yestaba llena de sangre. Me arrodillé a sulado y él me abrazó con afecto, no medejó hablar.

—No tenemos tiempo —dijohablando con dificultad—, escuchaatentamente.

—Estás herido.—Eso no importa. —Habló en voz

muy baja para que nadie lo oyese—.Debes esconder la copa.

Y de su manta sacó un objetobrillante, que refulgía iluminado por la

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luz del hogar. Era la copa y brillaba conuna luz especial.

—Me persiguen los hombres deLubbo, buscan la copa y es vital que nola encuentren. Sé que es una locuraenviarte con la copa pero no hay otroremedio, si encuentran la copa el poderde Lubbo será infinito y con ese podersolamente obrará el mal. Estrascendental que Lubbo no encuentre lacopa. Sólo hay un lugar seguro: la cuevatras la roca. Debes llevar la copa allí.Detrás del manantial al lado de nuestracasa hay una pared rocosa que oculta unantiguo secreto de los druidas. Yo lodescubrí hace años. —La voz de Enol

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entrecortada se detenía a veces por elesfuerzo—. Arriba, justo por debajo dedonde mana el agua encontrarás unapiedra que sobresale, con ella puedeshacer palanca empujándola hacia laderecha; si lo haces así se correrá unalosa situada debajo de la fuente y seabrirá una pequeña cavidad. Despuéstirarás con esfuerzo de la losa ydescubrirás una cueva tras el agua. Esallí donde debes esconder la copa.Cuando lo hayas hecho deberás cerrar lacavidad, la losa se corre tirando ensentido inverso, notarás que encaja yque la palanca vuelve a su sitio. Nomires lo que hay dentro; no reveles

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jamás dónde has ocultado la copa.Enol se detuvo, se fatigaba y casi no

podía hablar. Me hizo repetir lasinstrucciones para entrar en la fuente,después prosiguió dándomeindicaciones.

—Es crucial que no mires en elinterior. Nunca. Allí en la cavidad bajoel agua esconderás la copa y nunca lapodrán encontrar. Nadie debe conoceresto. Nunca más la volverás a tocar. ¿Loharás?

—Sí. Haré lo que dices, pero tengomiedo.

—Son malos tiempos. Yo ya notengo fuerzas, no sé si me queda mucho.

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Sollocé asustada.—No tengo a nadie más… sólo a ti.—No llores, todo está llegando a su

fin. La copa sólo estará segura tras elmanantial. Es la copa de los druidas, esmágica, si cayese en las manos de Lubbose convertiría en un instrumento deperdición… —Se detuvo de nuevo ydespués me miró largamente y en vozbaja continuó—: Después vuelve aquí.Si puedes…

Pasado el tiempo comprendí a quése refería al decir aquel «si puedes».Enol presentía el fin del castro de Arán.

—Me da miedo el bosque de noche.—Debes vencer el temor. Nada te

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ocurrirá. Lone irá contigo.—No quiero dejarte solo y herido.

¿Qué te han hecho?—Hay gente que no me quiere bien.

—Después prosiguió con dificultad—.Tú no eres de aquí, bien lo sabes, perotu estirpe es alta. Vendrán del sur a porti y deberás seguirlos. Entonces tras elhueco del manantial encontrarás tupasado, todo lo que te pertenece, lo queyo nunca toqué. Allí, detrás de la fuentedonde vas a esconder la copa de losdruidas y los sortilegios. Allí, hay untesoro que te pertenece por nacimiento.

—Por nacimiento. ¡Por favor, Enol!¡Dime quién soy!

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—Eres de la estirpe más alta quehay entre los godos. Pensé que habíallegado el tiempo en que volverías, elrey que mató a tu padre ha muerto.

—¿Quién mató a mi padre?—La muerte la ordenó el que fue rey

de los godos. Debes saber su nombre:Teudis se llamaba. Hace dos primaverasTeudis fue asesinado y el sur comenzó acambiar. Por eso he ido al sur duranteestos meses, intentando que recuperes tulugar. Pero el que ha seguido a Teudises un hombre inhumano, lujurioso yamoral, y el que le ha seguido es aúnpeor, Agila, un tirano. Ahora los godosestán en guerra… aún hay esperanza.

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Entonces, con una enormecompasión, Enol prosiguió hablandolentamente.

—Vienen tiempos difíciles, sé quesufrirás mucho por causa de la copa.

Me acarició el pelo y con una voz detristeza dijo:

—¿Cuánto daño te he hecho? ¿Cómopodré nunca repararlo?

Enol me instó a marchar y ya nohabló más. Sentí que el druidadesconfiaba de aquellas gentes que lehabían acogido, quizá por un ancestraldeber de hospitalidad. Al salir de lacabaña el hombre me miró conexpresión torva. Sin Lone a mi lado,

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aquel hombre me habría atacado. Comola mayoría de los habitantes de losbosques de Vindión, aquel individuorespetaba a Enol porque le tenía miedo.

La noche era cerrada al salir de lacabaña. Lone, a mi lado, me empujabade nuevo hacia delante, el lobo parecíasaber adónde se dirigía y me guiaba. Yonotaba el peso de la copa bajo mi manto.Llegamos hasta una senda ancha que nospermitía avanzar más deprisa.

Entonces de frente en el camino meencontré a los guerreros suevos. Volvíanpletóricos, una pequeña compañía deunos cinco hombres. Intentaronatraparme y me golpearon pero Lone los

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atacó. Al final huyeron del lobo, no sinantes haberle herido, por lo que quedóatrás. Tuve miedo de que encontraran lacopa y proseguí yo sola, magullada yjadeante, mi camino hacia el castro deArán, con una única idea: debíaesconder la copa. En aquel tiempo —ymuchas veces después— pensé en laspalabras de Enol y en aquellos nombres:Teudis, Agila. No eran del todo extrañosa mi memoria.

Cuando llegué al valle de Arán, laniebla se levantó y divisé el castrodestruido e incendiado por los guerrerosde Lubbo; las casas humeantes, lamuralla semidestruida, todo bañado por

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la luz plateada de la luna. Me acerqué ala vieja cabaña de Enol aún ardiente ydescendí por la colina hasta elmanantial. Después, los hombres deLubbo volvieron, me descubrieron juntoal agua y me apresaron, pero yo ya habíaescondido la copa.

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VII. Albión

Atravesando varios patios contiguos algran palacio, accedimos a las callejasdel poblado, empedradas y húmedas. Elambiente rezumaba olor a mar y asalitre. A lo lejos escuché el bramido dela marejada, y mis oídos se llenaron dela sonoridad de las olas rompiendocontra la ensenada. Por encima delestruendo del mar, se escuchaba elsonido que salía de las gargantas demiles de gaviotas sobrevolando elpoblado.

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Custodiada por los soldados deLubbo, atravesé el gran castro sobre elEo. La ciudad se distribuía como Aránen estrechas callejas formadas por laconstrucción al azar de las casas, unasde piedra, otras de madera y adobe.Transitamos cerca de unas casas bajasde barro que eran la morada de lossoldados y la servidumbre. Las mujeresmolían en el umbral mirándome concuriosidad. Más adelante, unos niñossorprendidos nos observaron y siguieronel paso de los soldados, como jugando.El malestar después del trance hacía quemis pasos vacilaran. Los niños lanzaronexclamaciones que podrían ser insultos,

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posiblemente me llamaban borracha.Alcanzamos un conjunto de

viviendas con techo de madera y plantaoval, como un pequeño enjambre, ellugar estaba rodeado de un alto muro atrozos derruido, pero que distinguíaclaramente del resto del poblado y nopermitiría salir fácilmente de allí a susocupantes. Dentro se abría un enormepatio o corral al que comunicaban unasedificaciones pequeñas. En el centro, unpilón grande al que caían las aguas delas lluvias, en el que las mujereslavaban. Nos paramos en el acceso aaquel lugar, que después supe que erallamado «la casa de las mujeres», y

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esperé que la guardia nos diese paso.Desde la entrada vi en el patio a niñosde corta edad que jugaban en el barro yunos perros corriendo de un lado a otro.

En la puerta de una de lasconstrucciones de piedra una anciana derasgos hombrunos parecía trabajardistraídamente limpiando guisantes. Másallá, otras mujeres molían bellotas.Cuando llegaron los guardias, lashabitantes me miraron con curiosidad,una de ellas dejó lo que estaba haciendoy se introdujo en el interior llamando aalguien. Hablaban mi misma lengua, lalatina deformada por el acento de losalbiones.

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Salieron más mujeres. Una de ellas,mayor que las otras, parecía revestidade una dignidad especial. Su atuendo erauna túnica larga, adornada con ajorcasde piedras, y un largo manto cerrado poruna fíbula. Puso su mano sobre mihombro y despidió a los guardias delpalacio.

—Soy Ulge —dijo—, señora de lacasa de las mujeres. ¿Cuál es tu nombre?

—No tengo nombre —contesté comodudando—. Me han llamado Janaporque me encontraron junto a una fuentey mi padre era un druida.

Ulge miró a la multitud que nosrodeaba, curiosa, y me indicó con un

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dedo sobre los labios que debía callar.—Aquí, ninguna tenemos pasado, y

Jana es un nombre como cualquier otro.Todas somos cautivas aquí, hasta yo queos dirijo, procedemos de muchoslugares y cada una lleva consigo supropia historia.

Me sentí confortada por aquellamujer de grandes y finas manos que semovían expresivas al hablar y decabello níveo que brillaba al sol. Ellaprosiguió diciendo:

—Ven, hija mía, necesitarásdescansar y asearte.

Me hizo avanzar en el recinto; era unlugar alegre donde se cultivaban flores y

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los niños de corta edad jugaban, lasgallinas y los perros corrían de un ladoa otro. No había hombres allí.

Varías mujeres a las órdenes de laanciana, riendo y charloteando en undialecto parecido al de Arán, en el quese mezclaban palabras suevas y latinas,me empujaron hacia una de lasconstrucciones redondas. Dentro secocía el agua y unas ventanas sinvidrios, entreabiertas, apenas dejabanpasar la luz. De allí pasé a una estanciaredonda cubierta por ramas de parraentrecruzadas; a la sombra de ellas, ungran baño circular en el que entrabaagua constantemente por un manantial

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que surgía de la pared. Se bajaba a élpor escaleras talladas en la roca, y almeterme en el agua, con sorpresadescubrí que era tibia, un manantialcaliente surgido de la roca.Semidesnuda, el agua tibia y agradableal tacto me cubrió. Me lavaron loscabellos con esencias olorosas. Lasuciedad me abandonó. Sólo dosdoncellas jóvenes permanecierondentro, vertían sobre mí cántaros deagua caliente. Cuando estuve limpia lasdos mujeres me examinaron los dientes,me palparon el cuerpo, y acariciaron loslargos cabellos ahora limpios del polvoy del ramaje del camino. Me vistieron

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con una túnica limpia de lana fina,cruzada por un cordón, y después metrenzaron el pelo.

Al finalizar el aseo, las mujeres delos baños me condujeron al exterior, aun gran patio entre las casas; el resto delas moradoras de aquel lugar miró coninterés y una cierta admiración a larecién llegada. Limpia, con una túnicafina y el pelo trenzado me sentídescansada y con esperanza de que nadamalo me fuese a ocurrir.

Salimos de nuevo al patio central yatravesando aquel espacio irregularentre las casas me condujeron al frentedel recinto, a un lugar en donde una

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construcción de mayor tamaño lodominaba todo. Los habitantes de lacasa de las mujeres nos seguían y, deallí, al oír el murmullo de la gente, salióUlge. Me hizo entrar en su casa parainterrogarme.

—¿De dónde vienes?—Vengo de la montaña, del castro

de Arán; hace apenas una semana lossoldados atacaron y destruyeron mipoblado.

—Aquí hay godas, cautivas de laregión de los autrigones, mujeres de losleggones y los pésicos. También haymujeres de poblados rebeldes, comodebió de ser el tuyo. Nos protegemos

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unas a otras. No hables mucho de tupasado. Todas somos iguales, porquetodas hemos dejado algo atrás. Cada unatiene su función. ¿Sabes tejer?

—No, pero puedo aprender.—Irás al recinto de las tejedoras y

esta noche dormirás con Urna,Verecunda y Lera. Algún día bajarás ala costa y, si es necesario, ayudarás enla fortaleza de Lubbo.

Al oír aquel nombre, me asusté.—¿Temes a Lubbo?—Sí —musité.Ella calló, me miró comprensiva y

no quiso seguir hablando de aquello.Después llamó en voz alta:

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—¡Vereca!Por la puerta apareció una mujer

muy alta, con pelo rizoso de color rojizoy aspecto un tanto hombruno.

—Conduce a Jana a vuestroaposento.

En silencio, Vereca me acompañó através del conjunto de habitáculos entorno al patio central. Las casas secomunicaban directamente con lafortaleza, el palacio de Lubbo.

Accedimos a una de esas casas, unalmacén en el que se amontonaban sacosde bellotas, castañas y manzanas. Lamujer era muy callada. Extendió unaestera sobre el suelo y me pasó una

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manta formada por las pieles de variosanimales pequeños, para que meabrigase. Después ella se retiró.

Durante la noche me desperté variasveces, allí dormían otras mujeres, entreellas, la que Ulge había llamado Vereca.Seguí dormitando. En mis sueños, Enolme habló y pude ver a Aster, pero unAster diferente, galopaba hacia unasmontañas de cumbres blancas, rodeadode muchos hombres, con él estabanLesso y Fusco. Mis sueños enlazaban amenudo con el pasado, o el futuro, peroen aquella época mis visiones mecomunicaron con Aster y pude saber asíque sus heridas se habían curado; en mis

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visiones las gentes se congregabanalrededor de él y le seguían.

Desperté antes del alba, la luna y lasluces de las antorchas en el exterioriluminaban un recinto estrecho yalargado. A lo lejos cantó un gallo.Junto a mí, en esteras en el suelo yacíanotras tres mujeres. Pronto amaneció ypude contemplarlas. La mayor eraVereca, las otras dos eran jóvenes, quizámayores que yo pero no pasaban laveintena, una de ellas de cabello muyoscuro, dormía apoyada sobre un brazode piel dorada, el largo cabello lecubría la cara. La otra mujer dormíaboca arriba, sin moverse, tenía unos

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rasgos muy puros y el cabello castañolargo y ondulado y su piel era de unblanco lechoso. Los ojos muy grandes yde largas pestañas permanecíancerrados y debían de ser hermosos,después comprobé que eran grises.Cantó de nuevo el gallo y la luz del solse introdujo con más fuerza por lasgrietas de la puerta. Vereca se levantóprimero.

—Vamos, vamos, arriba —dijo—.Hoy Lera y yo iremos a la fortaleza.

Lera miró a Vereca asustada, susgrandes ojos grises se llenaron demiedo, y la hermosa piel de su cara seruborizó. La observé con comprensión, a

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mí también me hubiera asustado volver ala morada de Lubbo.

—Nos ha dicho Ulge que irás conUrna al telar.

Miré a Urna, era la mujer morena,que dormía con el cabello extendidosobre su cara. Al levantarse vi su rostro.Tenía unos rasgos muy pronunciados,una nariz muy grande, aguileña, con unacara cuadrada, los ojos grandes yrodeados por ojeras, que los hacíanparecer profundos. El conjunto resultabaagradable aunque no era hermosa.

—Yo la acompañaré.Recogimos las esteras y las pieles y

las dejamos a un lado, después salimos

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hacia el telar por el camino, Urna nodejó de hablar.

—¿Cuándo has llegado?Me gustó su forma de hablar, clara y

directa.—Ayer.—Te acostumbrarás, aquí la vida no

es dura aunque no podemos hacersiempre lo que queramos.

Atravesamos el espacio central,correteaban niños, gallinas, perros yalgún cerdo y ovejas. Llegamos a unaamplia cámara, encalada y limpia,donde varias mujeres hilaban y tejían.Al verme me rodearon.

—¿Eres la nueva?

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—Sí, debo de serlo. —Sonreítímidamente.

—¿Sabes tejer?—No.—Ayudarás a Urna a devanar la

lana.Me senté en un banco pequeño y

Urna, frente a mí, me enseñó a hacer losmismos movimientos que ella. Sonreía amenudo y me sentí tranquila junto a ella.Las puertas del telar estaban abiertas, enel techo se entretejían ramajes que nostapaban de la lluvia tan frecuente enaquellas tierras. Al fondo, el fuego delhogar calentaba el ambiente, y la luzentraba por las puertas muy abiertas.

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Todo me llenaba de curiosidad.—Anoche, además de Verecunda en

el lugar donde dormimos vi a otra mujer,me pareció muy hermosa.

—Es Lera, procede de Ongar, ellugar de los rebeldes, ya sabes. En unataque de Lubbo fue capturada; allí lasmujeres son hermosas, pero no lo sontanto como lo eres tú.

Yo enrojecí.—Aquí las mujeres no tienen el pelo

dorado, ni la piel tan clara. ¿De dóndeprocedes?

—Vengo de Arán, un poblado en lasmontañas.

—Eso no es posible. Allí la gente no

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es como tú.—Sé que llegué allí de niña,

procedente de otro lugar. Viví con unsanador, un druida, creí que era mipadre. Pero ahora no estoy segura. Y élya no está.

—¿Ha muerto?—No lo sé.En mis visiones, en mis sueños, una

y otra vez aparecía Enol, unas veces leveía vivo y otras muerto por un armablanca, apuñalado, con un semblantesimilar al que recordaba cuando medespedí de él en la cabaña en losbosques. Pero mis visiones no teníantiempo, podían ser del pasado o

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transcurrir en un tiempo futuro. Eradifícil saber si mi visión sobre Enol erapretérita y él había muerto, ocorrespondía a un tiempo que aún nohabía llegado.

Intenté evitar la conversación sobreEnol y pregunté a Urna:

—Y tú… ¿De dónde vienes?—Yo no vengo de ningún sitio —rió

ella—, soy de Albión. Mi familia eramuy importante, y siempre fue fiel aNicer. Después de la conquista deAlbión por los suevos, Lubbo condenó amuerte a mi padre junto a Nicer. Mihermano Tibón huyó a las montañas conAster, yo y mi madre fuimos encerradas

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aquí, ella falleció cuando yo erapequeña. A veces hablo con Ábato y consus hijos, que son parientes. Yo hecrecido y vivido aquí, Ulge es casi unamadre para mí. Se puede decir que no heconocido otro lugar que la casa de lasmujeres. Me gusta salir de aquí y amenudo consigo escapar por las noches.Veo a los hombres de la guardia —entonces Urna suspiró—, si consiguescasarte con uno de ellos podrías salir deaquí.

—¿Entonces eres feliz en este lugar?Urna calló pensativa pero después

habló en voz alta.—¿Qué es ser feliz? No lo sé.

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Supongo que me gustaría casarme eirme; pero aquí no estoy mal, Ulge mecuida y yo no pienso en otra cosa. Ulgeparece adusta porque tiene que gobernareste reino de tejedoras, alfareras,cocineras, pescantinas y no es fácil.Afortunadamente Lubbo la respeta y ellanos cuida.

Callamos un tiempo mientrasdevanábamos la lana. Yo pensé: «Ulgeme recuerda a Marforia. ¿Dónde estaráMarforia?» Y después seguíespeculando tristemente: «Quizás hayamuerto.» Me sacó de mis pensamientosla voz de una mujer mayor que nosacercó una saca de lana. Nos dijo:

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—¿Qué estáis haciendo? Aquí ostraigo trabajo.

Urna dejó de hablar y comenzó aenseñarme a hilar, con un huso al queenrollaba los mechones de lana y unarueca.

—¿Ves?, así, no dejes que se escapela lana.

Me resultaba difícil hilar, la lana seme escapaba y Urna se reía de mí.

—¿Qué hace una mujercita como túsin saber hilar? ¿No tienes madre?

—No. Te dije que viví siempre conun druida, había un ama, Marforia, peroyo la evitaba. Me gustaba ir con Enolpor el bosque, y sé muchas cosas de las

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plantas.—Eso le interesaría a Romila, es la

curandera de este lugar. La conocerás.Ella también busca plantas.

—¿Hay muchas mujeres aquí?—El número de las mujeres varía de

unas épocas a otras, alguna es solicitadapor los guardias o por habitantes delcastro y vendida como criada y esposa.Todas tememos a los solsticios y elplenilunio, porque a menudo alguna essacrificada.

No quise indagar acerca de aquello.Seguimos trabajando toda la mañana, ysupe muchas cosas de Albión. Despuéscomimos un potaje bien condimentado

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aunque pobre. Pasaron las horas, medolían las manos de devanar la lana.Llegó la noche, una noche sin luna, elcielo encapotado no dejaba pasar elfulgor de las estrellas.

En la mañana, fría y gris, Lubbo memandó llamar y Ulge vino, pálida, adecírmelo. Me condujo hasta la puertade la casa de las mujeres y desde allídos guardias me llevaron ante elhechicero. La visión de la fortaleza mecausó pavor, un edificio de piedra dedos plantas grande y alargado, contorreones y una gran terraza desde dondese divisaba el mar. A la planta superiorse accedía por unas escaleras no muy

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amplias; después descendimos hasta elsótano y penetramos en una estancia deventanas con arcos, apoyados sobrecolumnas redondas con capitelescorintios. En el centro Lubbo se sentabasobre un trono elevado. El lugar eratétrico, las ventanas cubiertas porcolgaduras de un tejido oscuro nodejaban entrar la luz. El techoabovedado era de piedra.

Lubbo se mostraba así ante lasgentes cuando quería infundir miedo,sentado en aquel trono alto y precedidopor dos búhos, dos pájaros grandes quecomían carne de su mano: un gran búhoreal negro y otro más pequeño, blanco.

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Cuando llegué a la presencia deLubbo, vi sobre su puño el gran búhonegro; tras él, posado en el capitel dehojas de una columna, se posaba el búhoblanco. Me asustaron los pájaros. Elmás grande, de pelaje negruzco y ojosrojos, de un tamaño similar al de unáguila, parecía mirarme con odio. Elbúho blanco, procedente de las islas delnorte, movía la cabeza como afirmando,un animal inquietante, de ojos ámbar ycon mirada intensa y maliciosa.

Supe después que Lubbo habíaligado su poder a aquellas aves, a lasque cuidaba con desvelo y alimentabacon carne humana. El aspecto de Lubbo

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me sobrecogió, sobre todo cuando fijóen mí la cavidad profunda de su únicoojo. El cabello rojizo, un tanto erizado,le daba un aspecto demoníaco que seacentuaba por su extraña mirada; Lubboescudriñaba todo a través de unas cejasespesas e hirsutas y su expresióndespedía un fulgor duro como la yescade un pedernal. Mientras hablaba laspalabras salían en un susurro por debajode su larga barba de color entrecano.

—Me dirás dónde ha ocultado Enolla copa o serás torturada.

—No lo sé —grité—. Enol la llevócon él.

—Puede ser que sí, o puede que no.

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Ogila, ¡átala!Me ataron y un siervo me desnudó la

espalda, comenzaron a golpearme conlátigos y varas, yo empecé a llorar.Lubbo parecía disfrutar con aquello.

Sentí un gran dolor, entonces mirespiración se volvió rápida y una granluz blanca me inundó. Perdí el sentido.

Al despertar, me habían soltado.Lubbo ya no estaba, oí a los hombresdecir:

—Mucha suerte ha tenido al perderel conocimiento. Lubbo se ha puestofurioso.

Con paso vacilante me llevaron denuevo a la casa de las mujeres, allí me

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condujeron al lugar donde vivía Romila,la sanadora curó mis heridas y me hizodescansar. Me encontraba mal, en unestado de angustia y de granagotamiento; Romila mientras meaplicaba un ungüento en la espalda y enlas articulaciones habló.

—Te han golpeado brutalmente,pero en medio de todo has tenido suerte.Sí. Mucha suerte.

Interrogué a Romila.—Suerte, ¿por qué?—Otros han muerto ante las torturas

de Lubbo, y muchos han sidosacrificados a su dios vengativo ycarroñero. Han servido de comida para

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sus pájaros.—¿Sacrificados? —me asusté—. En

mi aldea se intentó sacrificar a unpequeño guerrero del sur pero alguien loimpidió.

—Tuvo suerte. Aquí desde que estáLubbo, muchos mueren.

—¿Desde cuándo ofrecéissacrificios?

—Los antiguos moradores de estecastro en ocasiones muy especialesofrecían sacrificios y holocaustos a losdioses. Nicer los prohibió. El tiempo deNicer fue un tiempo feliz, un tiempo depaz. Hubo buenas cosechas. Nicer era unhombre íntegro, valiente, abominaba de

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las luchas fratricidas y la guerra sinsentido. Cuando Lubbo consiguió elpoder, llegaron malos tiempos y Lubbodecretó que se construyese el templo alos dioses de nuestros antepasados; peroésa no es la tradición, en nuestro pueblono se adora a los dioses en un templo,sino en el claro de los bosques. A Lubbole gusta el espectáculo y los altares depiedra, ama la sangre, siente placer alver sufrir a sus víctimas.

Romila me curó las heridas en mismuñecas y las vendó con cuidado. Todome dolía, y hablé:

—Cuando intentó torturarme sentíque quería hacerme sufrir. Lubbo

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disfrutó viéndome padecer, despuésentré en trance y perdí el conocimiento.

—Quizá por eso no te ha torturadotanto, a ti un dios te hace entrar en lainconsciencia, eso te protege porquedejas de sentir.

Romila me acostó en su lecho y medejó descansar tranquila. Después tomóhierbas de un saco grande, comenzó aseleccionarlas, a limpiarlas, por últimolas cortó y las introdujo en una gran ollasobre el fuego. Romila se distraía entreuna cosa y otra y hablaba. Yo no queríarecordar mi encuentro con Lubbo, mesentía aterrorizada.

—Sigue contando cómo llegaron los

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sacrificios.—Al principio eran pequeños

animales, aves que entregaba a lospájaros de presa, descuartizándolos ylanzando pequeños trozos de la víctimaal aire para que las aves de presa loscomieran. Lo hacía delante de todo elmundo. Después comenzó a sacrificar amachos cabríos, y caballos blancos.Tenían que ser de gran envergadura einmaculados. Él disfruta introduciendoel cuchillo en el bruto, hasta lo máshondo del animal. Después Lubbo bebesu sangre aún caliente y le da carne delsacrificio a los búhos. A menudo entraen trance y con él mucha gente, porque

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Lubbo reparte una bebida excitante quevuelve loca a la gente.

—Es horrible.—Lo horrible estaba aún por llegar.

Durante algunos años hubo sequía, nollegaba la lluvia a los campos. Lubbodecidió iniciar los sacrificios humanos.Comenzó a sacrificar doncellas yjóvenes en su pubertad. Le gustamatarlos delante de todo el mundo ysentir el miedo y el odio de la plebe. Esverdad que en los tiempos antiguos sehacían sacrificios; pero era distinto, seinmolaban personas mayores quequerían descansar de la fatiga de la viday que morían aceptando el sacrificio, o

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algún cautivo de guerra. Ahora, lossacrificios cada vez son más frecuentes.Pero él nunca tiene suficiente…

—¿Qué más le queda?—Le queda encontrar una copa.Al oír hablar de la copa me

sobresalté.—¿Qué copa?—La copa de los antiguos druidas,

cree que si bebe sangre humana en lacopa, su poder será superior al decualquier otro hombre. Pienso que teguarda aquí porque te reserva parasacrificarte. Tú también eres de cabelloclaro y blanca, la doncella para elsacrificio.

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Me asusté. Romila advirtió miturbación.

—Creo que él te mantiene vivaporque quiere algo de ti, quiere saberalgo, por eso te tortura.

Yo callé. Tenía miedo de Romila,parecía amable pero sentí que ellabuscaba algo. Entonces dije:

—No sé dónde está esa copa.—¿Ah, sí? —dijo mirándome a los

ojos. Me costó resistir su mirada.

No fui desgraciada en la casa de lasmujeres. Sólo temía volver a sertorturada y alguna vez más Lubbo me

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hizo llamar, ansioso por conocer elparadero de Enol. De nuevo, intentó quehablase pero yo ante el dolor perdía elsentido y entraba en trance. En aquellascrisis veía a Enol que me suplicaba queno revelase el paradero de la copa.Muchas veces soñé con Aster. Meparecía verlo una y otra vez, lecontemplaba montado sobre el grancaballo asturcón, despidiéndose de mí.

Me volví pálida y macilenta,asustada por la tortura. Un día supimosque Lubbo se ausentaba de Albión y enel poblado se respiró tranquilidad,mejoró el tiempo y comenzamos a bajara la playa a recoger moluscos. Ulge,

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compadecida y deseosa de que el airedel mar curase mis miedos, me enviócon las buscadoras de conchas a lacosta. Desde la casa de las mujerescruzábamos el poblado vigiladas porhombres de la guardia, despuésatravesábamos la muralla por el portillosur y ascendíamos por el acantilado através de unas empinadas escalerasbajando a una playa de arenas muyblancas.

A mí me gustaba divisar el mar grisperla que se adentraba hacia elhorizonte, techado a menudo por unamuralla de nubes azuladas a lo lejos.Más cerca, en la costa, se abría un cielo

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añil entremezclado con nubes rosáceas.Todas disfrutábamos sintiendo el

agua en los pies, con una ciertasensación de libertad y observando elmar cambiante: terso o embravecido,azul grisáceo o verdoso, adornado porespuma o calmo.

Una mañana, vigiladas por Urna,recogimos crustáceos y moluscos entrelas piedras.

—Eres muy joven —oí a mi lado.Levanté la vista de la arena bañada

por las olas y distinguí a Romila, no lahabía visto desde que cuidó mis heridastras los tormentos de Lubbo. Ella queríahablar conmigo.

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—¡Quién tuviera tus años! —dijomientras se esforzaba en seguir el pasode las otras.

Sonreí.—No soy tan joven, ya he cumplido

dieciséis.—Yo también fui joven y no era fea,

pero no tan bonita como tú. Tienes uncabello dorado precioso y ser tanhermosa, aquí, no es bueno, siempresacrifican a las hermosas.

Al ver mi expresión asustada, lavieja me hizo un guiño.

—Por eso yo sobrevivo. —Rió—.No te asustes, puedes sobrevivir sitienes algo que agrade a Lubbo, o bien

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asustarle con algún tipo de superstición.Yo sobrevivo por eso.

—¿Por qué?Me hizo un gesto de complicidad.—Lubbo está convencido de que el

día que yo muera, él me seguirá.Estamos bajo las mismas estrellas y supadre y mi padre fueron de la casta delos hechiceros, por eso no se atreve ahacerme nada y puedo decirle todo loque quiera.

Miré a Romila, su rostro me resultóagradable, con su fina nariz aguileña y lacara surcada de arrugas sin fin. Romilase inclinaba hacia la arena a recogermoluscos y los introducía en un pliegue

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de su ropa. Detrás de nosotras, faenabanVerecunda y Urna, mis compañeras.

Había llegado a apreciarlas.Verecunda era goda, pero no era unagoda de alta alcurnia. Su condición eramás bien modesta, procedía de unpoblado de campesinos que se habíaasentado en la meseta. Verecunda no erahermosa, con un pelo rojizo siemprefosco, la cara picada de viruelas y losdientes mellados; pero sus ojos azulapagado eran amigables y leales.

Se situó junto a nosotras.Yo susurré:—Romila dice que en el solsticio

sacrificarán a una de nosotras.

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—No siempre lo hacen —dijoVereca—, algún año sacrificaroncaballos blancos o alguna vaca.

—Pero ahora están en guerra ynecesitan todos los animales —dijoRomila.

—No le hagas caso a Romila —metranquilizó Verecunda—, le gustan lossacrificios humanos más que a Lubbo.

Al oír la acusación Romilaenfureció.

—¡Eso es mentira! —chilló con vozdestemplada y algo temblona—. ¡A ver!¿Quién se enfrentó con Lubbo paraevitar que mataran a la última si no yo?

—Eso sí que es verdad, eres la

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única que sabe enfrentarse con Lubbo.Romila siguió charloteando, y yo me

alejé con Verecunda.—Ten cuidado, Jana —me dijo la

goda—, Romila está loca y dicen quejuega a dos bandos, es una espía, no lecuentes nunca nada. Sin embargo,escúchala, ella es la que más conoce aLubbo y las costumbres de los tiemposantiguos.

Entendí que no me convenía fiarmede nadie, aunque por sus expresionesRomila pareciera benigna hacia mí,podía ser peligrosa. Callé e intentéescaparme del mar. Las olas mearrastraban. Reí con las mujeres más

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jóvenes, jugábamos a escapar de lamarea y siempre nos alcanzaba. Las olasestallaban sobre la playa y el oleaje eraintenso. A lo lejos divisamos un navíode velas blancas.

Aceleré el paso y me puse a corrercon las otras chicas. El tacto del aguafría me hizo recordar la fuente en Arán,pensé en mi secreto, y de pronto recordéque al depositar la copa había notado elfrío de un metal y la sensación de tocarpiedras preciosas. Me detuve alrecordar aquello pero pronto seguícorriendo, y empujé a Verecunda, que seasustó. Siempre se asustaba ante loimprevisto.

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—¿Por qué te asustas tanto? —pregunté a Verecunda.

—No sé. Desde que asaltaron mipoblado y murió mi gente, siento unsobresalto constante.

Comprendí su profundo sufrimiento.—¿Te acuerdas mucho de ellos?—Siempre los tengo presentes, mi

buen esposo Goderico, mis niños, mispadres. Mis padres y mis hijos hanmuerto, sé que condujeron preso aGoderico, mi buen esposo. ¡No teimaginas lo que es no tenerlos!

Callé. No supe cómo consolarla yconversamos sobre otras cosas.

Ascendimos la ladera del acantilado

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por el estrecho sendero en la peña. Devez en cuando resbalábamos en lasrocas y reíamos. Nos vigilaba Ulge, quese apoyaba en Romila para su ascenso.En un alto del camino paramos,atardecía y el sol se acercaba al mar,después descendió dejando sólo una finalínea roja sobre el océano. Yo no podíaretirar la vista de aquel horizonteinmenso, enrojecido por los últimosrayos de un sol de invierno. Entonces,entré en trance y perdí el sentido, vi lasmontañas derrumbarse y a Aster y a sushombres a caballo, huyendo de la ruinade los montes.

Me condujeron inconsciente a la

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casa de Romila. Permanecí desvanecidalargo tiempo, durante el cual hablé deArán, del herrero enfermo, de Enol.Romila me escuchaba, y al despertar meinterrogó. En el gran almacén sedisponían varios lechos para losenfermos y allí la sanadora guardabatoda clase de plantas y raíces en sacos yen cajones grandes de madera. El lugarolía como la casa de Enol, y todo meresultaba familiar.

—Te he escuchado en tu trance.¿Conoces el arte de curar?

—Sé algunas cosas. Viví con unhombre muy sabio que se llamaba Enol,conozco el nombre de las plantas y sus

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propiedades.Con la ayuda de la curandera me

recuperé y seguí con mis tareas en elcastro; pero unos días más tarde, quizása petición de la propia sanadora, Ulgedispuso que yo colaborase con Romilaen la curación de las heridas yenfermedades de la casa de las mujeres;pronto le ayudé también en la atenciónde los hombres y las mujeres de Albión.Este cometido me daba una ciertalibertad y con la excusa de coger algas yplantas medicinales podíamos alejarnosde la prisión. Acompañaba a lacurandera, que apoyaba su cuerpocansado en mis hombros.

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Por las noches, regresaba a lamorada que seguía compartiendo conLera, Urna y Verecunda. A vecesRomila y yo nos demorábamos en laciudad y las puertas de la casa de lasmujeres, como en Arán, se cerraban. Elatardecer casi siempre nos sorprendíafuera. Un día las puertas estabancerradas y los guardias fuera, peroRomila no se inmutó. Dio la vuelta a lagran cerca de piedra y tras un recodo,oculto por una gran enredadera, pudever un pequeño portillo.

Penetramos sin problemas en la casade las mujeres. Llegué muy tarde allugar donde dormía. La estancia estaba a

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oscuras pero por la ventana la luz de laluna proporcionaba una cierta claridad.Vi a Lera. Estaba de rodillas a un lado,su hermoso rostro, reclinado ligeramentehacia delante, mostraba una expresiónde paz.

Al verme levantó la cabeza.—¿Qué haces?—Rezo a mi Dios.—¿Quién es tu dios?—Murió en una cruz.—¡Ah! Eres cristiana.—Sí. En Ongar muchos lo éramos.—¿Vienes de Ongar? ¿Conoces a

Aster?—No, él llegó a Ongar después de

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que yo fuera hecha cautiva.—Cuéntame de tu dios.—Es un dios bueno y providente que

nos cuida.Yo me reí de ella y le dije:—No será tan poderoso cuando tú

estás cautiva.Ella intentó explicarme.—Su poder es distinto, no se

impone, y él sufrió por nosotros,comparte nuestros dolores.

Observé el convencimiento con elque Lera decía estas palabras, suexpresión me gustó pero me encontrabacansada y callé pensando en lo que mequerría decir con aquello. Pronto me

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invadió el sueño.Por la mañana me acerqué a la casa

de Romila. Me encargó lavar las ropasque usábamos como vendas, para elloacudí al impluvio, un lugar donde serecogía el agua de las lluvias procedentede los tejados pero en el que tambiénhabía un manantial. El impluvio estababajo techado y allí lavábamos todas lascautivas pero también muchaspescadoras y campesinas así como lassirvientas de casas nobles de la ciudad.Aquél era el centro de rumores y decríticas y allí nos llegaban las noticiasdel exterior.

—Le ha llegado mucho oro a mi

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señor.La que hablaba era una sirvienta del

metalúrgico de Albión. El herrero de lafortaleza sobre el mar no era como el deArán, el padre de Lesso hacíaúnicamente herraduras y reparaba armase instrumentos de labranza. En cambio,el orfebre de Albión se dedicaba al artedel talle y labraba en oro toda clase deobjetos preciosos, era una personalidadinfluyente. Había llegado desde el surconducido por Lubbo, a quien legustaban aquellos objetos.

—El gran Lubbo, príncipe deAlbión, quiere que mi amo labre unacorona toda de oro macizo, y un altar

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para el templo de Lug.—Eso es mucho oro —dijeron las

lavanderas.—Claro que lo es.—¿De dónde proviene tanto oro? —

pregunté.—De Montefurado. Lubbo ha puesto

en funcionamiento las antiguas minas delos romanos. En las Médulas, enMontefurado, la montaña es destruidapor la mano de los hombres y consigueoro que llega a Albión en gran cantidad.Con ese oro mantiene su poder, con élpaga a los mercenarios. Los suevos nole ayudarían si no llenase sus bolsillosde oro. Al principio le apoyaron porque

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traicionó a Nicer. Pero después debiópagarles un tributo. Lo hizo con ese orode las Médulas que ha extraído a golpede esclavos.

Frente a mí, Vereca golpeaba la ropasobre la piedra que servía de lavadero.Noté algo extraño en ella, sus ojos sellenaron de lágrimas.

—¿Qué le ocurre?—Su esposo Goderico es un esclavo

en las minas de oro, ella sufre por élporque muchos no sobreviven allí.

La sierva del metalúrgico continuabahablando de la corona que su amo iba alabrar para Lubbo, mientras estrujaba laropa, unas telas oscuras que, al contacto

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con el agua, destilaban un tinte rojizo.—Lubbo es sabio, conoce los

misterios de la naturaleza.Aquí habló Urna, enfadada.—No es lo mismo ser sabio que

conocer los misterios de la naturaleza.Lubbo no es sabio, es cruel y avariento,ama el oro y disfruta con el dolor ajeno.Tu amo es igual…

—Un momento…—No, no puedes negarlo. Tu amo

sólo quiere atesorar riquezas, es unjudío que Lubbo trajo del sur.

La criada del judío comenzó aprotestar, y comenzó una pelea entre lasmujeres. Se echaban unas a otras la ropa

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sucia y mojada. Las miré concuriosidad; educada entre hombres, laspeleas de mujeres me parecíanridículas. Así que me levanté, me puse aun lado, recogí lo que había lavado y medirigí a la casa de Romila.

Encontré a Romila acostada.—Niña…—Sí, dime qué quieres, Romila.—Toma aquellas hierbas oscuras y

cuécelas, después dame la poción.—¿Estás enferma?—No sé, estoy triste.—¿Qué te ocurre?—Han llegado malas nuevas a

Albión. Sé que habrá nuevos sacrificios,

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y ya no puedo soportarlo. Los rebeldeshan vencido en varios lugares. Lubboofrecerá un sacrificio a su diossanguinario.

—¿Quién morirá? ¿Yo?—No. Tú estás protegida porque

Lubbo quiere conocer tu secreto.—¿Cómo sabes que tengo un

secreto?Romila me sonrió suavemente.—Aquí piensan que hago un doble

juego, que las espío para despuéstraicionarlas a Lubbo. En parte esverdad. Sin embargo, yo… —calló unmomento— me entero de cosas en lafortaleza y gracias a Ulge evitamos

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muchos males. Sabemos tratar a Lubbo.Me di cuenta de que Romila me

decía la verdad, su fama en la casa delas mujeres no se correspondía con suactitud con los enfermos, con susdesvelos con las mujeres. Guardésilencio un tiempo y tomé su mano conafecto. Entonces el semblante de Romilaquedó en paz. Al cabo de un tiempo unaidea me seguía rondando en la mente.

—¿Entonces a quién sacrificarán?—Es posible que sacrifiquen a Lera.

Es demasiado hermosa.—A lo mejor no ocurre.—Sé que ocurrirá —dijo

amargamente Romila—, conozco a

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Lubbo demasiado bien.—¿Por qué?—Hace muchos años, antes de que

Alvio y él se fueran, yo le quise, y enaquella época pienso que él mecorrespondía, pero amaba más el podery se fue lejos. A la vuelta había perdidoel ojo y estaba lleno de cicatrices;habían pasado muchos años y yo era unavieja. Nada era igual, pero yo le sigoconociendo como entonces, y me duelepensar en lo que pudo haber sido y noes, por eso intento suavizar el mal que élpueda hacer, para que no se le tome encuenta y por eso espío.

Sentí conmiseración por Romila,

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pero aún más sentí una hondapreocupación por Lera.

—¿No podría, escapar?—¿De Albión? ¿Por dónde? ¿El

acantilado? ¿El mar abierto? ¿El ríoguardado por los soldados de Lubbo?No. Albión es inexpugnable. Tiempoatrás había túneles que comunicaban conotras zonas del litoral, pero Lubbo loscegó todos. Albión es una ratonera de laque no se puede escapar. Sólo hay unaescapatoria y es que los rumores que mehan llegado no sean verdad.

—¿Qué rumores?—Aster y sus hombres avanzan

hacia los Argenetes, y los castros de las

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montañas que proporcionan a Lubbo loshombres para Montefurado se hanrendido. Si es así, Lubbo querrá ofrecerun presente a su dios sanguinario paravolverlo a su favor. Matará una doncellaen el solsticio en el templo de Lug.

—Aún queda tiempo.—Sí, queda tiempo, pero si algo no

lo remedia, ocurrirá.Romila se volvió hacia la pared, su

sufrimiento era grande. Anochecía ydecidí dejarla sola. Al regresar, entrelas casas del gineceo todo era comosiempre; observé a un niño muy pequeñojugando con un enorme perro gris. Medio miedo que le hiciese daño. Le

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levanté en el aire y el niño rió.—¡Aupita! —dijo.De una cabaña, a un lado, salió una

enorme mujer obesa, de grandes pechosque indicaban la lactancia. Tomó a suhijo en brazos, le besó y después leabofeteó, quizá por haberse escapado.Me reí.

Al llegar al lugar donde moraba, vi aLera. La miré con compasión. Estabasola, sentada sobre una saca con grano,seria, con las manos entrecruzadas sobresu regazo. Su hermoso rostro mostrabalas huellas de haber llorado. Me sentéen el saco de grano junto a ella, quepareció no reparar en mi presencia.

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—¿Qué te ocurre?—¡Oh! —se sorprendió ella al notar

mi presencia—, nada.—Estás muy seria.Ella sonrió y sus grandes ojos grises

se llenaron de luz.—Sí. Estoy preocupada.Se levantó haciendo un esfuerzo,

apoyando sus manos contra la saca;después siguió:

—He visto a Lubbo. Cada vez queveo su extraña cara, presiento algohorrible. Veo el mal en su rostro ypienso que algún día me matará.

—Yo también veo cosas —dijeintentando consolarla—, no siempre se

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cumplen, a veces son cosas del pasadoque ya han ocurrido, otras nuncasucederán. Las visiones no son fácilesde interpretar.

—No, no es eso —siguió Lera—, yonunca tengo presentimientos, ni tengovisiones como tú. Es una sensación realque no sé cómo combatir.

—¿Qué harás? ¿Huir?—No. Confiaré en mi Dios,

sabiendo que todo lo que me espera espara mi bien, y le pediré a Ulge que meexcuse del trabajo en la fortaleza deLubbo. Así, él no me mirará con eseúnico ojo horrible.

La miré sorprendida de aquella

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extraña fe, después tomé su mano y laapreté con afecto. Nos quedamos untiempo así, hasta que llegaron Vereca yUrna. Urna, como siempre, reía.

Vereca habló contenta:—Han llegado rumores de que los

castros del sur de Vindión se hansometido a Aster y de que el hijo deNicer se dirige a Montefurado.

Pensando en el peligro que Leracorría caí en un sueño profundo. Duranteaquel sueño vi a Aster y a sus hombresluchando en unos montes extraños yrojizos. Oí un ruido grande que me hizodespertar, el ruido de una montaña quese hundía, pero después se hicieron

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presentes los montes rotos, quebrados.Verdes colinas horadadas durante siglospor la mano de un duende, que dejabacicatrices anaranjadas en sus laderas. Alfrente, los montes nevados de lacordillera de Vindión, de los quedescienden suavemente pendientesverdinegras y bosques espesos. En lahondonada, entre las montañas heridas,los castaños extendían sus ramas teñidaspor el color amarillo y ocre del otoño;los árboles jaspeados en tonos doradosarmonizan con el color anaranjado delos picachos del yacimiento.

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VIII. Ruina Montium

Entonces en la visión vislumbré unoshombres que avanzaban, poco a poco sefueron haciendo más claros, Astercabalgaba al frente, habían salido deOngar días atrás. Era un pequeñoejército de hombres decididos con unplan prefijado. Desde lo alto de lasmontañas, en Orellán, Aster divisó lasminas largo tiempo muertas y ahorarevitalizadas por la ambición y el afánde poder de Lubbo y paró la marcha desus hombres.

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Detrás de Aster avanzaban losmontañeses equipados con hoces yespadas, armas de hierro y bronce. Sólounos cuantos montaban a caballo. Entreellos caminaban los hombres de Arán:Lesso, Fusco y Tassio. Lesso miró alfrente, y la visión de las antiguas minasle produjo un estremecimiento.

—¿Qué es eso? Nunca he visto nadaasí. ¿Cómo lo han hecho? —le preguntóa Tassio.

—Hace varios siglos, los romanos,en lo alto de las montañas embalsaronagua con la ayuda de los astures ygalaicos y labraron túneles en la roca,después lanzaban el agua a través de

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ellos haciendo estallar la montaña.Cuando se fueron los romanos, seabandonaron las minas y lo que vesestaba muerto, pero a Lubbo le come elansia de poder y de oro. Ha comenzadoa trabajarlas con esclavos cautivos.¿Ves aquel castro? No es tal, es unaprisión vigilada por soldados suevos.De nuevo Lubbo ha comenzado a romperlos montes, este lugar es la base de supoder.

Tassio prosiguió hablando, toda lapartida de guerreros estaba quietacontemplando las minas, muchos deellos no conocían el lugar, y seasombraban de que, cientos de años

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atrás, los hombres de otras épocashubiesen sojuzgado la montaña,extrayendo de su fondo el oro y losmetales preciosos. Los de Aster, sinembargo, conocían bien que aquel sitio,en medio de su sobrecogedora belleza,era un lugar de desolación.

—Muchos han muerto ahí. Porlargos espacios cavan túneles en losmontes a la luz de los candiles y ellosmismos son la medida de las vigiliaspues en muchos meses no ven la luz deldía. A veces las galerías se hunden derepente y sepultan a los cautivos. Esmenos temerario buscar perlas en lasprofundidades del mar.

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—¿Cómo conoces eso?—En Ongar conocí a un hombre que

trabajó en estas minas. Logró escapar ypudo llegar a las montañas. No viviómucho después de aquello, pero sí losuficiente para contar el horror que sepadece.

Tassio quedó callado. Como Lesso,era hombre de pocas palabras, y nogustaba comentar los horrores de lasminas; pero Fusco se impacientaba.

—¿Por qué estamos parados?—Mira allí, Fusco. Aster está

deliberando con los otros jefes degrupo.

—No estaban en Ongar. ¿Quiénes

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son? —preguntó.—Los que cabalgan junto a Aster:

Mehiar, Tibón y Tilego. Mehiar es el depelo oscuro y más fuerte.

—No parece un albión.—No, es un hombre de las montañas

de Ongar. Guarda una relación muydirecta con la familia de la madre deAster, es un hombre de las tribus de lasmontañas. Haría cualquier cosa porAster, lo acogió cuando llegó a lamontaña, huido de Albión, es su tío. Losotros dos son albiones.

—Sí, se parecen a nosotros, elcabello castaño y los ojos más claros.Desde que hemos salido de Ongar no he

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visto pronunciar una palabra a Tilego.Siempre está callado y en su expresiónsolamente hay odio.

Tassio asintió, su hermano habíacaptado lo que distinguía a Tilego deotros hombres.

—Años atrás Lubbo sacrificó a laprometida de Tilego, una de las máshermosas mujeres de Albión, parasatisfacer a los dioses carniceros yasesinos a los que rinde culto. Esecrimen no se demostró pero Nicerexpulsó a Lubbo de Albión por ello.Tilego nunca perdonó a Lubbo, siemprele acusó del sacrificio de su jovendesposada. No habla, pero durante la

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noche en sueños grita y acusa a Lubbode aquello. Lo que dices es cierto,Tilego es un hombre callado, en suinterior sólo busca la venganza. Asterconfía mucho en él porque esextremadamente meticuloso en todo loque emprende.

—¿Y el otro?—Es Tibón, un ser alegre, no lo ves

desde aquí.Miraron en aquella dirección y

pudieron observar cómo aquel hombremoreno, llamado Tibón, musitaba algoen voz baja a Aster, este último sonreíay le indicaba que callase.

—Tibón es también un albión, huyó

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con él del gran castro sobre el Eo. Soncomo hermanos. Con hombres comoMehiar, Tibón y Tilego, Aster puedeconquistar el mundo. Son valientes ynobles. Tienen la nobleza en la sangre…además de la que han ganado peleando.

Tassio calló repentinamente, lebrillaban los ojos, admiraba a susseñores. Estaban en lo alto de lamontaña y se oía incesante el repiqueteode palas, picos y azadas. De repentetodo cesó y un silencio hosco y extrañocruzó el valle, un silencio en el quehasta los insectos y pájaros del lugarguardaron un mutismo quedo; de repente,con un estallido atronador, la montaña

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frente a ellos vibró y se desplomó. Ungran grupo de rocas cayó ante ellos, conun estruendo ensordecedor,entremezclado con los relinchos decaballos, los gritos de los hombres y lacaída del agua. Se había soltado eldique y los túneles, horadados desdetiempo atrás, habían estallado por lapresión del agua. Un alud de piedra,cieno y polvo llenó el valle. El sol deaquel día de otoño se oscureció.Después cesó lentamente el estruendo ylos ruidos de los bosques reaparecieron.Se oyeron los gritos de los capatacesgolpeando a los esclavos de las minas, ysus quejidos lastimeros. Los siervos de

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la mina se dirigieron al alud a buscaroro.

Aquel oro por el que los cántabros yastures habían sido sometidos por losromanos y por otros pueblos era denuevo motivo de sufrimiento para losmontañeses. Para los hombres de Ongar,la conquista de Montefurado respondía asus deseos de justicia, el oro deMontefurado era un símbolo de lospueblos astures y al mismo tiempo loque mantenía el poder de Lubbo.

Aster detuvo la cabalgada y lesindicó que se guareciesen tras losárboles. Los caballos piafaron y sucapitán les hizo callar. Esperaron y

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pronto vieron avanzar a un hombre decorta estatura, semidesnudo y vestidoapenas con los harapos de un esclavo delas minas. Aster desmontó de su caballoy se dirigió en silencio hacia él. Elhombre se abrazó a las piernas delpríncipe de Albión. Lesso vio cómo elhombre hablaba con Aster, primero entono lastimero, abrazado aún a susrodillas, después Aster le levantó y elhombre habló en un tono más alto ysuplicando ayuda. El príncipe de Albiónasentía pero le solicitaba algo en tonoimperativo, el otro afirmaba y juraba.Aster le señaló a Mehiar, y el hombre lehizo un saludo respetuoso, después

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Mehiar desmontó y caminando con pasofirme se dirigió a los hombres de Arán.

—Venid conmigo. A ver, Tassio,Lesso, Fusco, los hombres de a pie.Vosotros, también.

Ellos se situaron tras él.—Si alguno tiene miedo que vuelva

atrás, pero que nunca más regrese alcampamento. ¡Los que no tenganmiedo…! ¡Adelante, conmigo!

Siguieron a Mehiar y dejaron atrás alos hombres a caballo.

—¡Ni un ruido! —susurró Mehiar.La bajada era empinada y los

hombres debían arrastrarse al caminar,resbalando por la pendiente. El siervo

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de las minas miraba asustado alrededorcada vez que alguien hacía crujir unahoja, o tropezaba y provocaba unsonido. Al fin, divisaron el campamentode esclavos. Lo vigilaban variossoldados suevos. El hombre se sentófrente al campamento con una expresiónde dolor cruzándole el semblante.Mehiar no tenía paciencia, el otro letranquilizó diciéndole que esperase. Depronto crujió el monte con mucha másintensidad que antes.

—Se lo dije —sollozó el esclavo—,era peligroso, el monte está cayendo ysepultará a muchos de los cautivos, perono les importa.

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Se oyeron gritos y un gran desordensurgió del lado de la mina, sobre elcampamento de Montefurado. Los vigíasasustados abandonaron sus puestos y elesclavo que acompañaba a los hombresde Mehiar hizo una señal para queavanzasen. Anochecía y la luna de otoñobrillaba sobre los árboles.

Se introdujeron sigilosamente en losbarracones de los siervos; allí yacíanheridos de desprendimientos anteriores,y un gran desorden lo dominaba todo. Ellugar olía a excrementos, a húmedo y acerrado. Algunos enfermos se hacinabanen los camastros. Mehiar ordenó a sushombres que se cambiasen de ropa con

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los atavíos de los esclavos. Lesso yFusco se sentían pequeños y perdidosentre tanto hombre adulto. Mehiar lesexplicó el plan; era peligroso: debíanintroducirse por los túneles de lamontaña, el esclavo les guiaría.

Lesso y Fusco se miraron un tantoinquietos, no llevaban más de dos mesescon los hombres de Ongar, para ellostodo había sido nuevo y ahora sehallaban desconcertados, estabanasustados. La ropa que se habían puestodespedía un hedor nauseabundo, uno delos hombres que acompañaba a Mehiarles había dado un pico y una pala. Noentendían para qué. ¡Si al menos Tassio

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estuviese con ellos! Sin su hermano,Lesso se sentía perdido, pequeño entretantos hombres aguerridos. Por suerte,Fusco estaba con él.

—¿Dónde ha ido Tassio? —susurróFusco a Lesso.

—No lo sé —contestó Fusco en elmismo tono—, pero quizás ha ido a lazona de la montaña donde están algunosde los siervos de Montefuradoapresados por rebeldía, debenliberarlos.

—Y nosotros ¿adónde vamos?Lesso no contestó, miró su pico con

cara de resignación.—A los túneles, a cavar.

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—¿A cavar?—Sí, eso han dicho… ¿No les has

oído?Fusco mostró su fastidio, y le

contestó:—¿Sabes, Lesso? Cuando nos

fuimos con Aster, aquel día en elbosque, al verle… pensé en una vida deluchas con espadas, de vencer aenemigos enormes. Y ahora aquíestamos, con un pico y una pala,haciendo agujeros en la montaña.

Lesso permaneció en silencio. Noeran más de cinco hombres, y estabaclaro que no les habían seleccionadopor su alta talla. Fusco y Lesso,

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adolescentes aún, eran muy bajos, y losotros tres hombres que les acompañabanno alcanzaban la alzada de un caballo.Circulaban por detrás de los establos,pegados a la pared, en dirección a laentrada a los túneles. Oyeron a loshombres de la guardia, que caminabancon paso recio y rítmico. Los de Ongarse pegaron a la pared. El aire de lamadrugada soplaba fresco y aliviaba elmal olor que, como una mordaza, leshabía saturado en el interior del almacénde esclavos. Arrastrándose, llegaron ala boca de uno de los túneles queconducían a las excavaciones en lamontaña. El esclavo les hizo una seña.

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Aquella entrada estaba descuidada,crecían matojos y zarzas. Uno de loshombres, a una indicación del guía,cortó los matojos con un cuchillo.Reptando, se introdujeron en la cueva yya en el interior alguien encendió unatea. Avanzaron unos tras otros, muydespacio y semiagachados por la pocaaltura del túnel. Fusco le susurró aLesso:

—Me dan miedo los lugarescerrados.

—No lo pienses… —dijo Lesso,casi sin poder articular las palabras porla angustia que le producía el pasadizo.

Siguieron avanzando con cuidado, el

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túnel se elevaba ahora ante ellos.Penetraron en una cueva muy amplialabrada años atrás por las manos de loshombres. De la sala central partíanvarios túneles y, en alguno de ellos, sepodía vislumbrar luz a lo lejos. Entrelos hombres de Ongar, el silencio sehizo sepulcral, Fusco y Lesso no seatrevían a respirar apenas. El guía loscondujo por un pasillo lateral y al finalde aquel túnel encontraron una pared;debían remover la tierra; sedistribuyeron en distintos grupos. Fuscoy Lesso cavarían en el túnel en direcciónperpendicular adonde se encontraban,otros dos hombres perforarían el túnel

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en dirección contraria a los de Arán, losdos restantes horadarían la montaña defrente. Nadie hablaba. Con señasindicaron a cada uno lo que tenía quehacer. Fusco y Lesso comenzaron aremover tierra. De vez en cuando seacercaba el capataz y les iba dandoinstrucciones. Aquel hombre conocía lamontaña, era capaz de adivinar lo queexistía detrás de cada veta de mineral.

Cavaron un tiempo indeterminadoque a los jóvenes de Arán les parecióeterno. Lesso comprobó que debían sermuchos los hombres de la minaimplicados en aquel asalto. Losesclavos que les llevaban agua y comida

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no eran siempre los mismos. En laoscuridad vislumbraba escasamente susrostros. Después de muchas horas todoparó en la mina. Fuera se había hecho denoche, y era preciso descansar, ademáslos picos y palas de las otras galeríashabían detenido su marcha. Si hubiesenseguido cavando el ruido se habríadetectado desde el exterior.

Fusco se acostó al lado de Lesso; nopodía dormir, entonces hablaron:

—Ayer oí rumores. Los cuadosdestruyeron Arán —dijo Lesso.

—Lo sé.—¿Y no me has dicho nada? —

Lesso se enfadó—. ¿Qué sabes de mi

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padre?—Destruyeron todo, los que no

habían huido antes murieron…—¿Y mi padre?Fusco calló, incapaz de articular la

verdad; Lesso entendió lo ocurrido.Permanecieron en silencio. El muchachoocultó sus lágrimas.

—Era un hombre bueno. No queríaproblemas, le dolía que luchásemoscontra Lubbo… Para él sólo la fraguatenía importancia.

—Ahora la fragua no existe —susurró Fusco—, todo nos lleva a seguiraquí. ¡Mal rayo le parta a Lubbo!

—¿Sabes algo de las mujeres?

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—Sé que muchas huyeron a losbosques.

Lesso dudó en preguntar.—Y… ¿la hija del druida?—Dicen que está prisionera en

Albión.Fusco respiró hondamente.—Debemos conquistar Albión y

matar a ese puerco asesino de Lubbo.No sé qué hacemos aquí cavandotúneles.

—El poder de Lubbo se basa en eloro, con él paga a sus hombres y a lossuevos. Si conseguimos conquistarMontefurado, Albión caerá.

Oyeron una voz invitándoles a

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callar. Era el esclavo. A lo lejos, lospasos de un guarda que cuidaba lasminas. Cuando cedieron los pasos, elesclavo se les acercó.

—Soy Goderico. Debéis hacer loque yo os diga. En cuanto comiencen aperforar en otros túneles, debemosseguir cavando aún más rápido queellos. Hay que acabar pronto. Despuéstendremos que salir corriendo y abrir eldique que da paso al agua. Lo haremoscuando oigamos en los montes resonar elcuerno de caza de Aster. Si no loconseguimos, nuestro trabajo no habráservido para nada. Quizá nos persigan,quizá muramos… pero hay que abrir el

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dique. Los montes se derrumbarán sobreestos cerdos y nosotros podremos serlibres.

Casi sin hablar asintieron. Despuésel silencio reinó en aquellos túneles.Lesso sentía un miedo irracional metidoen aquel túnel estrecho, se angustiabaencerrado en aquel lugar que le parecíaun nicho mortuorio. Estrechó fuerte elbrazo de Fusco. Él también tenía miedo.Oyeron cavar en otros túneles.Rápidamente comenzaron de nuevo aextraer tierra. Trabajabanaceleradamente. Delante, Fusco y Lesso,los más pequeños, extraían la tierra,detrás los otros la drenaban. En un

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momento dado Lesso clavó el pico en lapared y no notó resistencia, se abrió unpequeño agujero por el que penetró unhaz muy fino de luz. Goderico exclamó:

—Hemos acabado. Atrás.Retrocedieron y siguieron a

Goderico por el túnel, realizaron elcamino en dirección inversa. Lesso sedio cuenta, de que Goderico tenía menosprecauciones que a la ida, era como siya no importase tanto ser descubiertos.En una cavidad amplia encontraron dosguerreros cuados, no intentaronocultarse; Goderico y los tres mayoresse lanzaron contra ellos, e indicaron alos de Arán que huyesen; Lesso y Fusco

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cogieron las teas de la sala y despuésprosiguieron el ascenso. Al fin, salieronpor la parte más alta de las minassiguiendo una conducción de agua, ahoraseca. La luz del sol señalaba la mediatarde. Fue entonces cuando se oyó en elvalle el cuerno de Aster coreado por sushombres. Los que les seguían pararon, yellos aceleraron el paso. A los cuadosles pareció más importante aquel ruidoen las montañas que unos esclavosintentando huir, por lo que algunos sevolvieron atrás: estaban atacandoMontefurado. Sólo un par de hombresiba tras ellos. De nuevo oyeron elcuerno de Aster, cuando habían llegado

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al dique.Mientras tanto Aster y sus hombres

rodeaban el poblado y lo atacaban. Portercera vez oyeron el cuerno. Lesso y losotros estaban junto al dique. De unhachazo rompieron la cuerda quesujetaba la compuerta, la barrera cayóhacia delante y el agua inundó lostúneles. La montaña crujió, sintierontemblar la tierra y los montes cayeron asus pies en medio de una gran nube depolvo y piedra. Los hombres de Lubbose vieron rodeados por la fuerza deAster azuzándoles de frente y por lasaguas y piedras de los montes cayendosobre ellos. No podían retroceder ni

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avanzar ante los enemigos que lesatacaban.

Lesso y Fusco observaron la batalladesde la altura. Reían y lloraban viendoa los hombres de Lubbo sepultados porla montaña y Aster luchando contra ungran guerrero cuado al que le clavó laespada en el vientre. Junto a él, Tibón yTilego luchaban con brío. Fueronadelantando las filas, y los esclavos seunían a ellos, atacando a sus captores.De pronto Lesso gritó: una flecha depenacho negro atravesaba a Tassio, quecaía al suelo. Desde allí arriba, en laparte más alta, oyeron su grito. DespuésLesso vio cómo su hermano se

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arrancaba la flecha y seguía peleandocon la ropa empapada en sangre.

La batalla duró hasta el anochecer.Los hombres de Ongar se hicieron conuna gran cantidad de oro y con armas.Aster ofreció la libertad a los esclavos,o incorporarse a ellos para luchar contraLubbo. Muchos esclavos de las minas deMontefurado se les unieron.

Lesso y Fusco bajaron de lo alto dela montaña buscando a Tassio. Loencontraron cubierto de sangre perosonriendo.

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IX. La curación delniño

La mujer gimió. El parto se prolongaba,haciéndose más complicado. Romila latrataba con solicitud y al mismo tiempopresionaba con fuerza su abultadoabdomen. Me situé en su cabeceraacariciando aquella frente perlada por elsudor y contraída por el esfuerzo. Lamujer emitió un grito agudo y una cabezaoscura asomó entre sus piernas. Romilame hizo una señal y recogí al niño, que

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acerqué a su madre. La madre sonrió ylo abrazó con alegría, aún sucio delparto. Romila y yo nos miramoscontentas, el chico era un varón fuerteque se puso a llorar con vigor. Con losaños ayudaría a su padre en el trabajodel mar. Lavamos a la criatura y laarropamos con ropas de lana, dejándolajunto a su madre. Después salimos de lapequeña casa de pescadores. Entoncesse acercó una mujer bien vestida, era lacriada de Blecan. La reconocí porquehabía hablado conmigo en el impluvio.

—Romila, vengo a buscaros. Unnieto de mi amo está enfermo y quizápodáis ayudarle.

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—¿No habéis acudido a los físicos?—Sí, pero no saben qué hacer.Romila estaba muy fatigada, se

estaba haciendo mayor. Suspiró y sinpensarlo más dijo:

—Vamos, niña, habrá que atender aese nieto del viejo zorro de Blecan.

Debíamos cruzar toda la ciudaddesde la zona más al sur en donde vivíala mujer recién parida hasta la zonanordeste, al barrio donde residíaBlecan. Emprendimos con calma elcamino, Romila se apoyaba en mihombro.

Para caminar más deprisa, subimosal dique. Desde allí es desde donde

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mejor se divisa la ciudad del Eo.Durante miles de años el río, en sudesembocadura al océano, horadó laroca del acantilado, esculpiendo arcos ybóvedas en la roca negra. Con el tiempola corriente fue alejándose de la roca yel delta se distanció de la pared abruptadel despeñadero, y ese terreno setransformó en una tierra muy fértil, amenudo inundada por el mar. Allí, milesde años más tarde se alzó la ciudad delEo, la cuna de los albiones. Ellos fueronquienes construyeron un dique ciclópeo,una barrera que impedía que las aguasinundasen la explanada en declive dondese sitúa Albión. Así, la ciudad está

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construida bajo el nivel del mar.—Hoy hay hombres luchando en la

explanada delante de la fortaleza deLubbo.

—Son mercenarios —me explicóRomila—. En otras épocas, los hombresde Albión se defendían ellos solosfrente al enemigo, se apoyaban en loshombres de los castros, que lesobedecían, pero desde que Lubbodomina la ciudad, les ha retirado lasarmas y ha enrolado a una gran cantidadde mercenarios en su guardia personal,la mayoría son guerreros suevos quesiembran el terror en la ciudad con totalimpunidad. El capitán de ellos es Ogila.

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Es cruel, y fiel a Lubbo, pero sobre todoes fiel a sí mismo. De vez en cuando,con sus hombres baja hacia el sur,trayendo vino, trigo y mujeres como esaVereca que habita contigo.

Miré a Romila, su expresión eraseria y apenada, ella amaba a la ciudadjunto al Eo y conocía todo su pasado.

—Esta ciudad es triste —dije—, noes como mi poblado.

—Sí. Hay miedo. Lubbo domina elconcilio de ancianos de la ciudad deAlbión; si alguien se opone a losmandatos de Lubbo, Ogila le castiga, ydestruye su casa. Muchos hanclaudicado a la fuerza de Lubbo, incluso

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los más valientes.No siguió hablando, habíamos

alcanzado el extremo del dique y unasescaleras estrechas nos condujeron denuevo al dédalo de callejas irregularesque formaba el castro sobre el Eo.Romila y yo nos introdujimos por unpasaje estrecho entre dos casas, despuésseguimos avanzando hacia el interior dela ciudadela y llegamos a la granexplanada de la fortaleza donde laguardia nos miró al pasar. Despuéscaminamos por la gran vía que se abreal puente sobre el Eo, Torcimos hacia eloeste y pude ver una construcción máshermosa que las otras, era la casa de

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Blecan. Toda de piedra y dedimensiones considerables, tenía unpequeño pórtico a la entrada y dentro unpatio.

Nos recibieron reticentes, noconfiaban en Romila y habían llamado alos físicos, pero no habían logradomejorar la situación. Encontramos alniño sudando mucho por la fiebre. Lacabeza, con las fontanelas abombadas,parecía muy grande. Romila palpó concuidado el cráneo de la criatura, solicitóun estilete, después punzó la cabeza delniño y salió un líquido acuoso ysanguinolento. Por el orificio Romilaintrodujo un ungüento en la cabeza del

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infante. La madre observó horrorizada ala curandera. Yo recé a los dioses. Elniño gritó pero su expresión desufrimiento cedió y entró en el terrenodel sueño. La madre nos miróagradecida y Blecan, un hombre mayorcon cara adusta, pareció dulcificar susrasgos. Les explicamos lo que debíanhacer con el niño, y nos fuimos.

Con un gesto Romila me indicó elcamino. Entendí lo que quería decirme.Tanto a ella como a mí, nos gustabadivisar el mar rompiendo contra elmalecón del puerto y después bajar ycaminar descalzas sobre la arena,viendo las olas estrellándose y

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limpiando la playa.Romila miró al sol y hacia el mar

centelleante por la claridad delmediodía. Elevó sus súplicas al dios dela luz alzando sus brazos hacia elhorizonte en un gesto de adoración.

Luego bajó los brazos, y las dospermanecimos en silencio.

—¿Por qué elevas los brazos al sol?—Es un gesto ancestral, el gesto de

los sanadores. Cuando conseguimosalguna curación se la ofrecemos al sol,símbolo del Único Posible, la divinidadque está en todas partes.

Las olas del mar chocaban contra eldique. Por una escalera de piedra

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descendimos hacia la playa buscandoalgas y moluscos, el estruendo del mar ylos gritos de las gaviotas lo llenabantodo. Era primavera y el cielo azul, sinnubes, se reflejaba en el océano. Hacíafrío y me rebujé en mi manto. La brisamarina refrescó nuestros rostros y mipelo brillaba al sol. En el horizonte deaquel día límpido y claro, me parecióver en la distancia unas islas rodeadasde nubes, muy lejos, más lejos de lo quenadie pudiera ver.

—¡Romila! —dije—, allá, muy a lolejos, en el horizonte veo una isla llenade luz.

Ella dudó un instante, después con

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voz temblorosa dijo:—Quizás es un espejismo del sol

sobre el mar, pero también podría seruna tierra real, la tierra de Albión,adonde fueron nuestros padres y dedonde a menudo vienen gentes. Yo vinede allí.

Miré a Romila interrogante. Todavíame parece escuchar su voz tras de mí,mientras contemplamos el mar que lamela costa rocosa y las playas de arenablanca. Entonces Romila se hundió en elpasado y con una voz que brotaba de untiempo inmemorial habló:

—Nuestro pueblo proviene de muylejos. Más lejos de lo que nadie

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imagina. Los hombres que una vezpoblaron el país de los astures vinieronde otro mar diverso a éste, vinieron delsur, de más allá del océano que rodeatodas las tierras circundándolas. De másallá de ese mar que los romanosllamaron Mediterráneo, por estarsituado en medio de todos susterritorios. De un mar más azul que esteen el que no existen las brumas delCantábrico.

Imaginé una masa de agua enorme,iluminada por un sol perenne, al sur deaquel lugar; yo iba a preguntar algo,pero Romila siguió hablando.

—Más allá del mar, en su extremo

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más oriental y al este de las tierrasbañadas por el Mediterráneo, en untiempo muy antiguo, un hombre tuvo treshijos. Uno de ellos fue maldito porquese rió de su padre borracho, los otrosdos le cuidaron y sobre ellos cayeronlas bendiciones de su padre. El hijomaldecido se llamaba Cam, permanecióen la tierra de su padre e intentódoblegar a los otros, que huyeron. Elmayor, Sem, fue al norte, el menor, Jafet,emigró hacia el oeste. Del hijo mayordescienden los semitas, de Jafetdescienden los pueblos del mar,nosotros entre ellos. Los descendientesde los dos hijos sumisos a su padre

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siempre han adorado a un único Dios ylo hacen en las noches de luna llena.

—En mi poblado se hacía así y mipadre, Enol, asistía.

Los ojillos de Romila se fijaron enmí con interés, ella quería llegar a mipasado.

—¿Conociste a Enol?Rápidamente contesté:—Enol ha muerto.—Eso no puede saberse.—La última vez que le vi, estaba

herido…—Reaparece cada generación,

encarnado en otro hombre. La historiaque te estoy contando tiene cientos de

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años y Enol siempre vuelve. Elverdadero Enol posee la copa de lacuración.

—Dime, Romila, ¿qué es esa copa?—Procede de los tiempos antiguos,

al principio de todo.—¿Quién la hizo?La curandera mostraba un rostro

rejuvenecido, parecía que al relatar estahistoria de un tiempo tan lejano todo enella se fortalecía.

—La forjó Tarsis, hijo de Yaván,hijo de Jafet. Huyendo de los camitas,Tarsis llegó al país de los egipcios.Allí, aprendió el arte de la fragua y lafundición. Tarsis fundó un linaje que se

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ha prolongado en el tiempo. Él y sushijos conocieron una sabiduríainmemorial, dominaron el arte de lafragua que resumieron en la fundición deuna copa sagrada. La copa teníagrabados en caracteres antiguos, losmisterios de la curación y del poder.Tarsis engendró cuatro hijos: Aster,Gael, Aitor y Abrás. A la muerte delpatriarca, la copa pasó a su hijo mayor,Aster. Los hijos de Tarsis sirvieron alos egipcios hasta que fueron expulsadosen tiempos del gran faraón Ramsés. Elfaraón persiguió a los judíos que eranpueblos semitas y descendían de aquelantepasado común a Tarsis. Eran

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esclavos en Egipto y se enfrentaron alfaraón. Los descendientes de Tarsis losprotegieron y por ello tuvieron queescapar de las iras del faraón. Huyeronen dos grupos, unos hacia el norte yotros hacia el Mediterráneo. Al fin,ambos grupos llegaron al extremooccidental del mundo conocido, al lugarque los romanos nombraron comoHispania. Durante siglos habitaron en elsur de aquel país, y fundaron un reinoque se llamó también Tarsis, enrecuerdo del padre de todos. Allí, cercade la desembocadura de dos ríos,encontraron oro y crearon una hermosaciudad llena de riqueza. Dominaban el

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mar, comerciaban con los pueblos delsur y del oeste. Tarsis se convirtió en elpaís del oro, y el oro fue su perdición.Sus habitantes olvidaron las costumbresde sus mayores, el pueblo degeneró, seembrutecieron y se debilitaron. Semezclaron además con las idolatrías delos pueblos vecinos abandonando elculto al Dios único, al Único Posible;adoraron a los ídolos.

Yo recordé las palabras de Enol.—¿El Único Posible? ¡Así llamaba

Enol a su dios!Romila prosiguió, sin escuchar mi

interrupción.—Se dejaron poseer por el vino y la

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molicie; su civilización entró endecadencia. Mientras tanto, en elMediterráneo, otros pueblos sefortalecían. Fueron atacados, la batallafue cruenta y destruyó la antigua ciudadde Tarsis. Los supervivientes emigraronal norte, a las montañas de Vindión y alPirineo; se organizaron en cuatrograndes tribus: la tribu de Aster, la tribude Gael, la de Abrás y la tribu de Aitor.Los hijos de Aster formaron los pueblosastures, los de Gael los galaicos, los deAbrás los cántabros y los de Aitor losvascones. La tribu de Aster poseía lacopa mágica. Los hijos de Aster fueronpoderosos, la copa les fortalecía,

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dominaron el mar, como susantepasados, y se hicieron navegantes.Desde las altas costas del norte en losdías claros, se podían ver las lejanasislas septentrionales, y amaron aquellastierras. Lucharon y colonizaron las islasque llamaron Albión y Eire, por eso lospueblos astures y galaicos hanconservado las mismas lenguas y lasmismas costumbres que los hombres deAlbión y Eire. Durante siglos los asturescomerciaron con las islas y trajeronmetales preciosos; sobre todo cobre,plata y el preciado estaño.

—¿Desde aquí se pueden ver esasislas?

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—Sí. En los días claros como hoy seproduce un extraño espejismo y se veuna costa cubierta por neblina blanca, esallí adonde emigraron los antepasadosde los astures y con ellos se llevaron lacopa.

—¿Por qué se llevaron la copa?—La copa es mágica, les facilitó

conocer los caminos del mar. La copaproporciona el triunfo en la guerra y laprosperidad en la paz al pueblo que laposea. Un día los que la portaban, loshijos de Aster, no volvieron a las tierrasde Vindión, emigraron hacia nuevastierras en el país de los bretones y losgalos. Al faltar la copa en las montañas

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cántabras, los astures decayeron.Pasaron los años y la desolación llegó ala tierra. Las cosechas fueron malas ypara sobrevivir los astures salieron alsur, se alistaban como mercenarios enlos ejércitos o atacaban poblados en lameseta. Los hombres morían en lasguerras. Con la guerra llegó la peste y elhambre. En los poblados morían losniños y los adultos. Las pilas decadáveres ardían por doquier. Dicen quecuando la desesperación fue más grandellegó Enol. Era sanador. Nunca fuejoven ni anciano, siempre igual a comoes ahora, una barba canosa y ojos azulescentelleando bajo unas cejas espesas,

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como un lago de paz; es igual que loslagos de Enol, azules y resguardados deagrestes montañas.

Interrumpí a Romila, le habíaescuchado largo tiempo mirando elhorizonte que se cubría de nubesblancas. Nos habíamos sentado en elsuelo, sobre la arena. Le dije:

—Así era Enol, mi padre.Después, callé, y la anciana

prosiguió:—Enol es un nombre de leyenda.

Dicen que aquel antiguo Enol trajo denuevo la copa y con ella curó a muchos.Nunca se detenía. Recorría una aldeatras otra y examinaba a los enfermos, los

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aislaba en casas ajenas al poblado, yallí los trataba con una pócima quefabricaba en una copa dorada…

No pude callar.—Una copa dorada y verdinegra con

caracteres extraños en los bordes yarandelas romboidales.

—¿La has visto?Enrojecí. No quería haber dicho

aquello, pero Romila poseía el don decontar historias, y aquélla habíapenetrado dentro de mí, haciéndomeolvidar toda precaución sobre el secretode la copa.

—Enol decía que aquella copa eracapaz de fabricar bebedizos que curaban

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los venenos y, sobre todo, lasenfermedades del alma. Era un gransanador, el mayor que nunca hayaexistido entre nosotros. Su influenciallegó a ser tan grande que lo habríanhecho rey. Nunca lo consintió y siemprese sometió al gobierno de los hijos deAster.

Romila enmudeció, pero yo estabaansiosa por conocer las leyendas de mipueblo.

—¿Y después?—Las leyendas cuentan que Enol

subió a un barco y volvió a las islas dedonde había venido; otros dicen que setransformó en un lago en las montañas

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de Ongar; y que de vez en cuandodesciende a los valles; pero se dicetambién que cuando nuestras gentestienen necesidad, cuando hay guerras opeste, Enol regresa de las montañas ycuida a nuestro pueblo.

Deseaba conocer más sobre la copade poder, el objeto que había ocultadoen la fuente y que todo el mundo parecíabuscar.

—¿Y la copa?—Lo cierto es que la copa retornó,

de alguna manera, a sus antiguos dueños,los pueblos britos o los galos. Laguardaron durante generaciones, peroluego los galos fueron traicionados por

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un druida que pasó la copa a uncenturión romano. César dominó a lastribus galas, y la copa del poder fue aOriente y después, cuentan, fue llevada aRoma. Dicen que por eso el imperio delos romanos fue tan fuerte y duró tantotiempo. Hay quien cuenta también quedespués pasó a los godos; que Alarico,en el saqueo de Roma, la obtuvo aldesvalijar una gran iglesia, por eso losgodos son en la actualidad poderosos.Pero ahora se ha perdido.

—¿Y cómo sabes todo esto?—Lubbo me lo cuenta. Lubbo desea

la copa más que nada en el mundo, sabeacerca de ella. Creo que cuando Lubbo y

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Alvio fueron al norte, su padre lesencargó recuperar la antigua copa de losdruidas, pero los dos hermanos sepelearon y sus caminos fuerondivergentes. Nunca se supo bien lo queocurrió entre ellos. Ahora, Lubbo hasabido que Alvio posee la copa, y lebusca por un lugar y otro, Lubbo piensaque con la copa recuperará el vigor quele falta, y la vista del ojo que haperdido. Lubbo odia a su hermanoAlvio.

Romila no dijo lo que pensaba delos dos hermanos.

Recordé las torturas de Lubbo y temíque Romila pudiese revelar algo.

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—Yo sólo sé que la copa está bajoel poder de Enol —y pensé en lo queAster había sospechado—; el que yollamo Enol podría ser ese al queconocéis como Alvio.

Me detuve, temí haber dichodemasiadas cosas, después habléapresuradamente.

—No sé nada de ella.Se me quebró la voz, capté que

Romila dudaba de mis palabras, lasanadora había percibido que yoconocía más información de la queconfesaba.

—Quizás Enol, el Enol que yoconocí, consiguió la copa en sus viajes

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al norte. Romila, no quiero hablar deEnol, me hace sufrir. Era como un padrepara mí. No sé quién soy. Y tampocotengo claro quién fue o quién es Enol…Le juré que no diría nada de la copa… yestoy incumpliendo mi juramento.

Pensé en los siglos pasados, enaquel hombre que se llamaba como eldruida que me había cuidado. Romilaperdía su mirada en el mar. Se cubriólos ojos con una mano y miró al sol.Noté en ella una plegaria.

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X. Las historias de lostiempos antiguos

Desde aquel día junto a la costa, lacuriosidad por el pasado dominó mispensamientos. Sin embargo, las jornadassiguientes llenas de quehaceresimpidieron que Romila y yo hablásemosa solas. Uno de esos días, la curanderaobtuvo permiso para salir de lasmurallas de Albión y recoger hierbasmedicinales en la llanura junto al río.Solicitó que yo la acompañase y me

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llevó con ella. Cruzamos el gran portónde la ciudad y los soldados nosdetuvieron, pero Romila mostró unsalvoconducto que Ulge le habíaproporcionado y nos dejaron pasar.Caminamos rápidamente sobre lapasarela de tablazón pero tuvimos queapartarnos a un lado para dejar paso asoldados de la guardia de Lubbo.Galoparon junto a nosotras con rostrosque mostraban urgencia. Estuve a puntode caer al agua y me cogí con fuerza alas grandes cadenas de hierro quesujetaban el puente. Romila me tomó dela mano, e insultó a los jinetes sinpreocuparse de que fueran o no

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armados.Al traspasar la plataforma de

madera, no seguimos mucho tiempo elcamino sino que Romila se introdujo enel herbazal hasta llegar al río. Lacorriente circulaba caudalosa y susaguas doblaban los juncos del margen.

—El río está más lleno de agua queotros años, este invierno ha nevado enlos Argenetes.

—¿Argenetes? ¿La cordillera no sellama Vindión?

—Vindión es un nombre antiguo yalude a toda la cordillera. Los romanosllamaron así a la parte de la cordilleraen la que nace el río Eo, muy cerca de

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Montefurado. Allí hay plata, en sulengua, argentium, es la plata; son losmontes de la plata.

Aproveché las palabras de Romilapara sonsacarla y saciar mi interés porel pasado.

—¿Tú conociste los tiempos de losromanos? Cuéntame más cosas —lesupliqué.

Romila se inclinaba hacia el bordedel río, la sanadora guardaba en sumente un tesoro de leyendas e historias,unas quizá reales, otras interpretadas asu manera.

—Durante siglos, los astures y loscántabros resistimos al empuje de

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Roma. Finalmente, los romanos llegaronaquí, hasta la costa, y derruyeron laantigua ciudad de Albión, pero en lospoblados perdidos del interior nuestraraza aguardaba mejores tiempos. Romase asentó en la costa, pero en lasmontañas, en poblados dispersos comoel tuyo, como Arán, mantuvimos nuestrascostumbres y evitamos pagar el tributo alos conquistadores romanos.

Recordé Arán, el lugar de miinfancia donde todo me parecía rutinarioe igual, un lugar difícilmente accesible.

—Cuando el poder de Romamenguó, de nuevo recuperamosterritorio y desde el interior avanzamos

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hacia la costa. El Senado de las tribusvolvió a reunirse y se nombró príncipede todas ellas a un descendiente deAster. En la desembocadura del Eo sedecidió reconstruir la antigua Albión,pero la ciudad estaba bajo el agua. Losmás fuertes de los hombres edificaron ungran dique, robándole terreno al mar,detrás de la muralla con el puente sobreel Eo. El Senado decidió construir allíun lugar inquebrantable donde pudieranacudir las gentes de todas las tribus dela montaña en tiempos de guerra. Laciudad se construyó de nuevo y loshombres trajeron a sus mujeres de loscastros de las montañas. Después cayó

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Roma; muchos de los hombres de lanueva Albión pensaron que su caídatraería grandes beneficios, pero otrosdudaron de ello. Y así fue, lo peor aúnestaba por venir. Roma era el ordenfrente al caos. Después llegó laanarquía, a galope de jinetes de rostrosextraños con lenguas extranjeras. Jinetesnegros que quemaban las cosechas,robaban y violaban. Se llamaban a símismos suevos o, a veces, cuados,también vándalos y alanos. Cuandollegaron a la costa, el dique aún noestaba acabado; por entonces era deadobe y no de piedra, la muralla no sehabía concluido. Invadieron la ciudad,

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rompieron el dique y el mar entró,Albión fue casi destruida. Los castrosdejaron de habitarse y en las montañasllegó la pobreza, con la poblacióndispersa y sin protección.

—Pero ahora es una ciudad fuerte —dije yo asombrada de que Albiónhubiese sido destruida—, la ciudad másfuerte que he conocido.

Romila sonrió, quizá pensó que yono debía de haber conocido demasiadoslugares en mi vida, me ruboricé.

—Los hijos de Aster habían muertoen la batalla y el linaje parecía haberseextinguido. En los poblados quedabanúnicamente las mujeres que habían

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sobrevivido a la peste y a la guerra.Llegó un invierno más frío que ningúnotro. Los lobos y los osos bajaron de lasmontañas, las mujeres no sabían cómodefenderse, mucha gente murió, parecíano haber ya esperanza, pero con lallegada de la primavera unas velasblancas aparecieron en el horizonte. Unpueblo de hombres de cabelloscastaños, tez clara y ojos grisesdesembarcó en nuestras costas. Eranhombres que huían de las islasseptentrionales, bretones y celtas delnorte, que escapaban de la invasión delos anglos y sajones. Hablaban unalengua similar a la nuestra pero con un

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acento diferente. Eran también albionesque, siglos más tarde, regresaban a latierra de donde en tiempos inmemorialessus antepasados habían emigrado.Procedían de las invadidas islas, sucapitán se llamaba Aster. Con ellosregresaba un druida al que después lasmujeres llamaron Enol. Aquelloshombres se asentaron en ladesembocadura del Eo y comenzaron areconstruir la fortaleza. Rehicieron laantigua Albión como si la conociesendesde años atrás.

—¿Y los guerreros oscuros, lossuevos?

—Al principio impidieron que se

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asentasen, hubo guerras, pero loshombres de las islas, los hombres deAster, eran belicosos, querían poseer latierra donde sus antepasados habíanvivido años atrás y se unieron a lo querestaba del pueblo de las montañas.Después supimos que los sajones habíanincendiado sus poblados en las islas delnorte, y los guerreros de las velasblancas lo habían perdido todo: mujeres,casas, hijos… querían volver a empezar.Eran hombres desesperados.

—Como los hombres de mi pobladocuando lo destruyeron.

Recordé a los hombres de Arán, susgritos de desesperación en el incendio y

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saqueo del castro. Romila hizo casoomiso de mi interrupción y continuórelatando el pasado como si lo vieraante sus ojos.

—Con las guerras muchos hombreshabían muerto, otros se unieron a losbretones para luchar contra la barbarie.En los poblados quedaban sobre todolas mujeres. Desde las montañas, ellasobservaban con miedo y con curiosidada aquellos hombres del norte y lasescasas mujeres que les acompañaban.Llegó el solsticio de verano. La nochemás corta del año coincidió con la lunallena que se elevaba lentamente en elocéano. Los hombres del mar habían

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finalizado la construcción de la murallay del dique, Albión era casi como la vesahora, pero sin el palacio ni el templo.Aquella noche del solsticio seencendieron grandes hogueras en lasplayas y comenzaron a tocar una músicarítmica, que atraía los corazones, unamúsica de flautas y de gaitas, muyparecida a la música que los hombres delas montañas habían tocado desdetiempo inmemorial. La noche se volviódía por la luz del plenilunio y por lashogueras de las playas. Luego llegaronlas mujeres jóvenes. Sus madres lasenviaban con presentes. Todos bailarona la luz del plenilunio y Enol sonreía.

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Después, el príncipe de los hombres delmar se desposó con la hija de una mujerde la antigua familia de Aster. Ella sellamaba Ilbete. Los dos pueblos sefundieron en uno solo.

»Se fortificaron las aldeas de lasmontañas desde el Eo hasta el Navia yel pueblo astur renació en sus castros.Nacieron hombres y mujeres de cabelloscastaños y ojos grises. Las antiguasgentilidades de cabarcos, límicos,pésicos y luggones volvieron a formarsey se rehicieron los castros. Todosobedecían a los hijos de Aster e Ilbete ytenían como guía a los hijos de aquelnuevo Enol que regresó con los barcos

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de Aster.Ya no recogíamos hierbas, Romila

hablaba y yo escuchaba mirando al mar,que en la lejanía se divisaba picado porla marejada.

—¿Y después? —pregunté.—Comenzó un tiempo de paz. Los

hombres de las montañas bien dirigidospor los hombres de las islas, que eranguerreros poderosos, no permitieron quelos suevos volvieran a conquistarles.

—¿Y qué ocurrió entonces? —pregunté de nuevo.

—Aster engendró en Ilbete a Verol.Verol a Vecir, y Vecir a Nicer, padredel Aster que mora hoy en día en Ongar.

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Todos ellos se desposaron con mujeresque procedían de una misma estirpe, lafamilia de la que también procedíaIlbete. Así se reforzaba la unión entrelos hombres que procedían de las islascon las mujeres de las montañas. Entiempos de Vecir se construyó el granpalacio de Albión donde hoy moraLubbo.

—¿Y el druida?—El druida era un hombre sabio,

consejero de jefes, sanador y bardo.Reunió a todas las tribus de lasmontañas y consiguió formar de nuevo elSenado, que unió a todos losmontañeses. Se nombró a Verol príncipe

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del Senado cántabro. El druida trajoconsigo a su hijo Amrós; éste engendró aAlvio y a Lubbo, a quien bien conoces.

La anciana calló, aquellas historiasexcitaron mi imaginación, en mi menteme pareció ver a un hombre alto ymoreno, muy parecido al Aster que yohabía encontrado en los bosques deArán, al frente de un barco procedentede las islas del norte. Al mirar a lolejos, vi la playa de arenas blancasabrazada por el mar. Me pareció veraquella misma playa, en una nocheiluminada por la luna llena y lashogueras, y me pareció divisar tambiénlas bodas de los hombres de las islas

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del norte con las mujeres de lasmontañas.

Recordé a mi herido del bosque deArán, y pensé de nuevo en él; quizáshabría muerto, pero mi espíritu devidente me decía que no, que aún vivía yque algún día le volvería a ver.

La curandera miró al sol en sudescenso hacia el mar, seguíamosparadas junto a los juncos, sin realizarnuestra tarea. Romila un tanto disgustadame dijo:

—Niña, me haces hablar de lostiempos antiguos y no recojo lassuficientes hierbas, pronto se hará denoche, y cerrarán la muralla.

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La cesta que portaba Romila se llenóde plantas y semillas. No hablamos más.Pasó el tiempo y a lo lejos oímos lastrompetas de los guardias de la murallaque anunciaban la próxima clausura delas puertas.

Llegamos al poblado al anochecer,detrás de nosotras se cerraron losportones de la muralla. En las calles deAlbión las gentes se apresuraban aatrancar sus casas porque desde queLubbo mandaba en la ciudad se habíaimpuesto el toque de queda. Loshombres de Albión experimentaban elmiedo cada vez que atardecía y lossoldados de las torres hacían sonar el

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toque de queda. A más de uno, laguardia de Lubbo se lo había llevado ala fortaleza al haber sido encontrado porlas calles después de anochecer. Allí lohabían torturado, para intentar descubririmposibles maquinaciones ocultascontra el poderoso señor de losalbiones.

En la entrada de la casa de lasmujeres me despedí de Romila. Fui a laestancia donde se nos daba la comida,pero no quedaba más que un poco depotaje de bellotas que engullí conhambre. Después me dirigí al lugar quecompartía con Uma, Lera y Vereca.

La noche se me hacía interminable.

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No podía dormir. Soñé que Tassio habíasido herido, intuí que aquello era unapremonición, pero me desperté y mirélos lechos de mis compañeras, comootras noches. Uma no estaba allí, Leradormía plácidamente y Vereca dabamuchas vueltas en su lecho intranquila.Uma salía a menudo furtivamente de lacasa de las mujeres, acompañada porotras mujeres jóvenes del gineceo, ibana ver a los soldados de la guardia.

Pasaron las horas y volvió Uma,sonreía contenta de haber estado conalguien y comenzó a contarme loocurrido aquella noche, excitada.

—Mirón me ha prometido sacarme

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de aquí en el próximo plenilunio. Medesposará y seré libre.

Al ver su excitación sonreí; Uma eramayor que yo pero a veces secomportaba como una niña. Habíatenido varios pretendientes que leprometían casorios, soldados suevosque duraban en Albión unos meses ydespués desaparecían.

—¿Te fías de los suevos? —le dije.—¿Por qué no? Además, éste es

distinto. Quiero cambiar de vida, tenerhijos y una casa propia.

Con el ruido de Uma al entrar, todasdespertaron. Sensatamente Verecaintervino en la conversación.

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—Y ¿piensas que Lubbo permitiráque una de las doncellas, y joven, dejela casa de las mujeres? No lo creo. Noestamos en los tiempos de Nicer.

—Sí. En los tiempos de Nicer lascautivas duraban poco tiempo aquí, lacasa de las mujeres estaba casi vacía.Nicer no permitía la servidumbre; habíamujeres que procedían de las guerras enla meseta pero pronto marchaban deaquí. Ahora cada vez somos más… yestán los sacrificios.

Su voz vibró asustada al hablar delos sacrificios. Verecunda habló denuevo:

—Uma, tengo miedo. Lubbo está

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loco y se acercan los sacrificios deprimavera.

—En tiempos de Nicer las cosaseran distintas.

Lera estaba pálida y asustada.Pensando en lo que días atrás me habíarelatado Romila, intenté desviar laconversación y le pregunté a Uma:

—¡Uma! ¿Por qué no nos cuentas lahistoria de Nicer?

Entonces Uma se animó, ellaconocía la ciudad y todas las historiasque circulaban, le gustaban lashabladurías y las historias de lostiempos antiguos antes de que Lubbollegase a Albión.

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—Nicer fue el mejor de los hombresde Albión, muchos le amaban.

Miré fijamente a Uma, su expresióninfantil había cambiado, ahora hablabaseria y su gesto era de concentración.

—Su tiempo fue un tiempo de paz.Las cosechas fueron buenas ycomerciábamos el estaño y el hierro conlos hombres de las islas del norte,parientes nuestros. Un día Nicer fuehacia el nordeste cazando, llegó a lasmontañas de Ongar, cerca de los lagosde Enol. Allí vivía un clan de bretonesque habían escapado a la conquista delos anglos y que eran cristianos,obedecían a un grupo de monjes. En un

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soleado valle, entre aquellas montañascon picos cubiertos por nieves perpetuasy junto a una fuente, encontró a unahermosa mujer que recogía agua. Sellamaba Baddo. La visitó a menudo y sedesposó con ella en el solsticio deverano. Los viejos del Senado noestuvieron de acuerdo: los príncipes deAlbión desde la llegada de Aster sehabían casado con mujeres de la familiade Ilbete para asegurar la unión entre lospueblos. Había una mujer ya designadapara unirse al descendiente de Aster. Lamujer con la que Nicer debería habertomado matrimonio se llamaba Lierka,su hermano era Blecan, que aún hoy es

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un hombre importante en la ciudad.Lierka estaba emparentada también conLubbo y con Alvio, porque Amrós, elpadre de ambos, se había casado conuna hermana de Lierka.

—Lierka. ¿Es la que conocemos? —Uma estaba encantada con loscomadreos locales, conocía muy bienlas antiguas familias de la ciudad ya quepertenecía a un linaje antiguo.

—No —respondió—. La Lierka dela historia de Nicer es una tía de la quetú conoces que es hija de Blecan.

Después sin hacer caso a miinterrupción Uma prosiguió.

—La nueva esposa de Nicer nunca

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fue totalmente aceptada. Era cristiana.Aquel año, las cosechas fueron malas,Baddo dio a luz un hijo, que murió.Comenzó a correr por la tierra de loscastros el rumor de que Baddo era unmal agüero y que atraía la mala suerte.Fue en aquel tiempo, después de añosfuera, cuando volvió Lubbo a Albión. Sehabía ido con Alvio y regresó solo.Había cambiado mucho. Era cojo peroregresó tuerto, con ese ojo extraño quedifunde resplandores rojizos, estaballeno de un odio extraño hacia todo locristiano. Odió a Baddo porque lo era yporque había impedido el matrimoniodel príncipe de Albión con Lierka, que

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pertenecía a su familia. Muchos hemospensado que Lubbo fue quien lo originótodo; sembró la discordia en Albión ylevantó el templo a los dioses antiguos,que ya estaban olvidados, y en elsolsticio realizó el primer sacrificiosangriento: mató un caballo blanco.Nicer lo consintió en recuerdo a supadre, que había seguido a Amrós, elpadre de Lubbo. Aquel año la cosechafue buena y ese sacrificio prestigió aLubbo. Baddo dio a luz a un niño al quellamaron Aster. El ascendiente de Lubbocreció aún más entre la gente. Cada vezrealizaba más sacrificios y todo elmundo le seguía. Lubbo creó una facción

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rival a Nicer, con la excusa de queolvidaba los tiempos antiguos porhaberse unido a una cristiana. En esafacción estaba toda la familia de Lierka,despechada por el rechazo de Nicer ymuchos de los antiguos nobles. Elambiente del poblado se volvió gris eincómodo. Entonces desapareció laprometida de Tilego, uno de los nobles,amigo de Nicer. Apareció muerta conseñales de haber sido sometida a un ritoextraño. Había indicios que implicabana Lubbo, pero no se pudo probar nada.Nicer le expulsó de Albión y Lubbo serefugió en la corte de los reyes suevos,donde adquirió una gran influencia. Les

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reveló el secreto del oro enterrado enlos montes y de nuevo comenzaron acavar túneles, horadando la montaña.Necesitaban esclavos y asolaron loscastros de los montes Argenetes. Nicerhubo de enfrentarse a ellos. Albión fueasediada. La guerra se volvió contraNicer y éste decidió enviar a su esposay a sus hijos a las montañas. En elcamino, mataron a Baddo y a sus hijos,sólo su hijo mayor, Aster, se salvó. Fuellevado prisionero a Albión y su padrerindió la ciudad para salvarlo. Despuésmataron a Nicer en una noche deplenilunio delante de Aster.

—¿Qué ocurrió con Aster?

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—Durante varios años fue esclavoen el castro junto al Eo, no se sabe porqué extraña razón Lubbo le temía.Muchos de los albiones, en desacuerdocon Lubbo, ayudaron a Aster, que huyó.Escapó con mi hermano Tibón,atravesando los túneles bajo el mar y serefugiaron con los hombres de la costa.Después, llegó a Ongar, donde Rondal yMehiar, hermanos de Baddo, leprotegieron. Comenzó a luchar contraLubbo y ha ganado prácticamente todaslas batallas, los hombres de Ongar lesiguen hasta la muerte, y sé que en elclaro del bosque de Arán el Senadocántabro le nombró príncipe y sucesor

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de Nicer. Desde entonces Lubbo lebusca. Sabe que cada vez más gente sele une; algún día reconquistará el lugarque le pertenece.

En la oscura estancia en la que noshallábamos reinó el silencio. Creo quecada una de nosotras pensó en Aster a sumanera, Vereca, como el posibleliberador de Goderico, Uma, con suhermano Tibón al que apenas conocía,Lera, como en el único que podría evitarla tragedia. Yo recordé el bosque deArán, y vi al hombre.

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XI El sacrificio

Lubbo regresó a Albión, y el ambienteen la casa de las mujeres se tornóopresivo. Romila y Ulge discutían amenudo. El tiempo mejoraba y laprimavera cubrió de flores los camposque rodeaban la ciudad.

Se acercaba el plenilunio. En lasnoches aún frescas, veíamos lasestrellas y la luna, una línea blancasobre el cielo del castro de Arán fuecreciendo. Al llegar el cuarto creciente,Ulge hizo llamar a Lera, y la condujo

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hacia la entrada del gineceo. El ama dela casa de las mujeres mostraba unsemblante pálido y descompuesto; nosabrazamos a Lera, que se dejó llevar sinoponerse.

Después supimos que la habíanencerrado en el sótano de Albión en unaprisión bajo tierra. Permitían a Romilaacercarse hasta allí y yo podíaacompañarla.

Vimos cómo la luna iba creciendo enel cielo y todas temimos el plenilunio.La tarde anterior a la noche de luna llenallamaron a Romila a la fortaleza, ysolicitó que yo la acompañase. Alatravesar el castro pudimos observar los

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preparativos para la fiesta. En medio denuestro dolor comprendimos que amuchos de la ciudad el sacrificio no lesera molesto sino más bien se preparabancomo si de una fiesta cualquiera setratase.

Escoltadas por dos guardiasemprendimos la marcha hacia lafortaleza. Romila caminaba con pasolento apoyándose en mí. Yo portaba unfrasco con un brebaje que la nocheanterior la curandera habíaconfeccionado, y también unas hermosasvestiduras blancas para Lera.

Penetramos en el interior del recintoy descendimos por una rampa muy ancha

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hacia los calabozos. Aquel lugar olíamuy mal, a algo pútrido que no supeidentificar bien. Descendimos dosniveles y llegamos a un estrechocorredor alargado con calabozos a loslados; los hombres al vernoscomenzaron a gemir.

—¡Agua!—¡Di a mi esposa que vivo!Los soldados no permitieron que nos

detuviésemos y tuvimos que avanzarmuy rápidamente. Al fondo se abría unpequeño calabozo sin prácticamenteventilación, en el suelo estaba Lera.Sentada sobre un mojón de piedra conlas manos entrecruzadas sobre las

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piernas y el rostro sereno.—Lera —dije.—Voy a morir. —Y al decir

aquellas palabras no hubo queja en suslabios sino el convencimiento de algo yaaceptado—. Ya no tengo miedo. Escomo un milagro pero no tengo miedo,voy a descansar del temor.

Miré a Romila. Ella también sufría.—Debes vestirte para el sacrificio.—¿El sacrificio? —Parecía como si

ella pensase en otra cosa—. Ah, sí. Megustaría tanto asistir de nuevo alsacrificio.

Pensamos que deliraba, perodespués entendimos que se refería a otro

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sacrificio, el sacrificio cristiano.—Debes vestirte —dijo Romila—,

te he traído una sustancia narcótica, conella sufrirás menos.

Romila me pidió el frasco, lo abrióy de él salió un perfume suave.

—No hace falta —dijo Lera—, noestoy nerviosa ni preocupada. Voy enpaz porque mi Dios va conmigo.

La sanadora se acercó a Lera ycomenzó a desvestirla, después con unaceite aromático limpió su rostro,coloreó su cara y cepilló su largo pelocastaño que trenzó con unas flores. Porúltimo, le introdujo por la cabeza lalarga túnica blanca y brillante, los

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pliegues se amoldaron sobre su hermosocuerpo. Romila ató la túnica con uncordón dorado bajo su pecho. Leraestaba muy hermosa.

—Debes beber el tónico.—No, Romila, te lo agradezco pero

no lo haré.—Bebe —insistió Romila.Lera se negó y la sanadora acercó de

nuevo el brebaje a sus labios. Nos mirócon ansiedad y finalmente bebió.

Los soldados de la guardia llamaronfuera.

—¿Ya habéis acabado?—No. Aún no, esperad un momento.Abrazamos a Lera, y ella comenzó a

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llorar.—Sólo os pido una cosa —dijo—,

rezad al Dios de Ongar, al Dios de mispadres para que sea fuerte.

—Lo haremos.Besé a Lera en las dos mejillas y

salimos de la prisión. Anochecía.Volvimos lentamente a la casa de las

mujeres, donde dejamos los afeites y elnarcótico. Después nos dirigimos haciael gran templo de Lug; queríamos estarcon ella hasta el final. Allí secongregaba mucha gente, casi toda laciudad, había gran cantidad deborrachos y a la entrada uno de lossiervos del templo repartía una bebida

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de carácter afrodisíaco y alucinógeno.Me dio miedo la actitud de los hombres,Romila me indicó que me cubriese conel manto. Lo hice así y me incliné, enactitud de persona anciana.

Sonaron los tambores, una músicasalvaje comenzó a oírse, vimos llegar aLubbo, su pájaro blanco apoyado en suhombro y el negro sobrevolando el altarde los sacrificios. Lubbo se inclinabasobre un bastón de nudos y en la manollevaba un cuchillo de oro con forma dehoz. Cerca del altar Lubbo comenzó arecitar una cantinela extraña invocandoa los dioses antiguos, los hombres delpueblo coreaban alguna de las frases.

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Romila y yo nos pegamos a la pared delviejo templo de Lug.

Entonces, cuando la música era másfrenética, entre varios soldados llegóLera. Accedió al ara sacrificial ajena ala realidad, caminando como en sueños,posiblemente el narcótico había hechosu efecto. Lubbo miró a Lera mientrasseguía recitando las palabras rituales, sumirada era dura y codiciosa. Lossoldados suevos la hicieron caminarhacia el gran altar en el templo de Lug,situándola ante el altar. Oí su gritocuando Lubbo clavó el cuchillo y elulular de los pájaros carniceros deldruida. La sangre de Lera cayó sobre

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una pileta redonda y después fuerecogida en un cuenco, Lubbo la bebiótodavía caliente.

Yo no pude aguantar y perdí elsentido. Romila me sostuvo para que nocayese al suelo.

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XII. La guerra

A la ciudad de Albión llegaron noticiasde nuevas batallas. Se rumoreaba quelas minas de Montefurado habían caídoen poder de Aster, y que las Médulaseran suyas. Se decía que un gran ejércitose aproximaba. De todas las mujeres delgineceo, había una que en aquellos díasse hallaba particularmente inquieta, eraVerecunda.

La criada del judío llevó las noticiasal impluvio, una mujer prieta en carnesque se sentía despreciada por servir a un

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judío y gustaba darse importancia frentea las demás.

—Mi amo y yo abandonamos Albión—dijo como si ella lo hubiese decidido—; desde que ha caído Montefurado, nollega oro a la ciudad, a mi señor ya no leinteresa este lugar de montañeses.

Vereca no escuchó lo que se referíaal oro, pero las palabras sobreMontefurado resonaron en su mente.

—¿Sabes qué ha ocurrido en labatalla?

—Aster y los de Ongar desviaron elcurso de los canales y la mina estalló,han muerto muchos hombres.

—¿Y los esclavos?

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—Dicen que algunos se salvaron yse unieron al ejército de Aster, pero quemuchos han muerto.

El rostro de Vereca perdió su colorrojizo habitual y se volvió blanco. Lasierva continuó con sus noticias:

—Aster está formando un granejército. Los castros de las montañas leabren sus puertas y se someten avasallaje de manera voluntaria.

—No me extraña —dijo Uma contono apasionado—. No en vano en loscastros se odia a Lubbo.

Yo callé, y al presentir la cercaníade Aster, una gran zozobra medesasosegó, intuí que cuando le volviera

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a ver, si esto llegaba a suceder algúndía, nada sería como en Arán, nada seríaigual entre la sierva del gineceo y elpríncipe de Albión.

En aquel tiempo y quizá más quenunca, Lubbo deseaba la copa, y lassospechas de que yo conocía suparadero se acentuaban. Intentó denuevo torturarme pero los dioses denuevo permitieron que perdiese elsentido cuando el suplicio se volvíainsoportable.

En los días siguientes, las siervas dela ciudad que acudieron al impluvio alavar nos trajeron más noticias.

—Ninguno de los albiones se atreve

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a desafiar a Lubbo abiertamente, pero supoder está menguando. Los suevos letemen pero ayer hubo una revuelta de loshombres de Ogila, querían sus soldadasy Lubbo no tiene ya suficiente oro parapagarles. Desafiaron a Ogila. Entraronen la casa de mis amos y se llevaron eloro y las joyas que había. Muchos se hanido buscando un amo que les paguemejor.

Otra de las mujeres habló:—Los soldados de Lubbo mataron a

uno de los hijos de mi amo que seatrevió a oponerse.

Después de aquella revuelta, Lubbose ausentó de Albión, dejando a Ogila al

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mando. Más que nunca necesitaba elapoyo de los suevos. Se decía que habíaacudido a la corte del rey Kharriarhicoen Bracea para pedir ayuda contra larebelión interna que se le iba de lasmanos. Su ausencia en Albión se tradujoen un ambiente de alivio generalizado.Ya no temí ser llamada a la fortalezapara ser de nuevo torturada.

En aquel aparente período de pazpasó un tiempo sin apenas noticias, perodespués por algunos mercaderesllegaron nuevas de los rebeldes. Trashaber liberado miles de esclavos en lasMédulas y conseguido un abundantebotín, los hombres de Aster se retiraron.

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Les seguían muchos de los hombres delas minas de Montefurado, pero Aster notenía prisa en recuperar lo que era suyo.Se decía que su ejército no era tal, quelos hombres de las minas estabanfamélicos, destrozados por un trabajoinhumano; pero él confiaba en aquellosdesheredarlos de la fortuna y se dirigióa su base en las montañas de Ongar;compró alimentos y armas, y ayudadopor algunos que conocían el arte de laguerra comenzó a adiestrar a aquelejército desunido y bisoño.

Las huestes de Aster crecían debidoa que por los castros de las montañascorrió la voz de que un hijo de Nicer

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había vuelto. Las tradiciones de siglosrevivieron, y los notables de los castrosofrecieron vasallaje a Aster a cambio deprotección contra los hombres de Lubbo,los bandidos y las alimañas. Aster eraprecavido. No se dejaba nunca llevarpor la improvisación. Aceptaba elvasallaje de unos y otros pero a cambioles pedía hombres y armas o un tributoen especie.

Lesso y Fusco no habían cumplidoaún los quince años y su talla seguíasiendo pequeña, pero ellos se sentíanimportantes. Aster los envió a diversasmisiones. Se iban haciendo mayores.Cazaron un oso que destruía los ganados

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de un castro de las montañas y lucharoncontra los hombres de Lubbo endistintos lugares.

Años más tarde Fusco y Lesso mehablarían de Ongar; de cómo lasagrestes montañas de Vindión seelevaban sobre el valle de Ongar; decómo en lo profundo de la vaguada loshombres de Aster se disponíanalrededor de una cueva donde vivíanmonjes cristianos. Cerca de allí, el ríoDeva nacía entre las rocas, con unacascada que formaba una laguna antes dedespeñarse en un torrente. Desde siglosatrás, junto a la cueva existía unpequeño castro, que hacía dos o tres

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generaciones había acogido a losbretones huidos de las islas del nortetras la invasión de los anglos, con elloshabían llegado monjes celtas. De allíprocedía la madre de Aster.

El poblado colindante a la cueva delos monjes no era suficiente para acogeral ejército de Aster que crecía día a día.

Se había talado un gran claro en elbosque, con los troncos se construyeroncabañas, almacenes y barracones demadera. A uno de ellos condujeron a losheridos de la batalla de Montefurado,entre ellos a Tassio, que tardaba enrecuperarse de la herida. Le asaltabanfiebres cuartanas que le postraban y,

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poco a poco, perdía fuerzas. Fusco yLesso intentaban atenderle y llevarlecomida. Uno de los hombres, procedentede la zona de los pésicos, que decíaconocer el poder de las plantas intentóatenderle pero fracasó. Tassio seguíaigual, le devoraba la fiebre y muchosdías permanecía acostado en la cabañade madera. Fusco y Lesso le visitabancon frecuencia, ambos estaban muypreocupados por la evolución delherido.

Un día, Lesso buscó a Aster; leencontró sentado fuera del campamento,en un lugar elevado desde el que se veíala cascada del Deva. El día era claro

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pero algunas nubes bajas cambiabanlentamente de lugar en el cielo colorturquesa. Hacía frío. Aster se sentía enpaz, contemplando el horizonte, mientrasafilaba su espada contra una roca. Lessono se sentía intimidado ante su capitán, yse acomodó a su lado. Aster se diocuenta de que había alguien junto a él ysalió de su ensimismamiento.

—¿Qué te ocurre, pequeño guerrerode Arán?

—Mi señor, mi hermano Tassio estáenfermo, empeora de día en día.

Aster miró con comprensión a Lessopero no habló. Conocía bien a loshombres y apreciaba a los pequeños de

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Arán, como les llamaban en elcampamento. Lesso prosiguió:

—La hija del druida sanaría aTassio.

Aster se sobresaltó, y la expresiónde su cara cambió, y algo añoradovolvió a su corazón. Entonces, Aster, elque nunca se inmutaba por nada,preguntó vacilante:

—¿La hija del druida? ¿Dónde está?—Se dice que cuando los hombres

de Lubbo arrasaron Arán, la llevaroncautiva al castro del Eo y que está allí,sierva en Albión, en la casa de lasmujeres.

—¿Arán? ¿Arrasado?

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—Tras nuestra huida, los hombresde Lubbo destruyeron el poblado, dicenque buscaban una copa y sobre todoencontraron huellas de que habíaisestado allí.

Aster calló unos minutos, en elambiente se palpaba que estabadolorido, después habló.

—Iremos a Albión —dijolentamente—, pero aún no ha llegado elmomento.

Después enmudeció de nuevo,aparentemente abismándose en elpaisaje de aquellos picos rocosos y aúnnevados. Sin embargo, él no miraba lacordillera, sino que su vista se

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adentraba más allá, hacia el occidente,atravesando las montañas, hacia el lugardonde se había situado el poblado deArán, hacia el oeste, donde se levantabaAlbión. Lesso observó tímidamente lacara de Aster, en la que se veía unaexpresión de dulzura y de añoranza;después Lesso se fue, dejando a Astersolo y pensativo. Se acercó al almacéndonde Tassio descansaba. Lesso aprecióque su hermano estaba débil y sinfuerzas. Al ver a Lesso, Tassio intentólevantarse:

—¿Cómo estás, Tassio? —preguntóLesso.

—Estoy bien.

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—Buscaré a la hija del druida. Ellate curará como curó a padre.

—No podemos ir a Albión. Jamáslograremos entrar.

—Yo entraré.Desde aquel día, Lesso tuvo en su

mente la idea fija de asaltar Albión.Hablaba frecuentemente de ello conFusco, quien no tenía muchas ganas demeterse en nuevas aventuras, por másque también estuviese preocupado porTassio. Fusco estaba más entusiasmadocon los montes que les rodeaban, ydesde la caza del oso, sólo pensaba enlos animales de aquellos picos.

Sin embargo, en poco tiempo los

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sucesos se precipitaron. Días después,llegó un mensajero. Las noticias eranbuenas, les habló de las revueltas enAlbión, y también de la ausencia deLubbo de la ciudad. La guardia habíadisminuído en Albión. Por el poblado delas montañas de Vindión corrieron lasnuevas y los capitanes se reunieron.Mehiar, Tibón y Tilego consideraronque había llegado el momento de atacarla ciudad. Aster recomendó esperar,pero en su rostro, habitualmentetranquilo, latía la impaciencia. Despuésdel consejo de capitanes, mandó llamara Lesso:

—Creo que querías partir hacia

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Albión.Lesso asintió y después le preguntó

al príncipe:—¿Cómo podría entrar alguien en

Albión sin ser conocido de Lubbo?Sabes bien que desde que Montefuradocayó la ciudad está cerrada, y todo elque entra debe presentarse a la guardiade Lubbo y justificar su presencia allí.

—Hay un modo… —dijo Aster.—¿Sí? —preguntó Lesso con dudas

—, ¿cómo entraremos? ¡Yo no sé elcamino!

Aster le observó con esa miradasuya, tan penetrante, que hacía que loshombres le obedecieran y habló.

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—Tilego irá a Albión con vosotros,conoce a gente que nos puede ayudar. Túy tu amigo Lesso tendréis otra vez unamisión.

—¿Cuál, señor?—Necesitamos que alguien penetre

en la ciudadela para abrirnos paso.Tilego te puede indicar un camino deentrada. Discurre bajo tierra. Hace añosfue cegado, pero mis informadoresafirman que podría ser practicable paraalguien como tú y tu amigo, Fusco.

—¿Nosotros?—Sabéis cavar.Cuando Lesso informó a Fusco de

los planes de Aster, vio cómo se erizaba

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el cabello rojo de su amigo.—¿Cavar otra vez? Odio los lugares

cerrados… Me da náuseas solamentepensar en túneles. Ni me hables de eso.

—¿No me dirás que te quieresquedar aquí mientras todos vamos a laguerra?

—Me gustaría quedarme aquícazando…

—Piensa en Tassio, es mi hermano.Además es ridículo pensar que mientrastodos luchamos, tú te quedas cazando.

Fusco dejó de quejarse y entendióque Lesso tenía razón, no se había idode Arán para cazar osos y ciervos en losmontes. Lesso continuó:

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—Aster me ha dicho que hadestinado a Tassio al grupo de Tibón, élle cuidará y nosotros buscaremos a lahija del druida.

—Confías mucho en ella.—Tiene un don, Enol una vez me lo

dijo, tiene el don de curar y sé que ellapuede curar a Tassio como curó a mipadre.

Al día siguiente, al alba, se produjola salida de una expedición al frente dela cual cabalgaba Tilego. En medio delgrupo dos mozalbetes con expresióndecidida: Lesso y Fusco, subidos a unacarreta en la que se almacenaban armasy otros pertrechos; Goderico, el hombre

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de Montefurado, también fue con ellos.Aquellos días llovió mucho, el agua

fina empapaba las ropas de Tilego y sushombres. Lesso y Fusco estabanpermanentemente calados. El grupoavanzaba deprisa a pesar de la lluvia.Con la humedad, la naturaleza de aquellugar del norte destilaba verdor; losarroyos llenos de agua dificultaban elpaso de la carreta. A menudo seencontraban con hombres de distintastribus que huían de la guerra y de la irade Lubbo, muchos se dirigían a Ongar,buscando la libertad con Aster. En losúltimos tiempos varios poblados habíansucumbido arrasados bajo la cólera del

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tirano; tras la caída de Montefurado,necesitaba oro y joyas para pagar a sussoldados. Por lo que los evadidoscontaban, Lesso y Fusco entendieron queLubbo se había trastornado en una furiaciega que destruía los castros sin ningúnfin. Cuando los poblados habían sidodevastados y sólo quedaban cadáveres,lanzaba sus pájaros carroñeros sobre loscadáveres. Todos temían a aquellas dosaves que engordaban con la muerte.

Atravesaron las montañas, pasaronAlbión de largo y llegaron a la costa aun lugar más alejado hacia el oeste.Unas playas blanquísimas flanqueadaspor arcadas de piedra, que se clavaban

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en el mar y en la arena. Tilego,Goderico, Fusco y Lesso, con doshombres más, bajaron a la costa. Losotros miembros del grupopermanecieron ocultos con la carreta enun bosque.

Las rocas formaban parte del enormegigante de piedra centenario que, segúnla leyenda, se habría dormido en lacosta cántabra con sus pies metidos enel mar. Tilego les guiaba con decisión,entre los pies del gigante, las negrasarcadas. Entraron en una cueva portandoteas que alumbraban débilmente el túnel.Ante su mirada se extendía una grancavidad horadada por las olas, con el

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suelo formado por una arena colorpajizo. Goderico encendió una granantorcha y la cueva se iluminó. La paredfrente a ellos tenía entrantes y salientes,la piedra unas veces era negra, otrasparda, y a menudo del color de la arena.

—Por lo menos aquí podemoshablar —dijo Fusco—. No como en lasMédulas.

Desde la cueva inicial labrada porel mar, habían llegado a una cueva másamplia, llena de estalactitas colgantesdel techo que, al ser iluminadas por lasantorchas, adoptaban distintos colores.Entonces Tilego iluminó un lugar haciala izquierda de la cueva, allí había un

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pasillo semicegado por arena.—Mirad, éste es el camino a Albión.

Nicer mandó cegarlo en la guerra contraLubbo, porque Lubbo lo conocía.

—¿Dónde acaba?—En la casa de las mujeres en

Albión. Allí hay mucho odioconcentrado frente a Lubbo. Estaprimavera pasada sacrificaron a una deellas. Están asustadas. Harán lo que seapor librarse de Lubbo. Además, creoque allí tenéis a alguien conocido, quequizá pueda ayudarnos.

—Sí. Una de las prisioneras.—Después abriréis el portillo del

sur.

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—El portillo del sur… el portillodel sur… —Fusco se enfadó—. ¿Cómosabremos cuál es ese portillo del sur?

Tilego casi no movió su cara, tapadapor una espesa barba rizada y castaña,pero sus ojos brillaban divertidos antela espontaneidad de Fusco.

—Las mujeres os lo indicarán.Comenzaron a excavar. Al rato, en la

roca apareció una abertura estrecha porla que sólo cabría un mozalbete deltamaño de Lesso o Fusco. Años y añosde mareas y corrientes marinas habíanrellenado aún más la oquedad, y la laborse hacía difícil. Goderico les indicabacómo debían apuntalar con maderas

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aquel estrecho espacio en forma de túnelpara que no se les fuese encima, el túnelera muy estrecho y largo. Trabajarondurante horas en el interior de la cueva,iluminados por antorchas. Se sentíanahogados.

—¿Sabes, Fusco? Las galerías deMontefurado eran palacios encomparación con esto.

Los dos muchachos salían una vez yotra para tomar aire mientras se turnabanen la construcción del túnel. Goderico ylos soldados de Tilego les daban aguapara reponerse y ánimo para seguiradelante. Lesso cavaba febrilmente ydespués, cuando estaba cansado, Fusco

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proseguía. Ya se habían turnado muchasveces cuando Lesso introdujo el picouna vez más en la arena, ésta finalmentecedió, y entró aire muy húmedo con olora mar. Detrás se abría una cavidad másamplia.

—¡Hemos llegado al final! —gritó.Le pasaron más maderas para que

apuntalase el agujero, y al final unaantorcha para ver lo situado más allá.

—¡Hay una cueva… a…! —gritóLesso.

No le dio tiempo de decir nada más;al asomarse al extremo del túnel cayóhacia delante entre arenas y rocas.

—¡Lesso! —gritó Fusco desde

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arriba iluminando la cueva—. ¿Estásbien?

Fusco se asustó al no oír respuesta,bajó precipitadamente hacia la cueva,teniendo cuidado de que no se apagasela antorcha.

Al llegar abajo, vio que Lesso seestaba incorporando y decíapalpándose:

—Vaya golpe…—¡Ya podías contestar! He bajado

corriendo y casi me mato… No sé siTilego quería decirnos algo más pero yano podemos subir.

Lesso respondió con aparente buenhumor, que ocultaba su pizca de miedo:

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—No te preocupes, compañero.Sólo tenemos que ir por este túnel,llegar a Albión, encontrar a las mujeres,evitar que nos maten y abrirles la puertaesa del sur.

Fusco no le contestó, iluminó con laantorcha la cueva. Las estalactitas deltecho brillaban como el cristal, nuncahabían visto nada similar, formabanfiguras de cuarzo irregular, muy diversasunas de otras.

—Menos mal que llevo otraantorcha en la cintura, por si se nosapaga ésta.

—¡Mira tú el confiado!—Ya sabes que yo sólo confío en lo

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que tengo entre manos y ahora mismo esuna antorcha y un arma.

—Déjate de tonterías y vamos aseguir. No tenemos mucho tiempo de luz.Debemos estar a bastante distancia deAlbión, por lo menos a dos horas demarcha desde la superficie y no sabemoscómo es este túnel, si va recto o damuchas vueltas.

Desde arriba les gritaron algo queno entendieron, pues los hombres deTilego estaban lejos; no había forma devolver atrás sino escalando el paredónque quedaba tras ellos. Así que los dosjóvenes callaron, y comenzaron acaminar. La cueva era de techo amplio

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en el inicio, habían penetrado en ellapor una fisura alargada, que habíaestado cubierta de arena. El pequeñotúnel que habían construido parapenetrar se abría en la parte más alta dela grieta; del pasaje se salía por un taludde arena por el que habían rodado.Después, el techo de la cueva se hundíahacia dentro, en una forma trapezoidal, yal final se continuaba por una especie depasillo estrecho que se curvabasiguiendo en dirección al este. Lesso yFusco caminaban por él sin separarseuno del otro y, aunque no se loconfesasen mutuamente, sentían miedo.A los lados la piedra negra del pasillo

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subterráneo brillaba iluminada por laantorcha en tonos verdes, de algas yagua de mar. El olor era pútrido, apescado descompuesto, y el aire insano.Fusco pasó la antorcha a Lesso, másatrevido, que iba delante, después seagarró del hombro de su amigo sinatreverse a separar ni un dedo.

Habían caminado apenas una mediahora, cuando sintieron que el aire sevolvía más respirable y oyeron gritos degaviotas. Estaban en una cueva másamplia; en ella y a un lado la pared depiedra se abría al mar por una hendiduratan estrecha que no hubiera permitido elpaso de un hombre. Las olas salpicaban

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por allí el interior de la cueva, como unatorrentera, y con ellas penetraba la luzdel sol de poniente. Procuraron cubrir laantorcha para que no se apagase ycontinuaron por el túnel que allí sedividía en dos. Uno de los ramales sedirigía claramente hacia el mar, el otrogiraba al sudeste. Tomaron aquél. Másadelante el túnel dejó de ser de roca yen él se veía la tierra apelmazada yquizá trabajada por la mano del hombre.Ahora, el olor era a tierra mojada oestiércol, y en las paredes se podían verraicillas de plantas, y también raícesprofundas de árboles. Notaron unasombra volar sobre ellos, era un

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murciélago con su grito particular.Pensaron que se acercaban a la ciudadde Albión.

De pronto, el camino se cortaba portroncos y maderas; entre ellasdistinguieron con asco y temor elcadáver de un hombre muerto largotiempo atrás, conservaba sólo los huesosy algo de piel acartonada. Lesso gritó,Fusco se pegó a él.

—Es un soldado con las antiguasvestiduras del ejército de Albión. Murióhace muchos años. Porta una malla fina,y la espada es buena —dijo Lesso.

—No quiero ni mirarlo.Lesso se detuvo a examinarlo,

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mientras Fusco torcía la cabeza para elotro lado.

—En la mano llevaba una antorcha,parece que murió aplastado por la caídade los troncos.

Lesso tomó la antorcha de las manosdel cadáver, después le quitó la espaday el cuchillo. Eran de acero de buenacalidad, la empuñadura remachada porincrustaciones de coral y ámbar. Fuscose fue tranquilizando, cogió la espada, ycomenzó a bromear.

—Cuando vean estas armas en elcampamento vamos a ser la envidia delos otros. Ya se puede decir con estasarmas que somos guerreros albiones —

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dijo—. ¿Quién sería este buen mozo?—Déjate de bromas y vamos a abrir

un hueco aquí.Comenzaron a retirar los troncos y

las maderas. De pronto entendieron loque quizás habría ocurrido; aquelhombre había derrumbado el techo,quizá para huir de sus perseguidores;aquello lo había matado.

Colocaron el cadáver en un lateral ycon cuidado lo fueron tapando con lostroncos que retiraban del corredor. Eltrabajo se hacía largo, poco a pocoapartaron bastante madera y se abrió unaestrecha oquedad que dejaba pasosuficiente a los muchachos. La antorcha

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se apagó y encendieron la del guerrero.Fusco cortó con el cuchillo maderaspara poder hacer nuevas antorchas si sequedaban sin las anteriores. Habíapasado mucho tiempo desde que dejaronatrás a Tilego y a sus hombres. Denuevo encontraron un obstáculo detroncos de madera, pero aquello parecíamás una entrada cegada artificialmenteque un desprendimiento. Se indicaronmutuamente silencio, estaban llegando alfinal del camino. Entonces penetraron enun gran almacén lleno de sacos debellotas, harina y odres de vino. Todoestaba marcado por la señal delmuérdago, la señal de Lubbo.

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Oyeron ruidos y se ocultaron. Seescondieron tras unas cubas de vino. Sutamaño pequeño les permitía ver sin servistos. La que entraba era una mujer depelo gris, cubierta por un manto. Saliódel almacén sin verlos.

—¡Hemos llegado! —susurró Fusco—, ésta es la casa de las mujeres deAlbión.

—Podría ser cualquier casa o laparte de abajo del palacio de Lubbo.

Fusco salió de su escondite y sedirigió hacia el fondo, encontró unapuerta por la que se colaba la luz de latarde; miró a través de una hendidura enla madera.

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—Te digo que es la casa de lasmujeres —repitió en un tono más alto—,ahí fuera hay más faldas que en la casade mi madre y allí había muchas.

—Y ahora ¿qué?—Vamos a buscar a la hija del

druida.—Estás loco —dijo Lesso—;

salimos y decimos a las señoras:«Señoras, somos guerreros de Aster yvenimos a rescatarlas.» ¿Te parece?

—Se reirían de nosotros. Somospequeños, y… ¿tú crees que tenemospinta de guerreros?

—Pues mira qué espada hemosconseguido y qué puñal.

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Lesso no hizo caso a lasbravuconadas de Fusco.

—Hay que esperar a la noche yvigilar desde aquí para ver si la vemos.

Fusco no tuvo más remedio queadmitir que aquélla era la únicasolución. Se tumbó contra una saca debellotas y dijo tocándose el vientre:

—Tengo hambre.—Pues esto es un almacén de

comida. ¿Desea el señor tejedor unasmanzanas secas? Aquí hay castañaspilongas, y aquí bellotas.

—¡Compañero! ¡Esto es el paraíso!Oyeron la puerta y se escondieron de

nuevo. Entraba una mujer muy robusta y

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con el cabello rojizo que se paseó entrelas sacas diciendo:

—Minino, minino… Ya se ha coladoel gato a comer, ¡cómo le coja!

Contuvieron la respiración. La mujerdio varias vueltas y salió, cerrando lapuerta con una tranca grande.

—Está vigilada —dijo Fusco—,¿cómo vamos a salir de aquí?

Lesso le hizo gestos, mandándolecallar.

—No hagas ruido. O nosencontrarán.

Retrocedieron hacia lo más profundodel almacén, cerca del lugar por el quehabían entrado, y comieron higos secos,

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castañas y manzanas. Tenían hambredespués del largo camino. Luego sedirigieron hacia un ventanuco con rejaque estaba semientornado. Secomunicaba con el patio central delgineceo; en él pudieron ver a lasmujeres lavando la ropa en el impluvioo caminando de un lado a otro cargadascon niños, comida o cestas de ropa.Fusco y Lesso oían sus voces y lasconversaciones entre ellas; intentabanencontrar a la hija del druida pero no laveían y desesperaban ya de lograrlocuando la distinguieron en el lado sur dela valla, portando una gran cesta conhierbas. Mentalmente apuntaron cuál era

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el lugar hacia el que se dirigía.

La noche en la que Fusco y Lessoalcanzaron Albión yo dormíaprofundamente y soñaba. Me parecíaestar de vuelta en Arán, pero era unlugar diferente, las casas estabanquemadas pero reconstruidasparcialmente. Vi al herrero protestar unavez más porque le faltaban sus hijos, yse dirigió hacia mí, tocándome elhombro. Me desperté, junto a mi hombrohabía efectivamente una mano, pero otrame cerraba la boca.

—Hija de druida, somos nosotros.

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Necesitamos tu ayuda.Vi la mirada de Lesso, brillante y

sonriente como siempre lo había sido.Después divisé el cabello rojo deFusco, y pude ver cómo éste tenía sujetaa una de mis compañeras: eraVerecunda. Uma se despertó también eintentó decir algo. La detuvimos entretodos.

—¿Cómo habéis llegado aquí?—Una larga historia. —Fusco rió.Me parecía imposible encontrarme

en la casa de las mujeres de Albión conmis antiguos compañeros de juegos,recordé la última vez que les había vistoen el bosque de Arán, camino hacia

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Ongar. Había pasado mucho tiempo, másde dos años. Habían crecido algo, peroseguían siendo unos mozalbetes de bajaestatura y de barba lampiña. Al verles,mi cabeza sólo tuvo una idea.

—Y ¿Aster? —pregunté.—Él nos envía —habló de nuevo

Fusco, dándose importancia—.Necesitamos ayuda. ¿Éstas son de fiar?

Yo miré a Uma y a Verecunda,estaban despiertas, Fusco las amenazabacon su gran espada.

—Sí, lo son —dije—, déjalas enpaz, Fusco.

Después me dirigí a ellas:—Son amigos, del lugar donde yo

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vivía antes, huyeron con Aster a lasmontañas.

—Después a Montefurado, dondederrotamos a Lubbo.

Vereca y Uma miraban a los reciénllegados, sin saber si debían tomarlos enserio o no, unos chavales de bajaestatura que parecían reírse de todo. Aellos les daba igual la actitud de lasmujeres.

—Necesitamos abrir el portillosudeste de la muralla, el que da alacantilado, por allí entrarán losnuestros. —Lesso no dio másexplicaciones.

Conocía a Uma y a Vereca, sabía el

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odio que tenían a los suevos y a Lubbo,agudizado desde la muerte de Lera.

—Debemos ayudarles —dije—, sonamigos de Aster y él es la únicaesperanza.

—Cualquier enemigo de Lubbo esamigo nuestro —hablo Vereca, ydespués prosiguió—: ¿Sabréis llegarhasta allí?

—La casa de mis antepasados estabamuy cerca de ese lugar —dijo Uma—,yo podría guiaros.

—¿Estás segura? Si nosdescubren…

—No quiero seguir la suerte deLera. Yo soy la siguiente —dijo con

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decisión Uma—; si a estos chicos losmanda realmente Aster, haré lo que sea.

—¿Y cómo saldremos de aquí?—No te preocupes, muchacho —

dijo la goda—, hace años que lasmujeres de aquí salimos sin problemas.

—¿Es sueva? —me preguntó Fusco.—No, goda, y es de fiar. Su esposo

fue apresado en las minas deMontefurado, odia a Lubbo, más quenosotros.

—¿Cómo se llama tu esposo?—Goderico.—Pues bien, esposa de Goderico, le

verás entrar por el portillo sudeste sinos abrís la puerta.

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Fusco hablaba, por una vez en suvida, completamente en serio, peroVerecunda no le creyó, tanta era sudesesperación.

—Bien, dinos cómo salir —hablóLesso.

—Hoy está Rodomiro de guardia —dijo Vereca—, nos dejará pasar sinproblemas porque bebe los vientos porUma. Le podemos decir que han llamadoa la sanadora del barrio de los nobles.Si Uma se lo pide nos dejará pasar.

—Muy bien. A vosotras os dejaránpasar. Pero nosotros… ¿qué haremos?En cuanto nos vean nos detendrán.

—Uno de vosotros se vestirá con la

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ropa de Lera, el otro con la de Jana. SiUma tontea lo suficiente, a Rodomiro nole quedarán ojos más que para ella.

—¡Yo no me visto de mujer! —dijoFusco.

—Te vestirás con lo que haga falta—le contestó Lesso enfadado—. Nopodemos hacer nada mejor.

—Uma y yo os guiaremos —continuó Verecunda sin hacer caso—.Jana se quedará aquí.

Con desgana, Fusco y Lesso tomaronlas ropas de mujer que les daban y secubrieron con mi capa y la de Uma.Fusco se vistió con alguna ropa de Lera,y yo le di mi capa a Lesso. Realmente,

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Lesso era de mi tamaño y cubierto por lacapa de sanadora podía confundirseconmigo, los guardias me tenían miedoporque pensaban que tenía poderesmágicos. No iban a molestar demasiadoa Lesso. Vereca abrió la puertatemblorosa, me di cuenta de que lasnoticias de Lesso sobre Goderico leproducían esperanza. Se deslizaronhasta la puerta de la casa de las mujeres,allí estaban los guardias.

—¿Adónde vais a estas horas?—Ulge nos ha avisado que hay un

parto difícil en la casa de los nobles.Déjanos pasar o te las verás con ella.

—Sí, eso decís a veces, no es

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momento de buscar a Ulge, estoy segurode que habéis quedado con algúnsoldado de la guardia de Lubbo.

Uma, a quien iban dirigidas estaspalabras, le miró insinuante. Éste, queandaba tras ella, les dejó pasar sin hacermás preguntas. Por callejas oscuras yestrechas, iluminadas apenas por la luzde algún hogar que salía a través de lasventanas entornadas, avanzaron. La lunaestaba llegando a su cénit y alumbrabamucho la noche. Caminaron por unacalleja que conducía al sudeste, albarrio noble, y después giraron por unacalle lateral hacia el oeste. De una casasalió un hombre borracho apoyándose en

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otro. Un poco más allá, de otra cabaña,surgió otro individuo expulsado por unamujer que parecía una fulana. Ella cerróla puerta detrás de él con fuerza. Elhombre se dirigió insultante hacia Lesso.

—¿No quieres venir conmigo? —dijo el borracho.

—No, ahora no tengo tiempo —dijoLesso intentando imitar con su voz untono femenino.

—No importa —dijo el hombredirigiéndose a Uma—, quien de verdadmerece la pena es tu amiga.

No pudo decir más, Lesso lesuministró un buen golpe con el dorso desu espada, el hombre cayó al suelo

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inconsciente.Se alejaron de aquel lugar

corriendo. Lesso y Fusco tropezaban conlas ropas de mujer y se subieron lasfaldas; finalmente decidieron quitárselaspara ir más rápido. El castro de Albiónera un laberinto de callejas, queserpenteaban en diversas direcciones.Uma y Verecunda sabían orientarse sindudar, y caminaban deprisa; las mujeres,a veces, al girar bruscamente en unacalle perdían a los muchachos y debíanvolver atrás a buscarlos. Iban dando ungran rodeo, para evitar la granexplanada de la fortaleza, por callespoco transitadas llenas de barro y con

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olor a excrementos. Lesso pensó que legustaba más el olor del castro, el olor dela playa e incluso el olor del túnel.Fusco y Lesso estaban cansados por elesfuerzo de cavar durante el día anteriory se retrasaban. Las mujeres les urgierondiciendo que si en algún momento lesencontraba la guardia, podían darse pormuertos. Al pasar por una calle másamplia, percibieron que la guardia suevade Lubbo se acercaba. Apenas tuvierontiempo de saltar una pequeña tapia ymeterse en un huerto de verduras. Seagazaparon bajo unas grandes coles. Laguardia pasó.

—Falta poco —susurró Uma—,

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pero hay que correr.

Después de ver cómo Lesso y Fuscocaían en el túnel, los hombres de Tilegoretrocedieron, y se dirigieron otra vez aleste hacia Albión. Galoparonrápidamente y llegaron a un robledal.Tras los árboles, se abría una explanadade hierba verde que finalizaba en elacantilado sobre Albión. Tilego y sushombres esperaron en el bosque a quecayese la noche; después, alumbradospor la luz de la luna casi llena, seacercaron al borde del despeñadero querodeaba la ciudad, desde allí arriba se

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divisaba el gran castro sobre el Eo.Debían esperar a que la mareadescendiese para descolgarse por elacantilado. Después tendrían seis horaspara bajar, si el portillo de Albión alque Lesso y Fusco debían llegar no seabría, podrían morir cubiertos por lasaguas.

Los hombres de Tilego ataron unaslargas cuerdas a los árboles del bosquey desde allí descendieron lentamentedescolgándose por el acantilado. Con laoscuridad los hombres se confundíancon las rocas, en el cielo brillaba unaluna casi plena, como un gran faro sobreel mar. La luz era tan intensa que en

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algún momento debieron detenerse puestemían ser vistos desde abajo por laguardia de Albión. Lentamentedescendieron hasta llegar al estrechopasillo limítrofe con la muralla; en esacuaderna de la muralla se situaba unpequeño portillo, tapado por ramajes,que comunicaba con la ciudad. Aquélera el punto de encuentro con Lesso yFusco.

La bajada era penosa y Godericotropezó. Uno de los hombres de Tilegole ayudó en el descenso. Colgados delas cuerdas los hombres se golpeabancontra las rocas. Debían proseguir ensilencio sin que les oyesen. Bajo el

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acantilado se situaba la muralla con lossoldados de Lubbo haciendo guardia.Los suevos patrullaban. En un momentodado, la guardia de Albión se situó justodebajo de ellos, por lo que debieronplegarse hacia el acantilado y guardarsilencio.

La muralla de Albión y el acantiladoahora estaban separados por un estrechopasillo de playa; si no abrían pronto, lamarea alta llenaría de agua aquel foso ylos sepultaría. Debían bajar deprisa oquedarían atrapados y algunos no sabíannadar. Pero si procedían demasiadodeprisa harían ruido y los soldados lesoirían. Cuando la mayor parte de los

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hombres llegó al suelo, los de arribacomenzaron a introducir por elacantilado las armas ocultas en el carro;una gran cantidad de espadas, flechas,lanzas y mazas. Ésa era su misión,aprovisionar a los hombres de Albiónrebeldes al tirano, para queconstituyesen una quinta columna queayudase en el asedio a Aster. Lamaniobra era peligrosa, para ellos eravital que Fusco y Lesso hubieran llegadoal portillo para no quedar atrapados porlas aguas.

Mientras tanto, Fusco y Lesso,guiados por las mujeres, corrían porAlbión. Sabían que a medianoche

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comenzaría a subir la marea, y que si nollegaban a tiempo, los hombres deTilego con sus armas y pertrechospodrían quedar atrapados. Al fin,llegaron a la muralla, oían al otro ladodel muro el oleaje que ascendía. Umalevantó unas plantas colgantes de lamuralla y debajo vieron un portillo, quese cerraba con una tranca de grandesdimensiones dentro de unas grandesabrazaderas herrumbrosas. Comenzarona tirar, pero dos muchachos y dosmujeres no podían ejercer suficientefuerza sobre aquellas estructurasoxidadas y añosas. Jadeaban. Entonces,la guardia sobre la muralla oyó algo y se

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alertó, corriendo sobre el pasillo encimade la muralla se dirigió hacia la zona delportillo sur con grandes antorchas, queiluminaron la calleja. Ellos se callaron eintentaron ocultarse bajo el ramaje, perolos soldados comenzaron a bajar por unaescalera lateral de la muralla.

En ese momento notaron que alguienllamaba al otro lado del portillo. EraTilego y sus hombres. Olvidaron todomiedo, volvieron a tirar de la tranca confuerza. En ese momento los soldados dela guardia llegaron.

Mientras Lesso y Fusco recorrían lascalles de Albión, yo, en una duermevela,presentía todo aquello, comencé a entrar

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en trance, y aunque intentaba que elespíritu no entrase en mí, pronto perdí elconocimiento y vi a Aster, asaltandoAlbión.

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XIII. Asalto a Albión

En Ongar los días se sucedieronlentamente. Tras la marcha de Tilego, nose observaron cambios, pero elnerviosismo se notaba entre la gente.Aster no tenía prisa, necesitaba entrenara aquel ejército disgregado procedentede diversos lugares en las montañas.

Aster no se alojaba en el poblado,sino en una cabaña en el campamentocon Mehiar, Tibón y Tilego, pero acudíacon frecuencia allí, donde aún vivíanparientes de su madre y donde estaba la

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fortaleza que le pertenecería. El jefe delpoblado de Ongar era Rondal, hermanode Mehiar, ambos siempre habían sidofieles a la casa de Aster. A menudo sereunían en la parte alta del castro deOngar y trazaban planes. Tibón y Mehiarestaban deseando atacar a Lubbo,querían aprovechar la ventaja quesuponía la derrota en Montefurado, peroAster dudaba, conocía la dificultad en elasalto de la fortaleza de Albión. Elpríncipe de Albión se enfurecíarecordando el pasado y estaba lleno deodio hacia Lubbo, pero no queríaprecipitarse, deseaba destrozar a suenemigo. Debatían un plan tras otro y a

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menudo no llegaban a ningún acuerdo.Después de alguna de aquellasdiscusiones Aster se retiraba a la cuevade los monjes y en el silencio del temploen la roca algo en él se dulcificaba,después volvía sereno al campamento.Mailoc, el guardián de la cueva, solíadejar que el príncipe de Albiónmeditase allí sin interrumpirle.

Tras la marcha de Tilego y sushombres, se difundía en el campamentola sensación de que la batalla seavecinaba. La intranquilidad se traducíaen que los hombres peleaban entre sí; enteoría, para entrenarse pero en realidadpara calmar la impaciencia por la

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espera. Tassio, entretanto, no mejoraba,unos días tenía fiebre y se encontrabamal; en cambio, en otros momentosparecía casi curado. La luna crecía en elcielo; al llegar a la mitad de su ciclo,entre los hombres se inició unaactividad febril. Aster dispuso quepartieran pronto y unos días más tarde,el ejército abandonó Ongar y emprendióel camino hacia la costa. Tassio iba conellos en una pequeña compañía quecomandaba Tibón. Aster galopaba alfrente y Mehiar a su lado.

Para no despertar sospechas, yevitar los espías de Lubbo, el ejército semovía de noche. Por el camino, hombres

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de los castros se fueron uniendo a ellos,y en la mayoría de los poblados lesproporcionaban provisiones. Al finllegaron al litoral, a un lugar de la costamuy cercano a Albión. Aster reunió asus hombres en una playa de arenasblancas, bajo el acantilado de piedraoscurecida por mil mareas, en unentrante en la costa. Muy a lo lejos,brillando al sol como un punto en elhorizonte, los de vista aguda podíandivisar Albión. Algunos de ellos loseñalaron, y un suspiro inaudible corrióentre aquellos guerreros venidos de lamontaña. Muchos de ellos, huidos desdeaños atrás, presentían a sus familias en

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la fortaleza, otros todo lo habíanperdido y sólo pensaban en vengarse,por último los más jóvenes soñaban conalcanzar el botín y la gloria.

La ciudad, sin embargo, parecíainalcanzable rodeada por el mar, elacantilado de piedra y el río. Pocos deellos sabían nadar. Sólo algunos pésicosde las costas y los cilenos, hombres delos ríos, conocían el agua y se atreveríana sumergirse en las aguas frías delCantábrico.

Aster se volvió hacia ellos. Con vozimperativa, les ordenó que se acercasena las rocas, escondiéndose entre ellas.Con sus vestimentas pardas, aquellos

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hombres serían difíciles de distinguirdel roquedo oscuro; en cambio, de pieen las arenas blancas de la playa sepodrían ver desde muy lejos, y Lubbotenía espías.

Tassio no se encontraba bien perono quiso quedarse en Ongar. Sus heridasno cicatrizaban y una de ellas supuraba;se acordaba constantemente de los deArán, de su hermano Lesso y de Fusco.Era posible que hubieran sidocapturados en Albión, y él, lo sabíabien, moriría. Había visto heridas comoaquéllas, infectadas, que no cicatrizabany lentamente devoraban a quien lashabía recibido. A pesar de que en

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aquellos días el sol brillaba alto en elhorizonte, y la naturaleza de Ongarderramaba verdor, su corazón estabaoscuro, ceniciento y entristecido. Losviejos compañeros de armas le habíansubido a un caballo y él había galopadocon los ojos fijos en Aster, muy cerca deTibón. Era éste quien se ocupaba ahorade Tassio, no le perdía de vista; biensabía el capitán que aquel hombreestaba herido pero, y él lo comprendíaasí: ningún hombre valiente conociendoque la muerte se acerca quiere morir enun lecho; prefiere gastarse en la lucha yencontrar la muerte con gloria y honor.

Tassio miraba el mar y el horizonte,

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que a menudo giraba en torno a él por elmareo. Pensó que necesitarían barcaspara llegar hasta Albión. ¿De dóndeiban a sacarlas? Seguramente Astertendría un plan prefijado, entoncesdirigió de nuevo su mirada hacia Aster.El príncipe de Albión, que estabaerguido sobre su caballo, rodeó una rocaalta. Mehiar y tras él Tibón leacompañaron. Entonces Tassio percibióalgo que, quizá por su mal estado físicoo bien por su posición, no habíadivisado antes. Entre las rocas, medioescondida, se podía ver una gran puertaoscura, de madera negruzca, sujeta porunas enormes bisagras enmohecidas.

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Aster avanzó hacia la puerta. Se hizoel silencio en la playa, solamente se oía,estruendoso, el ruido del mar a lasespaldas de los guerreros, el vientosilbando entre las rocas emitiendoruidos extraños al cruzar entre lasgrietas del acantilado. Tassio tembló. Enel cielo gritó una gaviota, después seoyó un ruido seco, lento, repetido. EraAster golpeando la puerta de madera. Elsilencio entre los hombres se hizo másprofundo.

Tassio oyó una voz llena de temorque decía:

—Llama a los hombres de las rocas.Circulaban mil leyendas entre los

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montañeses y pescadores sobre loshombres de los acantilados. Se decíaque eran los que provocaban lastormentas y llevaban los barcos al fondodel océano, se decía que venían de unlugar lejano, que eran peces convertidosen personas, que hablaban el lenguaje delos animales y no el de los hombres. Sedecía que robaban mujeres y comíancarne humana. Se decían muchas cosas,pero muy posiblemente nada de ello eracierto.

Entonces la puerta se abrió, y loshombres de Aster sintieron que no sehabía abierto en mil años atrás. Uncrujido lento y persistente, el de las

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bisagras enmohecidas girando sobre susgoznes, ahogó el ruido del mar, elsilbido del viento y el de las gaviotas.Dentro de la cueva sólo se veíaoscuridad y un túnel de piedraprolongado en la roca. Sintieron laimpresión de que las puertas se movíansolas, y notaron que el desasosiego antelo desconocido se introducía en suscorazones. Oyeron unos pasos que searrastraban y unas sombrasaproximándose. Los hombres de Asterde nuevo se turbaron. Él, sin embargo,parecía no sentir temor alguno y con unsemblante serio se acercó a la entradade la cueva, pero su piel era quizá más

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pálida que otras veces.Las sombras de la cueva se

transformaron en personas, en hombresde largos cabellos y barbas oscuras,vestidos con ropas viejas, enceradas,mojadas, de un color verdigris, túnicascortas marrones, y capas más largasacabadas en pico. Un rumor de aliviocorrió entre las tropas, pero todosagarraron con fuerza sus armas, por sifuese necesario usarlas.

Aster habló. Un lenguaje milenariocon rumores a mar salió de sus labios, ylos hombres de las cuevas le escucharonatentamente. Después sacó oro y, entrelas sombras, un hombre, un individuo de

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pequeña estatura se hizo presente.Tassio observó que al divisar a aquelpersonaje, Tibón se adelantaba entre losguerreros de Ongar y lanzando sucaballo a la carrera se acercaba hasta lafila de hombres de las rocas, quienes alverle avanzar desenvainaron unasespadas cortas y herrumbrosas; entoncesel hombre pequeño, un jefe entre ellos,rió y tirando la espada saltó haciaTibón, éste bajó de su caballo y ambosse abrazaron. Aster los miraba enhiestoen su caballo, divertido por la escena.Después el hombre de las rocas seseparó de Tibón y se dirigió haciaAster. Mucho más tarde supe por el

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propio Aster lo que aquel hombre decíaen un lenguaje ancestral.

—¡Hijo de reyes! —dijoinclinándose ante Aster.

—Ségilo. No reconoces a losamigos.

—Lo hago cuando traen oro —respondió sonriendo.

—Sigues igual, el paso de lasestaciones no ha ablandado tu corazón.

Ségilo mostraba en su cara unaexpresión afable, sus rasgos eran duroscomo tallados en la roca, pero sedulcificaron algo al hablar con Tibón yAster.

—Hay algunos —y muy contento les

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miraba—, que no necesitan llamar a lapuerta, han vivido con nosotros y soncomo nosotros: hombres de las cuevas.Tibón y tú, hijo de reyes, me salvasteisla vida hace ya muchas lunas; eraisfugitivos escondidos entre las rocas, yme librasteis de los hombres de Lubbo.Nunca olvidaré vuestra ayuda. Ségilo eshombre agradecido. Los hombres de lascavernas siempre pagan sus deudas.

Aster prosiguió hablando el lenguajeantiguo de los hombres de la costa quelos de las montañas no entendían.

—Diles, pues, que envainen lasarmas, venimos en son de paz ysolicitamos vuestra ayuda. Necesitamos

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embarcaciones.Ségilo sonrió y habló a la manera de

los hombres de la costa, con sonidossibilantes como el ruido del viento entrelas rocas.

—Pedir barcos a los hombres de lasrocas es como pedir vida al sepulturero.Sabes que tenemos barcos pero barcosdesguazados. Naves tronchadas. —Sonrió con una sonrisa en la que habíaalgo de horror.

—No habéis cambiado. —Asterhabló apenado y serio.

Ségilo no quiso oírle. Durante sigloslos hombres de las rocas habían vividode estrellar barcos en los agrestes

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acantilados del Cantábrico, por eso erantemidos y odiados por los otroshabitantes de la costa. El origen de loshombres de la costa se perdía en eltiempo y eran de una raza ajena a losotros pueblos cántabros.

—¿Qué barcos podemos ofrecerte?—No necesito grandes navios sino

barcazas que se sostengan en el mar yque permitan que mis hombres alcancenAlbión de noche.

Ségilo sonrió aviesamente, odiaba aLubbo y cualquier ataque contra eldruida contaba con su aprobación.

—Dile a tus hombres que me sigan.Después se dirigió a su gente y se

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introdujo en las entrañas del acantilado.Aster habló con Mehiar y convocó a lamitad de sus hombres para que siguiesena Ségilo. Al frente de ellos puso aTibón, que sin dudar se introdujo en lascuevas. Mehiar, con el resto de loshombres y los caballos, permanecieronen la playa, observando cómo el resto seintroducía en el túnel. Ambos capitanesse despidieron.

—¡Hasta Albión! —exclamaron.Después los hombres de Mehiar

subieron a caballo y volviendo grupasse dirigieron al camino del interiorhacia Albión, alejándose del mar.

Aster siguió a sus hombres hacia la

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oquedad de las rocas. Animaba a losindecisos que sentían miedo al entrar enla cueva oscura, pero su fuerza ydeterminación les estimulaba. En elinterior de la cueva olía a humedad y apescado. El subterráneo dejaba pasar elagua, que se estrellaba contra elacantilado. El mar penetraba por unagran arcada a un lado de la cueva; lamarea estaba baja pero comenzaba asubir, y era posible que en algunosmomentos aquel lugar fueraintransitable; pero ahora era un pasadizonatural entre las rocas. Caminaron untiempo y se asomaron a una ensenada, unpuerto natural inaccesible desde

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cualquier otro camino en la costa, quefinalizaba en una playa de arenasblancas. Entonces comprendieronadonde les conducía Ségilo; aquel lugarera un inmenso almacén de barcos,balsas y botes destrozados en sumayoría, pero alguno aún estaba en buenestado.

Poco a poco, fueron sacando delinterior restos de navios, cuadernasenteras, algún bote. Atardecía en un díacálido. La playa se oscurecía por lasombra creciente de los acantilados. Loshombres de las rocas saltaban entre lasruinas de los barcos, y riendolevantaban alguno como señalando que

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podía aprovecharse para navegar. Asterordenó a sus hombres que ayudasen asacar las balsas del agua y lasdistribuyesen en la playa. En aquel lugarrecóndito, nadie sino los hombres de lasrocas había penetrado jamás. Allí,organizó a los hombres y las barcas.Muchos de los hombres, a pesar de suconfianza en el joven príncipe deAlbión, dudaban pensando si aquellostroncos rudimentarios en algún momentopodrían llegar a flotar, pero todossiguieron trabajando.

La playa umbría se fue llenando debarcazas. Se estableció una camaraderíaextraña entre los hombres de las rocas y

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el pequeño ejército proveniente de lacordillera. Aster repartió aquellos desus hombres que conocían el mar encada una de las balsas a modo de guía,después las completó con los hombresdel interior. El sol caía ya sobre el mar,y la primera de las barcazas entró en elagua. En mis sueños vi los rostros de loshombres de las tribus de las montañasasustados al iniciar la navegación. Enalgunas barcas los hombres apreciaroncómo el agua penetraba en el casco,pero los hombres del mar distribuyeronbien el peso y las balsas no zozobraron.

Cuando la primera embarcación rozóla superficie del mar, el sol de poniente

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se hundió lentamente en el horizonte. Eldía del asalto a Albión la luna lucía entodo su poder. Aster lo había previstoasí, y el plenilunio nos comunicaba aambos. Yo, inquieta, velaba en Albión,esperando el regreso de Uma y Vereca.La tensión se palpaba en el ambiente,los guerreros dirigieron su mirada haciael horizonte y contemplaron la luna llenay el mar calmo y terso como un lago. Elastro de la noche iluminaba el trayectode las barcazas hacia Albión pero sufulgor no era tan intenso como para quelos vigías de la ciudad vieran a aquelejército que se aproximaba a sus torres ymurallas.

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Aster indicó que se remase ensilencio y los barqueros introducían laspalas con cuidado en el mar. Las navesavanzaban despacio, muy suavemente.

A Tassio no le gustaba el mar, lafiebre comenzaba de nuevo a subir ysentía frío y calor. Miraba condesconfianza la inmensa superficie cadavez más negra y oscura. Cerró los ojos,Tibón le miró intranquilo. No debíanhaberle llevado con ellos, pero Asterhabía insistido en que fuera así; sepreocupaba de un modo especial poraquel hombre, apreciaba al montañés,como a alguien a quien debía su regresoa Ongar; quería su curación, y parecía

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seguro que en Albión había alguien quepodía sanar a los heridos.

Tibón le miró; el príncipe de Albiónencabezaba la empresa en una barcazamás grande, casi un barco. De pie en lapopa de la nao, parecía seguro del éxitode aquella empresa, que podríaconsiderarse descabellada: el asalto auna ciudad inexpugnable desde un grupode barcazas fruto del desguace debarcos naufragados. En el negro cabellodel príncipe de Albión brillaba la luna.

Acercándose a la costa, el pequeñoejército de montañeses parecía unconjunto de troncos. A un gesto de sucapitán las barcazas se dividieron yendo

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unas por el río y otras por el mar;rodearon Albión. Los hombres seagacharon dentro. En la fortaleza seoyeron gritos. Desde las torres una vozpreguntaba por quién se acercaba a lamuralla, pero no podían adivinar elnúmero y la cantidad. Desde lasembarcaciones ya debajo del dique, loshombres oían las voces de la torre:

—¿Quién va? —decía uno de losvigías.

El otro miraba hacia el mar y noveía más que bultos negros flotandosobre el océano.

—Pues quién va a ir… Son troncosflotando. ¿No lo ves, Trujimo?

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—Pero… ¿tantos?—Seguro que los hombres de Ségilo

tuvieron buen botín hace días, que eldios Lug les parta pronto en dos.

Los guardias desde las troneraslanzaron una yesca encendida endirección a los troncos que,afortunadamente, no tocó ninguna de lasbarcas.

De pronto, los soldados de lamuralla oyeron trompetas y ruido decuernos al sudeste de la muralla.

—¿Qué ocurre?—No sé. Ayer atacaron a la guardia

de la zona sur, a lo mejor están atacandode nuevo.

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—¿Vamos hacia allí?—El capitán nos ha dicho que no

descuidemos la muralla.Los vigías se alejaron siguiendo la

ronda, encaminándose hacia el lugar dela muralla de donde provenía el ruido.Mientras tanto abajo en la muralla, loshombres de Aster alcanzaban el dique yse encaramaban a las rocas. De prontose oyó un susurro sordo, un grito, y elpaseo de los guardias cesó.

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XIV. La cueva deHedeko

En la muralla, Fusco, Lesso y las dosmujeres retrocedieron hacia las ramasque colgaban de las paredes intentandobuscar cobijo. No les sirvió de nada, lossoldados de la guardia los vieron y sedirigieron hacia ellos:

—¡Alto! ¿Quién va?Fusco desenvainó la espada, que

brilló de modo amenazador bajo la lunacreciente. Al verla, se llenó de valor,

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era un arma temible, ligera pero de grantamaño, el de Arán pensó que el hombredel túnel debía de haber sido unguerrero poderoso. Lesso, por su parte,sacó un puñal de su cintura y se dispusoa combatir. Estaban rodeados por cuatrohombres armados y era muy posible quehubiesen llamado a la guardia. El quellevaba el mando se lanzó hacia la granespada y atacó a Fusco; éste hubo deretroceder ante los golpes del otro.Fusco y Lesso fueron acorralados contrala pared por los cuatro hombres. Dos delos soldados atacaban a Lesso. Lasmujeres comenzaron a tirar piedras peropoco más podían hacer. Después,

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Verecunda dejó las piedras y se lanzócontra los soldados de la guardia deLubbo, era una mujer muy fuerte y de susmúsculos se desprendían golpes adiestro y siniestro, cogió por detrás auno de los que atacaban a Lesso y leagarró por el cuello; el hombre soltó elarma y asió las dos manos que leestrangulaban, pero Verecunda no cedíay el hombre cayó al suelo sin sentido. Enmedio de la refriega, viendo que nocabía esperanza si alguien no lesayudaba, Uma huyó a buscar ayuda, seintrodujo por una callejuela, se dirigió auna pequeña casa de barro y llamó. Leabrió un hombre de mediana edad, que

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la reconoció enseguida, y le pasó elbrazo sobre el hombro. Ella le hablódeprisa y el individuo llamó a otros ensu casa.

Junto a la muralla, Fusco y Lesso sedefendían con rabia. De pronto al otrolado del portillo se oyeron de nuevovoces, pedían que les abriesen porquesubía la marea, Lesso reconoció la vozde Tilego y de sus hombres; pensó quesi no eran capaces de abrir el portillo,los hombres de Tilego se quedarían allíatrapados por la pleamar.

Dos de los hombres atacaban aFusco, pero él se defendía bien, parecíaque su espada tenía vida propia. Lesso

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lo pasaba peor, era pequeño y sucuchillo no daba de sí. Su únicoenemigo le había desarmado con ungolpe de mandoble, y se disponía aensartarle con la espada cuando comopor ensalmo aparecieron cuatro hombrescon Uma. Vestían la ropa de loshabitantes del castro de Albión: túnicacorta castaña con capa de color oscuro ybotas altas de cuero. Algo en ellosrevelaba un espíritu militar, pero noeran soldados. Dos de ellos liberaron aLesso y abatieron a su atacante. Losotros se dirigieron a ayudar a Fusco. Losdos hombres, aunque no tenían espadas,eran fuertes y manejaban cuchillos de

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gran tamaño, pudieron desarmar a lossoldados de la guardia; uno de losguardias fue muerto, el otro, gravementeherido.

Fuera, tras la muralla, se oía elfragor del mar, ascendiendo. Lessoseñaló la puerta, y entre todos lograrondescerrajarla; por ella entraron loshombres de Tilego, a quienescomenzaba a cubrir la marea. Entonces,Tilego descubrió a uno de los hombresque les había ayudado y le abrazó,después se separó de él rápidamente.Verecunda miró hacia los que entraban yentre ellos divisó a un hombre de granaltura. Palideció. Él, al verla, la

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estrechó con fuerza. Los dos esposos noeran capaces de separarse, permanecíanajenos a los hombres caídos y a la lluviaque en aquel momento manabamansamente del cielo.

Entonces Tilego dijo:—Dejémonos de bienvenidas. Es

peligroso estar aquí.—Sí —dijo Fusco—, la guardia

puede volver enseguida.—¿Qué hacemos con estos hombres?—Los cadáveres —dijo Tilego—

los echaremos al otro lado de lamuralla, la marea se los llevará. Losotros convendría matarlos. ¿Tú quéopinas? ¿Abato?

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—Lejos de ti matar al prisionero —dijo el hombre bruscamente—, no se nosha dado poder para quitar la vida si noes en la propia defensa.

La expresión del denominado Abatoera dura y dolorida, pero bajo la rigidezde su cara se escondía una ricahumanidad. Después prosiguió:

—Les llevaremos a la cueva deHedeko.

Tilego se mostró de acuerdo conAbato.

—Tenemos poco tiempo, el cambiode guardia es al amanecer. Entoncesdescubrirán que faltan estos hombres ydarán la alarma general.

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—No te preocupes, Tilego, aún faltatiempo para eso —dijo Abato—. Esosperros tardarán en darse cuenta.

Después señaló el cielo:—Las nubes y la lluvia nos protegen.

La noche se ha tornado bien oscura parapoder encontrar a nadie.

—Durante el descenso —y Tilegoseñaló el acantilado— la diosa luna nosacompañó. Pero ahora las nubes la hantapado. Alguna deidad de las tuyas nosprotege.

Abato no le contestó, pero Lessonotó que al hablar de los dioses antiguosAbato se sentía incómodo, de modo quecomenzó a caminar y mientras se alejaba

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Lesso pudo oír:—Después de todo lo que pasó, no

sé cómo te atreves a hablar de losdioses.

La piel de Tilego se volviócenicienta y lívida, el dolor que tantasveces cruzaba su rostro volvió a él;Abato, sin embargo, aunque caminabadeprisa, se mostraba sereno y en paz.

La noche, ahora sin luna, era oscuracomo la boca de un lobo. En la murallanorte se divisaban las luces de laguardia.

En aquel momento, oyeron el sonidode los cuernos y trompas de la guardia.

—Nos han descubierto —dijo Abato

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—, ¡corred!Él mismo comenzó a caminar más

rápido en el dédalo de callejuelas deAlbión. Empujaban a los prisionerosdelante de sí, amenazándoles concuchillos; sin embargo, éstos tardabanen avanzar. Todos corrían sin darserespiro pero las mujeres y losprisioneros se iban quedando rezagados.Abato les esperó mientras les hacía unaseñal para que avanzasen más deprisa.

Llegaron a una calleja estrecha, notenía salida porque acababa en la vallade un corral.

—¡No hay salida! —dijo Fusco.—Sí, sí que la hay —le contestó

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Abato.Saltaron uno tras otro la valla de lo

que parecía un corral de animales; alfondo se situaba un establo techado ycerca de la pared un abrevadero paraanimales. Abato y su compañerocogieron el abrevadero vacío de piedray lo movieron con gran esfuerzo. Debajose abría una oquedad alargada quedejaba ver un túnel y una rampa en laroca. Abato y uno de los hombresbajaron por allí. Los otros dosesperaron a que Tilego, Fusco y Lessocon el resto descendiesen y tras su pasovolvieron a cerrar la entrada alpasadizo.

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Al penetrar allí, Lesso notó de nuevoel olor a mar y quizás a podredumbreque había percibido en el túnel de lacosta. Caminaba deprisa entre Tilego yAbato; los dos hombres, mucho másaltos que él, hablaban entre sí.

—Os esperábamos hace días.—No sabíamos cómo entrar, la

guardia estaba reforzada y todas lasentradas subterráneas cerradas —dijoTilego—. Aster pensó que estosmuchachos quizá podrían abrir el túneldel mar. Y lo han conseguido.

—¡El túnel del mar! Estaba cerradodesde los días de la huida de Aster yTibón. Hubo un derrumbe, allí murió

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Uxentio.—Será el hombre que encontramos

en un derrumbamiento. Vimos sus restos—dijo Lesso— y Fusco lleva su espada.

—¿Una espada? Déjame ver.Fusco desenvainó el arma. Abato se

detuvo a examinarla admirado por elhallazgo; después habló con emoción.

—Es la espada de Nicer.—¿Nicer?—Uxentio era el escudero de Nicer,

guardaba la antigua espada de lospríncipes de Albión y entró pararescatar a Aster. En la huida se sacrificópor su señor, derrumbó la entrada altúnel para evitar que los hombres de

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Lubbo apresaran a Aster y murió allí.Todos pensábamos que la espada sehabría perdido.

Fusco se sintió defraudado, creíaque la espada era ya de su propiedad,nunca se le hubiera ocurrido que pudieratener otro dueño.

Las antorchas iluminaban la piedramojada, Fusco percibió que aquel lugarera conocido, de hecho le parecía haberestado allí alguna vez. De pronto, se diocuenta de que el túnel subterráneo pordonde habían entrado ellos comunicabacon el lugar que estaban recorriendo.Llegaron a un lugar en el que el caminotorcía hacia la derecha pero, de frente,

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una piedra grande tapaba la roca yparecía impedir el paso. El compañerode Abato hizo una maniobra de palancay la piedra se desplazó.

Abato se dirigió a las mujeres.—No debéis seguir con nosotros, si

descubren que falláis, habrá problemaspara vosotras y para todos. Por estetúnel se llega al almacén de la casa delas mujeres, desde allí llegaréis avuestras habitaciones sin dificultad. Escrucial que no os descubran.

Verecunda se despidió de Godericocon un gesto, en sus ojos había lágrimasde alegría y esperanza. Proporcionarona las mujeres una antorcha y siguieron su

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camino alejándose de ellas.Los hombres penetraron en el

interior de una cueva. Al principioLesso no sabía qué tipo de lugar eraaquél: una enorme cueva labrada bajo elmar, en el suelo una arena blancafinísima lo tapizaba todo, y frente a ellosse erigía un altar de piedra. En lasparedes vieron tumbas de tiemposantiguos decoradas con distintos signosgrabados: un pez, ánforas, un cordero, ya menudo el signo de la cruz.

—Esto es un lugar de reunióncristiano —susurró Lesso a Fusco conun cierto temor. Fusco calló y miróalrededor de él con admiración. Como

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todos los túneles subterráneos quecruzaban la región de los albiones, aquellugar era un pasadizo horadado por elmar. La cueva, irregular, mostrabadistintas alturas. Sobre el altar de piedrael techo era más alto que en ninguna otraparte.

Lesso miró a Tilego con laesperanza de saber si todo iba bien,Tilego estaba tranquilo pero vigilabaestrechamente a los prisioneros, despuésse dirigió a Abato y comenzó a hablarcon él en voz baja. Lesso alcanzó a oírparte de la conversación.

—En estos días se decidirá la suertede Albión.

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—Ablón y Éburro habrán ido aconvocar a la gente. Habéis llegado enbuen momento. Lubbo no esta y su poderdecrece en la ciudad. En la últimaprimavera, tras el sacrificio de unamuchacha de la casa de las mujeres,muchos más se unieron a nosotros.

—Lo sabemos, se llamaba Lera yprocedía de Ongar. Aster tiene susinformadores.

—¿Dónde está él?—Camino hacia aquí, en la costa

este. Llegara cuando la luna alcance suplenitud.

—Es decir, mañana por la noche. Notenemos mucho tiempo. ¿Con cuántos

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hombres cuenta?—Está el ejército de Ongar, que son

unos quinientos hombres bien entrenadosy fieles, también se han unido a él losclavos de Montefurado. Uno de ellos esGoderico —Tilego señaló al godo—,son hombres debilitados por las minaspero dispuestos a morir. Serán unosdoscientos. En los últimos tiempos,pésicos, límicos, vacceos han juradofidelidad y se han unido a las huestes deAster, serán en torno a unos trescientoshombres.

—¿Y Aster?—Es el mejor capitán que han tenido

nunca los montañeses. Sigue lleno de

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odio y de afán de venganza.—Sí —dijo Abato—, es difícil

olvidar, el odio no es buen consejero yle puede conducir a grandes errores; loocurrido le marcó en el pasado y le dañaen el presente.

—¿Y vosotros?—En Albión, a pesar de Lubbo y sus

hechicerías aún quedan hombres fieles.Las orgías en la playa y los sacrificioscruentos han seducido a muchos peroaún quedan hombres leales. La familiade Éburro, la de Ambato, la de Arausa,la de Turao y la de Blecan.

Al oír aquel nombre, Tilegointerrumpió a Abato.

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—¿Blecan y Lierka?La expresión de Tilego se volvió

dubitativa al nombrar a Blecan peroAbato no quiso discutir y le cortó.

—Han visto dañados muchos de susprivilegios y no gustan de los sacrificioshumanos.

—No me fiaría yo de Blecan.Abato cambió de tema y prosiguió

enumerando a los aliados en la ciudad.—Hay muchos más, y a ellos se

suman los cristianos.—No son hombres de lucha.—Ahora sí, se han dado cuenta de

que no oponerse al mal es consentirlo.Se arrepienten de no haber apoyado a

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Nicer en su momento pero les duele queAster no tenga las creencias de su padre.Los cristianos odian a Lubbo, quierenque se acabe la nigromancia y lasprácticas inicuas en Albión.

—Bien. Mañana, Asterdesembarcará. Llegará por la zona oesteque da al mar; por eso hay que limpiarde guardia esa zona de la muralla,ayudarles a ascender y abrir el portillodel nordeste.

—Tenemos a nuestro favor que loshombres de Lubbo pensarán que elataque viene del sudeste, del acantilado.

—No lo sabemos —dijo Abato—,puede ser que refuercen toda la muralla.

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—Cuando Aster entre en Albión, supropósito será abrir la gran puerta queda al río y bajar el puente levadizo paraque por allí penetre la caballería queestá comandada por Mehiar.

—¿Cuántos son los hombres deLubbo?

—No es fácil calcularlo, peroaunque se ha llevado algunos, lamayoría sigue en Albión al mando deOgila, y todo está reforzado por lossoldados que abandonaron las minas deMontefurado. En la fortaleza de Lubbopuede haber unos doscientos, despuésrepartidos en la barriada norte casi milmás. Están mandados por un Ogila que

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se ha vuelto loco y por Miro, que es unhombre sanguinario. Es importante lasorpresa, que no sepan lo que ocurre. Esposible que muchos hombres que ahoraestán vacilantes se decidan por Aster.

Mientras Tilego y Abato hablaban,la cueva se fue llenando de gente. Loshombres que entraban se fueronsaludando unos a otros. Los de lasmontañas con los del castro en el mar.Aster había dispuesto que la veintena dehombres que entrasen en Albión conTilego fueran antiguos habitantes de laciudad que habían huido por miedo aLubbo o para evitar una muerte cierta.En la cueva ahora se oían abrazos y

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saludos.—¡Pentilo, viejo amigo! Pensé que

nunca volvería a verte.—¡Arausa! Veinte años en Albión no

te han cambiado apenas. Veo que vienescon toda tu familia.

—Mis ocho hijos son pocos paraluchar otra vez por la vuelta del príncipede Albión.

Tilego se dirigió a ellos:—¡Albiones! Estamos aquí los que

buscamos que cese la tiranía del terror.Los que queremos que los pájaros de lamuerte de Lubbo no coman más la carnede nuestros hijos, los que noconsentimos que Lubbo beba su sangre.

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Los que anhelamos la vida digna quetuvimos en tiempos de Nicer. ¡Albiones!Los aquí presentes sois de las familiasmás antiguas y más distinguidas. Hayque luchar contra el caos. Yo osconvoco en nombre de Nicer y Aster arecuperar vuestra dignidad.

Se corrió un murmullo deasentimiento, interrumpido por una vozdura, crítica y áspera. Un hombre alto ycon mal semblante se adelantó.

—Queremos nuestras costumbres deantaño. Pero no queremos a loscristianos y éste es un lugar de reunióncristiana.

Lesso notó que Abato se contenía,

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callando un momento, advirtió que en larespuesta había una cierta ira reprimida,ajena al carácter afable de Abato. Sinembargo, Abato logró serenarse y hablócon respeto.

—Sí, Blecan, lo sé, muchos devosotros os oponéis a los cristianosporque pensáis que vienen a confundir alpueblo y porque creéis que sólo sepuede adorar al Único cuando ellosadoran a Cristo; pero ellos odian lossacrificios tanto o más que vosotros. YNicer fue cristiano.

El llamado Blecan contestóduramente a las suaves y conciliadoraspalabras de Abato.

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—Ésa fue su perdición. Ahora dicesque vuelve su hijo. Sabemos que es unbuen luchador. Que ha sido el guerrerocapaz de acometer la hazaña de laliberación de Montefurado. Pero… ¿nosdevolverá a las antiguas costumbres onos conducirá a esa religión de siervosque no miran a la luna en plenilunio?Esa religión que no adora al ÚnicoPosible sino a un Hombre que hanconvertido en Dios. Esa secta a la quetú, no lo niegues, perteneces.

A estas palabras respondió Abato.—Nosotros los cristianos adoramos,

como en la antigua religión de nuestrospadres, al Único Posible. Vosotros lo

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confundís con la naturaleza y lotransformáis en multitud de dioses queson de barro, y al final, a esos dioses debarro les sacrificáis animales e inclusohombres, como ha llegado a hacerLubbo. Nosotros creemos que el ÚnicoPosible se muestra en la naturaleza perono es la naturaleza. Y sí, creemos que sehizo hombre.

Blecan pareció no escuchar laspalabras suaves pero enérgicas deAbato defendiendo sus creencias. No ledejó terminar.

—Obedeceremos a Aster mientrassiga las antiguas costumbres, debeconvocar al Senado de principales,

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también debe unirse a la casa de Ilbetecomo corresponde.

—Mira, Blecan, odiamos a Lubbo,queremos liberarnos del terror y Asteres la única esperanza. Si llega a serpríncipe de Albión, obedecerá lasantiguas costumbres. Pero, aunque nofuese así, di la verdad: ¿qué prefieres,los horrores de Lubbo o el gobiernojusto de Nicer?

—Lejos de mí apartarme de la casade Nicer, o apoyar el gobierno tiránicode Lubbo.

Los hombres asintieron a laspalabras de Blecan. Lesso pensó que,igual que en su aldea de Arán, aquel

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lugar no era un pueblo unido; cada unobuscaba los propios intereses. Los delas antiguas familias estaban anclados enel pasado y sólo apoyarían a la familiade Nicer si se les restituían susprivilegios perdidos en tiempos deLubbo.

Finalmente, Tilego y Blecancomenzaron a trazar el plan de labatalla, olvidando sus rencillas.Repartieron entre los albiones las armasque habían bajado por el acantilado.Tiempo atrás, Lubbo había retirado todolo que pudiera suponer una merma a supoder y había requisado las armas de laciudad.

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La noche había transcurrido larga yagitada, Ablón y Éburro habían traídoalgunos alimentos y los repartieron: pande bellotas, queso de oveja y una bebidafermentada. Cuando finalizaron laescasa cena, Abato habló:

—Debemos irnos, muy posiblementehabrá un registro en la ciudad buscandoa los soldados de la guardia, cualquieraque falte de su casa será sospechoso.Hay que dar sensación de normalidad.

Por distintos túneles se fueronretirando; los hombres de Tilego,Goderico y los muchachos se acostaronsobre la blanca arena de la cueva. Lessodurmió soñando en sus batallas, Fusco

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tuvo un sueño muy inquieto: en él, un serextraño, mitad hombre, mitad pez, lequitaba la espada que había encontradoen los túneles del mar.

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XV. La batalla

Uma y Vereca atravesaron los túneles,logrando salvar la vigilancia de losguardias. Aparecieron en la casa de lasmujeres muy agitadas contándome lasnuevas. Verecunda no cabía en sí degozo al haber visto a su esposoGoderico.

—He oído a Tilego que Asterentrará esta noche.

Al oír su nombre, el corazón melatió más deprisa. ¡Cuánto tiempotranscurrido desde que curé sus heridas

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en el bosque! Quizá ya no se acordasede mí, quizá me había ya olvidado.Pensé también en Enol, ¿habría muerto?Presentía que no era así, que mi historiay su historia seguían paralelas einconclusas; que en algún lugar nosvolveríamos a encontrar. Después mefijé en el rostro de Vereca, siemprerojizo, que ahora mostraba un colorgrana, y sus ojos eran brillantes.

—He visto a Goderico —dijo—,está vivo. Ha sobrevivido aMontefurado.

Me alegré por ella, y la abracécogiéndole los hombros y besando susmejillas.

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—¿Dónde está ahora?—Está con los hombres que planean

atacar Albión; Uma llamó a loscristianos, ya sabes, a Abato, Éburro yAblón. Preparan el ataque para lapróxima noche.

Siguieron contándome noticias y lashoras transcurrieron casi sin sentir. Enla ciudad se oía el toque de queda de laguardia y soldados corriendo por lascalles y revisando las casas. Después elsueño nos venció y descansamos unashoras.

Cuando la casa de las mujeres sehubo levantado, oímos una campanasonando en el patio del impluvio. Ulge

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nos convocó a todas. Nos reunieron entorno al lugar donde solíamos lavar laropa. Ulge habló.

—Ocurren sucesos muy graves en laciudad —dijo.

En su expresión brillaba, más que lapreocupación, la esperanza. Yo pensé enLera; después de su muerte Ulge semostró hundida, se sabía culpable por sucolaboración con Lubbo. Ulge, dealguna manera, quería a las mujeres delgineceo; nos consideraba como algopropio. La bondad de Lera le habíahecho apreciarla, había sentido en sumuerte la crueldad y la injusticia. Ulgesiguió hablando:

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—Los rebeldes intentan atacarnos.No saldréis al mar, las que tienentrabajo en palacio iréis allí; pero elresto hilaréis la lana y permaneceréis enla casa de las mujeres. Temo que siempieza la lucha pueda haber problemaspor las calles. No quiero que salgáis deaquí.

Durante la mañana, nos sentamos ahilar en unos asientos bajos de enea enel patio central. Uma, Vereca y yotemblábamos por dentro. Sobre todoVereca, estaba tensa, se concentraba malen su trabajo de hiladora y miraba elhilo como si le fuera la vida en ello,pero las hebras se le escapaban y sus

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mejillas estaban sonrosadas; unas vecessonreía y otras las lágrimas asomaban asus ojos.

Pronto vinieron unos hombres abuscar a Romila para que viese a unenfermo; Ulge dispuso que acudiesesola, no me dejaron salir.

Romila se demoró mucho en aquelrecado. Antes de mediodía, otro hombrevino a buscar ayuda, según él su esposaestaba a punto de dar a luz y necesitabala curandera. Dado que Romila no seencontraba allí, sólo yo podía atender ala parturienta, Ulge se fiaba de mí ypermitió que saliese pero, temerosa delos disturbios de la ciudad, no dejó que

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fuese sola con el hombre. Uno de laguardia del gineceo me escoltó.Recorrimos el castro hacia la zona nortey entramos en una pequeña casa deadobe donde sólo había un camastro enel que se recostaba alguien. En lascalles se percibía una tensión llena deinquietud, se esperaba un ataque que nose sabía desde dónde iba a llegar. Lossoldados de Lubbo patrullaban la ciudaden pequeños grupos de tres o cuatrohombres. Al llegar a casa de laparturienta, el marido no permitió que elguardia entrase.

Entré en la casucha, oscura y pobre,y al acercarme al lecho de la enferma

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ésta retiró la manta que la cubría. Meencontré con el pelo desordenado yrevuelto de mi viejo amigo Fusco.

—Fusco, ¿qué…?—A punto de dar a luz —rió él—,

necesitamos tu ayuda.—Dime qué se necesita.—Sabemos que en la casa de las

mujeres se guardan las escalas. Nos handicho que en un cubículo contiguo alpalacio. ¿Sabes cuál es?

—Creo que sí. Hay un almacénpequeño donde no vive ninguna mujer.

—Queremos que trasladéis esasescalas al almacén norte por dondeentramos nosotros la pasada noche.

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—¿Y cómo voy a hacer eso?—Ponte de acuerdo con Ulge. Nos

han informado de que aunque no loparece, ahora está en contra de Lubbo.

—Sí. Eso es así.Oí al guardia enfadado fuera.—Vete ya. Como éste sospeche algo

estamos perdidos.Regresé a la casa de las mujeres

acompañada por el guardia, un tipo secoque no habló por el camino. Las callesestaban casi vacías. La gente se habíametido en sus casas pues era la hora dela comida y después, muchosdescansaban. El día era lluvioso y elambiente opresivo, la niebla que cubría

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con frecuencia la ciudad habíadescendido de nuevo. El pelo se merizaba por la humedad, y estabaacalorada por la forma tan rápida decaminar del guardia. Me fijé que en lascallejas corrían riachuelos de agua.

Las mujeres ya habían comido yestaban limpiando el hogar. Me acerquéa Ulge:

—Necesito hablar contigo.Noté que Romila me observaba con

curiosidad. Preferí que no se enterase denada; a pesar de todo lo ocurrido, yosabía bien que en ella había unaambivalencia hacia Lubbo, pesabandemasiado los tiempos de juventud en

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los que había tenido una relaciónamistosa con el actual dueño de Albión.

—¿Qué ocurre?—Vamos más lejos —susurré.Nos retiramos detrás de una de las

cabañas, allí nadie nos oía.—Me han dicho que si quieres que

nunca más muera una de tus mujerestienes que ayudarnos.

Ulge me miró con sorpresa.—¿A qué te refieres?—Tienes que ayudar a los hombres

de Aster.Al oír aquel nombre, Ulge suspiró.—Nunca pensé que iba a ayudar al

hijo de Nicer. Nicer prohibió todo tipo

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de sacrificios y ayudó a los cristianos,yo no podía tolerar eso. ¿Lo entiendes?

—Sí —dije.—He sido sacerdotisa de la antigua

religión desde niña. Lubbo nos engañó atodos, queríamos volver a lossacrificios de animales y al culto alÚnico Posible, pero él nos impuso unculto demoníaco y bárbaro que importódel norte. Desde que murió Lera supeadonde conduce el camino de Lubbo.Dicen que el hijo de Nicer no escristiano y que es un hombre íntegro.

—Lo es —afirmé de nuevo y sinquererlo noté que mi cara se volvíagrana.

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Ulge con decisión preguntó:—¿Qué tengo que hacer?—Trasladar las escalas de la caseta

norte a aquel almacén.Ella sonrió.—Allí es donde acaba el pasadizo

que conduce fuera de la muralla. Bien,lo haré… ¿Pero qué excusa pongo?

—Cualquiera. Di que necesitas lacaseta norte para los hilados.

Ulge se alejó de mí. Romilaescuchaba no muy lejos, pero no podíaoírnos porque el ruido de las ruecas eramás tuerte que nuestra conversación.

Al cabo de un rato, Ulge comenzó adar órdenes. Las escalas y cuerdas de la

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zona norte fueron transportadas alalmacén.

Había intranquilidad entre lasmujeres, todas estábamos nerviosaspensando que la guerra se aproximaba yeso producía miedo y ansiedad. Nosmovíamos de un lado para otro sin unsentido o hacíamos preguntas tontas. Eltrabajo físico aliviaba mucho esatensión; sin embargo, trabajamoslentamente a causa de la dureza de latarea y tardamos casi toda la tarde enhacer el cambio. Las nubes se abrieroncerca del atardecer y el sol descendiólentamente entre nubes rojas sobre elmar. Hacía frío, el ambiente estaba

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húmedo. Aún no había oscurecidocuando las mujeres nos retiramos anuestras casas.

No había pasado mucho tiempocuando se escuchó un ruido de cuernos ytrompetas en la zona del acantilado.Convocaron a aquella zona a la guardiade Lubbo, desplazándose allí en sumayoría. La casa de las mujeres quedódesprotegida. Los hombres de Tilegollegaron por el túnel, entraron en elalmacén, cargaron con las escalas y sevolvieron por donde habían venido sinque nadie percibiese lo que ocurría. Enaquel momento, la atmósfera se aclaróen Albión; un tiempo de calma extraña

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cubrió el cielo. Las nubes se abrieron,arrastradas por un viento que procedíadel este, y el sol se reclinó sobre el mar,tornando el agua de un color púrpura.

Presa todavía del nerviosismo, alllegar el anochecer no fui capaz deintroducirme en el barracón dondedormía y subí a la parte del gineceodesde donde divisaba el mar al este yuna parte de la ciudad de Albión. El soldescendía hacia su ocaso, pero en elotro lado de la ciudad se oían gritos delucha. Era en el acantilado, en el mismolugar por donde Tilego y sus hombreshabían penetrado el día anterior. Ogila,capitán de los suevos, temeroso de que

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se hubiese producido una invasión poraquel lugar, desplazó a la guardia de lamuralla en dirección sudoeste, dejandoel resto desguarnecido. Mientras tanto,bajo la luna llena, Aster se acercaba pormar al pie de la muralla nordeste.

Arriba, junto a las altas almenas dela muralla nordeste, otra lucha teníalugar. Los hombres de Tilego, porsorpresa, atacaron a los vigías de lastorres. Silenciosamente, sin hacer ruido,Tilego y Goderico les embistieron pordetrás amordazándoles y haciéndolesperder el sentido, después les ataron. Elresto de los hombres desde la ciudadsubieron a la muralla llevando las

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escalas. Eran una veintena.Tilego encendió un ascua e hizo la

señal convenida a Aster. Transcurriómuy poco tiempo antes de que éstecontestara con el suave sonido de unacaracola; entonces Goderico, Tilego,Lesso, Fusco y los demás dejaron caerlas escalas desde lo alto de la muralla alas rocas que rodeaban Albión. Loshombres de las montañas aferraron lascuerdas y las fijaron; después, muylentamente, comenzaron a ascender.

El primero en llegar a la parte másalta de la muralla fue Aster; desde latronera le ayudaron a introducirse en laciudad. Tilego sonrió al verle y le

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abrazó.—Hemos vuelto a Albión —dijo

señalando la ciudad que se aglutinaba asus pies—. Rodearemos la ciudad yllegaremos a la puerta sudeste, hay queabrir la entrada sobre el río para quepenetren los hombres de Mehiar.

Los hombres de Tilego rodeaban aAster y escucharon atentamente susindicaciones:

—No debemos hacer ruido. Hay queayudar a los que suben.

Se asomaron a la muralla ensilencio, con Aster en medio de ellos.Se volvió y sonrió al ver a Fusco:

—Me alegro de verte, pequeño

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guerrero de Arán.Fusco sólo tenía una idea que le

había atormentado desde que supo laprocedencia de la espada.

—Mi señor, os entrego la espadaque os pertenece.

Aster miró la espada, examinó lahoja y la empuñadura, una hondaemoción se dejó entrever en susemblante.

—La espada de mi padre… ¿Dóndela has encontrado?

—En el túnel bajo el mar, junto a unguerrero muerto.

—Era Uxentio, él me salvó. Con estaespada venceremos el mal que habita en

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Albión. Gracias, eres noble y leal.Fusco enrojeció de satisfacción.—No quedarás inerme —dijo el

príncipe de Albión—, a cambio te daréla espada con la que he luchado estosúltimos años.

Aster desenvainó el arma quellevaba en la cintura y se la dio a Fusco.Éste se sintió orgulloso del saludo delpríncipe de Albión, le gustó aquellaespada más pequeña y manejable. Nohabía tiempo para decir nada más, loshombres ascendían deprisa por lamuralla. Debían ayudar a los que subían,Lesso y Fusco se dedicaron a ello.Lesso pudo ver a Tassio y le abrazó. Sus

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rasgos eran cada vez más pálidos ycenicientos y su cuerpo estabaextremadamente delgado. Se podían oírlas trompetas y el ruido de lucha de lazona sur.

—¡Tibón! Tú y tus hombres,seguidme —dijo Aster—, El resto iréiscon Tilego a ayudar a los del sur.

Se dividieron y Aster comenzó acaminar muy deprisa, sin hacer ruido,por lo alto de la muralla hacia la puertasobre el Eo. Los guardianes de la ciudadno les vieron venir hasta que estuvieroncasi encima de ellos. Entonces, elpríncipe de Albión y sus hombresdesenvainaron sus espadas y lucharon

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cuerpo a cuerpo por la posesión de lapuerta. Aster se enfrentó al capitán de laguardia. Éste se defendía bien, pero lafuerza del hijo de Nicer en cadamandoble era poderosa y de un golpe ledesarmó. El guardián de la torre tropezóy cayó hacia el suelo, pero rápidamentese levantó y con un cuchillo intentóatravesarle. Aster le seccionó la yugularde un tajo. Desarmaron al resto de laguardia, y los ataron.

Finalmente el camino hacia el portóny el puente quedó libre. Aster hizo sonarel cuerno con fuerza. De entre losmarjales en el río surgió un cuerpo decaballería comandado por Mehiar. Aster

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cortó la cuerda que sostenía el puente yéste cayó con estruendo sobre el río. Lossoldados de Mehiar penetraron poraquella pasarela y fue en aquel momentocuando la guardia del palacio, con Ogilaal frente, percibió la gravedad de lasituación.

Ahora se luchaba en varios frentes:al sudoeste, junto al paso en la muralla,en la puerta sobre el río… Se combatíaen las calles y en las casas. Muchos delos habitantes de Albión ayudaron a loshombres de Aster. El hijo de Nicermontó en uno de los caballos de lacompañía de Mehiar y empezó a avanzarpor las calles. Se dirigía a palacio. Los

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hombres de Mehiar y los guerreros deOngar le seguían; los fieles a Aster seiban añadiendo en cada calle y en cadarecodo de la ciudadela:

—¡Fuera Lubbo! ¡Aster! ¡Por Nicer!Nosotras, las moradoras de la casa

de las mujeres, pudimos salir al fin. Laguardia se había ido, sentíamos que lalibertad se aproximaba, todasansiábamos que cambiase nuestra suertey que cayese el poder de Lubbo.

Nos encaminamos en dirección alruido y avanzamos por la gran calleprincipal que comunicaba el templo conel palacio. Allí vi pasar a Aster,montado a pelo en un caballo tordo, con

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la espada desenvainada y manchada desangre. Su cara expresaba la pasión dela venganza y el ardor por la lucha: measustó verlo con aquel aspecto; lerecordaba herido y frágil junto al río yahora estaba lleno de ansia porcombatir, colmado de odio. Loshombres de Albión llegaron a la granexplanada delante del palacio de lospríncipes de la ciudad. Allí les esperabaOgila con la guardia desplegada y cercade doscientos hombres.

—¡Arqueros! ¡Disparen a losrebeldes! —gritó Ogila.

Aster y sus hombres se cubrieroncon los escudos y avanzaron sin

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detenerse. Las flechas volaban sobreellos. De la fortaleza salió unacompañía de lanceros. El príncipe deAlbión con sus tropas desmontaron y seenfrentaron a pie contra el enemigo.Aster ardía en cólera, sólo tenía ojospara Ogila; el esbirro de Lubbo le vioavanzar hacia él y rió.

—¡Has crecido, hijo de Nicer! Lavíbora se parece a su padre. ¿Vienes apor mí? Aquí me tienes.

Aster descargó con toda su fuerza suespada sobre él, el afán de venganza leabrasaba.

—¡Esto por mi padre! —gritó.Ogila dio un salto para esquivar la

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espada del cántabro, quien de un golpecortó parte de la manga del suevo. Antesde que Ogila pudiera reponerse Aster leembistió de nuevo y dijo:

—¡Esto por mi madre, a quien túmataste! —La furia le llenaba y volvió adescargar un mandoble—. ¡Esto por mishermanos y hermanas… por los caídosen la emboscada de Ongar!

Ogila rió.—La furia te pierde, hijo de Nicer,

no aciertas en tus golpes.Y era así, Aster estaba tan lleno de

ira que perdía destreza; entonces Ogilase lanzó hacia delante intentando clavarsu espada en el pecho de Aster pero el

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golpe rebotó contra el escudo de éste.La luna se cubrió de nubes, comenzó acaer una fina llovizna y el suelo sevolvió resbaladizo. Aster atacó denuevo, el golpe dio de lleno en elantebrazo de Ogila, pero en esemomento el hijo de Nicer resbaló y cayóal suelo. Se oyó un grito de júbilo deOgila. Aster intentó incorporarse delsuelo enfurecido, pero Ogila comenzó aatacarle dándole mandobles en una yotra dirección intentando alcanzarle.Aster, desde el suelo, rechazaba losgolpes y trataba de levantarse paravolver a atacar. Por fin una de suspatadas hizo retroceder a Ogila, que

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cayó al suelo, y luego pudo alzarse.Viendo la batalla perdida y cómo loshombres de Albión dominaban elterreno, Ogila pidió ayuda, retirándosehacia los muros de la fortaleza.

—A mí… ¡guerreros suevos!Varios soldados suevos se acercaron

y rodearon a Aster. Ogila, comprobandola derrota y la ciudad perdida, huyó,saltó sobre un caballo oscuro y sedirigió lejos de la explanada, hacia lasalida de la ciudad. Muchos suevos lesiguieron. Aster, al verse cercado ycomprobar que su enemigo huía, soplósu cuerno de caza y varios albiones seacercaron, pero Ogila ya estaba lejos.

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Los hombres de Ogila, sin sucapitán, se rindieron poco a poco. Sóloen una esquina de la plaza dos hombrescontinuaban luchando. Uno era Tilego.Propinaba un golpe tras otro a su rival.Su cara era cenicienta, concentrada,henchida de odio. Tilego no miraba másque a aquel hombre que años atrás habíaayudado a Lubbo en el asesinato de suesposa. Su nombre era Miro.

La batalla en la explanada habíasido ganada prácticamente por loshombres de Aster. Sólo en aquellaesquina continuaban luchando Tilego yMiro. Los hombres de Aster quisieronayudar a Tilego.

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Tilego gritó:—Dejadme solo. Tengo una vieja

deuda con este hombre.Los hombres les rodearon. Aster,

que se había deshecho de los soldadosque luchaban contra él, se dirigió haciadonde Tilego combatía. La lid seprolongaba, una estocada y otra y otra;Miro y Tilego eran buenos guerrerospero la ira y el odio cegaban al hombrede Albión. Finalmente Tilego se tiró afondo y atravesó a su enemigo muy cercadel corazón.

El cuerno de caza de Aster, con sutono profundo, llenó la ciudad. Sonaronlas trompetas de los hombres de Albión,

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ocultas durante los años de tiranía deLubbo. El pueblo congregado en la plazaaclamó a su príncipe, y yo me hallabaentre ellos.

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XVI. El príncipe deAlbión

La batalla había acabado. Mientras elsol se elevaba en el horizonte loshombres de Lubbo eran apresados yconducidos a la fortaleza. En el atrio deltemplo, Aster tiró al suelo el altar dondetantos habían muerto. Después todosprorrumpieron en un canto de alabanza yde victoria.

Le contemplé, noble y poderoso,lleno de luz y de fuerza, rodeado por el

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pueblo que le aclamaba. Con la espadaen alto señalando el cielo. La cabezaornada por un casco del que escapaba elcabello largo, oscuro y ondulado. La fazpálida, llena de dignidad y grandeza,que miraba al sol con sus ojos oscuros ypenetrantes. Aster gritó. El grito dealabanza y de guerra dirigido al diossolar fue coreado por cientos degargantas.

Aquel día fue un día de alborozo; delos profundos calabozos de la fortalezasalieron hombres cautivos años atráspor Lubbo que parecían la sombra de símismos, sus familiares los abrazaban enla plaza frente al gran palacio. En los

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sótanos y fosos de aquel lugar seencontró el horror de una multitud deanimales repulsivos que Lubboconservaba allí para sus hechizos:víboras, hienas, búhos de diferentesespecies, escorpiones… Los soldadosde Aster entraban allí con miedo hastaque se canalizó agua desde el río y todofue limpiado. Por doquier cruzaba unhálito de esperanza.

Aster recorría incansable las callesde la fortaleza, acercándose a la genteque, al verle, le reverenciaba.

—Señor, yo conocí a Nicer, vuestropadre.

Los mayores le recordaban los

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tiempos de su padre y hablaban de cómose parecía a él, y de la paz que el castrogozaba cuando Nicer gobernaba.

Tras la huida de los suevos sedevolvieron las posesiones robadas alos hombres de la ciudad, se organizó unconsejo que presidió Aster y él juzgócon rectitud sin beneficiar a amigos y sinperjudicar excesivamente a los que nohabían sido fieles, pues él pensaba quetodos los habitantes de la ciudad, endefinitiva, habían sufrido con la tiraníade Lubbo.

Mientras tanto, preparaba a sustropas para una guerra que aún no estabaterminada. Sabía bien que la batalla con

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Lubbo no concluiría mientras el druidano estuviera muerto o preso. Corríanrumores de que el antiguo amo de Albiónse había refugiado en la corte de Braceay se preparaba para volver. Pero, enmedio de todo, en Albión había paz y lafortaleza se reconstruía. Se abrió denuevo el puente, llegaron grandesbarcazas con mercaderes, y aparecierontambién barcos de mayor calado de lasislas del norte. Aquel año la cosecha fuebuena y se esperaba en la luna deprimavera una gran fiesta, en la que yano habría sacrificios humanos.

Uma fue rescatada por Tibón; loshermanos tardaron en reconocerse

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después del largo tiempo transcurrido.Habitaron en la antigua casa de sufamilia en el lado noble de la ciudad.Uma me pidió que me fuese con ella,pero no quise, mi lugar era el gineceo.Muchas de las mujeres fueron liberadas,dejando aquel lugar: Verecundaencontró a Goderico y no quisieronvolver con los suyos, los godos, puesGoderico guardaba una extremafidelidad a Aster, de hecho se habíaconvertido en su escudero. El príncipeles dio una pequeña casa cerca delpalacio.

Romila estaba enferma y cansada, lacaída de Lubbo había afectado a su

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espíritu triste e inquieto. Yo, que laconocía bien, sabía que en su mentecoexistía la alegría por la libertad y porel fin de los sacrificios, con lapreocupación por Lubbo, su antiguoamor de juventud.

Continué viviendo en la casa de lasmujeres de Albión, muy cerca de Aster,pero sin verle. Después de la batallanuestro trabajo se multiplicó; muchos delos heridos fueron llevados allí, dondehabía espacio y donde las mujeresteníamos reputación de sanadoras. Metrasladé a la casa de Romila, y seamplió el lugar para los heridos. Pudeabrazar a Lesso y a Fusco como

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hermanos perdidos y reencontrados. Metrajeron a Tassio. Su mal era difícil decurar, Romila y yo le aplicamos todoslos antiguos remedios que conocíamospero no mejoró.

Vi muy poco a Aster. A menudo meescondía en las sombras del antiguopalacio de Lubbo para verlo pasar peroél parecía no reconocerme. De cuandoen cuando enviaba hombres heridos,como Tassio, y yo procuraba aliviarles.Me gustaba vivir de aquella manera,sabiendo que Aster estaba cerca aunqueno fuese para mí. A veces pensaba envolver al valle de Arán, pero Lesso yFusco me desanimaban, diciéndome que

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en el poblado ya casi no vivía gente. Alfin y al cabo, ¿qué iba a hacer yo solaallí? Ahora estaban creciendo, se hacíanmayores, unos soldados jóvenes delejército del príncipe de Albión que yano miraban atrás. El viejo herrero estabamuerto y las mujeres de su casa sehabían establecido como amas denuevos lugares. Ni Tassio ni Lessoquerían ser herreros y Fusco odiaba lasovejas.

Los veía de vez en cuando y metraían noticias de Aster. Un día mellamaron al palacio: una de las mujeresde la cocina se había quemadogravemente y acudí a curarla. Cuando

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volvía hacia el antiguo gineceo por unlargo corredor de piedra con las paredesoscuras, me encontré de frente a Aster.Él no pudo evitarme. Caminabaemanando fuerza, marcando cada paso.Detrás de él iban dos de sus hombres.Nunca podré decir quiénes eran, quizáMehiar o Tilego, o algún otro soldado.Me quedé parada y asustada, pegada a lapared. Entonces él me miró, con aquellamirada suya oscura y dulce, y dejó quesu escolta se adelantara.

—¿Cómo estás? —titubeó.Yo sonreí tímidamente.—Bien, mi señor.—Has crecido —dijo.

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Se acercó mucho a mí. Me encontrépegada a la pared bajo el gran velón delpasillo. Su luz cálida me iluminaba lacara y también la de Aster. Sus ojos secruzaron otra vez con los míos, los ojosnegros de Aster, tan expresivos,coronados por sus cejas pobladas yoscuras, expresaban el deseo de queaquel momento se prolongase. Noocurrió nada más. Sus hombres lollamaron y él prosiguió su camino.

Mi anhelo de estar junto a él, desdeentonces, se hizo más grande. Losacontecimientos, sin embargo, sesucedieron rápidamente. Tenía noticiasde lo que estaba ocurriendo por Lesso,

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Fusco y Tassio. Este mejoró un poco deaquel extraño mal y se incorporó denuevo al ejército de Aster.

—Hay rumores —me dijo Tassio—.Lubbo está reorganizando a sushombres, va a atacar de nuevo, Asterquiere adelantarse. No quiere detenersemás en Albión, que puede convertirse enuna ratonera. Dentro de dos días nosiremos hacia el oeste.

—Todavía no estás bien, Tassio —dije—. Romila no te dejará ir, y tumarcha me parece precipitada. No séqué piensan los capitanes pero haytodavía mucha gente herida.

—Ellos piensan que es peligroso

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dejar que Lubbo se rearme, que hay queatacarle cuanto antes. Sin embargo, losde Albión, los de Blecan y los deAmbato quieren quedarse —prosiguióTassio—. No entiendo cómo Aster se fíade ellos. Pronto se convocará el Senadoen Arán. Los de las familias principalesquieren recobrar sus antiguosprivilegios. No sé qué va a hacer el hijode Nicer. Parece que a los nobles deAlbión se les olvidan pronto lasatrocidades de Lubbo, y que su únicapreocupación ahora es la pérdida depoder. No ven que, si no hubiese sidopor Aster, que aglutinó a los pueblos delas montañas, habrían continuado

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dominados por Lubbo eternamente.—¿Recuerdas a Enol? —le pregunté

dirigiéndome a Lesso.—Sí, claro —respondió.—Él me dijo una vez que cada

pueblo tiene el jefe que se merece.—Enol era un hombre sabio.

Después de todo lo que han sufrido conLubbo —prosiguió Lesso—, no soncapaces de obedecer a su nuevopríncipe y le imponen cargas… que noson adecuadas.

—¿Cargas? —pregunté—. ¿Qué tipode cargas?

—Quieren que Aster tome poresposa una mujer noble de la casa de

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Blecan o de Ambato.Yo palidecí.—Y Aster… ¿Qué dice?—No mucho. No quiere ni oír hablar

de ello.Siguieron hablando un rato y

después se fueron. No tuve tiempo deentristecerme. Me reclamaban paracuidar enfermos en toda la ciudad, mifama de sanadora se difundía… Y,curiosamente, aquella fama me dabamiedo. Conocía mis limitaciones, sabíaalgunas cosas que había aprendido enlos pergaminos de Enol, otras que él mehabía enseñado y había aprendido otrasmás con la vieja Romila, pero yo no

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dominaba aún el arte de sanar. Sólotenía intuición para hacerlo. Yo seguíacon Romila, porque con ella aprendía yme sentía segura. A pesar de haber algooculto en Romila, nos entendíamos bien;descubrí que conocía muchos misteriosde la vida. Con ella me dirigía a menudoa la playa a buscar algas, otras vecessubíamos por la escala del acantiladohasta un bosque donde encontrábamosplantas. Tras la ida de Lubbo, Romilame pareció cada vez más anciana, máshundida en el tiempo y más llena desufrimiento. Era sabia, versada en lasabiduría ancestral que dominabanLubbo y Alvio.

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Tassio, debido a su estado, noaguantó la expedición y pronto volvió aAlbión. Nos contó lo ocurrido allí. Alparecer, en los montes de Arán se habíareunido de nuevo el Senado de lospueblos cántabros. Había hombres decada una de las gentilidades másimportantes de las montañas. Todosrindieron pleitesía al nuevo señor deAlbión y se sometieron a voluntariovasallaje.

—El problema —nos dijo Tassio undía a Romila y a mí— son los albiones.Quieren un trato especial, y que se lestenga en mayor consideración. Comopertenecen a la capital del territorio se

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consideran distintos. El resto no opinaigual que ellos. Además quieren queAster celebre su boda con alguien dealguna familia noble de Albión. Porúltimo, está el problema de los dioses.Nadie quiere volver a los tiempos deLubbo y les da miedo reiniciar lossacrificios. Pero ocurre que muchostemen que si no rinden culto a los dioseséstos se volverán en contra nuestra,castigándonos con la peste o el hambre.

—Y Aster… ¿qué dice?—Bueno, él es prudente y de

momento no se pronuncia, pero piensoque no está de acuerdo con las familiasde Albión.

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Después Tassio calló, estabacansado y le preocupaban las luchasinternas que su señor tenía que dirimir.Al cabo de un tiempo siguió hablando:

—Por otro lado, están loscristianos… Cada vez hay más en lasmontañas. En el Senado se presentóMailoc, que es un hombre santo, unermitaño, habló de paz y concordia. Séque a Aster le agradó su discurso.

Tassio de nuevo se detuvo, otra vezse sentía mal. Yo miré a Romilapreocupada. ¿No íbamos a conseguircurarle nunca?

—No te preocupes, Jana, sé que estemal no tiene remedio —dijo Tassio—,

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lo que lamento es ser un estorbo y nopoder luchar a su lado después de tantosaños de combatir juntos.

—Tú has hecho lo que has podido.No debes preocuparte —dijeconsolándole; luego pregunté—:¿Adónde han ido ahora Aster y lossuyos?

—Se dice que ha salido de Braceaun ejército suevo en el que van Lubbo yOgila. Al llegar a Luccus los hombresde la ciudad le impidieron el paso y handiezmado sus tropas… pero Lubbo estálleno de odio y no va a cejar hasta querecupere Albión.

Consolé a Tassio y alivié su mal con

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una infusión de adormidera. Yo sabíaque tenía el don de calmar los espíritus;la gente venía a mí a curar las heridasdel cuerpo pero también para vaciar suespíritu de pesares, para poderdesahogarse del pasado; quizá por esolos hombres y las mujeres de Albiónrecurrían más a mí que a Romila, aunqueella era más experta que yo en el arte dela curación.

Era ella la que me había ayudado acontrolar mis trances y hacía tiempo queya no los padecía. Sólo muy de tarde entarde volvían. Algunos eran pavorosos:en uno de ellos vi la ciudadela deAlbión atacada por mar y algunos

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edificios ardiendo. Vi la cara de Asterdolorida y triste. No sabía si aquellosería el futuro y procuraba no pensar enello.

Un día me llamaron a casa deBlecan. Una sobrina de Blecan, Lierka,estaba postrada en cama. Le pedí aRomila que me acompañase.Recorrimos varias calles en Albión parallegar a la fortaleza norte. Blecan vivíaen una casa de piedra mucho más grandeque cualquiera de las de alrededor. Mecondujeron a la cámara de la muchacha.Era suave y hermosa, con un pelo largode color castaño oscuro, y unos ojos decolor miel.

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Cuando la examiné no me parecióque tuviese fiebre y sospeché que susmales no tenían un origen físico. Romilame susurró: «Es mal de amores.» Yoasentí y le pedí a Romila que se fuese.

—Amo a uno de los oficialessuevos. Pero mi padre le odia y ahoranunca va a volver.

—Entiendo lo que te ocurre.—No, no lo entiendes, los suevos

son invasores. Lubbo es malvado y yoestoy enamorada del enemigo de mipadre, que además no va a volver.

—Y tu padre qué dice.—Quiere unirme con Aster, pero él

ni me mira. Sólo piensa en las batallas y

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en redimir Albión. No creo que yo seala mujer de Aster.

Procuré consolar a la joven comopude, tendría mi misma edad o quizáfuese incluso mayor. Entendía su mal deamor porque era el mismo que meatenazaba a mí. Ella, sin embargo, quedómás animada.

A la vuelta, me dirigí hacia el mar,mostraba un hermoso color verdiazuliluminado por el sol alto en el horizonte,la marejada levantaba encajes en elocéano. Miré al sol, y en la lejanía pudever la fina lengua de una luna nueva. Unanostalgia de Aster, una gran melancolíallenó mi alma, y sentí un afecto

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agridulce en mi corazón.

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XVII. El veneno deLubbo

Desde el campo de batalla, Lesso yFusco volvieron a Albión comomensajeros. Traían buenas noticias: labatalla contra Lubbo se había ganado yaunque el druida consiguió huir, muchosde los mercenarios aliados a Lubboestaban muertos, heridos o prisioneros.Los suevos se retiraban a sus posicionesen Bracea, al sur de la tierra galaica, yel occidente de la tierra astur había sido

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liberado.Los dos emisarios se dirigieron a la

fortaleza de Albión, donde Tibón asumíael gobierno mientras su señorpermanecía en el frente de batalla.Después de cumplir con su deber deinformar a sus superiores de la misiónrealizada, ambos comieron en las casasde los soldados y por la tarde fueron aver a Tassio, que se recuperaba en lashabitaciones de enfermos. Abandoné mistareas de sanadora para escuchar susnuevas. Ellos hablaban apresuradamenterelatando lo ocurrido.

—Lubbo fue finalmente vencido, y elejército destrozado. Los hombres de

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Luccus nos ayudaron porque odian a lossuevos tanto como nosotros.

—¿Lubbo ha muerto?—Él no, pero uno de sus pájaros fue

muerto por una flecha de Aster.Lesso al recordar aquello mostraba

una expresión de miedo, estaba asustadoevocando aquel suceso tan extraño.

—Yo miraba al gran búho blanco —dijo Lesso—. No sé si me creeráspero… al atravesar la flecha el cuerpodel animal, el búho se deshizo en unhumo negro. Lubbo tapó al otro pájaro ysalió huyendo. Dicen que el día quemueran sus pájaros carroñeros, Lubbomorirá. Pero él escapó y dicen que los

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suevos le siguen protegiendo.—¿Y Aster?—Fue herido por una flecha.—¡Aster, herido!—Sí, superficialmente, pero la

herida sanará.—¿La flecha era de Lubbo?—Sí.—¿Cómo era? ¿Tenía un gran

penacho negro?—Sí, ¿cómo lo sabes?Recordé la flecha que Aster llevaba

clavada en el bosque de Arán. Nocontesté, pero Lesso dijo conadmiración:

—Me olvidaba de que eras bruja.

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Lubbo les había tendido unaemboscada cuando la batalla estabaprácticamente liquidada, habían salidoilesos, pero cuando Lubbo huía, ordenóque se disparase una flecha con penachonegro que dio de lleno en un brazo deAster. Él se la arrancó sin esfuerzo. Aloír esas noticias, me llené depreocupación. Después de hablar un ratocon Tassio, Lesso y Fusco, se fueron.Desde aquel momento me sumí en laintranquilidad y el paso de las horas sehizo más lento.

Dos días más tarde volvieron loshombres a Albión. Las gentes aclamabanal ejército a su paso. Yo observé a Aster

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desde una callejuela. Efectivamente elpríncipe de Albión había sido herido ysu semblante mostraba una gran palidez.

Las noticias corrieron pronto por laciudad, se hablaba de que la herida deAster no era banal, que habíaintroducido en su sangre un veneno quelo consumía, que moriría antes delpróximo plenilunio si no se encontrabaun remedio. Todos recordaban las artesmalignas de Lubbo. Se llamó a físicosde otros lugares y ninguno supo quéhacer, el príncipe de Albión empeorabade día en día. Por la ciudad corrió unaliento de desesperanza y de tristeza.Todos conocían que los pueblos de las

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montañas sólo guardaban fidelidad a lacasa de Nicer, si su último descendientemoría, toda la lucha quizás hubiera sidoen vano.

Una noche, Lesso se acercó a la casade las mujeres, me buscaba alarmado.

—Debes ir a verle —me dijo Lesso—. Tú eres la sanadora.

—Sí, de los siervos y de losesclavos. Romila sabe más que yo.

—Pero yo y también Asterconfiamos en ti. Tiempo atrás Enol y túle curasteis del veneno de Lubbo, ahorapodrías hacer lo mismo. Me da elcorazón que tú sabrás curarle. Losfísicos pretenden quitarle el veneno con

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sanguijuelas, pero yo sé bien quesolamente tú o Enol le curaréis.

—Para curarle necesitaré verle ysabes que no me dejarán pasar hasta él.

—Yo te facilitaré la entrada —dijo—; esta noche estoy de guardia junto ala cámara de Aster, ven un poco despuésde la puesta de sol y te dejaré pasar.

Al anochecer atravesé las estanciasdel palacio; evitando ser vista lleguéhasta la cámara de Aster. Siempre hesabido moverme sin hacer ruido.Durante el camino al palacio, cuandocruzaba los aposentos de la fortaleza, micorazón latía apresuradamente,recordaba los días en el bosque en los

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que, niña aún, curaba al guerrero herido.Lesso montaba guardia. Mis pasos

eran tan tenues que sorprendí a miamigo, el otro guardia velaba la cámarade Aster dormitando. Lesso le hizo unaseñal al otro y sin mediar palabra sesepararon de la puerta. Pude ver a Astercon una palidez extraña tendido sobre unlecho, medio tapado con cobertores delana que por el calor de la fiebre élmismo había apartado. Me situé junto aél sin atreverme a hablar; Aster entrabaen un estado delirante y gemía, pero enalgún momento volvió en sí y percibióque alguien estaba cerca. No pareciósorprenderse al verme, porque creyó

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que una visión se presentaba a su vista.—Jana. Igual que en el bosque.Sonreí, en medio de la tristeza que

me producía verle herido.—Señor.—¿A qué has venido?—A curaros.Pero él, que conocía la gravedad de

la herida más que ningún otro, notabacómo su espíritu fuerte se ibaconsumiendo por la ponzoña.

—Eso es imposible, los venenos deLubbo no tienen curación —dijo.

—Una vez te curaste de algoparecido —le hablé como cuando yo erauna niña—. Cuando te encontramos en el

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bosque, lo que preocupó a Enol fue elveneno y él consiguió anular su poder.

Aster fijó en mí sus ojos oscuros,una duda asomó en ellos.

—Y tú… ¿podrías encontrar elantídoto?

—Creo que sí. Conozco las hierbasy plantas.

—No lo dudo, pero Enol utilizó unacopa, sólo la copa puede curarme. Mequeda poco tiempo, unos días, si no seencuentra remedio en el pleniluniomoriré.

Impulsada por algo que manaba demi interior, y sin reparar que habíajurado no revelar nunca el paradero de

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la copa, exclamé:—Yo sé dónde se encuentra la copa

de Enol. La escondí en la aldea antes deque los cuados me atrapasen.

—Ahora ya no puedes llegar allí.—Llegaré, señor —de nuevo le

hablé como al señor de Albión—, sólonecesito que me permitas salir de laciudad. Y que venga conmigo Tassio. Enél probaré si el remedio es eficaz.

—Eres libre. Sabes bien que no eresuna sierva… pero el viaje es peligroso yfuera de la ciudad todavía hay guerra.

—No importa. ¿Quién se fijará enuna sierva de Albión?

—Tassio está enfermo.

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—Por eso debe venir, probaré en élel antídoto. Tassio tiene el mismo malque vos tenéis. Un mal que sólo curarácon la copa de Enol.

—La copa de Enol. El secreto de laantigua copa de los druidas… lo poseeuna niña… que se ha vuelto mujer.

Él me miró de frente con los ojosbrillantes por la fiebre llenos de unafecto que no pudo disimular y vi latristeza en ellos. Después cerró lospárpados con un gesto de dolor. Supeque debía irme. Entre nosotros existíauna barrera innombrada que nunca seabriría, una barrera de raza, cuna ynación. Mi corazón estaba lleno de un

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sentimiento casi maternal. Deseabacuidarle como se cuida a un pequeño ypensé que, para mí, el señor de Albión,vencedor de cien batallas, era un niño.

—El viaje es largo, necesitarás máscompañía.

—Nadie debe conocer los secretosdel druida. Más gente sería peligroso.Tassio conoce el camino y con él serásuficiente. Nadie debe saber adondevoy.

—Se hará como quieras, di a Tassioque hable con Tibón y él os ayudará.

Noté que Aster confiaba en mí, elveneno le hacía sufrir mucho, le dañabael cuerpo y le producía angustia; pero

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también me di cuenta de que al vermesintió paz. Alargó su mano y tocó mipelo.

—Tu cabello dorado… He soñadotantas veces con él.

No habló más. Le pudo el dolor yentró en la inconsciencia. Me retirécomo había venido, recorriendo elpalacio como una sombra.

Tassio se mostró enseguidadispuesto a acompañarme; para él nadaera más importante que Aster. Lesso yFusco querían venir también connosotros pero pude convencerles de queno era necesario, un hombre y una mujersolos no despertaríamos sospechas.

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Estaba aterrorizada ante el hecho detraicionar la promesa que le había hechoa Enol. Una promesa que me habíasostenido ante la tortura de Lubbo: norevelar a nadie el secreto de la copa.Temí que alguien nos siguiese yencontrasen la copa de los druidas cuyoparadero con tanto esfuerzo habíaocultado. Tassio habló con Tibóncapitán de su compañía y le explicó quela salvación de Aster venía a través dela cautiva en la casa de las mujeres. Lecostó convencerle, no entendía que unasierva pudiese curar a Aster, a través deun remedio oculto en Arán. Al fin Tibónaceptó, quizás Aster había hablado con

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él, o quizá conocía que la alianza depueblos que había creado Aster sedesharía si él moría y ahora quedabanpocas esperanzas de salvación. Noperdía nada arriesgando un soldado yuna sierva de Albión. Sabía que Lubboaún estaba en pie y que podía volver encualquier momento. Finalmente, Tibónlo arregló todo, proporcionándonos unatésera que nos identificaba y dos buenasmonturas.

Salimos al clarear el día. En lascaballerizas de la fortaleza nosproporcionaron una mula para mí y un

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caballo tordo para Tassio. Romila sedespidió de nosotros a la salida delpuente; lo cruzamos despacio, mecostaba alejarme de Albión; el lugarque, para mí, ya no era una prisión. Alpasar a través de las calles —llenas depescadores que se dirigían al mar, delabriegos con hoces y azadas, atestadaspor comerciantes con productos del sury mujeres cargadas con agua— apreciéel cambio de la ciudad desde la derrotade Lubbo. Ya no había guardia rondandolas calles, ni aquella sensación opresivacaracterística; las gentes reían olloraban, pero no se respiraba elambiente angustioso de los días en que

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Lubbo gobernaba Albión.En el rostro de Tassio aún había

huellas de las heridas de guerra.Después de la victoria, con los remediosque le habíamos administrado Romila yyo, el montañés había logrado mejoraralgo pero continuaba enfermo.Cabalgaba inclinado sobre su caballotordo, a veces con un rictus de dolor, sindetenerse, sin pensar en él mismo,convencido de que en aquella misión seacercaba su curación y la de Aster. Nose quejaba.

Al cruzar la puerta de la muralla,una oleada de aroma a mar y a hierbarecién segada llegó hasta nosotros. El

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olor de la libertad. Los soldados de lapuerta nos saludaron y miraron consorpresa el salvoconducto que habíahecho Tibón para Tassio y para mí. Elpuente de madera crujió por los cascosde los rocines; bajo el puente, el ríolleno por las últimas lluvias corría,caudaloso, hacia un mar brumoso yblanquecino.

Hacía frío, una ventisca lluviosa noscubría por todas partes y avanzábamoslentamente. Unos labriegos con zuecosde madera nos saludaron al pasar, a lapar que sus ojos mostraban la extrañezaque les causábamos.

Tassio no solía hablar mucho y

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aquel día tenía poco que decir, así quecabalgamos lentamente en contra de laventisca sin detenernos ni comentarnada. Al caer la noche, paramos en unpequeño castro situado en una ladera.Tassio conocía al herrero, un hombrellamado Bizar con quien habíacompartido dificultades en la batalla deMontefurado. Bizar se alegró al verlo;aquel castro le rendía vasallaje a Astery era un lugar pacífico. Las casascirculares se agrupaban en torno a unafortaleza central, antes ocupada por untestaferro de Lubbo y ahora poranimales y grano. Como en Arán, laherrería estaba en la ladera norte detrás

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de la acrópolis, que en aquel lugar eramuy pequeña.

—Debéis tener cuidado, en losmontes hay bagaudas. Han escapado dela meseta desde que los godos loscontrolan. Además, con los fríos estánbajando osos y lobos de las montañas.¿Vais muy lejos?

Tassio dudó antes de contestar y melanzó una mirada de soslayo; yo penséque aquel hombre podría indicarnos elmejor camino, así que afirmé:

—Vamos al castro de Arán.—Yo os aconsejo el camino de la

costa. Está más libre de alimañasaunque quizás es más largo.

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—Tenemos prisa.—Bien. Vosotros veréis…Por la noche hablé con Tassio

mientras Bizar con sus hijos recogía alos animales y su esposa trajinaba en elhogar.

—Arán no está lejos. A una mañanade marcha a caballo desde aquí… sivamos por el camino de las montañas.Corre prisa porque el veneno estáhaciendo su efecto.

—Piensa que si nos pasase algo, sinos detienen, dará igual todo y será elfin de Aster.

Me detuve a pensar, el venenotardaría un poco en completar el daño,

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el camino de la costa era más seguro,pero el de la montaña más corto.Finalmente decidí que iríamos por elcamino más largo pero también másseguro. Tassio me dejó escoger.

Aún no había amanecido cuandoTassio y yo, de nuevo, iniciamos elviaje. Ante nosotros se abría un senderolargo y fatigoso que ascendía entre lasmontañas. Al salir del castro el caminose empedraba con losas irregulares,desgastadas y lisas por el paso de lasgentes, nuestras cabalgaduras resbalabanen aquellas piedras, húmedas de rocío.Después el camino ya no tuvo piedras,prosiguió embarrado, retorcido como

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una serpiente. Castaños y roblessombreaban el lugar; en el suelo, lashojas del otoño pasado se deshacían porla humedad. Había llovido durante lanoche, la vegetación cubierta depequeñas gotas brillaba en verdeesmeralda a pesar de que el día eraoscuro. Al lado del camino se abríadiscontinua una tapia de poca altura alos huertos y prados que rodeaban elcastro. En ellos pastaban grandescaballos de pelo largo y belfospoderosos. Nuestras cabalgadurasgalopaban deprisa después de haberdescansado durante la noche. El cieloseguía gris y plomizo.

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—Noto que nos siguen —dijoTassio, en un susurro.

—¿Quién?—No lo sé, quizás un animal —dijo

—. Ve más despacio.Cabalgamos más lentamente. Nos

dimos cuenta de que el animal gruñía, demodo sordo. El camino discurríaprofundo entre dos cunetas elevadasrodeadas de matojos. El animal o lo quefuese nos seguía por arriba. Me asustémucho. Mi mula percibió mi miedo ysalió corriendo desbocada, el animalcorrió persiguiéndome. Tassio quedóatrás. Desde lo alto del camino se lanzósobre la mula, un perro enorme. Parecía

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un cruce entre perro y lobo. Babeaba.Yo grité.

Oí a Tassio:—Está rabioso, corre, corre.Pero ya el perro se había lanzado

sobre el cuello de la mula y la tiró alsuelo. Tassio apareció detrás y embistióal perro con su larga espadadesenvainada, yo estaba en el suelo y elperro rabioso se lanzó hacia mí.Aterrorizada pensé que ahí acababatodo, pero Tassio, de un golpe deespada, le cortó el cuello al animal.Nerviosa y jadeante, con el corazónpugnando por salir de mi pecho, mesenté al borde del camino. Tassio me

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abrazó suavemente.—Vamos, niña, no es nada. No es

nada… ya no hay peligro.—¿Cómo vamos a seguir?—Montaremos en mi caballo. No es

muy fuerte pero podrá cargar con losdos. Luego nos turnaremos caminando.

Mi mula estaba malherida, y Tassiodecidió rematarla. Me ayudó a montaren el caballo, pero pronto comprobamosque aquel jamelgo no daba mucho de sí.Tassio se bajó, y caminó a mi lado. Sinembargo, pronto tuvimos quecambiarnos. Tassio seguía con aquelcansancio inexplicable que le causaba laherida de Montefurado. Para no dejarlo

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atrás, bajé del caballo y le obligué asubir. Aquello haría que nosdemorásemos más. Avanzamos durantecasi todo el día, Tassio inclinado sobreel caballo y yo caminando. La noche fuefría pero clara, en el cielo una luna viejaalumbraba débilmente.

Nos acercamos a lugares conocidos.Mi niñez volvía a mí. Salí del camino ydeambulé por aquellos prados por losque había jugado años atrás. Sentímiedo. Recordaba el castro destrozadopor los suevos. Todo ardiendo y la gentehuida. Le conté mis preocupaciones aTassio.

—¿Sabes quién vive en Arán?

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—Ya lo comprobarás por ti misma.Algunos han muerto, pero creo quetodavía vive una persona que es queridapara ti.

—¿Enol?—No. De él nada se conoce desde la

destrucción del castro.En lo alto de la colina distinguí el

prado del castaño. Una gran praderadesde la que se divisaba el mar anuestra espalda y, delante, los pradosverdes que descendían hacia el arroyo yla fuente. Torcimos a la derecha, haciala pequeña casa de Enol, circundada porla tapia. Antes de llegar a la casa deldruida pude ver los restos del castro;

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mucho había sido reconstruido. Aún seveían casas arruinadas y renegridas porel fuego, pero muchas otras volvían aestar en pie, del castro salía el fuego demuchas fogatas. La fragua estabaencendida y salía humo. Le señalé aTassio el hogar.

—Hay un metalúrgico en Arán.—Sí, pero no es mi padre —

contestó con sequedad.En aquellas palabras noté dolor.

Tassio había abandonado a su padre y suoficio por seguir a los hombres de lasmontañas y después había convencido asu hermano Lesso. El padre habíaperdido ya otros hijos en otras guerras;

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después de la destrucción del castro sinhijos ni herederos, con su fraguadestrozada, huyó de Arán y lamelancolía colmó su espíritu; decían quese había dejado morir. Pensé que no erasabio hablarle a Tassio de su padre ymenos en aquel lugar.

—No deben vernos en el castro —dijo Tassio—, nos preguntarán para quéhemos venido. Y por lo que parece hayalgo que no debes revelar.

Descendimos hacia la fuente tras losárboles; me di cuenta de que unapersona se movía cerca de la casa deEnol. No pude evitar mirar hacia atrás.Era mi vieja ama Marforia. Ella me vio

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también y al verme salió corriendo hacianosotros.

—¡Niña! Niña, estás viva. Te creímuerta o cautiva en Albión. ¡A ver! Hascrecido, tienes tus formas llenas, eresuna mujer. Toda una mujer. Con losrasgos de tu padre. Y la dulzura de tumadre.

Me dejé abrazar por Marforia, nuncapensé que el corazón de aquella viejagruñona fuera capaz de tanta ternura. Mesorprendieron aquellas palabras sobremis padres, una cuestión nunca antesmencionada y que desde niña se mehabía ocultado.

—¿Dónde has estado tan largo

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tiempo?—En Albión. Sierva de Lubbo en

Albión —murmuré.—Pero… Albión ha caído, los

rebeldes de Aster se hicieron con laciudadela, y echaron a Lubbo, esavíbora apestosa que dominaba la ciudad.

—Escucha, Marforia, no tenemosmucho tiempo; una fecha de Lubbo hirióa Aster, sólo la copa de los druidas lecurará.

—¡Oh! ¡Por el monte Cándamo y eldios Lug! ¿Cómo va una pobre vieja asaber dónde está la copa de los druidas?

Observé en silencio a Marforia, muyseria. Ella comprendió.

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—Tú… ¡lo sabes! —afirmósorprendida—, ¿cómo puedes saberlo?

—Enol me la dio para que laguardase.

—Esa copa es peligrosa. No se debeusar.

—Enol la usó y salvó a Aster.—Pero Enol tenía muchos más

conocimientos que tú.—¡No quiero que Aster muera!Ante mi respuesta impulsiva,

Marforia cambió su expresión; entendióque para mí era trascendental la vida deAster, en aquel momento más importanteque cualquier otra cosa.

—Marforia, necesito que encuentres

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las hierbas, raíces y hongos queutilizaba Enol. Sé que tú conoces lasplantas y estoy segura de que tienesalguna de ellas.

Marforia me miró en silencio.Escuchó atentamente mientras yoenumeraba las plantas que había vistousar a Enol aquel día en el bosquecuando encontramos un herido junto alrío. Entonces se fue.

—Tassio, debes quedarte aquí ymontar guardia. Desde aquí se divisabien si alguien se aproxima al arroyo.Haz sonar tu cuerno de caza si algoocurriese.

Nos separamos. Como aquella

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noche, cuando a la luz de la lunaesperaba la vuelta de Enol que nuncaregresó, volví a descender por la colina.Y en aquel momento tuve la sensaciónextraña de que él, Enol, estaba vivo y nose encontraba lejos.

Descendí por la pendiente queconducía al arroyo. Lucía un sol radiantetras la lluvia, el sol todopoderoso,guardián del tiempo, me alumbraba.

Orienté mis pasos hacia la cañadadel arroyo, caminado cada vez másdeprisa hacia donde el agua vivaformaba un remanso. A lo lejos, ladró unperro. Me dirigí más deprisa hacia elmanantial.

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Agachada en el suelo, tras elarbusto, contuve el aliento y me movíhacia la roca plana tras la cascada, allíencontraría la copa. Hice palanca con elsaliente en la roca. La losa inferiorcedió y abrí la cavidad. Suspiré ante elesfuerzo. Al abrirse la losa, algo brillóen el interior de la oquedad, no era sólola copa, aquel lugar escondía algo más;pero yo sólo quería el cáliz sagrado conel que salvaría a Aster.

La envolví en un paño de lana sinapenas mirarla y la introduje en mifaltriquera. Después empujé bien la rocahasta lograr que encajase de formahermética. Miré alrededor, nadie me

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había visto y allá arriba, en la colina,montaban guardia Tassio y Marforia.

Subí lentamente. Le hice una señal aTassio indicándole que tenía la copa. Élno me vio pero en ese momento hizosonar el cuerno de caza, alguien seacercaba, guardé la copa con miedoentre mis ropas.

Al subir la cuesta, vi que por elcamino se acercaba un labriego; unhombre extraño, no parecía del lugar,quizás alguien que se dirigía hacia otrocastro. Era muy alto con barba, yaspecto similar a un oso. Aceleré lamarcha, al pasar a mi lado me miró consorna como si me conociese. Sentí

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miedo y corrí hacia arriba en la colina.Pronto estuve al lado de Tassio.

—¿Quién es?—No lo sé —dijo él con cierta

preocupación—, te miraba de un modoextraño.

Entramos en la antigua morada deEnol. El techo se hallaba agrietado yparte de las paredes de la casaderruidas. No era el lugar cálido que yorecordaba.

Marforia había dispuesto las hierbassobre una piedra junto al hogar. Las fuiexaminando una a una: lavanda, tomillo,hinojo, mandrágora, cola de caballo,diente de león, salvia aromática, lúpulo,

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adormidera y hojas de ortiga blanca.Después intenté recordar todo lo queEnol me había enseñado de las plantas.«Todo en pequeña cantidad, pero en laproporción adecuada, invoca siempre ala divinidad, cuécelo con calma ypaciencia.» Saqué la copa de mifaltriquera y centelleó de un modoespecial por la lumbre; el ámbar y elcoral relumbraron con una coloraciónrojo amarilla junto al fuego. Despuésintroduje en ella agua de lluvia delaljibe y le añadí una mínima cantidad detodas aquellas sustancias. Por las asasde la copa, pasé un palo grueso y con élsostuve la copa alta sobre el fuego. La

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poción hirvió y llenó de un oloraromático toda la casa. En aquelmomento, añadí jalea real y propóleosque Marforia había obtenido de un panalcercano. El aroma de todo aquello erasuave y, al mismo tiempo, penetrante,poco a poco se fue difundiendo por todala estancia. Noté a Marforia y a Tassiosonrientes y relajados. Entonces toméuna cuchara de madera y le hice tomaraquello a Tassio.

—No se necesita mucho de estebrebaje para alejar los venenos deLubbo, toma un poco, Tassio.

Tassio bebió con ganas, noté cómoel brebaje le corría por la garganta,

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haciéndole efecto.—¿Notas algo? —le dije.—No noto nada, pero me siento más

tranquilo y fuerte.—No volverás a tener fiebre.Junto al hogar había un pellejo que

en algún tiempo había contenidohidromiel, allí introduje el sobrante delantídoto. Se lo di a Tassio.

—Llevarás esto encima, Tassio. Sidesfalleces en el viaje lo tomarás apequeños sorbos. Hay bastante cantidad.Esta bebida curará cualquier veneno deLubbo o cualquier tóxico que provengadel maligno.

Él cogió la bota de cuero y la colgó

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con una cuerda sobre su pecho. Me dicuenta de que su cara tenía mejor color.

—Ahora debemos volver. Tenemosque llegar antes del plenilunio o Astermorirá.

Me abrigué y salí fuera de la cabaña,Marforia me siguió, abajo volví a ver elvalle con las huellas del ataque de loshombres de Lubbo, pero el paso deltiempo había curado muchas heridas enla aldea. Hacía frío, mucho frío. Noté aMarforia junto a mí.

—Ven conmigo a Albión. Allí soysanadora. Soy casi libre y tengo un lugardonde morar.

—No. Ya soy muy vieja, sé que

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Arán es el lugar donde debo morir. Vivoen el castro con la gente que queda enArán, aquí estoy bien; pocas vecesvengo a esta casa en la colina ahoradestrozada y deshecha. Cuando vengo espara acordarme de los viejos tiempos enlos que tú eras una niña y Enol curaba atanta gente.

Marforia se detuvo. Se sentíamelancólica y no quería estar allí. Elpasado se alejaba de nosotras, debíamosdespedirnos. Comprendí de una maneraclara que, una vez desaparecido Enol,Marforia constituía la única ligazón conun tiempo ya acabado, pero no podíairme de allí sin preguntar por algo que

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llenaba mi corazón.—Marforia, tú sabes quiénes fueron

mis padres, quiénes son misantepasados.

Me interrumpió.—Algún día Enol volverá, él te lo

contará todo. Yo no debo hablar.Al ver la decepción pintada en mi

cara, ella dijo:—En tu pasado hay cosas oscuras

que Enol te debe explicar, yo no soyquién para hablar de ello.

—¿Y… si Enol no vuelve?—Serás la sanadora del pueblo de

Albión, tu vida transcurrirá feliz, y todoel lejano pasado se borrará de tu

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memoria.Yo insistí:—Necesito saber si hay algo malo o

deshonroso en mi pasado, algo de lo quedebiera avergonzarme.

—Te lo he dicho muchas veces: nohay nada deshonroso, hija mía, y tulinaje es muy alto. No te puedo decirnada más.

Ante estas oscuras palabras no supequé responder y sentí la humedad en misojos. Tassio me llamaba. El caballoestaba ya ensillado, debíamos irnos. Leindiqué que él debía ser el que montasea caballo; sin embargo, me dijo que seencontraba mejor. Efectivamente su cara

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irradiaba energía. Sonreí viéndolecontento.

Antes de irnos le dije a Marforia:—Nadie debe saber que yo estuve

aquí y que me dirigí a la fuente. Estoyincumpliendo, bien lo sabes, eljuramento que le hice a Enol. Por otrolado, si Lubbo llega a conocer algo deeste lugar o de la copa podrían ocurrirgrandes desgracias. ¡Júrame queolvidarás que he estado aquí!

Ella me tomó la mano,acercándosela a la mejilla, supe quenunca diría a nadie que habíamos estadoallí y que habíamos usado la copa.Después nos fuimos, en la lejanía me

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despedí de Marforia con la mano.Parecíamos un joven matrimonio que

se aleja de su hogar: él, a pie,arrastrando el caballo, y yo sentada amujeriegas, ocultando la copa en miregazo, cubierta por el manto. Miréhacia atrás mientras nos alejábamos, lavieja Marforia nos despidió con lamano.

El sol de invierno se introdujorápidamente tras las montañas comoqueriéndose alejar del frío. El caminoera oscuro y la luna creciente a menudose ocultaba entre nubes, Tassiocaminaba muy rápido, estaba contento ysilbaba una tonadilla suave. Nunca le

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había visto así en los últimos tiempos;con la enfermedad, su ánimo siemprehabía sido melancólico. El caminohoradado por las lluvias era irregular y,en la oscuridad, noté que Tassio a vecestropezaba, pero se incorporabaalegremente. No hablábamos; sinembargo, en un momento dado, susurró:

—Hija de druida… ¡Me encuentrobien! Como nunca me he encontradodesde que fui herido. Ahora sé quecuraremos a Aster y que la paz volverá alos albiones, tu copa es la copasalvadora.

Yo no le contesté pero en mi ánimose albergó la duda. Sí. La copa poseía

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poderes de curación, pero yo sabía queno debía ser utilizada. Enol me lo habíadicho muchas veces. Decía que sólodebía usarse para el bien y que usadapara el mal podía ser peligrosa. En losaños que viví en la casa de la rama deacebo, Enol la guardaba con reverencia.Muchas noches le vi adorándola, derodillas ante ella; pero no solíautilizarla, sólo para curar… y aunaquello lo hacía con precaución.

El cielo se despejó de nubes, vimosque la luna había avanzado sobre elhorizonte y brillaba muy alta. Entre losmatojos y arbustos se oían ruidosanormales, silbidos y pasos que no eran

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de animales conocidos. Sentí miedo.Poco después, el firmamento se

cerró del todo, la oscuridad se hizo casiabsoluta, caminamos lentamente y laalegría por el hallazgo de la copa cediópaso a un miedo opresivo, las sombrasde los árboles se tornaron más y másamenazadoras. Una intuición, como unpresentimiento de que algo no iba bien,se me hizo presente. Oímos el ulular delbúho y la lechuza. Tassio tropezó contralas piedras del camino y aquel mal pasoresonó en la oscuridad. Todo era pardo,pardo y gris. Ambos conocíamos queaquel camino se dirigía a Albión y quela distancia de marcha no era mayor de

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un día, pero nuestros pasos parecíansucederse cada vez más torpemente,cada vez más despacio. Nuncallegaríamos hasta Albión, porquesentíamos que el camino se cerraba antenosotros. Quizá deseábamos tantoregresar a Albión que el propio deseo seconvertía en una barrera y nosobstaculizaba el camino. De estamanera, llenos de aprensión ydesconfianza, seguimos caminando hastael amanecer y la claridad se abrió pasoentre las nubes grises del invierno. Elambiente se fue transformando a travésde la luz tibia y gris, pero seguíamosteniendo miedo y no hablamos.

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Lloviznó, el agua nos fue calandolentamente hasta los huesos.

Entonces, los oímos.Como una jauría salvaje, lanzándose

por la colina, un grupo de hombres,quizás unos veinte, desgreñados ypintarrajeados, cubiertos por suciosharapos y pieles, en sus manos portabanlanzas, cuchillos y hachas de piedra yavanzaban hacia donde Tassio y yo,paralizados, nos mirábamos indefensos.Los atacantes hacían sonar sus armascontra los escudos de metal, formandoun gran estruendo. Tassio gritó algosimilar a:

—Los bagaudas… —Pero no pudo

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seguir.Nos rodearon. Vi a Tassio

defenderse, la última imagen que guardéde él fue verle caer al suelo, golpeadopor un hacha de piedra, con la cabezasangrante, ya sin sentido.

Intenté salir huyendo, lanzando haciadelante el caballo, pero ya había sidocercada y ellos cogieron al bruto por lasriendas, que se levantó sobre sus cuartostraseros. Caí al suelo, sobre la tierraembarrada. La faltriquera dondeguardaba la copa desde el lomo delanimal resbaló hacia atrás, al chocarcontra el suelo emitió un sonidometálico. Enseguida, aquellos seres casi

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inhumanos se abalanzaron hacia la bolsay sacaron la copa.

—¡No! —grité—. ¡No la toquéis!Ellos rieron encantados, de sus

bocas desdentadas salió un grito que mepareció horrendo. Como animalescuadrúpedos comenzaron a danzar entorno a la copa y gritaban y reían. Yo nopodía comprender lo que decían, algúnidioma del sur mezclado con la lengualatina. Después, se acercaron al caballo,intentando localizar algo más en la silla.Al no encontrar nada, se enfadaron y congritos e imprecaciones me amenazaron.Me ataron las manos con cuerdas, hastaque mis muñecas sangraron.

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Entre toda aquella jauría humana,reconocí a dos o tres mujeres greñudas,que prácticamente no se distinguían delos hombres. Ellas parecían saber quéhacer, y aunque la cuadrilla no debía detener un jefe, ellas mandaban y los otrosobedecían, aunque peleaban uno contraotro constantemente; pronto comenzarona pugnar por la copa. La mujer mayor,una hembra huesuda, indicó a uno deellos con aspecto de oso que se latrajese. Reconocí en aquel hombre alpaisano que me había seguido en Arán,cuando bajaba hacia la fuente. Elhombre examinó la copa entreadmiraciones, entendí que quería

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quedársela; los otros se negaron,apelaban a alguien más importante. Alfin la mujer mayor se impuso y metió lacopa en una alforja de mi montura.

Decidieron emprender la marcha. Lahembra greñuda montó en el caballo;detrás, a pie, caminaba el hombre conaspecto de oso, después iba yo, atada, ypor último, los demás hombres de lacomitiva. Nos desviamos del caminoprincipal, el que conducía a Albión, ynos introdujimos por una senda en elmonte. Cesó la llovizna, pero las hojasde los árboles llenas de agua vertían sucontenido sobre nosotros. Nosinternábamos en los bosques por

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senderos desconocidos. Yo estaba tanfatigada, después de la noche sin dormiry de todo lo ocurrido, que casi no podíaandar, pero ellos me arrastraban haciadelante sin parar. Notaba una opresiónen el pecho, por debajo de las costillas,que casi no me dejaba respirar, era unaangustia que me atenazaba el pecho.Tassio muerto en el borde del camino yAster, que también moriría; ¿qué pasaríaen Albión si el hijo de Nicer moría? Losmontañeses sólo le obedecían a él: lasfamilias de la ciudad comenzarían aguerrear de nuevo entre sí, hasta quefuesen otra vez conquistados por Lubboo por alguien aún peor.

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Tras dos horas de marcha llegamosal campamento de los bagaudas, unaschozas de madera y cañas, con niñosdescalzos y semidesnudos correteando.Les recibieron con muestras de alegría yla mujer levantó la copa.

De uno de los chamizos de maderasalió un anciano de pelo grisáceo delque se desprendía un aspecto de mayorautoridad. Se notaba que los bagaudas lerespetaban. Tomó la copa y la elevó alcielo, después rió con una sonoracarcajada y pidió algo, le trajeron unospellejos de los que escanció vino;después bebió y pasó la copa a la mujer,ésta la pasó al hombre con aspecto de

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oso; sucesivamente, la copa se fuellenando de vino y pasando entre todoslos hombres del campamento.

Todos reían. Yo permanecía a unlado, asustada, mirándoles. Entonces eljefe del campamento gritó, se le saltaronlos ojos, inyectados en sangre, comenzóa vomitar y a retorcerse de dolor. Uno auno, todos los que habían probado lacopa enfermaron. Sólo el resto de lasmujeres, los niños y algunos jóvenesestaban bien. Me miraron con horrorcomo causante de sus males,introdujeron en los chozos a los hombresy a mí me ataron a un palo central en elcampamento. Se oían sollozos por todas

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partes. El sol fue describiendo una curvaen el cielo mientras en las cabañas loshombres no mejoraban.

Me dejaron la primera noche fuera,atada a la intemperie; hacía mucho frío,y estaba calada hasta los huesos. Desdeel lugar donde me encontraba podíadivisar el campamento de los bagaudas,gente sin ley, salteadores de caminos,desheredados de la fortuna, expulsadosde un lado y otro. Sentí horror ycompasión por ellos, por sus niños malnutridos, y los escasos perros querondaban, famélicos, mostrando todassus costillas. En el acantonamiento delos bagaudas faltaba la comida pero

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nunca el vino, fruto quizá de saqueos enlos caminos, los hombres estabanalcoholizados. Las casas de piedra delcastro de Arán, al lado de aquellasguaridas inmundas, parecían palacios.

La primera noche de mi cautiverio elcielo permaneció cubierto, pero hacia lamadrugada las nubes se abrieron y pudever la estrella de la mañana y la lunaacercándose hacia su plenitud. Aquél fueel primer día que recé al dios de Enol.Le pedí un milagro para Aster y llorépor él. ¡Estaba ya tan cerca de conseguircurarle! Y todo se había torcido… Miangustia era mayor aún que cuando fuiapresada por los suevos.

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Después, pasaron los días, días quehoy veo como en una nube, que se handifuminado de mi memoria por el dolor.Me incorporé a la vida del campamento.Me hicieron ocuparme de las tareas quedesempeñaban las mujeres: coger leñaen el bosque, moler el grano, bajar a poragua a un río cercano, me convertí enmenos que una sierva.

En los días siguientes, murió elhombre mayor que parecía ser el capitándel grupo. El resto de los enfermoscontinuaban graves, vomitando y sinpoder moverse por la fiebre. Losbagaudas tenían hambre, pronto mataron

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a mi caballo y lo asaron; a mí me dieronrestos del penco, que comí con hambre.Entré a menudo en trance y ellos metemieron, por mis trances y por lospoderes de la copa. Me respetaban perono me trataban bien. Los niños eran tansalvajes como los mayores y a menudome lanzaban piedras.

Les fui conociendo poco a poco. Medi cuenta de que no solían mantener uncampamento muchos días, vagaban de unsitio a otro, cometiendo tropelías. Ahoraque su jefe había muerto y los enfermosno mejoraban, permanecían allí.

Llegó el plenilunio, esa noche llorépensando en la muerte de Aster, que

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para mí ya era segura. A partir de esemomento los enfermos comenzaron amejorar. Se decidió que en unos días seiniciaría la marcha hacia el sur.

La mujer de las greñas grises seacercó al lugar donde yo trabajaba y meexaminó el cabello y la dentadura.Entendí que iban a venderme. Todo medaba ya igual. Mi vida no podía ser peorde lo que era.

Pasó un tiempo que no acierto arecordar, en el que todo era confuso, ypor fin, un día, los bagaudas iniciaron sunomadeo hacia el mediodía. Pudeentender que iban a unirse con otrosgrupos similares en la meseta. Mientras

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tanto, la copa era custodiada por lamujer de cabellos hirsutos que resultóllamarse Cassia.

La mayoría de los hombrescaminaba delante, siguiéndoles a ciertadistancia mujeres y niños, yo con ellos;por último, un grupo de hombres fuertescerrando la retaguardia. Aquelloshombres detrás de mí me vigilabancontinuamente.

—Muchacha, camina más deprisa —me dijo Cassia.

—No puedo más —le contesté—,estoy muy cansada.

—No te rezagues o tendrásproblemas con los hombres. Están

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deseando pillarte a solas.Aunque ellos habían sido groseros

conmigo y más de uno había intentadoatacarme, las mujeres de aquellosvagabundos errantes, escapados de lasrevueltas del valle del Ebro, eran hastacierto punto amables y habían intentadohacer mi cautiverio menos pesado.

Asustada aceleré el paso, y procuréseguirla.

—¿De dónde venís? ¿Quiénes sois?—Nos llaman bagaudas, los

vagabundos. Ahora ya no sabemos dedónde venimos ni adonde vamos. Entiempos de los padres de mis padresllegamos a ser poderosos y a asolar la

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meseta. Luchamos en aquella épocacontra los nobles y contra la poblaciónde las ciudades.

—Y… ¿cuál era el motivo?—No hace tanto en estas tierras

había un orden relativo, pero el mundode mis abuelos y de los padres de ellosse fue hundiendo, los desheredados seunieron entre sí. Se formaron grupos dehombres errantes, campesinos libres quetenían sus tierras y podían cultivarlas sihabía paz. Con las guerras se habíanarruinado y endeudado; eran colonosque habían servido a los nobles. Perotras la entrada de los bárbaros, sin elpoder de Roma, y destruidos muchos de

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los poderosos senadores hispanoromanos. En fin… Tiempos pasados…Los campesinos perdieron a sus amos ysus útiles, sus cosechas y susprotectores. Se unieron entre sí enbandas de salteadores. Eso somosnosotros. Gente nómada, hambrientos ysin hogar, con nuestros hijos errantes ycondenados a la miseria.

Tenían hambre. Desposeídos de sustierras, sin apoyos ni protectores, habíansido condenados a vivir del robo, elsaqueo y la rapiña. Los pueblosmontañeses, donde yo había vivido depequeña, tenían ganados, y se defendían;el castro de Arán y los otros estaban

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formados por pueblos de cazadores yganaderos, que estaban unidos engrandes gentilidades y se protegían entresí. En cambio, en la meseta y en losfértiles valles del sur, al cesar laestabilidad política, muchos campesinosno habían tenido más salida que elbandolerismo.

—¿Adónde os dirigís?—Hacia el sur, al lugar de donde

vinimos, más allá de la tierra de losvacceos. Los godos nos expulsaron deallí y pusieron orden en aquellas tierras.Pero ahora hay una guerra civil entreellos. Luchan los hombres de Agila conlos de Atanagildo más allá del valle del

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río Anas, por eso han dejado el lugardonde nosotros vivíamos sin protección.Volvemos a las tierras del Ebro, que sonmás ricas que estos montes escarpadosdonde no hay nada que comer más quebellotas. Allí podrán encontrar lugarespara saquear, más ricos y menosdefendidos que los poblados de lasmontañas.

—Y conmigo… ¿qué haréis?—Alguien te busca. Nos pagará una

buena cantidad por ti. Eso si consigoque los hombres no te pongan la manoencima.

Yo callé asustada. Entendí queCassia me había protegido, porque me

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consideraba un buen producto para laventa.

—¿Y la copa?—La llevo yo. Esa copa está bendita

y maldita. El que te busca quieretambién la copa.

—¿Quién es?—Le llaman Juan de Besson.Ante aquel nombre me sentí confusa,

nunca lo había oído.—Ese hombre —prosiguió Cassia

—, el que nos ha pedido la copa, es delsur. Nos dará riquezas. También tequiere a ti.

Yo me asusté.—No la entregues a nadie —dije

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preocupada—. Es peligroso. Has vistolo que sucedió con tus hombres. Algunomurió, muchos tardaron en sanar. Encambio para el que la usa bien es undon, la copa me pertenece.

—¿Lo crees así? La copa es ahoranuestra y nos va a permitir salir de lapobreza. Mañana Eburro la llevaráhacia el sur. Nos han prometido tierrassi entregamos la copa y te llevamos a ti.La copa saldrá mañana, y a ti tellevaremos a ese hombre que te busca.

No pude protestar más, porque ellase fue, dejándome con los niños de latribu. Permanecí de pie, mirando elruinoso campamento, el humo que lo

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cubría todo. El desánimo llegó de nuevoa mi corazón, Aster y Tassio muertos. Lacopa hacia algún lugar ignorado y yosierva entre desconocidos.

Efectivamente, al día siguienteCassia entregó la copa a un hombrecetrino que respondía al nombre deEburro. Después permanecimos en elmismo lugar unos días mientras losconvalecientes se fortalecían. Yo mirabaal sur, con miedo, sentía que de algunamanera, mi destino estaba allí, que misgentes no eran las de la montaña. Sinembargo, yo amaba las altas montañasde Vindión, el mar salvaje de la costa deAlbión, los verdes valles de Arán.

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Emprendimos el camino y cada paso nosalejaba de aquellos a quienes yo habíaamado, de los lugares donde habíatranscurrido mi infancia y juventud. Losverdes valles, los torrentes caudalosas,llenos de agua que cantaban la melodíade las Xanas. No quería alejarme, penséen huir, pero Cassia me vigilaba decerca.

Atravesábamos un paso entremontañas, un lugar sin vegetacióncruzado por un arroyo del deshielo. Aambos lados, picachos de roca madrenevados entre los que se cruzaban losrayos blancos de un sol de plenitud. Elcielo era azul intenso, surcado por nubes

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algodonosas que a menudo seconfundían con las cumbres llenas denieve. Dejamos atrás un valle con pastosy bosques, subimos la montaña ydescendimos por las escarpadas laderas,a lo lejos, hacia el sur, pude ver unoscampos ilimitados, mares de trigoamarillo recién segado y árbolesachaparrados, de los que no conocía elnombre. Bajamos la montaña y, en lallanura, un río coronado por álamos sedoblaba en un meandro hacia el sur.

Entonces, desde la cordillera, uncuerno de caza sonó rebotando en lasmontañas. Vibró una vez en las rocas yotra y aún otra más. Los bagaudas se

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detuvieron, asustados.Como por ensalmo, de las laderas de

la sierra que dejábamos atrás, surgierondiez o doce montañeses a caballo,gritando, blandiendo lanzas y espadas.Al frente, un Aster con un rostro lleno dedeterminación; junto a él Tassio, Tilego,Tibón y detrás varios hombres. Enmedio de ellos Fusco y Lesso gritabanenfurecidos. Vi a Tilego tensar su arco yatravesar con flechas a uno de loshombres.

Me acerqué a los niños paraprotegerlos, las mujeres hicieron lomismo y se agruparon junto al río, queresguardaba a los bagaudas de la furia

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de los montañeses. Los hombresrodearon al grupo de mujeres, queintentaron defenderse con piedras yhachas, pero la batalla era desigual.

Oí que Aster gritaba:—¡Rendíos! ¡Rendíos!Cassia retrocedió, se deslizó

subrepticiamente hacia el río; pero antesde huir me asió por el cuello y mearrastró con ella, empujándome con uncuchillo sobre mi pecho. No podíadefenderme, sólo grité. Los hombres deAster se batían contra los bagaudas, losalbiones eran pocos frente a losvagabundos, pero los montañeses iban acaballo, blandían lanzas y espadas

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mientras que los bagaudas a pie noposeían más que algún cuchillo ypiedras. Vi a Aster guerreando, denuevo llamé con voz fuerte. Entonces élgiró la cabeza al oír mi exclamación.Aprovechando su descuido, uno de losbagaudas intentó desmontarle y leagredió con un palo largo por detrás, élse volvió hacia el atacante y lo evitó,con su espada le atravesó el hombro y lotiró al suelo. Lo rodeaban algunosdesarrapados pero se deshizo de susatacantes golpeándolos con la lanza.Llamó a sus hombres:

—¡A mí! ¡Se llevan a la mujer!Tassio y Fusco acudieron en su

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ayuda y Tilego, que estaba más cerca dela ribera se dirigió hacia donde yo meencontraba; cabalgando deprisa enfiló elrío, hacia donde Cassia me conducía.Tilego agarró a la mujer, la separó demí y la detuvo. Fácilmente la inmovilizócon una cuerda larga, y desmontando desu cabalgadura la ató.

Quedé sola en medio del río, mojaday tiritando de frío. Entonces vi a Aster,frente a mí, alto en su caballo, iluminadopor la luz de un sol que reverberaba enlas aguas del río. Él se inclinó desde elcaballo y me cogió entre sus brazos, mealzó hacia su montura y me sentó delantede él. Sentí un escalofrío al notar su

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abrazo.Volvimos hacia el meandro del río,

algunos hombres habían muerto en larefriega. Sentí lástima hacia aquellasmujeres y sus niños. Me volví a Aster.

—Déjalos ir. Son miserables. Notienen nada.

El príncipe de Albión me escuchó yal llegar adonde los bagaudas se habíandetenido, les habló:

—No os haremos más daño. Podéisiros o asociaros a las filas del ejércitode Albión. Cuidaremos a las mujeres y alos niños.

Glauco, uno los cabecillas, habló:—Preferimos seguir libres.

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—Bien está —dijo Aster—. Encualquier caso, no podríamos hacerosprisioneros. No somos suficientes paracustodiaros. Podéis seguir libres. Novolváis nunca más por estas tierrasdonde mandan los montañeses.

Glauco hizo una inclinación con lacabeza, agrupó a sus gentes. Vimoscómo la comitiva se alejaba hacia el sur,hacia las doradas tierras de la meseta.Aster descabalgó y me ayudó adescender del caballo, noté su manosobre mi hombro. Le miré, su expresiónera la de contento, dirigió sus ojos,llenos de vida, hacia mí y sonrió.Después, se alejó para ver a los heridos;

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alguno de sus hombres había muerto.Tassio, Fusco y Lesso me rodearon,

llenos de alegría. No cesaban de hablar.Yo abracé a Tassio, y dije:

—Te creí muerto.—No soy tan fácil de matar. Cuando

recuperé el sentido, tras el ataque de losbagaudas, tú ya no estabas, encontré elpellejo con la poción y bebí de ella.Sólo pensaba en Aster, que podía morir,anduve sin parar hasta llegar a Albión yle hice beber la pócima. Esa pócima fueportentosa, Aster se recuperó. Te hemosestado buscando largo tiempo.

Oí a Fusco que hablaba alegremente.—¡Hija de druida! ¡Difícil eres de

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hallar! Seguimos tu rastro desde laúltima luna pero tus huellas aparecían ydesaparecían.

—La vieja Romila te aguarda enAlbión —dijo Lesso.

Después Aster se acercó a nosotros,formábamos un grupo dichoso aisladodel resto: Aster y yo y los de Arán. Élestaba serio.

—Eres libre de seguirme a Albión oir adonde te plazca.

—¿Adónde iré? Ahora Albión es ellugar al que pertenezco. Iré contigo.Adonde tú vayas, iré yo. No soy devuestra raza pero siempre he vividoentre los albiones, quiero estar

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contigo… —después seguí comodudando— siempre.

Él sonrió, su blanca dentadura brillóal sol, y de sus ojos salió un rayo decontento. Nunca le había visto así, lasprivaciones y dolores de los últimosmeses se trocaron en mi corazón en unagran alegría. Hubiéramos seguido asímirándonos bajo los árboles y junto alrío pero oímos las voces de los hombresque lo reclamaban. Los de Arán noscontemplaban divertidos. Al fin, él, conun suspiro, se volvió a sus hombres quele llamaban.

—¡Capitán! ¡Se van los prisioneros!—Sí, Tibón, dejadles ir, no

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podemos llevar a tantos cautivos hastaAlbión. Seguiremos nuestro camino, allínos esperan.

Recogieron a los heridos yenterraron a los muertos. Astersupervisaba la operación. Revisé lasheridas de los caídos en la batalla, lamayoría no estaban tan graves comopara no poder cabalgar. Mientras curabaa uno y a otro, mi corazón estaba llenode paz, sólo levemente oscurecido poruna sombra: la copa, la copa de Enolperdida que llevaría a su dueño a laruina o a la felicidad.

Los hombres acabaron de enterrar alos muertos y yo de ver a los heridos.

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Después Aster ordenó que me cedieranuno de los caballos de los caídos en lalucha.

—A ver, hija de druida, te enseñaréa montar en este penco —dijo Fusco.

Intentaba subirme al caballo y mecaía una y otra vez. Fusco reía y Lessose sumó a sus carcajadas. Se acercóTibón a ver qué estaba pasando.

—Nunca ha montado nada más queen una mula.

Me molestaba que se riesen de mí,más aún cuando tras haber montado en lamula y en el caballo de Tassio yopensaba que sabía cabalgar. Sinembargo, era muy distinto trotar en una

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mula o en el percherón de Tassio, que enel nervioso caballo negro, guiadosiempre antes por un guerrero de manonervuda y fuerte.

Entonces noté una mano que mecogía por la cintura, un hombre más altoque yo, que me tomaba por detrás y melevantaba como una pluma hasta elcaballo. Era Aster.

—¡So…! ¡Caballo…! Tranquilo,caballo.

Él tenía un don especial paraamansar bestias. Vi su mano de dedoslargos y fuertes acariciar el cuello delcaballo; después me cogió la mano.

—Acaríciale. Le tranquilizarás.

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Deseé que él no me soltase la mano.Luego, torpemente, acaricié la cerviz delcaballo, que relinchó suavemente comoun quejido. Después Aster tomó lasriendas desde abajo y le hizo trotarsuavemente. Los demás hombres lemiraban asombrados pero contentos.Nunca habían visto a su jefe y señor enaquella actitud, como jugando con elcaballo y conmigo.

—Ponle al trote —dijo—, no tetirará.

Le dio una palmada a la grupa delcaballo y yo me mantuve en él, haciendoun esfuerzo.

—Vamos, en marcha.

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Emprendimos el regreso hacia elnorte y hacia el oeste. Me cansabacabalgar porque, aunque el penco seportaba bien, yo notaba las piernasdoloridas por la falta de costumbre. Alllegar a la parte más alta de la montaña,me paré y bajé del caballo paradescansar; los hombres sonrieroncompadecidos de mi falta de pericia.Sola en aquel altozano, divisé los vallesamarillos y lejanos que quedaban yaatrás. Me alejé de la meseta sin tristezaalguna.

Al frente de la comitiva, abriendocamino, cabalgaba Aster. Los días eranclaros, con una brisa fresca que

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procedía del Cantábrico, al mediodía elsol calentaba nuestros cuerpos y losespíritus se esponjaban por la alegría. Amenudo los hombres cantaban una trovade tiempos inmemoriales, de batallas yde guerra.

Regresábamos hacia el castro en elEo, atravesando la elevada cordillera deVindión. Aquellos días de fines deotoño nos mostraron todo su esplendor yvimos cómo las hojas de los árboles dela montaña se cubrían de carmín, detonos anaranjados y rojizos. Así seencontraba mi corazón, lleno de unavergüenza nueva y de una inquietud yaconocida para mí.

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Seguimos el curso del río hacia sucabecera, la corriente se alejaba denosotros y se hundía hacia abajo en lameseta. Pronto se hizo de noche.

Hicieron una gran fogata, Tibóncomenzó a tocar una melodía antigua ydulce con su flauta. Las notas seelevaban al cielo, de las gargantas demuchos de los hombres surgió un cánticode años pasados, cuando los padres delos pueblos de las montañas de Vindióncruzaron el mar y llegaron a Tarsis, laciudad de oro. Después las cancioneshablaron de los viajes de los hijos deAster hacia las islas del norte, dondeencontraron su destino en forma de una

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diosa. En el cielo iban apareciendo lasestrellas poco a poco. El cántico mellevaba una y otra vez hacia Aster, y amenudo notaba que él también fijaba susojos en mí.

Poco a poco murieron las notas delas canciones. Los hombres dormíanpero yo acurrucada junto al fuego nopodía conciliar el sueño. En la hoguera,las llamas fueron apagándose y quedósolamente el rescoldo de las brasas. Enla noche, se oía únicamentechisporrotear los restos de la fogata y,más allá, el gorgoteo continuo del aguade un río cercano.

Me parece que es hoy cuando me

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levanto de mi lecho de hojarasca atraídapor el ruido del agua, salgo del claro yveo en el cielo las estrellas de la nochedesdibujadas por el fulgor de la luna quebrilla alto en el firmamento.

Noto aún ese momento. Me abrigocon la capa de pieles que Lesso me hadado y me siento junto al río. La lunariela en el agua. Soy feliz, no sé cuál esel motivo, quizá la noche o la luz de laluna o el ruido del agua. En esemomento de felicidad advierto a Asterjunto a mí.

—Jana, hija de los manantiales, ¿noduermes?

—No puedo.

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—Yo tampoco —dijo él—. ¿Mirasel reflejo de la luna en el agua?

—Sí —contesté como si estuvieseesperando su presencia—. La lunacambia la noche. La hace más amable ysuave, borra los miedos.

—¿A qué tienes miedo?—A perder este momento… a que

algo me vuelva a separar de ti.—No podremos estar juntos al

volver a Albión.—Me conformo con estar cerca de

ti.—Entonces… ¿no quieres conocer

nuevos mundos?—Ya no.

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Mi negativa sonó dulce. Él searrodilló a mi lado y me tomó la mano;después la soltó y se sentó junto a mí.Lanzó una piedra plana hacia el río y lapiedra, iluminada por la luna, volósobre el agua trazando tres arcos en elaire; tocó la estela que formaba el brillode la luna sobre el agua sin romperla.

—Ves… la estela de la luna nocambia —dijo—, sólo el agua vamudando. Así somos nosotros, tú y yo,tú eres el reflejo de la luna sobre el aguaen una noche oscura; yo soy esa aguaoscura que discurre sin fin. Calmas latristeza que me atenaza a menudo elcorazón.

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No entendí lo que me decía. Lo hicemucho más tarde. Pero en aquelmomento supe que sus palabrashablaban de amor y de contrariedades.Después me sentí triste, pensé en lasdificultades que habíamos atravesado ytambién en la copa de Enol, perdida yaquizá para siempre.

—Aster, la copa de Enol. Se haperdido. Hay alguien que la busca.

Él se puso serio y pensativo.—¿Quién podrá ser?—Un hombre del sur, me quería a mí

y a la copa. Sabía dónde se hallabaescondida, ¿sería Lubbo?

—Lubbo está al oeste, en Bracea,

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con Kharriarhico.—Pues entonces… no sé quién la

busca. Hablaron de un hombre llamadoJuan… Juan de Besson.

—No he oído hablar de él.—¡Oh, Aster! He descubierto que

esa copa puede usarse para el bien perotambién puede hacer daño a quien nosabe utilizarla, un hombre murió…

Le expliqué lo que había ocurridocuando los bagaudas tomaron el vino enla copa.

—Ahora entiendo por qué Enol noquería que cayese en manos de Lubbo,también creo que lo importante no es elcontenido de la copa sino el ánimo con

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el que se bebe de ella.Después no hablamos más,

permanecimos el uno junto al otrooyendo el ruido del agua correr eiluminados por la luna. Las horas de lanoche transcurrieron lentamente, lasestrellas fueron cambiando su lugar en elcielo y nosotros seguíamos allí, sinsepararnos, casi sin hablar, dejando quelas constelaciones siguieran su curso enel firmamento; sin esperar nada, sindesear nada más que todo permanecieseeternamente igual.

Tras varios días de marcha,

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cruzamos las nevadas montañas deVindión. A lo lejos, el monte Cándamocon sus laderas cubiertas por fresnos,olmos, chopos y sauces. La comitivamarchaba deprisa, todos estabandeseosos de llegar a la costa, al grancastro junto al Eo. Todos menos Aster yyo. Por las noches, nos alejábamos delfuego de los hombres y sin que nadie nosobservase hablábamos como en aquellosdías en el bosque de Arán. Supe muchascosas de él. Le escuchaba sininterrumpirle, me contó de Ongar y desus gentes, de los monjes de la cueva, delas luchas en Montefurado, de loshombres de las rocas, de las diferentes

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familias en Albión y sus disputas. Nuncahablaba de su padre.

Aquel día, por primera vezcabalgamos junto, ya no nos importabaque los demás nos viesen en unaespecial intimidad, íbamos a la cabecerade los hombres. Detrás, los de Aránguardaban nuestras espaldas. Al llegar aaquel repecho del camino, recuerdocómo Aster cambió su expresión y conun gesto me indicó que le siguiera,dejando atrás al resto de la comitiva.

Lesso, Tassio y Fusco entendieronque queríamos estar solos y retrasaronel paso del resto de los hombres,nosotros seguimos adelante flanqueados

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por las crestas nevadas de la cordillera,sin percibir que nos encontrábamosprácticamente solos. Entonces él, queme precedía, se detuvo y miró al frente ala gran montaña.

Con fuerza, como pidiendo ayuda,me gritó:

—Ven conmigo.Espoleó su caballo, y yo le seguí con

dificultad. Al llegar a lo más alto de lamontaña, desmontamos junto a unospinos, allí atamos los caballos yproseguimos andando entre riscos, en unlugar donde la vegetación era rala. Aúnsiento cómo aquel sol de otoño tardíocalienta mis espadas y puedo ver en mi

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imaginación cómo, a un lado, los picosde piedra gris se elevan rasgados porestratos de roca calcárea.

Aster calla y su silencio esangustiado. Seguimos caminando, elascenso se me hace costoso. Él no secansa, camina por delante fuerte yerguido y yo jadeo tras él. Miro concuidado el suelo, mi falda larga a vecesse me engancha entre las piedras. He demirar con cuidado dónde sitúo el paso.Mi pie tropieza y las medias de lana,bajo las calzas de cuero, se desgarranpor las zarzas. Hemos de subir a unaroca, él me espera, me coge con susbrazos y me eleva. Me sonríe

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animándome, pero sigue caminando.Tiene prisa, intuyo que algo le impulsa aencontrar un lugar de las montañas.Llegamos al fin a otro valle y veo alfrente multitud de picos irregulares depiedra. Aquellas montañas son tan altasque no han sido exploradas, quizá sólolos hombres de Ongar se atreven a llegarallí. Mas lejos las montañas son másbajas y abren paso a un valle labradopor las nieves de invierno. Allí la hierbaes más mullida y las ovejas abrevan enun riacho, entre piedras calizas.

Dejamos de lado dos picos tanelevados que es imposible ascenderlos yal otro lado del collado continúa un

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camino hacia otra cumbre, es un caminoestrecho pero transitado, subegradualmente rodeado por las faldas dela montaña. El sendero se alejacumbreando la montaña hasta que, antesde llegar a la cima, tuerce y la rodea.Tras el pico se esconde el monteCándamo. Y allí vive un dios.

Al mirar el sendero que rodea lamontaña, Aster se detiene y se vuelvehacia mí. En él algo se ha abierto, algoprofundo y encerrado en su alma quenunca antes ha sido revelado a nadie.

—¿Ves ese sendero que se alejaelevándose hacia el monte? —me señala—. Allá a lo lejos, tras el monte

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Cándamo, está Ongar. Huíamos haciaallí, escapando de Lubbo. Allí, enaquellas piedras, a mitad de caminohacia la cumbre, tuvo lugar la batalla.

—¿Qué ocurrió?—Allí murieron mi madre y mis

hermanos. Me cogieron prisionero.De pie en lo alto del monte, Aster

parecía ver el pasado. Como en elbosque de Arán, se apoyó en mí, bajó lacabeza y calló. Pasó un tiempo.Después, sin hablar todavía, nossentamos en la hierba verde pero secapor el calor, uno al lado del otro. Éldirigió la mirada a lo lejos y habló:

—Yo caminaba delante con un grupo

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pequeño de hombres, no tendría más dedoce años. Albión estaba rodeado desuevos, su fin parecía inminente. Mipadre, Nicer, determinó que las mujeresy los niños que quedaban en el castrosalieran hacia Ongar, por uno de lospasajes subterráneos que horadan laciudad. Yo iba con los hombres de laexpedición. Mi padre se despidió de mí,recuerdo aún hoy como me indicó quedebía ser valiente y que debía proteger ami madre. Ante aquellas palabras de mipadre me sentí lleno de coraje y capazde todo. Salimos de noche por uncamino escondido. Burlamos lavigilancia de los hombres de Lubbo y

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caminamos dos días, íbamos despacio,mi padre había ordenado que seevacuara la ciudad poco a poco, la luchaen las murallas y afuera en la costa eraencarnizada, él no sabía cuánto iban apoder resistir. La primera que abandonóla ciudad fue mi madre, iría haciaOngar, a las montañas blancas y altas, aleste de donde procedía su familia. Siaquella expedición salía bien, otroshuirían después. Caminábamoslentamente en una comitiva alargada.Detrás, los niños y las mujeres, algunosa pie y otros en carros. Delantenosotros, los jóvenes guerreros, noéramos más de veinte hombres, ninguno

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pasaba la veintena, poco diestrostodavía en el manejo de las armas.

Aster se detuvo, y se miró lasmanos, recias, con cicatrices de lucha.Yo imaginé las manos de Aster,adolescentes, suaves y no curtidas aúnpor la brega, cargando con una espadade peso quizá superior a sus fuerzas. Elhijo de Nicer prosiguió lentamente:

—Llegamos a este lugar. Recuerdoque, al mirar atrás, las nubes searremolinaban preludiando tormenta, yque el ambiente pasaba de estar oscuro aser gris o azul transparente. Era un díaextraño. Mi madre caminando delante,mi hermano Nicer de unos tres años

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revolviéndose en sus brazos, a vecesgritaba. Veo cómo los bosques quedanatrás, ya no nos protegen, a lavegetación se impone la roca, el lugarera como ahora un páramo yermo yelevado, con los valles al fondo. Nadanos ocultaba del enemigo; no losabíamos, pero los traidores nosaguardaban, no lejos de aquí. Detuvimosla marcha porque muchos estabancansados. Ongar no está lejos, ocultaentre los montes de piedra, con suentrada escondida a través de los siglos,y protegida por desfiladeros. Mi madrecogió al pequeño Nicer entre sus brazosy le dio algo de comer. Él se aprieta

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contra mi madre y ella lo acaricia; estásaciado, ríe y da palmas. Ya es un niñogrande, pesa ya mucho en los brazos deBaddo, mi madre. Ella lo deja entre lapaja del carro, con los otros, y el viejocriado procedente de Ongar sonríe entresus barbas canosas al chico. Doy unaorden y se reemprende la marcha. Mimadre camina tras el carro mirando alniño. El camino asciende por la cumbre,en las faldas de la montaña pacencaballos salvajes de grandes pataslanosas y blancas, como aquellos queaún se ven allí. Yo sabía que al llegar ala cumbre podríamos ver el mar y quemás adelante el camino se haría más

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fácil. Presiento algo y giro la cabeza, mimadre mira en mi dirección. De pronto,unos gritos salvajes, precipitándose pordetrás desde el otro lado del collado.Mi madre, los niños, los ancianos y lacarga están entre ellos y mi pequeñoejército de una veintena de hombres,entonces diviso una multitud demercenarios suevos descendiendo de lamontaña. Se dirigen hacia mi madre ylos otros. Las flechas salen de sus arcospor centenares, atraviesan el cielo. Gritoa los jóvenes guerreros que meacompañan, que vuelvan atrás, mientrastanto mi madre y los demás sonrodeados. Ella cae, herida por una

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flecha, a mis hermanos los acuchillan, unguerrero cuado coge a mi madremalherida y la agarra por los cabellos.Le da un tajo en la garganta y ladegüella, los demás gritan. Noslanzamos contra ellos, llenos de horror yciegos de rabia; allí luchamos, condenuedo, con desesperación. Sinexperiencia. Pronto nos rodearon. Elcapitán Ogila evitó mi fin porque mequería prisionero en Albión. El resto dela historia quizá la has oído.

—Una anciana me la contó.—Hace años que no vengo por aquí

y ahora todo vuelve a mi mente. Nopuedo olvidar nada. Por las noches me

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parece ver la cara de mi madre, joven yaún hermosa, mirándome con la cabezaseparada del tronco. Sin odio, pero llenade horror.

—¿Y después?—Pusieron la cabeza de mi madre

en una pica, la llevaban en triunfo…hacia Albión. Yo caminaba detrás y a lolejos veía sus cabellos ensangrentados.No recuerdo nada de aquel viaje, sólodolor y odio. Un odio inabarcable… aLubbo. Lo encontramos cuando llegamosal cerco de Albión. Él, al contemplar elrostro de mi madre, rió embriagado decrueldad. Ya no había mujeres ni niños,cabalgamos deprisa sin escondernos

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hacia Albión y llegamos la nochesiguiente. La ciudad ardía por dentro yfuera se extendían los campamentos delos cuados. Al ver los restos de Baddo,el pueblo de Albión clamó de horror. Depronto se hizo un silencio. Todoscallaron. Mi padre se asomaba a lamuralla. De lejos vi su rostro demudadopor la pena. «Nicer, aquí tienes al únicohijo que te queda, rinde Albión y damelo que quiero; si no lo haces, todosmoriréis. Mis hombres están ya enAlbión.» Mi padre calló, estaba comosonámbulo, miraba los restos de mimadre, y alternativamente me miraba amí. Algunas voces se oyeron en la

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ciudad, dentro del recinto había cuados,penetraban por el pasadizo por el quenosotros habíamos salido. La ciudadhabía sido invadida. Alguien nos habíatraicionado. Nicer parecía no oír. Conun gesto inconsciente indicó que seabriesen las puertas. Yo grité. Pero éltiró las armas desde lo alto de lamuralla. En aquel momento los hombresde Lubbo invadieron la ciudad, y seunieron a aquellos que habían penetradopor el túnel. Mi padre se dejó apresar.Los demás hombres tiraron las armas. Ami padre y a mí nos condujeron juntos aun calabozo en la parte posterior de laacrópolis de Albión. La mente de mi

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padre estaba ausente, en otro lugar; seechaba la culpa de la muerte de mimadre, y se consideraba culpable de lacaída de Albión. Yo no sabía cómocalmarle, ni qué decirle. Sentía que laculpa había sido mía por no habersabido defender a mi madre. Él sólodijo: «No, hijo mío, los traidores nosvencieron, no los enemigos. Ya noquiero, no puedo luchar más.» En laciudad, hubo un saqueo feroz. Sóloalgunas casas no fueron saqueadas.Entre ellas las de Lierka y Blecan, la deAmbato. Después se supo que habíanespiado y que Lubbo las respetaba poreso. Cuando finalizó el saqueo, Lubbo

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apareció en la prisión. Llevaba en suhombro el búho negro que nos mirabacon malévola expresión. Lubbo habló:

—Morirás en plenilunio, peropodrás salvar a tu hijo si colaborasconmigo. Sé que Alvio estuvo aquí hacevarios años, que volvió con una copa yuna niña. Esa copa me pertenece.

A mi padre no le interesaban lossecretos de los druidas y dijo:

—Alvio estuvo aquí hace unos añosy le dije que se fuese. Había algunaculpa escondida en él. Sabes bien queno quiero hechiceros entre mis gentes.Sé que tenía una copa, me dijo que lacopa era la salvación de mi pueblo.

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Pero no le creí. La copa está con él. Y élestá en algún poblado en las montañasque yo desconozco.

Lubbo pareció satisfecho.—Bien, Nicer, siento que las cosas

hayan ido tan mal. Tu hijo será miservidor. Le trataré como merece tu altaestirpe.

Después se fue. Por un agujero de laprisión mirábamos el cielo viendocrecer la luna. Mi padre adquirió unaextraña paz, y un día me reveló que notemía a la muerte y dijo algo extraño:«Otro murió también en la luna llena,era el cordero que limpiaba el mundo,quizás ha llegado el momento de

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seguirle.» No me quiso explicar a qué serefería pero yo sabía que era un misteriode aquella secta extraña a la que mipadre pertenecía.

Callamos durante algún tiempo, misojos se volvieron húmedos, el solbrillaba radiante, y a lo lejos en el vallese veían las montañas doradas por elotoño. Los instantes se sucedieron,después le pregunté a Aster:

—¿Sabes a qué se refería Lubbocuando hablaba de una copa?

—Estoy convencido de que Enol esAlvio y que la copa con la que mecurasteis era la copa sagrada de losdruidas. Ninguna otra habría sido capaz

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de contrarrestar la ponzoña de la flechaque me clavaron en Albión. Sí. Es lacopa de Enol. La que tú escondiste.Lubbo la buscó durante años, pero nuncasospechó que la tuviera tan cerca. En laaldea de Arán. En el lugar de losconciliábulos y la reunión del Senado.La copa tiene algo protector en símisma, no es fácil de encontrar… y Enolhabría tomado sus precauciones.

Oímos los caballos del resto de latropa a lo lejos, Aster callaba, pero yoentendí que todo aquello que no habíaexplicado en el pasado le quemaba elcorazón como una llaga candente. Alabrirse, la herida comenzaba a

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cicatrizar. Así que le pregunté:—¿Y tu padre?—Cuando llegó la luna llena, Lubbo

le sacrificó en el altar de los antiguosdioses. Atado le apuñaló y le abrió elcorazón. De su pecho brotó la sangre,Lubbo la bebió aún caliente y dio susdespojos a sus pájaros carroñeros. Yoestaba allí, preso, viendo cómo mi padremoría… Las últimas palabras de Nicerfueron que le perdonaba y que iba alencuentro de su dios y de mi madre.

Las lágrimas manaban por el rostrode Aster, pero él miraba al frente.Después se calmó y habló serenamente;no me miraba al descubrirme lo que

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tanto tiempo había llevado guardado ensu corazón.

—Siempre te he querido, recordéaquellos días del bosque como algoprecioso. Pero estaba mi pasado. Debovengar a mi padre y, ante todo, debohacer lo que mi padre quería: aunar alos albiones y a todos los pueblos de lamontaña. Si me uno a ti habrá guerracomo la hubo cuando mi padre se unió ami madre. Vivir sin ti es como si mefaltara la luz del día, estar en una nocheoscura iluminado por una luna lejana.

El resto de los hombres de lacomitiva se acercaba al lugar dondehabíamos dejado los caballos. Lesso y

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Fusco nos hacían señales. Aster selevantó, no quería que la emoción setrasluciese en su rostro, caminamosrápidamente sendero abajo. Me cogió dela mano para ayudarme a bajar y en suapretón noté la fuerza que fluía de él.Llegamos junto a los árboles, desató alos caballos y me ayudó a subir al mío,de un salto montó en el otro.

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XVIII. El regreso aAlbión

La llegada a Albión fue extraña, la gentesalía a la calle a ver a su príncipe quevolvía, pero él cabalgaba deprisa, sindetenerse a saludar a la multitud quellenó las calles para recibirle.

Tassio, Tibón y Lesso, con losdemás, marchaban tras él tambiénrápidamente. Yo intentaba ocultarme demiradas indiscretas, semioculta entreLesso y Fusco. Oía el griterío en la

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calle, y sentía que me observaban, sobretodo algunas mujeres me miraban concuriosidad. Después supe que, en miausencia, habían corrido rumores porAlbión, se comenzó a decir que Asterestaba embrujado por mí; que yo lehabía echado un mal de ojo, y que sólosi yo volvía él encontraría la curación.Entre las gentes distinguí a Goderico y aVerecunda, que me saludaroncalurosamente, me alegré al verlos. Alpasar entre las casas de los noblesreparé en Lierka, que acechaba a Aster yme observaba fijamente. Advertí, entrela multitud, a otras gentes, personas a lasque había sanado y que me estaban

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agradecidas. Por fin, llegamos a la casade las mujeres, desmonté y me introdujeen el interior, donde ningún hombredebía pasar. Aster miraba al frente, nosseparamos sin decir nada; yo me dirigí ami morada con Romila y Ulge. Sentí unaopresión intensa en el pecho. Meencaminé a la antigua casa donde habíavivido con Uma, Lera y Vereca. Nadiemás había venido a nuestra pequeñamorada que se había convertido enalmacén. Estaba vacía.

Le relaté el viaje a Romila,omitiendo los últimos días con Aster,pero ella adivinó mucho más de lo quedije:

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—Le quieres, entonces.Me ruboricé intensamente.—Más que a mi vida, más que a

nada que haya podido querer antes,pero… ¿qué soy yo sino una extranjera?Una mujer forastera que hacecuraciones… que unos temen y otrosdesprecian.

—Hay gente que te quiere y estáagradecida.

—Los pescadores. La gente de latierra.

—¿Qué piensas hacer?—Pienso —dije yo— vivir aquí

contigo, cerca de él, curar a la gente deAlbión que quiera ser cuidada por mí, y

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recordar con amor el pasado. Noperjudicaré a Aster. Tú conoces bien lahistoria de sus padres y a él le pesa enel corazón. Deberá olvidarse de mí.

Romila calló, entendía mis palabrasy mi sufrimiento, también ella una vez enel pasado tuvo que elegir olvidar. Seacercó a mí y me abrazó. Después, quizápara distraer mi tristeza, me condujo a lacasa de las curaciones, había enfermosesperando. Comencé a curar a uncampesino que se había doblado su pieen una zanja, casi se le veía el hueso.Limpié la herida e inmovilicé la pierna,sabía que podía complicarse y morir.También escuché las quejas sobre su

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mujer y el trabajo duro que llevaba.Tras un rato atendiéndole, él se olvidódel dolor y su mente se relajó. Me diolas gracias.

Aquel invierno fue más frío queningún otro, la nieve descendió hacia lacosta y el frío penetró en las cabañas delos pobres pescadores y los labriegos.Albión amaneció un día helado y en elrío flotaban planchas de hielo. El marcubierto por negras nubes de lluvia sevolvió gris y denso. Pronto losrelámpagos cruzaron el cielo, unatormenta descargó. En altamar, varios

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barcos de los hombres de Albiónperdieron el rumbo. Algunosconsiguieron llegar a la costa, uno sehundió, otro tardó varios días enregresar y por último arribó con la genteenferma.

La casa de las curaciones comenzó aocuparse de más y más enfermos; nosllamaban además de otros puntos de laciudad, Romila y yo acudíamos de unlado a otro de Albión, curando,animando a los hombres y mujeres quesufrían.

Aster permanecía a menudo fueradel castro; los lobos y los osos, por lacrudeza del invierno, bajaban a los

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valles y asolaban los poblados de lamontaña. Él organizaba las cacerías, suacción permitía un cierto orden entre lospueblos de los castros, un gobierno justoy equitativo.

Cuando Aster entraba y salía de laciudad, yo me ocultaba en los rincones,para verle. Él no percibía mi presenciao quizá fingía ignorarme y mi corazóntemblaba cuando él se acercaba;entonces comprendí que debíaabandonar cualquier esperanza. Le pedíuna vez y otra a la deidad de la nocheque me ayudase a prescindir decualquier recuerdo de él; pero no eracapaz, seguía ocultándome en las

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esquinas para verle pasar aunque fuesede lejos. Entonces mi corazón seentristecía, en mis recuerdos aflorabanlos días de Arán, y las noches junto alfuego en los montes de Vindión.

En el castro había paz y disciplina.A menudo Lesso y Fusco, y alguna vezTassio se acercaban a darme noticias.Los diviso aún hoy en mi mentecontentos, llenos de orgullo por suslogros. Habían madurado, aunque noeran hombres de gran estatura ya no eranlos adolescentes alocados de Arán.

—¡He cazado lobos! —dice Fuscoexaltado—. Contempla, hija de druida,una capa de auténtica piel de lobo.

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—Déjame verte —me reí—, pues síque llevas un buen pellejo colgado en laespalda.

Me gustaba que se acercasen por lacasa de las curaciones porque susnoticias nos mantenían en contacto conla realidad del poblado.

—¿Qué más habéis hecho?—En la cabecera del Navia se

refugiaron salteadores y los hemosechado para siempre de estas tierras.

—Parece que sin vosotros las tierrascántabras estarían perdidas.

—Los pueblos cántabros y asturesestán unidos. Desde Luccus hasta laregión de los autrigones, los pueblos

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siguen a Aster, cada día más castros lerinden tributo y hay una alianza entre lospueblos de las montañas que conduce ala concordia.

—Tú, el rebelde. ¿Ahora te gusta elorden y la disciplina?

—¡Ya ves! —dijo muy serio—, hecambiado mucho.

Me hizo gracia ver a Fusco tandecidido por el orden político; pero loque decía era verdad. Albión crecía ylos tributos pagados por los distintospueblos hacían que la ciudad ganase enesplendor y riqueza.

—Mañana será la fiesta de Imboloc.¿Vendrás con nosotros? Correrá cerveza

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e hidromiel.—Nunca he ido.—Sí, eras una sierva, pero este año

Aster quiere que acuda todo el mundo.Siervos y libres. Debes ir. Uma irá, yasabes que se rumorea que contraerámatrimonio en Beltene.

Hacía tiempo que no veía a Uma, lostrabajos con los enfermos de Albión mehabían impedido hablar con ella.Además, la evitaba, solía sacar el temade Aster y aquello me hacía sufrir. Ellamismo acudió a la casa de las mujeres aanimarme para la fiesta.

—¿Vas a ir a la fiesta de Imboloc?—le pregunté.

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—Por supuesto, comienzan aalargarse los días. Bajaremos a lallanura al lado de la playa. Cuandoestaba Lubbo, todo esto se prohibió, yasabes, las fiestas se sustituyeron porsacrificios y bacanales. Ahora el mundoha cambiado… y Valdur me ronda hacetiempo. A mi hermano Tibón no leparece mal. Es un hombre de los deOngar. ¿Sabes?, Tibón me preguntamuchas veces por ti, se acuerda de laexpedición a Vindión.

—Le debo la libertad, a él y a Aster.—Tibón me dijo que Aster le había

preguntado por ti.Yo callé, de nuevo la herida se abría

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en mi corazón. En Vindión juzguéoportunas y justas las razones de Aster,pero ahora con el paso de los días laseparación se hacía costosa y a vecesme rebelaba contra mi destino. Lo queen un momento había creído adecuado,estar cerca de Aster sin verle, ahora seme hacía tan duro que dudaba de Aster.Juzgaba extrañas sus lealtades hacia elpasado; si como decía, él me amaba,¿por qué me hacía sufrir tanto? Tras lapregunta de Uma estos pensamientossurgieron a borbotones en mi interior;con esfuerzo pude cortar con ellos. Antemi silencio, Uma habló alegremente:

—Debemos adorar a la diosa de la

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lactancia y los partos. Si me caso conValdur podría necesitarla, y tú porquecada vez atiendes más partos y esnecesario que te vaya bien.

Pasó enero gris y oscuro y entonces,en febrero, se alargó el tiempo de luz, setrasquilaron las ovejas y llegó la nochede Imboloc. En la playa los hombreshabían construido grandes fogatas. Lagente se acercaba a la fiesta conantorchas. Bajé con Uma y Romila, nossituamos cerca del fuego. Veía lasllamas palpitar. Valdur se acercó a Uma;después de despedirse con una

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inclinación de cabeza, Uma se alejó dela mano de su pretendiente, amboscomenzaron a danzar un baile rápido degran fuerza, siguiendo el ritmo deltambor, de la gaita y la dulzaina.

Nadie me invitó a bailar. Romila seacercó y me habló:

—Eres demasiado hermosa.Demasiado sabia. Ellos te tienen miedo.Cuando yo era joven también me teníanmiedo. Todos menos Lubbo. Lubbonunca me tuvo miedo, me buscaba.

Todavía me veo en aquel momento;estoy de pie junto al fuego, viendo a loshombres danzar en derredor de la luz.Bruscamente, cuando la fiesta está en su

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apogeo, de la ciudad salen unos hombresa caballo que se dirigen hacia el río; sonAster con sus capitanes. Detrás, Lesso yFusco.

Entonces entro en trance. Hacíatiempo que aquello no me ocurría. Meveo cabalgando por una llanura dorada,detrás de mí queda Albión y Aster estálejos. En mi visión Albión es atacada denuevo; hay velas, muchas velas negrasen el mar. Grito y tras un tiempo deangustia, despierto. Uma se encuentra ami lado y también mucha más gente. Merodean atemorizados y la música hacesado ya. Todos mis huesos me dolíanpero sobre todo me sentía humillada.

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A mi lado estaban Lesso y Tassio.—Ven, hija de druida, no te asustes.

El espíritu ha entrado en ti. Cálmate.Me incorporé y me senté en el suelo.—¿He dicho algo en el trance?—Has hablado de que Albión sería

invadida… por mar. También deenfermedades y de muertes. Hoy es eldía de Brigit, la diosa de la profecía, loque dices es un mal presagio. Todosestán asustados.

Las lágrimas manaron de mis ojos,entonces Aster se acercó adonde habíasurgido el tumulto.

—¿Qué ha ocurrido?—Una sierva de la casa de las

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mujeres ha entrado en trance —ledijeron.

—¿Y…?—Malos presagios… ruina y muerte.Aster separó a la gente que me

rodeaba y me vio aún en el suelo enbrazos de Romila; entonces se inclinósobre mí sin importarle que leescucharan dijo:

—¿Estás bien?Yo negué con la cabeza, y las

lágrimas me resbalaron por las mejillas.—¡Llévala a la casa de las

curaciones! —ordenó Aster—. Tú,Tassio y tú, Lesso.

Me alejaron de allí, pero aún pude

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apreciar que Aster me seguía con lamirada, y sentí vergüenza por mi estado.Al fin entre Romila y Uma mecondujeron a la casa de las mujeres. Meacostaron. Dormí intranquila recordandola visión y sobre todo la gran llanuraamarilla. Me desperté varias vecesdurante la noche, comencé a pensar quemi lugar no era Albión, que perjudicabaa Aster y que debía irme. Me desvelépor completo y decidí asomarme afuera.La luna brillaba aún, en la bóvedaceleste titilaban mil estrellas. Cubiertapor la piel que Tassio me había dado enel regreso desde Vindión, salí a la calle.Caminé sin rumbo guiada por la luna que

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descendía hacia su ocaso, la luna blancade la madrugada. Lejos, en lasmontañas, parecía adivinarse laalborada. Mis pasos me llevaron demodo inconsciente al antiguo templo deLubbo. Traspasé la puerta y las murallasderruidas del antiguo cuadrilátero querodeaba el templo, las hierbas crecíanpor doquier en aquel lugar de horror.

Me senté en la escalera aúnmanchada por sangre seca de losantiguos sacrificios y lloré. Laoscuridad de la noche cedía algoperseguida por la luz del alba.

Pasó el tiempo.Entonces sentí su presencia, al

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principio me asusté pensando en ungenio maligno. Después reconocí aAster.

—Un dios bondadoso nos ha atraídoaquí, a este lugar y esta hora.

Yo no le contesté pero entre mislágrimas le miré asombrada de queestuviese allí, en aquel lugar y enaquella hora.

—¿Lloras? ¿Por qué lloras? —dijocomo en aquel tiempo cuando él meconsoló en Arán.

Se sentó a mi lado y me puso elbrazo sobre los hombros.

—Lloro porque te echo de menos —le contesté—. Porque estoy sola. Porque

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he entrado en trance en la fiesta y heasustado a todos.

—No estás sola, yo estoy contigoahora. —Aster sonrió y apretó su brazocontra mí—. En la fiesta siempre entraalguien en trance y no es culpable deello.

Su voz era suave y consoladora, metrataba como en Arán, como se trata a unniño asustado al que hay que cuidar yproteger. Noté su fuerza, percibí junto ami piel la dureza de las armas queportaba. En aquel momento, el vigor deAster me sostenía. En su rostro, encambio, no había dureza, sino amor.

—¿Por qué vienes aquí?

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—Aquí murió mi padre, vengo amenudo desde que conquistamos Albión.Este lugar me sirve para recordar misdeberes para con él. Para tomar fuerzasy poder olvidarte, pero no soy capaz.

Entonces Aster suspiró y sin podercontenerse me abrazó y dijo:

—Te necesito tanto. Tú me calmas yme das fuerzas.

—Yo… ¿te calmo? —hablé entrelágrimas—, no soy más que una pobremujer. Una sierva en Albión. ¿Cómo voya calmar a mi señor?

—Para mí tú eres la Jana de losbosques, que hechiza los corazones y loslibera de la fatiga de la vida cotidiana.

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Le miré sorprendida y él siguióhablando. Su voz sonó en mi cabezacomo un cántico, como las baladas quelos hombres de Albión entonaban en lasnoches de luna llena junto a la hoguera.

—Un destino extraño nos une.Necesito verte… aunque sea de vez encuando. Aquí nadie se atreverá aespiarnos. Este lugar está maldito, llenode los horrores de Lubbo, pero tambiénestas gradas han sido manchadas por lasangre de mi padre que nos protege. Venaquí las noches de luna llena y meencontrarás. Hablaremos de Arán y delos lugares donde hay paz, recordaremoslos días en las montañas de Vindión. Me

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contarás de tus curaciones y yo tehablaré de mis luchas. Nadie lo sabrá.

Amanecía en Albión. Amanecíaaquel día en el que Aster me habló. Elalba teñía de un color rosáceo lasmontañas y la luna había yadesaparecido del cielo.

Nos vimos muchas veces a la luz dela luna, en las ruinas muertas del templodel dios Lug, cerca del ara de lossacrificios antiguos, pasando las grandespuertas ya derruidas. En el patio exteriordel santuario, detrás del contrafuerte queseparaba el templo de la ciudad, nos

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sentábamos el uno junto al otro,hablábamos de muchas cosas y el tiempose desvanecía ante nosotros, y a lo lejosel sol solía amanecer sobre lasmontañas.

A menudo callábamos y el silencionos unía. Aster conseguía eliminar en sumente el dolor de los años de cautiverioy las heridas causadas por el odio; yome sentía curada de los tormentos deLubbo. La luna nos iluminaba, nadaparecía perturbar nuestra paz bajo lascolumnas del templo del diossanguinario. Después, durante lajornada, entre los enfermos de la casa delas mujeres, o él entre sus hombres, en

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la gran fortaleza de Albión, el ansia devolver a estar juntos nos dominaba.Anhelábamos que llegase el plenilunio ypoder estar cerca. Pronto comenzamos avernos con más frecuencia, casidiariamente. Llegó una noche sin luna ymovidos por el mismo deseo nosencontramos una vez más en el templode Lug. Cuando llegué a las escalerasjunto al altar exterior al templo, Asterhacía tiempo que estaba allí. Aquel díaobservé su rostro atormentado con unainquietud interior que indicabasufrimiento. Me acogió como tantasnoches y ya no deseé más, pero élcallaba, su silencio era distinto de aquel

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que nos unía en las noches de luna. Algose hacía paso en su mente pero no quiseromper el sosiego de la nocheestrellada. Mil aromas de floresprovenían del campo, y entremezcladacon ellos, nos llegaba la brisa del mar.Al rato, en silencio, escuché el ulular deun búho y sentí miedo, me pareció unmal presagio.

—Es el ave carroñera de Lubbo.Nos espía —dije asustada.

Él me estrechó junto a sí.—Nada te hará daño mientras yo

esté contigo.Intenté calmarme pero él notó mi

nerviosismo.

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—¿Qué ocurre?Me levanté desligándome de sus

brazos.—Recuerdo cuando él, Lubbo,

intentaba sonsacarme el lugar dondeestaba escondida la copa. Lanzaba elave de presa hacia mí. Ese sonido de unbúho me recuerda a Lubbo. Me danmiedo los pájaros.

En aquel momento oímos el ululardel búho más cerca, quizá dentro delsantuario, donde no osábamos entrar.Entonces, Aster desenvainó su espada ypenetró en aquel lugar de horror, quedesde la conquista de Albión nadiehabía pisado.

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Tardó en salir y yo no me atrevía aseguirle; por fin apareció, pálido yconmocionado.

—No hay nada dentro —dijo.Yo supe que no era verdad, que

había visto algo.—No es así.—No —él nunca mentía—, pero es

un lugar de horror. Hay restos humanospor todas partes e inmundicia.

Mire hacia atrás, el templo seelevaba con paredes de piedra oscura,la altura de dos hombres altos. Nossituamos en el pequeño patio exterior.Delante de nosotros, las torretas deentrada y alrededor del templo

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encubriendo nuestra presencia, elantiguo murallón.

La luz suave de las estrellas nosiluminó; muy lejano, oímos el sonido dellobo. Transcurrió un tiempo que a mí mepareció largo, después Aster continuóhablando.

—No podemos venir más aquí. Esun lugar de horror.

—No hay otro lugar.—Sí, sí lo hay. El mundo puede ser

nuestro —dijo él con los ojos brillantes.Parecía haber entrado en un estado

de embriaguez, como si algo que nuncahubiera querido admitir se abriese pasoen su corazón. Se detuvo, se sitúo

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delante de mí, un escalón más abajo, surostro a mi altura y entonces me dijo:

—¿Me querrías junto a ti, Jana?Me ruboricé y suavemente exclamé:—Sabes que siempre… siempre te

he querido.—No como el dueño de Albión, no

como el herido del bosque al quecuidaste… ¿serías mi esposa?

La sangre acudió con más fuerza amis mejillas y los ojos se me llenaron delágrimas. Al verme así, él siguióhablando.

—Quiero estar contigo todos losdías de mi vida.

Yo contesté:

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—Quiero estar contigo parasiempre, pero nunca me querrán enAlbión como tu esposa.

Él me entendió.—No importan los hombres de

Albión, no importa mi destino, si túquieres serás mi esposa delante de loshombres de la ciudad. No quiero seguirescondiéndome. En la luna del solsticiote tomaré por esposa delante de todoAlbión. Ayer hablé con Abato. Estaballeno de dudas y no veía nada claro.

—¿Dudas? —Me extrañé de que éldudase, siempre tan tuerte y tan decidido—. Nunca pude pensar que el príncipede Albión dudase.

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—Dudé sobre qué camino escoger.Siempre he pensado que reconquistarAlbión era lo primero, y restaurar lafigura de mi padre; pero me di cuenta deque tú sufrías. Antes era evidente paramí que no debía seguir el camino de mipadre. Yo debía recuperar el honor demi familia entre los albiones. Siemprehe estado atormentado por su muerte ypor la de mi madre. Ayer, con Abatodescubrí que el corazón seguía doliendo.

Él se detuvo, su espíritu se abría amí.

—Ayer con Abato comprendí que loque me duele no es tan sólo la muerte yel sufrimiento de mi padre sino el

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deshonor sufrido. Hoy al entrar en eltemplo y ver tantos restos de aflicción,comprendí que el mal no se vence conmás dolor. Sufrir los dos y estarseparados no conduce a nada. Abato medijo que tenía que confiar en el dios demi padre y seguir el camino que Él meindicase, me dijo que ese dios curatodos los pesares y que es un dios deamor. Te escojo a ti porque escojo elamor y porque confío en el dios de mipadre.

Mis ojos brillaron de alegría, y laslágrimas se secaron, entonces él habló:

—Debe de ser un dios bueno puesnos protege.

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—Sí, debe de serlo.Lo dije sin convencimiento, en aquel

tiempo las preocupaciones sobre losdioses habían cesado en mi mente. Miúnico dios era Aster.

—Hubo un tiempo en el que odiabaa ese dios, también hubo un tiempo en elque pensaba que unirme a ti eratraicionar a mi pasado, tomar un caminoerrado como tomó mi padre al casarsecon mi madre.

—¿Qué te hizo cambiar?—Ayer, en la muralla norte mirando

el acantilado y la costa lejana. El sol seponía sobre el mar, todo era hermoso,pero yo estaba intranquilo, sentía que

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tenía un deber para contigo que noestaba cumpliendo. Abato se acercó, mehabló y me dijo que confiase. No leentendí, pero me dijo que confiase en elbien y en la verdad. Ahora al entrar enel templo lleno de inmundicia y ver tantomal, me di cuenta de que no fue el diosde mi padre el causante de su ruina, sinoel mal que está en los hombres, el malque reside en el corazón de Lubbo.Ninguna acción heroica aislada cambiaenteramente el destino de los hombres,el futuro es fruto de muchos azares nosiempre previsibles. Mi padre creyó quesacrificándose él y rindiendo Albión, losalvaría… y lo condenó a la esclavitud

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de Lubbo. Haré lo que es mi obligación.Al oírle hablar así, de nuevo las

lágrimas acudieron a mi rostromansamente, él las secó con sus manos.

—¿Qué quieres de mí? —lepregunté.

—Te tomaré como esposa en elplenilunio del solsticio, no tienes padresni parientes, no hay dote, será el ritualdel rapto, ¿lo conoces?

Asentí.

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XIX. La luna celta

El antiguo rito tuvo lugar en Beltene, lafiesta del solsticio. No habría dote nipadre que me condujese al tálamonupcial. No habría presentes nicelebraciones. Supe mucho después delas luchas, de los odios, de lasacusaciones justas e injustas que secruzaron entre las gentes libres deAlbión y en la casa de las mujeres; peroya nada importó. Aster y yo conocíamosla oposición de los nobles y de muchosen la ciudad. El príncipe de Albión

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ligado a una forastera de origendesconocido, sierva en la casa de lasmujeres, con fama de bruja y curandera.

Plenilunio. Las gentes de Albión sereunieron y bailaron junto a lashogueras, en la explanada cercana a laplaya. Se oyó el sonido de la gaita, laflauta y el tambor. Hombres y mujeresdanzaron sobre la arena alrededor de lashogueras y una brisa cálida con olor amar levantó alto los fuegos. Seescucharon gritos de alabanza a la diosaGlan, la pura. Los hombres batieron lasarmas contra los escudos y se inició unadanza guerrera, las mozas jóvenes losrodearon batiendo palmas.

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Mas allá, observando la danza, lasdueñas de más edad hacían corrosmirando las evoluciones de los jóvenes,hablaban unas con otras. Aster tomaráesposa esta noche, decían. Observé todocomo si nada fuese conmigo, pero sentífrío y me cubrí con mi viejo manto delana oscura. De pronto, a lo lejos,escuché acercándose los sonidos de uncuerno de caza.

Mi corazón comenzó a batirrítmicamente en el pecho, un tambor másjunto a las hogueras. Temí entrar entrance. Parece que el tiempo no hatranscurrido desde aquella nochemágica, lo veo como si sucediese ahora.

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Al sonido del cuerno de caza se abrenlas puertas de Albión; a través de ellasirrumpen varios hombres a caballo, esAster rodeado de sus tropas: loshombres nobles de Albión. Los jinetesinician una galopada hacia las hogueras.Las mujeres sabemos qué va a ocurrir:aquellos jinetes buscan esposas, el ritode los desposorios. Cesa la danzaguerrera, los danzantes abren el círculodel baile al paso de los jinetes quegalopan en círculos al ritmo de lamúsica, y se aproximan al lugar dondelas mujeres nos agrupamos. Entonces lospadres entregan a sus hijas a loshombres con los que previamente se ha

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acordado el desposorio, veo cómoTibón entrega a Uma a Valdur. Se oyengritos.

Me sitúo en un lugar ínfimo, rodeadade todas aquellas jóvenes doncellas demás categoría que yo, sierva en Albión.Intuyo y temo que ocurra lo que sé queva a suceder y, de algún modo, loanhelo. La figura de Aster se hace maspróxima, puedo contemplar su fazenrojecida por la galopada. Las mujeresse separan al paso de los caballos,solamente yo permanezco firme mientraslevanto la mirada a tiempo de ver susojos clavados en mí. Al llegar a mi lado,Aster se agacha y frena el caballo,

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entonces yo alargo mis brazos hacia el,que me toma por la cintura, me impulsahacia arriba y me sienta delante de él, ensu caballo. Hace sonar de nuevo elcuerno de caza. El pueblo nos mira.

Juntos iniciamos una lenta galopadaalrededor de la hoguera, el ritual delrapto finaliza dando varias vueltas acaballo. De un tirón fuerte de las bridas,Aster detiene el animal y habla con vozsonora y fuerte:

—Mirad, pueblo de Albión —dijo—, mi esposa y vuestra señora, habréisde respetarla y servirla corno habéishecho conmigo.

Los hombres de Albión aclaman a su

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jefe y señor. Entre las mujeres se hizo elsilencio y de las filas de los noblesllegó un suave murmullo, la grey deBlecan y de Ambato. En los ojos deLierka brilló la amargura pero aquellaamargura me era ajena. Sin embargo,entre las mujeres mayores, las de origenmás humilde, intuí algo de simpatía;sobre todo en algunas: las que habíaconsolado y curado. En un lugarapartado, Romila observaba todo conuna expresión de alegría. Sin embargo,las nobles callaron, habían quedadomudas, quizá de sorpresa… quizá dedespecho.

Había alegría en la fiesta, entre los

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hombres corría la cerveza y elhidromiel. Después de los momentos delrapto, la niebla cubre mi memoria, yentre las sombras sólo recuerdo aún aAbato, Tassio, Uma, Lesso y Fuscoalegrarse conmigo. La luna avanza en sucamino en el cielo y Aster y yocabalgando cruzamos el río y nosretiramos hacia un lugar en soledad.

Después del rito del enlace,abandonamos Albión hacia lasmontañas. Como indicaba la tradición,permaneceríamos en soledad mientrasdurase el ciclo de la luna en el que había

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tenido lugar la unión. Galopamos largotiempo desde Albión hasta llegar a unlugar que Aster conocía, una cabaña alsur, en lo alto de la ladera. No estabamuy alejado del castro de Arán ya que,desde allí, yo podía ver el humo de lascasas, la acrópolis y la antigua herrería.La naturaleza exuberante de unaprimavera feraz propició nuestra dicha yaquellos días de plena venturacompensaron todo lo que ocurriríadespués. Aster cazaba y yo buscabahierbas por los bosques, plantas y florescapaces de sanar las heridas de loshombres. Otras veces, importunaba aAster, que derribaba animales con su

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arco. En alguna ocasión, cuandoapuntaba a un animal que me parecíademasiado hermoso, o pequeño, oindefenso yo le tocaba en el hombro y élerraba el tiro. Después, Aster se volvíaa mí riendo y me abrazaba.

—Eres bruja, la Jana de losbosques, que protege a las criaturas dela floresta.

Yo me dejaba querer y era feliz, tanfeliz que, a menudo, las lágrimassaltaban de mis ojos por la alegría.Aster volvía a ser el mismo que conocíen el bosque de Arán, pero no había yaamargura en sus ojos y sus palabras eranalegres.

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El amor lo llenaba todo y cuando lasfases de la luna iban cambiando en elcielo de primavera, yo temblaba ante laidea del regreso hacia Albión. La lunallena de nuestros desposorios se tornómás chata, después medió en el cielo y,por último, un filo iluminó tenuemente lanoche. Entonces, la luna desapareció delcielo y sólo vimos las estrellasbrillando más allá, en el firmamento.

Los días eran cálidos y tumbadossobre la hierba larga mirábamos el cielosin luna.

—Cúmulos de estrellas, galaxias,estrellas dobles.

Desde el suelo, alzaba mi mano y le

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repetía los nombres de las estrellas.—El Gran Carro. Si sigues la

Estrella Polar llegas a Casiopea. Ahoracasi no se ve Perseo, ni tampocoAndrómeda. En el centro del cielo se vela Cabellera de Berenice.

—¿Dónde? —dijo Aster.—Allí, es ese cúmulo de estrellas

que parecen formar una cabellera en elcielo.

—Entonces las estrellas han copiadoel modelo de tu melena dorada —dijo ély la acarició.

Él disfrutaba siguiendo losmovimientos de mi brazo sobre el cielo,mostrándole una estrella y otra.

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—¿Conoces todas las estrellas?—No. Todas no, pero sí conozco

muchas. Enol me enseñó sus nombrescuando yo era niña, y no los heolvidado. Me gusta pensar que él vetambién las mismas estrellas. Aster,quiero estar siempre así, a tu lado…pero si alguna vez no estuviéramosjuntos… si los dioses dispusiesennuestra separación, mira el cielo, mirala luna y las estrellas; yo las mirarétambién y seguiremos de alguna maneraunidos.

No me dejó hablar y su amor mecolmó. No vi más estrellas y elamanecer nos sorprendió aún despiertos.

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La luna se volvió más y más gruesa,como una almendra en el cielo, ydespués como una fruta madura y chata.Por fin, el astro nocturno brilló en todosu esplendor. El ciclo había concluido.Mis trances cesaron aquellos días ynunca más reaparecieron, pero la nocheantes del regreso soñé con ruina y fuego.No le dije nada a Aster, pero aquellanoche me abracé a él con mucha másfuerza que otras veces. Intuí que éltambién temía la vuelta. Presentí algoque luego fue tan real que aún me dueleel corazón al recordarlo.

Como en una nube, recuerdo quecerramos la puerta de la cabaña en los

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bosques, y quise fijar en mi mente elclaro del bosque cubierto de sol, conpequeñas flores blancas en el sueloverde. La nostalgia me embargó alabandonar aquel lugar y el temor seabrió paso, el miedo ante el futuro. Sinembargo, mis aprensiones cesaron alcontemplar la sonrisa fuerte de Aster, alsentir su mano ayudándome a montarjunto a él en el caballo. Del bosquesalían los ruidos de mil pájaros, elarrullo de la tórtola, los gritos finos delgorrión en su nido. Una bandada degrullas cruzó el cielo. Nos alejamoslentamente. Franqueamos un seto yrecorrimos, campo a través, praderas

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verdes llenas de las flores de unaprimavera ya tardía: amapolas, lilas yvioletas. En el cielo cruzaban las nubesgrandes y algodonosas, que hacían queel camino se volviese sombrío a retazos,pero el sol brillaba con fuerza. Lastierras descendían en dirección al marmientras Aster me susurraba al oídorequiebros y bromas.

Al acercarnos a la costa, percibimosel mar a lo lejos, y desde una altura enel camino, divisamos una franja de marazul picada por las olas. El caballoaceleró su marcha, quizás él deseaballegar a su hogar, Aster le dejó trotar asu paso. A la vuelta de un repecho

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veríamos la ciudad. Entonces, al llegaral acantilado desde donde esperábamosver Albión, desmontamos, y la ansiedady la sorpresa llenó nuestros corazones;desde lo alto pudimos divisarhumaredas saliendo del gran castrosobre el Eo.

—¿Qué ocurre?—No lo sé, pero no es normal. Hay

fuego en Albión.Montamos deprisa a caballo, y Aster

lanzó al galope al animal. Descendimospor el acantilado, en el embarcadero nohabía lanchas, así que ascendimos por laribera del rió hasta un vado, despuésregresamos por la otra ribera,

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desandando el camino recorrido. Alllegar al gran camino que conducía alpuente, nos encontramos a los primeroshombres de Albión. Huían lejos de allí.Aster los detuvo.

—Hay muerte en Albión —dijeron.Aster palideció.—La peste. No entres en la ciudad.

Nosotros huimos de allí.—¿Dónde ha comenzado?—Enfermaron primero en las casas

de 1os pescadores. Pero se ha extendidopor todas partes. No entres en la ciudad.

Aster no atendió a razones y siguióavanzado, mientras aquellos hombres sealejaban.

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XX. La peste

La peste se había propagado por Albión.Supimos después que Mehiar habíadeclarado la cuarentena en la ciudad,para evitar que se difundiese por lospoblados de las montañas, pero loshombres y las mujeres de Albión noobedecían. Lierka y la familia de Blecanno aceptaban las órdenes de Mehiar,decían que un hombre de Ongar no podíamandar sobre los antiguos nobles de laciudad.

Encontramos a Blecan y a su gente

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huyendo de Albión, formaban un grupocompacto alrededor de un grancarromato lleno de sus pertenencias, consus criados y toda la familia cercana. Alvernos, Blecan se enfrentó con Aster:

—Has roto las antiguas tradiciones.Blecan me miró con insolencia como

causante de esa ruptura con el pasado,después siguió:

—Has prohibido los sacrificios aldios Lug y Lug se venga. Te hasdesposado con la impura y los diosesnos envían el morbo oriental.

Aster habló con dureza:—El cobarde es el que se deja

dominar por el miedo, el valiente el que

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lo domina. Tú huyes… eres un cobarde.Miró a Blecan con enorme desprecio

y los dejó ir.Después, espoleó el caballo y me

dijo:—Vamos hacia la desgracia y quizá

la muerte. ¿Quieres ir?Respondí como meses atrás en las

montañas de Ongar.—¿Adónde iré? Ahora Albión es el

lugar al que pertenezco. Iré contigo,adonde tú vayas, iré yo, quiero estarcontigo siempre.

A lo lejos, de las murallas de Albiónescapaba el humo. No divisamosgaviotas, solamente sobrevolando a lo

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lejos unos pájaros de color oscuro,quizá buitres o aves carroñeras. El díase había nublado al aproximarnos a lacosta, hacía calor y una densa calimasalía del océano. Albión, la ciudadblanca nimbada de nubes de verano nosrecibía.

El puente de madera estaba elevadoy con aspecto de no haber sido bajadoen días. Sobre la muralla, a ambos ladosde la puerta no se veía la guardia quesolía custodiar la entrada, en aquellosdías no era preciso. Nadie quería entraren Albión. Entonces, Aster sopló sucuerno de caza con fuerza yrepetidamente. Unos soldados se

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asomaron en lo alto de la torre. En sucara se leía la extrañeza de que alguiense atreviese a entrar en aquel lugar dehorror. Al ver a Aster, hicieron unainclinación con la cabeza y en susrostros pareció renacer la esperanza.Bajaron el puente, lentamente, que crujióal apoyarse sobre su base. Los cascosdel rocín, ya cansado por la largamarcha, sonaron huecos sobre la maderade la pasarela.

Al entrar, vimos a algunas personascorriendo por las calles, intentando huirde no se sabía qué. Muy poca gente nosrecibía. Al norte, en la costa sediscernían las piras funerarias con

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cadáveres humeantes, el viento del martransportaba aquel olor a carnequemada, a descomposición y a muerte.Cada vez el sol calentaba con másfuerza, más adelante la calle vacía ypolvorienta parecía rechazarnos. Unabrisa seca y cálida llegaba desde el mar.Mehiar salió a nuestro encuentro; Asterdesmontó, comenzaron a hablarrápidamente, me situé detrás de ellostodavía montada en el caballo. Podía oírla conversación y ver el rostrodesencajado y sudoroso de Mehiar.

—Empezó en el barrio depescadores, pero lo ocultaron. Teníanmiedo y no sabían qué era lo que

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ocurría, quizá la trajeron aquelloshombres que naufragaron meses atrás.Murieron muchos pescadores. Despuésatacó al barrio de los nobles. Ordenéque no salieran de sus casas perodesobedecieron, muchos han huido ydifundirán la peste en la montaña.Desearía que hubieses estado aquí.

El rostro de Aster estaba ausente ydolido, con una gran preocupación, suscejas se juntaron formando un rictus dedolor en el entrecejo, sus ojos brillaban,escuchaba atentamente pero susemblante parecía en otro lugar. Yo quele conocía bien, sabía que buscabasoluciones.

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—¿Dónde hay enfermos?—En muchas casas, dispersos por

toda la ciudad, y constantemente mueren.—Llevaremos a los enfermos a la

casa de las curaciones.—Está ya llena de gente.—Entonces, habilitaremos para los

enfermos un lugar fuera de la ciudad, enla explanada junto al mar, la ciudadtiene que quedar solamente con genteque esté inequívocamente sana.

Después, Aster me miró y le dijo aun hombre de la guardia:

—Lleva a tu señora a la fortaleza.—¡No! Iré a la casa de las

curaciones, sólo yo sé curar. Atenderé a

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los enfermos.—Haz lo que he dicho —dijo Aster

bruscamente.Entendí sus razones, en la casa de

los enfermos el peligro era mayor; peroyo no cedí y finalmente me dejó ir allugar donde yo había vivido. Me separéde él y fui al lugar de los apestados,Romila estaba allí, macilenta y triste, sinmoverse desde días atrás, preparabapócimas para llevar a los enfermos. Condesvelo acudía a un lado y a otro de laciudad. Se alegró mucho al verme juntoa ella pero no había tiempo parabienvenidas, los enfermos reclamabannuestros cuidados.

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Murió mucha gente. Albión se llenóde un olor acre y noche tras noche, en laplaya, se alzaban los fuegos de las pirasfunerarias. En el barrio de pescadoresdonde había comenzado la peste lasituación era peor, la muerte campabapor doquier, Romila me repetía:

—Hay que hidratar a los niños, ysangrar a los adultos cuando les falte elresuello.

Aster organizaba a los hombres en laciudad, los ánimos de las gentes seelevaban al verle de un lado a otro.Sellaban las casas donde habían vividolos infectados y las cubrían con cal,transportaban los muertos a la playa

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para quemarlos lejos de la ciudad yconducían a los enfermos a la casa delas curaciones.

Nos veíamos poco, pero de vez encuando yo notaba su cuidado sobre mí.Me enviaba unas plantas medicinales, opasaba rápido cabalgando cerca de mí,frenaba a mi paso y me saludaba conaquella inclinación de cabeza tancaracterística que movía su cabellooscuro.

La casa de las curaciones se volvióclaramente incapaz de atender a la gente;entonces la vaciamos y trasladamos alos enfermos a los barracones de laplaya. Romila y yo finalmente nos

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fuimos allí, en aquel lugar hacíamos loque podríamos para atender a losenfermos, que de día en día semultiplicaban. Llegó el invierno, uninvierno frío y húmedo que favorecía ladifusión de la enfermedad.

En aquellos tiempos duros, la casade Abato y los hombres de la extrañasecta de los cristianos trabajaban cercade los enfermos sin asustarse. Es verdadque algunos de ellos huyeron alprincipio, pero los que persistieron enAlbión no cejaban en su lucha contra laenfermedad. Acudían mañana y tarde arecoger los cadáveres en la casa de losapestados, sin demostrar asco, cuidaban

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a los enfermos con amor y retiraban alos cadáveres con respeto.

Un día le pregunté a Abato:—¿No tienes miedo de la muerte?—Cada uno tiene su hora, que

solamente conoce el que está en lo Alto.Debemos ayudarnos los unos a los otros.Algún día nos pedirán cuenta de lo quehemos hecho aquí.

Me quedé callada meditandoaquello. Si había un ser supremo, Élconocería el momento y lugar de nuestramuerte, que estaría predeterminada, eraabsurdo rebelarse contra ello. Nuncahabía pensado las cosas así.

Entonces Abato, al ver que no

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hablaba y estaba pensativa, me preguntó:—¿No tienes miedo, tú, que eres tan

joven?—Sé que no voy a morir.—¿Ah, sí?—Recuerda que soy sanadora, que

fui educada con un druida, intuyo cosasy ahora soy tan feliz que sé que no voy amorir.

—¿Feliz en la peste?Mi cara se volvió como la grana.—No, no es por la peste.—¿Entonces?—Piensa que hubieras deseado algo

inalcanzable, y que al fin lo hubierasconseguido, que ese algo llenase toda tu

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vida, y que no tuvieras que buscar más.—Entiendo —dijo sonriendo—,

estás enamorada. Eso nos pasa a loscristianos cuando encontramos a Dios.Nuestro Dios es Amor y la felicidad vacon Él.

—No creo que exista ese dios quedices, y si es amor… ¿por qué permiteque tantos mueran?

Abato iba a responderme cuando yoproseguí.

—Los dioses son crueles y hay queobedecerlos para no airarlos.

Abato se puso serio, en su cara sereflejaba la tristeza al oír mis palabras.Sin embargo, muy convencida y llena de

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ira contra no sabía quién, le dije:—Ayer estuve en casa de uno de los

siervos del palacio, uno de sus hijos, depoco más de siete años, moría. Si existeese Dios Todopoderoso en el quevosotros creéis, dime, ¿cómo puedeconsentir esto?

Él no me contestó directamente,solamente me explicó con suavidad:

—Hay cosas que no entendemos; siel dios al que adoramos pudiera entraren nuestra cabeza y entendiésemos todassus obras, ese dios sería un diospequeño, creado por nosotros mismos.

Oí la voz de un enfermo llamándomey no seguimos hablando más, me

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reclamaban de otros lugares. Sinembargo, durante varios días en mimente resonaban las palabras de Abato.Pensé en Enol, también él me habíadicho que el Único Posible no cabe enmente humana alguna.

Pasaron los días duros, muyagobiantes. De aquel tiempo sólorecuerdo el horror de la muerte, el olornauseabundo de la putrefacción, lascaras desesperadas de los enfermos.Seguía muriendo mucha gente y laepidemia parecía no ceder. Me situabajunto a los infectados, a su lado,curándoles las llagas, los grandesbubones, notaba que me necesitaban y

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muchos no querían separarse de mí,estando a su lado transcurrían las horas.

Una tarde, caía el sol, cuandoregresaba hacia Albión desde losbarracones de la costa, con los cabellosrevueltos y la cara acalorada, quizásucia, me encontré a Aster que bajaba acaballo por la cuesta camino de laplaya. Él refrenó su caballo y prontoestuvo a mi lado. Descabalgó al verme,y se acercó, me cogió por los hombrosmirándome a los ojos.

—¿Estás bien?—Los hombres mueren y no puedo

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hacer nada —hablé con una voz agotada—; si al menos poseyese la copa. Esedios de tu padre nos ha abandonado.

—No pienses en eso. Estás muycansada. Te llevaré a la fortaleza, ahoraes tu casa, la peste pasaráindependientemente de lo que tú hagas.Descansarás allí y te repondrás.

—No. Debo seguir, yo sé curar, porprimera vez los hombres y las mujeresde Albión me respetan, no soy laadvenediza. Y tantos mueren yenferman… Ayer enfermó Verecunda, ysu esposo Goderico está muy grave.Fusco también ha enfermado, y variospescadores más. ¿No cesará nunca el

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mal?Aster me pasó la mano por la cara,

que se encontraba húmeda por el llanto,recogió mis lágrimas en su mano y lasbesó. Entonces sentí que las fuerzas mefallaban y un malestar como nunca habíasentido. Casi inconsciente, me subió a sucaballo. Recorrimos la ciudad, loshombres a nuestro paso se descubrían.

Aster me condujo al antiguo palaciode los príncipes de Albión. Llamó aRomila. Durante un largo rato, lacurandera me examinó detenidamente.Aster la observaba preocupado.

—¿Es la peste?—No, mi señor, creo que esperáis a

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vuestro primer hijo.Tiempo después Romila me explicó

la expresión de la cara de Aster alconocer que podría llegar su primerhijo, el heredero de Albión; sus ojososcuros se volvieron brillantes, y en sucara se dibujó una sonrisa. Me tomó lamano y la besó. Yo no oí lo que Romiladecía y dormí mucho tiempo. Asterolvidó sus trabajos en la ciudad, ypermaneció junto a mí. Cuando desperténoté un gran alivio al contemplar queAster seguía allí.

—¿Cómo están los enfermos?Él, preocupado, no supo contestar,

sólo me miró con esperanza. Agotada,

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entré de nuevo en un sueño profundo quese rompió al amanecer cuando un gallocantaba a la aurora. Al levantarme sentínáuseas y salí de mi cámaratambaleándome; fuera esperaba Romila.

—¿Qué me pasa? Tengo náuseascontinuas y un gran malestar.

Ella sonrió, después se detuvo unmomento y habló con parsimonia.

—Un nuevo príncipe de Albiónvendrá al mundo.

Le miré sorprendida.—¿Seré madre? ¿Dónde está Aster?—Ha estado largas horas a tu lado,

me ha dicho que te cuide a ti y a ese hijoque vendrá y que no te deje salir de

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aquí.—Pues Aster se equivoca, debo ir a

los barracones, la gente de la costa meespera.

Romila me explicó que Aster estabalejos, atendiendo diversos problemas enla ciudad: en la muralla norte el marhabía roto el dique y, si no sesolucionaba el problema, en la mareaalta el agua entraría anegando la ciudad.Por otro lado, se había producido unadificultad con el abastecimiento de aguade los barracones.

De nuevo dormí un tiempo pero nopude permanecer más en el lecho. Mehallaba sola y olvidando las

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recomendaciones de Romila, melevanté. Me encontraba aún inestable, ymareada. Aquel lugar en el palacio deAster era cerrado, el humo de las velashacía el ambiente poco respirable. Salíhacia la gran terraza junto a la torre dela fortaleza. Allí me llegó el olor acampo y a mar, y me recompuse.

Desde lo alto del baluarte, meabstraje contemplando el mar a lo lejos,azul esplendoroso, orlado por lamarejada, y pasado un tiempo me sentímejor. Había amanecido un sol radiante,que contradecía el aspecto de la ciudad,lleno de malos olores y del humo de lasfogatas. A lo lejos, en la playa, se

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divisaban los grandes barracones demadera donde yacían los enfermos;pensé que durante las horas en las quehabía estado descansando, algunoshabrían muerto ya. Yo sentía ganas devivir, de tener aquel hijo que llevabadentro. Por primera vez tuve miedo aperder mi felicidad, y me asustó lamuerte. También sabía que en aquellugar había enfermos que yo debíacuidar.

Llegué a la casa de las mujeres,donde se agolpaban algunas enfermas,comprobé que no era la peste y despuéspregunté por Ulge, quien se ocupaba deaquellos enfermos menos graves, y le

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hice conocer mi estado. Después,caminé lentamente hacia la costa. Ahoraun nuevo sentimiento había nacidodentro de mí; esperaba un hijo de él ydeseaba con todas mis fuerzas dárselo,darle un heredero, deseaba que todopasase y que la peste huyese de laciudad, deseaba estar junto a Aster, peroa menudo no tenía tiempo de desearnada. Pasaron días de dolor y muerte.

Una mañana busqué a Romila, que seafanaba con los enfermos en losbarracones de la playa. Pude ver sufigura arrodillada junto a un hombre degran tamaño, con enormes bubones enlas ingles, el olor era pútrido. La cara

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de Romila mostraba una gran palidez.Limpió la pestilencia y se levantótambaleándose. Yo acudí en su ayuda, yrecogí entre mis brazos su cuerpoconsumido. Adiviné la verdad, estabaapestada, llevaría horas trabajando deaquella manera. Su cara macilenta yazulada no tenía expresión, la viejacurandera seguía atendiendo a unenfermo con actitud ausente.

—Romila, ¿qué te ocurre? —lellamé.

Ella lloró.—Veo a Lubbo constantemente, me

llama, quiere que le acompañe alsacrificio y no quiero.

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Noté su respiración lenta y fatigosa,y le tomé de los hombros, ella apoyó subrazo sobre mí poniéndome la manosobre la espalda. Acosté a la sanadoraen un lecho de pajas con mucho cuidadoy Abato me ayudó.

Pronto entró en un delirio febril, lapeste había afectado a su respiración y asu mente. No estaba ya con nosotrosmucho antes de que muriese. Romilaregresó al lugar de sus antepasados y seencontró de nuevo con el Único Posible.

Lloré su muerte durante días, en untiempo en el que casi no podía ver aAster. Después de la muerte de Romila,Uma y Ulge se acercaban a menudo a

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ayudarme. Ulge dejó la casa de lasmujeres y Uma a su esposo Valdur. Meencontré acompañada con ellas. La gentesiguió muriendo, Goderico falleció y mivieja amiga Verecunda también. Lapeste tumbó a aquel hombre fuerte ymusculoso, a quien no habían podidodomeñar los trabajos de Montefurado.Todo me parecía gris y oscuro, nisiquiera el pensamiento del hijo queesperaba me hacía feliz y metranquilizaba. El miedo a la muerte seabrió paso en mi corazón e intuí quequizá no viviría para traer al mundo a mihijo.

El día en que una brisa suave subió

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desde el mar, llegó el eremita, Mailoc,el hombre de Dios. Aquel de quienAster un día me había hablado, el monjede las montañas de Ongar, el hombre alque Aster admiraba por haber sabidoperdonar.

El hombre santo de Ongar llegó algran castro sobre el Eo y su presenciainfundió paz entre los albiones. Primerose ocupó de los cristianos de lapoblación, muchos de ellosdesalentados, y después otros hombresenfermos le llamaron. Era taumaturgo,curaba imponiendo las manos, perotambién era capaz de consolar y deintroducirse en los espíritus de las

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personas ayudándoles. Les hablaba atodos de un mundo distinto, les repetíaque el fin del hombre no era la muerte,les aseguraba que el hombre es inmortaly que después pasaba a otro lugar mejormás allá de las estrellas. Aquellaspalabras conectaban con la creencia enel Único Posible, en la fuente de todavida, en la que siempre habían creídolos pueblos celtas, infundían esperanza yserenidad. Algunos mejoraban, sinhaberles impuesto las manos, sólo porsu pericia como consolador.

Así, la peste comenzó a aminorar demodo gradual; aunque seguía muriendogente, no aparecieron nuevos casos en el

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gran castro sobre el Eo. Una lluviacontinua vino del mar y Albión selimpió, por las calles empedradas corríael agua, en las barriadas de pescadorestodo se llenó de barro. Comenzó unaprimavera temprana.

Un día frío y claro, cuando parecíaque la peste abandonaba al fin Albión,enfermé. Comencé a toser, sentí dolor yuna opresión en el pecho, después perdíel conocimiento.

A él le llegó la noticia, mientrastrabajaba en el acantilado en la murallajunto a las rocas. Tassio le llevó lasnuevas de mi enfermedad, pero Astersiguió haciendo lo que debía, intentando

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pensar que no sería tan grave, que mienfermedad se debía al agotamiento y ala gestación. Más tarde me buscó, noimaginaba la gravedad de mi estado. Meencontró devorada por la fiebre ydelirando. Al igual que Romila, yo nohabía consentido que nadie me sacase deallí. Como obligaban las normas que élmismo había dictado, me condujo a lasbarracas de los apestados. Yo, mientrasdeliraba, atisbé la cara de aflicción deAster y supe que mi enfermedad eramortal. La ciega seguridad de noenfermar que siempre me habíasostenido murió en mí. No quería morir,no podía morir, llevaba a mi hijo dentro

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y pensé que algún destino habría para él;pero pronto no pude pensar nada másporque la oscuridad me cerró la mente ysueños extraños con voces lejanasllenaron mi cabeza. Sufría mucho ysentía dolor en todas las articulacionesde mi cuerpo.

Jamás olvidaré la cara de Aster,cuando entre sueños despertaba de miinconsciencia. Sus facciones sevolvieron rígidas y duras y sus rasgos,volviéndose afilados, se recortaronsobre mi piel. El príncipe de losalbiones estaba demudado, arrodilladojunto a un pobre lecho de madera y pajasen el barracón de enfermos, donde yacía

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una mujer que no era de su raza.De modo muy lejano yo oía su voz.—Jana, no puedes morir, te necesito.

Tienes a mi hijo.Sin embargo, yo no era capaz de

responderle, y mi situación se hacía másy más grave. Aster invocó al Altísimo,al dios de sus padres, y entonces en lagran nave donde se acumulaban losenfermos, un hombre distinguió sudesconsuelo. Mailoc deambulabacurando y consolando a los enfermos dela peste, y al ver a aquel hombre joven yfuerte, tendido y llorando sobre elcuerpo de una mujer inconsciente, eleremita se acercó. Quizá recordaba a

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Aster en la cueva de Ongar, cuando sesituaba allí debatiéndose con su odio, eintentando perdonar. Con inmensamisericordia, puso una mano callosa yfuerte sobre mi frente; mi cara, tensa porel dolor, pareció relajarse. Abrí los ojosy le miré, pero en mi mirada no habíavida. Aster subió la vista de mi rostroenrojecido a la faz pálida y en paz delanciano.

—Es mi esposa —dijo—, estáencinta, va a morir.

El ermitaño miró a Aster conternura, acarició de nuevo mi frentesudorosa, noté un gran alivio.

—Es muy joven —dijo—, y muy

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hermosa.—Padre, ¡haga algo por ella! —

suplicó Aster.Entonces, el buen padre sin apenas

levantar la mano de mi cara, hizo unacruz con el dedo pulgar sobre mi frente,después levantó la mano e hizo otra cruzsobre mis labios y con la manocompletamente extendida hizo unatercera cruz sobre mi pecho. Cesó eldelirio. Aster le miraba expectante,entonces el eremita se dirigió a él.

—¿Creerías que existe un Diostodopoderoso y bueno?

Yo, entre sueños, oí estas palabras yrecordé a Abato, que también creía en

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un Dios comprensivo y bueno. Oí aAster balbucear:

—Si ella se curase, por la señal deesa cruz que has hecho en su pecho,creeré en la cruz.

Mailoc tomó las manos de Aster conlas suyas, agachó la cabeza y le dijo:

—Ven, hijo, repite conmigo «Paternoster».

Aster fue repitiendo las fraseslatinas; Mailoc dijo:

—«Fiat voluntas tua.» ¿Sabes quéquiere decir eso?

Aster negó con la cabeza.—Quiere decir… hágase tu

voluntad. ¿Serías capaz de aceptar la

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voluntad de ese Dios al que tú y yoahora rezamos, sabiendo que es un Diosbueno, sabio y providente?

Aster guardó silencio unos segundos,después mirando al monje y sin dudardijo:

—Hágase la voluntad de ese Diosbueno, sabio y providente.

El monje sonrió y continuaronrecitando la oración. Finalmente dijo«Amén», que quiere decir «Así sea», yAster con esperanza repitió «Sea así».

Dicen que en aquel momento yo abrílos ojos y sonreí, sentí los labios deAster sobre mi frente, mojados porlágrimas saladas de esperanza.

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XXI. La pascua

Lo supe después. Aster no me habló deaquella noche de primavera en la queuna luna blanca y grande iluminaba confuerza el mar, llegando hasta la playa dearena de plata. Fue Tassio quien mecontó lo acaecido en aquella noche deluna llena.

La peste había pasado y los hombresy mujeres jóvenes de la ciudadcelebraban el plenilunio. El primerplenilunio de una nueva primavera trasla epidemia. El invierno había cedido y

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había júbilo entre los hombres.Desde lo alto de la muralla norte,

sobre el acantilado, Aster observaba elir y venir de las gentes. Una sensaciónde alegría y plenitud henchía su corazón;la enfermedad había levantado ya sugarra sobre Albión; yo, su esposa,mejoraba en la gran acrópolis delpoblado, y ahora, en el tiempo presente,la luz de la luna iluminaba con unaestela el mar en calma. Aster escuchabael canto de los jóvenes, los tamboresretumbando en la playa, la flauta y lagaita, que en una algarabía casi salvajese unían con el estruendo del marestallando sobre la arena. Todo aquello

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producía un sentimiento de regocijo ylibertad en su corazón. Después, unacierta melancolía, él no sabía bien porqué, llenó su espíritu.

Abajo, los ritmos de la playa sevolvieron más y más frenéticos. Algunasparejas de hombres y mujeres,abrazados, se ocultaron detrás de lasrocas. Decidió irse. Tassio, que le habíaacompañado hasta la muralla, lo siguió.No solía alejarse mucho de él. Bajaronlas escaleras de la muralla y penetraronen las callejas del poblado. Húmedaspor el rocío de la noche, brillaban laspiedras bajo la luz de la luna. Lascallejas, silenciosas, no estaban aún

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libres del olor penetrante a enfermedady muerte. Al pasar frente a una casita depescadores, antes llena de los gritos devarios hijos, sólo oyó silencio, la puertaestaba clausurada por dos grandes tablasde madera cruzadas y claveteadas. Yanadie habitaba allí, la peste habíareclutado a los hombres de aquel lugarhacia un viaje sin vuelta.

Siguió andando, Tassio le acompañócaminando detrás, no hablaban peroTassio podía sentir los pensamientos desu señor. El tiempo era cálido, unaprimavera tardía llenaba el ambiente ylas fragancias de nardo se difundían porla ciudad alejando el olor a muerte.

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Más allá en su camino oyó sollozos,salían de una choza de madera, allíhabía fallecido un hombre. Era padre defamilia, uno de los soldados de laguardia. ¿Quién cuidaría de la viuda yde los hijos? Aster y Tassio se sintieronsobrecogidos, la peste había castigado aAlbión de modo cruel. Más adelante ensu camino pasaron por delante de unacasa de piedra, pequeña pero biendistribuida, aquella casa había sido deGoderico y de Vereca, ahora vacía, sinnadie que la cuidase, el verdín crecíapor todas partes.

Se dirigían hacia la acrópolis conánimo cada vez más triste; al llegar a un

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lugar donde las calles se ensanchaban enuna pequeña plaza formada por el crucede varías calles, vieron luces y oyeronuna música distinta y extraña hacia laque se dirigieron. Delante de una casagrande, en otra época un gran almacén,se reunía un grupo de gente frente a unahoguera. Aster reconoció a algunos deellos, en la peste habían trabajadomucho y compartido fatigas,obedeciendo sus órdenes sin quejarse.Eran hombres y mujeres que en aquelmomento callaban. Cerca del fuego yrodeado por otros hombres envueltos entúnicas se encontraba Mailoc, el monjede Ongar, revestido por unas ropas

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talares. Al acercarse, Aster se cubriócon su capa para no ser reconocido, yTassio le imitó. Oyeron unas palabrasgriegas y latinas.

—Alfa et omega. Principius et finis.Christus eri et hodie, ipse et in saecula.

Comprendieron que se trataba de unrito cristiano. El rito de primavera de lapascua y de la resurrección. Desde queLubbo había abandonado Albión, ysobre todo desde que Aster era príncipede la ciudad, los cristianos habíanabandonado la cueva de Hedeko y sereunían en aquel lugar.

Ocultos entre los hombres, peroquizá no del todo desconocidos, Aster y

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Tassio siguieron con atención los ritosde la ceremonia. Observaron cómoMailoc encendía una vela directamentedel fuego de la hoguera y cómo despuésla lumbre pasó de unos a otros mediantecirios encendidos. Escucharon uncántico. Los participantes parecieron nover a Aster y a Tassio y no les pasaronlas luces. Después todos entraron dentrodel gran almacén; ellos les siguieron yse situaron al final; al frente vieron unaltar rudimentario con varias velas quefueron encendidas con luz provenientede la hoguera. Mailoc tomó agua yaspergió al pueblo.

Aster y Tassio oyeron la historia del

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mundo, de la creación y de cómo elhombre había caído, cómo la esperanzade la salvación había sobrevivido en lossiglos en los hijos de Sem y cómo habíallegado a Jesucristo; principio y fin.Aster escuchaba todo aquelloatentamente, y le parecía oír su propiahistoria y la de su pueblo, desde lostiempos remotos. Entonces el ermitañodejó de leer y habló. Algunas frases deaquella homilía se quedaron grabadas enla mente de Aster.

—Dios podía habernos llamado a supresencia, pero estamos aquí, y si Él nosha dejado es porque tenemos un destino.Muchos de nuestros familiares han

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muerto, vosotros lloráis, os falta supresencia, pero su ida no es parasiempre, volveremos a ellos y en su idahay esperanza. Esta mortandad es unapestilencia para los que no creen en Él,pero para los que creemos, para losservidores de Dios, la muerte es unasalvadora partida para la eternidad.Nuestros hermanos son llamados por elSeñor, todo es de Él, y libres de estemundo sabiendo que no se pierden sinque nos preceden, que como navegantesvan delante de los que quedamos atrás,caminan hacia la luz. Se puede echarlosde menos, pero no llorarlos y cubrirnosde luto porque no podemos dar a los

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paganos ocasión de que nos censurencon toda razón: si viven con Dios nopodemos llorarlos como perdidos yaniquilados. Al morir pasamos por lamuerte a la inmortalidad. El mismoCristo Señor Nuestro nos dice: «Yo soyla resurrección y la vida y el que cree enmí aunque haya muerto vivirá.» Todoproviene de Cristo Señor Nuestro, quevendrá a nosotros en unos momentos. ElCordero que quita el pecado de loshombres.

Entonces, Aster se sintió conmovidopor estas palabras y recordó a su padreque había hablado también de unCordero que quitaría los pecados de los

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hombres. Un agradecimiento profundosalió de su corazón. Sintió deseos depagar al Dios Todopoderoso de Mailoctantos dones: no haber perdido a suesposa, la paz que presidía la ciudad yla desaparición de la peste. Notó que,indudablemente, había alguien, unaprovidencia amorosa que cuidaba de él,de mí y de la ciudad. Una luz se abrió ensu interior, aunque él no queríareconocerlo enteramente, por eso noquiso oír más y salió despacio de aquellugar de quietud. De nuevo recorrió lascallejas del poblado, pero ya no oía niveía el ruido de la muerte, ni el dolor enlas casas, reconocía esperanzado en

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todas partes la presencia de aquel Diosgrande y lleno de amor.

Entró en la fortaleza, y los guardasse cuadraron ante él, que pareció noverles. A través de las cámaras llegóhasta el lugar en el que yo descansaba.Me acarició el cabello y yo fingí estardormida, para poder observar suexpresión; con los ojos entrecerradospude ver cómo hacía una señal de lacruz sobre su frente, sobre su pecho ydespués cómo hacía la misma señalsobre mí.

Se quitó las botas, se retiró lacoraza, se aflojó el cinturón y se acostóa mi lado, pero yo pude ver cómo sus

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ojos permanecieron abiertos ypensativos largo tiempo. No hablé nada,sentí que debía respetar su silencio.

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XXII. Enol

Los hombres sanaron, Albión recuperóla rutina de antes de la epidemia; pero laciudad no era la misma, se notaban losausentes y los muertos. Muchas casasseguían vacías, cerradas con el aspa detablas que indicaba que allí habíahabido peste. En las caras de loshabitantes del castro, el dolor habíadejado su huella, muchos rostros habíansido dañados por la enfermedad, estabanenflaquecidos y con cicatrices en elcuello por los bubones.

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Se publicó un bando en el que Asterconvocó a los hombres a limpiar laciudad, se quemaron los restos de lascasas en donde había habido apestados.El cielo se llenó de nubes de humo grisascendiendo hacia un infinito de colorazul intenso, y llegó el calor, durantedías y días no llovió en aquel lugar delnorte donde las lluvias son casiperennes.

Comenzó mi vida en el gran palacioen Albión. Tras tantas penalidades, memaravillaba de ser la dueña y señora deaquel lugar de horror que ahora era elhogar de Aster y mío. A la gran fortalezade Albión llegaban presentes humildes

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pero llenos de afecto. Muchos en laciudad no olvidaron el esfuerzo querealicé en los días de la peste y tambiénque, en aquellos días, había estadocercana a pasar al lugar de donde ya nose vuelve. Por mi parte, ya no me sentíaforastera entre aquel pueblo de cabelloscastaños y mirada clara, que mostrabauna amistad difícil de ganar y tambiéndifícil de perder una vez conquistada.De nuevo fui feliz, y mi vientre crecíalleno de esperanza. En aquella épocaestuve cerca de Aster. No había suevoso godos en las montañas, y los bagaudasasustados por la peste no atacaban laspoblaciones de la cordillera; Aster

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permanecía largo tiempo en Albión.Desde que era su esposa, tal y comoEnol había anunciado años atrás, lostrances habían desaparecido y en misnoches el sueño velado por Aster erasuave y tranquilo. Durante el día, en elpatio de la fortaleza se oía el sonido delas armas entrechocadas en luchas, losguerreros más avezados entrenaban a losjóvenes.

Ulge vivía en la fortaleza pues lacasa de las mujeres diezmada por lapeste se encontraba casi desierta. Meacompañaba en el alcázar, juntastejíamos y preparábamos colgaduraspara las salas y ropas para el que iba a

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venir. Uma también esperaba un hijo deValdur, y me ayudaba, a menudo seacercaba a estar con nosotras,hablábamos y recordábamos los tiemposde Lubbo.

Pasadas aquellas semanas de calma,los nobles de la ciudad huidos por lapeste regresaron a Albión. La gentehumilde les miraba con un ciertomenosprecio, por haber abandonado laciudad a su suerte, pero nadie dijo nada.La familia de Blecan y la de Ambato, ladel herrero y la de los más nobleshabitantes de Albión, ocuparon susantiguas moradas. Procedentes deaquellas casas, se esparcieron rumores y

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sospechas infundadas, se decía que yohabía tenido que ver con la peste. Mellamaban la concubina de Aster, porqueno había sido llevada al tálamo nupcialpor mi padre. Ellos siguieronconsiderándome extranjera yadvenediza. Una envidia larvada sedifundió en la ciudad, ahora que lascurvas de la maternidad llenaban misformas, ahora que Aster con palabras ycon hechos demostraba su amor haciamí. Sin embargo, en aquel tiempo era tanfeliz que ninguna de las críticas nicalumnias me afectaba, pero el malcomenzaba a realizar su acción en laciudad. Como en los días arriesgados de

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la peste, en medio de mi felicidad, nocreía que el mal fuese a dañarme jamás.

Entonces regresó Enol.

Yo tejía con Ulge en la fortaleza;desde aquel rincón, a lo lejos se podíaver el mar, reíamos contentas y uno delos sirvientes se acercó adondetrabajábamos.

—Un extranjero desea ver a la damade Albión.

Me levanté con premura por lasorpresa.

—¿Quién es?—Un anciano, dice llamarse Enol.

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Al oír el nombre, el corazón me dioun vuelco, sin esperar más salí de lacámara.

—¿Dónde está?Crucé los corredores del palacio,

presurosa, sin detenerme ante nadie. Enla puerta de la fortaleza hacían guardiaLesso y Tassio, que me vieron pasar,bajo la luz del sol de verano; en lapuerta distinguí a un hombre vestido conuna capa de color pardo y debajo unatúnica oscura ceñida por un cinturónancho. Al principio me costóreconocerle. Ahora era un anciano, en surostro había huellas de amargura; quizálas había habido siempre, pero ahora

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que yo había crecido las sabíareconocer. No habían transcurrido másde tres años desde la última vez que levi. Me dejó niña y ahora yo era mujer ymadre. Eran los días del verano, habíasolicitado ver a Aster pero mi esposoestaba fuera.

—Saludo a la señora de Albión —me dijo, e hizo una inclinación decabeza.

No pareció sorprenderse al vermeallí, en el palacio de Albión y enavanzado estado de gravidez. Ya desdelos tiempos de Arán, yo conocía queEnol siempre estaba informado.Respondí a aquel raro y protocolario

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saludo con otra inclinación de cabeza,pero en mi corazón sentí la necesidad deque él me abrazase como cuando eraniña. Le miré con los ojos brillantes porla alegría, él apoyó sus manos arrugadasy firmes sobre mis hombros. Lesso yTassio dieron un paso al frente temiendoalgún ataque y desenvainaron lasespadas para protegerme de aquelextranjero al que no conocían. Miré aLesso.

—Es Enol, ¿no le conoces?Lesso miró a aquel anciano,

sorprendido, se retiró hacia atrás. Yointroduje a Enol en la fortaleza en unlugar donde nadie pudiese escuchar

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nuestra conversación.—Enol, ¿dónde has estado? Pensé

que estabas muerto o lejos de mí parasiempre.

—He estado en el sur —dijo muyserio—. Arreglando cuestiones que teconciernen.

Al llegar a mi cámara hice salir aUlge, que me miró sorprendida; allíabracé con cariño a mi antiguopreceptor.

—Te he echado tanto de menos…—Niña, niña… —dijo él

palmeándome la espalda de modo poconatural.

Todo en él había cambiado con

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respecto a como le recordaba. Pensé quesu hosquedad se debía a que conocíaque había perdido la copa, aquella ideame atormentaba mucho desde tiempoatrás.

—Oh, Enol, te desobedecí, tomé lacopa de su escondrijo tras la cascada deagua, la necesité para curar del venenode Lubbo… y me la quitaron. No latengo. Sufrí las torturas de Lubbo paraevitar que él la encontrase y ahora se haperdido.

Entonces, Enol se puso muy serio.—No debiste usar la copa.—Aster la necesitaba… el veneno

de Lubbo.

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—Sí. Ya veo —dijo muy serio—.Nada te detiene cuando se trata de Aster.La copa es peligrosa, nadie debe usarla,ha sido consagrada para un único fin,para un alto misterio.

—Pero tú la usaste en Arán.—Y lo hice mal.—Lo siento —pedí perdón muy

compungida—. No podía hacer otracosa. Me angustia pensar dónde puedeestar. Lubbo me torturó para conseguirlay no cedí… pero pensé que la vida deAster era más importante que nada.

Enol pareció ver el pasado a travésde mis ojos, y su corazón se enterneció.Entonces extendió sobre una mesa su

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manto, y debajo de él salió un bolsón decuero. Al abrirlo vi un brillo dentro, y lahermosa copa de oro con incrustacionesde ámbar y coral apareció de nuevo antemis ojos.

—¿Dónde has encontrado la copa?—Dado que yo no podía volver,

envié a Eburro y a Cassia a buscar lacopa. Lo que nunca pensé es que fuerastú misma la que la sacases de allí. Lespedí que te trajesen, pero tu… esposo—y Enol vaciló al pronunciar aquellapalabra— se me adelantó.

Yo me ruboricé al oír el nombre demi esposo y al notar que Enol se dabacuenta de mi estado y miró hacia mi

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vientre.—Lo sabes, entonces. Soy su

esposa.—No, no eres su esposa, sólo su

concubina —dijo con dureza—. Ningúnfamiliar te ha llevado al tálamo nupcial.Aquí eso no es un matrimonio.

—No me importa, y a Astertampoco. Ante los dioses nos hemosdesposado y ante el pueblo también. Esoes sagrado y debiera tener algún valorpara ti que me enseñaste el bien y el malcuando niña.

Enol proseguía en sus razonamientossin escucharme.

—Vas a tener un hijo, y será el hijo

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de la concubina.—No digas eso.—Sí, lo digo. Tu lugar no es aquí, tu

lugar está en el sur. Hace años te lo dije,te advertí que no te acercases al hijo deNicer. Tu origen es muy ilustre. Muchomás que el suyo, un jefecillo de pueblosdispersos por la montaña.

Entonces, apresuradamente, con unaurgencia chocante, Enol me reveló mipasado:

—Desciendes de la más alta raíz delos godos. Eres hija de Amalarico, reyde los godos, y de Clotilde, hija deClodoveo, rey de los francos. Tubisabuelo fue Teodorico, el gran rey

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ostrogodo. No hay una sangre más altaque la tuya entre los godos. Tienes quevolver con tu gente.

De modo sorprendente, todosaquellos nombres de países y lugareslejanos no me resultaban totalmenteajenos, pero yo no quería oír nada deello.

—Estás loco, Enol, soy madre yesposa, no voy a abandonar mi vida porun pasado que ya no me importa. Noquiero saber quiénes son esas gentes sime separan de Aster y de su pueblo. Noquiero oír nada, nada en absoluto.

—Pues lo oirás. Tu padre fueasesinado en Barcino, antes de que tú

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nacieras, y el instigador de su asesinato,Teudis, se proclamó rey. El año antes deque asaltaran Arán, supe que Teudishabía muerto, así que bajé a la cortegoda en Emérita, pero aún no era eltiempo, el que le sucedió no quería oírnada de una hija del rey al que tanto élcomo Teudis habían usurpado su poder.Después hubo una guerra civil entre losgodos, ha vencido un noble que es justo,el rey Atanagildo; quiere devolverte tusposesiones y darte el lugar que tecorresponde.

—Nada me importa de linajes nigrandezas. Quiero ser lo que soy, y nobusco nada más, quiero tener a mi hijo y

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cuidarle. ¿Qué me propones?—Que vuelvas al sur, y que dejes a

su padre ese hijo que vas a traer almundo.

Enfurecida exclamé:—Desearía que no hubieses vuelto,

Enol, mi pasado no existe para mí. Nomenciones a nadie lo que me has dicho,y no vuelvas a decirme que me vayalejos de aquí o no volverás a vermejamás.

Con voz fuerte, casi profética, Enolhabló:

—Si no vuelves junto a tu pueblo,veo un gran sufrimiento para loshombres de Albión y para Aster.

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Enol me miró desafiante con unaexpresión de enorme dureza ypreocupación. Yo agaché la cabeza, sinresponderle, él se fue, dejando en micorazón una gran inquietud. No queríaaquel pasado, un obstáculo más entreAster y yo.

Ulge me encontró con la carainclinada sobre la gran mesa de maderadonde Enol había dejado su manto yhabía reposado la copa.

—¿Qué ocurre? ¿No estás contentacon la llegada de tu antiguo tutor?

Levanté la cabeza e intenté sonreír.No dije nada.

Enol se instaló en Albión, pasaron

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días sin que le volviese a ver. Vivía enuna antigua casa que Aster, agradecidopor sus cuidados en Arán, leproporcionó y que había pertenecido alos druidas de la ciudad, a la antiguafamilia de Amros. Colocó su escudo deacebo sobre la puerta y los hombres ylas mujeres de Albión acudían a él paraser curados.

Desde la conversación en lafortaleza evité a Enol, le enviaba algúnpresente y comida, porque no podíaolvidar sus cuidados cuando era niña,pero le temía y evitaba estar a solas conél. Aunque no me acercaba mucho aldruida, me llegaban noticias, y le supe

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entregado a su arte de sanar. Pudecomprobar el cambio causado por losaños de separación en aquel a quien yohabía considerado mi padre, un cambioque tal vez no era tal sino, más bien, queyo veía a aquel hombre que me habíaeducado de niña con ojos de adulta; susdefectos resaltaban más ante mis ojos, ysus virtudes quedaban ocultas.

Su fama se extendió por la ciudad ypor los castros de las montañas,comenzó a realizar curacionesportentosas, usaba la copa que yosolamente me atreví a utilizar durante laenfermedad de Aster. De modo singular,todos aquellos que no me querían, los

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que habían propalado rumores falsos yme acusaban de haber suprimido losviejos sacrificios y haber hechizado aAster, exaltaban y propagaban la famade Enol. Los mismos que habían aduladoa Lubbo.

Todo aquello me causaba dolor,llegaba al término de la gestación y misensibilidad estaba a flor de piel, todoera motivo de sufrimiento. Más aúnporque en el oeste los suevoscomenzaban a atacar los poblados y porel sur ascendían soldados godos, y Asterse ausentaba de Albión con frecuencia.

Cuando Aster volvía, el color delsol cambiaba para mí y no me sentía

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despreciada por las críticas de misenemigos en la ciudad. Él me mirabacon amor en sus ojos nobles y sinceros,mis celos de sanadora cesaban. Nunca ledije nada de lo que Enol me habíarevelado, yo quería olvidar la existenciade un mundo diverso al que compartíacon Aster, todo lo demás no importaba.

Aster estaba orgulloso de mi estado,tenía una ciega confianza en que sería unvarón.

—Se llamará Nicer, como mi padre.Yo reía contenta. Y, sin querer,

comparaba la mirada clara y limpia deAster en la que ya no había odio ni afánde venganza con la mirada atormentada

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y dura de Enol.

Entonces llegó el alumbramiento yAster no estuvo allí. Se encontraba en elsur, en las faldas de los montes deVindión, luchando contra los godos queavanzaban sin pausa. Sentí los doloresdel parto. Enol acudió a mi lado, nopermitió que ninguna partera se meacercase y me atendió con el mismocuidado que una madre atiende a su hija.La labor del alumbramiento fue larga ydura, me sentía morir pero Enol mecalmaba. Yo llamaba continuamente aAster, pero él no estaba conmigo. Pasó

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un día completo entre dolores y llegóuna noche negra y oscura. Por elestrecho y alto tragaluz de la fortalezade Albión divisé una noche sin estrellas.Entonces amaneció una pequeña lunanueva en el horizonte, y fue en esemomento cuando vino al mundo miprimer hijo. Fuera se oyeron los cascosde los caballos y unos pasosapresurados en las estancias del palacio;tras la puerta apareció Aster sudoroso ycon la cara pálida y desencajada, yomisma pude entregarle a su primer hijo:Nicer. Se llamaría como su abuelo peroyo, en agradecimiento a mi padre y tutor,a menudo le llamé Enol.

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En la cara de Aster brilló la alegría;sin embargo noté que algo la enturbiaba.Al preguntarle el porqué de supreocupación me dijo:

—Un ejército godo acampa hacia elsur.

—Atacarán a los suevos —dije—,godos y suevos siempre luchan entre sí.

—No. Vienen hacia aquí, mis espíasme han dicho que quieren conquistarAlbión.

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XXIII. El asedio

Mientras yo me recuperaba del parto enla fortaleza de Albión, el ejército godopuso cerco a la ciudad. Las tropas sesituaron arriba, sobre el acantilado ytras el río, de día en día en loscampamentos en la gran llanura anuestros pies acampaban más y mástropas.

Cuando me levanté y me acerqué a lagran terraza sobre las torres, con mi hijorecién nacido en brazos, pude ver en laexplanada al otro lado del río las

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posiciones godas distribuidas de maneradesigual. Desde allí divisé un enjambrede construcciones que cubrían la vegadel río. En el gran terrado sobre lafortaleza, Fusco montaba guardia. Lemiré desolada.

Me explicó la situación. Secomponía el ejército godo de cerca dediez mil infantes y quinientos jinetesmuy entrenados para la guerra. Situadosen las vías de comunicación impedían lasalida de los hombres de Albión yhabían comenzado a devastar loscultivos de los alrededores, los castroscercanos y las casas de labor situadasfuera de la muralla.

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Fusco me habló también de loocurrido días atrás; cuando los godos sedirigían hacia la costa, Aster intentódetenerlos; con unos cuantos hombressalió de la ciudad y sorprendió a unaparte del ejército enemigo mientras sedirigía hacia Albión; cerca de uno de loscastros de la montaña, ocultó a sushombres en las alturas de un barranco, alpasar los godos, ordenó el ataque, ydesbarató una gran partida de soldados.Los albiones obtuvieron armas,provisiones y algunos rehenes; peroaquello no fue más que una escaramuza.Las tropas bárbaras se ibanaproximando por distintas vías y ponían

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cerco a la ciudad. Los hombres de Astery los montañeses que rendían vasallajeal señor de Albión poco podían hacerpara defenderse de la invasión.

—¿Lo ves? —Y señaló con el dedoel lugar—. Ahora los soldados enemigosestán construyendo una gran empalizadade madera. Para levantar la muralla, elejército godo se distribuye en diversaspartidas que rodean la ciudad. Cuandosalimos a combatir intentando destruir elcerco en el lugar donde se estáconstruyendo, los godos hacen sonar unatrompa a modo de señal; a ella acude elgrueso del ejército, nos derrotan y lasobras del cerco prosiguen imparables.

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Fusco estaba serio, era un hombre yamaduro, curtido por múltiples luchas.Nada recordaba en él al mozalbete queabandonó Arán siguiendo a Aster, variosaños atrás. En los días de la peste, habíatrabajado en el barracón en la playa,había enterrado a mucha gente y élmismo había enfermado; se repuso peronunca volvió a ser el jovendespreocupado de antes. Poco tiempoatrás nos habían llegado nuevas de queal contagiarse los poblados de lasmontañas, la peste había asolado Arán.Su madre y varios de su familia habíanmuerto, y desde entonces Fusco eradistinto. Me di cuenta de que todos

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habíamos cambiado en aquellos años.Me estremecí ante las descomunales

catapultas que amenazaban la ciudadtras la empalizada construida por losgodos; más a lo lejos pude ver torrescolosales de madera para iniciar elasalto. Mi corazón se llenó de un temoratroz al contemplar la guerra, avanzandocontra nosotros. Nicer comenzó a lloraren mis brazos. Dejando a Fusco, que nose movía mientras vigilaba elcampamento enemigo, recorrí la partealta de la fortaleza y me retiré de aquellugar que me intimidaba. Después,descendí a un terrado que daba al mar,Nicer se calmó al notar el aire marino y

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al sentirse mecido en mis brazos.Allí, en aquel lugar donde se

divisaba el horizonte, Aster oteaba elocéano, de espaldas a la llanura. No meoyó Ilegal porque, en aquel lugar, elruido del mar embravecido y los gritosprocedentes del campo de batalla lollenaban todo. Me fijé en él, su rostrosereno mostraba una gran inquietud y, deespaldas a sus enemigos, escrutaba conatención el mar. De modo inexplicable,el príncipe de Albión no miraba la urbe,ni a la planicie tras el río, dónde cadadía aumentaban las tropas de los godos.Aster se situaba en lo alto de la murallay contemplaba el acantilado y el oleaje.

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—¿Qué observas? —pregunté.—Temo un ataque por mar más que

a ninguna otra cosa. Solo por marAlbión es vencible —dijo Asterpreocupado—. Albión únicamente caerápor traición, como ocurrió en tiempo demi padre, o si es atacada por mar.

Divisé las olas chocando contra eldique, pero el horizonte estaba limpiode barcos enemigos. Aster acarició a suhijo, que se retiró asustado de suarmadura.

—¡Malos tiempos para alguien comotú! —exclamó, refiriéndose al niño.

—Estamos rodeados excepto pormar —dije—, los godos siempre han

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atacado a los suevos y han hechoalianzas con los montañeses; ¿por quénos atacan?

—Los godos nos han amenazadodesde hace meses, la peste les detuvo.Llegaron en la luna nueva en la quenació Nicer. Quieren el control delpuerto, desde Albión se realizacomercio con el norte y con los francos;si anulan el puerto, losaprovisionamientos de la meseta sólopodrán llegar por el sur.

Miré al mar, sobre el horizonte yoculta por la luz del sol la luna llena yblanca, como una nube más, sebalanceaba en el cielo.

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—No podemos luchar contra ellos,¿verdad? —pregunte muy suavemente.

—La ciudad no se rendirá a la sed,el río nos proporciona toda el aguaprecisa, pero el hambre prontocomenzará a notarse. No hay cebada nialgarrobas, los huertos fuera de lapoblación resultan inaccesibles,solamente los pescadores cuando seadentran por el portillo sur, en la mareaalta, entre el acantilado y la muralla,consiguen capturar algún pescado orecoger molusco.

Aster observó intranquilo la ciudad.Era mediodía, en otros tiempos, el humode las casas habría ascendido al cielo,

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hoy no había nada que cocinar en loshogares.

—Vamonos de aquí —le dije—,mirar la desgracia no ayuda a vencerla.

Descendimos hacia las estancias delpalacio y conduje a Nicer, quedormitaba en mis brazos, al lugar dondesolía reposar velado por Ulge. Laantigua señora de la casa de las mujerescontinuaba conmigo en la gran fortalezade Albión, donde se ocupaba de laslabores domésticas y organizaba lafortaleza como antes se había ocupadodel gineceo. Deposité al niño, dormido,en su cuna y Aster miró a su hijo, unasonrisa le iluminó la cara.

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—Él es el único futuro en Albión —dijo—. A nosotros nos queda pocotiempo.

—¿Crees eso? ¿Crees que quedapoco tiempo?

No me respondió directamente,dirigió su mirada hacia el horizonte,abarcó la ría del Eo y la ensenada. Yoconocía bien cuánto amaba Asteraquella ciudad, por la que tanto habíaluchado.

—La ciudad podrá caer pero lasmontañas, no. En la cordillera deVindión, en Ongar, no seremosderrotados. Si se aproxima ladesolación, huiremos a la parte más alta

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de la cordillera, iremos a Ongar. Heordenado que se abran los túneles bajoAlbión, Tibón dirige la maniobra, y sólounos cuantos fieles están en ello. Estaciudad puede convertirse en unaratonera, si los túneles no están abiertos.

Reconstruir los túneles era volver alpasado, en sus palabras se percibía unaemoción oculta, Aster revivía sus añosde infancia en Ongar.

—¿Te acuerdas de tu padre y elhorror de la lucha con Lubbo? —lepregunté.

—Sí, no quisiera que nada igual ossucediera a ti y a Nicer.

—No ocurrirá —le dije con una

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falsa seguridad—, recuerda que soybruja y veo el futuro.

Él sonrió con tristeza.—Sólo he pedido a ese Dios de

Abato una cosa…Yo sabía que, desde mi enfermedad,

Aster se acercaba al lugar de loscristianos y que solía conversar con elDios de Abato, pero de aquello nosolíamos hablar entre nosotros.

—¿Qué le has pedido?—Que os salve a ti y a Nicer, y que

después mi hijo sea fiel a su destinocomo yo lo he sido al mío.

En aquellos días de miedo y horror,se completó el cerco de Albión, la

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ciudad fue circunvalada por una doblemuralla, la propia y detrás la de losgodos, que formó una segunda barrera.Se intentaba rendir la ciudad por elhambre y la sed. Los días siguientesvimos en el acantilado y en la llanurauna gran batalla, hubo algunas bajas,pero los godos no se empleaban a fondo,se refugiaban entre sus líneas en cuantola bravura y valor de los albiones lesincomodaba demasiado. Desde allí,asaeteaban con flechas y venablos acualquiera que se acercase a la barreragoda. En una retirada, las saetasatravesaron a algunos hombres, entreellos estaba Valdur, el esposo de Uma.

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Llegó gravemente herido al castro sobreel Eo. Busqué a Enol para curarle pero,de modo inexplicable, el druida habíadesaparecido de la ciudad. Noentendíamos por dónde había salido,porque las puertas estaban vigiladas ynadie le había visto salir. Aunque no nosdecíamos nada, Aster y yo pensamos enuna traición. Sensible por el recientealumbramiento, lloré la huida de miantiguo preceptor, sospechando quenada bueno había en ella y que algoinicuo se avecinaba.

Condujeron a Valdur a la casa quecompartía con Uma en el barrio noble.Con cuidado le arranqué la flecha, pude

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darme cuenta de que el penacho eranegro y que estaba envenenada. Lasesperanzas de curación eran muy pocas.Intenté dar aliento a Uma pero ellapercibió la gravedad de su esposo, surostro estaba desencajado, abrumadopor el dolor.

La ciudad era un hervidero, la gentecorría de un lado a otro; aquella nocheteas incendiarias cruzaron el cielo einflamaron las casas; desde los tiemposde la peste nunca había habido tantaangustia entre la población. Me avisaronde que se habían producido muchosheridos en uno de los barrios de laciudad, las antorchas incendiarias

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habían caído sobre un almacén y variascasas estaban ardiendo. Necesitaban unsanador y desde la huida de Enol sóloyo sabía curar. Dejé a Nicer con Ulge ylas servidoras del castillo mientras meacerqué al lugar del incendio,custodiada por Fusco. Cubierta por unmanto oscuro, al llegar a la zona delincendio comprobé que había afectadoal lugar donde Uma y su esposohabitaban, una casa noble de buentamaño pero con techo de madera queardía, y se desplomaba gradualmente.Intenté penetrar en medio del humo, elinterior estaba oscuro y olía a sangre ycarne quemada. Vi a un lado un cadáver,

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era Valdur, un hombre fuerte, unguerrero, ahora aplastado por una vigacuando había intentado salvar a lossuyos. Después vi a Uma. Estaba heriday con quemaduras en la cara, el pelodesgreñado y chamuscado; en sus brazosllevaba a su único hijo, unos mesesmayor que el mío, ella lo apretabacontra su corazón, el niño estabaazulado y sin vida. Al verme, me tendióa su hijo, y con voz débil exclamó:

—¡Ah! ¡Jana! ¡Amiga mía! Elpequeño está enfermo, ya no llora. Tú lecurarás.

En su cara perturbada latía la locuray repitió:

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—Ya no llora.Intenté retirar de sus brazos al hijo,

ella gemía y las lágrimas trazaban uncamino en su cara sobre la ceniza que lacubría. Extendió los brazos y me lomostró. Nada se podía hacer por él.Varios vecinos la rodearon, y alguienintentó quitarle el niño. Ella gritó deangustia, pero finalmente dejó que leretiraran a su hijo. La tomé en misbrazos, medio desmayada, y Fusco meayudó a trasladarla a la fortaleza.

Como en los días de la peste,comencé a cuidar a los heridos de laciudad; curaba las heridas de loshombres caídos en la batalla, la

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deshidratación de los niños y distintasafecciones por la escasez de agua. Mellamaban de uno y otro lado de la ciudady yo acudía a cada aviso. Muchas casashabían sido destruidas por los incendiosy las gentes vagaban por las calles sinlugar adonde ir; bajo mis órdenes,fueron trasladadas a la fortaleza.

Mi preocupación más grandeaquellos días fue Uma. Había perdido larazón, no había sido capaz de asumir lapérdida de su marido y de su hijo.Deambulaba por el castillo, enajenada.

Un día en el que Ulge y yocuidábamos a Nicer notamos una sombratras nosotras: era Uma. En su cara se

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esbozó una sonrisa al ver al niño. Yocogí al pequeño, recién bañado, y lopuse en sus brazos. Ella sonrióabiertamente y comenzó a acunarlo,desde entonces no se separaba de él.

Las velas negras llegaron sobre elmar, y una flota goda asistió a loscercadores. Cada día, Aster y yosubíamos a las torres del palacio deAlbión, vigilábamos el mar, la tierra ylos acantilados que rodeaban la ciudad.Los enemigos nos acorralaron, pero noatacaban, una calma tensa reinaba entrelos hombres de Albión y los guerrerosbárbaros que los rodeaban.

Recuerdo aún el día en el que desde

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lo más alto de la fortaleza avistamos enel mar a la escuadra goda, a una granmultitud de barcos enemigos. En latierra que circundaba Albión, el granejército acampado contra nosotros sellenó de un griterío salvaje, y loshombres salieron de las tiendasdispuestas de modo circular en lallanura rodeando al río, con telas decolores vivos brillando al viento,levantaban sus armas que brillaban alsol. A lo lejos, en uno de los toldoscentrales, emergió un pendón godo queme resultó familiar. Los hombres deAlbión salieron por la gran puerta juntoal río, y cruzaron el puente de madera,

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intentando trabar batalla, pero los godosno consintieron el combate cuerpo acuerpo y se escondieron detrás de lagran empalizada; desde allí asaeteaban alos albiones sin permitirles la luchadirecta. Sabían que con hombres queluchaban tan desesperadamente no sedebía trabar combate, sino encerrarles ytomarles por hambre.

El circuito amurallado en torno aAlbión tenía catorce estadios y dentro sesituaba el vallado. La muralla seiniciaba en el acantilado, rodeaba el ríoy llegaba hasta el mar. Por detrás, en loalto del acantilado, divisando a sus piesla ciudad de Albión, se disponían los

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arqueros y vigías godos que manteníanencendidas hogueras por la noche. En elmar, los barcos permanecieron días ydías sin moverse de la ensenada.

Mirando todo aquello, me abracé aNicer, que lloriqueaba junto a mí; yo,desolada ante la terrible visión de unaguerra injusta, no era capaz deconsolarle. Pensaba en las palabras quedías atrás me había dicho Enol: «Si novuelves junto a tu pueblo, adivino ungran sufrimiento para los hombres deAlbión y para Aster.» Al recordar laspalabras de Enol, juzgué que quizá serefería a esto, a la guerra que seextendía ante mí, a aquel ejército

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acampado frente a la ciudad. Presentíaque yo, de alguna manera, era culpablede la batalla. Nunca había hablado aAster de lo que Enol, a su llegada, habíahablado conmigo, y aunque conocía bienque debía hacerlo, no sabía cómo.

Desde mi atalaya divisé a unemisario saliendo del campamento godoque se acercaba con signos de paz. Elmensajero godo llegó hasta el borde delpuente, hizo señas a los vigías de latorre, uno de ellos se acercó y elenviado le entregó un pergamino.

Vi salir a Aster, Lesso y a sushombres del interior de la fortaleza. Enla puerta este, el vigía de la torre

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entregó el mensaje a Aster. Desde lalejanía no pude ver qué estaba pasando,sólo noté que Aster se demorabaleyendo algo. Cuando acabó, levantó lacabeza y sin mirar a ninguno de sushombres, se introdujo rápidamente en elalcázar, cruzando las estancias llegóhasta la terraza exterior en la que yo mehallaba. Intuí que lo que ocurría estabarelacionado conmigo y el tiempo queAster tardó en cruzar las calles deAlbión y las estancias del palacio se mehizo eterno.

Cuando llegó a mi lado, me tomó delbrazo con furia, nunca me había tratadoasí, y el niño gimió. Durante un rato,

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Nicer continuó lloriqueando asustado.Uma, sumida en su locura, al ver lloraral niño lo tomó en sus brazos y se retiróal interior de la fortaleza, diciendo:

—No llores, no llores.Al quedarnos solos sobre la gran

fortaleza oyendo el mar bramar a lolejos, percibí los ojos de Aster junto amí llenos de cólera. Del castro llegabanlas voces de los hombres y el rumor delviento que removía también mi cabello.

—Te leeré parte del mensaje que meha llegado del campamento godo:«Queremos a la mujer baltinga que entrevosotros se hace llamar Jana. Procedede la más alta estirpe entre el pueblo

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godo, hija y nieta de reyes, queremos ala mujer para devolverla adondepertenece y queremos también unarendición sin condiciones. Si no, laciudad de Albión será destruida.» FirmaLeovigildo, duque del ejército godo.

Calló y el rumor del mar se hizo másintenso, el ruido de la batalla llegaba anosotros desde la lejanía y yo le miré yfui incapaz de hablar. Los dosavanzamos hasta el borde de la atalaya.Aster iracundo y muy serio, al ver misilencio, más elocuente que milpalabras, preguntó:

—¿Sabes quién es esa mujer de losbaltos?

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—Soy yo.—¿Desde cuándo lo sabes?—Al llegar aquí, Enol me dijo que

pertenecía á la casa real de los godos.No le creí y tampoco me importó, noquiero saber nada del pasado.

—Uno no puede negar su pasado, yono negué el mío, siempre me heenfrentado a él.

Miré al suelo, me sentí avergonzada;después, él prosiguió:

—Los godos destruirán Albión, ¿losves? Son más poderosos que nosotros.—Entonces Aster señaló el mar y latierra, cubierta por doquier de soldados—. ¿Quieres eso?

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Me sentí morir y una palidez grandecruzó mi cara. El pecho me dio unapunzada y el corazón me latió con másfuerza.

—Haré lo que sea preciso. Lo que túquieras.

Me senté sobre el reborde del pretilde la muralla, lloraba y mi cabezaoscilaba suavemente subiendo ybajando. Él, Aster, me levantó la cara.

—No llores —dijo suavemente—.Posiblemente tú no seas la única causade la guerra, te utilizan como excusapara dominarnos. Mi madre tampoco fuela causa de la derrota de mi padre,Lubbo la utilizó como pretexto para

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someter a mi padre y a Albión. Haré loque sea justo. Averiguaré qué es lo querealmente quieren los godos.

No contesté y le miré con algunaesperanza. Nos abrazamos, y después sefue. Sentada sobre el borde de lamuralla, observé cómo un Aster deaspecto cansado cruzaba los patiosinteriores y después dialogaba con suscapitanes. A continuación le vi saliracompañado de Mehiar y Tilego y de ungrupo de soldados fieles. Bajaron elpuente y tocaron las trompas; fuera, en elcampo de batalla, se hizo el silencio.Las gentes de la ciudad veían pasar a loscapitanes de Albión y se asomaban a las

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murallas y a las torres. Desde lo másalto de la fortaleza, yo contemplaba lamarcha de Aster y de sus hombres, presade una intensa zozobra.

Me sentía causante de lo queocurría; además, la antigua habilidadprofética, que desde siempre yo habíaposeído, me prevenía de una grancatástrofe que se avecinaba sobre elgran castro a orillas del Eo.

A caballo, Aster llegó a la muralla,seguido por sus oficiales. Desmontó ypermaneció erguido ante las puertas desu enemigo, en sus ojos brillaba unaresolución firme. De él, de toda suactitud, se difundía una dignidad

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especial que atemorizaba a susenemigos. Vestía la túnica corta ycastaña de los albiones y se abrigabacon una gran capa de piel, en su manoportaba la espada de su padre y en lacabeza, el yelmo que había pertenecidoa su familia, bajo el que asomaba lacabellera negra que el viento movíasuavemente.

—Quiero ver a vuestro duque.Desde lo alto de la muralla del

campamento godo, tras la empalizada,los arqueros apuntaron hacia Aster; lossoldados de Albión desenvainaron lasespadas y elevaron las lanzas,dispuestos para la lucha. Se oyó el

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sonido de una trompeta, y dentro,sonidos que no reconocieron en unprincipio. Pasó un tiempo y Aster repitiósu petición. Una vez más se escucharonaquellos sonidos y las puertas delcampamento enemigo se abrieron,apareciendo varios hombres armados, alfrente de ellos un hombre muy alto yfuerte, quizás un tanto obeso. EraLeovigildo, duque de los ejércitosgodos.

Ambos hombres se observaron yAster percibió que el godo era unguerrero poderoso de larga barbacastaña, de edad cercana a los cuarenta.Sus ojos claros y duros le atravesaron

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inquisitivamente. La nariz grande yaguileña le daba un aspecto de ave decetrería.

El duque godo vestía una túnicalarga, ceñida por un cinturón gruesoacabado en un broche de plata adornadocon engarces de pasta vitrea. Sobre elceñidor pendía un abdomen abultado.Leovigildo se cubría con una capaamplia guarnecida en piel, abrochadacon una hermosa fíbula en forma deáguila y sobre el pecho colgaba una cruzgrande con zafiros y perlas. Calzababotas altas, con espuelas doradas. Juntoal duque godo, Aster, vestido con suatuendo de montañés, podría haber

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parecido un humilde labriego y, sinembargo, era el príncipe de Albión y deél emanaba una férrea altivez.

—Soy Aster, hijo de Nicer,principal entre los albiones…

Leovigildo no le dejó hablar,interrumpiéndole bruscamente.

—No voy a negociar de ningúnmodo, quiero a la mujer y a la ciudad. Sino es así, todos pereceréis.

—Sé que quieres a la mujer. Lamujer es mi esposa, la madre de mi hijo.No puedo entregarla, tampoco rendiré laciudad, que ha permanecido bajo elgobierno de mi familia durantegeneraciones. Los albiones no nos

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someteremos jamás.—Os destruiré a todos, nada

quedará de la ciudad, los albiones ydemás montañeses desapareceréis. Sime entregas a la mujer, y te rindes,tendré piedad. Algunos sobrevivirán,entre ellos tú, y seguirás siendo príncipede la ciudad.

—Me propones un trato indigno.—No hay sitio para la dignidad en

un lugar en el que se han cometidoenormes crímenes y en el que se adora adioses infernales. Mis informadores mehan comunicado que habéis sacrificadopersonas de nuestra raza. En un lugarasí, no cabe la piedad.

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Las palabras eran aviesas,Leovigildo utilizaba los crímenes deLubbo para atacar a Aster.

—Sabéis bien —dijo Aster— queeso no es así.

Entonces Aster pudo ver, detrás delduque, una figura conocida; un hombrede capa gris. Aster le reconoció.

—Tu informador, que entre nosotrosse hace llamar Enol, sabe que eso no esasí. Ocurrió cuando otros gobernaban laciudad bajo el dominio de los suevos,pero ahora la ciudad está en paz.

Enol detrás del godo, gritó:—Aster, hijo de Nicer, rinde la

ciudad y entrega la mujer. Seguirás en el

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poder bajo la supervisión goda.Obedece al gran duque Leovigildo ysométete.

—Sé que arrasarías la ciudadaunque te entregase a la mujer. Noquiero ser príncipe de una ciudadderrotada y sometida.

Leovigildo le miró con insolencia,no le importaban las razones de Aster,buscaba el dominio sobre el norte, todoel que se pusiera a su lado seríarespetado, pero destruiría a cualquieraque se le opusiese. Después siguióhablando:

—Nuestra guerra es contra lossuevos, no podemos permitir que la

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fortaleza siga en pie y que desde elpuerto se comercie con los pueblos delnorte. Nuestra guerra es contra ellos,vosotros no importáis. Los orgullososgalaicos, los independientes astures, losarriesgados cántabros. ¿Qué sois? Milesde tribus, con multitud de cabezas,diseminados por las montañas. ¿Quésois? Un pueblo minúsculo y molesto,nunca totalmente vencido, nuncatotalmente victorioso. Ya he guerreadocon pueblos similares al vuestro. Haceunos años, dominé la Sabbaria, vencí aljefe de los sappos. ¿Para qué? Unpueblo sin nada, sin oro, sin riquezas.No, quiero a la mujer. Si te rindes, si

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nos entregas a la hija de Amalarico, hoymismo partiremos, si no es así,destruiremos la ciudad. Nos interesa lamujer.

Entonces, Aster miró a Leovigildointensamente a los ojos, con una de esasmiradas suyas que penetraban en loscorazones y que hacían decir la verdad ala gente.

—¿Para qué la quieres?Leovigildo se sinceró en ese

momento. No tenía por qué haberrespondido ante un enemigo al quedespreciaba, un montañés incivilizado,pero habló y dijo:

—El hombre que tenga a la hija de

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Amalarico se incorporará a la estirpebaltinga, la única estirpe real entre losvisigodos, y recuperará el tesoro real.El rey Atanagildo está decrépito, sólotiene hijas que no se han unido a ningunode los nuestros, y el linaje de la mujerque albergas en tu ciudad es superior aldel propio rey. Los nobles queremosrestaurar el linaje de los baltos, paraello necesitamos a esa mujer, que deberegresar a los suyos.

—¿Y si no la entrego?—Mataré a todo prisionero que

caiga bajo mi poder y todos moriréis.Nada quedará vivo, quizá la mujerbaltinga morirá también. ¿Quieres eso?

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Aster calló. Ensimismado en susrecuerdos, unas imágenes muy vividasvolvieron a su pensamiento, los días deArán, la muerte de su madre. Detrás deLeovigildo, entre los soldados que lerodeaban, se adelantó de nuevo Enol.

—¡Aster! Debes entregar a la hija deAmalarico a su gente. Esa mujer no tepertenece.

Aster oyó la voz de Enol, y al fijarsemás detenidamente en él entendiómuchas cosas.

—Nos has traicionado —le dijoAster—, has revelado al godo laexistencia de Jana y has guiado lastropas godas hasta aquí. Nosotros te

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protegimos cuando llegaste a la ciudadcomo un mendigo, mi padre te protegiócuando morabas en Arán. ¡Eres un malnacido!

Al oír la invectiva, Enol se acercómás a Aster, y con una voz temblorosa,poco persuasiva, habló:

—Obedece al duque Leovigildo,entrega a la mujer y rinde la ciudad.Seguirás siendo principal en Albión.

—Príncipe… ¿de qué? De un paíshumillado por extranjeros como fue elde Lubbo. Dime, ¿qué diferencia hayentre una ciudad dominada por lossuevos o por los godos con un títere degobernante? ¿Qué diferencia habría

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entre Lubbo y yo? No, Enol, no rendiréla ciudad, y sabes bien que ella es miesposa. ¿Qué clase de hombre crees quesoy si rindo mi ciudad y entrego a mijoven esposa, que acaba de dar a luz?

—Hace años, en el bosque, cuandoestabas herido te advertí que no teacercases a ella. Juré a su madre que ladevolvería con su gente, al lugar dedonde proviene, soy fiel a mi palabra.

Aster seguía de pie enhiesto y firme.—Eso no te da derecho sobre ella.El duque godo no quiso más razones,

y cortó las palabras del druida y,mientras daba un paso al frente, sacó unalarga espada de la vaina.

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—El único derecho que interesaaquí es éste —y Leovigildo levantó elarma—, éste es el poder de los godos,tenemos la ciudad cercada y antes odespués la tomaremos. Puedes conseguiruna rendición ventajosa o bien lamasacre de la fortaleza del Eo.

Al ver la espada en alto deLeovigildo, Aster levantó también lasuya y se dispuso a enfrentarse con suenemigo.

—Si quieres luchar por la mujer,lucharemos, pero no rendiré la fortaleza—dijo Aster.

Leovigildo reparó atentamente en surival, apreció su fortaleza y la destreza

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con la que empuñaba la espada. En lamente de Leovigildo estaban lasescaramuzas en las que en lucha frente afrente los cántabros habían detenido odificultado el camino a las fuerzasgodas. Percibió que se encontraba anteun guerrero templado en el combate ydecidió evitar la lucha cuerpo a cuerpo,delante de sus tropas.

—No, aquí no. Cuando caiga Albiónte mataré.

El godo envainó el arma, después sedio la vuelta hacia su campamento,sonaron las trompetas y la puerta secerró.

Entonces los arqueros comenzaron a

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lanzar flechas contra los albiones; Astery sus hombres se protegieron con losescudos y montaron rápidamente acaballo, cruzaron el puente sobre el Eo,que retembló bajo sus cascos.

Aster cabalgó deprisa, sabía que nohabía solución, sólo le quedaba luchar amuerte con un enemigo superior, uncombate que no podría ganar. Estaballeno de dolor y de odio contraLeovigildo y Enol, pero aquelsentimiento no le cegaba, ni le conducíaa una lucha fuera de toda razón, conocíamuy bien la precariedad de su situacióny sintió que debía pedir ayuda a Ongar.Sólo quedaba esperanza en aquellos

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castros inaccesibles en las montañas. Supequeño castro junto al Eo, aislado porla barrera de enemigos del resto de lospoblados, sin alimentos, sin agua,diezmado por la peste, tenía pocasesperanzas de sobrevivir.

Camino de Albión, rodeado de sushombres, estas ideas le atormentaban.Aster conocía el arte de la guerra yhabía adivinado en el corazón del godouna enorme codicia sobre la ciudad. Elbaluarte de Albión había mantenido entiempos de Lubbo el poder de lossuevos sobre aquella zona, y era unpuerto libre al comercio. El duqueLeovigildo necesitaba destruir el foco

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que se resistía independiente ydificultaba a los godos dominar laregión del norte, para obtener losmetales preciosos de sus minas, y lograrel control del comercio con los paísesde las islas y de las tierras francas.

Aquel día, Aster no volvió junto amí, preparó a sus hombres para la luchaque pronto tendría lugar. Conocía bienque el godo no iba a mantener el asedioindefinidamente. Había visto el enormeejército extendido sobre la planiciefrente al río, y rodeando el poblado porla costa. Había entendido a Leovigildo,

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quería llevar adelante su empresa, sifuera preciso a costa de destruir laciudad. Frente a la explanada delcastillo, agrupó a sus hombres. Aalgunos más fieles les recomendó tareasespeciales. Envió a Fusco y a Lessojunto a los cimientos de la fortaleza, yenvió a Mehiar con otros cinco hombreshacia las montañas de Ongar, pararecabar ayuda de los castros en lasmontañas. Entre aquellos hombresestaba Tassio.

De nuevo en la noche, teasincendiarias atravesaron los cielos ydurante el día catapultas de gran tamañolanzaban enormes piedras que destruían

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el castro sobre el Eo.Pasó el día y la noche, una noche

oscura y sin luna. Aster entendió que elasalto a Albión se aproximaba cada vezmás. Dispuso a sus hombres en lamuralla este, conocía que en aquel lugarse produciría antes o después eldesembarco; era el lugar más débil delas defensas de la ciudad, donde lapared era de adobe y donde había lugarsuficiente para el asalto de muchoshombres. Envió barcazas para pedirayuda a los hombres de la costa eintentar hacer naufragar a algunos de losbarcos de los godos, pero los hombresde la costa sabían hundir los barcos

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desprevenidos, no los barcos ancladosen medio de la ensenada. No le negaronsu apoyo pero tampoco pudieronayudarle.

Yo, sola en la fortaleza ypreocupada por la suerte de Aster,compartía mis inquietudes con Ulge, queme asistía desde mi ascenso a señora deAlbión. Uma custodiaba al niño,olvidada de todo, sin pronunciar otraspalabras que arrullos infantiles. Por lasnoches yo no podía dormir, echaba demenos a Aster y me preocupaba susuerte. Un amanecer, después de unanoche en vela, me dirigí hacia lamuralla, intentando divisar algo en el

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mar o en la tierra. El cielo clareó por ellado de las montañas sobre elcampamento de los godos; en aquella luzrosacea de la aurora, contemplé laciudad desolada y el mar que tomabapoco a poco el color suave del cielo. Enla costa los enemigos se acercaban enenormes barcazas.

—Te quieren a ti.Detrás de mí, sonó la voz de Aster,

tan querida. Él apoyó los brazos sobrela muralla mientras el cabello le tapabala cara y su voz sonaba ronca. Todo enél mostraba cansancio y preocupación:

—No podemos hacer nada, sóloesperar a que nos ataquen, salimos a

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luchar y se esconden detrás de laempalizada. No sabemos guerrear así.El godo quiere rendirnos por el hambre,y demora la lucha frente a frente; peropienso que sus hombres están yacansados de esperar y van a atacarpronto. He enviado a Mehiar con otroscinco hombres a pedir ayuda a Ongar, ya los castros que habían jurado lealtad.

—Entonces hay esperanza.—No. No la hay. Es difícil que

atraviesen las filas godas, y aunque loconsiguieran, y los hombres de Ongarnos ayudasen, ¿qué tipo de ayuda nospodrían prestar unos labriegos dispersospor las montañas contra estos ejércitos

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armados que ves ahí?—Yo soy la causa de esta guerra, sé

que Leovigildo me quería a mí, y quecon él se encontraba Enol. Aster, noquiero que muera gente. Haz lo quequieras de mí —y llorando continué—,entrégame al enemigo… si con eso tesalvas tú y salvas a nuestro hijo y aAlbión.

Se acercó a mi lado, los dosmiramos el sol que débilmentecomenzaba a iluminar el mar, el aguatomaba al amanecer un tono rosáceo,sobre ella se balanceaban los grandesbarcos godos. Las gaviotas gritabansobre el aire.

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—Mira esos barcos, mira allá lejosel campamento godo. ¿Crees que si teentrego se irán? No lo pienso. Verás,Jana, ese ejército es muy grande. Nadielleva un ejército tan considerable sólopara conseguir un rehén. Los godosquieren la ciudad, someter a Albión ydominar todo el mar. Nuestro puerto eslibre y a él llega el comercio de losbretones, de los francos, de las tribusdel norte. Los godos quieren someter alos astures, a los galaicos y a loscántabros, no entienden nuestra forma devida. Si entregándote consiguiese queese ejército se fuera… —Y Asterensimismado dudó—. No sé lo que

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haría… Pero estoy seguro queentregándote nada va a cambiar.

—Los nobles, la familia de Blecan,los de Ambato creerán que me proteges,y que la guerra es por mí.

—Los nobles se protegen a símismos. —En estas palabras de Asterpercibí una enorme amargura—. Sabenque los godos buscan el oro y la plata, yque necesitan siervos. Saben que amenudo, como hicieron los suevos,respetan a los nobles locales cuando lesobedecen, como ocurrió con Lubbo, unintermediario entre el poder de lossuevos y los nobles. Cuando Lubbollegó demasiado lejos, extorsionándoles

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y exigiendo víctimas para sussacrificios, me apoyaron porque poseoel prestigio de mi familia y el apoyo delos montañeses. Ahora los nobles estándescontentos. Piensan que si yo caigopodrían tener más tajada en el nuevoreparto de poder.

—Pero se podría llegar a unentendimiento con los godos.

—No hay entendimiento posible.Aquí en Albión y mucho más aún en loscastros de las montañas, hay familias ygentilidades, hombres libres igualesentre sí. Abajo en la meseta y en la cortegoda, unos cuantos tienen el poder ydominan a los otros, que son siervos e

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incluso esclavos. Nuestra forma de vidaes diversa a la suya. Los albiones, lospésicos, los límicos, los tamaricos,todos estos pueblos que tú conoces songente de espíritu libre, y no quieren sersometidos. Los godos quieren Albiónpara controlar a los suevos, pero sobretodo para dominar los castros de lasmontañas.

Después, Aster calló y abstraídocontempló aquella guerra que él nohabía causado, el mar y la tierra, elcampamento godo que se desperezabade la noche, en el que se veían estelasde humo. Más lejos, en el mar, habíanllegado más barcos godos de velas

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oscuras. Inclinó la cabeza, abatido. Meacerqué a él y acaricié suavemente sufuerte brazo.

—Entonces lucharás hasta que caigala ciudad. Eso lleva consigo sufrimiento.Muchos morirán.

Me sonrió tristemente y agachó denuevo la cabeza, después se volviómirando mi rostro, por el que corríanlágrimas, y las limpió con su mano.

—¿Recuerdas cuando expulsamos aLubbo? Los albiones agradecidos meaclamaban, querían volver a los tiempospasados en los que las familias eranindependientes y escogían a sus jefespor nacimiento y por valor. Después, en

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el Senado cántabro, juré protegernuestra forma de vida, que fue la formade vida por la que luchó y murió mipadre. No voy a consentir que lo quecon tanto esfuerzo consiguió Nicer y porlo que hemos combatido estos años seatirado por tierra. Quizá perdamos estabatalla, pero el país de los galaicos, delos astures y de los cántabros resistió elempuje de Roma y ahora no serávencido por esta tribu de bárbaros delnorte. Quizás Albión caiga, pero loscastros resistirán… Si nos sometemos,seremos un precedente para el resto delos montañeses; resistiremos hasta el finy si caemos los de Ongar no se rendirán:

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seguirán guerreando. No podemos dejarde pelear ni llegar a un compromiso. Mipadre… intentó llegar a un compromisocon un hombre cruel y de ello no sesiguieron más que males. ¿Recuerdas atu poblado sometido y pagando untributo, con aquel Dingor cínico yembaucador, protegido por los hombresde Lubbo y por los suevos? ¿Recuerdastu castro destruido?

—Sí.Callé un momento viendo en mi

mente el fuego devorando las casas y lasvoces de los hombres y mujeres deArán. Después seguí hablando:

—Entonces no crees en los

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compromisos…—No. No creo en los compromisos

con los hombres sin honor. Lubbo notenía conciencia ni dignidad; Leovigildoy Enol tampoco la tienen. El únicocamino es combatir.

Su rostro se volvió duro. Le veía deperfil y noté cómo sus rasgos seafilaban; seguidamente Aster habló:

—Ahora tengo un heredero, si yomuero, él quedará.

Sonreí entre lágrimas recordando aNicer, pero aquello no me consoló,pensé en mi hijo, pequeño e indefenso,si su padre moría ¿qué iba a ser de él?No quise hablar de aquello, y allí, desde

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lo alto del palacio de los príncipes deAlbión divisé toda la ciudad, con suscallejas irregulares partiendo de laexplanada frente a la fortaleza, elacantilado limitando al norte, el río y alotro lado del cauce la gran llanura queera un hervidero de enemigos.

Entonces, una gran tuba con unsonido profundo y retumbante seescuchó en el campamento de los godos,oímos gritos en la ciudad y, a lo lejos,pudimos distinguir un grupo de hombresarmados que avanzaban llevando entreellos un prisionero, cruzaron laexplanada en dirección al río y a lacuidad. A una distancia prudente, en la

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que no podían ser alcanzados por losproyectiles y flechas procedentes deAlbión, los hombres se detuvieron.

—¿Qué ocurre?El semblante de Aster palidecía

conforme el grupo de godos se ibaacercando a la ciudad. Creo quesospechó desde lejos quién era el presoy cuál era el motivo de la embajada.

Con prisa se despidió de mí:—Un nuevo mensajero sale de las

filas de los godos. Debo ir.—¿Qué querrán?—Nada bueno.Sin dejar de mirarle, observé cómo

descendía del palacio por la escalera de

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piedra, cruzó la explanada dondealgunos de sus hombres se acercaban yabuscándole. Después distinguí conansiedad cómo se dirigía, cruzando lascallejas de Albión, en dirección a lapuerta de la ciudad. Por las calles seescuchaban gritos, y las gentes sereunían en corros hablando. La noticiacorría antes que el mensajero.

—¡Los godos han cogido a Tassio!—se oía por todas partes.

Desde la muralla pude ver cómohombres y mujeres se congregaban endirección a la gran puerta sobre el río.La muchedumbre dejaba paso a Aster,que acompañado de Tilego y Tibón se

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dirigía también hacia la entrada deAlbión.

Aster subió a la torre y ordenó bajarel puente. El emisario cruzó el puente yse detuvo en medio de la pasarela. De laciudad salió gente y gran parte de laguardia.

—Esta noche varios de los albionesse han atrevido a desafiar el cerco y unode ellos ha sido tomado prisionero.¡Rendios a las tropas del granLeovigildo o este hombre morirá!

—Comunica a tu jefe que la ciudadno se va a rendir, ni ahora, ni nunca.Tendrá que tomarla —dijo Aster.

—¡Moriréis todos!

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El emisario volvió grupas y regresóhacia los hombres que le esperaban. Lacomitiva con el prisionero se alejó endirección opuesta a la ciudad. Astermiró de lejos con tristeza el cabellooscuro de Tassio, de aquel que habíasido un amigo fiel desde los tiempos deOngar. Entonces Aster evocó la muertede su madre y los últimos días de supadre, todo lo que había ocurrido en untiempo pasado, marcando su infansia yjuventud. Aster rechazó el recuerdo ydesde la torre miró a los hombres que secongregaban bajo los torreones deentrada a Albión; los hombres y mujeresque habían pasado la peste, los que

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habían sufrido la esclavitud de Lubbo,los que lucharon con él en Montefuradoy en Vindión. Entonces Aster habló a sugente desde lo alto de la torre:

—No rendiré la ciudad, antes morirque otra vez esclavos. ¡Gentes deAlbión! ¿Queréis volver a serdominados por los extranjeros, por losbárbaros del norte?

De entre la muchedumbre se oyó lavoz de un hombre, era Abato.

—No nos rendiremos jamás.Las gentes corearon su voz. Sólo de

las filas de los nobles salió una vozopuesta, Blecan y los suyos no queríansufrir, sino rendirse al enemigo. Aster,

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por la escalera de piedra que conducíaal torreón, comenzó a bajar paraacercarse a la muchedumbre y cuando seencontraba ya cerca del suelo, oyó lavoz de Blecan.

—Yo sé lo que quieren —gritó el tíode Lierka—. Algunos quizá lo oísteishace unos días.

Las gentes callaron dominadas porla curiosidad.

—El otro día, en la embajada deAster, el duque godo pidió sólo unacosa, quieren a la goda, a la bruja quetiene hechizado a Aster. Si laentregamos los godos se irán. Dinos,Aster, ¿es o no es así?

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Hubo un murmullo en la multitud.Blecan se enfrentó a Aster. Le miró a losojos y dijo:

—¿Es así o no?Aster, sin dudar, serenamente y con

voz firme, contestó:—Los godos quieren a la mujer, eso

es así, pero piden también la rendiciónde la ciudad, que les permitirá accederal dominio sobre los suevos. Estoyconvencido de que aunque lesentregásemos a la mujer no respetaríanla ciudad. No. No la entregaré.

—Ríndete, negocia con ellos,entrega a la mujer.

Aster se enfrentó a aquella voz,

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iracundo, y de nuevo repitió:—Les daríamos a la mujer y después

igualmente destruirán la ciudad. Nosabes lo que dices.

—No hay salida, Aster. —Blecanhabló con voz convincente, comoprotectora—. Acepta lo irremediable.No puedes anteponer tu interés personalal bien de Albión.

Aster iba a contestar cuando Abatointervino:

—Te equivocas, Blecan. Aquí elúnico que ha antepuesto sus intereses alos de la ciudad has sido tú. Tú quetraicionaste a Nicer, tú que colaborastecon Lubbo, tú que huiste de la peste.

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Estoy seguro de que has negociado yacon los godos.

Blecan enrojeció de ira, intentóhablar pero Abato no le dejó.

—Los godos quieren la ciudad,quieren conquistar las montañas yacceder al oro, a la plata y al estaño.Seremos prisioneros primero y despuésesclavos. Los godos nos reducirán a laservidumbre. Nuestras mujeres serán lassuyas. Seremos conducidos al sur, atrabajar como siervos en sus ciudades yen sus campos. Hay que luchar, laesperanza viene de Ongar y de lasmontañas.

Blecan exasperado le recriminó:

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—Si hablamos de traidores, tú,Abato, serás el primero. Traicionastelas tradiciones de tus mayores uniéndotea los cristianos y después condujiste aesa secta inmunda a Nicer y por últimole abandonaste. ¿Vas a hacer lo mismocon Aster?

Abato palideció, la tristezamezclada con la cólera afloró en surostro; después contestó, comoexcusándose ante el hijo de Nicer:

—Eso no fue así. No le creas, Aster.Su boca es doble, yo no traicioné a tupadre. Fue Blecan quien lo hizo. Supoque Nicer era cristiano y lo difundió enun tiempo en el que muy pocos de

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nosotros lo éramos. Los albiones noaceptaron la fe de tu padre, aquello minóla lealtad de muchos. Ahora utiliza a tuesposa para dividir al pueblo, porque noes capaz de luchar y teme el asedio.Nunca ha creído en las tradiciones sinocuando le han convenido.

Blecan desenvainó la espada, y conél muchos de sus compañeros;amenazadores se acercaron a Abato y lerodearon. Entonces habló Aster, su vozsonó clara y fuerte:

—Por nacimiento y por conquistasoy principal entre los albiones, nadaquiero oír del pasado. Nos rodean losenemigos por todas partes, debemos

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estar unidos y luchar.—Entrega a la mujer —insistió

Blecan—, entonces yo y los míoslucharemos contra los godos.

—Esa mujer no sólo es la esposa deAster, nos ha salvado y curado —unavoz surgió entre los hombres.

—Una curandera —dijo Blecandespectivamente—. Aster, ¿entregarás ala mujer?

—No. No lo haré.En aquel momento, al otro lado de la

muralla se escuchó el estruendo demuchos tambores. Las puertas delcampamento godo se abrieron y de élsalió un escuadrón de soldados y entre

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ellos debatiéndose se encontrabaTassio. Desde mi atalaya pude ver cómola patrulla, con Tassio en medio, sesituó en el centro de la explanada, en unlugar donde podían ser vistos por lasgentes de la ciudad. Clavaron un granposte en el suelo y ataron al cautivo.Tassio miró hacia Albión suplicandoclemencia.

El vigía en la torre gritó:—Conducen a Tassio al patíbulo.En ese momento la discusión entre

Abato y Blecan cedió.Aster ordenó abrir las puertas de la

ciudad y él mismo cruzó el puente sobreel río. Le siguieron gran cantidad de

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hombres que ocuparon el puente y laexplanada cerca de la muralla sin cruzarel río. Del campamento godo salieronmás soldados.

Presa de una gran inquietud, bajédesde la atalaya hasta la puerta de laciudad, Ulge caminaba conmigo. Alacercarnos a la puerta oímos desde atrástodo lo que Blecan decía, yo meconmoví cuando Aster se negó aentregarme. A continuación, seguimos ala multitud que salía de la ciudad ycruzamos las puertas de la urbe.

Del campamento godo salióLeovigildo y avanzó hasta situarse cercadel lugar donde Tassio estaba atado.

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Con él se hallaba Enol. Sonaron lastrompetas, y acercaron leña a los pies deTassio, un grupo de arqueros le rodeó.

—Entregad a la mujer goda, deestirpe baltinga, y este hombre nomorirá.

Vi a Aster temblar de cólera. Antesde que respondiese, yo me hice pasoentre la muchedumbre allí congregada,hasta llegar cerca de Aster.

—La mujer baltinga soy yo. Dime,¿matarás a ese hombre inocente por mí?—hablé.

Leovigildo me observó consorpresa, una mirada escrutadora, queme juzgaba de arriba abajo y que

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posteriormente se volvió admirativa, seabrió en sus ojos. Continué avanzandodelante de todos los hombres de Albión,Tibón y Tilego intentaron detenerme.Entonces se oyó la voz de Tassio quegritó con fuerza:

—¡Cuidado, Aster! No la dejesavanzar. Mehiar logró atravesar el cercoy traerá refuerzos. Ten cuidado y mira atus espaldas.

No pudo seguir hablando, una flechaprocedente de las filas godas le atravesóel pecho a la altura del corazón. Tassiomiró de frente a Aster, me miró a mí;luego murió.

Lo que Tassio nos advertía era que

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detrás del río, algunas naves godashabían llegado a la costa y sus ocupantesse adelantaban camino de la gran puertade la ciudad, ahora abierta. Tras el gritode Tassio los albiones avisadoscomenzaron a luchar. Aster me tomó delbrazo y me arrastró, después me entregóa uno de sus hombres a caballo. En laexplanada se produjo un gran combate.Palmo a palmo los albiones defendieronsu terreno. Vi a Tilego luchar a brazopartido con uno de los capitanes godos.Leovigildo dirigía el combate desde laretaguardia. Los albiones llenos dedesesperación peleaban con furia y todala rabia contenida de semanas de asedio

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estimulaba su lucha. Pronto los godosdebieron replegarse a su campamento.

Por la noche, el fuego provocadopor las antorchas incendiarias se adueñóde la ciudad. Oíamos fuera las voces delos hombres de Leovigildo preparandoalgo. Amaneció, de los barcos habíandescendido gran cantidad de soldadosque armaron máquinas de guerra paraderruir la muralla. Sentí que el fin seaproximaba. La noche era sin luna;durante las horas de oscuridad, Asterpreparó la defensa de Albión.

De nuevo me buscó al alba.—Ha llegado el fin —dijo—, si no

vuelvo tras la lucha que hoy se avecina,

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huye con Nicer a Vindión, hacia Ongar,allí no habrá peligro.

Yo lloraba.—Debías haberme entregado antes y

Tassio quizá no hubiese muerto.—Eso no es así —repitió con fuerza,

sin arredrarse—, quieren la ciudad.¿Qué clase de hombres seríamos si teentregásemos, a ti que has expuesto tuvida durante la peste?

Pero yo no entendía ya nada, un grandolor me atravesó el corazón, bajé lacabeza y lloré. En mi mente se ibaabriendo paso la idea de huir lejos deAlbión e intentar parlamentar con losgodos. Sabía que Aster se opondría,

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pero mi voz interior me hablaba dederrota y sufrimiento si yo seguía allí.Intenté infundirle ánimos, y despuésadivinar el futuro como otras veceshabía hecho. No vi nada.

—Sé que volverás —dije, pero enmi voz no había seguridad.

Él me estrechó y después abrazó alniño. Fuera le llamaban, le vi irse, conla espalda inclinada y los hombrosencorvados, lleno de nobleza perotambién de dolor. Al cruzar el umbral dela fortaleza se rehizo y le oí dictarnormas claras y distribuir a los hombrestras la muralla. Se oyeron unos golpesfuertes junto a la pared este, intentaban

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derruir la muralla de Albión, en aquellado de adobe y piedra y, por tanto, másdébil.

La defensa de Albión se derrumbópor allí, asaltada por las tropas godasdel mar, y el enemigo penetró en Albión.Así comenzó una lucha sin cuartel quefue ganando terreno palmo a palmohacia el interior de la ciudad,acercándose a la zona central junto a laacrópolis y el antiguo templo de lossacrificios de Lubbo.

Hombres y mujeres, niños yancianos se refugiaron en la fortaleza;mandé abrir las puertas y unamuchedumbre se abalanzó hacia el

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interior. Las mujeres me abrazaban y lasacogí sin dudar, hice que descendieranal sótano del edificio y allí se fueronhacinando. Oí los lloros de los niños ylos susurros de las mujeres suspirandoasustadas. En la cámara principal estabaNicer, dormía sin darse cuenta delhorror que se abatía sobre la ciudad desus mayores.

Al fin los hombres de Aster sereplegaron en torno a la acrópolis yfueron rodeados. En el lugar frente alpalacio donde los guerreros jóvenes seentrenaban en la lucha, se produjo unagran batalla. Aster se defendía de varioshombres a la vez, y a su lado Tibón

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luchaba sin cesar. Vi a Tibón rodeadode varios godos, uno de ellos leatravesó el brazo con una adarga,después otro le clavó en el pecho unalanza. Oí a Uma gritar la muerte de suhermano. Más allá, Lesso lleno de rabiase defendía contra varios atacantes, y asu lado Fusco empuñaba la antiguaespada que Aster le había regalado.

Viendo el campo perdido, Aster tocóel cuerno de caza en son de retirada. Lossupervivientes entraron en el palacio yse atrincheraron. Fuera quedaba Tibón,muerto, y una veintena de cadáveresmás.

Entraron en la gran sala de la

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fortaleza de Albión aquel resto dehombres aún fieles a Aster. Los vicongregados junto a su príncipe; estabanLesso y Fusco, Tilego y muchoshombres de Ongar y algunos de Albión,entre ellos Abato y varios de su estirpe.Hablaban de que había habido traición yque los hombres de Blecan se habíanpasado al enemigo.

—Es el fin, moriremos todos —dijoAbato.

Sin embargo, Aster aún no se habíarendido, dispuso a arqueros en lastroneras, y se reunió con los hombresque quedaban.

—Hay una salida, el túnel bajo el

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mar —dijo.—Pero… ¿quién sabe dónde se

inicia y si no fue cegado por Lubbo?—Yo sé dónde se inicia y hace

meses que está abierto. Es la únicasalida de la ciudad.

—Sigue habiendo lucha en lascalles, el palacio está rodeado, sihuimos entrarán y nos seguirán,moriremos atrapados en los túneles.

—No —dijo Aster—, unos cuantosnos quedaremos en la retaguardia, eimpediremos el paso a los godos. Ungrupo irá delante, detrás las mujeres ylos niños; por último, tras habernosdado un tiempo, saldremos los

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defensores.Abato miró a Aster.—Años atrás yo no confié en tu

padre, aquello fue su ruina, es cierto queno le traicioné, pero no le ayudé en elmomento difícil; ahora quiero reparar eldaño. Huye con tus hombres y con lasmujeres por los túneles. Tú conocesbien el camino. Yo y mis hombresmantendremos la lucha aquí.

—No quiero que mueras por mí. Yome quedaré.

—No. Tú conoces el camino y sobretodo… tú eres la esperanza de las gentesde las montañas. Si sobrevives, losmontañeses se unirán de nuevo y no

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serán dominados. Si mueres, el futuro setornará aciago para las gentes cántabras.

Aster se abrazó a Abato y organizóla huida. Las gentes de Abato salieronde la fortaleza contra los godos,intentando impedir su avance. La luchase prolongó durante todo el día.Supimos más tarde que prácticamentetodos los hombres de Abato cayeronmuertos o prisioneros; pero cuando losgodos entraron en la fortaleza, ésta seencontraba vacía y la puerta de entradacerrada y disimulada a las pesquisas delos godos.

Primero las mujeres y niños ydespués los hombres guardando la

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retaguardia, descendimos a los sótanosde la fortaleza de Albión. Allí, Asterordenó golpear el gran muro de piedra.La entrada del túnel estaba cegada desdelos tiempos de Lubbo pero él conocíabien su localización. Tilego, Lesso yFusco, ayudados de los soldados,golpearon varias veces el muro,finalmente la puerta se abrió. Tomé enmis brazos a Nicer, que gimoteabaasustado, y emprendimos la marcha.

Avanzamos por los túneles hastallegar a la gran cueva de Hedeko, allíencontramos a otros fugitivos yemprendimos el camino bajo el mar.Aster ordenó derrumbar el techo del

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lugar por donde huíamos.Oí cómo se producía el derrumbe

del techo detrás de nosotros. Fusco yLesso caminaban juntos, recordaban suentrada en la ciudad por aquellostúneles bajo el mar. Lesso no sentíanada, sólo veía la muerte de su hermanoTassio bajo los arcos de los soldadosgodos. A veces no podía evitarlo y laslágrimas se deslizaban por su rostro.Lesso, en aquel momento odiaba aAster, pensaba que quizás él podríahaber evitado la muerte de su hermano,pero al mismo tiempo la devoción haciasu príncipe y señor se sobreponía. Fuscointentó animarle y le tomó por los

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hombros, haciéndole caminar adelante.Aster se aproximó hacia ellos, se

detuvo y puso su mano sobre el hombrode Lesso. Después le habló:

—No podía hacerlo. No pude hacernada por él.

Lesso se retiró de su brazo, hosco yseco.

—Era mi hermano, él hubiera dadosu vida por ti.

—Lo sé y siempre le estaréagradecido.

Aster guardó silencio y avanzó condecisión, pasó junto a mí sin apenasverme pero pude distinguir en su rostrolos rasgos de la desolación. Entonces

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llegamos a un punto del camino en elque el túnel seguía hacia el oeste. Aquélera el lugar por el que Lesso y Fuscohabían llegado desde la costa. Sinembargo no seguimos en la direcciónpor la que Fusco y Lesso habían venido.Aster se volvió hacia la pared, y con unhacha golpeó la roca, una y otra vez, seoía un sonido hueco. Los otros hombresle ayudaron, la entrada a un nuevo túnelse desplomó.

Entramos en una cueva muy grande.De las paredes calizas colgabanestalactitas y el suelo lleno deestalagmitas era irregular, el aguacirculaba por doquier, bajo la luz de las

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antorchas todo tomaba un aspectofantasmagórico y extraño. La cueva erainmensa como un gran bosque de árbolesde piedra, en el que parecía fácilperderse, pero Aster parecía conocerbien aquel lugar; se dirigió a donde yoestaba con Uma y Nicer, me hizoretroceder unos pasos y sin que Uma looyese dijo como liberándose de un peso:

—Tibón y yo recorrimos todos estostúneles para escapar de Albión, vivimosescondidos largo tiempo entre las rocas,y ahora Tibón ha muerto también.

Más allá, Uma caminaba sin hablar,como una autómata, la muerte de suhermano había recrudecido su

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enfermedad, llevaba a Nicer en susbrazos y no quería soltarlo. Su expresiónno era triste sino impasible y neutra, medi cuenta de que ni siquiera se sentíaafligida, canturreaba una canción decuna a mi hijo. En su mente, cruzaba unay otra vez la caída de su hermanoatravesado por una lanza y, sin embargo,todo aquello no le parecía real.

Aster se situó de nuevo al frente;caminamos largo tiempo por aquellaoquedad alargada y pétrea, llena de aguay de aspecto fantasmagórico. Yo leseguía con la mirada puesta en él, cercasiempre de Uma, que llevaba a mi hijo.

—Seguiremos la dirección contraria

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a la corriente; éste es un río quedesemboca en el mar y que mana de lasmontañas en la región de Arán.

Un frío húmedo nos retentaba loshuesos, el pequeño Nicer llorabaasustado; suavemente retiré al niño delos brazos de Uma, que me dejó hacer, yle estreché muy fuerte; Aster se giró yme miró desde lejos, a mi ladocaminaba Lesso, y al cruzarse susmiradas, Aster desvió la vista hacia elfrente. Yo sentí una enorme tristeza,recordando a Tassio, siempre fiel a supríncipe y señor. Evoqué aquelmomento, cuando le conduje hacia Arán,y él me defendió en el camino. También

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me apené al darme cuenta de que Lessoculpabilizaba de alguna manera a Aster.

Alcanzamos el término de la cueva,un manantial se abría hacia la gruta y uncamino paralelo a la corriente conducíahacia el interior de la montaña.Ascendimos en una fila estrecha,caminando de uno en uno. Nicer dormíaen mis brazos, Ulge lo tomó con cuidadopara que yo descansase, pues el niñopesaba. Me apoyé en la roca, y observécómo el río torrentoso dentro de lamontaña había labrado un senderonatural. Todo era oscuro en aquel lugar

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iluminado únicamente por la luz de lasantorchas, la humedad nos calaba laropa hasta los huesos, un olor extraño asalitre y tierra mojada llegaba hacianosotros. Sentí frío y un dolor grandeprovocado por la pérdida de la ciudad.Poco a poco el camino se fueensanchando y llegamos a una grancueva. Al fondo de ella brillaba la luzdel sol, colándose entre unos matorrales.De entre la muchedumbre se oyeronsuspiros de alegría, pero Aster los hizoenmudecer. No sabíamos lo que estabaocurriendo fuera.

Miré al grupo, posiblemente losúnicos supervivientes del gran castro de

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la desembocadura del Eo. Estaba Ulge,la buena y vieja Ulge, atareada en cuidara Nicer. Junto a mí, con una carainexpresiva y extraña se encontrabaUma, que había perdido a su esposo, asu hijo y por último, a su hermanoTibón. Su rostro estaba enflaquecido ysu cabello cruzado por hebras de plata.Detrás, un grupo de unas cuantasmujeres con algunos niños. Delante delgrupo de mujeres vi a Aster con el únicode sus capitanes que había sobrevividoal fin de Albión: Tilego. Pensé enMehiar, quizás habría muerto o quizáshabría alcanzado Albión, pero ya erademasiado tarde. Al fondo, detrás de

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todos, unos cuantos pescadores ylabriegos, entre ellos pude ver a Mailoc,el ermitaño. Fui escrutando de uno enuno, cada semblante, el rostro de los quetodo lo habían perdido.

Al salir al exterior de la cueva,nuestros ojos tardaron en acostumbrarsea la luz del día. Salimos a un robledal,la luz del sol se introducía entre lasramas de los árboles. Atardecía y frentea nosotros los rayos del sol se situaronen el centro de la copa de un gran roblecentenario. Aster siguió indicandosilencio, y se situó delante de nosotros,que le seguimos. Anduvimos de modorápido entre la arboleda. Una ardilla

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corría libre entre los árboles, al verlasentí un hálito de esperanza. La ardillano tenía nada pero era libre, nosotrostodo lo habíamos perdido pero tambiénseguíamos insumisos. Durante una horaascendimos hasta la parte más alta de lamontaña; desde allí se veía Albión ypudimos divisar su final. El sol seinclinaba ya cercano al mar.

Vimos la muralla aún enhiesta y elfuego que ascendía desde muchas casas.Entonces, los soldados godosdestruyeron la muralla. Con grandestroncos y animales de carga empujaron agolpes el talud que protegía la ciudaddel mar. La marea, baja en aquel

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momento, no penetró en el interior delantiguo castro de los albiones, pero aldescender el sol sobre el horizonte, lasaguas fueron anegando las tierras deAlbión situadas bajo el nivel del mar. Eltemplo quedó sumergido bajo las aguas,y las casas de los albiones, una por una,el antiguo almacén en el lado sur delpoblado; por último, la gran fortaleza deAlbión fue cubierta por las aguas, y laantigua ciudad de los albionesdesapareció de la historia del mundo.

Desde la montaña, Aster y yo vimosla caída de la ciudad. Su rostro estabapálido y frío. Una cólera atroz refulgióen sus ojos. Levantó la espada hacia el

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cielo clamando venganza. Oíamos muylejanos los relinchos de los caballos ylos gritos de las gentes de la ciudad.Todo nuestro mundo celta se hundía antenuestros ojos. Era el fin.

Después Aster enmudeció: mirabahacia el horizonte, y el mar cubría laensenada donde anteriormente existíauna ciudad. Le tomé de la mano e hiceque se alejase de allí. Él me siguiódócilmente. Miré hacia atrás, distinguí alos pocos supervivientes de Albión,hombres y mujeres que huían enbarcazas a través del río. Divisé a losarqueros godos disparar contra ellos, yel mar se tiñó del color rojo de la

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sangre. Se hizo un silencio tenso entrelos hombres y mujeres que habíamosescapado de Albión.

—¿Adónde iremos?—A Ongar, al lugar más alto y más

alejado en las montañas de Vindión. Allíseguiremos luchando. Mehiar nosespera.

Aster no dio opción para eldescanso, evitó que pensásemos en lacaída de la ciudad y nos alejamos deaquel lugar y de Albión ya para siempre.El grupo caminaba despacio con lapesadumbre por la destrucción deAlbión en nuestros corazones, y el dolorpor la pérdida de familiares y amigos;

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pero éramos un grupo compacto, fiel asu guía, mi esposo. El sol se ocultó, ylas sombras de la noche fueroncubriendo los árboles. Nosencontrábamos en un bosque decastaños, hayas, abetos y sauces, cercade la corriente de un arroyo. Asterdetuvo el grupo. No permitió que seencendiese fuego, nos situamos uno juntoa otro, intentando buscar calor. Dejé aNicer en los brazos de Uma, ellaacunaba al niño y parecía encontraralgún consuelo. En el cielo, brillaba unaestrella, la luna era poco más que unfilamento curvado y ensanchado en elcentro. Luna nueva.

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Me acerqué a Mailoc. El ermitañoreposaba sereno sentado junto a unárbol. Al oírme llegar abrió los ojos,claros y rodeados de arrugas. Me mirócon compasión.

—Padre. No puedo dormir, veotodavía el horror de Albión y me sientoculpable.

—Tú no has hecho nada. Curaste amuchos en la peste.

—Si me hubiera entregado. Bueno…quizá la ciudad no hubiera caído, perono fui capaz y Aster me lo impidió.

El ermitaño habló, sentí que veía enel futuro, como a mí me ocurría con lasvisiones.

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—Pronto deberás dejar todo lo queamas y te parecerá que no hay sentido entus días. Pero en medio de la oscuridad,un día volverá de nuevo la luz.

Después Mailoc calló y no me dejóseguir preguntando, porque Aster sedirigía hacia nosotros.

—¿Estás bien?—Sí.—¿Nicer?—Está con Uma, ella encuentra

consuelo con él. Lo ha perdido todo.—Lo sé.El ermitaño vio cómo Aster y yo nos

alejamos. Nos sentamos en el suelo, unpoco retirados del resto del grupo. Puso

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sus manos en las mías, y yo le miré a losojos, aquellos ojos oscuros de miradadulce unas veces y otras de rasgoscoléricos. Suavemente le hablé:

—Aster, sé que debo irme. Laciudad ha caído pero intuyo que seguiránpersiguiéndonos hasta que meencuentren y me lleven con ellos. Enolno cejará en su empeño de llevarme alsur.

—No te irás, ahora te necesitamosmás que nunca.

—¿Me necesitáis?—Te necesito yo.Entre lágrimas sonreí. No hablamos

más, tardé en dormirme y entre los

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brazos de Aster vi las estrellas girandoen la bóveda celeste. Amaneció unnuevo día cálido y un sol lleno de fuerzanos despertó entre los árboles.

Reemprendimos el camino; trasvarias horas de marcha, la luz de unverano tibio se colaba entre los árboles.Procurábamos no hablar mientras nosmovíamos por senderos poco conocidos,los niños y ancianos demoraban nuestramarcha. Llegamos a un castro escondidoentre las montañas. Los hombres deaquel lugar parecían fieles a Aster y nosayudaron, proporcionándonos bebida yalimento. Oímos que el día anteriorsoldados godos habían pasado por allí

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buscando a los evadidos de Albión.Los hombres del castro se

congregaron en torno a Aster y Tilego,querían conocer bien la caída de Albión;Aster les contó la traición de Blecan y elderrumbamiento del muro. Les dioánimos para resistir al enemigo godo ydejó entre ellos a uno de sus hombrespara ayudarles a defenderse por sinuevos guerreros godos intentabanatacar el poblado.

—Estáis en un lugar estratégico —les dijo—. Una patrulla goda no podráhaceros nada. Vigilad siempre elcamino. Es fácil de proteger.Necesitarían un ejército grande para

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derrotaros. Los montañeses somoshombres de espíritu libre y esosbárbaros no nos doblegarán. Deshabitadel castro y asentaos en las laderas,construid una fortaleza que impida laentrada al valle.

Pasamos dos días allí reponiendofuerzas, después proseguimos nuestrocamino hacia Ongar. El camino se tornamás y más pendiente, a menudo habíaniebla o nubes bajas, pero no llovíaporque el verano seguía presente enaquellas tierras del norte. Al fin,divisamos al frente un gran murallón

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pétreo e irregular, con picachos que seelevaban al cielo, cubiertos por nievesperpetuas, eran las montañas de Ongar alo lejos, la parte más elevada de lacordillera de Vindión. Frente a nosotros,dos laderas llenas de bosques pardos,más abajo un valle con álamos altos ychopos junto a un río. Reconocí aquellugar, no estaba lejos del castro deArán.

Llegamos a un claro en medio deaquellas selvas, en el centro un apriscodonde los pastores guardaban losanimales en el invierno. Nos detuvimos.Aster estaba intranquilo y preocupado.Oímos un ruido extraño a los lejos,

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parecía un pájaro.Tilego le susurró algo al oído a

Aster. Éste hizo una señal y Lesso yFusco desenvainaron sus armas.Entonces nos rodearon. Aster empujó alas mujeres y a los niños al centro delclaro dentro del cercado de animales.Los hombres levantaron sus espadas.

Era un grupo de soldados godos, nosdebían de haber seguido desde el castro,quizás alguien de allí nos habíadelatado; desenvainaron sus espadas yalgunos nos apuntaron con lanzas,estábamos rodeados, pero no atacaban.

Aster y los suyos estaban debilitadosy cansados. Durante unos minutos los

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dos grupos, albiones y godos, se miraronfrente a frente, sin iniciar la batalla.Pasó un lapso corto de tiempo, entre losárboles oí el canto de los pájaros, al finlos godos retrocedieron unos pasos yuna figura se abrió paso entre ellos. Oíuna voz familiar.

—Quiero hablar con Aster y con lamujer baltinga.

Era Enol. Se dirigió a Aster, ydespués me miró a mí alternativamente.

—La guerra ha acabado. Los godosno quieren nada más que a ti, saben queestos poblados en las montañas soninexpugnables, pero atacarán cualquierlugar en el que te refugies. —Después

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miró a Aster y siguió hablando—.Leovigildo destruirá uno por uno todoslos castros de las montañas si ella noviene conmigo.

Aster habló:—No irá. Somos un grupo de

hombres sin esperanza, Enol, déjanosllegar a Ongar. ¿Cuántos han muerto enAlbión? ¿No has hecho ya bastante?

Enol dudó pero no se dejóconvencer.

—Nada hubiera ocurrido si noshubieses entregado a la mujer.

—Sabes bien que no es así —dijocon rabia y dolor Aster—. Si los godossólo hubiesen querido a la mujer, no

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habrían destruido Albión, que ahora estábajo las aguas. Vete, Enol, déjanosmarchar. Dime, ¿qué más quieres denosotros?

En el rostro del druida persistía unainquebrantable determinación. Entoncesse dirigió a mí, nunca olvidaré aquellamirada, parecía ordenarme lo que debíahacer. Él, Enol, me conocía, me habíacriado y sabía cómo dominarme.

—Me iré, pero lo que te he dicho escierto, perseguirán a tu esposadondequiera que se encuentre. —Después se volvió hacia mí—. Piénsalo,niña, ¿quieres seguir exponiendo a lamuerte a toda esta gente inocente? Tu

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lugar no es éste, siempre lo has sabido,debes dejarlos e ir al lugar que tecorresponde.

Yo palidecí, el corazón me latíadeprisa. Después Enol continuóhablando, en un tono más bajo, de formaque únicamente yo le oía.

—Te esperaré dos días en nuestraantigua morada en Arán.

Por último, habló a los evadidos deAlbión, con fuerza, de modo imperativo.

—Si ella se viene conmigo, elejército godo se irá al sur. Si ella noviene adonde es su lugar, indicaré a losgodos el camino de Ongar y Leovigildoarrasará todo poblado que os dé

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albergue.A una orden de Enol, los godos se

fueron. Mujeres y niños se volvieronhacia mí, en sus caras vi un mudoreproche. Miré a Aster, él bajó los ojos.No dijo nada. Vi a Nicer refugiado enlos brazos de Uma.

Comprendí.

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XXIV. La luna en elcrepúsculo

Desde lo alto de la montaña, Aster y yomiramos el horizonte. En la parte másalta de la cordillera, de un caminorocoso flanqueado por bosquescentenarios, descienden las laderashasta un valle, en una vaguada con unrío. Al oeste, el sol se hunde en la tierraboscosa llenando todo el horizonte deresplandores rojizos. Al este, el cielocambia su color y el añil de la tarde se

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oscurece gradualmente. De pronto, enaquel cielo ya oscurecido, a mediaaltura, se vislumbra una línea roja muydelgada que, poco a poco, se engrosa yredondea, formando una bola de grantamaño de color púrpura y después,conforme va creciendo, el astro se tornaen anaranjado, amarillo; es una lunaluminosa, grande y rojiza que aparece enel crepúsculo oscuro de nuestras vidas,llenándolo de luz como una antorcha depaz. En aquel momento, y durante untiempo corto, en el cielo brillan dosastros de color rojizo, el sol cansado delatardecer y el astro de la noche,amaneciendo.

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No hablamos, no nos miramos, sólocontemplamos el cielo, lleno de las dosluminarias, mientras una se hunde, laotra se eleva. Al fin, la luz cárdena de laluna ilumina mi túnica blanca y el amorde Aster cae sobre mí, cegándome.Pasan las horas junto a Aster, conozcobien que es la última noche. Despierto yla luz rosacea del alba iluminasuavemente el cielo. Alta en el cielo,una luna de luz plateada me saluda.

Entre la paja me encojo asustada ytemo que llegue el día. Miro al cieloatraída por la visión de una luna que yase oculta. Junto a mí, percibo a Aster. Surostro, reclinado, se esconde tras su

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pelo oscuro. Estamos solos, sobrenosotros el techo de la cabaña denuestros primeros días de matrimonio;allá abajo el valle de Arán, donde losgodos me esperan. Al oeste, el mundo,nuestro mundo celta, se ha derrumbado,pero la luz de plata de la luna siguellegando, semilla de esperanza, a travésde un cielo límpido.

Poco a poco sale el sol, Aster serevuelve en su lecho de paja mientrasyo, sentada con las rodillas recogidas,miro la luna, cada vez más transparentesobre el cielo azul de la aurora. Soyincapaz de retirar la mirada de aquellaluna celta grande y redonda.

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Nunca iré a Ongar. No conoceré ellugar que Aster ama. Su mundo y el míodeberán ser ya por siempre ajenos.Debería abandonarle, quizá parasiempre. Sin despedidas.

Me levanté en silencio, Aster serevolvió en su lecho de pajabuscándome con la mano, sinencontrarme, pronunció entre sueños minombre y yo vi una sonrisa asomar ensus labios. Sentí una opresión en elcostado y lloré. Más profunda que laherida de un puñal de acero sentí eldolor de la despedida hincándose en mipecho. No verle más a él sería miagonía. Dejar a mi hijo entre extraños,

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mi tormento.Sin hacer ruido, continué caminando

hacia atrás, las manos en la espalda, lavista fija en su faz. Sentí celos de la luzdel sol que, como una amante extraña,acariciaba el rostro del que yo amaba.Llegué atrás en el claro y me apoyé en eltronco de un roble. Aster no se movió,entonces giré y como una Jana de losbosques, sin hacer ruido, descendí entrelos árboles con paso más y másapresurado. Al correr levanté lahojarasca del suelo y volvieron hacia mílos recuerdos, recuerdos de un tiempoque ya pasó y que nunca más iba avolver. Los días del bosque de Arán, los

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meses en los que la esclava del gineceobuscaba ver a su señor, los días de laluna en las montañas, la peste, laguerra… Todo aquello volvió a mimente y lágrimas ardientes regaron mirostro.

La luna se desdibujaba en el cielo,ya enteramente cubierta por la luz de laalborada. Llegué al final del camino yallí, en el lugar acordado, vi los restosde la vieja casa de Enol, ennegrecidapor el fuego. En el escudo de suportalada campaba aún el árbol deacebo de piedra. Cada vez más deprisadescendí la montaña, con miedo de nopoder seguir porque las piernas

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vacilaban. Atrás quedaba Aster, cadavez más lejos.

De pronto lo oí.Un sonido profundo y agudo a la vez,

lastimero y hermoso. El cuerno de cazade Aster lloraba la despedida. El cuernode caza de Aster sonando en el valle,rebrotando en las laderas de lasmontañas.

Temí por él y aceleré el paso. Enolestaba cerca y con él los soldadosgodos. Aster me llamaba pero yo nopodía contestar a un amor imposible.

Allí, en la casa de Enol, el emisariode Atanagildo me esperaba. Junto a él unhombre de barba espesa, era Enol. Enol

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me abrazó y como una autómata yo medejé estrechar por su abrazo paterno sincorresponder.

—Es mejor así —me dijo—, ahorano lo entiendes pero ya lo entenderás. Sesalvarán muchas vidas, entre otras las detu hijo y la de Aster, y recuperarás tulugar.

Yo no contesté, muda por el dolor.Me esperaban, y me hicieron subir en elcaballo de Enol. Emprendimos una largagalopada hacia el sur.

Pasamos horas y horas cabalgando.Enol había decidido abandonar cuanto

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antes el país de los montañeses. Prontoencontramos una compañía del ejércitode godos que había asolado Albión. Elemisario de Atanagildo hizo que metratasen con deferencia; pero norecuerdo nada de aquellos días, y puedoafirmar que no veía el camino, ni losbosques umbríos de Vindión, ni los ríos,ni las veredas, ni, más al sur, la calzadaromana. Sólo recuerdo que dos días mástarde llegamos a un lugar donde a lolejos los campos dejaban de ser verdesy se tornaban amarillos. Una estepaextraña se abría ante mí, sembrada detrigo dorado y de dehesas de encinas.

Los hombres godos se

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acostumbraron a mi silencio y a midolor; me consideraron como una mujertrastornada. Enol no intentó hablarme,pues no respondía a nadie.

Sólo en las noches de luna parecíacalmarse algo mi pena, en aquellasnoches me sentía revivir, y seacostumbraron a que cuando la lunaasomaba en el cielo yo pasease solamirando al horizonte. Mirando a lamisma luna que también Aster, refugiadoen las montañas de Ongar, miraría;quizás acordándose de mí, quizáshabiéndome ya olvidado.

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SEGUNDA PARTEEL SOL DEL REINO GODO

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XXV. La Vía de laPlata

Tomamos la calzada romana que durantesiglos transportó el oro y la plata de lastierras astures hacia el sur. Sobrenosotros, en el cielo claro, nos precedenlas aves del otoño en su migración hacialas cálidas tierras meridionales. Através de los montes, para mí oscuros, lasenda transcurre entre la espesura derobles y castaños. Más adelante la rutaintroduce en las espaciosas tierras

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doradas del mediodía. Después deleguas de marcha, en la llanuraondulante, se extienden los trigalesrecién segados y retazos de viñedosalineados hacia el horizonte doblan susramas cuajadas de fruto. Ante mí seabrió la luz clara de la planicieamarilla, pero creo que tardé muchotiempo en sentir la luminosidad delambiente; hacía calor pero yo sentía micorazón gélido. Cuando alcanzamos lameseta se unieron varios caminos y lasenda se hizo más amplia. Otrascaravanas de gentes se imitaron anuestro paso: grupos de labriegos,comerciantes y soldados que habían

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finalizado la campaña del norte. Muchosde los viandantes escudriñaban concuriosidad la comitiva formada porvarios soldados, un anciano y una jovencon la cara desencajada por el dolor.

Durante un largo tiempo sonó elcuerno de Aster en mi cabeza y seguíaevocando las aguas del mar y las del Eotenidas por la sangre de los hombres deAlbión. Por fin, a lo lejos, divisamosuna ciudad amurallada, una villa depiedra de altas torres y de gran tamaño.Al descubrir la urbe con su pétreamuralla, entendí ahora el motivo de lasrisas de Romila, cuando me asombrabade que pudiesen existir poblaciones más

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grandes que el castro de Albión.Antes de llegar, Enol situó su

montura a mi lado y cabalgamos untrecho al mismo paso. El ruido de loscascos de su caballo chocaba a la par delos del mío contra las losas de lacalzada. Aquel ruido rítmico, de algunamanera, serenó mi ánimo gris.

—Esa ciudad que divisas allá a lolejos —dijo Enol— es el primerdescanso en nuestro viaje, estamos enAstúrica, Astúrica Augusta.

Le miré sin comprender. Me dabaigual dónde estuviésemos y adondepudiéramos ir.

—Allí nos espera el duque

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Leovigildo. Conoce ya tu llegada.Mi cara se contrajo al oír aquel

nombre, el nombre del verdugo deAlbión. Enol se dio cuenta y me hablócon dureza:

—Debes cambiar esa expresión entu cara. Ese hombre te está destinado ydebes respetarle. No entiendes…

—No. No entiendo nada —dije conrabia.

—Te quiere por esposa.—Yo ya estoy casada. —Mi voz

sonó en un tono alto y lastimero.—No. No lo estás. Debes olvidar lo

ocurrido en Albión, como si nuncahubiese existido. Eso no tiene valor ante

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nadie.Enol me habló enfurecido. Después

se detuvo, no quería que el resto de loshombres de la comitiva escuchasen yhabló en un tono algo más bajo.

—Sé razonable, por favor, he sido tututor y padre durante años y siempre hequerido lo mejor para ti. Ese hombre teconviene.

—¿Me conviene…? —respondíexasperada—, ¿por qué me conviene?

—Leovigildo tiene poder en lacorte. Es el favorito de la reinaGoswintha, tú cedes algo pero él te va adevolver al lugar de donde nuncadebiste salir. Es lo mejor para ti.

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—¿Sí? Piensas que lo mejor para míes que contraiga matrimonio con ese seral que odio. El salvaje que arruinó aAlbión, que mató a la gente a quien yoquería. Ese… ese hombre que sedesposa conmigo por unas razonespolíticas que no entiendo, ese hombreque no me ama.

Enol detuvo su caballo, y cogió elmío de las riendas, deteniéndolotambién.

—De acuerdo… Vuelve atrás.Regresa a Vindión. Serás la destruccióndel lugar al que vayas. Han muertomuchos y otra vez muchos morirán.¿Quieres eso?

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Yo callé, anonadada por aquellaspalabras. Enol prosiguió con vozautoritaria.

—Leovigildo te llevará adonde tecorresponde. Las mujeres de tu estirpeno se casan por amor. Tu madre no lohizo. El duque es un alto caudillo entrelos godos y el que ha guiado la campañadel norte. El ejército godo abandonarálas tierras de los montañeses y no habrámás sufrimiento entre los tuyos.

Bajé la cabeza y asentí. Aún mesentía culpable de la caída de Albión.Cerré los ojos, me pareció ver a mi hijoNicer, seguro y libre en aquel lugar delas montañas, Ongar, el lugar que Aster

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amaba y que yo no había podidoconocer.

—Ahora Atanagildo reina entre losgodos, y el rey es pariente tuyo.Atanagildo desciende de una líneabastarda de Eurico, tu bisabuelo, y esdel linaje baltingo. El desea que la hijade Amalarico recupere el lugar que lecorresponde entre los suyos. Su esposaGoswintha es una dama muy influyente.Te ha buscado un esposo que puedaprotegerte: el duque Leovigildo, un granguerrero y un hombre que medrará en lacorte.

Observé a Enol, sin entendercompletamente de qué estaba hablando.

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Percibí de un modo incuestionable quesu vida estaba dedicada enteramente aun único fin: conseguir que yo volviesea la corte de los godos. Le miré conatención, intentando comprender por quécon tanto fervor se dirigía hacia aquellameta. Recordé su rostro cuando oraba enArán, siempre torturado. ¿Sería acasoesto lo que le atormentaba…? Unjuramento que se había hecho a sí mismoen un tiempo ya lejano. Ahora, su perfildelgado se recortaba en el contraluz dela tarde. El semblante mostraba unaexpresión decidida y fanática. De nuevome acordé de él, cuando años atrásrecogíamos hierbas en el bosque. Desde

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aquel tiempo, mucho había cambiadoEnol. O quizá no y ahora se revelaba suverdadero ser, un ser tiránico yobsesivo.

El druida prosiguió, con vozsatisfecha y más amigable:

—Mírame. ¿Piensas que yo querríaalgo para ti que te perjudicase? Desdeniña te crié, pensando en el momento enel que pudiera cumplir una promesa quehice muchos años atrás. Ahora hallegado el momento. Vas a volver allugar de donde nunca debías habersalido, y yo cumpliré el juramento queme hice a mí mismo y a tu madre.Entonces estaré en paz.

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El rostro de mi antiguo tutor estaba,en aquel momento, bañado por lapasión; el sudor hacía brillar su frente ysus mejillas enrojecieron, su perfil sevolvió más parecido al de un águila.Enol dirigió su vista hacia el horizonte;a lo lejos la ciudad de Astúrica Augustase levantaba firme, rodeada de lasmurallas que un día construyeron losromanos.

—Mira —señaló al frente—.Llegamos a Astúrica, la capital de estastierras, pero sólo es un paso, despuésiremos a Emérita Augusta, la ciudad detu padre, conocerás Toletum, donde estálo mejor del reino godo. Olvidarás el

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pasado. Un mundo nuevo se abre ante ti,no mires atrás, tu futuro está en el sur.

Enol siguió hablando y con la fuerzade sus palabras, por un instante, olvidéel pasado. El ansia de conocer nuevastierras que un día llenara mi corazónvolvió durante un breve lapso; pero alpensar en aquel tiempo lejano, merecordé hablando con un herido en elbosque… diciéndole que quería conocernuevos mundos y, en mi mente, mepareció escuchar su risa alegre ante mispalabras de niña. El dolor me llenó denuevo.

El antiguo druida calló, parecía noentender mi pena, o quizá no quería

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hacerlo. Uno de los soldados godos hizosonar una trompa, Enol y yo miramos alfrente, el portaestandarte señalaba quenos aproximábamos a la urbe, y desde lamuralla las trompas de los vigíascontestaron al saludo.

Al ver las enormes murallas conpaneles de granito y torreones circularesentendí lo fácil que había sido para elejército godo, acostumbrado a ciudadesasí amuralladas, destruir la pared deadobe y piedra que rodeaba Albión.Bajo la sombra del parapeto, cruzaba unrío y unos grandes portones sedesplegaban hacia la llanura. Desdeaquellas puertas los soldados que

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custodiaban la ciudad nos exigieron quenos identificásemos; el emisario deAtanagildo desplegó su enseña, losguardias se cuadraron y nos permitieronpasar.

Atravesamos las calles estrechas yno muy empinadas, los habitantes erande una raza similar a la de los cántabrosdel norte, sin embargo sus ropajesdiferían. Muchos de ellos portabanlargas capas hasta el suelo y no llevabanpieles. Me indujeron a un palacio en elcentro de la ciudad, sede del duque quegobernaba la provincia astur cántabra.El edificio mostraba rasgos romanos,pero había sido acondicionado como

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fortaleza al gusto visigodo, contrafuertesde piedra guarnecían las gruesasparedes fortificándolas. Al interior seaccedía a través de una puerta formadapor un arco de medio punto y columnascon capiteles en los que seentremezclaban figuras de guerreros ycruces de aspecto germánico.

Descabalgamos y atravesamos elpatio central. Caía agua al aljibe desdeun tejadillo. El patio se rodeaba depilastras de piedra con capiteles dehojas de acanto y el suelo eraadoquinado. Cruzamos el patio, ypenetramos en una habitación en la quefrescos de color siena con distintas

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escenas de caza decoraban las paredes.En el pavimento, un hermoso mosaico deosos y pájaros se hallaba cubierto aretazos por alfombras y pieles.Leovigildo se sentaba en una silla deamplios apoyos. Cuando entramos, selevantó.

—Salud a la hija de Amalarico —dijo ceremoniosamente.

Incliné la cabeza, e hice una brevereverencia, asustada ante aquel hombre,pero él rápidamente se acercó hacia míy me levantó. Sonrió con una muecatorva y su cara tomó una expresiónextraña. Después habló:

—Eres hermosa, tan hermosa como

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el viejo Juan de Besson —dijo, mirandohacia Enol—, me aseguraba.

Aquel al que los asturesdenominaban Alvio y yo llamaba Enol,era nombrado por los godos como Juande Besson.

Leovigildo intentó interrogarme peroyo callaba en un silencio obstinado, demi boca no salían palabras porque laopresión que sentía en el corazónimpedía que emitiese ningún sonido.

—Indudablemente eres la hija deAmalarico, el retrato de tu padre,aunque tienes los ojos transparentescomo los de tu madre. Sí. —Sonrió denuevo torvamente—. Sí. No hay duda,

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decían de tu padre que era perfecto entrelos hombres, tenía igual que tú una largacabellera blonda y rizada, y esa nariz,tan recta. Y esa altivez, que yo sabrébajar…

Intentó tocar mi cabello, pero yo loretiré con un gesto de repulsión.

—Veo que no estás contenta. Noimporta. —Rió—. No creas que tu odiome desagrada, yo lo sabré dominar.

Después se dirigió a Enol.—Pronto será la ceremonia —dijo

Leovigildo—. Es preciso que el rito secumpla con todo derecho. ¿Estábautizada?

—No.

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—Uno de los capellanes de la cortese encargará de ella y mañana serábautizada según el rito arriano.Enseguida tendrá lugar la boda.

—Cuando vos queráis, señor —dijoEnol.

En aquel momento deseé huir yvolver al norte, con los míos; pero yaera imposible. Incliné de nuevo lacabeza. La guerra debía cesar en lasmontañas cántabras y el pueblo de loscastros debía ser, de nuevo, libre.Recordé a Lera, muerta años atrás porLubbo, recordé a Tassio, pensé en mihijo Nicer y en Aster.

—Mañana serán los esponsales —

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habló Leovigildo con voz potente—.Podéis elegir, noble hija de Amalarico,o colaboráis y me aceptáis como esposodelante de los hombres; o el ejércitogodo vuelve al norte llevando comoestandarte a la esposa del príncipe delos albiones. El tal Aster ya dejó caerAlbión por ti, ahora es capaz de hundirlas montañas.

Horrorizada, pensé que todo aquelloera verdad, pero ahora Aster y los suyoseran libres; sólo yo estaba frente a él.Estaba segura de que su interés por losrebeldes de las montañas era relativo, aLeovigildo le interesaba el poder y alpoder llegaría desposándose con la hija

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de Amalarico.Mi voz sonó fría.—Seré tu esposa, libremente y

delante de los hombres de tu pueblo;pero júrame, si eres capaz de mantenerun juramento, que inmediatamente traslas bodas partiremos hacia el sur ynunca más has de volver a estas tierrasdel norte.

Leovigildo sonrió complacido pormis palabras.

—Me complace grandemente tupetición. Espero no volver en muchotiempo a estas tierras salvajes. Y túserás mi esposa. Una bella, devota yvirtuosa esposa.

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Leovigildo se acercó más a mí. Consu mano tocó mi cabello extendido antemi pecho, yo temblé al notar el roce desu mano.

—Pareces una salvaje… —desaprobó—. Es preciso mejorar tucondición, necesitas damas que teacompañen y te enseñen las costumbresde la corte.

Leovigildo dio una palmada fuerte.Al instante entró un criado y le encargóque avisase a las damas. Se hizo elsilencio en la sala. No fui capaz demirar a Enol, ni tampoco a Leovigildo,que me observaba con una expresiónentre burlona y altiva. Miré al

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pavimento, los mosaicos blancos ynegros se entrecruzaban formando unagreca vegetal, nerviosa moví los piesobre el suelo.

Entraron las damas, una mujergruesa, vestida con una saya de coloresclaros y abalorios al cuello acompañadade dos criaditas más jóvenes. La dueñacaminaba con la espalda estirada,mientras cimbreaba sus caderas de unlado a otro.

—Estimada Lucrecia —hablóLeovigildo—, os haréis cargo de laeducación de la que será mi esposa.

La mujer escrutó de arriba abajo mifigura, sorprendida de que el duque

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godo contrajese matrimonio con unavulgar lugareña, pero asintiócomplaciente con la cabeza.

—Viste como una campesina delnorte —le explicó el duque—, pero esde alto linaje, la única hija del difuntorey Amalarico y la reina Clotilde. Deseoque la transforméis en una mujerdistinguida y que la eduquéis en lasnormas del protocolo de la corte.

Entonces oí la voz de Lucrecia, unavoz atiplada y aduladora.

—Se hará como deseéis.—Aporta al enlace joyas de gran

valor. Es mi deseo que las lleve en laceremonia, que será mañana.

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—¿Mañana? ¡Oh, mi señor, eso esimposible!

—Haréis como digo. Tengo prisa.Quiero partir de Astúrica tan prontocomo sea posible. Liuva, mi hermano,aguarda en la ciudad de los vacceos. Eslargo el camino y no es bueno que unanoble dama viaje sin haber contraídomatrimonio.

Leovigildo no dejó que Lucreciaprotestase más y se retiró con Enol. Nosquedamos las mujeres a solas. Ellacomenzó a examinarme y me condujo auno de los aposentos de la casa; de unaarquilla extrajo una túnica de lana muyfina y tejida con hilos de oro. Me

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desnudaron por completo, Lucreciaobservó mi cuerpo de joven madre coninterés. Posteriormente la dueñacomenzó a medirme y a probarme laropa, la mujer rezongaba en un dialectoextraño que me costaba entender, mezclade latín y un dialecto del norte.

—Eres hermosa, pero nunca te hascuidado. Veo que no eres doncella, yque ya has sido madre.

Me eché a llorar.—Deja las lágrimas. Tú, una

indigente del norte, vas a ser la esposade un duque. No veo que eso sea motivode lágrimas. Acepta tu suerte conalegría. Yo soy de una estirpe ilustre y

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he de contentarme con servir.Me di cuenta de que hubiera

continuado diciendo «a alguien como tú,plebeya»; pero la mujer calló porque enaquel momento entraba un criado con uncofre; en él venían algunas de las joyasque Enol había guardado en la roca. Unapequeña diadema con perlas y rubíes,labrada en oro macizo, aretes, pulseras yvarios collares. Las joyas brillaron antelos ojos extasiados de Lucrecia.

—¡Qué joyas! Hace años que no seve orfebrería como ésta. ¿Son tuyas?

Parecí subir algo en la estimaciónante la dama, que mostró las alhajas congrandes aspavientos a las otras dos

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mujeres. La luz fue bajando en elexterior y pronto se encendieron lasantorchas, las dueñas trabajabancosiendo para confeccionar el traje quedebía vestir en mi boda. Me dieron acomer queso y uvas, pero fui incapaz deprobar la comida. Se hizo de noche yapagaron las antorchas. No podíadormir, miraba el cielo sin luna niestrellas, un viento frío anunciaba lallegada del otoño. ¿Qué sería de mí?

La noche fue insomne, a vecesentraba en un sueño ligero lleno depesadillas y volvía a ver a los muertos

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de Albión que me acusaban de habersido su ruina.

Al amanecer, me dormíprofundamente sin soñar en nada;entonces Lucrecia y las criadas medespertaron. Me desnudaron y mebañaron en un gran caldero con aguacaliente, frotando mi cuerpo conesencias. Después me vistieron con losatavíos que habían confeccionado paramí, me trenzaron el pelo y lo adornaroncon agujas de oro y la gran diadema derubíes y perlas. Noté que Lucrecia semostraba satisfecha de su obra; ahora, sehabía vuelto muy amable. Entonces llegóEnol, que se arrodilló ante mí. Lo miré

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con los ojos vacíos y él se asustó alobservar mi mal aspecto. Me hizo beberun brebaje con el que me sentí atontada.

Salimos de la casa, fuera esperabauna silla de manos, con cuatroporteadores. Me pasearon con lascortinillas abiertas y yo me recostéhacia el interior, me daba vergüenza lacuriosidad de la gente. Los habitantes dela ciudad se asomaban a las calles paraver a la novia de la que corrían tantosrumores. Se oían exclamaciones dejúbilo al ver mi aderezo y las joyas.Entre el gentío me pareció ver algúnrostro conocido pero no pude distinguira nadie claramente.

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En la silla de manos me condujeronhasta una iglesia estrecha y oscura, que amí me pareció imponente. Formada porgruesas paredes de piedra, por las quela luz entraba a través de filos estrechoshoradados en las paredes, del techopendían grandes lámparas de aceite ycruces de estilo godo.

Nada se fijaba en mi interior de todoaquello. No me importaba lo que merodeaba y, quizá por el brebaje, estabafuera de mí, como ausente. Entré por lapuerta principal del templo, perodespués me condujeron a un lateral,donde estaba situado el baptisterio. Meretiraron la diadema y vertieron el agua

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sobre mis cabellos. Al sentir el líquidofrío sobre mi cabeza, me recuperé uninstante del estado de semiinconscienciaen el que me encontraba. Después,acompañada de una comitiva nosintrodujimos de nuevo en la iglesia. Através del pasillo central abarrotado degente, nos dirigimos hacia el altar.Leovigildo me esperaba bajo una grancruz visigoda que pendía desde el techo.Las palabras latinas y griegas sesucedieron en el rito, mi mente calmadapor el narcótico lo examinaba todocomo en una nube. La ceremonia llegó asu fin y Leovigildo quedó satisfecho.Salimos del templo, de nuevo

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recorrimos la villa hasta la fortaleza delduque de los cántabros. Después, elbanquete. Delante de los nobles de lacorte se mostraron los regalos de losinvitados.

Al fin, Enol, ante los nobles godosque han acompañado a Leovigildo a lacampaña del norte, entregó la dote queatestigua mi origen real. Abrió el grancofre que contenía el enorme tesoro delque yo era dueña como hija deAmalarico; la parte del tesoro de losreyes godos, que había pertenecido a laestirpe baltinga; el caudal que mi padrehabía heredado de sus antepasados, deAlarico, conquistador de Roma, de

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Ataúlfo y Walia, de Turismundo yTeodorico; el tesoro que se conservódurante años oculto en una oquedad bajouna fuente. Del tesoro sólo faltaba unapieza, Enol se reservó para sí sólo unobjeto, una copa de oro labrada conincrustaciones en ámbar y coral.

Toda aquella riqueza —bandejas deoro puro, monedas, joyas con piedraspreciosas— según las leyes godas pasóa pertenecer a mi esposo Leovigildo;aunque yo gozaba de ciertos privilegioscon respecto a mis bienes. Seescucharon las exclamaciones deadmiración y envidia de los invitados.

Durante todo el día se prolongó el

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festín de los esponsales y en la ciudadhubo un ambiente festivo, consaltimbanquis y bufones en las calles.Leovigildo había convocado a grancantidad de personajes ilustres ydistinguidos de la zona para que fuesentestigos de su triunfo. Yo no conocía aninguno de ellos. Al fin, el duque seretiró con su flamante esposa y quedé asolas con el enemigo de la razacántabra, el hombre que había hechocaer la fortaleza de Albión.

La noche de mis bodas con el godo,lució una luna vieja en el cielo, unretazo estrecho y combado de luz, delmismo ciclo que noches atrás nos había

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iluminado a Aster y a mí, durante aquelúltimo crepúsculo en las montañas.Leovigildo procedió conmigosalvajemente, sin mediar palabra, condesprecio y sin amor. No entendía missilencios, pensaba que yo, quizás, era demente corta. En la intimidad fui pocomás que un perro para él, pero ante lasgentes me trataba con honor, dándome elmás alto rango.

Tras la boda nos demoramos pocotiempo en Astúrica. El ejército godo delnorte partió al día siguiente, me dijeronque una parte se uniría a las tropas delduque Liuva, hermano de Leovigildo;con ellos iba Enol; otro contingente se

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desplazaría hacia el sur, a la corte deToledo; anunciando en el sur la gloriade su señor, el gran duque Leovigildo.

Unos días más tarde, con unacompañía más pequeña, salimos de laciudad rumbo hacia la meseta.Leovigildo deseaba llegar a la corte,volvía victorioso de una guerra, con untesoro en su poder y habiendo contraídomatrimonio con alguien de la estirpereal baltinga. Mi nuevo esposo queríasacar partido de sus éxitos. Dejamos lasmurallas de la capital de la provinciaastur atrás y con una gran comitiva nosdesplazamos hacia el sur.

El ejército godo estaba muy lejos,

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por delante de nosotros, la planicie nosrodeaba por delante y muchas leguasdetrás. Al mirar a mi espalda lloré, y elodio hacia Enol acudió con más fuerzaque nunca a mi corazón.

Marchamos en una gran caravanacon algunos escuadrones del ejércitogodo que había tomado Albión, hombresa pie y a caballo, cada uno de ellospresidido por su tiufado. Las huestesvolvían victoriosas, con sus banderasdesplegadas en lo alto, cantaban himnosde guerra y alguna canción obscena. Sinembargo, no parecían excesivamentecontentos: en el saqueo de la ciudadcántabra no habían encontrado tanto oro

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como se decía. Oía murmurar a lossoldados, que hablaban un latíndeformado y pensaban que la mujer queellos consideraban como una cautivacántabra no les entendía: criticaban aLeovigildo.

—Sí. Ése sí que ha hecho lacampaña del norte… y no nosotros —gruñía un hombre peludo.

—Dicen que con la mujer haconseguido el tesoro de los baltos. ¡Malrayo le parta…! Nuestro señor, el reyAtanagildo, bien le ha pagado la corona.

Escuchaba todo aquello desde lacarroza ricamente decorada queLeovigildo había dispuesto. Me

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acompañaba la servidumbre: lasdoncellas y el ama Lucrecia, que seasomó mal encarada desde la carreta.Los hombres que criticaban a su capitáncallaron.

—Estos hombres sin principios nidignidad, señora, son de baja estofa. Seles ve godos de poca alcurnia.

No la entendí. Ella siguió hablandode las costumbres de la corte goda, decómo debía comportarse una princesa dela estirpe baltinga. Le gustabaescucharse a sí misma. En el carretónque nos conducía hacia el sur aquellamujer parloteaba de sus reyes y de lahermosa ciudad de Mérida. De toda

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aquella verborrea sólo había algo queme interesaba de verdad: conocer elpasado, saber cómo habían sido mispadres.

—Vuestra madre fue casada connuestro rey, el gran Amalarico, que Diostenga en su gloria. Dicen que Amalaricoera uno de los hombres más gallardos desu tiempo. Sí, Amalarico, el de losrubios cabellos. Vuestra madre eramorena, como las mujeres francas, conun largo cabello oscuro.

Vino a mi memoria el cabellodorado que Enol guardaba conadoración en una caja de plata ycomprendí que la mujer inventaba

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muchas cosas; decidí que no debíafiarme excesivamente de sus palabras.En mis visiones había visto a mi madregolpeada, pero no podía saber quién erael causante de aquellas heridas.Lucrecia siguió rezongando y contandohistorias que me parecían unas reales yotras no tanto. La mujer era viuda y suesposo, un godo de prosapia, habíamuerto arruinado en la guerra civil entreAgila y Atanagildo. Liuva, el hermanode Leovigildo, la había protegido yadmiraba al hermano de mi esposo.

Los campos se sucedían ante nuestro

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carromato pintados de tonos ocres ydorados. Acostumbrada al nortemontañoso, aquí la tierra erasorprendentemente llana, con trigales yasegados que se extendían hasta dondealcanzaba mi vista. Pude ver bosques,pero nunca tan frondosos como los deVindión, poblados de pinos y encinas.De vez en cuando, toros bravos de negrapiel pastaban ante mi mirada en lasgrandes dehesas entre encinares. Másadelante se cruzaron rebaños de ovejasy un porquerizo con sus cerdos. Mesorprendía sobre todo el cielo, claro ysin nubes durante días, de un color azulañil intenso. Más al sur la vendimia

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había ya acabado y los viñedos tomabanlos colores violáceos del otoño.Cruzamos el río Órbigo, en lo alto de unantiguo castro sobrevivían algunosmontañeses entre sus ruinas.

Toda mi vida era ahora la rutina deuna marcha interminable.

Tras varios días de camino,acampamos junto en un lugar húmedo enun valle donde confluían el Órbigo, elTera y el río de los astures, el Esla. Sehacía de noche. Las aguas emitían unsonido armonioso, que pacificó miespíritu. En medio de mi melancolía,aquel paisaje abierto y distinto calmabami tristeza, recordaba los días en que

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soñaba ver mundos distintos.Al día siguiente reiniciamos el viaje,

comenzó a nevar, una nieve tempranapero intensa. Pronto los camposcuajados de copos refulgieron bajo laluz clara del invierno. Me asomé a laventana del carromato y la nieve cayósobre mí. La intensa ventisca nosimpedía avanzar. La planicie estabablanca pero apenas se veía nada por laintensidad de la tormenta. Las ruedas delcarro se hundían en el suelo. Oía a loshombres fustigar a los animales.

—Debemos llegar al río d'Ouro, a laantigua ciudad de Semure, el castro delos vacceos. Allí pasaremos el

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temporal.Tras varias horas de penosa marcha,

a lo lejos divisamos las luces de unaciudad elevada en lo alto de un cerro, lacalzada romana nos conducía hacia ella.Era Semure, ciudad limítrofe con elreino suevo. Cruzamos el puente y laguardia goda que custodiaba aquelenclave saludó a su duque y señor. Nosllevaron a la fortaleza de la ciudad. Laservidumbre de la casa nos acogió. A míme condujeron a la habitación quecompartiría con mi esposo Leovigildo.Una cámara amplia de piedra apenascalentada por un hogar de gran tamaño.

El tiempo no mejoró y pasamos

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varias lunas en aquel lugar. Leovigildose aburría, estaba intranquiloaguardando a su hermano. Yo fui duranteaquel tiempo su única diversión. Temíalas noches en las que aquel hombre sedirigía a mi cámara y tomaba lo que yono quería darle. Le temía y le odiaba.

Pensé en morir, clavarme una daga obuscar algún veneno. Todo menos seguircon aquella vida, mil veces peor quecualquier castigo de Lubbo. Habíanpasado ya más de tres ciclos lunaresdesde la última noche con Aster en lamontaña de Arán, y entonces, en mediode la desesperación más profundaaprecié un cambio en mi ser casi

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imperceptible, algo que me unía a Asterde un modo profundo. Luego ya no deseémorir y mi vida pareció albergar algúnsentido. Me resigné a Leovigildo yobedecí sus órdenes. Leovigildo seexplayó así ante mí y comencé aentender algo de su pasado.

En su juventud, de alta cuna peropobre fortuna, había servido a lasórdenes de mi padre y había sidodespreciado por él.

—Tu padre —me dijo, en un día defuria— nos afrentó a mí y a mi hermanoLiuva delante de la corte. Éramos unosmuchachos y robamos del tesoro realuna pequeña cantidad de oro; Amalarico

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nos hizo azotar delante de toda la corte.Aún me quedan cicatrices de aquello enla espalda. Después apoyamos a Teudis.Pero en la guerra civil yo opté porAgila, que era contrario a la casabaltinga, y después por Atanagildo. Lasuerte nos sonrió y ahora la hija de mitorturador es mía. Tendrás quesometerte. Cuando muera Atanagildo,gracias a esta boda, yo, el hombre sincaudal, el despreciado por la dinastía delos baltos, seré uno de ellos y podréaspirar al trono. Un hijo tuyo y mío serárey de los godos, lo sé.

Le miré con horror mientras hablaba,pero entendí que mi venganza estaba

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cercana. Una venganza dulce y secretaque Leovigildo no conocía. Nopronuncié palabra ante susexclamaciones.

—¿Callas? —me dijo—. Ahora yano te rebelas como al principio. Megustaba, me estimulaba que luchasescuando intentaba tomarte.

—Aprecio al duque Leovigildo ensu valía —dije irónicamente, pero él nolo entendió así y se sintió halagado.

—Será que has olvidado ya albárbaro del norte.

Yo palidecí, enfurecida.—Sí, a las mujeres os gustan los

golpes, quizá por eso tu madre estaba

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loca por tu padre. Quizás era por esopor lo que él la golpeaba.

Un temblor de ira me recorrió lasentrañas y no aguanté más. Le lancé unjarrón de gran tamaño que él esquivóriéndose.

—Calma, calma. No te alteres —dijo riendo—, te estoy diciendo laverdad.

—¡Te mataré!Tomé un estilete y me dirigí hacia el

duque. Él me detuvo con su fuerte brazo.—¡Guardias! —llamó Leovigildo.Entraron los soldados que

custodiaban la puerta de la estancia a lasvoces de su capitán.

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—Mandad llamar al físico. Laseñora se ha indispuesto. Y llamadtambién a su ama.

Ellos doblaron la cabeza ante sucapitán y salieron a cumplir las órdenesque les había indicado.

—Nunca más levantarás la manocontra mí. Eres una cosa que yo poseo ynada más. Si persistes en esta actitud,tengo poder para enviar al norte a mishombres y quizá mucha gente de allímuera, entre otros… un niño y su padre.

Me eché a llorar ante sus amenazas;Leovigildo siguió hablando hasta queLucrecia, las doncellas y el físicopenetraron en la tienda.

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—Calma a tu señora.—Sí, señor duque, está muy

nerviosa últimamente —le dijo ella,disculpándose.

—Ama, ¡es tu oficio! Enseñar a tuseñora. Debes prepararla para que seauna buena esposa, hoy ha intentadomatarme. Mira ese jarrón. ¡Ha sido ella!

Lucrecia comenzó a hablar con untono persuasivo, palabras que agradabana Leovigildo.

—Señora, ¿no os he explicado lascostumbres del sur? Las mujeres del sur,las de buena cuna goda o romana sondóciles a sus maridos. Sabencomportarse y agradarles en todo.

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Lucrecia siguió perorando,reconviniéndome e impartiéndome unalección sobre modos y comportamientos.Su cara gordezuela farfullaba delante demí, pero yo no le hice caso. Leovigildosalió de la estancia y, con él, un peso seliberó en mi corazón. El físico mesangró, y yo sentí un vahído. La sangríaera un castigo para doblegarme,últimamente me sangraban confrecuencia para que perdiese fuerzas.Me di cuenta de que si quería sobrevivirtendría que controlar mi carácter,conocía lo bastante bien el cuerpohumano como para saber que lassangrías en una mujer joven debilitaban

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el cuerpo y volvían pusilánime elespíritu.

Me acostaron y entré en unaduermevela. A lo lejos oía las voces delas doncellas cuchicheando entre ellas.

—Nos detendremos un tiempo aquí,el duque espera a su hermano Liuva.

En el techo de vigas oscuras oí a unarata correr. La tristeza me producíasueño pero también impedía que éstefuese profundo.

Amaneció un cielo límpido.Tambaleándome me acerqué al miradorsobre el d'Ouro, en el río flotaban

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bloques de hielo y su curso era rápidoentre los campos nevados. Durante horasmiré el campo a lo lejos, estaba presa,sin nada que hacer, y así transcurriríanlas horas. En el patio de la fortaleza lagente trajinaba de un lado a otro,nerviosos por la proximidad delejército. El sol iba ascendiendo ycuando se había elevado a la mitad de sucamino a la cumbre, a lo lejos, unospuntos negros fueron acercándose; ungrupo de soldados godos con el duqueLiuva al frente. Procedían del oeste ycruzaron el río d'Ouro por un puentelateral; después la comitiva penetró poruna poterna del castillo.

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Liuva desmontó y se introdujo en latorre central, buscaba a Leovigildo.

Me deslicé como una jineta de losbosques, recuperé aquella forma demoverme que me hacía apenasperceptible. Liuva procedía del norte,quizá traía noticias de los que yo amaba.En mi mente sólo había una idea: queríasaber lo que iban a hablar los hermanos.Entré en la sala, ellos estaban de piefrente a frente y se abrazaron con unsaludo cordial, golpeándose lasespaldas, ante el resto de los reciénvenidos. No percibieron mi presencia.En el centro, la servidumbre disponíaviandas en una gran mesa oval para que

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los soldados repusieran fuerzas. Algunasmujeres, entre ellas Lucrecia, trajinabanpor la estancia. Me situé junto al fuego,moviendo las brasas con un hierro.Liuva se acercó para calentarse, y yo medeslicé hacia un lado de la chimenea, encuclillas junto al hogar. Las brasasbrillaban rojizas y saltaban chispas alremover el rescoldo. En la penumbra,con mis ropas pardas y mi cabellocubierto, no era fácil de distinguir,parecía una más de la servidumbre.

De reojo, observé los rasgos deLiuva, teñidos en tonos cárdenos por elfuego: poseía los rasgos aquilinos deLeovigildo pero su aspecto era menos

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firme, con una mayor obesidad. Trasellos, en un plano posterior, descubrí aEnol.

—He dejado una compañía desoldados godos tras los evadidos deAlbión —habló Liuva.

—¿Y?—Los habían localizado pocos días

antes de que yo reiniciase el caminohacia el sur, de esto hace más de un mes.Es posible que ya los hayan cogido. Diórdenes de que si encontraban a Aster ya los suyos, los pasasen a cuchillo.

Me horroricé al escuchar, mi manodejó de mover las ascuas sobre el fuego.Liuva prosiguió:

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—La campaña ha sido todo un éxito,los castros del occidente están siendovencidos, he dado órdenes de que sedestruyan todos y que sometan a susgentes, pero las montañas de Ongar sonde difícil acceso.

—¿Qué propones?—El terror. Deshacernos para

siempre de esos pueblos salvajes yaislar de tal modo a los rebeldes queperezcan. Si alguno sobrevive serácomo si no existiese.

—No estoy de acuerdo. Conocí alpríncipe de Albión, ese hombre no serinde ante nadie. Es necesario hacerlodesaparecer. Es el único capaz de aunar

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a los montañeses.Sentí que el frío atravesaba mis

huesos y más aún cuando Leovigildo,con una voz glacial, prosiguió:

—Odio a ese hombre. Me humillódelante de mis hombres en el sitio deAlbión.

—Olvídate de él, mis gentes estántras él, y a estas horas estará ya muerto.

De nuevo me estremecí. Leovigildono se daba por satisfecho pero Liuva,hombre práctico, continuó haciendoplanes y se centró en la política de losreinos germánicos.

—Necesitamos controlar los puertospara evitar el comercio con la costa

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cántabra y mantener a los suevoscercados. Suevos y francos están enpermanente alianza contra nosotros, losgodos. En Barcino se habla de que lossuevos envían un tributo a los francos deoro y plata; si cortamos las relacionesentre ellos, los debilitaremos.

—Algún día conseguiré que el reinode los suevos sea godo —dijoLeovigildo—. La antigua Gallaecia esrica en oro, los godos poseemos lostesoros de nuestras conquistas pero esotiene un fin; hay minas riquísimas enmineral, el oro de las Hispanias procedede allí. Algún día ese reino será mío ysometeré a los astures. Pero ahora no es

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el momento. Debo volver a la corte. Hayintrigas en palacio, y ninguno de losreyes godos ha muerto en su lecho.

—Y te espera Goswintha. ¿Cómo lesentará tu boda con la mujer cántabra?

Leovigildo se encogió de hombros ydijo:

—Fue ella misma quien planificó laboda, ¿sabes? Goswintha no es unamujer sentimental.

De entre los ocupantes de la sala, unhombre se aproximó a los dos hermanos:era Enol. En los últimos días habíaestado ausente, formaba parte de lacomitiva de Liuva.

—¿No es así, viejo amigo? —habló

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Leovigildo dirigiéndose a Enol.—La reina Goswintha desea que el

trono vuelva a la dinastía baltinga —dijo Enol.

Los hermanos se miraron con sorna.Enol hizo caso omiso de aquella mirada.

—Todo llegará a su tiempo —dijoLeovigildo.

—Dejo tropas que controlarán a loscántabros y las montañas. Yo deboregresar a la Septimania. Me hanllegado noticias de que en Barcino hayrevueltas y dicen que la próximaprimavera los francos atacarán.

—Mañana partiremos hacia el sur,el tiempo ha mejorado algo; pero puede

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volver a nevar. Nos veremos pasado elinvierno en la corte de Toledo.

Los hermanos se alejaron del fuego yse aproximaron a la mesa llena decomida, bromeaban con los soldados ylos capitanes. De lejos, vi a Enol, sucara expresaba preocupación. DesdeAstúrica Augusta había regresado alnorte, y ahora se unía de nuevo alséquito de Leovigildo. Le ocurría algopero yo no sabía lo que era. Despuéspensé en la conversación entre Liuva yLeovigildo, en las tropas godasdirigidas contra los castros y supe queAster estaría cercado, que muchospoblados habrían desaparecido.

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Al día siguiente nos desplazaríamoshacia el sur. Me alejaba cada vez másde las montañas y del mar bravío. Trasoír las palabras de Leovigildo y Liuva,pensé que mi sacrificio había sidoquizás en vano. Lloré junto al fuego. Enla sala se escuchaban los ruidos de lossoldados, sus votos y gritos, algunos sepeleaban. Los dos hermanos seretiraron. Yo permanecí allí,contemplando el fuego consumirse. Sehizo de noche, la sala lentamente quedóvacía; nadie me vio.

La aurora pintó el cielo de coloresmalva y rosáceos, el día era claro yluminoso. A través de las ventanas

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estrechas de la estancia penetró un rayode luz en la sala. Oí a Lucrecia que mebuscaba por el castillo. Muy suavementeme levanté, y con paso apresurado mehice la encontradiza.

—¿Dónde estabais? Toda la guardiate estaba buscando. Salimos hacia el sur.El duque tiene prisa por llegar a lacorte.

Suspiré, mis sentimientos erancontrapuestos: por un lado, me apenabaalejarme de las tierras astures pero porotro me alegraba irme de allí. En losdías que habían precedido cuandoiniciamos la marcha hacia el sur, eramás fácil evitar a Leovigildo y él se

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mantenía más ocupado; pero en lainmovilidad de la nieve, en la forzadaquietud de la fortaleza, Leovigildoestaba constantemente nervioso y mezahería sin piedad.

El día era frío pero despejado, laescarcha colgaba de las piedras, aún nohabía comenzado a nevar. Sendascompañías se formaron en el patio de lafortaleza acaudillada cada una por unode los dos hermanos. Leovigildo y Liuvase despidieron con un abrazo. Liuvatomó la calzada romana en direcciónhacia el levante que conducía haciaLegio y Cesar augusta, con destino a laSeptimania y a su capital Barcino.

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Leovigildo tomó dirección sur.Atravesamos el puente sobre el río

d'Ouro, en el que el hielo flotaba haciael oeste. Unos patos salvajes que nohabían emigrado hacia el sur levantaronel vuelo a nuestro paso. Quizá buscabancalor, el calor que yo ya nunca sentiría.Después la tierra de campos, yerma porel invierno, que albergaba, como yo, unasemilla. La tierra se alegraba con aquelprimer sol que auguraba la primavera enla que la semilla germinaría.

Desde mi carromato volví aescuchar las voces, los improperios delos soldados, las chanzas de los pajes.Estábamos cada vez más lejos de los

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montes de Vindión.—Dicen que hay una partida de

hombres del norte que nos siguen.—Serán montañeses.—Durante el día se esconden pero

por la noche se acercan. Los soldadosno han podido atraparlos.

Al oír aquello una esperanzairracional y salvaje renació en mí.

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XXVI. La copasagrada

El camino se abría ancho ante nosotrospero angosto para mi corazón.Llevábamos varios días de marchadesde que habíamos abandonadoSemure. El paisaje alternaba aquícampos de cereal, algún pastizal yencinares. A lo lejos, la llanura agostaday gris; fría por la cercanía del invierno.Avanzábamos lentamente; supe quehabían intentado atrapar a aquellos

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hombres que nos seguían desde el norte.Un vigía del campamento fue encontradomuerto por la mañana, los que nosseguían habían entrado en alguna de lastiendas por la noche, pero, de modosorprendente, aunque todo estabarevuelto dentro del recinto, no se habíanllevado nada.

En el campamento y entre lossoldados no se hablaba de otra cosa.Leovigildo, quizá preocupado por loshombres que nos acosaban o por otrosasuntos, se había olvidado de mí. En lasnoches se reunía con sus capitanes y ensu tienda se oían gritos, a vecescánticos, y con frecuencia palabras

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obscenas. Se redobló la guardia en elcampamento por las noches, durante eldía avanzábamos más deprisa.

Las damas de mi séquito comentabancontinuamente lo ocurrido, los hombresque nos seguían venían a alterar la rutinade una marcha que parecía no tener fin.

—Mi señor, el duque Leovigildo,que Dios guarde muchos años —decíaLucrecia—, ha buscado esta noche aesos hombres.

—Dicen que son fantasmas de losmuertos del norte que nos persiguen.

—Ayer, uno de los capitanes seadentró en el bosque persiguiendo aunas sombras en la noche, sus soldados

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no le siguieron. Al amanecer leencontraron muerto con unas cicatriceshorribles en el pecho. Dicen que lassombras se convirtieron en avescarroñeras.

Entonces intervine en laconversación:

—¡Poco han podido ver los quehuyen del peligro! —musité.

No me hicieron caso y siguieronhablando:

—Una flecha con un penacho oscurohirió a uno de los soldados deLeovigildo. Ahora ha entrado en unsueño profundo del que los físicos nopueden despertarle, piensan que va a

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morir.Las mujeres siguieron su charla.

Miré al frente, al comienzo del pelotónvi la figura de mi antiguo tutor. Enolcabalgaba inclinado hacia delante conun gesto perdido. Desde que habíamossalido de Semure, no mostraban ya laconfianza que exhibía antes de llegar aAstúrica, se hallaba intranquilo yasustado. Ya no me hablaba de la cortegoda, montaba sobre un caballo tordosiempre solo, a veces me parecía quehablaba consigo mismo, musitandopalabras extrañas.

La comitiva hizo un alto para pasarla noche. Atravesé las tiendas de los

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soldados. Sabía que a Leovigildo no legustaba que me mezclase con la chusma,pero era incapaz de mantenerme aislada;me gustaba alejarme de los fuegos delcampamento para ver las estrellas quecubrirían a Aster y a mi hijo en el norte.En aquel momento, un hombre salió a mipaso con un mensaje de Enol, deseabaque acudiese a su tienda. Me extrañé,hacía varios días que mi antiguo tutorparecía evitarme. Crucé el campamentoacompañada del emisario, un hombreencapuchado.

Dos antorchas de luz apagadailuminaban al fondo en el aposento deEnol, pero él no estaba y el lugar era

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lóbrego. A lo lejos, detrás de mí, oí elulular de un búho. Unas alas cruzaronsobre mi cabeza, me asusté y di un pasoal frente, que hizo que me introdujese enla tienda. Al cruzar el umbral, noté quealguien me agarraba y el supuestoemisario me aferraba las manos y lasataba. De las sombras surgieron varioshombres encapuchados y, en medio deellos, Enol, apresado.

En la tienda aleteaba un pájaroblanco de ojos amarillos.

Supe la verdad, Lubbo estaba allíbajo el toldo, y sentí el mismo terrorciego que cuando el druida me torturabapara conseguir la confesión del secreto.

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Sonó junto a mí su odiosa voz y,entonces, me di cuenta de que el hombreque había atrapado a Enol era Ogila.

Lubbo me sujetaba con fuerza, y mehacía daño.

—Me darás la copa —musitó Lubboamenazando a Enol—, me darás la copao mataré a la mujer, y sé que ella espreciosa para ti. Tu culpa va unida aella.

Enol estaba demudado, blanco demiedo y de angustia.

—Déjame ir —gemí.—No la toques —gritó Enol.—La mataré si no hablas.—Déjala, Lubbo, te lo pido por el

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Dios de nuestros padres, ella no sabenada. La copa está en el norte, con Astery los montañeses. La dejamos allí.

—No. Tengo espías. Además sientosu poder cerca. Si la copa hubieraestado en Albión la habrían utilizadopara sanar cuando tantos murieron en elasedio al castro. —Lubbo calló, y miróa Enol con su único ojo lleno de maldad—. Sí, muchos murieron y lo hicieronpor tu culpa.

—No fue mi culpa.—¿Ah, no? El viejo Alvio, lleno de

buenas intenciones, el favorito de losdruidas, el mejor dotado. ¡Cuánto malhas hecho! Eres débil, traicionaste la fe

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de tus padres y abrazaste esa sectacristiana, después desertaste de esanueva fe por servir a una mujer, mástarde vendiste a Aster.

—No, eso no fue así —se defendióEnol.

Sentí compasión hacia el antiguodruida, Lubbo clavaba sus palabras dehierro en el corazón.

—Yo sé todo sobre ti, puedotorturarte pero sobre todo puedo decirmuchas cosas delante de ella. La matarési no me dais la copa.

—Siempre has sido cruel. Cruel ymalvado. Un asesino de niños, con tuconducta mataste a nuestro padre.

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Lubbo no pareció inmutarse ante losinsultos de Enol; con total frialdadcontestó:

—Sí. Me gusta ver sufrir, siempreme gustó. Tú me llamas malvado peroyo sé que soy fuerte, hago lo que quierorealmente. Tú no. Intentas mantener unosprincipios leales, a no se sabe quién,pero no los sostienes. Juraste a nuestropadre que me educarías y no lo hasconseguido. Traicionaste tus elevadosprincipios yendo detrás de una mujerque no te amaba. Perdiste al hijo deNicer, y destruiste a la ciudad de la queprocedieron tus antepasados. ¿No esasí?

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—¡No! No fue así, no fue así. No leoigas —gritó Enol suplicantedirigiéndose a mí—. No, no, no le oigas.

—No grites —susurró Ogilaapuntando al cuello de Enol con unadaga.

—Sí —habló Lubbo—. Ya está biende tonterías, danos la copa y nos iremos.

Miré a Enol, daba la impresión deque Lubbo había aireado todos losfracasos de la vida del antiguo druida ycon ellos le torturaba. Sí. Losinfortunios de la vida de Enol parecíanrevolotear como fantasmas en laestancia aplastando a mi tutor. Denuevo, sentí más compasión por él que

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miedo ante lo que se estabaproduciendo. Era ajena al temor porquedesde hacía más de tres lunas yo mesentía muerta, extraña a cualquiersufrimiento mayor que el que habíapadecido.

—Date prisa, o la mataremos.Sentí el puñal de Lubbo junto a mi

cuello, noté dolor y un hilo de sangredescendió por mi cuello, manchándomeel vestido.

—¡No toques a la mujer!—¿Por qué no he de hacerlo?Apretó el cuchillo más fuerte y

sofocó mi grito con la mano. EntoncesEnol habló como sollozando:

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—Te daré lo que quieres.Lubbo aflojó la presión sobre mi

cuello y habló con aparente afabilidad.—Así me gusta, hermano.—Suéltame primero.—No. No lo haré, conozco tus tretas.

Señala a Ogila dónde está la copa.Enol dudó. Lubbo volvió a

apuntarme con el cuchillo al cuello.—Habla ahora mismo, no hay

tiempo que perder. Ella morirá.Entonces Enol señaló un arcón a un

lado de la estancia.—Abre ese arcón.Ogila abrió el arca y comenzó a

revolver en su interior, salieron las

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hierbas y las sustancias que el druidausaba para curar.

—¡Aquí no hay nada…! Nos tomaspor idiotas.

Lubbo volvió a pincharme el cuellocon más fuerza. Entonces Enol habló:

—Presiona un herraje de hierro queestá en la derecha del arca y empuja elfondo del arca por su parte más distal.

—Tú lo harás —dijo Lubbo—.Ogila, suelta las ataduras de Alvio.

Ogila liberó a Enol de sus cadenas yEnol se dirigió al arca y realizó unasmaniobras, entonces el doble fondo delarca cedió en uno de sus lados. De allí,Enol extrajo la maravillosa copa ritual,

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la copa ritual de medio palmo de altura,exquisitamente repujada con base curvay amplias asas unidas con remaches conarandelas en forma de rombo. Lubbo sesintió como subyugado por su visión yme soltó al cuidado de uno de loshombres de las sombras. Se abalanzósobre la copa y la arrancó de las manosde Enol. Entonces, la elevó hacia elcielo, triunfante; sobre él voló el pájaroblanco. Después cerró el arca, ydepositó la copa sobre ella y searrodilló ante ella. A continuación,Lubbo metió la mano por dentro de latúnica oscura que vestía y extrajo unajoya ámbar que pendía de una cadena,

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acercó la piedra preciosa a la copa y lapuso en un lugar donde parecía haberpertenecido siempre. Entonces gritó dejúbilo.

—¡Es la copa sagrada de losdruidas! La que he buscado tanto tiempo,la que me permitirá ser un hombrecompleto otra vez.

Enol se debatía apresado por uno delos esbirros de Lubbo.

—No debes usarla —dijo Enol—,sólo los dignos pueden beber de ella.

—Y tú, Alvio, ¿has sido dignoalguna vez?

—Nunca la usé para mi provechopersonal —dijo Enol; después calló y

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bajó la cabeza, angustiado.En aquel momento, Lubbo, fuera de

sí, acuchilló a su hermano en un costado.Enol se desplomó. Después, olvidandocualquier precaución, gritó a los que leacompañaban:

—¡Vino! Necesito vino.Uno de los encapuchados le acercó

una cratera con vino tinto. Lubbo,delirante de triunfo, tomó la copasagrada, mezcló la sangre que salía delcostado de su hermano y la introdujo enla cratera extrayendo una cierta cantidadde vino, después bebió ávidamente.Cerró los ojos, el ojo que veía, el otro,ciego y con un resplandor rojizo; se

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concentró en sí mismo y habló:—Tú, divinidad del mal, a quien

siempre he servido, para quien heconseguido la copa de mis mayores, lacopa de la que el Cordero bebió, ¡curami mal!

El búho revoloteaba en la sala. Seoyó fuera un relámpago, el sonido deuna tempestad que se alejaba. El pájarocarroñero ululó con un ulular lóbrego ycomenzó a aletear en el aire. De pronto,sus alas dejaron de moverse, y antes deque cayera al suelo se deshizo en unhumo negro.

Entonces Lubbo, replegándose sobresí mismo, gritó:

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—Mi dios me ha abandonado.Entonces se encogió y comenzó a

retorcerse, la espuma salía por su boca ysus miembros se desperezaban en una yotra posición, emitía ruidos guturales.La estancia se llenó de horror, no seoían las respiraciones de los hombres.Finalmente, Lubbo se revolcó sobre símismo, y por último se estiró rígido. Suespíritu había huido de él. Me fijé en sucara, cérea, y en su ojo tuerto en el queya no brillaba el resplandor rojizo.

En aquel momento, el hombre queme había capturado, preso de un pavorsupersticioso, me soltó. Al notarme libreme revolví contra él y pude darle una

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patada, el hombre se retorció de dolor,se agachó y soltó el cuchillo, yo lo pudecoger en el suelo y con él acuchillé a micaptor. Mientras tanto Ogila, espada enalto, se dirigió hacia la copa con ánimode tomarla. Enol abrió los ojos. Heridoe indefenso, Enol, llamado Alvio entrelos druidas, miraba el rostro muerto delque había sido su hermano. Entonces, yologré alcanzar una de las antorchas queardían en la estancia y la lancé contra lacara de Ogila. El fuego le dio de llenoen el rostro. Él se retiró hacia atrásgritando, de modo que la antorcha seestrelló contra la lona de la tienda. Lasllamas comenzaron a subir hacia el

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cielo, y todo el campamento godo sedespertó. Los hombres que nos rodeabanen las sombras huyeron. Cuernos ytrompas comenzaron a sonar pordoquier. Al oír el cuerno de caza y losgritos en la tienda de Enol, variossoldados godos entraron en el entoldadoque ardía por todas partes. Me acerqué aEnol, estaba muy pálido, casi no podíarespirar, y sólo articuló una palabra:

—¡La copa!La copa yacía en el suelo a un lado

del cadáver de Lubbo, brillaba de unaforma extraña, el interior estaba limpiocomo si nunca se hubiese bebido vino enella. Las llamas nos rodeaban, Enol

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extendió el brazo y cogió de mis manosla copa, con ansia. Entonces yo llorésobre él y dije:

—Vamonos, vamonos de aquí; si no,moriremos.

El humo me asfixiaba, arrastré aEnol, que intentó levantarse pero volvióa caer al suelo. En aquel momento,Ogila, enfurecido, me golpeó por detrásy ya no vi más. Sólo una luz blancasimilar a cuando entraba en trance, peroyo sabía que aquello no era una de miscrisis que tiempo atrás habían cedido.La luz blanca me atraía; me llevabafuera de mí, hacia las estrellas. Desde loalto, tuve la visión del campamento

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godo, con sus fuegos y la tienda de Enolardiendo. Mi espíritu sin nada que losujetase huyó al norte, vi a Aster y aNicer, vi a Urna, a Mehiar. Les vi conlos ojos del espíritu llegar a Ongar, yono quería regresar a mi cuerpo, sino ircon ellos y quedarme con ellos parasiempre pero, desde la luz, alguien medecía que aún no era el tiempo de partir.

Volví en mí, noté el frescor de lanoche. Nos habían arrastrado fuera de latienda, a mí y a Enol. Sentí que no podíamover mis miembros. A mi lado, unasvoces en el amado dialecto de losalbiones decían que yo había muerto, nopodía verles ni hablar con ellos. Sufría.

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Oí a mi lado a alguien, un hombre joven,sollozar.

—¡Jana! Vuelve.No reconocí la voz, aunque me era

familiar. Después oí a otra persona quedecía:

—Ha muerto. Ha muerto.—¡Vamonos! Vienen los godos.Oí pasos que se alejaban en la

noche. Pasó el tiempo. Por fin pudeabrir los ojos y comencé a mover losmiembros. Al recuperar la fuerza, loprimero que hice fue buscar con ansia alos que habían hablado en el dialectocántabro, pero a mi lado no había yanadie, sólo Enol tumbado en el suelo

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junto a mí.Acudieron más soldados y los

capitanes al lugar donde había estado latienda de Enol; entre ellos se encontrabaLeovigildo, pero las llamas lesimpedían el paso. Entonces meincorporé y sentada en el suelo, meapoyé en una mano. Busqué con lamirada a Enol, él seguía a mi ladorecostado y agarraba con fuerza la copa.El aire fresco de la noche nos reanimó.Las llamas de la tienda ardiendo seelevaban cada vez más altas hacia elcielo y conformaban aparienciasdesiguales y extrañas. Me pareció quelas llamas formaban la figura de un

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enorme pájaro, quizás un búho.Oí a mi lado la voz de Enol que

volvía en sí.—Todo ha concluido. Fue él quien

lo quiso. Yo intenté avisarle. «El quebebe el cáliz del Señor indignamentecome y bebe su propia condenación.»

No entendí las palabras de Enol,imaginé que se referían a Lubbo, pero nosabía quién era aquel Señor del que élhablaba. Alrededor de la hoguera de loque había sido la tienda del druida, sesituaban los hombres godos en unsilencio respetuoso. Parecía oírsequejidos de dentro de la hoguera.

Leovigildo se dirigió hacia mí:

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—¿Estáis bien, señora?Asentí. Me sorprendió que

Leovigildo se preocupase por mí, penséque lo hacía cuidando de una propiedadmás de las suyas, pero realmente su fazera más afable que otras veces. Despuésse acercó a Enol y observó su aspecto.

—El viejo Juan de Besson estágrave… mandaré a los físicos.

Me levanté tambaleándome ysupliqué:

—Permite, mi señor, que acomode ami tutor en la tienda en la que habito.

—Sea como deseáis —dijo,inclinando la cabeza, y se fue a valorarlos daños que el incendio había

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causado.Enol mostraba una gran palidez,

revisé su herida y comprobé que eraprofunda, atravesaba las costillas y sehundía en el pecho. El resentimiento queen los últimos tiempos yo habíaalbergado contra Enol se desvaneció. Loocurrido había cambiado misdisposiciones hacia mi antiguo tutor. Elpasado se hundía en la noche, amanecíaen mí un afecto compasivo hacia elanciano druida que de niña me habíacuidado y ahora me necesitaba. Todo elodio de las últimas semanas meabandonó, y recordé que Enol había sidodurante años mi padre.

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Acomodé al druida en un lecho en latienda que compartía con las mujeres demi séquito. Ellas miraban sorprendidas.Le examiné detenidamente, la heridahabía atravesado el pecho del viejodruida, pero no había alcanzado elcorazón. Si la fiebre le atacaba, nohabría remedio. Era extraño que Lubbono hubiese alcanzado el corazón, quizásestaba escrito que él no iba a causar lamuerte de Enol o quizás el propio odio yla ansiedad por la posesión de la copahabía desviado el cuchillo de Lubbo.

Le examiné delicadamente. Al notarmis manos suaves y afectuosas sobre supecho, Enol abrió los ojos y me sonrió

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mansamente. Yo le dije:—Te curaré.—Ni la pócima más maravillosa

podría curarme.—Utilizaré la copa.—¡No! —dijo Enol asustado—. Mi

mal no tiene cura, y la copa no debe serutilizada, yo la usé y lo hice mal. Lacopa ha sido consagrada y no debe serempleada más que en el ministeriosagrado.

Hablé con firmeza:—La copa puede utilizarse para el

bien. Otras veces se ha hecho.—Mira lo que ha ocurrido con

Lubbo.

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Le interrumpí:—Tú no eres Lubbo. Lubbo era

sanguinario, su maldad se volvió contraél. Algo en él estaba torcido, bebió conafán de dominio y burlándose de lo querepresenta esa copa, que por lo quepuedo comprobar es la pureza de vida.Yo utilizaré la copa con hierbas decuración. La copa ha sanado a otros. Ytú no eres diferente de ellos.

Enol no habló, me miró sorprendido,entendía que yo me daba cuenta deaspectos de la realidad que élconsideraba vedados para mí.

Me dirigí al arcón dondeanteriormente había guardado la copa.

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Lo abrí y al tocarla temblé. Era muyhermosa, tenía una belleza quesubyugaba, en el fondo de la coparefulgía un brillo de ágata rojo oscuroque atraía la mirada. Coloqué la copaencima del baúl, y sin saber por qué, mearrodillé ante ella. Oré al dios al quehubiese sido consagrada la copa y notéque a aquel dios, mi oración leagradaba. Enol me miraba, sorprendidoy en silencio.

Después me incorporé y salí de latienda; hablé con la servidumbre,solicité las mismas hierbas y raíces quetiempo atrás habían curado a Aster. Loscriados de la comitiva me observaron

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con sorpresa, siempre habían creído queyo era falta de mente o, a lo mejor,muda; pero al verme mandar condecisión, me obedecieron sin reparos.Preparé la pócima tal y como lo habíavisto hacer tiempo atrás a Enol, lamisma pócima que curó a Aster y aTassio.

Él se mostraba pesaroso de haberaceptado utilizar la copa, intentaba una yotra vez disuadirme. Yo no entendía porqué Enol se negaba a usarla. Él decíaque se estaba muriendo y que no merecíala pena gastar todo aquello en un viejomoribundo, pero yo no le contestaba yobraba. Calenté el agua, vertí las

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hierbas y la estancia se llenó de unafragancia suave, Enol abrió los ojosagradecido.

Vertí la poción en la copa, y lacalenté lentamente al fuego, las criadasme observaban extrañadas. Le di abeber el brebaje a Enol. Noté que serelajaba, y que se sentía confortado porel bebedizo. Después, me retiré ensilencio, a un rincón en la tienda, y ledejé descansar, durante horas velé susueño, un sueño agitado en el quehablaba de Lubbo, de su padre, de Nicery sobre todo llamaba una y otra vez a mimadre. Agotada, apoyé la cabeza entremis rodillas, sentada en el suelo con las

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piernas flexionadas. Entonces me hundíen un sueño profundo.

En la madrugada, Leovigildo seacercó a la tienda de Enol. Habíacorrido por el campamento que la mujercallada, la sin mente, había preparadoun bebedizo para una herida mortal.

Amanecía cuando el duque godoentró en la tienda de Enol, y yo dormía alos pies de mi antiguo tutor. Consobresalto escuché la voz deLeovigildo:

—¿Qué haces?—Le intento curar.—Y tú, ¿qué sabes de curaciones?—Sabe algo —dijo Enol suavemente

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—, yo le enseñé y en Albión curó amuchos.

Leovigildo no dijo nada. Muchasveces pensé que su cara era como unamáscara que no revelaba nada delinterior; sin embargo, me dejó hacer.

Aquel día, cuando el sol estuvo altoen el horizonte, Leovigildo ordenóiniciar la marcha y proseguimos elcamino hacia el sur, Enol iba en unasparihuelas. Con frecuencia me acercabaa atenderle. Con sorpresa, noté que no leguardaba rencor por todo lo ocurrido,quizá debía haber sido así, quizá yo era

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un estorbo para Aster y lo que estabasucediendo era lo mejor para los dos.Un dolor sordo de vez en cuando meatravesaba el pecho; me dolía mi hijocriado en manos ajenas a las mías, yechaba de menos desesperadamente aAster, pero ahora, tras la visión, en micorazón había paz. Intentaba no mirar alpasado, pero el sufrimiento más hondono era el del recuerdo que lentamente sedesdibujaba en mi memoria, que lavisión había curado y había convertidoen padecimiento lleno de amor.

Lo peor para mí era Leovigildo, elrechazo visceral que me producía supresencia. Aquel hombre rudo y

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descortés me había ofendido. Sinembargo, tras la agresión a Enol, cambióen algo su actitud para conmigo. Era másamable y volvió a acercarse a mí. Ya nome consideraba falta de mente, intentabahablarme pero yo no sabía quéresponderle la mayoría de las veces.Sentía miedo ante su presencia, ahoraque los cambios de una nueva gestaciónse iniciaban dentro de mí.

El camino cruzaba bosques de pinosaltos y de copa redondeada, entre lospinos no había vegetación, vi correrconejos y liebres. A veces los soldadosde la comitiva se alejaban para cazaralguno.

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Durante el camino, pude rememorarde nuevo en mi mente la visión, y en ellasentí consuelo.

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XXVII. Ongar

En mi visión los vi a todos.Las montañas cántabras rodeaban a

aquel pequeño grupo de personas,escapados de la masacre en Albión. Unhombre de rasgos endurecidos por elsufrimiento marchaba al frente, másatrás varios hombres jóvenes; despuéslos niños y las mujeres; entre ellas unamujer con el cabello suelto al viento yuna expresión enloquecida. Detrás,cerrando la comitiva, un monje y, junto aél, varios hombres armados cerraban la

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retaguardia.Aster caminaba erguido pero sus

ojos se perdían en la lejanía. Alacercarse a las montañas, el cielo, antesazul, se cubrió de nubes. Comenzó alloviznar, caía un agua fina que noempapaba las ropas. A los fugados deAlbión les llegó el olor de la tierramojada. Las mujeres tenían esperanza ensus corazones, sentían que después de laida de la mujer baltinga, sus hijosestarían seguros. Poco a poco la lluviase hizo más intensa y enfangaba elcamino pero se dieron cuenta de quetambién borraba sus pasos. Todospensaban que estaban ya salvados, sin

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embargo Aster mantenía todas lasprecauciones, temía ser seguido por losgodos. De vez en cuando, enviaba algúnhombre detrás para asegurarse de quenadie los perseguía; y sobre todo quería,por todos los medios, que los caminos aOngar permaneciesen ignorados.

La vereda se elevó lentamente, sehizo más irregular, a retazos el caminodejaba de serlo, las gentes se guiabanpor el instinto de Aster y de los hombresde Ongar que marchaban precediendo lacomitiva.

Se oían suspiros y algún lamento porel cansancio, a menudo les arañaban loszarzales. Aster no permitía el descanso,

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aunque alguna de las mujeres sequejaba. Ordenó que los hombres másfuertes tomasen sobre sus hombros a losniños. Uma no quiso que Aster llevase aNicer, Aster no se enfrentó a ella sinoque acarició a su hijo suavemente en elpelo y lo dejó estar en el regazo de Uma.Mailoc observó aquel gesto de Aster ysus ojos se tornaron brillantes, sonrióbajo sus blancas barbas.

Al llegar a lo alto de la montaña, elcamino se dobló en una curva, al otrolado se abría un enorme precipiciodonde, rugientes, corrían las aguas delDeva. De frente se extendían los Picosde Europa, las nieves perpetuas cubrían

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algunas de las cumbres, y aunque elcielo estaba cubierto, las nubes sehallaban altas. El ambiente, por lalluvia, era transparente y límpido. Brillóun rayo de sol sobre las hojas de loscastaños.

Se detuvo la marcha y Tilego, quecaminaba en la retaguardia, se adelantósituándose al frente, junto a Aster. Ésteapoyó la mano en el hombro de Tilego, ycon el otro brazo señaló al frente undesfiladero entre montañas, en el quehabía un bosque de robles.

—Estamos cerca —dijo—.Bajaremos la torrentera y allíencontraremos el paso de montaña.

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—Me preocupan las mujeres y losniños.

—Descenderemos despacio y losataremos con cuerdas.

Aster apretó con su mano el hombrode Tilego, él percibió la fuerza de supríncipe y se dio cuenta de que Aster nopensaba en sí mismo, sino en cómoconducir lo que restaba de su pueblosano y salvo hasta Ongar.

—Entonces ¿estás bien?—Sí —respondió secamente Aster,

sabiendo a qué se refería.Después su rostro comenzó a

mostrar de nuevo dolor.—Tenemos que llegar a Ongar —

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continuó Aster—. ¿Sabes? Se lo debo aella. Ella se fue para que siguiésemoslibres. Yo debo conducirles a Ongar.Mailoc dice que si pienso en mi propiodolor no podré realizar la misión que mecorresponde, por eso no pienso en nadamás que en llegar a mi destino y no miroatrás.

Quizás avergonzado por mostrar sussentimientos, Aster se alejó de Tilego, ycomenzó a distribuir a las gentes para labajada. Primero lo harían los hombresmás fuertes que abrirían el camino.Tilego, Aster, Fusco y Lesso quedaríandetrás ayudando a bajar a las mujeres yniños. Algunos de los hombres portaban

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sobre su espalda a los niños.Las mujeres protestaban.—Nos vais a matar; yo nunca bajaré

por ahí.Aster con paciencia respondió a una

mujer voluminosa, una comadre deOngar de la familia de Abato.

—Señora Maína, os llevaremosnosotros mismos. No miréis. No hayotro camino. Eso o los godos.

La mujer se resistía, diciendo:—Hemos superado el agua y el

fuego y ahora vamos a morir en esteacantilado.

—No. No vas a morir.Suavemente Aster cogió a la matrona

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y rodeó su cintura con una cuerda,después la empujó hacia el acantilado,ella gritaba como un cochino en lamatanza.

—Como siga gritando así, van aacudir todos los godos y los suevos delas montañas —dijo Tilego.

Aster asintió pero no le contestóporque se hallaba ocupado con eldescenso de la mujer.

—Cuidado con la pared —gritabaAster—, apartaos de las rocas con lasmanos. Tú, Tilego, ayúdame, que nopuedo con el peso.

Maína fue descendiendo lentamente,con las manos se apoyaba en la pared,

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de cuando en cuando gritaba. El taludtendría la altura de unos veinte hombresy el descenso se hacía penoso. Al llegarabajo fue recogida por los que ya habíanllegado, le quitaron la cuerda, que se izórápidamente.

Aster se volvió al resto de lasmujeres.

—Os iremos bajando poco a poco.Es capital que no gritéis. Estoy segurode que hay godos que aún nos persiguen.Si hemos bajado a Maína, podéishacerlo todas.

Las mujeres asintieron confortadaspor sus palabras. Una a una fueronbajando; entonces le llegó el turno a

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Uma, que apretaba a Nicer contra sí. Alver la actitud de Uma, Tilego habló:

—¿No crees que es peligroso que lademente baje a tu hijo?

Aster miró a Uma atentamente,después en voz suave y convincente sedirigió a ella.

—Uma, te vamos a hacer bajar poresta escala, no debes soltar al niño.

—No soltar al niño —dijo ella.—Si no estás segura, lo ataremos.—Ataremos —repitió.Uma sostenía el niño muy fuerte

contra su pecho, pictórico por lalactancia. Aster intentó retirar a Nicer,pero no fue capaz; entonces, tomó la

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cuerda y la enrolló en torno a los brazosde Uma que abrazaban al chico, ella ledejó hacer. Sorprendentemente, labajada de Uma fue fácil, la descendieronde espaldas a la pared con el niño alfrente. Ensimismada en su mundo, paraella todo lo que no fuera el niño le eraajeno.

Al verla en el suelo con el niño sanoy salvo, Aster respiró aliviado. Habíanbajado todos, el último fue el monjeMailoc, que había realizado la señal dela cruz sobre su rostro antes de serlanzado, después descendió musitandooraciones y con una palidez cérea en elrostro. Sólo quedaba Ulge. La mujer se

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resistía y Aster se tomó un tiempo enconvencerla. Cuando comenzó adescender por el acantilado, oyerongritos en el bosque, unas sombras negrascruzaban la foresta. De repente, por elcamino por donde habían subido,asomaron los cascos oscuros y brillantesde una docena de soldados godos;quizás atraídos por los gritos de los quehabían ido bajando. Soltaronrápidamente a Ulge, que cayó en brazosde los hombres de abajo.

En el borde del acantilado, sóloquedaban ya Aster, Tilego y los deArán: Fusco y Lesso. Aster desenfundósu espada, que brilló al contacto con la

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luz del día y emitió un ruido áspero alsalir de su vaina. Los otros hicieron lomismo, Fusco tomó su arco y apuntócontra los godos, cubriéndoles defechas. El camino de llegada de losgodos era estrecho y él los ibapenetrando de uno en uno en el lugardonde se habían refugiado los cántabros.Los hombres situados en la parte bajadel precipicio observaban con horroraquella lucha desigual; querían subirpara ayudar a su señor pero la pared eradifícil de escalar. Algunos de ellos quecomenzaban a trepar por la paredresbalaban y volvían abajo.

Aster rechazó a uno de los godos, un

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guerrero corpulento que avanzó gritandohacia él con la espada en alto. Elpríncipe de Albión se agachó justo en elmomento en que lo embestía y leatravesó el vientre; a su derechaavanzaba otro que él no había visto,pero Lesso detuvo el asalto; mientrastanto Tilego se abalanzaba contra untercero. La batalla continuó desigual,pero entonces algunos de los hombres enla parte baja del precipicio consiguieronsubir, arrastrándose por las rocas. Losenemigos fueron rechazados. Al final,Aster y sus hombres estaban rodeadosde cadáveres.

—¿Han muerto todos?

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—Sí, mi señor.—Las entradas a Ongar nunca han

sido descubiertas y no pueden quedarenemigos vivos. Rastrearemos el bosquehasta asegurarnos de que nadie ha huido.

En la parte alta del precipicioquedaban seis hombres, se dividieron yrastrearon el bosque de alrededor. Losgodos eran una partida de unos docesoldados, y no parecía que alguno deellos hubiese sobrevivido.

Aster preguntó a Tilego:—¿Quiénes crees que son?—No son del grupo que atacó

Albión, vestían de un modo distinto.Tampoco son los que acompañaban al

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druida.—Han mandado refuerzos —afirmó

Aster.Tilego asintió.—Sí. No te equivocas. Aster, has

pensado correctamente desde unprincipio, posiblemente los godos haniniciado una ofensiva contra el reinosuevo en la que estamos incluidosnosotros.

—En ese caso, buscan someter lastierras del norte para conseguir el oro.El sacrificio de… de ella… ya no tienevalor, no nos dejarán en paz.

—No. No es así. Jana entendió quela buscaban como señuelo y que

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cualquier lugar donde ella estuviesesería atacado. Ongar peligraba. Ahorano atacarán Ongar o no lo harán de unmodo inmediato y eso nos da tiempo arehacer los castros.

—El tiempo de los castros haacabado ya, Tilego, no aguantan lascatapultas y las teas incendiarias.

En aquel momento regresaron losrastreadores, entre ellos Lesso y Fusco.

—Mi señor, no podemos dejar estoscadáveres aquí, señalarán el camino aOngar —dijo Lesso.

Lesso volvía a ser el de siempre,parecía haber olvidado aquelresentimiento que había albergado

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contra Aster tras la muerte de suhermano Tassio. Aster se dirigió a élcon un tono de voz suave, contento porsu cambio de actitud.

—Sí, Lesso, tienes razón. Losenterraremos, debemos irnos y llegar aOngar cuanto antes.

Empujaron los cadáveres por elprecipicio. Las mujeres gritaban,tapando el rostro de sus hijos. Después,Aster y el resto descendieronprecipitándose por la pared,agarrándose a las grietas, no queríandejar una escala atrás que marcase surastro. Pronto estuvieron en el suelo.Allí les recibieron con gritos de júbilo.

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Al llegar abajo cavaron una fosa junto alrío donde enterraron los cadáveres.

—Adelante —dijo Aster—,debemos caminar deprisa. ¡Nos estaránbuscando! Seguidme todos. Que loshombres carguen con los niños.

Aster se introdujo en las aguas delDeva, cruzó el río, saltando entre laspiedras o metiéndose en la corriente. Alllegar al otro lado, el espacio era másamplio y las paredes del precipicio sealejaban. En el estrecho paso entre lasmontañas fluían las aguas del río confuerza. Las mujeres caminaban contorpeza, sus largas faldas eranarrastradas por la corriente de agua.

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Llegaron a la otra orilla y siguieron elcurso del río hacia delante. Entre lasmontañas volaban varias aves rapaces,no podían distinguir si se trataba deáguilas o de buitres, hacían círculos enel aire buscando una presa.

Más adelante, el desfiladero seensanchaba y un bosque de cipreses,rodeado por paredes calcáreas, losacogió.

—Me alegro de haber llegado a estebosque. Junto al cauce del ríohubiéramos sido un blanco fácil para losgodos —dijo Fusco a Lesso—. Nospodrían haber asaeteado desde arribasin posibilidad de defensa.

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—Ya queda poco para Ongar.—¿Sí?—Creo que sí. Yo nunca he venido

por aquí. Aster ha buscado un caminoque no pueda encontrar nadie.

Llegaron al final del bosque,aparentemente ya no había camino, sólola cascada. Entonces Aster atravesó lacortina de agua que caía con fuerzadesde arriba. Los otros empujaron a lasmujeres y los niños. A través de lasaguas de la cascada llegaron de nuevo aun talud pétreo. Las nubes se habíanentreabierto y un rayo solar reverberabaen el agua. Al otro lado de la cascada,en la pared, se abría una senda labrada

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por el hombre. Unos toscos peldañosascendían por la roca. Aster subió porellos y los demás lo siguieron. Elcamino se transformó en una gradería deescalones desiguales que subían sincesar. Oían las voces de los hombresresoplando.

—Aster, las mujeres se quedanatrás.

—No importa, este camino ya esseguro, así correrán más. Prontoencontraremos a los vigías de Ongar.

A veces, al ascender tropezaban conlos cantos del camino y se formabanpequeños desprendimientos. En lapared, crecían plantas rugosas de largas

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raíces que se introducían en las rocas.Fusco y Lesso resoplaban. Más allá, lamontaña seguía ascendiendo y el Devase volvía a precipitar en otra cascada deaguas espumosas. Al ver a su jefedetenido, los demás continuaronascendiendo, pero más despacio, paratomar fuerzas. El cabello oscuro y largode Aster ondeaba al viento, junto a élestaba Tilego.

Mailoc se adelantó y al llegar a lacumbre abrazó a Aster, después miróhacia donde las aguas del Deva caían,cerca de una amplia cueva, la Cova deOngar, donde una construcción de piedraestaba coronada por una cruz. Durante

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un segundo el monje miró hacia atrás allugar por donde los supervivientes deAlbión ascendían y musitó una oración;se abrazó a los huidos de Albión y sedespidió; después por un caminoestrecho entre las rocas se dirigió alcenobio, donde sus hermanos en la fe loesperaban.

El grupo de fugitivos de Ongar fuellegando a la cumbre. Al antiguoemplazamiento cántabro, al lugar dondenunca habían llegado las hordasbárbaras, al santuario entre lasmontañas.

Yo lo vi con ellos.Cerrado a la mirada de extraños, el

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castro de Ongar se situaba junto a unarroyo que fluía del Deva. En el centro,una zona interior amurallada se rodeabade un pequeño barrio exterior; a todoaquel conjunto lo envolvía el antecastro,compuesto por varias fortificaciones depiedra y adobe que circunvalaban ambosespacios. Las murallas llegaban hasta elrío y se doblaban sobre sí mismas para,a través de un corredor, formar elcamino de entrada, salvaguardado pordos torretas donde se situaban losvigías. Las casas del castro erancirculares. Por fuera se extendían lastierras de labor con las mieses altaspara la siega.

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Ongar era un lugar diferente acualquier otro. Las antiguasfortificaciones habían sido destruidas enmuchos puntos, pero no por las guerras,que nunca habían llegado a aquel lugar,ni por descuido. La paz reinaba desdeaños atrás, y las defensas no erannecesarias; las montañasproporcionaban la más fuertesalvaguardia natural. Los habitantes delvalle habían tomado las piedras de lasmurallas para construir sus viviendas,que eran más altas, generalmenteacompañadas de graneros y pajares, ydistribuidas por las laderas de lasmontañas. Desde la altura vieron a las

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gentes ir y venir, muchos labraban loscampos, las mujeres lavaban ropa en elrío. Se escuchaban las sierras de losleñadores cortando árboles en elbosque. También oía, ampliados por losecos del valle, los juegos de los niños.

Aster se volvió a Tilego, y éstehabló sonriendo:

—¡Al fin en casa!—En casa, pero derrotados.—No debes decir eso. Hemos

salvado la vida.—Pero hemos perdido a muchos.—Sí —dijo Tilego sabiendo que la

muerte no era la única pérdida.Entonces Aster se giró y se acercó a

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Uma. De alguna manera, la dementecomprendía que estaban seguros, yaflojó el abrazo que la unía a Nicer.Aster tomó a su hijo del seno de la loca,ella le dejó hacer; cantaba una canciónantigua e incomprensible.

Aster habló:—Hemos llegado a Ongar.Todos vitorearon sus palabras y él

levantó a su hijo por encima de sucabeza, el niño abrió sus bracitos ysonrió. Sus rizos dorados brillaron alsol.

—Mira, hijo mío, el lugar de tusmayores.

En el poblado los vigías vieron a la

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comitiva que descendía de las montañase hicieron sonar los cuernos de caza. Eleco devolvió su sonido y las gentesdejaron sus tareas para ver quién podríahaber encontrado el camino hacia Ongar,lugar escondido en las montañas.

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XXVIII. EméritaAugusta

Cruzamos campos en los que el trigocomenzaba a brotar verde en la nacienteprimavera, y después atravesamosmontes, muy distintos a los de lasmontañas cántabras. Bosques conhelechos de grandes hojas pero sin tojosni plantas espinosas. Un frío seco yhelador descendía desde alguna lejanamontaña hacia la planicie y el cielo, deun azul intenso como yo nunca había

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visto en el norte, de cuando en cuandoera cruzado por el velo translúcido dealguna nube. El camino se hizoempinado y después descendimos condificultad. Atravesamos un ríoanchuroso y seguimos ruta hacia delante.Se abría ante nosotros un valle pleno decerezos en flor, las nieves de lascumbres de las montañas se licuabanante la primavera pero en las colinas delvalle el blanco puro y aromático de laflor del cerezo se extendía por lasladeras. La comitiva transitaba por laantigua calzada romana que uníaAstúrica Augusta con Emérita, por allíhabía bajado el oro de las Médulas, y

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también la plata, así como el estañoprocedente de las islas del norte. Ahoraveíamos paisanos, labradores, algúnnoble rodeado de una comitiva y a vecesmonjes con un hábito que me recodabael de Mailoc.

Atravesamos el Tajo por el puenteromano de piedra que descansa sobreseis grandes pilares y está coronado a lamitad por un arco de triunfo. Desde laaltura sentí vértigo al ver las aguas delrío discurriendo tumultuosas bajo lasgrandes arcadas. El puente semejaba unapequeña colina sobre el río, ascendía untrecho y después volvía a descender. Alfinal, desde unas torres, los vigías que

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guardaban el puente saludaron el pasode la comitiva. En la caravana sehablaba que ya quedaba poco parallegar a Mérida.

Entramos en la gran ciudad por elnorte, cruzando el puente de piedrasobre el río Albarregos, a nuestraizquierda; un gran acueducto construidocon piedras milenarias abastecía deagua a la ciudad. No podía abarcar conmi mirada la altura del monumento y delas murallas. Al otro lado, junto alcamino, campos de labor con hortalizasregados por el agua del río canalizadaen acequias. Más a lo lejos, antiguasvillas romanas fortificadas, con siervos

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trabajando en el campo. Mi hijo seestremeció cuando yo examinaba laurbe, pensé que a él también lesobrecogían con su majestad lasedificaciones. Mérida teníamonumentos, alcázares, basílicas eiglesias que excedían a todaponderación y una muralla como nohabían hecho otra los hombres.

Me acerqué al lugar donde Enol,acostado, viajaba. Su gravedad parecíahaber cedido y mostraba un semblantealegre.

—¿Has visto nada igual? —dijo.Respondí suavemente al viejo

druida:

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—No, Enol, es la ciudad más grandeque he visto nunca desde… Albión.

Entonces callé y él me cortóhablando rápidamente, intentando evitarque de nuevo el pasado se alzase entrenosotros.

—Albión no tiene comparaciónalguna, en el norte sólo hay salvajes.Éste es el lugar que te corresponde,donde serás reina y señora. Leovigildo,bien lo sé, llegará a ser rey. Es unhombre que por naturaleza es señor delas gentes.

Me entristecí al oírle hablar deaquellas cosas y me aleje de él. Mialma, rota en dos, aún no podía soportar

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escuchar el nombre de la ciudad hundidabajo las aguas y de mi pasadotronchado, quebrado por las guerras.Recordé el tiempo en el que hablaba conAster de conocer otros mundos, me dicuenta de que había llegado a encontraraquellos mundos por los que suspirabade niña, a costa de romper con lo másamado de mi existencia.

Antes de entrar en la ciudad, hicimosun alto en el camino y me llamó ladueña. Doña Lucrecia quería que mesituase en un carruaje abierto, arrastradopor un tiro de caballos, arregló micabello, me cubrió con un manto de pielsuave.

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Una vez cruzado el puenteatravesamos los portones y la murallaciclópea, después subimos por eldecumanus, una calle ancha, conedificios de dos pisos, algunos de ellosguarnecidos por columnas de piedra. Lacalle amplia y mellada por las ruedas delos carros estaba cruzada por vías máspequeñas perpendiculares y rectas; porellas salían los hombres y las mujeres aver a los vencedores del norte.Vitoreaban al triunfador, eran un puebloalegre amante de las fiestas y losespectáculos. Más adelante entramos enlos foros de la ciudad, pude verbasílicas de gran tamaño y lonjas de

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contratación. Los foros habían sidoesplendorosos no mucho tiempo atrás,por lo que aún conservaban su solera, yaunque algunos edificios estabandeshabitados, la multitud bulliciosaatestiguaba que eran el centro social dela urbe. A los lados de la plaza, lostemplos de los dioses paganosamenazaban ruina.

Leovigildo cabalgaba al frente, muyrecto, con su largo cabello rizado sobrela espalda y su abdomen ligeramenteprominente distendido por el orgullo. Sucara de águila sonreía con satisfacción yexpresaba la vanidad del vencedor.

Dispuso que yo me situase junto a él

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en aquel carruaje abierto, alhajada conlas joyas del tesoro. Una vez más, comoa mi llegada a Albión, me convertí en untrofeo de guerra.

Detrás, en una gran carretadescubierta, se mostraban piezas de oro.

Los heraldos aclamaban:—¡Salve al gran duque Leovigildo!

¡Vencedor de los bárbaros del norte!¡Salvador de la hija de nuestro reyAmalinco!

Los hombres de la ciudad gritabanalegres al paso de la comitiva. Al llegaral foro, Leovigildo quiso pasar pordebajo del arco de Trajano, cubierto demármol, con inscripciones romanas a los

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lados. Posteriormente procedió a entraren una de las basílicas que rodeaban losforos. Allí tuvo lugar un solemne acto deacción de gracias oficiado por unclérigo arriano. Todo era un espectáculopara servir a la alabanza del gran duqueLeovigildo, dominador de los bárbarosdel norte.

A continuación, escoltados por unamultitud cada vez más nutrida, salimosde los foros y nos introdujimos en unacalle que cruzaba la ciudad y descendíahacia el río. Al fin, junto a la murallallegamos a nuestro destino, el palacio delos baltos. El ama me indicó que aquéllahabía sido la residencia de los reyes

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godos en su estancia en Mérida y que,por gracia de nuestro gran reyAtanagildo, volvía a pertenecer a lacasa baltinga, sería mi casa y la deLeovigildo.

El edificio estaba construido sobreel antiguo templo de una diosa, con unascolumnas a la entrada, que a mi vistaparecían no tener fin, y que estabancimbreadas por capiteles corintios. Alatravesar el umbral, penetramos en unasala espaciosa donde la servidumbrenos dio la bienvenida y nos rindiópleitesía. Dentro, un patio lleno deplantas de suaves olores al que se abríanlos aposentos.

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Enol fue transportado hacia unacámara amplia a través de cuya ventanase divisaba el río Anas y la llanuradonde comenzaba a brotar el trigo. Laestancia era hermosa, estaba estucada ytenía suelo de mosaico. Le acompañéhasta su lecho, donde, agotado del viaje,se dejó caer, durmiéndose enseguida. Laservidumbre me miraba; ordené a uno delos criados que me inspiró confianza queatendiera al antiguo druida. Cerré lascontraventanas por donde entraba la luzy la estancia quedó a oscuras, iluminadapor las llamas de una chimenea quebarboteaba al fondo.

El ama, solícita, me mostró el

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palacio. Subimos a la terraza que cubríael edificio y desde allí vi por primeravez el río Anas, anchuroso y de colorazul brillante. El río, navegable, estabacruzado por diversas embarcaciones:había naves griegas, galeras bizantinas,navíos similares a los que habíancausado la ruina de Albión,posiblemente del ejército godo, barcaspesqueras. La luz lo llenaba todo y elagua refulgía.

Después me acompañaron a lashabitaciones, muy cercanas a las de miesposo Leovigildo. El lecho se hallabadispuesto con finas telas y colgaduras enel dosel de la cama, el ambiente olía a

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flores. Los criados me saludaban conprofundas reverencias. Todo erahermoso… pero yo estaba sola y teníamiedo a aquel a quien llamaban suduque y señor. Me quité las pesadasropas con las que me habían vestidopara la triunfal entrada en la ciudad,retirando a un lado el manto. Una jovendoncella me ayudó a vestir una finatúnica de lana, y encima de ella una sayade satén rojizo. Al hacerlo sentí náuseas,noté el abdomen prominente y abultadopor el embarazo, me mareaba y merecliné en el lecho. Escondí la cara entrelas manos, y las lágrimas brotaronlentamente. Noté un pequeño golpe

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dentro de mí. Mi hijo se movía. «Seráfuerte —pensé—, fuerte como su padrey desafiará al mundo.» Noté entoncesque las fuerzas volvían a mí y melevanté renovada. En un rincón, en unagran fuente de plata había fruta. Comíalgo sin ganas, temía a Leovigildo;después escuché sus pasos por elcorredor. El ruido de sus botas y susespuelas chocaba contra el suelo. Unescalofrío recorrió mi espalda.

Leovigildo estaba contento despuésde haber sido vitoreado en la ciudad,por sus triunfos en el norte, venía conaires de conquistador. Se situó en laentrada de la estancia con las piernas

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entreabiertas y los brazos apoyados enla cintura. Entonces me habló:

—Me obedecerás en todo y asícumpliré la promesa que hice a Juan deBesson; llegarás a ser reina entre losgodos. Me debes respeto.

Leovigildo elevó la voz al decirestas palabras y después habló en untono más bajo, pero quizá másamenazante:

—Sé que esperas un hijo. Confío enque eso te devuelva la sensatez. Si medesobedeces en lo más mínimo tequitaré al niño y lo educarán comocorresponde a un descendiente de ladinastía baltinga.

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Cuando Leovigildo abandonó misestancias, sentí un gran abatimiento. Elmiedo me atravesaba la piel. Entoncesdecidí ver a Enol. Tras la muerte de suhermano había cambiado, quizás élpudiera ayudarme. Atravesé el patiocentral donde el agua manaba en elimpluvium, hacía frío y una fina capa dehielo flotaba sobre el estanque.

Al entrar en la cámara de Enol, él seincorporó en el lecho. Sus ojos brillabanpor la fiebre. Me di cuenta de quevolvía a empeorar. Le ardía la frente. Ellugar donde había penetrado el arma deLubbo estaba de nuevo putrefacto y larespiración del druida se hacía fatigosa.

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Recordé todos los conocimientosque el viejo druida me habíatransmitido. Pedí agua caliente ydiversas hierbas a los criados ycomencé de nuevo mi labor de sanadora,pero los remedios que le aplicaba noeran eficaces. La copa sólo curaba alque quería ser curado y Enol… ya noquería ser curado.

—Estoy cansado.Permanecí junto a su rostro cada vez

más consumido día y noche.Afortunadamente, Leovigildo semantuvo aquellos días muy ocupado.Lucrecia me informaba de lasactividades que desarrollaba mi esposo

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y yo podía dedicarme a cuidar a miantiguo preceptor.

Un día tosió y en el esputo habíasangre, entonces ambos supimos que ibaa morir. Nada más cabía hacer por él.

El antiguo druida sostenía una luchainterior. Quería revelarme algo. A vecesme llamaba y cuando le preguntaba quéera, enseguida me respondía que no, queno era nada. Nada que precisasepreocupación.

Pasaron los días, una mañana Enolme llamó de nuevo a su cámara. Parecíatener más fuerzas.

—Me has cuidado bien, niña.Volvía a tratarme como cuando era

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adolescente en el bosque de Arán yaquello hacía que yo volviese a sentirmeasí.

—No sé si duraré mucho.—¡Oh! No te vayas. Me dejas sola,

me quedo sin nadie.—Niña, ¡cuánto mal he hecho en mi

vida! ¡No sabes cuánto! Presiento que seacerca la muerte y necesito estar en paz.Llama al obispo Mássona…

Me sorprendió aquella petición,conocía bien que Enol era un hombrereligioso que adoraba al dios presenteen la naturaleza, pero nunca hubierapensado de él que conociese al obispocatólico de la ciudad.

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—¿Eres cristiano?—Sí. Fui cristiano y fui monje, de

una antigua orden a la que despuéstraicioné y abandoné, como tantas cosasen mi vida. Estas manos que ves —yEnol extendió las suyas ante mí— un díafueron ungidas. Necesito ver a Mássona.Debe venir cuanto antes.

Salí de su cuarto y ordené a laservidumbre que buscara a aquelhombre al que reclamaba Enol. Lossirvientes no entendieron que mandasellamar a un clérigo de una religión a laque se consideraban extraños los godos.

Tras solicitar la presencia deMássona, Enol cerró los ojos, fatigado.

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Le había supuesto un gran esfuerzorequerir el auxilio de una religión quedurante los años de Arán habíarechazado. Mi tutor guardaba un pasadolleno de un dolor, una pena albergada enel fondo de su mente, oculta por unesfuerzo de la voluntad que impedía quesaliese al exterior. Algo de lo que sesentía culpable y ahora, cuando se sentíamorir, abría la cara oculta de su vida.Enol temía aquel momento, el momentode ponerse en paz consigo mismo, peroposiblemente lo había anhelado duranteaños. Atravesaba una gran tensión. Mesitué junto a su lecho, velando susufrimiento.

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Transcurrieron las horas lentamente,hasta que se abrió la puerta de laestancia y apareció un hombre madurode unos cuarenta años, con rostrovaronil, recio, de músculos curtidos porel ascetismo. Era el obispo Mássona.

Al ver a Enol, no se sorprendió; mesaludó con una inclinación de cabeza ysentándose en una jamuga cerca dellecho tomó suavemente la mano de Enol,le sonrió y dijo:

—Hermano, estoy aquí. ¿Quédeseas?

Enol tomó aire, con un gran esfuerzo,con voz ronca por la emoción habló:

—… confesar los pecados de una

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vida infame.El obispo sonrió suavemente.—Dios es clemente. Al fin has

vuelto a Él después de tantos años.—Sí, he vuelto a la fe que nunca

debí abandonar.Mássona hizo un gesto, indicándome

que abandonase la estancia y yo medispuse a irme; pero entonces Enol sehizo oír con esfuerzo.

—No te vayas.—No me importa ya el pasado —

dije—. Yo te he perdonado el mal quehayas podido hacerme.

Enol insistió:—Debes oírlo, se lo debes a Aster y

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a tu hijo Nicer.Palidecí, la herida que lentamente

iba cicatrizando, la herida que yo habíacreído dormida, se abrió de nuevo conun dolor sordo. En mi mente resonó elcuerno de caza de Aster, vi su rostropálido y dormido el día en que hube deabandonarle. De nuevo vi a mi pequeñoNicer en brazos extraños y, pese alconsuelo de la visión, las lágrimasacudieron a mis ojos.

—Hermano Mássona, permite queesta joven escuche la confesión quequiero hacer de mis pecados. Ella es laprincipal víctima de lo que voy amanifestar.

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—No es la costumbre entre losmonjes celtas.

—Es necesario que sea así.Mássona miró mi cara descompuesta

y el rostro de Enol contraído por eldolor y finalmente aceptó. Así fue comoel obispo de Mérida y yo fuimos testigosde la confesión en la que se relataba lavida del que entre los astures fueconocido como Alvio, aquel al que yosiempre llamé Enol, y entre los godos yfrancos se nombraba como Juan deBesson.

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XXIX. Los celtas

—Nací en la ahora ya destruida ciudadde Albión; de la que, como bien sabes,fui origen de su caída.

Después de pronunciar estaspalabras Enol guardó silencio duranteunos segundos, y su expresión se tornóaún más dolorida. Los dos sabíamoscómo había caído Albión y durante uninstante me pareció que entre nosotrosse alzaba el mar ensangrentado y losmuros de la ciudad sepultados por lasolas. Luego, con gran esfuerzo,

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prosiguió.—Yo era hijo de druida, nieto de

druida, descendiente a través de variasgeneraciones de aquellos antiguossabios que desde los tiempos remotosrigieron los destinos de los pueblosceltas. Durante centurias mi familiahabía vivido en Britannia, pero unaantigua tradición hacía proceder anuestro pueblo de las costas cántabras e,incluso más allá, del mar Mediterráneo,aquel que está en medio de todas lastierras; nuestro pasado se perdía en lanoche de los tiempos.

Al oír aquellas historias me parecíavolver a recoger moluscos junto al mar

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Cantábrico con Romila y recordar untiempo que ya no era.

Enol se detuvo, tomó aire y conesfuerzo prosiguió.

—Nuestro pueblo era un pueblonumeroso de ojos claros y cabellocastaño, gobernado por una estirpenoble que procedía de un dirigentedenominado Aster. Pero losjurisconsultos, los médicos y los bardosprocedían de mi linaje, del linajedruídico. Los druidas de mi familiadescendían de la progenie de Amergin,maestro de todos los druidas.

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Poseedores desde siempre de unasabiduría ancestral en la que se adorabaa la Fuente de la Naturaleza, al ÚnicoPosible y se le daba culto en los clarosde los bosques, en los lugares que Él, elÚnico, había mostrado. Aquel ÚnicoDios prohibía los sacrificios humanos.

»Los antepasados de nuestra raza seoriginaban en el patriarca Jafet y nostransmitieron el culto al Único Dios.Pero con el contacto de los pueblosgermanos, muchos degeneraron ycomenzaron a adorar a múltiples fuerzaspresentes en la naturaleza. Ése fue elprincipio de la idolatría. Despuésaprendieron las artes ocultas, así la

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magia blanca y limpia, fue sepultadaentre los troncos de los árboles delbosque y sustituida por una magia negray maligna.

»En tiempos del padre de mi padre,los bárbaros —anglos y sajones—llegaron en oleadas; cruzaron el mar delNorte e invadieron Britannia. La guerra,el fuego y el horror se extendieron porlos poblados célticos. Los invasoresrobaban, violaban, mataban… Durantelargo tiempo los hombres de mi pueblo,con la casa de Aster al frente,resistieron el acoso de las hordas delnorte, pero éstas, al fin, destruyeron elpoblado y mataron o secuestraron a las

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mujeres.»El país se volvió inseguro,

entonces los celtas albiones dirigidospor Aster y aconsejados por el padre demi padre, huyeron al sur, emigrarondesde las islas del norte a las costascántabras. Allí construyeron la ciudadde Albión, que por entonces creímosinexpugnable, y se unieron, como sabrás,a las mujeres de las montañas deVindión. El padre de mi padre tuvo unúnico hijo, que se llamó Amrós. Mipadre era sabio, un vidente capaz dediscernir los corazones de las gentes queadoraba a Aquél, el Único Posible, elDios de sus antepasados. Conocía las

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ciencias arcanas y los misterios deluniverso. Además, era recto y noble deespíritu, rico en dones de adivinación ycuración. Había sido siempre fiel a lascostumbres limpias de mi pueblo yodiaba la magia oscura que otrosdruidas habían forjado.

»Como sabrás, mi padre tuvo doshijos, mi hermano Lubbo y yo. El partode mi hermano Lubbo fue largo ycomplicado, nació deforme, con un piezambo que produjo después en él esaextraña cojera. Para los celtas, amantesde la belleza, aquel pie zambo era lamarca de una maldición, un deshonor.Algunos recomendaron a mi padre que

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tirase al mar a aquella criatura deforme;pero él no consintió en ello. Mi madremurió poco tiempo después delnacimiento de mi hermano, y mi padre leguardó fidelidad más allá de la muerte.Nunca pudo olvidarla. De algún modo,mi padre miró siempre a Lubbo como elcausante de la muerte de aquella a quientanto había amado.

»Durante mi infancia, no veíamosapenas a mi padre, siempre ocupado conasuntos del clan. Después, cuandocrecimos, quizá ya era demasiado tarde.Amrós intentó enseñarnos la antiguadoctrina que él había recibido de susmayores, pero Lubbo era rebelde. El

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siempre se creyó despreciado por mipadre —aunque no era así— y sufría.Para desquitarse de su dolor le gustabaatormentar a otros; le recuerdomartirizando animales desde niño, oescondiendo los aperos de los criadospara hacerles quedar mal delante deldruida, mi padre. Lubbo siempre fuesanguinario y brutal. Mi padreobservaba su crueldad y sufría, intentabapor todos los medios ayudarle, yvigilaba. En aquel tiempo yo pensabaque mi padre prefería a Lubbo, puessiempre estaba con él; ahora, viendotodo lo que ha ocurrido, me doy cuentade que conocía las carencias que había

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en él y sólo buscaba protegerle.»El druida Amrós guardaba legajos

antiguos que estudié con avidez; comocuando tú eras niña y leías lospergaminos junto al fogón en la casa deArán. Aprendí por mí mismo sindificultad, recuerdo que mi padre seenorgullecía de un hijo tan bien dotado.Él fue quien me advertía que lascualidades no las da la naturaleza parael propio uso personal, sino paraemplearlas en beneficio del otro, yafirmaba que la auténtica sabiduría no seenvanece de sus dones. A menudo meponía, de ejemplo ante Lubbo, quecallaba hoscamente. Al llegar a la

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pubertad yo sabía ya cuanto debíasaberse sobre las artes druídicas de mismayores.

»Por entonces naufragó un barco ennuestras costas y mi padre reconoció enuno de los supervivientes a un viejomaestro druida de su juventud. Alanciano le acompañaba Romila, su hija,una mujer muy bella y sabia, y seasentaron en Albión. Mi hermano y yofrecuentamos su casa instruyéndonosjunto a ellos. Se produjo una especialintimidad entre Romila y Lubbo. Mihermano cambió durante un tiempo alcontacto con aquella mujer ingeniosa yprudente. Con ella asimilaba los

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conocimientos que no había sido capazde aprender con otros maestros y algohumano se abrió en él. Mi padre y yonos alegramos.

»En aquellos tiempos de mi primerajuventud, el cristianismo se difundíaentre los pueblos de las montañas deVindión. Las viejas teorías célticasperdieron adeptos y los hombressiguieron a los monjes, apóstoles queprovenientes del sur, incansables,proclamaban la buena nueva. Porfidelidad a su orden y a sus antepasados,Amrós, mi padre, odiaba aquellasdoctrinas y se desahogaba a menudohablando con el padre de Romila. Los

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dos se inquietaban ante la pérdida de lastradiciones ancestrales de los celtas.Temían que sus hijos se alejasen de laluz del Único Posible. Entonces aquelhombre reveló a mi padre que en la islade Man, un lugar entre las islas Eire yBritannia, aún subsistían maestros de laescuela druídica a la que pertenecíanambos. Le aconsejó que enviase al másdotado de sus hijos a aquel lugar, asímantendrían viva la fe y la ciencia en laque ambos creían.

»Recuerdo cuando en la fiesta deBeltene en presencia de todo el pueblo,presidido por el príncipe de losalbiones, mi padre anunció al pueblo

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que sería yo quien iría a aprender lasciencias antiguas a la escuela druídicadel norte.

»—Ha llegado el momento, entre losalbiones, en que de nuevo exista unsabio filósofo. Cuando yo muera, guiaráal pueblo de las montañas como en lostiempos antiguos y se opondrá a lasnuevas doctrinas que traicionan al Uno,convirtiendo a un hombre ajusticiado endios.

»Todos prorrumpieron enexclamaciones de júbilo. Pero Lubbocallaba.

»—Además, el Único —prosiguiómi padre— me ha revelado que la copa

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sagrada de los druidas volverá anosotros, y será Alvio, mi hijo, quien laencuentre. La copa que calma lospesares, y que hace encontrar la paz. Lacopa sagrada que cura las enfermedadesy el mal que hay en el hombre.

»Una gran excitación corrió entre lasgentes, únicamente se hablaba de lacopa, de los tiempos de gloria quevendrían y del joven Alvio, comocumplidor de aquellas promesas. SóloLubbo permanecía callado y ausente, ensu mirada brillaba el rencor.

»Cuando después de la fiesta pudehablar con mi padre, protesté.

»—¿Esa copa no es una leyenda?

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»—No. No lo es. Sé que existe.Estuvo en Roma y ahora la poseen losgodos. Además es necesario que elpueblo espere algo, algo mágico ypoderoso, si no… se irán tras las nuevasdoctrinas.

»Yo seguía dudando:»—¿Cómo voy a encontrar esa

copa? Y, si la encuentro… ¿cómo lareconoceré? ¡Han pasado cientos deaños desde que se perdió!

»—La copa se muestra a sí misma.—La voz de mi padre sonó como en unsusurro, a la vez sonaba con fuerza yllena de esperanza—. Es preciso usarlacon sabiduría y prudencia, revela al

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mundo los corazones. Sirve para sanaral otro y nunca podrá ser usada en elpropio beneficio. No es fácillocalizarla, sólo se encuentra cuandoquiere ser descubierta. Sin embargo,desde siglos nuestra familia posee elsecreto. Sólo nosotros, los druidas de lafamilia de Amergin, conocemos el modode encontrar la copa.

»Entonces mi padre introdujo sumano en el pecho, bajo su túnicaapareció una cadena de plata labrada, yen ella colgaba una piedra.

»—La copa es oval, en cada uno desus lados muestra una piedra, hubo unalucha por ella, pero antes de perderse

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definitivamente para nuestro pueblo, unode tus antepasados logró hacer saltar dela copa una joya, es un ámbar grande. Lacopa no mostrará todo su poder hastaque no recupere la piedra que le falta yesté íntegra, pero aun así es poderosa.

»Amrós, mi padre, me mostró lapiedra que colgaba de la cadena, yhaciendo un movimiento con la uña, elámbar saltó.

»—Ésta es la marca, el ámbar queves aquí coincide con una oquedad de lacopa. Reconocerás la copa porque estapiedra encaja perfectamente en unacavidad complementaria.

»Después, mi padre volvió a

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introducir el ámbar en el colgante.Aprecié su brillo anaranjado, me lacolgó al cuello, musitando la bendiciónpara el viaje.

»Días más tarde mi progenitordispuso que yo partiese en un barco quezarpaba hacia el norte. De modoinsistente, Lubbo quiso irse conmigo. Noentendíamos su cambio de actitud,dejaba a Romila desolada, pero mipadre no impidió su marcha, aunque nolo animó tampoco. Pienso que nunca sefió enteramente de él; siempre temióque, sin su vigilancia, aquel hijo extrañose perdiese.

»El día antes de salir encontré a mi

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padre sumido en sus pensamientos,mirando el mar que descendía en laplaya hacia su marea baja y lamía lasrocas de la costa provocando espumaentre las piedras.

»—Aprende de la ciencia de losancianos, hijo. Persigue con denuedo lasabiduría y la fuerza. No busques lacopa, ella vendrá a ti. No reveles todoesto a tu hermano. Él la usaría en supropio beneficio y la copa está malditapara aquel de corazón mezquino.

»Después prosiguió en voz baja, ensus ojos pude ver una gran desazón:

»—Cuida de él —me pidió.»Por último, de modo muy solemne,

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me hizo jurar:»—Jura ante la piedra ámbar,

símbolo de la copa sagrada y de nuestropueblo, que regresarás y serás el guía ydruida que están esperando.

»Ante la piedra juré lo que me pedíami padre y él me concedió su bendición.

»Embarcamos hacia el septentriónen un día cálido de comienzos delverano. Soplaba la brisa del mar queempujaba las velas hacia el norte.Recuerdo, en el puerto, a las gentes deAlbión despidiéndonos, sobre todo meparece evocar a una mujer joven quebesó a mi hermano y le pidió quevolviera. Era Romila.

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—¿La conoces? —me dijo Enol.—Sí. La conocí, ella me enseñó

muchas cosas. Me dijo que habíaquerido a Lubbo.

—En aquel tiempo era una mujerhermosa. Todos la admirábamos y quizála temíamos. Nunca entendí su devociónpor Lubbo.

—Decía que él fue el único que seatrevió a amarla.

Después Enol prosiguió.

—Vi alejarse las costas de Albión.El barco realizó la travesía en días deluz brillante, y guiados por las estrellas

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pronto arribamos con bien a las costasde la isla de Man en el norte.

»Desde el litoral nos condujeron aun poblado grande rodeado por unaempalizada de madera, no tan distintodel castro de Albión en donde yo habíanacido. Allí, junto con otros jóvenesllegados de lugares remotos, Lubbo y yoestudiamos las artes druídicas. Nosacogieron en una familia del poblado alos que ayudábamos en las tareas delcampo, y nos permitían unirnos a losdruidas con libertad.

»En la isla del Man, entre la granisla de Eire y la tierra brumosa deAlbión, rodeados por el mar y las

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montañas, se habían refugiado los restosde la antigua sabiduría céltica tras lainvasión de los anglos y los sajones. Ellugar de adiestramiento de druidas ybardos: una escuela libre, sin sede niuna morada física, sin un templo. Losmaestros paseaban con los discípulosenseñándoles las leyes de la naturaleza,el camino de los astros en la noche y laciencia de lo verdadero.

»Nos asignaron un maestro.Acompañándole de un lugar a otro ymediante un sistema de preguntas yrespuestas aprendíamos las artes decuración, de adivinación o de lafilosofía.

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»Mi mentor se llamaba Brendan,dominaba el arte de la medicina y estabaversado en las ciencias del pasado.Amaba la naturaleza y en el bosque o elrío me transmitía sus conocimientos, losnombres de las plantas, sus propiedades,las costumbres de los animales, el vuelode las aves y la ruta de las estrellas enla noche.

»Brendan me ayudó a amar el arte dela medicina, a entender el sentido delsufrimiento y la muerte. Nunca olvidarénuestras conversaciones paseando a lolargo de la costa, entre los árbolescentenarios, o sentados cerca del arroyo.

»—Sólo hay un dios posible. ¿Lo

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entiendes, Alvio? —me decía.»—Pero adoramos al sol y a la luna

y a los montes…»—Sí, pero ésas son

manifestaciones del Único, no son Él. Éles sabio, todopoderoso, de El noproviene el mal.

»—Entonces ¿de dónde procede elmal?

»—No se conoce.»Me quedé pensativo, y me asombró

descubrir que hubiera algo que Brendan,mi mentor, no conociese. Pensé en elorigen del mal y después de un rato desilencio, le pregunté:

»—¿Podría haber dos dioses, el bien

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y el mal luchando?»—Si hubiera dos, uno de ellos no

lo sería; porque la divinidad en la quepienso es todopoderosa, y no permitiríacompetencias no deseadas.

»—Recuerdo que una vez mi padreme habló del Bifronte; que en el Únicola maldad y la bondad se unen. Entoncesese dios en el que piensas ¿es malo ybueno a la vez?

»—Eso es un misterio que no puedoexplicar. Los antiguos se preguntabansobre ello. Decían que en la divinidadhay una doble cara, pero eso a mí no mesatisface.

»Brendan tiró una piedra al agua y

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después giró la cabeza hacia mí y mepreguntó:

»—Alvio, piensa en tu interior. ¿Quées el mal?

»—Lo que nos molesta, lo que dañaal otro.

»—No, eso es demasiado simple.Piensa más, cuando éramos una llagapurulenta y la sajamos hacemos daño.¿No? ¿Eso es mal?

»—No, en ese caso no podríamoshablar del mal. El mal es la enfermedad.

»—Bien. La enfermedad es un mal,en eso estamos de acuerdo, pero ¿qué esla enfermedad?

»—Cuando falta la salud —respondí

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sin dudar.»—Bien. Piensa en otro mal.»Tardé un tiempo en contestar.»—Mal es lo que existe en el

corazón de mi hermano Lubbo. Cree quetodos van contra él.

»—Eso es falta de confianza, tuhermano Lubbo no se fía de nadie.

»—Sí. Se siente odiado por elmundo. Cree que mi padre le desprecia.

»—Y ¿no es así?»—No. Claro que no. Mi padre le

ama.»—¿Lo ves, Alvio? En todo lo que

consideramos malo, hay una ausencia.Una ausencia de un bien que debería

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existir. Pero incluso en lo que llamamosmal, a menudo existe un bien escondido.Tú crees que siempre la enfermedad esun mal. Piensa en el parto, es dolorosopara la mujer. O en los niños que crecencuando les vienen las fiebres de laadolescencia.

»Yo asentí, y volví a pensar en elBifronte.

»—Es como decían los antiguosmaestros celtas: un dios con dos caras.

»Él negó con la cabeza mientrasproseguía hablando.

»—No, yo no creo que el ÚnicoPosible sea nada más que bien para elhombre. El mal es carencia y el Único

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Posible es plenitud. El mal es privaciónde algo que debería venir dado. Porejemplo, la enfermedad es falta desalud, el hambre falta de alimento. Endefinitiva: el mal que hay en loshombres es la falta del amor que deben asus semejantes. ¿No piensas que hayalgo de razón en esto?

»Me quedé callado, cavilando sobresus palabras y entendí que aquello eraasí. Él siguió:

»—El mal es no poder amar, esvacío, insuficiencia, es lo contrario alÚnico Posible, y en sí mismo no tienepoder; por tanto, no es otro distinto aDios sino su carencia, su falta. La

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maldad es como una enfermedad moral.»—¿Por qué el Único lo permite?»—No lo sabemos. Quizás es parte

del plan divino, quizás es resultado delas acciones de los hombres. Megustaría saber por qué el Único Posiblepermite el mal y la muerte… pero no losé. —La expresión de Brendan se llenóde esperanza mientras finalizabadiciendo—: Sin embargo, yo confío enÉl.

»Brendan calló y yo no me atreví ainterrumpir sus pensamientos. Al decirque confiaba en el Único Posible, setransformó y su cara mostró un aspectode eternidad, como si aquel Único

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Posible en el que Brendan creía hubieseentrado dentro de él.

»En la escuela de la isla de Manhabía otros maestros. Mi mente regresaa aquel tiempo y aún puede ver otrosdruidas caminando hacia el bosque consus frentes tonsuradas para recibir mejorel brillo del sol; hombres muy sabios,sacerdotes, juristas, bardos que cantabanmelodías antiguas bajo los robles delbosque sagrado.

»De entre todos aquellos sabiosademás de Brendan sobresalía elmaestro Lostar. A los más jóvenes, entrelos que se contaba mi hermano Lubbo,les atraía su arte y sus conocimientos.

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Lostar practicaba el arte de laadivinación, le gustaba la magia, augurarel futuro en las entrañas de los animalesy el vuelo de los pájaros. Era capaz depredecir el porvenir a través de lascifras y los números según la ciencia dePitágoras.

»Brendan me previno contra Lostar.Lostar era ambicioso y buscaba elpoder; había pertenecido a la orden delos sacrificadores y se decía que seguíarealizando sacrificios que, en aqueltiempo, habían sido prohibidos. Lubbose sentía fascinado por elderramamiento de sangre en el que elmaestro Lostar era experto. A menudo,

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Lubbo y algunos otros indisciplinadoscomo él se perdían en el bosque,siguiendo al sacrificador que lesintroducía en las prácticas ancestralesdel holocausto.

»Una noche, Lubbo llegó muy tarde ala casa de piedra donde morábamos,todos dormían menos yo, que esperabasu regreso. Los rayos de la lunapenetraban a través de una ventanaabierta que dejaba pasar los aromas delcampo. Pude ver la faz de mi hermanobajo la luz del astro nocturno. Su caramostraba signos de extravío y habíatomado algún tipo de estimulante. Susmanos temblaban, estaban manchadas de

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sangre y en su mirada no había alma.Fingí que dormía, asustado, pero al díasiguiente hablé con él. El rostro deLubbo denotaba que algo había ocurridoen la noche. Con las pupilas dilatadas,su semblante mostraba una expresióndura, su pulso seguía siendo tembloroso;pensé que todavía había en él restos delos alucinógenos de la noche anterior.

»—¿Dónde estuviste anoche?»Lubbo me miró agresivo, con cara

de iluminado.»—¿Acaso te importa? ¿Acaso eres

mi guardián?»—No soy tu guardián, pero soy tu

hermano y me indicaron que cuidase de

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ti.»—El viejo, ¿no? Pues olvida ese

encargo.»Hice caso omiso a sus palabras

pero callé un momento. Él me dio laespalda e hizo ademán de irse, pero yole retuve poniéndole la mano sobre elhombro, él se paró pero retiróbruscamente mi mano. Procuré continuarcon calma:

»—Lubbo, me preocupa que estés enla compañía de Lostar y su grupo.Practican supersticiones enfermizas.

»—Esas son palabras del hipócritade Brendan, un hombre anticuado, asínos ha ido a los celtas, guiados por ese

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estilo de hombres. Lostar no cree en elÚnico, cree en las fuerzas de lanaturaleza y sabe dominarlas.

»Sus palabras eran firmes e hirientescomo dagas, odiaba sentirse acusado, ensus ojos había algo extraño.

»—Pronto las cosas cambiarán —dijo casi susurrando—, y los hombrescomo Brendan serán liquidados.

»Me sobresalté.»—¿A qué te refieres?»Lubbo rió, y después quizá para

asustarme me dijo:»—Querido Alvio —me espetó con

voz de superioridad—, no sabes lo quete pierdes. El placer de estrangular a una

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víctima joven. Escuchar cómo balbuceapidiendo compasión.

»Si no hubiera estado aún bajo elefecto de los alucinógenos Lubbo nohabría hablado de sus actividadesnocturnas.

»—¡Qué estás diciendo! ¡Estáislocos!

»Lubbo sonrió con una muecatorcida.

»—¿Qué crees que hacemos en losbosques? Conseguir que el individuosufra. Ver sufrir es placentero, sí, esmuy agradable… Y matar… En eso hayun placer superior a cualquier otro.Estoy lisiado y las mujeres no me aman.

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»Intenté que recapacitase haciéndolepensar en algo amable de su pasado paraque reaccionase.

»—Romila te amó.»Lubbo, entonces, se enfureció, de

sus ojos salieron resplandores rojizos.Nunca debí haber mencionado aquello;entonces vociferó ofuscado yamenazador:

»—Tú… ¿tú qué sabes? Romila mecompadecía. Yo no quiero compasión.No la necesito. Llegaré a ser grande. Elmás poderoso de los druidas. Oí lo queel viejo y tú hablabais de la copa yLostar me ha hecho conocer susignificado. Poseeré la copa sagrada de

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los druidas y todos temerán el poder deLubbo. Seré yo, y no tú, inmundo, necio,el que conseguirá la copa sagrada. Conella me curaré, seré un hombrecompleto, no un lisiado como ahora.Con ella conseguiré el poder.

»Entendí entonces el porqué de suvenida a las tierras de Man, la envidiase había apoderado de su corazón, laenvidia y aquel sentimiento deinferioridad que le dominaba desdeniño. Buscaba como lo único importanteen su vida, con frenesí y obcecación, lacopa de los druidas. Lubbo habíaescuchado todo lo que mi padre mehabía revelado y desde aquel momento

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buscaba la copa.»—¡Ah! Hermano, ése no es el

camino —le advertí—. A la sabiduríano se llega por el odio.

»—Y ¿tú qué sabes? Domino lanaturaleza de las cosas; volvemos a losritos antiguos. Así que déjame en paz, yotambién tengo una ciencia, una cienciaancestral y superior a cualquier otra; laciencia negra que me une con elmaligno.

»Lubbo se irguió y me miróamenazante, de él surgía un podertenebroso, sentí miedo. Después Lubbose fue cojeando hacia el bosque con laespalda erguida. Me pareció ver una

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nube oscura, con forma de avecarroñera, elevándose del bosquesagrado. Con horror, recordé que en losúltimos tiempos había desaparecidoalgún niño, se decía en el poblado quese había perdido en el bosque. Nunca seencontró el cadáver.

»Oí a las gentes de la casalevantándose para la faena del día, y a lamadre de la familia dándole de comer aun hijo que se negaba; corté leña yrealicé las tareas que me correspondíanen el hogar, después corrí hacia la casade las sanaciones. No estaba Brendan yfui a buscarle, le encontré junto a unacantilado, callado, mirando al mar

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cubierto por una neblina en la lejanía.Me vio llegar como si saliera de unsueño. Me escuchó atentamente,dejándome hablar y permitiendo que medesahogase. No se sorprendió de mirelato. Desde tiempo atrás, Brendansospechaba que algunos de los druidasrecurrían a poderes malignos paraaumentar su poder. Me pidió quevigilase a mi hermano: era necesarioque encontrásemos datos fehacientes delhorror que se difundía en las islas, parapoder llevarlos al consejo. Cuando lehablé de la copa, miró mi colganteámbar muy interesado y me dijo:

»—Así que esa copa existe.

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»—Eso dice mi padre.»—Amrós es uno de los pocos

druidas en los que hoy en día se puedeconfiar. Las leyendas hablaban de estacopa, siempre se afirmó que la robaronlos celtas galos y que estaba en el sur.Se dijo que tras la conquista de lasGalias había estado en manos de JulioCésar, después corrieron rumores deque los romanos la habían llevado haciael oriente y después fue a Roma; perodesde hace más de cien años se perdióno hay noticia y nadie sabe cómoencontrarla. La piedra que portas es undato fidedigno de que la copa existe yque es real. Ahora entiendo la amistad

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entre Lostar y tu hermano Lubbo. ALostar le ha interesado Lubbo porqueposiblemente le ha hablado de la copasagrada. Nunca hubiera metido en sugrupo a alguien tan joven e inexpertocomo Lubbo. Alguien que se ha ido de lalengua con quien no debía.

»—¿Tú crees que Lubbo habráhablado con Lostar de la piedra ámbarque me dio mi padre?

»Brendan afirmó con la cabeza ydespués me advirtió:

»—Ten mucho cuidado, Alvio. Irána por ti, tienes el amuleto y sabesdemasiado.

»Lubbo desapareció durante dos

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días; en la noche del segundo día la lunaalcanzó su apogeo. Era plenilunio.Lubbo regresó y fingió entrar a dormiren la casa. No me habló y yo no meatreví a decirle nada. Cuando los rayosde la luna penetraron por la ventana,Lubbo se levantó y salió de la casa. Laluna jugaba a formar sombras con lascasas del poblado y las copas de losárboles. Le seguí de lejos. Acudió a lacabaña de Lostar y de allí salió conotros jóvenes vestidos con unasindumentarias blancas y una pequeñahoz dorada y afilada en la mano. Seintrodujeron en el bosque, buscabanmuérdago entre los árboles para cortarlo

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según el antiguo ritual. No me extrañé.Avancé tras ellos, oculto bajo un mantode tela parda de sagún, caminabadespacio viendo a lo lejos refulgir susblancas túnicas bajo los rayos de laluna.

»Me costó seguir a los druidascuando se adentraron en lo profundo delbosque, parecían desvanecerse en laoscuridad; pero al fin, en la espesura laluz de la luna se introdujo entre losárboles que se separaron en un claro.Pude avanzar más deprisa. El claro,perdido en la floresta, y bañado por laluz del plenilunio, estaba rodeado porrobles de los que pendían restos de

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aquelarres pasados: calaveras, un gatomuerto y huesos. En el centro, losdruidas habían encendido una granhoguera y allí, los convocados, al llegar,iban arrojando ramas de muérdago.

»Cuando todos hubieron llegado, sedispusieron en torno al fuego. Unencapuchado repartía con un cazo decobre un bebedizo. Durante un tiempocantaron una música rítmica con la quemuchos entraban en trance. Después sehizo el silencio. Entonces, aparecióLostar. Sobre su hombro se posaba unbúho y portaba en la mano una lanza.Lostar se había tapado un ojo paraacentuar su parecido con el dios Lug, el

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sanguinario.»Cuando él apareció, el resto de los

hombres gritaron enfebrecidos ycomenzó el ritual. A un gesto de Lostartodos callaron, a través del bosqueoscuro surgió una forma blanca y grandeque avanzaba. Se trataba de un caballode color blanco, sin una mancha, unanimal hermoso y noble, muy joven perode tamaño considerable. Relinchabaasustado y varios de los druidas losostenían con unas cuerdas largas decuero. Lostar se acercó al animal, quelevantó los cuartos delanteros. De unúnico tajo introdujo una lanza hasta elcorazón del bruto. Manó sangre roja y en

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gran cantidad que un secuaz recogió enun recipiente de cobre. Después Lostarprocedió a descuartizarlo, hería una yotra vez con saña los restos del bruto.Cuando acabó, tomó el cuenco con lasangre y la mezcló con frutos del tejo yotras hierbas posiblementealucinógenas. A continuación, bebió elbebedizo con fruición y pasó a losdemás la pócima, todos bebieron,entrando en trance. En aquel momentome fijé en la cara de mi hermano Lubbotransformada por el placer, con ojos quemostraban desvarío. Yo no podíamoverme del horror que sentía al vertodo aquello. Lostar ofrecía la carne aún

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caliente de la víctima al búho quesobrevolaba para tomarla en el aire.Después, comenzó una danza frenética ysalvaje al ritmo del tambor y de laflauta.

»Alguien se acercó a Lostarmurmurando algo al oído, entonces eljefe de los sectarios elevó los ojos alcielo, sonó un cuerno de caza, su voz sealzó sobre todos los demás ruidos,diciendo:

»—Coged al renegado.»Unas manos me asieron por detrás

y dos encapuchados me condujeronhacia el centro del claro. Al pasar cercade mi hermano, le supliqué compasión.

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Él rió en un arrebato de locura. Meempujaron al lugar lleno de restos desangre de las víctimas anteriores, dos deaquellos hombres me sujetaron, cercadel fuego. Era mi fin, sólo veía la carade mi hermano riendo, y noté en sus ojostodo el odio que me había profesadodurante años. Los druidas medescubrieron el torso, en mi pechocolgaba brillando bajo la luna elcolgante ámbar. Lostar tomó la gruesacadena, la arrancó de mi cuello y se lapuso, a continuación levantó su hoz deoro en dirección a la luna. Lostar reíadelirante de saña, el colgante ámbar sebalanceaba sobre su túnica nívea. Le

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acercaron el cuchillo de los sacrificios yentonces se lo cedió a mi hermano; losotros hombres me sujetaron para quefuera la ofrenda del sacrificio. CuandoLubbo se acercó a mí, pude ver su caraexcitada por un extraño placer, el placerde ver sufrir a una víctima viva, a lo quese sumaba el odio contra el rival y elhermano.

»La luna se abrió paso entre lasnubes, e iluminó el claro; el pájaro deLostar volaba sobre mí, en aquelmomento pensé que mi vida habíaacabado cuando oí un silbido en el airey vi el búho de Lostar caer al sueloherido por una flecha. Lubbo miró a

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Lostar, sin entender lo que ocurría, ybajó el brazo sin clavarme la daga.

»Entonces avanzaron hacia el clarodel bosque un gran grupo de gente, eraBrendan con los habitantes del poblado.Comenzó una lucha feroz entre losparticipantes en el aquelarre y loshombres de la aldea. Se pusieron enorden de batalla con sus respectivosjefes, Brendan con los hombres de paz, yLostar con los nigromantes, frente afrente. Los del poblado gritaban ychillaban como águilas que hanencontrado su presa, mientras que losdel claro esperaban en silencio,respirando odio, con la sensación de

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haber sido descubiertos en algo queconsideraban oculto.

»En aquel momento, Lubbo empuñóde nuevo el cuchillo de los sacrificios yse lanzó contra Lostar; en un principiopensé que quería defenderme, despuéscomprendí que su propósito era otro,quería el colgante ámbar. Mi hermano yLostar rodaron por el suelo, Lubbo matóal que había sido su maestro. Nadie sedio cuenta, en aquel momento la pelea seendurecía.

»Después del asesinato de Lostar,Lubbo se volvió contra mí. Yo estabaaún atado y él empuñaba aún el cuchillodorado de los sacrificios. Intentó

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clavarme su arma, lanzándose contra mí,pero yo fui más ágil, me abalancé contrasus piernas y lo derribé. Lubbo cayócontra el fuego golpeándose la cabeza, yun olor a carne y a pelo quemadorecorrió el ambiente. Se levantóchillando de dolor con el ojo abrasado yel pelo aún ardiendo. Brendan lanzósobre el fuego que rodeaba a mihermano una capa de sagún y apagó lasllamas.

»Lubbo se repuso, aunque estabaherido y magullado; Brendan intentóayudarle a levantarse pero él le empujóhaciéndole caer y huyó del claro,hundiéndose en las sombras del

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robledal. Brendan me liberó de lasataduras y nos vimos rodeados de los deLostar. El combate se endurecía, losnigromantes se unieron en un grupocompacto, en un momento dado uno deellos imitó el ruido que Lostar habíahecho antes, el aullido de un lobo. En elbosque apareció una manada de lobosque se lanzaron sobre los hombres deBrendan. Mientras nos defendíamoscontra los lobos, el resto de losconjurados se replegaron.

»La lucha contra las fieras seprolongó toda la noche, tempo en el quenuestros enemigos aprovecharon parahuir. Al amanecer muchos de los

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jóvenes aprendices de druidas habíanmuerto y Brendan estaba herido.

»Se convocó al Senado de los jefesde tribu para investigar todo lo ocurrido.Se practicó un juicio a los nigromantes,se encontraron más pruebas de suscrímenes y Lubbo y los demás fueronexpulsados de la orden de los druidas ytodos los que guardaban alguna relacióncon él fueron desterrados del poblado yde la isla.

»Supimos que Lubbo con otros de sucompañía se fueron de las islas hacia lastierras bálticas. No mucho tiempodespués de los sucesos del bosque, undía arribó al poblado un mensajero con

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un recipiente sellado. Lo abrimos.Dentro estaba una imagen de un hombrecon un cuchillo clavado en el corazón ycon agujas que simulaban la tortura.Junto a aquel despojo, un mensaje: «Asíse hará con todo aquel que se oponga aLubbo, el mensajero del dios Lug.»Desde las tierras de cortos días y largasnoches llegaron relatos sobre un reinode horror, de torturas y de magia oscura.Lubbo se había convertido en el jefe deaquel grupo de druidas que practicabanla magia negra. Adoraban a Lug, el diossanguinario. Lubbo se decía laencarnación viviente del dios, porquecomo a aquella sanguinaria divinidad le

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faltaba la visión del ojo que habíaperdido tras el fuego. Su rostro sehallaba deformado por las quemaduras einspiraba terror. Intuí que bajo aquellaproclama de poder, Lubbo, más quenunca, se sentía inválido y desdeñado.Comprendí que su única obsesión sería,desde entonces, encontrar la copasagrada. La copa que permite curartodos los conjuros y que es el antídotode todos los venenos.

Enol se detuvo, fatigado, al pococontinuó hablando suavemente, comopara sí mismo.

—La copa que yo alcancé cuandoencontré a tu madre.

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En ese momento, yo, que escuchabaatentamente, me sobresalté:

—¿Mi madre?Me miró con una ternura llena de

lástima y siguió relatando su historia,una larga, antigua y dolorosa historia.

—Tras la partida de Lubbo y laejecución de Lostar, en el poblado seprodujo una extraña calma, parecíacomo si de los corazones se hubieraalejado el mal. Las gentes retomaron lasantiguas costumbres, y siguieron losconsejos de Brendan, que se convirtióen el jefe del consejo. Los bretones

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volvieron a ser sinceros e íntegros.Desaparecieron las bellaquerías yartimañas que Lostar y los suyos habíanintroducido en el poblado, cesaron losexcesos y la bestialidad.

»Brendan me pidió que metrasladase a vivir a la casa de lassanaciones para facilitar la atención delos muchos hombres que habían sidoheridos en la batalla del bosque;después me quedé con él.

»Fue entonces cuandodesembarcaron en la isla unos monjescristianos, procedían de las costas deEire y hablaban de un Único Dios y desu hijo Jesús. Visitaron las casas de

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todos los moradores hablando con lasfamilias de aquel antiguo reducto celta,y las gentes les escucharon, quizá sumensaje de paz calmaba los espíritusque estaban doloridos tras las muertes ylos destierros.

»Entre otros, Brendan les abrió sucasa. Tras la llegada de los monjes, algocambió en el druida, dejó de ser maestropara convertirse de nuevo en discípulo.

»Recuerdo una noche, yo estabaacostado en un rincón de la cabaña delas sanaciones, Brendan y el monje deEire hablaban junto al fuego.

»—Entonces, ¿cuál es el sentido quedais al sufrimiento? —preguntaba

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Brendan, y yo atentamente escuchaba.»—No. El sufrimiento no tiene

sentido. Lo que el mal tiene de diabólicoen este mundo es tan ilimitado, elpadecer es tan sin medida, que cualquierintento de solución en una única fuerzanatural lleva forzosamente a ladesesperación intelectual, y toda formade solución dual, dos fuerzas luchandoentre sí, conduce al pesimismo. Connuestras fuerzas naturales nuncaencontraremos sentido al sufrimiento.

»Brendan, pensativo, sonrió,mostrándose de acuerdo.

»—Me agrada tu respuesta, si mehubieras dado alguna razón del

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sufrimiento, te consideraría un charlatán.Yo tampoco encuentro sentido alsufrimiento, ¿cómo puede permitir esedios, el Único Posible, Bondad Pura yAbsoluta, en el que tú y yo creemos, queel inocente sufra?

»—Tú lo has dicho —contestó elmonje—, Dios permite el sufrimiento,sí, pero Él no es su causa. El sufrimientoprocede del mal, de lo que nosotrosllamamos pecado, y el pecado procedede la libertad. Si quitásemos el librealbedrío Humano, no habría pecado, ysin pecado el hombre no sufriría, pero elhombre estaría degradado altransformarse en un ser sin libertad.

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»El monje calló. No entendí laprofundidad de la doctrina queexplicaba, pero aprecié que Brendan locaptaba todo, noté una cierta tristeza ensu voz.

»—Entonces todo procede del malque hay en el corazón del hombre. Siesto es así, no hay salvación.

»—Sí. Claro que existe. A través dela razón no entendemos del todo elprofundo sentido del sufrimiento peroqueda la fe.

»—¿Fe? ¿En qué?»—La fe cristiana. Nosotros, los

cristianos, creemos que ese Dios, al quetú llamas el Único Posible, envió su

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Palabra eterna, y se hizo hombre, élpagó el mal de los hombres, y lo hizo demanera sobreabundante, muriendo enuna cruz.

»—¿La Palabra? —dijo Brendanemocionado—. ¿Sabías que el centro dela antigua sabiduría celta es la Verdad,el principio más alto que sostiene laNaturaleza, la verdad que está en laPalabra? Y ahora dices que la Palabrase hizo hombre. Todo es congruente,diáfano y claro. Cuéntame más acerca dela Palabra, de ese al que llamáis Jesús.

»Durante toda la noche, el monje deEire instruyó a Brendan, ambosconversaron sobre la verdad, el bien y

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el sufrimiento. Yo escuchaba desde milecho en una duermevela, entendiendoparcialmente aquello de lo quehablaban.

»Un tiempo más tarde Brendan pidióel bautismo, con él muchos del pobladoy casi todos los alumnos de la escuelacéltica. Yo, en cambio, me resistí largotiempo; Brendan no me forzó, aunqueestoy seguro de que deseaba laconversión de aquel alumno aventajado,al que quería con amor de padre.

»Pasaron los meses, Brendan seretiró con los monjes a las montañas aadorar a Aquel a quien habíadescubierto. Me dejó al frente de la casa

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de curación, pero con frecuencia solíasubir a las montañas a hablar conBrendan y sus monjes. Durante largotiempo porfié con ellos. Me costabadiferenciar entre aquella doctrina vieja yla nueva, entre el dios y su fuerza. Yoveía en la Naturaleza a Dios y meparecía que a menudo la Naturaleza y loDivino se confundían. Por otro lado, mecostaba creer en aquel Dios que se habíahecho hombre, que había muerto en unSupremo Sacrificio que anulaba todoslos sacrificios antiguos. Para mí, el pasohacia el cristianismo era una negaciónde mi padre y una deserción de mi raza.Me debía a las tradiciones de mis

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mayores, que mi padre me había enviadoa recuperar; no podía traicionarledespués de haber perdido a Lubbo.Además, en mi tierra los cristianoshabían llegado mucho antes que a la islade Man, los considerábamos hombresincultos que desconocían las grandesciencias célticas, gentes supersticiosas yde poco fiar.

»En las tierras cántabras, nadieentendería que yo abandonase lastradiciones antiguas por algo queconsideraban una novedad absurda quenegaba nuestras tradiciones. Yo soñabacon volver a mi pueblo, sabio, lleno depoder, fuerte y virtuoso, admirado de

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todos. Conocía bien que entre loscántabros el cristianismo se asimilaba auna defección y recordaba las palabrasde mi padre, previniéndome contra esadoctrina.

»Por otro lado, ocurría que para míla llamada al cristianismo iba ligada, sinsaber cómo, con una llamada almonacato. Los otros druidas seconvertían con sus familias, pero losjóvenes pasaban al monasterio queBrendan y los monjes habían fundado enlas montañas. Buscando una nuevaespiritualidad y un desprendimiento delo terreno, se retiraban del trato con lasmujeres. Yo amaba ahora a las mujeres

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y me había relacionado con algunas enel poblado, me parecía imposibleromper con los lazos fuertes que enaquel momento me tendía la carne.

»Algo me llamaba a la vida retiradade los monjes y algo me repelía. Durantedos años me debatí en la duda, hasta quegradualmente aprecié que el únicocamino era ir hacia Aquel del quehablaban Brendan y los monjes celtas.Entendí que la nueva doctrina era mássublime que la antigua, y yo quería serperfecto, poderoso, virtuoso y sabio.Ambicionaba los dones superiores ypensaba que con mis talentos naturalespodía alcanzarlos, no creía en la gracia,

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ni en la fuerza salvadora de Cristo perosí en la belleza de su doctrina. Ademáspercibía que detrás del claustro de losmonjes había poder. Me bauticé con elnombre del discípulo que Cristo máshabía amado, me llamé Juan; y quise serel mejor entre los monjes. Después, hicelos votos sagrados: pobreza, castidad,obediencia…

»Los monjes, orgullosos de undiscípulo joven y sabio me enviaron aEire, al antiguo monasterio de Bangor,para que aprendiese mejor la doctrina yleyese los textos guardados en aquelcenobio. Permanecí dos años, de allí meenviaron hacia Iona, donde se me

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concedió el inefable don del sacerdocio.Después, fui nombrado ecónomo y luegopreceptor de novicios. Sentía que mivida tenía un sentido, disfrutabasintiéndome sabio y admirado por mipiedad y mis virtudes; pero yo anhelabamás, estaba lleno de ambiciones y en lomás profundo de mi alma sombras dedudas me nublaban la mente; buscabaser perfecto con tantas ansias que esalucha me quitaba la paz.

»Meses más tarde, llegaron noticiasde Albión que hablaban delfallecimiento de mi padre, y una cartasuya, a través de un comerciante. En ellaexpresaba el pesar por todo lo ocurrido

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con Lubbo, estaba trastornado alconocer su huida de la isla de Man y suconducta criminal. La carta era de largotiempo atrás, en ella mi padre no parecíaconocer mi conversión al cristianismo.

»Guardé la carta durante un largotiempo y recuerdo que decía algo así:«El oprobio ha caído sobre nuestrafamilia, sé de los crímenes que hacometido tu hermano Lubbo, pero nadiemás aquí, en Albión, los conoce. Debesencontrarlo y curarlo de la locura quehay en su mente. Sólo se curará si pideperdón al Único y humildemente bebe dela copa sagrada. Encuéntrale y hazlecambiar. Si bebe de la copa sin cambiar

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su corazón, beberá su propiadestrucción. Debes encontrar la copasagrada y buscar a tu hermano, despuéses tu obligación regresar al lugar que tepertenece entre los nuestros. Teresponsabilizo de la suerte que corra tuhermano Lubbo, y ante el Dios denuestros padres te exijo que cargues conla pena y la culpa de tu hermano.»

»La carta y su contenido me hicieronrecapacitar, un gran remordimiento meocupó la mente. Aquellos años yo solohabía pensado en mi adelantamiento,descuidando mis deberes frente a miraza y mis gentes. Olvidando que teníaun hermano que estaba perdido y alejado

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de todo contacto con el bien. El pesar yel sentimiento de culpa se abrieron pasoen mi alma, y en aquel estado decidírealizar el voto de no cejar hasta queencontrase a mi hermano y la copasagrada.

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XXX. En tierrasfrancas

—En aquel momento, en el cenobio seprodujo un movimiento de migraciónhacia el continente europeo: laperegrinación por Dios. Olvidados detodo lo temporal, sin lazos con loterreno, los monjes se hacían mendigos ycaminaban sin un rumbo fijo paraextender su mensaje de salvación almundo rural aún pagano. Muchosembarcaron hacia las costas galas y me

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uní a ellos. Al llegar al continentebusqué a mi hermano pero sin muchoímpetu. Encontrar a Lubbo en las Galiasera como buscar una aguja en un pajar,oí hablar que en las tierras de losantiguos parisios se habían cometidocrímenes y sacrificios humanos segúnlos olvidados ritos célticos, se atribuíanlos crímenes a una secta dirigida por unhombre cojo. Quizá Lubbo podría estardetrás de aquello pero no conseguí sacaren claro quiénes eran los que cometíanaquellas tropelías. Los francosmerovingios capturaron a algunos de losque practicaban los ritos inmundos y losajusticiaron, pero su cabecilla había

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escapado hacia el sur. Después nollegaron más noticias y quise suponerque Lubbo habría muerto. En cuanto aencontrar la copa, me parecía unaquimera irrealizable, más aún cuando yoya no poseía el colgante ámbar.

»Me reuní de nuevo con los monjesy ayudé a los hermanos aplicando misconocimientos en la ciencia de lasanción. Los campesinos pensaban queyo obraba milagros y me llamaron santo.Así comencé a gozar de un granprestigio como curador y taumaturgo.Las gentes nos seguían.

»Caminamos sin cesar hacia el nortey hacia el este; al fin, detuvimos la

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migración en un valle feraz entremontañas, una hermosa llanura de tierraverde peinada de viñedos. Los Vosgosnos rodeaban por todas partes y en suscumbres nevadas volaban las águilas.Aquel lugar se llamaba Besson, algunosjóvenes se nos unieron y fundamos unaabadía, de la que fui su superior durantelargos años. La reputación del abad Juanse difundió por toda la tierra de losfrancos y así me comenzaron a conocerpor el nombre por el que hoy medenominan en las tierras godas: Juan deBesson. Pasó el tiempo y llegué a lamadurez. En Besson fui feliz, olvidé mitierra, a mi padre, a mi hermano y al

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pasado.»Un día, varios de los monjes que

trabajaban en el campo vieron llegar unacomitiva armada, cinco jinetes con lalibrea de la corte merovingia. Losmonjes los condujeron hacia donde yocuraba las heridas de un leñador que sehabía cortado con el hacha.

»—¿Eres Juan? ¿Juan de Besson?»—Me bautizaron con el nombre de

Juan —dije— y este lugar es Besson,seré yo el que buscáis. ¿Qué se osofrece?

»—Hay fama de que poseéis el artede la curación. El rey Clovis requieretus servicios en la corte. Su esposa, la

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reina Clotilde, que Nuestro Señorguarde muchos años, necesita tu auxilio.

»—Pero yo no puedo abandonar estelugar —dije incómodo y preocupado—,he hecho un voto de permanecer aquí.

»—El rey nos ha pedido que vengas,si no vienes voluntariamente… tellevaremos a la fuerza.

»Una vez más debí dejar atrás unaparte de mi vida. Desde la mula que meconducía hacia la corte de los francos,divisé el cenobio donde había vividolargos años, las cabañas cercanas a laiglesia. Los monjes se dolieron por mipartida y formaron una comitiva que meacompañó durante un trecho. Algunos

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campesinos salían a despedirme alcamino, recuerdo a los niños corriendoy saludando a mi paso con cara deagradecimiento. La abadía habíasupuesto una mejora en la vida de lasgentes del lugar, muchos habían recibidoenseñanzas y amparo en los momentosde violencia y terror, de luchas entre lasfacciones francas. La iglesia era lugarsagrado y cuando hordas bárbarasintentaban asaltar a los labriegos, ellos ysus familias se ponían a salvo en la casade Dios. Desde mi montura divisé a lasmujeres, muchas de ellas atendidas pormí en sus partos, a los hombres a los quehabía curado de sus heridas, a los niños

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a quienes había bautizado. Las gentesdurante un tiempo siguieron a lacomitiva.

»Nos alejamos. Con la guardiaenviada por el rey Clovis, recorrílentamente la campiña; aquellas tierrasde los Francos me recordaban lasverdes tierras cántabras, pero másamplias y despejadas. A menudo llovía,entonces me resguardaba bajo mi pobremanto de monje. A nuestro paso, seextendían tierras de cultivo y, muylejanas, algunas montañas rodeaban lagran llanura.

»Desde Besson hasta la ciudad delrey Clovis recorrimos muchas leguas.

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Ascendimos por la margen del Sena, ynos unimos a unos comerciantes que sedirigían a la ciudad de París.

»Recuerdo muy bien mi llegada a laantigua ciudad de los parisios, despuésla Lutecia romana y por último la capitaldel reino merovingio. La ciudad se sitúaen una pequeña isla en un río, rodeadade un alto muro, casi una muralla. Seaccede a ella desde las dos orillas através de puentes de madera; dentro hayviñas e higueras que, cuando llegamos,al ser invierno, se protegían con paja.No hacía frío, gracias a la proximidaddel mar. Dentro de las murallas sealzaba la fortaleza de los francos; en la

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margen izquierda del río se extendía laciudad romana y en medio de ellaalgunas basílicas e iglesias.

»Al ver la ciudad en el río, con sufortaleza central, sin saber por qué mellené de una gran inquietud. La piedragris veteada de verdín, el cielo cubiertode nubes, el ruido de artesanos y de losvecinos me indicaba que allí meencontraría una vida muy diferente a lavida áspera pero ordenada y serena quehabía llevado tras los muros de Besson.

»Vienen ahora a mi memoria, comosi no hubiese pasado el tiempo, lospasos rítmicos de los caballos sobre elpuente de madera que conducía hacia la

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Cité, y me parece ver aún el día oscuroy plomizo, y los muros verdigrises de lafortaleza, coronados de banderas yvigilados por soldados.

»Entramos en el gran patio de armasen el centro de la fortaleza del reymerovingio, y mientras desmontábamos,oímos voces y gritos.

»Dos mozalbetes se revolcaban porlos suelos.

»—¡Te mataré, Childerico! Aunquesea lo último que haga.

»—Veremos quién mata a quién…,¡pedazo de inmundicia!

»El llamado Childerico, un joven deunos dieciséis años fuerte y bastante

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obeso, consiguió maniobrar parasituarse encima del otro, se sentó ahorcajadas sobre su rival, le sujetóambas manos contra el suelo y leinmovilizó.

»De las caballerizas, emplazadas alfondo del patio del castillo, salió untercer muchacho más pequeño que loscontendientes.

»—Clotario, ayúdame a sujetar aClodomir.

»Y es que Childerico sujetaba consus manos los dos brazos de Clodomir, ysus orondas posaderas retenían contra elsuelo el cuerpo del otro. En el momentoen el que le hubiera soltado algún brazo

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o que se hubiera levantado ligeramente,Clodomir le podía atracar de nuevo.

»Clotario rió y se aproximó a lapelea, sujetó los brazos del caído en elsuelo; entonces, Childerico comenzó agolpear la cara de Clodomir.

»—¡Cobardes! —gritaba Clodomir.»—Te lo mereces —decía Clotario

mientras el otro le zurraba.»Por una escalera lateral, bajaron

una mujer y un niño. Al ver a la mujer, aClotario se le cambió la cara, en la quese dibujó una expresión alarmada.

»—¡Ahora mismo dejáis depelearos! —dijo la mujer—. ¿Me oís?Vuestro padre va a saber lo que está

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ocurriendo entre vosotros. No soisningunos niños.

»Los tres muchachos se separaron.Me fijé en el pequeño, tendría unos diezaños, las finas líneas de sus labiosmostraban una cierta malicia y sonrió.

»—Thierry, ¿de qué te ríes, mocoso?Ya has ido con cuentos a nuestra madre—habló Childerico.

»El chiquillo se escondió detrás delas faldas de la mujer.

»—Madre, no era más que una pelea—dijo Childerico.

»—¿Una pelea? —respondió lamadre encolerizada—, ¿y ese ojo de tuhermano? ¿y la ceja? Podíais dejar de

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luchar como barraganas y adiestraroscomo caballeros. La próxima primaveravuestro padre saldrá a la guerra ynecesitará hombres, no alfeñiques que sezurran como mujerzuelas.

»La apariencia de aquella mujer nocesaba con su carácter fuerte. Era muydelgada y frágil, con una apariencia deendeble, su rostro surcado de arrugasmostraba retazos de un sufrimientointerior.

»Ella pronto percibió una presencianueva entre sus gentes, y me miró. Noolvidaré la fuerza de aquella mirada queparecía traspasar los pensamientos. Almismo tiempo, los soldados se

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cuadraron ante ella.»—La reina Clotilde —me

informaron.»—¿Sois el abad de Besson?»—Sí, mi señora.»—Se dice que tenéis un don para la

sanación y que quizá podáis curar a mihija —y dirigiéndose a los muchachosque le rodeaban expectantes—, aunquesi conocéis cómo tratar a los lunáticospodríais hacerlo también con estos hijosmíos que no cesan de darme disgustos.

»Los causantes del enojo de Clotildeprotestaron.

»—Fuera de mi vista —dijo ella alos jóvenes.

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»Se fueron de la presencia de sumadre cabizbajos; después se dirigió amí y me indicó:

»—Podéis venir conmigo.»Ascendimos a la fortaleza, formada

por piedras mal labradas, y muyfortificada, y penetramos en unoscorredores fríos y húmedos,escasamente iluminados por la luz delsol. Después, atravesamos varios patiosdescubiertos en el interior del recinto,caía una lluvia fina que cubría las ropassin mojarlas. Allí, algunos cipresesalzaban su copa al cielo. A un lado pudever una pequeña capilla de pocos metrosde altura, ornada por una cruz. Las

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patrullas de soldados que hacían guardiasaludaron al paso de la reina.

»En el centro del mismo patio dondese situaba la iglesia, se alzaba una torre,y entramos en ella por un portillolateral. Ascendimos por una estrechaescalera de caracol, un ventanucoangosto se abría hacia la derecha, porallí entraba la tibia luz del invierno. Lalluvia seguía cayendo mansamente fueradel torreón. Con un crujido se abrió unapuerta opuesta al ventanuco y en lapenumbra distinguí un camastro y sobreél una figura delgada. Nos acercamos, lareina se sentó en el borde del lecho, susfinas manos acariciaron la figura

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yaciente.»—Clotilde, hija mía, ¿cómo estás?»La figura giró en el lecho y pude

verla. Una joven de unos quince años,con una larga cabellera dorada que lecubría parcialmente la cara. Sus ojos deun azul transparente, rodeados de ojeras,irradiaban una luz de otro mundo.

»Se incorporó en el lecho y habló:»—Ya pasó madre, ya pasó… siento

molestaros tanto.»La reina alzó los ojos hacia mí.»—Es mi hija Clotilde, mi única

hija. Un espíritu infernal la posee y laarroja al suelo. Vive aquí escondida dela mirada de todo el mundo porque su

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padre se avergüenza de ella.»La joven se sonrojó al oír hablar

así de su padre. Yo la examinéatentamente, me senté en el borde de sucama, le acerqué la mano a la frente,ella se reclinó hacia atrás y se apoyó enla pared.

»Me sentí compadecido y dije:»—No es ningún espíritu infernal.

Son los humores de un cuerpo joven quenecesitan descargarse.

»La reina exclamó con ansiedad:»—¿La podréis curar, padre?»—Creo que podré mejorarla.»Abrí el pobre saco de viaje,

comencé a extraer hierbas, buscaba

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adormidera y amapola. Me levanté, pedía la madre agua y un recipiente de metalpara hervirla. La reina dio las órdenesoportunas. Nos quedamos callados, yode pie buscando hierbas, la reinasentada en un banco lateral y la joven enel lecho. La princesa cerró los ojos,descansó apoyada contra la pared ycubierta por una manta de lana. Unsilencio incómodo cruzó la habitación.La lluvia fuera sonaba con más fuerza alchocar contra las piedras de la fortalezade los merovingios. Transcurrió eltiempo mientras preparaba la pócima;pero, de pronto, de modo brusco, la niñacomenzó a balancearse, gritó y su

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cabeza giró hacia la derecha, los ojos seabrieron, las pupilas se dilataron y subrazo se elevó hacia la derecha,señalando al infinito. Perdió el sentido,y después unos movimientos convulsosrecorrieron su cuerpo fino y delicado.La crisis duró unos minutos; mientrasocurría, la madre, aterrorizada, intentabasujetar a la hija. Separé a la reina de laprincesa, que se dejó apartar sin oponerresistencia; oí cómo sollozaba a un ladoy escuché que exclamaba suspirando:

»—Es un castigo. Un castigo deDios por los pecados de su padre.

»Impedí que la niña se mordiese lalengua o se golpease contra la pared. En

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los últimos estertores de la convulsión,acaricié suavemente el cabello de lachiquilla. Pasó un tiempo, ella se quedóaplacada e inconsciente, por fin volvióen sí.

»Al ver la cara de su madre, se echóa llorar:

»—Otra vez me ha ocurrido. Noquiero que suceda, pero me pasa una yotra vez sin poder evitarlo.

»Después, recordó el trance y unapaz entró en su alma.

»—He visto una luz al principio, unaluz suave y diáfana.

»Entonces ella abrió intensamentelos ojos que me traspasaron con su

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luminosidad verde azulada.»—En la luz, te he visto… con una

copa dorada, con piedras color deámbar que refulgían.

»Me sobresalté, y aún más cuandoella prosiguió.

»—Esa copa me curará.»Antes de que yo pudiera responder,

se abrió la puerta de la estancia yentraron varios sirvientes, llevabanagua. Al fondo del aposento, un fuegochisporroteaba en el hogar. Calenté elrecipiente de metal y, cuando estaba alrojo vivo, vertí una pequeña cantidad deagua, salió vapor, entonces introduje lashierbas, y cubrí la infusión con una tapa

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de madera. Dejé que hirviera duranteunos instantes, súbitamente levanté latapa y la habitación se llenó delmaravilloso perfume del malvavisco yla menta, del mirto y la adormidera. Unabrisa procedente de la naturaleza llenóla habitación. La reina dejó su expresiónabatida, y la joven Clotilde sonriópacíficamente.

»Los criados me miraban concuriosidad. Pedí un cuenco; para noquemarme, agarré con mi capa elrecipiente aún hirviendo e introduje sucontenido en la escudilla de madera yrevolví suavemente la pócima parahacerle perder el calor. Entonces lo

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acerqué a la joven, que tomó elrecipiente entre sus manos y miró alfondo, aspirando el aroma.

»—Acércalo pero no lo bebas,cuando deje de salir vapor, espera untiempo y trágalo muy despacio cuandoyo te diga.

»Sostuvo el cuenco muy cerca de sunariz un largo tiempo, sus cabellosrubios rodeaban la copa.

»—Ahora —le dije.»Bebió despacio el líquido, después

me dio las gracias y sonrió. Esperé untiempo y vi cómo se cerraban sus ojos,inmediatamente se durmió. La acosté ensu lecho y la tapé. Dije que la dejasen

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dormir, y mandé salir a todo el mundode aquella estancia. Nos quedamos conella la reina y yo.

»—¿Cómo fue su nacimiento? —pregunté.

»La reina se detuvo, algo dolorosocruzó por su mente.

»—Mi esposo Clodoveo luchabacontra los burgundios…

»En su voz había una gran amargura,la miré expectante, y ella habló con vozdébil.

»—… mi familia es burgundia. Él,mi esposo Clodoveo, mató a muchosentre mi gente. Me llegaron las noticiasy se adelantó el parto, que fue difícil.

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»Miró a su hija.»—Ella nació muerta, pero la

reanimaron. Después volvió mi esposo,yo no podía perdonarle, pero él meamaba e intentaba hacer lo posible porser perdonado. Fue entonces cuando,tanto por complacerme a mí, como paraganarse a muchos de los galos a quienesregía, abrazó la fe cristiana.

»Suspiró, su rostro adquirió unacoloración mate, y en su frente se marcóuna arruga de preocupación.

»—Esta hija es especial, siempre loha sido, los otros no son tan míos. Supadre les dio una espada en cuanto sepusieron de pie, son salvajes y

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coléricos. Mi hija Clotilde es distinta.Sufre y yo sufro con ella. Su padre ladesprecia.

»—No será así cuando el rey me hallamado para curarla.

»—No. Te ha llamado por variosmotivos. El monasterio de Besson tieneprestigio y se dice que eres sabio.Necesita el apoyo de la Iglesia ahora.

»La reina calló, entendí que noquería revelar determinadas cuestionespolíticas, después siguió hablando:

»—Teodorico el Ostrogodo nosataca de nuevo, mi esposo mató al reygodo Alarico, marido de la hija delostrogodo. Ahora las cosas no van bien

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y mi esposo quiere algo que sólo el abadde Besson podría darle.

»Ante aquellas palabras la reina sedetuvo, no consideraba adecuado hablarde aquellos temas políticos queconcernían a su esposo, y sin dejarmepreguntar nada, retornó al asunto queocupaba su pensamiento.

»—¡Miradla…! Está encerradadesde hace años en esta torre. Sipudierais curarla. Ahora descansatranquila. Hace mucho tiempo, largotiempo que no veía que durmiese conesa paz.

»Fuera oscurecía aunque no habíallegado la media tarde, el ambiente

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lluvioso entenebreció el ambiente. Lareina se levantó.

»—Dejemos que descanse.»Una última mirada hacia la joven

me hizo ver sus ojos cerrados y lacabeza vuelta hacia la pared, mientras elcabello le caía a los lados. Seguí a lareina Clotilde hacia el exterior. Llovíacon fuerza, nos detuvimos en el umbralque conducía al patio, a mi derechaascendía una escalera. En la puerta deltorreón de la hija del rey hacían guardiados hombres y la reina indicó a uno deellos que me acompañase.

»—Os conducirá a vuestro aposento,situado encima de los de mi hija. Juan

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de Besson, tenéis permiso para entrar enla cámara de ella siempre que queráis.Administradle lo que consideréisoportuno. Curadla, por Dios, os lo pido.

»Después ella se volvió.»—Cuidaos del rey, ahora no está

aquí pero pronto volverá, no confiéis ennadie.

»Se alejó cruzando rápidamenteaquel patio del castillo, mojándoseporque seguía lloviendo. Su fina figura,encorvada y marcada por algún dolorprofundo, se alejó entre la lluviamientras se resguardaba bajo un largomanto de color oscuro.

»El hombre de la guardia me

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condujo a una celda situada encima delas habitaciones de la princesa Clotilde.Al pasar por delante de aquella puertaun sentimiento cálido se despertó en micorazón.

»Día tras día, acudí a velar a laprincesa. Practiqué con ella losconocimientos que Brendan me habíaenseñado en mis años en las islas delnorte. En el castillo de Clodoveo medejaron una relativa libertad, confrecuencia acudía a los bosques ypaseaba por ellos buscando plantas.Diariamente celebraba el oficio para lareina Clotilde, quien se confió a mí, unamujer sola, llena de dudas, que se

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torturaba con temores y escrúpulos. Unamujer a la que Clodoveo había herido,una y otra vez; pero que en el fondo sehabía ligado a él por unos lazos que lasometían y la destrozaban. Nunca estabaen paz.

»La reina ordenó que enseñaraconocimientos latinos a sus hijos. Lospríncipes díscolos e indisciplinados sereunían conmigo después de amaneceren una cámara del castillo. Las clasesconstituían una verdadera tortura. Losjóvenes merovingios no gustaban sino dela guerra y la lucha. La pelea queobservé el primer día era lo habitual enellos. Childerico y Clotario se unían a

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menudo para zaherir a los otros dos, másjóvenes y más débiles. Los cuatro hijosde Clodoveo se odiaban entre sí.Además eran crueles e impacientes.Descubrieron que yo era capaz deperder el control y me provocaban:robaban mis hierbas, o atrancaban lapuerta de acceso a la cámara de suhermana. Me sentía humillado ydespreciado; mi fe se enfrió.

»Durante mi primera temporada enla antigua Lutecia, el rey Clodoveo seausentó de la corte; sabíamos quehostigaba a los ostrogodos al sur, quehabía escarceos entre el ejército godo yel franco pero no era la guerra. En

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muchos lugares, los campesinos habíanhuido por los combates continuos, y lasferaces y abiertas tierras de la Galia nose cultivaban; había hambruna en elcampo. Clodoveo acusaba a los godosde las calamidades, les inculpaba deherejía por ser arríanos, y hacía volverhacia sí, el único rey católico entre losbárbaros, la esperanza de unaregeneración.

»Recuerdo bien el día del regresodel rey Clodoveo a su corte en la isladel Sena. Se había hecho anunciar díasantes por diversos emisarios. No meexplicaba la inquietud y desasosiego dela reina, ni tampoco el nerviosismo de

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los príncipes, que no cesaban depelearse continuamente.

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XXXI. Clodoveo

—Y al fin… llegó el rey.Enol se detuvo, cansado por la larga

narración, cerró los ojos un tiempo ydespués los fijó en mí, como si losiguiente que iba a contar le doliese y almismo tiempo el hecho de recordar leprodujese un cierto consuelo. A sumente volvió como en una visión el díaen que conoció al jefe de la casamerovingia, a Clodoveo o Clovis, el reyde los francos.

—Delante de él, una comitiva de

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lanceros a caballo desplegaba losestandartes en el aire de la mañana. Elrey Clodoveo cabalgaba en medio deellos erguido; un hombre alto y barbadoque, un tanto indolentemente, montaba uncaballo oscuro. Después del rey y losestandartes, seguían los caballeros; porúltimo, las mesnadas de hombres a pie.Los pendones del rey y de sus noblestremolaban al viento suave de uninvierno temprano. Pude oír el sonido detrompas y cuernos. En el ambiente sepodía oler el sudor de los hombres trasleguas de galopada.

»Finalmente la comitiva llegó alcastillo y se congregó en el patio

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interior de armas. El rey desmontó delcaballo. Entonces pude estudiar más decerca su figura: era el rey Clodoveo defigura enjuta, con barba rala y pocorecio de apariencia, de miradainteligente y astuta, un capitán dehombres, llamado a cambiar los destinosde la historia, vencedor de Alarico y deSiagrio, alabado como el gran reycatólico o denostado como unoportunista, un hombre complejo queatraía y repelía a la vez, un rostroaquilino, tenso, con una miradapenetrante y agresiva.

»Junto a la escalera de acceso a lafortaleza, le aguardaban la reina

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Clotilde y sus hijos varones, rodeadosdel resto de funcionarios de la corte; yome encontraba entre ellos preso de unacierta inquietud. El rey saludó a suesposa protocolariamente con una levereverencia de cabeza. Ella dobló larodilla, sin bajarla demasiado, e inclinóla cabeza ante su esposo en señal desumisión. Detrás de la reina, inquietos ynerviosos, aguardaban los jóvenespríncipes, que se postraron ante supresencia. Sin demorarse más tiempo,Clovis saludó con un ademán al resto delos cortesanos y se introdujo con sushombres en el interior del castillo, sinfijarse en nada más.

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»Pasaron los días sin que memandase llamar a su presencia, pero enaquel tiempo la rutina en palaciocambió. Mis alumnos no volvieron aclase, se entrenaban en los patios delcastillo queriendo demostrar a su padresu valía como guerreros. Casi no veía ala reina, ocupada en los quehaceresderivados de la estancia de su esposo.Mi existencia se centró en la princesaClotilde, solamente ella y yo éramosajenos al bullicio que la llegada del reyhabía despertado en el castillo. Graciasa mi tratamiento su salud mejoró, y losataques se hicieron muy esporádicos, leenseñé a controlarlos con la mente.

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»En la estancia de la torre, la luz fríadel invierno penetraba por el ventanucoe iluminaba los antiguos códices ypergaminos. La hija del rey estabadeseosa de aprender; encerrada en latorre para evitar la vergüenza de que sesupiese su mal, era como una tierravirgen sedienta de conocimiento. En unprincipio era tan tímida que costabahacer que hablase. Gradualmente fueabriendo su espíritu curtido en lasoledad.

»Desde la torre se divisaba el Senaen su eterno fluir hacia el mar.

»—El río está atrapado en su cauce—me dijo un día—, pero sin él no

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llegaría al mar. Decidme, Juan, ¿cómoes el mar?

»—Imaginaos muchos ríos uno allado de otro sin límites entre ellos; o unapradera de agua inmensa, con unprincipio en la costa pero sin final.

»Clotilde cerró los ojos e intentóimaginarse el océano. Después me dijo:

»—Me gustaría ver el mar, y laslejanas tierras, conocer las altasmontañas, ver más allá. Estoy atrapada,soy como agua embalsada, que se pudre.No pido ser como el mar, quisiera serúnicamente un arroyo caudaloso ypequeño pero que fluye hacia otro lugar.

»Desde su ventana en la torre seguía

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las luchas y juegos de sus hermanos.Recuerdo un día en que ellos cabalgabanalejándose del castillo, llenos de vida.Clotilde los observaba y vi sus ojosllenos de lágrimas.

»—¿Te apena no ser como ellos?»Clotilde calló un tiempo. Después

se volvió hacia mí.»—No es eso. A veces en mis

sueños veo mucho odio entre mishermanos. Me dan miedo.

»Me sorprendió su respuesta, yosabía que ella discernía ya el futuro,poseía, como tú, niña, el don de laadivinación, pero aquellos muchachosagresivos siempre compitiendo entre

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ellos se llevaban mal y no era difícilprejuzgar —como así ocurrió después—que lucharían entre ellos por el reino desu padre. Para darle algún consuelo ledije:

»—A ti te aman, Clotilde.»—Sí. Les doy pena, como un

animal herido. Además, no soy uncompetidor por la herencia de mi padre.

»Durante aquel tiempo, no tuve enmí otro pensamiento que no fuera laprincesa. Yo aún era joven entonces ynunca había amado a una mujer. Clotildeera alguien diferente a cualquiera que yohubiese conocido antes. Todos mispensamientos, deseos y cuidados se

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dirigieron hacia ella. El amor a Clotilde,alegría y amargura, era el motivo de mitormento. Dependía de ella. Desde elmomento en que me levantaba hasta elfin del día, mi único cuidado consistíaen estar a su lado. Era la luz en mis ojosque, sin ella, estaban ciegos. Me volvínegligente en mis deberes y la oraciónmurió en mí, me hice tibio y apegado alas cosas mundanas. En el fondo de miser, sentía remordimiento. Sin embargo,mi inquietud se fue suavizandolentamente, y a la vez que moría miconciencia de mal y de pecado, me alejédel Dios al que había ofrecido mi vida.

»Dios me abandonaba mientras que

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el frío y el vacío interior iban ocupandosu lugar, pero yo no me daba cuentaenteramente de la causa.

Habían pasado las horas, en losaposentos de mi antiguo tutor la luz delsol se difuminaba en el ambiente.Mássona y yo no respirábamosescuchando la antigua historia que Enolrelataba con dolor.

—Aparentemente, tras la llegada delrey, poco había cambiado en mi vida,repartía mi tiempo entre la atención a lajoven princesa, el estudio y lacelebración de la misa. Era allí dondepodía ver al rey Clodoveo por lamañana. El rey comenzaba su jornada

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muy temprano. Antes del amanecerasistía, acompañado de un reducidoséquito, a un servicio, que yo celebrabacomo capellán de la corte. El rey semostraba impaciente en estos oficios,como si acudiese a ellos por la fuerza dela costumbre más que por devociónpersonal. Era el rey católico, y sufidelidad a esta confesión le habíaganado el apoyo de las multitudes galoromanas; por ello procuraba mostrarseejemplar en lo que hacía.

Enol se detuvo, se fatigabagrandemente al hablar, le acerqué unvaso de agua. Bebió y después miró aMássona, como implorando

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comprensión.—Se sucedieron varias semanas

antes de que el rey me llamase a supresencia. En aquellos días, la jovenClotilde mejoró de sus males. Ya no leacometían aquellas crisis convulsas enlas que un espíritu se introducía en ella.Quizá la reina viendo estos progresosdecidió mostrársela al rey. Aquélla fuela primera vez que hablé con el reyClodoveo.

»La habitación de Clotilde estaba enla penumbra. Entreabierta, la ventanadejaba pasar algo de claridad, y unfrescor suave del campo, la princesa seinclinaba sobre un pergamino que yo le

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leía. Al fondo de la estancia un amacuidaba el fuego. Se escucharon pasosfuera, el roce de unas espuelas contra elpavimento empedrado. Los soldados dela guardia se cuadraron y el ruido de unsaludo marcial se escuchó dentro de laestancia. Unos pasos recios yapresurados sonaron sobre la piedra dela escalera. Yo levanté la cabeza de lalectura y la puerta se abrió, penetró unaluz tibia y diáfana. Clotilde seincorporó; sus ojos limpios,transparentes y azules se dirigieron contemor hacia su padre. Entró Clodoveo enla estancia, la tensión se palpaba en elaire al paso del rey; pude apreciar cómo

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se contraían los músculos de la cara deClotilde. Estaba asustada.

»El rey se acercó a ella y le levantóla barbilla, en su gesto no había afectosino únicamente una curiosidad un tantomaliciosa.

»—Me dicen, hija mía, que te hascurado.

»—Sí, mi señor padre, estoy mejor.Ya… ya no caigo al suelo. Raramentetengo visiones.

»—¿Esto es así?»La voz de Clodoveo sonó

imperativa en la estancia y su mirada sefijó en mí al pronunciar estas palabras.

»—Sí —contesté apresuradamente

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—. Así es. Vuestra hija ha mejoradomucho. Podría decirse que es una jovennormal, incluso superior a muchas de suedad.

»—Eso me complace. Me complacemucho. ¿Cómo lo habéis conseguido?

»—Con algunos remedios dehierbas, pero para que su curación seacompleta sería muy aconsejable quesaliese y que el aire libre de los bosquesalivie su mal. Su piel se ha vueltotranslúcida de no ver la luz del sol.Debierais incluso permitirle que monte acaballo.

»La mirada de la princesa se volvióbrillante al oírme implorar aquellas

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mercedes a su padre. La reina escuchabatodo aquello esperanzada.

»—Bien, te daré una oportunidad,hija mía —dijo el rey enfáticamente—,acudirás a mis almuerzos privados, contu madre y este buen monje que tanto teha mejorado. Si demuestras que estássana te dejaré ir al campo. No puedoconsentir que una hija del rey Clodoveosea vista como una lunática.

»El rostro de ella, al oírse llamadalunática, se contrajo con una expresiónde dolor pero agachó la cabeza y no dijonada. Entonces el rey me miró con unaexpresión taimada, como recordandoalgo.

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»—¿Cómo os llamáis?»—En la religión me llaman Juan.»—¿Y provenís?»—Del monasterio de Besson junto

a los Vosgos.»—Bien, maese Juan, algún día

hablaremos más despacio. Ahora he deirme.

»El rey salió de la estanciabruscamente como había llegado. Lareina permaneció dentro de la cámara;después de que Clodoveo saliese seabrazó a su hija y sonriendo entrelágrimas, me dijo:

»—El Dios que a través de ti hacurado a mi hija, te bendiga siempre.

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»Me estremecí al oír nombrar aDios.

»A partir de aquel día, comimos conel rey. La joven princesa no volvió atener caídas aparatosas, pero persistíanmomentos en los que se quedaba ausentefuera del mundo. Después, si yo lepreguntaba lo que ocurría, me contabasus visiones. Me decía que veía tierrasdoradas bañadas por la luz de un solperenne, veía también a un hombre, unhombre que la maltrataba. En aqueltiempo no sabía a qué se refería ella conestas visiones, pero ahora que todo hapasado, me doy cuenta de que Clotildeveía el futuro. Su padre no permitió que

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saliese al exterior porque aún notabaesos momentos de extravío, peroconsintió que su cautividad se suavizaseun poco. En los almuerzos, el rey Clovisme preguntaba sobre mi pasado y misviajes. Yo le contestaba escuetamente.No quería recordar el pasado, dondedormían demasiadas historiasinconclusas.

»Un día, Clovis me ordenó queaguardase en la sala. Esperó a que todossalieran y comenzó a interrogarme.

»—Vuestra forma de hablar —dijo— no es la de los hombres de lasmontañas francas, habláis en un dialectoajeno a ellas. ¿De dónde procedéis?

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»—De las islas bretonas, en el norte.»—Sé que venís de allí, pues yo

tengo informadores. Antes de ese lugar,¿cuál era vuestra procedencia?

»—Procedo del norte de Hispania,cerca del mar cántabro.

»—¿Teníais un hermano?»Observé al rey, y un escalofrío me

recorrió. ¿Qué sabía el rey de mihermano?

»—Sí, lo tuve pero hace muchotiempo que no sé nada de él.

»Entonces el rey habló:»—Hace unos años, un nigromante

me habló de una copa. Me dijo que elque consiguiese la copa sagrada de los

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celtas dominaría el mundo. Cuando laposeyeron los celtas, éstos saquearonDelfos. Muchos años más tarde, losromanos vencieron a los galos porqueéstos habían perdido la copa.Vercingetórix, el galo, la vendió a uncenturión de César para conseguir oro ydominar al resto de las tribus. Despuéslos romanos vencieron a los galos y elcenturión llevó la copa a Palestina.Dicen que esa copa fue utilizada porCristo en la Cena, y después usada porPedro y los primeros papas y llevada aRoma. Allí permaneció escondidadurante más de trescientos añosproporcionando poder y paz al imperio.

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En el saqueo de Roma, Alarico I laconsiguió y la guardó en el tesoro regiode los godos. Gracias a ella, bajo el reyTurismundo, los godos derrotaron aAtila en los Campos Cataláunicos. Casicincuenta años más tarde, un reyvisigodo, Alarico II, se casó con una hijade Teodorico el Ostrogodo, en las bodasregaló la copa al rey ostrogodo. Dicenque por eso Alarico fue derrotado en labatalla de Vouillé ante mis tropas; e1poder de los visigodos había menguadoal perderla. A la muerte del ostrogodoTeodorico, el tesoro de los godos fueentregado a su nieto Amalarico yenviado a Barcino, capital de la

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Hispania goda. La copa volvió a losgodos, por eso no logro derrotarlos.Todo indica que ahora está en manos delos godos; pero no es fácil reconocerla.¿Tú la has visto?

»—No, mi señor.»Clodoveo pareció decepcionado.»—Hace unos años en estas tierras

los campesinos estaba asustados porunos hombres que raptaban niños ydoncellas para realizar sacrificioshumanos. El jefe de ellos era un talLubbo, ¿lo conoces?

»Le miré asustado sin responder.»—El tal Lubbo se decía

reencarnación de una antigua divinidad,

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el dios Lug, estaba deformado y eratuerto, gobernaba a un grupo denigromantes. La Iglesia los denunció yyo los apresé; murieron torturados,aunque su jefe logró escapar. A mí megusta la magia negra y oscura, queproporciona poder, creo más en ella queen los misterios cristianos. Uno de losnigromantes, para evitar la tortura, merelató el secreto de la copa del poder.Creían que aquel hombre, Lubbo, poseíauna parte de ella. Al parecer, una piedraámbar. Di orden de búsqueda y capturade Lubbo, me figuré que iría hacia elreino godo y mandé mensajes aAmalarico para que lo detuviese como

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un peligroso enemigo. Pero él huyóhacia algún lugar y aún anda escondido.Hace poco tiempo me llegó la noticia deque un monje celta, al llegar alcontinente, había preguntado por Lubbo.Ese monje celta se llamaba Juan y era elabad de Besson. Y tú eres Juan deBesson.

»—Sí.»—¿Qué relación tienes con Lubbo?»Era inútil ocultar nada.»—Lubbo —dudé— efectivamente

es mi hermano. Mi familia ha guardadoel secreto de la copa durantegeneraciones, pero hace cientos de añosse perdió. Hay una marca, una piedra

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color ámbar que ahora está en manos deLubbo.

»—Necesito saber cómo es esa copapara exigírsela a Amalarico.

»Callé un instante y recordé lo quemi padre me había revelado, entonceslentamente dije:

»—Una copa de medio palmo dealtura, exquisitamente repujada con basecurva y amplias asas unidas conremaches con arandelas en forma derombo. En la base tiene unasincrustaciones de coral y ámbar; yoposeí una de ellas, ovalada. Dicen quees muy hermosa.

»—Sí. Sé que existe una copa así en

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el tesoro del rey godo. Me confirmas loque ya sabía.

»Clodoveo se detuvo y me miró consus ojos penetrantes e inteligentes.

»—Sé que amas a mi hija, y la hashecho mejorar. Quiero casar a Clotildecon Amalarico a cambio de la copasagrada.

»No podía imaginar a Clotildeentregada en matrimonio y temí por ella,estaba enferma, era frágil y vulnerable;pero ¿qué iba a decir yo al poderoso reyde los francos? Intenté poner algunaobjeción pero Clovis me hizo retirar desu presencia; no necesitaba más de mí,solamente quería confirmar lo que había

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ya averiguado por medio de sus espías yde la tortura.

»Unos días más tarde se supo que laprincesa Clotilde sería desposada con elrey Amalarico de los godos. En la cortese dispusieron los preparativos para lasalida de la princesa, cuando de modoinesperado y repentino el rey Clodoveomurió mientras dormía. Fue enterrado enel Mons Luctecio en la iglesia de losApóstoles. Me sorprendió el intensodolor de la reina en el sepelio de suesposo, le dolía la muerte de aquel aquien ella había amado, pero sobretodo… adivinaba lo que iba a ser elfuturo de sus belicosos hijos. Y es que a

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la muerte de Clodoveo el reino fuedividido entre ellos. Thierry oTeodorico fue investido rey de Reims, aClodomiro le correspondió el valle delLoira y la Aquitania. Clotario fue rey deSoissons, también le correspondieronlas posesiones francas del norte de laGalia y Bélgica. Por último, aChilderico, rey de París, le cupo ensuerte el valle del Sena y la Normandía.

»La reina Clotilde comenzó unamargo calvario ya que nada más morirel rey, sus herederos iniciaron unasguerras fratricidas para ampliar elcontrol de sus reinos. Ella sufría al verlos reinos devastados y los crímenes y

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fechorías de sus hijos. Se consoló conuna vida de caridad, atendiendo a lospobres y enfermos, y sobre todo con lacompañía de su hija, ya totalmentecurada. Así transcurrieron unos meses;entonces el rey Childerico, jefe de lacasa merovingia, ordenó que la jovenprincesa Clotilde acatase el destino quesu padre Clodoveo le había procurado.

»En el otoño del año 526 de NuestroSeñor, mi señor el rey Childericodispuso que su hermana menorcontrajese matrimonio con el rey godoAmalarico. Yo debía acompañar a lajoven princesa a la corte goda, que enaquellos años se situaba en la lejana

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ciudad de Barcino.

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XXXII. Barcino

De las brumosas tierras cercanas aLutecia, llegamos a las feraces campiñasdel sur y recorrimos las llanurasfrancesas hacia el mediodía. Cruzamosel Pirineo, blanqueado por las primerasnieves. A través de la Septimaniallegamos a Barcino junto al mar de losromanos, donde nos esperaba el reyAmalarico.

»Durante el viaje, observé aClotilde. Aceptaba su destino, quequizás había visto años atrás en sus

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visiones. Era hija de rey y no serebelaba ante su futuro. Al ver el mar,sus hermosos ojos claros sonrieron, medijo que ahora había dejado de ser uncharco y se convertía en río pues habíallegado al océano. A menudo mepreguntaba cómo sería la corte goda ycon sus damas hablaba del rey que iba aser su esposo. Supliqué a Dios que susesperanzas no quedasen defraudadas yque su esposo la amase tanto como yo.Mi corazón no escuchaba ni veía nadaque no fuese el rostro de la princesa;pero nunca permití que el fuego que meconsumía se transformase en palabras.Yo era un sediento que cerca de la

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fuente de las aguas se resistía a beber.El camino a través de la vía Augusta seiba aproximando a su fin, pero yo nodeseaba llegar a nuestro destino, niquería alcanzar la ciudad del godo,temía el futuro; sin embargo, un díadesde un altozano divisamos la ciudadde Barcino.

»Barcino era la más hermosa ciudaddel mediodía, fortificada con ampliasdefensas de piedra y construida sobre elMons Taber en una pequeña elevaciónsobre el mar. Las murallas octogonales eirregulares se adaptaban a la forma de lacolina. Los lienzos de la muralla, muygruesos, estaban coronados por setenta y

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ocho torres, diez de ellas tambiénoctogonales situadas en los ángulos y enlas puertas. Las fortificaciones hacían ala ciudad de fácil defensa y con unaexcelente vista sobre el litoral. Dosacueductos construidos en tiemposromanos abastecían de agua la urbe ymostraban su grandeza. Por la puertadecumana de la montaña entramos en laciudad y a través de la gran calle queatravesaba la urbe, el decumanusmáximo, llegamos al foro. La ciudadestaba llena de vida; a nuestro paso,oímos el bullicio que salía de lasfábricas de salazón y los gritos deartesanos tiñendo ropa. En el foro, las

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antiguas basílicas romanas habían sidoconvertidas en iglesias y el vetustotemplo de Augusto en un palacio dondehabitaba Amalarico. Más allá de losforos, a través del decumanus máximo,se divisaba el mar y uno de losfondeaderos con barcos de bajo calado.El día era cálido y palmeras y cipresessombreaban a la multitud apiñada paraver llegar a la princesa franca.

»En las escaleras de un palacio,situado en el foro y con grandescolumnas romanas en la fachada, nosesperaba el rey Amalarico. Recuerdolos pendones godos tremolantes alviento, y al rey bajo un gran palio de

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brocado, erguido, esperando a suprometida. La princesa franca subió porlos peldaños que conducían hacia el rey.Ella sonreía tímidamente deseosa deagradar, lleno el rostro por la curiosidadde conocer a quien se le había asignadocomo esposo.

»Amalarico miraba al frente, y suexpresión era fría. Yo escrutaba conpreocupación el semblante de ella y loque vi me dejó sorprendido. Clotilde seruborizó y en la expresión de su rostropude darme cuenta de que habíaadmiración hacia aquel joven guerrero.

»Era Amalarico un joven de unosveinte años, en toda la plenitud de

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facultades físicas. De complexión fuertedesarrollada por la lucha y la caza. Surostro era rectilíneo, con grandes ojosde color azul oscuro, con una suavebarba rubia, una boca desdeñosa ypómulos marcados y altos. De elevadaestatura y buena planta: un hombregallardo y muy apuesto. En Amalaricose mezclaban las dos líneas godas —visigodos y ostrogodos—, pues sumadre Thiudigotha era hija del gran reyTeodorico de los ostrogodos, y su padreAlarico descendía del rey visigodo delmismo nombre, que ciento dieciséisaños atrás había saqueado Roma. Todosu porte era de una gran arrogancia.

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Educado como rey desde niño, sometidoa la adulación, era un hombre orgulloso.

»La boda tuvo lugar a los pocosdías. Clotilde fue obligada a un nuevobautismo por inmersión y el ceremonialde los desposorios se realizó según elrito arriano. Ella entregó su dote, quefue agregada al tesoro del rey godo. Yome incorporé a la corte de Barcinodentro del séquito de la reina.

»Pronto comprendí que Clotildesufría. A menudo se atormentaba por noser buena esposa. Supe, aunque no porella, que él a menudo la golpeaba,burlándose de sus trances y ausencias.

»Un día Clotilde habló.

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»—Creo que ya sé por qué no soycapaz de agradar a mi esposo. Él estáherido, dice que mi padre asesinó alsuyo y que todas las desgracias levienen de ahí. No me ama porque soyhija del que mató a su padre.

»—Escucha, Clotilde, fue unaguerra, Alarico murió en el campo debatalla. Amalarico ha queridolibremente ser tu esposo, deberespetarte. Me han dicho que no es laprimera vez… que te golpea.

»Clotilde se ruborizó como si lahubiese cogido en falta, y desprevenidacontestó:

»—¡Oh! Alguna vez ha ocurrido,

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pero después se arrepiente y me pideperdón. No le gusta mi fe católica. Peroyo lo sigo siendo en secreto. ¡Cómo voya traicionar a mi madre! Ella nopermitiría que su hija fuese arriana.Acudo a los oficios de la Iglesiacatólica al alba cuando mi esposo aúnestá durmiendo.

»—Durmiendo o quizádespertándose de la juerga nocturna.

»—No hables así.»Bajó los ojos, en ellos brillaban las

lágrimas. Me dolió verla así y lerespondí airadamente.

»—Vives en un mundo de ensueños,le justificas todo.

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»Ella mansamente contestó:»—Será porque amo a Amalarico,

yo veo en él lo que podría ser y no es…»—Entonces… ¿Quieres todo el mal

que te hace a ti y hace a otros?»—No, sé que hay cosas que no son

buenas en él, y no me gustan pero yo veomás allá, amo en él al hombre bueno quepodría ser y que, por su educación, porsu pasado, no es.

»Me retiré de la cámara de Clotilderabioso, lleno de celos y de odio haciaaquel que destrozaba a la princesa.Nada podía hacer con ella, que confiabaciegamente en Amalarico y pensaba queél cambiaría. Ella le quería y yo no

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podía soportarlo. Me llenaban el rencory los celos hacia el godo.

»Una mañana en la que, al alba, lareina se dirigía a una iglesia, Amalaricola divisó desde lejos. Clotilde ibarecogida devotamente. La ciudad aún nohabía despertado. Acompañaban al reyun grupo de hombres jóvenes, templadospor el vino tras una juerga nocturna.Entonces, los compañeros de Amalaricolo incitaron contra ella y riendo sedirigieron a las cuadras del palacio. Enun cubo recogieron una buena cantidadde excrementos que mezclaron con agua.Se escondieron a la salida de la iglesia.Cuando Clotilde avanzaba entregada a

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sus pensamientos, la rociaron deinmundicia.

»La reina llegó al palaciodemudada, sin proferir una queja, pálidade horror y de asco. Aquel mismo día,Clotilde, por primera vez, se enfrentó asu esposo y defendió lo que ella creía.No supe cómo fue la discusión perofinalmente él le prohibió volver a salir ala iglesia, aunque condescendió enhabilitarle un lugar en el palacio deBarcino donde pudiese celebrar la misacatólica ocultamente. Así, ordenó quelos vasos y los ornamentos litúrgicosfueran retirados del tesoro y despuésdevueltos a él.

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»Entonces, celebré la misa para ella.»Al acercarme al altar temblaba,

porque no me sentía digno. Musité laspalabras con calma, intentandoconcentrarme, pero me distraía. Balbucílas palabras sagradas sobre el pan, yentonces tomé en mi mano el cáliz dondese había depositado el vino. De modorutinario musité las palabras sagradas:

»—Hie est enim calix…»”Este es el cáliz”, había dicho en

latín; fue en aquel momento cuando mefijé en la copa y me detuve asustado. Lacopa brilló y no pude seguir sino que mequedé mirándola durante unos segundosque se me hicieron eternos. El acólito,

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que me acompañaba, me tocó el hombroy yo regresé a la realidad y finalicé laspalabras. Después elevé el cáliz y denuevo lo observé en lo alto; una copa demedio palmo de altura, exquisitamenterepujada con base curva y amplias asasunidas con remaches con arandelas enforma de rombo. En la base, vi unasincrustaciones de coral y ámbar. Enaquel momento, aprecié que en la basedonde debía existir una incrustaciónámbar, simétrica con otra de coral, noestaba, había un hueco en aquel lugar, yallí se había marcado una cruz.

»Mi corazón comenzó a latirprecipitadamente.

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»Acabé la celebración como pude.Después, me retiré a mis aposentos,dejando a Clotilde sorprendida por miactitud. Desde aquel día, me obsesionécon la copa, oficiaba el rito eucarísticosin devoción. Sólo miraba la copa, conella curaría para siempre a Clotilde, conella conseguiría el poder y el amor.

»No se me permitía estar muchotiempo junto al cáliz; al terminar lacelebración, los ornamentos eranconducidos a la cámara del tesoro regioy custodiados por el comte del tesoro.Alguna vez intenté seguir las joyas perosiempre de lejos y evitando serobservado.

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»Por aquellos días, prosiguieron lasofensas y atropellos contra la reina. Unanoche, pude oír que el rey se iba delpalacio con otros compañeros de juerga,entre risas y bromas. De la cámara regiasalían sollozos. Alarmado, entré en lashabitaciones reales.

»Clotilde, llena de sangre, habíasido golpeada de manera brutalposiblemente con una fusta, en la cara yen el cuello. Llamé a sus damas francasy examinamos sus heridas, despuéslimpié la sangre que manaba por algunade ellas con un pañuelo.

»—¿Qué os ha ocurrido?»—Amalarico se ha enfadado

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conmigo. Había bebido de más y megolpeó sin querer…

»—¿Sin querer?»—Se volvió loco de enfado cuando

le dije…»—¿Qué le dijisteis?»Me miró con aquellos ojos

transparentes, tan hermosos, brillantespor las lágrimas y exclamó:

»—Cuando le dije que esperaba unhijo. Un hijo suyo.

»—¿Y eso es motivo paragolpearos? Ese hombre es un ser indignoe inhumano. Clotilde, os lo pido porDios Nuestro Señor, debéis huir de aquí,volved a Francia con vuestro hermano.

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Él os protegerá. Cualquier motivo esbueno para guerrear con los godos.

»La cara de Clotilde estaba pálida,pero sus ojos brillaron con dignidad;entonces protestó con fuerza:

»—Nunca me iré de aquí. Éste es mipuesto, no hay otro lugar para mí. Noquiero que ocupe mi lugar una barraganade las muchas con las que él serelaciona. Tampoco quiero que hayamás guerras.

»Nunca había visto a Clotilde deaquella manera, era la hija de Clodoveo,la nobleza de su sangre se evidenciabaen la fidelidad a su destino. Despuésprosiguió con un tono más dulce:

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»—Se le pasará. Amalarico no essiempre así. A menudo cambia y sevuelve de otra manera. Además sé queél sufre.

»—¿Sufrir…?»—Sí, después se arrepiente.

Cambia su actitud para conmigo y mepide perdón.

»Miré a Clotilde como si ellaestuviese loca, como si desvariase; medi cuenta entonces hasta qué punto sehabía hecho dependiente de Amalarico,e intenté decirle algo pero ella se pusoen pie y habló:

»—No me miréis así, Juan, yo leamo. Parece raro, pero le quise desde el

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primer momento en que le vi. Ha sidomimado y adulado. No sabe lo que es elamor y da la espalda a Dios. Pero yo séque puede cambiar.

»Guardé el pañuelo ensangrentadoen mi túnica de monje y no supe quécontestar. No recuerdo nada más deaquella noche, sólo sé que un odioinfinito hacia Amalarico me cegaba.Más tarde me acerqué a la cámara deltesoro regio que estaba bien custodiada;intentaba ver la copa, pensé que la copasagrada me permitiría curar las heridasde Clotilde y darme el poder paravencer a Amalarico. Uno de losguardianes me encontró allí.

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»Por la mañana, me avisaron de queel duque Teudis quería verme.

»El gran duque Teudis era unpersonaje poderoso e influyente en lacorte visigoda. Durante la infancia delrey había sido el máximo gobernante delreino, se había casado con una ricamujer hispano romana, pero era deprocedencia ostrogoda. Fue nombradotutor del rey por Teodorico el Grande,el Ostrogodo. Había sido regente de losvisigodos durante años y, aunqueAmalarico había alcanzado la mayoríade edad, él continuaba en la sombragobernando las tierras de las provinciashispánicas.

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»Por calles estrechas y embarradassalí de la ciudad y me dirigí al lugardonde moraba Teudis, una hermosa villano muy lejos de Barcino, en una montañano muy alta y desde donde se divisaba elmar. Los espadarios del duque que mehicieron pasar, formaban guardia en laspuertas de la enorme mansión. Seabrieron las grandes puertas de maderay me condujeron a su presencia.

»Teudis se sentaba sobre unpequeño trono de cuero al que seaccedía por dos escalones. Era unhombre fuerte de cabello largo canosoque rodeaba su rostro y lo enmarcabacon dos trenzas sobre la cara. Su cabeza

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estaba coronada por un casco de hierro,debajo del cual brillaban unos ojosgrises muy penetrantes. Me examinó dearriba abajo y con voz ronca peroconvincente habló en un latín de bajacalidad con un fuerte acento germánico.

»—He sabido que la reina Clotildeha sido golpeada y es constantementevejada por Amalarico.

»Palidecí de ira y con voz colérica ala vez que dolida dije:

»—Sí, Amalarico la matará y ella seresigna a todo, no se queja ni quiereabandonarle.

»—Amalarico es un incapaz, un niñoque ha nacido siendo rey, tiránico y

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caprichoso. No merece llevar la coronaque ostenta.

»Me asombraron las palabras deTeudis, sobre todo me sorprendió que ellugarteniente del reino criticara deaquella manera al rey. Intenté decir algopero Teudis prosiguió:

»—Sé que a menudo os acercáis altesoro regio.

»Me sentí descubierto por laobservación. Callé. Teudis continuó enun tono sibilino.

»—Y creo que podríamos ayudarnosmutuamente.

»—¿Ayudarnos? ¿En qué sentido?»—Vos queréis salvar a la reina y

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un objeto del tesoro regio. Yo quisieradeshacerme del rey.

»—¿Qué pretendéis? ¿Que le mate?»—No quiero que lo matéis. Sólo

quiero que advirtáis a Childerico lo queocurre con su hermana. Creo que él laama tiernamente.

»—No es así. Childerico sólo amasus propios intereses.

»—Pero puede ser que entre losintereses del rey franco esté la guerracon el godo, y una hermana querida ymaltratada es una buena excusa.

»Entendí las intenciones de Teudis ycomprendí que yo era un peón más enmedio de una compleja trama, en la que

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en el centro estaba Teudis y, en el fondo,un cambio de dinastía en el reino de losgodos.

»—Os daré medios para ir a la cortefranca —prosiguió Teudis—. Estoyseguro de que Childerico estará muyinteresado en ver el pañuelo con quelimpiasteis ayer la sangre de suhermana. Vos que fuisteis su preceptorsois el más indicado para comunicarleestas noticias, a vos os creerá, a un godono lo haría.

»Sentí que aquélla podría ser unasolución al sufrimiento de Clotilde y,convencido, acepté.

»—Bien. Lo haré, pero con una

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única condición. La copa, el cáliz dondediariamente se celebra el sacrificio.Quiero ese cáliz.

»—El cáliz lo tendréis cuandoAmalarico haya muerto y yo sea rey.

»Sin despedirme de la reina partíhacia el norte. El duque Teudis meproporcionó dinero y credenciales, asícomo una buena cabalgadura. Galopédurante días sin parar, apenasdescansaba por las noches e inclusocabalgué las noches de luna llena. Conlas credenciales del duque pude cambiarel caballo en las postas reales. Hacíacalor en las tierras de cultivo de laSeptimania, pero al llegar al Pirineo la

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nieve cubría los picos de los montes yun frío que yo no sentía por la galopadahelaba el ambiente.

»Agotado llegué a Lutecia. En lafortaleza de los reyes francos algunascosas habían cambiado y muchasseguían igual. Saludé a los conocidos ysolicité audiencia al rey Childerico.

»Conocía las costumbres de la corte:las primeras horas de la mañana el reylas dedicaba a recibir embajadores y adespachar negocios públicos. Junto a suasiento, permanecía de pie el jefe de losespadarios; cerca de allí los guerrerosque formaban la guardia real se situabandetrás de los velos y tapices que

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formaban las paredes de la estancia.Desde la cámara regia, se podía oír elmurmullo de sus charloteos y si sealborotaban mucho, se les alejaba.

»Era aquél el momento apropiadopara ver al rey.

»—Juan de Besson os presenta susrespetos —anunció el heraldo.

»Childerico, coronado y sentado enun trono, se rodeaba de sus nobles y deesa manera impartía justicia a su gente.Al oír el anuncio del criado se levantóde su sitial y abrió los brazos con gestode reconocimiento.

»—Mi antiguo preceptor, el que mepalmeaba por no conocer las letras

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latinas.»Esbocé una sonrisa, yo también

recordaba a aquel muchacho incapaz defijar la atención en otra cosa que nofueran los combates y la guerra. Miactitud se volvió más seria, sabía queChilderico era impulsivo, de iracundocarácter y sus reacciones eraninmediatas de rechazo o de aceptación;el éxito de mi embajada dependía decómo le entrasen mis palabras, debíaadularle para obtener su favor.

»—¡Oh! Mi señor Childerico, el másgrande de los reyes francos. Habéisheredado la inteligencia preclara devuestro padre y la misericordia de

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vuestra madre. Oíd atentamente lassúplicas de un pobre monje que osenseñó las primeras letras en lajuventud.

»—Decid, amigo, ¿qué os trae porestas tierras?

»Dejé que el silencio dominase elgran salón del trono para dar énfasis ami discurso. Los funcionarios palatinoslentamente fueron callando intrigadospor las palabras de aquel que servía enla corte hispana. Entonces hablé.

»—Muchos años ha que serví avuestra madre y desde hace tresacompaño a vuestra hermana Clotilde enla corte goda. No callaré al deciros que

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he servido y amado a vuestra familiacon la devoción que conocéis. Puesbien, mi señor, me inclino ante vos parasuplicaros que veáis el pañuelo con elque limpié la sangre de vuestra hermanagolpeada por el rey godo.

»Hasta aquel momento yoparlamentaba con las manosentrecruzadas por debajo de las ampliasmangas, entonces las separé y saqué elpañuelo marcado por las huellas de lasangre de Clotilde.

»—¿Qué mostráis?»—Este pañuelo cubierto de sangre

lleva las huellas de la saña con la que elcruel rey Amalarico trata a su esposa y

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vuestra hermana. Clotilde precisa laayuda de los francos. El honor de losreinos merovingios está siendodenostado por el godo. Además ultrajala fe de vuestra madre obligando a unaprincesa franca a practicar la innobleherejía arriana. No podéis consentiresto.

»El rey se levantó del trono dondese hallaba reclinado. Sus ojos brillarony con gesto teatral exclamó:

»—Las noticias que aportáis sonmuy graves. Los godos vencidos enVouillé por mi padre se atreven a atacara los francos en la figura de unadesdichada princesa franca. ¡No

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podemos consentir esto!»Animado por su respuesta proseguí.»—El gobierno despótico de

Amalarico, al igual que a vos, hairritado a muchos nobles godos que nole apoyarán si es atacado por losvalerosos hijos del gran Clodoveo. Éstaes la oportunidad para atacar al reinohispano del sur.

»El rey alzó los brazos y con gestomajestuoso habló:

»—Nobles francos, los godos nosdenigran y ultrajan en mi hermanaClotilde el honor de nuestros reinos. Noconsentiremos esto. Levantaremos unejército que asolará las tierras hispanas

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y el tesoro regio de los godos, quedebería pertenecemos tras la victoria demi padre, pasará al reino franco.

»El brillo del oro hizo un efecto másbeneficioso en los corazones de losnobles que rodeaban al rey que todos losagravios a la princesa. Aquellosbelicosos nobles tenían ganas de guerray sobre todo de botín, desde tiempoatrás buscaban una excusa para atacarlos ricos feudos de la Hispania goda;ahora yo se la estaba proporcionando aligual que la información de una desuniónentre los nobles del reino godo, que ibaa facilitar sus planes.

»En los días siguientes, Childerico

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envió mensajeros por todo su reino paraconseguir la ayuda de los nobles. Losguerreros iban llegando y disponiéndoseen la gran fortaleza en el Sena.Childerico solicitó la ayuda de suhermano Clotario.

»Durante los preparativos, el reyChilderico se reunía diariamenteconmigo para recabar detalles sobre lasituación de las fuerzas godas del sur ylos pasos en las montañas. Le di unacumplida información de lo querequería, además aproveché parasolicitar un pago en el tesoro real de losgodos si los francos obtenían la victoria.El pago sería la copa sagrada, yo no me

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fiaba enteramente de Teudis.»Por las noches no dormí,

preocupado por los días que avanzabany porque Clotilde seguía junto aAmalarico expuesta a mil peligros.Además, me daba cuenta de que habíadejado por completo al Único; labúsqueda de la sabiduría no era ya elcentro de mi vida. Lo único que meocupaba el pensamiento era una serie demanejos políticos y el afán desaforadopor la princesa y por la copa.

»La campaña se demoró, el reytardaba en llevar tropas para la guerra yla corte me sofocaba, mientras me sumíaen la impaciencia. Por eso decidí

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acercarme a Besson. El monasterio nohabía cambiado nada, allí seguían misantiguos compañeros, dedicados a laoración y a la predicación. En Bessonpude encontrarme con el abad, unantiguo monje al que conocía desde lostiempos de Bangor. Él, que discernía losespíritus, comprendió la lejanía de Diosy la frialdad interior de mi alma. Suspalabras me pusieron en guardia para loque después ocurrió.

»—Has errado el camino. Despreciael mundo y sus pompas, regresa al hogardel convento; vuelve a Dios. Hasemprendido una senda que sólo conduceal extravío.

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»—Yo soy la única ayuda de laprincesa franca. Ella morirá si no laapoyo.

»—Cada ser humano tiene sudestino, y nadie muere ni un segundoantes de que llegue la hora decretadapor el Altísimo… y por lo que me hascontado Clotilde ama a su esposo y noquiere seguir otra suerte.

»—Él es cruel, la matará.»—Tus pasos son errados. Has

provocado una guerra entre dos pueblosy morirá mucha gente —dijo el abad;después, con voz profética, comoadelantando el futuro prosiguió—: Ellano morirá un minuto antes de lo que

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Dios haya dispuesto. Reza, hijo mío.»No le entendí, sólo recordaba a

Clotilde llorando, maltratada, aquellosconsejos me parecieron ingenuos yridículos.

»—Estoy dispuesto a hacercualquier cosa para evitar el sufrimientode la que es inocente, la guerra o elasesinato si es preciso.

»—Te ha enloquecido una pasiónindigna de la vocación a la que fuistellamado; pero no es sólo eso… —dijoel abad pensativamente— buscas elpoder.

»—Sí. Quiero la copa de lascuraciones.

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»—Olvida las antiguassupersticiones célticas y vuelve a tu fecristiana. En esa copa hay algo sagradoy ha sido utilizada para celebrar losmisterios, no debiera ser usada para otracosa. Renueva tus votos sagrados, viveen ellos: en pobreza, en castidad, enobediencia a tus superiores. Te ordenoque dejes ese empeño que te aleja deDios.

»Me rebelé ante aquellas palabrasque me parecieron poco comprensivascon mi situación y no quise entender loque el monje me decía. ¡Qué distintahabría sido mi vida si me hubiesecontentado con una existencia retirada

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entre los bosques de Besson! Me fui deBesson enfadado conmigo mismo y conel abad, cegado por la indignación ydeseoso de obtener la gloria y laredención de Clotilde a toda costa.

»Volví a la corte, pero Childerico,ávido de aplastar al godo, habíaconseguido un gran número de tropas yel ejército había abandonado ya dos díasatrás la ciudad del Sena. A las tropas deChilderico de París se unieron las deClotario de Soissons. El rey habíatambién partido cuando regresé aLutecia.

»Emprendí el camino hacia el sur. Elejército del rey había requisado los

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animales y no me fue fácil encontrarmonturas para cambiar mi caballoexhausto, debía detener mi cabalgadapor las noches. Me llegaron noticias deque las tropas francas y godas se habíanencontrado cerca de Narbona y losgodos habían sido rechazados por losfrancos, pero todo era confuso.

»Al fin, desde la lejanía, en unallanura frente al mar y cerca de laciudad de Narbona, divisé a los dosejércitos dispuestos frente a frente. Lastropas de la vanguardia se dirigían unacontra a otra, la batalla en aquelmomento estaba aparentemente igualada.Sobrepasé la retaguardia del ejército

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franco con un salvoconducto que mehabía expedido Childerico y a través devericuetos extraños me introduje en laslíneas godas.

»La lucha era intensa, al acercarmemás al campo de batalla distinguí lasmurallas de la ciudad de Narbona y, aúnmás allá, el mar que brillaba en el golfode León. No había mucha vigilancia porningún sitio y sí un gran descontrol. Enel campo de batalla unos soldadosgodos huían mientras que otros sedirigían al frente. Todo era un caos.Entendí que Amalarico habíadespreciado al experimentado duqueTeudis e intentaba dirigir las tropas tal y

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como si fuese una de sus correríasnocturnas. Pero la suerte no favorecía alrey godo.

»Me retiré y desde una cumbre pudever la ofensiva entre godos y francos.Como aves carroñeras que buscan supresa los ejércitos francos avanzaronmientras los godos se deshacían. Elfrente se situaba en una hondonada entrecumbres no muy altas, pero síescarpadas, de montañas de piedracizallada. A lo lejos rutilaba elMediterráneo. En aquel valle anteshabían existido campos de labor queahora habían sido destruidos por laguerra. Los campesinos habían huido.

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Un río de escaso caudal corría con lasaguas teñidas por la sangre de muertos yheridos.

»Pude ver el pendón de Teudis a unlado del frente de batalla. Junto a él,desafiando la deserción general de losgodos, algunos hombres destacaban porsu valentía. Desde mi atalaya pudeobservar a un hombre joven fuerte yhábil con la espada. Descabezó de ungolpe de hacha a un enemigo: eraLeovigildo. Cerca de él, luchaba suhermano Liuva, un hombre grueso ypoderoso que avanzaba con precauciónpero sin miedo. Un jinete franco espoleósu caballo hacia delante a todo galope,

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intentando atravesar a Liuva con lalanza, pero él se agachó a tiempo y alpasar el jinete, Liuva le hirió por el ijar.Teudis mientras tanto lanzaba a sushombres a la batalla y se mantenía firmeobservándolo todo detrás.

»La lucha se prolongó durante todoel día. La victoria de los francos eraevidente, pero al llegar la tarde los dosejércitos se retiraron a suscampamentos. Al anochecer pudeavanzar hacia el campamento godo.

»Entonces me dirigí hacia la tiendadonde lucían los gallardetes del duqueTeudis. Al entrar, pude ver a varioscapitanes reunidos, entre otros se

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encontraba el duque Teudiscío, hombrede buen beber que alzaba una copa, y elduque Claudio de la Lusitania. Hablabanen voz tenue.

»Penetré inesperadamente, tapadopor una capa oscura que cubría mi pobrehábito monacal. Los capitanes presentesen la tienda se sobresaltaron y llevaronsu mano a las espadas; entonces medescubrí y Teudis habló.

»—Serenaos —dijo Teudis—, esJuan de Besson, de confianza.

»—He cumplido el mandato que meindicasteis.

»—Podéis hablar con libertad, todosestán en nuestros planes.

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»—Bien. El rey Childerico está alfrente de las tropas. La batalla estáperdida para vos.

»Teudis habló lentamente, en surostro no se adivinaba pena por laderrota ni arrestos para conseguir lavictoria, su expresión era neutral.

»—Nuestra esperanza hubiera sidoque Amalarico cayese en el combate,pero el cobarde ha huido, y nos hadejado en el campo de batalla frente afrente con el enemigo. Si nos rendimoscaeremos en manos de los francos y nohabremos logrado nuestros propósitos.

»—¿Entonces?»—Todos nuestros planes han

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fallado. Algunos confidentes nos hanindicado que el rey ha ido a Barcino. Alsalir del campo de batalla sólo tenía dosobjetivos que os atañen directamente: elprimero es vengarse de la reina, a la queacusa de esta guerra y de llamar a suhermano. Childerico envió un mensaje aAmalarico en el que atribuía la causa dela guerra a las torturas sufridas por suhermana a manos del godo. Cree que hasido su esposa la que ha llamado a losfrancos, salió del campo de batalla conla idea de vengarse en Clotilde.

»Al oír aquello me asusté y exclamépreso de una gran consternación:

»—¡Oh! ¡Gran Dios! La matará, sé

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que la matará…»—A no ser que vos le matéis antes.»—¿Matarle…?»—El segundo fin de Amalarico es

huir con el tesoro regio, dicen que haordenado que se embarque ese tesoro enuna nave en el puerto. Con el tesoro estála copa que tanto deseáis.

»—Haré lo que me digáis.»—Mirad, buen monje, no tengo

ningún interés en la princesa franca perodeseo con todas mis fuerzas la muerte deese engreído que ha destruido el reinoque yo y su abuelo con tanto esfuerzoconstruimos. Id a Barcino y matad aAmalarico. Después podéis adueñaros

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del tesoro real Y tomar de él lo que osplazca. Si hacéis esto tendréis mi totalamistad. Pero matad a ese renegado, aese tirano.

»El rostro de Teudis traslucía todoel odio que e1 duque albergaba haciaAmalarico. Durante la infancia deAmalarico, Teudis había hecho crecer elreino godo, pero a la muerte deTeodorico el Grande, Amalarico sehabía rodeado de aduladores y de losnobles que le acompañaban en sussalidas nocturnas, prescindiendototalmente de sus servicios. Ahora queAmalarico se hallaba en apuros con losfrancos, le había hecho llamar de nuevo,

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pero no seguía sus indicaciones y lehabía despreciado delante de los noblesde la corte. Teudis había intentado portodos los medios que muriese en labatalla pero Amalarico, cobarde al fin,había huido de la refriega, dejando laguerra atrás. Los nobles reunidos entorno a Teudis mostraban la mismaactitud de odio al monarca. Estabanconfabulados para proclamar rey aTeudis en cuanto cayese Amalarico, ydespués rechazar a los francos, pero nocontaban con la huida del rey. Ningunode ellos quería mancharse las manos conun regicidio y por ello me enviaban a mía que lo cometiese.

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»Salí de los reales de Teudis, con undoble propósito: encontrar a Clotilde ymatar a su esposo. Al sur, discurría lavia Augusta, la antigua calzada romanaque recorría la costa y llegaba hastaBarcino. La luna iluminaba el mar confuerza; desde los acantilados, la visióndel océano, calmo y sin olas, mesobrecogía. Yo respiraba odio haciaAmalarico. A mi mente volvía una y otravez la hermosa copa dorada, la copa quehabía pertenecido en el pasado a mifamilia y, de alguna manera, me parecíaverla en el brillo de la luna sobre elocéano. Cabalgué toda la noche y, alalba, mi caballo agotado no pudo seguir.

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Descansé apenas unas horas y cuando micaballo se repuso continué todo el día ytoda la noche mi recorrido hacia el surpor la vía Augusta.

»Aún no había amanecido cuandodivisé Barcino, sus murallasoctogonales, las torres y, a lo lejos, losdos fondeaderos donde los barcos sebalanceaban con el viento de la noche.Cuando me aproximé a la ciudad, el alballenó el cielo de resplandores rosáceos,a lo lejos centelleó el mar que está enmedio del mundo, el Mediterráneo, deun azul verdoso suave y resplandeciente,muy distinto del brumoso mar del norte.Las puertas de la ciudad se abrieron y

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los guardas me dejaron pasar ante lascredenciales de Teudis. En la ciudadhabía revueltas que acusaban al rey dela derrota frente a los francos, y sushabitantes tenían miedo de que la ciudadfuese pasada a cuchillo si era tomadapor las tropas de los merovingios.Recorrí las calles estrechas y empinadasde Barcino, pasé el foro, llegué alpalacio de los reyes godos, el lugardonde Gala Placidia había desposado aAtaúlfo, en el origen del reino godo enHispania. Desmonté del caballo dentroya de la fortaleza; los guardias al vermeme saludaron con una inclinación,reconocieron al monje que servía a la

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reina; sus caras eran sombrías. Recorrílos oscuros pasillos del alcázar,alumbrados débilmente por la luz de lasantorchas. Al fondo, cerca de losaposentos de Clotilde, oí a las mujeressollozar.

»Entré en la habitación de la reina.Todo estaba en desorden. En el lecho,deformada por los golpes, yacíaClotilde inconsciente. Su abdomenestaba muy abultado.

»—Clotilde… —dije estremecido—, háblame. ¿Qué ha pasado?

»Pero ella ya no podía hablar. Unadama, tú la conocerás, se llamabaMarforia, que amaba en gran medida a

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la reina me dijo:»—Ha sido el rey, últimamente la

golpeaba con frecuencia, pero hoy alllegar del campo de batalla se haensañado. No hemos podido hacer nada.Salvad al menos a su hijo.

»—¿Su hijo?»—Sí. Está vivo, ella sólo sollozaba

pidiendo que respetase a su hijo. El reygritaba que su sangre baltinga no seuniría con la sangre de los traidoresfrancos.

»Examiné a Clotilde con mis manosexperimentadas en la curación. Me dicuenta de que aún vivía, pero que notardaría mucho en morir. Decidí que

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salvaría a ese hijo por el que ella habíaluchado. Con mi daga abrí su abdomensin que ella articulase un lamento,apenas salió sangre de la herida; dedentro de su vientre salió una pequeñaniña, prematura pero fuerte. Marforia, lacogió en sus brazos y la golpeó fuertehasta que lloró.

»Entonces, yo me senté junto allecho de la princesa franca, le cogí lamano y la besé. Ella pareció abrir losojos. Fue en aquel momento cuando denuevo recordé la copa. La copa quesanaba todas las enfermedades y queestaba en el tesoro regio, con esa copacuraría a Clotilde. Me apresuré a vendar

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el vientre de la reina y la dejé con susdamas, dirigiéndome al puerto deBarcino.

»No me fue difícil reconocer elbarco de Amalarico en el que ondeabala enseña real. Los soldados godos quele acompañaban me reconocieron comoun servidor de la reina y franquearon mipaso. Me dirigí hacia el camarote deproa, donde encontré a Amalaricodurmiendo borracho. Pensé que despuésde golpear a su esposa, lo habríacelebrado bebiendo. No me oyó entrar.

»Por el suelo de la cámara rodabanlas joyas del tesoro, armas engastadasen oro, monedas, collares y en medio de

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todo aquello pude ver, tirada por elsuelo, la hermosa copa que había sido laesperanza de los celtas durante años; lacopa de la curación. Al dirigirme haciala copa, tropecé con un candelabro decobre tirado en el suelo; en esemomento, Amalarico, tumbado en sulecho al fondo del camarote, despertó desu borrachera.

»—¡Ah! Es el monje, el fraile queobliga a mi esposa a obedecer a lareligión inmunda. Pues ya no vas apoder hacer nada. La he matado. —Riócon voz de poseso—. No vas a podertramar más traiciones. La franca hamuerto.

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»—No, aún no ha muerto y tenéisuna hija —le dije.

»—¿Una hija? Una hija de la puta.»Al oír el insulto, una furia

irrefrenable me dominó y comencé atemblar de arriba abajo. Sin podercontenerme alcé la misma daga con laque había abierto el vientre de Clotildey apuñalé con ella al tirano, una vez yotra. Amalarico no profirió ningunaqueja. Al matarlo, sentí placer; el placerde la sangre del que me había habladomi hermano Lubbo. Metí la hoja delcuchillo profunda en su pecho, abriendola cavidad torácica. Como en lasceremonias de los antiguos druidas,

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extraje de su pecho el corazón. Despuéscontemplé la faz del último rey baltingoazulada y contraída por el dolor. Yomaté a tu padre, niña, y le hice morir sinsacramentos, sin permitirle elarrepentimiento, condenándole a uncastigo eterno. Y gocé de odio, de rabiay de venganza.

Enol se estremecía en el lecho, surostro mostraba la pasión que le habíadominado. Sentí compasión hacia él.Aquel padre rey no significaba nadapara mí y ahora, además, le despreciabapor haber asesinado a mi madre. Enolhabía sido mi guardián durante años,había cuidado de mí desde que yo era

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una niña. Entonces le pasé la mano porla frente con suavidad.

—Calma, calma —le dije entrelágrimas—, no hables más. Nadaimporta ya.

—No. Debo seguir, debes conocerlotodo —me dijo mirándome y despuéssolicitó a Mássona—. Pido perdón aDios por ese crimen execrable.

—Qué Él tenga misericordia de ti.—Pido perdón también por lo que a

continuación os relato.»Metí en un saco el tesoro que

guardamos durante años en la fuente ycogí la copa. Los soldados del barco medejaron pasar sin sospechar nada de lo

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ocurrido con su señor. Monté a caballoy me dirigí hacia la ciudad, a lafortaleza donde tu madre agonizaba. Alllegar allí, ella ya estaba muerta. Lasdamas de la corte sollozaban sin saberqué hacer. Corté un mechón de suscabellos y lo guardé en una caja de platadonde ella solía guardar sus joyas. Laslágrimas acudieron a mis ojos y mequedé allí contemplando su dulce rostro,ahora en paz.

»De pronto oí un sonido, un infantegimoteaba. Eras tú que aún vivías.Entonces, te tomé en brazos y delantedel cadáver de tu madre juré quellegarías a ser reina de los godos. Ésa

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sería también mi venganza sobre tupadre, un descendiente de los francosestaría en el trono baltingo.

»Pronto las tropas godas entrarían enla ciudad escapando de la derrota frentea los francos. Debía huir cuanto antes.Entendí que el duque Teudis, quebuscaba el poder, te mataría o teutilizaría para sus fines. Así que teenvolví entre unas mantas y me dirigíafuera de la estancia. Entonces,Marforia, que tanto había amado a tumadre, me preguntó:

»—¿Adónde lleváis a la hija deClotilde?

»—Lejos de aquí, Amalarico ha

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muerto y Teudis se alzará con el poder.No creo que le interese una princesabaltinga.

»—Permitid que amamante a la niña.Yo había sido destinada para ser lanodriza del hijo de Clotilde. No tengo anadie, yo sabré cuidarla.

»Permití que nos acompañase ydesde entonces veló por ti. Sé quellevaron los restos de tu madre a latierra franca, a la ciudad del Sena,donde reposa al lado del rey Clodoveo ysu esposa, la reina Clotilde.

Enol se detuvo fatigado por la largaconfesión, tomó aire y siguió hablando.

—En mi huida me llegaron noticias

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de que Teudis había sido nombrado reyy que quería castigar al asesino deAmalarico. No le interesaba que unhombre como yo, conocedor de sustrampas y conjuras, anduviese suelto.Quería ganar para su causa a la facciónque apoyaba a los baltos. Por ello, meacusó tanto del asesinato de Amalaricocomo de la muerte de Clotilde, y firmóla paz con los francos. Por el reino sedifundía la búsqueda de Juan de Bessoncomo el regicida, asesino de Amalaricoy Clotilde. El reino godo me expulsaba,pero tampoco podía dirigirme al reinofranco donde mi crimen y mi deshonorhabrían ya llegado. Huyendo de la ira de

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Teudis me dirigí hacia el norte, alPirineo. Con una niña recién nacida ycon una mujer poco ágil, Marforia, notenía muchos lugares donde escoger.Debía cuidar de lo único que habíaquedado de Clotilde. No podía ya sermonje, ni volver a Besson. En aquelmomento creía que mis pecados me loimpedían y no entendía que el Dios alque adoraban los monjes hubiera muertoprecisamente por hombres como yo.Acusaba al Dios de los cristianos detodos mis crímenes y en lugar dearrepentirme y pedir perdón por misofensas con dolor sincero, como hagoahora desde el fondo de mis entrañas,

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me enfurecía y me ensoberbecía. Culpéde todo lo ocurrido al Único Posible,pensé que me había abandonado. Volví alas creencias antiguas, a un DiosBifronte que ahora me mostraba su caramás amarga. Entonces una últimasolución se abrió en mi espíritu, y unaluz iluminó mi alma. Recordé la copa,decidí volver hacia las tierras cántabras,al país de mis antepasados. Con la copaen mi poder podía cumplir la promesaque le había hecho a mi padre: regresarcomo el druida capaz de acaudillar a losceltas, como el poseedor de la copasagrada de nuestros antecesores.

»El camino al norte no fue fácil.

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Para evitar la persecución que el reyhabía decretado viajábamos porvericuetos poco frecuentados, entremontañas. Me guiaba por las estrellas,sin preguntar a nadie. Desde aqueltiempo amé a los astros de la noche,fueron una guía certera. Siempre hacia elnorte, hacia la Estrella Polar, y hacia eleste siguiendo el gran mar cántabro dedonde procedíamos.

»Fue un milagro que no murieses,hacía mucho tiempo que Marforia habíaamamantado por última vez, perdíaspeso y llorabas constantemente. Al fin,con un brebaje conseguí que Marforiatuviera más leche y en los poblados

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alguna buena mujer, en la lactancia, secompadecía de ti y te nutría.

»Viene a mi memoria el regreso a laciudad sobre el Eo: el mar abierto yblanquecino, cubierto por una neblinanívea; la luz que inundaba la costa y laciudad, en su mayor esplendor. Noexistía el templo horrendo que despuésconstruyó mi hermano Lubbo. Nicerreinaba en paz entre los albiones.

»Al entrar en la ciudad, nadie mereconoció. Habían transcurrido muchosaños desde que Lubbo y yo,adolescentes, habíamos embarcado paralas costas del norte. Me dirigí a lafortaleza de Nicer, donde él me recibió.

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»Como mi corazón estaba corrupto,desconfiaba de todos y sólo veía mal enlo que me rodeaba. Nunca pude entenderla dignidad, prudencia y sabiduría deNicer. En aquel tiempo, Nicer era unhombre maduro que había pasado ya latreintena; gobernaba Albión con rectitudy justicia. Recuerdo próximo a él a unniño alegre de unos ocho años, tu esposoAster, y también a Baddo, su madre.

»Nicer me escuchó atentamente, sininterrumpirme, pero el príncipe de losalbiones veía en los corazones de lasgentes. Percibió que muchos datos erancontradictorios y algunos aspectos en mihistoria, oscuros.

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»Me interrogó por Lubbo, y yocontesté con evasivas.

»—Tu hermano Lubbo estuvo aquí.Hace tres inviernos. Con él llegó el mala la tierra de los albiones. Algunosmurieron y otros fueron sometidos aunos ritos inicuos. Hace un invierno fueexpulsado de aquí, desde entoncesestamos en paz.

»—Pero yo no soy Lubbo. Ni creoen lo que él cree.

»—No. No lo eres pero hay algo queocultas, que no es claro. Traes la copa,pero… ¿con qué fin? ¿Quieres volver alos sacrificios?

»—No, mi señor, la copa es un cáliz

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de curación.»—En cualquier caso, considero

peligrosa tu estancia aquí. No te permitoque vivas en Albión. El tiempo de losdruidas ha pasado, pero puedes quedarteen el país de los albiones, en Arán, ellugar sagrado. Si eres digno de miconfianza posiblemente volverás aAlbión. Te concedo un tiempo deprueba.

»En aquel momento me enfurecí,pero ahora entiendo que aquello erajusto.

»—¡Traigo la copa sagrada! ¡Y tú ladesprecias…! Es la que devolverá elpoder y la sabiduría a nuestro pueblo.

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»Entonces Nicer, que poseía un donprofético, tomó la copa de mis manos yla elevó. La luz refulgía en ella y el jefecántabro vio la cruz grabada en uno desus lados. Nicer habló con una gransolemnidad, como si hubiese entrado enun trance.

»—La copa. El cáliz sagrado. —Sedetuvo y con voz inspirada prosiguió—:Esa copa fue consagrada por loscristianos para un fin muy alto. Nodebiera ser utilizada para nada más quepara ese fin.

»Nicer se detuvo aquí y, en aquellaspalabras, entendí que Nicer se hallabamás cerca del cristianismo que de los

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antiguos ritos druídicos.»—La copa es ahora tuya. Haz lo

que quieras con ella, pero debes partirde Albión.

»Me retiré enfurecido de supresencia, pero hube de obedecer. Mesentí rechazado por el pueblo al quehabía pertenecido y odié al príncipe delos albiones y a mi propia gente.

»Entonces comenzaron aquellosaños en la casa junto al castro de Arán,años en los que te vi crecer, y en los quelos remordimientos me torturaron. Nohice caso a Nicer y utilicé la copa paralas sanaciones. Comprobé que la copatenía un poder que hacía que todos los

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remedios fuesen eficaces. Al usarlacomprendí gradualmente que su eficaciase relacionaba con la limpieza decorazón del hombre o mujer al que seaplicaba.

»Tú creciste. Esperaba, al vertecrecer, volver a ver a tu madre, pero tubelleza no era la dulce y suave bellezade Clotilde. Tú eras visigoda, con labelleza fuerte y lozana de tu padre. Veíaen ti constantemente los rasgos deAmalarico, por ello a menudo te tratabacon dureza. A pesar de ello, siempre tequise como un padre, y mi únicaesperanza de redención se tornó endevolverte a la corte goda para que

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recuperases tu lugar.»Ahora me doy cuenta de que, aun en

eso, estaba equivocado.»Unos años después de mi entrevista

con Nicer, Lubbo dominó Albión. Sabesbien lo que ocurrió después, Lubboajustició a Nicer delante de su hijoAster todavía adolescente.

Al oír el nombre de Aster fluyeronlágrimas a mis ojos y la herida en micorazón se abrió de nuevo.

—Yo no ayudé a Nicer, ni intervineen su favor. Ahora me arrepiento. Poraquel tiempo, yo conseguí un prestigioentre los montañeses, que me asimilaronal antiguo Enol, por mis poderes de

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sanación. Hubiese podido apoyar aNicer, y contrarrestar a Lubbo, pero nohice nada.

»Después de la caída de Albión enmanos de Lubbo, debí ser cauto, másdiscreto y prudente. No podíaenfrentarme a mi hermano, que estabaloco, y tampoco era momento de huir.Guardé la copa y la usé en contadasocasiones.

»Durante años, mis remordimientoscrecieron, en mis sueños se aparecía confrecuencia la figura de Amalaricoamenazadora y la de tu madre, sufriente.De modo obsesivo relacionaba más ymás mi propia redención con cumplir la

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promesa que me había hecho a mímismo: devolverte al lugar que tecorrespondía, por eso me mantuvesiempre informado de las noticias delsur.

»En un principio nada podíahacerse. Teudis, el ostrogodo, reinabaentre los visigodos, y nunca hubieraayudado a una hija de Amalarico. Sinembargo, en el sur soplaron vientos decambio. Los nobles visigodos añorabanla monarquía baltinga que procedía desu más noble caudillo, Alarico,saqueador de Roma, y odiaban alusurpador ostrogodo. Había en el sur, enCórduba, una facción de auténticos

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godos de noble estirpe que rechazabanal rey Teudis. Le imputaban haberpropiciado el asesinato del último reybaltingo. Además le acusaban de violarla ley, porque contrariando los decretosque prohibían los matrimonios mixtoshabía contraído matrimonio con unadama hispano romana de alta alcurnia.Antes de que estos nobles pudiesenlevantarse contra el rey, Teudis fueasesinado por su lugartenienteTeudisclo, que se proclamó a sí mismorey. El cambio de poder no duró mucho.Teudisclo, bebedor y mujeriego, fueasesinado a su vez en una orgía enSevilla.

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Enol se detuvo fatigado, todo loocurrido se volvió vivido ante mí y pudever con ese sentido extraño, que quizásheredé de mi madre, las muertescruentas de los reyes godos. En elaposento sólo se escuchaba el silenciohasta que las palabras de Enol volvierona sonar.

—En aquella época, tú ya teníasquince años y encontramos un herido enel bosque. Pero yo debía partir hacia elsur, todo estaba cambiando y parecíaaproximarse la oportunidad quedeseaba.

Por un momento apareció en mimente una imagen: el druida y su hija

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que recogían hierbas en el bosque y unherido junto al torrente.

—Entonces, llegó al poder el peorde los reyes que nunca hubiese reinadoal sur de los Pirineos: Agila. Sugobierno fue tan cruel que el grupo denobles a favor de la dinastía baltinga selevantó. La revuelta comenzó cuandounos soldados del rey Agila profanaronen Córduba el sepulcro del mártir sanAcisclo. Un noble godo de Híspalis,Atanagildo, se unió a la revuelta deCórduba y con él la ciudad se levantó enarmas. Comenzó una sangrienta guerracivil entre los partidarios de Atanagildoy de Agila.

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»Yo volví al sur, pensé que habíallegado mi hora. Con el paso del tiempoy el odio que se había difundido contraTeudis, nadie recordaba ya que Juan deBesson había asesinado a Amalarico.Retomé mi viejo hábito de monje, yconseguí ponerme al servicio deGoswintha, la esposa de Atanagildo.Teme a Goswintha, hija, es ruin yambiciosa, nada la detiene. Por miestancia en la corte de Amalarico yoconocía muchos datos que a ella leinteresaban. Sobre todo, Goswinthaquería recuperar el tesoro de los godosque había desaparecido a la muerte deAmalarico y quiso conocer todo acerca

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de tu nacimiento.»No todos se opusieron al rey Agila.

Había miedo. Dos nobles de menorlinaje: Liuva y su hermano Leovigildo,junto con otros, permanecieron fieles altirano esperando prebendas. La guerracivil en el sur se enconó y murió muchagente. Atanagildo habría perdido laguerra si no hubiese estado casado conGoswintha, la mujer fuerte. Ella envió apedir ayuda a los bizantinos y, en elverano del 552, Liberio, general delejército de Justiniano, al frente de grancantidad de tropas imperiales,desembarcó en el sur, en laCartaginense. El sudeste de Hispania se

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convirtió en una provincia bizantina.»La guerra se prolongó varios años,

los mismos que tú fuiste prisionera enAlbión, y en los que Aster consiguió eldominio sobre las tierras del norte.

»Yo debía permanecer en el sur, asíque a través de Cassia y su gentevigilaba el tesoro escondido en la roca,y estaba pendiente de ti. Nunca penséque te atreverías a usar la copa, pero tuamor hacia Aster lo hizo. Entonces losbagaudas te cogieron prisionera y bajomis órdenes te trasladaron a la corte deEmérita.

»Por aquel tiempo, Córduba cayó enmanos de las tropas imperiales.

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Goswintha entendió que si la guerracivil continuaba, los bizantinosacabarían apropiándose de gran parte delas provincias hispanas. El apoyo de losbizantinos al rey Atanagildo se volviómás que dudoso. Atanagildo me envió aEmérita, donde había establecido sucorte Agila, para conseguir por algúnmedio que la guerra cesase. Allí, mepuse en contacto con Liuva y Leovigildoofreciéndoles una serie de promesas siapoyaban a Atanagildo y traicionaban alrey Agila. En una noche de invierno,Leovigildo y Liuva se reunieron conGoswintha y Atanagildo. A Liuva se leofreció el ducado de una de las

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provincias más ricas del reino: laSeptimania. Para Leovigildo, sedientode oro y el más ambicioso de los dos,hubo una doble oferta. Por un lado, elacceso al oro de los suevos y elgobierno de las tierras cántabras, paraello era imprescindible la destruccióndel reducto del libre comercio en elnorte, la fortaleza de Albión. Por otro, elmatrimonio con una mujer de la dinastíabaltinga y el tesoro de los baltos.

»Goswintha conocía gracias a míque en aquellas tierras moraba unadescendiente de Amalarico. Entonces,Goswintha te ofreció como pago paraque Leovigildo y Liuva traicionasen a su

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rey Agila. Prometió como dote el tesorovisigodo, perdido desde la muerte delúltimo rey de los baltos y oculto por míbajo la fuente. Leovigildo y Liuvaconsiguieron la muerte de Agila, yAtanagildo, gracias a los manejos deGoswintha, llegó a ser rey. Poco tiempodespués, Leovigildo fue nombradoduque de Cantabria, y con el grueso delejército godo partió a la campaña delnorte, y yo con él. El duque debíadestruir la ciudad de los albiones, yo leproporcionaría el tesoro y la mujer.

»Mis propósitos se ibanconsiguiendo, Leovigildo, el más dotadode los nobles godos, sería tu esposo, y

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con él las posibilidades de recuperar elreino de tu padre, en un futuro, seríanmuy probables. Leovigildo deseabaascender en el escalafón de la corte, ysabía bien que quien contrajesematrimonio con alguien de la estirpebaltinga, sería un claro candidato altrono. Un candidato a suceder al reyAtanagildo dado que éste no ha tenidohijos varones.

»Meses antes de la partida delejército godo de Emérita yo regresé aAlbión y me introduje como amigo en laciudad. Creí que me obedecerías y meseguirías a la corte goda, pero nocontaba con que en aquellas fechas eras

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ya la esposa, la verdadera esposa deAster. Resolví que tu matrimonio era unconcubinato, indigno de una hija deClotilde y nieta de Clodoveo, y entoncesnada me detuvo. Planeé la destrucciónde Albión con Leovigildo, a quien laambición domina. Te separé de lo quemás querías y destruí la ciudad que mehabía dado a luz.

»Querida hija, perdóname, yo sabíacuan profundo era tu amor hacia Aster yque tu unión con él era válida delante deDios y de los hombres. Te he condenadoa vivir con alguien a quien no amas yque te tolera porque eres su paso a lacorona.

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Un silencio tenso atravesó la cámaradonde el llamado Iinol por unos, Alviopor otros y Juan de Besson por losgodos, agonizaba. Entonces, hablé, y mivoz no era mía. Hablé como en un trancey por mis labios hablaron mi madremuerta y mi padre asesinado, Nicerejecutado y Aster traicionado.

—Te juzgas demasiado duramente,mi viejo y amado Enol. El ÚnicoPosible, ese dios al que me enseñaste aamar, veló sobre mí. Fui feliz en miinfancia contigo en Arán. Me cuidastecomo el padre que según tú me habíasarrebatado. Por eso te amo y teagradezco tus cuidados. En cuanto a

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Aster, él y yo sabíamos que, de algunamanera, éramos extraños el uno al otro.Aster me dijo una vez que yo era elbrillo de la luna sobre el agua, que sedesvanece. Él heredó unas obligacioneshacia su pueblo en las que yo no podíainterferir, y lo hice. Yo no quería queAster acabase como su padre, me fuiporque era un estorbo para él. Mi hijocrecerá libre y no verá a su padremuerto.

Tomé aliento, decir aquello,perdonar de corazón a Enol en sutraición a Aster era lo que más mecostaba. Era verdad que Enol, según suspalabras, había matado a mi padre; pero

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eso, que él consideraba un gravepecado, me era bastante más fácil deperdonar que su actuación con Aster y sutraición frente a Albión.

—En cuanto al que tú dices que esmi padre, jamás me quiso como tú lohiciste. Siempre he sabido que unhombre cruel golpeaba a mi madre. Hevisto con los ojos de mi mente, más alládel tiempo y del espacio, cómo aquelhombre que tú llamas Amalaricogolpeaba salvajemente a una mujer. Aese hombre cruel no puedo amarle ypuedo entender que la ira te dominase ylo hayas asesinado. Dios te perdonará,yo no necesito perdonarte porque no me

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siento perjudicada. Quiero olvidar elpasado, el odio es un mal consejero.Aster decía que era el mal en el corazónde los hombres el que causaba su ruina.Tú, Enol, ayudaste y serviste a mimadre, la quisiste. En cuanto a mi padre,quizá si tú no le hubieses asesinado otrolo habría hecho. Tú sólo fuiste elinstrumento de un odio que late en estepueblo godo, al que no reconozco comomío. No, Enol, no tengo nada queperdonarte, pronto verás al ÚnicoPosible en el que crees, Él te juzgará enlo bueno y en lo malo que hayas hecho.

Enol me miró con esperanza y surostro adquirió una expresión más

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serena después de haber oído miveredicto. Hablé de nuevo perodirigiéndome a Mássona.

—Padre, yo le perdono, si es así elrito de los cristianos, adminístrele laabsolución.

Mássona habló con palabras deperdón y de reconciliación:

—No hay pecado por grave que seaque la misericordia de Dios no puedaperdonar.

Entonces, Mássona administró lossacramentos del perdón al antiguodruida. Enol quedó en paz. Su semblantecambió. Su faz se transformó en unrostro más allá del tiempo y del espacio

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y le vi en paz, como algunas veces enArán cuando recogíamos hierbas en elbosque fuera de la mirada de loshombres.

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XXXIII. Las tierrasdoradas del sur

En aquel tiempo, nuestro señor el rey delos godos, Atanagildo, mudó la capitaldel reino, de Emérita Augusta a Toledo.Desde la terraza del palacio observé elpaso de las tropas que, perezosamente,cruzaron el gran puente sobre el ríoAnás y enfilaron el camino hacia el este.Los estandartes ondeaban al viento y elruido de los cascos de los caballosredoblaba sobre el empedrado. Las

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nubes formaban vellones de lana en elcielo, como el manto de una gran oveja.De cuando en cuando, con dificultad,penetraba la luz del sol entre la espesacapa de nubes, hiriendo las armaduras ylas lanzas que se alejaban. Las mesnadasde la casa baltinga partían también, consu señor Leovigildo al frente. No mepesó la partida de mi esposo, antes bien,su ida levantó la opresión que durantemeses había atenazado mi pecho; pronto,los pendones de las huestes deLeovigildo se perdieron tras una colinadorada en la lejanía.

Retorné a las estancias dondedescansaba el enfermo y a partir de

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aquel momento no me separé más deEnol. Su vida se extinguía lentamente. Amenudo, el antiguo druida penetraba enla inconsciencia y entre sueños le oíhablar de Clotilde, de Amalarico, deLubbo, de Brendan y de las tierras celtaso de la Septimania.

Le acaricié el rostro y limpié con unpaño su sudor. Abrió los ojos, en elloshabía una luz nueva. Me miró y dijo:

—La copa… la copa de mi pueblo.La copa del Señor… quiero verla.

Hacía tiempo que no habíamosutilizado la copa al comprobar que noproducía efectos saludables en el estadodel enfermo. Me levanté y la busqué. En

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el fondo del arcón, a un lado de laestancia brillaba de modo suave. Mostréla copa a Enol, su expresión setransformó, y su mirada reflejaba unagran dulzura. Entonces, frente al lechode Enol, situé la copa en un tablerocubierto por un hermoso tapiz bordadoen hilo de oro, para que el druidapudiese verla continuamente. Él sonrió.La contemplación de la copa leproporcionaba consuelo.

No me retiré de su lado, velando susueño intranquilo, un sudor febrilperlaba la frente de aquel que me habíacuidado en mi infancia.

A media tarde, un criado anunció la

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presencia del obispo Mássona. El rostrode Enol se animó al oír aquel nombre, seincorporó a duras penas en la cama.

Al entrar, la fuerza del espíritu deMássona llenó la estancia y, al observarla copa allí, el obispo se arrodilló. Miróal antiguo correligionario con afecto ycomprendió enseguida la gravedad de suestado, entonces me hizo un gesto, queentendí rápidamente, y abandoné laestancia. Oí las voces de ambos alalejarme.

Mientras los dos hombres hablaban,por una poterna escondida salí delpalacio y me acerqué al cauce del Anas.El río era ancho, pletórico de agua, el

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río más grande que nunca hubiera visto.Sus aguas me acogían en su flujocontinuo hacia el mar. Pasaron las horas,el sol se dormía sobre la llanura,llenando de arrebol el cielo; refrescaba,me arrebuje bajo el manto y pensé en mihijo. Enol no lo conocería.

Lentamente volví al lugar de dondehabía partido. Al entrar en la habitación,Mássona seguía allí; sobre la mesa yjunto a la copa había una cruz. La copahabía sido utilizada y mostraba restos devino, junto a ella había migas de pan.Mássona recogía todo aquello ylimpiaba con gran cuidado la copa. Lacara de Enol era la de un hombre

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colmado por una gran dicha.Cuando Mássona se hubo retirado,

Enol hizo que me acercase y conpalabras quebradas por la debilidad,susurró:

—Cuando yo muera —su voz sefatigaba al hablar—, llevarás el cálizsagrado a Mássona. Quiero que lo usepara celebrar el sacrificio.

No entendí a qué se refería peroafirmé con la cabeza indicándole que leobedecería. Entonces con voz profética,Enol habló:

—Sé que esta copa pertenece a lospueblos de las montañas del norte yalgún día volverá a ellos, pero no te

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corresponde a ti realizarlo sino alhombre nuevo que unirá las razas y lospueblos…

No entendí sus palabras, que meparecieron enigmáticas. Cerró los ojos ydejó ya de hablar. Nunca más pudepreguntarle a qué se refería con aquellaspalabras misteriosas.

Dormí junto a él en un catrepequeño, cerca de su lecho. Aquellanoche me rendí a un sueño profundo.Cuando desperté de madrugada, aún nohabía amanecido y Enol ya no estaba.

La luna, en su plenitud, derramabasus rayos, que inundaban el lecho deEnol; a través de la ventana abierta

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penetraba el aroma de la tierra mojada.Hacía fresco, los días habían sidolluviosos y el viento movía loscortinajes. Enol tenía el rostro sereno.Sus ojos, sin vida pero aún abiertos,miraban la copa que refulgía a la luz dela luna.

Enterraron al hombre que me habíacuidado desde niña en el patio centraldel palacio de Mérida. Conseguí unacebo y lo planté coronando su tumba.Después, cuando me encontraba sola, amenudo me dirigía a aquel lugar dondemi antiguo preceptor reposa aún susueño sin final.

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Después de su muerte me dejé llevarpor la melancolía. Los días de unaprimavera cálida se sucedían, pero elcalor no penetraba en mi espíritu,revuelto por la añoranza del pasado y elmiedo al futuro. En el terrado frente alrío Anas tejía las ropas para aquel quepronto iba a nacer. Lucrecia y las damasse sentaban junto a mí pero suconversación me era ajena; no meinspiraban confianza, las considerabaespías de Leovigildo.

—La ciudad ha decaído muchodesde que se ha trasladado la corte aToledo —habló Lucrecia sin mirarme.

—Allí sí hay fiestas, la reina

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Goswintha se encarga de que la mesaesté bien servida. Por la noche bufones ycómicos amenizan las veladas. EnMérida ya no hay bufones desde que lacorte se ha ido.

—No. No hay nada.—Tampoco tenemos las justas y

lides a las que el séquito de Atanagildonos tenía acostumbradas.

Entonces una de las doncellas sevolvió hacia mí.

—¿Sabéis cuándo regresará el nobleLeovigildo?

No dije nada, porque Lucrecia seapresuró a contestar.

—Seguramente volverá cuando

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nazca el heredero.Bajé la cabeza y la angustia atenazó

mi corazón, sentía preocupación por elque iba a nacer. Necesitaba a alguiencon quien desahogarme, me vino a lacabeza la amable figura del obispo deMérida; entonces recordé las palabrasde Enol:

«Lleva la copa a Mássona.»Por la noche soñé con Enol y la

copa; en mi sueño, mi tutor me indicabaque debía ir a ver a Mássona. Dispuseque Braulio, un hombre mayor y jefe delos siervos de la casa baltinga, que meera fiel, preparase una silla de manos.Aquél había sido uno de los últimos

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presentes de Leovigildo antes de partiruna vez más hacia la corte de Toledo.No le gustaba que anduviese libre por laciudad y me obligaba a que circulaseescoltada. Ordenó a Lucrecia quequemase mis ropas del norte y meimpuso incómodos trajes recamados enoro. Atravesé las calles de la ciudad,llevando conmigo, en un cofre, la copade los celtas.

En el camino a la basílica, afligida,pensaba en el hijo que nacería dentro depoco tiempo. Para disipar mi angustiaprocuré distraerme mirando conatención las gentes de la ciudad.Envidiaba a los mendigos, a los

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artesanos, a las mujeres que limpiabanlos quicios de sus casas. Ellos eranlibres. Yo, bajo mi atuendo suntuoso,estaba presa. Mi mente iba de un lado aotro, me fijaba en una madre con su hijopequeño en una casa humilde, a ella seacercó un hombre joven que acarició alniño.

«Será el padre de la criatura»,pensé. Entonces volvió a mí lapreocupación por el que pronto nacería.

Atravesamos las puertas de laciudad y campos de trigo verde seextendieron ante mi mirada, a lo lejosviñedos y junto al río Anas, cercados dehortalizas. El camino se alejaba de la

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muralla. Al fin, el viaje se detuvo en unaiglesia extramuros, de mediano tamaño.Bajé del carruaje y le indiqué a miscriados que esperasen fuera, despuéspenetré en el templo, el interior eraoscuro y frío. Apreté contra mi pecho elcofre con la copa sagrada para sentirfuerza. Aquello me consoló.

Por las ventanas del templo,alargadas y con arcos terminados enpunta, penetraba la luz en un haz único,oblicuo. Al fondo se disponían distintascapillas en las que brillaban lámparasvotivas de aceite, sujetas por cadenas debronce. Pendiente del techo, en el centrodel ábside, una cruz de hierro con un

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Cristo deforme era bañada por un rayode luminosidad tibia. Tardé tiempo enacostumbrarme a la oscuridad deltemplo, entonces descubrí a un monjerezando.

—Quisiera ver al obispo Mássona.—¿Sois la esposa del duque

Leovigildo?—Sí. Lo soy.—El obispo os estaba esperando.No entendí cómo Mássona podía

conocer mi llegada. Después conjeturéque Mássona precisaba ser informadode muy pocas cosas. Todas las noticiasse difundían con gran facilidad porMérida y llegaban a la sede episcopal.

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El monje me hizo descender a lacripta, allí estaban enterrados algunosmártires del tiempo de laspersecuciones, y bajo el altar se hallabala tumba de la niña mártir Eulalia. Elbuen monje se inclinó respetuosamenteante el sepulcro. Cruzamos varioscorredores subterráneos, el ambiente erahúmedo y frío. Al fin ascendimos porunas estrechas escaleras labradas en laroca madre y entramos a una vivienda.La morada de Mássona era una sencillacasa de adobe con las paredesblanqueadas, a través de la ventanaabierta de par en par entraba la luz delmediodía. Fuera, una parra extendía sus

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hojas verdes y grandes pero aún sinfruto.

Mássona escribía bajo una ventana,con una larga pluma de ave mojada enun tintero sobre un pergamino. Nopareció escuchar mi llegada. El monjese acercó a él y le tocó en el hombro. Elobispo se giró y viéndome se puso depie, mellizo una ligera reverencia con lacabeza.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntócon amabilidad.

—El hombre que me cuidó de niña,a quien yo llamaba Enol, el que entre losfrancos y los godos era conocido comoJuan de Besson, falleció hace ya una

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semana.—El Dios Todopoderoso le tendrá

en su gloria. Sufrió mucho pero ahoragoza ya de la paz eterna.

Pensé que Enol estaría en paz, sehabría unido a la naturaleza a la quetanto había amado, quizás en el rayo deluna que había bañado su rostro en elmomento de la muerte; pero las palabrasde Mássona no me servían de consuelo,no las entendía, me parecían muysimples y no me confortaban ante lapérdida de aquel al que había queridocomo un padre.

—Antes de morir, me hizo un únicoencargo.

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Entonces me acerqué con el cofre ala mesa en la que Mássona había estadoescribiendo. Él se levantó, apartó elpergamino y la tinta depositándolossobre el pequeño taburete en el quehabía estado sentado. Retiré elenvoltorio del cofre, lo situé en la mesay después lo abrí. De su interior extrajecon gran cuidado la maravillosa coparepujada en oro, decorada en ámbar ycoral.

—El encargo fue que esta copa seguardase en esta basílica, bajo vuestracustodia… hasta que llegase sumomento…

La emoción se asomó a los ojos del

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santo obispo de Mérida, que brillaronextasiados.

—Muchas guerras… mucho odio hasurgido por la posesión de este cáliz. Túla entregas sin pedir nada a cambio,pero Juan de Besson me reveló tiempoatrás que algún día deberá volver alnorte. Es la copa de los celtas ypertenece al pueblo del que vosotrosllamáis Enol.

Me sorprendió que Mássonaconociese los pensamientos de Enol,después me conmoví por su expresiónagradecida.

—Para mí, nada hay importante quesea material, he perdido todo lo que

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quería.Al ver que mis ojos se llenaban de

lágrimas, Mássona habló en un tonoconsolador.

—Lo sé, hija mía.El buen obispo conocía bien las

causas de mi dolor; compadecido,apartó la tinta y el cálamo del taburete,después se sentó junto a mí. Entoncesindicó al monje que saliese al patio peroque no se alejase mucho de allí puespodría necesitarle.

—Eres la hija de Clotilde… —suspiró meditativamente—, pero tusrasgos son los de Amalarico: recios yfuertes. Tienes la belleza de tu padre y

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su carácter decidido, pero no su orgullo.Tus ojos son transparentes como los deClotilde.

—¿Conocisteis a mi madre?—Sí. Yo era un niño que estudiaba

con los monjes en la ciudad de Barcino.Allí conocí a Enol y a tu madre, algunavez pude verla en las oraciones. Seguíacon fe y con cara de desolación cadapaso de las ceremonias. Tu madre sufriómucho por ser fiel a su fe.

—Yo no soy cristiana —dijeásperamente.

—Creo que fuiste bautizada.—Sí, pero contra mi voluntad. Un

obispo arriano me bautizó en Astúrica

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Augusta para disponerme a la boda conLeovigildo. Yo me sometí al rito perono creo en nada. Si Dios existe, hacetiempo que se ha olvidado de mí. Me haquitado a mi verdadero esposo y a mihijo. Ahora se ha llevado al que queríacomo padre.

—Hija mía, no eches la culpa de loocurrido a Dios. Los hombres buscan elpoder y la gloria, y no se arredran antenada…

—Pero ese Dios vuestro lopermite…

—Porque nos quiere libres.—Me da igual —dije dolida—, yo

he perdido a mi esposo y a mi hijo.

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Mássona se compadeció de mi dolorpero no quiso seguir con aquellaconversación que me hacía sufrir.

—Veo que esperas a otro hijo.Entonces se redobló mi congoja, y

de modo espontáneo, confiando en aquelque tan amable había sido conmigo, yque había cuidado a Enol, balbucí misecreto.

—Sí, espero otro hijo y no sé dequién es. —Sollocé—. Mi esperanza ymi preocupación es que sea de…

Mássona me sonrió, se acercó juntoa mí, que estaba doblada por el dolor yapoyada en la mesa, puso su mano sobremi cabello y dijo:

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—Lo es. Es de quien tú sospechas.Una madre no se equivoca en esto.

—Leovigildo me matará y matará alniño…

—No. No lo hará. Le conviene tenerdescendencia baltinga. Nunca preguntaránada.

Sus palabras me confortaron y dije:—Buen padre, conocéis bien la

naturaleza de las cosas.Entonces Mássona profetizó:—Será rey de los godos, pero

además conquistará una corona más alta,que durará eternamente.

No entendí sus palabras, él hablabacomo en trance, como si viera delante de

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sí el futuro; después prosiguió, en otrotono de voz:

—Y tú, hija mía, has realizado lomás difícil. Perdonar a tu tutor, al que teha hecho mal, pero sigues desafianteante Dios haciéndole responsable dealgo que no es culpa suya. Dime, hijamía, ¿cuándo te rendirás al ÚnicoPosible, a ese Dios que te busca?

Me sorprendió que Mássona calasetan profundamente en mi interior, y quenombrase a su Dios con las mismaspalabras con las que Enol lo hacía. Mesentí confundida.

—Hablas con las palabras deEnol…

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—El que tú llamas Enol perteneció ami orden y buscó siempre la verdad,pero la vida de las personas escompleja. El corazón a veces traicionaal más sabio y Juan de Besson lo era.Además la soberbia oscurece la razón.Él no supo dejarse perdonar por Dios yhuyó de Él.

—Al final encontró la paz.—Sí. Lo sé. Hija mía, ven mañana a

la celebración eucarística, utilizaré esteantiguo cáliz. Cuando te vea entre elpueblo me parecerá ver a tu padre y a tumadre reconciliados. Y tú verás en lacopa tu destino.

—Iré —prometí.

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Me parece que aún es hoy cuando enMérida, al salir el sol, antes de quenadie se hubiese levantado en el palaciode los baltos, me encamino a la basílicade Santa Eulalia. Discretamente yevitando la mirada de las gentes, tapadapor un gran manto oscuro que cubre micabello claro y mi estado de gravidez,cruzo las calles de la ciudad. Mássonacelebra el oficio divino y en sushomilías habla de la existencia de unDios creador, del pecado del hombre yde su caída, de la redención del génerohumano. Sus palabras hieren mi interior.De alguna manera mutan dentro de mí y

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se transforman en algo extraño, comouna música suave; una armonía queconsigue mitigar la ansiedad de mi alma,la angustia que me atenaza desde lacaída de Albión, desde mi separación deAster.

Después, me abstraigo en lacelebración, en la basílica tapizada deramas de mirto, suntuosamentedecorada; suenan las campanas y elesplendor de los cirios deslumbra misojos. Me detengo fascinada, a pesar mío,y ante la vista de la majestad y del gozosagrado que irradia el recinto cesa mialiento. Seguidamente entran losoficiantes, revestidos de admirables

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ornamentos. Se llena la estancia delaroma del vino añejo que los ministrosvierten en el cáliz. Al ver la antiguacopa de Lubbo, refulgente y elevada alcielo, en la que se obra el mayormilagro, me estremezco. Es la copasagrada, por la que muchos han muerto,convertida ahora en instrumento delimpieza y purificación del mundo.

En la basílica suena el solemnerecitado de salmos y de sagradasplegarias. La ceremonia se celebra condevoción y a la vez con gozo solemne, elfervor del pueblo cristiano impregna elespacio. Y aunque sé que no soy una deellos, me siento incapaz de retirarme de

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allí. Me inclino aún más ocultándometras el manto. Cerca, Braulio me guarda.

Una vez que los fieles hanabandonado el templo, permanezco ensilencio, arrodillada y recogida, ajena atodo.

A menudo, Mássona me mandallamar y a través de los pasadizos de lacripta de Santa Eulalia puedo acceder ala morada del prelado. Me agradasiempre conversar con Mássona, quienescucha poniendo todos sus sentidos enmis dudas y preguntas. La luz de lanueva fe, gradualmente, va penetrandoen mi alma, pero el nubarrón de laincertidumbre turba aún mi mente.

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—Los arrianos dicen que Cristo fueun hombre excelso, casi un dios… peroque no fue Dios. Esa doctrina parecemás inteligible que la de la Iglesia deRoma, que habla de un hombre que esDios, y un Dios que es a la vez uno y sontres.

Mássona me observa con ojoschispeantes, siempre le han gustado lasdisquisiciones teológicas y encuentra enmí una buena interlocutora, ávida de fe yde verdad.

—Si Cristo hubiese sido un hombremás, su sacrificio sería insuficiente.Ningún hombre puede cargar con todo elmal del mundo y Cristo lo hizo. Cristo

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era Dios.—Pero sólo puede haber un Dios, el

Único Posible. ¿Entonces Cristo no fueun hombre?

—Sabemos que Jesús comió, secansó, lloró por sus amigos. Tenía uncuerpo palpable. Sí, fue un hombre.Creemos en eso, otros antes quenosotros lo vieron, ellos y otros nos lohan transmitido y ha llegado a nosotrospor una cadena ininterrumpida a travésde los siglos. Nuestra fe nos dice queCristo fue hombre y Dios.

—Eso no es posible, no lo entiendo.—Es que no es plenamente

inteligible, eso es el misterio.

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—¿Misterio?Mássona se agachó mirando al suelo

de tierra, entonces afirmó:—Sí. El misterio es lo que no

llegamos a comprender. Hay verdadesque no caben en la cabeza del serhumano. El hombre es limitado.

—Entonces, el misterio esininteligible.

—No. Se puede comprender algo, sepuede tener luz, pero el misterio no esun absurdo, y desde luego no esirracional.

La luz de un sol que aún no hallegado a su cenit ilumina Mérida,cuando regreso a la fortaleza junto al río

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Anas. Camino perezosamente porque miestado me impide andar deprisa, y meabandono a mi instinto en un afán delibertad. Nadie reconoce en mí a laesposa de Leovigildo, tapadacelosamente por el manto. Más adelanteme desvío por unas callejas y meaproximo al río. Varias barcazasatestadas de bultos circulan hacia elpuerto fluvial, y un gran barco —posiblemente bizantino— se detiene enel atracadero. Contemplo su mole y a losmarineros, los del barco hablan unlenguaje extraño, recuerdo lasenseñanzas de Enol y pienso que hablanen griego. La luz es suave, rosada, y

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unos patos vuelan sobre el río. Despuésme cubre la sombra de los arcos depiedra del puente, al bordear la murallallego al portillo que pone encomunicación el palacio de los baltoscon el espacio extramuros. El pasilloque conduce al interior de la viviendaestá en la penumbra iluminado porhachones de roble. Me quedo a solas enun largo corredor interno de la casa; a lolejos se oye el agua del impluviocayendo y la luz lejana del día. Prontonacerá mi niño.

Apoyada en la pared, cerca de unaantorcha, veo sobre mí la faz de Aster.Me mira. La amada figura se desvanece

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súbitamente. Un latido rítmico, continuo,bate en mis sienes, estiro las manosqueriendo encontrarme con Aster pero élya no está. Me deslizo en la pared depiedra, bajo la antorcha, y apoyo lasmanos en mi cara.

Cesó la visión, de pronto escuchétras de mí una respiración profundaacercándose, un frío intenso recorrió micuerpo. Al levantar la cabeza entre lasmanos percibí a un hombre mayor con elpelo canoso. Era Braulio.

—Ella no debe venceros. Ni elpasado tampoco —dijo.

Me ayudó a levantarme y mecondujo a través de las galerías y los

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patios a mis habitaciones. En elrecorrido le hablé:

—¿Por qué dices eso? ¿Por quédices que ella no debe vencerme…?

—Sois el ama. Debéis haceros cargode los asuntos de la casa. Ahora que noestá vuestro esposo debéis tomar sobrevuestros hombros el peso que oscorresponde. Debéis hacerlo por vuestrohijo.

Tomé fuerzas, y pensé en misituación actual. Desde mi llegada aMérida había vivido solamentependiente de Enol; Lucrecia se habíahecho cargo de la casa y mangoneabatodo con un despotismo improcedente.

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—¿Por qué te preocupas por mí?—Dentro de vos está el futuro de los

baltos. Yo conocí a vuestro padreAmalarico.

—Era un hombre cruel.—Sí. Lo era, pero a pesar de ello

muchos le quisimos porque era generosocon quien él quería y sabía hacersequerer.

Braulio estaba serio, recordaba elpasado. Comprendí que si mi madrehabía amado tanto a Amalarico, él nopodía ser tan despreciable. DespuésBraulio continuó:

—No debéis temer de mí.Lo miré agradecida, me parecía

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imposible que alguien se mostraseamable conmigo en aquel mundo urbano,tan ajeno al mundo rural y más familiardel que yo procedía.

Después no hablamos más, meacompañó hasta mis habitaciones, allícerró la puerta y yo cansada por habermadrugado tanto me tumbé en el lecho.Un baldaquín borda do en oro me cubríacon su sombra acogedora. Hacia elmediodía, oí que alguien aporreaba lapuerta. Era Lucrecia.

—Se me ha dicho que habéis salidosola, al alba. A mi señor Leovigildo nole gustaría que su esposa, una damabaltinga, recorra las calles como si

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fuese una criada.Miré su cara regordeta y

aparentemente amable y le contestérecordando lo que Braulio me habíadicho:

—Mi querida Lucrecia, yo soy elama de esta casa y hago lo que me placecuando no está aquí mi esposo. Osrecomiendo que no interfiráis en mivida.

Su cara tomó un color aceitunado yse giró, despechada, para irse, molesta,cuando yo le seguí hablando:

—No os retiréis. Quiero las llavesdel palacio y las despensas.

—Esas llaves me han sido confiadas

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por mi señor Leovigildo para que lascustodie.

Mi voz sonó fría y cortante.—Soy la dueña de esta casa, una

princesa baltinga. Quiero esas llaves. Apartir de ahora yo gobernaré esta casa.Me abriréis todos los almacenes de lacasa.

—Ya conocéis los almacenes y loslugares comunes.

—Me enseñaréis la casa. Pero nolas estancias comunes, sino todo. Hacedllamad a Braulio.

Lucrecia, estupefacta por la petición,no fue capaz de negarse. No entendíaqué podía querer yo con aquello.

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—Este palacio es de los baltosdesde tiempos de Teodorico. Aquípodéis encontrar lo que deseéis.

Una enfadada Lucrecia comenzó acaminar por los corredores del palacio,oscuros e iluminados por lámparas deaceite. La casa se distribuía en torno atres grandes patios, en el primero sehallaban las habitaciones nobles, dondelos magnates, que siempre habían vividoen la casa, recibían a su clientela, y através del atrio se comunicaba con lascalles de Mérida. En torno al segundopatio, se situaba la zona de la familia,allí estaban las habitaciones en las quehabía muerto Enol y donde habitaba

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Leovigildo; en el patio central de estazona se situaba el acebo que daba cobijoa la tumba de Enol. En la última zona,muy grande y abierta a las dosanteriores, se hallaban las dependenciasde los criados, las cocinas y losalmacenes.

Braulio caminaba por delanteseguido de Lucrecia, que, reticente, sehacía de rogar. Me di cuenta de que elbuen siervo le exigía claridad y leobligaba a abrir muchas zonas que yo noconocía.

Tras recorrer numerosas estancias,penetramos en un recinto pequeño yabovedado, por sus ventanas estrechas y

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profundas penetraba algún rayo de luz;sobre unas mesas de madera se apilabanpergaminos. Algunos extendidos, otrosenrollados y guardados en fundas. Lasorpresa de Lucrecia creció cuando mevio dirigirme a los pergaminos.

Entre aquellos escritos antiguos seguardaba la Biblia Gótica de Ulfilas,que no entendí, también encontré unosevangelios, escritos de san Jerónimo ysan Agustín, así como tratados deastronomía, de medicina y hermosostextos de Virgilio y de Lucano. Todoello me interesó e indiqué que enviasenalgunos de aquellos manuscritos a misaposentos.

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Dejé que pasasen unos días, poco apoco me fui haciendo con el gobierno dela casa, permitía que Lucrecia meayudase, pero cualquier orden debíasalir de mí. Poco a poco los criados mefueron obedeciendo, pero aquello mellevó algún tiempo. Comencé a ordenarlas costumbres de la servidumbre y aconseguir que la casa estuviese máslimpia. Braulio me aconsejaba en todo,decía que yo poseía la fuerza de la casabaltinga y la suavidad de la princesafranca.

De entre los pergaminos que habíaencontrado me interesaron losevangelios; me sorprendió su sencillez,

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eran fáciles de leer y me abrían unoshorizontes espirituales desconocidos.

Una mañana de sol radiante pudesalir de nuevo del palacio de Mérida.Mi avanzado estado de gestación medificultaba mucho caminar y ordené quedispusiesen un carruaje. Cuando el solestaba alto sobre el horizonte, llegué ala morada de Mássona.

—He leído los evangelios y hellegado a una conclusión.

—¿Sí?—Que el mensaje del cristiano es

tan hermoso y tan elevado que me da

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igual todas esas dudas que planteáiscatólicos y arrianos de sí Cristo es o noes Dios.

Mássona me miró divertido.—Tu conclusión no es correcta. El

cristianismo no es seguir a Séneca ni aPlatón. No es un conjunto de consejosmoralmente elevados, ser cristiano esseguir a un hombre al que confesamoscomo Dios, hay que creer totalmente enÉl o si no realmente no se está creyendo.

Me quedé callada unos instantes.—Yo seguiría a Jesús, me da igual

que sea hombre o Dios.—El dogma afecta a lo que hacemos.

Te contaré algunos ejemplos. Hubo un

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hombre, Pelagio, él afirmó que Cristoera un hombre más. La conclusión fueque los que siguieron a Pelagiopensaban que el hombre con sólo susesfuerzos puede alcanzar la perfección.Se volvieron unos soberbios quealcanzaban a Dios sin la ayuda de Dios.¿Me sigues?

—Creo que sí…—Después llegaron los puros, aquí

en Hispania seguían a Prisciliano,decían que Cristo era sólo Dios. Paraellos la materia era mala, nefanda.Prohibían el matrimonio y el goce de lascosas de la tierra.

—Eso es un absurdo —dije yo con

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fuerza, recordando a Aster. Despuéshablé impetuosamente—: En el amorentre un hombre y una mujer está el amorde Dios de manera mucho más elevadaque en ninguna otra realidad terrena.

Mássona sonrió ante la acaloradarespuesta y exclamó:

—Creo que ahora lo entenderás.Nuestra doctrina afirma que el hombrees cuerpo y alma, que el cuerpo esbueno y querido por Dios porque Diostuvo cuerpo en Jesucristo. Por otro lado,creemos que sólo de la divinidad deJesucristo viene nuestra salvación. Losarrianos niegan esto y son voluntaristasy pelagianos. Ellos mismos, por su

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propio esfuerzo, pueden salvarse. Eso esun error.

—Pero yo veo que los arrianos nohablan de sus dogmas con la fe con laque tú lo haces.

—En fin, hay también un problemade otra índole, digamos una índolepolítica. Los godos, yo soy godo, nosdiferenciamos de los hispanos, a los queconquistamos más de cien años atrás,fundamentalmente en la religión. Losgodos fuimos los primeros pueblosgermánicos que penetramos en el limesdel imperio, nos evangelizó el monjeUlfilas hace más de ciento cincuentaaños. Mis compatriotas son arrianos

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porque así les fue explicado elcristianismo y no quieren mezclarse conlos hispano romanos. Nuestros obisposarrianos tienen unos privilegios queperderían si obedeciesen al Papa deRoma, y nuestros magnates quierendiferenciarse de la raza hispana.Ninguno de ellos es un gran teólogo. Esun problema nacional, de identidad.Ahora mismo, los arríanos no saben muybien lo que creen. Creen en el pueblogodo y en que son distintos. Las disputasteológicas les dan en el fondo igual.

Aquel día me fui muy pensativa alpalacio de los baltos. Pensé en lo queme había dicho Mássona y recé. Por la

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noche tuve un sueño: vi a Aster en lasmontañas de Ongar, hablando conMailoc, como yo hablaba con Mássona,en su cara había una expresión de paz.

Eso me llevó a decidirme, confesé aMássona que quería alcanzar la fe de mimadre. Él se alegró por mí, pero mepidió que lo hiciese en secreto. Él temíaa Leovigildo. Mi voz temblaba al hacerla profesión de fe. Poco sabía yo que enel norte, Aster se bautizaba de manos deMailoc con todos los que le habíanseguido desde Albión.

Entonces, cuando mi embarazotocaba a su término, llegaron rumores dela corte de Toledo. El rey Atanagildo

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estaba enfermo y el palacio real era unnido de intrigas. Leovigildo yGoswintha estaban en todas ellas.Leovigildo, y con él su hermano Liuva,intrigaban para ser candidatos al tronogodo. Goswintha quería controlar alsucesor de su esposo. Escuché a lasdamas murmurar que Leovigildo yGoswintha eran amantes. No meimportó.

Llegó el parto, la luna eramenguante. Fue menos doloroso que elde Nicer y me dieron a mi hijo. Le hicebautizar en secreto con el nombre deJuan, pero después Leovigildo ordenóque le llamase con un apelativo que él

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decía regio: Hermenegildo.En su rostro pude descubrir los

rasgos de Aster, la boca pequeña y firmedel señor de los albiones; sus ojoscerrados, a los que aún no llegaba la luz,eran claros como los míos, pero suspestañas negras me recordaban alpríncipe de la caída Albión, su pelotambién era castaño y oscuro, como elcabello de los cántabros. Sentí un granconsuelo y ya no me encontré sola enaquellas tierras del sur que no amaba.

El rey Atanagildo mejoró y miesposo Leovigildo volvió a Mérida.Lucrecia intrigó para denunciar missalidas ante Leovigildo y explicó que

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me había hecho cargo de la hacienda delos baltos. Durante el tiempo que miesposo permaneció en Mérida, no pudevolver a Santa Eulalia, pues me prohibiótodo contacto con los ajenos al credoarriano. Como Mássona había predicho,aceptó a su hijo sin dudar, sin preguntas.No era un padre cariñoso, pero estabaorgulloso de tener un descendiente consangre de los antiguos reyes baltos, deAlarico y de Walia, de Eurico yTeodorico.

Mi hijo va creciendo, sus rasgos soncada vez más parecidos a los de su

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padre. En él diferenciaré a Aster niño,adolescente y joven. Algún día lecontemplaré como cuando le conocí enel arroyo del bosque herido, pero susojos son suaves y claros como los míos.Mi hijo Juan, Hermenegildo le llamanlos godos, es impetuoso desde niño,siempre sabe lo que quiere pero sucorazón es suave. Alguna vez me havisto llorar y pone su manita contra micara:

—¿Quién te hace llorar, madre?Yo sonrío y le acaricio suavemente,

deseando que su padre estuviese junto anosotros, recordando a su hermanoNicer. Mi alma sigue llorando por

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Aster, es una herida que no quiero quese cierre, pero el dolor no es tanlacerante como los primeros días. Aveces me pregunto si habrá otra mujer ensu vida, o quién estará cuidando deNicer. A menudo veo en mi mente el mardel norte blanco, neblinoso o gris ybravío, pero pronto me despierto de losrecuerdos y desde lo alto del palaciovislumbro los campos dorados de laciudad Emérita Augusta; y el río, el ríoAnas, con sus aguas corriendoeternamente hacia el mar.

Desde la muerte de Enol, olvidé elarte de las curaciones, pero un día,cuando mi pequeño Juan no tendría dos

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años, enfermó Braulio, el criado antiguoy noble, que me había acompañado a vera Mássona y que me era fiel. El hombreal que yo estimaba pues había servido ala casa de los baltos en los tiempos demi padre. Los físicos no sabían qué leocurría y ninguno quería atenderle puessabían que su mal era mortal y si leatendían no recibirían estipendios.

Atravesé un patio con un peristilo yun estanque, después crucé una zona enla que quedaban unas antiguas termas detiempos romanos, semidestruidas, dondeen la actualidad sólo había ratones y sealmacenaba grano. Por la parte traseraabierta a un patio no muy limpio se

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accedía a las habitaciones de loscriados. La servidumbre no se mostróexcesivamente sorprendida de que elama de la casa se acercase por allí. Nohice caso de las quejas de Lucrecia, queprotestaba como siempre diciendo queno era digno que una dama penetrase enla habitación de un criado. Entonces,irrumpí en el cuchitril donde Braulioyacía empapado en sudor y con larespiración fatigosa. Me miróagradecido. Le desvestí ante la miradaatónita de las damas y le examiné porcompleto. Su hígado era grande, tambiénme di cuenta de que sus piernas estabanhinchadas. Los físicos le habían

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sangrado y sus mucosas mostraban unagran palidez.

Salí de aquel cuartucho, las criadascuchicheaban tras de mí. No les hicecaso. Pensé que necesitaría algunasplantas medicinales. Ordené que metrajesen hígado de vaca, y después quelo cocieran en un caldo espeso que hicetriturar, sabía que eso mejoraría laanemia de las sangrías. Pero necesitabamás, precisaba una planta tonificantecon hojas en forma de dedal, preguntépor ella pero no la conocían.

Por la noche, una noche clara en laque la luna era llena, una de esas nochesque yo amaba pues me recordaban a

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Aster, salí a los campos, cerca de lacuenca del río Anas. Las puertas de lamuralla estaban cerradas pero lasatravesé por el portillo del palacio delos reyes baltos sin ser vista. La lunabrillaba sobre el agua del río. Miré alcielo, pensé si Aster miraría también ala luna. Después empecé a buscarplantas. Comprendí que la vegetación delas cálidas tierras del sur en nada separecía a las plantas del norte. La luname proporcionaba una luz abundante, loque buscaba debería estar en un lugarumbrío. Un poco más lejos divisé unbosquecillo, atravesado por un regatoque fluía hacia el río Anas. En sus

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orillas, encontré las plantascampaniformes que deseaba.

Regresé rápidamente a la fortaleza,con una gran llave abrí el portillo y meintroduje en las cocinas. Allí busqué unpocillo de cobre viejo, sabía que laspropiedades de la planta saldrían a laluz al hervirlas con los restos de cianuroque habría en el fondo del cacharro decobre. Después me lo llevé a mishabitaciones, durante la noche lo dejéenfriar y que se evaporase. Por lamañana había un lodo en el fondo delrecipiente, lo revolví bien y me dirigíhacia la habitación del criado. Le di unapequeña cantidad de aquel remedio, que

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después tapé.—Todos los días por la mañana te

tomarás este preparado en muy pocacantidad. Debes beber mucha aguahervida con estas plantas que te haránevacuar los malos humores.

Dispuse que una de las jóvenescriadas cuidase de él.

En unos días, Braulio mejoró;aquello transcendió en una ciudad en laque todo se comadreaba. Los criados mepreguntaban por remedios para susmales y yo aplicaba lo que sabía. Leícon interés los pergaminos de medicinaque había encontrado en la biblioteca.

Poco a poco comencé a curar fuera

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del palacio, pero yo sabía que aLeovigildo no le gustaba que su esposa,una mujer noble, acudiese a losarrabales. Entonces, en secreto y por lasnoches, salía acompañada del fielcriado al que había curado. Las damasnobles de la ciudad me rechazaron porello, consideraban que el papel de unaprincesa goda estaba en su casa, y miatención a los enfermos les parecía cosade brujería. Así, me fui aislando delmundo de Emérita Augusta.

Se difundió por la ciudad unaleyenda, se decía que santa Eulaliahabía venido a atender a los pobres,otros decían que era la propia Virgen.

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Algunos que conservaban tradicionesromanas hablaban de la diosa Minerva,la de los halados pies, la de los níveosbrazos.

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XXXIV. El hombrenuevo

Cuando mi pequeño Juan tenía tres años,Leovigildo volvió a Mérida; llegó conun viento frío que preludiaba el inviernoy rodeado de sus tropas. Aquel vientoarrastraba nubes oscuras y grandes queno lograron cuajar, ni cubrir porcompleto los cielos perennemente azulesde las tierras del sur.

El motivo de la vuelta de Leovigildoera llevar más hombres entre los siervos

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que trabajaban nuestros campos. Elmismo correo que anunciaba la llegadadel duque pedía a Braulio que buscaseentre la clientela baltinga más soldados.

En el palacio, se adecentaron lasestancias y las cuadras. Braulio, durantevarios días, reclutó hombres en edadmilitar para incrementar las tropas delduque. Las dependencias de los criadosestaban llenas de un ir y venir de gentes,de desorden y ruidos. Los patios selimpiaron y llenaron de nuevas florespareciendo aún más hermosos.Hermenegildo no se estaba quieto,contagiado por la efervescencia delambiente. Era un muchachito alegre que

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todo lo preguntaba. Con frecuencia seescapaba del cuidado del ama, y loencontrábamos escondido en lugaresimpensables.

El día anterior a la venida deLeovigildo, el ama que lo cuidabaapareció en la estancia donde lasmujeres hilaban, azacanada ydescompuesta.

—¿Otra vez se ha perdido el niño?—dije y mi cara palideció.

—Llevo mucho rato buscándole.—No le debéis quitar ojo.Dejé la labor que cosía sobre mi

regazo y me levanté, preocupada. Intentétranquilizarme pensando que no podía

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haberle ocurrido nada malo, pero sabíaque Hermenegildo era tan travieso quepodía haber hecho cualquier diablura yhaberse lastimado.

La última vez que se perdió loencontramos en las antiguas termas,calado en el lodo. Otra vez en lascaballerizas, tirándole de la cola a uncaballo que relinchaba molesto, a puntode cocear al pequeño que reíaindiferente. En otra ocasión, después debuscarle horas y horas le encontramosen el pajar, dormido, hecho una pequeñabola.

Pasaron las horas y lo que alprincipio no parecía más que un juego

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del niño se empezó a convertir en untiempo angustioso. Revisé estancia porestancia, y todos los lugares de la casa.

Al fin, al cabo de un largo tiempo,cuando ya atardecía, apareció Brauliocon el niño en los brazos.

—Lo he encontrado junto al puente.Cogí a Hermenegildo, agachada a su

altura, y sin poderme contener lezarandeé con ganas de abofetearle.

—¿Dónde te has metido?—Busca… a padre… —dijo con su

media lengua.Quizá porque estaba nerviosa, sin

poderlo evitar me eché a reír, despuésmás seria, le regañé:

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—No puedes alejarte del palacio.Te podría pasar algo.

—No. Yo soy fuerte.El niño hizo un gesto que indicaba su

fortaleza.—Viene padre, con muchos hombres

y caballos.—¿Quién te ha contado todo esto?—Lucrecia —dijo el niño en su

balbuceo—, dice que el duque es ungran guerrero, que mata a los malos.

Me incorporé de mi posiciónreclinada junto a Hermenegildo y medirigí a Lucrecia, le hablé con rudeza.

—¿Qué le explicas a mi hijo? —dijeyo muy seria.

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—Lo que debe saber y nadie le haexplicado —habló el ama con vozengolada—, que su padre es un hombrenoble y que debe guardarle lealtad.

—Tiene tres años, Lucrecia, ¿nocrees que es muy joven para recibirclases de protocolo?

—Nunca es pronto —dijo ella convoz avinagrada.

Me retiré con Hermenegildo, le cogíde la manita, él caminaba a mi lado sinesfuerzo. Lo llevé a la muralla.

—No te escapes más, te llevaré aver cosas más allá del río… pero no teescapes.

Me miró con sus ojos azules tan

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transparentes, parpadeó con sus negraspestañas y con la cabecita afirmó que sí.Entonces le besé en el pelo y leestreché.

Aquella madrugada, los cascos delos caballos redoblaron sobre elempedrado, después se oyeron golpessobre el gran portón de entrada, el ruidode la puerta al abrirse y por último losgritos de los criados y las voces de lossoldados en el atrio. Entre aquellasvoces distinguí el tono duro deLeovigildo. Apresuradamente, melevanté de mi lecho y me cubrí con unmanto. Sentí miedo, hacía unos dos añosque no había visto al duque. Durante

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aquel tiempo había olvidado que algúndía él volvería y pediría lo queconsideraba como suyo. Siempre habíatemido el reencuentro.

Tras cruzar las columnas delperistilo me encontré a mi esposorodeado de sus hombres. Vestía unacoraza labrada y se cubría con un mantoribeteado en pieles; su postura enhiesta,con las piernas entreabiertas, hacía másprominente su abdomen. Al verme fijóen mí una mirada gélida.

—Señora… —exclamó.—Mi señor duque Leovigildo… —

Me incliné respetuosamente comoindicaban las normas.

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—No parecéis ya la montañesa quetraje de la campaña del norte. Veo queos han aconsejado bien en el vestido —prosiguió orgulloso—. Parecéis unaauténtica dama goda, la mujer de unduque.

Lucrecia, que había bajado tambiéna recibir a Leovigildo, se mostrócomplacida, atribuyéndose a sí misma elcambio en mi aspecto.

—Me han llegado noticias de quedomináis la casa —rió—, incluso que latiranizáis, pero de eso hablaremos mástarde.

Percibí una complicidad entreLucrecia y mi esposo, ella le había

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puesto al tanto de las novedades delpalacio.

—Me he hecho cargo de laadministración de los bienes que fueronde mis padres.

—No me desagrada que ocupéisvuestro lugar, una mujer de vuestrolinaje debe controlar a los inferiores.

Allí se heló la sonrisa de Lucrecia.—¡Quiero ver al chico!Entonces fue a mí a quien se le heló

la sangre en las venas, y balbucí unaexcusa.

—Es muy tarde. Está durmiendo.—Quiero verlo, ¡ahora!Hice un gesto al ama y se retiró a

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buscar a Hermenegildo. Después,Leovigildo habló.

—¡Tenemos hambre! ¿No se va apreparar nada para unos hombrescansados y hambrientos?

—Sí, mi señor —respondí.Di unas órdenes, Leovigildo y sus

hombres pasaron a la gran sala debanquetes, pronto las mesas se llenaronde frutas, queso, vino y carne curada; alver la comida, la comitiva del duque seabalanzó sobre ella soltandoexpresiones de júbilo y palabrasgruesas.

Leovigildo mordía a grandesbocados una gran manzana, saciando su

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apetito y sin hacer apenas caso a lo quele rodeaba. Entonces el ama se acercócon Hermenegildo de la mano, el niño sefrotaba los ojos cargados de sueño. Lenoté enfadado como siempre que lodespertaban de un sueño profundo. Elama hizo una reverencia delante deLeovigildo.

—¡Señor! Vuestro hijo.En el fuego de la sala los criados

doraban chuletas de un buen cordero.Leovigildo dejó la manzana y se inclinóante el niño. La mirada de Hermenegildoera desafiante, sus ojos azules aúncargados por el sueño miraron al duquesin miedo. Este tocó su pelo castaño y

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levantó su barbilla, después palpó susbrazos y sus piernas, examinándole coninterés. Le trataba como si fuese unabestia de carga que fuera a comprar.

—Es un chico fuerte —dijo—, seráun buen guerrero.

Entonces perdió todo interés en elniño y se dirigió al fuego a comer lacarne recién asada. Al darnos laespalda, Hermenegildo se abrazó a mispiernas asustado y yo le acaricié. Lellevé fuera de la sala, no quería queLeovigildo viese la debilidad del niño.

Durante la noche, Leovigildo seacercó de nuevo a mí, y el gransufrimiento que yo consideraba olvidado

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volvió. Era cruel y sensual. A vecesamenazaba con castigar a mi hijo, al queno amaba, por los pecados de su madre.Mis salidas nocturnas se hicieronimposibles y me recluí con las damas demi servicio a hilar y a coser. Tampocose me permitía acudir a Santa Eulalia nihablar con Mássona, debía asistir a laiglesia arriana que yo despreciaba ycuyo obispo, Sunna, me causabaaversión.

Leovigildo estaba nervioso yconstantemente irascible, no era hombrede vida tranquila, le gustaba la guerra olas intrigas palaciegas; pero tenía quearreglar sus asuntos en Mérida. Su

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presencia me resultaba en todo momentomolesta. Pedí al Dios de Enol y deMássona que se lo llevasen de mi lado.

En aquel tiempo, ocurrió que partede la Bética, ocupada por los bizantinos,se levantó en armas contra el reyAtanagildo. Los hispano romanos sesentían más próximos al emperador deConstantinopla que a aquellos godosprepotentes y de una religión extraña ala suya. Los godos guerrearon contra losbizantinos intentando recuperar Córdubay el rey convocó a los nobles, levandotropas. Leovigildo, duque del ejércitogodo, hubo de partir y así yo recuperé lalibertad de mis pasos y mi vida

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monótona pero tranquila.Poco tiempo después de partir el

duque sentí cambios en mi cuerpo, me dicuenta de que ahora esperaba un hijo deaquel a quien yo consideraba mienemigo. Lloré en mi soledad.

Una tarde de verano me dirigí denuevo a Santa Eulalia, el calor eratórrido y por las calles corrían grandespelotas de hierba seca, las gentes de laciudad dormían con la calima.

—Ese hijo que llevas dentro de ti esun nuevo don de Dios.

—Yo no lo creo así. Si no amo a supadre, ¿cómo podré quererle a él?

—Él no tiene la culpa de los hechos

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de su padre.—Será así, pero a mí me costará

cuidarle.Mássona, que veía el futuro, sonrió.—Le querrás, le querrás mucho.

Incluso más que a los otros.Después, con voz profética que no

parecía salir de su garganta sino demucho más allá, de la profundidad desus entrañas, exclamó:

—Este hijo tuyo y de Leovigildoserá el rey más grande que han tenidoestas tierras, unirá a dos pueblosdesunidos, vencerá a los francos y a loshombres del oriente. Será el hombrenuevo.

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Cuando nació comprobé que no separecía a mí, ni a Leovigildo. Era muyfuerte, de pura raza goda y sus cabellosfueron siempre de color rojizo. Su partofue fácil y pronto se cogió a mí. Le quisemás que a ningún otro hijo. Nació enluna llena, de plenitud. Recibió elbautismo arriano. Envié noticias de sunacimiento a Leovigildo, y aprecié quesu carta se desbordaba en alegría, meordenó que le impusiese un nombre:Recaredo. Juan, el mayor, le quiso nadamás nacer, se acercaba a su cuna y lamovía suavemente. Nunca hubo celosentre los dos; fueron hermanos y amigos.

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XXXV. El hombre delnorte

La ciudad de Mérida, atestada demendigos, exhala un olor acre a orines, acomidas y a frituras. El palacio de losbaltos se aísla del mundo urbano por unalto paredón, casi una muralla que, másallá, hacia la parte sur, se continúa conlos muros de la ciudad. Bajo el paredón,fluye mansamente el río Anas. Dentro dela casa, sobre todo ahora que laausencia de Leovigildo se prolonga, la

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vida es alegre. Hermenegildo yRecaredo corren persiguiéndosemutuamente o se pelean jugando a lasguerras con los hijos de los criados enlos jardines. Oigo sus risas y cómotropiezan cayendo el uno sobre el otro.

Siempre conté la edad deHermenegildo desde la luna celta en laque me separé de Aster; habían pasadomás de siete años; Recaredo aún notenía tres. Al observar a los niños desdelejos, me di cuenta de que habíandetenido sus carreras y estaban sentadosal lado de la fuente; el mayor modelabacon barro soldados y jinetes a caballo.Después dejaba que el sol los secase y

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se inventaba batallas. Recaredointentaba imitar a su hermano, pero susmanitas no eran capaces de formarfiguras con el barro y a menudoprotestaba. El pequeño miró de reojo aHermenegildo y, en un descuido de éste,arrojó los soldados a la fuente. Sinenfadarse, Hermenegildo los sacó y lossituó en un lugar alto, lejos del alcancede su hermano. Entonces, Recaredocomenzó a gritar que quería susmuñecos, con un llanto caprichoso. Meacerqué a ellos y reñí al pequeño, quecomenzó a hacer pucheros, le abracéentonces riéndome. Hermenegildo seacercó a nosotros y puso su mano sobre

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mi hombro.—No hagas rabiar a tu hermano —le

dije.—No le he hecho nada, llora porque

es pequeño y no sabe hacer hombrecitosni caballos.

—Enséñale tú.Me miró con resignación:—Nunca hace lo que yo le digo,

pero lo intentaré.Hermenegildo puso en las manos de

Recaredo una bola pequeña de barro yle hizo girar una mano contra la otra,fueron haciendo bolitas y las unieronformando hombrecitos, después lespusieron un palo diminuto a modo de

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lanza. Les ayudé un tiempo y luego mefui.

Paseando por el edificio me acerquéal lugar donde hilaban las criadas. Elcielo siempre despejado y azul, lleno deluz, estaba orlado por algunos hacesblancos y difusos. Braulio, fatigoso perosano, me detuvo para preguntarme sobreasuntos domésticos; se aproximaba elinvierno y había que traer leña. Lasmujeres se atareaban inclinadas sobre lalabor con Lucrecia al frentevigilándolas. Desde allí se divisaba elperistilo y el lugar donde los niños seentretenían. Al verme entrar en lahabitación, cambiaron de tema, y la

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conversación murió. Seguramenteestarían criticando mis salidas conMássona y las veces que acudía sola abuscar hierbas junto al río.

—Dicen que el duque Liuva ha sidoatacado por los francos en laSeptimania. Las tropas de Clotario hanpuesto otra vez cerco a Narbona y Liuvalos ha rechazado. —El duque Liuva esun buen militar. Pensé en Liuva y callé.Recordé las palabras de Enol —Leovigildo y Liuva habían traicionado aAgila y habían obtenido aquella ricaprovincia del nordeste peninsular— ydespués pasó por mi mente lo que elpropio Leovigildo me había relatado:

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Liuva, el muchacho al que mi padrehabía condenado por ladrón, ahora erala máxima autoridad en la Septimania yse rumoreaba que quería alzarse con lacorona. Seguí intentando concentrarmeen el hilado; escuché los cotilleos de lascomadres.

—Buena tajada ha cogido Liuva, omejor dicho, buena tajada le dieronGoswintha y Atanagildo por sus«servicios». No creo que regrese aToledo. Es en Barcino y en laNarbonense donde hay oro y riquezas,de momento envía oro y hombres deguerra al rey. Atanagildo lerecompensará con el trono.

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—El rey Atanagildo no goza debuena salud, pero pasará tiempo antesde que se produzca la sucesión. Detodas formas, la que tiene algo que decires la reina, Goswintha no apoya lacandidatura de Liuva. Ya sabes… ella…

Entonces se hizo un silencio en lasala y me sentí mirada por ellas. Levantéla cabeza, la que había habladoenrojeció.

—¿Qué ocurre con la reina?La criada dudó.—Ella apoya las pretensiones de

vuestro esposo.—¿Ah, sí…? —dije yo,

inocentemente—, y ¿por qué lo hace?

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De nuevo el ambiente se volviótenso.

—Vuestro esposo es un buen militar.—Liuva también lo es. ¿No?Se hizo el silencio. Las mujeres se

concentraron en la tarea y dejaron demurmurar. No me importaba lo quedijesen. Odiaba a Leovigildo, hubieradeseado que él nunca viniese a Mérida ycontinuase en la corte de Toledo,hubiese querido que se quedase parasiempre con aquella mujer, Goswintha,la cual nunca me fue odiosa.

Los días pasaron lentamente,

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después los meses y los años.Hermenegildo y Recaredo se fortalecíany desarrollaban. Mi pasado permanecíadormido en el fondo de mi mente y llegóa serme ajeno a mí misma. Comencé apensar que nunca había existido unaépoca distinta a la de mi vida enMérida.

El amado rostro de Aster parecíadesvanecerse en mi memoria. Algunavez hablé de él con Mássona, le relatésus hazañas, su pasado doloroso, sufortaleza y rectitud, su búsquedaesperanzada en el Único Posible. En ladistancia, la figura de Aster se trocabamás grande a mis ojos.

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Mis hijos habían crecido: unpreceptor les enseñaba las letras latinasy griegas; de los soldados de Leovigildoaprendían el arte de la guerra; pero lasmás de las veces se divertían sin miedosen el enorme palacio junto al río Anas.A menudo se unían a otros mozalbetes yemprendían batallas imaginarias en lasriberas del río, junto al puente de losmuchos arcos. Hermenegildo loscapitaneaba, dotado de una capacidadespecial de mando. Recaredo le seguíafielmente como un perrillo.

Les encontré en el patio porticado.Agachado en el pavimento de dibujosgeométricos, Recaredo jugaba con

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Hermenegildo a las tabas, ahora era elpequeño el ganador. Al oír mis pasos,Hermenegildo se levantó y me dijo:

—¿Hoy no vas a la casa deMássona?

Lo que Hermenegildo llamaba la«casa de Mássona» era un albergue queel obispo había fundado y donde sealojaban mendigos y gentes sin recursosque el obispo y sus monjes recogían porlas calles, Mássona, a menudo,solicitaba que yo atendiese a algúnenfermo. Hermenegildo me acompañabaa veces a aquel lugar, que le fascinaba ysorprendía. El palacio de los baltos eraun oasis en medio de una ciudad plagada

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de pobreza vergonzante y de mendicidadlastimosa, yo no quería que mis hijos seaislasen del mundo real, y permitía queHermenegildo me acompañase. Lasvisitas de Leovigildo a Méridaescaseaban y eso me permitía una mayorlibertad de movimientos.

—Sí —le contesté—, venía abuscarte.

Recaredo también quería ir y secogió de mi mano para que le llevase,pero Recaredo era aún pequeño. Reí yle conduje cogido de la mano al lugardonde las criadas cosían, mientrascuidaban a los niños de la casa, y lodejé con el ama. Él se enfadó.

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Ataviada con un manto oscuro queme cubría enteramente me dispuse asalir a la calle. Hermenegildo caminabaa mi lado con sus pasos cortos, saltando.Braulio nos acompañó.

Aun cubierta por aquel mantorústico, en las calles de Mérida no pasédesapercibida. Las mujeres que barríanlas calles me miraron condesaprobación; les parecía pocohonorable que la esposa de un noble sededicase a pasear sin carruaje, sin másescolta que un viejo criado, y más aúnque llevase con ella a su hijo.

Las calle se iba haciendo angosta yalgo más empinada hasta llegar a los

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antiguos foros, donde la urbe se abría enun mercado. Era día de feria. Loslabradores traían productos de loscampos, se vendía lana y tambiéntejidos. Un panadero despachaba dulcesque Hermenegildo miró engolosinado,pero yo iba con prisa y pasé de largodelante del puesto de dulces. Le habíaprometido a Mássona ocuparme de losenfermos y, aquellos días, lasocupaciones domésticas habíanretrasado la visita.

Tomamos el cardus y de nuevo, entrecallejas repletas de gente y oloresdiversos, llegamos a la puerta de lamuralla. El campo dorado se abrió ante

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nosotros; la luz inundaba el paisaje, elaire aunque caluroso era más fresco queel ambiente denso de la ciudad.

Extramuros, muy cerca de la basílicade Santa Eulalia, se alza el edificiodonde Mássona acoge a sus enfermos:una nave alargada con arcos ojivales enla entrada. Los muros de piedra,gruesos, están hendidos por troneras pordonde entra una escasa ventilación. Elinterior se ilumina por candiles deaceite que rarifican la atmósfera.Muchas veces había hablado conMássona de la necesidad de airearaquellas estancias o de que los enfermosrecibiesen la luz del sol, pero Mássona

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se guiaba por antiguos principios y nome hacía caso. Saludé a uno de losmonjes, de nombre Justino, que velabael descanso de los enfermos.

—Mássona quiere que veas a unescrofuloso, tiene las llagas muyabiertas. No sé si… —dijo el monjedubitativo mirando al niño.

—No te preocupes —dijoHermenegildo—, yo aguanto.

—Ya veremos —dije yo.Tomé agua hirviente de una olla

donde cocinaban los monjes, laintroduje en una palangana. Después elmonje nos guió hasta el enfermo.Hermenegildo tomó el recipiente con

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agua para ayudarme, sonreí al ver sucara seriecita de niño, haciendoesfuerzos al sostener la palangana.

Me acerqué al enfermo, sus llagaseran desagradables. La cara deHermenegildo palideció, entendí que semarearía. Le dije a Braulio:

—Llévate al niño a casa…—No… —dijo él—, aguanto.Mi voz sonó terminante.—No, Juan. —Le llamaba siempre

así cuando quería negarle algo—. Novas a aguantar y tendré que atender a dosen lugar de a uno.

Dejó la palangana llena de restos desangre y pus y se levantó tambaleándose,

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el criado le arrastró hacia la puerta.Le indiqué a Braulio que regresase a

recogerme con un carruaje, no queríaandar sola de noche por las calles de laciudad y no tardaría en oscurecer.

Me demoré largo rato curando lasheridas del enfermo, herví una pócimacon sedantes y se la di a beber. Me miróagradecido y luego se durmió. Meincorporé fatigada, estirando la espalda,que me dolía por la postura. Miré enderredor, los enfermos se hacinaban. Enuna esquina, en el suelo, un hombre secubría con un manto oscuro; presa deuna intuición certera, me acerqué a él.Reconocí en el manto la tela de sagun de

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los montañeses del norte. Siempre megustaba acercarme a los mendigos delnorte con la esperanza de recabarnoticias de las tierras de Vindión. Elhombre era achaparrado, el cabello erade color castaño en el que comenzaban aapuntar algunas canas. Tenía fiebre.Casi saltando entre los enfermos mellegué hasta él, arrodillándome en elsuelo a su lado. Su pelo estaba sucio yrevuelto y le puse la mano sobre elhombro. El individuo, boca abajo,temblaba de fiebre, entonces le giré. Élabrió los ojos, brillantes como loscarbones de una fragua.

—¿Jana?

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Me quedé muda por la sorpresa alreconocer a mi antiguo compañero dejuegos del valle de Arán. Habían pasadodiez años, los dos habíamos cambiado,yo era una mujer madura que pasaba yala treintena, pero Lesso parecía mayorque yo. Prematuramente envejecido, suaspecto denotaba trabajos y penas.Seguía siendo de baja talla y parecíamás un labrador que un guerrero.

—Lesso. ¿Cómo estás aquí?—Te creíamos muerta… y vives.—Sí. Ya ves, el tiempo ha pasado

por los dos.—Sigues siendo como la Jana de los

bosques.

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Entonces las preguntas se agolparonen mi boca:

—Lesso, cuéntame del norte, dimecómo están Aster y Nicer. ¿Cómollegaste aquí?

—Esa es… una larga historia. Ahorano puedo, no tengo fuerzas.

Lesso estaba agotado y enfermo, casino podía hablar. Su aspecto eralastimoso, había adelgazado mucho y loshuesos se adivinaban bajo la piel.

Llamé al monje y lo incorporamos.Braulio no tardó en llegar y en elcarruaje le transportamos al palaciojunto al río Anas. En el camino casi nohabló pero me miraba como si viese una

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aparición. Yo estaba profundamenteturbada, el pasado, aquel pasado que seme desdibujaba en la memoria, se hizode nuevo presente, y mirando al amigo,la cara de Aster se hizo nítida y claraante mí.

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XXXVI. La historia deLesso

Alojamos a Lesso en una pequeñahabitación en los aposentos de laservidumbre, le examiné detenidamente,estaba desfallecido, no había comidodesde hacía varios días, en la espaldatenía cicatrices del látigo y en los brazosy las piernas heridas por arma blanca.Poco a poco fue recuperándose hastaque finalmente, cuando hubo mejorado,pudimos salir al jardín junto al peristilo.

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Más allá, se divisan los campos doradosde trigo y el río cruzado por barcos dedistinto calado. Entonces, sentado juntoa mí, Lesso contó la historia que lehabía traído hasta allí.

—Nos dejaste en una noche extraña.Después del encuentro con Enol, todossabíamos que te irías, todos exceptoAster. Recuerdo aquella mañana: elsonido del cuerno de Aster resonando enlas montañas parecía llorar ladespedida. Pasó mucho tiempo hasta queAster volvió junto a nosotros, solo y ensilencio. Reemprendimos la marchahacia Ongar, Aster no hablaba. En lasnoches, se separaba del grupo y no

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dormía. No le importaba nada, nisiquiera Nicer. Solamente Mailoc eracapaz de hablar con él. Una noche lesseguí, oí llorar a Aster y la sangre se meenfrió en las venas. Él quería volveratrás, y buscarte. Mailoc le recordabasus deberes.

»—Te debes a tu gente… —decíaMailoc.

»—¿Me debo a ellos…? —gritabaAster—. ¿Qué les debo…? ¿No ha sidobastante mi padre… mis hermanos… mimadre…? Y ahora, ella. ¿Qué harán conella? ¡Oh, Mailoc! Mi deber es ir haciael sur y rescatarla.

»—No, hijo mío, tú sólo no podrías;

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esta gente que te ha seguido confía en tiy lo ha perdido todo.

»—¿Perdido…? ¿Más que yo? No.No creo que nadie haya perdido más queyo.

»En aquel momento, entendí lainmensidad de la pérdida de Aster y elarrepentimiento me llenó el corazón. Lehabía culpado de la muerte de Tassio y,desde la caída de Albión, me habíaseparado de él. Percibí su agoníainterior y lo grande de su dolor.Entonces volví a profesar la devociónque desde antaño me había ligado aAster.

»Recuerdo la entrada en Ongar, tú

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no conoces Ongar, Jana. Ongar es unlugar recóndito de donde la neblinaemerge por las mañanas del fondo de lacañada del río y lo cubre todo. De nuevome parece volver allí. Las mujereslloraban emocionadas al ver aquel lugardonde se sentían seguras. Una vezpasada la revuelta del camino, éste seensancho; la cascada del Deva se hundiódetrás y debajo de nosotros. Al fondoascendían las fumaradas de las casas deOngar. Recuerdo que, en ese momento,Aster se giró, un brillo azabache cruzópor su mirada oscura y cogió a su hijo.Le levantó sobre su cabeza y exclamó:

»—Nicer, hijo de Aster, hijo de

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Nicer, mira a Ongar, mira a tu pueblo.»Los hombres gritaron conmovidos,

Mailoc bajo su espesa barba sonrió y ensus ojos brilló la alegría.

»En Ongar, las gentes salieron arecibirnos, no había gritos de júbilo,como cuando regresábamos victoriososde las campañas contra los godos ocontra Lubbo. En los rostros y en lasexpresiones de los ojos había dolor porla pérdida de Albión. Aster iba detrás,pero cuando entró en el poblado seescucharon clamores de alborozo:

»—Aster ha regresado. ¡Está vivo!»—¡Aster! —sonó un clamor

popular.

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»—Con él estaremos seguros.»De entre toda la multitud, un

hombre fuerte de cabellos oscuros,aunque cruzados por canas, salió arecibirnos. Era Mehiar. Ambos hombresse abrazaron.

»—Supimos de la caída de Albióncuando nos dirigíamos a ayudaros.Pensé que habías muerto. Aquí todos tellorábamos.

»Al ver a Mehiar me estremecí, yrecordé a mi hermano Tassio; él medistinguió entre la multitud y se acercóhacia mí.

»—Gracias a Tassio conseguimossalvarnos. Nos cubrió la huida.

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»Mehiar quería agradecerme lo quemi hermano había hecho, pero yo hablébruscamente.

»—Él fue ejecutado.»—Lo sé. Nunca le olvidaremos.»Bajé la cabeza entristecido, él

extendió su recio brazo hacia mí,tocándome la cabeza con la mano.

»Aster hablaba con un hombremayor, su tío Rondal. Aquel que habíaacudido años atrás a la elección delbosque.

—¿Recuerdas? —me dijo.—Sí.Pensé en cuánto tiempo había pasado

desde la elección del bosque, más de

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veinte años. En aquel entonces, Lesso yyo éramos niños. Todo lo de los adultosnos parecía un juego. La reunión delbosque había sido la primera vez que yohabía oído nombrar a Aster y le habíapercibido en las sombras.

—A pesar de todo, el día delregreso de los huidos de Albión fue deuna dicha esperanzada. Muchos de loshombres que se salvaron del castro juntoal Eo procedían de Ongar. Por otro lado,Aster era uno de los suyos, lo habíanvisto crecer allí y lo consideraban suseñor natural, se sentían seguros con supresencia en las montañas.

»Repentinamente, sonó una música,

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de las casas comenzó a salir la sidra y elhidromiel; nos dieron de comer. Loshuidos contaban la batalla, y algunosrimaron versos que acompañaron demúsicas. Aquel día nació la balada de lacaída del castro junto al Eo. Por la tardelos escapados de Albión se fueronasentando en las casas y chamizos. Asterllevó a Ulge, a Uma y a su hijo a lafortaleza de Ongar, donde vivía Rondaly era el lugar que le pertenecía pordestino. Allí se heredaba por líneamaterna, y era el tío materno el queguardaba la herencia, Rondal erahermano de Baddo, la madre de Aster.

»Poco a poco las gentes se fueron

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situando y oscureció en el valle. Asternos buscó a mí y a Fusco.

»—Quiero que viváis conmigo en lafortaleza, seréis de la guardia de lospríncipes de Ongar.

»—Señor, soy vuestro siervo —dijeyo emocionado.

»—No —respondió Aster—, eresmi amigo. Tu hermano dio su vida pormí.

Interrumpí la narración de Lesso:—Yo también recuerdo a Tassio, el

hombre fiel.—A veces he pensado que hubiese

sido mejor que hubiese muerto cuandofue herido por la flecha y tú le curaste.

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—Gracias a él yo volví a Albión yfui esposa de Aster. Pienso que cadahombre tiene su destino.

—Lo sé.Lesso calló recordando a su

hermano; entonces, impaciente, le pedíque continuase.

—Por favor, prosigue tu historia.—No éramos muchos los hombres

de Ongar, pero con los llegados deAlbión, el número se habíaincrementado. Aster convocó un consejoen el que los de Ongar refirieronnoticias desconocidas para los huidos.

»—Los godos han conquistado todaslas tierras que rodean al antiguo castro

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de Albión y han establecido puestos deguardia, también tienen un puerto abiertopor donde les llega el comercio con elnorte, con los reinos aquitanos. Noparece que vayan a irse tras la caída deAlbión.

»—Buscan dominar a los suevos,quieren el oro de los suevos.

»Aster los escuchaba, en su rostro seveía que estaba de acuerdo en lo queiban diciendo. Rondal habló con ímpetu.

»—¡Hay que fortificar los castros!»Todos asintieron. Entonces, la

expresión del rostro de Aster cambió.Con serenidad y con fuerza, se opuso,exclamando:

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»—Los castros no aguantarán losembates de las catapultas godas, sonlugares débiles que al final seconvierten en ratoneras para los queviven allí.

»Al hablar así, se traslucía suexperiencia en Albión.

»—Estoy de acuerdo con Aster —habló Mehiar—. Yo escapé de Albión.

»—Sin castros, ¿dónde nosrefugiaremos?

»—No se trata de destruirlos… perolas defensas no pueden ser las endeblesmurallas de adobe y piedras queconstruimos alrededor de nuestras casas.Esos muros sirven para ahuyentar a los

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animales carroñeros y a los lobos, perono alejan la guerra ni detienen las armasgodas.

»—Entonces, ¿qué propones?»—Los godos volverán. De hecho ya

han vuelto. Los que lucharon contranosotros en el paso del Deva eran godosmuy distintos de los que combatieron enAlbión. El oeste de las tierras deVindión ha sido destruido. Pienso quedebemos fortificar los pasos en lasmontañas para proteger los castros delos valles.

»—Con eso proteges a los castrosdel oriente pero no los del occidente,que no tienen montañas altas,

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seguramente serán arrasados.»—Lo sé, las tierras del oeste las

doy por perdidas. Tenemos quesalvaguardar lo que queda, acoger a losque huyan, aquí y en los valles de lasaltas montañas de Vindión.

»—Eso es condenar a muerte o aesclavitud a muchos.

»—No si nos escuchan y abandonanlos castros desprotegidos.

»—Me cuesta renunciar a ellos —dijo Tilego, que procedía del oeste.

»—A mí también… —suspiró Aster—, también me ocurre lo mismo.Recuerda que Albión estaba allí, en eloccidente, ahora sé que nunca será

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reconstruido, pero presiento que nuestrolugar ahora está en los valles perdidosde Vindión, bajo el monte Cándamo y elNaranco.

»Aster se inclinó hacia el suelo, enél trazó hendiendo el suelo con una ramaun mapa de los castros, de las montañas,de los valles y de los pasos entremontañas.

»—Aquí… —señalaba— se situaráuna fortaleza, con guardia siemprepermanente. Aquí otra… más allá otra…se comunicarán mediante hogueras yfumarolas para avisarnos de la llegadadel enemigo.

»—De acuerdo, pero si cerramos las

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montañas no es suficiente con que lascerremos sólo por el oeste, hay quefortificar la parte más oriental de MonsVindión. ¿Sabes a lo que me refiero?

»Aster entendió las palabras deMehiar cuando señalaba aquel lugar, elmás oriental de Mons Vindión.

»—Sí. Habrá que llegar a unacuerdo con los orgenomescos y losluggones.

»Exclamaciones de desacuerdo y demiedo cruzaron el ambiente.

»—No… —se opuso alguno—, soncarniceros y primitivos. No me fío deellos. Dan culto a Lug, como hacíaLubbo, y a Taranis. Son traidores.

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»—No lo son —dijo Aster, ydespués rectificó sonriendo—. Bueno,no lo son enteramente. Son puebloscélticos como nosotros y precisaránnuestra ayuda tanto como nosotros lasuya. Debemos convocar la asamblea delos pueblos y las tribus.

»—Hace siglos que no se convoca.Hasta ahora los astures y las tribuscántabras del occidente no se habíancomunicado con los pueblos cántabrosdel oriente.

»Entonces dijo Aster:»—El mundo ha cambiado y nos

enfrentamos a grandes peligros.Debemos unirnos frente al enemigo

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común. Ahora se aproxima el invierno ylos pasos de las montañas se cerrarán.En primavera, para la fiesta de Beltene,será la reunión, en el valle de Onís. Peroya este otoño empezaremos a construirlas fortalezas de las montañas querodean a Ongar Hay mucho que hacer,los godos no deben darse cuenta denuestras intenciones. Cada fortalezatendrá su propio capitán.

»Los hombres asintieron, aceptandosus planes; después comenzó a distribuirguerreros y trabajos. Las fortalezas queAster había diseñado protegían una granextensión de terreno, pero quedaba aúnel este por cubrir, la tierra de los

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orgenomescos y los luggones; si estosfuesen vencidos por los godos, su tierrasería un lugar de relativo fácil accesohasta las tierras protegidas de Ongar.Aster dispuso que iría al este a pactarcon ellos sobre la construcción de lasfortalezas en Ongar.

»Al acabar la reunión, Fusco y yonos dirigimos hacia la fortaleza deAster, en el camino Fusco me zaheríacon pullas, intentando que olvidase lossucesos luctuosos de los últimostiempos.

»La fortaleza de Ongar era un lugarformado por varias estancias que anteshabían sido casas y almacenes que se

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comunicaban entre sí. Formaban unaespecie de laberinto fortificado dentrodel castro. Allí vivíamos con laservidumbre entre la que se encontrabaUma y Ulge. Uma seguía con la mentepérdida, acunaba a Nicer en sus rodillasy le cantaba una canción de cuna. AFusco y a mí nos gustaba bromear conUma, haciéndole rabiar y quitándole alniño. Uma nunca entendió nuestrasbromas, en su demencia nos mirabaasombrada queriendo recuperar a suniño. Jugábamos con Nicer y losubíamos sobre los hombros, el niñodisfrutaba montando sobre nuestrasespaldas como si fuésemos caballitos.

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Tu hijo, Jana, tiene tus mismos rasgos ytus ojos claros.

Entonces me emocioné y recordé ami hijo mayor, a quien había perdidocuando aún no andaba.

—Nicer, ¿está bien…?Lesso, comprensivo, adivinó mi

sufrimiento.—Será un gran guerrero, y es el

orgullo de su padre…Mis ojos se llenaron de agua; Lesso,

que no gustaba de lágrimas, prosiguió.—Unos días después de nuestra

llegada a Ongar, me desperté al alba,Aster estaba ya en pie. Su sueño eraliviano y desaparecía de la casa sin que

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supiésemos exactamente adonde iba. Undía le seguí, y vi que acudía junto a lafuente del Deva, donde permanecíalargo tiempo abstraído, mirando al sur.Después entraba en la cueva, yescuchaba desde las sombras los cantosde los monjes; cuando ellos habíanacabado, solía hablar con Mailoc.Algunos comenzamos a imitarle, tal erasu fuerza. Poco a poco los cantos y laspalabras de los monjes fuerontransformando nuestros pensamientos.

»Se aproximaba el invierno, loshombres de las fortalezas regresaron aOngar con las nuevas de que el ejércitogodo había sido dispersado cuando

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intentaba cruzar las montañas paraatacar Ongar. El plan de Aster deproteger las montañas con baluartes sehabía mostrado válido. Aquello alegró anuestras gentes, que se sintieron seguras.Después llegaron las nieves y secerraron los pasos de las montañas.Entonces cazábamos ciervos y osos enlos bosques. Fusco disfrutaba con ello.

»Por aquella época Fusco comenzó acambiar y a mostrarse diferenteconmigo, de pronto le veía abstraído enalgo que no sabía qué era y, raro en él, aveces estaba callado. Descubrí que unade las mujeres jóvenes del poblado,Brigetia, le miraba con buenos ojos. Me

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dijo que en Beltene celebrarían susbodas. Yo me reí de él, y me sentí unpoco desdeñado. Me pareció que habíaperdido a mi antiguo camarada.

»A finales de diciembre, en contrade lo habitual en aquellas sierras,mejoró el tiempo, un deshielo tempranopareció iniciarse y se abrieron lospasos; Aster me llamó.

»—Necesito tu ayuda.»Lo miré sorprendido.»—Yo… —dijo Aster, como

dudando de revelar algo íntimo—.Necesito saber cómo está ella. Quieroque Fusco y tú vayáis al sur y labusquéis. Vosotros no sois grandes

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guerreros, sois gentes del campo ypasaréis más desapercibidos. Si noquiere volver no la forcéis, pero si sufrey necesita volver, ayudadla. Ahora, trasla construcción de las defensas, hemosrechazado a los godos y las montañasson inexpugnables. Ella podría volver…—suspiró Aster.

»—¿Cómo la encontraremos?»—Buscad a Enol. Buscad a

Leovigildo. Preguntad por la princesa delos baltos y traedme noticias de ella.

»Unos días más tarde, cuando lasnubes se abrieron, en un día de sol,Fusco y yo partimos hacia el sur. Fuscono protestó aunque se notaba que le

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costaba dejar a Brigetia, pero norefunfuñó como acostumbraba. Fusco,como yo, te quiere, Jana.

»Mailoc nos indicó la ruta, nos dijoque fuésemos a Astúrica Augusta. Allíexistía una fuerte guarnición goda.Abrigados con nuestras capas de sagun,portando una espada al cinto y un puñalde antenas, con algo de oro que Asternos proporcionó, orgullosos de unamisión importante y esperanzados con laidea de encontrarte, emprendimos elcamino.

»Cuando llegamos a Astúrica,supimos que el duque Leovigildo habíapartido hacia el sur, nos enteramos de

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que con él iba una mujer rubia y triste.Entonces emprendimos los caminos dela meseta. A Fusco y a mí nos molestabael sol brillante de aquellas tierras y loscielos siempre limpios de nubes. Hacíafrío. La nieve nos detuvo en la casa deunos pastores antes de llegar a Semure.

»Avistamos al ejército godo cuandoya había cruzado el río d'Ouro, el río deOro que llaman los lusitanos. Pronto nosdimos cuenta de que no éramos losúnicos que seguíamos la comitiva.Pudimos descubrir los planes de Lubbo.Varias veces estuvieron a punto deatraparnos los soldados godos y Lubbocasi nos mata.

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»La noche en la que se incendió latienda en el campamento godo, Fusco yyo estábamos allí. Os rescatamos de lasllamas a ti y a Enol. Estábamos tannerviosos que te creímos muerta. Nosequivocamos. Debimos huir deprisaporque los soldados de Leovigildo nosperseguían.

»Regresamos al norte a través demuchas peripecias, hacía sol porque seacercaba la primavera pero nuestroánimo era oscuro. En el camino nohablábamos, cada uno de nosotrospensaba en cómo comunicaríamos aAster tu muerte.

»Recuerdo la llegada a Ongar en un

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día lluvioso de primavera. Brigetia seacercó a recibir a Fusco, que en mediode su preocupación, sonrió. Él se retrasócon ella, yo proseguí mi camino. Al vermi rostro apesadumbrado, Asterentendió que algo grave había sucedido.Durante días no quiso creerlo, mepreguntaba una y otra vez los detalles.Después hablaba de ti como de algosagrado y amable en su pasado. Fueentonces, en el poblado de Ongar, dondecomenzó la leyenda. Decían que Asterhabía sido cautivado por una Jana de losarroyos, pero que él la había vencido y aNicer le llamaron “el hijo del hada”.

»Con los años, los godos de nuevo

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comenzaron a hostigarnos, el paso deloeste, mal guardado por los luggones,que no habían accedido a que Asterconstruyese baluartes, permitía que losgodos se introdujesen en Ongar y nosatacasen. En una de estas escaramuzas,persiguiendo a los godos hasta lameseta, fui atrapado con másmontañeses. Me condujeron a Astúrica,y allí me vendieron como siervo a unterrateniente que buscaba mano de obrapara sus campos en el sur. Llegué a lavilla de un rico propietario de laLusitania y, yo, que siempre he odiadola tierra, debí cultivarla. Fui siervo enuna villa del sur donde había muchos

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más. Los siervos que, como bien sabes,casi no existen en las poblaciones libresdel norte, forman parte de la vida de losgodos. Muchos lo son por nacimiento,otros como yo, porque fueron apresadosen la guerra. Es difícil que un siervoescape de los predios de su señor.

»Pasaron varios años. Intenté la fugavarias veces pero una y otra vez fuiapresado y después azotado brutalmenteAún puedes ver las marcas del látigo enmi espalda. Cuando comenzaba aresignarme con mi suerte, el reyAtanagildo atacó a los bizantinos yordenó a los nobles que se le uniesen,mi señor levó sus tropas, a las que

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añadió algunos siervos rústicos entre losque me encontraba yo. En el campo debatalla, el grupo que acaudillaba miseñor se situó junto a los soldados deLeovigildo. Al oír aquel nombrevolvieron los recuerdos de la caída deAlbión y de la muerte de Tassio. Lanoche previa a la batalla contra losbizantinos, coincidimos en elcampamento con los hombres del duqueLeovigildo. Los soldados hablaban desu señor, algunos de ellos habíanparticipado en la campaña frente a loscántabros. Entre otras cosas, comentaronque todo el poder del duque Leovigildoprovenía de haber conseguido un gran

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tesoro en el norte y de habersedesposado con la hija de Amalarico.Cuando repliqué que ella había muerto,me contradijeron. Me hablaron de ti, deuna mujer de cabellos claros y deestirpe baltinga que vivía en Mérida.Entonces entendí mi error. La batallacontra los bizantinos fue dura, muchosmurieron.

»Después logré escapar. Es malacosa ser un siervo huido, pasé hambre ymuchas fatigas que no nombraré.Entonces, un día, muerto de inanición yenfermo, me recogieron los monjes deMássona junto a un camino a las afuerasde Emérita. Al final, he cumplido el

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encargo de Aster y he llegado junto a ti.Después de narrar la historia, a

Lesso se le quebraba la voz por lafatiga. Le acompañé a su lecho, donde seacostó. Me retiré de su lado, no queríaque me viese llorar. Ahora que elpasado se había abierto ante mí, lasdudas me atenazaban. Si hubierapermanecido junto a Aster, las montañashabrían seguido libres, pues él era capazde defenderlas. Hermenegildo hubiesevivido junto a su padre. Entonces unaidea me calmó, no tendría a Recaredo,mi mozalbete pelirrojo, tan serio y tanfuerte. El pasado se había ido, no existíaya la posibilidad del retorno, como

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ocurría con las aguas del Anas, queeternamente se dirigían hacia el océanoinmenso.

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XXXVII. En el palacio

Hermenegildo me ayudó desde elprincipio a curar al montañés, noté queLesso le producía una gran curiosidad.Me gustaba dejarles a solas, quería quemi hijo conociese las cosas de lospueblos de Vindión y de su verdaderopadre. Lesso le contaba a mi hijohistorias del norte: de cómo cazabanciervos y osos, de los pasos de lasmontañas bloqueados por las nieves. Elmontañés disfrutaba con mi hijo mayor,que fijaba en él sus ojos claros, casi

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transparentes, rodeados por largaspestañas negras, que parecían atravesara quien miraba.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?—Ya, diez.—¿Diez? Casi el mismo tiempo que

hace desde que tu madre nos dejó.Al decir estas palabras Lesso se

detuvo y, pensativo, miró aHermenegildo, quien no pareció darsecuenta de la expresión de los ojos deLesso.

—Mi madre nunca habla del norte,los criados dicen que vino de allí. Quemi padre, Leovigildo, la rescató de lacautividad. Pero ella no habla del norte.

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A mí me gustaría saber qué pasó.Hermenegildo estaba ansioso de

conocer cosas, pero Lesso, prudente, noquiso hablar; el chico continuó:

—Los criados dicen que en el norteson paganos y hacen sacrificioshumanos.

Lesso frunció el ceño y dijodespreciativo:

—¡Saben mucho los criados!—Vamos, Lesso, cuéntame algo del

norte.Sin embargo, el montañés no

contestó, los recuerdos del pasado leescocían aún como heridas malcerradas.

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—Dicen —prosiguió el chico— quemi padre, el duque Leovigildo, es unguerrero valiente, que destruyó el nidode los bárbaros del norte, que por eso elrey nuestro señor Atanagildo le premiócon mi madre.

—Dicen muchas cosas. Y los quehablan no siempre saben lo que estándiciendo.

Animado al escuchar una respuesta,Hermenegildo insistió:

—¿Desde cuándo conoces a mimadre?

—Desde siempre —contestóescuetamente Lesso.

—Dicen que es de un alto linaje, del

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más alto linaje que hay en estas tierras.Lucrecia dice que se parece a mi abueloel rey Amalarico. ¿Lo conociste?

—No.—Dicen que mi padre Leovigildo no

es tan noble como ella, pero Leovigildoes muy valiente y la conquistó. Mimadre es sabia y sabe curar. Es extraña,casi nunca habla y, a veces, la he vistollorar. No hay otra mujer como ella.Dicen que me parezco a mi madre yRecaredo a mi padre.

—En eso aciertas —dijo Lesso—, tuhermano es un godo de la más pura razay tú no.

Hermenegildo rió entonces, y dijo:

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—Yo también lo soy. Soy godo deestirpe real y destrozaré a los bárbarosenemigos de mi raza y someteré a loshispanos. Seré un gran guerrero yderrotaré a los cántabros y a losastures… y echaré de estas tierras a lastropas imperiales.

Ante aquellas palabras deHermenegildo, el montañés recordó elnorte, las montañas, el verde valle deOngar, la caída de Albión… y seentristeció. Se fijó en aquel muchachode pelo oscuro, de cuerpo fuerte yelástico y amablemente le rogó:

—Déjame, muchacho, hoy quierodescansar. Otro día… en otro momento

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te contaré cosas y cuando me cure teenseñaré a luchar como luchan en elnorte.

—¿De verdad?—Sí, pero ahora… vete.Hermenegildo se levantó,

ensimismado salió al patio posterior.Una fuente cantaba y en el jardín lahierba brillaba verde, un peristilorodeaba al atrio sostenido por columnasde capiteles corintios. Hermenegildo seintrodujo en el cubículo que era sudormitorio y de un baúl sacó unapequeña espada de madera. Despuésatravesó el atrio y se dirigió a la calle,los dos soldados que guardaban la

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puerta le saludaron. Dando la vuelta alpalacio de los baltos, enfiló la calle queacababa en el puente. Hacía calor. Bajolos arcos del puente y en la ribera delAnas, varios chicos jugaban a lasguerras con espadas de madera. Al ver aHermenegildo se detuvieron.

—¡Hermenegildo! ¿Dónde teescondes? Te hemos estado buscando.¿Ya no te interesa la lucha?

—Sí, claro —contestó rápidamentemientras les sonreía amistosamente.

—¿Con quién vas? —le preguntaron.—Me da igual… ¿quién pierde?—Los de Antonio y Faustino.—Voy con ellos.

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Formaron dos bandos, tres a tres.Frente a Antonio y Faustino, hijos deunos libertos de la casa baltinga,jugaban Claudio y Walamir. Claudio,hijo del gobernador de la ciudad, unhispano romano de prestigio, descendíade la noble familia del emperadorTeodosio. Su cabello era oscuro y susrasgos rectos. Walamir era un muchachogodo de baja cuna, su padre era unespatario de Leovigildo, era muy fuertey más desarrollado físicamente que losotros.

El juego consistía en atacar a los delequipo contrario con espadas demadera, cuando uno de los chicos era

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tocado en un lugar vital se retiraba delcombate. Al final, se habían eliminadocasi todos los chicos, Walamir yHermenegildo seguían luchando. Lalucha se había enconado, el quevenciese daría el triunfo a su equipo.Walamir tenía el cabello pelirrojo y losojos claros, era uno o dos años mayorque Hermenegildo. Este último, muyágil, evitaba los golpes del otro pero,poco a poco, Walamir fue cercando aHermenegildo contra la pared del arcodel puente. Al oír los gritos, otroschiquillos más pequeños, entre ellosRecaredo, acudieron a ver el resultadodel juego. Hermenegildo conseguía

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evitar los golpes de Walamir, y noluchaba mal: en un momento dadoapuntó con la espada de madera muycerca del corazón, pero Walamirconsiguió evitar que le tocase.Finalmente, el hijo del espatarioacorraló a Hermenegildo contra lapared, de tal modo que resbaló y cayó alsuelo. Con la punta de la espada demadera le apuntó al gaznate.

—Vencido —dijo Walamir.—De acuerdo, me rindo; pero la

próxima vez te ganaré.—¿Ah, sí? —Walamir se rió.Recaredo se acercó a su hermano y

le dio la mano para que se levantase.

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—Nunca vas a ganar a Walamir, esmayor que tú —dijo sensatamenteRecaredo.

—El hombre del norte, el herido aquien cuida madre, me ha prometidoenseñarme a luchar.

—¿Dices en serio que te va aenseñar a luchar? ¡Qué suerte!

—Sí. Me lo ha prometido.—Yo también quiero.—No sé si querrá —dijo

Hermenegildo dándose importancia—,tú eres pequeño.

Sonaron las campanas en las torresde las iglesias anunciando el mediodía.Era la hora de comer, los muchachos se

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dispersaron, unos yendo hacia las casasmás nobles y otros hacia las de laservidumbre. Hermenegildo le contó asu hermano parte de las historias que lehabía relatado Lesso. Recaredo nocesaba de preguntarle a su hermanosobre las luchas del norte.

Días más tarde, los niños buscaban aLesso, que había mejorado. Loencontraron sentado conmigo cerca de lamuralla contemplando el río Anas.

—Me recuerda el Eo —me decía—,pero aquí la luz es dorada y cálida y allíjunto a Albión la luz era blanca y

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húmeda.—No olvidas el norte.—No —dijo él con añoranza.—Yo tampoco —le confesé—, mis

pensamientos siempre están allí. Hevuelto a tener trances. Os vi atravesandolas montañas, en el cauce del Deva. Vique os atacaban los godos antes deregresar a Albión. Os vi descendiendoel Deva, y cómo Aster elevaba a Niceral llegar a Ongar.

Lesso me miró sorprendido.—Sí. Fue de esa manera.No pude seguir. Corriendo por la

escalera vimos subir hacia la muralla aRecaredo y a Hermenegildo, este último

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llegó antes que su hermano resollandopor la subida.

—Madre, Lesso prometió enseñarmea luchar.

Le repliqué sonriente:—Y los espatarios de Leovigildo…

¿no te enseñan lo suficiente?—Dicen que en el norte tienen la

«furia salvaje» y no los derrota ningúnenemigo.

—¿Y tú tienes muchos enemigosaquí? —le dije pasando mi mano por sucabello; pero él se retiró. Ya era mayory no le gustaba que lo acariciase.

—Walamir siempre me vence.—Walamir tiene casi catorce años y

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tú tienes doce.—Un hombre —dijo muy serio

Hermenegildo— debe vencer aenemigos más fuertes que él.

Al oírle, Lesso y yo no pudimos pormenos de echarnos a reír; me dirigídivertida a Lesso:

—¿Le podrás enseñar algo? ¿Teencuentras bien?

—Creo que sí le podría enseñaralgunas cosas.

En aquel momento llegó Recaredo.—Yo también quiero ser un gran

guerrero.Nos reímos de él, viéndole tan

pequeño; Lesso afirmó:

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—Este sí que es un terrible godo,pero todavía es pequeño, le llamaremosel godín.

A Lesso le hacía gracia el pequeño,todo en Recaredo era de pura razagermana, era juicioso y capaz, con lospies firmemente apoyados en el suelo,poseía un orgullo de casta y erapersistente sin cejar en lo que deseaba.

—No permitáis que se rían de mí,madre.

Lesso bajó de la muralla, precedidopor Hermenegildo y apoyado enRecaredo. Abajo comenzó a enseñarleslo que tantas veces yo había visto frentea la fortaleza de Albión y en el castro de

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Arán.—Hay que luchar con el corazón,

enardeciéndose de pasión; peromanteniendo siempre fría la cabeza.

Hermenegildo se batía con bravura ysin cansarse. Lesso no les enseñabatécnicas concretas sino el arte deldominio de sí, tan amado por los celtas.Al ver luchar a Hermenegildo me dicuenta de que, hasta en el modo deluchar, se parecía a su verdadero padre.Unos días más tarde, Lesso tomó unaenorme hacha y atacó a Hermenegildo,haciendo que el muchacho se defendiesecon una barra de hierro. Yo seguía elcombate con interés desde la azotea.

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Lesso obligaba a Hermenegildo aretroceder pero este último se defendíabien de sus ataques. Lesso no empleabatoda su fuerza y eso enfurecía aHermenegildo. Llegó un momento en queHermenegildo resbaló, en ese momentoLesso se abalanzó sobre él hacha enmano mientras gritaba en broma:

—Aquí llega la furia celta.Elevó el hacha y descargó un golpe

sobre Hermenegildo, que yacía en elsuelo, éste logró parar el golpe, pero elhacha, manejada con mucha fuerza porLesso, chocó contra la barra de hierro yla partió. Me asusté y grité. El hachaestuvo a punto de destrozar al chico,

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pero cuando iba a clavarse en el pecho,Lesso frenó el golpe y se echó a reír,haciendo rabiar a Hermenegildo hastaque éste comenzó a soltar carcajadas.

Les dejé riéndose y peleando;recordé el tiempo pasado cuando deniña, en Arán, jugaba con Fusco y conLesso. Me dirigí a la parte superior dela casa donde vivía Braulio, desde díasatrás notaba que quería decirme algo. Leencontré tras la cocina cortando leña.

—¿Queréis algo?—Señora, el hombre del norte

parece un prófugo de alguna hacienda, sies así podríais tener problemas con miseñor Leovigildo.

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—¿Qué propones…? —Yo me fiabasiempre de las opiniones de Braulio.

—Deberíais saber quién es su amo,y plantearle un canje, por joyas o dinero.

Lesso me dio algunos datos de suantiguo amo, y Braulio pudo entenderdónde vivía. Unos días más tarde, enviéa Braulio con algunas joyas al lugardonde moraba el dueño de Lesso. Éstepareció sorprendido al saber que aquelsiervo aún vivía. Nunca había pensadoen recuperarlo así que el pago en joyasle vino bien. Braulio regresó con unburdo documento semejante a un pagaré.

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XXXVIII. Los trances

Desde la llegada de Lesso, el norte sehabía vuelto cercano para mí, a menudohablaba con él del pasado, pero notabaque guardaba algo, algo que no queríarevelar por completo.

Una noche tuve un mal sueño. Asterlloraba un pecado que había cometidocontra mí. Yo extendía los brazos paraconsolarle pero no le alcanzaba, queríadecirle que no existía nada que mi amorfuese incapaz de perdonar; él no me oía.Entonces me di cuenta de que en mi

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visión, Mailoc estaba junto a Aster.Aster decía:

—No supe negarme a ella. Ellacuida de mi hijo, está loca y enferma,piensa que yo soy Valdur.

—Debes reparar eso.—¿Cómo?—Cásate con ella.En mi sueño vi a Uma, me di cuenta

de que esperaba un hijo. Lloré detristeza y de angustia. Cada vez éramosmás como el agua y la luna, lejanos eluno del otro.

Por la mañana, busqué a Lesso.—Tuve un sueño. Ese sueño me

dolió mucho.

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Callé un momento y dije titubeante:—Vi a Uma, a Uma con Aster.Lesso enrojeció.—¡Escucha, Jana! No te lo he

contado todo porque no quería hacertesufrir. Uma se hizo dependiente deAster, le perseguía. Cuidaba de su hijo.Aster se creía culpable de la muerte desu hermano, de su marido y de su locura.Sucedió lo que tenía que ocurrir.

—No pudo esperar…—Él creyó que habías muerto.

¿Recuerdas? Fuimos nosotros, Fusco yyo, quienes le dimos la falsa noticia.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?—No era capaz de contarte… de

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contarte eso. Todos sabemos que tefuiste por salvar a los evadidos deAlbión. Te guardamos un respeto y yono era capaz de hablar de ello, porquesabía que ibas a sufrir.

Entendí que mi sueño había sidoreal, que había visto el pasado. Elsufrimiento que parecía dormidoreapareció. Estuve varios días enferma yvolvieron los trances. La servidumbre sealejaba de mí, me consideraban unabruja, peligrosa y extraña. Sólo Brauliome atendía con devoción, Braulio yLesso. En mis visiones, Aster se mehacía presente, Uma y Aster, y un infanteque no era Nicer. El recién nacido

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estaba en una cuna y Nicer la movía.Después seguí teniendo trances en

los que veía a través del tiempo.Visiones tangibles y muy vividas metransportaban hasta Aster. En ellasdistinguí muchos castros en el norteabandonados y las gentes emigrandohacia Ongar. Se refugiaban en los vallesdefendidos por las fortalezas. Los godosatacaban los castros y torturaban a lasgentes, querían atrapar a los rebeldes ydominar toda aquella área. Sin embargo,no eran capaces de penetrar en lo máshondo de la cordillera de Vindión que seconvirtió en un lugar inaccesible yseguro. Ongar llegó a ser una leyenda, y

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Aster, un ser mítico, cuyo nombreasustaba a los ejércitos visigodos.

Pero Aster sabía que no erasuficiente, no bastaba que las tribus deloccidente lo siguiesen, le obedeciesen yfortificasen parte de las montañas. Porello, convocó una gran reunión —elSenado de los pueblos cántabros—;acudieron guerreros de todo lo largo yancho de la cordillera de Vindión,pueblos que no habían vivido la tiraníade Lubbo porque eran demasiadoorientales a Albión, gentes muy distintasde los pueblos del occidente.

Con los ojos del espíritu, percibí elSenado de los pueblos cántabros. A un

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valle impenetrable para los godosfueron llegando guerreros de distintastribus. Me parecía estar entre ellos,podía entrever sus ropas y susarmaduras. Vestían grebas de metal paraproteger las piernas, pantalones hasta larodilla, túnicas cortas hasta mediomuslo, sobre las que se protegían concorazas de bronce y hierro muylabradas. Algunos tenían un aspectoferoz. Me asusté de un hombre alto, deaspecto aterrador. Incluso sin armas,aquel hombre podía inspirar miedo a susadversarios. Le llamaron Larus, por laspalabras de los otros deduje que aquelgigante capitaneaba a los orgenomescos,

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el pueblo sediento de muerte. Despuésse hizo visible ante mí Gausón, de rostropétreo y de cabello hirsuto, portaba doslanzas, las armas del dios Lug, su rostroinspiraba miedo. Gausón acaudillaba alos luggones, el pueblo dedicado al diosLug.

Lideraba a los pésicos un guerrerojoven. De noble cuna, era el únicosuperviviente de la matanza que habíancausado los godos entre los principalesde su pueblo. La tierra de los pésicosestaba ligada a la de los albiones, lacaída del gran castro sobre el Eoconllevó la destrucción de esta tribu.Bodecio era el nombre del joven que los

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representaba.Además de estos hombres, había

allí, en Ongar, representación de toda latribu y nación cántabra. De una montañaa otra a través de señales con hogueras,todos los pueblos de las montañashabían sido convocados: silenos,avarginos, noegos, moecanos.

—El avance de los godos es yaimparable —dijo Aster—, si no nosunimos, despareceremos como puebloslibres.

—¿Qué propones? —se oyó la vozronca de Gausón.

—Este invierno, los godos no hanentrado en los valles de Ongar porque

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los hemos protegido con fortalezas ycentinelas; pero en la vertiente orientalhan conseguido entrar en el círculomontañoso que resguarda Ongar. Hemosperdido algunos hombres. Las montañasde Vindión nos protegerán si nosotroslas fortificamos, pero necesitamos queocupéis los pasos del oriente ymantengáis tropas allí.

El gigante que capitaneaba losorgenomescos habló y su voz sonóenfurecida:

—Los orgenomescos no seremoscomo aves de corral ocultos enfortalezas. Luchamos cara a cara encampo abierto. Nuestros castros están

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fortificados. Los orgenomescos somosvalientes, nadie se atreverá contranosotros.

—No pongo en duda tu valentía,Larus, pero los godos tienen armaspoderosas, tarde o temprano destruiránlos castros y no podréis sobrevivirsolos, debemos unirnos y fortificar lasmontañas. ¿No querrás que tus hijossean hechos prisioneros y llevados alsur? Eso es lo que ha ocurrido en eloriente.

Entonces Gausón, principal entre losluggones, habló:

—Eso os ha pasado a los albiones,porque os habéis reblandecido. Has

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aceptado la doctrina de los cristianos,esa doctrina hace a los hombres blandoscomo mujercillas y hunde a los pueblos.Nosotros, los luggones, somos el pueblodel dios Lug, nadie ha podidoderrotarnos nunca.

—Los ritos antiguos han acabado.—Nosotros adoramos a Lug, el dios

de la guerra. Perdisteis Albión porqueno le ofrecisteis a Lug los sacrificios yholocaustos que merecía.

Antes de que Aster pudiera replicar,Larus habló:

—Lo que propones, Aster, es decobardes, yo tengo otro plan —dijoLarus—, atacar cuanto antes a los godos,

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destruir sus campamentos y susciudades. Sembrar tal terror entre ellosque decidan irse de las tierras cántabrasy no volver nunca más.

Ante estas palabras dichas conconvencimiento y fuerza, todosaclamaron. Aster miró a Mehiar conimpotencia y tristeza. No lesconvencerían nunca. Al oír la palabracobardía y lucha, una embriaguez deguerra y muerte inundó el valle deOngar.

—El valle del río de Oro tienevillas de tiempos de los romanos llenasde riquezas, hay ciudades llenas devíveres y pasan cargamentos con oro y

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plata procedentes del reino suevo. ¿Quéson los godos para la furia cántabra?

Los orgenomescos y los luggones denuevo gritaron con ansia de batalla.Otros pueblos, los que se habíanrefugiado bajo la principalía de Aster,callaron, quizá no eran menos valientespero habían conocido el poder y lacrueldad de los godos y no se sentíancon fuerza para atacar al poderosoejército visigodo, frente a frente.

Entonces se oyó la voz firme deRondal, tío de Aster, sus palabras erancoléricas, dichas en tono fuerte:

—Vosotros, los orgenomescos y losluggones, sois aves de rapiña. Vivís

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como bandidos, atacando y destruyendo.Dais albergue a los bagaudas quesaquean y destruyen nuestros poblados,llevándose las cosechas. Algún día osencontraréis con lo que no queréis.

Gausón y Larus miraron amenazantesa Rondal; en ese momento intervino denuevo Aster con voz más conciliadora.

—Los pueblos del occidente no losacompañaremos en esa campañabárbara. Estamos heridos,recuperándonos aún de la caída deAlbión y de la tiranía de Lubbo. —Luego continuó—: ¡Que el destino no osconduzca a ver la destrucción devuestros castros, como me condujo a mí

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a ver la destrucción del lugar dondenací!

Le miraron como al agorero de lasdesgracias, pero ante su voz serena yfirme no se atrevieron a contradecirle ysimplemente replicaron:

—Los orgenomescos y los luggonesdefenderemos a nuestros hijos, si somosatacados, en la gran fortaleza de Amaia,que es inexpugnable.

—No hay lugar que no se puedaconquistar —dijo Aster, pero loshombres del oriente no le escucharon.Querían la guerra—. Sólo os pido —continuó Aster— que me permitáisfortificar las montañas en el lado este de

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la cordillera y enviar allí a algunoshombres que guarden esos pasos.

Aster se paró durante unos segundos,presentía el futuro:

—Algún día tendréis que refugiarosallí.

La voz imperturbable de Astercalmó en algo a Larus, éste miró aGausón y accedió a la petición de Aster.

—Bien —dijo el orgenomesco—, ospermitiremos que fortifiquéis los pasosde montaña al oeste, pero no pondréisguardias en ellos. Es nuestro territorio.A cambio de ello, si algún día Amaiafuese cercada, jurad ante los dioses denuestros antepasados que nos ayudarás

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con todos los hombres que tengas a tualcance.

Contemplé el rostro de Aster,preocupado, y oí cómo con voz fuertejuraba ante el Único Posible. Ellos sedieron por satisfechos.

Entonces mi visión se detuvo y medesperté. Lloré porque la faz de Aster,su rostro enflaquecido y lacerado, sehabía desvanecido en las sombras ydeseé, una vez más, estar junto a él yconsolarle.

Hacía tiempo que había yaamanecido. Oí fuera a los criados

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trajinar y busqué a Lesso. Estaba conBraulio cortando leña y trabajando enlos jardines detrás de la casa. Al vermese dio cuenta de que le buscaba:

—¿Estás bien, Jana? —me dijo—.Hace días que no te vemos. Mássona hapreguntado por ti. Los niños estánasustados al ver a su madre enferma.

—He tenido trances, muchasvisiones del norte —dije—, he visto aAster.

—¿Le has visto?—En mis trances, ¿recuerdas…?

Siempre he tenido visiones.—Sí —Lesso sonrió—. Pero pocas

veces sabíamos si eran del pasado, del

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presente o del futuro.—Creo que eran del tiempo

presente.—¿Qué has visto?—Vi la reunión del Senado

cántabro. Aster intentaba convencerlespara que fortificasen los pasos de lasmontañas. Ellos se negaban y declarabanla guerra al godo.

Entonces le conté mi sueñodetalladamente, le expliqué los hombresy los pueblos que había visto y eljuramento de Aster.

—Sé que Aster siempre ha buscadola unión de los pueblos del norte frente alos godos. Pero las tribus del nordeste

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de Vindión confían demasiado en suscastros y en la valentía de sus guerreros.Sin embargo, los del occidente serefugian con Aster en Ongar y le apoyan.Ahora Aster debe de tener todo eldominio del norte menos la región de losorgenomescos y los luggones, estospueblos son la llave que cierra Vindión.Son pueblos muy salvajes, odian todo locristiano, nunca se aliarán con Aster;creen que su prudencia es cobardía. Sison atacados, él tendrá que ayudarlesporque, si caen, la entrada a Ongarquedará al descubierto. Eso podría sersu fin.

Callamos. Siempre había pensado

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que tras mi huida los pueblos del norteserían eternamente libres, perocomprendí con más claridad lo que unavez Aster me había dicho: ningunaacción heroica cambia enteramente eldestino de los hombres, el futuro es frutode muchos azares no siempreprevisibles, y entendí una vez más queexiste una Providencia ajena a loshombres que solamente conoce el ÚnicoPosible.

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XXXIX. Leovigildo

El invierno propició una tregua en laguerra y se habló del regreso deLeovigildo. Los ejércitos godos seguíanluchando frente a las tropas bizantinaspero sus embates se estrellaban contralas murallas de Córduba. Los noblescordobeses, un tiempo favorable aAtanagildo, se habían aliado con losimperiales, y las tropas de losvisigodos, con Leovigildo entre ellas, noconseguían vencer a la antigua ciudadhispano romana. Y es que, más cercanos

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a los conquistadores de oriente, porcultura y religión, que a los godos, losnobles hispano romanos apoyaban aBizancio.

Las mesnadas de Leovigildoentraron cabalgando por el puente sobreel río Anas. Se aproximaba el invierno ylos trigales estaban secos y amarillos.En los campos los labriegos seinclinaban hasta el suelo en la vendimia.Las vides estaban llenas de fruto, aquelaño la cosecha era buena. Hermenegildoy Recaredo, al oír las voces del vigía,se encaramaron a la muralla, orgullososdel lucimiento de su padre. Junto a ellos,gritaban Walamir y Claudio.

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Leovigildo rodeó el palacio de losbaltos, desmontó junto a la puerta ypenetró en la casa. Yo le esperaba en elatrio, rodeada de la servidumbre, juntoal impluvio que contenía el agua de lasúltimas lluvias. Los chicos llegaroncorriendo y se situaron detrás de mí,firmes y con cara de expectación. Entróel duque y me saludó fríamente, denuevo sentí aquella antigua angustia antesu presencia. Se acercó a Hermenegildoy a Recaredo que, con admiración,contemplaron sus armas bruñidas yrefulgentes. Él se mostró orgulloso delcrecimiento de sus hijos. DespuésLeovigildo se retiró a sus habitaciones y

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se reunió con los notables de la ciudad.Al día siguiente, fui convocada ante

él. Lucrecia le había informado de midesobediencia y de las escapadas a laiglesia de Santa Eulalia, durante eltiempo que había estado lejos.

—Señora, me dicen que salís delpalacio sin escolta, que además oslleváis a vuestro hijo a un lugar demiseria, que habéis traído a un criadofugado —su voz tomaba un tono cadavez más amenazador— y que acudís a laiglesia de los hispanos. Nosotros somosgodos, nobles en la ciudad. No guardáisel decoro ni el sentido de vuestra propiadignidad. Os prohíbo y os ruego que

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toméis buena cuenta de ello, os prohíboque salgáis del palacio sin escolta. Elsiervo fugado deberá volver con su amo.

Me asusté ante sus palabras, conocíamuy bien lo duro que podía llegar a serel que se decía mi esposo.

—No volveré a salir sola —le dijetemblando—. No llevaré más a mi hijoconmigo. Pero tened compasión, hepagado el rescate del siervo. Ahora esmío.

—En cualquier caso —dijo condureza el duque—, ese hombre no esvuestro, será de la casa de Leovigildo, ytendré derecho de hacer con él lo queme plazca.

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Continué con voz de súplica pues noquería perder a Lesso.

—Dejadle a mi lado, Leovigildo, elsiervo es un hombre del norte al queconocí en mi juventud.

—¿Del norte? ¿Es un montañés?—Sí.Al oírme hablar del norte, se detuvo,

como si reparase en algo, y dijo:—Quiero hablar con ese siervo. El

rey quiere reiniciar las campañas en elnorte. Esta vez no se me escapará el quedestroza nuestros campos de la zona delrío d'Ouro. Ese que parece interesarostanto.

Advertí en sus palabras todo el odio

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que profesaba a aquel al que nunca pudocapturar; después prosiguió paramortificarme:

—Nunca más tendréis tratos conMássona. En cuanto me ausento de laciudad, desobedecéis. Ha llegado elmomento de tomar medidas consistentes.

Acobardada, le pregunté:—¿A qué os referís?—El rey me ha entregado como

premio a mis servicios una villa cercade Toledo. Vuestros hijos tienen la edadde ir a la corte, son ya mayores y puedenser admitidos como espatarios del rey.Nos iremos de Mérida, vos viviréis enel campo muy cerca de Toledo, pero

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lejos de vuestros hijos, sobre los queinfluís negativamente.

La angustia me hizo perder larespiración, y amedrentada exclamé:

—No. ¡No me separéis de mis hijos!—Ha llegado el momento. Los hijos

de los nobles son educados en la corte,no entre mujerzuelas. En cuanto almontañés lo utilizaré en la primavera, elrey quiere reemprender las campañas enel norte… dado el fracaso que hacosechado en el sur. Me interesa eseindividuo que conoce el norte, él sabráconducirme hacia cierto rebelde al quevos no habéis olvidado.

Gemí, y olvidando cualquier tono

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protocolario hablé:—No puedes. No puedes hacer todo

eso.Se acercó a mí, sentí su aliento

espeso y el olor a sudor de su cuerpo.Me cogió por los hombros y mezarandeó:

—Sí. Sí que puedo. Hasta ahora hassido libre, haciendo tu voluntad enMérida. Ahora te quitaré a tus hijos, asísabrás que yo, Leovigildo, soy tu amo yseñor.

Después me soltó y apartándoseligeramente de mí, prosiguió:

—Cuando llegue la primavera mellevaré a Hermenegildo a la campaña

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contra los cántabros, ya tiene edad paraluchar, guerreará contra los cántabros ylos astures y los odiará. Recaredo serápaje en la corte del rey Atanagildo.

Llamaron a la puerta y anunciaron aLesso. Su cara mostraba turbación anteaquel hombre que tenía fuerza paramandarle matar cuando quisiese. Con ungesto Leovigildo me indicó que nuestraentrevista había finalizado y que yodebía volver a mis aposentos. Al salirde allí, me costaba caminar. A lo lejosse oían las voces de Hermenegildo yRecaredo gritando con otros chicos desu edad.

Esperé a Lesso, inquieta en mis

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habitaciones, intentando hilar, pero elhilo se deslizaba entre mis dedos por eltemblor. Lucrecia, con rostro pletórico,hablaba y hablaba de la corte y del granLeovigildo, su señor. ¡Cuánto odiaba aaquella mujer! Procuré evadirme de loque ella decía.

Pasaron dos días antes de quepudiese encontrarme con Lesso a solaspara hablar del interrogatorio al que lehabía sometido Leovigildo. Para evitarel acecho al que Lucrecia me sometía,nos citamos en la zona de las antiguastermas, allí nadie podría oírnos.

—Quiere que le acompañe enprimavera a la próxima campaña del

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norte —dijo Lesso lleno depreocupación—. Ha intentado averiguarsi conozco los pasos de las montañas.Ha adivinado que conozco a Aster. Meha amenazado si no colaboro.

—¿Qué harás?—Nunca traicionaré a mi gente.

Antes morir.Me di cuenta de la angustia de

Lesso. Yo sabía cuánto deseaba regresara su tierra, pero volver al norte con losenemigos de su pueblo era la mayordesgracia para él.

—Escucha, Lesso… —dije—,cuando estés en el norte, huye, te daréoro y lo utilizarás para escapar.

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Después, busca a Aster, dile que estoyviva y que no le olvido. Y, por favor,cuida a Hermenegildo.

—Le cuidaré como hijo de quien es.Entendí que quizás en sus palabras

había un doble sentido. Entonces, lloré.—Cuida de él, cuida de

Hermenegildo.

Pasaron los días mientras se hacíanlos preparativos para la partida aToledo. Leovigildo levó las tropas y,junto a sus hijos, otros muchos jóvenesque querían conseguir gloria y honoresse asociaron a sus huestes. Entre otros,

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Walamir, Antonio, Faustino y Claudio.Oí a los jóvenes luchar junto a lasmurallas y bajo el puente. Después seacercaban al lugar donde yo trabajaba,organizando el traslado a la ciudad delTajo.

—Madre —dijo un día Recaredo—.Hermenegildo ha vencido a Walamir.

—¿No le habrá hecho daño?—No. Utilizó las artes que Lesso le

ha enseñado. Le esperó a pie firme y sinasustarse esquivó los golpes de espada,y cuando él se descuidó, avanzó hastasometerlo.

Supe que la victoria sobre Walamirse había comentado en la ciudad.

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Hermenegildo había crecido y erafuerte, pero Walamir tenía fama de buenluchador y se había transformado en unmuchacho muy alto y robusto, casi ungigante.

Los días transcurrieron deprisa y seaproximaba la partida hacia Toledo.Hubiera querido despedirme de mi buenamigo Mássona, pero Leovigildo mehabía enclaustrado, prohibiéndome todasalida; sin embargo, antes de partir deMérida, Mássona se acercó a mi casa.Siguiendo las órdenes de Leovigildo losguardias no le dejaron entrar. Alescuchar su voz en la puerta, me acerquéy ordené a los centinelas que le

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permitiesen el paso. Comprobé queestaba nervioso y preocupado. Leintroduje dentro de la casa y procuré quepasase desapercibido, de lejos vi queLucrecia me espiaba. Le conduje haciamis habitaciones, pero antes de llegargiré y me dirigí hacia un lugar alejado ysecreto dentro de la casa, las antiguastermas romanas semidestruidas, llenasahora de grano y provisiones para elinvierno. Allí había podido hablar conLesso, era un lugar intrincado difícil deencontrar. Nos hallábamosaparentemente solos. Por una grieta en lapared de piedra entraba la luz delmediodía que brilló en el cabello

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canoso de Mássona.—¿Qué ocurre?—He tenido una visión. Hace dos

noches me desperté intranquilo. Notabaque Dios me llamaba, acudí a la iglesia.Algo me condujo hacia el cofre dondedormía la copa de los celtas, la antiguacopa que Juan de Besson nos entregó.Entonces, junto a ella, no lo creerásquizá, me pareció ver a tu antiguopreceptor, Juan de Besson, y oí su voz:«La copa pertenece a los pueblos de lasmontañas del norte y debe volver aellos, nunca habrá paz si la copa noregresa al norte.» Entonces desaparecióde mi vista. He comprendido que la

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copa debe regresar al norte. Me haninformado de que Leovigildo vuelvehacia allá, que se inicia la guerra. Enella van a morir muchos hombres.

—Lo sé.—Leovigildo odia a los cántabros.

Les odia porque nunca consiguederrotarlos, porque son pueblosorgullosos y porque sabe que tu corazónestá en el norte. Con todo lo que dejasteatrás.

—A Leovigildo no le importan missentimientos. No me ama.

—Es verdad que no te ama —dijoMássona—, pero odia que no leobedezcas y que no le admires, su

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vanidad está herida. Todos adulan algran duque Leovigildo, menos tú, que ledesprecias. Pienso que quiere ir al norteporque sabe que allí hay oro, perotambién porque quiere humillar al jefede los pueblos cántabros que fue tuesposo. En mi visión he comprendidoque Leovigildo derrotará a los cántabrosantes o después. Son pueblosindisciplinados, paganos, que viven dela rapiña.

Entonces yo protesté:—Eso no es así. El pueblo de Aster

ha sido bautizado y sé que le obedecen.Cultivan la tierra y cazan. Es un puebloen paz.

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—Pero hay otros pueblos en lasmontañas que no lo hacen así, muchos deellos aún practican sacrificios humanos.Leovigildo los atacará y les vencerá,porque su ejército es disciplinado y lasuerte no acompañará a lossacrificadores. Los cántabros solamentevencerán a los godos si la copa sagradavuelve a las manos de aquellos queodian los ritos antiguos y creen en elÚnico Posible. La copa aunará a lospueblos y los acercará a su luz. Entoncestodos se congregarán en torno a la casade Aster y la paz reinará en los valles.

—¿Cómo sabes todo esto?—Yo he estado en contacto con los

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celtas, he sido monje de la misma ordena la que perteneció Juan de Besson yconozco el pasado de ese pueblo.

En su voz había una modestialatente, nunca había hablado Mássona desu pasado. Ahora me pareció ver a Enol,en la expresión de los ojos del obispo.

—Aún hay más. Esa copa tiene algo.Algo sublime y especial. Cuandocelebro la misa en ella, y bebo el vinodel cáliz… mi mente se transporta a untiempo lejano. Me parece ver unaestancia alargada con varios hombres yoír la voz del Señor Jesús. Esa copa esla copa de la Cena, estaba destinadapara ello pero procede de los pueblos

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celtas y debe volver a ellos, para quealcancen la fe del Señor.

—¿Qué podemos hacer? Leovigildovuelve al norte, atacará en el verano. Lacopa pertenece a Ongar, sólo estaríasegura en el cenobio de Mailoc —dije—. Allí nadie podrá profanarla y Astersería su salvaguarda. Lesso va al nortecon Leovigildo. Él podría llevarla allí.

—La copa no debe caer en manospaganas, acuérdate de lo que ocurrió conLubbo —dijo Mássona—. No me atrevoa dar la copa a un hombre solo, unsiervo en el ejército godo. Sólo lacederé si Mailoc o el propio Aster vienea por ella.

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—¿Aster?—Él vendría a por ti y a por la copa,

si sabe que estás aquí. Debes encargar aLesso que busque a Aster y a Mailoc yles cuente mi visión.

—Hablaré con Lesso.Oímos ruidos cerca de las termas,

aquella conversación era peligrosa paramí. Sigilosamente acompañé a Mássonaal portillo en la muralla y me despedí deél, que me abrazó como un padre.

Al fin, hube de abandonar Mérida ylo hice con pesar, allí dejaba a mi buenamigo Mássona y mi labor como

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sanadora. El viaje duró varios días,atravesamos la Carpetania, sus bosques,poblados de cérvidos y jabalís, no eranmuy elevados, estaban cruzados porcaminos intrincados como un laberinto.Eran los comienzos del otoño y oí a losciervos en berrea. Los bosques estabanvivos y el desafío de las cornamentaschocando entre los valles divertía aHermenegildo y a Recaredo, que amenudo se escapaban para poder ver alos ciervos. Lesso de una lanzada matóun jabalí. Pasados los montes de Toledopoblados de alcornoques, encanas y jaraalcanzamos las tierras onduladas devino y cereal. Los hombres se afanaban

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en la vendimia. Hice una señal a Lesso yél se acercó al carro donde yo viajaba.

—Esta noche —le dije— retírate aun lado, que yo te buscaré.

Cayó la noche, una noche nublada yoscura. A las mujeres nos hospedaron enla casa de unos labriegos libres y loshombres pernoctaron al raso, alrededorde la hoguera. Pude ver a Lesso que seretiraba tras unos árboles junto a unpozo.

—Antes de partir —le dije— pudehablar con Mássona. Ha tenido unavisión, cree, y yo también con él, que lacopa debe volver al norte. La copa estáen Santa Eulalia. Si consigues escapar

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de los godos… busca a Aster y dile quedebe recuperar la copa.

Le transmití toda la visión deMássona y le hablé de las propiedadesde la copa y de lo que había ocurridocon Lubbo.

—La copa debe regresar a Ongar.Pero no sé cómo vamos a lograrlo.

—Aster sabrá. Habla con Aster ycon Mailoc.

Se oyeron ruidos en el campamento.Nos miramos, entonces me abracé aLesso y me despedí de él.

—No sé si mañana podré decirteadiós, Lesso, viejo amigo, ten cuidado.Cada día, hasta que regreses, te echaré

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de menos y me acordaré de ti.Amaneció un día frío y claro. Tras

varias leguas de marcha, desde lo altodel camino divisamos la ciudad deToledo, amurallada y rodeada por elTajo, que formaba una gran hoz en suderredor. En el esplendor del reino deAtanagildo, Toledo se coronaba de unpalacio que dominaba la ciudad,alrededor se aglomeraban las casasblancas y de piedra; entre ellas, lasiglesias de piedra estrecha, pero altas yrematadas de cruces y espadañas. Oímosdoblar las campanas.

Aquél era el final de mi viaje, ellugar donde despediría a mis hijos. Los

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vi irse galopando, contentos deincorporarse a los jóvenes de la corte deAtanagildo, ahora serían espatarios, losque portan la espada del rey. Sabía quecon el tiempo llegarían a los altospuestos palatinos para los queLeovigildo los había destinado. Lessomarchaba detrás de Hermenegildo. Medi cuenta de que no le quitaba ojo ycomprendí que, en lo que estuviese en sumano, le protegería.

La servidumbre que me acompañabatomó un camino hacia el este, hacia lavilla romana que Atanagildo habíadonado a mi esposo. Braulio se acercósolícito, pero no hice caso, yo no podía

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dejar de mirar hacia atrás, al lugardonde Hermenegildo y Recaredo habíandesaparecido.

La villa, antes de llegar a ella seextendían campos de viñedos y decereal. Un gran portón de madera oscuray de hierro impedía el paso a losvisitantes. Al abrirse el portón,enfilamos un camino ancho rodeado porcipreses y algún pino. Junto a mí en unamula cabalgaba Braulio, deseoso dealiviar el sufrimiento que se adivinabaen mi rostro al separarme de mis hijos.En mi carromato, Lucrecia refunfuñabadescontenta de vivir en el campo alejadade la corte, o por lo menos de los

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chismes y comadreos de la ciudad.Más aún que el palacio de Mérida,

de donde podía a menudo salir, la villaromana en el campo se transformó enuna prisión, ajardinada y hermosa…pero cerrada. Además, añoraba a mishijos. A menudo salía al camino ypaseaba entre vides y olivos, entrecampos de cereal donde corrían losconejos, hasta que llegaba a un lugaralto. Desde allí se veía el río Tajo,ahora lleno con las lluvias del otoño;más allá del río, elevándose hacia elcielo: la capital del reino de los godos,Toledo. En lo alto de la ciudad sealzaba el palacio de los reyes y yo

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miraba con insistencia hacia allípensando en mis hijos. Alguna vez,algún guerrero salía a caballo por lamuralla, y rodeaba el río hasta llegar alpuente. Me esforzaba en distinguir quiénera pensando que quizá fueran ellos,Recaredo o Hermenegildo, que seacercaban a verme; pero esto ocurrió enraras ocasiones. Ellos vivían en la cortegoda, y disfrutaban de la vida palatina.

Leovigildo prácticamente no acudiónunca a la villa. Después de lascosechas se acercó a cobrar las rentasde sus siervos y entonces le supliquéque me permitiese regresar a Mérida, alpalacio donde había vivido a mi llegada

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al reino de los godos, pero Leovigildono quería concederme libertades.

Aquel año, en primavera,Hermenegildo cumplió los diecisieteaños. Después de meses de separación,me conmoví al verlo. Sus rasgos eranrecios y rectos, en su faz delgada ibacreciendo una barba oscura sobre unaboca pequeña, masculina einterrogadora, sus músculos se habíandesarrollado; era un hombre fuerte,delgado y nervioso.

—En unos días partiremos, madre.Con la llegada del buen tiempo se iniciala campaña del norte. Sabrás que denuevo el rey Atanagildo ha nombrado

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duque de los ejércitos a mi padreLeovigildo. Yo iré con él, venceremos aesos salvajes que practican sacrificioshumanos y les daremos un buenescarmiento.

Acerqué mi mano a su hombro y lemiré a los ojos, después suavemente convoz velada por la tristeza le dije:

—Hijo mío, recuerda que yo viví dejoven con los que llamas salvajes. Séprudente. Contigo irá Lesso, haz caso alo que él te diga.

Él no entendió muy bien a qué merefería, la ilusión de la aventura y laentrada por primera vez en el campo debatalla le ocupaban toda la cabeza.

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Entre las cosas que habíamos traídode Mérida, busqué las armas de mipadre Amalarico: un escudo hermosocon cinco capas, de hierro, bronce yplata, un casco con cimera y penacho decrines oscuras; la hermosa lanza, quesólo un hombre fuerte podía manejar.Después encargué una espada de lamejor armería de Toledo con doble hojaafilada.

El día de la partida del ejército, seme permitió acercarme a la corte yentregué a Hermenegildo los presentesen el ala del palacio real donde mishijos moraban. Recaredo se admiró dela suntuosidad del regalo, él quería ir

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también a la guerra con su hermano,pero no se lo permitieron, no era másque un paje, un aprendiz de espatario enla corte.

Se organizó un desfile suntuoso, y fuiinvitada al lugar donde los reyesdespedían al ejército que partía hacia elnorte. En un estrado elevado, sombreadopor estandartes y pendones, se sentabala reina y a su lado Atanagildo. Él eracasi un anciano, con largas barbasblancas y respiración fatigosa.Goswintha tendría algunos años más queyo, una cara imperiosa y decidida; supelo era fosco y castaño y sus ojos eranclaros. En el rostro de la reina pude ver

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restos de amargura. Con una de misdamas, Lucrecia, ascendí los escalonesdel estrado que me separaban de lareina, ella me acogió con un besoprotocolario y me presentó al rey. Mehicieron sentar a su lado. Noté cómoLucrecia sonreía a la reina, y adivinéque había alguna relación entre ellas. Nomuy lejos del estrado real y cerca denosotras divisé a Recaredo, muy serioen su papel de paje, sosteniendo unpendón de gran tamaño. Recaredo era yaun adolescente de trece años, alto ycorpulento. Desfilaron las tropas, lasbanderas y estandartes ondeaban alviento, precedidos por trompas y

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fanfarrias. La reina nombró en voz alta alos nobles, que provenían de lugaresdistantes de su reino. Cada vez quenombraba a una de las casas nobles,señalaba también el número y valor delos hombres que aportaban a la guerra.Al fin, desfilaron las huestes de la casade Leovigildo.

Por los informes que constantementeme llegaban sabía que Hermenegildo eraun buen luchador, pero al verle portandolas armas de su abuelo Amalarico,flamante en su caballo, sentí orgullo. Ala vez, temí por él, para mí era todavíaun niño de escasa edad. Con él se iba loúnico que me restaba de mi pasado.

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Dudé del Dios de Mássona, que ahorame quitaba lo que yo amaba.Hermenegildo me saludó con unainclinación de cabeza al pasar bajo elpodio. Con un trote suave, cabalgaba alfrente de una parte de la mesnada denuestra casa, en ella iban Faustino,Antonio y Walamir. Recaredo, sinpreocuparse de la presencia del rey y lanobleza, agitó el estandarte, despidiendoa su hermano y a sus amigos.

Más atrás presidiendo toda lamarcha cabalgaba Leovigildo, duque yjefe supremo de la campaña del norte.En los últimos años su obesidad sehabía hecho más marcada, el pelo le

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dejaba la frente al descubierto yacentuaba su cara de águila deseandoatacar. No me saludó al pasar, encambio hizo una inclinación solemne decabeza al pasar por delante del palacioreal, donde Goswintha y Atanagildosupervisaban el desfile de las tropas.

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XL. Sueños del norte

Regresé a la villa junto al Tajo. A laprimavera sucedió el verano, las videsse fueron llenando de uva, el trigo setornó amarillo y después fue cosechado.Llegó el calor tórrido de agosto, quepenetraba por todos los rincones de lacasa. Más tarde, las gentes del campo sedispusieron para la vendimia.

Las pocas nuevas que se recibían delnorte hablaban de victorias y derrotas.No veía a Recaredo, demasiado jovenpara salir solo de la corte. Me llené de

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incertidumbre, regresando mis trances yvisiones.

En mis sueños, angustiosos, volví aver a aquel guerrero que incluso sinarmas inspiraba terror por su estaturagigantesca, el jefe de los orgenomescosal que llamaban Larus. Le distinguíluchando contra innumerables enemigos.Portaba un hacha de guerra, a sualrededor la lucha era encarnizada, y lashuestes que le acompañaban ibancayendo. Le rodeaban decenas desoldados godos, él gritaba y gozabasaciando su rabia. Cuando el godo sepresentaba de frente se ensañabasoltando golpes hacia delante, si el

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asalto le llamaba por su izquierdavolvía su arma y golpeaba del revés. Depronto un adversario ardiente y segurode su victoria, joven y muy ágil, le atacópor la espalda. Larus sin intimidarsedirigió su lanza hacia atrás.Sobresaltada me di cuenta de que elcontrincante de Larus era Hermenegildo,quien sin vacilar se dirigió hacia elcántabro y le lanzó contra el casco unajabalina que atravesó su penacho sinherirle. El cántabro se enfureció de talmodo que hundió su hacha en el escudodel joven godo. En el aire resonó elruido del escudo golpeado con todo elpeso del arma. Pero el hacha estaba

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atrapada en la profundidad del escudogodo, entonces Hermenegildo hundió suespada sobre la mano del cántabro. Lamano cayó al suelo amputada y se oyóun alarido de dolor, Hermenegildoaprovechó el momento para atravesar lagarganta de Larus con su espada.

Se escuchó un gran alarido desde elcampo de batalla.

—¡Larus!—¡Larus ha muerto!—Amaia caerá.Entonces los cántabros, abrumados

con la muerte de su jefe, se replegaronhacia una gran fortaleza situada detrásde ellos, lo hicieron de modo

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desordenado, gritando y gimiendo lapérdida de su capitán.

La fortaleza era Amaia, un enormecastro, mucho más grande que Albión,rodeado por una triple muralla, que dabatres grandes vueltas a las fortificaciones.Amaia estaba situada en una granplanicie donde acampaban las tropasgodas. Detrás del castro se elevaban lasmontañas, altas y con las cumbresnevadas, a lo lejos oí el ruido de muchasaguas, una cascada cayendo con un ruidoinimaginable; entonces me desperté.

La luz entraba en la habitación y seoía el agua de una tormenta de veranocayendo sobre el impluvio. Mi corazón

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latía precipitadamente al compás delsueño. Procuré calmarme. Decían queLeovigildo iba a regresar en unos días yyo temí su regreso, quizás era por ellopor lo que soñaba con las guerras delnorte, pero mi sueño había sido tanvivido que me costaba retornar a larealidad. Había sentido a mi hijoatrapado por aquel enorme guerrero.Desde semanas atrás no llegabannoticias fidedignas del norte.

Agotada entré de nuevo en unaduermevela y regresé al norte.

Entraron en Ongar unos jinetesgalopando de tal modo que los caballosparecía que se iban a desplomar de un

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momento a otro. A lo lejos se oían loscuernos de los vigías en la atalayaanunciando su llegada. Los hombres, lasmujeres y los niños salieron a las calles.

Se oyó un rumor que fue creciendopor el poblado:

—Han cercado Amaia, la fortalezade las llanuras. La entrada al oeste deVindión está a punto de caer.

—Larus ha muerto.Las gentes lloraban, abierto el paso

en las montañas, el acceso a Ongarquedaba expedito para el enemigo godo.De la acrópolis central del castroemergió Aster. Un Aster de pelo cano ybarba gris, pero con los ojos negros y

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brillantes; junto a él divisé a un joven deunos veinte años de mirada translúcida ycabello claro. Su boca se abría en unaexpresión decidida dejando entrever unablanca dentadura, todo su rostroexpresaba fortaleza, en él destacaba unanariz recta y afilada. Comprendí que eraNicer.

Los jinetes se desplomaronliteralmente de sus caballos en laentrada de la fortaleza de Aster.

—Hemos podido escapar de Amaia,un ejército godo innumerable ha cercadoel baluarte de los orgenomescos. Hacaído Larus, y los hombres se han batidoen retirada. Resisten dentro del castro

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de Amaia. Sólo tú, noble Aster, y losrestos del oeste sois nuestra esperanza.Si el gran castro de Amaia cae, el pasooriental estará libre. No habrá yadefensa posible, nos convertiremos enesclavos de los godos.

Aster miró a Nicer, ambos demanera instintiva llevaron sus manos alas espadas, después ayudaron a losmensajeros a levantarse.

—¡Convocad al consejo! —gritóAster.

Sonaron trompetas y una multitud seconvocó en torno al recinto central delcastro. Entonces distinguí a los quehabían escapado conmigo desde Albión.

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Pude ver a Fusco y a Mehiar, a Rondal ya Tilego. Tocaron los cuernos de caza.Ante el estruendo de trompas y cuernos,todos los hombres salieron de sus casas,congregándose frente a la fortaleza deAster.

—Ahora nos piden ayuda, pero antesen el Senado se rieron de ti y nosllamaron cobardes —dijo Bodecio, elpésico.

Aster pareció no oír lo que decíansus hombres, organizó la campaña sindetenerse un momento y envió emisariosa todos los lugares de los valles. Elmensaje era único: todos los castros,todos los guerreros que se habían

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sometido a la devotio, todos los querendían pleitesía a Aster eranconvocados.

Una masa ingente de guerreros llenóel valle de Ongar con un solo grito:

—¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra algodo!

Aster levantó su lanza, el solrefulgió sobre su cota de malla y sobresu escudo, se colocó un antiguo torqueal cuello que había pertenecido a sufamilia durante generaciones y habló ala multitud que le rodeaba.

—Si el castro sobre la llanura cae,será el fin de nuestras tierras.Lucharemos por nuestras costumbres y

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nuestras gentes. Hombres de lasmontañas, escuchad, venceremos algodo.

—¡Gloria a los pueblos cántabros!

Me desperté confusa, y quiserecabar noticias de la guerra, envié aBraulio a Toledo, pero los informes queme trajo estaban atrasados y eranconfusos. La campaña del norte seprolongaba, los soldados godosluchaban al oeste con los suevos, su reyMiro no claudicaba ante las tropas. Aleste, los cántabros resistían, se hablabade las hazañas de los montañeses de

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Vindión. Pronto se supo que Amaiahabía sido cercada y el nombre de Astercomenzó a conocerse en el sur. Decíanque era un criminal que había azuzado alos bagaudas y que en sus tierras serealizaban sacrificios humanos.

Cruzaron rumores de que loscántabros habían detenido el cerco deAmaia. Llegaban las hazañas de mi hijoJuan, Hermenegildo, le llamaban todos;de su valor, su inteligencia, de cómocompartía triunfos con los mejorescapitanes, pero yo seguía intranquila.

Las nuevas eran confusas, unos díasnuestras tropas habían sido derrotadas yotros habían infligido un severo castigo

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al enemigo.Volví a soñar con el norte.

Contemplé la ciudad amurallada deAmaia rodeada por incontables huestes.De su interior se escapaban lamentos dedolor, el humo de la cremación decadáveres me recordó a Albión entiempos de la peste. Entonces de lasmontañas descendieron innumerablesjinetes a caballo, gritaban de modoespantoso. Eran los montañesesacaudillados por Aster. Las huestesgodas se dispusieron para la batalla,disparaban flechas como nubes de

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langosta que cubrían a los asaltantes,ellos se protegían con escudos debronce y piel, en los que se clavaban lasflechas. Al llegar junto a los cercadores,los montañeses se dividieron en tresgrupos: uno capitaneado por Aster, juntoa quien cabalgaba Nicer, otro porRondal, el último estaba formado porlos luggones cuyo jefe era Gausón.

Los soldados godos no esperaban elataque, se oyeron trompas y tubas por elcampamento, aprestando a los hombrespara la batalla. La lucha era cuerpo acuerpo. De la ciudad amuralladasalieron los orgenomescos, llenos defuria, deseando cobrar la revancha de

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los largos días de encierro.Los godos, atacados por cuatro

flancos y sorprendidos, poco a pocoiban perdiendo posiciones.

Nicer luchaba con denuedo, surostro sonreía en la lid al dar golpes adiestro y siniestro. En un momento dadose liberó de sus rivales. Entonces seaproximó a él un grupo de soldadosgodos. Nicer manejaba con fuerza unagran espada, y su caballo asturcón congrandes patas blancas resistía losembates de los enemigos; los godos sedieron en retirada, ocultándose en unbosque. Descabalgó para perseguirlos, yentonces un combatiente más joven se

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enfrentó a él a campo abierto, eraHermenegildo. Los dos hermanosluchaban frente a frente, y yo sentí quemi corazón se me partía en dos.Hermenegildo cayó a tierra abatido porNicer, pero entonces vi a Walamir y aClaudio que se acercaban a caballo y lerecogían del suelo, retirándole delalcance de su hermano. Nicer se volvióbuscando su caballo, y una vez montadosalió en persecución de sus enemigos.

Sonó el cuerno de Leovigildotocando retirada. Los godos levantaronel cerco de la ciudad, dejando tras de síel campamento. Un hombre que vestíacon aspecto godo pero que se cubría con

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el sagun del norte se escondió entre losárboles, era Lesso. Voces de alegría seoyeron dentro de Amaia. La retirada delos godos fue confusa, las tropas huíanhacia el sur perseguidas por loscántabros.

Dentro de Amaia se celebró lavictoria, al tiempo que se rendían lashonras fúnebres a Larus. Un hombrejoven y achaparrado de rostro vivo quecapitaneaba ahora a los de Amaia habló:

—Gloria al principal entre losalbiones, gloria al gran Aster. Por susangre corre la savia de los grandesguerreros célticos. ¡Gloria y honor alhijo de Nicer!

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Los demás corearon las palabras delcapitán de los orgenomescos.

Entonces Aster tomó la palabra:—Nadie vencerá a los pueblos del

norte si permanecemos unidos, si no haytraiciones, si luchamos convencidos denuestra libertad.

Todos aclamaron las palabras deAster. En medio de la euforia por lavictoria se oyó una voz discordante, unavoz antigua y olvidada. Era un hombrejoven, vestido con el sagun, pero queparecía un anciano, un hombre que nadieconocía aunque había formado parte delos albiones:

—La victoria no será completa si no

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conseguís la copa.Se adelantó Mehiar.—¿La copa?—Los godos vencen porque en sus

tierras está la copa sagrada. Albión cayóporque la copa había desaparecido.

—Esa copa es una leyenda —dijoMehiar.

—¡No… no lo es!Todos se volvieron, era Aster quien

hablaba.—Yo la he visto, la copa me salvó

la vida dos veces, esa copa existe y séque está con los godos. Pero, ahora, di,¿quién eres?

El hombre se descubrió.

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—¿No me reconoces, mi señor y miamigo?

—¿Lesso?Se oyó un rumor entre la

muchedumbre. De entre ellos un hombremaduro de pelo fosco y enredado gritóalegre, era Fusco.

Aster descendió de su lugar elevadojunto a los ancianos de la tribu y sedirigió hacia Lesso.

—Te buscamos por todas partes,pensamos que habías muerto.

—No, mi señor, fui prisionero delos godos. He servido largos años juntoa ellos, al fin he podido escapar.

—¿Vienes del sur?

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—Sí. He estado cautivo en elejército godo.

—Entonces podrás darnos noticiasde sus planes, no entiendo el motivo dela saña de los godos.

—¿No lo entendéis? Los luggones ylos orgenomescos así como las tribusdel este han vivido de la rapiña, hanrobado y destruido. Se alían a losbagaudas y les dan albergue cobrándolesparte del botín.

—Sí, pero ahora hay algo más quese me escapa.

Lesso miró a Aster con sus ojillosbrillantes.

—Sí. Hay algo más. Capitanea a los

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godos tu viejo amigo Leovigildo, quizáseso te diga algo. Es el esposo de unamujer rubia que vino del norte.

—Ella murió —dijo con amarguraAster.

—No. No ha muerto.—¿Cómo lo sabes?—Porque la he visto y porque es

ella quien me envía.

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XLI. Goswintha

Por aquellos días, la salud del reyAtanagildo empeoró. El rey agonizaba.Aquélla era una situación nueva puesnunca un rey godo había fallecido en sucama. Goswintha me hizo llamar a lacorte de Toledo. Ahora que su esposohabía enfermado y ella podía dejar deser la reina, parecía interesarse muchopor mí. Lucrecia se empeñó enacompañarme, no recataba su alegría alver a la reina y moverse por los realesde palacio. La reina se preocupaba por

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mis hijos y por la campaña del norte.—Es duro —decía altaneramente—.

Sé que lo es, que una madre tenga quesepararse de sus hijos. Yo tuve quehacerlo.

Hablaba en el tono de una mujer quequiere hacer confidencias a otra.Aproveché la coyuntura para preguntarlo que realmente quería conocer:

—¿Sabéis algo del norte?—Las noticias son confusas, esos

cántabros paganos y primitivos debenser dominados, y el rey suevo Miro,aniquilado. Sé que el año pasado, paracontentar a los hispanos, Miro se hizocatólico. Otro más que abjura de su raza.

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Nosotras, que somos germanas de puraraza goda, entendemos la importancia dela fe arriana.

Yo callé mis creencias, la reina nodaba opción a discutir, imponía sucriterio y sus convicciones sin darninguna posibilidad al diálogo.

Después prosiguió:—Han llegado noticias de que

vuestro hijo es un gran guerrero, abatió aun gigante cántabro que lideraba a loshombres de Amaia.

Recordé mi sueño. Cada vez estabamás segura de que lo que me llegaba a lamente era el presente en el norte.

—Lo sabía —murmuré.

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—Así que… ¿ya os han llegado lasnoticias? —dijo Goswintha sin hacermedemasiado caso—. Me hubiera gustadoser la primera en daros los parabienes.Sólo yo sé cuánto se sufre con los hijos.

—Creí que no teníais hijos varones.—Y no los tengo. Mi esposo

Atanagildo, de noble cuna, y yo tuvimosdos hermosas hijas. Mi hija Brunequildafue entregada al franco Sigeberto, viveen las nublosas tierras de Austrasia,Sigeberto la desposó en la ciudad deMetz. Decía que debía casarse con unaverdadera princesa, de sangre pura yreal.

—Os acordaréis mucho de vuestra

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hija.La reina suspiró.—No es por ella por quien sufro. Mi

otra hija, Gailswintha, también fueentregada a los francos. Se desposó conel rey de Neustria, y fue mandadaasesinar por su propio marido debido auna concubina.

Me compadecí de la reina. Habíaconocido aquella antigua historia por losrumores de mis criadas. Goswinthaintentaba despertar mis simpatías, peroyo temía a aquella mujer.

—Por eso entiendo muy bien vuestropesar —dijo Goswintha—, es duro tenera los hijos lejos y poco seguros.

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—Yo espero que Hermenegildovuelva pronto.

—¿Cuántos años tiene?—Cumplió diecisiete la pasada

primavera.—Los mismos que lleváis aquí

desde que llegasteis del norte… ¿no esasí, Lucrecia?

—Sí —dijo Lucrecia—, vuestramajestad calcula bien.

—Me llama la atención el aspectode vuestro hijo Hermenegildo, no separece en nada a un godo. Y su cabelloes muy oscuro.

—Es de ojos claros —dije yo—.Tiene la cara aquilina de Leovigildo.

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Goswintha no se quedó conforme.—No, no tiene nada que ver con

Leovigildo. En cambio, vuestro hijoRecaredo, ése sí, ése es de auténticaraza visigoda. Es un buen paje de lacorte. Además es un guerrero diestro.

—Sí —dije yo orgullosa, ypensando también en Nicer proseguí—,todos mis hijos lo son.

—Sois muy afortunada en tener hijosvarones. El rey siempre me ha echado encara que no le haya dado más que hijas.Aquí el trono es electivo; no deben serlos hijos los que hereden a los padres;quizá si hubiéramos tenido hijos, nohabrían sido los herederos. Para heredar

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el trono sólo es necesario una sangreauténticamente goda… Y vuestros hijos,al parecer, la tienen.

Percibí la envidia que latía enaquellas palabras; después la reinasiguió hablando y yo, educadamente,fingí escucharla. Entendí que sobretodas las cosas a la reina Goswintha ledominaba el afán de poder. En el fondode su alma, su mayor preocupación erasaber qué ocurriría a la muerte de suesposo. Goswintha no soportaría estarlejos de los círculos de influenciapolítica. Después de un rato más deconversación, nos hizo unos presentes,unas joyas labradas que entregó a

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Lucrecia y a mí.Mi sirvienta salió deslumbrada de la

presencia de Goswintha, por el caminode regreso a la villa, no hacía más quehablar de la reina, de su inteligencia yde su amabilidad.

En el cielo, las aves migraban haciael sur buscando el sol de las cálidastierras africanas. Los días se sucedíanlentamente, tristes y aburridos en la villacercana al Tajo. A menudo paseabaabstraída en mí misma. En el campo, lasoledad era completa, no había nadieexcepto los siervos de la gleba que

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pertenecían por derecho a mi esposo.Los fui conociendo poco a poco yaplicaba mi arte en ellos. Braulio meacompañaba, siempre que podía. Conlos años se fue haciendo más callado, susilencio me agradaba. Él solía observarcon atención cómo curaba a las gentes.Entre los labriegos olvidé mispreocupaciones. Los siervos rústicoseran diferentes de las gentes de laciudad y también de las gentes libres delnorte. Se hallaban siempre asustados, sesentían poca cosa y me miraban conadmiración, no entendían que una damade alcurnia se dirigiese a ellos conconfianza.

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Mi vida transcurría plácidamente enaquella rutina que de joven me aburríapero ahora calmaba mis penas. Lasvides se volvieron doradas con el otoñoy los cielos en el atardecer mostrabanlas gamas del violeta. La campaña delnorte finalizaría al llegar el invierno,entonces mi hijo volvería, y loscántabros estarían libres.

Doblaron las campanas en la ciudadde Toledo, su toque monótono e igualanunciaba un difunto, un difunto de altaalcurnia. En la finca había hombreslibres, arrendatarios de algunas tierras,que bajaban a la ciudad a vender susproductos y eran los que traían las

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novedades, fueron ellos los quedifundieron la noticia: el rey Atanagildohabía muerto. Sentí inquietud, ahoracomenzaría un tiempo de intrigas.Decían que el duque Leovigildovolvería de la campaña contra loscántabros y que la corte se habíaconvertido en un nido de víborasdisputándose la corona.

El aire frío se colaba por debajo delas puertas de la villa de Leovigildo.Entonces, Goswintha me llamó de nuevoa la corte. Esta vez imperiosamente, conuna orden; debía quedarme en el palacioreal hasta el regreso de Leovigildo. Deuna parte, me alegré; iba a estar cerca de

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Recaredo; pero también presentí que laesposa de Atanagildo maquinaba algo yyo estaba en medio de esa trama.Lucrecia se congratuló mucho con elcambio. Desde el momento en que supoque nos trasladábamos a la corte deToledo, no cesó de hablar ni de realizarpreparativos.

—Señora, debemos llevar las joyasy los trajes más suntuosos. La corte esun lugar digno. Quizás en Toledo hayaalgún mercader que pueda mejorarvuestro vestuario.

Los preparativos me eranindiferentes, cargamos el equipaje enunas mulas, nos acompañaron algunas

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damas y mi fiel sirviente Braulio.Dejamos atrás los cipreses quecoronaban la entrada a la villa,descendimos por una cuesta que bajabahacia el Tajo y cruzamos el puente.Toledo estaba lleno de mercaderías. Lazona que rodeaba al palacio de losgodos tenía casas de gran altura,insulae, las gentes sencillas y loscomercios estaban en la parte más baja.El alcázar de los reyes godos dominabala ciudad, se entraba en él por una granpuerta de bronce, vigilada por loshombres de la guardia real. Me alojaroncon Lucrecia y alguno de mis sirvientesen el ala sur del palacio de los reyes

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godos.El palacio mostraba la riqueza del

usurpador godo, de las paredes pendíancolgaduras y lámparas de bronce conmúltiples velas iluminaban los techos.Al cruzar un corredor descubrí unaventana amplia cerrada por alabastrotranslúcido que permitía dejar pasar laluz. El edificio era un laberinto en el queun corredor se cruzaba con otro. Variossiervos de la corte nos acompañaronhasta el lugar que nos estaba reservado,unos aposentos comunicados entre sí ycon entrada individual separada delresto del palacio. En el dormitorioprincipal un mirador se asomaba al

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Tajo. A lo lejos vi matorrales y olivos.Más allá se podía divisar las tierrasdonde se situaba la villa de Leovigildo,mi prisión durante los últimos meses.

Lucrecia y las criadas colocaronnuestras pertenencias. Después Lucreciame obligó a vestirme con mis mejoresgalas, un traje de brocado entretejido enoro, la falda partía de un cinturón bajoel pecho. No había acabado aún eladerezo cuando se escucharon unospasos fuertes y alguien llamó a la puerta.

Entró mi hijo Recaredo.—¡Madre! ¡Qué guapa estáis! ¡Sois

la dama más hermosa de la corte!—¡Qué alto estás! Sí que has

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cambiado.Él siguió diciendo tonterías y

exageraciones. Sonreí halagada, me fijéen él y me costó reconocer en aqueladolescente corpulento al muchacho queunos meses atrás había salido hacia lacorte. Su estatura era ya superior a lamía, en la cara comenzaba a dibujarse lasombra de una barba, su voz eradiferente y, a menudo, dejaba escaparalgún gallo. Me reí de él. Después seempeñó en mostrarme la corte con suspatios de armas, los aposentos de loscriados y de los nobles, el salón deltrono, ahora vacío. En un corredordonde no había nadie, el muchacho se

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explayó:—Esto es un nido de intrigantes. Se

rumorea que la reina Goswintha os hatraído porque quiere controlar al futurorey. Se tendría que haber elegido ya aalguien, al morir Atanagildo, pero ellaquiere seguir siendo reina. ¿Sabéisquiénes son los candidatos?

—No —respondí.—Uno de los candidatos es mi tío

Liuva, otro es mi padre. Vos y yoseremos importantes, pero hay que andarcon cuidado.

Nos cruzamos con un escribano quese dirigía hacia las habitaciones deGoswintha. Recaredo calló. Después se

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despidió de mí porque tenía guardia enotro punto del palacio.

Me perdí en los largos pasillos de lacorte. Oía los comadreos de las criadasy los cortesanos, que me eran ajenos.Nadie me conoció. Yo me movía por elpalacio con la suavidad de un espíritudel bosque. Tras unos largos cortinajesescuché una conversación que entendí serefería a mi persona.

—Puede ser la próxima reina —decían.

Escuché la engolada voz deLucrecia.

—Sí. Es de un alto linaje, desciendepor línea materna de Clodoveo y

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Teodorico, por línea paterna de losbaltos. ¡Ya sabes!

Una dama con la voz de pito, muyaguda, se opuso a Lucrecia.

—Ella tendrá un alto linaje, peronadie la conoce en la corte y su esposoLeovigildo no lo tiene. Hay otroscandidatos al trono.

—En el fondo, querida Hildoara,todo depende de la reina Goswintha —habló una mujer con la voz cascada.

—No lo creáis, mi señora, aúnquedan partidarios del difunto rey Agila,en los que ella no influye —dijo la de lavoz aguda.

—No mientes a ese tirano.

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—Ahora es un tirano porque hamuerto y perdió la guerra. Pero antesbien que le adulaban, ese perro deLeovigildo y su hermano… —habló denuevo Hildoara.

—Sí. Liuva… domina la Septimania.Cualquier día se proclamará rey.

—Está también Witerico —dijo laanciana—, él es un godo de pura sangre,no creo que le guste un noble de segundogrado como Liuva o Leovigildo.

—Goswintha es capaz de controlar aWiterico. Ella sabe manejar a loshombres. Ya sabéis que el candidato deGoswintha es Leovigildo.

—Pero Leovigildo está casado con

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la hija de Amalarico.—Pero eso no es suficiente. No tiene

detrás un clan potente como tenía eldifunto Atanagildo o como tiene ahoraWiterico. Leovigildo es hijo de unmodesto tiufado del rey Alarico. Nolleva ni una gota de sangre real. Aunquehay que reconocer que es un buenguerrero. Mira las campañas del norte, yvenció en la Sabbaria… además dominóla ofensiva contra los bizantinos. Si nohubiera sido por él, las tropasimperiales habrían llegado hasta la cortede Toledo.

—Sí, pero ahora no está en la corte.Cualquiera se le puede adelantar.

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La de voz penetrante habló de nuevo.—Recuerda que tiene la ayuda de

Goswintha, que parece estar muy bienpredispuesta hacia él.

—A Goswintha no le interesa unhombre casado.

—Quizás un viudo le vendría mejor.Se oyeron las voces temblar por la

risa. Entonces la anciana habló enfadaday seria:

—No digáis eso.Se hizo un silencio después de

aquellas palabras y otra de las vocesmás joven dijo:

—Como si fuera la primera vez queen esta corte alguien desaparece o muere

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por algún motivo político.—Podría repudiarla.—Entonces perdería su relación con

los baltos. No. No la repudiará.Rieron y huí. Me deslicé tras las

colgaduras donde me ocultaba.Temblando. Comencé a sentir la luz queprecedía a los trances. Me encontré aBraulio, que me buscaba, y a duraspenas me arrastró hacia mishabitaciones. Aún nerviosa me acerquéa la balconada, la luna estaba alta en elhorizonte, llena y con puntos oscuros ensu interior. Capté en ella un malpresagio. El aire fresco de la noche mereanimó. Después sentí frío y lentamente

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recorrí las estancias que me habían sidoasignadas, iluminadas por la sombría luzde las antorchas; no había nadie. Penséque Lucrecia estaría intrigando todavíaen cualquier lugar de la corte. Me tendísobre el lecho y por la ventana volví aver aquella luna oscura que meintranquilizaba. Esa noche tuve un sueñoque me condujo a los montes deVindión.

Los albiones abandonaban Amaia,ya libre; pero tras la liberación no llególa paz a los habitantes del castro. Sepelearon entre ellos para elegir un nuevo

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jefe después de la muerte de Larus. Losalbiones y el resto de los pueblos noquisieron intervenir en las luchasintestinas de Amaia. Al fin, tras variasmuertes, eligieron a un hombre casianciano que, para congraciarse conAster y los albiones, permitió quedispusiesen destacamentos en lasfortalezas del este de Vindión. Sinembargo, Aster comprendió que habíaaccedido por la precariedad de susituación, porque necesitaba apoyosfuera de su castro y que, antes odespués, no iba a mantener suscompromisos.

—A pesar de su aspecto y de su

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rudeza —dijo Aster a Lesso—, yo mefiaba más de Larus que del nuevo jefe delos orgenomescos. Aprovecharemos estacoyuntura para reforzar las defensas,pero creo que pronto habrá problemas.

—¿Y entonces…?—Hay que buscar la unión de los

pueblos, la copa sagrada podríaaunarnos en torno al culto al Único.

En el camino a Ongar, Astercontinuó hablando de la copa yaprovechó para interrogar conprofundidad a Lesso. Deseaba averiguartodo lo referente a mí, cómo estaba yo,qué hacía y si era feliz. El rostro deAster oscilaba entre la alegría y la

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preocupación por las nuevas. Despuésprosiguieron hablando de la copa, Lessole transmitió todo lo que sabía.

En Ongar les recibieron alegres porla victoria. Aster se dirigió a laacrópolis del castro. En el umbral de lafortaleza, Uma, muda y con caraperturbada, llevaba de la mano unacriatura pequeña de cabellos muyoscuros y ojos negros y vivos. Nicerdesmontó y besó a su madre adoptiva y asu hermana.

Aster convocó al pueblo en laexplanada delante de la acrópolis.

—He de partir hacia el sur.Debemos nuestra libertad a una mujer a

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la que creí muerta pero vive. Losorgenomescos están de nuestra partepero los luggones y otros pueblos no.Los pueblos cántabros se reunirán sirecuperamos la copa sagrada de losceltas. La copa está en el sur en laciudad de Emérita. Iré hacia el sur.

—Iremos contigo —dijeron variasvoces.

—Te acompañaré yo —dijo Nicer.—Mi decisión está tomada, iré sólo

con Lesso, Mehiar y Tilego. No quieroarriesgar a más hombres. Deberemosatravesar casi todo el reino godo y unospocos hombres pasarán másdesapercibidos que una compañía

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grande. Además, los godos volverán, yno estoy seguro de que losorgenomescos respeten los pasos en lasmontañas. Se necesita cada hombre paraguardar el territorio. ¡Sed fieles,hombres de Ongar, sed leales a la casade Aster!

Se oyó una aclamación, Aster seemocionaba y finalmente dijo:

—No sé si volveremos. La misiónno es fácil. En mi ausencia, respetaréis aNicer, como príncipe de Ongar, hasta mivuelta.

Nadie se atrevió a contradecir aAster; no existían dudas ni vacilacionesen sus palabras. Después, ante la mirada

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suplicante de Nicer, Aster se dirigió envoz más baja hacia él.

—Debes cuidar a Uma y a tuhermana Baddo.

Se hicieron los preparativos, elgrupo partió al amanecer. Antes de salirAster habló con Mailoc en la Cova deOngar.

Al salir de allí, vi la cara de Aster,cabalgaba con el rostro transformado,lleno de alegría y seguro de sí mismo.Después se unió a Lesso, Mehiar yTilego, emprendiendo el camino hacia elsur.

Lesso se despidió una vez más deFusco, asegurando:

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—Volveremos con la copa y conJana…

Los hombres galopaban deprisa,parecía que el camino se abría anteellos. Al frente marchaban Tilego yAster. Pronto los bosques de Vindiónquedaron atrás y se abrieron campos detrigo y la luz meridional les deslumbró.

Al llegar a la meseta, galoparondelante de un asentamiento delabradores godos. Los labriegos huyeronescondiéndose de aquellos cuatrojinetes. Temían la amenaza de loscántabros. No diferenciaban a losalbiones de aquellos luggones yorgenomescos que quizá no mucho

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tiempo atrás habían saqueado suscosechas.

El ejército godo derrotado en Amaiapasó por delante del pobladodirigiéndose hacia el sur. Los labriegosavisaron a los godos de que unoshombres armados se habían refugiado enun bosque cercano. La retaguardia de lasmilicias germanas retrocedió paraproteger a los campesinos. Al frente deaquel gran contingente de tropas ibaHermenegildo; le acompañabanWalamir y Claudio.

Los labriegos señalaron un bosquede robles que se abría en medio de lallanura, allí habían visto por última vez

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a los montañeses. Les advirtieron queeran varios e iban armados.

Los hombres de Hermenegildorodearon el robledal. Mi hijodescabalgó; él y los suyos, muydespacio, se dirigieron hacia dentro delbosque que se abría a sus espaldas.Gritaron con voz potente desafiando aaquellos que así se escondían. Aster nodeseaba el enfrentamiento, su idea noera la lucha contra los godos sino llegaral sur y recuperar la copa; además sabíaque cuatro hombres contra una partidadel ejército godo llevarían todas las deperder. Ordenó a Lesso que seescondiese, y a los demás que

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permaneciesen quietos, en silencio. Losárboles, de alguna manera, les ofrecíanuna cierta protección frente a losatacantes. Hermenegildo y sus hombresfueron rastreando el bosque, loscántabros se replegaron sin hacer ruidohasta el claro. En aquel lugar,resguardado y cercado por los troncosde los robles se produjo elenfrentamiento cuerpo a cuerpo. Losalbiones no pudieron evitar el combate.

Aster se enfrentó a Hermenegildo, sedio cuenta que era joven pero ágil ycomprendió que alguien le habíaenseñado el modo de luchar de losmontañeses. Aster observó

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detenidamente a aquel guerrero, alto,muy delgado, de cabellos oscuros, queno parecía godo por su aspecto aunquevestía el atuendo enemigo.Hermenegildo atacó a Aster, con el gritode guerra de los cántabros, espada enalto. Aster no pareció darle importanciay aguardó a pie firme su acometida.Entonces, cuando el godo se acercó,Aster giró levemente el cuerpo y laespada de su adversario pasó frente a él,sin herirle. Antes de que pudierareponerse de la sorpresa, Aster comenzóa embestirle con golpes de la espada,uno tras otro; lentamente, el joven tuvoque retroceder. Por último, Aster lo

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acorraló contra el tronco de un enormeroble, y apoyó su espada contra elgaznate del joven.

—¡Ríndete! —dijo Aster—. Entregael arma.

—No lo haré.Aster le miró sorprendido por su

respuesta. El joven abrió los ojos conhorror, esperando la muerte. Entonces,Aster se detuvo al fijarse en aquellosojos claros y transparentes.

Se oyó una voz detrás:—No le matéis, mi señor, ese joven

es… es hijo del duque Leovigildo.Hacedlo por su madre.

La voz era la de Lesso.

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Aster bajó la espada; al instante pordetrás varios guerreros godos locercaron y lo tiraron al suelo.

Aster gritó:—No queremos combate. Venimos

en son de paz, dejad partir a mishombres.

—No matéis a mi capitán, es Aster,principal entre los albiones, quizáconsigáis un rescate —dijo Mehiar.

Walamir se adelantó y dio unapatada a Aster caído.

—Así que… ¿tú eres el gloriosoAster? ¿El que ha puesto en jaque alejército godo? A nuestro duqueLeovigildo le gustará mucho conocerte.

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—Déjalo, Walamir —hablóHermenegildo—, que sea un cautivo note da derecho a golpearle.

—Se hará como quieras,Hermenegildo, tú lo has apresado, tupadre estará muy contento de estacaptura.

Hermenegildo se mostró de acuerdo,sabía que desde tiempo atrás su padreLeovigildo guardaba un gran odio haciaaquel caudillo cántabro. Hermenegildodeseaba complacer a Leovigildo.

Entonces, se fijó en Lesso:—¿Qué haces con esta partida de

montañeses? Hace mucho tiempo que nosabemos nada de ti, te dábamos por

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fugado.Lesso mintió:—Me atraparon poco antes del

ataque a Amaia.—Está bien —concedió

Hermenegildo, aunque percibió queLesso mentía o por lo menos ocultabaalgo—, soltadle.

Ataron a los cántabros y loscondujeron al campamento godo, allípude ver cómo zaherían a Aster y a losotros. Él lo tomaba con resignación.

Acongojada me desperté. Intuía queaquello que había visto era verdad,temblaba por Aster y por mi hijoHermenegildo.

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En la corte seguían las insidias ymaledicencias. Recaredo me visitaba enmis habitaciones a menudo, era muyalegre y divertido. Contaba loscomadreos con gracejo de adolescente,sin que nada pareciese afectarle.

—Dicen que la señora Hildoara hasido nombrada la lengua más afilada delreino; tu amiga Lucrecia, la mejorconspiradora. Cada día se inventa unaconjura diferente.

La presencia de Recaredo mereconfortaba. Siempre traía cuentos depeleas entre los cortesanos, o rumorespolíticos. Los pajes y espatarios solían

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estar al corriente de los sucesos de lacorte. Un día Recaredo llegó con caraseria, pensé que fingía, que traía denuevo cuentos de la corte, pero aqueldía traía una noticia importante y así fueél quien me dio la gran nueva.

—Liuva se ha autoproclamado reyde las Hispanias en Barcino.

—¿Cómo es posible?—Hace ya seis meses que el rey

Atanagildo ha fallecido. Nunca haestado el trono vacante tanto tiempo.Dicen que es Goswintha la que detienela elección del nuevo rey. No quiere quese proclame un rey al que ella no puedacontrolar; así que finalmente Liuva ha

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decidido tomar la sartén por el mango ydar el golpe de estado.

—¿Cómo nos afecta eso?—A ti y a mí, bastante. Dicen que

Liuva quiere asociar al trono a mi padre,Leovigildo. De esa manera, vos, madremía, seréis la reina y yo, con mihermano Hermenegildo, un peligrosoaspirante al trono. Cuidaos, madre,cuidaos, el país está a punto de unaguerra civil otra vez. Witerico yGoswintha se oponen a nuestra familia.Corréis un grave peligro. Ahora deboirme, no deben vernos juntos. La reinapuede acusarnos de conspiración.

Recaredo se fue de mi lado y me

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prometió que acudiría a verme en cuantole fuese posible, también me dijo que sinotaba algo extraño se lo comunicase.

Pocos días más tarde, corrieronrumores de que Leovigildo había sidohecho prisionero, después dijeron que sehallaba herido, por último que volvíavictorioso con gran parte del ejército ycon muchos cautivos. En realidad, nadase sabía de lo ocurrido en el norte peroconforme pasaban los días se conocióque Amaia, el objetivo más importantede los godos, permanecía en pie y quelas bajas del ejército godo eranmúltiples.

Leovigildo, por un emisario, anunció

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su llegada; en cambio, el ejército seretrasaría un tiempo aunque tambiénvolvía hacia el sur. Circulaban rumoresde que Leovigildo se aproximaba a lacorte de Toledo para apoyar lacandidatura al trono de su hermanoLiuva. Percibí que el grupo en torno aWiterico se hacía más compacto. Lareina Goswintha oscilaba entre unaafectuosidad extraña hacia mí y elabierto rechazo. Lucrecia se comportabade modo todavía más curioso, algunosdías desaparecía de mi presencia,mientras que otros no se separaba de milado.

La corte se congregó a la llegada de

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Leovigildo, que con el caballo exhaustoregresaba rodeado de una pequeñahueste. En torno al palacio de los reyesgodos, se reunió una gran muchedumbre,que aclamaba ya a Leovigildo como rey.

Goswintha salió del palacio. Antetodo el pueblo congregado, en lo alto dela escalinata que conducía a la entradaprincipal del palacio, Leovigildo doblóla rodilla y besó la mano de la viuda deAtanagildo en señal de deferencia. Ellasonrió con una sonrisa torcida. Yo meencontraba unos pasos más atrás de lareina, Leovigildo me ignoró posandouna gélida mirada sobre mí. Después, seintrodujeron en el palacio. Leovigildo

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tuvo tiempo de pasar su mano sobre elcabello de Recaredo y saludarleafectuosamente, expresando que habíacrecido y que era ya un hombre.

La reina y Leovigildo parlamentaronen una de las salas de palacio durantemucho tiempo. Por los criados supe queella estaba muy irritada y que élprocuraba calmarla. Al fin se supo queambos habían llegado a un acuerdo, peronadie sabía en qué consistíaexactamente.

Unos días más tarde, Leovigildo seacercó a mis aposentos. Me comunicóque yo permanecería en la corte deToledo y que estaría permanentemente

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vigilada.—En este reino —afirmó Leovigildo

— solamente hay una reina, la reinaGoswintha; pero aún hay partidarios delos antiguos baltos; por ellos, terespetaremos y te trataremos con honor.Procura corresponder al honor que se teotorga. Posiblemente yo alcanzaré eltrono y tú… tú serás reina pero noactuarás nunca como tal.

Recaredo escuchó las palabras queme dirigía su padre. Frunció el ceño,pero no se enfrentó abiertamente aLeovigildo. Mis habitaciones fueroncustodiadas por la guardia real, no sepermitía el acceso a nadie que no fuese

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plenamente autorizado por el rey. Miúnico contacto con la corte eraRecaredo.

Soñaba con el norte, veía a Asterpreso en un carromato, la luz entrabaentre las tablas. Cerca de él cabalgabanlos godos, entre ellos Hermenegildo;con frecuencia se burlaban del caudillocántabro. Hermenegildo le defendía,sentía una extraña compasión hacia elcántabro que estaba atado a los barrotesde la jaula, aherrojados con grilletes lasmanos y los pies. Junto a él, Mehiar yTilego permanecían también apresados,

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únicamente atados al carro. Lesso lesseguía de lejos.

Una noche, Lesso se acercó a laguardia que custodiaba el carromato,proporcionó a los soldados un odre devino y consiguió emborracharles. Alalba se hallaban profundamentedormidos. Entonces, cortó las cuerdasde Mehiar y Tilego, y con su auxilioabrieron la jaula. Ayudaron a Aster abajarse del carromato, pero sus piesapresados con grilletes hicieron un ruidometálico que despertó a algunosguardias.

—¡Huid! —dijo Aster—. Meayudaréis más si sois libres.

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Mehiar y Tilego no tuvieron másremedio que abandonar a Aster. Nadiedudó de Lesso, el fámulo deHermenegildo. Sonaron las trompetas enel campamento y una gran cantidad degente se reunió junto al carro. Aquellanoche azotaron a Aster por haberintentado evadirse. Sentí el dolor de loslatigazos.

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XLII. El regreso de lastropas

Las huestes godas regresaron del norte.Desde la altura de la atalaya en elpalacio real se distingue en lontananzauna columna alargada de jinetes yhombres a pie, como un gran reguero dehormigas sobre una tierra ligeramenteondulada. Las colinas de color ocre yalbero están parcheadas por pinceladaspardas de viñedos y olivares, a lo lejosla raña abierta y salpicada de encinas.

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Las tierras llanas pero desigualesfinalizan en la quebrada del Tajo. El ríodiscurre mansamente, siglos atrásrompió la piedra y formó murallonesescarpados entre los que la tierra pardainterrumpe el roquedo.

El camino alargado se extiende aúnante mi vista. En él, las columnas godasavanzan y, cuando el ejército se acercaal antiguo puente romano, distingo lospendones y estandartes. De entre todaslas insignias se eleva la bandera de lacasa de Leovigildo; tras el estandarte,Hermenegildo cabalga, erguido yorgulloso, con su cabello oscuro alviento bajo el casco de hierro. Después,

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al cruzar el puente, comienzo a escucharun rumor de viento y aguas junto con elsonido de los cascos de los caballossobre la piedra.

El ejército vuelve ufano, no hanconquistado Amaia pero traen un buenbotín y por todas partes se habla de lacaída del jefe de los rebeldes. No se mepermite salir del palacio sin guardia,pero entre la muchedumbre me escabullode los que me custodian. Un olor ahumanidad compacta me echa para atrás,no soy capaz de pasar entre el gentíoapiñado para ver el regreso del ejércitodel norte. Desde hace días estoy másdébil, intento pedirles que me dejen

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pasar pero nadie escucha mi voz,amortiguada por los ruidos delambiente. Las gentes se arremolinan entorno a la cuesta de subida hacia elpalacio propalando rumores.

—Han atrapado a uno de loscaudillos del norte, un criminal yasesino. Ha sido apresado por el jovenhijo de Leovigildo.

Redoblan los tambores, las trompasemiten un sonido fuerte y a la vezmelancólico. El ejército enfila la calleestrecha que asciende hasta el palaciode los reyes godos.

Seguí de lejos a la comitiva, detrásde la multitud. Al frente de las mesnadas

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sube Hermenegildo, sujeta las riendasdel caballo con un brazo herido, perosonríe con una expresión alegre yabierta. Aquellos meses de lucha le hanfortalecido, sus espaldas son anchas y lacara curtida por el viento del norte. Lamultitud me arrastra hasta el palacio.

Alcancé los arcos de entrada bajo elsolio real. Allí, Hermenegildo desmontóy me distinguió entre la multitud. Noté suabrazo con un suspiro de alivio. Élascendió al sitial de los reyes.Leovigildo se levantó al ver a su hijomayor, triunfante con un gran botín deguerra. La reina Goswintha, junto aLeovigildo, hizo una señal de

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admiración e inclinó la cabeza.Recaredo saludó a su hermano conalegría, moviendo los brazos conaspavientos. Las jóvenes de la corteadmiraban a Hermenegildo, el vencedorde los cántabros. Las gentes gritaronentusiasmadas. Me sentí orgullosa de él,al mismo tiempo me abrumaba unasensación premonitoria y laincertidumbre.

Mientras los soldados desfilabanhacia los patios interiores,Hermenegildo fue llamado junto a lareina, y él solicitó que yo me acercase asu lado. El desfile continuabalentamente, y el resto de la comitiva

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cruzó los arcos de entrada al palacio,comenzaron a pasar los cautivos.Entonces dudé si mis visiones de losúltimos días eran verdad o me engañaba.Quizás el prisionero del que se hablabano fuera Aster. Había muchos hombresheridos y faltaban algunos de los quehabían partido hacia el norte, hacía yacasi un año. Intenté distinguir a Lessopero no estaba.

Y entonces le vi.Entre el grupo de prisioneros, al

frente, cargado de cadenas en el cuello yen los brazos, arrastrando cuerdas en lospies caminaba mi amor, aquel a quien yohabía amado. Mi rostro se demudó, sentí

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que me fallaban las fuerzas. Portaba unalarga barba y su cabello era canoso,pero toda su figura mostraba la mismanobleza y dignidad de antaño. Sinpoderlo evitar, grité. Él, al oír mi voz,levantó sus ojos negros, que refulgíancon el brillo de siempre. Sin verme,pero quizás intuyendo algo, levantó elbrazo encadenado, sometido por lasataduras que su propio hijo le habíapuesto. Hermenegildo oyó mi grito y memiró sorprendido. Me apoyé en él parano caer al suelo.

—¿Qué ocurre? —hablóHermenegildo.

Las palabras se negaban a salir de

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mi garganta. Oí que se haría justicia conel hombre del norte, el que habíaresistido al empuje invasor de losgodos.

Me sobrecogí de miedo y horror.Creo que Hermenegildo mandó

avisar al ama Lucrecia y a su hermanoRecaredo. Leovigildo y Goswintha,ajenos a lo que me ocurría, supervisaronel paso de la tropa.

—Vuestro hijo es un gran guerrero,ha atrapado al caudillo de los cántabros—oí la voz de Lucrecia a mi lado.

—Sí —dije yo al fin en una voz casiinaudible—. Lo es.

—¿No os alegráis?

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Las lágrimas corrían por mi rostro.No era capaz de detenerlas. No me teníaen pie; desde días atrás estaba muydébil. A menudo se me dormían laspiernas y las manos, observé en misuñas una marca blanca. Algo estabaocurriendo que no lograba entender y laangustia al ver a Aster habíaincrementado mi mal. Lucrecia mesostuvo para que no cayese. Recaredo seacercó, él, que me conocía bien, intuyóque algo grave me ocurría. EntreRecaredo y Lucrecia me condujeron amis aposentos.

Continuamente me preguntaban sobremi mal y yo no podía contestar por el

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dolor. Al atardecer, me acerqué a laventana intentando aspirar aire. El díafue cayendo, en el horizonte asomó unaluna grande y menguante. Con esfuerzome levanté y llegué hasta la puerta. Losguardas no me dejaron pasar, teníanórdenes de impedir que saliese. Yo sólopensaba en Aster, apresado y cercano,más cercano que nunca lo hubiese estadoen los últimos años. Comencé a meditaren mi extraña debilidad, yo nunca habíasido una mujer enfermiza. Algo ocurría,yo no era útil ya a los planes deLeovigildo y era un obstáculo paraGoswintha.

A lo lejos se escuchan las fanfarrias

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y la música de la fiesta. La ciudad deToledo celebra el regreso de sussoldados. Pasaron las horas, la lunaseguía su camino en el cielo.

Entonces escuché pasos. Dospersonas, dos hombres con espuelas seaproximaban. Discutieron con losguardias de la puerta que al fin lesabrieron el paso. Eran Hermenegildo yLesso.

Al verles, me eché a llorar; meabracé a Hermenegildo.

—¡Madre! ¿Qué ocurre? ¿No estásorgullosa de mí? He vencido en muchoscombates. He atrapado al enemigo delos godos. Será ajusticiado.

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—No —le interrumpí—. No sabeslo que dices. Ese hombre no puedemorir. Es tu…

Entonces me detuve, contemplé aHermenegildo con las armas de suabuelo Amalarico, con sus cabelloslargos y la barba al estilo godo.Orgulloso de ser quien era. Me fallaronlas fuerzas.

—Lesso. Ayúdame tú. Dile aHermenegildo quién es ese hombre.

—Jana —dijo Lesso—. Vieja amiga.Yo no lo sé todo. Si es verdad lo que mesospecho, eres tú quien debe hablar conél.

Entonces hablé pero sólo pude decir

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parte de la verdad.—Mira, hijo mío, ese hombre fue mi

primer esposo, tuve otro hijo con él, tuhermano Nicer. Siempre le he amado.Necesito verle. Hablar con él. ¡Hay quesalvarle!

Contemplé la faz de Hermenegildo,dolida, él se sentía godo de pura sangre,no podía entender que yo hubiese estadounida a un hombre despreciable desdesu punto de vista. Comprendí que no erael momento de desvelar el pasado. Eldestino dispondría cuándo este hijo míoconocería la verdad, cuándo estaríamaduro para asumirla.

—Madre, ese hombre es un criminal

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—dijo Hermenegildo—. Nadie puedesalvarle.

—No me dejan salir. Estoy presa enesta corte.

—No, no estás presa, estás vigilada.Entiendo a mi padre Leovigildo, nopuede permitir que hagas lo que hicisteen Mérida. Leovigildo, mi padre, va aser proclamado rey y la reina serás tú.No puedes atender a los pordioseroscomo hacías en Mérida con Mássona.

—Pero hay más —dije yo—.Alguien quiere matarme.

Entonces le enseñé mis manos. Micara debía mostrar los rasgos de lalocura.

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—Estás fuera de ti. Nadie quierematarte. La visión de ese hombre delnorte te ha alterado.

—¡Ayúdame! Ayúdame, hijo mío, allegar hasta él. No me importa otra cosa.

Hermenegildo miró a Lesso,intentando que él le ayudara a hacermeentrar en razón, Lesso sugirió:

—Debes ayudar a tu madre. Lo quedice es verdad. Ella ha sufrido mucho.Ese hombre no es un criminal. Es el másgrande caudillo del norte.

—¡Estáis todos locos!Pero Hermenegildo estaba muy

conmovido ante mis lágrimas.—Está bien. No hay guardia que no

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pueda ser comprada.

Esa noche, cuando la luna habíadesaparecido del cielo, escoltada porHermenegildo y Lesso, me acerqué a laprisión donde Aster había sidoconducido. Con varios sueldos de oro,Hermenegildo compró a la guardia.Despacio descendí por las escaleras quebajaban hasta el calabozo. Les pedí queaguardasen fuera.

Se abrió la puerta, y penetré en elinterior. Sola. Mi cabello plata y orobrilló bajo la luz de las antorchas. Lasfuerzas me fallaban.

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Encadenado, sucio y herido sehallaba mi amor. Me miró como sidespertase, como si yo fuese una ilusiónde su mente.

—Aster —murmuré suavemente.—Jana —dijo él, como en un sueño

—. Te fuiste en una noche de luna yregresas en una noche de negraoscuridad. Te creí muerta. Te traicioné.

—No —dije yo—, en tu corazón nohay cabida para la traición. Sé todo loocurrido y nada importa ya.

Yo comencé a sollozar.—Vas a morir.Intentó acercar su mano a mis

cabellos pero los brazos estaban

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amarrados a la pared por unas largascadenas. Me aproximé a él y dejé queme acariciase el pelo, después loabracé. Él me tocaba como si yo fueseuna aparición, queriéndome hacer real.

—No existe la muerte… —musitó ydespués siguió hablando—: ¡Quéhermosa eres! No he podido olvidarte niun segundo. Eres hermosa, hermosa ybuena.

Entonces lloré aún más fuerte, laslágrimas manaban por mi rostro y no lasaparté. Él intentó atraparlas, pero lascadenas le retenían.

—¡Oh! ¡Aster! Ya no podré salvarte.Esta vez no podré.

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—Estoy otra vez junto a ti… y esome basta. Mi pueblo sigue libre en elnorte. Me han cogido a mí, pero a ellosno podrán. A Nicer tampoco.

—Nicer. Dime cómo es, cómo está.Él sonrió con aquella expresión suya

firme y serena que me aliviaba las penasdel corazón.

—Le llaman el Hijo del Hada, creenque su madre fue una Jana de losarroyos. Quizá tengan razón. Fuiste unhada para nosotros.

—Por mí destruyeron Albión.—Tú fuiste la piedra de toque,

Albión cayó porque estaba corrupta, enOngar nuestro pueblo se rehizo. Ya no

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moramos en castros sino en los vallesprotegidos por fortalezas en lo alto delos riscos. Los huidos de Albión enOngar abrazamos la única fe. Mailocnos bautizó.

Sus palabras eran rápidas, comoqueriendo resumir en unas frases losaños de separación. Una gran añoranzadel pasado, de lo perdido me llenó.

—Querido Aster —dije yo—,hubiéramos sido felices.

—Ése no era nuestro destino.¿Recuerdas? Tú eres el reflejo de laluna sobre el agua en una nocheoscura… Yo soy el agua oscura. Elbrillo de la luna desaparece con

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facilidad cuando el viento mueve el aguao cuando amanece. Somos como eláguila y el salmón. Venimos de mundosdiferentes. Nada nos une.

Yo sabía que eso no era cierto,muchas cosas nos unían a Aster y a mí.

—No, Aster, nos unen muchas cosas,nos une Nicer y hay algo que noconoces.

—¿Qué?Me miró sorprendido, su mano presa

intentó acariciarme. A su cara se asomóel gran amor que siempre nos habíaunido.

—¿Recuerdas aquella última noche,en la que el sol y la luna brillaban

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alumbrándose mutuamente en el cielo?—Nunca la olvidaré, creí morir al

no encontrarte por la mañana.—Aster, tienes otro hijo.Él no entendió.—El que te capturó, el joven godo al

que todos llaman Hermenegildo y yollamo Juan, es hijo tuyo.

Entonces, Aster se apoyó en lapared, pensativo.

—Estuve a punto de matarle y no fuicapaz. Después, él me ha protegidodurante el viaje desde el norte. Existe eldestino, o una mano providente.

—¿Providente?Suspiró y después sonrió.

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—Hace pocos meses, atacamosAmaia y vencimos a los godos, despuésllegó Lesso. Me reveló el destino de lacopa y que tú aún vivías. Decidí venir.Entonces los godos nos encontraron yluché contra el que tú llamas Juan. Pudehaberle derrotado con facilidad, peroalgo en él me era familiar. DespuésLesso me dijo que era hijo tuyo; y no lomaté por eso; y ahora sé que mi propiohijo me ha conducido hasta ti. ¿Qué máspuedo desear sino estar junto a ti, Janade los bosques?

Al oír el viejo apelativo, laslágrimas asomaron a mis ojos y las dejéescapar sin retenerlas.

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—¡Oh! Aster, vas a morir.—¿Morir? Yo ya he muerto. Mi

muerte ocurrió cuando en una noche deplenilunio te fuiste de mi vida. Despuésnada fue igual. Nunca he amado a otramujer. Tú has sido la única en mi vida,mi existencia sin ti se volvió un infiernode tristeza. No me importa ya morir.

—No —grité—, no quiero quemueras. No debes morir. Morirécontigo.

Al oír mi grito, sonó el ruido de lapuerta al abrirse, y la voz del carceleroque decía:

—Señora… señora… ¿estáis bien?—Sí —musité.

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—Debéis iros.—Por favor dejadme un instante

más.Entonces él, con sus manos

encadenadas, me cogió de los hombros yme zarandeó suavemente.

—No existe la muerte. Mira másallá. Tú y yo hemos luchado contra elmal y le hemos vencido. Ahora es eltiempo de nuestros hijos. Nosencontraremos pronto.

—Yo no tengo tu fe. La fe para mí noes suficiente. Te necesito a mi lado.

—Estaré siempre a tu lado.Sonaron las voces de Hermenegildo

y Lesso hablando con los guardias fuera.

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Debíamos despedirnos, esta vez quizápara siempre; entonces Aster habló.

—Una única cosa. Algo más, que esmuy importante. Por Lesso supe quevivías, por él también que la copaestaba cerca de ti. Vine al surbuscándote, pero también buscando lacopa. Lesso habló con Mailoc y le contólo que el obispo de Emérita habíasoñado.

Aster me dirigió una súplica.—Mailoc y yo llegamos a la

conclusión de que esa copa es necesariapara nuestras gentes. Esa copa fuelabrada por nuestros antepasados, peroes la Única Copa, la copa con la que se

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celebró el sacrificio, el verdaderosacrificio del Cordero hace muchosaños. Debes hacer que vuelva a Ongarcon Mailoc. Entonces mi pueblo secongregará cerca del único sacrificio ynada podrá destruirlo. Querida Jana, hazque la copa vuelva a Ongar.

—Lo haré. Te juro que lo haré. Enol,antes de morir, también me dijo eso, lacopa volverá al norte. Pero cada cosatiene su momento.

Recordé a Aster en la peste, cuandonada le arredraba por sacar adelante asu gente. Ahora quería un bien mayorpara su pueblo. Ése había sido siempreel verdadero obstáculo entre él y yo. No

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nuestra raza, ni nuestra nación ni la cunade donde ambos proveníamos, sino sulealtad hacia un pueblo que en tantasocasiones no le había merecido. Yo noera como él. A mí me importabaúnicamente su amor, pero al final suamor me llevaba a buscar el bien y laverdad como él lo hacía.

El carcelero volvió a llamara lapuerca.

—Debes irte —me dijo Aster.—No soy capaz de abandonarte.—No es un adiós, es un hasta pronto.En la mazmorra entró Lesso, aquel

que me había querido desde niña. Meseparó de Aster, entonces noté que el

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mismo Aster me empujaba lejos de sí.

Al día siguiente tuvo lugar laejecución. Encerrada en los aposentosdel palacio, escuché de lejos el redobledel tambor en la plaza de la ciudad.Luego todo cesó, y en mi mente resonóun cuerno de caza lejano, doloroso.

Aquella noche entré en un tranceprolongado que duró días y días. Veíatodo mi pasado, a Enol y a Lubbo. Amenudo veía a Aster. También veía a lareina Goswintha, no sé si era real o unfantasma de mi imaginaciónentenebrecida.

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Un día desperté. Me pareció queAster estaba a mi lado, pero era mi hijoHermenegildo.

—Voy a morir —le dije.—Madre, debéis sanar. Me lo debes

a mí. —Su voz sonó imperativa—.Nunca debí permitir que vierais alguerrero cántabro. Desde entonceshabéis perdido la salud y quizá la razón.

—Él ha muerto. No le veré más enesta vida, yo quiero morir.

Entonces vi junto a Hermenegildo ami hijo menor, Recaredo, vestido conuna coraza y un casco.

—¿Recaredo?—Sí, madre, soy yo. Me han

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permitido ir a la campaña del norte.—¡Al norte! ¡Volvéis al norte!Ambos se extrañaron de la

entonación de mis palabras.—Juradme que haréis lo que os pide

en su lecho de muerte vuestra madre.—Haré lo que me pidáis —dijo

Hermenegildo, y Recaredo asintió con lacabeza.

—Escuchadme atentamente. Debéisir a la ciudad de Mérida, donde vivimoscuando erais niños. Os dirigiréis alsanto obispo católico, su nombre esMássona, le pediréis una copa que élconoce y que perteneció a un hombrellamado Juan de Besson. Él os la dará.

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Después en el norte debéis entregarla alabad del monasterio de Ongar, se llamaMailoc.

Hermenegildo se sorprendió alescuchar mi extraña petición.

—Juradme que lo haréis.—Lo juro —dijo Recaredo.Oí las mismas palabras de boca de

Hermenegildo, después todo sedesvaneció y entré en la inconsciencia.

Un día me pareció que junto a milecho estaban Goswintha y Leovigildo.Creí oír la voz de ella que decía:

—No seréis rey hasta que no os

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deshagáis de vuestra esposa.—No pasará mucho tiempo.Dejé de oír la voz de Leovigildo.

Nada importaba ya, sabía que mi fin seaproximaba.

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XLIII. La reina sinnombre

Hija de reyes, madre de reyes, esposade reyes y un nombre olvidado en lahistoria. Ahora, desde mi lecho en elgran palacio de la corte goda, la ciudadde Toledo se desdibuja en mi mente ycontemplo un gran cielo azul. Después,la luz se va desvaneciendo en miespíritu, y me introduzco en una granoscuridad. Por mi mente pasan todos losdías de mi vida, desde que fui

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secuestrada por unos guerreros suevosjunto a un arroyo hasta ahora cuando mepierdo en la última inconsciencia.

Entonces, cuando mi alma se hundeen el infinito, oigo mi nombrepronunciado por una voz amada. No esel nombre godo al que nunca me llegué aacostumbrar, que yo olvidé y que lagente no quiso recordar ya más, sino elapodo por el que me designa el que amo.

Tras la voz, una luz se abre pasolentamente en las sombras, distingo unaclaridad cálida y amable. Todo cambiaante los ojos de mi espíritu, en laluminosidad del ambiente aparecencolores claros y brillantes que mi ser

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tarda en reconocer. Me transformo, yano siento pena o cansancio, de nuevosoy una adolescente, casi una niña, quebusca hierbas en la maleza de unaarboleda umbría. Me encuentro en unbosque en verano, hace calor, trinan lospájaros, la alondra y el jilguero gorjeanalegremente. Huele a mirto, a jazmín y arosas. Los haces de un resplandor suavese introducen entre los árboles, brilla elagua de un arroyo. Entonces, percibo dedónde viene la voz y distingo delante demí claramente la figura de Aster, joven ysin heridas. Camina hacia mí, desdelejos él me invoca de modo insistentecon aquel único nombre al que mi

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corazón responde, nombre de bruja y dehada.

Acudo a él, que me llama. Yorespondo y sé que nada ya nunca másnos separará durante toda la eternidad.

Una luz suave nos envuelve a losdos, una luz cálida en la que el ÚnicoPosible muestra toda su belleza, tal cuales.

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EPÍLOGO

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Ficción y realidad

Esta novela transcurre durante unperíodo poco conocido de la historia dela península ibérica, tejida con algunospersonajes reales, pero de los que notenemos datos históricos, por lo quecabe imaginárselos de muchas maneras,y otros claramente de ficción. El relatoestá documentado y basado en fuenteshistóricas solventes. Los nombres celtasse basan en inscripciones funerarias delnorte de España de los primeros siglosde nuestra era.

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En el primer libro se aúnan leyendascélticas antiguas con sucesos históricosconocidos. El origen y desarrollo de lacultura castreña del norte de España hasido muy discutido. Parece ser que loscastros y los habitantes del noroeste deEspaña corresponden a un sustratoprotocéltico muy antiguo, sobre el cualse han producido invasiones o, mejoraún, corrientes de influencia económica,cultural y social de civilizacionescélticas centroeuropeas másevolucionadas (Hallstat y La Téne).

Las leyendas sobre la fundación deIrlanda hablan de lo siguiente: los celtasirlandeses llegaron allí desde España

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procedentes del Mediterráneo. Son lassagas de los hijos de Miles. Aquí seincluye también la leyenda gallega deBreogán, uno de cuyos hijos vio Irlandadesde la costa gallega y emigró allí,donde fue muerto. Su padre y sushermanos le vengaron.

Lo cierto es que desde tiempos muyremotos ha existido una influencia entrelos países del círculo atlántica Irlanda,Escocia y Gran Bretaña, la Bretañafrancesa, Galicia y Asturias. Todosestos pueblos tendrían un sustratocultural antiquísimo común, y sobreellos actuaría el mar como elementoagregador y no disgregador de culturas.

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La última migración importante debretones hacia las costas del noroeste deEspaña se produjo a finales del siglo V.Los pueblos célticos de Gran Bretañaemigran hacia la Bretaña francesa,Irlanda y las tierras cántabras huyendode los conquistadores anglos y sajones.En esa época España estaba ocupadapor suevos, visigodos y, más tarde, losbizantinos en el sur. Sin embargo, en elnorte, en la cordillera cantábrica,pervivieron pueblos de origenprotocéltico que adoraban lasdivinidades de la tierra. Coincidiendocon la migración, se repoblaron lasestructuras castreñas, que habían sido

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abandonadas en el siglo I o II d.C.Hay que tener en cuenta que los

astures, cántabros y galaicos delnoroeste de España nunca fuerontotalmente sometidos por los godos ypor los suevos. Los godos lucharon enrepetidas ocasiones contra los cántabros(reinando Levigado y Suintila entreotros) pero no pudieron dominarlos. Lossuevos establecieron un reino en Galiciaque duró más de doscientos años,ocuparon algunas ciudades como Braga,pero nunca ocuparon Lugo, ni tampocoel campo y las montañas galaicas. Losromanos pusieron en marcha el conjuntode minas de oro al aire libre de «las

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Médulas» en el Bierzo. Los yacimientosdejaron de explotarse al final del siglo IIde nuestra era. No hay evidencia de quelas minas de oro volviesen a funcionar afinales del siglo V, pero Montefurado ylas Médulas constituyen un lugar tanunido a la naturaleza del pueblo asturque por eso ha sido reflejado en estanovela.

Es posible que la desaparición de lacultura de los castros tuviese que vercon los nuevos armamentos de guerraque los hacían indefendibles. De loscastros se pasó a las fortalezas bajo eldominio de un señor feudal; aunque enEsparte el feudalismo fue un fenómeno

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escaso debido a la Reconquista.En el segundo libro, donde se

explican muchas incógnitas de laprimera parte, nos adentramos en hechosreales ocurridos en el siglo V y VI. Lasperipecias de Enol se sustentan sobre labase histórica de una escuela druídicaen la isla de Man. Hay datos fehacientesque tanto en la isla de Man como enIrlanda se transmitieron saberes célticosde tipo druídico hasta por lo menos elsiglo X. Por otro lado, el cristianismocelta a través de sus monjes se difundiópor Europa en los siglos V. y VII; pruebade ello son las abadías de Luxeuil, SaintGall y Bobbio. Los celtas evangelizaron

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de una manera propia y particular,centrando su actividad alrededor decenobios y conventos, son ellos losdifusores de la confesión auricular tanpropia del catolicismo y de un tipoparticular de liturgia. De la culturacéltica toma algunos elementos el arterománico, sobre todo en su vertientefigurativa. No sería extraño queClodoveo contase en su corte con unmonje celta formador de sus hijos, yaquí encaja Enol.

Mássona existió, Mailoc también,Mássona fue obispo durante treinta añosen Mérida y se corresponde con laépoca más floreciente de esta ciudad.

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Mailoc fue el abad de un monasterio deorigen bretón en las montañas deAsturias, participó en el IV Concilio deToledo. Para entender a Mássona,Mailoc y el personaje ficticio de Juan deBesson es preciso entender el fenómenodel monaquismo y el celibatosacerdotal. El monaquismo nace enOccidente con san Martín de Tours(siglo IV) y con san Agustín (siglosIV-V) como un fenómeno de alejamientodel mundo para buscar a Dios. Elmonaquismo influyó de modosignificativo en el celibato sacerdotal.Existiendo hombres en la Iglesia queoptaban por el celibato, de entre ellos se

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comenzó a escoger a los sacerdotes. Escierto que el sacerdocio cristiano en losprimeros siglos no se asoció al celibatocon exclusividad, pero a partir del sigloIV, en gran parte de Occidente lossacerdotes eran célibes. Aunque esprobable que las iglesias locales hayanlegislado sobre la disciplinaeclesiástica en torno al sacerdocio conanterioridad, lo más antiguo que nos hallegado con respecto a este tema son lasdecisiones del Concilio de Elvira (entrelos años 295 y 302). El Concilio deElvira reunió a obispos de las tierrasque hoy son España, y reguló que losobispos, sacerdotes y diáconos

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admitidos en las órdenes fueran célibes,o bien dejasen a sus legítimas mujeres siquisiesen recibir las sagradas órdenes.De todas formas, Juan de Besson escélibe no porque fuera sacerdote sinoporque es monje; aunque, como se haexplicado previamente, en la época en laque vivió la mayoría de los sacerdotesya eran célibes.

Entramos en el campo de la ficciónal pretender que Amalarico y Clotildetuvieran una hija. De haber existido ésta,habría reunido en su sangre cuatrograndes estirpes germánicas que en elnacimiento de la Edad Mediacontrolaban Europa. Por un lado, sería

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nieta de Clodoveo, el legendario rey delos francos; por parte de la esposa deéste, Clotilde, descendería de losburgundios; en tercer lugar, por parte deAmalarico, sus orígenes se remontaríanen línea directa al legendario Alarico,saqueador de Roma. Por último, dehaber existido, Jana procedería deTeodorico el Grande, el Ostrogodo,debido a que la madre de Amalarico —Thiudigotha— era hija del gran rey delos ostrogodos.

La historia de Amalarico y Clotildeaunque novelada es verídica. Sería unode los primeros casos de malos tratosavalado por la historia. Clotilde murió a

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consecuencia de las violencias ejercidaspor Amalarico y estuvo enterrada enParís junto a sus padres hasta laRevolución Francesa, cuando sedispersaron sus restos. Los merovingiosatacaron el reino visigodo con la excusade defender a su hermana, Clotilde, peroen la guerra subyacían motivos políticosy económicos. Los visigodos fueronderrotados cerca de Narbona yAmalarico huyó hacia Barcelona. Esreal que fue asesinado en un barcoatracado en el puerto de esta ciudad enel que pretendía huir con el tesoro de losvisigodos; el regicida fue un francollamado Juan de Besson. Hacer

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coincidir a Enol con Juan de Besson esun artificio novelístico.

El tesoro regio visigodo gozó demerecida fama, contenía piezas deinmenso valor, alguna de las cuales,como la famosa «mesa del ReySalomón», parece que cayó en manosvisigodas cuando el célebre saqueo deRoma por Alarico en agosto del 410. Sucuantía se fue incrementando gracias alas sucesivas campañas victoriosas delos godos. Las crónicas musulmanasreflejan el deslumbramiento que produjoa los invasores árabes el tesoro regioque encontraron en Toledo, al conquistarla ciudad en el siglo VIII.

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La existencia de copas rituales estábien avalada entre los celtas. Losromanos conquistaron las Galias conJulio César y pudieron acceder a una deesas copas que finalmente llegó a Romay de allí pudo pasar a Palestina. Laleyenda más verídica acerca de la copade la Ultima Cena la sitúa en los montesdel norte de España, en el monasterio deSan Juan de la Peña. Hoy en día esacopa se guarda en Valencia.

Teudis, Tedisclo, Agila yAtanagildo fueron los cuatro reyes quecorresponden históricamente al períodoen el que transcurre la novela. Los tresprimeros forman el llamado interregno

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ostrogodo, en el que Hispania estabacontrolada por estos reyes de origenostrogodo. Atanagildo, al parecer, fue unrey sabio y prudente, de los pocos reyesgodos que falleció en su cama.

Leovigildo asienta definitivamenteel reino visigodo de Toledo. Fue unapersonalidad debatida en su tiempo, quesuscitó más elogios y acatamientos quecríticas. Mássona, obispo de Mérida,Leandro, de Sevilla, e incluso sanIsidoro lo respetaron como un gran rey,incluso a pesar de ser perseguidos porsu política de unificación religiosa. Escurioso que un rey, tan aparentementejusto, ordenase la muerte de su propio

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hijo Hermenegildo. En la novela se dauna explicación que indudablemente noes real. Leovigildo casó dos veces. Laprimera esposa de Leovigildo sería laprotagonista de esta novela. No haydatos históricos sobre ella, ni siquierasu nombre. Todos los autores están deacuerdo en que descendía de una estirpenoble, y posiblemente católica, algunosla hacen provenir del gran Teodosio,emperador romano de origen hispano.En esta novela se ha preferido buscar unorigen legendario y de esta manerarecorrer la Europa de la Alta EdadMedia en la que se estarían formandolos países que hoy en día la conforman.

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Aster o Astur es un personaje míticodel que parecen provenir todos lospueblos astures. Nicer fue un personajehistórico que posiblemente vivió entorno al siglo I a.c; hoy en día aún existeen la ciudad de Vegadeo una lápida enla que se menciona a Nicer «princepsAlbionis». Albión es el nombre deVegadeo y los albiones son uno de lospueblos que moraban en el occidenteasturiano.

Los godos en tiempos de Leovigildoguerrearon contra los pueblos del norte.Hay datos históricos acerca de que, enesta época, estos pueblos no habían sidocristianizados, y aún en tiempo de

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Leovigildo se practicaban sacrificioshumanos. Los godos consiguieronconquistar el occidente de la cornisacantábrica pero no penetraron hacia laparte más oriental ni sometieron a losvascones.

Prácticamente todos los nombres delos cántabros y astures presentes en estanovela proceden de inscripciones ytumbas de los siglos I y II a.C. Lospueblos astur cántabros con los restosdel reino visigodo son los que un siglo ymedio más tarde inician la revueltacontra el invasor árabe. En los libros detexto clásicos se recoge una frase queresume la Reconquista: «Descendieron a

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la meseta gentes de espíritu libreescasamente romanizados.»

En el fondo es sobre esta gente deespíritu libre, nunca sometidos del todopor los diversos pueblos que haninvadido la península, sobre lo que trataesta novela.

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Cronología

378 Batalla de Adrianópolis.

Los visigodos penetran enel Imperio Romano.

395 Muere el emperadorTeodosio, fractura del ImperioRomano.409 Vándalos, suevos y alanosentran en la península ibérica.410 Saqueo de Roma por el

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visigodo Alarico. Se forma eltesoro visigodo.475 El rey visigodo Euricopenetra en Hispania.481-511 Reinado deClodoveo.499 Conversión de Clodoveo.484-507 Reinado de AlaricoII.507 Batalla de Vouillé entreClodoveo y Alarico II.

Muere Alarico II.

507-511 Reina Gesaleico(hijo natural de Alarico II).

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511-531 Reina Amalarico.511 -526 Regencia deTeodorico el Amalo.515 Nace Leovigildo (?).525 Nace Goswintha.526 Amalarico se casa conClotilde, hija de Clodoveo.

Barcino (Barcelona),capital del reino visigodo.

531 Muere Amalarico enBarcino. Es asesinado en unbarco cuando huía con eltesoro de los godos a manosdel franco Juan de Besson.

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531-548 Reinado de Teudis.General ostrogodo, se casócon una noble de laaristocracia hispano romanade Mérida.531 Emérita Augusta, capitaldel reino visigodo.545 Goswintha se casa conAtanagildo.548 Asesinato de Teudis.548-549 Reina Teudisclo.Muere en una orgía en Sevilla,asesinado.549-551 Reina Agila.Intolerancia, represión de lapoblación hispano romana.

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551 Guerra civil.

Agila al encabezar unlevantamiento en Córdoba,profana la tumba de sanAcisclo.

551-567 Reina Atanagildo.554 Toledo, capital visigoda.567-572 Reina Liuva.568 Leovigildo es asociado altrono.568-586 Reina Leovigildo.572 Muere Liuva.573 Hermenegildo y Recaredoson asociados al trono.

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574 Leovigildo destrozaAmaia.

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Mapas

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Mapa de Albión.

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Principales tribus de los Astures.

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Pueblos de la Hispania Septentrional.

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Pueblos en la Europa del siglo VI.

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AGRADECIMIENTOS

Esta novela se ha realizado gracias a lassugerencias y aportaciones de múltiplespersonas. En primer lugar, agradezco aArgentina Martínez, por compartir milhistorias de mundos celtas a las orillasdel Duero; a Natividad Lorenzo, portantos años de libros e ideas; a MaríaMolina, que escuchó muchas cosas queestán presentes en este libro; a Pilar deCecilia, que me ha enseñado a valorar laliteratura y a creer en lo que escribo; aCarlos Pujol, quien, con su crítica

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exigente, ha hecho que dé lo mejor de mímisma; a Lourdes Álvarez por susacertadas indicaciones estilísticas; a MªJosé Peña por sus aportaciones sobre laHistoria altomedieval; a AlmudenaJiménez, a Pachi Sánchez y a MaríaVictoria Arredondo, por sus ideas,ánimo y confianza; a mi hermano JoséMaría Gudín por sus oportunasindicaciones y por su paciencia; a missobrinos Adrián y María, que queríansiempre oír el cuento de los celtas desu tía María.

Finalmente esta novela estádedicada a mi mejor crítico literario, mimadre, Mª Teresa Rodríguez-Magariños.