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La ventana indiscreta y otros relatos cornell woolrich

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El derroche sin límites de talento,ingenio y técnica narrativa de quehace gala Cornell Woolrich (tambiénconocido por su seudónimo WilliamIrish) en los ocho relatos quecomponen el presente volumen,convierten a este autornorteamericano en uno de losmaestros indiscutibles del géneropolicial. El mayor hallazgo deWoolrich (1903-1968) consiste enplantear una serie de problemascotidianos y cercanos al lector yllevar su solución al extremo con lamisma naturalidad con la que se

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propondría otra salida másplausible. Así encontramos relatoscomo “Proyecto de asesinato”,“Cocaína”, o el famoso “La ventanaindiscreta” —llevado al cine por elgenial Alfred Hitchcock—, que sonverdaderas joyas del suspense,además de tres muestras definitivasde cómo a partir de un sucesoaparentemente sin importancia sellega a una solución dramáticamarcada por la muerte y el crimen.

La maestría en la utilización deldiálogo, la inspirada elección de losescenarios y la meticulosadescripción psicológica de los

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personajes convierten esta selecciónde relatos en una obraimprescindible no sólo para losamantes del género policial, sinopara todos aquellos lectoresdispuestos a dejarse atrapar por labuena literatura.

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Cornell Woolrich

La ventanaindiscreta

y otros relatos

ePub r1.0Yorik 23.04.14

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Título original: Rear Window (1942),Intent to Kill (1967), The Ear Ring(1943), Through a Dead Man’s Eye(1939), Cocaine (1940), If the Deadcould talk (1943), Eyes that Watch you(1952), The Corpse in the Statue ofLiberty (1935)Cornell Woolrich, 1935Traducción: Jacinto León

Editor digital: YorikePub base r1.1

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INTRODUCCIÓN

Cien años del rey delsuspense

José María Guelbenzu

Cornell Woolrich, también conocidocomo William Irish, es consideradocomo el mejor escritor de un género enel que confluyen la novela policiaca y elthriller. Uno de los aciertos del escritor

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neoyorquino fue el de contar la historiadesde el punto de vista de la víctima, dealguien corriente en manos del azar.¿Una prueba? La ventana indiscreta.

Cornell Woolrich comenzó apublicar sus novelas y relatos demisterio en 1934, pero hasta el año 1942no utilizó el nombre de William Irish:fue con su legendaria La mujerfantasma. Se le conoció con elsobrenombre de El Rey del Suspense yciertamente lo fue, el mejor escritor desuspense que ha habido nunca. Es autorde relatos y novelas maestras tales comoNo quisiera estar en sus zapatos, Lo

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que la noche revela. La novia vestía denegro, Marihuana o Me casé con unmuerto, entre otras muchas. Era unhombre retraído, solitario, afectado deuna relación amor-odio con su madre,que acabó viviendo en un hotel susúltimos años, alcoholizado, célebre yhuraño. Nació en 1903 y murió en 1968.

Bien podríamos decir que el puntode intersección entre la novela policiacay el thriller es la obra de William Irish.En ella encontramos la clásica tradiciónde lo que se conoce como novela-problema perfectamente integrada en losespacios cotidianos, sórdidos y cruelesde las calles de la ciudad. El modo de

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operar de Irish se apoya en unos puntosbien definidos. El primero de ellos fuela ingeniosa decisión de colocarse en ellugar de la víctima; buena parte de susnarraciones están contadas desde elpunto de vista de la victima y ahí esdonde sustenta la eficiencia de la intriga.El segundo es el tiempo, empleado dedos maneras diferentes: de acuerdo conla ansiedad interna de la víctima, de unaparte, y como elemento exterior a ella enforma de amenaza (el tiempo se acaba),de la otra. El tercer punto de apoyo esdecisivo: el uso del azar como motor dela historia. Los personajes de Irish,personajes corrientes, gente de la masa

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anónima de la ciudad, son víctimas deun azar; nada en su vida les hacemerecedores de lo que les ocurre sinoque se encuentran a merced de unasituación azarosa que da un vuelco a suexistencia y la amenaza decisivamente;son víctimas vulgares y anónimas,víctimas de una situación límite cuyalinde traspasan por obnubilación,credulidad, ingenuidad, inconsciencia onecesidad imperiosa. No son genteimportante, a veces son policías, otrasprofesionales de medio pelo, otrasparados o gente reducida a la miseriapor la Gran Depresión…, hay corruptos,tipos codiciosos, gánsteres y traficantes,

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pero en su mayor parte son buena gentealcanzada por el temblor de ladesgracia, por estar en el peor momentodonde no tenían que haber estado, por“pasar por allí” o permanecerdesvelados mientras los demásduermen…

Tras el azar hay una concepciónfatídica del mundo que pertenece alpropio Irish y a sus angustias y doloresterrenos. Es la concepción de laexistencia como un Absoluto, dondevivir consiste en no ser visto por el ojode la Desgracia, que destruyeabsolutamente. Ese ojo seleccionacaprichosa y desapasionadamente a sus

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víctimas; la pasión aparece cuando lavíctima es alcanzada y trata de escapar asu destino. Se diría que el mundo es unacaravana de pequeños hombres ymujeres que atraviesa un territoriollamado la vida y que, de cuando encuando, son agredidos por una amenazaexterior que, como un monstruo surgidode la nada, atrapa a uno de ellos y se lolleva con él para devorarlo en suguarida, lejos de los demás.Probablemente, la neurosis, la soledad,el amor malamente correspondido, elpeso de la madre… están detrás de esteescenario, pero también lo está laAmérica de la Gran Depresión y sus

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secuelas, pues en los relatos de Irish nohay sólo una intriga impactante sino unashistorias perfectamente encajadas en lasociedad de la que surgen.

Pero ¿cuál es el secreto de esaincreíble tensión que es capaz degenerar en el lector? Antes lo heinsinuado; en primer lugar, la búsquedade la complicidad con la víctima, quealcanza al lector invariablemente. Lasegunda… la segunda es una escrituraprodigiosa en su emocionalidadexpresiva, emoción que se sustenta en eltranscurso del tiempo, lo mide el ritmode esa escritura y el tiempo es el tiempoque se agota, la espada que pende sobre

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las cabezas de sus desdichados oafortunados héroes anónimos.

La ventana indiscreta es el másfamoso y perfecto de los relatos quecontiene este volumen. En conjunto esuna selección correcta y equilibradaque, al ser volumen único, debió buscarpiezas mejores, porque no es fácilencontrar hoy sus obras maestras. Peroestá Irish en estado puro: desde elsuspense admirable de La ventana —comparen con Hitchcock y verán dospersonalidades— hasta el azar de Elpendiente, la ansiedad de Proyecto deasesinato, el tiempo enemigo deCocaína o la intriga jovial y bien

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medida de La Libertad iluminando a lamuerte.

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NOTA DEL EDITOR

Cornell Woolrich nació en 1903 enNueva York, ciudad en la que residió lamayor parte de su vida. Desde muytemprano mostró un talento especialpara la escritura, lo que hizo queabandonara sus estudios superiores paradedicarse de lleno a su gran pasión, laliteratura de suspense. Durante ciertotiempo trabajó en Hollywood realizandoadaptaciones de guiones, pero prontoregresó a Nueva York, donde siguió

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escribiendo cuentos y novelas. En pocomás de diez años, de 1934 a 1946,Woolrich publicó más de trescientoscincuenta relatos en diferentesperiódicos y revistas estadounidenses,sin renunciar a escribir obras más largascomo La novia iba de negro (1940) o Elplazo expira al amanecer (1944). Estaúltima apareció bajo el seudónimo deWilliam Irish, nombre que utilizó parafirmar una parte importante de su obra.Alcanzó gran popularidad en EstadosUnidos, donde se le llegó a considerarel Allan Poe moderno, y fue una fuenteinagotable para guionistas y directoresde cine de primera fila como Alfred

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Hithcock, que llevó al cine, con granéxito, el relato titulado «La ventanaindiscreta», Jacques Tourneur, FrançoisTruffaut y otros. Desde 1957 hasta sumuerte, once años después, viviórecluido en una habitación de un hotelneoyorquino. Acabó sus días enfermo yalcohólico, amputado de una piernagangrenada, en una silla de ruedas ynegándose a ver a sus pocos amigos.Falleció en septiembre de 1968.

Cornell Woolrich fue el verdaderocreador del suspense en literatura eintrodujo una nueva vertiente en lanovela negra norteamericana.Conocedor como pocos del ritmo

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narrativo y de los entresijospsicológicos del individuo, Woolrichconsigue crear una tensión incomparableen la narración. Los relatos quecomponen el presente volumen muestranun derroche ilimitado de imaginación yuna técnica narrativa impecable. Lameticulosa descripción de losmecanismos internos de los personajes,la inspirada elección de los escenarios yla maestría en la utilización de losdiálogos, los convierten en ocho joyasde la literatura policíaca de todos lostiempos. Quizá el mayor hallazgo deWoolrich consiste en plantear una seriede problemas cotidianos, fácilmente

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comprensibles para el lector (la rupturade un matrimonio, la falta deexpectativas profesionales de un policía,el aburrimiento de un hombre que intentaentretenerse observando desde unaventana los movimientos de susvecinos…), y llevar su solución alextremo —casi siempre el asesinato—con la misma naturalidad con la que sepropondría una salida más plausible.Todos sus relatos se caracterizan por laatmósfera asfixiante que se apodera delos personajes, que acaban siendopresas de un mecanismo de irremediablefatalidad del que no logran escapar másque en último momento. En esta

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selección hemos reunido aquelloscuentos que, a nuestro entender,constituyen algunas de las piezas másemocionantes de la literatura policial;clásicos del suspense como «La ventanaindiscreta» o «Proyecto de asesinato» secombinan con narraciones donde laperipecia argumental va salpicada deunas dosis de humor y de ironíaverdaderamente inteligentes, comoocurre en «Cocaína», «El pendiente» o«La libertad iluminando a la muerte».

Los relatos de Cornell Woolrichllevaban años agotados en nuestro país yera imposible encontrar una selecciónde los mismos en una edición asequible

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que respondiera a las expectativas dellector. Por ello, en la colección Línea desombra nos hemos propuesto devolver aeste autor imprescindible al lugar dehonor que le corresponde dentro delgénero policial. Hemos utilizado latraducción que realizó Jacinto León en1961 para la editorial Acervo, quepublicó sus Obras escogidas endiferentes volúmenes, si bien hemosefectuado algunas modificaciones yactualizaciones con el fin de acercar allector contemporáneo estas ocho piezasclave de la literatura de suspense.

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LA VENTANAINDISCRETA

No sabía sus nombres. Jamás oí susvoces. A decir verdad, no los conocíasiquiera de vista, puesto que con ladistancia que nos separaba me eraimposible distinguir sus facciones de unmodo preciso. Y, sin embargo, hubiesepodido establecer un horario exacto desus idas y venidas, registrar susactividades cotidianas y repetircualquiera de sus hábitos. Me refiero a

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los inquilinos que veía en torno al patio.Evidentemente, no resultaba muy

discreto por mi parte, e incluso hubieranpodido acusarme de espionaje. Pero yono era del todo responsable, no podíacomportarme de otro modo por lasencilla razón de que en aquella épocaestaba inmovilizado. Trasladarme dellecho a la ventana y de la ventana allecho era casi lo único que podía hacer.Y, a causa del calor que entoncesreinaba, lo que más me atraía de lahabitación era, sin la menor duda, suamplio ventanal. Por la noche, como notenía persianas, debía quedarme aoscuras para escapar a los ataques de

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los insectos. No había ni que pensar endormir, porque, acostumbrado a hacermucho ejercicio, mi forzada inactividadme privó del sueño. En cuanto a buscarun refugio a mi tedio en la lectura, mehubiese resultado muy difícil, puesto quejamás me sentí atraído por esta clase deentretenimientos. Por tanto, ¿qué haceren esta situación? ¿Podía quedarme allí,inmóvil, con los ojos siempre cerrados?

He aquí por qué, con el único fin dematar el tiempo, me entreteníaobservando a mis vecinos. Justo enfrentede mí, en un edificio de ventanascuadradas que se hallaba al otro ladodel patio se alojaba una joven pareja de

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recién casados: creo que ambos habríanpreferido morir antes que quedarse encasa una vez anochecido. ¿Adónde iban?Lo ignoraba, pero tenían tanta prisa porsalir que invariablemente olvidabanapagar la luz antes de marcharse. Ni unasola vez, estoy bien seguro, ocurrió deotro modo. A decir verdad, no es que loolvidaran por completo. Era tan sóloque no lo recordaban hasta al cabo de unmomento e, invariablemente también,veía al marido regresar a todo corrercuando debían de estar ya en el extremode la calle, y precipitarse hacia su casapara apagar las luces. Tras lo cual,siempre tropezaba en la oscuridad al

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salir. Desde luego, aquella parejaresultaba muy divertida.

A causa de la perspectiva, lasventanas del edificio contiguo meresultaban algo estrechas. Había allí unaluz que cada noche veía apagarseregularmente. Y siempre esto meinspiraba una vaga sensación de tristeza.Se alojaba allí una mujer, supongo queviuda, joven, que vivía sola con su hijo.Yo la veía acostar al niño, tras lo cualse inclinaba hacia él con gran ternurapara darle un beso. Luego, ella sesentaba algo más lejos para maquillarsey, cuando había concluido su toilette, seiba a pasar la noche fuera, pues no

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regresaba hasta poco antes del alba. Enlas ocasiones en que mi insomnio seagudizaba, la veía a esas horas, abatidasobre la mesa, con la cabeza apoyada enlos brazos. Había en su actitud algo queme entristecía.

El tercer edificio lo veía muy mal acausa de su emplazamiento, apenasdistinguía nada de lo que pasaba entresus muros, pues las ventanas me dabanla impresión de ser tan estrechas comoaspilleras de una fortaleza medieval.Por el contrario, el que le seguía sehallaba situado en ángulo recto enrelación a los precedentes y al mío, yaque cerraba el otro lado del cuadrado

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que formaban el total de las casas vistaspor detrás y se ofrecía a mi vista igualque el que se alzaba a continuación delmío. A través de mi ventana, veía lo queocurría en el interior con tanta claridadcomo si estuviera contemplando unacasa de muñecas de la que hubiesenretirado una de las paredes, y más omenos del mismo tamaño.

Era un edificio totalmente alquiladopor apartamentos. Pero, a diferencia delos otros, fue construido ya con estepropósito, y no dividido después paraformarlos. Tenía, además, dos pisos másque los otros y, también, escalera deincendio. Pero se trataba de un edificio

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antiguo que no debía rentar mucho y queiban a modernizar. No obstante, elpropietario estaba decidido a perder lomenos posible en el curso de estaoperación, puesto que realizaban lasobras piso por piso, comenzando por losmás altos, con lo que se evitaba elinconveniente de tener que despedir atodos los inquilinos del bloque. Habíanya concluido las obras en el sexto piso,pero este apartamento aún no se habíaalquilado. En el quinto comenzabanentonces, con lo cual volvía ainterrumpirse la paz de del vecindariopor el ruido que hacían los obreros. Yocompadecía sinceramente al

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desgraciado matrimonio que se alojabadebajo, preguntándome cómo esa pobregente podía soportar el escándalo de losmartillos y de las sierras queconstantemente se movían sobre suscabezas, y sobre todo teniendo en cuentaque la mujer debía de estar enferma, ajuzgar por su deambular de unahabitación a otra, vestida tan sólo con unsalto de cama. Y pronto les iba a llegarel turno de cederle su sitio a losoperarios.

Con frecuencia, veía a la mujer antela ventana con la cabeza apoyada en unamano, y me preguntaba por qué nollamaban a un médico. Pero quizá no

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dispusieran de medios para pagar lavisita; tenía la impresión de que elmarido estaba sin trabajo. Confrecuencia la luz de la habitaciónpermanecía encendida detrás de lapersiana bajada, y yo pensaba que ellase encontraría mal y él la velaba.

Una vez, debió de permanecer a sulado, velándola hasta el alba, pues la luzestuvo encendida toda la noche. No esque me dedicara a espiar lo que hacían,pero cuando decidí acostarme, hacia lastres de la madrugada, para ver siconseguía dormir un poco, continuababrillando, y cuando me levanté alamanecer, pues me fue imposible pegar

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ojo, pude aún distinguirla, a través de lapersiana, pese a la claridad que iba enaumento. Tras un largo intervalo seapagó, pero la persiana no fue alzada. Alos pocos minutos vi elevarse la de laotra habitación.

Al fin el hombre se acercó paramirar al exterior. Estaba fumando, puessi bien no podía distinguir el cigarrilloque sostenía entre los dedos, me fuefácil adivinarlo porque, de cuando encuando, se llevaba la mano a la boca, ytambién por la nubecilla de humo que seiba formando en torno a su cabeza. Sinduda, se atormentaba a causa de suesposa, lo cual era muy natural, pues a

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cualquier marido le habría sucedido lomismo. Probablemente ella acababa deadormercerse después de una noche desufrimientos y, en el plazo de una hora,los obreros comenzarían de nuevo elhorrible estruendo. Evidentemente, estono me atañía en lo más mínimo, peropensé que él debería evitar aquellasituación. Por lo que a mí respecta, sihubiera tenido a una mujer enferma a micuidado…

El hombre en cuestión se hallabainclinado hacia fuera de su ventana einspeccionaba con atención las casasalineadas en torno al espacio rectangularque ante él se abría. Incluso de lejos, se

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puede saber si una persona está mirandofijamente una cosa sólo por su modo decolocar la cabeza.

Era evidente que no fijaba suatención en un único punto, sino que ibapasando revista a las ventanas de losedificios que tenía enfrente. Y yo sabíaque cuando hubiera llegado al final,dirigiría su mirada sobre la hilera en laque figuraba la mía. Por tanto, tomé laprecaución de retirarme un poco,porque, al descubrirme, imaginaría queintentaba espiar lo que estaba haciendo.La penumbra azul que extendía por mihabitación la lamparilla de noche leimpediría advertir mi presencia.

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Cuando, minutos después, volví alpuesto que ocupaba antes, él ya no seencontraba allí. Había alzado laspersianas de las otras dos ventanas, perola del dormitorio permanecía bajada. Nopodía explicarme por qué razón realizóaquella inspección a las casas vecinas,puesto que a tal hora de la mañana noiba a encontrar en las ventanas a nadieque le interesara. Pero después de todo,esto no tenía ninguna importancia.Unicamente resultó un poco extraño,porque no concordaba con lapreocupación que parecía tener por suesposa.

Cuando algo nos ofusca o nos

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obsesiona, la mirada se pierde en elvacío. Si, por el contrario, nuestros ojosexaminan con atención lo que nos rodea,es señal de que nos interesan los demásy de que tenemos preocupacionesexteriores. Ambas cosas no pueden irjuntas. Pero era preciso estar reducido auna inactividad tan completa como lamía para fijarse en esos nimios detalles.

A partir de aquel momento, y ajuzgar por las ventanas, en elapartamento en cuestión no hubomovimiento. Sin duda, el hombre habíasalido o acabó por irse a dormir a suvez. Tres de las persianas estabanalzadas; tan sólo la del dormitorio

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permanecía cerrada.

Poco después, mi criado, Sam, metrajo el desayuno y el periódico y,disponiendo así de material para matarel tiempo durante mucho rato, dejaron deinteresarme por completo las ventanasde mis vecinos.

El sol bañaba durante toda lamañana uno de los costados del vastorectángulo que constituía el patio,pasaba después al otro lado y hastaúltima hora de la tarde iba reduciéndoseal rincón. La noche estaba cayendo…,ya había pasado otro día… Una a una

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las luces se encendían en torno mío. Deaquí y de allí, los muros me enviaban eleco de emisiones de radio por unmomento demasiado intensas, y,prestando atención, percibía a veces, alo lejos, algún ruido de vajilla. Todoesto se repetía a diario y me hacíapensar que aquellas personas, creyendoque se comportaban libremente, eran enrealidad prisioneras de sus hábitos,observados por ellas con más rigor delo que pudiera hacerlo el peor de loscarceleros. Todas las noches, mis dostortolitos ansiosos de diversiones salíanolvidando apagar las luces; el maridoregresaba a paso gimnástico para

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reparar la omisión y ya no los volvía aver hasta la mañana siguiente. Por suparte, también todas las noches la mujersolitaria acostaba tristemente a su hijoen la cunita y luego se sentaba con aireabatido, en el mismo sitio, paramaquillarse.

Aquel día, cuando llegó la noche,tres de las persianas del apartamento delquinto piso, situado en ángulo recto conrelación al mío, seguían alzadas,mientras que la cuarta habíapermanecido echada durante toda lajornada. No me di cuenta hasta entoncesporque antes no les había prestadoatención. Sin duda, miré hacia allí

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alguna vez, pero debía de estarpensando en otra cosa y me pasó poralto esta alteración del programaacostumbrado.

Sólo me di cuenta cuando seencendió la luz en la habitación dondeestaba situada la cocina. Esto me hizopensar en otra cosa en la que tampocohabía reparado hasta entonces: no habíavisto a la enferma en todo el día.

En aquel instante, el marido, a quienno veía desde la mañana, hizo suaparición. Le observé, en efecto,mientras franqueaba la puerta delapartamento situada al otro extremo dela cocina, frente a la ventana, y, como

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llevaba puesto el sombrero, deduje quevolvía de la calle. Por otra parte, mesorprendió que no se tomara el trabajode descubrirse. Como si ya no tuvieranecesidad de hacerlo por estar solo, selimitó a echárselo hacia atrás con lamano, pero de un modo que no indicabaque quisiera quitárselo, puesto que loalzó verticalmente. Era, por tanto, unademán que más bien indicaba laxitud operplejidad.

La mujer no salió a recibirlo. Porprimera vez, la cadena de esta rutinadiaria, de la que hablaba hace poco,acababa de romperse.

La pobre enferma, tendida en su

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lecho de dolor, que envolvía lassombras del dormitorio, debía desentirse incapaz de levantarse. Sinembargo, pude comprobar que elmarido, en lugar de ir a su encuentro, sequedaba en la cocina, cuando tan sólodos habitaciones lo separaban deaquella en la que su esposa reposaba; yfui pasando de la espera a la sorpresa yde la sorpresa al estupor más vivo. ¿Porqué no iba a su lado? ¿Por qué nisiquiera entreabría la puerta de sudormitorio para ver en qué estado seencontraba?

«¿Quizá duerme y temedespertarla?», pensé. Pero enseguida me

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dije: «No, es imposible. Acaba dellegar. ¿Cómo puede saber si duerme ono?».

Cruzó la cocina para asomarse a laventana, como lo hiciera por la mañanaantes de salir. Sam se había llevado labandeja unos minutos antes y aún no sehabía encendido la luz de mi casa. Mequedé donde estaba, sabiendo que no mepodría ver en la oscuridad de miventana.

Durante mucho tiempo siguióinmóvil, con los ojos bajos, en unaactitud que, esta vez, denotaba hallarsesumergido en pensamientos de ordenpersonal.

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«Se atormenta a causa de ella —medije—, y es muy natural. ¿A quién no leocurriría lo mismo en su lugar? A pesarde todo, es curioso que la deje sola en laoscuridad, sin procurar atenderla. Siestá preocupado por su salud, ¿por quéno ha ido a verla al llegar?».

Una vez más, no llegaba a conciliarel interés que por la mañana pareciódemostrar acerca de lo que ocurría en elexterior con el aire absorto yensimismado que ahora mostraba.

De pronto, mientras procurababuscarle una explicación a estaanomalía, se repitió la escena que videsarrollarse al amanecer.

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Como obedeciendo a un impulsorepentino, alzó vivamente la cabeza y,de nuevo, tal como lo hiciera alcomenzar el día, fue examinando conatención las fachadas de todas las casasque ante él se encontraban. Aunque enaquel momento tenía la cara en sombras,por hallarse de espaldas a la luz, yo loveía con la suficiente claridad paradarme cuenta de que iba volviéndoseimperceptiblemente para poder seguir lainspección circular de los alrededores.Por tanto, me guardé mucho de hacer elmenor movimiento, comprendiendo quesi cambiaba de sitio en el instante en quefijara la mirada sobre mi casa atraería

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su atención.«¿Por qué le interesan tanto las

ventanas de los vecinos?», me dije. Y,mientras dejaba esta pregunta en buscade otras, me hice la siguiente reflexión:«Cuidado que tiene gracia que tú digaseso. ¿Qué es lo que estás haciendoahora?».

Era cierto y, sin embargo, existía unadiferencia capital entre los dos: yo notenía ninguna razón para inquietarme,mientras él parecía extraordinariamentepreocupado.

A los pocos minutos, empezó a bajarlas persianas, dejando, sin embargo,filtrar el necesario resplandor para

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indicarme que la luz seguía encendidatras ellas. Por el contrario, la oscuridadmás completa reinaba en la habitaciónque durante todo el día permanecieracerrada.

Transcurrió un cuarto de hora —otal vez veinticinco minutos—. Un grillocomenzó a cantar en alguna parte delpatio. Sam vino a preguntarme si queríaalgo y si se podía marchar. Le respondíque no necesitaba nada, y le di permisopara que se fuera. Pero en lugar de irse,siguió allí, con expresión meditabunda,al tiempo que movía la cabeza con airepreocupado.

—Bueno, Sam, ¿qué le pasa? —

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indagué.—¿Sabe usted lo que quiere decir

eso? —repuso—. Mi vieja madre me loexplicó y nunca me ha mentido. Todo loque afirma es tan seguro como que uno yuno son dos, y siempre acaba porcumplirse.

—¿A qué se refiere? ¿Al grillo?—Cada vez que uno canta, alguien

muere en las cercanías.Se cerró la puerta tras él, y quedé

solo en las tinieblas.La noche era sofocante, mucho más

que la anterior. Incluso cerca de laventana me resultaba difícil respirar yme pregunté cómo aquel hombre podía

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resistir las persianas bajadas.De súbito, en el momento preciso en

que las vagas hipótesis que estuveconcibiendo acerca de todo aquello ibana cristalizar de algún modo en mi ánimoy a convertirse, poco a poco, en unaespecie de sospecha, las persianas sealzaron y mis elucubraciones, todavíainconsistentes, se volatilizaron antes detener tiempo de tomar cuerpo.

Aquel hombre se encontrabaentonces en la ventana del centro, lacorrespondiente a la sala de estar. Sehabía quitado la chaqueta y la camisa;no le cubría más que una camiseta depunto que dejaba los brazos al aire. Por

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lo visto, ocurría tal como yo imaginé:tampoco él podía soportarlo: el calorera excesivo.

De momento, no vi muy bien lo queestaba haciendo. Parecía moverseperpendicularmente, de arriba abajo,siempre en el mismo lugar, ocultándosea mi vista al agacharse hacia delante yreapareciendo a intervalos irregulares alponerse en pie de nuevo. De no ser porla falta de ritmo, hubiera creído querealizaba ejercicios gimnásticos. Aveces, permanecía mucho rato dobladosobre sí mismo; otras, se alzababruscamente, y otras descendía hasta elsuelo en dos o tres tiempos.

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De la ventana le separaba algonegro, abierto en forma de V. No tenía lamenor idea de lo que podía ser, porquetan sólo una parte se destacaba porencima del marco de madera quelimitaba mi campo visual. Seguro de nohaberlo visto antes, no conseguíacomprender de qué se trataba.

De pronto, aquel hombre rodeó elobjeto desconocido y, retrocediendounos pasos, se agachó una vez más paralevantarse después con una brazada deretales multicolores. Por lo menos, esaimpresión daba desde lejos. Luegovolvió a la V y los fue dejando caer enella; tras lo cual se inclinó otra vez

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hacia delante y, permaneciendo largotiempo en esta posición, se ocultó a mivista.

Los retales que iba metiendo en la Vcambiaban de color a cada momento.Tengo una vista excelente y pudecomprobar que primero eran blancos,luego rojos y después azules.

Al fin, a fuerza de fijarme,comprendí de qué se trataba. Aquellosretales coloreados eran ropas de mujer.Cuando hubo cogido el último, aquelhombre, cerrando las manos en losextremos de la V, con un esfuerzo, lasacudió. El objeto, plegándosebruscamente, tomó la forma de un cubo.

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Un instante después vi al hombremoverse a derecha e izquierda mientrasempujaba el cubo, hasta desaparecer demi vista.

Estaba claro como el día: habíacolocado las prendas de su esposa en unenorme baúl.

Minutos después volví a verle por laventana de la cocina. Primero estabainmóvil, y luego se pasó varias veces elbrazo por la frente, como hacen losoperarios para librarse del sudor. Sinduda, debía de ser una tarea muy penosaen una noche como aquella. Acontinuación, se alzó sobre la punta delos pies para tomar algo situado en la

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pared; no me costó un gran esfuerzo deimaginación comprender que era unabotella colocada en un estante.

Cuando después le vi pasarse dos otres veces la mano por la boca, me dije,indulgente:

«Sí, un buen trago se impone tras untrabajo como ése: sólo uno entre diezhombres se abstendrían de imitarledespués de realizar semejante esfuerzo;y de no hacerlo el décimo, seríaseguramente porque no tenía nada quebeber».

Regresó a la ventana, pero quedó aun lado, de modo que sólo presentaba alexterior una mínima parte de la cabeza y

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de un hombro. Volvió a examinar lashileras de ventanas que se alineabanante él, la mayor parte de las cualesestaban a oscuras. Su inspeccióncomenzaba invariablemente por laizquierda y continuaba en forma circularhacia la derecha.

Era la segunda vez que se lo veíahacer en la misma noche, y contando lade la mañana sumaban un total de tres.Incluso podía creerse que no tenía laconciencia tranquila. Pero, lo másprobable es que estuviera excediéndomeen mis suposiciones. ¿Podría ser unamanía? ¿No tenemos cada uno lasnuestras?

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Salió de la cocina después de apagarla luz, pasó a la sala, donde hizo lomismo, y debió de dirigirse aldormitorio, si bien no me sorprendióque no encendiese la luz. No deseabamolestar a su esposa, lo que, endefinitiva, era natural, puesto que en suestado de salud la obligaba a emprenderun largo viaje al día siguiente. Así lodemostraba el hecho de que él le hicierael equipaje. La mujer debía de necesitarmucho reposo, puesto que iba a soportaruna gran fatiga. ¿No era lógico que él semetiera en la cama a oscuras?

Cuál no sería mi sorpresa al ver,poco después, que se encendía una

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cerilla, no en el dormitorio, sino en lasala. Sin duda, mi desconocido amigo selimitó a tenderse en un diván para pasarla noche en vela. En cualquier caso,resultaba que no había entrado en eldormitorio y que se desinteresabatotalmente por lo que allí ocurriera. Estome intrigó mucho. No era llevar lasolicitud demasiado lejos.

Diez minutos después, nuevoresplandor de una cerilla en la sala. Porlo visto, mi vecino no conseguía dormir.

Y la noche transcurrió lentamentepara ambos, para mí, el curioso de laventana, y para él, el fumadorempedernido del cuarto piso; pero sin

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proporcionarme la solución del enigma.El único ruido que rompía el

silencio era la interminable y monótonacanción del grillo…

* * *

Al primer rayo de sol volví junto ala ventana. No fue, desde luego, por sucausa, ni mucho menos, sino porque nopodía seguir en la cama, donde parecíahallarme sobre carbones encendidos.Allí me encontró Sam al entrar en lahabitación.

—Vaya, está usted mucho mejor,señor Jeff —me dijo simplemente.

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Pasó algún tiempo antes de que mivecino diera señales de vida. De pronto,vi surgir su cabeza de algo que nodistinguía, en el fondo de la sala,confirmándose con esto mi creencia:había pasado la noche en un diván o enun sillón. Y ahora, sin duda, iba aocuparse de ella, a ver cómo estaba, apreguntarle si se sentía bien. Aunque nofuera más que por caridad, debíahacerlo. Ya era hora. Por lo que pudededucir, había pasado dos nochesseparado de su esposa.

Pero, contra toda previsión, no lohizo. Lo vi levantarse, vestirse, pasar ala cocina y comer algo, ignoro qué,

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siempre de pie y sirviéndose de sus dosmanos. De pronto, bruscamente, igualque si respondiera a un timbrazo, seprecipitó en la dirección donde yo sabíaque se encontraba la entrada.

Tampoco me equivoqué esta vez. Unmomento después regresó, seguido dedos hombres con delantales de cuero.Sin duda, empleados de una empresa demudanzas. Y, mientras maniobrabanlaboriosamente con el enorme baúlnegro para sacarlo del apartamento,advertí que él no cesaba de vigilarloscon la máxima atención, inclinándoseahora a la derecha, ahora a la izquierda,como para asegurarse de que todo se

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efectuaba a conciencia.Cuando concluyeron, volvió solo y

lo vi, con un ademán que ya meresultaba familiar, pasarse el brazo porla frente como si hubiera sido él quienhubiera llevado a cabo el trabajo enlugar de los dos operarios.

Así que enviaba con anticipación elequipaje al lugar donde debía ir suesposa.

Como la víspera, se alzó sobre laspuntas de los pies ante el muro paratomar algo y se sirvió un vaso, luegootro y después un tercero.

«Vaya, hombre», comenté, algodesconcertado, pues en esta ocasión no

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tuvo que hacer ningún esfuerzo. El baúlquedó listo la noche anterior. ¿Qué hizodesde entonces? Nada en absoluto queyo supiera. Pues, ¿a qué venía aquelsudor y por qué tenía necesidad debeber?

Esta vez, al cabo de varias horas,decidió ir a verla. Seguí su sombramientras cruzaba la sala para entrar enel dormitorio. Alzó la persiana quehabía echado durante tanto tiempo.Luego, se volvió para mirar a suespalda, hacia la habitación. Pero lohizo de un modo especial, de ciertamanera que no podía engañarme, pormuy lejos que estuviera mi puesto de

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observación. No fijaba la vista en unadirección precisa, como cuandocontemplamos a alguien, sino a un lado ya otro, de arriba abajo, hacia todaspartes, como cuando contemplamos…una habitación vacía.

Avanzó un paso o dos, se inclinóligeramente, luego abrió los brazos y,sujetando a la vez colchón y sábanas, losalzó para amontonarlos a los pies de lacama. Un segundo después hizo lomismo con el lecho gemelo que sehallaba al otro lado.

Por tanto, nadie ocupaba las camas:su mujer no estaba allí.

Hay gente que emplea la expresión

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«efecto retardado». Comprendí entonceslo que esto significa. Desde hacía dosdías, una especie de inquietud maldefinida, de sospecha imprecisa, algoque no podría explicar, estaba dandovueltas en torno mío como un insectoque busca un lugar donde posarse.

Varias veces, cuando las vagas ideasque bullían en mi cerebro parecían apunto de tomar forma, algo sinimportancia, alguna nimiedadligeramente tranquilizadora —como, porejemplo, las persianas anormalmentebajadas durante demasiado tiempo queacababan por alzarse—, intervenía deimproviso para dispersarlas y ponerlas

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en fuga.Pero mi inquietud continuaba latente,

y cualquier cosa podía aclarar las ideasimprecisas que se me ocurrían; y estacualquier cosa se produjo de pronto enel mismo instante en que aquel hombrerecogía la ropa de cama. Con laceleridad de un rayo, las sospechasinconsistentes se convirtieron en unacerteza: se trataba de un asesinato.

En otras palabras: la lucidez delrazonamiento había sucedido a losimpulsos instintivas de misubconsciente. Lo impalpable se habíaconvertido en algo tangible. Yo sabía,estaba seguro ahora, de que había hecho

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desaparecer a su esposa.Pero lo más importante de momento

era no dejarme llevar por la justaindignación que se había apoderado demí; tenía que conservar toda mi calma ytoda mi sangre fría.

«Espera —me dije—. No teapresures. Nada has visto. Nada sabes.Tan sólo tienes la prueba negativa deque esa mujer no está ahí».

Sam se encontraba inmóvil en elumbral, dirigiéndome una mirada dereproche.

—No ha probado ni un bocado —dijo—. Está usted pálido como unmuerto.

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Sí, era cierto; me daba cuentaporque sentía en las mejillas lospicotazos que se experimentan cuando lasangre se retira de improviso.

—Sam —le respondí, paradesembarazarme de él y poderreflexionar a mi gusto—, aquel edificiode allí… No, no saque la cabeza paramirarlo… ¿Sabe usted la direcciónexacta?

—Pues por delante debe de dar aBenedict Avenue —contestó, rascándoseel cogote con aire perplejo.

—Sí, de eso no tengo la menor duda.Pero quisiera saber el número. ¿Nopuede ir allí a averiguarlo?

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—Me pregunto por qué le interesaeso —gruñó, mientras apoyaba la manoen el pomo de la puerta.

—No se preocupe —le amonestécon firmeza y amabilidad al mismotiempo, como convenía parapredisponerle bien—. Y cuando esté allí—le grité mientras se alejaba—,procure echarle una ojeada a losbuzones de correos para ver cómo sellama el inquilino del cuarto de la parteque da al patio. Pero, sobre todo, no seequivoque de buzón y procure que no levea nadie.

Se fue murmurando en voz baja:—Cuando uno pasa los días sin nada

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que hacer, ¿qué no llega a imaginar?

* * *

Una vez solo, decidí anotar puntopor punto lo que había observado ypodía servirme para descifrar el enigma.

1. La primera noche estuvieronencendidas todas las luces. 2. Lasegunda, él regresó más tarde que decostumbre. 3. No se quitó el sombrero.4. La mujer no salió a recibirlo; a ellano se la había visto desde la noche enque estuvieron encendidas todas lasluces. 5. Él bebió después de guardarlos vestidos en el baúl; pero también se

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tragó tres vasos cuando se lo llevaron.6. Se le veía francamente preocupado y,a pesar de eso, parecía tener un interésinexplicable por las ventanas de losvecinos. 7. Durante la noche anterior aldía en que se llevaron el baúl, durmió enla sala y ni siquiera puso los pies en eldormitorio.

Bien. Por tanto, si el estado de saludde su mujer se había agravado laprimera noche y tuvo necesidad demarcharse al campo, debíamosprescindir de los puntos 1,2,3 y 4. Noquedaban más que los puntos 5 y 6 que,careciendo de importancia, noconstituirían prueba alguna. En cuanto al

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punto 7, era un verdadero enigma.Si su mujer se sintió peor la primera

noche, ¿por qué no quiso él acostarse enel dormitorio en aquella ocasión? ¿Porrazones de comodidad? Poco probable.Había dos buenas camas gemelas en eldormitorio y, en cambio, en la sala sóloun diván o un sillón. Además, ¿por quéno iba él a acostarse en el dormitorioaunque su mujer se hubiera marchado?¿Porque la echaba de menos? ¿Porque sesentía muy solo? Bueno, esto quizá lepasara a un niño. Pero no era lógico enun hombre. Conclusión: su mujer estabaaún allí.

El regreso de Sam me obligó a hacer

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un paréntesis en mis razonamientos.—El edificio en cuestión —me

anunció— es el 525 de Benedict Avenuey los inquilinos del cuarto piso, en laparte del patio, son el señor y la señoraLars Thorwald.

—Silencio —advertí, al tiempo que,con una seña, le indicaba que semarchara.

—Decididamente, no sabe lo quequiere —rezongó, mientras regresaba asu trabajo—. Hace un momento seempeñaba en que lo averiguase y ahorani me permite que le hable de eso.

Volví a pensar intensamente en miproblema.

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Pero de haber pasado la noche en suhabitación, hoy la hubiera visto salir.Cierto que pudo marcharse ayer por lamañana, cuando yo conseguí dormirdurante algunas horas; pero hoy, yo mehabía levantando mucho antes que él yme encontraba en la ventana desde hacíaun buen rato cuando le vi abandonar eldiván.

Por tanto, ella sólo hubiera podidoirse ayer por la mañana. Entonces, ¿porqué esperó a hoy para levantar lapersiana y deshacer la cama? Y aúnmás: ¿por qué no se acostó en eldormitorio? Esto demostraba que suesposa no se había marchado. Muy bien.

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Tan sólo hoy, apenas se llevaron elbaúl, entró en el cuarto para subir lapersiana y deshacer las camas, dándomeasí la prueba de que su esposa ya no seencontraba allí. Decididamente, era unauténtico rompecabezas chino…

No, no, en absoluto, teniendo encuenta que… apenas se llevaron elbaúl…

El baúl.Sí, diablos, sí. Ahí estaba la clave

del enigma.Me volví para comprobar que la

puerta estaba bien cerrada y que Sam nopodía sorprenderme. No del tododecidido, extendí la mano hacia el

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marcador del aparato telefónico. Boyne,sin duda alguna, era la persona a la quedebía dirigirme. Formaba parte delDepartamento de Homicidios. Por lomenos, así era la última vez que nosvimos. No me seducía la perspectiva deque una turba de policías invadieran micasa. Tampoco me seducía vermemezclado en este asunto. Desde luego,cuanto menos, mejor.

Tras dos o tres tentativasinfructuosas, acabé por obtenercomunicación.

—Oye, ¿Boyne? Aquí Hal Jeffries…—Vaya, hombre. ¿Qué te ha

ocurrido? Hace una eternidad que no te

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veo —comenzó a decir.—Ya hablaremos más tarde de todo

eso —le interrumpí—. De momento, loúnico que quiero es que anotes unnombre y una dirección. ¿Preparado?Bien: Lars Thorwald, 525, BenedictAvenue, cuarto piso, apartamentotrasero. ¿Lo anotaste?

—Cuarto piso, apartamento trasero.Sí, ya está. ¿A qué viene eso?

—Para que investigues. Tengo lafirme convicción de que si metes unpoco la nariz por ese lugar descubrirásun crimen. Es inútil que vengas a micasa para hacerme preguntas; nada máspuedo decirte. Es tan sólo una

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convicción que tengo. En eseapartamento había un hombre y unamujer. Ahora, no hay más que unhombre. El equipaje de la mujer loexpidieron esta mañana a primera hora.Por tanto, a menos de que puedasencontrar a alguien que viera marcharsea esa mujer…

Referido en voz alta, comunicado auna tercera persona que, además, erateniente de la policía, todo esto parecíaahora, incluso a mí mismo, de muy pocaconsistencia.

Boyne comenzó a decir:—Está bien, pero…Luego, cambió de parecer para

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aceptarlo tal como se lo exponía, por seryo quien hablaba. No tuve siquieranecesidad de explicarle lo referente a miventana. Con él no era preciso, pues,conociéndome desde varios años atrás,no podía poner en duda mi palabra. Y,repito, no deseaba que una bandada deagentes me invadiesen la casa paracomprobar por sí mismos todo lo que seveía desde la ventana. Era cien vecespreferible dejarlos desenvolverse por símismos.

—En fin, ya veremos qué se puedehacer —concluyó—. Te tendré alcorriente.

Colgué, y me dispuse a esperar el

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desarrollo de los acontecimientos. Enaquellas circunstancias, podía jactarmede estar en primera fila. Aunque, enrealidad, la acción iba a desarrollarseentre bastidores. No vería a Boynetrabajando. No me enteraría más que delresultado, si es que llegaban a obteneralguno.

* * *

Nada pasó durante las horas quesiguieron. No dudaba de que la policíaya había comenzado su trabajo, perotambién me constaba que noacostumbraba a dejar que observen sus

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movimientos. El hombre del cuarto pisoseguía solo, sin que nadie leimportunase. Se le veía intranquilo, puesiba sin cesar de una habitación a otra,sin conseguir quedarse quieto. Una vezle vi comer (no de pie, sino sentado);otra, afeitarse, y una tercera, intentandoleer el periódico, sin conseguirlodurante mucho tiempo.

En torno a él, los engranajes de lapolicía se habían puesto en marcha.Pequeños engranajes, inofensivos hastaaquel momento, pues no eran más quepreliminares. De sospecharlo, ¿habríaseguido allí sin hacer nada o, por elcontrario, se hubiese apresurado a huir?

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Esta era la pregunta que entonces mehacía. Su decisión quizá dependiesemenos de su sentimiento de culpabilidadque de lo seguro que pudieraconsiderarse. De que era culpable yotenía una convicción absoluta, pues deotro modo no me hubiera comportadocomo lo hice.

A las tres, sonó el teléfono. EraBoyne quien me llamaba.

—Oiga, ¿Jeffries? Mira, es muyvago eso que me has dicho. ¿No puedesproporcionarme más datos?

—¿Por qué? —pregunté,poniéndome a la defensiva—. Meparece que no estoy obligado.

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—Es que, verás, envié a uno de mishombres a hacer una investigación allí yme ha entregado ahora su informe. Tantoel administrador del edificio comovarios vecinos están de acuerdo enafirmar que la mujer se marchó al campoa primera hora de la mañana de ayer,por motivos de salud.

—Espera, espera, ¿te han dicho si lavieron con sus propios ojos? —indiqué.

—No.—Por tanto, te fías tan sólo de lo

que se dice. No tienes ningún testigopresencial.

—Vieron al hombre cuando volvíade acompañar a su mujer a la estación.

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—Eso tampoco es una prueba.—He enviado un agente a la estación

para que intente localizar al empleadoque a esa hora taladra los billetes. Creoque así averiguaremos algo. En lostrenes matinales no van muchos viajeros.Por otra parte, no es necesario que tediga que lo tenemos vigilado y queestamos al corriente de lo que hace. A laprimera oportunidad, entraremos en sucasa para practicar un registro.

Tenía la impresión de que, aunquelograran hacerlo, nada iban a encontrar.

—Sea como sea, de mí no esperesnada más. Te he denunciado el caso y tehe dado cuantos datos poseía: el

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nombre, la dirección y mi opiniónpersonal.

—Hasta ahora he tenido siempre engran estima tus opiniones, Jeff…

—Pero ahora ya no tanta, ¿verdad?—Oh, no, no lo creas. Sólo que los

datos que hemos reunido no concuerdandemasiado con tus puntos de vistapersonales. Eso es todo.

—Quizá, pero debes reconocer quehasta ahora no os habéis esforzadomucho.

Volvió a su anterior postura.—Bueno, ya veremos qué se puede

hacer. Adiós.Pasaron un par de horas. La noche

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comenzaba a caer. Vi cómo midesconocido amigo se disponía a salir.Se puso el sombrero, metió la mano enel bolsillo y la estuvo contemplando alvolverla a sacar. Sin duda, contaba eldinero de que disponía. Constándomeque la policía estaba esperando que sefuera para entrar en su casa, me sentíapalpitante de emoción.

«Tunante —me dije, mientras le veíadar una última ojeada en torno suyo—,si algo tienes que ocultar, aún estás atiempo. Luego será demasiado tarde».

Lo vi marcharse y durante algunosminutos reinó una calma absoluta en elapartamento. Ni por todo el oro del

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mundo habría abandonado en aquellosmomentos mi puesto de observación…De pronto, la puerta por la que élacababa de salir se entreabrió un pocoy, uno tras otro, dos hombres entraronfurtivamente. Una vez cerrada la puerta,se separaron enseguida y empezaron atrabajar: uno se encargó del dormitorioy el otro de la cocina, para convergerambos hacia el mismo punto.Procedieron con método y decisión,examinándolo todo con gran cuidado,desde el techo a la alfombra. Juntosabordaron la sala, el primero por laderecha y el segundo por la izquierda.

Habían ya concluido su trabajo

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cuando recibieron la señal que debíaprevenirles. Me di cuenta por el modocomo se incorporaban y por la miradaque cambiaron.

Dos segundos despuésdesaparecieron.

Sus investigaciones no parecíanhaber dado resultado, pero a mí esto nome decepcionó, puesto que desde elprincipio estuve persuadido de que nadainteresante iban a descubrir, ya que elbaúl no se encontraba allí.

El hombre entró en su casa, cargadocon una enorme bolsa de papel marrón.Lo observé tratando de descubrir si sedaba cuenta de que habían entrado en el

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piso durante su ausencia, pero los dosagentes habían actuado con tantahabilidad, que no pareció advertir nadaanormal.

Fue a sentarse junto a la ventana,bastante tranquilo, bebiendo algo decuando en cuando, pero siempre apequeños sorbos y sin exceso. Desdeque el baúl había salido de allí, parecíaque iba tranquilizándose poco a poco.

Mientras lo observaba, me pregunté:«¿Por qué no se marchará? Si headivinado lo que ha hecho, y estoyseguro de no equivocarme, ¿por quésigue ahí… después de lo que hizo?».Pero, enseguida, me vino la respuesta:

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«Porque ignora que sospechamos de él.Porque no cree que sea urgente. Ytambién porque sería más arriesgadoirse enseguida, apenas desaparecidaella, que quedarse todavía algúntiempo».

* * *

La noche transcurría lentamente.También la pasaba en un sillón,esperando la llamada de Boyne. Metelefoneó más tarde de lo que imaginé.Tendí la mano en la oscuridad paraagarrar el aparato. En aquel momento, elhombre a quien estaba vigilando hasta

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en los menores gestos, se disponía aacostarse. Salió de la cocina después deapagar la luz. Lo vi entrar en la sala, quepreviamente había alumbrado. Comenzóa sacarse la camisa de los pantalones. Yyo seguí observándole mientrasescuchaba la voz de Boyne. Los tresformábamos un triángulo, aunquesolamente yo lo sabía.

—Hola, Jeff; no hemos encontradonada. Estuvimos registrando suapartamento cuando él se fue…

«Lo sé muy bien. He asistido alregistro», estuve a punto de decirle;pero me contuve a tiempo.

—… y nada sospechoso hemos

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descubierto. Pero… —Hizo una pausacomo si se dispusiera a anunciarme algoimportante. Yo esperaba que continuasecon verdadera impaciencia—… en elbuzón de la calle había una tarjetapostal. La recogimos con unas pinzascurvadas…

—¿Y?…—Pues bien, la enviaba su mujer.

Venía de una granja, del campo. Hemoscopiado el texto. Es éste: «He llegadobien. Me siento algo mejor. Besos,Ana».

Un tanto desconcertado, insistí, sinembargo:

—¿Anotasteis también las

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indicaciones del matasellos y la fecha?Oí un gruñido de irritación, un

gruñido que se dirigía directamente amí:

—El matasellos estaba algoborrado. Debieron de sumergir en aguael extremo de la postal y se extendió latinta.

—¿Ilegible por completo?—No. Únicamente el año. La hora y

el mes se ven bien. Mes de agosto, horade recogida, las diecinueve treinta.

Fui yo quien gruñó ahora.—Las diecinueve treinta… Pero el

año, diablos, el año. Encontrasteis estapostal en el buzón, pero ¿cómo sabes si

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la echó el cartero o si la sacó él de uncajón de su casa?

—Eso no, Jeff. Esta vez, renuncio.Me parece que vas un poco lejos.

No sé lo que habría respondido si,en aquel momento, no hubiese mantenidola mirada sobre la ventana de la sala deThorwald. Probablemente, muy pocacosa. Aunque no quisiera reconocerlo,aquella postal me había desorientadomucho. Pero, repito, tenía fija la miradaen las ventanas del cuarto piso. La luz seapagó en cuanto el hombre se huboquitado la camisa. Advertí el resplandorde una cerilla, muy baja, como si seencontrase a la altura de un diván o de

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un sillón. Por tanto, a pesar de quedisponía de dos camas en el dormitorio,continuaba acostándose allí.

—Escucha, Boyne —respondí—.Olvidemos esa cuestión de la postal. Nome apeo de mi idea. ¡Ese tipo haasesinado a su mujer! Ingéniatelas paradar con el baúl, hazlo abrir y mesorprendería mucho si no descubres uncadáver.

Colgué sin esperar su respuesta.Pero, como no volvió a llamarme,supuse que, a pesar de su escepticismo,iba a seguir mi consejo.

Toda la noche estuve de guardia antemi ventana. Me daba la sensación de

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encontrarme en un velatorio. Otros dosresplandores de cerilla habían seguidoal primero, con un intervalo de mediahora cada uno. Luego, nada. Ignoraba sise habría dormido. Por mi parte,comenzaba a sentirme fatigado y acabépor sucumbir al sueño cuando salía elsol. De todos modos, si aquel hombretenía algún proyecto aprovecharía lanoche para llevarlo a cabo, en lugar deesperar al día. Por tanto, era inútilvigilarlo de momento. Además, ¿quéproyecto? Tan sólo podía hacer unacosa: esperar a que el tiempo pasara,eso era todo.

Cuando Sam me tocó el brazo para

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despertarme, me pareció que hacía tansólo cinco minutos que reposaba, pero,en realidad, era ya mediodía.

—¿No ha encontrado la nota que ledejé para advertirle que no medespertara? —dije, de mal humor.

—Sí —me contestó—, pero suamigo el teniente Boyne está aquí, ycomo supuse que querría verle…

Esta vez vino directamente a casa.Sin esperar, entró pisándole los talonesa Sam, y me di cuenta rápidamente deque su actitud no era demasiado cordial.

—Vaya enseguida a prepararme doshuevos —le dije a mi criado, paradesembarazarme de él.

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Boyne comenzó con voz dura:—Oye, Jeff, ¿por qué me has gastado

esa broma? Gracias a ti, me heconvertido en el hazmerreír de todos miscompañeros. ¿Te das cuenta de la caraque se me pone cuando mis hombres medicen que los molesto por nada? Porfortuna no he ido más lejos y no detuve aese tipo para interrogarle.

—¿Entonces opinas que no debepreguntársele nada? —repliqué en tonoseco.

—No hago todo lo que quieres,¿sabes? —me contestó con una miradaatravesada—. Debo rendir cuentas a missuperiores. Piensa si hará muy buen

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efecto que uno de mis mejores agentes,tras medio día de ferrocarril, se detengaen una diminuta estación rural, y todoesto a cuenta del gobierno…

—Entonces, ¿has encontrado elbaúl?

—Lo localizamos por medio de laempresa de transportes.

—¿Lo habéis abierto?—Hemos hecho algo mejor. Mi

agente visitó todas las granjas de losalrededores del pueblo en cuestión,encontró al fin a la señora Thorwald,que se hizo conducir en una camionetahasta la estación, y allí ella misma abrióel baúl ante él, con sus propias llaves.

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Pocos hombres han recibido de unviejo amigo una mirada como la que élme dirigió. Cuando ya se marchaba, sevolvió y me dijo con aspereza:

—No hablemos nunca más de estahistoria, ¿quieres? Será preferible, tantopara ti como para mí. Tú no teencuentras en estado normal y a mí yame ha costado bastante caro, pues heperdido tiempo, dinero y la tranquilidad.Más vale que dejemos las cosas comoestán. Y en el futuro, si tienes ganas detelefonearme, te agradeceré que lo hagasa mi casa.

Se fue dando un portazo.Este brusco giro de las cosas, que yo

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estaba muy lejos de esperar, meconturbó de tal modo, que tardé unosdiez minutos en recobrar todas misfacultades. Pero, apenas repuesto, merevolví furioso.

«Al diablo los policías —me dije—.No puedo proporcionarles pruebas, deacuerdo, pero vamos a ver si puedoproporcionármelas a mí mismo, de unmodo u otro. Una de dos: o estoyequivocado o tengo razón, y quiero salirde dudas de una vez para siempre. Tieneuna buena defensa que oponer a lapolicía, pero a mí, ¿qué me puedeoponer?».

Llamé a Sam.

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—¿Qué se ha hecho de aquellosprismáticos que empleamos en elcrucero que hicimos el año pasado, yque a usted tanto le gustaban?

Bajó al sótano, me los trajo y me losentregó después de soplarles el polvo ylimpiarlos con la manga. Los puse sobremis rodillas, y luego escribí en unpedazo de papel estas palabras: «¿Quéha hecho usted con ella?».

Metí la nota en un sobre, sindirección, y le dije a Sam:

—Tengo una misión que encargarley confío en que la desempeñará ustedbien. Aquí tiene esta carta. Debellevarla al 525 de Benedict Avenue.

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Suba al cuarto piso y échela por debajode la puerta del apartamento que da alpatio. Es usted ágil o por lo menos loera. Por tanto, muévase ligero para queno puedan sorprenderle. Una vez hayabajado de nuevo, llame al timbre de lacalle para avisar al inquilino. —Luego,al verle a punto de hacer preguntas,añadí—: Y sin preguntas, ¿estamos?¿Me ha comprendido? No se trata de unabroma.

En cuanto salió, cogí losprismáticos. Un segundo después, losenfocaba sobre su ventana paragraduarlos, y por primera vez pude verlecon claridad. Aunque tenía el cabello

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negro, parecía de ascendenciaescandinava; aunque no muy alto, era loque podía llamarse un tipo fornido.

Pasaron cinco minutos y de pronto lovi volver la cabeza bruscamente.Acababa de oír el timbre de la calle. Elsobre debía de encontrarse ya bajo lapuerta.

Me dio la espalda para ir a abrir y,gracias a los prismáticos, pude en estaocasión seguirle hasta el fondo delapartamento.

Primero abrió la puerta, mirandoante sí, sin advertir el sobre, luego cerróy, agachándose, lo recogió; vi cómo ledaba vueltas entre las manos.

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Cruzó el apartamento, alejándose dela puerta y aproximándose a la ventana.Debía de imaginarse que el peligroprovenía de fuera y que cuanto más seinternase en su casa más seguro iba aestar, cuando en realidad era todo locontrario.

Había rasgado el sobre y se disponíaa leer el mensaje: ¡Con qué ansiedad ibayo observando su fisonomía! ¡Con quéatención lo miraba! De improviso, lapiel del rostro le quedó tensa, como si letirasen de las orejas, hasta el punto deque los ojos se hicieron oblicuos comolos de un mongol. El golpe fue tan brutalque le dominó el pánico. Tuvo que

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apoyar una mano en el muro parasostenerse, y tardó un rato en serenarseun poco.

Al fin, se encaminó hacia la puertacon decisión, aunque lentamente, comosi avanzara al encuentro de un enemigode carne y hueso. Luego, entreabrió contanto cuidado que yo casi no pudeapreciarlo, para mirar por la rendija.Enseguida, después de cerrar, regresótambaleándose como un borracho,tropezó con una silla y fue a coger labotella de coñac. Mientras bebía,continuaba mirando hacia atrás, endirección a aquella puerta que acababade echarle en cara su secreto.

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Apoyé los prismáticos en lasrodillas.

¡Culpable! ¡Sí, era culpable! Teníaentonces la prueba formal, a pesar de loque creyera la policía.

Tendí la mano hacia el teléfono,pero me contuve. ¿De qué iba aservirme? Tampoco ahora me creerían—«Si le hubieras visto la cara…»—.Imaginaba ya la respuesta de Boyne:«Aunque no tenga nada que ocultar,siempre se sobresalta quien recibe unacarta anónima. Tú reaccionarías delmismo modo». La policía tiene a manouna señora Thorwald viva paramostrármela. Hasta que yo no pueda

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mostrar la otra señora Thorwald, la queél asesinó, los agentes no querríancreerme. Sí, por paradójico que estoresulte, era yo quien, encerrado en mihabitación, debía poner el cadáver antesus ojos para convencerles.

En tales condiciones, no podíacontar con nadie más que con el mismoasesino para descubrir dónde seencontraba.

Invertí varias horas en la búsquedade la solución. Durante toda la tardeestuve meditando intensamente, sinningún resultado. Y mi hombre, mientras

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tanto, no hacía más que ir y venir comouna pantera enjaulada. Dos cerebrosobsesionados por el mismopensamiento. Uno trabajaba paraguardar su secreto, el otro paradescubrirlo.

Tan sólo temía una cosa: queintentara huir. Pero de tener esaintención debería esperar a la noche, yesto me dejaba un largo margen detiempo. Pero quizá no fuera ése supropósito y juzgara que le resultaríamenos peligroso quedarse allí. Aquellatarde se me pasó por alto todo lo quesolía ver y oír los demás días. Mi únicay constante preocupación era descorrer

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el velo que me ocultaba la verdad,hacerme de un medio que forzase aaquel hombre a revelármela a pesarsuyo, para que yo, a mi vez, pudieracomunicarla a la policía.

Aparte de eso, solamente una cosaconsiguió, según recuerdo, distraer miatención: alguien (el propietario o eladministrador del piso) vino paraenseñar a un posible inquilino elapartamento del sexto piso, dondehabían concluido ya las obras. Aquelapartamento, como ya he explicado, seencontraba dos pisos más arriba del deThorwald y era en el quinto dondecontinuaban las reformas. De pronto, me

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chocó una coincidencia, puramenteaccidental, desde luego. El propietario yel posible inquilino se encontraban antela ventana de la sala del sexto piso en elpreciso instante en que Thorwald sehallaba ante la del cuarto y,simultáneamente, desaparecieron todosdetrás de la pared de la casa parareaparecer, siempre simultáneamente, enlas ventanas superpuestas de las doscocinas. La impresión que esto producíaera bastante curiosa; pensé en dosmarionetas movidas por el mismo hilo.Una coincidencia semejante no iba arepetirse, con seguridad, en cincuentaaños.

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Y, lo que aún era más extraño, aquelhecho sin importancia había alterado miespíritu. En lo que acababa de ver huboun no sé qué de anormal, de discordante,que me sorprendió. Me esforcé por unmomento en averiguar qué podía ser,pero en vano. Cuando el propietario y elque le acompañaba se hubieronmarchado y sólo quedó Thorwald, elrecuerdo que conservaba de aquellabreve visión era insuficiente para poderreconstruirla mentalmente. Quizá lohubiera conseguido de repetirse ante misojos, pero no había ni que pensarlo.

Por tanto, esta impresión fue aperderse en mi subconsciente mientras

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volvía a obsesionarme con el problemaprincipal.

Al fin acabé por encontrar lo quebuscaba, cuando la noche había caído yahacía tiempo. Para ser sincero, nada megarantizaba que fuera a dar resultado. Enefecto, era un medio difícil de poner enpráctica, pero no tenía opción, pues noveía ningún otro. Se trataba de provocaren él un miedo que le hiciese volver lacabeza hacia un punto determinado o darun paso en una dirección que no habríaquerido indicarme; esto era todo lo queyo deseaba. Para eso, para obtener esaconfesión tácita, debería recurrir a dosllamadas telefónicas y lograr que, entre

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una y otra, se ausentara durante unamedia hora.

A la luz de unas cerillas, fuihojeando el anuario telefónico hastaencontrar la dirección que necesitaba:Thorwald, Lars, 525 Benedict…Swansea 52114.

Apagué mi última cerilla y marquéel número en la oscuridad. Aquello separecía a la televisión, pues podía verdirectamente a mi interlocutor con sólomirar por la ventana mientrashablábamos.

—¿Diga? —preguntó en tono brusco.«Es curioso —reflexioné—. Hace

tres días que lo acuso de asesinato, pero

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hoy es la primera vez que oigo su voz».No hice esfuerzo para disfrazar la

mía… Al fin y al cabo, no íbamos avernos nunca.

—¿Recibió mi nota? —le pregunté.—¿Quién está al aparato? —quiso

saber, prudentemente.—Alguien que sabe —le dije, sin

otra explicación.—¿Que sabe qué? —preguntó,

siempre a la defensiva.—Que sabe lo que usted sabe. Usted

y yo somos los únicos que lo saben.Se dominaba admirablemente. Nada

dijo que pudiera traicionarle. Pero, cosaque él ignoraba, se traicionaba de otro

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modo, pues tuve la precaución deequilibrar mis prismáticos sobre elborde de la ventana con ayuda de dosgruesos libros. Así, comprobé que sehabía soltado el cuello de la camisa,como si estuviese a punto de ahogarse, yque se colocaba la mano ante los ojoscomo si un relámpago le hubiera cegado.

De palabra seguía intentandoengañarme.

—No sé de qué me habla —afirmó,en tono seguro.

—¿Que de qué hablo? Pues hablo denegocios. Es un asunto que podríaresultarme beneficioso si, a cambio, mecomprometo a no decir una palabra a

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nadie, ¿no le parece? —Y, deseando quecontinuara ignorando que lo descubrípor la ventana, puesto que aún tendríanecesidad de espiarle de aquel modo,me apresuré a añadir—: Se confió usteddemasiado la otra noche. La puerta no ladejó bien cerrada, o la entreabrió unacorriente de aire.

Esta vez el golpe dio en el blanco, yno tuvo tiempo de contener algoparecido a un hipo que se le escapó dela garganta.

—No pudo ver nada —exclamó—.No había nada que pudiera ver.

—Eso usted lo sabrá —respondí—.Pero en cualquier caso (tosí

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ligeramente), ¿para qué iba a buscar a lapolicía si tuviera más interés encallarme?

—¡Ah! —respondió, a mi juicio conun suspiro de alivio—. ¿Entonces…,entonces quería usted verme? ¿Es eso loque desea?

—Sería preferible, ¿no cree?¿Cuánto puede darme de momento?

—No tengo aquí más que setentadólares.

—Bueno, concretemos una cita.¿Sabe dónde se encuentra LakesidePark? Pues bien, ahora estoy al lado.¿Quiere que nos veamos? (El parque encuestión se encontraba a un cuarto de

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hora de donde nosotros vivíamos.Quince minutos de ida, quince minutosde vuelta. Era lo que me hacía falta).Hay un pequeño pabellón junto a laentrada —añadí.

—¿Cuántos serán ustedes? —quisoinformarse, con desconfianza.

—¡Oh!, tranquilícese, iré solo. Nome gusta compartir las cosas.

Me dio la impresión de que estabaencantado de saberlo.

—Voy a ir —me dijo—, paraaveriguar de qué se trata.

Lo observé con más atención una vezhubo colgado, y vi cómo se encaminabaenseguida hacia el dormitorio, donde

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ahora no entraba nunca. Desapareció enel interior de una especie de armario,del que volvió a salir al cabo de unminuto. Sin duda, había ido en busca dealgo que ni la policía misma consiguiódescubrir. Sólo por el gesto brusco quehizo para guardarse el objeto en elinterior de la chaqueta, adiviné de quése trataba. No podía ser más que unrevólver.

«Por fortuna —me dije—, no tengoque ir a Lakeside Park para recibir lossetenta dólares».

Apagó las luces. Luego, se encaminóal lugar de nuestra cita.

Entonces, sin perder un minuto,

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llame a Sam.—Voy a pedirle que haga una cosa

algo arriesgada —le expliqué—. Enrealidad, es bastante peligrosa. Puederomperse una pierna, a lo mejor le peganun tiro y es posible que incluso deje lapiel. Pero antes escúcheme bien: haráunos diez años que nos conocemos y ledoy mi palabra de que si pudierahacerlo por mí mismo no se lo pediría.Y a usted le consta que no puedo, peroes preciso que se haga, cueste lo quecueste…

Entonces, comencé a explicárselo—:Salga por la puerta del sótano, salte lastapias que dividen el patio y procure

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llegar a ese apartamento del cuarto piso,empleando la escalera de incendios.Han dejado una de las ventanasentreabierta.

—¿Qué debo buscar?—Nada. (¿De qué iba a servirnos,

puesto que la policía había hecho unregistro sin resultado alguno?). Hay treshabitaciones en el apartamento. Deseosimplemente que ponga un poco dedesorden en cada una para dar laimpresión de que alguien ha estado allí.Vuelva un poco el extremo de lasalfombras; cambie de sitio las mesas ylas sillas; deje abiertas las puertas delos armarios. No olvide nada. —Me

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quité el reloj de pulsera paracolocárselo en la muñeca—. Y, sobretodo, esté alerta. Dispone de veinticincominutos a partir de este momento. Si nose entretiene en el patio, nada ocurrirá.Pero en cuanto vea que es la hora,márchese enseguida.

—¿Debo regresar por el mismocamino?

Era inútil, puesto que, en suagitación, mi hombre no recordaría sihabía dejado o no las ventanas abiertas,y me interesaba que creyese que elpeligro le venía de la calle y no delpatio. Mi ventana debía quedar almargen.

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—No —le dije a Sam—, cierre concuidado la ventana, salga por la puerta yregrese por la calle.

—Usted no tiene ningunaconsideración conmigo —comentó, conaire triste.

Pero, a pesar de todo, se fueenseguida, salió al patio por la puertadel sótano y se dispuso a saltar lastapias. De interponerse alguien, yohubiera salido en su defensa paraexplicar que lo había enviado en buscade algo que se me había caído, peronadie se fijó en él. Sam, pese a no ser yamuy joven, se desenvolvió bastante bien,aunque tuvo que encaramarse sobre una

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caja para alcanzar la escalera deincendios, cuyos últimos peldañosquedaban un poco altos. Al fin, entró enel apartamento y encendió las luces,volviéndose después para mirarme. Lehice una seña para animarle a quecontinuara.

Mi propósito era velar por él tantocomo me fuese posible, aunque meconstaba que no disponía de ningúnmedio para protegerle. Thorwald teníaderecho a pegarle un tiro, pues habíaentrado subrepticiamente en su casa. Debuen o mal grado, debía resignarme apermanecer entre bastidores, como hastaentonces. Los policías, cuando fueron a

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registrar, dejaron a uno de suscompañeros como centinela, pero yo nopodía descender hasta la calle paraprestarle el mismo servicio.

Sam debía de tener los nervios entensión por culpa de aquel encargo, perolos míos, a causa de mi impotencia parasecundarlo, lo estaban aún más, yaquellos veinticinco minutos meparecieron interminables. Al fin, le viacercarse a la ventana para cerrarla, talcomo se lo había encargado. Las lucesse apagaron y se marchó. Había llevadoa cabo su misión y nada podía aliviarmetanto como saber que regresaba.

Al poco rato, le oí entrar de nuevo y,

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en cuanto se acercó a mí, le dije:—No encienda las luces. Vaya

enseguida a prepararse un grog biencargado; está blanco como un muerto.

Thorwald regresó exactamenteveintinueve minutos después de sumarcha a Lakeside Park. Fue un margenmuy escaso, pues la vida de un hombreestuvo en peligro.

Iba a comenzar el último acto. Teníamuchas esperanzas. En cuanto entró, lollamé por teléfono sin darle tiemposiquiera a que advirtiese el cambiooperado en su casa. Necesité echarmano de toda mi paciencia y ponermucha atención, pues tenía el receptor

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en la mano e iba marcando su númerosin cesar. Thorwald apareció cuandoestaba en el 2 del 52114 y así ganétiempo. Sonó el teléfono a su ladocuando ni siquiera había encendido laluz.

Esta vez la llamada iba a serdecisiva:

—Era dinero lo que tenía quetraerme. No un revólver. Por eso no meacerqué a usted.

Vi cómo se sobresaltaba. Pero debíamantener la ventana al margen deaquello.

—Cuando salió usted a la calle —continué—, le vi palparse el bolsillo

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interior de la chaqueta, donde lo habíaguardado.

En realidad, quizá no hubiese hechonada de eso, pero importaba poco. Es unademán habitual entre todos aquellosque no tienen costumbre de llevar unarma encima.

—Es una lástima que haya perdidoel tiempo en ir hasta allí para nada —continué—, pero, en lo que a míconcierne, puedo asegurarle que no heperdido el mío durante su ausencia y queahora estoy mucho mejor documentadoque antes. (Llegaba al punto crucial demis explicaciones y lo observabafijamente a través de los prismáticos).

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He descubierto en qué lugar seencuentra. ¿Comprende lo que quierodecir, verdad? Sé dónde la ha puesto.Entré en su casa cuando usted salió.

No hubo respuesta. Tan sólo percibíel jadear de una respiraciónentrecortada.

—¿No me cree? Entonces, eche unvistazo. Estoy bien enterado, créame.

Me obedeció; se fue a la sala paraconectar el interruptor. Sus pupilaserraron en torno suyo, abarcando toda lahabitación, sin fijarse en un puntodeterminado.

Cuando volvió al teléfono, en suslabios había una sonrisa feroz.

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—Es falso —se limitó a decirmeentre dientes, con tono a la vez irritado ysatisfecho.

Colgó, y yo le imité.Mi tentativa resultó un fracaso. Pero

no, no podía considerarse así, pues, sibien no me descubrió hacia qué ladodebíamos dirigirnos, su afirmación deque era falso probaba que allí habíaalgo oculto, algo muy próximo a él, quese podía descubrir, pero tan bien situadoque no le inquietaba, y que ni siquieratuvo necesidad de acercarse paracomprobarlo.

Mi intento, por tanto, significaba unaespecie de victoria estéril. Nada había

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adelantado.En aquel momento, mi hombre se

hallaba de pie, vuelto de espaldas.Ignoraba qué podía estar haciendo. Seencontraba ante el teléfono y, como teníala cabeza inclinada, supuse que estaríareflexionando. No movía el brazo, pero,de extenderlo para marcar un número,tampoco lo hubiese advertido.

Después de permanecer un buen ratoen esta posición, se alejó. Luego, seapagaron las luces y ya no vi nada. Sinduda desconfiaba, pues advertí que nisiquiera encendía cerillas como hacíacon frecuencia cuando se encontraba aoscuras.

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Puesto que no podía vigilarle en susidas y venidas, mis pensamientostomaron otro camino, y comencé areflexionar sobre aquella extrañacoincidencia que se había producido amedia tarde, cuando pasó de su sala a sucocina al mismo tiempo que elpropietario lo hacía en el piso superior.

La anomalía que entonces tanto mesorprendió, me recordaba lo que ocurrecuando miramos a alguien a través de unvidrio imperfecto. Basta un defecto en elcristal para que la imagen de la personaresulte temporalmente deformadamientras se encuentra detrás. Y, sinembargo, no era este el caso, puesto que

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las ventanas estaban abiertas y no seinterponía ningún vidrio. Además, enaquel momento ni siquiera me servía delos prismáticos.

Estaba sumido en mis reflexionescuando sonó el timbre del teléfono.Boyne, sin duda. A aquella hora, nopodía tratarse de otra persona. Despuésde conducirse conmigo tal como lo hizo,habría reflexionado.

—¿Diga? —respondí, sindesconfianza, y con mi voz normal.

No hubo respuesta.—¿Diga? ¿Diga? ¿Diga? —repetí,

dando, además, distintas muestras de mimodo de hablar.

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Seguí sin respuesta.Entonces, cansado ya, colgué.Fuera, todo seguía envuelto en la

oscuridad.

* * *

Sam, que concluía entonces sujornada de trabajo, vino a darme lasbuenas noches.

El grog bien cargado que le animé atomarse había entorpecido un poco sulengua; de modo confuso oí cómo, segúnsu costumbre, me preguntaba si se podíamarchar. Le autoricé distraídamente,ocupado como estaba en encontrar otro

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medio para hacer caer a Thorwald enuna nueva trampa. Me había juradoarrancarle su secreto.

Sam bajó la escalera con pasoinseguro y, segundos después, oí cómocerraba la puerta de la calle. El pobreSam probaba el alcohol tan raramente…

Quedé solo en mi cuarto, con elsillón en el que me sentaba como únicoradio de acción.

De pronto, en la ventana aparecióuna luz, que se apagó enseguida. Sinduda, Thorwald necesitó algo y, comono lo encontraba en la oscuridad, notuvo más remedio que encender, aunquepor poco tiempo. No obstante, debió de

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hallar enseguida lo que buscaba, puesretrocedió al instante para apagar. Almismo tiempo, lanzó una mirada por laventana mientras pasaba ante ella, perosin acercarse.

Aunque fue muy rápida, aquellamirada me impresionó. Era muy distintade las que le había visto antes. Aunquetan breve, diría que fue una mirada aalgo determinado. Tenía especial fijeza.No era una mirada distraída osuperficial, ni como aquellas deprecaución que otras veces le vi dirigir.No recorrió en forma circular las hilerasde ventanas que se alineaban ante él. Semantuvo fija, en el breve espacio que

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duró, sobre mi puesto de observación.Ocurre con frecuencia que

registramos actos sin que nuestra menteles atribuya su verdadero sentido. Misojos descubrieron esta mirada, pero micerebro se negó a darle un significado.

«¡Bah!, no tiene importancia —pensé—. Debe de ser un efecto ópticoproducido por el reflejo inopinado de laluz, cuando se encendió por un breveinstante».

Efecto retardado . Una llamadatelefónica a la que no sigue unapregunta. ¿Por qué?

¿Para comprobar el timbre de unavoz? Luego, un largo tiempo de tinieblas

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durante el que dos hombres, dosenemigos, invisibles uno para el otro,podían disponerse a actuar uno contra elotro. Una luz que aparece en el últimoinstante, por fallo de estrategia, perotambién porque resulta inevitable. Unaúltima mirada cargada de odio; todoesto, como ya he dicho, lo registraronmis ojos, pero no mi mente, que no sedetuvo a pensarlo o que por lo menostardaba mucho en darse cuenta.

Pasaron dos minutos. Una calmaprofunda reinaba en el rectánguloformado por los edificios. Una calmademasiado profunda para que noresultara inquietante. Y, de pronto, la

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rompió un ruido que llegaba de no sédónde: la intermitente y obsesionantecanción del grillo. Pensé en elcomentario supersticioso de Sam, segúnel cual siempre se cumplía su fatalpresagio. De ser cierto lo que dijo, eraun mal signo para alguno de loshabitantes de aquellos grandes edificiosdormidos…

Habían pasado escasamente diezminutos desde que se fuera mi criado. Yya estaba de regreso. Debía de haberolvidado algo. Con el trago que llevabaa cuestas no me extrañaba. Quizá fuerael sombrero, o tal vez la llave de sudomicilio. Sabía que no podía ir a

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abrirle y se esforzaba en entrar sin hacerruido, pensando que quizá me habíadormido ya. Apenas le oí moverse en laplanta.

La casa en la que yo vivía era uno deesos edificios bajos y pasados de moda,con una puerta exterior, a la que nuncaechábamos el cerrojo, que conducía a unvestíbulo cerrado por una puertaprovista de un pestillo. Y el pobrediablo que, en circunstancias normales,debía ya encontrar dificultades parameter la llave en la cerradura, teníaaquella noche la mano todavía menossegura. Con cerillas le hubiera resultadobastante más sencillo. Pero Sam no era

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fumador y, con toda seguridad, no lasllevaba nunca encima.

El ruido cesó. El pobre Sam debióde darse por vencido y marcharse pordonde había venido. Desde luego nopudo entrar, pues conocía muy bien sumodo de dejar que la puerta se cerrasepor sí sola y no oí aquel ruido con elque tan familiarizado estaba.

Y, de pronto, comprendí. Fue comola explosión brutal que se produce en untren cuando una chispa de la locomotoraalcanza al último vagón cargado depólvora. Ignoro por qué razón no se meocurrió hasta entonces. El cerebro tienecaprichos que escapan a toda

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explicación. La verdad es que, deimproviso, Sam, la puerta de la calle ytodo lo demás quedaron borrados de mimente, y, repentinamente, encontré laexplicación de la anomalía que seprodujo en el curso de la tarde. Efectoretardado. Siempre aquel maldito efectoretardado.

Uno sobre el otro, el propietario del525 y Thorwald habían abandonado lassalas del sexto y del cuarto y,simultáneamente, desaparecieron detrásde la porción de muro que separaba lasdos ventanas para reaparecer, siempreuno sobre el otro, en la cocina. Pero,mientras tanto, ocurrió algo anormal que

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no pude definir, pero que me habíasorprendido. No obstante, la retina es unregistro escrupuloso del que se puedeuno fiar y estaba seguro de que laanormalidad que advertí, la separaciónque había apreciado, se produjo verticaly no horizontalmente; la dislocación notuvo lugar a lo largo sino de arribaabajo.

Ahora, sabía; ahora, habíacomprendido; tenía por fin la solución.¿Necesitaban un cadáver? Pues bien, ibaa ofrecerles uno.

De buen o mal grado, Boyne deberíaescucharme. Sin perder un minuto,marqué a tientas el número de la

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delegación de policía sosteniendo elteléfono sobre mis rodillas. Hacía pocoruido: un imperceptible chasquidometálico. El grillo era mucho másescandaloso.

—Hace mucho que se fue a casa —me contestó el sargento de guardia.

Y, sin embargo, me urgía hablar conél.

—Bien, pues deme el número de sudomicilio particular, ¿quiere?

—No se retire.Se alejó, y volvió a los pocos

segundos para decir:—Trafalgar…Luego, nada.

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—Oiga, oiga —grité al aparato—.Señorita, no corte, por favor. No hemosterminado.

Pero tampoco de la centralita merespondieron.

No habían cortado la comunicación.Habían arrancado el cable. Lainterrupción fue demasiado brutal. Y, siarrancaron el cable, tuvo que suceder enel interior de la casa, pues fuera estabaenterrado.

Efecto retardado . Esta vez, era elfin. Venía demasiado tarde. Nadiecontestaba a mis llamadas. Aquellamirada desde arriba, en busca de unpunto de referencia. Y Sam, que hacía

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poco intentaba entrar en casa.La muerte se hallaba en mi casa y,

además, se iba acercando. Y yo estabainmovilizado, clavado en el sillón.Aunque existiera la posibilidad detelefonear a Boyne, era ya demasiadotarde. No se podían esperar golpesteatrales. Desde luego, podía pedirsocorro por la ventana y los vecinos seasomarían para ver qué estabaocurriendo; pero no llegarían a tiempopara ayudarme. Incluso antes de quepudieran darse cuenta de dónde veníanlos gritos, éstos habrían cesado… ysería el fin de todo. Por tanto, no intentépedir auxilio. No fue por valentía, sino

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porque sabía muy bien que iba a ser unesfuerzo inútil.

En breves instantes estaría allí.Ahora, aunque ningún sonido me loadvirtió, debía de encontrarse cerca. Yen torno mío nada más que el silencio.Ni siquiera un crujido. Un crujido mehubiese aliviado, pues podía indicarmedónde estaba el enemigo. Era igual quesi me hubieran encerrado en unahabitación a oscuras con una cobra.

No tenía armas. Junto a la puerta, alo largo de la pared, se encontrabanhileras de libros. Yo no leía jamás. Eranlibros pertenecientes al antiguoinquilino. También había un busto de

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yeso; Jean Jacques Rousseau oMontesquieu, nunca pude saber cuál delos dos. Era horrible, y también lo dejóel que antes ocupaba el apartamento.

Me alcé tanto como pude en miasiento y extendí la mano para sujetarlo.Por dos veces mis dedos rozaron elpedestal sin conseguir cogerlo. A latercera vez, logré moverlo. A la cuartame cayó pesadamente encima y meobligó a sentarme de nuevo.

En el sillón tenía una manta de viajeque no empleaba en aquella estaciónpero que había doblado y puesto en miasiento para que estuviera más blando.La saqué como pude, extendiéndola ante

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mí un poco a la manera de un escudoindio. Luego, retorciéndome como ungusano, me incliné hacia fuera sacandola cabeza y el tronco por encima delbrazo del sillón, del lado del muro. Porúltimo, alcé el busto de yeso sobre elotro hombro procurando mantenerlopegado al respaldo, para simular otracabeza, cubierta hasta las orejas por lamanta. A cierta distancia, en laoscuridad, parecería… Por lo menos,así lo esperaba.

Una vez concluidos estos rápidospreparativos, comencé a roncarestrepitosamente, como quien duermecon un sueño pesado, lo que no me

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resultó difícil, pues tanta emoción meimpedía respirar con normalidad.

No hizo ruido al forzar la cerraduracon una ganzúa, y su entrada fue tansilenciosa que no me hubiese dadocuenta de que se abría la puerta a miespalda de no advertir una ligeracorriente de aire. La noté más porquetenía la cabeza, la auténtica, empapadaen sudor.

Si su propósito era descalabrarmede un golpe o apuñalarme, quizá tuvieraaún posibilidades de evitar el primerataque, gracias a mi subterfugio. Era lomás que podía esperar; así podríaenzarzarme con él en un cuerpo a cuerpo

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y romperle el cuello o la columnavertebral estrechándole contra mí.

Si, por el contrario, empleaba unrevólver, fatalmente acabaría poralcanzarme. En suma, no iba a ser másque cuestión de segundos. Y él tenía unrevólver, como bien me constaba, puestoque con él se proponía matarme cuandocreyó que me encontraría en LakesidePark. Mi única esperanza era que, enesta ocasión, al hallarse en el interior deuna casa y queriendo evitar el peligro deser detenido…

Había llegado el instante fatal.La oscuridad era tan intensa que la

habitación se iluminó por un momento

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con el resplandor de un fogonazo.El busto desapareció de mi hombro

para saltar hecho pedazos.Por el ruido que luego siguió creí

que mi enemigo pateaba de rabia alfrustrarse su venganza, pero al verlepasar como una flecha por mi lado yasomarse a la ventana buscando elmedio de evadirse, comprendí que elruido provenía de abajo y que se tratabade violentos golpes asestados a la puertaprincipal del edificio. Contra todaesperanza, el golpe teatral era posible.Pero, antes de que llegaran, Thorwaldaún tenía tiempo de matarme cincoveces.

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Dejé deslizar el cuerpo en elestrecho espacio comprendido entre lapared y el sillón; pero las piernas, loshombros y la cabeza seguían aúnvisibles.

El hombre se volvió para dispararsobre mí, desde tan cerca que quedédeslumbrado. Sin embargo, no me sentíherido. No consiguió alcanzarme.

—Usted… —comenzó a decirrechinando los dientes.

Creo poder afirmar que no dijo nadamás, pues estaba demasiado ocupadopara perderse en vanas invectivas.

Apoyándose con las dos manos en elborde de la ventana, saltó al patio. Dos

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pisos. Salió indemne porque en lugar deestrellarse en el cemento, fue a caersobre el césped que allí crecía.

Conseguí, bien que mal, alzarme pordetrás del brazo del sillón y me lancéhacia la ventana con tanta fuerza que porpoco me rompo la barbilla.

El fugitivo, aunque aturdido por lacaída, se había recuperado enseguida.Así ocurre siempre que la vida está enpeligro. De un salto, salvó la primeratapia. De otro, salvó la segundaapoyándose con los pies y las manos alestilo de los gatos y con idénticaligereza. Luego, cuando llegó a su casa,subió por la escalera de incendios que

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había empleado Sam.Fue trepando por los peldaños de

metal, dando pequeños y bruscos girosen cada descansillo. Sam había cerradolas ventanas a conciencia antes demarcharse, pero, por suerte paraThorwald, él mismo abrió una a suregreso para ventilar el piso. Digo porsuerte, porque su vida dependía ahorade esa medida tomada casimaquinalmente.

Dos pisos, tres pisos, cuatro pisos.Al fin había llegado a su casa. Peroentonces debió de ocurrir algo; le viapartarse de la ventana y continuarcorriendo hacia el quinto piso. Se oyó

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un restallido seco en una de las ventanasde su apartamento y una bala atravesó elpatio para clavarse en el muro deenfrente.

Del quinto, pasó al sexto y, unsegundo después, se hallaba en eltejado. Había conseguido llegar sano ysalvo. ¡Cómo se aferraba aquel hombrea la vida!

Los policías que estaban asomados alas ventanas de su casa no podíandispararle ya, pues se hallaba justoencima de ellos y, además, lesmolestaban los peldaños de la escalerade incendios.

Tan interesado estaba en seguirle

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con la vista que no presté atención a loque ocurría en torno mío. De pronto, medi cuenta de que Boyne se encontraba ami lado intentando apuntarle.

—Casi me duele tumbarle en estemomento. Caerá desde muy alto.

El fugitivo se mantenía en equilibriosobre el muro del tejado y una estrella lebrillaba sobre la cabeza. Seguramente,una mala estrella. Se entretenía allímucho, porque deseaba matar antes quedejarse matar… a menos que se sintieraya herido de muerte.

Una detonación, venida de muy alto,rompió el momentáneo silencio. Uncristal de mi ventana, justo encima de

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Boyne, saltó, y uno de los libros queestaban a mi espalda fue atravesado departe a parte.

Boyne, ante el disparo, no dudó ni uninstante y, como me encontraba entoncesdetrás de él, su codo, por efecto delretroceso del arma, me golpeó en lamandíbula. Como no quería perdermenada de lo que estaba ocurriendo, apartéel humo con la mano.

Fue algo horrible. De pie sobre elparapeto, Thorwald pareció, demomento, que no se movía. Luego,arrojó el arma, como diciendo de esaforma que en adelante no iba anecesitarla, y se lanzó al vacío. Su

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cuerpo se proyectó hacia fuera de talforma que no rozó siquiera la escalerade incendios, pero golpeó, algo másabajo, uno de los andamios que dejaronlos obreros y, rebotando como untrampolín, fue a caer tan lejos que no levi cuando al fin se estrelló en el suelo.

Me volví hacia Boyne.—Bien, ¿sabes?, ya lo he

encontrado. Al final lo he encontrado —grité—. Sí, en el apartamento del quintopiso, el que está encima del suyo. Elsuelo de la cocina es ligeramente másalto que el de las demás habitaciones.Quisieron cumplir el reglamentoestablecido para disminuir los riesgos

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de incendio y así, de paso, disimularontambién cierto desnivel en la sala. Notiene más que cavar allí y…

Boyne llegó al quinto pisoenseguida, cruzando el patio y saltandolas tapias para darse más prisa. Comoaún no habían instalado la electricidaden aquel apartamento, debieronalumbrarse con linternas, perotrabajaron con tanto ardor que notardaron mucho y, una hora y mediadespués, vi al teniente asomarse a laventana para hacerme señales.Significaba que yo había acertado.

* * *

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Eran casi las ocho de la mañanacuando se reunió conmigo. Antes debióasegurarse de que lo dejaran todo enorden y disponer el traslado de los doscadáveres: el de Thorwald y el de suesposa.

—Jeff —me dijo Boyne—, retirocuanto antes había dicho. La culpa latuvo ese estúpido al que envié allí pararegistrar el baúl…, pero, no, tampocopuedo decir eso. En cierto modo, soy yoel principal responsable, teniendo encuenta que no le encargué queidentificase a aquella mujer, sino queexaminara el contenido del baúl. Por esoel informe que trajo a su regreso era

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bastante sucinto. Volví a casa. Meacosté y, de pronto…, ¡paf!, me vinierona la memoria algunas cosas que habíaolvidado. Uno de los inquilinos, al queinterrogué hace dos días, nos dio ciertosinformes, y estos informes, sobrediferentes puntos, no concordabanmucho con lo que relatara mi agente. Enfin, hay días en que tenemos la cabezatan cargada…

—A mí me ocurrió lo mismomientras intentaba ver claro en estemaldito asunto —confesé, con pena—.A eso se le llama efecto retardado. En loque a mí concierne, estuvo a punto decostarme la vida.

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—Quizá. Pero mi oficio es el depolicía, mientras que tú tienes disculpa.

—¿Y es por ser policía por lo quehas llegado en un momento tanoportuno?

—Desde luego. Vinimos ainterrogarlo. Pero cuando comprobamosque no estaba en su casa, distribuí a mishombres para que vigilasen, mientras yovenía aquí a justificarme. Y, apropósito, ¿qué fue lo que te puso sobrela pista del piso de cemento?

Le hablé de la anomalía que tanto mehabía sorprendido.

—Incluso teniendo en cuenta ladiferencia de estatura que existía entre

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ellos —expliqué—, el propietario mepareció mucho más alto de lo que era encomparación con Thorwald cuandoambos se encontraban en la sala. Todoel mundo sabe que el piso de las cocinasha de ser de cemento y que éste debeestar a su vez cubierto de material decorcho prensado, lo que hace que sealce ligeramente. En el sexto habíanconcluido las obras, en el quinto lasestaban haciendo aún y ni siquierahabían comenzado en el cuarto. Así escomo reconstruí la historia en teoría.Thorwald se hallaba sin trabajo y sumujer sufría una enfermedad que la roíadesde hacía varios años. Al fin, cansado

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de ver que no ganaba nada y que sumujer no se restablecía…

—La otra mujer estará allí durantetodo el día. La detendremos y latraeremos aquí.

—Seguramente suscribió un segurode vida para su esposa, con él comobeneficiario, y comenzó a envenenarlaprogresivamente para que ni ella ni losdemás se dieran cuenta de nada. Meparece, aunque no es más que una simplehipótesis, que su mujer descubrió laverdad aquella noche en que la luzestuvo encendida hasta la mañana. Si losupo por intuición o si lo sorprendiópreparando algo, lo ignoro. A mi juicio,

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Thorwald perdió la cabeza e hizo lo quesiempre quiso evitar: matarlaviolentamente, estrangulándola ogolpeándola. Luego, debió recurrir a suimaginación. Y en eso tuvo más suertede la que merecía. Pensó enseguida en elapartamento del quinto piso. Subió a él.Echó una ojeada. El cemento, queacababan de extender, no se habíasecado aún. Los materiales seguían allí.Cavó un hueco lo bastante grande paraque cupiera su esposa. Luego, ladepositó. Después, extendió cementofresco para cubrirla, alzando la capaunas pulgadas de modo que quedaseuniforme. De este modo, sin temor a las

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emanaciones, resultaba tan perfectocomo un ataúd de plomo. Al díasiguiente, regresaron los obreros paracontinuar su trabajo e instalaron losmateriales de corcho sin advertir nada,puesto que Thorwald seguramente sehabía servido de sus mismasherramientas. El asesino envió a sucómplice a las cercanías de unalocalidad donde su mujer ya habíapasado algunos veranos, pero eligiendouna granja donde le constaba que no laconocían. Le había dado las llaves delbaúl que luego le expidió. Por último,echó en su propio buzón una vieja postalde la que había borrado la fecha. En el

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plazo de ocho o diez días, la cómplicedesaparecería y habrían hecho creer quela señora Thorwald se había suicidadoen una crisis de neurastenia, debido alestado de su salud. Como prueba,presentarían una carta que atribuirían aella, además de dejar algunos de susvestidos en las proximidades de un lagoprofundo. Era, desde luego, bastantearriesgado, pero los dos sinvergüenzaspodían haber tenido suerte.

A las nueve, Boyne y los demás sehabían marchado y yo seguía solo en misillón.

Sam entró para anunciar:—Señor Jeff, el doctor Preston.

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Entró a su vez el médico, frotándoselas manos.

—Bueno, hoy —me dijo— creo quepodremos quitarle la escayola de lapierna. Debe de estar más que harto depasarse el día en este sillón sin hacernada.

Yo me contenté con mirarle, sinhacer comentarios.

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PROYECTO DEASESINATO

Dos mujeres merendaban juntas en unelegante salón de té lleno de gente. Noquedaba ni una mesa libre, y tan sólopor casualidad se veía algún hombreentre la clientela. A esas horas, loshombres están, por lo general, ocupadosen su trabajo. Docenas de vocesfemeninas, en plena conversación,vibraban en el aire.

A no ser por la tez color café con

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leche de las camareras, las ropasestivales de las clientas y el soporcálido de la atmósfera, se hubierapodido creer que se trataba de un localsituado en la Quinta Avenida y no de unade las islas tropicales que dependen deEstados Unidos.

En nada se distinguían aquellas dosmujeres de las demás que allí estaban.Ambas eran elegantes, bellas yaproximadamente de la misma edad: alborde de la treintena o poco más. Una deellas era rubia; la otra, la más bajita,morena y de piel clara. La rubia lucíauna alianza. La morena, no. Realmente,en nada se distinguían de las otras

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mujeres que se reúnen en los cuatroextremos del mundo a esa misma hora enlugares semejantes.

Podría suponerse que suconversación tampoco se distinguía ennada de lo corriente: la nueva moda desombreros, la longitud de las faldas enla nueva temporada, si es másfavorecedor recogerse el cabello sobrela nuca o dejárselo suelto, algún chismesabroso o alguna calumnia. La rubia,Pauline Baron, había convertido laconversación en un monólogo. Lamorena, Mary Stewart, se contentabacon escucharla, mostrando suconformidad con movimientos de cabeza

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o con algún comentario.Ambas tenían un aire natural,

desenvuelto. Mary Stewart sostenía uncigarrillo entre sus cuidados dedos; decuando en cuando, Pauline se llevaba lataza a los labios y graciosamente bebíaun sorbo de té. Su conversación, sinduda alguna, debía de versar acerca delmejor modo de detener una carrera en lamedia o acerca de las «ocasiones» quese encuentran en los almacenes.

Pero si alguien se hubiera acercadolo suficiente a la pequeña mesa parapoder oír…

Pauline había dejado de hablar enaquel momento y hubo una breve pausa.

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Luego, Mary sacudió la ceniza delcigarrillo.

—Entonces, si lo odias hasta esepunto, si ya no puedes soportar la vidacon él por más tiempo y si además él seniega a devolverte la libertad, ¿por quéno lo matas? —sugirió tranquilamente—. ¿No lo has pensado nunca?

Pauline la miró, como preguntándosesi hablaba en serio o bromeaba.

—Sí, desde luego, lo he pensadomuchas veces —respondió con calma—.Pero ¿a qué me conduce eso? Son cosasque a una se le ocurren…

—Sí, como a todo el mundo en unaocasión u otra —dijo Mary, moviendo la

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cabeza, comprensiva—. A mí me pasacon frecuencia… sin pensar en nadiepreciso…, teóricamente se podría decir.

Pauline suspiró con tristeza:—¿A qué conduce hablar de esto?

Aunque me propusiera hacerlo, notendría valor. Las mujeres que matan asus maridos acaban detenidas, van a lostribunales y la prensa levanta unescándalo.

—Sí —respondió Mary,encogiéndose de hombros—, cuando sonlo bastante estúpidas para dejarsecapturar.

—En esos asuntos, todas acabancayendo.

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—Porque lo hacen mal —advirtió suamiga, bebiendo un sorbo de té antes deencender otro cigarrillo—. La gentesuele recurrir a sistemas violentos: elrevólver, el cuchillo o incluso elveneno. De ese modo, es inevitable quelos detengan. Pero existen otros medios.Si yo quisiera desembarazarme dealguien, matar a alguien… —seinterrumpió para preguntar—: No teescandalizo, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Las amigassinceras, como nosotras, pueden hablarde todo con entera franqueza.Comprenderás que no voy a discutirestos asuntos con cualquiera…

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—Ni yo tampoco. Además, estamoshablando en teoría —recordó Mary,agitando el cigarrillo con un gestogracioso—. En estos casos, loimportante es buscar el punto débil deesa persona y atacar por ahí. Esashistorias de tiros o de cuchilladasquedan para los criminales. A unapersona inteligente le basta con usar elcerebro para cometer impunemente unasesinato.

Pauline miró a su amiga, con interés.—No he comprendido muy bien qué

quieres decir con lo del punto débil.—Te lo explicaré. Tomemos a tu

marido de ejemplo. ¿Qué es lo que más

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le aterroriza?—Nada. Tiene un valor

extraordinario.—Todo el mundo siente terror ante

algo, aunque lo demás no le asuste —insistió Mary—. Tú vives con él y debessaberlo.

—No, no lo sé —reconoció Paulinetras meditarlo.

—Un ser humano que no sientatemor no existe. Piénsalo. ¿Le asusta elfuego? ¿El agua? ¿La altura?

Pauline seguía reflexionandomientras movía la cabeza.

—No, lo estoy pensando y noacierto… A menos que… Sí, ahora

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recuerdo algo… No fue importante,pero… Sí, creo que le aterrorizan lasserpientes.

—A la mayor parte de la gente leocurre lo mismo.

—Cierto, pero en el caso de mimarido me pareció mucho más fuerte.

—Bien, eso es exactamente lo quebuscamos. Explícame cómo fue.

—Estábamos en un cine de NuevaYork… poco antes de venir aquí.Proyectaron un noticiario que conteníaun breve reportaje sobre una granjadonde criaban serpientes. Fue sólo unmomento, las serpientes se retorcían enel suelo y enseguida pasaron a otro

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asunto. Nadie se alteró sensiblemente enla sala, excepto mi marido, que selevantó y abandonó su butaca. Creí queiba a los lavabos, pero, como te decía,antes de que pudiera llegar a la salida,trataban ya otro tema. Entonces pareciócalmarse y volvió a su asiento; me dicuenta de que se secaba la frente. Mástarde, cuando regresábamos a casa, lepregunté qué le había ocurrido y mecontestó que le horrorizaban tanto lasserpientes, que no podía soportar verlas.No le pregunté el motivo ni él me lodijo: no hemos vuelto a hablar de esteasunto.

—Por aquí hay muchas serpientes —

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comentó Mary pensativa—. No en laciudad, claro, pero las plantaciones decaña de azúcar están atestadas. —Volvió un poco la cabeza para despedirel humo—. Conozco a una viejaindígena, una especie de curandera, quelas captura en grandes cantidades. Lasemplea para sus remedios, me parece…

Interrumpió la frase. Paulinemantenía la vista baja, como hipnotizadapor alguna mancha del mantel.

—Por tanto —siguió diciendo Mary—, para volver a nuestro ejemplo, porahí deberíamos atacar. Éste es su talónde Aquiles: su fobia a las serpientes. Situ marido creyera que hay una serpiente

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en libertad en su casa…—¿Cómo iba a creerlo?

¿Simplemente porque se lo dijéramos?—No, no sería suficiente. Aunque la

imaginación se alimenta de fantasmas, esnecesario darle un punto de partida paraque trabaje. No, sería preciso quehubiera una serpiente en la casa; luego,su imaginación haría el resto.

—No comprendo cómo…Mary suspiró, como un profesor ante

un alumno torpe.—Según nuestros cálculos, basta la

presencia de una serpiente para quetenga un ataque de terror, ¿no es cierto?

—Sí, pero eso no bastaría para

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causarle la muerte.—Claro, si no pasara de ahí. Pero si

la tensión se mantuviera durante algúntiempo, estoy segura de que leprovocaría la muerte.

—¿Y cómo mantener la tensión? Pormucho miedo que tuviera Donald,buscaría un revólver para matarla.

Mary alzó las cejas para mostrar laimpaciencia que le causaba tantaincomprensión.

—Bien, tú debes ingeniártelas paraque no lo haga. Te he dado el punto departida para llevar a cabo tu plan. Si selo permites, no cabe duda de que huirá ointentará matarla y la cosa no pasará de

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un susto horrible. Pero si le quitas lalibertad de movimiento, si lo reduces ala impotencia y mantienes su terror enebullición durante mucho tiempo, esoacarrea la muerte, una muerte causadapor la imaginación. ¿Comprendes?

La rubia Pauline, la esposa deDonald Baron, no dijo nada, y se limitóa morderse las uñas.

—¿Las puertas de tu casa sonsólidas? —preguntó su amiga.

—Sí, son de madera de caoba devarias pulgadas de espesor. Seríanecesaria un hacha para derribarlas.

Distraídamente, Mary alzó latapadera de la tetera para investigar si

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aún quedaba té y luego volvió acolocarla en su sitio.

—¿Tienes algún armario grande, siniluminación interior?

—Sí, precisamente debajo de laescalera. En realidad, es una habitaciónmuy pequeña.

—¿Crees que si encerráramos allí aalguien le sería imposible salir?

—Desde luego, aunque se tratara deun hombre extremadamente fuerte.

—Entonces, allí es donde deberíasencerrar a nuestra hipotética víctima,haciéndole creer que también está allí laserpiente. Le privarías de toda libertadde acción: no podría huir, ni tampoco

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ver la serpiente para matarla. El miedose convertiría en terror y cuando éstellegara al paroxismo, vendría elcolapso. Ningún ser humano lo puederesistir. A los treinta o cuarenta minutosmoriría sin que le hubieran puesto unamano encima. Aunque le hicieran laautopsia de la cabeza a los pies, nadaencontrarían. Los asesinatos porimaginación no dejan huellas. —Maryhizo una pausa para aplastar el cigarrilloen el cenicero y continuó—: Ahí tienestu asesinato… por el que no tendrásningún castigo.

Pauline movió la cabeza, comoaturdida:

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—Y no tendría aspecto de asesinato,¿no es cierto? —dijo preocupada.

—Asesinato es una palabra muyvaga.

—¿No podría gritar? Quizá alguienle oyera.

—No, si conectas la radio a todovolumen.

—Pero al encontrarle en la alacenase preguntarían…

—Quien le hubiera encerrado allípodría sacarle antes de que comenzarala investigación.

A Pauline Baron sólo le quedaba unapregunta que hacer acerca de aquellaapasionante teoría:

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—¿Crees tú de veras que se puedemorir de este modo? Quiero decir que sila tentativa no es coronada por el éxito,luego sería peor…

—Te garantizo que moriría en menosde cuarenta minutos. El corazón noresiste mucho tiempo.

Hubo una pausa.Luego, dijo Mary:—No veo más que un inconveniente.

Hay pocas personas capaces de llevar acabo este plan. Requiere un grancarácter, ya que se trata de uno de losmedios más crueles que existen paramatar a un semejante. Me pregunto si sepuede odiar hasta el extremo de desearle

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tal muerte… Pero si la serpiente no estáallí, la crueldad sería sólo imaginación.La propia víctima se torturaríasuponiendo cosas que no son. Yo aúnconozco otra crueldad mayor que seprolonga durante años y años: no mata,pero es lo mismo. Como tú decías, estamuerte la provocaría tan sólo suimaginación. También esa crueldad dela que te hablaba es un esfuerzo deimaginación. En cierto modo, seríapagarle con la misma moneda.

Mary se calzó unos guantes de tul,con todo el cuidado que las mujeresponen en estas operaciones, ajustándoseun dedo tras otro. Era una señal de

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despedida próxima, aunque nonecesariamente inmediata.

—¡Qué giros más raros toman lasconversaciones!, ¿no es verdad? —murmuró como excusándose—. Sialguien nos hubiera oído, habríapensado que hablábamos en serio.

—¿Verdad que sí? —respondióPauline con una sonrisa, mientras seempolvaba—. Es tarde y debo irme.¿Cómo dijiste que se llamaba esaindígena?

—No lo he dicho, pero creo que sellama Mamá Fernanda —respondióMary sin darle importancia—. Le heoído hablar de ella a mi camarera. Ya

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sabes cómo son las sirvientas. Sigue elcamino del campo de golf, pero tuerce ala derecha al llegar a un pequeñosendero. Eso es lo que me dijo midoncella. Estas chicas van siempre aconsultarle acerca de sus problemas.Creo que para preparar filtros yremedios necesita sapos, ranas, lagartos,serpientes y cosas parecidas —añadiócon indiferencia, mirando a su alrededor—. No sé si emplea la piel o el veneno.Es la doncella, Martelita…, es bonito elnombre de Martelita…, quien me lo haexplicado —concluyó, contemplandofijamente a su amiga; después bajó lavista para ver si los guantes estaban bien

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ajustados.Las dos amigas se pusieron en pie.

La conversación había terminado.—Celebro haber tomado el té

contigo, Mary —dijo Pauline, mientrasque graciosamente se encaminaban haciala salida.

Eran dos mujeres elegantes, muyparecidas a las otras que discutían detrajes y de sombreros.

* * *

El resplandor de los faros parecía unchorro de plata avanzando por elsendero. Las hojas de los plátanos

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resbalaban sobre el coche. Una choza deadobe apareció de súbito ante la luz delos faros, como si hubiera brotado de latierra. Atraída por la claridad, una mujersalió de la casucha protegiéndose losojos con la mano. Era una mestizadesmedrada, con un pañuelo en lacabeza del que salían unos mechones decabellos blancos.

El coche se detuvo con un chirridode frenos. Se abrió la portezuela y laconductora descendió. Se cubría con unamplio sombrero cuyas alas algoinclinadas ocultaban su rostro, aexcepción de la boca y la barbilla.Tanto la garganta como los brazos eran

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blanquísimos.—¿La señora se ha perdido?[1] —

preguntó la mestiza—. Para ir al golf hade seguir todo recto, por la carretera.

La recién llegada introdujo el brazoen el interior del coche y los faros seapagaron. Las dos mujeres quedaroncara a cara a la luz de las estrellas.

—No voy al golf —dijo ladesconocida—. Me envía Martelita. Meha hablado mucho de usted. ¿Conoce aMartelita?

La vieja pareció forzar la memoria yluego añadió:

—Sí, Martelita, la que trabaja parala señora que vino por el mar. ¿Está

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enferma la señora? —preguntó condiligencia.

—No, vengo a pedirle un favor…Quiero que me preste algo que ustedtiene.

La anciana extendió el brazosignificativamente.

—Mi pobre choza es toda suya,señora —dijo, abriendo la puerta einvitando a su interlocutora a seguirla alinterior.

La visitante, sin embargo, prefiriópermanecer en el umbral. La vieja tomóun tizón de rústico hogar y, después deavivarlo, encendió la mecha de unalámpara de aceite, que iluminó

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débilmente el interior de la casucha. Noobstante, el rostro de la visitante, tras elala del sombrero, siguió en sombras.

—¿Qué es lo que la señora quiereque le preste?

—Lo que se arrastra así por elsuelo…

Un puño blanco y fino se agitó conun gesto expresivo. Los ojos de la viejase iluminaron, al comprender.

—¿Quiere el remedio que hago conellas?

—No, no, quiero una… viva.Esta vez hubo un silencio, breve,

pero elocuente.—¿Para qué la necesita, señora?

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La mano blanca abrió el bolso y, enel interior, agitó unas monedas de plata.

—Tengo la casa llena de ratones.Por esto quisiera tenerla una noche odos, para que se los coma; luego, se ladevolveré. Quiero una que no seapeligrosa, ¿comprende? —La visitantese pellizcó la piel de la mano y luego sela acarició para indicar que no era grave—. Que no sea peligrosa. Que lapicadura no mate.

La vieja asintió vivamente con lacabeza.

—Sí, comprendo, no venenosa.Inofensiva.

La mestiza apartó unos sacos

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apilados en un extremo de la choza, ydescubrió unos recipientes de barro dedistintos tamaños. Un inconfundible olora almizcle se extendió por toda lacabaña.

La visitante retrocedióinstintivamente.

La vieja, alzando la lámpara sobreuna de las vasijas, examinó el interior.Luego, pasó a la siguiente. En la tercera,hundió un bastón en forma de horquilla.

La visitante volvió la cabeza,dominada por una irresistiblerepugnancia. Cuando miró de nuevo, lavieja había cogido una cesta quecolgaba del muro para depositar en ella

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algo que pendía del bastón. La cesta erabastante grande, pero tenía una altura desólo quince centímetros. El fondo sehallaba tapizado de hojas oscuras.

La mestiza se acercó a la visitantepara ofrecerle la cesta, que había vueltoa cerrar. El pecho de esta última se alzóy descendió con rapidez, pero no seapartó. En el interior de la cesta se veíaalgo de un brillo sedoso, como un tubode goma limpio, cuyo extremo se agitabaun poco.

La mujer del sombrero amplioadelantó la cabeza.

—Es muy pequeña. No tiene un airemuy… ¿Puede darme una mayor, de

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aspecto más temible?La vieja la miró con ironía.—Creí que la señora quería que se

comiera a los ratones; no que losasustara.

Volvió hacia los potes de barro,vació con cuidado la cesta en uno deellos y hundió el bastón ahorquillado enotro.

Nuevamente, fue a presentar la cesta.Esta vez se hubiera creído que conteníaunos trapos cubiertos de plumas, tanescamosa era la piel. En uno de losextremos, destacaban dos cuernecillos:la parte inferior era amarillenta.

La visitante no pudo contener un

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gesto de asco, mientras se cubría la caracon una mano para no ver aquellaimagen de horror.

—¿Está segura de que no esvenenosa? —balbuceó.

—No, no es venenosa. Mire.La vieja extendió lentamente el

reseco brazo sobre la cesta para irritar ala ocupante.

La desconocida protestó,horrorizada.

—No haga eso, por amor de Dios.¡No quiero verlo!

La mestiza tapó la cesta. Sobresalíanpor los costados algunas hojas. Parecíacontener frutos o alguna cosa muy

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delicada.—Es nueva —dijo Mamá Fernanda

con cierta ternura—. La cogí hace unosdías nada más. Tiene sueño porque hacomido. Cuando tiene hambre, sedespierta, y cuando se despierta es muyviva, muy rápida.

Le tendió la cesta cerrada a lavisitante, pero ésta retrocedióinstintivamente.

—¿La señora quiere que se la lleveal coche?

—No, he de acostumbrarme a notenerle miedo. Espere sólo un minuto…mientras me decido.

Por fin, extendió las manos algo

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temblorosas y tomó la cesta. Las manosmorenas se retiraron. Se había efectuadola transferencia.

La desconocida aspiró hondo.—No tema —la tranquilizó la vieja

—. Tenga siempre la cesta así; que no sevuelque.

—¿Cómo debo hacer para quesalga? ¿Tengo que meter la mano ahídentro?

—No, use un bastón. Mire, comoéste —explicó Mamá Fernanda imitandoel modo como la capturó—.Apretándola contra el suelo… Después,por debajo, pero siempre en el centro.Nunca cerca de la cabeza o de la cola.

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Luego, levante el bastón. Se enrosca y sedeja cazar.

—Aquí tiene el dinero… ¿Esbastante?

—Es demasiado.—Quédeselo…, quédeselo…La visitante regresó lentamente al

coche, manteniendo la cesta alejada delcuerpo. La colocó sobre el asientodelantero y dio la vuelta al vehículopara sentarse ante el volante. De nuevo,la claridad de los faros perforó laoscuridad de la noche y cegó a la vieja,que seguía en el umbral de la choza.

—¡Devuélvamela cuando no tengaratones! —gritó, mientras el vehículo

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maniobraba para girar.De la ventanilla del coche salió una

risa dura:—¡De acuerdo!

* * *

La mesa estaba iluminada por unasvelas. El matrimonio Baron cenaba. A laluz vacilante, sus rostros parecíanmáscaras de pergamino que destacabansobre los oscuros muros de lahabitación. Dos máscaras que manteníanlos ojos bajos para no mirarse. Sólo seadvertían dos manchas blancas: elescote de la mujer y la pechera de la

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camisa del hombre. El resto de suscuerpos se hundía en las sombras.

El silencio total únicamente serompía al entrar o salir la sirvienta paracambiar los platos. Ninguno de los doshablaba. Ninguno de los dos habíahablado durante toda la cena. Ningunode los dos hablaría. Nada hay máshorrible que el silencio pétreo del odio.

El hombre tenía un libro abiertosobre la mesa y leía a la luz vacilante delas velas, intentando ignorar a la mujerque se sentaba ante él y cuyos dedostamborileaban silenciosamente sobre lamadera. Acabó por alzar la cabeza ydirigir una mirada impaciente a la mano.

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Pauline la dejó caer en sus rodillas y élreanudó la lectura, con una arruga deimpaciencia en el entrecejo.

A un gesto casi imperceptible de laseñora, la sirvienta se retiró, dejándolossolos.

El hombre encendió un cigarrillo yvolvió la página. Ella hacía girar ahorala alianza alrededor del dedo, bajo lamesa, para que su marido no la viese. Elcírculo de oro giraba sin parar, como sifueran a destornillarlo.

De repente, la mujer se puso en pie ysalió por la misma puerta que lasirvienta. Entró en la cocina, que lepareció alegre y luminosa, en

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comparación con la sala de tortura queacababa de abandonar. La doncella y lagruesa cocinera, que hablabananimadamente, se pusieron en pie alverla.

—¿Algo mal en la comida, señora?—preguntó la última con ansiedad.

—No. ¿Cuál es vuestra noche libre?—La del miércoles.—Bien, les doy otra noche libre;

salgan hoy mismo. Usted también,Pepita. Pueden marcharse enseguida.

Sus rostros se iluminaron.—¡Gracias, señora, gracias!—No se preocupen por el postre. No

vamos a tomarlo.

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Regresó al comedor, en dondeparecía que se estaba velando a unmuerto. El marido se volvió en la silla,con el libro entre las manos, para darlela espalda o, por lo menos, un hombro.

Un relámpago animó las pupilas dela mujer, pero de nuevo bajó la vista.

—¿Te molesta que esté en la mismahabitación que tú? —preguntó concalma.

El marido ni siquiera se movió,como si no la hubiese oído.

—Todo en ti me molesta —contestócon idéntica tranquilidad—. Pero asípor lo menos no te veo.

—Entonces, ¿por qué no me dejas

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marchar? ¿Por qué me obligas a seguir atu lado? ¿Por qué me torturas así, díatras día y semana tras semana?

—La puerta está abierta. Te lo hedicho muchas veces: vete. Pero siemprete quedas.

—Sabes muy bien que no puedoirme, aunque lo desee. Estoy a variosmiles de millas de mi casa y no tengodinero para regresar.

—Entonces, deberás quedarte.Siempre respeto los términos de uncontrato que he firmado, aunque hayasalido perdiendo. No seré yo quiendeshaga mi matrimonio.

—No me quieres…

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—Lo sé muy bien, aunque me hayadado cuenta tarde.

—Por última vez, Donald, déjamemarchar. Es la última vez que te lo pidoantes de… —se interrumpió, paraañadir—: Donald, por favor, antes deque sea demasiado tarde, déjamemarchar.

Él marcó con la uña la línea queestaba leyendo:

—¿Es preciso que hables? No puedosoportar el tono de tu voz.

Pauline se alejó de la mesa, y cruzóla habitación hasta un aparador de caobamaciza, sobre el que pendía un espejo.Se detuvo, contemplándole en él. Su

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marido seguía leyendo, vuelto deespaldas.

Sacó una llave del escote y abrió laparte baja del aparador. Allí guardabanlas bebidas caras, para mantenerlasfuera del alcance de las sirvientas. Através del espejo, siguió vigilando a sumarido, que leía, con la cabezainclinada. Volvió a cerrar el aparador yse fue. Bajo el mueble se veía ahora unacesta plana y redonda.

Regresó a la mesa, tomó uncigarrillo y fue a encenderlo en la llamade una de las velas. La mano quesostenía el candelabro no se mostrabamuy segura. Cuando lo volvió a su sitio,

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sobre el libro se proyectó una sombra yel marido alzó la cabeza, irritado.

—Lo siento —dijo ella fríamente.De nuevo reinó el silencio y ninguno

de los dos volvió a moverse. En toda lahabitación, no había más señales de vidaque las páginas que él pasaba, el humodel cigarrillo que ella dejabaconsumirse entre los dedos y elchisporroteo de las llamas de las velas.

Así pasó un cuarto de hora.Por fin, él alzó la cabeza y miró

hacia la puerta de la cocina, como si sediera cuenta de que permanecía cerradadesde hacia mucho.

—Quisiera fruta —declaró

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secamente—. ¿Dónde está la criada?—Ha salido.—Creí que salía los miércoles.—Uno de sus parientes está enfermo

y me pidió cambiar la noche libre. Le dipermiso. —Fue a levantarse y agregó—:Te traeré la fruta.

—No quiero que hagas nada por mí.Yo mismo me la serviré.

Se encaminó al aparador y acercó lamano a la cesta…

El cigarrillo cayó de entre los dedosde Pauline y sus manos se apretaron a lamesa. Pero no se levantó.

El marido, cambiando de opinión,fue a buscar una de las velas y regresó

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junto al aparador.—¿Qué hay en esa cesta? ¿Se guarda

en ella la fruta?—No lo sé. Una de las sirvientas la

habrá dejado ahí por equivocación.El marido, alumbrándose con la

vela, levantó la tapa de la cesta…La llama se convirtió en un cometa

que fue a estrellarse contra el suelo,mientras el hombre, con un gritosemejante al relincho de un caballo,dejaba caer nuevamente la tapa.Retrocedió tambaleándose, hastatropezar con el borde de la mesa.

—¡Hay una serpiente!—No puede ser —respondió ella

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con calma—. Debe de ser un efecto dela luz. ¿Cómo va a haber…?

El marido avanzaba apoyándose enla mesa y respirando con dificultad.

—¡La he visto con mis propios ojos!Levantó la cabeza cuando… —Se apretóel estómago con una mano mientras conla otra se cubría la vista—. Es superiora mis fuerzas… Me producen…

—Vamos, tranquilízate.La mujer se encaminó nuevamente

hacia el aparador. Se oyó girar unacerradura, pero el sobresalto de Donaldera demasiado grande para que pudieraadvertir lo que ella hacía. Paulineempujó con fuerza la puerta batiente de

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la cocina, que continuó moviéndosecomo si hubiera dado paso a alguien.

—Ya está. Me he llevado la cesta.Tranquilízate.

—Cuando era niño —balbuceó él—una serpiente se metió en mi cama. Tuvela suficiente presencia de ánimo para nomoverme y permanecí toda la nochesintiéndola enroscarse en torno a mipierna, hasta que por la mañana llegaronmis padres… Pudieron matarla sin queme mordiera, pero aquel miedo mequedó para toda la vida.

—Bueno, ya se ha acabado. No estáahí.

—Voy a acostarme. Por el amor de

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Dios, asegúrate de que estén biencerradas todas las puertas… y lasventanas. Puede… puede volver… —Tambaleándose como un borracho, seencaminó hacia la escalera—. Ahora,tardaré varios días en rehacerme…Nunca las había sentido tan cerca desdeentonces… Tenía la mano a unaspulgadas de su cabeza… Casi he notadoel aliento en un dedo…

Pauline le siguió con la miradamientras subía la escalera. No sentía elmenor remordimiento. Al contrario.

Le oyó vomitar en el cuarto de baño.Después, el ruido de sus zapatos al caeral suelo y, por último, el crujir de los

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muelles de la cama…Pauline esperó antes de dar el

segundo paso. Tenía mucho tiempo pordelante; la noche era muy larga. Sentadaentre los dos candelabros, meditaba suproyecto, dándole vueltas y másvueltas…

Abrió la polvera de plata, paramirarse en el espejo. Se dijo que aún noera culpable. Aún no lo había llevado acabo. Pero después tendría el mismorostro. En su semblante nadie advertiríalo sucedido…

Se empolvó con cuidado la barbillay la nariz y luego cerró la polvera.

En el piso superior, reinaba el

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silencio. Él ya no se revolvía en ellecho. Sin duda, le había vencido elsueño.

Pauline se puso en pie. El momentohabía llegado.

Hizo sus preparativos sin prisas, concalma, libre de toda tensión y de todosentimiento de culpabilidad. Tomó uncandelabro y se encaminó al armarioque se encontraba bajo la escalera paraexaminar el interior. Probó el pestillo,asegurándose de que funcionaba bien.

Luego, se encaminó nuevamentehacia el aparador, sacó la cesta y,dejándola sobre el mueble, fue en buscade algo para ocultar el reptil. En un

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estante de la cocina vio una caja vacíaen la que guardaban harina. Y tambiénun bastón, chamuscado por uno de susextremos, con el que la cocinera debíade atizar el fuego.

Colocó la caja junto a la cesta yabrió ambas. Ya no tenía miedo. Habíalogrado dominar su anteriorrepugnancia. A todo llega uno aacostumbrarse. El hecho de saberlainofensiva influía mucho. Y, además,nunca le habían inspirado el mismoterror que a Donald.

En la cesta, la serpiente no se movía.La imaginación había hecho creer a sumarido que alzaba la cabeza…

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Tuvo ciertas dificultades al pasar elbastón bajo el reptil, pues estabaenrollado sobre sí mismo y no extendidosobre el vientre. A la segunda tentativa,la serpiente vio el bastón y abrió laboca, pero su cólera se calmó pronto yvolvió a caer en su anterior apatía.

A la tercera tentativa logró sacarlapor completo de la cesta manteniéndolasujeta por el cuerpo, como una cintaenrollada. La metió en la caja de harinae intentó colocar la tapa, pero la coladel reptil le impidió cerrarla bien; sedijo que carecía de importancia y ladejó así. La serpiente se acomodaría asu gusto.

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Entonces, se llevó la cesta vacía alarmario, la destapó y la colocó bocaabajo para impedir que se viera lo queocultaba. Hizo lo mismo con la tapa,pero en otro rincón. Así, existían dospuntos de peligro, uno frente a otro, enextremos opuestos. Si Donald queríaalejarse de uno, se acercaría al otro;entre ambos se sentiría paralizado, puesa la luz de una cerilla las dos partes dela cesta parecían ocultar algo…, algoque ya se encontraba prácticamente enlibertad, desde el momento en que lacesta estaba volcada.

Con cuidado, ascendió al primerpiso. Tendido sobre la cama, él dormía

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un sueño agitado, balbuciendo palabrasininteligibles. Se había quitado elesmoquin. Pauline buscó la caja decerillas, que siempre guardaba en uno delos bolsillos. Cuando la encontró sacótodas las cerillas menos una. Una solacerilla…, y a su resplandor tendría eltiempo justo de darse cuenta del peligromortal a que estaba expuesto.

Con la mano próxima todavía albolsillo del pantalón, Pauline seenderezó cuando se agitó su marido, quegemía en sueños; el rostro de Donald,con la boca entreabierta, se contraía aefectos de la pesadilla… Una pesadillaque podía considerarse como una

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premonición. Aunque nunca en un sueñose siente el horror de lo que pronto va aser realidad…

Al comprobar que no se despertabale guardó la caja de cerillas en elbolsillo y abandonó el dormitorio deespaldas, deteniéndose a cada paso,semejante a un espectro con su traje denoche de tul negro[2]. Un espectro que alalejarse parecía aún más amenazador.Luego, descendió por la escalera, deespaldas a la barandilla y la vista fija enel piso superior.

Entró de nuevo en el armario y,encendiendo una de sus cerillas,examinó detenidamente la parte interior

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de la puerta. Al fin encontró lo quebuscaba: una cabeza de clavo nohundido por completo. Tan sólosobresalía una media pulgada, pero erasuficiente y además se hallaba a la alturanecesaria.

De cara al pasillo, Pauline se frotóla espalda contra el clavo paraenganchar el tul de su traje como siaccidentalmente se hubiera prendido alsalir de allí. Debió repetir elmovimiento varias veces, pues nolograba su propósito. Al fin, loconsiguió; hubiera sido muy fácillibrarse, pero Pauline no quería. Sequedó inmóvil, con un pie en el pasillo y

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otro en el armario. Desde donde seencontraba veía el comedor, cuyosilencio sólo rompía el tictac de un relojy hasta el cual el aparato de radio podíatraer la música de alguna orquesta quetocara a miles de millas, en el país delque Donald la arrancó y al que iba aregresar, cuando fuera… su viuda. En elaparador se hallaba una caja, con la tapaentreabierta, cuyo contenido no seadivinaba desde lejos. ¡Qué sencillo eramatar sin armas! ¡Qué fácil le era alasesino sentirse impune!

Ahora iba a llamar por primera veza su marido, a sabiendas de que nocontestaría. Aunque la oyese, no se

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dignaría responder. Era uno de susmodos de torturarla. Un miércoles por lanoche, Pauline se dio cuenta al regresara casa de que había olvidado la llave.Donald se encontraba en su habitación;la oyó llamar, incluso se asomó a laventana, pero no quiso bajar a abrirle. YPauline debió permanecer toda la nocheacurrucada en el umbral, en espera deque llegaran las sirvientas.

Por tanto, pensó que era preferibleno llamarle, por el momento. Con el pie,volteó un taburete que se encontrabajunto a la puerta. El mueble cayó con unestruendo que repercutió en toda la casa.

Pauline oyó crujir los muelles de la

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cama, al despertarse su maridosobresaltado. Se había levantado;bajaría de un momento a otro. Le oyóacercarse a la escalera descalzo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo queocurre? —preguntó, todavía mediodormido.

En lugar de responderle, dio unnuevo puntapié al taburete. Esta vez,Donald descendió hasta el piso bajo y,al volver la cabeza, la vio. Pauline ya noestaba inmóvil, se retorcía, con lasmanos en la espalda, como intentandolibrarse.

—¿Qué demonios haces ahí? —lepreguntó irritado.

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Pauline siguió retorciéndose,crispando el rostro, para dar laimpresión de que hacía un esfuerzo.Antes de conocer a Donald, habíadeseado ser actriz, pero jamás hubierapodido soñar con un papel como aquél.

—Se me ha enganchado el vestidoen un clavo. No puedo soltarme…

Él no hizo caso, pero Pauline ya loesperaba. Desde mucho tiempo antes, elodio había suprimido toda cortesía entreellos. Pero Pauline podía incitarle a quele ayudara, atrayéndole así a la muerte.

Donald se dirigió a un cofrecillo quese encontraba en el comedor, tomó uncigarro y se lo acercó a la nariz para

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aspirar el aroma. Luego, cortó elextremo de un mordisco, y se dio cuentaentonces de que se había dejado lachaqueta del esmoquin en el dormitorio.Pauline, al verle contemplar una de lasvelas, sintió una profunda angustia.Donald acercó la llama al cigarro y loencendió con calma.

Aquello no lo había tenido encuenta. Aquella vela podía salvar lavida a Donald. Si la cogía para dirigirseal armario, comprobaría que…

Incluso el asesinato sin armas puedefallar.

Pauline tenía mucho miedo. Erapreciso evitar que se acercara

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empuñando la vela. Por encima delhombro, Donald le preguntó:

—¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte ahítoda la noche? Basta un tirón paradesengancharte.

—Tengo miedo de rasgarme el traje.Si pudiera alcanzar el clavo, me libraríasin peligro…

—Por cierto, ¿qué hacías ahí?—Entré a buscar una cosa…¡Era preciso que dejase el

candelabro! El cigarro ya estabaencendido. ¡Tenía que dejarlo, tenía quedejarlo!

Se volvió hacia ella, impaciente, aúncon el candelabro en la mano. Si no lo

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abandonaba, podía salvarle la vida.—Por lo visto me has tomado por tu

doncella —dijo Donald con burla.—¡No acerques el candelabro! —

gritó Pauline—. Me incendiarías laropa. La limpiaron con bencina.

Quedó completamente sorprendida,pero su marido la creyó. Después dedejar el candelabro sobre la mesa,colocó el cigarro sobre un plato y fuehacia la mujer. Había abandonado loúnico que podía salvarle. Iba alencuentro de la muerte, con las manosvacías.

—No te muevas —le dijobruscamente, y entró en el armario para

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colocarse a su espalda.El resto fue muy rápido. Pauline

salió al corredor y cerró la puerta con larapidez del rayo. Después, corrió elpestillo. La trampa había surtido efecto.

La corriente de aire hizo vacilar laluz de las velas, como primera señal deque la muerte comenzaba su obra. No…,aún no. La muerte se lanzaba al asalto,pero todavía carecía de armas paraatacar por su única brecha.

Pauline, con unas palabras, podíaproporcionarle una. La única arma queusaría en ese asunto. ¿Y cómo laencontrarían después? ¿Cómo ibansiquiera a saber que se había empleado?

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En el interior, su marido golpeabafuriosamente la madera. Acercó loslabios a la rendija de la puerta; tenía laseguridad de que la oiría.

—Donald, ¿me oyes, Donald? —Pauline esperó un instante y continuó—:¿Me escuchas? En el bolsillo delpantalón, el bolsillo derecho, tienes unacaja de cerillas… con una sola cerilla.Enciéndela… Quiero que veas una cosa.

Su marido debió de creer queintentaba ayudarle. Ella pudo percibir unresplandor a través de la rendija.

—No te muevas. Quédate quieto yno correrás peligro… Está ahí dentro…contigo. Quise ponerla en un lugar donde

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no pudieras verla…, se me cayó lacesta… y creo que se ha abierto.Donald, no te muevas, sobre todo.Quédate quieto, que es tu únicaoportunidad de salvarte.

Una voz sorda, que parecía salir deuna tumba, gimió:

—¡Se ha apagado la cerilla! Estoyen la oscuridad… con… con…

Pauline oyó el golpe que dio sucabeza contra la madera.

Entonces, la muerte comenzó elataque con el arma que ella leproporcionaba. Aquella arma que ningúnpolicía podría descubrir.

Era preciso apagar el ruido que

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haría Donald cuando llegase a dominarun poco su terror.

Mientras se alejaba, sonrió. Fue unasonrisa muy breve, sólo en lascomisuras de los labios. Una vez en elcomedor, Pauline miró en torno suyo. Elreloj seguía desgranando lentamente eltiempo. Las llamas de las velasseñalaban de nuevo al techo. El cigarrose consumía en el plato en el que Donaldlo dejara minutos antes. Parecía quenada hubiera ocurrido. Y, en realidad,¿qué era lo que había pasado? Habíacerrado una puerta. Eso era todo.

Pauline conectó la radio y fue asentarse en el sillón preferido de

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Donald. El cojín conservaba aún laseñal de su cuerpo.

Cruzó las manos tras la nuca y sedesperezó voluptuosamente.

No era más que una joven queescuchaba la radio. Una mujer quepasaba la velada sin otra ocupación queescuchar la radio.

Mary había dicho: «Me pregunto sise puede odiar a una persona hasta eseextremo».

Mary lo dudaba, pero ella lo sabíamuy bien. ¿No era precisamente a causade su odio por lo que ahora se sentía tansatisfecha?

Una emisora local emitía música

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criolla. No era eso lo que Paulinequería. Deseaba oír algo de su país,aquel país del que él la había arrancadopara torturarla y tenerla a su merced…

Pauline giró el botón de la radio ypasó a onda corta. Por fin:

—Buenas noches, señoras, buenasnoches, caballeros… Aquí NuevaOrleans, transmitiendo en ondacorta…

De cuando en cuando se percibía unavibración, como si bajo la escalerahubiesen colocado un motor. Y gritos,que no salían del altavoz:

—¡Pauline! ¡Pauline!Debía subir el volumen de la radio,

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para acallar esos ruidos que le impedíanoír bien. Pauline maniobró en el aparatoy volvió a dejarse caer en el sillón.

La música, sin demasiadaestridencia, llenaba la sala; tal como leconvenía para sus planes. La audiciónera perfecta, sin interferencias, y,además, tocaban una de sus piezaspreferidas: Honeysuckle Rose. Paulinefue siguiendo el compás con el pie;luego esta melodía dio paso a otra, quedebió de popularizarse después de sumarcha.

Junto al aparato de radio seencontraba una lámpara portátil, pues enla casa tenían electricidad. Fue Donald

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quien, con una insistencia morbosa,exigió que se iluminaran con velas. Erapara verla menos, le explicó cuando ellaquiso saber el motivo. La lámpara noestaba encendida, pero la pantalla seagitaba ligeramente como si hubiera enla casa una continua vibración. Apartede esto, nada extraño se advertía. Tansólo al callar la música se oían aquellosruidos discordantes.

Eran una especie de arañazos, comosi un gato se afilara las uñas contra lapuerta… una voz que parecía llegardesde muy lejos:

—¡Pauline! ¡Pauline! ¡Busca elrevólver! ¡Hay uno en el cajón de mi

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mesilla! ¡Búscalo y mátame!… Pero porcaridad no me dejes aquí con…

El cigarro continuaba sobre el plato,pero la blancura corrosiva de la cenizaiba venciendo las hojas oscuras deltabaco enrollado. Pauline lo contemplócomo si se tratara de un símbolo. Uncigarro. Una vida.

La lámpara seguía agitándose decuando en cuando. Con menosfrecuencia, pero más violentamente. Laradio continuaba su emisión. El relojmantenía su implacable tic tac, tic tac,tic tac. El tiempo, enemigo de la vida.

Con la barbilla apoyada en unamano, la cabeza ladeada y los párpados

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entornados, Pauline escuchaba. Habíacaptado Nueva Orleans. Era la emisoraamericana más próxima. Movió el botóny surgió Atlanta:

VOZ MASCULINA: Y ahora, antenosotros la cantante de la voz de oro,Dixie Lee, que se acerca al micrófono.Hola, Dixie, pequeña. ¿Qué es lo quevas a cantar?

VOZ FEMENINA: ¿Tú que prefieres?VOZ MASCULINA: Muy bien. Así

que, señoras y caballeros, Dixie Lee vaa interpretar «¿Tú qué prefieres?».Vamos, muchachos.

VOZ FEMENINA: No, no, unmomento. Te equivocas. No era el título

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de una canción, sino una pregunta que tehacía.

OTRA VOZ, débilmente: ¡Piedad!¡Piedad! ¡No puedo soportarlo! ¡Nopuedo más!

VOZ MASCULINA: Perdona, Dixie,me había equivocado. Bien, ¿qué vas acantar?

VOZ FEMENINA: «¿Quieres darme unbeso?»

VOZ MASCULINA: ¡Cuidado! No tanalto, que mi mujer está escuchando.

OTRA VOZ, invariablemente:¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! Seme sube por la pierna.

VOZ MASCULINA: Bien, esta vez he

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comprendido. Se acabaron las bromas.¡Música!

La orquesta inició la melodía.Luego, la voz femenina cantó conentonación gangosa: «¿Quieres darme unbeso?».

Pauline escuchaba, inmóvil.De pronto, le pareció ver algo que

se movía en el suelo, junto a la mesa.Pero al no volver la cabeza a tiempo, nopudo divisar más que la sombra delmueble, como si aquello se hubieraocultado debajo. Pero quizá se habíaequivocado al creer que algo semovía…

Se le ocurrió volverse hacia el

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aparador. La tapa de la caja de harina sehabía caído sobre el mueble. Laserpiente no se hallaba dentro. Escapósin que Pauline se diera cuenta.

Al advertirlo, no se sobresaltó lomás mínimo. No importaba gran cosa,puesto que era inofensiva. Pero debíacapturarla para meterla de nuevo en lacaja.

Tomó el bastón de que antes sehabía servido y comenzó a buscar alreptil. Alzó un candelabro, y se agachópara mirar debajo de la mesa donde unsegundo antes creyó ver algo que semovía.

Sí, estaba allí. La descubrió

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enseguida. La sujetó con el bastón, comole había enseñado la mujer, y se dispusoa levantarse, pero la mesa le impidióhacerlo con agilidad; la serpienteresbaló sobre el bastón y su cabezaquedó demasiado próxima a la mano quela sujetaba. Con la rapidez delrelámpago, le mordió. El dolor fueínfimo: como el pinchazo de una aguja.

No había motivo para preocuparse.Pauline recordaba que la vieja quisohacerse morder para demostrarle queera inofensiva. Unicamente le provocóuna fuerte sensación de asco, y estuvo apunto de arrojarla lejos de sí, pero secontuvo. No la dejó caer, aunque volvió

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a morderle antes de colocarla de nuevoen la caja. Esta vez, Pauline cerró bien yvolvió a sentarse en el sillón.

Le dolía un poco el dorso de lamano, en torno a la herida. Se habíarascado y esto irritaba la piel.

VOZ FEMENINA: … besito. ¡Y yo tedaré dos!

UNA VOZ SOLLOZANTE: ¡Una luz,por piedad! ¡Una luz! ¡Aunque sea sóloun momento! Para ver si…

La pantalla vibró con más fuerza.Tic tac, tic tac, tic tac…, cuarenta y

seis segundos, cuarenta y siete segundos,cuarenta y ocho segundos… El tiempo,enemigo de la vida.

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Nuevamente, movió el botón de laradio. Luego, se frotó el dorso de lamano contra la ropa para aliviarse unpoco, pues continuaba el picor.Destacándose sobre la piel, se veíacomo una estrella roja de centro blanco,semejante a una gran picadura demosquito.

Se oyó un jadear febril, como si unanimal salvaje hubiera colocado elhocico en la puerta… pero eso noprovenía de la radio.

Esta vez, Pauline había captadoNueva York, su ciudad natal. La ciudadque él le obligó a abandonar…

—Aquí, National Broadcasting

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Company, W-E-A-F. Nueva York…Mentalmente, volvió a ver Times

Square, Longacre, la muchedumbre lentade paseantes…, el Astor, la SéptimaAvenida, Broadway…

Tic tac, tic tac, tic tac…, cincuentay ocho segundos, sesenta segundos… Eltiempo, la victoria.

La ceniza blanca había llegado ya alotro extremo del cigarro. Se habíaconsumido. No era ya más que uncilindro de ceniza fría, un cilindromuerto, un espectro de cigarro, unrecuerdo…

La lámpara no vibraba ya.Pauline se inclinó hacia delante; se

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oyó un chasquido metálico y la radiocalló.

En total, había durado cincuenta ycinco minutos.

Prestó atención, sin volver lacabeza, con los párpados entornados.

Un silencio total. Únicamente eltictac del reloj continuaba desgranandoel tiempo, ese enemigo de la vida que leaseguraba la victoria.

Entonces Pauline se levantó muylentamente y se acercó con cuidadohacia la puerta cerrada, como si temieradespertar a alguien que durmiese. Seinclinó ante ella, escuchando.

Ni un ruido.

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Golpeó la madera.No hubo respuesta.Al separarse de la puerta, sonreía,

otra vez, con la comisura de los labios.Regresó al comedor para tomar lapolvera y se miró en el espejito.

Era la misma. Al verla nadiesospecharía nada. Era exactamente igualque antes.

De improviso, sonó el teléfono yPauline se sobresaltó, con peligro dedejar caer la polvera, tan inesperadoresultaba en el silencio nuevo y total quese extendía por la casa.

Se dirigió hacia el aparato dudandoun segundo, antes de contestar a la

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llamada. Tardó en reconocer la vozfemenina que le hablaba:

—Pauline, soy Mary Stewart…La impaciencia se apoderó de ella.

No quería testigos ni tampococómplices, que más tarde podíanresultar peligrosos.

—¿Por qué me llamas a esta hora?—Era necesario, Pauline…,

escucha. La vieja de la que hablamos elotro día…, ¿comprendes?

Desde luego no se dejaría cazar tanfácilmente.

—No, no te comprendo. Norecuerdo haber hablado de ningunavieja. Y ahora, si me perdonas…

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—Acaba de hablar con Martelita.Vino hasta aquí porque no sabía dóndelocalizarte. Y mi camarera, horrorizada,me lo ha repetido para que te avise.Debía decírtelo sin perder un minuto.Pauline, no toques lo que ella teprestó… No te acerques… Hubo unterrible error…

—¿Un error, Mary? ¿Qué quieresdecir? ¿Qué ha pasado?

Su voz se había hecho ronca,irreconocible.

—Lo… lo que fuiste a buscar. Tellevaste una de mala especie. No se diocuenta hasta que te habías marchado y yaera tarde. Si te mordiera, nada podría

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salvarte. Morirías en menos de un cuartode hora. Para esta especie, no haytodavía contraveneno.

Desde que le mordió habían pasadodoce o trece minutos. Pauline sintió quealgo se le hinchaba en la cabeza, comoun globo de gas.

—No se ha salvado ninguna de laspersonas a las que han picado… amenos de que se les aplicara enseguidael tratamiento, y aun así es preciso quela mordedura sea en una mano o en unapierna…

El resto se perdió en la mesa sobrela que cayó el teléfono. Pauline se habíadesplomado, como un buey abatido por

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un mazazo.Así permaneció un rato, con la boca

abierta, incapaz siquiera de llorar.Luego, reptó, apoyando las manos sobreel piso de madera encerada y avanzandode lado, como una paralítica. No podíaponerse en pie, le faltaban las fuerzaspara pedir una ayuda que nadie hubieseoído. Pero quería alcanzar una puerta,tras la cual quizá estuviera la salvación.Al llegar ante ella, se alzó sobre lasrodillas, como un gato o un perro quequisiera salir. En el silencio total quereinaba en la casa, no se oía más que suagitada respiración, semejante a unsilbido.

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Cayó de bruces al otro lado de lapuerta, pero debía seguir adelante. Lasalvación aún estaba lejos. Y le quedabamuy poco tiempo…

Allí mismo la encontraron. Elcuerpo todavía estaba caliente, pero yahabía muerto. No tardaron más que unosminutos en llegar. Estabanacostumbrados a espectáculos horribles,pero aquello superaba a cuanto podíanrecordar. Palidecieron al ver lo quePauline había hecho. Yacía en un charcode sangre sobre el suelo de la cocina. Asu lado, se hallaba el hacha que

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empleaban para cortar leña. Pero lamano cercenada, en la que resplandecíaaún la alianza, se encontraba sobre lamesa que le sirvió de tajo.

A él también lo hallaron enseguida.Les cayó encima cuando abrieron lapuerta del armario contra la que debíaapoyarse. Su cuerpo estaba asimismocaliente; les costó mucho reconocerlo.Aquel ser que sacaron del armarioparecía un espantapájaros. Tenía lacamisa destrozada y el polvo lemanchaba la frente y el torso desnudo.Jirones de tela se habían mezclado consus cabellos. Las manos, por los dedosdesgarrados que ya no tenían uñas,

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manaban sangre.Solamente al final descubrieron la

serpiente.Todo esto los desconcertó. No

comprendían cómo el reptil seencontraba allí, de qué modo el hombrepudo encerrarse y por qué razón ella sehabía mutilado.

Como es lógico, solicitaron laautopsia y el forense dio su informehacia las cinco de la tarde.

—La amputación no era necesaria.Esa mujer debió de creer que laserpiente era venenosa, pero estaespecie es absolutamente inofensiva,como se habrán dado cuenta. Sin

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embargo, para cerciorarme, he hechoque mordiera a unos conejos y noparecen resentirse mucho —el médicocontinuó—: El hombre debió deencerrarse accidentalmente. Unacorriente de aire pudo empujar la puertay hacer caer el pestillo. ¿Querría sumujer gastarle una broma? Antes de quepudiera sacar a su marido, la serpientedebió de morderle y, loca de terror, leolvidó. Los esfuerzos frenéticos que élhizo para librarse y correr en su auxiliodemuestran que nada tiene que ver conlo que ha ocurrido.

—¿Cree que la amputación fue lacausa de la muerte?

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—En absoluto. De no mediar otrosfactores, nuestra intervención hubierasido lo bastante rápida para haberlasalvado, pese a la pérdida de sangre. Laautopsia demuestra, por el contrario, quela muerte fue instantánea y no a causa dela hemorragia. El corazón no resistió elterror que sentía al creerse mordida poruna serpiente venenosa. Podríamos decirque su muerte la provocó laimaginación.

* * *

Dos cabezas se hallaban muypróximas sobre el respaldo de una silla

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de ruedas. Una de ellas era morena y laotra prematuramente blanca, como aconsecuencia de una fuerte impresión.Un hombre sentado y una mujer que, pordetrás, se inclinaba hacia él; doscabezas, una junto a otra, Mary Stewarty Donald Baron.

—Pronto te curarás. Cada día quepasa recobras nuevas fuerzas, prontoestarás como antes. Y por muy horribleque haya sido el tratamiento, en el fondohabrá sido un bien, puesto que te hacurado de tu antigua fobia. Untratamiento de shock.

—Lo que me permitió sobrevivir,me parece, fue perder el conocimiento.

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De otro modo, no habría podidoresistirlo. Y tu has sido muy buenaconmigo, Mary. Me has velado yatendido continuamente… ¿Por qué mehas demostrado tanto afecto?

—Porque te he querido siempre. Tequise ya cuando te vi por primera vez,en Estados Unidos, antes de tumatrimonio. Te quiero tanto que nada mehubiera detenido para poder estar a tulado. —Se interrumpió, para preguntaralgo—: Donald, ¿qué ocurrió aquellanoche? Nadie lo sabe.

Él no respondió. No le diría nunca,como ella adivinaba, que su mujer quisomatarle. Pensaba callarlo siempre, para

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dejarla creer que accidentalmente leencerraron allí. Quería que la verdadfuera un secreto, aunque Pauline hubiesepretendido asesinarlo.

Y, al mirar a Mary que se inclinabadulcemente hacia él, no podía adivinarque ella también le ocultaba algo.

En una ocasión, Mary había dichoque una persona inteligente nonecesitaba armas para cometer unasesinato.

Pero una persona aún más inteligentepodía inducir a otra a que cometiera esecrimen… y matar así dos pájaros de untiro.

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EL PENDIENTE

La llave se atascó en la cerraduracuando intenté girarla, mientras mesentía agitada por sacudidas nerviosas,como si tuviera el baile de san Vito. Metemblaban las manos, los brazos, loshombros y, sobre todo, el corazón; y lallave no me obedecía.

Temblaba hasta el punto de hacertintinear la botella de leche vacía que seencontraba ante la puerta, al rozarla conel pie. En el cuello de la botella, la

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sirvienta había colocado un papelescrito con instrucciones para elrepartidor.

Retiré la llave de la cerradura,respiré hondo e hice una nueva tentativa.Esta vez, la puerta se abrió sin la menordificultad. La llave estaba dispuesta acumplir honradamente con suobligación, pero yo la había metido alrevés.

Entré en el apartamento, cerré lapuerta… y la señora James Shaw seencontró en su casa.

El reloj de pared marcó las cuatro.Según dicen, sólo se muere una vez,pero aquella noche me sentí morir a

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cada campanada. No es que hubierasalido a espaldas de mi esposo; podíahaber llamado, evitándome así tantasmanipulaciones con la llave. Pero enaquel instante no me sentía con fuerzaspara ver a nadie, ni siquiera a Jimmy.Aunque se limitara a preguntarme si mehabía divertido en el club nocturno conlos Perry, aunque no hubiera hecho másque mirarme, estaba segura de que mehabría recostado sobre su hombro,rompiendo en sollozos. Necesitaba estarsola y poder encontrarme a mí misma.

Mi marido había dejado encendidala luz del recibidor para cuando yollegase. Aún no se había acostado y

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seguía en la biblioteca, rellenando sudeclaración de impuestos. Distinguí unresplandor por debajo de la puerta.Jimmy esperaba siempre a última hora,como la mayor parte de loscontribuyentes, y entonces debía invertirtoda la noche para que la declaración nollegara con retraso. Por esta causa nopudo acompañarnos y me dejó ir solacon los Perry. Era una casualidad, perodaba gracias a mi buena estrella de queasí hubiese sucedido. Era lo único queme satisfacía de todo aquel embrollo.Por lo menos, no iba a provocar undrama entre Jimmy y yo.

De puntillas, avancé por el corredor

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hacia nuestro dormitorio, procurando nohacer ruido, y luego, también ensilencio, cerré la puerta a mi espalda.Entonces, encendí la luz y dejé escaparunos sordos sollozos que me quemabanla garganta desde hacía una hora.

El espejo reflejó la imagen de unaruina dorada que se acercabatambaleándose. Un exteriordeslumbrante: traje de lamé de oro yjoyas en todas partes donde podíancolocarse, en el cuello, en las manos yen las orejas. Pero el interior era muchomenos atractivo; aterrada, hubiesequerido hablarle a alguien de lo que mesucedía; pero sabía que no podía confiar

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en nadie.Me senté ante el gran espejo del

tocador y durante un minuto o dos apoyéla cabeza en las manos. Una copa decoñac me habría sentado muy bien enaquel momento, pero debía salir deldormitorio para conseguirla,exponiéndome a encontrar a Jimmy, que,a su vez, habría decidido hacer un altoen su trabajo para echar un tragotonificador. Por tanto, pasé sin el coñac.

En cuanto me rehíce un poco, abrí elbolso de lamé de oro para sacar… todolo que llevaba dentro. Aquellatemporada estaban de moda los bolsosgrandes con los trajes de noche, moda

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que me resultó muy útil, pues tenía queocultar varias cosas. Las cartasformaban un paquete muy abultado y aesto añadan el revólver, que cogí parasentirme más segura, aunque se tratasede un arma muy pequeña. Por las cartastuve que entregar diez mil dólares enbilletes.

Y ahora, ya saben mi historia.Bueno, no por completo; y, para serjusta conmigo misma, lo mejor será quelo cuente con detalle.

* * *

Se llamaba Carpenter. Le escribí las

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cartas hacía unos cinco años, tres antesde que supiera que existía en este mundoun tal Jimmy Shaw. Por tanto, no debierahaberme preocupado. Pero Carpenterhabía recurrido a un truco paraactualizarlas. Un truco muy ingenioso, espreciso reconocerlo. Vean lo que hizo.

Le escribí estas cartas durante unveraneo en la costa. Nos albergábamosen el mismo hotel, aunque en distintospisos. No se las había enviado porcorreo, sino por algún camarero o por elbotones. Dicho de otro modo, él lasrecibió en sobre cerrado, a su nombre,pero sin sellos de correo.

Debía de ser de esa clase de

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personas que abren cuidadosamente lascartas, por uno de los lados, con ayudade un cortapapeles, en lugar derasgarlas. Después de pegar los sobrescon papel engomado, escribió en ellassu dirección actual y los echó al correo.Tuvo buen cuidado de enviárselosperiódicamente, con intervalos,siguiendo la fecha que figuraba en elencabezamiento de la carta.¿Comprenden?

Cada uno de los sobres le llegabaostentando en el matasellos la fecha queconcordaba con aquella de cinco añosatrás, pues, al escribirlas, me limité aanotar en el encabezamiento de la carta

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el día y el mes, pero no el año. Tuvo,además, mucha suerte, pues ninguno delos tampones de correos quedó borrosoo ilegible; en cada sobre se leíaclaramente 1951. Le bastó quitar elpapel engomado para convertir aquellascartas cariñosas, escritas por unamuchacha excesivamente expresiva,pero inofensivas en el fondo, endeclaraciones comprometedoras hechaspor una mujer del gran mundo, casadacon un hombre muy rico y muy conocido.Era una situación desagradable. Nopudo utilizar más que diez de mis cartasporque las otras iban firmadas con minombre y apellido de soltera o bien

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referían detalles que demostrabanclaramente que se escribieron cincoaños atrás, pero cada una de aquellasdiez le habían valido mil dólares, acambio de los gastos de un sello decorreos.

Quizá objeten ustedes que talcombinación, que ni siquiera utilizaríanen una película, no podía dar resultado,que debí haberme negado a suspretensiones y explicárselo todo aJimmy. Pero resulta fácil razonarfríamente cuando no se es la víctima. YCarpenter era un maestro en el arte delchantaje. Su técnica era tan sencilla y tandirecta que resultaba admirable.

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Me telefoneó por primera vez hacíaunos tres o cuatro días, para decirme:

—¿Te acuerdas de mí? Pues bien,necesito diez mil dólares.

Colgué inmediatamente.Volvió a llamarme enseguida, antes

incluso de que tuviera tiempo dealejarme del teléfono:

—Me has interrumpido cuando tengotantas cosas que decirte. Conservoalgunas cartas que me escribiste y creoque preferirás recuperarlas antes de quevayan a parar a otras manos.

Volví a colgar.Me llamó una vez más aquel mismo

día, a última hora. Por fortuna, acudí yo

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misma al teléfono.—Te doy la última oportunidad —

dijo—. He enviado a tu marido una detus cartas. Y las seguiré mandando hastaque no me quede ninguna. El precioaumentará en mil dólares diarios. Hedirigido la primera a tu casa y te avisopara que puedas recogerla antes de quetu marido la lea. Pero después se lasmandaré al club, donde no tendrásposibilidad de interceptarlas. Piénsalobien y telefonéame mañana antes de lasonce para contestarme lo que hayasdecidido —terminó, indicándome elnúmero al que debía llamar.

Pude apoderarme de la carta antes

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de que la viese Jimmy, y la releí. Era tanincendiaria que debí de escribirla sobreuna mesa de amianto: He estadodespierta toda la noche, pensando enti…, te seguiría hasta el fin delmundo… ¿No podríamos irnos a algúnlugar donde estuviéramosverdaderamente solos?

Me di cuenta enseguida de sumaniobra. ¿Cómo iba a demostrar queaquello lo escribí en 1946 y no en 1951?Mi caligrafía no había cambiado. Y unacuartilla de papel no indica con claridadla fecha, sobre todo tratándose de estepapel gris que yo utilizaba entonces yque sigo utilizando, con un emblema en

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lugar de iniciales. Carpenter me habíahecho caer en la trampa y me costótrabajo esperar a las once para llamarle;estuve toda la mañana paseando en tornoal teléfono.

En cuanto descolgó le dije con vozanhelante:

—Estamos de acuerdo. Dime dóndey cuándo.

La fecha era aquella misma noche, yel lugar su piso, del que entonces yoregresaba. Los diez mil dólares tuve quesacarlos de mi cuenta bancaria.

Por lo menos, al recuperar micomprometedora correspondencia elasunto quedaba zanjado. Pero ¿concluye

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alguna vez un chantaje?Para evitar complicaciones

desagradables, quemé en la chimenea demi dormitorio las cartas y los sobres.Cuando la última se convirtió en humo,me sentí mucho más tranquila.

Pero sólo durante tres o cuatrominutos.

Me quité las joyas y abrí el cofre decuero repujado en el que las guardo.Está dividido en distintoscompartimentos, uno para las pulseras,otro para los anillos… Me ocupé porúltimo del de los pendientes. Desprendíel de la derecha y lo coloqué. Pero, alllevarme la mano a la oreja izquierda…

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sólo toqué el lóbulo desnudo. No habíapendiente.

Por un instante, quedé comopetrificada, mientras mi rostropalidecía. Me puse en pie rápidamente yme sacudí la ropa, mirando en torno míosobre la alfombra. Pero con esto nohacía más que engañarme a mí misma.Sabía muy bien en qué lugar habíaperdido el pendiente, aunque no quisierareconocerlo.

Desde luego no fue en el clubnocturno donde estuve con los Perry nien el primer taxi que tomé para ir allí.Antes de que Carpenter abriese lapuerta, comprobé que los llevaba. Y

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sabía que tampoco pudo ser en elsegundo taxi, el que me devolvió a micasa. Tan sólo una vez en toda la nochetuve un sobresalto lo bastante violentopara que se desprendiera el pendiente, yfue allí, cuando, después de contar eldinero, él intentó cogerme la barbilla.Sí, debí de perderlo en aquel momento.

Hacía tiempo que el cierre estabaestropeado y era una imprudenciaponérmelos. Y, precisamente por lamañana, Jimmy debía llevárselos aljoyero para que los arreglara. Cierto quepodía decir que lo perdí. Pero sabía quesi no recuperaba aquella joya, si se ladejaba a él, todo comenzaría de nuevo

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en cuanto se hubiera gastado los diez mildólares que acababa de darle. Iba ausarlo para sangrarme un poco más. Erauna joya fácil de identificar, puesto quela diseñaron especialmente para mí.

Me encaminé a la puerta deldormitorio y escuché, para asegurarmede que Jimmy seguía en la biblioteca.Como no oí ningún ruido, deduje que mimarido continuaba batallando con sudeclaración de impuestos. Descolguéentonces el teléfono y marqué el númerode Carpenter, el que él mismo me habíaindicado para que le llamara.

¿Y si negaba haber encontrado mipendiente? ¿Y si se lo había guardado

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para prepararme una nueva trampa? Nopodía añadir ni un centavo a los diez mildólares antes del mes próximo. Habíaagotado mi cuenta.

¡Era preciso que recuperase aquelpendiente!

El teléfono sonaba y Carpenter norespondía. Sin embargo, me constabaque debía encontrarse allí, puesacabábamos de separarnos. Quizá semarchara a la mañana siguiente, pero nohabía motivo para que abandonase supiso a medianoche. De haber pensadodenunciarle a la policía, lo hubierahecho antes y no después de latransacción. Aunque se hubiese

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dormido, la insistencia de la llamadadebía acabar por despertarle.

Colgué para volver a marcar sunúmero, sin conseguir mejoresresultados que antes. Y estaba seguradel número, puesto que era el mismo alque llamé para decirle que aceptabapagar. Sacudí el aparato, marquénúmeros distintos y al final colgué, puesno podía pasarme el resto de la nocheescuchando aquellos timbres.

Esto comenzaba mal, muy mal.Pero debía recuperar mi pendiente

aunque… aunque tuviera que volver allíenseguida. Y en aquel momento, mehabría resultado mucho más agradable

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entrar en una leprosería, en una jaula deleones o en un pozo de serpientes queverme nuevamente en aquel piso.

Tomé mi revólver. No imaginabaque Carpenter fuera a dejarseimpresionar por aquel juguete, perollevándolo conmigo me sentiría menosindefensa. Salí del dormitorio y avancépor el pasillo. ¡Si lograra marcharme sinque Jimmy me viera…! Luego, cuandovolviese por segunda vez, podríasimular que era la primera, que estuvecon los Perry mucho más tiempo.

¡Bajo la puerta de la biblioteca no sefiltraba ya claridad alguna! Jimmy debíade haber terminado su declaración y

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habría salido a dar una vuelta paraaclararse las ideas, después de pasartoda la noche con los impuestos. Miúnico temor era encontrarle en elmomento de abandonar la casa.

En el umbral, la botella vacía seguíade guardia, con su adorno de papelenrollado.

Ya en el ascensor, estuve a punto depreguntarle al empleado si había vistosalir al señor Shaw.

Pero me contuve, para que nocreyesen que estaba espiando a mimarido.

Le di la dirección a un taxista y medejé caer en el asiento con un suspiro de

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alivio. ¡Cuántas preocupaciones traía ladefensa de la buena reputación!

Cuando descendí ante la casa deaspecto siniestro, que entonces mepareció mucho más siniestra que laprimera vez, le ordené al chófer que meesperara. Al mirar hacia la fachada, viuna sola ventana iluminada: la suya.Estaba allí todavía y no se habíaacostado. Quizá hubiera salido duranteunos minutos, precisamente cuando yo letelefoneaba.

—¿Tiene usted reloj? —le preguntéal chófer.

—Sí, señora.—¿Querrá hacerme un favor? Si

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dentro de diez minutos no he regresado,vaya al portal y llame al piso deCarpenter —le dije, con una sonrisa muypoco sincera—. Es para recordarme lahora. No deseo entretenerme mucho ratoy siempre pierdo la noción del tiempocuando hablo con alguien.

—Desde luego, señora. Dentro dediez minutos.

Alguien había dejado abierta lapuerta del edificio, y entré sin llamar.Debía subir a pie, pues no teníaascensor. Pensaba que había hecho bienen volver; era preciso sorprender aCarpenter antes de que tuviera tiempo depreparar un nuevo chantaje; y mi

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llamada telefónica, sin duda, se lohubiese hecho concebir.

Al fin llegué al último piso, dondeno había más que un solo apartamento:el suyo. Sin duda, lo añadieron una vezalquilados los demás.

Llamé con cuidado.No hubo respuesta y nadie se acercó

a la puerta, pero ya lo suponía. Cuandose lleva una vida irregular, una visitasiempre inquieta, sobre todo a aquellahora. Me imaginaba a Carpenterinmóvil, escuchando y conteniendo elaliento.

Llamé de nuevo y, luego,acercándome a la rendija de la puerta,

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dije en voz baja:—¡Abreme! Soy yo otra vez.Conservaba bastante buen juicio

para no declarar mi nombre.Carpenter no respondió. Impaciente,

giré el pomo de la puerta y ésta se abriópor sí sola.

Me arriesgué a entrar en el piso,esperando encontrar a Carpenterencañonándome con un revólver. Por logeneral, es así como sucede, ¿no escierto? Al no encontrarle en la sala,supuse que estaría en el dormitorio, quepermanecía oscuro. Quizá se habíaacostado olvidando cerrar la puerta…

No entré en la alcoba, pues existía la

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posibilidad, una posibilidad muyremota, de que el pendiente siguiera enla sala por no haberlo visto Carpenter.

Si lo recuperaba, podría marcharmesin necesidad de cambiar una solapalabra con aquel desagradablecaballero. Aunque sin muchasesperanzas, pues esta solución erademasiado bonita para ser real, comencémi búsqueda.

Miré en el sofá en que me habíasentado cuando comprobé si medevolvía todas las cartas. Luego, adespecho de mi elegante traje, mearrodillé para mirar debajo y alrededorde él. Era un sofá muy viejo, con un gran

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respaldo que proyectaba una largasombra.

Palpando el suelo, al pasar la manopor debajo del mueble toqué, de súbito,otra mano.

Loca de terror, retiré rápidamente elbrazo y me aparté, mientras ahogaba ungrito. Al mismo tiempo oí el ruidocaracterístico que se hace cuando secontiene bruscamente la respiración.

Me puse en pie para mirar detrás delsofá y lo vi tendido en el suelo. Hastaentonces, el mueble le había ocultado.Quizá sobre mi nombre cayera unamancha, pero el suyo iban a colocarlosobre una lápida.

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Uno de sus brazos, el que yo toqué,estaba doblado por encima de la cabeza.Carpenter estaba tendido de espaldascon la chaqueta desabrochada,descubriendo la camisa blanca, ahoraroja de sangre. La bala debió dealcanzarle en el corazón. El revólverque no tuvo tiempo de utilizar seguía asu lado.

Mi primera reacción fue dar lavuelta y marcharme, pero conseguícontenerme.

«Ante todo debes encontrar elpendiente —me dije—. Es preciso quelo encuentres».

Sí, ahora más que nunca recuperarlo

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resultaba de una importancia vital. Nodebía solamente ocultarle a Jimmy mivisita a ese piso, sino que además erapreciso que la policía no se enterase. Elchantaje me parecía una cosa sinimportancia comparado con laposibilidad de verme mezclada en unasesinato y en toda la deplorablepublicidad que se seguiría.

Hice entonces algo de lo que nuncame creí capaz: me incliné sobre elcadáver para registrar los bolsillos. Notenía el pendiente, pero tampoco losdiez mil dólares. Esto último meimportaba muy poco, pues por medio deunos billetes no se identifica a nadie.

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Me había arrodillado y de prontoquedé inmóvil porque había vuelto atocarle la piel. El contacto merepugnaba, desde luego, pero no era estolo que me paralizó. Comprobé que teníala piel mucho más fría que la mía.Aunque eran muy escasos misconocimientos en esa materia, mebastaban para comprender lo quesignificaba. Carpenter debía de habermuerto hacía una media hora o quizá unahora. Desde luego, estaba ya muertocuando entré en la habitación, minutosantes.

Ahora, al recobrarme de laimpresión que me había producido el

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descubrimiento del cadáver, recordé queen el momento en que mi mano tocara lasuya, cuando me retiré dando un grito, oíel jadear de una respiración contenida.

Si estaba muerto, no podía respirar.Y, desde luego, tampoco fui yo la autorade aquel ruido.

Quedé completamente inmóvil. Conla vista recorrí el suelo hasta la entradadel dormitorio en sombras, a cuyaderecha pendía una cortina verde, taninmóvil como yo misma y todo cuanto seencontraba en el apartamento, muertoincluido. La cortina no llegaba hasta elsuelo: le faltaban tan sólo unas pulgadas.Pero era suficiente para descubrir la

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punta de un zapato. Un zapato taninmóvil como el resto de la casa y queno hubiese visto de encontrarme de pie.

Era posible que Carpenter lo hubieraolvidado allí, aunque la punta, vueltahacia mí, hacía pensar que alguien meestaba observando por algún agujero dela cortina.

Además, de ser un zapato olvidado,no se habría movido. Porque, como simi mirada tuviera el poder derechazarle, retrocedió hasta desaparecerbajo la sombra de la cortina.

En medio del pánico que, como unfuego de artificio, estalló en mi cabeza,tan sólo una idea se mantuvo coherente:

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«No grites. No te muevas. Allí hayalguien que te vigila desde que hasentrado. Tal vez te deje marchar si nodemuestras que le has visto. Vete haciala puerta con aire natural y huye».

Me puse en pie. Había olvidado elpendiente, preocupada tan sólo enescapar. Di un paso, que disimuló lalarga falda, luego, otro, y después untercero. Era como en el juego infantil enel que no se debe una dejar sorprendermoviéndose. Así crucé la habitaciónhacia la puerta, pero, aunque no se mevieran los pies, mi propósito quedababien claro.

Llegué al fin junto a la salida y

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extendí el brazo, ocultándolo con elcuerpo, hacia el pomo, para abrirla ymarcharme, cuando a mi espalda oí unchasquido metálico. Era un chasquidosemejante al de un tocadiscosautomático cuando va a efectuar elcambio. Instintivamente, volví la cabeza.De la cortina había salido un hombreque me encañonaba con una pistola.

Aunque no me hubiera amenazado, eincluso sin haber descubierto al hombreque acababa de matar, su solo aspectobastaba para aterrorizarme. En su rostrose reflejaban todos los vicios. Al verleno se preguntaba uno si dispararía, sinocuándo lo haría. En sus ojos, como en

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un espejo, parecía reflejarse mi muerteinminente. No tenía necesidad de salirde su escondrijo y pudo dejarmemarchar sin descubrirse. Si lo hizo, fueporque no quería que escapase con vida.

Tenía una respiración dificultosaque daba la impresión de que se frotabaalgo sobre papel de lija. Era el únicoruido que se oía en la habitación. Depronto, el hombre se movió y creí queiba a disparar, pero se había limitado aindicarme, con un movimiento decabeza, que me acercara.

Me era imposible. Aunque hubieraquerido obedecerle, las piernas no merespondían.

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—¡No, por favor! —imploré.—No voy a dejarte escapar para que

luego me cargues eso encima —dijo conacento grosero. Sus labios seentreabrieron, descubriendo la blancurade sus dientes, pero no era una sonrisa—. Quiero la pasta que él debía tocaresta noche, ¿comprendes? Sí, lo sé todo,pero no importa cómo. Vamos, ¿dóndeestán los papiros?

—Ya se los he… —balbucí.No pude seguir y me limité a indicar

el cadáver con el dedo.¿Han oído alguna vez aullar de

hambre a una hiena bajo la luna? Pueseso fue exactamente lo que su voz me

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recordó.—Vamos, cuidado con lo que dices.

¿Dónde está la pasta?Luego, cerró la boca chocando las

mandíbulas como la hiena cuandoaprisiona una carroña.

—Bueno, es igual. La tendré, y a titambién.

Comprendí claramente cómo iba aconseguirlo: por medio de una bala.

—Ahora me has visto. Lo siento porti. —Luego, repitió lo que dijo laprimera vez—: No vas a echarme eso ala espalda.

Movió la pistola, colocándola antesu estómago, y creí que había llegado mi

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última hora.Pero, en lugar del estampido se oyó

un timbre. No procedía del arma, claroestá: sonaba cerca del techo deldormitorio, situado a su espalda. Sentíque me temblaban las rodillas, y casienseguida recobré las fuerzas.

El sonido nos sobresaltó a ambos.Pero fui la primera en reaccionar, puescomprendí lo que sucedía y él loignoraba. Aquel sonido indefinible ypróximo, le turbaba como una amenaza.

Yo sabía que era el taxista quellamaba para indicarme que habíantranscurrido los diez minutos.

El hombre saltó hacia la derecha,

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luego a la izquierda, después giró sobresí, mientras se inclinaba como para noservir de blanco. La pistola se apartó demí. Alcancé la puerta y eché a correrlanzándome por la escalera como unaflecha.

El hombre salió al rellano en elinstante en que yo alcanzaba la primeracurva. Había allí un pequeño tragaluz,abierto por la parte inferior, parapermitir la ventilación durante la noche.Mi perseguidor hizo fuego sobre elhueco de la escalera en el mismoinstante en que yo desaparecía, y la balano me alcanzó. No oí que rompiera losvidrios ni tampoco que se clavara en el

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muro. Más tarde, mucho más tarde,deduje que debió de pasar por laabertura de la ventana. Pero entonces nome detuve a reflexionar, preocupada tansólo en llegar al pie de la escalera ysalir a la calle antes de que me pegaranun tiro. ¡Poco me importaba adónde ibanlas balas mientras no fuera a mi cuerpo!

No volvió a disparar, porque laescalera me ocultaba con sus curvas.Para poder matarme hubiera tenido queencontrarse en el mismo piso que yo. Nole habría sido difícil lograrlo, pues unhombre corre más que una mujer, sobretodo si ésta calza zapatos con taconesmuy altos, como yo en aquel momento,

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pero sin duda tuvo miedo de encontrar ala persona que creía iba a subir y dedespertar al resto de la casa y sercogido en una trampa.

Oí cómo sus pasos remontaban laescalera, incluso más arriba del últimopiso, hacia la terraza, y cómo se abría lapuerta metálica que daba a ésta. Sehabía ido.

La entrada del edificio estabadesierta cuando conseguí alcanzarla. Eltaxista debió de regresar a su coche unavez cumplida la misión que le encargué.Ni siquiera había oído el disparo; locomprendí por su jovial comentariocuando, casi sin fuerzas, entré en el

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vehículo.—¡Vaya, la he hecho correr!,

¿verdad, señora?—Volvamos al mismo sitio donde lo

he tomado —le dije con voz insegura.La botella de leche seguía montando

guardia ante la puerta cuando, porsegunda vez en aquella misma noche,metí la llave en la cerradura. Me parecíano haberla visto desde hacía muchosaños.

Entré en el piso y, silenciosamente,llegué hasta el dormitorio. Abrí lapuerta y quedé inmóvil, con la mano enel conmutador de la luz.

Jimmy se había acostado. En la

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oscuridad, oí su acompasadarespiración. Por lo visto, no leintranquilizaba mi larga ausencia. Debióde suponer que me había entretenido conlos Perry en el club nocturno. Surespiración era tan regular, tan rítmica,que parecía anormal.

Sin encender, me desnudé, me tendíen la cama y permanecí con los ojosabiertos en la oscuridad.

No había recuperado mi pendiente,pero en aquel momento esto mepreocupaba muy poco. No podía apartarde la imaginación el recuerdo de aquelrostro, de rasgos torcidos y expresiónmalvada, que anunciaba la muerte. Sin

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duda alguna, aquel hombre me buscaría,me encontraría y me mataría. Mi vidaera el precio de su seguridad. Puesnadie más que yo sabía que él seencontraba allí, nadie más que yo podíaacusarle del asesinato de Carpenter. Nole quedaba otro remedio quedesembarazarse de mí. Sus palabrasvolvieron a mis oídos con un significadosiniestro que no parecían tener laprimera vez:

—¡No me lo cargarás a la espalda!En cualquier momento y en cualquier

lugar, cuando menos lo esperase, mepodía sorprender la muerte. Mi vidaestaba en peligro.

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Me mataría si antes no lodenunciaba.

* * *

El teniente se llamaba Weill, segúncreo, aunque no estaba muy segura. Porotra parte, no estaba segura de nada, aexcepción de que debía atacar laprimera y defender mi vida del únicomodo que yo sabía.

—Le ruego que esta entrevista seaabsolutamente confidencial.

El policía me miró con airecondescendiente. Estaría imaginandoque iba a acusar a alguien de envenenar

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al perrito preferido de una de misamigas.

—Señora, hable con enteraconfianza.

—Vengo a hacerles una proposición,porque estoy en situación deproporcionarles unos datos que lesresultarán sumamente interesantes. A suvez, ustedes no deben emplear minombre bajo ningún pretexto. Si figuroen la causa, significará el fin de mifelicidad y no estoy dispuesta aarriesgarla. Mi nombre, la identidad dela persona que les proporciona estosdatos, no deberá aparecer en susarchivos ni en sus expedientes.

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El teniente seguía escuchándome,armado de paciencia.

—Es mucho pedir. ¿Está segura deque se trata de algo que puedeinteresarnos?

—Si es usted teniente delDepartamento de Homicidios, estoysegura de que mi información le serámuy útil.

Su mirada pareció animarse.—De acuerdo. Acepto las

condiciones.—Usted, sí, pero ¿quién me

garantiza que esto no pasará a otrasmanos? Se trata de un asunto del quedeberá enterarse más gente.

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—En este departamento no hay unsolo asunto que pase a otras manos si yono lo solicito. En caso de que, comousted dice, deba enterarse gente, puedoo bien exigirles las mismas condicionesque usted me exige a mí o bien hablar deusted como de «la señora X» o de «unadesconocida». ¿Le basta eso? Le doy mipalabra de oficial de policía.

No, no me bastaba, porque conocíapoco las costumbres de la policía, y talvez tuvieran ciertos convenios con elCielo en lo que respecta a promesas.

—Deseo que usted me dé, además,su palabra de honor.

Me miró, ahora con mayor respeto:

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—Esa —reconoció— vale muchomás, efectivamente. Le doy las dos.

Me tendió la mano, que estreché,para cerrar el trato.

Entonces, no le oculté nada nibusqué justificación alguna. Le hablé delas cartas, le expliqué cómo Carpenterhabía vuelto a relacionarse conmigo, miprimera visita a su piso y el pago de losdiez mil dólares.

—… Decidí llevarme un revólver,temiendo que quisiera quedarse con eldinero sin devolverme las cartas. Éstaes el arma. La he traído para quecomprueben que yo no lo maté.

Le tendí la pistola. Él la tomó, y

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luego sonrió:—No es necesario. Del cuerpo de

Carpenter hemos extraído una bala delcuarenta y cinco. Éste es el nieto delcuarenta y cinco. —Jugó un instante conla pistola, mientras la contemplaba—.¿Sabe que no está cargada? —Pudo leerla respuesta en mi rostro. Despuéscontinuó—: De todos modos, hubierasido una heroicidad disparar con esto.¿Dónde lo compró usted?

—En París, antes de la guerra.—Pues la engañaron. Le falta una

gran parte del mecanismo y no es másque un simulacro. Compró usted ciertacantidad de nácar y de metal dorado en

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forma de revólver.Después de este incidente, más bien

cómico, reanudé la segunda parte de mirelato, la única que verdaderamenteimportaba. De no haberlo creído así, elcambio de expresión en Weill me lohubiera demostrado. Dejó de ser unhombre bondadoso que intentatranquilizar a una mujer asustada paraconvertirse en un teniente de policía queescucha a un testigo importante.

—¿Reconocería a ese hombre sivolviera a verle? —me preguntó coninterés.

Le dirigí una significativa mirada.—Durante toda la noche me ha

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perseguido su rostro.—Dice usted que la amenazaba con

una pistola antes de que sonara eltimbre. ¿Vio usted el arma?

—Desde luego —respondí,estremeciéndome, y llevándome unamano a la boca del estómago.

—¿Tiene usted sentido de lasproporciones?

—Bastante.Abrió un cajón de la mesa y sacó

una pistola.—No está cargada, no tema. Debía

de estar usted muy asustada anoche, perovoy a pedirle algo difícil. Esto es uncuarenta y cinco. La encañonaré tal

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como usted me ha explicado que él hizo.Así. ¿Era aquélla del mismo tamaño queésta?

—No, la suya parecía mucho mayor,más pesada.

—Y, sin embargo, eran del mismocalibre. Mírela otra vez… ¿Qué opina?

Moví la cabeza.—No. Quizá me equivoque, pero

tengo la sensación de que aquélla eramucho mayor.

Weill guardó la pistola en el cajón,examinó este último un instante, y al finsacó otra.

—¿Y ésta? Es mucho mayor que lasdel cuarenta y cinco. En realidad, no las

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hay mayores.Sin la menor duda, asentí con la

cabeza.—Sí, es igual a la suya.El teniente cerró el cajón después de

guardar el arma.—Es usted un testigo digno de

crédito. La primera era un treinta y ochoy ésta es un cuarenta y cinco. Ahora —dijo poniéndose en pie—, voy a pedirleque identifique a ese hombre.

Todos tenían aspecto patibulario.Pero en ninguno la expresión era tancruel. Quizá se debiera a que lo había

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visto en carne y hueso en lugar de en elblanco y negro de una fotografía. Cadauno de aquellos hombres aparecía defrente y de perfil. Me ocupé poco deestas últimas fotografías, fijándomeespecialmente en las que aparecían defrente, pues a él le vi cara a cara duranteaquellos minutos que no lograba olvidar.

No creí poder identificarle entretantas fotos. Al ver aquella extensacolección de retratos, era inevitablepreguntarse si aún quedaba en el mundoalgún hombre honrado.

Al cabo de una media hora, me volvíhacia Weill:

—¿Supone que debe estar aquí?

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—No lo sabremos hasta que ustedlas haya revisado todas.

Creí de pronto haberle reconocido,pero al examinar la foto con másatención me di cuenta de que no era másque una vaga semejanza.

—Descanse si lo cree necesario —me dijo, solícito, el teniente.

En realidad, sentía los ojos, ¿cómodiría?, infectados de tanto miraraquellos rostros marcados por el vicio yel crimen. Los cerré unos instantes yluego seguí examinando la colección.

De pronto, me levanté de la silla ypuse un dedo sobre una foto; no queríaindicársela al teniente, sino evitar que se

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confundiera con las demás. Entorné lospárpados, para reconstruir en miimaginación aquel semblante que decontinuo me perseguía. Luego,abriéndolos, bajé la mirada por el brazohasta la punta del dedo y los dossemblantes se fundieron. No me habíaequivocado.

Sólo entonces me volví hacia Weill:—Éste es el hombre en cuestión. Es

el rostro que vi allí.Volvió a decirme lo que ya me

dijera en su despacho:—Es usted un buen testigo, un testigo

en quien se puede confiar. Me hagustado el modo en que se aseguró de

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haberle reconocido. —Se inclinó y,mirando por encima de mi hombro, leyóel texto de las fotos—. Es Sonny BoyNelson. Le buscamos por otros tresasesinatos. Hace tiempo que nos gustaríaecharle la mano encima…

* * *

Cuando regresamos a su despacho,Weill se dio cuenta del cambio que sehabía operado en mí después de suúltima afirmación:

—¿Qué le ocurre, señora Shaw?Parece usted asustada.

Me encogí de hombros.

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—Teniente, ¿a qué he venido aquí,sino para que me garanticen laseguridad? Ese hombre me vio allí,igual que yo le vi a él. No ignora quesoy la única que puedo atestiguar queestuvo en aquel piso. Intentará matarmepara que no pueda declararlo. Y siustedes le buscan por tres asesinatos, lasituación no cambiará porque yo le hayaidentificado. Le buscarán por cuatroasesinatos en lugar de tres, pero esto nosignifica que vayan a detenerle antes. Y,mientras, ¿qué va a ser de mí? Viviréconstantemente en peligro de muerte,exponiéndome a que me maten de unmomento a otro.

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—Destinaré a uno de mis hombres aque…

Con un gesto, le interrumpí.—No, no es posible. Jimm… mi

marido se daría cuenta, me liaríapreguntas para saber qué ocurre, yacabaría por descubrirlo todo. Y eso eslo que quiero evitar a toda costa. Poreso vine a verle a usted, sin que nada ninadie me obligara.

Weill me miró, incrédulo.—¿Quiere decirme que entre

arriesgar la vida, en el sentido másestricto de la palabra, y que su espososepa cómo, del modo más inocente, sevio mezclada en este asunto, sin haber

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cometido el menor delito, prefierearriesgar la vida?

—Sí —respondí, sin la menorvacilación.

En un principio, temí no poder pagarlos diez mil dólares. Ahora, porhaberlos pagado, temía que Jimmycreyera que esto debía ocultar algo.

—Es usted una persona como haypocas —afirmó Weill.

—No, no lo crea. Pero la felicidades como una pompa de jabón. Si se latoca con la uña, es inútil intentarrecomponerla después. Las balas deSonny Boy Nelson pueden noalcanzarme, pero, una vez rota, la pompa

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de jabón se deshace. Aunque ahora todopasara, mi marido podría pensar toda lavida que cuando hubo humo es que habíafuego. Prefiero arriesgar la vida, que, enrealidad, me importa menos que mifelicidad.

Me levanté y me dirigí hacia lapuerta, pero Weill me rogó queesperase. Me volví para escucharle.

—Si está usted dispuesta —me dijo— a arriesgar la vida durante días ysemanas, ¿no estaría dispuesta aarriesgarla en una gran jugada, dondetodo se puede ganar o perder?

Por toda respuesta regresé a la mesay me senté.

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—Me decía usted hace un momento—continuó— que su visita a estedepartamento había sido completamenteinútil, pues en la actualidad buscaremosa ese hombre por un asesinato más, perosin saber dónde encontrarlo. Seequivoca. Si quiere ayudarnos,corriendo el riesgo al que he hechoalusión, sabremos dónde encontrarlo,cosa que ahora ignoramos.

Comprendí lo que pretendía. Metemblaban las manos un poco, pero logréencender un cigarrillo. Habíamosestablecido un nuevo pacto.

—Dígame —continuó el teniente—,¿suele ir completamente sola a algún

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lugar apartado, sin su marido, amigos uotras personas? Me interesa algo quehaga usted frecuentemente.

Reflexioné un instante:—Sí —dije al fin—, creo que tengo

lo que necesita.

* * *

Me ocupaba, dentro de misposibilidades, de la suerte de algunospobres. A Jimmy no le importaba queme dedicara a la caridad, pero no leagradaban los barrios que debía visitar,y con frecuencia me había pedido quebuscara a alguien para acompañarme.

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Yo no pertenecía a ninguna obrabenéfica y sólo hacía mis visitas una vezal mes, pues me ocupaba únicamente demedia docena de personas cuyos casos,por una u otra razón, no interesaban a lasorganizaciones especializadas. Setrataba de miserias que nadie hubieraaliviado de no preocuparme yo.

Una de ellas era la anciana señoraScalento, que vivía sola, estaba enfermay era demasiado orgullosa para solicitarel auxilio del ayuntamiento.Probablemente, tampoco se lo habríanconcedido, puesto que en las temporadasen que su enfermedad se aliviaba solíaganar algún dinero. En aquella época, la

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artritis, o algo parecido, la retenía en lacama y necesitaba que la cuidaran. Yohacía lo que podía.

Bajé del taxi ante el edificio demíseras habitaciones en donde laitaliana vivía. No había iluminación enla escalera, pero, como ya lo sabía,llevaba en el bolso una linternaeléctrica. Era este el lugar al que Jimmyme había pedido con mayor interés queno fuera sola, en especial por lanoche…, pero luego recibí distintasinstrucciones de otra persona.

Despedí al taxi, ya que por logeneral permanecía allí mucho ratohaciéndole compañía a la señora

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Scalento, y me resultaba mucho máseconómico tomar otro al salir. Lacantidad que hubiera señalado eltaxímetro mientras esperaba podíaemplearse en alimentos y medicinas.

Avancé a tientas por el largo yoscuro pasillo que iba desde la callehasta la escalera. Por fortuna, conocía elcamino de memoria, pues a cada pasoveía menos. Fue al pisar el primerescalón, donde ya no llegaba elresplandor de la iluminación pública,cuando abrí el bolso y saqué la linterna.

¿Han tenido ustedes alguna vez, sincausa justificada, la sensación de quealguien está a su lado? Los animales

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poseen ese sentido gracias a su olfato,que, en cambio, a mí no me servía denada. Era como una vibración interna loque me advertía la presencia de undesconocido. Alguien se encontraba alotro lado de la barandilla o quizá ocultodebajo de la escalera.

Un círculo de luz blanca se extendiópor los sucios peldaños, incluso antesde que yo me diera cuenta de haberoprimido el conmutador.

La voz era serena, de una serenidadque tranquilizaba. Parecía venir de miderecha, casi a mi lado.

—No enfoque la luz hacia aquí,señora Shaw.

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«Señora Shaw». Era suficiente paraindicarme de quién se trataba.

—Pertenezco al departamento delteniente Weill, no tema. Vigilamos todoslos lugares que usted debe visitar estatarde. Compórtese como en las otrasocasiones.

Una vez hube recobrado el resuello,reanudé mi camino, mientras pensabacon irritación:

«¡Imbécil! ¡Ni siquiera el otro mehabría asustado tanto!».

Entonces lo creí así.Una vez ante la puerta de la señora

Scalento, llamé y entré sin esperar a queme abrieran, puesto que la anciana no

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podía moverse.Estaba sentada en su lecho, como

solía encontrarla en mis visitas, pero enesta ocasión no parecía muy contenta.Por lo general, al verme se le iluminabael rostro, como si yo fuera un ángelllegado del cielo para ayudarla, yprorrumpía en una interminable sarta debendiciones italianas.

Aquella noche se limitó a mirarmecon una fijeza casi hostil, sin pronunciaruna sola palabra de gratitud.

Se alojaba en aquel cuartucho, cuyoanexo sin ventilación le servía decocina. Después de cerrar la puerta meacerqué a la cama mientras le

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preguntaba:—¿Cómo nos encontramos hoy?Movió la cabeza con impaciencia,

como si le molestara verme. Simulé nodarme cuenta.

La ventana de la habitación estabacerrada; esa clase de gente no confíagran cosa en el aire puro.

—¿No le parece que deberíamosabrir un poco para aclarar la atmósfera?—sugerí, al tiempo que alzaba lapersiana unas pulgadas, seguida por lamirada furiosa de la anciana—. ¿Qué talva esa planta? —indagué luego,inclinándome sobre un tiesto con ungeranio situado en el alféizar y que yo le

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había regalado para alegrar un poco lavivienda.

Al volverme, la expresión de laseñora Scalento bordeaba la ferocidad.

—No se preocupe; el geranio estábien —me dijo en tono agresivo.

Eran las primeras palabras que medirigía desde que había llegado, pero nocesaba de retorcerse sus deformadosdedos…, como si intentara con susmovimientos indicarme algo que yo nollegaba a comprender.

Como de costumbre, tomé una silla yla acerqué al lecho. Pero la señoraScalento siguió con la vista fija ante sí,como si yo no existiera.

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Intenté ganarme su buena voluntad:—¿Emplea la manta eléctrica? ¿Le

alivia los dolores? ¿Se siente ustedmejor?

—Mucho mejor, mucho mejor —contestó bruscamente.

Tras lo cual, cruzó los brazos sobreel pecho, con aire mollino, pero advertíque, bajo la manta, seguía moviendo unade las manos. No me señalaba a mí sinoa la puerta.

Por fin, me incline hacia ella, enactitud confidencial:

—¿Qué es lo que me quiere decir?Bruscamente, se volvió para

mirarme, abriendo la boca desdentada

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en una especie de sonrisa aterrada eimplorante:

—No he dicho nada. ¿Es que acasohe dicho algo? No he dicho nada.

—Ahora soy yo quien va a hablar —intervino otra voz.

Alguien había salido de la reducidacocina y se detuvo detrás de mi silla, tancerca, que cuando intenté volver lacabeza para ver quién era, todo lo quepude distinguir fue una silueta grisapoyada en el respaldo.

Me levanté de un brinco, jadeandode terror. Al instante, una mano mesujetó con fuerza por la muñeca mientrasla silla, volcada de un puntapié, caía al

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suelo.—¿Te acuerdas de mí? —se limitó a

decir él.La anciana, como liberada de una

maldición, comenzó a hablar convolubilidad, ahora que ya era tarde:

—¡Signora! Este hombre llegópronto, hoy. Me dijo que sabía que ustedviene aquí los primeros de mes, que ibaa esperarla. No pude hacerle salir. Nome muevo de la cama… y él aseguró queme mataría si intentaba decírselo austed. Todo el rato veía el revólver queme apuntaba… ¿Cómo iba a hablar?

Sin soltarme, aquel hombre ledescargó un golpe de culata en la cara y

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la italiana se desplomó sobre laalmohada. Nunca en la vida había vistoun gesto tan brutal.

—Y ahora —continuó él—, tú y yoseguiremos hablando como la otranoche.

Comprendí que había llegado el fin.Me obligó a volverme, tirándome delbrazo, y me apoyó el cañón del revólveren el pecho. En esta ocasión, no queríatentar la suerte.

Me alejó del lecho, quizá para quetuviera sitio para caer y así cambiarnosnuestras posiciones. Ahora él seinterponía entre la puerta y yo.

Aunque me encontraba frente a ella,

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ni siquiera me di cuenta de que se abría.Volví a la realidad cuando la madera,empujada violentamente, golpeó contrael muro, mientras una voz imperiosa sealzaba sobre el estruendo.

—¡Suelta el arma, Nelson! ¡Teapuntamos tres!

Hubo un instante atroz, durante elcual todo pareció en suspenso; peronada ocurrió. Luego, disminuyó lapresión del revólver contra mi pecho:sentí cómo descendía y al fin cayó alsuelo.

Dos hombres se colocaron junto alasesino y un tercero se situó a suespalda. De improviso, las mangas de la

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chaqueta de Nelson se arrugaron, comosi le tiraran por detrás, mientras losbotones le subían hasta la barbilla.

El criminal continuaba sujetándomepor la muñeca, cuando en torno a lassuyas cerraron las esposas. Entonces, yomisma me solté y pensé que por finhabía concluido mi pesadilla.

Los policías comentaron:—Debió usted de descubrirle al

llegar, cuando nos avisó tan pronto.—No, le vi sólo un minuto antes de

que vinieran ustedes.—Entonces, ¿cómo consiguió…?—Advertí su presencia en cuanto

entré en la habitación. Nada más ver el

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semblante contraído y la mirada fija dela señora Scalento, deduje que esehombre me estaba esperando. Y además,olía a tabaco en la habitación. Debió defumar un par de cigarros mientrasaguardaba. Me consta que esa pobremujer no fuma nunca. Pero una vez hubeabierto la puerta y me dejé ver, era yatarde para echarme atrás; habríadisparado desde donde se encontraba almenor intento de fuga. Me acerqué a laventana, con el pretexto de abrirla, y mebastó un movimiento de la mano paraarrojar la maceta al vacío.

El policía que ostentaba el mandodijo:

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—Retenedle aquí unos instantes paraque la señora X pueda marcharse delbarrio sin que nadie la siga. Usted seencargará de que llegue a su casa sincomplicaciones, Dillon.

—¿Y la señora Scalento? —pregunté.

—Tranquilícese; esto no es grave ynosotros nos ocuparemos de ella.

—Pobre señora Scalento —dije alsalir acompañada por mi escolta—. Hede comprar otro geranio.

* * *

La identificación del detenido fue

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rápida, pero a mí me resultó tandesagradable como la extracción de unamuela sin anestesia. Ignoro por quétuvimos que someternos a este requisito,pues, según mi pacto con Weill, yo nodebía figurar en aquel asunto. La escenase desarrolló en el despacho delteniente, donde un fornido policíavigilaba la puerta para mantener adistancia a los curiosos, aunque fuerande la «casa».

—Tráiganle.No levanté los ojos hasta que se

detuvieron ante mí los pasos deldetenido.

—Señora X, ¿es este hombre el

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mismo que usted vio en el apartamentoque ocupaba el llamado John Carpenter,el pasado quince de abril, hacia lascuatro y media de la madrugada?

Mi voz sonó como una campana:—Sí, es el mismo.—¿Iba armado?—Sí, tenía un revólver en la mano.—Levántese, por favor, y tenga la

bondad de repetir esta declaración bajojuramento.

Obedecí y me tendieron una Biblia,sobre la que puse la mano derecha,como si estuviéramos ante un tribunal.Fui repitiendo las palabras que medictaban: «… toda la verdad y nada más

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que la verdad», para añadir luego:—Juro solemnemente que vi a este

hombre, armado con una pistola, en elpiso que ocupaba John Carpenter, elpasado quince de abril, hacia las cuatroy media de la madrugada.

La voz de Nelson, aunque quebradapor la fatiga, rompió el silencio paradecir:

—No puede echarme eso a laespalda. No le maté, ¿comprenden? ¡Nole maté!

—No, y tampoco mataste a LittleP a t s y O’Connor, ¿verdad? ¿Ni aSchindel? ¿Ni a Duke Bidderman, antesu casa, cuando iba a bajar del coche?

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Vamos, lleváoslo.—¡Les está mintiendo! —gritó

Nelson—. Fue ella quien lo mató yahora por medio de ustedes quierecargármelo a mí.

Lo sacaron a rastras de lahabitación, mientras seguía lanzandoimprecaciones. Al cerrarse la puerta, seatenuaron sus gritos, pero aún le oícuando se alejaba por el pasillo.

Weill se volvió hacia mí y con lapunta de los dedos me tocó la manoenguantada, para tranquilizarme, puesaquella escena violenta me hacíatemblar a pesar mío.

—Ya está. Aquí termina su

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participación en este asunto. Váyase a sucasa y olvídelo todo.

Me era fácil volver a casa, pero, encuanto a olvidar, estaba mucho menossegura de conseguirlo.

—He visto que hacía copiar amáquina mis declaraciones alidentificarle —balbucí con inquietud.

—Sí, y voy a hacerles firmar otrasdeclaraciones acerca de todo loocurrido a los testigos que seencontraban en el despacho. En otraspalabras, preparo un testimonio de sutestimonio. No se preocupe lo másmínimo. Me he puesto de acuerdo con elfiscal para proceder así.

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—¿Y durante el proceso no exigiráel defensor mi comparecencia parainterrogarme?

—Bueno, que lo pida. El fiscal haprevisto esta posibilidad y ha tomadosus medidas. En caso necesario, seré yoquien, autorizado por él, ocuparé su sitioante el juez, y puede creer que mideclaración no será de aquellas quepueden dejarse de lado.

Parecían haberlo previsto todo y mesentí reconfortada.

Al estrecharme la mano, Weillagregó:

—Cumplo siempre con miscompromisos. Ahora sale usted de este

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caso para no volver a entrar nunca más.Seremos los únicos que conoceremos suidentidad. —Luego, ordenó al policíaque montaba guardia—: Conduzca a estaseñora al coche oficial que espera fuera.La dejará a usted en la entrada lateral delos almacenes Kay.

Eran los mayores de la ciudad. Loscrucé de extremo a extremo sindetenerme a comprar nada. Ante lapuerta principal tomé un taxi que mecondujo a casa.

* * *

Como toda la población hablaba de

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aquel asunto desde hacía tres semanas,no me extrañó que Jimmy llegara aenterarse. Lo único sorprendente fue quetardase tanto. Pero es que, para mimarido, las noticias del mundo suelenlimitarse al curso de la bolsa.

Si se le concedió a este asunto másinterés del que ordinariamente se prestaa lo que suelen llamar un «arreglo decuentas», supongo que fue porque, segúnse estableció en el proceso, Carpenterelegía como víctimas a mujeresrespetables que ocupaban un lugarimportante en sociedad. Este aspecto dela cuestión lo destacaron tanto ladefensa como el ministerio fiscal,

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aunque por razones muy distintas. Lamitad de la población pasaba el díaasegurando que la señora X era la mujerdel vecino, mientras la otra mitad, másprudente, se dedicaba a hacer cábalas ycomentarios.

Una noche, cuando, después devarias semanas, el proceso tocaba a sufin, Jimmy lo estuvo leyendo en elperiódico y comenzó a discutirloconmigo.

Fingí interesarme por mi taza de cafégirándola entre mis dedos.

—¿Crees que efectivamente existeesa mujer? —pregunté distraídamente—.¿No la habrán inventado el criminal y su

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defensor para distraer la atención de losjurados?

Jimmy hizo una mueca y tardó enresponder. Pero mi marido no es hombreque se quede mucho tiempo sin opinar, yéste es, por otra parte, el secreto de suéxito. Entonces vi, por así decirlo, cómoesta opinión se iba formando ante misojos.

De pronto, Jimmy se mordió el labioinferior, con aire pensativo, y alzó lacabeza, decidido ya, para decir:

—Sí… Ignoro el motivo, pero tengola impresión de que dicen la verdad, pormuy corrompidos que puedan estar. Nome extrañaría que aquella noche hubiera

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una mujer en ese apartamento. Heobservado, además, que el fiscal no loniega; se limita a callar cuando sale arelucir esa señora X. Esto es lo que meinclina a pensar…

Hasta entonces no habían recurrido alas grandes medidas, de las que Weillme había hablado, por lo que, respecto ala existencia de aquella mujer, existíanmotivos para dudar. No sacaron arelucir el testimonio que confirmaba mitestimonio y el teniente no se habíapresentado a declarar. Quizá elministerio fiscal guardaba todo eso parael último instante o quizá creyera que noiba a ser necesario. Mi papel, en

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realidad, se limitó a identificar a SonnyBoy Nelson y a facilitar su detención.Por tanto, podían prescindir de mí sinque variase el desarrollo del proceso.¿Qué prueba suplementaria iba aproporcionarles yo contra un hombrereconocido culpable de tres asesinatos?Por otra parte, consiguieron encontrar aalguien que vio a Nelson huir de aquellacasa, pistola en mano. Además, habíanencontrado abiertas las puertas delapartamento de Carpenter y la queconducía a la terraza.

Sin embargo, había una cosa que nollegaba a comprender: con extremaprudencia, le consulté a mi marido:

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—¿Por qué Nelson y su abogadoinsisten tanto en esa mujer? ¿Quéesperan obtener de ella? Me parece queles resultaría perjudicial en lugar deayudarles…

Jimmy se encogió de hombros.—Supongo que habrán imaginado

algún medio de sacarle provecho. Quizáaún guardan un as en la manga. No lo sé.No puedo adivinar lo que piensancerebros tortuosos como el de esedelincuente y su abogado.

Con un gesto de disgusto apartó elperiódico, como si el proceso ya no leinteresara. De pronto, añadió:

—Si tal mujer existe, cosa bastante

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probable, es tonta. Debió de habérselocontado a su marido en lugar demezclarse en este asunto.

Con el corazón en un puño, penséque esto era muy fácil decirlo.

—Quizá el miedo la obligó acomportarse de este modo —respondí—. Miedo a que su marido no creyera loque le contaba o a que sospechara deella…

Jimmy se puso en pie, mirándomecon cierta conmiseración, como sitambién a mí me juzgara tonta.

—Un marido digno de este nombre—afirmó mientras se encaminaba a lahabitación vecina— lo comprende todo

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y lo perdona todo. Sabe encontrar elmedio de proteger constantemente a suesposa. Incluso sin decírselo.

Desde luego, reflexioné, en la teoría,sobre el papel, todo se arreglafácilmente. Pero en la realidad, pordesgracia, resulta muy distinto.

* * *

Después de esta conversación,Jimmy no habló del proceso más que unavez, para decirme:

—He visto que lo han condenado amuerte.

—¿A quién? —pregunté, aunque lo

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sabía desde las nueve de la mañana, encuanto llegó el primer periódico.

—A ese tipo…, ¿cómo se llama? Sí,Sonny Boy Nelson.

—¿Ah, sí? —me limité a decir.Para meterme prisa, mi marido

apagó las luces y las volvió a encenderenseguida.

—Vamos, apresúrate —apremió—.Llegaremos tarde.

Por asociación de ideas, el ruido delconmutador me hizo pensar en el quepondría en marcha la corriente de lasilla eléctrica.

* * *

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—Señora —me dijo la doncella—,hay un hombre que desea verla.

No sé por qué, me asusté antes detener motivo.

—¿Quién es? —indagué,poniéndome en pie—. ¿Qué quiere?

Me di cuenta de que la sirvienta memiraba con curiosidad, preguntándosesin duda a qué se debía mi sobresalto.Dominándome dije:

—¡Bien, hágale pasar!Le reconocí al momento de verlo.

Había tenido el presentimiento de que suvisita estaba relacionada con aquelasunto. Cerré la puerta y él tuvo el buensentido de no hablar hasta entonces.

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—Pertenezco al departamento delteniente Weill.

Le interrumpí, muy agitada:—¡No debió mandarle aquí! Me dijo

que en lo que a mí concernía, el asuntohabía concluido. ¿Qué es lo que quiere?

—A Sonny Boy Nelson lo ejecutarána las tres de la madrugada. Ha pedido,como última voluntad, una entrevista conusted…

—De modo que sabe quién soy. ¿Esasí como mantiene sus promesas elteniente Weill?

—No se inquiete; Sonny Boy Nelsonno conoce su nombre. Lo único que sabees que usted lo vio en el apartamento de

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Carpenter y que gracias a usted ledetuvieron.

—Quisiera hablar con el teniente.¿Quiere llamarle?

—Desde luego, señora. Si me envióa mí en vez de telefonearle fue pormiedo a que alguien interceptara lacomunicación… ¿Oiga?… Aquí estaseñora…

—Oiga, Weill… ¿Qué significaesto?

—Nada en absoluto, señora X. Novaya. Nada vamos a ganar y nada laobliga a hacerlo.

—Entonces, ¿por qué me ha enviadoun agente?

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—Tenía el deber de comunicárselo,para que usted decidiera libremente.Pero mi opinión es que resultará inútilque vuelva a verle. A Nelson le hansometido a un proceso, en el que le handeclarado culpable. En nada va apoderle ayudar.

—Por lo visto, él cree lo contrario,pues de otro modo no lo hubiera pedido.Y si me niego supongo que morirámaldiciéndome…

—¿Y qué importa? Todos muerenmaldiciendo a alguien, pero nunca aquien verdaderamente lo merece; esdecir, a ellos mismos. Es inútil dejarsevencer por el sentimentalismo con gente

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de esa clase.Él, desde luego, tenía costumbre de

tratar con gente de esa clase; yo, no.—¿Puede haber peligro?—¿De que la reconozcan? No, desde

luego. Yo, personalmente, me ocuparíade todo. Pero mi opinión sigue siendoque es inútil que vaya…

Sin embargo, fui.Tal vez porque, como mujer, soy

curiosa. Quiero decir que deseaba saberqué pretendía Nelson al llamarme. Parami tranquilidad de conciencia, decidícomplacerle. No me sentía sedienta desu sangre. Cuando me presenté en lajefatura de policía, no fue para solicitar

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su muerte, sino para defender mi vida. Ymi propósito se logró en cuanto lodetuvieron; su ejecución en nada mealiviaba.

No creía poder ayudarle y Weilltampoco. Pero él sí. Entonces, ¿por quéno escuchar lo que tenía que decirme?

El velo que me puse era tan tupidoque casi me impedía ver. No lo llevabapor Nelson, quien me conocía biendesde nuestro primer encuentro, en casade Carpenter, sino para evitar todoriesgo de que me reconocieran al entraro al salir. El policía me acompañó hastala puerta de la prisión, y allí Weill enpersona me condujo hasta la celda. La

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entrevista no tuvo lugar, pues, en ellocutorio donde a los detenidos losvisitan sus parientes y amigos, sino en lapropia celda de Nelson, donde yo corríamenos peligro de llamar la atención.

Cuando entramos, el detenido sepuso en pie, esperanzado. Parecía yaenvuelto por la sombra de lo que enbreves horas le aguardaba. Por lo menosésa es la impresión que me dio, aunqueera la primera vez que veía a uncondenado a muerte.

—¿Cómo sé que se trata de la mismamujer? —preguntó.

Entonces, me levanté el velo.—Sí —dijo con una mueca—, sí, es

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la misma. —Luego se volvió haciaWeill—. ¿Por qué no ha venidoScalenza? Habría sabido mejor que yolo que hay que hacer.

Weill se acercó para tomarme delbrazo.

—No, ni tu abogado ni nadie más.Di pronto lo que sea o me la llevoenseguida.

Nelson me miró con fijeza.—Quiero hablar con ella a solas.—Cree que así podrá ablandarla —

comentó Weill en tono sarcástico.—Por mí, de acuerdo —respondí.—Me quedaré junto a la puerta —

advirtió el teniente mientras salía—. No

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tema.Pensé que debía de ser duro hacer

una petición de la que dependía lapropia vida.

—Oiga —me dijo Nelson con ciertatorpeza—, no sé quién es usted, peropuede salvarme. ¡Sólo usted!

—¿Yo? ¿Para qué me ha llamado?Yo no he dicho que usted matara aCarpenter, sino que estaba usted en sucasa con una pistola.

—Lo sé, lo sé. Ahora escuche,escúcheme bien. A Carpenter loliquidaron con una bala del cuarenta ycinco. Lo dijeron en el proceso, ¿seacuerda?

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—No asistí al proceso.No pareció importarle este detalle y

continuó:—Yo tengo un cuarenta y cinco, de

acuerdo. Y lo llevaba encima cuando meecharon el guante. ¡Pero no pudieronprobar que la bala que lo matóprocediera de mi revólver!

—Si no recuerdo mal, losperiódicos decían que era imposibleprobarlo, porque el proyectil habíaatravesado una pitillera que Carpenterllevaba en el bolsillo. En realidad, nofue una bala lo que le atravesó elcorazón, sino un fragmento de lapitillera impulsado por el disparo. El

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proyectil se aplastó de tal modo queresultó imposible identificarlo… Perovuelvo a preguntarle para qué quiereverme. Yo no dije que fuera usted quienhizo el disparo.

—No, pero tampoco dijo usted quele disparé en la escalera. Y eso es loque puede salvarme. ¡Es mi únicaoportunidad!

—No comprendo…Creí que iba a sujetarme por los

hombros para zarandearme.—¿No lo comprende? Cuando me

echaron el guante, no pude defenderme ytenía la pistola tal como estaba cuandohuí de casa de Carpenter. En el cargador

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sólo faltaba una bala. Lo que demuestraque sólo había hecho un disparo, ¿no escierto? Y ese disparo lo hice cuandousted bajaba por la escalera. No se meha ocurrido hasta ahora, cuando ya esdemasiado tarde. Pero si usted se lodice a ellos, podré demostrar que nomaté a Carpenter. Si les dice…

—Diga lo que diga, nada va acambiar —advirtió la voz de Weill através del ventanillo. Por lo visto,estaba escuchándonos. Entró de nuevoen la celda para aconsejarme, muycortésmente—: Vuelva a su casa, señoraX. Vuelva a su casa y olvide este asunto.Nelson pudo cargar y descargar el arma

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unas cien veces desde que huyó de casade Carpenter hasta que le capturamos.

—¡Los vecinos de Carpenter nooyeron más que un disparo! —gritó elcondenado—. Todos han dicho lomismo.

—Porque sólo pudieron oír el quehiciste en la escalera. El que mató aCarpenter quedó ahogado por lasparedes. Eso de nada te va a servir. —Weill me tomó del brazo, condeferencia, pero al mismo tiempo confirmeza—. Venga, señora X. Noperdamos más tiempo. Vaya tupé quetiene ese tipo. Quiso matarla y ahorapretende que eso le sirva de coartada,

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precisamente con su ayuda.A nuestra espalda, Nelson gritó:—¡Me va a asesinar usted misma y

lo sabe muy bien! ¡Es usted quien mesienta en la silla!

Instintivamente, me apreté contraWeill, quien, con gesto paternal, mebajó el velo.

Una vez en su despacho, dijo:—Consiguió impresionarla,

¿verdad? Me basta mirarla paracomprenderlo; eso es precisamente loque él quería.

—¡Es cierto que disparó sobre mí enla escalera!

—Entonces, ¿cómo no hemos

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encontrado la bala?—Pudo salir por la ventana.

Recuerdo que había una entreabierta.Me interrumpió con un ademán, para

luego preguntarme:—¿Ha negado usted que él hiciera

ese disparo?—No.—¿Ha tenido ocasión de afirmarlo o

negarlo?—No.—Entonces, vuelva a su casa y

olvide este asunto. No voy a dejar quedestruya su hogar por culpa de ese tipo.Ya le debe su sucia piel a la justicia porotros tres asesinatos y no puede quejarse

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de que se le ejecute una sola vez. Si lehubieran absuelto en el caso Carpenter,¿cree que le habrían dejado en libertad?Hubiéramos iniciado un nuevo procesopor alguno de sus otros crímenes eigualmente le hubiesen condenado. Portanto, ¿qué es lo que se reprocha usted?—Se puso en pie para acompañarmehasta la puerta y me apoyó una mano enel hombro—. Hasta la vista, señora X.Considere esto como una simplefórmula, pues lo mejor que puedodesearle es que no volvamos a vernos.

La noticia de la ejecución no

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destacaba mucho; estaba situada al piede una de las páginas interiores, y podíahojearse el periódico diez o doce vecessin reparar en ella, a menos de que setuviera un interés especial enencontrarla. Además, su nombre ibamezclado con dos o tres más. Aquellanoche debieron de electrocutar a todauna banda.

Bien, Nelson había muerto. ¿De quéservía preguntarme si hubiera podidosalvarlo? Weill dijo que no iba apermitírmelo aunque yo lo hubierapretendido. Al decirlo, no pensaba sóloen mí. La policía defiende con celo susvictorias. Éstas resultan a veces muy

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duras y se comprende que así lo hagan.La justicia no es una ciencia exactacomo las matemáticas. No consiste tansólo en contar el número de proyectilesque hay en un cargador y declararinocente al acusado si las cuentas salenbien. Lo importante es saber si aquelhombre lleva el crimen en el corazón.¿Acaso Nelson no había matado a otraspersonas? ¿No intentó asesinar una vezmás cuando en la escalera disparó aquelproyectil que fue a salir por la ventana?

Comprendía entonces que no hubierapodido salvarlo. Mi declaración no lehabría ayudado. Por el contrario,hubiera sido una nueva acusación, pues

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si disparó sobre mí para impedirmedeclarar que le vi en el apartamento, ¿noera porque había hecho en el mismo algomás que entrar? ¿No era acaso porqueacababa de matar a un hombre?

Hubiera destrozado mi hogar, comodecía el teniente, y de todos modoshabrían acabado por enviar a Sonny Boya la silla eléctrica.

Apartándolo del tocador con lamano, arrojé el periódico y a Nelson ala papelera.

Luego seguí arreglándome, pues mimarido y yo íbamos a salir.

No me había puesto mis joyas desdehacía meses, porque desde aquella

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noche, que por desgracia no podíaolvidar, se me hicieron odiosas. Sinembargo, entonces debía lucirlas, puesasistiríamos a un estreno teatral y losconocidos de Jimmy, si me veían sinellas, pensarían que a mi marido no leiban bien los negocios. En la profesiónde agente de cambio y bolsa lospequeños detalles de esta índole puedentener gravísimas consecuencias.

Tomé, por tanto, el cofre de lasjoyas.

No pensaba ponerme los pendientes,pues sabía muy bien que sólo mequedaba uno. ¿Cómo hubiera podidoolvidarlo? Lo cogí pensativa y, de

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pronto, estuve a punto de dudar de misfacultades mentales, pues en el cofre aúnquedaba otro.

Sentí un leve mareo, y tuve queapoyarme en el tocador con las dosmanos hasta que se me pasó.

Jimmy se había arreglado ya y meesperaba en la habitación contigua. Fui asu encuentro con el cofre, pálida comouna estatua de mármol.

—¿Quién ha traído el otropendiente? Creí haberlo perdido.

Mi marido contempló la joya, comosorprendido. Luego, su rostro seiluminó.

—Ahora recuerdo. Fui yo quien lo

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puso ahí. Me parece que tú no estabas encasa. Tenía el propósito de decírtelopero lo olvidé por completo. Pero, oye,de eso hace ya mucho tiempo. ¿Hastaahora no te habías dado cuenta?

Tragué saliva con dificultad.—No había abierto el cofre desde

que me invitaron los Perry.Jimmy pareció hacer un esfuerzo de

memoria.—Pues debió de ocurrir entonces.

Recuerdo muy bien que pasé la nocheredactando mi declaración de impuestos.Al terminar, salí a estirar las piernas ycuando volvía me tropecé con ellechero. Estaba muy excitado. Al verme,

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vino a decirme: «Señor Shaw, mire loque encontré en la botella vacía. Estabacogido en un papel enrollado que, conuna nota, la criada puso en el cuello delenvase. No sabía si llamarles a esta horao esperar a traerlo yo mismo después.Es auténtico, ¿verdad?». Yo le contestéque de no ser así me habrían estafadosiete mil quinientos dólares. Lo que medevolvía era tu pendiente. Supuse quehabrías regresado mientras yo paseaba yque se te cayó al abrir la puerta. Fui aldormitorio, pero tú no estabas. Debió decaérsete al salir. Guardé el pendiente enel cofrecillo y me metí en la cama. A lamañana siguiente, me sentía un poco

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cansado por haberme acostado tan tardey olvidé decírtelo. Como nuncaconfesaste haberlo perdido, supongo quepor miedo a que me enfadase, no hubomedio de que lo recordara. —Jimmyhizo una pausa y luego me comentó—:Tienes un aire raro. ¿En qué piensas?

—En nada —respondí, mientrasrecogía la capa de piel.

Pero a mí misma me decía: «Estoypensando en que la vida es confrecuencia algo extraordinario. Ignorocuál será la trama de la obra que vamosa ver, pero dudo que pueda igualar a lavida real en emociones, sorpresas yjugadas de la suerte».

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* * *

Acostada en mi cama, horasdespués, rememoraba toda aquellaincreíble serie de circunstancias.Recordé cómo temblaba, la noche delcrimen, al volver a casa por primera vezy cómo pretendí abrir la puerta con lallave del revés. Fue entonces cuandodebió de soltarse el pendiente.Recordaba ahora que oí un ligerotintineo en la botella. Debió de sercuando el pendiente cayó en el interior,pero en aquel momento creí habergolpeado el frasco con el zapato. ¡Si mehubiera inclinado para comprobarlo!

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Tanta angustia, tanto terror, pornada. No hubiese tenido necesidad devolver a casa de Carpenter aquellanoche. Así, no habría visto a Sonny BoyNelson en su apartamento. Este quizáestaría aún vivo y en libertad. Y todohabía sido motivado por nada. ¡Elpendiente perdido se encontraba ante micasa!

Debía reconocerse que el lecheroera un hombre honrado, lo que no dejabade ser un consuelo después de haberconocido todo aquel lodazal. Jimmy lerecompensaría sin duda al recibir elpendiente, pero merecía un suplemento.

Consulté el despertador y las

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manecillas fosforescentes me indicaronque la noche había terminado, que era lahora precisa en que el lechero hacía elreparto.

Obedeciendo a un impulso, melevanté y, tomando dos billetes de diezdólares de un cajón del tocador, medirigí a la puerta del piso.

Llegué a tiempo. Había dejado ya labotella llena e iba a marcharse, cuandole detuve con un ademán.

—Bill, aquí hay algo para usted, enagradecimiento por haberme devuelto elpendiente el otro día.

Intenté ponerle los billetes en lamano, pero él no abrió los dedos. Me

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miró sorprendido y luego se rascó lacabeza.

—¿Qué pendiente, señora Shaw?—Ya sabe; el que se me cayó aquí,

en una botella vacía. Un pendiente dediamantes con una esmeralda en medio.Vamos, tiene que recordarlo.

Era, efectivamente, un hombrehonrado.

—No, señora —dijo al fin—, no heencontrado ningún pendiente; ni suyo nide nadie. Lo recordaría si lo hubieseencontrado.

—Pero, Bill…, reflexione. Le doyestos veinte dólares para mostrarle migratitud…

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—Lo comprendo, señora Shaw, y nopuedo aceptar veinte dólares por algoque no he hecho. Lo siento, pero soy así.¿Por qué no iba a decírselo si lo hubieseencontrado? No es para avergonzarse.

Al fin, conseguí balbucir:—Adiós, Bill.Y cerré la puerta, un poco

precipitadamente.No me hallaba muy lejos del

dormitorio, pero tardé bastante enllegar.

Me detuve junto al lecho ycontemplé a Jimmy. La mano derecha lecolgaba como ocurre a veces mientrasdormimos.

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Me incliné, estrechándosela concuidado, para no despertarle, en unaespecie de pacto silencioso.

Recordé entonces algo que él medijo en cierta ocasión: «Un maridodigno de este nombre lo comprendetodo, lo perdona todo. Se las ingeniapara proteger constantemente a su mujer,incluso sin decírselo».

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A TRAVÉS DEL OJO DEUN MUERTO

Cuando se hacen cambios, la gracia estáen comenzar con poco para acabarteniendo algo más importante. Aquel díasalí de casa con una hebilla de cinturónrota y una espina de pescado seca queme dio un chico llamado Miller por unaarmónica aplastada. Al poco rato loshabía sustituido por un cortaplumas alque sólo le faltaba una cuchilla. A lahora de cenar mi capital original se

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había transformado en un balón de fútbolcuya funda de cuero no tenía más quedos o tres agujeros. Podía sentirmesatisfecho del modo en que aproveché latarde. Ya debiera encontrarme en casa,pues estaba anocheciendo, pero en losnegocios de intercambio, para obteneralgún resultado, es preciso andar mucho,y eso requiere tiempo.

Me disponía a discutir una nuevaoperación con Scanlon, cuando vi llegara mi padre. Estaba aún a un centenar deyardas, pero andaba deprisa, comocuando está enfadado, y resulta difíciltener iniciativa comercial en talescircunstancias. Imagino que por esta

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razón permití que Scanlon mepropusiera cambiar la pelota por un ojode cristal, recogido probablemente en labasura.

—¡Me estás tomando el pelo! —exclamé furioso.

Pero al mirar hacia atrás, vi que mipadre apretaba el paso y esto me quitónuevas facultades. Scanlon comprendióque la situación le favorecía.

—¿Sí o no? —quiso saber.—Bueno, pues sí —respondí de

mala gana.Le entregué el balón y él me dio el

ojo de cristal.En realidad, fue lo único que pude

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hacer antes de que estallara la tormenta.Sujeto por la nuca, giré hacia mi casa yemprendí la marcha a una velocidad muysuperior a la normal, Esto me importabapoco, pero lo más desagradable es quelos padres suelen largarnos sermonespor cualquier causa. Ignoro el motivo,pero es así.

—¿Es que no tengo bastantepreocupaciones —preguntó mi padre—que además he de dar una batida paraencontrarte cuando vuelvo a casa? Hacemucho rato que tu madre te estállamando. ¿No te has dado cuenta de lahora?

Continuó así hasta que llegamos a

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casa, pero, como en mi interior memaldecía por haberme dejado engañarpor Scanlon, no oí la mitad de lo que mipadre iba diciendo.

Nunca le había visto tanmalhumorado. Por lo menos, desde eldía en que rompí la vitrina del pastelero.Por lo general, si viene a buscarmecuando estamos jugando al fútbol o albéisbol, interviene durante unos minutosen la partida, luego me guiña un ojo ysólo cuando llegamos a casa simulareñirme, para dar satisfacción a mamá.Dice que él también tuvo doce años yque aún se acuerda. Esto demuestra muybuena memoria, pues veintitrés años es

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mucho tiempo. Sin embargo, aquellanoche el sermón fue demasiado largo.No acababa nunca. Al fin me di cuentade que, en realidad, no iba contra mí.Estaba furioso por otra cosa.

Al final de la cena, mamá también sedio cuenta.

—Frank —le dijo—, ¿qué te pasa?No me digas que nada porque tengo ojospara ver.

Papá trazó unas líneas sobre elmantel blanco con el mango del tenedor.

—Me han degradado.Como un imbécil, se me ocurrió

intervenir en la conversación, sin lo cualhubiera podido quedarme a escuchar el

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resto.—¿Qué quiere decir degradado?

¿Por qué te lo han hecho?—Frankie —intervino mi madre—,

ve a hacer tus deberes.Antes de cerrar la puerta, le oí decir

con voz preocupada:—¿No te habrán destinado otra vez

de guardia de la circulación, Frank?—No —respondió éste—, pero casi,

casi.Poco después, mamá fue a buscar

algo en la habitación contigua y abrió lapuerta. Estaban muy tristes los dos yparecían haber olvidado que yo meencontraba allí, leyendo Máscara Negra

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oculto en mi libro de geografía.—¿Tendremos que mudarnos de

casa? —indagó mamá.—Sí, porque a fin de mes se notará

bastante.Presté atención, ya que no me hacía

gracia cambiar de residencia cuando mehabía convertido en el campeón decanicas del barrio.

—Lo que más me indigna es que notienen nada que reprocharme. El mismocapitán lo ha reconocido. Pero cada vezque el jefe de policía está de mal humory dice que el departamento debemostrarse más eficaz, es precisosacrificar a alguien. Lo llama librarse

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del «peso muerto». Y todo el que no hasolucionado seis casos al menos, espeso muerto.

—Quizá cuando se calme terehabiliten y te devuelvan a tu antiguodestino.

—No, sólo la suerte me puedesalvar si me proporcionara un caso en elque pudiese lucirme. Pero una vez hayanfirmado la orden de traslado, ya no meocuparé más que de borrachos y decarteristas. Haría falta un crimen difícil,y que lo solucionara por mi cuenta.

Pensé que me gustaría saber dóndese había cometido uno para indicárseloa mi padre. Pero un niño de mi edad

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tiene muy pocas probabilidades deenterarse de un asesinato. Confrecuencia íbamos a jugar tras lasempalizadas y en los descampados, peroallí sólo hay cadáveres de gatos.

A la mañana siguiente, esperé unaocasión en que mamá no estuviera connosotros para preguntarle a mi padre:

—Oye, papá, ¿cómo se sabe cuandose ha cometido un asesinato?

—Pues cuando se descubre elcadáver —respondió sin hacerme muchocaso.

—Pero, si han escondido el cadáver,¿cómo se sabe que lo han cometido?

—Si alguien desaparece, si dejan de

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verle durante algún tiempo, los amigos ylos vecinos comienzan a murmurar y acomentarlo y acaban por informar a lapolicía.

—Y si nadie se ha dado cuenta, sinadie les dice nada, ¿cómo se enteranlos policías?

—Pues no se enteran a menos de quedescubran un indicio. Un indicio es algo,un objeto cualquiera, que se encuentraen un lugar donde no debiera estar…Resulta difícil explicarlo, Frankie…Suponte que encuentras algo quepertenece a una persona, y que estádonde no ha ido esa persona. Entonces,te preguntas cómo habrá llegado aquello

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hasta allí.En aquel momento volvió mi madre.

Papá, entonces, me dijo:—Menos preguntas y a ver si

estudias un poco más. Las últimas notasque trajiste a casa eran peor que malas.—Luego, añadió como si hablaraconsigo mismo—: Basta con unfracasado en la familia.

Me duele que hable así. Mamá debióde oírlo también, pues se acercó paraestrecharle el hombro, sin decir nada.

A la salida del colegio, aquelmediodía, fui al encuentro de Scanlon

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para preguntarle acerca de aquel ojo queme había dado la noche anterior. Era loúnico que me parecía un indicio y mepreguntaba si, por casualidad, nosería…

Lo saqué del bolsillo y le dije a miamigo, mirándole con fijeza:

—Scanny, ¿tú crees que lo ha usadoalguien? Quiero decir si crees quealguien se lo puso en el ojo.

—No lo sé, pero supongo que sí…Por lo menos, el primero que lo compró.Los hacen para eso.

—Bien, ¿entonces cómo es que ya nolo usa? El ojo auténtico no habrá vueltoa salirle. ¿Por qué lo tiraría?

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—No sé; cuando se tiene un ojo decristal no hace falta comprar otro amenos de que se rompa o se estropee.

Lo examinamos, y comprobamos queno estaba roto ni rayado.

—Con esto —continué— no sepuede ver ni siquiera cuando es nuevo.Se llevan para que los demás no sepanque te falta uno. ¿Para qué iban acambiarlo por otro si todavía sirve?

Scanlon se rascó la cabeza, incapazde responderme. Y cuanto más pensabaen este asunto, más excitado me sentía.

—¿Crees que al dueño de este ojo lehabrá ocurrido algo? —pregunté en vozbaja.

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En realidad quería decir si creía quepodían haberle asesinado, pero no meatreví a pronunciar esa palabra pormiedo a que Scanny se burlase de mí.Por otra parte, no veía claro por quéalguien le iba a quitar a otro un ojo devidrio, aunque se tratara de un asesinato,para después arrojarlo a la calle.

Recordaba lo que mi padre dijoaquella mañana. Un indicio es algo quese encuentra donde no debiera estar. Siaquel ojo no era un indicio, es que nohabía entendido bien. Me pregunté si ibaa poder ayudar a mi padre. Si aquelchisme de cristal me permitiríadescubrir un asesinato ignorado de todo

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el mundo. De este modo tendrían quereha… reha…, bueno, lo que mi madrehabía dicho.

Pero antes de descubrir a quiénpertenecía aquel ojo, debía averiguar suprocedencia.

—¿Dónde lo encontraste, Scanny?—No lo encontré. ¿Quién te dijo que

lo había encontrado? Se lo cambié aotro chico, como tú me lo cambiaste amí.

—¿A quién?—No lo sé. Era la primera vez que

lo veía. Vive al otro lado de la fábricade gas.

—Entonces, vamos a buscarlo,

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porque quiero saber de dónde sacó esteojo.

—Bueno. Creo que lo reconoceré.Es un atontado y no sirve para cambiarcosas. Le desplumé con tanta facilidadcomo a ti. Tuvo que entrar en la tiendade su padre y traérmelo: ya no lequedaba nada para cambiar.

Me sentí desilusionado. Al fin y alcabo, quizá no fuera un indicio.

—¿Es que su padre vende esascosas?

—No. Tiene una tintorería.Esto me tranquilizó, y recobré parte

de mi confianza en el indicio.Cuando llegamos al otro lado de la

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fábrica de gas, Scanny me explicó:—Fue aquí donde hicimos los

cambios. No sé dónde tiene su padre latienda, pero debe de ser por ahí, pues notardó más de uno o dos minutos envolver con el ojo.

Se acercó a una esquina, para mirarpor la otra calle y de pronto exclamó:

—Mírale, ahí está.Se metió los dedos en la boca para

silbar y unos minutos después se nosacercó un muchacho bajito y moreno. Encuanto vio a Scanlon, le dijo:

—Tienes que devolverme el chismeaquel que saqué de la tienda. Mi padreme ha armado un escándalo por

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llevármelo. Me dijo que se vería en unapuro si el cliente lo reclamaba.

—¿Sabes dónde lo encontró tupadre? —le pregunté, procurandoadoptar el aire duro que supongo adoptami padre cuando interroga a lossospechosos.

—Claro. En uno de los trajes que letraen para que los lave y los planche.

—¿Estaba en un bolsillo?—No; en la vuelta de los pantalones.—¡En la vuelta! —repitió Scanlon

—. Vaya un sitio para guardar un ojo devidrio.

—Mira que eres tonto. El tipo ese nosabía que estaba allí —le interrumpí

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impaciente—. El ojo debió de caérselesin que se diera cuenta. La prueba es quelo entregó con el traje.

—¿Tú crees?—¡Vaya si lo creo! Un día, a mi

padre se le cayó una moneda y no laoímos rebotar en el suelo. Miramos portodas partes sin encontrarla. Por lanoche, cuando mi padre se desnudabapara acostarse se le cayó al suelo. Lahabía llevado todo el día encima sinsaberlo.

El chico del tintorero me dio larazón.

—Eso pasa a menudo. En las vueltasde los pantalones quedan prendidas

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muchas cosas. Y no todos se quitan laropa del mismo modo. Todos los díasveo cosas raras en la tienda de mi padre.Algunos se los quitan tirando por abajo.Como luego los levantan al revés, cae loque llevan dentro. Pero otros sacan laspiernas, sin volverlos, y entonces nosale nada.

Para tener un padre tintorero y nodetective como el mío, había quereconocer que aquel chico no era tonto.

Entonces, me dije que para que elojo de vidrio cayera en la vuelta delpantalón sin que se diera cuenta el quelo vestía, era preciso que se hubieseinclinado sobre el tuerto, tendido en el

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suelo, para atenderle o para golpearle.Cuanto más lo pensaba, más seguro

me sentía de que podía muy bien haberdescubierto un asesinato,proporcionándole así a mi padre elasunto que necesitaba. Pero antes, debíaaveriguar de dónde sacaron aquel ojo.

Le pregunté al chico:—¿Sabes cuándo vendrán a buscar

ese traje?Si fuera un asesino, seguramente no

lo recogería. Pero detener este propósitoseguramente no se habría preocupado deque lo lavaran. Por tanto, recuperaría sutraje. Pensé que ni siquiera mi padrehubiese razonado mejor.

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—Pidió que estuviera listo para estatarde.

Me pregunté si tendría manchas desangre. Pero supuse que no, puesto queen tal caso no lo hubiera confiado a unestablecimiento público. Debía detratarse de otra clase de asesinato; deesos en que no hay sangre.

—¿Podemos entrar a verlo? —lepregunté a aquel chico.

Se encogió de hombros.—Es un traje como los otros. ¿No

los has visto nunca? Pero, si quieres,ven conmigo.

Cruzamos la calle hasta la tintorería,que se encontraba en un sótano, como

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casi todas las tiendas del barrio. Supadre no era mucho más alto queScanlon y que yo. Se hallaba envuelto ennubes de vapor mientras pasaba unaenorme plancha sobre un trapo húmedo.

—Éste es —dijo el chico,señalándonos un traje gris que pendía deuna barra junto a otros tres o cuatro.

En la manga, habían prendido unahoja de papel que decía: Paulsen, 75centavos.

—¿Qué dirección tiene? —indagué.—Sólo se pide la dirección cuando

hay que entregarlo a domicilio. Peronunca cuando lo vienen a buscar; bastacon el nombre.

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En aquel momento su padre se diocuenta de que lo estábamos tocando.Pareció enfurecerse mucho y se lanzósobre nosotros, blandiendo la enormeplancha. No creo que pensaragolpearnos con ella, pero preferimos noarriesgarnos.

—Dejad en paz los trajes. Acabo delavarlos y los vais a ensuciar. ¡Vamos,fuera, fuera de aquí!

Nos persiguió hasta la calle, yregresó después a la tienda, Entonces, ledije a su hijo, que se llamaba Sammy:

—¿Te gustaría tener cinco canicas?Las saqué del bolsillo. No eran de lo

mejor, pero sin duda bastante superiores

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a las que aquel chico debía de tener.—¿Qué hay que hacer? —me

preguntó.—Fíjate bien en lo que te digo.

Cuando el cliente venga a buscar esetraje, nos avisas. Estaremos en laesquina.

—¿Qué quieres hacerle?—Es que el padre de Frankie… —

comenzó a decir Scanlon; pero le hicecallar de una patada en la espinilla.

—Es un juego que hemos inventado—expliqué.

Temía que, si le revelábamos laverdad, fuera a contársela a su padre,quien, a su vez, lo repetiría al cliente.

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—Ah, un juego —respondió Sammytranquilizado—. Bueno, de acuerdo.Cuando llegue, os avisaré.

Volvió a la tienda y nosotros nosfuimos a la esquina. Eran las cuatro ymedia. A las seis y media habíaanochecido y nosotros seguíamosesperando. Scanlon me repetía a cadamomento que estaba ya harto y quequería irse a casa.

—Pues vete. Nadie te lo impide —lecontesté—. Yo voy a quedarme hastaque venga ese tipo, aunque debapasarme aquí la noche. Está claro que aun paisano no puedes pedirle el mismovalor y la misma resistencia que a un

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policía.—Tú no eres policía.—Pero mi padre sí y es lo mismo —

repliqué.Con esto le tapé la boca y renunció a

marcharse.Lo malo era que más pronto o más

tarde debería volver a casa a cenar. Sifaltaba, me ganaría una buena paliza. Ya Scanlon le ocurriría lo mismo.

—Mira —le dije—, te vas a quedaraquí, esperando la señal de Sammy. Yome voy a casa a cenar. Luego, volverépara que tú te vayas. Así no se nosescapará ese tipo.

—Oye, ¿tus padres te dejan salir de

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noche aunque al día siguiente hayacolegio?

—No, pero saldré sin que se dencuenta. Si, mientras tanto, ese tipo vienea buscar el traje, síguelo y vuelvedespués a decirme adónde ha ido.

Al llegar a casa, le pregunté a mimadre si la cena estaba lista.

—¿A qué viene esa prisa? —preguntó a su vez.

—Es que, verás —le expliqué—,mañana tenemos una composición muydifícil y esta noche quiero prepararmebien.

Me miró con recelo e incluso meapoyó la mano en la frente para ver si

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tenía fiebre.—¿Por una composición te

preocupas tanto? —indagó sorprendiday sin creerlo del todo—. Bueno, detodos modos vamos a cenar enseguidaporque tu pobre padre está quién sabedónde y tardará mucho en venir.

Me devoraba la impaciencia, peromi madre no lo advirtió porque siemprecomo muy deprisa. Luego, tomé mislibros, mientras decía:

—Me voy a estudiar a mi cuarto.Estaré más tranquilo.

Una vez allí, cerré la puerta conllave y abrí la ventana. No me fue difícilbajar, deslizándome por un árbol. Tenía

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bastante práctica. A todo correr, sindetenerme a descansar, me encaminé alencuentro de Scanlon.

—Aún no ha venido —aseguró.—Bueno, pues date prisa.Los padres resultan muy engorrosos

cuando se tiene un asunto entre manos. Aun detective no deberían obligarle a irsea casa mientras sigue una pista.

—¡Y vuelve en cuanto hayas cenado!—le recomendé a Scanlon.

Pero no regresó. Supe más tarde quela familia le había descubierto cuandose disponía a salir.

Estuve esperando muchas horas.Eran ya casi las diez y empezaba a creer

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que aquel individuo no iría a recoger sutraje, pero estaba decidido a mantener laguardia mientras hubiera luz en latienda. Pasó un policía, que me miró,como preguntándose qué estaría yohaciendo en aquella esquina. Temí queme hiciera preguntas, pero se limitó adarme las buenas noches y continuar sucamino.

No me había repuesto aún de laimpresión, cuando Sammy, el hijo deltintorero, pareció surgir de las sombrasy me lo encontré a mi lado.

—Oye, ¿es que no has visto que tehacía señas? Ese tipo está en la tienda.

En aquel momento vi a un hombre

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que ascendía por los peldaños queconducían a la calle con un trajedoblado bajo el brazo. Se alejó endirección opuesta a la que nosotros nosencontrábamos.

—Ese es —dijo Sammy—. Damelas canicas.

Pagué sin quitarle la vista deencima. Incluso de espaldas, parecía untipo con el que no se pueden gastarbromas.

—¿Tu padre le ha hablado del ojode vidrio? —le pregunté a Sammy.

—No nos lo ha pedido y, por tanto,¿para qué íbamos a decirle nada?Bastante tienes que hablar cuando hay

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una reclamación.—Entonces, me guardo el ojo.Y sin esperar su respuesta, eché a

andar, pues el tipo se iba alejando.Comenzaba a inquietarme; ya no eracosa de chicos. En el asunto interveníapor lo menos una persona mayor. Mehubiese gustado que me acompañaraScan, pero, en el fondo, tal vez fueramejor que no hubiera regresado. Aquelhombre se habría dado cuenta de que leseguían dos niños y, en cambio, uno solopasaba inadvertido.

Siguió andando y llegamos a unbarrio de la ciudad que yo no habíavisitado nunca. Iba muy deprisa y, como

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tenía las piernas más largas que yo, mecostaba mucho seguirle. A veces creíahaberle perdido, pero siempre lograbaidentificarle por el traje que sosteníabajo el brazo.

En algunas calles sólo había un farolcada cien yardas y entre ellos estaba tanoscuro como dentro de un túnel. No megustaba demasiado la gente de aquelbarrio. Me crucé con una mujer decabellos rubios, con un cigarrillo en unextremo de la boca, que se paseababalanceando el bolso. Algo más allá,estuve a punto de chocar con un tipoestrafalario, muy flaco, que se ocultabaen un portal, pasándose la mano por

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debajo de la nariz como si estuvieraresfriado.

Lo que no comprendía era por qué,si vivía tan lejos de casa de Sammy, sehabía trasladado hasta allí para que lelavaran el traje. Debía de haber otrastintorerías más próximas a su domicilio.Quizá temiera que pudieran reconocerle;me pareció la única razón lógica.

Por tanto, debía de tener un motivopara mostrarse tan receloso, ¿no creen?

Por fin, las calles volvieron a estarmejor iluminadas, aunque no con exceso.Estaba agotado y el zapato izquierdo mecrujía. De pronto, por el modo como mihombre aminoró la marcha y enderezó

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los hombros, comprendí que iba avolverse. Rápidamente, me oculté detrásde un cubo de basura que se alzaba alborde de la acera. Una persona mayorno hubiera podido esconderse allí, peroa mí me cubría por completo.

Conté hasta diez y luego mearriesgué a mirar por encima del cubo.El desconocido seguía su camino, y yo,poniéndome en pie, lo imité. Si sedetuvo para mirar hacia atrás, era sinduda porque quería asegurarse de que nole habían seguido. De pronto, torció a laderecha y desapareció de mi vista. Meseparaban de él unas cincuenta yardas yeché a correr con todas mis fuerzas,

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pero así y todo me fue imposible saberen cuál de aquellas tres puertas igualeshabía entrado. Cuando llegué, ya estabancerradas y, aunque al subir aquel tipocrujiese la escalera, yo no podía oírlodesde la calle. Había placas connombres, pero, como no tenía cerillas,me era imposible leerlas en laoscuridad.

Además, si había cruzado lapoblación para que le limpiaran el traje,seguramente no era su verdadero nombreel que dio al padre de Sammy y que yovi prendido a la manga con un alfiler.

De pronto, tuve una idea. Si aqueltipo tenía la habitación en la parte

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trasera, no iba a servirme de nada, peroquizá viviera en la parte de delante.Crucé la calle y levanté la cabeza paraver si se encendía alguna luz. Uno o dosminutos después, se iluminó una ventanamuy pequeña, en el último piso de lacasa del centro. Como no había entradonadie más, era muy probable que mihombre viviera allí.

Y en aquel preciso instante, elindividuo se asomó a la calle, y mesorprendió con la nariz hacia el cielo.No se movió, pero sentí su mirada sobremí y un escalofrío me recorrió laespalda, como si me encontrara ante unaserpiente de la que no pudiese huir. Por

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último, bajé la cabeza, hundí las manosen los bolsillos y me alejé silbando,como si estuviera de paso.

Continué, cada vez más deprisa,hasta doblar la esquina, No quise correrel riesgo de volverme porque algo medecía que continuaba en la ventanasiguiéndome con la mirada.

Era ya tarde y me hallaba muy lejosde mi casa. Más valía que me fuera aacostar, dejando para el día siguiente lasegunda parte de mis investigaciones.Había descubierto que vivía en el 305de la calle Decatur y podía volver conScanlon.

Gracias al árbol, llegué a mi

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dormitorio sin dificultad, pero, por lamañana, a mi madre le costó muchodespertarme para que fuera a la escuela.

Cuando salimos del colegio, a lastres de la tarde, Scanny y yo reanudamosla investigación sin siquiera pasar porcasa. Le fui poniendo al corriente ydespués agregué:

—Tenemos que descubrir el nombrede ese tipo. Luego, averiguaremos si porallí cerca vive alguien que tenga un ojode vidrio y al que no hayan visto desdehace varios días.

—¿Y a quién se lo vas a preguntar?—¿A quién se preguntan datos

acerca de los vecinos? A los porteros.

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—¿Y si no quieren dárnoslos?Algunos no hacen caso a los niños.

Le di un codazo, mientras decía:—Creo que he descubierto un truco.

Espera y verás.Cuando llegamos a la calle Decatur,

le mostré la ventana.—Vive ahí arriba, en el último piso.Nos acercamos entonces a las placas

que contenían los nombres. Descubríuno que se parecía mucho al que el trajellevaba prendido con un alfiler:Petersen.

—Ese debe de ser —le dije aScanny—. Lo cambió un poco paradesorientar al padre de Sammy.

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—Sí, puede. Bueno, ¿y qué hacemosahora?

Oprimí el timbre sobre el que seleía: PORTERÍA.

—Ahora verás —anuncié— cómovoy a sacarle los informes.

El portero era un viejo bajito yencorvado.

—¿Qué queréis, chicos? —preguntó.—Traemos un recado para un señor

que vive en esta casa —expliqué—,pero hemos olvidado el nombre. Tieneun ojo de vidrio.

—Aquí no hay nadie con un ojo devidrio.

—Quizá nos hayamos equivocado de

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número. ¿No sabe dónde puede vivireste señor?

—No hay ninguno en toda la calle. Yahora, largo. Tengo mucho trabajo.

A Scanlon comenzaba a aburrirleaquel asunto.

—Esto ya no es divertido. Ahorapodríamos jugar a…

—No es un juego —le interrumpícon severidad—. Lo hago para ayudar ami padre. Vete si quieres, pero yocontinúo. Papá dice siempre que un buendetective debe tener muchaperseverancia.

—¿Qué es perseverancia? —quisosaber Scanny; pero en aquel momento vi

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algo que me obligó a ocultarme en laesquina, arrastrando a mi amigo.

—Ahí está ese tipo —murmuré—.Acaba de salir de su casa.

Nos encontrábamos en un callejóntransversal, por el que circulababastante gente, pero nadie nos hizo caso,suponiendo, seguramente, quejugábamos.

Un minuto después, Petersen llegó ala altura de la callejuela y, como loespiaba con atención, pude verle bien lacara. Era igual a todas las demás. Hastaaquel momento había creído que losasesinos tendrían semblantes distintos alos del resto de la gente, pero, como

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nunca se lo consulté a mi padre, noestaba muy seguro. Por lo visto, losasesinos se parecían a las demáspersonas o quizá aquel hombre no fueraun asesino y yo había perdido un tiempoprecioso que pude haber empleado enjugar al fútbol.

Petersen miró en torno suyo, comopara asegurarse de que nadie levigilaba, y después avanzó por la calleDecatur.

—Le seguiremos para saber adóndeva —dije—. Estoy seguro de que ayerme vio desde la ventana y temo que mereconozca. Así que tú le seguirás a él yyo te seguiré a ti. De este modo no se

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dará cuenta.Anduvimos uno tras otro durante

algún rato, pero de pronto, Scanlon sedetuvo a esperarme.

—¿Qué haces? —le pregunté furioso—. Ahora le hemos perdido.

—No. Entró ahí a comer. Mírale,pero cuidado con descubrirte.

Petersen se hallaba en una cafetería,frente a la ventana, de tal forma quedebíamos ocultarnos agachándonos bajola misma, y arriesgándonos a echarle unvistazo de cuando en cuando a ras delvidrio. Pasamos así varios minutos yluego dije:

—Ya debe de hacer comido.

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Volví a mirar. Seguía sentado en elmismo sitio, con la misma taza sobre lamesa.

—No ha comido —informé aScanlon—. Entró para matar el tiempo.

—¿Y qué es lo que espera?—Quizá que anochezca —respondí

mirando el cielo que se oscurecía—.Debe de tener que ir a algún sitio yprefiere hacerlo de noche para que no levean.

Scanlon comenzaba a impacientarse.—Es hora de cenar y si llego muy

tarde me la cargaré. La cosa está muymal porque mi padre me vio ayer cuandoiba a escaparme…

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—Sí —reconocí con amargura—, yhoy pasará lo mismo. De poco me sirvetu ayuda.

—No, esta noche podré salir —measeguró—. Es jueves y mi madre se vaal cine.

—Bueno, entonces vuelve en cuantopuedas. Desde tu casa, telefonea a mispadres para decirles que me quedo acenar contigo. Si te preguntan por qué,diles que tenemos que estudiar ypreferimos hacerlo juntos paraayudarnos. Así, podré seguir vigilando aése. No creo que se quede aquí parasiempre y cuando salga quiero saberadónde va. Si cuando tú vuelvas no me

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encuentras, espérame en el bar Joe’s.Partió al instante y a toda velocidad

y me quedé solo. Y, tal como loimaginaba, en cuanto se hubo ido miamigo, Petersen salió. Me oculté en unportal, felicitándome por habermequedado.

Había anochecido ya, lo queseguramente estaba esperando aquelindividuo. Emprendió la marcha, ycomprobé que se alejaba de su casa. Ledejé que me tomara unas cincuentayardas de delantera antes de comenzar aseguirle. Por fin llegamos a las afuerasde la ciudad. Las casas se ibanespaciando por momentos; luego, hubo

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más solares que edificios, y por último,sólo vi árboles y campos de labranza.La calle se había convertido en unacarretera en la que nos cruzábamos decuando en cuando con algún coche queregresaba a la población. Y, cada vez,Petersen volvía la cabeza, como si noquisiera exponerse a que loreconocieran.

Esto me animaba a espiarlo. Desdeque me lancé sobre sus pasos, al salir decasa del padre de Sammy, ni en una solaocasión se había comportadonormalmente. Demostraba una grandesconfianza, miraba en torno suyocomo temiendo que alguien pudiera

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hacer lo que yo estaba haciendo. Nadietoma esas precauciones a menos de quetenga algo que ocultar. Yo no podíaseguir por la carretera, pues, como sóloéramos dos los que íbamos por ella,Petersen acabaría por descubrirme. Porsuerte, junto a las cunetas crecían unosmatorrales y, ocultándome tras ellos,agachándome para que no sobresalierami cabeza, pude continuar vigilándole.Cuando había un espacio libre entre dosmatorrales, corría hacia el siguiente.

De pronto, Petersen aminoró almarcha, como si estuviera llegando a sudestino. Pero cerca de la carretera no seveía más que una vieja casa de troncos.

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Estaba oscura y parecía deshabitada. Merecordaba las que habitan las brujas enlos cuentos de hadas y confié en que nofuera lo que Petersen buscaba.

Pero precisamente se encaminóhacia allí, después de tomar nuevasprecauciones. Examinó la carretera concuidado, asegurándose de que nadie leveía…, o por lo menos así debió decreerlo. Luego, prestó atención por sioía venir algún coche. Por último, de unsalto abandonó la calzada y desaparecióen la oscuridad. Sin embargo, yo pudedistinguir vagamente su silueta porqueimaginaba lo que iba a hacer.

Al llegar a la casa, la rodeó para

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comprobar que en el interior no habíanadie. Por fortuna, también crecíanmatorrales cerca de la choza y pudeacercarme sin peligro.

Una vez se hubo convencidoPetersen de que la cabaña estabadeshabitada, cosa que yo hubiera podidodecirle nada más verla, se dispuso aentrar. Sobre la puerta había un tejadillomedio hundido entre los postes que loaguantaban, y desde que mi hombre seagachó para pasar, ya no le vi más, detan negro como estaba aquello.

Le oí girar una cerradura, luegogimieron los goznes y resonaron suspasos sobre el piso de madera. En el

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porche había algo blanco que Petersenrecogió antes de entrar.

Dejó la puerta entreabierta, como situviera intención de salir enseguida, poreso me guardé muy bien de acercarmedemasiado para ver lo que estabahaciendo. Avancé protegido por lamaleza hasta colocarme de cara a laentrada. Debió de encender una cerilla,pues una débil claridad llegaba desde elinterior. Como tengo buena vista, pudeseguir espiando lo que hacía. Recogióunas cartas que debieron echar pordebajo de la puerta. Al examinarlas,parecía irritado. Luego, las arrugó, paravolverlas a arrojar al suelo. Ni siquiera

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las había abierto, se había limitado amirar los sobres.

Se apagó la cerilla y encendió otra;pero se había alejado de la entrada y yano le veía. Por último, también se apagóesta cerilla y un segundo después lapuerta se abrió por completo para dejarsalir a Petersen. Depositó algo en elporche, y, después de cerrar la cabaña,se aseguró de que no le vigilaban.

Yo me había acercado a la casa,pero los matorrales no eran muy altos y,por tanto, debí sentarme, hundiendo lacabeza entre las rodillas, para disminuirde tamaño tanto como me fuera posible.Tampoco en esta ocasión me vería. Pero

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no tuve en cuenta la mano que extendíaen el suelo para mantener el equilibrio.Pasó tan cerca, que el pantalón casi merozó la mejilla. En aquel precisoinstante, un coche avanzaba por lacarretera y él retrocedió rápidamentepara no descubrirse, y con el tacón meaplastó los dedos.

Todo lo que pude pensar fue que sigritaba estaba perdido, pero no sé cómoen aquel momento logré dominarme. Eracomo si el carnicero me hubiese dado unhachazo en la mano. Los ojos se mellenaron de lágrimas y de estrellas.Debió de durar tan sólo medio minuto,pero a mí me pareció más bien una hora.

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Por fortuna, el coche iba a granvelocidad y en cuanto hubo pasado,Petersen reanudó su camino. Pudemantenerme inmóvil hasta que llegó a lacarretera; entonces me eché al suelo y,ocultando la cara entre los brazos, rompía llorar en silencio. Comprendo que erauna tontería, pero esto me alivió muchoe incluso después me pareció que eldolor no era tan fuerte.

Me senté para reflexionar mientrassoplaba los dedos para refrescármelos.Petersen se alejaba por la carretera endirección a la ciudad. Me pregunté sivaldría la pena seguirle. Si regresaba asu casa, era inútil, puesto que ya la

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conocía. No creía que viviera en aquellachoza, pues nadie tiene dos domicilios;pero me hubiese gustado saber a qué fueallí. ¿Qué buscaría?

Pareció enfurecerse al leer lossobres y estrujarlos. Se diría que noeran lo que iba buscando y que hizoaquel camino en vano. Debía esperaruna carta que aún no había llegado. Portanto, decidí quedarme para haceralgunas averiguaciones con respecto aaquella vieja choza.

Esperé a que se apagaran sus pasosen la carretera y entonces me dirigí alporche. Lo que dejó junto a la puerta erauna botella de leche vacía, como suele

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hacerse para que el repartidor la cambiepor otra llena. Así debía de estar cuandola recogió a su llegada. Seguramente lahabía vaciado antes de devolverla alporche, puesto que no tuvo tiempo debebérsela.

¿Por qué hizo esto? ¿Por qué tirabala leche para dejar allí la botella?Deduje que si el repartidor continuabasu servicio era porque creía que la casaseguía habitada. El propósito dePetersen al vaciar los envases eraevidente: le convenía que no sedescubriese la verdad.

El corazón me latió con más fuerza yse me puso carne de gallina, al

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reflexionar: «Quizá haya asesinado alpropietario y nadie lo sospecha.Apuesto algo a que es eso. Y tambiénapuesto algo a que de ahí viene el ojo devidrio».

Lo único que me intrigaba era elmotivo por el que Petersen seguíavisitando la casa después de haberasesinado a su inquilino. La únicaexplicación era que esperaba una cartaque se iba retrasando. Por eso volvía ala choza… en cuyo interior quizáhubiera un muerto…

Yo mismo quería animarme a entrar,diciéndome que sería fácil, aunque notuviera la llave. Pero permanecí mucho

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rato sin decidirme.Por último, me dije: «Al fin y al

cabo, no es más que una casa. ¿Quéquieres que te pase ahí dentro? Que estévacía y a oscuras importa poco… Yaunque haya un muerto…, los muertos nohacen daño a nadie. Ya no eres un niñopequeño; ya tienes doce años y cincomeses. Y, además, tu padre necesita quele ayudes. Si entras ahí, quizá encuentresalgo que le sea útil».

Lo intenté primero por la puerta,pero, como suponía, estaba cerrada conllave. Di la vuelta en torno a la casa,probando todas las ventanas, una trasotra. Se hallaban a mayor altura que mi

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cabeza, pero no resultaba difícilencaramarme, contando con un punto deapoyo. Pero no llegué a ningúnresultado. Las habían cerradocuidadosamente desde dentro.

Pensé que quizá tuviera más suertecon las del primer piso, Volví al porche,me escupí en las manos y trepé por unode los postes. Estaba envuelto en unaparra virgen y me fue muy fácil llegararriba. Era viejo y se bamboleaba, peroyo peso poco y me soportó.

Una vez arriba me acerqué a laventana más próxima al porche. Alprincipio me costó abrirla, pues debíade llevar mucho tiempo cerrada, pero al

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cabo de muchos esfuerzos logré alzarla.Armó tal estruendo que sentí unescalofrío en la espalda. Pero,dominándome, salté al interior de lacasa. Olía a cerrado y tuve que apartarunas telarañas con el brazo.

No veía más que sombras grises, queeran las paredes, y una negra, donde sehallaba la puerta. Una persona mayorhubiera tenido cerillas, pero yo debíaextender los brazos para saber pordónde andaba.

Si no tuve ningún tropiezo supongoque se debió a que las habitacionessuperiores estaban vacías, pero el pisocrujía bajo mis pies. En las escaleras

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por poco me caigo y me rompo lacabeza, porque los peldañoscomenzaban antes de lo que habíaimaginado. Luego, todo fue bien.Palpaba cada escalón con el pie antes deaventurarme, para comprobar que estabaallí, tan ruinosa me parecía la choza.Quizá tardé más de lo debido en bajar,pero tuve la seguridad de que llegaríaentero. Entonces, fui a buscar la puerta,porque quería salir.

No sé cómo pude desorientarme.Quizá fuese porque la escalera daba másvueltas de lo que yo suponía en laoscuridad, o bien porque cambié dedirección al pisar unas latas vacías, que

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estuvieron a punto de hacerme caervarias veces. Fui avanzando, a mi juicio,en línea recta y al fin llegué a una puertacerrada que supuse era la principal.Giré el pomo y se abrió al instante. Estohubiera debido hacerme comprender mierror, puesto que sabía que seencontraba cerrada con llave.

Al cruzarla, la atmósfera me pareciómás sofocante y húmeda, como si meencontrara bajo tierra, y la oscuridad,mayor que en ninguna parte. Me dicuenta de que no me encontraba en elporche, pero en lugar de retirarme, di unpaso adelante y esta vez caí por unaescalera. Aquello sí que fue una caída.

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Fui rebotando sobre unos peldaños deladrillo que me magullaron todo elcuerpo.

Me salvó algo blando que seencontraba al final, donde aterricé. Nose trataba de un colchón ni de cosaparecida, sino de algo que a la vez erablando y resistente. De momento creíque se trataba de un saco de serrín.

Iba a decir: «¡Afortunadamenteestaba esto aquí!», cuando, al extenderla mano en busca de un punto de apoyopara levantarme, me sentí estremecer dela cabeza a los pies.

Había apoyado la mano sobre… otramano… una mano que parecía estar

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esperando la mía. No era cálida y suavecomo todas las demás, sino áspera yrugosa como un guante de cueroexpuesto largo tiempo a la humedad,pero no tenía la menor duda de que setrataba de una mano. Detrás venía unbrazo, que concluía en un hombro, sobreel que se alzaban un cuello y una cabeza.

Con un grito de terror, salté a unlado y, una vez en el suelo, a cuatropatas intenté escapar de allí.

Pero no podía subir por la escalerasin pisar al que se encontraba al pie yesto me detuvo un minuto o dos, eltiempo necesario para reflexionar.Aunque les aseguro que en una situación

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así no se reflexiona fácilmente.«A éste lo han asesinado, sin duda

alguna —me dije—, porque a la genteque muere de muerte natural se laentierra. No se la abandona así en unsótano. Has podido comprobar que, talcomo lo sospechabas, Petersen es unasesino. En lugar de asustarte de esemodo, deberías estar contento dehaberlo descubierto, porque ahorapodrás ayudar a tu padre, como era tupropósito. Nadie sabe lo que haocurrido. Ni el lechero, ni el cartero,nadie. Sólo tu padre podrá descubrirlo».

Esto me reconfortó un poco. Mesequé el sudor de la frente y me apreté

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el cinturón un agujero más, para darmeánimos. Luego, tuve una idea paracomprobar si le habían asesinado: yo notenía cerillas, pero las personas mayoressuelen usarlas y aquél, aunque estuvieramuerto, conservaría alguna en… losbolsillos.

Me acerqué a rastras hacia él y altocarle de nuevo, apreté las mandíbulasmientras extendía la mano hacia dondesuponía que debía encontrarse uno delos bolsillos. Estaba vacío. Probéentonces por el otro lado, apretando aúnmás los dientes, y con los dedos toquétres grandes cerillas. Se me enganchó lamano en el bolsillo, al intentar sacarla, y

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creí volverme loco, pero con la ayudade la otra, acabé por librarme, yretrocedí vivamente.

Entonces, rasqué un fósforo contra elsuelo.

Lo primero que le vi fue el rostro.Estaba rígido y como disecado. Teníacuatro agujeros oscuros, uno más que lasotras personas. El de la boca, muygrande, los dos pequeños de la nariz yotro bajo un párpado, o por lo menos, unvacío que semejaba un agujero. En vida,debía de ocultarlo con un ojo devidrio…, el mismo que yo guardaba enel bolsillo. Ahora comprendía cómo loperdió.

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Lo habían estrangulado con uncinturón de tela, atacándole por laespalda. El cinto seguía en torno alcuello, tan apretado que para soltarlohabría sido necesario cortarlo. Su otroojo, el auténtico, estaba hinchado, comosi fuera a saltar de la órbita, igual que unguisante de la vaina. Supuse que aquellofue lo que al otro ojo le ocurrió. Lohabía perdido al debatirse en el suelo,entre las piernas del asesino, y fue aparar a la vuelta del pantalón de éste.Petersen no debió de darse cuenta deque le faltaba el ojo de vidrio o, deverlo, imaginaría que se había caído alsuelo. En realidad, Petersen lo llevaba

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encima, y al día siguiente dio el traje alavar por miedo a que pudierandescubrirse unas manchas sospechosasde tierra húmeda o de otra cosa peor.

La cerilla se estaba consumiendo yla apagué. Había hecho todo lo quepodía, pero me era imposible saberquién era aquel viejo, por qué lo matóPetersen ni por qué motivo éste volvía ala choza. Volví a subir, a ciegas, por laescalera de ladrillo, pensando que jamássentiría más miedo del que tuve cuandonoté aquella mano bajo la mía.

Pero me equivocaba.Llegué sin dificultad a la puerta

delantera. Esta vez, no me confundía.

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Entonces recordé las dos cartas quePetersen había arrojado al suelo. Podíanindicarme quién era el muerto. Paraencontrarlas, debería encender otracerilla. Podía arriesgarme, ya que, comola puerta carecía de vidrios, la claridadsolo se filtraba por debajo y el asesinodebía de estar muy lejos.

Encontré enseguida los sobres y losalisé para ver a quién los enviaban. Elmuerto se llamaba Thomas Gregory y lacarretera debía seguir siendo la calleDecatur, pues en las cartas la indicabancomo dirección: 1017, Decatur. No eranmás que dos prospectos, uno ofreciendoun automóvil y el otro unos libros a

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plazos.Apagué la cerilla y me la guardé en

el bolsillo junto con la otra. Queríaenseñárselas a mi padre, para que mecreyera cuando le dijese que habíaencontrado un hombre asesinado. Deotro modo, pensaría que se trataba de untruco para hacerme el interesante.

Me di entonces cuenta de que desdeel interior no se podía abrir la puerta. Lallave se la había llevado Petersen.Descubrí otra salida en la parte traserade la casa, pero estaba cerrada con uncandado. Aquel Gregory debía de tenermucho miedo a la gente o estar un pocoloco para vivir encerrado de aquella

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forma y aislado del mundo. No quedabaotro remedio que subir al otro piso,saltar por la ventana y deslizarme poruno de los pilares del porche.

Había alcanzado ya la escalera ypuesto el pie en el primer peldañocuando oí unos pasos en el exterior quese acercaban a la choza.

Algo rozó levemente la puerta y creímorir de miedo. Si me quedé allí enlugar de subir a toda prisa, fue porqueenseguida los pasos se alejaron de lacasa.

De puntillas, me acerqué a una delas ventanas que daban a la partedelantera y limpié un poco el vidrio

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para poder mirar hacia fuera. Vi a unhombre que se encaminaba a lacarretera, donde tomó una bicicleta quehabía dejado apoyada en un árbol. Eraun repartidor de cartas urgentes.

Esperé a que se hubiera alejado ydespués, a tientas, me acerqué a lapuerta. Acostumbrado a la oscuridad,pude distinguir algo blanco quesobresalía por debajo de la madera. Meincliné para recoger el extremo delsobre entre el índice y el pulgar, pero seresistió como si estuviera clavado.Supuse que sería demasiado grueso parapasar con facilidad o que lo impedíaalgún saliente.

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Lo solté, para sujetarlo mejor, y desúbito el sobre comenzó a disminuir pordebajo de la puerta. No lograbaexplicarme cómo ocurría esto, pues elpiso no estaba inclinado. Iba adesaparecer por completo cuando losujeté de nuevo y, haciendo un esfuerzo,logré detenerlo. De pronto, volví asoltarlo.

Quedé inmóvil, sintiendo cómo elcorazón me latía violentamente. Aunqueno oí nada, comprendí que alguien seencontraba al otro lado de la puerta. Nome atrevía a tocar de nuevo la carta,pero el mal estaba hecho. Había tiradocon tanta fuerza del sobre que la otra

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persona ya debía de saber que habíaalguien en el interior de la casa.

Atemorizado, me acerqué a laventana de puntillas, pensando que quizádesde allí pudiera ver el porche.Entonces, ocurrió algo parecido a lo quevemos en el cine, aunque esta vez notenía ninguna gracia. Mi rostro seencontró pegado a otro rostro. Éstequería mirar hacia dentro y yo queríamirar hacia fuera. No nos separaba másque el vidrio.

Ambos nos apartamos al instante,pero él volvió a acercarse a la ventana.Se había agachado un poco para mirarmejor, y al darse cuenta de que mi rostro

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quedaba más abajo debió decomprender que se trataba de un niño.

Era Petersen. Pude reconocerlo, alresplandor de la luna, por la forma delsombrero y por sus orejas separadas.Debió de quedarse por allí cerca hastaver llegar al repartidor.

Ambos nos alejamos rápidamente dela ventana. Él corrió hacia la puerta y oícómo la llave buscaba la cerradura. Yome lancé a la escalera, que era mi únicomedio de salvación. Tropecé con unacaja vacía, pero me levanté enseguida.Llegaba al piso de arriba cuando le oíentrar. Quizá lograse salir de la casaantes que él, saltando por la ventana,

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pero me iba a ser difícil escapar cuandolos dos corriéramos por la carretera. Miúnica esperanza de salvación era lamaleza, entre la cual podía esconderme,aunque no sé cómo si él veníapisándome los talones.

Llegué a la ventana cuando Petersenabordaba la escalera. Aunque no mevolví para verlo, comprendí que sehabía detenido para encender una cerillay subir más deprisa. Al saltar haciafuera, me enganché el pantalón en unclavo, pero un minuto después ocurríaalgo mucho más grave. Cuando apoyabalos pies en el porche, vi cómo elextremo se alzaba, mientras el centro se

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venía abajo y se desplomaba despuéstodo con gran estruendo. Por fortuna,estaba aún sujeto a la ventana y no mefue difícil volver a subir.

Si debajo de la ventana el terrenohubiese quedado despejado, me hubieraarriesgado a saltar, aunque fuera un saltopeligroso para un niño de mi estatura,pero las tablas del porche, alderrumbarse, se erizaban en todasdirecciones y me habría clavado enalguna de ellas.

Petersen volvió a salir de la choza,temiendo seguramente que se le vinieraencima, pero al darse cuenta de que noera más que el tejadillo, alzó la cabeza y

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me vio sentado en la ventana.Se limitó a decir:—Bien, muchacho; ahora ya te tengo.Habló con tanta calma, que me

asusté más que si hubiese gritado.Volvió a entrar y se encaminó

nuevamente hacia la escalera.Rápidamente, examiné la habitación enla que me hallaba y descubrí unachimenea en uno de los extremos. Intentéencaramarme por el hueco, pero volví acaer precisamente en el momento en quePetersen entraba. Se lanzó sobre mí,para sujetarme. Intenté evitarlo dándolepuntapiés, pero acabó sujetándome porel cuello, manteniéndome a suficiente

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distancia para que no le alcanzase.Petersen esperó con paciencia a que

me cansara de luchar y luego mepreguntó con su voz tranquila y terrible:

—¿Qué hacías aquí, chico?—Jugaba.—¿No te parece que es un extraño

sitio y una extraña hora para jugar?No supe qué responderle.—Te vi ayer, pequeño —añadió—.

Estabas en mi calle y mirabas hacia miventana. Por lo visto, siempre te estásmezclando en mis cosas. ¿Qué es lo quebuscas?

Me sacudió con tanta fuerza que creíque iban a saltárseme los dientes y

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volvió a preguntarme muy lentamente:—¿Qué es lo que buscas?—Nada —balbucí.Estaba aturdido, me caía la cabeza

sobre el hombro y no era capaz deenderezarla.

—Me parece que mientes. ¿Quién estu padre?

—Frank Case.—¿Y qué hace ese Frank Case?Comprendí que lo peor sería decirle

la verdad. Después, ya no me dejaríasalir con vida. Pero no pude evitarlo; ledije lo que hacía mi padre y me sentíorgulloso de decirlo:

—Es el mejor policía de toda la

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ciudad.—Vaya, eres el hijo de un pies

planos. Un hijo de pies planos es unfuturo pies planos. Hay que aplastar esaliendre antes de que crezca. ¿Te haenseñado tu padre a morir con valor,chico?

Le odiaba de todo corazón y le grité,furioso:

—Mi padre no necesitaenseñármelo. Como soy su hijo, ya lo sé.

Petersen rompió a reír:—¿Has estado en el sótano,

pequeño?No le contesté.—Bien, ahora iremos juntos.

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Sentía tanta indignación que nisiquiera estaba asustado. Además, paratener miedo es preciso que exista unaoportunidad de escapar. Cuando se sabeque todo ha concluido, ¿de qué sirve elmiedo?

—Y ya no volveré a salir, ¿verdad?—exclamé, en tono de desafío, mientrasme arrastraba a la escalera.

—No, no volverás a salir. Es mejorque lo sepas.

—Puede matarme a mí como hamatado a ese hombre, pero no le temo.Mi padre y sus amigos le despellejarán,asesino.

Cuando llegamos a la planta me dije

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que era el momento de intentarescaparme. En el sótano, seríademasiado tarde. Volví la cabeza, paraclavarle los dientes en el brazo, cercadel codo. Apreté con tanta fuerza quecasi pude cerrar la boca, atravesándolela piel y la carne. No sentía los golpesque me asestaba, pero de súbito me vilanzado contra la pared de enfrente,mientras la cabeza me resonaba comouna campana.

Le oí gritar:—¡Larva de policía! Si quieres que

me dé prisa, voy a complacerte.Descubrió un instante el blanco de la

camisa, al abrirse la chaqueta para

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buscar algo, y luego hubo un fogonazo almismo tiempo que un estampido, quesonó como un trueno en la habitación.

Era la primera vez que oía undisparo y esto excita. Por lo menos, asíme lo pareció entonces. Me dije quedebía apartarme del muro, dondedestacaba mucho, me eché al suelo ycomencé a reptar de lado, mientras leobservaba. Sabía que iba a disparar otravez y que ahora no fallaría.

Oyó el ruido que hacía alarrastrarme por el suelo y debió decreer que estaba herido, pero aún confuerzas para moverme.

—Tienes más vidas que un gato,

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¿verdad? ¿Por qué no lloras? ¿Es que note duele?

Seguí arrastrándome por el suelo yvolvió a decir:

—Dos disparos no hacen mucho másruido que uno y éste va a ser el último.

Dio un paso adelante, mientrasdoblaba un poco la rodilla, y vi cómoextendía el brazo, encañonándome elarma.

Instintivamente, cerré los ojos.Luego, al recordar que era el hijo de unpolicía, volví a abrirlos. ¡No sería unasesino quien me impediría mirarle caraa cara!

Restalló nuevamente la pistola, con

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el mismo ruido de trueno, y justo delantede mi rostro unas astillas saltaron por elaire. Una de ellas incluso me hirió en ellabio, como una aguja. Pero, a pesar detodo, no conseguí callarme. Le odiabatanto, que le dije, como si fuera unhombre que habla con otro hombre enlugar de un niño a punto de morir:

—¡Desgraciado! Para ser unasesino, tiene muy mala puntería.

No pude continuar. De pronto, en elexterior se oyó un estruendo, como sialguien se abriera paso entre losescombros, y la puerta se abrióviolentamente. Petersen tenía tanta prisapor capturarme que ni siquiera tomó la

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precaución de cerrarla con llave.Hubo un breve silencio… Yo seguía

tendido en el suelo; él oculto en lasombra.

Luego, una voz que conocía dememoria exclamó:

—No disparéis… Mi hijo puedeestar con él.

Distinguí vagamente la silueta de mipadre que se destacaba sobre la claridadexterior y me dije que, a menos de queyo le indicase dónde se encontrabaPetersen, éste le mataría. Tomé lacerilla que aún conservaba intacta en elbolsillo. Pero las cerillas se apagan alarrojarlas al aire. Por tanto, la apoyé en

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el suelo, encogiendo las piernas,dispuesto a saltar. Luego, encendí elfósforo al tiempo que me ponía en pie.Extendí el brazo hacia Petersen, quequedó por completo al descubierto bajoaquella luz naranja.

—¡Justo delante de ti, papá! —grité.El asesino alzó el revólver para

derribarme y apagar la cerilla, pero hayalgo tan rápido como una bala y es otrabala. El fogonazo partió de la puerta y eldisparo de mi padre le alcanzó en lasien, con tanta fuerza que le hizo girarsobre sí mismo, como si fuera unborracho bailando, fue a dar contra elmuro y se deslizó hasta el suelo. La

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cerilla aún no se había apagado.Seguí inmóvil, como la estatua de la

Libertad iluminando al mundo, hasta quepudieron acercarse a él para asegurarsede que ya no dispararía más.

Uno de los policías vino directohacia mí sin ocuparse de Petersen; notuve necesidad de mirarle para saberquién era.

—Frankie, ¿estás herido?—Claro que no, papá. Estoy muy

bien.Lo más gracioso es que era cierto

cuando lo dije. Imaginaba que podríacontinuar aún toda la noche. Pero, desúbito, en cuanto me cogió con sus

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manos, comprendí que no tenía más quedoce años y que debería esperar muchotiempo antes de ser policía. Me inclinéen su pecho y creo que me dormíenseguida, de pie…

Cuando me desperté, estaba en uncoche con mi padre y otros dos agentes.Nos dirigíamos a la ciudad. Desde elmomento en que abrí los ojos, comencéa explicárselo todo a mi padre para quepudiera ser re… Bueno, ya saben lo quequiero decir.

—Papá, mató a un viejo que sellamaba Gregory. Está ahí abajo, en…

—Sí, Frankie, ya le hemosencontrado.

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—Le asesinó para quedarse con unacarta que han echado por debajo de lapuerta.

—También la tenemos, Frankie.Mi padre sacó del bolsillo un papel

azul.—Es un cheque nominativo de doce

mil dólares, como pago por unademanda que el viejo presentó contrauna compañía de construcción a causade un accidente.

Mi padre me hablaba como si fuerauna persona mayor en lugar de un niño:

—Al pasar ante un edificio enconstrucción, al viejo le cayó una barrade acero en el ojo, y lo perdió. Esto

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ocurrió hace cinco años. Los trámitesfueron muy despacio, amargando aGregory, que acabó por encerrarse enesa choza. La compañía se resistía apagar hasta el último instante, pero elTribunal Supremo le obligó. El día enque se dictó sentencia, los periódicospublicaron la noticia, como ocurresiempre. Petersen debió de leerla.Como, sin duda, creía que el viejo yatenía el cheque debidamente firmado,fue a su casa y entró, a la fuerza uobligándole a abrir. Seguramente loestuvo torturando para que le dijesedónde estaba el dinero y, viendo que nolo tenía, decidió matarlo. Se precipitó

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mucho, puesto que el cheque no llegóhasta hoy, como tú sabes. Esto leobligaba a volver allí a buscarlo. Comoasesinó a Gregory antes de que firmarael cheque, para cobrarlo, Petersen notenía más solución que imitarle la firmay suplantar al viejo en el banco,presentando sus documentos deidentidad. No debía de ser muyinteligente, pues de otro modo sehubiera dado cuenta de que noconseguiría su propósito. Los bancos nopagan una cantidad tan elevada acualquiera. Si no conocen al quepresenta el cheque, se aseguran de supersonalidad y de que todo está en regla.

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Petersen quería a toda costa sacarlealgún provecho al crimen que habíacometido. ¿Y cómo diablos te enterastetú?…

Entonces le enseñé el ojo de vidrio yle expliqué cómo pude localizar a supropietario. Los policías cambiaronmiradas entre sí, francamentesorprendidos, y uno de ellos exclamó:

—Un buen trabajo, sí, señor.—¿Y tú cómo has sabido dónde

estaba, papá?—Tu madre adivinó enseguida que

Scanny mentía cuando le telefoneó paradecirle que te quedabas en su casa aestudiar. Hijo, habías olvidado que

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mañana es el Día de Acción de Graciasy que no hay escuela. Me mandó a casade tu amigo y le hice hablar. Me guióhasta la casa de Petersen. Derribé lapuerta para entrar y encontré unosrecortes de periódico que hablaban deGregory y que él había conservado. Porsuerte, los periódicos indicaban ladirección del viejo, de allí la sacóPetersen, por lo que al comprobar que alas once y media no habías regresado,tomamos un coche y salimos a todavelocidad.

Pasamos por la Jefatura de Policía,para que mi padre hiciera su informe, yallí me presentaron a un señor de

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cabellos blancos, que supongo debía deser el jefe. El viejo me dio una palmadaen la espalda, precisamente donde másme dolía después de tantos golpes, perome callé.

Sólo cuando vio que papá nohablaba de su intervención en el asunto,exclamé:

—Mi padre lo ha descubierto todo,señor. Este caso es suyo. Ahora, le re…rehabilitarán, ¿verdad, señor?

Vi que cambiaban una mirada deinteligencia y después el caballero delos bigotes blancos me dijo, sonriendo:

—Sí, creo que te lo puedo prometer.—Después de mirarme de nuevo, agregó

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—: Sientes mucha admiración por tupadre, ¿verdad?

Me erguí, alzando la barbilla, yafirmé:

—Desde luego. No hay mejordetective en toda la ciudad.

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COCAÍNA

Conozco muy bien, igual que todo elmundo, supongo, lo que se siente al díasiguiente de una borrachera. Pero ennada se parecía a lo que entonces meestaba ocurriendo. Tenía todos lossíntomas normales y, también, otrosnuevos, completamente distintos. Sentíala lengua pastosa, la cabeza pesada y elestómago revuelto, pero, además, noveía con claridad. Todo cuanto mirabame parecía rodeado de innumerables

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círculos. Notaba las manos húmedas yfrías, y los dientes ásperos, como sihubiera comido limones. Pero lo peor detodo era mi estado de ánimo. Teníamiedo. Miedo como un niño de sieteaños en una mansión vieja y sombría. Ycréanme cuando les digo que es horribletener miedo al mediodía, bajo un solresplandeciente.

Pero aquello no era gravecomparado con lo que experimenté lanoche anterior, bajo los efectos deaquella sucia pócima. Me cubrí los ojoscon las manos para reunir mis recuerdosy, de haber tenido otras dos, también mehubiera tapado los oídos. Las

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inquietantes escenas estaban en mí, enmi memoria, y no lograba borrarlas. Lasveía borrosas, pero definidas.

A aquel tipo yo le conocía muypoco, hasta el punto de no saber suapellido. Le llamaba simplemente Joe.Me dijo:

—Hay que distraerse, muchacho.Ven conmigo. Iremos a un sitio donde lopasarás muy bien.

Creo que fue una hora despuéscuando Joe me dio una palmada en laespalda, como para subrayar:

—Quédate si quieres. Yo me voy.Ya nos veremos.

Recordaba haberle contestado:

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—Espera un momento, yo tambiénme voy. Saldremos juntos, como hemosentrado.

Me parecía estar aún viendo elguiño que me hizo:

—No, quédate tú. Yo me voy conesa chica del traje verde. Y, ya sabes,dos están muy bien, pero tres…

Joe se marchó y yo me quedé allícomo un imbécil, con aquella gente a laque no conocía.

El resto de la noche lo recordaba deun modo desordenado, como lo que encine se llama sobreimpresión. Vino unhombre con una cicatriz blanca en elmentón. Continuaba viendo la señal y me

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parecía oír de nuevo su voz:—Exactamente lo que te conviene,

viejo… Si te acuerdas de esto, notendrás nunca preocupaciones; esexactamente lo que te conviene…Pásatelo por debajo de la nariz, como siolieras… Es bueno, ¿verdad?… Si temareas, no te preocupes… Siéntate aquí;yo vuelvo enseguida… ¿Qué has hecho?¿Te has sentido mal mientras meesperabas? ¡Fíjate en la camisa, estámanchada de sangre!… No, no puedessalir por ahí…, ¿no ves que es unaventana tapiada, imbécil? La cerraronporque habían construido una casadelante… Eso no es nada… ¿Quieres

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que se te pase? Ahora te enseñaré cómodebes hacerlo. Es lo que necesitas,viejo… Eso te pasará en un momento…No, no te alteres, que no me marcho.Espérame aquí que vuelvo enseguida.

Y cada vez estaba peor. Al fin, eraya el delirio, la locura…, una pesadillade terror, fugas y persecuciones. Hastalos muros parecían decir: «Miradle, ahísentado; está esperando. Le matarán. ¡Lematarán!». Incluso parecía que cantaban.Se hubiera dicho que de ellos sedesprendía música…, una músicafantasmal que yo oía claramente hasta elpunto de reconocer las melodías. Lasrecordaba muy bien: Alice Blue Gown,

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Out on a Limb, Oh, Johnny!,Woodpecker Song… Éstas eran lastonadas que mi espíritu en delirio habíaoído surgir de las paredes. El momentoculminante de esta pesadilla fue cuandome arrastré por el suelo hasta elarmario, para ocultar lo que allí seencontraba. Lo cerré con doble llave,guardé ésta en mi bolsillo, y luegolevanté una barricada, amontonandofrente al armario una mesa, una silla…todo lo que estaba a mi alcance.Después, vino la fuga, una fugadesesperada por un laberinto de calles,ocultándome en los portales, doblandofurtivamente las esquinas, en busca

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siempre de los lugares más sombríos…Una huida que parecía prolongarseindefinidamente. Pero ¿de qué estabahuyendo? Por último, llegó el olvidomisericordioso.

Se trataba de una pesadilla, desdeluego. Pero el sudor me humedecía lafrente al recordarla, tan real me habíaparecido.

No sabía qué hacer para reponermede aquella resaca. Sin embargo, supuseque el agua, mucha agua, tanto pordentro como por fuera, me resultaríabeneficiosa.

Me dirigí al cuarto de baño,sintiendo que se me doblaban las

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rodillas, y llené el lavabo. Hundí la caraen el agua y dejé abierto el grifo sobrela nuca. Luego, me sentí algo mejor. Nomucho, pero desde luego me habíaaliviado.

Regresé al dormitorio, me peiné loshúmedos cabellos y me dispuse avestirme. De haber tenido un empleo, mehabrían despedido, pues era muy tarde.Pero, como carecía de trabajo, la horaimportaba muy poco.

En cuanto me puse los pantalones yme hube calzado, Mildred llamó a lapuerta. Supongo que debió de oírme ir yvenir por la habitación. La invité a queentrase. Apenas me atreví a mirarla,

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pero sólo yo sabía el motivo. Mildredentreabrió la puerta para decirme:

—Hola, Tommy. Me parece queayer bebiste un vaso o dos de más, ¿noes cierto?

Deseaba vivamente que no fuera másque eso y nuevamente deploré loocurrido.

—Ya lo comprendo. Una vez decuando en cuando ayuda a olvidar laspreocupaciones.

Se acercó y me apoyó una mano enel brazo para que comprendiese que nopretendía hacerme reproches.

—Pero no lo repitas mucho, Tommy.Eso no va a servirte para encontrar

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trabajo. Voy a traerte café. Tedespejará.

Mildred era mi hermana mayor, unachica como hay pocas. No sólo memantenía, sino que además me dabaalgún dinero para gastar, porque estabasin trabajo. Salió de la habitación y yocontinué vistiéndome.

Iba a cambiarme de camisa, peroluego pensé que no debía pedir nimostrarme muy exigente, puesto que eraun parado. Aún podía servirme lamisma. La noche anterior la arrojé sobreuna silla y por esta razón no había vistoaquella mancha. No la descubrí hastadespués de haberme vestido y mirarme

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en el espejo, para abrocharla. Era unamancha negruzca, semejante a unasalpicadura.

La miré, petrificado de horror. Porun instante, fui incapaz de moverme;luego la toqué y, sobre la mancha, la telaestaba endurecida y áspera… «¿Qué eslo que has hecho? ¿Has tenidoproblemas? ¡Mira la camisa manchadade sangre!». Me parecía estar oyéndoledecir todo eso. Esta parte de lapesadilla era real y no una sugestión dela cocaína.

Puesto que la mancha existía, algodebió producirla. No habría surgidomilagrosamente, como un estigma. Me

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quité la camisa y la camiseta paraexaminarme el torso: ni un arañazo. Memiré entonces los brazos y los hombros:ni un rasguño Además, hubiera sidopreciso una herida muy profunda paraque sangrara tanto.

No cabía la menor duda de que erade otro.

Seguí vistiéndome mientrasprocuraba convencerme de que nosignificaba nada: Debiste de tropezarcon alguien y ahora no te acuerdas.¿Pero cómo había llegado la sangre a lacamisa? Pues porque estabas borracho yno te mantenías firme. Te apoyaste enotra persona o esa persona se apoyó en

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ti. Bueno, no pienses más. Necesitastranquilidad de espíritu, ¿no es cierto?Pues no pienses más.

Pero resultaba más fácil decirlo quehacerlo. Me puse la chaqueta y fui ahacer lo que todo el mundo cuando se havestido: guardarme el dinero en elbolsillo, las cerillas, las llaves y todocuanto tenía. Incluso en el estado en queme encontraba al volver a casa, la fuerzade la costumbre me hizo comportarmenormalmente: como todas las mañanas,encontré en la cómoda lo poco que solíallevar encima. Procedí con orden, paraque cada cosa fuera a su sitio. Tresmonedas de cinco centavos y una de

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diez… El día anterior salí de casa contreinta y cinco centavos, no cabía dudade que a lo largo de la noche habíagastado diez, aunque no recordase dóndeni cómo. Un arrugado paquete decigarrillos que sólo contenía uno partidoen dos. Me puse una de las mitades en laboca y tiré la otra. Por último, tomé lasllaves. La del piso, que me dieronMildred y Denny, y otra más pequeña,de mi maleta.

Esta vez me quedé inmovilizado porel horror. El cigarrillo se me escapó delos labios y cayó al suelo. Sentí quetodo giraba en torno mío y tuve queapoyarme en la cómoda. Continué unos

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minutos contemplando lo que seencontraba sobre el mármol. Vi unallave de más. Había entonces tres llaves,y la noche pasada yo no tenía más quedos. Otra se había unido a las mías, otraque me era desconocida, que no mepertenecía y que hasta entonces no habíavisto nunca… A menos que, bajo losefectos de la droga…

No se trataba de una de esas llavesmodernas, de cobre, sino de una llavevieja, de hierro negro, larga y con dosdientes en la punta. De las que seutilizan en las casas antiguas, donde laspuertas de las habitaciones tienencerradura.

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Sin duda alguna no pertenecía a laentrada principal, la que da a la calle,sino a un cuarto o a un armario…

La palabra armario me hizoestremecer. Me erguí y comencé apasear por el dormitorio, intentandoconvencerme de que me equivocaba,aunque tenía la seguridad de no haberlavisto nunca. Fui a probarla en miarmario, pero no lo hice por la sencillarazón de que la llave estaba en lacerradura. Luego, me dirigí a la puertade la habitación, pero ésta tenía pestillo.No quedaba ningún otro sitio.

Por tanto, aquella llave no era de micasa. Seguramente procedía del lugar

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ligado a mi pesadilla.El pánico me dominó nuevamente,

pero ahora era peor que en la nocheanterior, porque estábamos en pleno díay tenía conciencia de lo que me estabaocurriendo. Tomé mi maleta y la abrí…Tardé poco en hacer el equipaje, puestoque no tenía muchas cosas que guardar.

Mildred me sorprendió en el pasillo,con la maleta en la mano, y vino a miencuentro, gritándome:

—¡Tommy, Tommy! ¿Qué haces?—Debo irme. No puedo quedarme

aquí. Tengo que marcharme enseguida.—Pero ¿por qué, Tommy?Me quitó la maleta, para dejarla en

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el suelo. Yo no me opuse. En realidadno deseaba marcharme y, por tanto, ladejé hacer. Sin embargo, sabía que nopodía quedarme allí.

—He de irme.—Pero ¿por qué? ¿Adónde irás? No

tienes dinero. —Me tomó del brazo y mecondujo suavemente hacia la cocina—.Bébete por lo menos el café. No tevayas con el estómago vacío. Estápreparado.

Intentaba tan sólo retenerme unosminutos más. Yo lo sabía muy bien,pero, a pesar de todo, me dejé caer enuna silla y, con la cabeza entre lasmanos, fijé la vista en el suelo.

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Mildred, creyendo que no me dabacuenta, salió de la cocina y se encaminóal teléfono; pero no hice nada paraimpedírselo. La oí decir en voz baja:

—Denny, ¿puedes venir enseguida?Haz que te reemplacen y ven cuantoantes. Es muy importante.

Denny pertenece a la policía. Poruna parte, tenía deseos de referírselotodo, pero, por otra, no me fiaba en lomás mínimo… Supongo que el primerimpulso era más fuerte, puesto quecuando él llegó, yo seguía sentado en lasilla. Se dio mucha prisa. No habríanpasado ni diez minutos desde queMildred le había telefoneado.

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Entró en la cocina con expresiónpreocupada y arrojó el sombrero sobreuna silla. Por lo general, es un muchachotranquilo, de humor regular, cuyoaspecto un poco bonachón oculta unavoluntad de hierro. Claro que comoMildred y yo solíamos verle fuera de sutrabajo, no habíamos tenido ocasión decomprobar su auténtico carácter, aunqueyo siempre lo sospeché sin tenerpruebas. Consideraba a Denny unhombre capaz de darle una oportunidada todo el que lo mereciera, pero tambiénde mostrarse implacable en casocontrario.

Se volvió hacia su mujer:

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—¿Qué ocurre?—Es Tommy. Hizo la maleta y

quería marcharse. Es mejor que tú lehables, Denny. Os dejaré solos, siquieres…

—No —la interrumpió—. Vamos ala habitación de Tom.

Cargó con la maleta y, una vez en micuarto, cerró la puerta. Luego, fue asentarse en mi cama para examinarmecon atención. Yo seguía de pie, sinhablar, y al fin me preguntópacientemente:

—¿Qué ha pasado, muchacho?Decidí soltarlo todo de golpe. De

nada iba a servirme explicarlo poco a

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poco.—Creo que maté a un hombre ayer

noche.Sin dejar de mirarme, meditó un

instante lo que yo había dicho y despuéscomentó:

—¿Lo crees? Por lo general, de esoestá uno seguro. Se ha matado a unhombre o no se le ha matado. ¿Cuál delas dos cosas?

—Entonces no tenía la cabeza muyclara.

—¿A quién mataste?—No lo sé.—¿Y dónde ocurrió?—Tampoco lo sé.

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—No sabes dónde, ni a quién, nisiquiera si lo hiciste… Resulta un pococonfuso. No pareces encontrarte muybien, Tom. Tienes un aspecto raro ydices cosas absurdas…

—Sí, será mejor que te lo cuentetodo desde un principio.

—Sí, será lo mejor —contestósecamente.

—No creas que hay mucho queexplicar. Ayer noche, a las once, estabaesperando que cambiara la luz delsemáforo para cruzar la calle, cuando via mi lado a un individuo que conozco,pero que no sé quién es ni dónde lehabía visto antes. Unicamente estaba

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seguro de que me era familiar su rostro yde que se llamaba Joe. Le conté que notenía trabajo, que cada vez se poníanpeor las cosas y que estaba muydeprimido. Entonces, él me propuso ir aun sitio donde me iba a divertir. Comoun imbécil, acepté. Hasta ese momento,recuerdo las cosas con bastanteclaridad. Me acompañó a un piso, dondedebía de celebrarse una fiesta, pueshabía mucha gente. No sé la dirección,pero tengo una vaga idea de que eracerca del Kent Boulevard. Yo noconocía a nadie de la reunión y Joe nose preocupó de presentarme. Por lovisto, era una reunión sin etiqueta. Nadie

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me preguntó nada y a cada momentollegaba más gente, mientras otros semarchaban. Joe se fue a su vez; quiseacompañarle, pero dijo que se iba conuna chica y me dejó solo. Desde esemomento, todo resulta borroso. Debía deser tarde, pues quedábamos pocos en lacasa. Apagaron algunas luces, quedamosen penumbra, y todos hablaban en vozbaja. Había allí un tipo con una cicatrizen la barbilla. Recuerdo que estuvoobservándome durante un buen rato. Alfin se acercó para ofrecerme…

Aquello era lo más difícil deexplicar, pero debía decírselo, si queríaque Denny comprendiese lo ocurrido.

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—¿Qué es lo que te ofreció? —preguntó éste al ver que yo meinterrumpía.

—Creía que se trataba de unospolvos contra la jaqueca. Me echó sobrela mano el contenido de un sobrecito.

Esta vez mi cuñado se limitó ainterrogarme con la mirada. Bajé lavista y murmuré:

—Cocaína.—¡Imbécil! —exclamó furioso—.

¡Creía que te quedaba un resto de buensentido!

—Estaba desesperado, Denny. Penséentonces que si de este modo lograbaolvidar mis preocupaciones durante

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media hora, eso habría ganado. Nosabes lo que es que tengan quemantenerte porque estás sin trabajodesde hace meses…

—Está bien, emborráchate si lonecesitas. Emborráchate hasta caer alsuelo y yo mismo te daré dinero paraque lo hagas. Pero si alguna vez vuelvesa probar eso, te parto la cara.

Si alguna vez vuelves a probareso… No era necesario. En la primeraocasión había sucedido lo peor.Reanudé mi relato con relativa calma,puesto que había dicho lo más grave.

—… amontoné todo lo que pudedelante de la puerta del armario y me

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fui. Ni siquiera recuerdo cómo lleguéhasta aquí.

Denny se pasó dos o tres veces lamano sobre el muslo antes de hablar:

—Bueno —dijo al fin—, ¿es que tecrees que cuando se toman esasporquerías se tienen sueños de color derosa? Lo único sorprendente de esteasunto es que no creyeras haberencontrado en el armario una docena decadáveres.

—¿Imaginas que lo he soñado? —exclamé—. Encontré la llave hace unahora, cuando me vestía. ¡Y tengo lacamisa manchada de sangre! ¡Mira!

Se la mostré y, con violencia, arrojé

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la llave al suelo.Denny, bastante turbado, se inclinó

para recogerla, y la examinó conatención. Comprendí que apenas la veía,preocupado por lo que acababa decontarle. Con la uña, rascó la mancha demi camisa y comentó con aire distraído:

—Una cuchillada… De haber sidouna bala no habría sangrado tanto… porlo menos sobre ti. ¿No recuerdas uncuchillo? ¿No sabes si tuviste uno entremanos? ¿Has mirado por… aquí?

Me estremecí.—No me digas que me lo he traído.Se encogió de hombros.—Trajiste la llave, ¿no es cierto?

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Se puso en pie, supongo que pararegistrar la habitación, pero no fuenecesario. Al levantarse de la cama, elcuchillo salió de su escondrijo. Losmuelles del somier, que comprimió consu peso, se distendieron bruscamente ycayó al suelo con un ruido apagado.Denny se inclinó para recoger unenvoltorio de papel de periódico en elque destacaban unas manchas oscuras.Lo abrió y vimos el cuchillo. Era una deesas herramientas de resorte que alapretar un botón la hoja surge delmango. Ni siquiera habían vuelto acerrarlo.

Denny se limitó a decir:

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—Esto comienza mal, ¿eh, Tommy?Contemplé el arma, estupefacto.—No recuerdo siquiera haberlo

guardado ahí. Este cuchillo no es mío;nunca tuve uno así.

Di unos pasos por la habitación, sinobjeto.

—Aún no me has dicho lo que tengoque hacer, Denny.

—Voy a decirte lo que no has dehacer. No salgas de aquí. Te quedarásen casa hasta que hayamos descubiertoqué hay detrás de este lío…

Mi cuñado envolvió de nuevo elcuchillo, pero esta vez en un pañuelo.

—A mi entender, las cosas están así:

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es muy posible, y yo creo que bastanteprobable, que en este momento haya uncadáver encerrado en un armario… yque tú le mataras ayer noche bajo losefectos de la cocaína. En tal caso, de unmomento a otro pueden encontrarlo. Port a n t o , es preciso que nosotroslleguemos primero. ¿Comprendes? Espreciso que comprobemos, antes de quelo descubran, si tú lo mataste. —Seacercó a mí y me sujetó por los hombros—: De ser así, tendrás que pagar tuculpa. Prefiero que lo sepas. Pero si noeres culpable —continuó, soltándome—,hemos de ser los primeros en hallarlo,pues de otro modo no podríamos

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demostrar tu inocencia.—Debí de matarle, Denny —balbucí

—. Debí de matarle…, pero no lorecuerdo.

—Es preciso arriesgarse, peropartiremos de ese punto. Voy a empezarlas investigaciones para demostrar tuinocencia. Quisiera acertar… porMildred, por ti… y por mí mismo, puesya sabes que te aprecio.

—Gracias, Denny —respondíemocionado, estrechándole una mano—.Y si compruebas que he sido yo…, no tepreocupes, que pagaré mi culpa…

Sin embargo, no quedaba tiempopara sentimentalismos. Desde ese

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instante, Denny estaba trabajando en uncaso. Sacó del bolsillo un sobre viejo yun lápiz. Se sentó de nuevo, cruzó laspiernas y sirviéndose del muslo comoescritorio, comenzó a escribir.

—¿Qué haces? —le pregunté,intrigado.

—Al principio siempre me trazo unalínea de investigación —explicó,mostrándome el sobre.

—1 ¿Joe?—2 Localizar el apartamento.— 3 El hombre de la cicatriz

blanca.— 4 Localizar la habitación de

paredes que cantan.

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—¿Comprendes? Cada uno de estospuntos nos lleva lógicamente alsiguiente. Joe debe indicarnos dónde secelebró la fiesta. Allí, encontraremos alhombre de la cicatriz blanca y éste nosconducirá a la habitación de paredes quecantan. En esta habitaciónencontraremos un armario, y dentro, elcadáver de un hombre al que tú quizáasesinaste. Es mejor proceder así queandar a ciegas. —Denny se guardó elsobre en el bolsillo, y añadió—: Demomento, olvidemos todo lo demás parair en busca de Joe. Hasta que le hayamosencontrado, ninguno de los otros puntosdebe tener importancia. Siéntate y

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concéntrate sólo en Joe. Cuando leencontraste, no habías tomado la drogay, por tanto, no te será tan difícil derecordar.

Lógicamente, debía de haber sidoasí, pero acerca de este punto tenía lamemoria tan borrosa como sobre elresto.

—¿No logras situarte? ¿No teacuerdas de dónde os encontrasteis?

—No, en absoluto.—A ver si te puedo ayudar. ¿De qué

hablabais al ir a casa de esa gente?Porque supongo que de algo hablaríais,¿verdad?

—Sí…

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—Bien, pues piensa en lo que él tedijo. Quizá nos sea útil.

Forcé la memoria en vano. Norecordaba más que frases sueltas. Nosostuvimos una conversación coherente.Joe aseguró:

—No creas ser el único que tienepreocupaciones. Mírame a mí. En unajaula todo el día por quince cochinosdólares semanales.

—¿Le preguntaste qué trabajo tenía?—No. Hablaba como si yo tuviera

que saberlo y no quise ofenderledemostrando que no lo recordaba. Y,además, no me importaba. Bastantespreocupaciones tengo para ir

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consolando a los demás.—¿Fue eso todo lo que dijo durante

el trayecto?—Poco más o menos. No hizo más

que algunos comentarios de los quesuelen hacerse cuando uno va con unconocido por la calle. Algo así como:«¿Has visto qué rubia? ¡Ésa es unamujer de las que a mí me gustan!».

—Seré yo quien juzgue lo que tieneo no tiene importancia —advirtióDenny, impaciente—. Tengo lacostumbre de no pasar por alto un solodato.

—Te he repetido todo lo que medijo durante el camino. Luego, cuando

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llegamos ante la casa, explicó que allíera adonde íbamos y le seguí al interiorsin fijarme en el edificio. Elapartamento estaba en el segundo piso.Había ascensor, pero debían de estarusándolo o bien se había quedadodetenido en uno de los pisos, puesrecuerdo que Joe dijo: «Ven, subiremospor la escalera para variar». Y, como situviera mucha prisa, no quiso esperarlo.

Denny se acarició el cabello.—No tiene sentido, ¿verdad?

Quince dólares semanales… Todo eldía encerrado en una jaula… Hay queidentificarle partiendo de esas dosfrases. Todo el día en una jaula…

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¿Cajero de un banco? No, ganan muchomás.

—Además, nunca tuve bastantedinero para frecuentar un banco.

—Entonces, ¿cajero de unrestaurante o de un self service al quefueras a comer? —Pero él mismorespondió a esta pregunta antes de queyo pudiera hacerlo—: No, comes encasa, con nosotros, desde que estásparado. Tampoco taquillero de un cine,pues suelen emplear chicas. Y tú no vasnunca al teatro, donde son hombres.

—No, desde luego.—Todo el día en una jaula —

repitió Denny una vez más—. ¿No

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trabajaría en la estación del metro dondetú bajabas para ir a la oficina?

—No, los recuerdo muy bien atodos.

—¿Y en casa de un prestamista?Ultimamente los has frecuentadobastante…

—Sí, pero siempre voy al mismo…,un tipo llamado Ben… al que ahoraconozco muy bien.

—Me parece que ese Joe va adarnos mucho trabajo —comentó Denny,mientras con la mano se erizaba elcabello de la nuca—. Todo el día enuna jaula… Quizá lo dijo de un modofigurado, sin que necesariamente esté

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detrás de unas rejas… Pero es el únicoindicio que tenemos y no voy adespreciarlo. ¿Estás seguro de que norecuerdas nada más, Tommy?

No podía proporcionarle otro dato,aunque de esto hubiera dependido mivida. Y, al fin y al cabo, ¿no era así?Contemplé a Denny, desesperado por miimpotencia.

Mi cuñado se enfureció contra símismo. Es su reacción habitual cuandoestá estudiando una cosa sin obtenerresultados positivos.

—¡Que el diablo me lleve! —gritó—. No voy a permitir que se nos escape.—Bajó la vista, y la alzó de nuevo para

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preguntarme—: ¿Cómo os recibieron losdueños del apartamento? ¿Qué dijeron alver a Joe?

—Nada. Llamó y el que estaba máscerca de la puerta nos abrió; supongoque debía de ser un invitado comonosotros. Era un hombre. No dijo unasola palabra: nosotros tampoco. Él selimitó a dejarnos pasar y nosotros aentrar, esto es todo.

—Desde luego, gastaban pocoscumplidos —exclamó Denny, mientrasseguía estudiando la situación—. ¿Asíque Joe tenía prisa por llegar?

—En la calle, no. Ibamos despacio,como si tuviéramos mucho tiempo por

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delante. Incluso se detuvo ante elescaparate de una camisería y luegoentró a comprar cigarrillos.

—Creí que tú…—Fue cuando llegamos a la casa. El

ascensor, como te he dicho, estaba porlos pisos. Me parece recordar que iba adescender; era cosa de un minuto. PeroJoe no quiso esperarlo y me dijo: «Ven,subiremos por la escalera para variar».

—Sigo sin entender. En la calle, vadespacio. Pero en cuanto llega a la casatiene tanta prisa que ni siquiera esperael ascensor. Cuando se quiere llegarpronto a un sitio, se apresura uno desdeel principio. —De pronto, se puso en

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pie, con tanta rapidez que retrocedí,asustado—. ¡Ya está! —gritó—: Creoque esta vez lo tengo. Ya decía que nodebíamos despreciar ningún dato. —Meseñaló con un dedo, como si me acusara—: Tu amigo Joe es ascensorista. Estoyseguro. Quince dólares a la semana debede ser lo que les pagan. Y si subió porla escalera no fue porque tuviera prisa,sino porque, al pasar todo el día en unascensor, estaba encantando del cambio.—Denny me miró atentamente, comoesperando mi reacción—: Bien, aviva lamemoria. ¿Localizas ahora a ese Joe? —Pero mi rostro le reveló lo contrario—:¿Tampoco? —Aspiró hondo y se

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dispuso a ayudarme—: Veamos, sinduda debes de haber subido muchasveces en su ascensor para que teabordara en la calle. Hay tipos así, quesiempre demuestran familiaridad, sinsegundas intenciones, pero también esposible que… Tommy, piensa cuálpuede ser el lugar al que vas con másfrecuencia y en el que tomas el ascensor.

Me pasé la mano por la frente, comosi esto pudiera despertar mispensamientos.

—¡Señor! He hecho tantas visitaspara encontrar trabajo que imaginohaber estado en todos los edificios de laciudad.

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La empresa me hubiera parecidosuperior a mis fuerzas si Denny no mehubiese ayudado a concretar misrecuerdos.

—Piensa tan sólo en un lugar al quehayas ido más de dos veces y hayashablado con el ascensorista.

—Es que hay muchos sitios a los quehe ido varias veces.

—Bien, pues será la parte de lainvestigación que tendrás a tu cargo…, yactúa lo más rápidamente posible,porque no disponemos de mucho tiempo.Volverás a todos los edificios donderecuerdes haber estado más de una vezen los últimos meses, a los sitios donde

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no encontraste trabajo. Mientras, yo meencargaré del cuchillo. Voy a enviarlo allaboratorio y pedirles a los compañerosque lo examinen, como favor personal,para averiguar si es o no una pruebacontra ti.

Sacó la estilográfica e hizo caerunas gotas de tinta en un papel,convirtiéndolo así en un improvisadotampón sobre el cual me hizo poner lapunta de los dedos.

—Ahora, apóyalos con fuerza sobreesta hoja en blanco. Es un poco burdo,pero así tendré tus huellas paracompararlas con las que obtengamos enel cuchillo. Prefiero no hablar de esto a

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nadie, de momento por lo menos.Seguramente volveré a casa antes que tú,pues voy a pedir una licencia porenfermedad para poderme ocupar deeste asunto. Telefonéame aquí en cuantohayas descubierto algo de ese Joe. Y nopierdas tiempo, porque ya ha pasadomás de medio día. En cualquiermomento, alguien puede tratar de abrircierto armario y, al comprobar que hadesaparecido la llave, tomar ciertasmedidas.

Me dispuse a salir, con el semblantetan blanco como la hoja de papel sobrela que había marcado las huellas. Dennyme detuvo cuando iba a abrir la puerta:

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—Ni una palabra a Mildred de todoesto.

—Naturalmente —contestédecidido.

¿Por quién me había tomado?

* * *

Recordaba muy bien los lugares quehabía visitado en los últimos meses conla esperanza de encontrar trabajo. Merefiero a los que me hicieron concebirciertas esperanzas diciéndome quevolviera y a los que volví paraenterarme de que me habían quitado elpuesto. Tenía el propósito de

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recorrerlos todos.Algunas oficinas se encontraban en

viejos edificios con un solo ascensor,cosa que facilitaba mucho lainvestigación. Pero otras, instaladas enmodernas construcciones, tenían tres ocuatro en servicio. En estas últimas, mesituaba en un lugar desde donde pudieradivisarlos todos, esperando el momentoen que se abrían las puertas paraobservar a los ascensoristas. Como nome parecía suficiente esta medida, acada uno de los empleados lespreguntaba si trabajaba allí un tal Joe,pues podía estar enfermo o entrar deturno a otras horas.

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Invariablemente me preguntaban porel apellido. Yo tenía que responder quelo ignoraba.

En uno de los edificios, acudió a millamada cierto Joe Marsala, pero setrataba de un joven italiano que nadatenía en común con el tipo que ibabuscando. Continuaba sin encontrar alJoe fantasma que, voluntaria oinvoluntariamente, me había mezcladoen aquel asesinato. A las cuatro menoscinco, una hora después de habermeseparado de Denny, terminé mirecorrido. Al darme cuenta de que habíapasado por alto ciertas empresas, meencaminé a la agencia de colocaciones

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para ver si una ojeada al fichero merefrescaba la memoria. Sin duda,guardarían la lista de direcciones a lasque enviaban sus candidatos.

Desde una cafetería próxima a laagencia, telefoneé a Denny, muyexcitado:

—¡Lo he encontrado! Volví a laagencia de colocaciones para completarla lista de empresas a las que fui a pedirtrabajo y Joe es el ascensorista deledificio.

—¿Te ha visto? —preguntó micuñado.

—No, lo reconocí desde lejos y creíque era mejor avisarte.

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—Quédate donde estás —me ordenóDenny— y no te dejes ver. Dame ladirección.

Así lo hice y colgó enseguida.Permanecí cerca de la puerta del

edificio para asegurarme de que Joe nose marchara antes de que llegara Denny.No podía verme, ya que el ascensor seencontraba en el fondo del vestíbulo. Mesentía muy inquieto y algo asustado,pues nos íbamos acercando al asesinato,un asesinato que quizá hubiera cometido,pero por el que, aun siendo inocente,corría el riesgo de tener que pagar.

Denny se reunió conmigo pocodespués:

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—¿Está allí? —quiso saber.—Sí, sí —balbucí—. Sólo hay un

ascensor.—Espérame aquí, Tommy. Iré a

buscarle.Comprendí que quería coger

desprevenido a Joe, y para ello no debíaverme. Mi cuñado se dio cuenta delestado en que me encontraba.

—Vamos, anímate —me dijo—.Estamos empezando y no es cosa dedesmoralizarse.

Entró en el edificio para salir cincominutos después en compañía de Joe, alque, sin duda, había hecho algunaspreguntas preliminares.

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Desde luego se trataba de mihombre. Vestía de uniforme y parecíapálido y tembloroso. Aún no se habíarepuesto de la impresión que recibió almostrarle Denny su placa.

—¿Es éste? —preguntó mi cuñado.—Sí —respondí, al tiempo que me

preguntaba si negaría conocerme.Pero Joe se volvió hacia mí, para

decirme colérico:—¿A qué viene meterme en estos

líos? Yo te llevé allí porque teníaconfianza en ti. ¿Qué pasó cuándo memarché? ¿Es que te han robado algo?

No hacía falta ser detective paradarse cuenta de la maniobra, no exenta

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de habilidad: Joe se presentaba,súbitamente, como un inocentecomplicado con una serie decircunstancias que conducían a unasesinato. Si Denny tuvo la mismaimpresión, nada dijo. Le dio un empujónque lo sacudió de pies a cabeza.

—No te hagas la víctima, Fraser —le previno—. ¿Vas a hablar claro antesde que venga la jaula?

Sin duda, sólo pretendía asustarlo,puesto que mi cuñado no tuvo ocasiónde avisar al coche celular. Sacó unsobre del bolsillo y me mostró el dorso,en el que había escrito: Sorrell, 795Alcazar Street, Apartamento 2-B.

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Puesto que ya tenía el nombre y ladirección que necesitábamos, nocomprendí qué era lo que entoncespretendía…, a menos, quizá, de quequisiera asegurarse de la intervenciónde Joe en aquel asunto.

—¿Cuántas veces habías estado allí?—Sólo una.—¿Cómo conociste a esa gente?—Antes era repartidor de un

almacén de vinos de aquel barrio. Unatarde fui a entregarles una caja debotellas de las caras. Cuando llegué, meinvitaron a echar un trago. Sondespreocupados y un poco bohemios;habían sido artistas de music hall Ahora

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se pasan el día en los hipódromos. Confrecuencia están sin un céntimo, perocuando aciertan un ganador le dan aireal dinero y tienen la puerta abierta paratodo el mundo. La gente se ha enterado yabusa, presentándose allí aun sinconocerles.

—¿Y cómo sabías que ayer habíauna fiesta?

—Lo ignoraba, pero pensé que valíala pena probarlo. De estar cerrada lacasa, me hubiera marchado, pero resultómás divertido que nunca. Los Sorrell nome recordaban, pero me dijeron queprocurase pasarlo bien.

—Te pagan quince dólares

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semanales por manejar el ascensor, ¿noes cierto? ¿Cuánto te cobra esa gente poradmitirte en casa?

—No le comprendo —balbuceóFraser—. No cobran entrada; no es unlugar público…

Denny le sujetó con fuerza por elbrazo.

—Oye, sabes perfectamente lo queallí dan. ¿Cómo puedes pagarlo? ¿O esque tú lo tienes gratis porque les llevasclientes?

—¡No le comprendo, señor; se lojuro!

—¿Es que no sabes que esa gentetrafica con drogas? —preguntó Denny,

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implacable.La consternación de Joe fue tan

visible que difícilmente podía serfingida, y creí que Denny pensaría igualque yo. Llegué a temer que sedesmayara. Nunca he visto a nadie tanasustado.

—¡Señor! —gimió—. No sé nada…Me estuve dedicando a esa pequeñavestida de verde y nos fuimos al cuartode hora.

Denny le hizo una última pregunta:—¿Quién era el tipo de la cicatriz

blanca?—¿Qué tipo de cicatriz blanca? No

vi ninguno. Debió de llegar cuando ya

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me había ido.Mi cuñado le soltó por fin y dio unos

significativos golpecitos en su libro denotas:

—Puede que me hayas dicho laverdad. No hay pruebas de que así sea,pero lo deseo por tu bien. Sé dóndetrabajas y tengo tu dirección, si me hasmentido te aseguro que nos veremos otravez. Y ahora, vuelve a tu puesto y cierrala boca.

Joe entró en el edificio, sin dejar demirarnos como hipnotizado.

—Creo que nos ha dicho la verdad.Si miente, puedo volver a apretarle unpoco. En cambio, si le detengo ahora,

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me veré obligado a contarlo todo enJefatura.

—¿Y el cuchillo? —me atreví apreguntar—. ¿Qué ha pasado?

—Nada bueno para ti —me contestósecamente—. Sólo encontramos tushuellas. Debieron de limpiarlo antes dedártelo. Una prueba así basta para que tecondenen cuando deba informar a missuperiores de lo ocurrido.

El taxi se detuvo en la esquina de lacalle donde vivían los Sorrell. Nosdirigimos directamente hacia la puerta,sin perder tiempo en examinar eledificio ni en pedir informes. Eran yalas cuatro y media; el tiempo pasaba

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demasiado deprisa. La casa en cuestiónera muy llamativa. Del tipo exacto quecorrespondía a una gente que vivía delos hipódromos. No pude evitar unestremecimiento cuando cruzamos elumbral. Estábamos a dos pasos delcadáver y tan sólo quedaban porlocalizar el hombre de la cicatriz blancay la habitación de muros que cantaban.Cada vez nos íbamos acercando más.

No nos costó trabajo entrar en elapartamento. Se diría que esperabanvisitas a cualquier hora y no tardaron enabrirnos. Nos acogió una rubia más quemadura, con una bata vaporosa, los ojosaún hinchados por el sueño y restos de

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maquillaje en la cara. No era una mujerelegante, pero, incluso a primera vista,tenía un aspecto agradable y bondadoso.

Denny sacó la placa, y su reacciónfue bastante curiosa. Pareciósobresaltarse pero con resignación,como si lo hubiera estado esperando.Dejó caer las manos, que parecieronunos guantes vacíos.

—Estaba segura de que un día u otroesto acabaría así —se lamentó—. Heperdido la cuenta de las veces que le hedicho a Ed que no deberíamos dar estasfiestas a las que cualquiera puedeasistir. El año pasado me costó una capade visón…

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—¿Qué le parece si entráramos acharlar un poco? —preguntó Denny.

Supongo que no le quedaba másremedio que comportarse así, puesto queno tenía mandato judicial para hacerlo ala fuerza.

La rubia nos dejó paso de buengrado. El apartamento parecía un campode batalla. No habían arreglado aún eldesorden producido por la fiesta.

—¿Es grave? —preguntó la mujercon ansiedad—. ¿Quién le ha hablado denosotros?

Me di cuenta de que Denny intentabasorprenderla al responder:

—Su amigo, el de la cicatriz blanca

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en la barbilla… ¿Sabe a quién merefiero?

Ella negó, a mi juicio con tantasinceridad como Joe al asegurarnos queignoraba que en aquella casa seefectuase tráfico de drogas.

—No recuerdo a nadie con unacicatriz en la barbilla —dijo, mientrasse mordía la uña del dedo índice yfruncía el ceño.

—¿Niega usted que ayer había aquíun hombre con una cicatriz en labarbilla? —insistió mi cuñado conbrusquedad.

Acerca de este punto yo me sentíamuy seguro y a Denny le constaba.

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—Oh, no, muy bien pudo haber diezhombres con cicatrices. Lo único quedigo es que no le vi. La animación de lafiesta acabó por fatigarme y me acostéhacia la medianoche.

Supongo que quiso decir que a esahora ya no podía tenerse en pie.

—Puede que llegara entonces. Serámejor que vaya a hablar con mi marido.

Pasó a la habitación contigua paraavisarle. Desde donde nosencontrábamos, la oíamos con claridad.Supongo que el marido estabadurmiendo y tuvo que hablarle en vozalta. No pretendió suavizar las cosas.

—Ed, hay complicaciones. Sal a

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contestar las preguntas de ese policía.Ed llegó en pos de su mujer. Parecía

un espantapájaros en bata. Si suasistencia a los hipódromos le habíaconservado la línea, no había impedido,en cambio, que perdiera los cabellos.Denny acabó de despertarle, haciéndolela misma pregunta que a su mujer.

—No, no vi a nadie con una cicatrizen la barbilla. Pero puede ser queestuviera aquí y volviese la cabezacuando yo le miraba. Desde luego no setrata de un amigo, pues no conozco anadie con una señal así.

—¿Quiere decirme que un hombreque ustedes no conocen vino a su casa y

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que, además, no lo vieron en todo eltiempo que permaneció en ella? ¿Quéclase de gente son ustedes?

—Nos gusta vivir así. Quizá lesorprenda, pero es la verdad.

Mi cuñado me miró con tanta fijezaque incluso yo acabé sintiendo malestar.Luego, Denny preguntó bruscamente:

—¿Le importa que eche un vistazo?—No, no, vaya.Los propietarios parecían asustados,

pero como les ocurre a la gente que notienen qué temer. Era sencillamente untemor indefinido.

De momento, no comprendí qué ibabuscando Denny. En cada habitación en

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la que entraba no parecía tener ojos másque para el armario o, más bien, para lacerradura del armario.

Acabó por encontrar uno que notenía llave. Estaba pintado de blanco yse encontraba en una habitación dereducidas dimensiones, al fondo delpiso, era como una sala suplementaria.El corazón me latió con más fuerza. Meparecía que la puerta del armariofosforecía y se destacaba, acusadora.Como si mis ojos fueran rayos X, creíver el cadáver situado en el interior.Con la mirada recorrí la habitación…Aquella mesa que se hallaba en unextremo, ¿no era acaso la que empleé

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para formar una barricada? Aquellaventana, con la persiana bajada… No,no puedes salir por ahí. Esa ventanaestá tapada… Hay un muro que lacierra…

No tuve valor para acercarme ycomprobarlo.

Me di cuenta de que Denny estabatan nervioso como yo. Pero no sacó lallave que encontró en mi cómoda, y selimitó a preguntar:

—¿Pueden abrir ese armario?La petición les desconcertó. Se

miraron con estupor y la rubia le dijo asu marido:

—¿Dónde la hemos puesto esta vez?

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—No lo sé; eso es cosa tuya. Te hedicho que la pusieras siempre en elmismo sitio. La cambias a cadamomento y ahora no la encontraremos.

Comenzaron a buscarla por todaspartes, mientras la mujer le explicaba aDenny:

—A ese armario le llamamos «elcofre». Cuando damos una fiesta,encerramos ahí las cosas de valor, hastael día siguiente.

Denny no parecía muy convencido yno cejó en su empeño de abrirlo. Yo mesentía tan débil que tuve que apoyarmeen el quicio de la puerta para no caerme.

—Sólo hay cosas personales —

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aseguró la mujer, quizá con la esperanzade convencer a Denny; pero éste selimitó a mirarla de un modo inexpresivo.

Cuanto más buscaban, más nerviososse ponían. Me pregunté por qué Dennyno sacaba la llave del bolsillo y dejabade torturarme. El corazón me latía conviolencia. ¿Estaría aún allí? ¿Caería alsuelo cuando abrieran la puerta? Si losSorrell conocían su existencia, ¿no lohabrían trasladado a otro lugar? Pero, eneste caso, hubieran huido en vez deacostarse. ¿Era posible que ignorasen loque ocurría en su casa?

De pronto, oímos un grito de triunfoque partía del dormitorio donde en aquel

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momento se encontraba la señoraSorrell. Volvió a toda prisa, sosteniendoentre el índice y el pulgar algoembadurnado de blanco.

—La había puesto en el pote decrema de noche. Acabo de recordarlo —explicó.

Denny tomó la llave y fue a probarlaen la cerradura. La hizo girar confacilidad. En el interior se amontonabanpieles, objetos de plata, maletas y todocuanto unos invitados poco escrupulosospodían llevarse. Pero no había ningúncadáver.

Esta vez debí sentarme, porque laspiernas me fallaban.

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—Son cosas puramente personales—explicó la señora Sorrell una vez más—. ¿Es que han presentado algunadenuncia?

—No, fue simple curiosidad —respondió Denny.

Le devolvió la llave y nosmarchamos.

* * *

Caía la noche cuando salimos decasa de los Sorrell. Durante todo el día,un cadáver había permanecido oculto enun armario que no sabíamos dóndeestaba. Y llegaba otra vez la noche, la

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segunda noche del crimen.Quedamos inmóviles en la acera,

ante el edificio, preguntándonos adóndedebíamos ir. Se había producido unarotura en el encadenamiento previsto pormi cuñado: el primer punto nos condujoal segundo, pero éste no nos llevaba aninguna parte.

—Estamos en un callejón sin salida—dijo Denny con aire sombrío—. Meinclino por concederle a los Sorrell elbeneficio de la duda. No creo queconozcan al hombre de la cicatriz, comotampoco creo que lo vieran ayer noche.No me parece probable que sepan quealguien tenía cocaína y que te la diera a

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ti. Sí, se les puede conceder el beneficiode la duda…, de momento por lo menos,ya que no hay otro remedio. No esposible en esta ocasión proceder comode costumbre, vigilándolos día y nochepara que ellos mismos nos conduzcanhasta el hombre de la cicatriz. Nodisponemos de tiempo. Debemos ir aciegas, en busca de la habitación deparedes que cantan.

Pasamos ante un estanco y Dennyentró a telefonear. Aunque no me lo dijo,supuse que iba a llamar a Jefatura.Efectivamente, al regresar me explicó:

—Conservamos nuestro margen deseguridad; aún no han descubierto nada.

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Para asegurarme, he telefoneado alDepartamento de Homicidios, y les hepreguntado por los asesinatosdescubiertos durante el día. No hanencontrado a nadie apuñalado en unarmario…, pero eso no quiere decir queel cadáver no exista. Debemosapresurarnos.

—Desde luego…, pero ¿haciadónde?

—¿Recuerdas lo que hiciste al salirde esa casa?

—No. Hay un gran vacío en mimemoria. Lo primero que recuerdo es lahabitación de paredes que cantan. Allívi a Cara Cortada. Debí de marcharme

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de casa de los Sorrell con él, y meacompañó hasta el otro lugar.

—Lo más probable, desde luego,pero eso no nos indica dónde está.

En aquel asunto, las cosas sepresentaban en sentido inverso a comose presentan de ordinario. Por logeneral, lo primero que se encuentra esla víctima y luego se busca al asesino.En cambio, Denny tenía al asesino alalcance de la mano y no lograbadescubrir a la víctima, ni siquiera conayuda del culpable.

—Esas paredes que cantan, como túdices…, ¿no se tratará de una radio quehayas oído a través de un tabique? Es,

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naturalmente, la única explicación quese me ocurre.

—Claro, pero estoy seguro de que teequivocas. No oí ni una sola vez allocutor, ni siquiera para anunciar lostítulos de las melodías. Y puesto queéstas las oía tan bien que incluso lasrecuerdo, igual habría oído al otro, ¿note parece?

—¿No tienes idea de cómo pudistellegar hasta allí, aunque sea muy vaga?¿Fue a pie, en taxi, en el coche de esetipo o en autobús? ¿O quizá en tranvía?

—No, no me acuerdo de nada enabsoluto, ni siquiera de cómo salí decasa de… Espera un momento —me

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interrumpí de pronto.—¿Qué hay? —preguntó con avidez.—Es algo que olvidé decirte; un

detalle sin importancia y no sé si teservirá…

—Ya te he dicho que todo puede serútil. ¿Qué es?

—Pues que durante la noche perdí ogasté diez centavos. Al encontrarme aFraser, no llevaba encima más quetreinta y cinco centavos. Recuerdohaberlos contado cuando me disponía acruzar la calle. Y esta mañana no mequedaban más que veinticinco. ¿Creesque pude gastarlos en volver a casa?

Vi que este detalle interesaba mucho

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a Denny:—No va a servirnos para averiguar

de dónde viniste, pero sí desde quédistancia, por lo menosaproximadamente… ¿Recuerdas elregreso?

—Al principio tan sólo… Iba por lacalle pegado a los muros y ocultándomeen los portales, a causa del miedo…,pero con esto no descubriremos dóndeme encontraba. Luego, se me cierra lamemoria y no tengo ni idea de cómollegué a casa.

—Esos treinta y cinco centavos,¿recuerdas en cuántas monedas lostenías?

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—Sí, sí, los conté muchas veces.Tres de cinco y dos de diez. Estamañana me faltaba una de estas últimas.

—Es importante —dijo mi cuñado—. El hecho de que conserves laspequeñas indica que el trayecto no erade cinco ni tampoco de quince centavos.El billete valía exactamente diez. Ciertoque es posible que no tomaras ningúnautobús y que perdieras esa moneda,pero de momento no lo tendremos encuenta. Con diez centavos no pudistetomar el tranvía y mucho menos un taxi.Por tanto, sólo queda el autobús. Ahí,las tarifas se establecen por trayectos, acinco centavos cada uno. La cantidad

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que te falta indica que te hallas a unmáximo de dos trayectos, puesto que laparada más próxima a casa es final deuno de ellos… ¿Me comprendes?Debemos buscar un lugar que seencuentre a más de un trayecto y a menosde tres de casa y donde despachenbebidas y toquen música hasta las dos olas tres de la madrugada. Y es precisoque la música no venga de un aparato deradio, sino de una orquesta o untocadiscos automático. Tanto puede serun club nocturno como un restaurante ouna taberna… Y cuando demos con él,debemos comprobar si existe unahabitación en el piso superior donde la

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música se filtre a través de las paredes,¿comprendes?

—Me parece que estuve andandomucho rato. Mi punto de partida puedeestar muy lejos del segundo trayecto delautobús.

—Eso te parece a ti, pero dudo deque ayer estuvieras en situación deemprender una caminata. Losestupefacientes anulan el sentido de lasproporciones. Por haber recorrido uncentenar de yardas y cambiar dos vecesde calle, puedes muy bien creer que fueuna fuga interminable, de varias horas.Pero también es posible que tengasrazón. Yo no te seguía ayer. Y más vale

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averiguarlo cuanto antes.—Cerca de casa pasan dos líneas de

autobús: la de Fairview y la que sedirige a la playa de Duck Island. Siguenel mismo recorrido por nuestro barrio,para separarse más lejos. La parada, finde trayecto, está a pocas yardas de casa.

—Tomaremos el primero que venga—explicó Denny—, pues tanto puedeser una cosa como la otra.

El primero que llegó era de la líneade Fairview y a él subimos. Nos íbamosalejando del centro de la ciudad, puestoque si los Sorrell vivían en la periferia,no parecía lógico que Cara Cortada mehiciera cruzar la población. Denny pidió

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dos billetes de diez centavos y se sentódetrás del conductor, al que preguntó,sin hacer caso del reglamento:

—¿Cuántas paradas hay en elsegundo trayecto?

—Tres —explicó el otro, citandosus nombres.

—¿No conoce por esos lugares unclub nocturno o una sala de baile queesté abierta hasta muy tarde?

—Vayan al Dixie Trixie. Está en lasafueras y…

—No —le interrumpió Denny—, meinteresa alguna que se encuentre cercade su recorrido, precisamente en lasegunda sección, entre Continental y

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Empire Road.—Ése es un barrio industrial. No

creo que encuentren ningún sitio paradivertirse.

—Será necesario que busquemospor nuestros propios medios —me dijoDenny, llevándome a otro asiento; luegomurmuró entre dientes—: Nos vamos apasar toda la noche.

Descendimos en Continental, laprimera parada del segundo trayecto, ymi cuñado decidió inspeccionar elterreno. La tarea que habíamosemprendido no era tan ardua comoimaginamos al principio. Cierto que noíbamos a descubrirlo a la primera

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ojeada, pero, por lo menos, podíamosdelimitar el terreno que íbamos ainspeccionar. Las paradas de autobús,en nuestra ciudad trazadageométricamente, se escalonan cadaocho calles. Seis de éstas quedabancortadas a nuestra izquierda por una víade ferrocarril y, a la derecha, seextendía un amplio parque con un lagoartificial en el centro. Denny calculó quedeberíamos pasar revista a unascuarenta manzanas de casas.

No pensábamos, desde luego, entraren cada edificio, cosa que hubiera sidoimposible, pues el tiempo apremiaba.Con la ayuda de algún policía y de unos

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cuantos comerciantes pudimosenterarnos de los lugares donde tocabanmúsica hasta bien entrada la noche, asícomo de los bares en los que habíajukebox, pero en ninguno de estos teníanlos discos que nos interesaban.

Una vez creimos estar sobre la pista,cuando nos hablaron de una familiapolaca que ponía el gramófono sininterrupción hasta altas horas de lamadrugada, pero no tenían más que unade las cuatro canciones que yorecordaba.

Así, recorrimos todo sin resultadoalguno. Al fin, tomamos otra vez elautobús para regresar al punto donde la

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línea de Fairview se separaba de laDuck Island. La perspectiva de empezarnuevamente desde la A a la Z noresultaba muy agradable, y decidimostomarnos un descanso. Nos dirigimos albar más próximo y nos sentamos en losaltos taburetes del mostrador, despuésde pedir dos cafés. Hablábamos en vozbaja para que el camarero no pudieraoírnos.

—Aunque quisiera llevarte detenidoa Jefatura, cosa que bien sabe Dios queno deseo hacer —me dijo Denny—, nopodría hacerlo hasta que averigüemosqué ocurrió. Es preciso hallar elcadáver. Además, cuanto más tiempo

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pase más se enfriará la pista y másdifícil me será disculparte. —Se fijó depronto en que yo crispaba las manos—:¿Qué te pasa?

—¿No has oído lo que acaban detocar?

Volvió la vista hacia el altavozsituado junto a la cafetera…

—Tocaban Alice Blue Gown yahora… —comencé a decir.

—El bar está instalado en un solar.No hay edificios a los lados y tampocotiene otros pisos encima…

—Es igual. Después de Alice BlueGown tocan Out on a Limb. ¡Escucha!En el mismo orden que la otra noche.

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—Debe de ser una coincidencia.Habrá seguramente unas seis milorquestas en el país y nada tiene departicular que algunas toquen en elmismo orden dos piezas muy populares.

—Lo veremos cuando ésta acabe.Ayer, la tercera fue Oh, Johnny!

Me vencía la impaciencia mientrasesperaba que concluyese la melodía queestaban interpretando, pero se hubieradicho que era eterna. Mis manos seagarraban fuertemente al mostrador y vique Denny también atendía.

Al fin concluyó Out on a Limb.Hubo una breve pausa. Después, laorquesta reanudó su concierto. Sujeté el

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brazo de Denny con tanta fuerza, que apoco no lo derribo del taburete.

—Oh, Johnny!… No puede ser unacoincidencia. Sería demasiado. ¡Y es lamisma orquesta de ayer!

—Me dijiste que no se trataba de laradio, que no oíste al locutor. Y ésta laretransmiten por una emisora.

—Pero tampoco hemos oído allocutor. Debe de ser un programa demúsica en que sólo anuncian los títulosal principio y al final. Sin embargo, sigocreyendo que la otra noche no era laradio. No repetirían un programa dosdías seguidos. Pero tengo la seguridadde que es la misma orquesta. Quizá

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actúa en una emisión y luego se trasladaa algún local.

Los músicos invisibles comenzabana interpretar Woodpecker Song e iba adecírselo a Denny, imaginando quequizá él no lo conociera, cuando vi quese acercaba al teléfono público.

—¿Qué emisora han conectado? —le preguntó al camarero.

Este se inclinó para mirar el dial delaparato e indicó una emisora de pocaimportancia. Mi cuñado averiguó sunúmero de teléfono y enseguida obtuvocomunicación:

—¿Qué orquesta está en antena eneste momento?… ¿La de Bobby

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Leonard? Quiero saber dónde actúaentre las doce y las tres o las cuatro dela madrugada. Averigüelo deprisa. Esimportante. No, no puedo esperar a queterminen su actuación. Habla la policía.Escriba la pregunta en una cuartilla ypásela enseguida. —Unos minutosdespués, mi cuñado exclamó—: En elSilver Slipper… en Brandon Drive.Bien, gracias.

Colgó al instante, dejó unas monedasen el mostrador y salimos de allí.Repentinamente, habíamos dejado desentir cansancio.

—Está al otro lado de la ciudad —me dijo, ya en el taxi que tomamos—.

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Sólo Dios sabe cómo conseguiste llegarhasta casa. Esto demuestra quémaravilloso mecanismo es nuestrosubconsciente, incluso bajo el efecto delas drogas.

Llegamos a nuestro destino en veinteminutos y, después de pagar al chófer,nos dedicamos a examinar elestablecimiento en cuestión. Se podíadecir que era una casa de cristal, puestres de sus muros parecían de vidrio, asícomo el techo, que podía retirarse paraque durante el buen tiempo se bailara alaire libre. El cuarto muro, comocompensación, era de ladrillos y muysólido. No había más que tres o cuatro

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parejas evolucionando a los sones de laradio, que, sin duda, se utilizaba hasta lallegada de Bobby Leonard y su orquesta.

Mi cuñado me preguntó:—¿Lo reconoces?—En absoluto.El único muro del edificio daba a

dos casas cuyas fachadas se encontrabanen otra calle. Una de ellas era un garajecon dos pisos, de reciente construcción.La otra, por el contrario, era un mísero yviejo hotel, cuya puerta iluminaba unglobo lechoso. No cabía dudar entre losdos: los garajes no suelen tenerarmarios-roperos ni muebles queamontonar contra una puerta.

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Entramos en el hotel.En realidad, casi no merecía ese

nombre. El despacho del recepcionistaconstaba sólo de un mostrador pequeñosituado ante una habitación. Detrás,estaba sentado un hombre en mangas decamisa, entretenido en leer el periódico.

El establecimiento tenía una ventajapara nosotros: nadie acompañaba a losclientes hasta las habitaciones. En loshoteles de esta clase se pagan cincuentacentavos, se toma la llave y se va uno asu cuarto. No íbamos a tener testigos denuestro descubrimiento… si es que algodescubríamos.

Aquel hombre no se dignó siquiera

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levantar la cabeza. Al comprender pornuestros pasos que llegaban dosclientes, preguntó:

—¿Dos habitaciones o una con doscamas?

—¿Cuántas habitaciones dan al clubcontiguo? Nos gusta oír música.

Ni siquiera esto despertó su interés.Debía de estar acostumbrado a oírpeticiones muy extrañas.

—Una por piso y hay tres pisos.Pero la del segundo está ocupada.

Habíamos llegado al fin. Sentí unafuerte presión en el estómago.

—¿Tenemos que firmar en elregistro? —preguntó Denny.

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—Hay que poner algún nombrecuando se toma la llave —respondió elempleado, insinuando con ello que a élle daba lo mismo que los clientesinscribieran su nombre verdadero o quese inventaran uno.

—A ver qué ha puesto el cliente delsegundo piso.

—¿Y a ustedes qué les importa? —quiso saber el recepcionista, sinalterarse.

—Quizá lo conozcamos.Y así era, en efecto. Por lo menos,

conocíamos a uno de los dos, pues setrataba de una habitación doble. A causade la cocaína mi caligrafía resultaba

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algo temblorosa, pero pudeidentificarla: «Tom Cochrane, FosterStreet, 28». Quizá por primera vez,aquel libro de registro contenía unnombre y una dirección auténticas… Eracomo firmar mi asesinato. El segundonombre, también firmado por mí, era«Ben Doyle». En lugar de dirección, seveía un trazo ilegible.

Mi cuñado y yo cambiamos unamirada, después se volvió hacia elempleado, pues a mí me faltó valor parahacerlo.

—¿Fue usted quien recibió a esosdos tipos?

En esta ocasión el otro se alteró,

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pues la pregunta le atañíapersonalmente.

—No, mi turno termina amedianoche. Debo dormir alguna vez,¿no le parece?

Comprendí entonces por qué no mehabía reconocido, pero no me explicabacómo no habían descubierto aún elcadáver.

—¿Cuándo limpian lashabitaciones? ¿Por la mañana?

El otro frunció el ceño.—Ni hablar. ¿Se han creído que esto

es el Ritz? Cuando se marcha un cliente,sube un chico a hacer el cuarto ycambiar las sábanas. Dejamos en paz a

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la gente durante todo el tiempo que hanpagado.

Debí contratar aquella habitaciónpara dos días, pues en el registro habíananotado dos dólares, lo que, a cincuentacentavos por cabeza, daba una cuentaexacta. Sin embargo, la víspera nodisponía más que de treinta y cincocentavos.

—Oigan, ¿a qué vienen esaspreguntas? ¿Quieren una habitación ono?

Desde luego queríamos una, pero eraprecisamente la del segundo, que yaestaba ocupada. Por lo visto, Denny noiba a hacer uso de su emblema de

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policía para forzar la puerta, pues en talcaso tendríamos un testigo deldescubrimiento y no habría más remedioque avisar a las autoridades antes de quepudiera hacer algo por mí…, si es quealgo podía hacerse.

—Denos la del tercero —dijo micuñado, y entregó un dólar.

El empleado nos dio una llave conun disco de metal colgado. La del pisoinferior faltaba. Era la que seguíaocupada. Si yo me la llevé la nocheantes, debí de perderla durante aquellafuga desesperada. Al despertarmeaquella mañana sólo tenía una: la delarmario.

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Denny nos inscribió como«Hermanos Smith». Subimos por laescalera, cuyos peldaños gemían. Alllegar al segundo piso, mi cuñado meindicó:

—Continúa y pisa tan fuerte comopuedas para disimular el ruido que voy ahacer. Intentaré abrir la puerta.

Así pues, seguí mi camino,procurando hacer el mayor ruidoposible, mientras Denny, con cuidado,maniobraba en la cerradura. Cuandollegué a la habitación que habíamosalquilado, encendí la luz y miré en tornomío. Sí, vagamente recordaba un cuartoparecido: la única diferencia era que el

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armario de éste conservaba la llave y elúltimo cliente había dejado abierta lapuerta.

En silencio volví al pasillo. Dennyno parecía ya maniobrar en la cerraduray como me chistó para que bajase,deduje que había logrado su propósito.Me reuní con él sin hacer ruido. Bastabacon apoyar los pies cerca de labarandilla para que no crujieran lospeldaños.

Mi cuñado había encendido la luz dela habitación y el resplandor sedestacaba en la penumbra del pasillo. Seasomó a la puerta y me indicó, con ungesto, que me reuniera con él. Me

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apresuré a obedecerle y cerré la puerta ami espalda.

Al instante reconocí el cuarto de mipesadilla. Denny había derribado labarricada que levanté, y los objetosestaban dispersos: una mesa, una silla yun colchón.

Mi cuñado me miró con fijeza yluego, con ademán fatalista, hizo saltarla llave que yo le di sobre la palma dela mano.

—Vamos —me dijo.Alterado, me apoyé en una silla.La llave entró en la cerradura y, al

primer intento, giró. No tuve tiempo másque para una breve plegaria:

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—¡Dios mío, haz que no sea yo elasesino!

Denny dio un paso atrás y yointerrumpí mi plegaria. Al abrir lapuerta, el muerto le había caído encima:debí de meterlo de cualquier manera,apretando luego la puerta para que secerrara.

Mi cuñado lo dejó en el suelo;quedó encogido, en idéntica postura.Luego, Denny señaló el semblante delmuerto.

—Míralo bien… ¿Lo reconoces?—Sí —contesté con voz débil.—Te pregunto si lo recuerdas vivo.—No, no…, tan sólo muerto, pero

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entonces no estaba tan torcido…Retrocedí y estuve a punto de

caerme al tropezar con la silla.—Cálmate, viejo. De todas formas

hubieras tenido que someterte a estaprueba. Y estando a solas conmigo debede resultarte menos desagradable. —Seinclinó para abrir la chaqueta del muerto—. Sí, le mataron con un cuchillo. Ledieron tres puñaladas: una en elestómago, otra en el costado y la tercerale alcanzó el corazón. —Luego, leyó lasiniciales de la camisa— B. D… ¿Conqué nombre le inscribiste? Ben Doyle,¿verdad? —Después de registrarle losbolsillos, comentó—: No han dejado

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nada, pero el nombre corresponde a lasiniciales. —Por último, le examinó loszapatos—. Parece que andaba mucho —le oí murmurar, mientras señalaba losagujeros de las suelas—. En cambio, lostacones están nuevos. Y no creo queanduviera de puntillas.

Sacó algo del bolsillo y sujetó untornillito que sobresalía del tacón. Alquitarlo, se desprendió éste. Estabahueco y contenía tres o cuatro paquetitosmuy bien doblados. Denny abrió uno yno tuvo que decirme cuál era sucontenido. Había visto en otra ocasiónaquellos polvos blancos.

—Un revendedor de drogas —dijo

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Denny—; pero no fue él quien te llevó acasa de los Sorrell. Por tanto, ¿cómo semezcló en este asunto? Me pregunto si elDepartamento de Estupefacientes loconoce y si podrá indicarme algo acercade él. Iré a la Jefatura a consultar elfichero.

Mientras yo seguía inmóvil, seacercó a la ventana y levantó lapersiana. Los vidrios estaban pintadosde verde oscuro y se veían seis gruesosclavos que sujetaban el borde inferior.Con ayuda del cortaplumas, hizo saltarla pintura de uno de los cristales yluego, encendiendo una cerilla, seacercó.

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—Detrás no hay más que ladrillos—dijo. Después, se dirigió hacia lapuerta—: Te has inscrito con tu propiamano, como ocupante de esta habitaciónjunto con el muerto. Debo averiguar si tevieron llegar con él, si era Cara Cortadaquien te acompañaba, si ibas con los doso con ninguno de ellos. El tipo que entrade servicio a medianoche puedeindicármelo.

Me fui tras Denny. Era más fuerteque yo. Ni por un millón de dólareshubiera podido quedarme allí.

—Bien —me dijo mi cuñado—,sube a la otra habitación si teimpresiona esto. —Cerró la puerta y

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agregó—: Pero vigila y asegúrate de quenadie entre aquí hasta que yo regrese.

Se marchó y yo volví al tercer piso.No sabía cuánto tiempo invertiría

Denny en sus averiguaciones, peropronto me pareció que tardabademasiado. La habitación me ponía losnervios de punta, casi como si meencontrase en la del piso inferior. Laorquesta del Silver Slipper comenzó atocar, pero la música, en lugar decalmarme, me iba excitando. Aquellasnotas me recordaban de tal modo lanoche anterior que creí volverme loco.

No podía soportarlo por más tiempo.Era preciso que saliera de allí.

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Esperaría a Denny en la calle.Apagué la luz, empuñé el pomo de la

puerta, pero no la abrí. A mi espaldatenía que haber oscuridad completa,puesto que la ventana estaba tapiada. Y,sin embargo, no era así. La luna debíade haber salido mientras nosencontrábamos en el hotel y su luzplateada se filtraba por las ranuras de lapersiana. Fue preciso que apagara la luzpara darme cuenta.

Desapareció como por ensalmo elpánico que me obligaba a huir de lahabitación. Sin encender de nuevo, meapresuré a levantar la persiana. A travésde los sucios cristales, la luna iluminó

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mi semblante. Aquella ventana no estabatapiada, ni siquiera pintados de oscurosus cristales. Como Denny no estuvoallí, el dato se nos pasó por alto. Elgaraje sólo tenía dos pisos, mientras queel hotel llegaba a tres, detalle quenosotros no habíamos advertido.

La ventana no estaba clavada, comopude comprobar al levantarla. El techodel garaje se encontraba a una yarda ypodía alcanzarse fácilmente. Pero elcadáver lo habían dejado en el pisoinferior, donde la salida estaba tapiada,y no en éste, donde estaba libre.

Recorrí con la vista la extensión grisque formaba una amplia terraza. En el

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centro se veía un rectángulo luminoso;debía de tratarse de una claraboya o deuna salida de ventilación.

No tenía ningún proyecto. Ignoro loque pensaba descubrir o lo quepretendía hacer, pero el instinto meobligó a bajar a la terraza. Conprecaución me encaminé al rectánguloluminoso, que provenía de unaclaraboya. Arrodillado y apoyándomeen las manos, me incliné sobre el vidrio.No vi más que el piso de cemento delgaraje, a bastante distancia, y a unmecánico, de mono azul manchado degrasa, que lavaba un coche. No habíamedio de salir por allí, ni tampoco de

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bajar como no fuera tirándose uno decabeza.

Me levanté, y me dirigíseguidamente hacia el extremo de laterraza. Vi la fachada lisa del garaje:sólo las moscas podrían descender porella. Me fui entonces hacia el otroextremo, el que daba al Silver Slipper.Entre el garaje y una especie dealmacén, se abría un estrecho pasadizo.En él, a media altura, un reflejoamarillento se proyectaba sobre la pareddel almacén. Lógicamente, este reflejodebía de provenir de una aberturasituada en la pared del garaje al niveldel segundo piso. Y, cosa mucho más

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interesante, descubrí una escalerametálica que bajaba hacia el fondo. Sólose veía el arranque, no lejos de dondeyo me encontraba. El resto lo ocultaba laoscuridad.

Con la punta del pie, toqué elprimero de los estrechos peldaños. Mepareció lo bastante seguro paraarriesgarme a descender con cuidado.Parecía de momento que me metía enuna botella de tinta, hasta que el reflejoluminoso se fue acercando. La escalerano iba mucho más lejos y daba a unapasarela también metálica que seextendía a lo largo de la ventana.Mantuve los pies muy unidos en el

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último escalón, para impedir quedestacaran en la claridad y, sujetándomecon una mano en uno de los travesañossuperiores, me incliné hacia un lado. Lapostura era grotesca, pero me permitiómirar al interior.

La ventana daba a una oficina que,sin duda, comunicaba con el garaje.Adosados al muro había unosarchivadores metálicos, y en el centro,una amplia mesa de trabajo situada bajouna lámpara. En ella se sentaba unhombre que sostenía una entrevista conotros dos o que, más bien, examinabaunas cuentas. Repasaba sumas en unascuartillas. En la mesa había dinero,

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mucho dinero, mucho más del quepodría entrar en el garaje durante todoun mes, formando varias pilas. Cuandoaquel hombre hubo comprobado una delas sumas contó el fajo más próximo y,sujetando los billetes con una goma, lopasó a la izquierda. Luego, comenzó arepasar otra cuartilla.

Estaba de espaldas, pero, inclusoasí, me resultaban familiares la forma dela nuca y la línea de la espalda. A losotros dos tenía la seguridad de nohaberlos visto nunca. Uno de ellos sesentaba negligentemente en un extremode la mesa y el otro se había apoyado enun archivador, con las manos en los

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bolsillos. Iban muy bien vestidos paraestar empleados en un garaje.

Debí de permanecer allí demasiadorato. Mi perfil se destacó, sin duda,sobre el fondo oscuro del muro. Ignorocuál de ellos previno a los otros, puesno me di cuenta de nada hasta que, depronto, el tipo que estaba contando sevolvió en la silla y nuestras miradas seencontraron. Sobre el mentón, unacicatriz blanca destacaba intensamente,como si fuera un trozo de esparadrapo.¡Por fin le había encontrado!

Mi postura en la escalera resultabademasiado complicada para permitirmeuna fuga veloz, pues debía hacer muchas

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cosas al mismo tiempo. Me enderecé yluego quise subir rápidamente, peroresbalé y fui a golpear con la barbilla enun peldaño. Mientras, habían abierto ysentí que me sujetaban por un tobillo. Unsegundo más tarde, me agarraban por elotro.

Fui literalmente arrancado de laescalera metálica y no me di de nucacontra la pasarela porque uno de loshombres me agarró por los hombrospara arrojarme al suelo. Quedé uninstante inmóvil, mientras sus rostros seunían encima del mío. Me dieron unpuntapié en el costado y sentí un doloragudo que me atravesaba el pecho.

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Después, me obligaron a ponerme enpie, mientras me encañonaban con unapistola.

—Es el tipo de ayer —dijo CaraCortada, con su voz rasposa—. El queyo cacé.

—Entonces, la combinación se nosha venido abajo, Graz —comentó uno desus compañeros en tono irónico.

El hombre de la cicatriz, al quellamaban Graz, me miró con pocasimpatía.

—¡Ni mucho menos! Siguesirviéndome. Este tipo era un cliente deDoyle y, como Doyle no quería venderlemás cocaína, le mató.

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—Sí, pero ya no está en esahabitación con Doyle.

—No, le encontrarán mañana,muerto, en el Woodside Park. Se habrásuicidado después de huir por la ventanadel piso tercero… tal como ha hecho.No habrá mucha diferencia. Seguirásiendo el culpable. Junto con Doylealquiló una habitación para poder tratarde sus negocios en paz. Le vieron entraren la habitación donde encontraron elcadáver de Doyle, y todos saben lofuriosos que se ponen algunos cuandoles niegan la droga. Hay un lago enWoodside Park. Le meteremos allí lacabeza hasta que se le acaben las penas.

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No nos molestará mucho.—Sí, pero suponte que Doyle haya

hablado con los polis y les haya dadoalgunos nombres…

—Tranquilízate. Le corté la vozantes de que pudiera abrir la boca. Encuanto me di cuenta de que los chicosdel Departamento de Estupefacientes seponían en movimiento, no dudé unminuto. En casos difíciles, hay quecortar por lo sano —afirmó Graz,mientras recogía de la mesa el dinero ylos papeles—. Otra cosa —agregó—:hay que abandonar esto. Ya no nos sirvecomo refugio. Se lo dejaremos otra veza los dueños del garaje. Esta misma

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noche, en cuanto nos hayamos librado denuestro amigo, volveremos a buscar losarchivadores.

Sus dos subordinados me sacaron deallí, mientras Graz apagaba la luz. Poruna escalera interior llegamos a laplanta.

—Tráenos el coche negro grande —dijo uno de mis guardianes al mecánicoque había visto a través de la vidriera—. Vamos a tomar un poco el aire.

El aludido obedeció y, después demaniobrar, bajó de un vehículo dedimensiones más que regulares. Era, sinduda, otro miembro de la banda,encargado de atender el garaje que les

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servía de tapadera, pues los otros no leocultaban que me tenían preso.

Me obligaron a subir al coche, queme dio la impresión de ser mi ataúd.Desesperado, me decía: «Denny va allegar demasiado tarde. No comprenderálo que me ha ocurrido. Irá a buscarmepor la población y yo estaré en el fondodel lago».

Graz se sentó detrás, a mi lado, juntocon uno de sus auxiliares, y el otro fue ainstalarse en el volante. Subimos larampa de cemento que conducía a lacalle. Cuando íbamos a salir del garaje,un taxi se detuvo en la calzada,cerrándonos el paso. Parecía haber

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avanzado tan sólo unas cuantas yardaspara colocarse allí, como si estuvieraesperándonos. El taxista descendió delvehículo y echó a correr a todavelocidad, alejándose del peligro.

Nuestro coche se hallaba bloqueadoa la entrada del garaje: su tamaño leimpedía sortear el obstáculo del taxi, yel mecánico, que por lo visto no sehabía dado cuenta de nada, bajó lapuerta de hierro a nuestras espaldas.

Mis acompañantes no tuvieronapenas tiempo para comprender losucedido. Denny se asomó con prestezapor la portezuela trasera, esgrimiendo lapistola por la abierta ventanilla,

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mientras un policía de uniforme acudíapor el otro lado, Sorprendieron a misraptores con la amenaza de un fuegocruzado. ¡Una estrategia estupenda!Alcanzaron nuestro coche por loscostados, agachándose para que no losvieran, y se irguieron cuando seencontró bloqueado.

—¡Manos arriba! —ordenó Denny—. Bajad de uno en uno.

Pero ni él ni su compañero podíanvigilar al chófer, que se hallaba muyseparado de los otros. Vi cómo susilueta, enmarcada por el cristaldelantero, se inclinaba como si fuera aempuñar algo. Alcé la rodilla hasta el

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mentón, y disparé la pierna con todasmis fuerzas. La suela del zapato lealcanzó en la nunca y salió lanzadocontra el volante. Ya no tuvo interés enbuscar armas, sino sólo en sostenerselos dientes.

No costó gran cosa conducir a Grazy a sus compañeros al garaje, telefonearal comisario central, hacer un inventariode los archivadores y luego registrartodo el edificio. Los agentes encontraronmanchas de sangre cerca de la escalerainterior, donde apuñalaron a Doylecuando intentaba huir de la trampa quele tendió Cara Cortada. Este, que enrealidad se llamaba Graziani, era el jefe

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de una banda dedicada al lucrativotráfico de estupefacientes.

Mientras esperábamos el cochecelular, Denny explicó:

—Uno de los compañeros delDepartamento de Estupefacientesreconoció a Doyle enseguida por ladescripción que le hice. Le habíandetenido varias veces e intentabanegociar con él para obtener losnombres de quienes organizaban eltráfico. Cuando regresé a la habitacióndel tercer piso, la ventana abierta meindicó por dónde habías salido. SegúnKelly me estuvo contando poco antes,sospechaba del garaje. Kelly es el

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policía del barrio. Había visto enmuchas ocasiones gente que venía enbusca de coches, pero nunca pudoaveriguar cuántos clientes fijos tenían.Entonces, se me ocurrió organizar estepequeño comité de recepción paraacogerles a la salida, por sorpresa.

Sin embargo, la respuesta a lo quemás me interesaba sólo la encontréhoras después en la Jefatura Central. Alamanecer, Denny vino a buscarme aldespacho donde le esperaba:

—No temas, Tom. Ahora es oficial ypuedes sentirte seguro. Les hemosinterrogado en cuanto llegaron y hanacabado por cantar de plano. —Blandió

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unas cuartillas mecanografiadas—. Lacosa ocurrió así. Graziani y sus doscómplices mataron a Doyle en el garaje,ayer a medianoche, más o menos a lamisma hora en que tú llegabas conFraser a la fiesta de los Sorrell. Estehotel, que goza de pésima reputación,les había sido útil en dos o tresocasiones y decidieron servirse de éluna vez más para desembarazarse delcadáver. Graziani envió a uno de sushombres a alquilar el cuarto del tercerpiso, al que podían llegar sin dificultadpor la terraza. Entonces, pasaron elcadáver por la ventana; pero querían quealguien cargara con él y Graziani fue en

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busca de una víctima…, papel que tetoco a ti. Había asistido a algunarecepción en casa de los Sorrell y leconstaba la libertad de movimientos queallí reina. Te eligió a ti, consiguió quetomaras la cocaína y, cuando estabasmareado, te acompañó hasta el hotel ensu coche. Pudo conseguir que te dieranla habitación del segundo piso, que teníauna ventana tapiada, y luego te hizofirmar en tu nombre y en el de Doyle,que ya había muerto. Dijo que éste iba allegar de un momento a otro. Luego, sedesembarazó del empleado enviándole abuscar café a Silver Slipper paradespejarte. Cuando éste volvió, tuvo la

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impresión de que Doyle había llegado.El tipo que alquiló el cuarto del tercerpiso te hablaba en voz alta para queimaginaran que estabas acompañado.Graziani le dijo entonces alrecepcionista: «Su compañero leatenderá. No vale la pena que mequede». Habían trasladado ya el cadáverde Doyle y, después de limpiar elcuchillo para borrar sus huellas, te lodieron a ti. La sangre de Doyle estabaaún fresca y te mancharon la camisa conella. Y tú, bajo los efectos de la droga,no te diste cuenta de nada. Volvieron adarte otra ración de cocaína paratranquilizarte. Luego, el tipo que había

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alquilado el cuarto del tercer pisodescendió para entregar la llave,quejándose de que le molestaban laschinches, y se fue. Tú te quedaste allí, enla misma habitación que el muerto, conla camisa manchada de sangre y el armadel crimen en el bolsillo. Concluiste suobra ocultando el cadáver en el armario,contra cuya puerta amontonaste todo loque pudiste, antes de escapar. Tu gransuerte fue que el empleado se durmiera,pues le he hecho algunas preguntas y note vio salir. Esto no hizo más queretrasar el descubrimiento del asesinato,pero de poco hubiera pesado en labalanza, teniendo en cuenta todas las

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pruebas que existían contra ti. Como yate dije antes, el subconsciente es algoverdaderamente maravilloso. A pesardel miedo y de los efectos de la droga,supiste llegar a casa. Por tanto, no tedespertaste en la habitación del cadáver,tal como deseaban. De haber sido asíhubieras comenzado a gritar, eliminandotoda posibilidad de demostrar tuinocencia. Pero la suerte quiso que melo explicaras todo y tuviéramos ocasiónde hacer algunas investigaciones antesde que se descubriese el cadáver.

El día despuntaba ya en el horizontecuando regresamos a casa. Lo últimoque pregunté a Denny, ya en la puerta,

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fue:—Dime… Hasta que todo se aclaró

al fin, ¿me creiste culpable?Su respuesta fue lo que más me

sorprendió de todo aquel asunto:—¡Desde luego! —dijo

encogiéndose de hombros—. Mehubiera jugado la cabeza.

—Yo también —convine—. Estabaseguro de haberle matado.

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SI EL MUERTO PUDIERAHABLAR

Se encontraba en una habitaciónpequeña, situada detrás de la pista. Laslentejuelas de la blusa daban brillo ycolorido a su figura; las mallas hacíanresaltar los músculos de sus piernas. Suexpresión era apacible. Estaba muerto.

Dos payasos lo contemplaban desdela puerta; tenían la mirada triste de todoslos payasos vistos de cerca. A un ladodel cadáver se encontraba un conductor

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de cuadriga romana, de brillante corazay empenachado casco; al otro, unaecuyère de ligera túnica color de rosa…Le miraron por última vez, luegosalieron sin pronunciar una palabra. Larepresentación continuaba; no podíanentretenerse.

Tan sólo quedó una muchachaataviada con mallas como él, envueltaen una capa; lo contemplaba en silencio.No dejaba de mirarlo, como si nopudiera apartar los ojos de él. A sulado, había un hombre joven con elmismo atuendo, que la enlazaba por lacintura con una mano. La otra, vendadacon una gasa blanca, la mantenía abierta

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como si tuviera una herida reciente. Nocontemplaba el cuerpo inmóvil, sino a lamuchacha.

Ninguno de los dos hablaba. Nadatenían que decir: era una de esas cosasque ocurren en su profesión.

Un detective iba tomando notas enuna libreta. Había concluido su trabajo.Hizo algunas preguntas, metió lasnarices por todas partes y puso en claroel asunto. No era muy complicado. Casiunas mil personas habían asistido aldrama. Lo puso en claro, por lo menosen parte.

Esto era lo que había anotado:Nombre: Crosby, Joseph.

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Edad: Veinticinco años.Profesión: Trapecista.Causa de la muerte…

Ningún ser vivo podía decirle…

Supe que lo mataría la noche en queella me dijo:

—Lo siento, Joe, pero es a él aquien quiero.

El problema estaba en cómo ycuándo iba a hacerlo. Yo era así y nopodía cambiar. Y, sin embargo, luchécontra ese sentimiento con todas misfuerzas, aunque sabía que era inútil. Un

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día u otro, se desencadenaría el drama yno podía impedirlo. Cualquier nimiedadlo provocaría; un beso que él le diera,una mirada de posesión. ¡Quisiera o no,sucedería!

Es curioso: cuanto más se aprecia aun hombre, más se le odia en elmomento en que nos quita algo quecreemos que nos pertenece. No éramoshermanos, pero nos queríamos como silo fuésemos. Huimos de casa en lamisma noche y nos encontramos porcasualidad. Yo era algo mayor que él;tenía entonces catorce años. Dos díasantes, un circo instaló sus tiendas ennuestro pueblo; ambos deseábamos

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formar parte de su compañía. ¿No esésta una señal de lo próximos queestábamos uno al otro?

Me iba deslizando entre lasroulottes, alineadas en un descampado;era luna llena. Procuraba ocultarme delguardián y encontrar un camión en el queesconderme. De uno de ellos salió unamano que me hizo una seña, mientras unavoz murmuraba:

—Ven aquí.Me pareció que se trataba de alguien

de mi edad y me introduje por laabertura que me indicaba; volvimos acerrarla y trabamos amistad en lastinieblas que nos rodeaban, como dos

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niños fugitivos que éramos.—Me llamo Tommy Sloan —me

dijo—. ¿Y tú?—Joe Crosby. ¿Te has escapado de

tu casa?—Sí. Quiero quedarme a trabajar en

este circo.—Yo también.No nos sorprendió haber tenido la

misma idea y ponerla en práctica lamisma noche. Pero pensar que algún díauno de los dos mataría al otro noshubiese parecido absurdo.

—Se van a Gloversville. Iremoshasta allí en este camión. He oído cómoel guardián se lo decía a otra persona.

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No tenemos más que quedarnos quietos,sin llamar la atención.

Se abrazó las rodillas, después dedarme sus últimas galletas.

—Yo quiero trabajar en el númerode los trapecistas; aquel en el que unseñor y una señora lanzan por el aire auna chica. Sí, en los trapecios —suspiróilusionado.

Yo tenía la misma idea. Para mí, nohabía nada más en el mundo; aunque nohubiera sabido explicar el motivo.Supongo que eso es lo que llamanvocación.

—Quisiera saber si van acontratarnos —exclamó Sloan.

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—Tal vez. Pero antes tendremos queaprender el oficio. Quizá nos dejenprobar algunas veces para irnosejercitando.

En la oscuridad del camión hubo undoble suspiro de ansiedad.

—Lo único que quiero es sertrapecista —repitió en voz baja ysoñadora.

—Y yo también —aseguré.Así fue como comenzó todo. Cuando

se dieron cuenta de que no podríanlibrarse de nosotros y de que en nuestrascasas no se oponían, nos aceptaron.Madame Bissel, la trapecista, hizo demadre nuestra. Fue preciso adiestrarnos

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para ese trabajo; no teníamos losmúsculos lo bastante elásticos, peroestábamos en la mejor edad paralograrlo.

No había concluido aún nuestroaprendizaje cuando perdimos a MaBissel. Murió en la cama, y no en lapista, como era su deseo. La lloramosigual que si efectivamente hubiera sidonuestra madre.

Entonces, Pa Bissel[3] nos tomócomo ayudantes. Era preciso continuarel número y nosotros ya estábamos encondiciones de hacerlo.

¡Qué orgullosos nos sentimos lanoche en que debutamos! En la

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plataforma, junto a ella y a Pa, noserguíamos, altos y delgados, vestidoscon nuestras mallas nuevas. Aquélla fuela primera ocasión en que volamos porel espacio sin redes que nos protegieran.Dicen que el hecho de actuar en unescenario intoxica al artista y que yanunca puede olvidarlo. Tommy y yo loexperimentamos aquella noche.Comprendimos que lanzarse desde untrapecio a otro era lo único queverdaderamente nos importaba.

Al principio éramos cuatro en elnúmero, pero poco tiempo después, Padebió retirarse, se le iba envarando elcuerpo y se le debilitaban los músculos.

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Nos había enseñado todo cuanto sabía.Se marchó a una aldea tranquila, adondeíbamos a verle cada vez que pasábamoscerca, hasta el día en que ya no fuenecesario. Así es la vida: unos mueren yotros deben continuar…

* * *

Nos habíamos convertido en doshombres y una mujer, Ya no éramosmuchachos delgados, sino atletas en laplenitud de su forma. Introdujimosalgunos cambios en el número.Ejecutábamos un triple salto mortal muypeligroso, con los ojos vendados. Uno

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de nosotros se colgaba cabeza abajo deun trapecio para sujetar por las muñecasal saltador. Pa nos lo había hechoensayar. Cuando lo tuvimos biensincronizado, retiramos la red. De todosmodos no iba a servirnos de nada, peronos daba cierta sensación de seguridad.

Ella había aprendido el salto igualque Tommy para poderle sustituir encaso de que surgiera algúninconveniente, Este salto era el númerofuerte de nuestro espectáculo y nopodíamos suprimirlo. En nuestro oficioes preciso preverlo todo. ¿Quién sabe?Uno de nosotros podía tener dolor devientre o pillarse la mano al cerrar una

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puerta.Por esta razón tanto ella como

Tommy aprendieron el mismo salto. Yoservía de base. Era demasiado pesadopara girar con la necesaria rapidez en elaire, pero lo bastante fuerte para sujetaral que saltaba en el vacío. Ambos eranmás bajos que yo; disponían de mástiempo para dar los tres saltos antes deenderezarse, aferrándose a mis manos.

Por lo general, sólo Tommyrealizaba el número. Ella seguía en laplataforma, como figura decorativa.¡Qué hermosa estaba! Era preferible quefuera ella en lugar de un hombre quienpresenciara el salto. Al público no hay

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que descuidarle estos detalles.Quiero advertir que el número tenía

gran éxito. Gracias a él conseguimos vernuestros nombres con grandes letras enlos carteles y actuar en ciudadesimportantes.

Mientras, Natalia estaba cada díamás guapa. Siempre nos acompañaba,con sus grandes ojos, su sonrisa y suscabellos rubios. Así fue desde queéramos tres niños, pero en la actualidadnos habíamos convertido en doshombres y una mujer.

Sin embargo, ella no podía amarnosa los dos del mismo modo. Ni podía, ninosotros lo hubiéramos querido.

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Una noche, al volver al hotel, llamóa la puerta de mi habitación. Estábamosen Toledo [4]; él no la acompañaba yseguramente debía de pasearse a la luzde la luna.

—Lo siento mucho, Joe. Acabo dedarme cuenta de pronto: es a él a quienquiero. Me pediste que fuera sincera yprefiero decírtelo.

En aquel momento no supe quédecir. Me limité a mirarla.

—Buenas noches, Joe —se despidióella con dulzura.

Yo volví a cerrar la puerta.Al saberlo, no sufrí mucho. Sólo la

había visto a ella; la herida no estaba

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aún envenenada.Tommy y yo compartíamos siempre

el mismo dormitorio. Llegó pocodespués; estuvo silbando en la oscuridadmientras se desnudaba. Comprendíentonces cuánto iba a sufrir. Tambiéncomprendí que le mataría antes depermitir que ella fuera suya. Claro quepodría contenerme durante algún tiempo,pero no eternamente. En alguna ocasión,este impulso sería más fuerte que yo.¡Era preciso que lo matara!

La crisis fue llegando con lentitud,pero inexorablemente. Sus miradasmientras comíamos, sus paseos, el modoque tenían de estrecharse las manos

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cuando creían que no los veía nadie, meagotaban la paciencia.

* * *

En Saint Louis compré un revólver.Conocía a un tipo del otro lado del río,al este de la ciudad; era prestamista y loconsiguió merced a no se sabe quécircunstancias. Se avino a vendérmelosin hacer preguntas.

En la siguiente ciudad dondeactuamos, las cosas se desarrollaron afavor mío. Una noche, pude pasearme asolas con él. Esperaba aquella ocasióndesde hacía mucho tiempo. Natalia

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debía encontrarse con Tommy en unparque de atracciones situado en lasafueras de la ciudad. Ella se entretuvo alconcluir el espectáculo, y Sloan le dejóuna nota, por debajo de la puerta,citándola. Era la oportunidad quenecesitaba. Me apoderé de la nota y larompí. Luego, tras darle un cuarto dehora de ventaja, lo fui siguiendo.Llevaba encima el revólver.

El parque de atracciones selevantaba en las afueras de la ciudad,junto a un bosque. En torno a lasbarracas iluminadas y a los puestos deferia se extendían las sombras de losárboles. Era el lugar ideal; no habría

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podido encontrar otro mejor.Lo vi detenido ante un bar, bebiendo

una cerveza. La estaba esperando. Ledije que Natalia se sentía fatigada y quehabía preferido acostarse; que meenviaba para decírselo. Como él iba aregresar enseguida, tuve que esforzarmeen disuadirle. Conseguí atraerle hacia unpaseo lejos de las luces y de posiblestestigos.

Quería que pasara por un accidente.Mientras manejaba el revólver, jugando,se había disparado. O bien estábamospersiguiendo algún animal y él se colocóen la línea de tiro. No podrían demostrarque mentía.

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Nos tendimos sobre la hierba, al piede un árbol. Tommy, como un imbécil,no cesaba de hablarme de ella. Me decíaque Natalia era extraordinaria y que élhabía tenido mucha suerte. ¡Como si yono lo supiera!

«Pero la suerte te abandona», medije acariciando la culata del revólverque guardaba en el bolsillo.

Al fin, lo saqué, y le quité el seguro.Sin prisas, lo alcé y le apunté a lacabeza. Tommy miraba a otro lado. Alvolverse, me vio, pero, en lugar deasustarse, preguntó con naturalidad dedónde lo había sacado y para qué lotenía. Sí, eso fue exactamente lo que me

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preguntó.Luego, rompiendo a reír, movió la

mano como si espantara una mosca.—Aparta eso, Joe. Puede

dispararse.Como no le hice caso, creyó que

estaba bromeando. Cerró los puños,simulando boxear conmigo. ¡Y por estarazón no pude hacer fuego! Al mirarme,me sonreía. Y de improviso, vi el rostrode un muchacho que me ayudaba a subira un camión. También recordé su rostroen la noche en que Pa Bissel nos hizodebutar. Inmóvil a mi lado, bajo la luzde los reflectores, me había dicho:

—¿Estás nervioso, Joe? A mí me

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tiemblan las rodillas.En sus ojos brillaba una mirada de

temor, que al mismo tiempo era deorgullo.

Entonces, lo recordé todo.Bruscamente di media vuelta mientrasgruñía:

—Vuelvo al hotel.Y me alejé a toda prisa. De

momento, quedó como paralizado por lasorpresa. Luego, con estúpidainsistencia, pretendió alcanzarme.¡Ignoraba el peligro al que estuvoexpuesto y que seguía amenazándole!

—Pero ¿qué te pasa, Joe? ¿Quéprisa tienes? Espérame, que te

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acompaño —gritó.Volví la cabeza para advertirle en

voz baja y temblorosa:—¡Vete! ¡No te acerques a mí

mientras estemos en el parque! ¡Vete!Se detuvo, sorprendido de nuevo, y

se pasó la mano por los cabellos, comopara comprender mejor lo que ocurría.Me alejé deprisa, muy deprisa, y alpasar ante un estanque arrojé elrevólver.

Al llegar al hotel, encontré a Nataliaen la escalera. Lo esperaba, envuelta enuna bata. Se hubiera dicho quesospechaba alguna cosa. Las mujerestienen a veces curiosas intuiciones.

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Debía de aguardarle desde hacía hora ymedia y estaba muy pálida. Seestremeció al darse cuenta de que era yoquien llegaba.

—¿Joe? —murmuró—. Cuando élsale siempre me deja una nota…

—Estábamos juntos —respondí—.Ahí viene.

Me encaminé a mi dormitorio sinañadir palabra. Sentí que me seguía conla mirada. ¿Adivinaba algo?

Se casaron la semana siguiente.¿Acaso aquel incidente adelantó lascosas? Lo ignoro. Pero si Natalia habíaintuido el peligro, estoy seguro de queTommy no tenía la menor sospecha.

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Aquella semana actuábamos, congran éxito, en una importante ciudad. Seestaban retrasando precisamente para elcomienzo de la representación delsábado por la tarde. Yo me estabavistiendo muy lentamente. ¡No llegaban!Nuestro número era de los últimos, peroel espectáculo comenzaba con un grandesfile de toda la compañía, y nuncahasta entonces habíamos dejado detomar parte. Me disponía a ocupar mipuesto solo mientras continuababuscándoles con la mirada. Sabía elmotivo de su retraso.

Cuando me dirigía a la pista, oí unrumor a mi espalda y vi que los dos

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llegaban corriendo. Tommy quisoapresurarse tanto que llevaba las mallasmal puestas y ni siquiera se habíamaquillado. En realidad, no eranecesario, porque su rostroresplandecía. Al bajar la vista me dicuenta de que Natalia ostentaba unaalianza en la mano izquierda.

La orquesta inició una marcha ycomenzó el desfile.

Tenía la seguridad de que seacercaba la catástrofe. El odio ibaacelerando los latidos de mi corazón yme hacía hervir la sangre en las venas.Decidí abandonar el número; no queríaque ocurriera en la pista.

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Concluido el espectáculo, me fuisolo a tomar una taza de café. Al cabode un rato, como se acercaba la hora dela siguiente representación, me puse enpie maquinalmente. Me di cuenta de quevolvía la espalda al circo y me ibaalejando de la gran explanada donde sealzaban las tiendas. No quería actuaraquella noche. Estaba seguro de quealgo ocurriría. Deseaba apartarme deTommy; era el único medio de salvarle.

No tenía prisa. Estuve paseandomucho rato hasta que al final llegué a unjardín público y me senté en un banco.Cuanto más tiempo pasaba, másnervioso me sentía. Me era difícil

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contenerme. Me parecía que algo másfuerte que mi voluntad me obligaba aregresar al circo. Jamás falté a unarepresentación. Para mí era mucho másimportante que beber, comer o respirar.

Me cogí enérgicamente al banco enque estaba sentado. Me iba repitiendo amí mismo: «¡No te muevas! ¡Quédateahí! ¡No hagas eso, sobre todo ante elpúblico!».

Fue inútil. Me esforzaba en no mirarel reloj de pulsera, pero había unopúblico cerca del jardín. Aún faltabanocho minutos para que comenzara elespectáculo.

—Puedo llegar a tiempo, incluso sin

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darme prisa. Cinco minutos. Tendré quecorrer. ¡Cuatro, tres minutos! ¡Yadebería estar cambiándome la ropa!

No me puede contener por mástiempo. Me levanté y eché a andarresueltamente en dirección opuesta a laexplanada, pero después de recorrerunas yardas di media vuelta. Por encimade todo, yo era un trapecista y no podíafaltar a mi compromiso.

Regresé lentamente, contra mivoluntad. Poco a poco, fui acelerando elpaso hasta echar a correr como un loco.Llegué finalmente al camerino sinaliento, resollando como un buey.

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* * *

Es doloroso saber que va a ocurriruna cosa y que nada puede hacerse paraevitarlo. Tommy se vestía a mi lado; nolo miré ni una sola vez. No me habló desu boda; se limitó a preguntarme:

—¿Adónde fuiste? Queríamosinvitarte a cenar, pero ni Natalia ni yopudimos encontrarte.

Era un modo indirecto de decirmeque se habían casado. Me aferré a lamesa del tocador, como antes al bancodel jardín. Me blanqueaban los nudillospor el esfuerzo. Temía estar a solas conél; había demasiadas posibles armas al

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alcance de mi mano. ¡Y Tommymostraba aquel aire tan feliz! Se puso enpie para acabar de maquillarse.

—¡Abre la puerta! —le dije.—Hay mucha gente…—¡Déjala abierta! Me iré a ese

rincón y no me verán. ¡Me ahogo aquídentro!

Mi voz salía ronca.No comprendió la verdad. ¡Cuando

en una persona se deposita la confianzase vuelve uno ciego!

—Sí, hace calor —dijo, sin muchaconvicción.

Aquella noche, nada le inquietaba,nada parecía preocuparle. Era su noche

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de bodas. Y también…Me puse las mallas y luego quedé

inmóvil, incapaz de seguir adelante. Meiba diciendo a mí mismo: «¡No lo hagasdelante del público! ¡Después, siquieres, pero de ningún modo durante larepresentación!».

Tommy se encontraba en el umbral,esperándome. Como yo seguía sentado,preguntó:

—¿Qué te pasa?—No puedo trabajar esta noche —

respondí.Se acercó para intentar

convencerme. Apoyó las manos en elrespaldo de la silla; si me hubiera

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tocado, ignoro lo que habría ocurrido.Quizá le hubiese matado en aquelmomento.

Me hablaba, pero yo no leescuchaba. En el espejo que se hallabaante nosotros vi una calavera. ¡Nobromeo! Estaban nuestras cabezas, lamía y la de Tommy, y apareció aquelcráneo de órbitas vacías y dientesdescarnados que parecían sonreír. Quizáfuera un efecto de las luces; no lo sé. Norecuerdo si la calavera cubrió el rostrode Tommy o el mío. Poco a poco, se fueborrando hasta desaparecer…

Tommy no conseguía convencerme yel tiempo pasaba. Al fin, salió y le oí

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cuchichear con alguien en el pasillo.Comprendí que le pedía a Natalia queme persuadiera. Tuve miedo, pues era laúnica persona capaz de lograrlo. ¡Temíceder!

Me puse en pie para cerrar la puerta,pero entró antes de que pudiera hacerlo,más hermosa que nunca. Apoyó la manoen el montante y otra vez distinguí laalianza en el dedo anular.

—¿Es por el número, Joe?—¡No! Nada tiene que ver con eso.—Entonces —añadió ella—, no

debemos estropear la representación.¡Guárdate eso para ti, pero no nos hagasfracasar! ¡Sería lo peor que podrías

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hacer!Me sentí acorralado. Grité:—No insistas, Natalia. Arréglatelas

para hacer el número con Tommy.Suprime el salto peligroso, pero no mepidas que trabaje esta noche.

Se inclinó hacia mí, acariciándomela cara. Era exactamente lo que temía; lotemía porque significaba una orden deejecución…

—Te espero junto a la entrada —medijo—; ya comienza la música.

Me peiné una vez más los cabellos ytomé el tubo de fijador que empleabapara que brillasen. Era una pomada abase de petróleo; lo había ido doblando

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conforme se gastaba. Sin la menorvacilación, me lo guardé en el anchocinturón. Luego, salí del camerino paraocupar mi puesto en el desfile.

* * *

La representación se desarrollócomo habíamos previsto. Nos movíamoscon completa desenvoltura. A la vez,nos encaramamos por las escalas decuerda para ocupar nuestros puestos enlas plataformas, ellos juntos y yoenfrente. Llegamos al mismo tiempo.Dispusieron los proyectores, nosquitamos las capas, estallaron los

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aplausos y comenzó nuestro número.

* * *

Lo teníamos todo bien ensayado. Loque al público le parecía tan peligrosono representaba para nosotros más queejercicios de entrenamiento; saltar de untrapecio a otro, cambiar de trapeciomientras nos cruzábamos en el aire erancosas que ya hacíamos a los dieciséisaños. Pa Bissel nos había enseñado muybien. Yo actuaba de un modo tanautomático que nada me impedía pensaren otras cosas. Y aquella noche no lodeseaba.

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Hice mi exhibición, luego Natalia ypor último Tommy; pero aún faltaba lomás interesante. Realizamos algunosejercicios más, los tres juntos. El sonidode los aplausos llegó hasta nosotros;parecía como si un gigante anduvierasobre la grava. Luego, nos detuvimospara descansar.

Así podíamos recobrar larespiración. Estábamos en condicionesde encadenar los ejercicios sinahogarnos, pero resultaba mejor de estemodo. Nuestro trabajo parecía másdifícil. Por medio de un micrófonoanunciaron nuestra siguiente exhibición.Nos pasamos una toalla. Esto nos

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entretuvo durante unos minutos.Íbamos a comenzar la parte más

importante de nuestro espectáculo.Tommy era el protagonista: se lanzabaal vacío con los ojos vendados. Yo leesperaba, a menos altura, colgado deltrapecio cabeza abajo. Tommy realizabaun triple salto muy peligroso y yo lerecogía al pasar ante mí. Sabíaexactamente cuándo debía sujetarle.

Se inclinó para lanzarme la toalla.Luego, yo se la pasaría a Natalia. Elorden era invariable. Nuncacambiábamos nada en nuestrarepresentación, ni siquiera el más ínfimodetalle.

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Me envolví las manos como si fueraa secármelas y, disimuladamente, toméel tubo que ocultaba en el cinturón. Conla uña, hice saltar el tapón. Lo oprimí yse vació la crema entre mis manos igualque una serpiente brillante y fría. ¡Erauna serpiente de veneno mortal! Volví acolocar el tubo en el cinturón. Más tardeme desembarazaría de él. Protegido porla toalla me engrasé las muñecas hastaque estuvieron escurridizas comoanguilas. Era allí donde Tommy teníaque agarrarse.

La crema me dejaba sobre la pieluna impresión de frescor. Luego, comohacía siempre, envié la toalla a

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Natalia…Yo no corría ningún peligro. Me

colgaba del trapecio por las piernas. Latrampa iba destinada a Tommy.

El momento se acercaba. Me lancé ami trapecio, que los tramoyistas bajaronun poco; se requería bastante espaciopara realizar los tres peligrosos saltos.Natalia cruzó el espacio, como sivolara, hasta alcanzar a Sloan. Era ellaquien le vendaba los ojos y le colocabaal borde de la plataforma.

Yo me colgué, cabeza abajo; extendíuna y otra vez los brazos. Estabadispuesto. Los proyectores enfocaron aTommy. Era su gran hazaña, la última.

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Los preparativos siempre tenían lavirtud de hacer estremecer al público.En esta ocasión, no quedaríandefraudados.

Ignoro lo que pasó en la plataformade Tommy. ¿Tuvo Natalia sospechas oefectivamente ocurrió un accidente? Nolo sabré nunca. Quizá se dio cuenta deque la toalla estaba pegajosa cuando yose la entregué. ¿Reconoció tal vez elperfume de mi fijador? A menos de quetodo se debiera a su intuición, comoaquella noche en Saint Louis.

Si tuvo sospechas, debió de sentiruna angustia horrible. No era éste mipropósito. Natalia no disponía más que

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de unos segundos para tomar unadecisión. Los proyectores losiluminaban ante miles de ojosanhelantes. Ya comenzaba el batir de lostambores. No podía sujetarle por elbrazo e impedirle saltar. ¡Nos hubieransilbado y no habríamos podido actuarmás que en las ferias de pueblo! Unamujer enamorada encuentra siempre unasolución. Pero tal vez no fue obra deella. ¿Se trataría efectivamente de unpaso en falso? Acababan de casarse ydebían de estar nerviosos. ¡A menos deque la suerte lo dispusiera así!

Cuando ocurrió yo miraba hacia otrolado. De improviso, cesó el batir de los

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tambores, al tiempo que del público sealzaba un grito de espanto. Yo seguíacabeza abajo; al enderezarme vi aTommy cayendo por el espacio haciaabajo. Se hubiera dicho que habíaperdido pie en la plataforma y dado unpaso en el vacío. Con una mano se habíacogido al cable más próximo; esto lesalvó. Cualquier cosa pudo provocareste accidente: quizá ella le empujó sinquerer o el mismo Sloan resbaló en elborde metálico de la plataforma.

Hubo un estremecimiento de terrorentre el público, que lo asemejó a unbosque agitado por el viento. Tommydescendió en espiral, cada vez más

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deprisa, hasta llegar a la pista; pero nosoltó la cuerda. Con una mano, seaferraba a ella desesperadamente. Debíaquemarle la piel, penetrar hasta la carne,pero amortiguaba la caída.

Chocó violentamente contra el suelo,pero se levantó enseguida, antes de quele ayudaran. Por lo visto, no hubo rotura.

Pero se advertía, por el modo comobajaba la cabeza y se apretaba la manocontra el muslo, que el dolor eraintolerable. Debía de habersedespellejado la mano.

Natalia no bajó de la plataforma.Llevaba el oficio en la sangre. No la vihacer la señal al electricista y al locutor

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que se encontraban en la pista, perovolvieron a encenderse los proyectoresy anunciaron que la representacióncontinuaba. Natalia se colocó la vendaen la frente. Por tanto, nada habíaadivinado; fue la suerte lo que acababade salvar a Tommy.

Natalia me dirigió una mirada paraadvertirme que me preparase. En elinstante en que yo iba a indicarle que sedetuviera, se puso la venda sobre losojos. Ya no podía prevenirla.

Los tambores batíandesesperadamente. Natalia ni siquierapodía oír. No había medio de detenerla,a menos que…

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Aflojé la pierna izquierda y medeslicé un poco en el trapecio. Luego,hice lo mismo con la derecha, y medeslicé aún más. Nadie se daría cuenta.

La pierna izquierda comenzó aceder, sin que hubiera medio deevitarlo. Después, perdí fuerza en laderecha.

«¡Está perdiendo el trapecio!».Hasta mí llegó, vertiginosamente, elgrito de miles de espectadores. Yluego…

Tenía un aspecto alegre, un airedespreocupado; estaba muerto.

Una muchacha mantenía la vista fijaen él como hipnotizada. A su lado se

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encontraba un hombre joven que laenlazaba con una mano y la miraba. Unpolicía iba anotando algo en su libreta.A su juicio, el asunto resultaba muyclaro…

Esto era lo que había escrito:Nombre: Crosby, Joseph.Edad: Veinticinco años.Profesión: Trapecista.Causa de la muerte: Caída

accidental durante la representación.

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LOS OJOS QUE VIGILAN

La casa era una agradable construcciónde las afueras, con dos pisos y rodeadade jardín, ni demasiado próxima a lasconstrucciones vecinas ni tan alejadaque resultara solitaria.

Contaba con un porche en la partedelantera y otro en la parte trasera,donde las columnas estaban adornadascon rosales trepadores.

Janet Miller, como siempre aprimera hora de la tarde, se hallaba

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instalada en su silla en el porche trasero,que, orientado hacia el norte, recibía elsol de lleno. Por la misma razón, pasabalas mañanas en el porche delantero.

Hacía mucho tiempo que la vida dela señora Miller se había reducido almínimo. Sentir el calor del sol, ver elcielo azul sobre su cabeza, oír la voz deVern Miller, en esto se resumía suexistencia, esto era lo único que lequedaba. Y no pedía mucho más, sóloconservarlo durante algún tiempo, noperderlo como tantas otras cosas.

Sin quejarse nunca, satisfecha,casi…, sí, casi feliz, estaba sentada allí,en una silla de ruedas, con una manta

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sobre las rodillas. Sentía el calor del soly contemplaba el cielo azul entre lospilares del porche; en cuanto a la voz deVern, aún era muy temprano paraescucharla, tendría que aguardar unpoco, y la espera siempre le resultabapenosa.

A los sesenta años, tenía unsemblante rosado y sin arrugas, unacabellera de nieve y confiados ojosazules. Estaba total e irremediablementeparalizada de la cabeza a los pies desdelos cincuenta.

A veces pensaba que había sido enotra vida cuando podía andar, subir ybajar escaleras, llevarse las manos al

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cabello para peinarse, a la cara paralavarse o a la boca para comer; cuandoera capaz de expresar los pensamientos,que seguían tan claros en su espíritu, pormedio de las palabras. Todo habíaterminado, pero ya no se desesperabapor su suerte. Se había dominado yestaba acostumbrada a no llorar.

Nadie sabría nunca el esfuerzo quele costó, qué purgatorio íntimo tuvo quesoportar, qué Vía Dolorosa habíarecorrido. Pero al fin pudo librarse delsufrimiento; ganó la batalla, y seconformó con lo que le quedaba. Yconfiaba en que nadie pudiera yaarrebatarle eso: el sol, el cielo y la voz

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de Vern.Janet Miller aceptaba su suerte,

declarándose satisfecha. Seguía allí,inmóvil bajo los rayos del sol quedeclinaba…, un resto humano, aún conun soplo de vida, que incluso aspiraba ala felicidad.

* * *

Al otro lado de la casa sonó untimbre y después los pasos de Vera, laesposa de Vern. Pasos rápidos,apresurados, como si estuvieraesperando el sonido de la campanillapor haber visto desde una ventana que

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alguien llegaba. Desde luego, debía detratarse de una visita y no de unvendedor cualquiera.

Janet Miller oyó abrir y cerrarseinmediatamente la puerta de la casa.Pero no hubo a continuación esasexclamaciones con las cuales lasmujeres suelen saludarse. Fue una vozde hombre la que preguntó en tono bajo,aunque no lo suficiente para que el oídode la paralítica, que parecía haberseafinado al perder las otras facultadas, nola captara:

—¿Estás sola?Vera respondió:—Sí. ¿Te han visto entrar?

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Aquella voz de hombre, ronca,ahogada, no era su voz, la de Vern.Además, aún faltaba una hora para quellegase. ¿Quién sería? Un hombre…,seguramente algún amigo de Vern. Comoles conocía a todos, intentó identificarle,sin poderlo conseguir. Por otra parte,ellos no se presentaban nunca a taleshoras, pues también se veían retenidosen la población a causa de sus trabajos.

Pronto iba a saberlo. El primercuidado de los amigos de Vern erasaludarla, averiguar cómo se encontrabay, por lo general, entregarle algúnregalo, alguna tontería. Vera traería alvisitante o la trasladaría a ella al

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recibidor. A Janet Miller le gustaban lasvisitas. No eran lo esencial en su vida,pero las consideraba como un lujo.

Sin embargo, en lugar de seguir elpasillo que dividía en dos la casa hastael porche trasero, Vera y aquel hombreentraron en el cuarto de estar y cerraronla puerta. Después, Janet ya no oyónada.

La anciana no se lo explicaba. Verano solía encerrarse con las visitas. Sinduda, debió de hacerlo de un modomaquinal, sin pensarlo. O quizá setratase de alguna sorpresa quereservaban para ella, o tal vez paraVern, y quería guardar el secreto. Pero

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el cumpleaños de Vern había pasado yay el suyo no era hasta febrero…

Janet esperó pacientemente, pero lapuerta siguió cerrada. Por lo visto, noiba a conocer al visitante. Suspiró, algodecepcionada.

Pero, extrañamente, pasaron a lacocina, una de cuyas ventanas daba alporche trasero, junto al lugar donde seencontraba. Aunque no podía mover lacabeza, lograba distinguir un ángulo dela pieza.

Vera entró seguida del hombre.Depositó algo sobre la mesa,desenvolviéndolo a continuación con ungran crujir de papeles. Sin duda, era un

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paquete. Por tanto, se trataba de unasorpresa, de un regalo.

Oyó decir a Vera, en tono deadmiración, como si estuviera muysatisfecha:

—¿Cuándo se te ocurrió?El hombre contestó:—Al leer en los periódicos cómo

las probaban en París y en Londres, anteel peligro de que estalle la guerra. Unconocido mío se encontraba por allíaquellos días y las trajo. Las guardabaen un desván y las he cogido sin que sedé cuenta.

—¿Y crees que dará resultado?—Yo creo que es la mejor idea que

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hemos tenido, ¿no te parece?—¡Hay, que reconocer que tuvimos

algunas excepcionales! —exclamó Vera.Durante esta breve conversación,

había continuado el crujir de papeles.Por fin, concluyó. Luego, hubo una largapausa, tras la cual dijo Vera:

—Tienen un aspecto muy ridículo,¿verdad?

—Lo importante es que sirvan. Quetengan el aspecto que quieran.

Una vez más crujió el papel y Veraquiso saber:

—¿Por qué has traído dos?—Una es para la vieja.Janet Miller saboreó aquel placer

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con anticipación. Tenían una cosa paraella, iban a darle algo, un pequeñoregalo, un recuerdo.

—¿Y por qué? —preguntó Vera conimpaciencia—. ¿Por qué no los dos a lavez?

—Reflexiona un poco —lareprendió el hombre—. Eso esprecisamente lo que no debemos hacer.Ella va a asegurarnos la impunidad, ¿nolo comprendes? Es nuestra coartada, encierto modo. Mientras nada le suceda,todos creerán en un accidente. Pero si sela cargan los dos a la vez, se notará quehemos querido hacer limpieza general.Siendo solamente una de las tres

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personas que viven en la casa, podremosarreglarnos. Pero dos es demasiado. Noolvides que tú estarás en su mismahabitación, mientras que ella duerme alotro extremo del pasillo. ¿Qué iba apensar la gente, si tú, que compartes sucuarto, te salvas y a ella la encuentrantiesa en su dormitorio, separado delvuestro por dos puertas cerradas?

—Bien, bien —concedió Vera demala gana—. Pero si tuvieras quearrastrarla y ocuparte de ella todo el díacomo yo lo hago…

A Janet Miller le pareció que el solya no era el mismo. Parecía haberseenfriado; ser nocivo. Sintió que el

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corazón le latía con más fuerza y se leaceleraba la respiración.

—Puesto que ya estoy aquí —continuó el hombre—, voy a enseñartecómo se pone esto, para que conozcas sufuncionamiento en el momento oportuno.

Vera empezó a decir algo, pero lafrase quedó ahogada como si le hubieranmetido la cabeza en un saco.

De pronto, se acercó a la ventana yentró en el reducido panorama de JanetMiller. ¡Le había desaparecido la cara!De haber sido capaz, la paralíticahubiese gritado. Vera tenía en la cabezaalgo parecido a esos sacos que lescolocan a los caballos para que coman

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avena. Acababa en un tubo cuyo finalsalía del campo de visión de Janet. En ellugar de los ojos había dos discostransparentes.

Una careta antigás.Vera se fue al otro extremo de la

habitación. Janet volvió a oír su voz.Debía de haberse quitado la careta:

—¡Qué calor! ¡Se ahoga una! ¿Estásseguro de que por lo menos funciona?No quiero exponerme…

—Las han construido paradefenderse de porquerías más venenosasque la que habrá esa noche;tranquilízate.

—¿Dónde las pongo? No quiero que

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las descubra antes de que llegue elmomento de usarlas. Si las subo a mihabitación, temo que…

Janet oyó cómo abrían el horno.—Aquí no se le ocurrirá mirar. La

cena está hecha. Me bastará colocarla enlos fogones para que se caliente.Además, nunca se preocupa mucho deeso. Más adelante, cuando se hayadormido, bajaré a buscarlas. Almarcharte, llévate el papel.

Otra vez se oyeron los crujidos,como si lo alisaran y doblaran paraguardarlo en un bolsillo.

La voz del hombre dijo:—Bien. ¿Has comprendido todo?

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Ponle la otra a la vieja. Haz lo que tedigo, ¿de acuerdo? Estaríamos listos sila dejaras cascar al mismo tiempo que aél. Y no te pongas la tuya demasiadopronto, no vaya a despertarse y te veacon eso en la cabeza. Espera cuantopuedas. Si te atufas un poco, no te harádaño y nos vendrá bien, pues recuerdaque luego deberás enfrentarte con losbomberos. Antes de que lleguen,desembarázate de todos los papeles ylos trapos que hayas empleado parataponar las ventanas. Y cuandotelefonees para dar la alarma, no hables.Tu voz puede resultar demasiadonormal. Limítate a descolgar el aparato.

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Bastará con eso para que acudan.Tardarán algo más, pero no importa.Han de encontrarte tendida en elrecibidor, cerca de la puerta, sin fuerzassiquiera para hablar por teléfono. Lomás importante son las caretas. Comolas descubran, estamos perdidos.Quítale la suya a la vieja en cuantotengas la seguridad de que él ha muertoy escóndelas en el portaequipajes delcoche. Tú no vas a usarlo, ya que nosabes conducir, de modo que al cabo dedos o tres días llamas al garaje Ajax, elmío, y les dices que vengan a buscarlopara encargarse de vendértelo. Una vezallí yo recuperaré las caretas antigás, y

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en la primera oportunidad se lasdevuelvo a mi amigo. Nadie sospecharánada.

—¿Cuánto tiempo habrá que esperarhasta que muera? He oído hablar depersonas a las que han vuelto a la vidapor medio de la respiración artificial.Hay que evitar que esto nos ocurra.

—Cuando esté bien impregnado, teapuesto lo que quieras a que no hayoxígeno bastante en todo el mundo parareanimarlo. Te bastará con mirarle lacara. En cuanto lo veas azul y rígido,puedes sentirte tranquila. Después,durante un mes, debes mostrarteapenada, hasta que arregles las

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cuestiones de la herencia y demásformalidades. Te telefonearé… digamosdentro de treinta días a partir de hoy.Supongo que todo está en regla, ¿no?

—Sí. Se ha asegurado hasta lasorejas y ha puesto todos sus valores a minombre. El asunto marcha bien, no hayni un pariente lejano que venga adisputarnos el dinero. Vamos a ser ricospara el resto de nuestras vidas, Jimmyquerido. Por eso no quise queprocediéramos de otro modo, hubierasido una tontería.

—¿Dónde está la vieja? —preguntó,de pronto, aquel hombre.

—En el porche trasero, como todas

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las tardes.—Entonces puede oírnos. Vámonos

de aquí.Vera rió con dureza:—¿Y qué importa que nos oiga? ¿De

qué va a servirle? ¿A quién podráexplicárselo? No puede hablar, niescribir, ni hacer el menor gesto.

Por tanto, no se preocuparon enasomarse al porche para comprobar sidormía.

—Bueno —dijo el hombre al fin—,ya no queda nada que aclarar, conservala sangre fría y todo irá bien. ¡Adiós,hasta dentro de un mes!

Cambiaron un beso, el beso rojo de

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la muerte.Seguidamente salieron de la cocina,

cruzaron el cuarto de estar y abrieron lapuerta de la calle, que al instante volvióa cerrarse.

Janet Miller se encontró sola en lacasa…, sola con lo que acababa de oír ycon la futura asesina de su hijo.

* * *

Era fácil vivir con Vern Miller.Dotado de un corazón generoso ydesprovisto de toda suspicacia,pertenecía a la clase de hombres aquienes, en la lotería de la vida, les toca

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con frecuencia una esposa como Vera.Sin embargo, no se trataba de un imbécilni de un bobo. En el mundo de losnegocios, tenía fama de inteligente ysagaz y, a veces, hasta había dadopruebas de dureza. Lo malo era quetodas sus defensas se alzaban a un sololado y al entrar en casa quedaba porcompleto al descubierto.

Janet Miller oyó girar su llave en lacerradura y luego su voz que decía:

—Buenas noches a todos.Vera bajó la escalera para salir a su

encuentro y la paralítica adivinó que lobesaba. El beso de Judas.

Al salir Vern al porche trasero para

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verla, se completó la trinidad desencillas dichas de la anciana.

—¿Has pasado una buena tarde alsol?

Los ojos de Janet.—¿Quieres que te entre enseguida?Sus ojos de mirada terrible.—Mira lo que te traigo.Sus ojos, sus pobres ojos que le

imploraban.—¿Si te he echado de menos? ¿Te

alegra volverme a ver? ¿Por eso memiras así?

Se arrodilló junto a la silla deruedas, apoyando una mano en el regazode su madre.

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—¿Qué es lo que quieres decirme?Sus ojos, sus ojos alucinados.—¿Quieres que te ayude? Cierra una

vez los párpados para decir que no ydos veces para decir que sí.

Era un código largo tiempoestablecido entre ellos; su único mediode comunicación.

—¿Tienes apetito?No.—¿Tienes frío?No.—¿Quieres que…?Desde la cocina, les interrumpió la

voz de Vera, como si adivinara lo queJanet intentaba revelar:

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—No te quedes fuera toda la noche,Vern. La cena está lista.

Sus ojos, sus ojos de expresióndesesperada.

Vern se incorporó y, colocándosedetrás de la silla de ruedas, fuera de sucampo visual, la fue empujando hasta elcuarto de estar. Luego, la dejó parasubir al piso superior.

El arma que le quedaba, los ojos,estaban gastados de tenerlos siemprefijos en él, aunque nada pretendieranhacerle comprender. Por tanto, ¿cómopodía advertir una diferencia aquellanoche?

Vera puso la mesa.

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—Ya está la cena, Vern —gritó denuevo.

Entonces, Vern bajó con las manosrecién lavadas, fue a colocar la silla enel comedor junto a su esposa, y se sentófrente a las dos mujeres.

Desdobló la servilleta, con lamirada fija en el plato, disponiéndose atomar la sopa.

Vera rompió el silencio que suelehacerse al principio de todas lascomidas:

—No quiere abrir la boca.Intentó introducir una cuchara llena

de sopa entre los apretados dientes deJanet Miller. La paralítica conservaba el

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necesario dominio de los músculos delas mandíbulas para poder cerrar o abrirla boca de modo que pudieranalimentarla. Entonces, su boca seguíaobstinadamente cerrada.

Al mirarla su hijo, la anciana cerrólos párpados. Una sola vez, perorepitiendo el gesto varias veces. No, no,no.

—¿No te encuentras bien? ¿Noquieres la sopa?

—No son más que caprichos —dijoVera—. Ha pasado muy buena tarde.

«Es cierto —pensó Janet conangustia—. Estaba muy bien hasta quehabéis traído la muerte a esta casa».

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Vera quiso introducir a la fuerza lascuchara entre los dientes de la anciana.Ésta resistió y el contenido acabóvertiéndose.

—Ya está —exclamó su nueramalhumorada.

—¿Quieres que yo te dé la comida?—preguntó Vern.

Parecía imposible que se pudieranmover los párpados con tanta rapidez:sí, sí, sí.

Vern se puso en pie y maniobró lasilla de ruedas para colocarla cerca desu silla.

Entonces Vera se sirvió la sopa,murmurando:

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—Que te diviertas. No soy celosa.

* * *

Algo había conseguido.Ahora estaba a su lado, casi

tocándole. Tan cerca y a la vez tan lejos.Su desesperado proyecto consistía enllegar a hacerle comprender que algo lepreocupaba.

Sí, era lo más fácil.Una vez logrado esto, debía

encontrar un medio para conseguir quese fijara en el horno, donde estabanescondidas las caretas antigás. Obligarlea que lo abriera él mismo, a ser posible.

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O, por lo menos, a que lo hiciese Veraen su presencia. Esta intentaríaescamotear las máscaras sin que lasviera su marido. Pero eran muy grandesy molestas, difíciles de ocultar. Habíamuchas probabilidades de que Vern sediera cuenta de que algo raro estabaocurriendo. Claro que el hecho de quelas viese no quería decir quecomprendiera el significado de supresencia en la casa, que supiera leer enellas su sentencia de muerte.Seguramente Vera encontraría algunaexplicación para justificarlas. Pero siésta perdía la sangre fría, por lo menospodría ser una advertencia. Privada de

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la palabra para avisar a su hijo, esto eratodo lo que a Janet Miller le cabíaesperar.

Se lanzó al único camino que teníaabierto, pese a lo muy sinuoso yretorcido que era. Quizá lograse que suhijo se fijara en el horno, rechazandosistemáticamente cuanto se encontrabaen los fogones.

—No quiere comer —exclamó Vernal poco rato.

Con ternura, apoyó la mano en lafrente querida para comprobar si teníafiebre. Un sudor de angustia lahumedecía.

—No te preocupes mucho por sus

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caprichos —objetó Vera—. No hay nadaque decir de la comida.

—¿Qué te ocurre, mamá? ¿No tienesapetito?

¡Era lo que estaba esperando! Conpresteza, le envió una señal afirmativa,repitiéndola varias veces.

—Tiene hambre —dijo Millersorprendido.

—Entonces ¿por qué no come lo quele damos? —preguntó Vera, furiosa.

—¿Quieres algún plato especial?¡Segundo paso! ¡Si pudiera continuar

así! ¡Si pudiera salvarlo…!Vera suspiró con desdén.Pero aún no estaba en guardia;

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todavía no había comprendido la causade su extraño comportamiento. JanetMiller se daba cuenta de que en cuantoVera lo advirtiera su empresa iba aresultar mucho más difícil.

Vern se inclinó afectuoso hacia ella:—¿Qué quieres comer, mamá?

¿Algo que no hay en esta mesa?¡Sí, sí, sí, sí!—¡Estaba seguro! —exclamó con

aire de triunfo.—Pues no pienso hacerlo —repuso

Vera secamente.Su esposo le dirigió una mirada de

reproche, y se limitó a decir tranquila,pero firmemente:

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—Pues si lo desea, lo tendrá.Su tono significaba: «¿Eres capaz de

negarle algo tan poco importante,sabiendo que con ello le darás unaalegría?».

La joven comprendió que se habíaexcedido y quiso enmendar su error.

—¿Y cómo saber lo que quiere? —preguntó con aire irritado.

—De eso me encargo yo —dijo sumarido fríamente.

El cerebro de Janet Miller trabajabaa toda velocidad. En el horno podíanprepararse muchas cosas, pero en sumayor parte, asados, pasteles, estabanfuera de lugar, ya que exigían demasiado

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tiempo. Era preciso encontrar algo quesólo pudiera hacerse en el horno, perorápidamente. En el horno había ungrill… ¡Por fin! ¡Tocino asado! Sepreparaba en pocos minutos y en la casasiempre había de reserva.

Su hijo enumeró lo que a ella más legustaba, buscando lo que entoncesdeseaba por el sistema de eliminación.

—¿Quieres croquetas?No.—¿Un plato de crema?No.—Y mientras tanto a ti se te enfría la

sopa —advirtió Vera con sarcasmo.Con los nervios a flor de piel, se

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daba perfecta cuenta de lo que iba aseguir. Para ser justos, hay quereconocer que, por lo general, Vera nose mostraba tan dura con su suegra. O,más exactamente, ponía gran empeño endisimularlo. Tan sólo Janet sabía cómola trataba en ausencia de Vern.

Éste continuó la lista, cada vez máslentamente, pues se le iban acabando lassugerencias. Acabaría por no saber quéproponerle. El miedo oprimía el corazónde la paralítica y sus ojos seagrandaban, implorando a su hijo que nose detuviera.

Sin pretenderlo, fue Vera la queacudió en su auxilio.

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—Es inútil, Vern —dijo impaciente—. ¿Es que vas a pasarte así toda lanoche?

La manifiesta oposición de suesposa no hizo más que afianzar a Milleren el propósito de conseguir unresultado.

—No la dejaré acostarse conhambre —afirmó él rotundamente.

Siguió proponiéndole platos,pasando a los que se suelen tomar en eldesayuno, puesto que se le acababa lainspiración con respecto a los de lacena.

—¿Cereales?No.

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—¿Huevos con jamón?No. ¡Pero se iba acercando, se iba

acercando!—¿Tocino?Sí, sí, sí, respondieron sus ojos,

mientras su corazón entonaba una acciónde gracias.

—Vaya —dijo Miller con unexpresivo gesto—. Estaba seguro de queacabaría por descubrirlo.

Entonces, Janet miró a su nuera conaversión.

Del rostro de aquélla habíadesaparecido el color: estaba tan blancocomo el mantel. Las dos mujeres, lamadre y la esposa, la que quería

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salvarle y la que lo iba a matar, semiraron durante largo rato.

«Por tanto, nos oíste; lo sabes todo—decían los ojos de Vera. Después, seiluminaron de burlona crueldad—. Puesbien, ¡intenta advertírselo! ¡Intentasalvarlo!».

—¿Has oído lo que quiere? —sedolió Miller—. ¿Por qué te quedas ahí?Ve a asarle algunas lonchas de tocino.

El rostro de su mujer semejaba el deun animal acorralado.

—¡No! ¡Ya he preparado la cena!¡No voy ahora a levantarme parapreparar otra! Me llenaría de grasa elhorno y… y…

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Vern arrojó violentamente laservilleta sobre la mesa.

—Entonces lo haré yo. El tocinoasado es una de las pocas cosas que sépreparar.

Pero antes de que él pudieralevantarse, ya lo había hecho Vera, quese dirigió hacia la puerta con tantarapidez como si hubiera olido aquemado.

—¿Es que no sabes aceptar unabroma? —preguntó—. ¿Me crees capazde dejarte ir a la cocina después dehaber trabajado durante todo el día? Escosa de un minuto…

Nada sospechaba y estaba

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indefenso… Como le ocurría siempre alregresar a casa. Cayó en la trampa ysonrió a su mujer… ¡Si continuaraobservándola, atento a lo que hacía!…Desde su silla se distinguía el horno…Podía ver lo que ella iba a sacar deallí… Pero Vern no sospechaba, no sedaba cuenta de aquel peligro tanpróximo. Dirigió a Janet unatranquilizadora sonrisa y afectuosamentele acarició la mano. Por una vez, ella nole miraba. Mantenía los ojos fijos másallá, en la cocina. ¡Si su hijo siguiera ladirección de sus pupilas…!

Janet vio cómo los observaba Vera,calculando las posibilidades que tenía

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de actuar a espaldas de su marido. Porfin se inclinó hacia el horno para abrirla puerta. Quiso asegurarse una vez másde que Vern no volvía la cabeza.Después, apretando las máscaras contrael cuerpo, se irguió de modo que desdeel comedor sólo le vieran la espalda. Delado, se encaminó hacia un armario, queraramente abrían y en el que solían tenerconservas, y ocultó las caretas antigás.

Por tanto, no se trataba de unapesadilla. El crimen había entrado en sucasa. Durante el breve tiempo que duróel cambio de escondite, los ojos deJanet Miller no quedaron inmóviles.Febrilmente, iban de Vera a Vern, de

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Vern a Vera, con el propósito de que suhijo siguiera la dirección de su mirada.

Pero la maniobra falló. Vern supusoque se sentía impaciente por tener eltocino asado.

—Estará dentro de un minuto —ledijo para calmarla, mientras comía sinmirar a la cocina.

Y Vera regresó con el tocino. Lasonrisa que dirigió a Janet no estabainspirada por la solicitud, como élcreyó. Era la sonrisa de un diablosatisfecho de su triunfo. Sabía que Janetla había visto cambiar de sitio lascaretas y la desafiaba a que informase aVern.

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—Aquí está el tocino, en su punto —anunció.

—Gracias, Vera.El hombre a quien iba a matar le

daba las gracias amablemente.Concluida la cena, Vern se retiró al

cuarto de estar para leer el periódico.Salió del comedor empujando la silla deJanet y seguido por la mirada de Vera,encendida con la alegría del triunfo.Después, ella se encaminó a la cocinapara fregar la vajilla.

Mientras permanecieron solos, losojos de la paralítica se mantuvieronfijos en el rostro de su hijo, pero éste nisiquiera la miró, absorbido por la

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lectura de las noticias de la bolsa y delos resultados deportivos.

¡Si pudiera pronunciar aunque sólofuera un débil murmullo! ¡Qué granocasión aquélla!, pero, de ser así, noestarían solos, ni ella habría escuchadola conversación que tuvo lugar en lacocina.

Con todo, Vera no quiso arriesgarsea que consiguiera hacerse entendercomportándose como lo hizo en la mesa.Por tanto, a los pocos minutos sepresentó en el cuarto de estar con elpaño de cocina en la mano.

La víctima seguía leyendo elperiódico, con la cabeza baja, ignorando

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aquellos ojos, de mirada enloquecida,que se clavaban en él con la esperanzade que acabara comprendiendo.

Tras dirigir una perversa sonrisa ala paralítica, Vera regresó satisfecha asus quehaceres domésticos.

El tiempo, tan precioso, pasabadeprisa. Cuando su nuera volviese ya noles dejaría en toda la velada.

Vern se dio cuenta vagamente deaquella mirada de angustia que no loabandonaba y, sin levantar la cabeza,acarició con ternura la mano de sumadre. ¡Se estaba jugando la vida por lareseña de un encuentro de fútbol, por lacotización de la bolsa o por una

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historieta ilustrada!Al fin Vera fue a reunirse con ellos.

Después de encender un cigarrillo,conectó la radio.

Vern alzó la cabeza para preguntar:—¿Avisaste a la compañía del gas

para que viniesen a reparar elcalentador del baño?

A Janet Miller se le encogió elcorazón. ¡Ése iba a ser el instrumento demuerte! El calentador del baño queestaba averiado. La impresión la obligóa cerrar los ojos, pero los abrióenseguida. Hasta aquel momento supoque utilizarían el gas, pero ignoraba dequé forma.

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Vera chasqueó los dedos en unademán de falsa contrariedad:

—Tenía el propósito de hacerlo,pero lo olvidé por completo —declarócon aire contrito.

No era cierto. Janet lo sabía. Verahabía dejado de telefonearintencionadamente. Formaba parte de suplan. Todo iba a parecer natural: unaccidente estúpido.

—Hace mucho tiempo que lotenemos así —añadió su nuera—; por undía más no va a pasar nada.

—Desde luego. Pero se escapa tantogas cuando se enciende que acabará porjugarnos una mala pasada. Una noche de

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éstas nos asfixiaremos. Es verdad —agregó malhumorado— que cuando sequiere que algo resulte bien, debehacerlo uno mismo.

—Llamaré mañana a primera hora—respondió su esposa humildemente.

Mas para él no iba a haber mañana.Poco después, Vera consiguió, con

gran habilidad, distraerle de supreocupación e interesarle por la radio.

—¿Has oído? Este es un programamuy divertido. Los dos artistas tienenmucha gracia.

¿Hay algo más inofensivo que unaemisión cómica? Sin embargo, aquéllacontribuiría a matar a un hombre.

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El locutor anunció:—Cuando oigan la campanada serán

exactamente las veintidós horas…—La bolsa está bien orientada. Si

todo continúa como hasta ahora, creoque el verano que viene podremos hacerel crucero que tanto deseas.

«¡No, no podrás hacerlo! —gritó elpensamiento de Janet Miller—. ¡Estanoche te van a matar! Si pudiera hacertecomprender…».

A la paralítica le pareció que sólohabía pasado un minuto cuando ellocutor anunció nuevamente:

—Al sonar la campanada serán lasveintidós treinta.

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Vern bostezó satisfecho ydirigiéndose a Vera dijo:

—Se acerca Navidad. ¿Qué quieresque te regale?

—Lo que tú prefieras —contestómimosa.

Miller se volvió de pronto hacia sumadre para examinarla atentamente.

—¿Qué te pasa, mamá? Tienes lafrente cubierta de sudor.

Sacó el pañuelo y, con ternura, le fuesecando la piel húmeda.

Pero Vera no se descuidaba. Sabíalo que tanto desesperaba a la paralíticay se mantenía en guardia.

—Sí, hace mucho calor aquí —dijo,

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mientras a su vez se pasaba la mano porla frente—. También a mí…

Vern se inclinó para coger las manosde su madre.

—¡Las tiene heladas!—Es la circulación de la sangre —

dijo Vera, bajando la vista, como sitemiera entristecer a la anciana alrecordarle su enfermedad.

Vern asintió con la cabeza,agradeciendo a su esposa aquel tacto.

La mirada de Janet seguía fija en élcon desesperación. ¡Compréndeme! ¿Porqué no comprenderás lo que tanto deseodecirte?

Su hijo se irguió, desperezándose

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mientras bostezaba:—Voy a encender el calentador. Me

quiero bañar antes de acostarme. Hetenido una jornada agotadora.

—Lo mejor será que subamos todosa acostarnos —aprobó Vera—. A estahora no retransmiten más que swing yllega a hacerse monótono.

Se apagó el dial luminoso. Así, conun gesto trivial, como algo muycotidiano, fue como comenzaron lospreparativos del asesinato.

* * *

Vern tomó a su madre en brazos y la

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llevó hacia la escalera. Dejaban la sillade ruedas en la planta baja. Era muypesada para subirla al dormitorio.

Al oír como crujían los peldaños deroble bajo los pies de su hijo, Janet nopudo evitar preguntarse quién latrasladaría a la mañana siguiente. «¡Oh,hijo mío, hijo mío!, ¿dónde estarás túentonces?».

Mientras subían, sus rostros estabanmuy cerca. Los labios petrificados de laparalítica se esforzaron en vano endepositar un beso en su mejilla y Verndijo alegremente:

—¿Por qué soplas tanto? Soy yoquien me esfuerzo.

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Llegaron a la habitación de laanciana y la depositó en el lecho.

—Volveré a darte un beso y lasbuenas noches —le aseguró su hijo antesde irse a preparar el baño.

Vera solía acostarla. Por otra parte,no resultaba muy complicado, pueshacía tiempo que no se vestía como sifuera a salir. Lo único que debíanquitarle era la gruesa bata y laszapatillas de fieltro. Vera realizó estetrabajo con tanta naturalidad y tantacalma como si Janet no supiera lo queocurriría en el transcurso de la noche.Aquella mujer que iba a meterla en lacama era peor que una asesina. Era un

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monstruo sin sentimientos humanos. Lamirada de Janet parecía implorarle: «Nolo hagas. No me lo quites». Pero erainútil. Nada se consigue rogándole a laspiedras. A Vera la animaban dosgrandes móviles: su pasión por otrohombre y su pasión por el dinero. Lapiedad no podía imponerse.

Vern estaba en el cuarto de baño.Janet oyó cómo encendía el calentador.Después llamó a su esposa:

—Oye, Vera, ¿crees que podemosfiarnos de este chisme? El escape debede ser muy grande. Hay tanto aire que lallama es más blanca que azul.

—Claro que sí —respondió ella sin

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la menor vacilación—. No seas tonto.Más vale que tomes el baño esta noche,pues por las mañanas siempre tienesprisa.

Se oyó el ruido del agua cayendo enla bañera y un ligero olor a gas llegóhasta Janet, pero unos segundos despuéshabía desaparecido. Vera entró en lahabitación que compartía con su maridopara empezar a desnudarse.

Vern, en albornoz y zapatillas, seacercó al lecho de Janet. Dios mío, eraaún tan joven, tan vigoroso…

—Buenas noches, que duermas bien,mamá. Debes de estar cansada y tendrássueño.

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Cuando se inclinaba para besarla enla frente, hizo un descubrimiento.Entonces, en lugar de marcharse, sesentó en la cama.

—Vera —gritó—, ven enseguida.La asesina, vestida con un camisón

rosa adornado con encajes, entró en eldormitorio, sin dejar de pasarse uncepillo de plata por sus largos cabellos.

—¿Qué ocurre? —indagó con leveinquietud.

—Algo le preocupa, Vera. Espreciso que averigüemos qué le pasa.Tiene los ojos llenos de lágrimas.¡Fíjate en esa que le corre por lamejilla!

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El rostro de la mujer se contraía demiedo, aunque se esforzara en mostrarun aire solícito; pero, como siempre,tenía una explicación a punto.

—Al fin y al cabo —murmuró aloído de su marido como si no quisieraque Janet la oyese—, nada tiene deextraño que de cuando en cuando sesienta deprimida. Ponte en su lugar. Noshemos acostumbrado a verla así. ¡Peroes ella quien lo sufre! —Le dio unapalmada en la espalda y añadió—: Esodebe de ser.

Su marido no quedó convencido.—Por lo general, no toma su

situación tan a lo trágico. ¿Por qué

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precisamente esta noche? Desde que hevuelto de la oficina no ha hecho más quemirarme con fijeza. Hasta el punto deque tengo la impresión de que me quieredecir algo.

No cabía la menor duda de que Veraestaba extremadamente pálida, peropodía atribuirse a su inquietud por laenferma, a esa ansiedad que parecíacompartir con su marido.

—Voy a quedarme aquí unosminutos —dijo Vern.

«Sí, quédate aquí, conmigo —imploraba la paralítica—. Quédate a milado, despierto, y nada te ocurrirá».

Vera pasó un brazo por los hombros

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de su marido, obligándole con ternura alevantarse.

—No, tú te irás a bañar. El agua yadebe de estar caliente. Yo me quedaréaquí. Y verás cómo mañana estará bien.

«¡No, no podrá verlo; ya no veránada!».

Vera hizo un guiño a Janet con el quepretendía demostrarle una afectuosacomprensión hasta que su esposo salieradel dormitorio.

—Se encuentra un poco deprimidaesta noche. Eso es todo —dijo.

Después se acercó a la ventanaabierta y se asomó al exterior deespaldas al lecho. No podía sostener la

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mirada de aquellos ojos acusadores.Durante un rato oyeron a Vern

chapotear en el baño. Al fin reaparecióen la puerta del dormitorio.

—¿Has cerrado bien el gas? —preguntó Vera al verlo.

Podía hacer gala de esa solicitud,pues le constaba que, a pesar de ello,nada cambiaría.

—Sí —respondió él, mientras sesecaba la cara con una toalla—, perohuele mucho. Es preciso que mañanamismo nos ocupemos de telefonear paraque venga a repararlo. No quieroarriesgarme ni un día más. ¿Cómo siguemamá?

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—¡Calla! He conseguido que seduerma. No, no te acerques que ladespertarías.

Extendió el brazo y rápidamenteapagó la luz.

«¡No! ¡Deja que me despida de él!¡Si no puedo salvarlo, déjame que lomire antes de que…!».

La puerta se cerró silenciosa ydespiadadamente, aislándola en sudesesperación. «¡Socorro! ¡Socorro!»,gritaba su espíritu.

Durante algunos instantes, elmurmullo de sus voces le llegódébilmente a través del tabique. Luego,el ruido de una ventana que se abre, el

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girar del conmutador de la luz. Todollegaba claramente hasta ella. Nisiquiera esto le habían evitado.

El sudor empapaba su rostro, aunqueel aire de la noche entraba por suventana abierta.

* * *

El silencio.El silencio se agazapaba en torno a

ella, como una bestia a punto de saltar.El silencio, tenso como un tambor,

pero tan prolongado que llegaba apermitir la esperanza.

Un ruido leve, apenas perceptible…,

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el chirriar de una ventana de guillotinaque se cierra.

Segundos más tarde, la puerta de lahabitación se abrió y un fantasma blancoavanzó en silencio, a lo largo del muro,para cerrar la ventana y taponar lasrendijas.

Sin duda, Vera había abiertonuevamente el calentador del baño, perosin encenderlo. Con ella llegaba el olordel gas. El espectro abandonó eldormitorio para continuar su misión demuerte.

Un escalón, al pie de la escalera,gimió ligeramente al ser pisado, y Janetpudo oír el ruido, agrandado en el

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silencio de la noche, de la puerta delhorno al abrirse. Vera debió de guardarallí otra vez las máscaras, mientraslavaba la vajilla.

El olor a gas se acentuaba, y JanetMiller empezó a notar un zumbidodentro de su cabeza, que parecía ir enaumento minuto a minuto, como un trenque avanza por un largo túnel sonoro.

Al otro lado del tabique. Vern gimiólevemente, en sueños, en el sueño quesería eterno. Él tenía que sufrir en mayorgrado los efectos del gas, pues suhabitación estaba junto al cuarto debaño.

Nuevamente el fantasma entró en el

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dormitorio. A los ojos de Janet, ya noaparecía blanco, sino ligeramenteazulado. Ya no era un murmullo lo quellenaba su cabeza, sino un verdaderorugido, como si el tren cruzara de unaoreja a otra, a través del cráneo,mientras toda la habitación oscilaba entorno suyo.

La incorporaron de la cama dondereposaba y una voz que parecía venir demuy lejos le dijo:

—Ya has tragado lo necesario paraengañarlos.

De repente, algo le cubrió el rostro.Y volvió a respirar aire puro. El rugidopersistió un instante y luego fue

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disminuyendo como si el tren se alejara;al fin, dejó de oírlo.

«¡Mi hijo! ¡Mi hijo!»A través de la mica que protegía sus

ojos, Janet vio la claridad del alba quese filtraba en su habitación. Al pocotiempo, una silueta vacilante entró en sucampo de visión; apoyaba una mano enla pared para avanzar. Vera setambaleaba, y esto no se debía a la vistade Janet, sino al gas acumulado en lashabitaciones cerradas, que le hacíasentir sus efectos, porque acababa dequitarse la careta. Se cubría la cara conun pañuelo húmedo, procurandocontener la respiración.

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Tuvo el buen sentido de dirigirse ala ventana, para quitar los papeles de lasrendijas, antes de acercarse al lecho.Incorporó a la paralítica y le quitóbruscamente la careta antigás.

Volvieron a zumbar los oídos deJanet: el tren parecía regresar.

—Contén la respiración cuanto tesea posible —oyó decir a su nuera, trasla mordaza—. ¡Lo digo por tu bien!

Con la careta en la mano abandonóla habitación y la paralítica la oyódescender la escalera dando tumbos.Poco después le pareció que se abríauna puerta en la parte trasera de la casa.El zumbido fue aumentando, hasta que el

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aire, que se filtraba por las ventanas,acabó por neutralizarlo. En el cuarto debaño, el gas continuaba saliendo.

«Contén la respiración cuanto te seaposible. Lo digo por tu bien». ¡Como sipudiera interesarle seguir viviendo!«Está muerto, pensó abatida JanetMiller. Debe de estar muerto, pues deotro modo no hubiese venido a quitarmela careta. ¿No sería preferible que mefuera con él?».

En contra de las recomendaciones deVera, comenzó a respirar ávidamente,reteniendo el aire envenenado en lospulmones, igual que cuando años atrás, acausa de una operación, le dieron

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cloroformo.De nuevo comenzó el zumbido, que

fue en aumento, hasta convertirse en unrugido. Un remolino azul revoloteó porel dormitorio, oscureciéndolo poco apoco.

«Les venceremos, Vern, pensó laanciana. ¡Moriremos juntos!»

En las tinieblas que la rodeaban, nose veía más que un punto azul. En algúnlado se oyó cómo rompían un vidrio,pero eso ya no interesaba a Janet.

Al desvanecerse el punto azul, noquedó nada.

* * *

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Tenía mucha sed e iba bebiendoaire, un aire delicioso del que nollegaba a saciarse. No veía nada; seencontraba en el interior de una tienda ode algo parecido, y oía un murmullo devoces. Hubo un relámpago cegador ycesó el delicioso aflujo del aire. Luego,regresaron las dulces tinieblas y pudonuevamente respirar el aire vivificador.

—Recobra el conocimiento. Saldrásin consecuencias.

—Parece un milagro. En su estado,era para creer que un par debocanadas…

El rayo se repitió cada vez con másfrecuencia, como en la proyección de

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viejos filmes; luego se estableció la luzde un modo permanente y Janet abrió losojos.

Al instante se apoderaron de ellaunas violentas náuseas. Le pareció unmal síntoma, pero, por el contrario, lossonrientes rostros que la rodeabanasentían como animándola a vomitar.

—Ahora está bien. Ya no hay quepreocuparse.

—¿Y los otros dos?—La mujer no corre peligro —

respondió la voz de un ser invisible—.Pero él está listo.

Debían de haber tendido a laparalítica sobre una camilla, pues se dio

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cuenta de que la levantaban paratrasladarla. En el momento en que salíande la habitación, se alzó un grito dedesesperación en alguna parte de lacasa:

—¡No, no se detengan! ¡Devuélvanlela vida, se lo ruego! ¿Por qué no hemuerto yo en lugar de él? ¿Por qué hatenido que ser él?

Se llevaron a Janet Miller paradepositarla en una ambulancia y ya novolvió a oír los gritos desgarradores.

* * *

Una mujer pálida y triste entró con la

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enfermera. Apenas se podía reconocer aVera con sus ropas de viuda. Habíanpasados dos días.

—Ahora vuelve usted a su casa —ledijo la enfermera a Janet—. Aquí está sunuera que viene a buscarla.

La paralítica cerró los párpados:¡no, no, no, no! Pero fue en vano. Laenfermera no conocía el código queempleaba con Vern.

—¿Quiere que le ayuden?—En la calle me espera un amigo

con un coche —explicó Vera—. Sipudieran hacerla bajar en la silla, luegoya nos arreglaríamos nosotros.

Aunque cerraba desesperadamente

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los párpados, se la llevaron al ascensory salió del hospital, ante cuya puertaaguardaba un hombre, junto a un auto.

Fue así como vio por primera vez alotro asesino de su hijo.

Era más alto que Vern y mucho másguapo, pero su rostro no tenía carácter;un rostro blando… La clase de hombrespor los que las mujeres como Vera secondenan en la tierra.

Ayudado por la enfermera alzó a laparalítica de su silla para depositarla enel asiento delantero del coche. Luego,colocaron la silla de ruedas sobre elportaequipajes. Era demasiado grandepara meterla en el interior.

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Vera se sentó entre su suegra y elconductor y partieron. Janet no habíapasado aquellos dos días en el hospitala causa del gas; únicamente para quetuviera todos los cuidados necesariosque Vera no podía dispensarle en lapostración de su «dolor».

—Nos ha salido caro —exclamó sunuera mientras se alejaban del hospital.

—Sí, pero el resultado ha sidoexcelente —respondió él—. Y al fin y alcabo, no suma más que unos ciendólares; ahora tenemos mucho dinero.

—Seguro, pero ¿por qué hemos degastarlo en ella? Y ahora, ¿qué vamos ahacer? ¿Conservarla como recuerdo?

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Aunque sus hombros se rozaban,iban hablando de Janet como si seencontrara a diez millas, sin la menorconsideración.

—Nos asegura la impunidad,¿cuántas veces he de decírtelo? Mientrasesté con nosotros, bajo el mismo techo,cuidada por nosotros, nadie sospechará.Debemos tenerla en casa… durantealgún tiempo.

Vera se echó hacia atrás el velo deviuda para encender un cigarrillo.

—Tengo tiempo de fumarlo antes deque lleguemos. ¡Qué harta estoy de estacomedia!

Cuando enfilaron la calle que

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conducía a la casa, Vera, después dearrojar el cigarrillo fuera del coche, seechó el velo a la cara. Un resto de humose fue filtrando a través del velo y le dioel aspecto del monstruo que en realidadera.

Entró la primera en la casa queperteneció al hijo de Janet Miller,abatiendo la cabeza en honor a losvecinos. El hombre bajó la silla y,después de sentar en él a la paralítica, laempujó hasta el cuarto de estar.

—Ahora vete —le dijo Vera—. Aúnno puedes quedarte aquí mucho rato. Losvecinos nos deben de vigilar.

—Déjame por lo menos echar un

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trago —protestó él alegremente—. Nocreo que la cosa dependa de cincominutos, ¿verdad?

Se sirvió una gran copa del coñac deVern y la apuró de una sola vez.

—Creí que me recomendabasprudencia. Debemos proceder poretapas.

Cuando consiguió que se fuera, Veravolvió a la sala y, enfurecida, arrojó elsombrero y el velo sobre una silla.Entonces descubrió los ojos de Janetque, implacables, se clavaban en ellacomo dos piedras ardientes.

Se sirvió coñac, pero en menorcantidad que él y con mano menos

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segura.—Ahora te voy a decir una cosa —

exclamó de repente—. Si quieres tenertranquilidad, deja de mirarme así. Sé loque piensas, pero de nada va a servirtesi no cambias de actitud; al contrario.

* * *

Sus visitas se hicieron más largas ymás frecuentes, y a las tres semanas dehaber salido Janet del hospital secasaron. Como era de esperar, no dieronpublicidad al acontecimiento, perocierta noche la paralítica los oyó hablarde su matrimonio y desde entonces él se

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quedó a vivir allí. Comprendió muy bienlo que significaba. Poco después, suposu nombre: Haggard, Jimmy Haggard,asesino de Vern Miller.

Los vecinos debieron de suponerprobablemente que era una consecuencianatural del drama que alteró porcompleto la vida de Vera. Una viudajoven y sola en el mundo que se sentíaatraída por el que más atento se mostrócon ella durante su desgracia. Su prisaquizá les sorprendiera, pero pasaríantres o cuatro semanas antes de que seenteraran y entonces parecería menosprecipitado.

Janet Miller vivió algún tiempo

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como en trance, suspendida entre la viday la muerte. Puesto que respiraba yabsorbía alimentos, técnicamente podríadecirse que vivía, pero no era así. Lehabían arrebatado todo: la voz, el sol yel cielo azul. Y jamás se lo devolverían.Janet Miller habría muerto, sin duda, alcabo de un mes o dos, sólo porque ya nole interesaba vivir, si, lenta perofirmemente, una nueva chispa no hubieraengendrado en ella un ardor que vino asustituir lo que hasta entonces fue surazón de ser.

La Venganza.La chispa se convirtió en llama y la

llama encendió una hoguera abrasadora.

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Janet no se había sentido tan llena devida como entonces desde que suenfermedad la redujo a la impotencia. Elfuego que la animaba ardía día y noche.No era preciso que lo alimentasen ni quelo reanimaran. El tiempo no existía paraJanet. ¡Qué importaban las horas, losdías o los años! Viviría hasta los cien deser preciso, pero no iba a abandonar supuesto sin haber hecho pagar su culpa alos dos asesinos. No se le escaparían.Ignoraba cómo y cuándo, pero loscastigaría.

Ellos mismos le proporcionarían losmedios. Tuvieron varias peleas por suculpa. Considerándola como un lastre,

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ninguno de ellos quería atenderla. QuizáHaggard fuese mejor que Vera… No, laverdad es que era menos cínico, que lepreocupaban las consecuencias muchomás que a su mujer.

—¡No podemos dejarla morir dehambre y no es capaz de alimentarsesola! Si la descuidamos, cascará antenuestras narices y van a darse cuenta deque no comía. Una cosa trae la otra, yantes de que te des cuenta habrán hechopreguntas, sumado dos y dos ydescubierto la verdad.

—Entonces, contrata a alguien quese ocupe de ella. No quiero pasarme eldía en casa para darle la comida o

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acostarla. Búscale un enfermero.Podemos pagarle un sueldo, creo yo. Obien librémonos de ella internándola enuna clínica.

—No, aún no. Es preciso que latengamos aquí durante varios meses,hasta que se olvide esta historia —insistió Jimmy—. Por otra parte, no mehace ninguna gracia meter en casa a unextraño. Es un riesgo. Sobre todo, si setrata de alguien del vecindario que hayaconocido a Miller. Tendremos que sermuy prudentes, que estar siempre sobreaviso, pues podemos hablar demasiadosi hemos bebido un trago de más.

Mientras Haggard dudaba acerca de

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ese punto, preguntándose si debía o nocorrer el riesgo, si era preciso insertarun anuncio en un periódico o recurrir auna agencia, le sacó de su indecisión unade esas circunstancias fortuitas que decuando en cuando se producen.

Un hombre joven, de buen aspecto,pero que no parecía muy favorecido porla suerte, pasaba una mañana por lacalle y al ver a Haggard bajo el porchedelantero, se atrevió a preguntarle sitendría algún trabajo que encargarle,como segar el césped o fregar el suelo.Explicó que viajaba haciendo autoestopy que había llegado a la ciudad mediahora antes. Llevaba un paquete que

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contenía todo su equipaje.Haggard lo examinó con aire

pensativo, luego miró a la anciana. Estopareció darle una idea.

—Venga usted —le dijo.

Janet Miller oía hablar a los doshombres en el cuarto de estar. Después,Haggard llamó a su mujer paraconsultarle. Vera estuvo de acuerdo,seguramente satisfecha de que alguien lalibrase de toda preocupación conrespecto a la vieja. Fue ella mismaquien acompañó al joven, que ya nocargaba el paquete, al porche delantero.

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—Ahí la tiene —dijo con sequedad—. ¿Se da cuenta ahora de lo queesperamos de usted? Nosotros salimosmucho y tendrá que meterle la comida enla boca sin dejarse impresionar por suscaprichos. De cuando en cuando le dapor hacer huelga de hambre. Entonces,apriétele la nariz hasta que tenga queabrir la boca para respirar. No sealojará en la casa, pero debe estar aquía las nueve de la mañana para sacarla alporche. Si yo no me he levantado aún,no pierda tiempo en vestirla; basta conque la envuelva en una manta. Por lanoche volverá a acostarla una vez hayacenado. Eso es todo. Quiero que alguien

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la vigile cuando nosotros nos vamos,para que nada le ocurra.

—Sí, señora —respondió el jovencon aire sumiso.

—Muy bien. ¿Cómo se llama usted?—Casement.—Bien, Casement. ¿El señor

Haggard le ha dicho cuánto lepagaremos? Pues entonces no quedanada que discutir. Puede considerarsecontratado. Tome una silla e instáleseahí.

El joven se sentó junto a la silla deruedas con las manos sobre las rodillasy las piernas abiertas. La vieja y suenfermero se miraron.

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Se atrevió a sonreírle, y ellacomprendió que guardaba un fondo desimpatía por su situación. También sedio cuenta de que era la primera vez quetenía un empleo así, que nunca habíahecho algo parecido.

Media hora después, Casement sepuso de pie y le dijo:

—Voy a buscar un vaso de agua.¿Tiene usted sed? —agregó, como siJanet pudiera contestarle.

De súbito recordó que no le eraposible y quedó aturdido,contemplándola. Sí, desde luego, notenía ninguna experiencia en asuntos deaquella clase…

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—¿Cómo sabré cuando quiere ustedalgo? —dijo como para sí, con aireembarazado mientras se rascaba la nuca.

Al fin, entró en la casa, y volvió alpoco rato con un vaso de agua para ella.La estuvo mirando, sosteniéndolo en elaire, sin saber qué hacer. Janet cerró pordos veces los párpados, para hacerlecomprender que tenía sed, con laesperanza de que adoptase el código. Élle puso el vaso entre los labios y fuevertiendo su contenido en la boca, hastavaciarlo.

—¿Quiere más? —indagó.Esta vez ella sólo cerró los

párpados una vez.

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Casement dejó el vaso en el suelo, yluego la estuvo contemplando,pensativo, mientras se acariciaba labarbilla:

—Dos veces; cierra usted lospárpados dos veces seguidas y muydeprisa. O una sola vez. ¿Se las ingeniade este modo para decir «sí» y «no»?Vamos a descubrirlo, ¿le parece? —secolocó ante ella, mirándola fijamente ydijo—: Sí.

Janet cerró dos veces los párpados.—No.Una sola vez.—Vaya —dijo el joven alegremente

—, vamos progresando, ¿eh?

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La anciana repitió la señal por dosveces y sus ojos le sonrieron. El código.En pocos minutos había descubierto elsistema de comunicación que utilizabacon Vern. Era inteligente aquel chico.

Al caer la tarde, empujó la silla deruedas hasta la mesa del comedor y sedispuso a darle la cena. Al principio lohizo con torpeza, pero pronto descubrióla técnica, y se dio cuenta de que nodebía llenar demasiado la cuchara, puesla anciana sólo era capaz de entreabrirlas mandíbulas.

—Parece tener más suerte quenosotros —comentó Vera, que leobservaba—. Con usted no protesta.

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—Sí —respondió Casement sindesviar la mirada de lo que estabahaciendo—. La señora Miller y yoseremos grandes amigos.

Sí, decía la verdad. Sin que pudieraexplicárselo, sin saber por qué, Janettenía confianza en él y lo considerabacasi como un aliado.

Después, Casement la subió a suhabitación y la anciana no volvió a verloen toda la noche. Pero, tendida en ellecho, se sentía feliz. La llama que vivíaen su interior se alzaba ardiente y clara.Quizá.

* * *

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A la mañana siguiente, el joven fue abuscarla y la llevó a la planta baja.Después de darle el zumo de naranja, seinstaló con ella en el porche delantero.Durante algunos minutos estuvo tomandoel sol, en silencio. Luego, volvió lacabeza para contemplar las ventanas quese alzaban a su espalda, como siquisiera asegurarse de que no habíanadie en las habitaciones delanteras.Pero lo hizo con tanta naturalidad quehacía dudar de que fuera ésta suintención.

De pronto, dijo a media voz:—¿Quiere usted al señor Haggard?Los párpados se cerraron una sola

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vez y sus ojos azules parecierondespedir chispas.

Casement hizo una pausa y luegopreguntó:

—¿Quiere usted a la señoraHaggard?

De nuevo, los párpados se cerraronuna vez, pero casi con ferocidad.

—¿Por qué será? —dijo él entonces,aunque en realidad no se lo preguntaba aJanet.

La impresión de contar con unaliado, que ya tuvo la víspera, se hizoaún más fuerte. Esperanzada, miró aljoven.

—Es una lástima que no podamos

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hablar —suspiró Casement, antes devolver a su silencio.

Al fin, bajó Vera, y Haggard lasiguió poco después. Comenzaron adiscutir y desde el porche se les oyóclaramente.

—¡Ayer noche te di un billete decincuenta! —gritaba ella—. Hay que ircon más cuidado, ¿no te parece?

—¿Es que vas a limitarme losgastos?

—¿De quién es el dinero, tuyo omío?

—Sin mí, nunca lo hubieras tenido…De pronto, Vera le dio orden de

callar, para decir luego:

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—No olvides que la vieja ya no estásola.

La forzada pausa que siguió fue máselocuente que todas las palabras. JanetMiller contemplaba a Casement confijeza, pero éste no cambió deexpresión. Por lo visto, no le extrañabalo que había oído.

Haggard fue al garaje a buscar elcoche y lo estacionó ante el porche.Vera, a su vez, salió para reunirse conél, después de decirle a Casement:

—Les dejamos solos. Ya sabe loque tiene que hacer.

Apenas el coche hubo desaparecidopor la larga avenida bordeada de

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árboles, Casement se puso en pie y entróen la vivienda. No lo hizo de un modofurtivo, ocultándose a los vecinos, sinocon entera naturalidad, igual que quientiene la intención de realizar algo que yano puede diferir por más tiempo.

Estuvo ausente un buen rato. Janet leoyó en una de las habitaciones y luegoen otra. Parecía ir recorriendo toda lacasa, deteniéndose de cuando en cuandopara examinar un cajón o un armario.

De no tener una confianza taninexplicable en él, Janet habría pensadoque se trataba de un ladrón que habíaaceptado el empleo con el únicopropósito de desvalijar la casa en

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ausencia de los propietarios.Pero, dato curioso, no llegó siquiera

a pensarlo.Había pasado una hora cuando

Casement reapareció en el porche, conla cabeza baja, pensativo. Fue a sentarsejunto a la paralítica y, hundiendo lamano en el interior de la chaqueta, sacóun volumen de reducidas dimensiones:un diccionario de bolsillo.

—Es preciso que encontremos algúnmedio de tener algunas palabras más que«sí» y «no» —dijo—. Deseo hablar conusted. Por eso acepté este empleo.

A través de los pilares del porchebañados por el sol miró a derecha e

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izquierda de la calle. No se veía anadie.

Casement sacó otra cosa delbolsillo. Janet Miller supuso que setrataba de un reloj, pero luego vio queera una insignia con el emblema delEstado. Después, el joven la guardó denuevo.

—Soy agente de policía —explicó—. Vine aquí después del accidentepara hacer una investigación, comosiempre ocurre en estos casos. Por loque he podido deducir, la señoraHaggard se despertó a causa del olor agas. Con dificultad, pudo descenderhasta la planta baja y romper un cristal.

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Luego, quiso telefonear pidiendosocorro. Pero no tuvo fuerzas más quepara descolgar el aparato y cayódesvanecida. Sin embargo, heinterrogado a la telefonista que dio laalarma y ésta sostiene que todo ocurrióen orden inverso. Con perfecta claridadoyó romper el cristal después de quedescolgaran el receptor. Esto me parecemuy raro. Se trata de un cristal bastantegrueso, colocado en la puerta delantera,y no de un cristal corriente. Debió degolpearlo con un puño de paraguas parapoderlo romper. ¿Y cómo tuvo fuerzaspara hacerlo cuando le faltaban inclusopara gritar una vez hubo descolgado el

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aparato? Además, desde la puertaregresó junto al teléfono, donde laencontraron desvanecida. Entre los dospuntos se extiende el pasillo. Pero porextraño que esto me hubiese parecido,seguramente no habría hecho caso de noir después al hospital donde la atendíanpara examinar la ropa que vestía cuandoocurrió el drama. Las zapatillas de saténque calzaba estaban mojadas en losbordes por la humedad y descubrí unabrizna de hierba entre un terroncito detierra pegado a la suela. Por tanto, habíasalido de la casa antes de desvanecerse;luego volvió a entrar, cerró la puerta yfue a romper el cristal. Pero, además,

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desde que ella y Haggard se casaron loscomadreos del vecindario llegaron anuestros oídos. Incluso recibimosanónimos. Le cuento todo esto porqueme parece que va a ser uno de losasuntos más difíciles de cuantos hetenido y pensaba que quizá usted pudieraayudarme.

Janet se sintió como abrasada por lahoguera encendida en su interior, hastael punto de casi no poder respirar, peropor dos veces cerró los párpados, tandeprisa como le fue posible.

—¿Así que usted puede decirmealgunas cosas con respecto a esteasunto? Muy bien. Lo primero que

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desearía saber es si la asfixia fueaccidental o no.

¡No!La contempló en silencio, pero la

anciana se dio cuenta de que no lesorprendía y que, por el contrario,confirmaba sus sospechas. Casementabrió el diccionario y colocó la uña delpulgar bajo una palabra, señalándosela.

Asesinato, leyó Janet.Sí.—¿Su mujer? —añadió el policía,

endureciendo la expresión de los labios.La anciana reflexionó un instante. Si

le lanzaba sobre una pista falsa, notendría después medio de hacerle volver

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al verdadero camino.Janet cerró los ojos una vez y luego,

casi enseguida, dos veces.—¿Sí y no? —dijo—. ¿Qué significa

eso…?Entonces comprendió. No cabía

duda de que era un muchacho muy listo.—¿Su mujer y otro?Sí.—Entonces, sin duda, deben de ser

Haggard y ella.Sí.—Pero —preguntó preocupado—,

¿estuvo ella a punto de morir?No.—¿No corrió ningún peligro?

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No.—Sin embargo, leí el informe del

médico que vino con la ambulancia yhablé con él. Tuvieron que trasladarla alhospital.

Pasaron la mañana discutiendo estepunto. A Janet no le importabademasiado convencerle de que la asfixiade Vera fue simulada, aunque enrealidad sólo lo fuera a medias, peroquería evitar a toda costa que Casementpasara a otro tema para poderleconducir hasta las caretas antigás. Si lainterrogaba acerca de otro aspecto delcrimen, quizá no lograse nunca hacerlecomprender cómo lo realizaron.

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* * *

La conversación de una sola voz sereanudó por la tarde, en el porchetrasero.

—Parece haber algo que nos detiene—dijo Casement—. No sé cómo puedeestar segura de que su asfixia erasimulada. Usted misma quedó sinconocimiento… ¡Perdone! Olvidaba queno puede responderme más que sí y no.

Parecía no saber qué hacer. Sacó delbolsillo varios papeles, informes osobres viejos en los que había tomadonotas, y los estudió durante algunosminutos.

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—Su hijo y ella dormían en lamisma habitación del primer piso; la quehoy ocupa con Haggard. Asegura ustedque no corrió peligro de morir… ¡Ah, yalo tengo! Lo que encontré en laszapatillas: se quedó en el jardín hastaque su hijo se hubo asfixiado, evitandoasí aspirar una cantidad mortal de gas.¿Es eso?

No.—¿No fue así como se salvó?No.—¿Se fue a otro cuarto, donde dejó

las ventanas abiertas?No.Ya no comprendía nada.

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—¿Se quedó en la misma habitaciónque él, mientras estaba abierto el escapede gas?

Sí.El policía se pasó la mano por los

cabellos, había agotado todas lashipótesis. Janet clavó la vista en eldiccionario que Casement tenía en lamano y la mantuvo así. El policía acabópor darse cuenta.

—Sí, el diccionario… ¿Pero quépalabra? —dijo desesperado.

¿Por qué no abría el libro? Si no sedaba prisa, iba a perder el hilo de laconversación, olvidando la últimarespuesta que ella le dio. La paralítica

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ignoraba si en el diccionarioencontrarían la palabra exacta. Sinembargo, valía la pena intentarlorecorriendo el alfabeto, quizá llegarana…

—Bien, comencemos, aunque estonos lleve toda la semana —declaróCasement—. Ella estaba en la mismahabitación cuando él estabaasfixiándose. Y, sin embargo, afirmausted que no corría ningún peligro y queaquí hay una palabra que lo explicatodo. ¿Algo que se refiere a losdormitorios?

No.—¿A las ventanas?

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No.—Entonces, ¿que se relaciona con el

gas?¡Sí!Casi rompió el libro en su afán de

llegar a la letra G.Janet había cerrado los ojos y

elevaba al cielo una plegaria.— Ve a m o s , galo…, ganado,

garaje…, ¡ah! Gas. Todo cuerpo fluidosimilar al aire… Sustancia gaseosa quese emplea para el alumbrado… ¡Oh!

Por el modo como se encendía sumirada, comprendió Janet que acababade descubrirlo, adivinando entoncestoda la verdad.

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—Careta antigás… ¿Cómo no seme ocurriría antes? Quedaba bien clarodesde el momento en que dijo usted queno salió del dormitorio.

Los ojos de la paralítica sehumedecieron de júbilo.

—¿Así que se valieron de una caretaantigás?

Sí.—Y a usted le pusieron otra.Sí.—Eso demuestra astucia. Si la

hubieran dejado morir, se arriesgaban adespertar sospechas. ¿Quién las trajo?¿Haggard?

Sí.

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—¿Estuvo aquí la noche del drama?No.—Un chico listo, ¿verdad? Pero eso

no lo salvará de que le considerencómplice. Debe de estar deseando quese castigue a esa gente, ¿verdad, señoraMiller? Mataron a su hijo.

No creyó necesario cerrar lospárpados. La llama de venganza queardía en su mirada era más queelocuente.

—Usted sabe que han asesinado a suhijo y yo también lo sé. Pero nos hacefalta alguna prueba material. Enrealidad, sólo existe una: las caretasantigás. La solución del caso dependerá

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de si las encuentro o no. La señoraHaggard le puso una y, sin duda, se laquitó poco antes de la llegada de losbomberos. Debió de conservar lalucidez durante unos minutos. ¿Sabe loque hizo con ellas?

A decir verdad, nada había visto,pero, a pesar de todo, la respuesta eraque sí, puesto que antes del crimen oyóplanear cómo iban a desembarazarse delas caretas.

—Muy bien —exclamó el policía—.Supongo que no será fácil, peroinsistiremos tanto tiempo como hagafalta. ¿Se fatiga? —indagó solícito—.No tenemos la menor prisa, ¿sabe?, y no

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quisiera agotarla.¡Fatigarse! La llama de la venganza

ardía con un resplandor demasiado vivo,se alzaba a demasiada altura para quepudiera sentirse cansada. No, respondió.

—Bien. Entonces, en marcha. Setrata de saber qué hicieron de lascaretas. Busquemos un atajo para llegara la respuesta. ¿Las ocultó en la casa?

No.—Lo suponía. Es muy arriesgado.

¿Las ocultó en alguna parte, cerca de sucasa?

Sí.—¿Sabe usted dónde?Sí.

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—¿Cómo lo sabe usted?… No,perdone. No tiene importancia.Veamos… ¿Bajo los porches?

No.—¿En el garaje?No quiso contestar ni afirmativa ni

negativamente, temiendo otra vezlanzarle sobre una pista falsa y noencontrar luego el medio de hacerlevolver al buen camino.

—¿Tampoco en el garaje?Janet no respondió.—El garaje; ni sí ni no —comentó el

policía pensativo. Luego, comprendió, yJanet agradeció al cielo que le hubieradado una inteligencia tan clara—. ¿En el

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coche?Sí.—¿En el que tienen ahora?No.—Claro, lo compraron después de…

aquello. Me enteré antes de venir aquí.Entones, en el coche viejo. ¿Les oyódiscutir después del crimen? ¿Es asícomo se enteró?

No.—No estaba usted en situación de

verlos esconder las caretas y no pudooírles hablar. Entonces, debió de serantes de cometer el delito.

Sí.El rostro de Casement se iluminó

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con una sonrisa de satisfacción:—Eso explica que esté tan bien

enterada de lo ocurrido. ¿Sabían ellosque usted les oía?

Janet no se atrevió a decirle laverdad, pues podría no creerla. Lehubiera sido difícil comprender queHaggard y Vera persistieran en suproyecto, sin variar el plan, a pesar desaber que había escuchado suconversación. Por tanto, respondiónegativamente.

—La señora Haggard no sabeconducir. Por tanto, debió de ser élquien vino en busca del vehículo dondese ocultaban las caretas. ¿No es así?

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Ella no respondió.—Comprendo… Enviaría a otro a

buscarlo…, a alguien que no estaba alcorriente. Pero, como debieron deocultar las caretas en el portaequipajes,necesitaba recogerlas sin peligro de quelo identificaran…

Sí, sí, sí.—A ver, a ver, ¿antes de casarse no

era propietario de un garaje? —dijoCasement, consultando sus notas—. Sí,eso es, Garaje Ajax, Clifford Avenue.Iré allí a hacer una investigación. Estoyseguro de que a estas alturas habrándestruido las máscaras, pero es posibleque algo quede. Si consiguiera encontrar

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los restos identificables de una de ellas,habríamos ganado. Me ha dicho cuantosabía, señora Miller, y me ha permitidoreconstruir los hechos. Lo demásdepende de esas caretas. —Casement seguardó en el bolsillo las notas y eldiccionario que tan útil le había sido—.Ya verá como al fin los prenderemos,señora Miller —le prometió con ternura,mientras se ponía en pie.

Janet lo contempló con los ojoshúmedos, y el policía comprendió lo queella no podía decirle, tanta elocuenciapuso en su mirada.

—No me dé las gracias —advirtiócon un gesto expresivo—. Ése es mi

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trabajo.

Pasaron dos días. Como el policíano descuidó ni en una sola ocasión susdeberes hacia ella, Janet supuso quededicaba las noches, después demarcharse de la casa, a lasinvestigaciones.

En realidad, parecía muy fatigado alllegar por la mañana y el sueño estaba apunto de vencerle al sentarse bajo elporche, junto a la silla de ruedas desdela que ella le bendecía.

«No corre prisa, trabaje con calma,mi brazo derecho, mi espada de la

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justicia», pensaba Janet.El policía no le informó de los

resultados obtenidos a pesar de teneroportunidades de hacerlo, puesto que losHaggard salían continuamente. Y, almirarle a la cara, era difícil saber sihabía triunfado o no. Janet no le quitabala vista de encima, contemplándole conla misma insistencia que a Vern la nocheen que…

—Desea usted saber qué hay denuevo —le dijo Casement al fin—. Se lequema la sangre y sería cruel dejarlamás tiempo en la duda. La verdad es quehasta ahora no he tenido mucha suerte.El vehículo en cuestión sigue en el

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garaje, en espera de que lo vendan; lo heexaminado de una punta a otra,presentándome como un posible cliente,pero las máscaras ya no están allí. Lomás grave es que nadie, ni uno solo delos empleados del garaje, ha visto esoschismes, como he podido comprobarinterrogándoles hábilmente. Paraasegurarme mejor, he escudriñado por elgaraje, he revuelto todos los montonesde basura de los solares próximos aledificio, incluso he registrado la casadonde vivía Haggard antes de venir ainstalarse aquí. No he encontrado nada,nada en absoluto.

Mientras hablaba, iba paseando bajo

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el porche.—Y eso no se esconde con

facilidad. No pueden convertirse enhumo. Aunque hubieran utilizado unácido para destruirlas, habría quedadoalgún residuo. No creo que las tirara almar, atadas a una piedra, pues heseguido sus movimientos de manera muyprecisa. No se ha acercado a losmuelles, no ha subido a bordo de unasola embarcación y ni una sola vez haido al río. Tengo tan poca idea deadonde fueron a parar como de dóndevienen. —Se interrumpió bruscamente ymiró a Janet—. ¡Es una idea! —exclamó—. ¿Por qué no se me ocurriría antes?

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Si no descubro adonde han ido a pararlas caretas, puedo por lo menosaveriguar su procedencia. Quizá tengamás suerte operando a la inversa. Eso nolo venden en las tiendas. Cuando los oyóhablar de ese asunto, ¿no mencionaroncómo las consiguieron?

Sí, respondió con presteza.—¿Las habían comprado?No.—¿Alguien se las dio?No.—¿Las robaron quizá?Sí.—¿En una fábrica o en un taller?No.

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—¿En algún cuartel?No.Casement se rascó la cabeza.—¿Y de dónde puede uno

procurarse caretas antigás? ¿Sería unamigo quien las tenía, algún conocido talvez?

Sí.—Eso no nos sirve de mucho.

¿Quién es ese amigo? ¿De dónde habíasacado las caretas?

Janet miró hacia el sol, cerrando pordos veces los párpados, para luegovolver la vista hacia Casement. Repitióel juego por segunda vez. Y luego portercera.

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—No comprendo. ¿El sol? ¿Que lastenía en el sol?

Esta vez, la paralítica detuvo lamirada a medio camino entre el astro deldía y el horizonte.

—¿El Este? —preguntó el policía.Sí.—Pero si ya estamos en el Este…

¡Ah! ¿Europa?Sí.—Un momento, que me parece haber

entendido. ¿Se las quitaron a alguien quelas trajo de Europa?

Sí.—Magnífico —exclamó Casement

—. Creo que ya sé cómo identificar a

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ese tipo. Recurriendo a las aduanas.Tuvo que declarar las caretas antigás,sobre todo si traía más de una. Figuraráen su expediente. Comprendo ahora porqué no he podido encontrarlas. Haggardlas debe de guardar intactas en algúnlugar en espera de la ocasión dedevolverlas, si es que no lo ha hecho ya.Es el mejor sistema. Esta vez, señoraMiller, me parece que seguimos unabuena pista…, a menos que seademasiado tarde.

* * *

El teléfono sonó bruscamente en las

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tinieblas de la habitación. Casement alzóla mano para ver la hora en la esferaluminosa de su reloj de pulsera. Lasdoce menos cuarto. No se movió, dejóque el teléfono continuara sonando hastaque al fin cesó.

Casement tenía una vaga idea sobrela identidad de la persona quellamaba… para saber si había alguienallí. De haber descolgado, seguramentenada hubiera oído… salvo un chasquidoal otro lado de la línea, y todo su plan sevendría abajo.

—El canalla no quiere arriesgarse—murmuró—. Sin embargo, a estashoras debe de haber recibido la tarjeta

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postal que Hamilton le envió desdeBoston.

El policía sentía un gran deseo defumar, pero se daba cuenta de quehacerlo habría sido un error. Bastaríacon que divisara la lumbre del cigarrilloa través de los oscuros cristales de laventana para que todo fracasara.Demasiadas cosas estaban en juego paraexponerlas por una tontería.

Cuando de nuevo miró el reloj, eranlas doce y cuarto. Había pasado mediahora desde la llamada telefónica.

—Llegará de un momento a otro —se dijo.

Efectivamente, segundos después

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oyó el ronquido del motor de un cocheque aminoraba la marcha ante la casa.Pero no se detuvo, continuó hasta laesquina de la otra calle. Casement, quelo había visto desde la ventana, sonrióal reconocerlo. Haggard iba a dar unavuelta a la manzana antes de volver allí.Tomaba toda clase de precaucionesmenos la única importante: no acercarsea aquel edificio.

Se aproximaba el desenlace.Casement se levantó del sillón en queestaba sentado desde que habíaoscurecido, comprobó que el revólverestaba al alcance de su mano, y, ensilencio, se dirigió hacia el recibidor de

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la casa. Detrás de la escalera había unapuerta que daba acceso a un granarmario situado bajo la misma escalera.

Casement se ocultó allí en el instanteen que el motor del coche se oía porsegunda vez ante la casa. En estaocasión, el vehículo se detuvo. Hubouna ligera pausa, luego el ruido de unapuerta que se abre. Unos pasos furtivosque se aproximan y una llave que gira enla cerradura…

El policía movió la cabeza mientraspensaba:

—Debió de sacar un molde de cerade la llave de Hamilton. Así se explicaque lograra apoderarse de las caretas

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sin que éste lo advirtiera.La puerta se abrió, y un poco de la

luz gris del exterior se filtró en la densaoscuridad del recibidor. Por una rendijaentre dos escalones, Casement vio unasilueta que se detenía cerca de la puerta,escuchando. Iba con las manos vacías,pero debía de ser una precaución más.

La silueta del hombre se inclinó paracontemplar el falso correo de tres díasque Casement había colocado en elsuelo, junto a la puerta. Entonces elvisitante dio media vuelta y se fue,dejando abierta la puerta. PeroCasement no se inquietó.

Pasaron unos minutos, luego se oyó

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un crujido en el piso de madera. Elhombre regresaba, cargado de un objetorectangular, seguramente una maleta. Lapuerta se cerró, y las tinieblas volvierona reinar.

Unos pasos ligeros se dirigieronhacia la escalera, pero pasaron de largoen lugar de subir por ella. Haggardavanzaba a tientas, no queriendoexponerse a encender las luces ni a usaruna linterna en una casa que entonces sesuponía deshabitada.

Se abrió la puerta del armariolentamente, pero nada ocurrió.

Algo fue depositado en el suelo.Después se oyó el chasquido de las

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cerraduras de una maleta al abrirse, y aesto siguió un crujir de papeles, como siestuvieran deshaciendo un paquete.

En el muro interior del armario sealineaban unos clavos de los quependían objetos raramente utilizados. Unsaco de golf, una raqueta de tenis en suestuche y las máscaras antigás queHamilton se trajo de Europa comorecuerdo.

Una mano palpó la pared, buscandoun clavo libre. Al encontrarlo, la otra sedirigió al suelo para recoger unobjeto… De pronto, se percibió un ruidometálico en las tinieblas. Alguien hipóde terror y algo cayó al suelo al tiempo

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que se encendía la luz de la habitación.Haggard y Casement se encontraron

cara a cara, por encima de un baúl, peroya definitivamente unidos por unasesposas, cuyos aros de acero estuvieronaguardando cerca del único clavo libre.

A los pies de Haggard se encontrabauna careta antigás. Otra se veía en elinterior de una maleta abierta, situadajunto a la puerta.

—Muy bien —dijo el policía—. Meha costado mucho tiempo y más trabajo,pero valía la pena. —Fijó la mirada enla etiqueta sujeta a la maleta—. ¿Demodo que las habías escondido ahí? Enconsigna bajo un nombre falso, en

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espera de que Hamilton se marchara ypudieras traerlas de nuevo. No era malaidea… si hubiese dado resultado.

* * *

El cielo era azul, brillaba el sol yJanet Miller estaba sentada de nuevo ensu sillón bajo el porche. Contemplaba alhombre y a la mujer que se encontrabanante ella, esposados a un agente depolicía, y se sentía divinamenteabrasada por la llama que estuvoalbergando.

—Miren a esta anciana cuyo hijo hanasesinado —dijo Casement con voz dura

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—. Mírenla a los ojos, si pueden, ynieguen.

No se sentían capaces. Ante suterrible mirada, Haggard bajó la cabezay Vera apartó la vista.

—Volverán a encontrarse con ella—aseguró Casement—. Será elprincipal testigo de la acusación… juntocon Hamilton y sus dos caretas antigás.Vamos, lleváoslos.

El joven hizo girar la silla de ruedaspara que Janet pudiera verlos partir.

—Supongo que se preguntará cómopude saber el día preciso en queHaggard iría a casa de Hamilton. Yo leforcé la mano. Fui a ver a Hamilton, se

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lo expliqué todo y él se avino aayudarme. Se marchó a Boston y,anteayer, envió desde allí una postal aHaggard diciéndole que regresaría hoymismo. Haggard la recibió ayer ycomprendió que debía actuar por lanoche si quería devolver las caretas sinque su amigo se diera cuenta. Deboreconocer que se mostró muy prudente,pero yo incluso dejé cartas falsas bajola puerta para hacerle creer que setrataba del correo acumulado duranteestos tres días y al fin acabó cayendo enla trampa.

Un hombre de cabellos blancos,cuyo rostro tenía una expresión

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autoritaria, salió de la casa y,acercándose a Casement, le apoyó unamano en el hombro.

—Buen trabajo —le dijo—. Y lo harealizado usted solo.

—No —reconoció el jovenseñalando a Janet Miller—. Ella esquien lo hizo todo. Yo me limité a ser suauxiliar.

—¿Quién la cuidará hasta que llegueel proceso? —quiso saber el capitán.

—En casa hay sitio de sobra y estarábien atendida —respondió Casement.

El cielo era azul y dulce el calor delsol. Brillaron los ojos de Janet Millercuando oyó decidir al joven.

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Otra vez tenía sus tres razones paravivir.

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LA LIBERTADILUMINANDO A LA

MUERTE

Mary Anne se detuvo en el umbral yagitó el estropajo en mi dirección, no engesto de amenaza, sino para apoyar suargumentación:

—¡Por esta razón sigues con los deabajo! ¡Dentro de diez años continuaráspersiguiendo vagabundos y capturandorateros en flagrante delito!

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—¿Y qué tengo que hacer? —respondí—. ¿Dejarlos escapar?

Giré el botón, y las imágenes seextinguieron en la pantalla de latelevisión.

—En tu oficio, no es lo que haces entus horas de trabajo lo que cuenta, sinoel modo como empleas tus horas libres.Televisión y cerveza, y cerveza ytelevisión, no piensas en otra cosa encuanto has concluido tu jornada. ¿Porqué no buscas un modo de enriquecerteel espíritu?

—¿De qué manera?—Visitando algún museo de cuando

en cuando. Nuestra ciudad está llena de

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museos, bien lo sabe Dios. Contemplalas obras de arte, las estatuas… ¡Leealgún libro!

Sonreí:—¡Bah! ¡Ya estuve una vez en un

museo, con mi madre, cuando era niño!La escandalizaron tanto las estatuas ylos cuadros que no quiso dejarme volvermás.

—Si te crees gracioso, Steve,permíteme que te saque de tu error —medijo mi mujer, antes de desaparecer enla especie de cabina telefónica que nosservía de cocina.

Experimenté un sentimiento deculpa. Sin duda, me pasaba demasiado

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tiempo en casa, sin hacer nada,contemplando la televisión.

Me puse en pie para acercarme a lapuerta de la cocina; a la puerta tan sólo,pues dos no cabían dentro.

—¿Hablas en serio? —pregunté.—Ya sabes que sí. No me importa

lavar la vajilla, la colada, cocinar…,pero quiero hacerlo en un apartamentodonde me pueda mover y donde tenga unpoco de panorama.

—¿Y llegaremos a obtenerlo si yocontemplo estatuas? —volví a preguntar,bien dispuesto, pero algo desconcertado.

—No es más que un primer paso —intentó explicarme—. Un primer paso

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que puede contribuir a tu ascenso y aque dispongamos de más dinero. No esnecesario que sean estatuas… Puede sercualquier otra cosa: un libro, una ópera,un concierto… Compréndeme: no es lacosa en sí, sino la cultura que teproporcionará.

—Has hablado de estatuas, e iré portanto a ver estatuas —declaré, tomandoel sombrero.

—No creo que vayas mucho másallá de la esquina y del bar Donovan —me dijo, con escepticismo.

Como inclinaba la cabeza sobre elfregadero, la besé en la nuca.

—No salgo más que a contemplar

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estatuas.Aunque intentó contenerse, la oí reír

antes de cerrar la puerta. No habíanpasado más que siete meses desdenuestra boda.

En el metro tuve una idea. En lugarde comenzar contemplando una serie deestatuas pequeñas, ¿por qué no dar unbuen golpe comenzando por una granestatua? Con eso ganaría tiempo eimaginaba la cara de Mary Anne cuando,al regresar, le dijera:

—Estarás contenta: he ido a ver unaestatua, la estatua de la Libertad, eincluso la he examinado desde todos losángulos.

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Descendí en la estación de BatteryPark, la más próxima a la isla, y tomé unida y vuelta para Bedloe.

La excursión la realizábamos cercade una decena de turistas.

En esa travesía la estatua surge delagua primero con sólo el tamaño de undedo, para ir creciendo hasta alcanzar laaltura de un rascacielos. Y, en efecto,me impresionó contemplarla. Me hizopensar en muchas cosas en las que nohabía meditado desde hacía muchosaños, especialmente en lo orgulloso queme sentía de ser americano. Esto meobligaba a hacer algo por mi país, aserle más útil de lo que entonces le era.

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Por ejemplo, a convertirme en ingenierode aparatos supersónicos o, por lomenos, en agente del FBI en lugar decontinuar siendo un simple policía.

El vaporcito llegó finalmente aldesembarcadero de la isla y pisamos denuevo tierra firme. Un pequeño grupo devisitantes esperaba para reembarcar, deregreso a Nueva York. Por lo visto, laida y la vuelta no se hacían más que unavez cada hora.

De cerca, el monumento me parecióaún más grande. La estatua se asentabasobre un pedestal de seis pisos dealtura. Ante ella no había espacio másque para un parterre de césped,

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decorado con balas de cañón, con dossenderos de cemento y algunos bancos.Pero, en el lado opuesto a la ciudad, sealzaba un grupo de casas de ladrillo deun solo piso, habitadas, según imaginé,por el personal encargado de sucustodia. O quizá la isla fuera territoriomilitar y hubieran establecido allí unaoficina del ejército.

Penetramos en el interior de laestatua por un largo pasillo iluminadoeléctricamente que, al cabo de doscurvas, desemboca en el ascensor;deben subirse a pie no sé cuántosescalones dentro del cuerpo de laestatua. La escalera en espiral tiene

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cabida para una persona y debo decirlesque subirla resulta agotador. De cuandoen cuando hay unos descansillos conbancos.

Al llegar a uno de ellos, me encontréa un individuo, gordo y sudoroso,sentado e intentando recobrar el aliento.Seguramente pesaría más de 120 kilos ydebió haber tenido el necesario buensentido para no emprender semejanteescalada. Cuando me senté por segundavez, se volvió hacia mí, mirándome conexpresión angustiada, mientras seabanicaba con el sombrero. Cuando alfin pudo hablar, me dijo con acentopatético:

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—¡Es mortal!Esto lo oímos repetir unas cien

veces al año, sin darle sentido literal ala frase. Pero en esta ocasión había derecordarlo y sorprenderme por lo exactoque resultó.

De un modo bastante natural, lepregunté:

—Entonces, ¿por qué viene?—Por ella. Quería demostrarle que

aún soy capaz —me explicó.—¿Y va a creerle cuando se lo diga?

—desconfié, alzando una ceja.—Ha venido conmigo para

asegurarse de que no la engaño. Pero yaestá arriba, esperándome.

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Como es de suponer, fui el primeroen reponerme para continuar laascensión y, abandonando al gordo, ledije, para tranquilizarle:

—El descenso será mucho máscómodo.

Al final de la escalera, tras cruzaruna puerta giratoria, se encuentra lacabeza de la estatua. La corona odiadema que la adorna, y de la queparten las enormes púas, tiene una seriede ventanas en semicírculo. Me acerquéa las más próxima para asomar lacabeza al exterior. Se veía hasta muchasmillas de distancia. Toda Nueva Yorksemejaba un juego infantil de

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construcciones. Y cuando miré abajo,las balas de cañón sobre el césped noera mayores que granos de pasas en unbudín.

Permanecí allí un instante,dejándome llevar por el ensueño que seexperimenta en un lugar como aquél.Cuando llegué, había gente en casi todaslas ventanas, pero se fueron marchandohasta que sólo quedó la mujer situada ami lado. Me fijé en ella cuando medisponía a descender. Estabaescribiendo sus iniciales en el marco dela ventana. No me sorprendió, puesmucha gente lo hace al visitar unmonumento o un sitio pintoresco. Los

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marcos de todas las ventanas estabanmaterialmente cubiertos de nombres,iniciales, fechas y direcciones. Aquellamujer empleaba su lápiz de cejas paraescribir los suyos. Entre sus dedosrelucía el pequeño cilindro dorado.

Como solamente quedábamos losdos allí arriba, supuse que era la mujerdel pobre gordo que tanto sufría en laescalera. Personalmente, dudaba de queél llegara a subirla por completo, pero,al fin y al cabo, eso me tenía sincuidado. El vaporcito se disponía azarpar de Battery para venir abuscarnos, por lo que, dejando sola a lamujer, comencé el descenso. Ella ni

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siquiera volvió la cabeza al oír elsonido de mis pisadas sobre losescalones metálicos. Entonces, la mirépor última vez. La ropa se le ajustaba alcuerpo como un guante a la mano y teníalos cabellos de un negro de ébano. Eraun espectáculo agradable, pero… nuncase me hubiera ocurrido hacerla miesposa.

Se desciende por una escaleradistinta a la que se emplea para subir.En realidad, no hay más que una, dividaen dos por una larga barandilla. Portanto, los que bajan inevitablemente secruzan con los que ascienden. No mecrucé con nadie que fuera en dirección

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opuesta.De un extremo a otro del trayecto, no

encontré a nadie. Todos los que llegaronen el mismo barco que yo habían bajadoya, excepto la morenita, que continuabaarriba.

Tal como lo había previsto, elhombre gordo debió de renunciar ydescender de nuevo, puesto que no sehallaba en el lugar en que hablamos. Sinembargo, cuando pasé ante aqueldescansillo, algo me llamó la atención.Más exactamente, fue una vez lo hubepasado, al quedar mi cabeza a la alturadel piso. Volví a subir dos o tresescalones, y pasando el brazo entre las

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barras de la barandilla, recogí unsombrero abandonado en el banco.

Lo identifiqué como el del hombregordo, el mismo con que se abanicaba.En el interior estaban marcadas lasiniciales PC.

«Debía de encontrarse muy mal, medije, para abandonarlo así. Tal vez tuvoun desvanecimiento o algo parecido,porque hizo un esfuerzo excesivo…»

Me llevé el sombrero, con elpropósito de buscar al hombre ydevolvérselo. Una vez en el ascensor,pregunté al empleado:

—¿Qué ha pasado con aquel señorgordo?… ¿Sabe a cuál me refiero?

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Acabo de encontrar su sombrero por laescalera.

—No lo he visto —me respondió—;aún debe de seguir arriba.

—Imposible —le contradije—; yovengo de allí y no estaba. Habrá bajadosin que usted lo advierta.

—¿Cómo podría pasarmeinadvertido? —objetó él, no sin razón.

—Es verdad; por otra parte, ¿cómopuede estar arriba sin que yo le hayavisto? —repliqué a mi vez.

—Voy a decirle dónde loencontrará… Fuera, sobre la plataformaque nos rodea. Casi todo el mundo vaallí, antes de entrar en el ascensor, para

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contemplar el panorama por última vez através del telescopio.

Me encaminé a la plataforma encuestión. Di la vuelta completa, primeroa la derecha, luego a la izquierda. Erauna especie de terraza que se extendíapor el zócalo sobre el que se asienta laestatua. La cercaba un muro que mellegaba a la cintura, pero no había nadiemás que yo.

—¡Está vacía! —anuncié al volveral ascensor—. ¿Hay por aquí lavabos osala de espera?

—No —me dijo el ascensorista.—¿Cree que pudo descender a pie,

en lugar de esperarle?

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—No —respondió muy seguro—.Desde que estoy aquí, a nadie se lo hevisto hacer. Incluso los niños tienen laspiernas como muertas cuando bajan.

—Es que no llego a explicarme sudesaparición —comenté frunciendo elentrecejo—. Bájeme, voy a ver sidescubro algo.

Se le iluminó el semblante como siacabara de tener una idea:

—¡Oiga! —exclamó—. Quizá… seha… ¡Así se explicaría que no puedaencontrarle!

Comprendí lo que queríainsinuarme:

—¿Pretende decirme que quizá se

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arrojó al vacío? —dije con desdén—.Las ventanas de arriba son tan estrechasque nadie puede pasar. La escalera estácerrada. Sólo queda la terraza, pero esimposible en un hombre de su peso. Elmuro es demasiado grueso y demasiadoalto para que él lo saltara…

Cuando el ascensorista me dejó en laplanta, me dirigí enseguida a la oficinadel concesionario, situada junto alembarcadero, donde los turistas seagrupaban en espera de la llegada delvaporcito.

El hombre gordo no estaba en el bar.Pregunté a varios de mis compañeros silo habían visto después de bajar. Todos

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respondieron negativamente, aunque lamayor parte le recordaban cuandointentaba subir la escalera.

Dando la vuelta al zócalo, me dirigíal dispensario e incluso a las casitas deladrillos, a preguntar por eldesaparecido.

Debieron de pensar que me tomabamucho trabajo para devolver unsombrero. Pero, desde luego, no era elsombrero lo que me preocupaba, sino laabsoluta desaparición de aquel hombre.Su corpulencia hacía aún más extraño losucedido. Si hubiera sido, ¿cómodecirlo?, menos palpable, quizá… Peroque se volatilizara un hombre tan

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voluminoso no podía admitirse.

* * *

El vapor atracó cuando yo llegaba alembarcadero y los turistas iniciaban elpaso por la amplia pasarela, casihorizontal. Como la estatua se cerraba alos visitantes después de las cuatro ymedia, nadie había venido en el buque yera aquel su último viaje de regreso.

Mostré el sombrero a uno de losempleados:

—Entregue esto de mi parte aObjetos Perdidos, ¿quiere? Noencuentro al propietario y estoy harto de

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irlo paseando.—Entréguelo usted mismo en

Battery, al desembarcar —me dijo—. Esallí donde se reclaman los objetosperdidos.

Como era el último viaje delvaporcito, estaba seguro de encontrar aaquel hombre a bordo y conservé elsombrero sin tomarme siquiera eltrabajo de discutir. Retiraron la pasarelay emprendimos el regreso hacia elcontinente.

«Tiene que estar aquí forzosamente—me repetía—. No van a permitirle quepase la noche en la isla. Y estevaporcito es el único que asegura el

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tráfico; por tanto, no tiene otro medio devolver a Nueva York.»

En consecuencia, fui buscando algordo por todo el buque. En elentrepuente, que quizá llamaban «elsalón», dos niños se sentaban uno a cadalado de su padre, balanceando laspiernas. Vi a un hombre a quien,juzgando por las apariencias, elespectáculo no interesaba demasiado,pues leía el Mirror, y me pregunté quédebió incitarle a realizar aquellaexcursión. No había nadie más conellos.

En el puente, donde se divisaba lamejor vista, el resto de pasajeros

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permanecían sentados en sillones, sinduda intentando hacerse la idea de queestaban a bordo de un transatlántico,aunque no tuvieran las piernas cubiertaspor mantas ni hubiese camarero paratraerles las consumiciones. Mi hombretampoco se hallaba entre ellos.

Cuando me encaminé a estribor, opuede que sea a babor —y no le pidandemasiados tecnicismos a un tipo que noha estado en el mar ni siquiera mediahora—, descubrí a la falsa Lollobrigidaque había dejado escribiendo susiniciales en el marco de una ventana.Estaba sentada con las piernas cruzadas,sola, contemplando tristemente el

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espectáculo de Jersey[5]. Esto nada tienede particular: el panorama de Jersey escapaz de entristecer a cualquiera.

Por aquel lado del puente no habíanadie más, y era muy posible que poresta razón se hubiese sentado allí. Paséante ella, sin poner mucho empeño enmirarla, aunque daba gusto verla.

No tenía prueba alguna de quehubiera hecho el viaje con el hombregordo. Ni aun haciendo un esfuerzo dememoria recordaba haberla visto a sulado durante el trayecto hasta la isla. Delo único que estaba seguro era de que eldesaparecido iba con una mujer, porqueél mismo me lo dijo. Y esa mujer no

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podía ser más que aquélla, ya que lasotras estaban acompañadas.

Al llegar al extremo de la cubierta,di la vuelta y regresé junto a la viajera.Sus ojos simularon no haberme visto, ycuando quise forzarla a hacerlo miraronhacia otro lado. Entonces, me coloquéante ella y, llevándome dos dedos alsombrero, le dije:

—Perdóneme, he encontrado elsombrero de su esposo.

Ni siquiera prestó atención alflexible que le tendía, en cambio meexaminó de pies a cabeza, con aireglacial.

—Me parece difícil, puesto que no

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tengo marido, y, por tanto, no tienesombrero. —Clavó sus pupilas en lasmías—. Está claro, ¿no? Y no tengo elpropósito de encontrar uno durante latravesía.

Como me esperaba esto, no pudeevitar responderle:

—Oiga. No me interprete mal: yaestoy casado.

Se encogió de hombros,filosóficamente:

—¿Qué le vamos a hacer? Haymujeres con peor suerte que otras, esoes todo.

Tardé algo en comprenderla, perocuando me di cuenta de lo que quería

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decir, no adelanté mucho, pues en unapugna de ese género un hombre siempreresulta vencido. Las mujeres tienenuñas, nosotros puños solamente.

—¿Ah, sí? —dije, un poco aturdido.Aquello era para hacerle perder la

paciencia a un santo. Antes, el problemase componía de: un hombre gordo, suesposa y un sombrero (aunque no lostres juntos). Luego, ya no hubo hombregordo. Ahora, tampoco existía esposa. Yno me sorprendería lo más mínimo deque, antes de darlo por terminado, ya nohubiese sombrero y me encontrara sinnada entre el pulgar y el índice de lamano izquierda.

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Entonces tomé mi lápiz:—¿Le molestaría indicarme su

nombre?—Desde luego —se limitó a

responderme.Le mostré mi placa:—Se lo pido como policía, no como

galanteador.Ella murmuró algo que no debía de

ser muy halagador para mí.—¿Es que la contraría?—Enormemente. Pero, puesto que

insiste en enterarse, sea, a condición deque enseguida me deje tranquila.

Abrió el bolso para revolver elinterior, supuse que en busca de una

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tarjeta de identidad o algo por el estilo.Pero reflejó su imagen en el espejito dela tapa y continuó mirándose, mientrasdecía:

—No contaba con que iban asometerme al tercer grado cuando ustedse me iba acercando…

—Una simple pregunta no es eltercer grado.

—Tenerlo cerca de mí basta paradarme la impresión de un castigo —agregó amablemente.

Esperé sin hacer comentarios.—Me llamo Colman, Alice Colman.

Vivo en Alcove Appartments, enTarrytown. ¿Está satisfecho?

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—De momento, sí.—¿Así que habrá segunda parte?—Esperemos que no.—Lo dice, pero no lo cree —

exclamó, colérica—. Confía en que hayauna segunda parte y procuraráprovocarla. En la policía todos soniguales. Así se ganan la vida:ingeniándoselas para hacer una montañade un grano de arena.

Se puso en pie, con un golpe seco desus altos tacones.

—¿Así que usted afirma que no vio aese hombre tan corpulento durante elviaje de ida? —pregunté.

—¿Cómo no iba a verlo? Me estuvo

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tapando la vista casi todo el tiempo.¿Pero por qué quiere casarme con él y,además, encargarme de su vestuario?

—Se trataba de una simple pregunta—contesté imperturbable.

Allí concluyó nuestra cordialentrevista. La mujer se alejó enseguidacomo si no pudiera soportar mipresencia por más tiempo. Yo la seguícon la mirada. ¿Pero de qué podíainculparla? ¿De haber contestado demala manera a un policía en el ejerciciode sus funciones?

Cuando el vaporcito llegó aldesembarcadero de South Ferry, fui acolocarme al otro extremo de la

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pasarela, antes que los demás, y detuvea los turistas con un ademán:

—Policía… Nombre y dirección,por favor. ¿Tiene documentos deidentidad?

Cuando me preguntaron:—¿Qué es lo que ocurre?Contesté en tono tranquilizador:—Es una simple formalidad.De esta forma, obtuve el nombre y el

domicilio de todos los que hicieron elviaje conmigo…, excepto los de aquelhombre que, indirectamente, me impulsóa realizar la investigación. Porqueentonces tenía la certeza de que no hizoel viaje de regreso. Y puesto que no hizo

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el viaje de regreso, no podía encontrarsemás que en la isla o en el agua que larodea, muerto, vivo o entre una cosa yotra.

La última en descender fue lavampiresa de los cabellos de noche, unavampiresa que no tenía deseos deconquistarme, pero que a pesar de todoera una vampiresa.

Se detuvo y nos miramos sin ningunasimpatía.

—Volverá a oír hablar de esto —meanunció en tono de mal augurio—. Se lodigo yo.

—Tendrá usted suerte —respondícon aire digno, o por lo menos en lo que

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confiaba que fuera digno— si no esusted la primera que vuelva a oír hablarde esto.

—Iré a ver al capitán de esta zona—me advirtió, mientras echaba a andar.

—Pariente del alcalde, ¿verdad? —murmuré, irónico.

Mientras me guardaba en un bolsillolos datos que había reunido acerca de laidentidad de los turistas, me dirigí a lataquilla donde vendían los billetes parala travesía. Estaba ya cerrada, pero losempleados se encontraban en el interiorde la caseta, dedicados a contar losingresos de la jornada o algo parecido.Cuando llamé a la portezuela del

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costado, debieron de creer que setrataba de un atraco, pues los visobresaltarse.

—No teman. Policía. Déjenmeentrar.

Reconocí al muchacho que meatendió a mí, y le pregunté:

—¿Recuerda si despachó usted paraeste último viaje, el que ha concluidoahora, a un hombre muy gordo que vestíaun traje azul y un sombrero marrón?

Por este lado no encontré la menordificultad.

—¡Seguro! —rió el muchacho—.Recuerdo haber calculado incluso lasposibilidades que tendría el vapor de no

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hundirse en tales circunstancias.—Bien. Pero ahora viene la cuestión

difícil: ¿cuántos billetes compró, dos ouno solo?

El empleado hizo una muecabastante expresiva.

—¡Eso!… Espere… Deme tiempopara reflexionar… Vendo billetesdurante todo el día, ¿comprende?, y…

—Lo sé muy bien. Pero tengonecesidad absoluta de saberlo.Exprímase la memoria.

—Recuerdo que tuve una discusiónacerca de un cambio que devolví… Perono sé decirle si fue con él o con otro.Quien fuera, pretendía que le devolví un

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dólar de menos. Entonces, le contesté:«Cuando iba a la escuela, dos vecestreinta y cinco eran setenta, y setentacentavos restados de cinco dólares…».

—Basta, gracias, me ha dado elinforme que quería —exclamé,separándome de él para volverenseguida al vapor.

Éste se encontraba aún en eldesembarcadero, pero se disponía azarpar otra vez para dirigirse al lugardonde pasaba la noche. Dos brazostatuados me cerraron el camino a mitadde la pasarela.

—Hace tiempo que ha concluido elúltimo viaje de la jornada, señor. Ahora

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el barquito se va a dormir.Regresé a tierra, tuve una entrevista

con uno de los empleados de lacompañía, quien telefoneó a su superior,obtuvo el permiso, y entonces me firmóuna orden que me llevé a bordo:

—Aquí están sus instrucciones,almirante —le dije al hombre de lapasarela.

Y volvimos a partir hacia la estatuade la Libertad.

Unas gruesas y siniestras puertas demetal bruñido impedían el acceso alpasillo. Me fue preciso obtener unaautorización del oficial comandante dela base, y destacaron a dos soldados

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para que me acompañaran.—Hemos de ir hasta arriba —les

dije cuando salíamos del ascensor—,pues quiero examinar algunos nombres einiciales grabados en las ventanas.

Ascendimos por la interminableescalera, y al fin llegamos a la cúspide,casi sin aliento.

Me dirigí enseguida en busca de loque mi «amiga» Alice Colman habíaescrito. Fue fácil, pues empleó un lápizpara las cejas cuya mina es más grasa ymás oscura que la de los corrientes. Portanto, su inscripción se destacaba conclaridad entre todas las que la rodeaban.

A primera vista, resultaba muy

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impersonal. Demasiado impersonalincluso… Tan sólo ocho cifras en hilera;con una letra entre ellas como si seencontrara allí por error:

4 24254E51

No era un número de teléfono,puesto que en tal caso hubieran sido dosletras y cinco cifras tan sólo. Además,ella no era mujer que escribiera sunúmero de teléfono en las paredes…Porque de ser una mujer de ese tipo, nohubiese tenido necesidad de hacerlopara que le pidiesen una cita: le bastaríaguiñar un ojo, y una sola vez, para que

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su línea de teléfono estuvieracontinuamente ocupada.

Puesto que se trataba de una especiede mensaje secreto, intenté descifrarlo.

—¿Qué día es hoy? —pregunté,volviéndome hacia uno de los soldados.

—Veintitrés —gruñó; y adiviné loque estaba pensando: «¡Vaya policía!¡Ni siquiera sabe el día en que vive!».

Pero si le hice la pregunta fueprecisamente porque sabía queestábamos a veintitrés. La pequeñaparecía haberse equivocado de fecha.Aunque no se puede enviar a nadie a lacárcel por una equivocación así.

Pero si fuera eso, me sobraba un 4

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seguido de un espacio. Pues estábamosen agosto y 4 es abril. Aquel número noformaba parte de la fecha.

—¿Piensa quedarse aquí muchotiempo? —volvió a gruñir uno de misacompañantes.

Fue entonces cuando comprendí.¡Era la hora! ¡Las cuatro! Visitó aquellugar a las cuatro y quería hacérselosaber a todo el mundo.

Lo demás… lo demás me bastóvolverlo a mirar para comprenderlo.Tres cifras, una letra y otras dos cifras.Una dirección de Nueva York, ¿nocreen? El 254 de 51 East Street. Unadirección, pero, desde luego, no la suya,

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pues recordaba la que me había dado.Entonces, una cita. Sí, eso debía de

ser, y lo que tomé por un error de fechaquedaba así justificado: se trataba deuna cita para el día siguiente, a lascuatro en el 254 de 51 East Street.

«Eres un as», me dije a mí mismo.Luego me dirigí a los soldados:

—Volvamos abajo. Quiero echarleuna ojeada al banco en el que vi sentadoa aquel hombre.

Dieron media vuelta y empezaron abajar, precediéndome por la escalera.

No nos dirigimos enseguida al bancoen cuestión. Casi a medio camino entrela cima y el descansillo donde aquel

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hombre se encontraba, advertí unaabertura en la muralla, cerrada con unacadena de la que colgaba este letrero:«Prohibido el paso».

Como es de suponer, la vi ya cuandosubimos por primera vez, igual que albajar, pero era preciso detenerse anteella para darse cuenta de su verdaderaprofundidad. De otro modo, como lailuminación no llegaba, dado que lasuperficie de la pared era curvada,parecía tan sólo un hueco, un hueco quepodía corresponder a un pliegue delropaje de metal que viste la estatua.

Me detuve para preguntarles a miscompañeros qué era aquella puerta.

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—Es una especie de ramal de laescalera que permite ir hasta el brazoque sostiene la antorcha. Pero como enla actualidad el brazo presenta signos deresquebrajamiento, han prohibido elpaso hasta que se hagan las oportunasreparaciones. Por dentro está cerrado…¡Eh! —se interrumpió de pronto—.¿Adónde va? No puede hacer eso.

—Voy tan sólo hasta el sitio dondedice usted que está cerrado —expliqué,pasando por encima de la cadena—. Siel brazo ha resistido hasta ahora, no seráuna sola persona quien lo haga caer;además, no peso tanto. Ilumínenme,¿quieren?

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Aquella escalera también era deespiral, pero apenas se subían losprimeros peldaños se topaba con unaempalizada metálica. Sin embargo, lacurva primera impedía que llegaran losresplandores de las linternas que lossoldados enfilaban hacia mí, y, a pesarde que estiraban el brazo para quellegara la luz, una gran sombra oscurecíael pie del muro.

—Vengan aquí —les dije impaciente—. Salten la cadena.

No se movieron.—Es contrario a la ordenanza —me

replicó uno de ellos—, y en el ejércitose obedecen las órdenes.

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Descendí algunos peldaños paraapoderarme de una linterna.

—Pues si no quieren iluminarme, loharé yo mismo.

Pude entonces dirigir el foco de luzhacia la parte oscura de la escalera.

Se encontraba allí, con toda suhumanidad…, muerto. Habían apoyadosu cadáver en aquel rincón, como siaquel lugar estuviera previsto para él:sentado en un peldaño, apoyado en labaranda metálica, con las piernasalzadas para asegurar el equilibrio, peroinclinando la cabeza sobre las rodillas.Le toqué el cuello y lo noté tan fríocomo la estatua de metal que se había

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convertido en su tumba.—Lo he encontrado —anuncié

lacónicamente a mis acompañantes—.Vengan a echarme una mano.

—¿Y qué hace ahí? —preguntóestúpidamente uno de ellos.

—¡Adivínelo! —le respondí,irritado.

Comprendieron entonces y seapresuraron a reunirse conmigo.

Me incliné para examinar loszapatos. El cuero de los tacones estabaraspado y la parte posterior de lospantalones cubierta de polvo hasta losmuslos, mientras que la chaquetaaparecía arremangada debajo de los

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hombros.—Lo arrastró hasta aquí un hombre

solo —deduje—. De haber sido dos,hubieran podido alzarle también por lospies.

—¿Y cómo un hombre solo pudoarrastrar semejante masa, aunque seauna distancia tan corta?

—Amigo mío, no tiene idea de loque hace un tipo cuando el miedo a quele descubran le obliga a darse prisa. Leda una fuerza de la que ni él mismo sehubiese creído capaz… Bien. Uno deustedes debe cogerlo por los pies, yo losostendré bajo los brazos. El otroiluminará.

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Ni siquiera entre dos fue fácil. Ypensé que esto eliminabaautomáticamente a Alice Colman o acualquier otra mujer, excepto comocómplice antes del hecho.

Descubrimos el arma del crimencuando alzamos el cadáver, bajo el cualhabía quedado oculta. Era una barra dehierro, envuelta en un pedazo de tela,manchada y endurecida por la sangre. Laherida se encontraba a un lado de lacabeza, justo sobre la oreja. Excepto poraquel primer golpe que le asestaron conla barra de hierro acolchada, no habíaperdido mucha sangre. Esta le habíaresbalado por la piel detrás del maxilar

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hasta el interior del cuello de la camisa.Por esta causa no había manchas cercadel banco, en el lugar donde el ataquedebió de producirse, a juzgar por elsombrero. Al descender para examinarel descansillo, vi los dos trazos,semejantes a dos relucientes cintas, quedejaron sus tacones al rozar el suelo.

No se trataba de un crimen cometidocon sutileza. El asesino llegó por laescalera, con la barra de hierro en lamano… y ¡zas!

—Es mejor que lo bajen entre losdos. De nada sirve dejarlo aquí porque,más pronto o más tarde, será precisotrasladarlo.

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Imaginen lo contentos que sepusieron. Debían de haber perdido unoscinco kilos cada uno cuando llegaron,con su pesada carga, al pie de laescalera de caracol.

* * *

Hice transportar el cadáver hasta lasoficinas militares, y el oficial que estabaal mando de la base vino en persona ainformarse de lo que ocurría:

—¿Qué es eso? —preguntó al entrar,señalando el cadáver, porque elreglamento prescribe que todo el mundodebía ponerse en pie cuando él entraba,

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y le sorprendía ver que alguiencontinuara tendido.

Como la mentalidad del ejército y lade la policía son muy distintas, lerespondí escuetamente:

—Un hombre asesinado. Encontradoen la estatua.

Lanzó un bufido semejante al ruidoque hace una mecha húmeda, y me mirócomo si me considerase responsable,preguntándome después quién era yo.

Se lo dije.—¿Está usted seguro? —gruñó.Me preguntaba, naturalmente, no si

estaba seguro de mi identidad, sino deque se trataba de un asesinato.

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—Está muerto —expliqué—; portanto, ya no vive. En aquel lugar no pudohundirse el cráneo por sí mismo, por loque otro ha debido de golpearle. Total,esto equivale a decir que lo hanasesinado.

Me di cuenta de que no le era nadasimpático y que le hubiese gustadomucho arrestarme a seis meses deprevención.

—Caballero —me lanzó—, seencuentra usted en un territorio militar,donde nada tiene que ver la policía deNueva York.

—Soy yo quien ha encontrado elcadáver —le repliqué—, y yo

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continuaré ocupándome de él.Como esta respuesta debió de

hacerle estallar interiormente, decidísepararme de él y volver a la estatua. Yconfiaba en que sería la última vez aqueldía. Recurrí a los buenos oficios delascensorista, que me acompañó alinstante hasta la escalera.

Cuando llegamos a la cabeza de laestatua, saqué mi libro de notas para verlos diez nombres que conseguí en elvapor.

—Tome un lápiz —le dije luego alascensorista— y esta libreta. Me irárepitiendo, muy despacio, la lista denombres. Cada vez que encontremos

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alguno en los marcos de las ventanas,táchelo. Eso es todo.

—¿Para qué? —quiso saber.—Porque habrá uno de más.—¿En las ventanas?—No: en el libro —le expliqué, con

paciencia digna de elogio—. Un tipoque comete un asesinato no deja la firmaen las proximidades del crimen.

Cuando terminamos, nueve nombresestaban tachados. Tres de elloscorrespondían a iniciales, que bienpodían pertenecer a otras personas yhaberse escrito anteriormente. Pero dosde ellos tenían tres letras, con lo cual,según el cálculo de probabilidades, el

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riesgo era menor. Otro nombrepertenecía a una mujer de origen eslavo,Zenia Zoruboff, muy poco corriente.

—¿Cuál nos queda?El ascensorista frunció el entrecejo

para leer mejor:—Vicente Scanlon, 55, Ambody

Street, Brooklyn. Corredor de fincas.—Parece que tengo a mi hombre.

Pero ni se llama Scanlon ni vive enAmbody Street ni es corredor de fincas.

—¡No me diga! —exclamó el otro—. ¡No sólo ha sabido averiguar quiéncometió el crimen, sino que, además,sabe lo que éste no es!

—Pues sí —respondí distraído.

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Tomé nuevamente el libro de notas ehice esfuerzos para imaginarme al tipoque dijo llamarse Scanlon. Pero fue envano: la imagen no llegaba a precisarse,confundiéndose con la de los otrosnueve.

—Bajemos —dije, con un suspiro—. Hemos venido hasta aquí paraaveriguar lo que ya sabía, que uno de losdiez dio un nombre falso.

El desencanto de mi compañero eravisible, mientras hacía descender elascensor muy lentamente. Pero inclusoaquella velocidad de caracol meimpedía reflexionar. Al fin, extendí lamano diciendo:

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—¡Espere un momento!El ascensorista obedeció enseguida

y me miró atentamente antes depreguntarme:

—¿Qué hay?—Nada, pero tengo necesidad de

reflexionar y lo hago mejor cuando estono se mueve.

Mi afirmación no le impresionómucho, sin duda porque hasta entoncesmis reflexiones no habían dado unresultado notable. Me estuvoobservando con atención durante unosinstantes, y como no me viera con unrayo saliendo de la frente, como en lashistorietas ilustradas, se desinteresó por

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completo de mis elucubraciones. Cogióun periódico doblado que tenía detrás dela palanca del ascensor, lo extendió ydedicó toda su atención a la lectura.

Entonces ocurrió como en lasnovelas…

Recordé al hombre que vi en elentrepuente del vapor, aquel hombre aquien no le interesaba el paisaje porqueiba leyendo el Mirror y que me hizopensar por qué haría aquella excursión.El ascensorista me lo evocó al leer elperiódico, que le ocultaba la parteinferior de su rostro. Y ya sabía por quéhabía hecho aquel hombre la excursión:para cometer un asesinato.

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—Vámonos —dije repentinamente—. Ahora ya lo veo.

—¿Al asesino? ¿Podría ustedreconocerle?

—Seguro; veo sus ojos, la arrugaque le cruza la frente y que se acentúacuando lee, la forma de las orejas, elmodo como se corta el pelo en lassienes y la manera como se inclina elsombrero. ¿No es suficiente? Siconociera todo el rostro resultaríademasiado fácil. En nuestro oficiotambién hemos de trabajar un poco.

Al llegar a tierra llamé por teléfonoa mi esposa, pues, como todos loshombres casados, temo bastante sus

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reacciones. Y en aquella ocasión no meequivocaba.

—Supongo que te habrás entretenidocon alguna estatua enferma.

—No, Mary Anne, pero…—Eran las dos de la tarde cuando

saliste de casa. Por tanto, ahora puedesquedarte donde estés. No vuelvas aquí,¿me oyes?

Y colgó con tanta fuerza que me hizodaño en el oído.

Tras esta escaramuza conyugal,detuve un taxi y me hice conducir a la 51East Street. Una vez allí, llamé en loscristales, y abandoné el vehículo paracontinuar el camino a pie por el lado de

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los números impares. No habíarecorrido aún cien yardas, contemplandola acera opuesta, cuando lo comprendítodo. El 254 era una estación deautobuses.

Estaba muy claro. Procuraron, concuidado, mantenerse alejados uno delotro en el barco, tanto en el viaje de idacomo en el de vuelta, y siguieronignorándose una vez en tierra firme. Y,según la inscripción que descubrí, era enaquel sitio donde debían reunirse a lahora indicada.

Le pregunté al hombre que seencontraba detrás de la taquilla quéviaje había señalado para las cuatro.

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—¿Hacia dónde?—Eso es justamente lo que quisiera

saber —le expliqué, pacientemente—.¿Hacia dónde tienen una salida a lascuatro?

—¿Las cuatro de la mañana o de latarde? —preguntó con tono aburrido.

La estatua había olvidado dame esedato.

—Las cuatro de la mañana —respondí, puesto que era la hora máspróxima—. Pero no me indique más quelas grandes líneas.

—A Boston y a Filadelfia.

* * *

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El sospechoso llegó a las tres ymedia. A las tres y veinticinco, para serexactos. Pero ella aún no se habíapresentado.

Me sentaba en la última hilera deasientos, en la sala de espera, deespaldas contra la pared, de modo quenadie pudiera colocarse detrás de mí.Simulaba dormir, cosa frecuente ensalas de espera, sobre todo a aquellahora. Me había recostado en mi asientocon el ala del sombrero casi hasta elcuello de la chaqueta, que previamentelevanté…; entre ambos quedaba unespacio por el que podía ver.

Sin duda, el sospechoso ya tenía los

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billetes. Se acomodó en la primera fila,cerca de la puerta, para poder salirhuyendo si fuera necesario. Una vezsentado, inspeccionó atentamente lasala, mirando a todo el mundo, incluso amí, pero no me prestó mucha atención,pues yo parecía dormir profundamente.Un hombre le devolvió la mirada, cosaque pareció inquietarle. Luego, llegó lamujer de ese hombre, con un niño enbrazos, y comenzaron a discutiracaloradamente y el sospechoso setranquilizó. Cambió entonces de sitio,retrocediendo varias hileras, para pasarmás inadvertido, y de nuevo recurrió altruco de un periódico ante la cara. Pero

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esta vez era demasiado tarde.El reloj marcaba ya las cuatro menos

diez. Quiero advertirles que yo no meestaba divirtiendo. Una de las cosas másdifíciles que conozco es permanecerinmóvil y distendido cuando se estánervioso y dispuesto a la acción. Pero élno parecía sentirse mejor que yo:bastaba mirarle para comprenderlo.Incluso desde donde me encontraba,advertía cómo le temblaba el periódicoentre las manos.

Hubiera podido prenderlo con lamisma facilidad con que se agarra unconejo por las orejas. Pero él solo nome bastaba. Quería esperar a que

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llegara. ¿Pero qué estaría haciendoaquella mujer? Las cuatro menos seis…menos cinco… ¿Es que habría cambiadode opinión? Una mujer capaz deproyectar de este modo el asesinato desu marido no debería tener ningúnescrúpulo en abandonar a su cómplice.

Y llegó la hora de la partida.Los pocos viajeros que esperaban se

pusieron en pie desperezándose,cogieron su equipaje y se encaminaron ala acera. Allí se dividieron en dos filas,una para cada autobús. Y la mujercontinuaba sin aparecer.

Yo también me había levantado y,caminando lentamente, seguí al

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sospechoso. Pero me sentía inquieto;alguien más hubiera debidoacompañarme en este asunto.

Le vi apoyar el pie en el estribo delautobús, y esperar, con la rodilla alzada,a que entrase la persona que le precedía.Era el coche de Boston. Me coloqué ami vez en la fila, a cuatro viajeros dedistancia.

Mi hombre subió al vehículo y vicómo cruzaba el pasillo central para ir asentarse al fondo. De la puerta aún meseparaban dos personas. Luego, sólouna. Debía tomar rápidamente unadecisión.

Y entonces cometí una equivocación.

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Puede que a primera vista parezcarazonable, pero no es así.

Pensé que quizá ella se encontraraen el autobús de Filadelfia. Era posibleque hubiera subido allí por error, sinque yo la viese, preocupado en vigilarlea él. Abandoné la fila en el precisoinstante en que me llegaba el turno, y mefui al otro autobús.

La mujer no se encontraba allí y mierror fue alejarme tanto del primercoche. De él me separaban entoncesotros dos autobuses vacíos y cerrados,tras los cuales había, además, unespacio equivalente a la longitud de unvehículo.

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La descubrí cuando se cerró, congran estrépito, la puerta de los lavabospara «Señoras», pero Alice Colman mellevaba ya mucha ventaja, por lo menosla mitad de la distancia que me separabadel coche de Boston.

Debió de permanecer durante variashoras oculta en aquel sitio, seguramentedesde antes de que llegara su cómplice.¿Dónde iba a encontrarse más segurapara esperar la hora de la partida?

Me lancé en su persecución, aundándome cuenta de que no podríadetenerla antes de que saliera el coche.

¿Han visto alguna vez correr a unamujer? Estoy seguro, así como de que

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eso les divierte mucho. Yo también lashe visto: corren dando pasos muypequeños y balanceando las caderas.Pero ni ustedes ni yo, hasta aquelmomento, han visto correr a una que sejuega la vida y la libertad; aquélla huíacomo una centella. Sabía adonde iba y, apesar de sus altos tacones, se lanzóhacia allí con toda rapidez.

Había calculado su tiempo al cuartode segundo. Llegó justo para deslizarsepor la puerta que ya estaba a mediocerrar. De haber pesado dos kilos más,no hubiera pasado. Si se hubieraretrasado tan sólo diez segundos, yohubiese subido en el coche detrás de

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ella.Perdí bastante tiempo golpeando la

puerta mientras el vehículo se ponía enmarcha. El chófer me gritó algo asícomo:

—Es demasiado tarde. Puede tomarel siguiente. Tengo que cumplir con elhorario.

Eso imaginé, por lo menos, pues através del cristal no oí nada y sólo leveía mover la boca.

La ventana más próxima a mí sehallaba abierta a medias, para ventilarel interior. La siguiente estaba cerrada,pero detrás de ella había un hombre, yun hombre es siempre más útil en estos

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casos que una mujer. Le hice una seña ybajó el cristal. Alcé los brazos hacia ély tiró de mí con todas sus fuerzas. Meencontré con la cabeza y un hombrodentro del vehículo. Luego, pasó el otrohombro. No me quedaban fuera más quelas piernas y era necesario que siguieranal resto del cuerpo.

—¡Detengan el coche! —gritéentonces.

—Frenaré —respondió el chófer—,porque no quiero que se rompa lacabeza. Pero si no es más que un trucopara impedirme la salida, voy aentregarle al poli más próximo.

—Entonces me entregará a mí mismo

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—respondí, avanzando por el pasillo—,pues soy el poli más próximo.

* * *

—¿Por qué le interesaba quemuriese? —le pregunté a la mujer, alinterrogarla en la Jefatura de Policía—.Su cómplice no es un Romeo.

Se sentía demasiado cansada yabatida, tras la tensión que tuvo quesoportar, para intentar engañarme. Confrecuencia, las mujeres a las quedetenemos se muestran así… alprincipio.

—¿Por qué me interesaba? —repitió

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ella, en tono desdeñoso, aceptando elcigarrillo que le ofrecía—. ¿Bromea?¿Le hubiese agradado a usted versesujeto a un tipo que pesaba casi cientocincuenta kilos y que no podíadescalzarse solo?

—Pero era rico, ¿verdad?No me contestó, pero su modo de

fruncir las cejas fue más que suficiente.—Y apuesto a que todo su capital

estaba en el banco a nombre de usted.Tampoco me contestó, pero, en

realidad, no era necesario.—No hables, Alice —le dijo su

cómplice—. No tienen nada contranosotros.

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—Exacto —convine yo,amablemente—. Al principio es así confrecuencia. Pero puede apostar a queesto no durará mucho.

Sin embargo, Alice no parecíapreocupada.

—De todos modos, voy a ganar —dijo, expeliendo el humo por las narices—. Aunque me larguen una condena, nopor eso dejaré de haberme librado de ély de tener el dinero.

Se equivocaba. Yo hubiera podidoexplicárselo. Pero eso nos habríallevado a discutir acerca de moral einmoralidad, que no era cosa mía. Al finy al cabo, no soy más que policía.

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Además, deseaba volver a casa.Y, como supondrán, llegué en pleno

drama.—Vengo de liquidar un asunto —le

advertí a Mary Anne, para empezar acalmarla.

—¡Liquidar es la palabra másapropiada! —me respondió ella—. Paraque durase tanto, sin duda te habrásemborrachado de cerveza.

Al fin, todo se aclaró y nosencontramos con las mejillas unidas.Entonces suspiré y dije con malicia:

—Me gustaría ir a Egipto.Mi mujer se sobresaltó y se apartó

de mí:

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—¿Por qué a Egipto?—Porque si las estatuas pueden

ayudarme en mi trabajo, y deboreconocer que hoy he tenido una prueba,gracias a ti, imagina cuánto ascenderíaallí. Porque, en cuestión de estatuas,tienen la más antigua de todas: ¡laEsfinge!

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CORNELL WOOLRICH. Escritorestadounidense de nombre real CornellGeorge Hopley-Woolrich (Nueva York,1903-1968), escribió también con losseudónimos de William Irish y GeorgeHopley. Fue considerado el heredero deF. Scott Fitzgerald. Vivió primero consu padre en México y, más tarde, con su

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madre en su ciudad natal. Fue en esemomento cuando publicó su primeranovela, Cover charge (1925). Dos añosmás tarde, apareció Children of theRitz, que fue adaptada a la gran pantallay obtuvo un premio literario.

En estas novelas ya aparecen los rasgosque definen su obra: tramas policialeselaboradas mediante un inquietantesuspense, entremezcladas con relacionespasionales. Constantemente agobiadopor problemas personales y con unasalud delicada, su éxito se apagódespués de su segundo libro, y tuvo quesobrevivir gracias a la ayuda de sumadre y a la publicación de

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innumerables relatos en revistas (1933-1940).

A partir de ese año aparecieron susnovelas de mayor éxito: La novia iba denegro (1940), publicada bajo suverdadero nombre, La noche tiene milojos (1945), La sirena del Mississippi,Rendez-vous en negro (1948), Me casécon una muerta (1948), La marea roja,Ángel negro (1943), La serenata delestrangulador (1951), La damafantasma (1942), Coartada negra(1941) y, sobre todo, La ventanaindiscreta, que Hitchcock llevó al cinecon gran éxito en 1954.

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Notas

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[1] La vieja mestiza se expresa en eloriginal empleando algunas palabrasespañolas, como «señora» (N. del T.)<<

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[2] Es costumbre entre las clases altas deEstados Unidos e Inglaterra vestirse deetiqueta para cenar aunque no hayainvitados. (N. del T.) <<

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[3] Ma, diminutivo de madre; Pa,diminutivo de padre. (N. del T.) <<

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[4] Toledo, población del estado deOhio. (N. del T.) <<

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[5] Jersey City, situada en la otra orilladel Hudson, frente a Nueva York. <<