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Microhistoria de un mundo hecho pedazos ¿Friedrich Nietzsche, hoy? 24 Marzo 2009 1. El mundo de ayer. Friedrich Nietzsche, hoy. ¿Todavía hoy? ¿No cometeremos un anacronismo al volver sobre él, sobre su obra? ¿No será, acaso, un autor del siglo XIX? Si muere en 1900, ¿qué interés puede tener su obra para nosotros? Su vida, en efecto, transcurre en un mundo que no es el nuestro, un mundo aparentemente fijo: el de la sociedad respetable del Ochocientos. Por ello, sus obras están destinadas a nuestros antepasados, los burgueses que hacen del provecho y del recato sus ideales. Ser burgués es ser ciudadano, tener arraigo y acomodo, residir en un lugar y reunir propiedades: disponer de bienes para la familia, patrimonios que son recurso y emblema de apellidos que han de perdurar. Nietzsche escribe en esa Europa, ¿pero escribe para esa Europa? “Yo no soy boca para estos oídos”, admite el autor con engreimiento en alguna de sus páginas En efecto, aquellos oídos eran los de una Europa estable poco dada al estrépito. “Cada cual había vivido su vida singular”, decía Stefan Zweig cuando la describía melancólicamente en El mundo de ayer. “Una sola, desde el principio hasta el final, sin grandes altibajos, sin sacudidas ni peligros, una vida con emociones pequeñas y transiciones imperceptibles, con un ritmo acompasado, lento y tranquilo: la ola del tiempo los había llevado desde la cuna hasta la sepultura”, añadía. Aquellos burgueses distinguidos, gentes de orden, “vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, incluso, casi siempre, en la misma casa; todo lo que pasaba en el mundo exterior ocurría, en realidad, en los periódicos: nunca llamaba a su puerta”, insiste. No siempre era así, es cierto: había inquietos burgueses que se desplazaban, que viajaban o que hacían con su mundo interior algunos experimentos. Pero para uno que visitaba lugares extraños o parajes distantes, para uno que se trastornaba con lo inesperado, había muchos más que buscaban el arraigo de lo previsible, de la vida doméstica: el gobierno del negocio y de la moral. Para esos viajeros, los conflictos o los cataclismos podían vivirse de cerca, con el asombro de la novedad o de lo inaudito. Pero viajar o desarraigarse por aquella Europa era una tarea más enojosa que arriesgada y, sobre todo, requería mucho empeño. “Es cierto que en su época en algún que otro lugar también estallaban guerras”, dice Zweig, “pero, si las medimos con las dimensiones de hoy

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Microhistoria de un mundo hecho pedazos¿Friedrich Nietzsche, hoy?

24 Marzo 20091. El mundo de ayer. Friedrich Nietzsche, hoy. ¿Todavía hoy? ¿No cometeremos un anacronismo al volver sobre él, sobre su obra? ¿No será, acaso, un autor del siglo XIX? Si muere en 1900, ¿qué interés puede tener su obra para nosotros? Su vida, en efecto, transcurre en un mundo que no es el nuestro, un mundo aparentemente fijo: el de la sociedad respetable del Ochocientos. Por ello, sus obras están destinadas a nuestros antepasados, los burgueses que hacen del provecho y del recato sus ideales. Ser burgués es ser ciudadano, tener arraigo y acomodo, residir en un lugar y reunir propiedades: disponer de bienes para la familia, patrimonios que son recurso y emblema de apellidos que han de perdurar. Nietzsche escribe en esa Europa, ¿pero escribe para esa Europa? “Yo no soy boca para estos oídos”, admite el autor con engreimiento en alguna de sus páginasEn efecto, aquellos oídos eran los de una Europa estable poco dada al estrépito. “Cada cual había vivido su vida singular”, decía Stefan Zweig cuando la describía melancólicamente en El mundo de ayer. “Una sola, desde

el principio hasta el final, sin grandes altibajos, sin sacudidas ni peligros, una vida con emociones pequeñas y transiciones imperceptibles, con un ritmo acompasado, lento y tranquilo: la ola del tiempo los había llevado desde la cuna hasta la sepultura”, añadía. Aquellos burgueses distinguidos, gentes de orden, “vivieron en el mismo país, en la misma ciudad, incluso, casi siempre, en la misma casa; todo lo que pasaba en el mundo exterior ocurría, en realidad, en los periódicos: nunca llamaba a su puerta”, insiste. No siempre era así, es cierto: había inquietos burgueses que se desplazaban, que viajaban o que hacían con su mundo interior algunos experimentos. Pero para uno que visitaba lugares extraños o parajes distantes, para uno que se trastornaba con lo inesperado, había muchos más que buscaban el arraigo de lo previsible, de la vida doméstica: el gobierno del negocio y de la moral. Para esos viajeros, los conflictos o los cataclismos podían vivirse de cerca, con el asombro de la novedad o de lo inaudito. Pero viajar o desarraigarse por aquella Europa era una tarea más enojosa que arriesgada y, sobre todo, requería mucho empeño. “Es cierto que en su época en algún que otro lugar también estallaban guerras”, dice Zweig, “pero, si las medimos con las dimensiones de hoy [1940], no se trataba sino de guerras poco significantes cuyo teatro, además, se hallaba lejos de las fronteras; no se oían sus cañonazos y al cabo de medio año ya estaban apagados sus focos y olvidada una más de las secas páginas de la historia, y la vida de siempre no tardaba en volver a instalarse de nuevo”, concluye Zweig.Ese orden aparentemente fijo no es el de Nietzsche. Y él mismo era consciente de que sus destinatarios no eran esos burgueses respetables de cuyo mensaje se apartan espantados. “Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades, ¡cuán poco sabían que la vida también puede ser exceso y emoción, que puede sacar de quicio a cualquiera y hacerle sentir eternamente sorprendido!; ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida!”, concluía Zweig.Pues bien, Nietzsche hizo trizas su propia existencia, una existencia de exceso y emoción que le hizo sentir eternamente sorprendido, desprendido de la seguridad, de las posesiones, de las comodidades. En él se mezclarán vida y obra: se mezclan hasta hacer de sí mismo la creación que a nadie debe.

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2. Así habló Zaratustra. Acaba de aparecer una nueva edición de la obra más famosa de Nietzsche: Así habló Zaratustra. La publica Cátedra en su colección “Letras Universales”. La edición y la traducción son de Luis A. Acosta. Es la obra más conocida, la más literaria, la que siempre quieren leer quienes empiezan con Nietzsche y, probablemente, la más desaconsejable para iniciarse. Aprovecho esta versión para releer este gran libro de Nietzsche. ¿Por tercera, por cuarta vez? 2001. Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, se estrenó el 2 de abril de 1968. En España, el primer pase se hizo,

posterior y simultáneamente, en Madrid y Barcelona el 17 de octubre de 1968. En Valencia llegaba a las pantallas en la Navidad de 1968, en el Cine Paz. Es una sala ya desaparecida. Estaba en la Calle Ruzafa y tenía un aforo de dos mil butacas. Fue entonces cuando la vi. Acudí al cine acompañado de mis padres. Yo contaba nueve años. Quedé fascinado, según conté en una ocasión anterior en este blog. Por descontado no entendí gran cosa. Luego he regresado en numerosas ocasiones, tratando de comprender el mensaje que Kubrick transmitía. Por supuesto, la lectura y relectura de Así habló Zaratustra han sido tareas a las que me he aplicado, condicionado por aquella impresión primera y estimulado por el propio Nietzsche. Sin duda, uno de los elementos más poderosos del film era el poema sinfónico de Richard Strauss con que Kubrick fantaseaba, titulado –también– Así habló Zaratustra. Es una pieza que data de 1896. El músico dijo en alguna ocasión que al componerla su intención no había sido la de recrear la obra de Nietzsche, sino la de sugerir la evolución humana: “he tratado de dar cuerpo al conflicto entre la naturaleza humana tal como es y los intentos metafísicos del hombre por dominarla con su inteligencia, hasta llegar finalmente a la conquista de la vida por la carcajada”. Curioso detalle. ¿Es que acaso hay que tomar a risa la vida? En Kubrick hay un trato jocundo y grave del ser humano. Y en Nietzsche hay apuesta, sátira y carcajada.Nietzsche hoy: una propuesta filosófica al futuro

Es incomprensible lo comprensible que puede ser el pensamiento de este filósofo póstumo. Se ha escrito una enorme cantidad de textos inspirados en su obra, que pueden asombrar por su erudición, pero sorpresivamente poco se ha escrito sobre lo que realmente era su postura filosófica, pues partía de la física, que no es la ciencia que ha caminado de la mano de la filosofía, y menos de la teología. Nietzsche manifiesta “Viva la física” como una muestra para interpretar el límite de su postura, y la única forma de leerlo. Sabía las dificultades de compresión que enfrentarían quienes se acercarán a sus escritos. No obstante, sus propuestas son comentadas y es citado por una gran parte de los estudiosos del mundo en los últimos 140 años. Un ejemplo que nos pudiera acercar a la física actual, considerando a ésta como el estudio del devenir, y por lo tanto el pensamiento integral de Nietzsche, se encuentra en el pájaro más pequeño que conocemos: el colibrí. Lo muestra admirablemente don Alfonso Reyes: “La realidad resultó superior a toda expectativa y a toda posible descripción. Y aumenta el encanto de la aparición la circunstancia de que este diminuto ser es inasible. Semejante a las imágenes del sueño, aparece cuando menos se le espera, y huye cuando más nos atrae. La mano del hombre sólo puede tocarlo una vez que ha muerto. Es decir, cuando ya ha perdido su principal encanto, aquella vivacidad de que sólo hace gala cuando anda en su reino florido”.[1] Aquí se encuentra la descripción de la realidad de la cual somos partícipes y que Nietzsche empezara a comprender desde sus escritos de juventud, como lo muestra en “El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo”.

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La experiencia nos muestra la dificultad de encontrar en la vida personas tan honestas, íntegras en su pensar y actuar como lo fue Frederick Nietzsche. De ahí su fuerza para hablar del Cristianismo, Wagner, Platón, Hegel, Kant, Razón, Ser y por qué no decirlo, de todo lo que intentara matar al colibrí o quienes han tratando de detener por medio del pensamiento al devenir cósmico. Muchas fueron las fuentes de inspiración de Nietzsche para integrar su pensamiento –que debiera ir más allá del siglo XXI, por la vigencia que muestra día a día–: Beethoven, Schopenhauer, Heráclito, el siglo XIX, su época, Alemania, Francia con el espíritu latino, sin olvidar un sinnúmero de experiencias propias que le permitieron acercarse al entendimiento del devenir desde joven, en un proceso que duró años y que culminó con la comprensión de lo que entendemos por realidad con cara al futuro. Nos referimos al ente en su totalidad que ahora podemos representar como “el cosmos”, y que en forma filosófica muestran la voluntad de poder y el eterno retorno, que describen el pathos del cosmos como el sufrimiento existencial del movimiento de todas las cosas, o sea, el devenir como fuerza creadora. Hegel, Lassalle, consideraron a Heráclito como el filósofo del cambio o del devenir. Filosofía que se oponía a Parménides, el filósofo de la inmovilidad o del ser; posturas antagónicas que de alguna manera han marcado la muerte o vida de nuestro colibrí. Para Heráclito una cosa es saber mucho –como ahora lo demuestran un número importante de escritores que interpretan a Nietzsche– y otra es el entendimiento, más aún de una filosofía póstuma como la de ambos. Lo importante para Heráclito es el saber de lo esencial: “Lo sabio es uno: conocer con verdadero juicio de qué modo las cosas se encaminan a través de todo”. Éste saber nos acerca a la física contemporánea, es decir, la conciencia de que todo fluye y está en perpetuo movimiento, pero como veremos más adelante, no se nos presenta en forma caótica, sino que conlleva la mesura, venerada por los griegos en el mismo altar, por medio de sus dioses Apolo y Dionisio. El mismo Nietzsche describe lo apolíneo y dionisíaco que conforman todas las cosas, y culmina Albert Einstein con la teoría de la relatividad E=mc2, que nos da cuenta de lo apolíneo y los dionisíaco del cosmos. En su Metafísica, Aristóteles señala: “Heráclito dice que toda las cosas fluyen y que nada permanece quieto, y, comparando las cosas existentes a la corriente de un río, dice que nadie puede sumergirse en él dos veces”. O sea, él que se sumerge en el mismo río fluye en distintas aguas. Monstruoso (Ungeheur) lo que desborda la dimensión apolínea[2]. Lo que los hombres han buscado con desmesura: la Certeza, la Verdad, la Metafísica, el Yo, un Mundo más allá, el Ser, la Razón, el Concepto, fueron para Nietzsche lo que pudo censurar, porque estas formas precisas buscaban lo que el ente en su totalidad no podría aceptar, porque rompería con su pathos. Esta censura –no por ello menos propositiva– sólo podría hacerse a martillazos, escrito por escrito, pensamiento por pensamiento, a través de una obra poética, llena de aforismos, sin temores, con la honradez que los grandes hombres han plasmado en su paso por el mundo, sin perder el sentido de la amistad, del amor; a pesar de saber que sería incomprendido por sus aparentes enemigos, los seguidores del Cristianismo, Wagner, Cósima, Sócrates, Platón, Strauss, Hegel, Kant y tantos otros pensadores e instituciones que deseaban romper con la realidad que se nos manifiesta, sin lograrlo porque esta misma lo imposibilita. Ir en contra de lo establecido por las tradiciones se presentaba a Nietzsche como una tarea nada fácil, porque para él mismo representaba un sueño que había que hacer realidad. Sus propios instintos le mostraban el camino para ir formando sus múltiples aportaciones al conocimiento, provocando por medio de sus escritos la necesidad de una reconstrucción del pensamiento. Empezando por cuestionarnos lo que somos, para generar la posibilidad de que podríamos tomar otro rumbo distinto al que nos señalan las tradiciones. Para Nietzsche el hombre necesitaba una reconsideración como forma de tomar nuevas fuerzas, que pudieran

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confrontar a los viejos órdenes anclados en formas precisas que se nos presentan sofocantes, llenas de abstracciones y esperanzas. En el fondo sólo ilusiones que no podrían materializarse en el futuro de ninguna cultura. Nietzsche buscará a través de su trabajo la apertura de nuevos horizontes vitales, y tiene como premisa principal hacerse cargo de la libertad misma del hombre, incrementando las posibilidades propias para la transformación y liberación de las cargas impuestas a cada uno de nosotros por una cultura dominante. Y es en este rubro donde la libertad se desplaza, donde la responsabilidad tiene un campo más amplio para realizar su tarea, un mayor compromiso, que nos puede acercar a relaciones inmediatas con el mundo y con aquellos que lo habitan. Al principio de la obra de Nietzsche se puede apreciar la necesidad de valerse de la metafísica, porque el conocimiento de su tiempo no le permitía desfondar la metafísica como fuese su intención de vida. Sin saberlo, pudo intuir lo que la física del siglo XXI ahora acepta como propósito de su estudio, que no es otra cosa que la interpretación del devenir, que lo acerca al pensamiento de la voluntad de poder y el eterno retorno, todo esto recurriendo a la metafísica. Nos dice Nietzsche: “El verdadero mundo es música.”[3] Usando la música como sinónimo del ente en su totalidad, el cosmos o el cuerpo como la gran razón, sin ocultar la radicalidad con que enfrentará a sus contrarios cuando afirma en su decir: “Todo lo que (…) no se deja aprehender a través de relaciones musicales engendra en mí hastío y náusea”[4]. Esto significará para Nietzsche un sí o no para los filósofos, teólogos y pensadores de todos los tiempos y es motivo para que lo acusen, entre otras cosas, de metafísico, algo que con el tiempo se desvanecerá. Es conocida por los lectores de Nietzsche su cercanía con la música. Como músico, como filólogo, como filósofo, sin olvidar su amistad con Richard Wagner, y su esposa Cósima; la admiración que tuvo por Beethoven y la de su educador en sus primeros escritos: Schopenhauer. La música como interpretación metafísica de la realidad del mundo parte de la idea de la diversidad, pluralidad, perspectivismo de los ritmos y tiempos musicales, lo mismo que interpretará la física del siglo XXI sin necesidad de recurrir a la música y menos a la metafísica. La música desde esta perspectiva metafísica había permeado a los pensadores de vanguardia del siglo XIX, siendo Nietzsche el que la llevara a sus últimas consecuencias, convirtiéndola en el fundamento del mundo: “Uno de estos misterios es el parentesco interno entre ola, música y el gran juego del mundo, consiste en morir y devenir, crecer y perecer, imperar y subyugar”[5], siendo en su primera época la música de Wagner su parámetro filosófico, al apreciar su melodía infinita: “la melodía infinita, perdemos la orilla, nos entregamos a las olas”. Nietzsche de esta manera interpreta el devenir como movimiento, mostrándonos las similitudes entre la música y las olas; ambas rompen, con sus movimientos rítmicos. Así, con estos ejemplos Nietzsche acerca su pensamiento a la física y se aleja paulatinamente de la metafísica. Algo volverá a sucederle al desprenderse, sin desearlo, de su amigo Wagner y de Cósima, la posible Ariadna de su corazón, ante su dilema con las sinfonías de Beethoven. Como el arte más allá de todos los artes, música sin palabras que pudieran representar un deseo de los hombres, música como devenir del mundo, como fuerza creadora en sí misma. Wagner ante el cuarto movimiento de la novena sinfonía, afirma la necesidad de la palabra para comprender su melodía infinita como representación del mundo, donde la música por sí misma carece del sentido que el hombre le puede dar, quitándole con esta interpretación el espíritu de libertad que tiene nuestro colibrí, que vive en un mundo florido, lleno de movimiento y no en la abstracción del concepto. De ahí que Nietzsche quiera modificar al lenguaje, los conceptos y el pensamiento, haciendo música con ellos. Nietzsche no cuestiona la amistad que lo une a la familia Wagner, sino los fines que le quiere imponer a la música como representación del mundo, situación que lo confronta con su maestro, a quien querrá, a través de su vida, con sincera amistad. Nietzsche, como uno de los filósofos de la posteridad, nos alerta a los que ahora habitamos el mundo, de la necesidad de levar anclas y arriar las velas, navegando bajo nuestra propia responsabilidad para aspirar a un nuevo comienzo, deshaciéndonos de las ataduras

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impuestas por los discursos hegemónicos creados por los dioses o por los hombres, que han corrompido el mundo a través de la historia. El camino que Nietzsche nos pide sigamos, es el sentido de la tierra, del cosmos o ente en su totalidad, del devenir como una voluntad de poder de fuerzas creativas, musicales y, por lo tanto, artísticas. El camino metafísico que él construyó primero con apoyo de la música, el arte, desemboca en el origen de los valores como clave para la interpretación de la tragedia griega con el descubrimiento de la conjugación de poderes disímbolos de los dioses Apolo y Dionisio. Nietzsche los entiende con rasgos artísticos, un Apolo para cada Dionisio y una realidad dionisíaca que sólo puede ser experimentada apolíneamente, donde prevalecen los instintos como fuerzas creadoras del cuerpo en consonancia con la realidad cósmica en que nos encontramos sumergidos. Dionisio y Apolo representan la batalla constante entre la desmesura y el análisis singular de los fenómenos, que se unió mesuradamente en el campo supremo del arte trágico y que ahora se mesura por el pensamiento en la física con la teoría de la relatividad de Einstein; donde lo apolíneo está representado por la masa y lo dionisíaco por la energía, donde el todo cósmico se conjuga. Los instintos son la energía creadora del cuerpo, la visión dionisíaca del mundo y el cuerpo la masa apolínea de la forma, o sea, la duplicidad del arte apolíneo y dionisíaco, donde cada ser humano se presenta ante la bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya producción cada hombre es artista completo y música para nuestros filósofos. Los instintos, reflejo artístico del cosmos, donde todo lo existente se encuentra como una tendencia hacia una voluntad no individual o colectiva sino como lo manifestó Schopenhauer: “El centro y el núcleo del mundo”. Los griegos. Esos instintos artísticos de la naturaleza. Y Aristóteles:”La imitación de la naturaleza”. La voluntad, como concepto metafísico que Nietzsche introdujera en su pensamiento en base a las enseñanzas de Schopenhauer, ha sido la clave para que ahora, en el siglo XXI, podamos interpretar las intenciones de Nietzsche para liberarse de la metafísica, convirtiéndose en el estudio filosófico y físico que nos pueda permitir afrontar nuestra responsabilidad con cara al futuro. La metafísica se da a la tarea de encontrar fundamentos excelsos que no estén contaminados de humanidad, para entonces fundar las “razones” o ”sentidos” del mundo a partir de la hipoteca del hombre[6], principios que le vinieron bien al cristianismo y a los discursos hegemónicos. La metafísica se afianza en encontrar principios universales que sirvan de paradigma para determinar lo que son las cosas radicalmente y olvida que en el mundo es necesario comenzar cualquier tarea empíricamente[7]. Ante esta situación, lo que pretende Nietzsche es enseñarnos a plantear problemas, al advertirnos que la metafísica occidental busca la trascendencia, construyéndose distintas morales provenientes de fuerzas distintas en lugar de preguntarnos por el “quién” que hace la pregunta. La pregunta ¿Quién?, según Nietzsche, significa esto: Considera una cosa, ¿cuáles son las fuerzas que se apoderan de ella, cuál es la voluntad que la posee? ¿Quién se expresa, se manifiesta, y al mismo tiempo se oculta en ella?”[8]. De lo que se trata es de llamar a las cosas por su nombre conforme su voluntad de poder. Para Nietzsche todo ente es voluntad de poder, por lo que el ente en su totalidad, el cosmos es voluntad de poder “Imprimir al devenir el carácter del ser, ésa es la suprema voluntad de poder”. El devenir lo entiende Nietzsche como movimiento, transformación de lo que deviene, donde se transforma se crea algo más que no estaba en el cosmos. El instante que para Nietzsche significa lo que permanece, es decir, el eterno retorno de lo mismo, y de esta forma conjugamos la voluntad de poder, por lo tanto “¡Este mundo es voluntad de poder y nada más! ¡Y también vosotros sois voluntad de poder, y nada más!”[9]. Estas manifestaciones de Nietzsche, aparentemente metafísicas en el siglo XX, ahora, principiando el siglo XXI, están siendo estudiadas por la física, la filosofía y la teología moderna, comprometida con los cambios que requieren las religiones. Y desde estos aparentes límites podemos encontrar fundamentos comunes que puedan unirnos en una actitud responsable, de cara al futuro, en beneficio de la juventud y de los que aún no han llegado.

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Al observar el mundo cristiano, en el Evangelio de San Juan, vemos que Dios ha creado este mundo como es: un mundo sensible, en devenir, y al crearlo también creó la vida, el pensamiento y al hombre. Al aceptar el movimiento del mundo sensible, Dios creó un mundo en constante devenir. El movimiento, la diversidad, la multiplicidad, la incertidumbre y también la permanencia, son fenómenos que salen al paso. La interacción entre fenómenos que parecían oponerse naturalmente ha sido explicada por la ciencia de la complejidad y por una gran gama de científicos contemporáneos atentos al problema de la creatividad y a la creación de zonas de indiscernibilidad en estructuras complejas. A Heráclito se le considera el filósofo del devenir, sin embargo en el pensamiento de Aristóteles se pueden lograr acercamientos a la física actual. Al zambullirnos en el pensamiento de Aristóteles sabemos la relación entre ontología y metafísica, las cuales son casi inseparables en el pensamiento del estagirita que nos permite afirmar que existe una dualidad casi imperceptible en la relación entre ontología y teología para este filósofo. Pensadores como Werner Jaeger han impulsado una lectura dualista del pensamiento aristotélico. Para Jaeger, la diferencia entre metafísica general y particular en el pensamiento de Aristóteles proviene de dos formas de concebir la metafísica. La metafísica general proviene de una concepción platonizante del mundo, donde la ciencia suprema se ocupa de las entidades inmateriales e inmóviles y por ello es teología; mientras que la metafísica particular sólo puede ser entendida a partir de un abandono de Platón, pues la ciencia del ser en tanto que es, en sentido particular deviene ontología. Si la metafísica deviene ontología y la teología es metafísica, entonces el pensamiento filosófico desde su inicio, en Aristóteles, es onto-teo-logía. La posición del ser en la teología es entonces radicalmente lo que nos “pone” en el mundo. ¿Qué tipo de ontología podemos hacer en nuestro presente? Quizá una ontología que pueda avanzar hacia el movimiento y no esté encerrada en sí, que reconozca al sujeto pero no lo centre en su interior; que tenga espacio para lenguaje pero que no caiga en un idiotismo lingüístico. Para Aristóteles, el fundamento último de todo ser es la causa primera de todo movimiento, o sea, el motor inmóvil, que está afuera del mundo sensible. Pero hay dos partes constitutivas de todo esto, y una de ellas en su referencia al mundo sensible. La mira hacia la sensibilidad del mundo es latente en Aristóteles y ha sido un tema poco explorado. La sensibilidad del mundo y su movimiento es aquello que nos mantiene alertas y en la exigencia de continuar haciendo filosofía. Esto lo podemos ver en Heráclito, en Schelling, Bergson, en la mayoría de los filósofos del siglo XX y principios del XXI, y en la voluntad de poder y el eterno retorno de Nietzsche. Esto va a conducirnos a asumir la importancia de la existencia de este mundo sensible en el pensamiento aristotélico, que está en movimiento o sea, en devenir, y que es una forma de aceptación de la posibilidad de acercarnos a la realidad, en tanto que podemos palparla y padecerla. La teoría de la relatividad no implica un "todo se vale" como se ha venido diciendo. Aceptar esto en la vida cotidiana correspondería a una actitud irresponsable, porque las relaciones interpersonales no tendría ningún compromiso: cada cual podría, fundándose en esa salvaje relatividad, pensar y hacer lo que creyera correcto, sin asumir su responsabilidad para con el mundo y los seres humanos. La teoría de la relatividad tiene su fundamento en la definición de la energía como lo equivalente a la multiplicación de la masa por el cuadrado de la velocidad, al que podríamos anexar un adendum representado con "x" a la creatividad, palpable en el espectáculo que se nos presenta en la parte del cosmos que podemos observar. Para Einstein, energía es trabajo, y siempre que existe un trabajo se agrega algo que no existía en la realidad. La energía como trabajo, es movimiento, devenir, que se refleja en el

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mundo. Descubrir el ritmo de los astros, comprender los ciclos de cambio continuo de todas las cosas, establecer la relatividad del tiempo y el movimiento, han sido una aventura colosal en la historia de la humanidad, que en la filosofía fue intuida por Nietzsche en sus pensamientos de la voluntad de poder y el eterno retorno. Estos nos podrían permitir buscar nuevos paradigmas a favor de la formación integral de los individuos del presente y del futuro, con apoyo no sólo de la física, sino de la química, la biología y en general de todas las ciencias.

El universo es inconmensurablemente grande y no ha cesado de expandirse desde que se formó. Es el devenir, la voluntad de poder, fuerzas creadoras de todo lo que representa el cosmos, pero unificadas de acuerdo al pensamiento del eterno retorno, siendo lo mismo, pero diferente a través del tiempo, dando lugar a la identidad. Los primeros principios, ya sean de la teología, la filosofía, las ciencias, tuvieron lugar hace quince mil millones de años, cuando se inició el devenir, tiempo que no podemos negar pero nos permite reflexionar sobre la necesidad de hacernos responsables de nuestro futuro, sin olvidarnos del origen, pero ciertos de estar caminando con las fuerzas creadoras de la voluntad de poder, dentro de un río de incertidumbres. Un río no caótico, sino mesurado por el poder del pensamiento, que así se convierte en el motor que nos impulsará si deseamos un mejor destino para nosotros.

[1] Alfonso Reyes. “Cuaderno de apuntes”. Citado en Perea Héctor, Océano de colores. México: Ed. Aldus, 1996, p. 19.[2] Safranski, Rüdiger. Nietzsche: biografía de su pensamiento. Barcelona: Tusquets, 2002, p.17.[3] Ibídem[4] Ibídem[5] Ibid. pp.19-20[6] Martínez Cristerna, Gerardo. Los oídos de Nietzsche. México: Euphyía, 2007, p.100.[7] Ibid. p.101[8] Ibid. p.25[9] n.1067 (NHI p. 386)

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