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¿Se pueden crear ciudadanos virtuosos
controlando la cultura?
Javier Bilbao, JOTDOWN: http://www.jotdown.es/2015/08/se-pueden-crear-ciudadanos-virtuosos-
controlando-la-cultura/
Por consiguiente, no solo a los poetas hemos de supervisar y forzar en sus poemas imágenes de buen
carácter —o, en caso contrario, no permitirles componer poemas en nuestro Estado—, sino que
debemos supervisar también a los demás artistas, e impedirles representar, en las imitaciones de seres
vivos, lo malicioso, lo intemperante, lo servil y lo indecente, así como tampoco en las edificaciones o
en cualquier otro producto artesanal. Y al que no sea capaz de ello no se le permitirá ejercer su arte
en nuestro Estado, para evitar que nuestros guardianes crezcan entre imágenes del vicio como entre
malas hierbas, que arrancasen día tras día de muchos lugares y pacieran poco a poco, sin percatarse
de que están acumulando un gran mal en sus almas. (…) Los poetas y los prosistas afirman los
mayores errores sobre los hombres: que muchos injustos son felices, y los justos, desgraciados, y que
la injusticia es ventajosa si permanece oculta, pero que la justicia es un bien para otro y un daño para
el propio. Nosotros les prohibiríamos decir tales cosas y les ordenaríamos que cantasen y narrasen lo
contrario. (Platón, La República)
Hace unos días me encontré con un comentario que decía que una superestructura enlaza los chistes de
Torrente con los asesinatos de mujeres a manos de (ex)parejas. Mi primera reacción fue acordarme de la Ley
de Poe [La Ley de Poe es un aforismo surgido de Internet según el cual, en la ausencia de un guiño o
indicación que lo aclare, es difícil o imposible distinguir entre una postura ideológica extrema y la parodia
de esa misma postura]. En cualquier caso, es una clase de idea que, con variaciones, ha sido mil veces oída
por parte de asociaciones, grupos de presión de cualquier signo, periodistas o políticos en relación con tal o
cual best seller, videojuego o estreno de Hollywood —que promoverían toda clase de violencia o de
comportamientos incívicos— y que, como vemos en el párrafo anterior, no es precisamente novedosa y ya
fue expresada con mayor elocuencia hace dos mil quinientos años por el filósofo griego de anchas espaldas.
¿Pero qué de cierto puede haber en ella? ¿Hasta qué punto las personas son moldeables? ¿Si la gente
aprende a comportarse violentamente debido a los malos ejemplos que toma de los poetas —o, en nuestro
entorno actual, de las series de la HBO, el cine de Tarantino y la saga Grand Theft Auto— segando
debidamente las malas hierbas en ellos lograríamos una sociedad pacífica y sin vicios?
Es una cuestión peliaguda pues cuanto más se quiera culpar al ambiente, la educación o en este caso al
entorno sociocultural… menos responsable será el individuo. Llegando este en último extremo a ser
considerado a su vez víctima del mundo que le hizo así, arruinándole la vida al convertirlo en un desdichado
criminal. Pero la justicia, el Estado de derecho y la sociedad en su conjunto en los tiempos modernos se ha
erigido sobre lo opuesto: el libre albedrío, la responsabilidad de la persona sobre actos que pueden ser
premiados o castigados. Un concepto, por cierto, que ahora algunos científicos cuestionan de forma más o
menos abierta, pero que en el peor de los casos ha demostrado ser una ilusión útil, como se dice en este
artículo: «uno de los hallazgos más sorprendentes surgidos recientemente en la ciencia del libre albedrío es
que cuando la gente cree —o se le hace creer— que el libre albedrío es una ilusión, tiende a ser más
antisocial». Pensar que todo está predeterminado nos exime de cualquier esfuerzo o iniciativa y termina
convirtiéndose en una profecía autocumplida.
Aunque antes de continuar, para hablar de la interacción entre comportamiento, moral y «cultura», es
conveniente delimitar a qué me refiero exactamente con este último término tan manoseado y ambiguo. En
realidad quiero aludir en concreto —como creo que ya se intuye por las líneas anteriores— a ese tipo de arte
que Platón temía que sin una guía adecuada influyese tan negativamente en sus receptores, a lo que hoy día
entendemos por ficción o narrativa: bien en formato de película, serie, novela, cómic o videojuego.
Precisamente un discípulo de este filósofo, Aristóteles, cuestionó su planteamiento tan lineal sobre que
observar el mal lleva a imitarlo introduciendo un concepto mucho más sutil: la catarsis. De esa manera la
representación de la violencia, el vicio y la inmoralidad lejos de corromper a los espectadores permitiría
purificarlos, permitiendo que identifiquen su lado más oscuro con lo que ven y conozcan las consecuencias
de dejarse arrastrar por él, pues en las tragedias de las que hablaba no podía faltar un final aleccionador, una
némesis que castigue la hibris. Un esquema que también vemos hoy en día en muchas narraciones, cuando
los protagonistas —ya sean mafiosos, políticos corruptos o brokers sin escrúpulos— llevan una vida quizá
poco virtuosa moralmente pero a menudo bastante envidiable, hasta que terminan pagando por sus excesos.
Solo que la némesis viene ahora a cargo del FBI en lugar de los dioses olímpicos.
A veces incluso puede que no sea necesario un castigo aleccionador y que la misma representación sea un
sucedáneo inofensivo y civilizado que permita sustituir al original y satisfaga así a la audiencia. O al menos
es tentador concluir eso a partir del estudio Violent Video Games and Real-World Violence: Rhetoric Versus
Data de las universidades americanas de Rugters y Villanova. Cada vez que un alguien comete una matanza
es inevitable que a continuación se mencionen todas sus aficiones en busca de las raíces del mal. Entre ellas
suelen estar, cómo no, los videojuegos violentos (afición compartida con otros millones de personas, por
otra parte) y entonces se concluye que unos provocaron la otra. Cuando puede ser una relación inversa, que
fuera su personalidad tendente a la agresividad la que buscase estos entretenimientos. Si vemos las tablas
comparativas de ventas de videojuegos de dicho estudio, cuyos picos corresponden a los de disparos en
primera persona Grand Theft Auto y Call of Duty, hay una coincidencia entre el descenso de la violencia real
en las calles y su incremento en las pantallas:
Estudio Violent Video Games and Real-World Violence: Rhetoric Versus Data. Universidades de Rugters y Villanova
Naturalmente correlación no implica causalidad, puede haber otros factores que lo expliquen, pero al menos
podremos concluir que la venta de videojuegos que representan la violencia con gran realismo no trae
consigo un aumento inmediato de la criminalidad. Otro estudio, que incluía también la violencia en el cine,
no encontraba tampoco una correlación positiva entre la representada y la real, mientras que según este
artículo sí existiría correlación pero negativa, y lo explica con el argumento de que las películas violentas
atrapan la atención de los potenciales criminales, que mientras están pegados a una pantalla no andan por ahí
cometiendo fechorías. Dice al respecto Steven Pinker en La tabla rasa:
Los niños estadounidenses están expuestos a modelos de rol violentos, qué duda cabe, pero también
lo están a payasos, pastores, cantantes de folk y drag queens; la cuestión es por qué los niños piensan
que merece más la pena imitar a unos que a otros. Para demostrar que la causa de la violencia está en
unos temas especiales de la cultura norteamericana, la prueba mínima debería ser la existencia de una
correlación en la que las culturas que contengan esos temas también tiendan a ser más violentas.
Y se responde señalando que los canadienses están expuestos al mismo cine y televisión que los
estadounidenses, pero su índice de homicidios es apenas de la cuarta parte. ¿Entonces dado que todo es
catarsis ya no queda sitio para la imitación? Si las empresas pagan millones por unos segundos de publicidad
es porque confían en cierta capacidad mimética de la audiencia. Incluso la que está inserta dentro de la
propia narración de cine o televisión —el llamado product placement— pese a formar parte de la ficción no
deja de ser más eficaz por ello, más bien al contrario. Es conocido el dato de que las gafas de aviador que
lucía Tom Cruise en Top Gun aumentaron sus ventas un 40% tras el estreno. Otro hecho más llamativo
relacionado con dicha película es que el número de aspirantes a pilotos de aviones de combate se multiplicó
por cinco. Es decir, que la ficción que veamos no solo puede influir en nuestras decisiones de compra,
incluso es capaz de condicionar algo tan trascendental como la vocación profesional. Sería muy interesante
saber exactamente de qué manera nos influye una narración en cualquier formato cuando estamos expuestos
a ella. ¿Pero cómo descubrirlo?
Quizá una buena forma sea analizar una sociedad relativamente aislada y ajena a Occidente, en la que se
introducen películas de Hollywood y ver qué cambios provoca en ella. Ese es el objetivo del peculiar estudio
Influencia de las películas de Hollywood en los valores morales de la juventud desarrollado en Nigeria. Se
trata de una encuesta que comienza preguntando si se ven películas estadounidenses (99,1% sí), si influyen
en su comportamiento (68,7% están de acuerdo o muy de acuerdo), si los anima a vestir de forma indecente
(62,6% responden afirmativamente), si les gusta la manera americana de hacer las cosas tal como es
retratada en el cine (56% de acuerdo o muy de acuerdo) y si adelantan el vídeo cuando salen escenas
cochinas o palabrotas (37,5% y 26,9%, la juventud nigeriana se nos ha echado a perder). La conclusión del
autor, Odinma Chima, es que el gobierno debería censurar el cine americano y que «las películas centradas
en perder la virginidad o robar un banco son altamente perniciosas para la moral y estilo de vida de los
jóvenes, por lo que cada uno de ellos debería evitarlas». Vaya por Dios, con lo entretenidas que son
Supersalidos y Plan Oculto.
La pregunta que ahora deberíamos hacernos es hasta qué punto esta influencia que puedan tener, real o
percibida, es intencionada. Hasta dónde hay una voluntad del guionista, del director o del estudio de
transmitir valores, mensajes o ideales. Es el momento de ponernos el gorrito de aluminio y atender a esta
explicación de Juan Carlos Monedero sobre las películas de Disney. El problema de los supuestos
mensajes subliminales es que, de existir, pasan desapercibidos para la inmensa mayoría de la población y
por lo tanto su efectividad es nula. Si los niños fueran capaces de asimilar esos detalles tan sutiles la
enseñanza en los colegios no requeriría tantas explicaciones, ni repetir tantas veces cada lección hasta que
logra arraigar en sus cerebritos, y las empresas no se gastarían millones en dar visibilidad a sus productos si
pudieran lograr el mismo efecto con insinuaciones apenas perceptibles durante una fracción de segundo. Por
otra parte, dichos mensajes por lo general solo suelen existir en la cabeza del que los señala: no, el hermano
de Mufasa no se parece ni por asomo a Jomeini y no, tampoco, el garfio del Capitán Garfio evoca a la hoz
de la bandera soviética más de lo que el garfio de cualquier pirata pueda hacerlo.
Pero si los mensajes subliminales son muy cuestionables y encajan más bien en el ámbito de la superstición,
no puede decirse lo mismo de los mensajes más directos, los que explícitamente pretenden transmitir tal o
cual consigna. Son innumerables las obras literarias, cinematográficas o televisivas realizadas a lo largo de
la historia con una clara función de propaganda ideológica. De ellas ya hablamos aquí y afrontan una
paradoja irremediable: cuanto más explícito es el mensaje menos interés despierta la obra. El escritor
Dionisio Ridruejo, que evolucionó a lo largo de su vida desde el apoyo al franquismo (coescribiendo
incluso el «Cara al sol») hasta ser un decidido opositor, lo explicó aquí con acierto:
En el período que nos ocupa —39-50 y en la década siguiente— la política ha incidido sobre la vida
intelectual española más intensamente que en cualquier otro tiempo de nuestra historia […]. Incide
tratando de promover, sin verdadera decisión, la formación de un cuerpo intelectual justificador y
propagandístico del orden político que la condiciona. Incide mucho más, prohibitivamente,
imponiendo unos estilos de reticencia y doble sentido que sorprenderán a los historiadores literarios
del futuro. E incide también obligando a los escritores, pensadores, divulgadores y artistas a cargar
con los menesteres del político y del moralista de modo exagerado. En toda época y lugar, la
situación histórica y social impregna al quehacer de la inteligencia. Pero no de un modo imperativo y
por reducción de las opciones personales a un «sí» o a un «no». En nuestro caso, esa presión fue
anormal y particularmente reductora. Quizá excitó la creación en algunos campos. Aguzó los
ingenios pero contrajo las imaginaciones y lastró el juicio con un barajamiento de valores.
Me parece particularmente interesante esta frase: «obligando a los escritores, pensadores, divulgadores y
artistas a cargar con los menesteres del político y del moralista de modo exagerado», lo que «contrajo las
imaginaciones y lastró el juicio». Es decir, el dirigismo cultural, el empeño en utilizar el arte y la ficción
como vehículos de adoctrinamiento, asfixió la creatividad dejando como resultado un páramo con pocas
aportaciones y de escasa calidad (si exceptuamos La familia de Pascual Duarte y alguna otra). No
funcionaron como propaganda porque a nadie le interesaron y cayeron en el olvido. Por aquellos mismos
años, en Francia, un escritor que había adquirido un notable prestigio por su actividad en la resistencia
publicó una novela que recibió agrios reproches de sus coetáneos. Entendían que aludía a la lucha contra la
ocupación nazi, pero por su falta de concreción en realidad podía ser interpretada de diversas maneras y
aplicarse a otros contextos. Echaban en falta «compromiso», activismo político, que dijera a sus lectores
exactamente qué debían pensar y hacer. El autor era Albert Camus y la obra La peste, los libelos que
escribieron esos críticos murieron con su época, pero esta novela es ya un clásico atemporal que sigue y
seguirá siendo leído en todas partes.
Esa es la clave de la narración. El lector/espectador se sumerge en la trama, se identifica con el protagonista
e interpreta a su manera lo que ocurre, enlazándolo con uno u otro aspecto de su vida y adaptándolo a su
esquema de creencias. Una narración es por tanto una creación compartida y en ella el autor no puede
pretender dar un mensaje cerrado y unívoco. Debe aceptar que el receptor es una parte activa y que
terminará extrayendo conclusiones distintas de las que él tenía en mente e incluso opuestas. Por eso no hay
nada peor que un director o un escritor explicando su última creación en una entrevista, no es su labor, y por
eso también los guardianes de la corrección política se equivocan al creer que la interpretación que ellos
hacen de tal o cual detalle de una película o novela es la que otros harán también. Como dice Claudio
Magris:
En la literatura todo es metáfora, algo que dice algo distinto; un no puede ser un sí y ésa es su libertad, su
ángulo de trescientos sesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las respuestas dadas por
un escritor, sino las preguntas que éste plantea y que son siempre más amplias que toda respuesta por
exhaustiva que esta pueda ser.