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Ritos funerarios en la costumbre nacional

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RITOS FUNERARIOS EN LA COSTUMBRE NACIONAL “El temor a la muerte, señores, no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello que no se sabe. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano, nadie lo sabe, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”

( Sócrates) La muerte ha sido siempre el reino del eufemismo. La única experiencia de certidumbre que nos queda en el reino que nos rodea. Pero la muerte siempre es la de otros, nunca la nuestra; porque nosotros no nos morimos, se nos muere un amigo, un familiar, incluso un enemigo. Se suele achacar una “cultura española” el tener fijación con los muertos y con la muerte, como si ello fuera algo distinto en algún pueblo en particular. La cultura gallega, en cuanto cultura vinculada a la tierra, ha sido una forma permanente de vincularnos a los orígenes y a los fines, desde fuera semeja un proceso reiterativo del eterno retorno de lo idéntico, opuesto al progreso, al cambio, al futuro; siempre inmóvil en la movilidad reiterada de los ciclos de las estaciones, los años y los días. Desde fuera, la naturalización de la muerte aparece como atavismo, atraso, envejecimiento. Y por eso tiene que ser combatida. En nuestra infancia, el hecho de muerte ajena no solía afectarnos íntimamente ya que entonces se apartaba totalmente a los niños de los escenarios de duelo, o incluso en algunos vasos era motivo de gozo por vincularse a la suspensión de actividades escolares. Quizá en nuestra generación pre televisiva fuera el cine nuestro primer maestro en asuntos “mortales”. El las películas del oeste nos dimos cuenta de que los “buenos” siempre son los que triunfan. Y los “malos” son los que mueren violentamente. En las policíacas aprendimos que “el crimen siempre paga” y que se producía siempre un ajusticia intramundana que reafirmaba la moral reinante. Los ritos funerarios, las prácticas relacionadas con la muerte y el enterramiento de una persona, son específicos de la especie humana. Estas prácticas, estrechamente relacionadas con las creencias religiosas sobre la naturaleza de la muerte y la existencia de una vida después de ella, implican importantes funciones psicológicas, sociológicas y simbólicas para los miembros de una colectividad. Así, el estudio del tratamiento que se dispensa a los muertos en cada cultura proporciona una mejor comprensión de su visión de la muerte y de la propia naturaleza humana. Los rituales y costumbres funerarias tienen que ver no sólo con la preparación y despedida del cadáver, sino también con la satisfacción de los familiares y la permanencia del espíritu del fallecido entre ellos. Las diferentes formas de despedir al cadáver varían en función de las creencias religiosas, el clima, la geografía y el rango social; es por ello que m ucho de lo que se sabe de otras culturas, paradójicamente, es a través de su arte funerario. Los vestigios

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encontrados hablan de prácticas sociales que dejan en claro la evolución emocional y cognitiva del ser humano, nivel de requerimiento que hizo posible la emergencia del pensamiento religioso como actividad comunitaria e identidad individual. (Velasco, 2011) Según sea la cultura en la que se está, se realiza una gran variedad de rituales, cuya finalidad es brindar una estructura, un orden y un sentido a la existencia humana, a través de ciertas ceremonias periódicas, formales y participativas, caracterizadas por estar fuertemente vinculadas a aspectos simbólicos. (Torres, 2006) Según Velasco (2011) el sentido del ritual fúnebre sea fijar el provenir del difunto, pero también el de proteger a quien aún permanece en esta vida. Es un ritual de despedida cuya liturgia comporta tres aspectos relacionados y que es fundamental cumplir: 1. Preparar al muerto para su nuevo destino, ritual que inconscientemente implica la negación o paliativo de la putrefacción. 2. La despedida del muerto que se expresa en las exequias del velatorio como si aún estuviera vivo. 3. El supuesto de que hay algo que no muere del todo y que es necesario romper con la despedida para evitar su retorno (Rivara, 2003: 87). En estos objetivos se funda la relación que instaura en las personas las marcas arquetípicas de su cultura, lo que evidencia que los rituales funerarios funcionan como símbolos para rendirle culto más que a la muerte, a la vida, dado que en la civilización occidental, la vida es el componente esencial de la cultura. (Torres, 2006) Cabe destacar que la organización social más activa a partir de “la colonia o el virreinato en México” era la iglesia católica a través de sus instituciones parroquiales. Estas no son meramente de carácter material, sino que, sobre todo, de construcción de sentido del acontecimiento. Sentido que se produce por la palabra y por los ritos: “recomendación del alma”, “extrema unción” (unción de los enfermos), oraciones, bendiciones. Pero también por otras expresiones artísticas con una determinada estética ornamental, ambiental, musical, odorante, etc. Por la cercanía corporal del difunto y de los acompañantes. Ese sentido se construye también en los diferentes recorridos que se hacen con el cadáver, cortejo fúnebre, la homilía de la misa funeral, los cánticos apropiados para la ocasión, los portadores del féretro, la inhumación en sus diversas variantes. Los parámetros utilizados para medir la estima de familiares y deudos por el difunto se vinculan también el número de oficiantes del funeral, y la celebración religiosa a

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enterramiento. También era, y sigue siendo en algunos casos, un indicador de la estima y el reconocimiento social del difunto, la publicación en establecimientos públicos y en el periódico local de esquelas en las que refieren las circunstancias de la muerte y la hora y el lugar de los ritos funerarios. Aparecen en muchos casos no sólo la notificación de la familia o de la empresa en que trabajaba sino de las asociaciones a las que pertenecía; clientes agradecidos, instituciones públicas o privadas con las que tenía algo que ver, etc. El género literario “esquela mortuoria” tiene una larga tradición en la que domina la simbología religiosa, las formas de luto, las frases estereotipadas y las siglas (R.I.P., D.E.P., q.e.p.d., B.SS, B.A., etc.). Todos estos elementos constituyen las formas en las que “el otro lado de la muerte” deja de ser un campo no marcado, una ignorancia impenetrable, un hecho sin sentido, absurdo para ir adquiriendo, paulatinamente, un sentido para los que siguen vivos. Las expresiones de dolor de los familiares y amigos encuentran un significado más allá del dramatismo y la representación. El luto como ritualización del suceso de la muerte individual produce una construcción de la realidad de la vida como proceso, con principio y fin y propone diferentes formas de realizar ese proceso de vivir, de convivir y de sobrevivir al muerto. La realidad límite de la vida que supone la muerte se llega a percibir de maneras muy diferentes. La construcción de que tradicionalmente ha llevado a cabo la iglesia católica señalaba como más relevantes los aspectos de “fugacidad” de la vida, de la mortalidad corporal de todo lo material, de la importancia de la conducta terrenal para merecer la “vida eterna” y de la realidad permanente de lo invisible como trascendencia de lo espacial y lo temporal. Inmanencia y trascendencia. Pero esas relevancias se corresponden con opacidades que en muchos casos se venían excluyendo de las construcciones más cotidianas. Se refiere a lo que en el catecismo denominan los “novísimos”: muerte, infierno y gloria. Ritos funerarios, su cambio y continuidad. Desde el punto de vista antropológico se considera a los entierros y a los ritos relacionados con la muerte, como uno de los indicadores de los avances en la cultura y civilización de un pueblo (Guerrero,2004 ).La creencia de la vida después de la muerte ha estado presente a lo largo de la historia del hombre, la muerte como un principio y no como un final es una constante que se ha presentado a lo largo de la historia dentro de la mayoría de las religiones. Lo anterior da como resultado que gracias a esa diversidad cultural e ideológica se presentan una serie de tratamientos y ritos que giran en torno a un cadáver, en presencia o en ausencia; estos pueden varias dependiendo de la concepción que se tiene ­influenciada por la cultura­ de lo que hay después de la muerte.

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A continuación se detallan los que más han llamado nuestra atención en períodos históricos, regiones y culturas distintas, con el propósito de reconocer cómo las tradiciones, creencias y costumbres funerarias han marcado hitos en el desarrollo de la humanidad, que dejan al descubierto una cosmovisión del mundo en un contexto específico. Nuestro trabajo está centrado en México, sus tradiciones y concepciones sobre la muerte y cómo influyen en los ritos funerarios, no obstante, hacemos un breve recorrido por la historia de otras culturas, ya sea occidentales u orientales para contrastar y enmarcar sus diferencias.

a) Prehistoria

Los primeros seres humanos que practicaban rituales funerarios con la creencia en la idea de que la muerte no era el final de la existencia, sino más bien un tránsito del mundo de los vivos hacia un reino espiritual fueron los neandertales. Según la historia, un enterramiento neandertal en la cueva de Shanidar (Irán) estuvo rodeado de flores. Otro entierro infantil se halló en la cordillera del Himalaya en una fosa rodeada de seis pares de cuernos de cabra montesa. El entierro deliberado de sus muertos es una característica que distingue al hombre de neandertal del resto de los homínidos prehistóricos. En el paleolítico medio también hay evidencias de prácticas mortuorias pero es en el paleolítico superior cuando se hicieron más complejas. (Torres, 2006) La posición y orientación de los restos óseos denotan que los cuerpos no fueron dejados ahí al azar, lo que refleja la creencia en una conexión cósmica con la naturaleza; restos de animales como huesos y dientes, así como utensilios rudimentarios asociados reflejan la percepción y construcción imaginaria de un mundo paralelo ubicado en el más allá. (Velasco, 2011) b) Sobre la concepción de la muerte en Mesoamérica La relación con la muerte desde el México prehispánico expresa que no significaba angustia o terror; por el contrario, la vida era dolor y tormento del que sólo la muerte liberaba. A diferencia de la concepción judeocristiana donde la muerte es incertidumbre, en la cultura mesoamericana la muerte brinda la certeza del retorno a la vida en el cosmos, a los elementos de la naturaleza, al espíritu de las divinidades de donde proviene el ser humano. Y por tanto, la vida es certeza de sufrimiento, de llanto. En el Canto florido, bella expresión de la poesía de los señores de Texcoco, se exalta la reacción emocional:

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Sufres corazón mío. No te entristezcas en la tierra, aquí.

Quizá así sea mi destino. Él lo sabe.

¿Sólo he merecido acaso haber nacido así en la tierra? Fuera bueno que así fuera. En ninguna parte se vive, sólo lo dice mi corazón.

La trascendencia de la muerte radica en la idea del retorno del espíritu al más allá. Concepción que deviene del núcleo mítico de Quetzalcóatl en el que radica la experiencia primigenia de lo sagrado. Esa experiencia existencial que coloca al ser humano en el horizonte y en contacto con el mundo sobrenatural. Es en el mito de la creación del ser humano por Quetzalcóatl, donde encontramos elementos vinculadores del ya no ser vivo para volver a ser en espíritu. Al ubicarnos de forma espacio temporal, identificamos a la cultura olmeca, en donde ya existía una noción sobre vida después de la muerte, y se comenzaba con el sacrificio en ofrenda hacia los dioses. los primeros sacrificios en ofrenda que se han encontrado son sacrificios de animales, especialmente perros. "en tlatilco había la costumbre de sacrificar perros, tal vez con la idea de que acompañen al difunto en el viaje hacia la otra vida". a los muertos se les enterraba directamente en la tierra, usualmente con perros, como ya se explicó. pero para los personajes más importantes, como sacerdotes u otros personajes importantes, se les enterraban en tumbas en las cuales se les colocaban, aparte de los sacrificios animales y humanos, figurillas de jade, las cuales servían de ofrenda para que puedan tener una buena vida después de la muerte, tal como la tuvieron en esta vida: "para los antiguos mexicanos el jade era algo mas que una simple joya; se le elaboraba como símbolo de lo divino y valioso, tal vez por que era del color del agua , del cielo y de la vegetación. el nombre ` chalchichuitl´ [que quiere decir: piedra verde] y el glifo para el jade eran sinónimos de joya y de precioso ".(palacio, 1965) Los ritos funerarios en la Época de la Colonia Durante la Colonia se acostumbraba que las exequias de los pobres fueran administradas por un sacerdote, un sacristán y dos acólitos. En la ceremonia se utilizaba la cruz baja de madera, llamada así por ser considerada como de segunda

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categoría. Tenía derecho a una misa cantada y a una vigilia durante el primer día de su muerte. En cuanto a los cobros, estos variaban y por eso recibían limosnas que los familiares del difunto quisieran dejar. Generalmente quien pagaba más por los servicios tenía acceso a prestaciones de mayor lujo en las pompas fúnebres. Sus partidas de defunción se anotaban en libros especiales, indicando nombre, procedencia, edad, profesión, estado civil y causa de muerte. En los templos catedrales tenían la obligación de vigilar escrupulosamente las inhumaciones y su debido registro. Por eso cada vez que alguien moría, se avisaba inmediatamente a la parroquia de origen. De lo contrario, se castigaba a los deudos con la pena de excomunión. Cuando la persona se encontraba en el lecho de muerte, hacía su testamento, en el cual solicitaba su inhumación en el templo, con misa de cuerpo presente y su novenario de rosarios, ya fueran cantados o rezados según el caso. Se le llevaba el sacramento de extremaunción al enfermo, consistente en una pequeña confesión, donde pedía perdón por los pecados cometidos a lo largo de su existencia; luego hacía su auto de profesión de fe, reconociendo el misterio de la santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y manifestando su deseo de morir como buen católico cristiano; por último, pedía que la Virgen María, bajo cualquiera de sus advocaciones, fuera su abogada. En el reparto de sus bienes siempre aparecía una porción dedicada a la Casa Santa de Jerusalén. La misa se debía ofrendar con pan, vino y cera. Regularmente el cadáver del varón era amortajado con el hábito de San Francisco de Asís, mientras que el de la mujer con un hábito religioso con tendencias marianas. Y a los niños los vestían de ángeles, hábitos y coronados. Embalsamaban al cadáver llenándolo con aromas para impedir los malos olores durante el velorio. La velación se hacía sobre una mesa de madera y le ponían un crucifijo en las manos. En el rito de inhumación intervenían las posas, que son el llamado de las campanas por los difuntos, mientras que los deudos hacían responsos en honor a las ánimas del purgatorio y por el alma del difunto. Para los entierros, la nave estaba dividida en secciones en donde se cobraba de más si la inhumación se realizaba cerca del presbiterio. Lamentablemente este tipo de cortejos fúnebres provocó serias competencias entre los feligreses, quienes se peleaban para ver quién sepultaba a sus difuntos con mayor pompa. Por eso la Arquidiócesis de México solicitó que en todos los templos de la Nueva España se evitara el abuso de vestir a los cuerpos de los infantes con trajes de clérigos, obispos, religiosos, cardenales y hasta de ángeles con sus respectivas alas. Luego los llevaban a visitar las casas de sus parientes y padrinos, por lo que la Curia Arzobispal hacía hincapié de que fueran vestidos de acuerdo con las edades y solamente con coronas y flores. También pedían que cada párvulo debía ser enterrado en lugares sagrados siguiendo los ritos de la Santa Iglesia, sin importar que tuvieran dinero o no sus familiares, ya que era frecuente que muchos

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cuerpecitos aparecieran en las bancas, en las mesas o en los rincones desocupados de los templos, porque los deudos no tenían con qué pagar los oficios litúrgicos. Se prohibieron los velorios secretos, por lo que los fieles tenían la obligación de acudir a los templos parroquiales para dar razón de la muerte y hacer la partida correspondiente. Cuando alguien se suicidaba, no se le permitían los oficios litúrgicos ni la cristiana sepultura. Por eso se pidió que cada vez que muriera una persona, se tañeran las campanas en señal de duelo y para avisar la partida del difunto. Ritual funerario en Mixtla, Veracruz. Para cada forma de morir, el ritual funerario presenta variantes en sus prácticas y éstas se corresponden con el tipo de inquietud y zozobra derivada de la manera en que el individuo encontró la muerte. Esta creencia es reminiscencia de la concepción prehispánica en el Tlalocan como lugar de muertos, sitio constituido por nueve niveles, o “nueve casas” en las que quedaban las almas según la forma en que habían muerto. En el caso de muerte natural, el ritual funerario comprende diversas ceremonias que se realizan de manera secuencial y en los tiempos señalados por la tradición. La primera fase es la de preparación y comprende el ceremonial de purificación y velación; la segunda remite a la despedida que consiste en el entierro; la tercera de aseguramiento y abarca tres componentes ceremoniales: el retorno, la novena y el Tlachpanolistli. Cuando el difunto haya sido sepultado, sus objetos serán puestos en el lugar donde se veló al muerto, y transcurridos cuarenta días se entierran cerca de la casa. Mientras se realiza todo este ceremonial, en forma paralela se procede a adquirir la madera para construir la caja que habrá de albergar el cuerpo y se prepara la comida que se ofrecerá a los dolientes que asistan al velorio. Estos preparativos se hacen con la cooperación de familiares y vecinos, mostrando el grupo social la solidaridad y benevolencia para quien abandona la vida terrena, acto de espiritualidad colectiva. La velación corre a cargo de un padrino, si es varón o de la madrina si es mujer. Este padrinazgo se relaciona con el de bautizo. El padrino o madrina de muerte proporciona la ropa para “que no vayan desnudos en su viaje”, ropa que si es nueva tendrá que ser lavada antes, pues debe ir limpia porque Dios no admite al ánima si la lleva sin lavar. La ropa mortuoria consiste en una “bata” de manta de algodón que puede ser de color café (vinculado a la tierra), amarillo (lo relacionan con la luz y uno de los cuatro caminos cósmicos) o verde (asociado con la naturaleza y la

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fertilidad). Si el difunto es hombre, se le coloca un pañuelo café en el rostro y una sábana negra para evitar el retorno del difunto, toda vez que el negro nada refleja y si no hay reflejo de luz, el muerto no encontrará el camino de retorno; si es mujer los colores fúnebres son el azul (el que al parecer se asocia con el color del manto de la Virgen), el negro y el morado (que en la tradición cristiana representa “pureza de luz” y se asocia con él espíritu). No se debe colocar ninguna prenda de lana (en la tradición judía­cristiana, el sudario era hecho de lino), pues se considera que por ser caliente ésta puede quemarse fácilmente durante su viaje. Asimismo, no debe poner ningún objeto metálico porque están asociados al diablo. Otras de las obligaciones del padrino o madrina, es la compra de las flores para el velatorio, la cera que habrá de quemarse, el copal para la purificación y las veladoras que se colocan en el altar y en la tumba. De igual forma, el padrino o madrina escoge al rezandero, wewetlakatl. El rezandero ofrece el alma a los Dioses mediante rezos, empezando por el tlatikpaktle (rezo a la Madre Tierra), luego reza a los tlalokantatame (señores subterráneos o divinidades del inframundo asociados a Tláloc), a los elementos naturales, a los astros y también invoca a los dioses y santos cristianos (San Pedro, La virgen del Carmen relacionada con la devoción de las benditas almas, Jesucristo y San Miguel). Los rezos se dicen cuatro veces: a las siete de la noche, a la medianoche, en la madrugada y al amanecer. Durante el día no se reza. El cuerpo es velado durante dos noches y dos días y medio. Durante ese tiempo, el difunto yace tendido sobre un camastro o tablado que se coloca, generalmente, en el centro de la vivienda, rodeado de flores de cempualxóchitl, rosas de castilla y aromatizado con el humo del sahumerio. Los dolientes que asisten al velorio y a los rezos llevan flores y alimento que ofrecen a los familiares para dar a los concurrentes. Al segundo día de que el cuerpo se encuentra tendido en el camastro, se realiza el evento llamado tlanapaloli, abrazado. Éste consiste en colocarlo en el ataúd, evento que es realizado por el padrino o madrina con ayuda de los hombres de la familia o las mujeres de la misma. Una vez que se encuentra el cuerpo “abrazado” en el ataúd, se procede a colocar los elementos que requerirá para su viaje. Primero se le pone un anillo en el dedo anular derecho (el opuesto al anular izquierdo que en la cosmología cristiana se asocia a la alianza y eternidad), y que es fabricado con hoja de palma bendecida el día de San Roque (16 de agosto), santo patrono de los enfermo asociado con el perro, animal que en la cosmogonía mesoamericana ayuda a las almas a cruzar el río rumbo al Mictlan, y representa, además, la fidelidad y la vigilancia. En el pecho se coloca una cruz de la misma palma y se cruzan sus manos sobre el mismo abrazando la cruz. Para que el difunto pueda afrontar las dificultades y comprar sus “menesteres” en el trayecto del viaje al “más allá”, se le entrega una bolsa que se ta a un costado del ataúd. La bolsa contiene siete semillas que pueden ser de cacao o de cacahuate, siete semillas de café y siete de capulín seco.

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En total, veintiuna semillas que en la escatología náhuatl son “corazones de los seres vegetales”, parte sustantiva del “tesoro subterráneo” (López­Austin, 1995: 186). También se le pone, cuidadosamente envueltas en una servilleta, siete galletas para que le sirvan de alimento y un canuto de carrizo o tecomate con agua bendita y se le dice que es para “el hambre y la sed del camino”, sentido similar a las palabras que se le decían al difunto, según consiga Fray Bernardino de Sahagún: “Véis aquí con que habéis de caminar” (cit. Matos, 1987: 31). Antes de cerrar el ataúd, también se procede a colocar en su interior parte importante del menaje para el viaje: las plantas medicinales que necesitará para responder por la culpa de haber herido o dado muerte a los animales sin permiso del “Señor del Monte”. Estas plantas medicinales consisten en: “siete picantes secos, siete hojas de aguacate, siete hojas de durazno y siete de tomate”. En la cosmogonía náhuatl y de acuerdo con los datos recabados por Sahagún, los siete lugares que habían de cruzarse antes de llegar al Mictlan, eran: 1. Dos sierras; 2. Una culebra que guarda el camino; 3. El lugar de la lagartija; 4. Ocho páramos; 5. Ocho collados (cerros); 6. El lugar de itzehecayan, viento frío de navaja (por lo que los objetos del difunto eran quemados para que le sirvieran de abrigo); 7. El río Chiconahuapan que debía de cruzar montado en un perro. El entierro es un acto sacralizado de despedida cuyo sentido es encaminar al difunto hacia su tumba, morada última de su transición individual al “más allá”. Antes de proceder al traslado del difunto al cementerio, se le pide a tres personas que sean quienes caven la fosa y también se invita a otros para que carguen y trasladen la caja hasta su destino. Ni cavadores ni cargadores deben ser familiares, pues existe la creencia de que si un familiar “acarrea” al muerto, enseguida morirá. La actividad da inicio hacia las seis de la mañana, hora en que se da de desayunar a los cavadores. Dos horas después desayunan los dolientes. Los alimentos los comen frente al difunto, y consisten en frijoles, tortillas, tamales, café, pan, pero nunca carne, pues consideran que de consumir ésta se “comería la del difunto”. Concluido el desayuno se realiza la ceremonia de despedida. Se reza por última vez ante el cuerpo “abrazado” en su ataúd; posteriormente se purifica a los cargadores ahumándolos, y diciéndole al difunto que ellos lo van a llevar hasta su “morada” y se les ofrece una copita de aguardiente y un cigarro para con el humo “alejar lo malo o tlawelilok, pues el difunto ya no es mundano”. Concluida la purificación, se carga el ataúd y se saca al difunto de la que fue su casa, procediendo de inmediato a clausurar la puerta por donde salió. La clausura se realiza clavando dos estacas a los lados de la puerta, y después se abrirá otra puerta; también se amarra un hilo negro a lo largo de la cerca que bordea la casa y se esparce cal alrededor de la casa y en las cuatro esquinas. Con esto se le indica a él alma que ya no pertenece a

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esta vida, que ya no tiene nada que hacer en ella y que no regrese por un familiar, pues la creencia es que los muertos se sienten solos y por ello retornan por un pariente para que les haga compañía.

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