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SU CORAZÓN SE ENCIENDE Y HACE CENIZAS (Extraído del libro “Entre besos y abrazos “ de Emilio Mazariegos)

Su corazón se enciende (david)

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Page 1: Su corazón se enciende (david)

SU CORAZÓN SE ENCIENDE Y HACE CENIZAS(Extraído del libro “Entre besos y abrazos “ de Emilio Mazariegos)

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¿Qué le pasó a David, el amado de Dios, aquella tarde? Se acaba de levantar de la siesta. Lo tenía todo. Dios le había enriquecido hasta desbordarle. Sube a la terraza de su palacio. Pasea. Sus ojos se encienden al ver a una mujer hermosa. Su corazón se ciega. La pasión abraza su carne y olvida su espíritu. David, “el amado”, deja entrar en su corazón bello una chispa de lujuria. Deja que la llama lo abrase. Y su corazón limpio se vuelve como un cañaveral al que se ha puesto fuego. Es el rey. Se olvida del Rey que le encumbro y al que sirve. Es el rey y está al servicio de sus súbditos, no para aprovecharse de ellos. Olvida la ley de Dios, de amar como Él ama.

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Y manda a llamar a aquella mujer: Betsabé. Es casada. Y además con uno de sus luchadores en los campos de batalla para engran-decerle. Es la esposa de Urías.

Y aquella tarde, David, el amado de Dios, se olvida de

su Dios. Aquella tarde, David se enfanga, se rebaja, se

deja llevar por los instintos desordenados y se acuesta

con Betsabé. Ha sido infiel a la alianza con su Dios. Ha

roto su pacto de amor por un placer pasajero. Se ha

preferido a él mismo, que a su Dios. Ha entrado en un

camino de desamor, de pecado.

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La mujer le pasa a los pocos días un aviso: “estoy embarazada”. Y el corazón de David, que ha perdido la presencia de su Dios y no camina por la Ley, se siente mal. Ve el fruto de su pecado y quiere ocultar lo que hizo ante los ojos de Dios, pero sólo para quedar bien ante los hombres. Manda a llamar a Urías. Lo invita a cenar. Lo agasaja. Le dice que vaya a acostarse con su esposa. Así lo del niño que viene sería de él. Urías es noble y no va. Duerme a las puertas del palacio real. Como los soldados que cuidan de su rey. Para él sería indigno que sus soldados duerman en el duro suelo en los campos de batalla y él dormir como un gran señor.

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Se entera David. De nuevo le invita a cenar. Le emborracha. Y le pide que vaya a su casa con su esposa. Tampoco va. Al final nada consigue queriendo ocultar su mentira, y le entrega una carta. En propia mano lleva su sentencia de muerte. Se la entrega a su general.

Cumple órdenes el general. Le coloca en primera línea, a la hora del ataque. Se retiran los soldado. Se queda solo Urías y muere. ¡Qué ha pasado? Una cadena sin fin. Un pecado llama a otro pecado. Un abismo conduce a otro abismo.

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David, el amado de Dios, ha querido resolver “sus pecados” por cuenta propia. Le ha envuelto la mentira. Ha entrado en la noche de la oscuridad. Y el malvado, el príncipe de las tinieblas, le ha cegado. David es lujurioso y asesino. Manchó el lecho conyugal de un matrimonio feliz. Se mancho las manos de sangre. Su Dios, que tanto le ama, ha visto con sus ojos llenos de pureza y amor cómo el corazón de su “amado” se ha alejado de Él. El amor de su Dios por él se ha vuelto amor compasivo y misericordioso. Un amor que se vuelca sobre el pecado, la miseria. El sin sentido de David. Un amor que se inclina sobre él, lo va a acoger, a llenar de “besos y abrazos” para que vuelva a su “amor primero”. ¿Cómo?

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El que ama de verdad nunca abandona a la persona amada. Amar supone fidelidad. Y Dios es fiel en su amor. Amar es volver a levantar, a rescatar al que ha caído en el fango. Amar es hacer que “las cenizas” en las que terminó el pecado de David, se convierta al soplo de su Espíritu, en nueva vida. Una vida regalada; una vida que quiere mantener la obra que salió de sus manos. Y Dios se acerca a David, asesino y adultero, por medio de un hombre. Y le envía al profeta Natán. Hombre de Dios. Hombre que mantiene en vela la alianza.

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Natán llega a palacio y se acerca al rey. ¿Tendrá su corazón manchado capacidad de oír, de ver con ojos claros? Su corazón, ¿será capaz de pasar de piedra a carne? El profeta le comunica una parábola. Sencilla pero adecuada para el que pecó, para él que abusó de la ovejita del que sólo tenía una. Que la amaba, la quería como a su hija. Este hombre era Urías. ¿Qué parábola le contó.?“Majestad, le dijo. En un pueblo había un hombre rico. Tenía grandes posesiones. A su lado vivía un hombre pobre. Apenas tenía un ovejita que la mimaba de todo corazón. Era todo para él.

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Un buen día el rico recibió una visita. Y mandó robar la ovejita del pobre, matarla y preparar un buen asado de carne para convidarle”.El profeta le preguntó al rey. “¿Qué te parece, majestad, lo que hizo el rico con la ovejita del pobre”. Y David, montando en indignación respondió: “Vive Dios, que quien tal cosa ha hecho merece un castigo. Y se lo voy a dar. Ese hombre merece una condena seria. El profeta con calma y fuerzas, le dijo: “ese hombre eres tú”.

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Dios te saco del aprisco, de la nada. Eras el último. Dios te dio su Espíritu, su poder. Te enriqueció como a nadie. Dios te amó, te mimó, fuiste su consentido. Dios te llenó, día a día, de bendiciones. Y ahora tú has robado la mujer de Urías, la ultrajaste y asesinaste a su marido. Ese hombre inhumano, eres tú.Aunque David pecó. Aunque su corazón hermoso, hecho según el corazón de Dios fallo. Aunque David se dejo ofuscar por la pasión sexual desordenada. Aunque David se envolvió en la mentira. Aunque David se mancho de sangre….aún dentro de su corazón “la raíz” estaba sana.

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Porque en el fondo de su debilidad y de su mentira y confusión, David seguía amando a su Dios y Señor. Sintió que acciones hechas en clima de pecado no llenan el corazón. Se sintió pequeño, abatido, dolorido y humillado. Se sintió rebajado, sucio y cruel.

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En su corazón se levantó la chispa del auténtico David. Y dejando su trono se arrodilló en el suelo. Abatido y dolorido reconoció ante su Dios que había pecado. Tal vez nunca David fue más grande, limpio y verdadero

ante su Dios, que cuando reconoció su adulterio-

asesinato. De su corazón brotó una mirada

profunda buscando la misericordia de Dios.

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Su corazón fue grande cuando el niño nació, este

niño, fruto de su pecado, enfermó tocado de peligro

de muerte. David lo amaba. Daría por él su vida. Con

su impotencia y su fe en Dios, en el Dios de la vida,

David, el rey de Israel, se retira a sus habitaciones

privadas. Se viste de saco. Ayuna y ora para que el

Señor le dé la salud a su niño frágil. Ora

intensamente. Y sus oraciones son acompañadas con

lágrimas. Se siente impotente. Se siente incapaz de

ganar esta batalla de la vida de su hijo; él

acostumbrado a sumar victorias. Dios lo escucha pero

no le concede la gracia que él pide. El niño muere. En

el futuro le dará, de Betsabé, un hijo: Salomón.

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Nadie se atreve a dar la noticia al rey. Cuando se entera, se despoja del sayal de penitencia, se baña, se perfuma y muda el semblante: Dios no lo ha querido. ¡Bendito sea! Otra vez su “corazón auténtico” se pone de pie.