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REVOLUCIÓN LIBERAL EN EL REINADO DE ISABEL II. CARLISMO Y GUERRA CIVIL. CONSTRUCCIÓN Y EVOLUCIÓN DEL ESTADO LIBERAL. Introducción. El reinado de Isabel II constituye una etapa de transición esencial en la historia de España: el paso de la Monarquía absoluta a un Estado liberal parlamentario. Es un periodo muy complejo desde el punto de vista político. En él hay dos regencias -la de María Cristina (1833- 1840) y la del general Espartero (1840-1843)-, la guerra carlista (1833- 1839), cuatro constituciones y continuos levantamientos revolucionarios. Además, en esta etapa se produce una serie de transformaciones que supone el desmantelamiento del sistema social y económico del Antiguo Régimen y la organización jurídica de un sistema capitalista moderno. 1.- La cuestión sucesoria . Al nacer la princesa Isabel en 1830, su padre, Fernando VII, anuló la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres, mediante la Pragmática Sanción, lo que provocó el enfrentamiento con el hermano del rey, Carlos María Isidro, quien debía sucederle en el trono, ya que con esta ley el infante don Carlos quedaba prácticamente excluido de la sucesión puesto que el futuro hijo o hija que naciese sucedería directamente a Fernando VII. Ante la enfermedad del rey, Mª Cristina comenzó a realizar movimientos que asegurasen la sucesión de su hija. Así, se cambió a todo el gobierno, permitiendo la entrada de liberales moderados; se sustituyó a todos los mandos militares y policiales que pudieran estar comprometidos con las ideas del infante don Carlos; y se concedió una amnistía general que supuso de hecho un pacto entre la reina y el liberalismo: el mensaje era claro: la monarquía isabelina se asentaría con el apoyo de todos los liberales mientras que éstos desarrollarían sus ideales dentro de la legalidad. 2

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REVOLUCIÓN LIBERAL EN EL REINADO DE ISABEL II. CARLISMO Y GUERRA CIVIL. CONSTRUCCIÓN Y EVOLUCIÓN DEL ESTADO LIBERAL.

Introducción.

El reinado de Isabel II constituye una etapa de transición esencial en la historia de España: el paso de la Monarquía absoluta a un Estado liberal parlamentario. Es un periodo muy complejo desde el punto de vista político. En él hay dos regencias -la de María Cristina (1833-1840) y la del general Espartero (1840-1843)-, la guerra carlista (1833-1839), cuatro constituciones y continuos levantamientos revolucionarios. Además, en esta etapa se produce una serie de transformaciones que supone el desmantelamiento del sistema social y económico del Antiguo Régimen y la organización jurídica de un sistema capitalista moderno.

1.- La cuestión sucesoria .

Al nacer la princesa Isabel en 1830, su padre, Fernando VII, anuló la Ley Sálica, que impedía reinar a las mujeres, mediante la Pragmática Sanción, lo que provocó el enfrentamiento con el hermano del rey, Carlos María Isidro, quien debía sucederle en el trono, ya que con esta ley el infante don Carlos quedaba prácticamente excluido de la sucesión puesto que el futuro hijo o hija que naciese sucedería directamente a Fernando VII.

Ante la enfermedad del rey, Mª Cristina comenzó a realizar movimientos que asegurasen la sucesión de su hija. Así, se cambió a todo el gobierno, permitiendo la entrada de liberales moderados; se sustituyó a todos los mandos militares y policiales que pudieran estar comprometidos con las ideas del infante don Carlos; y se concedió una amnistía general que supuso de hecho un pacto entre la reina y el liberalismo: el mensaje era claro: la monarquía isabelina se asentaría con el apoyo de todos los liberales mientras que éstos desarrollarían sus ideales dentro de la legalidad.

Así pues, tras la muerte del monarca en 1833, su mujer, María Cristina, asumió la regencia durante la minoría de edad de Isabel. Para hacer frente a la oposición de su cuñado Carlos, Mª Cristina buscó el apoyo de los liberales para garantizar el trono a su hija, mientras que los carlistas, seguidores de aquél, pasarán a la lucha armada.

El 29 de septiembre de 1833 muere Fernando VII dejando como herencia a su hija Isabel una guerra civil que ensangrentaría el territorio español y las bases para poder establecer un nuevo régimen: el liberal.

2.- La Guerra Carlista (1833-1839).

Entre la muerte de Fernando VII y el estallido de la guerra sólo transcurren cuatro días. El 1 de octubre Don Carlos Maria Isidro proclama desde Portugal sus derechos dinásticos (Manifiesto de Abrantes). El día 3 se produce la primera proclamación de Don Carlos, en Talavera, y el día 5 es reconocido como Rey

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en Bilbao y Álava, mientras surgen partidas carlistas por todo el país, estallando una guerra civil que duró siete años.

Los ideales carlistas, resumidos en el lema “Dios, Patria y Rey”, se identificaban con los del Antiguo Régimen, al que querían mantener. Se tratará, pues, no solo de un conflicto dinástico, sino de una confrontación entre el absolutismo, representado por el carlismo, y los partidarios de la regente y de la princesa Isabel, representados por el liberalismo.

Los carlistas constituían un conglomerado social compuesto por grandes propietarios rurales, defensores del absolutismo, un sector tradicional del campesinado, que temía al liberalismo, era reacio a cualquier cambio y estaba bajo la influencia ideológica de los curas rurales; una parte de la nobleza y por miembros ultraconservadores de la administración y del Ejército; parte del artesanado, temeroso de que el liberalismo acabase con la ruina de sus talleres; y un sector del clero, enfrentado al liberalismo por las desamortizaciones. Un conjunto, por tanto, de fuerzas opuestas al cambio y al liberalismo.

En el aspecto geográfico, el carlismo triunfó sobre todo en las zonas rurales, y especialmente en el Norte, en el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo aragonés y valenciano. Una de las razones de ese arraigo fue la defensa de los fueros, que pronto fueron enarbolados por Don Carlos como uno de sus principios programáticos. Asociados al Antiguo Régimen, y por tanto defendibles fácilmente desde la óptica ultraconservadora, significaban un conjunto de privilegios para las poblaciones vasca y navarra, y una promesa de recuperación de sus antiguas «libertades» para catalanes, aragoneses y valencianos (“Dios, Patria, Rey...y fueros”).

El bando cristino, que respaldaba los derechos sucesorios de la infanta Isabel, y por tanto a Maria Cristina, era más variado. Se unieron en él los sectores moderados y parcialmente reformistas del absolutismo, encabezados por el jefe de gobierno, Cea Bermúdez; los liberales moderados, los progresistas e incluso los revolucionarios, muchos de ellos recién retornados del exilio, que veían en el apoyo a la regente la única posibilidad de transformar el país. Los grupos sociales que respaldaban al gobierno incluían la plana mayor del Ejército, la mayoría de los altos cargos de la Administración y las altas jerarquías de la Iglesia, conscientes de la inevitabilidad de los cambios. Además, el apoyo fue casi total en las ciudades, tanto por parte de la burguesía de negocios (comerciantes, industriales, financieros) como de los intelectuales y los profesionales liberales (profesores, abogados…). También apoyaban al bando cristino los aún escasos obreros industriales y una parte del campesinado, el del Sur peninsular, más alejado que el del Norte de la influencia de la Iglesia.

Desde el punto de vista internacional, el bando cristino contó desde el principio con el reconocimiento y el apoyo diplomático y militar de Portugal, Inglaterra y Francia; mientras que los carlistas no llegaron a conseguir un reconocimiento expreso, al carecer de una capital y de un respaldo por parte de las instituciones del país, aunque sí contó con las simpatías de los imperios austriaco, prusiano y ruso.

En cuanto al desarrollo bélico, la superioridad en hombres y material de los cristinos, sin embargo, no se tradujo en la práctica: la guerra se prolongó entre otras causas por las dificultades del gobierno de María Cristina para financiar la lucha, ante la falta de recursos fiscales. En una primera fase, los carlistas, bajo la dirección militar del general Zumalacárregui, consiguieron derrotar repetidas veces a los ejércitos cristinos en los primeros años de conflicto. Pero la buena suerte de los carlistas se trunca en 1835 cuando el

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coronel carlista Zumalacárregui, el principal organizador del ejército carlista del Norte, muere en el cerco de Bilbao (1835), la única gran ciudad que estuvo a punto de caer en sus manos, ya que su dominio se basaba, sobre todo, en el medio rural.

También hubo partidas carlistas en Cataluña, en la parte montañosa del norte, y en el Maestrazgo (provincia histórica que ocupa el norte de Valencia y el Sur de Teruel en Aragón) y el Bajo Aragón, puestas bajo la dirección del militar Ramón Cabrera. La segunda etapa (julio de 1835-octubre de 1837) se caracteriza por las grandes expediciones carlistas para enlazar y estimular las partidas dispersas por el país. En 1836 tiene lugar la primera de ellas, la del general Miguel Gómez. Partió del País Vasco consiguió llegar a Galicia, después se dirigió a Valencia y de aquí hacia Andalucía. La expedición no logró consolidar el carlismo en ningún punto y terminó regresando hacia el norte. Al año siguiente, en 1837, tuvo lugar la “Expedición Real”, que partió de Navarra en mayo, bajo la dirección del propio pretendiente y a la que se unió Ramón Cabrera, llegando a las afueras del Madrid en septiembre; sin embargo, la acción del general Espartero obligó al pretendiente a regresar al País Vasco.

La fase final comprende el periodo 1837-1840 y es una etapa de resistencia de los carlistas. Éstos, se hallaban divididos entre los llamados transaccionistas (partidarios de alcanzar un acuerdo con los liberales) y los intransigentes (defensores de continuar con la guerra). Finalmente, la guerra terminó en agosto de 1839, con el llamado abrazo de Vergara entre los generales Espartero (liberal) y Maroto (carlista): se pactó la rendición carlista, pero con la integración de sus mandos en el ejército real y el compromiso de respetar los fueros. Un núcleo carlista (intransigentes), dirigido por el general Cabrera, resistirá hasta mayo de 1840.

La victoria de los cristinos, pese a las penurias económicas, se debió sobre todo a su superioridad material, al poco apoyo popular a la causa carlista al sur del Ebro y al nulo respaldo material y diplomático exterior que tuvo Don Carlos. Su derrota y su exilio a Francia significaron el definitivo fin del absolutismo. La guerra produjo un descalabro humano y económico enorme, que contribuyó a retrasar aún más el desarrollo del país.

3.- La regencia de Mª Cristina (1833-1841).

Tras la muerte de Fernando VII María Cristina fue nombrada regente; al frente del gobierno seguía Cea Bermúdez, que presidió el último gobierno de Fernando VII, pero, para la etapa que se abría, éste no era el político adecuado, cuyo programa consistía en oponerse tanto a los carlistas como a los liberales. La regente pronto comprobó que el cambio de gobierno era necesario. Y, en efecto, en enero de 1834, era llamado para formar gobierno Martínez de la Rosa, antiguo jefe de gobierno durante el Trienio Liberal, pero ahora en las filas del liberalismo moderado. Martínez de la Rosa buscó una fórmula de equilibrio entre las tendencias liberales y el mismo carlismo. El resultado fue la aprobación del Estatuto Real en abril de 1834. Se trataba de una carta otorgada. En sus 50 artículos se regulaban unas nuevas Cortes, su estructura, la forma y tiempo de su reunión y sus limitaciones. Era una concesión de la Corona, y por tanto excluía cualquier mención a la soberanía nacional. Se establecían unas Cortes bicamerales, con un Estamento de Próceres y un Estamento de Procuradores. El primero lo componían representantes de la nobleza, clero y miembros ricos de las clases burguesas: se exigían 60.000 reales de renta anual para poder ser miembro de la Cámara. Los puestos eran de designación real y vitalicios, lo que la convertía en una cámara muy conservadora, con el fin de limitar las reformas que pudieran plantearse. La segunda cámara era electiva, pero mediante un sufragio censitario muy restrictivo e indirecto, puesto que sólo podían ser elegidos quienes superaran los

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12.000 reales de renta. La convocatoria competía exclusivamente a la Corona, sólo podían discutir lo que se les consultara (aunque tenían el derecho de petición) y podían ser disueltas a voluntad de la Corona. Por consiguiente, la reforma era extremadamente conservadora e insuficiente para las esperanzas de cambio que tenían los liberales progresistas. El Estatuto Real sólo dejaba participar en la vida política a los propietarios, marginando a la gran mayoría del país: se calcula que apenas había 16.000 españoles que reunieran las condiciones necesarias para poder votar.

El gobierno moderado de Martínez de la Rosa se ciñó al Estatuto Real, mientras que en las grandes ciudades la tensión fue en aumento. El regreso de los liberales exiliados, la proliferación de periódicos, clubes de debate, tertulias de café y, en definitiva, la formación de una opinión pública inclinada al progresismo, fueron caldeando el ambiente. Aislado y solo Martínez de la Rosa dimite en junio de 1835, siendo sustituido por el Conde de Toreno, también del sector moderado. El nuevo gobierno siguió ciñéndose al estatuto, y solo duró cuatro meses, ya que la exigencia de cambios reales llevó a la formación de Juntas revolucionarias en varias ciudades. En esta situación, la Regente se vio obligada a aceptar la dimisión de Toreno y a nombrar a Mendizábal, liberal progresista, jefe de gobierno en septiembre de 1835.

Con la llegada de Mendizábal, un financiero progresista de prestigio, se inició propiamente la revolución liberal. En los pocos meses que estuvo al frente del gobierno emprendió reformas fundamentales, para lo cual asumió personalmente los ministerios de Estado, Guerra, Marina y Hacienda. Su programa incluía la reforma de la Ley Electoral de 1834 para ampliar el derecho al voto y establecer la elección directa; el restablecimiento de la libertad de imprenta y otros derechos fundamentales; la resolución del problema del clero regular, la reforma a fondo de la Hacienda y la recuperación del crédito público para ganar la guerra.

El nuevo gabinete de Mendizábal (septiembre de 1835 a mayo de 1836) se formaba contando con una Hacienda prácticamente sin fondos, y ante una guerra de la que era necesario darle un giro a favor de los isabelinos. Así, se amplió el alistamiento de hombres para el ejército y como vía para obtener fondos se aprobó la desamortización de bienes eclesiásticos del clero regular en 1836. Con ella, en efecto, se buscaba contar con recursos para la Hacienda, eliminar o disminuir la deuda pública, hacer frente al carlismo y atraerse a las filas liberales a los compradores de bienes desamortizados.

A todo esto, como es imaginable, la regente no se encontraba a gusto con Mendizábal. En mayo de 1836 Mendizábal decidió dimitir ante las diferencias con la regente a la hora del nombramiento de determinados cargos militares. Era lo que buscaba La Regente, que nombró a Istúriz Jefe de Gobierno, pero el nombramiento fue rechazado por las Cortes, lo que llevó a aquél a pedir a Maria Cristina el decreto de disolución del Estamento de Procuradores. La división entre moderados y progresistas se hizo entonces definitiva. Ante lo que se consideró un intento de la Regente de acabar con las reformas y volver a una línea conservadora, las protestas se extendieron por varias ciudades. A comienzos de agosto, la mayoría de las capitales se habían sumado a la proclamación de la Constitución de 1812 y a la desobediencia al gobierno de Istúriz. Con un país al borde de la revolución, con los carlistas recorriendo la península, y con un gobierno sin apoyos, el 12 de agosto la guarnición de la Guardia Real de La Granja se pronunció en favor de la Constitución de 1812 y exigió el cambio de gobierno a la Regente, que se vio obligada a acceder. Ese mismo día era restablecida en todo su vigor la Constitución de Cádiz de 1812.

Tras el llamado motín de La Granja, María Cristina encargó formar gobierno a los progresistas, con José Maria Calatrava al frente y Mendizábal en Hacienda. Se convocaron nuevas elecciones según el modelo unicameral de Cádiz, y las Cortes se abrieron en octubre, bajo la presión en la calle del pueblo y del ejército.

El gobierno progresista emprendió un amplio programa de reformas, con tres objetivos básicos: la instauración de un régimen liberal; el impulso de la acción militar para ganar la guerra; y la elaboración de una nueva Constitución. Se restableció la legislación de Cádiz y del Trienio: la abolición definitiva del régimen señorial, de las vinculaciones y del mayorazgo. Se sustituyó el diezmo por un impuesto de culto y clero, se estableció la libertad plena de imprenta, y se reanudaron la desamortización y la reforma de la Hacienda. En el aspecto militar, entregó el mando al general Espartero.

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Era evidente para todos que ni la Constitución de 1812, ya anticuada, ni el Estatuto Real, servían al sistema liberal que se quería implantar. Las Cortes aprobaron un nuevo texto que sirviera en el futuro igualmente para gobiernos moderados y progresistas. La Constitución de 1837, pese a su tendencia progresista, tenía importantes concesiones a los moderados. Reconocía la soberanía nacional y realizaba una prolija declaración de derechos individuales, pero reforzaba el poder ejecutivo, atribuido a la Corona, y otorgaba conjuntamente el legislativo a las Cortes con la Corona, que tenía derecho de convocar, suspender o disolver las Cortes, y podía ejercer el veto sobre las leyes aprobadas por ellas. Se establecían dos cámaras, la de Diputados, por elección directa y por sufragio censitario, y el Senado, cuyos miembros eran elegidos por el Rey entre ternas propuestas por los electores. El Rey nombraría a sus ministros, pero éstos podrían ser objeto de censura por las Cortes, lo que obligaba a la Corona a inclinarse por la mayoría parlamentaria. También quedó aprobada una nueva ley electoral (1837), que elevaba el número de lectores, sobre la anterior norma, pero seguía siendo censitario y restringido, aunque más amplio comparado con el defendido por los moderados.

4.- La regencia de Espartero (1841-43) .

En octubre de 1837 los moderados ganaron las elecciones. En los siguientes tres años se sucedieron gobiernos moderados volviendo a frenar las reformas e intentando cambiar la ley electoral para disminuir el censo. Los moderados ganaron las sucesivas elecciones a Cortes, pero fueron perdiendo las municipales porque la vieja Ley de Municipios, restablecida en 1836, permitía el voto de todos los vecinos y daba ventaja a los progresistas.

La vida política transcurrió con continuos enfrentamientos en las Cámaras y en la calle, mientras el ejército, ahora bien dirigido por el general Espartero, conseguía avanzar y arrinconaba a los carlistas, hasta terminar con el conflicto. Con el final de la guerra desapareció la última razón de consenso entre ambos partidos. Mientras el general Espartero, de talante progresista, se convertía en un héroe popular; y el conflicto entre moderados y progresistas se radicalizaba con la pretensión del gobierno moderado, apoyado por María Cristina, de modificar la ley de Ayuntamientos para permitir la elección de alcaldes por la Corona y restar peso a los progresistas.

El resultado fue una oleada de protestas (1840) y la insurrección de la Milicia Nacional y del Ayuntamiento de Madrid el 1 de septiembre, levantamiento que pronto se extendió por todo el país. Espartero decidió intervenir y presentó a la Regente un programa de gobierno revolucionario. María Cristina no quiso aceptarlo y presentó su renuncia como Regente el 12 de octubre de 1840, marchando después al exilio. La renuncia de María Cristina creó un problema constitucional. Tras varios meses de debate, el general Espartero asumió una regencia unipersonal en mayo de 1841, iniciando un periodo que culminaría con su fracaso y caída en 1843.

Los problemas para Espartero vinieron de su forma de gobernar, muy personalista y en ocasiones autoritaria, apoyándose en sus amigos personales, una camarilla de militares afines, alejándose, por el contrario, del sector mayoritario del grupo progresista de las Cortes. El enfrentamiento, por tanto, entre las Cortes y el gobierno, ambos progresistas, podía terminar facilitando la vuelta al poder a los moderados, como, al final, así fue.

Otra de las razones de tal fracaso estuvo en la división del partido progresista entre los más radicales, partidarios de una mayor democratización del régimen y de acercarlo a los sectores populares, y el resto del partido, que prefería consolidar el dominio de los sectores de clase media y propietarios. Una tercera causa

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del fracaso fue su política económica. El gobierno amplió la desamortización en beneficio de los propietarios, lo que le alejó del apoyo popular. Los sucesos de Barcelona también contribuyeron a desprestigiar a Espartero. Entre los empresarios y los mismos trabajadores reinaba la inquietud ante las noticias sobre un proyecto de negociación librecambista del gobierno con Inglaterra, valorado muy perjudicial para los intereses de la industria textil catalana. El malestar derivó hacia una insurrección social con barricadas, las autoridades abandonaban Barcelona mientras se constituía una junta revolucionaria. Espartero respondió con el bombardeo de Barcelona, entre el 3 y 4 de diciembre de 1842. Desde el castillo de Montjuich los cañones dispararon 1.014 proyectiles que dañaron 462 casas. Hubo un total de 20 muertos.

En 1843, tras unas nuevas elecciones, que dejaron a Espartero sin apoyos, se formó una auténtica coalición antiesparterista. La insurrección generalizada en el verano de 1843 contra el general fue dirigida por miembros del partido progresista en defensa de la Constitución y frente a lo que se consideraba la tiranía de Espartero, pero triunfó por el apoyo moderado, cuando el ejército, dirigido por el general Narváez, se pasó a los insurrectos. Espartero, aislado, decidió exiliarse del país.

Ante la falta de alternativas de gobierno, los diputados y senadores votaron el adelantamiento de la mayoría de edad de Isabel II, que fue proclamada Reina el 8 de noviembre de 1843. El general Narváez, se convirtió en esas semanas en el hombre fuerte del momento y líder del sector moderado.

Desde diciembre de 1843 el nuevo Jefe de Gobierno, González Bravo, emprendió una política claramente regresiva. Ordenó la disolución de las Milicias, aumentó el tamaño del ejército hasta 100.000 hombres, y restableció la ley Municipal de 1840, depurando los Ayuntamientos. Se dieron órdenes de detención contra los principales políticos progresistas, la mayoría de los cuales consiguió huir a tiempo; los clubes y periódicos de izquierda fueron cerrados. Se sucedieron las ejecuciones sumarias, y el ejército aplastó violentamente dos intentos de sublevación militar en Cartagena y Alicante, que se saldaron con más de doscientos fusilamientos. El 1 de mayo de 1844 la Reina nombró presidente de gobierno al general Narváez, líder ya indiscutible del partido moderado.

5.- Características comunes del reinado de Isabel II (1843-68) .

Bajo una evolución en apariencia agitada y cambiante, el reinado de Isabel II presenta unos rasgos que se mantienen invariables a lo largo de 25 años:

*En primer lugar la pervivencia de un régimen de monarquía liberal de tendencia conservadora, cuya plasmación es la Constitución moderada de 1845, en vigor prácticamente durante todo el periodo. El sufragio, muy restringido, excluía a buena parte del país. Además, era un régimen de gobiernos autoritarios, defensores del orden y de una monarquía también fuerte, con un sistema bicameral que limitaba la tendencia a las reformas profundas y que restringía las libertades individuales y colectivas.

*En segundo lugar, la reina Isabel apoyó invariablemente a los sectores más conservadores, y se alineó claramente con el moderantismo, lo que provocaría la caída de la monarquía en 1868.

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*En tercer lugar, una constante del reinado fue la presencia permanente de militares entre los gobernantes del país, debido a varias causas: la mitificación del militar victorioso en un país que había pasado medio siglo en guerra; la debilidad de un sistema parlamentario en el que los partidos sólo luchaban por el ejercicio del poder y recurrían a los militares para acceder al gobierno mediante el pronunciamiento.

Un militar al frente del ejecutivo, garantizaba mucho mejor un gobierno fuerte y el mantenimiento del orden, tanto frente a la reacción carlista, aún viva, como contra la revolución.

La sociedad española se habituó así a una permanente confusión entre el papel militar y político, de forma que se hizo habitual y legítimo su derecho a intervenir, no sólo a través de vías constitucionales, sino mediante el pronunciamiento, que se convirtió casi en su método habitual de acceder al gobierno. Los mismos políticos civiles acudieron continuamente a la conspiración militar y fomentaron la inestabilidad del régimen.

*Una cuarta característica del sistema isabelino es la presencia exclusiva en la vida parlamentaria de partidos burgueses: hasta 1854, los moderados y los progresistas, y desde entonces otros grupos, como la Unión Liberal grupo de centro (formado por políticos moderados y progresistas) o el partido demócrata (progresista radical). Al margen de la vida parlamentaria quedaban los republicanos, ilegales. Pero, en la práctica, sólo los moderados y progresistas contaban, y entre ellos se repartieron los gobiernos a lo largo de todo el reinado.

6.- Moderados y progresistas .

Existen elementos de unión entre ambas tendencias ideológicas, como son estar dentro del liberalismo doctrinario; son partidos dinásticos; anticarlistas; apoyan el sufragio censitario; etc. No obstante, estas similitudes son matizables como veremos a continuación.

El partido moderado representaba básicamente los intereses de los grandes propietarios, y especialmente de los terratenientes. Rechazaba la soberanía nacional ante la que postulaba la soberanía compartida: el poder legislativo debía residir conjuntamente en las Cortes con el Rey. Los moderados propugnaban una monarquía y un gobierno con amplios poderes; unas Cortes bicamerales, con un Senado elitista elegido por la Corona para frenar los posibles impulsos reformistas del Congreso; y unos poderes locales también controlados por el Rey, quien debería elegir a los alcaldes. Defendían también un sufragio muy restringido, que permitiera a la oligarquía monopolizar el régimen. Por tanto, limitaron los derechos individuales y, sobre todo, los colectivos: prensa, opinión, reunión y asociación. En realidad, el partido lo formaba un grupo muy limitado de notables procedentes de la oligarquía terrateniente, nobles y burgueses, así como altas jerarquías del Ejército y de la Administración.

El partido progresista representaba, dentro de la defensa de la monarquía liberal, la tendencia reformista y los intereses de la alta burguesía financiera e industrial, más que de la terrateniente. Sus miembros defendían la soberanía nacional, con un poder legislativo que debía corresponder exclusivamente a las Cortes, y un poder ejecutivo fuerte, entregado a la Corona y a un gobierno que debía estar sometido al control de las Cámaras. Eran partidarios de Cortes bicamerales, pero con un Senado electivo y renovable, más acorde con el principio de soberanía nacional. Defendían que los poderes locales fueran de elección popular, y un sufragio más amplio, que aumentara la base política del régimen, aunque manteniéndose partidarios del sufragio censitario. El partido progresista se apoyaba en las clases medias urbanas: comerciantes, pequeños fabricantes, empleados públicos, profesionales liberales, oficiales del Ejército. Estos sectores se consideraban «gente de orden» y rechazaban los cambios revolucionarios, pero reclamaban un gobierno eficaz y un Estado moderno, y estaban por tanto a favor de las reformas. Eran partidarios de la libertad entendida en un sentido burgués: defendían el desarrollo de los derechos individuales: opinión, expresión, residencia, propiedad. Pero no eran tan favorables a los derechos colectivos: reunión, asociación o huelga, que les atemorizaban, al relacionarlos con la clase trabajadora.

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La reina Isabel apoyó invariablemente a los sectores más conservadores, y se alineó claramente con el moderantismo. Desde 1863 ese alineamiento y la incapacidad de la Reina para conectar con el país real provocaron el alejamiento progresivo respecto de su pueblo y la caída de la monarquía en 1868.

7.- La evolución politica: la Década moderada (1844-1854).

Con el gobierno del general Narváez se inicia la Década moderada. Aunque hubo un total de dieciséis gobiernos en diez años con unos setenta ministros alternando los puestos, en realidad la etapa está presidida por la figura de Narváez, auténtico hombre fuerte del partido moderado. Narváez controló la vida política tanto como jefe de gobierno como cuando dejó de presidir el gabinete, bajo gobiernos ajenos. Fue en parte el artífice de la Constitución de 1845 y de algunas de las principales reformas legales del periodo. Supo, además, controlar al Ejército y mantenerlo alejado de la vida política, salvo al final de la década. Reprimió con extrema dureza los movimientos de protesta populares, lo que le granjeó el apoyo de la Corona y de los terratenientes.

El primer gobierno, no obstante, por González Bravo. Sus medidas eran un anticipo del programa legislativo que caracterizará al liberalismo moderado. Así, González Bravo pone en vigor la ley de ayuntamientos de 1840, suprime la Milicia Nacional y creaba (por decretos de 28 de marzo y de 12 deabril de 1844) la Guardia Civil. En una etapa en la que se estaban realizando cambios favorables para la gran propiedad agraria, y perjudiciales para el campesinado, la Guardia Civil aparecía como un excelente instrumento para el mantenimiento del “orden” y de la “propiedad” en el medio rural.

Ya con Narváez al frente del gobierno, en septiembre de 1844 tuvieron lugar las elecciones para una nueva Asamblea encargada de redactar una nueva Constitución. Como era de esperar, el triunfo, aplastante, correspondió a los moderados. El poder de Narváez era indiscutible y su gobierno será el encargado de fijar las medidas legislativas que van a definir al nuevo Estado liberal moderado, que fueron las siguientes:

-La Constitución de 1845, en su redacción se excluyó toda pretensión de pacto con los progresistas. Limitaba, considerablemente, las atribuciones de las Cortes y se reforzaba, en consecuencia, las de la corona. Establecía la soberanía compartida entre la monarquía y las Cortes. Éstas eran bicamerales (Senado y Congreso de los Diputados), como establecía la Constitución de 1837, pero ahora con la diferencia de que el Senado contaba con un número ilimitado de senadores, nombrados por el rey con carácter vitalicio. Sobre la religión establecía la exclusividad de la religión católica, con el compromiso del Estado de sufragar los gastos del culto y el clero.

-La defensa de un Estado centralizado y uniforme. Así las leyes de administración local y provincial de 1845 establecían la designación de los alcaldes de los municipios de más de 2.000 habitantes y de las capitales de provincia por la corona y los de los demás por los gobernadores civiles, autoridad máxima en las provincias, encargados de presidir las diputaciones provinciales.

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-La adopción de medidas destinadas a la reconciliación con la Iglesia. Con ese objetivo se suspendió la venta de bienes eclesiásticos, se devolvían también los que no habían sido vendidos y, a su vez, se iniciaron conversaciones con la Santa Sede que desembocaron en la firma del Concordato de 1851. Roma, aceptaba las ventas de bienes desamortizados ya realizadas y reconocía la monarquía isabelina (frente a los carlistas). A cambio, el Estado restituía a la Iglesia el resto de sus bienes, establecía una dotación de culto y clero en el presupuesto y reservaba a los religiosos la supervisión de la educación y la vigilancia y censura en materia doctrinal. El Concordato también regulaba la jurisdicción eclesiástica y la intervención del Estado en los nombramientos de la Jerarquía.

-La reforma de la Hacienda de 1845, debida al ministro Alejandro Mon, acabó con el viejo sistema fiscal agrupando todos los impuestos en la “contribución de inmuebles, cultivo y ganadería”, el “subsidio industrial y de comercio” y el impuesto sobre el consumo de determinadas especies (vinos, aguardientes, aceite de oliva, carnes…) que se cobraba, según unas tarifas, a la entrada de las poblaciones. Los “consumos” al contribuir a aumentar los precios de las subsistencias era muy odiado por las clases populares.

-La ley electoral de 1846, en contraste con la ley progresista de 1837, reducía el número de electores al doblar los requisitos de fortuna para poder votar, que limitaron el sufragio a sólo 99.000 electores en un país de 12 millones de habitantes.

Doña Isabel II, por la gracia de Dios y de la Constitución de la Monarquía española, Reina de las Españas (…) hemos venido, en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente reunidas, en decretar y sancionar la siguiente Constitución.Art.2, 4, 5, 7, 9, 12, 13. Idénticos a la Constitución de 1837.Art.11. La religión de la Nación española es la Católica, Apostólica, Romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros.Art.14. El número de senadores es limitado; su nombramiento pertenece al Rey.Art.15. Sólo podrán ser nombrados senadores los españoles que, además de tener treinta años cumplidos pertenezcan a las clases siguientes: Presidentes de alguno de los Cuerpos Colegisladores (…), Ministros de la Corona, Consejeros de Estado, Arzobispos, Obispos, Grandes de España, Capitanes Generales (…) Embajadores (…). Los comprendidos en las categorías anteriores deberán además de disfrutar 30.000 reales de renta, procedentes de bienes propios o de sueldos (…), jubilación, retiro o cesantía.Art.45. Además de las prerrogativas que la Constitución señala al Rey, le corresponde (…) nombrar y separar libremente a los ministros.

Constitución de 1845

-Ley de Imprenta, que restringió la libertad de publicar y estableció la censura.

-Una de las tareas en que más empeño pusieron los gobiernos moderados fue la de la unificación y codificación legal. Su fruto más significativo fue el Código Penal de 1851 y el proyecto de Código Civil.

En cuanto al desarrollo político de la Década, en los Primeros años el mayor problema fue el matrimonio de la Reina, finalmente casada con su primo Francisco de Asís. Fue un enlace de conveniencia política que amargó la vida de ambos y que marcó negativamente el carácter de Isabel II y su comportamiento político. Indirectamente, provocó la segunda guerra carlista (1849-1860), al fracasar el intento de casar a Isabel II con el pretendiente carlista.

En 1848 se produce en España, como en toda Europa, una ola de levantamientos, manifestaciones y protestas revolucionarias. En el caso español se debieron más a la crisis económica que a motivaciones políticas, si bien es cierto que progresistas, republicanos y carlistas apoyaron la insurrección. La respuesta de Narváez fue pedir y obtener plenos poderes de las Cortes, suspender las garantías constitucionales y emprender una durísima represión en las calles, culminada con docenas de fusilamientos. El resultado del fracaso revolucionario fue acentuar la división entre los progresistas, una parte de los cuales creó en 1849 el Partido Demócrata. Sus principios fundacionales eran la defensa de los derechos individuales, del sufragio universal y de una apertura del sistema a las clases populares.

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La crisis política del moderantismo se precipitaría tras el intento por parte de Bravo Murillo, jefe de gobierno entre 1851 y 1852, de reformar la Constitución. Hombre ultraconservador y desconfiado de la política de partidos, presentó un proyecto de reforma que prácticamente significaba la eliminación de la vida parlamentaria, para entregar todo el poder al gobierno en un sistema que hubiera significado casi la vuelta al absolutismo. Tres semanas después de presentar su proyecto, en diciembre de 1852, ante la avalancha de críticas y protestas a la Reina, Bravo Murillo tuvo que dimitir. Desde entonces se sucedieron varios gobiernos, cada vez más ineficaces, aislados y que provocaron el descontento ante la corrupción, las intrigas políticas y el descrédito de los ministros. Esto alentó a los progresistas y demócratas a unir sus fuerzas para recurrir una vez más al pronunciamiento militar frente a un gobierno que a fines de 1853 había disuelto las Cortes y gobernaba de forma dictatorial.

8.- El Bienio progresista (1854-1856) .

El Bienio progresista comenzó con la revolución de 1854. Leopoldo O'Donnell fracasó tras un pronunciamiento militar (la Vícalvarada), pero los rebeldes se reagruparon y publicaron el llamado Manifiesto de Manzanares, que consiguió un respaldo masivo y provocó la revolución en julio. El Manifiesto, prometía un estricto cumplimiento de la Constitución, cambios en la ley electoral y de Imprenta, la reducción de los impuestos y la restauración de la Milicia Nacional. Apoyado por otros jefes militares y con la población en las calles, el golpe triunfó, e Isabel II encargó el 26 de julio formar gobierno al general Espartero.

(…) Nosotros queremos la conservación del trono, pero sin camarilla que lo deshonre; queremos la práctica rigurosa de las leyes fundamentales, mejorándolas, sobre todo la electoral y la de imprenta; queremos la rebaja de los impuestos, fundada en una estricta economía; queremos que se respeten en los empleos militares y civiles la antigüedad y los merecimientos; queremos arrancar los pueblos a la centralización que los devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y aumenten sus intereses propios, y como garantía de todo esto queremos y plantearemos, bajo sólidas bases, la Milicia Nacional. Tales son nuestros intentos, que expresamos francamente, sin imponerlos por eso a la nación.Las Juntas de gobierno que deben irse constituyendo en las provincias libres; las Cortes generales que luego se reúnan; la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos consagradas a la voluntad nacional nuestras espadas, y no las envainaremos hasta que ella esté cumplida.

Cuartel general de Manzanares, a 6 de julio de 1854.El general en jefe del Ejército constitucional, Leopoldo O'Donnell, conde de Lucena.

Las primeras medidas tendieron a recuperar las instituciones y normas de la etapa progresista. Igualmente, se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes en las que destacó una nueva fuerza política: la Unión Liberal, que aglutinaba moderados aperturistas (cansados de la corrupción y conservadurismo de su partido y convencidos de la necesidad de ampliar la base social del régimen) y progresistas cercanos al moderantismo (asustados tanto de los planteamientos radicales del progresismo, como de los de los demócratas). Era un partido con vocación de centro que a lo largo del Bienio se constituyó poco a poco en la única alternativa al progresismo, con O'Donnell como líder. Después fue evolucionando hasta convertirse en la práctica en un partido conservador. En 1854, sin embargo, el partido era aún lo suficientemente ambiguo como para conseguir que muchos candidatos progresistas se presentaran en sus listas, lo que les permitió ganar claramente las elecciones.

La coalición de unionistas y progresistas pasó a dominar abrumadoramente las Cámaras. Demócratas y republicanos se mantuvieron en la oposición parlamentaria a través de una treintena de diputados. Su fuerza

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y su organización aún no eran lo suficientemente sólidas como para plantear alternativas. Los progresistas actuaron en defensa fundamentalmente de los intereses económicos de la burguesía urbana y de las clases medias. Partidarios de reformas limitadas y muy alejados de los intereses populares, acabaron chocando tanto con los movimientos obreros y urbanos como con los moderados. Aparte de la Constitución, que debía sustituir a la de 1845 y que no llegó a entrar en vigor (non nata), las principales reformas fueron una serie de leyes encaminadas a sentar las bases de la modernización económica del país:

- La Ley de Desamortización General de 1855, conocida como Desamortización civil o de Madoz, por ser éste el ministro que la promovió. Se trataba de completar y terminar el proceso iniciado por Mendizábal en 1836. Afectó así a los bienes de la Iglesia, que habían quedado sin vender, a los que se sumó la venta de los bienes municipales (los bienes de propios, que proporcionaban, por estar arrendados, una renta al Ayuntamiento). La burguesía con dinero fue de nuevo la gran beneficiaria.

- La Ley General de Ferrocarriles de 1855, cuyo objetivo era promover la construcción ferroviaria, hasta entonces casi inexistente. Para ello se ofrecieron ventajas fiscales, subvenciones y la protección del gobierno, lo que facilitó la inversión de capital extranjero y la constitución de grandes compañías ferroviarias para la construcción y explotación de la red ferroviaria. Ello permitió acelerar la cons-trucción de vías y estaciones. Sin embargo, el sistema de financiación originó numerosas corruptelas y no se construyó allí donde era más necesario (las regiones industriales españolas).

- La ley de Bancos de emisión y de Sociedades de crédito, de 28 de enero de 1856, destinadas a favorecer la movilización de los capitales para financiar la construcción de las líneas ferroviarias.

El contrapunto del Bienio, y una de las claves de su fracaso, fue el permanente clima de conflictividad social. Las causas fueron múltiples: la epidemia de cólera de 1854, las malas cosechas y el alza de precios del trigo, las tensiones entre obreros y patronos en las fábricas y, sobre todo, el incumplimiento por el gobierno de las promesas hechas al inicio del periodo. Los enfrentamientos callejeros se hicieron especialmente graves en Barcelona, donde el crecimiento fabril se había conseguido gracias a la mecanización del trabajo y los bajos salarios. Allí se produjo una huelga general en el verano de 1855. En octubre el gobierno presentó una ley de Trabajo que reducía la jornada laboral a los niños (de 10 a 12 horas diarias); permitía las asociaciones obreras (si no excedían de 500 miembros); y establecía, para resolver conflictos laborales, jurados formados exclusivamente por patronos. La ley fue rechazada por demócratas y republicanos y la conflictividad siguió creciendo.

En los primeros meses del año 1856 se sucedieron violentos motines en el campo castellano y en las principales ciudades del país, con incendios de fincas y fábricas, cada vez reprimidos con mayor brutalidad por el ejército y la guardia civil. El gobierno perdió el apoyo de las Cortes, y muchos diputados progresistas

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se pasaron a la Unión Liberal. Finalmente, la Reina aceptó en julio la dimisión de Espartero y encargó formar gobierno al general O'Donnell.

9.- El primer periodo de la Unión Liberal (1856-1863) .

La Unión liberal fue el partido que controló la vida política en los doce años que van desde 1856 a la revolución de septiembre de 1868, la «Gloriosa». Por entonces era ya un partido conservador, convencido de la necesidad de mantener el orden y partidario de retornar a una vida parlamentaria que devolviera el prestigio a las instituciones. Incluía a militares como O'Donnell o Serrano y a miembros de los viejos partidos como Cánovas. Contó con el respaldo de la burguesía y de la mayor parte de los terratenientes, y con la oposición, fuera de las Cortes, de demócratas y republicanos. Mientras se mantuvo la etapa de cierta prosperidad, hasta 1863, la Unión liberal consiguió ejercer el poder sin grandes problemas; pero desde ese año la crisis económica llevó a los gobiernos a una actitud cada vez más intransigente y empujó a la oposición a los sectores progresistas del partido, hasta culminar en la revolución de 1868, que arrastró consigo a la Corona.

Tras un breve período de gobierno de O'Donnell, que sirvió para liquidar el proyecto de Constitución, en octubre Isabel II encargó formar gobierno al general Narváez. Éste suspendió la desamortización, anuló todas las disposiciones de libertad de imprenta y cuantas se opusieran a una política claramente conservadora.

Los primeros años del gobierno fueron de recesión económica y el gobierno reprimió duramente las protestas, prohibiendo de nuevo las asociaciones obreras. El talante conservador y represivo de Narváez, sin embargo, acabó minando su apoyo en las Cortes. Una vez sofocados los brotes de violencia, en julio de 1858 la Reina optó por llamar al general O'Donnell dando así comienzo al llamado «gobierno largo» de la Unión liberal. Fue el hombre fuerte del régimen hasta su muerte, en 1867, incluso cuando permaneció fuera del gobierno.

La Unión Liberal controló el aparato electoral, lo que aseguraba a su partido mayorías cómodas en las Cortes, a través del control de las listas electorales, la propaganda y la presión de los caciques del partido en provincias. Al menos entre 1858 y 1863, el gobierno consiguió actuar con cierta estabilidad, en parte mediante el control de las Cortes, donde tuvo mayoría abrumadora, pero sobre todo gracias a la prosperidad económica de aquellos años, que permitió a los ministros dedicar toda su atención a las obras públicas. Fue la etapa dorada de la especulación y la construcción ferroviaria, de la aparición y crecimiento de las sociedades de crédito y de los bancos, de una nueva expansión de la industria textil catalana y del surgimiento de los primeros altos hornos en Vizcaya y Asturias.

Sólo dos perturbaciones serias alteraron el clima político. En abril de 1860 los carlistas, ahora bajo la candidatura del conde de Montemolín, intentaron un golpe de Estado. El intento fue sofocado y se obligó al pretendiente a renunciar a sus derechos dinásticos para ser liberado. El otro incidente, mucho más grave, fue la insurrección campesina de Loja, en junio de 1861, que durante unos días llegó a contar con unos 10.000 campesinos en armas, pero que se extinguió rápidamente, al carecer de un programa revolucionario y del apoyo de los partidos políticos.

En cuanto a la política exterior del período, el gobierno de la Unión Liberal emprendió entre 1858 y 1866 una activa y agresiva política exterior, cuyo objetivo esencial era desviar la atención de los españoles de los problemas internos y exaltar la conciencia patriótica. La intervención en varios conflictos bélicos y el envío de tropas expedicionarias contó con el apoyo de las Cortes, la prensa y una buena parte de la opinión pública. La primera intervención fue la expedición hispano-francesa a Indochina (1858-1863), justificada

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por la intención francesa de adquirir una base colonial en el Sureste asiático. Fue un paseo militar, pero no reportó nada concreto a nuestro país, y sí a los franceses, que iniciaron así su control de la región. La guerra contra Marruecos (1859-1860) respondía a un intento de expansión colonial en el Norte de Africa. Tras algunas victorias, la amenaza de una intervención de Inglaterra (que no quería permitir una expansión española tan cerca del Estrecho) obligó a aceptar un acuerdo de paz. El Tratado obligaba al Sultán a ceder el territorio de Sidi-Ifni, a una ampliación de las plazas de Ceuta y Melilla y a una indemnización.

La tercera aventura fue la intervención en la expedición a Méjico de 1862 emprendida por tropas francesas, inglesas y españolas para castigar el impago de la deuda por parte del gobierno mejicano. Los desacuerdos con los franceses, que realmente pretendían derrocar al gobierno Juárez, aconsejaron la retirada del ejército español.

En conjunto, la actuación exterior española de aquellos años no fue más que un alarde militar, una política de prestigio que en nada influyó en el equilibrio de poder internacional, resultado lógico si tenemos en cuenta la debilidad política, económica y diplomática de España.

10.- Conclusión. La crisis final del reinado (1863-1868 ).

Hacia finales de 1862 el gobierno de la Unión liberal empezaba a estar desacreditado. Los progresistas, ante la evidencia de que el sistema electoral y la postura de la Reina no les permitiría acceder al poder, se habían retraído de la vida parlamentaria. Los moderados eran cada vez más conservadores. La Unión liberal se descomponía, ante la falta de objetivos políticos y el desgaste que producía el ejercicio continuo del poder. Demócratas y republicanos y un sector importante del progresismo, comenzaban a reclamar desde la prensa y mediante la acción conspirativa un cambio del régimen, poniendo en cuestión incluso a la propia Reina. Militares como Prim y políticos como Sagasta se alinearon abiertamente con la oposición al sistema.

En marzo de 1863 O'Donnell presentó su dimisión. Tras dos gabinetes de transición, de nuevo el general Narváez se hizo cargo del gobierno en septiembre de 1864. Con la vuelta a un ministerio conservador y represivo se abrió el proceso que dio al traste con la monarquía borbónica. En ese proceso fue decisiva la crisis económica y el agravamiento consiguiente de la situación social y política. Comenzaron a detenerse las construcciones ferroviarias; la falta de algodón, debida al estallido de la Guerra de Secesión estadounidense y al bloqueo nordista, hizo caer en picado la producción textil catalana y disparó los precios; el derrumbamiento de la Bolsa en 1856 por el crack europeo, provocó la ruina de muchos pequeños inversores…

A ello se sumó el clima de descontento político generalizado, ante la actitud cada vez más autoritaria de Narváez y O'Donnell, que se reflejó en los sucesos de la noche de San Daniel (represión de un movimiento estudiantil que causo varios muertos y más de un centenar de heridos) y la sublevación del cuartel de San Gil (amotinamiento militar en Madrid con saldo de sesenta muertos y centenares de heridos).

En agosto de 1866, dos meses después de la sublevación de San Gil, los progresistas, demócratas y republicanos firmaron el pacto de Ostende. De acuerdo en evitar una revolución social, su programa se limitaba al destronamiento de la Reina, a quien consideraban principal culpable de la situación, y a la convocatoria de unas Cortes por sufragio universal. En 1867, tras la muerte de O'Donnell, la propia Unión Liberal, convencidos sus miembros de la inviabilidad del gobierno represivo y del hundimiento de la monarquía isabelina, se sumó al pacto.

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