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VIENTO A FAVOR

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VIENTO A FAVOR Venturas y desventuras de un marinero en apuros

Antonio Ramírez Martín

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Autor: Antonio Ramírez

e-mail: [email protected]

Diseño y Maquetación:

Estefanía Aragüés Salvo.

e-mail: [email protected]

Fotografías de la colección del autor.

ISBN: 978-84-613-0209-3

D. Legal: M-10115-2009

www.vientoafavor.com

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A mis hijos Toño y Sara.

A Lourdes mi mujer.

Con todo el amor del que soy

capaz.

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Índice de Contenidos

Sinopsis. Pag. 9 Prólogo. Pag. 11 Capítulo 1. Pag. 17 Inicios. Joan “ El ahogado”. “Las Guiris” Capítulo 2. Pag. 29 El Artemisa . Mediterráneo. Pedro. Don Juan de Borbón. Capítulo 3. Pag. 43 El Orión. La Caracola. El enano. Capítulo 4. Pag. 57 El Sr. Paco. De Man a Palma a vela. Capítulo 5. Pag. 75 Valerie. El padre Celso. El hombre de las profundidades. De Funchal a Salvajes. “Albatroz”. ¡Pánico! Capítulo 6. Pag. 115 ¡El Amor! Pesca – sub. París. Crispín. Capítulo 7. Pag. 143 Córdoba. La puta mili. Regreso al mar. Los Fiordos. “Boca de fresa” Capítulo 8. Pag. 171 Islandia. Caza del cachalote. Rumbo a Nueva York y Tokio. ¡Que vienen los coreanos! Capítulo 9. Pag. 203 Martín Regueiro, mi amigo. Espectáculos macabros. Mar de La China . Java. El Paraíso. La Galatea . María. Seichelles. Mauricio. Chagos. ¡Tiburones! Capítulo 10. Pag. 263 El Annie C. De Mauricio a C. Del Cabo. Rememorando. Volver Capítulo 11. Pag. 307 De nuevo la Albatroz. “Nana” el bombón. Pesca en Columbretes Capítulo 12. Pag. 351 1ª experiencia en la vida civilizada. Córdoba. Jaén. Vuelta a la mar. El “Libertad” Juegos de cama

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Capítulo 13. Pag. 393 Sorprendidos por el “doverman” De Rótterdam a Mar del Plata. El Adventure. La Patagonia. Hornos. Naufragio. Isla de Juan Fernández Capítulo 14. Pag. 443 El Ballenero. Al infierno. Mi amiga Elka. Vuelta a la vida

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Sinopsis

No he pretendido con las páginas escritas que tienes en tus manos querido lector, hacer nada importante.

No se trata de una novela y tampoco es una biografía. Pues se refiere a una época larga en el tiempo e intensa en la vivencia de mi ya lejana juventud. Si bien hace escasa referencia a los orígenes, y nula a la trayectoria posterior de quien lo escribe, más bien diría que se trata de una amalgama de hechos, situaciones y pedazos de vida - en aquel tiempo aventurera y anárquica - que desparramados encima del frágil tablero de los recuerdos, aguardan como las piezas de un puzzle, que alguien que debería ser yo, las depure, las adorne y las ordene.

Se trata por tanto de una rememoración sonriente de un tiempo en el que anduve intensamente ligado al mar, y en su medio o su entorno transcurrieron los momentos más felices y amargos de mi vida, afición que aún hoy mantengo, y con seguridad ha marcado toda mi existencia.

No espere el lector encontrar aquí la lección magistral de un erudito en nada de lo que en las historias contenidas se refiere. Antes bien, estoy seguro de que hallará gran cantidad de “errores técnicos” que a mi juicio no desvirtúan el objetivo final de la obra. Entretenerme y entretener. Contagiar al lector con mis emociones y mis sentimientos, para lo cual resulta imprescindible contar con su complicidad. Objetivo harto difícil -ya lo sé- pero al que no renuncio a optar.

Que sonría ante la historia de mi monito Crispín arrancando la peluca a mi vecino de mesa. Que tiemble ante las fauces de un

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tiburón tigre en las Islas Salvajes. Que se sienta como un trozo de mar sumergido en las transparentes aguas de “Las Chagos”. Que sufra el acoso y derribo de un gran cachalote en las gélidas aguas del Atlántico Norte, o me acompañe en mis correrías marineras de uno al otro confín del mundo.

Todo ello bajo el farol de una tertulia entre amigos, con su mismo lenguaje, y donde no está mal visto intervenir ni interferir.

La mayor parte de los personajes y situaciones que aquí aparecen, así como la cronología de los acontecimientos, son total o parcialmente reales, aunque siempre aderezados y condimentados con una dosis de imaginación, imprescindible creo, para su correcta digestión.

Si consigo arrancar de tus labios una sonrisa, o que durante su lectura los problemas del día a día pasen a un segundo plano, mi objetivo estará totalmente conseguido.

Gracias por tu tiempo.

El autor

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Prólogo

Cuando en Noviembre del año 2006 recibí un correo electrónico de Antonio, en el que me enviaba su pequeña sinopsis anunciando su decisión de escribir unas memorias de su época marinera junto con el primer capítulo de las mismas, no pude por menos que animarle a que lo hiciera, de una forma tan alborozada como vehemente, para que esa “falta de constancia” que se atribuía, no fuera nunca un obstáculo para concluir en lo que, hoy felizmente, podemos llamar su libro o al menos, –creo que tiene historia suficiente– su primer libro.

Yo tenía poco conocimiento de esa etapa y lo sabido era más por boca de terceros que por la suya propia, ya que nuestra amistad, si bien tiene unas raíces que gozosamente cada día se manifiestan más profundas, ha tenido durante muchos años la distancia física como impedimento para intercambios de pasados que, a estas alturas, no podemos por menos que calificar ya como algo remotos.

Conforme pasaban los meses del 2007 fui recibiendo las entregas y Antonio me iba pidiendo opinión -tengo que pensar que como consecuencia de mi actitud positiva más que por mi escaso talento literario- lo que facilitó, además de un hermoso intercambio epistolar, profundizar con él en ese pasado marinero, -¿sólo marinero?-, que nos relata; al ir conociendo de primera mano los aconteceres de su historia, y “reconociendo” a su autor en cada una de las situaciones, me entusiasmé tanto con la lectura, que permanentemente me venía a la mente su imagen y, sobre todo, esa maravillosa risa con la que estoy seguro escribía muchas anécdotas, junto a la expresión emocionada y tierna en el relato de las experiencias más duras.

Fue en la Navidad pasada, cuando en el intermedio de una cena y por boca de Lourdes -ahora marinero da tus velas al viento pues

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acabo de nombrar a la Estrella Polar de tu vida- me dijeron que les gustaría que yo escribiera el “Prólogo” de este libro que hoy tienes en las manos; regresé a casa con la sensación de que mi reacción pudiera haberles perecido fría, pues fue de esas ocasiones en las que el impacto emocional recibido es de tal naturaleza, que solamente la actitud de casi “darlo por no oído” te permite salir del trance con una cierta entereza. Pasé como una centella de la emoción al silencio. Y hoy me tienes aquí, querido amigo -si lo eres de Antonio también lo eres mío- disfrutando del lujo de escribir sobre él y del regalo que nos ha hecho a todos.

Porque estas memorias son un regalo para todos los sentidos.

Te mueve a la reflexión la situación que origina su marcha de casa; más allá de los hechos domésticos, esa España de los 60, todavía cuartelera, en la que la mezquindad y la opresión, la angustia y el conformismo, el miedo y la desesperanza, dejaban poco espacio a espíritus libres y abiertos a la vida; no se entretiene Antonio sino en pasar deslizándose por la superficie, pues bastante trabajo tuvo con paliar sus consecuencias como para adentrarse en sus causas. Pero en las pocas líneas con las que describe el entorno, lo hace con tan sencilla brillantez, que cualquiera que lo haya vivido lo recuerda nítidamente; el bar, los obreros, el cacique, las plazas, las inversiones en capitalización, el representante del 600, los bocadillos, las pesetas, la calle, los vecinos -más familia que muchas familias actuales-, el auto-stop, etc.

Tenía que escapar. Y en su huída y también en su búsqueda, se nos manifiesta como un prodigio de supervivencia –como hombre bien nacido le llama suerte–, en el que las percepciones de lo que le rodea, la intuición del beneficio, el aprovechamiento de sus cualidades y recursos, la seducción de sus habilidades, los explota en cualquier situación, entorno y momento; el buceo “a la pesca de lentillas” con la familia Krupp, merece un destacado lugar en la mejor picaresca de la literatura del Siglo de Oro español. Tenemos a lo largo del libro, múltiples ejemplos de esta extraordinaria virtud que adquiere siempre la mayor nobleza porque jamás perjudica, ni

se aprovecha, ni lastima, ni pasa por encima de nadie. En su supervivencia, no hay depredación. Solamente hay imaginación

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desbordante y esa gran sabiduría acumulada a lo largo de cientos de años por ese “talante” andaluz, por esa ambición de empatía con lo que te rodea. Si como alguien dijo, “cultura es lo que queda en una persona después de olvidar lo que aprendió”, esa cultura ya corría por sus venas antes de aprender todo lo que la vida le iba a enseñar. ¡Cómo no iban a percibir su bonhomía, Pau, el Sr. Paco, Chelo, Joan...y toda su familia de Palma!

Palma de Mallorca, que se convierte en la plataforma desde la que se lanza casi a la vida, al mar y, en un maravilloso encuentro, al amor. Valerie Dubois, su primer amor, deja en él una huella imborrable y la pena ansiosa de lo que, sin terminar, se pierde; porque la historia se pierde en las reflexiones de la desesperanza por una parte y la comprensión de la realidad por otra. Enorme cualidad la que evidencia Antonio y que mostrará permanentemente a lo largo de su vida y que consiste “en ponerse en el lugar del otro”, lo que conlleva una actitud comprensiva hacia los demás y nos sitúa a las puertas de la paz y el equilibrio interior. ¡Qué cuidado ha tenido siempre con que cualquier batalla perdida no derivara en rencor, ni lastimara un corazón que, a toda costa, quiso mantener limpio como el océano!

Nos cuenta también las relaciones con las mujeres que en esa época pasaron por su vida y quiero destacar especialmente la enorme ternura con la nos habla de ellas; hasta en los momentos en los que se ve agobiado por “ballenatos” o “gusiluces” y se ríe a carcajadas de “lo que se le viene encima”, lo hace desde la levedad con la que se trata al material sensible. Al cristal. A la mujer. Y siempre hay gratitud hacia ellas por recibir y devolverle todo el amor que les entrega. Las desea, las busca, las mira, las provoca, las seduce, las ama, pero en cualquiera de ellas y, aunque en las ocasiones más frívolas pudiera actuar de otro modo, como decía una canción que tanteas veces le escuché, “además de su cuerpo, siempre busca otro valor”. Quiero adelantarte, lector atento, que el párrafo que dedica a Juanita “una chica corriente de un barrio de Córdoba” es de lo más hermoso y sencillo que se puede escribir de una mujer

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Y del amor a la pasión. El mar. Lo que impregna toda su vida y donde él se manifiesta en toda su plenitud. Antonio puede estar, pero sin el mar no es. Como dijo A. Machado “es un hijo de la mar” y, por tanto, la ama tan profundamente como la respeta. Y como ocurre con las pasiones verdaderas, si están expresadas con la brillantez con la que lo hace, contagian al más neófito; accederemos al Artemisa, al North Star, al Orión -¡ah! el Orión- al Albatroz, al Galatea, al Annie Comyn, al Libertad… y nos moveremos entre regalas, imbornales, jarcias, cabuyería, flechastes, obenques, foques… navegaremos “de ceñida”, “a orejas de mulo”, “de bolina”, “de aleta” con la naturalidad del que lo ha hecho siempre. Porque, en la emoción del recuerdo, la descripción de los paisajes y mares es de tal claridad expresiva, que más que en el pasado nos sentimos en un presente y le acompañamos en la aventura; el cielo, el sol, la lluvia, el viento, el frío, el amanecer, el atardecer, la noche, son vividos -perdón leídos- con una intensidad que alcanza su máximo nivel cuando nos sumergimos con él en la mar. Colores, arenas, luces y especies desconocidas te acompañan ya siempre; peje perros, serviolas, abaes, viejas, sargos…se han convertido para mí en algo inolvidable.

Pero no quiero hablar más del mar. Mucho mejor lo hace él y lo vas a disfrutar en innumerables páginas.

A lo que quiero invitarte, amigo y lector, es una apnea imaginaria–casi tan larga como esos cuatro minutos de Antonio– por las profundidades de cada una de las líneas de este libro y descubras –como en el mar– lo que nunca se ve en la superficie.

Porque en este libro hay que bucear para ver el verdadero sentido, la emoción escondida, el impulso vital que lo arrastra a lo largo de sus páginas y que nos descubre el porqué, por quién y para quién está escrito.

Este libro, por encima de todo, es un recuerdo emocionado y tierno, una declaración de admiración, gratitud y amor, para ese “marmitón” que sin cumplir los dieciséis años se lanzó a la vida con 280 pesetas y unos bocadillos, sin más horizonte que el mundo entero, con el rumbo que le marcaba su instinto y con un corazón presto a empaparse de todo lo hermoso que se le ofreciera. A ese

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chaval cuya firme determinación vital le lleva - en la frase, para mí, más conmovedora del libro- “a perder, si es necesario, el camino de regreso”.

Él es quien hace las gamberradas a Patxi, quien hace exhibiciones acrobáticas, quien se larga a cantar… quien murmura a la inglesa… y Antonio nos habla de él… porque se le escapa y vuelve a por él… habla en primera persona, pero de él… hace piruetas con él… se ríe con él… y, de vez en cuando, la tristeza también le embarga junto a él…y entonces escapa de él para contarnos cosas… pero detrás está él… ese chaval siempre está ahí. ¿Será porque quiere seguir siendo él?

Lo cierto es que Antonio se siente orgulloso de ese “marmitón”.

Y le sobran razones.

Lo mismo nos pasa a sus amigos.

Antonio Aragüés Giménez

Mayo del 2008

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Capítulo 1

Corrían los primeros meses del 63. Con mis escasos 18 años acababa de finiquitar mi primera y más desagradable experiencia marinera en el “Punt e Mes”, un viejo carguero en el que por matar de una vez el gusano que bullía en mi tripa desde mis más viejos ancestros, había tomado en Palma de Mallorca, donde llevaba más de un año realizando diversos trabajos todos ellos de “alto nivel”:

Ayudante de cocina, camarero, salvavidas en la playa de un hotel en Magaluf, y cosas así.

En este caso ejercía cargo nada menos que de “marmitón“.

¿Qué es el marmitón...?

Pues otro trabajo fino.

Niño pela las patatas, niño baldea la cubierta, niño prepara la sirga, niño, niño...

Hicimos tres viajes con carga de chatarra a Kiel, en el N. de Alemania, y para ser sincero ni el barco ni la tripulación ni la carga, nos distinguíamos mucho entre si .

Es de esas experiencias que olvidas en cuanto se terminan porque no hay nada que merezca la pena recordar.

Sólo me quedan nebulosas las imágenes de mis vomitinas inacabables la primera semana, mis llantos infantiles acurrucado en mi estrecha litera recordando a mi madre, y mi gorro de lana rojo que no consiguió salvarme de los tremendos sabañones que lucía en el hermoso par de orejas que me gastaba yo por aquellos tiempos

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(siempre intentaba llevarlas dentro pero ahora me doy cuenta de que no lo conseguía por razones obvias)

También quedaron impresas en mi recuerdo las paredes heladas del canal de Kiel, y la admiración que me producía que con la espesa niebla que siempre reinaba en la zona, los enormes barcos que la transitaban y el intensísimo tráfico, no hubiera abordajes y “castañas” a diario o por lo menos con más frecuencia, aunque por si acaso me agarraba instintivamente a lo que tuviera más a mano, cuando oía una de aquellas tremebundas sirenas que por preparado que estuvieses, siempre te pegaba un susto de muerte porque te sonaba a un palmo de donde estabas y por donde menos la esperabas.

Como digo, la experiencia fue tan negativa que a punto estuve de olvidarme de por vida de los barcos, pero el destino me volvió a colocar en su estela y me animé a hacer un curso de timón que impartían en la Escuela Náutica de Palma seguido de el de Patrón.

Allí conocí al Sr. Tomeu, director de la escuela, comodoro del puerto, y a su vez amigo intimo de Pau, personaje que influiría de manera decisiva en mi futuro próximo, pues me tomó por no se que razón bajo su tutela, y entre otras mil cosas me devolvió la afición por la navegación y el amor y el respeto al mar.

En los años siguientes anduve pegado a él que tampoco daba un paso sin mi, y ambos sin comentarlo claramente jamás, aceptábamos tácitamente que en algún modo yo estaba ocupando el lugar del hijo que había perdido años atrás víctima de una terrible enfermedad, y él, el del padre que yo hubiera querido tener.

Era un hombre cercano a los 60 años, con poca talla, pocas carnes, y como buen mallorquín poca gracia, pero también era fuerte como el acero, impasible y resolutivo como luego me demostraría en multitud de ocasiones de extrema tensión, y honrado a carta cabal. Además de conocedor profundo y experimentado en todo tipo de mares, barcos, y formas de navegar.

Uno de aquellos días, Pau me dijo que le habían encargado seleccionar y contratar la tripulación de un yate de alto copete que estaban terminando de acondicionar en Astilleros Palma, propiedad

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de D. Javier de la R., magnate mallorquín propietario del astillero y de otros muchos negocios náuticos.

Naturalmente yo figuraba entre los elegidos para formar parte de la referida tripulación, y días más tarde debía presentarme en el astillero a fin de conocer al resto de sus componentes así como el barco, y tomar posesión de mis “aposentos a bordo” (una litera y una taquilla).

Llegué un rato antes de la hora convenida, y tras realizar la presentación y papeleos oportunos en la oficina del propio astillero, me acerqué acompañado por un empleado, a conocer al célebre “Artemisa” que ya me había impresionado con su presencia al verlo por primera vez desde el malecón.

Era un palacete flotante construido sobre la base de un casco de hierro de 36 m. de eslora, con toda suerte de lujos y gollerías en su interior, excepto en las dependencias de la tripulación, ¿como no?

Magnifico salón interior que se prolongaba a popa al aire libre.

Comedor con mesa ovalada para 20 comensales.

Cuatro espléndidos camarotes dobles con su baño correspondiente, dos individuales y el del armador que era la hostia, con una cama circular que me dejó boquiabierto etc.

Ese tipo de lujos que actualmente se ven o se adivinan con relativa frecuencia en grandes yates en algunos puertos, y era algo inimaginable por entonces.

Por último 2 motores de 3000 h.p. que impulsaban el “juguete” a cerca de 18 nudos que también era velocidad record para la época.

Tras mostrarme el rancho y dependencias de la tripulación que como se podrá entender nada tenía que ver con el resto, coloque mis exiguas pertenencias en mi correspondiente taquilla, y me dispuse a darme una ducha y esperar al resto de la tripulación que estaban citados como yo esa misma tarde, aunque ya sabía por Pau que los demás, salvo uno, no se quedarían a bordo ya que eran de la tierra y tenían su casa en la ciudad.

Como es frecuente en Baleares en esa época del año (febrero) hacía una tarde fría y ventosa acompañada de una llovizna pertinaz y

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antipática. El mar, aún dentro de las dependencias del astillero, también estaba agitado por un fuerte viento que producía una ola corta e incómoda hasta de ver.

Había llamado mi atención a la entrada, ver a un trabajador del astillero embutido en un traje de agua amarillo, tapado hasta las cejas, remar en un bote literalmente como un cascaron de nuez, en paralelo a nosotros al parecer en dirección a un “muerto” que se observaba señalado por una boya a unos 15 o 20 metros a babor nuestro, muy probablemente a sujetar una estacha cuyo extremo pendía remolcado de la popa del pequeño bote.

Me encontraba como digo, bajo el chorro de la estrecha ducha común del rancho del Artemisa, cuando comencé a oír unos desaforados gritos de ¡¡socorro...socorro...!! ¡¡ayuda...ayuda...!! provenientes primero de donde se encontraba el bote y luego desde el malecón del puerto.

Sorprendido por los gritos, me asomé por el ojo de buey que tenía un poco por encima de mi cabeza, y alcancé a ver claramente los motivos del alboroto.

El marinero del botecito seguramente al inclinarse para hacer el trabajo, había volcado este, el cual se encontraba boca abajo cerca de donde el pobre marinero luchaba desesperadamente por mantenerse a flote, lo que cada vez le resultaba más difícil ya que como luego supe, no era precisamente un experto nadador, y además de la ropa y el impermeable, calzaba unas grandes botas de agua hasta la rodilla que le lastraban y le impedían moverse con cierta agilidad.

Rápidamente me hice cargo de la situación, así como de que era el más cercano al accidentado, con lo que tal y como me encontraba subí en dos saltos a la cubierta, y sin dudarlo salté al agua para intentar ayudar a aquel pobre hombre que se hundía por momentos sin remisión.

Me separaban unos 20/25 m. de donde se hallaba, los cuales cubrí en unas pocas brazadas, pero cuando llegué a donde creía haberlo visto por ultima vez... ¡ya no estaba allí!... al menos en la superficie. Me zambullí en el agua turbia y helada, y a unos 3 o 4 m. de

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profundidad pude observar nebulosamente la mancha amarillenta del impermeable, me acerqué a él tan rápidamente como pude, y ya de cerca alcancé a ver el rostro del marinero, inerte, con los ojos cerrados, y saliendo por la comisura de sus labios un ligero hilillo de burbujas.

Temiéndome lo peor, lo tomé por la capucha del impermeable y nadé hasta la superficie con la esperanza de estar aún a tiempo de recuperar la vida de aquel infeliz, pero cual sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que el cuerpo se había desprendido y llevaba solamente el impermeable... ¡Ya me parecía a mi que pesaba demasiado poco...!

Volví a nadar hacia el fondo y nuevamente la suerte nos acompañó. Allí estaba a media agua bocabajo e inmóvil. Lo agarré de nuevo esta vez por el jersey de cuello alto que vestía, sacándolo a la superficie, cuando ya se acercaba una barca más grande, manejada a remo por dos hombres, que con mi ayuda, izaron al accidentado rápidamente a bordo, y antes de que yo tuviera tiempo de subir, salieron zumbando hacia el malecón, fuera del recinto del astillero que les quedaba más cerca.

Una vez en tierra, entre la gente que se había arremolinado a curiosear, se encontraba por suerte un A.T.S. que le prestó los primeros auxilios, consiguiendo reanimarlo algo en contra de la opinión del “respetable” allí reunido, que estaban segurísimos de que “no salía”.

Una ambulancia lo trasladaba poco después al hospital del mar, donde por fin lograron su recuperación total, aunque según contaron se libró por segundos de un fatal desenlace.

Yo llegué al puerto poco después que la barca, como mi madre me trajo al mundo, y alguna mano amiga acertó a darme uno de aquellos impermeables amarillos, no sin que antes me diera tiempo a observar alguna sonrisa irónica, precedida por algún gesto cómplice, dirigido a determinadas zonas de mi expuesta anatomía, que me hicieron gritar aunque para mi interior.

¡¡ Queda demostrado que al menos para estos menesteres… el tamaño no importa…!!

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Al día siguiente, la madre del marinero accidentado me regalo una ensaimada como la rueda de un carro, que sirvió como merendola/presentación de la tripulación completa del “Artemisa”. Resultando casualmente que “El ahogado” (como lo llamaríamos en adelante) era Joán Raventós, que aunque por razones obvias no asistió a la reunión, ya que estuvo varios días hospitalizado, también estaba previsto que formara parte de la misma, por lo que nuestra relación continuó largo tiempo, durante el cual me demostró su agradecimiento y afecto en repetidas ocasiones.

Este hecho fortuito, me sirvió para disfrutar de partida de una gran simpatía y popularidad entre mis compañeros, lo cual no era poco, habida cuenta de que todos ellos se conocían ya entre si y todos eran mallorquines (salvo uno) lo cual es una ventaja importante entre quienes no son especialmente propensos a mirar con buenos ojos a gente que no sea autóctona.

Finalmente la tripulación la constituíamos además de Pau como contramaestre y hombre de confianza, Joan el ahogado como marinero, yo como timonel y encargado de embarcaciones auxiliares, (dos lanchas estibadas en los costados para paseos ski etc.), Ignasi como maquinista, Pedro como cocinero, Chelo como camarero, y D. Ramón Vallés, capitán.

Chelo era un chico de 24 años, asturiano de Cabo Peñas, de un pueblo llamado Luanco. Alegre como unas castañuelas y sencillo como el mecanismo de un chupete, y aunque el Señor no lo había llamado por ese camino, (tenía una oreja enfrente de la otra) siempre malentonaba una canción que nunca conseguí oírle acabar, eso si, con inconfundible deje asturiano.

¡¡¡Voy a comprá unes madreeññees... a la mía neñaaa madreeee..!!!

Rápidamente hicimos buenas migas, pues ambos estábamos solos y debíamos instalarnos en el barco, que días después fue fondeado frente al astillero a fin de dejar espacio libre, hasta iniciar la temporada que sería en Mayo, con alquileres millonarios a

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personalidades nacionales y extranjeras que pudieran permitirse el lujo de disfrutar aquella maravilla.

Así pasaron sus vacaciones con nosotros, D. Juan de Borbón, padre de nuestro rey, persona encantadora y amable donde las haya.

El conde Marone Cinzano y su familia. El conde de Villapadierna. La familia Krupp de Alemania. D. Emilio Botín, amo y señor del Banco de Santander, tan estúpido y antipático como rico. El conde Savage de Brantes, francés y con dos hijas jovenzuelas que daba gusto verlas y siempre nos creaban la duda de que paisaje mirar con más interés si el de la costa o el del barco.

Se rodó a bordo parte de la película “Los Organillos” con la por entonces explosiva Melina Mercuri y un enjambre de tías macizas que nos llevaban locos etc.

Navegamos hasta Odessa en el mar Negro en la costa de Rusia, y disfrutamos de todo excepto de la navegación, pues el “Artemisa” no estaba concebido para navegar en el sentido literal de la palabra, en todo caso para flotar y tomar copas en su lujuriosa popa, mostrando el poderío y las carnes morenas de los elegidos para la gloria, que podían permitir exhibirse en tan excelso

escaparate

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Con Pau

Joan "El Ahogado"

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Chelo

Chelo y Pedro

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Como digo, hice unas excelentes migas con Chelo, con el que viví multitud de aventuras y mejores y divertidos ratos.

Aún recuerdo uno de los mejores cuando pocos días después de conocernos, “pegamos la hebra” con dos inglesas ya maduritas, en una discoteca que acababan de inaugurar en la Plaza Gomila de Palma.

Tras tomar unas cervezas con ellas, las invitamos ya a altas horas de la madrugada, a acompañarnos al lujoso barco donde “residíamos”, pues les contamos no se que historia de que nuestra familia nos habían dejado solos a bordo por unos días.

Ellas accedieron de mil amores, y llegados al puerto nos dispusimos a subir a la pequeña neumática que utilizábamos para acercarnos hasta el barco que como he referido, permanecía fondeado en el centro de la bahía, y teníamos amarrada al muelle.

Hacía una noche de perros y ellas iban emperifolladas de lo más.

Chelo acercó la barquita del cabo de proa, y yo la sujeté del asa lateral para que ellas subieran, pero al intentarlo la primera, no se como, debí soltar el asa y la barca se separó del muelle en el peor momento, con la mala fortuna de que “la dama”, con los tacones y el bolso en la mano, se fue de culo al agua con gran estrépito y grandes alaridos... ¡¡Oh my good...oh my good...!! ¡¡Help me...help me please...!!

Mientras la otra berreaba y lanzaba improperios ininteligibles, nosotros izamos a la remojada al muelle como pudimos, y para acabarlo de arreglar, Chelo al intentar quitarle la chaqueta que llevaba puesta y rezumaba agua a chorros, le rompió el hilo del collar de perlas que lucía en su cuello y que debía ser valioso o ella tenía en gran estima, porque se lanzó desesperada a recuperar las pequeñas bolas que saltaban alegremente sobre el suelo de cemento del muelle, cayendo muchas de ellas al agua sin remisión.

La escena en su conjunto era un cuadro de sainete digno del mejor autor.

Las cuatro de la mañana, con un viento y un frió que pelaba,

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debajo de la luz de una farola en el muelle solitario, una guiri dando gritos y despotricando a los cuatro vientos, y la otra chorreando como un pollo con el moño desmontao, la cara como un mapa de churretes por el ½ kilo de pintura que llevaba sobre ella, tratando de recuperar las perlas saltarinas e invocando a todos los espíritus del firmamento británico.

No lo pude evitar y me dio un ataque de risa que me tiré al suelo “patas arriba” sin poderme controlar. Chelo cuando me vio le pasó lo mismo, y rodó como una peonza con las dos manos en la tripa llorando de risa, cazando las perlas al salto que seguían cayendo de entre las ropas de la “lady”.

Ellas, seguramente acostumbradas a un humor más sutil y flemático como correspondía a su procedencia y abolengo, pusieron pies en polvorosa en dirección a la lucecita verde de un taxi que acertaba a pasar por las inmediaciones, no sin antes y con las prisas, redondear la actuación, y la que estaba seca y que más vociferaba, pisó con los tacones una de las perlas que continuaban esparcidas por el suelo, dándose un “culazo” de muerte, lo que contribuyó ya a que nos pusiéramos al borde mismo del sincope, y ellas con los ojos fuera de las orbitas, aunque en su lengua vernácula, poner de manifiesto su marcada antipatía por nuestras señoras madres que con seguridad no saldrían bien paradas de la aventura.

Cuando recuperamos el resuello, y tras echar en cara su comportamiento a la traviesa barquita culpable de que no hubiéramos consumado como esperábamos la feliz aventura, subimos a su lomo y nos alejamos hacia el barco dispuestos a rematar la noche con un sueño, que reparara entre otras cosas, nuestras maltrechas conciencias.

Hasta la próxima oportunidad…

¡¡¡Vooy a compraa uneeess maadreeñeess.. a la miaa neeññaaa..

madre...!!!

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Chelo y yo con las inglesas.

A popa del “Artemisa”

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Capítulo 2

Que el Artemisa no era un barco especialmente marinero lo sabíamos todos excepto D. Javier, su propietario, que estaba tan orgulloso de su creación que no podía aceptar que tuviera defecto alguno.

Por eso, imprudentemente y a pesar de la opinión y los consejos tanto de Pau como del capitán D. Ramón, decidió que viajásemos a bordo del mismo hasta las Islas Canarias, a fin de colocarle unos estabilizadores “Vosper” que según parece corregirían el balanceo lateral cuando se navegara con mar de través, lo que mejoraría aún más el confort de sus afortunados ocupantes.

Incapaces de convencer al gran jefe de que su obra maestra corría un riesgo cierto, y por ende sus ocupantes, en una travesía de esa naturaleza, nos dispusimos a realizar la misma en breve plazo, ya que el viaje más el trabajo a realizar en el astillero de Las Palmas, ocuparían bastantes días y debíamos prepararnos para comenzar la temporada de alquileres ya comprometida, recogiendo al primer cliente el 25 de Mayo próximo.

D. Javier seguramente con la intención de infundirnos moral y demostrarnos su confianza en las cualidades marineras del barco, se ofreció a realizar con nosotros la parte más comprometida del viaje, o sea la Atlántica, desde el Estrecho de Gibraltar hasta Canarias.

Efectivamente, días después emprendimos la marcha, precedidos por un tiempo bonancible y unas buenas condiciones de navegación, cruzamos hasta la altura de Castellón, bajando el Mar de Alboran sin grandes problemas hasta Algeciras, donde se nos unió D. Javier como nos había anunciado, por lo que a bordo íbamos: el capitán, Pau, Ignasi, Joan, Chelo y yo, además del inevitable D. Javier.

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Pasado el Estrecho de Gibraltar, las condiciones del mar cambiaron radicalmente poniendo en evidencia las enormes carencias marineras del barco, que a los primeros envites del temporal del NO que nos agarró, disparó todas las alarmas y nos puso los pelos como escarpias, al comprobar los efectos de un par de grandes olas, que formaron una enorme “piscina” en toda la proa, ya que la estrecha regala y los escasos imbornales, no daban de si para evacuar el agua que quedaba retenida por las dos puertas que cerraban los pasillos laterales y la cristalera que daba al comedor, que al ser de este material aumentaba el riesgo de rotura por algún golpe de mar y... ¡apaga y vámonos!

La consecuencia fue que el barco clavó la proa, y nos tuvo cinco días con sus noches (que se dice pronto pero hay que pasarlo) capeando el temporal, con los “congojos” en la garganta y el resto del cuerpo en el puente.

Se decidió forrar la cristalera del comedor con las colchonetas de los marineros a fin de amortizar el impacto de las olas.

La ejecución del plan me tocó a mí, que era el echao palante del equipo, con lo que me sujetaron con unos cabos a modo de arnés, y allá me lancé, con el riesgo de que una de aquellas trombas de agua me arrastrara, me diera un golpe o vaya Vd. a saber.

Afortunadamente el plan salió bien lo que mereció la felicitación expresa del jefe por el “valor que había tenido”.

Al sexto día entramos de arribada en Agadir, al sur de Marruecos, donde el barco después de su demostración quedó en reparación, y nosotros volamos vía Casablanca, los demás a Palma y yo a Córdoba donde pasé unos días con mi madre.

Cuando me reincorporé a la capital de Baleares, el “osado” Artemisa ya había sido trasladado a Palma por otra tripulación de la empresa, y allí estaba luciendo garboso su palmito, fondeado como si nada en el centro de la bahía, sin el menor atisbo de sonrojo por el papelón realizado.

Claro está que él sabía que valía para lo que valía, y si le hubiesen preguntado, él hubiera preferido sin duda, que le trajeran los “Vosper” allí, que era más barato y sobre todo más seguro.

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Pocos días después partíamos rumbo a Niza, donde deberíamos encontrarnos con la familia Marone Zinzano y parte de la Familia Real Española que estarían con nosotros un mes entero.

Ni que decir tiene que anduvimos con especial ojo para cruzar el Golfo de León, que sabíamos le había dado malísimos ratos a barcos mucho más marineros que el nuestro, por lo que elegimos unos días de calma chicha para realizar la travesía, y pegaditos a la costa disfrutamos más de los comentarios de admiración que despertábamos en los puertos en los que recalábamos, que de realizar machadas que no nos correspondían.

Una vez en la capital de la “Côte d`azur”, por aquel entonces lugar de absoluto relumbrón, destino obligado de la alta burguesía europea y su inevitable comparsa, y objetivo soñado por todos los aspirantes a serlo, nos dedicamos tras poner a punto el barco, en los días que faltaban para recoger a los primeros clientes (conde Marone y familia), a disfrutar los placeres que ofrecía la ciudad, que ninguno de nosotros había tenido ocasión de conocer antes excepto yo, que sí había probado suerte por la zona en mi peregrinar de hacía más de dos años buscando un “curro” que llevarme a la boca.

Me hizo sonreír el recordar que a pesar de mi corta edad, las dos veces que había estado en la famosa capital del “glamour” la primera había sido a bordo de un modernísimo Citroen DS. 21 “Tiburón” del que me había ocupado de bajar convenientemente el cristal de mi ventanilla, más que para ver para que me viesen, y la segunda a lomos de un yate de súper lujo.

¡Ahí es nada mejorando por momentos! Solo faltaba aclarar que la primera había sido en auto-stop procedente de Córdoba de donde había salido una semana antes, y la segunda en un “yatazo”aunque de “currito”.

Pero ¡qué importaba!… el caso es que estaba allí... que el futuro era mío... y la vida me fluía a borbotones. Y todo todo, estaba por llegar...

¿Alguien da más?

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La verdad es que no entré con buen pié, pues nada más desembarcarnos me acerqué caminando desde el puerto en dirección al centro de la ciudad por una larga avenida que la separa, y al poco llamó mi atención un cochazo deportivo que dio un tremendo y chirriante frenazo delante mismo de donde yo me encontraba.

A continuación, haciendo un alarde de potencia directamente proporcional al derroche de neumáticos que dejó en el asfalto, reemprendió la marcha a todo trapo, y nada más arrancar se abrió la puerta del acompañante, por donde una mujer aparentemente joven, salió lanzada desde el interior dando tumbos sobre el piso quedando tirada como un fardo junto al seto que separaba las dos direcciones.

Corrí instintivamente hacia ella con intención de ayudarla, y el coche que nuevamente se había detenido a pocos metros, se acercó a toda pastilla marcha atrás, paró, y de él se apeó vociferando en francés un tipo grandullón y melenudo, que sin cruzar palabra conmigo antes de que me enterara de nada, me largó un “directo” que literalmente me sentó de culo. Acto seguido agarró a la tía de un puñao, la metió en el coche y salió arreando. Con lo que en menos de un minuto que sucedió todo, sin saber como, me encontré en mitad de la carretera sentao y girando a mi alrededor estrellitas y pajaritos como en los gráficos de los tebeos, con un ojo como un colchón y todos los coches que pasaban “ciscándose” en mi puñetera “mer” por no quitarme de en medio.

… ¡ Pues empezábamos bien !

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Esa misma noche ocurrió algo que creo digno de contar aquí, ya que fue uno de los ratos más divertidos de toda la travesía.

Habíamos salido toda la tripulación con idea de tomar una cerveza y cenar juntos en algún garito de los que había cerca del puerto deportivo, frecuentados por los tripulantes de los muchos barcos que como nosotros, colmaban el famoso puerto.

Era temprano para cenar y entramos en uno de los bares al azar, sentándonos alrededor de una de las varias mesas que había distribuidas por el local.

Poco después advertimos por sus gestos y movimientos, que los dos chicos que atendían, -uno la barra y otro las mesas- se “caían de ala”, lo que provocó los consabidos comentarios y bromas al respecto entre nosotros, y rápidamente nos dimos cuenta de que algunos de los clientes, cojeaban también del mismo pié, lo que hizo crecer el tono de las bromas, sin que en ningún momento nada nos hiciera sentirnos incómodos, pues por otro lado nuestro Pedro el cocinero, soltero y cuarentón, también sabíamos que tenía querencia, cosa que él no negaba ni afirmaba, pero que cuando surgía el tema respondía evasivamente con unas risitas y grititos harto elocuentes, por lo que allí se encontraba como pez en el agua.

Rápidamente pegó la hebra con un vecino de mesa, y él que era poco bebedor, con la euforia de la conquista, se echó al cuerpo cuatro o cinco “cubatas” seguidos que con el estomago vacío le sentaron como un tiro, cogiendo una “tranca” como un general, hasta el extremo de no poder mantener la vertical ni un segundo, con lo que decidimos llevarlo al barco y acostarlo pues no estaba en condiciones de ir a ninguna otra parte.

Decidimos acompañarlo con Pau y Joan en un taxi, y por el camino se me iba ocurriendo una maldad que al llegar al barco les propuse a los otros dos que les pareció de perlas, así que ya en uno de los camarotes donde habíamos decidido dejarlo, le bajamos los pantalones y con una guindilla que habíamos tomado en la cocina, partida para que le impregnara bien, le untamos bien a fondo el culo

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por el “ojal”, y con los pantalones a medio subir lo dejamos allí que durmiera hasta el día siguiente.

Cuando volvimos y se lo contamos a los demás, las carcajadas se oían al otro lado del puerto, pero aún quedaba por ver la reacción de Pedro cuando despertara y preparar nuestra actitud, por lo que tras debatir entre risas y comentarios la que debía ser nuestra postura, terminamos la noche por los alrededores y volvimos al barco a dormir y esperar acontecimientos.

A la mañana siguiente nos encontrábamos desayunando en una mesa que solíamos montar a proa, cuando apareció el susodicho Pedro con cara de resaca, y dándose unos tremendos “rasconazos” en el culo al tiempo que nos miraba con cara de desconfianza.

– ¡¡Vaya tela Pedrito!!... ¿ya estás vivo? – le dijo Pau –.

– Jo… ¡qué castaña!... ¿Qué pasó anoche?...

– Ah tu sabrás - ...

– Cuando nosotros nos fuimos del bar te quedaste con el rubiales de la mesa de al lado charlando animadamente y no quisiste de ninguna manera seguir con nosotros... ¿…?

– Pero vamos... cada uno es dueño de sus actos y todos somos ya mayorcitos...

Y con estudiada discreción quisimos correr un tupido velo y cambiar de conversación.

Él nos observaba de reojo y ahora trataba de disimular los picores de sus “partes bajas”, aunque se fue para la cocina y Chelo que fue tras él, volvió sin poder aguantar la risa porque lo sorprendió “aliviándose” con el rabo de un tenedor, lo que desencadenó el cachondeo general y su consiguiente mosqueo, ya que no sabía hasta donde era la verdad ni el motivo real de nuestras mal disimuladas caras de guasa.

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Cena en el "Artemisa"

Pau, yo, Chelo, Ignasi, Joan, pedro

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Durante los meses siguientes hasta mitad de Octubre que regresamos a Palma, anduvimos prácticamente todo el Mediterráneo y ocurrieron mil y una anécdotas de toda naturaleza.

Desde las repetidas peleas con la tripulación del “Bar Mingui” otro barco de bandera italiana parecido al nuestro, que allá donde nos encontrásemos –lo cual era frecuente– acabábamos a palos y con el garito que le tocara patas arriba.

En Génova fue la leche, pues la policía nos llevó a todos al calabozo, nos metieron a todos en la misma “jaula” hasta tomarnos declaración y continuamos la paliza allí dentro con el consiguiente cabreo de los carabinieri.

Nos salvó la oportuna intervención del Conde Marone que dejando claro que aquellos eran sus dominios, con una llamada nos puso a todos en la calle.

O la metedura de pata de Joan que acorraló a una figurante macizorra del rodaje de “Los Organillos”, la cual para quitárselo de encima, le dijo tu moro…tu moro… ( mañana...mañana) y él se cogió un cabreo monumental diciendo a voz en grito, que parecería moro pero que era mallorquín, y se pasó el día investigando quien le había dicho a las tías que él era moro.

Cuando recalamos en Les illes de Levan frente a Saint Tropez, donde se practicaba el nudismo y era preceptivo ir en “bolas” incluso en la cafetería y en el pequeño supermercado que había, bajaron a tierra Pau, Joan e Ignasi, y en cuanto vieron la primera tía en pelota se “empalmaron” los tres y fueron todo el rato como burros con una “trempera” de escándalo.

Era un numerazo verlos, Ignasi más viejo que el sol, con su 1.90 en medio de los otros dos, como muñequitos de feria a los lados, todos con el culo como la leche y con el rabo tieso como un palo... luego decían que la gente no daba crédito y aún les parecía raro.

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Invitados por el Conde Enrico Marone Zinzano, propietario entre otros varios negocios de las destilerías “Zinzano” conocidas en todo el mundo por ser productoras del popular “vermouth” del mismo nombre, nos acompañaban también sus tres hijas, Tala, María Teresa y Ana Sandra, y los maridos de las dos primeras, ya que Ana Sandra, la menor, era soltera.

De “Tala” la mayor, un Álvarez de Toledo, español, acartonado y estirado como un maniquí, y que apenas si se dignaba dirigir la palabra a la tripulación si no era para que le hicieran algún servicio.

El afortunado esposo de la segunda, Maria Teresa, (ella era una belleza) también hispano, nada menos que el Señor Marqués de Campoflorido, titulo nobiliario que no sé de donde procedía pero del que el presumía la hostia, pues lo llevaba grabado literalmente hasta en los calzoncillos. El señor marqués era un enano canijo y esmirriado, feo con avaricia, cubierto de pelo por todas las partes de su cuerpo menos por la que tendría que estar, la cabeza, y que si llega a nacer tres días más tarde nace mono.

También nos acompañaron parte del viaje, principalmente en la zona de Cerdeña, la infanta Pilar (hermana de nuestro Rey) y su reciente marido Duque de Badajoz, que precisamente pasaban esos días su luna de miel y ambos eran personas agradables y de buen trato para con nosotros.

Como creo haber dicho, D. Juan de Borbón, Conde de Barcelona, padre de nuestro Rey y Jefe de la Casa Real de España en el exilio, era realmente un encanto. Su enorme humanidad tanto física como en su comportamiento, su carácter afable, su trato amable y afectuoso y su buen humor permanente, lo hacían el huésped más cercano y cómodo de todo el pasaje.

Debo decir sin incurrir en ningún tipo de presunción, que particularmente conmigo, tuvo, desde casi el principio de los 15 días que permaneció a bordo, un trato especialmente agradable como al final me demostraría.

Habíamos recibido previamente a la recogida en Cannes de este grupo de pasajeros que obviamente se consideraba el más importante de la temporada, una nota facilitada por la empresa

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armadora del barco, con los títulos y datos de cada uno de los componentes del selecto pasaje, así como el tratamiento que le debíamos al dirigirnos a cada uno de ellos: Señor Conde, Señor Marqués, Señor Duque, etc.

Para Don Juan el tratamiento debía ser de “Su Alteza” o “Su Majestad”.

Hay que entender que en origen esa nota había sido facilitada por la secretaría de la Casa del Rey en Estoril, pero desde luego nosotros no estábamos allí para plantearnos si tenían derecho o no a dichos tratamientos, sino para cumplir ordenes y procurar que estuvieran lo más a gusto posible sin más complicaciones.

Quizá porque no tenía conciencia de la importancia del personaje, yo le llamaba Don Juan a secas, y aunque evidentemente lo hacía siempre con el máximo respeto, bromeaba con él continuamente y lo trataba con el desparpajo y “poca vergüenza” que me habían hecho famoso, lejos del rígido protocolo, lo que al parecer a él le encantaba y me respondía de igual manera.

Con bastante frecuencia cuando navegábamos me pedía que le dejara el timón, a lo que yo con gesto visiblemente contrariado hacía algún comentario en voz baja como, que Dios nos coja confesados o qué será de nosotros, y él con su cavernoso vozarrón:

–¿Qué rezongas por lo bajo? enano... ¿te crees que no soy capaz de manejar este trasto mejor que tú?... tenías que ser la mitad de marino que yo.

–El macaco este. Me decía con fingida cara de poco amigos.

Una noche navegando entre el continente y Córcega con mar de través, él timoneó un rato y yo la última parte del viaje.

El empuje lateral de las olas crea una diferencia entre lo que se llama rumbo real y rumbo aparente, la cual debe ser corregida en la carta y trasladada al timón si no se quiere experimentar una variación más o menos importante en el punto de destino, lo cual sucedió en esta ocasión y a lo que yo sin dudarlo comenté en tono burlón sabiendo que me estaba oyendo...

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–...Es que aquí hacen falta menos marinos y más marineros...

– ¡Mira tú macaco, no querrás culparme a mí de lo malo que eres con el timón!... yo lo he llevado media hora.

– En menos tiempo se hundió el Titanic – comenté en tono zumbón.

– Mira Ramón, (al capitán)… ¡quítalo de mi vista que lo echo por la borda!

Alguna vez con el capitán en el puente, surgían entre ellos algunos comentarios sobre temas políticos, y en una de ellas D. Ramón –el capitán– le preguntó si había tenido ocasión de hablar con Franco, a lo que él sin remilgos le contestó:

– Dos veces me he entrevistado con el enano ese y las dos he pensado que no teniendo media hostia, (textualmente) un “mierda” así tenía jodido a todo un país como España.

– Tú sí que tienes un trabajo bonito Ramón y no el mío que es una porquería.

– Y qué trabajo tiene su majestad si se puede saber – le dijo el capitán

– ¡Toma!... pues aspirante a rey ¿te parece poco?

Una noche navegando desde Ajaccio en Córcega hasta Porto Cervo en Cerdeña, sobre las 4 de la madrugada, yo al timón y Pau de puente, oímos que había alguien en la cocina que se encontraba justo debajo de nosotros; Pau se asoma sigilosamente por la escalera y seguidamente sube diciendo que es Don Juan trasteando por allí. Poco después sube al puente.

- Tony, mi guardia... vete a dormir – lo hacía siempre que navegábamos de noche y era un viaje un poco largo.

– Pero haz tú café que yo no sé dónde están las cosas... ¡Y no me discutas! – cuando adivinó que iba a decirle que siguiera durmiendo y no se molestara.

Bajé a la cocina, donde tampoco yo me manejaba muy bien, preparé el café y subí tres tazas y el azucarero metálico en una bandeja; lo coloco todo en la mesa de cartas, pongo una cucharada pequeña de azúcar a Pau, dos para mí y le pregunto cuantas a él, a lo que me

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responde que también una. Así lo hago, lo muevo y se lo acerco. Toma la taza, le da un sorbo, y de inmediato con mueca de asco... ¡cooññio!... ¿qué es esto? me dice escupiendo la bocanada de café… has decidido envenenarme ¿no?... ya te veía yo venir... ¡guardias un magnicidio!... este tío ha intentado envenenarme.

No podía dar crédito a que me hubiera salido tan malo.

– ¿Tan malo está? pregunté cortado mirando a Pau; este hizo exactamente lo mismo, lo probó y escupió de inmediato la bocanada... ¡Que asco...! ¿Qué has puesto aquí ?

No había mucho que descubrir... sencillamente había confundido el azúcar con la sal... ¡para qué decir más!

Esta vez, con un cierto corte, aclaré que no había sido intencionado, pues sabía hasta donde podía llevar la broma y donde comenzaba a ser falta de respeto; pedí mil disculpas y no respiré el resto de la noche, lo que D. Juan aprovechó para darme la vara, y finalmente pasarme la mano por la cabeza con gesto afectuoso y decir que no me preocupara, que de sobras sabía que no había sido intencionado.

Ese fue el magnífico trato que tuvimos con Don Juan de Borbón, que demostró que las personas con verdadera categoría no necesitan mostrarla continuamente, emana de ellas de forma natural y cada uno ocupa su lugar por puro instinto.

Pocos días después se despedía de nosotros y a mí particularmente me regaló cien francos y una de las tres corbatas que llevaba, entre las cuales me dio a elegir; pero lo que más me emocionó fue su despedida en el puente del Artemisa:

– Tony, no creo que yo pueda hacer nada por ti ni que lo necesites, pero si así fuera no dudes en pedírmelo. Gracias por todo, han sido unos días preciosos gracias a vosotros.

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Concluida la temporada como digo, volvimos a casa con la sensación de haber trabajado y pasado bien. La experiencia de haber vivido aquel ambiente, aquellas gentes y lugares, nada tenían que ver con ninguna otra navegación de las muchas que realicé posteriormente, pero también con la incertidumbre de qué me depararía el futuro inmediato, pues sabía que en una semana me quedaría sin trabajo y debería ponerme manos a la obra.

Llegados a Palma, nada más entrar por la bocana del puerto admirábamos el paisaje, para todos nosotros familiar, del club náutico a estribor, los edificios en escalera que remataban en el antiguo paseo marítimo al frente, y a babor la aún más conocida imagen de Astilleros Palma, nuestro destino final.

Llamó particularmente nuestra atención la imagen esbelta del casco de un velero que se encontraba en reparación en el dique seco del astillero, no por este hecho en sí, sino por tratarse de un casco antiguo de precioso diseño, y unas dimensiones poco habituales comparado con los que se solían ver por allí, pues sobrepasaría los 65 pies que era ya una eslora respetable.

Una vez hubimos atracado y hecho lo más urgente, Pau, Chelo y yo, los únicos que no teníamos quien nos esperara en la ciudad, decidimos salir a dar una vuelta. Al cruzar el dique nos detuvimos a curiosear el casco referido sorprendiéndonos aún más al comprobar que era de madera.

Apareció por allí el capataz del astillero amigo de Pau y más o menos de su quinta, con lo que la información a nuestra curiosidad fue exhaustiva.

El barco que como ya habíamos observado tenía a su popa grabado el bonito nombre de “Orión”, era en origen una goleta de velacho de proa vertical de dos palos, construido hacia 1925 en San Francisco.

Aunque había sido objeto de diferentes reformas y renovaciones, Pau y Pep Armengol, que así se llamaba el capataz, que también tenía grandes conocimientos y experiencia en el tema, coincidían en que ese tipo de barcos con ese aparejo y diseño de casco, habían

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sido de los más marineros y resistentes que habían existido, encontrándose allí para su enésima renovación.

El casco como digo, forro de caoba sobre cuadernas de roble, ya había sido saneado en lo necesario.

Habían sido cambiadas algunas piezas claves, así como gran parte de la jarcia fija y móvil y toda la cabullería.

Se había instalado un juego completo de winches “Lewmark” de dos y tres velocidades que por entonces era lo más.

Y por último, se iban a colocar dos nuevos palos de Pino Rojo de Oregón, los cuales se encontraban tumbados junto al casco y harían del conjunto un “anciano de 20 años”.

Su eslora total era de 22,40 m., con un desplazamiento de 126 toneladas, y el nuevo aparejo sería de goleta pura en lugar de goleta de velacho, lo que haría su navegación algo más lenta con vientos de flojos a moderados, pero más resistente a mares y vientos duros y de más fácil manejo, ya que el nuevo aparejo de velas de cuchillo en ambos palos y el anterior montaba velas cuadras en el trinquete.

No podía yo pensar, que esta amalgama de maderas, pernos, herrajes, cabos, alambres y piezas, esparcidas sin aparente orden ni concierto, una vez ensambladas, serían como mi casa durante los años siguientes, sobre él pasaría los mejores y los peores momentos de mi vida, y me marcarían para el resto de mi existencia.

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Capítulo 3

Mr. David Lewis era el afortunado propietario del Orión.

Lo había adquirido algún tiempo atrás en una subasta en Plymouth, con la intención de remozarlo y acondicionarlo, a fin de realizar su máxima ilusión desde hacía mucho tiempo, completar una vuelta al mundo sin prisas y sin competir con nadie.

Él era un magnifico marino, archiconocido en el mundillo de la vela y las regatas transoceánicas, en muchas de las cuales ya había participado tiempo atrás como “skipper” de su anterior barco, un ketch de 12 m. con el que había navegado “los siete mares”.

Ahora ya con 48 años, había perdido interés por el mundo de las regatas, aunque no por el de la navegación y más concretamente por el de la vela. Pero en su nueva etapa se decantaba más por la modalidad de crucero, más tranquila en el sentido de no ir contra el tiempo, si bien no exenta de aventura y riesgo.

Era una época en que los grandes regatitas ingleses franceses y americanos, luchaban por la hegemonía en la modalidad de “en solitario”, siendo el inefable Ser Francis Chichester con su “Gipsy Month III”, la referencia de la época y el “enemigo a batir“, pues poseía en ese momento entre otros, no sólo el título de la primera regata trasatlántica en solitario en 1960, si no el record entre Plymouth y Nueva York en 33 días, lo que le había consagrado como uno de los marinos modernos más completos de la historia.

La reciente victoria, en la última edición de la prestigiosa regata, del hasta entonces desconocido Eric Tábarly, francés y novato, a bordo de su Pen Duik IV, había puesto de nuevo “patas arriba” ese mundo tan elitista y particular.

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Me había interesado por la vela a raíz de mi participación como tripulante en algunas regatas organizadas por el Club Náutico de Palma, acompañando a Pau que era fijo e imprescindible en la tripulación del “Alcatraz,” uno de los punteros de la zona.

Aunque mi calenturienta imaginación de entonces, siempre iba asociada la aventura imaginada a un velero bergantín, la verdad es que tenía muchos más conocimientos del tema por lo que había leído que por la experiencia vivida, pues la pequeña pero bien nutrida biblioteca del Club, albergaba todo lo publicado sobre barcos, navegación, travesías, etc., además de recibir todas las revistas, principalmente inglesas y americanas con la información más actualizada.

Yo me movía con plena libertad por El Club, pues conocía y me conocía todo el mundo, me pasaba allí los días cuando estaba en Palma, ya que con bastante frecuencia me enrolaba en cualquier barco que viajase a alguno de los principales puertos europeos, Hamburgo, Amberes, o Rótterdam, desde donde me era más fácil conseguir otros destinos que llamaran más mi atención, al mismo tiempo que “hacer caja“, pues aunque tras la temporada del Artemisa, en teoría debería poder permitirme estar un tiempo sin trabajar, la verdad es que el h.p. del marido de mi madre, que no merecía ni otorgarle el titulo de mi padrastro, había conseguido –no se como– basándose en mi minoría de edad y amenazando a la empresa, que esta le pagase a él mi sueldo de toda la temporada en el barco, pues los tripulantes habíamos negociado con ella, que sólo nos anticipase el 25 % del salario mensual, ya que comíamos y dormíamos a bordo, y al finalizar la temporada el resto.

Por lo que me vi obligado a moverme rápido a fin de solucionar el inesperado problema de tesorería que se me presentaba, si bien era algo que en ese momento no me preocupaba en lo más mínimo, pues ya conocía sobradamente los mecanismos para resolverlo, y para mi que no me andaba con remilgos a la hora de aceptar cualquier barco y cualquier destino, el tema era elemental.

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Cuando estaba en Palma, más que afición, me obsesioné con los libros sobre el tema de la vela. Me “bebía” literalmente desde los fantásticos relatos del famoso Capitán James Cook y su nave “Andevour”, hasta las narraciones autobiográficas de los modernos navegantes como los referidos Chichester y Tábarly y sus “Solo en la regata” y “Victoria en solitario”, pasando por los clásicos Pigafetta Vespuccio o Conrad, que me proporcionaron –como digo– amplios conocimientos teóricos y la curiosidad vehemente de vivir la practica.

Mi afición a la lectura se extendió a otros temas, y me “tragaba” todo lo que caía en mis manos, y aunque ya había sentado las bases de mi afición devorando anteriormente a los infantiles y fantásticos, Dumas, Salgari, o Verne, había ampliado el espectro, desde la poesía a la que me aficioné de manera especial, Lorca, Machado, Darío, Hernández, Carnuda, Gibran, Tagore, Neruda, hasta los clásicos, existencialistas, filósofos, o novelistas, por lo que me hice cliente habitual de la biblioteca municipal donde además de libros de toda índole como es de suponer, tenían una magnifica calefacción que en los días de invierno que atravesábamos era especialmente gratificante.

Otra de las aficiones que había desarrollado no hacía mucho era la de la pesca-sub, que también se convirtió en una de mis grandes pasiones, con lo que tenía aficiones de invierno y de verano, o mejor de días buenos y malos. Esta última la practicaba principalmente con un amiguete gallego que trabajaba en el astillero, donde tomábamos alguna barquita prestada, y a remo nos acercábamos a una zona de rocas fuera del puerto, donde realizábamos excelentes pesqueras, y a expensas de ellas, grandes comilonas de hermandad, y me servían para obsequiar a personas que me trataban especialmente bien y agradecían sobremanera un presente de esa naturaleza. La bibliotecaria, gente del club náutico, del astillero, etc.

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Mr. David, dueño del “ORION,” llevaba años merodeando por la zona, pues tenía casa en Palma y le encantaban el clima y las condiciones de mar para desarrollar lo que era su actividad principal, navegar y navegar.

Según parece tenía algún negocio en Inglaterra que controlaba a distancia y le permitía vivir de esa forma; y por entonces se pasaba el día supervisando y controlando la reforma de su barco dirigida por un ingeniero naval, según decían un figura, que frecuentemente venía de Inglaterra.

Uno de aquellos días, Pau me comentó que “el inglés” quería hablar con él y habían quedado esa tarde en la cafetería del club.

En conclusión, le había sondeado sobre si estaría dispuesto a embarcarse con él en la aventura a la que antes me he referido; terminar el barco –lo que aún costaría unos meses– conseguir tripulación adecuada para la gran hazaña: realizar una vuelta al globo en un tiempo que en principio calculaba de en torno a dos años aproximadamente y... ¡más difícil todavía! pagando una porquería, pues según él era fundamental hacerlo por afición, no por dinero... ¡ahí queda eso!

Desde que Pau me lo expuso y antes de conocer su decisión, sabía por como se le iluminaban los ojillos azules, que él ya estaba decidido, y cuando se lo comenté se echó a reír y me dijo:

– Ya veo que me conoces bien pero yo a ti también, y creo que no me equivoco si pienso que cuento contigo -

– Eres el primero a quien se lo cuento y se lo ofrezco.

Juntos lo hablamos con Joan, Chelo, Pedro e Ignasi, y de ellos sólo Pedro se negó en redondo, Ignasi puso la condición de que con toda libertad él podría abandonar la aventura cuando quisiera, y los demás con pocas dudas, aceptamos con condiciones también tras varias reuniones con el armador y capitán, que a su vez puso las suyas entre otras la de que previamente a la salida definitiva, sometería a la tripulación y al barco a un entrenamiento conjunto durante el tiempo que considerara oportuno (hablaba como mínimo de meses) naturalmente alternándolo con nuestras ocupaciones habituales, pues evidentemente durante ese periodo nadie cobraría

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un duro.

Una vez terminado, el “Orión” era un dulce con la más bella estampa que desplegaba sus velas al viento en todo el contorno.

Era un gustazo navegar con él en todas las condiciones de mar posibles.

Su interior había quedado como era de esperar de quien lo había diseñado, cómodo y práctico, pero sin la menor concesión a lo superfluo.

4 camarotes dobles más el del armador algo más amplio pero también sobrio.

Un salón/comedor con los asientos y respaldos convertibles a camas.

Una gran mesa de cartas con todo el instrumental y electrónica de navegación (no especialmente abundante en aquel tiempo)

Una cocina bastante amplia con cuatro fuegos con sistema “cardam”.

Tambuchos y huecos de estiba por todas partes. Dos W.C. de bomba manual, y gran espacio de almacenamiento de víveres congelados, empaquetados, envasados o salazonados.

Un magnifico timón de viento diseñado parcialmente por el armador y el ingeniero, pieza que para mi era fundamental ya que yo sería el primero en sufrirlo o disfrutarlo y de su buen funcionamiento dependería gran parte de mi descanso, y aunque no tenía elementos de juicio para compararlo, en las muchas veces que lo vi funcionar, me pareció un instrumento sorprendente.

En definitiva un magnifico barco de crucero.

Recorrimos cien veces las Baleares, cruzamos el Golfo de León con Tramontana y sin Tramontana, con Brisote y sin Brisote, navegamos hasta Cerdeña, Córcega, Elva, Ischia, Rodas, Creta, Corfú, las islas del Peloponeso griego, etc.

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Como es de suponer, en Palma en algún sitio tenía que vivir, y elegí una pensión, no por lo imaginativo de su nombre, pues se hacía llamar “La Caracola”, pero si por su situación frente al puerto al Club Náutico y al astillero, en los edificios que en escalera unían la zona denominada El Terreno con el paseo marítimo de Palma.

Era un edificio antiguo pero bien conservado, de cuatro plantas, regentado por un matrimonio compuesto por el Sr. Paco, gaditano de unos 50 años que se hacía perdonar su vagancia e indolencia natural con una simpatía arrolladora, y su esposa la Sra. Dominique, como se puede deducir por su nombre, francesa y de parecida edad, y propietaria en origen del edificio que había heredado de sus padres, motivo por el cual, él pregonaba a los cuatro vientos se había casado con ella, pues como si no se puede uno casar con alguien que le llama al queso “fromage”.

... - Ella si que hizo una buena boda. Solía decir con su desparpajo habitual y su deje gaditano del que no había perdido un ápice .

– Yo si que era un braguetazo -

– Hijo de civí.

– De triconio.

– Vamos de cabo... se jubiló el pobre mío que Dios lo tenga en su gloría.

Tenían un único hijo terminando sus estudios de ingeniero en Barcelona.

Caí allí de pié; pues como era fijo, me asignaron una habitación en el ultimo piso que daba a la azotea que era mía en exclusiva. Con un sol y unas vistas al puerto esplendorosas.

Aunque con algunos inconvenientes, pues era la única de ese piso, tenía un regular acceso, la calefacción llegaba con cierta dificultad etc. Me resultaba independiente y barata y a mi me venía de perlas.

Tenia La Caracola 14 habitaciones.

Un saloncito acogedor para clientes con una pequeña barra de bar y una chimenea en una esquina, un comedor impersonal, dos señoras mallorquinas para las faenas, una excelente calefacción en invierno,

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y un mariquita catalán con una pluma que le arrastraba tres metros... Jordi, que nada más llegar me colocó entre sus preferencias.

Poseía también una excelente cocina casera influenciada por “la señora” con innegables reminiscencias francesas que se manifestaban principalmente en el exceso de mantequilla en sustitución del aceite con que condimentaba sus –por otra parte– excelentes guisos.

Tuve el honor de descubrirle la superioridad manifiesta de los huevos fritos con aceite de oliva, ajos y la clara con puntillita, contra los afrancesados “a la plancha con mantequilla”... ni color.

El Sr. Paco tenía dos pasiones, el fútbol (su Cadi) y el flamenco.

Le seguían de cerca meterse con “el Jordi”, y recientemente que yo le contara historias de mis andanzas en los barcos y en los puertos. Flipaba con eso y las escuchaba encantado entre asombrado y escéptico, intercalando comentarios y copas de manzanilla a cualquier hora del día o de la noche.

A mi también me encantaba contárselas y exagerarlas o adornarlas. Pues raramente se podía encontrar un “escuchador” más paciente y atento.

Así que multitud de ocasiones nos daban las tantas en el saloncito, yo sentado en cualquier parte o escenificando algún lance de la historia en cuestión, y él indefectiblemente apoyado en la pequeña barra del barecito, si era por la tarde con su inseparable copa de manzanilla, y si de noche con su JB con hielo y soda que rellenaba una y otra vez pero sin perderse palabra de mi relato, interviniendo en función de la naturaleza del mismo, lo que ponía de manifiesto su interés y estimulaba mi ingenio a fin de que la historia en cuestión no perdiera en intensidad y mereciera la atención que él le dispensaba, aunque en muchas ocasiones como digo, a base de improvisar y exagerar parte de la misma.

Algunas veces se nos unía el inefable Jordi, con lo que la situación ganaba en trivialidad y ligereza, y yo que conocía el percal procuraba contribuir a su interés abundando en lo que él esperaba

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oír, y eligiendo los temas a los que era más sensible a fin de provocar sus intervenciones que amenizaban considerablemente la reunión, a las que con cierta frecuencia asistían también Chelo y Pau, que aunque ninguno de los dos vivían allí, pues este último ocupaba una habitación en casa de una hermana y Chelo había elegido otra pensión en el barrio del “pendoneo” de la ciudad, ambos frecuentaban “La Caracola” desde que yo era residente, y habían tomado cierta confianza con el Sr. Paco, ya que Jordi dejaba meridianamente claro que ninguno de los dos le gustaba, pues según él uno era un “viejales” y el otro un ordinario.

Pues si Sr. Paco ...

En el último viaje que hicimos Chelo y yo, nos enrolamos desde Rótterdam en un carguero que salía dos días más tarde rumbo a Boston lo cual era un destino que nos llamaba la atención.

Como total en casi todos pagan lo mismo nos decidimos por este.

Esa noche con el trabajo ya asegurado, salimos a dar una vuelta por el barrio “rojo” de los alrededores del puerto que es la zona de preferencia de aquí el amigo, digo señalando con un gesto a Chelo a lo que éste responde con una sonrisa simplona .

Y Jordi con gesto despectivo.

– ¡No esperarías que él quisiera ir a la ópera!

Bueno pues el caso es que después de cenar algo, nos metimos en un garito que ya conocíamos y donde solía haber algún espectáculo más o menos original.

Pero nunca habíamos visto ninguno tanto como el de esa noche...

El establecimiento tenía una pista/escenario en el centro y las mesas distribuidas a su alrededor, aunque nosotros nos acomodamos en la barra con idea de irnos pronto, al menos yo, pues este sabía lo que pasaría cuando se le calentara el pico.

Había una tía macizorra haciendo un stripteese completo y ordinario, ya que al final en lugar de dejar algo a la imaginación del espectador, se empeñaba con posturas de contorsionista, en mostrar con todo detalle hasta lo más recóndito de su anatomía, lo que a mi

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juicio añadía un punto de repulsa que contrarrestaba el de la posible lujuria que pudiera provocar, si bien estoy seguro de ser el único de los presentes que pensaba de semejante forma.

Pero eso en definitiva no tuvo importancia, el bueno fue el siguiente. Protagonizado por una asiática, tailandesa o china debía ser, que al principio no despertó el interés de nadie, pero después cuando se despelotó, fue captando la atención de todo el mundo jugando con unas pelotas parecidas a las de ping/pong haciendo el clásico ejercicio de lanzarlas al aire y atraparlas al caer, todo ello desde diferentes posturas y naturalmente en pelota. En una de las veces estando boca arriba, según iban cayendo las pelotitas, con gesto rapidísimo y certero se las iba metiendo una a una hasta 6, en el mismísimo “canal de Panamá”.

Cuando tenía toda la munición cargada empezó a lanzarlas con tal destreza y fuerza que llegaban hasta las últimas mesas, obligando a sus ocupantes a cubrirse o moverse a fin de evitar el impacto procedente de un arma tan particular.

Pero aún había más. Sin que apenas nadie se diera cuenta, pues el personal estaba concentrado en el ejercicio de la espectacular “artillera”, desde una esquina de la sala que daba a los camerinos, había salido un “moreno” también delgadito y poquita cosa, con un bigote rodeándole la boca cayéndole lacio y aceitoso hasta casi la base del cuello, rematando y devolviendo las pelotitas, (casi todas) con un pedazo de “tranca” que tenia cogida por la base como si de un bate de béisbol se tratara, pero que para asombro del respetable que no pudo reprimir un ¡Oh! de sorpresa y admiración, estaba por entre las piernas, unida al resto de su poco generosa anatomía. Pero patas... cualquiera hubiera jurado que tenía tres.

– Na... que lo había echao to en nabo la criatura.

comentó jocosamente el Sr. Paco.

– Ese era el delantero que le hubiera hecho farta al Cadi, si señó, con tres patas. Con alguna le daría al balón... ¡digo yo! ¿No...?

– Que asco… –comenta Jordi con un falso gesto despectivo– seguido de una sonrisa lánguida y un aleteo de pestañas significativo.

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...– ¿Asco...?– el Sr. Paco.

– Ya querría yo ver lo que te equivocabas tu de pata si hubieras tenido que trincarle alguna.

– Lo del enano Toni, lo del enano, me apunta Chelo por lo bajo ...

– Ah... esa si que es buena...

– Esto lo presenciamos al regreso, en San Pauli, el barrio chino de Hamburgo que es el más grande, el de más vicio, y el mas peligroso de toda Europa, y en el que más cosas inesperadas y malas te pueden pasar.

Con ese preámbulo ya sabía yo que al menos el Sr. Paco era todo oídos.

– Entramos también en otro garito conocido donde habitualmente había chicas en la barra y atendiendo las mesas las cuales eran altas redondas y con taburetes en lugar de sillas normales.

– Nos acomodamos al azar en una de ellas, y justo en la contigua había un tío bajito bajito –casi enano– coreano o chino debía ser por los rasgos, de edad indefinida y rapado al cero. Con una coleta corta en la coronilla como una brocha de afeitar, un aro metálico sujetándosela, y otro en la oreja izquierda. Un mono con peto que a pesar de que no pasaría del 1,50 le quedaba corto.

Cuadradote como un ladrillo con patas.

Con un morrillo como un toro. Enano también pero toro.

Y un mostacho largo y caído que terminaba de darle un aspecto de “comeniños” siniestro.

Para más inri, se había quitado la cazadora que reposaba en otro taburete al lado, dejando al descubierto dos brazos como mazos torneados, y en cuyos impresionantes bíceps llevaba tatuados, en uno una cabeza de dragón y una letanía ininteligible debajo, y en el otro una sirena completa, casi de tamaño natural con unas letras en vertical. Y en la parte interior de los antebrazos, en uno un barco velero, y en el otro una cabeza de mujer con unas letras chinas debajo que debían ser el nombre.

Era un espécimen raro pero no tanto para la clase de fauna que abundaba en aquella selva, donde lo verdaderamente raro era tener

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un aspecto más o menos normal.

Estaba el individuo –como digo– sentado con los pies colgando más cerca del cuerpo que del suelo, lo que le daba un aspecto grotesco como de marioneta o algo así.

Junto a él en la misma mesa se encontraban dos mujeres de las de la casa, de treinta y tantos años ambas, y de las que el figura tenía cogidas las manos en plena actitud de conquista. Él con una bebida blanca que debía ser ron o vodka o algo parecido, y ellas con sendas copas de algún licor amarillento.

Entonces se abrió la puerta de la calle, y apareció por ella un gigantón de casi dos metros, con unas trazas que no tenían nada que envidiarle al pequeñajo.

Pelo rojizo y corto encrespado e hirsuto como el de la barba, un aro metálico en cada oreja, y un cordón de cuero rodeándole el enorme cuello de donde pendía un gran diente de tiburón. Pantalón azul de faena, una camiseta gastada que hacía bastante tiempo debió ser de rayas azules y blancas, y que a duras penas alcanzaba a cubrirle completamente la generosa tripa, y un chaquetón marinero que también había conocido épocas mejores.

No había duda de que ambos personajes eran tripulantes de alguno de los muchos barcos pesqueros atracados en el enorme puerto, bacaladeros, merluceros, o balleneros probablemente.

El grandón que debía de ser de origen eslavo, vikingo, o algo así, que no pasaba desapercibido precisamente, se fue a colocar en la mesa justo al lado de la del bajito, pidió algo de beber y entre tanto se puso a otear el local probablemente buscando compañía femenina.

Tras comprobar que todas las chicas estaban ocupadas con algún cliente, se fijó en la mesa de al lado donde había dos de ellas con el enano referido, y sin dudarlo un momento alargó la mano y tomó a una por el brazo haciendo que los tres ocupantes de la mesa se volvieran a mirarlo, creo que no con mucha sorpresa porque seguramente y aunque con cierto disimulo lo habían estado observando desde que se les colocó de vecino. Les dijo algo en un lenguaje que no llegamos a distinguir, y que por como se

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desarrollaron los acontecimientos, los gestos, y demás, tengo la completa seguridad de que la conversación transcurrió muy aproximadamente como sigue:

... – Oye preciosa... unos tanto y otros nada... repartiros un poco, vamos pásate tu aquí conmigo que el amigo tiene bastante con tu amiga.

La chica lo miró dubitativa y seguidamente miró al enano para comprobar su reacción. Éste hizo un gesto de contrariedad y le dijo algo al pelirrojo que este no entendió pero que por el gesto y la expresión no dudó en que la propuesta no había sido bien recibida, no obstante lo cual el grandullón volvió a la carga.

– Venga hermano no seas egoísta, le dijo con cierta sorna, en tono de superioridad y falsa camaradería.

–Tómate un Whiskito que invito yo y déjame la chica...

– ¡¡Camarero... Ponle un whisky aquí a... rompetechos..!!

El bajito se irguió dentro de lo que cabe, y contestó arrastrando las palabras.

... –No quiero whisky ni nada tuyo, y la chica estaba conmigo y sigue conmigo, déjanos en paz y no busques bronca.

El ambiente empezó a ponerse tenso cuando el otro continuó en tono más burlón y provocador.

– ¿Cómo que no te tomas un whiskey que invito yo...?

– A mi nadie me desprecia una invitación... tu te tomas ahora mismo un whisky a mi salud... faltaría más.

– He dicho que no tomo nada contigo y que nos dejes en paz.

– ¡Camarero... ese whisky que he pedido... que sea doble...!

–Y hasta un purito te vas a fumar conmigo... vamos que no.

Y acto seguido saca del bolsillo interior del chaquetón una purera de la que extrae un gran habano que deposita sobre la mesa.

– Mira qué puro... más grande que tu es el puro... como para que me digas que no.

– Que te he dicho que no quiero nada tuyo y que me dejes en paz...

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– Te dejaré en paz cuando te tomes el whisky y te fumes el puro, repito que a mi nadie me desprecia una invitación.

Y así continuaron porfiando mientras el ambiente se iba enrareciendo por momentos hasta el extremo de que todo el mundo estaba ya pendiente de la discusión y del desenlace de la misma.

Por fin el camarero haciendo caso al pelirrojo, se acercó hasta la mesa con una bandeja con una botella de whisky de marca desconocida para mi, de esas que tienen una bola como medida en la boca y un vaso.

– Muy bien... sírvele a mi amigo un doble.

Las chicas temiéndose lo peor, hicieron intención de bajarse del taburete seguramente para alejarse del escenario de la situación y el enano las detuvo con un gesto autoritario.

Haciendo impulso con el cuerpo saltó al suelo, se giró de forma que quedaba justo enfrente del grandote, cogió el vaso de whisky que el camarero ya había servido, y clavando los ojillos en los del otro hizo un gesto con la cabeza... la ladeó y la echó hacia atrás de forma que pudiera seguir mirando a los ojos de su oponente. Con la mano que tenia libre se tapó uno de los agujeros de la nariz, con la otra se acercó el vaso, y poco a poco sin quitar los ojos de los del otro, se metió todo su contenido hasta la última gota por el otro agujero sin hacer el menor gesto.

Se hizo un silencio en el bar que se oía caer la caspa.

Cuando hubo terminado la faena, el enano sin pestañear y con la misma sangre fría, dejó el vaso sobre la mesa, cogió el puro, y se comió medio de un gran bocado, lo masticó un par de veces tragó la pulpa del tabaco que le salía por la comisura de los labios y se metió el resto en la boca haciendo lo mismo que con el trozo anterior.

Todo esto sin apartar ni un instante la vista de los ojos del pelirrojo que sin dar crédito a lo que veía no sabía como reaccionar que no fuera ponerse de todos los colores del arco iris.

Para rematar la faena, el bajito dio un par de pasos atrás cogió por el cuello un jarrón de cerámica que había en una de las mesas bajas, se plantó con las piernecillas separada delante del otro y en actitud

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desafiante le increpó mordiendo las palabras y en voz que apenas podía oírse.

– ¿Tengo que hacer alguna cosa más?...

El grandote que no se esperaba aquella reacción después de dudar un par de veces, cogió el chaquetón con un gesto de rabia y se dirigió precipitadamente hacia la puerta por la que desapareció sin mirar atrás.

La gente que había seguido expectante el desarrollo del affaire, prorrumpieron en vítores y aplausos al enano, el cual sin un gesto se acercó a la barra, pagó lo que le pidieron, y sin más salió dignamente entre los comentarios de admiración de la parroquia que seguramente esperaba otro desenlace.

...– ¡Ele ahí mi enano con dos cojone!...– exclamó el Sr. Paco con entusiasmo…

– Otro par Cadi ...defensa sentrà... elenano pa defensa sentrá...

– No veas tu que ange...

Tó los equipos un defensa sentrá como una torre...

el Cadi ... unenano con dos cojone. ¡Maravilloso!...

Entre el del nabo, y el enano arrastrando los guevos por el Carranza... No veas tu que equipaso. Y en los carnavales ya tenían tema pa hincharse.

– Ya me imagino yo a mi enano entrando en la barbería de mi compadre Rafaé con la guasa que tiene...

– Buenos días don enano... ¡¡Niño... la supletoria...!!

– ¿Qué va a ser don enano ... un pelaito en la coleta...?

– Porque no querrá usté que le corte “las patillas”...

Y como el que no quiere la cosa dándole al pedal ese que sube el sillón parriba hasta que el enano pegara con la cabecilla en el techo.

Entonces entraría algún parroquiano...

¿Qué Rafae... vuelvo cuando lo hayas pelao o cuando le hayas cambiao el aceite…?.

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Capítulo 4

Vivíamos ya la segunda mitad de la década de los 60.

La España de charanga y pandereta que con verso certero describiera el gran Antonio Machado, discurría en todo su esplendor.

El espejismo del “600” aún cubría con un espeso manto gris, el hecho de que con total impunidad una noche de aquellas, un “picoleto” con bigote me hubiera abofeteado por el simple hecho de estar con una turista holandesa haciendo “manitas”... juro por mis vivos y por mis muertos que manitas nada más, sentados en un balancín en una playa de Campastilla.

- Esto no son horas de estar en la playa - .

Había exhibido como contundente argumento el avezado agente de la ley y el orden.

Pero yo había nacido y crecido en esa España, “devota de Frascuelo y de Maria... de espíritu burlón y de alma quieta,” por seguir con el símil de Machado, y no tenía ni quería tener, elementos de juicio para comparar.

Y aunque bien es cierto que a pesar de mi edad, mi experiencia y mi campo de juegos era casi universal, la verdad era que mis ojos veían poco mas allá de lo que tenían delante, y la diferencia entre San Francisco y Barcelona no pasaba de ser , que en esta última me era más difícil encontrar un barco donde enrolarme que tuviera un destino acorde con mis preferencias de ese momento.

Y como mucho más que el puente colgante de la primera, “era un puente con dos cojones“.

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O que Punta Arenas era un puerto que me encantaba... pero me importaba un pimiento si en Chile había un Franco que dirigía el rumbo del país con mano dura o blanda, o si los españoles habían conquistado aquellas tierras hacía mil años, a punta de espada o a “cristazo limpio”.

Yo era un chico casi feliz con un planteamiento de vida atípico y elemental y un desarrollado instinto de supervivencia obligado por las circunstancias.

Echaba en falta a mi madre, era lo único que ensombrecía mi frente, y cada vez que hablaba con ella, por entonces era conferencia a casa de una vecina que tenía teléfono, lo pasaba mal, y siempre acababa con los ojos arrasados en lágrimas y un nudo en la garganta que quien me conocía bien me lo notaba de inmediato.

– ¿Que, niño... (siempre me llamaba así) has hablao con tu madre no...?– me decía el Sr. Paco.

– No seas tonto y tráetela aquí, que se vive bien y estará en familia.

Y verdaderamente, a falta de ella esa era mi familia.

Había conseguido rodearme de un grupo de personas que me querían y así me lo demostraban cada día.

Y aunque me dolía aceptarlo sabía a ciencia cierta, que quizá demasiado pronto, pero había abandonado el nido para no volver jamás.

Abundando en ese concepto de la familiaridad con que se me trataba, por aquel mes de abril celebramos el santo del Sr. Paco, que como buen andaluz y con buen criterio, daba a este acontecimiento mucha más importancia que a su cumpleaños, pues en su opinión celebrar más de 25 años era un “contradios”.

Naturalmente yo estaba invitado a la celebración familiar que este año parecía tener connotaciones particulares, e incluía la del cumple que se producía también dentro de pocos días.

Y aunque se procuraba correr un tupido velo sobre los detalles, sabíamos todos que se trataba de su primer cincuentenario, cosa que el evitaba comentar con gesto de inocente coquetería, que a mi al

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menos me producía un sentimiento de ternura y afecto, que con los años y por razones obvias fui entendido cada vez mejor.

Para la ocasión que como digo yo sabía importante, mi regalo creo que fue el que más ilusión le hizo de cuantos recibió.

Consistía, tras uno de los viajes que frecuentemente hacía a Rótterdam, en un tocadiscos Philips modelo Primavera, de los que la tapa superior era el altavoz, que por aquel entonces era el ultimo grito, motivo de presunción de cualquier afortunado poseedor de uno de ellos.

El caso es que se mostró encantado con él y así me lo demostró agradeciéndomelo publica y efusivamente con voz entrecortada y ojos húmedos de emoción.

El error fue darle también en ese momento los discos de flamenco que le había comprado en Barcelona, pues la paliza que le dio al personal con los “fandanguitos” de los Hermanos Toronjo, marcó un antes y un después en los anales del barrio.

– ¡...Anda niño..!...dite un fandanguito como tu sabes, pa que se mueran los feos...

...– Y el que no sepa... que vaya a la escuela...

– enga... anímate...

Me decía ya pasadito de JB a altas horas de la madrugada .

…a esa liebre no tirarleee.. cazaores de la sierraaa.. a esa liebre no tiraarle.. que está buscando en la tierraa.. madriguera pa ser maadreee.. y es mu sagrao lo que encierraaa..

– ¡¡Oleee el arte y los fandangos bien cantaos...!!

...Eso es cante ... y lo demás es leche y picón…

– Andaluz tenias que ser ...

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– ...¡¡Dale... échate otro...!! que con una ruea no anda un carro...

… Paríaaa... tengo mi perra pariiaa... del perro de mi compaadree... he regalao tooas las criiaas.. pero me queda su maadree... la mejor de Andaaluuciiaa...

– ¡¡Ole tus cojones y los fandangos de casería bien cantaos...!!

– y la letra..?.. ¿ es que no es na la letra...? Poesía pura es la letra.

– Ves, si tu en vez de tanto barco y tanta leche, te tenias que dedicar al cante... que te lo digo yo, la guitarra es lo que tu tienes que aprendé, y no tanto libro y tanta tontería...

… Voooyyy a compraa unes maadreeññees… a la mia neñaaa madreeee…– se descolgó Chelo que también estaba por allí …

– … ¡¡¡Miraa tuuu,..!!! ... gallego... o de donde cojones seas... No me lostropees ... que parece questas guardando cabras... y hoy es mi día... y no quiero acostarme mosqueao.

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Por aquellos días “El Inglés” nos trajo la noticia de que debía ausentarse una larga temporada por razones familiares.

Pues su padre había fallecido inesperadamente, y él debía hacerse cargo de inmediato del negocio que tenían en Sheffield, al parecer una pequeña fabrica de rodamientos y piezas mecánicas.

Pero que aunque sus planes obviamente sufrirían un determinado retroceso que en ese momento no se atrevía a determinar, su intención de hacer una vuelta al mundo con el Orión y nosotros como tripulación seguía en pié por su parte, y que nos mantendría informados, ya que el barco se quedaría en Palma a cargo de Pau y el vendría cada vez que le fuera posible.

A mi la noticia no me sentó especialmente mal pues había algo que aunque yo fingía ante mi mismo que no me preocupaba, la llevaba dentro y temía que de alguna forma, llegado el momento de iniciar el viaje que esperaba con gran ilusión, me condicionara de manera determinante para poder o no realizarlo.

El tema era bien sencillo. Yo tenía cerca de 20 años y estaba al caerme el servicio militar, ineludible e implacable en esa época. Por lo que debería estar disponible para incorporarme en cuanto me convocaran y olvidarme de todo un año de mi vida. Por lo que me venía de perlas retrasarlo todo un tiempo hasta quedarme libre del problema. Así que me dispuse a esperar y mientras tanto continué haciendo mi vida .

El Sr. Tomeu, comodoro del puerto amigo de Pau y que me tenia gran aprecio, me comentó que un capitán de yate que andaba por allí y que se dedicaba al transporte de embarcaciones freelance, le había preguntado por algún marinero que estuviera dispuesto a ayudarle a traer un velero grande desde Inglaterra a Palma.

El tema parecía interesante ya que se trataba de un “Oceanis 44”, uno de los mejores veleros del momento, y además el trabajo parecía ser que estaba bien pagado, por lo que yo que era consciente de que debería llenar las arcas lo más posible antes de que me “llamaran a filas” como tontamente se denominaba también al tema de la “puta mili” me interesé por el tema y me puse al habla con Diego José

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Duarte, que no era por cierto el protagonista de ningún culebrón como su nombre podía dar a entender. Pero si, además de un buen marino y un buen tío, era un argentino filósofo, siempre dispuesto a pontificar y “mostrarte el camino” en cuanto te descuidabas, que para simplificar se hacía llamar “DD” (pero con “y” que le parecería más inglés, o sea, DyDy).

En cuanto nos conocimos nos caímos bien.

Él rondaba los 40 años. Era un tipo de talla parecida a la mía, rubiasco y bien plantado, de media melena rubia y lisa que era mi envidia, ojos azules y mirada aguda e inteligente, nariz un tanto aguileña, piel curtida por el mar y el sol, y verbo fácil y elocuente como correspondía a su procedencia.

Me explicó el plan que no era otro que, como ya me había dicho el Sr. Tomeu traer un barco navegando, efectivamente un OCEANIS 44, nada menos que desde Douglas, capital de la isla de Man, al N. del Mar de Irlanda en el Canal de San George, hasta Palma.

Su propietario quería tenerlo en Baleares, y no podía, o no se atrevía, a hacer el trabajo él mismo, lo cual tampoco era de extrañar ya que el punto de origen del viaje, implicaba navegar nada mas y nada menos que la zona de Gran Sol, y la temible Costa de la Muerte, bordeando el cabo de Finisterre y toda la costa de Portugal, si lo hacías por el camino más corto que era lo lógico con un barco de ese porte, por lo que tenias prácticamente garantizado un temporal detrás de otro, y una navegación dura y difícil durante la mayor parte del viaje.

Pero también eran 250 libras en más o menos 20 días de trabajo, unas 50.000 ptas. de entonces que no era cantidad desdeñable, y a mi en el fondo el viaje en un velero de esas características también me hacia ilusión.

Así que tras apurar los detalles, y saber que desde el origen del viaje, también nos acompañaría un sobrino del dueño, que ya había navegado con él y conocía bien el barco, lo que hacía más seguro y descansado el viaje, lo acepté y tres días más tarde salíamos DD. y yo en avión, con destino a Douglas vía Londres, donde se nos unió

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Jhon el sobrino, que resultó ser un tipo 6 o 7 años mayor que yo, larguirucho y delgadito como un espagueti, y que no hablaba ni una palabra de otro idioma que no fuera el suyo. Aunque eso no resultara ser un inconveniente grave, ya que DD hablaba inglés con la misma soltura y locuacidad que el español, y yo entendía y me hacía entender en todas las lenguas vivas y muertas de la Torre de Babel y sus alrededores.

Llegamos a la isla de Man por la tarde, y rápidamente nos fuimos a ver el barco ya que lo previsto era dormir en él. Tras pertrecharnos de víveres y todo lo necesario, acordamos emprender la marcha a la mañana siguiente.

A los otros dos no les conmovió su presencia, uno porque ya lo conocía sobradamente, y el otro porque era su trabajo, estaba acostumbrado, y para el era un objeto a transportar, pero a mi si me impresionó su porte y su hermosa estampa, pues no era fácil ver un “sloop” (velero con un solo palo) de esas dimensiones. Lo normal es que con esa eslora estuviese aparejado de “ketche” (dos palos), que hacen más fácil y cómodo el manejo y la maniobra.

Era un barco supermoderno, con casco de acero preciosamente pintado de azul marino, cubierta de teca bruñida y perfectamente cuidada, y el enorme palo de aluminio de alta resistencia fabricado precisamente en Sheffield.

Un motor volvo de 150 hp, según nos dijo Jhon, y toda suerte de elementos complementarios de ultima generación a fin de hacer más cómoda y segura la navegación.

Su nombre era “North Star”, registrado en Londres.

A la mañana siguiente como teníamos previsto, tras hacer las compras pertinentes, en eso también se notaba la experiencia de DD que cargó de cosas en las que yo ni hubiera pensado además de los víveres necesarios para la travesía.

Desayunamos frugalmente en un pequeño restaurante del puerto, y nos hicimos a la mar con relativamente buenas previsiones de

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tiempo para las horas siguientes.

Ya fuera del puerto en mar abierto, izamos mayor y génova dispuestos a disfrutar el viento de popa que entraba con fuerza respetable, nos permitiría ahorrar combustible, y aprovechar las condiciones naturales del barco.

Me había situado a la caña desde la salida, y estaba deseando probar y comprobar las cualidades marineras que habían hecho de los “Oceanis”, junto con “Swan” y alguna otra marca, los “Rolls” del mar, y nunca mejor ocasión que una empopada fuerza 4 o 5 como la que se nos brindaba.

Colocamos velas “a orejas de mulo”, (con una vela a cada banda) con el beneplácito de DD, que me permitió variar el rumbo un par de grados, a fin de orientar el barco en “popa redonda”, para que el viento siguiera exactamente la línea longitudinal del barco, el cual una vez equilibrado y lanzado nos demostró lo que es navegar a vela y por que hay tanta gente enamorada perdidamente de esta forma de surcar el mar.

El espectáculo era fascinante …

El gran palo soportando sin aparente esfuerzo a la inmaculadamente blanca vela mayor abierta totalmente a estribor, mientras que el gran foque genovés lo hacía igualmente al lado contrario .

Todo el conjunto recortándose en delicado equilibrio sobre el crepúsculo vespertino, daban a la nave una apariencia casi fantasmal, como si una enorme cometa etérea e intangible volara sin apenas movimiento a escasos centímetros de las olas.

El barco se deslizaba rápida y silenciosamente adentrándose en el océano y en la noche, en tanto que mi corazón de 20 años golpeaba con fuerza mis sienes, y la estética del momento ponía mi sensibilidad a flor de piel.

Permanecimos en silencio largas horas, ensimismados cada uno en sus propios pensamientos. Entrada la noche y tras tomar unos sándwiches de pollo que habíamos comprado al efecto, DD y John se retiraron a dormir mientras yo voluntariamente me quedaba al timón

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acordando que despertaría a uno de ellos cuando me encontrara cansado o necesitara ayuda.

La intensidad y dirección del viento continuaron haciéndome disfrutar de la navegación durante un buen rato, hasta que ya avanzada la madrugada roló un par de grados al SO lo que me obligó a corregir la posición de las velas, pasando ambas a la banda de babor y navegar prácticamente “a un largo”.

Poco después apareció por la escotilla la figura inconfundible y escuálida de John, que tras saludarme con un movimiento de cabeza y una somnolienta sonrisa, corrigió mecánicamente la tensión del foque, quizá para hacerme una demostración de su potencia y habilidad, lo cual surtió su efecto ya que yo sabía que por la tensión del viento no era fácil cazar más esa vela, lo que el resolvió con suficiencia y autoridad, y ayudado por sus largas piernas, apoyó un pie en el borde metálico de la regala y el otro en el pasamanos de la escotilla, consiguiendo así sin gran esfuerzo ganar un palmo de escota, lo cual hube de reconocer que mejoró el comportamiento del barco y su rendimiento, y sobre todo dejó claro que no era ningún novato y sabía bien de que iba aquello.

A la mañana siguiente cuando me desperté sin que hasta entonces nadie hubiera reclamado mi presencia, miré el reloj de bitácora colgado encima de la mesa de derrota y salté alarmado al observar que eran cerca de las 12 del mediodía, y aunque recordaba que eran pasadas las 5 de la mañana cuando me fui a dormir, me pareció un abuso ese horario de incorporarme al trabajo.

Antes de salir a cubierta, ya me pareció por el ruido del viento y de las olas sobre el casco del barco, que continuábamos navegando con viento y mar en popa y a buena velocidad, pero cuando asomé la cabeza me encantó el comprobar que íbamos arrastrados por un enorme “spy”, ( vela de balón) de unos preciosos y brillantes colores rojo azul y blanco, y a una velocidad que no bajaría de los 9 o 10 nudos.

– ¡¡ ...Ah canallas... Qué bien me habéis avisado...¡¡... ¿no...?...– dije a modo de saludo .

– Che, esto es cosa de hombres... los nenes tienen que dormir sus

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hora– me contestó DD con amplia sonrisa, de pié sobre el asiento del timón y apoyando sus manos sobre este.

John me hizo un gesto con la mano desde el púlpito de proa donde se encontraba haciendo no se que, y pude observar al regresar a la zona de la bañera, la destreza y agilidad con que se movía por el barco, confirmándome de manera definitiva la impresión de la noche anterior.

Decididamente por su propia anatomía personal no era un tipo con movimientos armónicos, pero se le notaba gran confianza en lo que hacía y gran experiencia como navegante.

El día transcurrió sin incidentes dignos de mención, con un sol plomizo y frío y viento constante de popa, lo que nos permitía navegar con el “spy” haciendo que el barco mostrara sus mejores cualidades marineras deslizándose sobre la superficie del mar a gran velocidad sin apenas inmutarse.

Esto hizo que abandonásemos la protección de las grandes islas que forman el canal antes de lo previsto, y al caer la noche arriamos el “balón” lo que nos costó un gran rato y no menos esfuerzo, ya que el manejo del gran tangón y los muchos m2. de “trapo“ del spy, eran difíciles de manejar por tan solo dos hombres.

Navegando sólo con mayor y génova nos adentramos en pleno océano abierto empezando así la según todas las previsiones, parte más dura de la travesía.

Pasada la media noche y encontrándose John a la caña, el viento que ya había dado señas de inestabilidad roló inesperadamente hacía el W. entrando ahora de través por la amura de estribor y aumentando en intensidad lo que no nos cogió de sorpresa, pues ya habíamos observado durante las horas anteriores, la rápida bajada del barómetro anunciándonos “festival nocturno” por lo que ya vestíamos nuestras mejores galas para la ocasión, en forma de traje de agua amarillo, gorro “atornillado” a las sienes, y botas a juego hasta las rodillas.

Como también estaba previsto, arrancó a llover con avaricia como

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si hiciera mucha falta, pero nosotros ya estábamos predispuestos a pasar la noche de “juerga”.

El viento continuó arreciando, lo que nos obligó a tomar un par de rizos a la mayor, y aún así el barco efectuaba pequeños planeos sobre las crestas de las grandes olas produciendo aún una mayor sensación de velocidad que no bajaba según nuestra corredera “Vion” de los 10 nudos, lo que hacía crecer por momentos mi admiración por la excelente montura a cuyo lomo cabalgábamos.

La navegación podría ser incluso agradable si no fuera porque continuaba lloviendo a cantaros y sólo se alcanzaba a ver lo que los tremendos relámpagos iluminaban a nuestro alrededor.

Afortunadamente la dirección del viento nos favorecía permitiéndonos navegar de través rumbo a las costas de Finisterre, donde a esta marcha podríamos arribar bastante antes de lo previsto.

Ya de madrugada, hacía un par de horas que me había ido a dormir cuando un gran ruido que no pude identificar me despertó sobresaltado.

Parecía que todo se derrumbaba a mi alrededor .

Me abalancé hacia la escotilla para comprobar que había producido semejante estruendo, coincidiendo en mi acción con DD. que estaba en el camarote del armador y también salía alarmado por el mismo motivo.

Jhon que ya nos esperaba, sin soltar el timón hace indicaciones a DD. en dirección a la proa donde se podía observar el foque genovés a medio arriar con parte de su pujamen arrastrando por el agua.

Lo primero que se me ocurre pensar, es que el mosquetón del puño de driza o el propio puño se ha roto, como así pudimos comprobar aunque no dejara de sorprendernos, y el gran ruido lo habían producido los mosquetones al deslizarse bruscamente por el nervio de envergue, y si bien el tema no era grave y no pasaba de ser un incidente, la idea de tener que encaramarse a lo alto del palo para volver a colocar el mosquetón con aquel tiempo no nos entusiasmaba a ninguno.

De todas formas era imprescindible aguardar a que amaneciese y

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las condiciones de mar fueran más propicias, ya que con aquel balanceo era prácticamente imposible realizar el trabajo que ya en condiciones normales requería ciertas facultades de acróbata.

Hacia la mitad del día siguiente el viento amainó un tanto y consecuentemente el mar, sin convertirse en una balsa, cosa imposible en esas latitudes, con lo que nos decidimos a solucionar el tema que nos condicionaba la navegación y de todas formas antes o después había que afrontar.

Inmediatamente me ofrecí sin dudarlo a realizar el trabajo, pues aunque los otros dos no eran precisamente torpes, estaba convencido de mi mayor agilidad... (en esa época iba yo para mono) y condición para ello, así que sin dar tiempo a reaccionar, en tres segundos estaba de pié sobre la botavara aguardando que alguien me alcanzara la guindola y me ayudara a izarla hasta la perilla del palo a fin de trabajar más seguro.

De todas formas ya desde donde me encontraba, un par de metros por encima de la cubierta, se advertía una diferencia importante en la sensación de movimiento del barco, ¿qué sería cuando estuviese arriba...?

Me vino a la memoria el grito típico de los libros de marinería antiguos... –¡¡Gavieros y juaneteros, al pié de la jarcia...!!... ¡gente arriba!

“Gritó el contramaestre con voz de trueno”.

Y la marinería trepó por los flechastes.

¿Quién no había leído esto en los libros de aventuras de los grandes veleros, o lo había visto en las películas de corsarios...?

Pero desafortunadamente el “North Star” no disponía de los cómodos flechastes de los bergantines antiguos, y tendría que conformarme con los estáis obenques o lo que tuviera a mano, a fin de no bajar más rápido de lo previsto desde los casi 20 metros que tenia el palo hasta su perilla.

DD se hizo cargo del timón a fin de colocar el barco en la posición más estable y equilibrada posible, lo cual realizó ayudado por el

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motor que previamente había conectado, y ayudado por Jhon comencé mi ascenso “a los cielos” por la cantidad de santos que invoqué y de angelitos que revoloteaban a mi alrededor, y a los que confié que depositaran mi cuerpo suavemente en la cubierta si alguno de aquellos tremendos “arreones” que recibía en lo alto del palo, conseguía por fin su objetivo de descabalgarme de allí por las bravas.

La sensación era angustiosa, y no era la primera vez que de forma parecida había subido a lo más alto del palo de un velero, pues en el Orión ya lo había hecho en un par de ocasiones, pero el palo que era de altura parecida, prácticamente no se movía, pues una vez fue atracados en puerto y otra fondeados, lo cual cambiaba las condiciones absolutamente.

El balanceo en todas las direcciones desde allí arriba era exagerado, y la cubierta se veía “allá a lo lejos ” como algo que por su pequeñez aparente, parecía imposible que pudiera soportar el enorme mástil que la perspectiva cenital me daba.

En muchos de los balanceos, la vertical me colocaba fuera de la cubierta, o sea que en ese momento podría caer directamente al agua, con lo que no sabía que sería peor, si estrellarme directamente contra el acero bruñido de alguno de los winches, destriparme contra la cuidada teca de alta calidad de la escotilla, (ambos eran materiales nobles) o hacer mortal con doble tirabuzón, y perderme en aquel océano gélido y negro como la noche, aunque improcedentemente respondiera al hermoso nombre de “Gran Sol”.

Me demoré lo menos posible en recolocar el dichoso mosquetón e hice gestos a John para que me bajara cuanto antes.

Ya abajo tras un suspiro profundo y reparador, y el gesto de aprobación sin exagerar de mis compañeros que debían considerar aquello como subir la escalera al primero B de su casa, volvimos a envergar el génova pesado y continuamos nuestra marcha navegando de través el resto de la tarde.

A partir de aquel día, me erigí como admirador incondicional e impenitente de “pinito del Oro” y del “Hombre Cañón”.

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A última hora con un tiempo desapacible y frío, se cruzó con nosotros un gran mercante tan cercano que alcanzamos a ver su nombre,.. “Goteborg” y su pabellón noruego. Nos saludó con un gran “berrido” de su tremenda sirena y desapareció en la penumbra de la anochecida.

A la mañana siguiente tras una noche de chubascos que nos hicieron descansar poco y mal, encontrándome en mi correspondiente guardia de timón, se nos agregó un pasajero más que distrajo nuestra atención por un rato. Se trataba de un pájaro que estuvo revoloteando alrededor nuestro sin atreverse a bajar, hasta que seguramente agotado por el cansancio se decidió, posándose sobre la tapa del pozo de anclas en la proa, mirándonos de reojo y con desconfianza a pesar de las muchas carantoñas y graznidos que me inventé para ganarme sus favores.

Era de color gris y negro por el pecho, y el pico y las patas rojas y aproximadamente del tamaño de una paloma.

DD que entendía de lo que le echaras, dijo que no era un pájaro marino, era un “andarríos” que seguramente había sido arrastrado allí por la tormenta.

Yo probé todas las formas posibles de ganarme su confianza, le ofrecí pan, galleta, espagueti, jamón cocido, queso, agua.

Me faltó hacerle arroz con leche, y él... como si no me conociera, amenazando con “cortarse las venas” cada vez que me acercaba.

Así que decidí no hablarme más con el pájaro y que el lo pidiera si quería algo.

Estuvo todo el día allí, y por la tarde echó a volar y se fue sin despedirse...

De desagradecidos está el mundo lleno.

Así continuamos un par de días más, con tiempo antipático, frío, chubascos intermitentes, y vientos variables. Pero que en general nos permitían avanzar en la dirección deseada.

DD. intentó hacer un par de veces una estimación más exacta con el sextante de donde nos hallábamos, y en ambas ocasiones tuvo que

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abandonar porque el pobre sol no duraba cuando de tarde en tarde aparecía, las grandes olas no dejaban tomar la altura del mismo, y los “rociones” empañaban la lente inutilizándola.

Pero el tema no era un problema grave ya que la estimación cartográfica era buena, la radio funcionaba perfectamente, y permanecíamos en contacto con la costera de Portsmouth.

El barco mantenía un comportamiento impecable hasta el extremo de casi quitarle al viaje la emoción y sensación de riesgo.

Encontrándonos a unas 250 millas de las costas españolas, concretamente del Cabo Finisterre, ocurrió algo que trastocó completamente el resto del viaje.

Se había desencadenado una tormenta de las muchas que nos habíamos “tragado” durante los últimos días.

Eran aproximadamente las 9,30 de la mañana y navegábamos de ceñida con dos rizos tomados a la mayor, y un tormentín como vela de proa, ya que el viento que ya era duro, parecía arreciar por momentos.

Todo dentro de lo que cabe en estas situaciones, estaba bajo control.

Cuando el caprichoso viento que venía racheado, y a veces por encima de los 35 nudos, roló de pronto obligándonos a “tomar por avante” y realizar una trasluchada, (cambio de amura de las velas) que cogió descuidado a Jhon que se ocupaba en ese momento de la mayor, (DD a la caña y yo a los foques) y con el violento golpe de la botavara, perdió pié precipitándose de espaldas por la escotilla que permanecía entreabierta dándose un tremendo golpe, según pudimos intuir más que ver, con la escalera de acceso y contra el suelo de la cámara.

DD no podía abandonar el timón en aquellas condiciones, así que yo hice firme la escota que estaba manejando y corrí a comprobar el estado de Jhon y socorrerlo en lo posible .

Me precipité por la empinada escalerilla, cuando John aún bastante aturdido por el golpe, trataba de incorporarse medio inconsciente, doliéndose de la nuca y de un brazo primero, y del resto del cuerpo

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poco después.

DD desesperado por no poder acudir al lugar del siniestro vociferaba furiosamente..

–¡¡Toni, Toni, boludo, asomátte!!

–¿... Cómo está John, le pasó algo...? –me gritaba por encima de la tormenta.

A fin de tranquilizarlo asomé la cabeza.

– Se ha dado un golpe fuerte... pero parece que está bien... voy a atenderlo y salgo.

– No no, toma tu el timón que lo atiendo yo– me dijo con decisión.

Lo que no me pareció mal ya que seguro que el tenía más experiencia que yo en situaciones como esta, que unida a la tensión del aparatoso accidente, la incomodidad propia del momento, la postura,(el barco estaba totalmente escorado) los tremendos saltos, golpes y pantocazos, etc., hacían que la situación a bordo cobrara una dimensión totalmente distinta que si hubiera sido en tierra, cosa que no suele tenerse en cuenta hasta que no se experimenta.

Al cabo de un rato oí a DD manipulando y hablando algo por radio lo cual me preocupó ya que era síntoma de que algo anormal ocurría.

Poco después salió con cara de poco amigos, explicándome con gesto preocupado que creía que John tenia como mínimo un par de costillas rotas del golpe recibido contra la esquina de la mesa de cartas, y además un brazo.

La situación nos obligaba a ir al puerto más próximo cuanto antes, que debía ser Vigo o La Coruña, a fin de evacuar urgentemente al accidentado y comprobar con certeza su estado de salud.

Éste había quedado en el camarote con un fuerte vendaje alrededor del pecho, otro en el brazo y un analgésico.

La situación era como mínimo preocupante.

Impresionados por el aparatoso accidente, pusimos rumbo al puerto mas próximo, ayudados por el motor que nos permitía hacerlo por el camino más recto y se trataba de La Coruña que se

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encontraba a más de 200 millas de nosotros.

Mantuvimos a John en observación toda la noche y el día siguiente, el cual permaneció semi adormilado todo el tiempo, debido probablemente a los analgésicos que DD le fue administrando.

Arribamos al puerto hacia las 2 de la tarde y rápidamente trasladamos a Jhon al hospital de la Cruz Roja donde tras hacerle un reconocimiento exhaustivo, se comprobó que tenia una fisura en una costilla, y una luxación en el brazo derecho a la altura del codo, además de un tremendo chichón en la parte posterior de la cabeza.

Permanecimos en La Coruña durante los tres días siguientes, en tanto que DD acompañó al herido a Bilbao donde este tomó un avión con destino a Londres, aunque con el brazo en cabestrillo y el pecho fuertemente vendado, visiblemente más repuesto.

En esos días, se me ocurrió proponerle a DD avisar a Chelo para, si estaba desocupado, pedirle que viniera en sustitución de John el resto del viaje ya que nos quedaba aún un buen trecho del mismo.

DD. no se esperaba la propuesta que evidentemente le perjudicaba el bolsillo ya que a John él no tenía que pagar, y en cambio a Chelo si, y tras meditarlo me contraatacó ofertándome descontarme a mi 30 libras para pagarle a Chelo y el resto ponerlo él.

Yo accedí en parte porque me apetecía también la compañía de Chelo, y cuando lo localicé llamando a la pensión donde el vivía, aunque no estaba esperaban que llamara esa noche.

Al día siguiente me telefoneó al Náutico donde permanecíamos atracados y, sin dudarlo, se vino desde Liverpool donde se encontraba, en avión hasta Madrid-La Coruña, de tal forma que por la tarde estaba con nosotros.

Con Chelo a bordo, que al menos para mi daba un toque de alegría al ambiente, la segunda parte del viaje fue más o menos igual de dura, en cuanto a la navegación que la primera. Bajar toda la costa de Portugal no era precisamente un regalo en esa época del año.

Es un mar ventoso, duro y difícil, y el doblaje del Cabo San Vicente lo recordamos todos como uno de los episodios más crudos de nuestra

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historia, ya que el temporal de levante que nos enganchó, nos obligó a los tripulantes incluido el maestro DD. a emplearnos a fondo y tirar de arrestos de reserva, de los que normalmente se guardan en “la entrepierna”, y al barco a temblar de quilla a perilla, y justificar porque poco más de 14 metros de nada costaban más que un cortijo con 100 hectáreas de olivar.

Dos semanas después entrábamos por la bocana del puerto de Palma, con algunos kilos menos y diferentes sensaciones en el fondo de cada uno de nosotros.

DD se lamentaba de haber ganado poco dinero proporcionalmente al esfuerzo y tiempo invertidos.

Chelo no acababa de verle la gracia a lo de la vela con respecto a un buen motor que te saque de apuros cuando lo necesites.

Y yo... yo que traía los ojos llenos de mar.

Que me quedaban mil aventuras por vivir.

Y que ese era el primer día del resto de mi vida.

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Capítulo 5

Una vez en Palma tras el accidentado viaje desde Man, decidí tomarme unos días en blanco y descansar de tanta agua, pues la verdad es que había superado todas las previsiones en cuanto a duración y dificultad, si bien también era cierto que la compensación económica, al menos para mi había sido importante. Unas 45.000 pesetas, cuando el sueldo mensual de un trabajador del astillero no pasaba de las 6.000. Lo cual era para estar contento y yo desde luego lo estaba.

De todas formas había algo que me molestaba especialmente, pues sospechaba que el habilidoso DD. me la había colado sisándome las 30 libras con las que teóricamente contribuía a pagar a Chelo, y él a su vez se las había sacado al dueño del barco.

Por la cara que puso cuando se lo comenté me dio la impresión de que había dado en el clavo, aunque naturalmente me lo negó y me dijo que tenia otro trabajo en puertas para el que también contaría conmigo y procuraría que quedara más contento.

Cuando llegué a La Caracola, después de los efusivos saludos y de ofrendarle a la Sra. Dominique un frasco de “Chanel 5” que era lo más de lo más, y que le había comprado en el “Dutty Free” del aeropuerto de Londres, lo que me valió dos sonoros y maternales besos por parte de ella, y un guiño cómplice por parte del Sr. Paco, este con una sonrisa pícara y socarrona me dijo que había una novedad importante en la casa que seguramente me sorprendería gratamente.

Yo que no acertaba a imaginar de que se trataba, lo seguí al barecito intrigado y ciertamente feliz de encontrarme en un lugar

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cuyo paisaje me resultaba tan grato y familiar.

Él alargaba aposta la situación aumentando deliberadamente mi curiosidad, que no cesaba de mirar a mi alrededor buscando algún indicio que me proporcionara alguna idea sobre el asunto en cuestión.

Hay que decir en este orden de cosas, que el Sr. Paco por su propia personalidad un tanto infantil e inmadura a pesar de su edad, tenía tendencia a sobredimensionar las cosas y los conceptos en función de su propia visión, quizá también influido por su duradera inactividad y falta de problemas reales.

Por lo cual yo relativizaba la verdadera importancia de lo que él le daba tanto bombo, y sabía que igualmente podía ser algo de una importancia real como una solemne tontería.

Por fin después de un rato de jugar al ratón y al gato me desveló alguna pista, diciéndome que una de las dos señoras que trabajaban en la casa (la Sra. Teresa) se había despedido porque debía cuidar a una hija que tenia enferma y había sido sustituida por alguien que seguramente me gustaría, o al menos (palabras textuales) me alegraría la vista.

A renglón seguido entró en la cocina y salió al poco acompañado de una real moza, que desde luego la vista se la alegraba a un ciego.

… ¡Coño... pues no era tan tonto el asunto!

Era una preciosa rubia de melena lisa color ceniza con mechas más claras hasta los hombros, espigada, con una carita de picara inocencia, aderezada por un pequeño lunar cerca de la comisura derecha de su boca que parecía colocado allí a propósito.

Sus ojos de un azul mediterráneo no eran especialmente grandes, pero si poseedores de una mirada intensa y transparente que me resultó perturbadora.

Aparentaba tener unos 20-22 años (tenia 21) y llevaba puesto un vestidito sencillo y suelto estampado en azules y blancos, y se acercaba quitándose un delantal también blanco que dejó sobre un

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taburete.

Su piel era de ese color moreno doradito, más propio de algunas mujeres nórdicas y parecía iluminada desde su interior.

Observé también una pequeña cicatriz en forma de cruz en la parte izquierda de la frente, justo en el nacimiento del pelo, medio cubierta por unos rebeldes mechones, que parecía hecha a propósito para señalar donde debías poner tus besos en momentos de inspirada ternura.

–Esta es Valerìe, hija de una prima de “la jefa“ que estará un tiempo con nosotros. Me dijo el Sr. Paco sin quitarme ojo observando que impresión me hacía con una sonrisa socarrona.

–Quiere aprender español y mira tu donde se ha venido...

Donde se habla de to menos castellano...

No te digo yo que los franceses están chalaos…en fin...

–Este es Tony del que ya te hemos hablado- dijo dirigiéndose a la chica.

Creíamos que se lo había tragao ya la mar, pero esta vez parece que se ha escapao. Pero no te apures tu que le dará más oportunidades.

Ella me miró de arriba abajo con sonrisa y gesto que a mi me pareció complacido, y me ofreció su mano que yo me apresuré a tomar un tanto aturdido y sorprendido por su presencia.

–Hola...encantado de conocerte– le dije arrepintiéndome de inmediato de un saludo tan estándar y poco original.

Le podría preguntar ahora si estudia o trabaja para acabarlo de arreglar –pensé para mi interior–.

–Moi aussi – me contestó ella con precioso acento francés.

–Yo también – repitió en español con una sonrisa más amplia aún y retirando su mano de la mía que me había olvidado soltar.

–¿Hablas español entonces? – le pregunté por decir algo.

–Un poquito... pero espero hablarlo mucho mejor con la ayuda de… ¿vosotros...? Dijo eligiendo las palabras y dando a la última tono de

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pregunta.

–Si muy bien, “vosotros” es correcto cuando te refieres a un grupo de varias personas- le dije, concretando mi primera lección de castellano.

–Bon, teno que seguir un trabajo.

–Au revoire– dijo disponiéndose a regresar a la cocina.

–Au revoire… et bon chance– contesté embelesado.

… Allors... ¿Comme t’appelle ?– le dije cuando ya se giraba.

Ella se volvió con cara de sorpresa.

–Pero... ¿tu hablas francés?

–Un poco sólo. Pero mucho mejor con las chicas así de guapas...

Le contesté intentando un piropo de una cierta originalidad.

–Je ne comprend pas…

–Meilleur avec les filles aussi belles...– le repetí en mi macarrónico francés...

–Ah…merci...tree gentile– me contestó alejándose, con emocionante movimiento de sus preciosas caderas que aún no había tenido oportunidad de observar “desde donde más duele”.

El Sr. Paco de la misma forma que había sido el creador de la magia se ocupó también de romperla, y apuntándome con el dedo me espetó con fingida cara de poco amigos.

–Oye chaval … eso es como los bombones de los escaparates... se ve pero no se toca... eh...?

–¿Te enteras regaderas?

Así que ojito donde metemos la… mano que te la pueden cortar.

–Vale vale, pero a lo mejor es ella la que quiere enseñarme el “francés”.

Le dije cargando las tintas en la última palabra.

–Bueno espero que no tenga tan mal gusto.

–Por cierto ¿vas a cenar aquí ? me preguntó cambiando de conversación .

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–Hombre claro, tendré que probar lo que sale de las manos de esa princesa.

¿Por qué?

No te equivoques que no es la cocinera, ella va a ayudar en todo lo de la casa … (veremos lo que dura) dijo por lo bajo.

–Pero como es parienta de la jefa.... ¿...?

Bueno es que quiero presentarte a otra persona …

–¿Otra ?... ¿No tendrá una hermana?

–No, es un tío... pero ya verás.

Y se alejó volviendo a dejarme intrigado.

Por la noche, tras descansar un rato en mi habitación de siempre, ducharme acicalarme y ponerme mis mejores galas y uniforme de seducir (era un pantalón y una camiseta exactos a los del mediodía pero limpios) bajé al comedor no sin antes digerir un estrecho y efusivo abrazo, aderezado con sonoros y abundantes besos que me propinó Jordi que no se encontraba a mi llegada.

¡Nos tenias preocupados! como dijiste que tardarías 15 o 18 días.

Vienes más delgado... Dios sabe donde habrás andado.

Déjalo ya Jordi, que vas a necesitar un cubo pa las babas... le dijo el Sr. Paco.

Lo que le valió una mirada despectiva y un “si la envidia fuera tiña.”.

En ese momento apareció por la puerta del comedor un señor de mediana edad, delgadito y con poco pelo, con un traje gris y una camisa también gris con un cuello de esos redondos con filito blanco, no sé si se llama clerman o algo parecido y que tenía entendido les acredita como sacerdotes.

¡Buenas noches Sr. Polla! le dijo a voz en grito el Sr. Paco.

Yo lo miré sorprendido de que le llamara de esa forma y a esa distancia, y seguidamente miré también al aludido que saludaba con una tímida sonrisa y un leve gesto de su mano y de sus labios.

Este es el que te quería presentar, me dice por lo bajo tomándome

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del brazo y acercándome hacia la mesa donde él se había sentado.

Este es el chico de quien le había hablado, Tony, que aunque es un cliente es como si fuera de la casa.

Y este es Don Celso Polla que es italiano y además es cura, y ha venido a Palma a hacer una… tesis … o no se qué.

Le ha recomendado que viniera aquí un amigo que también es cura y también es italiano, y estuvo aquí hará como un par de años, continuó el Sr. Paco.

Yo... la verdad es que no me acuerdo de él… pero es que se llamaría de otra manera, dijo con una cara de guasa que no podía más y yo conocía bien.

En definitiva se trataba de un señor normal, cura efectivamente, italiano, pero que tenía –en aquel caso– la “desgracia” de llamarse Celso Polla, que para el Sr. Paco era suficiente motivo para estar de guasa con el Sr. Polla todo el día para arriba y para abajo.

Creo que cuando llegó lo recibió él, y al ver en el pasaporte como se llamaba, le iba a dar algo...

...–¿Se llama Vd. Celso Polla ?–le preguntó directamente.

Si, le contestó el “pater” extrañado…

Pues vaya putada que le hizo a vd. su padre ¿no?

Un par de días después coincidí en el desayuno con el renombrado cura, y decidimos –quizá un poco por compromiso por ambas partes ya que no había nadie más en el comedor– sentarnos juntos, resultando la improvisada reunión mucho más interesante y amena de lo que seguramente cualquiera de los dos pensáramos a priori, pues a mi me sorprendió el entusiasmo y vigor con que transmitía sus opiniones y comentarios, aparte de lo interesante de los mismos.

Resultó que además de sacerdote era paleontólogo, y estaba becado por la universidad de Padova, realizando el estudio de unos fósiles encontrados en la gruta del Drach, de la cual aprendí más en los 30 minutos que estuve con el que en los más de dos años que llevaba en

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Mallorca.

Por ejemplo, supe que era prácticamente la única gruta en Europa con agua navegable en su interior, pues aunque existen muchas con pequeños lagos, arroyos, pozos etc. Ninguna tiene dimensiones suficientes para admitir embarcaciones tripuladas.

Tenía también gran afición a la espeleología y a vulcanología y había recorrido medio mundo explorando cuevas y observando volcanes.

Por lo que como digo resultó ser un tipo mucho más interesante por sus vivencias que por su apellido.

Él también se mostró interesado por las mías y se generó una corriente de simpatía mutua que creció en los días posteriores, durante los que frecuentemente coincidimos en La Caracola y mantuvimos frecuentes y animadas charlas.

Uno de esos días, me animé a tantear el terreno con la dulce Valeríe, a la cual me había limitado hasta entonces a contemplar “como perrada hambrienta tras de un hueso”, como lo definiría el gaucho protagonista del Martín Fierro, y le propuse ir al cine por la noche, una vez que hubiese terminado el trabajo ya que yo sabía que el siguiente era su día libre.

Ella sin dudarlo un momento accedió encantada dándome las gracias con una cautivadora sonrisa, un “tree gentile” en susurrante francés (es sin duda alguna el más hermoso de los idiomas para susurrar) y un gesto de instintiva coquetería, retirándose un inexistente mechón de pelo del lateral de su cara.

Yo que a pesar de lo que pudiera parecer no era especialmente experto en estas lides, procuré que se me notara lo menos posible la ansiedad con la que esperaba su respuesta, pues según creía eso me daría idea de si las insinuantes miradas y sonrisas que cruzábamos, lo eran solo en mi imaginación.

Aguardé nervioso la hora acordada sin encontrar respuesta lógica a tan desmedido grado de excitación, pues aunque en verdad la chica me gustaba, no había motivo fundado para la inquietud que me

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producía.

Llegado el momento, apareció por el barecito donde yo la esperaba, con un vestidito de lino beige, que aunque suelto, al moverse se ajustaba a su rotunda anatomía “sin aristas”.

Unos zapatos marrones de medio tacón. Una cadenita corta al cuello de la que pendía un pequeño colgante en forma de corazón que le quedaba a la altura de la garganta, y unos pendientes a juego.

El pelo recogido en una cola sujeta por un artilugio dorado y unos mechones indomables a la altura de las pequeñas orejas que ella instintivamente trataba de retirar.

Se había coloreado los labios de un rojo intenso y sombreado los ojos ligeramente.

El pelo retirado y probablemente el resto del atuendo, le hacían parecer algo mayor... pero a decir verdad a mi me pareció preciosa.

Se acercaba por el pasillo que daba al pequeño bar, y poco antes de llegar a donde me encontraba, levantó la vista y me atravesó el alma con sus intensos ojos.

–Je suis prête– me dijo con su habitual sonrisa que a mi me desarmaba.

–Pon “las cortas” por favor que me deslumbras y no respondo si ocurre algún accidente.

Le dije a sabiendas de que no entendería el juego de palabras ni la galantería que llevaban implícita.

… ¿Qué…? Je ne comprand pas .

Que estás preciosa, le dije mirándola intensamente a los ojos.

… Ah, merci … ¿allons nous?…

Vamos… al fin del mundo si hace falta … murmuré entre dientes.

A la salida, al pasar la puerta del saloncito, la Sra. Dominique me llamó desde el interior, y al acercarme me dijo en tono amable.

– Gracias Antonio por atender a Valerie.

Ya le he dicho que va acompañada por un caballero…que lo pasen

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bien.

– No estaría yo tan seguro...

Apostilló el Sr. Paco que también estaba por allí, en su habitual tono de broma.

Coincidimos también con el Sr. Celso P... con quien como he dicho había tomado bastante confianza, que tras mirarnos con cierta curiosidad se me dirigió también diciéndome.

…–Ah Toni, quería verte para decirte si quieres venir mañana al Drach (la gruta ) ya que me decías que no la conoces y yo tengo que ir y terminaré pronto…

Sin pensarlo ni dudarlo le dije que si pero si podía venir también Valerie, que tampoco la conocía y tenía su día libre.

Él tras dudar un momento, me dijo un “si, perfecto...” y quedamos a las 10 para desayunar y salir a la excursión acordada.

Ella que no se había enterado del todo de la conversación me interrogó con los ojos a lo que yo le expliqué despacio pero en español, lo que habíamos hablado.

...–Salvo que tu no quieras venir y prefieras hacer otra cosa– le dije mirándola también de forma interrogatoria.

Ella, con una carita creo que entre sorprendida y complacida, contestó...

–Gracias … pero quiero ir contigo.

–¿Como se dice en español chance?

–Suerte – le respondí -

–He tenido mucha suerte al conocerte… -

Temiendo que ella escuchara el tambor que retumbaba en mi pecho, me alejé un par de pasos totalmente aturdido y sin saber bien que actitud tomar.

No sabía yo entonces que estaba viviendo la época más hermosa de cualquier relación.

La de la seducción… la de la conquista, la de la emoción, la de la

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incertidumbre.

La que uniforma a todos los hombres ente 12 y 70 años haciendo que la sangre golpee tus sienes sin compasión, que el corazón quiera salírsete del pecho, y estés dispuesto a consumirte en el fuego interior que te produce el simple roce de su mano.

No fuimos al cine.

Nos acercamos caminando desde la casa hasta el centro hablando sin parar de lo divino y lo humano.

Ella me contó a retazos de español y francés su situación y su vida, que era por cierto muy parecida a la mía.

Sus padres eran divorciados.

Ella había vivido con su madre en Lyon, pero hacía un año se había ido a París donde residía su padre, a estudiar secretariado internacional, y no tenía especialmente buena relación con él ni con la nueva familia de éste, por lo que había decidido venirse a España, aprovechando la confianza de su madre con la Sra. Dominique, que efectivamente eran primas y habían crecido juntas en Lyon.

Naturalmente también le conté a grandes rasgos mi historia, y los motivos por los que me encontraba allí y haciendo esa vida.

Le hablé de mi madre, de cómo el trato del “mal bicho” de mi padrastro me obligó con su trato, a salir de mi casa con a penas 16 años, en auto-stop hasta Italia sin dinero y sin experiencia ninguna.

Cómo recorrí toda la Costa Azul francesa buscando un trabajillo que me salvara la vida, y lo único que conseguí fue uno de paseante de perros.

Como recalé en Palma por pura casualidad y en los barcos por la misma circunstancia.

Ella me miraba embelesada con sus preciosos ojos azules, y yo fingía que me deslumbraban pidiéndole que “hiciera el cambio” y pusiera las “cortas”, repitiendo la broma que le había hecho al salir, la cual le tuve que explicar ante su petición insistente.

… ¿Y que ocurrirá si no pongo “las cortas”… ? –me dijo en tono

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de desafiante broma mirándome con descaro.

…Que puede ocurrir un accidente…le dije acercándome más a ella…

–¿Cual?

–Algún atropello... a escasos centímetros de su boca, respirando su aliento.

Cenamos en un pequeño restaurante del Paseo del Borne, y nos sentamos a seguir la charla en una terraza desde donde se disfrutaba una preciosa vista de la catedral de Palma iluminada.

De regreso subimos hasta “El Terreno”. Entramos en una pequeña disco-pub que tenia una gran y cómoda terraza frente al puerto, donde fuimos los últimos en salir a altas horas de la madrugada.

Allí continuamos nuestra charla, arrebujados en un cómodo sofá, disfrutando de la mutua compañía y alimentando el sentimiento que crecía imparable entre nosotros.

Al llegar a La Caracola, en la entrada del saloncito donde nos despedíamos (mi habitación estaba en la 4ª).

–Gracias Antonio lo he pasado de maravilla.

Sin responderle tomé su mano izquierda, separé suavemente sus dedos y deposité un leve beso en su palma.

–Hasta mañana princesa… para mi ha sido la mejor noche desde hace mucho tiempo… quizá de mi vida.

–¿Vendrás mañana?

A las 10 estaré en el desayuno.

Aproveché la nube en la que me encontraba para que me subiera a mi cuarto y me dejara soñar sobre ella.

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Bajo pupila azul, tu rostro leve, Tu párpado cayendo amortecido, Se parece a la pura y blanca nieve, que sobre las violetas reposó. Yo el sueño del placer nunca he dormido. … se más feliz que yo … El amor … Que es espíritu de fuego, Y que de callada noche se aconseja, Y se nutre con lagrimas y ruegos .. En tus purpúreos labios se escondió. El te guarde el placer y a mi la queja. … Se más feliz que yo. Parsifal, en el bosque encantado de Klimsor.

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Valerie

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A la mañana siguiente tras desayunar y despejarnos de nuestras respectivas caras de sueño, emprendimos la marcha a bordo del “600” alquilado del padre Celso, dispuestos a iniciar lo que sería una jornada memorable.

Nada más salir detectamos el problema de no saber en que idioma hablar, por lo que entre bromas y risas decidimos salomónicamente hacerlo por periodos de una hora en cada uno de los tres, empezando por el italiano de Celso, le seguiría el francés y luego el español.

Rápidamente se generó un ambiente distendido y amable.

El cura Celso, a pesar de su apariencia un tanto tímida y huraña, resultó ser un encanto.

Con una visión súper actual de la vida.

Dio por hecho que entre nosotros había o habría más de lo que hasta el momento había.

Cantamos canciones italianas y francesas a trío y a voz en grito, Modugno, Chelentano, Rita Pavone, G. Chincuetti, Françoise Hardy, Brel, Aznavour, etc. Todos los de moda de la época.

Les canté todos los estilos los que sabía y los que me inventé.

Les encantó el flamenco, de lo que hice un alarde de los diferentes palos, desde los cantes fiesteros al “jondo” más puro y cabal.

Hablamos de literatura, les sorprendí con mis conocimientos de autores de sus países respectivos, Dante, Petrarca, Russo, Mourois, Mouriac, Sagan, Van der Mer... etc.

Celso no podía creer que me hubiera tragado a mi edad “tochos” como “Gog” y “Palabras y Sangre” (de Pappini).

Les recité a G. Lorca, a Machado, a Espronceda.

Les dije entera de cabo a rabo, la interminable “Profecía” de Rafael de León. Mirando intensamente a los ojos de Valerie en los pasajes más ardientes de la misma...

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Yo te pregunté, ¿que piensas? Tu dijiste, darte un beso... Y yo sentí una vergüenza que me caló hasta los huesos. Y luego, en noches de luna yo me arrimé a tu ventana ... … mi hermanito está en la cuna, le estoy cantando la nana...

Nos tiramos de risa, cuando le quise explicar a Celso el significado de su apellido.

El sospechaba algo raro pero no podía dar crédito a la realidad…

–Cuando te pregunten por tu nombre –tu puedes decir... Celso… y señalarte la bragueta... así te ahorras palabras…

Le decía yo escenificándolo de forma grafica lo que provocaba las carcajadas de los dos .

Él nos mostró la parte no accesible al publico de la Gruta y después mientras el hacía sus cosas, nosotros hicimos el recorrido guiado de la misma la cual nos encantó, sobre todo la parte navegable que efectivamente resultaba particularmente hermosa y original.

Pero seguramente en nuestras caras de 20 años, podía leerse fácilmente que el motivo de nuestra sonrisa luminosa, estaba más que en ninguna otra razón, en el latir al unísono de nuestros corazones y en la fascinación que mutuamente nos producíamos …

Almorzamos una espléndida caldereta de langosta, típicamente mallorquina a la que yo invité, en un pequeño restaurante junto al mar en Portocristo.

Durante la larga sobremesa contamos divertidas historias de nuestras respectivas correrías.

De las mías les hizo reír especialmente la que ocurrió cuando estando la familia Krupp en el Artemisa en Palma, fuimos a pasar el día a Cabrera.

Fondeamos en la bahía que hace la isla en su interior.

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Montamos la escala real, que no es otra cosa que una escalera que va paralela al costado del barco y que tiene una plataforma plana en su parte más baja, desde la que se accede al agua o a otra embarcación pequeña con gran comodidad.

El Sr. Krupp padre, cuando fue a pasar a la lancha que habíamos arriado al agua, dio una bolsa con diferentes cosas personales a su hijo que ya estaba en la lancha, con tan mala fortuna que al tomarla se volcó la bolsa y una cajita de plata que estaba en el interior de la misma y que contenía entre otras cosas, unas lentillas que en ese momento eran de absoluta novedad y por tanto carísimas, se cayó al agua, yéndose de inmediato al fondo con la consiguiente desesperación y contrariedad de su dueño.

Ellos despotricaban en alemán, pero no había que ser muy experto para traducir casi literalmente el contenido de la excitada conversación.

Chelo que lo había presenciado todo ya que el iba a pilotar la barca, les dijo como pudo que aguardaran, y subió al barco a buscarme, contándome lo sucedido entre preocupado y divertido por el “affaire”.

Me acerqué al grupo que continuaban discutiendo y mirando el lugar por donde había desaparecido la famosa cajita.

Displicentemente les indiqué por señas que aguardaran, y poco después aparecí con mi traje de baño puesto y gafas de bucear tubo y aletas en la mano, pidiendo me señalaran el lugar más o menos exacto donde se había producido el hecho.

Había en torno a 7 u 8 m. de agua lo cual para todos ellos incluida la tripulación era un mundo, pero para mi “pan comido”.

Lo único que podía dificultar la recuperación, era que el fondo no estuviera claro o fuera muy abrupto y difícil de ver. Así que echándole un estudiado teatro y después de unas profundas inspiraciones, me sumergí comprobando a medida que llegaba al fondo, que este era liso y de una arena gruesa y clara que permitía una excelente visibilidad, con lo que a los pocos segundos había

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localizado la dichosa cajita y volvía a la superficie con ella en la mano.

Al regresar pensé que el tema habría resultado demasiado fácil por lo que decidí guardármela en el bañador y alargar un poco la cosa.

Hice 4 o 5 bajadas más aguantando debajo todo lo que podía, y aumentando el interés de los espectadores, que asomados por la borda aguardaban ansiosos el resultado.

En la última bajada nadé por debajo de la quilla del barco de forma que salí a la superficie pegado al casco, por la banda contraria a la que estaba el personal esperando ansioso mi aparición por lo que no podía ser visto.

Permanecí allí un rato y volví a sumergirme, apareciendo entonces por el lugar por donde me correspondía, con la cajita en la mano y dando un gran resoplido con el correspondiente alborozo y aplauso del respetable que no daban crédito a la hazaña.

Estoy completamente seguro de que los 10 dólares de propina que me supuso la acción, hubieran sido la mitad si hubiera sacado la cajita cuando la encontré, o sea a la primera inmersión.

Celso y Valerie divertidos, me trataron de “golfo” y de tramposo lo que me animó a contarles otra por el estilo.

Algo parecido ocurrió en el Club Náutico.

Pues desde el suceso de Joan “el ahogado” y ayudado por algunas acciones puntuales. Como algún ancla que se había enredado con otra en el puerto y que yo había desenredado. El haber sacado una pieza de una hélice a la que conseguí atar un cabo para su recuperación.

Y algunas cosillas más por el estilo, además de mis aventuras de pesca sub que por aquel entonces no era un modo muy conocido, y si admirado por la mayoría profana en la materia, había crecido en aquellos ambientes mi fama de “aguerrido hombre de las profundidades”, que a mi he de confesar que me enorgullecía y procuraba alimentar siempre que tenía ocasión.

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Un día encontrándome en la piscina del club, se suscitó una conversación sobre si aguantaría tanto y cuanto debajo del agua, hasta que el tema llegó al cruce de apuestas no importantes en cuantía, pero si en honrilla y oportunidad de lucimiento.

Estábamos, Pau, Chelo, el Sr. Tomeu, algunos socios y propietarios de barcos, total ocho o diez personas, involucradas en el tema.

El asunto consistía en comprobar cuanto tiempo aguantaba bajo el agua pegado a una de las escalerillas de la piscina agarrado o no a ella.

Yo en verdad estaba bastante entrenado en aquel ejercicio, y en alguna ocasión el propio Chelo me había tomado un tiempo por encima de los 3,5 minutos que era un record más que respetable, y del que yo estaba orgulloso.

Pero en esta ocasión estaba dispuesto a hacer una “trastada” diferente.

Elegí la escalera que estaba situada en la zona más profunda, que tenía unos 5 m. ya que había un trampolín encima bastante alto, y me dispuse a realizar allí el ejercicio en cuestión.

Por aquel entonces las piscinas aunque estuvieran limpias, no eran tan transparentes como cuando se empezaron a usar productos químicos para aclarar el agua, lo que quiere decir que en la zona donde yo iba a sumergirme no se me vería desde fuera si me iba al fondo.

Tras oxigenarme bien y echarle el teatro que requería la actuación, me sumergí hasta el fondo donde permanecí 20 o 25 segundos, al cabo de los cuales me fui pegado al suelo a unos 25 m. donde la piscina que tenia forma de L, hacía el ángulo.

Le di la vuelta al mismo y emergí fuera del alcance de la vista de los apostadores que permanecían agolpados alrededor de la escalerilla donde se suponía que estaba.

Confundido entre los demás bañistas y tras comprobar que nadie de los interesados se había percatado de mi maniobra, me fui

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disimuladamente hasta donde tenía la toalla y la ropa, me sequé, me vestí con pantalón camiseta y zapatillas, me peiné, y me senté con una Coca cola en una mesita en el bar que estaba justamente detrás de donde los seguidores del tema, asombrados unos y dispuestos al rescate otros, se encontraban apiñados.

Entonces me decidí a intervenir y les grité desde donde me encontraba.

…¡¡Pero qué!! ¿sale o no sale ese tío...?

Teníais que haber visto las caras de asombro del personal cuando se giraron y me vieron en semejante actitud… nadie daba crédito a lo que veían.

¡¡Será cabrón...!! ¿por dónde cojones has salido …?

Y aún se lo preguntan… pues aunque especulaban con distintas y milagrosas posibilidades, yo jamás se lo aclaré… lo que agregó a mi leyenda la posibilidad de que me filtrara por las paredes, cosa difícil pero no del todo imposible, pues como buceador no lo se pero como fantasma... sólo me faltaba la cadena.

Esas y otras muchas historias hicieron del día una jornada divertida, cálida y amable, y estrecharon fuertemente los lazos entre Valerie y yo que cada minuto que pasaba estábamos más y más seguros de que acabaríamos abrasados en la maravillosa hoguera que ya ardía en nuestros corazones.

Dos días después DD. me dijo que el trabajo del que me había hablado ya estaba preparado y que si me interesaba yo era el primero.

Consistía en algo parecido al anterior quizá algo más fácil.

Traer otro velero por lo visto un “2 palos” bastante antiguo, desde Funchal en Madeira, a Palma, esta vez con su propietario a bordo que lo había comprado hacía poco en esa isla portuguesa.

Se preveían unas dos semanas de viaje, y me ofrecía 150 dólares

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por el trabajo y lógicamente el vuelo al origen del viaje corría de su cuenta.

A mi a decir verdad y por las razones que bien pueden imaginarse, no me apetecía un pelo ausentarme en aquel momento de Palma, pero entendiendo que la obligación es antes que la devoción y que necesitaba almacenar pasta, principalmente por las razones que ya he comentado de mi próximo, temido, y odiado pero inevitable servicio militar.

Así que acepté el trabajo en cuestión y quedamos emplazados para volar vía Lisboa en los próximos dos días.

Por la noche lo comenté con Valerie que tras un leve gesto contrariado, con mirada y sonrisa triste me dijo con voz casi imperceptible.

–Es tu trabajo, ¿no?...

En ese momento hubiera corrido de buena gana ha decir a quien correspondiese y a voz en grito, que no quería de ninguna manera apartarme de su lado, pero no se si afortunadamente o no, una vez más se impuso la cordura y dos días más tarde estaba en Son San Juan, aeropuerto de Palma, dispuesto a sacrificar lo que en verdad deseaba hacer, en beneficio de “lo que debía hacer”.

Me estaría haciendo mayor…

Sobrevolábamos ya Funchal cuando nos llevamos el primer susto, pues aunque el avioncito en que volábamos más parecía de juguete que otra cosa, la pista donde se suponía que debíamos aterrizar era claramente de la “Señorita Pepis”, y para más coña empezaba o terminaba (tanto da) en un enorme acantilado que caía directamente al mar, y que nosotros veíamos perfectamente desde el aire.

–¿ no pretenderá este tío pararse ahí … no? – le dije alterado a DD que iba en el lado de la ventanilla.

–Pues me parece que si por lo que se ve...

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Me dijo él mirando también con desconfianza.

Pues bueno DD, me ha gustado mucho conocerte, gracias por todo, perdona si te he ofendido en algo y tal y tal.

Él se sonrió con la broma, pues era cierto que no le tenía simpatía a los aviones.

No se pa que da toda esta vuelta para coger la pista a lo largo, si total mide lo mismo que de ancha.

Finalmente se obró el milagro y aterrizamos en aquel pañuelo donde ya nos esperaba el propietario del barco, un catalán de Barcelona que dijo llamarse Ramón Arnau, pero que le llamáramos “Cucho” que era su nombre de guerra... no se a que guerra se referiría.

DD tampoco lo conocía en persona ya que el acuerdo del trabajo lo habían hecho por teléfono.

Al parecer era médico dentista.

Cincuentón de apariencia. Separado de hecho, de pelo abundante y canoso, largo de más sin llegar a ser melena, planchado y con brillantina que le daban un aspecto un tanto “chulesco”.

De esos con un poco de tripita y pantalón “sobaquero”, que nos sorprendió presentándose con una “amiga”, al menos 20 años más joven que el, que nos anunció que haría el viaje con nosotros.

La amiga en cuestión era una morena de pelo “ala de cuervo”, boca prominente y carnosa, y nariz pequeña y respingona.

Dijo llamarse Mabel y ser de Madrid.

Se mostró especialmente expresiva y simpática durante el camino al puerto, quizá porque había detectado la frialdad con la que había recibido DD la noticia de su incorporación a la tripulación.

No obstante lo cual, este también mostró gran interés en el movimiento insinuante de la zona más prominente de su anatomía, cuando caminaba delante de nosotros cogida de la mano del Dr. en dirección al barco aupada por los 5 o 6 cms. de suplemento que le proporcionaban los tacones de los veraniegos zapatos que calzaba, y

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que contribuían de forma importante a hacer más esbelta y cimbreante su ya de por si sinuosa figura, enfundada en unos vaqueros dos tallas más pequeños de lo que le correspondían.

El barco en cuestión era una bonita goleta de 14 metros de eslora, construida más o menos por los años 30, entera de madera, incluidos los dos palos que cargaba, compuestos por sendos troncos de pino rojo, así como el botalón.

Estaba la “Albatroz” que así se llamaba, bien conservada en apariencia, a falta de ver con más detalle las velas y el resto del aparejo.

Albatroz

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Su nuevo y orgulloso propietario al que se le notaba feliz con la adquisición, nos la mostró complacido y escuchando con agrado los comentarios positivos que hacía DD, tanto de su aspecto como de las cualidades marineras que tenían en general ese tipo de barcos y que esperábamos comprobar durante la travesía.

Creo que interesados todos en limar las posibles asperezas que pudieran haber surgido en el primer encuentro, ya que todos éramos conscientes de que los próximos 15 o 20 días tendríamos que convivir en los pocos metros cuadrados de la superficie habitable del barco, decidimos invitados por el propietario, salir juntos a cenar por alguno de los típicos restaurantes que la pareja que ya llevaban un par de días allí, habían descubierto la noche anterior.

Funchal era una ciudad media, entre 70 y 80 mil habitantes, con un casco antiguo con un cierto regusto colonial y abierta al mar por la zona S. que daba al pequeño puerto.

Éste aunque pequeño, estaba bien acondicionado y cuidado, con tres zonas claramente diferenciadas.

Una comercial, utilizada por los ferris que unían las islas del archipiélago entre si además de los mercantes de paso.

Un pequeño muelle pesquero, con bastantes barquitos de pesca artesanal y de “bajura”.

Y una zona utilizada por yates y embarcaciones deportivas muchas de ellas veleros, seguramente de paso y pertrechándose para la travesía del Atlántico.

La ciudad estaba creciendo progresivamente hacia la ladera del monte que tenia a su espalda, de forma que desde el puerto ofrecía una hermosa vista del casco antiguo en primer plano, y gran cantidad de casas de una sola planta tipo chalet, adornadas por la exuberante y colorista vegetación que alcanzaban ya más de la mitad de la frondosa ladera.

Cenamos en una tasca típica de la zona vieja, bastante concurrida

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por turistas principalmente de procedencia británica, y aunque la comida en si no estuvo mal, a base de pescado de la zona preparado de diferentes maneras. Seco, crudo, (en una especie de “ceviche”) hervido, etc. se empeñaron, el camarero y el anfitrión en que probáramos el “magnifico vino de la tierra”.

No se que manía tiene todo el mundo en que en cuanto tienen una uva que da una gota de zumo, lo convierten de inmediato en un “magnífico vino de la tierra”.

(Ya me pasó en Lanzarote con el magnifico Malvasía de la tierra... como no). Me eché un trago, fiándome del anfitrión/somelier y por poco se me lleva campanilla y todo para dentro.

Bueno pues el de Madeira era igual.

… Como si te hubieras tragado un gato contra su voluntad.

Finalmente el personal terminó a cuatro patas, ayudado también por un licor (también de la tierra) del que había que echarle “un par” para pasar un trago, y tener un extintor a mano para paliar sus consecuencias.

A la mañana siguiente nadie estaba para mover un dedo, así que la mañana se convirtió en la tarde, y la tarde en la mañana... siguiente claro.

Por lo que cuando conseguimos salir habíamos perdido ya dos fechas con respecto al calendario previsto.

A mi en principio no me hizo mucha gracia que el dueño del barco y DD, hubieran acordado no se cuando pero sin yo saberlo, hacer el viaje de regreso vía Islas Salvajes, ya que el tal Cucho era también aficionado a la pesca de altura y quería conocerlas visualmente para volver más adelante con amigos.

Pero eso alargaba el viaje unas 150 millas al menos, ya que estaban fuera de nuestro rumbo lógico y lo normal era que al menos me lo hubieran comentado en su momento.

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Yo de todas formas entendí que el tema era inevitable y tampoco quería problemas.

Por otro lado me picaba la curiosidad de conocer un lugar tan poco frecuentado, y al que no sería fácil que tuviera de nuevo oportunidad de volver.

Así que tirando de sentido practico me dispuse a disfrutar la experiencia, con la particularidad de que había traído conmigo mis arreos de pesca-sub, incluido un nuevo fusil Champion corto que aún ni había estrenado con lo que hasta me hacía ilusión el cambio de plan.

Salimos por fin a la mar a las 6 de la mañana siguiente, con los primeros resplandores de la aurora, que comenzaban a iluminar cálida y suavemente la ciudad de Funchal ofreciéndonos una preciosa perspectiva desde nuestra situación.

La mar estaba en calma.

Una suave brisa rizaba levemente su superficie produciendo en mi una maravillosa sensación, mezcla de frío y emoción, que yo conocía bien por haberla experimentado en otras ocasiones parecidas, pero a la que jamás en toda mi vida he logrado ser indiferente. Un vértigo espiritual que te eleva y agudiza los órganos sensoriales de tu alma hasta el infinito.

Cerré los ojos y dejé que la brisa de la recién estrenada mañana azotara mi cara y llenara mis pulmones de vida.

Tenía ganas de gritar... pero me conformé con sonreír.

Me sacó del éxtasis DD que desde el timón donde se encontraba me gritó.

–Toni … ve preparando mayor y mesana –…a ver si ayudan algo.

A la salida de la bocana del puerto nos encontramos con algunas barcas de pesca que iniciaban ya sus faenas del día. Sus tripulantes nos saludaron entre bostezos y una cierta curiosidad, sobre todo por Mabel que se había enfundado un pantaloncito cortísimo y deshilachado y una camiseta a juego que desde luego no nos

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ayudaban a pasar desapercibidos.

Una vez en mar abierto esperando que el vientecillo inicial fuera a más, izamos las velas mayores, que si no aumentaban la velocidad a la que nos impulsaba el “Sole 110 hp.” que montaba el barco, al menos daría estabilidad y comodidad a la navegación.

Tomamos así rumbo a las Salvajes de las que nos separaban unas 120 millas, a las que preveíamos llegar a primera hora de la tarde del día siguiente.

Me coloqué a la caña y los demás se fueron a dormir tras pulular un rato por allí, y tomar un opíparo desayuno que preparó la improvisada cocinera, que para no haber subido nunca en un barco como aseguraba, se defendía en él que ríete tu de la Mujer Pirata.

Después de un rato de navegación tranquila, se nos unió una gran familia de marsopas que nos precedieron y entretuvieron con sus saltos y cabriolas durante un buen rato al cabo del cual cambiaron súbitamente de rumbo y desaparecieron de la misma forma que habían aparecido. Pero mientras permanecieron haciéndonos compañía, la mujer pirata como yo la bauticé, (a ella le encantaba) disfrutó lo indecible, corriendo de un lado a otro del barco por donde aparecían los animales, y haciéndonos a nosotros disfrutar también de su mínimo bikini que se veía y deseaba para guardar todo lo que debía… (o quizá no debía o no quería ser guardado).

DD la miraba con especial descaro a lo que ella respondía sin palabras sin ceder un ápice en su provocativo comportamiento.

Llegada la noche establecimos los preceptivos turnos de guardia, (entre los tres hombres) a partir de medianoche, ya que hasta entonces me mantendría yo aunque ya llevaba prácticamente todo el día.

Así lo hicimos con la particularidad de que en el turno de DD, (entre 2 y 4 de la madrugada) ella se levantó alegando que no podía dormir de calor, (ellos ocupaban el único camarote doble del barco) y se salió a cubierta manteniéndose allí en animada charla hasta pasado el turno de su “cuchito” (como ella lo llamaba), que no se

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por qué a mi me daba que no estaba del todo feliz con el conjunto de su actuación.

Por la mañana, a eso de las 7 a.m. hallándome de nuevo al timón, saltó un viento fresquito de través que hinchó las velas y demandó más “trapo”, dándonos la oportunidad de probar algo mejor el prometedor “Albatroz”

Con foques y mayor desplegadas, iniciamos una veloz carrera sobre las olas que aumentaban de tamaño progresivamente, haciendo las delicias sobre todo de su dueño y su pareja que se sentían en la aventura de su vida.

El viento duró e incluso aumentó a lo largo del día, lo que nos permitió andar más de lo previsto, y ya atardeciendo aflojó un tanto permitiéndonos gozar de una magnifica puesta de sol con delfines incluidos que en algún caso se recortaban en sus saltos contra el rojo horizonte, improvisando un espectacular y hermoso ballet acuático.

Tras una noche de navegación alegre, avistamos las Salvajes hacia el mediodía, de manera que antes de la hora del almuerzo estábamos fondeados sobre la más grande de ellas, en una pequeña rada que hacía en su cara sur, y que no era más que un pedazo de tierra volcánica de no más de un kilómetro cuadrado con un acceso a tierra casi imposible, salvo por la parte donde nos encontrábamos que con buenas condiciones de mar podría accederse por un “bajío” que hacía el acantilado.

Las Salvajes, según me había informado hacía algún tiempo, están formadas por tres islas mayores, la principal es sobre la que nos encontrábamos, y un grupo de islotes pequeños, y pertenecen al grupo geobiológico denominado “Macaronesia”, (del griego, alegres o afortunadas) que a su vez lo componen los cinco archipiélagos de: Canarias, Azores, Salvajes, Madeira, y Cabo Verde.

Todas tienen en común estar asentadas sobre la misma placa tectónica y comparten gran parte de fauna y flora, la denominada “Laurisilva”, determinante en origen de todas y cada una de ellas.

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Pocos años después fueron declaradas Reserva Natural por la riqueza de su flora endémica, así como ornitológica, por suponer también refugio para multitud de aves marinas.

Deglutimos a todo trapo una espaguettada improvisada, y decidimos echar al agua el pequeño chinchorro (auxiliar) amarillo que llevábamos amarrado a cubierta.

Dejaría a la pareja feliz en la isla, ya que ellos querían rematar la gran aventura conquistando aquella tierra semi virgen para la corona de su club de golf, y yo me haría un rato de pesca, que con seguridad en aquellas ricas aguas al menos para la cena habría.

Dicho y hecho acerqué no sin cierta dificultad a los amantes a tierra, y yo que ya me había preparado en el barco, con mi moderno traje Nenrod de cremallera y capucha independiente –de ultimísimo grito en la época– con el resto de mi atuendo, y mi reluciente Champión sin estrenar, me dispuse a realizar alguna nueva hazaña que mejorara mi ya meritorio palmarés.

Me separé a bordo de la auxiliar referida a buscar algo más de profundidad, donde suponía encontraría mejores piezas.

El agua como el cristal y el sol en todo lo alto, proporcionaban unas condiciones optimas para la práctica de la pesca, por lo que mi emoción iba en aumento a medida que se acercaba el momento de realizar mi primera ojeada a aquellos fondos.

Fondee el ancla en una zona que me pareció adecuada, y ya desde arriba se podía ver gran cantidad de vida a través de las transparentes aguas, pero cuando sumergí la cabeza la impresión fue de infarto.

Había cantidades ingentes de peces conocidos y desconocidos para mi pululando en todas las direcciones y lugares que se te ocurriera mirar.

Estaba situado encima de la parte más alta de una zona rocosa más o menos plana, pero con bastantes piedrónes grandes que formaban enormes tanas y cuevones de los que entraban y salían peces de todas clases y tamaños como si de un enorme acuario se tratara.

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Una gran bandada de barracudas de buen tamaño se movían lentamente a mi derecha a un par de metros de la superficie.

En una hondonada en cuña que había un poco más allá, dos grandes peje perros de suaves colores rosados por su lomo y con un azulado degradado hacia su cabeza y su tripa, jugaban tranquilamente y se posaban sobre el fondo tomando el sol confiados y felices.

Al filo del cortado en escalera que bajaba hasta otro un poco más profundo, se recortaba contra el azul más intenso la figura veloz y plateada de dos grandes serviolas al acecho. Y muy cerca un grupo de abaes con el inconfundible capitán con grandes manchas blancas en su cuerpo, aparecía y desaparecía por el filo del cortado jugando al escondite con el resto de la bandada.

Gran cantidad de enormes viejas y sargos breados revoloteaban a mi alrededor sin el menor temor.

Un precioso pez de San Pedro lucía sus mejores galas y desplegaba su espectacular “plumaje” también a escasos metros.

Era una eclosión de vida y color realmente fantástica.

Podría pasarme horas describiendo el maravilloso espectáculo que se ofrecía ante mis ojos.

Habría unos 8 o 10 m. de profundidad que daban la impresión de ser la mitad gracias a la transparencia del agua.

El fondo subía y se hacía menos profundo lógicamente en dirección a la isla, y por el lado contrario desaparecía en un intenso azul, por un talud cercano que se perdía hacia la inmensidad del océano.

Tras reponerme de la primera impresión y cargar mi flamante arma, me dispuse a cobrar mi primera pieza, eligiendo al azar una gran “vella” (vieja) que para mi era novedad y tanto alababan por sus cualidades gastronómicas en Funchal en los días pasados.

Era un animal de vivos colores rojo y gris de unos 3 o 4 kilos, y que entre otros muchos pululaba confiadamente por mi lado.

Así que no tuve más que apuntar prácticamente sin sumergirme, y

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disparar un certero arpón que atravesó al animal de parte a parte, más o menos por el centro de su cuerpo rechoncho.

El tiro a pesar de lo fácil y quizá por eso, no fue todo lo bueno que debía y le entró un poco bajo, quedando clavado –el arpón– en las zonas blandas del pez, el cual herido de muerte como estaba se retorcía con todas sus fuerzas –que no eran pocas– para intentar zafarse de aquel trozo de acero que había partido de aquel nuevo y desconocido depredador que había surgido de la nada.

Yo tiraba tan rápido como me era posible del hilo que unía el arpón al fusil a fin de evitar que se soltara antes de poder tomarla con mis manos. Pero no llegué a tiempo y dando una fuerte sacudida se liberó, emprendiendo una torpe pero veloz huída hacia el fondo, dejando un rastro de vísceras e intestinos rotos que rápidamente se esparcían por los alrededores.

Me quedé con el molde y relativamente corrido con el fallo, pero despreocupado porque sabía que con la barbaridad de pescado que allí había no tendría el menor problema para sacar el que no seríamos capaces de consumir en todo el resto del viaje.

… Y entonces… ocurrió

Faltaban un par de metros a lo sumo para que el pescado herido llegara al fondo, cuando una sombra enorme y gris que salió de la nada azul que se encontraba a mi espalda y fuera de mi campo visual, se lanzó como un torpedo hacia el y de un tremendo bocado lo hizo desaparecer sin rastro, alejándose unos metros y girando en redondo quedándose de cara al mismo lugar donde había tomado el “aperitivo” que para el debían ser los 4 k. de pescado que se había tragado en un santiamén.

Era un enorme tiburón martillo de más de 4 m. de largo, que me miraba a corta distancia con sus ojos fríos e inexpresivos, como calibrando las posibilidades de éxito de un ataque directo contra

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aquel “mierdecilla” que ni siquiera había tenido lo que había que tener para hacerse con una triste vieja que él se había tragado sin masticar.

Se acercaba lenta pero directamente hacia mi, y de pronto y sin saber el motivo hizo un giro brusco, se alejó unos metros y nuevamente haciendo un semicírculo más amplio se me acercó de nuevo de forma que hasta podía observar los enormes y afilados dientes que sobresalían algunos de ellos de la formidable mandíbula.

Un escalofrío de terror me recorrió la espina dorsal al observar que dos individuos de la misma especie pero algo más pequeños, aparecían por debajo de mi, recogiendo las sobras que flotaban entre aguas por los alrededores.

Entonces me giré un tanto –a fin de comprobar mi descuidada retaguardia– y pude observar horrorizado, que un poco más allá, tres o cuatro especimenes más –uno de ellos enorme– se encontraban también más pendientes de mi de lo que sería de desear.

Su silueta inconfundible se recortaba en el azul de forma siniestra.

Quise gritar pero lógicamente la boca se me llenó de agua salada y me salió un ruido gutural que nadie podía haber oído y menos interpretado como una angustiosa llamada de ¡¡Socorroooo!!

No sabía que hacer...

Estaba paralizado por el miedo.

Por primera vez en mi vida me encontraba totalmente desbordado por una situación y absolutamente indefenso ante otro ser vivo.

Instintivamente coloqué el fusil delante de mi intentando guarecerme detrás de “algo”.

Entonces me di cuenta de que no había vuelto a cargar y el arpón pendía inerte colgando del hilo atado al fusil.

… Era desesperante.

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Entonces miré a la barquita que afortunadamente estaba cerca y me decidí a moverme hacia ella sin perder la cara a los escualos más cercanos, ya que a todos era imposible.

Cundo hube nadado lentamente unos metros, y ya me faltaban otros cuatro o cinco para llegar a ella, como si hubiera tenido un resorte, volé –creo– por encima del agua hasta la barca, cayendo en su interior con la inercia del propio impulso estando a punto de salirme por el otro lado.

En mi atropellada huida, perdí además de las formas y la dignidad, el famoso fusil que se debió ir al fondo en mi estampida, y creí que las gafas, aunque luego me di cuenta que se me habían pasado al cuello de chiripa o porque no habían sido capaces de superar la barrera de las orejas.

Una vez a bordo de la pequeña Metzeler, arranque el motorcito 3 hp., y emprendí veloz huida hacia el barco sin tan siquiera acordarme de levar el ancla que gracias a Dios no estaba enganchada en el fondo y la lleve a rastras hasta el mismo.

Hasta que no estuve a bordo no conseguí sentirme seguro, y aún allí persistía el ataque de nervios que me hacía temblar y calmé tumbándome en la litera sin poder hablar con nadie, (lo cual agradecí) ya que unos estaban en tierra y DD durmiendo placidamente la siesta.

Cuando los que se hallaban en la isla llamaron, haciendo sonar el silbato que se habían llevado a propósito, pedí a DD que fuera a recogerlos ya que yo no me encontraba bien, y cuando me preguntaron por la pesca contesté evasivamente.

–Es que hay poco pescado y está difícil de coger.

Estoy seguro de que aquel incidente dejó una huella indeleble en la personalidad de mis 20 años. No ya por el riesgo que hubiera podido correr, si no por la cura de humildad que me supuso.

Ya sabía que había situaciones que me desbordaban, que me hacían perder estrepitosamente la gallardía y la seguridad en mi mismo con la que habitualmente me movía.

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Se decidió por la autoridad competente cenar allí mismo, al resguardo de la isla y salir a navegar después en dirección a las islas Canarias de las que nos separaban unas cien millas.

Así lo hicimos y ya con noche cerrada nos pusimos en marcha conectando el motor, ya que vientecillo suave que soplaba del sur no era suficiente para transportarnos a una velocidad aceptable.

Yo realmente no me encontraba del todo bien y pedí hacer la tercera guardia por ver si mientras tanto mejoraba, sobre todo mi debilitado estado de ánimo.

Después de un rato de dar vueltas en la litera y en mi cabeza, me dormí como un tronco hasta el extremo de que decidieron no despertarme cuando me correspondía pensando que efectivamente algo debía pasarme.

Me resucitaron un par de pantocazos que dieron las olas contra el costado del barco que habían subido considerablemente.

Tras lavarme la cara para terminar de despejarme, tomé una manzana y un plátano y salí a cubierta dispuesto a compensar las horas que me habían regalado.

El viento soplaba con más fuerza de lo esperado, por lo que navegábamos “de aleta” a unos buenos 5-6 nudos de velocidad, según pude comprobar en la corredera que estaba situada a la subida de la escalerilla de acceso a cubierta.

Llamó mi atención comprobar que a la “caña” estaba Mabel (que ya había hecho sus pinitos los días anteriores) acompañada solamente por DD, por lo que supuse que “Cuchito” estaría durmiendo.

Ella lucía para no variar un atuendo de lo “más discreto”…

Una camiseta blanca sin sujetador debajo, lo que atraía instintivamente la mirada de “cualquiera que pasara por allí”, y la parte baja del bikini de flores, o mejor dicho de flor... ya que solo había tela para una.

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Les pedí que me dejaran el gobierno del barco y se fueran a descansar si querían, lo que aceptaron de buen grado desapareciendo ambos por la escotilla hacia la zona interior.

Desde mi posición que dominaba visualmente una parte del salón y la cocina, observé claramente algún movimiento sospechoso, (creo que como mínimo algún morreo y algún restregón).

Después él se metió en el camarote de proa, y ella se tumbó en el sofá-cama del salón desde donde yo estirando un poco la “gaita” podía vislumbrar sus cuartos traseros que no era tampoco mal paisaje.

El viento arreció de lo lindo en las horas siguientes y el mar se encrespó en proporción.

Continuábamos navegando con viento por la aleta de babor por lo que izamos todo el trapo posible, y el barco aunque no se podía decir que navegara mal, evidentemente no aguantaba la comparación con la última referencia que teníamos DD y yo… El North Star. Eso era otra cosa.

A la mañana siguiente, domingo, arribamos a Lanzarote con una mar tendida que dificultó la entrada al puerto de Arrecife, y nos dispusimos a aguardar allí a que mejoraran las condiciones climatológicas para seguir viaje.

La relación entre DD y Cucho se enrarecía por momentos, ya que este último podría ser un snob y un tanto pijo pero desde luego no era tonto y sospechaba algo raro entre el Argentino y la “piba”.

Nos fuimos a cenar ellos por un lado y nosotros por otro, quedando en el barco alrededor de medianoche, pues todos teníamos interés en acelerar el viaje y que terminase lo antes posible.

Aproveché para comentar el tema con DD el cual tras meditarlo un momento, se puso serio y me dijo con su marcado acento argentino:

Ese boludo sabrá mucho de dientes pero de mujeres y de barcos no tiene puta idea.

El barco no vale la mitad de lo que ha pagado por él.

Y ella, estoy más que seguro que la ha sacado de la barra de un

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club de alterne del “chino” de Barcelona.

Y si fuera listo, sabría que a una mujer así jamás la debería haber metido 15 días en un barco con otros dos tíos que están en su medio y tienen más posibilidades de lucir que él, pues se arriesgaba a que ocurriera lo que está ocurriendo.

De todas formas “nunca es bueno contar monedas delante de los pobres“... y una mujer que lleva ocho centímetros de tacón en un velero no busca sólo tomar el sol... busca que la miren... y está provocando nuestra atención desde el primer momento.

Y… compadre, “en tiempos de guerra... cualquier agujero es trinchera”. Terminó diciéndome con sonrisa cínica.

En Arrecife de Lanzarote había pocas alternativas de diversión. Así que después de cenar y tomar unas copas, (DD el doble que yo) aunque el viento no había aflojado, nos encaminamos al barco por si Cucho y Mabel volvían pronto también y querían que reemprendiéramos la marcha, pues el tiempo no tenía trazas de mejorar y quizá lo hiciera de regreso.

Llegamos al barco en el momento en que lo hacía también la pareja, que al parecer volvían contentos ya que se les oía reír y hablar en tono poco discreto y a cierta distancia.

Una vez a bordo los cuatro Mabel propuso tomar una copa lo que fue aceptado por todos que ya veníamos con alguna de más.

Nos acomodamos en el salón, y Cucho sacó una botella de J.&B. que colocó sobre la mesa, ella haciendo un alarde de posturitas, sacó una cubitera con hielo, yendo a sentarse haciéndose sitio con pequeños empujones laterales naturalmente en tono de broma, entre DD y yo.

Llevaba un vestido estampado corto y ceñido que al sentarse dejaba al descubierto gran parte de sus piernas…

Se generalizó la conversación hablando de temas intrascendentes, y en un momento surgió el comentario sobre la vida que hacíamos DD y yo.

Él comentaba que había elegido esa vida y que le encantaba, y en

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ese momento Mabel intervino diciendo que a ella también le hubiera gustado hacer algo así, a lo que él jocosamente contestó.

–Pues ahora es tu oportunidad, venite conmigo... yo en 15 días me voy para América.

En ese momento he inesperadamente Cucho, agarrando un tenedor que había encima de la mesa se abalanzó sobre DD poniéndole el mango a modo de arma en la garganta, y le dijo en un tono de ira incontenida.

¡¡Como la provoques más te rajo en canal!!… estás todos los días tras ella y no lo aguanto más…¿te enteras cabrón...?

Nos quedamos todos atónitos ante semejante y desproporcionada reacción y ella la primera en intervenir, dando un tremendo golpe en la mesa con el vaso que tenía en la mano, gritó dirigiéndose a Cucho que estaba fuera de si.

¡¡Basta idiota… más que idiota!!, a mi no me provoca nadie que yo no quiera. No tienes ningún motivo a hacer eso y ningún derecho sobre mi.

Y no os preocupéis que yo se como solucionar el problema. Como yo soy la causa, el viaje para mi se ha terminado. Mañana tomo un avión a Barcelona y se acabó.

El caso es que ese fue el final del viaje.

DD se fue a dormir a un hotel.

Creo que fue lo mejor para evitar males mayores, y a la mañana siguiente con los ánimos más calmados y las copas digeridas, se pensó creo que con buen criterio por parte de todos, que no podíamos en aquellas circunstancias seguir compartiendo un espacio tan reducido como el del barco y faltando aún una gran parte del viaje.

Así que faltaba solo ponerse de acuerdo en las condiciones para solucionar el problema tomando cada uno su camino.

DD vino al barco, Mabel y yo nos fuimos entre tanto a la cafetería del puerto, y media hora más tarde el acuerdo estaba cerrado.

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Quien me había contratado era DD, y por tanto con el era con quien yo tenía que entenderme. Me ofreció 100 dólares y el pasaje de avión hasta Palma desde Gran Canaria vía Madrid. No me pareció mala oferta ya que tampoco me ilusionaba el viaje en tales circunstancias y por otro lado estaba deseando volver a Palma. El ambiente entre todos ellos era bastante tenso como es lógico, y suspirábamos por terminar.

DD y yo recogimos nuestros petates y tras despedirme, manifestando mi sentimiento por como había acabado lo que prometía ser un bonito viaje, agradecí las palabras que con una cierta solemnidad me dirigió Cucho, las cuales fueron más o menos las siguientes:

–Tu Tony a pesar de ser el más joven has sido el que mejor ha sabido estar en su sitio, los demás ninguno hemos sabido hacerlo. Gracias por todo. Si me necesitas alguna vez no dudes en llamarme. Aquí tienes mi dirección.

Y me alargó un pequeño sobre que guarde en el bolsillo.

Me sorprendió gratamente que después al comprobar su contenido, además de la tarjeta con su nombre y dirección, había un cheque al portador.. ¡¡De 5.000 ptas!!

Seguidamente DD y yo nos dirigimos al banco, donde el seguramente comprobaría el cheque que Cucho le entregó y a mi me hizo efectiva la cantidad acordada.

Yo evidentemente no le mencioné nada sobre la generosa propina.

En el mismo establecimiento se despidió de mi con un “hasta luego compañero, ha sido un placer conocerte, eres un gran pibe, sigue así que llegarás lejos. Dichas en “automático” sin un ápice de sentimiento.

Fueron las últimas palabras que crucé con el. Desapareció de mi vida para siempre.

Aún lo recuerdo alejarse por la acera con su petate al hombro, mirando indiferente a todas partes, ajeno a todo lo que no fuera él

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mismo. Tenía la impresión de que nada de lo que había ocurrido le afectaba en lo más mínimo.

Era un bohemio en estado puro. Un trotamundos sin arraigo sin afectos ni sentimientos. Un lobo estepario al que sin parecerme mal su vida ni entrar a juzgar su comportamiento, pues la verdad es que no me caía mal, no me gustaría parecerme.

Aunque al día siguiente lo vi de lejos en el aeropuerto… ¡Acompañado por Mabel…! …¡Ah truhán...!

Preferí evitarlos.

Era una etapa ya pasada.

Desde Lanzarote llamé por teléfono a La Caracola para anunciar mi vuelta con la esperanza de poder hablar con Valerie, o al menos que alguien se lo hiciera saber, pues no me atrevía a pedirlo abiertamente para no levantar sospechas.

Cogió la llamada Yordi que estaba seguro de que no le diría nada.

A mediodía tomé un vuelo Las Palmas Madrid, y el último Madrid - Palma me dejó en mi destino, (salió retrasado) a las 2 de la madrugada.

Llegaba a “mi casa” cerca de las tres.

Estaba nervioso... No podía soportar que “ella” estuviera a escasos metros de mi y no poder verla.

Fui hasta la esquina de la casa por si estuviera encendida la luz de su habitación… no hubo suerte.

Me tenía que conformar y esperar al día siguiente.

Abrí la puerta de la calle con mi llave y subí a mi habitación en la 4ª planta… ¡¡Aaahhh, por fin estaba en casa …!!

Me dispuse a darme una ducha antes de meterme en la cama deseando que pasasen las horas.

Así lo hice, y entonces observé por la rendija de debajo de la

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puerta, que se encendía la luz de la escalera.

Pocos minutos después alguien llamó suavemente …

Se abrazó a mi cuello con sus brazos, y a mi cuerpo con todo su cuerpo … Je t’aime… Je t’aime... Te amo… me susurró al oído…

Para que solo tu me oigas … mis palabras a veces se adelgazan, como las huellas de las gaviotas en las playas…

Pablo Neruda

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Capítulo 6

Ella no fue mi primera experiencia pero sin duda alguna Valerie Dubois fue mi primer amor.

Entró en mi vida de puntillas y en poco tiempo se adueñó de ella sin compasión.

Pero tampoco quería perder el afecto y la confianza de las personas que confiaban en mi, que de alguna manera también se veían afectadas por aquella relación que estaba claro no iba a ser flor de un día.

Así que me armé de valor y me dispuse a hablar con la Sra. Dominique y el Sr. Paco que aunque no eran los padres de Valerie, tenían una cierta responsabilidad sobre ella, creía que se lo debía y prefería que lo supieran por mi.

Ambos dos aunque lo disimularon conocían ya el tema, pues nosotros tampoco lo ocultábamos mucho y Valerie era de la opinión de decírselo por cortesía, pero de ninguna manera a modo de petición de autorización, pues esa era una responsabilidad que nos concernía a nosotros en exclusiva.

No obstante, les dije que si ellos lo preferían me mudaría de domicilio, a lo que me respondieron categóricamente que no, ya que confiaban en un comportamiento correcto por parte de ambos.

Pero la verdad es que la mayoría de las noches ella se acostaba en su cama y milagrosamente se despertaba en la mía, lo cual no era especialmente bien visto por aquellos tiempos.

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Le pedí a Pau que me dejara ocuparme del mantenimiento y cuidado del Orión, pues él además de trabajar en el astillero, lo hacía también de algunos otros barcos cuyos propietarios no vivían en Palma a lo que yo le ayudaba normalmente, y cuando le hice esa petición concreta me respondió con sonrisa irónica.

–¿Qué pasa necesitas un nido donde hacer arrumacos a tu tórtola ¿no?

–Conmigo no tienes que disimular que el que más y el que menos ha sido cocinero antes que fraile... aunque eran otros tiempos los míos.

–No me parece mal que cuides tu del barco del inglés, él sabe que lo harás lo mismo que yo o mejor, pues tienes más tiempo y además ahora quien te ayude, pero con la condición de que te responsabilices también de los otros, pues yo lo hago por compromiso y a ti seguro que te viene bien tener trabajo más cercano... que tienes ya casi una familia.

Me dijo en tono irónico.

El caso es que me encontré con media docena de magníficos apartamentos flotantes a mi disposición, que además y aunque no mucho, me daban algún dinero a ganar, y sobre todo me proporcionaban un lugar independiente y fuera de La Caracola donde poder estar con ella con total libertad.

Hicimos nuestro nido en el Orión, pues su propietario por entonces venía de higos a brevas, y además sabía que no le importaría en absoluto el uso que le daba, o incluso que hubiera vivido en él a cambio de su mantenimiento y cuidado que por supuesto procuraba llevar a rajatabla. Pues por ejemplo, le barnizamos toda la teka de la cubierta y del interior que por cierto era una paliza. Tenía como la patena los winches y piezas metálicas, arrancaba y calentaba el motor, baldeaba la cubierta con agua dulce, etc..

Acondicionamos e hicimos más “vivible” el camarote del armador el salón y la cocina.

Nos hicimos inseparables. El mundo empezaba y terminaba en

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nosotros.

Ella solía decirme que yo era lo único que tenía, pues sus padres pasaban bastante, y yo me sentía el más valiente de los príncipes capaz de vencer a todos los dragones del universo para proteger a mi princesa.

Supongo que como todo el mundo a esa edad, pero para nosotros no existía amor más tierno dulce y apasionado que el nuestro.

Algunos días que ella tenía más tiempo libre, en otro de los barcos que yo atendía, el “Viking”, un West Wind 9 m. propiedad de un alemán amigo de Pau, salíamos a navegar por los alrededores.

Fondeábamos en alguna cala recóndita normalmente en Dragonera, donde nos pasábamos el día tirados en las colchonetas de proa, acariciando kilómetros de su piel de ángel, recorriendo mil veces la curva de luna nueva de su cintura, susurrando en su oído versos y canciones de amor interminables, y eclipsando atardeceres rojos de pasión en el azul inmenso de sus ojos.

“...Son el eterno y cálido preludio de tu piel, amor, y de mi anhelo... Escondidos apenas por tu pelo, tejedor de un frugal mantón de helechos... Son dos conquistadores satisfechos, culpables de mi sed y mis ojeras. Son también la impaciencia de la espera... Son... tus pechos...

A veces le preparaba un columpio sobre el agua, atando entre si las escotas del spy, y dejando que la vela embolsase aire y manejándola yo desde el barco.

La hacía bajar y subir al agua, o elevarse varios metros sobre la superficie cayendo luego con gran estruendo y dándose tremendos chapuzones.

Era una de sus diversiones favoritas, y para mi una hermosura verla

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chapotear completamente desnuda, y oírla reír y gritar como una colegiala.

Aprendió a navegar a vela y a bucear con una estimable soltura.

A mi me encantaba lucirla y presumir de tener la chica más bonita de todo el contorno.

En la entrega de trofeos de una regata en la que participé como tripulante del “Astilleros Palma”, asistimos todas las tripulaciones y acompañantes. Ella vino conmigo. Llevaba un vestidito de cuadritos marrones y blancos que yo le había regalado días antes y se ajustaba a su cintura marcando suavemente sus generosas caderas.

El pelo recogido en una coleta que dejaba al descubierto su nuca y el precioso óvalo de su cara.

Estaba sencillamente “para comérsela”... era sin duda lo más hermoso que había que ver en la ceremonia, incluidos los preciosos barcos atracados en el muelle cercano.

Ella era el objeto de todas las miradas y yo el de todas las envidias. Me puse como un pavo cuando el presentador, (el sr. Tomeu) comentó jocosamente por el micro.

Al niño no se le da trofeo que bastante tiene con el que lleva al lado.

Esta fue sin duda alguna mi época más feliz. Estábamos radiantes hasta el extremo de tener miedo a que algo imprevisto lo estropeara.

Pero de la misma forma que las situaciones extremadamente malas tienen de bueno que tienen que mejorar porque a peor no pueden ir, en el otro extremo ocurre justo lo contrario, por lo que una situación como aquella sólo era susceptible de empeorar y por tanto preludio de negativos acontecimientos.

Una tarde me encontré casualmente con Yordi en la calle y decidimos tomar una cerveza en un bar cercano.

La conversación derivó hacia el tema Valerie. Yo sabía que a él al principio mi relación con ella no le había hecho mucha gracia, pero también estaba seguro que su afecto por mi era sincero y no me

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ocultaría nada que el supiera que podría perjudicarme, por lo que con algunos rodeos terminó por comentarme que había oído una conversación entre “La madame” (como él llamaba a la Sra. Dominique) y Valerie y aunque se desarrollaba lógicamente en francés el lo entendía bien aunque se le hubiera escapado algún detalle.

Hablaban de ti –me dijo –bueno de vosotros, de vuestra relación.

La chica le decía –de eso estoy bien seguro –que no te dejaría por nada del mundo, y que sabía perfectamente lo que hacía, pero la señora le insistía en que tu eres muy buen chico pero no tenías nada de nada que ofrecerle, que vivías al día, que no tenías ningún futuro, y que estaba perdiendo el tiempo contigo.

Le dijo también que por lealtad a su madre (de Valerie) se sentía en la obligación de decírselo, a lo que la joven le contestó que no le importaba en absoluto y que ella también se lo diría.

Como es lógico me dolió la noticia, pero he de reconocer que no me sorprendió del todo, pues me pegaba algo así en la personalidad de la señora.

Pero sobre todo había algo que me entristecía especialmente. Y era que la Sra. tenía razón, por más que me doliese tenía que aceptar que tenía razón. Visto desde cualquier perspectiva con un poco de frialdad, la incertidumbre de mi vida presente y futura era patente, aunque con el ímpetu imparable de mis 20 años estuviese dispuesto a defender el “baluarte” conquistado con todas las armas a mi alcance.

Desafortunadamente una cosa es predicar y otra dar trigo y la realidad que se imponía por momentos, me obligaba a pensar con los pies en la tierra y en el presente, por lo que aunque tenía algunos ahorrillos almacenados no tenía otro remedio que agenciarme “curro,” lo que implicaba ausentarme de aquel entorno, pues aunque no me sería difícil buscarme algo cerca, nunca sería comparable en el aspecto crematístico al que podía conseguir fuera.

Así que con todo el dolor de mi corazón lo comenté con Valerie

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que con carita triste me dijo:

–...¿Y que haré yo tantos días sin ti?... quizá no vuelves más.

–...No te preocupes me pondré el salvavidas para no ahogarme. Le dije intentando poner un toque de humor al asunto.

–Pero te puedes quedar en otro sitio... con otra chica...

Le tomé la cara entre las manos y mirándola fijamente a los ojos le dije en voz baja.

–Ni siquiera yo podría vivir muchos días sin mi corazón... y mi corazón se queda aquí... siempre estará donde estés tu.

–Te quiero Valerie, y no te dejaría por nada del mundo.

–Vaya donde vaya siempre siempre volveré a ti.

–¿tu me quieres?

Decía un “si” en francés que a mi me encantaba. Un oui aspirado que suena como un suspiro, y que por las letras que lo componen solamente se puede decir en ese idioma... se trata de tomar aire cuando se pronuncia “oui”...

Le cubrí la cara de besos...

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Valerie

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Por aquellos días nos enrolamos Chelo y yo desde el mismo Palma, en el “Custodian”, un moderno carguero alemán de la naviera del mismo nombre que navegaba a Le Avre, Ámsterdam, Goteborg y Malmöo en Suecia, Copenhague en Dinamarca, y Kiel en Alemania.

Aunque el Mar del Norte que ya conocíamos bien, no era especialmente de nuestro gusto por lo frío y lo duro del tiempo. Raro sería que en los pasos de Skagerrak y Kattegat, así como el estrecho de Sund, (entre Dinamarca y Suecia) o el helador “Gran Belt”, salida natural de mi viejo conocido Kiel que ahora volvería a visitar, no nos partiera los morros la mar.

Pero momentáneamente no teníamos nada mejor, así que... adelante, y cuanto antes me fuera antes volvería. Estaban previstos unos treinta días de navegación y de regreso desembarcaríamos en Barcelona.

El barco era de tamaño medio (20.000 Toneladas) y relativamente nuevo por lo que estaba bien acondicionado y resultaba bastante confortable.

Bajamos bien hasta Gibraltar donde cruzamos el estrecho con una tremenda “Levantera” que nos llevaba en volandas a lo que Chelo aprovechó para comentar:

-Anda que si fuésemos en un velero con “lo bonita que es la vela”- dijo remedándome con cara de “capullo”.

Me había enrolado de tercer timonel, y de segundo iba un islandés llamado Skuly Danielson. Era un tipo grande como un armario, rubio como las candelas, joven de 27 años, y tonto como el que fue a vendimiar y llevó uvas de postre.

Hicimos buenas migas desde el principio. Cuando coincidíamos en el relevo de la guardia aunque no nos entendíamos demasiado bien siempre nos las arreglábamos para establecer alguna comunicación aunque fuera superficial.

En Ámsterdam donde paramos un par de días salimos Chelo él y yo por la tarde.

Yo quería ir al centro a comprarle algún regalito a Valerie y hablar

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con ella por teléfono, por lo que ellos se largaron al “barrio rojo”, que luego fue archí conocido en todo el mundo, pero por entonces los famosos escaparates con las chicas en exposición era un referente para todo el que quisiera presumir de “cultura del meter” y sobre todo en España, pues ir a ver alguna verdería a Perpignan era solo para la "canalla obrera" de la época.

Quedamos en una cervecería cercana y un rato después apareció Chelo solo con cara de preocupado.

–Vamos Tony, termína eso y ven conmigo... ya verás ya...

–¿Pero es que ha pasado algo ... donde está Skuly ...? –le pregunté.

–No no, nada importante... pero ese tío está pirao ... ya veras.

–¡Cago’n los zapatitos del niño Jesús...! la que está liando...

Debería aclarar que los “palabros” de Chelo, aunque siempre iban contra alguna divinidad, era imposible calificarlos de blasfemias pues jamás aludían directamente al titular, el Señor, la Virgen, o algún santo o personaje bíblico, si no que más bien contra los complementos. Los zapatitos del niño Jesús, las bragas de la virgen, el carro de Elías, la vara de nardo de San José etc. Tenía un repertorio amplísimo y siempre te sorprendía con alguno nuevo... (uno que me hizo especial impacto fue “Cagon´la vajilla de duralex de la ultima cena” ...(Hay que ser rebuscao...).

Poco después, ya metidos en el barrio famoso, nos dirigimos a una de las casas con su escaparate incorporado que en ese momento tenía la cortinilla cerrada donde se veía un cierto revuelo extraño acompañado por voces altisonantes raras de oír por cierto en aquella zona.

Chelo entró delante como conociendo el terreno, y en el saloncito que había a la entrada que comunicaba con el escaparate mencionado, se encontraba recostado sobre la cheese-longe forrada en terciopelo rojo nada más y nada menos que nuestro amigo Skuly, en pelota viva y llorando a moco tendido porque lo querían sacar de allí todas las chicas de la casa ayudadas por dos policías de

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uniforme requeridos ex profeso, aunque entre todos no podían con semejante corpachón de cerca de dos metros, que había cogido una “tranca” como un general y le había dado llorona... no te lo pierdas... porque decía “que no sabía nadar...” ¡¡tomaí...!! (al menos eso le entendíamos en su inglés que tampoco era de Oxford). Luego lo repetía - creo - en un lenguaje ininteligible que debía ser el suyo... ¡¡iiiiiiuuuuu... I’dont suemmen... aaaaaauuuuu I can not suimmen...!! o algo así, aullando como un perro que te partía el corazón, a todo esto en pelotas, con aquel cuerparrón blanco lechoso y una “gurrina” como una garrapiñada, perdida entre los cuatro pelos rubicundos de la zona, detalle que seguro que a nadie le había pasado inadvertido y era un motivo más del cachondeo general.

El cuadro era de traca.

No sabía que hacer ante semejante situación, y nos propusimos ante todo vestirlo y luego tratar de sacarlo de allí.

Pero cuanto más intentábamos arrancarlo de la “cheese-longe” más se aferraba a ella y más arreciaban sus lloros con lagrimas como garbanzos rodando por su cara de pepón insistiendo una y otra vez en que no sabía nadar... ¡no te jode!.

Los policías haciendo gala de una gran paciencia y con buen criterio, (si llega a ser un “picoleto” hispano de la época se hubiera enterado) decidieron dejar que se durmiera, lo cual hizo en minutos y luego más relajados lo vestimos entre todos y como un fardo lo metimos en un taxi y nos retiramos al barco a dejarlo dormir la mona en su cama.

Pero no contábamos con que había que subirlo por la escala del barco... ¡ ríete de misión imposible!...

Probamos de todas las maneras hasta que agotados desistimos con todas las ganas del mundo de echarlo al agua, más que nada para comprobar si lo de nadar era verdad o no.

Finalmente llegaron dos marineros más de la tripulación que nos ayudaron, y no sin gran esfuerzo conseguimos llevarlo a su cama de donde no se movió hasta que le tocó su turno de guardia, ya navegando unas cuantas horas más tarde.

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La historia, aunque Skuly no llegó a conocerla nunca con detalle, pues para nosotros era difícil de explicar y para el de recordar, hizo que nos tomase un cariño sin medida, y lo teníamos siempre como un San Bernardo de esos tontorrones que hay que no te pierden la cara. ... Pues igual.

Nos invitó –seguro que de todo corazón– a su casa en Islandia, cosa que tiempo después aproveché y tendré ocasión de contar.

El resto del viaje transcurrió sin incidentes dignos de mención salvo el tremendo frío en todos los puertos que tocamos a pesar de la ya avanzada primavera, y las malas condiciones tanto en el mar del Norte como en el Báltico. Skajerrat era un infierno con olas como montañas y vientos silbantes y heladores, y el canal de Kiel volvió a ponerme los pelos de punta de la misma forma y por los mismos motivos que las ya lejanas primeras veces que tuve ocasión de cruzarlo.

31 días después de haber salido llegábamos a Barcelona, y esa noche tomábamos el Joan March con destino a Palma donde llegábamos como estaba previsto a las 7 de la mañana.

Había quedado con Valerie en que nos veríamos en La Caracola, pero nada más desembarcar vislumbré su inconfundible melena rubia entre la gente que esperaba a los pasajeros que recién llegábamos.

Un minuto después la tenía colgada de mi cuello y con su cuerpo pegado al mío.

No fuimos a La Caracola, tenía el día libre y tras desayunar en la estación marítima sin dejar un solo instante de mirarnos de tocarnos y de besarnos con pasión incontenida, (por entonces no era habitual hacer ese tipo de exhibiciones en público), nos fuimos al Orión... ella que ya lo tenía fríamente calculado, como me reconoció con risa picara, lo había preparado todo incluido un pequeño ramo de flores que había en un jarroncito sobre la mesa.

Yo le dije que tenía un regalito para ella, a lo que me respondió sin abandonar su tono picarón e insinuante... yo otro para ti... ¿quieres

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verlo...? comenzando a desabrocharse la camisa rosa que llevaba...

- ... Sinvergüenza, no me refería a eso...-

- ...ja ja... yo si...-

- ...¡ tonta...! -

- ...¡ guapo...! -

Siempre presumía de ser más desinhibida que yo para “esas cosas”... y le encantaba demostrármelo.

Un rato después saque del petate el regalito primitivo al que me refería el cual le encantó. A mi también me alegró ya que había gastado una pasta en él. Era una cadenita para el cuello con un caballito de mar de oro con brillantitos pequeños pero auténticos que le había comprado en Ámsterdam, que por aquel entonces era el centro del mercado mundial de piedras preciosas, y según parecía se conseguían precios más razonables.

Se lo colocó de inmediato y jamás se lo volvió a quitar mientras permaneció conmigo.

Mi relación con “La Caracola” se había deteriorado claramente, sobre todo con la señora Dominique que era el epicentro de todo aquel entorno. Quizá individualmente no, pues yo estaba seguro que el Sr. Paco, Yordi, la sra. María (de la limpieza), seguían teniéndome la misma estima y simpatía, pero nada era igual, yo mismo no fomentaba las tertulias anteriores ni frecuentaba la casa con la misma asiduidad. Algunos días hasta me quedaba a dormir en el Orión y ella naturalmente conmigo, pues en la casa, le dije a Valerie, que debíamos evitar en lo posible provocar el empeoramiento de la situación y que debía quedarse en su habitación por la noche, lo que consiguió hacer solo la primera, pues a la siguiente a las 2 de la mañana estaba en mi cuarto con un camisoncito blanco y cortito, y una batita del mismo color encima, diciéndome que no podía dormir sola sabiendo que yo estaba tan cerca... y francamente... no tenía fuerzas para llevarle la contraria.

Así que la mayor parte de los días, en cuanto ella podía nos íbamos de allí a fin de poder estar con más libertad, yo sabía que ese

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alejamiento no era bueno ni para ella ni para mi, ni naturalmente para nuestra relación. Pero no podía hacer más, y tratar de convencer a la señora de que viera con mejores ojos la situación era poco menos que imposible.

Al igual que un temporal es una prueba de fuego, y deja al descubierto los defectos marineros de un barco a pesar de la buena apariencia que este tenga, el “temporal” de mi relación con Valerie vino a poner en evidencia las grandes lagunas de mi montaje de vida, que en aquel momento me parecía casi perfecto.

... No era verdad, o quizá si lo era pero a condición de permanecer absolutamente sólo, era el alto tributo que tenía que pagarle a aquella forma de vida.

Que razón tenía una vez más mi admirado Antonio Machado.

“me encontrareis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo... como los hijos del mar...”

Verdaderamente es imprescindible ir ligero de equipaje para ser hijo del mar.

Era un montaje individual para no depender de nadie y que nadie dependiera de mi. Podría ciertamente, buscarme un trabajito en tierra e ir tirando como tanta gente, pero... ¿era eso lo que quería yo a mis 20 años...?

Prefería no pensarlo, pero no podía dejar de reconocer la lógica de los argumentos de Dominique sobre mi, y las palabras del “filósofo” DD cuando en una ocasión me arengaba y concluía diciendo que había que tener perfectamente claro que era una vida para vivirla en solitario, y que tenias absolutamente prohibido algo que para la mayoría de la gente es fundamental y difícilmente controlable.

Enamorarse.

Algo a lo que yo había sucumbido a la primera oportunidad...

Pero como podía renunciar voluntariamente a consumirse en aquel fuego maravilloso que te devoraba al contacto de su cuerpo. Al brillo de sus ojos, al te amo de sus labios.

Al nudo indisoluble de sus brazos alrededor de mi cuello...

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¿Valdría yo para ser insensible a todo eso...?

Con la situación que como digo había perdido bastantes cosas, (aunque ganado otras), no había renunciado en absoluto a mi devoción por la pesca-sub, la cual llevaba una temporada sin practicar, pues entre el “mal rato” de Las Salvajes, el último viaje al Norte y todo lo demás, lo cierto es que había abandonado un poco su practica por lo que me dispuse a recuperarla de inmediato.

Aprovechando que uno de los socios del club con barca motora a quien yo conocía bien, y se disponía a ir al vecino puerto de Andratx lo que le obligaba a pasar por el Cabo de Cala Figuera, del que tenía excelentes referencias como zona de pesca, le pedí que me dejara al pasar en algún lugar que le indicaría y por la tarde me recogería Pau en su 2 hp. Citroen en la playa del mismo nombre, por donde saldría a nado después de haber hecho el recorrido pescando que calculaba en unos 1500/2000 m., que aunque era una distancia respetable no era un gran problema teniendo todo el día por delante.

Dicho y hecho, cuando llegamos a la vuelta de la punta del cabo, en una zona que me pareció buena, me dejaron los ocupantes de la embarcación referida no sin antes advertirme de lo imprudente de mi decisión.

Efectivamente la pesca era buena y abundante, pues en esa época esas zonas alejadas del mundanal ruido de las playas, eran semivirgenes aunque precisamente Baleares y concretamente la isla de Mallorca fue pionera en esta actividad deportiva.

Un par de horas más tarde llevaba ya colgado del portapeces de la boya 5 o 6 buenas piezas, entre ellas un mero de unos 5/6 kg., algún “llovarro” también de buen tamaño, y algunas piezas más.

El caso es que entre el peso del pescado y una corriente respetable que corría en mi contra, el esfuerzo me estaba pasando factura y me encontraba más cansado de lo previsto, sin que esto llegara a preocuparme pues era cuestión de tomármelo con calma y si no salía en dos horas saldría en tres.

En esas estaba cuando me pareció oír el rumor de un motor cerca

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de donde me encontraba. Levanté la cabeza y pude comprobar sorprendido, que una embarcación neumática de color gris (Zodiac indefectiblemente en aquel tiempo), se aproximaba velozmente por mi retaguardia, ocupada por dos personas, una de ellas vestido con traje de neopreno como yo y otro que llevaba el motor, con ropa normal.

Instintivamente levanté la mano e hice señas para que se detuvieran y se me acercaran, a lo cual accedieron después de alguna duda y algún comentario entre ellos.

Les pedí por favor que me dejaran cerca de la playa,ya que iban de hecho en aquella dirección, y el pescador que era un tipo de unos 36 o 38 años aunque aparentaba 150, bajito, calvo, feo y antipático hasta la saciedad, con una voz chillona y nasal que daba igual lo que dijera, sonaba siempre mal, le decía al que manejaba la barca, que no podían llevarme porque quería mirar un par de zonas más antes de llegar a donde les había dicho de quedarme .

El otro que era más normal incluso de aspecto, le respondió que no debían dejarme allí ya que estaba lejos aún de la playa, y que si por casualidad me ocurría algo él no quería problemas.

El caso es que a regañadientes me aceptaron en la barca, y cuando subí a la misma me quedé totalmente boquiabierto del panorama de su interior.

Había dos canastas grandes y cuadradas de plástico blanco, atiborradas de pescado, todo buenas piezas y de buen tamaño, sargos, lubinas, corvallos, brotolas. Además fuera de las cestas en el suelo de madera de la embarcación, 3 enormes meros cada uno de ellos... ¡con más de 20 kg.!. Asombrado intenté comentar el tema de la pesca con ellos pero no me dieron opción alguna, y siguieron la ruta hablando de cuando en cuando entre ellos, en mallorquín por supuesto, e ignorándome por completo.

Poco más adelante volvieron a pararse, preparándose el “figura” para volver al agua, por lo que aproveché para decirles que yo seguiría a nado, pero no pude evitar la curiosidad de esperar por las inmediaciones para verlo actuar... y la verdad es que mereció la pena.

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El tío, con todo lo feo que era y la cara de campuzo que tenía, se pegó una bajada delante de mis narices por debajo de los 20 m., de manera que a pesar de la transparencia de las aguas apenas alcanzaba a distinguirlo, lo que para esa época era algo de no creerlo, subió ya sin el fusil, señal inequívoca de que había disparado y no había podido sacar la pieza, y a la siguiente inmersión... ¡traía atravesado en la varilla otro “merazo” como los de la barca..!

... y yo me creía que sabía pescar...

Me fui hacia la playa que ya estaba relativamente cerca con las orejas gachas, y la sensación de haber recibido otra lección de humildad en algo en lo que... iluso de mi, me consideraba ya un maestro.

De todas formas el día me salió redondo, pues poco antes de salir, en no más de tres metros de agua en unas zonas de algas que había a escasos 50 m. de la orilla, una gran dorada real pastaba indiferente a mi presencia hasta el extremo de permitirme que me colocara encima de ella... prácticamente en su vertical... con lo que no tuve más que caerle un poco encima atravesándola de arriba abajo de un certero disparo sin apenas esfuerzo...

¡Pesó 5,5 kgs. !

Un par de semanas después por casualidad, cayó en mis manos una pagina deportiva del “Diario de Mallorca” donde aparecía una foto de un tío que a mi me sonaba de algo, debajo de un titular que decía:

“El mallorquín JOAN GOMIS, conquista por segunda vez el título mundial de pesca submarina”.

Era el feo que me recogió en la barca.

Nada menos que el campeonísimo Joan Gomis, dos veces campeón del mundo, varias de Europa y España, y uno de los más laureados de la historia.

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Años después, participando yo en algún nacional donde también lo hacía él, quise recordarle la anécdota pero me demostró de nuevo que al merecido galardón de campeón de pesca podía haber unido sin gran esfuerzo el de “Antipático Mayor del Reino” en el que seguramente hubiera también arrasado sin necesidad de entrenamiento. Si bien en honor a la verdad he de decir, que en ocasiones posteriores tuve oportunidad de comprobar, que sin ser especialmente cercano ni agradable en su trato con desconocidos, era un magnifico deportista, y su actitud se debía a una insuperable timidez, más que a una falta real de calidad humana.

De todas formas con mi pesquera de aquel día hicimos una excelente comilona en el bar/restaurante del astillero, a la que asistieron además de los amigos que trabajaban en el mismo, Pau, Joan, Pedro etc. gente del club, el Sr. Paco y Yordi, lo que para mi fue especialmente gratificante estando como estaban las cosas.

Uno de aquellos días Valerie me dijo que había hablado con su madre, y esta le había pedido verse con ella en Paris, y le gustaría que yo la acompañara, pues sabía que no lo conocía y le encantaría enseñármelo.

Me quedé un tanto sorprendido ya que pensé que su madre querría entre otras cosas, hablar de nuestra situación, y me parecía cuanto menos poco oportuno estar presente. Ella le quitó importancia al hecho y me dijo que su madre ya lo sabía y que no se metería en eso, sobre todo si la veía a ella tan segura como estaba.

Así que preparamos el viaje en vuelo directo desde Palma para la semana siguiente, estaríamos de jueves a jueves, y su madre solo estaría 3 días.

Habló con dos amigas estudiantes que vivían allí, y quedó en que iríamos a dormir a su casa.

Era tal la alegría e ilusión con que preparaba todo el viaje, que estaba radiante y a mi me lo había contagiado de tal manera que me parecía el primer viaje de mi vida. Claro que en cierto modo lo era al menos en unas circunstancias tan particulares.

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El jueves siguiente como estaba previsto, tomamos un “Caravelle” de Air France rumbo a Paris.

Aterrizamos en París hacia media mañana con un día lluvioso y frío; seguidamente nos fuimos al apartamento que las amigas de Valerie tenían alquilado en una callejuela del barrio de Montmatre, zona típica de estudiantes y de la bohemia parisien de la época.

Al llegar nos esperaban con mal disimulada curiosidad, ya que pude vislumbrar a las dos chicas observándonos desde la ventana del tercer piso, donde minutos después ascendíamos a bordo del vetusto ascensor, que a juego con el resto del inmueble consiguió a duras penas elevarnos a la altura correspondiente.

Sin dar lugar a pulsar el timbre de la puerta, esta se abrió apareciendo ante nosotros las dos habitantes del minúsculo apartamento, que inmediatamente se fundieron en un caluroso abrazo con Valerie entre risas y expresiones familiares que yo quizá no entendía del todo, pero que tampoco eran difíciles de imaginar, y desde luego sin quitarme ojo de encima aguardando a las presentaciones de rigor que se sucedieron de inmediato.

–Bon, alour... estas son mis amigas, Anne Marie, y Cristine.

– Compartíamos otro apartamento cuando yo estaba en París.

–Este es Antonio de quien ya os he hablado. Es español...pero...¡atención! es sumamente peligroso... con las chicas, dijo sonriendo y tomando mi mano entre las suyas tirando suavemente de mi hacia el interior.

–Hola, encantado de conoceros –dije –besándolas en la mejilla tres veces a cada una como era preceptivo en francés.

Anne Marie, era una chica bastante alta, delgada, de pelo rojizo corto y rizoso, cara huesuda y angulosa, boca grande y bien dibujada, y ojos verde oscuro que ocultaba parcialmente tras unas gafas redondas tipo “Lenon” que le daban un aire sesudo e intelectual.

Su figura era también longuilínea y enjuta, enfundada en unos vaqueros raidos que cantaban la ausencia de curvas.

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Pero en conjunto su presencia era agradable a pesar de su gesto adusto y un tanto ausente.

Con movimiento mecánico, se quitó las gafas y limpió sus cristales con el interior del faldón de la camiseta que llevaba puesta, que en su parte delantera representaba una rana fumando un “peta”.

Me miró distraídamente y esbozó una sonrisa de compromiso que en absoluto me aclaró la impresión que a primera vista le había causado, pero lo que si estaba claro era que desde luego no la había dejado sin aliento...

Eché una ojeada a mi alrededor, comprobando que el apartamento era en realidad algo mayor de lo que al entrar me había parecido, pues advertí otra puerta en la que no había reparado, que al parecer daba paso a otra habitación, y realmente donde nos encontrábamos era el recibidor/salon/comedor/cocina, pero no dormitorio... con lo que respiré aliviado, pues ya me estaba viendo en una “cama redonda” lo que para la primera noche me parecía excesivo.

Sonaba para mi gusto demasiado alto, a no ser que la hubieran puesto a propósito a modo de himno de bienvenida, una canción de Joan Báez, procedente de un giradiscos que estaba sobre una mesita baja en un rincón en la que se veían esparcidos distintos L.Ps, pudiendo advertir desde donde me encontraba las carátulas de dos de ellos de “The Beatles” y Francois Hardy respectivamente.

El resto de la habitación contenía una pequeña cocina americana en un lado, separada del resto por una minúscula barra de madera oscura. Un gran sofá, supuse que cama, y una lámpara de pié junto a él. Dos sillones diferentes del sofá y entre si, una gran vasija de cristal con unas flores secas de dudoso adorno junto a la entrada, y un par de globos de papel blanco y rojo con una bombilla dentro colgando del techo hacía el centro de la habitación.

Las paredes estaban “aderezadas” con distintos posters, llamando mi atención uno de ellos con el perfil de la cara de Freud, donde el autor hábilmente, había conseguido que con parte de los rasgos altos del rostro y la frente, se formara la figura de una mujer desnuda, y una frase en inglés entre interrogantes, ¿what’s men’s mind...? (que tiene los hombres en la mente...?) con lo que la respuesta estaba

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implícita en el dibujo.

Este póster entre otros estuvo muy de moda por aquel entonces, principalmente entre la gente con pretensiones modernistas liberales y progresistas, y obviamente no se podía adquirir en la casta España de la época, pues bueno estaba el patio para consentir contagios del otro lado de los Pirineos.

Yo mismo me hice con él años después adquiriéndolo en Andorra, y formando parte de la exigua decoración de mi casa durante largo tiempo.

La otra chica Cristine, era la antítesis de su compañera de piso.

Una morenaza guapa con cara picarona a lo que contribuían las dos coletas bajas que pendían de ambos lados de su cabeza hasta casi la altura de los hombros. Tenía unos ojos casi redondos como de permanente asombro, jalonados de largas y densas pestañas, y una boca prominente y sensual que con permanente sonrisa dejaba entrever sus pequeños y nacarados dientes.

Su cara recordaba a las de los dibujos animados japoneses, si no hubiera sido porque su figura, desde su generosa zona pectoral, hasta su jacarandosa grupa, en nada inspiraba instintos infantiles, antes bien, la pelusa oscura que descendía por la parte trasera de su nuca internándose con osadía hacia su misteriosa espalda, invitaba a plantearte la profunda reflexión de que... cuando en la costa nieva... ¿ que pasaría en la sierra...?.

–Así que este es tu marinero...¿eh...? –dijo en francés dirigiéndose a Valerie girando a mi alrededor con simpática actitud de explorarme...

–Il´est bien bronçèe ¿eh?... (está bien moreno )... e fort...

Continuó cómicamente tocándome con la punta de su dedo uno de mi brazos a través de la cazadora que llevaba puesta.

Valerie con cara divertida la dejaba hacer, y poco después se generalizaba la conversación entre ellas llevándome a la convicción de que o hablaban otro idioma o yo sabía menos francés del que creía pues prácticamente no me enteraba de nada, aunque advertía

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que en ocasiones se referían a mi ya que me miraban con descaro haciendo gestos y comentarios que provocaban sus risas.

Aguanté el examen como pude, y entendí que en principio habían pensado cedernos a nosotros la habitación independiente, pero Valerie dijo que prefería la gran cama del sofá para nosotros ya que dentro eran dos individuales, lo que provocó más comentarios y risas cuando Cristine proponía que se pondrían un cascabel en el tobillo para no sorprendernos por la noche.

Continuaron tomándome el pelo, (entonces tenía un hermoso tupé) sobre todo por parte de la cómica y descarada Cristine, que no paraba de gesticular y hablar entre risas y frases en su mayoría ininteligibles para mi, comparándome con Popeye el marino y Valerie como Olivia su mujer.

Hacia mediodía Valerie se marchó pues había quedado a comer con su madre, y las otras dos también. Anne Marie que estudiaba ciencias políticas, tenía clase según dijo, y Cristine había quedado con no se quién, por lo que mi primera tarde en París la pasé solo, lo cual no me importó en absoluto pues ya estaba más que acostumbrado a situaciones parecidas y además me encantó recorrer el precioso ambiente de Montmatre a mi aire, y tiempo tendría de hacerlo en compañía, pues entendía y ya lo habíamos hablado, el compromiso de Valerie con su madre sobre todo el primer día.

Ella volvió hacia las 7 y me contó que como esperaba, su madre después de oírla le había comentado que su relación conmigo era cosa suya y que ya tenía edad de saber lo que le convenía o no, pero que según la opinión de Dominique, con quien ella había hablado, yo no era precisamente un mirlo blanco.

Cenamos en un pequeño barato y acogedor restaurante de las inmediaciones, y terminamos en un Jazz-Pub cercano con un encantador y bohemio ambiente que ella dominaba perfectamente.

La semana transcurrió rápida y felizmente y no hizo más que confirmar y fortalecer nuestro sentimiento.

Recorrimos, paseamos, descubrimos, y disfrutamos el todo Paris,

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como dos jóvenes enamorados.

Las amigas de Valerie, sobre todo la incorregible Cristine, nos imitaba besuqueando y sobando a Anne Marie provocando la risa de todos, tenía un desparpajo y una cara dura que rayaba la provocación.

Una tarde estando solo en el apartamento, (Valerie había quedado con su padre) se presentó (Cristine) inesperadamente para mi, y tras saludarnos e intercambiar algunos comentarios y bromas, entró en el baño que estaba justo al lado de la entrada a la habitación, y tras permanecer allí un rato al parecer duchándose, apareció con una toalla liada a la cabeza para secarse el pelo, y con un albornoz celeste y cortito, con cremallera de arriba abajo completamente abierto, ¡¡y en pelota picada...!! salió distraídamente como si no hubiera nadie, con una lima de uñas en la mano y canturreando. Yo me quedé de piedra, y primero pensé que aquello oscuro que se veía en su parte frontal y a media altura, era el gato, que tenía ese color azabache y más o menos ese tamaño, pero me fijé bien y observé que no...que no tenía ojos, con lo que ya no me cupo duda de que se trataba de otro animal domestico, y prudentemente miré para otro lado a fin de no provocar sus iras, pues tenía entendido que son muy agresivos, más cortado yo que ella que desde luego no lo estaba nada.

Cuando vino Valerie y se lo conté, le iba a dar algo de risa y sin pensarlo a la mañana siguiente que volvimos a ver a la protagonista, se lo explicó entre bromas ante la indiferencia de esta que se encogió de hombros y se quedó como estaba, haciendo algún comentario jocoso sobre la mentalidad de los españoles.

¡ Coño...! pues me gustaría a mi saber que mentalidad hay que tener para ante un acontecimiento así mantenerte indiferente como si estuvieras acostumbrado a verlo todos los días.

El jueves siguiente como estaba previsto, volvimos a Palma donde me aguardaba un mensaje que había dejado mi madre para que la llamara.

Así lo hice aquella misma tarde, recibiendo la noticia no por más esperada menos temida, de mi incorporación al ejercito español en

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el tercer reemplazo de aquel mismo año del Señor de 1966, en el mes de Octubre día 21 debería presentarme en la zona de reclutamiento de Córdoba la llana. Fecha inolvidable que marcó el punto de inflexión de mi vida futura en multitud de aspectos importantes.

De momento me colocaba en la disyuntiva de si dedicar aquellos meses que me faltaban, (estábamos en Mayo) a trabajar y almacenar alguna “pasta fresca” a fin de dejar algún dinero a mi madre que cubriera la ayuda a lo que ya estaban acostumbrados, y de paso guardar algo para mi que apoyara un poco la época de “guerra” que se me avecinaba, y según tenía entendido con alguna ayuda extra era mucho más soportable. Pero por otra parte lo que realmente me pedía el cuerpo a gritos, era dedicar ese tiempo a disfrutar de mi chica.

Una vez más se impuso la obligación a la devoción, y tras digerir a duras penas la cruda realidad, nos embarcamos de nuevo con el inseparable Chelo, en un “rolon” de bandera española, el “Aurelia” con rumbo a Génova, y desde allá, en un aburridísimo petrolero hasta La Taquia en el Golfo Pérsico, donde si nos descuidamos hago yo las practicas de artillero, ya que pocos días después de volver de allí, se produjo la famosa “Guerra de los seis Días” entre Palestinos e Israelitas, a tiro de piedra de donde habíamos estado.

De regreso a Barcelona, surgió la oportunidad de un nuevo enganche en el “Monte Altube” que se disponía a cargar una partida de vehículos en su mayoría militares, con rumbo a lo que entonces se denominaba Guinea Española concretamente a Santa Isabel, y al regreso lo haría con una carga de madera.

No nos lo pensamos mucho, y pocos días después estábamos bajando la costa africana sin grandes contratiempos.

Llegados a nuestro destino, (Santa Isabel) en unas horas libres de que dispusimos junto con otros dos compañeros de la tripulación, uno gallego y otro vasco, nos fuimos a recorrer lo poco que había que ver de la capital, si es que aquel misérrimo amasijo de casuchas mezcladas con un enjambre de personas a juego, merecía tan pomposo nombre.

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En una de ellas llamó nuestra atención una gran cantidad de jaulas con animales autóctonos, principalmente pájaros y monos de todos los colores y tamaños. Nos paramos un rato a curiosear, y un monito pequeño que había de tamaño poco mayor que una rata, se fijó en mi, y yo he de reconocer que en él... y nació el amor. No nos quitábamos la vista el uno de los ojos del otro. Me acerqué más, y él se ruborizó visiblemente afectado por mi presencia. Entonces un anciano de unos 40 años que dirigía las operaciones y que debía ser su padre intervino astutamente, abrió la jaula y sacó al animalillo que en cuanto se vio libre dio un ágil salto como correspondía a su naturaleza, y se me abrazó como si llevara toda la vida esperándome...Ya no pudimos separarnos.

Chelo, celoso de la historia de amor que de nuevo llenaba mi vida, le echó la vista encima a un a un pedazo de loro verde y colorao que había también por allí, y después de negociar la parte menos romántica pero también imprescindible de las pelas, fuimos aconsejados por el “jefe” a la oficina de aduanas a fin de legalizar la situación de nuestros nuevos compañeros de fatigas, que de no ser así podríamos tener problemas con su entrada en España, lo que hicimos rápida y fácilmente, pues estaba todo estudiado de manera que al día siguiente disponía de un documento que me acreditaba como padre adoptivo legitimo de un “tití caraazul” que atendía al nombre de “Crispín”. (que se me ocurrió en aquel momento).

Al regreso se convirtió en la atracción del barco, era simpatiquísimo y divertido verlo, cuando algún rato lo sacaba de su jaula, como se recorría la estancia en que estuviéramos, (el comedor por ejemplo) en tres saltos, apoyándose en lo que tuviera más a mano, y de paso quitándole la gorra, o el cigarro o cualquier cosa que llevara algún marinero espectador que hubiera por allí, e inmediatamente me la traía y se refugiaba en mi brazo buscando protección por la travesura realizada.

Al cuarto día del viaje de regreso, nos levantamos con la sorpresa de que el loro de Chelo había muerto, lo cual creímos que supuso un cierto alivio para el, pues no se le veía muy convencido de la gracia de aquel bicho que hasta el momento consistía en dar unos tremendos

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gritos y unos picotazos que te podías quedar sin el dedo, si osabas ponerlo a su alcance.

Una vez en Palma tras las presentaciones de rigor entre Crispín y la gente de mi entorno, se me planteó el problema de donde ubicarlo, pues aunque a todo el mundo le había encantado, evidentemente en La Caracola no podía vivir, así que una vez más mi eterno conseguidor Pau, vino en mi ayuda y logró que pudiera dejarlo en una zona del astillero, que estaba bajo techo aunque al aire libre donde se almacenaban las maderas.

Se le hizo un palo redondo hasta el techo, con dos travesaños arriba, y se le sujetó con una argolla al palo y una cadenita con un arnés a la cintura del monito, con lo que podía subir y bajar por el mismo o quedarse arriba, aunque yo iba todos los días y me lo llevaba un rato al parque o a algún lado para que saltara libremente, pero la verdad es que me empezaba a cansar de llamar siempre la atención donde quiera que iba con él.

Entre Valerie y yo, el día a día estaba impregnado inevitablemente por el punto de tristeza que ponía la proximidad de mi inminente marcha.

Teníamos un hambre desmedida de estar juntos, de aprovechar el tiempo que nos quedaba.

Fueron unos día preciosos e inolvidables. Era Septiembre del 66, formábamos un trío íntimo e inseparable. Valerie el mar y yo, juntos a cualquier hora del día o de la noche.

Prácticamente vivíamos entre el “Orión” y el “Viking”. Ambos éramos conscientes de la prueba de fuego que sería aquella larga separación para nuestra relación, sobre todo por las circunstancias personales que concurrían, y estaba seguro de que ella no aguantaría allí mucho tiempo sin estar yo, con lo cual lo imprevisible del futuro nos atormentaba uniéndonos más si cabe, temerosos del paso del tiempo y tratando de hacer cada minuto único y excepcional.

Y como era previsible llegó el día.

El 5 de Octubre del 66 debería tomar el “Ciudad de Palma” de

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“Transmediterránea” rumbo a Valencia, y desde allí en tren hasta Córdoba mora y sultana, pues quería pasar unos días con mi madre y ya le había sisado unos cuantos, antes de incorporarme a mi destino de Campo Soto en Cádiz, donde realizaría el periodo de instrucción previo al destino definitivo en Ceuta.

El día anterior a mi partida, viernes, hicimos una emocionante comida de despedida con la gente del astillero, algunos del club y de La Caracola.

Por la noche tras recoger mis cosas de mi habitación, me despedí de la Sra. Dominique que estuvo especialmente cariñosa y expresiva, diciéndome incluso que si a mi vuelta quería aquella seguiría siendo mi casa. El Sr. Paco y Jordi quedaron en acompañarme al puerto por la mañana.

Pasamos casi toda la noche en la cubierta del “Orión” bajo las estrellas, arrebujados en una manta que nos defendiera del frío de la madrugada que ya empezaba a notarse en aquellos últimos días del verano...

Nos hicimos cientos de promesas de amor eterno.

Miles de caricias y de “tequieros” sellaron nuestro pacto de mantener nuestro sentimiento por encima de cualquier otra circunstancia. De amarnos por siempre, de que nada ni nadie lograría separarnos.

El graznido de una gaviota posada en uno de los candeleros de popa nos sacó del hechizo de la noche y nos devolvió a la cruda realidad.

Eran las 7,15 y el barco salía a las 9.00.

Poco después aparecía Pau, con su 2 cv. acompañado de Chelo y de Joan “el ahogado”, y al momento el Sr. Paco y Jordi en el 600 del primero.

Recogí mi viejo saco marinero, la jaula con Crispín, que educadamente había saludado a todo el mundo, le entregué a Pau las llaves del “Orión”y del “Viking” y nos fuimos a la terminal de la “Trans..” donde tras desayunar me fundí en un abrazo con cada uno

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de ellos.

Pau con un brillo especial en sus ojillos azules y la voz quebrada al final de la frase me dijo:

Adeu pardall, te farem en falta, cuídate y vuelve cuando quieras.

Chelo estaba como un flan y no pudo articular palabra, igual que Joan y Jordi.

Valerie se había apartado un poco del grupo sin poder reprimir las lágrimas.

Hicimos lo posible por mantenernos enteros.

Au revoire mon amour, ye t’attendre.... Te esperaré siempre...

...No era verdad...

Pero...¡ que importaba eso !...

¿Qué es verdad y qué no lo es en el amor?...

Si no el instante efímero en que dos cuerpos y dos almas se funden en uno solo y un suspiro es toda una eternidad...

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Capítulo 7

Ahora comprendo porque todo el mundo cuando habla de su época de mili cuenta que estuvo “enchufao” y no hizo guardias... esta clarísimo...¡ las hice todas yo ¡...todas esas las hice yo...que no es que hiciera guardias “es que vivía de guardia” hasta el extremo de pedirle a mi capitán que no me enviara más al polvorín del “Desnarigao” de guardia lo cual hacía un día si y otro no, pues era preceptivo que entre una y otra hubiera como mínimo 24 horas de intervalo, es que ese tiempo me lo pasaba en el camino, ya que entre el acuartelamiento del Monte Hacho (mi destino) y el polvorín, había sus buenos diez kms. los cuales tenía que cubrir a pié, con lo que solo me daba tiempo a lavarme las manos y salir zumbando porque... casualmente “tenía guardia en El Desnarigao”... ¡No jodas...yo al Desnarigao...!.. ¿Dónde está eso?... ¡si casi no lo conozco!

Así que le pedí al capitán quedarme fijo allí, pues iba camino de convertirme en la sombra de Zatopek que aunque era el imbatible campeón mundial de Maratón notaba ya mi aliento en el cogote.

Pero será mejor ir por partes.

Pocos días después de mi llegada a Córdoba, donde fui recibido junto a Crispín con palmas y olivos, comenzaban a hacer mella en mi ánimo los motivos que años atrás me había impulsado a huir de aquel entorno, que como era normal lejos de corregirlos, el tiempo los había aumentado, de manera que mi “amantísimo” padrastro había unido a las ya conocidas cualidades de las que había hecho el lema de su vida: “Paso corto vista larga y mala leche”, las de opositor frontal a cualquier forma de esfuerzo que supusiera dar un

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palo al agua, con lo que su decálogo de mandamientos como los de Moisés, también se concentraban en dos.

“Hacer tan fácil la vida para él, como difícil para los demás.”

Su actividad diaria consistía en pasar la mañana haciendo apología del “cara al sol” y otras lindezas del régimen, en su adorada sede social de la “Guardia de Franco”, de la que además tenia a gala ser secretario, que aunque era un cargo no remunerado, él se cobraba en especie haciendo temblar al mono de la botella de anís cuando lo veía entrar por la puerta, y volver a medio día “cargado” y dispuesto a montar un dos de Mayo, por cualquier quítame allá esas pajas que si no existía él encontraba sin gran esfuerzo.

Mi hermano por su parte, continuaba en su descenso imparable al negro abismo que con sus circunstancias había elegido como destino final, arrastrando en su caída al resto de su familia, incapaces de sobreponerse a tan desenfrenada carrera.

Y mi pobre madre ejerciendo como siempre de pararrayos, piedra angular, y mediadora impenitente de todo aquel entramado, que yo veía ya con cierta distancia, y del que participaba aportando fondos, lo cual indudablemente me resultaba un mal menor, pues a esas alturas no quería ni pensar en la posibilidad remota de formar parte de él.

Días después de mi llegada, se me ocurrió comprar un aparato de T.V. que por entonces era el objetivo soñado por cualquier familia en progresión, y manifestación externa evidente de mejora de estatus, por lo que entre la T.V. y Crispín estuvimos a punto de ser declarados “de interés turístico” en el barrio, pues tener televisión propia (todo el mundo la veía en el bar) era un puntazo pero encima tener un mono... era ya la mismísima hostia.

Mi abuela materna Julia, que también estaba por allí en aquellos tiempos, se pasaba el día peleándose con el tío que se asomaba por la televisión, que aunque ella no lo conocía de na, era mu educao y la saludaba nada más verla entrar.

Por cierto que le traje un transistor para que se entretuviera, y a los

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dos días lo tiró por la ventana porque, no le cantaba por Manolo Escobar. Claro, como me lo has traído del extranjero... me dijo toda convencida.

Crispín concentraba toda la atención de propios y extraños, y aunque ese hecho resultaba un tanto cansado, sabía que era para pocos días y lo sobrellevaba bien. Una tarde de aquellas me dispuse a salir a dar una vuelta con mi íntimo amigo y vecino Rafaelín, y decidimos, tras no pocas dudas, llevarnos al monito ya que preveíamos volver pronto.

No podíamos imaginar que aquella sería una de las tardes que recordaríamos el resto de nuestras vidas.

Nos acercamos hasta la Plaza de S. Lorenzo, donde como era habitual en esa época del año, instalaban una especie de bar de verano improvisado y desmontable, con mesas y sillas de tijera que cubrían la mayor parte de la plaza. Todo ello bajo un enorme árbol que daba sombra y cobijo a la gran cantidad de parroquianos, que se acercaban a tomar una cerveza con una imprescindible taza de unos caracolitos pequeños y blancos, con caldo y hierbabuena, que previamente se preparaban en una enorme olla al efecto, que continuaba hirviendo indefinidamente recibiendo saquetes de caracoles en tanto quedasen consumidores dispuestos a dar cuenta de ellos. Costumbre absolutamente típica y exclusiva de la ciudad de Los Califas, que junto al cine de verano al aire libre, formaban la esencia del divertimento familiar durante todo el largo y agobiante estío cordobés, que a veces se prolongaba hasta bien entrado el Otoño, como en esta ocasión era el caso.

Nos sentamos en una de las pocas mesitas que se encontraban desocupadas. Como siempre Crispín captó de inmediato la atención del publico cercano principalmente el de la gente menuda, y muy en particular el de una familia compuesta por un matrimonio de mediana edad y dos hijos varones de entre 8 o 10 años, que situados en la mesa contigua a la nuestra le habíamos venido como llovidos del cielo, cuyos vástagos en estrecha colaboración con su padre, eran los principales autores e instigadores de las bromas y carantoñas que estaban agobiando ya al pobre Crispín, a las que él

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respondía con más o menos gracia y ganas, cansado ya de tanto protagonismo.

Como había hecho en multitud de ocasiones, me dispuse a soltarle la cadenita con la que lo llevaba sujeto, pretendiendo que se diera un garbeo por las ramas del gran árbol que como digo, extendía su sombra protectora sobre nuestras cabezas, y al propio tiempo se liberara de la incesante presión a que lo sometían sus incansables “fans”(sabía que volvería en cuanto lo llamara o hiciera gesto de irme sin él).

Cuando el animal se sintió desposeído del artilugio que lo sujetaba a la silla contigua a la mía, captó de inmediato el gesto que le hice en dirección a las ramas más cercanas, y dio un ágil brinco desde el respaldo de la silla a la mesa de al lado, y con movimientos rapidísimos tomó un puñado de los caracolitos ya vacíos que había en una cestita a propósito, y de nuevo saltó al hombro de uno de los chicos y a la cabeza del padre, desde la cual ya accedió a las primeras ramas del árbol, con la particularidad de que al posarse en la cabeza del sorprendido vecino, le dio un buen tirón de pelo, (costumbre que yo había intentado quitarle sin conseguirlo) con la mala fortuna de que lo que el hombre llevaba como abundante “mata”, era un soberbio peluquín, el cual ¡le arrancó de cuajo...! Huyendo con él en la mano hasta lo más alto del árbol.

¡Aquel hombre no era un ser humano!... echaba fuego por los ojos y sapos y culebras por la boca. Con una mano intentaba taparse la imponente calva que para más “inri” se había quedado “adornada” con unas pequeñitas ventosillas a modo de incipientes cuernecillos, que seguramente valían para sujetarle “la melena” al “casco”... y con la otra señalando amenazadoramente al mono que se había metido los caracoles en la boca y parecía que tuviera un flemón, lo que hacía aún más grotesco su aspecto, mirando con indiferencia el numerazo que se había montado inesperadamente, para regocijo de los abundantes espectadores que estaban encantados con el espectáculo que sin costo alguno se estaba desarrollando a vista de todos en plena calle y aún tenía un desenlace incierto.

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¡¡Yo me voy a cagar en la puta madre que parió al mono y en to sus putos muertos...!! ¡¡Como lo pille lo mato!! –vociferaba el pobre hombre intentando quitarse las ventosillas que se resistían testarudamente haciendo gestos con la mano libre en dirección al árbol donde Crispín continuaba impertérrito con el peluquín en la mano.

Los chicos miraban a su padre seguramente locos por soltar la carcajada como todos los asistentes, pero sin atreverse a hacerlo en vista del natural y descomunal cabreo de este.

La mujer que si había tomado partido solidarizándose como era de esperar con su descapotable esposo, me increpaba a voz en grito para que yo hiciera bajar al animal y restituir sus pertenencias.

¡Niño... dile tu que baje al hijo puta el mono ese que ahora mismito voy a llamar un guardia...! me gritaba también fuera de si.

Yo no sabía bien que hacer, pues el animal por una parte estaba asustado por el tremendo gentío que había arremolinado debajo de él, y por otra yo pensaba que aquel energúmeno le haría daño si lo agarraba en aquel momento, con lo que le hacía señas para que bajara no del todo convencido de que quería que lo hiciera.

Así las cosas, el animal también mostraba dudas de si obedecerme o no, optó por lo que podía haber sido la mejor solución dentro de lo malo, devolver la peluca, que de alguna manera hubiera tranquilizado algo a su propietario al recuperar si no la dignidad al menos parte de la estética. Pero la mala suerte se alió de nuevo con nosotros y cuando el mono decidió soltar el referido y peludo apéndice... no os podéis ni imaginar donde fue a caer... ¿no verdad...?, pues ¡nada más y nada menos que a la olla de los caracoles !... que además en ese momento hervía a todo trapo, con lo que la dichosa peluca bajaba y subía entre borbotones dentro de la olla para regocijo del personal que no daban crédito a semejante sarta de despropósitos, y para desespero del dueño del negocio que se unió de inmediato al de la peluca formando un inefable coro de maldiciones e improperios contra el mono y toda su familia legal y adoptiva entre los que yo me encontraba en primera línea.

...¡Maldita sea la madre que parió al hijo puta el mono y a tó sus

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muertos! -gritó también exacerbado el del bar- tratando de sacar la peluca de la cazuela con el cucharón de los caracoles, que aunque se notaba “poco hecha” había cogido ya un colorcillo blanquecino que denotaba que le faltaba poco.

–¡ Eso ! –dijo el calvo con convicción.

–¡ Niño ! tráete la escopeta de la casa que vas a ver lo que hago yo con el cabrón del mono ese– dijo el del bar dirigiéndose a un mozalbete que debía ser su hijo.

Entonces viendo que el tema se complicaba por momentos y que incluso podía acabar a tiros, decidí poner pies en polvorosa y aprovechando la confusión reinante, salí zumbando seguido de Rafaelín.

Desde la esquina de la plaza le di un grito a Crispín que viendo que me alejaba, con la agilidad que le correspondía, saltó de rama en rama y en pocos segundos lo tenía agarrado a mi brazo confiándome su protección.

No paramos de correr hasta llegar a mi casa sin dejar de mirar atrás, aguardando de un momento a otro sobre todo al de la escopeta que viniera dispuesto a cobrarse en sangre sus caracoles.

Al día siguiente me llevé a Crispín a casa de mi amigo Pepe Ruiz en Alcolea, un pueblecito cerca de Córdoba, ya que tenía una gran nave taller de camiones y un huerto colindante, donde estaba seguro que estaría bien, pues yo esperaba que en los días siguientes en cualquier momento se presentarían los civiles, dispuestos a hacernos pagar caro lo que nos tuvimos que reír comentando luego la increíble historia.

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Mi amigo Pepe y yo observados por Crispín.

Crispín

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Realicé el periodo de instrucción en San Fernando (Cádiz), y una vez terminado este, fui destinado a Ceuta a la batería de costa del Monte Hacho de donde salí poco después para hacer los cursos de cabo 1º en Artillería 30 de Ceuta ciudad.

Durante esos primeros tiempos, mantenía una frecuente relación, naturalmente epistolar, con Valerie que un par de meses después de ausentarme de Palma, ella también lo había hecho marchándose a Paris donde su padre le había proporcionado un trabajo en la Embajada Británica.

Probablemente porque tenía más tiempo le escribía casi todos los días, y ella con alguna frecuencia menos también se mostraba cariñosa como siempre. Le dije que había perdido las fotos que tenía de ella dejándolas en el bolsillo de una camisa que había dado para lavar y me envió algunas nuevas en las que seguía estando preciosa.

Pero poco a poco se fueron espaciando sus cartas y noté claramente que algo anormal ocurría. Le pedí que me aclarase si había algo de verdad en lo que a mi me daba la sensación de ser un cierto alejamiento, y me confesó que verdaderamente le preocupaba el futuro, pues ella no podía volver a Palma a esperar que yo regresara de mis viajes que eran mi medio de vida y tampoco podía pedirme que me fuera con ella, pues literalmente me dijo:

Tu eres libre como las gaviotas y las gaviotas no pueden vivir en Paris.

Ese fue sin duda el principio del fin, y poco a poco la relación se fue diluyendo como un azucarillo en un vaso de café amargo.

Adiós mi amor... nunca te olvidaré y siempre siempre llevaré conmigo tu recuerdo.

El resto de mili transcurrió con más pena que gloria.

Alcancé de pleno la meritoria graduación de cabo 1º que me sirvió para seguir haciendo guardias... pero de jefe del destacamento en El Desnarigao por supuesto, que como estaba situado en un acantilado junto al mar me pasaba la vida en el agua sacando principalmente

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centollos que enviaba a Ceuta con el panadero el cual los vendía y me daba 2 duritos por pieza, lo que era un capital sobre todo porque no tenía donde gastarlo.

Un buen día de aquellos recibí la sorpresa de una llamada telefónica de Pau, seguida días después de un giro de 2000 ptas. que me puso un nudo en la garganta, pues venía acompañado de una nota que textualmente decía: “de tus amigos de Palma que esperan verte pronto por aquí”. Así de simple y así de hermoso.

Pocos días antes de la Navidad del 67, me dieron la codiciada “verde”, (cartilla militar), con los deberes para con la Patria cumplidos y regresé a Córdoba dispuesto a replantear mi vida tras la desilusión sufrida con Valerie.

No le guardaba ningún rencor en absoluto porque sabía que tenía toda la razón, pues yo era el primero que no hubiera entrado en ese momento por hacer una vida estándar en función de ella, pero me había quedado con hambre de disfrutarla, y me dolía su despedida a “la francesa” aún siendo la que le correspondía.

Hablé un día por teléfono con Jordi que me dijo que sabía por el Sr. Paco, que se casaba con alguien de la embajada donde trabajaba... ¡no daba crédito a la noticia...! pero tampoco se me hizo tan raro, pues candidatos estaba seguro que no le faltarían.

A mi regreso a Córdoba, pronto me cansé de la inactividad a la que no estaba acostumbrado, y tras recuperar la relación con mis excelentes amigos, Rafael Carlos Moreno y Rafael Serrano, entendía que ellos estaban en su mundo y en su actividad, (el primero ayudaba a su padre en el comercio de su propiedad y el segundo estudiaba Filosofía y Letras) y no podían dedicarme más atención que la que les permitía su tiempo sobrante, me decidí a reanudar mi vida anterior que hasta entonces tan buenos resultados me había dado, por lo que nuevamente me puse en camino hacia Palma de Mallorca con la necesidad perentoria de ponerme a trabajar de inmediato, pues hacía tiempo que se me habían acabado las reservas y no tenía muchas más puertas donde llamar.

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El pobre Crispín, según me contó mi amigo Pepe Ruiz, a quien se lo había dejado durante mi ausencia, había sucumbido en las fauces de un mastín que no había comprendido a tiempo que la provocación del “enano” había sido en tono de broma, y cuando quiso rectificar y pedirle disculpas, ya no sabía a que mitad de las dos en las que lo había convertido, dirigirse. El caso es que no volví a verlo, lo cual en el fondo supuso un cierto alivio ya que su cuidado y atención suponían una dedicación que yo no podía prestarle.

Recuperando mi antigua y más económica forma de viajar, llegué a Valencia en auto-stop y desde allí a Palma en el Ciudad de Barcelona.

Al avistar la ciudad desde mi pasaje en “silla de toldilla” (donde viajábamos las clases económicamente menos pudientes), no tuve por menos que recordar la primera vez que hacía ya unos años, contemplaba por primera vez el mismo panorama. Pero había una diferencia sustancial, y era que en esta ocasión además de lo familiar que me resultaba el entorno, nada más desembarcar había tres pares de brazos amigos acogiéndome calurosamente entre ellos.

Efectivamente, Pau, Joan y Yordi, esperaban a mi llegada, (Chelo estaba embarcado), y tras los abrazos y comentarios de rigor, estás más hombre,... pensábamos que no volverías... ¿y ese bigote...? (comenzaba ya a coquetear con el mostacho que después me acompañaría de por vida) etc.

Poco a poco fui poniéndome al corriente de las novedades habidas en mi ausencia si bien estas no eran muchas ni importantes.

El “ingles” estaba por allí. “El viaje” continuaba en reserva aunque según Pau estaba previsto para ese mismo año.

La Caracola había sufrido reformas que habían afectado a “mi habitación” que pasó a ser un apartamento también en alquiler pero lógicamente en otras condiciones.

Chelo estaba embarcado no sabían donde, y poco más.

Cuando me quedé solo con Jordi, este que estaba deseándolo me puso al corriente de todos los pormenores del tema Valerie.

Según parecía, poco después de mi marcha, la relación entre ella

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y la Sra. Dominique había ido de mal en peor hasta provocar su regreso a Francia, y según las ultimas noticias obtenidas a través del Sr. Paco, se confirmaba que se había casado con el secretario de la embajada británica en París, que poco después había vuelto a Londres, y desde allí nada menos que a Hong Kong donde actualmente debía residir.

Yo fingía incluso ante mi mismo que el tema no me afectaba, pero en el fondo sabía que no era verdad y que me hubiera gustado después de lo vivido entre ambos que me hubiera dicho adiós mirándome a los ojos.

Ocupé de nuevo otra habitación en La Caracola donde fui recibido tanto por el Sr. Paco como por la Sra. con sinceras y efusivas muestras de alegría y afecto, lo cual pude comprobar cuando les expliqué que no podría pagar mi estancia hasta no reponer fondos, y no dudaron en aceptar sin dudarlo un instante.

Tras saludar a toda la gente conocida del astillero y el club, fui acompañado de Pau al “Orión”, la vista del cual me produjo una gran alegría mezclada con nostálgicos recuerdos vividos sobre él en los últimos tiempos.

Mr. David, “el Ingles” estuvo de lo más afectuoso, pues según Pau me consideraba imprescindible en el plan del viaje famoso, lo que también a mi me satisfizo ya que ahora más que nunca lo esperaba con gran ilusión. El me confirmó que calculaba que podríamos iniciarlo dentro del presente año hacía Octubre o Noviembre.

Unos días después apareció Chelo que con un abrazo de oso estuvo a punto de producirme el mismo efecto que el mastín a Crispin. ¡Ya no eres un zagal, eh...! ¡vaya mostacho... cagon’nel botafumeiro de Santiago... paeces un tío!

Necesitaba urgentemente trabajo, pues aquellos días estaba viviendo con un préstamo de Pau aunque sabía que no era urgente su devolución, así que decidí junto al nuevamente inseparable Chelo, acercarnos a la vecina Barcelona donde sabíamos que nos resultaría

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mucho más fácil encontrar algún barco acorde a nuestros gustos, que además tuviera necesidad de los dos, si bien ya sabíamos por otras muchas veces que no era algo especialmente difícil, con lo que pusimos rumbo a La Ciudad Condal a bordo del viejo conocido “Juan March” de Trasmediterránea.

Para empezar y abrir boca en esta nueva etapa, realizamos un par de mortalmente aburridores viajes al Pérsico a bordo de un “petrotanque” de “Amoco”. ¡Dios que sosos y aburridos son esos barcos ¡es sin duda un trabajo que única y exclusivamente se pueden hacer por dinero, pero esa al fin y al cabo era mi razón de ese momento, por lo que en cuanto conseguí respirar decidimos abandonar en nuestra próxima arribada a Escombreras.

Desde allí nos dirigimos nuevamente a Barcelona donde nada más llegar ya encontramos destino incluso a elegir, el “Monte Igueldo” que hacía ruta a Canarias con carga general, y el “Bödo”, de bandera Noruega que haría: Algeciras, Lisboa, Rótterdam, Hamburgo, Edimburgo y Trondhein, con regreso a Oslo, lo que aunque era repetir el Norte tenía el aliciente de conocer los Fiordos Noruegos de los cuales había oído hablar maravillas y de todas formas siempre teníamos la posibilidad de quedarnos en algún puerto de la ruta y elegir otro destino; así que nos decidimos por este último, y de esa manera en la tarde del día siguiente ya me hallaba de nuevo al timón de un barco normal, (los petroleros no dan sensación de navegar) como si nada hubiese cambiado en mi vida tras el paréntesis obligado de casi año y medio impuesto por mis obligaciones para con la patria.

El “Bödo” era un barco de última generación construido en Noruega y especialmente diseñado para aquellos mares, lo que no era ninguna tontería como días después me demostraría ya que se encontraban entre los más duros del mundo.

Nada más empuñé el timón (me había correspondido la primera guardia), quise tener la sensación de que nada importante había cambiado en mi vida. Ese era mi mundo y allí era donde me encontraba seguro y aunque el barco y el personal fueran

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desconocidos para mi, esa era por el momento mi casa. Me repetía una y otra vez pretendiendo auto convencerme de la realidad de mis pensamientos.

Salimos a la mar casi anochecido.

El barco se adentraba en el océano con su característico cabeceo y la vibración clásica producida por su poderosa máquina.

La ciudad se alejaba rápidamente engullida por la neblina del mar y la oscuridad de la noche. Pronto la única referencia visual eran las señales lumínicas de los instrumentos de navegación, y la luz blanca que iluminaba los grandes “bigotes” de espuma que levantaba el buque al hundir cadenciosamente su proa en el líquido elemento.

A unos metros, en la mesa de derrota del generoso puente, un joven oficial danés alto y rubio de pelo corto y rostro aniñado, ojeaba distraídamente una revista. Levantó unos instantes los ojos hacia mi y con un gesto de su mano cerrando en forma de círculo sus dedos índice y pulgar, dibujó a la par que una agradable sonrisa una expresión en forma de pregunta que más pude adivinar que oír...

–¿Ok?– me preguntó desde donde se encontraba.

A lo que le contesté del mismo modo y con parecida expresión, entonces apagó la luz que desde la parte superior iluminaba la mesa arrellanándose en el sillón que ocupaba con la inequívoca intención de dormitar un rato.

Era quizá la primera vez en mucho tiempo que me sentía solo.

Una cierta nostalgia se apoderó de mi espíritu haciéndome reflexionar sobre mi vida nómada y sin arraigos, mi destino, mi futuro, mi suerte. Como ocurre en multitud de ocasiones no tenía en cuenta lo que poseía: Libertad, independencia, aventura. Cosas que cualquier joven de mi edad con espíritu inquieto hubiera anhelado tener, sin embargo no con demasiada frecuencia pero si a veces, encontraba a faltar el haber tenido una vida normal, una familia normal, un padre que me hubiera ayudado y orientado en mis años difíciles.

Pero en fin... quizá era falta de entrenamiento, pues había pasado recientemente un par de meses en familia y eso me tendría

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desorientado.

Una estrella fugaz cruzó el firmamento de parte a parte en aquel preciso momento sacándome de mis reflexiones y devolviéndome a la realidad más actual. De nada me servía devanarme los sesos con lo que podía haber sido y no fue.

Dicen que cuando una estrella corre por el cielo se cumple un deseo que le pidas, así que esta que lo había atravesado de parte a parte... me daría para más de uno.

–Por la suerte de todos los que están navegando en este momento.

–Por los que van a zarpar mañana.

–Por los que van a llegar a puerto y no saben lo que les espera en tierra.

–Por la calma que sigue a las tormentas.

–Por la providencial racha de viento que nos salvó de irnos contra el arrecife en Cabo San Vicente.

–Por el marinero que fue arrastrado de la cubierta por un golpe de mar en La Costa de La Muerte, y nunca más se encontró su cuerpo.

–Por el farero de Cap de Pera... por ser el farero de Cap de Pera.

–Por el farero de las Islas Columbretes que vivió allí toda su vida y allí vivieron sus hijos y sus nietos sin ir jamás a la escuela y allí están todos enterrados.

–Por el farero de las Islas Röst.

–Por el farero de las islas Feroes.

–Por todos los fareros del mundo que crean una luz de esperanza en el corazón de los marineros perdidos.

–Por el que subido en lo mas alto del palo mayor dialoga con las gaviotas, se ríe con ellas y les propone rutas descabelladas.

–Por el que reconocía que en tierra pensaba siempre en maldades terribles y crímenes gratuitos y a bordo se le despertaba el anhelo de hacer el bien a sus semejantes y perdonar sus ofensas.

–Porque el Dios de los monos tenga a Crispín en el paraíso de los

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monos.

–Por el marinero que cogió la sífilis en las Islas Natuna y se arrojó por la proa para que lo destrozaran las hélices.

–Por el grumete que fui casi de niño, soportando las bromas y novatadas bestiales, soñando con islas de coral y paraísos perdidos.

–Por el que sueña con la mujer de otro mientras pinta con mínio las manchas de óxido del casco.

–Por todos los que han vivido, padecido, llorado, cantado, amado y muerto en el mar.

–Por el canto del viento en los obenques.

–Por los viejos barcos abandonados que esperan tristemente su desguace.

–Por los que fueron ajusticiados pasados por la quilla en el tiempo lejano de los corsarios.

–Por los dos polacos que se enfrentaron a “trompadas”como carneros hasta que uno cayó al suelo sin conocimiento en una taberna del puerto de Gdansk.

–Por los que sueñan con bellas mujeres de largas melenas rubias y son arrastrados por ellas para toda la eternidad.

–Por el silencio de las constelaciones donde están escritos todos los derroteros del mundo.

–Por la maestría del capitán capeando el temporal que estuvo a punto de mandarnos a una muerte cierta y terrible contra las Islas Orcadas.

–Por los viejos barcos que sin saberlo hacen su último viaje y su maderamen cruje a cada envite de la mar.

–Por las vastas extensiones marinas donde reposan miles de marineros con las cuencas vacías de tanto mirar sin ver el nuevo horizonte.

–Por los que hacen el tercer cuarto de guardia y susurran canciones para ahuyentar al sueño.

–Por el nudo de fatiga que nace en la garganta del maquinista que solo sabe de mar por el crujido lastimero de las cuadernas.

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–Por las novias, esposas, amantes, madres, hijas y tabernas, que despiden al marinero cuando este levanta su mano desde la cubierta del barco que lo aleja de todas ellas.

--Por la cintura de luna nueva de una hermosa muchacha de 20 años.

–Por los navíos que hunden su proa en la mar y cuando consiguen salir, misteriosamente una y otra vez repiten la prueba.

–Por mi bendita madre que una vez más se quedó llorando mi partida.

–Por la brisa fuerza 4 al timón de un hermoso velero.

–Por los que nunca supieron mi nombre y compartieron alegrías y penas conmigo en la mar.

–Por el rayo de sol en la cara después de una tormenta de 6 días.

–Por los atardeceres rojos del trópico y sus noches claras con miríadas de estrellas.

–Porque ella sea feliz donde esté y con quien esté.

–Por el enano de Hamburgo, que “con un par” puso en “solfa” al grandullón que quiso tomarle la coleta .

–Por las viejas anclas olvidadas en los tristes muelles de Neruda cuando atraca la tarde.

–Por lo imaginativo que estuvo el “Conde de Brantes” haciéndose poner espejitos retrovisores disimulados en su sillita de inválido sorprendiéndome así “morreándome” con su hija, cuando sospechosamente lo colocábamos de espaldas a nosotros “para que disfrutara el paisaje” en la cubierta del Artemisa.

–Por lo habilidoso que estuvo el capitán D. Ramón evitando que lo pillara el Sr. Conde con la sra. Condesa con la que anduvo liado durante los 15 días de su estancia.

–Por lo “espabilá” que estuvo la Sra. Condesa evitando que se enterara ninguno de los dos de su escapada con el 2º oficial de puente “a conocer el armamento” del Portaaviones “Saratoga” cuando nos invitaron a bordo en el Golfo de Girolata.

–Porque no vean amanecer todos los que abusan y maltratan a los

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marineros africanos novatos.

¡Timonel! ¿Rumbo...?, me espetó el capitán con voz recia entrando al puente de improviso y sacándome bruscamente de mi “letanía”.

¡Dos noventa y seis Oeste señor!, respondí como un autómata.

¡Tres grados a estribor!... Tres grados a estribor señor, respondí corrigiendo el timón.

Un rato después cuando llegó la hora de mi relevo, un tipo con pinta de plantígrado se acercaba a mi desde la entrada al puente y que con la escasa luz reinante no pude ver con claridad, pero cuando estaba a mi altura, (es un decir porque me sacaba medio cuerpo), no daba crédito a mis ojos... ¡era Skuly Danielson!...el islandés llorón que no sabía nadar.

Él también me miraba con ojos asombrados y tras perderme entre sus brazos y las “roscas” de su rollizo cuerpo, cuando logré salir a flote, y cruzar los saludos y preguntas de rigor, me explicó que iba de regreso a Islandia para asistir a la boda de su hermano menor Erik, y que ya había acordado quedarse en Trondheim, desde donde tomaría un barco de línea regular que lo dejaría en Reykjavik.

La verdad es que el encuentro me alegró, pues aunque un poco simplón, Skuly era un buen tipo, y habíamos hecho una excelente relación.

La navegación transcurrió dentro de lo previsto, lo cual no quiere decir ni tranquila ni cómoda, pues ya sabíamos que la ruta elegida no era un paseo militar, y menos en la época del año en que nos encontrábamos (Abril) donde el Atlántico Norte luce sus mejores galas, y ese Gran Sol y ese Mar de Noruega son sin duda alguna la antesala del mismísimo infierno, pero tanto barco como tripulación sabían perfectamente con quien se las veían, (todos eran de aquellas latitudes) y no iba a ser yo quien demostrara debilidad, así que tras hacer escalas un poco más largas (2 días) en Hamburgo y Rótterdam, y uno en Edimburgo, encaramos la costa NW. de

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Noruega, no sin antes recibir una soberana paliza a la altura de las islas Shetland, con una mar que más que olas te presentaba paredes de agua, que atravesábamos contra todo pronostico con aquel mitad barco y mitad submarino, que no se arredraba lo más mínimo ante aquella grandiosa “coctelera”, a la que no faltaba ni el hielo.

Hacía un frío del carajo.

Chelo tuvo ocasión y motivos para añadir gran cantidad de maldiciones y “cagontoloqueverdeguea” a su ya amplio repertorio, reprochándome una y mil veces que estábamos allí por mi culpa, pues él jamás hubiera elegido aquella ruta, sobre todo existiendo miles de destinos que no exigían de ese sacrificio, así que aprovechando que en Edimburgo un carguero alemán volvía hacia el Sur y necesitaba personal cambió de rumbo, quedando en comunicarnos a través de “Stella Maris” de Rótterdam. Una especie de estafeta central donde todos los marineros del mundo podían dejar y recibir mensajes.

Pues yo ya que había pasado lo peor quería terminar la ruta prevista, y además no quería perder la pasta que me suponía no terminar de cumplir el compromiso adquirido con el valiente “Bödo”, por lo cual me vino de perlas el fortuito encuentro con Skuly, que se empeñó hasta la saciedad en convencerme para que lo acompañara a Islandia a la boda, pues recordaba que me había invitado a su casa y esta le parecía una excelente ocasión. Así que a mi que no me desagradaba la idea terminé aceptando, no sin antes advertirle próximos ya a nuestra llegada a Trondheim, que yo quería dedicar un par de días a recorrer los fiordos más cercanos en un barquito de pasaje que me habían dicho que lo hacía, pues nosotros pasábamos a una cierta distancia de la costa, y era imposible distinguirlos.

A medida que nos acercábamos al fiordo del mismo nombre que la ciudad que se encuentra en el mismo, Trondheim, mi convicción de que el viaje estaba totalmente justificado iba en aumento, pues la belleza del paisaje que se abría ante nuestros ojos era de una magnitud deslumbrante.

Ya el paso entre las islas de Smöla, Hitra y Fröya, que como

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celosos y gigantescos guardianes se sitúan justamente cerrando la angosta entrada al fiordo, constituye en si una hermosa y épica aventura, pues al menos en aquella ocasión, y me temo que en la mayor parte de las veces, el mar amenaza constantemente con estrellarte contra su escarpada costa Oeste, haciendo difícil disfrutar de la inmensa paz que se respira al penetrar en la quietud del brazo de agua mansa que se interna a lo largo de más de 100 kilómetros hacía el interior de la tierra.

Las inmensas paredes que lo bordean tapizadas de todas las tonalidades posibles de verdes, se precipitan vertiginosas hacia un mar quieto profundo y azul, que no parece el mismo que solo unos cientos de metros antes, descargaba toda su furia contra nosotros. De cuando en cuando, en ambas orillas del hermoso canal, los alegres colores de las casitas, muchas de ellas de madera, de un pueblecito de pescadores, se dejaba ver entre la espesa vegetación que casi llega a la misma orilla del agua. Las pequeñas barquitas de los mismos, faenaban por las inmediaciones, o se observaban atracadas en los pequeños muelles casi de juguete. Alguna catarata saltando alegremente desde su imponente altura, o un pequeño rebaño de renos pastando placidamente, terminaban de proporcionarle al conjunto una belleza inenarrable.

Tras varias horas de disfrutar el maravilloso paisaje, atracamos en Trondheim que aunque era la tercer capital en población de Noruega, no superaría en mucho los cien mil habitantes.

La ciudad como todo su entorno respiraba encanto y tipismo por todos sus poros. Desde su puerto con un movimiento más que estimable, con zonas perfectamente diferenciadas, industrial, pesquera y de pasaje, hasta sus antiguos edificios de fachadas clásicas y multicolores. Gran parte del comercio giraba en derredor de lo que era la principal actividad industrial de la zona, la pesca y todo lo derivado de la misma. Conservas, salazones, ahumados, aparejos, cabullería, ropa, etc. y como referencia, el salmón por excelencia, seguido a una cierta distancia de el arenque, la anguila y el bacalao, aunque se podía observar alguna alusión de cierta importancia a “algo” a lo que llamaban “röb” y que después pude

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aclarar que se trataba del que posteriormente fuera famoso fletan, cuyos caladeros también eran cercanos, y su influencia en la economía de la zona tenía también una cierta importancia.

Skuly, que ya había aclarado con el capitán del Bödo, que ambos nos desembarcaríamos en aquel puerto, decidió salir hacia Reikjavik esa misma noche, ya que el barco de pasaje que hacía ese destino volvería a realizarlo tres días más tarde, por lo que yo decidí tomar el siguiente, ya que no me parecía oportuno abusar de su hospitalidad y pasar tantos días en su casa. Además tenia gran interés en “explorar” un poco más aquella zona que tan profundo impacto me había causado, y aún no había tenido tiempo de disfrutar.

Me alojé en un modesto hostal del puerto, donde casualmente trabajaba un antiguo marinero de origen venezolano, que agradeció sobremanera la oportunidad de poder hablar su lengua materna, que según él, se le estaba olvidando... (anda que si no se le llega a olvidar... ¡Dios como cascaba el condenao!). Pero la verdad es que era un completísimo guía de la zona, y me ayudó y aclaró cantidad de cosas de la misma, amen de otros servicios que me resultaron providenciales.

Tenía Waldo, que así se llamaba mi nuevo fichaje, 42 años a decir de él, y había dejado los barcos, según me explicó, por un problema de espalda. Yo creí de inmediato que el problema de espalda era que no le gustaba demasiado doblar el espinazo, que entre los problemas de esa naturaleza es de los más extendidos y delicados de tratar.

Había contraído matrimonio con una hermosa noruega, según me esplicó, con la que al parecer tenía una hija de 14 años, la cual vivía con su madre en Oslo, ya que el matrimonio había durado escasamente dos años, que fue según mi interpretación los que tardó la hermosa noruega, en descubrir los problemas de espalda del perla que la había deslumbrado con su verborrea meliflua y envolvente.

Era viernes, y tras tomar una ducha y descansar un rato en mi habitación me dispuse a dar un paseo por las inmediaciones, a

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efectos de lo cual le pedí información a Waldo que se encontraba en la pequeña recepción del Hotel.

Él que como es normal conocía perfectamente cada rincón de la ciudad, me ofreció tomar una copa juntos ya que terminaba su trabajo y le encantaría seguir conversando en español. A mi me pareció de perlas ya que no tenia nada mejor que hacer y prefería ir con un buen conocedor del terreno.

Recalamos en una especie de bar-tienda-restaurante-almacén, donde lo mismo podías comprar unas botas de agua, unos anzuelos o un salabre, que tomarte una pinta de cerveza de la tierra con un trozo de arenque ahumado sobre un trozo de pan de centeno, por un módico precio que en coronas noruegas no pasaría de los 20 duros.

Tras reponer fuerzas en el típico establecimiento, y gastar saliva a cantaros, sobre todo por parte de mi interlocutor, que aunque parezca raro me sacaba seis “lenguas”, nos dirigimos dando un paseo a la zona marchosa de la ciudad.

No había dejado de llover en todo el día, y ahora que lo había hecho, aunque hacia frío resultaba agradable caminar.

Waldo era un tipo de talla media alrededor de 1,70, no se podía considerar gordo pero si un poquito fondon, de piel oscura y cetrina, labios un tanto amoratados, y pelo corto peinado hacia atrás, escaseando ya por el centro de la cabeza.

Fiel aún a las preferencias estéticas de sus ancestros, vestía un jersey de lana multicolor, que chocaba frontalmente con una chaqueta también de lana y vivos colores, que no lograban disimular sus hombros escurridos que me hicieron pensar, que más que para marinero, para lo que tendría dificultades sería para cartero, pues no veía yo la forma de que el zurrón se mantuviera siempre en su sitio.

Por el camino, Waldo me hizo una ruta, que al día siguiente me plasmaría en un mapa de la zona, con lo más interesante para visitar y la forma de hacerlo, pues dentro del propio fiordo era más aconsejable desplazarse en barco/bus, que recorría todos los pueblecitos hasta el lago del fondo, y para los demás lo práctico era, según me aseguró, el autobús.

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El paseo se hizo corto ya que a medida que avanzaba la noche, el frío se intensificaba al par que nuestro paso, por lo que pronto nos encontramos a las puertas de un tal “Club 21” donde ya en la entrada se notaba un cierto trasiego de gente entrando y saliendo del mismo.

Waldo se anticipó mostrando su dominio, saludando con familiaridad al portero situado en el jol de entrada del local, del cual salía la “ola” de calor y ruido típica de estos establecimientos. Al penetrar en su interior, este me sorprendió por sus formas en escalera, como si fuera una pequeña plaza de toros, su decoración, y sobre todo su iluminación. Esta constaba de tres zonas perfectamente diferenciadas por el color y un fino tabique entre ellas, con puerta y cortina comunicadora.

La primera, con mobiliario, barra, uniforme de los camareros, techo y luz azul, y que era la que estaba más nutrida de personas de todos los aspectos sexos y edades.

Otra con toda la decoración e iluminación en rojo, se podía observar una mayor intimidad entre sus habitantes, en su mayor parte parejas en actitud “de confianza”, y muchos de ellos deberían haber sufrido algún accidente, ya que se observaba fácilmente que se estaban practicando el “boca a boca” y algunos incluso trataban de comprobar si el compañero tenía algún hueso roto palpándoles todo el cuerpo con gran interés.

La tercera zona, estaba claro que era para los “desahuciados”, pues aparte de que la decoración era negra, forzando y acostumbrando la vista y ayudado por la escasa luz que aportaban unas lamparitas situadas estratégicamente para que no sirvieran para nada, podría más que verse adivinarse, que los “bultos sospechosos” que realizaban toda clase de movimientos incoherentes y arrítmicos recostados en los diversos sofás, chaisse-longue, o sencillos jergones, debían encontrarse en el sprint final, ya que algunos de ellos parecían tras espasmos delirantes entrar definitivamente en coma.

La verdad es que cualquier mal pensado que hubiera observado con cierto orden y rigor la escena, hubiera sin mucho esfuerzo

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deducido que al menos estos últimos, estaban como mínimo “haciendo cochinadas”, (dicho así por no cargar las tintas), pero lo cierto es que yo no lo pensé hasta que el experto Waldo me aclaró la cronología del procedimiento, la cual no era otra que la de que la zona azul era la adecuada para iniciar el contacto, la roja para entrar en calor y calentar motores, y la última, aunque era conveniente evitar situaciones escandalosas, no hacer el salto del tigre, ni perseguirte en pelotas por entre las mesas y cosas así, lo que me dejó más tranquilo, había una cierta permisividad para que la gente descargara tensiones.

Pasamos como era normal a la zona azul, donde como digo había gran cantidad de gente en la barra y en las mesas que llegaban hasta la pista central de baile. Tras pedir dos consumiciones, yo cerveza negra, buena de sabor pero caliente como la sopa del cocido, y él lo mismo pero con una copa de un licor blanco que yo creo que era directamente alcohol de quemar, nos pusimos a otear el horizonte como en estos casos es de rigor, no tardando Waldo en descubrir lo que buscaba.

Una mesa cercana con un sofá y taburetes, ocupada por cuatro o cinco mozas y un “Eric el Bárbaro”, pelirrojo, barbudo y barrigón, que hizo señas a Waldo cuando este ya se acercaba al grupo. Yo me quedé donde estaba hasta ver si reclamaba mi presencia, o volvía hacia donde me encontraba. Tras saludar con besos y todo a las chicas, noté claramente que les hablaba de mi, ya que todos me dirigieron su vista, y Waldo me hizo señas para que me acercara, lo cual hice con cierta timidez aparente ya que en mi interior era una situación que yo sabía que manejaba.

Las Chicas, que ya no eran tan chicas rondarían los “taitantos”, salvo dos de ellas, una que hacía juego con el “Barbaro”, (que no se llamaba Eric si no Olaf o algo parecido), que se veía que no pasaría de los 25 aunque bien despachados, y otra rubita ceniza de media melena, con una boca como un fresón maduro, un poco levantada en el centro del labio superior que le proporcionaba un cierto aire infantil, y que parecía gritar, ¡Comedme! Su estatura era cercana a la mía, y cuando se levantó brevemente para saludarme, pude

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observar que no tenía desperdicio, o al menos eso me pareció, no pasaría de los 24 o 25, y resultó ser la hermana de otra de las presentes.

Después de las presentaciones de rigor y explicarles Waldo, no se en que términos, quien era y a que me dedicaba, yo no tuve ojos si no para “Boca de fresa”como la bauticé de inmediato, aunque resultó llamarse Britt y fue con el único nombre que me quedé.

Tomé asiento frente a ella castigándola duramente con mi “mirada asesina”, notando rápidamente que respondía al estimulo con amplia sonrisa y preciosa caída de sus ojos de miel.

Entre el ruido de la música, y la dificultad del idioma, lo único que nos quedaba era la expresión corporal, y ya con más confianza el intercambio de fluidos, así que comenzando por la primera fase y ya situado a su lado con el beneplácito y sonrisas cómplices del resto de la manada, me invitó a bailar aprovechando que comenzaban a sonar las “románticas” notas del “Borriquito como tu”, que entonces estaba de último grito, y yo que era español se suponía que debería ser un maestro.

La verdad es que el baile, aunque yo lo llevaba en la sangre, esta no me había llegado a los pies, por lo que más parecía un pato metido en alquitrán que un experto en la popular pieza que sonaba, por muy de mi tierra que fuese.

Así aguanté como pude los minutos de tortura, y la suerte me favoreció a continuación con algo más suave donde me defendía mejor.

Nada más que “boca de fresa” rodeó mi cuello con sus brazos, noté sus pechos duros y turgentes atravesándome el alma, casi con la misma fuerza con que yo le hice notar que estaba dispuesto a atravesarle el cuerpo, por lo que puestos de acuerdo de inmediato, y tras darme primero a catar y luego a saborear con fruición el sabroso néctar de sus labios, hicimos mutis por el foro de la mesa común, y conducidos por ella que tomando mi mano a modo de cabo de remolque y a fin de asegurarse de que no perdiera su estela, me adentró sin rodeos en el tempestuoso mar de la zona negra, donde yo estaba seguro de que naufragaría sin remisión.

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Tras acomodarnos en uno de aquellos sofás a los que nos acompañó uno de los camareros pertrechado hábilmente de una pequeña linterna, ella pidió sin consultarme dos consumiciones que nos sirvieron en vaso alto, de un liquido azul claro, que no estaba malo, y que yo entendí que era el equivalente nórdico de la Quina San Clemente, el Revital o algo por el estilo, pero lo cierto es que me proporcionó una dosis extra de energía, que yo que no necesitaba abuela estuve a punto de aplaudirme.

Aguantamos allí lo justo, que fueron los minutos durante los cuales pude comprobar que bajo su mínimo vestido gris perla, no existía ningún otro impedimento que dificultara el acceso directo a las zonas más recónditas de la anatomía de la rubia, que probablemente se había liberado de las prendas superfluas en su reciente incursión al baño de señoras, lo cual como no será difícil de entender me colocó al borde mismo del paro cardiaco.

Una vez en la calle tomamos un taxi, que en pocos minutos, los cuales también fueron aprovechados, nos situó en la puerta de un edificio bastante moderno en la zona alta del extrarradio de la ciudad, donde al parecer ella compartía un minúsculo apartamento con su hermana.

Nada más entrar y de espaldas a mi, se despojó hábilmente de la única prenda que cubría su sinuoso cuerpo, erguida sobre los medios tacones que estilizaban más aún su rotunda figura, y observándome con divertida y provocadora sonrisa, a través de un gran espejo situado en la pared frente a la puerta, que me devolvía reflejada su imagen frontal, por lo que con un leve movimiento de ojos, tenía una visión completa y panorámica de los 360 grados de aquel caramelo que me había caído en suerte por “mi cara bonita”... (tengo que reconocer que era más dura que bonita).

Un rato después apareció la hermana, pillándonos en plena exploración del “menú de degustación” que habíamos preparado, con lo que dispuesta a demostrar que la legendaria fama de liberales de que gozaban las nórdicas estaba plenamente justificada... se unió al festival no solo con la complacencia de su hermana menor, si no, ¡provocado por ella!, que con unas palabras que evidentemente no

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entendí, y un gesto de hacerle sitio en el gran sofá sobre el que estábamos instalados, propició la incorporación al juego, formando un trío que ríete tú de el de Los Panchos.

Eso sí... debo decir en honor a la verdad y como justificación a la actitud de la recién llegada, que venía cargadita de más porque a los diez minutos ¡se quedó roque!... con lo que mi autoestima que estaba a punto de reventar, sufrió un duro golpe y se debilitó un tanto, aunque yo preferí pensar lo malas que son las copas a cierta edad.

Durante los dos días siguientes, “Boca de Fresa”, aparte de atiborrarme de huevos duros para desayunar (no sabía yo de la creencia generalizada sobre el efecto milagroso de este alimento sobre la potencia sexual) no se me despegó ni un centímetro, dicho esto en sentido literal, pues cualquier lugar y ocasión le parecían adecuados para abusar de mi buena disposición a complacerla.

Me acompañó encantada y encantadora, y a bordo de su pequeño “Volvo” recorrimos el resto del Fiordo de Trondheim y sus recónditos y preciosos pueblos. Nos entendíamos bastante bien, ella hablaba inglés correctamente, y yo aunque menos también me defendía y lo que no me lo inventaba, además sabido es que hay formas de comunicarse que son universales sobre todo en personas con un interés común como teníamos nosotros.

Así supe que era maestra en un colegio de niños, y su hermana trabajaba en las oficinas del puerto. Tenía 25 años gloriosos y su hermana 36, sus padres estaban separados y vivían uno en Oslo y otro, el padre, en Canadá.

Llegamos hasta Nordfotd, desde donde cruzamos con un barquito de pasaje hasta las maravillosas islas Lofoten, de las cuales tengo que decir sin temor a equivocarme, que es sin duda uno de los lugares más bellos del mundo.

Sus montes nevados e inmaculados, sus miles de rincones y aldeas de pescadores inesperadamente encontrados al final de cualquier

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brazo de mar que se adentra en tierra al parecer hacia ninguna parte, con sus preciosas casitas multicolores, así como las barcas también caprichosamente pintadas, sus inigualables atardeceres rojos y crepúsculos de oro puro, sus bucólicos rebaños de renos en contraste con las verdes y sosegadas praderas, los espectaculares y traslucidos glaciares, todo ello reflejado en el límpido azul del profundo y transparente mar, hacen de esa zona perdida en un rincón del mapa un lugar único e inigualable.

La mañana del lunes siguiente, tomé el barco que hacía la travesía a Islandia como pasajero, pero con la particularidad de que ocupé un magnifico camarote doble con un pasaje de precio básico, favor que me consiguió la hermana de mi gentil anfitriona desde su trabajo, como he dicho en las oficinas del puerto.

Boca de Fresa me acompañó al barco a fin de dejarme instalado y darme un “homenaje” de despedida, pero los huevos duros tampoco son “la purga de Benito”por lo que se tuvo que conformar con una bandera a media hasta en señal de duelo, en lugar del izado completo con el que yo intenté obsequiarla.

Desde la barandilla de cubierta del “Olsen & Co 3” me despedí de aquellos hermosos días que jamás olvidé.

Adiós preciosa tierra, adiós precioso mar, adiós Boca de Fresa, si alguna otra ocasión recalo de nuevo por estos lares, te buscaré de nuevo sin dudarlo.

Si no es así, gracias de corazón por tu compañía y tu presencia.

Te deseo toda la felicidad.

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Con “Boca de Fresa”

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Capítulo 8

La navegación desde Trondheim en el SW de Noruega, a Reykiavik en Islandia, resultó diferente. Pues entre que no estaba habituado a viajar en un barco sin arrimar el hombro, y nunca había llegado tan al Norte, la situación estaba llena de sensaciones nuevas pero no por ello desagradables.

El barco era un mixto de carga y pasaje bastante moderno cómodo y rápido, pues estaba prevista la travesía en unas 70 horas.

Nos encontrábamos ya en los albores de la primavera, mayo, pero nada que ver con el concepto Mediterráneo de tan sugerente estación.

Evidentemente también presuponía menos frío, menos lluvia, y que el Dios Eolo que como yo sospechaba vive allí, algún ratillo que otro se echaba una siestecita y se olvidaba un tanto de rebanarte la cara con sus gélidos cuchillos.

Pero lo que verdaderamente marcaba la diferencia era que de 24 horas 22 fuesen de día.

Aquella iluminación tamizada por una neblina opaca, alumbrando de forma tenue el inmenso y siempre encrespado mar, producían en mi una sensación de profundo sosiego, por lo que con relativa frecuencia me acomodaba en algún lugar a propósito que hubiera en cubierta, y protegido por mi viejo pero eficaz chaquetón y gorro marinero, disfrutaba del espectáculo sumergido en mis propios pensamientos.

El sol era un disco amarillento allá en el cielo, que te permitía de buen grado mirarlo de cara a cara, suavizando los perfiles con una preciosa y sutil pátina dorada, prolongando las sombras del cuerpo y del alma hasta perderse en el océano. Y cuando en teoría debería ser noche cerrada y oscura, él continuaba allí, enmarcado en un cerco

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pálido y fantasmal, derramando ahora una luz plateada que proporcionaba a todo una nueva dimensión y singular belleza.

El mar adquiría la quietud de un óleo en blanco y negro, y el ruido a pesar del estruendo que me rodeaba desaparecía por completo.

Una mano invisible atenazaba mi garganta y oprimía mi corazón, hasta que notaba el flujo de la sangre golpeándome con fuerza las sienes.

Los rociones de agua salada arrastrados por el viento, confundidos con alguna lagrima fugaz producida por la emoción, bañaban mi cara empañando la maravillosa escena. Entonces cerraba los ojos con fuerza y sorbía a pleno pulmón toda aquella vida haciéndola parte de mi mismo... no se me ocurría otra forma de apoderarme de aquellos momentos irrepetibles, perfectamente recordados a través de los años.

Así recuperé inesperadamente en aquella travesía mis momentos más intimistas, y cuando horas más tarde avistamos la isla de nuestro destino, Islandia, mis sentidos y mis sentimientos estaban a estrenar como los de un recién nacido, listos para impregnarse de nuevas vivencias, nuevas aventuras, y nuevas sensaciones que alimentaran mis por entonces inagotables deseos de vivir.

Poco antes de arribar a nuestro destino, me impresionó de forma especial, contemplar poco menos que en directo, pues se había producido horas antes, el naufragio del carguero alemán “Kremsertor”, que tras perder la maquina por una inesperada avería, había sido arrastrado por el temporal hasta los traicioneros bajíos de la costa E. de Islandia, lo que al parecer le produjo una enorme vía de agua con pérdida de gran parte de la carga y el abandono de la tripulación, de la que días más tarde se supo que se hallaban desaparecidos dos de sus componentes.

Arribamos a Reykiavik, con un tiempo sorprendentemente bueno, pues no habría menos de 5 o 6 grados, que para aquellas tierras era “un calor asfixiante”.

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Skuly como no, me esperaba con más ilusión que a su padre y a toda su familia, se le iluminó la cara cuando me vio aparecer en lo alto de la escala con mi saco al hombro, indicándoselo a sus dos acompañantes y haciéndome señas con ambos brazos levantados a pesar de sacarle más de una cabeza a la mayoría allí presente.

Nada más tocar tierra, me abrazó nuevamente como si hiciera años que no nos hubiéramos visto, a pesar de haberlo hecho cuatro o cinco días antes. Cuando conseguí salir “a flote” me presentó a su hermano el casadero tres años menor que él, y al primo e intimo amigo de este. Ambos eran rubicundos y algo menos voluminosos que Skuly pero igualmente sonrientes y afables. El problema era que no teníamos forma de comunicarnos, pues yo aún me atrevía a chapurrear cualquier lenguaje que se me terciara derrochando por supuesto más cara dura que conocimientos, pero ellos, salvo Skuly que por lo menos sabía tres palabras de inglés que eran yes, yes,y yes, y era el interprete, solo conocían su jerga vernácula, de la que era absolutamente imposible extraer ni un solo vocablo inteligible.

Tras los saludos y presentaciones oportunas, a bordo de la vieja camioneta Ford de Erik, me obsequiaron con un ligero paseo por la ciudad que contiene casi el 80% de la población del país que en total no llegaba a los 300.000 habitantes.

Ésta se encuentra situada al Oeste de la isla, que al ser la costa bañada por la Corriente del Golfo resulta la zona más cálida y habitable.

Como tenía por costumbre siempre que llegaba a una ciudad nueva, envié a mi madre una postal, y aunque resulte una “fruslería”... a mi mismo me enviaba otra, entonces lo hacía a La Caracola y era la única forma de recibir correo en el que me dijeran todo lo que yo quería oír.

Ya se que suena como mínimo raro, pero fue un hábito que mantuve durante muchos años, lo que me permitió conservar una preciosa colección de vistas de las ciudades que visitaba, en sustitución de las fotos que por entonces no estaban tan al alcance de todo el mundo, y una estupenda colección de piropos que me sorprendían gratamente a mi regreso.

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La ciudad en si era diferente.

Asentada sobre una gran llanura cubierta de restos de lava y cenizas, pretendía y en gran medida conseguía, alegrar su aspecto proporcionando un colorido un tanto extravagante a su clásica arquitectura.

Así todos los edificios estaban pintados de colores vivos y diferentes en curioso contraste con el entorno negro y gris de la tierra donde se aposentaban.

Toda la isla como luego tuve ocasión de comprobar, vive en armonía con la nieve omnipresente en casi todo el país durante la mayor parte del año, los helados vientos del Atlántico Norte, las aguas bravas procedentes de las inmensas masas glaciares que ocupan una parte importante del territorio, y el fuego de sus volcanes que a su vez proporciona una enorme cantidad de energía geotérmica, que es aprovechada por sus habitantes para su consumo domestico e industrial.

Estos elementos configuran el paisaje a su capricho, y a su vez unas condiciones de vida duras y difíciles, pero que a lo largo de los tiempos han sido compensadas por la abundante pesca de la que directa o indirectamente depende casi el 100% de la economía del país, y prácticamente de todas las familias que lo habitan.

La de Skuly no vivía en la capital ni tan siquiera en los alrededores, si no en un lejano pueblecito llamado Hölmavik, situado al extremo NW. de la isla, a mitad del profundo fiordo de Húnaflöi casi en el mar de Groenlandia, y cerca del Circulo Polar Ártico... ¡Toma ya, como pa que me encontraran...!

Llegar hasta allí por tierra no era especialmente largo, (unos 70 kms.) sin embargo por mar hubiera habido que rodear toda la península de Vestfröir, cuajada de grandes fiordos, islotes y traicioneros escollos, además de vientos huracanados perpetuos, que a su vez constituían la más rica reserva de pesca de todo el país.

Durante el camino, mis anfitriones no dudaban en dar algún pequeño rodeo, o tomar algún desvío a fin de mostrarme orgullosos

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lo que ellos consideraban más llamativo e interesante de visitar, y lo cierto es que el corto viaje resultó más que apasionante.

La vista de las tremendas cascadas, una de ellas la de Engifoss, con más de 120 m. de altura. El enorme glaciar de Vatnajökull, (el más grande de Europa) la multitud de cráteres, algunos de ellos aun humeantes por las recientes erupciones, géiseres, fumarolas, fallas, lagunas donde flotaban enormes iceberg formando caprichosas figuras con el deshielo, y son preciosamente navegables, grandes pozos repletos de barro hirviendo, otros de aguas termales donde es perfectamente posible bañarse. Todo ello sobre un mar de lava y tierra retorcida y atormentada, conformaban un paisaje único y espectacular, más cercano a una visión imaginada de la luna, que a cualquier otra terrestre que yo hasta ese momento conociera.

Ellos disfrutaban con mis expresiones y caras de asombro que yo exageraba a propósito en reconocimiento a su interés.

Cerca ya de nuestro destino, Hölmavik, nos detuvimos en una especie de mirador natural desde el que se divisaba perfectamente todo el pueblo y gran parte del fiordo, llamando mi atención además de la impresionante panorámica, una especie de factoría situada junto al mar con un muelle de carga donde se observaba gran actividad.

Al interesarme por ella, conseguí entender, que se trataba efectivamente de una factoría ballenera, donde precisamente trabajaba el padre de Skuly además del 90 % de los habitantes del pueblo, los cuales apretujándose un poco casi cabrían en la camioneta, ya que no deberían pasar de las 50 o 60 familias.

El Sr. Zorual, otro gigantón como su hijo mayor Skuly, de unos 50 años y cercano a los 2 metros de estatura, me impresionó con su presencia.

Vientos y temporales habían dejado en el rostro su indeleble huella, acentuando los surcos verticales de sus mejillas, y marcado las arrugas de los orbiculares de sus ojos azules y profundos como el

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mar al que habían mirado todos los días de su vida.

Su pelo corto e hirsuto y una rala y blanquecina barba, apenas cubría la cuadrada y poderosa mandíbula, haciendo que el conjunto pareciera esculpido en alguno de los basaltos que abundaban por los alrededores.

Skuly me aclaró como pudo, que hasta hacía pocos años su padre había trabajado en los barcos que abastecen a la factoría de los grandes cetáceos, que allí se preparan para su distribución a los mercados o a otras industrias afines, y ahora llevaba un tiempo en tierra donde el trabajo resultaba menos duro. Me explicó también sin darle gran importancia, que los referidos barcos no suelen estar más de dos o tres días pescando, y no necesitan separarse más de unas millas de la costa para encontrar sus presas: ballenas, rorcuales o cachalotes, las cuales según el, tampoco son especialmente difíciles de cazar y arrastrar navegando hasta la factoría, con lo que yo me imaginé que poco menos, a cualquier chaval que su madre manda a por el pan, le encarga de paso que se llegue al mar y se traiga un par de ballenas para desayunar.

La madre y la hermana menor de la familia de Skuly, pertenecían también a la especie de las ballenas, pero de las más grandes. Andarían cada una por las 6 o 7 toneladas, y cuando las miré por detrás, pensé que cada una de ellas tenia culo para tres banquetas. Pero pronto les tomé simpatía, pues en seguida pude comprobar que no “hacían nada” y que eran mansas y sociables.

La hija, que no llegaría a los 60 años, (téngase en cuenta que llegan a vivir hasta 150), hasta me hacía “ojitos” y se acercaba con cualquier excusa a la casita de madera pintada de verde que situada a unos 30 o 40 m. de la de la familia, me habían adjudicado para mi solo, pero yo la conformaba pasándole cariñosamente la mano por su interminable lomo, observando complacido como sus descomunales glándulas mamarias, subían y bajaban acompasadamente, adquiriendo cada vez mayor ritmo y volumen, lo que era síntoma inequívoco de que se hallaba en edad “de merecer”. Si bien tampoco estaba yo, por distintas y evidentes razones, en disposición de atender la demanda que el inexorable reloj biológico de la “ballenata” exigía, a fin seguramente de perpetuar la especie, la

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cual en el supuesto de que mis limitados atributos hubieran cumplido su misión, hubiese salido debilitada con mi aportación en cantidad y calidad.

En conclusión...

Era mucho arroz para tan poco pollo...

Dos días mas tarde el Sr. Zorual comentó a Skuly que a la siguiente mañana, saldrían dos barcos pequeños de los que se utilizaban por su gran rapidez y agilidad a avistar presas, (ballenas) y conducir a los barcos pescadores hasta ellas, en lugar de que estos las busquen, lo cual es más lento y costoso, y que si quería, ya que me había visto tan interesado, podría ir con ellos.

Sin dudarlo un instante acepté la invitación y horas más tarde estaba con mi grandullón amigo en el muelle, luciendo un traje de agua amarillo tres tallas más grande que la mía, a bordo de uno de aquellos curiosos barquitos de 6 m. de eslora, estrechos como canoas con casco en “v” especialmente pronunciada, puesto de mando en un costado, y gran cantidad de herramientas desconocidas para mi, así como cabos largos y resistentes, lo que me hacía pensar que su misión era algo mas que la de avistar.

Montaban a su vez fuerabordas Evinrude de 100 hp.

También llamó mi atención, el que cada uno de ellos fuera tripulado por 4 hombres todos ellos rudos marineros, que me miraron con una cierta curiosidad y pocas palabras.

Salimos zumbando en dirección a mar abierto el cual dijo “aquí estoy yo”, cuando tras una media hora de navegación abandonamos el fiordo que nos daba cobijo...

Aquellos tíos parecían formar parte del mobiliario del barco. El piloto no moderó la marcha un ápice al encontrarse con la embestida de las inmensas olas que ya no nos abandonarían en todo el día. Ellos ni pestañeaban, acompasando los movimientos del cuerpo con los del barco, y estoy seguro que cruzando apuestas entre ellos, sobre en que ola me dejaba yo los “piños” clavaos en la borda.

Anduvimos como una hora más así, perdiendo totalmente de vista la

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costa en la lejanía entre aquel mar de viento huracanado y espuma blanca.

Redujo entonces el barco su velocidad casi al ralentí, observando dos de ellos el horizonte con potentes prismáticos “Nikon”, y unos momentos después el más viejo, hizo un gesto hacia babor, lanzando toda la caballería hacia aquella zona, navegando algo más tranquilos con la mar en popa.

Momentos después nos encontrábamos a tiro de piedra de el gran chorro de vapor que emitía un enorme cachalote que navegaba despreocupado, ajeno a que el destino lo acababa de señalar con su dedo asesino.

El piloto dio por radio la posición al barco que faenaba más cerca, el cual en poco más de una hora estaba a nuestro costado, presto a terminar con la vida de aquel mastodonte indefenso que se enfrentaba en desigual pelea, a su depredador más inexorable, el hombre, contra el que a pesar de su tamaño y peso superior a las 20 toneladas no tenía prácticamente opciones de salir con vida.

Comenzó la rutinaria faena con los dos barcos pequeños hostigando al animal, cortándole el paso y caracoleando en su proa a escasos metros de su descomunal cabeza, de tal forma que podía verse el pequeño ojo de ese costado, en lo que a mi me pareció una mirada de sorpresa y miedo, probablemente ignorante de la intención de aquellos molestos “abejorros” que revoloteaban ruidosamente alrededor de su cabeza.

Minutos después, pude ver perfectamente como todo su cuerpo rechoncho se hundía en las profundidades del Océano, seguramente buscado en el la protección a la amenaza desconocida que le aguardaba en superficie.

Pero esa maniobra ya estaba prevista por sus implacables cazadores, los cuales cuando minutos después detectaron el nuevo chorro de vapor que delataba su regreso, volvían a la carga con redoblado ímpetu, acosando al animal que aminoraba su velocidad y variaba su rumbo, dando ocasión al barco cazador de situarse a su costado apuntando su amenazador cañón lanza arpones directamente

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a su cabeza esperando el momento óptimo para lanzar el enorme rejón sin posibilidad de fallo.

Segundos después pude oír el chasquido seco y siniestro de la poderosa arma, y observar como su boca escupía el pesado y mortal arpón sujeto a un grueso cabo que lo mantenía unido a la proa del herrumbroso barco. Este fue a alojarse pesadamente en la parte trasera de la cabeza del enorme animal próxima al cerebro, el cual sufría un perceptible estremecimiento, indicador inequívoco de lo certero del disparo, que sin duda había alcanzado su objetivo.

Momentos después, otra detonación sorda procedente de la carga explosiva alojada cerca de la punta del referido arpón, destrozaba literalmente la cabeza de la bestia, abriendo un tremendo boquete en la misma por el que se le escapaba la vida a borbotones, que en breves momentos tiñeron el océano de sangre, que mezclada con el agua salada y la espuma levantada por el viento, coloreaba de rojo los amarillos trajes de los marineros, creando una dantesca y colosal escena que quedó impresa en mi retina durante muchos años después, como uno de las más lamentables que hasta ese momento habían contemplado mis ojos.

Dos hombres saltaron ágilmente sobre el cuerpo ya sin vida del animal, clavando sendos dardos hasta sus zonas internas, los cuales iban acompañados de unos tubos a su vez unidos al barco, desde el que se insuflaba aire a presión hasta el interior del inmenso estomago, convirtiendo lo que hasta momentos antes, era un poderoso coloso marino pleno de fuerza y vida, en una enorme y grotesca boya, flotando en un mar de sangre y muerte, señalada por una bandera clavada en su cuerpo con el “logo” de la empresa propietaria de semejante atrocidad, y por una enorme “pajarada” revoloteando a su alrededor, peleando denodadamente un trozo de carne de los que flotaban esparcidos sobre las frías aguas del Atlántico Norte.

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Factoría ballenera

“Kremssertor”

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Cachalote

Ballenero con sus capturas

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La presa fue remolcada lentamente por el barco grande hasta la factoría de tierra, y nosotros regresamos saltando sobre las olas de la misma forma que a la ida, pero no pude abstraerme de la reflexión sobre si tenía derecho a recriminar lo que aquellos hombres hacían, en definitiva para ganar su sustento y el de sus familias, cuando yo dando un tiro a un vulgar sargo, estaba también segando una vida por puro placer, y no por más pequeña menos importante.

Sólo me cabía una contestación que dudosamente me justificaba.

... Es verdad. Pero en mi caso de 100 que veía, cazaba uno... en el de ellos, del mismo número de animales avistados raramente sobreviviría alguno.

Así continué hundido en mis reflexiones, y cuando a mi regreso me preguntaron si la experiencia me había gustado, no supe que contestar... tenía un regusto amargo en el fondo de mi garganta.

Al día siguiente fui acompañado de Skuly de su hermana (la ballenata), y de otra prima menos intimidante pero también poderosa, a Reykiavik, donde compré un juego de jarras de cerveza para los novios, y un excelente y flamante chaquetón marino, así como distintas prendas de abrigo confeccionadas en aquella tierra, que desde luego de frío, tenían motivos a saber.

Conocí la zona Este de la isla, que continuó impresionándome con sus magníficos y sorprendentes paisajes. Como Svartiföss, la cascada negra, con sus enormes columnas de basalto en forma de tubos de órgano. En cuya laguna nos dimos un magnifico baño, pues aunque al entrar en ella mis tres acompañantes, el nivel subió un par de palmos, no influyó en su temperatura que continuó siendo templada y sirvió para cerrar una jornada deliciosa.

Más al norte habíamos seguido una carreterita helada a la que parecían acostumbrados, que nos condujo a un pequeño mirador desde donde se podía contemplar el mar helado, y casualmente cruzando ante nosotros en aquel momento el rompehielos “Lenin” de bandera soviética, al que pudimos observar con detalle por su cercanía, quedando totalmente impresionado por su capacidad de avanzar en aquel desierto yermo e inhóspito, tan hermoso e

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inmaculado a la vista, como inasequible para cualquier ser vivo que osara internarse en sus entrañas.

La boda se celebró el siguiente sábado en la cercana ciudad de Bourdandalur, por el rito luterano, religión que profesan la gran mayoría de los islandeses. No difería mucho de otras bodas de pueblo de aquella época en nuestro país. Todo el mundo luciendo sus mejores galas, y el que más y el que menos hecho una facha con ellas encima.

El convite también consistía en comer y beber como descosidos, y bailar a cual peor al son de una orquestina compuesta por tres tipos disfrazados de no se que, con un acordeón, un violín, y una especie de guitarrico/charango/bandurria/nosequemás, que no conseguí saber si sonaba o era completamente mudo.

La comida en general era buena. A base de pescado en todas sus variantes: Harofiskur, hígado de bacalao. Konnefiskur, albóndigas de bacalao. Trauwenfiskur, bacalao desmigado. Zuppenfiskur, sopa de bacalao. Y laucharfiskur, que por fin era... ¡Chachan...!... paté de... ¡¡bacalaoooo!!

También hubo bleykja, (trucha artica). Svie, (cabeza ahumada de cordero). Carne de reno, de fletan y de ballena, en todas sus variantes...(tantas como el bacalao).

Skyr, era una especie de riquísimo yogurt, y slongukaka, pastel de chocolate.

Se bebía cerveza negra noruega, (caliente) a cantaros, y beunpkirin, (licor alcohólico destilado de la patata) más que agua, por lo que la “cocida” era generalizada.

El capataz de la factoría ballenera, ex marino mercante, que hablaba bien inglés, francés y chapurreaba italiano, con el que pegué la hebra un gran rato, me aclaró cantidad de conceptos que yo no terminaba de entender.

El sistema de caza de ballenas y arrastre, era propio solamente de zonas donde el paso de las presas está muy próximo a la factoría, y además debe darse la circunstancia, como aquí era el caso, de que no

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fuese zona de tiburones u otros depredadores importantes, (las orcas a veces daban buena cuenta) ya que según me explicó, en ocasiones se cazan y se remolcan hasta tres y cuatro piezas, las cuales se dejan flotando señaladas por una bandera de la empresa, (ya que hay varias) y vigiladas por alguno de los barcos pequeños, y en otra zona donde los carroñeros marinos fueran abundantes no llegarían a tierra ni los huesos.

Un par de días más tarde, correspondiendo al aviso que habíamos dejado en el puerto, nos comunicaron la demanda de personal para un carguero de bandera canadiense que saldría “en lastre”, (sin carga) al día siguiente rumbo a Nueva York y Boston.

El destino me producía una cierta extrañeza ya que lo propio era que bajase hacia algún puerto europeo, pero de cualquier forma me venía de maravilla, ya que mi estancia en aquellas tierras ya estaba siendo más larga de lo prudente.

Así que tras los oportunos agradecimientos me despedí de toda la familia, acompañándome Skuly hasta Reykiavik donde aclaré mis dudas con el tema del destino del “Ontario” que así se llamaba el barco, tipo “Freedom,” que había arribado dos días antes portando maquinaria pesada, y regresaba efectivamente “en lastre” a Boston, con rumbo directo, o sea, bordeando la península del Labrador y Terranova, nada más y nada menos... lo que era enfrentarse a algunos de los mares más duros del mundo a cara de perro.

El barco era de construcción bastante reciente y tenía un magnifico aspecto. R.B. (registro bruto) de 40.000 T., abanderado en Toronto (Canadá).

Esa misma noche dormía a bordo, sorprendiéndome ya lo magníficamente acondicionado de las instalaciones de la marinería, las mejores que hasta el momento había disfrutado.

Traté mi enrole con el 2º oficial, un tipo chileno de piel rubicunda y pecosa, pelo largo y lacio, absolutamente confundible con un Setter Irlandés, (jamás había visto un parecido mayor entre un hombre y un perro) con expresión antipática, al comprobar en mi documentación que navegaba como timonel me advirtió que lo que

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necesitaban era un marinero de 2ª y que con esa categoría me pagarían, aunque se me utilizara si convenía para hacer timón. A mi ese aspecto en particular no me preocupaba pues habría cambiado a pelo el trabajo por el viaje, pero si me molestó su actitud y comentarios sobre los “trotamares” que pululaban por todos los puertos del mundo.

Horas después salíamos a la mar a una velocidad que no bajaba de los 18 nudos de crucero, con rumbo SE que a todas luces era ir a “buscar pelea”, haciendo caso omiso de la savia recomendación de que “la mar nunca hay que salir a buscarla, como mucho defenderte de ella cuando la encuentras”.

Aún no hacía un par de horas de nuestra salida, cuando una familia de ballenas árticas compuesta por dos adultos y dos crías, se cruzaron con nosotros en dirección al que podía ser un fatal destino, por lo que no pude por menos que enviarles un mensaje de corazón a corazón, recomendándoles encarecidamente que cambiaran inmediatamente de rumbo, el cual por la fuerza e intensidad que puse en él, estuve seguro de que les llegó de pleno y las alejó de aquellas aguas sumamente peligrosas para su salud.

Una neblina espesa y helada se cerró sobre el océano, impidiéndonos ver más allá de un par de docenas de metros alrededor del barco.

Las grandes olas producidas por la mar tendida del NO, se estrellaban contra el muro de acero que presentaba nuestro costado de estribor, que mostraba inusualmente su línea de flotación 3 o 4 metros por encima de lo que era normal con el barco a plena carga. En su proa, con seguridad podría verse fácilmente el enorme bulbo, abriéndose paso entre las frías aguas, rumbo a mares más cálidos y a tierras menos inhóspitas.

La neblina se convirtió en lluvia y el viento arreció hasta transformarse en huracán.

Ahora la visibilidad había mejorado pero no así el panorama, lo cual no inmutó, al menos de manera perceptible, a ninguno de los tripulantes y mucho menos al barco, que indiferente avanzaba por

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entre las enormes olas que continuaban estrellándose contra su costado, mostrando orgullosamente la calidad de su diseño y la gran potencia de sus maquinas.

Horas más tarde haciendo ya un buen rato que había cesado de llover, el viento también amainó y una espesísima nevada comenzó a caer inesperadamente sobre el océano con gran sorpresa al menos para mi, que nunca había tenido ocasión de contemplar un fenómeno parecido.

Grandes y espesos racimos de esponjosa nieve, bajaban mansamente desde el cielo gris, deshaciéndose de inmediato al contacto con el agua salada, y produciendo un curioso efecto en el entorno como de cámara lenta, dando la impresión de ralentizarlo todo, incluso el ruido producido por las olas que también parecía llegar amortiguado.

Minutos después todas las dependencias expuestas del barco quedaban cubiertas por una espesa e inmaculada capa blanca, que proporcionaba una visión épica y fantasmal de todo el conjunto.

En la primera ocasión que tuve me ofrecí a Ismael, que así se llamaba el hombre-perro, a compartir timón con quien correspondiese, a lo que este algo más amable que a la entrada, contestó con un gruñido en tono menor, pero a la media hora ya me estaban convocando a mi primera guardia la cual cumplía con gusto ya que era el trabajo al que estaba más habituado.

Durante la primera parte del viaje navegando al abrigo de las costas de la cercana Groenlandia, las condiciones climatológicas aun siendo duras durísimas, podían considerarse soportables, recordándome a las ya vividas a bordo del “BÖDO” en el aún cercano Mar de Noruega. Pero una vez doblado el terrible Cabo Farewell, recibiendo por estribor los huracanados y devastadores vientos procedentes directamente del Polo Norte y encauzados hacia nosotros por el estrecho de Davis, que actuaba de cauce de aquel vendaval permanente, el mar se nos comía literalmente. Las enormes olas a pesar de la imponente altura que presentaba el buque desde su línea de flotación hasta la tapa de regala, rompían estrepitosamente

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en la cubierta una tras otra sin tregua alguna. El viento empujaba el costado de la nave con tal fuerza que hacía difícil mantener el rumbo, hasta el extremo de obligar al capitán a ceder prudentemente 2 grados a babor, lo cual aunque nos separaba un tanto de nuestra derrota ideal sobre la carta, nos permitió un respiro de alivio al tomar la mar por la aleta de estribor, pero contribuyó a dificultar considerablemente mantenernos en la dirección correcta al multiplicar la querencia del barco a atravesarse a la mar.

Navegando a toda máquina durante un par de días más en aquellas durísimas condiciones, ayudados también por la dirección y empuje de la mar y el viento, alcanzamos por fin la dudosa protección de las costas de Terranova, que aunque en la practica la mejora si es que la hubo fue realmente imperceptible, nos indicaba que encarábamos ya la etapa final del viaje rumbo a Nueva York.

Pocos días más tarde remontábamos con alegría la desembocadura del río Hudson, y atracábamos por fin en la dársena de Brooklyn de la “Ciudad de los Rascacielos”, lo que al menos para mi suponía el fin aquel inolvidable viaje.

Mi sorpresa fue cuando el Sr. Ismael, cuyo trato conmigo había mejorado considerablemente durante la travesía, me propuso continuar en la tripulación del “Ontario” ya en condiciones normales, hasta su próximo destino que sería San Francisco con escalas anteriores en San Diego y Los Angeles, en la costa O. de EE.UU., y hacia donde zarparía con carga general dos días más tarde.

Tras pensármelo brevemente y dado que tendría seguidamente que buscarme nuevo trabajo, opté por aceptar el que me ofrecían que en ningún sentido era malo, sobre todo si se mejoraba la ruta como era el caso, ya que habría que bajar a Panamá y tras hacer “El Canal”, subir la costa del Pacifico, lo que salvo algo inesperado no era una navegación especialmente complicada.

El día anterior a mi salida de Islandia, y ya conociendo mi nuevo destino, había intentado contactar con Chelo dejándole un mensaje

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en “Stella Maris” y recibiendo otro de él en el que me decía que salía con aquella fecha desde Génova con rumbo a Veracruz y Acapulco en México, por lo que más o menos debía andar también por aquellas inmediaciones, ya que la segunda de sus ciudades de destino les obligaba también a cruzar El Canal y nos resultaría fácil el contacto, comunicándonos ambos las fechas que nuestros respectivos barcos tenían reservadas para el referido paso como era de todo punto imprescindible.

De esa forma con una semana de diferencia sabíamos que él estaría en Acapulco y yo en San Diego, lo cual equivalía a unos centenares de kilómetros, quedando emplazados ambos en Los Ángeles donde no era complicado acceder.

Efectivamente el encuentro se produjo en la capital de California con gran alegría por parte de ambos, disponiéndonos seguidamente a continuar nuestro periplo, esta vez de acuerdo en poner rumbo al lejano Oriente donde por diferentes razones los dos estábamos interesados en visitar.

Un par de días después un barco granero de bandera Yankee y tripulación surtida, el “Island Venture”, nos daba cobijo con dirección a Tokio y Yokohama, lo cual coincidía más o menos con nuestra intención del momento.

Zarpamos según lo previsto con una carga completa de trigo, lo cual evitaba uno de los peores problemas de los barcos de este tipo, ya que el grano es un cargamento altamente deslizante, y cuando las bodegas no viajan completamente llenas son fáciles los corrimientos de la carga, con los consabidos inconvenientes.

La travesía fue bastante sosa y aburrida, siendo lo más interesante de ella el encuentro que tuvimos a la altura de las islas Hawai con el buque escuela soviético “Tobarich”, que seguramente realizaba uno de sus viajes de instrucción alrededor del mundo y fue un espectáculo extraordinario su contemplación durante las dos horas que tardamos en dejarlo atrás por estribor, pues llevaba nuestro mismo rumbo y con todo su magnifico “trapo” al viento ofrecía una estampa maravillosa. No tengo que decir lo que hubiera dado por

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verlo “bajando” desde el Mar del Norte, con aquel vendaval casi en “popa redonda” y todo aquel velamen desplegado, ahí con toda seguridad la pasada hubiera sido al revés y hubiera sido él quien nos hubiera dejado atrás con toda facilidad.

Pero en cualquiera de las circunstancias hubiera a gusto cambiado de montura sin dudarlo un solo instante.

Y la adopción sin alternativas posibles de un marinero vasco de Arrigorriaga, que formaba parte ya de la tripulación y se nos pegó a rueda sin darnos opción. Patxi Olabuenaga, rebautizado de inmediato por mi como “Chiquito de Arrigorri”, aunque quizá se parecía más al “Increíble Hulk” pero con boina.

Era un tipo de 34 años grande como un Mayo, fuerte como un toro, y simple como un fuelle. La verdad es que de entrada nos cayó bien, probablemente por aquello del “paisanaje” ya que los vascos de aquella época eran gente querida sin reservas por todo el resto de los pueblos de España.

Era de una típica y simpática fanfarronería y siempre estaba dispuesto a hacer demostraciones de su fuerza, por lo que en cuanto te descuidabas estaba moviendo o levantando algo imposible para los demás, lo cual se prestaba a bromas y tomaduras de pelo por nuestra parte, ya que tampoco se enfadaba fácilmente y tenía un estupendo carácter.

En una ocasión le reté delante de unos cuantos a que levantara una enorme caja de herramientas que había sobre la mesa del comedor, y esa vez si se cogió un cabreo de p.m. cuando después de echar los hígados sin conseguir moverla comprobó que se la había atornillado por debajo a la mesa, lo que provocó el cachondeo general y su mosqueo propio por haber caído en semejante simpleza.

14 días después avistábamos la cumbre permanentemente nevada del “Fuji Yama”, lo cual nos indicaba que estábamos a punto de rendir nuestro primer viaje al famoso país del “Sol Naciente”, sin lugar a dudas y según todas las opiniones, el más moderno y adelantado de toda Asia, y entre los más considerados de todo el mundo.

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Pues a nosotros Tokio no nos gustó ni ver...

Era un hormiguero humano sin ninguna personalidad, mezcla de las principales ciudades occidentales, pero sin haber tomado nada de lo interesante de ellas.

Enormes edificios y galerías comerciales por doquier.

Neón, automóviles y vallas publicitarias por todas partes.

Y lo peor... japoneses bajitos, vestidos de limpio, todos “repes” y con cara de llamarse Tanaka, como moscas, como hormigas... a millones.

Hicimos una excursión a Kyoto, de la que yo había leído que era lo más interesante del país, y la verdad es que su famosa “Pagoda” nos encantó, pero lo más impresionante fue el viaje en tren que por cierto acababan de inaugurar.

Cuando en España el tren era algo entrañable, con su humo, su maquina negra y sucia, sus retrasos obligados, su “chachachá” lento y acompasado, y sus vagones de 3ª con sus asientos de tablillas que se te quedaban señalados en los “cachetes” por lo menos una semana... en fin, un tren como Dios manda.

Allí no...

Aquello era una bala de cañón brillante y reluciente, lleno de “Tanakas” por todas partes, que además si te descuidabas te dejaba incrustado en el asiento igual que a la “Pantera Rosa” y no te daba tiempo ni a decir... ¡cooñoo con el tr...! ¡ya habías llegado!

Ni una mala carbonilla en el ojo que te llorara un rato...

¡O como era eléctrico aunque fuese un voltio!

Ni una mala señora gorda de pueblo con su fiambrera y su tortilla... sus pimientos fritos y su par de torreznos de tocino con veta...

–¿Usted gusta?

–... No, muchas gracias, ya he desayunado antes de salir...

–... Caballero, cuidado con los huevos... no se siente encima...

–¿Qué lleva vd. aquí, huevos señora?

_ ...No, alfileres... es que mi hija es modista sabe usted...

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–Anda hijo coge tu un trozo que yo no me la voy a terminar, y estás muy delgao... está muy buena, tiene una poquita de cebolla que sale más blandita...

–¿Que va usted pa Hornachuelos?...

–Allí tengo yo un hijo casao... mi Paco...

...En fin una conversación entrañable, de las de verdad...

Los “Tanakas” nada... todos como muñequitos recortables, leyendo su periódico...(en japonés, que tenía cojones leer aquello) o repasando apuntes que sacaban del maletín, también “repe” que llevaba cada uno.

Así que decidimos por unanimidad largarnos de allí cuanto antes, lo cual no era especialmente complicado, pues en el inmenso puerto también había millones de barcos con todos los destinos posibles, por lo que sin pensarlo mucho optamos por el “Ossiawa K Maru” que zarpaba al día siguiente hacia el Mar de la China Oriental y Meridional. Shangai, Taipei en Formosa, Macao, Manila en Filipinas, Java, Sumatra y Bangkok en Tailandia. Y después ya veríamos, pues un inconveniente con el que no contábamos, y por el momento no era fácil de solucionar, era que al haberse unido al equipo el bueno de Patxi era mucho más complicado encontrar barcos en los que faltaran tres tripulantes, y en esta ocasión había sonado la flauta.

De cualquier forma entendimos ya tarde, que nos habíamos equivocado. No por los destinos que coincidían casi exactamente con lo que pretendíamos, ni por el barco, que aunque no era una joya tampoco estaba mal.

No nos gustaba la tripulación, casi todos eran coreanos, chillones, atravesaos, malcarados, antipáticos, camorristas, y con una mala baba de leyenda.

Entre ellos mismos se entendían “a matar”, pues cualquier discusión que aparentemente no era nada importante, a ellos les servía para montar un guirigay de espanto y acabar a palos y navaja en ristre, hasta que obligaban a intervenir a alguien con mando que evitara que llegara la sangre al mar.

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No entramos con buen pié, pues cuando vimos las literas del rancho que eran a la medida de aquellos enanos, Chelo y yo quisimos prepararle una broma a Patxi haciéndole “la petaca” en la que creímos que sería su cama, pero resultó que era de uno de aquellos “monos” (con perdón) que formó un dos de mayo peor que si le hubieran matao a su madre. Chan chu pen kan pun pon pin ...tres con las que sakes. Que traducido quiere decir: Quien ha sido el hijo puta que ma hecho a mi esto, y de que me conoces tu a mi pa esas confianzas.

Ahora ve tu y explícale a aquellos prendas que era un error de una broma entre nosotros. Imposible...así que mejor dejarlo y que pensaran lo que quisieran.

A lo largo de los días que duró el viaje, la antipatía mutua fue en aumento, siendo yo precisamente el que menos les gustaba según las miradas y gestos que observábamos en las escasas veces que coincidíamos principalmente en el comedor.

Los días pasaban con la lentitud legendaria con la que discurre el tiempo en Oriente. El calor pegajoso y húmedo de aquellas latitudes, había sustituido en escasamente dos meses al frío polar de mis andanzas por el Norte.

Nuestro periplo por el lejano oriente estaba resultando un tanto desilusionante, quizá porque únicamente teníamos el tiempo justo para visitar las ciudades, o más concretamente los puertos de las ciudades en las que atracábamos, los cuales salvo las de Japón tenían varios denominadores comunes.

La extrema pobreza que se respiraba en la mayoría de ellas.

El tremendo gentío que las poblaba, la posibilidad de compra-venta de absolutamente todo incluido drogas, cualquier tipo de espectáculo que pudieras imaginar, o sexo a la carta. En Bangkok y Manila se ofrecían niñas con apenas 10 años.

Aunque no me lo confesara ni tan siquiera a mi mismo, yo andaba buscando algún transporte que me acercara al objetivo real que llevaba entre cejas desde que tomara la decisión de viajar a

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Oriente... Hong-Kong.

No sabía a ciencia cierta exactamente para que... o mejor dicho, si lo sabía... Valerie estaba allí, según mi última información, pero... ¿con qué intención pretendía yo acercarme a ella?...pues lo más probable sería que aún suponiendo que estuviera allí, ni siquiera podría encontrarla, pero aunque lo hiciera...¿para decirle que?... pues en modo alguno querría perjudicarla ni complicarle la vida... ¿entonces?.

Pero no podía evitarlo. Así que como tantas otras veces haría caso a mi instinto y... ya veríamos.

Habíamos decidido desembarcarnos en Macao, ya que por una parte no estábamos a gusto en el barco por las razones descritas, el puerto era lo suficientemente importante como para tener posibilidades de encontrar algún otro a nuestro gusto, y lo más importante para mi, estaba a tiro de piedra de Hong-Kong, de donde solo me separaba el estuario de Hu Men, y el paso de Zhujiag Kong, por lo que yo había decidido cruzar en un ferry que unía las dos ciudades-colonia, (una británica y otra portuguesa) y ellos me esperarían un par de días e intentarían encontrar algún barco adecuado para los tres, y si no nos veríamos obligados a separarnos.

Así que tras recoger nuestros respectivos sacos, pasamos al comedor donde haríamos nuestra última comida a bordo ya que el barco continuaría su rumbo esa misma tarde tras dejar parte de la carga.

Pasamos al feo comedor del “Ossiawa k Maru” cuando ya el resto de la tripulación, los “monos” estaban terminando.

Nos miramos con ellos de soslayo ya sin disimular la marcada antipatía mutua que reinaba.

Nos enfrascamos como siempre en nuestras conversaciones y bromas, y surgió a propósito de una velada de boxeo tailandés o muay-tay a la que habíamos asistido la noche anterior, el tema de la condición física a lo que Patxi era tan aficionado.

–¿Tu porque crees que tienes tanta fuerza? –le pregunté a Patxi en

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tono de medio broma que por supuesto él tomó completamente en serio.

–Yo porque todos los días comía carne de buey– me contestó complacido y con orgullo por el reconocimiento implícito en la pregunta.

A lo que Chelo contestó de inmediato con su marcado deje asturiano.

–Y una leche... yo también comía todos los días sardines y no se nadar.

Lo que a mi me hizo soltar la carcajada por lo aplastante y simple del razonamiento, y a Patxi dejó totalmente descolocado y buscando una respuesta que avalase su pobre argumento.

Las risas entre nosotros se generalizaron, lo que de forma inesperada parece que molestó a los “monos” que pensaron que ellos eran la causa, y el que era siempre el gallito el más vociferante y agresivo, un tipo bajito de pelo negro azabache y tieso, con perpetua cara de mala leche, y al que yo desde el primer día llamaba “medio polvo”, se levantó despotricando y chillando con los ojillos encendidos, y cogiendo una jarra metálica grande que usábamos para el agua, me la arrojó directamente a la cara produciéndome una gran brecha en la frente por la que al instante comenzó a manar sangre de forma alarmante.

En el momento no reaccioné. Preocupado más por la herida y por limpiarme el líquido pegajoso de mi cara que me impedía la visión.

Chelo quitándose de inmediato la camiseta que llevaba puesta y que casualmente era de mangas largas, le arranco de cuajo una de ellas, atándola en un plis plas alrededor de mi frente, lo que me permitió comprobar como Patxi ya había agarrado por el pescuezo a m.p. (medio polvo) y al propio tiempo otro par de aquellos enanos se le habían subido encima, lo que supuso la generalización de la trifulca que en cuestión de segundos se había convertido en una batalla campal.

El vasco que se hallaba junto a la puerta que daba a cubierta, seguramente buscando más espacio, salió por ella arrastrando

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consigo a m.p. y a los otros dos subidos en “su chepa”.

Salimos todos tras ellos, continuándose la tangana en el más amplio espacio de la cercana proa, uniéndose al equipo de los simios el ayudante de cocina que también era de su bando, con lo que en total nos doblaban en número y nos triplicaban en mala leche. Pero el asunto sufrió un cambio radical cuando no supimos si intencionadamente o no, observamos al iniciador de la batalla, volar literalmente por encima de la borda del lado de estribor cerca de la proa, impulsado por Patxi, que al parecer había incluido entre sus actividades la de lanzamiento de chino, cayendo este al agua del puerto con gran estruendo desde la respetable altura de al menos 10 o 12 metros del puntal del “Ossiawa k Maru”.

Un tenso silencio se produjo entre los contendientes, precipitándonos todos de inmediato a la zona de la de la borda por donde había volado el mala baba, pudiendo comprobar que había caído directamente al agua sin golpearse en ningún otro sitio que era la principal preocupación.

Sin pensarlo y sin saber bien con que fin, apoyé una de mis manos en la borda y pasé limpiamente por encima de la misma, en un salto de exhibición que para mi no tenía importancia y había hecho mil veces (no desde el barco pero si desde esa y mucho mayor altura) pero que yo sabía que impresionaba a todos los espectadores.

Fui a caer justamente al lado de m.p. que aún aturdido por la caída, probablemente pensó que mi intención era agredirlo e intentó a su vez golpearme a pesar de que a duras penas se mantenía a flote. Entonces y a fin de dejar claro que ese era mi medio y que allí mandaba yo, me sumergí un par de metros, lo agarré con fuerza por los pies, y tiré de él manteniéndolo bajo el agua hasta que creí que sería suficiente, pues mi intención no era continuar la reyerta si no detenerla antes de que llegara demasiado lejos o alguien acabara seriamente lesionado.

El enano pataleaba y luchaba como podía intentando zafarse de mi, que finalmente lo solté permitiéndole que saliera a respirar, pero de inmediato y sin aparecer en superficie lo volví a agarrar y lo arrastré de nuevo hacia abajo manteniéndolo otro rato bajo el agua

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sucia y maloliente del puerto, lo que parece que calmó sus bríos comprobando que allí tenía todas las de perder.

Se acercó chapoteando hasta el muelle donde ya se hallaban el resto de los “tanakas” que lo ayudaron a subir, encarándose de nuevo conmigo que pretendía hacer lo propio ayudándome de una barcaza que se hallaba atracada unos metros más adelante. Me extrañó que Chelo y Patxi no estuvieran allí, pero pronto pude comprobar que se encontraban al pié de la escala del barco, con dos policías cuyo vehículo tenían aún con las puertas abiertas a su lado seguramente dando explicaciones de lo sucedido, pero el caso era que en tanto no se dieran cuenta de la situación, yo corría un peligro cierto ya que los simios venían claramente a por mi y en la mano de alguno me había perecido ver algo “brillante” y sospechoso.

Dudé por un momento entre si echar a correr o volver al agua, (por aquella época en todo lo concerniente a correr, saltar, trepar, nadar, bucear etc., aunque no lo fuera, yo estaba convencido de ser poco menos que imbatible) pero ya se me venían encima, por lo que tomando impulso desde los 4/5 metros que me separaban del borde del muelle, salté por encima de la barcaza que me había ayudado a subir, cayendo al otro lado de la misma y desapareciendo de nuevo bajo el agua en dirección a otro pequeño barco que se encontraba fondeado a unos 25/30 metros.

Salí a superficie por el costado opuesto, de manera que no podía ser visto desde el muelle, tomé un par de bocanadas de aire y me zambullí una vez más alejándome todo lo posible de donde la vociferante jauría aguardaban aún verme aparecer.

Les grité desde donde me encontraba, imaginando sus caras de sorpresa al comprobar la distancia a la que había aparecido, les hice un suntuoso corte de mangas y continué nadando hasta el malecón de enfrente donde tendrían que dar un hermoso rodeo si querían venir a verme.

El barco zarpaba un par de horas más tarde cosa que yo sabía, y durante las cuales evité acercarme por los alrededores, a fin de no provocar nuevos enfrentamientos.

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Cuando por fin me aproximé a comprobar la partida de las “hordas enemigas”, ya estaban desatracando y aún me dio tiempo a despedirme de ellos lanzándole besos desde el malecón del puerto lo que terminó de colocarlos al borde del ataque.

... Decididamente los “chinos” no tienen el más mínimo sentido del humor.

Poco después me encontré con Chelo y Patxi por las inmediaciones, y tras comentar el incidente y entregarme mi saco, nos acercarnos a una barbería donde comprobaron que la herida era más aparatosa que importante, y me hicieron una sutura en vivo y en directo de tres puntos que me dolió mucho más que el golpe original.

Replanteamos de nuevo nuestra situación decidiendo finalmente separarnos, pues Chelo y Patxi no querían permanecer ni un solo día más por la zona y preferían volver a América, y yo continuar mi plan particular y volver a Europa y concretamente a España, pues quería estar pendiente del viaje del “Orión” y la fecha prevista en principio se acercaba.

Esa misma noche tomé un ferry para Hong Kong que me dejaría en la ciudad al amanecer siguiente.

Hong Kong, por entonces colonia británica, era una ciudad diferente al resto de las orientales. Zonas deprimidas y misérrimas cercanas al puerto, en claro contraste con otras, de grandes avenidas, edificios, y enormes áreas comerciales, creadas por un capitalismo salvaje y emergente, que invadía la gran urbe, convirtiéndola en una caricatura de ambas culturas, oriental y occidental, desposeyéndola de toda personalidad definida, aunque en evidente ventaja con sus vecinas Maníla, Shangai, Bangkok etc. que únicamente podían ofrecer la cara amarga de su triste realidad.

Me dirigí a la capitanía del puerto a fin de comprobar las posibles ofertas de trabajo que hubiera y alguna que me pudiese interesar, y una hora después estaba en la escala del “Mutsu”, un carguero japonés que demandaba un tercer timonel, y que saldría dos días más tarde hacia Singapur, Yakarta, Ceilán y Ciudad del Cabo, en el

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mismísimo Buena Esperanza.

Tras cruzar diversas dependencias del barco, acompañado por un marinero coreano, como no mal encarado, que desde la entrada de uno de los pasillos, me señaló con un gesto displicente la ultima puerta, llamó mi atención una música y una canción, que inequívocamente sonaba en español, y procedía con toda seguridad de la puerta a la que me dirigía.

El Sr. Martín Regueiro era el contramaestre del “Mutsu”.

Argentino de pura cepa y bonaerense de pro, no le faltaba un detalle, pues hasta tenía un abuelo de Betanzos.

Ambos nos dimos una gran alegría al saber nuestra mutua procedencia, y posteriormente compartimos muchos y excelentes ratos de charla y música, en su moderno giradiscos japonés, con su magnifica colección de “vinilos”.

Era un profundo conocedor del folklore argentino, y a él debo el descubrimiento de interpretes y autores que después figurarían entre mis preferidos: Atahualpa, Facundo Cabral, Horacio Guaraní, Mercedes Sosa, etc.

Tras ocupar mi pequeño pero cómodo camarote individual en el barco, lujo al que no estaba acostumbrado, me dispuse, después de situar en un mapa de la ciudad que había tomado en la Estación Marítima, la Sede del Gobierno de su Graciosa Majestad, a darme un garbeo por las inmediaciones.

Estaba convencido de que sería prácticamente imposible ver a Valerie, suponiendo que estuviera allí, de lo cual tampoco estaba seguro, pero había algo que me empujaba a intentarlo... aunque fuese por la ilusión de sentir que estaba cerca.

Sin darle muchas vueltas, pues por eso estaba allí, me encaminé a la zona NE de la ciudad, no resultándome muy difícil dar con las grandes y diferentes instalaciones, que ocupaban toda una manzana de la zona alta y residencial.

El gran edificio, se hallaba protegido por un muro de piedra alto

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que imposibilitaba la vista de su interior en gran parte del perímetro. Más bajo, como de 1,50 metros, por la parte de atrás.

Completaba el resto de la altura hasta coincidir con la del otro muro, una gran reja en forma de lanzas negras y doradas, desde donde se podía observar el gran jardín de la parte trasera de la edificación, ambos (edificio y jardín) de aspecto inconfundiblemente británico.

Continué rodeando el edificio, ya que por su parte delantera y entrada principal, la “guardia pretoriana” apostada a la entrada, disuadía de cualquier curioseo.

Unas docenas de metros más adelante, doblando una esquina del gran muro, que por aquella zona continuaba bajo y completado por las lanzas. Pude observar en el interior del recinto. Donde el jardín hacia unas grandes arcadas cubiertas de plantas trepadoras con flores blancas, y bancos de piedra alrededor de una pequeña fuente rodeada de un estanque algo mayor, a un grupo de personas, que a medida que me fui aproximando, comprobé que eran mujeres y niños, probablemente madres y cuidadoras de los pequeños.

Me separaban unos 25/30 metros del grupo que eran los que había desde la reja hasta ellos, por lo que no me era posible aproximarme más.

Me detuve a fin de observar con mayor atención y... el corazón me dio un vuelco en el pecho y se puso a cabalgar como un loco. Un sudor frío me empezó a brotar por todos los poros de mi piel.

La sangre martilleaba mis sienes hasta parecer que me iban a estallar. Tenía la garganta seca y los ojos clavados en la figura que acababa de descubrir.

No había duda...

¡Era Valerie !...

No podía creerlo.

Su espléndida figura y su preciosa melena rubia eran inconfundibles.

Conversaba con otra mujer al parecer nativa, que atendía a un

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pequeño que iniciaba sus primeros pasos, que supuse su hijo, y concentraba la atención de ambas.

Me pareció algo más “llenita” y con el pelo un poco más corto, y aunque desde esa distancia no alcanzaba a precisar los detalles, me imaginé su profunda y perturbadora mirada azul, su lunarcito en la comisura derecha de su boca, y sus labios jugosos invitándome a devorarlos...

Con toda seguridad seguía estando preciosa.

Iba enfundada en un típico vestido de los de la tierra, modelo “Susie Wong”, rojo con dibujos orientales en amarillo, y que desde aquella distancia realzaba espléndidamente su contorno.

Yo tenía unas terribles ganas de gritar, pero me contuve e intenté tranquilizarme.

Finalmente y después de aguantar a duras penas mis deseos locos de llamar su atención, decidí... que no debía hacerlo... ¿para qué...?... ¿Qué iba a decirle ?... ¿Qué podría hacer?.

Entendí que el muro que nos separaba, no era solo algo que nos aislaba físicamente...era todo un símbolo infranqueable. Pertenecíamos a mundos diferentes, y ambos estábamos encerrados en el nuestro, ella dentro y yo fuera.

Se aproximó un poco más hacia donde yo me encontraba para devolver una pelota azul que uno de los pequeños había desplazado. Se hallaba a no más de 15 metros de distancia y a no menos de quince mil latidos de mi corazón que continuaba amenazando con desbocarse. Por un momento levantó los ojos y pensé que me miraba... ¡Creí morir !...

Había cruzado medio mundo con la intención de encontrarla y ahora que casi podía tocarla estaba decidido a renunciar incluso a cruzar una palabra, a mirarla de cerca, a rozarle una mano.

Permanecí un rato allí observando sus movimientos sin perder detalle, impregnándome de su presencia, aspirando el aire que ella respiraba.

Regresé al “Mutsu” como un autómata.

Me fui derecho a mi cabina sin el menor interés en hablar con

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nadie. Solo quería tumbarme en mi cama y dejar la mente en blanco.

Al paso por el camarote del contramaestre Sr. Martín, un grupo vocal argentino desgranaba las notas de una hermosa pero triste canción.

... Te digo adiós y acaso en esta despedida mi más hermoso sueño muera dentro de mi. Pero te digo adiós para toda la vida. Aunque toda la vida, mi amor. Viva pensando en ti...

No volvería a verla nunca más.

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"Mutsu"

" Tobarich

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Capítulo 9

Me desperté sobresaltado y con un terrible dolor de cabeza.

No recordaba bien como había llegado hasta el “Mutsu”, pero si tenía claras en mi mente las imágenes de Valerie con el que suponía era su hijo.

Por unanimidad conmigo mismo tomé una decisión.

No podía pasarme la vida persiguiendo una quimera.

Y tampoco aceptar que aquel sentimiento que estaba entre los más nobles que había experimentado jamás, se convirtiera en rencor y emponzoñara mi corazón. Y había descubierto un atisbo de algo parecido allá en el fondo de mi alma.

Corría el riesgo de convertir, por su cercanía, el amor en odio, y desde luego no estaba dispuesto a consentírmelo, pues una vez más hice la reflexión de que ella había hecho lo que debía y tenía perfecto derecho a hacer, y con toda seguridad había sido la mejor decisión para ambos, aunque mi estúpido orgullo no hubiera digerido del todo bien que fuese ella quien llevase la iniciativa en la decisión.

Ahora era a mi a quien correspondía estar a la altura, mostrarse generoso y admitir que “fue bonito mientras duró”, pero que ya correspondía pasar pagina, cerrar las meninges a todo lo que no fuese mirar al futuro, y convertir la historia en un hermoso pero pasado recuerdo, que debía ser guardado en un lugar preferente del zurrón de los mejores pasajes de mi azarosa vida.

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Y... dicen por ahí que el amor, como la luna, cuando no crece mengua...

No obstante no sería la última vez que supiese de ella.

A la mañana siguiente zarpamos con rumbo Singapur guiados hasta la salida por la mano experta del “practico” del puerto de Hong Kong, que una vez más justificó la admiración que me producían los profesionales de aquellas latitudes, desenvolviéndose con maestría sin igual entre aquella amalgama de pequeñas y grandes embarcaciones, que sin respetar las más elementales normas marítimas y mucho menos las de la más básica prudencia, pululaban por doquier y ponían el corazón en un puño a cualquiera que no estuviera habituado a tamaño desorden.

Tomé el timón en mi primera guardia, con la impresión de que me alejaba de extremo oriente sin llevarme una visión realista de aquellas tierras y de sus gentes, pues las circunstancias habían condicionado mi estancia de tal modo, que no me habían permitido calar más hondo en aquellos países de cultura milenaria, que hundían sus raíces en lo más profundo de la historia de la humanidad, y que yo torpe de mi, había sobrevolado con inculta suficiencia, cayendo en tópicos fútiles y elementales que con toda seguridad determinaban más mis carencias que las del entorno que me rodeaba.

Hice esos comentarios reflexivos al Sr. Martín el contramaestre, que dieron pie a una animada charla al respecto durante la cual pude comprobar una vez más, lo magníficos conversadores que son en general los argentinos, la capacidad retórica que poseen y su excelente uso del idioma, independientemente de vocablos y expresiones propias, llegando a la conclusión de que a algunas personas le resultan un tanto “cargantes”, creo que porque se ven desbordadas por su mayor expresividad y su enorme rapidez de reflejos en la conversación, que hacen sumamente difícil seguir su ritmo, y cuando al fin crees que lo has conseguido y estás casi a su altura, ponen una

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velocidad más y te dejan tirado sin gran esfuerzo.

Además poseen una cultura/barniz que les permite hablar de prácticamente todos los temas sin “desentonar”, lo que no siempre es bien digerido por los interlocutores.

El Sr. Martín también era así, gran conversador de casi todo. Pues lo mismo te hablaba de “Los versos del capitán” que de un “asado al cuero”.

Era un erudito intratable del folclore de su país, del de toda América del Sur, y de la música en general.

Tenia un oído privilegiado y me enseñó cantidad de matices hasta entonces desconocidos para mi.

Tocaba razonablemente bien la guitarra y le encantaba oírme cantar. Le embelesaba el flamenco, aunque de esto no sabía un pimiento, decía que mi mejor cualidad no era ni de lejos la gran potencia y sonoridad de mi voz, si no “el color y la impostación natural” de la misma. Lógicamente la primera vez que me dijo aquello le contesté que eso lo tendría su hermana, pero él me aclaró pacientemente los conceptos, convirtiendo nuestros ratos de ocio en una escandalosa clase de canto y música que tenía alborotada al resto de la tripulación que como buenos orientales, eran gente calmada, silenciosa, y discreta, pero a él no parecía importarle demasiado animándome a que soltara el chorro y diera un Do de pecho que levantara astillas.

De él aprendí canciones y autores que me acompañaron de por vida.

“El Cantor”, de Horacio Guaraní. Mi versión de “El Piantao” de Piazzola, eran enteritas de él.

Me descubrió las alegres Chacareras, la cadenciosa milonga, la preciosa guarania “Los Troperos”, que es como el himno nacional del folclore paraguayo.

Me reveló la existencia de poetas como Oscar Alfaro y su

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bellísima “maternidad” que aprendí nada más leerla un par de veces.

Mujer.

En un silencio que me sabrá a ternura,

durante nueve lunas crecerá tu cintura.

Y en el mes de la siega tendrás color de espiga,

vestirás simplemente y andarás con fatiga...

el hueco de tu almohada tendrá un olor a nido ,y a vino

derramado nuestro mantel tendido,

si mi mano te toca...

Al menos a mi, me parecía de una ternura y una delicadeza infinita.

Me hizo leer el “Martín Fierro”, de José Hernández, considerado como el “Quijote” argentino, y La Biblia de las historias de gauchos. Desde entonces, siempre que interpretaba “El cantor”, lo empezaba recitando mis estrofas preferidas del mismo...

“Aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela, que al hombre que lo desvela una pena extraordinaria, como el ave solitaria con el cantar se consuela”...

Aprendí poemas populares donde se retrataba con exquisita sensibilidad el ambiente rural de las haciendas argentinas de primeros de siglo:

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... “No bien los 14 años, te llenaron los pechos,

y la naciente redondez del anca te hincha el vestidito de percal viejo.

Ya el algareo patrón o el mayordomo andan buscando onde tumbar tu cuerpo.

Cuando llena tu vientre el primer hijo, ya se creen con derecho a un lugar en tu carne y en tu catre, hasta los pobres peones galponeros, porque vos infeliz sos en el mundo la única cosa que no tiene dueño...

... Precioso...

Le emocionaba hasta la lagrima oírme recitar “La Profecía” de Rafael de León, solicitándomela una y otra vez sin cansancio alguno.

Se estremecía visiblemente en el pasaje del verso que da nombre al poema...

... más como es rico tu dueño te ofrezco esta profecía...

“no tendrás mayor castigo que estar durmiendo con otro y estar soñando conmigo”...

Ahí se removía inquieto en el lugar donde estuviera sentado, al tiempo que una lucecita centelleaba en el fondo de sus ojos, y una inoportuna humedad empañaba sus pupilas oscuras dándome la sensación de que le recordaban algo personal.

Había cumplido recientemente 42 años, y supe que tenía dos hijos de 8 y 10 allá en Mar del Plata, pero jamás me habló de su madre reserva que yo naturalmente siempre respeté.

–Che pibe –me decía en alguna ocasión -.

–Cuando vos triunfés en el mundo de la cansión, lo único que os pido es que cuando interpretés algo aprendido de mi, lo menciones

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en el escenario...

–“Esto me lo enseñó mi amigo Martín Regueiro cuando navegamos

juntos en el Mar de La China”...

–... Me encantará escucharlo y que lo escuchen mis hijos.

Decididamente era un gran tipo al que tomé un gran cariño y con el que compartí inolvidables momentos.

Por la tarde del quinto día de navegación avistamos la entrada del Estrecho de Singapur que separa la punta sur de la Península de Malaca de las islas Bintan y Samby, antesala de entrada a la ciudad que da nombre al referido estrecho.

Sin grandes contratiempos, un par de horas más tarde atracábamos en uno de los muelles del gran puerto, que como los demás de la zona, era surcado por centenares de embarcaciones de todo tipo y calibre que como de rigor, el práctico que se ocupaba de nuestro barco ni tenía en cuenta, siendo los demás los que por su propio interés, evitaban, a veces por centímetros, ser arroyados literalmente por el mastodóntico “Mutsu”.

En tanto se realizaban las operaciones de carga y descarga, que según estaba previsto durarían toda la noche, salí acompañando a Martín a dar una vuelta por las inmediaciones, donde como en todos los puertos del mundo, se observaba gran bullicio y animación.

Buen conocedor de la zona, me condujo sin titubear a uno de los miles de garitos que de distinta forma intentaban ganar la atención de los dubitativos viandantes, a base de reclamos de neón en muchos casos, o de ofrecimientos personales y directos que saltaban a la vista, sin necesidad de grandes y complicados esfuerzos verbales, y normalmente en clave de curvilíneas formas, bocas de cereza falsamente rojas e insinuantes, miradas lascivas, y gestos provocadores.

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El local, situado en una de las callejuelas de aspecto más siniestro del barrio, lucía una identificación en la fachada, escrita en letras chinas, y una vez en su interior no se apreciaba nada especial que justificara el interés de Martín por aquel sitio concreto, que como otros muchos era grande y espacioso con dos barras, una a cada lado de la puerta, y una especie de pista escenario elevada aproximadamente un metro del suelo, situada hacía al fondo de la sala.

La clientela que cubría la mayor parte del aforo, era de naturaleza variopinta, y en su mayor parte compuesta por gente de mar, procedente de los múltiples barcos atracados en el cercano puerto.

En escena un numero telonero con dos mozas orientales, ejecutando un ejercicio lésbico, más visto que el TBO, y que no terminaba de captar la atención del respetable más atento a lo que acontecía fuera que dentro del escenario.

Le pregunte a Martín con cierta curiosidad que esperaba encontrar allí, a lo que me contestó con intrigante sonrisa:

–Tranquilo...ya lo verás... lo que lógicamente aumentó mi curiosidad.

Se dirigió entonces a uno de los camareros con el que cuchicheó algo en voz baja, el cual a su vez, hizo lo mismo con otro más viejo y que parecía ser “algo”y que también habló en el mismo tono con mi guía, observando como tras unos minutos de misteriosa conversación, este sacaba de su bolsillo una determinada cantidad de dinero y se la entregaba al anciano que tras comprobarla, hizo un gesto de aprobación y otro para que lo siguiéramos. Así lo hicimos hasta una pequeña puerta situada en una de las esquinas, y cubierta con una cortina de fondo rojo y dos peces bordados en dorado sobre ella. Me entretuve, sin darle importancia, en identificar a los mismos como “Luchadores de Siam” en actitud agresiva, como la que mantienen en realidad los miembros de esta especie en su medio natural.

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Abrió la misteriosa puerta con una llave que extrajo de su bolsillo, y tras cruzar un arco y un patio a cielo abierto largo y oscuro, descendimos por una angosta escalera que a su vez desembocaba en un túnel estrecho, con paredes húmedas y desconchadas, y a cuyo termino había una especie de antesala con otra pequeña puerta, sobre la que había otras letras chinas, y justo al lado, probablemente, a modo de traducción, escrito en rojo sobre la pared la palabra “Cuarta Dimensión” (en inglés). Lo cual me pareció un tanto rimbombante para lo que esperaba. Observé con curiosidad, que también allí se encontraba el símbolo de los dos peces idéntico al de la primera entrada.

La puerta estaba provista de una mirilla cuadrada como de 15 o 20 cms. protegida por una pequeña rejilla interior, por la que asomó su fea jeta un hercúleo mongol que yo si llego a ir solo, me hubieran dado los pies en el culo, de la carrera que le hubiera echado al mismísimo Carl Lewis por tal de huir de allí.

Pero la curiosidad ya había subido al grado de intriga, más cuando el gorila, tras recibir la orden de nuestro acompañante, franqueó la entrada, y dejó ver al completo el resto de su lujosa anatomía:

No bajaría de los dos metros, cabeza afeitada salvo una trenza negra zaino hasta la cintura, semidesnudo con una especie de “dodotis”pero a lo bestia, bigote largo y lacio a partir de donde terminaba el labio superior y unas cintitas de cuero con colgantes multicolores a la altura de los bíceps, y otras a juego en las pantorrillas.

Este nos dio paso a un largo pasillo de donde procedía un enorme ruido al parecer de una gran multitud, lo que no dejaba de ser sorprendente, pues según mis cálculos, por el camino andado debíamos encontrarnos como mínimo a cien metros de distancia, y 12 o 15 bajo tierra de la primera entrada.

Me vino a la cabeza, que no fuese aquello algo parecido a lo que habían montado unos feriantes espabilados y cachondos en la feria de Córdoba de hacía unos años, con una gran atracción anunciada a

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bombo y platillo, por un tío con una cara como el cemento, que subido en una tarima gritaba a los cuatro vientos anunciando lo mas sensacional de feria..

¡Pasen señores pasen y vean lo nunca visto!... ¡la última novedad mundial,... lo más sorprendente, lo que jamás olvidarán...!

Y cuando, previo paso por taquilla, pasabas al interior de la susodicha caseta, te encontrabas en un largo pasillo con una gran cortina de terciopelo rojo al fondo sobre la que había un letrero anunciando. “LA SORPRESA”, y cuando todo intrigado separabas la lujosa cortina y abrías la puerta que se ocultaba tras ella, te encontrabas en la puta calle de nuevo, con cara de tonto, y tratando de asimilar la tomadura de pelo de la que habías sido objeto.

Lógicamente tras la primera reacción de cabreo, decidías no contárselo a nadie para que los demás picaran también, por aquello de que mal de muchos...

Pero pronto comprobamos que la imaginación y la picaresca de aquella gente no iban por ese camino, si no todo lo contrario, pues lo que acontecía era de un realismo salvaje, que nos tuvo los pelos de punta el resto de la noche.

Accedimos inesperadamente, a un local en forma de circo, con gradas hechas de madera, y en cuyo centro había una pista también circular protegida por una especie de empalizada alrededor, que nosotros veíamos desde su parte más alta, o sea como una plaza de toros vista desde sus gradas, sólo que al ser mucho más pequeña, el espectáculo y sus detalles te llegaban mucho más cercanos.

El foro estaría cubierto hasta su mitad, y se fue completando a lo largo de la noche, hasta cubrirse por completo.

Estaba también compuesto por gentes de todas “leches”, aunque como es lógico predominaran los asiáticos.

El espectáculo que se desarrollaba en la pista/escenario, al parecer acababa de empezar, y por el momento consistía en una chica, al

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parecer desnuda (para variar) y que llevaba a modo de vestido arroyado a su cuerpo una serpiente pitón amarilla y blanca, que le cubría desde el pecho a mitad de las piernas, con lo cual el animal tendría a lo sumo 1,50 m. lo cual no era para llamar la atención por el tamaño.

La moza, oriental también, hizo mil juegos malabares con el reptil, se daban la lengua, la besaba, la lanzaba al aire, todo en definitiva más impresionante por lo asqueroso que por otro motivo, salvo cuando se sentó en una especie de taburete, separó las piernas y comenzó a realizar movimientos insinuantes con el animal, que terminó introduciéndose en su totalidad en el cuerpo de la moza a través de su vagina.

Ésta adoptó diversas posiciones a fin de que se pudiera comprobar la desaparición completa del animal, y poco después con movimientos espasmódicos de su pelvis, al tiempo que apretaba su bajo vientre con las manos, dio “a luz” de nuevo a la “bicha” como si de un “alien” se tratara, ante el griterío de los asistentes y mi particular sensación de grima que no me permitía que la camiseta me llegara al cuerpo.

–Pues empezamos bien, le comenté a Martín que por el gesto tampoco me pareció especialmente contento con el primer numero presenciado.

Este me aclaró que él había asistido allí en un par de ocasiones a espectáculos sorprendentes, y que según le habían dicho, el de esta noche era especial, pero no sabía o no había entendido en que consistía.

Confiados en que lo más desagradable hubiese pasado nos dispusimos a esperar sin sospechar si quiera lo que nos esperaba.

El siguiente fue aún más desagradable que el anterior, y también iba de serpientes:

Se trataba de un mozalbete que aparecía, también con una especie de tapa rabos, con una gran cobra que sacaba de una cesta a la cual

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provocaba repetidamente tratando de besar en la cabeza.

El animal se mantenía de pié revolviéndose y tirándose en plancha para él, lanzándole unos “viajes” de muerte con la boca abierta, mostrando los colmillos que el tipo evitaba una y otra vez, mostrando gran destreza y rapidez de reflejos.

El asunto no hubiera estado mal, si hubiera acabado ahí, pero se ve que a fin de demostrar que la mordedura, si se hubiera producido, era realmente peligrosa, sacaron un blanco y precioso cordero que pasearon por la pista y alrededores sujeto por una pequeña correa, que en cuanto fue colocado frente a la agresiva cobra, esta se irguió sobre su cola dándole un tremendo mordisco en la cabeza que hizo que en pocos segundos cayese fulminado con terribles e impresionantes espasmos y temblores, que precedieron a la muerte del inocente animal en unos pocos minutos.

Esto aumentó considerablemente la valoración del protagonista, ya que demostró que efectivamente había corrido un peligro cierto, pero añadió a su vez un punto de crueldad gratuita que al menos yo hubiera preferido que no se produjera.

La algarabía del publico, así como su numero iba en aumento a medida que avanzaba la noche, y los espectáculos sucesivos iban aumentando en violencia de manera alarmante.

Así los que sucedieron a los ya descritos consistieron en esencia, en enfrentar a dos animales entre si, y hacerles luchar hasta la muerte de uno de ellos, no les bastaba con ver a uno derrotado si no que exigían su muerte.

Dos especie de hurones o algo parecido, que mantuvieron una encarnizada lucha hasta que uno degolló literalmente al otro.

Dos perros de no se que raza, que se destrozaron hasta quedar uno de ellos hecho trizas sin poder mover un solo músculo, y dos gallos que acabaron desechos, con los ojos colgando fuera de las orbitas y convertidos en un amasijo deforme de plumas y sangre, ante el éxtasis de la parroquia que vociferaba y cruzaba apuestas,

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mostrando de manera obscena los peores instintos que puedan producirse en el ser humano muy por encima de las bestias.

Nos hallábamos situados justo al lado contrario de la única puerta de salida por lo que era prácticamente imposible cruzar aquella marabunta.

Tras el espectáculo descrito, y cuando respiramos pensando que había pasado lo peor, observamos que nadie se movía de su sitio y que tras un corto paréntesis, durante el cual el escenario lo habían ampliado hasta convertirlo en una especie de ring, un improvisado espiquer, anunciaba algo que hacía rugir a la enfervorizada masa.

Boquiabiertos comprobamos que se trataba de dos luchadores, (hombres), ambos con la cabeza completamente cubierta por una especie de bolsa negra hasta el cuello, que solo dejaba huecos en ojos, nariz y boca. Con una especie de calzón ajustado, uno más delgado y fibroso, de estatura media, y un dragón tatuado en su parte posterior, de manera que coincidía con su cuerpo, brazos y piernas del dragón con las suyas, etc.. El otro, aparentemente más alto y fuerte, no musculoso pero de anatomía poderosa y tez más blanca, se disponían a celebrar un combate, por lo que podíamos intuir de “valetudo”, (valetodo), (modalidad de lucha prohibida por su salvajismo y ausencia de reglas) que aunque clandestino, al parecer muy popular por aquellos lares, donde según luego supimos, la autoridad “competente” hacía la vista gorda si se le untaba convenientemente.

Comenzó la pelea con el derribo del “dragón” a consecuencia de una tremenda patada que le lanzó el otro, y que impactó en su zona parietal aunque su recuperación fue instantánea ya que saltó de inmediato colgándose con las piernas cruzadas en el cuello del fortachón, rodando ambos por el tapiz donde mantuvieron una larga, feroz y sangrienta lucha, coreada en sus momentos más violentos por el vociferante publico que... –y este fue uno de los momentos más duros de toda mi vida– acabó con la muerte de uno de aquellos hombres, es igual el que fuese, a manos del otro, que en uno de los pasajes de la cruel lucha, se situó a su espalda y rompió el cuello de

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su rival con un movimiento brusco y certero de la mano que le sujetaba la barbilla, ante el aplauso de la jauría humana que tras el esperado desenlace, (según parece se sabía que todos los combates de la noche eran a muerte) salió del recinto contenta y feliz tras el “magnífico” espectáculo contemplado.

No cruzamos palabra en el camino de regreso al barco aunque si es verdad que vomité varias veces.

No pude conciliar el sueño en toda la noche. Tenía una especie de remordimiento y de animosidad contra Martín, pues no terminaba de creer que él no supiera de que iba el espectáculo, en cuyo caso le reprocharía siempre que no me lo hubiese advertido, pues en modo alguno hubiera asistido de saber en que consistía.

A la mañana siguiente me preguntó si me encontraba mejor, notando claramente en mi respuesta mi opinión sobre el tema y con respecto a él.

Probablemente no estaba siendo justo, y pretendía solo lavar mi conciencia, o descargar mi mala sensación contra alguien sin saber bien por que.

Tras convencerme de que el realmente no conocía el contenido del espectáculo, aunque tal vez no le había producido una impresión tan fuerte como a mi, esgrimía argumentos tan peregrinos como que la valoración de la vida, incluso la propia, por aquellas gentes, no era la misma que la que podíamos tener en Occidente, ya que el propio escenario de su existencia, la tierra que pisaban día a día, estaba jalonada de conflictos peligros y riesgos que te hacían considerar la muerte de una forma casi tan natural como la vida, pues ejemplos como Vietnam, cuyo conflicto con EE.UU estaba en su momento álgido, Camboya, Laos, China, eran países que por una u otra razón mantenían un desprecio absoluto por la vida humana, por lo que todo debía ser relativizado y adecuado a las diferentes circunstancias.

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El discurso no me impresionó en absoluto, y le dije que nada de eso justificaba lo de la noche anterior, y que por otra parte, me importaba un bledo, la valoración de la vida que tuvieran los demás, la que me importaba era la que tenía yo, y no estaba especialmente interesado en cambiársela

Tardamos varios días en superar el incidente que dio juego para largas e intensas conversaciones, y mientras tanto nos adentramos en pleno corazón de Indonesia, rumbo al Mar de Java, dejando a estribor los archipiélagos de las islas Lingga y Bangka y poner proa a Yakarta, capital de la gran isla que da nombre al mar por el cual se encuentra rodeada (Java), a su vez en pleno Océano Índico.

El mar, que en esta época se encontraba afectado por el soplo constante de los Alisios del sudeste, no era especialmente duro. Estos vientos procedentes de las zonas húmedas situadas al mismo borde de los “rugientes 40” (región del Atlántico situada entre los 40º y 50º de latitud S. notable por sus tormentas) acumulan enormes masas nubosas que derraman su carga en forma de sobrecogedoras tormentas y abundante aparato eléctrico, me hacían esperar que uno de aquellos multirramificados rayos que iluminaban de forma grandiosa el cielo, y hundían sus tentáculos incandescentes en el mar, a escasos cientos de metros de nuestra proa, iban a partir el barco en dos.

Al paso del estrecho de Karimata, entre la isla Belitung y el cabo Sambar, el cual realizamos con noche cerrada, estando al timón y Martín a mi lado, uno de ellos iluminó de tal manera la isla y su duración resultó tan exagerada, que pensé que se había hecho de día de improviso, lo que me produjo un gran sobresalto y dio juego a Martín para tomarme el pelo el resto de la noche. Según él, “ Si vos fueras un marinero curtido y que supiera algo de mar, y no un pelao boludo como sos”, en lugar de las tormentas que en esta época del año son aquí como de la familia, te preocuparía, navegando por la parte interior del mar de Java, los peligrosos bajios que existen en muchos lugares de esta zona, y que con más frecuencia de la deseada, bajan a los 30 o menos con el consiguiente riesgo de

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embarrancar...”

Yo dudando que el tema fuese tan dramático, le dije en su mismo tono que el barco no era mío y que me limitaba a mantener el rumbo que un superior que se suponía que si era un “marinero curtido”, me había ordenado, y que era él el que debía cuidarse de darle ordenes correctas al “pelao boludo” a fin de que no cometiera tan grave error.

El puerto de Yakarta no era precisamente un dechado de medios técnicos, por lo que la importante carga de copra (pulpa de coco seca) vainilla, té y caña de azúcar, se demoró casi 48 horas, durante las cuales el rumbo de mis acontecimientos particulares cambió sustancialmente.

Nada más atracar me fui solo a dar una vuelta por el destartalado y mugriento puerto pesquero y deportivo, (por decir algo) el cual se encontraba repleto de desvencijadas pero curiosas embarcaciones autóctonas, juncos, shan pan y otras muchas, cuyo aparejo me era desconocido, distinguiéndose perfectamente de las que iban de paso, normalmente veleros con pinta de “tragamares” tripulados por aventureros de todas las latitudes, y que nada tenían que ver con los lujosos “salones flotantes” que competían en finura y glamour, atracados en los puertos de moda de la refinada Europa o poderosa América del Norte, naturalmente.

Captó mi atención de inmediato, ya que se distinguía claramente del resto, un gran motovelero aparejado de goleta de dos palos, con el casco pintado de negro, velas de un “ofensivo” color naranja que no bajaría de los 35 m. de eslora, con la timonera sobre un castillete a popa un tanto elevado, a modo de los antiguos galeones de los que también había heredado los cómodos flechastes que tanto ayudaban en las maniobras, así como las cofas. Toda de madera no especialmente lujosa pero prácticamente nueva.

Nombre “Galatea” y abanderado en Manila, Filipinas.

Me detuve a curiosear a su alrededor, y al poco aparecieron dos parejas caminando, cargados de bolsas al parecer con víveres, que

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tras saludarme con un gesto y mirada curiosa se detuvieron ante el barco referido disponiéndose a subir a bordo.

Los hombres, uno de ellos que parecía el más autoritario y también el de más edad. Calculé que rondaría los 40 años. Era un tipo alto y delgado, de pelo castaño largo y semi rizado, con abundantes mechas más claras producidas por el mucho sol y falta de agua dulce, y recogido en una coleta.

Sus rasgos eran duros y marcados, y a pesar de estar en parte cubiertos por una espesa barba me parecieron europeos y más concretamente latinos.

Creí oírlo dirigirse a la mujer que lo acompañaba en un idioma que en principio me pareció portugués o algo así.

Vestía un pantalón por la rodilla, bastante gastado, y una camiseta de tirantes beige.

Ella, que parecía bastante más joven que él, no rebasaría los 30. Una morena clara con anatomía de ciruela, redondita y tersa, y que invitaba a “hincarle el diente” empezando por cualquier parte...todas ellas parecían comestibles. Mensaje que le transmití con la mirada cargada de intención, y que ella me pareció que me devolvía en forma de luminosa sonrisa, dejando ver sus blancos y nacarados dientes en contraste con el verde luna de su expresiva cara.

De la otra pareja, él era un tipo más bien gordito, no muy alto, quizá algo más joven, también de pelo oscuro y largo, “ojos de tren”, (de esos redondos y saltones que le ponen los dibujantes a las maquinas en los dibujos infantiles) y una cara simplona y blanda que le proporciona la ausencia de mentón.

Había querido adornarse sin conseguirlo, pues de donde no hay no se puede sacar, dejándose crecer unas patillas hasta mitad de la mofletuda cara, que le hacían parecer igual de soso pero con patillas.

La otra ella era para perder el control... incluso el de natalidad.

Una espléndida morena de pelo largo hasta la cintura, ojos negros y

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piel brillante y aterciopelada como el color del mar en las noches de luna llena. Su cuerpo a punto de pasarse, de esos que a las demás mujeres les “resulta basta”, lo que normalmente hay que interpretar como que está para untar pan.

Llegaban algo rezagados con respecto a la otra pareja y también me saludaron, él con un gesto de los ojos, ya que mantenía ocupadas las manos, y ella con una sonrisa que me abrió las carnes, y que yo le devolví acompañado de un gesto de cabeza que había que traducir literalmente como, “vaya toalla para la playa...y bendita sea la madre que te parió...y eso es cuerpo y no el de bomberos...y quien te va a poner a ti un piso en las Tendillas... y quien te va a comer a ti to lo negro... y onde vas con el gordito ese...y a que hora quedamos.

Vestía un pantalón celeste cortito que dejaba al descubierto sus morenas y bien torneadas piernas, y marcaba hasta hacerte saltar las lágrimas sus firmes y apretados glúteos. Remataba la indumentaria una camiseta blanca que también revelaba con claridad meridiana que se le estaba hinchando el corazón por dos partes.

Entonces el de la barba que ya había dejado las bolsas sobre la cubierta, me miró directamente y con una sonrisa que invitaba al dialogo me espetó con inconfundible acento italiano.

– ¿Cerca un lavoro?... ¿e grecco?... (¿busca un trabajo? ¿griego?)...

–No spagnolo, le respondí, interesado también en entablar conversación-

– ¿Spagnolo?... bene...

–Guarda Stefano, e spagnolo – dijo en voz alta dirigiéndose al otro que había entrado en la cabina.

–Noi siamo italiani.

–¿Italiani?... bene...– contesté a mi vez.

–Vole una birra,... una “chervessa”?– me dijo acompañado de un

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gesto para que subiera a bordo, a lo cual accedí por diferentes motivos algunos de ellos fácilmente imaginables.

Nos acomodamos abordo, en una especie de banco largo y corrido de los que había varios, formando cuadriláteros de asientos, lo cual me intrigó sin saber el uso que le debían dar, aunque ya había pensado que no me cuadraba aquella gente como propietarios de semejante engendro.

El anfitrión que dijo llamarse Carlo, pidió desde donde nos encontramos, due birra a una María que estaba en el interior y supuse que era la maciza o la otra que tampoco le iba a la zaga.

Subió María, que efectivamente era la de “caoba”, con tres “Birra Peronni”en la mano, marca que yo conocía perfectamente de mis andanzas por Italia, me ofreció una de ellas al tiempo que me brindaba otra sonrisa que me derritió el alma del todo, que ya traía con una grave lesión producto de la primera estocada que me había dado al subir.

–María – dijo Carlo a modo de presentación, e interrogándome con la mirada por saber si yo tenía nombre o tenían que llamarme “el que se le cae la baba” el resto de mi vida.

–A... Antonio, o Tony...– dije despertando de mi letargo invernal.

–Tonio– dijo ella rebautizándome de nuevo a mis 23.

Como tu quieras princesa, pensé para mis adentros, lo importante es que me llames, lo de menos es como.

Poco después se incorporaron a la conversación el gordito Stefano, y Nela, (Manuela) la otra, que aunque suene presuntuoso me pareció que también se relamía con el olor a carne fresca del producto recién llegado allende los Pirineos.

Supe finalmente que “La Galatea” estaba hecha en Filipinas, en un astillero cerca de Manila, y que Carlo era un “freelance” (idéntico a DD pero en italiano) contratado a propósito para su transporte a Italia, concretamente a Rapallo en la costa de Génova, zona que yo

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conocía perfectamente abordo del Artemisa.

Se trataba del segundo barco de las mismas características que una empresa que paseaba turistas por la referida y preciosa costa, había comprado al mismo astillero, y el anterior también había sido transportado por Carlo.

Del resto de los tripulantes, Stefano era amigo de Carlo, y ellas amigas de ambos e invitadas al viaje para hacerles compañía.

Me comentaron que había un tripulante más llamado Louis, que no se encontraba abordo en ese momento, oriundo de Maldivas, donde estaba previsto que desembarcara al pasar en un par de semanas. Yo les expliqué mi situación, observando con el especial interés que me escuchaba Carlo, que una vez que hube terminado, me propuso de inmediato proseguir el viaje con ellos, ya que estaba pensando en contratar otro marinero cuando se desenrolase Louis. Sólo que me ofrecía una cantidad sensiblemente menor a la normal. Pero yo ya había metido la pata diciéndoles que regresaba a España, y que el barco en el que actualmente prestaba mis servicios, me dejaría en Madrás, al sur de La India, donde tendría que arreglármelas para proseguir rumbo a mi país. Con lo cual mi cotización bajaba enteros al saber que yo sería el primer interesado en el destino que me ofrecían.

El asunto me cogió de sorpresa, pues evidentemente no tenía ni mucho menos previsto abandonar el “Mutsu” antes de Madrás donde debía hacer una escala antes de proseguir hasta Ciudad del Cabo, pero era cierto que el tema me venía de perilla por diversas razones, dos de las cuales las estaba viendo asomándose a un escote frente a mi.

Así que quedé en contestarles en cuanto hablara con Martín, con el que también les expliqué, me unía una excelente relación.

Observé no obstante, que a quien no entusiasmó el ofrecimiento fue al mofletudo Stefano, pues estaba seguro de que veía en mi un feroz competidor en el gallinero, y debía preocuparle la pinta de “chuleta” que me gastaba yo por aquellos tiempos.

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Crucé a pié de punta a punta el puerto de Yakarta, retardando en lo posible el encuentro con Martín, pues sabía que iba a proporcionarle un mal rato, aunque no mayor que el que me esperaba a mi, pues realmente sentía despedirme de él probablemente para siempre, si bien estaba decidido a que si mi marcha le ocasionaba gran inconveniente, no me iría en aquel momento, y había pensado en una solución salomónica que permitiría cumplir mi compromiso con el Mutsu, y no desaprovechar la ocasión del Galatea. Era fácil. Podía continuar en el primero que era bastante más rápido, y esperar en Madrás o alrededores al segundo ya que llevábamos el mismo rumbo.

Esa idea me animó y me fui algo más tranquilo directamente a la cabina de Martín, cruzándome por los pasillos con alguna que otra chinita de las de “alquiler” que salían diligentemente de otros camarotes, con las bragas en la mano, lo que me hizo recordar a un simpatiquísimo marinero “huelvano” del “Eko María” que elucubraba sobre “los gitanales” que según él se llaman así, por los pelillos rizaditos y negros que lo adornan...pero, ¿por qué las chinas los tenían tiesos como clavos...? ¿eh...? a ver quién le explicaba a él eso... ¿los suyos entonces no son gitanales...? ¿eh?

... Misterios de la ciencia...

Tampoco me sorprendieron especialmente las referidas visitas, ya que era practica habitual en muchos barcos, aunque también había algunos que lo prohibían, y entonces eran los cazadores los que se veían obligados a salir a buscar las piezas.

Martín se encontraba en su cabina, y me dio la impresión de que alguna de las de los “pelos tiesos” que me acababa de cruzar, venia de hacerle compañía o incluso algo más.

Me decidí a afrontar el mal trago, y le expliqué con detalle lo sucedido y hablado con el capitán del Galatea, aclarándole de inmediato la idea que se me había ocurrido, si él en particular o el barco se veía afectado de algún modo por mi repentina baja.

Sin dudarlo un instante me contestó que en el plano personal sentía muchísimo mi partida, pero que un día u otro tenía que ocurrir

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y que yo debía pensar en mi y mis intereses. A él profesionalmente no le afectaba en absoluto, ya que en Ciudad del Cabo no le sería difícil encontrarme sustituto.

Ellos zarparían con las claras del día, por lo que una hora después habíamos liquidado cuentas. Me quedaría a dormir y me marcharía por la mañana cuando ellos se hicieran a la mar.

Fue una triste y emotiva despedida, pues a decir verdad, Martín a pesar del poco tiempo que mantuvimos estrecha relación, era una de las personas de las que más había aprendido y más habían influido en mi vida.

Chao hermano, que tengas la suerte que te mereces, recuérdame alguna vez, me dijo ocultándome la mirada y dándome un sentido abrazo.

Si algún día vienes por España me encantara verte de nuevo (le había dejado los números de teléfono de La Caracola y el astillero). Chao amigo, nunca me olvidaré de ti. Le dije con un nudo en la garganta.

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Bueno... pues aquí estaba con mi saco al hombro...

Se había cerrado una etapa y se habría otra... Dios sabría lo que me esperaba en esta nueva singladura, pero de momento estaba contento, pues las condiciones en principio hacían presagiar días venideros cargados de emociones y vivencias que se me antojaban positivas. Y al final me esperaba la recompensa de volver a ver a mi gente, que era algo que no había hecho en largo tiempo y ya estaba echando en falta.

Llegué a mi nuevo hogar hacia media mañana, donde fui recibido con buenas caras por parte de todos, pues probablemente veían en mi a un currante que les iba a aliviar en parte del duro trabajo que por lo que pude observar, se repartían en un porcentaje alto Carlo y Louis, al cual acababa de conocer.

Se trataba de un mozo de raza negra de unos 35 o 40 años, espigado y enjuto, con mirada franca y a la vez huidiza y temerosa, propia de los hombres de color acostumbrados aún en aquellos tiempos, a que se les tratase por algunos jefes blancos con reminiscencias propias de otras épocas quizá no muy lejanas, pero si afortunadamente superadas.

No parecía que este fuera el caso, ya que en el anterior transporte del barco similar había participado también acompañando a Carlo, y ahora repetía.

Tras instalarme en uno de los camarotes de proa de las amplias dependencias del Galatea, nos hicimos a la mar esa misma tarde, momento que yo esperaba con impaciencia, pues estaba deseando ver navegar a aquella cosa que al menos visto en puerto no sabías muy bien donde encuadrarlo, si era más velero que barco a motor, si lo contrario, o si ninguna de las dos cosas.

En la mitad occidental de este gran océano, existen muchos kilómetros cuadrados de aguas relativamente poco profundas, que se elevan desde abismos superiores a los 4000 m., hasta alcanzar incluso menos de 300, formando grandes mesetas submarinas, que a su vez salpican el paisaje de gran cantidad de islas de todos los

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tamaños.

La intención era según me explicó Carlo, navegar a lo largo de la gran isla de Sumatra por su cara O. dejando a babor las islas menores que componen el archipiélago de Mentawai, en lugar de hacerlo más cercanos a la costa, que aunque nos permitiera ahorrar algunas millas, nos obligaba a transitar aguas muy poco profundas así como a cruzar el estrecho del mismo nombre con los consiguientes riesgos.

Nada más salir a mar abierto navegando a motor, me había colocado al timón. Carlo dio la orden de izar velas, lo cual fue ejecutado por el resto de los tripulantes.

Era poco más de mediodía y había saltado un viento fresquito que hinchó de inmediato mayor y foques, haciendo que el barco aún ayudado por la máquina, navegara a unos razonables 5-6 nudos, lo que no estaba mal si no se tenía en cuenta, cuanto de ese empuje pertenecía a la acción del viento, y cuanto a los caballos de vapor del potente motor que montábamos. Le propuse al jefe anular la maquina, ya que estaba acostumbrado a que un velero debe ir a vela siempre que le sea posible salvo en casos de necesidad.

Tras obtener la oportuna autorización, corté motor y me dispuse a demostrarle a aquella gente que había hecho muchas horas al timón de un velero y sabía como sacarle su máximo rendimiento, pero pronto me desilusioné... aquello no andaba ni “patras”. Debía ser el diseño del casco, el peso o lo que fuese, pero el caso es que era una tortuga que a vela y con aquel viento no hacía más de tres nudos, con lo cual, nos podían salir malvas con las millas que teníamos aún ante nosotros. Así que con el beneplácito de nuevo de Carlo, volví a enganchar el “Yamaha” 450 hp. que iba como la seda, y rápidamente recuperamos los 6 nudos que era una velocidad más apropiada a nuestras necesidades. Claro que la empresa propietaria tampoco lo quería para La Copa América, y para pasear alemanes gordos y coloraos ya andaba suficiente.

El barco visto desde dentro y con las velas desplegadas, tenía una

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mejor estampa de lo que yo había imaginado, y aunque no era un cohete seguro que llamaba la atención al usuario al que iba destinado.

Al atardecer las chicas prepararon una suculenta “spaguettada” que aunque tampoco es que me volviese loco, me supo a gloria comparado con las “chinerias” del “Mutsu” que no salían del arroz con arroz y dale que te pego al arroz.

Tras la cena, surgió una espontánea y amable reunión alrededor del timón que sirvió entre otras cosas para conocernos mejor y avanzar algunos pasos en la tortura a la que estaba sometiendo a la maciza María, que se defendía como podía de la “penetrante mirada de mis ojos, grandes, negros, y rasgados,” (igual que mis calzoncillos) a los que estaba condenada a sucumbir.

Carlo tocaba estupendamente la armónica e interpretó varias piezas conocidas con excelente gusto y sentimiento.

Las chicas cantaron canciones de moda italianas y francesas, y yo que me estaba reservando estratégicamente, destapé el tarro de las esencias, y les ofrecí un recital que levantó al mismísimo Carusso de su tumba fría, el cual permaneció con nosotros hasta el final, atento a mis intervenciones por si tenía que defender su debilitada reputación.

Ayudados siempre por el motor ya que el viento no arreciaba, navegamos todo el día siguiente a lo largo de la costa de Sumatra hasta alcanzar la isla de Nias, la cual se encuentra rodeada de pequeños y bellísimos islotes cubiertos de palmeras cocotero que se inclinan al empuje del alisio hasta besar la blanca playa sobre la que un sol abrasador reverbera su luz cegadora.

Las límpidas aguas de la laguna pasan del verde esmeralda de las zonas superficiales, donde miles de formaciones coralinas diseñan un espectacular jardín submarino, hasta perderse en el azul intenso de las profundidades abisales.

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Miríadas de peces multicolores compiten en belleza con las madréporas, y juntos componen una sinfonía de movimientos armónicos y acompasados de inigualable esplendor.

Mirando el fondo a través del azul diáfano y transparente, puede verse la arena blanca con manchones de coral viviente, semejante a enormes sesos o planchas reticuladas.

A veces hay extensiones de “hierba de tortuga” a modo de desparramadas cabelleras.

Las golondrinas de mar y los “nodis” revolotean sobre las olas como pedazos de papel arrastrados por el viento, anunciando con sus agudos chillidos su intención de precipitarse sobre algún pequeño pez que huye despavorido saltando fuera del agua, y produciendo pequeños círculos concéntricos al volver de nuevo a su refugio natural.

Formas diminutas que van y vienen en aquel mundo confuso, con un destello de azul o de oro, o el brillo de un pequeño vientre vuelto hacia arriba.

Bandadas de pequeños bonitos avanzan saltando, persiguiendo a los bancos de caballas que puntean la superficie.

Entonces el viajero se siente irremediablemente atraído a sumergirse en las aguas frescas y cristalinas del océano, aliviando su cuerpo de los efectos del ardiente sol agradecido de poder experimentar tan maravillosa sensación.

El astro rey que en aquellas latitudes es más rey que en ningún otro lugar del mundo, se batía en retirada anunciando su ocaso con cúmulos y nimbos blancos y azules en nuestra vertical, y apasionado rojo en el horizonte, festoneado de centelleos dorados que iluminaban suavemente el islote cuya única palmera se inclina reverente ante Él.

Se decidió pasar la noche al abrigo de la última isla sin nombre, a partir de la cual perderíamos la protección de la costa de Sumatra

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adentrándonos en pleno océano, y según Carlo, entonces y en función de las condiciones climatológicas, decidiría si navegar hacia el NE internándonos más en el Golfo de Bengala buscando la protección de la cercana costa, o pondríamos proa directa a Maldivas cruzando de O. a E. el Mar Arábigo, pues desafortunadamente era imposible acceder a través de Bab el Mandeb al Mar Rojo, ya que las autoridades egipcias mantenían cerrado el Canal de Suez, lo que alargaba considerablemente nuestro viaje obligándonos al enorme rodeo de Buena Esperanza y la larguísima subida de la costa Occidental de África.

Permanecimos en cubierta disfrutando de la que probablemente sería la ultima noche calmada en bastantes días.

La luz tropical iluminaba suavemente el mar sobre el que flotábamos y parte de la pequeña isla que nos prestaba su protección.

Una suave brisa rizaba la superficie de la laguna y mecía dulcemente las copas de las palmeras produciendo un murmullo lejano.

Una bandada de peces voladores atraídos probablemente por las luces de posición del barco, desplegaban sus alas como pequeños “spitfires” a nuestro alrededor, produciendo un sonido sordo al penetrar de nuevo en el agua, chop, chop, chop...

Carlo interpretó un par de piezas suaves con su armónica y se levantó desperezándose diciendo que se iba a dormir, con él se retiró Nela.

Louis anunció que no tenía sueño y que se iba a pescar en el pequeño bote auxiliar que permanecía en el agua. Le pregunté directamente si podía ir con él, a lo que me contestó que encantado. Vamos a pescar peces voladores.

Esperé con curiosidad la reacción de los dos que quedaban, María y Stefano, que por cierto me tenían un tanto desorientado, pues no sabía a ciencia cierta cual era la relación entre ellos y tampoco la de

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la otra pareja, ya que no había observado ningún gesto de complicidad, galantería o cualquier otro tipo de manifestación afectiva, con la de oportunidades que había brindado la noche.

Tenía interés en comprobar si la batería de “armas de seducción” que yo había puesto en funcionamiento habían surtido efecto.

María tras hacer algún comentario a Stefano que no logré entender, dijo con encantadora sonrisa que ella también venía a pescar a lo que este respondió girándose en redondo sin mirar a ninguno de los tres... ¡bona pesca e bona notte! y desapareció por la escotilla de proa.

Descendimos por la escala tendida por el costado de estribor hasta la pequeña barca, ocasión que yo aproveché para “tantear el terreno” que gustosamente se dejó tantear haciendo ella lo propio, sirviéndose de la excelente excusa que suponía el movimiento de la barca que nos venía de maravilla para la toma de contacto.

Nos alejamos unas docenas de metros empujados por el 5 h.p., también Yamaha de la auxiliar, poniéndose Louis manos a la obra, lo cual sorprendentemente consistía en desplegar un pedazo de red de no más de dos metros cuadrados, con una especie de marco de caña de bambú, por dos de sus lados enfrentados y colgado de una pértiga al efecto.

La parte inferior de la red quedaba como un pergamino o como un estandarte colgado de la pértiga, y debajo, en el suelo de la barca, colocó una caja plana de madera en la cual había transportado todos los artilugios.

Yo lo miraba hacer embebido por la curiosidad sin entender en absoluto como pretendía coger un solo pez con aquel material.

Finalmente cuando todo a su juicio estuvo preparado, encendió un farol de gas que colgó en la parte superior del estandarte de red haciéndonos un gesto para que nos colocásemos de manera que no la cubriéramos con nuestros cuerpos.

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Minutos después un bombardeo de peces voladores surgía del mar planeando a toda pastilla en dirección a la luz del farol, quedándose muchos de ellos en la red y cayendo directamente a la caja, la cual se iba colmando de los plateados animales que permanecían saltando durante varios minutos después de que su curiosidad les hubiera incitado a realizar el último vuelo de su vida.

Otros que no conseguían la altura suficiente se estrellaban contra los costados de la barca quedando muchos de ellos muertos o atontados flotando a nuestro alrededor.

Louis nos sonreía orgulloso ya que en menos de una hora había llenado la caja casi sin despeinarse.

Volvimos al barco alabando las cualidades pescadoras del moreno que se retiró todo ufano a su cámara, comentando que por la mañana prepararía el pescado para secar.

Me acomodé displicentemente en uno de los bancos más protegidos de las miradas curiosas, haciendo un gesto a María para que me acompañara y un comentario banal acerca de la preciosa noche que había. Ella adivinando claramente mi intención, la cual yo tampoco estaba interesado en disimular, pasó su mano por mi cabeza en un gesto cariñoso de atusarme el flequillo, y con una mirada cómplice y encantadora sonrisa se alejó en dirección a su camarote, que por cierto, al igual que Nela no compartía con nadie, dejándome como a un gato hambriento a quien se le ha escapado un ratón que creía que tenía seguro, delante de sus narices.

Permanecí un rato afligido por el patinazo, dándome un refrescante baño, a fin de lograr que mis niveles de testosterona rebajaran un tanto su punto de ebullición, y recogiendo los trozos de mi autoestima que se hallaban diseminados por el resto de la cubierta. Me retiré a mis “cuarteles de invierno” lamiéndome las heridas y dispuesto a ganar la próxima batalla.

Poco después oí en el silencio de la noche una fuerte discusión entre Stefano y María, que aunque no entendí bien, pues el italiano no es un idioma tan fácil como se cree cuando se habla de prisa y no

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se tiene interés en que se entienda, me hizo presagiar problemas, lo cual no era bueno dado el tiempo que aún teníamos por delante, y lo intenso de la convivencia que el escaso espacio de las dependencias de un barco así, nos obliga a mantener.

A la mañana siguiente y tras haberme pasado casi toda la noche en blanco me levanté sigilosamente con las primeras luces del alba de lo cual me alegré infinitamente, pues la eclosión de vida de la amanecida en aquel lugar, era algo que no debía perderse ningún mortal que tuviera la oportunidad de contemplarlo.

Tomé la cámara propiedad de Carlo que me había estado mostrando el día anterior como la joya que era. Una “Nikonos Submariner” preciosa, con la que traté de retener en lo posible el espectacular despliegue de luz y color que se habría ante mi.

se me ocurrió darme un paseo con la auxiliar hasta las aguas del exterior de la laguna a fin de conseguir también algunas instantáneas del barco fondeado en tan fantástico paraje, lo cual también realicé con tan buena suerte que al alcanzar aguas mas profundas, una gran manada de delfines me rodearon literalmente, saltando y haciendo mil cabriolas a mi alrededor, que me hicieron pasar uno de los mejores ratos de mi historia reciente.

Pensé, ya que iba provisto por primera vez en mi vida de... ¡una cámara submarina...! ¡nunca lo hubiera creído!, intentar hacer alguna foto de los animales desde su medio, en el agua, y así lo hice, comprobando que los divertidos y alegres cetáceos, en absoluto mostraron temor alguno hacia mi cuado me introduje en su mundo. Aún más, aquella naturaleza sin par me brindó sin esperarlo la oportunidad de disfrutar la presencia de una enorme bandada de atunes de la variedad “de aleta amarilla”, (Yelow finn) que no bajarían de los 80 o 100 kg. de peso, y me permitieron obtener unas magnificas fotos de las que posteriormente conseguí copias que aún conservo como uno de mis más preciados tesoros gráficos.

Carlo que ya se había levantado me saludó con la mano desde la cubierta, y al acercarme y verme con la cámara, me indicó que

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aguardase en el agua a fin de hacer alguna foto del barco con las velas desplegadas.

Delfines - Atunes

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Una hora y media después, tras tomar un abundante desayuno y algunos un corto y reparador baño, abandonamos la paradisíaca isla dispuestos a adentrarnos ya definitivamente en pleno océano, donde debería empezar la parte dura del viaje que hasta la presente había sido, para los que la habían realizado, un crucero de placer, y aún era una incógnita saber como sería su comportamiento cuando la mar mostrara su otra cara, pues de Carlo y Louis no tenía duda, pero del resto, no los veía con muchas trazas marineras.

Nada más perder la protección del cabo de Banda Aceh que conforma el extremo occidental de Sumatra, el viento del NE arreció por encima de los 35 nudos obligándonos a navegar de ceñida.

El mar se encrespó como era de esperar, y el barco dio fe de que no navegaba un pimiento, pues con ese porte y aunque no fuese muy sobrado de trapo debería andar al menos los 5 o 6 nudos, y apenas superaba la mitad, lo cual también extrañaba a Carlo que no entendía el por qué, pues según decía, el otro barco que había traído gemelo de este, andaba mucho mejor.

Stefano y las dos chicas habían cogido una “borrachera” de mil pares, con lo que no se podía contar con ellos para nada, así que el panorama se presentaba crudo.

Yo sabía por experiencia, que la única postura que cabía era afrontarlo y superarlo con la máxima rapidez, pues de nada vale quejarse en situaciones como esta, así que contribuía con lo que podía hacer lo que consistía en pasarme todas las horas posibles a la caña intentando sacarle al “penco” el máximo rendimiento.

El segundo día de navegación y ya ayudados por el motor a fin de ir ganando algo de terreno, después de un tremendo aguacero que nos caló hasta los huesos, el viento amainó y el mar se quedó casi plano, con lo que los maltrechos pasajeros inutilizados por el mareo, recuperaron un poco de aliento saliendo a respirar a cubierta a refrescarse un poco.

Entonces se hizo un descubrimiento que nos dejó patidifusos a todos y con cara de lelos, sobre todo a los más marineros, que a

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partir de entonces perdimos un par de galones en nuestra graduación.

Encontrándose Louis a popa realizando algún trabajo, observó mirando casualmente la estela que el barco dejaba en su andar, algo que nos seguía y que llamó su atención, sospechando algo importante gritó desde donde se encontraba a Carlo señalando en aquella dirección, acercándose intrigados ambos hasta el balcón mirando con atención hacía el agua en aquella zona.

Desde la elevación de la timonera, efectivamente se alcanzaba a ver “algo” largo larguísimo que colgaba de algún lugar de la parte trasera del barco y era arrastrado por este.

Carlo ordenó detener la marcha y apagado el motor el barco se detuvo casi de inmediato, acercándonos todos con gran curiosidad a donde ya se encontraban Carlo y Louis comentando la situación.

Era una estacha (cabo de cuerda grueso como un brazo) de al menos 50 metros, doblado y enganchado más o menos por su centro, con lo que remolcábamos el doble de aquel lastre, o sea unos 100 metros, desde no sabíamos cuando, probablemente desde la salida del puerto de Yakarta, lo cual explicaba el andar defectuoso y escasísimo del barco al que no le habíamos encontrado explicación.

Asombrados por no habernos dado cuenta antes de algo tan importante, ya me había preparado para hacer una demostración gratuita de mis “habilidades”, y pertrechado de las gafas de buceo y un afilado cuchillo que siempre se encontraban en la caja debajo de la escalera de bajada a la cámara del barco. Antes de que los demás reaccionaran, me había quitado la camiseta y estaba saltando al agua, sujetándome las gafas con la mano a fin de no perderlas en la caída, en pleno océano con 4 o 5000 metros de agua bajo mis pies, y como en mi era habitual sin pensar por un momento en lo imprudente de la acción, lo cual para cualquiera que me conociera bien no era de extrañar, pues barbaridades mayores había cometido a porrillo, desde saltar desde el puente de hierro sobre el que pasa el tren en Alcolea de Córdoba, de por lo menos 20 metros de altura al río Guadalquivir, sin

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saber ni remotamente si había o no profundidad suficiente, o haber hecho lo mismo desde todas las rocas altas o bajas de la costa de Nerja con tal de que hubiera debajo un par de palmos de agua. O cruzar a nado el pantano de Iznajar sin prever por donde iba a salir, y al no encontrar un sitio tener que volver al de partida, y cosillas así.

Por lo que tampoco era de extrañar mi acción. Sólo que esta vez... me salió regular.

Aprovechando el impulso de la caída, nadé bajo el barco hasta comprobar que efectivamente la estacha venía remolcada por él, no enganchada directamente, si no arrollada a un fuerte hilo de nailon, probablemente de pesca, y este se encontraba cogido a su vez en la pala del timón, dando varias vueltas al mismo, con lo que era prácticamente imposible que se soltase solo, por lo que no tuve más que cortar el trozo de hilo, y la estacha quedó liberada de inmediato, alejándose lentamente del casco con lo que el problema estaba resuelto.

Así lo entendí y sujetándome a la quilla para impulsarme y darme la vuelta a fin de volver a la superficie, al girarme y cambiar mi campo de visión, una tremenda descarga de adrenalina me recorrió el cuerpo entero y me hizo proferir un horrorizado grito de terror... ¡¡Aaaahhh !!

A escasamente un metro de mi, la enorme cabeza de un tiburón tigre, (vi perfectamente las rayas trasversales características de esta especie marcadas en su piel) estaba seguramente inspeccionándome para en la segunda pasada atacar como es habitual en los escualos.

El gran grito que instintivamente lancé, probablemente sorprendió al animal, (según los expertos es una de las pocas formas de defenderse del ataque de un tiburón, gritar con toda la fuerza que se pueda dentro del agua, lo cual asusta momentáneamente al animal, momento que hay que aprovechar para ponerse a salvo ya que con casi toda seguridad una vez superada la sorpresa volverá e iniciará el ataque).

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Aunque lo hice por puro instinto, el efecto fue efectivamente el descrito.

El animal giró bruscamente sobre si mismo y se alejó nerviosamente unos metros describiendo un gran circulo, momento que yo aproveché para tan rápidamente como pude salir a la superficie, no sin antes dudar por que costado del barco hacerlo, pues era fundamental que cuando lo hiciera alguien me lanzara la escala de inmediato.

En los escasos segundos que tardé en volver a superficie, recordé con pavor la historia que contaba Patxi el vasco, de cómo navegando por el Golfo de México un periodista que se encontraba a bordo realizando un reportaje sobre la vida en los barcos mercantes, al situarse para tomar algunas fotos, accidentalmente cayó al agua de donde no pudo ser rescatado con vida, ya que fue literalmente destrozado por los tiburones, que como es sabido por cualquiera que este habituado a navegar, suelen seguir a los barcos en sus travesías por alta mar a fin de aprovecharse de los desperdicios que estos producen.

Una vez en la superficie grité con todas mis fuerzas para que me tiraran rápidamente la escala, lo cual aún no había hecho nadie sorprendidos por mi acción.

Quise advertir del peligro que se cernía bajo mis pies, y me puse a buscar en mi cerebro a la máxima velocidad que podían desarrollar mis neuronas... ¿Cómo coño se decía tiburón en italiano...?...me aparecía en todas las lenguas más frecuentes.

La más conocida, shark en inglés, requin, francés, tiburao, en portugués, hasta en alemán entraba en mi repertorio, con el nombre de haifisch... pero como leches iba yo a saber que en la bella Italia, a un fiero tiburón le podían llamar “un pichicanne”... ¿a quien se le ocurre...?

Opté por la primera y grité haciendo grandes espavientos con los brazos señalando hacia abajo ¡¡shark, shark... pronto pronto, la scala, la scala...!!

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Suponiendo que ya me habían entendido sumergí la cabeza con el fin de inspeccionar mis alrededores, y la visión que contemplé terminó de helarme la sangre en las venas. A no más de 4 o 5 metros de mi, casi en superficie, dos enormes tiburones tigre se perfilaban contra el inmenso azul, en actitud que a mi me pareció más que agresiva, fijando su fría mirada en la dirección exacta de donde yo me encontraba y moviéndose ambos hacia mi.

Un poco más atrás y algo más profundo, otros dos nadaban de costado, girando también en mi dirección lentamente, como aguardando su turno y esperando comprobar el resultado de la acción de sus predecesores. Yo aguardaba ansiosamente la caída de la escala salvadora, la cual tardaba una eternidad en producirse, y entonces decidí probar suerte de nuevo y como último recurso, introduje nuevamente la cara en el agua, cuya claridad me permitió de nuevo distinguir el enorme “torpedo” que se me venía encima.

Volví a gritar con toda la energía de que fui capaz dentro del agua, que estoy seguro propagó las ondas sonoras hasta los confines más remotos del Océano, produciendo de nuevo el efecto deseado, pues los dos escualos más cercanos a mi, cambiaron de rumbo de inmediato emprendiendo veloz huida, desapareciendo bajo la quilla del barco y ocultándose momentáneamente de mi vista.

Esto me proporcionó un respiro, al cabo del cual recibí, llovida del cielo, la anhelada escala, por la cual trepé, creo que sin tocar los peldaños, cayendo estrepitosamente en la cubierta con la sensación de haber regresado nuevamente a la vida procedente de una larga y pesarosa incursión “al más allá”.

Expliqué con voz entrecortada la angustiosa experiencia al resto de los tripulantes, que se habían dado cuenta perfectamente de la situación, y no tuve por más que dar para mis adentros la razón a Carlo que exteriorizaba su gran enfado, ante la acción imprudente e irreflexiva por mi parte que podía perfectamente haberme costado caro a mi, y de rebote a él como responsable de la tripulación.

No se volvió a mencionar más el tema de la dichosa estacha, si

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bien el barco una vez liberado de ella, cambió radicalmente su comportamiento y aún no siendo un “pura sangre” se mostró mucho más marinero y equilibrado.

Durante los días siguientes las tormentas se sucedieron una tras otra y el mal tiempo se adueñó de la situación, lo que sirvió entre otras cosas para demostrar, que una tripulación para un viaje, y un barco de estas características, no puede ni debe improvisarse, por muy curvilíneos y apetitosos que sean sus componentes –error de Carlo– que estaba obligado a saber que la diferencia entre navegar “de salón” cómodamente sentado en una moderna cafetería en “Via Venneto”, nada tiene que ver con la realidad que estábamos viviendo, la cual estaba poniendo de manifiesto que los tripulantes a todas luces escasos, éramos realmente tres, pues “ojos de tren” y las dos chicas, no solamente no colaboraban absolutamente en nada, lo cual era totalmente comprensible, si no que dependían en todo de nosotros, pues como ocurre en estos casos, se pasaban el día como guiñapos, tirados en cualquier parte, incapaces y debilitados por las continuas vomitonas y la mala y escasa alimentación.

Esta situación mantenía de antipático mal humor principalmente a Carlo que demostró no estar a la altura en diferentes ocasiones, haciendo comentarios totalmente inadecuados, principalmente a cerca de las chicas y en presencia de estas, que según él “no valían ni para joder ni para hacer de comer”, lo que suscitó un malestar general que iba en aumento a medida que transcurrían los días y el cansancio iba haciendo mella en la moral de todos por uno u otro motivo.

Ellas que habían tomado gran confianza conmigo, y era con quien únicamente hablaban, me comentaron su decisión de abandonar el barco en el próximo puerto que tocásemos, donde pudieran tomar un avión de vuelta a su tierra.

Les sugerí que lo hablasen con Carlo, al que muy probablemente no le parecería mal, ya que más bien le servían de inconveniente habida cuenta del deterioro que había sufrido su relación.

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Así lo hicieron, a lo que Carlo respondió en tono extremadamente agrio e injustificado, que le parecía bien y que el barco sin ellas iría más ligero y llevaría menos peso muerto, lo cual desencadenó una nueva y violenta discusión que una vez más puso de manifiesto la falta de profesionalidad y tacto, entre otras cosas, del irascible Carlo, que a todas luces “hacia aguas” en todos los frentes que tenía abiertos .

La relación conmigo también resultaba más que tensa, ya que de alguna manera y sin razón alguna me responsabilizaba del alejamiento de las chicas, lo cual en absoluto era cierto, puesto que desde que salimos a mar abierto, el continuo mal tiempo no nos había dado un momento de respiro para dedicarlo a otro menester que no fuese comer y dormir poco, y a mi en concreto, hacer 16 o 18 horas de timón al día, por lo que la verdad era que no estaba el ambiente para perder tiempo en conquistas, si bien era cierto que era amable con ellas y las atendía siempre que podía, pues de sobras sabía lo mal que se pasa en la primera experiencia en un barco, más en aquellas condiciones de mar de que disfrutábamos.

A unos dos días de navegación de Las Maldivas, donde estaba previsto que se desembarcara Louis y también las chicas por las razones ya descritas, me interese ante Carlo sobre lo que tenía pensado hacer en cuanto a tripulación, para cruzar de E a O todo el Mar Arábigo hasta el golfo de Aden.

Entrábamos de lleno en una zona azotada en esa época por enormes tormentas, incluso ciclones que en repetidas ocasiones habían causado estragos, y me creía en el derecho de saber, a que y con quien me la jugaba, pues con solo dos tripulantes y aquel barco, era de locos hacerse a la mar.

Recordé uno de los sabios consejos de Pau que al poco de conocerme me dijo: Recuerda siempre que hay muchos marineros atrevidos, y también hay muchos marineros viejos. Pero no hay muchos marineros atrevidos y viejos. Nunca desafíes a la mar, ella siempre te gana.

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Aunque sabía que tenía razón, Carlo me contestó airadamente que no tenía porque darme explicaciones de lo que pensaba o no pensaba hacer, que era su responsabilidad.

–Es tu responsabilidad, pero también es mi vida –le dije en su mismo tono.

–Pues si no te atreves a venir te puedes quedar con tus amigas en tierra –me dijo.

–Me parece una magnifica idea, le contesté dando por concluida la conversación.

No volvimos a hablar del asunto pero la atmósfera se había hecho irrespirable, y todos estábamos anhelantes por avistar por la proa la isla de Malé donde se aclararía definitivamente la situación.

Pisamos tierra de Malé antes de mediodía.

María Nela y yo, habíamos preparado nuestros respectivos equipajes. La atmósfera podía cortarse con un cuchillo. Nadie cruzaba una palabra.

Por lo que pude advertir, Louis se quedaba a bordo, no sabía, si para continuar viaje, o para ayudar a encontrar nueva tripulación a Carlo, pues era evidente que con dos tripulantes válidos, era imposible reemprender la marcha.

De cualquier forma, a mi el asunto me traía al fresco, pues a lo que estaba firmemente decidido era a no continuar en la “Galatea”, pues no me gustaba ni el barco ni los tripulantes, y el rumbo... me daba igual.

Por otro lado, tal y como estaba el ambiente, no me fiaba un pelo de cómo me las vería a la hora de cobrar, una vez que el barco estuviera en su destino, y Carlo en su tierra.

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Malè, era una ciudad de unos 5.000 habitantes, capital del archipiélago compuesto por más de mil islas e islotes, de los cuales, una quinta parte están habitados, y el resto son pequeños trozos de arena blanca, redondos y bajos como una moneda con su parte central poblada por una espesa y verde vegetación, compuesta en su totalidad por palmeras cocotero que inclinan sus penachos al impulso del viento, y un tupido matorral de scaevola, planta parecida al laurel, pálido y con florecillas blancas.

Rodeadas todas ellas de una laguna coralina de aguas turquesa, que les proporciona el aspecto típico de los atolones, que adornarían las primeras paginas de las revistas de agencias de viajes en años posteriores.

El archipiélago, había pasado sucesivamente por diferentes manos desde sus dominadores ancestrales, portugueses y holandeses, y durante el último siglo, a la corona británica, de donde precisamente hacía pocos meses, había logrado desgajarse, constituyéndose en republica independiente, estando aún por ver que le deparaba el futuro.

Nos estiramos como gatos perezosos, intentando así liberarnos de la tensión acumulada durante los últimos días, y recuperar la sensación de pisar de nuevo tierra firme. Ya fuera de la visión de la “Galatea” y del resto de sus habitantes, los cuales ni habían salido a despedirnos, salvo de Louis, que amablemente nos deseó suerte, y nos indicó donde se encontraba la oficina del aeropuerto.

Desde el puerto mezcla de pesquero, comercial y de todo un poco, donde habíamos desembarcado, nos acercamos abordo de un decrepito taxi Toyota, conducido por un “moreno” sin dientes y sin años, que hablaba una jerga ininteligible para nosotros, pero que sin embargo el entendía la nuestra perfectamente, hasta el centro de la ciudad, completamente plana, sin un solo altibajo de un par de metros, indicándonos efectivamente la oficina donde se podían obtener los pasajes para los escasos vuelos que enlazaban por entonces, la isla principal con algunas ciudades, hacia oriente, vía Colombo (Sri Lanka), y hacia occidente vía El Cairo en Egipto.

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Esperé al cuidado de los equipajes a que las chicas hicieran la gestión de los pasajes, en una pequeña y coqueta cafetería, en los bajos de un hotel ubicado en un edificio de corte colonial, que debía haber sido no mucho tiempo antes, la sede de algún organismo oficial.

Poco después aparecieron por la puerta sonrientes y con apariencia de traer buenas noticias, lo cual confirmé seguidamente, ya que me dijeron que dos días más tarde, saldrían en un vuelo directo hacia El Cairo, y desde allí a Roma con Air France.

Decidimos hospedarnos en el hotel donde nos encontrábamos, a lo cual tomamos dos habitaciones, que sin ser especialmente lujosas, nos parecieron La Gloria, después de lo pasado en los días anteriores.

Por la tarde, tras descansar un rato, nos acercamos a pié, hasta el pequeño y desbordado puerto de pescadores, que consistía en un “espigón” de unos 50 metros, a modo de muelle, como mejor y única infraestructura, donde se amontonaban la tercera parte de las barcas de pesca que ocupaban parcialmente la playa blanca que se extendía hacia ambos lados y que conformaban un típico amasijo de hombres, barcos, y artes de pesca, donde entretuvimos gran parte de la tarde curioseando.

En el trayecto, María, sin decirme una sola palabra, me tomó de la mano, dirigiéndome por toda explicación una sonrisa cómplice, que me supo a gloría y me mantuvo toda la tarde como un chico con zapatos nuevos. Aunque con efecto retardado, mi plan de “acoso y derribo”, urdido “canallescamente” el primer día que la vi, parecía que estaba surtiendo efecto...más vale tarde...

A veces, ella me tomaba por la cintura atrayéndome suavemente hacia si...

Una vez más, experimentaba la incomparable emoción de la conquista, de la incertidumbre, del instinto más primitivo, de la

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pasión abrasadora, de la trasgresión de las reglas sociales, del golpeo de la sangre impetuosa en las sienes, del roce de una piel, de la morbidez de una cadera, de la mirada quemante como el sol del trópico que nos alumbraba.

Me hice a un precio irrisorio, con una “tridacna” completa, (la especie de concha más grande que existe, cada una de las dos valvas es como un lavabo), y allí se encontraban e cualquier fondo, a pocos metros de la orilla. Dos mandíbulas de tiburón, no especialmente grandes pero si perfectamente limpias y completas, y el espadón de un “marlin”.

Piezas todas que aún conservo hoy día, evocadoras de aquellos tiempos lejanos, rebosantes de energía y juventud, y que me costaron no pocos problemas transportar.

Los nativos nos miraban curiosos, haciéndome, los más atrevidos, señas alusivas al hecho de que fuera flanqueado por dos mozas de tan espléndida arquitectura.

Contemplamos una espectacular puesta de sol, y volvimos al hotel, no sin antes disfrutar en un mugriento bar restaurante cercano, de una especie de pescado, que me parecieron cazón o algo similar, seco y asado, bastante bueno de sabor. Pequeños caracoles crudos, también sabrosos, acompañado de exquisitos dátiles, y frutas parecidas al mango bravío, riquísimas de sabor, pero imposibles de comer por lo hebroso y resbaladizo, que nos hizo reír y ponernos perdidos de jugo pegajoso y especialmente atractivo para las moscas, que gentilmente nos acompañaron hasta la puerta del hotel, al que les estaba restringido el acceso.

Subimos al primer piso donde se encontraban las dos habitaciones. Estas eran contiguas, la de ellas la primera, y la mía la siguiente. Yo no estaba seguro de que actitud tomar, pues en definitiva y como siempre ocurre, sería ella la que elegiría.

No titubeó ni un solo instante...

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Hacía una mañana preciosa.

En el hotel, estaban habituados ha servir desayunos europeos o americanos, pues los pocos turistas que caían por allá en aquella época, eran en su mayoría de esas procedencias. Además, la influencia británica, que de hecho aún continuaba ejerciendo, imponía sus hábitos, y seguramente lo continuaría haciendo de por vida.

Tomamos té, y huevos fritos con tocino de cerdo, que era un animal abundante en la zona, y de consumo prácticamente exclusivo de los individuos de raza blanca.

María bostezó un par de veces.

–...¿Has dormido poco...? –preguntó Nela con sonrisa irónica.

María, por toda respuesta, tomó mi mano sobre la mesa y respondió sin mirarla, esbozando también una sonrisa breve.

–...Suficiente.

El taxista sin dientes y sin años, nos vino a recoger a petición nuestra dispuesto a dedicarnos el día a cambio de 3 dólares y nuestra presencia, siendo esto último lo que él más valoraba según el interés y devoción con que nos miraba.

Le pedimos que nos enseñara lo más típico e interesante de la isla lo cual entendió a la primera, enfilando la carreterita sin asfaltar que se dirige al muelle, no sin antes presumir de nosotros paseándonos por la zona donde saludaba a todo el mundo, rodando con desesperante lentitud con su desdentada sonrisa mostrando a todos su preciada carga.

Al llegar al puerto continuó el mismo camino que discurre paralelo al mar, internándose entre unas hileras de frondosas casuarinas o filaos, como se les llama en aquellas tierras, que forman la primera línea de flora, tras la que se encuentra la

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indispensable segunda fila de cocoteros que inclinan y balancean sus rígidos penachos al impulso del alisio.

De cuando en cuando aparece un poblado de trabajadores criollos ocupados en la pesca y sus labores complementarias, principalmente preparar el pescado para salar, o en recoger cocos y secar también su pulpa para elaborar la copra, la cual transportan en vetustas goletas que parecen sacadas de otra época, y que son tripuladas por alegres y perezosos criollos de hermosos dientes blancos y brillantes cuerpos negros, que peregrinan de un punto a otro a través del cálido y desierto océano.

Nuestra visita constituía un gran acontecimiento y toda la población salía a presenciarla con gran algarabía, ofreciéndonos cosas para comprar entre risas y demostraciones de afecto.

Uno de ellos nos trataba de poner en el coche una enorme tortuga que a duras penas podía mantener sobre su cabeza.

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Oferta

Louis

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Volando

"Galatea"

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Nuestro guía, que dijo llamarse “Malo”, nos abandonó a nuestra suerte durante la tarde en una pequeña playa desierta que era literalmente un sueño.

Se trataba de un pequeño islote en forma de herradura al que era necesario llegar a nado, atravesando unos 30 o 40 m. de la laguna de fondo de coral y aguas turquesa, y donde la inmaculada y blanca playa permanecía parcialmente sombreada por cocoteros de tronco horizontal, que parecían diseñados a propósito para prestar su sombra al afortunado usuario de tan maravilloso retiro.

Fue un día inenarrable.

Bauticé aquel lugar para siempre y por los siglos de los siglos como “Islamaría"

Por eso cuando me acerco a alguna oficina de viajes a comprar un vuelo a Madrid ida y vuelta en el día, con mi nudo “ahorcaperros” en mi corbata de Armani, y miro distraídamente las carátulas de las revistas escrupulosamente ordenadas en las que me ofrecen: “Descubra Las Maldivas”, con una bella foto de “Islamaría” (u otra parecida) con otro cualquier nombre más exótico, convertida en un centro turístico para americanos ricos y gordos, no tengo por menos que sonreír para mis adentros y pensar aflojándome un punto el “ahorcaperros”...

Cuando yo bauticé ese paraíso como Islamaría, “Mundicolor” era en blanco y negro.

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El vuelo salía a las 11 de la mañana. María me pasó algo que llevaba en el bolso con una sonrisa divertida.

Era la película de fotos que le había robado a la Nikonos de Carlo.

–Si serás ladrona...

–Son fotos tuyas, las habías hecho tu ¿no?–me respondió.

–Llévalo tu –le dije –así no tendrás otra opción que venir a verme y traerme unas copias...

–Prometido... –me besó y desapareció por la puerta de acceso a la pista.

Unos meses más tarde pasó una semana conmigo en Nerja, me trajo unas fotos preciosas de las cuales aún conservo algunas, me regaló una cámara submarina que no era una magnifica Nikonos pero si una “Hannimex – Sub” que utilicé durante largo tiempo con excelentes resultados, conoció a mi madre, a mis amigos, y mantuvimos una preciosa relación amistosa durante años.

Isla María

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Con María

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De nuevo estaba solo.

Y aunque en el lugar más parecido al paraíso, totalmente aislado de todas las rutas posibles.

Ya que era prácticamente imposible aspirar a un mercante, solo me quedaba la posibilidad de “enganchar” algún velero de paso, llevase el rumbo que fuese, realmente me daba igual con tal de que se dirigiera hacía occidente, o algún desvencijado transportador de copra, lo cual tampoco sería mala experiencia, pues parecían sacados de las paginas de un libro de Salgari.

Pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro.

Esa misma tarde me acerqué caminando hasta el puertito donde aún permanecía la “Galatea” probablemente buscando nueva tripulación.

Al otro extremo del muelle, una motora extraña con dos finos mástiles, el trasero con una pequeña vela izada, posiblemente para darle estabilidad más que empuje, bastante grande, unos 18 o 20m., se encontraba atracada.

El nombre “Cumulus”, registrada en la isla, también republica independiente de Mauricio.

Varios de sus tripulantes se hallaban trabajando en cubierta, todos ellos de color incluido el que me pareció el capitán, que además de ser el que menos “curraba” y el que daba las órdenes, lucía una camisa blanca con galones, y era el único que estaba gordo lo cual no dejaba lugar a dudas. Me dirigí a él en francés, ya que sabía que en Mauricio aparte de los dialectos autóctonos, la población era franco parlante, interrogandole directamente si estaban de paso hacia algún otro destino.

El buen hombre, acostumbrado a que a “un blanco” (es un decir, porque yo estaba más negro que él) no se le da la callada por respuesta, se me acercó, con lo cual tuve la ocasión de explicarle mi situación, y finalizar argumentando que estaba dispuesto a trabajar en lo que fuese necesario, aunque prefería timón, con tal de acercarme lo más posible a un puerto comercial.

Me explicó, o yo entendí, (y como luego pude comprobar entendí

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bien) que era un barco fletado por el departamento de Investigaciones Pesqueras de Mauricio, (se le hinchaba el pecho al decir esto) que de acuerdo con las de Maldivas y Seychelles, tenían el encargo de realizar un estudio de las posibilidades reales de pesca industrial que había en el gran banco de Saya Malha, que ocupaba la gran plataforma de aguas superficiales, no mas de 300 m. de profundidad, sobre la que se aposentaban estas islas y algunas otras menores, extendiéndose prácticamente hasta el mismo Trópico de Capricornio, continuando después la misión siempre hacia el sur, hasta el Banco de Nazareth, de una extensión tan importante como el anterior, en torno a los 30.000 km2.

Me mostré interesadísimo en el proyecto, diciéndole con toda intención, que naturalmente entendía que en esas circunstancias no dependía de él poder enrolarme o no, pues suponía que recibiría ordenes, a lo que muy ufanamente me respondió que eso lo decidía él que era el jefe de la expedición, aunque llevaban a bordo un biólogo que era el responsable técnico y científico, me dijo rebuscando las palabras más altisonantes.

No supe ni me importó demasiado el motivo, pero creo que pensó que le daba caché el llevar algo en la tripulación bajo su mando lo más parecido a un blanco que podía encontrar, (ese era yo) y se decidió finalmente a enrolarme hasta Seychelles o Mauricio, aunque antes deberíamos pasar por las Islas Chagos, que se situaban a tiro de piedra, unas 900 millas. al sur.

Esto me suponía un retraso considerable en mis previsiones de regreso pero no era fácil encontrar otra alternativa.

De todas formas, ocurrirían circunstancias que precipitarían los acontecimientos.

Recogí mis cosas, antes de que Sidi Morgan, el capitán, se le ocurriera arrepentirse, y una hora más tarde me encontraba a bordo conociendo al resto de los tripulantes.

Dave el maquinista, cuya misión era fundamental dado el gran numero de horas de navegación realizadas y aún por realizar.

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Maurice el cocinero, un tipo de mediana estatura y edad, originario de Maldivas, y que me saludó con una expresión interrogante y una pregunta absurda...

¿Americano...? digo yo si sería por lo rubio.

Y cuando le respondí que español, se quedó mirándome con cara de tonto y no dijo una palabra más.

Estoy seguro que no tenía ni idea de lo que significaba.

Emile era el experto en pesca, y según contaba había tripulado en diferentes pesqueros en el Mar del Norte, y la zona en que nos hallábamos no tenía secretos para él en cuanto a pesca se refiere.

Era un hombre alto, enjuto, con piel acharolada, pelo escaso, y sienes blanquecinas, y que muy probablemente ya había dejado atrás el medio siglo.

Sadi era marinero para todo. Un mozalbete como de 25 años, con eterna sonrisa y eterno “si” a todo lo que le pedías o preguntabas, y en cuanto te girabas, él continuaba en cuclillas sin hacerte ni puñetero caso, en esa postura característica de las gentes de África en la que pueden pasarse horas, donde tu a los 10 minutos estás ya trabado y sin “sentirte las piernas.”

Y por último el biólogo marino, Harry, un joven con aspecto distinguido, de unos treinta años, delgado y de estatura media, con unas gafas de concha, que le prestaban un aire más intelectual, pelo escaso y rizado, y aunque era del color del hollín tenía un cierto lustre, a lo cual contribuía decisivamente su forma de vestir totalmente diferente del resto. Llevaba un pantalón corto beige y una camisa de estilo militar del mismo color, ambas cosas limpias y cuidadas. Había estudiado en París y según supe después era hijo de un alto miembro del gobierno de Mauricio.

La rimbombante misión no tenía nada de misteriosa. Se trataba simplemente de comprobar si en aquellos fondos era posible o no capturar pescado en cantidad suficiente que justificara su explotación comercial. Así como las especies más abundantes y sus ciclos reproductivos. Al mismo tiempo que la influencia de las diferentes condiciones climatológicas, ya que entre los meses

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diciembre y abril suelen desencadenarse las tempestades tropicales procedentes del NO, y no se conocía bien el efecto de este fenómeno sobre las costumbres migratorias de las distintas especies.

Esa misma noche nos hicimos a la mar con rumbo S.

Estaba contento porque era una forma de salir de allí, respecto a lo cual no las tenía todas conmigo y además el plan me gustaba y me parecía interesante.

Cenamos pescado con arroz y curry.

El capitán el biólogo y Emile, discutían sobre la imposibilidad de pescar en aquella zona con redes de arrastre de fondo, pues gran parte del mismo se encontraba cubierto por rocas y formaciones de coral sólidas, por lo que era imposible evitar que las redes quedasen enganchadas perdiéndose gran cantidad de ellas.

A la mañana siguiente y días posteriores ya en mar abierto el tema se me reveló como apasionante.

Ensayamos el palangre tal y como se practica en los grandes bancos de Terranova. Tendiendo grandes hilos en el fondo provistos de centenares de anzuelos sujetos a otros hilos más cortos. Pero no se pescó nada o casi nada volviendo a la superficie vacíos, comidos por peces más pequeños que se habían dado un atracón a nuestra costa.

Finalmente, utilizando la lógica más elemental, se decidió que el mejor procedimiento era el que los nativos venían usando en aquellas aguas hacía centenares de años, el hilo a mano, modificando un poco la forma del anzuelo.

Se bajaron los hilos con tres o cuatro anzuelos cada uno, cebados con carne de tiburón de los que había a centenares, lo que dio un extraordinario resultado.

Una vez capturados los peces, debíamos recoger determinados datos biológicos para obtener un cuadro exacto de la población ictiológica.

Saber si los peces desovaban en los bancos donde los capturaban o se trataba de especies migratorias venidas de otros parajes.

Con objeto de reunir toda la información debíamos medir pesar y

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clasificar todos los peces que cogíamos.

Los rajábamos por la parte abdominal, examinábamos la freza, –blanda en el macho y dura en la hembra–, para saber si había huevos maduros, luego el estómago y por último los intestinos.

Así supe que en la zona había tres principales tipos de peces en función de su forma de alimentación.

Los que se arrastran por los fondos arenoso, coralífero o rocoso, nacen de huevos que flotan en la superficie, y siendo aún jóvenes descienden para pasar el resto de su vida hambrientos, buscando el sustento en el fondo de su tenebroso mundo.

Era asombroso la gran cantidad de ellos que comprobábamos, que permanecían siempre con el estomago vacío, lo que venía a demostrar que “pasaban más hambre que Carracuca”, pues era raro encontrar otras especies que no mantuvieran en su estomago restos de comida en más o menos avanzo estado de digestión.

Esta clase de pescado constituyen gran parte del que habitualmente consumimos.

El bacalao, la merluza, la platija, el lenguado. El muy común en aquellas aguas “lutiano rojo”, denominado por los nativos como el “vara-vara (nombre malgache), llega a pesar hasta 12 kg. Y habita al borde de los arrecifes de coral.

El lascar de color verde y más pequeño, o el gueule longe o “boca larga”. O el enorme “bacalao de roca” que llega a los 22 kg, con una boca cavernosa armada de tremendos dientes curvados hacia atrás.

Especies todas ellas sumamente interesantes para el consumo humano pero complicado para su captura masiva con artes de arrastre por sus hábitat naturales entre fondos mixtos de arena y roca.

Otro grupo lo componían las especies denominadas pelágicas, que habitan en las capas más superficiales del océano y se alimentan de peces más pequeños, y estos a su vez de especies microscópicas o del plancton animal que flota a merced de las mareas.

El arenque, la sardina, la caballa, que se mueven en grandes bancos cercanos a la costa y eran perfectamente susceptibles de

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pescar masivamente con redes de superficie.

Los grandes pelágicos de los cuales el atún era considerado como la especie más interesante desde el punto de vista industrial.

Y los de interés deportivo de respetable tamaño, que se pescan al curricán, remolcando por la superficie un reclamo que oculta un resistente anzuelo.

Muchas de estas espléndidas criaturas pasan por ser las más bellas, veloces, y fuertes de cuantas pueblan los mares.

El pez espada, el istióforo o velero, la marlina, el peto.

Y ya de tamaño algo menor pero igualmente fuertes fieros y luchadores, el bonito de color azul y plata, pequeños atunes, la albacora azul, plateada y amarilla, y la barracuda, para muchos pescadores el más fiero de todos los peces, con la boca plena de dientes encorvados como cimitarras, o la llampuga, de color verde oliváceo y dorada con manchas azules, que al morir experimenta una extraña transformación en su coloración que pasa del verde dorado al blanco sucio y al azul intenso, volviendo después a su color primitivo pero sin brillo.

El tercer grupo estaba ocupado por los escualos, los cuales eran de gran importancia para la misión, ya que su carne salada y seca tiene un excelente mercado entre los indígenas de África.

Las aletas cortadas y secadas al sol se venden a los chinos de Mauricio los cuales a su vez las envían a Japón donde son enormemente apreciadas.

El aceite que se extrae del hígado y el intestino es un lubricante muy apreciado. Pero el producto más valioso de estos grandes predadores, era el aceite de su hígado cuando es rico en vitamina A antirraquítica, y uno de los objetivos era averiguar si la gran cantidad de escualos que pululan por los bancos del Indico Occidental, son poseedores o no de aceite en su hígado de alto poder vitamínico, pues había estudios anteriores que parecía que demostraban que el grado de calidad del referido producto no

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permanecía siempre uniforme, y se pretendía averiguar si la diferencia observada dependía de las variaciones estaciónales, de las diversas especies, de sus edades, sexos etc.

Había estado toda la noche lloviendo.

Desde la tarde anterior nos encontrábamos fondeados al abrigo de uno de los primeros y pequeños islotes de “las Chagos,” los cuales son prácticamente iguales. Visto uno vistos todos.

Se trata grandes dunas de arena que emergen desde el fondo dejando al descubierto su parte superior, por lo general de un perfil bastante bajo sobre el mar, lo que hace que aunque muchas de ellas bastante grandes en extensión, el agua las cubra en cuanto hay un cambio de mareas, y las haga aparecer y desaparecer “misteriosamente”. Lo cual había dado lugar a no pocas leyendas entre los antiguos nativos.

Me había levantado poco antes de amanecer, el concierto de ronquidos de todos los tonos volúmenes y estilos no me dejaba dormir.

Salí a cubierta con un jarro de té, que siempre permanecía caliente en su correspondiente tetera eléctrica.

Minutos después el sol oculto tras una nube que le impedía brillar con fuerza, desplegó sus rayos que se abrieron en abanico entorpecidos por la gran masa gris, formando dorados haces de luz que se repartían en todas las direcciones de la rosa de los vientos. Me acerqué lentamente hasta la proa donde me senté subyugado por el fabuloso espectáculo de la amanecida.

El mar terso y brillante como un decorado sólo se veía alterado en algunas zonas fuera del abrigo del pequeño islote, mostrando pequeñas ondas en su superficie producidas por algún soplo de brisa localizado, que desaparecía de repente volviendo a manifestarse de igual forma un centenar de metros más adelante.

Cerca de donde me encontraba, casi en mi vertical, los oblicuos rayos iluminaban la blanca arena del fondo que ascendía

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progresivamente, hasta convertirse en la paradisíaca playa que constituía la totalidad del gran banco de arena que nos prestaba su protección. No levantaría más de un par de metros sobre el nivel del mar, el cual con toda seguridad lo cubriría en cuanto se encrespara un poco por la acción del viento.

Hacia la zona de estribor podía observarse una gran mancha con reflejos plateados, formada por una miríada de diminutos morros asomados a la superficie, que al recibo de una orden misteriosa e inaudible para mi, desaparecieron al unísono con un ruido sordo, apareciendo de nuevo a corta distancia con la misma sincronía y perfecta formación.

Era un gran cardume de pequeñas caballas buscando su alimento en la superficie, apiñándose en masa adoptando formaciones extrañas y cambiantes, según parece, a fin de infundir mayor respeto a sus depredadores naturales.

Aceptando la invitación que la transparencia del agua me hacía a sumergirme en el frescor de su seno, salté desde la borda, sintiendo como todo mi cuerpo se estremecía al contacto con el líquido limpio y frío principio y fin de todas las cosas.

Tragué voluntariamente una bocanada de agua fresca y amarga de aquel Océano, que desde ese mismo instante me adoptó como hijo predilecto de entre sus millones de habitantes, condenándome de por vida a ser “un mar disfrazado de hombre”.

Bucee hasta la cercana orilla emergiendo al filo mismo de la arena, donde quedé encallado con medio cuerpo dentro del agua y los ojos cerrados disfrutando el momento.

Cuando me decidí a volver al terreno de los mortales y los abrí de nuevo, un gran cangrejo “violinista” plantado a poca distancia frente a mi, me dedicaba en exclusiva una celestial melodía que me devolvía al terreno de lo irreal, donde no me hubiera importado permanecer para toda le eternidad.

Ese en realidad es el secreto de mi eterna fascinación por esa inmensidad misteriosa y azul.

Me sacó de la abstracción la voz cavernosa de Emile que me

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advertía desde cubierta.

–¡Cuidado con las caracolas que puede haber en esa arena!...

–... las más hermosas poseen un veneno letal...

– ... ¡Merci beaucoup Emile,... tendré cuidado...!

No sabía él que estaba tratando con un hijo predilecto del Océano.

Las aguas más profundas de los alrededores de “Las Chagos” se encuentran eternamente infectadas de tiburones de todas las clases y tamaños. Así no es difícil observar desde la borda, un temible “gran blanco”, (cacharodon carcharias) un poderoso “toro”, un feroz “tigre”, un “martillo”, o una inocente “tremielga”, un asustadizo “gato”, o cualquiera de las cerca de 300 especies de escualos reconocidas que existen, con lo cual nos encontrábamos en el lugar perfecto para realizar el estudio del tercer grupo, a cuyo fin comenzamos por cebar los grandes anzuelos, que a no tardar tendrían enganchado alguno de aquellos fieros predadores.

Emile y Sadi prepararon concienzudamente las referidas trampas, pinchando grandes trozos de pescado en las mismas, no sin antes verter en los alrededores del barco varios calderos de una sanguinolenta y hedionda mezcla, compuesta por vísceras y restos de pescado que con seguridad no tararía en ser detectada por las bestias que acudirían en tropel hacia el fatal destino de algunos de ellos.

Minutos después de lanzar los anzuelos por la borda, sujetos por resistentes hilos acerados, ya uno de ellos manifestaba claramente que había sido mordido por un uno de los ejemplares que pululaban por nuestros alrededores, con lo cual tocaba la peligrosa tarea de izarlo a bordo, para posteriormente descuartizarlo e iniciar por parte de Harris el trabajo más especializado.

Arrastramos no sin esfuerzo, al poderoso animal hasta la popa del “Cumulus”, donde había una plataforma de madera al efecto casi a ras de agua, a modo de primer escalón, desde la cual se accedía por una pequeña puerta naturalmente siempre herméticamente cerrada, a la cubierta.

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Se trataba de un “tigre” no especialmente grande, algo menor de 2 m., que se debatía furioso retorciéndose sobre si mismo y lanzando tremendas dentelladas a diestro y siniestro con su tremenda y desproporcionada boca abierta en forma de “U”, mostrando agresivamente sus múltiples hileras de afilados dientes, por lo que había que poner especial atención en no situarse a su alcance por lo que pudiera pasar.

El animal continuaba defendiéndose fuertemente sujeto por el gran anzuelo que permanecía clavado en su garganta, en tanto Emile con una maza de madera maciza y pesada como un bate de béisbol, le asentaba tremendos golpes en la cabeza debilitando poco a poco su resistencia, la cual al cabo de un rato de recibir golpes interrumpidos terminó por ceder, quedando inmóvil sobre la plataforma, y siendo arrastrado hasta el interior de la cubierta e izado a la “mesa de operaciones” donde quedó inerte aguardando que Harris iniciara la segunda parte del programa.

Era ya la hora del almuerzo. Pescado con arroz y curry para variar, por lo que seducidos por tan novedoso manjar, decidimos dejar el trabajo para después, prestos a calmar la inevitable gazuza que nos había producido el duro y estresante trabajo de la pesca, si bien habría que decir también en honor a la verdad, que entre las innegables virtudes de las gentes de aquellas latitudes, no figuraba la de la prisa por terminar las cosas, por lo que dos horas más tarde aún continuaba el animal sobre la mesa, aguardando la acción que justificara que su muerte no hubiese sido inútil, pues si comenzaba su descomposición, cosa no muy lejana con el calor reinante, el resultado no valdría para nada y deberíamos empezar de nuevo.

Así pues decididos finalmente a meter mano al asunto, nos acercamos al “difunto” comenzando por sacarle el anzuelo de la garganta donde lo tenía firmemente prendido.

Sadi termino de abrir la gran boca del animal, separando las mandíbulas con las manos por fuera de los peligrosos dientes, y Harris se me anticipó a sacar el mencionado anzuelo, para lo cual introdujo sus dos manos hasta el fondo de la traquea donde estaba

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fuertemente clavado.

En ese momento inesperada y sorprendentemente, al tocar de nuevo la zona herida del animal, al que todos hacíamos muerto desde largo rato atrás, efectuó una tremenda convulsión de todo su cuerpo al tiempo que cerraba con gran fuerza las mandíbulas, aprisionando terriblemente las dos manos y parte del antebrazo de Harris que lanzó un espantoso grito cuando instintivamente trató de sacar las manos del interior de las terribles fauces, ayudando en su acción a que las grandes hileras de puntiagudos dientes curvados como cimitarras, se clavaran profundamente en su carne, de donde instantáneamente comenzó a brotar la sangre a chorros, inundando la boca del escualo y cayendo al suelo de forma escandalosa.

El desconcierto general fue enorme, al tiempo que el pobre Harris gritaba desesperadamente ya que cualquier movimiento que intentaba le hacía aullar de dolor, quedando totalmente indefenso y dependiente de que los demás nos repusiésemos de la sorpresa e intentáramos su liberación.

Maurice el cocinero, intentaba en vano con la fuerza de sus manos separar las mandíbulas del escualo sin que estas cedieran un ápice.

Dave el mecánico, lo intentaba inútilmente haciendo palanca con dos trozos de hierro plano, y el capitán miraba con espanto la cara del científico que de su color habitualmente negro zaino, pasaba al marrón chocolate y al verde oliva, amenazando por momentos, con perder el conocimiento debido al enorme dolor y a la pérdida de sangre.

Un tiempo después, Emile demostrando que era el más preparado para una emergencia tan singular, decidió cortar las mandíbulas del obstinado animal hacia atrás, por los músculos que las mantenían unidas y tan fuertemente encajadas.

De esa forma y tras un rato de arduo trabajo ayudado por una cortadora de disco eléctrica, conseguía su objetivo liberando al dolorido Harris cuyas dos manos ofrecían un panorama desolador, pues mostraba terribles heridas hasta el extremo de poder verse con claridad los huesos del antebrazo y las manos, las cuales continuaban sangrando tremendamente hinchadas y requiriendo a

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ojos vista la intervención inmediata de un profesional.

El capitán comunicó el accidente por radio, a Port Louis, en Mauricio, desde donde horas después llegaba un hidroavión, que evacuaba al herido con la máxima urgencia.

Nosotros pusimos proa al mismo lugar, donde arribábamos cerca de tres días después, interesándonos por el bueno de Harris, del que supimos que probablemente perdería parte de la movilidad de una de las manos, al haberle sido seccionados los tendones de la misma.

Me despedí del personal del “Cumulus”, agradeciéndoles sinceramente las experiencias vividas.

Cuando nuevamente me quedé solo, caí en la cuenta de que mi situación era la misma prácticamente que la de hacia 12 o 14 días.

Estaba en una isla perdida, en medio de ninguna parte, fuera de la todas las rutas comerciales, y sin saber como iba a regresar a mi tierra.

Pero en lo más profundo de mi ser eso no me preocupaba en absoluto, pues como decía la hermosa canción de Facundo Cabral, que me había encantado oír cien veces en el giradiscos de mi amigo Martín:

... me gusta andar, pero no sigo el camino... pues lo seguro ya no tiene misterio...

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Capítulo 10

El “Annie Comyn”, uno de los últimos “windjammers” (tragavientos) que aún paseaba su ya encorvada figura por esos mares del Señor, constituía en si mismo un símbolo perfecto de la vertiente surrealista y el periodo otoñal de los grandes veleros.

Pero para los que amábamos incondicionalmente esa forma de navegar la “mar océana”–por utilizar una expresión acorde con la época– merecía la venerabilidad y respeto de quien lo ha sido todo en lo suyo.

En su lejana juventud –allá por 1880– había permanecido aparejado de barquentine de 5 mástiles, perteneciendo a la prestigiosa P-Line de Hamburgo, y si bien era cierto que nunca había poseído la belleza y finura de líneas de los Clippers y mucho menos de los denominados genéricamente “Clippers de Baltimore”, con toda seguridad los más hermosos barcos que jamás han existido, diseñados para competir en velocidad en la legendaria ruta del te, de la seda, de las especias, del comercio entre Oriente y Europa o Norteamérica, del oro con Australia y de esclavos con África, y cuya época de esplendor había coincidido con el declive de estas otras naves, bergantines, buques, goletas, bricbarcas, etc., de diseño más contundente y robusto, no dejaban de ser igualmente de una hermosa estampa cargada de historia y de leyenda.

Este había pasado por diferentes propietarios, y ahora en las postrimería de su larga vida, el último de ellos –una sociedad de La Republica Sudafricana– lo utilizaba para el transporte de “copra”, bananas, vainilla, caña de azúcar, tabaco y otros productos

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originales de las islas Maldivas, Seychelles, Mauricio, o Reunión y Ciudad del Cabo, desde donde eran distribuidos principalmente a EE.UU. y Canadá.

En Mauricio, donde nuevamente me había quedado arriado tras el precipitado regreso del “Cumulus” y el desafortunado accidente de Harrys, me había puesto seriamente a la faena de buscar como volver a casa –por llamarlo de alguna forma– y había investigado en el puerto y alrededores, la manera más practica y económica de salir de allí, pues en avión o en barco de pasaje, ya sabía que podía hacerlo, pero la primera de ellas me resultaría especialmente costosa para mi precaria economía (el viaje a Oriente no había resultado precisamente un éxito en el aspecto crematístico). Además, de un marinero en una isla lo mínimo que se espera es que se vaya por mar... ¡qué leches pintaba yo volando!

Y por otro lado... pagando un pasaje en un camarote de tercera, para hacer lo que hacía todos los días pagándome ellos a mí, vamos... ¡que no!... ya encontraría algo, y si no me quedaría allí para los restos, total me faltaban un par de vueltas de tostadora para que mi “moreno de verde luna” se transformara en cerrado negro zaino en perfecta consonancia con lo que me rodeaba.

Así supe de la existencia del “Annie Comyn”, que además sorprendí navegando desde otra parte de la isla acercándose al puerto de Port Luis su capital, poco antes de desenvergar las velas, logrando capturar su imagen con todo el trapo al viento con mi vieja “Werlisa” que en esta ocasión se comportó, devolviéndome una preciosa imagen cargada de romanticismo que he conservado como un tesoro durante todos estos años.

El viejo buque realizaba uno de sus periplos insulares y procedente de Port Victoria en Seychelles, continuaba bordeando la punta S. de Madagascar rumbo a Ciudad del Cabo la cual era uno de mis objetivos, pues sabía que desde allí no me resultaría complicado encontrar algún barco que me acercara a mi destino. Si bien lo lógico por ser el derrotero más corto, sería subir la costa E. del Mar de Arabia y pasar al Mediterráneo desde el Mar Rojo a través del

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Canal de Suez y el estrecho de Bab el Mandeb, lo cual no era posible ya que este había sido cerrado a raíz del conflicto árabe-israelí que se encontraba en plena efervescencia.

" Annie Commyn "

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Ancla de respeto del "Annie "

Este hecho de una importancia fundamental a nivel mundial en el transporte de mercancías por mar, había obligado a la totalidad del trafico marítimo procedente de extremo oriente con rumbo a Europa, se viese obligado a bajar hasta Buena Esperanza y tragarse las 3 o 4000 millas más (dependiendo del destino) que suponía remontar toda la costa O. de África con lo que esto representaba en tiempo y en dinero, y había incidido también de manera importantísima en que las empresas armadoras, se plantearan aumentar considerablemente la capacidad de los barcos, tratando de paliar en parte el costo de los fletes al aumentar la distancia y no estar limitados por las dimensiones del referido Canal.

Pero el problema con el que me encontraba, era la ausencia de puertos importantes en la zona, con abundancia de trafico marítimo que me permitiera encontrar algún barco acorde a mis necesidades,

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por lo que a lo único que podía aspirar era a algún pequeño mercante o quizá velero que llevase mi rumbo.

Mientras contemplaba extasiado toda la maniobra de aproximación y atraque del renqueante anciano de los mares, pensaba en la cantidad de historias, de personajes, de situaciones, de penas más que de alegrías, que se habrían vivido sobre aquella vieja y mil veces remendada cubierta.

Cuantos temporales habrían descargado su furia implacable sobre aquellas cuadernas ahora ya debilitadas por la carcoma y el “caracolillo”.

Cuantos vientos huracanados habrían hinchado el magnifico velamen de sus cinco mástiles, luciendo orgulloso su hermosa estampa de juventud por todos los mares del mundo.

Cuantos emigrantes convertidos en “marineros de fortuna” habrían trepado muertos de miedo por aquellos viejos flechastes hasta las velas altas, sin atreverse a mirar el abismo que se abría a sus pies.

Cuantas veces habría hundido el botalón de su proa en las furiosas olas de una tormenta.

Apenas el buque hubo atracado en el muelle de Port Luis comenzaron las labores de carga, por lo que sin dilación me dirigí a uno de los tripulantes cercano a mi preguntándole por el contramaestre o algún oficial al mando, a lo que este me indicó indolentemente que subiera a bordo señalándome el puente al cual encaminé mis pasos sin dudar, pues todo lo que podía pasar es que me quedase como estaba.

Me acerqué al lugar indicado con el desparpajo de quien no tiene nada que perder, observando a través de la cristalera del castillete de proa, que a mi vez era observado por dos oficiales “morenos” que se hallaban en su interior a quienes hice una seña a modo de petición de permiso.

Mi admiración por todo lo que me rodeaba crecía por momentos al

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observar de cerca las piezas y elementos del viejo buque, las cuales aunque descuidadas y mostrando claramente un escaso mantenimiento, constituían para mi un auténtico museo con un pasado evocador.

Pues desde la tremenda “ancla de respeto”, adosada al costado de babor cerca de su proa, hasta motones, pastecas, guardacabos, tojinos, vertellos, vigotas, guías y resto de la jarcia móvil y fija así como cabullería y aparejo, respiraban historia por todos sus poros, a lo cual mi calenturienta imaginación ayudaba con poco esfuerzo, convirtiéndome de inmediato en un prosaico “Barbanegra” al mando de su tripulación de corsarios, acoso y terror de los habitantes de todas las islas de alrededor.

Me propuse por tanto hacer todo lo posible por conseguir formar parte de la tripulación de aquel pedazo de historia flotante, a lo cual me apresté entrando seguidamente a la dependencia –algo más cuidada– donde el capitán y primer oficial del barco me aguardaban con cierta curiosidad.

Ambos hombres, algo mayor el de más graduación –unos 50 años– vestían uniforme de camisa y pantalón que en otra época lejana debieron ser blancos, pero que en este momento se acercaban peligrosamente al color acharolado de la piel de sus usuarios, lo cual mostraba el exquisito cuidado que habían tenido en que la indumentaria no desentonara en exceso con el resto del entorno.

A mi tampoco me parecía mal ya que sin hacer una valoración objetiva de las personas, instintivamente el respeto que me imponían sus cargos era inversamente proporcional a lo esclarecido de sus atuendos.

Mostrando la más seductora de mis sonrisas, tras los saludos de rigor, les expliqué como pude mi situación, y la necesidad de acceder a un puerto con más tráfico, desde donde conseguir algún barco que me devolviera a zona civilizada, (evidentemente esto último lo pensé, no lo dije).

Ellos, tras cambiar algunas palabras en un idioma que me

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recordaba vivamente al que utilizaba “Crispín”, (mi mono) cuando quería hacerme alguna confidencia, me preguntaron a su vez con expresión escéptica si yo sería capaz de timonear aquél buque, a lo que respondí con la cara dura que me había hecho más que famoso, legendario, que yo era el timonel favorito de Hernando de Magallanes, el cual desafortunadamente, “cascó” en un descuido mío...por no hacerme caso.

Como era de esperar no captaron la ironía, y me explicaron la ruta prevista, la cual tras rodear prácticamente toda la costa de la República Sudafricana y el Cabo de Buena Esperanza, terminaría en su capital Ciudad del Cabo como ya sabía. Lo que suponía una navegación de más de mil millas.

Me ofrecieron ir como pasaje, previo pago de su importe, lo que tampoco era raro, ya que lo practicaban habitualmente. Habían habilitado varios camarotes al efecto, y ya que como tripulante no habían tragado el anzuelo y me dijeron que la tripulación estaba completa, no tenía otra alternativa si quería darme el gustazo, que ir de señorito, lo que tampoco alteraba considerablemente el vacío de mi bolsillo, por el precio casi irrisorio que me costaría el pasaje hasta su destino final, desde donde estaba seguro que me organizaría para volver a Europa.

Así que con gran ilusión por mi parte, me dispuse a descubrir en la práctica, como navegaban en realidad los grandes veleros que tanta impresión me producían en las contadas ocasiones que había tenido de admirarlos a su paso.

Horas después me encontraba a bordo, impaciente por salir a la mar, seguro de experimentar nuevas y desconocidas sensaciones, que mi reconocida imaginación ayudaría a convertir en fabulosas leyendas marineras.

Al atardecer por fin, abandonábamos el único muelle que admitía nuestro calado.

Ayudados en su inicio por el renqueante motor, que por su sonido daba la impresión de no ser mucho más moderno que el resto del

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buque, a duras penas nos empujó hasta doblar el espigón tras el que nos aguardaba el esperado mar abierto. A buen seguro el medio ideal de aquella amalgama de cabos, velas, palos y aparejos, que finalmente me hicieron alegrarme de no haber conseguido “engañar” a los oficiales, pues debía reconocer que no tenía ni repajolera idea de manejar aquel trasto, que con seguridad era mucho más complicado de lo que en principio me parecía, y en poco se asemejaba a otros veleros más modestos, en los que yo había navegado y poseía bastantes conocimientos de su gobierno.

Encaramos la mar con rumbo SW con un vientecillo de atardecer por la aleta de babor de no más de 15/18 nudos.

El sol hacía rato que había comenzado su declive e iniciaba ya su ocaso jugueteando al escondite con las nubes que ponían pinceladas grises en el horizonte.

Una bandada de gaviotas nos escoltaba hasta la salida, y una de ellas, planeando tan cercana a mi que casi podía tocarla, me dedicó una sonrisa cómplice acompañada de un graznido en la menor que naturalmente interpreté como un presagio de buen viaje. Seguidamente realizó un magistral alabeo horizontal y desapareció mezclándose con el resto de la bandada.

Instantes después el primer oficial daba las ordenes de izar velas, a cuyo efecto todos los marineros ocupaban ya sus puestos. Pude observar el número tan importante de estos que componían la tripulación así como el automatismo de sus movimientos. Lo cual tampoco era de extrañar ya que el manejo manual de todo aquel aparejo, requería a buen seguro gran cantidad de mano de obra especializada, conocedora de que y cuando había que realizar cada esfuerzo, para que unido a los del resto, lograran mover aquel mastodonte de cerca de 100 m. de eslora y 4000 toneladas de R.B. (registro bruto).

La teoría la conocía perfectamente, por lo que iba interpretando las ordenes que en un lenguaje mezclado, el primer oficia daba a voz en grito, y el 2º y el contramaestre estratégicamente situados a mitad y

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a popa del buque, repetían casi de inmediato, a fin de que estas llegaran a toda la marinería.

... ¡Atentos a la maniobra... mayores mesana y trinquete... aaaarriibaaa... aaauupp...! ¡arriba...op...op... !marcando los tiempos con el “pito de ordenes”, para que el esfuerzo de los hombres en las escotas fuera al unísono, y capaz de elevar el correspondiente y pesado trapo unido a sus indispensables perchas.

Así continuaron durante un buen rato del cual no me perdí ni un solo detalle. Poco después la mitad del velamen estaba izado, incluyendo velas mayores, estays y juanetes, así como cangrejas, escandalosa y 4 foques, con lo que la imagen que ofrecía el barco desde su cubierta, era más que impresionante, y para mi absolutamente nueva y desconocida hasta entonces.

El sol casi a ras del horizonte ya, teñía el cielo de poniente con una delicada luz carmesí, tintaba las velas de un sugerente tono rosado y alargaba la sombra que el barco proyectaba en el océano hasta darle un aspecto fantasmal.

Los torsos desnudos y sudorosos de los marineros ensimismados en sus faenas, transformaban su original color de ébano, en relucientes tonos cobrizos al ser iluminados por la luz del crepúsculo.

El suave viento del Sudeste que hinchaba las velas y a mi juicio demandaba el resto del trapo, formaba parte de los “Alisios” que de ese mismo cuadrante, soplan sobre estos mares con mayor o menor intensidad durante la mitad del año, principalmente entre mayo y octubre.

Es el invierno de Mauricio.

Estos vientos, procedentes del borde de los famosos “Rugientes Cuarenta”, (roaring forties) son generalmente cálidos y húmedos. Descargan su acuosa carga, recogida a lo largo de miles de millas de océano, sobre las tierras altas de Mauricio en forma de grandes chaparrones cargados de impresionante aparato eléctrico.

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En primavera, hacia Noviembre, se establece aquí una zona de calmas, donde en tiempos pretéritos los veleros quedaban atrapados derivando ociosamente durante semanas para trasladarse de una isla a otra.

Este fenómeno llega a extenderse hasta el Ecuador, donde el aire se eleva violentamente y produce esos enormes castillos de nubes y lluvias torrenciales características de los trópicos.

A veces alguno de esos remolinos de aire caliente, adquiere una furiosa vida propia, y emprende una atropellada carrera hacia el Sudoeste impulsado por el movimiento de rotación de la Tierra, avanzando como un torbellino en torno a un centro móvil y convirtiéndose en uno de los temibles ciclones del Indico.

Es un fenómeno idéntico a los huracanes que en repetidas ocasiones han devastado las costas de Florida en el Atlántico Occidental, o a los del Oeste del Pacífico que tantas otras veces han causado estragos en las costas Chinas.

Por lo que habiéndome empapado a fondo de toda esta teoría previamente al inicio de mi primera (y quizá única) incursión a Oriente, mucho me temía que encontrándonos aún en época sospechosa, (primeros de octubre) no sufriéramos en propias carnes alguno de estos pronósticos.

No era el único ocupante que como pasajero había tomado el “Annie”.

Un inglés de diseño (por lo típico) y sus tres hijos habían tenido la misma idea.

El padre, según supe no por él, que me ignoró olímpicamente, si no por el 2º oficial, era marino de la “Armada de su Graciosa Majestad” y había sido agregado naval en Mauricio.

Enjuto, pelirrojo, atildado y estreñido, parecía recién salido de un cuadro del siglo XVIII de los que se conservan en el Museo

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Británico. Había decidido hacer un viaje de instrucción con sus hijos, los cuales, varones de unos 16 y 18 años, iban a emular profesionalmente a su progenitor, entonando el “Dios salve a la Reina” desde la cubierta de algún moderno buque de la muy respetada Royal Navy.

El mayor era una calcomanía del padre pero sin bigote. Rojizo, de piel lechosa y cubierta de pecas, ojos acuosos y tieso como una estaca, cuando lo vi por primera vez creí que se había puesto la camisa con percha y todo, con el labio superior permanentemente remangado en un gesto que daba la impresión de que siempre estaba oliendo una mierda... ¡ para matarlo !.

El segundo no se parecía en el aspecto a los demás. Era más rechoncho, moreno de tez, de ojos oscuros y con toda la cara del jardinero...(misterios de la genética).

La chica de 14 años también pelirroja y pecosita estaba en esa edad boba en la que empiezan a sentir que tienen “overa” y se caen de ala en cuanto alguien las mira con un poco de intención.

Ellos ocupaban los camarotes situados a popa del barco que lógicamente eran los mejores, y yo otro hacia el centro de la bodega, que debía haber pertenecido a algún oficial y me resultaba más que suficiente. Por lo que únicamente compartíamos el comedor, si es que se le podía llamar así. Una dependencia rectangular, con una mesa corrida y sendos bancos de madera a cada lado. Ahí coincidíamos ya que solo había una misma hora para comer y no teníamos alternativas.

La primera noche, el oficial nos hizo los honores presentándonos ya que éramos los únicos pasajeros, aunque mi cotización había perdido muchos enteros al intentar ir como tripulante. Ya no había la misma consideración que si de entrada hubiese solicitado embarcarme como pasaje.

De todas formas tenía una sensación curiosa y que no había experimentado en otros lugares.

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Para los negros yo era blanco, y para los blancos era negro. Así que por mantener el empate decidí considerarme azul marino.

Cuando al presentarnos, el hijo de la Gran Bretaña me preguntó en inglés (como no), arqueando una ceja y mirándome con asco por encima de las gafas de aros metálicos y cristales de culo de vaso:

¿Are you french?

–No español.– le contesté con gesto de pedirle disculpas por el atrevimiento, pero sin esforzarme lo más mínimo en intentar otro acento que el mío propio.

–Ah – me contestó por toda respuesta.

Esa fue toda la conversación que mantuvimos aparte de los saludos protocolarios, (cada uno en su idioma por supuesto) con él y con los hijos varones.

Porque por tocarle los “egg” y también porque no tenía nada mejor que hacer, me dediqué a “tirotearle” a la niña sometiéndola a un tercer grado sin otro afán que el de tontear y divertirme, pues mi deformación aún no había llegado a sobrepasar los limites hasta el infanticidio. Pero la verdad era que ella se derretía cuando la encontraba casualmente en cubierta y por ejemplo le decía bajito y en español:

– ¿Quién te va a comer a ti ese hocico colorao eh?... ¿quien va a ser?

¿What do you say me please? me decía como una amapola.

–¡Que te voy a comer hasta la gomilla de las bragas! cuerpazo... que eres un cuerpazo.

–Speak english, please– me contestaba con fingido gesto contrariado.

El día siguiente a nuestra partida todo transcurría con aburrida normalidad. El viento constante y del mismo cuadrante aumentó su

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intensidad a unos 25 nudos, y el mar se fue encrespando progresivamente produciendo rociones de espuma blanca que impulsados por el viento se dejaban sentir en toda la cubierta.

Me decidí a pedir al primer oficial que me permitiera probar el timón ya que tenía especial interés en comprobar si sería capaz de dominarlo.

Este que era bastante amable me acompañó hasta el puente, dijo unas palabras al hombre que en ese momento la ocupaba, el cual se desembarazó del arnés tipo cincha que llevaba, y me hizo un gesto para que tomara la rueda por una de las “cabillas” (manillas que llevan este tipo de timones).

¡Amigo... esto era otra cosa.!

El timón tiraba como un condenado en cualquier posición que no fuese a la vía. De ahí que hubiera que ayudarse con el arnés que yo chulescamente había despreciado.

Me parecía imposible que hubiera que realizar aquel esfuerzo continuado a fuerza de músculo, pues habría que ser Hércules. A lo cual, tras tomarme el pelo unos minutos, me mostraron los llamados tojinos del timón, especie de tacos en forma de cuña dispuestos en la mecha del timón, que sirven para apoyar la posición y no soportar el tirón a fuerza de brazo.

Tras dar unas cuantas guiñadas involuntarias, las cuales traté de corregir de inmediato, que repercutieron en sendos gualtrapazos de las velas, que hicieron que los marineros más cercanos estiraran el pescuezo, seguramente con la intención de recordarle al timonel que... si bebes no conduzcas, consideré suficientemente probada mi ineptitud, abandonando el intento por el momento y fingiendo no advertir la sonrisa burlona en los labios del timonel y el oficial, pero sin poder evitar ver claramente el significado de la misma.

¿No eras tan buen timonel?...

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A última hora de la tarde hacia el E, una gran masa nubosa impedía distinguir el horizonte, y a nuestra popa el sol nos iluminaba con sus últimos rayos del día.

Recordé mientras me dirigía al comedor, el viejo refrán marinero que podía aplicar a una situación así.

Poniente claro levante oscuro temporal seguro.

Tras cenar pollo con arroz y curry, y dedicarle unas cuantas miradas inquisidoras a la pelirroja, a las que ella respondía con arrobada sonrisa y su padre que se había dado cuenta, con manifiesto cabreo, me fui a dormir, notando desde mi camarote que las condiciones climatológicas cambiaban por momentos ya que el cabeceo del barco era mucho mayor así como el ruido de la mar y el viento.

Dormí unas cuantas horas al cabo de las cuales salí a cubierta, comprobando efectivamente que la ola corta de la noche anterior se había transformado en una mar tumultuosa respetable y el viento continuaba arreciando.

La tripulación había cargado el resto del velamen, con lo que el barco había adquiriendo su mejor estampa y condición para lo que estaba concebido y mejor dotado. Pues ya sabía que este tipo de barcos con esas dimensiones y porte, es con mares y vientos duros con los que proporcionan su máximo rendimiento.

Izados los juanetes altos y sobrejuanetes así como las gavias y velachos, el espectáculo y la sensación eran extraordinarios.

El viento por la aleta de estribor silbaba contra las drizas, y el barco cabalgaba las olas ofreciendo una impresión de potencia y seguridad desconocidas para mi hasta entonces.

Continuamos así durante gran parte del día, empeorando las condiciones de mar a la caída de la tarde.

Una gran tromba de agua vomitada por unos nubarrones bajos y negros, aderezadas con rayos y centellas de todas las magnitudes,

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forzaron al capitán a reducir el trapo, arriando de nuevo las velas altas, a pesar de lo cual el gran barco continuó navegando a la misma velocidad y aún con mayor aplomo.

Continuamos en parecidas condiciones los dos días siguientes durante los cuales disfruté lo indecible, pues el comportamiento del barco era irreprochable haciendo bueno el dicho de que “el que tuvo retuvo y guardó para la vejez”.

Nos cruzamos durante ese tiempo con algunas otras naves, alguna de ellas de aspecto curiosamente sarraceno que llamaron mi atención, ofreciendo desde nuestra posición una hermosísima imagen.

Continué con el acoso sin llegar al derribo de la núbil Maggi, que así se llamaba mi pelirroja amiga, que a estas alturas ya me admitía que la lisonjeara en castellano.

–... Te voy a poner mirando pa Murcia ¡maciza! ¡que tienes los ojos más grandes que los pies! ¡bombonazo!... Le decía amparado en el anonimato de su incomprensión.

–Speak english please, speak english me…

–No que me pierdo... “que me via perdé”...

Acercándonos ya a la última parte del viaje, a unas 100 millas de la costa de Buena Esperanza, navegando de bolina con un vientecillo de unos 15/18 nudos y ya de atardecida, un tremendo golpe que hizo retemblar todo el barco nos proporcionó un enorme susto. No se me ocurría pensar en otra cosa que en un abordaje o algo parecido, pero me resultaba imposible que no hubiéramos visto a otro barco tan cercano como para abordarlo.

Pronto salimos de dudas. La tripulación, según pude observar, aunque contrariados por el suceso o sus posibles consecuencias, sabían casi sin comprobarlo lo ocurrido, ya que era al parecer algo relativamente frecuente en la zona.

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Habíamos pasado por encima de un enorme tiburón-ballena, que se alejaba malherido mostrando sus tremendas dimensiones, las cuales no bajarían de los 20 m. dejando tras de si un reguero de sangre en su huida, y al poco desapareció hacia las profundidades del Océano buscando en ellas la seguridad que había podido comprobar le faltaba en su superficie.

Tras asegurarnos de que el incidente no había causado daños al barco, lo cual por lo que pude saber no era siempre así y en ocasiones sobre todo la pala del timón resultaba seriamente dañada, continuamos nuestro rumbo.

Aunque ya sin consecuencias, el tiempo volvió a empeorar considerablemente al acercarnos al famoso cabo que determina la punta Sur del continente africano.

Pocas horas después arribábamos sin contratiempos al gran puerto comercial de Ciudad del Cabo concluyendo así una de las singladuras más placenteras de mi vida, lo cual agradecí eternamente al viejo “Annie Commyn” que por unos días me transportó a otra época en la que la navegación a vela se escribía con letras de oro en el libro de la historia.

Me despedí agradecido de los oficiales y el capitán, y en tanto la familia de Maggi recogían su equipaje, encontré un momento para hacerlo también de ella. Deposité un par de castos besos en sus transparentes mejillas, diciéndole al oído por últimas, que le iba a comer el “hocico” empezando por los dedos gordos de los pies, aunque me dio la impresión de que ya sospechaba ella que no podía fiarse de mis promesas.

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Me había costado lo mío pero finalmente me encontraba a rumbo de regreso a tierras y mares más conocidos por mi.

Aunque en realidad la experiencia en su conjunto, salvo en el aspecto crematístico, que había sido una ruina, la podía calificar de apasionante. La verdad era que tenía interés en volver a casa, más bien por querencia o una cierta inercia, porque tampoco era que, salvo mi madre, tuviera grandes vínculos ni lazos que me sujetaran a nada ni a nadie en concreto.

Posiblemente se trataba de el instinto natural que tiene el ser humano de regresar a sus raíces. Sentimiento que yo tenía escasamente desarrollado y por mi propio carácter me encontraba bien en cualquier lugar del mundo. Me adaptaba a cualquier situación y circunstancia, y me volvía del color del entorno con facilidad camaleónica. Por lo que no me preocupaba en exceso el rumbo al que el caprichoso destino orientara mis pasos.

Nada más desembarcar me encaminé sin dilación hacia Capitanía de Puerto como era preceptivo, y al propio tiempo a inspeccionar si había ofertas de trabajo que me pudiesen interesar. Pues la verdad era que tras el gasto del pasaje del “Annie”, a pesar de que no resultara especialmente cuantioso, me había quedado como Tarzán, y tenía perentoria necesidad de un trabajo medianamente bien remunerado.

Pero ahí estaba mi suerte como siempre echándome una mano.

Recordaba casi en contra de mi voluntad que situaciones mucho más extremas ya tenía en mi haber algunas. Al lado de las cuales esto eran unas vacaciones pagadas.

La primera vez que salí de Córdoba en auto-stop, sin haber cumplido aun los 16, con mi macuto a la espalda cargado con algo de ropa y mucho de ilusión, y con 280 pesetas en el fondo de mi bolsillo para comprarme el mundo, con seguridad tenía más motivos para preocuparme.

Mientras caminaba por los muelles observando los barcos

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atracados, rememoraba con detalle, aquellos ya, “viejos tiempos”.

Veía a mi pobre madre aquel Mayo del 62, acompañándome hasta la carretera a la salida de la ciudad, refugiada en un portal, aguardando ver si alguno de los autos que pasaban atendía el movimiento inequívoco de mi pulgar, y conseguía el honroso titulo de ser el primero en alejarme dolorosamente de ella.

Recordaba perfectamente su gesto de morderse los labios intentando evitar las lagrimas. Sus ojos claros tratando de disimular su infinita tristeza. Su gesto de arreglarme el cuello de la camisa, por última vez en mucho tiempo, impecablemente planchada por ella.

Su voz trémula recomendándome de nuevo.

–... Ten mucho cuidado hijo mío.

–No te preocupes mamá, verás como todo sale bien.

Su beso cálido. Su silueta menuda alejándose y volviéndose hacia mi cada poco.

Minutos después un representante de droguería con su reluciente “600 D.” frenaba a pocos metros y se sorprendía al saber que:

–Hasta Barcelona puede Vd. dejarme donde quiera...

–¿No me digas que vas hasta Barcelona niño...? yo creía que irías por aquí cerca...

–Bueno pero Vd. puede dejarme donde le venga bien – insistí dándole facilidades.

–No si yo voy a Madrid y por mi hasta allí te puedo llevar, así voy acompañado.

Naturalmente vi el cielo abierto, y seis o siete horas más tarde me dejaba en la puerta de la Casa de Campo (eran las 2 de la mañana).

Busqué y encontré un “albergue de juventudes” que me habían comentado que existía allí.

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Entré con el máximo sigilo al interior del recinto, donde no se detectaba a nadie vivo por el momento. Había una especie de garita a la entrada que daba la impresión ser de control o vigilancia y que aunque tenía la luz encendida, en su interior, al menos en ese momento, no parecía que hubiese nadie. Me decidí a mirar en uno de los varios pabellones dispuestos alrededor de el gran patio de la entrada.

Abrí despacito la puerta y en la gran sala tenuemente iluminada por una luz-piloto adosada a la pared, se podían observar cuatro hileras de literas de tres alturas que cubrían la totalidad del recinto. Gran parte estaban ocupadas por chicos durmiendo, y muchas de ellas vacías.

Sin dudarlo, y tras mirar por entre las lamas de una de las ventanas que daban al patio y comprobar que no se observaba movimiento alguno, me adjudiqué la que más me gustó, y minutos después estaba “roque”. No sin antes terminarme el medio “bocata” de tortilla que me había sobrado del mediodía, de los 5 o 6 que me había puesto mi madre, y que me tenían que dar de si como mínimo para un par de meses.

A las ocho de la mañana siguiente se organizó un gran revuelo de toda la gente preparándose para lo que, según pude entresacar, era el comienzo de alguna competición (no supe de que nivel) de balonmano.

Aprovechando la confusión reinante me tomé un par de vasos de leche y tres magdalenas y salí zumbando, dispuesto a comerme el mundo en cuanto terminase la digestión de las magdalenas.

El tramo hasta Barcelona me resultó más complicado, tardé dos días y medio.

Y hasta Port Bou en la frontera con Francia, ni un solo auto de los que pasan me hacía puñetero caso, lo cual de alguna manera era normal pues nadie se arriesgaba a pasar la frontera en aquellos tiempos con un desconocido en su auto, por lo que esa parte me tocó hacérmela a “pinrel”.

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Una vez al otro lado, ya en Francia, un camionero galo que ya llevaba a otro chico alemán en las mismas circunstancias que yo, me hizo un hueco en la cabina de su “Renault”, con lo que el tío resultó ser un excelente Samaritano, pues en Perpignan donde vivía, nos llevó a su casa, nos dio de cenar y de dormir, y por la mañana después de un opíparo desayuno nos sacó a la carretera donde seguimos nuestros respectivos rumbos.

¡Iincreíble pero cierto!...

Todo el tiempo estuve esperando saber donde estaba el truco.

No podía creer en tanta generosidad sin nada a cambio.

Pues no había trampa alguna.

En todo caso y por decir algo, que en el pequeño y modesto piso donde vivía solo (nos dijo que era viudo), había una cama de matrimonio donde dormía él, y otra pequeña individual que le adjudicamos al alemán que era bastante más voluminoso que yo, con lo cual me tocaba compartir el “lecho conyugal” con el consiguiente mosqueo por mi parte, pero dos minutos después de tumbarse estaba roncando como un bendito, aunque al poco rato puso en funcionamiento la “artillería pesada” y por la mañana salí rubio como las candelas que el alemán a mi lado era Antonio Machin.

Cruzar la parte Sur de la campiña francesa rumbo al destino que me había marcado como objetivo, La Costa Azul, no por lo que pudiera tener de glamurosa, lo cual a mi como se podrá suponer me traía sin cuidado, si no por las posibilidades de encontrar un “curro” que le suponía, me resultó más complicado de lo que esperaba, pues los agrícolas franceses de la época no eran precisamente confiados y menos con un mozalbete allende los Pirineos donde como todo el mundo sabía, empezaba África.

Así que tras varios días de peregrinar, más a pié que sobre ruedas, conseguí recalar en Marsella cuando comenzaba a flaquear mi hasta entonces sólida infraestructura. “Pelas”, bocatas de tortilla, y moral, de cuyos tres ingredientes comenzaba a escasear ostensiblemente.

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Las primeras, las pelas, al cambiarlas por francos me daban para un par de café o laite y algún “croissant”.

Los bocatas como combustible necesario de las pechadas de andar que me daba cada día, también tuvieron una vida corta.

Y la moral seriamente tocada a causa del principio romano que reza más o menos. “Primun mangiare e deunde filosofare” (primero comer y luego filosofar).

En Marsella no tuve otra alternativa que ir a dormir a una pensión tercermundista del puerto, donde las ratas y las putas en numero similar, pululaban por sus dependencias con entera libertad. Pues aún así, a mi me resultaba carísima. Me dieron un cuartucho en la última planta que era como una caja de zapatos, con un jergón en un rincón y una claraboya de cristal en el techo, que al estar rota dejaba entrar un frío helador, además de el ruido que producían los habitantes de un palomar contiguo que con sus arrullos no me dejaron pegar ojo en toda la noche.

La situación adquirió su cota máxima cuando además se puso a llover sin compasión, y el agua que entraba a raudales por el techo, me obligó a “levar anclas”, y lanzarme a la calle con la duda entre tomar una “suite” en el Ritz o buscarme un puente sin goteras, aunque finalmente me decanté modestamente por la segunda opción por razones de cuyo nombre no quiero acordarme .

Continuaba recordando, en tanto me acercaba a las dependencias de la Comandancia del puerto de Ciudad del Cabo, aquellos tiempos de los comienzos de mi vida pública.

Tras conseguir, no sin gran esfuerzo, arribar al corazón de la “Cote D’azur”, Cannes, me puse manos a la obra de lo que creí me resultaría fácil, encontrar un trabajillo de lo que fuese, y tenía entendido que ahora que era el comienzo de temporada lo más factible sería en alguno de los abundantes hoteles de la zona, por lo que comenzando por el “Gran Negresco” del Paseo de la Croisette, “Carlton”, “Ritz”, y todas las etcéteras del mundo mundial, tras corretear todos los alrededores, Jean les Pins, Saint Maxim, Saint

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Tropez, Monte Carlo, y toda la famosa Corniche, me aventuré ante el fracaso a llegar hasta Ventimiglia, frontera italiana, con la intención de probar fortuna en la no menos glamurosa Riviera desde donde me devolvieron a los corrales por no llevar el “pedigrí” correctamente visado en forma de permiso de trabajo como cualquier españolito de la época que se aventurase a buscarse el cuscurro fuera de la Madre Patria.

Así que me vi obligado evidentemente por razones de salud, (comer y cosillas así) a bajar el listón de mis aspiraciones hasta ras de suelo si hacía falta, dando finalmente en Niza con el trabajo que había soñado toda mi vida... “paseante de perros titulado”... ¡toma ya...!

Me arreaban cuatro canes por la mañanita y otros cuatro por la tarde, y me iba a un parque con una zona adecuada al efecto, a cuidarlos y a admirar sus piruetas perrunas, por lo cual me pagaban la friolera de 15 francos de los cuales ya se me iban 6 en la “posada del peine” donde había conseguido a base de mis influencias una espléndida suite con vistas a un estercolero vecino, por lo que como se podrá comprender no pude aguantar tanto lujo durante mucho tiempo (de todas formas aguanté 2 meses), y decidí muy a mi pesar emprender el regreso a la patria, aunque desde luego lo último que pensaba era volver a mis orígenes y someterme de nuevo al yugo infernal de mi padrastro, que además tras mi fracaso estaría crecido y por nada del mundo quería vivir esa situación.

En mis cortas luces, entre las pocas cosas que tenía claras, una de ellas era que de ninguna manera volvería a la que había sido mi casa si no era de visita.

De regreso en el puerto de Toulón hice un par de trabajos finos, más que nada por hacer ejercicio, y colaboré en la descarga de algunos camiones que me supusieron unas “pelillas” para ir tirando.

Nuevamente en Barcelona, decidí en buena hora poner rumbo a Palma de Mallorca, de donde también tenía referencias de una gran afluencia de turismo y posibilidades de “laboro”, por lo que me vi a

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bordo del “Soto” por primera vez en mi vida, y horas más tarde en la ciudad de Palma, sin sospechar remotamente la gran cantidad de vivencias que me aguardaban sobre su suelo.

En uno de los primeros hoteles que visité, me indicaron amablemente que me resultaría más fácil dirigirme a la oficina de empleo, desde donde me proporcionarían información concreta sin la necesidad de ir físicamente a cada uno de ellos, lo cual agradecí profundamente acercándome después a las oficinas de la Delegación de Trabajo donde estaba ubicada la referida oficina, en la seguridad de que sería recibido de inmediato por el titular de la cartera del ramo, D. José Solís, que como medio paisano que era y hombre de reconocido talante campechano y jovial, no tardaría en resolver mi problema.

No resultó del todo así y tras esperar una hora larga en la cola de la ventanilla correspondiente, tomaron nota de mis datos sin dirección conocida en la localidad, por lo que me aconsejaron pasarme por allí de vez en cuando haber si “había algo”.

Desilusionado y confuso salí de las dependencias de las de a mi juicio mal llamadas Delegación de Trabajo y Oficina de Empleo, pues ninguna de las dos cosas que anunciaban en sus altisonantes títulos había conseguido, (ni trabajo ni empleo) con la moral seriamente tocada pues recuerdo que todo mi capital lo constituía la friolera cantidad de trece pesetas.

Me senté a meditar en uno de los escalones que daban acceso a la gran puerta del edificio, y entonces fue cuando mi reconocida suerte hizo su aparición, disfrazada de señor con traje y corbata que se me dirigió en los términos que siguen.

–… Oye chico... ¿no estarás buscando trabajo, no...?

No, estoy buscando empleados para mis empresas, me dieron ganas de decirle...

–Pues si señor, de eso precisamente vengo –le contesté mirándolo con interés.

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–...¿Sabrás hacer un trabajo de oficina ?... –me preguntó interesado.

–Supongo que si, tengo 6º de bachiller...

–Vete a Magaluf, busca el Apartotel Meliá y pregunta por el Sr.Rosell, dile a lo que vas y entrégale esta tarjeta. –me dijo mi salvador entregándome una pequeña cartulina blanca que tomé entre mis manos como si fuese el Santo Grial... esfumándose de igual forma que había aparecido.

Me desperté en Magaluf por arte de magia, transportado por una nube en forma de autobús que me costó 12 de las 13 pesetas que constituían mi capital, y... ¡aún me sobró una “pela” para comprarme lo que quisiera...!

En ese momento estaba decidido a poner un puesto de Buena Suerte y forrarme, pero esperé a que se me pasaran los efluvios de la borrachera de potra que me embargaba, y ya con más calma comprobar si solo era el efecto inmediato de la mierda de perro que pisé nada más bajarme del barco aquella misma mañana.

El caso es que fuera como fuere, la suerte, el destino o la madre que lo parió, me habían proporcionado al fin un “curro” normal y parecía que estable por el momento, y que el lobo de la ruina total me había mostrado sólo las orejas, pero no así había llegado a clavarme sus furibundos colmillos.

Entretenido con todos estos recuerdos, decidí casualmente desviarme hacia una dársena del puerto hacia poniente en la que se podían observar varios barcos atracados y gran actividad de carga y descarga en los alrededores.

El primero de ellos de bandera Liberiana, era un carguero herrumbroso sobre cuya borda haciendo un esfuerzo visual, se distinguían a duras penas dos “morenos” fumando displicentemente y mirando el panorama sin a penas dirigirse la palabra entre ellos.

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El siguiente también de “bandera de conveniencia”, esta vez Panameña, algo más moderno que el anterior, pintado de verde oscuro a partir de su línea de flotación, sobre el que pululaban algunos marineros también “morenos” en su mayoría.

Mi sorpresa se produjo cuando al llegar al tercer barco atracado, pude leer en el costado de estribor junto a su proa “Arrabio”y debajo Bilbao.

¡Era un mineralero español allí, delante de mis narices...!

Me acerqué sin dilación emocionado por la sorpresa, pues en esa época no era frecuente encontrar barcos de pabellón español que no fueran pesqueros, dirigiéndome directamente a dos marineros con inconfundible pinta de paisanos que se encontraban en animada charla al pié de la escala de acceso.

–… Hola... ¿sois españoles?... –les pregunté a modo de introducción a ambos que ni habían advertido mi presencia.

–… Eso parece. –me contestó uno de ellos mirándome de arriba abajo con curiosidad, y cierta desconfianza.

–Tu también ¿no?

–También –le dije.

–Oye, no sabréis si se necesita personal a bordo.

–Habla con el 2º que está arriba, me dijo el más joven de los dos con inconfundible acento vasco.

–Gracias amigo –le dije, mientras subía los peldaños de tres en tres.

El 2º oficial era otro vascorro de unos 40 años, de estatura media y constitución recia, nariz afilada, labios finos, mentón prominente y poco pelo.

En ese momento se hallaba en la puerta de acceso al puente, conversando con el que me pareció sería el contramaestre, de temas

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al parecer de trabajo.

–Buenas tardes, puedo hablar con Vd.?... –dije, dirigiéndome al oficial.

Éste también me inspeccionó con la mirada al tiempo que hacía un gesto aprobatorio para que me acercara.

Y ahí estaba mi suerte a la que antes me refería.

20 minutos más tarde le entregaba mi cartilla de navegación, y entraba a formar parte de la tripulación del “Arrabio” como tercer timonel, que esa misma noche zarpaba con carga de mineral de hierro rumbo a Bilbao... ¿Es eso suerte o no...?

Pues casualmente el marinero que ocupaba ese puesto, se había desembarcado en origen el día antes de la salida aquejado de una apendicitis por lo que no habían podido sustituirlo.

Así que como estaba previsto hacia medianoche nos hicimos a la mar con un largo viaje por delante pero con la tranquilidad de que me dejarían prácticamente en casa.

El barco no era a decir verdad una maravilla en ningún sentido pero flotaba y navegaba, y no estaba yo para pedir gollerías.

La tripulación estaba compuesta en su mayoría por vascos, algún gallego, y el capitán que era de Segovia... ¡tomaí! ... pensé yo que por lo menos habría nacido cerca del acueducto...

Hice especial relación con un pontevedrés de Arousa, Manuel Pastoriza, que contaba una y mil historias de su experiencia en pesqueros y de lo mosqueante que resultaba que en su pueblo, donde la mayoría era gente de mar, hubiera más “sietemesinos” que en ningún otro lugar del mundo, (empezando por él) que no entendía como se puede nacer a los seis meses con cerca de cinco kilos de peso...

Decía con especial gracejo y marcado acento gallego.

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Y con un nativo de Ondárroa que le apodaban “el Marciano”, debía ser por lo feo, pues verdaderamente tenía cara de extraterrestre y no podía soportar perder al parchís... se lo llevaban los demonios.

Todos los días quería cambiar la regla de que se “lo comieran”, y encima el cabrón que fuera se contara veinte... ¡pa’cagarse en tó los Santos...! ¡Ya que casi la tenía en mi casa...!

¡...Go`nlahostia...!

La navegación con constante rumbo NW. remontando la costa occidental del continente africano no resultó especialmente complicada. El Atlántico por esa zona y en esa época del año, presentaba su típica ola larga y su viento uniforme de mediana intensidad que contribuían decisivamente a que el viaje resultase relativamente cómodo y a que los días se sucedieran con soporífera cadencia.

Por aquellas latitudes nos cruzamos con el hermosísimo “Juan Sebastián El Cano” buque escuela de la Armada Española, que con todo el velamen desplegado ofrecía una bellísima estampa y nos saludó con arriada de bandera a lo que respondimos de igual manera.

A la altura del Golfo de Guinea, se sucedieron una serie de fuertes chubascos que hicieron que el mar se encrespara un tanto, con lo que hubo un par de días con algo más de meneo, si bien el tema no pasó de ahí, y hacia las costas de Sierra Leona, Gambia, y prácticamente hasta Mauritania, navegábamos sobre una mar tersa y brillante con aspecto metálico, producido en gran medida por el reflejo de los amenazadores nubarrones que cubrían el cielo en su totalidad, encarando así la última parte de aquel viaje de permanente bostezo que rendíamos sin novedades dignas de mención pocos días después avistando y remontando La Ria de Bilbao hasta atracar en su famoso puerto.

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Una vez más, tras recoger mis papeles y mi liquidación, me despedí probablemente hasta nunca, de la nueva gente que había conocido, y con mi saco al hombro me dispuse a acercarme a la estación de “RENFE” con la intención de tomar algún tren hasta Valencia ya que tenía interés en pasar unos días por Palma antes de que llegara la Navidad para la que preveía estar en Córdoba.

Así lo hice, y esa misma noche tomé un “rápido” hasta Madrid que evidentemente no hizo honor alguno a su nombre, pues tardó cerca de 12 horas en cubrir el trayecto hasta la Capital, y casi otro tanto hasta la de Levante. Finalmente desde esta última, a bordo del familiar “Ciudad de Valencia”, a las siete de la mañana del 2º día, contemplaba con alegría la silueta más que conocida de la hermosa catedral de la capital de Baleares, con la inestimable sensación de encontrarme en casa.

Hacía algunos meses que no caía por allí, por lo que el encuentro con mi gente de aquellos lares fue de una gran satisfacción para todos.

Pau, Joan, Pedro, y Chelo, que también estaba recién llegado y me dio un abrazo que casi me parte en dos, mostraron gran alegría y satisfacción al verme de nuevo. La gente de La Caracola, que a pesar de hallarnos fuera de temporada estaba hasta los topes, no dudaron, ni la Señora ni el Sr. Paco, en darme la habitación del hijo hasta que quedase alguna vacía.

El Sr. Paco, nada más retirarse la jefa, (como él la llamaba) me dijo en tono picarón, que había alguien que había preguntado por mi, lo cual hizo que así a bote pronto me diera un vuelco el corazón, pues de inmediato e instintivamente se me fue la imaginación hacia algún personaje tabú además de imposible. Chelo no se anduvo con tapujos, y sobre la marcha me dijo que había una amiga de la francesa, que estaba por allí, decía que me conocía y había preguntado por mi.

Inmediatamente la intriga se apoderó de mi, ya que cualquier noticia sobre el tema me interesaba vivamente, aunque yo pretendiese

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evitarlo.

Que fuese amiga de Valerie y me conociera, sólo se me ocurría que pudiera ser alguna de las de París, por lo que mi interés fue en aumento y por la descripción de Chelo que con su reconocida capacidad me dijo que era una morenaza maciza y con morros de “mamona”. Lo cual no hizo más que aumentar mi curiosidad y esperar con impaciencia que llegara la noche que se suponía que acudiría a cenar.

Mientras tanto entretuve el tiempo saludando efusivamente a Yordi, que me baboseó como en los buenos tiempos. Colocando mis cosas en la habitación asignada, y disfrutando de una amena charla en el barecito, que ya echaba en falta, y que incluía contar con detalle donde había andado, además de recordar con Chelo, la paliza con los monos y el vasco.

La aventura en el Galatea, (lo de la estacha remolcada hizo reír a Pau que dijo que era lo primero que se nos tenía que haber ocurrido si no fuésemos marineros de agua dulce). A lo del tiburón, el Sr. Paco, decía que él no hubiera necesitado gritar ya que hubiera intoxicado al bicho con el producto de su “jiñe”... etc.

Con lo entretenido de la conversación se hizo la hora de la cena con lo que decidimos pasar al comedor y continuarla en su interior.

A mi se me había ido el santo al cielo con la charla, pero no hasta el extremo de haberme olvidado de la “maciza”, que se había interesado por mi, por lo que andaba con la antena puesta.

Nada más entrar en el comedor, busqué con los ojos alguna cara conocida entre las 15 o 20 que se encontraban acomodadas en las diferentes mesas. Observé al instante que de una de ellas ocupada por tres chicas, una se levantaba y con amplia sonrisa se dirigía hacia mi con gesto de haber ido a la escuela juntos. Pues llevaba los brazos extendidos en actitud de abrazarme, a lo cual y aunque a mi no me sonaba de nada, no me negué, ya que había tenido tiempo suficiente en el trayecto desde la mesa, de observar que efectivamente rebosaba “salud” por los cuatro costados, y el sentido

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común y el otro, aconsejan en estos casos, y más en aquellos tiempos, no desaprovechar oportunidades de esta naturaleza las cuales no eran por cierto abundantes.

–… ¡Tony... mon cherie … comman ça va…!… ¿te record de mois ?... je suis Cristine.

Me dijo la morenaza efusivamente, que aunque estaba bastante cambiada con el pelo más corto y más claro, recordaba bien a pesar de haber pasado cerca de tres años.

–Tu eres la del gato negro– le dije, inspirado por la primera imagen de ella que me vino a la memoria cuando salió en pelota viva de la ducha.

– ¿Comme?– me preguntó, sin entender afortunadamente lo del gato.

–No... nada... que si... que te recuerdo perfectamente de mi viaje a Paris con Valerie... que sorpresa... ¿qué haces por aquí...? De vacaciones supongo– le dije un tanto nervioso dándole los tres besos de rigor y otros tres de propina por si perdía los primeros.

Ella tomándome familiarmente del brazo y con el desparpajo que yo le recordaba, me acercó a la mesa donde permanecían las otras dos, e hizo las presentaciones de rigor de Anne y Julie, que efectivamente eran sus amigas y habían venido a pasar una semana de vacaciones (de la que ya habían consumido dos días) atraídas por la buena fama de Baleares en su país. Habían elegido La Caracola, recomendadas por la tía de Valerie que también era familia de La Señora.

Sea como fuere, el caso es que me alegré de haber sido tan oportuno en mi “reentree”, y tras ser invitado por las chicas a compartir su mesa, me acerqué nuevamente a la de los colegas a fin de explicarles el compromiso ineludible que me había surgido, a lo cual me respondieron enviándome a hacer puñetas por la según ellos, cara dura que me gastaba.

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–Que verdad es que tiran más dos tetas que dos carretas – comentó oportunamente el Sr. Paco.

Intentando una solución que satisficiera a ambas partes, pretendí unir las dos mesas con la negativa categórica por parte de la de los machos que me obligaron a tomar partido momentáneamente por ellos, aunque sin quitar ojo de encima a la de las damas a las cuales me uní nada más terminar la cena y a las que propuse acercarnos a tomar algo a la cercana Plaza Gomila donde esperaba que hubiese mejor ambiente.

Aceptaron la propuesta encantadas. Nada más salir a la calle, la espabilada Cristine se me colgó literalmente del brazo, con lo que no tuve por menos que pensar que mucho se tendría que torcer la noche pa que no llegáramos a las manos.

De las otras dos “filles”, Anne era una autentica monada. Morenita con un precioso pelo largo y liso, unos ojos de miel, rasgados y jalonados de larguísimas pestañas, y una cautivadora sonrisa que cuando se convertía en risa abierta, hacía que la comisura de sus labios se elevara hacia sus pómulos, recordando de manera divertida, a la que lucen los payasos dibujada sobre su propia cara, pero que lejos de inspirar risa producían una inequívoca sensación de sed.

¡Coño con las francesas! Pensé... no tienen desperdicio.

Casi de mi estatura, resultaba quizá un poco más delgada de la cuenta.

La verdad es que me encantó nada más verla, lo cual le hice saber a través del mensaje visual que le lance en cuanto tuve ocasión, y me ocupé de corroborar por el mismo medio mientras Cristine me tuvo acaparado. La cual además de que tampoco era mala opción, estaba como un queso, me interesaba lo que me pudiera contar de Valerie aunque fuese sólo por satisfacer mi curiosidad.

La tercera de las chicas...¡lástima! rompía la media estrepitosamente... era clavada a un gusiluz.

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Menudita y desgarbada de pelo corto y castaño cara huesuda y angulosa, “lisa” como una tabla y de carácter más retraído, poseía también una sonrisa tímida que a lo largo de la noche me inspiró una cierta ternura por lo que tuve especial cuidado en prestarle la misma atención que a las otras, pues tiempo habría de tomar partido.

Las tres hablaban español con bastante soltura pues las primeras trabajaban como azafatas de tierra en “Air France”, y la “minina” en la agencia de viajes de la misma empresa.

Como era de esperar Cristine me puso al día de todo el tema Valerie contándome los pormenores de lo que yo ya sabía.

El esfuerzo que le había supuesto tomar la decisión. Lo mal que lo había pasado. Que yo no le había dejado otra salida intentando dar otro giro a mi vida, etc.

Yo relativicé e interpreté sus argumentos y comentarios como creí conveniente, ya que estaba seguro de que ella estaba dando una versión sesgada de la situación, al propio tiempo que intentaba que yo no saliese demasiado mal parado de la historia.

Me habló del que era ya su marido, por lo visto un partidazo .

Londinense de pro. Diplomático de carrera, de 35 años, rubio como la cerveza, alto y delgado como su madre, y enamoradísimo de ella... ¡como pa dejarlo escapar ! Aunque me echó un cabo diciéndome al final con mirada burlona, que por supuesto “no era tan guapo como yo”, lo cual como es de suponer me dejó más tranquilo.

Se quedó asombrada cuando le conté que la había visto en Hong Kong y como había transcurrido la “entrevista”. No lo podía creer. A raíz de ese momento cambió su actitud con respecto al tema y no volvió a mencionarlo. Probablemente creía que para mi había sido menos importante.

Anduvimos de marcha hasta altas horas de la madrugada, ocupándome durante ese tiempo de dejar claras mis preferencias por

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la bonitísima Anne, que tampoco se mostraba esquiva. Jugando al gato y al ratón durante toda la noche y dándome un oportuno quiebro torero cada vez que se veía de cerca “los pitones”. A lo que yo respondía con nuevas embestidas en la seguridad de que en cualquiera de aquellos lances, la torera se dejaría cornear y solo trataba de alargar sabiamente “la corrida”.

Cuando decidimos retirarnos, que por continuar el símil taurino, también podía considerarse como, el momento de la verdad. Conocedor de que las tres ocupaban una misma habitación. Con la galantería que me caracterizaba. Me ofrecí a realizar el esfuerzo de compartir mi lecho con alguna de ellas. Naturalmente con la más “sana” de las intenciones. Aclarando previamente que sería conveniente alguien más bien delgadito, ya que solo disponía de un módico colchón de 90, y podían generarse situaciones comprometidas.

Les contaba aquella historia con el cinismo y el desparpajo que me eran propios, ayudados no obstante por las dos copillas que llevaba encima, y naturalmente pensando en adjudicarme a la preciosa Anne. Se me pusieron los pelos como escarpias al advertir, que con mi explicita argumentación podría perfectamente caerme en suerte el gusiluz.

¡Ellas que eran francesas pero no alumnas aventajadas de Madam Bobary, me escuchaban con cara divertida y escéptica, y nada más hube terminado mi alocución, me devolvieron a los corrales, con las dolorosas puyas de la incomprensión clavadas en lo más sensible de mi amor propio, y las banderillas negras de la negación prendidas en el azabache de mi piel de semental.

En una palabra. Que si quieres arroz Catalina... Que te vayas a dormir y te dejes de rollos, que se te ve venir a dos leguas.

– ... Nada, que no se puede ser sutil...

Los dos días siguientes hizo un tiempo espléndido a pesar de encontrarnos ya en Otoño avanzado, por lo que pudimos ir a la playa de Andrax, donde tuve ocasión de desplegar lo más colorista de mi

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plumaje. Exhibiendo lo más deslumbrante de mi armamento de seducción, con la loable intención de asentar el golpe de gracia a la escurridiza Anne, que una vez más me lidió magistralmente y me dejó a las puertas del burladero babeando y echando tierra “patrás”.

Para acabarlo de arreglar, en la piscina del club, uno de mis dominios preferidos, continué mi exhibición, dedicándoles lo más florido de mi repertorio. Carpa, ángel, espalda y demás, esperando recoger los aplausos y “oooeesss” de admiración que elevaran algún puntito mi devaluada cotización. Cuando la mala pécora de Anne, con una sonrisa enigmática y gesto de complicidad con las otras dos arpías, se dirigió lentamente al trampolín donde yo casi me había dejado los cuernos, se acercó al borde final, probó con un par de movimientos la flexibilidad de la palanca, y tomando impulso hizo un mortal y medio adelante con doble tirabuzón entrada invertida y la madre que la parió, que me dejó con la boca que me cabía una ensaimada de las familiares. No contenta con esto, cruzó la piscina en vuelo de perfecta mariposa y se vino hacia nosotros como si nada, pero yo podía leer en sus ojos de mirada burlona que la corta pero efectiva exhibición tenía una única dedicatoria:

Por chulo.

Había pertenecido al equipo olímpico de natación y saltos de Francia. Así que como para toserle...

Finalmente se marcharon con viento fresco, dejándome el corazón en los huesos, y una desazonada sensación de fragilidad que hizo bajar mi cotización unos cuantos enteros, y el depósito de mi autoestima bastante por debajo del nivel mínimo.

Nos encontrábamos casi a finales de Octubre, con lo cual era demasiado pronto para irme a Córdoba ya hasta Navidad, y un poco tarde para algún viaje largo, por lo que decidimos con Chelo que casualmente sufría de mi mismo problema –estar escasos de recursos– buscar desde allí mismo si era posible, y si no desde Barcelona, algún viaje no muy largo que nos proporcionara algunos

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ingresos, por lo que nos pusimos manos a la obra. Encontrando esa misma tarde en el puerto de Palma, un porta contenedores que navegaba a Amberes y precisaba personal, el cual despreciamos porque según Chelo allí hacía mucho frío, aunque no para mi, que me repitió tenía alma de pingüino, y otro de bandera de Panamá fletado en Turquía que zarpaba al día siguiente rumbo a Estambul.

Aunque este último era un chatarrero mucho más viejo y seguramente incomodo, nos decidimos por él, que para mi tenía la ventaja de que iría de primer timonel. Chelo lo prefería por el destino y tenía plaza de marinero.

Dicho y hecho, a la tarde siguiente subíamos a bordo, donde ya nos sorprendió ingratamente una tripulación más numerosa de lo que cabría esperar, de marineros casi todos turcos, feos, sucios, y mal encarados que nos recibieron con gesto hosco y comentarios entre ellos que podía deducirse no eran precisamente piropos, había también dos griegos y el 2º oficial de puente, italiano.

Ya estábamos acostumbrados a recibimientos así y peores por lo que hicimos caso omiso, refugiándonos uno en el otro y dispuestos a cumplir nuestro trabajo lo mejor posible y esperar que pasaran los días, en total unos 25 entre ida y vuelta, lo que nos supondrían unas “pelas” que nos hacían falta y en definitiva era el objetivo.

Pero la Diosa Fortuna, caprichosa ella, no estaba esta vez por la labor de sonreírnos y se empecinó en crear un hondo abismo, colmado de antipatía manifiesta entre los turcos y nosotros, por lo que de alguna manera se repetía la historia de “los chinos” aunque esperábamos que en esta ocasión no llegara tan lejos.

El “Yusuff”, que así se llamaba la vieja lata de sardinas sobre la cual hacíamos algo parecido a navegar, estaba más cerca del Arca de Noé que de un barco actual de la época, y como tal estaba concebido.

Los camarotes individuales eran para uso y disfrute en exclusiva de los oficiales, y aunque no eran suites del “Ritz” al menos permitían una cierta independencia e intimidad. El resto nos

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veíamos obligados a convivir en un “rancho” a la antigua usanza, con literas apiladas en un minúsculo recinto donde la reserva era absolutamente nula, y lo que aún resultaba peor, el descanso se hacía prácticamente imposible, ya que los olores “ruidos” de todas clases y deseos de molestar de los turcos eran evidentes e impedían cualquier atisbo de tranquilidad.

Tres o cuatro días después de la salida de Palma, Chelo se levantó por la noche y sorprendió a dos de ellos en el asqueroso servicio, por llamarlo de alguna forma, “en actitud íntima” con el consiguiente cabreo de los protagonistas, lo que destapó definitivamente la caja de los truenos estando a punto de llegar a las manos, porque según podíamos entender, decían que los estábamos espiando.

–Lo que me faltaba –decía Chelo con un mosqueo monumental.

–Como son tan guapos estoy yo que no duermo por ver sus mariconadas...

Una vez se hubieron calmado los ánimos y se hizo de día, subimos nosotros a desayunar. En el comedor, que constituía el recinto más grande y más normal del barco, nos acercamos hasta el mostrador de la cocina para tomar una de las jarras de té, y unas asquerosas galletas que sabían a rayos pero que no tenían alternativa posible. Llevamos el té y las galletas hasta una esquina de la mesa larga que ocupaba el centro de la estancia, y Chelo, haciendo algún comentario por lo bajo sobre lo asqueroso de la comida, sacó del bolsillo un pequeño bote cuenta gotas, y se puso en su taza un determinado numero de ellas, lo cual a mi no me extrañó ya que se lo había visto hacer cientos de veces, y sabía que se trataba de un laxante que utilizaba en casos extremos.

Una vez él se hubo servido, sin pensarlo dos veces, tomé el botecito que Chelo había dejado sobre la mesa, y me fui directo al mostrador de la cocina donde se encontraba la jarra grande de té, con la que por lógica desayunarían nuestros amigos los turcos.

Quité al bote el tapón del cuentagotas, y zampé en la jarra medio bote y un chorreón más de propina.

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Chelo al principio se quedó de piedra, pero cuando se dio cuenta de la maniobra se tiraba por el suelo de la risa.

Era un día importante.

Acababa de descubrir el “arma de destrucción masiva” más sutil y mortífera creada por el hombre...

EL EVACUOL ...

No hay duda... no existe nada más efectivo, es imposible de detectar, no mata, no contamina, no tiene efectos secundarios, es barata... lo tiene todo.

Prueba a poner a un tío por macho que sea, a “irse por la pata abajo” unos cuantos días seguidos, y a la semana vendrá con unas ojeras arrastrando, seco como un palo y dispuesto a firmar la paz sin condiciones.

Desde luego el efecto en los “mustafá” fue fulminante. Desde esa misma tarde empezaron los “apretones”, las carreras locas, y las colas en el w.c. Con la mano a modo de tapón, dando saltitos y realizando movimientos variopintos. Arreando al usuario que se aliviaba en ese momento, o algunos de ellos sin poder esperar, sacando el culo por la borda en posturas más o menos acrobáticas.

A la mañana siguiente repetimos la jugada y les arreamos otra dosis, con lo que ya el tema se desmadró poniéndolos a todos en un “ay”. La situación precisó la intervención del capitán, que a su vez exigió explicaciones al cocinero, el cual no hallaba razón para que solo estuvieran afectados los hijos de Alá, ya que los dos griegos desayunaban café y este no había sido contaminado.

Durante toda la semana siguiente continuaron “yéndose de bareta” a cualquier hora del día o de la noche, pues por no desperdiciarlo, aprovechamos el restillo que nos quedaba en el bote y aunque extrañados por no vernos afectados, ante las nuevas preocupaciones que requerían su atención, se olvidaron de nosotros.

Ante la “cagalera” generalizada que invadió el barco y temiéndose

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algo peor, el capitán, decidió forzar la marcha y entrar a puerto en Atenas, aunque lo previsto era hacerlo en Tesalónica algún día más tarde.

Nada más atracar en El Pireo, subieron a bordo el medico y dos enfermeros que ya habían sido avisados por radio, realizando una inspección y análisis varios a los afectados, de los que no supimos los resultados, pero que en ningún modo nos afectó ni nos vimos implicados.

El mal, desapareció tan misteriosamente como había aparecido, y aún algunos de ellos, lo recuerdan como una maldición de los cristianos.

A la salida de Atenas tuvimos oportunidad de contemplar algo que nos impresionó vivamente. El abordaje de un mercante por otro buque de mayor tamaño, que se había producido recientemente, y aún permanecían en la posición del accidente, parecía un montaje irreal del que pude capturar algunas imágenes.

Soportamos más mal que bien el resto del viaje, con la particularidad de que al regreso realizamos una escala de 24 h. en Génova, donde vino a visitarme María, (la del Galatea) que estuvo encantadora con Chelo y conmigo y allí acordamos su visita a Nerja cuando yo estuviera por allá.

Atracamos en Palma hacia media tarde. Nos despedimos sin mirar para atrás después de efectuar el desenrolo y la liquidación. El olvidable “Yusuff” continuaba viaje rumbo a Ámsterdam.

Lo único que compensaba la poco grata experiencia eran las pelas, pero precisamente no estábamos allí por divertirnos. Aunque había que reconocer, que la imagen de los “mustafá” correteando el barco buscando desesperados donde “poner el huevo” era para recordar.

Chelo se fue hacia su residencia habitual y yo me acerqué al astillero antes que a “La Caracola” donde me encontré con Pau que terminaba su jornada.

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Nos fuimos juntos a tomar algo al bar de “El Castells” que solíamos frecuentar. De ahí al “Belver,” donde nos quedamos a cenar, sopa de estrellitas y huevos con patatas fritas.

Entretenidos con la charla, nos acercamos de nuevo al astillero donde yo debería recoger mi saco que había dejado en la caseta de control a la entrada.

–¿Porque no te quedas en el Orión...? –me dijo cuando nos levantamos de la mesa.

–Justamente eso iba a decirte, me has leído el pensamiento... ¿no te importa...? –le respondí.

–Que me va a importar, lo que no sé es como estará, pues hace días que no paso por allí, tu tienes una llave ¿no?

–Si la llevo encima.

–Vamos te acompaño y después me vengo dando un paseo.

Pensé que estaba especialmente comunicativo, pero al mismo tiempo lo encontraba un tanto raro... como triste.

–¿Te ocurre algo Pau? te encuentro extraño.

–No chiquet no me pasa nada pero es que todos los días no esta uno igual –me dijo tomándome del brazo con afecto.

Nos encaminamos uno junto al otro sin pronunciar palabra en dirección al pantalán, donde se distinguía la hermosa silueta del Orión recortada contra las luces de la ciudad.

Al llegar al barco, acerqué un poco la popa tirando de la amarra con fuerza. Pau saltó ágilmente sobre ella acercándome la escala que apoyé sobre el muelle. Una vez ambos a bordo, sacó su llave seleccionándola de entre un gran manojo y abrió la escotilla. Bajó al interior de la cámara en tanto yo saltaba de nuevo a tierra a recoger el saco con mis cosas que había dejado sobre una papelera. Encendió las luces interiores y las de cubierta, pudiendo comprobar

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que efectivamente se notaba que hacia días o quizá semanas que nadie se ocupaba de dar un repaso.

–Mañana me ocuparé de él, le dije, sabiendo que estaba pensando lo mismo que yo.

–Si no te parece mal, hasta que me vaya a Córdoba que será en 8 o 10 días, me quedaré aquí y lo pondré al día, pues ya veo que tu no estás por la labor y te cuesta ya doblar el espinazo. Comenté queriendo hacer una broma por ver si le veía mejor cara.

Hizo una mueca a modo de sonrisa que me confirmó que algo raro le pasaba.

–No se si habrá café... ¿quieres que mire y haga para los dos?

–Vale, seguramente habrá algún paquete en la despensa de arriba.

Preparé el café en tanto él encendía el calentador a fin de templar un poco la estancia.

El frío y la humedad característica hacía el ambiente poco acogedor.

Subimos a cubierta y desplegamos la capota plastificada, que protegía la zona de la timonera y parte de la bañera.

Con la taza de café en la mano, el calentador eléctrico, y sendas mantas, nos arrellanamos en el amplio sofá corrido, iluminados solamente por el reflejo de las luces de la ciudad y la del pequeño piloto encastrado en la parte baja de la bañera. Permanecimos largo rato en silencio degustando el café y contemplando el vaho que producía nuestra propia respiración.

–Hoy ha hecho diez años que murió mi hijo –dijo Pau, con la mirada perdida en la lejanía.

Me quedé sorprendido y sin saber que decir, pues era la primera vez que me hablaba de ese tema.

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–Pau –le dije – no quiero de ninguna manera que pienses que siento alguna curiosidad morbosa, y si no quieres hacerlo lo respetaré como he hecho siempre, pero si te sirve de algo hablar de ese asunto te escucharé encantado hasta donde tu quieras contarme.

Encendió parsimoniosamente un cigarrillo y la luz de la cerilla iluminó por un momento su rostro demacrado.

–Podría ser como tu... tenía tu misma edad y tu mismo cuerpo. Solo que era más reservado, más como yo... más mallorquín.

–Se lo llevó una meningitis fulminante antes de que yo pudiera verlo... Yo estaba embarcado en el norte, y según me dijeron preguntaba continuamente donde estaba su padre. Tenia 12 años. Ocho meses después su madre se volvió a Menorca de donde era natural. Nunca más volví a verla.

Continuó con la mirada perdida en el horizonte.

–Ya hacía tiempo que no iban bien las cosas. Ella llevaba mal mis largas ausencias.

Su voz resonaba profunda y transmitía una infinita amargura.

Lo miré de soslayo y pude observar como su figura, en otros momentos nervuda y fibrosa, se inclinaba al peso de los tristes recuerdos. Su rostro magro y de facciones marcadas había envejecido de pronto hasta parecer casi el de un anciano. Una lagrima furtiva rodó hasta la manga de la áspera zamarra, donde quedó temblando unos instantes para luego desaparecer enjugado por ella.

Yo permanecía sin decir palabra embargado por la emoción.

–Sal de esta vida Tony... tu que aún puedes. Búscate un trabajo en tierra, una buena chica, y organiza una familia. Es sin lugar a dudas la mejor manera de vivir. Lo peor del mundo es la soledad...

Dio una profunda calada al cigarrillo y nuevamente se sumergió en el silencio.

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–Solo puedo decirte, que si los padres pudieran elegirse, tu serías el mío... y estaría orgulloso de ti.

Le dije con un nudo en la garganta que apenas me dejaba respirar.

–En fin... me voy a dormir... no quiero darte la noche, me dijo levantándose del asiento y apretando mi hombro con su mano a modo de reconocimiento.

Poco después veía alejarse su figura menuda por el muelle desierto, que con paso inseguro y torpe, como corresponde a un marinero en tierra, iba siendo engullida por la oscuridad de la noche.

Continué en el mismo lugar hondamente impresionado, tanto por los detalles, como por el estado moral de Pau. Era una faceta de él desconocida para mi.

Hacía frío. Una leve brisa producía el tintineo de algunas “campanillas de ordenes” y el ruido característico del roce de los obenques y del aguaje contra los cascos de los barcos atracados alrededor nuestro. Un cuarto de luna plateada y brillante contemplaba la escena entre la nubes negras, que iban cerrando el cielo presagiando alguna tormenta de las muchas que solían producirse en la zona por esa época del año. No podía dormir. Las palabras de Pau resonaban en mi cabeza una y otra vez.

–Deja esta vida Tony, tu que aún estás a tiempo... me había dicho.

... ¿tendría razón...?

Pero, ¿Qué podía hacer yo?... no era tan fácil buscar un trabajo en tierra que tuviera un poco de lustre... o quizá si... a lo mejor era cuestión de proponérmelo...

Cansado y lleno de dudas terminé dormido en el asiento de la bañera.

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Me despertó sobresaltado un tremendo trueno que sonó como un cañonazo en mi oído, seguido de un gran aguacero que golpeaba con furia la funda de plexiglás que me cobijaba.

Pero aquella noche también llovía en mi corazón... y para eso no tenía nada a mano que me protegiera.

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Capítulo 11

Había dormido poco y mal. Había soñado con niños que la muerte arrebataba de los brazos de sus padres alejándose de ellos en un gran velero negro que desaparecía en el abismo marino.

Me desperté aturdido con las primeras luces del alba, estaba sudoroso y jadeante como si acabara de llegar de hacer la carrera de mi vida. La lluvia continuaba golpeando el techo transparente de la capota que cubría la bañera del ORIÓN. Tenía la sensación de encontrarme en el interior de una de aquellas gotas de agua recién llegadas del cielo.

Abrí los corchetes que mantenían cerrado el recinto, y una bocanada de aire frío y húmedo penetró por el hueco triangular que había abierto al levantar el faldón suelto. Me sentí aliviado. Salí completamente al exterior y la lluvia empapó mi cuerpo de inmediato, lo que me produjo una sensación agradable y disolvió al instante mis malas vibraciones. Crucé despacio hasta la zona más despejada de la proa y extendí los brazos mirando al cielo dejando que la lluvia me golpeara en la cara. Sin pensarlo dos veces me tumbé boca arriba sobre la teca de la cubierta con los brazos extendidos en cruz, los ojos fuertemente cerrados, descalzo, y con todas las fibras sensoriales de mi cuerpo en alerta máxima, percibiendo todas y cada una de las gotas de lluvia que arrastraban con ellas hacia el mar, las impurezas de mi cuerpo y los malos presagios de mi espíritu.

No sentía frío... rara vez sentía frío. Era una sensación térmica que extrañamente, salvo en ocasiones extremas, nunca me afectaba. Tal vez por eso Chelo solía decir que yo tenía alma de pingüino.

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La lluvia arreciaba y con ella mi sensación de purificación. Permanecí allí un largo rato hasta comprobar fehacientemente que el Gran Velero Negro regresaba del fondo marino, y devolvía a Pau a su hijo sano y salvo, haciendo desaparecer de pronto el rictus de amargura de su semblante.

Regresé al interior del barco, me despojé de toda la ropa empapada, y tras secarme y frotarme el cuerpo enérgicamente hasta casi hacerme brotar la sangre, me envolví en una de las mantas azules que tan bien conocía y preparé un café cargado que terminó de devolverme a la realidad. Las gotas de lluvia tamborileaban más débilmente en la cubierta del barco transmitiendo el ruido amortiguado con la sensación de que el temporal cedía en intensidad, y los negros nubarrones se alejaban tanto del cielo como de mi alma volviendo en ambos horizontes a brillar el sol.

Salí de nuevo a la cubierta y volví a llenar mis pulmones con el aire limpio y puro de la mañana transparente que había quedado tras la tormenta. El sol comenzaba a despuntar por entre las torres góticas de la catedral de Palma, y colgaba estrellas brillantes al reflejarse en las piezas metálicas de los barcos atracados, agradecidos del calorcillo de sus rayos, que a buen seguro enjugarían parte de la humedad almacenada durante la noche.

Me acerqué caminando hasta el “Bellver”, y aguardé mientras desayunaba, la aparición de alguien conocido, pues era sábado y lo más probable era que Joan, Chelo o Pau, cayeran por allí.

Efectivamente minutos después, vi aparecer la inconfundible figura de Pau con su inseparable gorra marinera y su cuerpecillo de “recortable”. Tenía mejor semblante, aunque sus ojeras delataban también una noche de insomnio.

– Con`va cho, pardall...?– me dijo acercándose y esbozando una sonrisa .

– Na rullan.–le contesté en su lengua vernácula con la que también me atrevía.

– Que farem– encogiéndose de hombros...

– Mala cara cuan murirem... (Frase hecha que se contesta en

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broma en el argot mallorquín.). (Que haremos...–mala cara cuando moriremos...).

– ... Tens resposta pera todo no...? está be...– continuó en su lengua...

– Vale, vale, me rindo..– le dije –era sólo por agradar pero no abuses...

Pidió un café largo y un bocadillo de sobreasada caliente, sentándose frente a mi visiblemente más animado.

– Oye... hace días que necesito sacar un barco que me han dejado para venderlo, y probar unas chapuzas que le he hecho... ¿tienes algún plan...?

– No, ninguno...si me dejas llevar los trastos de pescar y echar un rato en algún sitio, nos vamos cuando quieras –le contesté dispuesto a aprovechar el espléndido día que había quedado tras la tormentosa noche.

Momentos después aparecía Chelo con su habitual cara despreocupada y risueña, dispuesto, tras saludarnos con efusivos golpes de hombro, a terminar con las existencias del bar de una tacada.

– ¡Eh zagal! Tomeu... o como hostias te llames –al chico de la barra.

–Tráeme un cubo de café con leche, pero de leche asturiana eh... Si puede ser de la vaquería de mi tío Luis, y medio pan de hogaza con manteca, también del mismo sitio... si no es de allí no la quiero. Me traes entonces media vaca...pero de la vaquería de mi tío Luis... ja ja.

El chico de la barra que lo conocía de sobra, siguiéndole la corriente.

– En seguida señor... ¡oído cocina... media vaca para el señor Chelo, que sea de la vaquería de su tío.!

– Como estáis ... –dirigiéndose a Pau y a mi – y sin esperar respuesta ¡No os podéis imaginar lo que me pasó anoche!... ¡Cagonèl incensario de San Pedro...que noche!

– Sabe Dios... ¿qué te pasó...?– le pregunté intrigado.

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– Salí con un paisano que está en la pensión; ha venido ha hacer no se que leches de telefónica, y acabamos recalando en el “Calabella”, (bar de alterne de la zona) nos enrollamos con dos “pericas” – la mía alemana– grande y peluda como un tío... vamos yo creo que era un tío porque cuando nos metimos en la cama, ya cerca de las 5 de la mañana... nada más me daba la espalda, y yo noté por allá delante... como algo raro... ¿sabes? Pero no quería yo complicarme la vida en averiguaciones... Y eso no fue lo peor; la tía por lo visto se había quitado unas lentillas de esas modernas que han salido ahora, que se meten dentro del ojo para no llevar gafas y que valen un dineral, y las dejó en un vasito con un líquido especial que llevan, sobre la mesita de noche. Yo me dormí con la media castaña, y al rato me desperté con sed, y no tuve otra cosa que hacer que beberme el vaso con las lentillas.

– Mira...¡cagon`la casulla de sancroleo papa!,... cuando la tía se despertó y averiguó que me había tragao sus lentillas... aquello no era una persona... ni alemana ni de Pontevedra. Formó un dos de Mayo que hasta vino la policía. Aunque yo creo que le sentó peor ver que el guardia se descojonaba, cuando le dije que ahora vería yo doble por el “tercer ojo”...Tuve que salir por patas, y la tía detrás de mi hasta El Borne formándome un puteo que no veas... Pero yo creo que era un tío, pa mi que tenía más paquete que yo, ja ja.

El relato de Chelo, que él además exageraba, nos hizo reír un buen rato al cabo del cual decidimos los tres realizar el plan propuesto por Pau y salir a probar el barco reparado por este. Un “Puma 38” semi nuevo, el “CAP D CREUS”. Propiedad de un catalán de La Seo de Urgell, que como tantos otros, solo lo usaba de cuando en cuando, y principalmente en verano. Pau se ocupaba de su mantenimiento y puesta a punto, y por último de buscarle comprador, lo cual no era de extrañar, ya que había seguido el proceso típico de los navegantes ocasionales, que cuando descubren la servidumbre e inconvenientes de tener un barco propio, siguen en un elevado porcentaje el proceso descrito, y terminan vendiéndolo casi nuevo a mitad del precio de compra.

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Nos acercamos en el 2 cv de Pau a recoger mis trastos de pesca, y seguidamente al pantalán donde se encontraba el barco de la prueba, la cual a grandes rasgos parecía ser que consistía en comprobar si navegando a motor, con la vibración, seguía entrando agua por la zona del eje de la cola después de haber hecho no se que reparación y cambiarle la estopada. Así que manos a la obra, salimos a navegar lógicamente a motor, si bien y como es habitual, con la mayor izada a fin de dar mayor estabilidad al barco.

Tomamos rumbo NE. a favor del viento que entraba suave por la aleta de estribor. El barco pedía a gritos el izado de algún foque, o a ser posible el spy. Las condiciones eran sencillamente optimas y Pau quería también probarlo a fondo para poder hacer alguna demostración a sus posibles compradores.

Así lo entendimos él y yo sin necesidad de cruzar palabras, pues a Chelo lo de la vela le daba igual ocho que ochenta.

Poco después disfrutábamos de una preciosa navegación a “orejas de mulo”, con mayor a babor y una inmaculada génova ligera a estribor, que conseguían que “El Puma” hiciera honor a su nombre, saltando sobre las olas como el gran felino que se suponía que era.

Rumbo a la isla Dragonera, que tantos y tan hermosos recuerdos me traía, y posteriormente a Cabo Formentor ya navegando de aleta. El viento arreciaba a medida que ganábamos la cara N. de la isla, hasta los 25 nudos con rachas de 35 al doblar la punta del referido cabo.

La mar cubierta de “pañuelos” blancos presentaba un aspecto impresionante. La ola corta típica del Mediterráneo, y su viento racheado y cambiante, influenciado por la orografía de la cercana costa se hacían notar. El barco brincaba sobre la superficie espumosa de aquella coctelera ofreciendo su mejor perfil y cualidades marineras.

Poco a poco fue cerrando el ángulo de ataque del viento hasta llegar a los 50 grados, lo que nos obligaba a “una ceñida” en toda regla, (navegación en Angulo cerrado al viento) por lo que decidimos cambiar el foque ligero (génova) por uno más pesado y acorde con la fuerza del mismo.

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Cedí la caña a Pau y me fui hasta el estay de proa, a fin de desenvergar el anterior trapo y sustituirlo por el nuevo... ¡eso era entrenamiento!. La escora del barco casi rozando el agua por la regala de estribor, me obligaba a andar casi por una pared, al mismo tiempo que a sujetarme a lo que pudiese para no terminar en el agua.

Saltaba como un gato y aullaba como un indio, tal era mi alegría y mi disfrute... ¡Me encantaba!... ¡sencillamente me encantaba!. El silbido del viento en los obenques, el aleteo sordo de las velas, el quejido de protesta de los mástiles, el canto cristalino del aguaje sobre el casco, el azul intenso del mar salpicado de jirones de espuma blanca...¡era mi pasión!... ¡me sentía vivo!... estaba seguro; por mis venas...no corría sangre roja, corría agua de mar... agua azul y salada de todos los mares del mundo.

Unas pocas horas después de lo previsto, doblando el cabo, recalábamos en la hermosa Bahía de Alcudia con la mar como la palma de la mano, dispuestos a descansar un rato y decidir que hacíamos.

Con el entusiasmo de la navegación nos habíamos alejado más de lo previsto, y no solo no tenía tiempo de dedicar un rato a la pesca, si no que si queríamos volver, tendríamos toda la noche de “julepe”, y tampoco veíamos la necesidad, ya que además de que el lunes era fiesta, ninguno de los tres teníamos que fichar.

Decidimos pasar el escaso resto de la tarde y la noche, fondeados como señores en la preciosa Bahía de Pollença, rodeados de pinos y de un paisaje espectacular. Más tarde, nos acercaríamos a tierra a bordo del pequeño chinchorro auxiliar, a comprar algo para hincar el diente en el magnifico hotel que hacía poco tiempo habían inaugurado, y a la mañana siguiente regresaríamos a Palma.

Lancé al agua la pequeña “Zodiac” gris, y tras colocarle el 3 h.p. “Mercury” que casi la hacía volar, me dispuse a cubrir a su lomo los escasos 150 m. que nos separarían de la orilla.

No me había fijado con detalle, en que repartidos por el resto de la referida bahía, otros cuatro o cinco barcos se encontraban también fondeados, probablemente a pasar la noche o incluso el fin de semana largo que incluía el lunes. El lugar desde luego lo merecía.

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Llamó mi atención uno de ellos en especial. Un “dos palos” de bonita y antigua estampa, que de alguna forma me resultaba familiar. Desvié un poco el rumbo de la “zodiac” a fin de curiosear de que me sonaba tanto aquella imagen, y a medida que me iba aproximando fui desvelando el “misterio”...¡era nada menos que la “ALBATROZ”! de Funchal, la de Cucho el dentista de los mil duros que se quedó en Lanzarote.

La verdad es que me dio una gran alegría verla, pues en multitud de ocasiones había recordado aquel viaje alrededor del cual tantos acontecimientos habían sucedido.

Me acerqué a la popa donde se advertía algún movimiento de personas, y al llegar a su altura una pareja de mediana edad me miraban con curiosidad esperando –parecía– que me acercara.

Un "coker" canela de pelo largo y sedoso, lanzó un par de ladridos aclaratorios, de que aunque él fuera el perro, aquello era más suyo que mío y no debería pasar de donde me encontraba.

Aún así me acerqué.

– Buenas tardes– dije– disculpen la molestia. ¿Me pueden decir si este barco continúa siendo de D. Ramón, un señor de Barcelona que es medico dentista ?

– Si claro, ¿quién eres tu...?– me dijo ella tuteándome a pesar de mi bigote.

– Un conocido suyo– dije– cuando ya el varón de la pareja se incorporaba y gritaba en dirección al interior de la cámara...

–¡Cucho !... ¿puedes salir, preguntan por ti ?

Instantes después aparecía el susodicho doctor –pude observar de inmediato que algo más gordo– con el mismo pelo abundante y largo, pero más canoso, un pantalón corto amarillo rabioso y una camisa blanca sin abotonar.

– ¿Quién pregunta por mi?– dijo con cara de extrañeza mirando hacia la barquita donde yo me encontraba.

–¿Se acuerda de mi D. Ramón?...– le dije dándome cuenta de que no me había reconocido...– soy Tony... de... Funchal...– se me ocurrió por darle alguna referencia.

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– ¡Tony !... por Dios, ¡claro que me acuerdo!... así al pronto no te había reconocido, que alegría verte, que haces por aquí...– me dijo en un tono que me sonaba a sincero y de lo cual me alegré, pues un momento antes me había arrepentido de llamar su atención, ya que en definitiva la relación aunque conmigo fue buena, lo cierto es que no pasó de profesional como era lógico, ¡además hacía más de 3 años! y para él seguramente de ingrato recuerdo.

– Pero no te quedes ahí hombre sube a bordo. Al tiempo que tomaba el cabo de proa de mi barca y lo ataba con gesto rápido al candelero del costado de la “ALBATROZ”.

– Que cambiado estás, vaya mostacho, que haces por aquí...– me dijo con mayor efusividad de la que yo esperaba.

Explicando seguidamente a la otra pareja a grandes rasgos de que me conocía, evidentemente sin dar detalles. Si bien quedaba claro que yo era el marinero que había ayudado a traer el barco, y aunque por unos días, había sido empleado suyo. Esto marcaba los territorios y dejaba claras las posiciones, lo que a mi me importaba un pimiento, pues además de que era la verdad, ya estaba acostumbrado a ese trato excesivamente condescendiente con que te “hacen el favor” algunos personajes, que en muchos casos no es si no una exhibición de lo “sencillos que son” y del buen trato que “ellos” dispensan a las clases inferiores, y a eso me sonaba –siendo sincero– tanta familiaridad.

Pero la verdad es que era amable, ellos eran unos amigos pertenecientes a la alta burguesía catalana de la época que no era moco de pavo, y estaban a bordo de su barco pasando unos días en Pollensa donde hasta tenían, al parecer, un apartamento.

Y yo un “pelao” que no tenía donde caerme muerto y nada más...

... ¿A que venían tantos remilgos ?...

Para sacarme de mis elucubraciones, aparecieron en escena el resto de la banda que andaban diseminados por el interior algunos, y por la parte de la proa otros, aprovechando los últimos rayos.

Además de los que me habían recibido, (él también era médico) no tenían nada digno de reseñar, salvo que no parecían catalanes,

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(resultó que si lo eran y residían en Madrid) y el nombre, nada menos que “cuco” y “cuca”, pa mear y no echar gotas... con cien años, y “cuco” y “cuca”...

Apareció otra “carrozona” elegantemente ataviada, que presentó como su amiga Lula. No pude evitar que me viniera a la memoria la explosiva Mabel, que como “amiga” la veía yo más aprovechable, aunque él terminara escaldado por no aplicar la sabia filosofía infalible para estos casos, que dice que “más vale un bombón pa cuatro que una mierda pa uno solo”...

La siguiente si era un bombón y nunca mejor dicho; recortadita, curvilínea y negra como el hollín, no de raza, aunque si parecía y era mestiza, si no de las horas de sol que llevaba acumuladas en su apetitoso cuerpo serrano.

– Esta es mi hija “nana”, y el “pequeño” que la sigue su novio Hans, –dijo –terminando de hacer las presentaciones el Dr.-

Nana, como digo, era para en un descuido del personal, comérsela enterita, y disimular mirando para otro lado...

Al parecer, hija de Cucho y de la primera mujer de este de nacionalidad colombiana.

Llevaba un bikini mínimo para la época, azul celeste, que contrastaba con el moreno brillante de su piel, (casi toda mujer decente de aquellos tiempos, usaba bañador y algunas con faldita) lo que ya aumentaba su atractivo al convertirla en un “pendón desorejao”.

No pasaría del metro sesenta y poco, cosa que ella corregía con unas sandalias de tacón que realzaban su figura que yo he de confesar devoraba con los ojos, pues era imposible apartarlos de aquella línea curva y sensual que descendiendo por el perfil de su cintura se ensanchaba hasta el infinito de sus caderas sugiriendo aventuras inimaginables.

Ella que no era precisamente principiante en estas lides, había notado perfectamente mi interés y coqueteaba con la mirada, o al menos a mi me lo parecía, enviando mensajes cifrados de los que normalmente capta solamente el destinatario.

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En su cara picarona y atractiva destacaban unos profundos y achinados ojos negros y una boca grande y carnosa, que con sonrisa permanente y blanca como la nácar enmarcada por una melena corta, transmitía una imagen juvenil y exótica de lo más atrayente.

El novio, Hans el “pequeño”... –ahí quería yo llegar–... eso si que era un cuadro. Le hacía la competencia al palo mayor y aún le sacaba un par de palmos. ¡Qué pedazo de tío...! ¡2,07 medía la criatura!... alemán... pivot del por entonces famoso “Estudiantes de Barcelona” (creo que se llamaba, de basket claro) ... ¡una prenda de hombre ...!... 2,07 y alemán, ... ¡pero feo... tela si era feo con avaricia...! rubio pajizo, con una ”napia” como el picaporte de las Carmelitas Descalzas, los ojos de la época cubista de Picasso, y desgarbao como la madre que lo parió. Y aún lo enseñaban orgullosos... ¡Si era para tenerlo en una jaula y cobrar por verlo!... pues allí estaba, pasando su enorme manaza por los hombros torneados de la morenita, también probablemente marcando el territorio y lanzando un tácito “aviso a navegantes” de donde comenzaban sus dominios y el terreno tabú para los demás. Sobre todo para mi, que no le quitaba ojo a la apetitosa “chocolatina”.

Durante los minutos posteriores se generalizó la conversación, constituyendo yo la novedad que los sacaba del aparente aburrimiento, que me dio la impresión que reinaba en el ambiente, y por lo que creí, se me prestaba tanta atención.

Pensé que como mínimo eran una gente rara, pues para empezar todos tenían nombre de perro menos el perro, que se llamaba José Ramón...

Les expliqué con quien y en que barco había venido, y la intención de a la mañana siguiente echar un rato de pesca.

Les recriminé medio en broma, el hecho de que con aquel pedazo de barco y las condiciones que había para navegar nada más dar la vuelta al cabo, estuvieran allí fondeados como en la terraza del hotel, comentario que parece que no fue muy bien recibido y al que contestó Cuco el invitado que allí se estaba más tranquilo y al que yo repliqué, solo con el pensamiento aunque creo que fue leído por todos, que también en el salón de su casa se estaba más tranquilo...

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Mira tu que leches me importaría a mi si salían a navegar o no. Pero a veces, uno no advierte que está más guapo callado.

– Bueno... les dejo tranquilos– dije– que nosotros queremos mañana, si se mantienen las condiciones de mar, llegar a echar la pesca hasta las Columbretes ( Islotes desérticos que se encuentran a unas 60 millas en dirección a Castellón), y debemos salir temprano... si se quieren venir...

La verdad es que no tenía ni idea de por que se me ocurrió decir aquello, si por darme “tono”, por presumir de no se que, o simplemente por pura gilipollez, pero el caso es que así lo solté y a renglón seguido me despedí con un “ya saben donde estamos” señalándoles nuestro barco, y salí zumbando por si se les ocurría tomarme la palabra.

Al regreso al CAP D CREUS se lo conté a Pau y Chelo a lo que este último me comentó.

– Hombre está clarísimo, eso lo dijiste pa darte pisto delante de la morena... si te conoceré yo...

– Pues no sería mala idea lo de Columbretes, hace años que no voy... – dijo Pau.

– ¿Tu las conoces ?– le pregunté.

– Como los pasillos de mi casa, me pasé años yendo allí a la pesca, y tenía buena amistad con el farero que era de Amposta. No creo que continúe siendo el mismo... eso era en mis años mozos...

– Será bueno de pesca– le pregunté con intención de tentarlo.

– Entonces era extraordinario, lo mejor de toda la zona.

Poco después oíamos el ruido del motor de una barca que se acercaba.

Era la auxiliar de la ALBATROZ con Cucho y Cuco a bordo – ...vaya nombrecitos pa dos tíos ...

– Hola de nuevo Tony– dijo Cucho a modo de saludo – disculpad la intromisión, ¿ podemos hablar con vosotros ?...

– Por supuesto D. Ramón como no, deme el cabo y suban a bordo.

Hice las presentaciones de rigor con Pau como patrón, y a renglón

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seguido como yo estaba intuyendo, el doctor tomando la iniciativa dijo mirando a Pau y dirigiéndose a mi: ¿sigue en pié lo de ir con ustedes a Columbretes...?.. es que cuando te has venido lo hemos estado comentando y hemos decidido que si no tienen inconveniente nos gustaría acompañarles... en nuestro barco nosotros, por supuesto, es que ellos no son muy expertos en navegar y tenerles a vdes. cerca siempre es una tranquilidad.

Yo me quedé cortado y sin saber que decir, pues realmente no teníamos previsto nada de eso y aunque lo habíamos comentado con Pau hacía un rato, ahora, por “bocazas” me veía pillado.

Tras un momento de titubeo, Pau como siempre salió en mi auxilio...

– Naturalmente, sin ningún problema, salimos sobre las seis que hay una buena tirada.

Yo respiré aliviado y miré a Pau con ganas de besarlo, pero me pareció feo delante de tanta gente. Permanecieron allí diez minutos, más comentando temas generales e intrascendentes, entre ellos que a Hans, el “hombre-jirafa” le hacía muchísima ilusión ya que casualmente se había aficionado a la pesca-sub el verano pasado y tenía a bordo un equipo completo sin estrenar que le habían hecho a medida en Francia, y se le habían abierto las carnes al saber que yo iba a pescar al día siguiente.

... Pues yo lo enseño a pescar y él que me de vía libre con la morena...pensé para mis adentros.

Poco después partían hacia su barco, no sin antes Cucho dirigirse a mi una vez más ya desde la barca...

– ...a Tony... una cosilla más... ¿ te importará venir tu en nuestro barco, es que ellos no han navegado prácticamente y yo iré más tranquilo si vienes tu...

– De acuerdo– le contesté– mirando a Pau que me asintió con la cabeza, por la mañana me paso.

A las 5 h. de la mañana siguiente ya estábamos en pié de guerra preparándonos para salir a navegar.

Aún no había amanecido y el mar en la bahía permanecía quieto

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como una laguna. A babor nuestro, se divisaba con cierta dificultad la ingente masa de pinos que daban cobijo casi completo al gran hotel Formentor, el cual dejaba entrever sus luces entre la gran densidad forestal. Detrás recortado contra el cielo más claro y aún cuajado de estrellas, el imponente macizo del Cabo Formentor que nos protegía del mar abierto que probablemente a esa hora de la madrugada también se encontraría más calmado de lo que en el era habitual.

Miraba de tanto en cuanto hacia la zona donde se hallaba fondeado el “ALBATROZ” por comprobar si se advertía algún movimiento, pero por el momento nada indicaba la existencia de vida a bordo.

Pau, que como yo sabía no solía levantarse de muy buen tono, y hasta pasada media hora y haber tomado su primer café era mejor no dirigirle la palabra, extrañamente me la dirigió él a mi comentándome en tono irónico.

– Te veo mucho interés con los catalanes (él les tenía eterna manía)

– No será que quieres que te arregle los dientes... o arreglarle tu el cuerpo a la hija... –dijo– intentando una gracia, lo cual le salía fatal...

– Ahí le duele... ahí le duele, vociferó Chelo desde la cocina, que ya había hecho unos cuantos intentos entonando la de “voy a compra unes madreeeñessss.” para no variar.

– Como te trinque el de los 2,07 te vas a enterar de lo que vale un peine, pues ese tío tan grande seguro que cuando mea por la borda hasta mide la temperatura del agua y todo...ja ja ... si te la pone en el hombro parecerá que estás cambiándole el palo mayor al barco...

Yo sin hacer mucho caso a la coña marinera de los dos, terminé mi desayuno y le pedí a Chelo que me acercara al otro barco, no sin antes advertirle a Pau que no forzaran mucho la maquina, ya que yo iba casi sin tripulación y con un barco que necesitaba más “mano de obra”.

– Venga, venga, no pongas excusas... ahora me vas a demostrar lo que sabes navegar. Ah... terminantemente prohibido meter motor eh?... salvo que caiga el viento.

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Al llegar a la “ALBATROZ” me recibió “Cucho” como única persona viva a bordo, lo cual ya me dio idea del interés que tenían los demás por navegar o al menos por participar.

Preparamos velas, arrancamos motor, y levamos ancla, y poco después se acercó el “CAP D CREUS” tras cuya estela salimos dispuestos a cruzar toda la bahía de Pollença, empujados por el nuevo Perkins 150 h.p. con que Cucho había dotado a la vieja goleta, hasta llegar a mar abierto a la vuelta del cabo, donde ya comenzaría la navegación propiamente dicha.

Cucho iba al timón y yo en la proa preparando la “mesana” para montarla nada más salir a la mar. Observé entonces que dos de los “portillos” de la banda de estribor permanecían abiertos y levantados, con lo cual en cuanto hubiera un poco de mar entraría el agua a través de los mismos al interior del barco. Desde donde me hallaba se lo advertí a Cucho el cual me gritó que los cerrara yo mismo que ya conocía el interior del barco y él no podía abandonar el timón.

Así lo hice, bajando a la cámara (salón principal) donde cerré uno de ellos asegurándolo fuertemente a fin de evitar filtraciones, y donde se encontraba durmiendo a pierna encogida “2,07” ocupando la totalidad del sillón corrido que además habían suplementado con una mesa auxiliar improvisada a tal fin.

Le eché una mirada para ver si dormido me gustaba más y me dieron ganas de gritar... ¡que feo era el cabrón! ... ¿qué le habría visto ella?. A lo mejor Chelo tenía razón y calzaba un nueve largo.

El otro portillo abierto se encontraba más a proa y ya necesariamente en alguno de los dos camarotes que yo recordaba que había en esa banda, probablemente en el primero. Abrí sigilosamente el anterior y pude observar que en la cama individual dormía plácidamente la señora de Cuco, Cuca creo que se llamaba... los nombrecitos tenían cojones...y el portillo que había por encima de ella se advertía perfectamente cerrado, con lo cual volví a dejar la puerta como estaba procurando hacer el menor ruido posible y abrí la siguiente que era donde yo pensaba que se encontraba el otro portillo abierto.

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A ver como lo explico...

Sobre la pequeña litera del camarote se encontraba el bombón de chocolate de “Nana”, (ella podía tener el nombre que le diera la gana)... también durmiendo a pierna suelta, con un camisoncito celeste enrollado a la altura de la cintura como única prenda. Boca abajo, con una pierna algo encogida, lo que aumentaba la rotundidad de la curva de su glorioso trasero, suavemente iluminado por la luz del amanecer que penetraba a trabes del portillo en cuestión, gracias al cual había hecho tan feliz descubrimiento. Efectivamente, este se encontraba abierto de par en par, seguramente a fin de que entrara el “fresco” de la noche, que a buen seguro era un “fresco” más de fiar que el de la mañana que acababa de hacerlo.

Me quedé petrificado. Instantes después dos lagrimas como garbanzos rodaban por mis mejillas emocionado por la prueba palpable de que Dios existe que se me estaba ofreciendo, cosa que en otros momentos había llegado a dudar.

Pero sabido es que “los caminos del Señor son infinitos” y este sin duda uno de los más escabrosos para mi.

Cerré la puerta para que no se golpeara al balanceo, quedándome a solas con aquel panorama insoportable para un mozo de mis pocos principios, sin advertir que aquello podía aún empeorar como así ocurrió.

La morena, que probablemente en su subconsciente algo había notado. Cansada seguramente de ofrecer una panorámica tan prolongada del “envés” de su cuerpo serrano, se decidió entre sollozos a darse media vuelta y dejarse admirar por su parte más noble, ante lo cual hubo un momento en el que estuve firmemente decidido a responder a la provocación de aquella “sonrisa vertical” que me retaba, protegida por la ensortijada espesura negra como noche sin luna tras la que apenas se ocultaba, y clavar mis ansiosos colmillos en toda aquella expuesta anatomía irresistible, aunque seguidamente me fuese al cuartelillo de los “civiles” a entregarme.

... ¡Vale si... lo reconozco, he sido yo... ¡me rindo... lo confieso! al truyo de cabeza. Hagan lo que quieran de mi... pero... que me quiten

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lo mordido...

Afortunadamente se impuso la cordura y logré, no sin gran esfuerzo, afrontar la situación con más sosiego, si bien resultaba evidente el efecto que causaba en mi, la difícil prueba a la que estaba siendo sometido.

El famoso portillo se encontraba ubicado exactamente encima del lugar donde ella reposaba placidamente, ajena a todas las tribulaciones de mi espíritu. No tenía otro remedio que subir a la cama aunque fuese de rodillas, a fin de alcanzarlo quitarle la trabilla que lo mantenía abierto y cerrarlo. Pero como digo, era imposible realizarlo sin apoyarme en el hueco que había entre su cuerpo y el borde exterior de la litera, por lo que me decidí y ayudándome colocando un pié sobre uno de los cajones que estaba medio abierto. Situé la rodilla sobre el borde, después la otra, y las manos sobre el mamparo que hacía de pared donde se encontraba situado el repetido portillo, de manera que ella quedaba en el hueco que hacía mi cuerpo de rodillas en la cama y apoyado de manos en la pared, lógicamente a escasos centímetros de mi, boca arriba, con el camisoncito de mis entretelas subido hasta la cintura, lo que equivalía a estar en pelota viva.

Yo intentaba a toda costa no mirarla y mucho menos rozarla ya que quería evitar que se despertara en aquella situación tan comprometida para mi, aunque no me sería difícil justificar mi presencia en la intimidad de su camarote y de su sueño, pero no se iban a hacer realidad mis deseos en ese sentido. El inevitable ruido de las bisagras metálicas y el chirrido de las palomillas al cerrarlas sobre su anclaje, hicieron que entreabriera perezosamente los ojos, y donde yo temía una reacción violenta y sobresaltada, ella, titubeando unos instantes, al parecer hasta hacerse cargo de la situación, esbozó una preciosa sonrisa, estiró un poco el camisón, giró el cuerpo otra media vuelta esta vez hacia mi, y con voz adormilada y los ojos nuevamente cerrados me dijo:

– ...¿Que fas chiquet?...

A mi que el catalán siempre me había sonado fatal, en sus labios me pareció música celestial.

– Estoy cerrando el portillo para que no entre agua que estamos

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navegando ya –le dije en voz baja– puedes seguir durmiendo si quieres, perdona que te haya despertado...

–No pasa res– me dijo abriendo de nuevo una rendija de sus ojazos y sonriendo nuevamente al observar a escasos centímetros de su cara, el efecto que en mi anatomía surtía la proximidad de la suya.

Dio nuevamente media vuelta dándome otra vez la espalda, si bien e de confesar que yo no tenía ojos más que para reparar en la zona a partir de la cual esta pierde su casto nombre.

Salí de nuevo a cubierta tratando de disimular mi nerviosismo, y continué con la faena de preparar la vela de mesana como un autómata ya que mi pensamiento continuaba totalmente enganchado en la imagen que acababa de tener delante mismo de mis ojos.

Acabamos de doblar la punta del cabo accediendo por tanto a mar abierto, y observando como Pau y Chelo que nos precedían a corta distancia, ya navegaban con Mayor y foque, e intentaban aprovechar la suave brisa mañanera que procedente del NE. resultaba a todas luces insuficiente para mover el barco a una velocidad aceptable, y con mayor motivo al nuestro que era proporcionalmente más pesado. Así que aguardado que al separarnos algo más de la protección de la costa las condiciones mejoraran, navegamos ayudados por el motor como media hora más, al cabo de la cual y coincidiendo con el amanecer saltó como esperábamos un viento fresquito del mismo cuadrante, que hincho las velas permitiéndonos cortar motor y disfrutar de un espectacular amanecer que a pesar de las innumerables veces que lo había vivido, siempre era en algo diferente de los demás y producía en mi una nueva emoción.

Cucho, que también por sus comentarios era sensible al espectáculo, llamaba a voz en grito al resto del pasaje por lo que tomé el timón a fin de que él bajase al interior del barco a despertarlos. Lo hizo a grito pelado introduciendo la cabeza por el ventanuco del techo de la cabina consiguiendo el primer efecto en Hans el cual se desdobló y estiró la “gaita” hasta sacar la cabeza entera por el mismo ventano lo que producía una impresión de troncharse, pues era algo que resultaba imposible para cualquier persona de estatura normal y la aparición de

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aquella jeta por un lugar tan inesperado, si no te mataba del susto te podía matar de la risa.

Así que tras girar la cabeza como un periscopio (ya que no se le veía el cuerpo) 360 grados, y desaparecer del mismo modo, subió entero a la cubierta dando la impresión de que de un momento a otro se iría al agua tal era su desproporción con todos los elementos de a bordo.

No parecía muy impresionado con el espectáculo, aunque el cielo ofrecía una visión soberbia de nubes tintadas de rojo rosa y blanco, y el agua del mar devolvía esos mismos colores reflejados y aderezados con jirones plateados y azules, en una atmósfera dorada proporcionada por el sol naciente que prometía un hermoso día.

A petición de Cucho, bajó a despertar a Nana por lo que lo imaginé entrando al camarote y encontrando el mismo panorama que había encontrado yo. Lo que me produjo una tremenda e insana envidia por lo que preferí abandonar el pensamiento.

Minutos después aparecieron ambos por la escalera de acceso a cubierta, dedicándome ella un “buenos días Tony” subrayado por una hermosa sonrisa y un gesto que a mi me pareció de complicidad, que alimentó de alguna manera mi esperanza de compartir con ella algo más que aquel pequeño secreto.

Pronto comprobamos las mejores dotes del Puma para la navegación en aquellas condiciones, lo cual nos obligaba, si queríamos hacer la travesía juntos, bien a que ellos no fueran al máximo, reduciendo trapo, o a nosotros aumentar las prestaciones ayudándonos con el motor.

Optamos como era lógico por la segunda alternativa, con la cual conseguíamos incluso pasar a nuestros competidores, a pesar de montar ellos el spy cuando las condiciones se lo permitieron, ofreciendo desde nuestra perspectiva una preciosa imagen que capté repetidamente con la estupenda “Anymex Submarinner” que María me había regalado en mi visita a Génova.

Hacia el mediodía salto un viento fuerte de través, que nos

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permitió poner a prueba al barco y al personal, con resultado de empate a cero para ambos bandos, pues el barco como yo recordaba no era ningún pura sangre navegando, y más bien respondía a una condición de moto-velero lo cual era lo mas acertado para el uso a que se le destinaba, y para los tripulantes que lo frecuentaban, dando prioridad a sus condiciones para tomar copas en su lucida cubierta, que para meterse en aventuras que no le correspondían. Por lo cual era perfectamente comprensible el concepto, de que en la hermosa bahía de Formentor se estaba más tranquilo que dando bandazos por esos mares. Y puestos a echar los hígados por la boca, preferían que fuera a consecuencia de haberse pasado de “Chivas” que del incomodo meneo producido por las olas.

Pero equivocadamente o no estaban allí, y no les quedaba otro remedio que terminar la aventura lo mejor posible.

Nana continuaba en su actitud de atrevido coqueteo conmigo, encantada al parecer con el juego que ella descaradamente propiciaba, y cuando en una de las ocasiones en las que coincidimos a solas en la cámara del barco, le dije en tono socarrón, que perdonara el que la hubiese despertado a esa hora de la madrugada, contestó con sonrisa picara y recorriéndose el cuerpo con la palma de sus manos en un gesto insinuante.

– No importa que me hayas despertado, lo importante es si te ha gustado lo que has visto...

– No me ha gustado si tengo que conformarme sólo con verlo...– le dije tratando de cortarle el paso hacia la escalerilla de ascenso a cubierta.

– No tan de prisa marinero, que te veo muy lanzado – me dijo apartándome suavemente y ascendiendo por la escalera cimbreando todo su cuerpo y sabiendo que la perspectiva que desde mi posición tenía del mismo, fácilmente podría producirme un infarto.

Al atardecer, avistamos el primer islote de “Las Columbretes”, el denominado “Carallot” o “Bergantín”, un farallón de unos 30 o 40 metros de altura, que emerge desde el fondo sin ofrecer fondeadero ni protección alguna para barcos, y que durante años había sido

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blanco de los ejercicios de la aviación militar, por lo que su fondo estaba plagado de proyectiles, ofreciendo al buceador ocasional una visión especial y difícil de observar en otro lugar.

Las Columbretes, Columbraria, Serpentaria u Ophiusa, deben su nombre, de origen griego, a la gran cantidad de serpientes (víboras) que en la antigüedad las poblaban, y que eran temidas por los piratas y contrabandistas que las utilizaban de refugio, hasta el extremo de decidir incendiar la mayor de ellas, la llamada “Illa Grossa” a fin de erradicar a los peligrosos ofidios que se habían adueñado de la misma.

Esta, formada por el antiguo cráter de un volcán extinguido, tiene forma de herradura abierta por su parte E., resultando su interior un magnifico fondeadero, refugio de todos los vientos excepto como es lógico, de los de levante, que en cantidad de ocasiones han convertido el refugio en una ratonera de difícil escapatoria, por lo que es imprescindible mantener la alerta, cuando se permanece allí fondeado, de los posibles cambios de tiempo que pueden convertir la paradisíaca laguna en una trampa mortal.

Isla Grossa, es la única habitada desde que en 1.857 se construyó el faro y se estableció una familia de fareros que han permanecido allí por varias generaciones en condiciones precarias, hasta 1975 en que el faro fue automatizado.

La distancia máxima a recorrer en tierra es de unos 800 metros, y su altura de 67.

Las otras dos islas que componen el archipiélago, son “La Ferrera” y “La Foradada” debiendo esta última su nombre, al gran agujero que existe en el centro de la misma que la hace particularmente llamativa y que constituía un excelente refugio desde donde poder observar sin ser visto. Ambas están compuestas por dos farallones rocosos de difícil acceso, refugio de gaviotas y otras aves marinas entre ellas el “Halcón de Eleonor”, “la Pardela Cenicienta” el “Cormorán Moñudo” que encuentran en estas islas magnificas

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condiciones para su nidificación y por lo que constituyen también un paraje de gran riqueza ornitológica.

Resulta también digno de destacar la gran cantidad de peligrosos escorpiones que se concentran en su suelo por cuyo motivo es aconsejable usar calzado adecuado al visitarlas, y prestar especial atención si eventualmente se levantan piedras o se tocan lugares poco frecuentados.

Todas ellas se asientan en una misma plataforma de origen volcánico situada a unos 60 metros de profundidad, y en sus transparentes aguas se establece uno de los ecosistemas más particulares e interesantes de todo el Mediterráneo.

Seguimos al barco de Pau hasta el interior de la rada, situándonos a su costado y fondeando el ancla a pocos metros de donde lo habían hecho ellos.

Todos, y particularmente la tripulación del “ALBATROZ”, se encontraban finalmente contentos de la gesta realizada, y se disponían a aprovechar el rato de luz que aún quedaba para visitar la isla, que a ojos vista se advertía que no tenía mucho que recorrer.

En cuanto pude observar la transparencia de las aguas de la bahía, sin dudarlo un instante, preferí probar suerte y tratar de traer algo de pesca para la cena, por lo que en tanto ellos se acercaban a tierra a bordo de las dos auxiliares, me coloqué mi equipo y salté al agua con idea de recorrer los alrededores seguro de tenerles preparada alguna sorpresa a su vuelta.

A pesar de que la inclinación del sol y sus rayos oblicuos no proporcionaran ya la mejor visibilidad, el agua transparente como el cristal, permitía observar desde la superficie, el oscuro fondo que situado a unos 8 o 10 metros, estaba compuesto por grandes manchones de arena casi negra, salpicada de lajones grandes de piedra del mismo color, que se iban haciendo más espesos y abundantes a medida que se acercaban a la entrada de la bahía. No se advertía mucha vida animal al menos de ejemplares que me pudieran interesar por su tamaño, aunque si gran cantidad de pequeños sargos, mojarras, salpas etc que para nada se acercaban a alguna de las piezas que yo buscaba.

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Un tanto escaldado me alejé del entorno de los barcos, acercándome a la pared de la cara N. donde se adivinaba un fondo más rocoso y abrupto. Efectivamente las rocas y grandes cuevones producidos por estas, eran aquí mucho más frecuentes así como la abundancia de peces, pues ya pude ver sargos breados de buena talla, hermosos corvallos que superarían fácilmente los dos kilos, el coletazo inconfundible de algún que otro mero etc..

Me animé a bajar a la base de una pared vertical que al parecer formaba una gran cueva en su interior, y al llegar a la entrada de la misma situada a unos 10 m. de profundidad, ésta se abría en dos galerías, derecha e izquierda, animándome a entrar por la primera de ellas donde me parecía haber visto algún movimiento al fondo. Tenía apnea de sobra para explorar al menos parte de la estrecha caverna que a todas luces parecía ampliarse al fondo, preparé el fusil atento a cualquier movimiento, y aguardé a llegar al final para encender la linterna sub, que precisamente estrenaba ese día.

Una gran “morena” con sus característicos colores verdoso azul y amarillo, situada en una grieta por encima de mi cabeza, distrajo un momento mi atención, mostrándome su boca abierta y su impresionante hilera de dientes afilados como ganzúas. Pero ya sabía que a pesar de su aspecto agresivo y su mala fama, no se metería conmigo si previamente no lo hacía yo con ella, por lo que con un golpe de aleta dejé atrás su posición, acercándome al final de la galería. Esta efectivamente se abría en una bóveda de unos cuatro o cinco metros de diámetro y se estrechaba en su vértice en forma más o menos de tronco de cono. La escasa luz del sol apenas si llegaba ya a aquella zona tan profunda, por lo que decidí conectar la lámpara, pues mi “olfato” me advertía que me encontraba cerca de algún buen ejemplar que se dejaría ver de un momento a otro.

Efectivamente siguiendo con la mirada el circulo de luz de la linterna, al llegar a una nueva grieta que se encontraba en la base donde hacía el ángulo con la pared, descubrí la figura inconfundible de un gran mero que calculé no bajaría de los 12 o 14 kg.

Parte de su cuerpo se encontraba en el interior de la grieta y su cabeza frente a mi con sus grandes ojos mirándome desconfiado

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deslumbrados por el foco. Sus aletas pectorales realizando un abaniqueo nervioso, me indicaban que en cualquier momento desaparecería para siempre por la profunda grieta a la que yo no tenía acceso.

Sin pensarlo más apunté mi arma a la cabeza del animal con la intención de conseguir un disparo mortal, ya que también sabía que si solamente lo hería y le daba ocasión de enrocarse en la angosta cueva donde se encontraba, me costaría gran trabajo sacarlo si es que finalmente lo conseguía.

El agudo y veloz arpón impulsado por las cuatro gomas de mi excelente “Champion,” partió raudo hacia su objetivo, yendo a clavarse entre los ojos del espécimen, que dando una postrera sacudida quedó instantáneamente muerto con gran alegría por mi parte.

De inmediato me lancé a sujetar la varilla de acero, desconfiando de la posibilidad de que aún estuviera vivo y reaccionara de forma imprevisible.

Sujeté el acero con la mano derecha, empujando con la izquierda apoyada en la pared a fin de sacar completamente al animal de la grieta donde aún tenia la mitad de su cuerpo, y pronto pude admirar las dimensiones totales de la hermosa pieza, que sin oponer resistencia alguna me permitió girar todo mi cuerpo impulsado por las aletas y los codos y encarar la salida hacia la superficie con el preciado trofeo entre las manos.

Pero al girar completamente el cuerpo, pude contemplar un espectáculo que jamás se volvió a repetir en los muchos años que posteriormente mantuve la afición de pescador submarino.

La pared anterior y la bóveda de la gran cueva por encima de mi cabeza, se encontraban completamente cubiertas de “cigarras de mar” (Scyllarides Latus) o “langosta moruna” como también se les suele llamar, todas ellas ejemplares grandes entre uno y dos kg.

Aún tuve tiempo de echar una ojeada ayudado por la linterna a fin de cerciorarme de que era real lo que contemplaban mis ojos, pero ya no estaba en situación de entretenerme y empezaba a tener necesidad de volver a superficie a respirar, consciente de que tenía

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que remolcar de regreso la pieza que llevaba en las manos, y tiempo tendría de regresar y rematar la faena de las langostas.

Crucé a base de aleta el trozo del estrecho túnel que me separaba de la entrada, pues llevaba ambas manos ocupadas con el mero en una y el fusil en la otra, y ascendí a superficie aún impresionado por el descubrimiento que acababa de hacer.

Lo primero fue situar la zona exacta tomando un par de referencias en el acantilado, ya que sabía lo fácil que es perder y no volver a encontrar una misma roca en el fondo si no la tienes bien situada a ser posible con marcaciones fijas en tierra. Una vez que lo hube hecho, colgué el mero en el porta peces de la cintura y miré en dirección a los barcos fondeados que se hallaban como a unos 150 m. de donde me encontraba, con la buena fortuna de que las dos auxiliares regresaban ya de su periplo por tierra, con lo que me puse a gritarles como un loco a fin de llamar su atención y pedirles que se acercaran al menos a recoger la pieza que ya llevaba, en tanto pensaba como meter mano al tema de las langostas.

Pronto dieron muestras de que había sido oído y visto, y se acercaron

uno tras otro hasta donde me encontraba, dándome ocasión de lucir ante todos el hermoso ejemplar pescado, y contestar todo ufano las mil y una preguntas con que me bombardeaban mis asombrados compañeros de aventura.

Me satisfizo especialmente la admiración mostrada por Hans, que escudriñaba el mero ya subido a la barca sin salir de su asombro, interrogándome con el mayor interés si habría más ejemplares así, si era muy difícil de atrapar y si saldríamos de nuevo a pescar por la mañana, a lo que respondí afirmativamente, aunque para mi interior pensé que: “A coger higos no iría contigo ni loco, pero a pescar cuando quieras, y con la morena... todo se andará”.

No quise desvelar el tema de las langostas y le dije a Pau si había a bordo alguna bolsa o algo parecido, quedando en acercarme una de red que según Cucho había en su barco.

En tanto volvían, realicé una nueva visita a la galería de las langostas asegurándome de su existencia.

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Había docenas, todas ellas juntas y apretujadas en la cara mas sombreada de la gruta.

No pude resistir la tentación y tomé una rodeándole el caparazón con mi mano por su parte central despegándola de la roca. El animal sorprendido, cerró su cuerpo sobre si mismo en un espasmo violento, atrapándome los dedos con fuerza con las afiladas puntas corneas de los laterales de su vientre, produciéndome un agudo dolor a pesar de los guantes de goma que evitaron en parte que se me clavaran más profundamente. La solté en un gesto instintivo, y esta, usando el movimiento típico de los crustáceos de encoger y estirar su cuerpo con fuerza para desplazarse en el agua, se dirigió de nuevo hacia donde se encontraban el resto de sus hermanas yendo a colocarse encima de ellas, las cuales probablemente asustadas por el impacto comenzaron a soltarse una a una de la pared, y en un momento todas ellas, probablemente cerca de un centenar de langostas, estaban danzando en un revoloteo espectacular, improvisando un insólito “ballet” submarino en el interior de la gran caverna que dudo que nadie haya tenido ocasión de contemplar jamás.

Colocado al fondo de la gruta, no daba crédito a lo que contemplaban mis ojos, olvidándome incluso de que tenía que volver a superficie. Pero mis cualidades anfibias no daban para más, por lo que con gran dolor de mi corazón me vi obligado a interrumpir el espectáculo, cruzando de nuevo la gruta hacia la salida desde donde ya oía el motor de la embarcación, que se acercaba a facilitarme el artilugio que me serviría para secuestrar parte de las protagonistas de la función, que estaban destinados a adquirir otro papel no menos artístico en la suntuosa cena de aquella noche.

Mi salida a la superficie coincidió con la llegada de la “Zodiac” con Chelo, Hans y Nana a bordo que me facilitaron la bolsa de red con la que me dispuse a sorprenderlos de nuevo dejando el fusil en la barca, sin responder a las preguntas con las que me bombardeaban sobre la clase de pesca que me disponía a realizar con un arma tan inocua.

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Les pedí que aguardaran aumentando su intriga, y rodeando la acción del máximo teatro posible. Tras oxigenarme de nuevo, descendí una vez más al lugar que ya conocía perfectamente, pudiendo apreciar que los animales se habían repartido en parte por el interior de la cueva donde habían vuelto a refugiarse en las zonas más inaccesibles, y otros habían huido dispersándose por las inmediaciones. No obstante en esa incursión, tuve tiempo para hacerme con cuatro hermosos ejemplares, que fui introduciendo cuidadosamente en la bolsa de red, evitando que me pellizcaran los dedos tomándolas por la parte de la cabeza con una mano y las rudimentarias antenas que posee esta especie con la otra.

Subí de nuevo a superficie ante las manifestaciones de alegría y asombro de los espectadores. Les pedí que vaciaran la bolsa, y en dos bajadas más logré hacerme con otros cinco ejemplares... ¡total 9 grandes langostas morunas que hacían un peso total de casi 13 kg.! ¡Vaya tarde, para ser la primera...!

Regresamos al barco, donde tras las clásicas manifestaciones de admiración y asombro, sobre todo de los profanos en la materia. Pau preparó una caldereta de mero y langosta al más depurado estilo mallorquín, que hizo las delicias del respetable y particularmente de 2,07, que se metió en el cuerpo 4 platos con colmo del sabroso guisote, por lo que decían todos que se “había puesto feo”, a lo que yo me permití aclarar que estaba seguro de que él había llegado allí ya con esa cara.

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La rada de "Illa Grossa"

" Cap de Creus"

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"Cap de Creus" en "Columbretes"

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La velada tras la opípara cena resultó realmente hermosa. Una deliciosa mar en calma en el interior de la laguna, una espléndida luna llena que iluminaba el conjunto con su luz suave y arrancaba reflejos plateados de las transparentes aguas, y una conversación amable y relajada por parte de todos los asistentes, consiguieron finalmente, que nuestros invitados se mostraran encantados con la decisión tomada de acompañarnos a navegar. En lugar de permanecer anclados a una milla del atraque habitual del barco.

Pero el viaje aún no había terminado y podían suceder acontecimientos inesperados.

Cuando en un momento Cucho comentó que me había oído cantar muy bien en la travesía desde Madeira, Nana que no había parado de juguetear conmigo con la mirada en toda la velada, con un “vamos a verlo”, desapareció en el interior del barco regresando al momento con una guitarra en la mano, sorprendiéndonos con una bien timbrada voz y un acompañamiento acorde, interpretando una conocida canción de la por entonces popular Joan Baez, que ponía una nota más de romanticismo a la preciosa noche.

Yo, que comenzaba ya a declararme como admirador incondicional de un recién aparecido Joan Manuel Serrat, en lo que ella también coincidía, interpretamos a dúo diferentes canciones de este, de Paco Ibáñez al que ella había conocido en París, donde al parecer había permanecido hasta el año anterior estudiando Arte Dramático, (ya me parecía a mi que manejaba muy bien el lenguaje corporal...) de Brel, Leonard Coen, etc.

Poco a poco los espectadores cansados del intenso día, fueron retirándose a sus diferentes aposentos comenzando por el larguirucho Hans, que tras quedar a las 8 de la mañana del día siguiente para salir de nuevo a pescar, minutos después, nos deleitaba con un concierto de ronquidos desde su improvisado lecho, que nos obligó a cerrar la escotilla por temor a que despertaran al farero, que no había sido advertido de que llevábamos leones a bordo.

Finalmente quedábamos bajo la toldilla de la cubierta del “ALBATROZ” Nana Chelo y yo. Este último que era “tontorrón”

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para lo que quería, y me había seguido el juego perfectamente con solo intercambiar las miradas. Entendió que era el momento de hacer mutis por el foro, por lo que tras un par de bostezos me pidió que lo acercara al “CAP D CREUS” con la auxiliar y si yo quería que volviera. Le pregunté a Nana si tenía sueño escudriñando con los ojos el fondo de los suyos, a sabiendas de que en la contestación estaban implícitas todas sus intenciones. Ella marcaba los tiempos y manejaba la situación perfectamente, lo cual suele ocurrir con más frecuencia de la que nos creemos. Pues en multitud de ocasiones, en estos asuntos, nos sentimos irresistibles seductores y dominadores absolutos, de situaciones que en realidad son conducidas por “ellas” de principio a fin. Y nosotros elementos pasivos, impulsados y obcecados por un instinto primitivo y elemental, que tiene en la morbidez irresistible de un buen “culo”, su objetivo máximo.

Era algo que a pesar de mi corta experiencia yo sabía, y cuyo papel estaba dispuesto a aceptar de buen grado. Total... tampoco tenía nada mejor que hacer.

Para mi satisfacción, me dijo que se quedaría un rato más y que me acompañaba a llevar a Chelo hasta el otro barco. Así lo hicimos, y momentos después estábamos solos en la pequeña “Zodiac”, en mitad de la bahía y bajo la preciosa luna, como único testigo de la escena.

Dimos un corto paseo con el motor al ralentí. Hizo un gesto de frío y una leve sacudida recorrió su cuerpo...me senté a su lado, pasé mi brazo por detrás de sus hombros y la atraje hacia mi... ella me ofreció sus labios.

Momentos después regresamos al “CAP D CREUS”. Chelo y Pau dormían placidamente en los camarotes de proa. El del armador a popa junto a la mesa de cartas estaba libre...

A las 7,30 de la mañana del siguiente día, ya me encontraba preparando el equipo de nuevo para irnos al agua.

Hans había sacado también el suyo donde todo estaba por estrenar,

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incluida una preciosa bolsa impermeable de la acreditada marca francesa “Spirotechnique”. El resto era de la italiana “Mares”, marca también especializada en material subacuatico.

Llamó mi atención, además de lo impecable de todo el material al que no faltaba un detalle, el magnifico fusil de aire comprimido modelo “Mirage”, del cual ni conocía su existencia.

Estas armas, que fueron puestas de moda por los pescadores italianos, tuvieron realmente una vida efímera. Pues a la principal y casi única ventaja de su gran potencia, oponían importantes inconvenientes. Lo complicado de sus mecanismo, su elevado precio, y sobre todo lo ruidoso de su disparo. Una vez que se efectuaba el primero, el sonoro estampido de su descarga, ponía en guardia o en franca huida a todo ser viviente en 50 metros alrededor. Por lo que rápidamente se vieron nuevamente desbordados por los sencillos “tahitianos” de 2 o 4 gomas. Igual de efectivos y mucho más precisos, económicos y silenciosos.

También me resultó curioso el enorme tamaño del traje. Pero lo asombroso eran los ¡16 kg. de plomo del cinturón!.. ¡jamás había visto cosa igual!... Claro estaba que teniendo en cuenta las dimensiones del traje era normal, y para compensar la flotabilidad de aquella cantidad de neopreno, no era de extrañar semejante lastre, pues con menos plomo resultaría imposible hundirse.

Nos equipamos a bordo del “ALBATROZ”, y Chelo nos haría de barquero y fotógrafo oficial, pues había traído la “Annymex sub”, dispuesto a inmortalizar los mejores momentos de la jornada.

La mañana estaba radiante y fría, y yo aunque cansado me sentía contento y dispuesto a igualar como mínimo la gesta del día anterior. Chelo me hizo un gesto para que mirara a Hans que estaba para matarlo. El gorro calado hasta las cejas, dejaba al descubierto y le enmarcaba la poco agraciada “jeta” donde destacaba la “picasiana” nariz...

– Y eso que no le ha hecho los agujeros...– me dijo por lo bajo.

– Qué agujeros?– le pregunté sin entenderlo.

– ¡Joder ... los de los cuernos! que agujeros van a ser...

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– ¡Calla coño que te va a oír !...

– Si yo creo que es además sordo.

Nos acercamos a la zona del acantilado donde había estado la tarde anterior. El agua permanecía quieta y transparente como en un estanque. Hans estaba emocionado. Me comentó que había hecho sus primeras apneas con unos amigos el verano anterior en la Costa Brava y hasta había pescado algo.

Entré al agua primero esperando lo propio de él que también lo hizo de inmediato.

El rocoso y clarísimo fondo parecía al alcance de la mano a pesar de los buenos 12 m. que calculé que habría hasta él mismo. Una nube de pequeñas y transparentes bogas a nuestra izquierda eran atravesadas por los primeros rayos del sol, y varios sargos picudos, grandes y confiados, pasaban de una piedra a otra buscando su alimento.

A nuestra derecha, hacia el final del acantilado, podía observarse que el fondo se hacía más quebrado y profundo y las piedras se amontonaban formando enormes agujeros y cuevones con un magnífico aspecto para encontrar mejores piezas .

Realicé la primera bajada donde nos encontrábamos con la intención de “hacer pulmón” e impresionar, manteniéndome ya cerca de un par de minutos (sin exagerar... exagerando serían cerca de tres) bajo el agua. Miraba parsimoniosamente los agujeros, por cierto repletos de grandes sargos y algunos “corvallos”, sin decidirme a dispararle a ninguno, pues quería primero situarme y seleccionar las piezas.

Miré desde mi posición hacia la superficie, observando como la enorme figura de Hans, recortada contra la luz del día, no me perdía ojo y seguía mis evoluciones con sumo interés. Le hice una señal de saludo desde el fondo a la que respondió de inmediato. Chelo tumbado dentro de la barca, tenía la cabeza dentro del agua con las gafas de buceo colocadas y también me miraba haciendo señas y gestos ininteligibles.

Ascendí sin prisa hasta la superficie donde el “largo”, agarrado

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aún a la barloa de la barca me dijo con tono de admiración.

...– ¡Uf... mucho tiempo bajo agua!... no posible para mi...

...– No problema para ti, tu casi haces pié, –le dije– sin saber si me captaría.

Le indiqué que intentara bajar allí para hacerme idea de su capacidad, pudiendo comprobar que efectivamente era un principiante patoso y desgarbado, lo cual entendía perfectamente, pues lo mismo podía pensar él de mi si me ponía yo a su lado con una pelota bajo una canasta.

Tras hacer varias inspiraciones, descendió 6 o 7 metros, se mantuvo un poco a esa profundidad y ascendió jadeante diciendo que era muy profundo. Le hice señas para que me siguiera en dirección a la zona del final del acantilado donde se veía mayor profundidad hasta el fondo, pero se observaban también grandes piedras en forma de aguja que ascendían hasta casi la superficie.

Sobrepasando estas, las grandes rocas se hacían enormes pudiendo advertirse fácilmente, que por su base muchas de ellas montadas parcialmente sobre otras, formaban grandes agujeros y galerías que invitaban a explorarlas en la seguridad de que en su mayoría estarían habitadas por grandes especimenes, particularmente meros que era la pieza más codiciada por cualquier pescador que se preciara.

Hice señas a mis seguidores de mi intención de bajar en uno de los lugares que me pareció apropiado. Tras oxigenarme de nuevo, vencí los primeros metros con el impulso de la voltereta y a base de aleta, dejándome arrastrar por el lastre de mis plomos hacia el fondo a fin de consumir la menor cantidad posible de energía en el descenso. Todos mis sentidos permanecían alerta, y el fusil presto a descargarlo contra cualquier pieza que se lo mereciera por su tamaño. De las que estaba seguro encontraría fácilmente en aquellas aguas semi vírgenes.

Nada más posarme suavemente en el fondo, en la misma entrada de una gran gruta formada entre dos piedras, sorprendí a un gran mero que se encontraba en la penumbra de la entrada. Asustado por mi inesperada presencia, iniciaba su huida hacia el interior de su

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guarida presentándome su costado izquierdo, contra el que en un rápido movimiento apunté y descargué mi arma que atravesó de parte a parte el cuerpo del animal. Este al sentirse herido, dio un fuerte coletazo internándose hacia fondo oscuro de la galería donde introdujo parte de su cuerpo en una grieta más estrecha, intentando zafarse de la varilla de acero que lo mantenía unido a mi, a través del fuerte hilo que a su vez sujetaba esta al fusil, el cual yo mantenía tenso, a fin de no dar facilidad al animal para que se enrocara más fuertemente.

Tiré con todas mis fuerzas de la parte trasera del arpón al que alcanzaba a duras penas. Este que aceptaba una cierta flexibilidad aun siendo una varilla de acero de 6 mm., doblándose lo justo, me permitió arrastrar a la presa hasta la entrada, consiguiendo subirla a superficie ante el regocijo de mis dos compañeros que habían observado toda la maniobra, incluso hacer alguna foto según me dijo Chelo, desde su puesto de observación con el cuerpo en la barca y la cabeza en el agua.

Pasé el fusil con la presa a Chelo para que sacara el arpón de su cuerpo e intentara enderezar el mismo que había quedado parcialmente doblado en el forcejeo anterior.

Hans continuaba asombrado mirando con todo detalle la nueva captura, de tamaño y peso parecidos a la de la tarde anterior.

Me propuse ayudarle a que lograse alguna pieza interesante, para lo cual nos dirigimos a las piedras cercanas más altas a las que él tendría mejor acceso como así fue. Nada más llegar a las primeras, advertí como una dorada de buen tamaño se ocultaba en una grieta a media agua. Le señalé a Hans que mirara aquella piedra que tenía buena pinta, evidentemente sin advertirle que hubiese visto la pieza referida.

Se preparó un tanto nervioso oxigenándose concienzudamente, y emprendió el descenso hasta la tana indicada, a cuyo borde superior se sujetó con su mano izquierda en tanto con la otra, hacía un gesto con el fusil que indicaba claramente que se preparaba para disparar. Así lo hizo, dando señales por sus movimientos y el ruido sordo del disparo, de que había conseguido arponear al animal. En lugar de

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tomar con la mano el arpón a fin de manejar mas cómodamente la pieza y guiarla hasta la entrada, salió de estampida hacia la superficie, con el fusil sujeto por la culata, con lo que en cuanto el hilo que une el fusil a la varilla quedó en tensión y teóricamente debía arrastrar la pieza hacia el exterior de la gruta primero, y hasta la superficie después, como era previsible y ocurre en multitud de ocasiones, el hilo referido quedó enganchado en uno de los muchos salientes del borde de la cornisa por lo que era prácticamente imposible zafarlo tirando del fusil.

Hans continuaba empecinado en soltar el arpón a base de tirar del fusil, con lo que estaba consumiendo un tiempo y un esfuerzo excesivo y aún necesitaba un margen para volver a superficie de la que aún le separaban 7 u 8 m.

Yo esperaba impaciente que dirigiera la vista hacia donde me encontraba, con el fin de hacerle señas de que abandonara el fusil y subiera a respirar que era lo más urgente, pero él como cabeza cuadrada que era, no cejaba en su empeño y continuaba su forcejeo inútil por rescatar el fusil y su presa.

Momentos después cuando me disponía a ir en su busca, pude advertir claramente como de repente renunciaba a toda actividad, su mano se aflojaba soltando la empuñadura del fusil que hasta momentos antes había asido tenazmente, y su corpachón enorme se encogía inerte en lo que tenía todos los síntomas de ser un típico accidente de pescador submarino.

Afortunadamente yo no había ni sufrido ni presenciado jamás ninguno, pero conocía sin embargo la mecánica perfectamente.

“Te pasas de tiempo bajo el agua, sometes a tu organismo a un esfuerzo superior al que puede soportar, el síncope te paraliza el corazón y pierdes el conocimiento. El cinturón de lastre te arrastra hacia el fondo donde si nadie te auxilia de inmediato te quedas irremisiblemente...”

Por suerte tras observar todo el proceso descrito, había iniciado ya el descenso hacia el accidentado. Con un par de fuertes aletazos me situé a su lado, demandándome a mi mismo la calma necesaria para encontrar la forma de arrastrar conmigo aquel mastodonte hasta la

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superficie con la máxima urgencia.

Repasando mentalmente y a toda velocidad el manual de soluciones alternativas posibles a un accidente de esta naturaleza, encontré aún no se donde ( creo que la había leído) la que tiene más lógica. Lo agarré por la cintura, y de un manotazo solté su cinturón de plomos que lógicamente tenía una hebilla de zafado rápido dejándolo caer al fondo. El cuerpo liberado del pesado lastre y por acción de la flotabilidad del enorme traje de neopreno, emprendió una veloz ascensión hacia la superficie como si de una gran boya se tratase, quedando inerte encima del agua aguardando ya los primeros auxilios.

Salí tras él como una flecha a toda la velocidad a que podían impulsarme mis piernas y las potentes aletas que calzaba, y en tanto trataba de dar la vuelta y colocar boca arriba el cuerpo inerte de Hans, grité a Chelo para que se acercara con la barca, que no se había percatado del drama que se estaba desarrollando a escasos metros de él.

En cuanto tomó conciencia de la situación, comenzó a gritar como un loco al resto del personal que ya se advertían pululando por la cubierta de ambos barcos, los cuales se acercaban a toda prisa donde Chelo y yo luchábamos denodadamente por recuperar el resuello del desgraciado Hans que estaba pagando un alto precio en su iniciación a la pesca sub.

Este se encontraba flotando sobre su espalda, y le habíamos retirado gafas y tubo de la boca y abierto la cremallera de la chaquetilla de neopreno, a fin de liberarlo de la opresión de la misma. El rescate había sido prácticamente inmediato y apenas había tenido tiempo de tragar agua, por lo que pensé que lo más urgente era hacerle funcionar el corazón antes de que la falta más prolongada de oxigeno en el cerebro le produjera lesiones irreversibles.

Mi posición nadando junto a él, no era evidentemente la más adecuada, por lo que pedí a Chelo que intentara desde su situación sobre la barca, presionarle el tórax con las manos, lo que tampoco era fácil ya que al no tener un apoyo fijo y sólido era imposible

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realizar la maniobra correctamente. Tratamos entonces de izarlo a bordo entre los dos, resultando también misión imposible con un cuerpo de aquel peso y dimensiones.

Entonces Chelo tuvo una reacción que probablemente salvó la vida de Hans.

Después de intentarlo sin éxito en tres o cuatro ocasiones, desesperado y frustrado, descargó como último recurso un tremendo puñetazo sobre el pecho del “teutón” que me hizo pensar, que si no estaba muerto del todo esto lo remataría, pero resultó exactamente al contrario, con gran alivio para los dos, el grandullón flotante lanzó un leve gemido seguido de un perceptible movimiento de su garganta, que nos indicaba su presumible vuelta a la vida, tras la arriesgada incursión realizada a la lejana frontera del “más allá”.

En ese momento se acercaba ya la otra barquita con Pau, Cucho y Cuco alarmados al ver el panorama. Hans aún inmóvil encima del agua, y a Chelo y a mi intentando subir el cuerpo inerte hasta el interior de la pequeña “ZODIAC” de no mas de 3,50 metros. La dificultad que esto suponía al tener que auparlo por encima del tubo lateral de la embarcación, la soluciono el espabilado Pau que nada más abarloar su barca a la nuestra, desenroscó la válvula de llenado y vaciado del tubo de ese lateral, sacándole el aire al mismo, lo que hizo que el material plástico de la barca perdiera la tensión y se aflojara quedando a la altura del agua, por donde ya sin gran esfuerzo hicimos entrar el cuerpo del malogrado Hans que comenzaba a dar muestras de recuperación.

Los dos recién llegados, médicos ambos, terminaron de atender al accidentado que tras permanecer un rato tumbado, ahora ya sobre la barca, se recuperó completamente con gran satisfacción por parte de todos y especialmente mía, pues de alguna manera me consideraba en parte responsable del accidente aunque cuando hice algún comentario al respecto, todos incluido el protagonista estaban de acuerdo en que era justamente al revés, y que si no hubiese estado pendiente de él, muy posiblemente, no hubiera salido tan bien librado.

Como era lógico, el “affaire” sucedido fue la comidilla de la

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mañana, haciéndome mil recomendaciones cuando decidí acercarme con Chelo al lugar de los hechos a fin de recuperar el material perdido. Plomos y fusil de Hans, además del pescado, del que me atreví a decir en tono de broma, “se lo había trabajado”. Hizo un gesto indicativo de que pasaba del tema, si bien yo no estaba dispuesto a dejar perder nada de ello, fácil como estaba de recuperar.

Así lo hicimos, y 30 minutos más tarde estábamos de vuelta, con el magnifico “Mirage” que Hans me regaló en desagravio. (luego me remordía la conciencia por lo de la morenita) Los 16 kg. de plomo, y la hermosa dorada de 5 kg. que había sido la causante del problema, pues cuando la fui a sacar me di cuenta de que en su resistencia, había enredado el hilo en otra piedra del fondo de la cueva donde había sido arponeada, impidiendo así su recuperación en la forma en la que se estaba realizando.

Pues a pesar de lo duro de pasar que fue el accidente del bueno de Hans, aún no habían acabado para él los problemas.

En tanto Chelo y yo nos acercábamos, como he referido, a recuperar el material, Pau había decidido bajar a tierra para despedirse del farero que era uno de los hijos del que el conocía en su juventud, a lo que se apuntaron todos excepto las dos señoras, Cuca y Lula que prefirieron quedarse en el barco.

Aguardaron a que volviéramos ya que nos habíamos llevado la auxiliar más grande. Poco después nos acercábamos con las dos pequeñas embarcaciones a la escalera, que esculpida en la roca del acantilado, servía para ascender no sin cierta dificultad, hasta la parte alta y plana de la isla, y seguir el caminito que llevaba al faro y a la única casa que existía, precisamente ocupada por el farero.

Así lo hicimos incluido Hans que se encontraba totalmente recuperado del incidente, y que galantemente ayudaba a Nana a desembarcar, tomándola casi en volandas y depositándola en el primer peldaño de la referida escalera.

Hicimos todos lo propio ya que con la mar en calma como estaba no era tarea especialmente difícil, y en fila india, ascendimos hasta la zona ancha, que como digo era donde se iniciaba el camino hacia la casa. Esta quedaba hacia la derecha del semicírculo que forma la

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isla, y hacia el lado contrario, hacia la izquierda, en una pequeña hondonada que hace el terreno, puede verse una baja y medio ruinosa construcción rodeada de un pequeño y también desvencijado muro, invadido por arbustos y piedras caídas y amontonadas, que sea lo que fuere se advierte fácilmente que está abandonado.

Es lo que fue y lo que resta del antiguo cementerio de la isla, donde permanecen lo que queda de las 7 u 8 tumbas de antiguos fareros y familiares, que en el pasado eran sepultados allí a su fallecimiento.

Hans que había saltado a tierra el primero y ya se encontraba en la zona alta aguardando a que llegáramos los demás, se acercó a la referida ruina con idea de curiosear entre sus restos. Al parecer, intentaba retirar una de las grandes piedras que le cerraban el paso, cuando lanzó un alarido que retumbó en toda la isla.

¡¡AAAAHHHH!!– gritó con todas sus fuerzas sacudiendo la mano derecha.

Uno de los escorpiones que son abundantísimos en la isla, al intentar mover la piedra y meter sus dedos bajo ella, había clavado su aguijón en el dedo índice del “pupas” produciéndole un intenso dolor y la hinchazón casi inmediata de toda la mano, con lo que ya teníamos al desgraciado Hans, otra vez protagonizando un “fregao” monumental, con todo el mundo a calzón quitado buscando soluciones al problema.

... -¿y si lo rematáramos?- propuso Chelo consciente de que no era el único que lo pensaba. Poco después apostillaba. Como tenga la misma suerte para “encestar”, este no se come los turrones en Çan Barsa. Cago`n la palangana de Pilatos...¡qué ojo!...

-Neña tu que las visto a esta criatura- le dijo a Nana con la cara dura que a veces te sorprendía y su marcando el acento asturiano Porque como te contagie la suerte que tiene y lo guapo que ies... tas arreglada...

Como por falta de médicos no era, estos tras lavar y desinfectar la herida, que apenas era perceptible a no ser por la tremenda hinchazón que comenzaba a subirle por el brazo, decidieron tras ponerle unas compresas de hielo que había en el barco, aguardar a

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la evolución en las horas posteriores con un importante cambio de planes que nos afectaba a todos.

Cucho preguntó a Pau a que distancia de la península nos encontrábamos, a lo que este contestó que en unas tres horas y media llegaríamos a Oropesa, en la provincia de Castellón. Entonces se dirigió a mi y me propuso.

– Tony una vez más tengo que pedirte un favor, si es que me lo puedes hacer.

– Te hablo ya como profesional.

Nos interesaría mucho ir desde aquí a la península, que es la cuarta parte en tiempo y en distancia que a Palma, si es Oropesa lo más cerca, pues a Oropesa, y desde allí, una vez que atendieran a Hans, nosotros seguiríamos en tren o taxi o como fuese a Barcelona, pero el problema es el barco, que tiene su atraque en Puerto Pollensa y allí tiene que estar. Por otra parte en esta zona de Castellón no se donde podría dejarlo, y si habría atraque o no, y yo de todas formas no lo podría llevar por ahora y menos solo.

¿Tu podrías venirte con nosotros y llevártelo luego ayudado por quien creas conveniente? naturalmente– insistió– previo pago de su importe.

La propuesta me cogió por sorpresa, aunque así de pronto no le encontraba grandes inconvenientes y era un trabajillo extra que me caía del cielo, y sabiendo que el doctor en eso no ejercía de típico catalán, si no por el contrario, era bastante espléndido, le sacaría rendimiento.

– De acuerdo –le dije– cuente conmigo, Pau y Chelo se van para Palma y yo con Vdes. para la península, les dejo en Oropesa y me llevo el barco para Mallorca, pues a motor no serán mas de 16 o 18 horas.

Entonces intervino Lula precisando.

– ...Tenemos toda la ropa y las maletas en el apartamento en Pollensa ... que hacemos con eso... nos la tendrá que enviar.

Nana intervino entonces mirándome de soslayo con una lucecita traviesa brillando en sus ojos...

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–No hay problema, yo me vuelvo con él en el barco y me traigo las maletas en el avión...

– No se si te serviré de algo en el barco Tony, pero... haré lo que pueda.

Todos respiraron aliviados y se lo agradecieron mucho...

Yo... el que más.

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"Cigarra de mar" (scillarides Latus)

Mero

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Mero

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Con Nana

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Capítulo 12

Igual que el turrón regresé a casa por Navidad.

En esta ocasión mi ausencia había sido más larga que de costumbre y hacía cerca de un año que no veía a mi gente, con lo cual excepto mi madre que recibía noticias mías con cierta regularidad y estaba como loca teniéndome allí, los demás se habían acostumbrado y no me echaban en falta para nada... claro que tampoco yo a ellos, con lo que por ese motivo ninguno sufríamos en exceso.

Mi padrastro, que con el paso del tiempo había perdido fuerza y autoridad, adoptaba un falso disfraz de mansedumbre tras el que no lograba ocultar su alta dosis de mala leche en sangre, que con frecuencia manifestaba en hechos y actitudes que recordaban sus mejores épocas, con la diferencia de que ya no me dejaba avasallar ni consentía que la avasallara a ella, por lo que tras los primeros momentos de “armisticio” volvió a reinar la tensión que hacían el día a día tan incómodo y desapacible como siempre, y bien sabía yo que si por él fuera, continuaría de buena gana dispensándome el trato cruel y vejatorio con el que me había “obsequiado” desde que lo conocí con 5 años, y no podía evitar que me revolvieran las tripas, tantos recuerdos de las innumerables acciones con las que de forma gratuita e inexplicable me había “machacado” todos los años de mi infancia.

Mi abuela Julia, con su sencillez característica y elemental, le había colocado el sobrenombre de “el tomate” que aunque pareciera una simpleza le iba que ni pintado, pues era lo que parecía con aquella cara redonda gorda y roja que recordaba justamente una –bien hermosa– de esas hortalizas.

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Cuando estaba allí –a temporadas– ella captaba perfectamente el mal ambiente reinante a pesar de los denodados esfuerzos de mi madre por aparentar una inexistente normalidad.

Mi hermano Paco era un perfecto ejemplo de lo que uno no querría ser de mayor. Una vida rota sin futuro ni esperanza, sobre la que gravitaba una numerosa familia en la que hacía tiempo que había sonado la voz de “sálvese quien pueda”, con la consiguiente desbandada general que mi pobre madre intentaba inútilmente mantener conexionada, negándose a aceptar la dura realidad de su fracaso.

Con esos mimbres como es de imaginar, lo último que pensaba era en quedarme a formar parte de aquel entramado del que casi había logrado, tras no pocos esfuerzos, huir al fin.

Pero la suerte estaba echada. Ya nada de eso me daba miedo.

En mi “yo” más profundo, estaba firmemente decidido a vivir otras vidas a besar otras bocas, a perder si hacía falta el camino del regreso.

Lo sentía inmensamente por mi madre, aunque también sabía que en el fondo ella lo entendía, por lo que me dispuse a dedicarle un tiempo, y tratar de obtener una ocupación normal, en la practica seguridad de que antes o después me alejaría de nuevo y quizá definitivamente de lo que hasta entonces habían sido mi familia y mis raíces .

Tras pasar unos días en Nerja donde había quedado con María la italiana, que me hizo una visita de una semana quedando encantada del pueblo, del trato, y del magnífico y primaveral sol con que a pesar de encontrarnos en pleno invierno, el tiempo nos obsequió, volvimos a Córdoba donde pasadas las fiestas, y por las razones descritas me puse manos a la obra de encontrar un trabajo que me permitiera echar una temporada por allí sin estar mano sobre mano, lujo que además no podía permitirme.

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La señora Rosa Casas, era una vecina de mi madre a la antigua usanza. Léase esa vecina casi familia, propia de los pueblos o barrios de las ciudades pequeñas andaluzas de aquella época, donde las casas de vecinos eran poco menos que comunas, y donde todo el mundo participaba de la vida de todo el mundo para lo bueno y para lo malo, con lo que esto implicaba de ventajas e inconvenientes.

Su marido José Cruz, un buen hombre simpático y típico empleado de la clase trabajadora, precisamente hacía años que no tenía relación alguna con mi padrastro, debido a una discusión que mantuvieron a expensas del trato que este me dispensaba, en la que el referido vecino se vio indirectamente implicado, a raíz de lo cual no volvió a dirigirle la palabra el resto de los años que compartieron vecindad.

Quizá y a modo de ejemplo ilustrativo de cómo se las gastaba “el tomate” conmigo, merezca la pena relatar brevemente un hecho, que por supuesto es uno más entre los muchos con los que me obsequió a lo largo de los tiempos.

Andaba yo en aquellos entonces por los 9 o 10 años, y él, mi padrastro, en pleno esplendor. Pletórico de “orgullo patrio” y mala leche, (creo haber dicho que era uno de los más fieles acólitos en ejercicio del régimen imperante).

Tenía yo por esa edad, una tal vez más que afición, pasión, por los aviones. Me encantaba todo lo referente a ellos y a su mundo, y por supuesto si alguien me preguntaba que quería ser de mayor, sin dudarlo un instante, respondía que piloto de aviación.

Había conseguido de una u otra manera, hacerme con libros, revistas, artículos etc. referentes a lo mismo, por lo que estaba puestísimo en el tema y me conocía al dedillo, clases, marcas, modelos, características, procedencias etc. de todos y cada uno de ellos.

Lo mismo que mis amigos del colegio se conocían los futbolistas o

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alineaciones de sus equipos de fútbol favoritos, yo me conocía los aviones.

Un día, el bueno del vecino José Cruz, que me tenía gran cariño ya que me conocía desde pequeño, estaba siempre con sus hijos y lógicamente sabía de mi afición, apareció con un montón de revistas antiguas, que había conseguido según dijo a mi madre, en el rastro de Madrid, especializadas en el tema de la aviación, como su titulo que recuerdo perfectamente, indicaba. “FLAPS - Revista de divulgación aeronáutica”.

Me las regaló, disfrutando él con mi cara de ilusión, que no podía reprimir ante semejante tesoro, y que para mayor éxtasis poseían en su última hoja, un recortable en cartulina por piezas, de un modelo de avión que podía recortar, pegar y montar, lo cual era ya el sumun de la dicha, que me permitió hacerme con un modelo físico y precioso de los más famosos aeroplanos habidos hasta el momento, tanto de guerra como comerciales, de los que aún recuerdo algunas denominaciones: Los magníficos Spitfire y Messermmit, británicos. Alemanes como Foke-Wulf, Junquers Ju 88 “Stuka”, popularmente llamados también “pavas”. Los rusos “Iliachin I 110” “Rata”, que tantos estragos produjeron en la contienda española y sobre el que murió nuestro más celebre piloto, el comandante García Morato, en un vuelo de exhibición 3 días más tarde de haberse declarado el fin de la guerra. Los famosos cazas a reacción americanos F 86 “Sabre”, y F 100 “Súper Sabre”.

Su réplica de fabricación soviética Mig 15-16 y Mig 21. Los Tupolev comerciales. El Saeta, primer reactor diseñado y construido en España etc.

Y en los de combate, junto al modelo, un pequeño recortable con la cara de los pilotos que habían sido más famosos con cada uno de ellos: Von Ritchoffen, “El Barón Rojo”, amo y señor de los cielos durante la segunda Gran Guerra, García Morato...etc. ¡una gozada...! para mi era un auténtico disfrute.

Todos los ratos libres de que disponía, los dedicaba al montaje

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emocionado de mis aviones, y una vez que lo tenía, colocaba cada modelo con exquisito mimo, sujeto por un hilo y un alfiler a propósito, encima del cabecero de mi cama en la pared, la cual se iba cubriendo poco a poco de las vistosas maquetas, para disfrute mío y por consiguiente de mi madre que como todas las madres era feliz con que yo lo fuese.

“Él”, hasta la presente, sólo había hecho algún comentario en su habitual tono “amable” sobre, para que cojones quería tanto avión y tanta leche, lo que ya suponía un triunfo para lo que cabía esperar y a lo que estábamos acostumbrados.

Una vez tuve todos los aviones montados y colocados, lo cual me llevó varios meses, pues lo hacía cuando podía, al margen de mis obligaciones colegiales, invité a algunos de mis amigos más allegados a venir a verlos a mi casa un sábado por la tarde.

Salí después de comer a encontrarme con ellos en el pequeño parque que había detrás de mi casa, y tras quedarnos un rato jugando y charlando decidimos acercarnos a ver la colección de la que tanto les había dado la matraca, y que según yo, dejaba “mamando” al museo del Prado.

Cuando pude advertir que “el ogro” se iba a echar la tarde a su primer hogar, La guardia de Franco, como era habitual, subimos a mi casa en la 3ª planta mis colegas y yo.

Nos abrió la puerta mi madre, roja como la grana, y con los ojos arrasados en lagrimas. Dijo a los chicos que me acompañaban con voz entrecortada, y a los que ella también conocía, que se marcharan que tenía que hablar conmigo; estos intuyendo que algo ocurría dieron media vuelta desapareciendo y dejándome solo con ella.

Había un fuerte olor a quemado en toda la casa.

Mi padrastro había arrancado todos los aviones de donde se encontraban, y junto con las revistas, los había rociado con gasolina en la pila del lavadero, y los había quemado hasta convertirlos en las

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pavesas que revoloteaban tristemente por la casa como testigos mudos de la vil acción ...

Aunque de hechos como ese y algunos peores, estuvo jalonada toda mi vida de entonces, fue ese uno de los días que recuerdo más tristes de toda mi niñez...

El vecino Pepe Cruz, cuando supo lo ocurrido, tras una violenta discusión en la que llamó literalmente hijo de puta y cobarde a mi padrastro y estuvo a punto de llegar a las manos, terminó diciéndole que no volviera en su vida a dirigirle la palabra.

Ambos vecinos, conocían nuestra vida como nosotros la suya, y habían seguido mis peripecias con todo detalle.

Por aquellos tiempos, la Sra. Rosa que frisaría los 40 años, poseía un magnifico porte y una cierta elegancia innata, había conseguido trabajo en una compañía denominada “Occidental de Capitalización S.A.” que se dedicaba a vender lo que entonces se llamaban Títulos de Capitalización. Una especie de sistema de ahorro con unas condiciones infames, pero que con la habilidad comercial característica, se habían disfrazado con una cantidad de ventajas aparentes que si uno no se detenía a desmenuzar el producto, entraba por los ojos, sobre todo al segmento de mercado al que iba dirigido, principalmente clase media y media-baja, normalmente desprovista de una sólida formación y a la que era fácil embaucar con una hucha de plástico roja que se regalaba con cada operación, aludiendo a La Campaña Nacional del Ahorro, publicidad efectuada por el gobierno del Régimen, que la Compañía en cuestión se atribuía como propia. O explicando, que el cartero recogía cada mes de la hucha el “dinerito que usted había ido ahorrando cada día”, cuando en realidad lo que te llegaba era un vulgar reembolso, que si no atendías te hacía perder los derechos sobre el resto del dinero ya entregado.

La compañía en cuestión, astutamente, había diseñado un sistema de venta formado por grupos de chicos y chicas comandados por

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Jefes de Grupo (eso era la Sra. Casas) y que en un autocar de la empresa, “peinaban” los pueblos de la provincia que constituían el mercado más asequible, uno tras otro, haciendo estragos con la venta de los dichosos títulos, de cuyos detalles los propios vendedores eran los últimos en enterarse, convencidos de que los argumentos de que se valían para su venta, eran el mismísimo evangelio.

Cuando me propuso que me uniera a uno de aquellos grupos, no me lo pensé, y tras pertrecharme de chaqueta y corbata que era un uniforme con el que jamás me había disfrazado, y dedicar unas tardes a mi formación teórica como comercial de aquel negocio que como es de suponer a mi me sonaba a chino, me incorporé al grupo, más atraído por el ambientillo de gente joven (más chicas que chicos) que se respiraba, que por las posibilidades reales que yo me veía para aquella gestión.

Pero la verdad es que me equivoqué, y aunque suene presuntuoso era rigurosamente cierto.

Aquello se me dio de perlas y le tomé un “vicio” que le endosaba un título de capitalización a cualquiera que osara mirarme. Hasta el extremo de que las chicas de mi grupo (siempre salíamos a trabajar en parejas) se echaban a suertes quien salía conmigo, no por lo guapo que fuese, si no porque prácticamente tenían la producción del día asegurada.

El tema era divertido y productivo, pues como decía, cada día nos desplazábamos a un pueblo de la provincia en torno a 40 jóvenes, que además de trabajar hacíamos de la jornada una juerga de la que todos participábamos y disfrutábamos.

Dos o tres meses después de haberme iniciado en aquel trabajo, y aunque suene presuntuoso decirlo así, prácticamente me había hecho el amo. Era él que más vendía con mucha diferencia sobre los demás, por cuyo motivo, la empresa me ofreció montar una sucursal en Jaén capital, y organizarla y dirigirla yo.

Como era natural, en aquel río revuelto, un pescador como yo algo

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tenía que pescar, y tras varios escarceos breves, coloqué mis trampas a una “chiquita piconera” llamada Mati Angulo, a la que no tardé en seducir ayudado de mis malas artes y mi “tupé” famoso que tantas tardes de gloria me facilitó en aquellos ruedos.

Era Mati por entonces, una veinteañera típicamente cordobesa tanto en la forma como en el fondo. No muy alta, delgadita y “pechugona”, guapa de cara, en la que destacaban unos ojazos negros del estilo clásico que han hecho legendarias a las mujeres originarias de la Ciudad de los Califas.

Sus conceptos también del mismo corte clásico y conservador, eran ejercidos con rigor por la moza que no dudaba en poner freno a mis bríos, a lo que yo aunque fuera lo normal en la época, no estaba acostumbrado, pues por mis particulares circunstancias siempre me había desenvuelto en ambientes más liberales, y chocaba una y otra vez con su profunda convicción de que debía a toda costa llegar virgen al Altar.

Nos hicimos lo que por entonces se denominaba novios formales, con lo que ella frecuentaba mi casa pero yo no la suya, creo que en el fondo porque quizá instintivamente, algo en mi rechazaba todo lo que me sujetara con cierta firmeza, y ella aunque era una guapa y buena chica, no ejercía suficiente influencia, como para contrarrestar en su favor mi eterna querencia a huir de aquel entorno.

Mantuvimos durante los meses que estuve allí, una relación de claro/oscuros a la que yo no auguraba mucho porvenir, pues además de su personalidad clásica y estereotipada, había detalles que estaba cada vez más seguro que no soportaría.

Una tarde paseando por los jardines del Alcázar de lo más acaramelados, como gesto amable y galante, corté una rosa roja de las muchas que había por nuestros alrededores y se la ofrecí con un leve beso y un comentario cariñoso. Ella la tomó con una sonrisa complacida, la olió, y tres minutos más tarde la dejaba en el alfeizar de una ventana.

Recuerdo que el gesto me llegó al alma.

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Probablemente fuese algo considerado una nimiedad por la mayoría de los mortales, pero para mi simbolizaba toda una manera de ser, toda una sensibilidad.

Fue el principio del fin.

El final... no sé si atreverme a contarlo aquí... pero, ¿por qué no...? en definitiva forma parte de mi historia.

Habíamos quedado por la tarde en mi casa, donde casualmente no habría nadie ya que mi madre tenía previsto salir, (no estaba fríamente calculado por mi aunque lo pudiera parecer). Como era natural en tales circunstancias, diez minutos después de su llegada, estaba “atacándole” a fondo pretendiendo a toda costa sobrepasar el límite conseguido hasta la fecha, que no pasaba de ser algún morreo y algún que otro restregón.

Ella que tampoco era de plástico cedía terreno lentamente, llegando tras un rato grande de ardua lucha, a situarme en el umbral de desposeerla del sujetador de cuello alto que protegía sus virginales e inmaculados senos, de las lascivas y pecaminosas miradas y manoseos de un libertino pecador como yo.

Ya que la mía no se encontraba por allí, acudió a echarme un cabo la madre naturaleza, colaborando decisivamente a vencer los últimos restos de resistencia que aún mantenían a la casta Mati impoluta e inexplorada, con lo cual... ¡al fin! dejó caer la referida prenda a los pies del sofá que utilizábamos como campo de batalla, permitiéndome ser el primer afortunado mortal que contemplaba tan afanosamente guardada, parte de su anatomía.

Pero cuando tan anhelado acontecimiento ocurrió, la sangre, que por cierto se hallaba concentrada reforzando determinadas zonas imaginables de mi cuerpo, se me quedó helada en las venas.

¡No lo podéis imaginar!... no es fácil...

¡Tenía más pelos en el pecho que yo...! Como lo digo... y... para no mentir... no es que tuviera muchos, pero en la “aureola” de cada

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pezón, tenía 6 o 7 pelos largos y negros como clavos, y entre los dos pechos, en el famoso “canalillo” otro puñadito parecido. ¡Coño... era como un legionario...!

Yo no podía dar crédito a tan inesperada sorpresa. Y no se trataba en absoluto de una chica descuidada, poco aseada, ni nada parecido, pero... ¿es que no había por entonces pinzas de depilar... o querría hacer honor a la famosa frase de “mujer peluda mujer cojonuda”?

Yo quise evitar la gracia fácil de considerarla una “mujer de pelo en pecho” pero como se podrá imaginar fue una prueba que no logré superar, y aquella misma tarde quedó nuestra relación vista para sentencia, no recuerdo con que excusa pero lo que estaba claro era que. Lo de la rosa... pase... pero lo de los pelos del pecho era demasiado para mi.

Días después y tras llevar a cabo los acuerdos previstos con la empresa. Búsqueda y montaje de local y demás pormenores al efecto, trasladé mis reales a la ciudad de Jaén, dispuesto aunque no profundamente convencido, a iniciar una nueva etapa de lo que podría ser el comienzo de una vida civilizada.

Se trasladó conmigo como colaboradora y persona de confianza, una de las Jefes de Grupo que había en Córdoba llamada Juanita Sánchez.

Era Juanita cuatro o cinco años mayor que yo, no especialmente guapa de cara pero si con estupenda figura y a la que yo no supe valorar como mereció desde el principio.

En el trabajo era mi mano derecha y de una eficacia y fiabilidad extraordinaria, y en el aspecto personal compartió conmigo, cama mesa sentidos y sentimientos, hasta donde yo quise ofrecerle, sin que jamás me pidiera ni tan siquiera me insinuara nada a cambio.

Desde el primer día, y por durante los dos primeros meses compartió habitación conmigo en el Hotel Xauen, cuyo gasto corría a cargo de la empresa, y formaba parte de mi negociación con la misma, y a partir de entonces alquilamos un pequeño apartamento

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sufragado al 50% que ella no dudó en aceptar.

Fue de principio a fin de una generosidad y lealtad para conmigo encomiables, y jamás, como digo, le oí un reproche una queja ni ningún otro tipo de reivindicación.

Llegamos a montar un grupo de 21 chicas, pues yo como buen sultán me fiaba más del personal femenino. Sin embargo a medida que iba descubriendo y sufriendo en mis propias carnes las consecuencias de la falta de rigor del negocio, me iba desengañando de que fuera eso lo que yo quería para mi futuro

Además y tras los primeros meses de novedad, echaba en falta en falta mi vida anterior. Mi gente, mi mar, mi sol, mis aventuras y mi libertad.

Los fines de semana me iba siempre a Córdoba con lo que tenía más que contenta a mi madre, y disfrutaba de la compañía de mis entrañables amigos Rafael Serrano y Rafael Carlos Moreno, pero el gusanillo de la huida, de nuevo había prendido en mi corazón.

Juanita se ocupaba casi por completo de los grupos y parte comercial del trabajo, y yo en el Santa Santorum de la oficina, de seleccionar y formar nuevos agentes ya que de estos había una fuerte rotación y “la fábrica” no podía detenerse.

También como responsable, debía enviar todos los días las cuentas acompañadas de una transferencia con la recaudación cosechada a la central de la empresa en Barcelona, por lo que me resultaba imposible atender las peticiones que con más frecuencia de lo deseable, se producían por clientes, que una vez que reflexionaban o lo consultaban con sus maridos (se vendía mucho a amas de casa) o distintas razones, daban marcha atrás y solicitaban la anulación de la operación realizada y consecuentemente la devolución del mes anticipado que habían hecho efectivo, y aunque muchas de ellas eran frenadas por la secretaria administrativa, que adiestrada al efecto, me hacía de perro guardián y adecuado filtro, otros tantos exigían vérselas con “el jefe”, habiéndose convertido esta, en la más incomoda y desagradable de las gestiones a realizar por mi como

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responsable visible del negocio, ya que me era imposible hacer efectiva la referida petición, que en modo alguno era consentida por la Dirección, y ante cuya actitud, como es de suponer, se producían todo tipo de reacciones y no todas ellas especialmente sosegadas.

Con Juanita

Con uno de los grupos

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Con Rafael Carlos Moreno

Rafael Serrano y Remedios, Mati y yo

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Una de aquellas tardes se presentó en la oficina con la huchita roja y la copia del contrato en la mano, hecho un basilisco, un camionero de Andujar de 1,80 x 1,80 dispuesto a recuperar por las buenas o por las malas las 1.500 ptas. que su mujer había anticipado ya como primera cuota, un par de días antes.

Se pasó por el arco del triunfo a la secretaria y sus explicaciones, y abrió sin llamar la puerta de mi despacho, increpándome explícitamente sobre si yo era “el mierda del jefe” de aquel “mierda de negocio”.

Yo que tampoco estaba demasiado seguro, le dije un tímido “si”, ante lo cual él, babeando visiblemente por los colmillos desenfundados que exhibía, dispuesto sin ningún reparo a hincármelos directamente en el antebrazo, me dijo, mordiendo probablemente para entrenarse, las palabras: Me van a devolver ustedes ahora mismo, manada de sinvergüenzas, hasta la última peseta que le han sacado a mi mujer, o se las van a gastar en medicinas.

Convencido de que esta parte de mi historia debería encuadrarla en las “desventuras”, aún me arriesgué oponiendo una leve resistencia a aquel otro tiburón de asfalto, que nada tenía que envidiar a los que en alguna otra ocasión me había visto las caras en mi otra vida marinera.

–¡Oiga caballero! –exclamé con un hilillo de voz...

–¡Que caballero ni que cojones...!– gritó desaforado el energúmeno recorriendo con la vista la pequeña estancia buscando no sabía yo que.

Desde que habíamos inaugurado la oficina, probablemente intentando mantener cerca un trozo de mi reciente pasado, conservaba sobre una mesa auxiliar baja que había en mi despacho, una clásica pecera redonda que al principio estuvo ocupada por varios ejemplares de los típicos peces rojos y rojos y blancos, y que salvo uno, (siempre el mismo) se iban muriendo de aburrimiento y yo reponía periódicamente, hasta decidir quedarme con el sobreviviente en exclusiva, que finalmente era el que más lo merecía

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dado su empeño y fidelidad. Como era pequeño y un tanto esmirriado, a pesar de su resistencia no me había parecido llamarlo Hércules, por lo que lo había dejado en “Herculito” que también le hacía justicia pero me parecía más propio.

Pues el troglodita en cuestión, como adivinando mi parte más sensible, tomó la pecera entre sus zarpas estrellándola seguidamente contra el suelo con el consiguiente desparrame de agua y cristales y la desaparición de “Herculito” que yo con la tensión del momento no atinaba a encontrar antes de que fuera demasiado tarde.

Al fin y atendiendo por instinto su muda voz de socorro, di con él bajo la mesa y depositándolo con mimo sobre la palma de mi mano izquierda, me dispuse de inmediato a buscar un vaso con agua que remediara los jadeos cada vez más profundos y acelerados, que indicaban que estaba a punto de quedar para la merienda del gato de la señora de la limpieza.

En un intento por despertar los más nobles sentimientos del rudimentario “as del volante”, extendí la mano mostrándole la consecuencia de su irreflexiva acción, de tal forma que podía contemplar sobre la palma al pobre pescadito entre postreras convulsiones.

Probablemente él, no dando crédito a que después del zafarrancho que estaba montando, a mi lo que más me preocupara fuera la salud del escamoso animalucho, rechinando los dientes y exclamando un improcedente: “a tomar por culo el pescao”, me arreó con su mano grande y peluda un guantazo sobre el envés de la mía que hizo que el pobre “Herculito” se dejara los sesos pegados en el techo.

Comprobando pues que el fulano aquel no se andaba con miramientos, lo frené como pude entregándole por supuesto sus “1500 de vellón” y disponiéndome al día siguiente a pedir la baja en aquel negocio que decididamente me quitaba más que me daba y ya había llegado a mi límite.

Aquello coincidió con una fuerte discusión que mantuve una vez más con “el tomate” (mi padrastro), que aunque esta vez y sin que

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sirviera de precedente, casi tenía razón, la perdía por la forma y el modo ofensivo en que decía las cosas, aunque lo cierto es que el tema tuvo su gracia por lo cual me permito relatarlo aquí.

Entre los innumerables defectos y fealdades que lo adornaban, tenía también la de vago integral, de lo que era campeón de Europa y aspirante máximo al titulo mundial que estaba aún por concederse.

Había días que con cualquier excusa no asistía al misérrimo trabajo que por entonces desempeñaba, (regentaba una portería) y aquel había sido uno de ellos.

Le encantaba quedarse todo el día en la cama, leyendo una tras otra, novelas de Marcial Lafuente Estefanía, y mangoneando a distancia a mi madre que no daba abasto en atenderlo y servirle.

Ese día, como digo, aludiendo que tenia conjuntivitis, se quedó en la cama para no variar, dando orden a mi madre de que le comprara en la farmacia un colirio para los ojos, cosa que ella cumplió sin dilación, pues sus deseos debían ser atendidos de inmediato por cualquiera que hubiese a su alrededor.

Le dio instrucciones para que le pusiera el referido medicamento en los raquíticos ojillos que se gastaba, y seguidamente se los cubriera con gasa y una venda ya que iba a dormir y así le haría mayor efecto.

Mi madre desde su habitación, me pidió que le acercara el producto que se hallaba sobre el aparador, y yo sin reparar detalladamente en lo que le daba, le acerqué un pequeño tubo que ella tomó también mecánicamente vertiéndolo y extendiéndoselo bien por los ojitos, y colocándole su protección encima.

Pero... ¡ay de mi...! ¡El tubo que le había dado era el de pegamento Ymedio que había confundido con el colirio! así que, ¡le había pegado los dos ojos...! bueno, los párpados...

Se puede uno imaginar el panorama a la mañana siguiente.

Era imposible separarlos a pesar de la enorme cantidad de muecas

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y gestos de todas clases con que nos deleitó inútilmente, el consiguiente cabreo del “invidente”, y el descomunal “descojono” mío y de mi madre que aunque en silencio aprovechamos que no nos veía para troncharnos delante de sus narices.

Se pasó las dos horas siguientes despegándole los ojos con agua caliente y dejándolo sin una sola de sus “sedosas” pestañas con lo que al final había cambiado su parecido con un tomate por el de hermano gemelo de un lechón.

Arreglé el tema, para que al frente del negocio se quedara Juanita a la cual sobraba capacidad para ello.

El día de mi despedida sin un mal gesto ni una lágrima, serena la mirada y firme la voz, me dijo:

Los dos sabíamos que este día tenía que llegar. Adiós, que tengas toda la suerte que mereces.

Era una chica corriente de un barrio de Córdoba, pero tuvo el comportamiento y la categoría de una gran dama.

Te deseo de todo corazón que la vida haya sido contigo todo lo generosa que tu fuiste conmigo. Gracias Juanita, donde quiera que estés.

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Tras convencer a mi madre de mi decisión irrevocable de volver al mar al menos durante un tiempo, tomé con enorme ilusión de nuevo mi viejo y curtido en mil batallas saco marinero, y fiel a mis principios me lancé de nuevo a la aventura del auto-stop hasta Valencia, donde nuevamente como en los viejos tiempos me embarcaría hacia Palma.

Como es de suponer no había perdido el contacto con mis antiguos compañeros de fatigas, que ya celebraban mi regreso un tanto desencantado de mi efímera incursión por la vida que los demás llamaban civilizada y que a mi por el momento no me había deslumbrado.

Casualmente hablando con Pau días antes, me comentó que en el astillero se había recibido una carta a mi nombre que a él le parecía que era de “la francesa” (como él la llamaba) porque venía en sobre “de avión” y en el matasellos ponía Hong-Kong.

Aunque yo tenía ese tema más que olvidado, debía reconocer que ahora ya más por curiosidad que por otra cosa, pero no me era indiferente, por lo que era una razón más para estar deseando ver aparecer las agujas de la catedral de Palma en el horizonte.

Esto ocurrió coincidiendo con el amanecer tras toda la noche navegando, y a las 8 de la mañana me encontraba abrazando a Pau, (Chelo estaba embarcado no se sabía donde) que había venido a recogerme a la estación marítima.

Tras ponernos mutuamente al corriente de lo acontecido en mi ausencia, Pau nuevamente me ofreció la posibilidad de quedarme a bordo del “Orión” que continuaba en “stand by” aguardando que su dueño se decidiera a darle el uso para el que estaba concebido, si es que algún día conseguía cerrar los frentes que uno tras otro se le iban abriendo, pues al parecer un hermano que estaba afincado en Martinica había tenido problemas importantes, por lo que él se había trasladado a esa isla caribeña donde llevaba varios meses, y en consecuencia el barco permanecía semi abandonado a expensas de que alguien le proporcionara alguna utilidad.

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Indudablemente yo estaba más que dispuesto a ser ese alguien, aunque bien sabía que me costaría, como mínimo, ponerlo al día en cuanto a limpieza y orden, lo cual no me molestaba en absoluto, pues ya lo tenía por costumbre y en el fondo me gustaba ver como el barco en un par de días de atención recuperaba el “tono vital” y se convertía en un ser vivo que agradecía los cuidados que le proporcionaba.

A pesar del aspecto descuidado que ofrecía me alegré de pisar de nuevo su cubierta sintiéndome como en casa. El interior “cantaba” aun más el manifiesto abandono, por lo que antes de acercarme a ver al resto de la gente, me entretuve un rato en desmontar el toldo y la capota que protegía parte de la timonera a fin de que se ventilara y entrara aire fresco.

Me acerqué hasta la oficina del astillero acompañado de Pau, y tras saludar a toda la gente que conocía, este me presentó a una chica nueva que había entrado a trabajar en administración después de marcharme, Nuria, una mallorquina monísima, delgadita y alta, morenita y sonriente, y a la que miré con especial interés. Tras los saludos pertinentes me entregó la carta referida por Pau, a la vista de la cual que efectivamente era remitida por Valerie, no pude evitar un cierto nerviosismo e interés por conocer su contenido, lo cual prefería hacer sin espectadores.

Me alejé hasta el final del espigón sentándome frente al mar en uno de los grandes dados de cemento que formaban el muro de contención de la primera dársena del puerto.

Era una hoja de papel celeste cuyo contenido me puso un nudo en la garganta.

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Decía así:

Queridísimo Antonio.

He sabido por Cristine que estuviste en Hong-Kong, y ¡que pudiste verme...! No podía creerlo. Que estuvieras tan cerca de mi y no me hicieras saber de tu presencia.

Lo hiciste bien, pues no hubiera podido evitar correr hasta tus brazos.

Sé que no he sido leal contigo, y por eso te ruego que me perdones.

Fueron muchas las circunstancias y ahora difíciles de explicar. Espero que lo comprendas.

Deseo que prevalezcan en tu mente los maravillosos tiempos que pasamos juntos, pues en la mía, tu recuerdo permanecerá siempre unido a los momentos más hermosos de mi vida.

El mar, el sol, la risa, la aventura, la juventud, la libertad, el sexo, el amor...

En mi corazón siempre habrá un lugar especial para ti que nunca nadie podrá ocupar.

Ahora tengo una preciosa hija y un buen esposo a los que amo.

Deseo con toda mi alma que seas feliz.

Tuya.

Valerie

Me quedé un rato absorto donde me encontraba con la mirada perdida en el océano que se extendía frente a mi. No estaba triste... estaba como ausente.

Un tropel de recuerdos acudieron a mi mente como si reviviera un sueño, como si recuperara una historia vivida por otro protagonista o en otra dimensión. Probablemente mis mecanismos de autodefensa que en tantas ocasiones me habían dado muestras de su perfecto

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funcionamiento, una vez más habían levantado un muro a mi alrededor aislándome de lo que me hacía sufrir. Mi pensamiento voló un momento hasta los “Poemas de Amor” de mi poeta favorito.

... Ya no la quiero es cierto...

pero cuanto la quise...

es tan corto el amor y es tan largo

el olvido...

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Estaba contento de mi vuelta. Aquel era más “mi mundo”.

Me sentía más seguro recibiendo el sol directo en la cara que tamizado a través de una cortina de “hilo de Escocia”. Sintiendo la brisa del mar sobre mi cuerpo desnudo, que el aire acondicionado del mejor despacho. Protegido del frío por mi viejo chaquetón marinero, que por el mejor abrigo de “Cachemire”. Ostentando el record de contador de gaviotas, que el de vendedor de títulos de Capitalización a incautas amas de casa. Y prefería temblar ante las fauces de un “gran blanco” en un islote de Las Chagos, que ante un iracundo camionero que con toda la razón se mostraba dispuesto a arrancarme la cabeza por muchos argumentos legales que le diese.

Tras acercarme a “La Caracola” y saludar a la Sra. al Sr. Paco y al bueno de Jordi que se mostraron encantados con mi vuelta, me pasé por el Náutico haciendo tiempo para comer con Pau con quien había quedado en el bar del astillero.

Me encantó comprobar el afecto con el que la gente conocida me seguían recibiendo tras mi ausencia. Joan “el ahogado”, trasgrediendo por un momento su timidez característica me obsequió con un emocionado abrazo y un expresivo ben vingut chiquet ante todos sus compañeros, que viniendo de él era mucho más de agradecer, pues aunque era una excelente persona poseía la misma expresividad de un caracol.

Por fin llegó Pau y nos acercamos hasta el “Bellver” donde preveíamos estar más tranquilos.

Le conté con detalle mi experiencia en la vida civilizada y mis ansias por volver. Le expliqué también mi idea de buscar algún trabajo que aunque fuese más duro me permitiera ganar más dinero en poco tiempo y quizá montar algún pequeño negocio o probar algún otro trabajo con una cierta tranquilidad. El me escuchaba pacientemente y poco antes de terminar se nos unió Joan visiblemente contento de mi vuelta.

Fui caminando hacia el “Orión” acompañado por Joan que me sorprendió diciéndome que no tenía que trabajar por la tarde y que

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me ayudaría a poner a punto el barco.

Joan del que he hablado poco a lo largo de esta historia, era un hombre de cuarenta y pico años por entonces, más bien bajito y magro de carnes, de poca acción y menos palabras.

Permanecía soltero y creo que “entero”, y vivía con su madre en un barrio de la periferia de Palma al que se habían venido desde su pueblo natal, Felanitx, hacía años.

Era un típico mallorquín de pueblo de la época, desertor de la azada y marinero ocasional, con nula experiencia aparte de la temporada en el “Artemisa”. Introvertido y huraño, poco relacionado incluso con sus propios compañeros del astillero, y que desde el incidente de su casi ahogamiento, me mantenía una fidelidad perruna, si bien era incapaz de manifestar sentimientos más allá de una sonrisa vaga, la mayor parte de las veces injustificada. Ni siquiera hablaba ni entendía correctamente otro lenguaje que no fuera el suyo. De ahí mi sorpresa cuando me anunció su colaboración que de alguna forma le obligaba a mantener un “cara a cara” conmigo lo cual él habitualmente rehuía creo que por pura timidez .

Sin embargo yo sabía de la gran veneración que sentía por mi persona, y en repetidas ocasiones lo había sorprendido observándome embobado, lo cual disimulaba de inmediato en cuanto se sentía descubierto, visiblemente nervioso y azorado.

Como esperaba, tras un rato de darle brillo al barco y sudar la gota gorda, se decidió a abordarme y me dijo compungido, que en el astillero había poco trabajo y que hacía mucho tiempo que había pensado, si no me importaba que viniera conmigo a “correr mundo”, (con esa expresión) como yo solía hacer solo o con Chelo.

La verdad es que era un tema que no me favorecía, pues ir en compañía aunque por una parte implicaba algo más de protección y compartir soledades, también aparejaba el inconveniente de que me restaba libertad y me obligaba a buscar trabajo para dos, con lo que esto mermaba de posibilidades.

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Además con Chelo por afinidad y por simpatía, compartía cosas que con Joan serían imposibles, pues en los años que hacía que nos conocíamos nunca habíamos cruzado más de una docena de palabras seguidas, y aunque como digo, sabía de su devoción por mi, tampoco necesitaba yo un fans incondicional, a cambio de llevarlo en la chepa a todos lados... y encima mudo.

No obstante todos estos razonamientos que me hice a mi mismo en segundos, no me atreví a decirle que no, ni a ponerle el menor inconveniente, pero si le expliqué que estaba dispuesto a buscar un trabajo mejor pagado aunque fuese más duro como me había oído contarle a Pau. Él tras mi alocución que yo pretendí que fuera lo más razonada y clara posible, mirándome con la misma cara que un sabueso que espera que le arrojes lo más lejos posible un trozo de palo para devolvértelo entre saltos y ladridos, me dijo babeando:

–¿Pero de buzo...?

La pregunta como es de suponer me dejó descolocado...

–No Joan, disfrazado de tu hermana la chica, me dieron ganas de contestarle.

–Que buzo ni que niño muerto Joan... de lo que sea, en algún barco que haga alguna travesía rara, o pesquero, o velero que vaya al infierno... no se... los bacaladeros balleneros o cangrejeros creo que están meses por esos mares y ganan un dineral... algo así, no se decirte que exactamente, pero diferente y mejor pagado de lo que he hecho hasta ahora... ¿me entiendes...?

–... ¿Las ballenas muerden...? –me dijo para acabarlo de arreglar con una cara de “inteligente” que me hizo creer que no lo había sacado a tiempo cuando el accidente del puerto.

–Muerde tu puta madre Joan. –dije sin poderme contener e intentando que no me oyera sin saber seguro si lo había conseguido.

Decidí dejarlo por imposible aunque sabía que eso no me liberaba del problema, pues él ya contaba con mi aceptación a llevarlo de

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“escudero” y yo cuanto más lo pensaba más claro veía que era imposible que aquello saliera bien, y precisaba aclararlo de inmediato, pues era capaz esa misma tarde de despedirse del astillero y de su madre.

Pensé como siempre pedirle ayuda a Pau, para lo cual me encaminé hacia el astillero donde me imaginaba que lo encontraría, seguido de mi “fiel escudero”, que le faltaba un aro y una piruleta para sentirse tan feliz como yo desgraciado, ambos por el mismo motivo.

Encontré a Pau con Armengol, y aproveché que Joan se había entretenido con “el Gallego”, para comentarles el tema a lo que ellos divertidos, me recomendaron al unísono que me diera por “jodido”, pues Joan no era de los que abandonan fácilmente una presa.

–A no ser que se lo digas a las claras –me dijo Armengol.

–Y en lo del trabajo tiene razón, posiblemente se quedará libre dentro de poco, así que por nosotros no lo hagas... puedes llevártelo sin problemas.

Finalmente Pau me dijo que él le comentaría algo lo cual me tranquilizó un tanto.

Unos días después me embarcaba rumbo a Barcelona, a bordo de un precioso, nada más y nada menos que, “Sparkman Stephens 47”, lo que equivale a decir uno de los veleros clásicos deportivos, más hermosos de cuantos han surcado los mares. Propiedad de un ricacho catalán, D. Frances Puig, que lo había cambiado por un “Belliure 50” que habitualmente mantenía atracado en el Náutico de Palma, y Pau atendía y yo también conocía sobradamente de haber navegado con él como tripulante en alguna regata.

Se había hecho con esa joya en Inglaterra y estaba impecable, enteramente restaurado como si lo estrenara. Aparejado de goleta de 2 palos, de maderas nobles de quilla a perilla, preciosa teca de primera calidad en toda la cubierta, casco impolutamente pintado de blanco con línea de flotación azul marino, jarcia y cabullería nuevas,

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velas a estrenar de color crudo, y esa estampa clásica e insuperable que han hecho de los productos artesanos de esta prestigiosa marca algo exquisito e inigualable, pues si se dice que el “Swan” es el “Rolls” de la mar, el “SS” (Sparkman Stephens”), es quizá comparable a un “Aston Martín” de artesanía.

En cuanto su propietario me propuso acompañarlo, junto a dos marineros más que formaban parte de su habitual tripulación, haciendo el comentario que me llenó de orgullo, de que semejante barco merecía un buen “caña”, acepté –como no– de inmediato, emocionado con la posibilidad de probar tan excepcional pura sangre de lo que muy probablemente no volvería a tener oportunidad en mi vida.

La intención del Sr. Puig, era detenerse un par de días en Barcelona y continuar con rumbo a Génova donde se celebraba una concentración de veleros de época a la que quería asistir con otros propietarios de barcos a los que se uniría desde la capital catalana.

Joan, de cuyo marcaje no había conseguido librarme también se apuntó, si bien yo aclaré con el patrón que si en el gran puerto de Barcelona encontraba algún barco que necesitara tripulación y a mi me pudiera interesar, me desembarcaría y no continuaría con ellos, y si no era así haría lo mismo en Génova, y posiblemente Joan también hiciera lo propio, pues a esas alturas ya prácticamente me había ganado la partida.

De todas formas me guardaba un as en la manga. En Barcelona tenía, o así lo creía, a mi amiga Nana, con la cual seguramente me quedaría unos días, y suponía que él no me coartaría esa posibilidad y bien me esperaría, o decidiría volverse a Palma en el mismo barco, pero todo eso eran cábalas y suposiciones mías que podrían salir así o de cualquier otra manera.

El barco, que había sido rebautizado con el sugerente nombre de “Libertad”, se distinguía de entre todos los atracados a su alrededor como un diamante en un plato de garbanzos.

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Habíamos quedado para hacernos a la mar a las 6 a.m.. Yo al menos me sentía como un niño con zapatos nuevos.

Enfilamos la salida del puerto impulsados por el suave ronroneo del motor que dejaba tras de si una leve estela, la cual desaparecía segundos después borrando nuestro rastro sobre la superficie del mar. Desde mi posición al timón situado completamente a popa, la perspectiva que se me ofrecía era sencillamente maravillosa. A esa hora de la mañana, la ciudad tenuemente iluminada por el resplandor del amanecer, se desperezaba sonrosada y pudorosa como una colegiala.

La luz artificial comenzaba poco a poco a ser sustituida por la del sol de Otoño que adquiría tácitamente el compromiso de ofrecernos un hermoso día.

En primer plano, las figuras de los marineros del “Libertad” recortadas contra el reflejo de levante, se afanaban en el izado de las velas que a medida que abrían su blanca superficie al cielo, conseguían lo que hasta momentos antes parecía imposible... aumentar la belleza de la imagen que se extendía ante mis ojos, que una vez más transmitían a mi corazón el deseo de dar gracias a la vida.

Poco después un vientecillo fresco y suave de través, nos arrastraba fuera de la bocana del puerto en dirección a mar abierto, deslizándonos sobre la superficie rizada, mecidos por el suave cabeceo que aumentaba a medida que nos alejábamos de la protección que proporcionaba la hermosa bahía de Palma.

Era un momento mágico vivido por mi en multitud de ocasiones, y que aunque siempre era parecido, cada vez había algo que lo hacía diferente, en esta ocasión la diferencia venía claramente marcada porque mis pies estaban apoyados en uno de los objetos flotantes más bellos de cuantos se hubieran construido para ese mismo fin.

El “SS” se deslizaba con la elegancia de un cisne por la superficie del mar, mostrando su hermosa estampa en todo su esplendor.

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Superando el cabo de “Cala Figuera”, y por barlovento los de “Es Llamp” y “La Mola” desde donde una vez más, la vista lejana de la pequeña “Dragonera” nos indicaba que abandonábamos el entorno de la mayor de las Baleares internándonos en mar abierto, el cual comenzaba a dar muestra fehaciente de “La Tramontana” que para las próximas horas había anunciado el parte meteorológico de la zona. Esto se veía confirmado por la rápida bajada del barómetro, así como por los inconfundibles signos en el cielo en forma de “cirros” o “rabos de gallos” que de inmediato te remitían a uno de los oportunos refranes marineros cargados de sabiduría.

“Cielo empedrado temporal declarado”.

Con rumbo NNE, se suponía, que en no más de 20 o 25 horas arribaríamos sin problemas a La Ciudad Condal, esto sin contar que la dirección e intensidad del fuerte viento que se preveía, nos obligaba a una fuerte “ceñida”, o bien a realizar un par de “bordadas” (navegación en zigzag) que harían el viaje algo más soportable, si bien más lento al alargar la distancia a recorrer.

Pero el avispado patrón y propietario del barco, ya había previsto todas las alternativas y aprovechando que disponía de una buena y abundante tripulación, quería poner a prueba su nueva “montura” de lo cual aún no había tenido ocasión y solo sabía de sus bondades por puras referencias.

...Pues La tramontana que se avecinaba le iba a dar cumplida respuesta.

Un par de horas más tarde, el viento “a fil de roda”, (en dirección contraria al rumbo del barco) había arreciado de tal manera que en cualquiera de las direcciones posibles, la perspectiva era abrumadora. La mar hervía a borbotones y el fortísimo nordeste arrancaba jirones de espuma de las crestas de las grandes olas, al tiempo que silbaba amenazador a nuestro alrededor y nos obligaba a sujetarnos a cualquier cosa para evitar ser arrastrados al mar por la fuerza del mismo ayudado por las tremendas sacudidas que dificultaban al máximo mantener el equilibrio.

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El patrón había dado orden de “orzar” el timón a fin de “tomar por avante”, cambiar de amura, y orientar el aparejo en posición de “ceñida máxima” o de “bolina agarrochada”, (como llaman los puristas) de manera que el ángulo que forma el viento con la línea longitudinal del barco fuese el mínimo posible, unos 25º, imprescindible para que avanzáramos en la dirección deseada, lo que producía una gran escora y consecuentemente una navegación dura e incómoda, y sometía al buque a una gran tensión.

De cualquier forma no había alternativa posible, lo cual no era una sorpresa para ninguno de los hombres que formábamos la ocasional tripulación.

Durante las próximas horas, continuamos la navegación “punteando el viento”, el cual lejos de ceder en su intensidad continuó en aumento a medida que avanzaba el día.

El magnífico “SS” ofrecía un comportamiento exquisito, abordando las grandes olas con magistral equilibrio a pesar del gran esfuerzo al que iba sometido, alcanzando una velocidad más que estimable, teniendo en cuenta que la “ceñida” no es precisamente la posición en la que se obtiene mayor rendimiento.

El aguaje superaba la regala por la amura de sotavento, inundando gran parte de la cubierta, en cada uno de los tremendos pantocazos que se producían al hundir el barco su proa en los profundos senos de las olas.

El patrón, a mi juicio imprudentemente, se empeñaba en cargar más trapo izado del que correspondía, y mantenía mayor y mesana con dos rizos, además del yankee y el Génova pesado retando al temporal, probablemente obsesionado con buscar el límite, sin admitir al parecer que ni si quiera el extraordinario barco a cuyo mando se encontraba, era suficiente para resistir los envites de la mar, si esta decidía aceptar el reto que le proponía.

Ya de anochecida, el viento helado procedente de las cumbres allende los Pirineos, soplando siempre del mismo cuadrante, continuaba arreciando y poniendo a prueba a nave y tripulación,

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exigiendo de uno y otros el gran esfuerzo y pericia que por el momento demostrábamos.

Grandes masas nubosas grises y amenazantes, nos precedían casi a ras de agua empujadas por el mismo elemento que llenaba nuestras velas, arrancaba espumarajos de las crestas de las olas y silbaba siniestramente a nuestro alrededor.

El orgulloso Eolo, probablemente ofendido por la osadía del insignificante mortal que se había atrevido a desafiarlo y poner en duda su autoridad, se disponía a realizar una pequeña demostración de “músculo” y colocar a cada uno en su posición correspondiente.

Navegando “de bolina” durante toda la noche, y tras un par de “bordadas” que nos permitieron avanzar de forma notable en la dirección deseada, el tremendo ventarrón que no había cedido un ápice en su intensidad, entrando ahora racheado, roló algunos grados al N. obligándonos a realizar un nuevo cambio de amura del velamen y una nueva “trasluchada”que nos permitiría tomarlo más abierto, casi de través, con la consecuente mejora en las condiciones de navegación.

El patrón, tras advertirnos de la maniobra, me ordenó orzar el timón a fin de que el barco tras pasar un momento por la proa al viento, “virase por avante”, con tan mala fortuna de que en el momento del cambio de amura, el barco clavó la proa en un profundo seno, atravesándose a la mar, al tiempo que una fortísima racha lo sorprendía al emerger, produciendo un enorme “gualtrapazo” de la “mayor” que hizo que esta, tomada a la contra por la fortísima racha, con gran sorpresa de todos los presentes, se partiera de arriba abajo, produciendo un chasquido sordo y una gran impresión al personal que observábamos con estupor como la gran vela rasgada de puño a puño, dejaba escapar el viento por entre las deshilachadas dos partes en las que la tremenda fuerza de este, ayudado por la desafortunada maniobra habían convertido la resistente lona.

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Farfullé entre dientes un comentario sobre el exceso de trapo que ya me parecía a mi que cargábamos... pero donde manda patrón...

Nos tranquilizó un tanto, que este nos aclarase poco después, que la vela en cuestión no pertenecía al juego sin estrenar que guardaba en el pañol de proa, sino que formaba parte de las antiguas que traía el barco, y que él había montado para efectuar pruebas, y que al parecer estaban bastante gastadas, lo que de alguna manera justificaba, aunque relativamente, el incidente sucedido.

De cualquier forma lo que a mi menos me importaba era el costo de la vela nueva o vieja, sino el borrón que el incidente suponía en mi honrilla marinera y en mi inmaculada hoja de servicios.

Me consolé pensando que yo no estaba al mando y solo obedecía ordenes. Pero en fin... no todo el mundo podía presumir de haber roto la mayor de un magnifico “Sparkman Stiphens” cruzando una Tramontana con 60 nudos de viento.

Se decidió no cambiar la vela ya que con aquel temporal, su sustitución sería una maniobra harto complicada, por lo que tras arriarla y aferrarla a su correspondiente botavara, continuamos la navegación con la mesana con dos rizos, (no le quedó al patrón el cuerpo para nuevos retos) y un “tormentín” (foque pequeño) como vela de proa.

Varias horas más tarde el viento comenzó a caer, al tiempo que el rápido ascenso del barómetro indicaban la mejoría de la climatología, con lo que ya en condiciones más normales, arribamos a la Ciudad de Barcelona con la sensación de no haber estado del todo a la altura de las circunstancias, pues sabido es, que no es mejor marino el que más arriesga, si no el que mejor resultado obtiene con el menor riesgo posible.

Yo tenía la sensación de no haber aprovechado bien las extraordinarias cualidades que me constaba atesoraba el fantástico “SS”, pero una vez más se cumplía el dicho de que “la vida da pan a quien no tiene dientes” y el afortunado propietario de aquella joya, había comprado una marca de la que presumir y producir envidia a

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sus congéneres, y no un ser vivo al que hay que tratar, mimar y conocer a fondo, antes de pedirle, no exigirle, que te de todo lo que lleva dentro.

Pero en fin... la vida está llena de situaciones mucho más injustas que esa, así que... otra vez sería.

Una vez en la Ciudad Condal, comuniqué al Sr. Puig mi intención de desembarcarme e intentar cambiar de rumbo y tentar de nuevo a la suerte, por lo que acompañado de mi fiel escudero Joan, me despedí deseándoles mejor regreso que el cante que habíamos dado a la venida. Aunque de todas formas, si no encontraba nada de mi interés volvería antes de que ellos zarparan y continuaría hasta Génova.

Le había advertido a Joan, que en Barcelona probablemente lo dejaría solo un par de días que intentaría pasar con Nana, la hija de Cucho el dentista, con la cual había mantenido la amistosa relación iniciada durante el accidentado viaje a Columbretes, continuada a fondo en el regreso a Puerto Pollença a bordo del “Albatroz”, y aumentada durante los dos viajes que realicé a Barcelona a lo largo de la negociación con la dirección de la Cia. de Capitalización, en mi efímera incursión al mundo civilizado.

Esta, Nana, si no había cambiado en su situación con respecto a la última vez que la vi en la capital catalana, hacía una vida un tanto atípica para una chica, y para los conceptos de la época, aún siendo esto en aquella ciudad con su merecida fama de europea y avanzada, con respecto al resto de la casta España de comunión diaria y catecismo de “Ripalda”.

Vivía habitualmente con su padre, si bien disfrutaba un apartamento en el barrio gótico, que más o menos, compartía con Hans, (2,07), con quien continuaba una, cuanto menos, extraña relación, ya que las libertades que conmigo se tomaba, que yo estaba seguro no eran las únicas, según ella, no eran conocidas pero si sospechada por él, lo cual a mi no dejaba de resultarme extraño ya que cuando estaba con ella, “el larguirucho” mostraba una actitud

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posesiva y celosa, que en nada hacía pensar que estuviese dispuesto a ceder en ese aspecto, ni un centímetro de terreno voluntariamente, pero también –pensé– podría ser que se viese desbordado por la delirante emotividad que la morena, en asuntos “cameros” mostraba, (era dinamita) y que probablemente debidos a la dosis de sangre caribeña que corría por sus venas, él se veía impotente para controlar, con lo que las posibles alternativas eran o dejarlo o tomarlo, habiendo optado por esta última con todas sus consecuencias.

Telefonee sin éxito a su número en varias ocasiones a lo largo del día, y cuando había decidido abandonar contestó la llamada, mostrándose contenta y feliz de mi visita, o al menos eso me pareció.

Me explicó que había llegado el día antes de París, y tras pensarlo y con algunas dudas, me invitó a pasar por su apartamento al día siguiente sobre las 11, lo cual me vino de perlas ya que me convenía descansar de la paliza del viajecito y de la que me esperaba, pues había que ver como se las gastaba ella para esos menesteres, y no quería yo de ningún modo, quedar tan descontento de mi actuación como en la del barco que tan amargo sabor me había dejado.

Tras cenar en una tasca de la calle Escudellers, cercana a Las Ramblas, acompañado del inevitable Joan, nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones en un discreto hostal de la misma zona, no sin antes sujetar a este que se envalentonaba detrás de cada una de las muchas mozas de alquiler que abundaban por la zona.

Por la mañana del siguiente día mientras desayunábamos, yo disfrutaba ya más que del café con tostadas que tenía delante, del plato fuerte que me aguardaba en un rato, y esperaba la hora convenida con la ávida impaciencia de un sabueso que ha olisqueado ya su presa.

No me había olvidado traer como regalo complementario, las dos valvas de una enorme “nacra” (parecida a un mejillón gigante) que había sacado del fondo de la bahía de Pollença y que a ella le habían

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encantado al verlas como decoración en un restaurante, y yo me había comprometido en conseguirle.

Media hora antes de lo convenido me encontraba ya apostado cerca de su portal.

La casa era un edificio antiguo de cuatro plantas que yo ya conocía, propiedad al parecer de Cucho, el padre de Nana, y que mantenía alquilado por pisos habiéndole habilitado a ella el referido apartamento en la cuarta planta.

Minutos después pulsaba el botón 4º A del portal, (no existía creo el portero electrónico) y una vez franqueada la entrada, pasaba olímpicamente del vetusto ascensor que recordaba más lento que mis piernas, las cuales en un santiamén me habían colocado junto a su puerta aguardando impacientemente ver aparecer por ella “dos caramelos asomándose a un escote”, como años más tarde definiría una situación parecida, mi querido y admirado “Serrat”.

Efectivamente, segundos después, “una gran sonrisa rodeada de mujer” (por continuar con el símil) me franqueaba la entrada y saltaba a mi cuello al tiempo que aprovechaba el apoyo que yo le suponía para con uno de sus pies levantado hacia atrás, dar un fuerte empujón a la puerta que se cerró con más fuerza de la indispensable, dejándonos en la penumbra del pequeño recibidor del apartamento, consumiendo el delicioso aperitivo, preludio del suntuoso banquete que nos aguardaba.

Sin embargo, que verdad es que nunca se debe vender la piel del oso antes de cazarlo... Este fue para mi pesar, un ejemplo claro de la veracidad a la que puede llegar el enunciado de tan certero refrán.

Lo que viene a continuación, aunque pueda resultar más que una historia real, el producto de la imaginación desbordante de algún autor de sainetes cómicos o dramáticos, según se vea, doy fe de que ocurrió tal y como lo transcribo, y resultó uno de los pasajes más grotescos de mi hasta entonces corta pero intensa vida.

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Tras el saludo de rigor, que como digo sirvió para poner ya al rojo vivo la situación, me hizo un gesto para que la siguiera girándose media vuelta sobre si misma, y mostrándome su generosa grupa caribeña, cubierta exclusivamente por la fina tela de seda celeste de la batita que vestía, y que ella sobradamente sabía, era la zona de su curvilínea anatomía que más miradas codiciosas concentraba, y con mayor asiduidad se mostraba como “oscuro objeto de deseo” para propios y extraños, con tal de que unos y otros fuesen portadores de una mínima carga de testosterona.

Como no podía ser menos, la seguí como el “burel” sigue el engaño de la muleta del matador, embebido en el movimiento sinuoso de sus preciosos glúteos que ella manejaba como solamente saben hacer las mujeres de aquellas cálidas latitudes.

Minutos después estábamos como nuestras madres nos trajeron al mundo, encima de la cama que casi ocupaba la totalidad de la única habitación del minúsculo apartamento, iniciando los preliminares, absorto en ese momento contemplando el maravilloso paisaje de su cuerpo color canela, recortándose boca abajo sobre el blanco inmaculado de la sabana.

Me incline a besar con pasión su nuca desnuda y morder suavemente el lóbulo de su oreja izquierda, cuando un timbrazo inesperado seguido de otro más corto procedente, al parecer, de la puerta de la calle, puso todos sus músculos en tensión.

Visiblemente nerviosa, se puso en pié de un salto y al tiempo que se enfundaba la bata que se hallaba sobre el taburete, me espoleaba para que me ocultara en el pequeño lavadero cuya puerta se hallaba en una esquina de la habitación medio oculta por una cortina y que yo ni sabía que existía.

–… ¡Rápido, rápido! – Es Hans que debe haberse olvidado algo... pues se había ido a entrenar... ¿...? se irá en seguida... quédate ahí y no hagas ruido por favor... me dijo empujándome literalmente hacia la puertecita del lavadero y recogiendo frenéticamente mis cosas las cuales introducía a presión en una bolsa de plástico, la cual pude

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ver que ocultaba debajo de la cama.

Sorprendido por la inesperada situación, no tuve otro remedio que acceder a la vehemente petición de mi anfitriona y ocultarme tal y como estaba, o sea en cueros vivos, en el mínimo espacio del lavadero que no pasaría de los 3 metros cuadrados, y en el que no existía lugar posible donde guarecerse de los elementos, y sobre todo, de las posibles miradas de los vecinos que compartían el patio de luces al que daba el referido espacio.

Dirigí la mirada tímidamente al exterior pudiendo comprobar que estaba colgado sobre una pared lisa y mugrienta, como digo, de un gran patio interior que formaba un rectángulo con los edificios laterales y el de enfrente, donde daban las ventanas de las habitaciones interiores de los mismos, siendo la del que yo me encontraba en forma de balconcillo con una reja hasta media altura de barrotes herrumbrosos y sucios que lógicamente dejaban ver todo lo que pudiese haber tras ellos.

Como era de esperar, minutos después, una mujer al parecer desde mi distancia de mediana edad, oteaba el horizonte desde una de las ventanas de enfrente descubriéndome de inmediato, y en un gesto de asombro se llevaba las manos a la boca, y pude más que distinguir adivinar, pues nos separaban unos 30 o 35 metros, abría desmesuradamente los ojos sin poder creer seguramente lo que estaba viendo.

Sin saber donde meterme, buscaba desesperadamente algo con que cubrir mis “vergüenzas” que como es de suponer, habían perdido el “lustre” que hasta momentos antes presentaban, pero solo encontré un medio gastado cepillo de raíces con el que no me pareció propio ocultar mis escasos pero nobles atributos.

Instantes después la susodicha señora desaparecía en el interior de la vivienda, reapareciendo al poco acompañada de otras dos y un tío, (deduje que se trataba de alguna oficina) que se turnaban en el mirador con alguno más, y ya abiertamente habían organizado una juerga a mi costa que para que contar.

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–Pues no fa tanto caló –pude oír que decía el gracioso.

Volví la espalda provocando las sonoras risas de los espectadores, y me dispuse a no hacerles el menor caso con lo que suponía que se aburrirían y me dejarían en paz.

Observé entonces, que por un pequeño hueco que hacía la cortina tras la que se ocultaba parcialmente la puertecita que daba acceso al lugar donde me encontraba, podía prácticamente, observar casi todo el interior del apartamento, en el cual hacía unos minutos, efectivamente había entrado Hans que hablaba con Nana, al parecer explicándole el motivo de su inesperado regreso el cual por los gestos, pues la voz me llegaba muy confusa, parecía ser una torcedura del pié izquierdo ya que le mostraba el vendaje que le cubría parte del mismo y le explicaba la forma en que se había producido.

Esto aumentó mi preocupación, ya que también suponía, que muy probablemente no tendría prisa en marcharse, y yo no me había planteado por el momento, instalarme en el lavadero de por vida.

De todas formas entre lo que podía ver y oír, me pareció que 2,07 no estaba muy conforme con que la estancia de ella en el apartamento a esas horas, respondiera a las explicaciones que la morena le daba y notaba en sus gestos un cierto “desacuerdo” que comenzaba a convertirse en un principio de discusión que ella hábilmente se ocupó de cortar con un par de carantoñas, a las que él sucumbió de inmediato mostrándose dispuesto y complacido de entrar al “juego” que con su provocadora actitud le proponía.

Yo no daba crédito a que ella, sabiendo mi precaria situación, estuviera dispuesta a darle también un “homenaje” al feo de Hans, aunque me parecía que los acontecimientos comenzaban a discurrir por senderos que confirmaban mis sospechas.

Desde mi improvisada atalaya, podía observar como él, sentado en el borde de la cama, besaba con pasión a la morena al tiempo que su enorme zarpa recorría todo el contorno de su figura de la cabeza a los pies.

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Seguidamente desdoblaba su desgarbada figura poniéndose de pié, y... ¡Horror!... comenzaba a desprenderse del chándal que llevaba como vestimenta, quedando a los pocos segundos, también en pelota picada aunque de espaldas a mi.

Pero cuando aquel hombre se dio la vuelta... ¡damas y caballeros!... ¡redoble de tambores y trompetas!... ¡Qué hermosura...!

El que fuera mundialmente famoso, “Cipote de Archidona”, era sin lugar a dudas, una mala imitación del “badajo” que aún a “media asta”, el desgarbado teutón lucía. Baste con decir, que aquella monstruosidad colgante, hacía perfecto juego con las extremidades que elevaban al mozo hasta su imponente altura.

A pesar de la ovación cerrada que aquella aparición merecía, ellos, seguramente acostumbrados ya a su presencia, no le prestaron mayor importancia, dando él nuevamente media vuelta, y dirigiéndose al pequeño baño probablemente a prepararse para la batalla.

Tras recuperarme a duras penas de la impresión recibida, instintivamente miré para “abajo”, seguramente con el afán de comparar... ¡pobre de mi...!. Entre lo poco generosa que la madre naturaleza había sido conmigo en ese aspecto, el más que “fresco” que empezaba a hacer con el rato que llevaba a la intemperie, y lo poco estimulante de la situación que estaba viviendo, pensé que “la había perdido”, por lo que preocupado recorrí con la vista la pequeña dependencia, ya que grande o chica a mi me hacía el apaño.

Observé entonces que la astuta Nana se precipitaba hacia donde me encontraba, abría sigilosamente la puertecita y me hacía señas para que saliera a toda prisa y en silencio. Yo que naturalmente no necesitaba estímulo y aunque con sumo cuidado para no hacer ruido, recogí con la máxima urgencia la bolsa con mis pertenencias que se encontraba bajo la cama, y aún sintiendo no quedarme a felicitar a Hans por el hermoso “mandao” que se gastaba, en dos saltos me acerqué a la puerta de salida, donde ya Nana me aguardaba con ella

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entreabierta por la cual salí con un suspiro de alivio haciendo caso omiso a la petición de ella de, “llámame por la tarde” que me hizo en voz baja, previo a dejarme abandonado a mi suerte en el inhóspito rellano de la escalera.

Pero mi Ángel Custodio, al que tanto debía y que de tantos aprietos me había sacado, por esos días debía estar de vacaciones, porque mis problemas no acabaron allí. Si digo... lo peor... estaba aún por llegar.

Me encontraba en el pequeño y rectangular rellano de la escalera, que naturalmente daba acceso, además de al apartamento del que acababa de salir, a otro piso (eran 2 por planta).

Lógicamente en cuanto me vi solo y con una cierta tranquilidad, comencé precipitadamente a sacar la ropa de la bolsa donde la llevaba , cuando pude oír que una puerta del piso de abajo, el 3º, se abría y varias voces femeninas hablaban entre si, a lo que pude escuchar despidiéndose de alguien que debía quedarse en casa. Aguardé en silencio, imaginando que se dirigirían a la salida de la calle, pero instantes después comprobaba con horror que subían la escalera hacía donde yo me encontraba, al parecer por los comentarios y jadeos, transportando algo, que o bien pesaba, o les incomodaba el moverse por la escalera.

Yo estaba petrificado... no sabía que hacer, pues a vestirme evidentemente no me daba tiempo, usar el ascensor tampoco, y llamar de nuevo a la puerta de Nana... como no fuera para pedirle a Hans que me la cambiara...

Oía ya que las visitantes, quien quiera que fuesen, apuraban ya los últimos peldaños y en seguida los vería aparecer, y lo que es peor, ellas también me verían a mi.

Me arrinconé contra la pared con los ojos desorbitados mirando hacia la escalera y la bolsa con la ropa que no había tenido tiempo de sacar, cubriendo mis “zonas pudendas”.

Aparecieron por fin, en el momento en que se apagaba la luz de la

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escalera, por lo que no les dio tiempo a percatarse de mi presencia. El interruptor quedaba justo al lado de una de las personas que ya se hallaban en el rellano y que tampoco yo acertaba a distinguir. Alargó la mano y encendió la luz... nos vimos mutuamente al tiempo... no se puede imaginar... y casi ni creer...

El grito al unísono expelido por las dos gargantas, seguramente pudo oírse en todos los confines del Barrio Gótico de Barcelona.

¡Eran dos monjas medio ancianas y medio enanas!

Transportaban una de esas imágenes con una virgen, en este caso cubierta por un “fanal” (especie de campana de cristal que cubría la imagen) que solían en aquellos tiempos, llevar por las casas, donde permanecían un tiempo y pasaban a la siguiente, previo donativo adecuado.

La impresión de las pobres “hermanas” fue tal al verme de aquella guisa, que al tiempo que gritaban, una de ellas soltó el asa por la que sujetaba el pequeño “trono” con la imagen, desequilibrándose ésta, y dando al traste con la urna de cristal que cayó al suelo haciéndose añicos con gran estrépito, en tanto la otra intentaba apoyar su parte a fin de evitar que la imagen cayese también, lo cual no logró, dando esta también un gran “virginazo” desprendiéndose de la peana y rodando la cabeza de la virgen suelta por la escalera abajo hasta llegar al siguiente rellano ante el estupor impotente de ambas religiosas.

–¡Alabado sea el Señor...! –exclamó una de ellas santiguándose devotamente.

–¡Sea por siempre bendito y alabado!... –dije yo por congraciarme, al tiempo que emprendía veloz carrera en dirección a la escalera, con tan mala suerte que al pasar por su lado, descalzo como iba, me clavé uno de los cristales, que a cientos permanecían esparcidos por el suelo, en mi pié izquierdo a la altura de la planta.

Por si faltaba alguien y ante tamaño escándalo, se abrió en ese instante la puerta del otro piso, por la que apareció un anciano en

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batín, calvo y con cara de poco amigos, el cual al contemplar el espectáculo, y sobre todo a mi de aquella guisa, seguramente dispuesto a cortar por lo sano, gritó hacia el interior del piso.

–… ¡Nuri la escopeta... pórtame la escopeta...!

Aguantando el intenso dolor como podía y dando resbalones continuos con mi propia sangre que manaba abundantemente del pié herido, bajé a duras penas al primer piso, donde haciendo caso omiso a la escandalera que se había montado en el 4º, tras sacarme heroicamente el trozo de cristal de la herida, conseguí vestirme a toda prisa, si bien me fue imposible contener la hemorragia que en breves instantes teñía de rojo la zapatilla blanca que llevaba, bañada en sangre y dejando un rastro hacia donde quiera que me movía que no había que ser Sherlock Holmes, para seguirlo.

Así conseguí, dando traspiés, aproximarme por fin a la puerta de salida, advirtiendo desde el fondo del portal y a través de los barrotes de la cancela de la puerta, además de la anhelada luz del día, el uniforme azul marino de un guardia municipal que se encontraba displicentemente “pastando” por allí como si no hubiera otro sitio. ¡Decididamente no era mi día...! Nervioso hasta la extenuación, aguarde por ver si el oportuno agente se movía en alguna dirección, pues si me veía dando cojetadas y chorreando sangre lo lógico era que llamara su atención, cuando se encendió de nuevo la luz de la escalera y alcancé a oír la algarabía que se había recrudecido por los pisos altos, y al parecer descendían probablemente con no buenas intenciones.

Como no podía permitir que me localizaran allí, me decidí a arriesgarme y salir, aprovechando que el “hijoputa” el guardia daba unos cortos pasos hacia uno de los lados y volvía momentáneamente la espalda. Salí lo más rápida y silenciosamente que pude, encaminándome en dirección contraria hacia “la libertad”.

¡¡Ufffff!!... no podía dar crédito a verme liberado de toda aquella presión que en poco más de una hora me había dejado destrozado. Aunque los motivos no podían ser más diferentes a los que un rato

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antes, por aquel mismo camino, iba yo pensando.

Poco después entraba en una farmacia a solicitar ayuda, donde el antipático encargado o lo que fuese, me dijo que él lo único que podía hacer era venderme los materiales para la cura, pero la “manceba”, una chiquita bajita, renegrida como el hollín, y no muy agraciada que me dijo ser de Andujar, me hizo pasar a la rebotica y me curó y vendó amablemente mi maltrecho pié, respondiendo a mis expresivas “mil gracias” con una espléndida sonrisa y un “vuelve cuando quieras” que me recuperó plenamente de mi sensación anterior de haber quedado como el “gallo de Morón”...

Para recuperar moral y autoestima... ¡era el mejor!...

Los ojos se me fueron detrás de una morena que pasó.

Era de pelo negro...

Era de uvas moradas...

Y me azotó el deseo con su cola de fuego...

... Detrás de todas me voy.

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Capítulo 13

Pau me lo había advertido seriamente.

El mundo de los pesqueros, sean del tipo que sean, es otra cosa. No entres ahí que te arrepentirás. Se gana mucho más dinero, pero precisamente por eso... no te regalan nada, es mucho más duro de lo que tu crees y a lo que estás acostumbrado.

Merluceros, bacaladeros, cangrejeros o balleneros, cualquiera de ellos es un infierno. Tienes distintos frentes con los que medirte, y el más suave es el del trabajo, que también es el más duro que existe en la mar.

Todos ellos van al Norte, que solo con eso es suficiente para ni pensarlo. La mar te come y el frío es terrible. Las mareas son largas, incluso de meses, durante las cuales no pisas tierra, y los que llevan siempre la misma tripulación, normalmente no te admiten, con lo que tienes que ir a los que la forman nueva en cada marea que son los peores. En ellos se refugian los desechos humanos de cada casa, por lo que según tengo entendido, la legión extranjera a su lado es un parvulario. Además estos son los barcos y empresas más cutres y los que más arriesgan.

Olvídate Tony, piensa en otra cosa, ya sabes que si no estuviera seguro no te lo diría. No tienes ninguna necesidad de meterte en esa aventura que puede quitarte más que darte... hazme caso... olvídalo.

Esto lo había hablado con Pau en un par de ocasiones a poco de mi regreso habiendo quedado medianamente convencido. Pero probablemente mi larga estancia en Córdoba me había impregnado de la filosofía de alguno de sus ilustres pensadores, y decidí hacer mía la frase de que “no existe viento favorable para el marinero que no sabe a donde ir,” por lo que me fijé el objetivo de orientar mis

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pasos hacia ese rumbo, sin sospechar que me encaminaba hacia las más duras experiencias de toda mi vida.

Pero ya llegaremos a ese momento.

Entre tanto, la asistencia a la gran concentración de veleros de época que Joan y yo hicimos a bordo de un “West Wind” 14 m. desde Barcelona, y cuyo propietario era un amigo del Sr. Puig que necesitaba tripulación mereció la pena, pues fue una ocasión única de admirar la más fastuosa colección de veleros antiguos y modernos, que probablemente en aquel momento podía darse en todo el mundo.

Ya la travesía hasta Génova fue un magnifico acontecimiento.

Naves de todos los portes y estilos plagaban la mar en cualquier dirección que se te ocurriera dirigir la vista, en una variopinta “romería” marítima, convertida improvisadamente en una particular carrera.

Atravesando el siempre poderoso “Golfo de León” que con sus constantes 30 o 40 nudos de viento, procedente casi siempre del NW., tomaba a todos los barcos por la aleta de babor, con lo que la navegación “a un largo” hacía que todos ellos mostraran sus mejores condiciones marineras. Gran parte de los cuales con el “spy” izado, ofrecían a la vista todo un grandioso espectáculo.

Sentí en el alma no hacer esta travesía a bordo del “SS”, que a la salida nos dijo “adiós” y no volvimos a verlo hasta llegar al destino.

Contemplamos con admiración una réplica exacta de la Nao Santa María, con la que Cristóbal Colon hizo su viaje de descubrimiento a América.

Nos dejó helados sus reducidas dimensiones, y lo poco marinero de su diseño, haciendo crecer enormemente nuestra admiración por aquellos esforzados aventureros, que en semejantes cascarones se enfrentaban a un océano desconocido y tenebroso, pagando en muchos casos con su vida tan inconsciente osadía.

Asistieron, como digo, barcos de todos los portes características y procedencias.

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Pudimos admirar el magnifico “Eye of the Wind”, construido en 1911 en Alemania y aparejado de “goleta de gavia”. Se dedicó al comercio de pieles en Sudamérica y posteriormente al cabotaje en el Báltico. Protagonizó la película “Tormenta Blanca”.

La “Bricbarca” también alemana Goch Fock con su característica y curiosa vela cangreja partida en dos.

El enorme “Kruzenshtern” propiedad del Ministerio de Pesca ruso, absolutamente inconfundible por llevar su casco pintado como los antiguos clippers a franjas blancas y negras.

La espectacular fragata polaca “Dar Mlodziezy” buque escuela de la armada de aquel país, y construida en los astilleros Lenin de Gdansk, que nos permitió admirarlo en toda su belleza al darnos una magistral “pasada” por estribor con todo su trapo al viento, haciendo gala de sus magnificas cualidades marineras.

Fue uno de los mayores disfrutes, admirar una réplica exacta de la nave “Andevour”, con la que el insigne capitán James Cook exploró gran parte del Océano Pacifico, levantando cartas y aportando datos y conocimientos vitales para el posterior desarrollo de aquellas tierras.

El cuatro palos ruso “Sedov”, con sus 4.150 m2. de trapo, uno de los grandes de la vela de todos los tiempos.

Amen de una gran cantidad de embarcaciones menores de todo tipo y condición, muchas de ellas con aparejos curiosos y desconocidos que hacían las delicias de cualquier aficionado.

Conseguí una gran cantidad de imágenes, (no todas mías), e información que aún conservo, parte de la cual aporto aquí por si a alguien pudiera interesar.

Años después, en 1992, se celebró una concentración parecida, incluso mayor, en Cádiz, a la que también tuve ocasión de asistir, ya como mero espectador que también resultó un magnifico e inolvidable espectáculo.

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Arboladura del "Sedov"

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"Eye of the Wind

"Kruzesthern"

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“Sedov”

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Comprendiendo que ya estaba bien de vaguear, y que se imponía por momentos el volver al tajo nos gustara o no, decidimos aprovechar que nos encontrábamos en uno de los puertos de más transito del Mediterráneo para indagar si había algo que nos pudiese interesar, con lo que como era de esperar “enganchamos” en un carguero alemán, el “Kronner” con destino a Rótterdam.

Poco después de una semana de aburrida navegación atracábamos en uno de los muelles del enorme puerto holandés, para mi sobradamente conocido, aunque para Joan constituía una gran aventura.

¡No sospechábamos ninguno de los dos, que nos aguardaban los tiempos más duros de nuestra vida!

Esa misma tarde, cuando curioseábamos casualmente por el puerto, encontramos a un marinero mallorquín conocido de ambos, llamado Tomeu (para no variar), que volvía a la mañana siguiente a Palma, pues navegaba habitualmente en el “Ille Grossa”, un carguero de las islas que hacía prácticamente siempre la misma ruta.

Aunque no era especialmente simpático, y menos conmigo que hablaba en español, un lenguaje casi desconocido para él, me atreví a preguntarle si le importaría dejarle a Pau en el Astillero, un par de cosillas que quería enviarle. Yo sabía que si tenía alguna posibilidad era invocando a Pau a quien todo el mundo respetaba.

Tras dudarlo, me advirtió que si no eran muy grandes ya que tenía poco espacio... quedando en acercárselas yo por la noche a su barco.

Joan me interrogó intrigado en cuanto nos separamos del paisano, y yo le dije que quería “cometer un atraco” y enviar el botín a España con Tomeu. Él aunque no entendió muy bien lo que le decía, mojándose los zapatos con las babas que se le escapaban de su sonrisa de oreja a oreja, mascullaba para si... ¡un atraco... un atraco... como en las películas...!

No era un atraco exactamente, pero hacía tiempo que había observado, que en uno de los muelles perdidos del fondo del puerto, existía una zona de desguace de barcos, la cual tenía ganas de

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explorar por si encontraba algún capricho que “afanar”, que es la forma en la que esas cosas adquieren un merito adicional que las hace verdaderamente valiosas. Pues ir a comprarlas a un anticuario de los que hay a cientos en la ciudad, las convierte en vulgares y sin interés.

Ya entrada la noche nos dimos un paseo hasta la zona descrita, con gran regocijo de Joan que solo le faltaba el disfraz de “El zorro” para ir convencido de que iba a dar un “palo” a la cámara acorazada del “Rijkmuseum”.

Observamos al llegar, con mi gozo en un pozo, que el recinto se encontraba cerrado y aislado por una gran puerta metálica y corredera, por lo que era imposible el acceso por aquella zona. Poco después se me hizo la luz, al contemplar que uno de los barcos situado cerca de la entrada, estaba siendo pintado, por lo que mantenía junto a él una pequeña barca auxiliar desde la que el obrero correspondiente debería trabajar, naturalmente en horas hábiles, pues en este momento no se veía un alma por los alrededores.

Sin pensarlo dos veces, salté desde el muelle a la pequeña barca, provisto con una bolsa de lona en la cual tenía previsto cargar todos los tesoros que encontrase a mi paso. Cuando Joan hubo hecho lo propio, solté el cabo que la mantenía unida al viejo carguero en reparación, y a remo, cruzamos a la zona prohibida, ya que por la parte de agua no existía obstáculo alguno que lo impidiese.

Una vez en el interior de la zona de desguace, donde había observado durante el día gran cantidad de personal trabajando, saltamos de nuevo a tierra tras sujetar la barca a un noray cercano.

Provistos de una linterna al efecto de la que yo iba pertrechado, nos adentramos en lo que quedaba del puente del primer barco que nos vino al paso, un carguero ruso al que estaban extrayendo todo lo que consideraban de algún valor. Aunque aún no debían haber llegado a los dos preciosos relojes gemelos, uno de hora y otro barómetro, ambos de latón dorado y de la prestigiosa marca inglesa “Schatz” Royal Mariner, que permanecían colgados sobre la mesa de cartas, al parecer aguardando que alguien que los valorase como

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yo, se decidiera a retirarlos del mundanal ruido, ofreciéndoles una cómoda y merecida jubilación, en un lugar preferente como el que actualmente disfrutan, situados en este preciso momento exactamente frente a mi, en la terraza de mi casa. Ambos funcionan perfectamente, y el reloj, aún da los “cuartos de guardia” con su campana marinera, lo que aun me produce el efecto de incorporarme para acudir a cumplir el mío. Sólo me devuelve a la realidad el comprobar que la agilidad y la presteza con la que lo hacía en aquellos tiempos... desafortunadamente, ya no son los mismos.

Bajamos de nuevo a tierra a fin de continuar inspeccionando, y justo a la entrada de un desvencijado velero, se encontraba una enorme mesa metálica cubierta de objetos de los que yo andaba buscando y que tenían que ser limpiados o separados de otras piezas mayores.

Elegí al azar unas cuantas piezas que llamaron mi atención, entre ellas un “ojo de buey” completo y entero de bronce. Una pareja de botas de buzo antiguo con suela de plomo, además de algunos objetos menores igualmente valiosos para mi. Una “alidada” antigua, un compás, y un precioso sextante. Piezas todas ellas que aún conservo, y que al ser algunas de ellas bastante pesadas y relativamente voluminosas, colmaron en aquella ocasión, mis ganas y posibilidades, aunque se me quedó el alma enganchada en la preciosa “bitácora” del velero cercano que ya sabía por su tamaño, que era misión imposible.

Nervioso como estaba, pues aunque aquello no era un asalto a “Tiffanys”, no dejaba de ser una tropelía que en un país tan serio como Holanda, podría, si me pescaban, costarme caro. Espoleé a Joan a fin de emprender rápidamente el regreso, lo cual hicimos a toda prisa ocupándose él del “ojo de Buey” con el que a penas podía, dados sus buenos 25 o 30 kilos de peso, y yo del resto que también entrañaba su dificultad, ocupando gran parte de la bolsa que en pocos minutos había cargado a rebosar.

Emprendimos la retirada a toda prisa a bordo de la oportuna barquita que tan buen servicio nos había prestado, y cuando nos

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disponíamos a desembarcar el “fastuoso botín”, depositándolo sobre el oscuro y mugriento muelle, una débil luz oscilante apareció por una de las esquinas, portada por lo que al parecer era un guarda de la zona acompañado por un perro de talla respetable. En cuanto advirtió el movimiento que producíamos echó a ladrar como un desesperado, y espoleado por su dueño, emprendió veloz carrera hacia donde nos encontrábamos, presentándosenos a un metro de distancia en un “santiamén”, mostrándonos un primer plano de su imponente dentadura, que para si hubiera querido un televisivo anuncio de dentífrico, solo que en lugar de una imponente rubia que tras la luminosa sonrisa del anuncio suele aparecer, en este caso, era el musculoso cuerpo de un “doberman” negro como la noche, en actitud no precisamente sonriente, que amenazaba con saltar a la barca de la que aun no nos había dado tiempo a salir, dado lo rápido con que se habían desarrollado los acontecimientos.

La amenaza se convirtió inusitadamente en realidad, y el animal dio un gran salto yendo a aterrizar hacia mitad de la barca, encarándose conmigo que me hallaba en la parte de proa, tratando de defenderme colocando la bolsa del botín entre él y yo, mostrándole a las claras que prefería que clavara sus impresionantes caninos en cualquier pieza del apreciado contenido de la misma, que en el cuadriceps de mi pierna derecha que tenía adelantada a fin de guardar algo de equilibrio. Joan, que había quedado en la parte de atrás de la barca y en la retaguardia del can, que lo había dejado para postre ya que lo habría considerado más jugoso, con una intervención magistral, tomó al “bicho” por las dos patas traseras, y sin darle tiempo a revolverse, con un movimiento lateral brusco, lo lanzó al agua donde el animal con gruñidos de patente desaprobación se alejó hasta el próximo rebaje que hacía el muelle, guiado por su dueño que ya había tenido tiempo de incorporarse al escenario de la “fiesta” y había visto con sorpresa el momentáneo desenlace de la situación, que por ahora habíamos resuelto a nuestro favor gracias a la excelente intervención de Joan, que se había ganado a pulso mi espontáneo ¡olé tus cojones Juanito! que le dediqué desde lo más profundo de mi alma cuando vi volar al cabrón del perro por encima de la borda de la barquita.

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Seguidamente y en vista de que por aquella zona teníamos el camino de regreso con algunas dificultades, nos alejamos a remo a bordo de la barca en dirección a las luces del espigón que teníamos enfrente que por tierra nos alejaba considerablemente del fulano que vociferaba en holandés a pesar de que él era del mismo color del perro, seguramente conminándonos a que nos entregáramos a su competente autoridad a lo cual evidentemente no estábamos especialmente dispuestos.

Aun con el susto en el cuerpo, desembarcamos lo más lejos posible del escenario de los acontecimientos, y tras dejar la barca amarrada esperando que a su dueño no le resultara difícil recuperarla, nos alejamos a toda prisa del entorno, sin recuperar el resuello hasta vernos bajo la protección del techo de la pensión que habíamos alquilado esa misma mañana.

Felicité a Joan por su actuación, y una vez limpios y preparados los objetos motivo de la referida aventura, la cual revalorizó considerablemente los mismos, nos acercamos al barco de “Tomeu” que ya casi no nos esperaba, el cual arrugó el ceño cuando vio y comprobó el peso del bolsón que le largaba.

Finalmente logré convencerlo colocándolo en una litera vacía del rancho del barco, que esa misma madrugada salía en dirección a Palma donde en menos de una semana tendría bajo la protección segura de Pau, todas aquellas, para mi, “piezas únicas” que me acompañarían de por vida, y me proporcionarían al mirarlas, imborrables recuerdos.

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Reloj y barómetro "Royal Mariner"

Tras la aventura del “Doberman”, que al menos a mi me ocupó el pensamiento parte de la noche, a la mañana siguiente, después del opíparo desayuno continental que nos permitimos en la cafetería del “Stella Maris”, en el propio tablón de anuncios de este “Hogar del Marinero” que es en el único puerto del mundo que existe, y debería ser extensivo a todos ellos, encontramos ya varias ofertas que podían interesarnos. De las cuales seleccionamos un par de ellas que dejaríamos definitivamente en una a la vista del aspecto de los barcos, pues una vez aceptado el destino, elegiríamos el que tuviese mejor apariencia que en teoría podría ofrecernos mejores condiciones de trabajo.

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Definitivamente decidimos presentarnos al sobrecargo del “ocean Kronningen”, un porta contenedores alemán, que se haría a la mar al día siguiente con destino a Montevideo, Buenos Aires y Mar del Plata, y solicitaba un marinero de 2ª, y un 3er. Timonel.

Tras ser admitidos y entregada la documentación correspondiente, ocupamos nuestras respectivas cabinas que como yo esperaba, eran sin lujos pero más que “decentes” y confortables.

Afortunadamente comenzaba a pasar la época en que los marineros vivían hacinados en los famosos “ranchos” en condiciones infames, con una más que escasa consideración laboral que los situaba en uno de los peldaños más bajos de la escala productiva, aunque aún era relativamente fácil comprobar situaciones abusivas y casi inhumanas en puertos perdidos de extremo Oriente, y de las costas del África más subdesarrollada.

Al atardecer, el moderno “O. Kronningen” separaba su costado del muelle que le había proporcionado cobijo, y con un ruido casi imperceptible de su poderosa maquina, iniciaba la maniobra de desatraque apuntando su afilada proa hacia el inmenso océano, albergando en sus entrañas, entre otras, las ilusiones de un par de insensatos, ávidos de aventuras y vivencias, que corrían tras su destino plenamente confiados en lo que este pudiera depararles.

El resto de la escasa tripulación, lo componían 3 típicos y fornidos noruegos, un par de “lechuguinos” irlandeses pelirrojos y pecosos, otros dos griegos de ojos y pelo negro azabache, un colombiano “barranquillero” delgadito y tostado con más pinta de bailarín de “ballenato” que de marinero, el cocinero, un típico italiano panzudo y de bigote largo y retorcido, y un jamaicano acharolado de labios como morcillas y ojos acuosos al que rara vez logramos ver sin que sujetara un “petardo” entre su abultado “hocico”.

Todos los mandos y cargos incluidos 1º y 2º timonel, eran alemanes.

Joan estaba entusiasmado con el inicio de su primera travesía transoceánica y tuvo además la gran suerte de que lo nombraran ayudante de cocina, cargo que compartía con el colombiano que

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rápidamente se percató de la simpleza del español y le largaba todo los trabajos más pesados cosa que el bueno de Joan aceptaba sin rechistar.

Encaramos el Canal de la Mancha ya anocheciendo, con un tiempo desapacible de mar y una llovizna fría y gris que no alegraba el corazón precisamente. Me habían adjudicado como era normal la tercera guardia que sería a las 4h. pm.. Tras cenar sopa de judías y gulach de carne desconocida, cruzamos algunas palabras con el resto de la tripulación.

Los noruegos e irlandeses se metieron de lleno en una partida de dados, Joan se encontraba entretenido en la cocina y yo busqué un lugar protegido del frío en cubierta donde permanecí un rato ensimismado en el paso de las luces que festoneaban la cercana costa, al tiempo que me dejaba arrastrar voluntariamente hacia el abismo profundo de mis pensamientos más pesimistas.

Desde algún tiempo atrás, me ocurría con relativa frecuencia que casi sin darme cuenta me sorprendía a mi mismo invadido por una extraña sensación cercana a la tristeza. Fantasmas hasta entonces desconocidos para mi se apoderaban de mi espíritu disfrazados de soledad, de nostalgia de inseguridad... ¿hacia donde me dirigía...?... ¿a buscar qué?... ¿quien me esperaba allí...?...

El frío arreciaba y el espeso vaho de mi respiración se confundió con la neblina de la noche. Con un profundo suspiro reconduje mis pensamientos hacia “aguas más superficiales y transparentes”... me estaría haciendo viejo...

De todas formas –pensé– la hora más oscura de la noche, es la que precede al alba... así que quizá mis malas vibraciones preludiaban tiempos mejores.

Me retiré a mi cabina e intenté dormir un rato sin conseguirlo. Media hora antes de mi turno de guardia ya pululaba por los alrededores del puente. El oficial de guardia, un tipo de mediana edad rubicundo y con espeso bigote, me mostró sus dientes amarillentos retirando de entre ellos la boquilla nacarada de la humeante pipa que degustaba en una pretendida sonrisa que me

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pareció amable. Me acerqué al timón sorprendiendo a mi antecesor que no había advertido mi presencia. 240 SSO le dije en español haciendo un gesto de tomar “el rosco”, (nombre dado familiarmente a la rueda del timón) lo que hizo que este levantara la vista hacia el reloj advirtiéndome que aún faltaba cerca de un cuarto de hora para mi turno. I can´t sleep… no puedo dormir, le repetí en español esbozando un gesto. Este miró al oficial, el cual respondió algo en su idioma que no pude entender pero que a buen seguro suponía la aprobación, ya que al instante me cedió el puesto y con un lacónico “Thanks” se dirigió a la salida visiblemente contento de los minutos que había ganado a su descanso.

Tomé el timón con gesto mecánico y fijé mi atención en la proa del barco que se hundía cadenciosamente en el océano una y otra vez con un movimiento repetitivo y familiar. Las luces de la costa habían desaparecido lo que indicaba que navegábamos en mar abierto. El amplio y moderno puente del barco se encontraba en la penumbra que proporcionaban el piloto ámbar situado encima de la puerta de entrada a mi espalda, y el resplandor de las luces procedentes de los instrumentos de control del buque, entonces el oficial de la pipa se acercó a donde me encontraba y con voz cavernosa me espetó en tono menor.

–¿Español...?

–Si, español, le contesté mirándolo de soslayo.

–Spleen`se doich...?

–No, lo siento, no hablo alemán, le contesté tratando de compensar mi carencia en el conocimiento de su idioma con una sonrisa amable.

–Yo hablo un poco español... y conozco bien España, bueno Barcelona Ibiza y Sitges. He ido de vacaciones. Me dijo con la intención clara de entablar conversación.

A mi, la evocación de los lugares que me había señalado como destino de sus vacaciones en mi país, no pude evitar que me inspiraran una cierta prevención, y aunque durante el escaso cuarto de hora que duró nuestra conversación, (hasta que él también fue relevado) no encontré motivos claros que justificaran mi mosqueo,

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cuando se retiró con un expresivo “nos veremos”, puse especial atención en su rastro, más que nada por si descubría alguna “pérdida” que confirmara mis sospechas.

Estas se vieron plenamente contrastadas un par de días más tarde, cuando tras coincidir casualmente de nuevo en el puente, tanteó el terreno en repetidas ocasiones a lo largo de la conversación, haciéndome saber que no se había casado, que se consideraba un liberal y que si quería pasar después a su camarote a escuchar música y tomar una copa.

Con las cartas descubiertas, le aclaré que nuestras preferencias musicales y vacacionales entre otras, no tenían nada en común, lo que me valió un altivo gesto de desprecio acompañado de algún comentario que aunque no entendí, estuve seguro de que no se trataba de ningún piropo.

Su total retirada del saludo durante el resto de la travesía, y su mirada despectiva, como se podrá entender, no me quitaron el sueño precisamente.

No obstante en la pesadilla de esa noche, el oficial del bigote me perseguía por todo el barco, ataviado con un taparrabos de cuero negro y brillante, dos cananas cruzadas sobre su torso desnudo y profusamente tatuado, y la gorra de marino calada hasta las cejas.

Agradecí sobremanera la oportuna llamada a cumplir mi guardia que se produjo momentos antes de que el “mariposón” de mi sueño estuviera a punto de darme alcance.

El resto del viaje transcurrió como era previsible sin pena ni gloria.

Los mercantes, al desposeer cualquier travesía de la incertidumbre y emoción de la aventura, convierten cualquier singladura poco más que en un viaje en autobús, motivo por el cual tantos profesionales terminan desencantados de su rutinario trabajo.

Días después, arribábamos sin contratiempos a nuestro primer destino, Montevideo, desde donde tras dejar parte de la carga continuamos rumbo al cercano puerto de Buenos Aires con la

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impresionante remontada de parte del estuario y del propio y famosísimo Río de La Plata, y al día siguiente a Mar del Plata en el mismo Cabo de Corrientes, donde rendíamos viaje y nos desenrrolamos Joan y yo, dispuestos a probar fortuna por aquellas tierras.

Me había hablado tanto y tan bien de aquella parte del planeta mi buen amigo Martín Regueiro, (el contramaestre del “MUTSU”) que casi casi me resultaba familiar.

Cuando tras buscar hospedaje, como siempre por los alrededores del puerto, salimos para hacer nuestra primera ronda de reconocimiento, tenía la impresión de haber estado allí anteriormente.

Tras admirar un rato la gran reserva de lobos marinos que permanecen casi al alcance de la mano en la playa más abierta al océano, llamó nuestra atención la gran cantidad de enormes silos que se alzaban en una de los muelles de la zona Oeste del puerto, lo que sin duda indicaba el movimiento de grano que existía en el mismo y consecuentemente la gran cantidad de barcos graneros que partirían desde allí hacia todos los puertos del mundo.

Junto a la base militar advertimos una zona náutica de recreo compuesta por un rudimentario “Club Náutico” y una cantidad considerable de pantalanes abarrotados de pequeñas y medianas embarcaciones deportivas, y justo al lado en el muelle nº 5, podía observarse a distancia una zona mixta, destinada a embarcaciones deportivas de mayor porte, principalmente veleros, y algunos cargueros y barcos comerciales diferentes.

Mar del Plata, aunque aún no era el centro turístico y comercial que posteriormente fue, ya apuntaba maneras y era el lugar preferido por muchos navegantes de paso, algunos de ellos pertrechándose adecuadamente antes de encarar la gran aventura que suponía cruzar el Cabo de Hornos que aunque aún a una respetable distancia, exigía por sus condiciones una preparación minuciosa, siendo este el ultimo puerto donde era fácil encontrar todo lo necesario.

Llegamos paseando hasta la zona antes descrita, deteniéndonos cada vez que uno de aquellos barcos llamaba nuestra atención. Pues

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en nada se parecen los que habitualmente son utilizados en fin de semana para pasear por las inmediaciones, a los “leñeros tragamares”, con el desaliño propio en barco y tripulación, y las señas inequívocas en las ojeras de ambos, de horas de mar y noches sin dormir.

Particularmente el ambiente de los mercantes no me atraía en absoluto, y lo consideraba un medio de transporte y de ganar dinero, pero el mundillo de los veleros me encantaba. Miraba con ojos de carnero degollado a cualquier objeto flotante con un “cacho de trapo” arroyado a un palo, con pinta de acabar de hacer el Atlántico o cualquier otra singladura repleta de aventuras inusitadas.

Poco después nos detuvimos justamente a la altura de uno de ellos.

Se trataba de un “Ketche” de unos 13 m. de eslora, con aspecto sólido y marinero, un extraño timón de viento de grandes palas y reforzada su sujeción a la popa con un fuerte cabo amarillo, y toda la pinta de hallarse de paso, hacia o procedente del “Cabo de las Tormentas”, que era otra forma de denominar al temible “Hornos”. Su bandera era yankee, su nombre “Adventure”, y lo más importante de todo. En su borda había un pequeño cartel colgado donde rezaba: “Se necesita tripulante”.

He de reconocer que su lectura me produjo una impresión excesiva, pues en modo alguno era lo que andábamos buscando. Pero no podía evitar que su contemplación echara a volar mi imaginación y en segundos me viera al timón de aquel “pura sangre” metido hasta las cejas en el fragor de una nueva batalla con el mar y en la aventura de una tormenta con “un par”.

Joan que se había fijado también, me miraba inquisidoramente interrogándome con los ojos, y finalmente me dijo en voz baja y tono escéptico.

–Podíamos preguntar ¿no?...

–Pero es que esto no es lo que buscamos, además esta gente no paga... –le contesté dubitativo.

–Es que yo todavía no se lo que andamos buscando, me dijo

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bajando la voz en lo que creí que era más un pensamiento que una respuesta.

Joan muchas veces parecía tonto, pero otras metía unas cargas de profundidad que me tambaleaban hasta los cimientos.

Le contesté que yo tampoco estaba muy seguro, y tras comprobar que en ese momento no había nadie a bordo continuamos el paseo sin rumbo, y sin concretar que hacer respecto a la petición del dichoso cartelito que nos había descolocado de manera importante.

Tras admirar la famosa “barquina de pescadores”, espacio portuario ocupado por una gran cantidad de barcas de pesca de bajura, todas ellas con el casco pintado de un llamativo color amarillo lo que constituía un típico y llamativo espectáculo, regresamos a la zona más civilizada internándonos hacia el centro de la ciudad hasta la hermosa Plaza de San Martín, centro neurálgico y comercial, que junto a la zona denominada “Alfonsina”, la famosa calle Güemes y la Plaza de Colon, constituían lo más vistoso y llamativo de la ciudad.

He de reconocer que en esa época, mis pocas luces no me daban como para que yo me interesara por realizar la más elemental visita turística en ninguna de las ciudades que visitaba, resultando aquella una excepción gracias como ya he comentado, al entusiasmo con que me la describía el bueno de Martín, al cual recordé de manera especial aquellos días.

Horas más tarde, decidimos de acuerdo acercarnos nuevamente al muelle donde se encontraba el velero que nos había dejado cavilando.

Ya desde una cierta distancia se advertía algún movimiento en la cubierta, que se concretó al acercarnos en lo que nos parecía una mujer que en ese momento se encontraba remendando una vieja vela sentada de espaldas a nosotros.

Algo debió notar a pesar de que nos acercábamos sigilosamente por el desierto muelle, porque dejó la faena que estaba realizando, se giró al tiempo que se levantaba cuando ya nos encontrábamos frente a ella.

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Tomé a Joan por el hombro y tras saludarla con un gesto breve, continuamos curioseando por alrededor del barco, aunque no dejaba de observarla disimuladamente.

Se trataba efectivamente de una mujer de mediana edad, unos 40 años, bastante alta, enjuta y fibrosa apenas sin formas, con una melena rubia hasta los hombros, recogida en una descuidada cola sujeta en su nuca por una simple gomilla verde.

Sintiéndose observada levantó la vista hacia nosotros y con una leve sonrisa movió su cabeza a modo de saludo.

En su rostro de rasgos finos y felinos que comenzaba a dejar su huella el paso del tiempo, destacaban unos ojos vivos, de un intenso azul que contrastaban con el moreno de su piel, y le proporcionaban un cierto atractivo a pesar de lo poco cuidado de su aspecto general.

Vestía un short color caqui que dejaba ver sus largas y esbeltas piernas, y una camiseta del mismo color. Ambas prendas habían conocido tiempos mejores. Se levanto dirigiéndose hacia la proa, y pude observar que se desplazaba con movimientos naturalmente armónicos y elegantes como si lo hiciese a cámara lenta.

La expresión afable de su rostro y sobre todo la intensidad de su mirada transparente, transmitían una especie de magnetismo que hacía difícil apartar la vista de su figura.

Permanecí un largo minuto observándola al cabo del cual me decidí.

–Hola, ¿habla usted mi idioma ?

No sé porque estaba convencido de que era americana, probablemente por la bandera que el barco llevaba izada a popa, y porque no tenia en absoluto aspecto latino.

–Si claro... es también el mío –me contestó ampliando su sonrisa y mostrando unos dientes más bien grandes y nacarados que también contrastaban con el tono oscuro de su piel.

–Ah... disculpe, pero no se me había ocurrido que pudiera ser española...

–No soy española, pero no solo en España se habla español... ¿no? De hecho está usted rodeado de países que no son España y en los

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que se habla su lengua... ¿ustedes si lo son...?

Me interpeló con sonrisa divertida advirtiendo mi balbuceante disculpa.

–Tiene usted razón, perdone... pero es que no se porque había pensado que era americana... disculpe. Repetí.

–No tiene importancia, no hay nada que disculpar, de hecho no le ha andado usted muy lejos, mi marido si lo es –dijo señalando al hombre que emergía oportunamente desde el interior del barco.

–¡Hello!... buenas tardes –dijo este mirándonos con curiosidad e inconfundible acento yanqui.

Se trataba de un tipo cercano a la cincuentena, que también rebasaría el 1,80, nervudo y vigoroso, con pelo “panocha” comenzando a escasearle por la parte superior de la cabeza. Su rostro estaba prácticamente cubierto por una canosa y abundante barba, y sus ojos, también azules, reflejaban claramente los años y las muchas horas que habían pasado oteando el horizonte. Entonces instintivamente decidí dirigirme a él dando por concluida la pequeña anécdota de lo del idioma.

–Buenas tardes señor. Estoy interesado en hablar sobre el asunto del cartelito –dije señalando al mismo que continuaba colgado en su sitio.

–¿Navega usted a vela ...? –me pregunto interesado.

–Si, los dos, tenemos bastante experiencia –contesté señalando a Joan.

–Ah, pero yo solo necesito un hombre... ustedes quieren ir los dos?

–Si, vamos juntos, si no, no nos interesa.

–Ah no, ... yo solo puedo pagar un hombre más –dijo sin dar la conversación por concluida.

Entonces intervino ella que no había perdido detalle.

–¿Ustedes si son españoles verdad...?

–Si, llegamos ayer procedentes de Rótterdam –contesté.

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–¿Puedo preguntarle a donde se dirigen? –le dije interesado.

–Si claro. Tenemos intención de ir al Pacífico, a la costa de Chile, probablemente a Punta Arenas –contestó ella con aplomo.

–¿O sea que van a doblar Hornos?... o piensan pasar por Magallanes?

–No –dijo él –queremos doblar “El Cabo”, si no fuese así no necesitaríamos más tripulantes.

No me extrañó la respuesta, pues gran cantidad de marinos transoceánicos, sobre todo deportivos o aventureros, consideran una consagración el paso de “Hornos”. El derecho a llevar, por aquel entonces, un pequeño pendiente en tu oreja izquierda, que te acreditaba como perteneciente a la élite que había conseguido salir ileso de un enfrentamiento con el temible “Cabo de las Tormentas”, lo que en los ambientes marineros, te colocaba un peldaño por encima del resto y era reconocido y respetado por todos.

–Disculpe... pero en ese caso ¿no sigue siendo escasa una tripulación de tres miembros? –le pregunté intentando no parecer un “sabelotodo”.

–No seríamos tres si no cuatro –aclaró ella –falta una persona más que ahora está en la ciudad.

–¿Hombre o mujer? –preguntó directamente Joan interviniendo por primera vez.

–Negro –dijo ella tras pensarlo un momento con una mueca visiblemente incómoda –¿tiene usted algo contra los hombres o las mujeres? –continuó abandonando el tono afable que había mantenido hasta el momento.

–No... era por saberlo –respondió Joan tratando de corregir la “columpiada”.

–No no, puede estar segura de que no le importa en absoluto –dije intentando también quitarle importancia al comentario.

–De todas formas –continué –ustedes sólo necesitan un hombre más y nosotros somos dos... –dije de nuevo dejando la respuesta abierta y en su campo.

Él recogió de inmediato la insinuación.

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–Bueno no es que nos viniera mal un tripulante más, pero tengo un presupuesto limitado –dijo mostrando un conocimiento fluido del idioma y del arte del regateo.

–Quizá podríamos llegar a un arreglo, pero lo primero sería saber si les podemos interesar a ustedes como tripulantes... –contesté.

–Si como dice tienen experiencia en navegar a vela, es lo que necesitamos si les interesa el destino, pero no puedo pagar más de cien dólares por mes para los dos –dijo él entrando en materia sin más rodeos.

–Por lo de la experiencia no se preocupe, he pasado más horas detrás de una rueda de timón que del pupitre de la escuela –dije tratando de ganar confianza.

–Si decididamente el destino es Punta Arenas, ¿cuánto tiempo le calcula al viaje, no menos de 60 o70 días, ¿no?

–Ya se que es difícil de precisar, pero... algo así... claro que estando Hornos por en medio... nunca se sabe –dije pensando en voz alta.

–Si. Depende del tiempo que se nos presente, pero... así son las cosas. –dijo él sin responder a mi pregunta, dando por buena mi reflexión.

–Le propongo un trato –dije en tono amistoso –si nos demoramos más de 60 días al destino, el exceso nos lo paga a razón de 200$ por mes, no por meter prisa, si no por no estar tanto tiempo ganando tan poco dinero. Contando con que le parezca bien a mi “socio” que aún no ha opinado, dije mirando a Joan, el cual contestó de inmediato como si lo estuviera esperando.

–Y porque no nos paga 120 lleguemos cuando lleguemos, no es más fácil...?

¡Coño con Joan!... y a veces parecía tonto.

Minutos después estábamos de acuerdo con la propuesta de Joan, y hablábamos de los pormenores del viaje.

Así supimos que el barco en origen era americano, construido allá por los 40, que él lo había comprado tres o cuatro años antes y adaptado como crucero a su gusto. Montaba un motor GMC de 90

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hp bastante arcaico y que prácticamente nunca usaban. El misterioso tercer tripulante era un chileno a decir de ellos magnifico marino.

Lo previsto era realizar una única parada más en Comodoro Rivadavia, en el golfo de San Jorge. Dejando atrás Bahía Blanca, San Matías y la Península de Valdés. Desde allí, bordeando Cabo Blanco y Puerto Deseado, cruzar por alta mar toda la Bahía Grande hasta Cabo San Diego, en la punta sur del continente. Tras circunvalar la famosa Isla de Los Estados, encarar por fin el Cabo de Hornos, enfrentándote a la gran cantidad de traicioneros islotes cercanos a la costa, que compiten en peligrosidad, si te internas en alta mar, con imprevisibles “iceberg”, vientos huracanados perpetuos, y una mar negra y amenazadora dispuesta siempre a cobrar caro el peaje de aquel osado que se atreviera a profanarla.

Efectivamente, aquello no se parecía en nada a lo que en teoría andábamos buscando, pero a mi mismo no podía engañarme. La verdad era que el plan me encantaba. Era una oportunidad de oro para doblar nada menos que el legendario Cabo de Hornos... ¿cómo iba a despreciarla?... Así que una vez más me dejaría seducir por la “devoción”, pues la obligación al fin y al cabo tampoco era tan perentoria...

Quedamos en vernos a la mañana siguiente, a fin de ultimar detalles y hacernos a la mar cuanto antes, pues según deduje hacía ya algunos días que aguardaban solucionar el tema del nuevo tripulante, sin éxito al parecer, y por lo cual habían cedido fácilmente a nuestras peticiones.

Dicho y hecho, tras comentar el tema hasta la saciedad con Joan, que tampoco le había cogido el gusto a “la vela”, y se sentía más terrícola que acuático, a la mañana siguiente recalábamos a primera hora por las inmediaciones de nuestro nuevo hogar, comprobando a la llegada que nuestros nuevos compañeros de fatigas, ya se encontraban en plena actividad, preparando el barco para hacerse a la mar lo antes posible.

Como era lógico, la mutua curiosidad por conocer al “tercer hombre”, y la suya por conocernos a nosotros, nos mantenía a todos en alerta, pues como creo haber comentado ya, la intensidad de la

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convivencia en los pocos metros cuadrados de la superficie habitable de un velero, así como la necesidad de trabajar en equipo y aunar esfuerzos, hacen imprescindible o al menos altamente aconsejable, una buena relación entre los miembros de la tripulación, por lo que el reclutamiento de gente al azar o precipitadamente por alguna necesidad, constituye un riesgo no precisamente menor que puede influir de manera insospechada en el desarrollo del viaje. Como ejemplo no muy lejano, acudió a mi memoria la desagradable experiencia de “La Galatea”, que como se recordará, terminó en desbandada general de todos sus tripulantes, y en una de las situaciones más desagradables de mi historia.

Nada más llegar a la altura del “Adventure”, dos de sus habitantes, los hombres, saltaron a tierra donde se efectuaron las presentaciones de rigor, el chileno al que por fin conocíamos era un típico hombre de mar de unos 40 años, de estatura algo mayor que Joan de aspecto tosco y rocoso, algo “patizambo” de pelo rubio y abundante, barba cerrada y ojos también azules, poseedores de una mirada franca y directa que me causó excelente impresión. Cubría su abundante pelambrera con una gorra marinera bastante desgastada y que daba la impresión que había nacido con ella y no debía quitarse ni para dormir. Vestía pantalón de faena azul marino y camiseta típica de rayas trasversales azules y blancas, ambas prendas bastante alejadas de su mejor época. Me ofreció su mano curtida y fuerte, al igual que a Joan, al tiempo que pronunciaba un nombre con gesto adusto que entendí que era el suyo –Saúl–. Seguidamente y tras el saludo escueto del patrón que la tarde anterior nos dijo llamarse Bob, pasamos nuestros escasos equipajes al interior, donde “ella”, Sara, que también nos había dicho su nombre al tiempo que él, se encontraba haciendo café, del cual nos ofreció una taza al tiempo que una amable y gratificante sonrisa, más que de sus labios de sus preciosos ojos, que esa mañana iban a juego con una camiseta de color parecido, que “cantaba” la escasez de los pechos desnudos que cubría.

El patrón nos indicó el camarote de proa que estaba libre y que fue ocupado por Joan, y otro con dos literas en la banda de estribor y al que se accedía desde la cámara principal que me adjudiqué yo.

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Tras dar los últimos retoques al “timón de viento” del que estaban reforzando su anclaje al espejo de popa, salimos a navegar con rumbo sur despidiéndonos de tierra firme por al menos unos cuantos días que estaba prevista la siguiente etapa de la que nos separaban bastantes cientos de millas.

Llamó positivamente mi atención, el que la maniobra de desatraque, aprovechando un vientecillo apropiado que soplaba suavemente de tierra, fuera perfecto para salir a vela con mayor y foque, lo cual era un detalle marinero que no todo el mundo tenía, y que normalmente ponen en practica los que “pasan” olímpicamente del motor si no es realmente imprescindible, al propio tiempo que están seguros de su dominio de la maniobra.

Pero lo que realmente constituyó una sorpresa para mi, fue comprobar que una vez desplegada tanto las velas mayores como el foque, poseían un corte especial, tipo “Marconi” el cual yo jamás había manejado, aunque si había tenido ocasión de ver en embarcaciones de más envergadura en la concentración de Génova y en alguna revista especializada.

Según tenía entendido, este tipo de aparejo permite navegar con un ángulo de ceñida cercano a las dos cuartas, lo que equivale a unos 23º con respecto al viento, lo cual es impensable con aparejo “redondo”.

Cruzamos deliberadamente a escasos metros de la orilla de la playa de los lobos de cuyos displicentes habitantes escasamente obtuvimos alguna mirada indiferente, y tras doblar el último espigón que nos separaba de mar abierto accedimos a este que nos recibió con el mismo viento suave y ola corta de poniente hasta abandonar la protección que nos proporcionaba el sotavento del famoso Cabo de Corrientes.

En cuanto pude me coloqué al timón solicitándoselo a Sara que lo manejaba hasta ese momento, la cual me lo cedió de inmediato. Yo sabía que estábamos siendo observados por el resto de tripulantes deseosos de comprobar la calidad de los fichajes que acababan de hacer bastante a ciegas, y estaba seguro de que no habían tenido mejor opción.

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Tras unas cuantas “guiñadas” de tanteo, me hice fácilmente con la caña comprobando a medida que arreciaba el viento tras doblar el cabo, el buen comportamiento del barco y lo equilibrado de su navegación. Claro que faltaba verlo en condiciones más duras, pero la impresión era excelente y no pensaba yo que esta fuese a peor.

Sin casi quererlo, me hallaba de nuevo en el lugar al que me arrastraba el corazón. A bordo de un hermoso velero en pleno Océano, respirando mar y cielo a pleno pulmón, con el alma henchida de gozo suspendida en lo más alto del palo mayor, con una singladura por delante que prometía aventuras hermosamente inquietantes. ¿Qué más podía pedir ?

Los días siguientes se sucedían con armoniosa cadencia, propiciada por unas condiciones de mar benignas y una navegación en popa, placentera y amenizada por algún que otro chubasco que más servía para sacarnos del letargo, que para proporcionarnos complicaciones importantes.

Todos habíamos superado la primera fase de natural desconfianza y afortunadamente no parecía que hubiera riesgo de incompatibilidades que pudieran poner en solfa la obligadamente estrecha convivencia.

Joan, que durante los primeros días había dado muestras de una relativa inquietud, y se me había quejado de “lo que pintaba él allí”, finalmente se había rendido, y ante la falta de trabajo real que lo ocupara se pasaba el día durmiendo, aunque últimamente se había erigido en cocinero mayor, función que no se le daba mal, y en la que encontró su mejor ocupación.

Yo me había apropiado en exclusiva del timón, aunque he de reconocer que magníficamente ayudado por el “timón de viento”, al que había bautizado como “mi compadre Manolo”, que prestaba un inmejorable servicio sobre todo en aquellas fáciles condiciones.

Había hecho excelentes migas con Saúl, que aunque no era especialmente elocuente, si me había puesto al día de todo lo

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relativo al patrón y su señora, la cual era chilena y no Argentina como yo había creído, procedente de una familia de “alcurnia” de la sociedad “santiaguesa”. Él, Yanqui de pura cepa, había sido agregado militar en la embajada de EE.UU. en Chile, y antes había hecho la guerra en Vietnam. Llevaba 4 o 5 años ya fuera del ejercito y tres navegando.

El propio Saúl era natural de Antofagasta, localidad marinera situada al N. del Pacífico chileno, estaba casado y separado de hecho, sin hijos ni perro que le ladrara, y navegaba con ellos desde hacía un par de años, por el supe también que habían tenido otro marinero eventual que se había desenrolado inesperadamente días antes en Buenos Aires, motivo por el cual nos habían admitido a nosotros.

Durante el día, “Manolo” realizaba una función intachable, y raramente requería la intervención de alguno de nosotros a efectos de corregir alguna leve desviación que se producía en el rumbo, pero a lo largo de la noche naturalmente no nos confiábamos de dejarlo solo, y entonces era yo sistemáticamente el encargado de hacerle compañía, aunque debo reconocer que tenía tal confianza en mi compadre, que con frecuencia me permitía dormitar un rato, cerrando un ojo, y advirtiéndole encarecidamente que me avisara en caso de necesidad. Una de aquellas noches me entretuve en escribir su nombre de pila con pintura blanca, “Manolo” en una de sus grandes palas, por lo que ya tenía la consideración de otro tripulante más con derechos y obligaciones.

Durante esa horas de oscuridad, el asiento doble de la timonera era ocupado por mi, y recibía la visita de los tripulantes más insomnes que normalmente eran todos aunque a horas diferentes, salvo el Patrón, que cada día estaba en pié a las 7,30 de la mañana y desaparecía en su camarote escasos ratos a lo largo del día.

El referido y confortable asiento, ayudado por la oscuridad circundante, la magnificencia del cielo estrellado y la invitación a la confidencia a la que predispone la noche, habían hecho del mismo el lugar preferido para la charla y la confianza y era llamado por mi “el confesionario” al cual me encantaba que acudieran, sobre todo Sara,

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con la que mantenía interminables conversaciones de toda índole, las cuales acabaron produciéndome una especie de platónico enamoramiento, que unido a la forzada escasez de relación con personal femenino me tuvo verdaderamente obsesionado.

Tenía un espíritu refinado y sensible producto de una cuidada educación y un porte naturalmente elegante como ya he descrito. Le encantaba la lectura de los clásicos y sobre todo R. Tagore, y K. Gibran ella me dio a leer “Gitanjali” “La luna nueva” y “El jardinero”.

Sobre la tapa de su viejo y desgastado “diario” al que cada día dedicaba un buen rato sentada en algún lugar de la zona de proa, con hermosa letra gótica, figuraba una bella frase: “La razón y la pasión son el timón y la vela de nuestra alma de navegantes”.

Cantaba con una voz grave y bien timbrada acompañándose ella misma con una vieja guitarra haciendo las delicias de muchas noches de insomnio. A veces hacíamos dúo cantando canciones de Facundo Cabral o Atahualpa que ella también conocía.

Sentía una gran curiosidad por todo lo español, y me preguntaba con gran interés cosas de mi familia, como eran mis padres mi hermano de que vivían, porque me había ido tan joven a navegar, porque no había estudiado. En poco tiempo conocía mi vida al detalle.

A veces se unía a la tertulia nocturna Saúl, que si bien participaba menos, escuchaba nuestras historias con gran interés.

Sara hablaba de su soberbia madre, emparentada al parecer con el por entonces presidente de la republica Jorge Alessandri, de hecho este era su apellido materno, como una mujer ambiciosa y dominante, que había criado a sus hijos, dos hermanos más además de ella, con especial rectitud en el “British School” de Santiago de Chile, en tanto ella, (su madre) correteaba de fiesta en fiesta en pos de la “alta sociedad santiaguesa” a la que Sara odiaba cordialmente.

Ella decía parecerse a su padre y a su abuela paterna, a los que adoraba. Éste, según contaba, era ingeniero agrónomo y ejercía principalmente de “hombre bueno” y de acompañante de su madre. Era el único recuerdo que quebraba su voz y humedecía sus ojos.

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Tras unos días de desesperantes calmas que produjeron entre otros inconvenientes, el que comenzara a escasear el agua dulce, decidimos restringir su consumo al máximo, empezando por evitar duchas o dispendios de cualquier clase del preciado elemento.

Por fin apareció un horizonte preñado de amenazadores y negros nubarrones que poco después descargaba sobre nosotros en forma de tremendo aguacero que además de despejar la atmósfera y las migrañas de nuestras mentes, nos permitió cargar a tope nuestros tanques devolviéndonos la confianza y gran parte de la tranquilidad.

Ya de atardecida, las nubes se habían despejado y el sol en su ocaso iluminaba el mar con rayos de oro. El barco adquiría ese tinte rosado que ninguna paleta ha logrado nunca igualar, y avanzaba subyugado hacia el gran disco rojo que parecía invitarlo a perderse con él por el abismo lejano del horizonte.

Cerca de la proa, aprovechando una ducha de mano que allí había colocada, y la abundancia de agua pura recién caída del cielo, Sara lavaba su cuerpo a conciencia cubierta escasamente por la parte inferior de un viejo y destartalado bikini.

Su figura longuilinea reflejaba los rayos dorados, y su piel cobriza relucía bajo el chorro de agua que resbalaba por todo su cuerpo hasta la cubierta. Sus pequeños y casi inexistentes senos destacaban solo por el color más claro de su piel en esa zona, más protegida habitualmente que el resto de su anatomía. Cuando hubo terminado con gesto inevitablemente femenino, tomó con ambas manos su pelo apretándolo fuertemente a fin de escurrir el agua, lanzando la cabeza hacia atrás en un movimiento brusco, de manera que una multitud de pequeñas gotas transparentes salpicaron el aire, recogiendo la luz rojiza del crepúsculo y produciendo un bellísimo y extraño efecto.

Su perfil ahora arqueado, se recortaba contra el horizonte de forma más sugerente de lo que en ella era habitual, y su figura no especialmente prodiga en mórbidas curvas, se mostró en esta ocasión más atrayente que nunca.

Sintiéndose observada lanzó hacia mi una mirada ardiente que revolucionó hasta la extenuación a todas las células vivas de mi

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cuerpo.

Esa noche no pude dormir ni un solo minuto pensando en ella.

La parada en Comodoro Rivadavia en el Golfo de San Jorge, fue casi tan frugal como la cena que hicimos en tierra, a la que invitó el Patrón celebrando la coronación de la primera etapa de la singladura prevista.

Pero he hablado de la comida... no de la bebida...

Era sábado noche y aunque hacía frío la calle tenía un cierto ambiente. Nos acercamos los 5 a una típica taberna que descubrimos por casualidad camino del puerto, a la que Sara se empeñó en entrar a tomar una botella de vino blanco de Chile, (ya en la cena habían caído otras dos). Animándonos mutuamente pasamos al interior donde la bulliciosa clientela que ocuparía más de la mitad del aforo, vociferaba más que hablaba, cargaditos ya a esas horas de la noche.

Ocupamos una de las mesas vacías del local, solicitando al camarero que nos atendió, la que sería ya la 4ª botella de vino que caería esa noche, y aunque el reparto no había sido equitativo, cabíamos ya a tres cuartos de botella “per cápita” lo cual empezaba ha hacer mella en los ojos y en el equilibrio de la mayoría. A esa botella siguió otra, con la que ya el desmelene fue general. Yo que por mi poca afición al alcohol me había mantenido un tanto a la zaga aunque también había superado mi marca personal, me vi obligado a “pastorear” al personal de vuelta al barco, que se me desmadraban sin pretenderlo cada uno a un rumbo opuesto al anterior con lo que me veía y me deseaba para mantener la orientación hacia el barco donde confiaba en que dormirían la mona y me permitirán a mi dormir la “semi” mía que ya empezaba a hacer mella en mi ánimo.

Joan había colocado una sonrisa estable en su cara y cada tres pasos se detenía y se ponía en posición de iniciar una carrera, daba dos o tres pasos más y volvía a hacer lo mismo... ¡escribe cuando llegues Joanet...! le dije a lo que el asintió con la cabeza ampliando la sonrisa.

Saúl se había enganchado de mi brazo y parecíamos un

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matrimonio bien avenido, al contrario que Joan, lucía una expresión compungida y estaba seguro de que en cualquier momento se echaría a llorar. Bob el patrón andaba a gran velocidad y había emprendido una veloz carrera en dirección al puerto sin mirar hacia atrás un solo instante, y Sara cantaba a grito pelado una canción en inglés dando algún que otro traspiés terminando por agarrarse también al brazo de Saúl, confiándome ambos su rumbo y estabilidad.

Vomitaron un par de veces antes de llegar, con lo que pareció que quedaron un tanto aliviados de los efectos de la “tranca”. Cuando llegamos al barco Bob y Joan habían desaparecido en sus respectivos camarotes y yo ofrecí un café a mis dos acompañantes al que Saúl se negó desapareciendo también en sus “aposentos” . Sara lo aceptó pero siempre que fuera un “matesito” disponiéndose a darse una ducha en tanto yo preparaba el brebaje. Una vez sobre la mesa de la cámara las dos tazas con el humeante liquido, apareció de nuevo con una camiseta y una braga blanca, sentándose frente a mi clavando en la mía su, en este caso, “acuosa” mirada azul seguramente ajena al efecto que ejercía en mi su presencia en esas condiciones.

Estaba seguro de que su sentimiento por mi era más cercano a lo filial que a cualquier otro, pero en mi, lo cierto era que en aquellos momentos lo que yo sentía, en nada me recordaba a lo que me inspiraba la presencia de mi madre cuando estaba cerca de ella.

La intensidad de la convivencia de alguna manera había sustituido al tiempo, de tal forma que a pesar de que hacía poco más de un mes que nos habíamos conocido, la sensación era de mucha mayor confianza que lo que sería de esperar, pero lo compartido aquella noche había aumentado y fortalecido aún más si cabe, los lazos afectivos entre todos nosotros.

A la mañana siguiente, Domingo, la resaca había hecho de la suyas por lo que pasamos casi todo el día descansando. El lunes en cuanto el comercio abrió sus puertas, Sara y Joan se ocuparon de reponer los víveres que escaseaban, huevos, fruta, “papas”, pan, gas, carne etc.. El resto nos dedicamos a pequeñas reparaciones y un

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baldeo a fondo del bravo “Adventure” que bien se lo había ganado.

Normalmente llevábamos calado un sedal a popa que nos proporcionaba variada y abundante pesca, por lo que este alimento constituía la base principal de nuestra dieta, al propio tiempo que nos proporcionaba un divertimento extra, ya que las piezas en algunos casos, ofrecían una tenaz resistencia a ser izadas a bordo, sobre todo llampugas, palometones, dorados y otras especies pelágicas especialmente fuertes y de tamaño más que respetable.

Antes del mediodía, una gran bandada de calderones se unió a nuestra marcha permaneciendo gran rato a nuestro alrededor, con lo que aprovechando el parón que nos producía la calma chicha reinante, me decidí a echarme al agua a fin de intentar conseguir algunas fotos de los hermosos animales en su propio elemento.

Provisto de mi equipo de buceo y mi estupenda “Annimex Sub.” me introduje lentamente en el agua. No pude evitar un estremecimiento cuando un chorrito de agua helada se internó por mi espalda hasta la cintura, y tras inspeccionar previamente los alrededores, ya que no quería sorpresas como las que en alguna otra ocasión había sufrido, solté mi mano del soporte de acero que sujetaba a “Manolo” en el espejo de popa, y rápidamente me vi rodeado de la bandada de animales que en gran cantidad se agitaban inquietos a mi alrededor. Admirado de su agilidad y belleza durante unos instantes, me sumergí unos metros buscando una mejor perspectiva para captar la primera imagen del espléndido espectáculo, cuando al volver la vista hacia arriba, una vez más, lo que contemplaron mis ojos me produjo mucha más angustia que admiración.

A pocos metros de la superficie, hacia mi derecha, una enorme orca con su inconfundible manto a grandes manchas blancas y negras, se hallaba detenida observando a la gran bandada de los delfines, que se movían inquietos como midiendo sus fuerzas conjuntas con el gran y terrible depredador que tenían enfrente. Éste alcanzaría los 7 u 8 metros y 6 o 7 toneladas de peso.

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Al timón

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"Adventure"

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Conocía el comportamiento imprevisible de estos grandes y voraces mamíferos, y a decir verdad no estaba especialmente asustado. Quizá porque lo veía a una cierta distancia, y él tampoco hizo intención alguna de acercarse a mi, por lo que con la sangre fría de la que había carecido otras ocasiones, hasta me permití hacer una foto de su cuerpo serrano, tal vez por si se decidía a desayunárseme dejar alguna prueba palpable de la autoría de la improcedente acción.

Prudentemente me batí en retirada para no tentar más la suerte, y de vuelta al barco cuyo trayecto me obligaba a pasar más cerca de lo necesario por delante de sus mismísimos morros, he de confesar que un escalofrío recorrió mi espalda al observar sus ojillos clavados en mi, que me proporcionaron la energía necesaria como para pasar del agua a la cubierta del barco sin ni tan siquiera tocar la borda, algo que en repetidas ocasiones he intentado nuevamente y sólo lo he visto conseguido en algunos dibujos animados.

Decididamente para las incursiones en aguas libres no tenía yo mucha suerte.

Un par de horas después, doblábamos la punta de Cabo Blanco, donde nos aguardaba un maretón duro del S. producido por el encuentro de las corrientes, cálida procedente del Brasil y que nos había empujado hasta el momento, y fría, llegada directamente del polo Sur a través de Hornos, que nos obligaba a una navegación de bolina a fin de avanzar contra el viento, y en la que yo esperaba comprobar, y lo hice, las virtudes de las que tanto había oído, de las velas de corte “Marconi”, sobre todo en navegación de ceñida extrema como era el caso.

Esto no era más que el preludio de lo que nos aguardaba tras la Bahía Grande, la desembocadura del río Gallegos, y la punta del Cabo Vírgenes, la cual forma con Punta Catalina en la otra orilla, la entrada natural al Paso de Magallanes, y una vez pasado este... la suerte está echada, no hay vuelta atrás, el temible Cabo de Hornos te espera.

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Superada la Isla Grande de la Tierra del Fuego, la famosa Isla de los Estados, con sus terribles vientos perpetuos, y su peligrosa y escarpada costa, constituyen la antesala perfecta de lo que estás a punto de vivir.

La dirección del viento cambió de repente, y un “pampero” huracanado nos empujó de cabeza hasta el mismísimo infierno.

¡¡HORNOS!!

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El mar era una inmensa cadena de montañas negras y blancas en continuo movimiento... sin tregua... sin descanso.

Enormes olas nos sacudían en todas las direcciones posibles como un pedazo de corcho a la deriva.

Las nubes negras, de tan bajas... te aplastaban contra la cubierta sin compasión. De ellas brotaban chorros de agua en vertical que te atravesaban los sesos... ¡eso no era llover!...eran cientos de mangueras a presión apuntándote desde arriba a mala leche.

Truenos relámpagos y centellas por doquier iluminaban y aderezaban siniestramente la escena.

El tremendo ventarrón a más de 130 kilómetros por hora, ayudaba a las enormes olas a barrer con fuerza inusitada la cubierta y aguardaban cualquier debilidad del arnés que te mantenía sobre ella, para arrastrarte hacia el fondo gélido de aquel abismo sin fin. Aullaba contra los estáys y obenques del barco reclamando su protagonismo en la fiesta. Al fin y al cabo él era el artífice máximo de aquel infierno.

Las cuadernas del bravo “Adventure”, crujían a cada movimiento de arrufo amenazando con dimitir.

El palo mayor temblaba desde su fogonadura como un viejo luchador al que mantiene en pié el orgullo, pero a quien fallan las fuerzas.

Los jirones de lo que en otro momento fue un recio “génova”, aún pretendían almacenar aire en su baluma resistiéndose a dejar de cumplir su función.

¡¡Marinero coño... arría ese trapo...!!

La luz cegadora de los relámpagos ofrecía flases fantasmagóricos del botalón de la nave, apuntando alternativamente al fondo inimaginable o al cielo amenazador.

¡La sensación era angustiosa! la proximidad del Polo Sur se dejaba

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notar en todo su esplendor.

¡El frío era espantoso!

Las mandíbulas apretadas, los cuerpos empapados, los músculos entumecidos, y los corazones...cada uno en su credo, eran el denominador común de todos los tripulantes. No había tiempo para el miedo... todos cumplían su función como autómatas.

¡¡HORNOS ERA OTRA COSA!!

¡Pero también lo era el viejo “Adventure”! que con porte altivo y marinero se defendía del terrible temporal, dispuesto a salir triunfante del desigual enfrentamiento.

En uno de esos recesos que el ruido ensordecedor te da y que normalmente es preludio de un trueno ensordecedor, la voz bronca y angustiada de Saúl se oía gritar desesperadamente.

¡¡Bolinear, bolinear... marineros… hay que ganar barlovento...!!

Un tremendo relámpago iluminó por unos segundos el rostro desencajado de Joan. El terror se reflejaba en sus ojos que se clavaban en mi inquisidores con mirada cargada de reproche.

El tremendo ventarrón procedente del NO hacía imposible cargar alguna vela con superficie suficiente que nos permitiera maniobrar hacia el rumbo deseado, por lo que la mayor parte de los cerca de 5 días que duró el temporal nos mantuvimos “a la capa” aguardando mejores acontecimientos.

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Hacia ya varios días, que la tormenta de Hornos nos había pasado por encima empujándonos hacia el S. más de lo necesario.

Las condiciones de mar, aún lejos de ser buenas, habían mejorado sensiblemente con respecto a los días precedentes.

Como los animales después de una dura pelea, toda la tripulación había entrado en un periodo de relajo físico y mental que nos permitía restañar las heridas y recuperar las fuerzas derrochadas en el pasado temporal.

El viejo “Adventure” recibía nuestras atenciones y cuidados con orgullo y agradecimiento, y era fácil verlo sonreír sabedor sin duda de lo valiente de su comportamiento.

La tormenta había causado destrozos importantes en la mayor, que ya habíamos reparado. Había dejado inservible un génova pesado, así como otros muchos daños más o menos importantes en casco, cubierta y jarcia, que también exigía reparación urgente antes de adentrarnos en pleno Pacifico, pues nos aguardaba una dura y larga singladura hasta nuestra próxima meta, la cual se había decidido con la conformidad de todos que sería la Isla chilena de Juan Fernández, frente a las costas de Santiago, pues el temporal, nos había obligado a internarnos muchas millas hacia el interior del Océano, y ninguno teníamos tanto interés en visitar Punta Arenas, como para que nos compensara retroceder. No obstante habíamos convenido que si las condiciones de mar nos ayudaban, haríamos una parada anterior en Puerto Montt, aproximadamente a mitad de camino.

Yo estaba preocupado por Joan, de quien venía observando una actitud cada vez más huraña y encerrada en si mismo, por lo cual creía que le vendría bien un descanso.

Se hablaba poco, pero en las miradas que se cruzaban se advertía la complicidad de haber superado una situación límite con encomiable entereza. La prueba vivida recientemente había estrechado los lazos entre nosotros. Nada une tanto como haber tenido la propia vida dependiente de que cada uno realizara bien su cometido.

Pero aún no sabíamos y ni siquiera sospechábamos, que el traicionero Antártico nos reservaba aun alguna sorpresa, que nos

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helaría la sangre en las venas más aún de lo que ya había quedado atrás.

Barloventeando sin descanso, nos habíamos ido acercando a las costas más australes de Chile, con la intención de que los vientos portantes que en esta época del año solían soplar con fuerza de este cuadrante, nos ayudaran a superar definitivamente estas latitudes. Pero pronto nos desengañamos de lo erróneo de nuestra estrategia, ya que la proximidad de la costa influía de forma clara en la dirección e intensidad del viento haciéndonos repetidas veces desandar lo andado, por lo que se decidió volver a alta mar con la esperanza de encontrar mejores condiciones para continuar nuestro rumbo.

Había amanecido un día plomizo y frío. El mar era de un intenso azul con olas grandes y largas de SSO. El agua-nieve helaba y acartonaba las velas haciendo la navegación extraña y el ruido que producía el roce del viento contra ellas inusual.

A veces aparecía en el horizonte un disco amarillento y rojizo que pretendía ser el sol.

Salvo algún rato de relevo que me dieron Joan, Sara y el propio Saúl me mantuve toda la noche al timón. Tenía una sensación extraña... más parecida a un presentimiento. Pero estaba seguro de que algo raro había vislumbrado y oído entre las sombras de la noche a no mucha distancia de donde nos encontrábamos. Era imposible que fuese tierra, no había islas conocidas por esta zona. La última que habíamos dejado a estribor hacía más de 10 días, era la de Estaten, (Los Estados) que algunos viejos marinos también llamaban la isla de la pena y la alegría, pues dependiendo de si pasabas del Atlántico al Pacifico, o viceversa, era la primera tierra firme que veías en mucho tiempo, o la ultima que ibas a ver, además de indicarte también, que ya habías doblado el temido Hornos, (procedente del Pacífico) o que empezabas a enfrentarte con él, desde el Atlántico. Pero eso quedaba a muchas millas. ¿Habría sido un espejismo...? ¿solamente mi imaginación...? probablemente si.

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Lo mejor sería olvidarme del asunto y ocuparme de lo real, en lugar de inventarme más problemas que los que ya teníamos.

Hacía mucho frío. Además había una circunstancia añadida que aumentaba considerablemente nuestro malestar personal.

Todos habíamos agotado nuestras reservas de ropa seca, y era prácticamente imposible conseguir recuperar alguna prenda de abrigo en condiciones al menos normales. El temporal pasado había anegado prácticamente todas las dependencias interiores del barco, incluidos rancho y hasta el propio camarote del armador, con lo que la humedad, a pesar de haber conseguido achicar todo el agua, reinaba por todas partes, e indefectiblemente tras cualquier maniobra en cubierta, a pesar de los trajes de agua a propósito, terminabas empapado y debías elegir entre la ropa menos húmeda para cambiarte, con lo que en la mayoría de las ocasiones la mejoría en el confort personal era mínima, y la necesidad de meterte en tu litera y olvidarte de todo aunque fuera por unas horas, cada vez mayor.

Cualquiera que haya realizado un viaje largo en un velero sabe perfectamente de lo que hablo, pues los conceptos y valoración de multitud de cosas cambian radicalmente.

Pequeños problemas domésticos que en la vida normal son elementales de resolver, a bordo adquieren una dimensión enorme. No vas a beber un vaso de agua, o comerte una manzana por estirar las piernas, ya que ese hecho elemental te exige un esfuerzo de equilibrio, o un riesgo de ponerte otra vez chorreando, que si no tienes verdadera necesidad no te compensa el esfuerzo.

Durante la noche el viento roló hacía el norte entrando por la aleta de estribor a unos 22/ 25 nudos, navegando prácticamente a “un largo”. Largué escotas a mayor y foques y el barco como un caballo al que se le libera del bocado que lo lleva retenido, se lanzó a una veloz carrera volando literalmente sobre las olas tendidas, bajo las rutilantes estrellas de un cielo que por fin parecía haberse desembarazado de las brumas de los últimos días.

Durante un buen rato disfruté de la navegación a pesar del intenso frío.

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Las condiciones eran óptimas y el timón apenas se movía.

Grandes “bigotes” de espuma se levantaban a ambos lados de la proa cubriendo prácticamente el botalón cuando esta se hundía en el seno de las grandes olas.

Cerca de la amanecida con el timón bien aferrado me permití dormitar un rato, nuevamente solo con un ojo, pero una gran guiñada del barco me despertó sobresaltado, quizá la “cabezada” había durado más de lo prudente. Las primeras luces de la Aurora anunciaban el nuevo día, que para variar parecía precedido por un imponente sol que ya mostraba sus primeros resplandores por el horizonte.

¡Ya era hora después de un mes... creí que te habías muerto!

Bostezando y castañeteando los dientes realicé un par de flexiones y movimientos de brazos a fin de recuperar algo de calor. Estaba contento, la novedad de la aparición del sol era más importante para nosotros de lo que podía parecer y estaba deseando dar la noticia al resto de la tripulación.

El horizonte se estaba tiñendo por momentos de rojo y oro como los trajes de los toreros; empecé a mirar en todas las direcciones para ver el efecto de la luz sobre las olas, y cuando mis ojos alcanzaron la amura de babor el corazón me dio un bote en el pecho... la sangre golpeó mis sienes con fuerza, y la emoción me embargó como a un niño ante su juguete más deseado. El espectáculo que se extendía ante mis ojos era sencillamente deslumbrante, imposible de describir con palabras.

Como a una milla de nosotros y justamente por donde hacía diez minutos había aparecido el esperado sol, un iceberg de dimensiones colosales se balanceaba majestuosamente a la deriva.

Probablemente sobrepasaría las tres millas de perímetro, y varios cientos de pies de altura. Desde nuestra distancia se observaban perfectamente sus tremendas dimensiones y sus maravillosos colores. El centro, en su parte más baja, era de un intenso color añil que se iba aclarando a medida que ganaba altura hasta convertirse en un rosado traslúcido.

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Grandes borbotones de espuma blanca blanquísima festoneaban su base, producidas por el desplazamiento sobre las olas, calculé que a unos 2 o 3 nudos de velocidad.

Gran parte del agua que se levantaba a su impulso se helaba al contacto con el resto y pasaba a aumentar la parte baja, asemejando un enorme encaje que alcanzaba casi una quinta parte de su altura total.

En la zona alta de la esquina de estribor más cercana a nosotros, se podía apreciar una gran hendidura probablemente producida por el desprendimiento de algún gran trozo, que dejaba en el aire una especie de visera de la que colgaban grandes agujas como enormes estalactitas transparentes que al ser iluminadas por el sol desde atrás, descomponían la luz en miles de pequeños rayos de todos los colores posibles, produciendo un calidoscopio multicolor absolutamente imposible de describir con palabras.

Algunas colinas de un azul intenso y su base transparente.

Pequeños valles blancos algodonosos e inmaculados.

Grandes bloques se desgajaban con frecuencia y caían con gran estrépito al océano, lo que me aclaraba los “truenos” que extrañamente había oído durante la noche.

El espectáculo era de una belleza fascinante, nunca hubiera podido imaginar la existencia real de algo tan extraordinario.

Permanecí un rato ensimismado en su contemplación y cuando conseguí volver a la realidad.

¡¡Arriba arriba muchachos...!! Subir a ver el mayor espectáculo del mundo...!! ¡Vamos!... ¡Todo el mundo a cubierta... vamos... vamos !

La gente sobresaltada por semejante griterío tardó poco en salir frotándose los ojos, primero por el reciente sueño del que les había sacado, y poco después para dar crédito al grandioso espectáculo que estaban contemplando.

Saúl que según nos dijo hacía años había navegado por el Océano Boreal, nos explicó que incluso los había visto mayores, pero nunca de tan singular belleza, y que solo sobresalen aproximadamente un

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quinto de su volumen, lo que podía dar idea de sus dimensiones totales.

Andábamos todos absortos comentando el acontecimiento, cuando nuevamente Saúl, con su sentido practico habitual nos alertó... ¡cuidado! hay que salir de aquí cuanto antes, vamos a rumbo de colisión y no me gustaría vérmelas con semejante mastodonte.

Pero confiados en que la fuerza y dirección del viento, unido a nuestra capacidad de maniobra, nos facilitaría situarnos a buen recaudo, nos pusimos a la faena sin prisa pero sin pausa...!! Vamos a la maniobra...virar por avante... timonel... rumbo NE... amollar escotas de mayor y génova... timón de orza, ¡atentos a la virada!.. cazar escotas, timón a la vía, ¡virar! Todo a estribor, largar, soltar rizos de mayor y... ¡volaremos! ...amarinar drizas, vamos que estamos aún dormidos... ¡¡Huurrraaa, viejo penco... demuestra de lo que eres capaz!!

El barco obediente al impulso del viento, que ahora le entraba por la amura de babor, adoptó la posición propia de la ceñida que se le exigía, y se apresuró a apartarse del camino de aquella “isla flotante” que en 30 o 40 minutos más nos llevaría por delante.

Pero aún no habíamos terminado del todo la anterior maniobra cuando ocurrió algo a lo que en principio no encontramos explicación, pero que a medida que lo fuimos entendiendo, nos subió el corazón a la garganta y nos dejó sin aliento.

De pronto y sin explicación lógica alguna, el viento que con algunos cambios de rumbo e intensidad, nos había acompañado prácticamente siempre desde el inicio del viaje, inexplicablemente desapareció en pocos minutos. Las velas comenzaron a perder tensión, y poco después yacían inertes como mantas mojadas colgando de sus mástiles sin efecto alguno. El mar por el mismo motivo de la casi total falta de viento, se había allanado de tal manera que más parecía una dulce y romántica laguna italiana, que el bravo océano donde nos encontrábamos. ¿Qué había pasado? Saúl encontró rápidamente la explicación y rezongó por lo bajo.

El hijo de puta nos está desventando.

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Efectivamente, nos habíamos metido en el remanso formado a sotavento del “monstruo”, de ahí la ausencia de mar y viento. Pero las consecuencias podían ser terribles si no nos movíamos y de prisa, en poco más de media hora nos alcanzaría, y aunque su velocidad no era alta, su empuje inexorable, o cualquiera de los bloques, algunos de varias toneladas que se desprendían desde la altura, nos hundirían sin remisión. El desconcierto y la tensión se adueño por un momento de la situación.

El capitán y Saúl, hombres de mar acostumbrados a situaciones límite, intercambiaron por un momento miradas nerviosa preñadas de angustia y al unísono exclamaron con cara iluminada, ¡¡rápido, rápido, el motor!! y ambos seguidos de Joan, se abalanzaron por la escotilla trasera hacia donde se encontraba el motor del barco, un G.M.C. del año de la pera, utilizado en las raras ocasiones en que se entraba o salía a puerto, y que para más inri, durante la tormenta de Hornos prácticamente había sido cubierto por el agua y nunca había estado entre nuestras prioridades su urgente puesta a punto, con lo cual la posibilidad de que nos sacara del apuro con la urgencia que requería el caso se nos antojaba remota.

Pero no había alternativa posible que se nos ocurriera, por lo que mientras los entendidos se ponían manos a la obra, el resto nos apiñábamos en la cubierta sin saber que hacer, mirando con mucha menos simpatía y admiración a la mole que inexorablemente se nos venia encima, anhelantes por oír el toc toc toc, del motor del que dependía nuestra suerte. Entre tanto el capitán ordenó preparar las dos balsas que iban estibadas a proa además del pequeño “chinchorro” amarillo que nos servía de auxiliar, una de ellas procedente según parecía del ejercito americano, ya que aún se podía leer el típico U.S. Navy debajo de la pintura blanca con que se había tratado de disimular su procedencia, y la otra en su funda semirrígida correspondiente, pero de ninguna de las dos habíamos tenido el gusto de conocer el contenido, habiendo servido ambas como asiento improvisado en la mayoría de las ocasiones, y como estorbo necesario en todas las maniobras de izado o arriado de velas del palo al que estaban sujetas.

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Poco después oíamos como Saúl reclamaba a gritos un filtro nuevo y un mazo de estopada del pañol de estribor, y jadeaba y rezongaba entre dientes en una jerga ininteligible.

Minutos más tarde, el bbrrrrrun..bbrrrrrrrrun del primer intento de arranque del motor, puso una luz de esperanza en nuestros corazones. Nunca un sonido tan desagradable había sonado a nadie tan a música celestial.

Rrruuunn…rrruuunn ...tras dos o tres intentos más, el toc...toc. Al principio con dos o tres petardeos, y luego redondo y continuado nos indicó que la vieja maquina aún tenía energía, para con poco más de suerte sacarnos del aprieto en que nos hallábamos.

Primero lentamente, pero luego a una velocidad que aunque no pasaba de los 5 nudos se nos antojaba meteórica, fuimos saliendo de la zona de influencia de la bestia, hasta que nuevamente ayudados por el viento nos alejamos definitivamente de su rumbo, y recuperamos las largas e incomodas olas, los fríos y cortantes vientos, los antipáticos cabeceos y guiñadas del barco, pero que nos supieron a maternal canción de cuna.

Creo que desde entonces todos sin excepción odiamos la calma chicha y los cubos de hielo, salvo que floten preciosos en un gran vaso de ron antillano.

Hasta bien entrada la noche continuamos observando la imponente mole alejarse impávidamente de nosotros, ignorando al parecer su responsabilidad sobre nuestras nuevas canas, nuestra sed, y nuestras ojeras.

De cuando en cuando oía a lo lejos los grandes bloques zambullirse en el mar desde la altura y cuando de nuevo me quedé solo al timón, bajo las miríadas de estrellas rutilantes del claro firmamento polar, soñé con los cuentos clásicos de los antiguos marineros, que hablaban de que allá en los remotos mares del sur, existían hermosas mujeres con cola de pez y largas cabelleras doradas, que con sus bellas canciones atraían a los incautos marineros hasta el fondo del mar, de donde no regresarían nunca más, y decidí para siempre que no lo más deslumbrante, lo más divertido, y lo más placentero, es necesariamente

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lo mejor... En multitud de ocasiones son preferibles las incomodas olas… sabes lo que puedes esperar de ellas.

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Días más tarde, a unas 100 millas de la isla de Juan Fernández, un terrible temporal del NO nos sorprendió al anochecer, desarbolando completamente al “Adventure” y produciéndonos muchos más daños que en los casi siete días que habíamos tardado en doblar “Hornos”.

Rachas de viento cercanas a los 100 nudos, rompieron el palo ya debilitado, cerca de su mitad, dejándonos indefensos y a merced de un mar tempestuoso que no nos dio tregua, en las escasas 5 o 6 horas que tardó en desaparecer de la misma forma imprevisible que había aparecido.

Con “aparejo de fortuna” que improvisamos guiados por Saúl con el “medio palo” restante, el resto fue cortado y abandonado a la deriva, aguantamos hasta que las llamadas por radio de S.O.S. enviadas por el patrón, fueron atendidas por la costera de la referida isla, que envió un viejo remolcador suficiente para arrastrar lo que quedaba del desvencijado “Adventure” y su desmoralizada y maltrecha tripulación, hasta la “capital” de la isla, San Juan Bautista, un poblado de no más de 500 habitantes, para los cuales constituíamos una gran atracción, ya que aunque Juan Fernández es la isla donde el autor de la famosa novela “Robinsón Crusoe”, (Daniel Defoe) sitúa la acción y el desarrollo de la misma, en realidad estaban poco acostumbrados a recibir a unos náufragos tan auténticos como nosotros.

La verdad era que el golpe que había supuesto el inesperado naufragio, tras haber superado “Hornos” con singular entereza, nos había destrozado la moral y todos andábamos cabizbajos y sin ganas de nada, por lo que Joan y yo decidimos despedirnos de nuestros nuevos amigos, los cuales y a tenor de la intensidad de los momentos vividos, los podíamos considerar ya como viejos y queridos compañeros de fatigas.

Planteamos la situación al patrón aquella misma tarde, el cual entendió perfectamente nuestros motivos trasmitiéndonos su pesar por el imprevisto final que nuestra estancia en su barco había tenido, a lo que naturalmente respondimos con el mismo sentimiento.

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Ellos deberían permanecer en la isla al menos hasta solucionar lo concerniente al barco, y nosotros tomaríamos un “correo” con dirección a Valparaíso de donde nos separaban unos 700 kms..

Tras lo ocurrido, no era plan de andarnos con exigencias económicas, con lo que rápidamente estuvimos de acuerdo, lo cual equivale a decir que nos salió “la torta un pan”.

Tras una triste y sentimental despedida y al menos por mi parte con los ojos arrasados en lagrimas, nos alejamos por el pequeño muelle con el corazón encogido, y sin querer volvernos a mirar a las personas que ya formaban parte de nuestro recuerdo y yo jamás olvidaría.

Lo sentía por Joan que además de haberlas pasado de “a kilo” ya que él no valoraba aspectos que a mi me habían compensado absolutamente, en el aspecto crematístico había sido una ruina, pero... así eran las cosas...y yo... tampoco era responsable de sus decisiones, y a veces poco consciente incluso de las mías.

Aquello casi había sido tocar fondo, así que... no podíamos ir a menos...

¡Ánimo, necesariamente se acercaban tiempos mejores!

O quizá no... todo aún estaba por ver.

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Capítulo 14

Una vez más me había equivocado en mi apreciación. Ni mucho menos se acercaban tiempos mejores. Mes y pico después, cometía el más grave error de toda mi historia e inducía a cometerlo conmigo al pobre Joan, que tenía todos los motivos del mundo para renegar del día que decidió unirse a mis correrías.

Habíamos subido toda la costa W. del Pacífico en un viejo y aburrido “fosfatero”, que anunciaba a bombo y platillo el contenido de sus bodegas con una inscripción a lo largo de ambos costados. “Nitrato De Chile”, hasta Canadá, concretamente hasta Vancouver, puerto situado en la Columbia Británica casi al pie de Las Rocosas.

Habíamos hecho una relativa amistad con un marinero hondureño, rudo y bruto como él solo, con gran experiencia al parecer en vivencias y situaciones extremas, a tenor al menos de las rocambolescas historias que contaba.

Entre otras muchas, había participado tiempo atrás, en dos “mareas”, (ahora iba a por la tercera) de barcos balleneros que al parecer y aún siendo propiedad de empresas mixtas noruego-japonesas, mantenían su base en Vancouver por motivo de su proximidad a las zonas de pesca, las cuales solían ser el Mar de Bering, la zona de las Islas Aleutianas, o incluso el mismo Golfo de Alaska, todas ellas ricas en ejemplares de los grandes mamíferos acuáticos, “Ballena Ártica” que constituían su objetivo.

Según contaba Rolando, que así se hacía llamar el susodicho, no era especialmente difícil conseguir una plaza en alguno de los muchos barcos de esta naturaleza que allí tenían su base, pues

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aunque muchos de ellos disponían ya en origen de una tripulación fija y especializada, no dejaba de haber “deserciones” y bajas de última hora por diversas circunstancias. Otros la formaban allí con gentes de todas leches, que acudían al reclamo del dinero fácil, lo cual resultaba de lo más interesante, pues según este, era probablemente la actividad mejor pagada de cuantas se podían realizar en el mar, y en una “marea larga”, (unos 6 meses) podías llevarte al bolsillo... ¡más de 500.000 ptas.! al cambio, (se pagaba en dólares americanos) lo cual era una cantidad realmente desorbitada para la época, imposible de conseguir en tan poco tiempo como no fuera dando un “palo” a la Reserva Federal o algo por el estilo.

Contaba también centenares de historias y anécdotas a cual de ellas más desagradables, vividas a bordo, y todas debidas a la brutalidad y falta de escrúpulos de gran parte de los tripulantes, con los cuales no se debía ser muy exigente en el control y veracidad de la documentación que aportaban para su enrole, por lo que allí se ocultaba lo más “granado” de la sociedad, resultando un refugio perfecto para quien tenía algún motivo a desaparecer del mapa una temporada.

Relataba también las terribles condiciones de mar de aquellas latitudes. Las tremendas y constantes ventiscas y el frío estremecedor que imperaba, pero a nosotros eso ya no nos impresionaba, y lo único que se nos quedó gravado eran las 500.000 de vellón que al parecer podían hacerte “rico” de una tacada. Lo demás... ni le prestamos atención.

Tras las últimas experiencias, Joan había decidido regresar a su Mallorca natal en cuanto le fuera posible, pues las aventuras pasadas habían más que colmado sus escasas necesidades en este sentido y de nada servían mis explicaciones de que últimamente la suerte nos había vuelto la espalda.

A decir verdad, a mi no me parecía mal su vuelta a los orígenes, pues salvo la compañía, de la que yo estaba más que acostumbrado a prescindir, la responsabilidad que me suponía pensar también en él además de en mi, me producía más agobio que otra cosa, por lo que

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aquella noche puse especial cuidado en aclararle que yo posiblemente iba a probar suerte en uno de los balleneros de los que tanto nos había hablado Rolando, pero que él era libre de tomar el camino de regreso o de cualquier otro rumbo.

–Es que no quieres que vaya contigo? –me preguntó con gesto serio.

–No es eso Joan, es que quiero que seas tú quien tome libremente la decisión, pues yo ya tengo bastante con sufrir por mi y no quiero de ninguna forma que te equivoques de nuevo por seguirme.

–Pero yo creo que esto si es lo que andábamos buscando, algo en lo que se gane más dinero en menos tiempo, y lo que no podemos pretender es que encima sea fácil...

Una vez más la lógica demoledora de Joan me dejaba sin respuesta.

–Pues bien, pero que quede claro que tu decisión la tomas tu.

–... Hombre, la verdad es que si tu no vas, yo tampoco...–me dijo dubitativo.

Un par de días después comprobábamos sobre el terreno la gran diferencia entre los barcos de las grandes empresas multinacionales y los herrumbrosos cascarones fletados por compañías de medio pelo, y que eran desafortunadamente a los que nosotros teníamos más fácil acceso.

Orientados por Rolando, pronto dimos con la oficina de reclutamiento de una de estas empresas. Antes de que tuviéramos mucha conciencia de donde nos metíamos, formábamos parte de una de las plantillas de un barco factoría, que hacía equipo con otros dos “pescadores”; los cuales se ocupaban de abastecer al primero de materia prima (ballenas), y en el que se realizaba todo el proceso de manipulación desde que el animal entraba por la gran compuerta de popa, hasta quedar convertido en un centenar de productos diferentes, por lo cual su captura despertaba tan alto interés comercial.

Aún faltaban sus buenos 12 días para que nuestro barco se hiciera

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a la mar y comenzara la “1ª marea”, cuya duración estaba prevista en 6 meses con una posibilidad de cambio de tripulación a los 4. Naturalmente esto influía de manera importante en el tema económico, con lo cual lo más interesante era solicitar la marea completa y guardar la posibilidad de, en caso de gran necesidad o imprevisto, solicitar el relevo al 4º mes, lo que suponía una penalización en las “pelas”debido a los inconvenientes que supuestamente causabas a la empresa.

Hasta el día anterior a la salida, no nos estaba permitido dormir abordo por cuyo motivo no tuvimos la oportunidad de conocer a los demás componentes de la tripulación que a buen seguro nos hubiera puesto en guardia de la calaña de la que íbamos a estar rodeados.

Pero aquella aventura estaba mal engendrada desde el principio, y obnubilados por el símbolo mágico de “$”, deseosos de dar un “golpe” definitivo que nos permitiera probar otros derroteros, no habíamos sabido advertir la cantidad de indicadores que nos advertían claramente que aquello no era para nosotros.

Pero realmente no hay peor ciego que el que no quiere ver, y el día 2 de Mayo de 1969, en mala hora, nos hacíamos a la mar, a bordo de un cochambroso barco factoría sin nombre, perteneciente a una Compañía Ballenera sin nombre, abanderado en un país sin nombre, y rodeados de una jauría humana vociferante y también anónima, que pocas horas después de zarpar, habían descubierto a los dos pardillos que asustados y temblorosos habían advertido ya tarde el terrible error que habían cometido, confundiendo una autentica jaula de fieras carroñeras y sin escrúpulos, con un zoo de mazapán donde las hienas eran de fieltro, los leones de chocolate, y tú el Tarzan protagonista de aventuras imaginadas a tu antojo.

Nada que ver...

Aquello era “la legión extranjera” elevada a la máxima potencia y en su más cruel realidad.

La convivencia, no quedaba otro remedio que ejercerla en los

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escasos metros de un rancho estrecho, húmedo y maloliente, donde la nula intimidad se circunscribía al mínimo espacio entre tu litera y la de arriba, o en el hueco imprescindible debajo de tu asquerosa manta.

El resto consistía en zonas comunes de trabajo o de descanso en las que estabas imprescindiblemente obligado a compartir con una marabunta de todas leches que se relamía ante cualquier signo de debilidad que eran especialistas en descubrir, o quizá nosotros en no saber ocultar.

–... ¿Qué hacemos? –me interrogaba Joan con ojos asustados.

–Nos podemos volver a nado –le dije pretendiendo suavizar la tensión.

–Te lo tomas todo a broma ¿no?

–Todo no Joan, sólo lo importante...

Los primeros días fueron sencillamente horribles, los restantes insoportables.

El ambiente, más parecía sacado de una película de piratas, que de una situación real en pleno siglo XX.

Como digo, la numerosa tripulación de la fabrica flotante donde habíamos caído por mi mala cabeza, estaba compuesta por una legión de tipos malencarados, pendencieros y camorristas que se pasaban el día –aún no había trabajo– vociferando, bebiendo, amenazando, “fumando”, y sobre todo jugando a las cartas, algunos de ellos perdiendo el dinero que llevaban y lo que es peor, el que iban a ganar a lo largo de los próximos meses, lo que equivale a decir que trabajarían para el “acreedor” que automáticamente se convertía en su enemigo publico y objetivo principal de todos sus rencores y acciones belicistas, con lo que raro era el día que no corría sangre, y se presenciaba alguna batalla campal.

El cuarto día de navegación, un ayudante de cocina de los 4 que había, chino y esmirriado, más especializado en ligar un “Full de Ases” que en preparar “rollos de plimavela”, apareció detrás de la mesa del office de la cocina, con un hacha de partir la carne partiéndole a él la yugular, lo cual para asombro y sorpresa nuestra

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no fue especialmente dramatizado por nadie, incluido el capataz, que no se distinguía mucho de la media y ordenó “embalar” convenientemente el fiambre y estibarlo en la cámara frigorífica, de donde luego supimos de fuentes fiables que había pasado a sustento para los tiburones, y que la “exhaustiva” investigación llevada a cabo, a fin de determinar la autoría del hecho, no había dado resultado, con lo cual se consideraba caso cerrado.

... ¡Más se había perdido en Cuba!

Nuestra sensación de impotencia era terrible. No nos atrevíamos ni a pensar en la posibilidad más que probable de tener que permanecer en aquel manicomio un mínimo de cuatro meses... no lo aguantaríamos...

Habíamos intentado por puro instinto de conservación permanecer desapercibidos, pero no era en absoluto posible.

La cámara grande, era una especie de “Salón” de película del oeste americano, en el cual había varias mesas apropiadas para las “timbas” de cartas y dados que se montaban, una pequeña barra en una esquina, dos dianas con dardos y una vitrina con algunos juegos más, desconocidos para nosotros .

Este o tu litera, eran los únicos lugares donde te estaba permitido estar en tanto no comenzara a funcionar la “fábrica” en cuanto llegáramos a las zonas de pesca.

Rápidamente, los avispados depredadores que nos rodeaban, habían advertido los signos de debilidad que a pesar de nuestros esfuerzos en disimularlo, manifestábamos, y comenzaron a merodearnos con aviesas intenciones.

En repetidas ocasiones nos invitaron a jugar, cartas, dados o dardos, a lo que nos negamos con la más amable de nuestra sonrisa a fin de no parecer despreciativos. A fumar, a beber, con idéntica respuesta por nuestra parte, lo que comenzaba a molestar visiblemente a nuestros “colegas” a juzgar por el tono y los gestos con que aceptaban nuestras repetidas negativas. Pero no era posible otra respuesta, pues ninguno de los juegos era “gratuito” y en todos corrían los dólares con mayor profusión de la que nos podíamos permitir, y sabíamos sobradamente que si accedíamos nos

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quedaríamos en pelotas en cuestión de minutos.

Uno de ellos, un tipo canadiense con pinta y modales de “matón” inconfundible, con pelo cepillo rubio y encrespado, colmillos “lobunos” y gran faca al cinto que siempre exhibía durante las comidas utilizándola en sustitución del cubierto normal, la había tomado con nosotros y continuamente nos provocaba invitándonos a jugar o a beber, haciendo él mismo un remedo de nuestra respuesta negativa afinando la voz en lo que constituía una burla clara, y una forma de ponernos en evidencia al no aceptar la provocación que llevaba implícita su actitud.

Como suele suceder en estas ocasiones en que en el reparto de papeles, a un poli malo corresponde otro bueno, aunque en el fondo sean ambos de parecida calaña, nuestro “Ángel protector” no tardó en aparecer en forma de fornido gigantón, sacado a todas luces del reparto de estrellas de una película de vikingos, donde él sin duda tendría el papel de protagonista, con rostro aniñado, ojos azules, y pronunciado hoyo en la barbilla que recordaba de inmediato al por entonces celebérrimo Kirk Douglas, y que sin lugar a dudas sería el que se llevaría de calle a la “muchacha” si de una película se tratase lo que desafortunadamente estábamos viviendo en el más crudo directo.

Ya había reparado en él, ya que se distinguía claramente del resto, no solo por su impresionante planta de más de 1,90 de estatura, si no por su diferente comportamiento, más parecido al nuestro aunque menos independiente ya que mostraba gran confianza con la mayoría incluido el capataz, pero no ejercía ninguna de las actividades de los otros los cuales sin excepción respetaban su relativa lejanía.

En la última ocasión en la que “colmillos de lobo” nos había vuelto a hacer blanco de sus burlas, el “Adonis” cuyo nombre era Thor, (nunca supimos si real) que casualmente se hallaba cerca, increpó a este en lo que parecía una defensa nuestra, que desembocó en una violenta discusión que terminó siendo blanco de todas las atenciones y que cortó oportunamente el capataz que irrumpió en el recinto inesperadamente, dejando las espadas en todo lo alto y a los

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contendientes como gallos de pelea, prometiéndose con iracundas miradas acabar la discusión en otro momento.

No tuve por menos, cuando por fin reinó la calma, que dirigir un gesto de reconocimiento a nuestro generoso defensor que seguidamente se acercó a nosotros en lo que supuso el inicio de una intensa relación cargada de inesperados acontecimientos.

El referido Thor, que como digo más parecía un galán de cine que un vulgar tripulante de un misérrimo ballenero, debía estar allí por algún hecho inconfesable que lo había obligado a desaparecer del mapa por un tiempo. Al menos es lo que pensé desde el principio y creo que estaba en lo cierto. Era de nacionalidad Danesa y esta su segunda marea consecutiva.

Hablaba perfectamente italiano y bastante francés, pues según nos dijo había vivido largo tiempo en Italia y también en París. No era marinero de profesión y sabía que éramos españoles, mostrando desde el principio una gran simpatía por nosotros y principalmente por mi, sometiéndome a un interrogatorio exhaustivo en buen tono, intercalado con comentarios varios y de índole diversa que hicieron que fuera aquel, el mejor rato desde que habíamos puesto el pie en la cubierta de aquel engendro.

Al propio tiempo y advirtiendo las miradas rencorosas que el “lobuno” dedicaba al grupo y que en absoluto arredraban a nuestro defensor y devolvía una a una con redoblada intensidad, pensé que nos venía llovido del cielo contar con un aliado tan capaz y tan dispuesto altruistamente a detentar nuestra defensa en un lugar en el que nos sabíamos a merced de los acontecimientos, por lo que tiré de todos los recursos a mi alcance a fin de ganar los favores del galán, feliz de que nos incluyera entre los miembros más cercanos de su familia y dispuesto a serle fiel hasta la muerte, o al menos hasta salir en libertad de aquel sucio penal, aún reconociendo que nos lo habíamos ganado a pulso.

Tras cenar en lugares contiguos de una de las dos largas mesas comunes, le di nuevamente las gracias al tiempo que le manifestaba mi preocupación por la actitud del otro tipo contra él, a lo que me contestó con gesto felino que no se atrevería a meterse con él si no

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quería terminar en medio del océano...

¡Coño como se las gastaba el guaperas...!

Esa noche conseguí dormir algo más tranquilo.

Sorprendentemente la navegación en aquel aparato que parecía todo menos un barco, no resultaba especialmente dura ni complicada a pesar de la zona, probablemente porque durante todo el trayecto hasta el momento, se había procurado buscar el resguardo de la costa que aunque no conseguía convertir el duro Pacífico Norte en una balsa, si prestaba una cierta protección de los fuertes vientos del NE que, pasado el archipiélago de la Reina Carlota aún con un intensísimo frío, mejoraron considerablemente las condiciones de mar, debido a la pantalla natural que prestaba la llamada Cadena Costera que como continuación de Las Rocosas, se extendía más cercana a la costa, hasta los comienzos del Gran Golfo de Alaska.

A la altura del Archipiélago Alexander, abandonamos la referida protección adentrándonos en pleno “Golfo”, comenzando así la parte más dura del viaje hasta las Islas Fox, donde al parecer teníamos la base, concretamente en Dutch Harbor, en la isla de Unalaska junto al paso de Samalga.

Este grupo de islas, junto con el enorme archipiélago de Aleutianas, conforman el gran cinturón volcánico que rodea el tempestuoso Mar de Bering objetivo final de nuestro viaje.

A estas alturas, ya había hecho saber mis conocimientos de timón, lo que como en otras ocasiones me había proporcionado que entrara oficiosamente a formar parte, aunque solo a efectos de trabajo, de los que profesionalmente se ocupaban de esta función, lo cual a mi me venía bien ya que me ayudaba a pasar el tiempo en la “zona protegida” del puente y me ponía en contacto con personal de otra “ralea”. A estos efectos diré que los mandos de “Puente”, eran al parecer todos noruegos excepto el capitán, un japonés de edad indefinida, delgadito y con un par de paletas en su abultado morro que le proporcionaban un aspecto de “conejo de la suerte” simpático

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y sonriente.

Joan, gracias a la intervención de nuestro protector, había ocupado en la cocina el puesto abandonado forzosamente por el chino fiambre, con lo que al menos sabíamos si nos lo estaban colocando disimuladamente en la “carne con setas” que parecía tener un saborcillo extraño, como a chino muerto o así.

Por otra parte, la batería de armas de seducción que yo había desplegado alrededor del macizo Thor, al parecer había dado resultado, y este nos había acogido en su seno, lo que nos colocaba relativamente a salvo de las “hordas enemigas”, al tiempo que nos facilitaba algunas prebendas, la más importante de ellas, la consecución de una de las pocas cabinas/dormitorio para cuatro personas (4 literas) que aunque no fueran una maravilla de amplitud y comodidad, te permitían una mayor independencia y además estaba situada frente a un “baño” por decir algo, con ducha, igual de asqueroso que todos, pero con la ventaja de que era utilizado solo por los cuatro, Thor, Joan, el 2º jefe de cocina, un chino al que yo llamaba cho-chin y yo. El contencioso abierto el día de marras con el “matón” de los dientes de lobo, había quedado abierto, sobre todo por parte de este, que no se resignaba al desprecio que el “gran danés” le mostraba en presencia de todo el mundo.

Aquella mañana, a la hora del desayuno, Joan se encontraba al otro lado de la pequeña barra del office que comunicaba la cocina con el comedor, donde estaban colocadas distintas jarras con café leche o té, que el se ocupaba de ir rellenando a medida que se consumían.

Me hallaba entre cuatro o cinco comensales más, sentado a una de las mesas en un rincón, mordisqueando una galleta hecha a base de arena del desierto y ralladura de piel de ballena, aguardando que llegara Thor que había quedado duchándose. En ese trascurso, el que apareció con cara de poco amigos o de no haber dormido bien fue “el lobo”, que tras ignorarme con la mirada se acercó al office, comprobando que la jarra del té estaba vacía por lo que con cajas destempladas y mal tono, se encaró con Joan que naturalmente no

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entendió lo que le decía, aunque intuyéndolo se acercó a fin de tomar la misma y rellenarla de la asquerosa bebida que más parecía agua de fregar que cualquier otra cosa consumible. En el momento que el descuidado Joan estuvo a su alcance, el antipático “lobo” le dio un fuerte tirón del tupido gorro de lana que este llevaba en la cabeza, calándoselo hasta los ojos, provocando la crispación del mallorquín y la risa burlona de los demás. Joan, molesto por la acción y por las muestras de aprobación de la “cla”, se encaró con el provocador al tiempo que yo me levantaba de mi asiento con intención de intervenir en función de cómo se desarrollaran los acontecimientos.

“El lobo” envalentonado, agarró a Joan a la altura del pecho por el jersey que este llevaba puesto, en el preciso instante que la puerta del comedor era casi cubierta en su totalidad por la fornida figura de Thor...

Entre los espectadores asistentes se hizo un sepulcral silencio.

“El lobo” que en esos momentos se encontraba de espaldas a la entrada, probablemente inducido por el cese repentino de las risas y voces que lo jaleaban, soltó la pechera de Joan, girándose con rapidez cuando ya el gigantón danés cruzaba la estancia en dos zancadas en dirección a él, echando fuego por los ojos y con los pelos del cogote erizados en señal inequívoca de saltarle al cuello.

Sin mediar palabra entre ambos hombres, antes de haber llegado totalmente a su altura, el danés lanzó un golpe intencionado de su largo puño que fue a impactar en plena garganta del otro que nada más recibir el casi invisible impacto rodó por el suelo desmadejado como un pelele.

Con ambas manos sujetando la zona donde había recibido el impacto, intentaba a duras penas recuperar la vertical, aún aturdido y emitiendo un ruido gutural procedente de la parte dañada de su anatomía.

A medida que recuperaba de nuevo la conciencia y que sus piernas lo mantuvieran de pié, echó mano a la gran “faca” que llevaba al cinto y antes de que consiguiera desenfundarla del todo, el impasible Thor que no aparentaba haber realizado esfuerzo alguno y que al

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parecer esperaba la reacción, con una sonrisa siniestra y movimiento felino, saltó como impulsado por un resorte, sujetando la mano que empuñaba el arma, propinó un tremendo codazo en plena cara de su oponente el cual volvió a rodar por el suelo manando abundante sangre por la nariz, y arrebatándole la navaja rompió su larga hoja introduciendo parte de ella en una rendija de la mesa y realizando un brusco movimiento de palanca con la mano sobre la empuñadura. Seguidamente se acercó nuevamente al desmadejado “lobo” y levantándolo del suelo como a un muñeco de trapo le propinó dos sonoras bofetadas con la mano abierta en un gesto despreciativo y de superioridad que podría interpretarse como que no era suficiente enemigo como para merecer un golpe de puño.

Pero la contienda, que aparentemente había tocado a su fin con la apabullante victoria de nuestro amigo, aún no había llegado a su término.

Uno de los espectadores ya de sobra conocido. Un tipo grandote gordo y pendenciero con pinta de “Goliat”, del mismo clan del “lobo” con quien normalmente compartía mesa y risotadas, y lucía una enorme cicatriz que le cruzaba el lado derecho de su mofletuda cara desde la comisura del la boca hasta la oreja del mismo lado, decidió intervenir a favor de su amigo, justamente cuando Thor le daba la espalda, y blandiendo un largo trozo de hierro redondo y grueso que se encontraba a su alcance, levantó éste por encima de su cabeza con la inequívoca intención de descargarlo traicioneramente sobre la cabeza del danés, el cual dando muestras de tener ojos en la espalda lanzó una inesperada “coz” al tiempo que se giraba, que impactó con gran violencia a la altura del pecho de su nuevo enemigo que aterrizó estrepitosamente contra la mesa del comedor, quedando fuera de combate y maltrecho debajo del largo banco que servía de asiento para la misma.

Como si nada hubiera ocurrido y paseando la desafiante mirada por el resto de los asistentes por si alguno más quería probar suerte, se dirigió con paso lento hacia el office donde se encontraba Joan a quien preguntó en italiano si estaba bien, a lo que este sin abandonar la cara de asombro con la que había presenciado la violenta acción,

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contestó balbuceante sin pestañear.

–… Si...si... estoy bien... gra... gracias.

Seguidamente me incorporé a la guardia de timón que me correspondía, advirtiendo desde la altura del puente el progresivo empeoramiento de las condiciones climatológicas, lo cual no me sacó del ensimismamiento de mis pensamientos que giraban continuamente alrededor de cómo lograríamos superar la dura prueba que no había hecho más que empezar, pues la dependencia absoluta de Thor no acababa de convencerme, y temía que en cualquier momento acabase de la misma forma caprichosa que había empezado y no quería ni imaginar lo que sería nuestra vida en solitario, ante aquella manada de lobos hambrientos que cada día que pasaba se mostraban más hostiles y peligrosos.

Por la tarde en la cabina, pregunté a Thor donde había aprendido a pelear con esa contundencia, me contestó con amplia sonrisa que “en la vida” a lo cual repliqué que esa respuesta era como no contestar nada, por lo que a continuación me explicó que había sido campeón de artes marciales en su país, pero sobre todo había recibido entrenamiento militar en la legión extranjera y había participado en diferentes guerras en África y Sudamérica, imaginé que como mercenario, y por último en Italia había ejercido de guardaespaldas de distintos personajes poco recomendables y a causa de ello era buscado por propios y extraños de medio mundo, con lo que a sus escasos 39 años, su vida al parecer no había tenido desperdicio.

Tras la conversación, no tuve por menos que pensar que... ¡Habíamos puesto al lobo a guardar a las ovejas...! ya veríamos como acababa todo.

A medida que nos internábamos en el Gran Golfo de Alaska y nos acercábamos a nuestro primer destino, “Dutch Harbor”, donde según lo previsto haríamos una escala de al menos 10 días y se nos unirían los dos barcos pescadores, las condiciones de navegación empeoraban, y un viento helador procedente del NE, soplaba a ras

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de agua levantando enormes jirones de espuma blanca por encima de las grandes olas de un mar de color verde grisáceo que se confundía con un cielo del mismo tono en un horizonte invisible.

De cuando en vez, no era difícil avistar algún trozo de hielo desprendido, portando a un grupo de pingüinos o elefantes marinos como polizones sorprendidos, rumbo a un destino imprevisto y probablemente fatal.

A bordo de aquel engendro, mitad herrumbroso barco y mitad desvencijada fabrica, avanzábamos lentamente por entre aquel mar furioso, ajeno e indiferente a las razones que habían movido a cada una del grupo de almas que portaba a optar por aquel infierno.

Cuantas historias, cuanto desarraigo, cuantas venturas y desventuras... y en definitiva, cuanta vida, se encerraba entre sus oxidadas paredes.

Decidí hacer una petición más a la estrella fugaz.

–Porque todos los marineros sin excepción de este viejo barco, encuentren su felicidad.

Contra viento y marea, nunca mejor dicho, pocos días más tarde avistábamos ya a tiro de piedra la isla de nuestro primer destino, y concretamente el helado puerto de “Dutch Harbor”, el cual no era más que una cincuentena de pequeñas casitas, semicubiertas por la nieve donde habitaban los trabajadores de algunas empresas que por razones económicas mantenían allí sus almacenes y plantas de elaboración de los productos de la pesca en el cercano mar de Bering.

A pesar de lo inhóspito del lugar, sorprendía el bar-almacén constituido por un gran salón donde era posible desde tomar una “pinta” de cerveza rubia o negra o cualquier otra cosa que te hiciera entrar en calor hasta adquirir cualquier cosa que consideraras necesario para pasar los largos meses de la “marea” que se iniciaba, y que una vez hechos a la mar no volverías a tocar tierra firme hasta los cuatro o seis meses previstos según los casos.

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El local era espacioso y acogedor y cual fue mi sorpresa cuando comprobé que estaba frecuentado por personal femenino, procedente al parecer de los diferentes trabajos en las diversas factorías que allí permanecían ubicadas.

¡Qué alegría! pensé que era una “raza” que ya no existía aunque fuese sólo para verla.

Durante los días precedentes, Joan había afianzado su puesto en la cocina y se había ganado el favor del jefe de la misma, lo cual tenía su importancia ya que este era un personaje de una cierta autoridad al ser antiguo en la empresa y gozar de la confianza de los mandos a los cuales tenía acceso directo y a mi me permitía un cierto relajo con respecto a la dependencia que tenía de mi, y cuanto mayor fuese su autonomía, mayor sería también la mía.

Por mi parte había fraguado una cierta amistad con el 2º oficial, con quien frecuentemente me encontraba durante mis guardias de timón, y aunque este era de nacionalidad canadiense nos entendíamos bien ya que él había recorrido todo Sudamérica y chapurreaba bastante español así como inglés y francés.

Con Thor continuaba manteniendo una buena relación aunque un par de días antes había tenido una actuación que no me había gustado demasiado y me había puesto en guardia de inmediato.

Nos encontrábamos ambos dos en la cabina, cuando él que acababa de darse una ducha, permanecía en “paños menores”, calzón corto, en el centro de la pequeña estancia, luciendo quizá demasiado su atlético y poderoso cuerpo. Yo tumbado en mi litera observé una gran cicatriz que tenía en su costado izquierdo que le atravesaba en sentido oblicuo desde la altura del pectoral hasta la cintura en su parte posterior, y otra no tan grande en su muslo del mismo lado hasta casi la rodilla. Entonces en tono jocoso le dije que lo que no me había comentado era que también había sido torero, a lo que una vez comprendida la broma me comenzó a explicar que ambas heridas eran procedentes de sendos encuentros cuerpo a cuerpo en la guerra de Angola, entonces con gesto serio y mirada que a mi me pareció bastante “particular” dijo bajando la voz y acercándoseme al tiempo que hacía insinuación de bajarse también

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el calzón que llevaba como única prenda. “Aunque a mi me gustan más otro tipo de encuentros cuerpo a cuerpo”... Yo sorprendido y confuso, pues la verdad es que no lo esperaba ni remotamente, no supe como reaccionar e incorporándome de un salto de mi litera, salí precipitadamente de la cabina sin responderle una sola palabra.

Me dirigí aturdido a la sala más pequeña que teóricamente era para lectura y normalmente estaba desocupada permaneciendo allí sentado, tratando de digerir la situación y poniendo en orden mis pensamientos, pues si realmente el danés era lo que había dado a entender y sus muchas amabilidades y deferencias para con nosotros eran con esa finalidad, yo tenía un problema más serio de lo que podía parecer.

Pasados unos minutos, apareció por la puerta de la estancia donde me encontraba, con amplia sonrisa en contraste con el gesto serio que yo mostraba pidiéndome disculpas por lo que decía que había sido una broma mal entendida por mi parte.

No tuve otro remedio que aceptar las disculpas, aunque “el mosqueo” permaneció conmigo, pues no me había sonado para nada a broma su actitud y además me parecía que no venía al caso.

... ¿No me habría vuelto yo objetivo predilecto de los “mariposones”...? pues era el segundo en poco tiempo.

De todas formas, inesperadamente, tendría una ocasión magnífica de ampliar datos, esa misma noche.

Precisamente el mismo día que tocamos tierra en Dutch Harbor, había conocido en el bar-almacén a uno de los “arponeros” que nos acompañarían en uno de los barcos pescadores de la misma empresa, y que tenían allí su base, a la que él, tras la pesca, volvería ya que realizaba en tierra otras funciones.

Era un tipo de mediana edad y estatura, fortachón, de modales pausados y mirada franca, que para nada encajaba en la media de la gente que nos rodeaba. Su nombre era José y era natural de Azores (Portugal), concretamente de “Lajes” localidad situada en la isla de “Pico”, famosa por su gran tradición ballenera, la cual había

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abastecido al mundo de grandes profesionales de esta particular industria pesquera y más concretamente de “arponeros”, especialidad en la que en tiempos pasados propios de formas más artesanales, habían adquirido merecida fama los “azorianos”.

Hacía varios años que frecuentaba aquellas “nieves”, haciendo, según me había contado, una marea de trabajo, (6 meses) y un tiempo igual de descanso, durante el cual volvía a su tierra con los suyos lo cual le resultaba económica y laboralmente rentable. Los años anteriores había trabajado en distintas localidades de Canadá, por lo que conocía perfectamente sus costumbres.

Tenía José una gran afición por la música, por lo que había montado un grupo instrumental y coral que al tiempo que le permitía satisfacer su afición, le ayudaba a pasar el tiempo sobrante del mucho que pasaba en aquel lugar tan remoto e inhóspito.

Era sábado por la tarde, y aunque a nosotros no era una circunstancia que nos afectara en ningún sentido, para el personal que laboraba en las factorías, si era su día de descanso por lo cual el referido bar-almacén presentaba un aspecto alegre y bullanguero que al llegar Joan, Thor, y yo, nos sorprendió gratamente.

Nos instalamos en la barra donde sin haberlas pedido aún nos sirvieron sendas espumosas cervezas las cuales con el calor que reinaba en el interior del local, fueron apuradas con el máximo agrado.

Minutos después, José que aparecía en ese momento, se acercaba a nosotros, saludando a los otros dos, a los que también conocía y situándose a mi lado dando una afectuosa palmada sobre mi hombro ya que seguramente era con quien más había hablado y aunque no mucha, con quien más confianza tenía.

De una maquina automática de música, sonaban a todo trapo, las notas del “rok” más popular de “Elvis”, “King Creole” y un par de parejas de edad desproporcionada con la pieza hacían los honores, indiferentes a tan sutil circunstancia.

El personal femenino, formado por una parte importante del que

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abarrotaba casi completamente el local, tampoco era para tirar cohetes, aunque a falta de pan... buenas eran las “tortas” que aunque ya algo “duras de roer”, salvo honrosas y contadas excepciones, podían considerarse “mises” al lado de los representantes del otro bando que si que daban ganas de echar a correr nada más verlos.

Todo ello componía un cuadro de lo más pintoresco, y movía a pensar que jamás se le habría ocurrido a nadie que no lo conociera, imaginar que en un ínfimo trozo de tierra tan inhóspita y remota como aquella, pudiera darse una manifestación de vida humana tan rica y palpitante como la que tenia ante mis ojos.

Momentos después, hacían su entrada en el local dos nuevas féminas, una de ellas morena mestiza, como de unos 40 y pico años y ya bastante “ajada” y otra más joven, calculé que no llegaría a los 30, pelirroja hasta los cimientos, de piel blanca blanquísima como la nieve virgen, y ojos verdes y risueños que llamaban poderosamente la atención, centelleando en aquel rostro de porcelana.

Ambas se detuvieron a saludar a José, el cual nos explicó que pertenecían al grupo vocal que tenía montado, procediendo seguidamente a las presentaciones, concluidas las cuales me apresuré a “pegar la hebra” ofreciéndome medio en serio medio en broma a cantar con ellas, retándolas descaradamente a comprobar quien lo hacía mejor.

Las chicas, una de ellas de procedencia puertorriqueña lo que me produjo inmensa alegría ya que hablaba mi idioma, atendía por Mara, y la “vikinga”, de padres finlandeses y ella nacida en la zona “francófona” de Canadá, se llamaba Elka.

Interesado vivamente sobre todo en la segunda, les ofrecí tomar unas cervezas, a lo que ellas tras dudarlo un instante aceptaron entre comentarios jocosos y miradas intencionadas, dirigidas principalmente a Thor, que por su físico destacaba considerablemente no solo sobre el grupo sino sobre el resto de la nutrida concurrencia, si bien él permanecía indiferente y aparentemente ajeno a la expectación que producía .

Una vez despojadas de los gruesos sobretodo de piel de foca que traían a la entrada de la heladora intemperie de la calle, la pelirroja

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quedó con un pantalón de franela granate, bastante ajustado a sus generosas caderas y una chaquetita de lana abierta de color beige, sobre una camisa estampada en los mismos tonos del pantalón, que también marcaba su abundante delantera y dejaba ver su cuello inmaculadamente blanco, inocentemente adornado por una sencilla cadenita de plata con tres bolas del mismo metal hacia el centro de la garganta. Sus labios carnosos coloreados de un rojo intenso, reclamaban atención preferente, junto con sus ojos de esmeralda que destacaban luminosos del blanco de cera de su cara.

La miré de arriba abajo sin disimular mi interés, procurando que ella se diera cuenta del mismo. Pues aunque desentrenado, todavía me quedaba intuición para saber que acciones elementales funcionaban en términos generales en estos casos, y que mensajes visuales te invitan a continuar la exploración, o cuales otros te indican que has llegado a su término.

Thor mantenía una actitud indiferente y lejana que no hacía más que abundar en mis sospechas de que el “affaire” de la otra tarde, no tenía nada de broma, y si no, ¿ que sentido tenía esa actitud hostil para con las chicas...? . Ni que fuéramos sobrados.

Poco rato más tarde alegando fríamente que estaba cansado, se despidió brevemente de nosotros, a ellas ni las miró, y desapareció.

El resto de la noche trascurrió divertido y gratificante para mi, pues a falta del arrogante vikingo, yo era mucho más accesible y esforzado con las muchachas, las cuales bailaron, bebieron y charlaron por los codos, mostrándose encantadas con la novedad que yo representaba aún sin poseer la “percha” del dudoso guaperas del que comenzaba a pensar seriamente que tenía ciertas desavenencias con el sexo opuesto.

Joan me observaba con la cara de admiración propia de otras épocas y también desapareció poco después en dirección al barco.

Me despedí de ellas a altas horas en la puerta de la casita individual cubierta de nieve donde habitaban juntas, propiedad de la empresa bacaladera que les daba empleo (ambas trabajaban en la nave de despiece) también al igual que José, en periodos de 6 meses en el destierro y otro tanto en la civilización, lo cual pensándolo bien

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no era una mala formula, sobre todo sabiendo lo magníficamente pagado que estaba el periodo laboral que compensaba de sobras al de ocio.

Al despedirme hasta el día siguiente decidí “tantear el terreno” y al intentar un beso casto y protocolario en la fría mejilla de Elka, encontré intencionadamente sus labios que aunque por un momento, se mantuvieron en los míos, preludiando nuevas y más prolongadas oportunidades.

Me introduje sigilosamente en mi litera confidente, haciendo caso omiso al concierto de ronquidos que coreaban mi vigilia.

Dormí ajeno a todo, abrazado a la blanca y cálida almohada sustituida en mi sueño por el cuerpo de cera de la pelirroja, y reconfortado por el calor que este desprendía, capaz de derretir la nieve que mantenía invernado desde hacía tiempo a mi corazón.

En la mañana del Domingo decidí acercarme dando un paseo hasta la casa de mis nuevas amigas de la que a penas me separaban unos 200 metros.

El día había amanecido como la mayoría de ellos, gris y amenazando nevada que pocos minutos después se convertía en realidad palpable obligándome a acelerar el paso, a pesar de lo cual mi espalda iba poco a poco cubriéndose de una esponjosa y helada capa blanca.

Al llegar a la puerta de la pequeña casita que permanecía cerrada así como las ventanas situadas a ambos lados de la misma, me animé a llamar con los nudillos sin por el momento obtener respuesta alguna desde su interior, por lo que pasados un par de minutos durante los cuales la capa blanca de mis hombros ganaba en espesor, continué mi camino hasta una cercana nave que ya conocía y que hacía las veces de iglesia, salón social, y lugar de ensayo para el famoso grupo musical del que con tanto entusiasmo me había hablado el bueno de José.

Pasando a su interior pude observar que habían debido celebrar algún acto religioso, y a continuación el coro interpretaba una pieza desconocida dirigido por la mano experta del portugués que me saludó con un gesto al verme llegar. Yo busqué los ojos verdes de

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Elka entre el grupo coral, hallándolos de inmediato risueños y luminosos rodeados de su melena de fuego. Me dedicó una esplendorosa sonrisa que derritió al instante la nieve de mi espalda y me hizo creer en los milagros. ¡Por fin había salido el sol!

Minutos más tarde finalizaban la actuación, con lo que ella, que a buen seguro había hablado de mi a otras dos o tres compañeras que dirigieron sus miradas entre risas y comentarios jocosos, hacia donde me encontraba. Se acercó hasta mi ofreciéndome su mano que yo acepté al instante haciendo el gesto de quedarme con ella, provocando su risa abierta y su mirada de complicidad dirigida a las amigas que se diluyeron pronto entre la multitud.

Le dije que estaba preciosa, y la verdad es que lo estaba. La luz más generosa que en el garito de la noche anterior dejaba ver mejor el verde esmeralda de sus ojos y el rojo oscuro de su pelo, que peinado de forma diferente lo hacía parecer más vivo y abundante.

La nívea tez de su rostro salpicada por pequeñas pecas oscuras a la altura de sus pómulos le proporcionaban un aspecto entre pícaro e infantil que resultaba una mezcla de lo más sugerente. Su boca nuevamente matizada de rojo cereza, seguía promoviendo en mi el deseo irrefrenable de retomarlo donde lo había dejado, muy a mi pesar, la noche anterior. Vestía pantalón y jersey de cuello alto en tonos grises, ambas prendas bastante ajustadas marcando las sinuosas curvas de su espléndida figura.

Poco después nos acercábamos al piano donde José hacía demostraciones de su virtuosismo con el difícil instrumento, interpretando piezas populares conocidas y coreadas por muchos de ellos pero no por mi. Retado por José y Elka a que mantuviera lo que había presumido la noche anterior, me animé a ojear las partituras que en una carpeta al efecto se encontraba sobre la tapa del teclado, hallando entre ellas la de la popular “Granada” de Albeniz, con la cual yo tenía para lucirme, además por si quería echar el resto se encontraba “O Sole Mio” y alguna popular mejicana o cantar a “capela” lo cual no me importaba en absoluto y ya estaba más que acostumbrado.

Aunque suene presuntuoso, lo cierto es que con el famoso

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“Granada” me metí al publico en el bolsillo. José que no esperaba tal alarde se mostraba entusiasmado, y Elka disipó sus últimas dudas si es que las tenía, colocándose a mi lado en actitud posesiva lanzando un claro “aviso a navegantes” de que aquella voz... y el cuerpo que la sustentaba, eran por el momento de su propiedad.

Yo me dejaba querer, pues hacía tiempo que no experimentaba los placeres de un “baño de multitudes” (aunque fueran 20) y sobre todo los de la conquista de una chica guapa. Lo cual a los 24 es un alimento imprescindible para el cuerpo y para el alma y un elixir de felicidad para el resto de los sentidos.

Esa noche ya no fui a dormir al barco. Lo hice en casa de Elka la cual resultó ser un encanto en todo y para todo. Su compañera Mara había dejado el terreno libre yéndose a pernoctar a casa de otra compañera.

Hacía calor.

Las pequeñas viviendas estaban magníficamente acondicionadas en ese sentido como no podía ser menos.

La decoración escasa y sin concesiones. La luz artificial a base de lámparas bajas contribuía de forma fundamental a dar un toque de intimidad al caldeado ambiente.

El cuerpo blanco y desnudo de Elka apoyado con laxitud sobre la sábana oscura, parecía más esculpido en impoluto alabastro que en carne palpitante y mortal. Al acercarme pude comprobar como las pecas de sus mejillas se repetían esporádicamente por otras zonas de su cuerpo invitándome a seguir un itinerario y disfrutarlo en pequeñas dosis. Atendiendo la sutil sugerencia comencé a resbalar mi mano por su anatomía señalando uno a uno los grupos de pequitas marrones. Ella cerró los ojos concentrando sus cinco sentidos en la palma de mi mano, al tiempo que su respiración aumentaba de ritmo y sus pechos se estremecían al contacto de mis dedos. Un suspiro se escapó de su garganta cuando mi hermoso viaje por su piel traspasó el ecuador de su cintura acercándose peligrosamente hasta el ardiente desierto de su vientre. Sus labios susurraron mi nombre...

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Era una chica que podría haber encontrado en cualquier otro lugar del mundo. De hecho me contó su vida en Montreal donde habitaba la parte del tiempo que no estaba en aquel destierro, resultando de lo más normal. Había cumplido 27 años, vivía sola en un apartamento, tenía sus amigos en la ciudad y hacía su vacaciones, a veces de dos meses en El Caribe. Había descubierto casualmente aquel modo de sustento que le compensaba, y le permitía vivir la otra mitad del año, a “cuerpo de reina”, siendo ésta la tercera temporada que repetía la experiencia. Por lo que una vez conocida la historia no resultaba tan extraño haber realizado semejante hallazgo en un lugar tan remoto.

Fueron mis únicos días felices y el único hecho gratificante de aquel viaje de pesadilla. Lo demás, el tiempo anterior y posterior a los días que pasamos en el poblado de Dutch Harbor, fue sencillamente para olvidarlo, para arrancarlo de la memoria.

No recuerdo si he referido, que entre otras cosas importantes para mi, en la tormenta de “Hornos”, perdí a mi querida “Annimex Sub”, que haciendo honor a su apellido se fue sin despedirse a retratar para siempre a las sirenas de cabellos dorados del fondo del Antártico. Por lo que las pocas fotos que había conseguido de este viaje, como testigos mudos de que no había sido solamente un mal sueño, me las había facilitado la sorprendente cámara que recién estrenaba importada de Japón como ultimísimo grito, mi amigo el 2º oficial. Era el modelo experimental de “Polaroid”, y gracias a ella puedo aportar algunos documentos gráficos a esta parte de mi historia.

Zarpamos de Dutch Harbor rumbo a la gran aventura de Bering, el 28 de Mayo de aquel año del Señor de 1969, a las 5 de la mañana.

Me había despedido de mi buena amiga Elka con lagrimas en los ojos, con la firme promesa de volver a vernos donde fuera.

Una copiosa nevada caía mansamente haciendo aún más triste la partida.

Situado en una zona de la banda de estribor con mi traje de agua amarillo-naranja colocado, veía alejarse el pequeño puerto, con el

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corazón encogido y un nudo en la garganta. Tenía unas enormes ganas de llorar. Me invadía una gran nostalgia y una desconocida sensación de soledad. Estaba seguro de que me había equivocado... no teníamos que estar allí.

La mortecina luz de la madrugada terminó por engullir las borrosas imágenes, dejándome solo con la mirada perdida en el agua verde y hostil del inmenso océano que me rodeaba. Finalmente di rienda suelta a mi debilidad y una lagrima furtiva que pugnaba por salir, rodó hasta la bocamanga de mi chaquetón impermeable confundiéndose con uno de los copos de nieve que abundantes revoloteaban a mi alrededor impulsados por el viento. ¡Ya estaba bien! los hombres no lloran. Pero yo, desafortunadamente o no, no era de aquella clase de hombres.

De un manotazo aparté de mi mente los malos augurios y regresé al interior donde la gente vociferaba enfrascados en su enésima partida de cartas... los hombres no lloran -repetí- sacando fuerzas de donde casi no las había.

Horas después, tras bordear las islas de Unalaska y Umnak, nos internábamos hacia el estrecho de Samalga, el cual constituía una de las puertas de acceso más comunes al terrible mar de Bering.

A estas alturas la nieve había hecho de las suyas convirtiendo en hielo toda la superficie visible del barco y ofreciendo una perspectiva sobrecogedora de los dos arponeros que nos acompañaban, los cuales al ser de dimensiones mucho menores parecían desde nuestra distancia juguetes indefensos en aquel infierno de enormes olas y vientos devastadores.

Mi manifiesta preferencia a estar con Elka todo el tiempo posible (sólo no lo estaba durante sus horas de trabajo) había producido en Thor más que una indiferencia un alejamiento claro de nosotros. Prácticamente no nos dirigía la palabra y frecuentemente nos evitaba.

Yo había procurado desde la ventaja que me proporcionaba mi frecuente trato en el puente con los oficiales, buscar otros apoyos

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menos interesados y arriesgados que el del imprevisible vikingo, pero este era de peor calaña de lo que pudiera parecer y no estaba dispuesto a ceder terreno tan fácilmente.

Dutch Harbor

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Elka en su trabajo

La primera noche que pasamos en el Mar de Bering, yo había tenido guardia hasta las 6 de la mañana, por lo que a la hora de levantarse el personal, sobre las 7, yo dormía como un bendito sin enterarme de cuando habían abandonado la cabina los tres que la continuaban compartiendo conmigo. Thor, Cho-Chin y Joan.

Dormía como digo, con mi habitual sueño ligero, cuando me pareció notar que “algo” bullía en el interior de mi sabana por los alrededores de mis “zonas pudendas”.

En la semi inconciencia propia de la situación pensé que estaba soñando, aunque poco después ante la sensación más clara de que realmente algo o alguien se internaba por lugares tabúes de mi anatomía salvo autorización expresa de su titular. Abrí los ojos sorprendido, encontrando a un metro de mi, la cara sonriente de Thor con su mano introducida debajo de mi sabana y la otra apoyada en la litera de enfrente, explorando mi intimidad en manifestación

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clara de cuales eran sus tendencias y pretensiones.

Según hube tomado conciencia de la situación, instintivamente lancé una patada a su cara que por su cercanía no tuvo tiempo de esquivar, yendo a impactarle en plena boca produciéndole una hemorragia que aunque no importante, fue suficiente para que él encontrara motivos de arrastrarme desde la litera al suelo como si fuera un muñeco de trapo, y allí a pesar de mis esfuerzos en zafarme y alcanzarlo con algún golpe, mantenerme inmovilizado y con una desesperante sensación de impotencia. A medida que incrementaba mis esfuerzos, él sin aparentemente realizar ninguno me anulaba totalmente riéndose en mi cara y transmitiéndome una apabullante sensación de superioridad física que jamás podría equilibrar.

Riéndose a carcajadas me soltó del cuello por donde me tenía sujeto, y se alejó mascullando en su lengua dejándome hundido, rumiando una situación que por el momento no me iba a ser fácil solucionar.

Por su propia naturaleza, el tema era más complicado de defender y explicar de lo que parecía. ¿Qué podías decir y a quien?... ¡Hay un tío que me quiere violar! ¿...? Lo hubieran tomado a risa, pero eso mismo formaba parte del problema, con la circunstancia añadida de estar encerrado y obligado a convivir entre los escasos metros cuadrados del barco y la practica imposibilidad de encontrar apoyo en contra de aquella mala bestia. Por el momento no me quedaba otra que esperar acontecimientos y ver de que forma los solucionaba, pero esa incertidumbre me producía un desasosiego que me mantenía en vilo noche y día.

La supuesta aventura de la caza de la ballena donde yo me había imaginado poco menos que como el capitán “Acab” luchando a brazo partido con la terrible “Moby Dick” en una desigual batalla donde el furioso animal tenía todas las de ganar, supuso una nueva desilusión para mi, pues nosotros las ballenas ni las veíamos hasta que uno de los barcos pescadores que nos precedían nos las señalaba por radio, muertas por ellos y flotando en las heladas aguas del Mar de Bering, hasta que “la fabrica” (nosotros) llegábamos a su

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costado y la introducíamos por popa a la zona de despiece, desde donde ya pasaba a los diferentes departamentos para iniciar su proceso industrial, que igualmente podría haber sido de una vaca, un cerdo o una fabrica de zapatos. El trabajo que me había tocado desempeñar consistía en vigilar una caldera con aceite de ballena, (podría haber sido de otra cosa) y cuando habían pasado tres minutos por un cronometro al efecto que la caldera tenía adosado, dejaba salir una muestra por un grifo, a la cual acercaba una tirita de papel catalizador blanco que al contacto con el aceite debía colorearse de rojo en cuyo caso le daba salida y cargaba otra calderada. Si no tomaba el colorcillo previsto debía aumentar el tiempo y la temperatura hasta que madurara.

Como se podrá comprender la pelea con la ballena era "emocionante".

Pero a muerte sí eran las peleas discusiones y trifulcas entre los tripulantes, que a medida que pasaban los días las diferencias entre ellos y los efectos propios de la intensa convivencia, iba haciendo mella, con lo que la tensión iba en aumento y se palpaba en el ambiente.

Joan había ganado los favores del jefe de cocina que era un tipo bastante respetado y por el momento se mantenía a cubierto de las dentelladas que con frecuencia aquella manada de perros salvajes se dedicaban.

Yo tenía suficiente con mantener a raya a Thor que se divertía jugando conmigo al gato y al ratón, manteniéndome nervioso y alerta lo que me producía un tremendo desgaste y una horrible tensión.

Por si era poco, “el Lobo” que también se había dado cuenta de mis diferencias con mi antiguo defensor, considerándome más desprotegido me rondaba buscando probablemente vengar en mi el ridículo en el que lo había puesto el gigante rubio, y mucho me temía que con este en cualquier momento me vería obligado a medir mis fuerzas.

Como estaba previsto y aunque yo no me había enterado del todo

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bien, la caza propiamente dicha era la parte básica del trabajo, y no ocupaba más de un tercio del tiempo total de la marea, o sea escasamente un par de meses, después los accesos de regreso al puerto base se helarían, como así ocurrió, y los tres barcos juntos quedarían inmovilizados pasando todo el personal a “la fábrica” donde se continuaba el proceso industrial, con lo cual aquello podría ser como digo una industria pesquera, una conservera, u otra cualquiera. Eso sí, situada en el lugar más remoto e inhóspito del mundo.

Tras la desilusión sufrida con la actividad, que yo esperaba mucho más cargada de aventura y acción, no podía sospechar que los enfrentamientos más duros serían con mis propios compañeros, en lugar de con los grandes cetáceos, mil veces más peligrosos y beligerantes que los indefensos y nobles gigantes marinos. La nueva fase tenía aspectos que mejorarían la situación anterior, ya que al comenzar el proceso industrial a funcionar a todo ritmo, se abrieron todas las zonas del barco que hasta la presente habían permanecido cerradas. Con lo que se planteaba la redistribución de trabajos y consecuentemente de ubicación del personal. Zonas de dormitorio, de comedor y de descanso, de las cuales se habían abierto dos nuevas las cuales yo no conocía, y serían ocupadas por los trabajadores en función de la proximidad al puesto de trabajo, con lo que con un poco de suerte conseguiría alejarme aunque fuese relativamente de mis “depredadores”.

El peor de ellos el famoso “Lobo”, no estaba dispuesto a dejarme escapar sin “ponerme contra la pared” por lo que una de las últimas noches anteriores a la nueva distribución, saliente de la que sería mi última guardia de timón, entré en “La Cámara” con intención de ver si se encontraba Joan.

Nada más traspasar la puerta advertí que el que si estaba frente a mi era “el lobo”, que jugaba una partida de dardos con otras tres buenas piezas de su calaña y en ese momento se encontraba con los agudos punzones en la mano dispuesto a efectuar su tirada.

Al verme llegar, quizá obedeciendo más a su subconsciente y a la

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antipatía personal que yo le inspiraba, cambió totalmente la dirección del brazo ya que la diana lógicamente se encontraba en otra dirección completamente despejada de público, lanzando hacia mi el peligroso estilete acompañado de una de sus risotadas, el cual evité instintivamente yendo a clavarse en el marco de madera de la puerta de donde yo, también probablemente por instinto, lo arranqué de inmediato devolviéndoselo de la misma forma, un tanto cegado por la violenta e irreflexiva acción de quien procedía.

Él que no esperaba mi reacción y que tampoco andaba muy fino de reflejos con las más de tres o cuatro copas que llevaba encima, no pudo o no supo evitar el dardo de vuelta, el cual fue a clavarse en la zona derecha de su pecho, un poco por debajo de la tetilla de ese lado, donde de inmediato y a pesar de la poca profundidad de la aguja metálica de la punta del dardo que inmediatamente se desprendió y cayó a sus pies, produjo una mancha de sangre que atravesó el tejido de la gruesa camiseta que llevaba, manifestándose de forma más escandalosa que la verdadera importancia de la herida que la producía.

Ciego de ira tras comprobar que la aguja había traspasado escasamente su piel, lo que también provocó un coro de risas de los asistentes, se lanzó hacia mi como yo esperaba, por lo que en los escasos segundos transcurridos me había pertrechado de una banqueta de madera de las que había gran cantidad en el local, dispuesto a defender mi integridad ya que el enfrentamiento era inevitable y yo tampoco era manco.

Nada más llegar a mi altura no con especial agilidad, me lanzó un tremendo “derechazo” el cual detuve casi sin darme cuenta con la banqueta que tenía sujeta a modo de escudo por una de sus patas, y ahí terminó la pelea que yo esperaba mucho más encarnizada y violenta. El golpe lanzado con todas sus fuerzas, impactó como digo, de lleno en el canto de madera de la banqueta lo que le sirvió para salir aullando como lo que era, con cara de dolor y sacudiendo la mano con dos dedos rotos y el resto de ella magullada (la tuvo entablillados un mes).

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El capataz que se encontraba en el recinto detuvo oportunamente las hostilidades, y no hubo que dar más explicaciones ya que había visto en directo la actuación iniciada sin lugar a dudas por “el lobo” que decididamente en los últimos enfrentamientos que había tenido, no le había sonreído especialmente la suerte, con lo que el mote en caso de haber continuado en relación con él, tendría que haber sido cambiado, como mucho por el de “el pupas” que encajaba mejor con el resultado de sus actuaciones. Pero yo mucho me temía que no se conformaría con el resultado de esta primera “batalla” de la que tan poco favorecido había salido y buscaría nuevas oportunidades, con lo que tenía un motivo de tensión más que añadir a los ya existentes que no eran pocos.

En la nueva asignación de trabajos y dormitorios, tuve la suerte de alejarme del “lobezno” y sus secuaces que quedaron en el primer departamento, bastante alejado del mío que era el tercero, pero no conseguí librarme del cargante Thor que era el que realmente me preocupaba, pues ante él no tenía posibilidad alguna y me sabía a su merced, situación con la que él al parecer disfrutaba haciéndome sufrir.

Uno de aquellos días, tuve ocasión de charlar con José, cuyo barco, el pescador nº 1 se encontraba abarloado a nuestro costado ya que las faenas de pesca estaban terminadas, y él como arponero del mismo había terminado su misión.

Le conté la historia con Thor mostrándole todo mi agobio y preocupación, a lo que él que me escuchaba atento y casi sin emitir comentario alguno, me tomó por el brazo haciendo que lo acompañara al puente de mando donde preguntó al sobrecargo que lo saludó amigablemente si podría avisar al 1er. Oficial. Éste nos hizo aguardar unos minutos al cabo de los cuales volvió anunciándonos que nos esperaba en la sala de oficiales. José conocía perfectamente el camino y se movía con tal confianza en aquella zona del barco, restringida para la marinería, que a medida que pasaban los minutos me intrigaba más su comportamiento, siendo

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además como ya había tenido ocasión de demostrarme, una persona especialmente prudente incluso poco dado a confianzas gratuitas.

El 1º, que yo ya conocía de vista en el puente, pero con el que no había tenido ocasión de hablar, un hombre también de mediana edad, moreno y con bigote, saludó afectuosamente a José, también a mi, e inmediatamente se lanzaron a una conversación en portugués de la cual yo aunque no “cazaba” gran parte, si deducía claramente que José le explicaba a su interlocutor el problema que yo le había trasladado a él media hora antes. Yo asentía ante la mirada interrogante de ambos y poco después el 1º le decía a José que nos se preocupáramos que él hablaría con el capataz.

Nos despedimos después de tomar una cerveza y descubrir para mi asombro, ¡que ambos eran hermanos! ... no lo podía cree... el 1er. Oficial del barco y mi buen amigo José eran hermanos. De ahí tanta confianza, ahora estaba claro.

Mira por donde sin querer y por pura casualidad había dado con la solución a gran parte de mis problemas, pues aunque el feo ambiente en el cual no me quedaba otro remedio que desenvolverme evidentemente no mejoraría por esa circunstancia, pero si a partir de aquel momento mi vida a bordo daría un giro más que importante, pues esa misma noche, Thor con expresión antipática me dijo en la cámara que sabía que había pedido ayuda a la “mía mamma” lo cual no ofrecía dudas de que le habían tirado de las orejas. Le contesté que yo no había participado en ninguna guerra ni había recibido entrenamiento militar por lo que cada uno utilizaba los recursos que podía y yo había recurrido a los míos de igual forma que él a los suyos. Fueron prácticamente las últimas palabras que crucé con él, pues días después se hizo inseparable del arponero del pescador 2 de nuestro equipo, un sueco rubio como las candelas que no superaría los 30 años con el que al parecer vivió un apasionado romance y me alejó definitivamente de sus preferencias y objetivos.

De todas formas la cierta consideración de la que yo gozaba y que lógicamente se había cundido entre los tripulantes, me había granjeado nuevas y no pocas antipatías, lo cual a mi me importaba

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un bledo, ya que mi objetivo era que pasaran los cuatro meses preceptivos y huir de aquello como alma que lleva el diablo.

Joan como he dicho, se había colocado a cubierto en la cocina y no necesitaba de mi ayuda prácticamente para nada, lo cual suponía para mi una gran tranquilidad ya que de alguna forma me consideraba responsable de sus desdichas. Ocupábamos literas contiguas en una zona recién reparada cerca del capataz y de los marineros especialistas más considerados.

José se marchó a bordo de un helicóptero en compañía de los capitanes de los barcos pescadores y algún especialista más que tenían su puesto en tierra, precisamente en “Dutch Harbor”.

Hallándonos en la cubierta Joan y yo contemplando el mar helado a nuestro alrededor lo cual era un espectáculo digno de ver y admirar, se produjo un hecho que nos proporciono la medida exacta de la ralea de gente que nos rodeaba, y desde luego que en absoluto estábamos a cubierto de las intenciones que por mucho que en algún momento hubiéramos creído, tenían para con nosotros gran parte de nuestros “compañeros”.

En la cubierta del factoría existían como era lógico varias maquinas destinadas a mover grandes pesos, pues precisamente los “bichos” con los que se las veían los hombres encargados de esas labores no eran precisamente ligeros sino en su gran mayoría de varias toneladas de peso, por lo que las cabrias, puntales de carga tijeras o plumas eran herramientas utilizadas a diario.

Una de ellas ya obsoleta y que prácticamente no se usaba, tenía recogido su gancho de hierro en un lateral, en lugar de pender vertical por su peso y el de la gran cadena que lo sujetaba a su correspondiente puntal, seguramente para evitar el estorbo que suponía que quedara en el centro de la zona de maniobra. El gancho como digo, permanecía recogido en una zona lateral y más alta desde donde solía manejarse cuando estaba en uso, de forma que si por cualquier motivo se soltase de la mordaza que lo mantenía sujeto, constituiría un gran peligro para cualquiera que se encontrase

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en la trayectoria del movimiento pendular que realizaría gancho y cadena para buscar su vertical.

La plataforma donde se hallaba sujeto el mencionado gancho se encontraba a la altura misma de la cámara con lo que cualquiera tendría fácil acceso a ella.

Ensimismados en la contemplación del hermoso paisaje, y en un momento en el que precisamente no había mucho personal en los alrededores, aunque si varios en la mencionada plataforma, Joan advirtió casualmente un movimiento extraño del referido artilugio que se precipitaba hacia nosotros a toda la velocidad que le proporcionaba su inercia.

No me había percatado de tal circunstancia y Joan instintivamente y sin tiempo material para avisarme y evitar el tremendo impacto, se colocó en su trayectoria recibiendo él parte de la descarga que aunque no de pleno, pues esto le habría costado la vida, le golpeó en el hombro brazo derecho y parte de la cabeza dejándolo sin conocimiento tirado en el suelo y manando sangre abundantemente por la herida abierta producida detrás de su oreja de ese lado.

Aturdido por el golpe del que yo también había recibido parte aunque amortizado por el pobre Joan, tardé unos minutos en reaccionar y pedir ayuda a gritos, a lo que acudieron varios hombres que transportaron a Joan a la enfermería, donde se comprobó que aunque tenía una herida importante en la cabeza y una fuerte contusión en toda la zona derecha de su cuerpo, el tema no revestía gravedad aunque si la suficiente como para estar más de la mitad del resto de campaña de baja con la cabeza vendada y todo el cuerpo magullado, aunque se había librado de milagro de no poder contarlo.

Evidentemente la investigación abierta, a fin de aclarar responsabilidades, quedó en agua de borrajas y a los tres días se había olvidado quedando todos a la espera de nuevas oportunidades y nosotros alerta de que no volvieran a sorprendernos ya que nos sabíamos objetivo prioritario de sus cobardes acciones.

Soportamos como pudimos el tiempo que restaba hasta el primer

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cambio de tripulación con el que sin podérnoslo creer del todo, salimos de aquel infierno rumbo a Dutch Harbor.

Aún recuerdo con especial placer la imagen que se ofrecía a nuestros ojos, cuando a pocos metros de altura desde el helicóptero de transporte que nos alejaría para siempre de aquellas gentes y aquellos lugares, veía perderse entre las brumas del olvido los rostros aborrecidos de las personas que tanto nos habían hecho sufrir.

Thor, El Lobo, Cara Cortada, Goliat, El Cojo, Loco, El Vampiro, El Gordo... Adiós para siempre adiós. Sólo deseo que cuanto antes mi recuerdo diluya la tenebrosa experiencia vivida en el más hermoso de mis sueños.

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Mi amiga pelirroja ya no se encontraba en el destierro. Estaría tomando el sol en cualquier playa del Caribe. Quise pensar que esperando verme aparecer en cualquier momento.

Te buscaré preciosa que yo también necesito descanso, además ahora soy rico, me acaban de pagar... ¡casi 2000 dólares para mi solo!...

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Tumbado boca arriba en el último asiento del viejo autobús “Alsina” que me dejaría poco después en el Paseo de La Victoria de Córdoba, reflexionaba con los ojos clavados en el techo.

Como diría el gran Charles Chaplin.

" Me gustan mis errores. No quiero renunciar nunca a la deliciosa libertad de equivocarme ".

Antonio Ramírez

Mayo 2008

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Agradecimientos:

A Antonio Aragüés Giménez por su precioso prólogo.

A Estefanía Aragüés Salvo, por su espléndido trabajo de diseño y maquetación.

A todos los amigos que de una u otra manera han contribuido a que este libro vea la luz.

Gracias por vuestra inestimable colaboración y cariño.

Antonio Ramírez

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